Está en la página 1de 5

3.

La voluntad divina y el mal

a) El mal físico

El mal físico, v.g., el dolor, la enfermedad, la muerte, no lo pretende Dios per se, es
decir, por afecto al mal o en cuanto fin, Sap 1, 13 ss: «Dios no hizo la muerte ni se goza
en que perezcan los vivientes. Pues Él creó todas las cosas para la existencia». Mas Dios
pretende el mal físico (tanto el que tiene carácter natural como punitivo) per accidens,
es decir, los permite como medios para conseguir un fin superior de orden físico (v.g.,
para la conservación de una vida superior) o de orden moral (v.g., para castigo o para
purificación moral); Eccli 39, 35 s; Amos 3, 6.

b) El mal moral

El mal moral, es decir, el pecado, que es esencialmente una negación de Dios, no lo


puede querer Dios per se ni per accidens, esto es: ni como fin ni como medio. El
concilio de Trento condenó como herética la doctrina de Calvino, opuesta a esta verdad;
Dz 186. Ps5,5: «Tú no eres, por cierto, un Dios a quien le plazca la maldad». Dios no
hace sino permitir el pecado (permissive solum; Dz 816), porque respeta la libertad
humana (Eccli 15, 14 ss) y porque es lo suficientemente sabio y poderoso para saber
sacar bien del mal; Gen 50, 20: «Vosotros creíais hacerme mal, pero Dios ha hecho de
él un bien»; cf. SAN AGUSTÍN, Enchiridion n . En última instancia, el mal moral se
encamina también al último fin del universo, la gloria de Dios, haciéndonos ver la
misericordia de Dios en perdonar o su justicia en castigar.

Cuando la Sagrada Escritura dice que Dios endurece el corazón del hombre en el mal
(Ex 4, 21; Rom 9, 18), no es su intención decir que Dios sea propiamente el causante
del pecado. El endurecimiento es un castigo que consiste en retirar la gracia; cf. SAN
AGUSTÍN, In loan. tr. 53, 6: «Dios ciega y endurece abandonando y no concediendo su
ayuda» (deserendo et non adiuvando).

EL CONCURSO DIVINO

I . El hecho del concurso divino

Dios coopera inmediatamente en todo acto de las criaturas (sent. común). No existe en
este punto declaración oficial de la Iglesia. Sin embargo, los teólogos enseñan
unánimemente el concurso divino frente al ocasionalismo, que rehusa conceder
causalidad propia a las criaturas, y frente al deísmo, que niega todo influjo de Dios en
las cosas creadas. El Catecismo Romano (1 2, 22) enseña que Dios «a todo lo que se
mueve y opera algo, lo impulsa al movimiento y a la acción por medio de una íntima
virtud».
La cooperación de la causa primera con las causas segundas recibe la denominación de
concurso divino. Precisando más diremos que tal concurso puede ser natural (general) y
sobrenatural (especial), siendo este último el influjo sobrenatural de Dios en las
criaturas racionales por medio de la gracia; el concurso divino se divide también en
concurso físico y moral, siendo este último el que se ejerce por medio de un influjo
meramente moral que obra desde fuera por medio de mandatos, consejos, amenazas,
etc.; otra división es la de concurso inmediato y mediato, siendo este último el que se
ejerce mediatamente confiriendo y conservando las fuerzas naturales, según enseñaba
Durando; finalmente, el concurso puede ser universal si se extiende a todas las acciones
de todas las criaturas sin excepción, y particular en caso contrario.

La Sagrada Escritura atribuye con mucha frecuencia a Dios la acción de causas creadas,
como son la formación del cuerpo humano en el seno materno, las lluvias, el alimento y
el vestido; cf. Iob 10, 8 ss; Ps 146, 8 s; Mt 5, 45; 6, 26 y 30. No obstante, todos estos
pasajes se pueden entender también suponiendo un concurso mediato de Dios. Parece
indicar el concurso inmediato de Dios Is 26, 12: «...puesto que cuanto hacemos, eres tú
quien para nosotros lo hace»; y, sobre todo, Act 17,28: «En Él vivimos, nos movemos y
existimos».

San Jerónimo y San Agustín defienden el concurso inmediato de Dios incluso en las
acciones naturales, contra los pelagianos, los cuales restringían el concurso de Dios a la
mera colación de la facultad para obrar; SAN JERÓNIMO, Dial. adv. Pelag. 1 3; Ep.
133, 7; SAN AGUSTÍN, Ep. 205, 3, 17.

La razón intrínseca de la necesidad del concurso divino se halla en la total dependencia


que todo ser creado tiene de Dios. Como la actividad de la potencia tiene un ser real y
distinto de la potencia, de la cual procede, por lo mismo ese ser tiene que ser causado
también por Dios.

3. Modo y manera del concurso entre la causa primera y las causas segundas

El concurso entre la causa primera y las causas segundas no debe ser concebido como
una yuxtaposición mecánica de operaciones (como si Dios y la criatura se coordinaran
para obrar juntos en la consecución de un mismo efecto), sino como una operación
orgánicamente conjunta y mutuamente intrínseca (la acción de Dios y de la criatura
forman un todo orgánico y con intrínseca dependencia la segunda de la primera). De ahí
que no se pueda decir que una parte del efecto provenga de la causa divina y otra parte
distinta de la causa creada, sino que todo el efecto proviene tanto de la causa divina
como de la causa creada. La causa creada está subordinada a la causa divina, pero sin
perder por eso su causalidad propia; cf. SANTO TOMÁS, De potentia 1, 4 ad 3: «licet
causa prima máxime influat in effectum, tamen eius influentia per causam proximam
determinatur et specificatur».
Los tomistas y los molinistas no se hallan de acuerdo en la explicación de cómo tiene
lugar esa cooperación entre la causalidad divina y la creada cuando se trata de las
acciones libres de las criaturas racionales. Los tomistas enseñan que Dios, por el
concurso previo ( = premoción física), hace que la virtud creada pase de la potencia al
acto, y por medio del concurso simultáneo acompaña la actividad de la criatura mientras
ésta dura. La acción procede toda entera de Dios como de causa principal y de la
criatura como de causa instrumental. La premoción física debe considerarse con mayor
precisión como una predeterminación, pues no se destina para una acción general de la
criatura, sino para una actividad completamente determinada («determinatio ad unum»).
Por eso el efecto pretendido por Dios tendrá lugar indefectiblemente.

Los molinistas enseñan que la cooperación física inmediata de Dios depende de la libre
decisión de la voluntad humana, aunque no como el efecto de la causa, sino como lo
condicionado de la condición.

La cooperación divina comienza en el momento que la voluntad pasa de la potencia al


acto. Antes de la libre decisión Dios opera sólo moral y mediatamente en la voluntad.
Por esta razón los molinistas rechazan el concurso previo y no admiten más que el
concurso simultáneo. Son muchos los molinistas que hacen distinción entre el
concursus oblatas y el concursus collatus (concurso ofrecido y concurso conferido), es
decir, entre la oferta todavía indeterminada de un concurso divino, oferta que precede a
la autodeterminación de la voluntad, y la colación del concurso divino para una acción
completamente determinada, después de la libre decisión de la voluntad.

El tomismo pone mejor de relieve la idea de la causalidad universal de Dios y de la


omnímoda dependencia que en consecuencia tienen de Él todas las criaturas. El
molinismo salva muy bien la libertad de la voluntad al tomar sus determinaciones, pero
no explica tan perfectamente la esencial dependencia que todas las criaturas tienen de
Dios.

27. LAS PROPIEDADES MORALES DE LA VOLUNTAD DIVINA

I . La justicia

Mientras que justicia, en sentido amplio, vale tanto como rectitud moral o santidad
subjetiva, tomada en un sentido más propio y estricto significa la voluntad constante y
permanente de dar a cada uno lo que le corresponde: «constans et perpetua voluntas ius
suum unicuique tribuendi» (Ulpiano).

Dios es infinitamente justo (de fe).

Según doctrina del concilio del Vaticano I, Dios es «infinito en toda perfección» y, por
tanto, también en la justicia; Dz 1782. La Sagrada Escritura da testimonio de la justicia
de Dios en numerosos pasajes: Ps 10, 8: «Justo es Yahvé y ama lo justo»; Ps 118, 137:
«¡Justo eres, Yahvé, y justos son tus juicios!»; cf. Ier 23,6; Mt 16,27; 25, 31 ss; Ioh 17,
25; Rom 2, 2 ss; 3, 25 s; 2 Tim 4 , 8 . Los padres defienden la justicia punitiva de Dios
contra Marción, quien establecía una irreconciliable oposición entre el Dios justo y
punitivo del Antiguo Testamento y el Dios bueno y misericordioso del Nuevo
Testamento, llegando así a admitir la existencia de dos divinidades.

SAN IRENEO le objeta que la justicia de Dios no podría existir sin bondad, ni la
bondad de Dios sin justicia; cf. SAN IRENEO, Adv. Haer. m, 25, 2-3; iv 40, 1-2;
TERTULIANO, Adv, Marcionem I-III.

Como Dios es creador y señor del universo, no existe norma jurídica que esté por
encima de Él, antes bien, Dios es para sí mismo la norma suprema: Deus sibi ipsi est lex
(S.th. 1 21, 1 ad 2). Injusticia legal, que regula la relación jurídica del individuo con la
comunidad, conviene a Dios en cuanto Él por medio de la ley natural y la ley moral
ordena todas las criaturas al bien común. La justicia conmutativa, que regula el recto
orden entre un individuo y otro individuo, no se puede aplicar en sentido estricto a Dios,
porque entre Creador y criatura no puede haber igualdad de relaciones. La criatura, a
causa de su absoluta dependencia del Creador, no puede obligarle por si misma
mediante una prestación suya a que Dios le corresponda con otra. La justicia
distributiva, que regula el recto orden de la comunidad con el individuo, conviene a
Dios en sentido estricto. Después que Dios, con un acto Ubérrimo de su voluntad, creó
el mundo, se obliga por su sabiduría y bondad a proporcionar a las criaturas todo lo que
necesitan para cumplir con su misión y lograr su último fin. Se manifiesta, además, la
justicia distributiva de Dios en que Él, sin acepción de personas (Rom 2, n ) , procede
como juez equitativo recompensando el bien (justicia remunerativa) y castigando el mal
(justicia vindicativa).

El castigo que Dios impone al pecador no es tan sólo un medio correctivo o


intimidatorio, como enseñaron B. Stattler (t 1797) y J- Hermes (f 1831), sino que ante
todo persigue la expiación de la ofensa inferida a Dios y la restauración del orden moral
perturbado por el pecado; Deut 32, 41: «Yo retribuiré con mi venganza a mis enemigos,
y daré su merecido a los que me aborrecen»; Rom 12, 19: «Escrito está: "A mí la
venganza, yo haré justicia, dice el Señor"». La pena del infierno, por su duración eterna,
sólo puede tener carácter vindicativo para los condenados (Mt 25, 41 y 46). Por otra
parte, no hay que exagerar de tal forma el carácter vindicativo de los castigos divinos,
como si Dios se viera obligado por su justicia a no perdonar el pecado hasta exigir una
satisfacción completa, como enseñaron, siguiendo el ejemplo de San Anselmo de
Cantorbery (t no9)> H Tournely (f 1729) y Fr. X. Dieringer (t 1876). Como Dios, por
ser soberano y señor universal, no tiene que dar cuenta a ningún poder superior, tiene
derecho a ser clemente, y esto significa que es libre para perdonar a los pecadores
arrepentidos sin que ellos ofrezcan una satisfacción congrua o sin satisfacción alguna;
cf. S.th. ni 46, 2 ad 3; 1 25, 3 ad 3.

2. La misericordia

La misericordia divina no es sino la benignidad de Dios, en cuanto que aparta de las


criaturas la miseria de éstas, sobre todo la miseria del pecado.
Dios es infinitamente misericordioso (de fe).

Para la doctrina de la Iglesia, véase Dz 1782: «omni perfectione infinitus». La Iglesia


ora de esta manera: «Deus cuius misericordiae non est numerus et bonitatis infinitus est
thesaurus (Or. pro gratiarum actione)».

En Dios, como Ser perfectísimo, no cabe el afecto de compasión en sentido estricto


(participar en los padecimientos de otra persona) —Dios no puede padecer—, sino
solamente el efecto de la misericordia, que consiste en alejar de las criaturas la miseria:
«misericordia est Deo máxime tribuenda, tamen secundum effectum, non secundum
passionis affectum» (S.th. 1 21, 3). La Sagrada Escritura no llama la atención con tanta
insistencia sobre ninguna otra perfección divina como sobre la misericordia; Ps 102, 8:
«Es Yahvé piadoso y benigno, tardo a la ira, clementísimo»; Ps 144, 9: «Es benigno
Yahvé para con todos, y su misericordia está en todas sus criaturas»; cf. Ps 117, 1-4; Ps
135; Sap 11, 24 ss; Le 6, 36; 2 Cor 1, 3; Eph 2, 4. El testimonio más grandioso de la
misericordia divina es la encarnación del Hijo de Dios para redimir a los hombres (Le 1,
78; Ioh 3, 16; Tit 3, 4 s). En la encarnación tomó el Hijo de Dios una naturaleza humana
y con ella podía ya sentir el afecto de «compasión» por los hombres; Hebr 2, 17: «Por
esto hubo de asemejarse en todo a sus hermanos, a fin de hacerse Pontífice
misericordioso y fiel, en las cosas que tocan a Dios, para expiar los pecados del
pueblo»; cf. Hebr 4, 15 s. Los santos Evangelios, sobre todo el de San Lucas, describen
la misericordia del Salvador con todos los necesitados y particularmente con los
pecadores.

La misericordia y la justicia se armonizan maravillosamente en Dios; Ps 24, 10: «Todas


las sendas de Yahvé son misericordia y bondad (misericordia et veritas) para los que
guardan el pacto y los mandamientos»; cf. Ps 84, 11. La justicia distributiva de Dios
radica en su misericordia, ya que la razón más honda de por qué Dios concede gracias
naturales y sobrenaturales a las criaturas y recompensa sus buenas obras no es otra que
su misericordia y su amor. La recompensa del bien y el castigo del mal no es obra de
premia por encima de los merecimientos (Mt 29, 19: «centuplum accipient ») y castiga
menos de lo necesario (S.th. 1 21,4 ad 1). Por otra parte, la remisión del pecado no es
solamente obra de misericordia, sino también de justicia, pues Dios exige del pecador la
contrapartida del arrepentimiento y de la penitencia. La síntesis más excelsa de la
misericordia y de la justicia divinas es la muerte de Jesucristo en la cruz; cf. Ioh 3, 16;
Rom 3, 25 s; S.th. 1 21, 4.

La misericordia de Dios no es una mera manifestación de la bondad y amor divinos,


sino que al mismo tiempo es señal del poder y majestad de Dios; Sap 11, 24: «Tú tienes
piedad de todos porque todo lo puedes»; cf. la plegaria litúrgica: «Haces ostentación de
tu omnipotencia perdonando y usando de misericordia» (Domingo 10 desp. de Pent.)

También podría gustarte