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El papa Pío IX y la revolución de 1848

Ante los hechos de tan alta y deplorable gravedad ocurridos recientemente en París, acontecimientos que en su rápido desarrollo han superado todas
las previsiones de 16 hombres políticos; bajo la impresión abrumadora de ese rayo terrible que en pocas horas ha derrocado un trono que todo el
mundo creía sólidamente establecido, perfectamente defendido por un ejército numeroso y hasta entonces fiel, el hecho de que un Soberano Pontífice,
un sucesor de San Pedro, otorgue a sus pueblos unas instituciones representativas -hecho que en cualquier otra época, y con justa razón, hubiese
tenido una enorme resonancia-va quizás a pasar desapercibido; o al menor irá sin gran ruido a engrosar el número de hechos que se suceden con tanta
rapidez en torno a nosotros y cambian, por decirlo así, de hora en hora una situación que nos lleva hacia un futuro que la Providencia tiene, sin duda,
previsto en el orden y la medida de sus designios, pero cuyo secreto Ella sola posee.
El miércoles pasado, 15 de marzo, después de haber sido firmado la víspera por su Santidad, se dio a conocer al público la constitución romana bajo
el título de Estatuto fundamental para el Gobierno temporal de los Estados de la Santa Iglesia. Algunos ejemplares del texto fueron pegados, hacia
mediodía, en los puntos más frecuentados del Corso, calle principal de Roma, y donde tienen su sede todos los clubs. Pero no fue hasta la tarde del
mismo día, cuando la Secretaría de Estado nos mandó dos ejemplares sin ninguna carta acompañatoria, que empezó la circulación de este documento.
Dos horas después de la primera publicación de este acto tan importante, esperado por los habitantes de la capital y sobre todo de las provincias con
una -impaciencia que cada día se mostraba más exigente, la ciudad se revestía de sus mejores galas, las calles se llenaban de gente y la alegría
irrumpía en todos los rostros.
Entre tanto, la guardia nacional tomaba las armas y desde sus respectivos cuarteles se dirigía en buen orden y en un número que se acercaba a los siete
mil hombres hacia la plaza de Montecavallo, frente al Quirinal. Una parte de la población le había precedido y muy pronto este vasto recinto quedó
lleno de tal manera que ni siquiera el ojo más avispado podía descubrir el menor vacío. Incluso los tejados de las casas estaban repletos de
espectadores. En todas partes, en fin, no se veían más que cabezas; y este espectáculo ya imponente por sí mismo, lo fue toda-vía más cuando el
excelente Pontífice, precedido de la Cruz que ha salvado al mundo, y asomándose al balcón y pudiendo apenas dominar su emoción, extendió la mano
sobre esta masa respetuosamente arrodillada e impetró para ella, con todo el fervor de su fe, las bendiciones del cielo. Fue aquel, señor Conde, uno de
aquellos momentos que emocionan profundamente...
Los ¡vivas! que anunciaron la llegada del Santo Padre se reanudaron con más fuerza cuando aquél se retiraba y saludó con una postrera mirada de
amor y de padre a los ochenta mil súbditos apretujados a sus pies, los cuales le demostraban mediante calurosas aclamaciones una gratitud bien
merecida por todo cuanto ha hecho por ellos en menos de dos años de pontificado...
Por la tarde la ciudad quedó magníficamente iluminada. Varias orquestas, situadas en diversos sitios, llenaban el aire de alegre música. Animadas
bandas recorrían las principales calles cantando el himno al Papa. Todo, en fin, respiraba un aire de satisfacción y de dicha.
Las mismas escenas, excepto la de la bendición, se repitieron al día siguiente, y nada hubiera ensombrecido la brillantez de estas bellas y memorables
jornadas si los gritos bastante frecuentes de ¡Mueran los alemanes! ¡Mueran los austríacos! y ¡Mueran los jesuitas! no se hubiesen mezclado con los
de ¡Viva Pío Nono!
Se ha lamentado también que entre las banderas que desfilaron por las calles llevadas por hombres del pueblo, aparecieran dos con crespones negros,
en una de las cuales estaba escrito Alta Italia y en la otra Parma.
Por otra parte, casi todo el mundo -guardas nacionales, soldados, burgueses e incluso un buen número de eclesiásticos-llevaban la escarapela italiana
tricolor, y la llevan aún hoy. Hecho sorprendente, pues este signo hace menos de dos años era considerado sedicioso, e implicaba la pena del exilio o
de la prisión para quienes se permitían usarlo.
Hasta ahora la carta romana me parece que ha encontrado una aprobación bastante general y que no ha suscitado objeciones muy serias. Se está de
acuerdo incluso en considerar que sus autores, a pesar de la precipitación con que han te-nido que elaborarla, han resuelto con talento y acierto las
dificultades que ofrecía la redacción de tal texto, emanado de un poder mixto ligado por obligaciones imprescriptibles, y debiendo preservar de todo
riesgo al cuerpo de cardenales, en el cual tiene su origen.
Para apreciar como es debido este estatuto -aunque consagra la mayor parte de nuestros principios constitucionales con la excepción de la libertad de
las opiniones religiosas, y de una protección igual a todos los cultos-hace falta no sólo no juzgarlo según nuestro punto de vista, sino ponerse en el
caso del jefe supremo de la Iglesia, obligado antes que nada a salvaguardar unos intereses de los cuales él no es más que el depositario y cuyo origen
divino los sitúa por encima de todo poder humano.
Por lo demás, está fuera de duda que un examen profundo de este texto y su puesta en práctica harán descubrir en él ciertas faltas y lagunas; pero
estoy con-vencido al mismo tiempo de que, a pesar de la disposición que prohíbe toda pro-puesta tendente a modificarlo, el Papa no se opondrá a ello
si reconoce su necesidad...FUENTE: AUGUSTO DE LIEDEKERKE DE BEAUFORT: Rapporti delle cose di Roma (1848-1849). A cura di A. M.
Ghisalberti (Roma 1949), págs. 21-23.

Fuente: http://www.historiacontemporanea.com/pages/bloque1/el-avance-del-liberalismo-en-europa-de-1820-y-1848/documentos_historicos/el-papa-pio-ix-y-la-revolucion-de-1848

Última versión: 2018-07-20 14:08 - 1 dee 1 -

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