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Tipos de Falacias
Tipos de Falacias
Desde Aristóteles las falacias se han dividido en dos clases, falacias verbales – fallaciae
dictionis y falacias relativas a las cosas – fallaciae extra dictionem-. Entre las primeras
-llamadas también falacias de ambigüedad- se citan las de equivocación, anfibología,
composición, división, acento, etc. Dentro de las segundas – llamadas también falacias
materiales, o de relevancia -, se estudian las falacias ad baculum, ad hominen, ad
ingnorantian, ad verecundiam, ignorantia elenchi, petición de principio, generalización
apresurada, accidente, falsa causa, pregunta compleja, etc. Aunque la clasificación indicada
se acepta casi sin discusión, es necesario revisarla, sobre todo la segunda clase, en la
perspectiva de la teoría de la argumentación.
La primera clase la aceptaré casi sin discusión bajo el título genérico de falacias
lingüísticas. Le agregaré a esta clase la falacia de la pregunta compleja, por razones que
explicaré más adelante.
Es obvio que en este argumento el término ley se usa de dos maneras diferentes. En “ley de
la naturaleza”, quiere decir la formulación de las relaciones descubiertas en el mundo; en la
segunda frase, ley quiere decir regla de conducta impuesta por una autoridad.
Si sólo usáramos uno de los dos sentidos en el argumento, como lo sugieren Copi y Carney-
Scheer, llegaremos a un planteamiento absurdo, es decir ridículo.
A veces –agrega Copi- algunas ilustraciones de esta falacia son tan absurdas que se
vuelven chistes, como en este argumento:
Que los textos analizados sean parcial o totalmente cómicos no debe extrañarnos porque, de
hecho, el recurso a la polisemia o a la homonimia en una argumentación seria es
supremamente raro
porque, si existe un acuerdo suficiente sobre la distinción entre las nociones,
la argumentación que recurre a la homonimia no es sino un argumento
cómico, caricatura de un argumento normal.
Existe otra falacia de ambigüedad que no se da en los términos –como lo anterior-, sino en
el enunciado: es la falacia llamada de anfibología, que se da cuando el significado de un
enunciado es confuso debido a la manera descuidada o torpe de su construcción gramatical.
El lenguaje ordinario, en todas las lenguas, se divierte con esta clase de ambigüedades:
Mourant nos dice que “la ambigüedad como falacia es fácilmente identificable porque casi
siempre es de carácter humorístico”, lo que quiere decir que no hay tal falacia.
Lo cómico de la anfibología nos muestra las posibilidades de nuestro instrumento
lingüístico, y nos invita a ser cuidadosos cuando lo usamos. La risa sanciona los descuidos,
como puede verse, en más de una ocasión, en esta carta de una madre a su hijo:
Querido hijito:
Tomo la pluma para escribirte a lápiz, porque el gato regó el tintero. Tuve suerte porque
no había tinta en él.
Hace tiempo que está en el regimiento. Tanto como estabas aquí no nos dábamos cuenta
de tu ausencia, pero ahora que te has ido, sentimos bien que no estás aquí.
El domingo, el alcalde organizó una carrera de asnos, es una lástima que no hubieras
estado. Seguramente hubieras ganado el primer premio...
Te envío camisas nuevas hechas con las viejas de tu papá. Cuando estén muy gastadas,
devuélvemelas para hacerle unas nuevas a tu hermano.
El domingo fue de fiesta en el pueblo. Pensamos en ti porque hubo feria de cerdos... Un
camión le cortó la cola a tu perro, pon cuidado cuando atravieses la calle. Aquí todo el
mundo está bien menos el tío Jules que murió; espero que al llegar esta carta te
encuentres lo mismo.
Encantado con esta predicción, Creso inició la guerra y fue rápidamente derrotado por
Ciro. Como se le perdonó la vida, después escribió una carta al oráculo, en la que se
quejaba amargamente. Los sacerdotes de Delfos respondieron que el oráculo había hecho
una predicción correcta:
A veces, dicen nuestros autores, se comete una falacia cuando se cambia el significado del
enunciado por énfasis o acento: es la falacia de énfasis.
“REVOLUCION EN FRANCIA,
temen las autoridades”.
La frase completa “una revolución en Francia temen las autoridades” –agrega Copi, de
quien tomamos el ejemplo-, puede ser absolutamente verdadera, pero la forma, en que se
destaca en el periódico la convierte en una afirmación impresionante, aunque totalmente
falsa.
Pero no es sólo por sensacionalismo, sino también por interés de bando o por función, que
la argumentación es selectiva y se expone al reproche de ser parcial y tendenciosa. Este
reproche deberá tenerlo en cuenta, sobre todo, quien pretenda argumentar de manera
convincente, es decir válida para el auditorio universal.
El énfasis puede ser también semántico-pragmático como puede apreciarse en esta historia
cómica, narrada por Copi, donde se ve de manera sobresaliente que en la comunicación
debe darse la información que presumiblemente interesa al destinatario porque de otra
manera podemos mentir diciendo la verdad:
Casi a punto de partir cierto barco, hubo una disputa entre el capitán y su
primer oficial. La discusión sea agravada por la tendencia a beber del primer
oficial, pues el capitán era un fanático de la abstinencia y rara vez perdía
oportunidad para regañarlo por su defecto. Inútil decir que sus sermones
solo conseguían que el primer oficial bebiera aún más. Después de repetidas
advertencias, un día en que el primer oficial había bebido más que de
costumbre, el capitán registró el hecho en el diario de bitácora y escribió:
“Hoy, el primer oficial estaba borracho”. Cuando le tocó al primer oficial
hacer los registros en el libro, se horrorizó al ver esta constancia oficial de
su mala conducta. El propietario del barco iba a leer el diario y su reacción,
probablemente, sería despedir al primer oficial, con malas referencias.
Suplicó al capitán que eliminara la constancia, pero el capitán se negó. El
primer oficial no sabía qué hacer, hasta que finalmente, dio con la manera de
vengarse.
Al final de los registros regulares que había en el diario ese día, agregó:
“Hoy, el capitán sobrio”.
Existe otra forma más seria de la falacia de énfasis sobre la cual llaman la atención Copi,
Toulmin, y Carney y Scheer. Esta consiste en sacar las citas del contexto, mutilarlas,
introducir bastardillas donde no existen o eliminarlas donde existen.
En efecto –agrega Toulmin-, los enunciados sólo se pueden interpretar con exactitud en los
contextos más amplios en que aparecen. Pueden ser de crucial importancia saber si el
argumento particular estaba destinado a los miembros de un sindicato, a los estudiantes del
colegio o a un congreso científico. Sin esta información, no podemos esperar entenderlo
adecuadamente, como quería el autor que se lo tomara. De manera análoga, es crucial
saber si el autor del pasaje era irónico, expositivo o analítico, o si sus propósitos eran
literarios, científicos o morales. Sin esta información seremos incapaces de comprender
sus tesis.
La atinada observación de Toulmin nos invita a pensar que los datos de la argumentación
no sólo se seleccionan para darles una presencia, sino que también se interpretan, porque
siempre hay una escogencia entre los diversos modos posibles de significación. Así, anota
Perelman,
Un mismo proceso puede ser descrito como apretar una tuerca, ensamblar
un vehículo, ganarse la vida o favorecer la corriente de exportaciones; y un
mismo acto puede ser considerado en su aspecto más contingente y alejado
de la situación, pero también puede verse como símbolo, como medio
precedente o jalón en una dirección. Las interpretaciones pueden ser
incompatibles, pero el hecho de resaltar una deja a las demás en la sombra.
Su infinita complejidad, su movilidad e interacción impiden reducirlas a una
probabilidad numérica.
Cuando se trata de signos lingüísticos –palabras o enunciados-, es indudable que sólo
podemos conocer su función recurriendo al contexto. Precisamente Pascal – aludiendo a la
polémica sobre el origen agustino del cogito cartesiano- tomaba partido en la discusión a
partir del contexto y de las diferencias que él permite descubrir:
Pero este contexto es fluido. Podemos extenderlo o limitarlo. Hasta dónde quisiera
extenderlo su autor? O dónde quisiera limitarlo?
E. Gilson, ampliando el contexto a toda la obra de San Agustín ha podido sacar –con
buenas razones-, conclusiones contrarias a las de Pascal.
A veces, cuando el contexto no es puramente verbal, se complica la interpretación: ¿qué
elementos de la situación global abarca el contexto? El décimo grito del pastorcito
mentiroso, no llama la atención a pesar del peligro real, porque la interpretación ha sido
determinada por el conjunto de la situación.
Por la interpretación no sólo es función del contexto; es también función del intérprete, y
este estará más dispuesto a un esfuerzo de interpretación, cuando más prestigiosa es la
obra.
Es la aplicación del principio de caridad –o mejor, de justicia-, que nos pide - o exige-,
tratar de darle a la obra el máximo de coherencia posible. Pero, acaso no se arriesga a
imponerle interpretaciones que son función de nuestras convicciones, máxime cuando el
texto beneficia de prestigio? Por esta razón la coherencia es recomendable pero no es
una regla interpretativa suficiente.
El hombre que dice que “no hay milagros” es ciego como un topo en su
madriguera. Supongo que nunca ha oído hablar de la penicilina. La
televisión le es desconocida. “Astronauta” le es una palabra ignorada. Las
noticias sobre el CREST no le han llegado. Sostengo que esta es una edad
de milagros. Podría nombrar miles más.
Es claro que, para nosotros, el argumento de Port Royal que ataca a Aristóteles de
cometer una ignorantia elenchi, sigue siendo una ignorantia elenchi, aunque para ellos
era un argumento sensato. Es bueno repetir que no hay argumentos falaces en sí. La fuerza
de un argumento, o su falacia, depende de las circunstancias –históricas en este caso-, de
los auditorios, fines e intenciones de orador y auditorio. Y también, auque ya está dicho, de
nuestro saber e imaginación, porque ningún texto es absolutamente claro. A veces la
claridad es producto de la ignorancia o de falta de imaginación. Locke, recuerda Perelman,
nos llama la atención sobre estos hechos:
1. Sócrates es mortal.
2. El hombre es mortal.
3. Sócrates es el filósofo que bebió la cicuta.
4. El hombre es un animal racional.
5. Los hombres son numerosos o los apóstoles son doce.
En la falacia de composición podemos razonar (a) de las propiedades de las partes a las
propiedades del todo, por ejemplo,
si las partes de una máquina son livianas, entonces la máquina es liviana, o si las células
del cuerpo son microscópicas, el cuerpo es microscópico; o (b) de las propiedades que
tienen los individuos como miembros de una colección, a las propiedades de la
colección, por ejemplo, si un bus gasta más gasolina que un carro, entonces todos los buses
gastan más gasolina que todos los carros.
En la falacia de división procedemos al revés; razonamos (a) de las propiedades del todo a
las propiedades de las partes, por ejemplo, el cloruro de sodio debe ser venenoso porque
sus constituyentes sodio y cloruro lo son, o (b) de las propiedades de la colección a las
propiedades de los elementos, por ejemplo, los indios colombianos están desapareciendo, y
este hombre colombiano es indio, luego este indio está desapareciendo.
este carro es completamente nuevo, luego sus partes son nuevas; cada
ciudadano desea que x sea primer ministro, luego la nación desea que x sea
primer ministro; esta pared es roja, luego cada parte es roja; los Renault son
baratos, luego este Renault es barato.
Para establecer esta distinción me valgo de los análisis que hace Toulmin con respecto a los
elementos de un argumento. Según Toulmin todo argumento debe contener por lo menos
seis elementos:
Veamos un argumento elemental que incluye sólo los tres primeros elementos, únicos
pertinentes para nuestro propósito:
Ahora bien, mientras que en las falacias de composición y división vamos de fundamentos
aceptables a tesis inaceptables, en virtud de la ambigüedad causada por la mezcla de usos
distributivos y colectivos, en las falacias de generalización apresurada y del accidente se
trata de formas indebidas de razonar, sobre reglas generales o garantes: la generalización
apresurada trata de justificar una regla sobre muy pocas instancias (una golondrina no hace
verano; la falacia del accidente sucede cuando no reconocemos que las reglas tienen
excepciones y que las circunstancias alteran los casos. Más tarde volveremos sobre estas
dos falacias que estudiaremos en relación con los argumentos por el ejemplo y la
ilustración.
La pregunta compleja es una pregunta múltiple a la que no se puede dar una simple
respuesta de sí o no, porque presupone que ya se ha dado una respuesta a una o varias
preguntas previas no formuladas.
Por esta razón una respuesta simple por sí o no a la pregunta compleja, ratifica la respuesta
implícita a la o las preguntas no formuladas, y una franca respuesta afirmativa o negativa,
aunque sea gramatical y lógicamente posible, está fuera de propósito, cuando se niegan las
respuestas a las preguntas propuestas, o estas no se plantean.
Todos los teóricos de las falacias han clasificado a la pregunta compleja como una falacia
extralingüistica. Sólo J.A. Mourant, después de estudiarla entre las falacias extra
dictionem, concluye:
Ella puede clasificarse con más propiedad con las falacias de ambigüedad,
puesto que la falacia proviene de su forma lingüística.
Al preguntar:
Ahora bien, si aceptamos por un momento que “Juan no tiene hijos”, tenemos que aceptar
que las expresiones “los hijos de Juan están dormidos” y “los hijos de Juan no están
dormidos” no son ni verdaderas, ni falsas, y que la pregunta “¿están dormidos los hijos de
Juan?” no tiene respuesta simple por sí o no, porque no se plantea.
Las ilustraciones –bromas que propusimos al principio, tienen por función mostrar cómo se
da el juego de la presuposición en los intercambios lingüísticos y qué sucede cuando no
existen o no son compartidos por el interlocutor.
Pero hay situaciones más serias e insidiosas. Una respuesta simple a la pregunta
“Por qué el desarrollo privado de los recursos es más eficaz que cualquier
control público?”
Los teóricos actuales de las falacias nos dicen que no hay “camino real” para evitar las
falacias. Las falacias de ambigüedad a veces son sutiles e insidiosas porque las palabras
son resbaladizas y la mayoría de ellas tienen toda una variedad de sentidos diferentes
y pueden originar nuevos sentidos.
Para evitar estas falacias de ambigüedad, propone Copi, tener presente con toda claridad las
significaciones de los términos, que usamos, y “una manera de lograr esto es definir los
términos claves que se usan; dado que los cambios en la significación de los términos
pueden hacer falaz un razonamiento y dado que la ambigüedad puede evitarse mediante
una cuidadosa definición de los mismos, la definición es un tema importante para el
estudiante de lógica”.
Suponiendo que las falacias vistas provengan de ambigüedades terminológicas –lo que no
es completamente cierto, por lo visto-, examinaremos si la definición puede servir al loable
propósito de evitarlas.
a) mediante sinónimos. Aunque algunos niegan la sinonimia, y puede ser cierto que no hay
sinónimos exactos, vale agregar que cuando se habla de ellos no se dice “exactamente”,
sino tan parecidos que se puede ignorar la diferencia;
b) Por ejemplo, ilustrando la noción mediante un gesto físico o lingüístico mostrativo. Es la
definición ostensiva. Algunos lógicos la consideran ambigua si no se le agrega una frase
descriptiva: escritorio quiere decir esta clase de mueble, por ejemplo. Esto es cierto, pero
el contexto puede suplir la frase descriptiva:
c) Por análisis, cuando indicamos la clase denotada por el término y las características que
la distinguen en otras cosas.
Para explicar teóricamente, por ejemplo, cuando tratamos de saber qué es el calor o la luz,
no buscamos una definición léxica, sino un conjunto de enunciados que expliquen los
fenómenos conectados con la luz y el calor. En este caso tratamos de dar definiciones
exactas, que especifiquen las características que sean condiciones necesarias y suficientes
para la aplicación del término. Una definición exacta requiere que los términos definidos
obedezcan a reglas exactas. A veces se procede mediante definiciones estipulativas, que
son decisiones no arbitrarias que determinan los linderos de palabras claves, como cuando
Galileo define el movimiento uniforme: el movimiento en que las distancias recorridas por
el móvil, en intervalos de tiempo iguales, son iguales.
Estas definiciones sólo se dan en ciertos contextos científicos, legales, técnicos, etc.
Pero las palabras del discurso ordinario no se usan de acuerdo con las reglas estrictas.
Esto da lugar a la ambigüedad y a la vaguedad. Es ambiguo un término “cuando en
determinado con texto tiene distintos significados y el contexto no permite decidir cuál es
el significado previsto” Es vago cuando existen casos límite tales que no se pueden
determinar si se aplica a ellos, o no” porque no tiene linderos fijos.
Hace algunos años fui con varias personas a acampar en las montañas. De
regreso de una excursión que había hecho solo, encontré una gran discusión
metafísica. Se trataba de una ardilla, una ágil ardilla, colocada detrás del
tronco de un árbol, mientras que un hombre colocado al otro lado, trataba de
verla. Nuestro espectador humano se desplaza rápidamente alrededor del
árbol; pero sea cual fuese la velocidad, la ardilla se desplaza aún más rápido
en la dirección opuesta: siempre se interpone el árbol entre el hombre y la
ardilla y éste no puede verla.
Pero los problemas planteados por las nociones confusas, no siempre son cuasi-cómicos,
como en la historia de Alicia, o cuasi-bizantinos, como la anécdota de James.
En ciertos contextos las nociones pueden ser claras o se pueden clarificar, como sucede
con el concepto uno, en aritmética, pero tan pronto como lo aplicamos a la metafísica,
dejará de tener la limpidez que tiene en la aritmética. De la misma manera, una noción
eminentemente confusa como la libertad, puede ser clarificada en un sistema jurídico,
donde se define el status de hombres libres por oposición al de los esclavos; su
clarificación será inútil en la mayoría de los casos en que la noción confusa se empleaba
antes.
Por lo demás, debe anotarse que una clarificación nueva cualquiera, en algún contexto,
aumenta la confusión de la noción porque a la confusión inicial se agregará el nuevo
sentido, del cual en adelante también deberemos tener en cuenta. Si la filosofía, como lo
piensa Perelman, es el estudio sistemático de las nociones confusas, ella podrá clarificar
nociones en ciertos contextos, pero en otros será factor perturbador, causante de confusión.
Esta confusión de las nociones las hace plásticas y maleables, y las pone al servicio de la
argumentación. Las nociones se pueden flexibilizar, para mostrar su riqueza, su
posibilidad de integrar experiencias nuevas y de adaptarse a circunstancias imprevistas; o
se puede endurecer, aún petrificar, para indicar que la noción expresa una doctrina
superada, incapaz de adaptación y de renovación. Es lo que hace, respectivamente, H.
Lefebvre con las nociones de materialismo dialéctico y de metafísica. Otra técnica
análoga que permite la confusión, es la extensión o restricción de las nociones para las
necesidades de la causa, por ejemplo, se extenderá el campo del término peyorativo
fascista para incluir a algunos adversarios, y se restringirá el término demócrata, que
representa un valor positivo, para excluirlas.
Dentro de esta maravillosa ingeniería conceptual, como algunos la llaman, existe además la
posibilidad de definiciones persuasivas. Estas se aplican a nociones que además de tener
un sentido descriptivo, tienen una fuerte coloración emotiva, positiva o negativa, que
determina su sentido emotivo. Las definiciones persuasivas son instrumentos de acción
social que utilizan el sentido emotivo, triturando su sentido conceptual para las
necesidades de la causa, como puede verse en este diálogo propuesto por Stevenson:
No hay que olvidar que el lenguaje ordinario no es sólo medio de comunicación (de
información), sino también instrumento de acción sobre los demás y medio de persuasión.
Cualquiera podría pensar que la indeterminación del sentido de las nociones justifica la
arbitrariedad en su definición. Pero no es así, porque no sólo se definen, sino que también
surgen discusiones sobre el verdadero sentido de las palabras; y estas discusiones serían
absurdas si las definiciones fueran arbitrarias. La definición de una noción no está inscrita
en la naturaleza de las cosas como han pensado los realistas, pero tampoco son simples
nombres arbitrarios. El lenguaje es obra humana, cuyo uso debe obedecer a ideales de
responsabilidad.
Estas falacias se estudiarán en relación con los esquemas argumentativos que ilustran pero
de manera irrelevante o inatingente.
Perelman y Olbrechts distinguen tres grandes clases de argumentos que establecen nexos
entre las premisas que aceptan el auditorio y la conclusión cuya adhesión busca lograr el
orador en su audiencia. Ellas son:
El punto es crucial porque es indiscutible que tanto histórica como lógicamente el uso de
argumentos no formales ha precedido a todo ensayo de formalización. Se puede decir que si
el ambiente natural de la argumentación –el hábitat-, es el lenguaje ordinario, es preciso
reconocer que la argumentación es anterior a la formalización, porque las lenguas naturales
no son, ni cronológica ni lógicamente, formas degradadas de las lenguas lógicas. Estas sólo
son simbolismos artificiales inmersos en las lenguas naturales que son, en fin de cuentas, el
metalenguaje de todos los lenguajes, metalenguajes y de sí misma.
Las lenguas lógicas nacen de las lenguas naturales y de ellas derivan su inteligibilidad y
eficacia.
Su inteligibilidad, porque lo cómico nos despabila y nos incita a ser más cautelosos con las
trampas y abusos que tiende y tolera el lenguaje ordinario, y además nos conduce por el
camino de la precisión y de la formalización que impiden la reproducción de situaciones
que han provocado la paradoja y la risa consecuente.
Su inteligibilidad y eficacia, porque si los sistemas deductivos y sobre todo, sus axiomas y
reglas no son evidentes, no se pueden demostrar ni verificar, ni tampoco su escogencia es
arbitraria, por lo menos se puede justificar la escogencia y las prácticas del teórico con
argumentos coherentistas, pragmáticos, estéticos, etc.
El sorites o polisilogismo es un silogismo con más de dos premisas (swros quiere decir
montón), como este de Leibniz que nos cita Copi:
Los manuales clásicos de lógica distinguen entre sorites progresivos y regresivos, pero no
nos detendremos en esas sutilezas. Más importante nos parece destacar que formalmente
todo sorites es la aplicación general de la ley de la transitividad –ya sea bajo la forma
proposicional
Esto indica que desde la perspectiva de la forma lógica todo sorites es válido si la relación
que se establece entre las premisas o entre sus términos es transitiva, pero quién osará
afirmar que todo sorites como argumento –es decir con forma y contenido-, es aceptable o
relevante? El sorites de Leibniz es indiscutible, pero más discutible aún es éste que
tomamos de Lo cómico del discurso:
El dilema ilustra de manera más espectacular aún la diferencia entre lógica formal y
argumentación. Desde el punto de vista lógico el dilema no presenta mucho interés, pero
retóricamente es quizás el más poderoso instrumento de persuasión que se haya ideado: el
dilema es una herencia de viejos tiempos cuando la lógica y la retórica estaba más
estrechamente conectadas de lo que están hoy.
Pero el procedimiento más elegante y eficaz consiste en oponerle otro dilema más
cornudo. Este procedimiento de oponer un contradilema, es decir, un dilema que utiliza
los mismos materiales que el dilema de base pero que contradice sus conclusiones, ha sido
llamado la retorsión del dilema: el dilema termina corneando a su autor; tal cosa puede
verse en la famosa corrida argumentativa que protagonizaron Protágoras y Eulato:
Protágoras hizo un trato con su discípulo que no tenía cómo pagar sus lecciones, que él las
pagaría cuando ganara el primer pleito.
En relación con el dilema y, de manera más general, con la división del todo en las partes,
tenemos el argumentum ad ignorantiam, que muchos califican de falacia.
Cuando hacemos una división se requiere que las partes reconstituyan el todo y que las
situaciones consideradas agoten el campo de las posibles. Si las partes o posibilidades se
limitan a dos, el argumento se presenta como una aplicación del principio del tercero
excluso: es esta situación la que da lugar al argumento ad ignorantiam, que consiste en
sostener que “una proposición es verdadera porque no se ha demostrado su falsedad, o
que es falsa porque no se ha demostrado su verdad”, como cuando se afirma que debe
haber fantasmas porque nadie ha podido demostrar que no los hay, o también que no hay
fantasmas porque nadie ha podido demostrar que sí los hay.
En estos casos hay falacia, o por lo menos, gran fragilidad en el argumento porque conduce
a una perplejidad insoluble. En realidad nuestra incapacidad para demostrar o refutar una
proposición no basta para establecer su verdad o su falsedad: considerar que la falta de
prueba o de refutación es una clase de evidencia, es trivializar, e inutilizar, la noción de
evidencia.
Sin embargo Copi, Toulmin y todos los teóricos modernos de las falacias reconocen que el
argumentum ad ignorantiam es falaz excepto en el contexto jurídico porque aquí el
principio rector es la presunción de inocencia hasta que se demuestre su culpabilidad,
pero –agrega Copi- “dado que esta posición se basa en el particular principio legal
mencionado, no refuta la afirmación de que el argumentum ad ignorantiam constituye
una falacia en todo otro contexto.
Mi reflexión subsiguiente tratará de ampliar el campo de aceptabilidad de este argumento
con la argumentación ordinaria y filosófica, y así refutar la concepción estrecha y
reduccionista de Copi: el centro de mi crítica se reduce a ampliar el campo de las
presunciones; al ampliar el campo de las presunciones, se ampliará automáticamente el
campo de aplicación razonable de este argumento.
Claro está que lo normal es relativo a grupos de referencia y los argumentos basados sobre
él deben tener cuenta de ello. Pero esto mismo indica precisamente que un argumento ad
ignorantiam puede ser razonable en determinado contexto y su contrario también puede
serlo en otro.
Se citan con frecuencia las siguientes falacias, como falacias ad ignorantiam: “Dios existe,
porque no se ha podido negar contundentemente su existencia; o Dios no existe porque ...”
Si no hubiera presunciones, estaríamos en un callejón sin salida, pero el primer argumento
puede ser razonable para San Anselmo, porque presume la existencia de Dios, de otra
manera no hubiera exclamado:
“Dijo el insensato en su corazón: no hay Dios!”. El segundo puede ser razonable en una
época como la nuestra, más influida por el pensamiento científico, que presume su no
existencia porque puede prescindir de esta hipótesis.
Copi tratando de eludir las consecuencias de su afirmación exclusivista, nos hace nuevas
reflexiones que infirman su punto de vista:
Por enésima vez Copi confunde la verdad con la aceptabilidad: es claro que la última vez
que el pastorcito mentiroso pidió auxilio, decía verdad, pero su testimonio ya no era
aceptable porque sus reiteradas mentiras habían creado una presunción en su contra. Es
claro que si el testigo ha mentido a veces, varias o muchas, su mentira crea una presunción
de mentira para futuros testimonios, lo que puede hacerlos inaceptables.
A mi parecer es así como razona Descartes cuando duda de los sentidos. No razona por
generalización indebida como lo sugería Wittgenstein –si a veces, entonces siempre, sino
como abogado que descalifica a sus testigos –los sentidos-, porque a veces le han mentido.
No hay duda que en esta crítica filosófica, Descartes abusaba del argumento ad
ignorantiam, porque, como lo demostró Wittgenstein, en otra obra, una duda que duda de
todo no es razonable, ni es duda. Pero creo que hay otra interpretación posible de la duda,
de la que hablaré en otra ocasión...
Copi tiene razón. Bajo vestidos pudorosos podemos insinuar lo que negamos, como cuando
Nixon en su campaña por la gobernación de California, negando que Brown, el gobernador,
fuera comunista, expandía el rumor contrario. Igualmente es cierto que si el F.B.I. no ha
demostrado que x es comunista, x no lo es. Pero en este último caso la conclusión “es
perfectamente razonable” porque el F.B.I goza de esa presunción de “conocimiento” que
todos le concedemos: asunto que investiga y lo resuelve... mientras se demuestra lo
contrario.
Estos argumentos se sirven de la estructura de lo real para establecer una solidaridad entre
juicios admitidos y otros que buscamos que acepte el auditorio.
Existen dos grandes grupos que se forman de acuerdo con los nexos de sucesión y los
nexos de coexistencia.
Los primeros unen un fenómeno a sus consecuencias o a sus causas; aquí tenemos el enlace
causal, la relación medios-fines, el argumento pragmático, etc.
Cuando argumentamos por el lazo causal pueden presentarse tres tipos de casos: dado un
acontecimiento, buscar la causa que lo ha determinado, o dado un acontecimiento mostrar
el efecto que debe resultar, o dados dos acontecimientos sucesivos unirlos mediante un lazo
causal.
1. Non causa pro causa que consiste en tomar erróneamente como causa de
un efecto lo que no es su causa real.
No es fácil determinar el nexo causal entre dos acontecimientos o la causa de uno de ellos.
En esto están de acuerdo Toulmin y Copi, porque las teorías y explicaciones sobre la
causalidad en ciencias naturales y sociales son muy complicadas y hay una montaña de
literatura sobre la causalidad en filosofía de la ciencia que atestiguan las múltiples
dificultades que rodean este concepto, en efecto, el problema central de la llamada “lógica”
inductiva consiste en la caracterización del razonamiento bueno o correcto en lo relativo a
conexiones causales. Si esto es así, también será difícil y complicado determinar si un
argumento que emplea este nexo es falaz, o no.
Incluso, agrega Toulmin, en los casos más obvios no toda atribución falsa de causalidad es
falaz, por ejemplo aceptar que los gusanos se generan espontáneamente en la materia
podrida, como lo pensaron Alberto Magno y Francisco Bacon. Acusar a Alberto Magno de
falacia por esto sería como acusarlo de falacia por haber aceptado el sistema geocéntrico.
En realidad en uno y otro caso él no disponía de una explicación, alternativa para salvar las
apariencias. La falacia de la falsa causa sólo se da cuando el orador es responsable de su
falta de información sobre el asunto.
Hay, sin embargo situaciones en que la falacia es obvia. Es lo que sucede, con más
frecuencia de lo que se cree, con las correlaciones estadísticas. Existe toda una técnica para
mentir con estadísticas, como puede verse en este ejemplo tomado de Toulmin.
El último enunciado del argumento (la correlación estadística) es difícil de aceptar si no hay
más investigación de detalle para este caso particular: “el razonamiento estadístico está
llano de trampas. El puede probar, por ejemplo, que es posible correlacionar el éxito en la
universidad con los cereales que el estudiante come al desayuno o aún con la comida que la
madre le dio cuando era bebé... Pero veremos con sospecha tales descubrimientos tanto
tiempo como se sustenten sólo sobre evidencias estadísticas.
Esta inversión del lazo causal que irónicamente hace Toulmin se ve aún mejor en esta
caricatura de la argumentación por la causa tomada del Quijote; en el episodio en que el
héroe cuenta los encantos que sufrió en la cueva de Montesinos, Sancho, incrédulo,
exclama:
¡Oh santo Dios!... ¿Es posible que tal hay en el mundo y que tengan en él
tanta fuerza los encantadores y encantamientos que hayan trocado el buen
juicio de mi señor en una disparatada locura? ¡Oh señor, señor, por quien
Dios es que vuesa merced mire por sí, y vuelva por su honra, y no de
crédito a esas vaciedades que le tienen menguado y descabalado el sentido!.
2. La otra falacia del lazo causal es un caso particular de la anterior y ha sido bautizada
como post hocergo propter hoc: un acontecimiento es causa de otro porque el primero es
anterior al segundo; si A ocurre después de B, entonces B es la causa de A. Esta forma de
argumentar es falaz porque la sucesión temporal no es fundamento suficiente para afirmar
un lazo causal, ya que en éste hay más: es probablemente falaz decir que z tuvo un ataque
nervioso porque hubo cambio de luna, aunque no estoy seguro de que sea falaz, afirmar que
x ha tenido un cambio de humor porque varió la presión atmosférica.
Lo cierto del caso es que casi todas nuestras supersticiones y credulidades cometen esta
falacia:
- Un gato se atravesó en el camino y luego tuvimos un accidente.
- Se me quebró el espejo, luego llegó la mala suerte.
- Vi una mariposa negra y....
- Pasé por debajo de una escalera...
- x sufría de un fuerte resfriado, bebió un frasco de una cocción de hierba secreta y dos
semanas después se curó!
- Las reses tenían gusanos, el curandero las “rezó” y tres semanas después salieron los
gusanos... como por arte de magia.
- El nativo pretende que el sol reaparece después de un eclipse porque ha hecho sonar los
tambores, dice x.
- Y tiene toda la razón, contesta y. Siempre ha sucedido: no has hecho tú la experiencia?
Recuerdo una historieta de tiras cómicas en que una bruja sensata recomienda a su paciente
desafiar las supersticiones, por ejemplo, la de pasar por debajo de una escalera, y así se
cubriría de oro; el personaje lo hizo y recibió en su cuerpo un baño de pintura dorada...
Los nexos de coexistencia, cuyo prototipo es la relación entre la persona y sus actos, unen
dos realidades de nivel desigual, pues una de ellas es más fundamental y explicativa que la
otra. La construcción de la persona humana y la oposición a sus actos depende de la
distinción entre lo que se considera importante, natural, propio al ser del que se habla, y lo
que se considera transitorio y manifestación exterior del sujeto. Este lazo entre la persona y
sus actos no es necesario y no posee la estabilidad que existe entre un objeto y sus
cualidades: la repetición de un acto puede ocasionar la reconstrucción de la persona o la
adhesión reforzada a la construcción anterior. La precariedad de la relación determina una
interacción constante entre el acto y la persona.
A veces la influencia de la persona sobre la manera de acoger sus actos se ejerce a través
del prestigio, que es la cualidad de aquellos que crean en los demás la propensión a
imitarlo; de allí la importancia del argumento de autoridad – argumentum ad
vrrecundiam-, donde el prestigio de una persona o grupo se utiliza para lograr que se
admita una tesis.
Este argumento ha sido considerado falaz y fue criticado acerbamente por filósofos y
pensadores de los siglos XVII y XVIII, que reaccionaron contra su abuso y contra la
concepción paternalista que considera que el hombre es un niño que jamás llegará a ser
adulto y que dependerá durante toda su vida, en todos los dominios, de numerosas
autoridades. Pero esta fue una reacción contra el abuso del argumento de autoridad. Hay,
sin embargo, situaciones en que el uso de este argumento es normal: en primer lugar, es
ineludible recurrir a él en el proceso de aprendizaje, ya sea cuando nos iniciamos en las
primeras letras, ya sea cuando nos iniciamos en un campo del saber especializado. Es
curioso ver que el pensamiento crítico comienza a ejercerse en el niño – y con frecuencia en
el adulto, cuando se presenta un conflicto entre las autoridades reconocidas.
Por último, aunque los escolásticos consideran que el argumento de autoridad es el más
débil de todos, a veces la autoridad epistemológica tiene un peso mayor que muchas otras
razones, como puede verse en esta simpática anécdota que cuenta Bochenski:
Los fundamentos para invocar el argumento de autoridad son variados, pueden ser la
tradición, la antigüedad, la universalidad; en nuestra época el más utilizado es la
competencia, debido a la superespecialización de los conocimientos. Esto explica que “la
mayor parte del saber en la época actual, se funda en la autoridad epistemológica”.
“La proposición vale, desde luego, tanto para la vida cotidiana como en lo
que a la ciencia se refiere. En la primera empleamos constantemente los
resultados de la investigación científica, sobre los que no tenemos idea
alguna. Todos nosotros sabemos, por ejemplo, dónde se encuentran las islas
Hawai, que hay nueve planetas, que existen las ondas hertzianas, y miles de
cosas parecidas, que nos comunican autorizadamente los científicos, o mejor
aún, los difusores de los resultados de la ciencia. Sería un error, sin
embargo, creer que la misma investigación científica escapa a esa autoridad.
Sin duda que cuando alguien investiga en un ámbito perfectamente definido
y delimitado, intenta en la medida de lo posible experimentar y calcular por
su propia cuenta. Pero siempre utiliza un gran número de resultados que
otros han establecido con anterioridad. Y estos resultados se aceptan porque
han sido promocionados por unas determinadas autoridades. En este aspecto
la diferencia entre el saber científico y la vida cotidiana consiste tal vez en
que aquel suele analizar con mayor precisión lo que es una autoridad y lo
que no lo es; pero también la ciencia se apoya en la autoridad”.
La autoridad se emplea para apoyar otros argumentos. Pero se vuelve falaz cuando se
invoca como última palabra, frente a evidencias más relevantes. Es lo que sucedió con
algunos científicos aristotélicos que se rehusaron a mirar por el telescopio de Galileo,
convencidos de que la opinión de Aristóteles no podía ser errónea y que ninguna
observación podría contradecirla.
No estamos lejos de lo cómico del argumento de autoridad, como puede verse en esta
historia.
Mamita, pregunta una niña de dos años, ¿cómo sabía la princesa Diana que
iba a tener un hijo?
Antes que la mamá pueda contestar, la hermanita de cinco años se adelanta:
Ella sabe leer, ¿no es cierto? La noticia se encontraba en todos los
periódicos.
Esta falacia se comete cuando se generaliza a partir de muy pocas instancias particulares
o de ejemplos atípicos, como se colige claramente de estas ilustraciones que da Copi:
considerando el valor que tienen ciertas drogas para aliviar los dolores de una persona
seriamente enferma, más de uno puede concluir que debe darse libertad a todos para
consumir narcóticos; partiendo del efecto que el alcohol produce sobre los que se exceden,
se puede concluir que todo licor es dañino y exigir que la ley prohíba su uso.
Lo cómico de la generalización apresurada nos recuerda la extravagancia de ciertos
comportamientos generalizantes, como se da en el caso del yankiee que al ser recibido en el
aeropuerto El Dorado por una pelirroja colombiana,, exclamó: “todos los colombianos son
pelirrojos”. Pero puede apreciar mejor a aún en esta historia irónica que oí recientemente
en la radio. El autor pretendía poder programar al perfecto hombre latinoamericano: con la
inteligencia del venezolano, la modestia del argentino, la belleza del ecuatoriano y la
honradez del colombiano!.
La falacia del accidente – llamada también a dicto simpliciter ad dictum secundum quid,
se da cuando ilustramos inadecuadamente por desconocimiento de la regla o por
incapacidad para reconocer su alcance, porque no nos damos cuenta de que las máximas
ordinarias están sujetas a excepciones y que las circunstancias matizan, y a veces alteran, la
aplicación de la regla.
Latón en La República propone un caso en que la regla general “Uno debe pagar las deudas
y devolver lo que se le a confiado” de la siguiente manera:
Algunos ejemplos de esta falacia no son sino chistes, agrega Copi, con mucha
clarividencia: los chistes muestran a lo vivo las formas inadecuadas o irrelevantes de este
argumento:
Todos conocemos la historia del abogado que terminaba sus peroratas invocando su “clisé”:
in dubio pro reo; pero pocos conocen el cuento de la policía secreta que descubrió a los
espías en las eternas reuniones del congreso del partido, repitiendo la sabia máxima del
camarada Lenin: el enemigo no duerme.
Para evitar esta falacia y todas las demás, ha que velar, y aquí –contra lo que pasa en la
duda escéptica- nunca estamos seguros de velar adecuadamente. Nunca estamos seguros de
estar despiertos o dormidos...!
El razonamiento que habéis hecho sobre el asunto es tan docto y tan bello
que es imposible que él no esté loco y melancólico hipocondríaco; y aunque
no lo estuviera, sería preciso que se volviera, por la belleza de las cosas que
habéis dicho, y la justeza de los razonamientos que habéis hecho.
Todos los teóricos de las falacias están dispuestos a conceder que sólo se recurre a la fuerza
cuando los argumentos han fracasado y que el recurso a ella produce sumisión pero no
persuasión.
También la teoría de la argumentación piensa lo mismo. Esta teoría sólo estudia técnicas
discursivas que producen o acrecientan la adhesión. Las acciones no discursivas pueden
ser tan eficaces o más que las discursivas, pero ellas desbordan el campo de la
argumentación, por ejemplo, la pistola en la nuca, la caricia o la cachetada, o la predicación
con el ejemplo. La argumentación sólo se interesa por ellas cuando, gracias al lenguaje se
les pone de relieve, recurriendo, por ejemplo, a promesas o a amenazas. Pero ¿entonces las
amenazas son argumentos?.
Pero hay algo más; el uso de la argumentación implica que se ha renunciado a recurrir
únicamente a la fuerza y que se aprecia su adhesión obtenida por el recurso a la persuasión
razonada. Toda argumentación supone una comunidad de espíritus y mientras dura excluye
la violencia. Toda justificación, dice Dupréel, es por esencia un acto moderador. La
argumentación, mientras se desarrolla excluye la violencia, pero no ignora su existencia en
las relaciones humanas.
En realidad, como lo piensa Dupréel, las relaciones humanas son un tramado de relaciones
violentas, de transacciones comerciales y de persuasión, donde con frecuencia, prima
uno de estos tres elementos. Cuando prima el elemento persuasivo, hablamos de
argumentación. Cuando prima el elemento violento hablamos de dominación o de algo por
el estilo, como puede verse en este intercambio cuasi hegeliano que se da en el “Dialogo
pesimista entre el amo y el esclavo”.
Es obvio que algo de argumentativo hay en este intercambio: L. Fernández conjetura que la
respuesta que clausura el poema deja sospechar que el esclavo es la personificación de una
razón que, aunque débil, limitada e insegura, es lo único que hace posible la vida del
hombre. Pero también me parece obvio que la razón argumentativa del esclavo es un
simple instrumento al servicio de la relación de violencia que se da entre el amo y el
esclavo.
Me parece que otra cosa es lo que sucede en el diálogo entre Edipo y Creonte -de Edipo
Rey-, del que transcribo algunos pasajes:
Algunos, quizás muchos, dirán que el recurso a la argumentación no es sino una ficción, un
camuflaje de la violencia: la argumentación sólo existe en apariencia, ya porque el orador
impone al auditorio la obligación de escucharlo, ya sea porque el auditorio sólo simula
escuchar. En ambos casos la argumentación sólo seria un engaño; en el primero, una
forma de coerción, en el segundo un signo de “buena voluntad” o “tolerancia”. Tal opinión
es factible y a veces real, pero ella es comprensible y razonable sólo si por lo menos en
ciertos casos hay persuasión verdadera. De la misma manera los argumentos falaces
circulan porque circulan también los legítimos.... De otra forma no tendrían sentido....