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Annotation

El asunto del humorismo suele constituir una incomodidad insalvable en los tratados de estética.
Chesterton quiso soslayarla diciendo que 'intentar definir el humor demuestra falta de humor', y no es
posible culparlo demasiado por esta retirada ingeniosa: Desde que Galeno fundó oficialmente la teoría
de los humores hasta nuestros días, pocas palabras fueron tan propicias al caos, tan laboriosamente
malentendidas.
Dos equívocos pertinaces protegen la confusión. Uno consiste en suponer que el humorismo es
algo así como un género literario. El otro, en confundir humorismo con buen humor.
Pero el humorismo no es un género, sino una actitud ante el mundo que se encuentra en todos los
géneros; no hay verdadera obra de arte que no la incluya de algún modo. Y no se trata de una actitud
alegre: Los últimos límites del humorismo lindan más con los laberintos de la desesperación que con
el decorado de la felicidad convencional. En realidad, el humorismo es malhumorado, un incursor de
los mismos territorios que ambicionan la úlcera, la demencia y el suicidio.
Sinopsis
El asunto del humorismo suele constituir una incomodidad insalvable en los tratados de estética.
Chesterton quiso soslayarla diciendo que 'intentar definir el humor demuestra falta de humor', y
no es posible culparlo demasiado por esta retirada ingeniosa: Desde que Galeno fundó
oficialmente la teoría de los humores hasta nuestros días, pocas palabras fueron tan propicias al
caos, tan laboriosamente malentendidas.
Dos equívocos pertinaces protegen la confusión. Uno consiste en suponer que el humorismo
es algo así como un género literario. El otro, en confundir humorismo con buen humor.
Pero el humorismo no es un género, sino una actitud ante el mundo que se encuentra en
todos los géneros; no hay verdadera obra de arte que no la incluya de algún modo. Y no se trata
de una actitud alegre: Los últimos límites del humorismo lindan más con los laberintos de la
desesperación que con el decorado de la felicidad convencional. En realidad, el humorismo es
malhumorado, un incursor de los mismos territorios que ambicionan la úlcera, la demencia y el
suicidio.

©2004, Varios Autores


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EL HUMOR NEGRO EN LA LITERATURA
Extractos

Varios Autores
INTRODUCCIÓN

El asunto del humorismo suele constituir una incomodidad insalvable en los tratados de estética.
Chesterton quiso soslayarla diciendo que "intentar definir el humor demuestra falta de humor", y no es
posible culparlo demasiado por esta retirada ingeniosa: Desde que Galeno fundó oficialmente la teoría
de los humores hasta nuestros días, pocas palabras fueron tan propicias al caos, tan laboriosamente
malentendidas.
Dos equívocos pertinaces protegen la confusión. Uno consiste en suponer que el humorismo es
algo así como un género literario. El otro, en confundir humorismo con buen humor.
Pero el humorismo no es un género, sino una actitud ante el mundo que se encuentra en todos los
géneros; no hay verdadera obra de arte que no la incluya de algún modo. Y no se trata de una actitud
alegre: Los últimos límites del humorismo lindan más con los laberintos de la desesperación que con
el decorado de la felicidad convencional. En realidad, el humorismo es malhumorado, un incursor de
los mismos territorios que ambicionan la úlcera, la demencia y el suicidio.
Fundamentalmente, el acto humorístico es la expresión de una contradicción entre su sujeto y una
fuerza superior. Se trata de una situación similar a la planteada en los conflictos trágico y cómico; lo
que varía es la respuesta. Mientras en la tragedia y en la comedia el hombre sucumbe ante la
contradicción y responde con el llanto o la risa —dos exabruptos, dos claudicaciones emocionales—,
el actor del conflicto humorístico asume el control intelectual del poder que lo domina, intenta
comprenderlo, ubicarlo en un plano racional y otorgarle un sentido. Esto no implica el triunfo del
humorista: Él también puede ser sometido, pero, en todo caso su caída es más digna, más conveniente
a la condición humana. La respuesta a la situación humorística no es la risa ni el llanto, sino la
sonrisa, un modo lúcido, comprensivo, de ahogar aquellas explosiones. A veces, ni siquiera eso. Sólo
la sensación incómoda, inevitable, lacerante, de saber que algo está fallando, el placer hiriente
ofrecido por la comprensión y el intento de reubicación frente a esa negligencia de las leyes.
En última instancia, el humorista enfrenta al mal, representado por lo racionalmente inexplicable
o injustificable. El mal puede ser la muerte, el absurdo de la vida, el inmenso vacío del universo, o
provenir del hombre mismo; la crueldad, la estupidez, la hipocresía, el mundo asfixiante de las
convenciones, son la fábrica permanente del humorismo, esa lucidez que los denuncia. No siempre se
trata de una denuncia inútil. La mera expresión de un conflicto constituye una declaración de
principios, una manifestación de disconformidad y, al mismo tiempo, una infracción a las leyes del
poder enemigo, que exige un sometimiento silencioso. El humorista es un infractor peligroso, porque
es capaz de burlarse aun en la derrota, porque sus reservas mentales son inexpugnables.
La calidad del poder afectado califica al acto humorístico y decide su trascendencia. Existe un
humorismo minúsculo, que se contenta con quebrar convenciones triviales, y que se degrada con
frecuencia á la comicidad. A Bernard Shaw, por ejemplo, le bastó muchas veces con fingirse mal
educado o insolentemente superior; el resultado es, en el mejor de los casos, perecedero. El
humorismo feroz de Swift, en cambio, asumió la expresión del conflicto entre la razón y la animalidad
humanas, y durará tanto como éstas; quizá no se trate de una duración eterna, pero será sin duda una
duración prolongada. Eterno es el humorismo de Kafka, enfrentado con un poder infinito. Sus visiones
son el puñetazo desesperado en la mesa de la filosofía que la cortedad de los filósofos nunca se atrevió
a dar; son el humorismo definido por Jacques Vaché: "un sentido de la inutilidad teatral y sin alegría
de todo cuanto se sabe".
Aparentemente, el rasgo característico del humorismo es negativo, y abarca una escala de
actitudes que van del escepticismo moderado al nihilismo absoluto. Esto se explica por la inferioridad
del humorista en un conflicto que no puede resolver por otros medios. Pero si el humorismo es, en
parte, una confesión de inferioridad, representa también una continuación de la lucha; se trata, como
dice Fernández de la Vega, de "un esfuerzo complicado por no perder la cabeza, por no darse por
vencido". El escepticismo y la agresividad del humorista serían argucias innecesarias en un mundo sin
interrogantes; por eso el humorismo se niega a los satisfechos, a los ortodoxos de todas las sectas, a
los dueños de las soluciones. El humorista está buscando siempre.
Para descubrir o expresar el conflicto humorístico es necesario practicar un modo especial de la
imparcialidad, que es el sentido del humor. Esta imparcialidad inteligente constituye la inquietante
virtud que permite al humorista la percepción del aspecto contradictorio de las cosas, origen de lo
humorístico; gracias al sentido del humor, la situación cobra su capacidad estimulante y se lanza a la
caza de sus reflejos. El espectador que percibe un acto humorístico mediante su sentido del humor,
participa de él en la misma medida que quien lo cumplió: Es, también, un humorista. Entre espectador
y actor puede haber diferencias —el genio, por ejemplo—, pero tienen que ver con el arte, no con el
humorismo.
El primero que aludió a un "humor negro" fue Aristóteles. Hablando de la melancolía, la llamó
"bilis negra", y dijo que en dosis adecuada es un ingrediente del genio, pero que poseída en exceso lo
es de la locura. En realidad, hablar de humor negro es una redundancia: Todo humorismo tiene su
negrura, que se diluye o acentúa de acuerdo con el conflicto en cuestión. Tiende al gris en los
moralistas al estilo de Chamfort, opuestos a una convención que propone que, en general, los humanos
somos buena gente. El mecanismo de su humor podría ser llamado "realista". Consiste en decir de
pronto una verdad, aunque sea parcial, de las que nuestras convenciones —que nunca nos perjudican—
disimulan. Por ejemplo: "Hace siglos que la opinión pública es la más malvada de las opiniones".
El moralista (Swift no fue, a pesar de su crueldad, otra cosa que un moralista exaltado, un
moralista de la razón) no inspira escalofríos mayores; muchos esperamos que su humorismo perderá
algún día la razón de ser. Hay otras víctimas que hacen más tenebroso al humorismo: El de ellas es
discurrido en un territorio infernal donde no cabe la cómoda ubicación del moralista, donde el bien y
el mal, la vida y la muerte, la lógica y el absurdo, se rozan y se confunden. Es el territorio de los
humorismos satánico, macabro y absurdo, los rostros más crueles del humor negro.
El concepto usual de humor negro se restringe a estas tres variantes, y había comenzado a ganar
adeptos antes que el surrealismo, encabezado por Bretón, lo incorporara a su cuerpo doctrinario. El
humor negro constituye la expresión humorística más audaz, el alzamiento más herético contra la ley
del lugar común: Extiende la contradicción a los valores más venerados, los trastoca, los identifica y
los anula. Tras la batalla, muchas veces es difícil saber qué se ha ganado, y distinguir al triunfador.
El humorismo satánico alega las bondades del mal, lo goza y clama por su triunfo. Sólo se
manifiesta sincero e irremediable en un puñado de solitarios; en casi todos los otros casos es posible
adivinar la pose, una búsqueda deliberada del humorismo mediante lo chocante. Quizá no sea este
humorismo el menos valioso: El verdadero adepto del mal no hace otra cosa que sustituir un sistema
convencional por otro; es un proselitista, y el proselitismo es decididamente antihumorístico. La
algofilia fingida, en cambio, puede resultar un método eficaz, una manera de contrarrestar al enemigo
poniéndolo en ridículo.
Las técnicas del humorismo macabro —la variante más cómodamente falsificable del humor
negro— expresan la voluntad infractora del humorismo llevada a los últimos límites, y
ocasionalmente contradicen esa convención (No del todo inaceptable) que se refiere al buen gusto. El
humorista macabro se complace fingidamente en el tratamiento desaprensivo y gozoso de herejías
como el asesinato, el suicidio, la tortura, el canibalismo y la profanación, siempre que sean gratuitos,
porque un crimen útil se invalidaría a sí mismo humorísticamente.
Es cierto que no basta el carácter anticonvencional del humorismo macabro para comprender su
popularidad. Sucede quizá que esas crueldades nos permiten reencontrarnos con los rostros
sumergidos del ser, o que satisfacen con sutileza alguna oscura necesidad, al dar salida desembozada a
actitudes que la vida real ostenta con mayor simulación jugar con la maldad, con la muerte, y hasta
amarlas, puede resultar también una manera de anular sus efectos, de reubicar lo incomprensible. Una
manera de someter a leyes del juego a esos fantasmas de nuestros insomnios. En su Estética, Max
Bense sugiere aún otra posibilidad: "Puesto que el ser admite la descomposición, lo transitorio, la
desaparición de lo existente, el espíritu se convierte en un principio de justificación de estos hechos...
toda reproducción estética de la muerte aplica. un tema emparentado profundamente con la situación
del ser de lo bello, y el asesinato (La forma de muerte conscientemente elaborada) y el placer que en
casos sublimes acompaña a su realización, colman igualmente la categoría del momento, en tanto que,
en virtud del carácter artificial del hecho, se destaca poderosamente el modo de la belleza". La
variante "absurda" del humor negro es de ejecución más difícil, y también —aunque menos sangrienta
— más tenebrosa. Es posible imitar eficazmente el humorismo macabro, repitiendo con aplicación
algunas recetas mutilatorias, pero el humorismo absurdo exige un esfuerzo mayor. Kafka y Lewis
Carroll, al exponer genialmente su visión de un mundo desordenado e incoherente, propusieron en
realidad toda una filosofía, el resultado de una ardua operación intelectual. Existe otra diferencia:
Mientras el humorista macabro, al jugar con el mal intenta reubicarlo, relativizarlo o contemplarlo
con indiferencia, el humorista absurdo se somete más pasivamente al desorden de las leyes, aunque de
algún modo lo altera con esa especie de ordenamiento que es el saberse sometido. El humorista
satánico, por su parte, trampea al destino: Al tomar el partido del mal, hace suyo su triunfo.
Es su poder como medio expresivo de conflicto —su espíritu de contradicción— el que ha dado
al humorismo un auge creciente en nuestro mundo, corroído por la inseguridad y enfrentado con
interrogantes cruciales. El mérito mayor de la actitud humorística está encerrado en su espléndido
poder subversivo, que es el de la inteligencia en libertad buscando lúcida, desesperadamente, sus
fines. Una subversión de la que puede surgir inopinadamente la mítica sensatez que el hombre
necesita para salvarse.
Quizás el humorismo es el único medio para sobreponernos a nuestros despiadados, eternos
enemigos. Sin éstos —sin la muerte, sin la estupidez, sin la crueldad, sin los censores, sin los
verdugos no necesitaríamos al humorismo, ni podríamos concebirlo. Todos parecemos desear tal
paraíso, aunque no estemos seguros de que él nos compensaría la aridez de una vida animal, sin
lágrimas ni sonrisas. De cualquier modo, se trata de un problema muy alejado en el tiempo. Todo
indica que gozaremos el hermoso bien del humorismo durante muchos siglos. No ha nacido —¿No
nacerá?— el revolucionario capaz de soñar un mundo sin excusas para humoristas.
CARTA DEL VERDUGO A SU SOBRINO
De Historia de la Vida del Buscón
FRANCISCO DE QUEVEDO

FRANCISCO DE QUEVEDO Y VILLEGAS (1580-1645) ejerció con insolencia los atributos de un


genio amargo y cruel que enriqueció para siempre la literatura y el humorismo castellanos. La
Historia de la vida del Buscón llamado Don Pablo, ejemplo de vagabundos y espejo de tacaños,
publicada en 1626, trae los primeros ejemplos españoles de las anécdotas macabras que ofrecería,
más premeditadamente, el humeur noir moderno.

Hijo Pablo: Las ocupaciones grandes de esta plaza en que me tiene ocupado su majestad no me han
dado lugar a hacer esto, que si algo tiene malo el servir al rey, es el trabajo aunque le desquita con esta
negra honrilla de ser sus criados. Pésame de daros nuevas de poco gusto. Vuestro padre murió ocho
días ha con el mayor valor que ha muerto hombre en el mundo; dígolo como quien le guindó. Subió en
el asno sin poner pie en el estribo; veníale el sayo baquero que parecía haberse hecho para él, y como
tenía aquella presencia, nadie le veía con los cristos delante que no lo juzgase por ahorcado. Iba con
gran desenfado mirando a las ventanas y haciendo cortesías a los que dejaban sus oficios por mirarle;
hízose dos veces los bigotes; mandaba descansar a los confesores, e íbales alabando a lo que decían
bueno. Llegó a la de palo, puso él un pie en la escalera, no subió a gatos ni despacio, y viendo un
escalón hendido, volvióse a la justicia y dijo que mandase aderezar aquél para otro, que no todos
tenían su hígado. No sabré encarecer cuán bien pareció a todos. Sentóse arriba y tiró de las arrugas de
la ropa atrás; tomó la soga y púsola en la nuez, y viendo que el teatino lo quería predicar, vuelto a él le
dijo: "Padre, yo lo doy por predicado, y vaya un poco de credo y acabemos presto, que no querría
parecer prolijo". Hízose ansí. Encomendóme que le pusiese la caperuza de lado y que le limpiase las
barbas; yo lo hice así. Cayó sin encoger las piernas ni hacer gestos; quedó con una gravedad que no
había más que pedir. Hícele cuartos y dile por sepultura los caminos; Dios sabe lo que a mí me pesa de
verle en ellos haciendo mesa franca a los grajos, pero yo entiendo que los pasteleros desta tierra nos
consolarán, acomodándole en los de a cuatro. De vuestra madre, aunque está viva ahora, casi os puedo
decir lo mismo; que está presa en la Inquisición de Toledo, porque desenterraba los muertos sin ser
murmuradora. Dícese que besaba cada noche a un cabrón en el ojo que no tiene niña. Halláronla en su
casa más piernas, brazos y cabezas que a una capilla de milagros, y lo menos que hacía era sobre
virgos y contrahacer doncellas. Dicen que representará en un auto el día de la Trinidad, con
cuatrocientos de muerte; pésame, que nos deshonra a todos, y a mí principalmente, que al fin soy
ministro del rey y me están mal estos parentescos. Hijo, aquí ha quedado no sé qué hacienda escondida
de vuestros padres; será en todo hasta cuatrocientos ducados; vuestro tío soy, lo que tenga ha de ser
para vos. Vista ésta, os podréis venir aquí, que con lo que vos sabéis de latín y retórica seréis singular
en el arte de verdugo. Respondedme luego, y entretanto, Dios os guarde.

De Historia de la Vida del Buscón.


UNA MODESTA PROPOSICIÓN
De Una Modesta Proposición y otras sátiras.
JONATHAN SWIFT

JONATHAN SWIFT (1667-1745) padeció con torturante lucidez la contradicción entre la hipótesis
racionalista del hombre y sus prácticas bestiales. El creador de Gulliver defiende la razón ante un
mundo que parece despreciar su uso; de esta lucha quijotesca nacieron sus genialidades humorísticas
y también, quizá, la enfermedad mental que castigó sus últimos momentos.

Es un asunto melancólico para quienes pasean por esta gran ciudad o viajan por el campo, ver las
calles, los caminos y las puertas de las cabañas atestados de mendigos del sexo femenino, seguidos de
tres, cuatro o seis niños, todos en harapos e importunando a cada viajero por una limosna. Esas
madres, en vez de hallarse en condiciones de trabajar por su honesto sustento, se ven obligadas a
perder su tiempo en la vagancia, mendigando para sus infantes desvalidos que, apenas crecen, se hacen
ladrones por falta de trabajo, o abandonan su querido país natal para luchar por el Pretendiente en
España, o se venden en la Barbada.
Creo que todos los partidos están de acuerdo con que este número prodigioso de niños en los
brazos, sobre las espaldas, o a los talones de sus madres, y frecuentemente de sus padres, resulta en el
deplorable estado actual del Reino un perjuicio adicional muy grande; por lo tanto, quienquiera que
encontrase un método razonable, económico y fácil para hacer de ellos miembros cabales y útiles del
Estado, merecería tanto agradecimiento del público como para tener instalada su estatua como un
protector de la Nación.
Me ha asegurado un americano muy entendido que conozco en Londres, que un tierno niño
saludable y bien criado constituye, al año de edad, el alimento más delicioso, nutritivo y comerciable,
ya sea estofado, asado, al horno o hervido; y yo no dudo que servirá igualmente en un fricasé o un
guisado.
Por lo tanto, propongo humildemente a la consideración del público que de los ciento veinte mil
niños ya anotados, veinte mil sean reservados para la reproducción; de ellos, sólo una cuarta parte
serán machos, lo que ya es más de lo que permitimos a las ovejas, los vacunos y los puercos. Mi razón
consiste en que esos niños raramente son frutos del matrimonio, una circunstancia no muy venerada
por nuestros rústicos: En consecuencia, un macho será suficiente para servir a cuatro hembras. De
manera que los cien mil restantes pueden, al año de edad, ser ofrecidos en venta a las personas de
calidad y fortuna del reino, aconsejando siempre a las madres que los amamanten copiosamente
durante el último mes, a fin de ponerlos regordetes y mantecosos para una buena mesa. Un niño hará
dos fuentes en una comida para los amigos, y cuando la familia cene sola, el cuarto delantero o trasero
constituirá un plato razonable. Y hervido y sazonado con un poco de pimienta o de sal, resultará muy
bueno hasta el cuarto día, especialmente en invierno.

Concedo que este manjar resultará algo costoso, y será, por lo tanto, muy adecuado para
terratenientes, que como ya han devorado a la mayoría de los padres, parecen acreditar los mejores
títulos sobre los hijos.
Carne de niño habrá todo el año, pero más abundantemente en marzo, y un poco antes y después:
Porque nos informa un grave autor, eminente médico francés, que siendo el pescado una dieta
prolífica, en los países católicos romanos nacen muchos más niños aproximadamente nueve meses
después de Cuaresma que en cualquier otra estación. En consecuencia, contando un año después de
Cuaresma, los mercados estarán más atiborrados que de costumbre, porque los niños papistas existen
por lo menos en proporción de tres a uno en este reino. Eso traerá otra ventaja colateral, al disminuir
el número de papistas entre nosotros.
Ya he calculado el costo de cría de un hijo de mendigo (Entre los que incluyo a todos los
cabañeros, a los jornaleros y a cuatro quintos de los campesinos) en unos dos chelines por año,
harapos incluidos. Y creo que ningún caballero se quejaría de pagar diez chelines por el cuerpo de un
buen niño gordo, del cual, como ya he dicho, sacará cuatro fuentes de excelente carne nutritiva cuando
sólo tenga a algún amigo o a su propia familia a comer con él. De este modo, el caballero aprenderá a
ser un buen terrateniente y se hará popular entre los arrendatarios, y la madre tendrá ocho chelines de
ganancia limpia y quedará en condiciones de trabajar hasta que produzca otro niño.
Quienes sean más ahorrativos (Como debo confesar que requieren los tiempos) pueden desollar el
cuerpo, cuya piel, artificiosamente preparada, constituirá admirables guantes para damas y botas de
verano para caballeros delicados.
En nuestra ciudad de Dublín, los mataderos para este propósito pueden establecerse en sus zonas
más convenientes; podemos estar seguros de que carniceros no faltarán, aunque más bien recomiendo
comprar los niños vivos y adobarlos mientras aún están tibios del cuchillo, como hacemos para asar
los cerdos.
Algunas personas de espíritu pesimista están muy preocupadas por la gran cantidad de gente
pobre que está vieja, enferma o inválida, y me han pedido que dedique mi talento a encontrar el medio
de desembarazar a la nación de un estorbo tan gravoso. Pero este asunto no me aflige para nada,
porque es muy sabido que esa gente se está muriendo y pudriendo cada día de frío y de hambre, de
inmundicia y de piojos, tan rápidamente como se puede razonablemente esperar. Y en cuanto a los
trabajadores jóvenes, están en una situación igualmente prometedora: No pueden conseguir trabajo y
desfallecen de hambre, hasta tal punto que si alguna vez son tomados para un trabajo común no tienen
fuerza para cumplirlo; de este modo, el país y ellos mismos son felizmente librados de los males
futuros.

Suponiendo que mil familias de esta ciudad fueran compradoras habituales de carne de niño,
además de otras que llevarían para las fiestas, especialmente casamientos y bautismos, calculo que en
Dublín se colocarían anualmente cerca de veinte mil reses, y en el resto del reino (Donde
probablemente se venderán algo más barato) las restantes ochenta mil.
No se me ocurre ningún reparo que pueda oponerse razonablemente contra esta proposición, a
menos que se aduzca que la población del Reino se vería muy disminuida. Esto lo reconozco sin
reserva, y fue mi principal motivo para ofrecerla al mundo.

Yo declaro, con toda la sinceridad de mi corazón, que no tengo el menor interés personal en
esforzarme por promover esta obra necesaria, y que no me impulsa otro motivo que procurar el bien
de mi patria desarrollando nuestro comercio, cuidando de los niños, aliviando al pobre y dando algún
placer al rico. No tengo hijos por los que pueda proponerme obtener un solo penique; el más joven
tiene nueve años, y mi mujer ya no es fecunda.

De Una Modesta Proposición y otras sátiras.


LA FILOSOFÍA EN EL TOCADOR
MARQUÉS DE SADE

DONATIEN ALPHONSE FRANÇOIS, MARQUÉS DE SADE (1740-1814) pasó buena parte de su vida
en prisión, redactando una monumental —y frecuentemente aburrida apología del mal. La cárcel y su
afición literaria apenas le dejaron tiempo para practicar sus vicios, que no fueron originales. Más
meritorias fueron su franqueza, su valentía, su insobornable independencia de juicio. Parecen haber
sido éstas, y no sus desviaciones, las que le valieron morir cuerdo en el asilo de Charenton. Había
sido, según un informe policial, "un individuo incorregible, un carácter enemigo de toda obediencia".

De todas las ofensas que un hombre puede cometer contra sus semejantes, la muerte es, sin
contradicción, la más cruel, porque le quita el único bien que recibió de la naturaleza, el único cuya
pérdida es irreparable. Sin embargo, aquí se presentan varias cuestiones, abstracción hecha del daño
que la muerte cause a la víctima:
1° Considerando solamente las leyes de la naturaleza, ¿Es verdaderamente criminal esta acción?
2° ¿Lo es en relación con las leyes de la República?
3° ¿Es nociva para la sociedad?
4° ¿Cómo debe ser considerada en un Estado republicano?
5° Por último, ¿Puede el asesinato ser reprimido con el asesinato?
Examinaremos separadamente cada una de las cuestiones: El asunto es bastante importante para
permitirnos demorarnos en él. Puede ser que nuestras ideas sean halladas un poco fuertes. ¿Pero qué?
¿No hemos adquirido el derecho de decirlo todo?
Revelemos a los hombres grandes verdades: Ellos las esperan de nosotros; ya es tiempo de que el
error desaparezca, de que su superchería caiga con la de los reyes. ¿Es el asesinato un crimen a los
ojos de la naturaleza? Esta es la primera cuestión.
Aquí sin duda humillaremos el orgullo del hombre, rebajando su rango al de todas las otras
producciones de la naturaleza, pero el filósofo no acaricia las pequeñas vanidades humanas: Ardiente
perseguidor de la verdad, la separa de los tontos prejuicios del amor propio, se apodera de ella, y la
desarrolla atrevidamente ante el mundo atónito.
¿Qué es el hombre, y qué diferencia hay entre él y los otros animales del planeta? Ninguna, con
seguridad. Fortuitamente ubicado, como ellos, sobre este globo, ha nacido como ellos, y se propaga,
crece y mengua como ellos; llega como ellos a la vejez, y como ellos cae en la nada pasado el tiempo
que la naturaleza asigna a cada especie en razón de la construcción de sus órganos. Si las semejanzas
son tan exactas que es imposible para el ojo escrutador del filósofo notar alguna diferencia, será tan
malo matar a un animal como matar a un hombre; la diferencia existe solamente en los prejuicios de
nuestro orgullo. Pero nada es tan desgraciadamente absurdo como los prejuicios del orgullo.
Continuemos con la cuestión. No podéis negar que es lo mismo destruir a un hombre que a una
bestia. Pero, ¿La destrucción de cualquier animal viviente no es, decididamente, un mal, como lo
creyeron los pitagóricos y lo creen todavía algunos habitantes de las orillas del Ganges? Antes de
responder a esto, recordemos al lector que sólo estamos examinando la cuestión en relación con la
naturaleza; la consideraremos luego en conexión con los hombres.
Ahora yo pregunto qué valor pueden tener para la naturaleza los individuos que no le cuestan la
más pequeña pena ni cuidado. El obrero valora su obra de acuerdo con el trabajo que le costó. ¿Le
costó algo el hombre a la naturaleza? Y suponiendo que le haya costado algo, ¿Le costó más que un
mono o un elefante? Voy más lejos: ¿Cuáles son las materias regeneradoras de la naturaleza? ¿De qué
se componen los seres que vienen a la vida? ¿No se originan los tres elementos que los integran en la
primitiva destrucción de otros cuerpos? Si todo individuo fuera eterno, ¿No resultaría imposible para
la naturaleza crear otros nuevos? Si la eternidad de los seres es imposible para la naturaleza, su
destrucción es una de sus leyes.
Si la destrucción es tan útil que no es posible prescindir de ella, y si la naturaleza no puede llegar
a sus creaciones sin esas masas de destrucción que la muerte le prepara, la idea de aniquilación que
adjudicamos a la muerte deja de ser real; no habrá más aniquilación constatada; lo que llamamos el
fin del animal viviente no será más un fin real, sino una simple transmutación, que es la base del
movimiento perpetuo, verdadera esencia de la materia, que todos los filósofos modernos admiten
como una de sus primeras leyes. La muerte, según esos principios irrefutables, no es más que un
cambio de forma, un pasaje imperceptible de una existencia a otra, lo que Pitágoras llamó
metempsicosis.
Una vez admitidas esas verdades, yo pregunto si se podrá jamás sostener que la destrucción es un
crimen. ¿Osaréis afirmar, con la intención de conservar vuestros absurdos privilegios, que la
transmutación es destrucción? No, sin duda, porque habría que demostrar antes un instante de inacción
en la materia, un momento de reposo. Y nunca descubriréis ese momento. Los animales pequeños se
animan cuando el grande exhala su último aliento, y la vida de esos animales pequeños no es más que
uno de los efectos necesarios y determinados por el sueño momentáneo del grande. ¿Osaréis ahora
afirmar que uno agrada a la naturaleza más que el otro? Para hacerlo habría que demostrar algo
imposible: Que la forma alargada o cuadrada es más útil, más agradable a la naturaleza, que la forma
oblonga o triangular; habría que demostrar que con respecto a los designios sublimes de la naturaleza,
un holgazán que engorda en la inacción y la indolencia es más útil que el caballo, cuyo trabajo es tan
necesario, o que el buey, cuyo cuerpo precioso no tiene parte inútil; habría que demostrar que la
serpiente venenosa es más necesaria que el perro fiel.
Ahora bien, como todas esas proposiciones son insostenibles, debemos admitir que estamos
imposibilitados de aniquilar las obras de la naturaleza, que la única cosa que hacemos al entregarnos a
la destrucción es esperar un cambio en las formas, que no puede extinguir la vida. No está al alcance
del poder humano demostrar que existe crimen alguno en la supuesta destrucción de una criatura, de
cualquier edad, de cualquier sexo, de cualquier especie que la imaginéis.
Avanzando más aún en la serie de consecuencias, que nacen unas de las otras, habrá que convenir
finalmente que, lejos de perjudicar a la naturaleza, la acción que cometéis al transformar sus
diferentes obras es ventajosa para ella, puesto que le suministra la materia prima para sus
reconstrucciones, que serían impracticables si nada fuera destruido.

¡Bien, dejadla hacer!, diréis. Seguramente, dejadla hacer. Pero son sus dictados los que sigue el
hombre cuando se entrega al homicidio. Es la naturaleza la que lo aconseja. y el hombre que destruye
a su semejante es a la naturaleza lo que la peste o el hambre, igualmente enviadas por su mano, que se
sirve de todos los medios posibles para obtener esta destrucción, absolutamente necesaria para su
obra. Dignémonos iluminar nuestras almas un instante con la sagrada llama de la filosofía:
¿Qué otra voz que la de la naturaleza nos sugiere los odios personales, las venganzas, las guerras;
en una palabra, todas esas eternas causas de asesinato? Pues, si ella nos lo aconseja, es porque lo
necesita. ¿Cómo podemos, en tal caso, sentirnos culpables hacia ella, cuando no hacemos más que
cumplir sus proyectos?

Esto es más que suficiente para convencer a todo lector esclarecido de que es imposible que el
asesinato pueda nunca ultrajar a la naturaleza.
¿Es un crimen en política? Reconozcamos, al contrario, que el asesinato es, desgraciadamente,
una de las más poderosas fuerzas de la política. ¿No fue a fuerza de asesinatos que Roma se hizo
dueña del mundo? ¿No es a fuerza de asesinatos que Francia es libre hoy? Es inútil advertir que
hablamos de las muertes ocasionadas por la guerra, y no de las atrocidades cometidas por los
facciosos y los anarquistas: Éstas merecen la execración pública, y sólo necesitan ser evocadas para
excitar para siempre el horror y la indignación generales. ¿Cuál es la ciencia humana que tiene mayor
necesidad de ser sostenida por el asesinato? Las guerras, único fruto de esta bárbara política, ¿Son otra
cosa que los medios de que ella se nutre, con los que se fortifica y se sostiene? ¿Y qué es la guerra
sino la ciencia de la destrucción? Extraña ceguera del hombre, que enseña públicamente el arte de
matar, recompensa al que lo practica mejor, y castiga al que, por alguna razón particular, es abatido
por el enemigo. ¿No es tiempo de corregir tan bárbaros errores?
Finalmente, ¿Es el asesinato un crimen contra la sociedad? ¿Quién puede suponerlo
razonablemente? ¡Ay! ¿Qué le importa a esa numerosa sociedad que haya en ella un miembro de más
o de menos? Sus leyes, sus hábitos, sus costumbres ¿Se verán viciados por ello? ¿Alguna vez la
muerte de un individuo influyó sobre la población en general? Y después de las muertes de una gran
batalla, qué digo, después de la extinción de la mitad del mundo, o de su totalidad si queréis,
¿Experimentará el pequeño número de sobrevivientes la menor alteración material? ¡Ay! no. La
naturaleza entera no la experimentará, y el estúpido orgullo humano, que cree que todo fue creado
para él, se asombraría al saber que después de la destrucción total de la especie nada ha variado en la
naturaleza, y que el curso de los astros no se alteró. Continuemos.

¿Cómo sería visto el asesinato en un Estado republicano militar?

Sería seguramente de lo más peligroso contemplar desfavorablemente o castigar esta acción. La


altivez republicana exige un poco de ferocidad; si se ablanda, si su energía se pierde, pronto será
sojuzgada. Aquí se presenta una reflexión muy singular. Pero como es verdadera a pesar de su osadía,
la expondré. Una nación que comienza a gobernarse como república se sostiene sólo con sus virtudes
porque para llegar a más hace falta siempre empezar con menos; pero una nación ya vieja y
corrompida, que sacude violentamente el yugo de su gobierno monárquico para adoptar uno
republicano, sólo se puede mantener mediante el crimen, porque ya vive en él, y si intenta pasar del
crimen a la virtud, de un estado violento a uno pacífico, caerá en una inercia que pronto la conducirá a
la ruina. ¿Qué pasará con el árbol trasplantado de un terreno pleno de vigor a una llanura arenosa y
seca? Todas las ideas intelectuales están de tal modo subordinadas a la física de la naturaleza, que las
comparaciones por ella provistas no nos engañarán jamás en materia de moral.
Si en nombre de la gloria del Estado, acordáis a vuestros guerreros el derecho a destruir hombres,
entonces, por la conservación de ese mismo Estado, acordad a cada individuo igual derecho a
deshacerse, sin ultrajar la naturaleza, de los niños que no puede sostener y a los que el gobierno no
puede socorrer; acordadle también el derecho de deshacerse, por su cuenta y riesgo, de los enemigos
que pueden perjudicarlo; el resultado de esas acciones, absolutamente inofensivas en sí mismas, será
el mantenimiento de la población en un número moderado, y nunca lo suficientemente grande como
para trastornar vuestro gobierno. Dejad que los monárquicos digan que un Estado no es grande sino en
razón de su extrema población; ese Estado siempre será pobre si su población supera sus medios de
vida y será siempre floreciente si la contiene dentro de límites justos y puede comerciar sus
excedentes. ¿No podáis el árbol cuando tiene demasiadas ramas? ¿No troncháis esas ramas para
conservar el tronco? Todo sistema que se aparte de esos principios es una extravagancia cuyo abuso
nos llevará pronto al derrumbe total del edificio que elevamos con tanta pena. Pero no es al hombre
desarrollado a quien hay que destruir a fin de disminuir la población. Es injusto acortar los días de un
individuo bien conformado; no lo es, me parece, impedirle llegar a la vida a un ser que, sin duda, será
inútil al mundo. La especie humana debería ser depurada desde la cuna; el ser que supongáis que
jamás podrá ser útil a la sociedad es el que debe ser eliminado de su seno. He aquí el único medio
razonable de disminuir una población cuya extensión excesiva es, como lo terminamos de demostrar,
el más peligroso de los abusos.
Es tiempo de resumir.
¿El asesinato debe ser reprimido por el asesinato? No, indudablemente. No impongamos jamás al
asesino otra pena que aquella en que él puede incurrir por la venganza de los amigos o los familiares
de la víctima. Os perdono, dijo Luis XV a Charolais, que había matado a un hombre por divertirse,
pero haré lo mismo con el que os mate. Todo el fundamento de la ley contra los asesinos está
contenido en esa frase sublime.
En una palabra, el asesinato es un horror, pero un horror frecuentemente necesario, nunca
criminal, y que debe ser tolerado en un Estado republicano. He demostrado que el universo entero nos
da ejemplo de esto. Pero ¿Debe ser considerado el asesinato una acción punible con la muerte? Los
que respondan al siguiente dilema habrán satisfecho la cuestión.
¿Es el asesinato un crimen, o no lo es?
Si no lo es, ¿Por qué crear leyes que lo castiguen? Y si lo es, ¿Por qué bárbara y estúpida
inconsecuencia lo castigáis con un crimen semejante?
MÁXIMAS Y PENSAMIENTOS
CHAMFORT

La mayor virtud de NICOLAS SEBASTIEN ROCA, llamado CHAMFORT (1741-1794) fue el ingenio, y
la ejerció con aptitud corrosiva. Aunque hoy apenas recordamos sus Máximas, fueron malos versos y
tragedias los que le ganaron una ubicación en la Academia y una pensión de María Antonieta. La
ferocidad de sus frases no cautivó a los hombres de la Revolución: Chamfort fue arrestado por el
Comité de Salud Pública y, tras intentarlo un par de veces, logró suicidarse en la prisión.

Se cuentan aproximadamente 150 millones de almas en Europa, el doble en África, más del triple en
Asia; admitiendo que América y las Tierras Australes no contengan más que la mitad de las que hay
en nuestro hemisferio, se puede asegurar que mueren todos los días, sobre nuestro globo, más de cien
mil hombres. Un hombre que haya vivido sólo treinta años, habrá escapado aproximadamente 1.400
veces a esta espantosa destrucción.

El mundo físico parece la obra de un ser poderoso y bueno que se vio obligado a abandonar la
ejecución de una parte de su plan a un ser maligno. Pero el mundo moral parece ser el producto de los
caprichos de un diablo que se volvió loco.

Los azotes físicos y las calamidades de la naturaleza humana hicieron necesario el gobierno, y el
gobierno se agregó a los desastres de la naturaleza. Los inconvenientes de la sociedad hicieron
necesario el gobierno, y el gobierno se agregó a los desastres de la sociedad. Esta es la historia de la
naturaleza humana.

Hace siglos que la opinión pública es la más malvada de las opiniones.

La esperanza no es más que un charlatán que nos engaña incesantemente. Para mí, la felicidad
solo comienza una vez que se la ha perdido. Yo pondría con mucho gusto sobre la puerta del Paraíso el
verso que el Dante puso sobre la del Infierno:

Lasciate ogni Speranza, voi ch'entrate.

Para tener una idea justa de las cosas, hace falta dar a las palabras una significación opuesta a
aquella que les da el mundo. Misantropía, por ejemplo, quiere decir filantropía; mal francés quiere
decir buen ciudadano, que denuncia ciertos abusos monstruosos; filósofo, hombre simple, que sabe
que dos y dos son cuatro, etcétera.

El matrimonio y el celibato tienen sus inconvenientes. Es conveniente preferir a aquel cuyos


inconvenientes no son irremediables.

El amor gusta más que el matrimonio, por la misma razón que hace que las novelas sean más
entretenidas que la historia.

Los pobres son los negros de Europa.


Cuando se considera que el producto del trabajo y de la inteligencia de treinta o cuarenta siglos
ha servido para entregar trescientos millones de hombres repartidos sobre el planeta a una treintena de
déspotas, en su mayoría ignorantes e imbéciles, cada uno de ellos gobernado por tres o cuatro
pervertidos, algunas veces estúpidos, ¿Qué pensar de la humanidad, y qué esperar de ella para el
porvenir?

Los reyes y los sacerdotes han proscripto la doctrina del suicidio, tratando de asegurar la
duración de nuestra esclavitud. Nos quieren tener encerrados en una cárcel sin salida. Como ese
malvado, en el Dante, que hace amurallar la puerta de la prisión que encierra al infeliz Ugolino.
AFORISMOS
GEORG CHRISTOPH LIGHTENBERG

GEORG CHRISTOPH LICHTENBERG (1742-1799) reflejó en Alemania la actitud de los moralistas


franceses. Sin embargo, sus Aforismos demuestran un humorismo más profundo, más imaginativo que
el de sus colegas. Lichtenberg fue profesor de astronomía, física y ciencias en la Universidad de
Gotinga, y Nietzsche lo admiró.

Es una lástima que no sea posible observar las sabias entrañas de los literatos para averiguar de qué se
alimentaron.

La mayor parte de las enseñanzas morales de Kant, ¿No serán el producto de la vejez, en la que
las pasiones se debilitan y no queda más que la razón? Si el hombre muriese en la plenitud de su
fuerza, ¿Cuáles serían las consecuencias para el mundo? De la reposada sabiduría de la edad surgen
extrañas elaboraciones. ¿No habrá alguna vez un Estado que sacrifique a los hombres a los cuarenta y
cinco años?

Es posible que un perro o un elefante borracho tengan, antes de irse a dormir, ideas que no serían
indignas de un maestro de filosofía. Pero les resultan inútiles. y son aventadas por sus sistemas
sensoriales demasiado excitables.

El hombre es una obra maestra de la naturaleza por el solo hecho de que, con toda terquedad, cree
actuar como un ser libre.

Las más peligrosas de las mentiras son verdades ligeramente desfiguradas.

Nada contribuye tanto a la paz del alma como no tener ninguna opinión.
Era un hombre tan inteligente que ya no servía para nada.
Hoy se intenta difundir la sabiduría en todas partes. ¿Quién sabe si dentro de algunos siglos no
existirán universidades cuyo fin sea el restablecimiento de la antigua ignorancia?
Las enfermedades espirituales pueden producir la muerte, y ésta constituir un suicidio.
Hay gente incapaz de oír hasta que se le cortan las orejas.
Algunas personas sólo toman una decisión después de consultarla con su almohada. Eso está muy
bien, pero a veces se corre el riesgo de ir preso con la almohada.
Si el tañido de las campanas contribuye al reposo de los muertos, no lo sé; para los vivos es
abominable.
La autopsia no permite descubrir las enfermedades que desaparecen con la muerte.
Era uno de esos negros esclavos en las plantaciones de la literatura.
Las palabras que el autómata de Kempelen pronuncia más claramente son Papa y Roma. Curioso,
diría un jesuita.
En Brunschwig se vendió en venta pública, por una importante suma, un tocado confeccionado
con los cabellos íntimos de una doncella.
Las dos mujeres se abrazaron públicamente y permanecieron unidas como dos víboras in coito.
Errar es humano, en este sentido: Los animales casi nunca se equivocan, salvo los más inteligentes.
EL ASESINATO CONSIDERADO COMO UNA DE LAS
BELLAS ARTES
THOMAS DE QUINCEY

THOMAS DE QUINCEY (1784-1859) ejerció sobre su posteridad literaria una influencia cuyo valor
supera al de su propia obra. Aunque De Quincey no intentó fundar una filosofía del asesinato, ni soñó
que su broma podría ocupar lugar en tratados como la Estética de Max Bense, fue el primero en jugar
con el crimen por placer estético, que sería uno de los lugares comunes del humor negro. Que el
humorismo de De Quincey es inextinguible, debería probarlo el hecho de que no haya sido desgastado
por el uso y la admiración de tanto literato, entre Baudelaire y Borges.

El lector puede recordar que hace algunos años me presenté como un diletante del asesinato. Quizá
diletante sea una palabra muy fuerte. Conocedor conviene más a los escrúpulos y debilidades del gusto
público. Supongo que no hay nada malo en ello, al menos. Un hombre no está obligado a poner sus
ojos, sus oídos y su entendimiento en el bolsillo del pantalón cuando se encuentra con un asesinato. Si
no está en un estado categóricamente comatoso, supongo que debe notar que un asesinato es mejor o
peor que otro, en lo tocante al buen gusto. Los asesinatos tienen sus pequeñas diferencias y matices de
mérito, del mismo modo que las estatuas, cuadros, oratorios, camafeos, intaglios, y qué sé yo qué más.
Podéis enojaros con un hombre porque habla en exceso o demasiado públicamente (En cuanto al "en
exceso", yo lo niego: Un hombre nunca puede cultivar su gusto en exceso), pero debéis permitirle
pensar, de todos modos. Bien, ¿Lo creeréis?; todos mis vecinos supieron de ese pequeño ensayo
estético que he publicado. Infortunadamente, sabiendo al mismo tiempo de un club con el que estuve
relacionado y de una comida que presidí, ambos tendientes al mismo objeto que el ensayo, o sea: La
difusión de un gusto bien asentado entre los súbditos de Su Majestad, inventaron las calumnias más
bárbaras contra mi persona. Especialmente, dijeron que yo o que el club (Lo que viene a ser la misma
cosa) habíamos ofrecido subvenciones a homicidas de buena actuación, con una escala de quitas en
caso de cualquier defecto o imperfección, de acuerdo con una tabla publicada para los amigos íntimos.
Permitidme decir toda la verdad sobre la comida y el club, y se verá lo malicioso que es el mundo.
Pero primero, confidencialmente, permitidme decir cuáles son mis verdaderos principios sobre el
asunto en cuestión.
En lo que se refiere a asesinatos, no cometí uno en mi vida. Es cosa bien conocida entre todos mis
amigos. Puedo conseguir un certificado para demostrarlo, firmado por un montón de gente. En
realidad, si ustedes tocan la cuestión, yo dudo que haya mucha gente capaz de producir un certificado
tan fuerte. El mío sería tan grande como un mantel de desayuno. Es cierto que existe un miembro del
club que pretende decir que me pilló mostrándome demasiado liberal con su cuello una noche en el
club, después que todos se hubieron retirado. Pero observad que él cuenta su historia de acuerdo con
su grado de sobriedad. Cuando no va más lejos, se contenta con afirmar que me atrapó poniendo el ojo
sobre su pescuezo, y que estuve melancólico durante las semanas siguientes, y que mi voz sonaba de
un modo que expresaba, para el delicado oído de un connaisseur, el sentimiento por la oportunidad
perdida. Pero todo el club sabe que él mismo es un hombre frustrado. Además, éste es un asunto entre
dos aficionados, y todo el mundo debe perdonar las pequeñas asperezas y mentirillas en un caso
semejante.
"Pero", diréis vosotros, "si no sois asesino, podéis haber estimulado, o aun encargado, un
asesinato".
No, por mi honor, no. Y éste es precisamente el punto que deseaba desarrollar para vuestra
satisfacción. La verdad es que soy un hombre muy especial en todo lo relacionado con el asesinato; y
quizá llevo mi delicadeza demasiado lejos. El Estagirita, muy justamente, y quizá teniendo en cuenta
mi caso, ubicó la virtud en el punto medio entre dos extremos. Una mediocridad brillante seria todo lo
que el hombre puede ambicionar. Pero es más fácil decirlo que hacerlo, y siendo notoriamente mi
punto débil una excesiva dulzura de corazón, encuentro difícil mantener esa juiciosa línea ecuatorial
entre los dos polos del demasiado asesinato, por un lado, y el demasiado poco, por el otro. Creo que si
yo manejara las cosas, difícilmente habría un asesinato por año. En realidad, yo estoy con la paz, la
tranquilidad y la docilidad.

Una vez un hombre se me presentó como candidato para ocupar el puesto de mi sirviente,
entonces vacante. Tenía la reputación de haber incursionado algo en nuestro arte, según algunos no sin
mérito. Lo que me alarmó, sin embargo, fue que él suponía que su arte formaba parte de sus deberes
regulares en mi servicio, y que me pidió que esto fuera considerado en su salario. Ahora bien, era algo
que yo no permitiría, de modo que le dije en seguida: "Richard (O James como podría ser el caso),
usted interpreta mal mi carácter. Si un hombre quiere y debe practicar esta difícil (Y permitidme que
agregue, peligrosa) rama del arte, si siente una vocación irresistible hacia ella, en tal caso, todo lo que
yo le digo es que él podría continuar sus estudios tan bien a mi servicio como al de cualquier otro. Y
puedo señalar también que no puede causarle daño, ni a él ni al sujeto sobre el cual opere, aceptar los
consejos de hombres de mayor gusto que el suyo.
Pero en cuanto a cualquier caso particular, de una vez por todas, no deseo tener nada que ver con
él. Nunca me habléis en especial de ninguna obra de arte que estéis meditando. Estoy predispuesto
contra ella in toto. Porque si un hombre se permite el asesinato una vez, muy pronto llega a parecerle
nada el robo, y de robar pasa a beber y a no respetar la fiesta del sábado, y de esto a la descortesía y la
pereza. Una vez en el camino descendente, uno nunca sabe adónde irá a parar. La ruina de muchos
hombres data de uno u otro asesinato, al que quizás en su momento dieron poca importancia.
Principiis obsta; ése es mi lema". Tal fue mi discurso, y siempre he actuado de acuerdo con él. Si esto
no es ver virtuoso, me alegraría saber qué lo es.
Pero ya es tiempo de que diga unas pocas palabras sobre los principios del asesinato, no con el fin
de regular vuestra práctica, sino vuestro discernimiento: Las viejas y la chusma de lectores de
periódicos se contentan con cualquier cosa, con tal de que sea bastante sangrienta, pero un hombre de
espíritu sensible exige algo más. Primero, entonces, hablemos de la clase de persona que mejor se
adapta al propósito del asesino; segundo, del lugar del hecho; tercero, de la ocasión y otros pequeños
detalles.
En cuanto a la persona, creo que es evidente que debe ser un hombre de bien, porque si no lo
fuera podría estar proyectando un asesinato al mismo tiempo, y esas agarradas en las que "el diamante
talla al diamante", aunque bastante entretenidas cuando no hay nada mejor a la vista, no son lo que un
crítico puede permitirse llamar asesinatos. Podría mencionar algunas personas (No daré nombres) que
han sido asesinadas en una callejuela oscura, y hasta ahí todo parecía bastante correcto, pero
examinando más detenidamente el asunto el público vino a enterarse de que la misma parte asesinada
planeó, en su momento, robar a su asesino por lo menos, y posiblemente hasta matarlo, si hubiera sido
lo bastante fuerte. Siempre que sea ése el caso, o que se pueda sospechar que lo es, adiós a todos los
genuinos efectos del arte.
Porque el propósito final del asesinato, considerado como una de las bellas artes, es precisamente
el mismo de la tragedia, como lo describió Aristóteles: "purificar el corazón por medio de la piedad y
el terror". Ahora bien, terror puede haber, pero ¿Cómo puede haber piedad alguna para un tigre
destruido por otro tigre?
También es evidente que la persona elegida no debería ser un hombre público. Por ejemplo,
ningún artista juicioso hubiera intentado asesinar a Abraham Newland. Porque era el caso que todo el
mundo había leído tanto sobre Abraham Newland, y tan poca gente lo había visto, que en la opinión
general no era otra cosa que una idea abstracta. Recuerdo que una vez, cuando se me ocurrió
mencionar que había comido en un café en compañía de Abraham Newland, todos me miraron
despectivamente, como si hubiera pretendido haber jugado al billar con el Preste Juan o haber
sostenido un lance de honor con el Papa. Y dicho sea de paso, el Papa sería una persona muy
inadecuada para asesinar, porque posee tal ubicuidad virtual como padre de la Cristiandad y, como el
cuco, es tan frecuentemente oído pero nunca visto, que sospecho que la mayoría de la gente lo
considera también a él una idea abstracta. Pero ciertamente, cuando un hombre público tiene la
costumbre de ofrecer banquetes "con todos los bocados de la estación", el caso es muy distinto: Todos
están convencidos de que él no es una idea abstracta y, por consiguiente, no puede haber impropiedad
en asesinarlo; solamente que su asesinato caerá en una categoría de asesinato de la que no me he
ocupado todavía.
Además, el sujeto escogido debe gozar de buena salud; porque es absolutamente bárbaro matar a
una persona enferma, que resulta, generalmente, incapaz de soportarlo. En base a este principio, no se
debería elegir a un sastre mayor de veinticinco años, porque después de esa edad generalmente es
dispéptico. O, al menos, si un hombre debe cazar en ese coto, ha de considerar su deber natural, de
acuerdo con la antigua ecuación establecida, asesinar a algún múltiplo de 9, digamos 18, 27 6 36.
Aquí, en esta benévola consideración a la comodidad de la gente enferma, observaréis el efecto común
de una bella arte para enternecer y refinar los sentimientos. En general, caballeros, el mundo es muy
sanguinario, y todo lo que quiere en un asesinato es una copiosa efusión de sangre; un despliegue
chillón en este punto es suficiente para ellos. Pero el conocedor ilustrado es más refinado en sus
gustos, y el resultado de nuestro arte, como el de todas las otras artes liberales, cuando son dominadas
a conciencia, es humanizar el corazón. Tan cierto es, que...

Ingenuas didieisse fideliter artes


Emollit mores, nec sinit esse feros.

Un amigo filósofo, bien conocido por su filantropía y bondad, sugiere que el sujeto elegido
debería tener también niños que dependan totalmente de su trabajo, a fin de profundizar el pathos. Y
verdaderamente, ésta es una precaución juiciosa. Sin embargo, yo no insistiría demasiado vivamente
en semejante condición. El estricto buen gusto la sugiere incuestionablemente, pero mientras el
hombre sea inobjetable en materia de moral y salud, yo no observaría con celo demasiado cuidadoso
una restricción que podría tener el efecto de limitar el campo del artista.
Esto en lo que se refiere a la persona. En lo que hace a la ocasión, el lugar y los instrumentos,
tengo muchas cosas que decir, para las que no hay lugar ahora. El buen sentido del practicante lo ha
dirigido generalmente a la noche y la intimidad. Sin embargo, no han faltado casos que se desviaron
de la regla con efectos excelentes. Con respecto al tiempo, el caso de Mrs. Ruscombe es una hermosa
excepción que ya he mencionado, y con respecto tanto al tiempo como al lugar, existe una bella
excepción en los anales de Edimburgo (Año 1805), familiar a todo niño de esa ciudad, pero que ha
sido irresponsablemente defraudada en su debida porción de fama entre los aficionados ingleses. El
caso al que me refiero es el del portero de uno de los bancos, que fue asesinado mientras llevaba un
saco con dinero, a plena luz del día, a la vuelta de High Street, una de las calles más concurridas de
Europa. Y hasta este momento el asesino no ha sido descubierto.
Sed fugit interea, f ugit irreparabile tempus,
Singula dum captí circumvectamur amore.
UN POBRE VERGONZANTE
De Vapeurs ni vers ni prose.
XAVIER FORNERET

La incierta gloria del excéntrico XAVIER FORNERET (1809-1884) se funda casi exclusivamente sobre
el poema Un pobre vergonzante, que todo libro sobre humor negro repite con delectación. Se trata,
prácticamente, del único éxito de Forneret.

La sacó
de su bolsillo roto,
la puso bajo sus ojos
y la miró bien,
diciendo: "¡Infeliz!"

La sopló
con su boca húmeda,
casi sentía miedo
de un pensamiento horrible
que le partía el alma.

La mojó
con una lágrima helada
que cayó por casualidad.
Agujereado era su cuarto
más que un bazar.

La frotó
sin calentarla;
apenas si la sentía.
Pellizcada por el frío,
ella se apartaba.

La pesó
como se pesa una idea,
sosteniéndola en el aire.
Y luego la midió
con un hilo de hierro.

La tocó
con sus labios arrugados.
Ella gritó
con un frenético espanto:
"¡Adiós, bésame!"
Él la besó.
Y luego la cruzó
sobre el reloj del cuerpo,
que, ya casi sin cuerda,
mala, pesadamente latía.

La palpó
con una mano resuelta
a hacerla morir:
—Sí, es un bocado
como para alimentarse.

La dobló,
la rompió,
la ubicó,
la cortó,
la lavó,
la llevó,
la asó,
la comió.

Cuando aún era niño, le habían dicho: "Si tienes hambre, cómete una de tus manos".
LA CUERDA
De El Spleen de París.
CHARLES BAUDELAIRE

Con CHARLES PIERRE BAUDELAIRE (1821-1867) el humor negro alcanza un lugar importante en la
literatura francesa. Baudelaire no es un bromista como De Quincey (A quien leyó) o muchos
surrealistas; su humorismo reconcentrado y tenso es de una tenebrosa sinceridad. La versión que se
reproduce de La cuerda fue publicada en L'Artiste del 1° de noviembre de 1864; las otras suelen
suprimir el último párrafo.

Las ilusiones —me decía mi amigo— son quizá tan innumerables como las relaciones de los hombres
entre ellos, o de los hombres con las cosas. Y cuando la ilusión desaparece, es decir, cuando vemos al
ser o el hecho tal cual existen fuera de nosotros, experimentamos un sentimiento extraño, complicado,
mitad lamento por el fantasma desaparecido y mitad sorpresa agradable frente a la novedad, frente al
hecho real. Si existe un fenómeno evidente, trivial, siempre semejante y de una índole respecto de la
cual es imposible equivocarse, ése es el amor materno. Una madre sin amor materno es tan difícil de
suponer como una luz sin calor. ¿No resulta, pues, perfectamente legítimo atribuir al amor materno
todas las acciones y las palabras de una madre para con su hijo? Y sin embargo, escuche esta pequeña
historia, en la que fui singularmente chasqueado por la más natural ilusión.
Mi profesión de pintor me impulsa a mirar atentamente los rostros, las fisonomías que se ofrecen
en mi camino, y ya sabe usted qué goce extraemos de esta facultad que a nuestros ojos hace a la vida
más viva y significativa que para los demás hombres. En el apartado barrio donde resido, en el que
vastos espacios de césped aún separan los edificios, solía yo observar a un niño cuya fisonomía
ardiente y traviesa, más que todos los otros rostros, me sedujo desde un primer momento. Más de una
vez posó para mí, y yo lo transformé tan pronto en gitanillo, tan pronto en ángel, tan pronto en
mitológico Amor. Hice que llevara el violín del vagabundo, la Corona de Espinas, los Clavos de la
Pasión, y la Tea de Eros. Toda la picardía del mocoso llegó, en fin, a hacerme sentir un placer tan
vivo, que un día rogué a sus padres —gente muy pobre— que accedieran a dármelo, prometiéndoles
vestirlo, darle algún dinero y no imponerle más esfuerzo que el de limpiar mis pinceles y hacer los
mandados. El niño, ya aseado, se volvió encantador, y la vida que llevaba en mi casa le parecía un
paraíso, comparada con la que había sufrido en el tugurio paterno. Sólo que debo decir a usted que
aquel buen hombrecito solía asombrarme con algunas singulares crisis de precoz tristeza, y muy
pronto manifestó un gusto inmoderado por el azúcar y los licores. Hasta que un buen día comprobé
que a pesar de mis incontables advertencias había cometido un nuevo robo de esta especie y lo
amenacé con devolverlo a sus padres. Luego me marché, y mis asuntos me retuvieron bastante tiempo
fuera de mi casa.
¡Cuáles no serían mi horror y mi asombro cuando, al regresar, el primer objeto con que chocó mi
mirada fue mi buen hombrecito, el travieso compañero de mi vida, colgado de un estante de mi
armario! Sus pies casi tocaban el piso; una silla, que sin duda él había apartado de un puntapié, yacía
derribada a su lado; su cabeza aparecía convulsivamente inclinada sobre un hombro; su rostro,
hinchado, y sus ojos, abiertos muy grandes con una fijeza espantosa, suscitaron en mí, ante todo, la
ilusión de la vida. Descolgarlo no era un trabajo tan fácil como usted pudiera creerlo. Ya estaba muy
rígido, y yo sentía una inexplicable repugnancia por la idea de hacerlo caer bruscamente al suelo. Era
menester sostenerlo íntegro con un brazo, y con la mano del otro cortar la cuerda. Pero ya hecho esto,
no todo había concluido; el pequeño monstruo se había valido de un hilo de cáñamo muy delgado que
había penetrado profundamente en la carne, y ahora era necesario, con unas tijeras muy afiladas,
buscar la cuerda entre los dos rodetes de la hinchazón para liberarle el cuello.
He olvidado decirle que yo había pedido socorro a gritos, pero todos mis vecinos se habían
negado a ayudarme, fieles en esto a las costumbres del hombre civilizado, que jamás quiere, no sé por
qué, mezclarse en asuntos de ahorcados. Por último vino un médico y declaró que el niño había
muerto hacía varias horas. Cuando más tarde debimos desvestirlo para amortajarlo, la rigidez
cadavérica era tal que, desesperando de poder flexionar sus miembros, hubimos de rasgar y cortar la
ropa para sacársela.
El comisario, al que, naturalmente, debí denunciar el accidente, me miró de reojo y dijo: "¡Muy
sospechoso!", movido sin duda por un deseo inveterado y una costumbre habitual de atemorizar, sea
como fuere, tanto a los culpables como a los inocentes.
Quedaba una tarea suprema por cumplir, cuyo solo pensamiento me causaba una terrible
angustia: Había que avisar a los padres. Mis pies se negaban a llevarme. Por fin me armé de valor.
Pero, con gran asombro de mi parte, la madre se mostró impasible; ni una lágrima asomó a sus ojos.
Yo atribuí esta rareza al horror mismo que debía experimentar, y recordé la conocida sentencia: "Los
dolores más terribles son los dolores mudos". En cuanto al padre, se contentó con decir, con un aire
mitad atontado, mitad pensativo: "Después de todo, quizás haya sido mejor así; al fin y al cabo, habría
terminado mal".
Sin embargo, el cuerpo permanecía extendido sobre mi diván, y asistido por una sirvienta me
ocupaba yo de los últimos preparativos cuando la madre entró en mi taller. Quería, aclaró, ver el
cadáver de su hijo. En verdad, yo no podía impedirle que se embriagara con su desgracia y negarle ese
supremo y sombrío consuelo. En seguida me rogó que le mostrara el sitio donde su pequeño se había
ahorcado. "¡Oh, no, señora! —le respondí—, le hará daño." Y como mis ojos involuntariamente se
volvieran hacia el fúnebre armario, advertí, con un disgusto mezcla de horror y cólera, que el clavo
había quedado fijo en la pared, con un largo cabo de cuerda que todavía se arrastraba. Vivamente me
lancé a arrancar aquellos últimos vestigios de la desgracia, y ya iba a arrojarlos por la ventana abierta
cuando la pobre mujer me tomó del brazo y me dijo con voz irresistible: "¡Oh, señor, déme eso, se lo
ruego, se lo suplico!". Sin duda, su desesperación la había enloquecido, me pareció, en forma tal, que
ahora se embargaba de ternura por lo que había servido de instrumento para la muerte de su hijo, y
quería guardarlo como una horrible y amada reliquia. Y se apoderó del clavo y de la cuerda.
¡Por fin, por fin! Todo estaba cumplido. Ya no quedaba más que volver a mi trabajo, con más
empeño que de costumbre, para espantar poco a poco aquel pequeño cadáver que se paseaba por los
recovecos de mi mente y cuyo espectro me fatigaba con sus grandes ojos fijos.
Pero al día siguiente recibí un paquete de cartas: Unas, de los inquilinos de mi casa; algunas
otras, de las casas vecinas. Una del primer piso, otra del segundo, otra del tercero, y así por el estilo.
Unas en estilo semicomplaciente, como procurando disfrazar bajo una aparente broma la sinceridad
del pedido; otras groseramente descaradas y sin ortografía. Pero todas tendían a un mismo propósito,
es decir, a obtener de mí un trozo de la funesta y beatífica cuerda. Entre los firmantes había, debo
decirlo, más mujeres que hombres; pero ninguno, créame, pertenecía a la clase inferior y vulgar. He
conservado esas cartas.
Y entonces, súbitamente, una luz se hizo en mi cerebro y comprendí por qué la madre se afanaba
en arrancarme la cuerda y gracias a qué comercio creía consolarse.
"¡Caramba! —dije a mis amigos—, un metro de cuerda de ahorcado, a cien francos el decímetro,
uno sobre otro, representa mil francos: Un verdadero, un eficaz alivio para esa pobre madre."
De El Spleen de París.
¿QUIEN ROBO LAS TORTAS?
De Alice's Adventures in Wonderland.
LEWIS CARROLL

El matemático CHARLES LUTWIDGE DOGSON (1832-1898) debe su gloria a una bellísima ficción
poética, Alicia en el País de las Maravillas. Aunque es innegable que Alicia fue destinada a los niños,
su alegoría —objeto de infinita interpretación— está fuera del alcance de la mente infantil. Martin
Gardner señaló que el significado de la metáfora de Carroll es "que la vida, observada racionalmente
y sin ilusión, parece ser una historia sin sentido, contada por un matemático idiota". Se nos ha hecho
observar, también, que el enjuiciamiento de la Sota de Corazones prefigura El Proceso de Franz
Kafka.

Cuando ellos llegaron, el Rey y la Reina de Corazones ya estaban sentados en sus tronos, con una gran
multitud reunida a su alrededor: Toda clase de pequeñas aves y bestias, y el mazo completo de la
baraja. La Sota estaba ante ellos, encadenada, con un soldado a cada lado para custodiarla; y cerca del
Rey estaba el Conejo Blanco, con una trompeta en una mano y un rollo de pergamino en la otra.
Alicia nunca había estado en un tribunal de justicia, pero había leído sobre ellos en los libros, y
se sentía muy orgullosa de comprobar que conocía el nombre de casi todo lo que había allá. "Ese es el
juez —se dijo a si misma—, por su gran peluca."
El juez, dicho sea de paso, era el Rey; y como llevaba su corona sobre la peluca, no parecía nada
cómodo, y ciertamente no estaba elegante.
"Y ése es el estrado del jurado —pensó Alicia—, y esas doce criaturas, supongo que son los
jurados." Repitió para sí misma esta última palabra dos o tres veces, sintiéndose más bien orgullosa de
ello; porque creía, y con razón, que muy pocas muchachas de su edad conocían su significado. Los
doce miembros del jurado escribían muy diligentemente en sus pizarras.
—¿Qué están haciendo? —susurró Alicia al Grifo—. No pueden tener nada que anotar antes que
el proceso comience.
—Están anotando sus nombres —susurró el Grifo en respuesta—, por miedo a olvidarlos antes
del final del proceso.
—¡Cosas estúpidas! —comenzó a decir Alicia con fuerte voz indignada; pero se interrumpió
rápidamente, porque el Conejo Blanco gritó:
—¡Silencio en la corte! —y el Rey se puso sus anteojos y miró ansiosamente a su alrededor para
descubrir quién estaba hablando.
Alicia pudo ver, tan bien como si estuviera mirando por sobre sus hombros, que todos los
miembros del jurado estaban escribiendo "¡Cosas estúpidas!" en sus pizarras, y aun pudo darse cuenta
de que uno de ellos no sabía deletrear "estúpidas", y que tenía que pedir a su vecino que le dijera cómo
hacerlo. "¡Lindo lío serán sus pizarras, antes que el proceso termine!", pensó Alicia.
Uno de los jurados tenía un lápiz que rechinaba. Naturalmente, Alicia no podía soportarlo, y dio
la vuelta a la corte y se puso tras él, y muy pronto encontró una oportunidad de quitárselo. Lo hizo tan
rápidamente, que el pobre pequeño jurado (Era Bill el lagarto) no pudo saber qué se había hecho del
lápiz. De modo que, después de registrar todo a su alrededor, se vio obligado a escribir con un dedo
durante el resto del día; y esto resultó de muy poca utilidad, puesto que no dejaba marca en la pizarra.
—¡Heraldo, leed la acusación! —dijo el Rey. En este momento, el Conejo Blanco hizo sonar tres
veces la trompeta, desenrolló el pergamino, y leyó lo siguiente:

La Reina de Corazones preparó algunos pasteles para un día de verano.


La Sota de Corazones robó aquellos pasteles, los llevó a un lugar lejano.

—Considerad vuestro veredicto —dijo el Rey al jurado.


—¡Todavía no, todavía no! —interrumpió precipitadamente el Conejo—. ¡Hay mucho que hacer
antes de eso!
—Llamad al primer testigo —dijo el Rey, y el Conejo Blanco sopló tres sones en la trompeta y
llamó—: ¡Primer testigo!
El primer testigo era el Sombrerero. Llegó con una taza de té en una mano y un pedazo de pan
con manteca en la otra.
—Pido perdón, Su Majestad —comenzó—, por traer esto aquí, pero no había terminado mi té
cuando me vinieron a buscar.
—Deberías haberlo terminado —dijo el Rey—. ¿Cuándo lo empezaste?
El Sombrerero miró a la Liebre de Marzo, que lo había seguido a la corte, codo a codo con el
Lirón.
—El catorce de marzo, creo que fue —dijo.
—El quince —dijo la Liebre de Marzo.
—El dieciséis —dijo el Lirón.
—Anotad eso —dijo el Rey al jurado, y los miembros del jurado anotaron las tres cifras en sus
pizarras, y luego las sumaron, y redujeron las respuestas a chelines y peniques.
—Quítate tu sombrero —dijo el Rey al Sombrerero.
—No es mío —dijo el Sombrerero.
—¡Robado! —exclamó el Rey, volviéndose hacia el jurado, que instantáneamente hizo un
memorándum del hecho.
—Lo tengo para venderlo —agregó el Sombrerero como explicación—. No tengo ninguno de mi
propiedad. Soy un sombrerero.
Aquí la Reina se puso sus anteojos y comenzó a mirar con dura fijeza al Sombrerero, que se puso
pálido y tembloroso.
—Ofrece tu testimonio —dijo el Rey—, y no te pongas nervioso, o te haré ejecutar en este mismo
sitio.
Esto no pareció animar para nada al testigo, que oscilaba, apoyándose ya sobre un pie, ya sobre el
otro, mientras miraba desasosegadamente a la Reina; y en su confusión, mordió un gran pedazo de
taza, en vez del pan con manteca, justo en este momento, Alicia sintió una sensación muy curiosa, que
le dio una buena sorpresa hasta que descubrió de qué se trataba: Estaba empezando a crecer
nuevamente y en un primer momento creyó que se elevaría y dejaría el tribunal, pero pensándolo dos
veces, decidió permanecer donde estaba mientras hubiera lugar para ella.
—Me gustaría que no me estrujes —dijo el Lirón, que estaba sentado a su lado—. Apenas puedo
respirar.
—No puedo remediarlo —dijo Alicia muy humildemente—. Estoy creciendo.
—No tienes derecho a crecer aquí —dijo el Lirón.
—No digas tonterías —dijo Alicia más audazmente—: Sabes que tú también estás creciendo.
—Sí, pero yo crezco a un ritmo razonable —dijo el Lirón—, no de ese modo ridículo.
Y se levantó muy malhumorado y pasó al otro lado de la corte.
Durante todo este tiempo, la Reina no había dejado de mirar fijamente al Sombrerero, y
precisamente cuando el Lirón atravesaba la corte, le dijo a uno de los ujieres:
—Traedme la lista de los cantores del último concierto —ante lo cual el desdichado Sombrerero
tembló tanto, que se salió de sus zapatos.
—Da tu testimonio —repitió el Rey airadamente—, o te haré ejecutar, estés nervioso o no. —Soy
un pobre hombre, su Majestad —empezó el Sombrerero con voz temblorosa—, y no había empezado
mi té... no hace más de una semana o algo así... y en parte por lo escaso del pan con manteca, en parte
por la titilación del té...
—¿La titilación de qué? —dijo el Rey.
—Empieza con el té —replicó el Sombrerero.
—¡Naturalmente, titilación empieza con T! —dijo el rey acaloradamente—. ¿Me tomas por
tonto? ¡Continúa!
—Soy un pobre hombre —prosiguió el Sombrerero—, y la mayoría de las cosas titilaban después
que... sólo que la Liebre de Marzo dijo...
—¡No lo dije! —interrumpió la Liebre de Marzo, atropelladamente.
—¡Lo dijiste! —dijo el Sombrerero.
—¡Lo niego! —dijo la Liebre de Marzo.
—Lo niega —dijo el Rey—. Vayamos a otra cosa.
—Bien, en todo caso, el Lirón dijo... —continuó el Sombrerero, mirando ansiosamente a su
alrededor para ver si el Lirón también negaría. Pero el Lirón no negó nada, porque dormía
profundamente.
—Después de eso —continuó el Sombrerero—, corté un poco más de pan con manteca...
—¿Pero qué es lo que dijo el Lirón? —preguntó uno del jurado.
—Eso es lo que no puedo recordar —dijo el Sombrerero.
—Debes recordarlo —subrayó el Rey—, o te haré ejecutar.
El desgraciado Sombrerero dejó caer la taza de té y el pan con manteca, y cayó de rodillas.
—Soy un pobre hombre, Su Majestad —empezó. —Eres un muy pobre orador —dijo el Rey.
Aquí uno de los conejillos de la India aplaudió, y fue inmediatamente suprimido por los ujieres.
(Como éste es un término más bien duro, explicaré cómo fue hecho. Los ujieres tenían una gran
bolsa que se cerraba en la boca por medio de cordeles. En ella metieron al conejillo, empezando por la
cabeza, y después se sentaron encima).
—Si eso es todo lo que sabes sobre el asunto, puedes abandonar el lugar —continuó el Rey.
—No puedo ir más abajo —dijo el Sombrerero—. Tal como están las cosas, estoy contra el piso.
—Entonces puedes sentarte —replicó el Rey. Aquí, otro conejillo de las Indias aplaudió, y fue
suprimido.
"¡Vaya, esto termina con los conejillos de Indias!", pensó Alicia. "Ahora estaremos mejor". —Me
gustaría terminar mi té —dijo el Sombrerero, dirigiendo una mirada ansiosa hacia la Reina, que estaba
leyendo la lista de cantores.
—Puedes irte —dijo el Rey, y el Sombrerero abandonó precipitadamente la corte, sin detenerse
siquiera para ponerse los zapatos.
—...Y afuera con su cabeza —agregó la Reina a uno de los ujieres. Pero el Sombrerero se había
perdido de vista antes que el ujier pudiera alcanzar la puerta.
—¡Llamad al siguiente testigo! —dijo el Rey.
El testigo siguiente era la cocinera de la Duquesa. Traía una caja de pimienta en la mano, y Alicia
adivinó lo que era aún antes de que ella entrara en la corte, porque todos los que estaban cerca de la
puerta comenzaron a estornudar al mismo tiempo.
—Da tu testimonio —dijo el Rey.
—No quiero —dijo la cocinera.
El Rey miró ansiosamente al Conejo Blanco, que dijo en voz baja:
—Su Majestad debe repreguntar a este testigo.
—Bien, si debo hacerlo, debo hacerlo —dijo el Rey con aire melancólico, y después de cruzar los
brazos y fruncir el ceño a la cocinera hasta que sus ojos casi dejaron de verse, dijo con voz profunda:
—¿De qué están hechos los pasteles?
—De pimienta, principalmente —dijo la cocinera.
—De miel —dijo una voz somnolienta detrás suyo.
—¡Agarrad a ese Lirón! —chilló la Reina—. ¡Degollad a ese Lirón! ¡Sacad a ese Lirón del
tribunal! ¡Suprimidlo! ¡Prendedlo! ¡Cortadle los bigotes! Durante algunos minutos toda la corte fue
una confusión, y cuando todos volvieron a instalarse en sus lugares, una vez expulsado el Lirón, la
cocinera había desaparecido.

—¿Qué sabes tú sobre este asunto? —dijo el Rey a Alicia.


—Nada —dijo Alicia.
—¿Absolutamente nada? —insistió el Rey. —Absolutamente nada —repuso Alicia.
—Esto tiene mucha importancia —dijo el Rey, volviéndose hacia el jurado. Sus integrantes
comenzaron inmediatamente a tomar notas en sus pizarras, cuando el Conejo Blanco interrumpió:
—Poca importancia, quiso decir Su Majestad, naturalmente —dijo, en un tono muy respetuoso,
pero frunciendo el ceño y haciendo muecas mientras hablaba.
—Naturalmente, poca importancia es lo que quise decir —dijo el Rey apresuradamente, y siguió
para sí mismo en voz baja:
—Mucha importancia, poca importancia, poca importancia, mucha importancia —como si
quisiera saber cuál sonaba mejor.
Algunos miembros del jurado anotaron "mucha importancia" y algunos "poca importancia".
Alicia pudo verlo, porque estaba lo bastante cerca como para observar sus pizarras. "Pero esto no
importa nada", pensó.
En ese instante, el Rey, que había estado muy ocupado durante algún tiempo escribiendo en su
cuaderno de notas, exclamó:
—¡Silencio! —y leyó—: Artículo cuarenta y dos. Toda persona que mida más de una milla de
altura debe abandonar el tribunal.
Todo el mundo miró a Alicia.
—Yo no mido una milla de altura —dijo Alicia.
—Sí —dijo el Rey.
—Casi dos millas de altura —agregó la Reina.
—Bueno, no me iré, de cualquier modo —dijo Alicia—. Además, ésa no es una regla válida: La
habéis inventado ahora.
—Es la regla más vieja del libro —dijo el Rey.
—Entonces debería ser la Número Uno —dijo Alicia.
El Rey se puso pálido, y cerró rápidamente su libro de notas.
—¡Considerad vuestro veredicto! —dijo al jurado, en voz baja y temblorosa.

De Alice's Adventures in Wonderland.


FLORES DE LAS TINIEBLAS
De Contes cruels.
CONDE VILLIERS DE L ISLE ADAM

AUGUSTE VILLIERS DE L'ISLE ADAM (1840-1889) perteneció a una familia noble, arruinada por la
Revolución. Publicó poemas, novelas y dramas, pero sus obras más conocidas son los Contes cruels
(1883) y Les Nouveaux Contes cruels (1888), en los que suele asomar una ironía feroz y exaltada.

¡Oh, bellas veladas! Ante los resplandecientes cafés de los bulevares, sobre las terrazas de las
heladerías de moda, ¡Cuántas mujeres en vestidos vivaces, cuántas elegantes trotacalles se sienten a
gusto!
Aquí están las pequeñas vendedoras de flores que circulan con sus cestos.
Las bellas desocupadas aceptan esas flores que pasan, recogidas, misteriosas.
—¿Misteriosas? —¡Si, si las hay!
Sabed, sonrientes lectoras, que existe en París mismo cierta agencia sombría que se entiende con
varios conductores de entierros lujosos y hasta con los mismos sepultureros, con el fin de robar a los
difuntos de la mañana y no dejar que se marchiten inútilmente sobre las sepulturas frescas todos esos
espléndidos bouquets, todas esas coronas, todas esas rosas con los que, por centenares, la piedad filial
o conyugal sobrecarga diariamente los catafalcos.
Esas flores son casi siempre olvidadas tras las tenebrosas ceremonias. No se piensa en ellas, hay
apuro por irse... ¡Es comprensible!
Es entonces cuando nuestros amables sepultureros se muestran más felices. ¡Estos señores no
olvidan las flores! No viven en las nubes. Ellos son gente práctica. Las roban a brazadas,
silenciosamente. Arrojarlas rápidamente por arriba del muro, sobre un carro propicio, es para ellos
cosa de un instante.
Dos o tres de los más vivos y despabilados llevan la preciosa carga a unos floristas amigos que,
gracias a sus dedos de hada, arreglan de mil formas, en múltiples bouquets de corpiño y de mano, y
aun en rosas aisladas, esos melancólicos despojos.
Entonces llegan las pequeñas vendedoras nocturnas, cada una con su canastilla. Cuando los
primeros fulgores reverberan, circulan por los bulevares, ante las terrazas resplandecientes, por los
mil lugares de placer.
Y los jóvenes aburridos, ansiosos de quedar bien ante las elegantes por las que sienten alguna
inclinación, adquieren esas flores a alto precio y las ofrecen a sus damas.
Estas, todas blancas de maquillaje, las aceptan con una sonrisa indiferente y las conservan en la
mano, o las colocan en la juntura de sus corpiños.
Y los reflejos del gas vuelven los rostros pálidos. De modo que estas criaturas—espectros, así
adornadas con las flores de la Muerte, llevan, sin saberlo, el emblema del amor que dieron y del amor
que reciben.

De Contes cruels.
MI CRIMEN FAVORITO
De El club de los parricidas.
AMBROSE BIERCE

A pesar de que Bretón desdeñó u olvidó incluirlo en su Antología, AMBROSE BIERCE (1842-1913?)
es una figura clave del humor negro. Practicó con tenacidad precursora la impiedad, el cinismo y la
delectación ante lo macabro, si bien su cáustica visión de la humanidad no está exenta, a veces, de
cierto moralismo. En eso estaba cuando desapareció misteriosamente de la vista, mientras buscaba
reunirse con la gente de Pancho Villa. Su obra de tesis es el Diccionario del Diablo.

Habiendo asesinado a mi padre en circunstancias singularmente atroces, fui arrestado y enjuiciado en


un proceso que duró siete años. Al exhortar al jurado, el juez de la Corte de Absoluciones señaló que
el mío era uno de los más espantosos crímenes que había tenido que juzgar.
A lo que mi abogado se levantó y dijo:
—Si Vuestra Señoría me permite, los crímenes son horribles o agradables sólo por comparación.
Si conociera usted los detalles del asesinato previo de su tío que cometió mi cliente, discerniría en su
último delito (Si es que delito puede llamarse) una especie de tierna indulgencia y de filial
consideración por los sentimientos de la víctima. La aterradora ferocidad del anterior asesinato era
verdaderamente incompatible con cualquier hipótesis que no fuera la de culpabilidad; y de no haber
sido por el hecho de que el honorable juez que presidió el juicio era el presidente de la compañía de
seguros en la que mi cliente tenía una póliza contra riesgos de ahorcamiento, es difícil estimar cómo
podría haber sido decentemente absuelto. Si Su Señoría desea oírlo, para instrucción y guía de la
mente de Su Señoría, este infeliz hombre, mi cliente, consentirá en tomarse el trabajo de relatarlo bajo
juramento.
El Fiscal del Distrito dijo:
—Me opongo, Su Señoría. Tal declaración tendría sentido de prueba, y los testimonios del caso
han sido cerrados. La declaración del prisionero debió presentarse hace tres años, en la primavera de
1881.
—En sentido estatutario —dijo el juez— tiene razón, y en la Corte de Objeciones y Tecnicismos
obtendría fallo a su favor. Pero no en una Corte de Absoluciones. Objeción denegada.
—Recuso —dijo el Fiscal de distrito.
—No puede hacerlo —contestó el juez—. Debo recordarle que para hacer una recusación debe
lograr primero transferir este caso, por un tiempo, a la Corte de Recusaciones, en una demanda formal,
debidamente justificada en declaraciones escritas. Una demanda a ese efecto, hecha por su predecesor
en el cargo, le fue denegada por mí durante el primer año de este juicio. Oficial, haga jurar al
prisionero.
Habiendo sido administrado el juramento de costumbre, hice la declaración siguiente, que
impresionó al juez con tan fuerte sensación de la comparativa trivialidad del delito por el cual se me
juzgaba, que no buscó ya circunstancias atenuantes, sino que, sencillamente, instruyó al jurado para
que me absolviera y abandoné la corte sin mancha alguna sobre mi reputación.
"Nací en 1856 en Kalamakee, Michigan, de padres honestos y honrados, uno de los cuales el
Cielo ha perdonado piadosamente para consuelo de mis últimos años. En 1867 la familia llegó a
California y se estableció cerca de Nigger Head abriendo una empresa de salteadores de caminos que
prosperó más allá de cualquier sueño de avaricia. Mi padre era entonces un hombre reticente y
melancólico y aunque su creciente edad ha relajado un poco su austera disposición, creo que nada,
fuera del recuerdo del triste episodio por el que ahora se me juzga, le impide manifestar una genuina
hilaridad.
"Cuatro años después de haber puesto nuestra empresa de salteadores llegó hasta allí un
predicador ambulante, que no teniendo otra manera de pagar el alojamiento nocturno que le dimos,
nos favoreció con una exhortación de tal fuerza que, alabado sea Dios, nos convertimos a la religión.
Mi padre mandó llamar a su hermano, el Honorable William Ridley, de Stockton, y apenas llegó le
entregó el negocio, sin cobrarle nada por la licencia ni por la instalación... Esta última consistente en
un rifle Winchester, una escopeta de caño serruchado y un juego de antifaces hechos con bolsas de
harina. La familia se trasladó entonces a Ghost Rock y abrió una casa de baile. Se la llamó La Gaita
del Descanso de los Santos' y cada noche la cosa empezaba con una plegaria. Fue aquí donde mi ahora
santa madre adquirió el apodo de `La Morsa Galopante'.
"En el otoño del 75 tuve ocasión de visitar Coyote, en el camino de Mahala y tomé la diligencia
en Ghost Rock. Había otros cuatro pasajeros. A unas tres millas más allá de Nigger Head, personas
que identifiqué como mi tío William y sus dos hijos, detuvieron la diligencia. No encontrando nada en
la caja del expreso, registraron a los pasajeros. Actué honorablemente en el asunto, colocándome en
fila con los otros, levantando las manos y permitiendo que me despojaran de cuarenta dólares y un
reloj de oro. Por mi conducta nadie pudo haber sospechado que conocía a los caballeros que daban la
función. Unos días después, cuando fui a Nigger Head y pedí la devolución de mi dinero y mi reloj, mi
tío y mis primos juraron que no sabían nada del asunto y afectaron creer que mi padre y yo habíamos
hecho el trabajo, violando deshonestamente la buena fe comercial. El tío William llegó a amenazar
con poner una casa de baile competidora en Ghost Rock. Como `El descanso de los Santos' se había
hecho muy impopular, me di cuenta de que esto sin duda alguna terminaría por arruinarla y se
convertiría para ellos en una empresa de éxito, de modo que le dije a mi tío que estaba dispuesto a
olvidar el pasado si consentía en incluirme en el proyecto y mantener el secreto de nuestra sociedad
ante mi padre. Rechazó esta justa oferta y entonces percibí que todo sería mejor y más satisfactorio si
él estuviera muerto.
"Mis planes para ese fin estuvieron pronto perfeccionados y al comunicárselos a mis amados
padres tuve la satisfacción de recibir su aprobación. Mi padre dijo que estaba orgulloso de mí y mi
madre prometió que aunque su religión le prohibiera ayudar a quitar vidas humanas, tendría yo la
ventaja de contar con sus plegarias para mi éxito. Como medida preliminar con miras a mi seguridad
en caso de descubrimiento, hice la solicitud de socio en esa poderosa orden, los Caballeros del
Crimen, y a su debido tiempo fui recibido como miembro de la comandancia de Ghost Rock. Cuando
terminó mi noviciado se me permitió por primera vez inspeccionar los registros de la Orden y saber
quién pertenecía a ella, ya que todos los ritos de iniciación se habían llevado a cabo enmascarados.
¡Imaginen mi encanto cuando mirando la nómina de asociados encontré que el tercer nombre era el de
mi tío, que en realidad era vicecanciller adjunto de la Orden! Era ésta una oportunidad que excedía
mis sueños más desenfrenados: ¡Al asesinato podía agregar la insubordinación y la traición! Era lo
que mi buena madre hubiera llamado `un regalo de la Providencia'.
"Alrededor de esta época ocurrió algo que hizo que mi copa de júbilo, ya llena, desbordara por
todos lados en una catarata circular de bienaventuranzas. Tres hombres, extranjeros en esa localidad,
fueron arrestados por el robo a la diligencia en el que yo había perdido mi dinero y mi reloj. Fueron
enjuiciados y a pesar de mis esfuerzos por absolverlos e imputar la culpa a tres de los más respetables
y dignos ciudadanos de Ghost Rock, se los declaró culpables en base a las pruebas más evidentes. El
asesinato de mi tío sería ahora tan injustificable e irrazonable como podía desearse.
"Una mañana me puse el rifle Winchester al hombro y yendo a casa de mi tío, cerca de Nigger
Head, le pregunté a mi tía Mary, su esposa, si estaba él en casa, agregando que había venido a matarlo.
Mi tía replicó, con su peculiar sonrisa, que tantos caballeros lo visitaban con esa intención y que
después se iban sin haberlo logrado, que yo debía disculparla por dudar de mi buena fe en el asunto.
Dijo que yo no daba la impresión de ir a matar a nadie, así que, como prueba de buena fe, levanté mi
rifle y herí a un chino que pasaba frente a la casa. Ella dijo que conocía familias enteras que podían
hacer cosas semejantes, pero que Bill Ridley era caballo de otro pelo. Dijo, sin embargo, que lo
encontraría al otro lado del estero, en el solar de las ovejas y agregó que esperaba que ganara el mejor.
"Mi tía Mary era una de las mujeres más imparciales que he conocido.
"Encontré a mi tío arrodillado, ocupado en esquilar una oveja. Viendo que no tenía a mano rifle
ni pistola no tuve ánimo para disparar, así que me acerqué, lo saludé amablemente y le di un buen
golpe en la cabeza con la culata de mi rifle. Tengo buena mano y el tío William cayó sobre un costado,
se dio vuelta luego sobre la espalda, abrió los dedos y tembló. Antes de que pudiera recobrar el uso de
sus miembros tomé el cuchillo que él había estado usando y le corté los tendones. Ustedes saben, sin
duda, que cuando se cortan los tendo Achillis el paciente pierde el uso de su pierna; es exactamente
igual que si no tuviera pierna. Bien, le seccioné los dos y cuando revivió estaba a mi servicio. Tan
pronto como comprendió la situación dijo:
"—Samuel, has conseguido vencerme y puedes permitirte ser generoso. Sólo quiero pedirte una
cosa y es que me lleves a mi casa y me liquides en el seno de mi familia.
"Le dije que consideraba éste un pedido perfectamente razonable y que así lo haría si me permitía
ponerlo en una bolsa de trigo; sería más fácil llevarlo de esa manera y si los vecinos nos vieran en
route provocaría menos comentarios. Estuvo de acuerdo y yendo al granero traje una bolsa. Esta, sin
embargo, no le iba bien; era muy corta y mucho más ancha que él, así que doblé sus piernas, forcé las
rodillas contra el pecho y así lo metí, atando la bolsa sobre su cabeza. Era un hombre pesado e hice
todo lo posible por ponérmelo a la espalda, pero anduve a los tumbos un trecho hasta que llegué a una
hamaca que algunos chicos habían colgado de la rama de un roble. Aquí lo deposité en el suelo y me
senté sobre él a descansar, y la vista de la soga me proporcionó una feliz inspiración. A los veinte
minutos, mi tío, siempre en la bolsa, se hamacaba libremente en alas del viento.
"Yo había descolgado la soga y atado un extremo en la boca de la bolsa, pasando el otro por la
pierna y así lo levanté unos cinco pies del suelo. Atando el otro extremo de la soga también alrededor
de la boca de la bolsa, tuve la satisfacción de ver a mi tío convertido en un hermoso gran péndulo.
Debo agregar que el no estaba totalmente al tanto de la naturaleza del cambio que había
experimentado en relación con el mundo exterior, aunque en justicia al recuerdo de un buen hombre,
debo decir que no creo que en ningún caso él hubiera dedicado demasiado tiempo a un vano
agradecimiento.
"El tío William tenía un carnero que era famoso como luchador en toda la región. Vivía en estado
de indignación constitucional crónica. Algún profundo desengaño de su vida anterior le había agriado
el carácter y había declarado la guerra al mundo entero. Decir que embestía cualquier cosa accesible
es expresar muy levemente la naturaleza y alcance de su actividad militar: El universo era su
antagonista, sus métodos los de un proyectil. Luchaba como los ángeles con los demonios: En medio
del aire, hendiendo la atmósfera como un pájaro, describiendo una curva parabólica y descendiendo
sobre su víctima en el ángulo justo de incidencia que más rendía a su velocidad y su peso. Su impulso,
calculado en toneladas cúbicas, era algo increíble. Se lo había visto destrozar a un toro de cuatro años
con un solo golpe dado en la nudosa frente del animal. No se conocía cerco de piedra que resistiera la
fuerza de su golpe descendente; no había árboles bastante pesados para soportarlo; los convertía en
astillas y profanaba en la oscuridad el honor de sus hojas. Este bruto irascible e implacable, este
trueno encarnado, este monstruo de los abismos, había visto yo que descansaba a la sombra de un
árbol adyacente, sumido en sueños de conquistas y de gloria. Con miras a atraerlo al campo del honor
suspendí a su amo de la manera descripta.
"Completados mis preparativos, impartí al péndulo de mi tío una suave oscilación, y retirándome
a cubierto de una piedra contigua, elevé mi voz en un largo grito estridente cuya nota final decreciente
se ahogaba en un ruido como el de un gato protestando, ruido que emanaba de la bolsa.
Instantáneamente el formidable lanar se paró sobre sus patas y comprendió la situación militar de un
vistazo. En pocos minutos más se había acercado piafando hasta unos cincuenta metros de distancia
del oscilante enemigo, que, ora avanzando, ora retirándose, parecía invitarlo a la riña. De pronto vi la
cabeza de la bestia inclinada hacia la tierra como abatida por el peso de sus enormes cuernos; luego el
carnero se prolongó en una franja confusa y blanca directamente dirigida desde ese lugar,
horizontalmente en dirección a un punto situado a unos cuatro metros por debajo del enemigo. Allí
golpeó vivamente hacia arriba, y antes de que se hubiera borrado de mi mirada el lugar de donde había
arrancado, oí un hórrido porrazo y un grito desgarrador y mi pobre tío fue disparado hacia adelante
con un cabo suelto más alta que el miembro al que estaba atado. Aquí la soga se puso tensa de un
tirón, deteniendo su vuelo y fue enviado atrás otra vez, describiendo, sin resuello, una curva de arco.
El carnero se había tumbado —un indescriptible montón de patas, lanas y cuernos—, pero
rehaciéndose y esquivando el vaivén descendente de su antagonista se retiró sin orden ni concierto,
sacudiendo alternativamente la cabeza o pateando con sus patas traseras. Cuando había retrocedido a
más o menos la misma distancia que la que había usado para asestar el golpe, se detuvo nuevamente.
inclinó la cabeza como en una plegaria por la victoria y otra vez salió disparando hacia adelante,
confusamente visible como antes: Un prolongado rayo de luz blanca, con monstruosas ondulaciones y
terminado en un vivo ascenso. Esta vez el curso del ataque dio en el ángulo exacto, comparado con el
primero, y la impaciencia del animal era tan grande que golpeó al enemigo antes de que éste llegara al
punto más bajo del arco. En consecuencia mi tío empezó a volar en círculos y círculos horizontales, de
un radio igual a la mitad de la longitud de la soga que, he olvidado decirlo, era de unos seis metros de
largo. Sus alaridos, crescendo al ir hacia adelante y diminuendo al retroceder, hacían que la rapidez de
sus revoluciones fuera más evidente para el oído que para la vista. Evidentemente aún no había
recibido un golpe en un lugar vital. La postura que tenía dentro de la bolsa y la distancia del suelo a
que estaba colgado, obligaban al carnero a dedicarse a sus extremidades inferiores y al final de su
espalda. Como una planta cuyas raíces han encontrado un mineral venenoso, mi pobre tío iba
muriendo lentamente hacia arriba. ,,Después de asestar el segundo golpe, el carnero no había vuelto a
retirarse. La fiebre de la batalla ardía fogosamente en el corazón del animal, su cerebro estaba ebrio
del vino de la contienda. Como el púgil que en su ira olvida sus habilidades y pelea sin efectividad a
distancia de medio brazo, la bestia enfurecida se empeñaba por alcanzar su volante enemigo cuando
pasaba sobre ella, con torpes saltos verticales, consiguiendo a veces, en realidad, golpearlo
débilmente, pero las más de las veces caía a causa de su propia ansiedad mal dirigida. Pero a medida
que el ímpetu se fue agotando y los círculos del hombre fueron disminuyendo en tamaño y velocidad,
acercándolo más al suelo, esta táctica produjo mejores resultados, despertando una superior calidad de
alaridos que disfruté plenamente.
"De pronto, como si las trompetas hubieran tocado tregua, el carnero suspendió las hostilidades y
se marchó, frunciendo y desfrunciendo pensativamente su gran nariz aguileña y arrancando
distraídamente un manojo de pasto y masticándolo con lentitud. Parecía haberse cansado de las
alarmas de la guerra y haber resuelto convertir la espada en reja de arado para cultivar las artes de la
paz. Siguió firmemente su camino, apartándose del campo de la fama hasta que ganó una distancia de
cerca de un cuarto de milla. Allí se detuvo, de espaldas al enemigo, rumiando su comida y en
apariencia dormido. Observé, sin embargo, un giro ocasional muy leve de la cabeza, como si su apatía
fuera más afectada que real.
"Entretanto, los alaridos del tío William habían menguado junto con su movimiento y sólo
provenían de él lánguidos y largos quejidos, y a grandes intervalos mi nombre, pronunciado en
suplicantes tonos, sumamente agradables a mi oído. Evidentemente el hombre no tenía la más leve
idea de lo que le estaba ocurriendo y estaba inefablemente aterrorizado. Cuando la Muerte llega
envuelta en su capa de misterio es realmente terrible. Poco a poco las oscilaciones de mi tío
disminuyeron y finalmente colgó sin movimiento. Fui hacia él y estaba a punto de darle el coup de
grace cuando oí y sentí una sucesión de vivos choques que sacudieron el suelo como una serie de leves
terremotos, y, volviéndome en dirección del carnero, vi acercárseme una gran nube de polvo con
inconcebible rapidez y alarmante efecto. A una distancia de treinta metros se detuvo en seco y del
extremo más cercano ascendió por el aire lo que primero tomé por un gran pájaro blanco. Su ascenso
era tan suave, fácil y regular que no pude darme cuenta de su extraordinaria celeridad y me perdí en la
admiración de su gracia. Hasta hoy me queda la impresión de que era un movimiento lento,
deliberado, como si el carnero —porque tal era el animal— hubiera sido levantado por otros poderes
que los de su propio ímpetu y sostenido en las sucesivas etapas de su vuelo con infinita ternura y
cuidado. Mis ojos siguieron sus progresos por el aire con inefable placer, mayor aún por contraste, con
el terror que me había causado su acercamiento por tierra. Hacia arriba y hacia adelante navegaba, la
cabeza casi escondida entre las patas delanteras echadas hacia atrás, y las posteriores estiradas como
las de una garza que se remonta.
A una altura de trece a quince metros, según puede calcularse a ojo, llegó a su zenit y pareció
quedar inmóvil por un instante; luego, inclinándose repentinamente hacia adelante, sin alterar la
posición relativa de sus partes, se lanzó hacia abajo en pendiente con aumentada velocidad, pasó muy
próximo a mí, por encima mío con el ruido de una bala de cañón y golpeó a mi pobre tío casi
exactamente en la punta de la cabeza.!Tan espantoso fue el impacto que no sólo rompió el cuello del
hombre, sino que también la soga, y el cuerpo del difunto, lanzado contra el suelo, quedó aplastado
como pulpa bajo la horrible frente del meteórico carnero! La sacudida detuvo todos los relojes desde
Lone Hand a Dutch Dan, y el profesor Davidson, distinguida autoridad, en asuntos sísmicos, que se
encontraba en la vecindad, explicó inmediatamente que las vibraciones fueron de norte a sudeste.
"Sin excepción, no puedo dejar de pensar que en punto a atrocidad artística, mi asesinato del tío
William ha sido superado pocas veces".

De El club de los parricidas.


PENSAMIENTOS
FRIEDRICH NIETZSCHE

En buena parte de su obra, FRIEDRICH NIETZSCHE (1844-1900) aplicó exitosamente el arte de


equivocarse con vehemencia. La otra parte, la rescatable, podría contribuir en muchos aspectos a
sistematizar una filosofía del humor negro. Pero la virtud de dudar, una condición necesaria para el
humorista, fue ajena a Nietzsche. Es esta ineptitud la que inhabilita tantas páginas de su filosofía,
transformándolas en la literatura de un hombre de genio.

Lo que conserva a la especie son los espíritus fuertes y los espíritus malignos, los más fuertes y los
más malignos, los que más estimularon hasta hoy el progreso de la humanidad: Han animado
constantemente las pasiones que se adormecían —toda sociedad civilizada adormece las pasiones—,
han despertado constantemente el espíritu de comparación y contradicción, el gusto de lo nuevo, de lo
arriesgado, de lo no ensayado; han obligado al hombre a oponer incesantemente las opiniones a las
opiniones, los ideales a los ideales. La mayoría de las veces por las armas, derribando los mojones,
violando las virtudes, ¡Pero también fundando nuevas religiones, creando nuevas morales! Esta
"maldad" que se encuentra en todo profesor de lo nuevo, en todo predicador de cosas nuevas, es la
misma "maldad" que desacredita al conquistador, aunque se expresa más sutilmente y no moviliza tan
inmediatamente el músculo; esto es lo que hace que ella no sea tan desprestigiosa. Lo nuevo, de
cualquier manera, es malo, puesto que quiere conquistar, derribar las barreras, abatir las antiguas
virtudes, ¡Sólo lo antiguo es bueno! En toda época los hombres de bien son los que siembran
profundamente las viejas ideas para hacerles dar fruto, son los cultivadores del espíritu. Pero todo
suelo termina por agotarse, y siempre hace falta que el arado del mal lo revigorice. Existe una doctrina
moral, una doctrina fundamentalmente errónea, que está muy de moda en Inglaterra: Enseña que
"bien" y "mal" expresan una totalidad de experiencias de lo "oportuno" y lo "inoportuno", que se llama
"bueno" a lo que conserva la especie, y "malo" a lo que le es pernicioso. Pero los malos instintos son
en realidad tan oportunos, tan útiles, tan indispensables para la conservación de la especie, como los
buenos: Sólo que su función es diferente.

Santa Crueldad. —Un hombre, llevando un niño en brazos, encontró a un santo. "¿Qué debo
hacer con este niño?", le preguntó, "es raquítico, contrahecho, ni siquiera tiene vida para morir".
"Mátalo", exclamó el santo con voz terrible, "mátalo y llévalo tres días y tres noches en tus brazos
para recordarlo siempre, para que nunca más engendres un niño cuya hora no haya llegado".
Habiendo entendido estas palabras el hombre se marchó; y muchos censuraron al santo porque
había aconsejado algo cruel, porque había aconsejado matar al niño.
"¿Pero no sería más cruel dejarlo vivir?", respondió el santo.

La vida no es argumento. —Nos hemos acomodado un mundo en el que podemos vivir,


admitiendo la existencia de cuerpos, de líneas, de superficies, de causas y de efectos, de movimiento y
de reposo, de forma y de fondo: Sin estos artículos de fe, hoy nadie soportaría la vida. Pero esto no
prueba nada en su favor. La vida no es argumento; porque entre las condiciones de la vida podría
encontrarse el error.

Una decisión peligrosa. —La decisión cristiana de encontrar al mundo feo y malvado ha vuelto al
mundo feo y malvado.

El propósito del castigo. —"El castigo está hecho para mejorar al que castiga"; esta frase
representa el último recurso de los defensores del castigo.

Sacrificio. —Del sacrificio y del espíritu de sacrificio, las víctimas tienen otra idea que los
espectadores; pero nunca se les ha pedido la opinión.

Culpabilidad. —Aunque los jueces más sagaces, y hasta las mismas brujas, estaban convencidos
del carácter culpable de las prácticas de brujería, la culpabilidad de las brujas nunca existió. Así
sucede con toda culpabilidad.

Escepticismo supremo. —¿Cuáles son, en último análisis, las verdades del hombre? Son sus
errores irrefutables.

Lo más feo. —Es difícil creer que quien haya recorrido todo el mundo pueda haber hallado
lugares más feos que el rostro humano.

Conversando. —Decidir si en una conversación debemos dar o negar la razón a nuestro


interlocutor es cuestión de costumbre: Ambas cosas se justifican.

El bien estimula la vida. —Todo lo bueno actúa como fuerte estimulante en favor de la vida. Este
es, precisamente, el caso de un buen libro escrito contra la. vida.

Planificar. —Planificar y adoptar decisiones nos ofrece muchos momentos agradables; quien
fuera capaz de no hacer en su vida otra cosa que planificar sería un hombre muy feliz. Pero le sería
necesario, de vez en cuando, descansar un poca llevando algún plan a la práctica: Entonces la cólera y
la decepción lo embargarían.

El remordimiento . —El remordimiento es como la mordedura de un perro en una piedra: Una


tontería.

Por qué viven los mendigos. —Si la limosna sólo se diese por compasión, ya habrían
desaparecido los mendigos.
LOS CANTOS DE MALDOROR
CONDE DE LAUTREAMONT

ISIDORE LUCIEN DUCASSE (1846-1870) es el nombre del misterioso autor de Los Cantos de
Maldoror, la genial epopeya del mal adorada por los surrealistas y estructurada alrededor de un
enfoque humorístico del universo que no tiene punto de comparación en la literatura mundial.

Hay un insecto que los hombres alimentan a su costa. No le deben nada, pero le temen. El tal, que no
gusta del vino, y en cambio prefiere la sangre, si no se satisfacen sus legítimas necesidades, sería
capaz, merced a un oculto poder, de adquirir el tamaño de un elefante y aplastar a los hombres como
espigas. Por esa razón hay que ver cómo se le respeta, cómo se le tiene en la más alta estima por sobre
todos los animales de la creación. Se le otorga la cabeza como trono, y él fija sus garras en la raíz de
los cabellos, con dignidad. Más adelante, cuando está gordo y entra en una edad avanzada, imitando la
costumbre de un antiguo pueblo, se le sacrifica a fin de que no sufra los achaques de la vejez. Le
organizan grandes funerales, como a un héroe, y el féretro que lo conduce directamente hacia la losa
del sepulcro es cargado sobre los hombros de los principales ciudadanos, junto a la tierra húmeda que
el sepulturero extrae con su diestra pala, se combinan frases multicolores sobre la inmortalidad del
alma, sobre la futilidad de la vida, sobre la voluntad inexplicable de la providencia, y el mármol se
cierra para siempre sobre esa existencia, laboriosamente cumplida, que ya no es más que un cadáver.
La muchedumbre se dispersa, y la noche no tarda en cubrir con sus sombras los muros del cementerio.
Pero consolaos, humanos, de su dolorosa pérdida. He aquí que avanza su incontable familia, que
os cede con toda liberalidad para que vuestra desesperación sea menos amarga y encuentre alivio en la
grata presencia de esos engendros huraños, que se convertirán más tarde en magníficos piojos, con las
galas de una notable belleza, monstruos con aire de sabios. Incubó muchas docenas de queridos
huevos, con maternal dedicación, sobre vuestros cabellos desecados por la succión encarnizada de
esos temibles forasteros. Pronto llega el momento en que los huevos estallan. No os preocupéis, esos
adolescentes filósofos no tardan en desarrollarse a través de esta vida efímera. Se desarrollarán hasta
un punto que no podréis ignorar gracias a sus garras y órganos chupadores.
Vosotros no sabéis por qué razón no devoran vuestro cráneo, conformándose con extraer
mediante sus bombas la quintaesencia de vuestra sangre. Un momento de paciencia que os lo voy a
explicar: No lo hacen, simplemente, porque carecen de la fuerza suficiente. Tened por seguro que si
sus mandíbulas respondieran a la magnitud de sus ansias infinitas, los sesos, la retina, la columna
vertebral, todo vuestro cuerpo desaparecería. Como una gota de agua. Sobre la cabeza de algún
mendigo joven de la calle observad con un microscopio a un piojo que trabaja: Ya me contaréis
después. Desgraciadamente son pequeños, esos bandoleros de enorme melena. No servirían para
conscriptos, pues no alcanzan la talla exigida por la ley. Pertenecen al mundo liliputiense de los
patizambos, y los ciegos no vacilan en clasificarlos entre los infinitamente pequeños. Desgraciado el
cachalote que luchara contra un piojo. Sería devorado en un abrir y cerrar de ojos, a pesar de su talla.
Ni siquiera la cola quedaría para anunciar la nueva. El elefante se deja acariciar, el piojo no. No os
aconsejo intentar esa experiencia peligrosa. Especial cuidado debéis tener si vuestra mano es peluda, y
también si sólo está compuesta de carne y huesos. Vuestros dedos no tendrán remedio. Crujirán como
si estuvieran sometidos a la tortura. La piel desaparece por un extraño encantamiento. Los piojos
nunca pueden llegar a cometer tanto mal como el que les sugiere su imaginación. Si encontráis un
piojo en vuestro camino, seguid adelante sin lamerle las papilas de la lengua. Os ocurriría alguna
desgracia. Eso está probado. No importa, estoy de todos modos contento por la magnitud del mal que
te hace, ¡Oh, raza humana!, aunque me gustaría que todavía te hiciera más.
¿Hasta cuándo mantendrás el culto carcomido de ese dios, insensible a tus plegarias y a las
ofrendas generosas que le presentas en holocausto expiatorio? Ya lo ves, el horrible manitú no te
agradece las grandes copas de sangre y de seso que tú distribuyes en sus altares, piadosamente
adornados con guirnaldas de flores. No te agradece..., pues los terremotos y las tempestades continúan
haciendo estragos desde el comienzo de las cosas. Y sin embargo —hecho digno de ser observado
mientras más indiferente se muestra, más lo admiras. Se ve que tú sospechas la existencia de
cualidades que él conserva ocultas; y tu razonamiento se apoya en la siguiente consideración: Que
sólo una divinidad de poder superior puede mostrar tanto menosprecio hacia los fieles que obedecen a
su religión. Por eso en cada país existen dioses distintos: Aquí el cocodrilo, allá la mercenaria del
amor; pero cuando se trata del piojo, al conjuro de ese nombre sagrado, todos los pueblos sin
excepción inclinan las cabezas de su esclavitud, arrodillándose juntos en el atrio augusto ante el
pedestal del ídolo informe y sanguinario. El pueblo que no obedeciera a sus propios instintos rastreros
y diera señales de rebelión desaparecería tarde o temprano de la tierra, como hoja de otoño, aniquilado
por la venganza del dios inexorable.
¡Oh, piojo de pupila contraída!, en tanto que los ríos derramen el declive de sus aguas en los
abismos del mar, en tanto que los astros persistan en la trayectoria de sus órbitas, en tanto que el
mundo vacío no tenga límites, en tanto que la humanidad desgarre sus propios flancos en guerras
funestas, en tanto que la justicia divina arroje sus rayos vengadores sobre este globo egoísta, en tanto
que el hombre desconozca a su creador y se burle de él —no sin razón— agregando una pizca de
desprecio, tu reino estará asegurado sobre el universo, y tu dinastía extenderá sus eslabones de siglo
en siglo. Yo te saludo, sol naciente, libertador celestial, a ti, enemigo recóndito del hombre; continúa
aconsejando a la inmundicia que se una con él en impuros abrazos, y que le prometa con juramentos
no escritos en el polvo, que seguirá siendo su fiel amante por toda la eternidad. Besa de vez en cuando
el vestido de ese gran impúdico, como gratitud por los servicios importantes que nunca deja de
prestarte. Si ella no sedujera al hombre con sus pechos lascivos, probablemente no existirías, tú,
producto de ese acoplamiento justo y consecuente. ¡Oh, hijo de la inmundicia!, di a tu madre que si
abandona el lecho del hombre para encaminarse por rutas solitarias, sola y sin protección, llegará a ver
su existencia comprometida. Que sus entrañas, que te llevaron nueve meses entre sus perfumadas
paredes, se conmuevan un instante con los peligros que de resultas correría su tierno fruto tan gentil y
tranquilo, pero en adelante helado y feroz. Inmundicia, reina de los imperios, cuida, en presencia de
mi odio, el espectáculo del crecimiento insensible de los músculos de tu prole hambrienta. Para lograr
ese propósito, sabes que no tienes más que ceñirte estrechamente al costado del hombre. Tú puedes
hacerlo sin que el pudor se resienta, porque ambos estáis desposados desde hace mucho tiempo.
Por mi parte, si se me permite agregar algunas palabras a este himno de glorificación, diré que he
hecho construir un foso de cuarenta leguas cuadradas y de profundidad proporcionada. Allí reposa, en
su inmunda virginidad, un yacimiento viviente de piojos, que cubre el fondo del foso, y luego
serpentea en amplias y densas vetas en todas direcciones. He aquí cómo he construido este yacimiento
artificial. Saqué un piojo hembra de la cabellera de la humanidad. Me han visto acostarme con ella por
tres noches consecutivas, y luego la eché en el foso. La fecundación humana, que hubiera sido nula en
casos parecidos, fue aceptada esta vez por la fatalidad, y, al cabo de algunos días, millares de
monstruos, bullendo en una maraña compacta de materia, surgieron a la luz. Esa maraña horrorosa se
volvió con el tiempo más y más enorme, adquiriendo las propiedades líquidas del mercurio y
ramificándose en cuantiosos ramales que en la actualidad se nutren devorándose unos a otros (Los
nacimientos superan a las muertes), salvo que yo les arroje como alimento algún bastardo recién
nacido cuya madre desea su muerte, o un brazo que logro cortar a alguna muchacha, de noche, merced
al cloroformo. Cada quince años las generaciones de piojos que se alimentan del hombre disminuyen
notablemente, y ellas mismas predicen, indefectiblemente, la época cercana de su completa extinción.
Pues el hombre, más inteligente que su enemigo, logra vencerlo. Entonces, con una pala infernal que
acrecienta mis fuerzas, extraigo de este yacimiento inagotable, bloques de piojos tan grandes como
montañas; los corto a hachazos y los transporto, en las noches profundas, a las arterias de las ciudades.
Allí, en contacto con la temperatura humana, se derriten como en los tiempos de su primitiva
formación en las galerías tortuosas del yacimiento subterráneo, se labran un lecho en la grava, y se
expanden en arroyos por las habitaciones, como espíritus perniciosos. El guardián de la casa ladra
sordamente, pues le parece que una legión de seres desconocidos penetra por los poros de las paredes
y acarrea el terror a la cabecera del sueño. Quizá no hayáis dejado de oír, por lo menos una vez en la
vida, esas clases de ladridos dolorosos y prolongados. Con sus ojos impotentes trata de penetrar en la
oscuridad de la noche, pues su cerebro de perro no comprende lo que sucede. Ese murmullo lo irrita, y
se siente traicionado. Millones de enemigos se abaten así sobre cada ciudad como nubes de langosta.
Helos ahí por quince años. Combatirán al hombre provocándole lesiones abrasadoras. Después de
transcurrido ese lapso, enviaré una nueva cantidad. Cuando trituro los bloques de materia animada,
puede suceder que un fragmento sea más compacto que otros. Sus átomos se esfuerzan rabiosamente
por separar su aglomeración, para ir a atormentar a la humanidad: Pero la cohesión se mantiene firme.
En un espasmo supremo, engendran tal energía, que la piedra, no pudiendo dispersar sus elementos
vivientes, se lanza ella misma hacia las alturas como por efecto de la pólvora, para volver a caer
introduciéndose profundamente en el suelo. A veces, el labriego soñador percibe un aerolito que
hiende verticalmente el espacio, para dirigirse al bajar hacia un campo de maíz. Ignora de dónde
procede la piedra. Vosotros tenéis ahora la explicación clara y sucinta del fenómeno. Si la tierra
estuviera cubierta de piojos como de granos de arena la orilla del mar, la raza humana sería
aniquilada, presa de terribles dolores. ¡Qué espectáculo! ¡Y yo, con alas de ángel, inmóvil en los aires,
para presenciarlo!
CONTRA NATURA
De A rebours.
JORIS CARL HUYSMANS

GEORGES CHARLES MARIE HUYSMANS (1848-1907) alternó la rutina de la burocracia ministerial


francesa con famosas incursiones en la novela naturalista. Esta afición le valió la amistad de Zola,
pero no le impidió merodear los paraísos artificiales y el satanismo. A Rebours, publicada en 1884,
inspiró a Oscar Wilde El Retrato de Dorian Gray. En 1895, Huysmans se convirtió al catolicismo.

Recordó que hacía algunos años estaba caminando una tarde por la Rue de Rivoli, cuando se encontró
con un muchacho de unos dieciséis años, de ojos sagaces, tan atractivo a su modo como una
muchacha. Estaba chupando afanosamente un cigarrillo deshecho, del que caían briznas de tabaco
ordinario. El muchacho frotaba los fósforos de cocina maldiciendo; ninguno encendía, y pronto se
terminaron. Al percibir la presencia de Des Esseintes, que estaba parado observándolo, se acercó a él,
tocó su gorra, y le pidió fuego muy cortésmente. Des Esseintes le ofreció algunos de sus fragantes
Dubéques, entró en conversación con él y lo convenció para que le contara la historia de su vida.
Nada podría haber sido más trivial: Su nombre era Auguste Langlois, trabajaba para un cartonero,
había perdido a su madre y su padre lo zurraba.
Des Esseintes lo escuchaba pensativamente.
—Vamos a beber algo —dijo, y lo llevó a un café, donde lo obsequió con un poco de ponche, que
el muchacho bebió sin pronunciar palabra.
—Veamos —dijo Des Esseintes de pronto—: ¿Qué te parecería un poco de diversión esta noche?
Yo pago, naturalmente.
Y salió con el mozalbete hacia un establecimiento en el tercer piso de una casa en la Rue
Mosnier, donde una cierta Madame Laura mantenía un surtido de lindas muchachas en una serie de
compartimientos carmesí amueblados con espejos circulares, canapés y jofainas.
—¿De modo que no es por su propia cuenta que usted ha venido aquí esta noche? —preguntó
Madame Laura a Des Esseintes—. ¿Pero de dónde diablos sacó a ese niño? —agregó, mientras
Auguste desaparecía con una hermosa judía.
—De la calle, querida.
—Pero usted no está borracho —murmuró la vieja señora. Entonces, después de pensar un
momento, brindó una sonrisa maternal y comprensiva.
—¡Ah, ahora veo, pícaro! Los prefiere jóvenes, ¿No es cierto?
Des Esseintes se encogió de hombros.
—No, está equivocada, muy equivocada —dijo—. La simple verdad es que estoy tratando de
hacer un asesino del muchacho. A ver si puede seguir el hilo de mi razonamiento. El chico es virgen y
ha alcanzado la edad en que la sangre comienza a hervir. Naturalmente, podría correr tras las
muchachas de su barrio, conservarse honesto y aun tener su poco de diversión, gozar su pequeña parte
de esa tediosa felicidad permitida a los pobres. Pero trayéndolo acá, precipitándolo en una lujuria que
nunca conoció y nunca olvidará, y dándole idéntico tratamiento cada quince días, espero inculcar en él
la necesidad de esos placeres que no puede pagarse. Suponiendo que tomará tres meses hacer que esos
placeres se vuelvan absolutamente indispensables —espaciándolos como lo hago para evitar el riesgo
de saciar su apetito—, al final de esos tres meses interrumpiré la pequeña pensión que le pagaré a
usted por adelantado para que se muestre amable con el muchacho. Y para conseguir el dinero para
pagar sus visitas a este lugar, se volverá ladrón, hará cualquier cosa que lo ayude a ubicarse en uno de
sus divanes. Contemplando el lado optimista de las cosas, espero que un buen día matará al caballero
que regresaba inesperadamente mientras él estaba forzando su escritorio. Ese día mi objeto se habrá
cumplido: Habré contribuido, con mi mejor habilidad, a la formación de un truhán, de un enemigo
más de esta horrible sociedad que nos desangra.
La mujer lo miraba sorprendida, con los ojos muy abiertos.
—¡Ah, ahí estás! —exclamó él, viendo que Auguste había vuelto a la habitación, enrojecido y
avergonzado, ocultándose tras su judía—. Vamos, muchacho, se está haciendo tarde. Dile buenas
noches a las señoras.
Mientras bajaban la escalera, le explicó que una vez cada quince días le pagaría una visita a
Madame Laura. Y apenas hubieron llegado a la calle, miró fijamente al perplejo muchacho y le dijo:
—No nos veremos otra vez. Corre a casa de tu padre, cuya mano debe estar esperándote, y
recuerda esta casi evangélica sentencia: Haz a los otros lo que no te gustaría que te hicieran a ti. —
Buenas noches, señor.
—Otra cosa. Cualquier cosa que hagas, muestra alguna gratitud por lo que he hecho por ti, y
házmela conocer tan pronto como puedas, preferiblemente a través de las columnas de la Gaceta
Policial.
Ahora, sentado ante el fuego y atizando las brasas, Des Esseintes murmuraba para sí mismo:
—¡El pequeño Judas! ¡Pensar que ni una vez vi su nombre en los periódicos! Es verdad que jugué
un juego arriesgado, en el que era imposible prevenir ciertas contingencias obvias: La posibilidad de
que la vieja mamá Laura me timara, embolsando el dinero sin entregar la mercadería; la posibilidad
de que una de las mujeres se encaprichara con Auguste, de modo que cuando los tres meses pasaron, le
haya permitido tener gratis su diversión; y hasta la posibilidad de que los exóticos vicios de la
hermosa judía hayan intimidado al chico, que podría ser demasiado joven e impaciente para soportar
sus lentos preliminares y sus salvajes clímax, de modo que, a menos que él se haya alzado contra la
ley después que regresé a Fontenay y dejé de leer los periódicos, he perdido el tiempo.
Eran las tres de la mañana. Encendió un cigarrillo y volvió a la lectura, interrumpida por su
divagación, del antiguo poema latino De Laude Castitatis, escrito en el reino de Gondebaldo por
Avitus, Arzobispo Metropolitano de Viena.

De A rebours.
EL CLUB DE LOS SUICIDAS
ROBERT LOUIS STEVENSON

El paso por la vida de ROBERT LOUIS STEVENSON (1850-1894) constituyó una etapa importante en
la evolución de la short story, pero esto interesa poco a quienes se deleitan con sus narraciones más
famosas, La Isla del Tesoro y El Extraño Caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. El humorismo de Stevenson
suele infiltrarse con delicadeza en la trama de sus cuentos.

Mr. Malthus observó al coronel con curiosidad, y después le rogó que se sentase a su lado.
—¿Usted es un recién llegado, y desea información? —dijo—. Ha acudido a la fuente apropiada.
Han pasado dos años desde que visité por primera vez este Club encantador.
—¡Qué! —exclamó el coronel—. ¡Dos años! He sospechado, y ahora lo compruebo, que he sido
objeto de una burla.
—De ninguna manera —replicó Mr. Malthus indulgentemente—. Mi caso es especial. Yo no soy,
propiamente hablando, un suicida, sino algo así como un miembro honorario. Raramente visito el
Club un par de veces por bimestre. Mi debilidad y la amabilidad del Presidente me han procurado esas
pequeñas inmunidades por las que pago, además, una cuota suplementaria. Y aun así, mi suerte ha sido
extraordinaria.
—Temo —dijo el coronel—, que debo pedirle que sea más explícito. Usted debe recordar que aún
no estoy perfectamente familiarizado con las reglas del Club.
—Un miembro ordinario que llega aquí en busca de la muerte, como usted —replicó el paralítico
—, vuelve cada noche hasta que la fortuna lo favorece. Aun puede, si anda sin dinero, obtener comida
y hospedaje del Presidente: Muy pasable y limpio creo, aunque naturalmente, nada lujoso; esto último
difícilmente podría ser, considerando la exigüidad (Si puedo expresarme así) de la suscripción. Y
además, la compañía del Presidente es un bocado en sí misma.
—¡Verdaderamente él no parece estar muy bien dispuesto hacia mil! —exclamó Geraldine.
—¡Ah! —dijo Mr. Malthus—, usted no lo conoce al hombre: ¡El tipo más chistoso! ¡Qué
cuentos! ¡Qué cinismo! Conoce la vida hasta la admiración. Y entre nosotros, es el pícaro más
corrompido de la cristiandad.
—¿Y él es vitalicio como usted, si puedo decirlo así sin ofensa? —preguntó el coronel.
—Por cierto, él es vitalicio en un sentido muy diferente —replicó Mr. Malthus—. Yo he sido
graciosamente privilegiado, pero debo partir al fin. Ahora bien, él nunca juega. El mezcla el mazo y da
cartas para el Club, y hace los arreglos necesarios. Ese hombre, mi querido Mr. Hammersmith, es el
alma misma de la ingenuidad. Durante tres años ha perseguido en Londres su útil y, creo que pueda
agregarlo, artística vocación, y ni una vez se alzó un murmullo de sorpresa. Para mí está inspirado.
¿Usted recuerda sin duda el celebrado caso, hace seis meses, del caballero que fue envenenado
accidentalmente en la tienda de un farmacéutico? Fue una de las menos ricas, de las menos
chispeantes de sus ideas; y sin embargo, ¡Qué simple! ¡Y qué segura!
—Usted me aturde —dijo el coronel—. ¿Fue ese infortunado caballero una de las... —Iba a decir
"víctimas", pero reflexionando a tiempo, sustituyó: —miembros del Club?
En el mismo instante, se le ocurrió que Mr. Malthus no había hablado en absoluto en el tono de
quien está enamorado de la muerte, y agregó precipitadamente:
—Pero advierto que estoy todavía en la oscuridad. Usted habla de mezclar y dar cartas: Sírvase
decirme con qué fin. Y puesto que usted parece más poco dispuesto a morir que otra cosa, debo
confesar que no puedo imaginar absolutamente qué lo trae aquí.
—Usted dice con razón que está en la oscuridad —replicó Mr. Malthus con más animación—. Mi
querido señor, este Club es el templo de la intoxicación. Usted puede estar seguro de que si mi
debilitada salud pudiera soportar la excitación más frecuentemente yo vendría aquí con más
frecuencia. Hace falta todo el sentido del deber engendrado por un largo hábito de la mala salud y el
régimen cuidadoso para abstenerme del exceso en esto que es, lo puedo decir, mi última disipación.
Lo he intentado todo, señor —prosiguió, poniendo su mano sobre el brazo de Geraldine—, todo sin
excepción, y le declaro por mi honor que no existe nada que no haya sido grosera y falsamente
sobrevaluado. La gente pierde el tiempo con el amor. Ahora bien, yo niego que el amor sea una pasión
fuerte. Pasión fuerte es el miedo. Es con el miedo con lo que usted debe jugar si quiere saborear las
más intensas alegrías de vivir. ¡Envídieme, envídieme, señor! —agregó con una risita—. ¡Soy un
cobarde!
Geraldine apenas pudo reprimir un movimiento de repulsión ante este ser vil. Pero se contuvo
con un esfuerzo, y continuó su investigación.
—Señor —preguntó—, ¿Cómo se prolonga tan artificiosamente la excitación? ¿Y dónde hay
algún elemento de incertidumbre?
—Debo explicarle cómo es elegida la víctima de cada noche —respondió Mr. Malthus—, y no
solamente la víctima, sino otro miembro que es el instrumento en las manos del Club, y alto sacerdote
de la muerte para esa ocasión.
—¡Buen Dios! —dijo el coronel—, ¿Entonces se matan uno al otro?
—La inconveniencia del suicidio es eliminada de ese modo —respondió Mr. Malthus, inclinando
la cabeza.
—¡Cielo misericordioso! —exclamó el coronel—. ¿Y puede usted, puedo yo, puede mi amigo,
puede alguno de nosotros ser escogido esta noche como el matador del cuerpo y del espíritu inmortal
de otro hombre? ¿Pueden ser posibles tales cosas entre hombres nacidos de mujeres? ¡Oh, infamia de
infamias!
—Después de todo —agregó—, ¿Por qué no? Y puesto que usted dice que el juego es interesante,
vogue la galére, ¡Yo sigo al Club!
Mr. Malthus había disfrutado profundamente el aturdimiento y el disgusto del coronel. Sentía el
orgullo de la maldad, y gozaba viendo a otro hombre cediendo a un impulso generoso, mientras él, en
su completa corrupción, se sentía superior a tales emociones.
—Ahora, después de su primer momento de sorpresa —dijo—, usted está en condición de
apreciar las delicias de nuestra sociedad. Usted puede ver cómo combina la excitación de una mesa de
juego, un duelo y un anfiteatro romano. Los paganos lo hacían bastante bien; admiro cordialmente el
refinamiento de sus mentes. Pero estaba reservado a un país cristiano alcanzar este extremo, esta
quintaesencia, este absoluto de lo estimulante. Usted comprenderá qué insípidas resultan todas las
diversiones a un hombre que ha adquirido paladar para ésta. El juego que jugamos —continuó— es
uno extremadamente simple. Una baraja completa..., pero observo que usted va a ver la cosa sobre la
marcha. ¿Me ofrecerá la ayuda de su brazo? Estoy infortunadamente paralizado.
—Es un mazo de cincuenta y dos naipes— susurró Mr. Malthus—. Esperemos al as de espadas,
que es el signo de la muerte, al as de bastos, que designa al ejecutor de la noche. ¡Felices, felices
jóvenes! —agregó—. Tenéis buenos ojos y podéis seguir el juego. Yo no puedo distinguir un as de un
dos de un lado a otro de la mesa.
Y procedió a equiparse con un segundo par de anteojos.
—Por lo menos, tengo que observar los rostros —explicó.
A la mañana siguiente, apenas el Príncipe hubo despertado, el coronel Geraldine le trajo un
matutino, con la siguiente noticia marcada:
MELANCÓLICO ACCIDENTE
De New Arabian Nights.
ROBERT LOUIS STEVENSON

Esta madrugada, cerca de las dos, Mr. Bartholomew Malthus, de 16 Chepstow Place, Westbourne
Grove, que regresaba a su domicilio de una reunión en casa de un amigo, cayó sobre la baranda
superior de Trafalgar Square, fracturándose el cráneo y rompiéndose un brazo y una pierna. La muerte
fue instantánea. En el momento del accidente, Mr. Malthus, acompañado por un amigo, buscaba un
coche. Como Mr. Malthus era paralítico, se cree que la caída pudo haber sido ocasionada por un
ataque. El desgraciado caballero era bien conocido en los círculos más respetables, y su pérdida será
amplia y profundamente deplorada.

De New Arabian Nights.


EL CONCILIO DEL AMOR
De Das Liebeskonzil.
OSKAR PANIZZA

En El Concilio del Amor, el alemán OSKAR PANIZZA (1853-1921) reúne a los personajes celestiales
que, enojados por los pecados de Alejandro VI, Borgia y sus compatriotas, encomiendan al Diablo la
invención de un castigo ejemplar. El demonio crea una bellísima mujer, que desencadenará la sífilis
sobre la Tierra. Otra de sus obras, La Inmaculada Concepción de los Papas, fue confiscada y
destruida. Panizza murió encerrado en un asilo.

MARÍA (Imperiosa). —¿Quién es esta persona? (Silencio.) ¿Quién te ha permitido entrar? ¿De dónde
vienes? ¿Vienes de allá abajo? ¿Eres una muerta? ¿O eres algo mejor aún: Una santa? ¿Qué vienes a
hacer aquí? ¿Querrías hacerme compañía? ¿Pero con qué derecho...? (Temblorosa. Aparece el Diablo
tras la "Mujer"; agitado, como si hubiese corrido. Hace una reverencia profunda ante María).
EL DIABLO. —Señora... (Presentando a la "Mujer"), mi hija. (Los ángeles huyen dando gritos.)
MARÍA (Desciende de su trono, muy asombrada). —¡Ah!
EL DIABLO. —Espero que te guste...
MARÍA. —¿Gustarme? No: ¡Es demasiado hermosa para gustarme! Este ser va a eclipsar a todo el
mundo, así en el Cielo como en la Tierra. Yo esperaba encontrarme con un monstruo.
EL DIABLO. —Señora, a fin de...
MARÍA. —¡Señora, señora! ¡Yo soy la Virgen Eterna, la Bienaventurada Madre de Dios! ¡Trata de no
olvidarlo! (Le echa un vistazo a la "Mujer".)
EL DIABLO. —Todavía no está en condiciones de captar ese tipo de sutilezas. ¡Es como un niño!
MARÍA. —¿No habla en lengua alguna?
EL DIABLO. —¡Dios me libre!
MARÍA. —¿Habla en su propia lengua?
EL DIABLO. —Habla en la lengua de todas las mujeres, la de la peor seducción.
MARÍA. —Creo que te has extralimitado en Nuestro programa. ¿Qué hacer con esta magnífica
criatura?
EL DIABLO. —De todos modos, era preciso que...
MARÍA (Interrumpe). —Si yo hubiera querido, habría podido tomar a uno de mis ángeles, incluso
habría podido...
EL DIABLO. —¡Oh, mi Graciosísima, nunca jamás! Olvidáis...
MARÍA. —¡Ah, sí, es cierto, es cierto! ¿Pero por qué esta enceguecedora belleza, por qué esta gracia?
(En voz baja:) ¿No corremos el riesgo de desmerecernos a sus ojos?
EL DIABLO. —Puedes admirarla cuanto gustes. Aún todo lo ignora.
(María se la come con los ojos; luego, impulsada por un brusco movimiento, la abraza y la besa.
La "Mujer" retrocede, espantada.)
MARÍA (Subyugada). —¡Qué maravilla! ¡Diríase un niño!
EL DIABLO (Con acento patético, deliberadamente cómico). —¡Justamente salida de las manos del
Creador!
MARÍA. —¡Oh, bufón! ¿Pero de dónde proviene esta criatura?
EL DIABLO (Dándose importancia). —Es un secreto de fábrica que no podemos revelar. Pero puedo
decirte quién es su madre.
MARÍA. —¿Ah sí?
EL DIABLO. —Una tal Salomé, hermosa cortadora de cabezas. Bailando ganó una cabeza aún
calentita.
MARÍA (Reflexionando). —¿Y no está entre nosotros, aquí en el Cielo?
EL DIABLO (Seco). —No, no. Mujeres como ésa no tenéis en vuestra casa.
MARÍA (Fascinada por la "Mujer'). —Mujeres como ésta no tenemos en nuestra casa... Y sin
embargo, ¡Qué enceguecedora belleza!
EL DIABLO. —Todo cuanto en ella puedas ver lo heredó de su madre.
MARÍA. —De su madre...
EL DIABLO (Sarcástico). —¡Y también algo más que no puedes ver!
MARÍA (Guiñada de complicidad). —¡Perfecto! ¿Y aparte...?
EL DIABLO. —Las cualidades del padre han de manifestarse más tarde, cuando haya adquirido
experiencia.
MARÍA. —¡Lo dudo!

EL DIABLO. —¡Ah, mi forma deslumbraba!


MARÍA. —¿Y esta casta belleza, estos ojos incomparables, esta promesa de voluptuosidades no
conocidas, esta bondad y esta piedad sobrenaturales, todo esto, dime, es lo que va a envenenar y
destruir a los hombres?
EL DIABLO (Con firmeza). —¡Sí, esto es!
MARÍA. —¿Pero cómo es posible?
EL DIABLO (Mordaz). —¿Posible? La fuerza del veneno que contienen sus venas es tal, que a aquel
que se atreva a tocarla se le pondrán los ojos, quince días más tarde, como bolas de vidrio. ¡Hasta los
pensamientos han de coagulársele! Después, su esperanza bostezará como un pejerrey disecado. Seis
semanas más tarde, al contemplarse el cuerpo, se preguntará: ¿Pero éste soy yo? Se le caerá el cabello,
se le caerán las pestañas y también los dientes; sus articulaciones y su mandíbula perderán toda
solidez. Al cabo de tres meses tendrá toda la piel agujereada como un colador, e irá de vidriera en
vidriera buscando el medio de procurarse una nueva piel. La desesperación, además de invadirle el
alma, goteará de su nariz como un moquillo hediondo. Sus amigos se sacarán los ojos entre sí, y aquel
que esté en la primera fase se burlará del que haya llegado a la tercera o cuarta. Un año más tarde, la
nariz se le caerá en la sopa, y saldrá a comprarse otra nariz, ¡Pero de caucho! Luego cambiará de casa
y de empleo. Se volverá compasivo y sentimental; será incapaz de matar una mosca. Se hará
moralista, jugará con los bichitos al sol y envidiará la suerte de los árboles en la primavera. Si es
protestante se hará católico, y viceversa. Así que pasen dos o tres años, su hígado y demás vísceras
han de parecerle ladrillos, y no pensará más que en alimentos muy livianos. Luego le vendrá comezón
a un ojo; tres meses más tarde, éste se le cerrará. Al cabo de cinco o seis años, su cuerpo empezará a
estremecerse y a arder como un fuego de artificio. Todavía podrá caminar, pero ha de mirar, inquieto,
hasta cuándo sus pies habrán de sostenerlo. Poco tiempo después preferirá quedarse en cama, pues el
calor le sentará bien. Un buen día, al cabo de ocho años, se arrancará un hueso de su propio esqueleto,
lo olfateará y lo arrojará, horrorizado, a un rincón. Entonces se volverá religioso, muy religioso, cada
vez más religioso; gustará de los libros encuadernados en piel, con cantos dorados y provistos de una
cruz. Diez años después, ya podrida la osamenta, estará como remachado a su cama, bostezando, con
el hocico abierto hacia el techo, interrogándose sobre el porqué de las cosas, y ha de morir, por fin...
Su alma, entonces, os pertenecerá.

MARÍA (Volviéndose, asqueada). —¡Puf!


De Das Liebeskonzil.
UN RAJA QUE SE ABURRE
ALPHONSE ALLAIS

ALPHONSE ALLAIS (1854-1905) es uno de los más famosos humoristas franceses de la Belle
Epoque. ] Jefe de redacción del Chat Noir, sus invenciones fueron ávidamente consumidas por miles
de lectores. Muchas de esas invenciones conservan todavía sus virtudes. Un rajá que se aburre
representa fielmente una variante del humor macabro, gratuita y nada filosófica, que comenzó a
abundar en las publicaciones periódicas precisamente en tiempo de Allais.

¡El rajá se aburre!


¡Ah, sí, se aburre el rajá!
¡Se aburre como quizá nunca se aburrió en su vida!
(¡Y Buda sabe si el pobre rajá se aburrió!).
En el patio norte del palacio, la escolta aguarda. Y también aguardan los elefantes del rajá.
Porque hoy el rajá debía cazar el jaguar.
Ante yo no sé qué suave gesto del rajá, el intendente comprende: ¡Que entre la escolta!; ¡Que
entren los elefantes!
Muy perezosamente, entra la escolta, llena de contento.
Los elefantes murmuran roncamente, que es la manera, entre los elefantes, de expresar el
descontento.
Porque, al contrario del elefante de África, que gusta. solamente de la caza de mariposas, el
elefante de Asia sólo se apasiona con la caza del jaguar.
Entonces, ¡Que vengan las bailarinas!
¡Aquí están las bailarinas! Las bailarinas no impiden que el rajá se aburra.
¡Afuera, afuera las bailarinas! Y las bailarinas se van.
¡Un momento, un momento! Hay entre las bailarinas una nueva pequeña que el rajá no conoce.
—Quédate aquí, pequeña bailarina. ¡Y baila! ¡He aquí que baila, la pequeña bailarina!
¡Oh, su danza!
¡El encanto de su paso, de su actitud, de sus ademanes graves!
¡Oh, los arabescos que sus diminutos pies escriben sobre el ónix de las baldosas! ¡Oh, la gracia
casi religiosa de sus manos menudas y lentas! ¡Oh, todo!
Y he aquí que al ritmo de la música ella comienza a desvestirse.
Una a una, cada pieza de su vestido, ágilmente desprendida, vuela a su alrededor.
¡El rajá se enciende!
Y cada vez que una pieza del vestido cae, el rajá, impaciente, ronco, dice:
—¡Más!
Ahora, hela aquí toda desnuda.
Su pequeño cuerpo, joven y fresco, es un encantamiento.
No se sabría decir si es de bronce infinitamente claro o de marfil un poco rosado. ¿Ambas cosas,
quizá?
El rajá está parado, y ruge, como loco: —¡Más!
La pobre pequeña bailarina vacila. ¿Ha olvidada sobre ella una insignificante brizna de tejido?
Pero no, está bien desnuda.
El rajá arroja a sus servidores una malvada mirada oscura y ruge nuevamente:
—¡Más!
Ellos lo entendieron.
Los largos cuchillos salen de las vainas. Los servidores levantan, no sin destreza, la piel de la
linda pequeña bailarina.
La niña soporta con coraje superior a su edad esta ridícula operación, y pronto aparece ante el
rajá como una pieza anatómica escarlata, jadeante y humeante.
Todo el mundo se retira por discreción. ¡Y el rajá no se aburre más!
PLUMA, LÁPIZ Y VENENO
De Intentions.
OSCAR WILDE

Pocos humoristas han gozado de tanta difusión como el irlandés OSCAR WILDE; los años apenas
parecen haber debilitado sus alardes de ingenio, expresados en el mejor estilo británico. Pluma, lápiz
y veneno es un entretenimiento de 1889, ostensiblemente inspirado por Thomas De Quincey.

Ha sido constante motivo de reproche contra los artistas y hombres de letras su carencia de una visión
integral de la naturaleza de las cosas. Como regla, esto debe necesariamente ser así. Esa misma
concentración de visión e intensidad de propósito que caracteriza al temperamento artístico es en sí
misma un modo de limitación. A aquellos que están preocupados con la belleza de la forma nada les
parece de mucha importancia. Sin embargo, hay muchas excepciones a esta regla. Rubens sirvió como
embajador, Coethe como consejero de Estado, y Milton como secretario de Cromwell. Sófocles
desempeñó un cargo cívico en su propia ciudad; los humoristas, ensayistas y novelistas de la América
moderna no parecen desear nada mejor que transformarse en representantes diplomáticos de su país; y
el amigo de Charles Lamb, Thomas Criffiths Wainewright, terna de esta breve memoria, aunque de un
temperamento extremadamente artístico, siguió muchos otros llamados además del llamado del arte;
no fue solamente un poeta y un pintor, un crítico de arte, un anticuario, un prosista, un aficionado a las
cosas hermosas y un diletante de las cosas encantadoras, sino también un falsificador de capacidad
más que ordinaria, y un sutil y secreto envenenador, casi sin rival en ésta o cualquier edad.
Este hombre destacable, tan poderoso con "pluma, lápiz y veneno", como dijo finamente de él un
gran poeta de nuestros propios días, había nacido en Chiswick en 1794. Su padre era el hijo de un
distinguido abogado de Gray's Inn y Hatton Carden. Su madre era hija del celebrado doctor Griffiths,
el editor y fundador de la Monthly Review, el partícipe en otra especulación literaria de Thomas
Davis, ese famoso librero de quien Johnson dijo que no era un librero, sino "un caballero que
comerciaba en libros", el amigo de Goldsmith y Wedgwood, y uno de los más conocidos hombres de
su día. Mrs. Wainewright murió al darlo a luz, a la temprana edad de veintiuno, y una noticia
necrológica en el Gentleman's Magazine nos habla de su "amable disposición y numerosos méritos" y
agrega algo extrañamente que "se supone que ella había comprendido los escritos de Mr. Locke tan
bien como quizá no lo hizo ninguna persona de uno u otro sexo hoy viviente". Su padre no sobrevivió
mucho a la joven esposa, y el pequeño parece haber sido educado por su abuelo y, tras la muerte de
éste en 1803, por su tío, George Edward Griffiths, a quien posteriormente envenenó. Pasó su juventud
en Lindon House, Turnham Creen, una de aquellas muchas hermosas mansiones georgianas que,
desgraciadamente, han desaparecido ante las incursiones del constructor suburbano, y a sus amorosos
jardines y bien arbolado parque debió ese simple y apasionado amor a la naturaleza que no lo
abandonó a través de su vida y que lo hizo tan particularmente susceptible a las influencias
espirituales de la poesía de Wordsworth.
Sin embargo, no debemos olvidar que este joven cultivado, que fue tan susceptible a las
influencias wordsworthianas; fue también uno de los más sutiles y secretos envenenadores de ésta o
cualquier edad. Cómo se sintió inicialmente fascinado por este extraño pecado, no nos lo cuenta, y el
diario en el que anotó cuidadosamente los resultados de sus terribles experimentos y los métodos que
adoptó, infortunadamente se ha perdido para nosotros. Además, se mostró reticente hasta sus últimos
días en la materia y prefirió hablar sobre The Excursion y los Poems founded on the Affection. No hay
duda, sin embargo, de que el veneno que usaba era la estricnina. En uno de los hermosos anillos que
tanto lo enorgullecían, y que le servían para ostentar el fino modelado de sus manos marfileñas,
acostumbraba llevar cristales de la nux vomita india, un veneno —nos dice uno de sus biógrafos—
casi insípido, y capaz de una disolución casi infinita". Sus asesinatos, dice De Quincey, fueron más de
los que se dieron a conocer judicialmente. De esto no hay duda, y algunos de ellos son merecedores de
mención. Su primera víctima fue su tío, Mr. Thomas Griffiths. Lo envenenó en 1829 para tomar
posesión de Lindon House, un lugar al que se había sentido siempre muy unido. En agosto del año
siguiente envenenó a Mrs. Abercrombie, su suegra, y en diciembre envenenó a la amorosa Helen
Abercrombie, su cuñada. Por qué asesinó a Mrs. Abercrombie no está averiguado. Puede haber sido
por un capricho, o para gratificar cierto perverso sentimiento de poder que había en él, o porque ella
sospechaba algo, o por ninguna razón. Pero el asesinato de Helen Abercrombie fue llevado adelante
por él y su esposa en consideración a una suma de unas 18.000 libras, en la que ellos habían asegurado
la vida de ella en varias compañías.
Al agente de una compañía de seguros que lo visitaba una tarde y que creyó que podría
aprovechar la ocasión para señalar que, después de todo, el crimen era un mal negocio, le replicó:
"Señor, ustedes, hombres de la City, entran en sus especulaciones y aceptan sus riesgos. Algunas de
sus especulaciones tienen éxito, algunas fracasan. Sucede que las mías han fallado, sucede que las
suyas han tenido éxito. Esa es la única diferencia, señor, entre mis visitantes y yo. Pero, señor, le
mencionaré a usted una cosa en la que yo he tenido éxito hasta el final. He estado determinado a
conservar a través de la vida la posición de un caballero. Siempre he hecho eso. Lo hago aún. Es
costumbre de este lugar que cada uno de los inquilinos de una celda cumpla su turno de limpieza. ¡Yo
ocupo una celda con un albañil y un deshollinador, pero ellos nunca me ofrecen la escoba!". Cuando
un amigo le reprochó el asesinato de Helen Abercrombie, él se encogió de hombros y dijo: "Sí, fue
cosa espantosa hacerlo, pero tenía tobillos muy gruesos".
Naturalmente, está muy cerca de nuestro propio tiempo para que seamos capaces de formar algún
juicio puramente artístico sobre él. Es imposible no sentir un fuerte prejuicio contra un hombre que
podría haber envenenado a Lord Tennyson, o a Mr. Gladstone, o al señor de Balliol. Pero si el hombre
hubiera usado un ropaje y hablado un idioma diferente del nuestro, si hubiera vivido en la Roma
imperial o en el tiempo del Renacimiento italiano, o en la España del siglo XVII, o en cualquier tierra
y cualquier siglo que no fueran los nuestros, hubiéramos sido capaces de arribar a una estimación
perfectamente desprejuiciada de su posición y valor. Yo sé que hay muchos historiadores, o al menos
escritores sobre asuntos históricos, que aún creen necesario aplicar juicios morales a la historia, y que
distribuyen su elogio o reprobación con la solemne complacencia de un maestro de escuela satisfecho.
Este es, sin embargo, un hábito tonto, y solamente demuestra que el instinto moral puede ser llevado a
un grado tan elevado de perfección que hace a su aparición dondequiera no es requerido. Ninguna
persona con verdadero sentido histórico soñaría nunca con reprobar a Nerón, regañar a Tiberio, o
censurar a César Borgia. Esas personas son como los títeres de una representación. Pueden llenarnos
de terror, horror o admiración, pero no pueden hacernos daño. No están en relación inmediata con
nosotros. No tenemos nada que temer de ellos. Han pasado a la esfera del arte y de la ciencia, y ni el
arte ni la ciencia saben nada de aprobación o desaprobación moral. Y así puede suceder algún día con
el amigo de Charles Lamb. Por el momento, siento que él es un poco demasiado moderno para ser
tratado con ese fino espíritu de curiosidad desinteresada, al que debemos tantos encantadores estudios
de los grandes criminales del Renacimiento italiano, de las plumas de Mr. John Addington Symonds,
Miss A. Mary F. Robinson, Miss Vernon Lee y otros distinguidos escritores. Sin embargo, el Arte no
lo ha olvidado. El es el héroe de Hunted Down, de Dickens; el Varney de la Lucretia, de Bulwer; y es
grato notar que la ficción ha rendido algún homenaje a quien fue tan poderoso con "pluma, lápiz y
veneno". Ser inspirador para la ficción es mucho más importante qué una simple realidad.

De Intentions.
UN MODELO DE AGRICULTOR
JULES RENARD

JULES RENARD (1864-1910) es el autor de las Histoires Naturelles sobre las que se basó el Bestiaire
de Ravel. Las mejores pruebas de su humorismo escéptico pero cautivante quedaron en novelas como
Poil de Carotte y L'Ecornifleur, pero también practicó el humorismo negro ortodoxo, a la moda de su
época.

El combate parecía terminado, cuando una última bala —una bala perdida— vino a dar en la pierna
derecha de Fabricio. Este hubo de regresar a su país con una pata de palo.
Al principio mostraba cierto orgullo. Entraba en la iglesia de la aldea golpeando tan fuertemente
las baldosas, que se lo podría haber tomado por un sacristán de catedral.
Después, ya calmada la curiosidad, durante mucho tiempo se lamentó, avergonzado, y creyó que
ya nada bueno podía esperar.
Buscó con obstinación, a menudo como un alucinado, la manera de ser útil.
Y ahora helo allí, en el sendero del humilde bienestar. Sin llegar a despreciar su pierna de carne,
siente alguna debilidad por la de madera.
Trabaja por un jornal. Se le asigna una fracción de terreno, y ya puede uno marcharse y dejarlo
solo.
Lleva el bolsillo derecho lleno de alubias rojas o blancas, a elección.
Además, el bolsillo está roto; no demasiado, pero tampoco apenas.
Con normal apostura, Fabricio recorre el terreno a todo lo largo y ancho. Su pata de palo, a cada
paso, abre un hoyo. El sacude su bolsillo roto. Caen unas alubias. El las recubre con ayuda del pie
izquierdo y sigue adelante.
Y en tanto se gana honestamente la vida, el antiguo guerrero, con las manos a la espalda y la
cabeza erguida, parece que se paseara para recobrar la salud.
LOS SEÑORES BURKE Y HARE, ASESINOS
De Vidas imaginarias.
MARCEL SCHWOB

MARCEL SCHWOB (1867-1905) es ubicado por Max lacob en un plano similar al de Aloysius
Bertrand. Admirable estilista, fue un renovador de la prosa poética y produjo algunas de las mejores
páginas escritas en francés. Publicó, entre otros títulos, Coeur double, Le Roi au masque d'or, La
Croisade des Enfants, Mimes y Le Livre de Monelle. Sus Vidas imaginarias forman parte de esta
colección.

El señor William Burke ascendió desde la más baja condición hasta una eterna celebridad. Nació en
Irlanda y empezó como zapatero. Durante varios años ejerció este oficio en Edimburgo, donde trabó
amistad con el señor Hare, sobre quien ejerció gran influencia. Dentro de la colaboración de los
señores Burke y Hare, no hay duda alguna de que el poder de invención y simplificación perteneció al
señor Burke. Sin embargo, sus nombres han permanecido inseparables en el arte, como los de
Beaumont y Fletcher. Juntos vivieron, juntos trabajaron y juntos fueron presos. El señor Hare nunca
protestó contra la popularidad con que particularmente se distinguió a la persona del señor Burke:
Desinterés tan cabal no tuvo su recompensa. Fue el señor Burke quien legó su nombre al
procedimiento especial que honró a ambos colaboradores. El monosílabo burke ha de vivir aún mucho
tiempo en boca de los hombres, cuando ya la persona de Hare haya desaparecido en el olvido que
injustamente se abate sobre los oscuros trabajadores.
El señor Burke parece haber otorgado a su obra la fantasía mágica de la verde isla en que nació.
Su alma debió haberse impregnado de los relatos del folklore. Hay en lo que hizo algo como un lejano
resabio de las Mil y una noches. Similar al califa errante a lo largo de los jardines nocturnos de
Bagdad, deseó misteriosas aventuras, curioso como era de relatos desconocidos y personas extrañas.
Similar al gran esclavo negro armado de una pesada cimitarra, no encontró conclusión más digna para
su voluptuosidad que la muerte de los demás. Pero su originalidad anglosajona consistió en haber
logrado sacar el más práctico partido de su errabunda imaginación de celta. ¿Qué hacía el esclavo
negro, decidme —cumplido ya su gozo artístico—, con aquellos a los que habíales cortado la cabeza?
Con una barbarie muy árabe, los descuartizaba a fin de conservarlos, salados, en un sótano. ¿Qué
beneficio sacaba? Ninguno. El señor Burke fue infinitamente superior.
De alguna manera, el señor Haré le sirvió de Dinazarda. Al parecer, el poder de invención del
señor Burke hubo de sentirse especialmente excitado por la presencia de su amigo. La ilusión de sus
sueños les permitió valerse de una buhardilla para alojar en ella magníficas visiones. El señor Haré
vivía en un cuartito ubicado en el sexto piso de una casa muy alta y muy poblada de Edimburgo. Un
canapé, un cajón y sin duda algunos utensilios de tocador componían casi todo su mobiliario. Sobre
una mesita, una botella de whisky con tres vasos. Era norma que el señor Burke no recibiera más de
una persona por vez: Nunca la misma. Característica suya era invitar, al caer la noche, a un transeúnte
desconocido. Vagaba por las calles para examinar los rostros que suscitaban su curiosidad. A veces
escogía al azar. Dirigíase al extraño con toda la cortesía que habría puesto Harún-al-Raschid. El
extraño subía los seis pisos del caserón del señor Haré. Le cedían el canapé y le ofrecían whisky de
Escocia. El señor Burke lo interrogaba acerca de los sucesos más sorprendentes de su existencia. ¡Qué
insaciable oyente era el señor Burke! Al despuntar el día, siempre el señor Haré interrumpía el relato.
La forma de interrupción del señor Haré era invariablemente la misma, y muy imperativa. Tenía el
señor Haré, a fin de interrumpir el relato, la costumbre de ubicarse detrás del canapé y aplicar ambas
manos sobre la boca del narrador. En ese mismo momento, el señor Burke se sentaba sobre el pecho
de éste. Ambos, en esa posición, soñaban inmóviles con el final de la historia que jamás oían. De esta
manera, los señores Burke y Haré concluyeron un gran número de historias que el mundo no conocerá.
Cuando el cuento había sido, junto con el aliento del narrador, definitivamente detenido, los
señores Burke y Haré exploraban el misterio. Desvestían al desconocido, admiraban sus joyas,
contaban su dinero y leían sus cartas. Algunas correspondencias no carecían de interés. Luego ponían
el cuerpo en el cajón del señor Haré, para que se enfriara. Y en este punto el señor Burke mostraba la
fuerza práctica de su espíritu.
Era importante que el cadáver se mantuviese fresco, pero no tibio, a fin de poder utilizar hasta el
último residuo del placer de la aventura.
En aquellos primeros años del siglo, los médicos estudiaban con pasión la anatomía, pero
pasaban por muchas dificultades, a causa de los principios de la religión, antes de procurarse sujetos
para disecar. El señor Burke, de esclarecido espíritu, había advertido esa laguna de la ciencia. No se
sabe cómo, se relacionó con el doctor Knox, un venerable y sabio experto que enseñaba en la Facultad
de Edimburgo. Quizás el señor Burke había seguido cursos públicos, aun cuando su imaginación debió
inclinarlo, más bien, hacia los gustos artísticos. Pero es seguro que le prometió al doctor Knox
ayudarlo como mejor pudiera. Por su parte, el doctor Knox se comprometió a pagarle por sus
esfuerzos. La tarifa disminuía desde los cuerpos de gente joven hasta los cuerpos de ancianos. Estos le
interesaban muy poco al doctor Knox —era también la opinión del señor Burke—, pues comúnmente
tenían menos imaginación. El doctor Knox se hizo célebre entre todos sus colegas por virtud de su
ciencia anatómica. Los señores Burke y Haré se beneficiaron con la vida como grandes apasionados.
Indudablemente conviene situar en esa época el período clásico de su existencia.
Pues el genio omnipotente del señor Burke muy pronto lo arrastró lejos de las normas y reglas de
aquella tragedia en la que siempre había un relato y un confidente. El señor Burke evolucionó
completamente solo (Sería pueril invocar la influencia del señor Haré) hacia una especie de
romanticismo. Como ya no le bastaba el decorado de la buhardilla del señor Haré, inventó el
procedimiento nocturno en medio de la niebla. Los incontables imitadores del señor Burke han
empañado un poco la originalidad de su estilo. He aquí la verdadera tradición del maestro.
La fecunda imaginación del señor Burke habíase hartado de los relatos eternamente parecidos de
la experiencia humana. Nunca el resultado había respondido a su expectación. De allí vino a no
interesarse más que en el aspecto real, para él siempre variado, de la muerte. Localizó todo el drama
en el desenlace. La calidad de los actores ya no le importó. Los moldeó al azar. El único accesorio del
teatro del señor Burke fue una máscara de tela empapada en resina. En las noches de bruma, el señor
Burke salía con la máscara en la mano. Lo acompañaba el señor Haré. El señor Burke aguardaba al
primer transeúnte y echaba a andar delante de él; luego, volviéndose, le aplicaba sobre el rostro la
máscara de resina, súbita y firmemente. Al instante, los señores Burke y Haré se apoderaban, cada uno
de un lado, de los brazos del actor. La máscara de tela empapada en resina ofrecía la genial
simplificación de ahogar al mismo tiempo los gritos y el aliento. Además, era trágica: La niebla
esfumaba los gestos del papel. Algunos actores parecían hacer la pantomima de la borrachera.
Terminada la escena, los señores Burke y Hare tomaban un cabriolé y desarmaban el personaje; en
tanto el señor Haré vigilaba sus ropas, el señor Burke subía un cadáver fresco y limpio a casa del
doctor Knox.
Aquí es cuando, en desacuerdo con la mayoría de los biógrafos, he de dejar a los señores Burke y
Haré en medio de su nimbo de gloria. ¿Por qué destruir un efecto artístico tan hermoso llevándolos
lánguidamente hasta el final de su carrera y revelando sus desfallecimientos y sus decepciones? Sólo
hay que verlos allí, con su máscara en la mano, errantes en las noches de niebla. Pues el fin de su vida
fue vulgar y similar a tantos otros. Al parecer, uno de ellos fue colgado, y el doctor Knox debió
alejarse de la Facultad de Edimburgo. El señor Burke no ha dejado otras obras.

De Vidas imaginarias.
LOS CANTORES DE MI PATIO
JULES JOUY

JULES JOUY, famoso parroquiano del cabaret del Gato Negro, formó parte del equipo de humoristas
que presidía las sonrisas de los franceses de fines de siglo. La pieza de humor negro que se reproduce
aquí ya forma parte del folklore humorístico mundial, circulando en diversas variantes.

Como no soy rico, he debido conformarme con un único cuarto cuya ventana da al patio. Un patio
negro y fétido de la calle Tiquetonne, en el que día a día se amontonan mendigos, cantores y ciertos
inválidos.

Hay, ante todo, un estropeado que se arrastra con el trasero sobre un carrito, un resto de hombre
parecido a un ratón y que suele cantar esto:

Es la costurera
que vive en la delantera.
¡Ay, y yo sobre la trasera!
¡Qué diferente es!

Hay un sordomudo cuyo estribillo favorito es:

Nena, cuando sople el viento sobre la tierra,


escucharemos la canción de los trigos dorados.

Hay un tullido de la mano derecha que, sin dejar de exhibir su horrible muñón, vocifera con una
voz de gárgola obstruida:

Esta mano, esta mano tan boni-i-ta...

Hay un manco de ambos brazos que prefiere este pasaje de una romanza de moda:

La cinturina
de mi divina
cabría, creo,
entre mis dedos.

Hay un ciego de nacimiento (Vino al mundo con un caniche y un clarinete) que siempre prefiere
este idilio del difunto Renard:

Cuando vi a Magdalena
por vez primera...

Viene en seguida un "pobre huérfano":


¿Quién es como un jumento?
Mi papá.
¿Quién es como un monumento?
Mi mamá.

Un "pobre padre de familia" que aúlla, mostrando su retahíla de granujas:

Los enviados del paraíso


son mascotas, amigos míos.
Venturoso a quien se lo dota
de una mascota.

Un "obrero sin trabajo":

Sólo por la paz trabaja mi martillo...

Un paralítico:

Yo la seguía cantando
tralalá, lalá, lalá.
Diciéndole, palpitando,
tralalá.
Y la hermosa disparando...
Tralalá, lalá, lalá.

Un "viejo soldado mutilado por una esquirla de obús", que, volviendo su rostro sin nariz hacia la
escalera de las costureritas del tercer piso, les canta, sin la menor vergüenza:

¡Escúcheme usted, usted, señorita...!

El desfile siempre termina con una horrible vieja "víctima de la explosión de un polvorín”.
¿Sus ojos? Dos llagas con pus.
¿Su nariz? Un agujero.
¿Su boca? Una excavación, de la que generalmente sale esta canción de La mascota:

¡Qué cosa dulce es un beso...!

Ya pueden ustedes pensar cómo me río en mi único cuarto cuya ventana da al patio. Un patio
negro y fétido de la calle Tiquetonne.
OLABERRI, EL MACABRO
De Reportajes.
PÍO BAROJA

Según Ortega y Gasset, Pío Baroja (1872-1956) fue "un asceta calvo, lleno de bondad y ternura, que
vendería su puesto en el Parnaso a quien le pusiera dos colmillos de tigre en la boca". No, por cierto,
un practicante del humor negro: Olaberri no es una invención, sino un personaje de la vida real, a la
que Baroja dedicó mucha de su atención. Pero publicó meditaciones sobre nuestro tema en La caverna
del humorismo, en 1919.

Olaberri era un pesimista jovial. No encontraba en el mundo más que vanidad y aflicción de espíritu.
No tenía fe más que en la cal hidráulica y en el cemento armado. Para él, detrás de toda satisfacción
venía algo negro y doloroso, que eran principalmente las facturas.
—¿Ve usted esa chica que se ha casado con el carabinero? —me preguntó hace tiempo con aire
de profunda conmiseración.
—Sí.
—¡Qué infelices! Ahora mucha alegría, ¿Eh?, y de viaje, pero luego ya vendrán las facturas.
A Olaberri le preocupaban las facturas. Para Olaberri, que era contratista en pequeño, las facturas
eran como la sombra de Banquo, que aparece en el banquete de la vida.
Si Olaberri hubiera tenido el sentido estadístico de nuestro amigo Berecoche, ya difunto, diría
que en la vida hay un 75 por ciento de facturas.
—Ya le he dicho al párroco —me contó una vez—: Usted, con un cubo de agua y un hisopo, ya
tiene para todo el año, y a vivir bien; nosotros, en cambio, pobres contratistas, siempre a vueltas con
las facturas.
Olaberri tenía gustos macabros. Había construido en el cementerio varios sepulcros y trasladado
cadáveres y huesos y algunos cuerpos recién muertos.
Al hacer la descripción de estos traslados sentía, sin duda, un ardor explicativo de artista
medieval y macabro. Los huesos, las calaveras revueltas con tierra, los trozos de hábito o de ropa, la
madera podrida de los ataúdes, todo daba pábulo a su charla pintoresca.
Al relatar el traslado de algún cuerpo recién enterrado, se lucía; entonces los detalles realistas
eran tan terribles que a cualquier persona sencilla se le ponían los pelos de punta.
Salían a relucir los busanos blancos y las gurgujas verdes, y al último la gente no sabía si temblar
de asco o echarse a reír.
El no tenía repugnancia por nada.
—Los mejores caracoles que hay comido —solía decir—, los hay cogido en la tumba del difunto
párroco. Nunca los hay comido mejores.

De Reportajes.
VALS DEL DESCEREBRAMIENTO
ALFRED JARRY

Ubú rey, la farsa genial de ALFRED JARRY (1873-1907), fue compuesta en 1888 para ridiculizar a un
profesor. Después, el talento extravagantemente poético de Jarry se volcó en otros libros: Les
Minutes de Sable Mémorial, César Antéchrist, L'Amour absolu, Messaline, Le Surmále y Gestes et
opinions du Docteur Faustroll, pataphysicien, pero es el padre Ubú la caricatura feroz que vela la f
anca de Jarry.

Durante mucho tiempo yo fui obrero ebanista


en el Campo de Marte, parroquia de Toussaints.
Mi mujer ejercía su oficio de modista y nunca padecimos la menor escasez.

Entonces, si el domingo sin nubes se anunciaba,


ostentábamos todo nuestro mejor boato,
e íbamos a ver cuántos sesos saltaban,
calle del Escaldado, por pasar un buen rato.

Ved, ved la máquina girar,


ved, ved los sesos saltar,
ved, ved los rentistas temblar.

(Coro:) ¡Hurra, hurra, cabrones, que viva el padre Ubú!

Nuestros dos muñequitos, bañados en pastel,


en el pescante mismo iban acomodados,
blandiendo alegremente sus monos de papel,
y felices rodábamos a la del Escaldado.

La multitud vertía su gozo en la barrera,


y al diablo con los golpes si uno estaba adelante.
Yo siempre me instalaba sobre un montón de piedras
por no ensuciar mis botas con hervores de sangre.

Ved, ved la máquina girar,


ved, ved los sesos saltar,
ved, ved los rentistas temblar.

(Coro:) ¡Hurra, hurra, cabrones, que viva el padre Ubú!

Pronto estamos blanqueados, yo y mi mujer, con sesos


que los niños se embuchan, y todos pataleamos
al ver que el Palurdín adoba los gargueros
y hay números de plomo, y heridas barbotando.

En un rincón muy cerca de la máquina advierto


una jeta que no me gusta mucho, un crápula.
Qué digo. Yo conozco tu trompa, caro viejo:
tú me robaste y no seré yo quien te plaña.

Ved, ved la máquina girar,


ved, ved los sesos saltar,
ved, ved los rentistas temblar.

(Coro:) ¡Hurra, hurra, cabrones, que viva el padre Ubú!

Pero ya mi mujer me tira de la manga:


"Ahora es cuando debes hacerte ver, idiota:
puesto que el Palurdín te está dando la espalda,
zámpale por la jeta un paquete de bosta".

Atendiendo el soberbio consejo de mi esposa,


con ambas manos pesco mi valor en un tris:
al rentista le zampo una mierda grandiosa
que va a aplastarse sobre la faz del Palurdín.

Ved, ved la máquina girar,


ved, los sesos saltar,
ved, ved los rentistas temblar.

(Coro:) ¡Hurra, hurra, cabrones, que viva el padre Ubú!

La multitud furiosa me atropella, arremete.


Rápidamente sobre la barrera me tumban,
y en el gran hoyo negro del que nunca se vuelve
soy la primer cabeza que se derrumba.

Y todo por salir a mirar el domingo,


calle del Escaldado, saltaduras de sesos,
o por ir a mosquear o dislocar cochinos:
sale usted sano y vivo, pero regresa muerto.

Ved, ved la máquina girar,


ved, ved los sesos saltar,
ved, ved los rentistas temblar.

(Coro:) ¡Hurra, hurra, cabrones, que viva el padre Ubú!


UN PACIENTE EN DISMINUCIÓN
De Papeles de Recienvenido.
MACEDONIO FERNÁNDEZ

La vida de MACEDONIO FERNÁNDEZ (1874-1952) fue un incansable insistir humorístico que


produjo —a regañadientes— algunas de las páginas más celebradas de la literatura argentina. El
humorismo de Macedonio Fernández ni siquiera hizo excepción de sus lectores, empeñados, sin
embargo, en multiplicarse.

El señor Ga había sido tan asiduo, tan dócil y prolongado paciente del doctor Terapéutica que ahora ya
era sólo un pie. Extirpados sucesivamente los dientes, las amígdalas, el estómago, un riñón, un
pulmón, el bazo, el colon, ahora llegaba el valet del señor Ga a llamar al doctor Terapéutica para que
atendiera el pie del señor Ga, que lo mandaba llamar.
El doctor Terapéutica examinó detenidamente el pie y "meneando con grave modo" la cabeza
resolvió: "Hay demasiado pie, con razón se siente mal: Le trazaré el corte necesario, a un cirujano".

De Papeles de Recienvenido.
INTERVALO DE CINCO MINUTOS
De Jésus-Christ Rastaquouére.
FRANCIS PICABIA

El pintor y poeta francés FRANCIS PICABIA (1879-1953) fue, como su amigo Apollinaire, un
fabricante de encantadoras infracciones que se transformaron en capítulos de la historia del arte.
Jésus-Christ Rastaquouére apareció en 1920, prologado por Gabrielle Buffet.

Yo tenía un amigo suizo llamado Jacques Dingue que vivía en el Perú, a cuatro mil metros de altitud.
Partió hace algunos años para explorar aquellas regiones, y allá sufrió el hechizo de una extraña india
que lo enloqueció por completo y que se negó a él. Poco a poco fue debilitándose, y no salía siquiera
de la cabaña en que se instalara. Un doctor peruano que lo había acompañado hasta allí le procuraba
cuidados a fin de sanarlo de una demencia precoz que parecía incurable.
Una noche, la gripe se abatió sobre la pequeña tribu de indios que habían acogido a Jacques
Dingue. Todos, sin excepción, fueron alcanzados por la epidemia, y ciento setenta y ocho indígenas,
de doscientos que eran, murieron al cabo de pocos días. El médico peruano, desolado, rápidamente
había regresado a Lima... También mi amigo fue alcanzado por el terrible mal, y la fiebre lo
inmovilizó.
Ahora bien, todos los indios tenían uno o varios perros, y éstos muy pronto no encontraron otro
recurso para vivir que comerse a sus amos: Desmenuzaron los cadáveres, y uno de ellos llevó a la
choza de Dingue la cabeza de la india de la que éste se había enamorado... Instantáneamente la
reconoció y sin duda experimentó una conmoción intensa, pues de súbito se curó de su locura y de su
fiebre. Ya recuperadas sus fuerzas, tomó del hocico del perro la cabeza de la mujer y se entretuvo
arrojándola contra las paredes de su cuarto y ordenándole al animal que se la llevase de vuelta. Tres
veces recomenzó el juego, y el perro le acercaba la cabeza sosteniéndola por la nariz; pero a la tercera
vez, Jacques Dingue la lanzó con demasiada fuerza, y la cabeza se rompió contra el muro. El jugador
de bolos pudo comprobar, con gran alegría, que el cerebro que brotaba de aquélla no presentaba más
que una sola circunvolución y parecía afectar la forma de un par de nalgas...

De Jésus-Christ Rastaquouére.
UN BELLO FILM
De L'Hérésiarque et Cie.
GUILLAUME APOLLINAIRE

WILHELM APOLLINARIS DE KOSTROWITZKY (1880-1918) fue un incesante inventor de ideas, y


una de las sensibilidades líricas más poderosas de que Francia fue capaz. Poeta, crítico, ensayista,
curioso insaciable y participante de todas las vanguardias vivas, Apollinaire cultivó un humorismo
que no procede del deliberado afán sacrílego que perjudicó a tantos de sus compañeros de bohemia.

—¿Sobre qué conciencia no pesa un crimen? —preguntó el barón d'Ormesan—. Por mi parte, ya no
me tomo la molestia de contarlos. He cometido algunos que me produjeron dinero, y si hoy no soy
millonario, debo culpar más bien a mis apetitos que a mis escrúpulos.
En 1901, en unión de unos amigos fundé la Cinematographic International Company, a la que
para abreviar llamamos C.I.C. Nuestro propósito era producir un film de gran interés y pasarlo luego
en los cinematógrafos de las principales ciudades de Europa y América. Nuestro programa estaba bien
trazado. Gracias a la indiscreción de uno de los domésticos, pudimos obtener una escena
interesantísima que representaba al presidente de la República, en momentos en que se levantaba de la
cama. Siguiendo idéntico procedimiento, también logramos la filmación del nacimiento del príncipe
de Albania. En otra oportunidad, después de comprar a precio de oro la complicidad de algunos
funcionarios del Sultán, pudimos fijar para siempre la impresionante tragedia del gran visir Malek
Pacha, quien, después de los desgarradores adioses a sus esposas e hijos, bebió, por orden de su amo y
señor, el funesto café en la terraza de su residencia de Pera.
Sólo nos faltaba la representación de un crimen. Pero, desdichadamente, no es fácil conocer con
anticipación la hora de un atraco y es muy raro que los criminales actúen abiertamente.
Desesperando de lograr por medios lícitos el espectáculo de un atentado, decidimos organizarlo
por nuestra cuenta en una casa que alquilamos en Auteuil a esos efectos. Primeramente habíamos
pensado contratar actores para un simulacro de ese crimen, que nos faltaba, pero, aparte de que con
ello hubiésemos engañado a nuestros futuros espectadores al ofrecerles escenas falsas, habituados
como estábamos a no cinematografiar más que la realidad, no podíamos satisfacernos con un simple
juego teatral por perfecto que fuera. Llegamos así a la conclusión de echar suerte, para establecer
quién de entre nosotros debía juramentarse y cometer el crimen que nuestra cámara registraría. Mas
ésta fue una perspectiva ingrata para todos. Después de todo, éramos una sociedad constituida por
personas de bien y nadie tomaba a broma eso de perder el honor ni aun por fines comerciales.
Una noche decidimos emboscarnos en la esquina de una calle desierta, muy cerca de la villa que
alquiláramos. Éramos seis y todos íbamos armados con revólveres. Pasó una pareja: Un hombre y una
mujer jóvenes, cuya elegancia muy rebuscada nos pareció a propósito para acondicionar los elementos
más interesantes de un crimen pasional. Silenciosos, nos abalanzamos sobre la pareja y
amordazándolos los condujimos a la casa. Allí los dejamos bajo el cuidado de uno de nuestro grupo,
volviendo a nuestra posición. Un señor de patillas blancas vestido con traje de noche apareció en la
calle; salimos a su encuentro y lo arrastramos a la casa, a pesar de su resistencia. El brillo de nuestros
revólveres dio razón de su coraje y de sus gritos.
Nuestro fotógrafo preparó su cámara, iluminó la sala convenientemente y se aprestó a registrar el
crimen. Cuatro de los nuestros se colocaron al lado del fotógrafo apuntando con las armas a los
cautivos.
La joven pareja estaba todavía desvanecida. Los desvestí con atenciones conmovedoras: Despojé
a la muchacha de la falda y el corsé, dejando al joven en mangas de camisa. Dirigiéndome al señor de
smoking, le dije:
—Señor: Ni mis amigos ni yo deseamos a usted ningún mal. Pero le exigimos, bajo pena de
muerte, que asesine, con este puñal que arrojo a sus pies, a este hombre y a esta mujer. Ante todo,
usted tratará de que vuelvan de su desmayo; tenga cuidado que no lo estrangulen. Como están
desarmados, no cabe la menor duda que usted logrará su propósito.
—Señor —repuso cortésmente el futuro asesino— no tengo más remedio que ceder ante la
violencia. Usted ha tomado todas las resoluciones y no deseo en lo más mínimo modificar una
decisión cuyo motivo no se me aparece claramente; voy a pedirle una gracia, sólo una: Permítame
cubrirme el rostro.
Nos consultamos y resolvimos que era mejor así, tanto para él como para nosotros. Coloqué sobre
la cara del hombre un pañuelo en el que previamente habíamos abierto dos orificios en el lugar de los
ojos, y el individuo comenzó su tarea.
Golpeó al joven en las manos. Nuestro aparato fotográfico empezó a funcionar, registrando esta
lúgubre escena. Con el puñal dio unos puntazos en el brazo de su víctima. Esta se puso rápidamente de
pie, saltando, con una fuerza decuplicada por el espanto, sobre la espalda de su agresor. La muchacha
volvió en sí de su desvanecimiento y acudió en socorro de su amigo. Fue la primera en caer, herida en
el corazón. Luego la escena se concentró en el joven, que se abatió de una herida en la garganta. El
asesino hizo las cosas bien. El pañuelo que cubría su rostro no se había movido durante la lucha, y lo
conservó puesto todo el tiempo que la cámara funcionó.
—¿Están ustedes conformes? —nos preguntó—. ¿Puedo ahora arreglarme un poco?
Lo felicitamos por su labor. Se lavó las manos, se peinó, cepillándose luego el traje.
Inmediatamente, la cámara se detuvo.

De L'Hérésiarque et Cie.
UNA CONFUSIÓN COTIDIANA
De La Metamorfosis.
FRANZ KAFKA

La situación absurda del hombre en un mundo gobernado por leyes ignoradas, o acaso inexistentes,
encontró un exponente genial en el checoslovaco FRANZ KAFKA (1883—1924), cuya obra
permanecería ignorada si su amigo Max Brod hubiera cumplido sus órdenes, destruyendo las novelas
El proceso, El castillo y América. Las terribles parábolas kafkianas son un himno a la frustración
humana, el reflejo de un humorismo siniestro y sin salidas.

Un incidente cotidiano, del que resulta una confusión cotidiana. A tiene que cerrar un negocio con B
en H. Se traslada a H para una entrevista preliminar, pone diez minutos en ir y diez en volver, y se
jacta en su casa de esa velocidad. Al otro día vuelve a H, esta vez para cerrar el negocio. Como
probablemente eso le exigirá muchas horas, A sale muy temprano. Aunque las circunstancias (Al
menos en opinión de A) son precisamente las de la víspera, tarda diez horas esta vez en llegar a H.
Llega al atardecer, rendido. Le comunican que B, inquieto por su demora, ha partido hace poco para el
pueblo de A y que deben haberse cruzado en el camino. Le aconsejan que espere. A, sin embargo,
impaciente por el negocio, se va inmediatamente y vuelve a su casa.
Esta vez, sin poner mayor atención, hace el viaje en un momento. En su casa le dicen que B llegó
muy temprano, inmediatamente después de la salida de A, y que hasta se cruzó con A en el umbral y
quiso recordarle el negocio, pero que A le respondió que no tenía tiempo y que debía salir en seguida.
A pesar de esa incomprensible conducta, B entró en la casa a esperar su vuelta. Y ya había
preguntado muchas veces si no había regresado aún, pero seguía esperándolo siempre en el cuarto de
A. Feliz de hablar con B y de explicarle todo lo sucedido, A corre escaleras arriba. Casi al llegar
tropieza, se tuerce un tendón y a punto de perder el sentido, incapaz de gritar, gimiendo en la
oscuridad, oye a B —tal vez muy lejos ya, tal vez a su lado— que baja la escalera furioso y que se
pierde para siempre.
KAPPA
RYUNOSUKE AKUTAGAWA

El japonés RYUNOSUKE AKUTAGAWA (1892-1927) ofreció en Kappa una muestra —confesa— de la


influencia de Jonathan Swift. Publicó también Los tres tesoros, Rashomon, Cuentos breves japoneses,
Los engranajes. Redactó, antes de matarse, una lista de suicidas famosos.

Extrañamente, experimentaba simpatía por Gael, presidente de una compañía de vidrio. Gael era uno
de los más grandes capitalistas del país. Probablemente, ningún otro kappa tenía un vientre tan enorme
como el suyo. ¡Y cuán feliz se le ve cuando está sentado en un sofá y tiene a su lado a su mujer que se
asemeja a una litchi y a sus hijos similares a pepinos! A menudo fui a cenar a la casa de Gael
acompañando al juez Pep y al médico Chack; además, con su carta de presentación visité fábricas con
las cuales él o sus amigos estaban relacionados de una manera u otra. Una de las que más me interesó
fue la fábrica de libros. Me acompañó un joven ingeniero que me mostró máquinas gigantescas que se
movían accionadas por energía hidroeléctrica; me impresionó profundamente el enorme progreso que
habían realizado los kappas en el campo de la industria mecánica.
Según el ingeniero, la producción anual de esa fábrica ascendía a siete millones de ejemplares.
Pero lo que me impresionó no fue la cantidad de libros que imprimían, sino la casi absoluta
prescindencia de mano de obra. Para imprimir un libro es suficiente poner papel, tinta y unos polvos
grises en una abertura en forma de embudo de la máquina. Una vez que esos materiales se han
colocado en ella, en menos de cinco minutos empieza a salir una gran cantidad de libros de todos
tamaños, cuartos, octavos, etc. Mirando cómo salían los libros en torrente, le pregunté al ingeniero
qué era el polvo gris que se empleaba. Este, de pie y con aire de importancia frente a las máquinas que
relucían con negro brillo, contestó indiferentemente:
—¿Este polvo? Es de sesos de asno. Se secan los sesos y se los convierte en polvo. El precio
actual es de dos a tres centavos la tonelada.
Por supuesto, la fabricación de libros no era la única rama industrial donde se habían logrado
tales milagros. Lo mismo ocurría en las fábricas de pintura y de música. Contaba Gael que en aquel
país se inventaban alrededor de setecientas u ochocientas clases de máquinas por mes, y que cualquier
artículo se fabricaba en gran escala, disminuyendo considerablemente la mano de obra. En
consecuencia, los obreros despedidos no bajaban de cuarenta o cincuenta mil por mes. Pero lo curioso
era que, a pesar de todo ese proceso industrial, los diarios matutinos no anunciaban ninguna clase de
huelga. Como me había parecido muy extraño este fenómeno, cuando fui a cenar a la casa de Gael en
compañía de Pep y Chack, pregunté sobre este particular.
—Porque se los comen a todos.
Gael contestó impasiblemente, con un cigarro en la boca. Pero yo no había entendido qué quería
decir con eso de que "se los comen". Advirtiendo mi duda, Chack, el de los anteojos, me explicó lo
siguiente, terciando en nuestra conversación.
—Matamos a todos los obreros despedidos y comemos su carne. Mire este diario. Este mes
despidieron a 64.769 obreros, de manera que de acuerdo con esa cifra ha bajado el precio de la carne.
—¿Y los obreros se dejan matar sin protestar? —Nada pueden hacer aunque protesten —dijo Pep,
que estaba sentado frente a un durazno salvaje—. Tenemos la "Ley de Matanzas de Obreros". Por
supuesto, me indignó la respuesta. Pero, no sólo Gael, el dueño de casa, sino también Pep y Chack,
encaraban el problema como lo más natural del mundo. Efectivamente, Chack sonrió y me habló en
forma burlona.
—Después de todo, el Estado le ahorra al obrero la molestia de morir de hambre o de suicidarse.
Se les hace oler un poco de gas venenoso, y de esa manera no sufren mucho.
—Pero eso de comerse la carne, francamente... —No diga tonterías. Si Mag escuchara esto se
moriría de risa. Dígame, ¿Acaso en su país las mujeres de la clase baja no se convierten en
prostitutas? Es puro sentimentalismo eso de indignarse por la costumbre de comer la carne de los
obreros. Gael, que escuchaba la conversación, me ofreció un plato de sándwiches que estaba en una
mesa cercana y me dijo tranquilamente:
—¿No se sirve uno? También está hecho de carne de obrero.
EL PRÍNCIPE
NICCOLO MACCHIAVELLI

Como Sade, el florentino NICCOLO MACCIHAVELLI (1469-1527) se entretuvo en loar ciertas


virtudes de la maldad, en señalarla como instrumento necesario. Las coincidencias terminan aquí:
Mucho más ambiciosas, las proposiciones de Sade abarcan el universo; las de Macchiavelli,
minúsculas, apenas se refieren a la maldad de los buenos gobernantes y son, más que una invención,
una crónica.
Desde luego, los escritos de Sade no se eligieron como textos universitarios y los del italiano sí,
lo que les da la razón a los dos.

Para seguir el examen de las condiciones antes mencionadas, sostengo que todos los príncipes deben
buscar reputación de clementes y no de crueles, pero sin abusar de la clemencia.
El príncipe no debe cuidarse demasiado de la reputación de crueldad cuando necesite imponer
obediencia y fidelidad a sus súbditos. Resultará más humano ordenando algunos poquísimos castigos
ejemplares que aquellos que, por exceso de clemencia, permiten la propagación del desorden, origen
de muchas muertes y robos. Estos desmanes dañan a todos los ciudadanos, en tanto que los castigos
ordenados por el príncipe apenas perjudican a algunos súbditos.
Por estos motivos suele preguntarse si conviene más ser amado que temido o temido que amado.
Se responde que convendría tener ambas cosas a la vez; pero como es difícil que vengan juntas, es
mucho más seguro ser temido que amado, en el caso de que uno de los dos afectos falte.
Pero el príncipe debe hacerse temer de manera que el miedo no excluya el cariño, engendrando el
odio, porque es perfectamente posible ser temido sin ser odiado. Esto se logrará respetando las
propiedades y la honra de las mujeres de sus súbditos. Si debiera derramar la sangre de alguno, que lo
haga contando con la justificación conveniente y por causa manifiesta. Debe abstenerse, sobre todo, de
apropiarse de sus bienes, porque los hombres olvidan antes la muerte de un padre que la pérdida de un
patrimonio.
El mundo entero sabe cuán meritorio es que el príncipe prefiera siempre la lealtad a la falsía. Sin
embargo, la experiencia demuestra que príncipes que realizaron hechos memorables no necesitaron
tener mucho en cuenta la fe jurada, y procuraron tenazmente engañar a los hombres, consiguiendo, al
final, sojuzgar a los que confiaron en su lealtad.
Hay que saber que existen dos maneras de combatir: Una mediante las leyes y otra mediante la
fuerza; la primera es propia de los hombres, y la segunda de los animales. Sin embargo, como muchas
veces no basta la primera, se hace necesario acudir a la segunda.
Un príncipe no debe, por lo tanto, ser fiel a sus promesas si esa fidelidad puede perjudicarlo y han
desaparecido las causas que lo obligaron a prometer. Si todos los hombres fueran buenos, este consejo
no lo sería; pero como son malos, y no serán.
Mi sensibilidad, querido Comte, no me permite asistir a la disección del cuerpo de un amigo.
Seré representado mañana por M. Boyer, maestro cirujano, quien realizará la apertura del cadáver. Es
un práctico muy experimentado.
MARAT

Leales al príncipe, éste no tiene por qué ser leal con ellos. A un príncipe nunca le van a faltar
argumentos para explicar el incumplimiento de sus promesas. De esto podría ofrecer innumerables
ejemplos modernos, demostrando cuántos compromisos y tratados de paz no se cumplieron por
deslealtad de los príncipes, saliendo siempre con ganancia quien mejor imitó al zorro.
Pero es necesario saber disfrazar bien las cosas y ser maestro en fingimiento, a pesar de que los
hombres son tan ingenuos y sometidos a las urgencias del momento que, quien se dedique al engaño,
siempre encontrará alguien que se deje engañar.
Un príncipe no necesita tener todas las buenas cualidades referidas, pero conviene que parezca
tenerlas. Aun me atrevería a afirmar que, poseyéndolas y practicándolas asiduamente, pueden resultar
perniciosas. En cambio, si sólo se simula tenerlas resultan útiles. Será útil, sin duda, parecer
caritativo, fiel, humano, religioso, íntegro, y hasta es posible que resulte útil serlo en realidad; pero
siempre con el ánimo dispuesto a dejar de serlo en caso de necesidad.
Es que ningún príncipe, y aun menos un príncipe nuevo puede ejercitar todas las virtudes que dan
imagen de buenos a los hombres; para conservar el poder hace falta frecuentemente contrariar a la
lealtad, la clemencia, la bondad o el credo.
El carácter de un príncipe debe ser lo bastante dúctil como para someterse a las condiciones que
los cambios de suerte le impongan; como ya dije, mientras pueda ser bueno, no debe dejar de serlo;
pero en caso de imperiosa necesidad no dejará de ser malo.
Pero el príncipe no debe permitir que de sus labios salgan frases que no estén impregnadas de las
mencionadas cinco cualidades. A quienes lo vean y lo escuchen debe parecerles piadoso, leal, íntegro,
compasivo y religioso. Esta última cualidad es la que más conviene aparentar, porque casi siempre los
hombres juzgan más por los ojos que por los demás sentidos, y mientras puedan ver, raramente se
detienen a contemplar lo que ven. Todo el mundo verá la apariencia y muy pocos la realidad. Y estos
pocos no se atreverán a contrariar a la inmensa mayoría, que tendrá de su parte la fuerza oficial del
Estado.
EL GUSTO DE LOS NIÑOS POR LA SUCIEDAD
CHARLES FOURIER

El rescate de los escritos de CITARLES FOURIER (1772-1837) no es una empresa descabellada, como
lo demostró Bretón. Víctor Hugo, por su parte, la había profetizado. "En el año 1817 —dilo— había
en la Academia de Ciencias un cierto Fourier célebre, que la posteridad ha olvidado, y en no sé qué
granero un Fourier oscuro, que el futuro recordará."

La tendencia de los niños al desaseo es inocente y sin pretensión entre los pequeñitos: Toma un curso
más elevado entre los de nueve a doce años, verdaderos maniáticos de la suciedad; éstos la llevan de la
simple a la compuesta y conciben vastos planes de porquerías. Por ejemplo, van en las noches a
embarrar con suciedad las aldabas de las puertas y los cordones de los timbres, untándolos con su
artículo favorito; no sueñan más que en los medios de ensuciar con este artículo a todo el género
humano...
¿De dónde viene este frenesí escatológico entre los escolares de diez a doce años? ¿Es un vicio de
la educación o proviene de la falta de preceptos? No, porque cuanto más se les predica contra la
suciedad, más tercos se muestran en ella. ¿Es depravación? ¡Entonces la naturaleza sería depravada!
No podríamos desembrollar este enigma en la civilización; he aquí la explicación: La manía de la
suciedad es un impulso necesario para dar de alta a los niños en las Pequeñas Hordas, para ayudarlos a
soportar alegremente el disgusto consecuente de los trabajos inmundos, y a abrirse, en la carrera de la
porquería, un vasto campo de gloria industrial y de filantropía.
EPITAFIO
THOMAS CARLYLE

Una consideración superficial podría hacer pensar que el escocés THOMAS CARLYLE (1795-1881)
era una persona solemne. Admirador de Schiller, de los filósofos alemanes, de Cromwell y autor de
una Historia de la Revolución Francesa, Carlyle simula por momentos ser un adorador de héroes al
estilo de Nietzsche. Sin embargo su obra maestra es el Sartor Resartus, de la que se extrajo el
siguiente epitafio, de fácil aplicación. El Sartor Resartus sirve para salvar a los lectores de Carlyle
del aburrimiento y al mismo Carlyle de sus Obras Restantes.

Aquí yace Felipe Zaehdarn, por sobrenombre El Grande, Conde de Zaehdarn, Consejero
Imperial, Caballero del Toisón de Oro, de la Orden de la Jarretera y del Buitre Negro.
Que a la luz de la luna mató cinco mil perdices con bala; y por sí y por sus servidores,
bípedos y cuadrúpedos, convirtió públicamente en estiércol, no sin gran estrépito, cien millones
de quintales de variados manjares. Ahora, descansando de ese trabajo, lo acompañan sus obras.
Defecó por primera vez en el mundo (Sigue fecha) Por última (Sigue fecha)
Si buscas su mausoleo, contempla este estercolero.
CINCO NUEVAS ADICIONES AL CÓDIGO CRIMINAL
CHARLES DICKENS

El padre del novelista CHARLES DICKENS (1812-1870) conoció la prisión por deudas. Nacido en
Inglaterra, como la sociedad industrial, Dickens reflejó con verosimilitud en sus novelas ciertas
anécdotas que acompañaron la transformación de la prisión por deudas en prisión en deudas, único
progreso conocido hasta ahora en la materia. Este obligatorio espectáculo tuvo mucho que ver, sin
duda, con la tendencia de Dickens a detenerse en ciertos aspectos particularmente macabros de
aquella realidad, como las ejecuciones públicas o —en este caso— el Código Criminal.

Tenemos entendido que el Gobierno abriga el propósito de presentar un proyecto de ley con objeto de
enmendar el Código Criminal en vigor, en vista de que la experiencia ha demostrado que en los casos
de asesinato resulta demasiado rápido, injusto y riguroso; en una palabra, muy inconveniente para las
simpáticas personas acusadas de ese hecho reflexivo. Hemos sido favorecidos con un bosquejo de las
principales estipulaciones que es probable que contenga el proyecto.
Este se basará en el profundo principio de que el verdadero delincuente es el asesinado, porque,
sin su obstinado empeño en que lo asesinasen, el apreciable semejante que ha de comparecer en juicio
no se habría visto metido en estas molestias.
Se calcula que sus principales disposiciones se concretarán en los siguientes artículos:

1° Queda suprimido el juez. Algunos de los acusados que gozan de la mayor popularidad han
hecho fuertes objeciones a la presencia de este inoportuno personaje, que resulta perjudicial para sus
altos intereses. El Tribunal se compondrá de uno de tantos caballeros dedicados a la política, que
viven retirados en una habitación desde la que se domina St. James Park, y que tiene ya más
ocupaciones de las que, por un esfuerzo de la imaginación humana, se supone que podría tener.
2° El jurado se compondrá de cinco mil quinientos cincuenta y cinco voluntarios.
3° Quedará estrictamente prohibido a los Miembros del jurado el comunicarse ni con el acusado
ni con los testigos. No se tomará juramento a los Miembros del jurado. No se enterarán bajo ningún
concepto de las pruebas que resulten de lo actuado; tendrán que averiguarlas o figurárselas como
buenamente puedan, y se pasarán el tiempo dirigiendo cartas sobre las mismas a los periódicos.
4° En el caso de que se trate de un proceso por asesinato con veneno y suponiendo que la
acusación presente un caso hipotético o unas pruebas hipotéticas de envenenamiento con dos venenos
distintos, pongamos el arsénico y el antimonio, y admitiendo que la presencia del arsénico en el
cuerpo sea posible, pero no esté demostrada, mientras que la presencia del antimonio constituya una
certeza absoluta, en ese caso será obligación del Jurado limitarse a considerar si ha habido
envenenamiento con arsénico, prescindiendo por completo del antimonio; y 5° Después que los
médicos que presenciaron la muerte del verdadero culpable, es decir, del asesinado, hayan descrito en
la prueba los síntomas que precedieron a ella, se llamará a otros médicos que nunca conocieron y que
tendrán que testificar si corresponden también o no a ciertas enfermedades conocidas... pero jamás se
les preguntará si concuerdan exactamente con los síntomas de envenenamiento. Ilustremos
prácticamente esta disposición de la Ley que se prepara. Se ha visto entrar en la casa en que vive solo
el señor Z... a un perro rabioso que venía echando baba por la boca. Demuéstrase de un modo
irrebatible que Z... y el perro rabioso han permanecido algún tiempo en la casa juntos, lo que lleva
irresistiblemente a la conclusión de que Z... ha sido mordido por el perro. Más adelante se descubre a
Z... acostado en su cama, con síntomas de hidrofobia, y en su cuerpo las señales de los clientes del
perro. Ahora bien: Como los síntomas de la rabia coinciden con los del tétanos, que Z... pudo contraer
con que sólo se hubiese clavado un clavo roñoso en cualquier parte del pie, se hará que algún médico
legal, que no haya visto a Z... jamás, certifique este hecho abstracto, y en el Registro Civil se
extenderá un certificado obligatorio de que Z... falleció a consecuencia de la herida que le produjo un
clavo roñoso.

Se abriga la fundada esperanza de que estas innovaciones que se introducirán en el actual


procedimiento criminal no solamente han de resultar satisfactorias para el acusado (Cuyas
conveniencias están por encima de todo), sino que contribuirán también, dentro de lo tolerable, al
bienestar y defensa de la sociedad. Porque con estas disposiciones razonables y prudentes no se
rechaza por completo la idea de que pueda resultar molesta para la sociedad la práctica excesiva del
envenenamiento.
EL GUILLOTINADO POR PERSUASIÓN
EUGENE CHAVETTE

EUGENE CHAVETTE se llamó en realidad Vachette y escribió, hacia fines del siglo pasado, algunas
historias que gozaron de efímera popularidad. Es más, sin embargo, la que merece su Guillotinado
por persuasión, incluido en Petites Comedies du Vice.

La escena ocurre en provincias, en una pequeña ciudad del Mediodía...

Designaron a un empleado de la prefectura miembro del jurado. En el proceso, se juzga a un hombre


acusado de diecisiete muertes, descontando las pequeñeces de infracciones y robos.
Es condenado a muerte.
Al volver a su casa el empleado del jurado se dice:
"Esta es una excelente ocasión para devolver todas las atenciones que he recibido".
Cuando llega el momento, escribe a sus amigos: "Guillotinamos a Saint Phar el jueves: Venid
entonces a almorzar, tengo tres ventanas sobre la plaza y un buen cocinero. Vamos a reírnos un poco".
El día señalado, todos los amigos acuden a la cita del empleado, que también invitó a su jefe, hombre
influyente que lo protege.
Como ninguna ejecución pública tuvo lugar desde hace cincuenta años en la ciudad, se ha
descuidado al personal encargado de la ejecución.
El verdugo es un viejo débil.
Su primer oficial ha dejado ya esta Tierra.
El segundo ayudante se está recuperando de una larga enfermedad que lo dejó sin fuerzas.
Si el condenado, que es un Hércules, no pone un poco de buena voluntad, la justicia de los
hombres difícilmente será satisfecha.

En el momento de los postres llega de la prisión la aterradora noticia.


"Saint Phar no desea que lo molesten". Desesperados, los invitados exclaman a coro: —Nuestra
fiesta está echada a perder... ¡No se puede contar con nada!
El jefe frunce las cejas.
Su subordinado, que ve comprometido su ascenso, se esfuerza vanamente para calmar el
descontento de este influyente personaje.
Al fin toma una gran resolución:
—Conozco un poco a Saint Phar —dice—; voy a hacerle entrar en razón.
Va a la prisión y entra en la celda del condenado. Se establece este diálogo:
EL PERSUASOR ¡Y bien! ¿Qué es lo que dicen estos mentirosos? (Le palmea las mejillas.) ¿Que no
quieres dejarte gui-llo-ti-nar?
SAINT PHAR (Secamente): No.
EL PERSUASOR: La razón, por favor.
SAINT PHAR: Se me avisó a último momento.
EL PERSUASOR: ¿Qué? ¿A último momento? Toda la noche has oído los golpes de martillo, que te
impedían dormir. ¿No te han intrigado? ¿No tuviste la curiosidad de decirte "¿Qué es eso?"? Y bien,
era la pequeña máquina que se levantaba sobre la plaza Bourdaillard, cuya feria está retrasada por tu
culpa. (Con tono de reproche.) ¡Y tú esperando a última hora para hacerte el caprichoso! ¡Vamos!
¡Grandote!
SAINT PILAR (Inconmovible): No.
EL PERSUASOR (Sorprendido): ¡Pero, desgraciado! ¡Todo el mundo ha llegado! ¡La magistratura, el
clero, el pueblo, los soldados que vienen a hacerte fila como para el emperador! Cada uno está en su
puesto... a nadie se espera sino a ti... (Insistente.) Te esperan ú-ni-ca-men-te a ti.
SAINT PHAR: Tengo desconfianza.
EL PERSUASOR (Vivamente): ¡Vaya! ¿No conoces al buen señor de Puisec, ese vicio noble que no ha
salido de su casa desde la caída de los Borbones, y que había jurado no dejar jamás la alcoba? (Con
acento de triunfo.) ¡Pues bien! Ha venido, está allá... ¿Por quién? Te lo pregunto, gran sinvergüenza.
(Sonriendo.) Por ti, por su pequeño Saint Phar... Vamos, ven, por cortesía hacia el señor de Puisec.
SAINT PHAR (Brutalmente): No me fue presentado... No.
EL PERSUASOR (Con tono desdeñoso): ¡Ah! ¡Ya sé! (Lo llama aparte.) No temas confiarte a un
amigo. Es el dinero lo que te detiene, ¿Eh? (Le habla al oído.) Todos los gastos están pagos. El Estado
te lo regala.
SAINT PHAR (Orgulloso): No pido limosnas.
EL PERSUASOR: ¡Oh! ¡Con susceptibilidad ahora! Si todos los funcionarios fueran susceptibles
como tú para los sueldos, ¿Dónde irían a parar los gobiernos, eh? Contesta, te lo ruego... vamos, ven
rápido, temo que noten tu ausencia.
SAINT PHAR: No, ya tengo desconfianza.
EL PERSUASOR (Severamente): No eres sino un ingrato con el cielo. (Se enoja.) ¡Qué! Todos los
días en el fondo de California, de Java y Brasil, hay pobres diablos que están enfermos, impotentes,
que ni siquiera pueden arrastrarse, y no abrigan sino un solo deseo, no formulan sino un voto: "¡Ah,
quisiera morir en mi bella y dulce patria!" (Enojado.) ¡Estás aquí, en tu villa natal, rodeado de todos
tus compatriotas! Pero dime un poco, entonces, ¿Qué más te hace falta? ¡Coloso!
SAINT PHAR: Es posible... pero tengo desconfianza.
EL PERSUASOR: Vamos, no te hagas el loco, pensemos un poco... Sé franco: Antes de estar preso, no
vivías tranquilo... tenías remordimientos... te decías: "Si me detienen, se me meterá en la prisión. Iré
al tribunal, donde los jueces me dirán mil cosas desagradables". Bien, muy bien, razonabas bien. Pero
hoy todo ha pasado, lo más difícil está hecho... no te quedan más que cinco minutos... ¿Y dudas? No te
comprendo. ¿Cómo puede ser divertida la prisión?... y sobre todo para la salud; ¡Estás pálido como un
membrillo! (Interesado.) Vamos... al menos tomarás aire, te hará pasar el momento.
SAINT PITAR: No, soy hombre casero.
EL PERSUASOR: Sin hablar del señor verdugo, que desde esta mañana está aceitando su
"mueblecito"... ¡Como para un hijo, querido! Son las primeras relaciones entre ustedes, ¿Y tú lo
desprecias? (Serio.) ¡Un enemigo que te haces! ¡Cuídate!
SAINT PHAR: No me gustan las caras nuevas; la suya es triste.
EL PERSUASOR: ¿Entonces crees que debe estar alegre para el Estado? ¡Antes al menos tenía la
rueda para divertirse y se la han quitado! Si se le diera a elegir preferiría un viaje a Suiza, puedes estar
seguro... vamos, ¿Te decides?
SAINT PHAR: No, yo tengo desconfianza.
EL PERSUASOR: Sin hablarte de mí mismo, que he respondido por ti a doce amigos que han venido
expresamente del campo. ¿Crees que si yo mintiera los mandaba llamar? Sus coches están ahora en mi
patio.
SAINT PHAR: Tengo desconfianza, no.
EL PERSUASOR (Piadoso): Sé gentil conmigo, un viejo camarada de pensión. No hemos seguido la
misma carrera... ¡Tú has llegado! No te hagas el advenedizo conmigo... yo soy un pobre funcionario
con mujer e hijos. El jefe de mi división está esperando en mi casa; yo deseo el ascenso; haz esto por
mí, te lo ruego, mi pequeño Saint Phar. (Con tono de reproche.) Yo soy tu jurado, eres mi primer
guillotinado, estréname de buena gana, ¡Qué diablos! (Con convicción.) Como jurado te he condenado
a muerte. He cumplido con mi deber. Por lo tanto tú cumple con el tuyo... Cada uno tiene su misión
dentro de la sociedad.
SAINT PHAR: No, tengo desconfianza.
EL PERSUASOR: Un buen consejo, de paso. Si no quieres hoy... está bien... pero haremos venir al
verdugo de al lado y será mañana... Contesta, ¿Se acostumbra guillotinar al día siguiente de la
ejecución? No, es un orden, un orden establecido... entonces alteras el orden, te levantas contra el
orden establecido... vamos, ¿Sabes qué se pensará de ti? Se dirá: "¡Qué bien, ahora es un promotor de
líos!" Ya ves que te comprometes de puro gusto.
SAINT PHAR: Me río del "qué dirán".
EL PERSUASOR (Después de reflexionar): Vamos, Saint Phar, soy muy observador... ¿Quieres que te
lo diga?... No lo confesarás, pero esta resistencia no viene de ti, se te ha subido a la cabeza... haces un
monstruo de este asunto. En el fondo, ¿Qué es? Una nada, una simple formalidad... Examinémoslo
juntos un poco: Para empezar, tomas un hermoso desayuno (Sonriente.) ¿Muy difícil, eh?... Después te
refrescas rápidamente la cabeza, es higiénico y te rejuvenece... En seguida vas tranquilamente en
coche. (Insistente.) En coche, mi viejo, ¡En co-che! Durante el trayecto, hablas de cualquier cosa, de
los demás con el sacerdote, y el tiempo pasa en un abrir y cerrar de ojos... Al llegar, vienen a tu
encuentro, se abre la puerta, se te tienden los brazos; ¡Todo el mundo está a tu disposición! Subes a la
escalera suavemente, ¡Un escalón, un solo escalón! Además, un pequeño entrepiso... saludas y... al
instante de doblar la cabeza... ¡Prrrru! ¡Ha terminado! (Sonriente.) Y todo el mundo se va contento.
SAINT PHAR: ¡Todo el mundo, todo el mundo! ¡Eso le gusta decir! Yo...
EL PERSUASOR (Lo interrumpe): ¡No hablemos los dos a la vez, por favor! Soy hombre serio.
Entonces, si no quieres hoy, será mañana. ¡En principio, mañana es viernes, un feo día que te traerá
desgracia! Mañana mis hijos habrán vuelto del colegio; mañana se estará mal dispuesto contra ti, no
dejarán sus asuntos y no tendrás un gato en tu ejecución. ¿Te parece halagador esto?
SAINT PHAR: No busco la popularidad.
EL PERSUASOR: ¿Y mis doce amigos que han venido del campo? ¿Me los vas a dejar encima hasta
mañana? ¿O quieres que los aloje? Ponte un poco en mi lugar.
SAINT PHAR (Vivazmente): Con mucho gusto. Tome el mío.
EL PERSUASOR (Dichoso): ¡Ah, farsante! ¡Te haces el gracioso! ¡Sabía bien que solamente querías
darme qué hacer! (Con tono confidencial). Entre nosotros, sabes tan bien como yo a quién 1e gustará
tu obediencia. El emperador lo manda.
SAINT PHAR (Con vivo tono de reproche): No es con ese fin que he votado por él.
EL PERSUASOR (Vivazmente): ¡Ah! ¡Ahora lo comprendo! Sabía bien que no eras lógico. ¿Quién te
pidió que votes al emperador? Nadie. Las elecciones eran libres; no te han influenciado. Dijiste:
"Sí, lo quiero, dénmelo". Te has conformado con los textos sagrados que dicen: Elegite ex vobis
meliorem, quem vobis placuerít, et ponite eum super solium... Es el soberano de tu corazón, el
emperador de tu gusto; él lo sabe... y... ¡Crac!... ¡A la primera cosa que te pide, te niegas! ¿Sabes
qué dirá, muy sorprendido, a la noche, conversando en voz baja con su dama? Dirá: "¡Cómo, creía
que Saint Phar estaba de mi lado!"
Ante esta perspectiva el condenado se levanta de un salto; una violenta emoción le corta la
palabra; por sus gestos se comprende que está resignado a todo.
EL PERSUASOR (Con modesta satisfacción): ¡Ah, al fin entras en razón, grandote! Vamos, voy a
decirle al verdugo que te reciba; haré esperar a las damas. (Lo abraza y sale.)

Diez minutos después, el jefe, satisfecho, dice a su huésped y empleado, radiante:


—En realidad, querido, vuestra pequeña fiesta fue deliciosa y completa.
LA HISTORIA DEL INVÁLIDO
MARK TWAIN

Samuel Langhorne Clemens, alias MARK TWAIN (1835-1910) es uno de los mayores escritores
estadounidenses y dueño, por lo menos, de dos obras maestras: Las Aventuras de Tom Sawyer y las de
Huekleberry Finn. Como humorista, Mark Twain padece el defecto ocasional de extraerle al lector
alguna carcajada, de transformarse en un cómico. Aunque el humor negro no se permite otra
explosión que la sonrisa, la historia del Inválido puede ser considerada una cumbre del género.

Parezco de sesenta y casado, pero este aspecto se debe a mi estado y padecimientos, porque soy
soltero y sólo de cuarenta y uno. A ustedes les resultará difícil creer que yo, que ahora no soy más que
una sombra, fui un hombre vigoroso, robusto, apenas dos años atrás. ¡Un hombre de hierro, un
verdadero atleta! Con todo, ésa es la simple verdad. Pero aún más extraño es el modo en que perdí mi
salud. La perdí ayudando a cuidar una caja de rifles durante un viaje por ferrocarril de doscientas
millas en una noche de invierno. Esta es la rigurosa verdad y les contaré cómo sucedió.
Soy de Cleveland, Ohio. Una noche de invierno, hace dos años, llegué, a casa justo al oscurecer,
en medio de una violenta tormenta de nieve, y lo primero que escuché al entrar fue que mi más
querido amigo de la infancia v condiscípulo, John B. llackett, había muerto el y día anterior, y que su
última expresión había consistido en el deseo de que yo trasladara los restos al hogar para entregarlos
a sus pobres y ancianos padres, en Wisconsin. Me sentí muy conmovido y apenado, pero no había
tiempo que perder en emociones; debía salir de inmediato. Tomé la tarjeta que decía "Diácono Levi
Hackett, Bethlehem, Wisconsin", y me apresuré hacia la estación a través del ulular de la tormenta. Al
llegar encontré la larga caja de pino blanco que me había sido descrita; aseguré en ella la tarjeta con
algunas tachuelas, constaté que fuera embarcada sin tropiezos en el coche expreso, y corrí al comedor
para proveerme de un emparedado y algunos cigarros. Al rato, cuando regresé, mi ataúd estaba afuera
otra vez, aparentemente, ¡Y un joven con una tarjeta, unas tachuelas y un martillo en sus manos
andaba a su alrededor examinándolo! Yo estaba asombrado y confundido. El comenzó a clavar su
etiqueta y yo me precipité hacia el vagón muy exaltado, a exigir una explicación. Pero no... allí estaba
mi caja, perfectamente, en el coche, no había sido perturbada. (El hecho es que, sin que yo lo
sospechara, se había cometido un error prodigioso. ¡Yo estaba llevando una caja de rifles, por la que el
joven había venido a la estación, para enviarla a una compañía en Peoría, Illinois, y él había obtenido
mi cadáver!)
En ese instante el conductor cantó "Todos a bordo", y yo salté dentro del vagón y me aseguré un
asiento confortable sobre un fardo. El encargado estaba allí, concentrado en su trabajo; un hombre
sencillo, cincuentón, de cara simple, honesta, de buen carácter y una viva cordialidad, aunque prosaica
en su estilo general. Al iniciar su movimiento el tren, un extraño brincó dentro del coche y ubicó un
paquete de queso de Limburgo, peculiarmente maduro y competente, sobre un extremo de mi ataúd,
quiero decir de mi caja de rifles. En fin, ahora sé que era queso de Limburgo, pero en ese entonces no
había oído acerca de ese artículo en mi vida y, por supuesto, era absolutamente ignorante acerca de su
carácter. Bien, corríamos a través de la noche borrascosa, la cruel tormenta se encolerizaba, una
melancólica aflicción se cernía sobre mí, ¡Mi corazón se venía abajo, abajo, abajo! El anciano
encargado hizo uno o dos animados comentarios sobre la tempestad y el tiempo ártico, cerró de un
golpe las puertas corredizas, echó el cerrojo, clausuró herméticamente las ventanas, y luego anduvo
alrededor mío, aquí, y allí y más allá, enderezando las cosas y canturreando tranquilamente todo el
tiempo Sweet by and by, en tono bajo y desafinando mucho. Pronto empecé a detectar un olor de lo
más dañino y penetrante, que se introducía furtivamente en el aire helado. Esto deprimió mi ánimo
aún más, porque desde luego lo atribuí a mi pobre amigo muerto. Había algo infinitamente
melancólico en este modo callado y patético de convocar mi recuerdo; me resultó difícil retener las
lágrimas. Por otra parte, también me afligió a causa del viejo encargado, quien —temí— podría
notarlo. Sin embargo, continuó canturreando tranquilamente, y no dio señales de hacerlo, por lo que
me sentí agradecido. Agradecido, sí, pero todavía inquieto. Y pronto empecé a sentirme más y más
desasosegado a medida que transcurrían los minutos, porque a cada instante el olor se espesaba más, y
se volvía más y más indómito y difícil de soportar. En poco tiempo, habiendo arreglado las cosas a su
satisfacción, el encargado se armó de leña y encendió un tremendo fuego en el fogón. Esto me
intranquilizó más de lo que puedo describir, porque no pude dejar de comprender que se trataba de un
error. Estaba seguro de que el efecto sería deletéreo sobre mi pobre amigo muerto. Thompson —el
nombre del encargado era Thompson, como descubrí en el curso de la noche— empezó ahora a
hurgonear por el coche, deteniéndose ante toda hendidura que pudiera encontrar, señalando que no
haría ninguna diferencia el tipo de noche que hiciera afuera, él calculaba hacerla confortable para
nosotros, de cualquier manera. Nada dije, pero pensé que no estaba eligiendo la mejor manera.
Mientras tanto, él seguía canturreando para sí, y mientras tanto, también, la estufa calentaba más y
más, y el ambiente se volvía más y más opresivo. Me sentí empalidecer, y con náuseas, pero pené en
silencio, sin decir nada. Pronto noté que el Sweet by and b y se debilitaba gradualmente; luego cesó en
forma total y se produjo un silencio ominoso. Después de un momento, Thompson dijo:
—¡Puff! Reconozco que no es canela lo que usted ha cargado...
Jadeó una o dos veces, luego avanzó hacia el at... cajón de rifles, se detuvo sobre el queso de
Limburgo durante un brevísimo instante, y regresó a sentarse cerca mío, viéndosele muy
impresionado. Después de una pausa contemplativa, dijo, señalando el cajón con un gesto:
—¿Amigo suyo?
—Sí —dije suspirando.
—¿Está bastante maduro, no es cierto?
Nada más se dijo durante un par de minutos, estando cada uno ocupado con sus propios
pensamientos. Luego Thompson habló, en voz baja y tono reverente:
—Algunas veces no se sabe si ellos se han ido realmente o no... Parecen muertos, usted sabe...
cuerpo caliente, articulaciones flexibles... y así, aunque usted piense que han muerto, usted no lo sabe
realmente. Tuve casos en mi coche. ¡Es tremendo, porque no se sabe en qué momento se levantarán y
lo mirarán a uno!
Luego, después de una pausa y levantando ligeramente un codo hacia el cajón, agregó:
—¡Pero él no está en trance!
—No, señor, ¡Yo salgo fiador por él! Permanecimos sentados algún tiempo, en silencio
meditativo, escuchando el viento y el bramar del tren. Entonces Thompson dijo con gran sentimiento:
—Vaya, vaya, todos tendremos que ir, no hay vuelta que darle. Hombre nacido de mujer es de
pocos días, como dicen las Escrituras. Sí, usted puede pensar lo que quiera, pero es terriblemente
solemne y curioso: Ninguno puede evitarlo; todos tendrán que ir... simplemente todos... Un buen día
usted está sano y fuerte... —aquí él saltó, rompió un panel de la ventana, tendió su nariz hacia afuera
durante un momento, y luego volvió a sentarse mientras yo luchaba y embestía con mi nariz hacia
afuera por el mismo lugar, cosa que continuamos haciendo cada tanto— un buen día usted está sano y
fuerte y al día siguiente es segado como el pasto y los lugares que lo conocían ya no lo conocen más,
como dicen las Escrituras. Sí, nadie; es tremendamente solemne y curioso, pero todos tendremos que
ir, en una ocasión o en otra; no tenemos manera de evitarlo.
Hubo otra larga pausa; luego:
—¿De qué murió?
Dije que no lo sabía.
—¿Cuánto tiempo ha estado muerto?
Me pareció juicioso abultar los hechos para adecuarlos a las probabilidades; de manera que dije:
—Dos o tres días.
Pero no fue de provecho; porque Thompson lo recibió con una mirada ofendida que decía
francamente: "Dos o tres años, querrás decir". Luego prosiguió, ignorando plácidamente mi
aseveración, y ofreció sus extensos puntos de vista acerca de la imprudencia de aplazar demasiado los
entierros. Anduvo lentamente hacia el cajón, se detuvo un instante, regresó a trote vivo y visitó el
panel roto, observando:
—Hubiera tenido mejor facha, en todo aspecto, si lo hubiera despachado el último verano.
Se sentó, enterró su cara en su rojo pañuelo de seda y comenzó a cimbrar y hamacar lentamente
su cuerpo como quien está haciendo todo lo posible por soportar lo casi insoportable. Ya entonces la
fragancia —si se la puede llamar fragancia— era casi sofocante, tanto como lo que puedan imaginar.
La cara de Thompson se estaba poniendo gris: Yo sabía que a la mía no le quedaba ningún color. De
tanto en tanto Thompson descansaba su frente en su mano izquierda, apoyando el codo en la rodilla,
haciendo flamear su pañuelo rojo hacia la caja con su otra mano y decía:
—He llevado a más de uno de ellos, algunos considerablemente pasados, también, pero, por Dios,
¡Él supera a todos! ¡Y fácil! ¡Patrón, ellos eran heliotropo al lado de él!
Este reconocimiento de mi pobre amigo me satisfizo, a pesar de las tristes circunstancias, porque
sonaba tanto a un cumplido.
Muy pronto se hizo evidente que algo había que hacer. Sugerí cigarros. Thompson pensó que era
una buena idea. Dijo:
—Probablemente lo modifique un poco. Resoplamos escrupulosamente durante un rato y
tratamos tenazmente de imaginar que las cosas mejoraban. Pero era inútil. Antes de mucho, sin
ninguna consulta, y al mismo tiempo, ambos cigarros fueron dejados caer por nuestros débiles dedos.
Thompson dijo, con un suspiro:
—No, patrón, no lo modifica ni por el valor de un centavo. La verdad es que lo empeora porque
parece incitar su ambición. ¿Qué considera mejor que hagamos?
Yo no era capaz de sugerir nada. En realidad, estaba obligado a tragar y tragar todo el tiempo y
no me animaba mucho a hablar. Thompson se puso a gruñir, de modo inconexo y desalentado, acerca
de las desdichadas experiencias de esa noche. Llegó a adjudicar a mi pobre amigo varios títulos —
algunas veces militares, otras civiles—; noté que cuanto más rápidamente crecía la eficacia de mi
pobre amigo, Thompson lo promovía en concordancia, le daba un título más alto. Finalmente dijo:
—Tengo una idea. ¿Suponga que nos dedicamos con empeño al asunto y le damos al Coronel un
pequeño empujoncito hacia la otra punta del coche? Unos diez pies, ¡Digo! Él no tendría tanta
influencia entonces, ¿No le parece?
Dije que era buen proyecto. Por lo que hicimos una gran inspiración de aire fresco a través del
panel roto, calculando retenerlo hasta que termináramos. Luego nos acercamos, e inclinándonos sobre
ese queso mortífero, asimos fuertemente la caja. Thompson hizo con la cabeza la señal de "listo" y nos
tiramos hacia adelante con todo nuestro poder; pero él resbaló y se aplastó con su nariz en el queso y
se le escapó el aliento. Tuvo arcadas y jadeó, se levantó atropelladamente y se abalanzó hacia la
puerta, piafando el aire y diciendo con voz ronca:
—¡No me paren! ¡Dios me salve! ¡Vía libre! ¡Me estoy muriendo! ¡Vía libre!
Afuera, sobre la plataforma, me senté, sostuve su cabeza un rato y revivió. Pronto habló:
—¿Le parece que movimos algo al General? Dije que no; no lo habíamos movido.
—Bien, entonces, esa idea se fue al pozo. Debemos ponernos a pensar alguna otra cosa. Está
cómodo donde está, lo reconozco; y si él opina así sobre el asunto, y ha resuelto que no desea ser
molestado, apueste a que llevará la cosa a su manera. Sí, mejor dejarlo donde está, mientras él lo
quiera así; porque tiene todos los triunfos, sabe, de modo que conviene razonar; el hombre que intente
alterar sus planes deberá considerarse sonado.
Pero no podíamos permanecer allí afuera, en medio de esa tormenta loca; moriríamos
congelados. Por lo que entramos, cerramos la puerta y comenzamos a sufrir una vez más y a turnarnos
en el agujero de la ventana. En determinado momento, al alejarnos de una estación en la que nos
habíamos detenido un rato, Thompson bailoteó alegremente y exclamó:
—¡Estamos muy bien, ahora! Me parece que le ganamos al Comodoro esta vez. Creo que aquí he
obtenido el mejunje que le arrancará el tufo.
Se trataba de ácido fénico. Tenía una damajuana. Roció todo alrededor; en realidad, empapó todo:
La caja de rifles, el queso, todo. Luego nos sentamos, sintiéndonos muy esperanzados. Pero no duró
mucho. Vean ustedes, los dos perfumes comenzaron a mezclarse y luego... bueno, muy pronto nos
abalanzamos hacia la puerta; allí afuera, Thompson enjugó su cara con el pañuelo y dijo con cierto
tono desanimado:
—Es inútil. No podemos con él. No hace más que apropiarse de todo lo que le oponemos para
utilizarlo en su beneficio; le da su propio gustillo y lo vuelve contra nosotros. Y bien, patrón, usted no
lo sabe, ahora se está unas cien veces peor aquí que cuando salimos. Nunca vi a uno de ellos calentarse
tanto por su trabajo y tomarse tan maldito interés en él. No, señor, nunca, mientras estuve en el
camino; y mire que he llevado a muchos, como le estaba contando.
Nos volvimos a sentar adentro, después de quedar bastante tiesos de frío. ¡Cáspita, no pudimos
quedarnos adentro, ahora! De manera que valseamos ida y vuelta, tiritando, derritiéndonos y
sofocándonos por turno. Al término de casi una hora nos detuvimos en otra estación. Al dejarla
Thompson entró con una bolsa y dijo:
—Patrón, voy a probar con él una vez más, sólo esta vez; si no lo agarramos en ésta, lo que
debemos hacer es, simplemente, tirar la toalla y abandonar la pelea. Así es como yo lo veo.

Había traído gran cantidad de plumas de pollo, y manzanas secas, y hojas de tabaco, y trapos, y
zapatos viejos, y sulfuro, y asafétida y una y otra cosa; las apiló sobre una amplia plancha de hierro en
medio del piso y les puso fuego.
Cuando comenzó a arder bien no pude entender ni cómo el cadáver podía soportarlo. Todo lo
anterior resultaba simple poesía ante ese olor... Pero, cuidado, el olor original permaneció incólume,
individualizado del otro, tan sublime como siempre... El hecho es que los otros olores parecían darle
un mejor sustento, ¡Y cáspita, qué poderoso era! No hice estas reflexiones allí —no hubo tiempo—,
las hice en la plataforma. Atropellándose para seguirme, Thompson se sofocó y cayó; y antes de
arrastrarlo, lo que hice tornándolo del cuello, estuve cerca de desmayarme también. Cuando
revivimos, Thompson dijo descorazonadoramente:
—Debemos quedarnos aquí afuera, patrón. Tenemos que hacerlo. No hay otro camino. El
Gobernador desea viajar solo y está tan decidido que nos puede sacar votos de ventaja.
Y pronto agregó:
—Y usted no lo sabe, estamos envenenados. Es nuestro último viaje, puede hacerse a la idea de
ello. Fiebre tifoidea es lo que resultará de todo esto. Siento que ya me está viniendo. Sí, señor,
estamos elegidos, tan seguro como que usted nació.
Nos recogieron de la plataforma una hora después, en la estación siguiente, helados e insensibles,
y yo me fui derecho a una fiebre virulenta y no supe de nada durante tres semanas. Después descubrí
que había pasado esa noche terrible con una inofensiva caja de rifles y una porción de queso inocente;
pero las noticias llegaron demasiado tarde para salvarme; la imaginación había hecho su trabajo y mi
salud estaba despedazada para siempre; ni las Bermudas ni ninguna otra tierra me la podrán devolver
jamás. Este es mi último viaje; voy a casa para morir.
CRIMINALES Y ANARQUISTAS
CESARE LOMBROSO

El criminólogo italiano CESARE LOMBROSO (1836-1909) fue, además de profesor de psiquiatría,


director de un asilo de lunáticos. Como su compatriota Macchiavelli (Aunque éste no era nada tonto)
intentó practicar lógica con las Fuerzas del Mal, para Hacer Bien. Ya en los comienzos le fue Mal: En
1872 anunció que la pelagra, una enfermedad carencial, era producida por un veneno; de esa
equivocación surgió el libro La Pelagra en Italia, de 1885. Sin embargo, Lombroso no dejó de
deducir; en realidad, no hizo otra cosa que seguir observando y deduciendo, con resultados muy
conocidos. Comte señaló que Lombroso padeció "una exagerada tendencia a referir todos los hechos
mentales a factores biológicos, pero sobrepasó a todos sus predecesores". Parece que Comte tenía
razón.

De los estudios de Marro puede deducirse igualmente que los criminales observan las prácticas
religiosas casi tanto como los hombres honrados, y aun más todavía los asesinos y estupradores
(Acaso porque de éstos ofrecen grandes contingentes los campesinos); muy cierto que los criminales
de ocasión, exceptuando a los ladrones, son bien poco religiosos.
FUNCIONES DE LOS CRIMINALES
RESISTENCIA AL DOLOR

La anomalía más notable que se advierte en los criminales es la resistencia al dolor, es decir, la
analgesia; no se encuentra ésta tan acentuada ni aún entre los mismos salvajes. Es fenómeno del que
he presenciado numerosos ejemplos auxiliado por mi algómetro eléctrico.
Los facultativos de las prisiones saben muy bien cómo los criminales soportan, cual si fueran
insensibles, las operaciones más dolorosas (Por ejemplo, la aplicación del hierro al rojo).
Un juez, el egregio abogado Spingardi, quien me ha proporcionado gran número de datos para
este estudio, me decía: "No he visto todavía un anarquista que no sea imperfecto o jorobado, ni he
visto ninguno cuya cara sea simétrica."
De la indagación de Hammon sobre varios anarquistas resulta que la mayor parte estaban
movidos por un altruismo exagerado, por una sensibilidad morbosa hacia los dolores ajenos.
Podrían todos, sin embargo, adoptar algunos acuerdos de policía, comunes, pero no violentos,
tales como retratar a los adeptos de la anarquía militante; la obligación internacional de denunciar el
cambio de residencia o domicilio de las personas peligrosas; el envío a los manicomios de todos los
epilépticos, monomaníacos y locos tocados de anarquismo —medida más seria de lo que se cree a
primera vista—; la deportación perpetua de los individuos más temibles a ser posible, a las islas
despobladas y aisladas de la Oceanía; la prohibición a los periódicos de publicar los procesos
anarquistas; la demostración en forma popular y anecdótica, por medio de millares de folletos, de la
falsedad de estas ideas anarquistas, y por último, el dejar a las poblaciones en libertad de manifestarse
contra los anarquistas, aun con hechos violentos, creando así una verdadera leyenda antianarquista
popular.
CANIBALISMO
TRISTAN BERNARD

TRISTAN BERNARD (1866-1947) es autor de muchas comedias, pero donde mejor se lo reconoce es
en sus narraciones humorísticas, que recogen —con ingenuidad unas veces, con insidia otras— varios
temas arquetípicos del humor negro; pero el del canibalismo es el preferido de Bernard.

No se pierde tiempo a bordo; lo atestiguan los siguientes documentos, que he encontrado el otro día en
una botella de soda, en el momento mismo en que la ola que la había traído retrocedía (No creo que
por espanto, sino, más bien, porque era la hora de la marea baja).
Transcribo aquí los fragmentos más interesantes de este diario de a bordo.
17 de abril —Hoy hace un mes que nuestro barco va a la deriva. ¡No encontramos a nadie en
nuestra ruta! Es asombroso que el Atlántico esté desierto en esta estación. Ninguna vela. Ninguna isla.
Se puede poner a los sordomudos de vigías. Los víveres están agotados; triste novedad. Mañana hay
cita en el puente, para el sorteo.
18 de abril —Estamos sobre el puente. Los papelitos son amontonados en el casco del capitán. A
menudo la voz del comandante holandés Tréguier se eleva en medio del silencio. "¿Quién nos dice,
queridos amigos, que de aquí a tres, cuatro o seis semanas no encontremos una nave? ¿Por qué
sacrificar vidas humanas, antes de que toda esperanza esté perdida? Contentémonos con hacer cortar, a
medida de nuestras necesidades y por sorteo, todas nuestras piernas derechas, de los pasajeros y de la
tripulación. Si nuestro infortunio se prolonga, se pasará en seguida a la amputación de los brazos.
Desde luego, el cocinero y el doctor serán exceptuados de este sorteo."
Esta proposición fue aceptada al principio, pero su puesta en práctica dio lugar a una interesante
discusión.
"Un hombre de complexión mediana —afirma el sabio Herbert Frempopel— que se alimente de
sus brazos y piernas (Probablemente cocinadas o saladas) subsistirá cómodamente más o menos ciento
diez días. De acuerdo con esa estimación —agrega— cualquiera sea el número de pasajeros de una
nave, siempre pueden vivir durante ciento diez días compartiendo sus alimentos, es decir, sus brazos y
sus piernas. Ahora bien, yo les pregunto si no es preferible cortar inmediatamente todos nuestros
brazos y piernas a la vez. Puesto que adelgazaremos día a día, hoy serán más "aprovechables".
Además, los cuerpos sin brazos y sin piernas tienen menos sustancia y por lo tanto son más fáciles de
alimentar que los cuerpos comunes".
No fue ésta la opinión de un consejero de Estado, señor Letonnelier:
"Suponiendo —dice— que encontremos dentro de poco una nave, ¡Qué amargo resultará haber
cortado inútilmente ciento cincuenta brazos y ciento cincuenta piernas! ¿Qué haremos con todo ese
alimento perdido?"
Los pasajeros no queremos esto.
La opinión del juez ha prevalecido.
El cirujano comienza su trabajo. Esa noche, se amputan y se curan las piernas de tres operados:
Un tripulante, una señorita de vida equívoca, un oficial japonés.
18 de mayo —Lady Gueddy Gueddon era decididamente una falsa flaca. Hemos sido regalados
con su pantorrilla izquierda y nos queda un buen pedazo de pie frío para nuestro desayuno de mañana.
17 de junio —Es curioso el encuentro de los lisiados después de algún tiempo.
14 de julio —Hoy, comida de gala. Un plato de circunstancias. El brazo del cuartelmaestre en un
plato de pescado, con dos hermosas banderas tatuadas sobre la grasa.
Esto es lo que he podido descifrar hasta el presente. ¿Ha llegado este barco? Si jamás recaló en
ningún puerto ¡Tened cuidado, señores compradores de fenómenos de feria! Ese día seguramente se
registrará una seria baja en el precio de los hombres truncados.
BIOGRAFÍA DE JOHN SMITH
STEPHEN LEACOCK

Aunque nativo de Inglaterra, STEPHEN BUTLER LEACOCK (1869-1944) es reclamado por la


literatura canadiense. Publicó más de medio centenar de obras, la mayoría de ellas dedicadas a
aburrimientos económicos o históricos. Leacock es, en realidad, uno de los más talentosos humoristas,
como lo demuestra esta Vida de John Smith, cuya ominosa similitud con la realidad es la misma que
carga de horror las invenciones de Franz Kafka.

La vida de los grandes hombres abarca gran parte de nuestra literatura. Un gran hombre es realmente
una cosa maravillosa. El pasa por su siglo dejando su marca en todos lados y quemando etapas a
medida que avanza. Es imposible comenzar una revolución o una nueva religión sin que esté presente,
a la cabeza y al final. Aún después de su muerte deja una larga estela de parientes secundarios que se
instalan en primera fila, durante medio siglo de la historia.
Sin duda, la vida de los grandes hombres es infinitamente interesante. Pero sucede, debo
confesarlo, que se sienten deseos de declarar, por reacción, que el hombre común también tiene
derecho a que se escriba su biografía. Es para demostrar esto que voy a escribir la vida de John Smith,
ni bueno ni grande, solamente común, el homo de todos los días, como usted, como yo y los otros.
Desde su más tierna infancia, John Smith no se distinguió de sus camaradas en nada. La
maravillosa precocidad del muchacho no sorprendió en absoluto a sus preceptores. Los libros no
fueron su pasión desde su juventud y tampoco ningún viejo puso la mano sobre la cabeza de John
Smith para declarar: "Presten atención a estas palabras, este muchacho, un día será un hombre". Y su
padre no acostumbraba a observarlo con algo de temor en la mirada. ¡De ninguna manera! Todo lo que
hacía, era preguntarse si Smith era un imbécil maldito porque no tenía más remedio o por elegancia.
En otras palabras, John Smith era exactamente como usted, como yo y los otros.
En esos deportes atléticos que eran el adorno de la juventud de su época, Smith, contrariamente a
lo que es de rigor para los grandes hombres, no sobrepasaba a sus semejantes. Montaba como una
bolsa. Patinaba como una bolsa. Nadaba como una bolsa. Apuntaba como una bolsa. Todo lo que hizo
lo hacía como una bolsa. Simplemente, él era así.
La audacia de su espíritu no disimulaba sus defectos físicos, como ocurre invariablemente en las
biografías. Al contrario. El temía a las armas de fuego. Temía al relámpago y al trueno. Temía al
infierno. Temía a las mujeres.
Para elegir una profesión, en él no se notó ese deseo de la obra para toda la vida que se descubre
en el hombre célebre. No quiso ser abogado porque había que saber Derecho. Ni médico porque es
necesario conocer los negocios. Ni maestro porque había conocido demasiados maestros. Si tuvo una
elección que hacer, estaba entre Robinson Crusoe y el Príncipe de Gales. Su padre le negó lo uno y lo
otro y lo puso como aprendiz en casa de un comerciante de telas.
Tal fue la infancia y la adolescencia de Smith. Cuando ésta terminó, nada en su apariencia
permitía descubrir el hombre de genio. Un observador no hubiera podido distinguir ningún talento
disimulado detrás de la cara ancha, la boca carnosa, la frente aplastada hacia atrás, las orejas grandes,
paradas, que subían basta el cabello cortado mal. No habría podido realmente. Además, detrás de todo
esto no había nada.
Fue poco tiempo después de su debut en los negocios, que Smith se vio atacado por uno de esos
penosos ataques a los cuales estaría a menudo sujeto. Le dio una noche bastante tarde, cuando volvía a
su casa de una deliciosa velada que había pasado cantando y bromeando en compañía de algunos de
sus viejos compañeros de escuela. Los síntomas consistían en un extraño balanceo del piso, una
especie de danza de los faroles de la calle, un movimiento hacia atrás y hacia adelante de los edificios,
exigiendo un esfuerzo muy especial de discernimiento para llegar a la casa en que vivía. La marcada
voluntad de no tomar agua durante el acceso probaba bien que se trataba, sin discusión posible, de un
tipo de hidrofobia.
Desde entonces, estos penosos ataques se hicieron crónicos.
Estos se producían en cualquier momento, pero especialmente el sábado a la noche, a principios
del mes y para Thanksgiving Day.
La noche de Navidad y los días de elecciones, John Smith estaba siempre atacado de un terrible
acceso de hidrofobia.
Tal vez haya un incidente en la carrera del héroe que éste tendría que lamentar haber participado.
Era casi un hombre cuando tuvo lugar el encuentro con la más linda muchacha del mundo. Tenía más
personalidad que todas las demás. Smith se dio cuenta en seguida. Ella comprendía y sentía como la
gente común no siente ni comprende. Tenía un gran sentido del humor y sabía apreciar las bromas.
Una noche le contó seis historias que conocía y a ella le parecieron excelentes. Su sola presencia da a
Smith la impresión de haber alcanzado el sol: La primera vez que sus dedos rozaron los de Smith, un
estremecimiento lo atravesó por entero. Descubrió un poco más tarde que si tomaba fuertemente la
mano de ella con su mano, experimentaba un temblor agradable, pero que sentado a su lado en el sofá,
la cabeza contra la oreja de la persona diferente de todas las otras, el brazo rodeándola una vez y
media, esto le daba lo que podría decirse un estremecimiento de primera clase. Y Smith terminó por
convencerse de que le gustaría tenerla siempre junto a él. Le susurró los términos de un acuerdo según
el cual ella iría a vivir a la misma casa que él y se ocuparía personalmente de su ropa y comida. Por su
parte, ella tendría casa y comida y recibiría unos setenta y cinco pesos por semana en efectivo, y
Smith sería su esclavo.
Después que Smith fue el esclavo de esta mujer durante algún tiempo, unos dedos de bebé
invadieron su existencia, después más dedos de bebé, y así siempre hasta que la casa fue colmada por
ellos. La madre de esta mujer atravesó también su vida; cada vez que llegaba, Smith sufría una crisis
aguda de hidrofobia. Por extraño que esto pueda parecer, no fue ninguna de esas cabecitas rubias que
por desaparecer y transformarse en fantasma llegara a acosarlo. ¡Oh, no! Los nueve deberían crecer,
volverse grandes muchachos, robustos y tenían la boca carnosa y las orejas paradas como las del padre
y no estaban dotados para nada.
La existencia de Smith, según parecía, no debía conducirlo jamás a uno de esos "cambios" que se
producen en la vida de los grandes hombres. Es cierto que con los años intervinieron los cambios de
fortuna. Pasó de la sección de cintas a la de cuellos, de la sección de cuellos a la de pantalones para
hombres, de pantalones para hombres a la camisería de lujo.
Después, a medida que envejecía, fue retrotraído de la camisería de lujo a la de pantalones de
hombres y a continuación, a la sección de cintas. Y cuando fue verdaderamente muy viejo, se lo
despidió para reemplazarlo por un muchacho que tenía una boca de ocho centímetros y los cabellos de
color arena, y que hizo todo el trabajo de Smith por la mitad de su salario. He aquí la carrera
comercial de John Smith: Más vale no compararla con la del señor Cladstone, pero no es muy
diferente de la suya.
Smith debía vivir todavía cinco años. Sus hijos proveyeron a su manutención. No sentían el
menor deseo, pero se los obligaba. En su vejez, el brillo de su espíritu y su stock de anécdotas no
hicieron la delicia de quienes lo visitaban. Contaba seis historias y siete bromas. Las historias eran
largas y giraban alrededor de lo que le había sucedido. En cuanto a los chistes, ellos tenían por héroes
un pastor metodista y un viajante de comercio. Pero de todas maneras, nadie lo visitaba, lo que hacía
que eso no tuviera ninguna importancia.
A los setenta y cinco, Smith cayó enfermo y sucumbió al tratamiento previsto para su
enfermedad. Se lo tiende bajo una lápida en la que se había grabado una aguja en dirección nor-
noreste.
Yo dudo que haya llegado allá arriba. Se nos parece demasiado.
LA RODILLA
CHRISTIAN MORGENSTERN

El filósofo y poeta alemán CHRISTIAN MORGENSTERN (1871-1914) no es tan conocido como


convendría, por lo menos fuera de su país: Si se exceptúa a Wilhelm Busch, ningún otro alemán
recogió con tanto talento la herencia del nonsense y del arte grotesco. Es especialmente en sus
canciones patibularias donde Morgenstern sorprende al lector con la magia de sus juegos verbales,
que crean nuevos reflejos en las viejas palabras y hasta las transforman en objetos. La poesía de
Morgenstern es lo bastante revolucionaria como para que —en su época— los dadaístas la hayan
reclamado como propia, y lo bastante hermosa como para sobrevivir al dadaísmo.

Una rodilla solitaria erra por el mundo.


Es sólo una rodilla, nada más.
No es un árbol ni una tienda de campaña;
es sólo una rodilla, nada más.
En la guerra, hace tiempo, un hombre
fue acribillado por todos lados;
sólo la rodilla quedó indemne
como sí fuera un santuario.
Desde entonces, una rodilla solitaria erra por el mundo.
Es sólo una rodilla, nada más.
No es un árbol ni una tienda de campaña;
es sólo una rodilla, izada más.
EL PLAYBOY DEL MUNDO OCCIDENTAL
JOHN MILLINGTON SYNGE

El irlandés JOHN MILLINGTON SYNGE (1871-1909) fue encaminado hacia el teatro por Yeats, a
quien conoció en su época de estudiante. Los resultados fueron buenos: Synge es considerado el
creador de una comedia "casi aristofánica", de implicación universal. Su obra maestra es El play-boy
del mundo occidental, cuyo humorismo macabro ya fue detectado por Bretón.

SARA: Discúlpeme; ¿Usted es el hombre que mató a su padre?


CHRISTY (Acercándose tímidamente hacia el clavo del cual colgaba el espejo): ¡Soy yo, Dios me
ayude!
SARA (Tomando los huesos que había arado): Entonces le doy mil veces la bienvenida, y acudo con
un par de huevos de pata para su comida de hoy. Los patos de Pegeen no son gran cosa, pero éstos son
de la mejor clase. Tóquelos, y verá que no es mentira lo que le estoy diciendo.
CHRISTY (Adelantándose tímidamente, y extendiendo su mano izquierda): Son de buen tamaño y
bien pesados.
SUSAN: Y yo acudo con una porción de manteca, porque estaría mal dejarlo comer esas patatas secas,
sobre todo después del largo trecho que tuvo que correr desde que liquidó a su papito.
CHRISTY: Gracias, son muy amables.
HONOR: Y yo le traje un pedacito de torta, porque debe tener el estómago bien caído, después de todo
ese andar por el mundo.
NELLY: Y yo le traje una gallinita ponedora —hervida y todo— que fue atropellada al anochecer por
el carruaje del cura. Palpe la grasa de esa pechuga, mister.
CHRISTY: Está por reventar, seguramente. (La palpa con el dorso de la mano en que lleva los
presentes.)
SARA: ¿No la va a agarrar? ¿Es su mano derecha tan sagrada que no puede usarla en absoluto? (Se
desliza detrás de él). Es un espejo lo que tiene. Bueno, hasta hoy nunca había visto a un hombre con un
espejo colocado en la espalda. Los que matan a sus padres son una manga de vanidosos, seguramente.
(Las Muchachas disimulan visitas.)
CHRISTY (Sonriendo inocentemente mientras apila los presentes sobre el espejo): Les estoy muy
agradecido...
VIUDA QUIN (Que llega súbitamente, desde la puerta): ¡Sara Tansey, Susan Brady, Honor Blake!
¿Qué diablos tienen que hacer aquí a esta hora del día?
LAS MUCHACHAS (Ocultando sus risas): Este es el hombre que mató a su padre.
VIUDA QUIN (Acercándose): Sé bien que éste es el hombre; y voy a inscribirlo en los juegos de abajo
para correr, saltar, lanzar, y Dios sabe qué otras cosas.
SARA (Exuberante): Eso está bueno, Viuda Quin. Apuesto mi dote a que vencerá a todos.
VIUDA QUIN: Si eso quieres, deberías tenerlo fresco y bien alimentado en vez de prepararle un
festín. (Tomando los regalos.) ¿Está en ayunas o comido, joven?
CHRISTY: En ayunas, con el perdón de usted.
VIUDA QUIN (En voz alta): ¡Y bien, vamos! ¡Muévanse y sírvanle el desayuno! (A Christy.) Venga a
mi lado (Lo ubica junto a. ella en el banco, mientras Las Muchachas preparan el té y la comida) y
cuéntenos su historia antes de que llegue Pegeen, en vez de abrir sus orejas como la luna de Mayo.
CHRISTY (Empezando a sentirse contento): Es una historia larga, se aburrirá escuchándola.
VIUDA QUIN: No se haga el tímido, un chico tan guapo, astuto y pérfido como usted. ¿Fue allá abajo,
en su casa, donde le quebró el cráneo?
CHRSTY (Tímido, aunque halagado): No fue así. Estábamos cosechando batatas en su maldito campo,
frío, cenagoso y lleno de piedras.
VIUDA QUIN: ¿Y usted fue a pedirle dinero, o a hablarle de tomar una esposa que lo expulsaría de su
granja?
CHRISTY: No lo hice en ese momento. Pero yo estaba allí, escarbando y escarbando, cuando de
pronto me dijo: "Tú, idiota avieso, baja ahora mismo y dile al cura que te casarás con la Viuda Casey
dentro de veinte días".
VIUDA QUIN: ¿Qué clase de mujer es ella?
CHRISTY: (Con horror): Un bagayo andante de más allá de las colinas, cuarenta y cinco años,
doscientas cinco libras en la balanza, una pierna coja, tuerta, y de notoria indecencia, para con los
viejos y los jóvenes.
LAS MUCHACHAS (A su alrededor, sirviéndolo): ¡Dios mío!
VIUDA QUIN: ¿Y para qué quería obligarlo a casarse con ella? (Toma un pedazo de gallina.)
CHRISTY (Comiendo cada vez con mayor satisfacción): Sostenía que yo necesitaba quién me proteja
de la aspereza del mundo, y no pensaba sino en que tendría su barraca para dormir y su oro para beber.
VIUDA QUIN: Puede haber cosas peores que un hogar seco, una mujer viuda y una copa para la noche
¿Entonces lo golpeó?
CHRISTY (Casi excitado): No lo hice. "No quiero casarme con ella", dije yo, "cuando todo el mundo
sabe que me amamantó durante seis semanas cuando vine al mundo, ella que es hoy una vieja bruja
con una lengua que ahuyentó a las cornejas y las aves marinas, hasta tal punto que, espantadas por su
maldición, se niegan a volver a proyectar su sombra bajo su jardín".
VIUDA QUIN (Fastidiada): Esa sí que sería buena compañía.
SARA (Ansiosamente): No le preste atención. ¿Entonces lo mató?
CHRISTY: Él me dijo: "Ella es bastante buena para alguien como tú, y marcha ya mismo o te
aplastaré y te dejaré como una bestia reptante sobre la que pasó un carretón". "No lo harás si yo puedo
evitarlo", le dije. "Marcha", dijo él, "o esta noche haré con tus miembros las jarretas del diablo." "No
lo harás si yo puedo evitarlo", le dije (Se incorpora, con una mueca asesina.)
SARA: La razón era suya, sin duda.
CHRISTY (Imponente): En ese momento el sol surgió entre las nubes y la colina, y me iluminó la cara
con su luz verde. "Dios tenga piedad de tu alma", dijo él, levantando en lo alto la guadaña. "O de la
tuya", dije yo, levantando la azada.
SUSAN: Es una historia grandiosa. HONOR: La cuenta que es un amor.
CHRISTY (Orgulloso y en confianza, agitando un hueso): Me tiró un guadañazo, pero lo gambetée
hacia el este. Después di la vuelta con el lomo hacia el norte, y le sacudí un golpe en el techo del
cráneo que lo dejó estirado y partido en dos hasta el gaznate. (Señala con el hueso de gallina su nuez
de Adán.)
MUCHACHAS (Al unísono): ¡Vaya, usted es una maravilla! ¡Dios lo bendiga! ¡Usted es un gran tipo,
sin duda!
MI SUDANÉS
EDOUARD OSMONT

EDOUARD OSMONT utilizó con frecuencia el seudónimo Blaise Petitveau. Formó parte del célebre
grupo de humoristas que hicieron famoso al Gato Negro, y cuyo cabecilla visible era Alphonse Allais.
Osmont fue cómplice, por consiguiente, de quienes forjaron en Francia el Renacimiento del humor
negro.

Un día recibí una carta de Tombuctú. Era Latapy, quien me escribía para darme algunas noticias y
anunciarme la llegada de un magnífico sudanés. "Si tú aceptas alojarlo y alimentarlo —me decía— te
servirá voluntariamente de doméstico, sin reclamarte sueldo, porque desea una estadía en París".
¡Un doméstico gratis, buen negocio! Esperé al sudanés.
Una mañana oigo que llaman a la puerta. Voy a abrir y me encuentro frente a un individuo
totalmente negro, pero tan negro que retrocedí espantado. Me tiende una carta. Reconozco la letra de
Latapy.
—Ah, ¿Usted es el sudanés?
—Sí, señó.
—¡Mi pobre amigo, en bonito estado está usted! Lo hago entrar y como se queda mirándome,
exclamo:
—¡Pero, vaya a lavarse, está totalmente negro!
—Sí, yo todo negro.
Esto no parecía turbarlo. Lo llevé ante un espejo.
—¡Pero, mírese, desgraciado! ¿Dónde diablos se ha metido?
—Sí, yo todo negro.
Y sonreía, muy tranquilo. Sus dientes eran de una blancura brillante. Me asombraba que un
individuo tan poco preocupado de la limpieza de su cara fuera hasta ese punto cuidadoso de su
dentadura. Pregunté al recién llegado de dónde provenía esa capa inverosímil de suciedad esparcida en
su figura. ¿Era tinta u hollín, betún o carbón? No tenía aire de comprender.
Le ordené desvestirse y calenté agua para bañarlo. Cuando lo vi desnudo, constaté con estupor
que la piel de su cuerpo era tan negra como sus manos y su cara. Realmente, no se debía haber lavado
en veinte años. Lo interrogué otra vez. Me fue imposible sacarle cualquier explicación. Era
completamente idiota.
Lo hice entrar en la bañadera y comencé a enjabonarlo vigorosamente. No salía nada. Sin
desanimarme por esta primera tentativa continué, más y más. Al cabo de cinco minutos comprendí
que el jabón era impotente y que sería necesario encontrar otra cosa. Quise rascarlo con un cuchillo,
para levantar la capa más gruesa. Gimió. Un poco desalentado, me pregunté si no sería mejor dejarlo
sumirse en su mugre. Después pensé que era imposible dejar a un ser humano en tal estado de
abyección, y que mi deber más elemental era limpiarlo.
Lo froté con piedra pómez, utilicé el esmeril, recurrí al agua de Javel. ¡Todo inútil! Sin embargo,
no desesperé, aunque su piel comenzó a abrirse por todas partes. Busqué los detergentes más variados.
Una y otra vez los cristales de soda, la bencina, la trementina, la potasa, atacaron en vano la epidermis
de mi sudanés. Cada noche yo volvía con una droga nueva. Cuando me escuchaba llegar, el sudanés
huía a la otra punta del departamento. Yo iba en su busca, y comenzaba mis experiencias. Cuando lo
frotaba, levantaba hacia mí sus ojos de perro abatido y emitía gemidos lastimeros. Sus miradas y sus
lamentos me hacían mal. "Muchas veces estuve a punto de llorar. Pero me sobreponía a mi sensiblería
diciéndome que la salud de este desgraciado bien valla estas torturas pasajeras, y que él iba a ser el
primero en agradecérmelas más tarde. Su cuerpo era una sola llaga. Yo elevaba el agua de la bañadera
a temperaturas fantásticas. Sus llagas se volvieron horribles. Lo froté con arena mojada. La sangre
surgía de todas partes. Lo rasqué con trozos de botella. Parecía un conejo desollado.
Entonces comprendí que jamás llegaría a limpiarlo y que era necesario encontrar otra cosa.
Reflexioné así:
"Los albañiles que limpian un edificio no se entretienen en raspar una a una todas las suciedades
hasta la última. Se contentan con blanquearlo. Blanquearemos a mi sudanés".
Compré albayalde y me puse a bañar a mi sudanés. Cuando se vio todo blanco de pies a cabeza,
su alegría no conoció límites. Brincaba delante de los espejos diciendo:
—Tú, buen maestro. Yo, lindo, lindo.
Yo buen maestro, ¡Ah, el animal! Claro que sí, porque me dio tanta pena y me interesó su salud.
El, lindo lindo, es otra cosa. Se lo podría describir como un pierrot enfermo. Pero tenía un aire limpio.
Era un progreso.
No sabía si era el albayalde que se partía o el polvo del exterior que lo cubría, pero al cabo de
unos días el blanco desaparecía por partes. Mi sudanés parecía un juego de damas de casillas mal
alineadas. Me servía para jugar al ajedrez.
Después los colores se confundieron. Su cuerpo no fue sino una masa pardusca, horrorosa, más
horrible de ver que la tinta negra del principio. Me dije:
"Está claro que el blanco no volverá más. Veamos... la gente que pinta las balaustradas de las
ventanas siempre pone en primer lugar una tinta roja. Después ellos pasan otra. Por lo tanto son
necesarias muchas capas; debo comenzar por la roja, que sin duda es un mordiente."
Compré minio. Fue para mí un gusto especial bañar a mi sudanés. Comprendí el gusto tan grande
que tienen los niños al colorear sus álbumes. ¡Era muy divertido!
Cuando se vio rojo de pies a cabeza, mi sudanés desbordaba de entusiasmo, saltaba hasta el techo
repitiendo:
—Tú buen maestro, yo, lindo, lindo.
Al día siguiente, se quejaba de numerosas picaduras en todo el cuerpo. Al segundo, agudos y
horrorosos dolores lo abrasaron. Al tercero, sus quejidos resonaron en la casa. Lo exhorté a la
paciencia, le hacía notar los progresos obtenidos y le prometí un fin próximo a sus males. Dejó de
quejarse.
Cuando juzgué que estaba suficientemente seco, le pasé una capa gris perla. Este tono me
gustaba, era una etapa cercana al blanco.
El aspecto de su persona gris perla de pies a cabeza le hunde en el arrebato. De hecho, era
inaudito, y yo estaba casi tan contento como él mismo. No hay duda del espectáculo que puede ofrecer
un cuerpo humano pintado de gris perla. Un domingo que usted no tenga nada que hacer, le aconsejo
ensayarlo. Simplemente es maravilloso.
En esto, tuve que salir de viaje, tomo una hoja de papel y escribo en ella: "Pintura fresca", y la
coloco en la espalda de mi sudanés. A mi regreso, lo encuentro acostado.
Estaba rojo, gris, de los dos colores, no sé. Su piel era fuego. En otra parte el color comenzaba a
desaparecer. Su espalda y su trasero, por el roce, sin duda, estaban casi negros. Su vientre, casi rojo.
Su cara, casi gris. Sus brazos y sus piernas, casi blancos. Y no cito los miles de colores intermedios.
Jamás había visto tantos.
Comprendí que todos los esfuerzos de pintarlo eran vanos y que era necesario encontrar otra cosa.
Me dije:
"Los colores no toman. Ensayemos el dorado" Compré litros y litros de oro líquido. Costaba
horriblemente caro. Pero no retrocedí delante de ningún gasto, porque se trataba del alivio del
prójimo.
Cuando se vio chorreando oro de pies a cabeza, fue el delirio. Pataleaba:
—Yo rico, yo rico.
Parece que se podía vernos desde la calle, porque vienen a advertirme que dos policías
preguntaban por mí.
Corro hacia esa buena gente que me acusaba de haber robado el genio de la Bastilla. Les respondo
que antes de hacer pesar sobre mí una acusación tan infamante, harían mejor en asegurarse primero de
la realidad del robo. Sobre esto, uno de ellos declara que iría a constatar, mientras su camarada haría
guardia para impedirme salir, mientras tanto, mi sudanés no cesaba de saltar frente a los espejos
cantando:
—¡Yo rico, yo rico!
El rico, pero percibo al cabo de quince días que su fortuna comienza a declinar seriamente. Deja
partículas en todos los muebles. Siembra su oro por toda la casa. Pienso darle un consejo judicial, pero
reflexiono que las formalidades del procedimiento apenas habrían comenzado cuando estaría largo
tiempo después prodigando su oro y que no quedaría más en él.
El momento de ensayar otra cosa parece venir. Hago este razonamiento:
"Los colores no resisten. El dorado no quiere saber nada. No hay sino una cosa por hacer. Voy a
niquelarlo".
Lo zambullí en un baño de níquel. Como, al cabo de un cuarto de hora, no daba señales de vida,
me interesé por su salud. No me respondió, debí inclinarme en el baño para retirarlo. Se había vuelto
espantosamente pesado.
Lo coloqué frente a mí. Guardaba una inmovilidad absoluta. Ligeramente perturbado, le sacudí
un brazo. Pero todo su cuerpo se estremeció porque no era sino un solo bloque rígido. En el suelo, el
choque de sus pies tenía resonancias metálicas. Puse la mano sobre su corazón. Estaba muerto.
Entonces le hice poner una hoja de parra y lo uso como pisapapeles.
LA NURSE PIERRE
MAC ORLAN

PIERRE MAC ORLAN es el seudónimo del novelista, poeta y pintor francés Pierre Dumarchey. Nacido
en 1883, fue amigo de Apollinaire y Picasso; un humor helado y cruel arrasa implacablemente sus
aguafuertes que solicitan, para una mejor realización, la complicidad complaciente del lector.

—Vamos a tomar una nurse para Tommy —dice mi esposa.


Yo escribo a una oficina de colocaciones y al lunes siguiente, una nurse alegre y robusta, como
un caballo militar, penetra en mi escritorio.
—Usted conoce a los niños —dice mi mujer—. En ese caso, no vacilo en confiarle el cuidado de
Tommy. No tiene ni un año; cuídelo bien porque es tuberculoso, artrítico y ya comienza una parálisis
general. Es un chico que aventaja a los otros niños y estamos orgullosos, mi marido y yo, de poseer
semejante diablito.
—Conozco a los niños, señora —responde la nurse—; los tengo vistos en el Jardín Botánico.
Haré todo lo posible para mantener a Tommy en el mismo estado de prosperidad del que goza.
—Bien —digo a mi vez—, aquí está Tommy, llévelo y evítele los espectáculos licenciosos.
Desde ese día Tommy inicia una notable carrera de niño mimado. La nurse se ocupa de su
persona con los cuidados higiénicos necesarios para conservar la salud de un bebé.
Como nuestro Tommy era tuberculoso, cada mañana antes de las diez, Dolly Cow, su nurse, lo
palmeaba frente a la ventana, sacudiéndolo violentamente con el fin de liberarlo de todos los
gérmenes nocivos. Con este régimen Tommy se estaba volviendo realmente lindo de ver. El niño,
antes triste y tranquilo, ubicado con los pies desnudos sobre una plancha de fundición calentada al
rojo, gritaba como un tenor. Si el niño no quería dejarse lavar, Dolly lo sometía a una máquina que
limpia los compartimientos al vacío y que yo había comprado para curarme las orejas.
Nuestro angelito se volvía cada vez más admirable. Tomaba el aspecto físico de una ciruela pasa
y todos los días su nurse le estiraba la piel de la frente con una plancha.
—Es una perla —dice mi mujer—; no sé en qué se convertirá nuestro hijo, pero de todas maneras
no nos podrá reprochar el no haber hecho nada por él.
Tommy jamás reprocha nada, por una buena razón: Dolly Cow lo hace hervir durante dos horas
en un recipiente de zinc que servía para la limpieza de los pies.
El niño muere en el agua a la edad de un año. —Es una desgracia —dice la nurse—; estos niños
ricos no duran nada. Si él hubiera esperado una hora más, yo lo hubiera limpiado de todos los
microbios, aunque el tratamiento fuera doloroso. Así muere Tommy, hijo mío y de mi mujer. El
médico que constata los decesos declara que ha muerto de insolación, lo que permite a mi mujer
hacerme una escena por haberlo dejado salir sin sombrero.
LA EDAD HEROICA Y EXTIRPACIÓN DE CABEZAS
HENRI MICHAUX

HENRI MICHAUX nació en Bélgica en 1899; tras una niñez solitaria viajó por Sudamérica y Asia
como marinero. Ecuador (1929) y Un bárbaro en Asia (1932) fueron resultado de esos recorridos.
Estimulado por Supervielle comenzó a publicar en París; su obra literaria y gráfica es uno de los
ejemplos mayores del poder desintegrador del humorismo y de los fantasmas diurnos y nocturnos. Fue
Rousselot uno de los primeros en señalar las similitudes que aproximan el mundo de Michaux al de
Kafka. "El universo de Michaux —dijo es el de Kafka, pero corregido por Swift."

El gigante Barabo, jugando, arrancó la oreja a su hermano Poumapi.


Poumapi no dijo nada, pero como por distracción apretó la nariz de Barabo y se la llevó.
En respuesta, Barabo se agachó, rompió los dedos del pie de Poumapi y, después de haber tratado
de hacer malabarismo con ellos, los hizo desaparecer rápidamente detrás de su espalda.
Poumapi se sorprendió. Pero era tan buen actor que no permitió que Barabo notara nada. Por el
contrario, mostró que la ausencia de algunos dedos le era indiferente.
Mientras tanto, a modo de revancha, le cortó una nalga a Barabo.
A Barabo, hay que creerlo, le importaban sus nalgas, tanto una como la otra. Sin embargo,
disimuló su sentimiento y, continuando de inmediato la lucha, arrancó con una gran crueldad unida a
una gran fuerza el maxilar inferior de Poumapi.
Poumapi fue desagradablemente sorprendido. Pero no tenía nada que decir. Había sido un golpe
franco, dado de frente, sin ninguna trampa.
Hasta trató de sonreír; fue duro, ¡Oh!, fue duro. Su exterior no se prestaba, su interior tampoco.
Por lo tanto, se demoró en el esfuerzo, pero persistiendo en su idea, apuntó al ombligo de su hermano,
hundió el abdomen y trató de introducir en el agujero el propio pie de Barabo, que consiguió torcer
primero, para después inmovilizarlo en la herida como un mojón.
Barabo se vio sorprendido.
Sobre una sola pierna sin dedos, su equilibrio dejaba mucho que desear. Pero no hizo
manifestación alguna, actuó como si estuviera cómodo, como si tuviera apoyos por todos lados, y
esperó.
En ese momento, Poumapi, que casi había ganado, cometió una grave falta: Se acercó.
Entonces Barabo se zambulló sobre él como una flecha, le dislocó un brazo, se colgó del otro, que
dislocó igualmente, y se dejó hundir en una caída tan justa sobre el desgraciado Poumapi, que le
rompió las dos piernas.
Tendidos lado a lado, parejamente exhaustos y abrumados de sufrimiento, Poumapi y Barabo
trataron en vano de estrangularse.
El pulgar de Poumapi estaba bien aplicado en el cuello, pero le faltaban las fuerzas para apretar
eficazmente.
Las manos de Barabo también se mostraban bastante activas, pero la toma era mala, oprimía
inútilmente el cuello de Poumapi.
Ante ese cúmulo de circunstancias adversas los corazones de los hermanos desfallecieron.
Poumapi y Barabo se miraron algunos instantes con gran indiferencia, luego se dieron vuelta cada uno
para su lado y se desmayaron.
La lucha había terminado, al menos por ese día.
EXTIRPACIÓN DE CABEZAS

Sólo tenían que tirarle de los cabellos. No querían hacerle daño. Le arrancaron la cabeza de un golpe.
Seguramente estaba mal. Eso no sucede así como así. Seguramente alguna cosa fallaba.
Cuando no está sobre las espaldas, acarrea problemas. Es preciso entregarla. Pero hay que lavarla,
porque mancha las manos de quienes la reciben. Es preciso lavarla. Porque aquel que la recibe, con las
manos ya bañadas en sangre, comienza a abrigar sospechas y comienza a mirar como alguien que
espera informes.
¡Bah! Se la ha encontrado trabajando en el jardín... Se la ha encontrado en medio de otras... Se la
eligió porque parecía más fresca. Si prefiere otra... se podría ver. Sin embargo, que guarde ésta
mientras espera...
Y se van, seguidos por una mirada que no dice que sí ni que no, una mirada fija.
Se fue a ver a la orilla de un estanque. En un estanque se encuentra cantidad de cosas. Puede ser
un ahogado el que haga el negocio.
Se piensa que en un estanque se encontrará lo que se quiera. Se vuelve pronto y se vuelve
fracasado.
¿Dónde encontrar cabezas listas para ofrecer? ¿Dónde encontrarlas, sin demasiadas historias?
"Yo, tengo mi primo hermano. Pero tenemos la misma cara. Jamás creerán que la encontré por
casualidad".
"Yo... tengo a mi amigo Pierre, pero tiene una fuerza... no se la dejará levantar así nomás". "Bah,
veremos. La otra salió fácilmente".
Así se van, prisioneros de su idea, y llegan a la casa de Pierre. Dejan caer un pañuelo. Pierre se
agacha. Como para incorporarlo, con una sonrisa, se le tira de los cabellos. La cabeza vino, arrancada.
Entra la mujer de Pierre, furiosa:
—Borracho, he aquí que ahora ha volcado el vino. Ni a beberlo llega. Hace falta ahora que
trastorne la tierra. Y ni levantarse sabe.
Y se va para buscar con qué limpiar. La retienen entonces por los cabellos. El cuerpo cae hacia
adelante. La cabeza les queda en las manos. Una cabeza furiosa, que se balancea pendiente de los
largos cabellos.
Aparece un gran perro, que ladra fuertemente; se le da una patada y la cabeza cae.
Ahora tienen tres. Tres es una buena cifra. Después hay que elegir. Realmente, no son cabezas
parejas. No, un hombre, una mujer, un perro.
Van en busca del que ya tiene una cabeza, lo encuentran esperando.
Le ponen sobre las rodillas el bouquet de cabezas. Ubican la cabeza del hombre a la izquierda,
cerca de la primera cabeza, y las cabezas del perro y de la mujer con sus largos cabellos del otro lado.
Luego esperan.
Los mira con una mirada fija, con una mirada que no dice que sí ni que no.
—¡Oh! Aquéllas, las encontré en casa de un amigo. Estaban en la casa... No había otras. Se tomó
las que había. Otra vez saldrá mejor. Después de todo fue cosa de suerte. Estas no son las cabezas que
faltan, felizmente. Después de todo, ya es tarde. Encontrarlas en la oscuridad. El tiempo de limpiarlas,
especialmente aquellas que estaban en el barro. En fin, se tratará... Pero no por eso se puede creer que
nosotros las volcamos. Ya se sabe... se van... Puede ser que alguna caiga en cualquier momento. Se
verá.
Se van, seguidos por una mirada que no dice que si ni que no, seguidos por una mirada fija. —Oh,
yo, sabes. ¡No! ¡Vamoos! Toma mi cabeza. Vuelve con ella, no la reconocerá. Ni siquiera las mira. Le
dirás... tropecé, me fui encima. Es una cabeza, me parece. Se la traigo. Es suficiente por hoy, ¿No es
así?
—Pero mi viejo, no te tengo sino a ti.
—Vamos, vamos, nada de sensiblerías. Tómala. Vamos, tira, tira fuerte, más fuerte aún, vamos.
—No, ves, esto no va. Es nuestro castigo. Vamos ensaya con la mía, tira, tira.
Pero las cabezas no salen. Las buenas cabezas de asesinos.
Ya no saben qué hacer, vuelven, dan vueltas, vuelven, se van, vuelven a irse seguidos por una
mirada que espera, una mirada fija.
Por fin se pierden en la noche, y esto les alivia mucho la conciencia. Mañana partirán al azar, en
alguna dirección que seguirán mientras puedan. Tratarán de rehacer su vida. Es muy difícil. Se tratará.
Se tratará de no pensar más en eso, de vivir como antes, como todo el mundo.
PALABRAS
JACQUES PREVERT

A JACQUES PREVERT (1900) le corresponde el extraño mérito de ser un famoso poeta secreto. Su
libro Paroles —al que pertenecen los poemas que se dan a continuación— es uno de los mayores
éxitos de librería, a pesar del esoterismo que hace volar muchas veces los poemas de este autor. Que
es al mismo tiempo, un clásico del humor negro.

LA VUELTA AL TERRUÑO

Un bretón vuelve a la aldea natal


Después de haber cometido unas cuantas fechorías
Pasea ante las fábricas de Douarnenez
No reconoce a nadie
Nadie lo reconoce
Está muy triste
Entra en una pastelería a comer pasteles
Pero no puede comerlos
Algo le impide tragarlos
Paga
Sale
Enciende un cigarrillo
Pero no puede fumar
Algo hay
Algo le bulle en la cabeza
Algo malo
Está cada vez más triste
Y de pronto comienza a recordar:
Cuando era pequeño alguien le dijo
"Terminarás en el cadalso"
Y durante muchos años
No se atrevió a hacer nada
Ni siquiera a cruzar la calle
Ni siquiera a hacerse a la mar
Nada absolutamente nada.
Recuerda
Quien se lo predijo fue el tía Grésillard
El tío Grésillard que traía mala suerte a todo el mundo
¡El muy canalla!
Y el bretón piensa en su hermana
Que trabaja en Vaugirard
En su hermano muerto en la guerra
Piensa en todo lo que ha visto
En todo lo que ha hecho
La tristeza lo aprieta
Intenta nuevamente
Encender un cigarrillo
Pero no tiene ganas de fumar
Entonces decide ir a ver al tío Grésillard.
Va
Abre la puerta
El tío no lo reconoce
Pero él lo reconoce
Y le dice:
"Buenos días tío Grésillard"
Y después le retuerce el cuello.
Y acaba en el cadalso de Quimper
Después de haber comido dos docenas de pasteles
Y de haber fumado un cigarrillo.

EL ORGANILLO

Yo toco el piano
decía uno
yo toco el violín
decía otro
yo el arpa yo el banjo
yo el violoncelo
yo la gaita... yo la flauta
yo la matraca.
Y unos y otros hablaban y hablaban
hablaban de los instrumentos que tocaban.
No se oía la música
todo el mundo hablaba
hablaba hablaba
nadie tocaba
pero en un rincón un hombre guardaba silencio:
"¿Y qué instrumento toca usted señor
que calla y no dice nada?"
le preguntaron los músicos.
"Yo toco el organillo
y también el cuchillo"
dijo el hombre que hasta ese momento
no había dicho absolutamente nada
y después avanzó cuchillo en mano
y mató a todos los músicos
y tocó el organillo
y su música era tan sincera
y tan llena de vida y tan alegre
que la hijita del dueño de casa
salió de abajo del piano
donde aburrida se había dormido
y dijo.
"Yo jugaba al aro
a la pelota al cazador
jugaba a la rayuela
jugaba con un balde
jugaba con una pala
jugaba al papá y la mamá
jugaba al escondite
jugaba con mis muñecas
jugaba con mi sombrilla
jugaba con mi hermanito
con mi hermanita
jugaba a vigilantes
y ladrones
pero se acabó, se acabó
quiero jugar al asesino
quiero tocar el organillo"
y el hombre tomó a la pequeña de la mano
y se marcharon por las ciudades
por casas, por jardines
y mataron a cuanta gente pudieron
después se casaron
y tuvieron muchos hijos
pero
el mayor aprendió a tocar el piano
el segundo el violín
el tercero el arpa
el cuarto la matraca
el quinto el violoncelo
y se pusieron a hablar
a hablar a hablar a hablar
y no se oía la música
¡y todo volvió a empezar!
EL TIGRE MUNDANO
JEAN FERRY

Nacido en 1906, JEAN FERRY se distanció de los surrealistas con motivo de la fundación del Colegio
de Patafísiea. Explorador e intérprete de la obra de Roussel, es un delicadísimo humorista que
prefiere, para desangrar a sus personajes, usar un cincel antes que un puñal.

Entre todas las atracciones de music-hall estúpidamente peligrosas tanto para el público como para
quienes las presentan, ninguna me llena de un horror más sobrenatural que ese viejo número llamado
"el tigre mundano". Para quienes no lo han visto —pues la nueva generación ignora lo que fueron los
grandes espectáculos de music-hall de la anterior posguerra— les recuerdo en qué consiste la
exhibición. Lo que no sabría explicar, ni siquiera intentaré exponer, es el estado de terror pánico y de
abyecto disgusto en el que me sume ese espectáculo, como en un agua sospechosa y atrozmente fría.
No debería entrar en las salas en las que ese número —por otra parte, cada vez más raramente—
figura en el programa. Fácil es decirlo. Por razones que jamás llegué a dilucidar, nunca anuncian "el
tigre mundano", ni yo lo espero, o mejor dicho sí, una oscura amenaza, apenas formulada, pesa sobre
el placer que siento en el music-hall. De pronto, cuando un suspiro de alivio libera mi corazón
oprimido después de la última atracción, comienza la música y el ceremonial que conozco demasiado
bien, siempre ejecutados, lo repito, del modo más imprevisto. Desde el momento en que la orquesta
comienza a tocar ese vals encobrado, tan característico, sé lo que va a pasar, y un peso abrumador me
oprime el pecho, mientras me recorre los dientes un finísimo estremecimiento como una corriente
acre de bajo voltaje. Debería retirarme, pero no me atrevo. Por otra parte, nadie se mueve, nadie
comparte mi angustia y sé que la bestia está en camino. También tengo la impresión de que los brazos
de mi butaca constituyen una muy precaria protección.
Primero se hace en la sala una oscuridad completa. Después se enciende un proyector en el
proscenio, y el rayo de ése faro irrisorio ilumina un palco vacío, generalmente muy cerca de mi sitio.
Muy cerca. Desde allí el haz de claridad va a buscar en la extremidad del pasadizo una puerta de
comunicación con las bambalinas, y mientras la orquesta interpreta dramáticamente La invitación al
vals, entran.
La domadora es una impresionante pelirroja, un poco lenta. La única arma que lleva es un
abanico negro de plumas de avestruz con el que oculta al comienzo la parte inferior de su rostro; sólo
sus inmensos ojos verdes asoman por encima de la oscura franja que se mueve ondulante. Con un gran
escote, los brazos desnudos que la luz rodea de una bruma irisada de crepúsculo invernal, la domadora
está ceñida por un romántico vestido de noche; un extraño vestido con pesados reflejos, del color
negro de las grandes profundidades. Ese vestido está hecho con una piel de suavidad y finura
increíbles. Y, por encima de todo, la erupción de una cascada de cabellos llameantes sembrados de
estrellas de oro. El conjunto resulta a un tiempo abrumador y algo cómico. Pero ¿Quién piensa en reír?
La domadora, accionando el abanico que descubre unos labios puros fijados en una sonrisa inmóvil,
avanza, seguida por el foco del proyector, hacia el palco vacío, del brazo, si así puede decirse, del
tigre.
El tigre marcha bastante humanamente erguido sobre sus patas traseras; está vestido a lo dandy;
con una elegancia refinada, y ese traje tiene un corte tan perfecto que es difícil distinguir el cuerpo del
animal bajo el pantalón gris con tiras, el chaleco floreado, la pechera de blancura deslumbrante con
pliegues irreprochables y el redingote ceñido magistralmente. Pero allí está la cabeza con su espantoso
rictus, y los ojos enloquecidos que ruedan en sus órbitas púrpuras, el erizarse furioso los bigotes y los
colmillos que a ratos relampaguean bajo los labios levantados. El tigre avanza, muy tieso, con un
sombrero de un gris claro bajo el brazo izquierdo. La domadora marcha a paso regular y si su dorso a
veces se arquea, si su brazo desnudo se contrae, dejando ver bajo el terciopelo leonado claro de la piel
un músculo inesperado, la causa reside en un violento esfuerzo oculto, con el que endereza a su
caballero que estaba por caer hacia adelante.
Ahora están ante la puerta del palco que abre el tigre mundano empujándola con la garra, luego se
hace a un lado para dar paso a la dama. Y cuando ésta ya está sentada, y apoya negligentemente los
codos sobre la felpa gastada del antepecho, el tigre se deja caer sobre una silla a su lado. En ese
momento, por lo general,, la sala estalla. en cándidos aplausos.
Y yo, miro al tigre, y mi deseo de encontrarme lejos es tan inmenso que casi me hace saltar
lágrimas. La domadora saluda dignamente con una inclinación de sus bucles de fuego. El tigre
comienza su trabajo: Manipula los accesorios dispuestos a este efecto en el palco. Finge observar a los
espectadores con un binóculo, quita la tapa de una caja de bombones y finge ofrecer uno a su vecina.
Saca una tabaquera de seda y finge aspirar de ella; finge —con gran hilaridad de unos y de otros—
consultar el programa. Después finge hacer galanterías y se inclina como para murmurar alguna
declaración al oído de la domadora. La domadora finge ofenderse e interponer con coquetería entre la
blancura satinada de su hermosa mejilla y el hocico hediondo de la bestia erizado de hojas de sable, la
pantalla frágil de su abanico de plumas.
Ante eso, el tigre finge experimentar una profunda desesperación y se enjuga los ojos con el
dorso de la pata peluda. Y durante todo el transcurso de esta lúgubre pantomima, mi corazón late a
golpes desgarradores bajo las costillas, pues soy el único que ve y el único que sabe que todo este
desfile de mal gusto no se sostiene sino por un milagro de voluntad, como se dice, y que todos
estamos en estado de equilibrio espantosamente inestable, que una nada podría romper. ¿Qué
sucedería si en el palco vecino al del tigre, ese hombrecito con aspecto de modesto empleado, ese
hombrecito pálido, de ojos fatigados, cesara por un instante de poner su voluntad en acción? Pues él es
el verdadero domador, la mujer pelirroja sólo es una comparsa, todo depende de él; él es el que
convierte al tigre en una marioneta, un mecanismo manejado con más seguridad que si lo fuera por
cables de acero.
¿Y si ese hombrecito se pusiera de pronto a pensar en otra cosa? ¿Si de pronto se muriera? Nadie
sospecha el peligro que amenaza a cada minuto. Y yo, que lo sé, imagino... imagino... pero no, es
mejor no imaginar a qué se parecería la dama de las pieles si... Más vale ver el final del número, que
arrebata y tranquiliza siempre al público. La domadora pregunta si alguno de los espectadores quisiera
tener a bien confiarle un niño. ¿Quién podrá rehusarle algo a una persona tan delicada? Siempre existe
un inconsciente que tiende hacia el palco demoníaco un bebé embelesado, que el tigre mece
suavemente en el regazo que forma con sus patas flexionadas, dirigiendo hacia el montoncito de carne
ojos de alcoholizado. En medio de atronadores aplausos, se encienden las luces de la sala, el bebé es
devuelto a su legítimo propietario y los dos protagonistas saludan antes de retirarse por el mismo
camino por el que llegaron.
Desde el instante en que atraviesan la puerta —y jamás retornan para saludar— la orquesta
estalla en sus más ruidosos acordes. Al rato, el hombrecito se encoge mientras se enjuga la frente. Y la
orquesta toca cada vez más fuerte, para cubrir los rugidos del tigre, vuelto en sí desde que pasó los
barrotes de su jaula. Aúlla como en el infierno. Da vueltas desgarrando su hermosa vestimenta, que es
necesario reponer en cada representación. Son las vociferaciones, las imprecaciones trágicas de una
rabia desesperada, saltos furiosos que golpean contra las paredes de la jaula. Del otro lado de las rejas,
la falsa domadora se desviste apresuradamente para no perder el último tren subterráneo. El
hombrecito la espera en la cantina cerca de la estación, la que se llama "Jamás de los jamases".
La tempestad, de gritos que desencadena el tigre enredado en sus colgajos de paño podría
impresionar desagradablemente al público por lejos que estuviera. Por eso la orquesta toca lo más
fuertemente posible la obertura de Fidelio; por eso el director del espectáculo, entre bambalinas,
apresura la entrada en escena de los ciclistas cómicos.
Detesto el número del tigre mundano y no comprenderé nunca el placer que le produce al público.
EL GALLO
SANDOR FERENCZI

El húngaro SANDOR FERENCZI (1873-1933) es uno de los pilares del psicoanálisis; sus obras
Versuch einer Genital-theorie y Bausteine zur Psychoanalyse, de 1924 y 1927, todavía son
consideradas fundamentales.

En general Arpad era un muchachito agradable, pero muy desafiante cuando era amonestado o
castigado. Difícilmente lloraba y nunca pedía perdón. Sin embargo, aparte de estos rasgos de carácter,
no había rastros de rasgos verdaderamente neuróticos que pudieran reconocerse. Se asustaba
fácilmente, soñaba mucho (Con aves, por supuesto) y frecuentemente dormía mal (Pavor nocturnus).
Las acciones y dichos curiosos de Arpad, que fueron anotados por la dama observadora,
desplegaban mayormente un inusitado placer en fantasías sobre la cruel tortura de las aves de corral.
Su juego típico imitando la matanza de las aves ya ha sido mencionado; a esto debe agregarse que
hasta en sus sueños sobre pájaros lo que más veía eran gallos y gallinas muertas. Daré aquí una
traducción literal de sus dichos característicos:
"Me gustaría tener un gallo vivo desplumado —dijo una vez espontáneamente—. No debe tener
plumas, ni alas, ni cola, sólo la cresta, y tiene que poder caminar así».
Una vez estaba jugando en la cocina con un ave recién sacrificada por la cocinera. De pronto fue
a la habitación vecina, recogió unas pinzas de rizar de un cajón y gritó: "Ahora voy a clavar esto en los
ojos ciegos del ave muerta». La matanza de aves era un festival para él. Podía bailar por horas
alrededor de los cuerpos de los animales, en un estado de intensa excitación.
Otra vez alguien, señalando un ave sacrificada, le preguntó: "¿Te gustaría que volviese a
despertar?» "Me gustaría un cuerno. La volvería a matar yo mismo".
Frecuentemente jugaba con papas y zanahorias (Que decía eran aves), cortándolas en pequeños
trozos con un cuchillo. Difícilmente se le podía impedir que tirase al suelo un vaso que tenía aves
pintadas.
Los afectos desplegados en relación con las aves, sin embargo, de ninguna manera eran
simplemente el odio y la crueldad, sino claramente ambivalentes. Muy a menudo besaba y acariciaba
al animal muerto o bien alimentaba a su ganso de madera con maíz, como había visto hacer a la
cocinera; al hacerlo cloqueaba y piaba continuamente. En una oportunidad arrojó su muñeco de
madera, irrompible, en el horno porque no lo podía romper, pero luego lo sacó de inmediato, lo limpió
y lo acarició. Sin embargo las figuras de animales de sus libros de figuras tenían peor suerte: Las
rasgó en pedazos y luego, naturalmente, no pudo volver a reconstruirlas y se disgustó.
Si tales síntomas fuesen observados en un paciente insano adulto, el psicoanalista no dudaría en
interpretar el excesivo temor y odio concerniente a las aves de corral como una transferencia de
afectos inconscientes que en realidad se refieren a seres humanos, probablemente parientes cercanos,
pero que fueron reprimidos y sólo pueden ser manifestados de este modo desplegado y distorsionado.
Más aún, interpretará el deseo de desplumar y cegar a los animales como simbolizando intenciones de
castración, y considerará el síndrome total como una reacción del paciente a la idea de su propia
castración. La actitud ambivalente despertará entonces en el analista la sospecha de que en la mente
del paciente se balancean sentimientos mutuamente contradictorios, y sobre la base de numerosos
hechos de experiencia tendrá que suponer que esta ambivalencia probablemente se refiere al padre,
quien aunque honrado y respetado, al mismo tiempo es también odiado a causa de las restricciones
sexuales que impone severamente. En una palabra, la interpretación analítica sería: El gallo
representaba en el síndrome al padre.
Table of Contents
Sinopsis
INTRODUCCIÓN
CARTA DEL VERDUGO A SU SOBRINO De Historia de la Vida del Buscón FRANCISCO DE
QUEVEDO
UNA MODESTA PROPOSICIÓN De Una Modesta Proposición y otras sátiras. JONATHAN SWIFT
LA FILOSOFÍA EN EL TOCADOR MARQUÉS DE SADE
MÁXIMAS Y PENSAMIENTOS CHAMFORT
AFORISMOS GEORG CHRISTOPH LIGHTENBERG
EL ASESINATO CONSIDERADO COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES THOMAS DE QUINCEY
UN POBRE VERGONZANTE De Vapeurs ni vers ni prose. XAVIER FORNERET
LA CUERDA De El Spleen de París. CHARLES BAUDELAIRE
¿QUIEN ROBO LAS TORTAS? De Alice's Adventures in Wonderland. LEWIS CARROLL
FLORES DE LAS TINIEBLAS De Contes cruels. CONDE VILLIERS DE L ISLE ADAM
MI CRIMEN FAVORITO De El club de los parricidas. AMBROSE BIERCE
PENSAMIENTOS FRIEDRICH NIETZSCHE
LOS CANTOS DE MALDOROR CONDE DE LAUTREAMONT
CONTRA NATURA De A rebours. JORIS CARL HUYSMANS
EL CLUB DE LOS SUICIDAS ROBERT LOUIS STEVENSON
MELANCÓLICO ACCIDENTE De New Arabian Nights. ROBERT LOUIS STEVENSON
EL CONCILIO DEL AMOR De Das Liebeskonzil. OSKAR PANIZZA
UN RAJA QUE SE ABURRE ALPHONSE ALLAIS
PLUMA, LÁPIZ Y VENENO De Intentions. OSCAR WILDE
UN MODELO DE AGRICULTOR JULES RENARD
LOS SEÑORES BURKE Y HARE, ASESINOS De Vidas imaginarias. MARCEL SCHWOB
LOS CANTORES DE MI PATIO JULES JOUY
OLABERRI, EL MACABRO De Reportajes. PÍO BAROJA
VALS DEL DESCEREBRAMIENTO ALFRED JARRY
UN PACIENTE EN DISMINUCIÓN De Papeles de Recienvenido. MACEDONIO FERNÁNDEZ
INTERVALO DE CINCO MINUTOS De Jésus-Christ Rastaquouére. FRANCIS PICABIA
UN BELLO FILM De L'Hérésiarque et Cie. GUILLAUME APOLLINAIRE
UNA CONFUSIÓN COTIDIANA De La Metamorfosis. FRANZ KAFKA
KAPPA RYUNOSUKE AKUTAGAWA
EL PRÍNCIPE NICCOLO MACCHIAVELLI
EL GUSTO DE LOS NIÑOS POR LA SUCIEDAD CHARLES FOURIER
EPITAFIO THOMAS CARLYLE
CINCO NUEVAS ADICIONES AL CÓDIGO CRIMINAL CHARLES DICKENS
EL GUILLOTINADO POR PERSUASIÓN EUGENE CHAVETTE
LA HISTORIA DEL INVÁLIDO MARK TWAIN
CRIMINALES Y ANARQUISTAS CESARE LOMBROSO
FUNCIONES DE LOS CRIMINALES RESISTENCIA AL DOLOR
CANIBALISMO TRISTAN BERNARD
BIOGRAFÍA DE JOHN SMITH STEPHEN LEACOCK
LA RODILLA CHRISTIAN MORGENSTERN
EL PLAYBOY DEL MUNDO OCCIDENTAL JOHN MILLINGTON SYNGE
MI SUDANÉS EDOUARD OSMONT
LA NURSE PIERRE MAC ORLAN
LA EDAD HEROICA Y EXTIRPACIÓN DE CABEZAS HENRI MICHAUX
PALABRAS JACQUES PREVERT
EL TIGRE MUNDANO JEAN FERRY
EL GALLO SANDOR FERENCZI

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