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Marcelo Quiroga Santa Cruz

Una víctima de la envida que deviene en odio, en nuestra reciente historia política, es
Marcelo Quiroga Santa Cruz. Perteneciente a una ilustre familia cochabambina, hijo de
un ministro de Salamanca y luego alto funcionario de la Casa Patiño, Marcelo pudo
haber seguido el curso tranquilo de existencia acomodada que le permitían sus bienes y
su clase. Pero desde muy temprano dio muestras de inconformidad y de talento
explorando diversos campos, desde el periodismo, sobresaliendo en todos.

A los 26 años incursionó en la literatura con la novela Los deshabitados, con la que
marcó un rumbo nuevo a la narrativa boliviana. Elegido diputado por Cochabamba, se
enfrentó al régimen Barrientos, siendo apresado y confinado en Alto Madidi. Su anciano
padre, a quien llegó la noticia de que Marcelo había sido asesinado, murió en
Cochabamba, víctima de un síncope cardíaco.

En 1969, con la toma de gobierno por el Gral. Alfredo Ovando Candia, es elegido
Ministro de Minas y Petróleo y desde esas funciones, impone la nacionalización de los
bienes de la Gulf Oil, logrando así el rescate del gas para su total aprovechamiento por
el Estado boliviano, riqueza que ha sostenido al Tesoro en las últimas décadas en que la
Nación ha obtenido 420 millones de dólares por facturación a la Argentina. Permítanme
que me refiera a alguno de los amigos que compartimos con Marcelo en el Gabinete del
Gral. Ovando: Alberto Bailey, Oscar Bonifaz, José Luis Roca, José Ortiz, Eduardo
Quintanilla, Javier Ossio. Poco después se aleja del gobierno sobre el que en forma
creciente hacen presión los sectores derechistas del Ejército.

En 1971, funda el Partido Socialista de Bolivia y sale al exilio, a la caída del gobierno
de Torres, primero a Chile, hasta el derrocamiento de allende, luego a la Argentina,
donde sufre un atentado de paramilitares argentinos y después a México. En todos estos
países combina la cátedra universitaria con la actividad periodística y política.
Reingresa clandestinamente a Bolivia en 1979 y en el Parlamento, plantea un juicio de
responsabilidades al régimen Banzer, que concita la atención de todo el país.
Totalmente entregado a su partido, y habiendo roto definitivamente todo vínculo con los
sectores del poder y la riqueza en cuyo medio nació, obtiene, en las elecciones de 1980,
en las que se postula a la Presidencia de la República, más de 100 mil votos y para su
Partido diez diputados y un senador. Pero ya entonces era un hombre marcado. En los
meses anteriores, sometido a amenazas y llamadas intimidatorias, se había visto
obligado a no aceptar invitaciones, viajar lo indispensable y salir muy poco, sin que esto
quisiera decir que guardaba silencio o se atemorizara en el Parlamento.

Quienes ordenaron su asesinato, en la toma de la Central Obrera Boliviana, el 17 de


julio de 1980, y los propios ejecutores del crimen, eran la hez de la sociedad boliviana.
Veían en Quiroga Santa Cruz al hombre brillante, valeroso, que no pedía ni daba
cuartel, entregado a su pasión reivindicatoria del país mientras a ellos sólo les interesaba
medrar a costa de Bolivia y al amparo de instituciones deformadas y manoseadas por
sus malos miembros.

Gentes incapaces de pronunciar un discurso que no fuese redactado por un pendolista


alquilado, envidiaban en Quiroga Santa Cruz la maestría oratoria; incapaces de redactar
un telegrama, celaban al novelista premiado y al periodista insobornable; incapaces de
renunciar a cualquier ventaja material denostaban del hombre que se había desprendido
de todo para darse a la causa de los desheredados.

Otra diferencia era que, mientras uno había nacido en el seno de hogar respetable y
conocido, era delgado, de buena estampa y facciones regulares, vestía con sobriedad y
buen gusto, los segundos mostraban en los rostros y los cuerpos su fealdad física y
moral, su ordinariez repulsiva y degradante. Marcelo tomaba ocasionalmente un vaso de
vino con las comidas y más raramente todavía, saboreaba una copa de coñac en la
sobremesa, cuando la charla con antiguos amigos le alejaba de la política para
incursionar en la literatura, la poesía, el cine. No hacía concesiones al folclorismo
mediante la ingestión de chicha o el baile de la cueca, rituales casi obligados de los
políticos bolivianos. Su hogar formado con Cristina Trigo no sólo era estaba sino,
dentro de los sobresaltos y amarguras de la vida púbica, feliz, pues existió siempre entre
ellos una gran comprensión y cariño.

Sus asesinos en cambio hicieron gala de su dipsomanía y lascivia cual si ellas fuesen
cualidades que abonaban a su bastarda hombría.

Como descanso a sus labores académicas o políticas, Marcelo veía de vez en cuando
una buena película o asistía a una función de teatro, en tanto sus asesinos pasaban del
cuartel al burdel, tratando con la misma torpeza y desconsideración a soldados,
prostitutas y caballos. Es cierto que el jefe de ellos no conocía mejor aroma que el de la
bosta de los animales que montaba.

De todas estas indiferencias insuperables nació la envidia y de allí el crimen horrendo


contra el diputado de 49 años, a quien el novelista mexicano Juan Rulfo ha comparado
con San Martín y Sucre por la gallardía de sus gestos y la pureza de su entrega.
Mariano Baptista Gumucio. Cochabamba, 1933. Historiador, periodista y gestor
cultural.

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