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Sylvia Iparraguirre
El apogeo global del género fantasy es uno de los fenómenos notorios de la cultura
popular contemporánea. Regido por el modelo anglo-norteamericano que, por razones de
importación cultural hemos adoptado, es evidente hoy la fuerza omnipresente de su expansión
que coloniza lenguas y culturas bajo la forma de innumerables subgéneros: fantasía épica, saga
fantástica, saga de subversión, neoépica, saga neogótica, por nombrar solo algunos. Formas que
en los últimos años rebasaron el universo pop para pasar a ser tema de encuentros académicos.
Si bien esta expansión tiene variantes complejas, resulta simple en su tipificación básica: a la vez
que literaria y cultural —ha generado obras maestras de la pintura, la literatura y el cine—, la
explosión del género es un formidable negocio que mueve la industria del consumo y del
entretenimiento. De milenaria tradición en el mundo anglófono, la producción en español
(deudora de otras fuentes y otro folklore), ha asimilado sus leyendas y mitos adjuntándolos a la
suya propia para lanzarse a esta afluencia de ficción.
La ubicuidad de la fantasía, su constante reconversión, su relación con la literatura, que
es su origen, y con la tecnología, que hoy es su soporte y disparador, plantea al menos dos
preguntas: ¿Dónde situar la fantasía dentro de la literatura de imaginación? ¿Cómo considerar
un universo que va del libro y la historieta al cine y al videojuego; del juego de rol al juego de
mesa; de los blogs a los foros de los fan fiction creadores de sagas multiautorales; de los foros de
discusión sobre personajes de sagas, a sitios sobre puntajes de ciberjuegos temáticos, etcétera?
En cuanto a lo primero, parece natural ubicar la fantasía junto a la ciencia ficción como dos
concepciones, que muchas veces se superponen, de lo fantástico contemporáneo. En cuanto a
lo segundo, tal vez lo mejor sea empezar con algo cercano a una definición. Si aceptamos la
imposición del nombre inglés hoy generalizado, digamos, citando a AnneBesson, que fantasy “…
designa los rasgos comunes de un conjunto de obras textuales, pero también iconográficas e
interactivas, que exaltan (o parodian) una nobleza pasada marcada por el heroísmo, por los
esplendores de la naturaleza preservada y la omnipresencia de lo sagrado, apelando al recurso
de lo sobrenatural-mágico, que se apoya en los mitos y en el folklore. Y que tiende a asociarse
con motivos precisos que tocan los estereotipos: dragones en la fantasía épica, bárbaros
musculosos en la fantasía heroica, pueblos pequeños en los cuentos de hadas…” La variada
multitud de objetos materiales e ideales que participa de estos rasgos forma parte indudable del
imaginario contemporáneo. Sus contenidos genéricos, de antiquísima genealogía, conocen en el
siglo XX dos fuentes emblemáticas: la herencia de la obra de altafantasía de J.R.R. Tolkien, inglés
nacido en Sudáfrica en 1892, medievalista erudito, profesor en Oxford, especialista en
anglosajón, obra que crea un mundo completo al que el mismo Tolkien llamó legendarium, por
un lado. Por el otro, Robert Howard, norteamericano nacido en Texas en 1906, creador de la
saga Conan, el bárbaro, que publicó sus relatos en revistas pulp de misterio y terror a través de
las cuales logró amplia difusión y popularidad. Por la confluencia de estas dos fuentes, la de
Tolkien, sólida y de raíces míticas, la de Howard, popular e icónica, va a ingresar al género una
incalculable diversidad de motivos y temas. Así remodelada en las décadas del ’30 al ‘50,
la fantasía realiza, en el progresivo abaratamiento que le imprime el consumo masivo, una
especie de sincretismo que reproduce sus temas y motivos ad nauseam. Dejo de lado la
vertiente paródica del género, baste nombrar una obra, tal vez la mejor: Un yankee en la corte
del rey Arturo, del norteamericano Mark Twain. Como también, por la vastedad de su herencia,
dejo de lado el terror gótico de la famosísima Drácula (1897), del irlandés BramStoker. El legado
de Stoker conoce variantes casi infinitas que, pasando por la visión paródica de Polanski en La
danza de los vampiros, llega hasta la edulcorada Crepúsculo. Las mezclas múltiples dan como
resultado, en la mayoría de los casos, errores gruesos de significado e interpretación de los
mitos y leyendas de origen, que se advierten tanto en el uso de los contenidos como en su
aspecto icónico y de ilustración. Sobre todo en ciertas gráficas de libros infantiles y juveniles y en
ciertas tiras de televisión. ¿Importan esta falta de cuidado con las fuentes, esta mixtura revulsiva
que es por lo general lo que se consume? En términos de mercado, sin duda no. Todo es
neoépica y sagas en el mundo de la reproducción masiva marcada por los modelos de la cultura
dominante, que prevalece en todos. El gusto indiscriminado y el consumo masivo de cualquier
tipo de sagas pertenecen, sin duda, a un nuevo aspecto de la cultura popular atravesada por la
tecnología, campo sobre el que no me atrevo a esbozar ninguna opinión. Ahora bien, en
términos de reconstruir una cadena literaria, sí nos importa, porque cuando se bastardean sus
contenidos se pierde la filiación con los orígenes mítico-literarios del género. Que es lo que
intentamos recordar aquí.
Sobre este universo de soportes técnicos tan nuevos pero de contenidos literarios tan
antiguos, resulta certero aplicar una vieja afirmación de Coleridge: La fantasía combina,
mientras que la imaginación crea. Lo que, en términos generales, se nos presenta como
abigarrada novedad es justamente una combinatoria de elementos ya creados por la
imaginación de autores anónimos o con nombre, legendarios ellos mismos, en poemas, relatos e
historias medievales. Son estas fuentes de las cuales han bebido las sagas modélicas sobre las
que ahora me permito un párrafo. Las sagas épicas medievales (dragones, caballeros, magia,
misterios), a las que alude la cita de Besson, han sido, en sus versiones de origen, espejo de
momentos complejos de la cultura occidental. La Materia de Bretaña, constelación de relatos
que gira alrededor de la figura central del Rey Arturo, cuyos oscuros prototipos o versiones
primeras se remontan más allá del siglo V, proviene de la cultura celta y de los lugares
geográficos donde sus mitos se generaron. Sus leyendas y fábulas originales revelan la lucha
desigual de la religión celta contra el dominio triunfante del cristianismo. El poder literario de la
Materia de Bretaña reside en el elemento maravilloso, mágico, de elfos, hadas y druidas; no en
su recreación diurna y benéfica de dibujo animado, sino por su lado oscuro, subterráneo e
inquietante, enraizado en el bosque y en los poderes ocultos de la naturaleza. La base celta de la
Materia de Bretaña alude a una realidad arcaica del hombre, cuando no necesitaba templos
construidos porque los hallaba en los dones de la tierra o en el bosque sagrado. Mundo
primitivo pero de una condición tan sugestiva que traspasó sus nieblas y cautivó a los
prerrafaelistas, a los que debemos las representaciones más estéticas de ese universo en el que
habitan Merlín y la Dama del Lago.
http://www.sylviaiparraguirre.com.ar/rw/pdf/A%20qu%C3%A9%20llamamos%20fantasy.htm