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Calle Mayor
ePub r1.0
Titivillus 15.02.16
Título original: Main Street
Sinclair Lewis, 1920
Traducción: Carlos de Onís
De El Intrépido. Semanario de
Gopher Prairie:
De El Intrépido Semanario:
Uno de los más deliciosos
acontecimientos sociales de los
últimos meses fue el celebrado el
miércoles por la noche con la
inauguración que el doctor y la
señora de Kennicott hicieron de su
encantadora casa de la calle de la
Alameda, que ha sido
completamente decorada de nuevo
con colores modernos y muy
elegantes. El doctor y su esposa
invitaron a sus numerosas
amistades y hubo gran número de
novedades y diversiones, incluso
una orquesta china, con vestidos
orientales auténticos, dirigida por
nuestro director. Se sirvió un
delicado refrigerio al estilo
oriental, y todos los concurrentes
se mostraron encantados de la
agradable fiesta.
¡Los trenes!
En la casita, junto al lago, echaba de
menos el paso de los trenes. Vio
claramente que en Gopher Prairie los
trenes habían significado para ella la
seguridad de que el mundo seguía
existiendo.
El ferrocarril, para Gopher Prairie,
era algo más que un medio de transporte,
era una divinidad nueva, un monstruo de
músculos de acero, costillas de roble,
carne de arena y una pasmosa apetencia
de peso; una deidad creada por el
hombre para mantenerse respetuoso con
la propiedad, al igual que en otras partes
había erigido y adorado como dioses de
tribu a las minas, las fábricas de
algodón, las de automóviles, las
universidades y el ejército.
El Este recordaba generaciones
enteras que no habían conocido ni
temido al ferrocarril, pero aquí los
ferrocarriles habían sido lo primero en
aparecer. Las ciudades se habían
emplazado en la pradera desnuda
buscando los sitios convenientes para
las futuras estaciones; y en los años de
1860 a 1870 hubo muchas familias que
se enriquecieron y fundaron linajes
aprovechándose de saber por adelantado
el sitio donde iban a surgir las ciudades.
Si una ciudad no gozaba de favor, el
ferrocarril hacía caso omiso de ella, la
apartaba del comercio y la condenaba a
morir. Para Gopher Prairie el ferrocarril
había sido una realidad eterna, y los
directores de las Compañías,
omnipotentes. El muchacho más pequeño
o la viejecita de vida más retirada
podría decirnos si el tren número treinta
y dos trajo el eje del furgón recalentado
el martes, o si el número siete iba a
añadir otro coche de día; y el nombre
del director de la Compañía era
conocido familiarmente en todos los
hogares.
Aun en esta era de los automóviles,
los vecinos bajaban a la estación a ver
pasar los trenes. Era el único elemento
poético que entraba en sus vidas, el
único misterio que se alzaba ante ellos,
fuera de la misma iglesia católica.
De los trenes descendían señores del
ancho mundo; viajantes de comercio con
chalecos ribeteados de cordoncillo y
parientes de Milwaukee que venían a
pasar aquí unos días.
Gopher Prairie había sido en otro
tiempo una estación de empalme. La
casa de máquinas y los talleres de
reparaciones habían desaparecido, pero
aún vivían en la ciudad dos conductores
a quienes se consideraba como personas
de distinción por sus viajes, por su trato
con gentes diversas y por sus elegantes
uniformes con botones dorados.
Pertenecían a una casta especial que no
estaba ni por encima ni por debajo de
los Haydock: eran una casta aparte,
mezcla de artistas y aventureros.
El telegrafista nocturno de la
estación era la figura más
melodramática de la ciudad: un hombre
que estaba en vela a las tres de la
mañana y solo en su cabina, entre el
repiqueteo de los aparatos. Durante toda
la noche hablaba con telegrafistas a
veinte, cincuenta, a cien millas de
distancia.
Se esperaba siempre que le atacasen
los ladrones. Nunca ocurrió tal cosa,
pero le rodeaba una atmósfera tenebrosa
de rostros enmascarados junto a la
ventana, revólveres, cuerdas con las que
le ataban a una silla y la escena
consiguiente de sus esfuerzos por llegar,
arrastrándose, a los aparatos antes de
perder el conocimiento.
Cuando había tormenta, todo era
melodramático en el ferrocarril. Había
días en los que la ciudad estaba
completamente incomunicada, sin
correo, sin carne fresca, sin periódicos.
Por fin venía la máquina perforadora
abriéndose paso entre los aludes de
nieve, y el camino del más allá quedaba
expedito. Los guardafrenos, abrigados
con bufandas y gorras de pieles, corrían
a lo largo de los techos, cubiertos de
hielo, de los vagones; los maquinistas
arrancaban la escarcha de las
ventanillas de su cabina y se asomaban
con rostros inescrutables de hombres
inaccesibles, pilotos del mar de la
pradera; tenían un espíritu heroico, y
para Carol eran la encarnación de la
intrepidez y del ansia de aventura en un
mundo de tiendas de comestibles y
sermones.
Para los niños, el ferrocarril era un
campo de juegos que conocían
íntimamente. Se subían a las escaleras
de hierro que llevan los furgones a los
lados; hacían hogueras detrás de los
montones de traviesas viejas; saludaban
con la mano a los guardafrenos
favoritos… Para Carol el ferrocarril era
una cosa mágica.
Cuando más le gustaba contemplar el
paso de un tren era cuando iba en
automóvil con Kennicott; la masa del
coche avanzaba en la oscuridad y los
faros iluminaban charcos cenagosos y
maleza que crece al borde del camino.
De pronto se oye venir un tren. Cada
vez más rápido, se percibe el chac-a-
chac, chac-a-chac, chac-a-chac… Es el
expreso del Pacífico que pasa como una
flecha llameante y dorada ante ellos. De
la caja de fuegos de la máquina saltan
chispas que van a mezclarse con la
estela de humo. La visión desaparece
instantáneamente; Carol vuelve a
quedarse sumida en la oscuridad y
Kennicott da su propia versión de aquel
incendio y aquella maravilla.
Es el número diecinueve. Lleva unos
diez minutos de retraso.
En Gopher Prairie, Carol oía desde
la cama el silbido del expreso en un
corte a una milla de distancia.
¡Uuuuuuuu!… Era el silbido de los
viajeros de la noche libre que se
dirigían a las grandes ciudades donde
hay risas y banderas y tañido de
campanas. ¡Uuuuuuuu! ¡Uuuuuuuu!…
El mundo que pasa. ¡Uuuuuuuu!…
Más débil, más angustioso, hasta que se
apaga.
Donde veraneaba no había trenes. El
silencio era profundo. La pradera
rodeaba el lago, tendida a su alrededor,
descarnada, polvorienta, borrosa. Sólo
el tren podía atravesarla. Algún día
tomaría ella el tren, y ese día sería
grandioso.
CASTORES O. M. F. C.
La influencia más considerable en
pro de la buena ciudadanía de la
nación. La agrupación de hombres
de sangre roja, activos y generosos,
más jovial del mundo. La
hospitalaria ciudad de Joralemon
os da la bienvenida.