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MILES CHRISTI

COMBATIENDO SIN TREGUA EN TODOS LOS FRENTES PARA QUE CRISTO REINE. «VIVAT JESU,
AMÓRE NOSTRUM, ET MARÍA, SPES NOSTRÆ!»

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mart es, 10 de sept iembre de 2019

ENCÍCLICA “Pascéndi Domínici gregis”, CONDENANDO EL


MODERNISMO
El Modernismo como movimient o t eológico dent ro del Cat olicismo hace irrupción como Liberalismo, y
él, a t ravés de algunos t eólogos de Alemania, Francia, Inglat erra e It alia, hacía socavar los principios
del Cat olicismo por la pret endida “evolución dogmát ica”. Cont ra él, y luego de condenar al jesuit a
Alfred Loisy con el decret o Lamentábili sane éxitu del 3 de Julio de 1907, San Pío X hace publicar la
encíclica “Pascéndi Domínici gregis” (redact ada por el padre Joseph Lemius OMI y el padre - luego
cardenal- Louis Billot SJ en la part e doct rinal, y por el cardenal José de Calasanz Vives y Tut ó OFM
Cap. - confesor de San Pío X- en su part e moral), donde desenmascara las dist int as facet as del
modernist a, y ordena a los prelados cat ólicos hacer mayor vigilancia de las publicaciones. 
  
“Pascéndi Domínici gregis” es una muest ra de que ant es del fat ídico y nunca suficient ement e
anat ema Vat icano II, t odos los Papas legít imos se preocupaban por la defensa de la Verdad, a
diferencia de los usurpadores conciliares, que han ent ronizado precisament e est as novedades
ext rañas a la Fe de nuest ros padres, y por la que est amos para vivir y morir.
 
CARTA ENCÍCLICA “Pascéndi Domínici gregis” DEL SUMO
PONTÍFICE SAN PÍO X, SOBRE LOS ERRORES DEL MODERNISMO
 
    
A t odos los Hermanos Pat riarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y demás Ordinarios en paz y
comunión con la Sede Apost ólica.
   
Venerables hermnos, Salud y Bendición Apost ólica.
  
INTRODUCCIÓN
  
Al oficio de apacent ar la grey del Señor que nos ha sido confiada de lo alt o, Jesucrist o señaló como
primer deber el de guardar con suma vigilancia el depósit o t radicional de la sant a fe, t ant o frent e a las
novedades profanas del lenguaje como a las cont radicciones de una falsa ciencia. No ha exist ido
época alguna en la que no haya sido necesaria a la grey crist iana esa vigilancia de su Past or supremo;
porque jamás han falt ado, suscit ados por el enemigo del género humano, «hombres de lenguaje
perverso»(1), «decidores de novedades y seduct ores»(2), «sujet os al error y que arrast ran al error»(3).

GRAVEDAD DE LOS ERRORES MODERNISTAS


1. Pero es preciso reconocer que en est os últ imos t iempos ha crecido, en modo ext raño, el número de
los enemigos de la cruz de Crist o, los cuales, con art es ent erament e nuevas y llenas de perfidia, se
esfuerzan por aniquilar las energías vit ales de la Iglesia, y hast a por dest ruir t ot alment e, si les fuera
posible, el reino de Jesucrist o. Guardar silencio no es ya decoroso, si no queremos aparecer infieles al
más sacrosant o de nuest ros deberes, y si la bondad de que hast a aquí hemos hecho uso, con
esperanza de enmienda, no ha de ser censurada ya como un olvido de nuest ro minist erio. Lo que sobre
t odo exige de Nos que rompamos sin dilación el silencio es que hoy no es menest er ya ir a buscar los
fabricant es de errores ent re los enemigos declarados: se ocult an, y ello es objet o de grandísimo dolor
y angust ia, en el seno y gremio mismo de la Iglesia, siendo enemigos t ant o más perjudiciales cuant o lo
son menos declarados.
  
Hablamos, venerables hermanos, de un gran número de cat ólicos seglares y, lo que es aún más
deplorable, hast a de sacerdot es, los cuales, so pret ext o de amor a la Iglesia, falt os en absolut o de
conocimient os serios en filosofía y t eología, e impregnados, por lo cont rario, hast a la médula de los
huesos, con venenosos errores bebidos en los escrit os de los adversarios del cat olicismo, se
present an, con desprecio de t oda modest ia, como rest auradores de la Iglesia, y en apret ada falange
asalt an con audacia t odo cuant o hay de más sagrado en la obra de Jesucrist o, sin respet ar ni aun la
propia persona del divino Redent or, que con sacrílega t emeridad rebajan a la cat egoría de puro y
simple hombre.
   
2. Tales hombres se ext rañan de verse colocados por Nos ent re los enemigos de la Iglesia. Pero no se
ext rañará de ello nadie que, prescindiendo de las int enciones, reservadas al juicio de Dios, conozca sus
doct rinas y su manera de hablar y obrar. Son segurament e enemigos de la Iglesia, y no se apart ará de lo
verdadero quien dijere que ést a no los ha t enido peores. Porque, en efect o, como ya hemos dicho,
ellos t raman la ruina de la Iglesia, no desde fuera, sino desde dent ro: en nuest ros días, el peligro est á
casi en las ent rañas mismas de la Iglesia y en sus mismas venas; y el daño producido por t ales
enemigos es t ant o más inevit able cuant o más a fondo conocen a la Iglesia. Añádase que han aplicado
la segur no a las ramas, ni t ampoco a débiles renuevos, sino a la raíz misma; est o es, a la fe y a sus
fibras más profundas. Mas una vez herida esa raíz de vida inmort al, se empeñan en que circule el virus
por t odo el árbol, y en t ales proporciones que no hay part e alguna de la fe cat ólica donde no pongan
su mano, ninguna que no se esfuercen por corromper. Y mient ras persiguen por mil caminos su nefast o
designio, su t áct ica es la más insidiosa y pérfida. Amalgamando en sus personas al racionalist a y al
cat ólico, lo hacen con habilidad t an refinada, que fácilment e sorprenden a los incaut os. Por ot ra part e,
por su gran t emeridad, no hay linaje de consecuencias que les haga ret roceder o, más bien, que no
sost engan con obst inación y audacia. Junt an a est o, y es lo más a propósit o para engañar, una vida
llena de act ividad, const ancia y ardor singulares hacia t odo género de est udios, aspirando a granjearse
la est imación pública por sus cost umbres, con frecuencia int achables. Por fin, y est o parece quit ar
t oda esperanza de remedio, sus doct rinas les han pervert ido el alma de t al suert e, que desprecian
t oda aut oridad y no soport an corrección alguna; y at rincherándose en una conciencia ment irosa, nada
omit en para que se at ribuya a celo sincero de la verdad lo que sólo es obra de la t enacidad y del
orgullo.
  
A la verdad, Nos habíamos esperado que algún día volverían sobre sí, y por esa razón habíamos
empleado con ellos, primero, la dulzura como con hijos, después la severidad y, por últ imo, aunque muy
cont ra nuest ra volunt ad, las reprensiones públicas. Pero no ignoráis, venerables hermanos, la
est erilidad de nuest ros esfuerzos: inclinaron un moment o la cabeza para erguirla enseguida con mayor
orgullo. Ahora bien: si sólo se t rat ara de ellos, podríamos Nos t al vez disimular; pero se t rat a de la
religión cat ólica y de su seguridad. Bast a, pues, de silencio; prolongarlo sería un crimen. Tiempo es de
arrancar la máscara a esos hombres y de most rarlos a la Iglesia ent era t ales cuales son en realidad.
 
3. Y como una t áct ica de los modernist as (así se les llama vulgarment e, y con mucha razón), t áct ica, a
la verdad, la más insidiosa, consist e en no exponer jamás sus doct rinas de un modo met ódico y en su
conjunt o, sino dándolas en ciert o modo por fragment os y esparcidas acá y allá, lo cual cont ribuye a
que se les juzgue fluct uant es e indecisos en sus ideas, cuando en realidad ést as son perfect ament e
fijas y consist ent es; ant e t odo, import a present ar en est e lugar esas mismas doct rinas en un conjunt o,
y hacer ver el enlace lógico que las une ent re sí, reservándonos indicar después las causas de los
errores y prescribir los remedios más adecuados para cort ar el mal.
  
I. EXPOSICIÓN DE LAS DOCTRINAS MODERNISTAS
  
Para mayor claridad en mat eria t an compleja, preciso es advert ir ant e t odo que cada modernist a
present a y reúne en sí mismo variedad de personajes, mezclando, por decirlo asi, al filósofo, al
creyent e, al apologist a, al reformador; personajes t odos que conviene dist inguir singularment e si se
quiere conocer a fondo su sist ema y penet rar en los principios y consecuencias de sus doct rinas.
  
4. Comencemos ya por el filósofo. Los modernist as est ablecen, como base de su filosofía religiosa, la
doct rina comúnment e llamada agnost icismo. La razón humana, encerrada rigurosament e en el círculo
de los fenómenos, es decir, de las cosas que aparecen, y t ales ni más ni menos como aparecen, no
posee facult ad ni derecho de franquear los límít es de aquéllas. Por lo t ant o, es incapaz de elevarse
hast a Dios, ni aun para conocer su exist encia, de algún modo, por medio de las criat uras: t al es su
doct rina. De donde infieren dos cosas: que Dios no puede ser objet o direct o de la ciencia; y, por lo que
a la hist oria pert enece, que Dios de ningún modo puede ser sujet o de la hist oria.
   
Después de est o, ¿que será de la t eología nat ural, de los mot ivos de credibilidad, de la revelación
ext erna? No es difícil comprenderlo. Suprimen pura y simplement e t odo est o para reservarlo al
int elect ualismo, sist ema que, según ellos, excit a compasiva sonrisa y est á sepult ado hace largo
t iempo.
  
Nada les det iene, ni aun las condenaciones de la Iglesia cont ra errores t an monst ruosos. Porque el
concilio Vat icano decret ó lo que sigue: «Si alguno dijere que la luz nat ural de la razón humana es
incapaz de conocer con cert eza, por medio de las cosas creadas, el único y verdadera Dios, nuest ro
Creador y Señor, sea excomulgado»(4). Igualment e: «Si alguno dijere no ser posible o convenient e que
el hombre sea inst ruido, mediant e la revelación divina, sobre Dios y sobre el cult o a él debido, sea
excomulgado»(5). Y por últ imo: «Si alguno dijere que la revelación divina no puede hacerse creíble por
signos ext eriores, y que, en consecuencia, sólo por la experiencia individual o por una inspiración
privada deben ser movidos los hombres a la fe, sea excomulgado»(6).
 
Ahora, de qué manera los modernist as pasan del agnost icismo, que no es sino ignorancia, al at eísmo
cient ífico e hist órico, cuyo caráct er t ot al es, por lo cont rario, la negación; y, en consecuencia, por qué
derecho de raciocinio, desde ignorar si Dios ha int ervenido en la hist oria del género humano hacen el
t ránsit o a explicar esa misma hist oria con independencia de Dios, de quien se juzga que no ha t enido,
en efect o, part e en el proceso hist órico de la humanidad, conózcalo quien pueda. Y es indudable que
los modernist as t ienen como ya est ablecida y fija una cosa, a saber: que la ciencia debe ser at ea, y lo
mismo la hist oria; en la esfera de una y ot ra no admit en sino fenómenos: Dios y lo divino quedan
dest errados.
  
Pront o veremos las consecuencias de doct rina t an absurda fluyen con respect o a la sagrada persona
del Salvador, a los mist erios de su vida y muert e, de su resurrección y ascensión gloriosa.
  
5. Agnost icismo est e que no es sino el aspect o negat ivo de la doct rina de los modernist as; el posit ivo
est á const it uido por la llamada inmanencia vit al.
  
El t ránsit o del uno al ot ro es como sigue: nat ural o sobrenat ural, la religión, como t odo hecho, exige
una explicación. Pues bien: una vez repudiada la t eología nat ural y cerrado, en consecuencia, t odo
acceso a la revelación al desechar los mot ivos de credibilidad; más aún, abolida por complet o t oda
revelación ext erna, result a claro que no puede buscarse fuera del hombre la explicación apet ecida, y
debe hallarse en lo int erior del hombre; pero como la religión es una forma de la vida, la explicación ha
de hallarse exclusivament e en la vida misma del hombre. Por t al procedimient o se llega a est ablecer
el principio de la inmanencia religiosa. En efect o, t odo fenómeno vit al —y ya queda dicho que t al es la
religión— reconoce por primer est imulant e ciert o impulso o indigencia, y por primera manifest ación,
ese movimient o del corazón que llamamos sent imient o. Por est a razón, siendo Dios el objet o de la
religión, síguese de lo expuest o que la fe, principio y fundament o de t oda religión, reside en un
sent imient o ínt imo engendrado por la indigencia de lo divino. Por ot ra part e, como esa indigencia de lo
divino no se sient e sino en conjunt os det erminados y favorables, no puede pert enecer de suyo a la
esfera de la conciencia; al principio yace sepult ada bajo la conciencia, o, para emplear un vocablo
t omado de la filosofía moderna, en la subconsciencia, donde t ambién su raíz permanece escondida e
inaccesible.
  
¿Quiere ahora saberse en qué forma esa indigencia de lo divino, cuando el hombre llegue a sent irla,
logra por fin convert irse en religión? Responden los modernist as: la ciencia y la hist oria est án
encerradas ent re dos límit es: uno ext erior, el mundo visible; ot ro int erior, la conciencia. Llegadas a uno
de ést os, imposible es que pasen adelant e la ciencia y la hist oria; más allá est á lo incognoscible.
Frent e ya a est e incognoscible, t ant o al que est á fuera del hombre, más allá de la nat uraleza visible,
como al que est á en el hombre mismo, en las profundidades de la subconsciencia, la indigencia de lo
divino, sin juicio alguno previo (lo cual es puro fideísmo) suscit a en el alma, nat uralment e inclinada a la
religión, ciert o sent imient o especial, que t iene por dist int ivo el envolver en sí mismo la propia realidad
de Dios, bajo el doble concept o de objet o y de causa ínt ima del sent imient o, y el unir en ciert a manera
al hombre con Dios. A est e sent imient o llaman fe los modernist as: t al es para ellos el principio de la
religión.
  
6. Pero no se det iene aquí la filosofía o, por mejor decir, el delirio modernist a. Pues en ese sent imient o
los modernist as no sólo encuent ran la fe, sino que con la fe y en la misma fe, según ellos la ent ienden,
afirman que se verifica la revelación. Y, en efect o, ¿qué más puede pedirse para la revelación? ¿No es
ya una revelación, o al menos un principio de ella, ese sent imient o que aparece en la conciencia, y Dios
mismo, que en ese preciso sent imient o religioso se manifiest a al alma aunque t odavía de un modo
confuso? Pero, añaden aún: desde el moment o en que Dios es a un t iempo causa y objet o de la fe,
t enemos ya que aquella revelación versa sobre Dios y procede de Dios; luego t iene a Dios como
revelador y como revelado. De aquí, venerables hermanos, aquella afirmación t an absurda de los
modernist as de que t oda religión es a la vez nat ural y sobrenat ural, según los diversos punt os de vist a.
De aquí la indist int a significación de conciencia y revelación. De aquí, por fin, la ley que erige a la
conciencia religiosa en regla universal, t ot alment e igual a la revelación, y a la que t odos deben
somet erse, hast a la aut oridad suprema de la Iglesia, ya la doct rinal, ya la precept iva en lo sagrado y en
lo disciplinar.
  
7. Sin embargo, en t odo est e proceso, de donde, en sent ir de los modernist as, se originan la fe y la
revelación, a una cosa ha de at enderse con sumo cuidado, por su import ancia no pequeña, vist as las
consecuencias hist órico- crít icas que de allí, según ellos, se derivan.
   
Porque lo incognoscible, de que hablan, no se present a a la fe como algo aislado o singular, sino, por lo
cont rario, con ínt ima dependencia de algún fenómeno, que, aunque pert enece al campo de la ciencia y
de la hist oria, de algún modo sale fuera de sus límit es; ya sea ese fenómeno un hecho de la nat uraleza,
que envuelve en sí algún mist erio, ya un hombre singular cuya nat uraleza, acciones y palabras no
pueden explicarse por las leyes comunes de la hist oria. En est e caso, la fe, at raída por lo
incognoscible, que se present a junt o con el fenómeno, abarca a ést e t odo ent ero y le comunica, en
ciert o modo, su propia vida. Síguense dos consecuencias. En primer lugar, se produce ciert a
t ransfiguración del fenómeno, est o es, en cuant o es levant ado por la fe sobre sus propias
condiciones, con lo cual queda hecho mat eria más apt a para recibir la forma de lo divino, que la fe ha
de dar; en segundo lugar, una como desfiguración —llámese así— del fenómeno, pues la fe le at ribuye
lo que en realidad no t iene, al haberle sust raído a las condiciones de lugar y t iempo; lo que acont ece,
sobre t odo, cuando se t rat a de fenómenos del t iempo pasado, y t ant o más cuant o más ant iguos
fueren. De ambas cosas sacan, a su vez, los modernist as, dos leyes, que, junt as con la t ercera sacada
del agnost icismo, forman las bases de la crít ica hist órica. Un ejemplo lo aclarará: lo t omamos de la
persona de Crist o. En la persona de Crist o, dicen, la ciencia y la hist oria ven sólo un hombre. Por lo
t ant o, en virt ud de la primera ley, sacada del agnost icismo, es preciso borrar de su hist oria cuant o
present e caráct er divino. Por la segunda ley, la persona hist órica de Crist o fue t ransfigurada por la fe;
es necesario, pues, quit arle cuant o la levant a sobre las condiciones hist óricas. Finalment e, por la
t ercera, la misma persona de Crist o fue desfigurada por la fe; luego se ha de prescindir en ella de las
palabras, act os y t odo cuant o, en fin, no corresponda a su nat uraleza, est ado, educación, lugar y
t iempo en que vivió.
  
Ext raña manera, sin duda, de raciocinar; pero t al es la crít ica modernist a.
  
8. En consecuencia, el sent imient o religioso, que brot a por vit al inmanencia de los senos de la
subconsciencia, es el germen de t oda religión y la razón asimismo de t odo cuant o en cada una haya
habido o habrá. Oscuro y casi informe en un principio, t al sent imient o, poco a poco y bajo el influjo
ocult o de aquel arcano principio que lo produjo, se robust eció a la par del progreso de la vida humana,
de la que es —ya lo dijimos— una de sus formas. Tenemos así explicado el origen de t oda relígión, aun
de la sobrenat ural: no son sino aquel puro desarrollo del sent imient o religioso. Y nadie piense que la
cat ólica quedará except uada: queda al nivel de las demás en t odo. Tuvo su origen en la conciencia de
Crist o, varón de privilegiadísima nat uraleza, cual jamás hubo ni habrá, en virt ud del desarrollo de la
inmanencia vit al, y no de ot ra manera.
   
¡Est upor causa oír t an gran at revimient o en hacer t ales afirmaciones, t amaña blasfemia! ¡Y, sin
embargo, venerables hermanos, no son los incrédulos sólo los que t an at revidament e hablan asi;
cat ólicos hay, más aún, muchos ent re los sacerdot es, que clarament e publican t ales cosas y t ales
delirios presumen rest aurar la Iglesia! No se t rat a ya del ant iguo error que ponía en la nat uraleza
humana ciert o derecho al orden sobrenat ural. Se ha ido mucho más adelant e, a saber: hast a afirmar
que nuest ra sant ísima religión, lo mismo en Crist o que en nosot ros, es un frut o propio y espont áneo de
la nat uraleza. Nada, en verdad, más propio para dest ruir t odo el orden sobrenat ural.
  
Por lo t ant o, el concilio Vat icano, con perfect o derecho, decret ó: «Si alguno dijere que el hombre no
puede ser elevado por Dios a un conocimient o y perfección que supere a la nat uraleza, sino que puede
y debe finalment e llegar por sí mismo, mediant e un cont inuo progreso, a la posesión de t oda verdad y
de t odo bien, sea excomulgado»(7).
  
9. No hemos vist o hast a aquí, venerables hermanos, que den cabida alguna a la int eligencia; pero,
según la doct rina de los modernist as, t iene t ambién su part e en el act o de fe, y así conviene not ar de
qué modo.
  
En aquel sent imient o, dicen, del que repet idas veces hemos hablado, porque es sent imient o y no
conocimient o, Dios, ciert ament e, se present a al hombre; pero, como es sent imient o y no
conocimient o, se present a t an confusa e implicadament e que apenas o de ningún modo se dist ingue
del sujet o que cree. Es preciso, pues, que el sent imient o se ilumine con alguna luz para que así Dios
resalt e y se dist inga. Est o pert enece a la int eligencia, cuyo oficio propio es el pensar y analizar, y que
sirve al hombre para t raducir, primero en represent aciones y después en palabras, los fenómenos
vit ales que en él se producen. De aquí la expresión t an vulgar ya ent re los modernist as: «el hombre
religioso debe pensar su fe».
  
La int eligencia, pues, superponiéndose a t al sent imient o, se inclina hacia él, y t rabaja sobre él como un
pint or que, en un cuadro viejo, vuelve a señalar y a hacer que resalt en las líneas del ant iguo dibujo: casi
de est e modo lo explica uno de los maest ros modernist as. En est e proceso la ment e obra de dos
modos: primero, con un act o nat ural y espont áneo t raduce las cosas en una aserción simple y vulgar;
después, refleja y profundament e, o como dicen, elaborando el pensamient o, int erpret a lo pensado
con sent encias secundarias, derivadas de aquella primera fórmula t an sencilla, pero ya más limadas y
más precisas. Est as fórmulas secundarias, una vez sancionadas por el magist erio supremo de la
Iglesia, formarán el dogma.
  
10. Ya hemos llegado en la doct rina modernist a a uno de los punt os principales, al origen y nat uraleza
del dogma. Est e, según ellos, t iene su origen en aquellas primit ivas fórmulas simples que son
necesarias en ciert o modo a la fe, porque la revelación, para exist ir, supone en la conciencia alguna
not icia manifiest a de Dios. Mas parecen afirmar que el dogma mismo est á cont enido propiament e en
las fórmulas secundarias.
   
Para ent ender su nat uraleza es preciso, ant e t odo, inquirir qué relación exist e ent re las fórmulas
religiosas y el sent imient o religioso del ánimo. No será dificil descubrirlo si se t iene en cuent a que el fin
de t ales fórmulas no es ot ro que proporcionar al creyent e el modo de darse razón de su fe. Por lo
t ant o, son int ermedias ent re el creyent e y su fe: con relación a la fe, son signos inadecuados de su
objet o, vulgarment e llamados símbolos; con relación al creyent e, son meros inst rument os. Mas no se
sigue en modo alguno que pueda deducirse que encierren una verdad absolut a; pues, como símbolos,
son imágenes de la verdad, y, por lo t ant o, han de acomodarse al sent imient o religioso, en cuant o ést e
se refiere al hombre; como inst rument os, son vehículos de la verdad y, en consecuencia, t endrán que
acomodarse, a su vez, al hombre en cuant o se relaciona con el sent imient o religioso. Mas el objet o del
sent imient o religioso, por hallarse cont enido en lo absolut o, t iene infinit os aspect os, que pueden
aparecer sucesivament e, ora uno, ora ot ro. A su vez, el hombre, al creer, puede est ar en condiciones
que pueden ser muy diversas. Por lo t ant o, las fórmulas que llamamos dogma se hallarán expuest as a
las mismas vicisit udes, y, por consiguient e, sujet as a mut ación. Así queda expedit o el camino hacia la
evolución ínt ima del dogma.
  
¡Cúmulo, en verdad, infinit o de sofismas, con que se resquebraja y se dest ruye t oda la religión!
   
11. No sólo puede desenvolverse y cambiar el dogma, sino que debe; t al es la t esis fundament al de
los modernist as, que, por ot ra part e, fluye de sus principios.
   
Pues t ienen por una doct rina de las más capit ales en su sist ema y que infieren del principio de la
inmanencia vit al, que las fórmulas religiosas, para que sean verdaderament e religiosas, y no meras
especulaciones del ent endimient o, han de ser vit ales y han de vivir la vida misma del sent imient o
religioso. Ello no se ha de ent ender como si esas fórmulas, sobre t odo si son purament e imaginat ivas,
hayan sido invent adas para reemplazar al sent imient o religioso, pues su origen, número y, hast a ciert o
punt o, su calidad misma, import an muy poco; lo que import a es que el sent imient o religioso, después
de haberlas modificado convenient ement e, si lo necesit an, se las asimile vit alment e. Es t ant o como
decir que es preciso que el corazón acept e y sancione la fórmula primit iva y que asimismo sea dirigido
el t rabajo del corazón, con que se engendran las fórmulas secundarias. De donde proviene que dichas
fórmulas, para que sean vit ales, deben ser y quedar asimiladas al creyent e y a su fe. Y cuando, por
cualquier mot ivo, cese est a adapt ación, pierden su cont enido primit ivo, y no habrá ot ro remedio que
cambiarlas.
   
Dado el caráct er t an precario e inest able de las fórmulas dogmát icas se comprende bien que los
modernist as las menosprecien y t engan por cosa de risa; mient ras, por lo cont rario, nada nombran y
enlazan sino el sent imient o religioso, la vida religiosa. Por eso censuran audazment e a la Iglesia como
si equivocara el camino, porque no dist ingue en modo alguno ent re la significación mat erial de las
fórmulas y el impulso religioso y moral, y porque adhiriéndose, t an t enaz como est érilment e, a fórmulas
desprovist as de cont enido, es ella la que permit e que la misma religión se arruine.
  
Ciegos, ciert ament e, y conduct ores de ciegos, que, inflados con el soberbio nombre de ciencia, llevan
su locura hast a pervert ir el et erno concept o de la verdad, a la par que la genuina nat uraleza del
sent imient o religioso: para ello han fabricado un sist ema «en el cual, bajo el impulso de un amor audaz
y desenfrenado de novedades, no buscan dónde ciert ament e se halla la verdad y, despreciando las
sant as y apost ólicas t radiciones, abrazan ot ras doct rinas vanas, fút iles, inciert as y no aprobadas por la
Iglesia, sobre las cuales —hombres vanísimos— pret enden fundar y afirmar la misma verdad(8). Tal es,
venerables hermanos, el modernist a como filósofo.
  
12. Si, pasando al creyent e, se desea saber en qué se dist ingue, en el mismo modernist a, el creyent e
del filósofo, es necesario advert ir una cosa, y es que el filósofo admit e, sí, la realidad de lo divino
como objet o de la fe; pero est a realidad no la encuent ra sino en el alma misma del creyent e, en
cuant o es objet o de su sent imient o y de su afirmación: por lo t ant o, no sale del mundo de los
fenómenos. Si aquella realidad exist e en sí fuera del sent imient o y de la afirmación dichos, es cosa
que el filósofo pasa por alt o y desprecia. Para el modernist a creyent e, por lo cont rario, es firme y
ciert o que la realidad de lo divino exist e en sí misma con ent era independencia del creyent e. Y si se
pregunt a en qué se apoya, finalment e, est a cert eza del creyent e, responden los modernist as: en la
experiencia singular de cada hombre.
  
13. Con cuya afirmación, mient ras se separan de los racionalist as, caen en la opinión de los
prot est ant es y seudomíst icos.
  
Véase, pues, su explicación. En el sent imíent o religioso se descubre una ciert a int uición del corazón;
merced a la cual, y sin necesidad de medio alguno, alcanza el hombre la realidad de Dios, y t al
persuasión de la exist encia de Dios y de su acción, dent ro y fuera del ser humano, que supera con
mucho a t oda persuasión cient ífica. Lo cual es una verdadera experiencia, y superior a cualquiera ot ra
racional; y si alguno, como acaece con los racionalist as, la niega, es simplement e, dicen, porque rehúsa
colocarse en las condiciones morales requeridas para que aquélla se produzca. Y t al experiencia es la
que hace verdadera y propiament e creyent e al que la ha conseguido.
   
¡Cuánt o dist a t odo est o de los principios cat ólicos! Semejant es quimeras las vimos ya reprobadas por
el concilio Vat icano.
   
Cómo franquean la puert a del at eísmo, una vez admit idas junt ament e con los ot ros errores
mencionados, lo diremos más adelant e. Desde luego, es bueno advert ir que de est a doct rina de la
experiencia, unida a la ot ra del simbolismo, se infiere la verdad de t oda religión, sin except uar el
paganismo. Pues qué, ¿no se encuent ran en t odas las religiones experiencias de est e género? Muchos
lo afirman. Luego ¿con qué derecho los modernist as negarán la verdad de la experiencia que afirma el
t urco, y at ribuirán sólo a los cat ólicos las experiencias verdaderas? Aunque, ciert o, no las niegan; más
aún, los unos veladament e y los ot ros sin rebozo, t ienen por verdaderas t odas las religiones. Y es
manifiest o que no pueden opinar de ot ra suert e, pues est ablecidos sus principios, ¿por qué causa
argüirían de falsedad a una religión cualquiera? No por ot ra, ciert ament e, que por la falsedad del
sent imient o religioso o de la fórmula brot ada del ent endimient o. Mas el sent imient o religioso es
siempre y en t odas part es el mismo, aunque en ocasiones t al vez menos perfect o; cuant o a la fórmula
del ent endimient o, lo único que se exige para su verdad es que responda al sent imient o religioso y al
hombre creyent e, cualquiera que sea la capacidad de su ingenio. Todo lo más que en est a oposición de
religiones podrían acaso defender los modernist as es que la cat ólica, por t ener más vida, posee más
verdad, y que es más digna del nombre crist iano porque responde con mayor plenit ud a los orígenes
del crist ianismo.
  
Nadie, puest as las precedent es premisas, considerará absurda ninguna de est as conclusiones. Lo que
produce profundo est upor es que cat ólicos, que sacerdot es a quienes horrorizan, según Nos
queremos pensar, t ales monst ruosidades, se conduzcan, sin embargo, como si de lleno las aprobasen;
pues t ales son las alabanzas que prodigan a los mant enedores de esos errores, t ales los honores que
públicament e les t ribut an, que hacen creer fácilment e que lo que pret enden honrar no son las
personas, merecedoras acaso de alguna consideración, sino más bien los errores que a las claras
profesan y que se empeñan con t odas veras en esparcir ent re el vulgo.
  
14. Ot ro punt o hay en est a cuest ión de doct rina en abiert a cont radicción con la verdad cat ólica.
   
Pues el principio de la experiencia se aplica t ambién a la t radición sost enida hast a aquí por la Iglesia,
dest ruyéndola complet ament e. A la verdad, por t radición ent ienden los modernist as ciert a
comunicación de alguna experiencia original que se hace a ot ros mediant e la predicación y en virt ud de
la fórmula int elect ual; a la cual fórmula at ribuyen, además de su fuerza represent at iva, como dicen,
ciert o poder sugest ivo que se ejerce, ora en el creyent e mismo para despert ar en él el sent imient o
religioso, t al vez dormido, y rest aurar la experiencia que alguna vez t uvo; ora sobre los que no creen
aún, para crear por vez primera en ellos el sent imient o religioso y producir la experiencia. Así es como
la experiencia religiosa se va propagando ext ensament e por los pueblos; no sólo por la predicación en
los exist ent es, más aún en los venideros, t ant o por libros cuant o por la t ransmisión oral de unos a
ot ros.
  
Pero est a comunicación de experiencias a veces se arraiga y reflorece; a veces envejece al punt o y
muere. El que reflorezca es para los modernist as un argument o de verdad, ya que t oman
indist int ament e la verdad y la vida. De lo cual colegiremos de nuevo que t odas las religiones
exist ent es son verdaderas, pues de ot ro modo no vivirían.
   
15. Con lo expuest o hast a aquí, venerables hermanos, t enemos bast ant e y sobrado para formarnos
cabal idea de las relaciones que est ablecen los modernist as ent re la fe y la ciencia, bajo la cual
comprenden t ambién la hist oria.
   
Ant e t odo, se ha de asent ar que la mat eria de una est á fuera de la mat eria de la ot ra y separada de
ella. Pues la fe versa únicament e sobre un objet o que la ciencia declara serle incognoscible; de aquí
un campo complet ament e diverso: la ciencia t rat a de los fenómenos, en los que no hay lugar para la
fe; ést a, por lo cont rario, se ocupa ent erament e de lo divino, que la ciencia desconoce por complet o.
De donde se saca en conclusión que no hay conflict os posibles ent re la ciencia y la fe; porque si cada
una se encierra en su esfera, nunca podrán encont rarse ni, por lo t ant o, cont radecirse.
  
Si t al vez se objet a a eso que hay en la nat uraleza visible ciert as cosas que incumben t ambién a la fe,
como la vida humana de Jesucrist o, ellos lo negarán. Pues aunque esas cosas se cuent en ent re los
fenómenos, mas en cuant o las penet ra la vida de la fe, y en la manera arriba dicha, la fe las t ransfigura
y desfigura, son arrancadas del mundo sensible y convert idas en mat eria del orden divino. Así, al que
t odavía pregunt ase más, si Jesucrist o ha obrado verdaderos milagros y verdaderament e profet izado
lo fut uro; si verdaderament e resucit ó y subió a los cielos: no, cont est ará la ciencia agnóst ica; sí, dirá la
fe. Aquí, con t odo, no hay cont radicción alguna: la negación es del filósofo, que habla a los filósofos y
que no mira a Jesucrist o sino según la realidad hist órica; la afirmación es del creyent e, que se dirige a
creyent es y que considera la vida de Jesucrist o como vivida de nuevo por la fe y en la fe.
  
16. A pesar de eso, se engañarfa muy mucho el que creyese que podía opinar que la fe y la ciencia por
ninguna razón se subordinan la una a la ot ra; de la ciencia sí se podría juzgar de ese modo rect a y
verdaderament e; mas no de la fe, que, no sólo por una, sino por t res razones est á somet ida a la
ciencia. Pues, en primer lugar, conviene not ar que t odo cuant o incluye cualquier hecho religioso,
quit ada su realidad divina y la experiencia que de ella t iene el creyent e, t odo lo demás, y
principalment e las fórmulas religiosas, no sale de la esfera de los fenómenos, y por eso cae bajo el
dominio de la ciencia. Séale lícit o al creyent e, si le agrada, salir del mundo; pero, no obst ant e, mient ras
en él viva, jamás escapará, quiéralo o no, de las leyes, observación y fallos de la ciencia y de la hist oria.
  
Además, aunque se ha dicho que Dios es objet o de sola la fe, est o se ent iende t rat ándose de la
realidad divina y no de la idea de Dios. Est a se halla sujet a a la ciencia, la cual, filosofando en el orden
que se dice lógico, se eleva t ambién a t odo lo que es absolut o e ideal. Por lo t ant o, la filosofia o la
ciencia t ienen el derecho de invest igar sobre la idea de Dios, de dirigirla en su desenvolvimient o y
librarla de t odo lo ext raño que pueda mezclarse; de aquí el axioma de los modernist as: «la evolución
religiosa ha de ajust arse a la moral y a la int elect ual»; est o es, como ha dicho uno de sus maest ros, «ha
de subordinarse a ellas».
  
Añádase, en fin, que el hombre no sufre en sí la dualidad; por lo cual el creyent e experiment a una
int erna necesidad que le obliga a armonizar la fe con la ciencia, de modo que no disient a de la idea
general que la ciencia da de est e mundo universo. De lo que se concluye que la ciencia es t ot alment e
independient e de la fe; pero que ést a, por el cont rario, aunque se pregone como ext raña a la ciencia,
debe somet érsele.
   
Todo lo cual, venerables hermanos, es ent erament e cont rario a lo que Pío IX, nuest ro predecesor,
enseñaba cuando dijo: «Es propio de la filosofía, en lo que at añe a la religión, no dominar, sino servir; no
prescribir lo que se ha de creer, sino abrazarlo con racional homenaje; no escudriñar la profundidad de
los mist erios de Dios, sino reverenciarlos pía y humildement e»(9). Los modernist as inviert en
sencillament e los t érminos: a los cuales, por consiguient e, puede aplicarse lo que ya Gregorio IX,
t ambién predecesor nuest ro, escribía de ciert os t eólogos de su t iempo: «Algunos ent re vosot ros,
hinchados como odres por el espírit u de la vanidad, se empeñan en t raspasar con profanas novedades
los t érminos que fijaron los Padres, inclinando la int eligencia de las páginas sagradas... a la doct rina de
la filosofía racional, no fiara algún fprovecho de los oyent es, sino para ost ent ación de la ciencia... Est os
mismos, seducidos por varias y ext rañas doct rinas, hacen de la cabeza cola, y fuerzan a la reina a servir
a la esclava»(10).
  
17. Y t odo est o, en verdad, se hará más pat ent e al que considera la conduct a de los modernist as, que
se acomoda t ot alment e a sus enseñanzas. Pues muchos de sus escrit os y dichos parecen cont rarios,
de suert e que cualquiera fácilment e reput aría a sus aut ores como dudosos e inseguros. Pero lo hacen
de propósit o y con t oda consideración, por el principio que sost ienen sobre la separación mut ua de la
fe y de la ciencia. De aquí que t ropecemos en sus libros con cosas que los cat ólicos aprueban
complet ament e; mient ras que en la siguient e página hay ot ras que se dirían dict adas por un
racionalist a. Por consiguient e, cuando escriben de hist oria no hacen mención de la divinidad de Crist o;
pero predicando en los t emplos la confiesan firmísimament e. Del mismo modo, en las explicaciones
de hist oria no hablan de concilios ni Padres; mas, si enseñan el cat ecismo, cit an honrosament e a unos
y ot ros. De aquí que dist ingan t ambién la exégesis t eológica y past oral de la cient ífica e hist órica.
  
Igualment e, apoyándose en el principio de que la ciencia de ningún modo depende de la fe, al disert ar
acerca de la filosofía, hist oria y crít ica, muest ran de mil maneras su desprecio de los maest ros
cat ólicos, Sant os Padres, concilios ecuménicos y Magist erio eclesiást ico, sin horrorizarse de seguir
las huellas de Lut ero(11); y si de ello se les reprende, quejánse de que se les quit a la libert ad.
  
Confesando, en fin, que la fe ha de subordinarse a la ciencia, a menudo y abiert ament e censuran a la
Iglesia, porque t ercament e se niega a somet er y acomodar sus dogmas a las opiniones filosóficas; por
lo t ant o, dest errada con est e fin la t eología ant igua, pret enden int roducir ot ra nueva que obedezca a
los delirios de los filósofos.
  
a) La fe
18. Aquí ya, venerables hermanos, se nos abre la puert a para examinar a los modernist as en el campo
t eológico. Mas, porque es mat eria muy escabrosa, la reduciremos a pocas pálabras.
   
Se t rat a, pues, de conciliar la fe con la ciencia, y eso de t al suert e que la una se sujet e a la ot ra. En
est e género, el t eólogo modernist a usa de los mismos principios que, según vimos, usaba el filósofo, y
los adapt a al creyent e; a saber: los principios de la inmanencia y el simbolismo. Simplicísimo es el
procedimient o. El filósofo afirma: el principio de la fe es inmanent e; el creyent e añade: ese principio es
Dios; concluye el t eólogo: luego Dios es inmanent e en el hombre. He aquí la inmanencia t eológica. De
la misma suert e es ciert o para el filósofo que las represent aciones del objet o de la fe son sólo
simbólicas; para el creyent e lo es igualment e que el objet o de la fe es Dios en sí: el t eólogo, por t ant o,
infiere: las represent aciones de la realidad divina son simbólicas. He aquí el simbolismo t eológico.
  
Errores, en verdad grandísimos; y cuán perniciosos sean ambos, se descubrirá al verse sus
consecuencias. Pues, comenzando desde luego por el simbolismo, como los símbolos son t ales
respect o del objet o, a la vez que inst rument os respect o del creyent e, ha de precaverse ést e ant e
t odo, dicen, de adherirse más de lo convenient e a la fórmula, en cuant o fórmula, usando de ella
únicament e para unirse a la verdad absolut a, que la fórmula descubre y encubre junt ament e,
empeñándose luego en expresarlas, pero sin conseguirlo jamás. A est o añaden, además, que
semejant es fórmulas debe emplearlas el creyent e en cuant o le ayuden, pues se le han dado para su
comodidad y no como impediment o; eso sí, respet ando el honor que, según la consideración social, se
debe a las fórmulas que ya el magist erio público juzgó idóneas para expresar la conciencia común y en
t ant o que el mismo magist erio no hubiese declarado ot ra cosa dist int a.
   
Qné opinan realment e los modernist as sobre la inmanencia, dificil es decirlo: no t odos sient en una
misma cosa. Unos la ponen en que Dios, por su acción, est á más ínt imament e present e al hombre que
ést e a sí mismo; lo cual nada t iene de reprensible si se ent endiera rect ament e. Ot ros, en que la acción
de Dios es una misma cosa con la acción de la nat uraleza, como la de la causa primera con la de la
segunda; lo cual, en verdad, dest ruye el orden sobrenat ural. Por últ imo, hay quienes la explican de
suert e que den sospecha de significación pant eíst a, lo cual concuerda mejor con el rest o de su
doct rina.
  
19. A est e post ulado de la inmanencia se junt a ot ro que podemos llamar de permanencia divina:
difieren ent re sí, casi del mismo modo que difiere la experiencia privada de la experiencia t ransmit ida
por t radición. Aclarémoslo con un ejemplo sacado de la Iglesia y de los sacrament os. La Iglesia, dicen,
y los sacrament os no se ha de creer, en modo alguno, que fueran inst it uidos por Crist o. Lo prohíbe el
agnost icismo, que en Crist o no reconoce sino a un hombre, cuya conciencia religiosa se formó, como
en los ot ros hombres, poco a poco; lo prohíbe la ley de inmanencia, que rechaza las que ellos llaman
ext ernas aplicaciones; lo prohíbe t ambién la ley de la evolución, que pide, a fin de que los gérmenes se
desarrollen, det erminado t iempo y ciert a serie de circunst ancias consecut ivas; finalment e, lo prohíbe
la hist oria, que enseña cómo fue en realidad el verdadero curso de los hechos. Sin embargo, debe
mant enerse que la Iglesia y los sacrament os fueron inst it uidos mediat ament e por Crist o. Pero ¿de
qué modo? Todas las conciencias crist ianas est aban en ciert a manera incluidas virt ualment e, como la
plant a en la semilla, en la ciencia de Crist o. Y como los gérmenes viven la vida de la simient e, así hay
que decir que t odos los crist ianos viven la vida de Crist o. Mas la vida de Crist o, según la fe, es divina:
luego t ambién la vida de los crist ianos. Si, pues, est a vida, en el t ranscurso de las edades, dio principio
a la Iglesia y a los sacrament os, con t oda razón se dirá que semejant e principio proviene de Crist o y es
divino. Así, cabalment e concluyen que son divinas las Sagradas Escrit uras y divinos los dogmas.
  
A est o, poco más o menos, se reduce, en realidad, la t eología de los modernist as: pequeño caudal, sin
duda, pero sobreabundant e si se mant iene que la ciencia debe ser siempre y en t odo obedecida.
  
Cada uno verá por sí fácilment e la aplicación de est a doct rina a t odo lo demás que hemos de decir.
  
b) El dogma
20. Hast a aquí hemos t rat ado del origen y nat uraleza de la fe. Pero, siendo muchos los brot es de la fe,
principalment e la Iglesia, el dogma, el cult o, los libros que llamamos sant os, conviene examinar qué
enseñan los modernist as sobre est os punt os. Y comenzando por el dogma, cuál sea su origen y
nat uraleza, arriba lo indicamos. Surge aquél de ciert o impulso o necesidad, en cuya virt ud el creyent e
t rabaja sobre sus pensamient os propios, para así ilust rar mejor su conciencia y la de los ot ros. Todo
est e t rabajo consist e en penet rar y pulir la primit iva fórmula de la ment e, no en sí misma, según el
desenvolvimient o lógico, sino según las circunst ancias o, como ellos dicen con menos propiedad,
vit alment e. Y así sucede que, en t orno a aquélla, se forman poco a poco, como ya insinuamos, ot ras
fórmulas secundarias; las cuales, reunidas después en un cuerpo y en un edificio doct rinal, así que son
sancionadas por el magist erio público, puest o que responden a la conciencia común, se denominan
dogma. A ést e se han de cont raponer cuidadosament e las especulaciones de los t eólogos, que,
aunque no vivan la vida de los dogmas, no se han de considerar del t odo inút iles, ya para conciliar la
religión con la ciencia y quit ar su oposición, ya para ilust rar ext rínsecament e y defender la misma
religión; y acaso t ambién podrán ser út iles para allanar el camino a algún nuevo dogma fut uro.
  
En lo que mira al cult o sagrado, poco habría que decir a no comprenderse bajo est e t ít ulo los
sacrament os, sobre los cuales defienden los modernist as gravísimos errores. El cult o, según enseñan,
brot a de un doble impulso o necesidad; porque en su sist ema, como hemos vist o, t odo se engendra,
según ellos aseguran, en virt ud de impulsos ínt imos o necesidades. Una de ellas es para dar a la
religión algo de sensible; la ot ra a fin de manifest arla; lo que no puede en ningún modo hacerse sin
ciert a forma sensible y act os sant ificant es, que se han llamado sacrament os. Est os, para los
modernist as, son puros símbolos o signos; aunque no dest it uidos de fuerza. Para explicar dicha fuerza,
se valen del ejemplo de ciert as palabras que vulgarment e se dice haber hecho fort una, pues t ienen la
virt ud de propagar ciert as nociones poderosas e impresionan de modo ext raordinario los ánimos
superiores. Como esas palabras se ordenan a t ales nociones, así los sacrament os se ordenan al
sent imient o religioso: nada más. Hablarían con mayor claridad si afirmasen que los sacrament os se
inst it uyeron únicament e para aliment ar la fe; pero eso ya lo condenó el concilio de Trent o(12): «Si
alguno dijere que est os sacrament os no fueron inst it uidos sino sólo para aliment ar la fe, sea
excomulgado».
  
c) Los libros sagrados
21. Algo hemos indicado ya sobre la nat uraleza y origen de los libros sagrados. Conforme al pensar de
los modernist as, podría no definirlos rect ament e como una colección de experiencias, no de las que
est én al alcance de cualquiera, sino de las ext raordinarias e insignes, que suceden en t oda religión.
  
Eso cabalment e enseñan los modernist as sobre nuest ros libros, así del Ant iguo como del Nuevo
Test ament o. En sus opiniones, sin embargo, adviert en ast ut ament e que, aunque la experiencia
pert enezca al t iempo present e, no obst a para que t ome la mat eria de lo pasado y aun de lo fut uro, en
cuant o el creyent e, o por el recuerdo de nuevo vive lo pasado a manera de lo present e, o por
ant icipación hace lo propio con lo fut uro. Lo que explica cómo pueden comput arse ent re los libros
sagrados los hist óricos y apocalípt icos. Así, pues, en esos libros Dios habla en verdad por medio del
creyent e; mas, según quiere la t eología de los modernist as, sólo por la inmanencia y permanencia vit al.
  
Se pregunt ará: ¿qué dicen, ent onces, de la inspiración? Est a, cont est an, no se dist ingue sino, acaso,
por el grado de vehemencia, del impulso que sient e el creyent e de manifest ar su fe de palabra o por
escrit o. Algo parecido t enemos en la inspiración poét ica; por lo que dijo uno: «Dios est á en nosot ros: al
agit arnos El, nos enardecemos». Así es como se debe afirmar que Dios es el origen de la inspiración de
los Sagrados Libros.
  
Añaden, además, los modernist as que nada absolut ament e hay en dichos libros que carezca de
semejant e inspiración. En cuya afirmación podría uno creerlos más ort odoxos que a ot ros modernos
que rest ringen algo la inspiración, como, por ejemplo, cuando excluyen de ellas las cit as que se llaman
t ácit as. Mero juego de palabras, simples apariencias. Pues si juzgamos la Biblia según el agnost icismo,
a saber: como una obra humana compuest a por los hombres para los hombres, aunque se dé al
t eólogo el derecho de llamarla divina por inmanencia, ¿cómo, en fin, podrá rest ringirse la inspiración?
Aseguran, sí, los modernist as la inspiración universal de los libros sagrados, pero en el sent ido cat ólico
no admit en ninguna.
  
d) La Iglesia
22. Más abundant e mat eria de hablar ofrece cuant o la escuela modernist a fant asea acerca de la
Iglesia.
  
Ant e t odo, suponen que debe su origen a una doble necesidad: una, que exist e en cualquier creyent e, y
principalment e en el que ha logrado alguna primit iva y singular experiencia para comunicar a ot ros su
fe; ot ra, después que la fe ya se ha hecho común ent re muchos, est á en la colect ividad, y t iende a
reunirse en sociedad para conservar, aument ar y propagar el bien común. ¿Qué viene a ser, pues, la
Iglesia? Frut o de la conciencia colect iva o de la unión de las ciencias part iculares, las cuales, en virt ud
de la permanencia vit al, dependen de su primer creyent e, est o es, de Crist o, si se t rat a de los
cat ólicos.
  
Ahora bien: cualquier sociedad necesit a de una aut oridad rect ora que t enga por oficio encaminar a
t odos los socios a un fin común y conservar prudent ement e los element os de cohesión, que en una
sociedad religiosa consist en en la doct rina y cult o. De aquí surge, en la Iglesia cat ólica, una t ripe
aut oridad: disciplinar, dogmát ica, lit úrgica.
  
La nat uraleza de est a aut oridad se ha de colegir de su origen: y de su nat uraleza se deducen los
derechos y obligaciones. En las pasadas edades fue un error común pensar que la aut oridad venía de
fuera a la Iglesia, est o es, inmediat ament e de Dios; y por eso, con razón, se la consideraba como
aut ocrát ica. Pero t al creencia ahora ya est á envejecida. Y así como se dice que la Iglesia nace de la
colect ividad de las conciencias, por igual manera la aut oridad procede vit alment e de la misma Iglesia.
La aut oridad, pues, lo mismo que la Iglesia, brot a de la conciencia religiosa, a la que, por lo t ant o, est á
sujet a: y, si desprecia esa sujeción, obra t iránicament e. Vivimos ahora en una época en que el
sent imient o de la libert ad ha alcarzado su mayor alt ura. En el orden civil, la conciencia pública int rodujo
el régimen popular. Pero la conciencia del hombre es una sola, como la vida. Luego si no se quiere
excit ar y foment ar la guerra int est ina en las conciencias humanas, t iene la aut oridad eclesiást ica el
deber de usar las formas democrát icas, t ant o más cuant o que, si no las usa, le amenaza la
dest rucción. Loco, en verdad, sería quien pensara que en el ansia de la libert ad que hoy florece pudiera
hacerse alguna vez ciert o ret roceso. Est rechada y acorralada por la violencia, est allará con más
fuerza, y lo arrast rará t odo —Iglesia y religión— junt ament e.
  
Así discurren los modernist as, quienes se ent regan, por lo t ant o, de lleno a buscar los medios para
conciliar la aut oridad de la Iglesia con la libert ad de los creyent es.
 
23. Pero no sólo dent ro del recint o domést ico t iene la Iglesia gent es con quienes conviene que se
ent ienda amist osament e: t ambién las t iene fuera. No es ella la única que habit a en el mundo; hay
asimismo ot ras sociedades a las que no puede negar el t rat o y comunicación. Cuáles, pues, sean sus
derechos, cuáles sus deberes en orden a las sociedades civiles es preciso det erminar; pero ello t an
sólo con arreglo a la nat uraleza de la Iglesia, según los modernist as nos la han descrit o.
  
En lo cual se rigen por las mismas reglas que para la ciencia y la fe mencionamos. Allí se hablaba de
objet os, aquí de fines. Y así como por razón del objet o, según vimos, son la fe y la ciencia ext rañas
ent re sí, de idént ica suert e lo son el Est ado y la Iglesia por sus fines: es t emporal el de aquél,
espirit ual el de ést a. Fue ciert ament e licit o en ot ra época subordinar lo t emporal a lo espirit ual y
hablar de cuest iones mixt as, en las que la Iglesia int ervenía cual reina y señora, porque se creía que la
Iglesia había sido fundada inmediat ament e por Dios, como aut or del orden sobrenat ural. Pero t odo
est o ya est á rechazado por filósofos e hist oriadores. Luego el Est ado se debe separar de la Iglesia;
como el cat ólico del ciudadano. Por lo cual, t odo cat ólico, al ser t ambién ciudadano, t iene el derecho
y la obligación, sin cuidarse de la aut oridad de la Iglesia, pospuest os los deseos, consejos y precept os
de ést a, y aun despreciadas sus reprensiones, de hacer lo que juzgue más convenient e para ut ilidad de
la pat ria. Señalar bajo cualquier pret ext o al ciudadano el modo de obrar es un abuso del poder
eclesiást ico que con t odo esfuerzo debe rechazarse.
  
Las t eorías de donde est os errores manan, venerables hermanos, son ciert ament e las que
solemnement e condenó nuest ro predecesor Pío VI en su const it ución apost ólica Auct orem fidei(13).
  
24. Mas no le sat isface a la escuela de los modernist as que el Est ado sea separado de la Iglesia. Así
como la fe, en los element os —que llaman— fenoménicos, debe subordinarse a la ciencia, así en los
negocios t emporales la Iglesia debe somet erse al Est ado. Tal vez no lo digan abiert ament e, pero por
la fuerza del raciocinio se ven obligados a admit irlo. En efect o, admit ido que en las cosas t emporales
sólo el Est ado puede poner mano, si acaece que algún creyent e, no cont ent o con los act os int eriores
de religión, ejecut a ot ros ext eriores, como la administ ración y recepción de sacrament os, ést os
caerán necesariament e bajo el dominio del Est ado. Ent onces, ¿que será de la aut oridad eclesiást ica?
Como ést a no se ejercit a sino por act os ext ernos, quedará plenament e sujet a al Est ado. Muchos
prot est ant es liberales, por la evidencia de est a conclusión, suprimen t odo cult o ext erno sagrado, y
aun t ambién t oda sociedad ext erna religiosa, y t rat an de int roducir la religión que llaman individual.
   
Y si hast a ese punt o no llegan clarament e los modernist as, piden ent re t ant o, por lo menos, que la
Iglesia, de su volunt ad, se dirija adonde ellos la empujan y que se ajust e a las formas civiles. Est o por lo
que at añe a la aut oridad disciplinar.
  
Porque muchísimo peor y más pernicioso es lo que opinan sobre la aut oridad doct rinal y dogmát ica.
Sobre el magist erio de la Iglesia, he aquí cómo discurren. La sociedad religiosa no puede
verdaderament e ser una si no es una la conciencia de los socios y una la fórmula de que se valgan.
Ambas unidas exigen una especie de int eligencia universal a la que incumba encont rar y det erminar la
fórmula que mejor corresponda a la conciencia común, y a aquella int eligencia le pert enece t ambién
t oda la necesaria aut oridad para imponer a la comunidad la fórmula est ablecida. Y en esa unión como
fusión, t ant o de la int eligencia que elige la fórmula cuant o de la pot est ad que la impone, colocan los
modernist as el concept o del magist erio eclesiást ico. Como, en resumidas cuent as, el magist erio nace
de las conciencias individuales y para bien de las mismas conciencias se le ha impuest o el cargo
público, síguese forzosament e que depende de las mismas conciencias y que, por lo t ant o, debe
somet erse a las formas populares. Es, por lo t ant o, no uso, sino un abuso de la pot est ad que se
concedió para ut ilidad prohibir a las conciencias individuales manifest ar clara y abiert ament e los
impulsos que sient en, y cerrar el camino a la crít ica impidiéndole llevar el dogma a sus necesarias
evoluciones.
  
De igual manera, en el uso mismo de la pot est ad, se ha de guardar moderación y t emplanza. Condenar
y proscribir un libro cualquiera, sin conocimient o del aut or, sin admit irle ni explicación ni discusión
alguna, es en verdad algo que raya en t iranía.
  
Por lo cual se ha de buscar aquí un camino int ermedio que deje a salvo los derechos t odos de la
aut oridad y de la libert ad. Mient ras t ant o, el cat ólico debe conducirse de modo que en público se
muest re muy obedient e a la aut oridad, sin que por ello cese de seguir las inspiraciones de su propia
personalidad.
  
En general, he aquí lo que imponen a la Iglesia: como el fin único de la pot est ad eclesiást ica se refiere
sólo a cosas espirit uales, se ha de dest errar t odo aparat o ext erno y la excesiva magnificencia con que
ella se present a ant e quienes la cont emplan. En lo que segurament e no se fijan es en que, si la religión
pert enece a las almas, no se rest ringe, sin embargo, sólo a las almas, y que el honor t ribut ado a la
aut oridad recae en Crist o, que la fundó.
  
e) La evolución
25. Para t erminar t oda est a mat eria sobre la fe y sus «variant es gérmenes» rest a, venerables
hermanos, oír, en últ imo lugar, las doct rinas de los modernist as acerca del desenvolvimient o de
ent rambas cosas.
  
Hay aquí un principio general: en t oda religión que viva, nada exist e que no sea variable y que, por lo
t ant o, no deba variarse. De donde pasan a lo que en su doct rina es casi lo capit al, a saber: la evolución.
Si, pues, no queremos que el dogma, la Iglesia, el cult o sagrado, los libros que como sant os
reverenciamos y aun la misma fe languidezcan con el frío de la muert e, deben sujet arse a las leyes de
la evolución. No sorprenderá est o si se t iene en cuent a lo que sobre cada una de esas cosas enseñan
los modernist as. Porque, puest a la ley de la evolución, hallamos descrit a por ellos mismos la forma de
la evolución. Y en primer lugar, en cuant o a la fe. La primit iva forma de la fe, dicen, fue rudiment aria y
común para t odos los hombres, porque brot aba de la misma nat uraleza y vida humana. Hízola progresar
la evolución vit al, no por la agregación ext erna de nuevas formas, sino por una crecient e penet ración
del sent imient o religioso en la conciencia. Aquel progreso se realizó de dos modos: en primer lugar,
negat ivament e, anulando t odo element o ext raño, como, por ejemplo, el que provenía de familia o
nación; después, posit ivament e, merced al perfeccionamient o int elect ual y moral del hombre; con ello,
la noción de lo divino se hizo más amplia y más clara, y el sent imient o religioso result ó más elevado.
Las mismas causas que t rajimos ant es para explicar el origen de la fe hay que asignar a su progreso. A
lo que hay que añadir ciert os hombres ext raordinarios (que nosot ros llamamos profet as, ent re los
cuales el más excelent e fue Crist o), ya porque en su vida y palabras manifest aron algo de mist erioso
que la fe at ribuía a la divinidad, ya porque lograron nuevas experiencias, nunca ant es vist as, que
respondían a la exigencia religiosa de cada época.
   
Mas la evolución del dogma se origina principalment e de que hay que vencer los impediment os de la
fe, sojuzgar a los enemigos y refut ar las cont radicciones. Júnt ese a est o ciert o esfuerzo perpet uo
para penet rar mejor t odo cuant o en los arcanos de la fe se cont iene. Así, omit iendo ot ros ejemplos,
sucedió con Crist o: aquello más o menos divino que en él admit ía la fe fue creciendo insensiblement e
y por grados hast a que, finalment e, se le t uvo por Dios.
   
En la evolución del cult o, el fact or principal es la necesidad de acomodarse a las cost umbres y
t radiciones populares, y t ambién la de disfrut ar el valor que ciert os act os han recibido de la
cost umbre.
  
En fin, la Iglesia encuent ra la exigencia de su evolución en que t iene necesidad de adapt arse a las
circunst ancias hist óricas y a las formas públicament e ya exist ent es del régimen civil.
   
Así es como los modernist as hablan de cada cosa en part icular.
  
Aquí, empero, ant es de seguir adelant e, queremos que se adviert a bien est a doct rina de las
necesidades o indigencias (o sea, en lenguaje vulgar, dei bisogni, como ellos la llaman más
expresivament e), pues ella es como la base y fundament o no sólo de cuant o ya hemos vist o, sino
t ambién del famoso mét odo que ellos denominan hist órico.
  
26. Insist iendo aún en la doct rina de la evolución, debe además advert irse que, si bien las indigencias o
necesidades impulsan a la evolución, si la evolución fuese regulada no más que por ellas, t raspasando
fácilment é los fines de la t radición y arrancada, por lo t ant o, de su primit ivo principio vit al, se
encaminará más bien a la ruina que al progreso. Por lo que, ahondando más en la ment e de los
modernist as, diremos que la evolución proviene del encuent ro opuest o de dos fuerzas, de las que una
est imula el progreso mient ras la ot ra pugna por la conservación.
  
La fuerza conservadora reside vigorosa en la Iglesia y se cont iene en la t radición. Represént ala la
aut oridad religiosa, y eso t ant o por derecho, pues es propio de la aut oridad defender la t radición, como
de hecho, puest o que, al hallarse fuera de las cont ingencias de la vida, pocos o ningún est ímulo sient e
que la induzcan al progeso. Al cont rario, en las conciencias de los individuos se ocult a y se agit a una
fuerza que impulsa al progreso, que responde a int eriores necesidades y que se ocult a y se agit a
sobre t odo en las conciencias de los part iculares, especialment e de aquellos que est án, como dicen,
en cont act o más part icular e ínt imo con la vida. Observad aquí, venerables hermanos, cómo yergue su
cabeza aquella doct rina t an perniciosa que furt ivament e int roduce en la Iglesia a los laicos como
element os de progreso.
  
Ahora bien: de una especie de mut uo convenio y pact o ent re la fuerza conservadora y la progresist a,
est o es, ent re la aut oridad y la conciencia de los part iculares, nacen el progreso y los cambios. Pues
las conciencias privadas, o por lo menos algunas de ellas, obran sobre la conciencia colect iva; ést a, a
su vez, sobre las aut oridades, obligándolas a pact ar y somet erse a lo ya pact ado.
   
Fácil es ahora comprender por qué los modernist as se admiran t ant o cuando comprenden que se les
reprende o cast iga. Lo que se les achaca como culpa, lo t ienen ellos como un deber de conciencia.
 
Nadie mejor que ellos comprende las necesidades de las conciencias, pues la penet ran más
ínt imament e que la aut oridad eclesiást ica. En ciert o modo, reúnen en sí mismos aquellas necesidades,
y por eso se sient en obligados a hablar y escribir públicament e. Cast íguelos, si gust a, la aut oridad;
ellos se apoyan en la conciencia del deber, y por ínt ima experiencia saben que se les debe alabanzas y
no reprensiones. Ya se les alcanza que ni el progreso se hace sin luchas ni hay luchas sin víct imas: sean
ellos, pues, las víct imas, a ejemplo de los profet as y Crist o. Ni porque se les t rat e mal odian a la
aut oridad; confiesan volunt ariament e que ella cumple su deber. Sólo se quejan de que no se les oiga,
porque así se ret rasa el «progreso» de las almas; llegará, no obst ant e, la hora de dest ruir esas
t ardanzas, pues las leyes de la evolución pueden refrenarse, pero no del t odo aniquilarse. Cont inúan
ellos por el camino emprendido; lo cont inúan, aun después de reprendidos y condenados, encubriendo
su increíble audacia con la máscara de una aparent e humildad. Doblan fingidament e sus cervices, pero
con sus hechos y con sus planes prosiguen más at revidos lo que emprendieron. Y obran así a ciencia y
conciencia, ora porque creen que la aut oridad debe ser est imulada y no dest ruida, ora porque les es
necesario cont inuar en la Iglesia, a fin de cambiar insensiblement e la conciencia colect iva. Pero, al
afirmar eso, no caen en la cuent a de que reconocen que disient e de ellos la conciencia colect iva, y
que, por lo t ant o, no t ienen derecho alguno de ir proclamándose int érpret es de la misma.
  
27. Así, pues, venerables hermanos, según la doct rina y maquinaciones de los modernist as, nada hay
est able, nada inmut able en la Iglesia. En la cual sent encia les precedieron aquellos de quienes nuest ro
predecesor Pío IX ya escribía: «Esos enemigos de la revelación divina, prodigando est upendas
alabanzas al progeso humano, quieren, con t emeraria y sacrílega osadía, int roducirlo en la religión
cat ólica, como si la religión fuese obra de los hombres y no de Dios, o algún invent o filosófico que con
t razas humanas pueda perfeccionarse»(14).
  
Cuant o a la revelación, sobre t odo, y a los dogmas, nada se halla de nuevo en la doct rina de los
modernist as, pues es la misma reprobada ya en el Syllabus, de Pío IX, y enunciada así: «La revelación
divina es imperfect a, y por lo mismo sujet a a progreso cont inuo e indefinido que corresponda al
progeso de la razón humana»(15), y con más solemnidad en el concilio Vat icano, por est as palabras:
«Ni, pues, la doct rina de la fe que Dios ha revelado se propuso como un invent o filosófico para que la
perfeccionasen los ingenios humanos, sino como un depósit o divino se ent regó a la Esposa de Crist o,
a fin de que la cust odiara fielment e e infaliblement e la declarase. De aquí que se han de ret ener
t ambién los dogmas sagrados en el sent ido perpet uo que una vez declaró la Sant a Madre Iglesia, ni
jamás hay que apart arse de él con color y nombre de más alt a int eligencia»(16); con est o, sin duda, el
desarrollo de nuest ros conocimient os, aun acerca de la fe, lejos de impedirse, ant es se facilit a y
promueve. Por ello, el mismo concilio Vat icano prosigue diciendo: «Crezca, pues, y progrese mucho e
incesant ement e la int eligencia, ciencia, sabiduría, t ant o de los part iculares como de t odos, t ant o de
un solo hombre como de t oda la Iglesia, al compás de las edades y de los siglos; pero sólo en su
género, est o es, en el mismo dogma, en el mismo sent ido y en la misma sent encia»(17).
  
28. Después que, ent re los part idarios del modernismo, hemos examinado al filósofo, al creyent e, al
t eólogo, rest a que igualment e examinemos al hist oriador, al crít ico, al apologist a y al reformador.
  
Algunos de ent re los modernist as, que se dedican a escribir hist oria, se muest ran en gran manera
solícit os por que no se les t enga como filósofos; y aun alardean de no saber cosa alguna de filosofía.
Ast ucia soberana: no sea que alguien piense que est án llenos de prejuicios filosóficos y que no son, por
consiguient e, como afirman, ent erament e objet ivos. Es, sin embargo, ciert o que t oda su hist oria y
crít ica respira pura filosofia, y sus conclusiones se derivan, mediant e ajust ados raciocinios, de los
principios filosóficos que defienden, lo cual fácilment e ent enderá quien reflexione sobre ello.
  
Los t res primeros cánones de dichos hist oriadores o crít icos son aquellos principios mismos que
hemos at ribuido arriba a los filósofos; es a saber: el agnost icismo, el principio de la t ransfiguración de
las cosas por la fe, y el ot ro, que nos pareció podía llamarse de la desfiguración. Vamos a ver las
conclusiones de cada uno de ellos.
  
Según el agnost icismo, la hist oria, no de ot ro modo que la ciencia, versa únicament e sobre fenómenos.
Luego, así Dios como cualquier int ervención divina en lo humano, se han de relegar a la fe, como
pert enecient es t an sólo a ella.
 
Por lo t ant o, si se encuent ra algo que const e de dos element os, uno divino y ot ro humano —como
sucede con Crist o, la Iglesia, los sacrament os y muchas ot ras cosas de ese género—, de t al modo se
ha de dividir y separar, que lo humano vaya a la hist oria, lo divino a la fe. De aquí la conocida división, que
hacen los modernist as, del Crist o hist órico y el Crist o de la fe; de la Iglesia de la hist oria, y la de la fe;
de los sacrament os de la hist oria, y los de la fe; y ot ras muchas a est e t enor.
  
Después, el mismo element o humano que, según vemos, el hist oriador reclama para sí t al cual aparece
en los monument os, ha de reconocerse que ha sido realzado por la fe mediant e la t ransfiguración más
allá de las condiciones hist óricas. Y así conviene de nuevo dist inguir las adiciones hechas por la fe,
para referirlas a la fe misma y a la hist oria de la fe; así, t rat ándose de Crist o, t odo lo que sobrepase a
la condición humana, ya nat ural, según enseña la psicología, ya la correspondient e al lugar y edad en
que vivió.
  
Además, en virt ud del t ercer principio filosófico, han de pasarse t ambién como por un t amiz las cosas
que no salen de la esfera hist órica; y eliminan y cargan a la fe igualment e t odo aquello que, según su
crit erio, no se incluye en la lógica de los hechos, como dicen, o no se acomoda a las personas.
Pret enden, por ejemplo, que Crist o no dijo nada que pudiera sobrepasar a la int eligencia del vulgo que
le escuchaba. Por ello borran de su hist oria real y remit en a la fe cuant as alegorías aparecen en sus
discursos. Se pregunt ará, t al vez, ¿según qué ley se hace est a separación? Se hace en virt ud del
caráct er del hombre, de su condición social, de su educación, del conjunt o de circunst ancias en que se
desarrolla cualquier hecho; en una palabra: si no nos equivocamos, según una norma que al fin y al cabo
viene a parar en merament e subjet iva. Est o es, se esfuerzan en ident ificarse ellos con la persona
misma de Crist o, como revist iéndose de ella; y le at ribuyen lo que ellos hubieran hecho en
circunst ancias semejant es a las suyas.
  
Así, pues, para t erminar, a priori y en virt ud de ciert os principios filosóficos —que sost ienen, pero que
aseguran no saber—, afirman que en la hist oria que llaman real Crist o no es Dios ni ejecut ó nada divino;
como hombre, empero, realizó y dijo lo que ellos, refiriéndose a los t iempos en que floreció, le dan
derecho de hacer o decir.
  
29. Así como de la filosofía recibe sus conclusiones la hist oria, así la crít ica de la hist oria. Pues el
crít ico, siguiendo los dat os que le ofrece el hist oriador, divide los document os en dos part es: lo que
queda después de la t riple part ición, ya dicha, lo refieren a la hist oria real; lo demás, a la hist oria de la
fe o int erna. Dist inguen con cuidado est as dos hist orias, y adviért ase bien cómo oponen la hist oria de
la fe a la hist oria real en cuant o real. De donde se sigue que, como ya dijimos, hay dos Crist os: uno, el
real, y ot ro, el que nunca exist ió de verdad y que sólo pert enece a la fe; el uno, que vivió en
det erminado lugar y época, y el ot ro, que sólo se encuent ra en las piadosas especulaciones de la fe.
Tal, por ejemplo, es el Crist o que present a el evangelio de San Juan, libro que no es, en t odo su
cont enido, sino una mera especulación.
  
No t ermina con est o el dominio de la filosofía sobre la hist oria. Divididos, según indicamos, los
document os en dos part es, de nuevo int erviene el filósofo con su dogma de la inmanencia vit al, y hace
saber que cuant o se cont iene en la hist oria de la Iglesia se ha de explicar por la emanación vit al. Y
como la causa o condición de cualquier emanación vit al se ha de colocar en ciert a necesidad o
indigencia, se deduce que el hecho se ha de concebir después de la necesidad y que, hist óricament e,
es aquél post erior a ést a.
  
¿Qué hace, en ese caso, el hist oriador? Examinando de nuevo los document os, ya los que se hallan en
los Sagrados Libros, ya los sacados de dondequiera, t eje con ellos un cat álogo de las singulares
necesidades que, pert eneciendo ora al dogma, ora al cult o sagrado, o bien a ot ras cosas, se verificaron
sucesivament e en la Iglesia. Una vez t erminado el cat álogo, lo ent rega al crít ico. Y ést e pone mano en
los document os dest inados a la hist oria de la fe, y los dist ribuye de edad en edad, de forma que cada
uno responda al cat álogo, guiado siempre por aquel principio de que la necesidad precede al hecho y
el hecho a la narración. Puede alguna vez acaecer que ciert as part es de la Biblia, como las epíst olas,
sean el mismo hecho creado por la necesidad. Sea de est o lo que quiera, hay una regla fija, y es que la
fecha de un document o cualquiera se ha de det erminar solament e según la fecha en que cada
necesidad surgió en la Iglesia.
  
Hay que dist inguir, además, ent re el comienzo de cualquier hecho y su desarrollo; pues lo que puede
nacer en un día no se desenvuelve sino con el t ranscurso del t iempo. Por eso debe el crít ico dividir los
document os, ya dist ribuidos, según hemos dicho, por edades, en dos part es —separando los que
pert enecen al origen de la cosa y los que pert enecen a su desarrollo—, y luego de nuevo volverá a
ordenarlos según los diversos t iempos.
  
30. En est e punt o ent ra de nuevo en escena el filósofo, y manda al hist oriador que ordene sus est udios
conforme a lo que prescriben los precept os y leyes de la evolución. El hist oriador vuelve a escudriñar
los document os, a invest igar sut ilment e las circunst ancias y condiciones de la Iglesia en cada época,
su fuerza conservadora, sus necesidades int ernas y ext ernas que la impulsaron al progreso, los
impediment os que sobrevinieron; en una palabra: t odo cuant o cont ribuya a precisar de qué manera se
cumplieron las leyes de la evolución. Finalment e, y como consecuencia de est e t rabajo, puede ya
t razar a grandes rasgos la hist oria de la evolución. Viene en ayuda el crít ico, y ya adopt a los rest ant es
document os. Ya corre la pluma, ya sale la hist oria concluida.
  
Ahora pregunt amos: ¿a quién se ha de at ribuir est a hist oria? ¿Al hist oriador o al crít ico? A ninguno de
ellos, ciert ament e, sino al filósofo. Allí t odo es obra de apriorismo, y de un apriorismo que rebosa en
herejías. Causan verdaderament e lást ima est os hombres, de los que el Apóst ol diría:
«Desvaneciéronse en sus pensamient os..., pues, jact ándose de ser sabios, han result ado necios»(18);
pero ya llegan a molest ar, cuando ellos acusan a la Iglesia por mezclar y barajar los document os en
forma t al que hablen en su favor. Achacan, a saber, a la Iglesia aquello mismo de que abiert ament e les
acusa su propia conciencia.
  
31. De est a dist ribución y ordenación —por edades— de los document os necesariament e se sigue que
ya no pueden at ribuirse los Libros Sagrados a los aut ores a quienes realment e se at ribuyen. Por esa
causa, los modernist as no vacilan a cada paso en asegurar que esos mismos libros, y en especial el
Pent at euco y los t res primeros evangelios, de una breve narración que en sus principios eran, fueron
poco a poco creciendo con nuevas adiciones e int erpolaciones, hechas a modo de int erpret ación, ya
t eológica, ya alegórica, o simplement e int ercaladas t an sólo para unir ent re sí las diversas part es.
  
Y para decirlo con más brevedad y claridad: es necesario admit ir la evolución vit al de los Libros
Sagrados, que nace del desenvolvimient o de la fe y es siempre paralela a ella.
  
Añaden, además, que las huellas de esa evolución son t an manifiest as, que casi se puede escribir su
hist oria. Y aun la escriben en realidad con t al desenfado, que pudiera creerse que ellos mismos han
vist o a cada uno de los escrit ores que en las diversas edades t rabajaron en la amplificación de los
Libros Sagrados.
  
Y, para confirmarlo, se valen de la crít ica que denominan t ext ual, y se empeñan en persuadir que est e o
aquel ot ro hecho o dicho no est á en su lugar, y t raen ot ras razones por el est ilo. Parece en verdad que
se han formado como ciert os modelos de narración o discursos, y por ellos concluyen con t oda
cert eza sobre lo que se encuent ra como en su lugar propio y qué es lo que est á en lugar indebido.
  
Por est e camino, quiénes puedan ser apt os para fallar, aprécielo el que quiera. Sin embargo, quien los
oiga hablar de sus t rabajos sobre los Libros Sagrados, en los que es dado descubrir t ant as
incongruencias, creería que casi ningún hombre ant es de ellos los ha hojeado, y que ni una
muchedumbre casi infinit a de doct ores, muy superiores a ellos en ingenio, erudición y sant idad de vida,
los ha escudriñado en t odos sus sent idos. En verdad que est os sapient ísimos doct ores t an lejos
est uvieron de censurar en nada las Sagradas Escrit uras, que cuant o más ínt imament e las est udiaban
mayores gracias daban a Dios porque así se dignó hablar a los hombres. Pero ¡ay, que nuest ros
doct ores no est udiaron los Libros Sagrados con los auxilios con que los est udian los modernist as!
Est o es, no t uvieron por maest ra y guía a una filosofía que reconoce su origen en la negación de Dios ni
se erigieron a sí mismos como norma de crit erio.
  
32. Nos parece que ya est á claro cuál es el mét odo de los modernist as en la cuest ión hist órica.
Precede el filósofo; sigue el hist oriador; luego ya, de moment o, vienen la crít ica int erna y la crít ica
t ext ual. Y porque es propio de la primera causa comunicar su virt ud a las que la siguen, es evident e
que semejant e crít ica no es una crít ica cualquiera, sino que con razón se la llama agnóst ica,
inmanent ist a, evolucionist a; de donde se colige que el que la profesa y usa, profesa los errores
implícit os de ella y cont radice a la doct rina cat ólica.
  
Siendo est o así, podría sorprender en gran manera que ent re cat ólicos prevaleciera est e linaje de
crít ica. Pero est o se explica por una doble causa: la alianza, en primer lugar, que une est rechament e a
los hist oriadores y crít icos de est e jaez, por encima de la variedad de pat ria o de la diferencia de
religión; además, la grandísima audacia con que t odos unánimement e elogian y at ribuyen al progreso
cient ífico lo que cualquiera de ellos profiere y con que t odos arremet en cont ra el que quiere examinar
por sí el nuevo port ent o, y acusan de ignorancia al que lo niega mient ras aplauden al que lo abraza y
defiende. Y así se alucinan muchos que, si considerasen mejor el asunt o, se horrorizarían.
  
A favor, pues, del poderoso dominio de los que yerran y del incaut o asent imient o de ánimos ligeros se
ha creado una como corrompida at mósfera que t odo lo penet ra, difundiendo su pest ilencia.
  
33. Pasemos al apologist a. También ést e, ent re los modernist as, depende del filósofo por dos
razones: indirect ament e, ant e t odo, al t omar por mat eria la hist oria escrit a según la norma, como ya
vimos, del filósofo; direct ament e, luego, al recibir de él sus dogmas y sus juicios. De aquí la afirmación,
corrient e en la escuela modernist a, que la nueva apología debe dirimir las cont roversias de religión por
medio de invest igaciones hist óricas y psicológicas. Por lo cual los apologist as modernist as
emprenden su t rabajo avisando a los racionalist as que ellos defienden la religión, no con los Libros
Sagrados o con hist orias usadas vulgarment e en la Iglesia, y que est én escrit as por el mét odo ant iguo,
sino con la hist oria real, compuest a según las normas y mét odos modernos. Y eso lo dicen no cual si
arguyesen ad hominem, sino porque creen en realidad que sólo t al hist oria ofrece la verdad. De
asegurar su sinceridad al escribir no se cuidan; son ya conocidos ent re los racionalist as y alabados
t ambién como soldados que milit an bajo una misma bandera; y de esas alabanzas, que el verdadero
cat ólico rechazaría, se congrat ulan ellos y las oponen a las reprensiones de la Iglesia.
  
Pero veamos ya cómo uno de ellos compone la apología. El fin que se propone alcanzar es ést e: llevar
al hombre, que t odavía carece de fe, a que logre acerca de la religión cat ólica aquella experiencia que
es, conforme a los principios de los modernist as, el único fundament o de la fe. Dos caminos se
ofrecen para est o: uno objet ivo, subjet ivo el ot ro. El primero brot a del agnost icismo y t iende a
demost rar que hay en la religión, principalment e en la cat ólica, t al virt ud vit al, que persuade a cualquier
psicólogo y lo mismo a t odo hist oriador de sano juicio, que es menest er que en su hist oria se ocult e
algo desconocido. A est e fin urge probar que la act ual religión cat ólica es absolut ament e la misma
que Crist o fundó, o sea, no ot ra cosa que el progresivo desarrollo del germen int roducido por Crist o.
Luego, en primer lugar, debemos señalar qué germen sea ése; y ellos pret enden significarlo. mediant e
la fórmula siguient e: Crist o anunció que en breve se est ablecería el advenimient o del reino de Dios, del
que él sería el Mesías, est o es, su aut or y su organizador, ejecut or, por divina ordenación. Tras est o se
ha de most rar cómo dicho germen, siempre inmanent e en la religión cat ólica y permanent e,
insensiblement e y según la hist oria, se desenvolvió y adapt ó a las circunst ancias sucesivas, t omando
de ést as para sí vit alment e cuant o le era út il en las formas doct rinales, cult urales, eclesiást icas, y
venciendo al mismo t iempo los impediment os, si alguno salía al paso, desbarat ando a los enemigos y
sobreviviendo a t odo género de persecuciones y luchas. Después que t odo est o, impediment os,
adversarios, persecuciones, luchas, lo mismo que la vida, fecundidad de la Iglesia y ot ras cosas a ese
t enor, se most raren t ales que, aunque en la hist oria misma de la Iglesia aparezcan incólumes las leyes
de la evolución, no bast en con t odo para explicar plenament e la misma hist oria; ent onces se
present ará delant e y se ofrecerá espont áneament e lo incógnit o. Así hablan ellos. Mas en t odo est e
raciocinio no adviert en una cosa: que aquella det erminación del germen primit ivo únicament e se debe
al apriorismo del filósofo agnóst ico y evolucionist a, y que la definición que dan del mismo germen es
grat uit a y creada según conviene a sus propósit os.
  
34. Est os nuevos apologist as, al paso que t rabajan por afirmar y persuadir la religión cat ólica con las
argument aciones referidas, acept an y conceden de buena gana que hay en ella muchas cosas que
pueden ofender a los ánimos. Y aun llegan a decir públicament e, con ciert a delect ación mal
disimulada, que t ambién en mat eria dogmát ica se hallan errores y cont radicciones, aunque añadiendo
que no sólo admit en excusa, sino que se produjeron just a y legít imament e: afirmación que no puede
menos de excit ar el asombro. Así t ambién, según ellos, hay en los Libros Sagrados muchas cosas
cient ífica o hist óricament e viciadas de error; pero dicen que allí no se t rat a de ciencia o de hist oria,
sino sólo de la religión y las cost umbres. Las ciencias y la hist oria son allí a manera de una envolt ura,
con la que se cubren las experiencias religiosas y morales para difundirlas más fácilment e ent re el
vulgo; el cual, como no las ent endería de ot ra suert e, no sacaría ut ilidad, sino daño de ot ra ciencia o
hist oria más perfect a. Por lo demás, agregan, los Libros Sagrados, como por su nat uraleza son
religiosos, necesariament e viven una vida; mas su vida t iene t ambién su verdad y su lógica, dist int as
ciert ament e de la verdad y lógica racional, y hast a de un orden ent erament e diverso, es a saber: la
verdad de la adapt ación y proporción, así al medio (como ellos dicen) en que se desarrolla la vida
como al fin por el que se vive. Finalment e, llegan hast a afirmar, sin ninguna at enuación, que t odo
cuant o se explica por la vida es verdadero y legít imo.
  
35. Nosot ros, ciert ament e, venerables hermanos, para quienes la verdad no es más que una, y que
consideramos que los Libros Sagrados, como «escrit os por inspiración del Espírit u Sant o, t ienen a Dios
por aut or»(19), aseguramos que t odo aquello es lo mismo que at ribuir a Dios una ment ira de ut ilidad u
oficiosa, y aseveramos con las palabras de San Agust ín: «Una vez admit ida en t an alt a aut oridad alguna
ment ira oficiosa, no quedará ya ni la más pequeña part e de aquellos libros que, si a alguien le parece o
difícil para las cost umbres o increíble para la fe, no se refiera por esa misma perniciosísima regla al
propósit o o a la condescendencia del aut or que mient e»(20). De donde se seguirá, como añade. el
mismo sant o Doct or, «que en aquéllas (es a saber, en las Escrit uras) cada cual creerá lo que quiera y
dejará de creer lo que no quiera». Pero los apologist as modernist as, audaces, aún van más allá.
Conceden, además, que en los Sagrados Libros ocurren a veces, para probar alguna doct rina,
raciocinios que no se rigen por ningún fundament o racional, cuales son los que se apoyan en las
profecías; pero los defienden t ambién como ciert os art ificios orat orios que est án legit imados por la
vida. ¿Qué más? Conceden y aun afirman que el mismo Crist o erró manifest ament e al indicar el t iempo
del advenimient o del reino de Dios, lo cual, dicen, no debe maravillar a nadie, pues t ambién Él est aba
sujet o a las leyes de la vida.
 
¿Qué suert e puede caber después de est o a los dogmas de la Iglesia? Est os se hallan llenos de claras
cont radicciones; pero, fuera de que la lógica vit al las admit e, no cont radicen a la verdad simbólica,
como quiera que se t rat a en ellas del Infinit o, el cual t iene infinit os aspect os. Finalment e, t odas est as
cosas las aprueban y defienden, de suert e que no dudan en declarar que no se puede at ribuir al Infinit o
honor más excelso que el afirmar de El cosas cont radict orias.
  
Mas, cuando ya se ha legit imado la cont radicción, ¿qué habrá que no pueda legit imarse?
 
36. Por ot ra part e, el que t odavía no cree no sólo puede disponerse a la fe con argument os objet ivos,
sino t amhién con los subjet ivos. Para ello los apologist as modernist as se vuelven a la doct rina de la
inmanencia. En efect o, se empeñan en persuadir al hombre de que en él mismo, y en lo más profundo
de su nat uraleza y de su vida, se ocult an el deseo y la exigencia de alguna religión, y no de una religión
cualquiera, sino precisament e la cat ólica; pues ést a, dicen, la reclama absolut ament e el pleno
desarrollo de la vida.
  
En est e lugar conviene que de nuevo Nos lament emos grandement e, pues ent re los cat ólicos no
falt an algunos que, si bien rechazan la doct rina de la inmanencia como doct rina; la emplean, no
obst ant e, para una finalidad apologét ica; y est o lo hacen t an sin caut ela, que parecen admit ir en la
nat uraleza humana no sólo una capacidad y conveniencia para el orden sobrenat ural —lo cual los
apologist as cat ólicos lo demost raron siempre, añadiendo las oport unas salvedades—, sino una
verdadera y aut ént ica exigencia.
  
Mas, para decir verdad, est a exigencia de la religión cat ólica la int roducen sólo aquellos modernist as
que quieren pasar por más moderados, pues los que llamaríamos int egrales pret enden demost rar
cómo en el hombre, que t odavía no cree, est á lat ent e el mismo germen que hubo en la conciencia de
Crist o, y que él t ransmit ió a los hombres.
   
Así, pues, venerables hermanos, reconocemos que el mét odo apologét ico de los modernist as, que
sumariament e dejamos descrit o, se ajust a por complet o a sus doct rinas; mét odo ciert ament e lleno
de errores, como las doct rinas mismas; apt o no para edificar, sino para dest ruir; no para hacer
cat ólicos, sino para arrast rar a los mismos cat ólicos a la herejía y aun a la dest rucción t ot al de
cualquier religión.
  
37. Queda, finalment e, ya hablar sobre el modernist a en cuant o reformador. Ya cuant o hast a aquí
hemos dicho manifiest a de cuán vehement e afán de novedades se hallan animados t ales hombres; y
dicho afán se axt iende por complet o a t odo cuant o es crist iario. Quieren que se renueve la filosofía,
principalment e en los seminarios: de suert e que, relegada la escolást ica a la hist oria de la filosofía,
como uno de t ant os sist emas ya envejecidos, se enseñe a los alumnos la filosofía moderna, la única
verdadera y la única que corresponde a nuest ros t iempos.
   
Para renovar la t eología quieren que la llamada racional t ome por fundament o la filosofia moderna, y
exigen principalment e que la t eología posit iva t enga como fundament o la hist oria de los dogmas.
Reclaman t ambién que la hist oria se escriba y enseñe conforme a su mét odo y a las modernas
prescripciones.
  
Ordenan que los dogmas y su evolución deben ponerse en armonía con la ciencia y la hist oria.
  
Por lo que se refiere a la cat equesis, solicit an que en los libros para el cat ecismo no se consignen
ot ros dogmas sino los que hubieren sido reformados y que est én acomodados al alcance del vulgo.
 
Acerca del sagrado cult o, dicen que hay que disminuir las devociones ext eriores y prohibir su aument o;
por más que ot ros, más inclinados al simbolismo, se muest ran en ello más indulgent es en est a mat eria.
  
Andan clamando que el régimen de la Iglesia se ha de reformar en t odos sus aspect os, pero
príncipalment e en el disciplinar y dogmát ico, y, por lo t ant o, que se ha de armonizar int erior y
ext eriorment e con lo que llaman conciencia moderna, que ínt egrament e t iende a la democracia; por lo
cual, se debe conceder al clero inferior y a los mismos laicos ciert a int ervención en el gobierno y se ha
de repart ir la aut oridad, demasiado concent rada y cent ralizada.
 
Las Congregaciones romanas deben asimismo reformarse, y principalment e las llamadas del Sant o
Oficio y del Índice.
    
Pret enden asimismo que se debe variar la influencia del gobierno eclesiást ico en los negocios
polít icos y sociales, de suert e que, al separarse de los ordenamient os civiles, sin embargo, se adapt e a
ellos para imbuirlos con su espírit u.
  
En la part e moral hacen suya aquella sent encia de los americanist as: que las virt udes act ivas han de
ser ant epuest as a las pasivas, y que deben pract icarse aquéllas con preferencia a ést as.
  
Piden que el clero se forme de suert e que present e su ant igua humildad y pobreza, pero que en sus
ideas y act uación se adapt e a los post ulados del modernismo.
  
Hay, por fin, algunos que, at eniéndose de buen grado a sus maest ros prot est ant es, desean que se
suprima en el sacerdocio el celibat o sagrado.
  
¿Qué queda, pues, int act o en la Iglesia que no deba ser reformado por ellos y conforme a sus
opiniones?
  
38. En t oda est a exposición de la doct rina de los modernist as, venerables hermanos, pensará por
vent ura alguno que nos hemos det enido demasiado; pero era de t odo punt o necesario, ya para que
ellos no nos acusaran, como suelen, de ignorar sus cosas; ya para que sea manifiest o que, cuando
t rat amos del modernismo, no hablamos de doct rinas vagas y sin ningún vínculo de unión ent re sí, sino
como de un cuerpo definido y compact o, en el cual si se admit e una cosa de él, se siguen las demás
por necesaria consecuencia. Por eso hemos procedido de un modo casi didáct ico, sin rehusar algunas
veces los vocablos bárbaros de que usan los modernist as.
  
Y ahora, abarcando con una sola mirada la t ot alidad del sist ema, ninguno se maravillará si lo definimos
afirmando que es un conjunt o de t odas las herejías. Pues, en verdad, si alguien se hubiera propuest o
reunir en uno el jugo y como la esencia de cuant os errores exist ieron cont ra la fe, nunca podría
obt enerlo más perfect ament e de lo que han hecho los modernist as. Pero han ido t an lejos que no sólo
han dest ruido la religión cat ólica, sino, como ya hemos indicado, absolut ament e t oda religión. Por ello
les aplauden t ant o los racionalist as; y ent re ést os, los más sinceros y los más libres reconocen que
han logrado, ent re los modernist as, sus mejores y más eficaces auxiliares.
  
39. Pero volvamos un moment o, venerables hermanos, a aquella t an perniciosa doct rina del
agnost icismo. Según ella, no exist e camino alguno int elect ual que conduzca al hombre hacia Dios;
pero el sent imient o y la acción del alma misma le deparan ot ro mejor. Sumo absurdo, que t odos ven.
Pues el sent imient o del ánimo responde a la impresión de las cosas que nos proponen el
ent endimient o o los sent idos ext ernos. Suprimid el ent endimient o, y el hombre se irá t ras los sent idos
ext eriores con inclinación mayor aún que la que ya le arrast ra. Un nuevo absurdo: pues t odas las
fant asías acerca del sent imient o religioso no dest ruirán el sent ido común; y est e sent ido común nos
enseña que cualquier pert urbación o conmoción del ánimo no sólo no nos sirve de ayuda para
invest igar la verdad, sino más bien de obst áculo. Hablamos de la verdad en sí; esa ot ra verdad
subjet iva, frut o del sent imient o int erno y de la acción, si es út il para formar juegos de palabras, de nada
sirve al hombre, al cual int eresa principalment e saber si fuera de él hay o no un Dios en cuyas manos
debe un día caer.
  
Para obra t an grande le señalan, como auxiliar, la experiencia. Y ¿qué añadiría ést a a aquel sent imient o
del ánimo? Nada absolut ament e; y sí t an sólo una ciert a vehemencia, a la que luego result a
proporcional la firmeza y la convicción sobre la realidad del objet o. Pero, ni aun con est as dos cosas, el
sent imient o deja de ser sent imient o, ni le cambian su propia nat uraleza siempre expuest a al engaño, si
no se rige por el ent endimient o; aun le confirman y le ayudan en t al caráct er, porque el sent imient o,
cuant o más int enso sea, más sent imient o será.
  
En mat eria de sent imient o religioso y de la experiencia religiosa en él cont enida (y de ello est amos
t rat ando ahora), sabéis bien, venerables hermanos, cuánt a prudencia es necesaria y al propio t iempo
cuánt a doct rina para regir a la misma prudencia. Lo sabéis por el t rat o de las almas, principalment e de
algunas de aquellas en las cuales domina el sent imient o; lo sabéis por la lect ura de las obras de
ascét ica: obras que los modernist as menosprecian, pero que ofrecen una doct rina mucho más sólida y
una sut il sagacidad mucho más fina que las que ellos se at ribuyen a sí mismos.
  
40. Nos parece, en efect o, una locura, o, por lo menos, ext remada imprudencia, t ener por verdaderas,
sin ninguna invest igación, experiencias ínt imas del género de las que propalan los modernist as. Y si es
t an grande la fuerza y la firmeza de est as experiencias, ¿por qué, dicho sea de paso, no se at ribuye
alguna semejant e a la experiencia que aseguran t ener muchos millares de cat ólicos acerca de lo
errado del camino por donde los modernist as andan? Por vent ura ¿sólo ést a sería falsa y engañosa?
Mas la inmensa mayoría de los hombres profesan y profesaron siempre firmement e que no se logra
jamás el conocimient o y la experiencia sin ninguna guía ni luz de la razón. Sólo rest a ot ra vez, pues,
recaer en el at eísmo y en la negación de t oda religión.
  
Ni t ienen por qué promet erse los modernist as mejores result ados de la doct rina del simbolismo que
profesan: pues si, como dicen, cualesquiera element os int elect uales no son ot ra cosa sino símbolos
de Dios, ¿por qué no será t ambién un símbolo el mismo nombre de Dios o el de la personalidad divina?
Pero si es así, podría llegarse a dudar de la divina personalidad; y ent onces ya queda abiert o el camino
que conduce al pant eísmo.
  
Al mismo t érmino, es a saber, a un puro y descarnado pant eísmo, conduce aquella ot ra t eoría de la
inmanencia divina, pues pregunt amos: aquella inmanencia, ¿dist ingue a Dios del hombre, o no? Si lo
dist ingue, ¿en qué se diferencia ent onces de la doct rina cat ólica, o por qué rechazan la doct rina de la
revelación ext erna? Mas si no lo dist ingue, ya t enemos el pant eísmo. Pero est a inmanencia de los
modernist as pret ende y admit e que t odo fenómeno de conciencia procede del hombre en cuant o
hombre; luego ent onces, por legít imo raciocinio, se deduce de ahí que Dios es una misma cosa con el
hombre, de donde se sigue el pant eísmo.
  
Finalment e, la dist inción que proclaman ent re la ciencia y la fe no permit e ot ra consecuencia, pues
ponen el objet o de la ciencia en la realidad de lo cognoscible, y el de la fe, por lo cont rario, en la de lo
incognoscible. Pero la razón de que algo sea incognoscible no es ot ra que la t ot al falt a de proporción
ent re la mat eria de que se t rat a y el ent endimient o; pero est e defect o de proporción nunca podría
suprimirse, ni aun en la doct rina de los modernist as; luego lo incognoscible lo será siempre, t ant o para
el creyent e como para el filósofo. Luego si exist e alguna religión, será la de una realidad incognoscible.
Y, ent onces, no vemos por qué dicha realidad no podría ser aun la misma alma del mundo, según
algunos racionalist as afirman.
  
Pero, por ahora, bast e lo dicho para most rar clarament e por cuánt os caminos el modernismo conduce
al at eísmo y a suprimir t oda religión. El primer paso lo dio el prot est ant ismo; el segundo corresponde al
modernismo; muy pront o hará su aparición el at eísmo.
  
II. CAUSAS Y REMEDIOS
 
41. Para un conocimient o más profundo del modernismo, así como para mejor buscar remedios a mal
t an grande, conviene ahora, venerables hermanos, escudriñar algún t ant o las causas de donde est e mal
recibe su origen y aliment o.
  
La causa próxima e inmediat a es, sin duda, la perversión de la int eligencia. Se le añaden, como
remot as, est as dos: la curiosidad y el orgullo. La curiosidad, si no se modera prudent ement e, bast a por
sí sola para explicar cualesquier errores.
 
Con razón escribió Gregorio XVI, predecesor nuest ro(21): «Es muy deplorable hast a qué punt o vayan a
parar los delirios de la razón humana cuando uno est á sedient o de novedades y, cont ra el aviso del
Apóst ol, se esfuerza por saber más de lo que conviene saber, imaginando, con excesiva confianza en
sí mismo, que se debe buscar la verdad fuera de la Iglesia cat ólica, en la cual se halla sin el más
mínimo sediment o de error».
 
Pero mucho mayor fuerza t iene para obcecar el ánimo, e inducirle al error, el orgullo, que, hallándose
como en su propia casa en la doct rina del modernismo, saca de ella t oda clase de pábulo y se revist e
de t odas las formas. Por orgullo conciben de sí t an at revida confianza, que vienen a t enerse y
proponerse a sí mismos como norma de t odos los demás. Por orgullo se glorían vanísimament e, como
si fueran los únicos poseedores de la ciencia, y dicen, alt aneros e infat uados: "No somos como los
demás hombres"; y para no ser comparados con los demás, abrazan y sueñan t odo género de
novedades, por muy absurdas que sean. Por orgullo desechan t oda sujeción y pret enden que la
aut oridad se acomode con la libert ad. Por orgullo, olvidándose de sí mismos, discurren solament e
acerca de la reforma de los demás, sin t ener reverencia alguna a los superiores ni aun a la pot est ad
suprema. En verdad, no hay camino más cort o y expedit o para el modernismo que el orgullo. ¡Si algún
cat ólico, sea laico o sacerdot e, olvidado del precept o de la vida crist iana, que nos manda negarnos a
nosot ros mismos si queremos seguir a Crist o, no dest ierra de su corazón el orgullo, ciert ament e se
hallará dispuest o como el que más a abrazar los errores de los modernist as!
 
Por lo cual, venerables hermanos, conviene t engáis como primera obligación vuest ra resist ir a hombres
t an orgullosos, ocupándolos en los oficios más oscuros e insignificant es, para que sean t ant o más
humillados cuant o más alt o pret endan elevarse, y para que, colocados en lugar inferior, t engan menos
facult ad para dañar. Además, ya vosot ros mismos personalment e, ya por los rect ores de los
seminarios, examinad diligent ement e a los alumnos del sagrado clero, y si hallarais alguno de espírit u
soberbio, alejadlo con la mayor energía del sacerdocio: ¡ojalá se hubiese hecho est o siempre con la
vigilancia y const ancia que era menest er!
 
42. Y si de las causas morales pasamos a las que proceden de la int eligencia, se nos ofrece primero y
principalment e la ignorancia.
 
En verdad que t odos los modernist as, sin excepción, quieren ser y pasar por doct ores en la Iglesia, y
aunque con palabras grandilocuent es subliman la escolást ica, no abrazaron la primera deslumbrados
por sus aparat osos art ificios, sino porque su complet a ignorancia de la segunda les privó del
inst rument o necesario para suprimir la confusión en las ideas y para refut ar los sofismas. Y del
consorcio de la falsa filosofía con la fe ha nacido el sist ema de ellos, inficionado por t ant os y t an
grandes errores.

TÁCTICA MODERNISTA
En cuya propagación, ¡ojalá gast aran memos empeño y solicit ud! Pero es t ant a su act ividad, t an
incansable su t rabajo, que da verdadera t rist eza ver cómo se consumen, con int ención de arruinar la
Iglesia, t ant as fuerzas que, bien empleadas, hubieran podido serle de gran provecho. De dos art es se
valen para engañar los ánimos: procuran primero allanar los obst áculos que se oponen, y buscan luego
con sumo cuidado, aprovechándolo con t ant o t rabajo como const ancia, cuant o les puede servir.
  
Tres son principalment e las cosas que t ienen por cont rarias a sus conat os: el mét odo escolást ico de
filosofar, la aut oridad de los Padres y la t radición, el magist erio eclesiást ico. Cont ra ellas dirigen sus
más violent os at aques. Por est o ridiculizan generalment e y desprecian la filosofía y t eología
escolást ica, y ya hagan est o por ignorancia o por miedo, o, lo que es más ciert o, por ambas razones, es
cosa averiguada que el deseo de novedades va siempre unido con el odio del mét odo escolást ico, y
no hay ot ro más claro indicio de que uno empiece a inclinarse a la doct rina del modernismo que
comenzar a aborrecer el mét odo escolást ico. Recuerden los modernist as y sus part idarios la
condenación con que Pío IX est imó que debía reprobarse la opinión de los que dicen(22): «El mét odo y
los principios con los cuales los ant iguos doct ores escolást icos cult ivaron la t eología no
corresponden a las necesidades de nuest ro t iempo ni al progreso de la ciencia. Por lo que t oca a la
t radición, se esfuerzan ast ut ament e en pervert ir su nat uraleza y su import ancia, a fin de dest ruir su
peso y aut oridad».
 
Pero, est o no obst ant e, los cat ólicos venerarán siempre la aut oridad del concilío II de Nicea, que
condenó «a aquellos que osan..., conformándose con los criminales herejes, despreciar las t radiciones
eclesiást icas e invent ar cualquier novedad..., o excogit ar t orcida o ast ut ament e para desmoronar algo
de las legít imas t radiciones de la Iglesia cat ólica». Est ará en pie la profesión del concilio IV
Const ant inopolit ano: «Así, pues, profesamos conservar y guardar las reglas que la sant a, cat ólica y
apost ólica Iglesia ha recibido, así de los sant os y celebérrimos apóst oles como de los concilios
ort odoxos, t ant o universales como part iculares, como t ambién de cualquier Padre inspirado por Dios y
maest ro de la Iglesia». Por lo cual, los Pont ífices Romanos Pío IV y Pío IX decret aron que en la
profesión de la fe se añadiera t ambién lo siguient e: «Admit o y abrazo firmísimament e las t radiciones
apost ólicas y eclesiást icas y las demás observancias y const it uciones de la misma Iglesia».
  
Ni más respet uosament e que sobre la t radición sient en los modernist as sobre los sant ísimos Padres
de la Iglesia, a los cuales, con suma t emeridad, proponen públicament e, como muy dignos de t oda
veneración, pero como sumament e ignorant es de la crít ica y de la hist oria: si no fuera por la época en
que vivieron, serían inexcusables.
 
43. Finalment e, ponen su empeño t odo en menoscabar y debilit ar la aut oridad del mismo minist erio
eclesiást ico, ya pervirt iendo sacrílegament e su origen, nat uraleza y derechos, ya repit iendo con
libert ad las calumnias de los adversarios cont ra ella. Cuadra, pues, bien al clan de los modernist as lo
que t an apenado escribió nuest ro predecesor:

«Para hacer despreciable y odiosa a la míst ica Esposa de Crist o, que es verdadera luz, los hijos de las
t inieblas acost umbraron a at acarla en público con absurdas calumnias, y llamarla, cambiando la fuerza
y razón de los nombres y de las cosas, amiga de la oscuridad, faut ora de la ignorancia y enemiga de la
luz y progreso de las ciencias.»(23)

Por ello, venerables hermanos, no es de maravillar que los modernist as at aquen con ext remada
malevolencia y rencor a los varones cat ólicos que luchan valerosament e por la Iglesia. No hay ningún
género de injuria con que no los hieran; y a cada paso les acusan de ignorancia y de t erquedad. Cuando
t emen la erudición y fuerza de sus adversarios, procuran quit arles la eficacia oponiéndoles la
conjuración del silencio. Manera de proceder cont ra los cat ólicos t ant o más odiosa cuant o que, al
propio t iempo, levant an sin ninguna moderación, con perpet uas alabanzas, a t odos cuant os con ellos
consient en; los libros de ést os, llenos por t odas part es de novedades, recíbenlos con gran admiración
y aplauso; cuant o con mayor audacia dest ruye uno lo ant iguo, rehúsa la t radición y el magist erio
eclesiást íco, t ant o más sabio lo van pregonando.
 
Finalment e, ¡cosa que pone horror a t odos los buenos!, si la Iglesia condena a alguno de ellos, no sólo
se aúnan para alabarle en público y por t odos medios, sino que llegan a t ribut arle casi la veneración de
márt ir de la verdad.
  
Con t odo est e est répit o, así de alabanzas como de vit uperios, conmovidos y pert urbados los
ent endimient os de los jóvenes, por una part e para no ser t enidos por ignorant es, por ot ra para pasar
por sabios, a la par que est imulados int eriorment e por la curiosidad y la soberbia, acont ece con
frecuencia que se dan por vencidos y se ent regan al modernismo.
 
44. Pero est o pert enece ya a los art ificios con que los modernist as expenden sus mercancías. Pues
¿qué no maquinan a t rueque de aument ar el número de sus secuaces? En los seminarios y
universídades andan a la caza de las cát edras, que conviert en poco a poco en cát edras de pest ilencia.
Aunque sea veladament e, inculcan sus doct rinas predicándolas en los púlpit os de las iglesias; con
mayor claridad las publican en sus reuniones y las int roducen y realzan en las inst it uciones sociales.
Con su nombre o seudónimos publican libros, periódicos, revist as. Un mismo escrit or usa varios
nombres para así engañar a los incaut os con la fingida muchedumbre de aut ores. En una palabra: en la
acción, en las palabras, en la imprent a, no dejan nada por int ent ar, de suert e que parecen poseídos de
frenesí.
  
Y t odo est o, ¿con qué result ado? ¡Lloramos que un gran número de jóvenes, que fueron ciert ament e
de gran esperanza y hubieran t rabajado provechosament e en beneficio de la Iglesia, se hayan apart ado
del rect o camino! Nos son causa de dolor muchos más que, aun cuando no hayan llegado a t al
ext remo, como inficionados por un aire corrompido, se acost umbraron a pensar, hablar y escribir con
mayor laxit ud de lo que a cat ólicos conviene. Est án ent re los seglares; t ambién ent re los sacerdot es, y
no falt an donde menos eran de esperarse: en las mismas órdenes religiosas. Trat an los est udios
bíblicos conforme a las reglas de los modernist as. Escriben hist orias donde, so pret ext o de aclarar la
verdad, sacan a luz con suma diligencia y con ciert a manifiest a fruición t odo cuant o parece arrojar
alguna mácula sobre la Iglesia. Movidos por ciert o apriorismo, usan t odos los medios para dest ruir las
sagradas t radiciones populares; desprecian las sagradas reliquias celebradas por su ant igüedad. En
resumen, arrást ralos el vano deseo de que el mundo hable de ellos, lo cual piensan no lograr si dicen
solament e las cosas que siempre y por t odos se dijeron. Y ent re t ant o, t al vez est én convencidos de
que prest an un servicio a Dios y a la Iglesia; pero, en realidad, perjudican gravísimament e, no sólo con
su labor, sino por la int ención que los guía y porque prest an auxilio ut ilísimo a las empresas de los
modernist as.
  
REMEDIOS EFICACES
45. Nuest ro predecesor, de feliz recuerdo, León XIII, procuró oponerse enérgicament e, de palabra y
por obra, a est e ejércit o de t an grandes errores que encubiert a y descubiert ament e nos acomet e.
Pero los modernist as, como ya hemos vist o, no se int imidan fácilment e con t ales armas, y simulando
sumo respet o o humildad, han t orcido hacia sus opiniones las palabras del Pont ífice Romano y han
aplicado a ot ros cualesquiera sus act os; así, el daño se ha hecho de día en día más poderoso.
 
Por ello, venerables hermanos, hemos resuelt o sin más demora acudir a los más eficaces remedios. Os
rogamos encarecidament e que no sufráis que en t an graves negocios se eche de menos en lo más
mínimo vuest ra vigilancia, diligencia y fort aleza; y lo que os pedimos, y de vosot ros esperamos, lo
pedimos t ambién y lo esperamos de los demás past ores de almas, de los educadores y maest ros de
la juvent ud clerical, y muy especialment e de los maest ros superiores de las familias religiosas.
  
46. I. En primer lugar, pues, por lo que t oca a los est udios, queremos, y definit ivament e mandamos, que
la filosofía escolást ica se ponga por fundament o de los est udios sagrados.
 
A la verdad, «si hay alguna cosa t rat ada por los escolást icos con demasiada sut ileza o enseñada
inconsideradament e, si hay algo menos concorde con las doct rinas comprobadas de los t iempos
modernos, o finalment e, que de ningún modo se puede aprobar, de ninguna manera est á en nuest ro
ánimo proponerlo para que sea seguido en nuest ro t iempo»(24).
 
Lo principal que es preciso not ar es que, cuando prescribimos que se siga la filosofía escolást ica,
ent endemos principalment e la que enseñó Sant o Tomás de Aquino, acerca de la cual, cuant o decret ó
nuest ro predecesor queremos que siga vigent e y, en cuant o fuere menest er, lo rest ablecemos y
confirmamos, mandando que por t odos sea exact ament e observado. A los obispos pert enecerá
est imular y exigir, si en alguna part e se hubiese descuidado en los seminarios, que se observe en
adelant e, y lo mismo mandamos a los superiores de las órdenes religiosas. Y a los maest ros les
exhort amos a que t engan fijament e present e que el apart arse del Doct or de Aquino, en especial en
las cuest iones met afisicas, nunca dejará de ser de gran perjuicio.
  
47. Colocado ya así est e cimient o de la filosofía, const rúyase con gran diligencia el edificio t eológico.
  
Promoved, venerables hermanos, con t odas vuest ras fuerzas el est udio de la t eología, para que los
clérigos salgan de los seminarios llenos de una gran est ima y amor a ella y que la t engan siempre por
su est udio favorit o. Pues «en la grande abundancia y número de disciplinas que se ofrecen al
ent endimient o codicioso de la verdad, a nadie se le ocult a que la sagrada t eología reclama para sí el
lugar primero; t ant o que fue sent encia ant igua de los sabios que a las demás art es y ciencias les
pert enecía la obligación de servirla y prest arle, su obsequio como criadas»(25).
   
A est o añadimos que t ambién nos parecen dignos de alabanza algunos que, sin menoscabo de la
reverencia debida a la Tradición, a los Padres y al Magist erio eclesiást ico, se esfuerzan por ilust rar la
t eología posit iva con las luces t omadas de la verdadera hist oria, conforme al juicio prudent e y a las
normas cat ólicas (lo cual no se puede decir igualment e de t odos). Ciert o, hay que t ener ahora más
cuent a que ant iguament e de la t eología posit iva; pero hagamos est o de modo que no sufra
det riment o la escolást ica, y reprendamos a los que de t al manera alaban la t eología posit iva, que
parecen con ello despreciar la escolást ica, a los cuales hemos de considerar como faut ores de los
modernist as.
  
48. Sobre las discíplinas profanas, bast e recordar lo que sapient ísímament e dijo nuest ro
predecesor(26): «Trabajad animosament e en el est udio de las cosas nat urales, en el cual los invent os
ingeniosos y los út iles at revimient os de nuest ra época, así como los admiran con razón los
cont emporáneos, así los venideros los celebrarán con perenne aprobación y alabanzas». Pero hagamos
est o sin daño de los est udios sagrados, lo cual avisa nuest ro mismo predecesor, cont inuando con
est as gravísimas palabras(27): «La causa de los cuales errores, quien diligent ement e la invest igare,
hallará que consist e principalment e en que en est os nuest ros t iempos, cuant o mayor es el fervor con
que se cult ivan las ciencias nat urales, t ant o más han decaído las disciplinas más graves y elevadas, de
las que algunas casi yacen olvidadas de los hombres; ot ras se t rat an con negligencia y
superficialment e y (cosa verdaderament e indigna) empañando el esplendor de su primera dignidad, se
vician con doct rinas perversas y con las más audaces opiniones». Mandamos, pues, que los est udios
de las ciencias nat urales se conformen a est a regla en los sagrados seminarios.
 
49. II. Precept os est os nuest ros y de nuest ro predecesor, que conviene t ener muy en cuent a siempre
que se t rat e de elegir los rect oresy maest ros de los seminarios o de las universídades cat ólicas.
  
Cualesquiera que de algún modo est uvieren imbuidos de modernismo, sin miramient o de ninguna clase
sean apart ados del oficio, así de regir como de enseñar, y si ya lo ejercit an, sean dest it uidos; asimismo,
los que descubiert a o encubiert ament e favorecen al modernismo, ya alabando a los modernist as, y
excusando su culpa, ya censurando la escolást ica, o a los Padres, o al Magist erio eclesiást ico, o
rehusando la obediencia a la pot est ad eclesiást ica en cualquiera que residiere, y no menos los amigos
de novedades en la hist oria, la arqueología o las est udios bíblicos, así como los que descuidam la
ciencia sagrada o parecen ant eponerle las profanas. En est a mat eria, venerables hermanos,
principalment e en la elección de maest ros, nunca será demasiada la vigilancia y la const ancia; pues los
discípulos se forman las más de las veces según el ejemplo de sus profesores; por lo cual,
penet rados de la obligación de vuest ro oficio, obrad en ello con prudencia y fort aleza.
  
Con semejant e severidad y vigilancia han de ser examinados y elegidos los que piden las órdenes
sagradas; ¡lejos, muy lejos de las sagradas órdenes el amor de las novedades! Dios aborrece los ánimos
soberbios y cont umaces.
 
Ninguno en lo sucesivo reciba el doct orado en t eología o derecho canónico si ant es no hubiere
seguido los cursos est ablecidos de filosofía escolást ica; y si lo recibiese, sea inválido.
  
Lo que sobre la asist encia a las universidades ordenó la Sagrada Congregación de Obispos y Regulares
en 1896 a los clérigos de It alia, así seculares como regulares, decret amos que se ext ienda a t odas las
naciones(28).
   
Los clérigos y sacerdot es que se mat ricularen en cualquier universidad o inst it ut o cat ólico, no
est udien en la universidad oficial las ciencias de que hubiere cát edras en los primeros. Si en alguna
part e se hubiere permit ido est o, mandamos que no se permit a en adelant e.
  
Los obispos que est én al frent e del régimen de dichos inst it ut os o universidades procuren con t oda
diligencia que se observe const ant ement e t odo lo mandado hast a aquí.
 
50. III- También es deber de los obispos cuidar que los escrit os de los modernist as o que saben a
modernismo o lo promueven, si han sido publicados, no sean leídos; y, si no lo hubieren sido, no se
publiquen.

No se permit a t ampoco a los adolescent es de los seminarios, ni a los alumnos de las universidades,
cualesquier libros, periódicos y revist as de est e género, pues no les harían menos daño que los
cont rarios a las buenas cost umbres; ant es bien, les dañarían más por cuant o at acan los principios
mismos de la vida crist iana.
  
Ni hay que formar ot ro juicio de los escrit os de algunos cat ólicos, hombres, por lo demás, sin mala
int ención; pero que, ignorant es de la ciencia t eológica y empapados en la filosofía moderna, se
esfuerzan por concordar ést a con la fe, pret endiendo, como dicen, promover la fe por est e camino.
Tales escrit os, que se leen sin t emor, precisament e por el buen nombre y opinión de sus aut ores,
t ienen mayor peligro para inducir paulat inament e al modernismo.
  
Y, en general, venerables hermanos, para poner orden en t an grave mat eria, procurad enérgicament e
que cualesquier libros de perniciosa lect ura que anden en la diócesis de cada uno de vosot ros, sean
dest errados, usando para ello aun de la solemne prohibición. Pues, por más que la Sede Apost ólica
emplee t odo su esfuerzo para quit ar de en medio semejant es escrit os, ha crecido ya t ant o su número,
que apenas hay fuerzas capaces de cat alogarlos t odos; de donde result a que algunas veces venga la
medicina demasiado t arde, cuando el mal ha arraigado por la demasiada dilación. Queremos, pues, que
los prelados de la Iglesia, depuest o t odo t emor, y sin dar oídos a la prudencia de la carne ni a los
clamores de los malos, desempeñen cada uno su comet ido, con suavidad, pero const ant ement e,
acordándose de lo que en la const it ución apost ólica Officiórum prescribió León XIII: «Los ordinarios,
aun como delegados de la Sede Apost ólica, procuren proscribir y quit ar de manos de los fieles los
libros y ot ros escrit os nocivos publicados o ext endidos en la diócesis»(29), con las cuales palabras, si
por una part e se concede el derecho, por ot ra se impone el deber. Ni piense alguno haber cumplido
con est a part e de su oficio con delat arnos algún que ot ro libro, mient ras se consient e que ot ros
muchos se esparzan y divulgen por t odas part es.
 
Ni se os debe poner delant e, venerables hermanos, que el aut or de algún libro haya obt enido en ot ra
diócesis la facult ad que llaman ordinariament e Imprimat ur; ya porque puede ser falsa, ya porque se
pudo dar con negligencia o por demasiada benignidad, o por demasiada confianza puest a en el aut or;
cosa est a últ ima que quizá ocurra alguna vez en las órdenes religiosas. Añádase que, así como no a
t odos convienen los mismos manjares, así los libros que son indiferent es en un lugar, pueden, en ot ro,
por el conjunt o de las circunst ancias, ser perjudiciales; si, pues, el obispo, oída la opinión de personas
prudent es, juzgare que debe prohibir algunos de est os libros en su diócesis, le damos facult ad
espont áneament e y aun le encomendamos est a obligacíón. Hágase en verdad del modo más suave,
limit ando la prohibición al clero, si est o bast are; y quedando en pie la obligación de los libreros
cat ólicos de no exponer para la vent a los libros prohibidos por el obispo.
   
Y ya que hablamos de los libreros, vigilen los obispos, no sea que por codicia del lucro comercien con
malas mercancías. Ciert ament e, en los cat álogos de algunos se anuncian en gran número los libros de
los modernist as, y no con pequeños elogios. Si, pues, t ales libreros se niegan a obedecer, los obispos,
después de haberles avisado, no vacilen en privarles del t ít ulo de libreros cat ólicos, y mucho más del
de episcopales, si lo t ienen, y delat arlos a la Sede Apost ólica si est án condecorados con el t ít ulo
pont ificio.
  
Finalment e, recordamos a t odos lo que se cont iene en la mencionada const it ución apost ólica
Officiorum, art ículo 26: «Todos los que han obt enido facult ad apost ólica de leer y ret ener libros
prohibidos, no pueden, por eso sólo, leer y ret ener cualesquier libros o periódicos prohibidos por los
ordinarios del lugar, salvo en el caso de que en el indult o apost ólico se les hubiere dado expresament e
la facult ad de leer y ret ener libros condenados por quienquiera que sea».
  
51. IV. Pero t ampoco bast a impedir la vent a y lect ura de los malos libros, sino que es menest er evit ar
su publicación; por lo cual, los obispos deben conceder con suma severidad la licencia para imprimirlos.
  
Mas porque, conforme a la const it ución Officiórum, son muy numerosas las publicaciones que solicit an
el permiso del ordinario, y el obispo no puede por sí mismo ent erarse de t odas, en algunas diócesis se
nombran, para hacer est e reconocimient o, censores ex offício en suficient e número. Est a inst it ución
de censores nos mereee los mayores elogios, y no sólo exhort amos, sino que absolut ament e
prescribimos que se ext ienda a t odas las diócesis. En t odas las curias episcopales haya, pues,
censores de oficio que reconozcan las cosas que se han de publicar: elíjanse de ambos cleros, sean
recomendables por su edad, erudición y prudencia, y t ales que sigan una vía media y segura en el
aprobar y reprobar doct rinas. Encomiéndese a ést os el reconocimient o de los escrit os que, según los
art ículos 41 y 42 de la mencionada const it ución, necesit en licencia para publicarse. El censor dará su
sent encia por escrit o; y, si fuere favorable, el obispo ot orgará la licencia de publicarse, con la palabra
Imprimat ur, a la cual se deberá ant eponer la fórmula Nihil obst at , añadiendo el nombre del censor.
  
En la curia romana inst it úyanse censores de oficio, no de ot ra suert e que en t odas las demás, los
cuales designará el Maest ro del Sacro Palacio Apost ólico, oído ant es el Cardenal- Vicario del Pont ífice
in Urbe, y con la anuencia y aprobación del mismo Sumo Pont ífice. El propio Maest ro t endrá a su cargo
señalar los censores que deban reconocer cada escrit o, y darán la facult ad, así él como el Cardenal-
Vicario del Pont ífice, o el Prelado que hiciere sus veces, presupuest a la fórmula de aprobación del
censor, como arriba decimos, y añadido el nombre del mismo censor.
  
Sólo en circunst ancias ext raordínarias y muy raras, al prudent e arbit rio del obispo, se podrá omit ir la
mención del censor. Los aut ores no lo conocerán nunca, hast a que hubiere declarado la sent encia
favorable, a fin de que no se cause a los censores alguna molest ia, ya mient ras reconocen los escrit os,
ya en el caso de que no aprobaran su publicación.
  
Nunca se elijan censores de las órdenes religiosas sin oír ant es en secret o la opinión del superior de la
provincia o, cuando se t rat are de Roma, del superior general; el cual dará t est imonio, bajo la
responsabilidad de su cargo, acerca de las cost umbres, ciencia e int egridad de doct rina del elegido.
  
Recordamos a los superiores religiosos la gravísima obligación que les incumbe de no permit ir nunca
que se publique escrit o alguno por sus súbdit os sin que medie la licencia suya y la del ordinario.
   
Finalment e, mandamos y declaramos que el t ít ulo de censor, de que alguno est uviera adornado, nada
vale ni jamás puede servir para dar fuerza a sus propias opiniones privadas.
  
52. Dichas est as cosas en general, mandamos especialment e que se guarde con diligencia lo que en el
art . 42 de la const it ución Officiórum se decret a con est as palabras: «Se prohíbe a los individuos del
clero secular t omar la dirección de diarios u hojas periódicas sin previa licencia de su ordinario». Y si
algunos usaren malament e de est a licencia, después de avisados sean privados de ella.
  
Por lo que t oca a los sacerdot es que se llaman corresponsales o colaboradores, como acaece con
frecuencia que publiquen en los periódicos o revist as escrit os inficionados con la mancha del
modernismo, vigílenles bien los obispos; y si falt aren, avísenles y hast a prohíbanles seguir escribiendo.
Amonest amos muy seriament e a los superiores religiosos para que hagan lo mismo; y si obraren con
alguna negligencia, provean los ordinarios como delegados del Sumo Pont ífice.
  
Los periódicos y revist as escrit os por cat ólicos t engan, en cuant o fuere posible, censor señalado; el
cual deberá leer oport unament e t odas las hojas o fascículos, luego de publicados; y si hallare algo
peligrosament e expresado, imponga una rápida ret ract ación. Y los obispos t endrán est a misma
facult ad, aun cont ra el juicio favorable del censor.
  
53. V. Más arriba hemos hecho mención de los congresos y públicas asambleas, por ser reuniones
donde los modernist as procuran defender públicament e y propagar sus opiniones.
  
Los obispos no permit irán en lo sucesivo que se celebren asambleas de sacerdot es sino rarísima vez;
y si las permit ieren, sea bajo condición de que no se t rat e en ellas de cosas t ocant es a los obispos o a
la Sede Apost ólica; que nada se proponga o reclame que induzca usurpación de la sagrada pot est ad, y
que no se hable en ninguna manera de cosa alguna que t enga sabor de modernismo, presbit erianismo o
laicismo.
   
A est os congresos, cada uno de los cuales deberá aut orizarse por escrit o y en t iempo oport uno, no
podrán concurrir sacerdot es de ot ras diócesis sin Let ras comendat icias del propio obispo.
  
Y t odos los sacerdot es t engan muy fijo en el ánimo lo que recomendó León XIII con est as gravísimas
palabras(30): «Consideren los sacerdot es como cosa int angible la aut oridad de sus prelados, t eniendo
por ciert o que el minist erio sacerdot al, si no se ejercit are conforme al magist erio de los obispos, no
será ni sant o, ni muy út il, ni honroso».
  
54. VI. Pero ¿de qué aprovechará, venerables hermanos, que Nos expidamos mandat os y precept os si
no se observaren punt ual y firmement e? Lo cual, para que felizment e suceda, conforme a nuest ros
deseos, nos ha parecido convenient e ext ender a t odas las diócesis lo que hace muchos años
decret aron prudent ísimament e para las suyas los obispos de Umbría(31): «Para expulsar —decían—los
errores ya esparcidos y para impedir que se divulguen más o que salgan t odavía maest ros de impiedad
que perpet úen los perniciosos efect os que de aquella divulgación procedieron, el Sant o Sínodo,
siguiendo las huellas de San Carlos Borromeo, decret a que en cada diócesis se inst it uya un Consejo de
varones probados de uno y ot ro clero, al cual pert enezca vigilar qué nuevos errores y con qué art ificios
se int roduzcan o diseminen, y avisar de ello al obispo, para que, t omado consejo, ponga remedio con
que est e daño pueda sofocarse en su mismo principio, para que no se esparza más y más, con
det riment o de las almas, o, lo que es peor, crezca de día en día y se confirme».
  
Mandamos, pues, que est e Consejo, que queremos se llame de Vigilancia, sea est ablecido cuant o
ant es en cada diócesis, y los varones que a él se llamen podrán elegirse del mismo o parecido modo al
que fijamos arriba respect o de los censores. En meses alt ernos y en día prefijado se reunirán con el
obispo y quedarán obligados a guardar secret o acerca de lo que allí se t rat are o dispusiere.
  
Por razón de su oficio t endrán las siguient es incumbencias: invest igarán con vigilancia los indicios y
huellas de modernismo, así en los libros como en las cát edras; prescribirán prudent ement e, pero con
pront it ud y eficacia, lo que conduzca a la incolumidad del clero y de la juvent ud.
  
Evit en la novedad de los vocablos, recordando los avisos de León XIII(32): «No puede aprobarse en los
escrit os de los cat ólicos aquel modo de hablar que, siguiendo las malas novedades, parece ridiculizar
la piedad de los fieles y anda proclamando un nuevo orden de vida crist iana, nuevos precept os de la
Iglesia, nuevas aspiraciones del espírit u moderno, nueva vocación social del clero, nueva civilización
crist iana y ot ras muchas cosas por est e est ilo». Tales modos de hablar no se t oleren ni en los libros ni
en las lecciones.
  
No descuiden aquellos libros en que se t rat a de algunas piadosas t radiciones locales o sagradas
reliquias; ni permit an que t ales cuest iones se t rat en en los periódicos o revist as dest inados al
foment o de la piedad, ni con palabras que huelan a desprecio o escarnio, ni con sent encia definit iva;
principalment e, si, como suele acaecer, las cosas que se afirman no salen de los límit es de la
probabilidad o est riban en opiniones preconcebidas.
  
55. Acerca de las sagradas reliquias, obsérvese lo siguient e: Si los obispos, a quienes únicament e
compet e est a facult ad, supieren de ciert o que alguna reliquia es supuest a, ret írenla del cult o de los
fieles. Si las «aut ént icas» de alguna reliquia hubiesen perecido, ya por las revoluciones civiles, ya por
cualquier ot ro caso fort uit o, no se proponga a la pública veneración sino después de haber sido
convenient ement e reconocida por el obispo. El argument o de la prescripción o de la presunción
fundada sólo valdrá cuando el cult o t enga la recomendación de la ant igüedad, conforme a lo
decret ado en 1896 por la Sagrada Congregación de Indulgencias y Sagradas Reliquias, al siguient e
t enor: «Las reliquias ant iguas deben conservarse en la veneración que han t enido hast a ahora, a no ser
que, en algún caso part icular, haya argument o ciert o de ser falsas o supuest as».
 
Cuando se t rat are de formar juicio acerca de las piadosas t radiciones, conviene recordar que la Iglesia
usa en est a mat eria de prudencia t an grande que no permit e que t ales t radiciones se refieran por
escrit o sino con gran caut ela y hecha la declaración previa ordenada por Urbano VIII, y aunque est o se
haga como se debe, la Iglesia no asegura, con t odo, la verdad del hecho; se limit a a no prohibir creer al
present e, salvo que falt en humanos argument os de credibilidad. Ent erament e lo mismo decret aba
hace t reint a años la Sagrada Congregación de Rit os(33): «Tales apariciones o revelaciones no han sido
aprobadas ni reprobadas por la Sede Apost ólica, la cual permit e sólo que se crean píament e, con mera
fe humana, según la t radición que dicen exist ir, confirmada con idóneos document os, t est imonios y
monument os».
 
Quien siguiere est a regla est ará libre de t odo t emor, pues la devoción de cualquier aparición, en cuant o
mira al hecho mismo y se llama relat iva, cont iene siempre implícit a la condición de la verdad del hecho;
mas, en cuant o es absolut a, se funda siempre en la verdad, por cuant o se dirige a la misma persona de
los Sant os a quienes honramos. Lo propio debe afirmarse de las reliquias.
  
Encomendamos, finalment e, al mencionado Consejo de Vigilancia que ponga los ojos asidua y
diligent ement e, así en las inst it uciones sociales como en cualesquier escrit os de mat erias sociales,
para que no se esconda en ellos algo de modernismo, sino que concuerden con los precept os de los
Pont ífices Romanos.
 
56. VII. Para que est os mandat os no caigan en olvido, queremos y mandamos que los obispos de cada
diócesis, pasado un año después de la publicación de las present es Let ras, y en adelant e cada t res
años, den cuent a a la Sede Apost ólica, con Relación diligent e y jurada, de las cosas que en est a
nuest ra epíst ola se ordenan; asimismo, de las doct rinas que dominan en el clero y, principalment e, en
los seminarios y en los demás inst it ut os cat ólicos, sin except uar a los exent os de la aut oridad de los
ordinarios. Lo mismo mandamos a los superiores generales de las órdenes religiosas por lo que a sus
súbdit os se refiere.
  
CONCLUSIÓN
 
Est as cosas, venerables hermanos, hemos creído deberos escribir para procurar la salud de t odo
creyent e. Los adversarios de la Iglesia abusarán ciert ament e de ellas para refrescar la ant igua
calumnia que nos designa como enemigos de la sabiduría y del progreso de la humanidad. Mas para
oponer algo nuevo a est as acusaciones, que refut a con perpet uos argument os la hist oria de la religión
crist iana, t enemos designio de promover con t odas nuest ras fuerzas una Inst it ución part icular, en la
cual, con ayuda de t odos los cat ólicos insignes por la fama de su sabiduría, se foment en t odas las
ciencias y t odo género de erudición, t eniendo por guía y maest ra la verdad cat ólica. Plegue a Dios que
podamos realizar felizment e est e propósit o con el auxilio de t odos los que aman sincerament e a la
Iglesia de Crist o. Pero de est o os hablaremos en ot ra ocasión.
  
Ent re t ant o, venerables hermanos, para vosot ros, en cuyo celo y diligencia t enemos puest a la mayor
confianza, con t oda nuest ra alma pedimos la abundancia de luz muy soberana que, en medio de los
peligros t an grandes para las almas a causa de los errores que de doquier nos invaden, os ilumine en
cuant o os incumbe hacer y para que os ent reguéis con enérgica fort aleza a cumplir lo que
ent endiereis. Asíst aos con su virt ud Jesucrist o, aut or y consumador de nuest ra fe; y con su auxilio e
int ercesión asíst aos la Virgen Inmaculada, dest ruct ora de t odas las herejías, mient ras Nos, en prenda
de nuest ra caridad y del divino consuelo en la adversidad, de t odo corazón os damos, a vosot ros y a
vuest ro clero y fieles, nuest ra bendición apost ólica.
  
Dado en Roma, junt o a San Pedro, el 8 de sept iembre de 1907, año quint o de nuest ro pont ificado. SAN
PÍO X.
  
NOTAS
[1] Act as 20,30.
[2] Tit o 1,10.
[3] 2 Timot eo 3,13.
[4] De revelat ióne, canon l.
[5] Ibíd., canon 2.
[6] De fide, canon 2.
[7] De revelat ióne canon 3.
[8] Gregorio XVI, encíclica Singulári Nos, 25 de junio de 1834.
[9] Breve a Mons. Heinrich Ernst Karl Först er, obispo de Breslavia, 13 de junio de 1857.
[10] Epíst ola a los Maest ros de Teología de París, nonas (7) de julio de 1223.
[11] Proposición 29ª condenada por León X en la Bula Exsúrge Dómine, 16 de mayo de 1520: «Hásenos
abiert o el camino de enervar la aut oridad de los concilios, cont radecir librement e sus hechos, juzgar
sus decret os y confesar confiadament e lo que parezca verdadero, ya lo apruebe, ya lo repruebe
cualquier concilio».
[12] Sesión 7ª De los Sacrament os en general, canon 5.
[13] Proposición 2ª: «La proposición que dice que la pot est ad ha sido dada por Dios a la Iglesia para
comunicarla a los Past ores, que son sus minist ros, en orden a la salvación de las almas; ent endida de
modo que de la comunidad de los fieles se deriva en los Past ores el poder del minist erio y régimen
eclesiást ico, es herét ica». Proposición 3ª: «Además, la que afirma que el Pont ífice Romano es cabeza
minist erial, explicada de suert e que el Romano Pont ífice, no de Crist o en la persona de San Pedro, sino
de la Iglesia reciba la pot est ad de minist erio que, como sucesor de Pedro, verdadero Vicario de Crist o
y cabeza de t oda la Iglesia, posee en la universal Iglesia, es herét ica».
[14] Encíclica Qui plúribus, 8 de noviembre de 1846.
[15] Sýllabus Errórum, proposición 5ª.
[16] Const it ución Dogmát ica Dei Fílius, capít ulo 4.
[17] Lugar cit ado.
[18] Romanos 1, 21- 22.
[19] Concilio Vat icano, De revelat ióne, capít ulo 2.
[20] Epíst ola 28, 3.
[21]  Gregorio XVI, encíclica Singulári Nos, 25 de junio de 1834.
[22] Sýllabus Errórum, proposición 13ª.
[23] Mot u próprio Ut mýst icam, 11 de marzo de 1891.
[24] León XIII, Encíclica Æt érni Pat ris.
[25] León XIII, Cart a Apost ólica In magna, 10 de diciembre de 1889.
[26] Alocución del 7 de marzo de 1880.
[27] Lugar cit ado.
[28] Cf. Act a Sanct æ Sedis 29 (1896), pág. 359.
[29] Ibíd., 30 (1897), pág. 39.
[30] Encíclica Nobilíssima Gallórum, 10 de febrero de 1884.
[31] Act a del Congreso de los Obispos de Umbría, noviembre de 1849, t ít ulo 2, art ículo 6.
[32] Inst rucción de la Sagrada Congregación de Negocios Eclesiást icos Ext eriores, 27 de enero de
1902.
[33] Decret o del 2 mayo de 1877.

Jorge Rondón Santos en 14:30

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