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02.

OLAS SALVAJES
Saga Waterfire
Jennifer Donnelly

Biblioteca Tiflolibros
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Argentina
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que no permita la lectura impresa.

OLAS SALVAJES
Jennifer Donnelly
Traducción de Ana María Lojo y Virginia Sauda
Planeta

Donnelly, Jennifer
Olas salvajes, - la ed. - Ciudad Autónoma de
Buenos Aires : Pianeta, 201S. i04 p.; 21x15 cm.
ISBN 978-950-49-4578-9
1. Literatura Juvenil Estadounidense. I. Título
CDD 813.928 3
Título original: Roguc Wave
Copyright © 2014 Disney Fnterpri.ses, Inc.
ISBN 9778*1-4231-3316-2 Mapas de la guarda c
ilustraciones de inicio de los capítulos por
Laszlo Kibinyi Visitar v^rvw, DisneyHooks.com
Todos los derechos reservados
© 20]3,Cirupo Editorial Planeta S.A.l.C.
Publicado bajo el sello Planeta®
Independencia 1682 (1100) C.A.B.A,
www.editoriaIplaneta.com.ar
1 “ edición: mayo de 2015 3.ÜÜÜ ejemplares
ISBN 978-950-49-4578-9
Impreso en Master Graf S.A.
Mariano Moreno 4794, Munro en el mes de abril de
2015.
Hecho el depósito que preve la ley 11.723
Impreso en la Argentina
No se permite la reproducción parcial o total,
el almacenamiento, el alquiler, la transmisión
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leyes 1 1.723 y 25.446 de la República
Argentina.

Para el formidable Steve Malk, con gratitud

El mar nunca está quieto.


Golpea en la orilla,
inquieto como un corazón joven,
cazando.
El mar habla.
Y sólo los corazones tormentosos saben lo que
dice...
Carl SANDBURG, «Mar joven»

PRÓLOGO
Detrás del vidrio plateado, sonrió el hombre sin
ojos.
Ella estaba aquí. Había venido. Tal como él lo
había previsto. Su corazón era fuerte y leal. Y
la había guiado a casa.
Había venido con la esperanza de que hubiera
quedado alguien. Su madre, la regina. Su hermano
guerrero o su valiente tío.
El hombre observó a la sirena mientras nadaba
por el camarote en ruinas del palacio de su
madre. La observó con ojos que eran insondables
fosas de oscuridad.
Ahora tenía un aspecto distinto. Llevaba la ropa
de las corrientes, de aspecto duro y osado.
Había cortado su pelo largo y cobrizo bien
corto, y lo había teñido de negro. Sus ojos
verdes se veían cautelosos y alertas.
Sin embargo, en algunos aspectos, no había
cambiado. Sus movimientos eran vacilantes. Había
inseguridad en su mirada. El hombre notó que
ella todavía no reconocía la fuente de su poder
y, por eso, no creía en él. Eso era bueno. Para
cuando sí la entendiera, ya iba a ser demasiado
tarde. Para ella. Para los mares. Para el mundo.
La sirena miró el enorme hueco donde una vez
había estado la pared este del camarote. Una
corriente, lenta y lúgubre, circulaba a través
de él. Las anémonas y las algas habían empezado
a colonizar sus bordes irregulares. La sirena
nadó hasta el trono destrozado y se inclinó para
tocar el piso.
Con la cabeza inclinada, se quedó ahí por un
largo rato. Después, se levantó y se alejó hacia
atrás, más cerca de la pared norte.
Más cerca de él.
Él ya había tratado de matarla una vez. Antes
del ataque a su reino. Había entrado a su cuarto
a través de un espejo, pero había aparecido una
sirvienta, obligándolo a introducirse de nuevo
en la plata.
Ahora, lo detenían largas grietas dentadas que
recorrían el vidrio como una red de venas. Los
espacios entre las grietas eran demasiado chicos
para pasar el cuerpo a través de ellos, pero lo
bastante grandes como para deslizar las manos.
Despacio, en silencio, empujó con ellas,
atravesando el espejo. Las manos flotaron a
apenas unos centímetros de la sirena. Sería tan
fácil enroscarlas alrededor de su delgado cuello
y terminar lo que habían empezado las iele...
«Pero no», pensó el hombre, y retiró la mano.
Eso no sería una buena idea. Ella tenía más
fuerza y coraje de lo que él hubiera imaginado.
Todavía podía triunfar ahí donde otros habían
fracasado: podía encontrar los talismanes. Y si
lo hacía, él se los quitaría. Lo ayudaría un
hombre sirena en quien ella una vez había
confiado y a quien había amado.
El hombre sin ojos había esperado mucho tiempo.
Sabía que no tenía que perder la paciencia justo
ahora. Se replegó dentro del espejo y se perdió
otra vez en la plata líquida. En las cavidades
donde una vez habían estado sus ojos, brillaba
la oscuridad, viva y radiante. Era una oscuridad
que observaba y esperaba. Una oscuridad que se
agazapaba. Una oscuridad antigua como los
dioses.
En su última hora, ella iba a verla. Él iba a
voltear la cara de la sirena hacia la suya y la
iba a hacer mirar dentro de esas profundidades
negras e insondables. Ella iba a saber que había
perdido.
Y que la oscuridad había ganado.

UNO

—¡Vengan aquí, peces! ¡Vengan aquí, peces de


plata!
Serafina, sin aliento y temblorosa, llamó
gritando tan fuerte como se atrevió. La plata
líquida hacía ondas a su alrededor mientras ella
avanzaba por el Salón de los Suspiros de Vadus,
el reino de los espejos. Había miles de espejos
colgados en las paredes. La luz titilante de las
arañas bailaba dentro de ellos. Salvo por
algunas vitrinas, que contemplaban su reflejo
con la mirada perdida, el salón estaba vacío.
Sera esperaba que sus amigas estuvieran cerca,
pero no fue así. Debían de haber salido en otras
partes de Vadus, razonó. Al menos no la había
seguido ningún jinete de la muerte. Baba Vrája
se había asegurado de que así fuera, rompiendo
el espejo a través del cual había nadado Sera, y
así le había permitido escapar de los soldados y
de su capitán, Markus Traho.
—¡Vengan, peces de plata! —llamó ella otra vez,
la voz apenas un susurro.
Tenía que hacer silencio. Hacer la menor
cantidad de ondas posible. No quería que el
señor de los espejos supiese que ella estaba
aquí. Era, en todos sus aspectos, igual de
peligroso que Traho.

Se acordó de los escarabajos. Vrája le había


dado un puñado para atraer a los peces de plata.
Se los sacó del bolsillo y los agitó en el puño
para que se entrechocaran y sonaran.
—¡Aquí, peces, peces, peces! —los llamó. Cuanto
más pronto encontrara uno, más pronto llegaría a
casa.
A casa.
Serafina había escapado de Miromara hacía dos
semanas, después de que Cerúlea —la capital—
hubiera sido invadida. Los atacantes habían
tratado de asesinar a su madre. Habían matado a
su padre. Los había enviado el Almirante Kolfinn
de Ondalina, un reino de sirenas del Ártico,
bajo el liderazgo del brutal Capitán Traho.
Sera había conocido a Astrid, la hija de
Kolfinn, en las cuevas de las iele, y le había
jurado que su padre no había ordenado el ataque
a Miromara, pero Sera no confiaba en ella.
Al igual que la propia Serafina y las otras
cuatro sirenas —Neela, Becca, Ling y Ava—,
Astrid había sido convocada por las iele, un
clan de brujas de río muy poderosas. Gracias a
Vrája, líder de las iele, las sirenas se habían
enterado de que eran descendientes directas de
los Seis que Reinaron, unos magos poderosos que
una vez habían gobernado el imperio de la isla
perdida de Atlántida.
También se habían enterado de que Orfeo, el más
poderoso de los Seis, había desatado un mal
enorme sobre la isla: el monstruo Abbadón.
La criatura había destruido Atlántida antes de
que, por fin, fuera derrotada por los cinco
magos compañeros de Orfeo. Lo habían encarcelado
en el Carceron; después, uno de ellos —Sycorax-
había arrastrado la prisión hasta el mar del
Sur, donde la había hundido bajo el hielo. Pero
ahora el monstruo se estaba despertando otra
vez. Alguien lo había despertado. Serafina
estaba convencida de que era Kolfinn. Creía que
él quería usar su poder para tomar el control de
todos los reinos de las sirenas.
Vrája les había dicho, a ella y a las otras
sirenas, que tenían que destruir a Abbadón antes
de que quien fuera que lo había despertado lo
liberara. Para eso, tenían que encontrar unos
talismanes antiguos que habían pertenecido a los
Seis que Reinaron. Con esos objetos, las sirenas
podrían abrir la cerradura del Carceron y atacar
al monstruo.
Sera sabía que su mejor chance de averiguar
dónde estaban los talismanes era en el ostrokón
de Cerúlea, entre los caracoles con antiguas
grabaciones sobre el Viaje de Merrow. Ella creía
que Merrow, la primera líder del pueblo de las
sirenas, había escondido los talismanes durante
un viaje que había hecho por las aguas del mundo
y que los caracoles podían revelarle su
ubicación.
Aunque sabía que era extremadamente peligroso —y
la asustaba ver a Cerúlea en ruinas— tenía que
volver a casa.
Pero no todavía.
Había otro lugar donde tenía que ir primero.
—¡No, Sera! —le dijo una voz con firmeza.
Ella giró sobre sí misma, buscando a quien había
hablado, pero no vio a nadie.
—No vayas, mina. Es demasiado peligroso.
—¿Ava? —susurró Sera—. ¿Eres tú? ¿Dónde estás?
—En tu cabeza.
—¿Es un convoca? —preguntó Sera, al acordarse
del dificultoso hechizo para convocar que les
habían enseñado las iele.
—Sí... estoy tratando... de mantenerlo...
cuerdas... Astrid...
—¡Ava, se está cortando! ¡Te pierdo! —dijo Sera.
No hubo ningún sonido por unos segundos, y luego
la voz de Ava volvió:
—¿Te acuerdas de lo que dijo Astrid? «Los
opáfagos se comen a sus víctimas vivas... cuando
todavía está latiendo su corazón y bombeando su
sangre».
—Lo sé, pero tengo que ir— dijo Sera.
—El ostrokón... más seguro... por favor... —La
voz de Ava se desvanecía otra vez.
—No puedo, Ava. No todavía. Antes de averiguar
dónde están los talismanes, tenemos que
averiguar qué son.

Sera esperó la respuesta de Ava, pero esta no


llegó.
—¡Aquí, peces de plata! —llamó con más urgencia.
Se estaba acabando el tiempo. Tenía que apurarse
—. ¡Vengan, peces! ¡Tengo una sabrosa sorpresa
para ustedes!
—¡Qué fabuloso! ¡Me encantan las sorpresas! —
dijo una voz nueva. Justo detrás de ella.
A Serafina se le heló la sangre. «Rorrim Drol»,
pensó. Al fin de cuentas, la había encontrado.
Ella giró despacio.
—¡Principessa! ¡Qué lindo verla otra vez! —
exclamó el señor de los espejos. Sus ojos
recorrieron la cara de Sera, percibiendo su
palidez. Notó los profundos cortes de la cola,
hechos por el monstruo. Su sonrisa melosa se
ensanchó—. Debo decir, sin embargo, que no se la
ve muy bien.
—A usted, sí. Bien alimentado, quiero decir —
replicó Serafina, apartándose de él.
Tenía la cara redonda como una luna llena.
Llevaba una bata de seda de color verde ácido.
Sus voluminosos pliegues no alcanzaban a
cubrirle la barriga.
—¡Bueno, gracias, cariño! —respondió él—. De
hecho, acabo de comer un plato maravilloso.
Cortesía de una joven humana. Una chica
aproximadamente de tu edad. —Eructó ruidosamente
y después se tapó la boca—. Uy. Discúlpame. Me
sobrepasé un poco. Había tantos babosuchos
deliciosos para comer.
Los babosuchos eran los temores más profundos de
una persona. Rorrim se alimentaba de ellos.
—Por eso está gordo como una morsa —dijo
Serafina, manteniendo la distancia.
—No pude resistirlo. ¡Esa chica tonta me lo hizo
tan fácil! Lee esas cosas que se llaman
revistas, ya ves. Están llenas de fotos de otras
chicas, sólo que las fotos están hechizadas para
que esas chicas parezcan perfectas. Pero ella no
se da cuenta de eso. Lo único que ve es que
ellas son perfectas y ella no. Se pasa horas
preocupada frente al espejo y yo, desde el otro
lado, le susurro que nunca va a ser lo
suficientemente flaca, o lo suficientemente
linda o lo suficientemente buena. Y cuando está
totalmente asustada y deprimida, ¡yo me doy un
banquete!
«Pobre chica», pensó Sera, recordando lo mal que
se sentía cuando no cumplía con las expectativas
de los demás. Lo mal que seguía sintiéndose a
veces.
—“¿No es fabuloso, principessa? ¡Ah, los terras!
Sencillamente, los adoro. Hacen una gran parte
de mi trabajo. Pero ya hemos hablado bastante de
ellos. ¡Las cosas que oí de ti en estos días! —
comentó Rorrim, agitando un dedo acusador—.
Tienes al Capitán Traho surcando ríos enteros en
tu búsqueda. ¿Qué haces en Vadus? ¿A dónde vas?
—A casa — mintió Sera.
Rorrim entrecerró los ojos. Se lamió los labios.
—Por cierto, no tienes que irte tan pronto,
¿verdad? —Ya estaba detrás de Serafina antes de
que ella se hubiese dado cuenta siquiera de que
se había movido. Ella dio un grito ahogado al
sentir que un escalofrío líquido le recorría la
columna.
—¡Todavía tan fuerte! —se lamentó.
—¡Quítame las manos de encima! —gritó Sera,
nadando lejos de él.
Pero él la alcanzó.
—¿Para qué llamabas a mis peces de plata? ¿A
dónde vas realmente? —le preguntó.
—Ya te dije, a casa —dijo ella.
Sera sabía que tenía que ocultarle sus miedos.
El iba a usarlos para retenerla allí para
siempre, como una vitrina. Pero era demasiado
tarde; de pronto, sintió un dolor agudo.
—¡Ah! ¡Ahí está! —susurró Rorrim, echándole su
aliento frío en el cuello—. Principessita, te
crees muy lista y muy valiente, pero no lo eres.
Yo lo sé. Y también lo sabía tu madre. La
decepcionaste una y otra vez. La defraudaste. Y
después la dejaste morir.
—¡No! —chilló Serafina.

Los dedos rápidos de Rorrim sondeaban su columna


con crueldad, buscando sus temores más
profundos.
—Pero espera, ¡hay más! ¡Sólo mira lo que te
traes entre manos! —Se quedó callado un momento
y después continuó—: Cielos, qué tarea te
encargó Vrája. ¿Y de verdad crees que puedes
hacerla? ¿Tú? ¿Qué va a hacer ella cuando
fracases? Supongo que buscará a otra persona. A
alguien mejor. Tal como hizo Mahdi.
Sus palabras venenosas se clavaron en el corazón
de Serafina como la púa de un pez raya. Mahdi,
el príncipe heredero de Matali, un hombre sirena
que ella había amado, la había traicionado con
otra y la herida todavía estaba en carne viva.
Bajó la vista al suelo, paralizada por el dolor.
Olvidó para qué estaba allí. Y hacia dónde iba.
Su voluntad estaba decayendo. Una sombra gris,
sofocante, cayó sobre ella como una niebla
marina.
Con un ronroneo de placer, Rorrim arrancó algo
oscuro, pequeño, escondido entre dos vértebras.
El babosucho chillaba y se agitaba cuando él se
lo metió en la boca.
—¡Qué delicioso! —exclamó mientras tragaba—. No
debería comer más, pero no puedo evitarlo. —
Comió otro y luego agregó—: Nunca vas a derrotar
a Traho. Tarde o temprano, va a encontrarte.
El brillo en los ojos de Serafina se opacó.
Agachó la cabeza. Rorrim arrancó más babosuchos
y se los embutió en la boca con el talón de la
mano.
—¡Mmm! ¡Divino! —dijo mientras los deglutía. Se
le escapó un eructo estrepitoso.
El ruido grosero quebró el letargo de Serafina.
Por unos segundos, se disipó la sombra gris y su
mente se aclaró otra vez. «Me está destruyendo.
No puedo permitírselo», pensó desesperada.
«¿Pero cómo puedo luchar contra él? Es tan
fuerte...»
Con un gran esfuerzo, alzó la cabeza... y dio un
grito ahogado. Rorrim había duplicado su tamaño.
La barriga le colgaba hasta las rodillas. La
cara estaba hinchada, grotesca. La boca, torcida
en una mueca.

«Comió tanto que está dolorido», pensó ella.


Entonces, oyó otra voz: la de Vrája. Sonó en su
memoria, fuerte y clara. «En lugar de huir de tu
miedo, debes dejarlo hablar», le había dicho la
bruja.
Eso iba a hacer Serafina. Iba a dejarlo gritar.
—Tienes razón, Rorrim —dijo ella—. Lo que me
pidió Vrája es imposible de verdad.
Le estaba entregando su corazón abierto a un
monstruo. Si fallaba, se lo devoraría.
Rorrim arrancó otro babosucho y lo masticó.
Eructó otra vez, con un gesto de dolor. Ahora,
su barriga tocaba el suelo.
—Quizá sería conveniente una pequeña pausa entre
un plato y otro —reflexionó él-—. Un momento,
por favor...
Sera no le dio tregua.
—Tengo miedo de no encontrar a mi tío. Ni a mi
hermano —habló atropellada—. Tengo miedo de los
jinetes de la muerte. Tengo miedo por Neela,
Ling, Ava y Becca. Tengo miedo de que Astrid
esté diciéndome la verdad. Tengo miedo de que
esté mintiéndome. Tengo miedo de Traho. Tengo
miedo del hombre sin ojos...
Ahora Rorrim estaba agarrando puñados llenos de
babosuchos. Tenía los brazos tan gordos que
apenas podía llevarse las manos a la boca y, sin
embargo, no podía dejar de comer. Su glotonería
lo abrumaba.
—¿Sabes de qué más tengo miedo?
—Oh, dioses, basta. ¡Por favor! —rogó Rorrim.
Dio un paso hacia atrás, perdió el equilibrio y
se desplomó. Trató de levantarse, pero no pudo.
Sus piernas y sus brazos pateaban enloquecidos
como los de una tortuga dada vuelta. Estaba
indefenso.
Serafina se inclinó sobre él. Ahora estaba
gritando.
—¡Tengo miedo de perder la cabeza si veo más
sufrimiento! ¡Tengo miedo de que maten a más
habitantes de Cerúlea! ¡Tengo miedo de que las
aldeas sean atacadas! ¡Tengo miedo de que Traho
lastime a Vrája! ¡Tengo miedo de que Blu esté
muerto! ¡Tengo miedo por los pueblos de sirenas
atrapados en el barco de Rafe Mfeme!
Rorrim cerró los ojos. Gimoteó y Serafina dejó
de vociferar. Se enderezó, sorprendida de ver
que la niebla gris había desaparecido. Había
vencido a Rorrim. Su miedo se había convertido
en un aliado en lugar de un enemigo.
Sonriendo, abrió la mano. Los escarabajos
seguían dentro de ella.
—¡Peces de plata! ¡Vengan! —gritó, tan fuerte
como pudo.
Pero no apareció ningún pez de plata. Serafina
se dio cuenta de que lo estaba haciendo mal.
Gritó otra vez:
——llamó.
La plata líquida se agitó. De ella emergieron
dos antenas temblorosas, seguidas por una
cabeza. La criatura se arrastró por completo
fuera del líquido y Serafina vio que era enorme.
El doble que un hipocampo grande. De su largo
caparazón segmentado chorreaban gotas de plata.
La observaron unos enormes ojos negros.
—dijo.
…—dijo Serafina.
El pez de plata asintió con la cabeza y Serafina
montó en su lomo. La criatura dobló sus largas
antenas hacia abajo para que ella pudiese
usarlas como riendas. Sera se sentó sobre el pez
de plata tal como lo habría hecho si estuviese
montando su propio hipocampo, Clío. Se abrazó a
su costado con la cola. Su columna estaba
erguida y fuerte.
—¿A Atlántida? ¡Viajas hacia tu muerte! —gritó
Rorrim.
—Voy a Atlántida para evitar la muerte. La mía y
la de muchos más —dijo Serafina.
—¡Sirena idiota! —vociferó Rorrim, agitando sus
brazos y sus piernas con furia—. ¡Los opáfagos
van a comerte viva! ¡Van a abrirte los huesos y
lamerte la médula! ¡Si no estás asustada,
deberías estarlo!

—No estoy asustada, Rorrim.. —Mentirosa —siseó


Rorrim. —... estoy aterrada.

DOS
—… —le dijo Serafina al pez de plata.
La criatura la miró fijo con sus grandes ojos
negros.
——dijo.
Serafina miró el espejo otra vez. El pez de
plata la había llevado un largo trecho por el
interminable Salón de los Suspiros y la había
depositado aquí. El espejo frente a ella estaba
roto, con los bordes dentados, sujeto al marco
sólo por dos lados. Si ella hundía el estómago y
se ponía de costado, podría llegar a nadar a
través de él, pero no estaba segura y no quería
correr ningún riesgo.
Cada espejo en el Salón de los Suspiros
correspondía a un espejo en el mundo de los
terragones o de las sirenas. El otro lado de
este espejo estaba en algún lugar de Atlántida,
en algún cuarto en ruinas, ¿pero dónde?
Estaba oscuro dentro del vidrio. Ella no podía
ver lo que le esperaba. ¿Qué pasaba si se
quedaba atorada? ¿Y si se quedaba mitad fuera y
mitad dentro, sin poder moverse, con opáfagos
del otro lado? Le pidió a la criatura que la
llevara a otro espejo.
El pez de plata se encabritó y después apoyó de
golpe sus patas contra el suelo.

…—exigió.
—…—respondió Serafina.

Quizás había otra entrada, o quizá no, pero


quedaba claro que hasta aquí era lo más lejos
que estaba dispuesto a llegar el pez de plata.
Ella se deslizó de su lomo hacia el suelo y le
extendió la mano con los escarabajos que le
había prometido. Él los comió de su palma y
después se sumergió de nuevo en la plata.
Serafina estaba sola.
Atlántida había sido una gran isla. Además de
Elysia, la capital, Atlántida había ostentado
numerosos pueblos y aldeas, los cuales habían
sido destruidos por completo. Sera sabía que
podía pasar una eternidad buscando otra entrada
y jamás encontrarla. Respiró hondo y después —
con las manos juntas sobre la cabeza como un
buceador— nadó con cuidado a través del espejo,
atenta a sus bordes afilados. Terminó de pasar
su cola de pez y se encontró sobre un piso lleno
de escombros. Había nadado fuera del reino de
los espejos, pero no estaba segura hacia dónde.
Sólo un débil rayo de luz, que brillaba a través
de una hendija encima de ella, penetraba la
oscuridad. En voz baja, cantó un he
chizo illuminata, tiró del rayo hacia ella, y lo
expandió para iluminar el lugar. Cuando sus ojos
se adaptaron a la luz, vio que estaba en lo que
alguna vez había sido un gran salón elegante de
la casa de un terragón. Dos paredes se habían
derrumbado; las otras dos seguían en pie. Sobre
su cabeza, había vigas de madera gigantes que
habían sostenido un piso alto, inclinadas hacia
abajo desde las paredes que quedaban. Había
escombros, todos cubiertos de maleza, apoyados
con todo su peso sobre las vigas.
Serafina examinó el lugar en busca de una
salida, pero no encontró ninguna. Cantó un
hechizo commovio, otra vez en voz baja, con
cuidado de no alertar a nadie ni a nada acerca
de su presencia. Usó la magia para empujar
enormes trozos de piedra, pero fue inútil;
habrían hecho falta una docena de hechiceros
para moverlos. Empujó con los dedos los
ladrillos y los escombros, pero no logró más que
tirarse limo en la cabeza.

Entonces fue cuando la sintió... una vibración


en el agua. Una vibración fuerte. Lo que fuera
que la producía era algo grande. Ella se volteó.
A un metro de distancia había una morena grande
y enojada. La anguila se alzó y siseó, mostrando
sus dientes letales.
—¡Anguila, por favor, a ti yo problemas no
causo! —gritó Serafina.
La sintaxis espantosa de las palabras que habían
salido de su boca la conmocionó. Pero lo que la
conmocionó más aún fue que sus palabras
estuvieran en anguilés, una lengua que ella no
hablaba.
—¿Aquí qué tú haces? —preguntó la anguila, con
voz baja y amenazadora.
«¡Le entiendo!» pensó Serafina. «¿Cómo es
posible? Ling es la única sirena que conozco que
habla anguilés».
Se dio cuenta de que también había entendido al
pez de plata. Había hablado rursus con él.
Después se dio cuenta: el lazo de sangre.
Cuando las cinco sirenas mezclaron su sangre e
hicieron su promesa de trabajar juntas para
vencer a Abbadón, algo de la magia de Ling debía
de haberse metido en ella. ¿Habría recibido la
magia de Ava, Neela y Becca también?
—Te hice una pregunta, sirena — gruñó la
anguila, acercándose más.
—Ahora, saliendo. Tratando —respondió Serafina
enseguida.
—¿Cómo entraste?
—Por el espejismo.
La expresión de la anguila cambió de enojo a
confusión.
—Espejuelo. Espejo. Por favor, anguila,
muéstrame la salida.
—Hay un túnel —dijo la anguila—. Pero no vas a
caber. Vas a tener que irte por donde viniste.
—¡No! ¡No puedo! Hombre malo ahí. Por favor,
anguila, la salida.
—Voy a mostrártela, pero no va a servirte de
nada —afirmó la anguila. Nadó a lo largo del
piso hasta los restos de una pared
derrumbada. Entre los escombros, había una roca
de alrededor de cuarenta centímetros de
diámetro. Allí habló, señalando detrás de la
roca con la cola.
El agua estaba tan turbia en esa parte del
cuarto, que Serafina no había visto la roca, y
mucho menos el túnel detrás. Tironeó de la roca
y la liberó del limo que la rodeaba, y después
hizo otro commovio para empujarla fuera del
paso. Se descolgó el bolso del hombro, se
arrodilló, puso una mano dentro del túnel
angosto y sintió una leve corriente.
—¿Cuánto tiene de largo? —preguntó.
—No mucho. Quizá sesenta centímetros.
—Cavar un pozo voy a —dijo Serafina.
—Haz lo que tengas que hacer. Pero sal de mi
casa.
Serafina empezó a sacar puñados de limo del
fondo del túnel. Ya lo había ensanchado
bastante, unos quince centímetros, cuando dio
con algo duro y grande. Como no pudo moverlo,
siguió cavando en el techo del túnel en lugar
del fondo y después en los costados, aflojando
el limo, el pedregullo y rocas pequeñas.
Despacio, se abrió camino de espaldas por el
pasaje angosto, pestañando para sacarse el limo
de los ojos, escupiendo la arenilla de la boca,
rogando no desprender algo muy grande y que se
le viniera una avalancha encima. Cuando por fin
llegó al otro lado del túnel, no se detuvo para
mirar a su alrededor, sino que se escabulló
rápido dentro de la casa de la anguila de nuevo
y agarró su bolso.
—Me agradezco —dijo.
—¿Por qué, exactamente? —preguntó la anguila.
—No, a ti. Te agradezco, anguila —respondió
Serafina.
—Como sea. Vete —ordenó la anguila.
Serafina empujó el bolso dentro del túnel.
Después se dio vuelta y se metió de espaldas
para poder poner la roca que había sacado otra
vez en su lugar. No quería dejar a la anguila
con un gran agujero en el costado de su casa.
Empujando su bolso hacia delante con la cola, se
escurrió por el túnel una vez más. Cuando por
fin salió del otro lado, vio que estaba en aguas
abiertas. Con cautela, se fijó si había alguna
señal de movimiento pero no vio ninguna. Las
aguas encima de su cabeza brillaban. Por la
posición de los rayos de sol que pasaban a
través del agua, pudo ver que era el mediodía.
Miró a su alrededor y descubrió que estaba en la
parte de atrás de la casa terragona.
Detrás de ella, las laderas de los cerros caían
suavemente hacia el fondo del mar. Ahora los
cerros estaban invadidos por corales y algas,
pero Sera sabía que antes de que Atlántida fuera
destruida debían de haber estado cubiertos de
cultivos de viñas y olivos en terrazas. Nadó
hasta el frente de la casa, con la esperanza de
encontrar el rumbo.
Allí, el terreno caía empinado hacia el valle.
En el centro, amontonadas a lo largo de lo que
alguna vez había sido una calle, había ruinas
que se extendían por kilómetros. Al verlas,
Serafina se detuvo en seco, pasmada. Tenía que
conseguir información, encontrar los talismanes
y cazar al monstruo pero estaba tan abrumada que
no podía moverse. Los ojos se le llenaron de
lágrimas.
—Oh —susurró—. Oh, gran Neria, ¡mira lo que es
esto!
Sus casas estaban destruidas. Sus templos,
derrumbados. Sus palacios, arruinados. Estaba en
silencio. Desierta. Desolada.
Pero seguía siendo tan hermosa...
Era un lugar que Serafina había imaginado
durante mucho tiempo, pero nunca había tenido la
esperanza de ver.
Era un sueño desvanecido. Un imperio caído. Un
paraíso perdido.
Era Elysia, el corazón de Atlántida.

TRES
Serafina se quedó mirando, estática, casi sin
respirar.
Era mucho lo que se había derrumbado durante la
destrucción de la isla, pero aquí y allá,
algunos edificios, o al menos partes de ellos,
habían sobrevivido. Ella había estudiado sobre
Elysia en la escuela y había producido varios
caracoles semestrales sobre su arte y su
arquitectura.
«Allá a lo lejos, esa estructura con forma de
cuenco... ese tiene que ser el anfiteatro»,
pensó. «Y el espacio enorme flanqueado por
columnas, esa es el ágora... la plaza pública. Y
allí está el ostrokón, que los habitantes de
Atlántida llamaban "biblioteca”».
Incapaz de contenerse un segundo más, hizo un
hechizo canta prax de camuflaje que le
permitiera mezclarse con su entorno al igual que
un pulpo. El prax, o canción simple, era la
magia más básica de las sirenas y exigía poca
energía o habilidad. Apenas estuvo listo el
hechizo, ella nadó hacia las ruinas.
En unos minutos, ya estaba en las afueras de la
ciudad. Se lanzó en picada hasta abajo,
dispuesta a entrar como lo hacían sus ancestros,
por sus calles. Mientras nadaba por ellas —
deteniéndose para tocar una columna o un dintel,
cuarenta siglos se desvanecieron al instante.

Entró nadando en los hogares, tanto humildes


como lujosos. El tiempo y el limo habían tapado
mucho, pero en una casa vio un retrato en
mosaico de un hombre, una mujer y tres niños, la
familia que había vivido allí. En otra, una
estatua de la diosa del mar, Neria,
milagrosamente intacta. En una tercera, vio un
esqueleto humano, de una mujer, supuso ella, a
juzgar por las pulseras en las muñecas y los
anillos en los dedos. Sus huesos delicados
estaban peludos de algas. Había pececitos
entrando y saliendo de su calavera. «Atlántida
está encantada. ¿Quién sería ella?», se preguntó
Serafina con tristeza. ¿Había conocido a los
seis magos que reinaron en Atlántida? ¿Había
visto sus talismanes? Cómo deseaba que los
muertos hablasen...
Mientras miraba los huesos, un movimiento
repentino a su izquierda la sobresaltó. Tuvo el
puñal en la mano al instante pero sólo era un
cangrejo trepando una pared. Suspiró con alivio,
pero el susto le recordó dónde estaba: en el
reino de los opáfagos. La información que
necesitaba estaba allí, de eso estaba segura,
tallada en una fachada o esculpida en un friso.
Cuanto más rápido la encontrara, mejor.
Serafina siguió avanzando, internándose en la
ciudad, alerta a todos los sonidos y
movimientos. Mientras nadaba, el hechizo de
camuflaje que había hecho le permitía que su
cuerpo tomara los colores que la rodeaban: las
tonalidades arenosas de los escombros, el rosa y
blanco del coral, los verdes y marrones de las
algas. En el centro de Elysia, ella lo sabía,
estaba el Salón de los Seis que Reinaron y los
templos dedicados a dioses y diosas importantes.
El ostrokón estaba allí y el ágora también. Era
más probable que la información que buscaba
estuviese en esos espacios públicos que en las
casas privadas.
Pasó por lo que parecía el taller de un ruedero,
con aros cubiertos de hálanos todavía apoyados
contra el frente, luego el de un carretero y el
de un herrero. Se dio cuenta de que estaba en lo
que habría sido un distrito de artesanos, como
el fabra de Cerúlea.

La calle hacía una curva cerrada hacia la


izquierda y se angostaba; Serafina la siguió. El
negocio de las tiendas que la bordeaban se
volvió más sombrío. Una vendía ataúdes para
funerales. Otra, mortajas.
Al final de la calle, había algo así como un
templo. Cuando Serafina se acercó, vio que el
techo y las paredes estaban intactos, a
diferencia de muchos de los edificios que lo
rodeaban. Las puertas enormes, hechas de bronce,
todavía colgaban de las bisagras. Extrañamente,
no estaban corroídas. Las columnas de piedra que
flanqueaban las puertas también estaban
intactas. Encima de ellas, había palabras
talladas en griego antiguo. Fue una lucha para
Sera entender las letras, pero finalmente las
descifró, susurrando en voz alta las palabras
que formaban: Templo de Morsa.
Abbadón había pronunciado palabras parecidas:
Daímonas tis Morsa, demonio de Morsa. A Sera se
le heló la sangre al acordarse. ¿Habría
información sobre el monstruo en este lugar? ¿O
sobre los talismanes?
Nunca se había construido ningún templo para
Morsa en Miromara ni en ningún otro reino.
Merrow había decretado que la diosa era una
abominación que no merecía un lugar en la
sociedad civilizada.
Mientras juntaba coraje para entrar, Serafina se
preguntó si Merrow no habría tenido otras
razones para prohibir la adoración de Morsa. Tal
como se preguntaba si Merrow no habría tenido
otros motivos para arrear a los opáfagos
sedientos de sangre hasta el interior de los
Páramos de Thira, las aguas que rodeaban
Atlántida.
Según los historiadores, Merrow dijo que había
conducido a los caníbales a los Páramos porque
las ruinas eran inútiles para el pueblo de las
sirenas. Sera, sin embargo, creía que Merrow lo
había hecho para asegurarse de que la verdadera
historia de la destrucción de Atlántida nunca se
descubriera. Según la antigua canción de sangre
de Merrow, transmitida a Vrája, el Templo de
Morsa era donde Orfeo se había encerrado durante
la destrucción de la isla. ¿Había algo allí
dentro que Merrow también quería mantener en
secreto?
—Hay una sola manera de descubrirlo —se dijo
Serafina.
Estaba oscuro dentro del templo. Las ventanas
angostas del edificio dejaban pasar poca luz de
las aguas de la superficie. Serafina hizo un
hechizo illuminata para ver por dónde iba,
haciendo girar juntos algunos rayos de sol.
Cuando la bola de luz empezó a brillar en sus
manos, sus ojos se abrieron enormes.
El templo lucía exactamente como habría sido
hacía cuatro mil años. Nada se había alterado.
No había limo cubriendo el piso. Ni las algas,
ni las anémonas, ni las plantas acuáticas habían
invadido sus paredes. Era como si hasta las
criaturas ciegas, diminutas, del mar supieran
que debían evitar a la diosa.
Sera estaba asombrada de que el templo hubiese
sobrevivido y estaba deslumbrada por su oscura
belleza. Había estatuas elevadas de los
sacerdotes y sacerdotisas de Morsa esculpidas en
obsidiana, con rubíes pulidos a modo de ojos.
Había paneles pintados en las paredes que
representaban su reino sombrío, incensarios
hechos de oro y candelabros de plata. Pero más
allá del asombro de Sera, había una creciente
inquietud. «¿Cómo puede ser que el templo haya
sobrevivido todos estos siglos?» se preguntó.
Sera soltó su illuminata y la dejó flotar en el
agua turbia. Nadó hasta el altar, cada vez más
despacio al ver lo que había más arriba: un
mosaico, de no menos de siete metros de altura,
de la aterradora Morsa.
Era sólo una imagen y de todos modos la
asustaba. Morsa, la diosa carroñera de los
muertos, en una época había tomado la forma de
un chacal. Cuando empezó a practicar la
necromancia, el arte prohibido de conjurar a los
muertos, Neria la transformó en una criatura tan
odiosa que nadie soportaba mirarla.
La criatura que le devolvía la mirada desde el
muro del templo, con sus ojos destellantes, era
una mujer de la cintura para arriba y una
serpiente enroscada de la cintura para abajo.
Tenía la cara de un cadáver, manchada por la
descomposición. Llevaba una corona de
escorpiones, con las colas listas para atacar,
apoyada sobre su cabeza. En la palma de una
mano, descansaba una perla negra, perfecta.
Lo que había en el piso del altar de Morsa, sin
embargo, la asustó más todavía: una mancha
grande, intensa, de un rojo tan fuerte como el
de los granates. Ella sabía lo que era. Lo que
no sabía era por qué el agua del mar no la había
borrado hacía siglos. Se sintió invadida de
temor al inclinarse para tocarla y, a la vez,
extrañamente atraída.
Llevada por la urgencia de su misión, Serafina
había cometido una tontería: había entrado en un
lugar que tenía una sola entrada y una sola
salida.
Cuando la mano cayó sobre su hombro, no tenía
absolutamente ningún lugar a dónde ir.
CUATRO
Serafina gritó.
Giró rápido como un látigo, levantó su puñal por
el agua y apuntó a su atacante debajo del
mentón.
—Quizá debería haber golpeado antes de entrar.
—¿Ling? —gritó Serafina sin poder creerlo. Le
temblaba la voz casi tanto como la mano.
Ling trató de asentir con la cabeza pero no
podía. Tenía la punta del puñal de Sera hincada
en la piel.
—¡Pude haberte matado! —dijo Serafina, guardando
su puñal—. ¡Casi lo hago! ¿Qué estás haciendo
aquí?
—Vigilándote.
—¿Cómo te metiste en las ruinas? —preguntó Sera.
—Salí del espejo de Vrája en Vadus. Una vitrina
me dijo que estaba en el Salón de los Suspiros.
Encontré un espejo que daba a la casa de una
anguila, una anguila muy enojada. Cuando me dijo
que yo era la segunda sirena que invadía su
espacio en el día de hoy, supe que estaba
siguiéndote. El túnel era un poco angosto con
esta cosa en mi brazo —dijo, dando una palmada
en la tablilla que llevaba para proteger su
muñeca rota—, pero logré pasar.
—¿Cómo averiguaste que estaba yendo a Atlántida?

—Ava. ¿Viste que a veces puede ver el futuro?


Vio que venías para aquí, entonces usó un
convoca para contactarme. Estaba realmente
preocupada, así que le dije que iría a buscarte.
—Lo siento, Ling.
—¿Por qué?
—Porque casi te corté la cabeza.
—No te preocupes —dijo Ling sonriendo—. Si me
hubieras matado —hizo un gesto con la cabeza,
señalando el mosaico—, la vieja amiga Morsa
habría podido traerme de nuevo. —Ling nadó bien
alto y miró atentamente la inscripción antigua
que había encima de la cabeza de la diosa—.
Significa «devoradora de almas" —afirmó.
Ling era mucho más rápida para traducir que
Sera. Era una omnivoxa, una sirena que podía
hablar todas las lenguas.
—Devoradora de almas. Guau. Eso me deja más
tranquila —dijo Serafina.
Ling volvió abajo nadando y miró la piedra del
altar.
—Cielos. Eso es...
—¿Sangre? Eso creo.
—¿Por qué está aquí todavía? ¿Cómo está aquí
todavía?
—Yo me preguntaba lo mismo —dijo Serafina.
Estiró el brazo para tocar la mancha oscura otra
vez.
—¿Qué haces? —preguntó Ling.
—Saco una canción de sangre.
Aún después de cuatro mil años, la sangre cobró
vida bajo la mano de Sera. Se puso brillante
como recién derramada, después se elevó del
suelo girando en un violento remolino rojo.
Las sirenas oyeron una voz. Después otra. Y más.
Hasta que las había por docenas. Gritando.
Sollozando. Rogando. Chillando. Sonaban tan
aterradas, que Serafina no pudo soportar
escucharlas más. Retiró la mano con tanta fuerza
que se cayó para atrás. El remolino de sangre
volvió a bajar hacia el altar.
Ling había retrocedido y se había apoyado contra
la pared.

—Algo malo pasó aquí —expresó, pálida y


temblorosa.
—Tiene que haber una manera de averiguar qué fue
—dijo Serafina—. Podríamos registrar más
templos. Ir al ostrokón y al Salón de los Seis.
Leer todas las inscripciones que encontremos.
—Sí, podríamos. Si tuviésemos un año o dos —
replicó Ling. Pensó por un momento y se le
iluminaron los ojos—. Estamos en el lugar
equivocado. Sera. Olvida los ostrokofies y los
templos. Lo que necesitamos es una peluquería. O
una tienda de togas. Algún lugar con muchos
espejos.
—¿Por qué? —preguntó Serafina. Y entonces
entendió—. ¡Una vitrina! ¡Eres genial, Ling!

CINCO
—Así que dime, ¿me queda mejor el pelo recogido?
¿O suelto?
—Pasaron cuatro mil años, ¿y esto es lo que nos
pregunta? —gruñó Ling.
—¡Shh! —siseó Serafina, codeándola—. Recogido,
lady Thalia. Definitivamente —le dijo a la
figura del espejo—. Es hermoso el modo en que te
encuadra la cara. Y resalta tus lindos ojos.
La vitrina se enroscó el cabello y se lo recogió
con una horquilla.
—¡Oh, tienes toda la razón! Ahora, ¿qué aros?
¿Las gotas de rubí o las argollas de oro?
—Te acuerdas que estamos justo en el medio de
una tribu de caníbales, ¿no? —susurró Ling.
Serafina y Ling estaban en los baños de mujeres.
El edificio, hecho de gruesos bloques de piedra,
había sobrevivido con pocos daños. Había un
cuarto —tal vez un vestidor— que tenía las
paredes cubiertas con espejos. Gran parte de
ellos se había oscurecido, rajado o caído, pero
todavía había un panel de buen tamaño que no
estaba demasiado oscuro y en él encontraron a
lady Thalia, una mujer de la nobleza. Era su
primera y única ocupante, según se habían
enterado las sirenas. Había vivido allí sola
durante los últimos cuatro milenios.

—Pobre lady Thalia —había dicho Sera—. Debes de


haberte sentido tan solitaria todo este tiempo
sin nadie con quien hablar...
—¡Difícilmente! Me tengo a mí misma para hablar,
cariño, y no hay nadie más encantadora, ni más
adorable, ni más agraciada, ni más lista, ni más
cautivadora en todas las formas posibles que yo.
Como todas las vitrinas, Thalia era un fantasma.
Había estado enamorada de su propio reflejo
mientras vivía, y ahora su alma estaba atrapada
dentro del espejo para siempre. Había estado
altiva y callada al principio, cuando las
sirenas la encontraron, pero Serafina la había
halagado tanto que finalmente se había dignado a
hablarles. Siempre y cuando el tema de
conversación fuese ella.
Serafina sonrió al espejo.
—Bueno, lady Thalia... —comenzó.
—¿Mmm? —dijo Thalia, ajustándose un aro.
—Necesitamos tu ayuda.
—¡Pensé que nunca iban a pedírmelo!
—¿En serio? ¿Vas a ayudarnos? —preguntó Serafina
entusiasmada.
—Sí. Primero, cariño, haz algo con ese pelo —
declaró Thalia—. Consigue una peluca. Haz un
hechizo. Lo que sea. Pero arréglalo. En segundo
lugar, la sombra de ojos negra debe desaparecer.
Y el atuendo... ¡sin palabras!
—Eh, ese no era el tipo de ayuda que teníamos en
mente —dijo Ling.
—Y tú. —Señaló a Ling—. Deshazte de la espada.
Es poco femenina. Depílate esas cejas. Píntate
un poco los labios. Y sonríe. Sonreír te hace
bonita.
Ling brilló.
—Lady Thalia, gracias por tus magníficos
consejos. Te estamos muy agradecidas. Pero
necesitamos otro tipo de ayuda —dijo Serafina,

—Necesitamos saber sobre Orfeo —agregó Ling,


—No quiero hablar más. Adiós —respondió Thalia y
se puso de espaldas abruptamente.
—No te vayas, lady Thalia, por favor —rogó
Serafina—. Si tú no nos ayudas, mucha gente va a
morir.
Thalia se volvió despacio hacia las sirenas. Su
expresión insulsa había sido reemplazada por un
gesto de miedo.
—¡No puedo! ¿Qué pasa si me oye? —susurró.
—Está muerto. Merrow lo mató hace mucho tiempo —
aclaró Ling.
—¿Estás segura? —preguntó Thalia, con cara de no
creerles.
—Sí. Pero su monstruo, Abbadón, está vivo. Y va
a atacar otra vez. Va a hacer a otros lo que le
hizo al pueblo de Atlántida —explicó Sera.
Thalia se estremeció.
—No se siente como si Orfeo estuviera muerto. Se
siente como si todavía estuviese aquí, andando
por las calles de Elysia como un viento dañino.
Cerramos con llave nuestras puertas, los
postigos de nuestras ventanas, pero fue inútil.
—Cuéntanos lo que pasó —la invitó Serafina.
Apretó la mano de Ling, segura de que estaban a
punto de conseguir las respuestas que
necesitaban.
Thalia meneó la cabeza apenada.
—Era tan hermoso. No se les dice «hermosos» a
los hombres, ya lo sé. Pero Orfeo lo era. Era
alto y fuerte. Bronceado por el sol. Rubio, de
ojos azules. Tenía una sonrisa que derretía
corazones. Todas las mujeres de Elysia estaban
enamoradas de él, pero él amaba a una sola:
Alma, mi amiga. Era buena y amable, como el
mismo Orfeo en ese entonces, y él la amaba más
que a nada en este mundo, o en el otro. Se
casaron y fueron muy felices, pero después Alma
se enfermó gravemente y todo cambió. Orfeo no
pudo aceptar que ella iba a morir. Él era un
sanador y usó todos sus poderes para salvarla
pero fue inútil.

Ella sufría tanto que rogó por su muerte,


diciendo que sería un alivio...
Thalia se detuvo para secarse las lágrimas.
Serafina vio que la memoria de la muerte de su
amiga todavía le causaba mucho dolor, aun
después de cuatro mil años.
—Cuando Alma estaba cerca del final, el
sacerdote colocó una perla blanca bajo su
lengua, como era la costumbre, para atrapar su
alma cuando salía del cuerpo —continuó Thalia—.
Después de que murió, pusieron su cuerpo en un
ataúd de bambú y lo enviaron flotando por el mar
a donde Horok, el antiguo dios celacanto, el
Guardián de las Almas, tomaría la perla de su
boca y la llevaría al inframundo. Pero cuando el
ataúd se alejó flotando, Orfeo, loco de dolor,
llamó a Horok y le rogó que no se llevara a
Alma. Horok le respondió que ese tipo de cosas
era imposible. Ahí fue cuando Orfeo se volvió
loco. Juró que recuperaría a Alma aunque eso le
llevase mil vidas. Volvió a su casa y destruyó
todas sus medicinas. Sus hijos, asustados,
corrieron a la casa de una tía. Prácticamente no
habló con nadie durante los meses que siguieron
y apenas si comió o durmió. Concentró todas sus
energías en construir un templo para Morsa.
Cuando estuvo terminado, se encerró adentro.
—¿Por qué? —preguntó Ling.
—Para convocar a la diosa. Para instarla a que
le enseñase sus secretos. Le dio todo lo que
tenía: sus riquezas, sus posesiones, las joyas
deslumbrantes de Alma, hasta su precioso
talismán, una esmeralda perfecta que le había
entregado Eveksion, el dios de la sanación. Yo
vi la esmeralda. Era incomparable, un regalo de
un dios, y Orfeo la destruyó de todos modos.
Dicen que la trituró y la mezcló en el vino que
les daba a quienes sacrificaba. Para tentar a
Morsa. Sus poderes los hacían saludables y
fuertes, ya ven, y así era como a ella le
gustaban sus víctimas.
—Lady Thalia, ¿dijiste sacrificaba? —preguntó
Serafina, sintiendo náuseas de sólo pensarlo. Se
acordó de la mancha de sangre que había en el
altar de Morsa. Y de la canción de sangre. Las
voces que habían oído ella y Ling eran voces de
seres humanos cuyas vidas habían sido ofrecidas
a la oscura diosa.
—Sí, eso dije. Empezó con navegantes y viajeros
—explicó Thalia—. Aquellos que no tenían
parientes en Atlántida, aquellos cuya ausencia
nadie iba notar. Después vino por nosotros. Vino
de noche. Nadie supo lo que estaba haciendo
hasta que ya fue demasiado tarde. Hasta que fue
tan poderoso que nadie pudo detenerlo.
—¿Pero cómo podía tener semejantes poderes sin
su esmeralda? —inquirió Ling.
Thalia se rio.
—Morsa le dio otro talismán diez veces más
poderoso: una perla negra perfecta. Era su
símbolo, una burla a las perlas blancas que
usaba Horok para retener las almas. Las perlas
de Morsa también retenían almas: las almas de
quienes eran sacrificados para ella. Orfeo le
ofreció muerte y a cambio, ella le dio sus
saberes prohibidos. Le dio tanto poder que Orfeo
construyó a Abbadón y declaró que iba a usar al
monstruo para entrar al inframundo y recuperar a
Alma.
A Sera se le aceleró el pulso. Ella y Ling
acababan de enterarse por qué Orfeo había creado
a Abbadón. Ni las iele sabían eso. La vitrina
también les había dicho lo que era uno de los
talismanes.
—Lady Thalia —preguntó entusiasmada— ¿alguna vez
viste alguno de los talismanes de los otros
magos?
—Oh, sí —contestó Thalia—. Los vi todos.
—¿Puedes decirnos qué eran? —preguntó Sera.
Pero Thalia no respondió. Estaba sosteniendo un
collar en alto y lo miraba frunciendo el
entrecejo.
Sera entró en pánico. Sabía cómo eran las
vitrinas —unas cuantas vivían en su propio
espejo— y sabía que su capacidad de atención era
muy breve para cualquier tema que no fuese ellas
mismas. Si Thalia se aburría con la
conversación, podría sencillamente dejarse
llevar y hundirse más dentro del espejo. Sera no
quería tener que sumergirse detrás de ella y
correr el riesgo de toparse con Rorrim Drol otra
vez.
—Ese collar es precioso. Va a hacer resaltar los
destellos dorados de tus lindos ojos —habló Sera
rápido, con la esperanza de halagar a Thalia con
más cumplidos.
Thalia le hizo una sonrisa engreída.
—Sí, así es. Tienes mucha razón, ¿sabes? Con
respecto al collar y mis ojos.
—Me imagino que los talismanes también serían
hermosos. Tú sabes reconocer la belleza, claro,
siendo tan bella —dijo Sera, desesperada por
hacer que siguiera hablando.
—Oh, ¡lo eran! —recordó Thalia—. El de Merrow se
llamaba la Pétra tou Néria: Piedra de Neria.
Merrow salvó al hijo menor de Neria, Kyr,
¿sabes? Él había tomado la forma de un cachorro
de foca y lo atacó un tiburón. Ella estaba
trasladándose de una ola a otra en ese momento y
vio el ataque. Lo agarró y lo sacó del agua, y
lo dejó a salvo. Neria estaba tan agradecida que
le regaló un diamante azul magnífico. Tenía la
forma de una lágrima. Yo lo vi. Era
deslumbrante. Igual que el talismán de Navi, una
piedra de la luna.
—¿Y ese cómo era? —preguntó Ling.
—Era azul plata y aproximadamente del tamaño de
un huevo de albatros. Brillaba desde adentro
como la luna.
—Igual que tu piel, lady Thalia —intervino Sera.
No podía creer su suerte. Thalia sabía lo que
eran los talismanes. .. cada uno de ellos. Lo
único que tenía que hacer Sera ahora era
escuchar los caracoles del Viaje de Merrow y
averiguar dónde estaban. Con tanta información,
iban a llevarle una buena ventaja a Traho.
—¿Qué era el talismán de Sycorax? —indagó Ling.
Pero Thalia no respondió. Ya no miraba a las
sirenas. Miraba más allá de ellas, con ojos
llenos de terror.
—¡Váyanse! ¡Salgan de aquí! ¡Apúrense! —siseó.

Las sirenas voltearon. En la entrada, había seis


criaturas. Eran altas y parecían humanos, con
las extremidades largas, la espalda encorvada y
el cuello grueso. Tenían el cuerpo cubierto de
escamas como las de un dragón de Komodo. Unos
ojos rojos que miraban fijo bajo una frente
ancha y huesuda. Trompas que se inclinaban hacia
abajo, desde los costados de la nariz, las
mejores para aspirar a sus presas. Unos labios
negros se abrían mostrando filas de dientes
puntiagudos y afilados.
—Hora de cenar —dijo Ling gravemente—. Y
nosotras estamos en el menú.

SEIS

—El espejo, Ling —dijo Serafina en voz baja—.


Tenemos que entrar nadando al espejo de Thalia.
Ling asintió con la cabeza pero no respondió. No
podía. Estaba cantando un hechizo que le habían
enseñado las iele, un apa piatra. Un opáfago se
abalanzó, golpeó la pared de agua que había
creado Ling y rugió. Los otros empezaron a
golpear contra la pared con sus grandes garras.
—¡Vamos! —gritó Serafina.
Ling nadó hacia atrás hasta el espejo, sin
quitar los ojos de la pared de agua.
—Yo voy a entrar primero —dijo Serafina—.
Después te meto de un tirón detrás de mí. —
Empezó a nadar a través del espejo. Cuando lo
hizo, apareció una cabeza del otro lado, redonda
y pelada.
—¡Querida sirena!
-—Por favor, Rorrim, tienes que dejarnos entrar
—dijo Serafina.
—En realidad, no las dejo, pero ese no es el
tema. Aquí tengo a alguien que muere por verlas.
—Se llevó un dedo al mentón—. ¿O era que quería
verlas morir?
Se hizo a un lado y Serafina vio otra figura en
la plata. Se le heló la sangre. Era el hombre
sin ojos. Avanzó hacia ella, con una expresión
asesina en el rostro.
Sera estaba tan asustada que apenas podía
pronunciar las palabras.
—Ling... problemas —avisó con voz ronca.
Ling miró sobre su hombro.
—¡Rompe el espejo!
Sera sabía que si hacía eso, el hombre no podría
salir del espejo porque los pedazos serían
demasiado chicos para que pudiera pasar. Pero
también sabía que nunca más iban a ver a Thalia.
Vadus tenía pocas reglas. La condesa que vivía
dentro del espejo de Sera le había dicho que
algunas vitrinas se quedaban dentro de los
límites de sus propios espejos; otras vagaban
por todo el reino. Algunas hablaban con los
vivos; otras, se negaban a hacerlo. Sin embargo,
había una regla que todas respetaban; cuando el
propio espejo de una vitrina se rompía, su alma
se liberaba del vidrio.
—¡No puedo romperlo, Ling! —chilló Sera—.
¡Necesitamos a Thalia! ¡Tenemos que averiguar lo
que son los otros talismanes!
—¡Nada de eso importa si estamos muertas!
¡Hazlo, Sera! ¡Ahora!
El hombre sin ojos estaba más cerca. En unos
segundos, iba a atravesar el vidrio. Sera no
tenía opción. Golpeó el espejo violentamente con
la cola y lo destruyó. Llovieron pedazos por el
piso. Cien órbitas oculares vacías la miraron
desde cien vidrios rotos y desaparecieron.
—¡Busca otra salida! —gritó Ling.
La pared de agua cedió bajo la fuerza de los
opáfago. Ling cantó el hechizo otra vez para
reforzarla. Mientras lo hacía, Serafina recorrió
todo el cuarto con la mirada buscando un agujero
en el techo o una grieta en la pared. Pero no
había nada.
Entonces, divisó una puerta angosta medio
escondida entre la pila de escombros.

—¡Por aquí! —gritó.


Ling la siguió, sin sacar los ojos de encima a
los caníbales en ningún momento.
Había un cuarto del otro lado, mucho más grande
que el cuarto del que acababan de salir. También
estaba construido con piedras pesadas y estaba
intacto.
Demasiado tarde, descubrieron que tampoco tenía
salida.
Ling hizo otro hechizo apa piatra, concentrando
toda su magia en la abertura. Era más fácil
bloquear un espacio más chico, pero los opáfago,
lanzándose contra la pared de agua una y otra
vez, estaban agotando sus fuerzas.
—No puedo sostener esto por mucho más tiempo —
advirtió.
Serafina cantó un commovio y lo usó para empujar
contra las paredes, pero el cuarto estaba
construido con tanta solidez que no pasó nada.
—Voy a dejar caer la pared de agua. Van a entrar
todos de golpe. Cuando lo hagan, atrápalos en un
remolino —dijo Ling.
—¡No puedo! Cualquier remolino que sea lo
bastante grande como para arrastrarlos a ellos
nos va a arrastrar a nosotras también.
—¡Me estoy cansando con esto! ¡Tenemos que hacer
algo!
Serafina nadó frenética por todo el cuarto. Vio
que ahora ella y Ling estaban en los baños
propiamente dichos. No había ventanas y la única
puerta era por la que habían entrado. Un gran
cuadrado hundido, que había sido una piscina
alguna vez, ocupaba la mayor parte del cuarto y
lindaba con la pared de atrás. Sera notó que
había grabados de piedra en esa pared; seis
cabezas de delfín ornamentales. El agua corría
por cañerías hasta sus bocas y caía a la
piscina.
—¡Oh, guau! —exclamó—. Ling, ¿sabías que los
atlantes fueron los primeros en descubrir cómo
se construye un acueducto y empotrar las
tuberías dentro de las paredes? ¡Casi me olvido
de eso!
—¿Estás burlándote de mí? ¡Este no es momento
para una lección de historia! —gritó Ling.
Pero sí lo era.
Las cañerías tendrían líquido adentro, dado que
en la actualidad estaban sumergidas bajo una
cantidad de agua importante. Y esa agua podría
usarse para hacer un remolino. Provocaría una
explosión. Que podría hacer un agujero en la
pared de atrás y así permitirles escapar... si
todo salía bien. Si todo salía mal, derrumbaría
el baño completo sobre sus cabezas.
Sera empezó a cantar.
Agua, del mar separada, al igual que yo, aquí
atrapada, escucha mi llamado forma un remolino,
¡haz que caigan estos muros antiguos!
Al principio, no pasó nada, pero después. Sera
oyó que el agua y el sedimento se arremolinaban
dentro de las tuberías. Cantó el hechizo otra
vez, levantando cada vez más la voz. Las
cañerías rechinaron. Las viejas piedras de la
casa de baños retumbaron. El agua giraba cada
vez más rápido, tratando de salir en espiral
hacia arriba, como los vientos de un tornado,
pero no pudo, y las antiguas tuberías chirriaron
con la presión de contenerla.
—¡Vamos, Sera! —aulló Ling.
Sera cantó el hechizo una vez más, con todas sus
fuerzas. Cuando se elevaba la última nota, hubo
un rugido ensordecedor. Las tuberías explotaron
y se llevaron con ellas casi toda la pared de
atrás. La fuerza de la explosión arrojó al piso
a Serafina y lanzó escombros que volaron por el
agua, cubriéndola de grava y limo. Ella se
sacudió, se levantó y miró a Ling.
Ling se balanceaba hacia adelante y hacia atrás,
azorada. Un escombro le había cortado la
mejilla. Había dejado caer su apa piatra y los
opáfago, azorados también, entraban por la
puerta tambaleándose. Serafina agarró a su amiga
y la arrastró a través del enorme agujero en la
pared.
—¿Puedes nadar sola, Ling? —preguntó Sera—.
Tenemos que ganar tiempo.
Ling parpadeó. Sacudió la cabeza para
despejarla. Después de respirar hondo unas
cuantas veces, dijo:
—Dirígete hacia la superficie. Oigo un cardumen.
Es comida fácil para los opáfagos. Si logramos
llegar hasta arriba del cardumen, quizá los
perdamos.
Serafina y Ling subieron rápido como un rayo
hasta las aguas más cálidas y llenas de luz.
Miles de sardinas, con las escamas lanzando
destellos, avanzaban por la corriente. Las dos
sirenas pasaron a través del cardumen como un
disparo, haciendo bombear su corazón, exigiendo
al límite sus pulmones. Sera miró hacia atrás y
alcanzó a ver a los seis opáfagos horrendos
atrapando peces con sus garras y metiéndoselos
en la boca.
—Pudimos haber sido nosotras —dijo Ling.
Un minuto después, las dos sirenas salieron a la
superficie. Ling, jadeando, se protegió los ojos
del sol y miró a su alrededor.
—Allá veo una caleta —dijo señalando hacia el
oeste—. Pronto va a anochecer. Quizá deberíamos
buscar una cueva en el mar y escondernos durante
la noche.
Nadaron en silencio durante cerca de media hora.
Al acercarse a la caleta, Sera notó que Ling se
acunaba el brazo lastimado.
—¿Estás bien? ¿Cómo te sientes? —le preguntó.
—Estoy cansada. Muy, muy cansada —respondió
Ling.
—Es que nadamos a toda velocidad —dijo Sera.
—Sí, pero es más que eso. Estoy cansada de nadar
por mi vida.

Cansada de Traho y de los caníbales, y de la


gente estrafalaria en los espejos.
—Te olvidas de los podridos, de los jinetes de
la muerte y de las rusalkas —agregó Serafina con
una risa cansada.
—Solamente quiero una taza de té de burbujas,
¿sabes? Coralberry. Es mi sabor favorito.
Quiero juntarme con mis amigas. Ir a bailar.
Escuchar el último caracol de los Dead
Reckoners. Dormir en una cama cómoda. —Ling hizo
una pausa, contemplando el horizonte—. De todos
modos eso no va a pasar, ¿no?
Sera miró a su amiga. La sangre de la herida que
tenía Ling en la mejilla le goteaba debajo de la
mandíbula. Seguía sosteniéndose el brazo. Esa
era la vida de ambas ahora: tener encuentros
violentos y salvarse de milagro. Por unos
segundos. Sera se vio presa de un sentimiento de
irrealidad tan fuerte que la mareó.
El nombre de la banda que había mencionado Ling
—los Dead Reckoners— resonaba en su cabeza. Se
acordaba de cuando ella y Neela habían
encontrado a Mahdi y a Yazeed, el hermano de
Neela, desmayados en las ruinas del palacio de
Merrow después de una noche de juerga. Yazeed,
mintiendo a lo loco, dijo que habían ido a la
Laguna a ver a los Dead Reckoners. Sera no podía
creer que eso había ocurrido apenas hacía unas
semanas; parecía toda una vida. Antes del ataque
a su reino, era una princesa mimada. Ahora era
una marginal cuya cabeza tenía precio, siempre
nadando, siempre en peligro. Las personas que
había dejado atrás: Yaz, Mahdi, su madre, su tío
y su hermano... ni siquiera tenía idea de si
habían sobrevivido.
No tenía idea de si ella misma iba a sobrevivir.
—No, Ling —respondió al final—. No va a pasar.
Ling suspiró.
—Supongo que tendremos que arreglarnos con la
caleta entonces. Allí deberíamos estar a salvo.
Dudo que alguien venga a estas aguas. No con
nuestros amiguitos hambrientos dentro de ellas.
Cualquiera sea el refugio que encontremos,
probablemente no va a ser gran cosa...

—Pero va a ser suficiente —dijo Sera con voz


repentinamente apasionada. Se volteó para ver a
su amiga de frente. No necesito té de burbujas
ni una cama mullida, Ling. Perdí todo lo que
tenía pero estoy encontrando lo que necesito.
Como fuerza, valor... y sobre todo, sirenas que
cubren mis espaldas. Eso es suficiente. Es más
que suficiente. Lo es todo.
Ling le sonrió.
—Sí —contestó con voz tenue—. Supongo que sí.
Las dos sirenas se sumergieron. Nadaron apenas
por debajo de las olas. Lejos de los opáfago.
Lejos de Atlántida. Lejos de Rorrim y del hombre
sin ojos.
Lejos, al menos por una noche, de todo peligro.

SIETE

—Arriba, vamos, dormilona.


Serafina abrió los ojos.
—¿Ya es de mañana? —preguntó.
—Sí. Conseguí algo para el desayuno —dijo Ling—.
Lapas y mejillones. Y también aceitunas del
arrecife.
Apoyó en el suelo su chalina, que coronaba el
bulto con lo que había encontrado.
—Gracias. Estoy muerta de hambre —afirmó
Serafina bostezando.
La caleta marina donde ella y Ling habían pasado
la noche estaba cubierta por una gruesa alfombra
de algas y anémonas, Serafina había dormido
bien. Se incorporó y se desperezó.
—¿Cómo están tus heridas de guerra? —le preguntó
a Ling.
—El corte de la cara ya dejó de sangrarme. Y el
brazo ya no me late más. Qué excursión la que
hicimos a Atlántida.
—Estuvimos tan cerca de averiguar lo que son
todos los talismanes... —recordó Sera, con la
voz apesadumbrada por la desilusión.
—También estuvimos cerca de convertimos en
comida —agregó Ling—. Al menos averiguamos qué
son tres de los talismanes:
una perla negra, un diamante azul y una piedra
de la luna. Son tres más de lo que teníamos
antes. Es importante.
—Supongo que tienes razón. Deberíamos decirles a
las demás. Voy a hacer un convoca. A ver si
logro que todas nos enganchemos en la misma
longitud de onda.
Serafina trató de cantar la canción mágica, pero
no pasó nada. Trató otra vez.
—¿No te llega nada de mi parte, Ling? —inquirió
frustrada.
—No. Nada. Nothing. Nihilo. Nichts...
—Está bien, está bien, ¡ya entendí! —resopló
Serafina. Golpeó con la aleta contra la pared de
la cueva—. ¿Por qué no puedo hacer este hechizo?
—Porque estás cansada.
Serafina arqueó una ceja.
—¿Quieres decir que no soy buena para esto?
—No, no digo eso. ¿Sabes? Acabo de intentar
hablar con un pulpo. Cuando estaba afuera
buscando nuestro desayuno. Quería preguntarle
dónde encontrar almejas. Aprendí molusqués
cuando tenía dos años, pero ahora no me acordaba
ni de cómo se dice hola.
—¿Sabes qué es lo raro, sin embargo? —recordó
Serafina—. Cuando estaba en Atlántida, pude
hablar con una anguila. Y no sé anguilés. Creo
que ocurrió por el lazo de sangre. Porque ahora
tengo algo de tu sangre en mí.
—Ajá. Supongo que eso explica por qué el
illuminata que hice recién cuando estaba
buscando el desayuno fue el mejor que he hecho
en mi vida —dijo Ling, mordiendo una aceituna—.
Ahora tengo algunas de las habilidades de Neela.
Más tarde voy a tratar de convocar un waterfire.
Para ver si tengo algunas de las habilidades de
Becca también. Pero ya sabes cómo es esto.
Sera... la magia no es exacta. Depende de un
montón de cosas. Habilidad. Fuerza. La luna. Las
mareas...
—La inutilidad absoluta de la hechicera musical.
—Inténtalo de nuevo en un día o dos. Cuando te
sientas más fuerte. Cuando no vengas de superar
a nado a quinientos jinetes de la muerte, Rorrim
Drol, toda una jauría de opáfagos y un terragón
sin ojos.
A Sera la recorrió un escalofrío ante la sola
mención del aterrador hombre de ojos negros,
vacíos. Se le había aparecido por primera vez en
su propio espejo. Había tratado de arrastrarse
fuera de él para atraparla, pero su niñera,
Tavia, lo había espantado. En ese momento. Sera
se había convencido de que todo había sido una
alucinación. Ahora sabía que él era real. Y que
tenía toda la intención de hacerles daño a ella
y a sus amigas.
—¿Quién es? ¿Por qué nos persigue? —se preguntó.
—Ojalá lo supiera —dijo Ling, sacando una lapa
de su conchilla—. Igual prométeme algo.
—¿Qué?
—Cuando nos vayamos cada una por su lado,
mantente alejada de los espejos y de Atlántida.
Son demasiado peligrosos.
—Sí, seguro —se burló Serafina—. Me lo voy a
tomar con calma de aquí en más. Derecho a casa
en Cerúlea, a relajarme en zona de guerra por un
ratito.
Ling se rio.
—En realidad, tal vez haga un pequeño desvío
primero.
—¿Otro? Suena como si estuvieras tratando de
evitar Cerúlea en lugar de volver.
Sera se ofendió. Su resistencia a volver a casa
había sido la manzana de la discordia entre
ellas. Habían discutido por eso durante el viaje
a la cueva de las iele, justo antes de que Ling
quedara atrapada en una de las redes de pesca de
Rafe Mfeme. Sera se seguía sintiendo culpable
por la quebradura en la muñeca que había sufrido
Ling al escapar.
—Tengo un motivo para desviarme. Uno bueno —
comentó ella, un poco a la defensiva—. ¿Te
acuerdas de cuando te conté a ti y a las otras
sirenas cómo Traho nos atrapó a Neela y a mí? ¿Y
que nos escapamos con la ayuda de los
praedatori? Nos llevaron a su sede, un palazzo
en Venecia perteneciente a un humano. Armando
Contorini, duca di Venezia. Traho lo descubrió y
atacó el palazzo. Por culpa nuestra. Tengo que
volver. Tengo que asegurarme de que el duca esté
bien.
Los duchi de Venezia, de los cuales el Duca
Armando era el más reciente, habían sido creados
por la propia Merrow para defender de los
terragones al mar y sus criaturas. Tenían
guerreros que luchaban por su causa en el agua
(los praedatori) y en tierra (los Guerreros de
las Olas).
Al principio, Serafina no había entendido por
qué el duca se había involucrado junto con sus
guerreros en el ataque a Cerúlea. Después de
todo, había pensado ella, ningún terragón había
participado de la invasión, sólo las sirenas,
Pero el duca le había enseñado lo contrario.
Traho había contado con la ayuda de un humano
llamado Rafe laoro Mfeme. Mfeme, un hombre cruel
y brutal que era dueño de una flota de
arrastreros y dragas, había transportado tropas
para Traho. A cambio, Traho le había revelado
los lugares donde se escondían los atunes, los
peces espada y otras valiosas criaturas marinas.
Sera se acordaba de la noche en que Mfeme había
irrumpido en el palazzo del duca y lo había
arrojado contra la pared. Y de cómo los hombres
sirena de Traho, invadiéndolos desde las aguas
bajo el palazzo, habían disparado sus arpones
contra los praedatori. Uno de ellos le había
dado a Blu. La última imagen que Sera tenía de
él era su cuerpo retorciéndose violentamente
mientras trataba de cortar la línea que iba del
lanzaarpones al arpón. Grigio, otro de los
praedatori, había llevado a toda velocidad a
Sera y a Neela al dormitorio de Sera durante el
ataque, y había cerrado la puerta con llave.
Cuando los soldados de Traho habían empezado a
dar golpes contra la puerta, las dos sirenas se
habían escapado a través del espejo. Desde
entonces. Sera había estado preocupada por el
duca y sus valientes guerreros. Esperaba con
desesperación que estuviesen bien. Aunque no se
lo había contado a nadie, y apenas podía
reconocerlo ella misma, se había enamorado del
misterioso Blu. Él era todo lo que Mahdi —el
hombre sirena que le había roto el corazón— no
era.
—Sólo ten cuidado —aconsejó entonces Ling—. Te
seguí a Atlántida pero no voy a seguirte a
Cerúlea.
—¿Hacia dónde te diriges? —preguntó Sera.
—Vuelvo a mi pueblo. Quiero hablar de todo esto
con mi bisabuela. Ella es muy sabia. Si hay
alguna leyenda sobre una visita de Merrow a
nuestras aguas, ella va a conocerla. Tal vez
haya alguna pista en una fábula o en una canción
popular de Qin. Pero yo también voy a desviarme.
Hasta el Gran Abismo.
Sera la estudió con la mirada.
—¿Y dices que Atlántida es peligrosa?
—Ya sé, ya sé —concedió Ling—. Pero es el último
lugar al que fue mi padre antes de desaparecer.
Allí me siento cerca, como si él nunca hubiese
muerto.
Ling les había contado a Sera y a Neela sobre la
muerte de su padre. Había ocurrido hacía un año,
mientras él estaba explorando el Abismo. Su
cuerpo jamás había sido encontrado.
—Yo también extraño a mi padre. Siempre
cabalgábamos juntos —dijo Sera—. Si pudiera,
volvería a los establos del palacio. Sé que allí
sentiría su espíritu. Pero ni siquiera sé si
nuestros hipocampos siguen por allí, ni si los
establos siguen en pie. —Rio con amargura—. Ni
siquiera sé si el palacio está en pie.
Sera todavía podía ver a la dragona garranegra
atravesando los muros del palacio. Y el cuerpo
sin vida de su padre cayendo por el agua. Veía
la flecha que se hundía en el pecho de su madre.
Y los soldados descendiendo desde arriba. Sabía
que esas imágenes nunca iban a irse, ni tampoco
el dolor que le hacían sentir. Pero ahora
también sabía que tenía que enfrentar sus
pérdidas... más allá de lo duro que fuera. Vrája
había tenido razón cuando le había dicho que
tenía que ir a casa.

Había otra persona que también había tenido


razón y Sera no se lo había reconocido. Si no lo
hacía ahora, quizá tal vez nunca tuviera la
oportunidad.
—Eh, ¿Ling?
—¿Mmm? —dijo Ling, masticando una lapa.
—Antes de que salgamos, hay algo que tengo que
decirte... Lamento no haberte escuchado. Allá
cerca del Dunárea. Cuando me dijiste que tenía
que enfrentar el hecho de que mi madre pudiera
no estar viva.
—Olvídalo, Sera. Ya te disculpaste por eso.
—No, no lo hice. Me disculpé por ir a nadar en
grupo, no por negarme a escucharte. Tú tratabas
de hacerme ver lo que tenía que hacer. Dijiste
que las omnivoxas tenían la responsabilidad de
hablar no sólo con palabras, sino con la verdad.
Tú nunca evadiste esa responsabilidad, ni
siquiera cuando yo estaba enojada y me porté
como una estúpida. Sólo quiero que sepas que
creo que eso fue muy valiente.
Ling se encogió de hombros.
—Solían molestarme mucho. Allá en casa. Tuve que
armarme de coraje desde muy temprano. Lo
necesitas para enfrentarte a tus enemigos.
—Y a tus amigos —completó Sera, arrepentida.
Ling se rio. Las dos sirenas terminaron de
comer, y luego fue hora de irse.
—Me tengo que ir a salvar al mundo —afirmó Ling,
levantando su bolso.
—Cuídate —dijo Serafina, abrazándola fuerte.
—Tú también —replicó Ling, devolviéndole el
abrazo.
Mientras Sera se alejaba nadando, miró hacia
atrás a Ling. Su amiga se veía muy chiquita a la
distancia, muy sola.
—Sí, tenemos que salvar al mundo, Ling... ¿pero
quién va a salvarnos a nosotras? —se preguntó en
voz alta.
Y después se volvió y comenzó el largo viaje
de regreso a casa.

OCHO

—Usted no es la Princesa Neela —descartó el


subasistente del tercer ministro del Interior de
Matali, que dependía de la sobresecretaría de la
Sala de Audiencias del emperador—. La Princesa
Neela ni muerta se dejaría ver vestida así.
Usted es una impostora. Obviamente perturbada.
Tal vez peligrosa. Debe irse del palacio ahora
mismo o llamaré a los guardias.
Neela gruñó. Había estado discutiendo con el
subasistente, el guardia de la Sala de
Audiencias del emperador, durante diez minutos
seguidos. Y eso fue después de discutir con el
asistente ejecutivo del guardia de la reja
levadiza, el asistente superior de la escolta de
los Jardines del Emperador y el administrador
jefe adjunto, dos veces removido del cargo, del
gran vestíbulo exterior.
Había llegado al palacio hacía una hora. Después
de sumergirse en el espejo dentro del
Incantarium de las brujas de río, se había
perdido en Vadus y le había llevado mucho tiempo
encontrar el rumbo correcto nuevamente. Al
final, otro espejo la había llevado a una tienda
de ropa en Matali, Por suerte, el lugar estaba
tan lleno de gente, que nadie se dio cuenta
cuando apareció de pronto en el vestidor. Nunca
había estado tan feliz de volver a casa. Cuando
salió nadando de la tienda, localizó el palacio
y, como siempre, de sólo verlo con sus domos
dorados fulgurantes, sus columnas elevadas de
cristal de roca y sus arcos abovedados, se le
cortó la respiración.
El corazón del palacio era un octágono enorme de
mármol blanco, flanqueado por torres. La bandera
de Matali —un estandarte rojo con un dragón boca
de navaja rampante que sostenía un huevo azul
plata en sus garras— flameaba en cada una de
ellas. El palacio había sido construido por el
Emperador Ranajit hacía diez siglos, en una
plataforma rocosa de aguas profundas frente a la
costa sudoeste de la India. Cuando los
emperadores que le sucedieron se quedaron sin
espacio en la plataforma original, construyeron
sobre afloramientos cercanos y conectaron el
viejo palacio con los nuevos edificios por medio
de puentes cubiertos de mármol. Delicados y
elegantes, los pasajes permitían a los
cortesanos y ministros que habitaban en los
afloramientos trasladarse de ida y vuelta al
palacio sin que sus vestiduras oficiales se
arrugasen con las corrientes.
A medida que Neela se había ido acercando, vio
que el palacio lucía diferente. Las ventanas
estaban cerradas con postigos y las puertas con
llave. Había miembros del Pánt Yod'dhadm, los
guerreros acuáticos de Matali, patrullando el
perímetro.
—Disculpe, ¿podría decirme qué sucede? ¿Por qué
el palacio está rodeado de guardias? —le
preguntó a un hombre sirena que pasaba.
—¿Estuvo viviendo bajo una roca? ¡Nos estamos
preparando para la guerra! El emperador y la
emperatriz fueron asesinados. El príncipe
heredero ha desaparecido. Todo Matali está bajo
ley marcial —explicó el hombre sirena—. Ondalina
está detrás de todo: tome nota de lo que le
digo.
Neela estaba tan aturdida que tuvo que sentarse.
Sintió que las palabras del hombre eran como un
puñal en su corazón. Durante el caos del ataque
a Cerúlea, ella había quedado separada de su
familia. En los días que siguieron, había
supuesto que los habrían tomado prisioneros,
pero nuca pensó que los invasores los matarían.
Su tío Bilaal y su tía Ahadi... muertos. El
dolor le había pegado de lleno. Hundió la cabeza
entre sus manos. ¿Por qué? Su tío había sido un
gobernante justo y su tía, amable y de buen
corazón. Y Mahdi... había desaparecido. Eso
significaba que ahora sus padres eran
emperadores. ¿Yazeed estaría con ellos? ¿Habría
escapado de la matanza?
Después de unos minutos, Neela había levantado
la cabeza. Se dio cuenta de que sentada en un
banco no estaba ayudando a nadie.
—Levántate y haz algo —se dijo a sí misma.
Había peleado para abrirse camino entre guardias
y burócratas con el fin de llegar a la Sala de
Audiencias del emperador y ahora quería entrar.
Necesitaba ver a sus padres y contarles todo lo
que había pasado. Lo que no necesitaba era pasar
un solo minuto más discutiendo con el
subasistente.
—¡Yo soy la princesa! Estaba en Cerúlea cuando
fue invadida. He estado nadando desde entonces.
¡Por eso tengo este aspecto! —gritó, golpeando
la aleta de la cola con frustración.
—¡Ah! ¿Lo ve? Más pruebas de que usted es una
impostora —dijo el subasistente con aire de
suficiencia—. La Princesa Neela jamás grita.
Neela se inclinó cerca de él.
—Cuando mi padre descubra que estuve aquí y
usted me echó, ¡va a ser guardia del escobero!
El subasistente, nervioso, se dio unos
golpecitos en el mentón.
—Supongo que puede llenar este formulario —dijo.
Buscó en los estantes detrás de él—. Estoy
seguro de que tengo uno en algún lugar. ¡Ah!
Aquí: Pedido oficial para que se considere la
solicitud de petición de la posibilidad de
obtener permiso para ingresar ante la presencia
real.
Neela, hirviendo de furia, dijo:
—Si lleno esto, ¿va a dejarme entrar?

—Dentro de seis meses. Semana más, semana menos.


En ese momento, se abrieron las puertas de la
Sala de Audiencias del emperador y salieron tres
oficiales. Aprovechando la oportunidad, Neela
los rodeó y se metió en la sala, lo cual le puso
los nervios de punta al subasistente.
—¡Espere! —gritó—. ¡Tiene que llenar un
formulario! ¡Así es como se hacen las cosas!
¡Así es como se hizo siempre!
La Sala de Audiencias del emperador era
increíblemente suntuosa, diseñada para impactar
tanto a los amigos como a los enemigos del
reino. Las ventanas en arco estaban cubiertas
con delicadas cortinas de coral. Las paredes de
mármol tenían incrustaciones con imágenes hechas
a mano de la realeza matalina, de lapislázuli,
malaquita, jade y perlas. Había cientos de
antorchas de lava, con sus globos de vidrio
teñidos de rosa, que proyectaban un brillo
halagador. Había murtis, estatuas de espíritus
divinos del mar, apoyadas en nichos en la pared.
El inmenso techo abovedado del cuarto estaba
hecho de pedazos de cristal de roca facetados,
que capturaban la luz y la proyectaban sobre dos
tronos dorados, ubicados sobre una tarima alta.
En esos tronos se sentaban Aran, el nuevo
emperador, y Sananda, la emperatriz. Debajo de
ellos, había una multitud de cortesanos.
Neela contuvo la respiración, atónita por un
segundo ante la vista de sus padres en sus
opulentas vestiduras de estado. Parecían casi
envueltos en ellas y muy distantes en sus tronos
elevados. Ella sabía que había reglas para
acercarse al emperador y la emperatriz, y que
hasta ella debía seguirlas, pero la alegría de
ver a su madre y a su padre la conmocionó tanto
que se olvidó del protocolo real y nadó como un
rayo hacia ellos.
También se olvidó de los guardias del palacio,
que estaban posicionados en un círculo cerrado
alrededor del emperador y de la emperatriz.
Cuando ella se acercó, desenvainaron sus espadas
y la detuvieron.
—¿Quién autorizó a este espadachín a presentarse
en el palacio real? —tronó Khelefu, el gran
visir.

Neela estaba casi irreconocible. Tenía el pelo


rubio decolorado recogido en un rodete sobre la
cabeza y llevaba una chaqueta abrochada con
anzuelos.
—Khelefu, ¿no me reconoces? —preguntó ella,
molesta.
El gran visir, imponente en su chaqueta azul y
turbante dorado, ni siquiera la saludó,
—No sabemos cómo entró, señor —respondió el
guardia.
—Va a haber que llenar los formularios —dijo
Khelefu en tono amenazante—. Muchos formularios.
Sáquenla de inmediato.
—¡No, espera! ¡Khelefu, soy yo, Neela!
Anonadada ante el ruido indecoroso, la corte
hizo silencio.
Al oír el nombre de su hija, Sananda giró hacia
las voces, con un gesto de esperanza en la cara.
Cuando vio a la joven sirena hecha un desastre,
este se tornó en un gesto de desilusión y
amargura.
—Llévatela, Khelefu —ordenó, haciendo un ademán
con una mano cargada de joyas.
—Mata-ji ¡Soy yo, tu hija! —gritó Neela.
Sananda resopló, con una mirada de desprecio en
la cara.
—Mi hija nunca... —Y dejó de hablar—. Alabada
sea Neria —susurró. Nadó hasta Neela y le echó
los brazos al cuello. Aran la siguió y envolvió
a su mujer y a su hija en un fuerte abrazo.
Después de un momento, los tres se soltaron y
Sananda tomó la cara de Neela entre sus manos.
—Pensé que nunca iba a volver a verte. Pensé...
pensé que estabas...
—Shhh, mata-ji. No hablemos de eso —reconvino
Aran con voz ronca—. Ya está aquí.
Sananda asintió con la cabeza. Besó a Neela otra
vez y después la soltó.
—¿Yazeed está aquí? —preguntó Neela esperanzada.
—No —dijo Aran con tristeza—. No hemos oído nada
de él. Nada de Mahdi.

Neela asintió con la cabeza, tragándose su


decepción.
—Esperaba que de algún modo hubieran escapado.
—No tenemos que perder la esperanza —afirmó Aran
—. ¿Sabes qué le pasó a Serafina? ¿Y a
Desiderio?
—Sera está viva. Des, no sé.
—¿Dónde estuviste todo este tiempo? ¡Ya
caminábamos por las paredes de la preocupación!
—exclamó Sananda.
Al notar de pronto todos los ojos y oídos a su
alrededor, Neela bajó la voz.
—La situación es muy... difícil. Y muy urgente.
En el té, les cuento.
El té era una comida liviana, a la tarde, que la
familia real se servía en un comedor privado,
lejos de la corte. Neela sabía que allí iba a
poder hablar sin que la oyesen. Su experiencia
le había enseñado a ser precavida. Podía haber
espías en cualquier lado.
—Khelefu, vamos a tomar el té ahora —informó
Aran.
—¿Ahora, Su Alteza? Eso no es lo habitual.
Recién son la tres y veintiuno y el té siempre
se sirve puntualmente a las cuatro y cuarto —
replicó Khelefu.
—Ahora, Khelefu.
Khelefu agachó la cabeza con un gesto triste.
—Como usted desee.
Antes de que pudiera cumplir la orden de Aran,
sin embargo, un ministro —ansioso y pálido— se
le acercó y le susurró al oído. Khelefu escuchó,
asintió con la cabeza y luego anunció:
—Se llamó a una reunión urgente del gabinete de
guerra. Su Alteza. Se requiere su presencia.
—Ya voy —respondió Aran. Se volvió hacia Neela—.
Me temo que el té va a tener que esperar.
—Pita-ji, ¿estamos...? —Neela no pudo soportar
terminar su pregunta,
—¿En guerra? —completó Aran—. La mayoría del
gabinete está a favor de atacar Ondalina.
Nuestros consejeros están convencidos de que
Kolfinn está detrás de los asesinatos de Bilaal
y Ahadi. Creen que pueden estar reteniendo a
Mahdi y Yazeed como prisioneros. Me temo que ya
no es una cuestión de si vamos a entrar en
guerra o no, sino más bien de cuándo vamos a
hacerlo. Mandé un mensaje a los gobernantes de
todos los reinos pidiendo un Consejo de las Seis
Aguas. —Meneó la cabeza—. Pero con Isabella
supuestamente muerta y Kolfirm al ataque, va a
ser un Consejo de Cuatro, si es que se llega a
reunir. Ahora tengo que reunirme con mis propios
consejeros. —Besó a Neela—. Nosotros vamos a
hablar en un ratito, hija mía.
Neela lo observó alejarse nadando. Su porte era
majestuoso y sereno, pero tenía los hombros
vencidos. Era un segundo hijo y no había sido
preparado para ser emperador. Neela notó que la
muerte de su hermano, junto con sus nuevas
responsabilidades, le pesaban mucho.
«Pronto le voy a sumar más preocupaciones»,
pensó.
—Khelefu, busca a Suma. Dile que atienda a la
princesa. Haz que le lleven comida y bebida a su
cuarto, que le preparen arena para exfoliarse y
le dispongan ropa limpia —mandó Sananda.
—Sí, Su Alteza —asintió Khelefu.
—Pero mata-ji, hay cosas que tengo que decirte.
Ahora. No pueden esperar. ¿Podemos ir a tus
aposentos privados?
Sananda miró con atención la cara de Neela y
frunció el entrecejo, preocupada.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —inquirió Neela.
—¡Tienes ojeras! Estás muy demacrada —dijo
Sananda—. Y... perdóname, pero soy tu madre y
tengo que decirlo, tienes una arruga en la
frente que antes no estaba.
Consternada, Sananda chasqueó los dedos y
trajeron un plato de chilaguondas. Ella tomó una
de inmediato. Abrió grandes los ojos cuando vio
que Neela no tomaba ninguna.
—¿Qué pasa, mi amor? ¿Te sientes mal?
—Estoy bien. Es sólo que no tengo hambre —
respondió Neela.

Neela había perdido su gusto por las golosinas


durante el tiempo que estuvo con las iele.
Aprender convocas y otros hechizos difíciles la
había absorbido tanto, que se había olvidado por
completo de los bing bangs, los ze zés y ese
tipo de cosas.
Suma, el amah de Neela, entró nadando en el
cuarto. La vieja niñera le echó un solo vistazo
y empalideció.
—¡Gran Neria, niña, su pelo!
Neela suspiró con impaciencia. Había sobrevivido
el violento ataque a Cerúlea y había escapado de
Traho y de Mfeme. Había atravesado mares
traicioneros para llegar a las iele y le habían
encomendado la tarea de destruir a Abbadón... y
ahora tenía que escuchar a su madre perdiendo la
cabeza por una arruga en la frente y a su amah
armando un escándalo por su pelo.
Suma, con las manos temblorosas, sacó un puñado
de ze zés del bolsillo. Le ofreció uno a Neela.
—No, gracias. Suma —declinó Neela con un dejo de
irritación en la voz.
No vio a su madre agarrar la sarta de perlas que
llevaba, pero Suma sí.
—Hija, tenemos que sacarle estos harapos
espantosos —dijo el amah con dulzura—. Es obvio
que pasó por una gran odisea. Voy a hacer traer
refrescos y después puede descansar.
—¡No quiero cambiarme de ropa y no quiero
descansar! ¡Tengo que hablar con mi madre! —
insistió Neela.
—¡La emperatriz! —chilló una voz.
Neela giró y vio a dos damas de honor que
nadaban rápido hacia su madre. Agarraron a
Sananda justo cuando iba a desmayarse. Una
tercera dama trajo rápido un abanico de mar y lo
agitó sobre su cara.
— ¡Mata-ji! —gritó Neela, nadando hacia ella,
Sananda la alejó haciendo un gesto con la mano.
—No es nada, cariño. Estoy bien —dijo con una
sonrisa débil—. Sólo necesito sentarme.

—Venga, princesa. Deje respirar a la emperatriz


—dijo Suma, rodeando a Neela con el brazo—. Está
muy abrumada. Ya sabe lo sensible que es. El
pelo despeinado la altera mucho.
—Pero Suma...
—Shhh, bien. Vamos a ocuparnos de su aspecto.
Verla en un sari limpio y con algunas lindas
joyas le va a venir de maravillas.
Neela respiró hondo, deseando tener paciencia
con su madre y su amah. No era la misma sirena
que había dejado Matali hacía unas semanas. No
era culpa de ellas que todavía no lo supieran.
—Está bien. Suma —dijo—. Voy a lavarme y a
cambiarme la ropa. Pero no voy a descansar. De
hecho, en cuanto mi padre termine con el
consejo, quiero verlo.
Neela se encaminó hacia sus aposentos. Estaba
mirando hacia adelante, así que no vio cuando su
amah miró por sobre el hombro, buscó los ojos de
la emperatriz y se cruzaron miradas alarmantes.

NUEVE

—¿Una kootagulla, priya? —preguntó Aran,


ofreciendo a Neela un platillo con pasteles de
muchas capas.
—No, gracias, pita-ji —dijo Neela.
Aran le echó una mirada preocupada a su esposa.
Dejó ese platillo y tomó otro.
—¿Una pompasuma, entonces?
—No, no tengo hambre. Como decía...
Neela y sus padres estaban tomando el té. Neela
se había cambiado la ropa y había vuelto a su
tono natural de cabello. Su madre se había
recuperado de su desmayo. Su padre había
terminado su reunión. Habían mandado a llamar a
Neela y se habían encontrado todos en el comedor
de su residencia.
Por fin, Neela había podido contar a sus padres
lo que le había pasado. Cuando terminó su
relato, tomó un sorbo de su té almibarado y
volvió a apoyar la taza en su delicado platillo
de porcelana. Su mascota Ooda, un pez globo,
feliz de verla otra vez, nadó en círculos
alrededor de su silla. Neela rascó la cabeza del
pececito, muy aliviada de estar en casa. Después
de muchos días en las corrientes, evitando que
la capturaran, se sentía segura y a salvo en el
palacio. Aquí no podía sufrir ningún daño. Sus
padres iban a saber cómo protegerla. También
iban a saber cómo proteger a sus amigas. Ahora
Neela esperaba que su padre le dijese la mejor
manera de encontrar los talismanes y de
deshacerse de Abbadón.
Pero Aran no le dijo cómo. En cambio, se recostó
en su silla, con sus ojos oscuros muy abiertos
en su cara agobiada. Después miró a su esposa,
que se echó a llorar.
—Mata-ji, ¡no llores! ¡Está todo bien! —la
consoló Neela—. Ya estoy aquí. Estoy bien. Está
todo bien.
—No, no lo está —replicó Sananda—. Supe que algo
estaba mal apenas te vi con ese atuendo
espantoso. Se lo dije a tu padre no bien llegó
de su reunión. Eres otra. Suma me contó que en
realidad conservaste esa ropa horrenda, que no
la dejaste que la tirase. Y rechazaste un plato
de pompasumas. ¡Tú nunca le dices que no a una
pompasuma!
Neela apretó los dientes. Tomó una golosina y la
puso en su plato.
—Discúlpame —dijo, tomándole el pelo a su madre
—. Pero estoy un tanto distraída con todo lo que
pasó. En realidad, no. No estoy distraída. Estoy
aterrada. Estoy aquí, tomado té, mientras
Abbadón se hace más fuerte. Tengo que
contactarme con Serafina y averiguar si logró
volver a Cerúlea.
—¡No vas a hacer semejante cosa! —vociferó
Sananda bruscamente. Hizo señas a un guardia
para que viniera y lo mandó a buscar a Suma.
—Pero... —empezó a decir Neela.
—Tú no estás bien, pobre hija mía. Tienes que
descansar —intervino Aran con una expresión
dolorida en la cara—. Estas terribles
experiencias te destrozaron la mente.
Neela miró a su padre desconcertada.
—¿Qué estás diciendo, pita-ji? Mi mente está
completamente bien.
Aran cubrió la mano de Neela con la suya.
—Piensa en lo que acabas de decirnos. Que los
sueños son reales. Que las brujas de los cuentos
existen. Que hay un monstruo maligno en el mar
del Sur y un terragón bueno en un palazzo.
Necesitas ayuda y vas a tenerla. De la mejor. No
tienes que preocuparte. Va a quedar todo entre
nosotros, en secreto. Nadie va a saberlo.
—Espera un minuto —habló Neela, sin poder creer
lo que oía—. ¿Ustedes creen... ustedes creen que
estoy loca?
Al oír la angustia en la voz de su ama, Ooda
empezó a inflarse.
—No, priya, loca no. Tu madre y yo... pensamos
que tuviste un shock terrible, eso es todo —
explicó Aran con ternura—. Sólo los dioses saben
lo que has visto. El ataque a Cerúlea, perder a
tu tío y a tu tía, la violencia que sufriste a
manos de los invasores... esas cosas habrían
enloquecido a cualquiera. Es sorprendente que
hayas podido escapar de este terrible Traho y
nadar de vuelta hasta aquí desde su campamento.
—Pero no nadé de vuelta hasta aquí desde su
campamento. ¡Nadé desde la cueva de las iele!
dijo Neela, levantando la voz.
Aran miró a Sananda.
—Descanso y tranquilidad —decretó.
—¡Todo lo que dije era verdad! Alguien está
tratando de liberar al monstruo. ¿No ven el
peligro en el que estamos? —inquirió Neela,
alterada.
—Comida blanda. Colores pálidos —dictó Sananda.
—¡Tengo que contactarme con Serafina! ¡Ahora! —
protestó Neela, con desesperación en la voz.
Suma apareció en la puerta.
—¿Usted me mandó llamar. Su Alteza?
—La princesa no está bien. Llévela de nuevo a su
cuarto y vigile que no la molesten.
—Sí, Su Alteza —dijo Suma. Nadó hasta Neela y la
tomó del brazo—. Venga, princesa.
—Va a estar todo bien. Ya vas a ver —indicó
Sananda a su hija—. Kiraat, el medica magus, va
a examinarte. Bajo sus cuidados, vas a volver a
tus cabales.

—¡No, eso no va a pasar! —exclamó Neela—.


¡Porque nunca me salí de ellos!
—Vamos, princesa —la calmó Suma—. No hace falta
hacer un escándalo.
—Neela, hija, ve por las buenas. Por favor —
pidió Sananda, otra vez con lágrimas en los ojos
—. No me hagas pedirles a los guardias que te
escolten. Nadie quiere eso.
Neela abrió la boca para discutir y la cerró
otra vez al ver que era inútil. Cuanto más
discutía con sus padres, más les confirmaba su
idea de que se había vuelto loca.
—Están cometiendo un gravísimo error —advirtió
ella.
Su madre la besó. Luego lo hizo su padre. Neela
no les devolvió el beso.
Suma la condujo fuera del comedor, tratándola
como una gallina a sus pollitos, al igual que
cuando era una niña, pero Neela apenas la oía.
Ooda, ya redonda como una luna llena, las
siguió. Mientras nadaba hasta su cuarto por el
pasillo largo, cubierto de espejos, con Suma
tomándola fuerte del brazo, Neela oyó otra cosa.
Algo oscuro. Algo grave y gorgoteante.
Sonaba como Abbadón riendo.

DIEZ

—¿Oíste eso? —preguntó Neela.


—¿Oír qué? —dijo Suma.
—Risas.
—Estoy segura de que son los mozos de cuadra.
Los establos están debajo de nosotros.
Neela se liberó de la mano de hierro de Suma y
nadó hasta una ventana cercana. Había un mozo de
cuadra nadando por el patio del establo, guiando
a un hipocampo rebelde. No estaba riéndose.
«Era Abbadón, estoy segura. ¿Pero cómo lo oí?»,
se preguntó inquieta. «No hice un ochi para
espiarlo y, a diferencia de Ava, no tengo el don
de la visión. Quizá tengan razón. Tal vez esté
volviéndome loca».
Suma tomó a Neela del brazo otra vez y la llevó
a los tirones.
—¡Suéltame! ¡Me tratas como a un bebé!
—Porque se comporta como tal. Ahora venga aquí.
Esta actitud de no cooperar es otro síntoma más
de su demencia —razonó Suma, sabiamente.
—¡¿Demencia?! —espetó Neela—. ¡No estoy demente!
—Ah. Ahí tiene la prueba. Los locos nunca
piensan que están locos —apuntó Suma.

—Estoy preocupada y asustada. Suma. Porque están


ocurriendo cosas en los mares. Cosas malas. Y
mis padres no se están ocupando de ellas.
Suma chasqueó la lengua.
—Es toda esta preocupación lo que arruinó su
cara y su mente. Pero claro que su cara es más
importante. Tiene que dejar de preocuparse,
niña. El Emperador Aran no va a dejar que nos
pase nada malo. Él va a hablar con los
consejeros y ellos van a resolver todo. Así es
como se hacen las cosas. Así es como se hicieron
siempre.
Neela, al ver que no iba a llegar a ninguna
parte con su amah, se quedó callada.
Unos minutos más tarde, llegaron a las
habitaciones.
—Aquí estamos —expuso Suma—. Mandé a buscar una
taza de leche de morsa antes de ir a buscarla.
Todo va a verse mejor después de una rica bebida
caliente, ya va a ver. ¡Basta con eso, Ooda!
Ooda estaba tan afligida por la desdicha de
Neela que se había inflado hasta proporciones
dolorosas. Ante la mirada de Suma y Neela,
empezó a girar en círculos y subió flotando
hasta el techo.
—Déjala. Va a bajar cuando esté lista —indicó
Neela. Ella estaba acostumbrada a las travesuras
de Ooda.
Suma se movió afanosamente por el cuarto,
corriendo las cortinas. Después, cepilló el
cabello largo de Neela hasta que lo hizo
brillar. Cuando terminó, entró una sirvienta con
la leche de morsa y un plato de golosinas.
—Ahora descanse, princesa —dijo—. Pronto va a
venir el sabio Kiraat y va a hacerla entrar en
razones.
Neela hizo una sonrisa forzada. Se recostó en un
diván peludo, suave. Suma la cubrió con una
manta de seda marina y luego se fue y cerró la
puerta sin hacer ruido.
En cuanto sintió el clic de la puerta, Neela se
quitó la manta. Nadó hasta su ropero y bajó su
bolso de mensajero del estante. Las
piedras de transparocéano que le había dado
Vrája todavía estaban ahí. Puso algo de dinero
marino en el bolso, junto con su atuendo negro
de espadachín y algo más de ropa.
Su enojo no había disminuido nada; sólo había
aumentado. ¿Tomar leche de morsa? ¿Comer
golosinas? ¿Descansar? ¡Difícil que lo hiciese!
Iba a escaparse disimuladamente y a dirigirse a
Cerúlea.
Tomó una piedra de transparocéano de su bolso.
Iba a hacer el hechizo y después arreglárselas
para salir del palacio. ¿Pero había guardias en
el pasillo? Si así fuera, verían cuando su
puerta se abriera y se cerrara. Iba a tener que
verificarlo.
Neela agarró el picaporte y lo giró, pero no
pasó nada. La puerta no se abría.
Suma la había encerrado.

ONCE

La entrada subacuática al palazzo del duca


estaba cubierta en sombras. Los globos de lava
que flanqueaban las puertas altas, dobles, ya no
estaban. Las caras talladas en piedra estaban en
silencio.
Serafina golpeó una de las puertas. Se abrió de
golpe al tocarla. «Qué extraño», pensó. «¿Por
qué no está con llave?».
Observó hacia arriba y abajo de la corriente,
inquieta. Aquí y allá, iba o venía una figura
sombría, pero la mayoría de los palazzos estaban
bien cerrados, sus ventanas con postigos. La
Laguna se veía muy distinta de la última vez que
ella había estado allí.
Serafina también se veía diferente. Nadar
durante varias semanas seguidas había tomado su
cuerpo delgado y firme. Tenía los pómulos más
marcados bajo la piel. Su ropa estaba raída y
manchada de limo. Estaba tomando el aspecto
fuerte y errante de una sirena que ha estado en
las corrientes durante demasiado tiempo.
Había dejado a Ling hacía una semana y había
nadado en dirección oeste hacia el Mediterráneo,
después al norte hacia el Adriático,
manteniéndose en las contracorrientes solitarias
durante todo el trayecto. Sabía que volver a
Cerúlea iba a ser extremadamente peligroso.
Antes de intentarlo, quería obtener la mayor
cantidad de información posible por parte del
duca sobre el número de tropas que todavía había
en la ciudad y las ubicaciones de las casas
seguras que hubiera. Esperaba que tuviese
noticias de su familia, también. De los Matali.
Y de Blu.
—¿Hola? —llamó, mientras cruzaba la entrada
nadando—. ¿Hay alguien aquí? ¿Blu? ¿Grigio?
Nadie respondió. Avanzó por el pasillo con
cautela. Empezaron a erizársele las aletas.
Apenas salió a la superficie de la piscina del
duca, supo que algo estaba muy mal. Dentro de la
biblioteca estaba oscuro. No había faroles
encendidos, ningún fuego ardiendo. Se subió al
borde de la piscina y al hacerlo, se cortó la
palma de la mano con un trozo de vidrio roto.
—¡Ay! —gritó sacudiendo la mano—. ¿Duca Armando?
—llamó—. ¿Está aquí?
No hubo respuesta. Alrededor de una docena de
medusas bioluminiscentes flotaban en la piscina.
Hizo un illuminata sobre ellas y se encendieron
brillantes. A la luz de su resplandor azul, pudo
ver bien la biblioteca. Dio un grito ahogado
cuando sus ojos recorrieron las estatuas rotas y
las pinturas tajeadas. Habían tumbado las
estanterías y pisoteado su contenido. Los
muebles estaban destrozados.
De pronto, oyó pasos. Venían rápido. Algo silbó
en el aire por encima de su cabeza. Ella se
metió a la piscina dando un salto de espaldas.
Cuando salió a la superficie, vio una sartén
flotando en el agua y una mujer aterrada, parada
en el borde.
—¿Filomena? ¡Soy yo, Serafina!
—Oh, mio Dio! Che cosa ho fatto? Mi dispiace
tanto! —dijo Filomena entre lágrimas.
—Estás hablando demasiado rápido. No te
entiendo. ¿Hablas sirenés?
Filomena asintió con la cabeza.
—Disculpe, principessa —dijo, con la voz
entrecortada y vacilante—. Non ho visto que era
usted. Creí que Traho y sus soldados

sono venuti otra vez. —Se puso a llorar—. El


duca está muerto. Oh, principessa, está muerto.
—Se sentó pesadamente.
—¡No! —gritó Serafina. Con brazos temblorosos,
se impulsó fuera del agua y se sentó en el borde
de la piscina, junto a Filomena.
— Ha passato la noche que usted y la Princesa
Neela erano aquí —contó Filomena—. Los hombres
que vinieron... los humanos... ellos lo
torturaron. Después, lo mataron.
Sera se sintió afligida por la culpa.
—Fue por culpa nuestra, ¿no? —apuntó—. Por Neela
y por mí. El duca murió por culpa nuestra.
Filomena meneó la cabeza.
—No, ragazza. Ellos sapevano que ustedes
escaparon, y lo mataron igual. Quieren
informazione. Creían que el duca la tenía.
«Los talismanes», pensó Serafina.
—Por favor, Filomena, es muy importante —
insistió Serafina con la mayor suavidad posible
—. Los hombres que vinieron aquí, ¿oíste lo que
dijeron?
Filomena se presionó los talones de las manos
contra la frente, como si quisiera empujar sus
recuerdos fuera del cerebro.
— Uno degli uomini. Tenía anteojos —relató.
—Rafe Mfeme —dijo Serafina.
—Sí, Él gridò al duca. Lo mismo, una y otra vez.
Él le pegó... a un anziano, un hombre amable...
—Ella se deshizo en lágrimas otra vez.
Serafina la tomó de la mano.
—¿Qué decía?
—Él decía: «¿Dónde está? ¿Dónde está la Piedra
de Neria?» Y el duca, él ha detto que non
sapeva. Pero Mfeme no le creía.
Serafina maldijo para sus adentros. Ahora estaba
segura de que Traho sabía lo que eran los
talismanes. Se lo había dicho a Mfeme y lo había
enviado a buscarlos. ¿Pero cómo lo sabía? Ni las
iele lo sabían. ¿Había ido a Atlántida y había
encontrado a lady Thalia? No, no podía ser.
Thalia había dicho que ella había estado sola
desde la destrucción de la isla.
—¿Mfeme dijo algo más? —preguntó Serafina.
—No, pero él se llevó algo: una pintura. De
María Teresa.
Serafina se acordaba del retrato de la hermosa
infanta de España, de sus ojos tristes, de su
ropa suntuosa y sus magníficas joyas. Ella se
había ahogado hacía siglos, cuando su barco
había sido atacado por piratas.
—¿Tienes idea de por qué? —preguntó Sera.
Filomena meneó la cabeza.
Serafina tenía una pregunta más. Tuvo que
armarse de todo su valor para hacérsela.
—¿Sabes lo que pasó con los praedatori? Uno de
ellos. Blu, estaba gravemente herido.
—No, C'era una grande pelea. Hirieron a algunos
praedatori. A algunos los mataron. C'erano
cadaveri en el agua. Non ho potuto mirarlos. Lo
siento.
La voz se le quebró y Serafina supo que no podía
presionarla más.
—Gracias por decirme todo esto, Filomena —le
dijo—. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Vas a quedarte
aquí?
—Sí, sí. El hijo del duca, él verrà de Roma
pronto. Él es el duca ahora. Me pidió que me
quedara. —Apretó la mano de Serafina—. Pero
usted, usted váyase ya, principessa. Aquí no es
seguro para usted.
Serafina la abrazó y estaba por despedirse,
cuando Filomena agregó:
—¡Ah, principessa, me ho dimenticato! El duca,
él le dejó algo para usted.
Salió apurada del cuarto y después volvió con
una pequeña caja de madera.
—Él mi ha dato esto. La noche que usted y la
Princesa Neela sei venuto. Después de que
ustedes si va a letto. «Llegado el caso de

que me pasara algo, dale esto a la principessa»,


dijo. Yo lo escondí en mi cocina debajo di los
tomates.
Serafina abrió la caja. Contenía veinte trocus
de oro y un caracol chiquito. Se lo llevó al
oído. El sonido de la voz del duca le estrujó el
corazón.
Mi queridísima principessa:
Esta noche recibí noticias. Tu tío está vivo y
lo vieron en el estrecho de Gibraltar. Mi fuente
me dice que en realidad se dirige al mar del
Norte en busca de una alianza con los kobold.
Tenemos que aguardar sin perder la esperanza
hasta ver qué nos deparan los días que tenemos
por delante.
Si pasa algo, si me atrapan o me matan, no vayas
a tu hogar Ve a Matali. Los praedatori van a
escoltarte a ti y a la Princesa Neela hasta el
palacio. Los Matali son amigos incondicionales
de Miromara y van a ofrecerte asilo. Si no
sigues mi consejo —y me temo que no lo harás—
ten en cuenta que Cerúlea es un lugar muy
peligroso. No dejes que te vean. Hay una casa
segura en el fabra. Calle Basalto 16. La
contraseña es estrella de mar.
Sé valiente, principessa. Sé precavida. No
confíes en nadie. Siempre tuyo.
Armando
Serafina bajó el caracol. Su tío Vallerio —
hermano de su madre y generalísimo de Miromara—
estaba vivo. La invadieron la esperanza y la
felicidad. Si él triunfaba en sus esfuerzos con
los kobold, iba a poder reunir un ejército y
recuperar Cerúlea. Los duendes del mar eran
guerreros temibles. Si alguien podía echar a los
invasores, eran ellos.
La felicidad de Serafina se opacó de golpe, sin
embargo, cuando volvió a su mente el recuerdo de
la visión de Ava, la que habían compartido
cuando Ava hizo un convoca en la cueva de las
iele. En esa visión, los duendes eran sus
enemigos, no sus aliados. Se había visto a sí
misma en un campo de batalla, posicionando a los
soldados. En el otro extremo del campo había un
ejército de duendes. Uno de sus soldados se
había acercado sigilosamente por detrás de Sera
y había blandido su hacha sobre ella.
Sera se dijo que había una explicación muy
simple. Había cuatro tribus de duendes: los
feuerkumpel, los holleblaser, los meerteufel y
los ekelshmutz. Tal vez una de ellas se había
puesto del lado de Traho y en su visión era esa
tribu contra la que ella se había estado
preparando para atacar.
—¿Va a ir a un lugar seguro ahora? —preguntó
Filomena.
—Voy a Cerúlea —respondió Serafina. A pesar de
lo que le había aconsejado el duca, sabía que
eso era lo que tenía que hacer.
—¿Cómo va a llegar allí? La Laguna é piena de
soldados. Nunca va a poder llegar así —dijo
Filomena, señalando el atuendo de espadachín de
Serafina—. Si cruza la Laguna nadando, tiene que
parecerse a un lagunense.
Serafina hizo un hechizo illusio. Su pelo se
tiñó de rosa.
—No —declaró Filomena—. Ahora si guarda come una
anémona.
Serafina hizo otro hechizo. Se le tiñó de verde.
—Ahora si guarda come un sapo. Hágase el pelo
negro otra vez. Pero largo.
Serafina lo intentó y Filomena sonrió. Tomó la
chalina roja de seda que llevaba alrededor del
cuello, la colocó alrededor de la cabeza de
Serafina y se la ató con un nudo detrás de la
nuca dejando colgar las puntas. Después, fue a
la cocina a buscar su monedero y volvió con una
selección de maquillaje.
—¿Maquillaje de térra? Se me va a salir —apuntó
Serafina.
—Este maquillaje es a prueba de agua. ¿Qué otra
cosa iban a usar las mujeres de Venecia? —se
preguntó Filomena.
Delineó bien fuerte los ojos de Serafina con un
lápiz kohl y le dibujó un lunar. Después le
pintó los labios de rojo oscuro. Al final, le
puso sus propios aros de oro con forma de
argolla en las orejas.

Dio un paso atrás, evaluó su trabajo y frunció


el entrecejo.
—La ropa, no buona. ¿No si puo fare una canción
para la ropa también?
Serafina miró su túnica negra. La transformó en
un vestido largo negro. En una túnica floreada.
Un vestido rojo.
Filomena meneó la cabeza ante todas las
transformaciones.
—No, como yo —aconsejó. Se desabrochó los
primeros botones de la blusa. Debajo, llevaba un
corsé muy lindo.
—De acuerdo —dijo Serafina escéptica. Cantó una
nueva canción mágica y al minuto, la parte de
arriba de su túnica se había convertido en un
corsé y la de abajo en una falda corta, con
mucho vuelo.
—¡Sí! ¡Mucho mejor! —exclamó Filomena—. Sólo el
top, hágalo más grande.
Serafina cantó otra vez. El corsé se expandió
tanto que casi se le cayó.
Filomena meneó la cabeza con impaciencia.
— No, cara, no. La tua sfaldamento! —Puso las
manos a los costados de sus enormes senos y se
los levantó—. Capito? —dijo.
—¿Hacerlos más grandes? ¡Ya me llegan hasta
debajo de la barbilla adentro de esta cosa así
como están!
—¡Sí! Maggiore! ¡Más grandes! —reclamó Filomena.
Serafina ajustó el corsé y luego se miró el
escote.
—Parece que tengo dos montañas marinas pegadas
adelante. Con un abismo entre ellas —opinó.
Observó su reflejo en el agua de la piscina—.
¡Lo único que puedo verme es el pecho!
— Buono! Eso es lo que van a ver los soldati
también —explicó Filomena—. No la cara. —Se puso
de pie—. Ahora bien, non nuotare así, todo con
los codos —describió, imitando las brazadas
veloces de Serafina—. Las lagunenses nadan así.
—Alzó la cabeza en alto, sonrió seductora y
avanzó con el pecho—. Donde fueres, haz lo que
vieres. Cuando estés en la Laguna, haz como los
lagunenses. ¡Mueva las caderas! ¡Agite las
aletas!

—Trataré —prometió Serafina indecisa,


preguntándose cómo lograría menear las caderas
como lo hacía Filomena—. Gracias —agregó,
poniéndose en el bolsillo el dinero marino que
le había dejado el duca—. Por todo.
Filomena restó importancia a sus palabras con un
gesto de desdén.
—Tome esto —dijo, dándole su maquillaje a
Serafina—. No ringraziarmi ahora. Agradézcame
cuando si arriva del otro lado.
—Si llego del otro lado —expresó Serafina.
Después se sumergió en la piscina y desapareció
bajo el agua.

DOCE

—¡Eh, sirenita, por aquí! —llamó a Serafina el


jinete de la muerte. Él y algunos soldados
estaban flotando afuera de un bar en la Corrente
Larga, la carretera principal de la Laguna,
mirándola con ojos desorbitados.
El corazón de Sera palpitaba a lo loco, pero su
cara no mostraba ningún miedo. Les sacudió su
cola de pez y siguió nadando, sacando pecho, con
la cabeza en alto, los mechones negros
arremolinándose detrás de ella como gusanos
cintiformes en aguas revueltas.
«Mis dioses, ¿qué habría pasado si me
reconocían?», pensó ella.
Los soldados de Traho estaban por todos lados.
Serafina sabía que tenía que salir de la Laguna,
y rápido. Agradeció a Neria que era de noche. La
oscuridad, su maquillaje y su ropa hacían que
luciera totalmente distinta de la princesita
ingenua que miraba desde los carteles de «Se
busca» que había por todos lados. Los soldados
habían estado bebiendo; eso también ayudaba.
Sera vio botellas de vino de posidonia, un vino
dulce hecho de algas fermentadas, y de negra,
una cerveza espumosa destilada de manzanas de
mar ácidas.

Hubo más silbidos y llamados de pez gato


mientras ella nadaba corriente abajo. Ella pasó
con arrogancia, sin prestarles atención. Los
negocios estaban abiertos. A través de las
ventanas, vio sirenas vendedoras envolviendo
rápido las mercaderías. Los bares y los
restaurantes también estaban repletos. Sus
carteles —hechos de bioluminiscentes diminutos—
lanzaban destellos brillantes. Los destructores
—enormes medusas de las que colgaban largos
tentáculos— flotaban encima de las entradas a
las discotecas, golpeando a cualquiera que
tratase de escabullirse sin pagar.
No se habían llevado a ninguno de los residentes
de la Laguna, al parecer, y Serafina enseguida
se dio cuenta de por qué: la Laguna se había
convertido en una gran barraca para muchas de
las tropas de Traho, y los lagunenses eran
necesarios para atenderlas. La puso furiosa ver
a los invasores seguir a su antojo en aguas
miromarenses como si fueran de ellos.
«Mantén la calma. No falta mucho para llegar»,
se dijo a sí misma.
Pasó por otro bar. Dos bares más. Vio una
vinoteca sofisticada más adelante, en la base de
un enorme coral amarillo. Nueve metros más allá,
había una bifurcación en la corriente. Ella
quería ir por la corriente de la izquierda, que
llevaba al sur. Una vez que estuviera fuera de
la bulliciosa Corrente Larga, iba a poder
alejarse nadando rápido.
«Lento y constante, Serafina», se advirtió a sí
misma. «Una aleta delante de la otra. No les
regales el partido. Ya casi estás ahí».
Justo cuando pasaba por la última discoteca de
la corriente, un soldado —que se paseaba con sus
amigos cerca de la entrada— estiró el brazo y la
tomó de la muñeca. Sobresaltada, Serafina trató
de liberarse pero no pudo.
—No tan rápido, bella —le dijo—. Esta noche
tengo ganas de oír el canto de una sirena
hipnotizadora.
«¿Una sirena hipnotizadora?» pensó Serafina
horrorizada. Obviamente se le había ido la mano
con el maquillaje y el escote. Las sirentas
hipnotizadoras cantaban por dinero marino... y
este imbécil con cara de morsa la había
confundido con una, «¿Qué voy a hacer?», pensó.
Decidió ir con él. No tenía opción. No podía
darse el lujo de hacer un escándalo y llamar la
atención.
—¿Qué atrapó aquí, sargento? —gritó uno de sus
amigos.
Serafina entró en pánico. Si la llevaba con el
resto su grupo, estaba muerta. Podía engañar a
un borracho tonto, pero tal vez el resto de los
compañeros del sargento no estuvieran tan
pasados de copas. Pero en lugar de llevarla con
los otros, el sargento la llevó hasta el
resplandor de un poste de luz. Tenía un póster
de ella pegado.
«Oh, no», pensó Serafina. «Esto es peor
todavía».
—¿Cómo te llamas, cara? —preguntó él. Su aliento
apestaba. Tenía la chaqueta desabotonada y le
sobresalía su gran barriga.
—Lisabetta —respondió Serafina, tratando de
alejarlo del poste.
—Ah, eres tímida, ¿no? Déjame verte —le dijo
llevándola de nuevo hacia la luz. Sus ojos la
recorrieron toda—. Ah, sí. Tú vas a andar bien.
Si tu voz es la mitad de linda que tu cara, vas
a andar muy bien —dijo.
Serafina rogó que no viera el póster de «Se
busca» pero los dioses no la oyeron. Los ojos
del sargento de pronto parpadearon y fueron de
la cara de ella al póster y a su cara otra vez.
—Te pareces un poco a la princesa fugitiva —
comentó, levantándole la barbilla con el dedo.
—Debe de ser porque siempre doy un trato de
realeza a mi público —ronroneó Serafina.
—¿Cuánto?
Serafina no tenía idea.
—Diez trocii —contestó.
—¡Eso es una barbaridad!
«Oh, gracias a los dioses», pensó Serafina. «No
tiene el dinero».
—Quizás en otra oportunidad —sugirió ella,
tratando de alejarse.

—Aquí —dijo el sargento, dándole diez monedas de


oro—. Y mejor que valga la pena cada cauri. —
Todavía sosteniéndola de la muñeca, la llevó
tironeando de ella hasta la discoteca—. Vamos.
Mi hombres sirena y yo queremos una canción.
Sera tenía que pensar rápido, pero tenía tanto
miedo que no se le ocurría nada. Tenía que
escapar. No podía seguir con esto. Los soldados
iban a darse cuenta de que ella no era una
sirena hipnotizadora tan pronto como abriera la
boca.
Sera tenía voz fuerte y linda, y que conducía
muy bien la magia, pero la voz de una sirena
hipnotizadora tenía un tipo de magia muy
particular. Sus voces y las canciones que
cantaban eran tan desgarradoramente bellas que
los que las escuchaban se olvidaban de todo: de
sus desilusiones y corazones doloridos, sus
amores perdidos y sueños rotos. Algunos quedaban
tan profundamente hechizados que se olvidaban
hasta de sus propios nombres.
¿Qué harían cuando descubrieran quién era ella
en realidad? Iban a encadenarla y a entregársela
a Traho.
El sargento la arrastró por un corredor a media
luz. Había unas pocas antorchas de lava
titilantes en la pared. «Podría agarrar una y
pegarle en la cabeza con ella», pensó. «¿Pero
qué pasa si le erro? ¿O si logro pegarle pero no
noquearlo? Va a gritar y van a venir más jinetes
de la muerte». Su miedo ya berreaba tan fuerte
que amenazaba con apabullarla.
Después oyó una voz distinta en su cabeza.
«Piensa, Serafina, piensa. Gobernar es como
jugar al ajedrez. El peligro viene de muchas
direcciones, tanto de un peón como de una reina.
Tienes que jugar con todo el tablero, no sólo
con una pieza».
Eran palabras de su madre. Isabella se las había
dicho la mañana de su dokimí.
«Juega con todo el tablero. Sera», se repitió
para sus adentros. «Piensa».

Ella y el sargento estaban llegando a una


entrada de puertas dobles al final del corredor.
Desde el otro lado, llegaban fuertes voces y
risas. Ella trató de ir más despacio, de parar
para hacer tiempo, pero el sargento le dio un
tirón fuerte. Cuando lo hizo, su bolso golpeó
contra su costado. Algo se entrechocó dentro.
«¡Los regalos de Vrája!», pensó. La bruja les
había entregado objetos mágicos a ella y a las
otras cuatro sirenas antes de que escaparan de
las cuevas: piedras de transparocéano, bombas de
tinta y frasquitos con pociones.
Sera sabía que una piedra de transparocéano no
iba a ayudarla. Los jinetes de la muerte iban a
verla cuando hiciera el hechizo. Podían,
sencillamente, bloquearle la salida hasta que el
hechizo de invisibilidad se acabara. Dudaba de
que la bomba de tinta pudiera ayudarla tampoco.
Esos soldados, que lidiaban con dragones y
bombas de lava, ni siquiera iban a pestañar ante
una bomba de tinta.
Con lo cual le quedaba el frasquito con la
poción. «Es poción de lenguado, del lenguado de
Moisés del mar Rojo. Los tiburones la detestan.
Quizá los jinetes de la muerte también la
aborrezcan», había dicho Vrája.
«¿Por qué la detestaban los tiburones? ¿Qué
hacía?», se preguntó Sera. No había habido
tiempo de preguntar. Iba a tener que lanzarla
dentro de la discoteca y rogar que se esparciera
rápido por el agua hasta alcanzar a cada uno de
los jinetes de la muerte. Pero ella también iba
a estar en el agua. ¿Cómo podía protegerse de
los efectos de la poción?
El sargento abrió las puertas de un empujón.
Sera ya no tenía tiempo. Metió la mano en su
bolso, sacó el frasquito y lo escondió en la
mano.
Estalló una algarabía fuerte, estrepitosa,
cuando el sargento entró en el salón,
arrastrándola detrás. Los soldados aplaudieron
ruidosamente. Sera hizo una sonrisa forzada. El
sargento le liberó un espacio junto a la barra,
echando a todos los hombres sirena a la otra
punta del salón. Mientras se acomodaban. Sera
juntó las
manos detrás de la espalda y sacó la tapa del
frasquito. Sabía que tenía que actuar rápido,
antes de que se terminara el ruido.
—Ayúdame —pidió en voz baja, en el idioma pesca,
a un miracielos que pasaba nadando—. Toma este
frasquito y vuélcalo en las aguas que están por
encima de las cabezas de los soldados.
El pez se alejó como un rayo, asustado.
—Ayúdame, por favor —le imploró en tortugués a
una tortuga boba que llevaba una botella de vino
en el caparazón—. No soy una sirena
hipnotizadora. Tengo que escapar antes de que se
den cuenta.
Demasiado despacio, la tortuga dijo:
—Si... yo... te... ayudo... van... a...
matarme... Soy... prisionera... aquí.
Serafina sintió un roce suave en la mano. Se
arriesgó a echar un vistazo atrás. Era un pulpo.
—Yo te ayudo —ofreció la criatura en molusqués—,
si nos liberas a nosotros también. Nos sacaron
de nuestras casas y nos usan como esclavos.
Quiero volver a ver a mis hijos.
—Lo haré, lo prometo —afirmó Serafina.
El pulpo tomó el frasquito y se fue nadando.
El sargento dejó de hablar. Extendió una mano
hacia Serafina. Los soldados empezaron a golpear
las mesas.
—¡Que cante! ¡Que cante! ¡Que cante! ¡Que cante!
—gritaban.
Sera, con una sonrisa adherida a la cara,
levantó una mano para pedir silencio. Por el
rabillo del ojo, vio al pulpo moverse por el
piso, pasar por debajo de algunas mesas, después
trepar por la pared detrás de los soldados,
mezclando su color con el entorno. La criatura
inclinó el frasquito y nadó por sobre las
cabezas de los jinetes de la muerte, dejando a
su paso una cinta lechosa de poción.
Sera rogaba desesperadamente que nadie mirara
hacia arriba. «¿Cuánto tardará la poción de
lenguado en hacer efecto?», se preguntó.
—¿Qué esperas, sirenita? ¡Canta! —gritó alguien.
Sera trató de que no se notara el pánico que le
subía por dentro.

Inclinó la cabeza y la levantó despacio otra


vez, tratando de ganar tiempo.
—Será un placer para mí —declamó—. Pero primero
quiero contarles una historia sobre una canción
muy especial que voy a cantar para ustedes...
—¡Nos importa un pepino la historia, hermana! —
aulló otro— ¡Canta!
Entonces Sera vio que uno de los soldados
fruncía el entrecejo. Codeó a su compañero y
señaló un póster en la pared. Sera no necesitó
mirar de cerca para saber la cara de quién
estaba en el póster. El soldado se levantó como
disparado de la silla y la señaló. A Sera se le
hizo un nudo en el estómago por el terror. Todo
había acabado. Ahora él iba a gritar su nombre.
Iban a sujetarla y llevarla con Traho.
Pero eso no ocurrió.
En lugar de gritar, el soldado bostezó. Sus ojos
parpadearon y se cerraron. Se hamacó hacia atrás
y hacia adelante, y se desplomó en la silla.
Cayó otro soldado, y otro, hasta que casi todos
los hombres sirena del salón se quedaron fritos.
Sólo el sargento seguía en pie.
—Tú... Túúú hicisssste essssto —dijo,
arrastrando las palabras. Dio algunas brazadas
hacia ella y se estampó contra el piso.
Mientras Sera observaba todo el salón, sin poder
creerlo, empezó a sentir que la invadía una
pesada somnolencia,
«¡Así es como funciona la poción!», pensó.
Sabía que si la aspiraba mucho más, ella también
iba a desmayarse... justo aquí, junto a cientos
de sus enemigos. Se arrancó la chalina de
Filomena del pelo y se la ató, cubriéndose la
nariz y la boca.
En ese momento, volvió al salón el barman, que
había ido al sótano a buscar más vino. Al
instante, dejó caer las botellas.
—¡Si serás loca como un lábrido, sirena! ¿Qué
hiciste? —gritó, mirando a los cuerpos inmóviles
—. Yo no voy a caer en esto. De

ninguna manera —dijo. Agarró un trapo de la


barra, se lo ató sobre la nariz y la boca como
había hecho Sera y se encaminó hacia la puerta.
En un abrir y cerrar de ojos, Serafina
desenfundó el lanzaarpones del sargento dormido.
—Ni una brazada más o disparo —dijo,
apuntándoselo al barman.
Él se detuvo en seco, a apenas unos treinta
centímetros de la puerta, y giró despacio.
Cuando se cruzaron sus ojos con los de Serafina,
se abrieron grandes al reconocerla.
—Tú eres ella. La principessa,
—Aléjate de la puerta —ordenó Sera—. Ahora.
El hombre sirena no se movió.
Serafina alzó el lanzaarpones a la altura de su
cabeza.
—No puedes gastar el dinero de la recompensa si
estás muerto —dijo, acercándose a él.
Era un engaño absoluto. No tenía ni idea de cómo
disparar esa cosa. Pero funcionó. El hombre
sirena retrocedió.
—Siéntate —dijo Sera, señalando una silla
cercana—. Pon los brazos a los costados del
cuerpo.
El hombre sirena lo hizo.
Había una tira de diminutas luces de lava
titilantes detrás del bar. Sera cantó un hechizo
para hacer un remolino y enroscó la tira
alrededor de él, de modo que quedara atado a la
silla.
—No puedo permitir que me vendas a Traho —
afirmó.
—Jamás haría eso, principessa. Lo juro —protestó
—. Sólo quiero ayudarte.
Serafina se rio, recordando cómo, hacía apenas
unas semanas, había confiado en un hombre sirena
llamado Zeno Piscor y en su ofrecimiento de
ayuda. Miró al sargento que la había traído a la
discoteca. Todavía seguía dormido.
—El trato de realeza —dijo entre dientes—.
Justamente. Lo que obtuviste, sanguijuela, fue
una jugada imperial.

Bajó el lanzaarpones y lo apoyó en la barra. Era


demasiado peligroso llevarlo. Si la detenía otro
jinete de la muerte, no iba a poder explicarle
cómo lo había conseguido.
Moviéndose rápido, abrió las puertas dobles.
—¡Váyanse, todos ustedes! ¡Salgan de aquí antes
de que se despierten los soldados!
El miracielos y media docena de tortugas pasaron
nadando junto a ella, luchando contra los
efectos de la poción. Los siguieron tres pulpos.
—¡Gracias, principesca! —gritó el que la había
ayudado—. ¡No olvidaremos esto!
Sera estaba a punto de salir cuando vio una
bandera colgada de la pared, detrás de la barra.
No era la de Miromara.
—¿De quién es esa bandera? —interrogó al barman.
—De los invasores —respondió él.
—Eso no puede estar bien —murmuró. La bandera no
era la de Ondalina, una orea blanca y negra
contra un fondo rojo; era sólo un círculo negro
sobre un fondo rojo, ¿Y si Astrid le había
estado diciendo la verdad cuando estaban con las
iele? ¿Qué pasaba si el reino Artico no estaba
detrás de la invasión a Cerúlea?
«Probablemente sea una bandera del ejército»,
pensó Sera.
La arrancó de la pared y la tiró al piso.
Después agarró una botella de vino de la barra y
empapó la bandera hasta arruinarla. Sacó de su
bolso el lápiz de labios que le había dado
Filomena y garabateó «Merrovingia regere hic »
en la pared. Usó el latín, la lengua de la
historia. Porque estaba decidida a hacer
historia.
—Cuando la escoria marina vuelva en sí,
tradúceselos —le ordenó al barman—. Diles lo que
dice allí: «Los merrovingios gobiernan aquí».
Y después se fue, fuera de la discoteca, por
la corriente oscura, nadando rápido a las aguas
abiertas del Adriático. A Cerúlea.
A casa. Era casi medianoche cuando Serafina
llegó a las murallas de su ciudad... o lo que
quedaba de ellas. Había sido difícil orientarse
en el trayecto porque los puntos de referencia
que le resultaban familiares habían sido
destruidos o estaban ocultos, y los globos de
lava se habían roto. Había tomado una
contracorriente y había nadado bajo para evitar
que la detectasen. No había visto ni un alma en
el camino.
Ahora, sólo unos pocos globos chisporroteaban
débilmente sobre la entrada este. Sera cruzó la
arcada nadando y se detuvo en seco. Tambaleante,
dio unas brazadas más y después se hundió
despacio por el agua hasta quedar sentada en el
limo.
—No —dijo, sin poder creer lo que veían sus ojos
—. No.
Su amada ciudad estaba en ruinas.
Serafina había escapado cuando Cerúlea cayó bajo
el primer ataque. No había visto en su totalidad
la fuerza de destrucción de los invasores. Lo
único que quedaba del matorral de la Cola del
Diablo, que alguna vez había flotado sobre la
ciudad, protegiéndola, eran los tocones donde
habían podado las ramas de las enredaderas.
Partes inmensas de la muralla que rodeaba
Cerúlea se habían desmoronado. Las antiguas
casas de piedra que una vez habían bordeado la
Corrente Regina ahora eran una pila de
escombros. Habían derrumbado los templos a los
dioses y diosas del mar. Y lo peor de todo, se
había hecho un silencio terrible. Serafina sabía
que el corazón de la ciudad era su pueblo, y el
de Cerúlea ya no estaba allí.
Las lágrimas amenazaron con asomarse pero ella
las contuvo. La pena era un lujo que ya no podía
darse. El sol iba a estar alto en unas horas
apenas y se iban a iluminar las aguas. Se acordó
de la advertencia del duca de no dejarse ver, de
buscar una casa segura. Había venido aquí para
buscar la ubicación de los talismanes. Eso era
lo que iba a derrotar a sus enemigos. Eso era lo
que iba a ayudar a su pueblo. No quedarse
sentada en el limo llorando.
Empezó a subir por la Corrente Regina. Quedaban
sólo unos pocos globos de lava para iluminar su
camino. En su media luz titilante, alcanzó a ver
las ventanas rotas de los negocios saqueados y
los restos de hipocampos muertos durante la
lucha. Los cazones salvajes merodeaban en
grupos, dándose festines de carroña o gruñendo
desde las sombras.
Sera cruzó nadando la intersección desierta,
dobló en la curva y vio el palacio real, elevado
sobre su colina. Era el único edificio que
todavía seguía iluminado. Algunos de los daños
causados por los dragones garranegra habían sido
reparados, pero no todos. Todavía faltaba un
pedazo grande de la pared externa del este. Sera
se acordaba de cómo los dragones se habían
abierto paso a los golpes a través del muro y
habían entrado en el camarote de su madre.
Había montones de soldados entrando y saliendo
del ala oeste del palacio montados en
hipocampos. «Deben de estar usándolo como base»,
pensó ella. Sus ojos siguieron a los jinetes. Se
preguntaba si su propio hipocampo, Clío, ahora
les pertenecía a ellos. Y su pulpo mascota,
Silvestre... ¿habría sobrevivido al ataque?

Manteniéndose en las sombras, siguió remontando


la corriente hasta que llegó al ostrokón. Su
gran frontispicio ornamentado había caído al
fondo del mar y la entrada estaba llena de
escombros. Pensó en Fossegrim, el anciano
liber magus, guardián del conocimiento. Él nunca
habría permitido por su propia voluntad que los
invasores entraran a este lugar de paz y
erudición. Seguro que los jinetes de la muerte
lo habían matado.
Sera miró con atención hacia arriba y abajo de
la corriente, después la cruzó como una flecha.
Echó un vistazo por arriba de los escombros,
entró disparada al ostrokón y se escondió detrás
de una columna, rogando que nadie la hubiera
visto. Una buena parte del primer piso todavía
estaba intacta. El mostrador de la recepción
tampoco estaba dañado. Todavía tenía un par de
anteojos apoyados encima, como si su dueño se
acabara de alejar nadando por un minuto. Aquí y
allá, había caracoles rotos tirados por el piso.
Como todos los ostrokones, el de Cerúlea estaba
diseñado siguiendo el modelo de la conchilla de
nautilo. Tenía doce pisos, en honor a las doce
lunas llenas del año y su importancia para los
mares. Pero mientras que las cámaras del nautilo
estaban separadas unas de otras, las del
ostrokón se abrían a un pasillo central, y era
por este corredor donde estaba nadando ahora
Serafina. Sabía adónde tenía que ir: al sexto
piso, donde estaba guardada la colección de
caracoles sobre la historia antigua de los
merrovingios.
El agua se oscurecía a medida que bajaba, así
que tomó una antorcha de lava de la pared. El
pasillo en espiral, siempre tan familiar para
ella, ahora le parecía extraño. Había entradas
que se alzaban amenazadoras a izquierda y
derecha como bocas abiertas, gigantes. Las
atravesaban, nadando en silencio, bancos de
blénidos de labios gruesos y lábridos de color
naranja brillante, que generalmente eran
ahuyentados por los ostroki.
Cuando giró en la curva que iba al quinto piso,
la sobresaltó un movimiento. Sacó rápido su
puñal.

—¿Quién está ahí? —gritó.


No hubo respuesta,
—¡No tengo miedo de usar esto! —volvió a
vociferar.
Se sintió un gruñido bajo. Serafina levantó su
antorcha, sosteniéndola —al igual que su puñal—
delante de ella. Vio pasar como un rayo cuerpos
grises brillantes, ojos negros, dientes
afilados. Era un grupo de cazones. Ella no sabía
lo que estaban haciendo aquí. Ni por qué eran
tan agresivos. Y entonces, la pestilencia se lo
hizo saber. Bajó la antorcha para iluminar el
piso y vio a un hombre sirena muerto al que se
habían estado comiendo.
—Tranquilos, cachorritos —dijo con un
escalofrío, siguiendo su camino—. No estoy aquí
para robarles su cena.
Por fin llegó al sexto piso. Entró rápido y nadó
hasta las estanterías donde estaban archivados
los caracoles del Viaje de Merrow. Cuando llegó
hasta ahí, levantó su antorcha, lista para
agarrar un caracol y empezar a escuchar.
Pero no pudo hacerlo porque no había ninguno.
Las estanterías estaban vacías.
¿Dónde estaban? ¿Era posible que Traho se los
hubiese llevado? ¿Pero cómo se le había ocurrido
la idea de buscar pistas sobre la ubicación de
los talismanes en los caracoles del Viaje de
Merrow? No sabía la verdad sobre Atlántida.
Vrája no le había mostrado la canción de sangre
de Merrow. ¿Cómo podía ser que él siempre
estuviese una brazada más adelante que ella?
Serafina estaba derrotada. Todo dependía de esos
caracoles. Había hecho todo ese recorrido sólo
para terminar de nuevo en el punto de partida.
Un grupo de róbalos pasó nadando, en dirección a
un rincón sin luz del cuarto. Sera sabía que
eran peces nocturnos. Si estaban buscando aguas
más oscuras, eso significaba que estaba por
amanecer. Era hora de que buscase la casa segura
mientras podía. Con el corazón apesadumbrado,
volvió nadando hasta el primer piso y colgó la
antorcha de lava otra vez en su soporte en la
pared.

Justo estaba por salir nadando del ostrokón,


cuando una luz jugueteó por encima de los
escombros que había delante del edificio.
Escuchó voces gritando órdenes.
«¡Oh, no!», pensó. «Jinetes de la muerte, ¡Es
una patrulla!»
Llevó las manos a su bolso, donde había guardado
las piedras de transparocéano de Vrája, pero era
demasiado tarde. No había manera de hacer el
hechizo sin que la oyeran. Se agachó rápido
detrás de una columna de piedra rota. Su
escondite no era de lo mejor. Si los soldados
inspeccionaban la entrada a fondo, estaba
perdida. Pasó un grupo de seis y se metió en el
primer piso. Sera oyó sus voces y vio sus
faroles de lava balanceándose de un lado a otro
dentro del edificio. Después de unos minutos,
salieron otra vez.
—¿Todo despejado? —gritó una voz. Pertenecía a
un oficial. Estaba del lado de adentro. Serafina
no lo había visto. Rogó que él tampoco la
hubiese visto a ella.
—¡Primer piso despejado, señor! —vociferó en
respuesta uno de los soldados de la patrulla de
búsqueda—. ¿Deberíamos recorrer los pisos del
subsuelo?
El oficial, ahora más cerca, le dijo que no se
preocupara.
—Dudo que los rebeldes estén ahí abajo
estudiando. Salgan —ordenó. Su voz le sonó
familiar a Serafina. Quedaba ahogada por la
columna, pero aun así, estaba segura de haberla
oído antes.
Despacio, con cuidado, Sera movió la cabeza
hacia la izquierda, tratando de identificar al
que hablaba.
—Ahora vamos a dirigimos al fabra —anunció
mientras seguía a sus hombres sirena hasta
afuera. Ahora lo veía de espaldas. Llevaba el
mismo uniforme negro que los otros.
—¡Señor! —llamó uno de sus soldados—. El
Sargento Attami- no está afuera. Acaba de
llegar. Su patrulla recién encontró dos rebeldes
escondidos cerca de la Puerta Sur.
—Llévenselos a Traho —dijo el oficial—. Él va a
querer interrogarlos.
Giró sobre sí y echó otro vistazo a la entrada
del ostrokón. Por fin, Serafina pudo verle la
cara.
Las manos se le cerraron en un puño al
reconocerla. Se tragó un grito herido.
El oficial era Mahdi.

CATORCE

Serafina se agachó, aterrada de que la hubiesen


visto. Esperó que el sonido de las aletas le
llegase por el agua, que la luz de los faroles
de lava se proyectase frente a ella.
—¡Todo despejado! ¡Vamos! —gritó Mahdi.
Y después él y sus soldados se fueron.
Sera no podía moverse. Había sufrido muchas
conmociones y muchas pérdidas. Pero esto... esto
desafiaba toda comprensión. Se acordó de la
advertencia del duca... no confíes en nadie.
¿Pero Mahdi?
La había traicionado con Lucía, sí, ¿pero cómo
podía traicionar al pueblo de Miromara? ¿Y a su
propio pueblo? Los invasores probablemente
habrían matado a sus padres, ¿y ahora él estaba
de su lado?
Trató de convencerse de que estaba equivocada.
De que no era más que un truco de la luz. Pero
ella lo había visto con claridad. Vestía el
uniforme del enemigo. Tenía que aceptarlo; Mahdi
era un traidor.
Dolorida, salió nadando del ostrokón y entró en
la corriente, esperando cruzarse con una
patrulla en cada curva. La calle Basalto, donde
estaba la casa segura, estaba en el extremo
norte del fabra. Cuando por fin llegó, todavía
aturdida por la traición de
Mahdi, se preguntó si, en su estado de shock, no
habría cometido un error. La casa en sí —la
número 16— parecía en ruinas. Los pisos altos no
estaban. Lo que quedaba de la fachada estaba
agrietado y hundido. Espió por una ventana rota
y vio el interior de la habitación que estaba
vacío. Indecisa, golpeó la puerta. No pasó nada.
Golpeó otra vez.
—Estrella de mar —susurró.
La puerta giró y se abrió. Una mano la agarró y
la metió adentro de un tirón.
—¿Quién te envió? —gruñó un hombre sirena
corpulento.
—El duca di Venezia —dijo Serafina—. El difunto
duca di Venezia.
El hombre sirena asintió con la cabeza. La
soltó.
—Busca un lugar donde puedas. Esta noche está
lleno —informó—.
—¿Cuántos más hay aquí? —preguntó Serafina,
siguiéndolo por un pasillo angosto.
—Cuarenta y tres.
—¿Dónde están? La casa parece vacía.
—Le lanzamos un hechizo illusio impresionante
para engañar a las patrullas —dijo el hombre
sirena—. Está funcionando. Por ahora.
El pasillo llevaba a lo que una vez había sido
la sala. Ahora se parecía más al pabellón de un
hospital. Había enfermos y heridos por el piso.
Los que estaban en buenas condiciones físicas
hacían todo lo que podían para cuidarlos. Nadie
reconoció a Serafina. Nadie la miró siquiera.
Una sirenita gritó entre sueños. Sera se olvidó
por completo de su corazón dolido e,
instintivamente, se inclinó junto a ella. Le
acarició la cabeza a la niña, murmurando
palabras tiernas, y la sirenita se volvió a
dormir. Otro niño se quejó de que tenía frío.
Sera le acomodó las mantas. Después nadó hasta
el cuarto de al lado, que había sido el comedor.
También estaba lleno de sirenas en grave estado.
Al igual que los cuartos de arriba. La cocina
era el único lugar donde no había camas porque
la estaban usando como comedor y quirófano
improvisado a la vez.
«Yo soy su principessa y no tengo ni la menor
idea de cómo ayudarlos», pensó.
—¿Qué hago? —dijo en voz alta.
—Haz lo que puedas. Como hacemos todos —le llegó
una respuesta ronca. Serafina giró. Una sirena
vieja, apresurada y distraída, le dio una taza
de té—. Me llamo Gia. Estoy a cargo aquí.
Llévale esto a Matteo. Está en la sala cerca de
la pared del frente. Pelo negro. Ojos azules.
Fiebre.
Serafina agarró la taza. Buscó a Matteo, lo
sentó y lo ayudó a tomar el té. Lo ayudó cuando
le dio un ataque de tos y después lo acostó otra
vez sobre el colchón. Después volvió a la
cocina, en busca de más trabajo.
—Llévale esto a Aldo. Es el tipo de la puerta.
No comió en toda la noche —intervino un hombre,
sirviendo un guiso.
Serafina llevó diligentemente el cuenco,
atravesando la casa, hasta la puerta de entrada.
—Gracias —dijo Aldo cuando ella se lo alcanzó.
Estaba justo por agarrarlo cuando golpearon la
puerta.
—Estrella de mar habló una voz del otro lado de
la puerta.
—Sostenlo un minuto más, ¿quieres? —pidió Aldo.
Sera asintió con la cabeza.
Él espió por una pequeña mirilla y después abrió
la puerta. Un hombre sirena de negro se inclinó
y entró nadando. Aldo cerró la puerta detrás de
él. El hombre sirena se incorporó.
A Sera se le abrieron grandes los ojos al verlo.
Se le cayó el cuenco.
—¡Escoria marina! —gritó—. ¡Traidor!
Al instante, tenía el puñal en la mano. Una
fracción de segundo después, estaba atravesando
el agua.
Directo hacia Mahdi.

QUINCE

—Guau, hombre. Tú sí que tienes éxito con las


damas —bromeó Aldo.
—No es gracioso, Aldo —respondió Mahdi,
sujetando a Serafina con un brazo y
manteniéndola alejada. Tenía el otro brazo
inmovilizado porque el puñal le había clavado la
manga contra la puerta—. ¿Qué tal si me ayudas
un poco con esto?
—¡Tiene jinetes de la muerte con él! —chilló
Serafina—, ¡Es un traidor! ¡Ayúdame, Aldo!
—Baja la voz, sirena, antes de que te oigan
todos los soldados de Cerúlea. Ese no es ningún
traidor, es Mahdi —explicó Aldo. Le rodeó la
cintura con un brazo carnoso y la apartó de él.
—¡No me toques! —vociferó Sera. Se soltó de Aldo
y se apartó.
Mahdi se sacó el puñal de la manga.
—Hola —saludó—. Yo también me alegro de verte.
—¿Vas a entregarme? —siseó Sera—. ¿Eh? ¿Vas a
entregarme a tu amo? Puedes engañar a Aldo pero
yo te vi. En el ostrokón con tus soldados.
El enojo oscureció los rasgos de Mahdi.
—Estás bromeando, ¿no? Si hubiera querido
entregarte, lo habría hecho en ese momento. Yo
también te vi, ¿sabes?

—¿Me viste? —dudó Serafina insegura.


—Estabas escondida detrás de una columna.
Gracias a los dioses, los idiotas que estaban
conmigo no te vieron. Al principio no te
reconocí. Qué atuendo que llevas puesto —le
dijo, señalando con la cabeza su traje de
lagunense.
Sera se enfureció.
—¿Y qué hay del tuyo, Mahdi? Veo que decidiste
unirte a los invasores. Los mismos que
destruyeron Cerúlea y mataron a sus ciudadanos.
A las damas les gustan los hombres sirena de
uniforme. Lucía debe de estar fuera de sí.
Aldo, que estaba levantando el cuenco de
Serafina, miró a Mahdi y parpadeó.
—¿Lucía? ¿Lucía Volnero? ¿En serio?
—Aldo... —habló Mahdi entre dientes.
Aldo miró de Mahdi a Serafina, percibiendo el
enojo que había entre ellos. Inventó rápido una
excusa para volver a la cocina.
—Serafina —expuso Mahdi apenas él se fue—,
¿todavía no te diste cuenta? —Iba a decir algo
más, pero lo interrumpió el llanto de un niño
que venía desde adentro de la casa. Se pasó una
mano por el pelo—. Este lugar está desbordado
esta noche. Y probablemente no haya suficiente
comida. Nunca hay suficiente comida. ¿Estás aquí
sola? ¿Dónde está Neela?
—No es asunto tuyo —respondió bruscamente
Serafina.
—Todavía no confías en mí.
Serafina resopló.
—¿Y tú todavía no te diste cuenta de eso?
Mahdi nadó cerca de ella.
—¿Me tienes tan poca fe? ¿Qué clase de hombre
sirena crees que soy? —preguntó, ya furioso.
Agarró la pechera de su chaqueta y se la rasgó.
Debajo, su pecho estaba desnudo.
—Esa movida podrá funcionar con Lucía, pero
conmigo no hace gran cosa —replicó Serafina.
Él le alcanzó el puñal.

—Tómalo —ordenó—. Vamos, Serafina.., ¡Tómalo!


Como ella no lo hacía, él le agarró la mano, le
puso el puñal en ella y presionó la punta contra
su corazón. Le pinchó la piel. Un hilo delgado
de sangre le salió flotando del pecho.
—¿Qué haces? ¡Basta, Mahdi! —exclamó ella. Trató
de retirar la mano pero él se la sostenía con
firmeza.
—Vamos. Úsala —la desafió—. Sácame del medio. Tú
puedes matar al enemigo. Si eso es lo que
realmente crees que soy.
—Suéltame. ¡Suelta! —chilló Serafina.
Mahdi la soltó. Ella arrojó el puñal.
—¡No sé quién eres! —gritó ella enojada—. ¡Ya
no! Lo único que sé es que te vi con jinetes de
la muerte. Rodeando al pueblo de las sirenas. A
tu pueblo. Así que dime, Mahdi, ¿quién eres?
—Serafina, tú no... —empezó a decir él.
—¿En serio vas a negarlo? ¡Te vi!
—No, Serafina, no me viste. No me viste a mí. Lo
que viste era una mentira. Como este uniforme.
Como mi aro. Como la Laguna y Lucía.
Tomó la mano de Serafina otra vez, esta vez con
suavidad. Se metió la mano en el bolsillo, sacó
algo y se lo deslizó en el dedo. Era el anillito
de caracol. El que le había hecho hacía dos
años.
—Sigues siendo mi elección. Siempre —afirmó él—.
Aunque yo ya no sea tuyo.
Serafina contempló el anillo, incrédula.
—¿Cómo conseguiste esto? —preguntó,
—Lo levanté después de que lo tiraste.
—Pero eso es imposible. No estabas allí. Lo tiré
cuando estaba con los praedatori. No... no
entiendo.
Y de pronto entendió.
Le tomó la chaqueta de las solapas y se la sacó
de los hombros. Debajo de su hombro derecho,
justo debajo del borde externo de la clavícula,
tenía un vendaje. Le cubría el lugar donde se le
había clavado el arpón del jinete de la muerte.

Cuando estaba en el palazzo del duca. Cuando


estaba peleando por su vida. Cuando era Blu.

DIECISÉIS

Mahdi tomó la cara de Sera entre las manos.


—No me toques, Mahdi. Estoy enojada. No, ¡estoy
furiosa! Después de lo que pasó en lo del duca,
¡pensé que estabas muerto! —exclamó Sera,
sacándole la mano de un golpe—. Dejaste que lo
creyera.
—Quizás era una expresión de deseo —dijo Mahdi.
Sera pasó eso por alto.
—¿Cuánto hace que estás con los praedatori? ¿De
qué se trata todo esto del uniforme de jinete de
la muerte?
Mahdi permaneció en silencio.
—Tienes que decirme. Mi vida está en peligro,
Mahdi. Tengo que saber lo que está pasando.
—Soy miembro de los praedatori desde hace un
año. Estoy simulando ser un jinete de la muerte
desde hace unas semanas.
—¿Por qué no me dijiste nada en lo del duca? —
preguntó Serafina—. ¿Por qué no me dijiste que
eras tú?
La cabeza le daba vueltas. Hasta hacía un
minuto, había pensado que su prometido la había
abandonado. Y que un bandido se había
sacrificado por ella. Ahora eran los dos el
mismo hombre sirena, aquí mismo, ante ella.
—No podía decirte nada. Sera. Hacemos una
promesa...
—¡No me importa! —gritó ella, golpeando su cola
—. Me hiciste otra promesa a mí, A mí. O estabas
por hacerlo.
—Sólo quería protegerte. Es peligroso saber
cosas. Hoy en día saber cosas puede llevarte a
la muerte.
—Es más peligroso no saber. Acabo de arrojarte
un cuchillo, Mahdi. Pude... pude haberte... —A
Serafina se le quebró la voz.
—No te preocupes. Estoy bien.
—¿Yazeed también está con los praedatori? ¿Está
vivo?
Mahdi no dijo nada.
—Voy a tomar eso como un sí. Dile que tiene que
enviar noticias a Matali. Neela está
terriblemente preocupada.
—No puedo. Yaz está desaparecido en acción.
Estaba dirigiendo operaciones guerrilleras
afuera de Cerúlea. Su base fue atacada hace una
semana. Desde entonces nadie lo vio.
Serafina se quedó callada y Mahdi siguió
tratando de explicar
—Quería decir algo. Todo el tiempo que estuve
contigo, deseaba poder. Pero no podía, incluso
aunque no hubiera hecho ninguna promesa. Si tú
hubieras sabido que era yo, podrías haber tomado
decisiones teniendo en cuenta mi seguridad y no
la tuya. Quería que pudieras escapar. Dejarme si
tenías que hacerlo. También estaba preocupado
por mi falsa identidad. ¿Qué tal si te hubieran
atrapado? Podrían haberte obligado a decirle la
verdad a Traho.
—Jamás. Jamás le habría dicho nada a esa escoria
marina.
—Traho puede ser muy persuasivo,
—No me importa si me torturaba. Jamás te habría
traicionado.
—¿Qué tal si no era a ti a quien torturaba? ¿Qué
tal si era a Neela? ¿Qué tal si le cortaba los
dedos a ella y te hacía mirar? ¿Podrías haber
guardado silencio? Hace cuatro días, le cortó un
dedo a una niña —a una niña. Sera— para obligar
a su madre a decirle dónde estaba escondido su
padre. Yo lo vi hacerlo. Y no pude hacer nada.
No pude detenerlo. Habría descubierto mi
identidad. Habría salvado a uno, quizá... y
sacrificado a miles más. Todavía la veo. A esa
sirenita. La veo a la noche cuando trato de
dormir. Todavía la oigo.
Mahdi apoyó la cabeza contra la pared y cerró
los ojos.
—Oh, Mahdi —dijo ella, con el corazón dolido por
él.
Él la miró, y le tocó un mechón de pelo,
siguiendo su onda a través de la sien y bajando
por la mejilla,
—Te queda bien —afirmó sonriendo—. El traje
también.
Serafina se miró la ropa. Los illusios que había
hecho en lo del duca se habían desvanecido.
Estaba otra vez con pelo corto y traje de
espadachín.
—Gracias —dijo ella—. Lo hizo todo Neela.
Necesitábamos disfraces y ella inventó algunos.
—Estuve tan preocupado por ti. Sera. Después de
que luchamos contra los invasores en el palazzo,
te buscamos. Todos los praedatori. Los que
sobrevivimos, al menos. No pudimos encontrarte
en ningún lado. ¿Cómo saliste?
—Por un espejo.
—¿En serio?
—Sí.
—Pero sólo los mejores magos pueden hacer eso.
¿Cómo es que tú...
—Mira, Mahdi, yo soy la que está haciendo las
preguntas ahora, ¿de acuerdo?
Sera estaba recelosa. Las lecciones de las
últimas semanas le habían enseñado a no dar su
confianza hasta que la hubiesen ganado. ¿Quién
era el verdadero Mahdi? ¿Era el muchacho tímido
y serio del que se había enamorado hacía dos
años? ¿El fiestero que había encontrado
desmayado en las ruinas de la reggia? ¿O el
guerrero solemne y altruista con quien hablaba
ahora?
—¿Por qué te uniste a los praedatori? —preguntó
ella. Quería oír la historia completa, desde el
principio.
—Serafina, no puedo romper...

—¿Tu promesa? Lo siento, esa olla ya está


destapada. Y además, tú no rompiste tu promesa.
No técnicamente. Tú no me lo dijiste. Yo lo
adiviné.
Mahdi respiró hondo.
—Todo empezó apenas llegué a casa desde
Miromara. Después de que se decidió que nos
comprometiéramos. Al principio te mandaba
caracoles, ¿te acuerdas?
—¿Qué si me acuerdo? Vivía para recibirlos —
aseguró Serafina.
—Yo no elegí dejar de mandarlos. Se llevaron a
mi mensajero, Kamau. Con dos de mis mejores
amigos: Ravi y Jai.
—¿Qué quieres decir con que se los llevaron?
—Volvían viajando juntos desde Miromara y se
detuvieron para pasar la noche en una aldea a
unos cien kilómetros de la ciudad de Matali. La
aldea fue saqueada. Khelefu, el gran visir, vino
a decírmelo. Me trajo el bolso de Kamau. Lo
encontraron en la taberna donde se habían
quedado. Adentro había un caracol de tu parte
para mí, un collar que él había comprado para su
novia y un caracol de estudio. Kamau estaba
quemándose las pestañas para el exámen de
ingreso a nuestro colegio militar. Ravi y Jai
habían estado un año en el extranjero en la
universidad de Tsamo...
Mahdi meneó la cabeza, sobrecogido por la
emoción.
—Yaz y yo crecimos con esos chicos. Eran más que
amigos; eran hermanos. Le preguntamos a Khelefu
si se estaba haciendo algo al respecto. Dijo que
se habían completado los formularios
correspondientes y que se había enviado un
batallón de soldados a la aldea pero no habían
encontrado nada. Otras aldeas también habían
sido saqueadas. Nadie sabía quién estaba detrás
de eso. Le pedí que enviaran más soldados. Para
ampliar el área de búsqueda. Me dijo que eso no
era para nada habitual y que iba a haber que
presentar más formularios.
Serafina sabía que a Mahdi lo irritaba el peso
de la burocracia arcaica de Matali.

—No podía quedarme sentado ahí mientras se


robaban a mi pueblo —continuó Mahdi—. Le
pregunté a nuestro generalísimo si Yaz y yo
podíamos ir con los soldados, pero dijo que era
muy peligroso. Así que fuimos al jefe del
Servicio Secreto. Nos preguntó cómo íbamos a
ayudar... ¿Utilizando una identidad falsa?
Se rio de la idea. Todos en todo el reino sabían
quiénes éramos. Entonces, me enojé. Me enojé en
serio. Había perdido tres amigos y no podía
hacer nada al respecto. Yaz sentía lo mismo. De
hecho... ¿lo que hicimos? Fue su idea.
Serafina levantó una ceja.
—¿Qué hicieron? —preguntó.
—Nos escabullimos a los establos con cuatro
amigos más, buscamos algunos hipocampos y
partimos. Fuimos a buscar a Kamau, Ravi y Jai.
Nos fuimos por dos días. Nadie podía
encontrarnos. Medio que causó un revuelo.
—Apuesto a que sí —dijo Serafina—. ¡Eres el
heredero del trono! ¿En qué estabas pensando?
—No estaba pensando. No en ese momento, ni
tampoco por mucho tiempo después —dijo él.
—¿Qué quieres decir?
Mahdi miró al techo.
—Sabía de los saqueos. Habían estado ocurriendo
en Matali por más de un año. Había oído los
informes. Pero en realidad nunca había visto uno
de los pueblos saqueados. Fue horrible. Sera. Lo
peor que jamás hubiera visto. Algunos de los
pobladores deben de haber tratado de luchar.
Había manchas de sangre en las paredes y los
pisos de las casas. Garabatearon notas y las
dejaron. «Por favor, díganle a mi mujer... Por
favor, ayúdennos... Tienen a mis hijos...»
Serafina apoyó la cabeza en el hombro de Mahdi.
Estaba callada. Había aprendido que cuando el
dolor era muy profundo, uno no podía hablar
Tenía que escuchar.
—Perdí la razón —relató Mahdi—. Por completo.
Estaba de duelo por mis amigos y por los
pobladores robados. Deseaba poder hablar contigo
y te extrañaba como loco y ni siquiera podía
enviarte un caracol, no sin Kamau. Él era el
único a quien podía confiar algo tan íntimo. Yo
era el primero en la línea de sucesión al trono,
el segundo hombre sirena más importante del
reino, pero no podía hacer nada para ayudar a
nadie. Es como que perdí los estribos. —Todavía
tenía la chaqueta abierta. Se llevó los dedos al
pecho, sobre el corazón, sacó una canción de
sangre, haciendo un leve gesto de dolor.
Serafina vio la espiral roja subir por el agua y
fusionarse, formando las imágenes. Unos segundos
más tarde, se incorporó. Se le cayó la
mandíbula. No podía creer lo que estaba viendo.
Mahdi y Yaz estaban en una discoteca jugando un
juego de drupas muy divertido, en el que los
jugadores trataban de embocar una moneda
brillante de plata en un porrón de cerveza
negra. El que la embocaba, le pasaba el porrón a
otro jugador para que bebiera. Ellos dos,
obviamente, eran los que habían recibido más
porrones porque, un minuto después, estaban en
el escenario de la discoteca, levantando sus
colas en medio de una línea de coro de un show
de sirenas. Unas pocas horas más tarde, estaban
en un local de piercing haciéndose poner
argollas de oro en las orejas.
Serafina vio otros recuerdos. De carreras de
hipocampos veloces y juegos de «haz caer al
tipo», en los que empujaban a surfistas
terragones de sus tablas. De salidas ruidosas
para nadar en grupo y enormes apuestas hechas en
partidos de caballabongo. Había recuerdos de
juergas descontroladas que duraban toda la noche
y terminaban con Yaz desmayado encima de una
torrecilla y Mahdi colgado de un chapitel con
una sola mano, gritando «¡Serafina! ¡Serafina!»
antes de ser detenido por los guardias
imperiales.
—Guau —dijo ahora Serafina mientras la canción
de sangre se esfumaba en el agua.
—Sí —replicó Mahdi—. Me temo que sí. Eso siguió
durante alrededor de un año y después, una noche
—o más bien una mañana- cuando los dos
despertamos en el piso de una discoteca, había
un hombre parado. El duca. En pantalones,
zapatos de cuero y saco de lana.
—¿Bajo el agua? ¿Cómo hizo para...?
—No lo sé. No puedo explicar la mayor parte de
las cosas que hacía.
—¿Él tiene —tenía— magia? —preguntó Serafina.
Mahdi pensó por un minuto y luego expresó:
—Él tenía amor. Sera. Muchísimo amor. Por el mar
y todas sus criaturas. Creo que esa era su
magia.
Serafina asintió con la cabeza.
—Él se quedó parado ahí, apoyado en su bastón,
mirándonos —continuó Mahdi—. Y después nos dijo
que éramos una vergüenza. «¿Así es como honran
la memoria de sus amigos? ¿De esos aldeanos?»,
dijo. Le preguntamos quién era y cómo sabía de
los aldeanos. Nos habló de los duchi di Venezia,
de los praedatori y de los Guerreros de las
Olas. Le explicamos que nos habíamos dirigido al
generalísimo y al Servicio Secreto. Le contamos
que hasta habíamos tratado de encontrar a los
aldeanos. —Mahdi meneó otra vez la cabeza,
avergonzado—. Ahora suena a tan poca cosa como
en ese momento. El duca nos dijo que teníamos
que hacer algo más que intentar, que teníamos
que lograrlo. Y que lo lograríamos si nos
uníamos a los praedatori. Así que lo hicimos.
Hicimos el juramento. Prometimos que íbamos a
ponernos en forma, pero él no quiso eso. Quiso
que siguiéramos haciendo exactamente lo mismo
que estábamos haciendo. Andar por las
discotecas. Codearnos con los jugadores de
caballabongo, las sirenas hipnotizadoras, los
chicos de las discotecas y los de las corrientes
bajas que se juntan con ellos.
—¿Por qué?
—Para que pudiéramos mirar y escuchar, y
conseguir información. Si alguno de los de las
corrientes bajas estaba de pronto derrochando
dinero marino, era bastante probable que hubiera
vendido un cardumen de peces espada o les
hubiera entregado un tiburón a los aleteros. Le
decíamos al duca y él mandaba a otros praedatori
a que siguieran al tipo, lo atraparan en el acto
y se lo entregaran a las autoridades. Eso era lo
que estábamos haciendo en la Laguna la noche
anterior al ataque de Cerúlea. Estábamos pasando
el rato en una discoteca con la esperanza de
entrar en contacto con alguna escoria marina de
las que ayudan a los cazadores de focas. Quería
explicarte. Sera. Con desesperación. No podía
decirte la verdad, pero quería al menos decirte
que lo que veías no era yo. No era mi verdadero
yo. Pero después, bueno... el mundo entero se
hizo pedazos y nunca tuve la oportunidad.
Sera lo miró, y ahora supo en su corazón que
estaba viendo al verdadero Mahdi. Se preguntaba
si alguna vez volvería a tener la oportunidad de
conocer a ese Mahdi, de estar tan unidos como lo
habían estado antes, de compensar todo el tiempo
que habían perdido.
—Había oído tantas historias —contó ella—. Esa
mañana, en mis aposentos, Lucía hablaba de lo
bien que la habían pasado todos ustedes en la
Laguna. Y después cuando te vi, con su chalina
atada alrededor de tu cabeza...
—... pensaste que tenía algo con ella —terminó
Mahdi.
Serafina asintió con la cabeza.
—No quiero a Lucía.
—Ella te quiere a ti.
—Sí, ya lo sé. Ella me lo dijo.
A Serafina se le erizaron las aletas.
—¿Qué? ¿Cuándo?
—En prisión. Justo antes de que me fueran a
ejecutar. Lucía Volnero es la única razón por la
que estoy vivo.
DIECISIETE

—Escucha, Sera. Esta vez, escucha, ¿de acuerdo?


—De acuerdo, Mahdi —aceptó Serafina, tratando de
no enojarse—. Estoy escuchando.
—Cuando empezó la invasión a Cerúlea, Yaz y yo
hicimos hechizos con perlas de transparocéano
para poder luchar sin ser vistos. Pero fue
bastante inútil. Es decir, dos hombres sirena no
pueden luchar de igual a igual contra las
fuerzas de Traho. Después nos enteramos de que
las habían capturado a ti y a Neela, así que
fuimos a buscarlas y las llevamos a lo del duca.
Después de que lo mataron, y tú desapareciste.
Verde le ordenó a Yaz que se mantuviera en la
clandestinidad para dirigir operaciones
guerrilleras. A mí me ordenó que me hiciera
capturar
—¿En serio?
—Sí. Pensó que sería un valioso prisionero
político. Supuso que me tratarían bien y que
podría conseguir información sobre los
invasores. Así que lo hice. Pero el plan falló.
Traho no pensó que fuese valioso en lo más
mínimo. Pensó que era un idiota. No puedo
culparlo... me esforcé mucho para dar esa
impresión al mundo. Me tiró en prisión y pensaba
hacerme fusilar. Tal como... tal como mando
fusilar a mis padres.

Mahdi apretó la mandíbula. No pudo seguir.


Serafina lo lamentó por él. Apoyó su frente
contra la de él y lo rodeó con los brazos. Sabía
lo que estaba sintiendo, conocía demasiado bien
su dolor.
Cuando pudo, él habló otra vez.
—Lucía descubrió lo que estaba pasando y me
sacó. No tengo idea de cómo. Aunque sí sé que
los Volnero y sus amigos tienen a Traho a su
favor. No destruyó sus casas de Golden Fathom, y
pueden ir y venir cuando quieren. Lucía me hizo
llevar ante Traho. Vi mi oportunidad de ganarme
su voluntad, de acercarme a él, así que negocié
entregarle Matali. Le dije que se la entregaría
sin derramamiento de sangre, si él me dejaba ser
un emperador títere. Dije que no me importaba el
reino mientras yo tuviese suficiente dinero
marino para poder seguir de juerga. Estuvo de
acuerdo con intentar llevar a cabo mi plan. Dijo
que le ahorraría el tiempo y el costo de un
ataque.
Serafina se puso pálida.
—Mis dioses, Mahdi... ¿tomar Matali? ¿Cuándo?
—No lo sé. Todavía no está listo. Todavía me
está probando, viendo si puede confiar
totalmente en mí. Me dio el mando de dos
patrullas para empezar. Algo habré hecho bien
porque las aumentó a veinte justo antes de que
él saliera de Miromara para rastrearlas a ti y a
Neela. Ahora estoy a cargo de hacer una barrida
de la ciudad. Salgo tres, o hasta cuatro, veces
al día. Creo que está nervioso.
—¿Por qué?
—Los rumores de una resistencia en Cerúlea.
El corazón de Serafina dio un salto de
esperanza.
—¿En serio, Mahdi? ¿Quién la dirige? —averiguó.
—No lo sabemos.
—Yo... yo pensé que quizá sería mi mamá o mi
hermano —dijo ella, perdiendo la esperanza.
Mahdi la miró pero no dijo nada.

Serafina entendió. Agachó la cabeza. Todas estas


semanas, se había negado a creerlo. Todas estas
semanas, se había aferrado a la posibilidad de
que su madre todavía siguiera viva.
—¿Los dos? —preguntó en voz baja—. ¿Seguro?
—Sabemos que Isabella está muerta. Creemos que
Des también. Nadie vio ninguna señal de él. Tú
sabes cómo es. Es feroz. Si estuviese vivo,
nadie habría podido impedirle entrar a Cerúlea.
Se habría enfrentado a Traho por sí solo. Lo
siento. Sera.
Serafina asintió con la cabeza. Las lágrimas le
hicieron arder los ojos, pero ella parpadeó para
que se fueran.
—Nunca llegué a despedirme —contó—. Ni de mi
padre, ni de Des, ni de mi madre. Ella murió
luchando, Mahdi. ¿Sabías eso? Murió
protegiéndome. Desearía poder agradecerle.
Desearía poder decirle cuánto la amaba...
Se le escapó un gemido bajito, de dolor. Mahdi
la atrajo hacia él y la abrazó fuerte. Ella
enroscó las manos en un puño y las golpeó contra
él. Él recibió sus golpes y siguió abrazándola,
acunándola, sin decir nada, porque no había nada
que decir. Su dolor era demasiado profundo para
las palabras.
Después de un rato, él la soltó.
—Hay una buena noticia —dijo él—. Sobre tu tío.
Se dice que lo vieron y se rumorea que está...
—Dirigiéndose al norte. A los kobold.
—Te enteraste. Debe de estar corriendo la
noticia. No me sorprende. Aquí se habla mucho de
eso. En Golden Fathom. En las cenas en lo de los
di Rémora y los Volnero. Los nobles creen que va
a volver.
—¿Tú visitas a los Volnero? —inquirió Serafina.
Mahdi asintió con la cabeza. Serafina miró para
otro lado.
—Mírame, Sera —dijo Mahdi, girándole la cara
hacia él otra vez—. Esta es la verdad: besé a
Lucía esa noche en la Laguna, ¿sabes? No
significó nada para mí. Todavía sigo besándola…
Sera hizo un gesto de dolor.

—... y sigue sin significar nada. Es parte de mi


trabajo. Verde quiere que le siga el juego a
Lucía porque ella y su madre están cerca de
Traho. Voy a seguir fingiendo con ella hasta
averiguar si Kolfinn es el que lo está apoyando.
—¿Crees que no es él?
—No pudimos rastrear una conexión clara entre
Traho y Kolfinn, Los jinetes de la muerte...
ellos no son ondalinenses. Son todos
mercenarios, comprados y pagados.
—Entonces no es Kolfinn.
—Yo no dije eso. Tal vez sea sólo que Kolfinn es
bueno cubriendo la estela que deja. De ese modo,
puede tomar el poder de todos los reinos y
mientras tanto, negarlo ante el Consejo de los
Seis.
Serafina asintió con la cabeza.
—Por eso ando con Lucía. Espero ver algo u oír
algo que nos ayude a detener a Kolfinn. ¿Puedes
entender eso? ¿Puedes perdonarme?
Serafina tenía la intención de decirle que no,
hasta que pensó en el sargento borracho de la
Laguna y el juego peligroso que había jugado con
él. Había hecho lo que hacía falta para escapar.
Para sobrevivir otro día. Para luchar por su
pueblo. Y sabía que lo haría de nuevo si fuese
necesario.
—Sí, puedo —afirmó.
Mahdi le tocó la mejilla con la parte de atrás
de la mano.
—No quiero a Lucía. Te quiero a ti. Te lo dije
hace dos años y te lo digo ahora. Perdí a mis
padres. Tal vez pierda a Matali. No puedo
perderte a ti también. Tienes que creerme. Sera.
Di que me crees.
Entonces Serafina lo miró, buscando la verdad en
sus hermosos ojos oscuros. Lo que vio en ellos
le hizo creer.
—Te creo, Mahdi,
Y después ella estaba en sus brazos y los
labios de él en los suyos, diciéndole en
silencio quién era. Suyo. Siempre. Y por un
momento, no hubo ni casa segura, ni peligro, ni
dolor. Lo único que sentía era el calor de su
beso y la sensación del corazón de él latiendo
bajo su mano.
Mahdi cortó el beso.
—Tengo que irme —dijo—. Fue un riesgo enorme
venir. Pero tenía que ver si estabas aquí.
Serafina, que estaba aferrada a su saco, lo
soltó de mala gana.
—Odio verte con esta cosa.
—Yo también. A veces, cuando recién me despierto
a la mañana, no sé dónde estoy. Ni quién soy —
relató él—. Este uniforme, todo lo que digo,
todo lo que hago... Todo es una mentira. Sólo
una cosa es real y verdadera... mis sentimientos
por ti. —La besó otra vez—. Quédate aquí donde
estás a salvo. Sera. Por favor. No hagas más
viajes al ostrokón. Prométemelo.
—No puedo, Mahdi —negó Serafina—. Tengo que
volver al ostrokón. Tengo que encontrar unos
caracoles que hay ahí.
—Es demasiado peligroso. Las patrullas de
Traho...
—... no van a detenerme. Traho estuvo
siguiéndome los pasos durante todo el camino
hasta Freshwaters, pero yo me mantuve una
brazada delante de él. No voy a dejar que me
atrape —aseguró Sera enfurecida—. Tengo trabajo
que hacer aquí, Mahdi. Tal como tú.
—¿Freshwaters? —inquirió Mahdi, con voz de no
poder creerlo—. Sera, ¿dónde estuviste todo este
tiempo? ¿Qué estuviste haciendo?
Sera estaba a punto de responder cuando la
interrumpió un golpe atronador. Lo siguió el
sonido de madera astillándose. La puerta del
frente se sacudió. De afuera de la casa, venían
gritos y órdenes.
Mahdi maldijo. Un segundo después, vino Aldo
como disparado por el corredor. Agarró una tabla
pesada que estaba apoyada contra la pared y la
deslizó dentro de dos soportes a cada lado de la
puerta para reforzarla.
—Eso va a darnos un minuto —dijo.

—¿Qué es ese ruido? ¿Qué pasa? —preguntó


Serafina, asustada.
—Jinetes de la muerte —explicó Aldo con seriedad
—. Váyanse de aquí.

DIECIOCHO

Este hechizo de fuerza te canto, para


apuntalarte a lo largo y a lo ancho.
Mi canción arreglará maderas rotas y rajadas.
Y cambiará por acero todas tus tablas.
Mantén afuera el mal, que la muerte se vaya.
Mantén a todos los enemigos bien a raya.
A un lugar seguro, debemos ir rápido.
Danos, puerta, el tiempo necesario...
Aldo estaba haciendo un hechizo robus. Con los
ojos cerrados, el sudor chorreándole por la
cara, empujaba su voz contra la puerta de la
casa segura con todas sus fuerzas.
Pero los jinetes de la muerte empujaban del otro
lado.
Hubo terror y confusión mientras todos iban
rápido al sótano. Sera se había enterado de que
allí había una puerta que daba a una red de
túneles que conducían a otra casa segura.
—¡Sal de aquí, Mahdi! —siseó una voz. Era Gia—.
Tú eres nuestro único contacto con Traho. ¡Si te
atrapan, no vamos a obtener más información
sobre las patrullas!
—¿Y tú y Aldo? —gritó Mahdi, tratando de hacerse
oír por encima de los gritos asustados y los
golpes en la puerta—. ¿Qué va a pasar con
ustedes cuando ellos atraviesen la puerta?
—No te preocupes por nosotros. Vamos a
arreglarnos para llegar a los túneles afirmó
Gia.
Pero Sera vio el miedo en sus ojos. Trata de
sonar convincente por el bien de Mahdi. Para
lograr que él se vaya, pensó. «Sabe que no
tenemos esperanzas».
A pesar del robus de Aldo, la puerta —hecha de
maderas de barcos naufragados— se astilló bajo
el ataque de los jinetes de la muerte.
—Traho no se va a llevar a esta gente. No va a
hacerlo —dijo Sera en voz alta. Sin embargo,
¿cómo podía detenerlo? Trató de pensar, pero sus
oídos resonaban con los gritos de las sirenas y
los chillidos de su propio miedo.
«Tengo que ayudarlos», reflexionó. «Tiene que
haber una forma».
Y entonces, ocurrió otra vez... tal como
había ocurrido en las cuevas de las iele cuando
Abbadón trató de atravesar el waterfire: una
claridad cristalina, fría, descendió sobre ella.
Silenció el caos de su cabeza, enfocó su mente y
le permitió jugar con todo el tablero, no sólo
con las piezas.
—Olvídense de los túneles. Aquí tienen —le habló
a Gia, sacando de su bolso dos pequeños trozos
preciosos de cuarzo que le había dado Vrája—.
Piedras de transparocéano para ti y para Aldo.
Úsenlas. Ahora. Detengan a los jinetes de la
muerte todo el tiempo que puedan. Cuando
derriben la puerta, naden hasta arriba y salgan
por la ventana.
Gia asintió con la cabeza, con los ojos
encendidos de valor renovado.
—Eso haremos. Gracias, sirena. ¡Ahora vayan!

Mientras Sera y Mahdi atravesaban la casa hacia


el sótano a toda carrera, oyeron un sollozo
tenue, asustado. Se detuvieron, se volvieron y
nadaron hacia el lugar de donde venía. En lo que
alguna vez había sido la sala, dos sirenitas, de
no más de un año, estaban sentadas en una cuna,
llorando.
En el apuro desenfrenado de las sirenas por
escapar, los niños huérfanos habían quedado
olvidados. Dos niños sirena estaban sentados en
su cama con los ojos muy abiertos. Otro seguía
todavía acostado, con los ojos cerrados. Era
Matteo, el que tenía fiebre.
—¿Matteo? ¿Me oyes? —preguntó Sera, sacudiéndolo
despacito para despertarlo.
El niño sirena abrió los ojos. Estaban vidriosos
y sin ver
—No podemos dejarlos aquí —dijo Mahdi, mirando
ansioso para atrás, hacia el pasillo.
—Vamos, Matteo, no tengas miedo —lo convenció
Sera—. Tenemos que irnos. Pon los brazos
alrededor de mi cuello.
El niño sirena lo hizo y Sera lo levantó de la
cama. Mahdi levantó a las dos sirenas de su cuna
y las acurrucó debajo de sus brazos. Despertó a
los otros dos niños sirena —Franco y Giancarlo—
y les dijo que lo siguieran porque iban a tener
una aventura. Después, nadó en dirección al
sótano.
Sera iba justo detrás de ellos. Aldo y Gia
seguían con la canción mágica, pero sus voces ya
estaban cascadas y el ruido de los golpes era
ensordecedor.
—¿Y los cuartos de arriba? ¿Qué pasa si alguien
todavía está ahí? —dijo Sera al llegar a la
puerta del sótano.
—No tenemos tiempo de revisar. Tenemos que
llevar a estos niños a donde estén a salvo —
replicó Mahdi.
Los últimos habitantes del refugio estaban
entrando apurados en los túneles. Mahdi condujo
a Sera y a los niños delante de él, y después
cerró la puerta del sótano. Era endeble, hecha
de madera comida por los gusanos, y no valía la
pena hechizarla. La puerta del túnel era de
hierro, así que los hechizos para reforzarla o
camuflarla no iban a servir de nada, ya que el
hierro rechazaba la magia, pero sí tenía una
cerradura fuerte. En cuanto todos estuvieron en
el pasadizo, Mahdi cerró la pesada puerta y puso
el cerrojo.
—Eso va a demorarlos —se dirigió a Sera. Después
se volvió hacia los niños—. Vamos, niños. Vamos
a hacer una carrera. El primero que llega a la
bifurcación del túnel, gana. ¡Preparados,
listos, ya!
Franco y Giancarlo salieron disparados. Sera los
siguió con Matteo. Mahdi llevaba la retaguardia
con las dos sirenitas en los brazos. Su grupo no
tenía antorchas de lava, pero podía seguir el
resplandor de las que llevaban los que iban
delante de ellos.
Nadaron durante cerca de un cuarto de hora por
un túnel que era oscuro, angosto y lleno de
ofiuras y cangrejos araña. Después de girar a la
derecha en dos bifurcaciones distintas, tomaron
por una curva a la izquierda y se encontraron en
un sector lleno de grafitis. Dentro de una
pintura gigante del Capitán Kidd, se abrió una
puerta para que ellos pasaran.
—Hay que golpear en el pecho de Kidd cuatro
veces —explicó Mahdi—. La contraseña es «erizo
de mar». Por si alguna vez vienen aquí solos.
Un hombre sirena llamado Marco los apuró a
entrar.
—¿Ustedes son los últimos? —preguntó.
Mahdi asintió con la cabeza y Marco cerró la
puerta detrás de ellos. Sera se encontró en otro
sótano.
—Aquí tengo un niño enfermo —informó Serafina,
respirando con dificultad. Llevar a Matteo por
los túneles la había agotado.
Otro hombre sirena tomó al niño y lo llevó a la
enfermería. Marco les dijo a Mahdi y a Sera
dónde podían encontrar camas para los otros
niños. Mientras los acomodaban, el niño llamado
Franco preguntó:
—¿Dónde está Cira?

A Sera se le hizo un nudo en el estómago. Rogó


que Cira fuese un juguete.
—¿Quién es Cira? —averiguó Mahdi.
—Es mi amiga. Su mamá no está bien. Va a tener
un bebé. Duermen arriba.
—Voy a volver —afirmó Sera.
—De ninguna manera. Es suicida. A esta altura,
los jinetes de la muerte ya están en la casa.
—Tendríamos que haber revisado arriba.
—¿Y qué habría pasado si lo hubiéramos hecho y
los jinetes de la muerte hubieran entrado
mientras estábamos ahí? ¿Cómo habrían salido
estos niños?
—Cualquiera que quede en esa casa va a ser
interrogado por Traho.
—Tú también si te atrapan sus soldados.
—Una niña, Mahdi. ¡Una sirena embarazada y una
niñita! —La voz de Sera estaba subiendo de tono.
Por el miedo. Y la furia.
—Si vuelves y te atrapan, Traho va a hacerte
decirle dónde está esta casa y esta gente.
—Son míos, Mahdi. Mi gente —gritó ella—. ¡No
puedo dejar que él se apodere de todo!
—Sera...
Pero ella ya había salido a toda velocidad hacia
el sótano.
—Déjame salir. Voy a volver a la calle Basalto.
Dejamos a dos sirenas atrás —le informó a Marco.
—Esa es una muy mala idea —dijo Marco.
—¡Déjame salir ya mismo! —exigió Sera.
Marco la miró detenidamente y luego concedió:
—Esta puerta tiene una mirilla. Si veo, oigo o
huelo algún soldado detrás de ti, no voy a
abrirla. Te quedas fuera, sirena.
Sera asintió con la cabeza. Tomó un farol
iluminado por medusas luna brillantes. Marco
abrió la puerta y ella salió nadando,
Mahdi fue detrás de ella.

DIECINUEVE

Sera se puso tensa, lista para hacer un hechizo


Jrag o formar un remolino.
—¿Estás bien para ir? —susurró Mahdi.
Ella asintió con la cabeza. Estaban de vuelta en
la calle Basalto, en el túnel, sin tener idea de
lo que los esperaba del otro lado de la puerta
de hierro.
Mahdi apoyó el oído en ella. Escuchó por unos
segundos y después corrió el cerrojo despacio.
Respirando hondo, abrió la puerta de golpe.
El sótano estaba vacío.
Sera apoyó su farol en el suelo y entró nadando
con cautela. Cruzó el sótano y se encaminó hacia
el primer piso, pero un ruido la detuvo en seco.
Era el sonido de muebles que estaban siendo
volteados y arrojados contra el suelo.
Mahdi la alcanzó.
—Jinetes de la muerte. Arriba. — Formó las
palabras en silencio con los labios.
Sera echó un vistazo a la puerta de madera
desvencijada que llevaba afuera del sótano.
Estaba entornada. Mahdi la había cerrado cuando
escaparon. Ella estaba segura de eso. Le tocó la
mano y señaló la puerta. Él asintió con la
cabeza. Entendió lo que ella estaba tratando de
decir, que había alguien más allí abajo.
Sera giró lentamente en círculo, esperando ver a
Traho acechando en las sombras, con una sonrisa
en la cara, un lanzaarpones en la mano, pero él
no estaba ahí.
Otro estrépito que venía de arriba la congeló en
el lugar.
Mahdi, con los ojos fijos en la puerta, le hizo
un gesto para que lo siguiera de vuelta al
túnel, pero ella meneó la cabeza.
—Están aquí. Cira y su mamá. Lo sé —susurró—.
Ellas son las que dejaron la puerta abierta.
Mahdi levantó un dedo, indicando que ella tenía
un minuto.
Ella dio vueltas por el sótano como un remolino,
buscando en todos los rincones, detrás de la
caldera de lava, entre las pilas de muebles
viejos. Mahdi hizo lo mismo, manteniendo la
vista cautelosa en la entrada. Después de que
pasaron unos minutos, hizo señas de que era hora
de irse.
Sera asintió con la cabeza, con el corazón
apesadumbrado. Traho debía de haber encontrado a
Cira y a su madre. Su arriesgado viaje hasta ahí
había sido en vano. Se encaminó de nuevo hacia
el túnel.
Al hacerlo, un movimiento le llamó la atención.
Un viejo sofá de coral, con sus almohadones de
seda marina deteriorados desde hacía tiempo,
había sido empujado cerca de la pared, pero no
estaba apoyado del todo. La punta de una pequeña
aleta de una cola verde sobresalía por debajo.
Sera tomó a Mahdi del brazo y se la señaló.
Se acercaron nadando. Agachada en el espacio
entre el sofá y la pared, había una sirena, con
la barriga grande y redonda, sosteniendo una
sirenita temblorosa. Los ojos de la madre se
abrieron grandes, aterrados, cuando vio a Mahdi
con su uniforme de jinete de la muerte. Ella
agarró más fuerte a su hija y se encogió contra
la pared.

—Está todo bien —susurró Sera—. Él no es uno de


ellos. Es sólo un disfraz. Ven con nosotros.
Vamos a sacarte de aquí.
La madre observó a Sera y luego a Mahdi,
indecisa. En ese momento, se oyó otro estruendo
sobre sus cabezas.
—Por favor —rogó Sera—. No tenemos mucho tiempo.
Pero la madre, paralizada por el miedo, se
negaba a moverse.
—¡Revisen el sótano! —ordenó una voz.
Sera reconoció esa voz. La oía en sus
pesadillas.
—Traho —informó—. Tenemos que irnos.
—Cira —habló Mahdi a la sirenita—, tus amigos
están esperándote. Franco y Giancarlo. Ellos me
dijeron que estabas aquí. Ellos están a salvo y
quieren que tú estés a salvo también.
La sirenita le sonrió a Mahdi con valentía. Le
dio la mano.
—Vamos, mamá —dijo—. Está todo bien.
Mahdi hizo entrar rápido a la madre y la niña en
el túnel. Sera los siguió. Estaba a punto de
cerrar la puerta cuando entraron nadando al
sótano cuatro jinetes de la muerte.
—¡Ustedes, ahí! ¡Deténganse! —gritó uno de
ellos.
—¡Llama al Capitán Traho! —aulló otro.
Uno agarró el lanzaarpones que llevaba en su
funda, en la cadera. Otros dos se abalanzaron
sobre Sera. Los dos llevaban antorchas de lava.
Sera se dio cuenta de que sólo tenían segundos
entre la vida y la muerte. Ahora necesitaba algo
más que un canta mirus; necesitaba un canta
malus. No lo dudó. Su voz se precipitó en una
nota baja, oscura, mientras ella se concentraba
en los globos de vidrio llenos de lava colocados
encima de las antorchas.
Lava brillante, lava caliente,
cúbrenos del enemigo, ¡urgente!
Bulle, salta, sisea y quema.
Haz que estos soldados pronto se vuelvan.

Lava mortífera, haz tu peor hazaña.


¡A través del vidrio de los duendes, ya mismo
estalla!
Mahdi se lanzó hacia Sera justo cuando la última
nota de la canción mágica salía de sus labios.
De un tirón, la metió en el túnel y cerró la
puerta de un golpe. Su velocidad para pensar le
salvó la vida.
La explosión fue instantánea. La fuerza
expansiva fue tan grande que hizo temblar el
suelo. Sera vio una ráfaga de luz blanca
enceguecedora por la ranura bajo la puerta; oyó
el impacto de los escombros al salir lanzados
contra el hierro y el borboteo y siseo de la
lava.
Después no se oyó nada en absoluto.
—Están... —empezó a decir.
—Sí, lo están —afirmó Mahdi—. Nadie podría haber
sobrevivido a una explosión como esa. Dudo que
la casa haya quedado en pie. Mis dioses. Sera,
¿qué fue eso?
—Una canción negra —respondió Sera—. Es legal si
se usa contra un enemigo en tiempos de guerra.
No tuve opción, Mahdi. Era nosotros o ellos.
—Ya sé eso. Quise decir tú. ¿Cuándo aprendiste a
hacer un frag tan poderoso? Conozco a
comandantes experimentados que no podrían hacer
lo que tú acabas de hacer.
El lazo de sangre, pensó Sera. Me dio las
habilidades de Neela con la luz y las de Becca
con el fuego. Estaba a punto de explicar sus
nuevos poderes, o de intentarlo, cuando se
oyeron gritos a través de la puerta.
—Más jinetes de la muerte —dijo Mahdi, tenso—.
Traho debía de tener tropas extra fuera de la
casa segura. Hora de irse, todos.
—Gracias —habló la madre de Cira cuando
arrancaron—. Gracias por volver por nosotras. —A
la luz del farol de Sera, su cara se veía pálida
y esquelética. Respiraba con dificultad—. Soy
Kallista, dicho sea de paso.

—¿Estás bien? —preguntó Sera.


—Estoy en trabajo de parto.
—Oh, guau. Oh, dioses —exclamó Mahdi, pasándose
la mano por el pelo.
—Hay una enfermería en la nueva casa segura. No
queda lejos de aquí. Unos dos kilómetros y medio
—explicó Sera—. ¿Puedes llegar?
Kallista rio débilmente.
—¿Tengo opción?
—Sera, tú agárrala de un brazo. Yo la agarro del
otro. Cira, tú mantente bien pegada a nuestras
colas —ordenó Mahdi.
Sera esperaba que pudieran avanzar más rápido
que antes, ya que esta vez sabían a dónde iban,
pero no fue así. Los túneles eran demasiado
angostos para que pudieran nadar los tres
juntos. Ella y Mahdi muchas veces tenían que
ponerse de costado, lo cual los demoraba. Se
alegró cuando apareció la primera bifurcación
frente a ellos.
Sin embargo, antes de que la alcanzasen, Mahdi
se detuvo de golpe.
—Esperen un minuto —dijo.
—¿Qué pasa? —preguntó Sera.
Entonces lo oyó: el sonido de voces. Acercándose
rápido.
—Pudieron pasar —apuntó Mahdi—. Vamos a
dividirnos en la bifurcación. Ustedes tres vayan
por la derecha y naden lo más rápido que puedan
hasta la casa segura. Yo voy a ir por la
izquierda y los voy a distraer.
—¡No, Mahdi! —exclamó Serafina.
—¡Vayan! —habló él entre dientes. Pescó una
medusa luna del farol de Sera para iluminar su
camino, levantó una roca del suelo y la arrojó
dentro del túnel opuesto. Un segundo después.
Sera oyó el sonido de algo que raspaba. Él
estaba rozando la roca contra la pared del
túnel.
—Vamos —les dijo Sera a Cira y Kallista,
recordando la advertencia terrible de Marco de
no dejarla entrar otra vez si la seguían los
soldados—. Tenemos que nadar. Rápido.
Arrancaron por el túnel del lado derecho,
avanzando tan rápido como podían. Unos minutos
más tarde. Sera localizó el segundo desvío.
Cuando lo alcanzaron, oyó voces otra vez.
El plan de Mahdi no había funcionado. Los
jinetes de la muerte no estaban siguiéndolo a
él; estaban siguiéndolas a ellas.
Sera tomó a Cira por los hombros. La niña no
podía tener más de ocho años.
—Cira, escúchame. Tienes que llevar a tu mamá el
resto del camino hasta allí, ¿de acuerdo? Puedes
hacerlo. Sé que puedes. —Les explicó como entrar
a la casa segura, después sacó otra medusa luna
de su farol y se la puso en la mano a Cira—.
¡Vayan! —siseó.
Mientras Cira y su madre se alejaban rápido.
Sera nadó dentro del otro túnel.
—¡Socorro! —gritó—. ¡No podemos encontrar la
casa segura! ¡Por favor! ¿Hay alguien allí?
Esta vez, el plan sí funcionó. Los jinetes de la
muerte la persiguieron a ella, no a Cira y
Kallista.
—¡La tengo! —oyó que aullaba uno de ellos. Un na
después de errarle a su cola por un pelo. Los
jinetes de la muerte eran rápidos, pero Sera —
fuerte y delgada de nadar durante semanas por
las corrientes— lo era más. Unos minutos
después, vio el final del túnel. Afuera, los
rayos de sol se inclinaban al pasar por el agua.
Hizo una última carrera, salió disparada a las
aguas iluminadas por la luz del día y se
encontró cruzando la corriente que venía del
ostrokón. Se lanzó hacia su entrada en ruinas y
bajó a sus profundidades sombrías. Con el
corazón latiéndole fuerte, los pulmones
agitados, nadó hasta una sala de escucha y se
escondió debajo de una mesa.
Pasaron unos minutos. Después unos más. Cuando
hubo pasado media hora. Sera por fin se permitió
creer que había escapado de sus perseguidores.
Le temblaban los músculos. Tenía calambres
dolorosos que le formaban nudos en la cola. Se
estiró y cerró los ojos.
—Por favor —susurró—. Por favor, que Cira y
Kallista hayan llegado a salvo a la casa segura.
Por favor, que Mahdi esté bien.
Se acordó de la confianza en los ojos de la
sirenita. Y del alivio desesperado en los de su
madre. ¿Y si los jinetes de la muerte se habían
dividido y habían buscado en los dos túneles? ¿Y
si Cira y Kallista los habían llevado derecho a
la casa segura de la calle Mercado? ¿Habría
puesto en peligro a montones de personas por
salvar a dos?
—Un buen gobernante nunca sacrifica a muchos por
unos pocos —le había dicho una vez su tío.
Ella había tratado de discutir con él.
—Pero tío, esos pocos no son menos...
Importantes, iba a decir. Valiosos, amados.
Pero Vallerio la había cortado en seco.
—Esos pocos son menos, Serafina. Y en la guerra,
los números son lo único que importa.
Ella no había entendido eso. No en ese entonces.
Ni ahora. Kallista era importante. Y el bebito
que llevaba en su vientre. La pequeña Cira era
importante. Los que eran muchos y los que eran
unos pocos.
Había elegido bien. Había hecho lo correcto.
Mientras la invadía el sueño, Serafina se aferró
a esa idea.
Y trató por todos los medios de creer en
ella.

VEINTE

—Ahí tiene, priya —dijo Suma, ayudando a Neela a


ponerse una bata suave de seda marina—. Un lindo
baño frotándose bien lo mejora todo.
Neela no respondió. Sencillamente, se sentó
junto a la ventana, en el mismo lugar donde se
había sentado buena parte de los últimos tres
días, y miró hacia afuera.
Acababa de fregarse el cuerpo con arena blanca,
suave. Después se había frotado aceite de nueces
exóticas en el pelo y se lo había cepillado
hasta que le quedó brillante. Suma le había
traído una fuente con sus comidas favoritas para
la cena y un plato de golosinas de postre.
Pronto se iba a acostar en su cama suave y a
dormir. Estaba a salvo. Estaba abrigada y bien
alimentada.
Estaba furiosa.
—¿Hay algo más que necesite? —preguntó Suma.
Neela meneó la cabeza.
—¿Me puedo llevar esa ropa negra horrible?
—No puedes,
—Ya sabe lo que dijo la medica magus, princesa —
le recordó Suma—. Cuanto antes reconozca que
necesita ayuda, más rápido va a poder ayudarla.
Prometa que va a comportarse y a deshacerse de
esas cosas espantosas, y Kiraat va a permitirle
salir del cuarto. Démelas a mí. Voy a ponerlas
en el incinerador. La lava va a encargarse de
ellas en un instante.
—Déjalas, Suma. Y a mí también.
—¿Y los espejos? ¿Qué hay de los espejos? —
preguntó Suma.
Neela había cubierto todos y cada uno de los
espejos de su cuarto con saris.
—Déjalos también —dijo.
Suma meneó la cabeza, afligida. Se secó los ojos
delicadamente, dándose golpecitos con los dedos.
—¡Tapar los espejos! Ay, princesa, es peor de lo
que ninguno de nosotros hubiese pensado. ¡Perdió
la cabeza! Cuando empezó a comer bing bangs otra
vez, yo pensé que estaba progresando, pero me
equivoqué.
Le dio a Neela unas lacrimosas buenas noches y
se fue.
Neela desenvolvió una golosina con aire
distraído y se la comió. El aburrimiento y la
ansiedad la habían volcado otra vez a las
golosinas. Echó una mirada al atuendo ofensivo:
su top de encaje negro y su falda, su chaqueta,
su bolso de mensajero. Estaban colgados sobre
una silla. Kiraat le había exigido que se
deshiciera de ellos y ella se había negado. Él
la había declarado peligrosamente trastornada y
había aconsejado que se la confinara a su cuarto
para que no se hiciera daño ni a sí misma ni a
los demás. Kiraat y sus padres pensaban que la
estaban protegiendo. Pensaban que la estaban
ayudando a volver a su sano juicio, pero todo lo
que hacían estaba destruyendo su espíritu poco a
poco.
¿Cómo podía explicarles lo que significaba para
ella su atuendo de espadachín? Cuando lo miraba,
no veía peleas ni lágrimas, veía a Sera y a Ling
comiendo guiso en la cocina de Lena después de
que Ling casi había sido capturada por Rafe
Mfeme. Veía a Becca y a Ava en el río Olt,
luchando contra las rusalkas. Veía a la feroz
Astrid peleando contra Abbadón en el Incantarium
sólo con su espada.
Y se veía a sí misma más valiente y fuerte de
lo que jamás hubiera pensado que podía ser.
Y ahora ellos querían que volviera. De vuelta
al rosa. De vuelta a sonreír hasta que le
doliera la cara. De vuelta a la charla sobre las
mareas. De vuelta a no hacer nunca nada
importante ni a decir nada con sinceridad. De
vuelta al eterno concurso de belleza.
Neela había tratado de escapar. Había tratado de
abrir la cerradura de su puerta con una
horquilla, tal como había abierto las cerraduras
de los collares de hierro que ella, Sera y
Thalassa habían sido obligadas a usar cuando
eran prisioneras de Traho. Pero esta cerradura
estaba hechizada. Sólo podía abrirse con la
llave que llevaba Suma. La cámara de Neela
entera se había acondicionado a prueba de
hechizos. No podía abrir las ventanas. Ni
hacerlas estallar. No podía hacer ni el más
mínimo remolino, ni un débil frag. Hasta el
convoca que había tratado de hacer, para
informar a las demás de su terrible situación,
había fallado. Había pensado en escapar por uno
de sus espejos, pero la había detenido el miedo
de encontrarse con Rorrim. De hecho, había
tapado todos los espejos para evitar que él la
espiara.
Así que Neela estaba sentada, mirando distraída
por la ventana, observando las banderas de
Matali que flameaban en la corriente.
Desenvolvió otra golosina, preguntándose quién
aflojaría primero. ¿Kiraat? ¿Sus padres?
O ella.

VEINTIUNO

Serafina se despertó con un grito ahogado. Por


un momento, entró en pánico. No sabía dónde
estaba. Después se acordó... el ostrokón. Se
había metido nadando debajo de una mesa para
esconderse y se había desmayado del agotamiento.
Ahora giró sobre su espalda y abrió los ojos.
¿Cuánto tiempo había estado ahí? Se sentía como
si hubiera estado durmiendo durante tres días.
Tenía el cuerpo entumecido de dormir en el piso
duro. Su mente también estaba entumecida... por
todas las preguntas que todavía la acosaban, las
que no tenían respuestas.
Pensó en Mahdi, Cira y Kallista. ¿Habrían
escapado? Quizá podría arreglárselas para volver
a la casa segura de la calle Mercado y
averiguar.
Se acordó de la canción negra letal que había
cantado contra los jinetes de la muerte. No
había tenido alternativa; sabía que volvería a
hacerlo si fuese necesario.
Cuando los praedatori habían matado a un guardia
de la prisión para liberarla en el campamento de
Traho, Sera se había traumado con su muerte.
Había sentido pena por él. En la casa segura de
la calle Basalto habían muerto más jinetes de la
muerte. Esta vez, por causa de ella. Pero no
sintió pena por ellos. No sintió nada.

«Estoy cambiando», pensó, «y no del todo para


bien».
Había percebes en la parte de abajo de la mesa,
que relucían blancos en la oscuridad. Apoyó la
palma de la mano contra sus bordes filosos.
Quería el dolor. Quería saber que todavía podía
sentir algo.
Había voces flotando en su mente, suyas y de su
madre.
«Mamá, ¿puedes ser nada más que una mamá, aunque
sea por una vez? ¿Y olvidar que eres la
regina?», le había gritado Sera la mañana de su
dokimí.
Isabella había sonreído con tristeza. «No,
Sera», había dicho. «No puedo»,
Serafina se había enojado mucho con ella por
eso. Pero ahora entendía que Isabella amaba a su
pueblo con tanta intensidad que había dejado de
lado muchas cosas por ellos... incluso el tiempo
para su familia. Ahora entendía que Mahdi amaba
tanto los mares que estaba arriesgando su vida
para defenderlos.
Sera estaba empezando a ver que el amor no era
palabras lindas y promesas fáciles. El amor era
difícil. Te desafiaba y te cambiaba. Te llenaba
el corazón y, a veces, también te lo endurecía.
El amor exigía sacrificios. Ella había hecho
muchos durante las últimas semanas y sabía que
sería necesario que hiciese más.
Acostada de espaldas, con la palma todavía
presionada contra los percebes, le gruñó el
estómago. Sonó terriblemente fuerte en la gran
sala vacía. Sera tenía hambre y no sabía qué
hacer al respecto. No había comido nada más que
un puñado de aceitunas del arrecife y bayas de
anguila durante días.
«Voy a morir de hambre debajo de esta mesa», se
dijo a sí misma. «Dentro de unos años, alguien
va a encontrar mis huesos aquí. Van a sentir
lástima por mí».
—No, no van a sentir lástima —habló una voz—.
Van a pensar que eras una perdedora total.
—¡Ling! —dijo Sera en voz alta.
—¿Quieres un poco de vino para acompañar tus
pucheros?

—Ah. Muy gracioso. ¿Dónde estás?


—Cerca del Abismo. Pensé que podía hacer un
convoca y ver cómo te estaba yendo. No muy bien,
parece.
—«No muy bien» sería el eufemismo del siglo. Me
persiguieron los soldados de Traho esta mañana.
Al menos, creo que fue esta mañana. Quizá fue
ayer. Como sea, también descubrí que los
caracoles que necesitamos no están. Cerúlea fue
destruida y mi pueblo, o lo que queda de él,
está sufriendo terriblemente. ¿Y qué estoy
haciendo yo? Estoy acostada debajo de una mesa.
—¿Alguna buena noticia?
—De hecho, sí. Resulta que sigo amando al mismo
hombre sirena que amaba, aunque esté enamorada
de otro.
—¿Qué?
Sera le explicó. Le contó a Ling todo lo que
había pasado desde la última vez que se habían
visto.
—Guau, Sera. Nunca hay tiempo de aburrirse en
Miromara. En serio, aunque lo de Traho suena
aterrador. ¿Estás bien?
—Estoy bien. Fue aterrador. ¿Y las otras?
¿Supiste algo de ellas?
—Becca ya cruzó la Dorsal Mesoatlántica. Ava
está en la llanura abisal de Ceará. Están bien.
Te alegrará saber que Baby también.
—¿Cómo podría no estarlo? Ese monstruito mascota
muerde a todos los que lo miren. ¿Y Neela?
La voz de Ling asumió un tono preocupado.
—No puedo contactarme con ella. Sera. No importa
cuántas veces haga un convoca, ella no responde.
¿Oíste algo de ella?
—No, pero bueno, no intenté contactarme. No pude
hacer un convoca desde que me falló, allá en la
cueva marina. Voy a intentarlo cuando salga del
ostrokón. Aquí no se puede. La acústica hace que
los hechizos musicales fracasen. Fossegrim,
nuestro liber magus, quiso que fuera así.
Siempre dijo que el conocimiento era su propia
magia.
A Serafina le rugió el estómago otra vez.
—¡Suenas como una morsa enferma! Mira, tal vez
no puedas derrocar a Traho en este preciso
momento, pero puedes levantarte y buscar algo
para comer, así no tenemos que escuchar más
ruidos asquerosos.
—¿Cómo? ¡Estoy en un ostrokón!
—¿No tiene un mareabar? Los de Qin tienen.
—¡Sí, tiene! Uno chiquito en el cuarto piso, ¡Me
olvidé por completo! ¡Eres un genio, Ling!
—Claro... soy... cuidado. Sera...
—Estoy perdiéndote, Ling.
—... oírte... más tarde...
—Sí, amiga. Más tarde —dijo Sera mientras se
desvanecía el convoca.
Ahora que Ling se había ido, la sala parecía el
doble de grande y el doble de oscura y Sera se
sentía más sola que nunca. Suspirando, salió
nadando de abajo de la mesa.
Los mareabares eran pequeños bares al paso,
independientes, que vendían bebidas y
aperitivos. Serafina había visitado el del
ostrokón cada vez que se quedaba hasta tarde a
estudiar, con sus guardias reales siguiéndola
disimuladamente. Nadó hasta una de las paredes
de la sala de escucha y bajó una antorcha de
lava. Había que reemplazar la lava. Se estaba
enfriando, daba apenas una luz naranja, tenue,
pero todavía le permitía ver por dónde iba.
Asomó la cabeza por la abertura de la puerta y
miró con cautela hacia arriba, al pasillo en
espiral. Estaba vacío y triste. Ya no había
estudiantes, ni profesores con togas negras, ni
ostroki cargando canastas con caracoles,
haciendo callar a todo el mundo.
Avanzando despacio, Serafina se abrió camino
hacia arriba por el pasillo. Paraba de vez en
cuando para escuchar si había voces. Ya casi
estaba en el cuarto piso cuando sintió
vibraciones en el agua. Se metió el globo de
lava debajo de la falda, para que se apagara la
luz, y se agachó en el umbral vacío de una
puerta. Unos segundos más tarde, pasó nadando un
pequeño cardumen de blénidos. Los hombros se le
aflojaron, aliviados.

El mareabar estaba metido entre la colección de


geología y la de biología. Cuando Sera llegó,
vio que estaba oscuro y desierto, como el resto
del ostrokón. Nadó hasta el mostrador, con la
esperanza de encontrar una bolsa de mejillones
fritos o chicles de caracol, pero no había nada
para comer Ni siquiera un gusano de arena
salado.
—Genial —dijo ella en voz alta. Ahora iba a
tener que arriesgarse a salir. Trató de recordar
si había algún café cerca. Si así fuese, quizá
podría meterse en uno y buscar algunas ciruelas
de playa. Bocaditos de almejas. Lo que fuera.
Ahí fue cuando le cayó la red sobre la cabeza.
Serafina gritó. Se le cayó la antorcha. Su globo
se estrelló contra el piso. La lava se derramó
sobre la piedra, siseando y burbujeando, y
echando vapor por el agua.
—¡Suéltenme! —aulló cuando la envolvió la red.
Forcejeó y trató de escapar nadando, pero sólo
logró enredarse tanto que apenas podía moverse.
Una cara, pálida y con anteojos, se acercó a la
suya. Pertenecía a un joven sirena.
—Es una de nosotros, magistro, no un jinete de
la muerte — dijo—. Creo. Al menos, no lleva
uniforme.
Serafina reconoció en él al ostroko que
trabajaba en la sección de literatura. Otra cara
se hizo visible... la de un hombre sirena mayor.
Él también llevaba anteojos. Su pelo largo y su
barba eran canosos. Sus aletas anchas,
magníficas, eran negras. Estaba apuntando un
arpón. A ella.
—¿Magistro Fossegrim? —chilló ella—. ¡Soy yo,
Serafina!
Una tercera cara la miró con atención. La de una
niña. Parecía de unos doce años. Serafina la
había visto antes. Si al menos pudiera poner su
mente en orden, podría recordar dónde.
—¡Es ella, magistro! —dijo la jovencita—. ¡Se
cortó el pelo!
—¡Santos dioses! ¿Qué hicimos? ¡Suéltenla! —
ordenó Fossegrim.

Le quitaron la red. Serafina, que se había


hundido hasta el suelo, alzó la vista hacia sus
supuestos captores: Fossegrim, el joven sirena,
otros dos hombres sirena, dos sirenas mayores y
la jovencita.
—¡Cósima! —dijo ella cuando por fin le vino a la
mente el nombre de la niña—. La hermanita de
lady Elettra. Te recuerdo de la corte.
—Coco, Su Alteza —replicó la sirena, con una
inclinación rápida de cabeza—. Detesto el nombre
Cósima.
—¿Coco, Fossegrim, qué están haciendo aquí? —
preguntó Serafina.
—Este es nuestro cuartel general. Su Alteza.
Disculpe este recibimiento tan agresivo. Sólo
tratábamos de defenderlo —respondió Fossegrim.
—No entiendo —habló Serafina—, ¿El cuartel
general de quién?
Fossegrim se levantó en toda su altura, señaló
con un gesto de la mano a todos sus compañeros y
dijo con grandilocuencia:
—La resistencia Aleta Negra.

VEINTIDÓS

—Por favor, principessa, tome más caracoles.


Coma más gusanos —invitó Fossegrim.
—Gracias, magistro, estaban deliciosos, pero ya
estoy llena.
Era mentira. Serafina todavía tenía hambre. Pero
Fossegrim y los otros también. Ella se daba
cuenta. Estaban flacos. La ropa les quedaba
floja.
Ella estaba sentada con el liber magus en el
subsuelo del ostrokón. Ya eran casi las diez de
la noche. Los demás se habían ido a sus rondas.
Sera había dormido la mayor parte del día.
Se habían presentado todos, en el cuarto piso,
después de que Serafina se hubo levantado del
suelo. Ya conocía a Fossegrim y a Coco. Después
venía Niccolo, el joven sirena de anteojos. Los
otros eran Calvino, Domenico, Alessandra y
Sophia.
Algunos ostroki y la niña. Esa era la
resistencia.
—Cerúlea tiene mucha suerte de tenerlos a
ustedes luchando por ella —había dicho Serafina
con una sonrisa.
«Cerúlea está totalmente condenada», pensó.
Pero eso fue antes de que la hubieran llevado a
través de la puerta trampa que había en el piso
del sótano. Allí había descubierto una
habitación limpia, cálida, bastante grande, que
tenía catres, una pequeña cocina de lava,
provisiones médicas y reservas de comida. Las
paredes estaban cubiertas con mapas de la
ciudad.
—La sala de guerra —había dicho Fossegrim con
orgullo—. Desde aquí, nos las arreglamos para
cortar el suministro de lava al palacio, soltar
una corriente de lava que destruyó las cocinas y
liberar cangrejos en la comida almacenada.
—¿Cómo supieron hacer todas esas cosas? ¿Los
ayudaron los acqua guerrieri? —había preguntado
Serafina, azorada. Lamentaba haberlos
subestimado. Estos ostroki eran tan formidables
como los praedatori.
—¡Los caracoles! —había interrumpido Coco con
voz chillona.
—Escuchamos a mariscales de campo de la Guerra
de los Cien Años, a generales de la dinastía
Yonggán de Qin, a guerrilleros de los pantanos
de Atlántica y a un montón de los primeros
comandantes merrovingios.
¡No hay nada que Quintus Ligarius no pueda
enseñar sobre sabotaje! —había explicado
alegremente Niccolo.
—Somos una espina marina larga y puntiaguda en
el costado de Traho —expresó ahora Fossegrim
mientras retiraba de la mesa los caracoles y los
gusanos que habían sobrado—. ¡Vamos a derrotarlo
y a recuperar Cerúlea para los merrovingios!
—Magistro, me temo que la batalla abarca mucho
más que Cerúlea —dijo Serafina con suavidad—. Sé
de una manera de presentarla. Pero necesito su
ayuda.
—Lo que sea, principessa —afirmó él—. Sólo tiene
que decirlo.
—Vine aquí anoche para escuchar caracoles acerca
del Viaje de Merrow, pero no están.
—Sí, Traho se los llevó. No sé por qué,
—Yo sí, pero no puedo decírselo sin ponerlo en
más riesgo. ¿Hay algunos otros caracoles aquí
sobre el mismo tema?
—¿Sobre qué tema? —preguntó Coco.
Acababa de volver de sus rondas, cargando un
saco lleno de pepinos de mar. La seguía un
tiburón de arena gris, de pequeño tamaño y con
ojos cobrizos chispeantes y veloces.

—¿Dónde conseguiste eso? ¡Te dije que no


salieras del ostrokón, jovencita! ¡Es demasiado
peligroso! —la retó Fossegrim.
Coco no le prestó atención.
—¿Qué información busca, principessa? —volvió a
preguntar.
—Caracoles sobre el Viaje de Merrow —respondió
Serafina por cortesía. Dudaba mucho de que la
sirena hubiese siquiera oído hablar del Viaje.
Sera había estudiado ampliamente la historia de
Atlántida posterior a su caída y sabía que diez
años después de que fuese destruida Atlántida,
Merrow, la primera regina de Miromara, había
hecho un largo viaje por las aguas del mundo. La
historia oficial era que estaba buscando nuevos
lugares seguros para que su pueblo pudiera vivir
en ellos, ya que estaba en expansión y
necesitaba terreno. Sin embargo. Sera tenía la
certeza de que había una razón extraoficial para
el viaje; esconder los seis talismanes.
—Intenta con Baltazaar, primer ministro de
Finanzas desde el comienzo del reino de Merrow
hasta el año sesenta y dos — indicó Coco con
toda naturalidad—. Él es una buena fuente, pero
casi nadie sabe de él. Creo que es porque sus
caracoles no están archivados en el piso cinco,
en Historia merrovingia antigua. Están en el
piso tres, con los Informes gubernamentales. En
la sección de gastos del anno 10 de Merrow, el
año en que Merrow hizo su Viaje.
A Serafina se le cayó la mandíbula.
—¿Qué? —dijo.
—Baltazaar —repitió Coco despacio, como si le
hablara a una idiota—. El primer ministro...
—Sí, te oí. ¿Cómo sabes eso?
—Escuché montones de caracoles desde que vine
aquí. No podemos salir durante el día y no hay
mucho más para hacer. Me gusta escuchar
caracoles. También me gusta el ostrokón. Mucho
más de lo que me gustaba la corte. Lo siento,
Serafina sonrió.

—No lo sientas. A mí me pasa lo mismo —comentó


ella.
—Así que, como estaba diciendo —continuó Coco—,
Baltazaar era como... el contador de Merrow. Él
participó en el Viaje y registró todo. Me llevó
dos días terminar sólo cinco de esos caracoles.
¡Es tan aburrido! Habla de todo lo que
empacaron. Todo lo que usaron. Todo lo que se
pusieron. Todo lo que dijeron. Todo lo que
hicieron. Todo lo que vieron. Todos los lugares
donde se detuvieron ...
—¿Todos los lugares donde se detuvieron? —
interrumpió Serafina.
—Sí.
—¿Puedes mostrarme dónde están esos caracoles? —
preguntó Serafina, tratando de esconder su
entusiasmo.
—Seguro —dijo Coco—. Vamos.
—Un momento, por favor —intervino Fossegrim—.
Los jinetes de la muerte recorren el ostrokón
con regularidad. Coco, tú debes hacer de vigía
mientras la principessa estudia los caracoles.
No podemos correr ningún riesgo. Las dos tienen
que estar aquí para la medianoche.
Coco hizo un saludo militar
Pero Serafina protestó.
—No puedo hacer eso, magistro. Tengo que
terminar de escuchar esos caracoles lo más
rápido que pueda. Voy a trabajar toda la noche,
el día y la noche siguiente también si es
necesario.
Fossegrim meneó la cabeza.
—Es demasiado peligroso —afirmó—. Para usted y
para nosotros.
—No tengo alternativa. Tengo que encontrar
información muy importante antes de que la
encuentre Traho.
Fossegrim lo pensó y luego dijo:
—Lleven dos canastas con ustedes. Pongan tantos
caracoles como quepan y tráiganlos aquí. No va a
ser tan tranquilo, pero va a ser más seguro.

Coco agarró un par de canastas que había en el


piso y después subió nadando hasta la puerta
trampa, Serafina tomó dos antorchas de lava y la
siguió, rogando desesperadamente que el Primer
Ministro Baltazaar pudiese decirle lo que ella
necesitaba saber.

VEINTITRÉS

—Él sufre. Un montón —informó Coco mientras ella


y Serafina nadaban hasta el piso tres. Las dos
sirenas llevaban una canasta en una mano y una
antorcha de lava en la otra.
—¿Quién?
—Fossegrim. Casi no duerme. Apenas come. Se
culpa por todo lo que pasó. Por la destrucción
del ostrokón. Por el robo de los caracoles.
Niccolo le dice que no había nada que él hubiera
podido hacer, pero Fossegrim no escucha.
—Pobre Fossegrim —se compadeció Serafina—. Mi
abuela una vez me contó cuánto él protegía al
ostrokón y sus colecciones, hasta cuando era un
joven ostroko. Dijo que siempre se había notado
claramente que se convertiría en un liber magus.
Fossegrim había descripto a Sera el ataque de
Traho al ostrokón después de que la hubo
conducido al búnker. Varios ostroki habían sido
asesinados tratando de defenderlo.
—Apuesto a que Fossegrim no te dijo cuánto luchó
él. Ni lo que le hicieron —apuntó Coco—. Los
soldados de Traho lo golpearon tanto que perdió
el conocimiento. Lo dejaron dándolo por muerto.
Por suerte, Niccolo y los otros estaban
escondidos en las estanterías. Ellos esperaron
hasta que se fuese Traho y después arrastraron a
Fossegrim hasta el subsuelo. Le salvaron la
vida. Desde entonces, estamos todos ahí abajo.
Enseñándonos a nosotros mismos a defendernos.
Nos bautizamos Aletas Negras en honor a
Fossegrim. Hechizamos nuestras aletas para que
combinaran con la de él. Afuera, por supuesto.
Ya sabes cómo es con respecto a hacer hechizos
en el ostrokón. —Ella levantó las aletas de la
cola. Eran de un negro brillante, intenso—. Nos
está saliendo bastante bien —agregó, sonriendo
con orgullo—. Que les cortásemos el suministro
de lava de veras les arruinó las cosas ahí en el
palacio. Lo que más nos cuesta es encontrar
suficiente comida. Yo soy la mejor de todos en
eso. Encuentro un montón de cosas en las casas
en ruinas. —Se le desdibujó la sonrisa—. A veces
también encuentro a los dueños. Pero ya estoy
acostumbrándome a los muertos.
—¿Por qué estás en el ostrokón, Coco? ¿Dónde
está tu familia? —preguntó Serafina.
—Desaparecidos.
Serafina oyó cómo se le quebraba ligeramente la
voz a la sirena. Le echó una mirada, a tiempo
para ver cómo se frotaba los ojos.
—¿Qué pasó?
Coco meneó la cabeza. El tiburón de arena gris
que las había estado siguiendo en su estela giró
en círculo alrededor de ella, preocupado.
—Por favor, cuéntame —invitó Serafina,
rodeándola con el brazo.
—Entraron al palacio —dijo ella—. Los jinetes de
la muerte. Estaban rodeando a todos. Mis padres
los oyeron venir y trataron de protegernos. Mi
madre me hizo un hechizo con una perla de
transparocéano y me dijo que nadase hasta el
techo. Estaba haciendo un hechizo para Ellie
cuando los jinetes de la muerte derribaron la
puerta. Ellie gritaba. Mi mamá también. Mi papá
trató de luchar contra ellos pero lo golpearon.
Yo lo vi todo. Después se los llevaron.
Coco miraba hacia adelante, a las aguas oscuras,
mientras hablaba. Pero Serafina sabía que no
estaba viendo nada cercano. Estaba viendo como
apaleaban a su familia.
—Estaba muy asustada —continuó Coco—. Tan pronto
como se fueron los soldados, salí nadando del
palacio. Fui directo al ostrokón porque era el
lugar más seguro que se me ocurrió. Estuve
escondida en el cuarto piso durante días. Comí
la comida del mareabar. Me encontraron
Alessandra y Domenico.
—Lo siento mucho. Coco —dijo Serafina, con el
corazón dolido por la niña.
Coco asintió con la cabeza,
—Vamos, deberíamos seguir —indicó y se alejó
nadando.
«No quiere que la vea llorar», pensó Serafina.
La rabia ardía constantemente en su corazón en
estos días, pero de vez en cuando —como ahora—
se alzaba en llamas. Lo que les había pasado a
Fossegrim y Coco eran dos crímenes más para
sumar a la cuenta de Traho. Se lo diría a su tío
cuando volviese a casa con sus ejércitos de
duendes. Traho iba a pagar por sus crímenes,
Vallerio iba a encargarse de que así fuera.
—Aquí estamos. Piso tres —señaló Coco unos
minutos más tarde, iluminando con su globo la
escritura sobre la puerta—. Vamos a necesitar un
centinela —agregó—, Abby, ve a vigilar arriba de
todo, ¿quieres? —El tiburoncito de arena asintió
con la cabeza—. Abelardo es el mejor vigía de
todos los tiempos. Percibe los movimientos mucho
antes que yo. Si aparecen los jinetes de la
muerte, él va a estar aquí en dos segundos
exactos. Abelardo empezó a subir Sera lo observó
alejarse.
—No viste a Silvestre, ¿no? —preguntó Sera con
melancolía.
—No desde el ataque —respondió Coco—, Yo me
escabullo dentro del palacio lo más seguido que
puedo para buscar medicamentos, comida, armas,
cualquier cosa que pueda servirle a la
resistencia. Ahí no está.
Sera asintió con la cabeza tristemente.
Extrañaba a Silvestre y tenía la esperanza de
que, de algún modo, hubiese escapado de los
jinetes de la muerte, pero se daba cuenta de
que, probablemente, nunca iba a descubrir lo que
le había pasado,
—Vamos, Coco. Tenemos mucho que hacer —aseguró.
Las dos sirenas entraron en la sala de escucha.
Estaba tan negra como el abismo de adentro.
Todos los globos de lava se habían extinguido.
—Los registros del gobierno están archivados en
estantes año por año y después por tema. ¡Ay! —
aulló Coco al golpearse la cola contra una silla
dada vuelta—. No veo nada aquí. —Levantó la
antorcha y nadó hasta el fondo de la sala—. Uno
treinta y seis... no, ese no es el que quiero —
dijo, mirando detenidamente los estantes. Se
movió hacia la derecha. Serafina la siguió—. Ahí
está el noventa y ocho... sesenta y siete...
veintinueve... Aquí está... anno diez de Merrow.
Coco iba recorriendo con el dedo índice todo el
frente de los estantes mientras hablaba.
—K... L... Necesitamos las V... Aquí están...
Valuación del tesoro... Ventas oficiales...
Verificación interna... ¡Viaje de Merrow! —
Alumbró el estante con la luz—. Parecen ser unos
veinte caracoles en total. Vamos a poder
meterlos dentro...
Su voz fue interrumpida por la repentina llegada
de Abelardo. Le dio un toquecito en el hombro
con los dientes.
—¿Jinetes de la muerte?
Abelardo asintió con la cabeza.
—Rápido, principessa —dijo Coco, barriendo los
caracoles del estante adentro la canasta.
Serafina la siguió.
Las sirenas no podían cargar las pesadas
canastas y las antorchas de lava, así que
pusieron las antorchas encima de las canastas y
después salieron nadando de la sala de escucha
tan rápido como pudieron.
Cuando llegaron al pasillo, oyeron voces. Sera
supuso que los jinetes de la muerte estarían a
sólo un piso de distancia. Alcanzaba a sentir
sus vibraciones pesadas.

—¡Vamos! —Formó la palabra con los labios,


esperando que ella y Coco pudieran llegar a
bajar lo suficiente por el pasillo como para que
la luz de las antorchas no las delatara.
Coco avanzó a los tumbos, luchando con el peso
de su canasta. El movimiento brusco desequilibró
la antorcha, con su globo redondo de vidrio.
Empezó a balancearse de lado a lado. Coco trató
de equilibrarlo con un movimiento de la canasta,
pero eso empeoró las cosas. La antorcha rodó por
encima de los caracoles hasta el costado de la
canasta.
Serafina dio un grito ahogado. Si se caía y
golpeaba el piso, los jinetes de la muerte iban
a oírlo.
—¡Abby! —siseó Coco,
Abelardo giró sobre sí justo cuando caía la
antorcha. Se lanzó hacia ella y alcanzó a
atrapar el globo con la punta de la nariz,
apenas a unos centímetros del piso. Lo empujó de
nuevo dentro de la canasta, hizo un giro de
ciento ochenta grados y salió disparado por el
pasillo. Serafina y Coco lo siguieron, nadando a
toda máquina.
—Espera un minuto.., ¿sientes algo? —habló una
voz.
La voz de un jinete de la muerte.
—No, ¿y tú?
—Lo pensé. Tal vez no. —Hubo una pausa, y
después el jinete agregó—: Dile a Fabio que
traiga los cazones. Más vale prevenir que
lamentar.
—¡Fabio!
—¿Qué?
—¡Suelta los cazones!
—¿Hace falta? Quiero salir de aquí. Odio este
lugar.
—Hay que hacerlo. Si el ostrokón estalla mañana
y no lo registramos, nos costará nuestras colas.
—¡Vamos, Coco! ¡Nada! —susurró Serafina, loca de
miedo.
Por fin, llegaron al sótano, Abelardo había
alertado a Fossegrim golpeando la nariz contra
la puerta trampa.

—Entren —dijo Fossegrim, sosteniendo la puerta


abierta—. ¡Apúrense!
Cuando Serafina pasó junto a él, Fossegrim abrió
la jaula de junco llena de peces.
—¡Vayan! —les ordenó en lengua pesca—. Diríjanse
a la superficie. —Los peces salieron como
flechas, eran cuarenta por lo menos.
Él miró hacia el extremo más alejado del sótano.
—Escóndannos. ¡Rápido! —dijo en rayano. Mientras
él tiraba de la puerta trampa y la cerraba, dos
rayas se levantaron del piso. Empujaron una
canasta llena de caracoles rotos sobre la puerta
y desaparecieron otra vez en la penumbra.
Apenas unos segundos después, Sera, Fossegrim y
los otros oyeron a los cazones aullando sobre
sus cabezas y a los jinetes de la muerte
gritándoles. Nadie se movió. Apenas si se
animaban a respirar
—¡No era nada, cabeza de lábrido! —vociferó uno
de los jinetes de la muerte—. ¡Sólo un puñado de
blénidos! Ahora nunca voy a lograr que los
cazones vuelvan. Van a seguir a esos peces hasta
Tsarno.
Las voces de los soldados se fueron apagando.
Fossegrim esperó. Pasó un minuto, después otro.
No se oyeron más sonidos. Apoyó la cabeza contra
la puerta, dejó escapar un suspiro de alivio y
giró hacia Serafina.
—Espero que esos caracoles lo valgan —dijo.
Temblando, Sera replicó:
—Yo también.

VEINTICUATRO

Serafina se desperezó. Bostezó. Inclinó la


cabeza de lado a lado y se hizo sonar los huesos
del cuello.
—Deberías dormir un poco —dijo Niccolo. Señaló
con la cabeza los caracoles que ella había
desparramado sobre la mesa—. ¿Cómo va?
—No muy bien —respondió Serafina.
Estaba perdiendo las esperanzas en Baltazaar.
Sólo le quedaban dos caracoles por escuchar y
todavía no tenía idea de dónde había escondido
Merrow los talismanes.
Había empezado a escuchar los caracoles tan
pronto como los jinetes de la muerte salieron
del ostrokón. Había trabajado durante el resto
de la noche y el día siguiente, parando sólo una
vez para dormir una siesta por unas pocas horas.
Ese día ya estaba terminando y empezaba su
segunda noche en el búnker.
Mientras tanto, Niccolo y los otros, que habían
dormido todo el día, empezaban a despertarse.
Habían hecho un túnel debajo del palacio y
habían puesto una pila grande de explosivos
debajo de las viejas barracas de los janicari,
que ahora albergaban a algunas de las tropas de
Traho. Planeaban detonar los explosivos en unos
días y hacer volar las barracas en pedazos.

Serafina levantó otro caracol, resquebrajado y


amarillento por el paso del tiempo. Sólo el que
estaba escuchando un caracol podía oír los
sonidos que había en él y eso alegraba a Sera.
Saber sobre los talismanes era peligroso y ella
no quería poner en un riesgo mayor a Fossegrim y
los demás.
Cuando se apoyó el caracol contra el oído, la
voz ya demasiado familiar de Baltazaar empezó a
hablar
La noche anterior, cuando había escuchado el
primer caracol, había sido sorprendente oír las
palabras débiles de un hombre sirena muerto
hacía largo tiempo que le llegaban a través de
los milenios. Al principio, había tenido que
esforzarse un poco para entenderlo, ya que
hablaba una forma antigua de sirenés, pero
cuanto más escuchaba, más familiares le
resultaban las palabras antiguas. Él contaba
cómo Merrov había salido de viaje para buscar
nuevas aguas para las sirenas. La regina y sus
ministros habían investigado todo, explicaba:
bosques de Kelp, aguas bajas ricas en plancton,
llanuras abisales, montañas submarinas y
grietas, y peligros también.
—Ella era muy valiente —decía Baltazaar— y
examinaba todos los peligros sin prestar
atención a su propia seguridad, tomando nota de
las dimensiones, ubicación y descripción de cada
uno de ellos para poder advertir a su pueblo que
se mantuviese lejos.
Coco tenía razón: Baltazaar era aburrido.
Hablaba y hablaba exhaustivamente enumerando
cada carpa, vasija, taza, arpón, pluma, cuchara
y montura que llevaban en la expedición. Cada
manzana de agua, platelminto y baya de anguila
que comían. Cada roca, arrecife y cueva que
veían. Pasada una hora, Serafina quería estampar
el caracol contra la mesa. Pasadas dos horas,
quería estampar la cabeza contra la mesa.
Sin embargo, había sido perseverante y había
anotado cada peligro mencionado por Baltazaar en
un pergamino de kelp. Las Tierras de la Muerte
de Qin, donde había fumarolas subacuáticas que
lanzaban azufre y humo; lagos de agua dulce tan
caliente que hervían cualquier cosa que cayese
en ellos; las tierras de los duendes kobold; las
cuevas de los nakki: asesinos del Atlántico
Norte que cambiaban de forma.
Ahora Niccolo y sus compañeros de resistencia se
despedían de Fossegrim y de Sera agitando la
mano mientras salían para encargarse de sus
obligaciones nocturnas. Fossegrim les advirtió
con severidad que tuviesen cuidado. Sera les
devolvió el saludo y siguió agregando ítems a su
lista de peligros, tomando nota de los espíritus
de hielo del océano Ártico, los demonios del
agua del canal de la Mancha, las Puertas del
Infierno del río Congo. Tres horas más tarde,
tomó el último de los caracoles de Baltazaar
Había tomado nota de más de cien lugares
peligrosos.
«Esto es totalmente inútil», pensó ella, mirando
la lista, «No podríamos buscar en todos estos
lugares ni aunque tuviésemos mil años. Perdí un
montón de tiempo». Se preguntó de qué se habría
enterado Traho por medio de los caracoles que se
había llevado. Quizá tenía uno de los talismanes
en la mano en este preciso momento.
Suspirando, miró el último de todos los
caracoles. Tenía escrito en él: «Sobre la
adquisición y mantenimiento de hipocampos. Con
especial atención a los gastos en forraje y
medicamentos».
«De ninguna manera», pensó Serafina. «No puedo
hacerlo. No puedo perder más tiempo en esto».
Estaba a punto de poner el caracol otra vez en
la canasta, pero algo la hizo detenerse. «Ya
empecé esto; debería terminarlo», reflexionó. Su
madre siempre había insistido en eso, ya fuese
que se tratase de practicar una canción mágica
hasta que estuviese perfecta, revisar una tesis
hasta que estuviese impecable o cepillar a Clío
ella misma después de una larga cabalgata en
lugar de entregársela al mozo de cuadra.
Sera se llevó el caracol al oído, esperando oír
a Baltazaar aburriéndola con los elevados
precios del junco marino. En cambio, su voz sonó
enérgica y agitada.
—Asistí a la reunión del consejo privado de la
regina en su carpa esta mañana —relataba él—,
para tratar el tema de sus cabalgatas nocturnas,
la destrucción demasiado frecuente de buenos
hipocampos en dichas cabalgatas y el alto costo
de obtener nuevos animales en aguas extranjeras.
Como no hay sirenas donde vamos, tenemos que
comprarles a los comerciantes kobold o nakki.
Saben que no tenemos otra alternativa y ponen
precio a su ganado en consecuencia. Señalé que
las cabalgatas son peligrosas no sólo para
nuestros animales, sino para la propia regina.
Varias veces tuvimos que contratar el servicio
de sanadores locales tanto para ella como para
sus monturas. Sin embargo, ella no quiso aceptar
mi consejo y arguyó que necesitaba tiempo a
solas al final del día para poner en orden sus
pensamientos. Estas cabalgatas son una ocupación
imprudente y lo dejo asentado aquí para que a
nuestro regreso, cualquier cargo de dilapidación
de los fondos del reino sea dirigido a la parte
que lo merece y no a la parte inocente.
Serafina se incorporó, confundida. Los buenos
jinetes no lastimaban a sus animales, ni mucho
menos los destruían. Y Merrow había sido muchas
cosas, pero imprudente no. ¿Qué había estado
haciendo durante esas cabalgatas? ¿Cuántas
monturas había perdido? Sera siguió escuchando,
tomando nota de las bajas a medida que Baltazaar
las dictaba.
—Semental blanco comprado para reemplazar animal
perdido en el torbellino frente a la costa de
Lochlanach, quinientos trocii.
—Lochlanach... ese es el antiguo nombre sirenés
para Groenlandia —recordó Serafina. Se acordaba
de que Vrája había dicho que Orfeo había venido
de Groenlandia. Empezaron a erizársele las
aletas.
—Hipocampo capón pinto comprado para reemplazar
animal perdido en manos de un dragón en sus
tierras de cría, cuatrocientos trocii. Gastos
del sanador para las heridas de la regina,
treinta trocii.
Los dragones vivían y tenían a sus crías en un
solo lugar: el océano índico. Navi había venido
de la India.

—Yegua gris comprada para reemplazar animal


barrido por el espíritu del viento Williwaw en
las aguas de Hornos, trescientos cincuenta
trocii.
Hornos era el antiguo nombre en sirenés para
denominar al cabo de Hornos, ubicado en las
costas de Atlántica, el hogar de Pyrrha.
—Semental alazán para reemplazar animal devorado
por Okwa Naholo en los pantanos del río
Mechasipi, seiscientos trocii.
—El Misisipí. Un reino de Freshwaters —afirmó
Serafina—. Nyx vivía en sus orillas.
—Yegua ruana para reemplazar animal perdido en
las cuestas del Gran Abismo, cuatrocientos
trocii.
Eso fue en Qin, en cuyas costas había vivido
Sycorax.
—Capón moteado comprado para reemplazar animal
perdido en las costas de Iberia, setecientos
trocii. Servicios del sanador para la regina por
herida de arpón de pesca terragón, cuarenta
trocii.
Esa sería la costa española del mar
Mediterráneo, el reino de Merrow. «Iberia» era
una palabra antigua para denominar a España.
Cuando Baltazaar empezó a quejarse del costo de
las monturas, Serafina dejó el caracol. Merrow
había cabalgado hasta lugares tan peligrosos que
llevaron a la muerte a sus hipocampos seis
veces. En cada uno de los seis reinos acuáticos.
—Para cada uno de los seis talismanes —habló
Sera en voz alta.
Se le aceleró el pulso. Estaba segura de que
había habido un método en la locura de Merrow.
Merrow había estado cerca de los otros cinco
magos —hasta de Orfeo, antes de que se volviera
malvado— y los había perdido a todos durante la
destrucción de Atlántida. No se habían
recuperado sus cuerpos. No tenía sus restos para
llorarlos. No se habían cantado canciones
fúnebres. «¿Habría llevado sus talismanes a
escondites en aguas cercanas a sus hogares de
origen como una manera de dar descanso a sus
almas?», se preguntó Sera.

De ser así, entonces era la perla negra de Orfeo


la que estaba en el torbellino frente a la costa
de Groenlandia. La piedra de la luna de Navi
estaba en las tierras de cría de dragones de
Matali.
Y el talismán de Merrow —la Piedra de Neria—
estaba en algún lugar de la costa de España.
Lady Thalia no había tenido tiempo de decirles a
Sera y a Ling qué eran los tres talismanes que
faltaban, pero Sera podía apostar que el de Nyx
—fuera lo que fuese— estaba en los pantanos del
Misisipí, el de Pyrrha estaba en el cabo de
Hornos y el de Sycorax estaba en el Gran Abismo.
Sera estaba entusiasmada por haberse enterado de
tanto, pero abatida porque todavía no tenía
todas las respuestas que necesitaba. Tenía
sentido que ella tuviese que buscar el talismán
de su propio ancestro, ya que estaba escondido
en las aguas de su propio reino... ¿pero por
dónde debería empezar? Baltazaar no había
mencionado ningún peligro específico en relación
con la Piedra de Neria. Sólo había afirmado que
Merrow había sido herida por un pescador en la
costa de España y que su hipocampo se había
perdido. Pero la costa de España tenía cientos
de kilómetros de largo. Iba a ser imposible
registrar cada centímetro.
Serafina lanzó un gemido de frustración. Lo que
necesitaba saber desesperadamente estaba justo
frente a ella, en sus anotaciones. Tenía que
estar ahí. ¿Por qué no podía verlo?
Levantó su pluma y garabateó un dibujo de un
gran diamante en su pergamino. Lo dibujó como lo
había descripto lady Thalia: con forma de
lágrima.
—Vamos, Merrow, ayúdame con esto —susurró—. Por
favor ¿Dónde está la Piedra de Neria?
La puerta trampa del búnker se abrió de pronto.
Niccolo y Domenico entraron nadando, agitados.
Serafina pronto vio por qué. Habían encontrado
un bebé. Un niñito sirena. De sólo dos o tres
meses. Estaba aullando. Niccolo lo tenía en
brazos. Domenico estaba balbuceando como un
loco.
—Lo encontramos en el fabra. Lo oímos llorar. No
puedo creer que los jinetes de la muerte no lo
hayan oído. Estaba escondido debajo de unos
corales. No sabemos cómo llegó allí. ¡Es un
bebé, magistro! ¿Qué hacemos?
Antes de que Fossegrim pudiese responder,
Alessandra nadó hasta Niccolo y le sacó el bebé
de los brazos.
Trató de calmarlo.
—Oh, povero piccolo infante! —lo arrulló. Ella
provenía de la Laguna y a menudo usaba
espontáneamente el italiano—. Dolce bambino!
Poveretto! Dolce infante!
Infante.
—Oh. Mis dioses —susurró Serafina—. Ya sé dónde
está el talismán.

VEINTICINCO

Serafina saltó tan rápido de su silla que la


tiró al suelo.
—¡Magistro! —gritó.
—Por Dios, hija, ¿qué le pasa? —inquirió
sorprendido Fossegrim.
—¿Dónde puedo encontrar caracoles sobre los
naufragios en Miromara?
—En el octavo piso —respondió—. ¿Por qué?
Serafina recogió su bolsa y la cargó sobre su
hombro. Se dirigió a la puerta.
—¡Principessa, espere! ¿Dónde va? Es peligroso
allá afuera —protestó Fossegrim.
—Debo ir, magistro. Regresaré tan pronto como
pueda. Con suerte, en unos días. Despídame de
los demás, por favor ¿Puedo pedirle prestada una
brújula? —preguntó ella, tomando una de un
estante.
—Sí, por supuesto. ¿Pero por qué? —interrogó
Fossegrim.
—¡Se lo diré cuando regrese! —dijo Serafina.
Abrazó al anciano hombre sirena, tomó un globo
de lava y nadó fuera del búnker. Unos minutos
después, estaba en el octavo piso.
Infante.
La palabra había despertado un recuerdo en ella,
una imagen de una pintura que colgaba en la
pared de la biblioteca del duca antes de que
Rafe Mfeme la hubiera robado. Era un retrato de
uno de los antepasados del duca, María Teresa,
una infanta española. Colgando de su cuello,
podía verse un magnífico diamante azul, una joya
que varias generaciones de reinas españolas
habían heredado. ¿Sería esa la razón por la que
Merrow se había ido a la costa española? ¿Para
darle su propio talismán a un humano?
Cuanto más pensaba Serafina sobre ello, más
sentido tenía todo. Merrow eligió a un humano
porque no había nada más peligroso. Ese humano
debía de haber sido un ancestro de la infanta, y
así fue cómo ella llegó a poseer el diamante. Y
Rafe Mfeme había robado el retrato de la infanta
para mostrárselo a Traho, de manera que él
pudiera ver exactamente cómo era el talismán que
estaba buscando.
Lo único que Sera no pudo dilucidar fue cómo
Traho había relacionado las mismas cosas sin
haber visto la canción de sangre de Merrow en
las cavernas de las iele y sin haber hablado con
lady Thalia. Una vez más, él estaba una brazada
delante de ella.
Sera encontró la sección de naufragios con
facilidad. Recordó que el duca había dicho que
la infanta viajó a Francia en 1582 a bordo del
Deméter y pronto encontró un caracol que tenía
información sobre el barco e, incluso, sobre
dónde se había hundido, a veinticinco leguas al
sur de la ciudad francesa de Saintes-Maries. El
pirata que había atacado la nave provenía de
Catay; su nombre era Amarrefe Mei Foo. Fuentes
contemporáneas creían que Mei Foo no pudo robar
el diamante, pero nadie sabía qué le ocurrió a
la piedra en realidad; sólo se sabía que nadie
la volvió a ver desde entonces.
—Espero que sea porque aún está en el cuello de
la infanta —dijo Serafina, colocando el caracol
nuevamente en su lugar.
Cargó el bolso sobre su hombro. Había conseguido
lo que necesitaba. Todavía faltaban varias horas
para el amanecer. Partiría de Cerúlea con la
protección de la oscuridad. Más tarde,
contactaría a Neela, Ava, Ling y Becca para
contarles lo que había descubierto.
—¿Dónde vas? ¿Puedo ir contigo? —habló una voz.
El corazón de Serafina dio un vuelco. Giró
rápidamente sobre sí misma, tratando de tomar su
cuchillo, pero se trataba de Coco y de Abelardo,
—¡No lo hagan más! ¡Casi me matan del susto!
La mirada de Coco se posó en el bolso que
Serafina cargaba sobre su hombro,
—Te estás yendo a algún lado, ¿verdad? Llévame
contigo.
—No, es demasiado peligroso. Y además, ¿quién
cuidará de Fossegrim?
La sirenita arrojó sus brazos alrededor del
cuello de Sera.
—Prométeme que regresarás. Prométemelo —dijo con
fiereza.
—Lo prometo —respondió Serafina. La abrazó
fuertemente y luego continuó—: Tengo que irme.
Coco. Vuelve al búnker, allá es más seguro.
Serafina se despidió y luego se alejó nadando.
No tenía todo el tiempo del mundo. Traho también
creía que el diamante azul de la infanta y la
Piedra de Neria eran lo mismo. Además, él tenía
el retrato en su poder. Sabía cómo era el
diamante. Probablemente, también sabía acerca
del Deméter y que la infanta se había hundido
con él.
Ella sólo podía tener la esperanza de que Traho
no supiera que los restos del naufragio yacían a
veinticinco leguas al sur de Saintes-Maries.

VEINTISÉIS

Neela bostezó. Había pasado otro día. Las aguas


al otro lado de sus ventanas estaban
oscureciéndose cada vez más. Había perdido la
cuenta de cuántos días había estado confinada en
su cuarto. ¿Cinco? ¿Seis? ¿Acaso importaba
saberlo? ¿Acaso importaba algo?
Había ze zés y bing bangs a su alcance. Bolsas
llenas. Los papeles de sus envolturas estaban
esparcidos por el suelo. También había
cañaibujus. Y también todo era rosa, muy rosa.
Saris rosas. Brazaletes rosas. Bufandas rosas.
¿Era tan malo el rosa? Tal vez debía hacer lo
que ellos querían. Tal vez debía resignarse,
decía una vocecita en su interior, antes de
volverse loca de aburrimiento.
—De ninguna manera —habló en voz alta, refutando
a la voz—. No lo haré.
Resignarse a hacer lo que ellos querían era
imposible, no porque ella tuviera que
desprenderse de sus prendas de espadachín,
aunque las extrañaba mucho, sino porque Kiraat
quería promesas de buen comportamiento. Eso
significaba que no podía hablar de Abbadón o
huir nadando para encontrar a Serafina en cuanto
pudiera.
Neela se levantó de la silla. Estaba por
servirse otra taza de té
cuando escuchó que alguien golpeaba su ventana.
Sorprendida por el ruido, Ooda se infló, alerta.
Neela nadó hacia la ventana y vio que un
pelícano estaba nadando de un lado a otro en el
exterior. El ave golpeó nuevamente la ventana.
—¡No puedo abrirla! —le dijo—. Lo siento.
Kiraat había hechizado las ventanas con el
objetivo de que Neela no pudiera nadar a través
de ellas, pero había dejado una abierta apenas
lo suficiente para que entrara agua fresca. O un
caracol.
Mientras Neela miraba, el pelícano empujó un
caracol blanco a través de la rendija.
—¡Gracias! —exclamó y lo tomó en sus manos.
Abrió unos cuantos ze zés y los empujó por la
rendija. Sabía que los pelícanos se volvían
locos por ellos. El ave los guardó en su pico y
luego volvió a la superficie. Neela, excitada,
se colocó el caracol sobre la oreja y reconoció
la voz en el interior
—¡Hola, Neels! —dijo Serafina—. Logré llegar a
casa. Espero que tú también hayas regresado.
¿Estás bien? Ling y yo tratamos de enviarte un
convoca, pero no pudimos comunicarnos, por lo
que te envié este caracol. Sé que es un riesgo,
pero le enseñé al pelícano a romperlo si algún
jinete de la muerte lo seguía. No puedo
explicarte todo ahora, aunque creo que mi teoría
sobre Merrow era correcta: ella escondió los
talismanes durante su viaje. Incluso pienso que
los ocultó todos menos uno en las aguas cercanas
a los lugares de origen de cada uno de los
magos. Una vitrina nos dijo a Ling y a mí que el
talismán de Navi era una piedra de la luna con
forma de huevo. Creo que está en alguna parte,
en las tierras de cría de dragones de Matali. Si
vas a buscarlo, no vayas sola. Necesitarás
soldados armados o te comerán viva. Yo estoy por
viajar para buscar la Piedra de Neria. Deséame
suerte. Está todo muy complicado, aquí en
Cerúlea. Tenemos muchos problemas.
Y no sé cómo hacer esto, ¿sabes? Te extraño
muchísimo. Pero estás dentro de mí, de alguna
manera. Por el lazo de sangre. Puedo hacer un
fragor lux de primera y también puedo hablar con
las anguilas y los pececitos de plata. Creo que
el juramento nos dio algo de la magia de las
demás. —Hubo una pausa y Serafina continuó—:
Mahdi está vivo. Está bien. Esto es todo lo que
puedo decir por ahora. Estamos tratando de saber
algo de Yaz. No abandones las esperanzas. Lo
encontraremos. Lo sé. Te quiero mucho, Neels.
Rompe este caracol cuando hayas terminado de
escucharlo, ¿sí?
Neela rio con fuerza, feliz de saber que Sera y
Mahdi estaban a salvo. Le hubiera gustado que
ella pudiera decirle que su hermano también
estaba bien, pero Neela mantendría la fe. Sabía
que Yazeed aparecería en un club nocturno en
alguna parte.
Ella pensó en las otras cosas que había dicho
Sera, que el talismán de Navi era una piedra de
la luna y que estaba en las tierras de cría de
dragones... ¿pero cuáles? Matali tenía muchas.
Los dragones eran la fuente principal de la
riqueza de Matali. Sus aguas templadas ofrecían
condiciones ideales para la cría de muchas
especies, entre ellas el dragón aleta azul
bengalí, amable, calmo y apto para arrastrar
carretas y carruajes; el garranegra de
Lakshadwa, enorme, poderoso, utilizado por el
ejército; y el árabe real, una criatura tan
sorprendente y tan costosa que solamente las
sirenas de mayor poder adquisitivo podían
comprarlas. Había muchas especies más, que se
criaban en Matali y luego se exportaban. Todas
excepto los dragones boca de navaja, que eran
feroces y asesinos. Siglos atrás, se había
intentado domesticarlos, pero los intentos
siempre terminaron mal. Sin embargo, los
dragones boca de navaja servían para un fin
trascendental. Los criaban en la cuenca de
Madagascar, al oeste de Matali, cerca de
Kandina. Los intentos de invadir Matali
atravesando la cuenca siempre terminaban mal
porque ningún invasor podía burlar la vigilancia
de las criaturas. La importancia de los dragones
boca de navaja para la defensa del reino era la
razón por la que su imagen estaba en la bandera
natalina.
Neela nadaba de un lado a otro de la habitación,
tratando de pensar qué tierra de cría habría
elegido Merrow. Las tierras de los dragones boca
de navaja eran la elección más obvia, pero otras
especies podían ser peligrosas también. Se
detuvo frente a las ventanas y miró hacia
afuera, mordiéndose el labio. El sol casi se
había puesto. Sus últimos rayos, débiles,
estaban desvaneciéndose en el agua y se sentía
una fuerte corriente que venía del oeste. Estaba
azotando las banderas matalinas, haciéndolas
flamear. La sirena observó el símbolo nacional,
la reina boca de navaja que sostenía su huevo
«especial», el único que no era de desagradable
color marrón. Mientras seguía mirando las
banderas, la aleta de la cola de Neela comenzó a
retorcerse y su piel comenzó a brillar con una
luz azul. Se le había ocurrido algo.
—¡Ooda! —dijo en voz alta—. La piedra de la luna
de Navi también tenía forma de huevo. Eso dijo
Sera. Tal vez no sea un huevo lo que tiene la
reina boca de navaja... ¡tal vez sea la piedra
de la luna! ¿Y si Merrow se la dio a la reina
dragón? Porque no hay nada más traicionero que
un dragón boca de navaja, ¿verdad? Y la reina la
legó a las reinas que vinieron después de ella.
Quienquiera que haya hecho la primera bandera
matalina debe de haber visto a la reina dragón
con la piedra. No sabía que era una piedra de la
luna... ¿por qué habría de saberlo?
Probablemente haya pensado que sólo era un
huevo. ¡Exacto, Ooda! La piedra de la luna está
con los dragones boca de navaja. Lo sé.
«Necesitarás soldados», le había advertido
Serafina. «Sí, miles de ellos», pensó Neela. Con
lanzas, escudos y lanzadores de bombas de lava.
—¿Cómo lo haré? Es imposible —afirmó en voz alta
—. Aunque vaya con soldados, me voy a colgar un
cartel al cuello que diga «Almuerzo». —Hizo una
pausa por un minuto para pensar. Luego prosiguió
—: Tal vez Kora pueda ayudarme. ¿La recuerdas,
Ooda?
Ooda sacudió rápidamente la cabeza.
—Sí, la recuerdas. Simplemente, no quieres ir.
Neela había conocido a Kora durante los viajes
que había hecho con la familia real a las aguas
occidentales. Kora, que tenía diecinueve años en
este momento, gobernaba una gran parte de Matali
como vasallo del emperador. Cuando los
adolescentes de Kandina llegaban a la mayoría de
edad, a los dieciséis años, debían afrontar el
desafío de nadar a través de las tierras de cría
de los dragones boca de navaja. Aquellos que
lograran llegar al otro lado eran considerados
adultos. Los que no lo lograban eran llorados
por sus familias.
—Si alguien sabe algo sobre las tierras de cría
de los dragones boca de navaja y cómo evitarlos,
esa es Kora —razonó Neela—. Iré a Kandina tan
pronto como pueda. Tiene que haber una manera de
salir de aquí. Debe haberla.
Ooda se veía preocupada y comenzó a inflarse.
Pronto, se había elevado tanto que chocó contra
el techo. Neela estaba enojada con ella. No
tenía tiempo para sus payasadas. Tenía problemas
mucho más importantes para preocuparse.
—¡Ooda, deja de hacer eso! —la reprendió—. ¡Baja
ahora mismo! ¡No me hagas ir por ti! ¡Ay, Ooda!
¡Eres tan... —Neela dejó de hablar y observó al
pez globo, luego continuó—: ... brillante!
Nadó hacia el techo, besó al pez hembra en los
labios y regresó con ella al suelo.
—Creo que ya sé cómo salir de aquí, Ooda —dijo—.
Y tú vas a ayudarme.

VEINTISIETE

Temprano, a la mañana siguiente, Neela escuchó


una llave que entraba en la cerradura de la
puerta de su cuarto. Apenas había dormido en
toda la noche.
—Aquí viene, Ooda. ¡Prepárate! —susurró.
Ooda salió disparada y se escondió debajo de la
cama. Suma entró en la habitación, cargando una
bandeja. La colocó sobre una mesa, y luego nadó
hacia la puerta y la cerró. La llave colgaba de
una cinta plateada. Suma la dejó caer en el
bolsillo lateral de su saco largo y holgado.
—¿Cómo está usted, querida princesa? —preguntó—.
¿Durmió bien?
Neela se desperezó, parpadeó soñolienta y
respondió:
—Muy bien, gracias, pero todavía me siento
cansada. Creo que me estoy enfermando. ¿Por
favor, sientes si tengo temperatura?
Suma se apresuró a llegar junto a ella. Mientras
la sirena posaba su mano sobre la frente de
Neela, Ooda salió de debajo de la cama. El
extremo de la cinta plateada estaba colgando del
bolsillo de Suma. Ooda agarró la cinta en su
boca y comenzó a nadar hacia atrás.
—¡Por favor, hija! —exclamó—. ¡Está ardiendo! —
Ella se sentó sobre la cama y la cinta se
deslizó fuera de la boca de Ooda,
«¡Oh, no!», pensó Neela.
—Siento las mejillas calientes, también —agregó
rápidamente Neela—. ¿No crees?
Suma le puso la mano sobre las mejillas, y Ooda
buscó la cinta. La llave se había deslizado más
profundamente en el bolsillo de Suma y el
pececito tuvo que hurgar en él para encontrarla.
—Por favor, tócame la otra mejilla. Suma —dijo
Neela para distraerla.
Al fin, Ooda pudo tomar la cinta nuevamente y
tiró de ella con todas sus fuerzas hasta que la
pudo quitar del bolsillo de Suma. Estaba tan
contenta que empezó a flotar detrás de Suma,
sonriendo satisfecha con la llave colgando de su
boca.
—Tenemos que bajar la fiebre —expresó Neela,
lanzando una mirada a Ooda.
Ooda salió disparada debajo de la cama una vez
más, arrastrando la llave con ella.
—¿Podrías traerme el frasco de elíxir de ortiga
de mi gruta? —preguntó Neela—. Está en uno de
los estantes de mi gabinete.
—Por supuesto, princesa —dijo Suma y se retiró
rápidamente de la habitación.
El frasco no estaba allí; Neela lo había
escondido en su armario. Nadó fuera de su cama,
tomó el globo de lava de debajo de su almohada y
lo colocó nuevamente en el soporte de la pared.
Gracias al globo, había calentado su almohada y
su cabeza de tal manera que había sido capaz de
engañar a Suma. Luego, se quitó su bata. Vestía
sus ropas de espadachín bajo ella. Su bolso de
mensajero ya tenía todo lo que necesitaba y
estaba bajo su cama. La buscó mientras Ooda
salía de allí con la llave.
—¡Buena chica! —murmuró, tomando la llave—.
¡Vayámonos!
Neela levantó la tapa de su bolso y el pececito
se ubicó dentro.
—¡No veo dónde está el elíxir de ortiga! —gritó
Suma desde la gruta.
—Sigue buscándolo. ¡Estoy segura de que está
allí! —respondió Neela.
Sacó con manos temblorosas una de las piedras de
transparocéano de Vrája de su bolsillo y la
hechizó. Casi instantáneamente, se hizo
invisible. Abrió la puerta con la llave, salió y
la cerró de nuevo. Por suerte, no había guardias
en el pasillo que observaran cómo se abría y se
cerraba.
Neela atravesó velozmente el palacio, nadando
apenas debajo del techo, como había hecho Ooda
la noche anterior. Las cosas habrían sido más
fáciles si hubiera podido salir por alguna
ventana, pero todas las que vio tenían los
postigos cerrados, debido a los preparativos
para la guerra. Continuó por largos pasillos, a
través de los camarotes, sobre las cabezas de
los cortesanos.
—Ya casi llegamos —le susurró a Ooda cuando vio
un par de puertas de arco que señalaban la
salida del palacio.
Y luego un grito, fuerte y urgente, se
propagó por el agua.
—¡Cierren las puertas! ¡Son órdenes del
emperador! ¡La Princesa Neela ha escapado de su
habitación!
—¡Caramba! —exclamó Neela.
Todavía le faltaba atravesar unos seis metros
para llegar a la salida. Dos guardias tenían que
empujar cada una de las enormes hojas de la
puerta para cerrarlas y ahora se estaban
apresurando a hacerlo. Había un espacio de
aproximadamente ochenta centímetros entre las
puertas que se estrechaba cada minuto que
pasaba. Neela aceleró y se dirigió directamente
hacia ese punto. Puso las manos juntas sobre su
cabeza, giró sobre el costado en el agua y se
lanzó entre las dos hojas. La puerta se cerró
con un estruendo detrás de ella.
No miró hacia atrás en ningún momento mientras
nadaba velozmente a través de los Jardines del
Emperador hacia aguas abiertas. Sentía culpa por
haber encerrado a Suma y culpa por la
preocupación que sabía que causaría a sus
padres, pero ellos no entendían lo que estaba
pasando. Con suerte, cuando descubrieran que
todo lo que les había dicho ella era verdad, la
perdonarían.
Mientras nadaba, Neela escuchaba la voz del
subasistente en su cabeza. También la de
Khelefu. Y la de Suma, y la de sus padres. Todos
le decían lo mismo: «¡Así es como se hacen las
cosas! ¡Siempre se hicieron así!».
Neela sabía que si quería encontrar el talismán
de Navi y vencer al monstruo, ella tenía que
dejar atrás la manera en que se hacen las cosas.
Tendría que encontrar una nueva manera de hacer
las cosas.
Su manera.

VEINTIOCHO

—¿Y cómo fue su estadía con nosotros, señorita


Singh?
—Insuperable. ¿Podría traerme la cuenta? Estoy
bastante apurada, ¿sabe? —respondió Neela,
haciendo explotar el globo de su esponja de
mascar.
—Ya se la traigo —dijo el recepcionista, sumando
el importe—. Una habitación por una noche, dos
servicios a la habitación...
Mientras el hombre hacía los cálculos, Neela
miraba con nerviosismo la ventana recubierta de
mica detrás de él. Podía ver a un grupo de
guardias matalinos. Aún estaban en la calle.
¿Cuánto tardaría hasta que entraran en el hotel?
—Aquí la tiene. Es un total de seis trocii y
cinco drupas.
Neela le pagó. Mientras lo hacía, los guardias
ingresaron. Uno sostenía una pieza de pergamino.
Ella sabía que su fotografía estaba en ella. No
había tiempo para nadar hacia los pisos de
arriba o para hechizar una piedra de
transparocéano. Tendría que salir por la puerta
de adelante. Rezando para que el hechizo illusio
se mantuviera, giró y avanzó en zigzag hacia la
puerta. Transformó su bolso de mensajero en una
vistosa cartera de diseñador, hizo que su pelo
negro se viera rubio, su piel azul transmutó en
una tez sonrosada y pintó sus uñas de un
plateado centelleante. Sus ropas negras de
espadachín ahora se habían convertido en un saco
deportivo de caballabongo azul neón, largo, del
tamaño que tendría un saco prestado por un
novio, con las palabras «¡VAMOS GOA!» en el
frente y el número 2 en la espalda. En el puente
de su nariz se observaba un par de anteojos
redondos enormes. De sus orejas colgaban
argollas de oro brillante. Los guardias estaban
buscando a una princesa disfrazada como un
espadachín. No mirarían dos veces a una sirena
porrista de caballabongo.
Mientras los guardias se aproximaban, simuló
hablar con un pequeño caracol para mensajes.
—¡Claro, es algo como muy cool! —dijo—. ¿Esta
cosa podría funcionar alguna vez en la vida?
¿Hola? ¿Hola? Bueno, creo que ahora sí está
grabando. ¡Hola, sirenita! Espero que puedas
escuchar esto. Nos encontramos en una hora en el
Manatí Delgado para tomar un té de burbujas,
¿sip? Si llegas antes, pídeme una manzana de
agua. Sin grasa. Te veo. ¡Muac!
Nadó fuera del hotel de la forma más pausada que
pudo, como si tuviera todo el día. Apenas dobló
en la esquina, sin embargo, escupió su esponja
de mascar y surcó la corriente como si fuera un
pez espada. Veinte minutos después, ya estaba
fuera de la ciudad, en aguas abiertas.
—Uf, estuvo cerca —dijo suspirando, y se detuvo
para abrir su bolso y dejar salir a Ooda—. Qué
miedo. Estamos a sólo un día de distancia de
Nzuri Bonde. Nademos por la contracorriente
durante todo el camino. Será un poco más largo,
pero más seguro, creo. Tenemos que apurarnos.
¿Estás lista?
Ooda asintió con la cabeza y partieron, Neela y
su mascota habían pasado cuatro días en las
corrientes, hospedándose en hoteles durante la
noche, pagando sus cuentas con dinero marino que
había guardado. Hasta el momento, ella había
evitado a tres equipos de búsqueda de los
guardias del palacio, todos ellos enviados,
estaba segura, por sus padres para llevarla
nuevamente a su hogar.
Era difícil mantenerse una brazada adelante de
los guardias, pero, extrañamente, Neela era
capaz de pensar por sí misma como nunca antes.
Podía adivinar lo que iba a venir, como Ava, y
después ver cómo enfrentarse a eso, como Sera.
Recordaba lo que Serafina hubo dicho acerca del
lazo de sangre en el caracol que había enviado.
Sera estaba segura de que el juramento les había
dado a todas algo de las habilidades mágicas de
las otras sirenas.
«Debe de tener razón», pensó Neela. «Es lo único
que explica cómo me las arreglé para que no me
capturasen».
Sabía que no podía permitir que la capturaran.
Tenía que encontrar el talismán de Navi. Unas
pocas leguas más de nado rápido y estaría en
Nzuri Bonde, la aldea real de Kandina, y mucho
más cerca de la piedra de la luna. O eso
pensaba.
Ocho horas después, la contracorriente que
habían tomado se había reducido a nada, y Neela
y Ooda estaban totalmente perdidas en el medio
de un desierto chato y gris con vegetación
achaparrada y sin ninguna señalización, excepto
los carteles que advertían sobre la presencia de
dragones.
Neela sabía que las tierras de cría de los
dragones boca de navaja estaban cerca de Nzuri
Bonde y estaba segura de que ella y Ooda estaban
cerca de la aldea, pero, sobre la superficie del
agua, los rayos del sol ya se estaban
debilitando; sería de noche en unas pocas horas.
Los dragones cazaban en la oscuridad. Si ella y
Ooda no encontraban la aldea pronto, tendrían
que dormir a la intemperie, perdidas, solas y
demasiado visibles.
La sirena consultó un mapa que había comprado.
Cuando lo hacía, advirtió que sus manos estaban
brillando. La luz suave de color azul pálido que
emitía a menudo se había hecho más brillante.
—Es raro —dijo.
Neela únicamente brillaba cuando experimentaba
alguna emoción o cuando había seres
bioluminiscentes alrededor. Los bioluminiscentes
podían sentir la presencia de otros como ellos
y, cuando lo percibían, sus fotocitos entraban
en acción, haciendo que brillaran.
Volvió su atención nuevamente al mapa. Estaba
segura de que en él aparecía el camino a Nzuri
Bonde desde donde se hallaban, pero no sabía
dónde estaban y, de todas maneras, no era muy
buena para leer mapas. Nunca había tenido que
hacerlo. Siempre lo hacían los oficiales por
ella. Dio vuelta el mapa hacia un lado y hacia
el otro y, finalmente, decidió dirigirse en
dirección a lo que ella pensaba que era el
oeste.
Ella y Ooda nadaron por otros quince minutos sin
cruzarse con ningún indicio de la aldea en
absoluto. Su preocupación era cada vez mayor. En
ese momento, Ooda le mordió el brazo y apuntó
enfrente de ellas con su aleta. Mientras Neela
se frotaba el mordiscón, se dio cuenta de que su
piel se había oscurecido a un color azul
cobalto.
—¿Qué me está sucediendo? —se preguntó. Neela la
mordió nuevamente—. ¡Ay! ¡Detente! —la reprendió
—. ¿Qué te pasa?
Miró hacia adelante, parpadeando, hacia las
aguas oscuras. Y entonces la vio: una gran nube
de limo que se elevaba a la distancia.
—¡Muy bien! —dijo—. ¡Vamos!
Neela sabía que una nube de ese tamaño era un
signo de vida. Podía ser que muchas cosas
estuvieran levantando el limo, como jugadores de
caballabongo, una fábrica, granjeros que araban
la tierra. Tal vez fuera un campo ganadero de
vacas marinas. En este momento del día, los
ganaderos estarían arreando a sus animales hacia
los establos para ordeñarlos y luego hacerlos
dormir
Corrió hacia la nube, aliviada por haber
encontrado sirenas y, con suerte, un lugar donde
podrían refugiarse, ella y Ooda, para pasar la
noche. Pero cuando se acercaban, Neela redujo la
velocidad y se detuvo.
No era un campo ganadero de vacas marinas ni un
juego de caballabongo lo que estaba produciendo
la nube de limo.
Era una enorme cárcel. Llena de sirenas.

VEINTINUEVE

—¡Mis dioses! —murmuró Neela, asombrada.


Nadó un poco más cerca, agachada detrás de una
piedra, y espió desde su escondite. Había visto
prisiones antes —todos los reinos tenían una—,
pero nunca había visto una cárcel como esta.
Dentro de ella, había miles de hombres y mujeres
sirena. Tenían la piel más oscura,
característica de las sirenas de Matali
Occidental, y estaban cavando. Neela podía
verlos. Podía ver todo, porque el cerco que
rodeaba la prisión estaba hecho de decenas de
gorgonias, unas monstruosas medusas
bioluminiscentes que eran casi translúcidas.
Había cientos de ellas, cada una de más de siete
metros de largo y dos metros de ancho. Estaban
flotando en un apretado círculo. Sus tentáculos
letales formaban las rejas de la prisión.
—¡Por eso estoy brillando! —se dijo a sí misma.
Había más gorgonias, incluso más grandes, que
flotaban por encima, alertas a cualquier
movimiento.
—Torres de vigilancia vivientes —murmuró Neela.
Mientras miraba a los prisioneros, uno de ellos,
una sirena anciana, paró de trabajar para
descansar sobre su pala, a todas luces exhausta.
Inmediatamente, un jinete de la muerte acudió a
su lado; le gritó y la golpeó con una fusta. La
sirena gimió y rápidamente volvió a cavar. Cerca
de ella, un hombre sirena, flaco como un junco,
se desmayó. Más jinetes de la muerte lo
arrastraron fuera de allí.
Luego, Neela observó algo mucho peor: niños.
Cientos de niños. No podía saber qué estaban
haciendo desde su escondite, pero no estaban
cavando. Conmocionada, abrió su morral, tomó una
de las dos piedras de transparocéano que le
quedaban y la hechizó. Quería mirar más de
cerca.
—Quédate aquí, Ooda —dijo, tan pronto como se
hizo invisible.
Nadó hacia el cerco, procurando mantenerse lejos
del alcance de los tentáculos. Las gorgonias
eran las medusas más mortíferas del mundo. El
dolor de su picadura era tan insoportable que
podía causar que el corazón de una sirena dejara
de latir en apenas unos minutos. Las gorgonias
no podían verla, pero sí podían sentir sus
movimientos en el agua y podrían descargar un
golpe contra ella si se acercaba demasiado.
Desde su nuevo lugar de observación
privilegiado, Neela podía ver con claridad a un
grupo de niños. Estaban sacudiendo unos enormes
tamices rectangulares llenos de barro. Dentro de
los tamices, corrían cangrejos y langostas de un
lado a otro, buscando entre piedras y caracoles.
Unos hipocampos, delgados y con aspecto
temeroso, traían el lodo en unos carritos a la
zona donde trabajaban los niños. Los niños,
también, estaban flacos y asustados. Muchos
estaban llorando.
Neela nadó alrededor de todo el perímetro de la
cárcel, viendo sufrimiento dondequiera que
posara la mirada. En el lugar más alejado de la
prisión había barracas, apenas un poco más que
chozas. Detrás de ellas, dos guardias estaban de
pie, cerca del muro de gorgonias, hablando. Ella
podía escuchar lo que estaban diciendo.
—Ya hemos excavado cada maldito centímetro del
barro de este lugar alejado de la mano de Dios.
Traho dice que son tierras de cría antiguas y
que podría estar aquí, pero yo opino lo
contrario.
—Tenemos órdenes de mover toda la prisión unas
cinco leguas al norte si no hemos encontrado
nada para el día de la luna —dijo el segundo
guardia.
—Cuanto más nos alejemos de las cavernas de los
dragones, mejor. Ahora estamos solamente a tres
leguas al este —replicó, señalando con el pulgar
a su derecha—. Que no nos hayan descubierto
todavía es pura suerte.
—Traho vino ayer ¿Lo viste?
El primer guardia negó con la cabeza.
—No estaba muy contento. Quiere la piedra de la
luna y la quiere ya —afirmó el segundo guardia—.
Dijo que los prisioneros tienen que trabajar
más, con menos comida y castigos más fuertes,
y... —El guardia dejó de hablar y miró hacia
arriba. Una enorme sombra pasó sobre ellos.
—Es él —aseveró el primer guardia—. Mfeme. Trae
más prisioneros.
—Mejor vamos —dijo el segundo guardia—. Nos
necesitarán para ayudar a arrearlos.
Neela siguió la mirada de los guardias. Por un
momento, no vio nada más que la silueta del
casco de un barco gigantesco. Mientras seguía
observando, sin embargo, vio cosas que caían de
la nave y surcaban el agua. Parecían objetos
cuadrados, negros y grandes. Cuando se acercó,
Neela vio que eran jaulas cargadas de sirenas.
Las medusas que flotaban sobre la prisión se
apartaron, y las cajas aterrizaron bruscamente
en el lecho marino. Los guardias abrieron las
puertas de las jaulas y empezaron a gritar a los
prisioneros, azotándolos con sus fustas, para
llevarlos a una zona de ensamblaje en el centro
de la prisión. Mientras los guardias arreaban a
los prisioneros, les quitaron todos los efectos
personales que les quedaban —brazaletes con
cuentas, pañuelos, cinturones— y los arrojaron
fuera, a través de los tentáculos de las
gorgonias. Un brazalete aterrizó cerca de Neela.
Lo levantó cuando los guardias estaban de
espaldas a ella y lo guardó en su bolsillo. Los
prisioneros, demacrados y con aspecto enfermo,
estaban aterrorizados. Una vez que los reunieron
a todos, les dijeron que estaban allí para cavar
en busca de un objeto valioso, una gran piedra
de la luna, y que quienquiera que lo encontrase
sería liberado. A todos les dieron palas:
jóvenes y viejos, fuertes y débiles. Un hombre
protestó y dijo que su esposa estaba demasiado
enferma para cavar; inmediatamente, los guardias
le propinaron una paliza.
Neela perdió el equilibrio desde el cerco,
asqueada por la crueldad de lo que había visto,
y observó que su cola estaba brillando. Las
piedras de transparocéano no eran tan potentes
como las perlas. El hechizo se estaba
desvaneciendo. Nadó de regreso hasta su
escondite detrás de la roca, donde Ooda estaba
esperándola, y se sentó en el suelo para
recobrarse.
—Sera se equivocó, Ooda —dijo con voz temblorosa
—. Mfeme apresó en su barco a la gente de los
pueblos que saqueó, sí, pero no los está
llevando a Ondalina. Los está trayendo a estos
campos de prisioneros para cavar en busca de los
talismanes. Tengo que advertir sobre esto a las
otras sirenas, pero primero debemos irnos de
aquí, antes de que terminemos nosotras también
en la prisión. O en el estómago de un dragón.
Neela se recostó contra la piedra y cerró sus
ojos. No sabía qué hacer y no había nadie allí
que se lo dijera. No estaba Sera. No estaba
Ling. No había ningún subasistente con sus
formularios. Ningún gran visir. Tampoco estaba
Suma para hacer que todo fuera mejor con una
taza de té y un plato de bing bangs. Tendría que
arreglárselas por sí misma. ¿Pero cómo?
Ella abrió los ojos, abrió su bolso e hizo lo
que siempre hacía cuando estaba enojada o
asustada: buscó ansiosamente una golosina.
«Tiene que haber una aquí», pensó desesperada.
Sus ansias eran terribles. Arrojó a un lado su
maquillaje, su cepillo, una pequeña bolsa de
dinero marino…y luego descubrió un envoltorio
verde y brillante.
—¡Un ze zé! ¡Oh, gracias a los dioses! —exclamó.
Estaba un poco aplastado por haber estado tanto
tiempo en el fondo del bolso, pero era un ze zé.
Las golosinas hacían que todo fuera mejor. Las
golosinas siempre hacían que todo fuera mejor.
Desenvolvió el caramelo brillante con las manos
temblorosas y lo arrojó dentro de su boca,
esperando que la tranquilizara, que la hiciera
sentirse más feliz..., pero estaba tan
empalagoso que la asqueó.
Lo escupió. Cuando lo hizo, escuchó una voz que
le hablaba dentro de su cabeza.
—Aquí tienes, especialmente para ti. Un
cañaibuju —invitaba la voz—. Trágatelo, querida.
Tal como te tragas todos tus miedos y tus
frustraciones. Dejan un sabor tan amargo, ¿no es
así?
Era la voz de Rorrim. Tenía razón. Era lo que
ella siempre hacía, tragarse sus miedos, con la
ayuda de un poquito de golosinas para
endulzarlos.
Miró la prisión nuevamente y a la gente en ella,
y se dio cuenta de que la realidad no mejoraría
para ellos. Y menos la mejoraría un bing bang.
Si quería que las cosas mejoraran, ella debía
encargarse.
Se levantó, se sacudió el limo de los costados y
cargó el bolso de mensajero sobre su hombro.
—Gracias a esa escoria marina de los guardias,
sabemos por lo menos en qué dirección nadar —le
dijo a Ooda, recordando cómo uno de ellos había
señalado a la derecha con el pulgar—. Si tenemos
suerte, llegaremos a Nzuri Bonde por la mañana.

TREINTA

—|Uuuuuuuaaaaauuuuu!
El grito —fuerte y aterrador— atravesó el agua.
—Esa es Kora —dijo Neela—. Reconocería su voz
donde fuera. Vamos, Ooda. Ya casi llegamos.
Neela y Ooda habían estado viajando toda la
noche desde que salieron del campo de
prisioneros. Neela se arrastraba. Necesitaba un
descanso y una buena comida con desesperación,
pero la voz de Kora recargó sus energías.
Los suaves rayos del sol matinal iluminaban las
aguas de Nzuri Bonde. Cuando se aproximaron al
pueblo, Neela y Ooda vieron casas bajas,
construidas con piedras y una mezcla de limo y
caracoles triturados que hacía las veces de
argamasa, rodeadas de una vegetación exuberante.
Las puertas y las ventanas estaban decoradas en
sus bordes con austeros diseños geométricos de
color rojo, blanco y amarillo. Simples y
sobrios, armonizaban con el paisaje salvaje y
apartado. Los cobertizos, hechos con huesos de
ballena recogidos del lecho marino, albergaban
dugongos que esperaban plácidamente que los
llevaran a pacer.
Neela recordó cómo podían verse las cúpulas
brillantes y las torrecillas de la ciudad de
Matali mucho antes de llegar a ella. La
aldea de Nzuri Bonde era lo contrario: antes de
verla, uno ya estaba prácticamente dentro de
ella.
Había un gran estadio en las afueras de la
aldea. Kora estaba allí, entrenándose con los
askari, su guardia personal. Vivían alejados del
resto de los habitantes en el ngome ya jeshi, un
recinto cercado. Ahora estaban practicando
haraka, una forma de artes marciales cuyos
golpes eran rápidos como un rayo. Usaban largas
cañas de bambú para azotar a los enemigos en
todo el cuerpo o arrancarles las colas. Neela
observó a los luchadores mientras se aproximaba
al estadio. Los askari eran delgados, rápidos y
letales, y ninguno lo era más que su líder.
Kora, de piel oscura y porte principesco, tenía
pómulos altos, una boca carnosa y ojos color
almendra con manchitas doradas. Su poderosa cola
tenía rayas marrones y blancas, como un pez
león. Sus aletas pectorales se agitaban a sus
costados cuando estaba enojada y se elevaban
como espigas altas y punzantes. Vestía un
turbante de seda marina roja y un peto de valvas
de cauri adornado con cuentas. Su brazalete, de
coral blanco, tenía una muesca por cada dragón
marino que ella había matado.
—¡Mgeni anakuja! —exclamó una de los askari.
Todos dejaron de ejercitarse y miraron lo que
ella estaba señalando, hacia Neela. Ooda,
asustada, se metió dentro del bolso de la
sirena.
Neela, que hablaba kandinés, pero no mucho, se
sorprendió al comprobar que podía comprender a
la guardia. Había advertido a Kora que se
aproximaba una extraña. «Es el lazo de sangre»,
pensó.
Kora giró sobre sí misma. Sus ojos se
entrecerraron al principio y luego se agrandaron
cuando la reconoció.
—¡Salamu kubwa, malkia! —gritó Neela,
saludándola con una inclinación de cabeza—. ¡La
saludo, gran reina!
—¿Princesa Neela? ¿Eres tú? —preguntó Kora,
hablando sirenés ahora. Ella nadó hacia Neela.
En su rostro podía verse una sonrisa, amplia y
hermosa. Tomó a Neela por los hombros y la besó
en las mejillas.
—¡Tienes un nuevo look! No sabía que eras una
fanática de Goa. —Neela aún tenía su uniforme de
caballabongo.
—No lo soy, aunque lo parezca —replicó Neela—.
Estuve...
Iba a decir que estuvo nadando toda la noche,
pero Kora la interrumpió. Juguetona, tomó uno de
los grandes aros de Neela.
—¡Eres la única sirena que conozco que haría un
viaje tan peligroso con tantos accesorios! —
exclamó—. Si hubiera sabido que venías, me
habría hecho la manicura.
A Kora, a quien no le interesaba la moda, le
gustaba molestar a Neela por su pasión por la
ropa y los accesorios. Neela siempre le seguía
la corriente, pero este no era el momento.
—Kora, no vine a visitarte. Estoy aquí porque
necesito tu ayuda.
—¿Qué clase de ayuda?
Una oleada de cansancio la abrumó. Neela no
tenía idea de por dónde empezar
—Este... necesitamos salvar al mundo,
básicamente.
—¿Y unos buenos accesorios te van a servir? —
inquirió Kora, levantando una ceja. Los askari
rieron ruidosamente, Neela les echó una mirada
furiosa.
—Unos buenos accesorios —dijo exasperada— sirven
para todo. —Necesitaba que Kora la ayudara, no
que se burlara de ella.
Kora rodeó su cuello con un brazo y le hizo una
llave de cabeza, una muestra kandinesa de
cariño.
—¿Recuerdas la última vez que viniste a Kandina?
¿Con toda la familia real matalina? ¡La corte
que los seguía se extendía dos leguas detrás de
ustedes! ¿Dónde están tus cofres? ¿Dónde están
tus criados?
—Kora, no hay ningún criado. Es lo que estoy
tratando de decirte. Esta visita no es como la
de la última vez. Para nada. Hay problemas,
muchos problemas... —dijo Neela. Su voz se
quebró en la última palabra. Estaba tan triste
por lo que había visto en el campo de
prisioneros, tan exhausta por las horas que
había nadado, que estaba a punto de desmayarse.

Kora entró en acción. Llevó a Neela a una parte


del estadio con sombra, la hizo sentarse en una
silla cómoda y pidió que le trajeran comida y
bebida. Los askari la siguieron y se sentaron en
círculo, alrededor de su reina y de su invitada.
—Ahora, dime todo —la instó Kora.
Neela echó una mirada a los guardias.
—Ellos darían su vida por mí —espetó Kora,
leyéndole los pensamientos—. No podemos ayudarte
si no puedes confiar en nosotros. En todos
nosotros.
Neela asintió con la cabeza y les contó todo:
acerca del sueño, del ataque a Cerúlea, del
duca, los jinetes de la muerte, las iele, los
Seis que Reinaron, el monstruo, los talismanes y
el escape de su propio palacio.
—Necesito que me ayudes a encontrar la piedra de
la luna. Sera y yo creemos que la tiene la reina
de los dragones. Y hay algo más, también —
agregó. Hizo una inspiración profunda,
preparándose para contarles sobre el campo de
prisioneros, cuando se dio cuenta de que los
askari se habían quedado mudos. Se miraban entre
sí y luego la observaron a ella. Reconoció sus
expresiones. Las había visto hace muy poco, en
los rostros de su padre y de su madre,
—Esperen, no me digan —dijo—. Ustedes creen que
estoy loca, ¿no es cierto? —La mirada de Neela
iba de los guardias a Kora.
—Neela —comenzó Kora—, vienes con una ropa muy
rara, contándonos una historia tirada de los
pelos...
—Es una historia verdadera. Cada palabra de ella
—replicó Neela.
—¿Tienes alguna prueba? —inquirió Kora.
Neela recordó el brazalete con cuentas. Estaba
en su bolsillo.
—¿Quieres pruebas? Muy bien. ¿Alguna de tus
aldeas fue saqueada? ¿Secuestraron a alguno de
tus compatriotas?
Kora la miró por unos segundos antes de
responder.
—Sí —dijo al fin—. Saquearon Jua Maji. Mi
kiongozi, mi general, está buscando a los
aldeanos en la frontera sur del reino en este
momento. ¿Por qué lo preguntas? ¿Cómo lo sabes?
—Tu general no los encontrará. Están al oeste de
donde estamos, no al sur. Los he visto. Los
secuestró un terra. Los están usando como
esclavos.
—Neela, nada de lo que dices tiene sentido.
Llegó la comida. Tal vez debes comer algo —
afirmó Kora y les hizo un gesto a sus sirvientes
para que colocaran las fuentes de plata cerca de
ella.
Sacaron jarras con leche de dugongo especiada,
recipientes con huevos de serpiente marina con
salsa de anémona azul, platos de medusa luna
cocida con pimientos de cardumen y una torta de
esponja tachonada con gusanos de coral. Neela
ignoró las delicias.
—Tus súbditos, Kora, están en un campo de
prisioneros —insistió—. Los obligan a buscar una
piedra de la luna, el talismán sobre el que les
conté antes. Los he visto. Los hacen trabajar
hasta morir —Sacó el brazalete de su bolsillo y
se lo entregó a Kora—. Esta es tu prueba.
Los ojos de Kora se agrandaron. Tomó el
brazalete.
—Este diseño es kenji, rayo de sol. Cada aldea
tiene su propio diseño. Este pertenece a Jua
Maji.
En un instante, Kora había saltado de su silla.
Con las aletas centelleantes, tomó un bastón de
combate, lo blandió sobre su cabeza y lo arrojó
sobre una mesa, rompiéndola en mil pedazos.
—¡Tenemos que sacarlos de allí! —gritó—. ¡Ahora!
¡El kiongozi está lejos, tenemos que hacerlo
nosotros, los askari y yo!
Neela había olvidado cómo era su amiga cuando
estaba furiosa. Era difícil razonar con ella.
—Uh, Kora —dijo—. Espera un momento. No puedes
rescatarlos. Hay gorgonias y guardias armados.
Por más intrépidos que sean los askari y tú, no
podrán vencerlos. Esa prisión es una fortaleza.
Kora gruñó.
—Todas las fortalezas pueden tomarse por asalto
—masculló—. Solamente hay que pensar cómo.

—Vas a hacer que te maten —le advirtió Neela, su


voz quebrada por el agotamiento.
Preocupada, Kora les ordenó a sus sirvientes que
llevaran a Neela a un lugar confortable. Neela
fue tras ellos, sin fuerzas para nadar otra
brazada más, con Ooda siguiéndola de cerca. En
el límite del estadio, giró sobre sí misma para
echar un vistazo hacia atrás.
Kora y los askari estaban cantando unos hechizos
para transformarse y teñir sus llamativas formas
de distintos matices oscuros y barrosos, negros,
marrones y verdes, los colores del lecho marino
y de su flora. Neela no podía creer lo que había
provocado. Todo estaba pasando demasiado rápido.
¿Pero sería lo suficientemente rápido? Los
guardias habían estado hablando de mudar la
prisión. Los súbditos de Kora sufrían
indeciblemente por las condiciones brutales que
debían soportar. Muchos de ellos, probablemente,
morirían por la gran distancia que debían nadar
hasta llegar al nuevo lugar de la cárcel.
Cuando se completó la transformación, Kora lanzó
su cabeza hacia atrás y lanzó un grito que le
heló la sangre: un grito de guerra. Los askari
le respondieron en un solo clamor, levantando
sus bastones de combate. Y al segundo siguiente
estaban en marcha, nadando a toda velocidad,
surcando el agua. Dirigiéndose hacia la prisión.

TREINTA Y UNO

Neela se ajustó un cinturón tachonado de coral


negro alrededor de la cintura. Luego se puso sus
aros de caracoles torrecilla, que hacían juego
con su gargantilla de dientes de tiburón.
Imaginar un atuendo siempre la calmaba, y ella
realmente necesitaba tranquilizarse.
Aunque se había recobrado un poco del estado en
que se hallaba cuando llegó a Kandina, ocho
horas atrás, aún estaba angustiada y furiosa.
Las imágenes de la prisión no se iban de su
cabeza. Había dormido gran parte del día, sin
embargo, y había comido bien. Ya era de noche y
se sentía lo suficientemente fuerte para hablar
acerca de los prisioneros sin quebrarse.
Había oído hurras y gritos hace unos minutos,
por lo que supo que Kora y los askari habían
regresado. A Neela y Ooda les había llevado una
noche entera nadar desde la prisión hasta Nzuri
Bonde, pero los askari eran nadadores veloces y
sabían hacia dónde se dirigían.
Neela le preguntó a una criada dónde podría
encontrar a Kora, y la sirena le indicó que
volviera al estadio. Ooda había decidido
quedarse en su habitación porque los askari la
ponían nerviosa. Cuando Neela se acercó al
estadio, vio que los askari estaban sentados en
el suelo, en un semicírculo, compartiendo la
cena. El camuflaje había desaparecido. Habían
cambiado sus petos por túnicas finamente tejidas
de lino de mar. La luz de sus lámparas de lava
jugueteaba sobre sus cuerpos poderosos y
brillaba en sus ojos oscuros y vigilantes. Sus
filas estaban conformadas por hombres y mujeres
sirena. Como su líder, cada uno vestía un
brazalete de coral blanco con una muesca por
cada dragón boca de navaja que hubieran matado.
Algunos tenían profundas cicatrices que les
habían infligido los dragones. Neela sabía que,
para estos guerreros, las cicatrices eran
medallas de honor que debían ser exhibidas con
orgullo.
Kora no estaba con sus askari. Estaba en el
centro del estadio, silenciosa y solitaria.
Había muñecos clavados en postes cerca de ella.
Neela observó cómo vaciaba el relleno de uno de
los muñecos con un golpe de su cola, golpeaba a
otro muñeco con un bastón de combate y
destripaba a otro con una lanza.
—¿Encontraron la prisión? —le preguntó a una
askara, una sirena llamada Basra.
Basra asintió con la cabeza. Era ágil y
musculosa, y no llevaba ningún adorno salvo su
brazalete. Como todos los otros, tenía el pelo
negro muy corto para impedir que los enemigos la
asieran del cabello.
Hubo un grito alto y gutural en el centro del
estadio. Cayó otro muñeco.
—¿Qué está haciendo Kora? —inquirió Neela.
—Está pensando —replicó Basra.
—¿Así piensa Kora? No puedo imaginarme entonces
cómo lucha.
—No —dijo Basra con desdén—. No puedes
imaginártelo.
Molesta por el tono cortante de Basra, Neela la
miró fijo. En ese momento, Kora emitió un
silbido penetrante. Los askari dejaron de comer
de inmediato y nadaron hacia ella. Neela los
siguió.
Kora reunió a todos alrededor de ella y comenzó
a dibujar en el piso limoso con la punta de su
bastón de combate. Hizo un bosquejo de las
tierras de cría de los dragones marinos y de la
prisión.

—Los viste, entonces —intervino Neela.


—Los vi, sí. Vi cómo mi gente... vi que... —
empezó a hablar. Se quedó sin palabras. Giró
sobre sí misma y golpeó con su cola contra un
muñeco, decapitándolo.
Recordando el efecto que la prisión había tenido
en ella, Neela le dio un momento a Kora para
recuperarse. Esperó en silencio a que ella
hablara nuevamente.
—Te debo una disculpa —dijo finalmente Kora—.
Nunca debí haber dudado de ti. Sólo,..
—Sí, lo sé, parecía loca... el suéter, el pelo,
las uñas. Quienquiera que se vista así debe de
estar demente —bromeó.
Kora le hizo otra llave de cabeza y luego la
liberó. Neela hizo un gesto de dolor y se frotó
el cuello, escuchando mientras Kora hablaba.
—Tenemos dos problemas aquí —expuso ante el
grupo—. Necesitamos sacar a nuestra gente de una
prisión bien defendida y Neela necesita
encontrar una piedra de la luna que actualmente
está en las manos de Hagarla, la reina dragón.
—No creo que podamos pedírselo amablemente,
¿cierto? —dijo Neela esperanzada.
Kora le dedicó una sonrisa sombría,
—No. No podemos.
—Me imagino que tiene un gran valor para ella.
Lo heredó de sus antepasados, quienes lo legaron
de generación a generación, de reina a reina,
¿verdad?
Kora gruñó.
—¿Por qué gruñíste? —preguntó Neela.
—Porque los dragones son nuestros vecinos.
Alcanzamos la mayoría de edad en sus dominios.
Sufrimos sus ataques y a veces perdemos a los
nuestros por culpa de ellos —explicó Kora.
Neela asintió con la cabeza, recordando que un
dragón había matado al padre de Kora.
—La única manera de vencer a tu enemigo es
conociéndolo

—continuó Kora—, y nosotros conocemos a los


dragones boca de navaja. Ninguna reina en
ciernes esperaría a que la reina anciana muera y
le legue un tesoro de esas características. No
actúan así. Una reina mataría a la reina
anterior y se llevaría el tesoro. Así son los
dragones.
—Entonces, compartir la piedra de la luna está
más allá de toda discusión —razonó Neela.
—Es bastante improbable. Los dragones son
codiciosos y mezquinos. Les encantan las cosas
que brillan y escudriñan los naufragios en su
busca, roban caravanas de mercaderes, incluso
atacan aldeas. Se pelean por un pedazo de vidrio
que hallan en la playa, imagínate lo que harían
por una joya. El mayor orgullo de un dragón boca
de navaja es tener una montaña de tesoros, y
Hagarla vive en una caverna llena de lo que robó
en sus saqueos. Tiene sus piezas favoritas en un
baúl y duerme a su lado. Hay algo más que
sabemos sobre los dragones —informó Kora—. Son
glotones. ¿Y qué es lo que más les gusta comer?
Gorgonias. Las consideran una delicia, pese a la
forma en que pican.
—Creo que me doy cuenta de qué quieres decir,
Kora —dijo Neela con excitación.
—Tengo un plan. Es muy sencillo. Hacemos que los
dragones salgan de sus cuevas y se dirijan a la
prisión. Después de que se hayan devorado hasta
la última gorgonia, los echamos de allí.
Neela parpadeó.
—Un momento, Kora, ¡pensé que habías dicho que
era muy sencillo!
—Lo es, en teoría. El problema es la ejecución.
Si funciona, sin embargo, liberaré a mi gente y
tú conseguirás tu piedra de la luna.
—¿Y si no funciona? —preguntó Neela.
—Si no funciona —respondió Kora encogiéndose de
hombros—, estamos muertas.

TREINTA Y DOS
—Justo al sur, dijo el caracol. No dijo sur
suroeste, ni sur sureste. Justo al sur. ¡Tiene
que ser aquí! —se dijo Serafina a sí misma.
Había llegado a las aguas de las afueras de
Saintes-Maries hacía cuatro horas, después de
haber nadado durante días, y había estado
buscando al Deméter todo ese tiempo.
—¿Habré entendido mal esta cosa? —se preguntó en
voz alta, mirando otra vez la brújula que
Fossegrim le había prestado.
Según el instrumento, ella estaba en el lugar
correcto. Desafortunadamente, el Deméter no
estaba allí.
La sobrecogió un pensamiento aterrador: ¿y si
Traho ya lo había encontrado? ¿Y si Mfeme, de
alguna manera, lo había subido a bordo de uno de
sus enormes barcos arrastreros? Eso explicaría
por qué no se lo veía en ningún lado.
Sera estaba considerando esta posibilidad cuando
sintió vibraciones en el agua. Apenas unos
segundos después, algo pasó sobre su cabeza.
Miró hacia arriba justo a tiempo para ver dos
vientres blancos que nadaban encima de ella.
Eran tiburones. Tiburones grandes.
El corazón de Serafina dio un vuelco. Eran
tiburones tigre, que solían atacar a las
sirenas. Dieron la vuelta y comenzaron a nadar
de regreso hacia ella, cobrando cada vez más
velocidad. Esperando ahuyentarlos, buscó la
poción de lenguado de Moisés del mar Rojo que le
había dado Vrája, pero recordó que ya no le
quedaba más; la había usado para los jinetes de
la muerte. Miró el lecho marino, esperando
encontrar algún lugar para esconderse —una
cueva, un arrecife de coral, algo—, pero todo lo
que había allí era un matorral de kelp. ¿Podría
llegar a él antes de que la atacaran los
tiburones?
Con su corazón golpeándole el pecho. Sera se
sumergió. Los tiburones la siguieron. Podía
sentir cómo descendían, surcando el agua,
ganando terreno a cada segundo. Diez metros,
cinco metros, tres metros... y ya estaba en el
matorral de algas, tratando de alcanzar el fondo
para echarse sobre el lecho marino. Pero no
había fondo. No había nada.
De pronto. Sera se dio cuenta de que se hundía
entre las hojas de las algas; estaba cayendo en
un barranco profundo y negro. Las verdes frondas
eran tan densas que lo habían ocultado a sus
ojos. Frenó la caída, giró sobre sí misma y miró
hacia arriba. Los tiburones estaban nadando
sobre su cabeza, pero no la perseguían. Algunos
débiles rayos de luz penetraban el matorral.
Hizo una bola con ellos y la ocultó en su mano.
Luego miró nuevamente hacia el barranco y casi
la dejó caer de la sorpresa.
El barco naufragado yacía en el fondo, inclinado
hacia un lado. Si los tiburones no la hubieran
perseguido hasta el barranco, nunca lo habría
encontrado. El barco estaba asombrosamente bien
preservado.
Eso debería haber sido una advertencia para
Sera, pero ella estaba tan emocionada por haber
encontrado los restos del naufragio que no
registró el hecho de que los mástiles, los
aparejos y la cubierta aún se veían en buen
estado a pesar de que habían pasado
cuatrocientos años.
Sera observó que la nave era una carabela de
tres mástiles, un barco que usaban los españoles
hacía siglos. Era ligero, elegante y
medía cerca de dieciocho metros de eslora,
justamente el tipo de barco maniobrable y rápido
en el que viajaría una princesa temerosa de un
ataque pirata. Tenía que ser el Deméter.
Cuando se acercó, vio que el casco estaba
plagado de agujeros. Espió dentro de uno de los
orificios y vio cangrejos que se escabullían
sobre canastas y barriles de vino y de agua.
Había cálices y platos de plata en el piso de la
bodega. Baúles de madera, iguales a los que
usaban antiguamente los terra para guardar la
ropa, estaban caídos por todos lados, como los
ladrillos de un edificio en ruinas. ¿Estas cosas
podrían haber pertenecido a la infanta?
¿Estarían sus restos a bordo del barco?
¿Encontraría el diamante azul de Neria? Sera
escudriñó en busca de huesos humanos, pero no
vio ninguno. Tendría que entrar y registrar el
resto de la nave.
Los agujeros en el casco eran demasiado pequeños
para que ella pudiera entrar, por lo que decidió
nadar hacia la cubierta y entrar por allí. Miró
hacia arriba, lista para dirigirse a la borda, y
se detuvo, congelada en el lugar.
Alguien estaba parado en la cubierta del barco,
observándola. Era una joven con encantadores
ojos negros. Era bella, pálida. Y estaba muerta.
La reconoció inmediatamente por la pintura del
duca. El estómago de Sera se le retorció del
miedo. Era la infanta. El Deméter era un barco
fantasma.
Sera corría un gran peligro.

TREINTA Y TRES

El fantasma continuó observando a Serafina sin


decir nada.
Sera sabía que debía alejarse lo más rápido que
pudiera. No era ninguna de esas tontas rusalkas,
el fantasma era algo mucho peor. Pero no podía
irse; necesitaba el diamante de Neria. Decidió
hablarle al espectro, aunque debía tener mucho
cuidado. Los fantasmas de los naufragios eran
traicioneros. Tenían hambre de los vivos.
Añoraban sentir el latido de un corazón
viviente, la sangre corriendo por las venas. Su
contacto, si se prolongaba, podía ser letal.
Moviéndose despacio, Sera nadó hacia arriba por
el costado del barco. Cuando alcanzó la
cubierta, hizo una profunda reverencia. La
infanta podía estar muerta, pero aún era de la
realeza, y Sera sabía que debía mostrarle el
debido respeto.
—Salve, María Teresa, la infanta más noble y
estimada de España. Soy la Principessa Serafina
di Miromara, hija de la Regina Isabella —habló
Sera, tratando de mantener la voz firme—. He
arribado por un asunto de estado y humildemente
le ruego me dé su permiso para abordar vuestra
nave.
—Salve, Serafina, principessa di Miromara —dijo
la infanta con una voz que sonaba como una
ventisca cortante—. Tiene mi permiso para
abordar.
Gracias al lazo de sangre. Sera había podido
dirigirse a la infanta en español. Apoyó la bola
de luz que llevaba en su mano sobre la borda y
luego nadó hasta abordar el barco, con mucho
cuidado de dejar una amplia distancia entre ella
y el fantasma.
—¿Por qué ha venido sola? ¿Dónde está vuestra
corte? —preguntó la infanta.
—Mi corte ya no existe. Su Alteza. A mi madre se
la llevaron. Mi reino fue invadido —respondió.
Los ojos de la infanta se oscurecieron.
—¿Quién hizo una cosa tan terrible? —preguntó.
Serafina le relató lo que había pasado en
Miromara y por qué había sucedido. Le contó del
monstruo en el mar del Sur y cómo los invasores
buscaban los seis talismanes que se necesitaban
para liberarlo.
—Vuestro magnífico diamante azul es uno de los
talismanes. Su Alteza —dijo—. Creo que se lo
entregó mi antepasada, la Regina Merrow, a uno
de vuestros ancestros. He venido para
solicitárselo. Lo necesito para impedir que los
invasores de mi reino desaten un inmenso mal
sobre los mares.
—Usted está pidiendo un gran favor ¿Qué estaría
dispuesta a dar a cambio? —inquirió la infanta.
—Otro gran favor —replicó Serafina.
—Por favor, siéntese a conversar conmigo,
principessa. Hace mucho que no tengo compañía. —
La infanta se acomodó sobre la borda y le hizo
un gesto a Serafina, invitándola a unírsele.
Serafina obedeció, dejando varios metros de
barandilla entre ellas. Se sentó sobre el borde,
lista para huir si era necesario. Sabía que
estaba jugando con la muerte. Si la infanta se
abalanzaba sobre ella, si la agarraba y la
sujetaba contra su cuerpo. Sera nunca dejaría el
barco.
—La Lágrima de la Sirena —dijo la infanta con
tristeza—. Así llamaba mi familia el famoso
diamante. Mi madre me lo regaló en ocasión de mi
decimosexto cumpleaños. —Su sonrisa se
desvaneció. Usted debe tener más cuidado con lo
que pide, principessa. Esa hermosa joya me costó
la vida.
La infanta se acercó a Serafina.
—Yo estaba comprometida con un príncipe francés
—relató—. Se planeó que la boda fuera en Aviñón.
Zarpé hacia Francia en el verano del año en que
cumplí dieciocho. Nos dirigíamos a Saintes-
Maries cuando el primer oficial dio la alarma.
Habían avistado el barco de Amarrefe Mei Foo.
Conocía ese nombre. Todos lo conocían. Mei Foo
era despiadado y cruel, un asesino. Su barco se
llamaba Shayú. Todos sabían que el diamante era
parte de mi dote. Sabía que él se lo llevaría. Y
a mí con él.
La infanta se alisó su falda y luego continuó.
—Juré que no me raptaría. Era una princesa de
España que estaba destinada a casarse con un
príncipe francés, no una zorra para calentar el
lecho de un pirata. Nuestro capitán hizo lo que
pudo para escapar de Mei Foo, pero fue inútil.
Yo sabía lo que tenía que hacer. Esperé hasta
que el Shayú apareciera al lado de nuestro
barco, hasta que Mei Foo pudiera verme. Entonces
pedí que me trajeran a Miha, mi halcón hembra.
Me saqué el collar y se lo di. ¡Vuela!, le
ordené, Miha se elevó sobre el agua con el
diamante. Mei Foo también tenía un ave, un ave
de presa grande y negra. La envió a atacar a mi
halcón, Miha era rápida, pero el ave demoníaca
del pirata lo era más. Cuando estuvo cerca, Miha
dejó caer el collar. El ave de Mei Foo trató de
sumergirse en su busca, pero Miha luchó contra
ella. Resultó muerta; sin embargo, había logrado
impedir que el ave consiguiera la piedra
preciosa, que se hundió en el mar. Los chillidos
que dio ese pájaro malvado no fueron nada en
comparación con los gritos de Mei Foo. Me burlé
de él, diciéndole que un pulpo usaría mi
diamante, pero que al menos no estaría en sus
sucias manos de ladrón.
La infanta estiró un brazo grácil y posó su mano
exangüe sobre la borda, a apenas centímetros de
la mano de Serafina. Fascinada por la historia.
Sera no se dio cuenta.
—Puse tan furioso al pirata que no me llevó
consigo —continuó la infanta—. En su lugar, me
asesinó. Eso era lo que yo deseaba. Abordó el
Deméter y se llevó a la tripulación y a mis
damas para venderlos como esclavos. Luego me
encerró en mi camarote, volvió a su barco y dio
órdenes de que bombardearan mi nave.
La voz de la infanta vaciló. El dolor de sus
recuerdos se reflejaba en su rostro.
—Aún puedo oír el sonido del disparo de cañón.
Puedo oler la pólvora. Me enfrenté a la muerte
con valentía, como debe hacerlo una princesa de
España. Había esperado que Mei Foo me disparara,
que mostrara algo de compasión por mí, pero no
lo hizo. Ahogarse no es una muerte sencilla. —
Volvió sus ojos oscuros y muertos hacia Serafina
—. Después de escuchar mi historia, ¿todavía
desea llevarse la joya? Los invasores de los que
usted habla seguramente tratarán de robársela,
como lo hizo Mei Foo. Puede costarle la vida,
también.
—Todavía deseo llevármela. Me dijo dónde está el
diamante, en el fondo del mar. ¿Podría decirme
ahora cuán lejos voló Miha? ¿Y en qué dirección?
Me llevará un tiempo encontrarlo, creo, y no
tengo mucho.
El fantasma rio.
—Oh, mas principessa, no le dije dónde está el
diamante.
—Pero lo hizo. Su Alteza —replicó Serafina,
confundida—. Dijo que Miha lo había dejado caer
al mar.
—Le dije que Miha dejó caer el collar que le di.
Ese collar era falso. Había escondido el
diamante verdadero para salvaguardarlo. Aún está
a bordo de este barco.
El corazón de Sera dio un salto por la
excitación. El diamante estaba aquí. ¡El
talismán de Merrow estaba a bordo del Deméter!
—¿Me permitiría llevármelo? —preguntó.
—Por un precio.
—Lo que pueda ofrecerle, se lo daré.
—¿Qué tal su vida? —inquirió la infanta,
adelantándose para tocar la mejilla de Serafina.
Sus dedos se detuvieron a apenas centímetros del
rostro de la sirena.
Serafina se dio cuenta demasiado tarde de que
había dejado que la infanta se acercara
demasiado, pero no dio un respingo, se mantuvo
en su lugar. Sintió que el fantasma estaba
estudiándola, probándola. Sabía que no podía
mostrar cobardía.
—Sí, Su Alteza. Si eso es lo que debo sacrificar
para salvar a mi reino contestó.
La infanta asintió con la cabeza en signo de
aprobación. Retiró la mano.
—Usted tiene un corazón fuerte, principessa. Y
un espíritu valiente —habló—. Necesitará ambos,
porque quiero volver a mi hogar, y le solicito
que me lleve allí.
Serafina sintió como si le hubieran quitado el
aliento. El pedido de la infanta era una
sentencia de muerte. Sabía, como todas las
sirenas, que el agua atrapaba las almas humanas.
Si un humano moría en la superficie, su alma se
liberaba, pero si se ahogaba en sus
profundidades, su alma quedaba atrapada y se
convertía en un fantasma.
Ningún alma quería que la atrapen. Se rebelaba
contra su destino. La fuerza de esa rabia
determinaba el poder de un fantasma. Las aguas
inquietas, como aquellas de la costa con el
reflujo y el ritmo de las mareas, o los saltos
apresurados de los ríos, disipaban la rabia. Los
espíritus de esas aguas, como las rusalkas,
tendían a ser débiles. Podían dar cachetazos o
pellizcar, pero nunca matar. Podían robar
objetos a los seres vivientes, pero no podían
controlarlos. Recorrían libremente las aguas
donde habían muerto y eran más una molestia que
una amenaza.
Los fantasmas de los naufragios eran, sin
embargo, fuertes. Una nave tan bien construida
que podía evitar que las aguas del océano
entraran podía también atrapar un alma dentro de
ella. La feroz fuerza vital que manaba de un ser
humano en el momento de su muerte no se disipaba
a bordo de un barco, sino que se concentraba al
quedarse atrapada en un camarote, una litera o
las galeras. Se entrelazaba con el barco,
envolviendo sus vigas de madera o fundiéndose en
el metal de su casco; esta es la razón por la
cual los barcos fantasma no se pudren ni se
oxidan. Perduran, en cambio, aprovechando el
poder de las almas a bordo. Y las almas
perduran, también, atrapadas para siempre en sus
naves.
A menos que una criatura viviente estuviera de
acuerdo en liberarlas.
—He estado atrapada en este barco por
cuatrocientos años —dijo la infanta—. Suspiro
por el sol, por el cielo azul, por los vientos
cálidos de España. Añoro el aroma del jazmín y
de las naranjas. Quiero ser libre, principessa.
Quiero irme a casa. Si accedía al pedido de la
infanta, Serafina tenía que tomar la mano del
fantasma y nadar con ella hasta España. Sabía
que tenía escasas posibilidades de sobrevivir al
viaje, porque el contacto de un espectro
absorbía la vida de los seres vivientes, poco a
poco, hasta que no quedaba nada.
Sera sabía, de las historias que se contaban
sobre los fantasmas de los naufragios, que los
vivos podían soportar minutos, incluso horas, de
ese contacto, ¿pero días? Nadie había
sobrevivido tanto tiempo.
Usted tiene un corazón fuerte, había dicho la
infanta. «¿Es lo suficientemente fuerte?», .se
preguntó Serafina.
—-¿Su respuesta, principessa?
—Mi respuesta es sí—contestó Serafina.
El diamante estaba escondido debajo de una tabla
del piso del camarote de la infanta. Serafina
nadó debajo de la cubierta. Usando un cuchillo
que había encontrado en las galeras del barco,
comenzó a arrancar las tablas y, de pronto, ahí
estaba, brillando ante sus ojos; la Piedra de
Neria. Era un diamante claro, de un azul
profundo, tan grande como el huevo de una
tortuga. Serafina había visto muchas joyas—los
cofres de su madre estaban llenos de ellas—,
pero nunca había visto nada como el diamante de
la diosa.
Cuando lo levantó, sintió cómo su poder se
irradiaba a su mano. La sensación era excitante
y aterradora a la vez. Rápidamente, la dejó caer
dentro de su bolso. Aunque no lo tocara más, aún
podía sentir su poder.
—Lo ha encontrado —dijo el fantasma cuando Sera
volvió a ella—. Espero que la ayude en vez de
causarle daño.
Serafina reunió ánimos. Ahora debía cumplir con
su parte del acuerdo.
—Su Alteza —dijo, ofreciendo su mano.
La infanta la tomó y Serafina arqueó la espalda,
dando un grito ahogado. Era como si el fantasma
hubiera entrado en su cuerpo y hubiera tomado su
corazón con una mano helada. El barco gruñó y se
sacudió en protesta, como si supiera que la
infanta lo iba a abandonar. Una gran grieta
dividió su cubierta. Una parte de un mástil se
rompió y se estrelló contra el lecho marino.
Sera sintió cómo le fallaba el corazón; sintió
cómo su respiración se hacía más lenta. Durante
unos segundos, el mundo y todo lo que había en
él se volvieron de color gris.
«¡Pelea, Serafina!», se dijo a sí misma.
«¡Pelea!».
Pensó en su madre, repeliendo a los invasores
con su último aliento para que ella, Sera,
pudiera escapar. Pensó en Mahdi, arriesgando su
vida para vencer a Traho. Vio a sus amigas,
uniéndose valientemente en el lazo de sangre con
ella, y a Vrája quedándose atrás para
enfrentarse a los jinetes de la muerte.
Y entonces reunió toda la fuerza que tenía en
su interior y nadó, arrastrando a la infanta
lejos de su barco, al mar abierto, moteado por
los rayos del sol.

TREINTA Y CUATRO

—¿Estás segura? —le preguntó Neela a Kora.


—Para nada—replicó Kora.
—Me estás dando la respuesta incorrecta.
Kora la ignoró. Era la mañana siguiente, un día
después de que Neela hubiera llegado a Nzuri
Bonde. Todos se habían levantado antes del
amanecer y habían nadado silenciosamente fuera
de la aldea. Ahora Kora estaba repasando el plan
por última vez con dos de los askari, Khaali y
Leylo. Neela había aprendido que no sólo eran
formidables guerreros, fuertes y con una
contextura sólida, sino también jinetes de
ballenas.
—Dile a Ceto que le daré las gracias en persona
cuando terminemos con esto —dijo Kora cuando
hubieron terminado de hablar. Posó su frente
sobre la de Khaali y luego la de Leylo. Los
envió a su misión y luego se volvió hacia los
otros—. Ikraan, necesitas más verde en la nuca.
Jamal, puedo ver la punta de la aleta de tu
cola. Neela... —Sacudió Ja cabeza, suspirando.
—¿Qué? —preguntó Neela, a la defensiva—. ¡Me
camuflé! ¡Estoy totalmente camuflada!
Basra gruñó.
—¡Estoy camuflada! ¡Qué tiene de malo mi
camuflaje? ¿No tienen anémonas en Kandina?
Kora cantó una copla. El púrpura brillante y las
manchas azules sobre el torso y la cola de Neela
desaparecieron. Kora cantó de nuevo e,
instantáneamente, la piel de Neela apareció
moteada con cinco tonos barrosos diferentes.
Neela se inspeccionó los brazos.
—Puaj —dijo.
—¿Prefieres que te coma los brazos un dragón? —
preguntó Basra con acritud, dándole la espalda.
—¿Prefieres que te coma los brazos un dragón? –
la imitó Neela con sorna.
La actitud arrogante de Basra la estaba
cansando.
Kora, Neela, Basra y varios otros askari estaban
en los límites de las tierras de cría de los
dragones boca de navaja. Era una barrera de
coral, un lugar rocoso, lleno de los caparazones
pútridos de las criaturas marinas. La mitad del
grupo, incluidas Basra y Neela, estaba
camuflado. La otra mitad no.
—Muy bien, el grupo camuflado se ve bien.
¿Estamos todos listos? —preguntó Kora.
Todos asintieron con la cabeza, aunque los
askari se veían más entusiasmados que Neela.
—Ya saben el plan. Nos dirigimos a las cavernas
todos juntos y después nos dividimos. Mi equipo
va a ser el señuelo para atraer a los dragones y
hacer que vayan a la prisión. El equipo de Basra
se mantiene escondido con el camuflaje. Después
de que los dragones nos empiecen a perseguir,
ellos van a buscar la piedra de la luna en la
cueva de Hagarla y van a llevarse algo del
botín. Tienes una hora, Basra, luego te
encuentras con nosotros en la presión. Si todo
sale bien, volvemos a casa nadando todos juntos.
—Kora hizo una pausa y luego gritó—: Gran Neria,
¡favorécenos!
—Gran Neria, ¡favorécenos! —gritaron en
respuesta los askari.
—Gran Neria, ¡favorécenos! —gritó Neela, a
destiempo. Trató de sonar tan ruda como los
askari, pero no tuvo éxito. Basra revoleó los
ojos.
Partieron, nadando directo hacia el corazón de
las tierras de cría. Basra y su grupo nadaban al
ras del lecho marino; Kora y su grupo nadaban en
lo alto. Todos nadaban rápido. Era lo único que
podía hacer Neela para estar a la altura de las
circunstancias. Cerca de diez minutos después,
Kora se detuvo y señaló en silencio una cueva.
La boca era ancha y alta. Alrededor de ella,
había pilas de huesos desparramados. Neela tenía
el corazón en la garganta. Una vez que los
empezaran a perseguir, Kora y su equipo debían
mantener una distancia de los dragones de al
menos tres leguas.
Y los dragones son nadadores veloces. Neela
se preguntó si volvería a ver a Kora después de
esto.
Basra y su grupo permanecían en el fondo del mar
mientras el grupo de Kora se escondió detrás de
un afloramiento rocoso. Kora no estaba con
ellos. En cambio, se ubicó a medio camino entre
la roca y la caverna. Hizo una inspiración
profunda y emitió un grito agudo de auxilio, el
sonido que hace una sirena cuando está herida.
Lo hizo nuevamente y luego una vez más, pero
nada pasó.
—Vamos, apestosa bolsa de entrañas. —Neela
escuchó la provocación—. Tú, cerebro de esponja,
aliento asqueroso, bicho de marea baja...
Entonces hubo un sonido, un golpeteo lento y
pesado que hacía temblar el suelo. Kora hizo una
sonrisa lúgubre y aulló otra vez. Unos segundos
después, Hagarla, la reina dragón, sacó la
cabeza fuera de la cueva.
—-¡Mis dioses! —susurró Neela.
—Cálmese, princesa —le advirtió Basra.
—Déjame tranquila, cara de tiburón —dijo Neela,
cansada de sus comentarios sarcásticos.
Basra le echó una mirada asesina, pero Neela no
se dio cuenta. Sus ojos, tan grandes como valvas
de abulón, estaban fijos en el dragón.
Hagarla tenía el tamaño de una ballena pequeña.
Su piel escamosa tenía el tono negro azulado de
un moretón y su abdomen, el color de la piel de
un hombre ahogado. Seis ojos amarillos con
negras rajas horizontales por pupilas observaban
desde una enorme cabeza de serpiente. Una negra
lengua bífida se asomaba en sus labios. El
dragón rugió con fuerza, y Neela vio que tenía
varias filas de dientes afilados en sus
mandíbulas. Bajaban en espiral por toda su
garganta y tenían pegados los trozos sangrientos
de su última comida.
Kora aulló de nuevo. La cabeza de Hagarla dio un
giro brusco y sus ojos se estrecharon cuando vio
a Kora. El dragón tensó todo su cuerpo y saltó
hacia ella, pero Kora salió disparada. Otros
dragones salieron de sus cuevas. Hagarla giró
sobre sí misma y les rugió, celosa de su presa,
aunque ellos también querían comerse a Kora, por
lo que se unieron a la persecución.
Cuando Kora dio la señal, el resto de su grupo
salió de detrás de la roca, todos gritando,
entre alaridos ululantes. Tal aparición volvió
locos a los dragones. Una decena de ellos
saltaron hacia las sirenas. Kora y sus guerreros
salieron a toda velocidad y los dragones los
siguieron, propulsándose con sus enormes alas
semejantes a una mantarraya,
—¡Vamos! —Basra hizo una seña para que su grupo
entrara a la caverna.
Dentro de la cueva de Hagarla, el olor de la
carne podrida era insoportable, y Neela pensó
que se desmayaría. Dejó de pensar en las náuseas
y siguió nadando, tratando de mantenerse
concentrada en su misión, A unos veinte metros
en el interior de la cueva, el pasadizo se
ensanchó y se encontraron dentro de una caverna
grande, cuyo techo alto se perdía en la
oscuridad,
—Caramba —dijo Neela, sobrecogida por la
impactante montaña de tesoros que había en ella.
Platos de oro, cálices de plata, monedas,
cristalería, jarrones de porcelana, armaduras,
joyas, copas de metales preciosos, pedazos de
espejos, figuras de bronce, estatuas de mármol y
alabastro, trozos de obsidiana, malaquita y
lapislázuli, varios autos, unas pocas
bicicletas, cafeteras cromadas, cubiertos, hilos
de perlas, espadas, tijeras…todo lo que brillara
o fulgurara había sido apilado en esa pequeña
montaña.
—Naasir, toma algo del botín —ordenó Basra—.
Todos los demás, empiecen a buscar.
Naasir sacó una bolsa de malla de su bolsillo y
comenzó a llenarla. Los otros se zambulleron
dentro de la pila de tesoros.
Neela empezó a apartar las piezas del tesoro de
la pila con su cola.
—¿Cómo se supone que encuentre la piedra de la
luna en medio de todo esto? —preguntó.
—Empieza por el cofre de Hagarla. Está junto a
su nido. Ella guarda lo mejor allí. Apúrate. No
tenemos mucho tiempo —dictaminó Basra.
Neela encontró el cofre y dejó caer la tapa
hacia atrás. Sacó collares, coronas doradas,
gemas, hilos de perlas tan largos como su cola,
uno tras otro. Unos minutos después, había
llegado al fondo del cofre sin haber encontrado
la piedra de la luna.
—Ve a ayudar a los demás a buscar en la pila -—
dijo Basra. Ella misma estaba examinando los
bordes del nido de Hagarla.
—¡Eh! —Se oyó una voz amortiguada—. ¡Creo que la
encontré!
—¿Ikraan? —llamó Basra—. ¿Eres tú? ¿Dónde estás?
—Al otro lado de la montaña de tesoros.
—¿Qué esperas? ¡Toma la piedra de la luna!
—Este... no creo que pueda, jefa —respondió
Ikraan,
Neela y los otros dejaron caer lo que tenían en
sus manos y nadaron sobre la pila de tesoros,
Ikraan estaba flotando arriba de otro nido. Allí
dentro había seis dragones de mar bebés que
forcejeaban entre ellos, cada uno tan grande
como un tiburón blanco.
Uno de ellos tenía un cetro entre sus grandes
garras negras. Otro tenía una lata de gaseosa.
Otro un espinoso erizo de mar, otro una máscara
para bucear, otro la cabeza de un buceador… y
otro, la piedra de la luna,
Neela contuvo la respiración cuando la vio. Era
el talismán de Navi, estaba segura de ello. Era
del tamaño de un huevo de albatros, de cerca de
quince centímetros de largo. Su color era azul
plata y brillaba desde el interior.
—¿Ni son lindos? —dijo Basra, ácida—. Están
durmiendo con sus ositos de peluche.
Los dragones bebés los escucharon y sisearon.
Uno trató de arrastrarse fuera del nido,
arañando las paredes.
—¿Cómo vamos a quitarles la piedra de la luna? —
preguntó Naasir.
Neela tuvo una idea. Empezó a cantar, con un
tono bajo y suave.
—¿Qué? —exclamó Basra—¿Qué vamos a hacer con tus
cantos? Tenemos que sacarlos del nido, uno por
uno.
—¡No, espera, Basra! —soltó Naasir—. ¡Mira!
Los dragones bebes estaban meciéndose hacia
adelante y hacia atrás. Habían dejado de sisear.
Sus párpados escamosos cayeron sobre sus ojos
amarillos. Neela les estaba cantando una antigua
canción de cuna matalina, una que su madre le
cantaba cuando era pequeña. Después de unos
minutos, estaban casi profundamente dormidos,
cuando uno de los dragones golpeó a otro porque
sí. Todos comenzaron a forcejear y sisear de
nuevo, pero Neela continuó cantando, y
finalmente, después de un rato, se durmieron.
—¡Buen trabajo! —susurró Ikraan.
Neela dejó de cantar y nadó hacia el nido. Era
su tarea conseguir la piedra de la luna, y de
nadie más. Se quedó inmóvil cuando uno de los
dragones bebés se revolvió en el nido, luego
nadó por encima del dragón que tenía consigo la
piedra, apretándola contra su pecho. Lenta y
cuidadosamente, Neela desprendió las garras del
dragón del talismán y lo tomó. Luego giró hacia
las otras sirenas y sonrió.
Cometió un gran error.
Un rayo de dolor golpeó su espalda, repentino y
cegador, y la hizo gritar. Dejó caer la piedra
do la luna. El dragón bebé al que le había
quitado su juguete le había clavado las garras.
Siseó furioso y luego se arrojó en busca de la
joya. De la piel desgarrada de Neela manaba
sangre, que se arremolinaba en el agua. El ruido
de su hermano y el olor de la sangre despertaron
a los demás dragones. Sus ojos se abrieron
rápidamente y sus lenguas se asomaron entre sus
labios, y empezaron a arrastrarse fuera del
nido.
Con un dolor indescriptible, Neela nadó en
picada y recuperó la piedra de la luna. Tan
pronto la tuvo entre sus manos, Ikraan y Basra
la agarraron. Naasir y Jamal tomaron piezas del
tesoro del montículo de Hagarla y las arrojaron
contra los dragones bebés, haciendo que las
criaturas volvieran al nido. Furiosos por haber
sido privados de un sabroso y sangriento bocado
y bombardeados con objetos contundentes,
empezaron a gemir y gruñir con fuerza.
—Vamos, tenemos que irnos. ¡Ahora! —ordenó
Basra.
Neela y los askari salieron disparados. Nadaron
lejos del nido, sobre la pila de tesoros, a lo
largo del pasadizo hacia la boca de la caverna.
—Agradezcamos a los dioses que son demasiado
pequeños para perseguirnos —expresó Ikraan,
mirando detrás de su espalda. Todavía agarraba
con fuerza el brazo de Neela.
Basra, lejos de ellos, se detuvo de golpe.
—-Pero él no —dijo.
Adelante, de pie en la boca de la cueva, había
un dragón macho. Eras más pequeño que Hagarla,
pero no mucho. Les gruñó a las sirenas,
aplastando las orejas.
—Nademos de regreso donde está el tesoro. Muy,
muy lento —dictaminó Basra en voz baja—. Es
nuestra única oportunidad para salvarnos.
Las sirenas le obedecieron, con sus ojos puestos
en el dragón. La criatura las siguió, sacudiendo
la cabeza de lado a lado. Hilos plateados de
saliva caían de su mandíbula. A Neela le pareció
una eternidad hasta que llegaron al tesoro, pero
apenas les había tomado unos segundos.
—Sepárense y échense al suelo —ordenó Basra.
Así lo hicieron, y su camuflaje las disimuló
entre el barro y las malezas del piso de la
cueva. Confundido, el dragón se paró en seco.
Husmeó el agua y luego corrió hacia Neela,
sintiendo el olor de su sangre. —¡Eh! ¡Eh, tú,
cerebro de barro! ¡Aquí! —exclamó Basra.
Los ojos del dragón se entrecerraron. Arremetió
contra ella, con la mandíbula abriéndose y
cerrándose con un chasquido seco. Basra salió
disparada hacia atrás, fuera del alcance de la
criatura.
—¡Salgan de aquí, todos ustedes! —gritó ella,
haciendo que el dragón se alejara del pasadizo.
Naasir, aún con una bolsa llena de tesoros
robados, corrió para salir por él, pero el
dragón lo percibió. La criatura giró sobre sí y
movió su enorme cabeza en dirección al hombre
sirena. Naasir se zambulló debajo del pecho del
dragón, entre sus piernas, evitando por unos
centímetros su mandíbula batiente. Trató de
llegar al pasadizo, pero el dragón lo bloqueó,
rugiendo de furia.
Ikraan insultó.
—Nunca podremos salir de aquí —dijo—. Basra,
mantenlo ocupado. Voy a tratar de engañarlo para
que vaya hasta el nido, al otro lado de la pila
de tesoros. Todos los demás, estén listos para
salir
Mientras Basra aplaudía para atraer la atención
del dragón, engañándolo para que fuera contra
ella, Ikraan nadó disparada hacia atrás, tomó
una caja enjoyada del montículo y nadó hacia el
nido. Neela no podía ver lo que ella estaba
haciendo, pero dos segundos después, escuchó
chillar a un dragón bebé. «Ikraan debe de haber
arrojado la caja y golpeó a uno de los
cachorros», pensó.
Al oír el chillido, el dragón macho rugió. Le
dio la espalda a Basra y se trepó sobre la
montaña de tesoros.
—¡Váyanse! —gritó Ikraan desde el nido—. ¡Salgan
de aquí!
Basra tomó el brazo de Neela y tiró de ella
hacia el pasadizo.
—¡No podemos dejar a Ikraan! —exclamó Neela.
—¡No tenemos otra opción! -—aulló Basra—. ¡Si
volvemos por ella, podemos morir todos!
Neela no quería irse con Basra. Quería volver a
buscar a Ikraan. Pero Basra la agarraba con la
fuerza de una prensa, y Neela estaba demasiado
débil por la pérdida de sangre para liberarse.
Sabía que los askari estaban entrenados para
dejar atrás a uno de los suyos si por salvarlo
se ponían todos en peligro. Era más importante
la supervivencia del grupo que la del individuo.
Si Basra no podía salvar a Ikraan, ¿cómo podía
hacerlo Neela? Basra era mucho más fuerte que
ella y ya había tomado una decisión,
«Siempre alguien decide por mí», pensó Neela
mientras Basra seguía arrastrándola hacia el
pasadizo. «Mis padres. Suma. Mis profesores. El
gran visir. Incluso el subasistente».
Ellos decidían lo que ella debía hacer. Lo que
debía vestir. Lo que debía estudiar. Dónde debía
ir. Lo único que podía decidir ella era qué
gusto de bing bang iba a comer.
Entonces se los comía. Uno tras otro. Más y más.
Se tragaba su frustración y su enojo. Se
distraía de su dolor con envoltorios brillantes.
Comía golosinas para poder seguir siendo dulce.
Para poder seguir sonriendo, asintiendo,
brillando... pero sólo un poco; no le estaba
permitido brillar demasiado.
Siempre alguien decidía por ella. Ella, nunca.
Con un grito salvaje, se liberó de Basra y nadó
de regreso a la cueva.
—¡Neela, detente! —le ordenó Basra.
Pero Neela no la escuchó. El talismán, pesado en
sus manos, ya no tenía el mismo color pálido.
Tampoco Neela. Ambos estaban brillando con un
color azul cobalto. Ella se apresuró para llegar
a la pila de tesoros. Cuando llegó a la cima,
vio a Ikraan, que yacía aturdida en el piso,
cerca del nido. El dragón debía de haberla
noqueado. Estaba avanzando hacia ella ahora,
chasqueando su cola, descubriendo sus horribles
dientes.
Sin saber muy bien lo que hacía, Neela tomó la
piedra de la luna y con una mano la puso
enfrente de ella. De la piedra emanaban manojos
de luz, que se curvaban como volutas en el agua.
Enrolló las madejas de luz con la otra mano
hasta que logró armar una gran bola brillante.
El dragón estaba de pie frente a Ikraan ahora;
abrió su boca y le siseó. ¡Eh, monstruo feo!
¡Por aquí! – gritó Neela. El dragón miró hacia
ella y recibió una bomba de luz directamente en
el rostro. Gruño de dolor y cayó hacia atrás,
cubriéndose los ojos con sus garras. Neela metió
la piedra de la luna en su bolsillo y se
apresuró para llegar junto a Ikraan.
—¡Levántate! ¡Rápido! —le dijo, tomando el brazo
de Ikraan.
La sirena se irguió, atontada. Neela se puso el
brazo de la askara alrededor de su cuello y
nadaron juntas sobre la montaña de tesoros. El
dragón estaba enceguecido, poro todavía podía
usar su sentido del olfato. Trepó la pila,
tratando de atacarlas, pero erró el golpe.
Perdió el equilibrio y cayó hacia atrás,
arrastrando una tonelada de tesoros sobre su
cabeza.
Neela e Ikraan huyeron hacia la boca de la
caverna. Basra y los demás estaban esperándolas
allí. Basra estaba furiosa. Tomó a Ikraan con
una mano y a Neela con la otra y nadó con todas
sus fuerzas, gritándole a Neela durante todo el
camino. A Neela le importaba un bledo. Ikraan
estaba con ellos. Viva.
Después de media hora tensa, conteniendo el
aliento, habían salido de las tierras de cría.
Basra frenó en un arrecife y guio a todos debajo
de un saliente del coral, donde estarían a
salvo. Inmediatamente, Naasir empezó a limpiar y
vendar las heridas de Neela. Los askari siempre
llevaban algunos medicamentos y vendas consigo,
y reunieron varios paquetes para ocuparse de la
espalda de la sirena. Naasir trató de ser
delicado, pero las heridas de Neela eran
profundas y sus cuidados le dolían. Neela dio un
respingo, pero no gimió. Cuando él terminó de
limpiarle las heridas, buscó algunas hojas de
Kelp para atárselas en la espalda a fin de
mantener las vendas en su lugar.
—Ya limpié los arañazos, pero debes ver al
sanador tan pronto como regresemos a Nzuri
Bonde. Las garras de los dragones están sucias.
Tenemos que asegurarnos de que los cortes no se
infecten —le informó a Neela,
—Amiga, van a quedarte unas cicatrices bastante
grandes —afirmó Ikraan.
Neela giró para mirarla, asombrada por la nota
de admiración que había en su voz.
—Casi suenas envidiosa. No entiendo por qué —
respondió—. Nunca más podré ponerme un vestido
con la espalda descubierta..,
—¡Claro que te envidio! No hay nada más sexy que
las cicatrices que te hace un dragón, por lo
menos para la gente de Kandina. A la mayoría de
las sirenas que se acercan tanto a un dragón,
las terminan devorando. ¡Y mejor si usas un
vestido con la espalda descubierta! Te lo estoy
diciendo, una vez que te cures, todos los chicos
sirena en Nzuri Bonde estarán detrás tuyo.
¿Verdad, Naas?
Naasir sonrió con timidez. Terminó de atarle las
hojas de kelp.
—Por ahora, esto será suficiente. Tenemos que
llegar a la prisión —dijo.
Mientras Naasir estaba curando a Neela, Basra se
sentó sola en un rincón, en el borde del
saliente. Ni siquiera se acercó para ver si
Neela estaba bien. Mirándola ahora, silenciosa y
con la cara inmóvil como piedra, Neela sintió
una ola de irritación. Había arriesgado su vida,
recibido un golpe del dragón y salvado a Ikraan.
¿Qué más tenía que hacer para probarle su valor
a esta sirena? Harta, nadó hacia ella.
—Salvé a tu amiga, ¿sabes? Estaba por ser comida
para bebés —le dijo—. Lo mínimo que puedes hacer
es agradecerme.
Basra, mirando todavía hacia adelante, sacudió
la cabeza.
—No, Neela —respondió—. Salvaste a mi hermana.
Entonces se levantó, se sacó su brazalete —el
que estaba hecho de coral con todas las muescas
que indicaban los dragones que había matado— y
la colocó en el brazo de Neela.
—No combina con tu ropa, pero espero que
igualmente lo uses —habló.
Neela miró el brazalete y luego se tragó el nudo
que se le había formado en la garganta.
—Ya no está de onda combinar la ropa —afirmó—.
Este año están de moda los contrastes.
Basra apoyó la frente contra la de Neela.
—Gracias —dijo Neela—. Llevaré este brazalete
siempre conmigo. Es totalmente invencible.
Basra sonrió.
—Lo es, sí —contestó—. Igual que tú.

TREINTA Y CINCO
Kora, con los brazos cruzados sobre el pecho,
hizo una sonrisa amplia al admirar la carnicería
que tenía frente a ella.
Si estaba cansada por su carrera de tres leguas
con Hagarla, no lo parecía. Ella y su grupo
habían hecho que los dragones fueran hacia la
prisión. Tan pronto como Hagarla vio las
gorgonias, dejó de perseguir a las sirenas, que
eran difíciles de atrapar, y atacó a las medusas
en su lugar.
Ella y los otros dragones boca de navaja estaban
dándose un festín frenético. Las gorgonias se
defendían, lanzándoles sus poderosos tentáculos,
aunque los dragones apenas sentían las picaduras
a través de sus gruesas escamas. Los guardias de
la prisión trataron de hacer que las gorgonias
se mantuvieran en su lugar, pero no lo lograron;
las gorgonias rompieron filas y los guardias
abandonaron sus puestos. Mientras ellos huían,
Nadifa y cuatro askari más se lanzaron a través
de lo que quedaba del cerco y guiaron a los
aterrorizados prisioneros a las barracas.
—Ahora viene la parte difícil —dijo Kora.
—Claro —respondió Neela—. La parte difícil.
Porque todo fue pan comido hasta ahora.
—Khaali, Leylo y Ceto están en su posición y nos
esperan al norte de aquí —comentó Kora—. Basra,
espera hasta que logremos que los dragones se
vayan y luego tú, Neela e Ikraan ayuden a Nadifa
a sacar a los prisioneros. El resto de ustedes,
divídanse el tesoro y prepárense para nadar.
Naasir dejó caer el contenido de la bolsa del
botín que se había llevado de la cueva de
Hagarla. Para el momento en que Kora y varios
askari recogían los objetos brillantes, los
dragones ya habían terminado lo que se había
convertido en una matanza absoluta de las
gorgonias. Había nubes de sangre, pedazos de
carne y tentáculos retorciéndose.
—Vamos —dijo Kora, señalando las barracas.
Un puñado de dragones se estaba moviendo hacia
las edificaciones. Uno ya había aterrizado sobre
un tejado y estaba golpeándolo con su larga cola
puntiaguda.
Neela observó cómo Kora y su equipo se
preparaban.
—En sus marcas... —habló Kora.
Los askari esperaron, las cabezas hacia abajo,
luciendo como si estuvieran listos para correr
la carrera de sus vidas.
—... listos...
Las cabezas se levantaron de repente, los
cuerpos se tensaron, las colas se enroscaron.
—... ¡ya!
Los guerreros levantaron una polvareda en el
lecho marino, impulsándose en el agua. Gritaban
y se llamaban unos a otros mientras nadaban,
haciendo una conmoción que no iba a pasar
inadvertida, Al oírlos, los dragones giraron
hacia ellos.
—¡Eh, mal aliento! —le gritó Kora a Hagarla en
draca—. ¡Mira lo que tenemos! —-Levantó una copa
tachonada con piedras preciosas—. ¡La robamos de
tu cueva!
Neela comprendió lo que Kora estaba diciendo.
Otra vez, era el lazo de sangre, tenía que
serlo. Nunca había estudiado una palabra de
draca en su vida.
Los otros askari, ululando y gritando, alzaron
el producto del saqueo.
—¡Robamos el tesoro del dragón! ¡Robamos el
tesoro del dragón! —cantaron.
—¡Tu cueva está vacía! ¡El tesoro es nuestro.
Haga-imbécil! —vociferó Kora.
Los ojos de Hagarla se abrieron. Rugió fuerte,
loca de furia. Kora y su grupo surcaron el agua
y los dragones los siguieron, olvidándose de los
prisioneros.
Basra le hizo una seña a su grupo para que
nadara a la prisión. Descendieron a las
barracas, gritando que los dragones de mar se
habían ido, tratando de convencer a los
prisioneros de que los siguieran, de que
estarían seguros.
Los prisioneros estaban flacos y débiles. Los
padres abrazaban fuerte a sus hijos mientras
nadaban, llorando de alegría por haberse reunido
con ellos otra vez. Continuamente, los askari
los hacían moverse, amables pero firmes. Si los
dragones volvían de repente, todos serían
carnada.
Cuando estuvieron a una buena distancia al norte
de la prisión, Basra dijo nerviosa:
—Dónde están Khaali, Leylo y los Rorqual?
Ikraan, escuchando con atención, señaló hacia
adelante.
—¡Allí! ¡Oigo a Ceto! —replicó—. ¡Por aquí!
¡Vamos! —le ordenó a la columna de prisioneros.
Neela miró hacia donde Ikraan estaba señalando.
Vio a Khaali y a Leylo y, detrás de ellos,
suspendidas en el agua, lo que parecían varias
montañas flotantes. Más de veinte ballenas
jorobadas los esperaban. Cuando las ballenas
vieron a Basra y a los prisioneros liberados, se
dividieron en dos filas, con una amplia
distancia entre ellas,
—¡Salve, Ceto, honorable líder del clan Rorqual!
—gritó Basra en ballenés, haciendo una
reverencia a la ballena jorobada más grande—.
¡Malkia Kora le envía sus respetos y su más
profunda gratitud hacia usted y vuestra familia!
Ceto inclinó su magnífica cabeza.
—Los respetos pueden esperar, askara. Trae a tu
gente. ¡Apresúrate!
Basra y los demás guiaron a los prisioneros
liberados al espacio que se había formado dentro
del corro de ballenas, mientras Ceto y las otras
ballenas jorobadas comenzaron a cantar. Su
canción era bella, pero no estaban cantando para
complacer a su público. El canto de la ballena,
misterioso y poderoso, tenía una magia
irresistible. Las ballenas jorobadas estaban
cantando un hechizo para proteger a los
prisioneros, construyendo un campo de fuerza
sónico a su alrededor
Tan pronto como las sirenas liberadas se
ubicaron entre las ballenas, Ceto tomó su lugar
al frente y otra ballena tomó el suyo en la
retaguardia. Dos más nadaron por arriba y por
debajo de las sirenas. A una señal de Ceto,
partieron en formación. Khaali y Leylo, los
jinetes de ballenas, se sentaron sobre las dos
ballenas jorobadas que flanqueaban a Ceto,
escrutando las aguas en busca de cualquier signo
de un dragón.
Tuvieron un viaje sin incidentes y no
encontraron dragones hasta que estuvieron a
apenas una legua al este de Nzuri Bonde.
—¡Problemas adelante! —gritó Leylo.
Unos segundos después, apareció Hagarla seguida
por los otros seis dragones. Las orejas de
Hagarla estaban achatadas contra su cráneo. Su
cola daba latigazos en el agua, haciendo espuma.
Estaba buscando pelea.
—Vete, Hagarla. Te superamos en número
ampliamente —le advirtió Ceto en draca.
—No queremos pelear con ustedes, Ceto Rorqual —
siseó Hagarla—. Queremos a las sirenas.
Entrégalas y dejaremos a tu familia en paz.
—Vete por donde viniste. No tienes nada que
hacer aquí. Ni con mi familia ni con las
sirenas.
—¡Las sirenas me robaron! ¡Invadieron mi casa!
¡Molestaron a mis hijos!
—Y los alimentaron bien —dijo Ceto—. A ustedes
les gustan demasiado las gorgonias. Lo saben en
todos los mares. Váyanse. No les entregaré a las
sirenas. Para eso, deberán pelear conmigo y
perderán. Vete, Hagarla.
Los ojos de Hagarla se entrecerraron.
—¡Me lo pagarán, askari! —gruñó—. ¡Un día, muy
pronto, cuando Ceto Rorqual no esté aquí para
defenderlas!
Lanzó un rugido ensordecedor y se alejó. Uno de
los otros dragones trató de atacar a las
ballenas, pero lo frenó el campo de fuerza. Se
unió a los otros en la retirada.
Poco después del encuentro con los dragones,
Ceto y las sirenas a su cargo arribaron a Nzuri
Bonde a salvo. Los rescatistas habían instalado
carpas, comedores y hospitales para alimentar y
alojar a las sirenas liberadas. Kora se movía
entre los prisioneros, hablándoles,
escuchándolos, abrazándolos. Cuando todos
estuvieron instalados, se dirigió a Ceto.
Haciéndole una reverencia, le agradeció a él y a
su familia por haber rescatado a su gente.
—Tu agradecimiento no es necesario, malkia —dijo
Ceto—. El clan Rorqual recuerda los arpones que
tu gente nos quitó, las redes que cortaron para
liberar a nuestros hijos, los anzuelos crueles
que sacaron de nuestra carne. Los Rorqual no
olvidamos.
Kora nadó hacia la enorme criatura y apoyó su
frente contra la de la ballena. Ceto cerró los
ojos cuando lo hizo y luego se despidió.
Mientras se preparaba para irse, miró a Khaali y
Leylo, que lo habían acompañado desde que
regresaron a Nzuri Bonde. Lucían como si
quisieran algo, pero no podían reunir el valor
para pedirlo. Cómplice, Ceto los miró con sus
ojos sabios.
—Está bien —concedió—. Pero sólo una vez. Me
estoy poniendo viejo para estos trotes.
—¡Sí! —gritaron Khaali y Leylo, chocando sus
colas.
Kora sacudió la cabeza con desaprobación.
—Estos dos no crecen más —dijo—. Vamos, miremos.
—¿Miremos qué? —preguntó Neela—. ¿Dónde vamos?
—Arriba —replicó Kora.
Khaali y Leylo tomaron una de las enormes aletas
de Ceto cada uno. Ceto giró y se dirigió hacia
la superficie. Nadó cada vez más rápido. Kora,
Neela y los demás tuvieron que esforzarse para
seguirle el ritmo a la ballena. A unos pocos
metros de la superficie, Ceto se impulsó con su
monumental cola y los tres estuvieron de repente
en el aire, en un espectacular salto. Khaali y
Leylo soltaron las aletas y saltaron aún más
alto, haciendo volteretas hacia atrás en el
aire. Ceto se zambulló, y Khaali y Leylo cayeron
hacia el agua después de él, riéndose a
carcajadas y gritando como tontos.
Ceto rio también, un sonido que era tan antiguo
y profundo como el océano, y luego él y su clan
se despidieron de las sirenas. Kora, Neela y los
askari regresaron al estadio. Kora, notando la
espalda vendada de Neela, la llevó directamente
a la tienda hospital. Un sanador le quitó las
vendas a las heridas. Kora dejó escapar un
silbido cuando las vendas cayeron.
—Impresionante —dijo—. ¿Qué pasó?
Kora escuchó atentamente mientras Neela le
explicaba, observando el brazalete que le había
regalado Basra. Cuando el sanador terminó, Neela
le dio las buenas noches a Kora. Estaba exhausta
y le dolían las heridas.
—Me voy a mi cuarto —informó—. Las veré mañana.
—No —replicó Kora.
—¿No? ¿Por qué no? ¿Tienes planeado para hoy
otro rescate que desafíe a la muerte?
—Dormirás en una habitación en el ngome ya
jeshi. Es el único que está a tu altura.
Neela no entendía.
—¿El ngome ya jeshi? Pero no es...
—Sí.
—Pero Kora, yo no...
Kora sonrió. Apoyó su frente contra la de Neela.
—Lo eres ahora. Bienvenida a casa, askara.

TREINTA Y SEIS

Neela tenía hambre. Estaba hambrienta. Pero no


de un ving Bang. Había dejado Kandina hacía
cuatro días, después de una gran despedida. Kora
había nadado con ella hasta las afueras de Nzuri
Bonde.
—Nos esperan días oscuros, me temo —había dicho
en el camino. Neela había asentido con la
cabeza.
—Liberamos a tus súbditos, pero los jinetes de
la muerte pueden atacar otra vez. Y Abbadón será
liberado si no podemos encontrar una manera de
detenerlo.
—Construiremos fuertes para defendernos contra
los ataques —había dicho Kora—, y tú y los demás
deben llamarnos cuando necesiten ayuda. Siempre
estaremos para ayudarlos.
Habían intercambiado saludos y luego, mientras
Neela se alejaba, había oído que Kora le
gritaba:
—Kuweka mwanza, dada yangu, conserva tu luz,
hermana mía.
—Vamos, Ooda —habló Neela—. Veamos si podemos
encontrar algunas medusas. Un poco de algas.
Algo.
Era de noche, y las criaturas marinas se estaban
dirigiendo a las aguas más cálidas de la
superficie para alimentarse. Neela hizo lo
mismo; recogió puñados de medusas peine y se los
tragó.
Ahora tenía hambre la mayor parte de tiempo.
Había puesto a prueba a su cuerpo y este había
cambiado mucho durante las últimas semanas. El
largo viaje hasta el río Olt, la travesía por
Vadus hacia Matali y luego el viaje a Kandina
habían hecho su cola fuerte, sus brazos
musculosos, sus amplias curvas, firmes. Encontró
que ahora deseaba hojas de alga, vegetales
barrosos y proteínas crocantes —preferentemente,
aún con sus cabezas— en lugar de golosinas.
Sobre ella, flotando en la superficie, había
montones de algas rojas de aspecto sabroso. Con
cautela, levantó su cabeza, observando a su
alrededor si había algún peligro. Había un barco
grande cerca y muchos más a la distancia, pero
no eran causa de alarma. Su presencia no era
inusual, y un confuto evitaría que cualquier
terra que la viera le contara a otra persona de
su existencia.
Comió hasta llenarse, luego se zambulló. Una
hora y media después, Ooda y ella habían llegado
a las afueras de la ciudad de Matali. Sonrió
cuando vio las cúpulas doradas y las torres del
palacio. Nunca había notado con qué gracia la
pradera marina se balanceaba ondulante a lo
largo de la Corriente Real. O cómo la cúpula
central del palacio viraba del dorado al
plateado con los últimos rayos de sol antes del
atardecer. A sus ojos, su hogar lucía más
hermoso que nunca.
«Tal vez sea porque estuve muy cerca de no verlo
nunca más», pensó, recordando la cueva de
Hagarla. Estaba tan feliz de ver su ciudad y tan
aliviada de estar en un lugar seguro después de
días en mar abierto... pero cuando miró el
palacio, su sonrisa se desvaneció. Percibió
algo. De la manera en que Ava percibía cosas.
Ooda la miró, interrogante.
—No sé. Algo está diferente. Algo está mal.
La mirada de Neela vagó sobre la miríada de
edificios, torres y espirales, arcos y pórticos.
Recordó el ataque a Miromara. Había
visto la terrible destrucción causada por los
jinetes de la muerte. En apenas unos minutos,
los dragones garranegra habían destruido enormes
partes de los muros de la ciudad y habían
aplastado edificios. Aquí no había pasado nada
de eso. Todo estaba intacto. Las banderas
estaban flameando. Pese a todo, ella estaba
inquieta.
«Probablemente sea porque mis padres me van a
patear la cola», pensó. Imaginarse cómo la iban
a recibir cuando nadara dentro de la Cámara del
Emperador era casi suficiente como para volver
directo a Kandina.
Sus padres iban a estar furiosos. Querrían
explicaciones. Y ella se las daría, pero no
toleraría que le dijeran que estaba loca. Nunca
más. Había tomado la precaución de hacer que
Kora le enviara un caracol a su padre,
contándole todo lo que había pasado y pidiéndole
tropas para patrullar sus aguas y prevenir otros
ataques.
Neela había logrado lo que se había propuesto
cuando dejó su ciudad. Había encontrado la
piedra de la luna. Y encontraría una nueva
manera de hacer las cosas: su manera.
—Debo de ser yo, Ooda —dijo, finalmente,
tratando de olvidar su inquietud—. Yo soy la que
está diferente. Vamos, apurémonos.
Mientras nadaba debajo del altísimo arco que
llevaba a la corriente principal y al palacio,
Neela ensayó lo que les diría a sus padres. Tan
pronto como hablara con ellos y hubiera guardado
la piedra de la luna a salvo en las bóvedas
reales, le enviaría un caracol a Serafina y a
las demás y les diría que había hallado el
talismán de Navi.
Todo estaba muy silencioso a su paso, negocios y
restaurantes, embajadas y oficinas del gobierno.
No había mucha gente en la calle. La corriente
se había hecho más fuerte, y ella podía oír las
banderas que flameaban con ella. Esta noche
había muchas de ellas izadas. ¿Se había olvidado
de alguna fiesta?
Neela estaba tan sumida en sus pensamientos que,
al principio, no se dio cuenta de que Ooda
estaba mordiéndole suavemente la mano. Neela
siguió nadando hasta que la pequeña pez globo se
colocó directamente enfrente de su rostro y
amenazó con morderle la nariz.
—¿Qué pasa? —preguntó. No podía ver lo que podía
estar inquietando a Ooda. ¿Un banco de peces
mariposa? ¿Alguna medusa? ¿Las banderas?—. Para,
¿quieres? Estamos aquí. Ahora tenemos que entrar
y soportar a mis padres.
Visiblemente alterada, Ooda se alejó nadando.
—¡Vuelve! —gritó Neela.
Pero Ooda no escuchó. Nadó a gran altura sobre
la cabeza de Neela, hacia la punta de uno de los
mástiles. Luego nadó alrededor del poste y
alrededor de la propia bandera a una velocidad
que mareaba.
—¡Baja ahora mismo! —le ordenó Neela—. Ooda,
¡hablo en serio! Ooda, te dije que.. —Sus
palabras se desvanecieron cuando vio lo que el
pez había estado tratando de mostrarle—. Eso es
lo que era diferente —dijo, mirando fijamente la
bandera.
Era roja, como la bandera anterior, por eso no
lo había notado, pero no tenía en el centro el
blasón de la familia real matalina, el dragón
boca de navaja sosteniendo la piedra de la luna.
En su lugar, había un enorme círculo negro.
—¿Qué es esto? —se preguntó—. ¿Por qué mi padre
cambió las banderas? Nadie cambia la bandera de
su reino, a menos que...
... alguien te fuerce a ello.
Traho.
Las escamas en la espalda de Neela se erizaron.
—Está aquí, Ooda. Invadió la ciudad —murmuró—.
Los barcos que vi deben de haber sido las naves
de Mfeme. Deben de haber transportado a las
tropas do Traho.
Pero no tenía sentido. Traho estaba trabajando
para el Almirante Kolfinn. Si él había tomado la
ciudad de Matali, las banderas tendrían que ser
las de Ondalina, no estas, ¿verdad?
Tal vez Kolfinn no quería que se supiera que
Traho y Mfeme estaban trabajando para él, razonó
Neela. O, quizá, la bandera estaba para
confundir a la gente.
Neela no sabía la respuesta y no tenía tiempo
para dilucidarla. Si Traho estaba aquí, sabría
que había huido del palacio y habría adivinado
por qué. La piedra de la luna estaba en su
bolso. Una vez que la hallara a ella, le tomaría
dos segundos encontrar la piedra.
—Cambio de planes, Ooda —habló—. Nos vamos de
aquí.
Apenas giró para irse, alguien puso una mano
sobre su boca.
Ni siquiera había tenido la posibilidad de
gritar.
TREINTA Y SIETE

—No puedo fallar... no puedo morir aquí... la


Piedra de Neria... tengo que recuperarla...
Serafina estaba desvariando.
Había estado nadando durante dos días sin
descanso desde que había rescatado a la infanta
del Deméter. Estaba débil y desorientada, apenas
capaz de seguir las corrientes. La infanta
estaba absorbiendo su fuerza, quitándole su
aliento vital. Los ojos de Sera estaban opacos,
sus mejillas estaban hundidas y, en cambio, el
color estaba volviendo a la espectral princesa
española. Florecía el rubor en sus mejillas. Sus
labios se habían vuelto rojos. Sus ojos oscuros
bailaban una vez más.
—Sólo un poco más lejos, principessa —la arengó
—. Unas pocas leguas más. —Su mano apretó más la
mano de Serafina. La sirena gimió.
Un pulpo nadó cerca de ellas. La criatura le
recordaba a Silvestre. Ella lo había querido
mucho. Y ese pensamiento le dio fuerzas. Pensó
en todas las cosas que amaba. Eso la mantendría
en marcha,
—Silvestre —dijo—. Y Clío... Cerúlea en la
mañana... los janicari cantando... mis padres
bailando... la esgrima con Des... la sonrisa de
Neela... los gusanos de la quilla y los frutos
de anguila... el ostrokón... las ruinas del
palacio de Merrow... los ojos de Mahdi, su
sonrisa...
Continuó esforzándose, con sus aletas temblando
por el agotamiento.
—Me alejé del camino... debo de haberme alejado
—balbució.
Ella se había dirigido a Cap de Creus, un
saliente rocoso de tierra cerca de la frontera
de España con Francia.
—Ya tendría que estar allí...
—¡Oh, principessa! —exclamó súbitamente la
infanta—. ¿Puedes olerlo? ¡El enebro! ¡Hojas de
laurel, rosas! ¡Naranjas!
—¿Por qué no llegamos todavía? Dioses,
ayúdenme... por favor... —rogó Serafina.
—¡Palamós! —dijo la infanta—. ¡Lo recuerdo! Vine
aquí de niña.
La cabeza de Serafina estaba dando vueltas.
Estaba tan débil que no se había dado cuenta de
que estaban en las aguas poco profundas de una
playa desierta. Continuó nadando y su cabeza se
asomó a la superficie. Olas suaves lamían su
pecho. Pero su calvario aún no había acabado. La
infanta tenía que romper su lazo con el mar.
Tenía que dar un paso en tierra firme. Y
Serafina tenía que llegar lo suficientemente
lejos fuera del agua para hacerlo. Con los
últimos restos de sus fuerzas, lanzó su cuerpo
sobre la playa y sacó a María Teresa de las
olas. La infanta pisó la costa y, por fin, todo
terminó. Soltó la mano de Serafina y caminó
fuera de la rompiente.
—Estoy en casa —susurró—. Gracias, principessa.
¡Muchas gracias!
Besó su palma y sopló un beso hacia Serafina.
Luego giró y continuó caminando, su cabeza hacia
atrás, sus brazos abiertos hacia el brillante
cielo azul, riendo como la joven que había sido
una vez. Su cuerpo brillaba ahora. Se convirtió
en un millón de puntos de luz plateados y,
luego, se desmoronó, convirtiéndose en un polvo
fino y reluciente. Serafina observó cómo los
cálidos vientos españoles se la llevaron, hasta
que lo único que quedó fue el eco de su risa.
Serafina apenas podía respirar. Su cuerpo
exhausto estaba fallándole. Trató de impulsarse
para volver al mar, pero no tenía fuerzas
suficientes. El fantasma le había quitado
demasiada energía. Su pecho estaba sacudiéndose.
Su rostro estaba adquiriendo un color azul.
Colapsó en la arena y rodó sobre su espalda.
El sol la cegó. Cerró los ojos, sabiendo que iba
a morir allí.
Sabiendo que había fallado.
Y entonces, sintió unas manos sobre su
cuerpo.
Estaban moviéndola. Estaban arrastrando su
cuerpo sobre la arena rugosa, centímetro a
centímetro. Eran los terragones. Estaban
sacándola del agua para ponerla en una pecera.
Era lo que les hacían a las criaturas del mar.
Sera se resistió, pero no tenía fuerzas para
defenderse. La infanta le había sacado todo el
aliento vital. «Por favor, dioses, no dejen que
los humanos me lleven. Déjenme morir», rezó para
sí.
Pero no. La estaban arrastrando nuevamente hacia
el mar. De repente, sintió la vitalidad del agua
alrededor de su cuerpo. Hundió la cabeza.
—¡Serafina! —Una cara pequeña y preocupada le
sonrió—. ¡No llegamos demasiado tarde! ¡Estás
viva!
—¡Coco! —carraspeó—. ¿Cómo... cómo hiciste.. .?
—No pudo terminar. Estaba en el agua de nuevo,
pero respirar aún era muy difícil para ella.
—¡El caracol! El que estabas escuchando en el
ostrokón antes de que partieras. Antes de que te
fueras, lo tomé y lo escuché. Me imaginé que te
dirigías al Deméter, ¡así que te seguí!
—¿Sola…? ¿Cómo? —preguntó Sera, tosiendo.
—No. Busqué ayuda.
—Serafina... Oh, dioses, Serafina, ¿qué hiciste?
Serafina conocía esa voz. Era Mahdi. La arrastró
de nuevo hacia el agua. La tenía entre sus
brazos ahora. Ella le sonrió.
—Está todo bien... Lo encontré. —Estaba jadeando
ahora. —No está todo bien. ¡Mírala, Mahdi!
¡Estoy asustada! —dijo Coco.
—Respira profundo. Sera. Respira profundamente.
—Se está poniendo azul! —gritó Coco—. ¡Haz algo,
Mahdi! —Vamos, Sera... quédate conmigo... ¡No,
Serafina! ¡Respira! ¡Por favor, por favor,
respira!

TREINTA Y OCHO

Neela luchó como un tiburón tigre.


Su atacante la había arrastrado fuera de la
corriente y la había llevado detrás de un
arrecife de coral. Estaba inmóvil detrás de
ella, su mano presionada contra su boca, su
brazo alrededor de su cintura, apretándola con
fuerza. «Este inmundo jinete de la muerte no se
va a llevar la piedra de la luna», pensó con
fiereza. «No lo hará».
Neela dio latigazos con su cola, adelante y
atrás, golpeándola fuerte contra la cola de él.
Tomó el brazo del atacante y le hundió sus uñas.
Le mordió la mano con todas sus fuerzas.
—¡Ay! ¡Deja!
«¿Deja?», pensó Neela. «¿Desde cuándo los
jinetes de la muerte dicen "Deja"?».
—¡Neela, soy yo, Yazeed!
Neela dejó de moverse. El atacante la soltó y
ella giró sobre sí. Se cubrió la boca con las
manos. El chico enfrente de ella estaba muy
delgado y lucía agotado, pero era Yaz.
—¡Mis dioses! —exclamó Neela, arrojándole los
brazos alrededor del cuello. Casi le había dado
una paliza a su hermano. Ahora lo estaba
abrazando tan fuerte que el apenas podía
respirar
—¡Lo siento. Yaz! ¡Lo siento mucho! No sabía que
eras tú.¡Estás vivo!
—Lo estaba —gruñó él.
Neela lo soltó y nadó hacia atrás unas cuantas
brazadas, las manos sobre las caderas.
—¿Dónde has estado todo este tiempo? ¿Por qué no
nos hiciste saber que estabas bien?
—Es una historia larga. Te la contaré después.
—¿Por qué me agarraste así antes? ¡Me diste un
susto de limo!
—Para salvarte de todo un batallón de jinetes de
la muerte. Estaban por nadar fuera de las
puertas de palacio. Te habrían visto. No había
tiempo de explicarte. Perdóname.
—¿Qué está pasando? ¿Por qué están aquí? ¿Por
qué izaron estas banderas?
—Porque Matali es de ellos ahora.
Neela sacudió la cabeza, afligida. «Yo tenía
razón», pensó.
—¿Y mata-ji... y pita-ji? —preguntó con lágrimas
en los ojos.
—Están bien. Están vivos. Traho los tiene bajo
arresto domiciliario, pero no los lastimó.
—¿Traho está en el palacio?
Yazeed asintió.
—Sí, y su jefe, también.
Neela sintió que un escalofrío le recorría el
cuerpo.
—¿Kolfinn? ¿Él está aquí?
Yaz sacudió la cabeza.
—No, Neels... ella está aquí.

TREINTA Y CUATRO

—¿Ella? —dijo Neela—. Kolfinn es un hombre.


—No es Kolfinn. Mira —respondió Yazeed,
entregándole una perla de transparocéano—.
Hechízala. Te mostraré.
Yazeed hechizó otra perla. Cuando ambos fueron
invisibles, llevó a Neela a través de los
Jardines del Emperador y dentro del palacio.
Nadaban pegados al techo, sobre las cabezas de
decenas de jinetes de la muerte.
Ver a los invasores en el palacio, en su hogar,
le hizo hervir la sangre. «Asesinos, escoria
marina», pensó Neela. «No tienen derecho a estar
aquí».
—Quédate cerca de mí —susurró Yazeed.
Lograron entrar a la Cámara del Emperador y
flotaron debajo de una de las arañas. Unos
jinetes de la muerte corpulentos con espadas en
sus manos se alineaban contra las paredes de la
habitación.
—Aquí está —murmuró Yazeed, señalando a la
sirena sentada en el trono del emperador—.
Conoce al cerebro detrás de todo esto.
Neela miró hacia abajo. La sirena tenía pelo
largo de color caoba, ojos color esmeralda y un
rostro asombrosamente bello.
—¡Portia Volnero! —siseó Neela.
—Nada más y nada menos —dijo Yazeed,
Portia era una duquesa, uno de los miembros más
importantes de la nobleza de Miromara. También
era la madre de Lucía Volnero.
—No era Ondalina. Astrid estaba diciendo la
verdad —reconoció Neela. Tenía que avisarles a
las demás.
—¿De qué estás hablando?
Neela estaba por explicarle cuando Khelefu, el
gran visir de Matali, nadó dentro del cuarto, Al
verlo, Portia habló. Su voz de mando llegó hasta
Neela y Yazeed,
—¿Abriste las bóvedas como lo ordené, Khelefu?
—Lo hice. Su Alteza.
Khelefu prácticamente escupió las palabras. Y
aunque su rostro lucía sereno, Neela, que había
conocido a este orgulloso y leal hombre sirena
toda su vida, podía observar el odio en sus
ojos,
—Muy bien —dijo Portia. Se levantó del trono y
nadó hacia él—. Me gustaría usar la tiara de
diamantes de Ahadi para la coronación de Lucía
en Miromara. La tiara con la Perla de las
Maldivas en el medio. Y ella va a necesitar algo
para su compromiso, también. Zafiros, creo, para
que combinen con el color de sus ojos.
Y para su futuro esposo, el Príncipe Heredero
Mahdi, la Esmeralda de Bramaphur. Va a lucir
maravillosa en su turbante,
—-¿Qué dijo? —Neela casi gritó,
—¡Shhhh! —La calló Yaz,
—No sabía que el príncipe heredero iba a
comprometerse con su hija. Su Alteza —dijo
Khelefu—. Creía que él estaba comprometido con
Serafina, la principessa di Miromara,
Los ojos de Portia se oscurecieron cuando
mencionó el nombre de Serafina.
—Lo estaba, pero, desafortunadamente, la pobre
principessa está muerta. Creemos que fue
asesinada durante los ataques a Cerúlea. Nuestro
diligente Capitán Traho colocó carteles en todo
el reino, en su búsqueda, pero no hemos tenido
ninguna noticia de ella. Aunque nos duela
grandemente, debemos aceptar esta difícil
realidad.
—Qué triste. Su Alteza.
—Es trágico —replicó Portia—. Necesito que
empaquen estas joyas inmediatamente, Khelefu.
Tengo planes de partir hacia Miromara en la
mañana.
—¡Tenemos que avisarle a Sera! —le susurró Neela
a Yazeed.
—Prepararé los documentos necesarios y se los
traeré. Su Alteza —dijo Khelefu—. Necesito que
los complete antes de retirar las joyas de las
bóvedas.
—Para ser exactos, no lo haré —respondió Portia.
—Pero así debe hacerse. Así se hizo siempre —
protestó Khelefu.
Portia hizo un gesto con la cabeza a dos de sus
guardias y ellos sujetaron al gran visir. Ella
se pasó sobre el cuello uno sus dedos con uñas
perfectamente rojas, en el amenazador gesto de
cortar la garganta, y los guardias lo
arrastraron fuera de la habitación.
Mientras los veía irse, la sirena sonrió. Luego
afirmó:
—Ya no.

CUARENTA

Serafina abrió los ojos. No sabía dónde se


hallaba. Las aguas a su alrededor eran oscuras.
Yacía sobre algo blando. Un globo de lava
brillaba en una mesa cercana. Sin hacer ruido,
deslizó una mano hacia su cadera y la daga que
tenía escondida allí.
—Está todo bien. Sera. Estás a salvo.
—¿Mahdi?
—Estamos en una granja, en una aldea cerca de la
Costa Brava. Pertenece a una pareja, Carlos y
Elena Aleta Roja. Están en la resistencia.
Serafina se levantó de un salto. Estaba
atontada. Le dolía todo el cuerpo. Vio que
estaba acostada en una cama angosta en un
cuartito rústico. Las cortinas que decoraban la
única ventana de la habitación se arremolinaban
por la corriente nocturna. Alguien había puesto
una tetera y dos tazas sobre la mesa debajo de
la ventana.
Mahdi estaba sentado en una silla al lado de la
cama. Tomó la mano de Serafina.
—¿Cómo te sientes?
—Mucho mejor, ahora que sostengo tu mano y no la
de un fantasma —dijo ella débilmente.
—Era un fantasma de un naufragio, ¿verdad? Eso
fue lo que dijo Coco. Sera, dime que no hiciste
lo que pienso que hiciste.
—No tuve más remedio. Ella tenía algo que yo
necesitaba. Era la única manera de conseguirlo.
—¿Cuánto tiempo estuviste en contacto con ella?
—No sé. ¿Dos días, tal vez? ¿Tres? No recuerdo
bien.
—No puede ser. Nadie puede sobrevivir al
contacto con un fantasma de un naufragio por
tanto tiempo.
Sera sacudió la cabeza, tratando de aclarar sus
pensamientos. ¿De alguna manera había calculado
mal el tiempo? Estaba tan exhausta que no podía
pensar.
—¿Qué pasó después de que tú y Coco me llevaron
de nuevo al agua? —preguntó.
—Te desmayaste. No podías inspirar el oxígeno
suficiente. Tu piel se volvió azul y dejaste de
respirar. Te di respiración boca a boca.
Tosiste, eliminaste un montón de aire y
empezaste a respirar otra vez.
—Estaría muerta si no fuera por ti, Mahdi. Me
salvaste la vida —dijo Sera, apretándole la mano
—. ¿Cómo llegaste aquí? ¿No se supone que debes
estar patrullando Cerúlea?
—Tuve mucha suerte. Hace unas noches, Coco vino
a mí en pánico. Me dijo que te habías ido para
encontrar el Deméter y que estaba preocupada por
ti, y me rogó que fuera a buscarte. Dos noches
antes, yo estaba en palacio, cenando con Traho.
Resulta que tiene una nueva adquisición, una
pintura que Rafe Mfeme le robó al duca. Él le
hizo algún tipo de hechizo para protegerla del
agua. Está colgada sobre una chimenea de lava,
y...
—...es un retrato de María Teresa, una infanta
de España.
Mahdi la miró perplejo.
—¿Cómo lo sabes?
—Cuando llegué a la casa del duca, elogié el
retrato y él me dijo que la infanta era uno de
sus antepasados.
—Traho no me dijo eso. Me contó la historia del
Deméter, sin embargo, y la del diamante azul de
la infanta. Dijo que es muy valioso y que lo
quiere.
—Claro que lo quiere —respondió Serafina
sombríamente. Recordó cómo se sentía tener el
diamante en su mano. La sensación de poder que
había experimentado no era como nada que hubiera
sentido antes; era aterradora e intoxicante al
mismo tiempo.
—Después de que hablé con Coco, yo también me
preocupé por ti, por lo que inventé algo para
dejar mi puesto —relató Mahdi—. Le dije a Traho
que sería un gran honor si me permitiera
encontrar el diamante de la infanta por él.
Estaba tan encantado que inmediatamente me dio
permiso para buscarlo. Tengo a unos diez jinetes
de la muerte conmigo.
—¿Cerca? —preguntó Serafina, alarmada.
—Alrededor de una legua al este de aquí. Les
sugerí que nos separáramos para rastrear el
naufragio. Salvo yo, que vine para buscarte.
—Nunca encontrarán los restos, y si lo hicieran,
nunca encontrarán el diamante —aclaró Serafina—.
La infanta era la única que sabía dónde estaba y
la he liberado recién. Ya no está más entre
nosotros. El barco naufragado está vacío.
—¿Y el diamante?
Sera no contestó.
—Allá en la casa segura, me pediste que te
contara qué estaba pasando. Me pediste que
confiara en ti. Ahora yo te estoy pidiendo que
confíes en mí.
—El diamante lo tengo yo.
—Oh. Bueno —dijo Mahdi, claramente sorprendido—.
¿Lo encontraste en el barco naufragado?
Sera asintió con la cabeza.
—Es raro —afirmó Mahdi.
—¿Por qué?
—Traho nos dijo que encontráramos el barco y que
luego buscáramos en el lecho del mar, a media
legua al norte de allí. Dijo que la infanta
tenía un halcón y que el ave salió volando con
el collar y lo dejó caer allí.
Serafina soltó la mano de Mahdi. Se sentó tensa
sobre la cama.
—¿Qué? ¡Es imposible! ¿Cómo sabe eso? ¡Apenas un
puñado de personas podría haber sabido eso, y
están todos muertos!
—Espera, no entiendo... ¿cómo sabe qué?
—¿No lo ves? Solamente la infanta, el pirata que
la atacó y el resto de los tripulantes de los
barcos podrían haber sabido que el halcón voló
con el collar. La infanta, por cierto, no se lo
dijo a Traho y, hasta ayer, ella es la única que
podría habérselo dicho. Por supuesto, Mei Foo y
su tripulación tampoco pudieron contárselo. De
acuerdo con el caracol que escuché, todos fueron
colgados en tierra hace siglos. La tripulación y
los pasajeros del Deméter tampoco se lo dijeron,
ya que todos deben de haber muerto en tierra
firme como esclavos. Entonces, ¿cómo sabe Traho
dónde está el collar? —Serafina frunció el
entrecejo—. Más bien, ¿cómo cree que lo sabe?
—¿Qué quieres decir?
—La infanta engañó a Mei Foo —explicó-—. El
collar que llevaba el halcón era falso. Ella
mantuvo oculto el collar con el diamante
verdadero.
—¿Qué es lo que no me estás diciendo sobre este
diamante. Sera? ¿Por qué es tan importante? ¿Por
qué pusiste en peligro tu vida por él? ¿Vas a
venderlo para financiar a la resistencia? —
preguntó Mahdi.
—Es más valioso que mi vida y nunca lo vendería.
Es poderoso, Mahdi. Realmente poderoso. Creo que
es la razón por la que sobreviví a la infanta.
Su poder me protegió de ella.
Mahdi la observó un largo rato.
—Hay otras cosas, además del diamante, que no me
estás contando, ¿cierto?
—Quería decírtelas en la casa segura. Te lo
habría dicho, si los jinetes de la muerte no
hubieran atacado.
—Dímelas ahora.
Serafina miró la tetera.
—¿Podría tomar una taza de té primero? Voy a
necesitarla.
Mahdi le sirvió té. Mientras le alcanzaba a Sera
la taza de la cálida y relajante bebida, ella
comenzó a hablar. Le contó todo lo que le había
pasado desde que ella y Neela habían huido del
palazzo del duca. Terminó de hablar una hora
después. Mahdi volvió a sentarse en su silla,
estupefacto.
—Podrían haberte matado. Sera —dijo—. Los
jinetes de la muerte. Rorrim, Rafe Mfeme. Los
opáfagos. ¿Por qué no regresaste? ¿Por qué no me
dejaste que te ayudara?
—Mmmm, veamos... ¿porque no tenía idea de que tú
eras Blu? ¿Porque nunca me lo dijiste?
—¿Y tú piensas que Ondalina está detrás de todo
esto? ¿Piensas que Kolfinn es el que quiere
liberar al monstruo?
—Estaba segura de que era Ondalina hasta que
conocí a Astrid. A ella también la convocaron
las iele. Peleó contra el monstruo con tanto
coraje... y me juró que su padre no tenía nada
que ver con el ataque a Cerúlea. Pero luego nos
abandonó. Nos dijo que no lucharía con nosotras.
Y ahora no sé qué pensar.
Mahdi digirió lo que le había contado Serafina.
—Yo tampoco lo sé. Sera, pero sí se esto: ¿viste
la historia que me contaste acerca del halcón de
la infanta y del collar falso? Es una muy buena
noticia.
—¿Por qué?
—Porque Traho cree que el dragón dejó caer el
collar real. Si yo puedo encontrar la
falsificación, él tendrá un talismán falso, pero
no lo sabrá. Y él o Kolfinn fallarán si tratan
de usarlo para liberar a Abbadón.
—Tienes razón. Debes encontrar el collar falso,
Mahdi —concordó Sera. Le dijo exactamente dónde
estaba el barco naufragado para que él pudiera
buscar al norte. Cuando terminó de hablar,
golpearon a la puerta.
—Adelante —invitó Mahdi.
—¡Estás despierta! —exclamó Coco, nadando en la
habitación con Abelardo pegado a su cola. Abrazó
fuertemente a Serafina—. Elena quiere saber si
te sientes bien para cenar.
—¿Tan tarde es? —preguntó Mahdi, mirando hacia
afuera desde la ventana. Las aguas estaban
oscuras.
—¿Puedo decirle que bajarás a comer? —inquirió
Coco.
Serafina sonrió.
—Sí, puedes decirle que bajaré a comer.
Cuando Coco se marchó, Mahdi se volvió hacia
Serafina.
—Necesito irme después de comer. Tengo que
regresar al campamento. —Dudó y luego agregó—:
Sera, tengo noticias de tu tío. Buenas noticias,
creo.
—¿Qué noticias? ¿Qué pasó? —preguntó Sera con
excitación.
—No quiero darte falsas esperanzas, pero lo
vieron en Portugal, aguas adentro, con un
ejército de kobold a sus espaldas.
—Mahdi, ¿me lo estás diciendo en serio?
Él asintió con la cabeza y Serafina gritó de
alegría.
—También oí que Portia Volnero dejó Cerúlea y
nadie sabe adónde fue.
—¿Alguien sabe por qué se fue? —inquirió
Serafina—. ¿Era una colaboracionista? ¿Se alió
con Traho?
—Es posible. Si lo hizo, debe de haberse ido
porque estaba preocupada acerca de lo que
pasaría cuando tu tío recupere la ciudad.
—¿Y Lucía? —preguntó Sera.
—No sé nada. No la he visto hace días. Me pone
un poco nervioso. Es como un pez piedra, es más
peligrosa cuando no puedes verla.
—Oh, Mahdi, qué buenas noticias que me diste.
Quería algo de luz al final del túnel, no puedo
evitarlo, pero casi tengo miedo de esperanzarme
—dijo Serafina.
El rostro de Mahdi se puso solemne.
—Deberías tener miedo. Sera —advirtió en voz
baja.
—¿Por qué? ¿Qué pasa? —lo interrogó.
—Cuando los jinetes de la muerte vinieron a
Cerúlea, fue una invasión. Cuando Vallerio
regrese a la ciudad, será la guerra, sin lugar a
dudas.
Tomó su mano de nuevo y luego afirmó:
—No importa lo que pase, quiero que sepas que te
amo, Sera.
—Oh, Mahdi —murmuró Neela.
—Te he amado desde el día en que te conocí. En
que realmente te conocí. En el jardín. —Sonrió—.
Cuando estabas escuchando el caracol e hiciste
caer el abanico submarino para llamar mi
atención.
—¿Qué? ¡No lo hice caer! ¡Se cayó!
—Ajá. Sí, claro, se cayó.
—¡Mahdi! —protestó. Y luego se inclinó y lo
besó. Lenta y dulcemente—. Yo también te amo.
Siempre te he amado. Desde que hiciste que el
Embajador Akmal hiciera caer el abanico
submarino. Para llamar mi atención.
—Sera —dijo él, serio nuevamente—. No sé qué
pasará cuando tu tío trate de recuperar la
ciudad. Estoy trasladando a la gente a lugares
seguros. Estoy ayudando a Fossegrim y a los
Aletas Negras. Traho puede descubrirlo en
cualquier momento y si lo hace... —Hizo una
pausa por un momento, como para juntar coraje, y
luego agregó súbitamente—: Quiero que tomemos
nuestros votos.
Sera parpadeó.
—Mahdi, yo... creo... Quiero decir, oh. Es algo
muy repentino.
—Una vez te dije que yo te había elegido. ¿Tú me
eliges a mí?
—Sí —afirmó Serafina—. Siempre.
—Entonces hagámoslo. El vecino de Carlos y Elena
es un juez de paz de los mares. Su nombre es
Rafael. Ya he hablado con él. No será una gran
ceremonia de Estado, contigo prometiéndole una
hija al reino y todo lo demás. De hecho, apenas
será una ceremonia. No va a haber ningún anillo
brillante, ningún vestido elegante. No es lo que
sueña cualquier sirena, lo sé, pero igualmente
será una promesa. Haremos votos para estar
juntos algún día. Aunque Traho quiera separarnos
y destruir nuestro mundo. No importa lo que
pase, quiero saber que eres mía y quiero que
sepas que soy tuyo. Siempre. —Tomó la mano de
Serafina con la suya otra vez—. ¿Aceptas?
«Sé por qué está haciendo esto», pensó, débil.
«Se aproxima una guerra y él no cree que
sobreviva». El dolor, familiar ahora pero igual
de terrible, la abrumó. Traho le había quitado
todo: su familia, sus súbditos, su reino. Y
todavía quería más.
Bueno, esta vez, no lo conseguiría.
Ella tomaría sus votos.
Aprovecharía esta noche y estas escasas y
preciosas horas.
Tomaría a este hombre sirena como su esposo.
—Sí, Mahdi —respondió—. Acepto.

CUARENTA Y UNO

Carlos Aleta Roja sonrió.


—Es hora de irnos —dijo.
Ofreció a Sera su brazo, y juntos nadaron fuera
de la cocina de la granja hacia el jardín. Bajo
y enjuto, con cabello entrecano, Carlos tenía
las manos ásperas y los movimientos rígidos de
un hombre sirena que había vivido muchos años de
trabajar la escasa tierra entre las rocas del
lecho marino. El y Elena cultivaban ostras.
—Usted no podría pedir una noche mejor —comentó—
La marea está alta, las aguas están calmas, la
luna está llena.
Sera intentó sonreír.
—¿Está bien, principessa? ¿Está nerviosa?
—Muy nerviosa —admitió.
—Recuerde —dijo Carlos, cubriéndole la mano con
la suya—, no importa cuán nerviosa se sienta,
¡Rafael se siente mil veces peor!
Sera rio. Carlos tenía razón. Sera había oído al
inquieto Rafael. Ella estaba en el rellano, a la
puerta de su dormitorio, ajustándose el vestido,
y él estaba en la planta baja de la granja,
hablándole a Elena. Sus voces habían subido
hasta ella.
—¡No puedo hacer esto! —había dicho Rafael—.
¡Soy sólo un ínfimo juez de paz de los mares y
ellos son de la realeza! Mi voz, mis poderes...
no son lo suficientemente potentes. Mahdi y Sera
necesitan alguien que ejecute mejor las
canciones mágicas. Necesitan un canta magus.
Necesitan…
Elena lo interrumpió.
—Lo que necesitan es una esperanza. Entonces,
dásela. Son dos jóvenes enamorados. ¿No te
acuerdas de cómo se siente? Recuerdo cuando
conociste a Ana, que los dioses la tengan en su
gloria. No podías sacarle los ojos de encima.
—Nunca le saqué los ojos de encima. Ni una sola
vez en cincuenta años. Ella era todo para mí —
dijo Rafael con melancolía.
—Y Mahdi no puede sacarle los ojos de encima a
Sera. No necesitan un canta magus. Se aman. Eso
es suficiente —afirmó Elena—. El amor es la
magia más grande de todas.
Sera guardó esas palabras en su corazón. Ya
había aprendido que el amor no era fácil y que
demandaba sacrificios. Ahora también sabía que
requería coraje. Era difícil hacer votos de
compromiso cuando podían quitarle a Mahdi en
cualquier momento, pero ella no iba a dejar que
el miedo la detuviera.
—¿Está lista? —preguntó Carlos. Habían llegado a
la entrada del jardín. Como la mayoría de los
jardines de las sirenas, no sólo estaba cercado,
sino que también estaba techado. Cañas delgadas
de kelp, tejidas entre sí, evitaban que las
plagas entraran al jardín.
—Sí, lo estoy —dijo Sera, irguiéndose—. Gracias,
Carlos. Por llevarme con usted al altar. Por
darme refugio. Por todo lo que Elena y usted han
hecho por mí.
Carlos sonrió con tristeza.
—Debería haber estado su padre con usted esta
noche, principessa. Era un buen hombre sirena.
Sera asintió con la cabeza; extrañaba tanto a
sus padres que le dolía.
—Él está en mi corazón —dijo—. Y usted está a mi
lado. Tengo mucha suerte de tener dos buenos
hombres sirena conmigo.
Carlos besó la mejilla de Sera y luego abrió la
puerta que daba al jardín. Cuando entraron
nadando, los ojos de Sera se iluminaron con
sorpresa y deleite.
—¡Oh, qué hermoso! —exclamó.
Cientos de medusas luna formaban una marquesina
brillante sobre el jardín. Nadando a toda
velocidad entre ellas había decenas de
pececitos, con sus escamas plateadas que
parpadeaban por la luz que se reflejaba en
ellas. En el jardín, florecían las anémonas de
todos los colores posibles. Medusas
luminiscentes, de color púrpura con largos
tentáculos llenos de pliegues, flotaban como
linternas. Rosas marinas —unos gusanos chatos y
trémulos— se enroscaban en forma de pimpollos
rojos, y exóticos lirios de mar sacudían sus
brazos ligeros. Las valvas de erizos de mar, que
contenían pequeños globos de lava, brillaban
suavemente sobre las rocas y los corales.
Elena había hecho todo esto. Serafina estaba tan
conmovida por el gesto que las lágrimas asomaron
a sus ojos.
La decoración era encantadora y a Sera le
encantaba cada detalle, pero fue la visión de
Mahdi, que esperaba por ella en el otro extremo
del jardín, lo que hizo que su corazón se
hinchara de emoción.
Vestía un saco de lino marino de color azul
oscuro, de moda hacía treinta años, que le había
pedido prestado a Carlos. No quería vestir el
uniforme de los jinetes de la muerte para su
compromiso. Elena le había dado un toque de
elegancia al prender una brillante anémona
amarilla en una solapa. Su pelo oscuro estaba
suelto y le caía sobre la espalda. Su rostro era
solemne, pero sus ojos cálidos y castaños
estaban sonriendo. Para ella.
Cuando Sera le sonrió, sintió que su nerviosismo
desaparecía. Sus preocupaciones y sus miedos,
también. Los jinetes de la muerte estaban cerca,
buscando el talismán. Traho había tomado Cerúlea
y no renunciaría a ella sin pelear. No sabía lo
que le deparaba el futuro ni si ella y Mahdi
vivirían para saberlo. Y sin embargo cuando ella
lo miraba a los ojos, se sentía lo
suficientemente fuerte para enfrentar lo que
fuera que la esperaba.
Elena tenía razón. El amor era suficiente.
—Sera, te ves... —comenzó a decir él.
—... ¡taaaaaaaaaaaaan linda! —lo interrumpió
Coco.
Sera rio. Coco estaba a la izquierda de Mahdi y
vestía un vestido rosado que había pertenecido a
una de las hijas de Elena. Abelardo nadaba en
círculos alrededor de ella. Elena estaba a su
lado con un bonito vestido de lino marino color
azul, su pelo plateado trenzado con un rodete en
la nuca.
Serafina lucía el propio vestido de compromiso
de Elena. Era de seda marina verde pálido y
tenía mangas tres cuartos, cuello cuadrado,
cinturón y una pollera que ceñía con gracia las
curvas de Sera. Había adornado su pelo corto con
una estrella de mar azul eléctrico y sostenía un
ramo de coral rojo y blanco que Elena había
armado para ella.
Carlos acompañó a Sera hasta donde la esperaba
Mahdi y luego regresó junto a su esposa.
Entonces, todo el grupito se volvió hacia
Rafael, que estaba flotando detrás de Mahdi.
Rafael los saludó con una inclinación de cabeza
y luego comenzó a cantar. Su voz no era la más
potente, pero tenía calidez y una sinceridad
rústica que expresaba perfectamente la emoción
de los votos de compromiso.
Con un mar quieto y de luz bañado, comenzamos
este rito sagrado.
Con ayuda de Neria, cantaré con presteza los
votos sagrados de la promesa.
Sera giró para mirar a Mahdi, como dictaba la
tradición. Levantó su mano derecha y él le puso
en el dedo anular el pequeño anillo de caracol
que alguna vez había hecho para ella. Luego, él
levantó su mano izquierda y ella le colocó a su
vez, en el mismo dedo, un anillo de oro con
esmeraldas engarzadas. Carlos se lo había dado a
Mahdi; lo había encontrado hacía muchos años
entre los restos de un naufragio. Cuando Mahdi y
Sera juntaron las palmas de las manos, Rafael
les envolvió una cuerda hecha de kelp alrededor
de las muñecas y las ató.
Alrededor de sus brazos, estas cuerdas se
entrelazan, tal como sus corazones con estos
votos se abrazan.
Lo que la diosa ha unido por siempre jamás, que
no lo separe una sirena mortal.
Sus votos ahora van a cantar, estén seguros del
compromiso real.
Estos votos de amor y fe que ahora se dan nunca
más se romperán.
Rafael hizo una pausa para que Mahdi y Sera
pudieran asimilar las palabras, además de darles
una oportunidad de cambiar de opinión. Cuando
estuvo seguro de que no lo harían, continuó,
mirando hacia Mahdi.
Que ningún agua turbulenta vaya a separar a
estos dos corazones que en uno se han
convertido.
Porque el amor no es amor si no puede soportar
una ola vagabunda que rompa en la arena con un
bramido.
Mahdi le respondió a Rafael, cantando sus votos
a la perfección.
Tan fuerte como las mareas y su atracción, tan
fuerte como el viento en los médanos,
mi amor tiene la fuerza de diez océanos.
Mi voto nos mantendrá unidos en una ilusión.
Rafael dirigió la siguiente estrofa a Sera.
El amor no tiene ciclos; debe ser constante
como la pleamar, la bajamar, las tormentas, la
erosión.
Porque el amor no es amor si se obliga al amante
a continuar el rumbo sin convicción.
Ahora era el turno de Sera, que miró a Mahdi y
empezó a cantar.
Tan seguro como las aves en vuelo,
tan seguro como el azul profundo y sin fin,
mi amor es tan verdadero como el amanecer para
ti.
Mi voto nos mantendrá sinceros.
Rafael volvió a cantar.
Manténganse con las manos y los corazones
unidos, cercanos como el agua que besa la tierra
en su fluir.
Porque el amor no es amor si se deja de sentir,
las almas se enfrían, los votos no están vivos.
Mahdi y Sera cantaron la próxima estrofa juntos.
Mientras la pálida luna siga saliendo, mientras
las olas en la playa sigan rompiendo, nuestro
amor continuará, infinitamente.
Como las ballenas en el abismo, para siempre.
Rafael sonrió. Casi habían terminado.
Anillos cambiaron, sus votos hicieron.
Ahora viene el fin de la promesa.
Sean fieles, amables, tengan fuerza.
A ambos una larga vida les deseo.
Pero, sobre todas las cosas, nunca olviden que
importa lo que dan, no lo que consiguen.
Debajo del mar o arriba, en la rompiente, que
los guíe el amor para siempre.
La última nota de la canción de Rafael se elevó
y se desvaneció. La cuerda que unía a Sera y
Mahdi se desató y, lentamente, se fue hundiendo
hacia el fondo del mar Mahdi, sobrecogido de
emoción, tomó el rostro de Sera entre sus manos
y la besó, y Sera lo besó a su vez, olvidándose
de que había otras personas a su alrededor
El sonido de los aplausos, sin embargo, la
devolvió a la realidad. Carlos y Rafael estaban
aplaudiendo con gusto. Sera se ruborizó
furiosamente. Elena se enjugó las lágrimas con
un pañuelo. Coco hizo una mueca.
Una vez terminada la ceremonia, Rafael llevó a
Serafina y a Mahdi de regreso al interior de la
casa. Ambos tenían que firmar un pergamino que
atestiguara que habían hecho en efecto sus votos
de compromiso. Carlos y Elena firmaron a
continuación como testigos.
— ¡A cenar! —dijo Elena cuando terminaron—.
Mantuve la comida caliente todo este tiempo.
¡Vamos, todos a comer!
Los guio hacia la cocina, con Coco siguiéndola
de cerca. Mahdi no los siguió. En su lugar, se
inclinó sobre el pergamino.
—¿No vienes? —inquirió Serafina.
—Sí, voy —respondió, sonriéndole—. Solamente
estoy comprobando que todo esté bien completado.
Adelántate. Iré en un minuto.
Serafina nadó hacia la puerta y luego miró hacia
atrás. La sonrisa de Mahdi había desaparecido.
Sostenía el pergamino entre sus manos,
escrutándolo.
—Si uno de nosotros se casara con otra persona
ahora, ese matrimonio sería... —le preguntó a
Rafael.
—Nulo e inválido —contestó Rafael—. ¿Por qué lo
preguntas?
Serafina pensó que era una pregunta muy extraña.
¿Por qué Mahdi estaba preguntando acerca de
casarse con otra persona? Pero después, tan
pronto como había desaparecido, su sonrisa
afloró nuevamente.
—Sólo quiero asegurarme de que no me la roben,
señor —replicó.
Sera pensó que estaba bromeando y nadó hacia la
cocina.
El sonido de la risa de Rafael la siguió.
—Ay, hijo —habló—. En otros tiempos, tal vez. En
mi época...
Una bonita mesa esperaba a Sera en la cocina,
puesta con la mejor porcelana de Elena y
antiguos cubiertos de plata pulida rescatados de
naufragios. Había un florero con un arreglo de
coloridos abanicos marinos. Alrededor de ellos,
Elena había anudado gusanos cordón de bota de
tonos brillantes.
—Todo está tan bien decorado —elogió Serafina,
abrazando a Elena—. Muchas gracias.
Elena le restó importancia con un ademán.
—Estoy segura de que la decoración es mucho más
lujosa en el palacio, principessa —respondió,
—Lo es, pero me gusta más esta decoración.
Ninguna mesa será jamás tan agradable como esta.
Y ninguna comida será tan especial.
Todos se sentaron para comer. Elena cocinaba
delicioso y Sera se dio cuenta de que estaba
famélica. Había lechugas de mar con pimientos de
cardumen, rosados y picantes, melones de marisma
de agua salobre rellenos con ciruelas de mar y
las propias ostras de la granja glaseadas con
baba de caracol. El postre era esponja marina
con limo y cerezas.
El corazón de Serafina se henchía al mirar la
mesa y el festejo a su alrededor. La ceremonia
de casamiento, que estaba prevista para cuando
alcanzara los veinte años de edad —si llegaba a
cumplirlos—, sería una gran ceremonia de Estado
y legalizaría su unión con Mahdi. Pero esa noche
no se trataba de reinos ni de alianzas; esa
noche estaba dedicada al amor verdadero. Sólo
deseaba que sus padres estuvieran allí, así como
los de Mahdi. Como si percibiera su tristeza,
Mahdi tomó su mano. Ella le sonrió. Él era suyo
ahora, y ella era suya.
—Debo irme —dijo en voz baja.
Serafina asintió. Sabía que él tenía que
regresar con sus hombres sirena al campamento
que habían levantado. Se suponía que estaba
buscando la Piedra de Neria. Se despidió y les
agradeció profusamente a Carlos, Elena y Rafael,
y luego Sera nadó afuera con él.
La luz de la luna brillaba hacia las
profundidades, haciendo resplandecer las escamas
de las anchoas y de los bonitos, delineando las
siluetas de los tiburones y de las rayas.
—Si nado toda la noche, podré llegar al
campamento por la mañana. Encontraré el Deméter
mañana y, con un poco de suerte, también el
collar. Seré un héroe a los ojos de Traho —dijo
Mahdi con amargura.
—Eres un héroe —afirmó Serafina—. Para mí. Para
nuestra gente. Algún día, todos lo sabrán.
Él inclinó la cabeza para mirarla.
—Mérédila, meriatma—susurró. Era «Mi corazón, mi
vida» en matalino. La tomó entre sus brazos y la
abrazó fuerte—. Te amo, Serafina. No importa lo
que pase, recuérdalo —habló con fiereza—. Eres
mía. Siempre lo serás. Créelo. Dime que me
crees.
—Basta, Mahdi. Me estás asustando —respondió—.
Hablas como si fueras a morir.
—Hay cosas en este mundo que son peores que la
muerte —replicó—. Dímelo, Serafina. Ahora. Dime
que me crees.
—Te creo.
—Nos encontraremos nuevamente algún día. En un
lugar mejor —afirmó Mahdi con voz ronca. Le dio
la espalda a Serafina y nadó hacia las aguas
oscuras.
—Te amo, Mahdi —dijo Sera.
Pero él ya se había ido.

CUARENTA Y DOS

—No estamos muy lejos —dijo Serafina, tratando


de dar ánimos.
Coco estaba exhausta. Habían estado nadando en
las corrientes durante cuatro días. Sera trató
de que ella se quedase en la granja. Era un
lugar seguro. Carlos y Elena la adoraban. Pero
Coco se negó. No se separaría de Serafina.
Se encontraban a alrededor de cinco leguas de
Cerúlea ahora y estaban entrando a la pequeña
aldea de Bassofondo. Serafina se dirigió a una
posada que había visto en algunos carteles, pero
no tenía lugar. Intentó en otras dos posadas,
también estaban completas. Se preguntó qué podía
estar pasando. Finalmente, encontraron un
hotelito en el límite este de la aldea.
—Hay una sola habitación libre. Es pequeña.
Tendrán que compartir la cama. ¿También se
dirigen a Cerúlea? —le preguntó la sirena de la
recepción.
Serafina dudó, temerosa de revelar sus planes.
—Bueno, nosotras... —comenzó a decir.
—¡Oh, por supuesto que van también! Todos están
viajando para allá. ¿No es maravilloso? ¡Está de
regreso! ¡El Príncipe Vallerio, el generalísimo!
Se está dirigiendo directamente a la ciudad y
habrá una gran ceremonia de compromiso cuando él
llegue. Para compensar un poco por la ceremonia
que nunca llegó a hacerse.
—¿Habrá una ceremonia? —inquirió Serafina,
anonadada.
—¡Sí! En el Kolisseo. Los jinetes de Vallerio
visitaron aldea por aldea, ordenándoles a todas
las sirenas a dos leguas a la redonda de Cerúlea
que asistan.
—El generalísimo parece muy confiado. Su
ejército debe de ser poderoso —comentó Serafina,
tratando de obtener de la sirena la mayor
información que pudiera.
—Dicen que es imponente. Mucho más grande que el
de Traho. Los jinetes de la muerte deben estar
aterrorizados. Estoy segura de que están
haciendo las valijas para irse mientras hablamos
y les digo hasta nunca. —La sirena le entregó la
llave de la habitación—. Aquí tienes. La
habitación cuatro. Que duermas bien.
—¡Mahdi debe de estar enterado de todo esto! —
exclamó Coco con excitación, tan pronto como
ella y Sera entraron en el cuarto.
—Creo que tienes razón —respondió Sera—. Debe de
haber desertado de las filas de Traho y debe de
haberle dicho a Vallerio que sólo estaba
fingiendo estar del lado de los invasores.
—Debe de haberle contado a Vallerio acerca de
ti, también — dijo Coco—. ¡Tu tío debe de saber
que estás viva y por eso está organizando la
ceremonia de compromiso! Tan pronto como recu-
peren la ciudad, Mahdi y tú podrán tener un
compromiso apropiado. Tal como se suponía que
tuvieras antes de que Cerúlea fuera atacada.
¡Tenemos que volver a la ciudad. Sera! ¡Tienes
que estar allí! ¡Mahdi y Vallerio van a estar
esperándote! —La sirenita casi estaba rebotando
contra las paredes de alegría.
—Y tú tienes que dormir un poco. Tenemos que
nadar cinco leguas mañana.
Le dio a Coco algo de la comida que les había
dado Elena para el camino. Coco la engulló y
luego cayó rendida en la cama. Abelardo se
acurrucó a su lado. Segundos después, tanto Coco
como su tiburoncito estaban dormidos
profundamente. Serafina cerró la
puerta, apagó las luces y gateó sobre la cama.
Sin embargo, no podía dormir.
En la casa de Elena y Carlos, Mahdi había dicho
que habían visto a Vallerio en Portugal, aguas
adentro. Eso había sido hacía cuatro días; él
debía de estar tan cerca de la ciudad como
estaba ella ahora. Si estaba en lo cierto, ella
podría reunirse con su tío. No podía creer este
giro feliz de los acontecimientos.
Sera cerró los ojos y, por primera vez en largo
tiempo, se durmió con esperanza en su corazón,
no con miedo.
Finalmente, la marea se dirigía otra vez hacia
la paz.

CUARENTA Y TRES

—Estoy tan contenta de que no seas un estúpido.


Yaz —afirmó Neela.
Yazeed la miró de reojo.
—Pensé que ibas a decir que estabas contenta de
que no estuviera muerto.
—Eso también.
—Gracias —contestó irónicamente.
—Tú y Mahdi de verdad nos habían engañado. No
teníamos idea de que ustedes eran Blu y Grigio.
Pensábamos que ustedes eran un par de idiotas.
—Esa era la idea.
Neela miró a su hermano.
—Por cierto, voy a extrañarlo.
—¿A quién?
—Al antiguo Yazeed.
—Todavía está presente —respondió Yaz. Adoptó
una expresión insulsa—. ¡Amiga, estás perfecta
con ese vestido! ¿Quieres ir al Bar Arena esta
noche? Tocan los Nepp Tuno. Ahí tienen los
mejores smoothies de kombu. Son como totalmente
fantásticos — dijo. Un segundo después, la
expresión insulsa había desaparecido y el Yazeed
que ahora conocía Neela estaba de regreso. Un
Yazeed con cierta dureza en él.
—Vaya. Sabes, da un poco de miedo. Yaz. No tenía
idea de que fueras tan buen actor.
—Y yo no tenía idea de que eras una hechicera
tan buena. ¿Podrías intentar cantar un convoca
de nuevo? Realmente necesito hablar con Mahdi.
—Seguro, pero necesito parar y sentarme en algún
lugar. Las últimas dos veces que traté fueron un
fiasco total. Espero que haya sido porque estaba
cansada.
—Estoy viendo un lugar allá abajo —avisó Yaz,
señalando un hueco debajo de un arrecife de
coral.
Neela y él nadaron hacia el arrecife. Neela se
sentó por un momento, contuvo la respiración e
hizo un esfuerzo sobrehumano para cantar un
convoca, pero una vez más, falló.
—No es nada, debes de estar cansada —la animó
Yazeed.
—No, es más que eso —contestó Neela desalentada
—. Vrája nos dijo que nuestros poderes son más
fuertes cuando estamos todas juntas. El convoca
es una de las canciones mágicas más difíciles.
Parece que no puedo cantarlo sin las otras
sirenas cerca de mí. Vamos, Yaz, continuemos.
Tenemos que encontrar a Mahdi y a Sera.
—Descansemos por dos minutos más, después
seguiremos nadando —dijo Yaz. Se sentó en el
piso limoso y se recostó contra el coral, pero
no cerró los ojos. Sólo miró hacia adelante, con
una expresión seria en su rostro.
Neela y Yazeed estaban en camino hacia Cerúlea.
Habían estado nadando durante días, deteniéndose
para dormir unas pocas horas cada noche. Dejaron
el palacio tan rápido como pudieron después de
que Khelefu fue asesinado. Querían estar bien
lejos de la ciudad de Matali cuando la magia de
las perlas de transparocéano se terminara.
La primera noche de su viaje, se refugiaron en
una caverna marina. Allí, Yazeed le contó a
Neela por qué él y Mahdi se unieron a los
praedatori, y ella le relató su pesadilla,
adónde la había llevado y lo que había
aprendido.
—¿Yaz? Creo que debemos irnos ahora —habló
Neela, levantándose—. ¿Yaz? ¡Yaz! —La sirena
chasqueó los dedos en la cara de él.
—Perdón. ¿Estás lista para irte? —preguntó,
incorporándose. Aún tenía una expresión sombría
en el rostro.
—¿Qué te pasa? —preguntó Neela, aún sin
acostumbrarse a este nuevo hermano serio y
taciturno—. ¿Dónde estabas?
—Estaba pensando en el palacio. Cuando vimos
cómo Portia Volnero enviaba a la muerte a
nuestro gran visir.
—No puedo pensar en eso ahora. O en mata-ji o en
pita-ji. Tenemos que seguir viaje. Encontrar a
Mahdi. Avisarle a Sera. Conseguir ayuda.
—Ella va a pagar lo que hizo, Neela. Khelefu era
un hombre sirena inocente. No merecía morir,
—Portia está completamente loca —reflexionó
Neela—. Su plan no puede funcionar. ¿Cómo podría
Lucía ser coronada regina? Sólo una sirena con
sangre merrovingia en sus venas puede sentarse
en el trono de Miromara. Sólo hay una sirena que
reúne esas condiciones, y no es Lucía, por
cierto. Alítheia le va a arrancar la cabeza.
—Supongo que eso es algún consuelo —dijo Yazeed.
—¿Pero cómo podría hacer eso Portia? Eso es lo
que no entiendo. Ella sabe lo que va a pasar.
¿Cómo puede quedarse sentada y observar cómo
mata un monstruo sediento de sangre a su única
hija? —Neela sacudió la cabeza—. Todo este
tiempo. Sera y yo estábamos seguras de que el
Almirante Kolfinn había enviado a Traho, pero
resulta que Portia es la que está detrás de todo
esto.
—Debe de haber estado colaborando con Traho
desde el principio —aventuró Yaz.
—Ella le ayudó a tomar Cerúlea para que él
pudiera tener acceso a las aguas de Miromara a
fin de buscar el talismán, el mismo que Sera
está buscando ahora mismo —razonó Neela.
—Y a cambio, Traho le permitirá que su hija
gobierne Miromara y que se comprometa con Mahdi,
el futuro gobernante de Matali, un líder que
Traho ya controla. O que piensa que controla.
—En un reino que ya controla. Y cuyas aguas y
cuya gente está usando para encontrar la piedra
de la luna de Navi. Mis dioses. Yaz, ¿cómo
terminará todo esto? —preguntó Neela.
—Con suerte, en Cerúlea —dijo Yaz.
—¿Qué quieres decir?
Le contó que los praedatori tenían información
confiable de que el generalísimo de Miromara,
Vallerio, había tenido éxito en su apuesta de
aliarse con las tribus de los duendes kobold.
—Si la información que tengo es buena, Vallerio
está llegando a la ciudad en este mismo momento
—comentó Yaz.
—¿Tiene la fuerza suficiente como para detener a
Traho? —inquirió Neela.
—No lo sabemos. Depende de cuántas tropas le
hayan brindado los kobold. Y depende de los
dragones. ¿Los kobold tienen alguno? Porque
sabemos que los jinetes de la muerte sí tienen —
replicó Yazeed.
—¿Dónde estamos, a todo esto? ¿Estamos más cerca
de Cerúlea? —preguntó Neela con voz preocupada.
—Estamos en Miromara. Específicamente, estamos
en lo que los terra llaman el Mediterráneo.
Igual que la última vez que preguntaste.
—¿Todavía? ¿Cuándo vamos a llegar al Adriático?
—Mañana por la mañana, si podemos mantener un
ritmo rápido.
—Tenemos que llegar allí a tiempo para
advertirle a Sera acerca de las Volnero. Portia
se nos adelantó.
—Sí, eso pasa cuando viajas en un carruaje
arrastrado por doce peces martillo. Lo mejor que
nosotros fuimos capaces de hacer fue que un
tiburón ballena nos lleve en su espalda. ¿Cuándo
aprendiste a hablar ballenés, por cierto?
—No aprendí. Es el lazo de sangre —le explicó
Neela—. Al menos, todavía tengo estos poderes.
Yaz miró hacia arriba,
—Veo una mantarraya gigante sobre nosotros —
advirtió—. Háblale un poco de rayano, ¿sí,
Neels? Veamos si nos puede llevar sobre ella. Y
alcanzar a Portia.
CUARENTA Y CUATRO

Serafina oyó al ejército kobold antes de verlo.


A diferencia de las sirenas, los duendes tenían
pies, y el lecho marino temblaba violentamente
debajo de ellos cuando marchaban.
—¿Los oyes. Sera? ¡Debe de haber un millón de
ellos! —susurró Coco—. ¡Mira esa nube de limo
que se levanta! Me voy a la Corriente con los
otros. Quiero verlos de cerca.
Serafina la agarró el brazo.
—Oh, no, no lo harás, Coco. Espera aquí. Los
jinetes de la muerte de Traho pueden estar
esperando para hacerles una emboscada.
Serafina y Coco se habían escondido detrás de
una saliente de piedra sobre la Grande Corrente,
la ruta principal hacia Cerúlea. Desde ese lugar
con una vista privilegiada podrían ver a
Vallerio y sus tropas cuando se acercaran a la
ciudad.
Miles de sirenas se habían reunido a la vera de
la Corrente para esperar y observar el
espectáculo.
Sera estaba preocupada por ellos. Si Traho
atacaba, quedarían atrapados justo en el medio
de la batalla.
—¡Sera, mira! —exclamó Coco, señalando.
El primero de los combatientes subió la cuesta.
Musculosos y de espaldas anchas, con piernas
gruesas y poderosas, llevaban una variedad letal
de armas: hachas de dos hojas, largas espadas,
alabardas y mangales, todas forjadas con acero
kobold. Tenían los rasgos de la tribu
feuerkumpel, con orificios nasales pero sin
nariz, ojos transparentes, bocas sin labios
llenas de dientes afilados y orejas mutiladas o
que habían sido arrancadas en batalla.
La inquietud de Sera se hizo mayor cuando
recordó la visión que había tenido en las
cavernas de las iele sobre un duende que la
atacaba.
—¿Dónde está mi tío? —preguntó, esforzándose
para identificarlo entre la multitud.
—No lo veo. Espera... ¡allá está! —exclamó Coco
—. ¡Allá, a la distancia!
Vallerio, magnífico en una brillante armadura,
iba en un carruaje de plata rodeado por los
kobold. En una mano, tenía las riendas de cuatro
magníficos hipocampos negros. Con la otra,
saludaba a los miromarenses.
Cuando la gente lo vio, hizo una tremenda
ovación. Se apresuraron a entrar en la
corriente, saludando felices a sus libertadores.
Serafina observaba con miedo las puertas de la
ciudad, las rocas y los arrecifes cercanos, y
las aguas sobre ella, esperando que las tropas
de Traho llegaran a la carga en cualquier
momento. Pero no lo hicieron. Las aguas estaban
escalofriantemente tranquilas.
El carruaje de Vallerio pasó frente a ellas y
los vítores de la gente se hicieron
ensordecedores.
—¡Vamos! ¡Nos estamos perdiendo todo!
¡Vayámonos! —gritó Coco. Y, acto seguido, salió
disparada, con Abelardo surcando el agua detrás
de ella.
—¡Coco! —llamó Serafina—. ¡Vuelve aquí!
Pero la sirenita estaba demasiado lejos para
oírla. Serafina no tenía otra opción que
seguirla. Aún estaba disfrazada de espadachín,
pero dudaba que alguien hubiera notado su
presencia, incluso si hubiera estado vestida con
las galas de la corte. Sólo querían ver a
Vallerio.
—¡Coco! —gritó—. Coco, ¿dónde estás?
Mientras la buscaba, vio cómo un niñito se abrió
paso en la multitud y nadó hacia un duende. En
lugar de sonreírle, la criatura lo alejó a
puntapiés. Unos pocos metros, Grande Corrente
arriba, una sirena le ofreció a otro duende una
corona de laurel hecha de algas. Él la golpeó
con el dorso de la mano.
«Mi tío no lo sabe», se dijo Sera. «No sabe que
sus tropas se están comportando mal. Tan pronto
como lo encuentre, le contaré lo que están
haciendo. No pueden tratar a nuestra gente de
esta manera».
Mientras miraba cómo los kobold, fila tras fila,
continuaban marchando por la corriente, vio un
destello de una cola de color bronce brillante.
—¡Coco! —la llamó. Nadó rápidamente tras ella y
la agarró por el brazo—. ¡No lo vuelvas a hacer!
—¡Vamos, Sera! ¡Sigámoslos! —exclamó Coco,
intoxicada por la excitación.
—No, quédate cerca de mí. Todavía me pregunto
dónde estarán los jinetes de la muerte.
—¡Allá! A las puertas de la ciudad. Está todo
bien. Sera. ¿Los ves? —dijo Coco.
Sera miró las puertas. Coco tenía razón. Los
jinetes de la muerte no estaban allí antes, pero
habían llegado allí ahora, y no se los veía
listos para atacar. Estaban alineados a ambos
lados de la corriente, con las lanzas frente a
ellos en tributo a su tío.
—¡Se rindieron! —comentó entusiasmada—. Traho
debe de saber que lo superamos en número. Está
entregando la ciudad pacíficamente. Coco. No
habrá ninguna batalla.
—¡Te lo dije! —contestó Coco.
La alegría inundó el corazón de Serafina. Soltó
el brazo de Coco y la tomó de la mano.
—¡Vamos! ¡Tenemos que llegar a mi tío! —gritó.
El comportamiento de los duendes aún la
inquietaba y la presencia de los jinetes de la
muerte, aunque fuera pacífica, la ponía
nerviosa, pero lo único que importaba era que su
tío había llegado a casa y que la ciudad era
suya. Dejó sus dudas a un lado y nadó hacia
delante, deseosa de formar parte del retorno
triunfal. Tenía ganas de ver a Mahdi, también, y
de ocupar un lugar a su lado en un compromiso
público. Cuando la ceremonia hubiera terminado,
le preguntaría a Vallerio si tenía alguna
novedad de su hermano. Le mostraría la Piedra de
Neria y le diría lo que necesitaba hacerse.
Ella y Coco siguieron a los miromarenses hasta
el Kolisseo. Allí era donde todo había empezado
y allí sería el lugar donde todo terminaría.
Ya no habría más luchas.
Los invasores estaban derrotados.
«Al fin», pensó Serafina, «todo terminó».

CUARENTA Y CINCO

Los hipocampos negros de Vallerio arrastraron su


carruaje hasta el centro del Kolisseo. Descendió
para recibir los vítores de los miromarenses.
Con Coco detrás de ella, Serafina trató de
abrirse paso a través de la densa multitud para
llegar a su tío. Lo necesitaba para la promesa.
La frenó con rudeza un kobold con una pica.
—¡Ga tílbake! ¡Regresa por donde viniste! le
gruñó con voz profunda.
—Pero tengo que ver al generalísimo. Él es,..
—¡Tilbake! —gritó el kobold, empujando la punta
de acero del arma cerca de su rostro.
Serafina lo entendió e hizo lo que le dijeron.
Ella y Coco nadaron al anfiteatro y se sentaron.
Abelardo nadó debajo del asiento de Coco y espió
entre las aletas de su cola. Sera decidió que
esperaría hasta que la multitud se aquietara y
su tío anunciara el compromiso. Entonces ella
revelaría su presencia. Alrededor de ellas, la
gente aún estaba ovacionando a Vallerio, pero
Serafina notó que los vítores más fuertes
provenían de las tropas de los kobold y de los
jinetes de la muerte. Algo había cambiado. La
atmósfera festiva de la Grande Corrente se había
disipado. Las sirenas de Cerúlea
se veían cautelosas y desconfiadas. Algunas
lucían realmente asustadas.
Algunas filas enfrente de ella, un hombre sirena
estaba vitoreando sin entusiasmo. Un duende lo
notó y lo golpeó.
—¡Heie hoyere! ¡Más fuerte! —gritó la criatura.
Serafina miró a su alrededor y vio que los
jinetes de la muerte formaban un círculo en las
filas más altas del Kolisseo, en una formación
densa y cerrada, con lanzas en sus manos.
«Si quisiéramos irnos, no podríamos», reflexionó
inquieta.
Entonces vio algo que hizo que se le erizaran
las aletas. Sobre las cabezas de los jinetes de
la muerte, flameaban banderas. Eran rojas con un
círculo negro en el centro, las mismas banderas
que había visto en la Laguna.
—Algo está mal. Coco —murmuró—. Pase lo que
pase, continúa sonriendo y vitoreando.
—-Algo está muy mal —dijo Coco, haciendo un
gesto con la cabeza hacia el recinto real.
Serafina siguió su mirada. Enfrente del recinto,
descansando sobre una tarima, estaba la corona
de oro de Merrow. Delante de ella había dos
tronos ornamentados. La última vez que Serafina
había estado allí, estaban ocupados por su madre
y el Emperador Bilaal. Esta vez, el trono de su
madre estaba vacío y Mahdi estaba sentado en el
otro.
La expresión de él era sombría. Sus manos, que
descansaban sobre los brazos de su silla,
estaban cerradas en un puño. Estaba vestido con
el uniforme negro de los jinetes de la muerte y
lucía un turbante de seda marina haciendo juego.
En el centro del turbante, se veía la magnífica
Esmeralda Bramaphur. Serafina la reconoció.
Bilaal la había usado. ¿Por qué no estaba
sonriendo Mahdi? ¿Por qué no estaba buscándola
entre la multitud?
Sera continuó observando fijamente el recinto
real, esperando obtener alguna respuesta.
Directamente detrás de Mahdi se sentaba Portia
Volnero con un vestido resplandeciente de seda
marina dorada. Debería haber estado sentada con
las otras duchessas del reino, pero estaba
aparte, en una silla un poco menos adornada que
los dos tronos. Tenía una sonrisa serena, a
diferencia de las otras duchessas.
La sensación de que algo andaba mal se hizo
mayor.
Necesitaba hablar con Mahdi para averiguar qué
estaba pasando. Esperando que ningún duende la
estuviera mirando y que su voz se ahogara en
medio de la ovación, cerró los ojos, inclinó la
cabeza y cantó serenamente un convoca para
llamarlo. Falló. Hizo una inspiración profunda
y, reuniendo todos sus poderes, intentó otra
vez.
—Mahdi... ¡Mahdi, soy yo! ¡Por favor, responde!
Ella abrió sus ojos y lo observó, deseando que
la escuchara. Esta vez, la canción mágica
funcionó. Los ojos de Mahdi se abrieron. Miró a
su alrededor, escrutando fila tras fila de
rostros.
Y entonces Serafina oyó la voz de él. Dentro
de su cabeza.
—¡Sera! ¿Eres tú?
—¡Sí! Estoy aquí, en el Kolisseo. A tu
izquierda. En las filas del medio.
Se arriesgó a hacer un pequeño saludo, Mahdi la
vio. Incluso desde donde ella estaba sentada,
podía ver que el rostro de Mahdi había
empalidecido.
—¡Sera, vete de aquí!
—¿Por qué? ¿Qué ocurre?
—Vete del Kolisseo. ¡Apúrate!
—No puedo. Los jinetes de la muerte están
bloqueando las salidas.
—Estás en grave peligro. Si se dan cuenta... si
te ven...
—¿Quién se dará cuenta? ¿Qué quieres decir?
Antes de que Mahdi pudiera responder, las
trompetas estallaron en una fanfarria
ensordecedora. El ruido rompió el convoca.
Vallerio nadó hacia el recinto real entre las
ovaciones.
—¡Miromarenses, gracias! —vociferó, levantando
las manos para pedir silencio—. ¡Gracias por
esta cordial bienvenida! Estoy muy feliz de
estar nuevamente entre ustedes. Han sufrido. Han
perdido a su regina. Han perdido su ciudad real.
Yo estoy aquí hoy para recuperarla para ustedes.
Los vítores se dejaron oír nuevamente, pero no
eran lo suficientemente entusiastas para
complacer a los kobold. A unos asientos de Sera,
un duende soldado amenazó a una familia:
—¡Heie, darer! ¡Fer du blir goblin kjett!
¡Ovacionen, imbéciles! ¡Antes de que los
convierta en comida para duendes!
—Hemos hecho las paces con nuestros enemigos —
continuó Vallerio. He traído amigos desde el
norte para ayudar a mantener esta paz y a
reconstruir nuestra ciudad. Pero no es
suficiente. Nuestro reino necesita un líder si
tenemos que salir de la oscuridad que hemos
soportado hacia un brillante amanecer nuevo.
Todos lamentamos que se llevaran a nuestra amada
Isabella demasiado pronto. Lloramos la muerte de
su hija, Serafina, asesinada durante el ataque
al palacio.
—¿Qué? —susurró Serafina—. ¿Piensa que estoy
muerta?
Comenzó a elevarse en el agua. Hubiera o no
duendes, iba a nadar hacia su tío e iba a
mostrarle que no estaba muerta, sin duda alguna.
—¡Sera, no! El va a... no... —dijo una voz
dentro de su cabeza. Era Mahdi. Sus palabras
eran débiles y entrecortadas. Ella lo miró. Él
estaba mirando en su dirección. Despacio, casi
imperceptiblemente, Mahdi sacudió la cabeza. Era
una advertencia. Sera se sentó de nuevo.
—Tengo a su nueva regina aquí conmigo —siguió
Vallerio con voz jubilosa—. ¡Tengo a la reina
que sacará a Miromara del dolor y miseria del
pasado y la llevará a un brillante futuro!
Vallerio hizo un gesto con el brazo hacia el
lado opuesto del Kolisseo. Serafina observó en
esa dirección y apareció una sirena bajo el arco
de las puertas.
Serafina la conocía muy bien. Conocía el pelo
color ébano, los ojos color cobalto, la sonrisa
burlona.
Era su vieja enemiga.
Lucía Volnero.

CUARENTA Y SEIS

La multitud tragó saliva. Ni siquiera el miedo a


los duendes brutales podía hacer que la gente la
ovacionara.
Lucía, asombrosamente bella con un vestido del
color de la medianoche, nadó dentro del
Kolisseo. Mientras lo hacía, treinta fornidos
hombres sirena la siguieron, cada uno de ellos
con una armadura, un escudo y una antorcha de
lava. Serafina sabía quiénes eran esos hombres
sirena y a qué se dedicaban.
—Mis dioses, no. ¡Va a morir! —susurró.
Vallerio habló.
—De acuerdo con el decreto de Merrow y las leyes
de este reino, le pediremos a Alítheia que
juzgue si esta sirena tiene las condiciones para
ocupar el trono de Miromara,.. —Hizo una pausa y
luego agregó—: ... o no.
«¿Qué está haciendo?» se preguntó Serafina,
presa del pánico. «No es una merrovingia.
Alítheia la matará».
Serafina recordó que Mahdi dijo que los Volnero
podrían haber colaborado con Traho. ¿Esta era la
manera de Vallerio de castigarlos por ello?
Siempre había sido duro e inflexible con los
enemigos del reino, pero nunca sanguinario.
¿Habría cambiado?
Seguramente, Portia lo frenará. La madre de
Lucía no permitiría que condujeran a su hija al
matadero. Le rogaría a Vallerio por la vida de
su hija. Serafina recordó que en un tiempo
habían estado enamorados. Sus palabras lo
ablandarían. Pero Portia no se movió. No estaba
alterada. No estaba sollozando. Estaba
perfectamente bien,
Lucía tomó su lugar en el centro del Kolisseo y
los fuertes hombres sirena nadaron hacia las
rejas de hierro que cubrían la guarida de
Alítheia,
—¡Liberen a la anarachnal —ordenó Vallerio,
Los minutos siguientes fueron como un sueño para
Serafina, una pesadilla en la cual estaba
sucediendo algo horripilante, pero ella no podía
hablar o moverse o hacer algo para detenerlo.
Miró cómo la terrible araña de bronce le siseaba
a Lucía, ansiando su sangre, sus huesos, tal
como la criatura se lo había hecho a Sera apenas
unas semanas atrás.
Sera sabía que la tarea de la araña era
asegurarse de que sólo los descendientes de
Merrow gobernaran Miromara. La leyenda decía que
cuando Merrow estaba cerca de la muerte, les
pidió a Neria, la diosa marina, y a Bellogrim,
el dios del fuego, que forjaran una criatura de
bronce para proteger al trono de los farsantes.
Mientras los kobold fundían el mineral para
crear al monstruo, Neria cortó la palma de la
mano de Merrow y echó su sangre, gota a gota, en
el metal fundido para que la araña tuviera la
sangre de Merrow en sus venas y reconociera la
sangre de las impostoras, —Por favor, tío, detén
esto —murmuró Sera—. Si ella es culpable de
algo, merece un juicio, no que la maten a sangre
fría. Pero Vallerio no hizo nada y Sera, junto
con todos los presentes en el Kolisseo, tuvo que
observar cómo Lucía se enfrentaba a Alítheia,
Miraron cómo el mehterbasi, el líder de la
guardia de los janicari, le entregaba su
cimitarra.
Cómo Lucía cortaba su palma con la hoja.
Y cómo Alítheia se inclinaba para beber
sangre de la herida.
Y luego. Sera no pudo ver más. Agachó su
cabeza para no ver a la araña hacer su oscuro
trabajo.
—¡Alítheia! —bramó Vallerio—. ¿Qué dices?
Serafina apretó los puños, esperando el ataque
de Alítheia.
Pero la araña no atacó.
En su lugar, habló.
—Viva Lucía, hija de sangre, jusssta heredera al
trono de Miromara...
Serafina levantó la cabeza de golpe.
—¿Qué? —inquirió.
Sin poder creerlo, observó cómo la criatura se
escabullía hacia el recinto real, tomaba la
corona de Merrow de su tarima y la colocaba en
la cabeza de Lucía; la misma corona que ella,
Serafina, había usado.
«Esto no es real», pensó. «No puede estar
pasando. Los propios dioses forjaron a Alítheia.
Ella es infalible».
Vallerio nadó hacia Lucía. La tomó entre sus
brazos y le besó la frente.
Entonces se volvió hacia la multitud y,
sonriendo triunfante, dijo:
—¡Mi buen pueblo de Miromara! Les entrego a su
nueva regina... Lucía Volnero... mi hija.

CUARENTA Y SIETE

Serafina se tambaleó. Ahora todo cobraba


sentido. ¿Cómo podía no haberlo visto? Lucía,
con su cabello negro azabache, sus ojos azul
profundo y sus escamas plateadas, era
exactamente igual a Vallerio. Igual a Isabella
también, de hecho. Su aspecto era más
merrovingio que el de Serafina,
Con razón Vallerio nunca se había casado y
Portia sí. Se había casado con un hombre
parecido a Vallerio apenas semanas después de
que la Regina Artemesia, la abuela de Sera,
hubiera prohibido su matrimonio. Porque Portia
estaba embarazada de Vallerio. Ese hombre,
Sejanus Adaro, había muerto poco después del
nacimiento de Lucía. ¿Portia y Vallerio habían
continuado su relación en secreto durante todos
esos años?
Los kobold habían amenazado a la multitud una
vez más para que los ovacionaran, y Vallerio
levantó sus manos otra vez para callarlos.
—Sí, es verdad, mi buen pueblo. Lucía Volnero es
mi hija, la concebí con su madre, la duchessa,
hace diecinueve años. Es una merrovingia, como
confirmó Alítheia. Lucía deseaba mantener la
verdad de su parentesco en secreto y pasar una
vida tranquila al servicio del reino, Pero
teniendo en cuenta que perdimos a nuestra
regina y a nuestra principessa, y que únicamente
una sirena de sangre merrovingia puede ocupar el
trono de Miromara, ella ha decidido, valiente y
abnegada, ponerse a su servicio como su
gobernante.
Exultante detrás de su padre, Lucía hizo su
sonrisa de barracuda. Vallerio levantó sus manos
para pedir silencio otra vez.
—De acuerdo con los decretos de Merrow, Lucía
ahora continuará con el hechizo, la segunda
parte de su dokimí, y ejecutará la canción
mágica que se requiere.
Lucía nadó hacia el frente y comenzó la canción
mágica. Serafina esperaba que ella tropezara,
que se equivocara. El hechizo era
torturantemente difícil. Ella misma había pasado
gran parte del año practicándolo. Pero Lucía no
cometió ningún error. Ni uno. Su dominio de la
magia era excelente. Su canto era perfecto. Su
bella voz era encantadora.
«¿Cómo puede ser?», se preguntó Serafina. «¿Cómo
puede cantar la canción mágica de Merrow de
manera tan perfecta si nunca la practicó?». Con
un escalofrío, se dio cuenta de la respuesta:
Lucía había practicado. Se había preparado para
este momento desde mucho tiempo atrás.
Cuando Lucía terminó la canción mágica, el
anfiteatro entró en erupción. Los vítores fueron
ensordecedores, los aplausos fueron largos. Como
antes, las reacciones más entusiastas provenían
de los kobold y de los jinetes de la muerte.
—¡Gracias! ¡Gracias, mi buen pueblo! —gritó
Vallerio, y el ruido se aquietó—. Para asegurar
la estabilidad del reino y la continuidad del
linaje de Merrow, Lucía ahora va a realizar su
compromiso, durante el cual recitará los votos
junto a su futuro esposo y prometerá darle una
hija a este reino.
Vallerio giró hacia el recinto real y miró a
Mahdi.
—Su Alteza, sea tan amable de unirse a
nosotros...

CUARENTA Y OCHO

Mahdi se levantó del trono.


—No puedes hacer esto —murmuró Serafina. Ella
también se levantó de su asiento.
—¡Sera, no! —dijo Coco, empujándola para que se
sentara de nuevo.
—Coco, debo hacerlo. Yo...
—... no te muevas... por favor... en peligro...
Era Mahdi. Estaba dentro de su cabeza otra vez.
—Mahdi, no puedes hacer esto... —le dijo.
—¡¡¡Sera, siéntate ahora mismo!!!
La voz era tan fuerte que Serafina pensó que le
reventaría los tímpanos.
—¿Neela? —dijo débilmente, cuando el dolor
cedió.
—¿Me escuchaste? ¡Oh, gracias a los dioses! No
sabía si mi convoca funcionaría.
—¿Escucharte? ¡Casi me volaste la cabeza! ¿Dónde
estás?
—Aquí, en el Kolisseo. Quédate donde estás.
Sera. No te muevas.
—Pero tengo que decirle a mi tío...
—Nada. No le digas nada. No hagas nada.
—¡Pero todo es un gran error! Mi tío está
haciendo esto por el bien del reino. Rompió una
tregua con los jinetes de la muerte. Puso a
Lucía en el trono porque piensa que estoy
muerta. Ahora va a comprometerla con Mahdi. Si
sólo pudiera llegar hasta él y decirle...
—Si te mueves del asiento, morirás.
Era otra voz, pero Serafina la reconoció.
—¿Yazeed? —preguntó Sera—. ¿De qué estás
hablando? ¿Por qué tengo que...?
—Quédate quieta hasta que todo esto termine.
Luego ven a buscarnos fuera del Kolisseo.
—No puedo ver esto. Yaz. No puedo.
—No tienes otra alternativa. Portia... volvió
de... los jinetes de la muerte... y después...
La voz de Yazeed se estaba entrecortando.
—Por favor. Sera... no te muevas.
Esa era Neela. Luego el convoca se desvaneció y
no pudo escuchar más.
Serafina hizo lo que le pidieron, aunque eso
hizo que se sintiera morir. Se quedó en su
asiento, miró fijamente hacia el anfiteatro y
vio cómo el hombre sirena que ella amaba le
declaraba su amor a otra sirena.
Mahdi tomó la mano de Lucía. La miró a los ojos.
Le sonrió. Dijo sus votos. Y le rompió el
corazón a Serafina.
Pero, aunque estaba pestañeando para contener
las lágrimas, Serafina notó algo raro: Mahdi
lucía una anémona amarilla en su saco negro.
Cuando lo observó mejor, entrecerrando los ojos
para verlo claramente a la distancia, se dio
cuenta de que era la anémona que había usado
para su compromiso. Estaba viva; sus pequeños
tentáculos se estaban moviendo. Era obvio que la
había cuidado y la había mantenido con vida.
Ella vio otra cosa, también. Continuamente,
Mahdi se acariciaba la oreja. Tocaba una argolla
de oro que le colgaba del lóbulo.
Es raro, pensó. En la casa de Carlos y Elena no
tenía ningún aro. Le dio su aro a esa madre en
la Laguna para que pudiera venderlo y comprar
comida para sus hijos, cuando él era Blu».
Cuando la ceremonia terminó y Mahdi besó a Lucía
en la mejilla, se produjo otra ovación,
provocada otra vez por los soldados.
—¿Lo reconoces? —dijo Mahdi súbitamente, dentro
de la cabeza de Sera—. Es el anillo que me diste
en nuestra promesa. Era de Carlos. Lo tuve que
quitar de mi mano, pero encontré una manera de
seguir usándolo.
—Oh, Mahdi...
—No te enojes. Sera. Por favor. No por esto. No
significa nada para mí.
—Entonces, ¿por qué lo haces?
—Para estar cerca de ellos. Para frenarlos. A
Traho, a las Volnero...
—¿A mi tío también?
—No lo sé. No sé si realmente piensa que estás
muerta o no. Ten cuidado con él. Sera.
—Ahora le perteneces a ella, a Lucía.
—No, no le pertenezco. Lo sabes.
Serafina recordó su compromiso. Habían firmado
el pergamino. Ella había empezado a nadar hacia
la cocina de Elena y Mahdi se había quedado
atrás para hablar con el juez de paz de los
mares.
—Por eso le preguntaste a Rafael acerca de la
ceremonia, ¿verdad? Por eso le preguntaste si el
compromiso estaba vigente incluso si uno de
nosotros se casaba con otra persona.
—Sí. Tenía miedo de que Portia y Lucía
estuvieran tramando algo como esto. Por eso
estás en un peligro tan grande, Sera. Portia
también conoce las leyes. Si ella se entera
acerca de nosotros, hará lo que sea para romper
nuestro voto. Cualquier cosa. ¿Me entiendes?
Sera comprendía.
—Quieres decir que me matará.
—Sí, Por eso tienes que irte de aquí. Abandona
Cerúlea. Aléjate lo más que puedas de las
Volnero y no vuelvas más.
—No puedo hacer eso, Mahdi. Este es mi hogar.
Esta es mi gente.
El convoca empezó a desvanecerse,
—... tengo que irme... por favor, ten cuidado,..
te amo...
—¿Volveré a verte?
Ella se quedó escuchando, esperando una
respuesta.
Que nunca llegó.

CUARENTA Y NUEVE

—Tenemos que apurarnos —dijo Yazeed en voz baja,


mientras nadaba detrás de Serafina—. Si Portia
Volnero se entera de que estás en la ciudad,
eres carnada.
Sera miró detrás de su espalda. Lo vio y corrió
a abrazar a Neela, luego a Yazeed y después los
presentó a Coco. Estaban todos fuera del
Kolisseo, en el medio de la oleada de soldados y
civiles que salía. El grupo real ya había
partido hacia el palacio.
—Yazeed, me alegro tanto de que estés bien.
Neels, ¿qué estás haciendo aquí? Se supone que
estabas sana y salva en tu hogar —dijo Serafina.
—Mi hogar ya no es ni sano ni salvo. No es ni
siquiera mi hogar
—¿Qué quieres decir?
Neela le contó que Portia había tomado la ciudad
de Matali. Yaz le explicó que ella también había
saqueado las bóvedas matalinas y asesinado al
gran visir, y que habían venido lo más rápido
que pudieron a Miromara para advertirle a Sera
sobre ella.
—Bueno, ¿y eso que necesitábamos? Lo conseguí —
dijo Neela, mirando de reojo a los soldados.
Sera comprendió. Había demasiados enemigos
alrededor para hablar libremente.
—Es estupendo, Neela. Yo también.
—Excelente —murmuró Neela—. ¿Has visto algún
campo de prisioneros, Sera? ¿Traho instaló
alguno aquí?
—¿Campos? —repitió Serafina.
—Dejémoslo para después —intervino Yazeed—.
Llegamos justo a tiempo para encontrarte,
Serafina —agregó—. Y ahora tenemos que irnos de
nuevo. Vamos.
—No puedo. Yaz. Todavía no. Primero tengo que
llevar a Coco a un lugar seguro.
—Principessa —susurró una voz.
Serafina giró.
—¡Niccolo! —exclamó al reconocer a su amigo y
compañero de la resistencia.
—Sonríanme como si fuéramos viejos amigos —dijo
Niccolo, sonriendo él mismo como si fuera idiota
—. Y sigan nadando, como si volviéramos a
nuestro antiguo barrio. No se detengan. Hay dos
soldados kobold vigilándonos.
Todos hicieron como les ordenó.
—Nos atraparon —dijo Yaz, sombrío.
—No lo creo —respondió Niccolo—. La principessa
luce muy diferente. Sólo la reconocí porque la
he visto antes con su ropa de espadachín. Y
porque Coco estaba con ella. ¿Están yendo al
cuartel general?
—Sí —contestó Serafina.
—Eso pensé. Por eso vine hasta aquí. Olvídense
de él. Lo atacaron los kobold. Pusimos una bomba
debajo de las barracas de los jinetes de la
muerte la semana pasada.
—¿Fueron ustedes? —preguntó Yaz con admiración—.
¡Buen trabajo!
Niccolo continuó:
—Sí, fuimos nosotros, pero ahora Traho quiere
vengarse. Los
duendes están yendo casa por casa, en busca de
miembros de la... este, de nuestros amigos. La
mayoría de nosotros logró escapar, pero
Fossegrim, Alessandra y Domenico no pudieron.
Coco se mordió los labios. Apretó la mano de
Serafina hasta hacerle doler. Abelardo,
percibiendo su inquietud, nadó alrededor de ella
con preocupación en círculos cada vez más
rápidos.
—Yo... nuestros amigos... todos estamos nadando
por separado hasta la guarida, el vertedero de
basura que está al norte de la ciudad. Nos vamos
a encontrar en el bosque de kelp, en el límite
oeste. Esperaremos hasta que se haga de noche y
luego nos dirigiremos hasta una nueva casa
segura en los azzurros, las colinas azules.
Tienen que venir con nosotros. Todos ustedes.
Están corriendo demasiado peligro aquí.
Serafina miró a Neela y a Yazeed. Ellos
asintieron con la cabeza.
—Gracias, Niccolo —respondió—. Te veremos allí.
Tan pronto como se hubo ido, Serafina le dijo a
Yaz cómo llegar al bosque de kelp.
—Espera un momento, ¿por qué me lo estás
diciendo? —preguntó—. ¿No vienes con nosotros?
—Voy a encontrarme con ustedes allí. Hay algo
que tengo que hacer primero. ¿Tienen alguna
perla de transparocéano?
—¿Para qué necesitas...? —empezó a decir Yazeed.
Luego sacudió la cabeza—. De ninguna manera.
Sera. ¿Estás loca?
—Dame una perla. Yaz. Tengo que saber si él es
parte de esto.
—Lo siento, pero me tienes harto.
—Voy a ir, sea como sea.
Yaz soltó un insulto, pero le dio una perla.
—Me encontraré con ustedes en el bosque —afirmó
Serafina—. Dentro de una hora.
—Una hora —dijo Yazeed—. De lo contrario, te voy
a buscar
—Por favor. Sera... —imploró Coco, con sus ojos
abiertos como platos por el miedo.
—Estaré allí —afirmó Sera con confianza,
haciéndole una gran sonrisa—. Lo lograré. Te lo
prometo.
Mientras Neela se llevaba a la niña, la sonrisa
de Serafina se desdibujó. Tomó la mano de Yazeed
y puso algo en ella. Él miró hacia abajo y vio
que en su mano había un collar con un gran
diamante azul en el centro.
—Dáselo a Neela si no lo logro —pidió.

CINCUENTA

Serafina, aún visible, nadó con cautela dentro


del camarote en ruinas en el palacio de Cerúlea.
Había tomado un pasaje secreto desde los
establos para llegar a este lugar. Era riesgoso,
pero no tenía otra alternativa. La magia de las
perlas de transparocéano a menudo se disipaba
sin aviso, y ella no quería usar la que le había
dado Yaz hasta que estuviera en el interior del
palacio. Era un lugar enorme y sabía que le
llevaría tiempo encontrar a su tío.
Pasar inadvertida entre dos mozos de cuadra y
tres jinetes de la muerte para entrar a los
establos le había costado un poco. Por suerte,
habían estado bebiendo vino de posidonia para
celebrar el dokimí de Lucía y no notaron a Sera
cuando cruzó el patio de ejercicios nadando
bajo, detrás de fardos de heno marino.
Ahora cruzó el camarote y miró el enorme agujero
donde alguna vez había estado la pared oriental.
Una triste corriente entraba a través del hueco.
Las anémonas y las algas crecían en sus bordes
destrozados. Nadó hacia el trono y luego se
acuclilló para tocar el piso cerca de él. Con la
cabeza gacha, se quedó allí por un rato,
recordando a su madre. Después se levantó y se
alejó.
Cuando lo hacía, un movimiento detrás del trono
la sobresaltó.
Salió disparada hacia él, con la daga en la
mano, y entonces se dio cuenta de que estaba
viéndose a sí misma en los espejos del piso al
techo que había en la pared.
Por un momento, temió que Rorrim estuviera
acechándola detrás de la red de grietas del
espejo plateado o, peor aún, que apareciera el
hombre sin ojos. Pero los espejos estaban
vacíos.
Sacó la perla de transparocéano de su bolsillo y
la hechizó. Ahora, todo lo que tenía que hacer
era descubrir dónde estaba su tío. Sus
habitaciones estaban en el ala norte del
palacio, por lo que decidió empezar por allí.
Para llegar a ellas, tenía que nadar por la sala
de recepción de su madre hacia el corredor
norte. Al aproximarse a la sala, vio que su
puerta estaba cerrada, pero escuchó voces que
salían de la habitación.
Con mucho cuidado para no hacer ningún ruido,
presionó el oído contra la puerta. Las voces
eran las de Vallerio y Portia. Pero no podía
distinguir qué estaban diciendo.
Sera nadó rápidamente a través de un agujero en
la pared del camarote y alrededor de uno de los
costados del palacio para ver si una de las
altas ventanas de la sala de recepción estaba
abierta. Por suerte, una de ellas lo estaba. Se
apretujó a fin de entrar por la abertura y nadó
en silencio hasta una esquina para escuchar y
observar
—Si la gente supiera... si alguna vez se dan
cuenta... —estaba diciendo su tío.
—La gente es estúpida. Nadie tiene la más pálida
idea de que tú estuviste detrás de la invasión.
Cubriste bien la estela que dejaste. Le
advertiste a Isabella que Ondalina libraría una
guerra contra Miromara. Kolfirm, sin quererlo,
nos ayudó al romper el permutavi.
—Todavía no entiendo por qué lo hizo —comentó
Vallerio.
—Yo tampoco. Y no me importa. Tuvimos mucha
suerte con eso. También tuvimos suerte de que le
pidieras a Isabella que declare la guerra el
mismo día del ataque. Los cancilleres que
sobrevivieron recordarán tus palabras y le
contarán a la gente cuán sabio fuiste.
—¿Pero cómo se hicieron los pagos? Si se dan
cuenta de que falta oro de las bóvedas...
—Él le pagó a Traho, como prometió. Y los
cancilleres no tendrán problema en pagarles a
los kobold, porque vieron cómo los utilizaste
para liberar la ciudad —respondió Portia,
riendo.
Sera se preguntó a quién se referiría con este
«él».
—Eso fue una verdadera genialidad, querido mío —
continuó Portia—. Hace parecer que tú y los
kobold atemorizaron a Traho para que se
rindiera. Ahora que las bestias están aquí,
pueden erradicar a la resistencia por nosotros.
Miromara es nuestro. Matali es nuestro. Pronto,
Qin lo será también. Mfeme está viajando para
allá en este mismo momento. Atlántica será la
próxima en caer, luego Ondalina y, finalmente,
Freshwaters. ¡Pronto, nuestra hija dominará
todas las aguas del mundo!
—Diecinueve años —dijo Vallerio—. Esperé por
esto todo ese tiempo. Esperé tanto para que
fueras mía. Para ser la familia que siempre
hubiéramos debido ser. Para poner a nuestra hija
en el trono.
Serafina puso una mano contra la pared para no
perder el equilibrio. Se sentía como si le
hubieran arrancado las tripas.
No era el Almirante Kolfinn el que le había
ordenado a Traho atacar Miromara. Y no era
Kolfinn el que había colaborado con el terra
Mfeme. Todo este tiempo, había sido Vallerio, su
propio tío. Él no se había escapado al norte
para traer las tropas que liberarían Cerúlea.
Había ido allí en busca de refuerzos, en busca
de duendes matones que aseguraran que nadie
pusiera en peligro la coronación de Lucía. Y él
y Portia no iban a parar con Miromara: planeaban
invadir todos los reinos de las sirenas. Tan
pronto como llegara a los azzurros y a la casa
segura, les avisaría a los demás. A Astrid,
también. Astrid había estado diciendo la verdad;
Ondalina no tenía nada que ver con la invasión.
Portia tomó una botella de vino de posidonia de
una mesa y llenó dos copas. Le entregó una a
Vallerio.
—Las cosas están yendo perfectamente. Aún mejor
de lo que esperaba —dijo, chocando su copa
contra la de él—. Él está complacido, ¿y por qué
no lo estaría? Tiene la perla negra y ahora
Mahdi ha encontrado el diamante azul para él.
El corazón de Serafina casi se detuvo. ¿Quién en
nombre de los dioses era «él»? Quienquiera fuera
esta persona tenía el talismán de Orfeo. Sus
amigos y ella tendrían que quitárselo.
—Él quiere los otros talismanes, también —aclaró
Vallerio—. Fueron su precio por ayudarnos. No
tenemos que hacerlo esperar
—No lo haremos —afirmó Portia—. Los campos están
llenos. Los prisioneros están trabajando día y
noche para encontrar los talismanes.
¿Campos? ¿Prisioneros? ¿De qué están hablando?,
se preguntó Neela. Entonces recordó que Neela
había mencionado algo similar. ¿Traho estaba
tomando prisioneros y obligándolos a trabajar?
—Estamos superando todos los obstáculos,
Vallerio —continuó Portia— y estamos eliminando
todas las amenazas a nuestro poder. Ese idiota
de Mahdi está de nuestro lado y continuará
estándolo mientras sigamos dándole dinero.
Bilaal y Ahadi están muertos. Aran y Sananda son
nuestros rehenes. Bastián está muerto.
Felizmente, Isabella está muerta también.
—¿Felizmente? —repitió Vallerio—. No estoy
feliz, Portia. Era mi hermana. Desearía que todo
hubiera sido diferente.
Portia no tenía tales sentimientos.
—Vamos, Vallerio, no hay tiempo para
remordimientos. Lo que hicimos, lo hicimos por
el bien del reino.
—Ella sólo estaba siguiendo el decreto de Merrow
que establece que únicamente la hija de una hija
puede gobernar Miromara, no la hija de un hijo —
reflexionó Vallerio, echando una ojeada dentro
de su copa.
Portia gruñó.
—¡Claro! Esa era una de las mal llamadas
fortalezas de Isabella, seguir servilmente los
absurdos decretos de Merrow. Es tiempo de crear
nuevos decretos, los nuestros. De que nuestra
hija los imponga a nuestros súbditos.
Vallerio asintió con la cabeza.
—Tienes razón, amor mío. Por supuesto, tienes
razón.
Portia sonrió.
—No debes perder la calma. No ahora. Estamos a
punto de lograr todo lo que queríamos. Pronto,
nadie podrá detenernos.
—¿Hay alguna noticia de Desiderio? —preguntó
Vallerio—. ¿Y de Serafina?
—Tenemos varios jinetes de la muerte buscando a
Desiderio. No lo han encontrado hasta ahora,
pero lo harán. En cuanto a Serafina, está
probando que es más difícil de capturar de lo
que pensaba. Pero tarde o temprano, se le
acabará la suerte. Le diré a todo el que
pregunte que está muerta, y pronto lo estará.
Los jinetes de la muerte tienen órdenes de
asesinarla y las cumplirán. El gobierno de
nuestra hija no está seguro mientras la hija de
Isabella esté viva.
Golpearon a la puerta.
—¡Adelante! —dijo Vallerio.
Un sirviente nadó dentro de la habitación.
—Sus Altezas —habló—, la cena de compromiso está
por comenzar.
Vallerio le ofreció el brazo a Portia y dejaron
la sala de recepción juntos. Cuando se cerró la
puerta detrás de ellos, Serafina sintió unas
ganas abrumadoras de destrozar la habitación, de
destruir todo lo que habían tocado los dos.
Trató de serenarse. Únicamente una imbécil
alertaría a los enemigos acerca de su presencia.
Nadó fuera de la ventana y se dirigió al bosque
de kelp en busca de sus amigos. Yazeed tenía
razón. Tenía que irse de Cerúlea. Cuanto antes,
mejor.
Mientras nadaba. Sera cantó en voz baja un
lamentatio, el canto fúnebre de las sirenas.
Había perdido a otro miembro de su familia.
CINCUENTA Y UNO

Serafina echó la cabeza hacia atrás y miró hacia


arriba a través de las frondas del bosque de
kelp. Estaba cayendo la noche. Podía ver los
primeros rayos pálidos de la luna en el agua.
—«Felizmente», dijo ella. «Felizmente, Isabella
está muerta...».
Y sonrió y bebió su vino. —Se le entrecortó
la voz.
Coco la abrazó por la cintura. Neela la besó en
la mejilla. Yaz tomó su mano.
—Oh, Sera —habló Neela—. Lo siento muchísimo.
Finalmente, cuando fue capaz de hablar de nuevo,
Serafina contó:
—Alguien tiene un talismán. La perla negra de
Orfeo. No sé quién es «él», solamente que
Vallerio y Portia lo están ayudando. Yaz, Neela,
¿lo sabían? ¿Y saben algo acerca de los campos
de trabajos forzados y los prisioneros?
Neela le contó todo lo que le había pasado desde
que se separaron en el Incantarium. Sera sintió
náuseas ante la descripción de los campos de
trabajos forzados.
—¿Cómo pueden hacer algo así? ¿Cómo pudo mi tío?
—se preguntó—. Nada puede explicarlo. Ni
siquiera sus diecinueve años de sufrimiento.
—Tenemos que averiguar quién es este «él» —dijo
Yazeed, soltándole la mano.
—Tenemos que quitarle la perla negra —redobló
Serafina.
—Tenemos que salir de aquí primero —intervino
Neela.
El bosque de kelp en el que se estaban
escondiendo crecía tan denso que tenían que
flotar de pie. No podían sentarse ni estirar las
colas.
—¿Quiénes siguen desaparecidos? —preguntó
Yazeed.
—Bartolomeo y Luca. —La respuesta llegó del otro
lado del bosque de kelp. Era Niccolo.
—Esperemos otra media hora, luego vayamos a la
casa segura —propuso Yaz.
Serafina sintió un golpe sordo. Coco estaba
cabeceando mientras flotaba verticalmente. La
pesada cabeza de la niña había caído sobre su
hombro.
—Voy a nadar un poco más adentro del bosque —
susurró, alzando a Coco—. Voy a ver si puedo
encontrar un lugar donde podamos recostarnos. No
iré muy lejos. Sílbenme cuando los demás
lleguen.
Yazeed asintió con la cabeza y Serafina se
adentró entre los tallos altos y frondosos.
Abelardo la siguió. Unos minutos después,
encontró un pequeño claro. El único problema era
que no estaba vacío como ella esperaba. Contenía
dos largos túmulos. Pedazos de estatuas de
bronce yacían sobre la superficie de cada uno de
ellos. Vio un torso en uno de los túmulos. Una
mano. Una placa. Aletas. Parte de una cola.
Se inclinó y, con cuidado, acostó a Coco en el
suelo. La sirenita se despertó de inmediato.
—¿Qué está pasando? —preguntó con miedo—. ¿Hay
jinetes de la muerte?
—Shhh, Coco, está bien. Sólo estoy tratando de
encontrar un lugar para que duermas —le
respondió Serafina.
Coco parpadeó cuando vio los túmulos.
—¿Qué son? ¿Tumbas?
—Eso creo —dijo Serafina.
Se acercó nadando y vio que las piezas rotas
estaban acomodadas de acuerdo con cierto orden,
con las aletas de la cola sobre la parte
inferior de los túmulos y los rostros en la
parte superior. Se inclinó para observar las
caras de bronce y se dio cuenta, con un
respingo, de que las conocía. Eran los rostros
de sus padres.
Un dolor fresco brotó del interior de Sera. Se
dejó caer en el fondo del mar, preguntándose
cómo era posible que su corazón se rompiera una
y otra vez, y aún siguiera latiendo.
«Las piezas están acomodadas en las tumbas»,
pensó. «Provienen de estatuas de Cerúlea».
Reconoció la estatua de su madre. Solía estar en
una esquina en el fabra y había sido un buen
retrato de ella.
Unos carteles escritos a mano en las cabeceras
de las tumbas proclamaban que en ellas yacían la
Regina Isabella y su consorte, el Príncipe
Bastián. «QUE DESCANSEN EN AGUAS CALMAS», estaba
escrito debajo de cada uno de los nombres.
Mientras Sera recorría con el dedo las letras
del nombre de su padre, escuchó un crujido
agitado entre los tallos de kelp. Unos segundos
después, un anciano hombre sirena enojado con
una lanza oxidada entró como una tromba en el
claro. Parecía un espinoso, de color gris en la
parte superior y naranja en la superior, con
aletas cortas y puntiagudas.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó
airadamente, apuntando la lanza hacia ella.
—Estamos presentando nuestros respetos —
respondió Serafina.
—Oh —dijo, bajando la lanza—. Bueno, está bien,
entonces. Temía que fueras uno de los
saqueadores que mataron a la regina y a su
esposo.
—No —contestó Sera—. Ni siquiera sabíamos que
sus tumbas estaban aquí. ¿Quién los enterró?
—Yo. Mi nombre es Frammento. Vivo allí, —Señaló
con el pulgar a sus espaldas—. Me dedico a
vender lo que encuentro en la basura. Esa noche
encontré algo más de lo que pensaba, dos cuerpos
envueltos en una alfombra empapada en sangre.
Sera se estremeció ante sus palabras, pero
rápidamente escondió su dolor. No quería que el
viejo hombre sirena adivinara quién era.
—Ellos eran Isabella y Bastián —continuó
Frammento—. Los matones de Traho deben de haber
querido deshacerse de ellos sin que nadie se
enterase a fin de que ninguno de sus súbditos
tuviera un lugar para reunirse. Me dolió mucho
encontrarlos. Me enojé mucho, también. Me los
llevé y les di una sepultura apropiada.
—Fue muy amable de su parte —dijo Sera, más
agradecida al hombre sirena de lo que ella era
capaz de expresar
—No fue nada. Me gustaría haber podido hacer
más. No tenía nada para adornar las tumbas al
principio, pero luego Traho empezó a tirar abajo
las estatuas y pude recoger algunas piezas y
traerlas aquí. Nadie sabía acerca de las tumbas
al principio, pero luego una o dos personas las
vieron y empezaron a hacer correr la voz. Cada
vez más gente viene a presentar sus respetos. Te
dejaré en paz para hacerlo. —Se tocó el ala del
sombrero y se fue.
Coco, que estaba observando de cerca las tumbas,
dijo;
—Oh, no. Sera, mira eso. —Señaló una pequeña
pila de escombros cerca de la parte superior de
la tumba de Isabella. Eran los restos de la
corona que había descansado en la cabeza de la
estatua. No estaba hecha de oro o plata, sino de
ramas de coral rojo, un regalo del mar—. Debe de
haberse caído cuando Frammento puso la cabeza
aquí —dijo Coco y Abelardo husmeó las piezas—.
La arreglaré. Soy muy buena para los canta prax.
Siempre rompía las cosas de Ellie y siempre las
arreglaba antes de que se diera cuenta. —Se
sentó en el suelo y comenzó a unir las piezas
nuevamente.
Serafina apenas la oía. Estaba observando el
bello rostro de su madre. Fuerte y sereno, la
estaba mirando otra vez. Tocó su fría mejilla.
—La resistencia es muy valiente, pero es débil y
está dispersa, mamá —susurró—. Están atacando
las casas seguras. No tenemos suficiente comida.
Algunos de los nuestros están muy enfermos. Hay
mucho para hacer. Aquí en Cerúlea, contra
Vallerio y Portia. Lejos en los mares, contra
Abbadón. No sé por dónde empezar.
Su madre siempre había tenido respuestas para
todo. Y Sera ahora necesitaba una con
desesperación. Pero el rostro de bronce estaba
silencioso.
—¡Ya está! —exclamó Coco de repente. La corona
de coral estaba entera otra vez. La levantó del
lecho marino, la llevó hasta Serafina y se la
colocó en la cabeza—. Esta era la corona de
Isabella, pero ella ya no está; ahora es tuya.
Tú eres la regina en este momento. No Lucía. —Le
echó los brazos al cuello y la abrazó con
fuerza.
Sera abrazó a Coco a su vez, agradecida por la
fe de la sirenita en ella y por su amor
constante. Cuando la soltó, los ojos de Serafina
se posaron en la placa que había adornado la
base de la estatua de Isabella. Podía leer las
palabras grabadas en ella. Las conocía bien.
Habían sido el lema de Merrov y el de todas las
reinas merrovingias desde entonces.
El amor del pueblo del mar es mi fortaleza.
Eso era. La respuesta que ella necesitaba había
estado allí todo el tiempo.
Oía la voz de Thalassa ahora: «El mayor poder de
una gobernante viene del corazón... del amor que
siente por sus súbditos y del amor que ellos
sienten por ella».
La voz de Vrája: «Nada es más poderoso que el
amor».
Y la de Elena: «El amor es la magia más
grande de todas».
El amor era el mayor poder de Merrow. Y de su
madre. Sería el de ella, también. Pelearía por
su pueblo hasta la muerte. Recuperaría su ciudad
y su reino. Frenaría el mal en el mar del Sur.
No con terror, crueldad y odio, como Traho, sino
con amor.
—Gracias, mamá —murmuró—. Vamos —le dijo a Coco
mientras se levantaba—. Partamos. Es el momento
de irnos a la casa segura y organizarnos
nuevamente. Voy a liderar la resistencia.
La espalda de Serafina estaba derecha y su
frente estaba alta mientras las dos nadaban para
reunirse con los demás.
Había una peligrosa luz nueva en sus ojos.

CINCUENTA Y DOS

En el mar de la China Oriental, un gran


arrastrero se movía lentamente sobre el agua.
Rafe laoro Mfeme estaba sentado en una silla, en
la cubierta de popa, contemplando cómo pintaban
el cielo los últimos rayos del sol. Una gorra de
béisbol cubría su pelo. Sus ojos estaban ocultos
con lentes de sol. Una perla negra perfecta
pendía de una cadena alrededor de su cuello. Su
mano derecha estaba ensangrentada.
Enfrente de él, había una sirena atada con
cuerdas a una silla. Caía sangre de su
mandíbula. La cabeza le colgaba sobre el pecho.
Una de sus negras trenzas se había deshecho.
Su espada yacía sobre una mesa. Su bolso había
sido destrozado. Sus contenidos estaban tirados
sobre la cubierta: unos pocos cauris, algunas
piedras de transparocéano, una manzana de agua y
fichas con letras de un juego de mesa de los
terragones con palabras,
—Me estoy aburriendo de esto —dijo Mfeme,
volviéndose hacia ella.
La sirena levantó la cabeza y escupió sangre.
Tenía el labio partido. Uno de sus ojos estaba
hinchado y cerrado.
—Lamento oírlo —respondió Ling—. Lo estoy
pasando de maravillas.
Mfeme hizo sonar sus nudillos.
—Te lo pregunto una vez más: ¿dónde está el
talismán?
—Te lo digo una vez más: no tengo idea —contestó
Ling.
—¿Piensas que estoy bromeando? Te cortaré las
orejas y las tiraré a los tiburones.
—Está bien. No tendré que oírte más, entonces.
Mfeme agarró el pelo de Ling y le tiró la cabeza
hacia atrás.
—Hay muchos tipos de dolor, Ling. Está el dolor
que estás sintiendo ahora, pero hay un dolor
peor, también. El tipo de dolor que vas a sentir
cuando encuentre a tu padre, lo levante y lo
meta en este barco, y le corte a él las orejas,
todo porque no me dices lo que quiero saber.
—Que tengas suerte con eso. Mi padre está
muerto. No sé dónde está el talismán. Y si lo
supiera, no te lo diría.
Mfeme la soltó.
—Tengo ganas de matarte. Tengo muchas ganas.
—Entonces hazlo y no me hagas perder más el
tiempo.
—Lamentablemente, no puedo. Eres valiosa para mí
y lo sabes. Eres inteligente, Ling, pero no lo
suficiente. Todo este tiempo y todavía no tienes
idea con lo que te estás metiendo, ¿verdad?
—En realidad, sí. Eres el marinerito de Traho.
Su lacayo térra.
—Me temo que estás muy equivocada —respondió
Mfeme.
Se quitó los lentes de sol.
Ling tragó saliva. Mfeme no tenía iris, no tenía
el blanco de los ojos. Eran completamente
negros,
Mfeme sacudió su mano en el aire y las fichas
con letras se deslizaron por la cubierta.
Mientras Ling las miraba, deletrearon su nombre.
RAFE lAORO MFEME.
Luego, lentamente, las fichas deletrearon otras
palabras.
—No —dijo Ling, horrorizada por las palabras que
veía—. No puede ser. ¡Hace más de cuatrocientos
años que estás muerto!
SOY ORFEO. TÉMEME.

AGRADECIMIENTOS
En esta página, el autor debe agradecer a la
gente que lo ayudó a escribir un libro y, una
vez más, me gustaría agradecer a mi maravillosa
familia y al fantástico equipo de Disney por el
entusiasmo y el apoyo que le brindaron a esta
obra y a toda la saga Waterfire. Pero hay una
persona en particular a la que quisiera
agradecer aquí, la persona que me presentó por
primera vez a mis amigas las sirenas: mi agente
de toda la vida, Steve Malk.
El papel de un agente en la vida de un escritor
es importantísimo. Es socio, confidente,
animador, consejero y, si tiene tanta suerte
como yo, un amigo. No puedo agradecerle lo
suficiente a Steve por todo lo que ha hecho por
mí en estas pocas líneas, pero voy a intentarlo.
Aquí va.
Gracias, Steve, por tu conocimiento, tus sabios
consejos, tu constante buen humor, todo lo cual
lo tengo en grandísima estima. Gracias por amar
la música y el chocolate tanto como yo. Compartí
mi última trufa de jengibre, sésamo y wasabi
contigo y sé que tú harías lo mismo por mí.
Gracias por salvarme muchas más veces de las que
puedo contar. Gracias por preocuparte lo
suficiente para decirme siempre qué estaba mal
en un manuscrito, así como lo que estaba bien.
Gracias por tu amor genuino y duradero por los
libros infantiles. Sobre todo, gracias por
ayudarme a vivir de lo que me gusta. Toda mi
vida quise ser escritora. Debido a todo el
trabajo que hiciste en mi nombre, lo pude
lograr.

GLOSARIO
ABBADÓN: Monstruo inmenso creado por Orfeo que
luego fue derrotado y enjaulado en las aguas del
Antártico.
ABELARDO: El tiburón de arena de Coco.
ACQUA GUERRIERI: Soldados miromarenses,
AGORA: Plaza pública.
AHADI, EMPERATRIZ: La antigua líder de Matali,
madre de Mahdi.
ALETAS NEGRAS: Miembros de la resistencia de
Cerúlea cuyo cuartel general está en el
ostrokón.
AlÍTHEIA: Araña venenosa de tres metros y medio
hecha de bronce mezclado con gotas de la sangre
de Merrow. Bellogrim, el dios herrero, la forjó,
y la diosa del mar Neria le dio vida con su
aliento para que protegiese el trono de Miromara
de cualquier farsante.
ALMA: La mujer que Orfeo amó; cuando ella murió,
él enloqueció de dolor
AMAH: Niñera.
AMARREFE MEI FOO: Pirata que atacó el Deméter
para robarse el diamante azul de la infanta.
ANARACHNA: Palabra miromarense que significa
«araña»,
ANGUILÉS: El lenguaje que hablan las anguilas.
APÁ PIATRÁ: Viejo hechizo rumano de protección
que levanta una pared de agua y luego la
endurece, formando un escudo.
ARAN, EMPERADOR: El actual gobernante de Matali;
padre de Neela.
ARMANDO CONTORINI: Duca di Venezia, líder de los
praedatori (alias Kharkarias, el Tiburón).
ASKARI (ASKARA, sing.): Los miembros de la
guardia personal de Kora en Kandina.
ASTRID: La hija adolescente de Kolfinn,
gobernante de Ondalina.
ATLÁNTICA: Los dominios de las sirenas en el
océano Atlántico.
ATLÁNTIDA: Antigua isla paradisíaca en el
Mediterráneo, poblada por los ancestros de las
sirenas. Seis magos gobernaron la isla con
bondad y sabiduría: Orfeo, Merrow, Sycorax,
Navi, Pyrrha y Nyx. Cuando la isla fue
destruida, Merrow salvó a los atlantes,
recurriendo a Neria para que les otorgara aletas
y colas de pez.
AVA: Sirena adolescente del río Amazonas. Es
ciega pero puede percibir las cosas.
BABA VRÁJA: Anciana líder —u obarsie- de las
iele, brujas de río.
BABOSUCHOS: Los temores más profundos de una
persona; Rorrim Drol se alimenta de ellos.
BABY: La piraña guía de Ava.
BALTAZAAR: El primer ministro de Finanzas desde
el comienzo del reino de Merrow.
BASTIÁN, PRÍNCIPE CONSORTE: El esposo de la
Regina Isabella y padre de Serafina; hijo de la
noble Casa de Kaden del mar de Mármara.
BARCO FANTASMA: Un barco naufragado que se
entrelaza con la fuerza vital de un ser humano
que murió a bordo; su casco no se pudre ni se
oxida.
BECCA: Sirena adolescente de Atlántica.
BEDRIEER; Uno de los tres buques arrastreros que
posee Rafe Mfeme.
BELLA: Palabra italiana que significa «hermosa».
BILAAL, EMPERADOR: El antiguo gobernante de
Matali, padre de Mahdi.
BING BANG: Golosina matalina.
BIOLUMINISCENTE: Criatura marina que brilla con
luz propia.
BLU, GRIGIO y VERDE: Tres praedatori que ayudan
a Neela y Serafina a escapar de Traho.
BUONO: Palabra italiana que significa «bueno».
CABALLABONGO: Juego con hipocampos, parecido al
polo de los humanos.
CANCIÓN DE SANGRE: Sangre extraída del propio
corazón que contiene recuerdos y permite
hacerlos visibles a otros.
CANCIÓN NEGRA: Un poderoso hechizo canta malus
que causa daño; es legal usarlo contra los
enemigos en tiempos de guerra.
CANTA MAGUS {MAGI, pl.) Uno de los magi de
Miromara, el guardián de la magia.
CANTA MALUS: Canción negra, un don ponzoñoso
otorgado por Morsa a las sirenas a fin de
burlarse de los dones de Neria.
CANTA MIRUS: Canción especial.
CANTA PRAX: Canción mágica que hace hechizos
sencillos.
CAÑAIBUJU: Golosina matalina.
CARA: Palabra italiana que significa «querida».
CARACOL: Caparazón de molusco que se utiliza
para grabar información y conservarla.
CARCERON: La prisión de Atlántida. La cerradura
sólo puede abrirse con seis talismanes. Ahora
está ubicada en algún lugar del mar del Sur
CERÚLEA: La ciudad real de Miromara, donde vive
Serafina.
CETO: El líder del clan Rorqual, las ballenas
jorobadas.
CHILAGUONDA: Golosina matalina.
CLÍO: El hipocampo hembra de Serafina.
COMMOVIO: Una canción mágica que puede usarse
para mover objetos.
CONFUTO: Hechizo canta prax que hace que los
humanos parezcan locos cuando hablan de haber
visto una sirena.
CONVOCA: Canción mágica que puede usarse para
convocar a otros y para comunicarse con la
gente.
CORRENTE LARGA: La carretera principal de la
Laguna.
CÓSIMA: Una joven de la corte de Serafina. Su
sobrenombre es Coco.
CONSEJO DE LAS SEIS AGUAS: Una reunión de los
representantes de todos los reinos de las aguas.
CUENCA de MADAGASCAR: Cuenca donde se crían los
dragones boca de navaja, ubicada al oeste de
Matali, cerca de Kandina.
DAÍMONAS TIS MORSA: Demonio de Morsa.
DEMÉTER: El barco en el que María Teresa,
infanta de España, estaba navegando cuando se
perdió de camino a Francia en 1582.
DESIDERIO: Hermano mayor de Serafina.
DESTRUCTOR: Medusa de gran tamaño que flota
sobre las entradas de las discotecas y evita que
las personas entren sin pagar
DINERO MARINO: Dinero que usan las sirenas;
trocii de oro (trocus, sing.), drupas de plata,
cauris de cobre. Los doblones de oro son dinero
del mercado negro.
DOKIMÍ: Palabra griega que significa «prueba»,
una ceremonia en la cual la heredera al trono de
Miromara tiene que demostrar que es la verdadera
descendiente de Merrow, derramando sangre para
Alítheia, la araña marina. Después debe realizar
un hechizo con una canción mágica, hacer sus
votos de compromiso matrimonial y jurar que un
día dará al reino una hija.
DRACA: La lengua que hablan los dragones.
DRAGÓN BENGALÍ DE ALETA AZUL: Especie de dragón
gentil, calmo, bueno para tirar de carruajes y
carretas.
DRAGÓN BOCA DE NAVAJA: Una de las variadas
especies de dragones que se crían en Matali y
que son la principal fuente de la riqueza del
reino; son feroces y asesinos, y evitan que los
invasores pasen más allá de la Cuenca de
Madagascar.
DRAGÓN ÁRABE REAL: Una de las variadas especies
de dragones que se crían en Matali y que son la
principal fuente de la riqueza del reino; son
tan imponentes y tan costosos que solamente las
sirenas de mayor poder adquisitivo se los pueden
permitir
DUCHI DE VENEZIA: Nobles cuyos títulos fueron
creados por Merrow para proteger los mares y a
sus criaturas de los terragones.
EKELSHMUTZ-. Una de las cuatro tribus de los
duendes.
ELYSIA: Capital de Atlántida.
ESPADACHINES: Jóvenes sirena que desafían a la
sociedad vistiéndose de piratas, extravagantes y
aventureros.
EVEKSION: El dios de la curación.
FABRA: Mercado público.
FANTASMAS DE NAUFRAGIO: Fantasmas que viven en
los barcos naufragados, hambrientos de vida; su
contacto, si es prolongado, puede ser letal.
FEUERKUMPEL: Duendes mineros, pertenecientes a
una de las tribus kobold, que canalizan el magma
desde las fallas de las profundidades debajo del
mar del Norte a fin de obtener la lava para la
iluminación y la calefacción.
FILOMENA: Cocinera del Duca Armando.
FOSSEGRIM: Uno de los magi miromarenses, el
liber magus, guardián del conocimiento.
FRAGOR LUX (FRAG, acort.): Canción mágica que
crea una bomba de luz.
FRESHWATERS: Los dominios de las sirenas en
ríos, lagos y lagunas.
GLOBO DE LAVA: Fuente de luz cuya luminosidad
proviene del magma extraído de las minas y
refinado en forma de lava blanca por los
feuerkumpel.
GORGONIAS: Las medusas más mortíferas del mundo.
GRAN ABISMO: Sima en Qin donde se cree que se
encuentra el talismán de Sycorax y donde el
padre de Ling desapareció mientras lo estaba
explorando.
GUERREROS DE LAS OLAS: Humanos que luchan por el
mar y sus criaturas.
HAGARLA: Reina de los dragones boca de navaja.
HARAKA: Tipo de arte marcial practicado por los
askari.
HIPOCAMPOS: Criaturas que son mitad caballo,
mitad serpiente, con ojos de serpiente.
HOLLEBLÁSER: Duendes sopladores de vidrio, una
de las tribus kobold.
HOROK: El Guardián de las Almas en Atlántida,
que llevó a los muertos al inframundo,
reteniendo cada alma en una perla blanca.
IELE: Brujas de río.
ILLUMINATA: Canción mágica para crear luz.
ILLUSIO: Hechizo para crear un disfraz.
INCANTARIUM: El cuarto donde las incanta, las
brujas de río, mantienen a Abbadón a raya con
canciones mágicas y el waterfire.
HIERRO: Metal que repele la magia.
ISABELLA, LA SERENISSIMA REGINA: Gobernante de
Miromara, madre de Serafina.
JANICARI: Guardia personal de la Regina
Isabella.
JINETES DE LA MUERTE: Los soldados de Traho, que
montan caballos de mar de color negro.
JUA MAJI: Aldea de Kandina.
KANDINA: Región en la parte occidental de
Matali, cerca de la cuenca de Madagascar,
gobernada por Kora.
KANDINÉS: Gentilicio de Kandina; la lengua que
se habla en Kandina.
KENJI: Palabra kandinesa que significa «rayo de
sol»; el símbolo de Jua Maji.
KHARKARIAS: «El Tiburón», líder de los
praedatori.
KHELEFU: El gran visir de Matali.
KIONGOZI: General de Kora.
KIRAAT: Medica magus de Matali,
KOBOLD: Tribus de duendes del mar del Norte.
KOLFINN: Almirante de Ondalina, la región del
Ártico.
KOLISSEO: Enorme teatro de piedra de aguas
abiertas en Miromara que se remonta a la época
de Merrow.
KOOTAGULLA: Un postre matalino de varias capas.
KORA: Sirena que gobierna la región matalina de
Kandina como vasalla del emperador; líder de los
askari.
KUWEKA MWANGA, DADA YANGU: Palabras en kandinés
que significan «conserva tu luz, hermana mía».
KYR: El hijo menor de Neria, a quien Merrow
salvó del ataque de un tiburón.
LA LÁGRIMA DE LA SIRENA: El diamante azul que le
regalaron a María Teresa, una infanta de España,
por su decimosexto cumpleaños.
LA LAGUNA: Las aguas frente a la ciudad humana
de Venecia, prohibidas para las sirenas.
LAGUNENSE: Residente de la Laguna.
LAKSHADWA: Dragón garranegra, una de las
variadas especies de dragones que se crían en
Matali y que son la principal fuente de la
riqueza del reino; son enormes y poderosos, y
son utilizados por el ejército.
LAZO DE SANGRE: Hechizo en el que la sangre de
distintos magos se mezcla para formar un lazo
inquebrantable que les permita compartir sus
habilidades.
LIBER MAGUS: Uno de los magi de Miromara,
guardián del conocimiento.
LING: Sirena adolescente del reino de Qin. Es
omnivoxa.
LUCÍA VOLNERO: Una de las damas de honor de
Serafina; miembro de los Volnero, una familia
noble tan antigua y casi tan poderosa como los
merrovingios.
MAGGIORE: Palabra italiana que significa «más
grande».
MAHDI: Príncipe heredero de Matali, prometido de
Serafina, primo de Yazeed y Neela.
MAREABAR: Pequeño bar al paso.
MARÍA TERESA: Infanta de España que estaba
navegando hacia Francia a bordo del Deméter en
1582 cuando fue atacada por un pirata, Amarrefe
Mei Foo.
MARKUS TRAHO, CAPITÁN: Líder de los jinetes de
la muerte.
MATA-JI: Palabra matalina que significa «mamá».
MATALI: El reino de las sirenas del océano
índico. Empezó como un pequeño puesto remoto
frente a las islas Seychelles y creció hasta
convertirse en un imperio que se extiende hacia
el oeste hasta las aguas de África, hacia el
norte hasta el mar Arábigo y la bahía de
Bengala, y hacia el este hasta las costas de
Malasia y Australia.
MATALINO: Natural de Matali.
MEDICA MAGUS: El equivalente de las sirenas de
un doctor.
MEERTEUFEL: Una de las cuatro tribus de los
duendes.
MEHTERBASI: Líder de los janicari.
MEREDILA, MERIATMÁ: Palabras matalinas que
significan «mi corazón, mi vida».
MERROW: Una gran maga que formó parte de los
Seis que Reinaron en Atlántida, antepasado de
Serafina. Primera gobernante del pueblo de las
sirenas. Las canciones mágicas nacieron con
ella. Decretó el dokimí.
MERROVINGIOS: Descendientes de Merrow.
MERROVINGIA REGERE HIC: Palabras del latín que
significan «los merrovingios gobiernan aquí».
MGENI ANAKUJA: Palabras en kandinés que
significan «se aproxima una extraña».
MINA: Voz brasileña coloquial para referirse a
una amiga.
MIROMARA: El reino de donde proviene Serafina.
Es un imperio que se extiende por el mar
Mediterráneo, los mares Adriático, Egeo,
Báltico, Negro, Jónico, el mar de Liguria y el
Tirreno, los mares de Azov y de Mármara, los
estrechos de Gibraltar, de los Dardanelos y del
Bósforo.
MOLUSQUÉS: Lenguaje que hablan los pulpos.
MORSA: Antigua diosa carroñera, cuyo trabajo era
llevarse los cuerpos de los muertos. Enfureció a
Neria por practicar la necromancia. Neria la
castigó, dándole la cara de la muerte y el
cuerpo de una serpiente, y la desterró.
NAKKI: Asesinos del Atlántico Norte que cambian
de forma.
NAVI: Una de los seis magos que gobernaron
Atlántida, antepasado de Neela.
NEELA: Princesa matalina, la mejor amiga de
Serafina. Hermana de Yazeed y prima de Mahdi.
Ella es una bioluminiscente.
NEGRA: Una cerveza espumosa destilada de
manzanas de agua ácidas.
NERIA: La diosa del mar
NEX: Canción negra usada para matar
NGOME YA JESHI: El recinto cercado de los
askari, la guardia personal de Kora.
NOCÉRUS: Canción negra usada para hacer daño.
NYX: Uno de los seis magos que gobernaron
Atlántida, antepasado de Ava.
NZURI BONDE: La aldea en Kandina donde vive
Kora.
OMNIVOXA (acort., OMNI): Sirena que tiene una
habilidad natural para hablar todos los
dialectos del sirenés y para comunicarse con
todas las criaturas del mar
ONDALINA: El reino de las sirenas en las aguas
del Ártico.
OODA: Pez globo hembra, mascota de Neela.
OPÁFAGOS: Criaturas marinas caníbales que vivían
en Miromara y cazaban sirenas hasta que Merrow
las obligó a retirarse a los páramos de Thira,
que rodean las ruinas de Atlántida.
ORFEO: Uno de los seis magos que gobernaron
Atlántida, antepasado de Astrid.
OSTROKI: La versión de las sirenas de los
bibliotecarios.
OSTROKÓN: La versión de las sirenas de una
biblioteca.
PALAZZO: Palabra italiana que significa
«palacio».
PÁNI YOD'DHÁ'OM: Guerreros de las aguas de
Matali.
PÁRAMOS DE THIRA; Las aguas de los alrededores
de Atlántida, donde viven los opáfagos.
PERLA DE TRANSPAROCÉANO: Perla que contiene un
hechizo de invisibilidad; las piedras de
transparocéano no son tan potentes como las
perlas de transparocéano.
PERMUTAVI: Pacto entre Miromara y Ondalina,
efectuado después de la Guerra de la Cordillera
Submarina de Reykjanes, que decretó el
intercambio de los hijos de sus gobernantes.
PESCA: La lengua hablada por algunas especies de
peces.
PETRA TOU NERIA: La Piedra de Neria, un diamante
azul en forma de lágrima que le regaló Neria a
Merrow por salvar a Kyr, su hijo menor, del
ataque de un tiburón.
PIEDRA DE LA LUNA: El talismán de Navi, de color
azul plata y del tamaño de un huevo de albatros.
Brilla desde el interior
PIEDRA DE NERIA: Diamante azul en forma de
lágrima que le regaló Neria a Merrow por salvar
a Kyr, su hijo menor, del ataque de un tiburón.
PITA-JI: Palabra matalina que significa «papá».
POCIÓN DE LENGUADO DE MOISÉS: Líquido extraído
del lenguado de Moisés del mar Rojo que hace
dormir a la gente.
POMPASUMA: Postre matalino.
PORTIA VOLNERO: Madre de Lucía, una de las damas
de honor de Serafina. Quería casarse con
Vallerio, tío de Serafina.
POSIDONIA: Vino dulce hecho de algas
fermentadas.
PRAEDATORI: Soldados que defienden el mar y a
sus criaturas contra los terragones; conocidos
en tierra como los Guerreros de las Olas.
PRAESIDIO: La casa del Duca Contorini en
Venecia.
PRAX: Magia práctica que ayuda a las sirenas a
sobrevivir, como hechizos de camuflaje, hechizos
de ecolocalización, hechizos para aumentar la
velocidad o para oscurecer con una nube de
tinta. Hasta los que tienen poca habilidad para
la magia pueden hacerlos.
PRINCIPESSA: Palabra italiana que significa
«princesa».
PRIYA: Palabra matalina que expresa afecto.
PYRRHA: Una de los seis gobernantes de
Atlántida, antepasado de Becca.
QIN: El reino de las sirenas en el océano
Pacífico, hogar de Ling.
RAFAEL: El juez de paz de los mares que oficia
en la ceremonia de intercambio de votos de Mahdi
y Sera.
RAFE IAORO MFEME: El peor de los terragones,
dirige una flota de dragas y enormes arrastreros
que amenazan con sacar hasta el último pez del
mar
REGGIA: Antiguo palacio de Merrow.
REGINA: Palabra italiana que significa «reina».
RÍO OLT: La región de Freshwaters donde se
encuentra la caverna de las iele.
ROBUS: Canción mágica usada para empujar
RORQUAL: Ballena jorobada.
RORRIM DROL: El señor de Vadus, el reino de los
espejos.
RURSUS: La lengua de Vadus, el reino de los
espejos.
RUSALKAS: Fantasmas de jóvenes humanas que
saltaron al río y se ahogaron porque alguien les
había roto el corazón.
SAGI-SHI: Uno de los tres arrastreros de Rafe
Mfeme.
SAINTES-MARIES: Los restos del naufragio del
Deméter yacen a veinticinco leguas al sur de
este punto de Francia.
SALÓN DE LOS SUSPIROS: Largo corredor en Vadus,
el reino de los espejos, cuyas paredes están
cubiertas de espejos; cada uno de ellos tiene un
espejo que le corresponde en el mundo de los
terragones.
SALAMU KUBWA, MALKIA: Palabras kandinesas que
significan «La saludo, gran reina».
SANANDA, EMPERATRIZ: La actual gobernante de
Matali; madre de Neela.
SEJANUS ADARO: El marido de Portia Volnero, que
murió al año del nacimiento de Lucía.
SERAFINA: Principessa di Miromara.
SIRENA HIPNOTIZADORA: Sirena que canta por
dinero marino.
SILVESTRE: El pulpo mascota de Serafina.
SOLDATI: Palabra italiana que significa
«soldados».
SUMA: Amah, o niñera, de Neela.
SVIKARI: Uno de los tres arrastreros de Rafe
Mfeme.
SYCORAX: Una de los seis gobernantes de
Atlántida, antepasado de Ling.
TALISMÁN: Objeto con propiedades mágicas.
TAVIA: Niñera de Serafina.
TERRAGONES (acort. TERRAS): Humanos. Hasta ahora
no han podido romper los hechizos de las
sirenas.
THALIA, LADY: Una vitrina que sabe dónde están
los seis talismanes,
TORTUGUÉS: La lengua hablada por las tortugas de
mar.
VADUS: El reino de los espejos,
VALLERIO, PRINCIPE DEL SANGUE: Hermano de la
Regina Isabella, generalísimo de Miromara, tío
de Serafina.
VIAJE DE MERROW: Diez años después de la
destrucción de Atlántida, Merrow hizo un viaje a
todas las aguas del mundo a fin de buscar
lugares seguros donde las sirenas pudieran
establecer colonias.
VITRINAS: Almas de humanos bellos y vanidosos
que pasaron tanto tiempo admirándose en los
espejos, que quedaron atrapados dentro.
VORTEX: Una canción mágica usada para crear un
remolino.
WATERFIRE: Fogata mágica que se usa para
encerrar o contener
YANTIYAPTA: Golosina matalina.
YAZEED: Hermano de Neela, primo de Mahdi.
ZE ZÉ: Golosina matalina.
ZENO PISCOR: Hombre sirena que traicionó a
Serafina y Neela, aliado de Traho.

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