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Hegel y el romanticismo

Daniel Innerarity'
El idealismo alemán y el romanticismo son los dos principales prota­
gonistas de la discusión intelectual que marcó el final del siglo XVIII y se
prolongó durante buena parte del XIX. Ni Hegel ni los románticos son
ios primeros en revisar la lógica de la modernidad, pero sí los primeros
ara los que ésta se ha convertido en el problema fundamental. Este li­
E ra aborda dicha cuestión desde diversos puntos de vista y con un con­
vencimiento de fondo: el idealismo y el romanticismo son esencial­
mente teorías de la libertad y no tanto epistemologías y ontologías.
Ambos tienen su origen en la conciencia de que a la idea moderna de
emancipación acompaña un profundo desgarramiento que es necesario
superar. El núcleo de la discusión podría sintetizarse en la siguiente
pregunta: ¿cómo es posible evitar al mismo tiempo la concreción ca­
rente de razón de la libertad antigua y la universalidad abstracta de la li­
bertad moderna?
Daniel Innerarity es profesor titular de Historia de la Filosofía en la
Universidad de Zaragoza. Doctor en Filosofía por la Universidad de
Navarra, amplió sus estudios en Alemania y Suiza. Ha publicado los li­
bros Praxis e intersubjetividad, Dialéctica de la modernidad y Libertad
como pasión. Ha traducido los Himnos de Tubinga de Hólderlin, la
Poesía filosófica de Schiller y la Exhortación a la vida bienaventurada
de Ficnte.
Daniel Innerarity
Hegel
el romanticismo

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© Daniel Innekakity Grau. 1993


© EDITORIAL TECNOS, S.A.. 1993
Tclémaco. 43 - 28027 Madrid
ISBN: 84-309-2331-4
D e p ó sito L egal: M -17820-1993

Printcd in Spain. Impreso en España por Grafiris. S.A..


Codorniz, s/n Polígono Matagallegos. Fuenlabrada (Madrid)
ín d ic e

PRÓLOGO.................................................................................................................... Páft- 11

INTRODUCCIÓN........................................................................................................- 13

I. LA IDEA DE EUROPA EN H EGEL....................................................................... 17

II. EL IDEALISMO ALEMÁN COMO MITOLOGÍA DE LA RAZÓN................. 35


1. El renacimiento del mito en la cultura prerromántica....................................... 38
2. La primacía de la razón práctica como primado existencial de la libertad 48
3. La compensación estética del desencantamiento moderno del m undo........... 59
4. Liberación política y mecanización del Estado.................................................. 66
5. Religión popular y cultura secularizada.............................................................. 72

III. EL AMOR EN TORNO A 1800 ................................................................................ 81


1. Kant y la moral burguesa del amor....................................................................... 82
2. El romanticismo o el amor como pasión............................................................. 87
3. El amor como paradigma de la dialéctica hcgcliana......................................... 94
4. Amor y sociedad moderna......................................................................- ............ 103

IV. LAS DISONANCIAS DE LA LIBERTAD............................................................. 109


1. La conspiración moderna contra el destino......................... ............................... III
2. El destino contra la modernidad........................................................................... 126
3. Ética y estética de la tragedia............................................................................... 137
4. Providencia e historia universal........................................................................... 145

V. DIALÉCTICA DE LA REVOLUCIÓN.................................................................. 153


1. Semántica de la revolución................................................................................... 157
2. La libertad absoluta o el terror............................................................................. 169

[9]
10 DANIEL INNERAR1TY

3. El problema de la emancipación política: Fichte y Hegel.............................. 177

VI. LA IRONÍA ROMÁNTICA Y SU CRÍTICA HEGELIANA............................ 187

EPÍLOGO. LA RAZÓN INSUFICIENTE: ENTRE EL ABSOLUTO Y LA FIN1TUD. 199

F uentes y abreviaturas utilizadas ...................................................................................... 205

ÍNDICE DE NOMBRES........................................................................................................................................... 209

ÍNDICE DE CONCEPTOS....................................................................................................................................... 2 11
Prólogo
Los capítulos que componen este libro tienen en común el interés de
explorar esa apasionante relación entre Hegel y los románticos, una relación
que no fue siempre crítica y polémica, sino también inspiradora de temas, pro­
blemas y soluciones. El conjunto de todos ellos pretende servir para entender
algunos aspectos de la discusión intelectual que tuvo lugar en tomo a ese de­
cisivo cambio de siglo entre el xviii y el Xix. Ofrecen separadamente diversas
perspectivas, por lo que tiene cada uno de ellos una existencia autónoma que
permite su lectura aislada del resto de los capítulos. No obstante, considerados
en su conjunto, pretenden cercar el enigma de una época y atacarlo fragmen­
tariamente, con la esperanza de que, una vez reunidos, se presente el rostro
reconocible de ese período tan decisivo para la cultura occidental y, por consi­
guiente, para la dilucidación de nuestra propia identidad.
Esta investigación ha sido realizada en la Universidad de Munich
entre 1987 y 1991, bajo la dirección del profesor Robert Spaemann y gra­
cias a una beca de la Fundación Alexander von Humboldt. Ambos saben
que —cuando se trata de reconocer a un maestro y a una institución que
ayuda económicamente al fomento de la investigación— el agradeci­
miento de un filósofo es más profundo de lo que alcanza una solemne
dedicatoria. Cuando la reciprocidad es imposible, consuela saber que
todavía existen relaciones —como la de maestro y discípulo— exone­
radas de las leyes económicas, espacios —como el de la filosofía— no
avasallados por los imperativos del mercado, en los que se cumple a la
letra aquello de Kant de que hay cosas que no tienen precio, sino valor.
Quiero hacer patente también mi agradecimiento a quienes como Rafael
Alvira, Jorge V. Arregui, Harald Bienek, Juan Cruz Cruz, Josef Dohren-
busch, Carlos Durán y Alejandro Llano, entre otros, han sido — si se me
permite el uso de la terminología kantiana— algo así como las «condi­
ciones de posibilidad» de este libro.

un
Introducción
Delicia de las musas del cielo, ven y aplaca
el caos de estos tiempos, reconcilia como antes
todo lo que está en pugna y calma la furiosa discordia
con tu celestial música de paz.
¡Que sea el corazón humano un lugar de armonía!
¡Que la primitiva naturaleza del hombre, su alma
tranquila y magnánima, surja de nuevo poderosa
y calme la agitación de nuestro tiempo! ’.

La actual discusión acerca del carácter, del proyecto o la esencia de la


modernidad surge desde la convicción de que los procesos de racionalización
han tenido como consecuencia la incapacidad del sujeto para reconocerse en
unas formaciones culturales que se han hecho autónomas, impenetrables y
hostiles. Esta reflexión invita a revisar la lógica de la modernidad y confiere
una especial significación al pensamiento romántico e idealista. Ni románti­
cos ni idealistas son los primeros pensadores de la era moderna, pero sí los
primeros para los que ésta se ha convertido en el problema fundamental. Los
capítulos que componen este libro abordan dicha cuestión desde diversos
puntos de vista y con un convencimiento de fondo: el idealismo es, como el
romanticismo, esencialmente una teoría de la libertad y no tanto una teoría
del conocimiento o una ontología. Ambos tienen su origen en la conciencia
de que a la idea moderna de emancipación acompaña un profundo desga­
rramiento —una contradición entre subjetividad racional y realidad históri­
ca— que es necesario superar. Por variadas que puedan parecer las posturas
aquí analizadas, tienen en común la centralidad de la libertad y el profundo
desasosiego que produce su versión como mera libertad subjetiva o emanci-1

1 F. Hóldcrlin, SiA, I, p. 231. En la bibliografía se puede encontrar también la relación


de abreviaturas empleadas.

[13]
14 DANIEL INNERARITY

pación. El núcleo de la discusión podría sintetizarse en la siguiente pregunta:


¿cómo es posible evitar al mismo tiempo la concreción carente de razón de la
libertad antigua y la universalidad abstracta de la libertad moderna?
Entre la identidad trascendental kantiana y el yo absoluto de Fichte, por
una parte, y el sujeto de la fenomenología hegeliana. diversos acontecimien­
tos culturales, sociales y políticos, así como no pocos personajes literarios
han interpuesto la figura de una subjetividad fracasada. Del moderno ideal de
racionalidad emancipada parece quedar poco cuando, tras una serie de expe­
riencias de las que ñas ocuparemos a lo largo de estas páginas, Htílderlin
exclama: «desde entonces ya no pude seguir pensando como pensaba antes;
el mundo se me había vuelto más sagrado, pero también más misterioso»2.
La constitución del sujeto al modo moderno presagia ya una relación desdi­
chada del hombre con la naturaleza si la libertad se entiende como una mera
subsunción de lo empírico en lo racional. Estas fracturas se hacen extraordi­
nariamente visibles en tomo al cambio de siglo y animan a intentar una cierta
recuperación —dentro del nuevo contexto creado por una libertad irrcnuncia-
ble— del ideal clásico de armonía Entre otros fenómenos culturales que ten­
dremos ocasión de analizar, la Fenomenología de Hegel, Ifigenia de Goethe
o las Cartas de Schiller son intentos paralelos de responder al problema crea­
do por el enfrentamiemto entre libertad y realidad. Se hace necesario superar
la pavorosa alternativa entre destruir o ser destruido, reconciliar lo escindido,
suprimir esa situación en virtud de la cual lo que el sujeto realmente es en su
contexto sociocultural no lo puede hacer suyo subjetivamente y lo que pien­
sa, siente y anhela no encuentra plasmación en el mundo objetivo.
La concepción kantiana de la libertad no solamente expresa el orgullo de
una época, sino también sus dificultades ante un problema cuya moderna
solución no acaba de convencer. La autonomía del sujeto racional parece
asegurada, pero al precio de sancionar su escisión respecto de las formas de
vida contingentes. Este dilema es el que impulsa la polémica romántica e
idealista contra el mundo escindido. Se trata de la búsqueda de una concilia­
ción adecuada entre la razón autónoma —cuyo valor reside en la abstracción
de todos los contenidos contingentes e históricos— y el contexto positivo en
el que se inscriben las formas de vida humana en la historia. Si se afirma la
primacía de la razón frente a la vida, ésta queda abandonada al caos de la
irracionalidad y la razón parece no desempeñar otra función que la crítica
implacable de todo lo existente. Pero si, por el contrario, se declara como
racional a una forma de vida histórica concreta, parece perderse con ello la

2 íd.. 111, p. 183.


HEGEL Y EL ROMANTICISMO 15

capacidad crítica de la razón. Hegel intenta una reconciliación que difiere de


la autocomprensión de la filosofía moderna, en la medida en que no conside­
ra la lógica de la libertad como algo confrontado con la realidad histórica,
sino que la considera, principalmente, en la estructura de su realización. La
pretendida consideración de la eticidad como sistema —a lo que se negaran
estrictamente los románticos— apela a un nexo racional de instituciones en
las que los sujetos puedan reconocerse sin tener que renunciar por ello a su
libertad subjetiva. En este sentido puede entenderse que la crítica de Hegel a
ios románticos sea sólo una parte de su posición ante la época en general.
Según E. Hirsch3, el epígrafe conclusivo del capítulo de la Fenomeno­
logía que se ocupa de la conciencia contiene en clave el desarrollo histórico
de la filosofía contemporánea. Hegel tenía en mente a Kant al hablar de la
«cosmovisión moral», mientras que en el siguiente apartado trata las varian­
tes fundamentales de la conciencia romántica: la «genialidad moral» se re­
fiere a Jacobi; la «certeza absoluta de sí mismo» como «intuición pura del
Yo=Yo», a Fichte; el «alma bella», a Novalis; la «hipocresía», a Schleierma-
cher, el «duro corazón» a Holderlin, y el «mal declarado», a Friedrích Sch-
legel. En la forma del «perdón» Hegel ha caracterizado su propia filosofía,
en la que la escisión de la conciencia romántica quedaría superada. Esta
intuición temprana se despliega en la pretensión sistemática de toda su obra:
en la era moderna el espíritu ya no se puede quedar satisfecho con la interio­
ridad del sentimiento, ni con la inmediatez de la experiencia estética, sino
solamente con un pensamiento que sea saber absoluto, sistema.
No he querido asistir a esta apasionante discusión como un observa­
dor neutral. Comparto el desagrado que a Hegel le producía una historia
de la filosofía hecha como mera recopilación y muestrario de cadáveres,
como si lo que unos y otros han dicho no tuviera nada que ver con noso­
tros, como si no nos fuera nada en ello (el historiador sin pensamiento
propio, gedankenlos decía Hegel). Por eso me he atrevido a juzgar las
soluciones. Y es que esta osadía es consustancial a la aventura filosófica.
Me ha interesado más subrayar los aciertos que los —a mi juicio— erro­
res de idealistas y románticos. Pero he asumido también el riesgo de
tomar en serio las doctrinas aquí estudiadas y aceptar sus pretensiones de
verdad como un reto que hay que comprobar argumentativamente. Desde
Sócrates al menos sabemos que el mayor homenaje que podemos tributar
a un filósofo es entrar en discusión con él. En este caso, mi conclusión
podría ser formulada de la siguiente manera: la crítica de Hegel a los
románticos no es concluyente, por lo que las resistencias de éstos al siste-

3 Die idealistische Philosophie untl das Christentum. Gütersloh. 1926.


16 DANIEL INNERAR1TY

ma hegeliano —a pesar de haber sido históricamente menos fecundas—


indican algunas direcciones inéditas que podrían ayudamos a salir de
cierta «mayoría de edad culpable», haciendo al menos más llevaderas
algunas de nuestras perplejidades. Permítaseme que en el apretado marco
de una breve introducción anticipe los ejes de esta argumentación.
Hegel no quiere entender la libertad subjetiva simplemente como auto­
nomía y emancipación, sino también y al mismo tiempo como propiedad de
un mundo de instituciones que es precisamente el producto de dicha subjeti­
vidad. Esto significa pensar a la razón como necesariamente referida a la
configuración práctica de la realidad, o sea, suponer un desarrollo de la histo­
ria en el que las distintas formas de vida de los hombres puedan ser entendi­
das como manifestaciones concretas de la racionalidad. Pero, si la historia se
interpreta como un espíritu autoponente, la historia se autonomiza respecto
de los sujetos que participan en ella es decir, se sirve de las acciones de ellos
como medios. Entonces se plantea la pregunta de en qué ha quedado la sub­
jetividad constitutiva, o mejor: cómo se puede reconocer el sujeto en su sus­
tancia cuando esa sustancia es un momento contingente dentro de la historia
universal. Una posible respuesta de corte hegeliano sería decir que todo Esta­
do concreto participa de una razón suprema, cuya comprensión sólo estaría
al alcance del filósofo. Con ello retrocederíamos a un punto de vista que el
propio Hegel combatió sin tregua: al punto de vista de un absoluto más allá
del sujeto, del mundo y de la historia. Y el romanticismo, en su protesta, aun­
que no en sus manifestaciones histriónicas, tendría razón. Dicho de otra
manera: según Hegel, el espíritu es el sujeto que se ha hecho sustancia, que
ha redimido todo lo finito y lo ha reconciliado sistemáticamente. La exigen­
cia que de este modo se plantea al hombre consiste en salir de su interioridad
e incorporarse a aquella totalidad del espíritu, a ese yo sustancial, pensando y
actuando a partir de él. Pero los románticos criticaron a Hegel — una crítica a
menudo olvidada tras la presentación inversa de Hegel como un crítico y
«superador» del romanticismo— que esa totalidad del espíritu no era otra
cosa que la vana presunción de una razón que creía poder hacerse cargo de la
totalidad y variedad de la vida, exigiendo a cambio el sacrificio de toda parti­
cularidad. El «derecho absoluto» del espíritu universal constituye el límite y
la debilidad del juicio hegeliano acerca del romanticismo, el punto en el que
la obstinación de la subjetividad romántica —la «insurrección lógica»4 de la
que hablaba Friedrich Schlegel— sigue conservando su valor.

4 KA. II, p. 179.


I. La idea de Europa en Hegel
En una época como la nuestra, en la que se celebra el fracaso de
todas las síntesis y se decreta la debilidad del pensamiento, la narración
hegeliana de la historia universal como epopeya del espíritu produce la
fascinación de una pieza de museo. Hace tiempo que la filosofía ha
renunciado a conceder a la razón el protagonismo de lo que ahora se
entiende como «historia multiversal». Y, sin embargo, el discurso hege­
liano puede arrojar todavía mucha luz para comprender incluso esta
situación cultural que prefiere la arqueología a la hermenéutica, el frag­
mento a la síntesis, y que sólo teme al desvarío de la razón. En cualquier
caso, para saber si esta despedida de la racionalidad moderna merece o
no la pena, y para advertir lo que puede estar necesitado de una rectifica­
ción, el edificio conceptual del idealismo alemán no ha dejado de ser al
menos una cosa: síntesis teórica de la comprensión moderna de Europa y
fuente de inspiración para el pensamiento.
Cuando el discípulo de Hegel y principal continuador de su filosofía
del derecho. Eduard Gans, quiso resumir el núcleo de las intenciones que
animaban el pensamiento de su maestro, lo expresó de la siguiente manera:
concebir la idea de Europa1. Efectivamente, no ha habido en la era moder­
na otro pensador tan eurocenlrista. Europa es para Hegel centro y término
del viejo mundo, el escenario del descenso del espíritu a sí mismo. Si Asia
es el continente de los orígenes, África el de la uniformidad y América el
del futuro hipotético, Europa es el continente de la libertad real, la síntesis
de la diferencia y la unidad, la armonía en la diversidad, el lugar donde el
hombre ha alcanzado la mayor conciencia de su libertad. El gran relato de
la historia universal describe «el triunfo de Occidente sobre Oriente, de la1

1 Cfr. Das Erbrecht in weltgeschichtlicher Entwicklung. Aaletl. Berlin/Stuiigart,


1824-1835,1.p. 51.

117]
18 DANIEL INNERARITY

medida europea, de la belleza individual, de la razón que se limita a sí


misma sobre el esplendor asiático, sobre la suntuosidad de la unidad
patriarcal»2*. La filosofía de la historia de Hegel apunta en una clara di­
rección: el espíritu busca el Occidente, donde la negación genera supera­
ción, a diferencia del Oriente, donde negar es destruir. El Oriente es el
espíritu infantil, el reino de la unidad del espíritu con la naturaleza. El espí­
ritu es únicamente sustancia universal, de la que el individuo es un mero
accidente. La individualidad es superficial. Todavía no se ha puesto en
marcha el proceso de emancipación. «En esta identidad del espíritu con la
naturaleza no es posible la verdadera libertad. El hombre todavía no puede
acceder aquí a la conciencia de su personalidad, no tiene ningún valor ni
legitimación (Berechiigung) en su individualidad»^. Con el mundo griego y
romano comienza la era de la separación reflexiva, desaparecen la confian­
za inmediata y la obediencia ciega, la subjetividad comienza el recorrido
de su autoafirmación. La Europa cristiana es la madurez del espíritu, defi­
nida por la reconciliación del sujeto y el objeto. El espíritu culmina su
gesta en un tratado de paz, con el que se pone fin a una trayectoria dramáti­
ca de afirmación, lucha y desgarramiento.
Hegel describe el escenario de este combate por la libertad con unas
referencias geográficas que, de entrada, resultan desconcertantes, si se
tiene en cuenta la irrelevancia que la naturaleza tiene para la configura­
ción de la idea moderna de libertad. Lo que podría llamarse «madurez
geográfica de Europa» consiste en que en ella no predomina ningún ele­
mento geográfico: montaña, valle y costa están constantemente entrelaza­
dos, ofreciendo así múltiples posibilidades de existencia histórica. La
libertad viene facilitada por el hecho de que ningún principio natural se
revele como dominante. Con esta observación Hegel ha radicalizado el
eurocenlrismo de la Ilustración. La teoría climática de las constituciones
había sido formulada por Montesquieu y recogida por Herdcr en lo que
habría de ser la primera concepción romántica de la historia. Pero en la
historiografía ilustrada — Montesquieu. Voltaire, Condorcet— la relación
establecida entre el proceso histórico y las condiciones geográficas tenía
una intención relativizante. Ofrecía una explicación de la diversidad de
sistemas socioculturales y legitimaba a su vez esa variedad. La existencia
de gobiernos democráticos en Europa y de gobiernos despóticos en Asia
o África podía ser remitida a la explicación de que el clima cálido favo­
recía la esclavitud y la servidumbre, sin necesidad de recurrir a expli­

2Ásth.. XV. p. 353.


* En:.. X. 1 393 Z. p. 61; cfr. GeschPhil.. XVIII, p. 139.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 19

caciones de orden espiritual. El universalismo de la Ilustración consistía


en explicar la diferenciación desde un factor exterior al aspecto subjetivo
de la cultura. Había sin duda una preferencia en favor de la libertad euro­
pea, pero su superioridad cultural quedaba vinculada a hechos fortuitos.
En Hegel, por el contrarío, no hay ninguna intención de situar a todas
las culturas en pie de igualdad «por naturaleza» y explicar su desigual valor
histórico en virtud de factores extemos. La historia humana tiene una direc­
ción hacia Occidente. El camino hacia la autoconciencia y la libertad coinci­
de con el recorrido del sol. El desconcierto que puede producir el hecho de
encontrar en Hegel esta concesión al naturalismo se aclara si se tienen en
cuenta tres aspectos. En primer lugar, el tratamiento de la geografía al que
Hegel concede predominancia es el de Kart Rittcr, profesor en Berlín duran­
te los mismos años, para quien esta ciencia se encuadraba con más propie­
dad en la hermenéutica de las ciencias del espíritu que en la descripción
positiva de las ciencias naturales4. En segundo lugar, el fundamento geográ­
fico del proceso histórico no era entendido —por lo que a Europa se refie­
re— como un principio determinante, sino como una condición de libertad.
La idea de que la libertad requiere la colaboración de la necesidad es una
tesis central en el pensamiento hegeliano que aquí aparece en su versión
geográfica. La libertad es autonomía frente a la naturaleza. Pero, a su vez,
sólo se desarrolla donde cuenta con el favor de unas determinadas condicio­
nes naturales: que el poder de la naturaleza no vaya más allá de ciertos lími­
tes. Todo lo cual no contradice el principio de que la relación entre
naturaleza y civilización que tiene lugar en todo proceso histórico acontece
bajo el protagonismo del espíritu. Y en este concepto es donde ha de buscar­
se la entraña de Europa, su significación para la historia universal. Por úl­
timo, Hegel no comparte en absoluto la mitología geográfica de algunos
románticos que, como Adam Müller, hablaban de una preferencia por los

4 Hegel leyó la obra que Rittcr había publicado en 1817 con el título Die Erdkunde im
Vcrhdtinis zur Notar und zur Ceschichte des Menschrn. oder allgemeine, vergleichende
Geogrophie y asi lo hace constar en sus lecciones de filosofía de la historia que dictó los
ailos 1822-1823 y 1830-1831. Con ello Hegel toma partido indirectamente por una de las
dos concepciones de la geografía que litigaban en aquella ¿poca, tan decisiva para la con-
ccptualización de esta ciencia. La otra dirección, más descriptiva y empírica, siguiendo los
parámetros de las ciencias positivas, venía representada por Alexander von Humboldt.
Hegel conocería probablemente su libro Ansichten der Nalur de 1808. pero no pudo cono­
cer su obra cumbre. Kosmos. Entw utf einer physischen Wellbeschreihung, publicada entre
1843 y 1862. El año 1827 Humboldt pronunció una lección en Berlín con el título «Ver-
wahrung gegen Hegel», al que acusaba de elaborar una «metafísica sin experiencia». Hegel
acusaría recibo de esta crítica, sin que por ello disminuyeran su admiración y estima por
Humboldt (cfr. la cana del 24 de noviembre de 1827, en Br„ III. pp. 211-212).

I
20 DANIEL INNERARITY

que a través de la historia han compartido un mismo espacio físico (Raum-


genossen) frente a los contemporáneos (Zeitgenossen). Con los Nibelungos,
dice Hegel, tenemos en común el hecho de estar geográficamente sobre un
mismo suelo, pero el vínculo geográfico y espacial no equivale al vínculo
histórico, y no determina en absoluto una identidad cultural inamovible5. A
partir de la era moderna, las entidades naturales han sido definitivamente
subordinadas a la fuerza vinculante de los proyectos históricos.
Siempre resulta esclarecedor tomar en cuenta el escenario cultural
desde el que nace y al que responde toda reflexión. En este caso, el e g o ­
centrismo hegeliano se formula en un contexto de crisis y cambios que
parece dar la razón a quienes ven en ello el síntoma de agotamiento de
una cultura y abogan en favor de nuevas perspectivas. Quisiera referirme
brevemente a un género literario cuyo auge en los siglos xviu y XIX
guarda una estrecha relación con la crisis de la conciencia europea: la
literatura de viajes. El incremento de las descripciones de otras culturas
es uno de los factores que explican la intensidad con que se discute acer­
ca de la polaridad entre naturaleza y razón, mundo salvaje y civilización
europea. Herder, Wieland, Goethe, Forster, Kant, Alexander y Wilhelm
von Humboldt fueron algunos de los que recogieron el desafío que los
descubrimientos de la curiosidad planteaban al pensamiento de la época.
El entusiasmo romántico por la naturaleza y la afanosa búsqueda del
hombre natural resultarían inexplicables sin esta extraversión de la razón
hacia nuevos espacios. Una especie de nostalgia por lo inmediato y origi­
nal, por el paraíso de lo auténtico, se rebelan contra la inercia mecánica
de la imagen moderna del mundo. Se trata de una inquieta búsqueda de
nuevas certezas en un nuevo orden que se ha construido sobre el primado
de la relatividad, la duda y la infinita capacidad de contradición. Pero, a
su vez, el viajero cumple — quizás sin saberlo— el mandato de Francis
Bacon, padre del pensamiento científico-experimental moderno: ver las
cosas con los propios ojos, verificar y controlar, experimentar de primera
mano, sustituir el testimonio oral por la inmediatez ocular, tal era la invi­
tación de su obra O f travel (1625). El resultado de una aventura semejan­
te no podía ser sino la relativización de la cultura europea. Al mostrar la
movilidad de los confines del mundo, el viaje revoluciona el espacio de
la experiencia, sacudiendo las certezas que proporcionan la mentalidad y
cultura propias. Descubrir es comparar y relativizar, obtener un contexto
más amplio y diverso, gracias a la visión de las ideas, conceptos, costum­

5 PhilGtsch., XIII. S. p. 353.


HEGEL Y EL ROMANTICISMO 21

bres y constituciones de otros pueblos. De alguna manera el cumplimien­


to de la modernidad europea estriba en su propia relativización.
Aunque Hegel no se refiere directamente a estas cuestiones, es posible
entender su insistencia en la hegemonía cultura) de Europa como una clara
respuesta a la emeigencia de esta relativización sociocultural que habrá de
culminar en el historicismo del XIX. Su crítica a la idea de un estado de natura­
leza, su idea de mediación cultural o la categoría de neflexividad como nota
esencial del espíritu apuntan claramente en una dirección contraria a la iguala­
ción de las culturas. No existe un paraíso al que se accede por medio de la
sensibilidad. La idea de mediación significa que para el hombre moderno la
naturaleza ha dejado definitivamente de ser significativa en su inmediatez.
Pongamos un ejemplo para ilustrar esta crítica La obsesión por conocer de
primera mano ha conducido al aumento de relatos y testimonios, es decir, de
creencias. Formulado dialécticamente: siempre que el hombre persigue la
inmediatez del objeto se ve obligado a configurar mediaciones. Y además la
formulación de tales descubrimientos está mediada por un lenguaje, fuera del
cual serían experiencias privadas y, por tanto, socialmente irrelevantes. Por
consiguiente, el viaje sólo tiene sentido en una cultura que. como la europea
fomente la inquietud de comparar; sólo gracias a que se posee una cultura
cuya grandeza consiste en hacer de la curiosidad rutina y en exigir para todo
fundamento y justificación, puede el viajero europeo fingir el holocausto de
su propia superioridad. Con el retomo a un estado de naturaleza —ya sea a
través del sentimiento, del desprecio a la cultura o de la incapacidad de sopor­
tar instituciones para el ejercicio de la libertad— perdería el europeo también
aquella capacidad de relativización universal que le había permitido tan audaz
empresa. Hegel no desprecia la aventura del viaje; lo que quiere decir es que
el viaje no se convierte en experiencia mientras no se ha regresado a casa.
Cuando se observa la historia europea no es posible evitar una pregunta
que se suscita inevitablemente: ¿por qué está la trayectoria histórica de
Europa surcada de revoluciones? En otras culturas encontramos también de­
seos de libertad y admirables instituciones, choques de intereses y conflictos
dramáticos, pero sólo Occidente ha hecho de la libertad incondicional el
carácter esencial de su autoconciencia. Elevada al rango de valor absoluto, la
libertad ha foijado utopías capaces de despertar el entusiasmo y mover al he­
roísmo. Ciertamente, este rasgo contrasta también sobre un fondo de som­
bras. De la libertad se ha hecho también un arma arrojadiza y bajo su
bandera se han agrupado en no pocas ocasiones tiranos y fanáticos. Pero ya
resulta suficientemente significativo que incluso éstos hayan de apelar a la
libertad —a una futura liberación absoluta que les exime de respetar la liber­
tad existente— para gozar del crédito que les permita presentarse en so-
22 DANIEL 1NNERARITY

dedad. En cualquier caso, la exaltación de la libertad y la incapacidad de so­


portar su carencia forman parte del carácter europeo. Su cultura se ha confi­
gurado sobre una radicalización de lo insoportable, es decir, sobre una
extrema capacidad de indignación y una elevada resistencia a la privación de
libertad, que no logra fácilmente acostumbrarse a ella, obstinada en derribar
los obstáculos que encuentra y abrir nuevos espacios de acción. La dialéctica
hegeliana de la libertad responde a este principio: el espíritu que quiere ser
libre necesita haber vencido, no puede renunciar a que suija el antagonismo.
Lo europeo es la incapacidad de sellar un pacto con el poder de hecho y la
irresistible tentación de traicionarlo cuando no ha habido otra solución que
aceptar ese compromiso. A esto se debe su carácter dramático, su tensión
característica. Toda la obsesión de Fichte por impedir que el pacto social se
revista de la aureola de lo definitivo —su idea de que un pacto ¡nmodificable
atentaría contra los derechos de la humanidad— responde a esta inquietud.
Es lo que Kant advirtió al señalar que el hombre moral no es necesariamente
feliz, pero obtiene un premio terreno por su virtud: la insatisfacción que le
impide renunciar a lo mejor en beneficio de lo dado. Kant nunca modificó su
concepción de las tendencias e inclinaciones como una debilidad. Pero hay
algunas que por estar de acuerdo con la moralidad consideraba dignas de ser
acrecentadas. Y entre ellas menciona la pasión por la libertad67.
En la Europa moderna, las reflexiones acerca de la libertad han sido
casi siempre respuestas a una amenaza; más que de una estricta demostra­
ción lógica, se trataba por lo general de una obstinación práctica. Una pre­
sunción a su favor alentó su defeasa frente al determinismo universal
anunciado por la moderna ciencia natural, la rebeldía política ante los Esta­
dos construidos sobre principios mecanicistas y la afirmación de la per­
sonalidad contra la resignada proclamación de los determinismos históricos,
psicológicos y sociales. En este sentido se debe entender la consideración
que Schelling hacía del dogmatismo —es decir, del sometimiento del hom­
bre al mundo objetivo— como una derrota voluntaria, o la idea de Fichte de
que el mal radical es la pereza, la renuncia a la acción. Aun cuando estas ba­
tallas no siempre se hayan saldado con una victoria sobre el atacante, la
misma resistencia a aceptar incuestionadamente su dominio, lo que Hegel
llamará «la obstinación absoluta de la subjetividad»? frente al acoso del
determinismo, es un indicio de las buenas razones que asisten a la libertad.
Constituye ya una victoria el hecho de que la negación teórica o práctica de
la libertad no sea aceptada como un hecho trivial.

6 Cfr. KpV., Ale. V, p. 118; XIX, p. 287.


7 PhilGesch., XII. p. 415.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 23

El idealismo es una teoría de la libertad, más que una teoría del co­
nocimiento. Su impulso inicial no es disolver una perplejidad teórica,
sino conjurar una amenaza de la libertad. Schelling lo puso en marcha al
darse cuenta de que la defensa teórica de la libertad era mucho más débil
que su exhortación moral. «El criticismo sólo tiene débiles armas contra
el dogmatismo si todo su sistema se fundamenta sólo en las propiedades
de nuestra capacidad cognoscitiva y no en nuestra esencia original»*. El
motor de toda liberación es más la exasperación que produce la servi­
dumbre que el resultado de un silogismo teórico. Por eso intrerpretaba
Kant el grito del niño al nacer como la expresión paradójica de una aspi­
ración a la libertad elevada por quien ha sido traído a la existencia sin su
consentimiento y, con ello, le ha sido regalada la libertad*910. Y así, cuando
en los Prolegómeno denomina a la filosofía idealista «infantil»^, está lla­
mando la atención sobre el carácter originario que la libertad recibe en la
filosofía moderna: es la libertad como pasión. La razón más poderosa de
la libertad es que la razón misma es libertad.
Toda la reflexión filosófica que va de Kant a Hegel es una reacción
frente a la aparición de una cosmovisión científica y unas formas sociales
tras la que se esconde un intento de remover al hombre de la central idad del
universo. Mecanismos naturales y mecanismos políticos pugnan por obtener
un protagonismo que supondría la absorción del sujeto en la férrea cadena
de la necesidad. El pathos de la emancipación que anima al idealismo ha de
entenderse como la aspiración de sustraer al hombre de una constelación
ontológica mecanicista que no tolera existencia autónoma alguna y que se
presenta con una intención aniquiladora. Para comprender esta reacción se
ha de tener en cuenta que la primera modernidad teníá el carácter de una
verdadera restauración de la antigua filosofía de la necesidad. Pensadores
como Hume, Lutcro, Spinoza o Helvetius habían puesto en cuestión de
diversas maneras la noción de una autonomía del hombre. Fatalismos,
psicologismos y materialismos de diverso género venían a coincidir en una
negación explícita de la libertad, a la que se condenaba a ser una ilusión o
una blasfemia. El idealismo es la revuelta contra esta restauración de la
necesidad. Se trata de una reivindicación de la libertad como negación de
los límites que desde diversos frentes reclaman un valor absoluto. La
diferencia entre lo que Hegel llama libertad sustancial y libertad subjetiva
consiste en que para ésta ni los fenómenos, ni las costumbres, ni las leyes

* «Kritische Briefe iiber Dogmaiismus und Kritizismus», HKA, 3, p. 56.


9 Cfr. VII, pp. 268 ss.
10 Cfr. IV, p. 292; Vil, p. 172.
24 DANIEL INNERARITY

son algo fijo y definitivo. Su distintivo es la reflexión como capacidad de


oponer, comparar, enjuiciar, que «contiene en sí la negación de la reali­
dad»11. El idealismo aspira a recuperar aquella concepción de la libertad
como trascendental que había tenido en Eckhart su más preclaro defensor a
las puertas de la era moderna. Parafraseando la afirmación aristotélica acer­
ca del alma, podría valer aquí el axioma: la libertad humana es en cierto
modo todas las cosas. Que el idealismo acertara en su estrategia es muy dis­
cutible, pero no en cambio la intención que alentó su pensamiento.
En el análisis del concepto de libertad moderna que Hegel sintetiza se
ve con gran claridad que la era moderna es más amplia que las seña­
lizaciones al uso de las eras históricas. Propiamente hablando, los pre­
supuestos de la modernidad hunden sus raíces en el cristianismo. La era
moderna, en tanto que realización de un concepto de libertad que ella
misma no ha descubierto por primera vez. debe al cristianismo su principio
inspirador. «El derecho de la libertad subjetiva constituye el punto central
sobre el que gira la distinción entre la antigüedad y la era moderna. Este
derecho ha sido expresado en su infinitud por el cristianismo y ha sido cons­
tituido como principio real y general de una nueva forma del mundo»*12. Me
parece muy plausible la tesis de que lo moderno surge como una respuesta a
la amenaza de helenización de la cultura occidental. Así lo entendió Hegel
al dirigir una mirada de escepticismo al entusiasmo que el ideal griego des­
pertaba en la segunda mitad del siglo XVlli. Y aquí también es la apología
de la Europa moderna una defensa del principio de rebeldía.
En uno de sus escritos de juventud alaba Hegel la belleza de la libertad
griega, en la que todavía no había tenido lugar la escisión entre la voluntad
individual y la voluntad general, entre lo público y lo privado, la religión y la
política, el poder y el deber. La moralidad griega era bella y no problemática,
ingenua. Cada uno encontraba en el todo la identidad personal; la obediencia
a las leyes de la polis no podía aparecer en contradición con la moral o la re­
ligiosidad individual, por la sencilla razón de que el todo social era a su vez
quien suministraba las convicciones de la moral y la religión. Obedecer al
Estado equivalía a obedecer a los dioses y a la propia conciencia. Belleza
significa aquí armonía inmediata, ausencia de fiientes de conflicto y carencia
de problematicidad. El mundo griego es el reino de la bella libertad: la
voluntad individual se halla en la costumbre inmediata y las leyes. «Es el
reino de la moralidad. Cada uno es moral en la medida en que está inme­
diatamente unido a lo general. Aquí no tiene lugar ninguna protesta (Es fin-

" PhitGesch., XII. p. I3S.


12 Rechtsphil., VU, § 124. p. 233.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 25

det kein Protestiren fuer statt). Cada uno se sabe inmediatamente como algo
general, es decir, renuncia a su particularidad.» Pero se trata de la belleza de
lo terrible, de una belleza a la que le falta verdad. La libertad interior es, por
el contrario, «el principio más sublime de los nuevos tiempos, que los anti­
guos, que Platón, no conocían, pues en la era antigua la bella vida pública era
la moral de todos, unidad bella e inmediata de lo general y lo particular, una
obra de arte en la que ninguna parte estaba separada del todo, ya que la uni­
dad genial de la particularidad que se sabe como ser absoluto, del absoluto
ser-en-sí, no estaba presente [...). Por este principio, los individuos han perdi­
do la libertad exterior real, pero han conservado su libertad interior, la liber­
tad del pensamiento»13. La libertad moderna es el intento de reconstruir la
inmediatez exterior de los griegos por medio de la libertad.
La palabra griega para designar la libertad, eleuthería, significa «poder
vivir de acuerdo con la costumbre». La libertad antigua apunta a una incor­
poración; la moderna, a una separación. La cultura griega contenía ya los
gérmenes de su propia insatisfacción. La idea de racionalidad habría de
tener a la larga un efecto disolvente sobre esta totalidad social. A esto se
refiere Hegel cuando habla del resultado revolucionario que se sigue del
principio socrático de la reflexión, «pues lo peculiar de este estado es que
su forma consiste en la costumbre, es decir, que el pensamiento es insepa­
rable de la vida real»1415. La razón eleva un momento de incondicionalidad
y, en esa misma medida, relativiza toda condición. Pero esta fuerza desga­
rradora sólo alcanzará su legitimidad con la religión cristiana, gracias a su
capacidad de relativización de las formas socioculturales. En el fondo del
alma griega se alojaba un profundo pesimismo y una resignación acomoda­
ticia. En cambio, Europa es inconcebible sin esa capacidad de cuestionar
toda costumbre y tradición, con excepción de la que nos reconoce ese dere­
cho de cuestionar13. Ese derecho es lo único que resulta incuestionable.
¿Cuáles son entonces las señas de identidad de lo que Hegel denominó

n JenSyst„ III, pp. 262-264; cfr. E n .. X, § 393 Z, p. 65; PhilOesch.. XII, pp. 137 sil.
14 PhUGesch., XII, p. 329. Según esta observación, la separación de vida y racionalidad
—la no deducción de la razón a partir de un entramado de intereses, costumbres o prejuicios—
aparece como una condición de la libertad. La Ilustración como desenmascaramiento que triunfa
en la filosofía del siglo xix, con su pretensión de vincular la razón a contextos vitales con­
dicionantes, podría ser interpretada como la consideración de que todo el curso de la historia
puesto en marcha por lo que aquf se entiende como libertad en sentido europeo no es sino un
extravío de la razón. Nietzsche fue el más clarividente, al achacar al cristianismo este «error»
histórico sobre el que se ha montado toda la apoteosis de la libertad en el mundo moderno.
15 Cfr. R. Spaemann. «Eurozentrismus oder Universalismus». en Merkur. Zeitscltrift
für européisches Denken, agosto de 1988 (8), pp. 706-712.
26 DANIEL INNERARITY

«el sentido europeo de la libertad»?16. La libertad europea no evoca una


situación idílica, sino que contiene un núcleo de capacidad polémica cuyo
agotamiento equivaldría a su propia ruina. No nos eleva por encima de otras
culturas el haber encontrado mejores soluciones, sino el haber ampliado el
elenco de los problemas, es decir, aquello para lo que no nos daríamos por
satisfechos con una respuesta simple. Schiller estableció la distinción entre el
hombre antiguo y el moderno como un contraste entre la sencillez y la
problematicidad. Se trata de una libertad que incomoda el ejercicio del poder,
problemaliza las relaciones sociales y condiciona todo género de lealtades.
La idea de algo absoluto tiene el efecto de relativizar cuanto encuentra a su
paso y cuestionar los estadas de hecho. La libertad es más una fuente de pro­
blemas que de soluciones adormecedoras. Y, cuando se hace de la libertad
una exigencia universalizable, la problematicidad adquiere unas dimensiones
incontrolables. La aterradora simplicidad de un sistema político que no res­
peta las libertades personales contrasta con la complejidad de un entramado
político democrático en el que, al mismo tiempo que se extiende umversal­
mente la libertad, también aumentan exponencialmente las fuentes de con­
flicto, los centros de intereses y los sujetos capaces de ejercer la crítica.
Christoph Wieland había formulado el principio de que cuanto más ilustrado
es un pueblo, más difícil es de gobernar. La universalización de los derechos
humanos es inevitablemente un aumento de la complejidad social, aunque
sólo sea por el incremento del número de interlocutores. Esta disposición
hacia la complejidad no es solamente el resultado de una creciente moderni­
zación social, sino que se basa en una decisión de principio por la que el
hombre europeo recela de la facilidad. Europa ha ido forjando esta rebeldía
en tomo al principio de realidad, al principio del derecho y a la idea de Dios.
El saber, la justicia y la religión constituyen el entramado sobre el que se arti­
cula la conciencia de su libertad.
La desconfianza del hombre europeo ante lo inmediatamente dado
configuró en la antigua Grecia la idea de una realidad que está más allá
de los juicios históricos, no sometida al juego de las opiniones, ni a
disposición de la arbitrariedad individual. Este deseo de objetividad apa­
rece como condición de libertad tan pronto como se comprende que ésta
exige que el criterio de lo verdadero y de lo bueno no puede ser — no lo
es en absoluto— patrimonio de ninguna subjetividad. La experiencia de
la verdad únicamente pudo abrirse paso en un espíritu que no se queda
fascinado ante la apariencia inmediata, ni se adhiere con facilidad a la

•‘ C fr.E ni., X, $ 503. p. 312.


HEGEL Y EL ROMANTICISMO 27

opinión dominante, sino que interroga incansablemente. Toda la ascética


moderna de la razón se ilumina desde este horizonte abierto por una
razón que incluye en sí libertad, interioridad y acción. La primacía de la
razón sobre la sensibilidad es lo que posibilita sustituir la ñjación del ins­
tinto por la creatividad de la razón. Si tener instinto significa tener la evi­
dencia de aquello que ha de hacerse para la propia conservación, actuar
de manera racional es aceptar el abismo que se ofrece a la libertad como
un desafío que invita a abandonar las seguridades que contradicen la dig­
nidad humana.
De una experiencia análoga procede la idea de justicia. El principio de
que nada vale que no haya sido antes justificado es también un modo prác­
tico de proceder en la organización de la convivencia humana. El derecho
consiste precisamente en impedir la vigencia inmediata de la fuerza. Toda
pretensión política ha de ser avalada con razones y acreditarse en un dis­
curso público. Por eso el hombre europeo se comporta de una manera tan
tiránica ante la historia. «Costumbre y tradición ya no valen; los diferentes
derechos deben legitimarse a partir de principios racionales. Sólo de este
modo deviene realidad la libertad del espíritu»17. Sustraer la cuestión del
deber y del derecho del tribunal de la historia era lo que Fichte había con­
vertido en tarea de la filosofía idealista. La diferencia entre esta nueva
manera de pensar y el dogmatismo vendría a ser la que existe entre quienes
compran todo de primera mano y quienes aceptan rutinaria y cansinamente
vivir de prestado18. Lo que Hegel había llamado en su análisis de la cultura
griega belleza moral o bella libertad designa precisamente aquella actitud
pre-modema de serenidad natural en la que las leyes son obedecidas no
porque se esté subjetivamente convencido de su validez, sino por la necesi­
dad objetiva de un hábito o una costumbre con la que el espíritu no ha con­
seguido aún romper por carecer de una instancia absoluta de relativización
obtenida al margen del espíritu objetivo de un pueblo. Una vez que el hom­
bre dispone de esta posibilidad, las formas históricas no valen en virtud de
su duración y su vigencia social; cualquiera puede ser llamada a revisión.
«¡Atreveos! —grita el Empédocles de Hólderlin—. Lo que heredasteis, lo
que adquiristeis, lo que os contaron los labios de vuestros padres, lo que
aprendisteis como leyes y costumbres, los viejos nombres de los dioses,
olvidadlo, audaces, y alzad como recién nacidos los ojos a la divina natura­
leza, para que el espíritu se encienda con la luz del cielo y se os impregne

17 PhilGesch., XII, p. 417.


'* Cfir. Beitrag zar Berkhtigung der Urteile des Puhíikums üher die franzósische Re-
volution. Erste Tril. Zur Beurteilung ihrer Rechtmüfiigkeit. FW, VI, p. 65.
28 DANIEL INNERARITY

el pecho como en el primer día»19. La tradición podrá contar con buenas


razones, pero no puede ser elevada a la categoría de ideología. El pen­
samiento es más corrosivo que el tiempo. Su universalidad contiene una
fuerza destructiva frente a todo lo que se le presente de modo inmediato,
definitivo o limitante. Racionalidad equivale a relativización universal.
Ninguna forma finita puede consolidarse ante la razón: esto sería la mayor
desgracia. Por eso la historia de Europa tiene a la revolución en sus entra­
ñas, hasta el punto de que tampoco la pretensión de subvertir un orden po­
lítico está eximida de justificación. El vértigo y la relativa inseguridad que
lleva consigo una historia así entendida forman parte, a su vez, del riesgo
de la libertad. El hombre corre el peligro de no encontrar un contexto en el
que reconocerse, puede enfrentarse con dificultades a la hora de configurar
su identidad o sentir la extrañeza de la cultura que le envuelve; pero tam­
bién encuentra en este riesgo la garantía de que no caerá fácilmente en una
identidad extraña. Solamente un europeo como Goethe puede sentir nostal­
gia de una cultura que no haya problematizado su propia tradición y excla­
man «América, a ti te va mejor / que a nuestro viejo continente. / No tienes
palacios en ruinas ni basaltos. / A ti, en tu interior, no te inquietan con so­
bresaltos en tiempos de vida / inútiles recuerdos y vanas disputas.»
Con la idea cristiana de la persona la libertad alcanza su dimensión
más profunda: su incondicionalidad y universalidad. La aspiración de
objetividad y justicia supera un último obstáculo: la fijación del indi­
viduo a un status, su reclusión en una particularidad. «El hombre vale
porque es hombre, no por ser judío, católico, protestante, alemán, italia­
no, etc.»20. El hombre deja de ser parte, individuo, caso o elemento, y se
convierte en una imagen de la totalidad. Hegel entiende la aparición del
cristianismo como el acontecimiento decisivo de la historia universal
porque gracias a él tiene lugar una liberación del espíritu que confiere al
hombre universalidad e infinitud. «El Oriente sólo sabía y sabe que uno
es libre; el mundo griego y romano, que algunos son libres; el mundo
germánico sabe que todos son libres»21. Sobre la cultura occidental se
imprime una dinámica hacia la universalización de la libertad, es decir,
hacia la conquista de todas las libertades para todos los hombres. Las
demás religiones habían considerado al sujeto como una ilusión o un
error; el cristianismo le libera de las fuerzas objetivas en la medida en
que lo constituye como centro de una relación directa con Dios.

19 StA., IV, p. 69.


20 Rechisphil . VII. § 209, p. 360.
21 PhilGesch., XII. p. 134; cfr. id., pp. 386 ss.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 29

Ya Novalis había subrayado como distintivo de la religión cristiana


una profunda anarquía22. Pero, a la vez, creyó que la religión había desapa­
recido de la cultura europea: su nostalgia por los tiempos en que Europa
era una tierra cristiana suponía una aceptación implícita de la dinámica de
secularización que otros celebraban. Hegel no compartía en absoluto este
punto de vista. Se dio cuenta de que Europa es cristiana, por así decirlo,
hasta en sus defectos. Incluso las ideas que se alzaban polémicamente con­
tra los valores de la civilización cristiana —racionalidad, poder sobre la
naturaleza, conciencia, crítica, emancipación...— tenían su origen en aque­
llo mismo que parecían querer destruir. El problema de la realización de la
libertad en el mundo moderno le debe al cristianismo su propia existencia
como tal problema: únicamente en él adquiere la libertad un valor incon­
dicional y únicamente en él la construcción de un orden social correspon­
diente aparece con toda su problematicidad.
La idea de libertad como emancipación se enfrenta a unas dificul­
tades específicas. Una libertad que consiste en la disolución de todo
vínculo determinante necesita más que ninguna otra de orientación y
finalidad. Europa, escenario de heroísmos y holocaustos, parece estar
destinada a moverse siempre entre alternativas extremas. Es capaz de una
virtud más sublime, pero también de la más estremecedora perversión.
Esta ambigüedad se debe también a la amplitud de posibilidades que abre
su concepción específica de la libertad. «Cuanto más alta se eleva la
naturaleza sobre lo animal — hacía notar Hólderlin— tanto mayor es el
peligro de perecer en la tierra de la caducidad»23. La problematicidad de
la emancipación no está en la rebeldía que la pone en marcha, sino en la
carrera frenética hacia ninguna parte a que puede dar origen cuando se
entiende únicamente como desvinculación, cuando se juzga sólo a partir
de lo que ha dejado tras de sí. Con una mezcla de entusiasmo subversivo
y perplejidad, Friedrich Schlegel resumía así el espíritu revolucionario de
la modernidad: «el verdadero protestante debe también protestar contra el
mismo protestantismo»24. El vértigo que produce una libertad así enten­
dida pone en marcha una nueva reflexión acerca del sentido que la liber­
tad puede tener bajo las condiciones del mundo moderno. La idea
hegel iana de que la libertad es el conocimiento de la necesidad no es una
contradición lógica aceptada como algo inevitable; responde a la convic­
ción de que la libertad sólo es real si integra en sí la necesidad. No es que

22 Cfr. Die Christenheit oder Europa. Reclam. Slullgart. 1984, p. 80.


23III. p. 165.
24 KA, III. p. 88
30 DANIEL INNERARtTY

la libertad subjetiva sea una quimera; el holocausto de la libertad subje­


tiva es el resultado de no haber recogido en sí el momento de la nece­
sidad. Lo que Hegel designa como necesidad no es otra cosa que el
espacio de la libertad, su expresión exterior, las condiciones que la hacen
posible, su realización histórica, etc. Desde el punto de vista de una sub­
jetividad abstracta, esta esfera exterior puede ser vista como una limita­
ción insoportable, pero en verdad es lo que hace posible una existencia
libre. El ejercicio de la libertad exige espacios de acción en los que no
quede atrapada irremediablemente. A la concepción europea de la liber­
tad pertenecen no sólo la experiencia del desasimiento, sino también el
deseo de protección, compromiso, reconocimiento y expresión. La tarea
de la libertad en una cultura que tiende a perder de vista esta segunda
dimensión no puede ser otra que asegurarse a sí misma frente a la seduc­
ción de liberarse también de los supuestos que la hacen posible.
En un pasaje de Hyperion25 plantea Holderlin esta contraposición
entre el mundo oriental y la Europa moderna (el norte) como la dife­
rencia entre lo exterior y lo interior. Superar esta escisión de la libertad,
encontrar una forma que las unifique, sería la tarea específica del pensa­
miento. «Como un soberbio déspota, la zona oriental del cielo obliga a
sus habitantes, con su poder y su esplendor, a agacharse hasta tocar el
suelo [...|. El egipcio está sometido antes de ser un todo, y por eso no
sabe nada del todo, nada de la belleza, y lo más elevado a lo que da nom­
bre es una potencia velada, un enigma terrible.» La aventura de la liber­
tad no ha iniciado todavía su atrevida singladura, no se ha liberado aquí
de la seducción de lo inmediato. Bajo la idea de una totalidad enigmática
y avasalladora, Holderlin señala la misma situación que Hegel describirá
como una unidad no diferenciada en la que es imposible la verdadera
experiencia de la libertad. «El norte, en cambio, empuja a sus hijos
demasiado pronto hacia el interior de sí mismos (...1. En el norte hay que
estar en posesión de la razón aun antes de que haya en uno un sentimien­
to maduro; se siente uno responsable de todo aun antes de que la inocen­
cia haya llegado a su hermoso final; hay que ser razonable, hay que
convertirse en un espíritu autoconsciente antes de ser hombre, en una
persona inteligente antes de ser niño; no llega a florecer y madurar la uni­
dad del hombre total, la belleza, antes de que él se forme y desarrolle. La
pura inteligencia, la razón pura, son siempre las reinas del norte.» La
libertad moderna es una conquista puramente interior que se traduce en
una falta real de libertad por carecer de objeto exterior. «Sin belleza delI.

25 III. pp. 82-83.


HEGEL Y EL ROMANTICISMO 3 1

espíritu y del corazón, la razón es como un capataz que el amo de la casa


ha enviado para vigilar a los criados; él sabe tan poco como los criados
en qué acabará aquel trabajo inacabable, y sólo grita: “ ¡Eh. vosotros, a
trabajar!”, pero casi ve con fastidio que el trabajo avance, pues cuando
acabe ya no tendrá que dar más órdenes y su papel se habrá acabado.» La
belleza es el nombre de la nueva tarea de la libertad, más allá de la mera
emancipación. Es el punto de apoyo para la construcción de una nueva
Grecia en la que se armonicen la sublimidad de Oriente y la introversión
de Occidente, superando así el desgarramiento del mundo moderno.
Xavier Zubiri llamó a Hegel «la madurez intelectual de Europa». Sin
duda, no se hizo merecedor de este calificativo por haber formulado la idea
moderna de libertad, sino por haber mostrado también sus aporías e inten­
tado resolverlas. Toda su filosofía es el proyecto de pensar las condiciones
de realización de la libertad bajo las circunstancias del mundo moderno. La
idea de que la mera emancipación es una renuncia a la expresión de la
libertad, el intento de sustituir la atomización de la sociedad en subjetivida­
des hostiles por la búsqueda de una solidaridad compatible con la libertad
individual, su propósito de superar las escisiones que se siguen de la filoso­
fía de la conciencia y la introducción de conceptos como amor, destino, tra­
bajo, intersubjetividad y espíritu, como banco de pruebas en el que toda
verdadera libertad ha de acreditarse, responden a una misma intención: do­
tar a la idea moderna de libertad de una realidad inteligible.
El parágrafo 393 de la Enciclopedia es una buena síntesis de la in­
tención que anima el pensamiento hegeliano e ilustra su verdadera idea de
Europa: es la civilización que se propone someter lo concreto a lo univer­
sal, no dejarlo abandonado pacíficamente en su inmediatez, y el lugar en el
que, a la inversa, lo universal tiende a hacerse concreto. «De ahí que el
principio del espíritu europeo sea la razón autoconsciente que tiene la con­
fianza de que nada puede ser para ella una limitación insuperable, que todo
lo penetra y en todo se hace presente. El espíritu europeo se pone frente al
mundo, se libera del él, pero suprime (aufhebt) de nuevo esa contraposi­
ción, recupera para sí lo otro, lo diverso, en su simplicidad. Aquí domina,
por tanto, el infinito afán de saber del que carecen otras razas. Al europeo
le interesa el mundo; quiere conocerlo, hacer suyo lo otro que se le opone,
componérselo para ver en las particularidades del mundo la especie, la ley,
lo general, el pensamiento, la racionalidad intema. Al igual que en lo teó­
rico, el espíritu europeo aspira también en lo práctico a la unidad produc­
tiva entre él y el mundo exterior. Somete al mundo exterior a sus propios
fines con una energía que le ha asegurado el dominio del mundo. En sus
acciones particulares, el individuo parte de principios universales firmes y
32 DANIEL INNERARITY

el Estado representa en Europa más o menos el despliegue y desarrollo de


la libertad, arrebatada a la arbitrariedad de un déspota, por medio de
instituciones racionales»26. De este modo expone Hegel los dos mo­
vimientos que se le ofrecen a la libertad —dominación y reconocimiento—
cuya realización no será completa hasta que la separación no haya empren­
dido el camino de la reconciliación.
El proyecto de alcanzar la unidad de lo finito y lo infinito se dirige
contra una religión apartada del mundo, contra la escisión entre lo sa­
grado y lo profano. La filosofía de Hegel constituye el esfuerzo más
notable de la filosofía moderna elaborada en el contexto de una cultura
protestante por pensar algo así como una santificación del mundo, susci­
tado por la insatisfacción frente a un proceso de secularización que ha
convertido a Europa en un entramado de intereses sin espíritu. «La tarea
de la historia consiste exclusivamente en que aparezca la religión como
razón humana, en que el principio religioso que habita en el corazón del
hombre se articule también como libertad mundana»27. Si el objetivo no
ofrece lugar a dudas, su formulación resulta tremendamente ambigua.
¿Exige la racionalización y mundanización de la religión una renuncia de
su dimensión trascendente? ¿Se trata de revestir con un sucedáneo de
religiosidad a una forma política concreta? ¿No se perdería con ello la
capacidad de relativización de los ordenamientos sociales concretos que
el cristianismo ha introducido en la conciencia del hombre europeo?
Pienso que estas preguntas apuntan al núcleo inspirador de la filo­
sofía del idealismo alemán y nos permiten comprender sus intenciones
sin tener que renunciar a la valoración de su alcance real. Un texto del
año 1802 puede aclarar estos interrogantes: «en la perspectiva de la etici-
dad, la palabra de los hombres más sabios de la antigüedad es la única
verdadera: lo ético consiste en vivir de acuerdo con las costumbres éticas
del propio país; y en lo que se refiere a la educación, aquello que respon­
dió un pitagórico a uno que le preguntó cuál podría ser la mejor educa­
ción para su hijo: hazle ciudadano de un pueblo bien organizado»28. Aquí
se pone de manifiesto un curioso paralelismo con aquel texto anterior­
mente citado en el que Hegel lamentaba en el mundo griego la carencia
de una instancia que permitiera la protesta, es decir, la relativización de
la totalidad social. No hay en ello una evolución de su pensamiento
—ambos escritos son de la misma época de Jena—, sino una explicita-

26 Em ., X, § 393 Z. pp. 62-63.


27 PhilGesch., XII, p. 405.
28 «Über die wissenschaftlichen Bchandlungsarten des Naturrcchts». JenSchr., n , p. 308.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 33

ción muy significativa. La radicalización del momento afirmativo de la


libertad ha generado dialécticamente su contrario. La escisión rousseau-
niana entre el hombre y el ciudadano se salda así con el triunfo de la ciu­
dadanía sobre la humanidad.
No toda exteríorización es una realización de la libertad. Este prin­
cipio confiere al hombre una reserva interior ante cualquier forma his­
tórica concreta que se presente como realización del Reino de Dios.
Hegel se dio cuenta de que el catolicismo entendía la conciencia de tal
manera que impedía su plena reconciliación con una legalidad exterior.
Por eso afirmó que «con la religión católica no es posible ninguna consti­
tución racional»29. Ésta mantiene, en efecto, un espacio para lo profano
en el que la pluralidad es irreductible y un sentido para lo sagrado que se
escapa de la lógica del tiempo, de lo que se sigue una reserva interior
ante el espíritu objetivo, un cierto atomismo social y un residuo de liber­
tad interior frente a toda forma de obligación política. Hegel no vio que
la universalidad del hombre europeo consiste en esta libertad que se
esconde bajo la forma de una prohibición: aquella que impide al hombre
consagrar una forma concreta de constitución racional.

29 PhilGesch., XII. p. 531.


II. El idealismo alemán
como mitología de la razón
La opinión vulgar considera, con cierta razón, a la filosofía como una
actividad poco arriesgada y de escaso interés. Se entiende a veces ese ocio que
la filosofía necesita como una especie de vagancia trascendental. Pero hay
ocasiones en que la persecución de un texto, las pesquisas para dar con su
autor y los interrogatorios posteriores la convierten en una investigación poli­
cíaca, trepidante, envuelta en la fascinación del misterio, irresistiblemente
empujada por el interés en desvelar alguna página que se presume de impor­
tancia para la comprensión de algún momento estelar del pensamiento huma­
no. Una de esas escasas excepciones a la rutina filosófica es la todavía hoy
acalorada discusión acerca de un documento enigmático que Franz Rosenz-
weig encontró en la Konigliche Bibliothek de Berlín y publicó en 1917 con el
título Das álíesle Systempmgramm des deutschen Idealismos \El más antiguo
programa de sistenui del idealismo alemán]1. La discusión acerca de la auto­
ría y significado de este manuscrito estuvo rodeada de un ambiente misterioso
hasta 1976. Anteriormente se había trabajado sobre una fotografía realizada
por el propio Rosenzweig para Ludwig StrauB, suponiendo que el original se
había perdido definitivamente. Poco antes del final de la guerra, los nacional­
socialistas habían trasladado a Grüssau, en Silesia (actualmente Polonia), un*V ,

1 El documento ha sido publicado en las ediciones críticas o clásicas de Hdlderlin,


Scheliing y Hcgct, debido a que su autoría no ha sido definitivamente desvelada. Cfr. SiA.
V, I, pp. 297-299; H. Fuhrmans, F. W. J. Scheliing. Briefe und Dokumenle. Bonn, 1962,1,
pp. 69-71; Ook., pp. 219-221 (Dok.)\ FrühSchr., I, pp. 234-236. Por los motivos que más
adelante se verán, citaré siempre el Systemprogramm (ÁSP) según la edición de las obras
de Hcgel. En castellano existen dos traducciones: 1. M. Ripalda, Hegel. Escritos de juven­
tud, FCE, Madrid, 1978, pp. 219-220, y J. Amaldo. Fragmentos para una teoría romántica
del arte, Tecnos, Madrid. 1987, pp. 229-231.

[351
36 DANIEL INNERARITY

gran número de documentos de interés histórico que se guardaban en diversos


museos y bibliotecas de Berlín. Este documento y otros fueron dados por per­
didos hasta que Dieter Henrich encontró el original del Systemprogramm
—tras no pocas gestiones diplomáticas— en una biblioteca de Cracovia. ¿Nos
encontramos ante un típico caso de paranoia detectivesca, ante una de esas
cuestiones minúsculas que solamente atraen el interés en una época de escasas
ideas? ¿A qué se debe si no el hecho de que diversas generaciones de investi­
gadores se hayan enfrentado —con el texto y entre sí—. teniendo en cuenta
que se trata de un documento breve —una hoja escrita por las dos caras— y
fragmentario?2.
El problema de la autoría del texto ha sido, sin duda, lo que más ha
ocupado la atención de los investigadores. Hasta 1969 existía la opinión
casi unánime que lo atribuía a Schelling, si bien la letra era indudable­
mente de Hegel. Este debió de haberlo copiado, pues el texto no presen­
taba los tachones y enmiendas característicos de la escritura original de
Hegel, utilizaba la primera persona (absolutamente inusual en las obras
de Hegel) y el contenido no parecía encajar bien con el pensamiento he-
geliano. Otto Poggeler sostuvo entonces que su autor era Hegel, rom­
piendo con ello un consenso prácticamente general. No voy a entrar al
fondo de esta cuestión, pues me interesan más los problemas de conteni­
do e interpretación, pero no me resisto a ofrecer una opinión particular al
respecto, a la que iré añadiendo razones a lo largo de la exposición del
contenido del Systemprogramm.
A pesar de la primera impresión que puede producir, este documento
es más difícil de encajar en el desarrollo intelectual de Schelling que en
el de Hegel. La autoría de Hegel no puede ser puesta en duda con mejo­
res argumentos que la de Schelling o Hólderlin. Tampoco puede recha­
zarse taxativamente que se trate de un primer esbozo de las Nuevas
cartas sobre la educación estética del hombre que Hólderlin había anun­
ciado escribir con la intención de «encontrar el principio que me explique
las separaciones en las que pensamos y existimos, pero que sea capaz
también de hacer desaparecer las contradiciones entre el sujeto y el obje­
to, entre nuestro yo y el mundo, e incluso entre la razón y la revelación»3.*V
I,

2 Para la historia de estas discusiones, cfr. R. Rubncr. Das ¡¡Ueste Systemprogramm.


Sludien zur Frühgeschichte des deutschen Idealismos. Hegel Studien. 9, Bouvier, Bonn,
1973; Ch. Jamme y H. Schneider, Mythologie der Vernunft. Hegel •állesles Systempro­
gramm» des deutschen Idealismos, Suhrkamp, Frankfúit. 1984; F.-P. Hanser, «Das Slteste
Systemprogramm des deutschen Idealismus», Rezeptionsgeschtchte und Interpretaron, W.
de Grayter, Berlín. 1989.
VI, p. 202.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 37

Pero lo más plausible es que el autor de este escrito no sea ninguno de los
tres, sino que se trate de un protocolo para la discusión entre los compo­
nentes de la Gesellschqfi freier Manner, constituida el 18 de junio de
1794 en Jena por algunos discípulos de Fichte, como Hólderlin, Sinclair,
Boehlendorf, Perret, Híilsen y Berger45. Entre ellos destaca Johann Erich
von Berger, el más activista y radical de todos. Bien podría considerarse
este escrito como el resultado de las discusiones que mantuvieron estos
inquietos estudiantes, por lo que su redación debió de tener lugar en
179S. Finalmente, habría que insistir en la influencia decisiva de Schiller,
quien, junto con Fichte, era el más célebre de los profesores que en la
Universidad de Jena apelaban a una superación de la filosofía kantiana en
la línea del naciente romanticismo. Sus Cartas sobre la educación estéti­
ca del hombre habían sido publicadas en la revista Die Horen, que él
mismo dirigía, en 179S. Es bien sabido que Hegel recibía esta revista y
en una de sus cartas a Schelling (la del 16 de abril de 1795) elogia este
escrito como una «obra maestra». También es conocido el entusiasmo de
Hólderlin por la obra de Schiller y que criticara de él — lo que concuerda
muy bien con la intención programática del escrito que nos ocupa— no
haberse atrevido a dar un paso más a través de la frontera kantiana
{«iiber die Kantische Grünzlinie»)*.
Pero lo más importante es, sin duda, que nos encontramos ante un
Agitationsprogramm (D. Henrich) que constituye el acta de fundación del
idealismo alemán, su manifiesto programático. La discusión acerca de a
quién debe ascribirse no está todavía cerrada y, en no pocas ocasiones, ha
distraído la atención de los problemas de contenido e interpretación.
Quizá sea mucho más interesante preguntarse en qué medida Hegel, Hól-
derlin o Schelling han desarrollado en su producción filosófica posterior
el proyecto que aquí aparece. Con esta pregunta se abre una perspectiva
mucho más interesante desde el punto de vista filosófico. La «dialéctica
de la Ilustración» que se había convertido en un apasionante debate en la
segunda mitad del siglo xvili — Lessing, Herder. Mendelssohn, Wieland,

4 Cfr. P. Raabe. «Das Protokolboch der Gesellschaft der Freien Manner ¡n lena 1794-
1799». en Festgahe fü r Eduard Berend zum 75. Geburtstag, Weimar, 1959, y M. Oesch
(cd.). Aus der Friihzeit des deutschen Idealismos. Texte zur Wissenschaftslehre Fichtes
(1794-11104). Konigshausen & Neumann. Würzburg, 1987. Algunos textos de Beiger reco­
gidos en estos dos libros presentan un estrecho paralelismo con las ideas del System­
programm, especialmente las ideas de significación política. Las polémicas en clave
política eran del todo ajenas al joven Schelling, peto habituales entre los discípulos de Fich-
te en lena.
5 Cfr. StA. VI. p. 137.
38 DANIEL INNERARITY

Schiller... — se ve ahora enriquecida con un texto en el que se muestran


y se intentan resolver programáticamente los problemas esenciales de la
filosofía postkantiana: el renacimiento del mito en la cultura prerrománti­
ca (1), la primacía de la razón práctica como primado existencial de la
libertad (2), la compensación que la estética ofrece ante el desencanta­
miento moderno del mundo (3), la mecanización del Estado que resulta
de la liberación política (4), y las posibilidades de una religión popular en
una cultura secularizada (S).

1. EL RENACIMIENTO DEL MITO


EN LA CULTURA PRERROMÁNTICA

Hablaré aquí en primer lugar de una idea que. por lo que sé.
todavía no se le ha ocurrido a hombre alguno: hemos de tener
una nueva mitología, pero debe estar al servicio de las ideas, ha
de llegar a ser una mitología de la razón |ÁSP, 2361.

Con una extraña mezcla de ironía y nostalgia escribía Marx a propósito


de la moderna desmitologización que acababa de dar un paso de gigante con
la Revolución industrial: «¿qué queda de Vulcano ante Roberts et Co., de
Júpiter ante el pararrayos y de Hermes ante el Crédit mobilier?»6. Efectiva­
mente, la Ilustración satisfecha resulta de un proceso por el cual todas las
viejas explicaciones míticas de los fenómenos del mundo natural han sido
reducidas a su verdadero origen causal. El único interés que acerca a la Ilus­
tración a la mitología es una pretensión racionalizadora, es decir, de inventa­
riar la historia de todos los errores históricos del género humano, explicar
los mitos como el resultado de una minoría de edad de la razón, ofrecer una
causalidad cierta donde antiguamente se cerraba el paso a la curiosidad con
una brumosa explicación suprasensible de los fenómenos de origen incierto.
Como explicación antropológica de estos errores de la fantasía antigua, la
Ilustración racional remitía al simple desconocimiento o al miedo, cuando
no a otra forma de irracionalidad consistente en la pretensión de descargar la
propia responsabilidad ante un acontecer que se presenta como inevitable.
Para entender el contexto en el que ha de inscribirse el renovado interés
por la mitología que se declara en el Systemprogramm es oportuno recordar
que en la segunda mitad del siglo xvm aumentan las voces que acusan a la
concepción analítica de la razón de ser la causa de procesos destructivos.
Los nuevos métodos de conocimiento —tomados de los procedimientos de

6 Grundisse der Kritik der politischen Ókonomie, Berlín, 1953, p. 30.


HEGEL Y EL ROMANTICISMO 39

las ciencia positivas— han conducido a una era abstracta y fría. La era ana­
lítica habla sin fundamento trascendental. Fundamento significa no sólo
remisión a una causa —como en las explicaciones de la física—, sino remi­
sión a lo sagrado, a lo absoluto, es decir, justificación. Peto el principio de la
era analítica es la mecánica y su modelo la máquina. Esta mentalidad ha
cristalizado en la legislación, administración y forma de gobierno del Esta­
do absolutista y en todas las esferas de la vida. Es el resultado de lo que
Herder denominó una «razón tardía»: la lucidez desmitifícadora, la Ilustra­
ción que divide, separa y desgarra, el desenmascaramiento de los sueños, las
ilusiones y las creencias. La luz sola no alimenta: al siglo iluminador le fal­
tan corazón, calor, sangre, humanidad, vida; la Ilustración no es necesaria­
mente sinónimo de virtud y felicidad. Para Herder, la luz se encuentra más
bien en oposición a la vida lograda. El agotamiento de Europa consiste, por
tanto, en el oscurecimiento de la imaginación, el lenguaje y la sensibilidad.
La desacralización del mito ha conducido al empobrecimiento de nuestras
experiencias, en el trato con los hombres y con las cosas.
Se podrían aducir muchos ejemplos de este malestar del que surge la
atmósfera intelectual del Síurm und Drang y el romanticismo. La imagen del
mecanismo opuesto a la vida, del individualismo frente a la comunidad, de
las causas frente a los fines es un tópico crítico de la literatura de la época.
En una poesía del año 1801 —posterior, por consiguiente, al Sysiempro-
gramm pero clarificadora de su contexto cultural— A. W. Schlegel pone en
diálogo al viejo y al nuevo siglo. Aquél se muestra oigulloso de sus enciclo­
pedistas, a quienes ha concedido el poder de someter al cálculo «lo que
pueda ocurrimos y lo que podamos hacer». A lo que el nuevo siglo contesta:
Esto da como resultado un cero.
Pues tales fantasmas podían ser
aglomerados a base de átomos
que interiormente no sirven para nada
y se asustan de ser reales.
Tan ateas como eran sus obras,
¿cómo iban a comprender a la naturaleza.
que no es sino manifestación e imagen de la divinidad.
infinitamente grande y sabia y eterna7.

Como representativo de esta insatisfacción citare también un texto del


Viaje a Francia de Friedrích Schlegel que sintetiza muy bien la crítica al
espíritu analítico-mecanicista. «La escisión ha alcanzado ya su punto más
álgido; el carácter de Europa se ha puesto totalmente de manifiesto y ha

7 A. W. Schlegel. SamtUche Werke, ed. E. Bócking, Weidmann, Leipzig, 1846, II. p. 154.

i
40 DANIEL INNERARITY

alcanzado su plenitud, y precisamente es esto lo que constituye la esencia de


nuestra era. De ahí la completa incapacidad para la religión —si es que se
me permite utilizar esta palabra—, la extinción absoluta de los órganos
superiores. El hombre no podía haber caído más bajo; más no es posible.
Se ha ido de hecho tan lejos en el arte de la separación arbitraria o, lo que es
lo mismo, en el mecanicismo, que también el hombre se ha convertido casi
en una máquina, en la que hay tan sólo el mínimo espíritu que sería necesa­
rio para demostrar, en caso de necesidad, que el hombre es, no obstante,
algo realmente distinto del animal. Sí, este ser que todo lo domina, este
espíritu usurero, sentimental y estafador, de conducta moral y miseria, este
absoluto desconocedor de la propia determinación, escritor feliz y lo­
cuacidad sin fin, la presunción insensata y la incapacidad absoluta para sen­
tir todo lo grande, para aquello que ya era real sobre la tierra, todo esto debe
llevar al hombre pensante al desprecio de su propia época y convenirse en
indiferencia»11. Este contexto de crítica a la Ilustración es el origen del
idealismo alemán. En referencia a este espíritu han de entenderse las protes­
tas de Hegel, Schelling y Hólderlin ante la carencia de mitología de la cultu­
ra moderna, su insatisfacción ante la frialdad de una era sin mitos. En el
Fragmento de Tubinga, por ejemplo, critica Hegel el uso grandilocuente de
palabras como «Ilustración» o «Humanidad» a las que una modernidad con­
venida en gesto y retórica ha despojado de contenido. Son los nuevos
«charlatanes de la Ilustración», los «voceros del mercado» que ponen a la
venta una «medicina universal insípida» y hacen su negocio «en estos tiem­
pos repletos de letras» (in unseren vollgeschriebenen Zeiten), en una «época
llena de palabras»*9. En esos primeros escritos, Hegel critica la «fría erudi­
ción» que genera conceptos abstractos a los que no corresponde ninguna
experiencia vital. Y se refiere expresamente a un tipo de examen analítico
de la razón que investiga, clarifica e incluso cree, pero esta creencia tiene
por objeto algo que previamente ha sido convertido en «capital muerto». La
razón analítica es «el laboratorio del naturalista que ha matado los insectos,
ha secado las plantas, ha disecado los animales» y después trata de referir
todo esto a una finalidad extrínseca que sustituya «el vínculo amistoso» que
armoniza «la infinita variedad de fines» propia de la naturaleza10.
Pero el autor del Systemprogramm parece enfatizar la novedad de esta
mitología de la razón. ¿Qué es aquí lo radicalmente nuevo? La novedad se
subraya, por supuesto, frente al interés puramente negativo que podía tener

%KA, VII. pp. 75-76.


9 Cfr. FrühSchr., 1, pp. 27 y 33.
10Cfir. id., p. 14.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 4 1

la mitología para la Ilustración, pero también en contraposición a un uso


alegórico de la mitología que tenía en Herder a su más célebre defensor.
Este segundo sentido de la mitología se refiere más bien a un «nuevo uso»
de lo antiguo, a una suerte de reposición, que a una novedad esencial. Res­
ponde a esa peculiar dialéctica de la modernidad que rehabilita mitologías
antiguas para compensar el desencantamiento del mundo. Toda la filosofía
moderna —también en esto se manifiesta la involuntaria estructura narrati­
va de la modernidad— había subrayado el riesgo y la aventura de la liber­
tad que era consecuencia de la precaria constitución natural del hombre. Si
el hombre es un ser arrojado de la naturaleza a la libertad, prematuramente
lanzado hacia lo incierto, esta indeterminación le enfrenta a una temible
infinitud. La máxima plasticidad e indeterminación —no ser objetivamente
nada y poderlo ser todo o poder ser aniquilado— coinciden con el máximo
riesgo. El miedo es consecuencia de una protección insuficiente contra la
alteridad, de una dotación natural indigente y de la ausencia de orientación.
El renacimiento del mito en la modernidad tardía tiene mucho que ver con
esta función compensatoria, de acotamiento del ámbito de las posibilida­
des, que privilegia todo cuanto reduce el mundo a unas dimensiones que lo
hagan asimilable para una subjetividad finita. En este sentido, el mito no es
un desmentido, sino una condición para el cumplimiento de los objetivos
de la modernidad. La renovación de los cuentos populares, dichos y can­
ciones, por parte de Tieck, los hermanos Grimm, Brentano o Eichendorf,
no es un acontecimiento casual: es una de las respuestas que el pnerroman­
ticismo ofrece para arraigar el ser y colonizar semánticamente un mundo
demasiado etéreo y hostil. El problema nuclear de esta época podría ser
formulado de la siguiente manera: ¿cómo es posible reconciliar al indivi­
duo particular con su comunidad política concreta y un orden cósmico
general bajo las condiciones que ha producido la idea moderna de libertad?
La existencia de mitos supone, en principio, la existencia de un ámbito
de ficción no controlado por la razón subjetiva, un límite de sus pretensio­
nes de universalidad y autosuficiencia. Una de las posibles maneras de
hacer que este límite no sea un desmentido de la racionalidad consiste en
entender la razón como una facultad que, en último término, procede de la
imaginación. Ésta es la propuesta de Herder: «nuestra razón se constituye
sólo por medio de ficciones»11. En Friedrich Schlegel, la imaginación es el
puente que nos abre el paso al terreno prohibido de lo absoluto. El ámbito
de lo imaginario es la verdadera patria de la verdad: «la imposibilidad de1

111duna, oder der Apfel der Verjüngung. en Samtliche Werke, ed. B. Suphan. Berlín.
IK77. 18. p. 485.
42 DANIEL INNERARITY

alcanzar positivamente ¡o más alto por medio de la reflexión conduce a la


alegoría»12. Para entender la relativa novedad de este planteamiento puede
ser interesante hacer referencia a la polémica que enfrentó, por medio de
Hcrder, Lessing y Klotz, a la pretensión de rehabilitar el mito en una cultu­
ra racionalista con la desmitologización ilustrada. La interpretación más
favorable al mito es la de considerarlo en su función alegórica: su único
valor consiste en la presentación sensible de una verdad racional suprasen­
sible. En el contexto de la crítica bíblica vecina al protestantismo liberal, la
única manera de salvar el valor de los textos consiste en neutralizar la críti­
ca que veía en ellos una pretensión de verdad y, por consiguiente, una opo­
sición a las evidencias de la razón. Con esto se acepta y rechaza, a un
tiempo, la crítica de la Ilustración. Sólo es posible mantener el mito si se le
despoja de cualquier valor veritativo. Lessing reduce el mito a fábula, a
ejemplificación alegórica, ya que «verdades históricas casuales no pueden
ser nunca la prueba de verdades necesarias de la razón»13. La Ilustración en
general se interesa por la clasificación analítica de los mitos como narra­
ciones que pertenecen estrictamente al pasado o por las circunstancias que
los han originado. La relativa novedad del planteamiento de Herder consis­
te en haberse planteado la cuestión de si es posible el uso de mitos antiguos
en el presente o si cabe encontrar una nueva mitología Por supuesto que
no se trata de entender literalmente el sentido de los mitos y las poesías
antiguas. Al calificar esta pretensión como «ridicula», Herder se encuentra
todavía muy lejos del romanticismo; en todo momento recomienda no olvi­
dar que son alegorías y que como tal deben ser entendidas. «De lo contra­
rio, se pasaría de la esfera poética y se entraría en el ámbito de la estricta
verdad, en donde los mitos no se encuentran en casa»14. La mitología no
tiene un contenido veritativo, sino que es la representación sensible de un
principio racional. En un escrito que lleva el significativo título Acerca del
nuevo uso de la mitología (1767), Herder duda de que sea posible crear una
nueva mitología para los tiempos presentes como la hubo en la antigüedad,
aunque lo desearía. No es posible una verdadera nueva mitología, por lo
que sólo cabe un empleo renovado de la antigua. Lo que sí puede la imagi­
nación humana —en tanto que capacidad productiva e innovadora— es
insuflar un «nuevo espíritu» a la mitología de los tiempos pasados, trans­
formarla «con una nueva mano creadora, fructífera y artística» y rehabili­

12 KA, XIX. p. 25.


13 Über den Beweis des Geistes und der Krafi (1777), Werke, ed. K. Wólfel. Frankfurt,
1967. III. p. 309.
14 Sümtliche Werke, I. p. 440.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 43

tarla para el presente13. Desde luego, no es ésta la novedad de la que se


habla en el texto del Systemprogramm que estamos comentando. Esta
novedad es un argumento de peso contra la posibilidad de que Schelling
fuera el autor de este escrito, pues su Über Mythen. historische Sagen und
Philosopheme der ditesten Welt (1793)*16 se mueve dentro del espíritu ra­
cionalista. Con la salvedad de que pudiera en dos años haber modificado
.sustancialmente su punto de vista, en esta obra la mitología es entendida
como una producción típica de la infancia de la humanidad, a la vez que
procede a discernir los ámbitos de la verdad filosófica y las producciones
legendarias de las diversas culturas. Tanto Hegel como Hólderlin se encon­
traban intelectualmente más cerca de la novedad esencial de una mitología
de la razón.
La ocurrencia original del autor del Systemprogramm es la oposición
de una razón narrativa, capaz de apresar la totalidad, de pensar lo distinto
como unido, frente a una razón analítica que descompone, separa y des­
garra. Nos encontramos ante una primera formulación de la antítesis
hegel iana entendimiento-razón (Verstand-Vernunft). La novedad estriba,
por tanto, en recuperar el valor de verdad de la referencia de la razón a la
totalidad, una referencia que tuvo en la antigüedad forma mitológica,
pero que puede ser recuperada como forma de racionalidad. Frente a la
fragmentación moderna de la razón, el idealismo inquiere por la síntesis,
reivindica el «sentido para la totalidad» que Schelling definió como el
núcleo de toda metafísica, el carácter absoluto de la razón. Lo absoluto
no es aquí el resultado de una desertización de lo real, sino la posibilidad
de recoger pacientemente toda la riqueza y variedad de la vida. La razón
sintética es una razón estética que «recupera para el orden (...) lo que la
naturaleza en su gran curso / dispersa y separa con facilidad»17. Es el
recogerse de la vida como tal en un acto de reflexión. El saber, la belleza
y la mitología tienen en común que ninguno de sus momentos aislados
son verdaderos al margen de la totalidad. Una de las poesías filosóficas
de Schiller plantea este requisito de totalidad en la imagen de un joven
que no consigue calmar el deseo de saber y se pregunta:
I—1 ¿Qué tengo yo
si no lo tengo todo? [...|.
¿Hay aquí un más y un menos?

ls íd.. p. 429.
16HKA, I.l.p p . 183-246.
17 Los artistas, vv. 234-237. (Cito tos versos de las poesías de Schiller según mi tra­
ducción en Friedrich Schiller. Poesía filosófica, Hiperión. Madrid, 1991.)
44 DANIEL INNERARITY

¿Es tu verdad como la felicidad de los sentidos


sólo una suma que se puede poseer en mayor o menor medida
pero que. a fin de cuentas, siempre se tiene?
¿Acaso no es la verdad única, indivisa?
Toma un tono de una armonía,
toma un color de un arco iris,
y lo que tienes no es nada mientras falte
la bella totalidad de tonos y colotes18.

El orgullo con el que el entendimiento analítico muestra sus con­


quistas puede hacemos olvidar que el análisis —bajo la forma de la
racionalidad científica moderna y llevado a la praxis en la emancipación
burguesa— permanece atrapado en una situación paradójica: el perfec­
cionamiento de la reflexividad conduce a la estabilización de la oposi­
ción que con ella se establece. Pero el análisis y la crítica de la reflexión
han de ser consideradas como parte de un contexto más amplio al que la
Ilustración es incapaz de elevarse. Sólo cuando se consiga relativizar el
dogmatismo de la Ilustración y detener la revolución analítica, se dibuja­
rá ese nexo que era inaccesible al mero entendimiento. Hegel llamará a
esto razón, en la que se anuncia y despliega lo absoluto. Este plantea­
miento responde al programa sintético que Fichte había planteado en la
Wissenschaftslehre de 1794: investigar en los opuestos la nota por la que
son idénticos19. La dialéctica misma se apoya en el descubrimiento de
que el análisis es imposible sin un acto sintético.
El gran mérito del idealismo es haber recorrido una dirección que ya
estaba apuntada en la filosofía anterior, haberse atrevido con proyectos
incoados que respondían a las necesidades más profundas de una cultura
pero que la falta de valor o de tiempo había impedido acometer. A esta
tradición de resistencia al imperialismo analítico se refería F. Schlegel
cuando, al hablar del vacío mitológico de la época, no dejaba de señalar
la existencia de signos que anticipan el advenimiento de una nueva cultu­
ra de lo absoluto: las formaciones sintéticas en la naturaleza y en la histo­
ria que ya hablan contra la omnipotencia del análisis y apelan a un
principio de unificación. Quisiera mencionar alguno de estos preceden­
tes, en los que se relativiza un tanto la novedad del idealismo alemán y
quedan contextualizadas sus inspiraciones originarias.
La concepción sintética de la racionalidad surge en oposición al proyec­
to de trasladar el paradigma de las ciencias de la naturaleza al ámbito de la

18 La imagen velada de Sais, vv. 6-16.


19 Cfr. OA, 1.2, pp. 273 ss.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 45

comprensión del hombre y de la sociedad. La razón sintética o narrativa se


enfrenta a una racionalidad analítica bajo el principio metafísico de que el
todo es diferente a la suma de las partes. El propio Kant había ya elevado
este principio a fundamento de la razón, tanto teórica como práctica. La
consistencia del mundo se fundamenta en la síntesis de la autoconciencia y
la ley moral descansa en un principio sintético a priori. A su vez. ambas
síntesis son remitidas en la Crítica del juicio a otra más elevada, que Kant
denomina «principio suprasensible de unidad de la naturaleza y la liber­
tad»20. Dado que la naturaleza es el conjunto de los fenómenos que están
encadenados por la ley de la causalidad —mecanismo que no admite ex­
cepciones (durchgangiger Mechanismus)—, las estructuras orgánicas que
han surgido desde la libertad no pueden ser reducidas a leyes mecánicas.
Todo el esfuerzo de la empresa intelectual kantiana está orientado a demos­
trar, contra la concepción analítica y mecanicista de la racionalidad, que
existen principios sintéticos a priori y que toda pretensión de validez
—tanto descriptiva como normativa— ha de legitimarse a partir de aqué­
llos. A priori significa aquí tanto como principios a los que no se puede
descomponer de modo analítico en compuestos elementales, como la sensa-
tion de los empiristas británicos y franceses. En el ámbito de la razón teóri­
ca es la autoconciencia pura la que constituye una síntesis a priori de este
tipo. El conjunto de los objetos cuya legalidad no puede ser explicada por el
entendimiento exige como principio explicativo una segunda y más alta sín­
tesis. Kant la llamará precisamente Vernunft.
La Ilustración racionalista hace un uso del análisis cuya carencia de fun­
damento creyó Kant haber detectado. El postulado básico de aquélla era que
la relación entre las cosas podía ser retrotraída a ordenación de elementos
simples. Todo fue analizado de este modo: la sustancia es reducida a sus
elementos; el espíritu, a una suma de impresiones; la sociedad, a un conjunto
de individuos... Se puede caracterizar al siglo xvm como la apoteosis de este
pensamiento, negativo y paciente, que no descansa hasta haber remitido
todas las cosas a sus elementos más pequeños. El concepto kantiano de jui­
cios sintéticos es una revuelta contra esta situación. Estos juicios son aque­
llos en los que el espíritu recibe algo que no se encontraba ya dado en su
pura capacidad de discriminar. Que exista un mundo es algo que no se puede
derivar del puro pensamiento (lo más que el entendimiento puede decir es si
sería posible la existencia de un mundo y cómo podría ser éste). Que haya ra­
zón y por qué es así y no de otra manera, es una cuestión a la que la razón
—considerada como un sistema funcional de pensamientos— no puede

20 Cfr. KdU. Ak., XX, § 59, pp. 258-259.


46 D A N IE L IN N E R A R IT Y

contestar. De este modo creyó Karit haber dado el golpe decisivo a la concep­
ción analítica de la racionalidad de los empirístas y, sobre todo, de los mate­
rialistas del siglo xvilt. Sólo puede hablar de razón quien oftezca principios
que expliquen la conexión de nuestra comprensión del mundo, por un lado, y
que hagan posible la acción madura y responsable, por otro lado. Para ello, la
metafísica kantiana —y esto vale también para el romanticismo y el idealismo
que se sitúan en continuidad con ella— opuso la misma resistencia contra el
sprit danalyse y contra el materialismo mecanicista. A los primeros, porque
rechazaban la existencia de entidades sintéticas a priori (como la autoconcien-
cia o la libertad); a los otros, poique rechazaban una explicación ideológica
de la naturaleza, sin la cual la libertad resultaba a la taiga inviable. Éstos eran
los planteamientos que Kanl. Hegel. Schelling o F. Schlegel tenían a la vista
cuando afirmaban que el entendimiento ilustrado debía ser sustituido por la
razón. Y esto es una buena parte de lo que el autor del Systeniprogranim pro­
pone como mitología de la razón.
La crítica del romanticismo y del idealismo al mundo producido por
el entendimiento {Verstand) ilustrado tiene como soporte la afirmación de
que el entendimiento es una razón incompleta que, elevada al rango del
saber por antonomasia, paga con una vida escindida y alienada el precio
por su grosera unilateral idad. La sociedad emancipada (losgebundene), en
lugar de avanzar hacia la vida orgánica, vuelve a caer en el reino de lo ele­
mental, observa Schiller una y otra vez en sus Cartas sobre la educación
estética del hombre. Los elementos se separan y enfrentan como pequeñas
totalidades en un movimiento ciego y elemental, según leyes mecánicas,
sin reparar en la ruptura que en el interior del hombre producen. La ver­
dadera tarea de la razón consiste, por el contrarío, en superar los efectos
desgarradores de la Ilustración analítica y restablecer el nexo del pensa­
miento con la realidad. Todos los productos de la reflexión analítica han
configurado una segunda realidad que el acto mismo de la reflexión no es
capaz de superar en su carácter de realidad opuesta a la conciencia. El
mundo de la civilización ilustrada se enfrenta a las realidades originarías
sin reconciliarse con ellas. El entendimiento carece de la libertad de abar­
carlo todo en un golpe de vista; su instrumento de trabajo es la división
hasta el infinito. En una de sus primeras publicaciones escribe Hegel:
«cuanto más sólido y resplandeciente es el edificio del entendimiento,
tanto más inquieto es el esfuerzo de la vida, que se encuentra en él atrapa­
do como parte, por escaparse de él hacia la libertad. Pero, tan pronto como
aparece la razón en la lejanía, queda aniquilada la totalidad de las limita­
ciones, referidas en esa aniquilación a lo absoluto, puestas y concebidas al
mismo tiempo como mera apariencia; la escisión entre lo absoluto y la
HEGEL Y E L R O M A N T IC ISM O 47

totalidad de las limitaciones ha desaparecido»21. Desde la pura elementali-


dad del entendimiento, el edificio de la racionalidad aparece como una
constricción que no satisface la necesidad de unidad, ya que la unidad
proporcionada por una civilización unilateral está conseguida al precio de
la escisión. Es necesario, pues, establecer una nueva unidad que no parta
de la contraposición rousseauniana entre una unidad inmediata originaria
y el desgarramiento de la civilización moderna. Ésta es la nueva tarea de
una mitología de la razón.
En una era analítica, la mitología conserva la unidad íntima del hombre
con la naturaleza y su identificación con la comunidad política. La unidad
del hombre consigo mismo, con la sociedad y con Dios responde a un
mismo principio: el mito debe su fuerza de solidaridad a su naturaleza sinté­
tica. El idealismo y el romanticismo elaboran este programa de remitologi-
zación siguiendo la ruta marcada por el Sturm und Drang: sustituir la
separación que ha sido introducida a través de la filosofía de la conciencia,
del individualismo moderno y de la fría religiosidad protestante por la unifi­
cación del corazón. La mitología política del idealismo alemán surge, por
tanto, contra la pluralización sofística de los intereses, frente al contractua-
lismo individualista, como respuesta al fracaso que supone el intento fichte-
ano de construir la comunidad política desde la subjetividad: estas
concepciones del hecho social tienen el efecto de no permitir ninguna etici-
dad, de establecer identidades aparentes y forzosas. Lo que ahora se propo­
ne —siguiendo una idea de Herder— es pensar orgánicamente la idea de
identidad y entender la totalidad como estructura cuyos componentes parti­
cipan en el fin del todo, de tal manera que este fin no les es ajeno.
Todas las formas de cultura se establecen mediante una cierta uni­
ficación de lo plural. Ahora bien, la sociedad burguesa parece haber
entrado en un proceso de descomposición, ya que desde la noción de
individuo es imposible pensar lo común. «Sé que el cielo ha sido despo­
blado, y la tierra, que antes desbordaba de hermosa vida humana, se ha
vuelto casi como un hormiguero»22. El romanticismo alemán es el primer
acontecimiento cultural de la era moderna que tematizó el problema de la
identidad en un medio social de alienación. La nostalgia por el mito
surge desde esta preocupación. ¿Es posible mantener en la sociedad
moderna una instancia de legitimación al resguardo de los cambios cultu­
rales, de los conflictos de intereses y de la división del trabajo? ¿Dónde

21 Differenz des Fichteschen und Schellingschen Systems der Phtlosophie. JenSchr., II,
|>p. 20-21.
22S iA, III, p. 91.

I
48 D A N IE L IN N E R A R IT Y

puede encontrarse un vínculo comunitario que cumpla la función que el


mito parece haber perdido tras la crítica racionalista? ¿Es posible recupe­
rar una visión de la naturaleza que sea una patria para el hombre y una
vida social presidida por la confianza?
El romanticismo se presenta como una revuelta contra el separatismo
racionalista, contra la subjetividad atomizada, contra esta nueva confusión
babilónica que ha resultado de la razón ilustrada. Lo que se reivindica es un
nuevo terreno común —una «simbólica general» (allgemeine Symbolik), dirá
Schelling— a partir de la cual pueda surgir una comprensión universal del
mundo y una nueva comunidad entre los hombres. La carencia de una sim­
bólica propia en el mundo moderno es debida precisamente a la falta de una
auténtica mitología. El renacimiento de una visión simbólica de la naturaleza
sería, por tanto, el primer paso para la rehabilitación dé una verdadera
mitología. Pero ¿cómo puede ésta constituirse si no se ha constituido pri­
meramente una totalidad moral, si el pueblo no se ha constituido de nuevo
como un individuo? Éste es el problema que plantean Hegel y Schelling en
sus primeros escritos. Donde toda la vida pública se desmorona en la parti­
cularidad y languidez de la vida privada, en cierto modo se hunde también la
poesía en esta esfera indiferente. Este nuevo punto de vista aparece en conti­
nuidad con la tesis de Schiller de que en la cultura moderna del entendimien­
to que todo lo separa ha desaparecido la posibilidad de una unificación por
medio de la naturaleza; en su lugar surge la privacidad del individuo, el ato­
mismo social y la sociedad como un agregado mecánico de singularidades.
Lo esencial del espíritu moderno es, precisamente, el hecho de que el poder
de reunifícación ha huido de la vida.

2. LA PRIMACÍA DE LA RAZÓN PRÁCTICA


COMO PRIMADO EXISTENC1AL DE LA LIBERTAD

Dado que. en el futuro, toda la metafísica caerá en la moral


—de lo que Kan!, con sus dos postulados prácticos, sólo ha dado
un ejemplo, sin haber agolado nada— , igualmente esta ética no
será otra cosa que un sistema completo de todas las ideas o, lo
que es lo mismo, de todos los postulados prácticos. La primera
idea es. por supuesto, la representación de mi mismo como un ser
absolutamente libre. Con el ser libre, autoconsciente. emerge si­
multáneamente todo un mundo —de la nada—, la única creación
de la nada verdadera y pcnsable. Aquí descenderé a los campos
de la física: la pregunta es ésta: ¿cómo tiene que estar constituido
un mundo para un ser moral? |.„ | Libertad absoluta de todos los
espíritus, que llevan en sí el mundo intelectual y no deben buscar
ni a Dios ni a la inmortalidad fuera de sí |ÁSP, 234-2351.
H E G E L Y EL R O M A N T IC ISM O 49

Una cultura basada en la oposición de lo racional y lo natural se ve


obligada a afirmar la primacía de la razón práctica si quiere alcanzar la
«libertad absoluta de todos los espíritus». La superioridad de la acción
respecto de la contemplación equivale a declarar el primado existencia!
de la libertad. La acción del sujeto se constituye como el eje de toda
emancipación, una vez que el yo no puede entenderse en vinculación con
una naturaleza mecánica que carece de lelos y que contradice la idea de
dignidad humana. Todas las virtualidades y limitaciones del idealismo
alemán están en función de este propósito emancipador frente a una com­
prensión de la naturaleza que no engarza con los objetivos de la libertad.
La limitación que Kant había declarado como algo esencial al en­
tendimiento se enfrenta al horizonte ilimitado que a la razón práctica se
le abre en tanto que pertenece al mundo inteligible, la verdadera patria
del hombre. La espontaneidad de la razón es lo que abre el paso a lo
incondicional y a la universalidad, a la autonomía de una legalidad que
no es empírica, sino fundada en las leyes de la razón. La idea de una cau­
salidad desde la libertad frente a la causalidad empírica de los meca­
nismos naturales era una manera de superar la subordinación del hombre
al mundo de los objetos y desafiarle a la construcción de un reino propio
para el ejercicio de su libertad. Allá donde una filosofía meramente espe­
culativa tenía que desesperar de poder defender la existencia de la liber­
tad. la razón práctica supera estos límites. Esta primacía de la razón
práctica es también la inspiración que anima la Teoría de la ciencia de
Fichte, un título engañoso para una obra cuyo objetivo es —como se
reconoce en la lección conclusiva— defender la dignidad del hombre
contra toda suerte de naturalismo. Esta retórica humanista es menos una
muestra de autosatisfacción narcisista que una verdadera exigencia
moral. «Va a dar vértigo esta suprema cumbre de toda la filosofía, que
tanto ha elevado al hombre —advierte Hegel— ; pero ¿por qué se ha tar­
dado tanto en elevar la dignidad del hombre, en reconocer su capacidad
de libertad, que le sitúa en el mismo orden que todos los espíritus? Creo
que no hay un mejor signo de la época que este de que la humanidad se
presente como tan digna de respeto en sí misma; es una prueba de que
desaparece el nimbo de las cabezas de los represores y dioses de esta tie­
rra. Los filósofos demuestran esta dignidad, los pueblos aprenderán a
sentirla, y no exigirán suplicantes sus derechos conculcados, sino que los
volverán a tomar por sí mismos»23. Una vez que el cosmos ha dejado de
ser entendido como unidad de sentido, si la acción humana ha de ser

n Br.. I.p.24.
50 DANIEL 1NNERARITY

moral tiene que entender que su mundo es historia, obra de la libertad.


«Pero esto me lleva también necesariamente —observa Schelling— más
alia de los límites del saber, a una región en la que ya no encuentro tierra
firme, que tengo que producirla para poder estar firme sobre ella. Cierta­
mente podría intentar la razón teórica abandonar la región del saber para
salir alegremente al descubrimiento de otra; pero con ello no conseguiría
más que perderse en vana poesía, mediante la cual no llegaría a ninguna
posesión real. Para estar asegurado contra esta aventura tiene que crear
ella misma una región allí donde termina su saber, es decir, tiene que
dejar de ser razón cognoscente para convertirse en razón creadora, tiene
que pasar de razón teórica a razón práctica»24. La libertad es una tarea de
finalidad incierta, una aventura que desborda la limitada seguridad del
entendimiento.
Aunque nos encontramos en el núcleo inspirador del idealismo — la
superación práctica del límite kantiano— , algunas matizaciones del autor
ofrecen un elemento de diferenciación. El mundo es puesto s¡-
multáneamente con el yo, de tal modo que no nos hallamos ante la típica
tesis fichteana de que el mundo es puesto por el yo. Por otro lado, la idea
de una creación de la nada se distancia del planteamiento de Schelling,
en cuyos primeros escritos rechaza esa posibilidad y opta por pensar el
mundo también como una consecuencia de la causalidad absoluta del yo.
El principio de una simultaneidad de origen entre el yo y el mundo supo­
ne más bien un anticipo programático de la unificación que persigue
Hegel desde sus escritos de la época de Francfort.
En este momento del Systemprogramm se plantea claramente el objeti­
vo de completar el sistema kantiano llevando hasta sus últimas consecuen­
cias el camino iniciado por la teoría de los postulados de la razón práctica.
El autor menciona los dos postulados que habían merecido un apartado en
la Crítica de la razón práctica (la inmortalidad del alma y la existencia de
Dios) y trata el problema de la libertad como un camino abierto que está
todavía por recorrer (Kant habla de la libertad como una tercera idea de la
razón un tanto peculiar, pues se trata del único concepto suprasensible que
ha de acreditar su realidad objetiva en la naturaleza). De este modo, la
razón obtiene un fundamento para afirmaciones sintéticas que no se refie­
ren a objetos de la experiencia, ni a su posibilidad intrínseca.
Este texto es de una singular importancia para la dilucidación de la
autoría del documento que estamos comentando. Ofrece un motivo plausi­
ble para excluir a Schelling, pero no a Hólderlin o a Hegel. Si en el System-

24 Philosophische Briefe iiber Dogmatismus uml Kriticismws ( 1795), SSW, 1/1, p. 3 11.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 51

programm se considera que «Kant con sus dos postulados prácticos, sólo
ha dado un ejemplo, sin haber agotado nada», en Schelling encontramos el
planteamiento exactamente inverso: «la ñlosofía no ha llegado aún a su tér­
mino. Kant ha dado los resultados; faltan las premisas»2*. En esta carta de
enero de 1795, Schelling critica la utilización de los postulados kantianos
para apuntalar la existencia de unos principios que la razón analítica no está
en condiciones de justificar y lamenta el curso de la teología escolástica
kantiana, en la que «todos los dogmas posibles han recibido ya el sello de
postulados de la razón práctica». Por aquellas mismas fechas expone Hól-
derlin a su hermano la doctrina kantiana de los postulados de un modo que
no está en contradicción con las tesis del Systemprogramm. También en esa
carta del 13 de abril de 1795 separa el tratamiento de los dos primeros pos­
tulados (Dios y la inmortalidad) del de la libertad. La libertad es presupuesta
como la fuerza positiva de nuestra dimensión inteligible que no necesita de
mayor justificación. Para los otros dos se sigue una argumentación esen­
cialmente kantiana: dado que el fin de la «moralidad más alta» no es posible
sobre la tierra, ni puede ser alcanzada en el tiempo, y dado que «el progreso
infinito en el bien es una exigencia incontrovertible de nuestra ley», ha de
aceptarse «la fe en una duración infinita», es decir, en una vida eterna. Pero
esta duración infinita «no es pensable sin la fe en un Señor de la naturaleza,
cuya voluntad sea la misma que aquello que la ley moral nos exige»2526. Más
significativo es el uso que —frente a Kant— hace Holderlin del postulado
de la inmortalidad en su carta a Schiller del 4 de septiembre de 1795. Hol­
derlin objeta a Kant el hecho de haber desarrollado este postulado en el
ámbito teórico —la inmortalidad seria necesaria para realizar un sistema de
pensamiento completo— y haberlo traspasado al ámbito de la acción. Hol­
derlin considera que los postulados carecen de sentido y se vacían de conte­
nido cuando se los separa por un momento de la actividad moral27. Y Hegel,
por su parte, también considera, en su carta a Schelling del 16 de abril del
mismo año28, que es necesario agotar el sistema kantiano. Desde Berna
declara Hegel su intención de reelaborar la doctrina kantiana de los postula­
dos prácticos y poner en marcha el programa de una filosofía práctica uni­
versal. De este proyecto Hegel espera que resulte «una revolución en
Alemania» con el mismo pathos que trasluce el Systemprogramm.
En esta carta habla también Hegel del «supremo placer» que le ha

25 Carla a Hegel del 6 de enero de 1795.


26 SlA. VI, pp. 45-46.
27 íd.. VI. pp. 10 ss.
28 Sobre el tratamiento hegeliano de la doctrina de los postulados, cfr. FrühSchr., I, pp. 17
y 101-102.
52 D A N IE L IN N E R A R IT Y

producido la lectura de la primera parte de La educación estética del


hombre que Schiller había publicado recientemente en la revista Die
Horen. Esta referencia es especialmente importante para entender por
qué en el Systemprogramm aparece vinculada la teoría de los postulados
con una reivindicación de la estética como «maestra de la humanidad». Y
es que. en su célebre poesía de 1789 Los artistas, Schiller había plantea­
do una versión estética del postulado de la inmortalidad:
[...] se hundió la vida en las profundidades,
ames de completar el bello circulo.
Ahí completasteis vosotros con audaz libertad
el arco a través de la noche del futuro:
os arrojasteis sin vacilar
en el oscuro océano de Averno
y más allá de la urna encontrasteis
de nuevo a la vida que se os escapaba:
allí se mostró con una luz sobre él arrojada,
recostado junto a Cástor. una exhuberantc imagen de Pólux:
el rostro sombrío de la luna.
antes de que culminara el bello circulo de plata29.

La idea de la inmortalidad es aquí deducida de la creación artística. El


propio Schiller lo explica así a Komer el 30 de marzo de 1789: «pero esta
ley de la armonía leí artista] la aplica demasiado pronto al mundo real, por­
que muchas partes de ese gran edificio permanecen para él todavía en la
oscuridad. Pero, dado que su espíritu se ha familiarizado una vez con la
armonía, por el propio poder poético se regala una segunda vida para poder
disolver allí las desproporciones de aquí»30. Pólux es el hermano inmortal
del mortal Cástor. La parte sombría de la luna es a la luz lo que la vida
terrenal a la eterna: el anuncio del que aguarda como un regalo para poder
completar el círculo aquí iniciado de la evocación estética.
La primacía de la razón práctica está pensada desde una autocon-
ciencia espiritualista que se define por oposición a la naturaleza. El hom­
bre moderno ha sufrido la experiencia del desarraigo del espíritu. «Un
signo somos, sin significado, [...] y casi hemos perdido el lenguaje en tie­
rra extranjera»31. El hombre es ahora un ser sin topos. Ya no se puede
reconocer en una naturaleza que la física moderna ha reducido a mero

29 Los artistas, vv. 251 -262.


30 Cil. en F. Schiller, Gedichte, Bibliographisches Instituí. Leipzig. 1935, p. 85. Tam­
bién Holderlin se refiere a la narración mitológica según la cual Pólux entregó a Cástor la
mitad de su inmortalidad (cfr. StA, III, p. 94).
3i SM .II. p. 195.
H EG EL Y E L R O M A N T IC ISM O 53

mecanismo. «A menudo, cuando oía voces humanas, era para mí como si


me exhortaran a huir de un país al que no pertenecía, y me encontraba
como un espíritu que se ha entretenido más allá de la medianoche y escu­
cha el canto del gallo»32. Por eso Hólderlin habla del curso de la natura­
leza eternamente hostil al hombre y del universo carcelario que le rodea:
«¿quién podría soportar más tiempo este calabozo que nos envuelve con
sus tinieblas?»33. Otro ejemplo de esta situación es la metáfora del ente­
rrado vivo, con la que se caracteriza la situación del hombre desgarrado
en su aspiración a la infinitud y la indigencia de su propia condición.
Schiller formulará el ideal espiritualista que se le ofrece a quien quiera ya
en la tierra parecerse a los dioses, ser libre en el reino de la muerte, como
una huida del mundo material hacia el mundo del espíritu:
Sólo del cuerpo pueden apropiarse aquellas poderes
que tejen el oscuro destino.
pero libre de todo el poder del tiempo.
informa, amiga de las naturalezas felices.
se eleva hacia el espacio de la luz
divinamente entre los dioses.
Si queréis volar sobre sus alas.
¡arrojad de vosotros el miedo terreno,
huid de la vida angosta y sofocante
hacia el reino de lo ideal!34.

El hombre es espíritu, algo divino, y la experiencia propia del es­


píritu es la experiencia de la infinitud. No hemos sido creados para algo
particular, por lo que no pertenecemos propiamente a este mundo. Su
infinitud constitutiva prohíbe al hombre abandonarse en la exterioridad,
encontrarse a gusto en lo finito, entregarse a una tarea limitada.
En el mundo moderno, el hombre ha sido desposeído de la centra-
lidad del universo y se ha apoderado de él el vértigo de su minimización.
El dualismo antropológico y cosmológico es una defensa contra la nega­
ción de la libertad, es consecuencia del pánico ante el materialismo. Éste
es el motivo por el que el idealismo alemán acentúa la interioridad y el
primado de la acción como las dos únicas posibilidades de salvar la dig­
nidad humana frente a la presión de la materia. Por eso la madurez coin­
cide con la muerte de aquella naturaleza que había dejado de ser una
compañera amistosa, un ámbito de confianza y realización, para conver­

32 id., III, p. 185.


33 íd.. III, p. 34.
34 Das Ideal and das Lehen, vv. 11-20.
54 D A N IE L IN N E R A R IT Y

tirse en una continua amenaza. De ahí también la acentuación de la digni­


dad humana. El idealismo lamenta, por un lado, que el entendimiento
analítico no pueda hacerse caigo del espíritu humano. «El pensamiento
ya no concibe (fast) al alma»35, dice Hcgel en el poema Eleusis. Por otro
lado, celebra que el yo pueda escaparse de ese entendimiento que todo lo
trivializa. El yo es totalidad y, por ello, inaprehensible. Del yo no puede
hacerse nunca un objeto36. El hombre es una sustancia: se contiene a sí
mismo. Es inconmensurable con el mundo. Ya Kant había situado al suje­
to fuera del ámbito de la pavorosa necesidad. Toda la filosofía alemana
de la época es una estrategia para inmunizar al sujeto frente a la necesi­
dad natural, la dependencia moral y la violencia política. Éste es el moti­
vo de que el idealismo haga un problema de la relación del hombre con
el mundo y se plantee como tal la eficacia de la acción del hombre sobre
la realidad exterior. No es una casualidad que el problema de la causali­
dad entre el yo y el no-yo adquiera una especial significación.
La consideración moderna de la naturaleza estaba presidida por el
intento de reducir los objetos a una legalidad natural, poniendo a todos los
ámbitos de la realidad bajo la perspectiva de la experimentación fisicalista.
Desde la idea de una legalidad físico-matemática universal, la pregunta con­
sistía en saber cómo debía ser el hombre para poder integrarlo en este
mundo de fenómenos causales. El Systemprogramm altera completamente
esta pregunta. Lo que debe plantearse es cómo debe estar constituido el
mundo para que sea posible la existencia de un ser moral. De acuerdo con
los postulados prácticos de Kant, Hegel plantea la exigencia de que la razón
práctica gobierne el mundo de los fenómenos. En la medida en que niega
las pretensiones de prioridad de las ciencias naturales, pone en su lugar la
constitución moral del sujeto racional, de acuerdo con la cual lo que ha de
preguntarse es cómo debe ser el mundo para estar en consonancia con la
idea de libertad y la autonomía moral del sujeto. Así pues, nos encontramos
en plena revuelta contra el materialismo, ante la conciencia de que este dua­
lismo no es la solución definitiva, pero constituye al menos una barrera que
detiene ante el espíritu humano este programa de trivialización de lo real.
La vida del espíritu coasiste en abandonar su inorada natural y elevarse
como poder frente a la naturaleza. El idealismo experimenta la fuerza desga­
rradora de tal separación. «El dolor moral debió de ser infinito»37. Pero éste es
el destino del hombre en la tierra. La libertad tiene un carácter abismático. La

35 FrühSchr., I, p. 232.
“ SS H M /l.p. 181.
37 Ros., p. 136.
H E G E L Y E L R O M A N T IC ISM O 55

condición de posibilidad de su infinitud es una indeterminación que puede ser


experimentada como un vacío absoluto. «El hombre es esa noche, esa nada
vacía que todo lo encierra en su simplicidad, una riqueza de infinitas represen­
taciones, de imágenes que no se le ocurren actualmente o que aún no las tiene
como presentes |...]. Esta noche es lo que se vé cuando se mira al hombre a
los ojos, una noche que se hace terrible: a uno le cuelga delante la noche del
mundo»31,. Hay, pues, un gran trayecto por recorrer desde la mera carencia de
determinación hasta una legislación autónoma. Como había mostrado Schi-
ller, el hombre puede ser egoísta sin ser sí mismo; suelto, sin ser libre; escla­
vo, sin servir a una regla. El valor del hombre ya no depende de los dones que
la naturaleza le ha dado, sino de lo que él hace de sí mismo por medio de su
libertad. El don se convierte en propiedad humana. Ya no estamos ante una
libertad engarzada en exigencias naturales finalizadas; se trata, más bien, de
un acto de autocreación sobre el vacío de una subjetiva carencia de leyes39.
Pero, en el mismo acto de emancipación frente a la naturaleza, el hombre se
asoma al abismo de su propia indeterminación. En lugar de un objeto contem­
plado o fijado por el instinto, se le abre una extraordinaria infinitud. El autole-
gislador se ve obligado a sacar todo de sí mismo. Quien no puede confiar en
nada, ha de hacer valer su libertad a partir de sus propias fuerzas. No ser
dependiente de nada significa depender absolutamente de sí. Toda separación
es una desprotección.
El idealismo alemán nace con la aparición del ideal emancipativo
como una grosera unilateralidad que desgarra y astilla el dinamismo de la
vida. La moralidad racionalista — esa suma de renuncias de la que habla­
ba Herder— se experimenta como un conflicto interior insoportable del
que sólo puede resultar una ascética represiva o la rebelión de la sensibi­
lidad, el resentimiento o la irracionalidad. Cuando se enquista el dualis­
mo, la unidad sólo puede ser mantenida como subordinación, de lo que
solamente puede surgir la uniformidad, pero no la armonía. La rehabilita­
ción de la sensibilidad había surgido en Schiller desde un profundo senti­
miento de libertad que aspiraba a abarcarlo todo y que, por tanto, no
podía dejar de experimentar como carencia la oposición entre lo racional
y lo sensible. Kant no supo pensar lo moral sino como sumisión de lo
individual a lo universal, cuando en realidad es una elevación que supri­
me la contraposición misma, hace justicia a toda la riqueza del alma y le
confiere un carácter absoluto. Y es que, en última instancia, la libre auto-
legislación moral es insostenible en el marco de una situación continuada

XjenSyst.. III, p. 187.


39 Cfr. Kanl, Reflexionen, 6.960. Ak., XIX, p. 214.
56 D A N IE L IN N E R A R IT Y

de heteronomía física. Este malestar de las oposiciones entendimiento-


corazón. ley-inclinación, letra-espíritu es el que preside la filosofía de
Jacobi. Sturm und Drang, romanticismo e idealismo, coinciden en cues­
tionar el valor emancipador de la mera racionalidad. No cabe ninguna
duda de que el último y decisivo impulso para la superación del dualismo
kantiano se debió a Hólderlin, cuyo Hyperion es el documento de la filo­
sofía de la reunificación como alternativa a la dominación unilateral. Se
trata de la crítica más audaz a Occidente, a la represión de la naturaleza
por el despotismo de la ley, y el anhelo de aquella unificación originaria
de la que hemos caído y a la que hemos de volver. Todas las formas y
organizaciones de la vida son unificaciones de lo subjetivo y lo objetivo,
de lo particular y lo universal. La primera condición de toda vida y de
toda organización es que «no hay ninguna fuerza monárquica en el cielo
y sobre la tierra»40.
La rehabilitación de la sensibilidad se presenta como fundamento de una
nueva concepción de la virtud y de la libertad. La escisión interior del hom­
bre, el dominio de una parte sobre otra, por muy bella que puerta aparecer, se
traduce en una estática que conduce a la muerte. La libertad y la virtud no
deben ser unidimensionales, sino plenas de contenido; han de suponer el
desarrollo de todas las fuerzas que alcanzan su plenitud de manera armónica
Si la sensibilidad es una parte constitutiva del equilibrio armónico entre las
fuerzas del hombre, entonces ya no cabe pensar al hombre de manera aisla­
da. sino que debe concebírsele enraizado en un medio natural y social. La
valoración positiva de la sensibilidad individual abre el paso a una nueva
totalidad. La historiografía de la época comienza a considerar que el contexto
formado por la cultura, la religión, las costumbres y legislaciones, e incluso
el clima, han de reemplazar a las narraciones épicas que describían el aconte­
cer histórico como la yuxtaposición de los destinos individuales. Los nom­
bres de Winckelmann, Hender y Montesquieu están en el origen de esta
nueva concepción totalizadora y pragmática de la historia del género huma­
no. La libertad inhiere y se expresa en un contexto sociocultural, ninguno de
cuyos elementos pueden considerarse aisladamente. Esta concepción de la
libertad como despliegue de todas las dimensiones humanas forma un entra­
mado supraindividual, de tal modo que la tosca identificación de libertad e
independencia o la de sensibilidad y no-libertad comienza a desacreditarse
desde el momento en que lo que había sido entendido como limitación apare­
ce como el espacio de realización de la libertad. El conjunto de lazos y vín­
culos que resultan de este despliegue ya no es un argumento contra la

40 SlA. VI, p. 300.

1
H EG EL Y E L ROMANTICISMO 57

realidad de la libertad; más bien ocurre lo contrario: el arraigo de la libertad


en un espacio es su radical condición de posibilidad. El puro ideal de la razón
debe tomar cuerpo en una forma sensible y en un entramado social, pero esto
no supone una liquidación de la racionalidad, sino su realización cumplida.
La mitología es precisamente una concreción sensible e histórica del ideal de
la razón. La necesidad de una nueva mitología de la razón encuentra aquí su
verdadero fundamento; se trata de superar el subjetivismo de la pura interio­
ridad que se eleva por encima del tiempo sin poder realizar sus aspiraciones
y evitar así lo que Hegel llama «el ateísmo del mundo moral», es decir, la
vaciedad, la cosiíicación del mundo histórico y social que resulta del enquis-
tamiento de una subjetividad pura en su huida ante lo finito. El retomo hacia
la interioridad no neutraliza el poder del mundo objetivo. Si conocer es sepa­
rar, y liberarse es separarse, el resultado teórico y práctico sólo puede ser
algo finito. Es una falsedad y una falsa libertad que consisten en haber deja­
do algo fuera de sí. Cuando la libertad se consigue distanciándose del todo,
lo que propiamente se ha liberado es la pluralidad exterior, cuyo curso discu­
rre entonces completamente fuera del control de la subjetividad. Ésta es la
contradición que anima el interés de Schelling —y, con él, toda la Naturphi-
losophie de los románticos— por escudriñar en la naturaleza a la búsqueda
de una señal de colaboración con la libertad humana. «El carácter de todo el
tiempo moderno es el idealismo, y el espíritu dominante es la vuelta a la inte­
rioridad. El mundo ideal busca poderosamente la luz, pero queda detenido
poique la naturaleza es ocultada como un misterio»41.
El idealismo alemán surge de la experiencia del fracaso al que con­
duce el pensamiento unidimensional. Tarea de la filosofía ha de ser, por
el contrario, restablecer la totalidad y la identidad de sujeto y objeto. Esta
tarea es posible porque la escisión misma está precedida por una unidad
originaria. «Lo ajeno —hace notar Hegel— se produce sólo por el aban­
dono de la vida unificada»42. La vida actual de los hombres está ca­
racterizada por una contraposición que resulta de la actividad reflexiva.
De no haber otro camino, sólo sería posible establecer síntesis en la
forma del dominio de un opuesto por su contrario, y la unificación abso­
luta sólo sería posible en un lejano más allá, incierto e inconcebible. En
esta situación ven Hegel, Hólderlin y Schelling las doctrinas filosóficas
vigentes en la época (Kant, Jacobi, Reinhold, Fichte...). No se trata, pues,
de eliminar la reflexión, sino de considerar su relatividad. Y esto signifi­
ca que las oposiciones producidas por ella no son algo «en sí» o «absolu­

41 Ideen zu einer Phitosophie der Natur, SSW, 1/2, pp. 72-73.


42 FrühSchr.. I. p. 342.
58 D A N IE L IN N E R A R IT Y

to», sino un momento, una apariencia a la que precede y acompaña una


totalidad más profunda. La crítica a la filosofía de la reflexión tiene un
claro destinatario: Fichte. Su filosofía de la conciencia es una radi-
calización de la unilateralidad de la Ilustración, la mala subjetividad que
se despliega a costa de la vida, el paradigma de la enfermedad de Europa.
Mantener la unidad en la diferencia, pensar lo distinto como unido,
ser sí mismo en lo otro, id hen diaphéron heauto*3, expresa el propósito
fundacional del idealismo absoluto: la remisión de lo plural a un princi­
pio unitario y explicar —es decir, relativizar, reducir a momento— el
desgarramiento de la cultura analítica, reconciliar la dinámica moderna
de desasimiento con el espíritu objetivo, recuperar la vinculación onto-
lógica del sujeto con la universalidad. La unidad de la distinción y la uni­
ficación, de identidad y diferencia, es la nueva mitología de la era de la
racionalidad y la emancipación. El verdadero objetivo de la filosofía es
excluir las oposiciones, superar la contraposición y pensar lo separado en
su unidad ontológica radical, hasta cancelar toda distinción. El hombre
debe entonces pensarse fuera de su conciencia y entender la vida como
algo que tiene la posibilidad de entrar en relación con lo distinto de sí,
como capacidad de vincularse con lo excluido4344. Desde esta nueva pers­
pectiva, libertad como reunificación significa que lo otro —en tanto que
naturaleza física o comunidad social— deja de actuar como un obstáculo
en el momento en que ha sido abolida toda contraposición. La libertad
pasa de ser una mera autonomía formal a constituirse en una potencia
capaz de arraigar el propio ser, aumentarlo y ofrecerlo como don.
El trasunto de esta concepción de la libertad es una nueva ontología que
desdibuje la rígida distinción entre lo extenso y lo pensante, y recupere aque­
lla imagen antropocéntrica del mundo que había sido metodológicamente
prohibida por la crítica cartesiana. Sólo si la naturaleza nos ofrece un rostro
legible, si el plan del mundo coincide con los postulados de la moral, tiene
sentido sustituir la abstracta imposición de la razón por una entrega al mundo
de la que resulte una armonía universal. Superar la contraposición entre la
libertad y el mundo es el objetivo del Systemprogramm cuando hace surgir a
ambos de una simultánea creación a partir de la nada. La cuestión acerca de
cómo debe estar constituido el mundo para que sea posible la realización
moral es ajena al pensamiento de Schelling por aquel entonces y se encuen­
tra en la línea del nuevo curso que la filosofía emprende tras la Crítica del
juicio, en la que Kant postula un principio teleológico en la naturaleza como

43 Cfr. SiA, III, p. 81; IV, p. 256.


44 Cfr. FrühSchr., I, pp. 245 y 419.
H EG EL Y E L R O M A N T IC ISM O 59

condición necesaria para pensar la posibilidad de que los fines morales de la


razón práctica puedan realizarse en el mundo45. Éste es el núcleo del System-
programm. En el momento en que se declara como fundamento de la filoso­
fía la idea de un yo que actúa libremente, se plantea la pregunta acerca de
cómo debe estar configurada la naturaleza para corresponder a esta idea y
manifestarla. De acuerdo con las premisas kantianas, la respuesta sólo puede
sen la naturaleza ha de entenderse como oiganismo, es decir, como relacio­
nes entre el todo y las partes cuya interacción esté basada en una orientación
común hacia el mismo fin. Esto significa que la naturaleza es pensada como
resultado de una voluntad racional —de una libertad— que le confiere una
finalidad general. La teoría kantiana del organismo y la naciente filosofía
romántica de la naturaleza conspiran con el idealismo alemán para producir
una naturaleza que sea trasunto del espíritu, haciendo de ella un ideal desde
el que criticar la innaturalidad de las relaciones mecánicas de la sociedad
burguesa. La belleza es el nombre más adecuado para definir aquel estado en
el que la relación de dominio y esclavitud es abolida para dar paso a una
armonía entre el hombre, la naturaleza y la sociedad. La estética se convierte
así en el refugio de más rebeldías y mayores aspiraciones que las que pudo
albergar una concepción fría, dominativa y austera de la razón.

3. LA COMPENSACIÓN ESTÉTICA
DEL DESENCANTAMIENTO MODERNO DEL MUNDO

Estoy convencido de que el acto supremo de la razón, en el que


ésta abarca todas las ideas, es un acto estético, y que sólo en la
belleza se hermanan la verdad y el bien. El filósofo debe poseer
lanía fuerza estética como el poeta. Los hombres sin sentido esté­
tico son nuestros filósofos de la letra. La fílosof[a del espíritu es
una filosofía estética |...|. La poesía recibe de este modo una dig­
nidad superior, al final será lo que era en el principio: maestra de
la humanidad |ÁSP, 235).

45 Éste es el camino que emprende la filosofía romántica de la naturaleza: la búsqueda


de una convergencia entre la moral y la naturaleza. Para Novalis. por ejemplo, «el sistema
de la moral ha de llegar a ser el sistema de la naturaleza» (Novalis Werke. Beck, Mlinchen,
1981, p. 555). Adam Miiller lamenta así la ruptura entre la física y la ética: «la concepción
que acostumbran a mantener nuestros contemporáneos divide todos los fenómenos en dos
grandes clases; como si existiera una ley que dominara en el reino de las realidades y otra
ley, enteramente distinta, en el reino de las ideas y de los productos del carácter Intimo del
hombre. ¡Eso fue del lodo distinto en la concepción de las cosas mantenida por los an­
tiguos! ¡La ética y la física, ambas tienen el mismo objeto!» ( Vorlesungen üher deutsche
Wissenschaft und Literatur. Salz, MUnchen, 1920. p. 119).
60 DANIEL INNERAR1TY

Para el naciente idealismo alemán —en plena consonancia con el


prerromanticismo— la estética aparece como la tabla de salvación para el
hombre en un mundo desencantado, privado de fines e inhóspito, que
resulta de la estrategia dominadora del entendimiento moderno. Más aún.
la estética como tal surge al desaparecer la imagen teleológica del mundo
bajo la presión del conocimiento científico-analítico. Ese universo de-
sontologizado no presenta ninguna analogía con el hombre. Tiene en su
origen aquella prohibición de antropomorfismo por la que se obligaba a
pensar a la naturaleza como lo estrictamente otro y proyectaba la libera­
ción humana como el resultado de la constitución de una auloconciencia
a expensas del mundo. La infinitud del espacio newtoniano es cualquier
cosa menos un hogar. Así lo describe Hegel —con la insatisfacción de
ver un programa cumplido y el secreto deseo de iniciar la aventura de la
reunificación— en una poesía de juventud:
Y cual envoltura sin alma
yace la piel de la tierra envejecida,
de cuyos polos antes manaba júbilo y espíritu46.

Éste es también el estado de hechos que describe Schiller en su poesía


Los dioses de Grecia; la nostalgia ante un mundo desprovisto de sentido:
Cuando aún gobernabais el bello universo,
estirpe sagrada, y conducíais hacia la alegría
a los ligeros caminantes,
bellos seres del país legendario [...].
Cuando el velo encantado de la poesía
aún envolvía graciosamente a la verdad.
Por medio de la creación se desbordaba la plenitud de la vida
y sentía lo que nunca había sentido.
Se concedió a la naturaleza una nobleza sublime
para estrecharla en el corazón del amor,
todo ofrecía a la mirada iniciada,
todo, la huella de un dios.

Donde ahora, como dicen nuestros sabios,


sólo gira una bola de fuego inanimada,
conducía entonces su carruaje dorado
Helios con serena majestad.
Las O rladas llenaban las alturas,
una Dríade vivía en cada árbol,
de las urnas de las encantadoras Náyades
brotaba la espuma plateada del torrente |...J.

46 Dok., p. 384.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 61

Ignorante de las alegrías que ella regala


nunca entusiasmada ante su majestad,
sin darse cuenta del espíritu que ella dirige,
nunca dichosa por mi felicidad,
indiferente incluso ante la gloria de sus artistas,
igual que la maquinaria muerta del reloj,
obedece servilmente a la ley de los graves
la desdivinizada naturaleza47.

Las utopías de la exactitud, de la organización more geométrico del


espacio, han conseguido que se pierda la experiencia de aquellos ámbitos
de sentido que no comparecen ante el entendimiento simplificador. Para la
visión prosaica de la naturaleza, el yo es una hipótesis sobre la que hacer
descansar el origen del hacer y el destinatario del padecer; las olas del mar,
el resultado de un azaroso equilibrio entre los elementos enfurecidos; la
caída de una hoja de otoño se descompone en una multitud de momentos
inmóviles; los colores son reducidos a pálidas longitudes de honda... En
definitiva: la realidad es una suma de nadas. El mundo sentido en la expe­
riencia cotidiana y el mundo de la ciencia se divorcian, al mismo tiempo
que se enemistan los hechos y los valores, el rudo imperio de las cantida­
des y el etéreo sueño de las aspiraciones. El universo matemático extiende
la necesidad a costa de las posibilidades, transforma los organismos en
mecanismos y prohíbe taxativamente cualquier analogía entre lo creado y
el Creador. La comunidad de ciencia poesía y filosofía se desintegra en
una pluralidad de centros de variada dirección. Lo que el dominio de la
naturaleza, el rigorismo de la moral abstracta y el despotismo político tie­
nen en común es la cristalización de los procesos de separación que carac­
terizan al mundo moderno.
La poesía romántica es, precisamente, una resistencia frente a la triviali-
zación del mundo, un viaje hacia la certeza, un catálogo de verdades oportu­
nas pero intempestivas, una condena del salvajismo racionalista que todo lo
objetiva, el refugio de las diferencias y el encanto desvanecido, un puñado
de evidencias arrebatadas a la riada de la nivelación universal, una nueva
arca de Noé. Se trata de procurar la visión de una naturaleza que pueda con­
vertirse de nuevo en patria del hombre y que conduzca a la reunificación de
la humanidad. Y la belleza es el elemento que permite pensar la naturaleza
en analogía con el espíritu humano, la presencia de lo eterno en lo ftnito, lo
que precede a toda división que introduce la actividad reflexiva.
Nos encontramos en un momento de especial significación histórica:

47 Die Gotter Griechertlandes, vv. 1-4,9-24,105-112.


62 D A N IE L IN N E R A R IT Y

asistimos al desdoblamiento del discurso acerca del hombre. La química se


hace con el monopolio de la exactitud; la literatura, con el del sentido.
Nace el dualismo de lo preciso trivial y del sentido evocado, de la mera
materia y del puro espíritu, de lo mostrenco y lo inapresable. La importan­
cia que la literatura adquiere en esta época no es un hecho casual; obedece
a que la ficción y el ensueño poético se convierten en portadores de aquella
verdad incondicional acerca del hombre que el entendimiento ha expulsado
del mundo real. La estética misma —como esfera autónoma— nace como
una compensación frente a la sequedad de la razón analítica moderna. Se
trata de la inconmensurabilidad señalada por Baumgarten entre el sentido
que un acontecimiento tiene para una sensibilidad cultivada y su presenta­
ción en los conceptos de la ciencia. Y Kant formuló filosóficamente esta
intuición en la Crítica del juicio: una vez que las ciencias de la naturaleza
han encontrado una andadura fírme gracias a que se limitan estrictamente
al análisis de su aparición externa en el ámbito de la experiencia posible, la
imaginación estética se encarga de mantener viva y presente para el alma la
naturaleza en su totalidad e integridad.
El privilegio de la poesía es el tema central de la experiencia romántica.
No se trata tanto de una reivindicación como de la constatación de que sólo
en el mundo de la poesía puede mantenerse viva esa experiencia global a la
que el científico renuncia cuando acota el ámbito de su dominio. El idealis­
mo alemán no se contentará, por supuesto, con ese dualismo. Pero no puede
entenderse sino como respuesta a este desgarramiento. La poesía filosófica
de Schiller es el eslabón que decreta este privilegio de radicalidad que asiste
a la poesía del prcrromanticismo y que en Los dioses de Grecia adquiere la
forma de una protesta nostálgica a la que sigue la declaración de que la li­
bertad se haya fuera de la naturaleza, en el alma del poeta:
Mundo encantado, ¿dónde estás? ¡Vuelve,
amable apogeo de la naturaleza!
Ay. sólo en el país encantado de la poesía
habita aún tu huella fabulosa.
El campo despoblado se entristece,
ninguna divinidad se ofrece a mi mirada,
de aquella imagen cálida de vida
sólo quedan las sombras (...].

Ociosos retomaron los dioses a su hogar,


el país de la poesía, inútiles en un mundo que.
crecido bajo su tutela,
se mantiene por su propia inercia.

Sí, retomaron al hogar, y se llevaron consigo


lodo lo bello, lodo lo grande.
H EG EL Y E L ROMANTICISMO 63

todos los colores, todos los tonos de la vida,


y sólo nos quedó la palabra sin alma.
Arrancados del curso del tiempo, flotan
a salvo en las alturas de Pindó,
lo que ha de vivir inmortal en el canto,
debe perecer en la vida4*.

En Los artistas Schiller defiende el privilegio que asiste a quienes se


ocupan con la belleza y concluye con una solemne declaración de su res­
ponsabilidad:
Sólo por la puerta oriental de la belleza
le abriste paso en el país del conocimiento [...].

Lo que sólo transcurrido un milenio


la vieja razón encontró,
ya era conocido por el entendimiento infantil
en el símbolo de lo bello y de lo grande.
Su graciosa imagen significaba para nosotros amor a la virtud,
un tierno sentido ha resistido al vicio,
antes de que un Solón hubiera escrito la ley,
el débil pétalo brotaba lentamente.
Antes de que surgiera del espíritu del pensador
el audaz concepto del espacio eterno,
¿quién no lo habla presentido ya al mirar
hacia el escenario de las estrellas? |.„ |

Lo que recibimos aquí como belleza


se nos presentará un día como verdad.

Cuando el Creador expulsó al hombre


de su presencia hacia la mortalidad
y le ordenó retomar a la luz
por el áspero camino de los sentidos.
cuando todos los celestes apartaron su rostro de él,
noblemente se enclaustró ella (la beileza|
con los humanos en la mortalidad.
sólo ella con los abandonados en el destierro [-.].

Vosotros hicisteis resonaren la naturaleza


el primer eco de la imagen originaria de todo lo bello [...].

Al igual que sobre el arroyo claro como un espejo


flota el baile de las coloreadas orillas,
la luz del crepúsculo y el campo florido,
asi de tenue brilla velando sobre la vida indigente
el mundo sombrío de la poesía [...].

44 íd.. vv. 89-96. 117-128.


64 DANIEL INNERARITY

El arte creador pone cerco en una victoria silenciosa


al inabarcable reino del espíritu [...].

La dignidad del hombre ha sido puesta en vuestras manos,


¡conservadla!
¡Ella se hunde con vosotros! ¡Con vosotros se alzará!
La magia sagrada de la poesía
sirve a un sabio plan del universo,
silenciosamente conduce al océano
de la gran armonía.

Rechazada por su época, re Rigiese


la austera verdad en la poesía
y encuentre protección en el coro de las musas.
En la sublime plenitud de su esplendor,
más terrible en su vestidura encantadora,
resurja en el canto
y vénguese tocando victoria
en el pusilánime oído de su perseguidor.

Hijos libres de la madre más libre,


elevaos con rostro imperturbable
al trono luminoso de la sublime belleza,
no ambicionéis otras coronas.
Las hermanas que aquí os han desaparecido,
buscadlas en el seno de la madre:
Lo que las almas bellas consideran bello,
ha de ser perfecto y excelente.
Alzaos con audaz vuelo
por encima de vuestro tiempo;
refléjese ya en vosotros
el siglo venidero.
Por los miles de enredados senderos
de la rica diversidad,
salid al encuentro unos de otros
hacia el trono de la suprema unidad.
Como se rompe graciosamente la blanca luz
en siete dulces rayos,
como se funden en la blanca luz
los siete rayos del arco iris:
multiplicad así vuestro juego de claridad
en tomo a la mirada fascinada,
retomad así al vínculo de la verdad,
al único torrente de la luz49.

En un mundo trivializado, abrazar el sentido, tomar a su cargo io mí


verdadero, es la misión específica del poeta. Es una capacidad, urgida p<

49 Die Künstler, w . 34-35.42-53,64-65,64-73,227-228,344-348.405-406,450-488.


H EG EL Y E L R O M A N T IC ISM O 65

la sequedad de los tiempos, para apresar lo indecible y conservar ese ele­


mento de misterio, aquel escándalo de lo desconocido que aletea aún
entre el armazón conceptual de las relaciones de causa y efecto. Es una
resistencia a las divisiones, en espera de un momento más propicio para
convertir todo en alma, cuando el ser desnudo deje de imponerse al deber
de la ensoñación y se reconcilien para siempre. Es una retirada momentá­
nea que presagia el triunfo final de la creatividad sobre la mecánica.
Ésta es la situación espiritual desde la que están escritos los Himnos a
¡a noche de Novalis50. En ellos, la poesía es un refugio precario donde se
alberga todo lo que ha huido de la luz avasalladora. La poesía permite son­
dear los espacios infinitos y mantenerse en fidelidad al tesoro escondido en
la noche. «Ella te guía matemalmente y es a ella a quien debes toda tu gran­
deza. En ti mismo te disiparías, te desvanecerías en los espacios infinitos, si
ella no te contuviera y ciñese para que te enciendas y al arder engendres el
mundo.» El poeta construye así un hogar a la espera de que el mundo vuel­
va a ser morada de la divinidad y, por tanto, imagen del hombre. «Desapare­
cieron los dioses con su séquito. Solitaria y muda quedó la naturaleza.
Exánime, el árido número y la medida estricta la apresaron con una gélida
cadena en forma de leyes. Y en forma de ideas, como en polvo y en aire, se
hundió la inestimable floración de la vida milenaria. Huyeron la fe todopo­
derosa y la imaginación, su celeste compañera, que todo lo transfigura y
cmparenta. Un frío viento del norte sopló sobre los gélidos campos y la
patria maravillosa se disipó en el éter. Las infinitas lejanías del cielo se lle­
naron de mundos que brillaban. El alma del mundo se retiró con todas sus
potencias a un santuario más profundo, al espacio superior del espíritu, para
reinar allí hasta el amanecer del nuevo día. La luz dejó de ser morada de los
dioses y signo celeste. Con el velo de la noche se cubrieron. La noche se
convirtió en el seno fecundo de las revelaciones.» Fuera del reino de la luz.
en el espacio sombrío de la noche, se refugia el vestigio de todo lo sagrado.
El crepúsculo envuelve a los que aún permanecen cuerdos.
Desde este horizonte romántico se entiende la reivindicación de la
estética que presenta el Systemprogramm. Se trata de una protesta contra
lu especificación moderna de la estética, a la que se ha concedido dere­
cho de ciudadanía en el mundo moderno como un mero contrapunto de la
luz. Pero la estética tiene que invadir el mundo, «romantizarlo» (Nova-
lis), extender el sentido y la cualidad. El idealismo no es otra cosa que la
expansión de aquellos valores que el romanticismo ha guardado celosa­
mente y para los que ha llegado la hora de su universalización.

50 Hymnen an die Ñachi, pp. 44-48.


66 D A N IE L IN N E R A R IT Y

El hermanamiento de la verdad y del bien en la belleza es la versión


postmodema de la antigua conexión entre los trascendentales, de la kalo-
kagaiía griega. Esta conjunción ya había sido indicada por Kant como
enlace entre el mundo natural y el de la libertad y elevada a programa
educativo por Schiller. En su poesía Los ideales, Schiller lamenta la pér­
dida del vínculo que debía unir al amor, la felicidad, la gloria y la verdad:
El amor como dulce recompensa,
la felicidad con su guirnalda dorada,
la gloria con su corona de estrellas,
la verdad en el esplendor del sol.

Pero, ¡ay!, a la mitad del camino


se perdieron los acompañantes,
desanclaron infieles sus pasos
y se retiraron uno tras otro.
Rápidamente se evaporó la felicidad,
la sed de saber quedó sin aplacar,
el siniestro temporal de la duda se cernió
en tomo a la imagen soleada de la verdad*1.

La seca ascética del deber puede ser sublime, pero es incapaz de hablar a
todas las facultades del hombre a la vez, desconoce la libertad estable y
armónica. Eleva a costa de reprimir una dimensión; es una injusticia contra la
variedad de la vida, en la que introduce el antagonismo. Que el acto supremo
de la razón sea un acto estético significa que es ahí donde cabe encontrar un
ejercicio de la libertad que no haya que pagar con el desgarramiento interior.

4. LIBERACIÓN POLÍTICA
Y MECANIZACIÓN DEL ESTADO

Desde la idea de humanidad quiero mostrar que no existe una


idea del Estado, porque el Estado es algo mecánico, del mismo
modo que tampoco existe una idea de una máquina. Sólo lo que
es objeto de la libertad se llama idea. Por tanto, ¡tenemos que ir
más allá del Estado! Pues todo Estado tiene que tratar a los hom­
bres libres como engranajes mecánicos y. puesto que no debe
hacerlo, debe desaparecer (ÁSP. 234-235).

Nos encontramos ante uno de los momentos que mayor estupor ini­
cial producen en el investigador del Systemprogramm. Una expresión51

51 Die Ideóle, vv. 53-64.


HECiEL Y EL ROMANTICISMO 67

anarquista, un individualismo radical, ante el que debe retroceder cual­


quier pretensión de organizar mecánicamente la vida de los hombres.
¿Cómo encaja todo esto en la trayectoria intelectual de los filósofos idea­
listas? El texto pierde su carácter enigmático si lo ponemos en relación
con lo que se ha visto hasta ahora. Se trata, sin más, de una protesta con­
tra las consecuencias sociales de una concepción analítica de la razón. La
privatización de todo el ámbito del sentido —el correlato político de la
noche poética— se corresponde con una desmoralización de la esfera
pública que es ocupada por un Estado mecánico. Un mecanismo es visto
como una relación impropia entre sujetos morales, como una lógica de
fuerzas carentes de espíritu, que tiende a expulsar toda traza de sentido
hacia el exilio de la más estricta intimidad. Mecanización de la vida
pública y aparición de la vida privada son dos fenómenos correlativos: de
la prohibición de que las convicciones morales se extiendan a los asuntos
políticamente relevantes se sigue la conversión del espacio público en un
ámbito regido únicamente por la razón estratégica; simultáneamente, la
cosificación de lo social impulsa la protección de un espacio interior de
sentido y valor. El progreso cultural es un proceso de diferenciación y
disgregación, en virtud del cual las relaciones vitales se vacían de su
conexión intema y dan lugar a un movimiento mecánico. Con el roman­
ticismo esta dinámica de la modernización se experimenta como una
amenaza para la propia identidad; el idealismo es el programa de su­
peración de esta ruptura. Una universalidad racional que tiende a elimi­
nar lo que no ha sido capaz de integrar sólo puede ser detenida por una
libertad pensada como capacidad de implicación en proyectos históricos.
El esprit de géometrie de la Ilustración había extrapolado al ámbito
social un paradigma acreditado en el campo de las ciencias analíticas de la
naturaleza. El año 1747 se había publicado en Holanda L' homme-machine
de La Mettrie y los éxitos en el descubrimiento de las leyes causales permi­
tían presagiar una nueva cultura universal del mecanismo. Schlózer aplica
este término al Estado en un sentido totalmente positivo. Hasta en el propio
Rousseau —tan crítico de la civilización en otros aspectos— la palabra
«máquina», referida al aparato del Estado, no tenía ninguna connotación
negativa Las cosas comienzan a cambiar con Kant, quien celebra que la
Revolución francesa haya convertido a un pueblo en un Estado, pero opone
el concepto de «oiganización» —en el que cada miembro no es un mero
medio, sino también un fin— al de una máquina de movimiento inercial que
impidiera la autodeterminación de sus elementos52. Dignidad humana signi-

52 KU, V, p. 375.
68 DANIEL INNERAR1TY

fica que «el hombre es más que una máquina»53. Para el buen funciona­
miento del aparato estatal es necesario apelar al acuerdo consciente de sus
ciudadanos. No hay, no obstante, ninguna oposición de principio entre la
objetividad de la maquinaría estatal y la libertad personal. Kant está influido
por la concepción hobbesiana del Estado como artificio que ha de funcionar
sin que tenga que esperar la virtud del ciudadano ni temer sus vicios. Y en
la Crítica del juicio se sostiene implícitamente que el mecanismo no es de
suyo la negación del espíritu. No hay arte que no lleve algo mecánico consi­
go. También la producción artística —salvo en el caso del genio— requiere
una estrategia y el seguimiento de determinadas reglas, de las que no puede
prescindir arbitrariamente. Tanto en lo político como en lo estético, Kant
abandona el punto de vista del individualismo genial y se separa así del
Sturm und Drang, al que, de paso, ha prestado alguno de sus más estimados
conceptos. Pero, en cualquier caso, la exigencia radical de disolución del
Estado es incompatible con la filosofía kantiana.
La imagen de la Staatsmaschine es un lugar común del período
1780-1800. La encontramos en Mendelssohn, en Hemsterhuis —con
cuya filosofía se ocuparon intensamente Novalis y Holderlin a comienzos
de la década de los noventa— , en Fichte, en Jacobi, en Hegel, en Schi-
11er, en los hermanos Schlegel... La idea, por ejemplo, de que el gobierno
ha de tender a hacerse superfluo está ya formulada por Lessing y de ahí
la tomará Fichte en polémica contra los críticos de la revolución. Pero
también se encuentra en teóricos de la restauración, como Gomes o
Adam Müller (para éste, el Estado no puede ser entendido ni como una
compañía de seguros ni como un cortijo). Veamos alguno de ellos en fun­
ción de la importancia crítica que tiene para la interpretación y
contextualización del patitos antiestatalista.
Ya Spinoza había señalado que el fin del Estado no es hacer de los
hombres unos autómatas, sino asegurar su autonomía. Pero habrá que
esperar al Sturm und Drang para que deje de ser un sueño la constitución
del Estado como una maquinaria lograda. Herder y Jacobi critican las
novedades racionalistas en el ámbito de la organización social como
modalidades de «encadenamiento» (Jacobi). La metáfora de la máquina
ya no es presentada como una conquista, sino como una amenaza. Frente
a la afirmación de Christian Wolf de que el mundo es una máquina que se
manifiesta como una obra de la sabiduría de Dios, Jacobi escribirá en el
anexo a su novela Allwill que no entiende cómo una representación
mecanicista de la creación puede ser más racional y más cercana al Ser

53 Beantwortung der Frage: Was ¡si Aufklarung?, Ak„ VIII, pp. 4 1-42.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 69

supremo que una imagen antropomórfica (se trata de una obra que. por
cierto, fue leída con entusiasmo por Hegel y Hdlderlin en Tubinga). Y en
su otra célebre novela. Woldemar, contrapone Jacobi la especificidad del
sentimiento moral a las leyes casuales y mecánicas de la sociedad
burguesa. Pero quien ejerció una mayor influencia en el ánimo anties-
tatalista del autor de nuestro texto fue, sin duda, Fichte. Como abonado
de la revista Die Horen, Hegel conocía seguramente el escrito que Fichte
había publicado con el título Über Belebung und Erhóhung des reinen
¡nteresses fü r Warheit. En él se mencionaba como obstáculo para la ver­
dad el hacer del hombre una «máquina representativa». En los Grund-
lage des Naturrechts declaraba que el fin de todo Estado consiste en
hacerse supcrfluo. Y en su escrito sobre la Revolución francesa se crítica
«la maquinaria política artificial de Europa»54 que oprime al individuo al
tratarlo como mera pieza de un gigantesco mecanismo.
Resulta curioso comprobar que unos años más tarde sea Fichte criti­
cado por Hegel como el filósofo del Estado-máquina. En el fondo, lo que
se critica es que Fichte no haya sido capaz de poner las bases para supe­
rar una concepción atomística de la sociedad, que es la que da origen a la
mecanización de la esfera pública. El Estado que Fichte proyecta en su
obra Der geschtossene Handelsstaat «no es una organización, sino una
máquina; el pueblo no es el cuerpo orgánico de una vida común y rica,
sino una pluralidad atomística, sin vida», cuyos «elementos» son consi­
derados y tratados como «sustancias absolutamente contrapuestas». Se
trata, pues, de un Verstandesstaat pensado desde el atomismo analítico
que desemboca necesariamente en un sistema de control y dominio55. El
ideal de Estado que Hegel se ha forjado desde su estancia en Berna es la
república antigua, cuya organicidad lo distingue radicalmente del indivi­
dualismo en que se basa el Estado moderno. Lo propio de la república es
vivir para una idea. «Cuando después de siglos — escribe Hegel en Berna
el año 1794— la humanidad vuelve a hacerse capaz para las ideas, desa­
parece el interés por lo individual»56. Con esta afirmación Hegel se refie­
re más a una oportunidad histórica en trance de ser desaprovechada que a
una posibilidad cumplida. El Estado moderno no se entiende a sí mismo
como la realidad de una libertad común —como «idea», pues «el pueblo
es una idea» (Novalis)57 — , ya que en él lo primero no es la totalidad de

54 Cfr. VI, p. 91
55 Cfr. JenSchr., II, pp. 85-87.
36 FrühSchr., I, p. 100.
57 Novalis Werkí, p. 333.
70 D A N IE L IN N E R A R IT Y

un pueblo; entendido como garantía de la libertad y la propiedad, es una


yuxtaposición de privacidades, la conjunción de individuos por medio de
un mecanismo coercitivo. De este modo, no existe propiamente una vida
pública. La separación burguesa entre la vida privada y la esfera pública
implica una lógica coactiva. El movimiento «ciego y elemental» de la
esfera económica — «la vida de lo muerto», es calificada por Hegel—
reclama un dominio y un control exterior como el que es necesario para
amansar a una «bestia salvaje»38. Paradójicamente, la emancipación eco­
nómica produce un sistema caótico y eleva la represión de la libertad.
Pero un Estado-máquina no puede legitimar en modo alguno su monopo­
lio legal de la violencia; para ello tendría que recurrir a una instancia de
justificación de la que ha prescindido abiertamente una cultura analítica.
Observaciones análogas pueden encontrarse en la obra de Schelling.
Su Nueva deducción del derecho natural (1795), puede entenderse como
la búsqueda de una mitología política que significa que el entramado ins­
titucional no puede ser deducido unilateralmente desde el sujeto, como
identidad coactiva, consensual o mecánica. Y desde el Sistenw del idea­
lismo trascendental (1800) se esfuerza Schelling en sustituir la lógica de
relaciones objetivas, propia de un mecanismo, por una relación de sujetos
morales. De acuerdo con los principios de la primera, el sistema social se
convierte en «una máquina que está programada para determinados casos
y que actúa por sí misma, es decir, con una ceguera absoluta, en el
momento en que se dan esos casos; y aunque esta máquina haya sido
construida y programada por manos humanas, desde el momento en que
el artífice retira sus manos de ella, debe proseguir del mismo modo que
la naturaleza visible sigue sus propias leyes, como si existiera por sí mis­
ma»39. Esta naturalización del sistema social es lo contrarío de una ver­
dadera sociedad en la que —como advertirá Schelling unos años más
tarde— la vida privada y la vida pública se compenetran orgánicamente.
La consecuencia de esta ruptura es la mutua indiferencia y, con ello, en el
Estado separado de la sociedad «domina una legalidad, pero no es posi- t
ble ninguna aplicación de ideas; a lo sumo, la de una sagacidad mecáni­
ca»585960. La extensión y afianzamiento de una razón estratégica son el
resultado del abandono de la vida unificada.
La diferenciación de la esfera económica que ha tenido lugar en la
modernidad ha conducido a que este sistema de acción imponga su pro-

58 Cfr. JenSyst.. I, p. 324.


59 SSW, 1/3. p. 584.
» I d . 1/5. p. 313
H E G E L Y E L R O M A N T IC ISM O 71

pia lógica sin límites. El tráfico mercantil es un ámbito éticamente neu­


tralizado para la persecución estratégica de intereses privados y por eso
no puede ser un ámbito de integración. Esta reciprocidad sin espíritu con­
figura unos vínculos inconscientes en los que el individuo no se puede
reconocer. De ahí la despreocupación por la totalidad que se apodera del
alma del ciudadano y que Hegel detecta con especial clarividencia. «La
parte que se confía a cada uno en la totalidad despiezada es tan pequeña
en relación con el conjunto que el individuo no tiene por qué conocer esa
relación ni tomarla en cuenta»61. De estos supuestos resulta la mecaniza­
ción de la política, de la que se apodera una mentalidad calculadora.
Bajo las condiciones de la sociedad moderna y despolitizada no puede
ser restituido el ideal antiguo de Estado. Mas, por otra parte, la mera auto­
rregulación de la sociedad burguesa es incapaz de superar los antagonis­
mos del sistema de las necesidades. La forma más inmediata y abstracta de
la subjetividad es la fijación en el interés material. Por eso postula Hegel
una mediación intersubjetiva para superar esa espontaneidad elemental que
adopta la forma de un privatismo de los intereses. Es necesario subsumir
los antagonismos en la esfera de una eticidad viva, precisamente en este
momento en el que, frente al espejismo de una liberación individual, «las
ideas morales pueden encontrar un sitio en el hombre», de tal modo que
«las constituciones que sólo garantizan la vida y la propiedad dejan de ser
consideradas como las mejores»62. Solamente puede superarse la paradoja
de una libertad que termina creando un «aparato de terror» (der ángstliche
Apparat) si la libertad se entiende como configuración de una comunidad
política, si se abandona la atomización de subjetividades hostiles en favor
de una solidaridad compatible con la libertad individual.
El espíritu analítico tiene un efecto de debilitamiento de la soli­
daridad. Frente a él, la cultura romántica es la rehabilitación de Dioniso.
el destructor del principio de individuación. La crítica al Estado como
máquina remite al de su concepto rival: el de oiganismo. En contraposi­
ción al mecanismo, cuyos elementos pueden ser sustituidos sin que se
altere la función total, y en el que las partes no contienen en sí mismas ni
la idea ni los fines del todo, en un organismo cada miembro es símbolo
inmediato de la totalidad, o una variación de ésta. Una comunidad así
entendida no es una yuxtaposición de mónadas indiferentes, homogéneas
y con idénticos derechos, sino una comunidad de comunicación. El fin de
un Estado así constituido puede coincidir de nuevo con los fines de sus

61 FrühSchr., 1. p. 206.
62 íd.. p. 101.
72 D A N IE L IN N E R A R IT Y

ciudadanos. Esta concepción antimecanicista del Estado se convierte con


el romanticismo y el idealismo alemán en la metáfora de una utopía anti­
burguesa. Esta nueva mitología política se basa en la centralidad que
adquiere una interacción social que tiende a desdibujar las fronteras entre
lo público y lo privado, en beneficio de una nueva categoría: la media­
ción universal en la que los sujetos se constituyen como tales. Es lo que
Schelling llamará «simbólica general» (allgemeine Symbolik'fi3 y F. Sch-
legel «mediación general» (allgemeine M ittelbarkeit)M.

5. RELIGIÓN POPULAR Y CULTURA SECULARIZADA

Ilustrados y no ilustrados deben darse por fin la mano, la


mitología debe llegar a ser filosófica y el pueblo racional, y la
filosofía debe llegar a ser mitológica para hacer a los filósofos
sensibles. Entonces reinará la unidad perpetua entre nosotros. No
habrá ya una mirada despectiva, ni el temblor ciego del pueblo
ante sus sabios y sacerdotes. Sólo entonces nos espera la misma
formación de todas las fuerzas, tanto del individuo como de las
de todos los individuos. Ninguna fuerza será ya reprimida.
¡Entonces reinará una libertad y una igualdad universal de los
espíritus! Un espíritu superior, enviado del cielo, deberá instaurar
entre nosotros esta nueva religión que será la última y la más
grande obra de la humanidad |ÁSP, 236).

Todas las reflexiones de románticos e idealistas en tomo a la religión


parten de un dato fundamental: el mundo moderno ha convertido a la
religión en un asunto privado y esta secularización ha supuesto una tri-
vialización —una pérdida de sentido— de las acciones humanas. La cul­
tura de la época se construye desde la ausencia de Dios. Hólderlin
denomina a esta lejanía «noche de Dios» (Gótternacht), por el avasalla­
miento al que Dios se ve sometido «desde hace demasiado tiempo»636465,
cuando nuestro linaje comenzó a vagar en la noche sin lo divino66. Este
alejamiento de Dios es lo que hace a Novalis añorar el parentesco que
unía a los hombres con la divinidad cuando el entendimiento dominador
aún no había expulsado de la tierra a los vestigios de lo divino67. Hólder­
lin parece atribuir a la cultura del mecanismo las responsabilidades de

63 SSW, 1/2. p. 73.


64A M .n .p .3 i4 .
65 Cfr. StA, II, p. 46. •
66 Cftv Id., II. p. 115.
67 Cfr. Geistliche Lieder. Novalis Werke, pp. 57 ss.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 73

esta carencia, cuando en su estudio fragmentario Über die Religión escri­


be: «hay en el mundo más que un discurrir mecánico; hay un espíritu, un
Dios»68. La cultura moderna ha roto tres analogías: el parecido del hom­
bre con Dios —su carácter de representación e imagen de la divinidad— ,
el parecido de la naturaleza con Dios —el universo mecánico no puede
ya proporcionamos información alguna acerca de Dios— y el parecido
del hombre con la naturaleza. Esta ausencia, esta distancia infinita que
prohíbe cualquier metáfora, fue expresada así por Hegel:
¡No hay señal de tus fiestas, ni huella de tu imagen!
(...) Quien quisiera hablar de ello a otros,
aunque lo hiciera con lengua de ángel, sentirla la miseria de las palabras.
y el horror de haber empequeñecido lo divino al pensarlo.
de haberlo hecho tan pequeño por las palabras.
que el hablar le parecería pecado y cenaría la boca estremecido69.

Superar este silencio, poner punto final a esta separación absoluta, es


el objetivo de Hegel al menos desde 179S cuando manifiesta a Schelling
su intención de aclarar «qué pueda significar acercarse a Dios»70. Toda la
filosofía de Hegel resulta incomprensible sin este objetivo de penetrar en
la esencia de Dios.
Para completar este panorama en el que la religión aparece como
objeto de nostalgia en un mundo regido por la razón que todo lo separa y
empobrece, resulta inexcusable traer a colación la elegía de Holderlin
Pan y vino, en la que el poeta pone en relación la mentalidad calculadora
del mundo burgués con la lejanía de Dios, el afán del hombre por otorgar
a realidades a medias el carácter de lo absoluto, su incapacidad para aco­
ger el ser como un don, y la función evocadora que corresponde ejercer a
los poetas en una cultura en la que Dios y el hombre parecen vivir en la
mutua indiferencia:
Saciados de los bienes del día vuelven las hombres a casa para descansar
y la cabeza prudente sopesa las pérdidas y las ganancias. |...|
Y llega la noche soñadora,
cubierta de estrellas y ajena a las inquietudes humanas,
reluce admirable allí, extraña entre los hombres,
sobre las cumbres, triste y luminosa. (...)
El hombre teme a los dioses. [...|
crea, se prodiga y piensa conferir a las cosas profanas
un valor sagrado, cuando su mano las bendice, necio y generoso. |...|

“ SfA. IV. p. 272.


M Eleusis. FrühSckr., I, p. 232.
70 Cana del 30 de agosto de 1795.
74 D A N IE L IN N E R A R IT Y

Pero asf es el hombre; cuando el bien se presenta e incluso un dios


le ofrece sus dones, ni lo ve ni lo reconoce.
Ha de sufrir primero; pero luego da un nombre a lo más querido,
y entonces se abren como flores las palabras justas.
Y entonces decide honrar seriamente a los dioses. (...)
¡Pero llegamos demasiado tarde, amigo! Sin duda las dioses viven todavía,
pero allá arriba, sobre nuestras cabezas, en otro mundo.
Allí obran sin cesar y no parece inquietarles
que vivamos o no. ¡Asf nos cuidan los celestes!
Pues no siempre una vasija frágil puede contenerles,
el hombre sólo sopona un tiempo la plenitud divina.
Después, la vida no es sino soñar con ellos. Pero el error
es útil, como el sueño, y la angustia y la noche fortalecen.
hasta que un número suficiente de héroes, crecidos en cunas de bronce,
sean tan valerosos como los dioses.
Entonces vendrán como truenos. Mientras tanto, pienso a menudo
que es mejor dormir que estar sin compañeros
y esperar. |„.)
¿Para qué poetas en tiempos de miseria? (...)
Asf, cuando en un tiempo que ahora nos parece tan lejano,
los que hacían la vida tan hermosa huyeron hacia lo alto,
cuando el Padre apartó de los hombres su mirada
y un justificado dolor se extendió por toda la tierra,
un genio apacible, el último de todos,
vino a nosotros con divinos consuelos y anunció el fin del día.
dejó al coro celeste como señal de que estuvo y de que habría de volver
algunos dones que humanamente podíamos disfrutar, como antaño.
Pero el don del espíritu excede al hombre y aún faltan los fuertes,
capaces para el gozo supremo, aunque alguna gratitud vive oculta.
El pan es el fruto de la tierra, pero la luz lo bendice
y del tronante dios nos llega la alegría del vino.
Estos bienes nos recuerdan a los celestes, que antaño
nos acompañaron y vendrán en el tiempo oportuno.
Por eso los poetas cantan al dios del vino con solemnidad
y no resulta vana la alabanza para el antiguo dios71.

La filosofía hegeliana de la religión —en estrecha relación con la de


Schelling— expone un desarrollo progresivo de la experiencia religiosa,
desde la religiosidad judía hasta el luteranismo, que es necesario recorrer
brevemente para entender su apuesta final por una gnosis religiosa. El
desarrollo de la religión equivale aquí a una despositivación que concluye
con su interiorización en la era moderna. El cristianismo supera la religión
positiva del judaismo en la medida en que opone la subjetividad humana a
la objetividad de la ley y sustituye la pureza o, impureza de un objeto a la

71 SlA. II. pp. 94 ss.


H EG EL Y E L R O M A N T IC ISM O 75

pureza o impureza del corazón. Con el cristianismo cae todo un universo


de prohibiciones objetivas. Su surgimiento significa la relativización de
toda eticidad dominante y la elevación de la subjetividad: con él comienza
propiamente la modernidad, a la que presta sus condiciones de posibilidad.
Schelling lo formula de la siguiente manera: si la religión griega y judía era
una mitología de la naturaleza, el cristianismo es «la visión general del uni­
verso como historia, como un mundo de la Providencia. Éste es propia­
mente el punto de transformación de la religión y poesía antiguas y
modernas. El mundo moderno comienza en la medida en que el hombre se
separa de la naturaleza, pero dado que todavía no conoce ninguna otra
patria, el hombre se siente perdido. Cuando un sentimiento de este tipo se
extiende sobre toda una generación, ésta se dirige —libremente o empuja­
do por un impulso interior— hacia el mundo ideal, para encontrase allí
como en casa. Un sentimiento semejante se extendió por el mundo cuando
surgió el cristianismo»72.
Hcgel también subraya la dimensión liberadora de la religión cristia­
na, a la que no pertenece la estructura de la dominación. Frente a la críti­
ca ¡lustrada de la religión, Hegel advierte que el cristianismo es una
religión que exige y fomenta la libertad. Sin duda, se encuentra bajo la
influencia de la crítica de Jacobi al Dios mecanicista de la teología natu­
ral, que anula la libertad y consolida la ruptura entre la razón y el cora­
zón. «Sobre un espíritu oprimido, que ha perdido su fuerza juvenil bajo
el peso de sus cadenas y comienza a envejecer, no pueden hacer gran
impresión las ideas religiosas»73. La Ilustración ha tratado de criticar a la
religión con la pretensión de abrir así el paso a la emancipación en otras
esferas de la cultura: en la economía, en la política, en la moral... Pero no
ha advertido que entre estos ámbitos existe una íntima colaboración. En
este sentido, la idea hegel iana de Sittlichkeit —de totalidad de la vida de
un pueblo— es anti ilustrada, alberga una pretensión de impugnar o supe­
rar los procesos modernos de diferenciación de las distintas actividades
humanas. El grado de libertad de un pueblo tiene muy poco que ver con
el desarrollo unilateral de una de sus esferas; está más bien en función de
la armonía con la que se desarrollan todos los subsistemas particulares.
El espacio de libertad abierto por el cristianismo contiene un momento
desgarrador. Hegel llama la atención sobre el efecto desmitologizador del
cristianismo en relación con la naturaleza: «ha despoblado el Walhalla, ha
cortado las flores sagradas, ha extirpado la fantasía del pueblo como una su-12

12 SSW, 1/5, p. 427.


73 FrühSchr., I, p. 13.
76 DANIEL INNERARITY

perstición infame, como un veneno demoníaco»7475. La naturaleza deja de


tener un poder mágico. Se convierte en lo completamente otro del hombre.
El cristianismo «supone la absoluta separación»76, hace notar Schelling. La
imagen de Dios se purifica. Desde la prohibición del antropomorfismo
religioso, la infancia de la humanidad es la incapacidad de representarse una
imagen de Dios no antropomórfica y una imagen del hombre no naturalista.
«Todas las demás religiones son imperfectas [...]. El terrible poder de la
naturaleza, en el que el yo no es nada»76. La religión cristiana aparece así
como presupuesto de la libertad subjetiva.
La religión ha alcanzado su absoluta interioridad en el cristianismo. Lo
que Hegel denomina «la bella subjetividad del protestantismo» corresponde
a una religión meramente espiritualista, cuya expresión exterior resulta tre­
mendamente problemática. Se trata de una religión que ha proseguido la
desmitologización de la naturaleza en la línea de una secularización de los
asuntos humanos, permitiendo así su radical cosificación. «La gran forma
del espíritu del mundo, que se ha reconocido en aquellas filosofías [moder­
nas de la conciencia], es el principio del norte y, visto religiosamente, el
principio del protestantismo: la subjetividad en la cual la belleza y la verdad
se representan en sentimientos y emociones, en el amor y en el entendi­
miento [...]. La religión construye sus templas y altares en el corazón del
individuo [...]. Pero también lo interior debe exteriorizarse, la intención ha
de devenir realidad en la acción, la sensibilidad religiosa inmediata ha de
expresarse en el movimiento exterior y la fe huidiza debe alcanzar la objeti­
vidad del conocimiento en pensamientos, conceptos y palabras»77. Nos
encontramos en uno de los momentos de mayor ambigüedad de la filosofía
hegeliana de la religión. Por un lado, intenta hacer de los contenidos de la
religión una moralidad puramente interior; por otro, pretende traducir esos
contenidos en objetividades; por un lado, acepta la interiorización luterana
como una conquista; por otro, se propone detener la trivialización de la pra­
xis humana que del protestantismo se deduce; por un lado, proclama la pri­
macía absoluta del convencimiento interior, por otro, añora una religión que
pudiera fundamentar una nueva solidaridad universal; por un lado, hereda
de Lutero el principio de corrupción de la naturaleza humana; por otro, sos­
tiene la pretensión de penetrar en el conocimiento de Dios y no quiere ver a
la religión como aliada del despotismo.

74 íd.. 1. p. 197.
75 Ober das Verhaltnis der Naturphilosophie zur Philasophie überhaupt (1802), SSW,
1/5. p. 119.
K jenSyst., III, p. 280.
77 JenSchr.. II. pp. 289-290.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 77

Hegel intenta salvar en el medio moderno de la razón las virtualidades


de una religiosidad que trascendía a la razón y detener el proceso de secula­
rización. «Con los progresos de la razón se pierden inevitablemente muchos
sentimientos, se debilitan muchas asociaciones de la imaginación que en un
tiempo nos consolaban, lo que llamamos sencillez de costumbres, y cuyas
imágenes nos alegraban y tranquilizaban. Su pérdida es a menudo lamenta­
da y con motivo. El lucus se convierte en un montón de madera y el templo
en una masa de piedras, como cualquier otra»71*. La búsqueda de esa unidad
perdida y del sentido expulsado por el entendimiento desmitificador ne­
cesita de otro principio distinto. De ahí la invocación a Grecia como expre­
sión de una nostalgia por la totalización de la libertad en la unidad de un
pueblo, el ideal de armonía estética de Winckelmann que Hegel traduce en
una totalidad cultural, social y política. Se trata de recuperar la eticidad des­
garrada por el protestantismo. La Reforma había roto toda mediación entre
inmanencia y trascendencia, todo parecido entre el mis acá y el mis allá. La
ganancia de interioridad se muestra finalmente como una pérdida de sociali-
dad. «Nuestra religión quiere educar a los hombres para ciudadanos del
cielo, cuya mirada esté dirigida siempre hacia arriba, y por eso los senti­
mientos humanos se les convierten en algo extraño»79. La crítica de Hegel
se dirige contra una religión que «ha enseñado lo que quería el despotismo»:
a despreciar la libertad política en comparación con los bienes del cielo, un
más allá que no roza en absoluto con lo cercano y lo entrañable, con el or­
gullo de la propia libertad, que no se entrevera con las aspiraciones huma­
nas nobles y bellas, una gigantesca e insoportable negación que exige
apartar la mirada ante el bien y dirigirla a un lugar incierto, que recela —en
suma— de la libertad80.
En una dirección semejante piensa Schelling cuando — influido, sin
duda, por la reivindicación que Schiller había planteado de encontrar
nuevamente un parentesco entre Dios y el mundo— formula su esperan­
za de que la naturaleza llegue a ser una nueva fuente de la intuición y el
conocimiento de Dios. «Si buscáis una mitología universal, apoderaos de
la visión simbólica de la naturaleza, haced que los dioses tomen posesión
de ella y la llenen»1*1. Este deseo de recuperar la analogía entre Dios, la
naturaleza y el hombre comparte con Hegel el principio de unificación y
exclusión de las oposiciones analíticas, aunque —al menos en la etapa de *30

78 FrühSrhr., I. p. 56.
19 íd., I. p. 42.
30 Carta a Schelling del 16 de abril de 1795; FrühSchr.. I. p. 182.
*' SSW, 1/6, p. 67; cfr. 1/5, p. 122.
78 DANIEL INNERARITY

la filosofía de la identidad— se oriente menos hacia la totalidad sociopo-


lítica y más hacia una nueva concepción de la naturaleza.
Nos encontramos, qué duda cabe, ante un problema de gran envergadura:
cómo es posible la santidad bajo las condiciones del mundo moderno. La
racionalización ilastrada de la religión había producido una desespiritualiza­
ción de las motivaciones humanas favoreciendo la irrupción de una conducta
calculadora, fría y mecánica, un trato con lo real desencantado y superficial.
Los románticos habían tratado también de detener el proceso de seculariza­
ción mediante una nueva mitología. En este contexto hay que entender la
expresión «iglesia invisible» que Hegel utiliza como divisa en alguna de sus
cartas de juventud112. Se trataría de recuperar la presencia de lo divino en lo
mundano, que permita el establecimiento de una nueva solidaridad, y hacerlo
sin modificar sustancialmente el contexto cultural del que este déficit se ali­
menta: el esplritualismo protestante y racionalista que prohíbe cualquier ana­
logía entre lo sensible y lo espiritual, entre el más acá y el más allá. Hegel
quiere poner punto final a esta torpe y estricta separación, aunque cabría obje­
tar si nos encontramos ante una rehabilitación de la analogía o ante la instau­
ración de una equívoca univocidad. En cualquier caso, Hegel se opone a la
consideración del ideal de santidad como inalcanzable en un mundo que el
protestantismo había considerado un obstáculo para el ejercicio de la virtud.
Efectivamente, Lutero reivindicó la mundanidad como el lugar específico del
hombre, pero no por haber captado el valor que el mundo conserva pese al
pecado original, sino precisamente por la irrelevancia de todo lo humano e
histórico ante la propia salvación. En este punto, el planteamiento de Hegel
aparece —probablemente contra sus intenciones— en disparidad absoluta con
el espíritu de la Reforma o, considerado desde otro punto de vista, como un
estadio final del proceso por el que todo lo humano se convierte en un equívo­
co sustituto de lo divino. Schelling no escapa tampoco a esta ambigüedad.
También él rechaza la «escisión del mundo y Dios» y considera que lo propio
del cristianismo es «la visión de Dios en lo finito», añadiendo a continuación:
«el cristianismo como oposición es sólo el camino hacia su plenitud; en la ple­
nitud misma se suprime como lo contrapuesto; entonces se ha recuperado ver­
daderamente el cielo y se ha anunciado el Evangelio absoluto». Pero este
tiempo de plenitud lo sitúa Schelling en el futuro: el cristianismo lo prepara,
pero el Evangelio sólo será verdadero en el futuro, cuando «las formas exte­
riores del cristianismo caigan y se desaparezcan», y en el renacimiento de una
visión simbólica de la naturaleza surga «la nueva religión»83.*

82 Cfr. la carta de Hegel a Schelling de enero de 1795.


*3 SSW, 1/5, p. 120
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 79

Desde estas premisas, es posible entender el interés del Systemprogramm


por anular la contraposición entre el pueblo y los sacerdotes o entre sabios y
no ilustrados. La religión no es asunto de un grupo selecto, sino una propiedad
de lo humano como tal. Ya Kant había criticado «la humillante distinción
entre laicos y clérigos» y reivindicado una igualdad que tuviera su origen en
la libertad84. Herder postuló también una nueva mitología que superara la
separación entre los sabios y el pueblo85, para fundar nuevamente —añadiría
Hólderlin— la «antigua alianza de los espiritas»86. En esta nueva mitología
tendría que desaparecer también lo que Hemslerhuis había considerado como
efecto característico del cristianismo: el despiezamiento de la sociedad, ese
desmembramiento de la totalidad social que ha producido la moderna «coli­
sión de obligaciones»87. Éste es uno de los objetivos que se propone Hegel en
su escrito Glauben und Wissert: oponer a la separación ilustrada de Estado e
Iglesia —todavía presente en Schleiermacher— la objetividad vinculante y la
«catolicidad» (O. Póggeler) de la religiosidad griega y medieval. La religión
ha de entretejer toda la vida de un pueblo.
Pero el desgarramiento más profundo que el autor de nuestro texto
quiere superar tiene su lugar específico en el interior del hombre como
consecuencia de una hermenéutica racionalista que pretende anular el
Cristo histórico en beneficio de un ideal subjetivo, pero «una idea no es
un Dios vivo»88. La reducción de Dios a una idea lleva consigo la oposi­
ción de lo racional a lo sensible, el desagarramiento de la vida, una rela­
ción petrificada entre Dios y el hombre, allí donde debería haber un
vínculo viviente, «del que sólo se puede hablar de forma mística»89. Esta
oposición de sus primeros escritos entre teología y religión está en conti­
nuidad con el planteamiento de Fichte en su Kriíik aller Offenbartmg,
pese a que el interés del Hegel maduro sea precisamente el inverso:
subsumir la religión bajo la racionalización gnóstica de Dios en una teo­
logía absoluta. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que Hegel se da cuen­
ta de que la religión racionalista conduce a una representación vacía,
pues lo pensado no es algo existente, vivo, personal. Éste es el sentido de
sus reflexiones acerca del amor como relación no dominativa, de la vida
como unidad y pluralidad que se integra en un todo, de una virtud orien­
tada hacia la construcción de una comunidad ética. Porque la oposición

84 Cfr. Die Religión ¡nnerhalb der Grenzen der hlnfien Vermmft, AL.VI. p. 180.
85 Cfr. Samtiiche Werke, 1, pp. 443 ss; 14, pp. 34 ss.
86 Cfr. StA, III, pp. 79 y 89.
81 Cfr. FriUiSchr., 1. p. 31.
88 id., 1. p. 304.
89 id., I, p. 375.
80 DANIEL INNERARITY

que establece el entendimiento termina por interiorizarse produciendo un


desgarramiento de difícil superación. La conjunción de fantasía y racio­
nalidad que aquí se postula habría de conducir a una religión que frene el
extravío de la sinrazón en una época de austera racionalidad. Por eso la
religión ha de contener mitos que protejan a la fantasía contra los «aven­
turados desvarios»90, se dice en el Fragmento de Tubinga. La religión
debe integrar todas las dimensiones humanas porque «el hombre es una
cosa plurídimensionai» (ein vielseitiges Ding)91. Hegel exige que la reli­
gión se introduzca en el tejido de los sentimientos humanos y se constitu­
ya como motor de la acción, a fin de acabar con la mecanización de los
intereses. La convergencia entre el conocimiento y la acción, entre lo pú­
blico y lo privado, entre la estética, la ética y la política, habrá sido así
recuperada.

90 íd.. 1. p. 37.
91 íd.. I. p. 31.
III. El amor en torno a 1800
El m is elevado goce de la libertad limita con su plena pérdida1.

El año 1774 se publicó anónimamente en Leipzig el célebre libro de


Goethe Die Leiden des jungen Werthers, una de las obras literarias más
representativas de la mentalidad de ese fin de siglo. Aquellos dos pequeños
tomos, ilustrados con unas delicadas viñetas de estilo rococó, provocaron
una auténtica conmoción en toda Europa que no tardó en calificarse como
liebre, moda o epidemia Entre sus consecuencias se incluye también un
tipo de suicidio que llevaba el nombre del protagonista. El werthérisme se
extendió como un gesto de inútil oposición a la racionalidad burguesa,
como un acto heroico de autoexpresión en un mundo que no acababa de
tomarse en serio la estética. La pasión era sublimada y vencida al mismo
tiempo en un acto de estelifícación de la existencia. En 1824, en el prólogo
An Werther para la edición del jubileo, escribe Goethe una serie de re­
flexiones entre las que destaca la siguiente: «la separación es la muerte»12.
Con una afirmación tan escueta se pone punto final a un capítulo de la his­
toria de la filosofía moderna. ¿Qué ha pasado en la cultura europea durante
estos cincuenta años para que la pasión subjetiva sea ahora vista como
fuente de desesperación? En literatura se trata del paso del Sturm und
Drang al clasicismo. La filosofía de la época registra esta crisis como el
fracaso de la subjetividad romántica. Medio siglo parece haber sido sufi­
ciente para desbaratar la aventura de la pasión y aconsejar la búsqueda de
otro itinerario. El idealismo alemán se pone en marcha precisamente al
registrar la unilateralidad de la filosofía de la conciencia. En este contexto
marcado por la primera gran revisión que la filosofía moderna hace de sus

1 F. Schillcr, SW, 20. p. 306.


2 Gneihe.i Werke, ed. R. BuchwaJd, Standard-Verlag, Hamburg. 1957,9. p. 260,
82 DANIEL INNERARITY

propios supuestos. Hcgel aparece como un espectador privilegiado. Su crí­


tica a la subjetividad abstracta de los románticos corresponde al diagnós­
tico de Goethe de «la enfermedad general de la época», es decir, de una
subjetividad incapaz de desprenderse productivamente de sí misma, para
adentrarse en el mundo objetivo. Esta patología tiene sus raíces en la
estructura que se conforma desde la emancipación exigida por la con­
ciencia moderna. Por tal motivo, la conceptualización del amor en los años
que giran en tomo a este cambio de siglo —forjada más a partir de encen­
didas polémicas que por opiniones pacíficamente compartidas— resulta ser
un problema central si se quiere comprender el curso singular que em­
prende la filosofía europea de la época.

1. KANT Y LA MORAL BURGUESA DEL AMOR

La moral burguesa del amor se forma a lo largo de los siglos xvin y XIX
a partir de las discusiones entre puritanos, románticos y racionalistas. Buena
parte de la historiografía y sociología de la familia ha mantenido como una
conquista evolutiva de la modernidad la autonomización del amor, que deja­
ría de ser una virtud pública, política y religiosa para pasar a ser entendido
como pasión individual. En la era moderna —según esta interpretación— el
amor se aparta del control social general y gana una autonomía cuya lógica
es la de ser una emoción no responsable. Ahora bien, la idea del amor como
pasión corresponde más bien a una rebeldía contra la concepción puritana y
racionalista, como, por ejemplo, la del amor racional de Thomasius, para
quien la decisión de contraer matrimonio había de ser tomada ante el tribu­
nal de la razón. Durante la primera mitad del siglo xvin, el amor había sido
despojado de su propia lógica y reducido a una institución social, a la vez
que el matrimonio se entiende sólo en términos de contrato civil. La primera
concepción específicamente moderna del amor se forma en un contexto
racionalista que exige la socialización del amor para escapar de la condición
natural. Desde la concepción luterana de una disarmonía constitutiva del or­
den natural, el amor y la familia encuentran su justificación en su prestación
social. Con la escisión entre pasión y racionalidad, el amor y la familia pier­
den, junto con su fundamento jurídico-natural, su independencia respecto
del contexto sociopolítico. La única legitimación del amor es de carácter
social: orientar las pasiones hacia el mantenimiento del orden político. Y,
así, Pufendorf convierte la tarea de formar miembros útiles a la sociedad en
su finalidad esencial. La versión alemana de la polémica francesa acerca del
pur amour parece saldada —hasta la aparición del romanticismo— con una
derrota de la subjetividad. Nunca se había cargado sobre el amor tanta
HEGEl. Y EL ROMANTICISMO 83

responsabilidad social izadora, hasta el punto de convertirlo en un instru­


mento de reproducción del poder político. La doctrina luterana de la no
imputación de la culpa no tiene solamente a Dios como sujeto, sino también
al Estado: lo irracional es permitido con la condición de que actúe de una
manera socialmente constructiva.
Nos encontramos en pleno proceso de conformación de una ética de la
obligación —tan ardientemente combatida después por los jóvenes idealis­
tas— que viene a sustituir a una ética de la virtud. Es el tránsito de la ética
entendida como realización de la naturaleza a una ética montada sobre las exi­
gencias de una racionalidad que. de hecho, viene definida por el orden institu­
cional. El puritanismo predica unas exigencias cuya eficacia socializadora es
manifiesta: la lucha contra la naturaleza desordenada, autocontrol e indepen­
dencia afectiva, resistencia a la inclinación... El matrimonio sólo puede ser
una institución no-natural, es decir, estrictamente hablando, sociopolítica.
Sobre esta polarización de una racionalidad moralizante y una cor­
poralidad animal, está basada la teoría kantiana del matrimonio como con­
trato legal, tal como es formulado en la Metafísica de las costumbres del
año 1787. El amor se encuentra ante una rígida alternativa: o está regido
desde la animalidad natural o se somete a la ley3. Y Kant se decide por la
segunda consideración, sobre el modelo de la relación contractual de un
derecho de posesión y uso recíproco, según el derecho civil de la época. La
reciprocidad salva, en una última instancia, la dignidad perdida.
El dualismo se encuentra con graves dificultades a la hora de pensar el
amor humano. Prueba de ello son los problemas en que se queda atrapado
Kant cuando trata de ofrecer una explicación que no contradiga los supues­
tos del sistema crítico. Por lo pronto, el amor no vincula a dos sujetos
trascendentales de la apercepción, ni mucho menos es el género humano el
destinatario del enamoramiento. La concreción desborda así el principio de
generalidad. Por otro lado, vistas las cosas desde la perspectiva de una idea
de dignidad entendida como autodominio, racionalización y afirmación del
yo, una fenomenología del amor tendría que concluir con una afirmación de
incompatibilidad: lo que aquí aparece es más bien una pérdida de la razón,
un deseo de entrega incondicional, un descenlramiento de la subjetividad,
en resumen: una patología. Como tal se lo plantea Kant. Considerado en su
naturalidad, el commercium sexuale tiene un aire de familia con el ca­
nibalismo: uso y abuso son indiscernibles, por lo que hay en todo ello algo
que lesiona la dignidad humana4. ¿Es posible entonces conciliar la inclina­

5 Cfr. Metaphysik der Sitien. Ak., VI. $ 24, pp. 277 $s.
4 Cfr. Ak.. XIX, p. 481 (Reflexión 7662) y p. 540 (Reflexión 7865).
84 D A N IE L 1N N ER AR ITY

ción con el dominio de sí, el deseo con la dignidad, donación y autonomía?


La teoría kantiana del amor patológico se encuadra dentro de una antropo­
logía que ha ampliado el inventarío de las enfermedades humanas hasta
incluir todos los movimientos del alma que no son deducibles de un prin­
cipio de libre autodeterminación. En su origen, el amor es algo pasivo, sen­
sible. carente de lógica, no libre. Kant registra así un lugar común en la
mentalidad de la época: su originalidad consiste en habérselo planteado
como un problema y, sobre todo, en haber ensayado una solución exterior
la racionalización jurídica de una realidad que por naturaleza es patológica.
Así pues, la intención de Kant consiste en encontrar un estatuto jurí­
dico que dignifique lo que, de no ser así. supondría una consagración de
la animalidad. La cuestión es cómo puede el hombre ser a la vez un obje­
to disponible y una personalidad. Pues bien, la posesión del otro como
una cuasicosa sólo puede justificarse bajo la condición de una comu­
nidad recíproca y previamente presupuesta. De este modo, con ayuda de
un modelo mecanicista de bilateralidad y reciprocidad se mantiene el
dualismo entre lo natural y lo racional, en un campo en el que parecía
naufragar. El derecho se ha desvinculado así de toda ordenación natural
ideológica. La consecuencia es el triunfo de la escisión entre el reino de
la naturaleza y el reino de la libertad.
La filosofía kantiana no permitía otra posibilidad. Si no hay alma, si el
hombre es una conciencia que dispone de una máquina, el amor sólo es posi­
ble como contrato de propiedad. Esto se debe a que para Kant la dimensión
corporal del amor no forma parte de la libertad. De este modo, aun cuando
Kant se haya esforzado por aducir argumentos contra la poligamia, poco o
nada puede decir frente al protagonista de la novela Wokiemar, a quien Jacobi
había asignado dos mujeres, una para el cuerpo y otra para el alma5. El ma­
trimonio es un contrato civil de propiedad, en el que la libertad no se ve com­
prometida. La conciencia libre hace aso de la corporalidad propia y ajena, sin
que en ello se contradiga el principio de autonomía, pues el yo se ha refugiado
en una cláusula contractual. La libertad no es afectada por la corporalidad, ya
que ésta es solamente un instrumento de la razón. El amor no compromete la
autonomía de la subjetividad. La existencia de algo así como un contrato de
donación integral atentaría, en cambio, contra la autonomía del espíritu. En el
amor no cabe hablar de donación completa, sino tan sólo de cesión del cuer­
po. Si la donación fuera total, el hombre se convertiría en objeto y perdería su
dignidad personal. La única manera de salvar la dignidad es hacer de este
derecho una prestación parcial recíproca. Y, así. lo que de suyo es pasión natu-

5 Cfr. Werke, ed. G. Fleischcr. Leipzig. 1812-1825, L V.


H EG EL Y E L R O M A N T IC ISM O 85

ral animalizante se humaniza mediante un contrato bilateral. «En este acto el


hombre se convierte en una cosa, lo que contradice el derecho de la hu­
manidad en su propia persona. Sólo bajo una única condición es posible recu­
perarla recíprocamente: en la medida en que una persona es adquirida
igualmente como cosa por la otra. Así se recupera de nuevo a sí mismo y rea­
liza nuevamente su personalidad»6. El trasfondo de este planteamiento podría
quedar así sintetizado: la naturaleza destruye a la persona, y el derecho civil la
restituye; el derecho dignifica las realidades naturales.
A Kant no se le ocurrió pensar que esa rígida alternativa pudiera ser
falsa. El puritano y el frívolo están mucho más de acuerdo de lo que
parece; para ambos, las relaciones humanas carecen de una lógica intema
que vaya más allá de la fugacidad, la pasión o el interés. El primero trata­
rá de poner un remedio extrínseco a este problema, pedir auxilio a la
fuerza de la ley, a quien corresponde salvar lo que de otra manera no
podía mantenerse en pie. Para el segundo, tampoco la configuración de la
identidad personal pasa por la construcción de un vínculo con otro sujeto.
En un caso, es la dignidad subjetiva la que no permite la autodonación;
en el otro, la incapacidad de comprometer la libertad en algo objetivo.
Uno y otro mantienen la misma actitud de reserva interior y se resisten a
reconocer una lógica propia en el amor.
La dura crítica de Hegel a la concepción kantiana del amor se dirige
contra la rigidez con que Kant se aferra a la categoría de la subjetividad
autónoma. El matrimonio no consiste en un contrato civil, porque en éste
los individuos sólo constituyen una voluntad común con relación a cosas,
permaneciendo como sustancias autosuficientes. En el amor se estrella el
sujeto autosuficiente y pierde, contra sus intenciones declaradas, su verda­
dera dignidad. «Bajo el concepto de contrato no puede ser subsumido el
matrimonio. Esta subsunción está representada por Kant —hay que de­
cirlo— bajo la forma de una degradación que prostituye»7*. Hegel introduce
a este respecto la diferencia entre «contrato de intercambio» (Tauschxver-
trag) y «contrato de donación» (Schenkungsvertrag)*. Un contrato de inter­
cambio no se ajusta a la realidad del amor entre personas, pues en ese
contrato aquello de lo que se dispone es algo exterior al propietario. Pero la
donación amorosa es una «recíproca entrega perfecta»9. En todo caso, se
trataría de «un contrato negativo, que suprime precisamente aquel presu-

6 A*.. VI, p. 278.


7 Rechtsphil.. Vil, § 75. p. 157. Una crítica .similar puede encontrarse en J. G. Fiebre.
tiiundlagen des Naturrechts nach Prinzipien der Wissenschaftslehre. FW, III. p. 317.
* Cfr. Rechtsphil.. V il. § 76. p. 159.
9 íd., 5 164. p. 316.
86 DANIEL INNERARITY

puesto sobre el que descansa la posibilidad del contrato en general, a saber,


la personalidad o el ser-sujeto, el cual se aniquila en el matrimonio, en tanto
que la persona entera se entrega como un todo»10*. Esta crítica de Hegel a
Kant constituye una impugnación del concepto puritano del amor y una
vuelta a la concepción del matrimonio según la cual su esencia consiste en
el compromiso verbal, con independencia del acto jurídico correspondiente
conforme al derecho civil. «La esencia del matrimonio, en tanto que unión
de dos personas de distinto sexo, no es ni meramente natural —unificación
animal— ni un mero contrato civil, sino una unificación moral en el amor y
la confianza recíproca para constituir una persona»11. El trámite jurídico-
civil vendría a ser el reconocimiento público de un acuerdo previo.
Como es lógico, esto supone una anterioridad de lo natural respecto de
lo jurídico, como parece señalar Hegel al definir el amor como «la moralidad
en la forma de lo natural»12. Kant no podía aceptar —y tampoco Hegel diri­
girá su crítica en esta dirección, aunque la apunte— la idea de que existen
obligaciones surgidas de la condición natural del hombre y no solamente
aquellas que se derivan del sistema jurídico vigente. En el fondo, la con­
cepción kantiana del amor resulta de una forzada separación entre la na­
turaleza y la libertad, correspondiente a la escisión de cuerpo y espíritu. Esto
se debe a que la libertad está pensada como autonomía que se acredita en el
dominio de objetos, como aplicación a un material dado que no pertenece a
la esencia de la libertad13. Pero la libertad ha de poder acreditarse fuera de sí
misma, bajo la forma de una mediación en la realidad natural, lo que no se
consigue con su despótica subordinación. Entre Kant y Hegel, la concepción
moderna de subjetividad ha experimentado una profunda transformación. La
idea kantiana de sujeto como una instancia que establece relaciones y di­
ferencias, como conexión de lo múltiple, ha sido profundamente desacredita­
da. El romanticismo vive de la experiencia de una oposición que no es puesta
por el yo, sino que antecede a su propia comprensión; y Fichte la formula
teóricamente al sostener que el acto fundamental de la conciencia no puede
ser el establecimiento inmediato de una unidad libre de contradición, sino la
comprensión de su unidad a partir de la experiencia de la oposición. El
romanticismo entra en la escena europea cuando la escisión de la conciencia
moderna deja de ser una garantía incuestionable de libertad para sentirse
como origen de insatisfacción y dolor.

10 SystSitt., pp. 43-44.


" Ñürn-HeidSchr., IV. § 51. p. 265.
12 Rechisphil., Vil, § 158 Z. p. 307.
13 Cfr. id.. § 10, p. 57.
H EG EL Y E L R O M A N T IC ISM O 87

2. E L R O M A N T IC IS M O O E L A M O R C O M O P A S IÓ N

El romanticismo representa la otra posibilidad de pensar el amor desde


las premisas de la filosofía de la conciencia. El hombre se rebela contra una
subjetividad descorporal izada y autosuficiente. se exalta apasionadamente la
búsqueda de unidad como contestación a la razón que divide y separa. Así
lo expresa patéticamente Hdlderlin como un reproche a los maestros pensa­
dores de la era moderna: «con vosotros he llegado a ser tan racional, he
aprendido a diferenciarme radicalmente de todo lo que me rodea, y ahora
estoy separado en el bello mundo, he sido expulsado del jardín de la natu­
raleza, donde crecía y florecía, y me agosto al sol del mediodía. Un dios es
el hombre cuando sueña, un mendigo cuando reflexiona»14. La filosofía de
la conciencia es una estrategia para la protección de la subjetividad: Kant y
Fichte solamente proporcionan argumentos para la victoria, pero enmude­
cen ante los signos de debilidad. Hólderlin descubre la tristeza de una filo­
sofía que se ha convertido en una ascética de autoafirmación. Frente a ella
se propone encontrar un nuevo camino, trazado a partir de las realidades
que habían sido despreciadas: la naturaleza, el amor, el origen. «La escuela
de los sabios me había hecho injusto y tiránico contra la naturaleza. El
escepticismo absoluto, con el que me protegía frente a todo lo que había
recibido de sus manos, no dejó crecer en mí el amor. El puro espíritu libre,
creía yo, no se podría nunca reconciliar con los sentidos y su mundo, y no
había ninguna amistad posible sino la de la victoria. A menudo enojado, rei­
vindicaba al destino la libertad originaria de nuestra esencia»15. Ha pasado
ya el tiempo en que Hólderlin celebraba el imperativo categórico por encon­
trar en él un ideal heroico de autoafirmación frente al mundo. Ha dejado de
resultar evidente la equiparación fichteana entre actividad autónoma y feli­
cidad. Nuevas experiencias han arrojado una sombra de desesperación sobre
el espejismo de una identidad desvanecida. Una afirmación meramente
especulativa de la libertad es un engaño a la vida. La tensión de la libertad
sólo origina un esfuerzo infinito, tras el que no se divisa ningún regalo, a la
par que parece desaparecer el camino de retomo hacia las antiguas seguri­
dades. El premio prometido de una futura convergencia entre liberación y
felicidad se convierte en quimera si ningún yo puede acudir a recogerlo. La
conciencia se ha roto en dos pedazos: por un lado, la pura afirmación de sí,
trivial y tautológica; por otro, toda una realidad que se le escapa tan pronto
como quiere ponerla a su disposición. «Llenos del sabor amargo de la re-*19

14 StA. III, p. 12.


19 «Die me irise he Fassung». StA., III. p. 186.
88 DANIEL INNERARITY

sistencia de la naturaleza, luchamos contra ella no para fundar e instaurar la


paz y la unidad entre ella y lo divino en nosotros, sino para aniquilarla. Vio­
lentamente destruimos toda menesterosidad (Bedürfnis) y renegamos de
toda capacidad de recibir (Empfanglichkeit); así desganamos el bello lazo
que nos mantiene unidos a otros espíritus, hacemos del mundo a nuestro
alrededor un desierto y del pasado el ideal de un futuro sin esperanzas»16.
La típica ruptura romántica de la sucesión temporal aparece como una
consecuencia de su desarraigo frente al mundo objetivo y toma problemáti­
cas las relaciones intersubjetivas.
¿En qué estriba la novedad del planteamiento romántico? ¿Por qué el
amor representa un problema irresoluble para una subjetividad abstracta y
emancipada? Holderlin es un testigo de excepción en esta experiencia. En el
Fragmento de Htperión, el amor resulta inaceptable para una subjetividad
que no necesita nada. «Tuvo que apoderarse de mí la desesperación al com­
probar que lo sublime que yo amaba era tan sublime que no me necesitaba.
¡Que me perdone ese sagrado ser! Con frecuencia maldije el momento en
que la conocí»17*.La exigencia de autonomía impide la verdadera experiencia
del amor, la insuficiencia que se revela en el necesitar. El drama que el ro­
manticismo expresa es la contradición entre la «celeste sobriedad» de un
espíritu autosuficiente —el ideal moral forjado en tomo al principio de auto­
nomía— y el recurso a una «riqueza ajena» que se impone como una ten­
dencia irreprimible de nuestra indigente naturaleza. Holderlin se ve atrapado
en los ideales ilustrados, en cuya consecución había cifrado el objetivo de su
existencia independiente. Pero ahora se espanta con el presentimiento de que
la mujer que amaba pudiera responder a ese modelo de subjetividad emanci­
pada que no puede dar ni recibir, pues no necesita de otras personas ni de
«riquezas ajenas». Y éste es precisamente el caso. «Con lágrimas celestiales
me pidió que aprendiera a conocer la parte más noble y poderosa de mi ser,
tal y como ella la conocía, a dirigir mi mirada hacia lo indomable, autosufi-
cientc y divino que en todos existe, también en mí»lx. La emancipación no
soporta ni la finitud de la necesidad que en la realidad del amor se expresa, ni
la fínitud de una determinación en la que el amor se concreta necesa­
riamente, pues amar es amar a alguien. «Quisiera anular la fínitud que pesa
sobre nosotros.» El problema que el amor plantea a un espirítualismo abs­
tracto es la reconciliación entre el deseo de lo ¡ncondicionado y la entrega a
una persona singular, entre la infinitud y lo limitado. La filosofía moderna no

16 id.. .V/A., n i. p. 188.


17 «Fragment von Hyperion», SlA.. III. p. 170.
'* Id., p. 179.
HEGEL Y EL R O M A N T IC ISM O 89

ha dejado de subrayar la infinitud del espítitu. y Holderlin es incapaz de re­


sistir a esta influencia. «No hemos sido creados para lo particular, para algo
limitado [...]. Si ninguna Arcadia florece en tomo a mí. es sólo porque la
indigencia que piensa y vive en mi interior debe enriquecerse y abrazar lo
infinito»!9. Es posible encontrar así consuelo, aceptar la caiga de una infini­
tud que se ha evadido de la vida real, pero la escisión queda definitivamente
sin resolverse. Uno de los personajes del último e inconcluso drama de Schi-
ller —Demetrio— expresa así esta tragedia típica del alma romántica: «¿Por
qué estoy aquí, atada y oprimida. / presa de un infinito sentimiento?» El
mismo Schiller describe con detalle esta situación del espíritu en su ensayo
dedicado a comparar la poesía clásica y la moderna: «la vida real no se presta
de modo alguno para despertar en él |el idealista] el entusiasmo, y mucho
menos para alimentarlo continuamente. Frente a la grandeza absoluta que es
lo único que le interesa, la pequeñez absoluta del caso individual al cual ha
de aplicarse ofrece un contraste demasiado fuerte. Como su voluntad está
siempre formalmente orientada hacia el todo, no querrá dirigirla hacia lo
fragmentario material; y sin embargo, la mayoría de las veces, sólo podrá
demostrar su disposición moral por realizaciones menudas. Suele ocunir que
por el ideal ilimitado pierde de vista el limitado caso práctico y que, aspiran­
do a lo máximo, descuida el mínimo, pese a que sólo de este mínimo provie­
ne toda la grandeza en la realidad»*20. Esta inmediatez de lo infinito en la
conciencia romántica es lo que Hegel criticará a) advertir —en lo que consti­
tuye un lugar común de su pensamiento— que lo absoluto nunca puede estar
al comienzo y sólo puede ser resultado.
La noción de Bedürfnis es clave para entender el sentido de la protesta
romántica contra el racionalismo. El ideal ilustrado es, como reza el título
de la obra de Fichte, la determinación del sabio: no necesitar nada exterior,
ser autónomo y esforzarse por pensar y obrar sin ayudas ajenas, sostener el
yo sin descansar en la poltrona de la razón (Kant). La libertad moderna es
una ascética negativa, una renuncia a la riqueza de la vida y un estrecha­
miento del horizonte de la experiencia personal. El amor no puede entender­
se desde estos supuestos. Si el individuo se concibe a sí mismo como un
centro de interés y de realización, el amor sólo es pensable como un movi­
miento que tiene por finalidad la propia conservación («suum esse conser­
vare», en palabras de Spinoza). Cuando Hólderlin subraya la necesidad
como condición del hombre, está queriendo decir que sólo el recono­
cimiento de su pobreza le permitirá huir de ella. En el hombre se expresa

w íd.,p. 171.
20 Übrr naive umt sentimemalische Dichtung. SW. pp. 496-497.
90 DANIEL INNERARITY

una aspiración infinita en forma de carencia, de una indigencia que obedece


a su deseo de plenitud. Lo específicamente humano escapa a cualquier in­
tento de afirmar de modo unilateral su riqueza o su pobreza. Infinitud e indi­
gencia son los dos rasgos que definen el rostro del hombre. Esta dualidad se
hace especialmente visible en el amor. «Nosotros tendríamos que perecer en
la lucha de esos reñidos impulsos. Pero el amor los reúne. El amor aspira y
se esfuerza por lograr lo más alto y lo mejor, pues su padre es la abundan­
cia. Sin embargo, no niega a su madre, la indigencia»21.
El amor romántico no logra objetivar la infinitud. Su rebeldía no consi­
gue hacerse objetiva, quedando así como la otra posibilidad de pensar el
amor desde la idea moderna de libertad subjetiva. Empédocles —el perso­
naje de una obra de Holderlin, en el que se compendia el drama de esta
contradicción— abandona a su familia y se arroja el cráter del Etna para
huir de la finitud y unirse con el todo. La infinitud a la que aspira el
romanticismo lleva en sus entrañas un impulso de muerte, una contradición
que la vida no está en condiciones de resolver, como tampoco la muerte,
pero ésta puede aliviar el dolor que produce. Así lo entiende Empédocles,
«dispuesto ya después de mucho tiempo, por su carácter y su filosofía, al
odio de la cultura, al desprecio de toda actividad demasiado determinada, de
todo interés orientado hacia los objetos diversos, enemigo mortal de toda
existencia unívoca y, por esta razón, insatisfecho en el seno mismo de situa­
ciones realmente bellas, indeciso, sufriendo porque sólo hay situaciones
particulares, las cuales no le satisfacen plenamente, porque no se hallan uni­
das en un gran acuerdo con todo lo viviente, únicamente porque en ellas él
no puede vivir y amar como un dios [...I»22. La contradición del alma
romántica radica en la imposibilidad de conciliar el amor y la vida, producto
de una pasión infinita que no se concreta en una esfera de reconocimiento.
La pasión es un instante desmesurado y, como tal, enemiga mortal del tiem­
po. Lo sublime resulta inconmensurable con la monotonía de la vida real;
no hay mediación ni compromiso posible con lo trivial.
Hay otro documento de la época que resulta imprescindible para enten­
der el alcance de las discusiones que en tomo a 1800 convirtieron el amor

21 «Die metrische Fassung». SlA, III, p. 194. Hóldciiin recoge aquf un lugar clásico de
la mitología griega: Eros. hijo de Poros y Penia. En el siglo ll los pensadores cristianos
sustituyeron Eros por Ágape para poder predicar de Dios el amor creador sin que ello
suponga una atribución de indigencia, sino una donación sin necesidad que confiere al des­
tinatario una existencia gratuita. Pienso que la critica de Hegel a Hólderlin se mueve en este
contexto: su entusiasmo por el espíritu griego no le impide ver la superioridad — y mayor
problematicidad— de esta segunda concepción.
22 SlA, IV, p. 145.
HEGEL V EL ROMANTICISMO 9 1

en un tema especialmente polémico. Se trata de la novela Lucinde, publica­


da por Friedrich Schlegel en 179923. Uno de los aspectos de esta obra que
explican la polémica por ella desatada es su carácter autobiográfico24 y la
singular mezcla de géneros literarios con la que su autor desafía también los
parámetros estéticos al uso: lo épico coexiste con lo dramático y lo lírico, el
empleo de la primera persona con el de la tercera, cartas y diálogos con
narraciones y fantasías... Pero tras la forma se esconde también un núcleo
de afirmaciones filosóficas cuya intención provocativa no dejaron de ad­
vertir sus contemporáneos. El trasfondo es una rebelión contra la concep­
ción burguesa del matrimonio. El amor sólo se puede entender desde una
perspectiva religiosa: es un vínculo sagrado. El amor devuelve al hombre al
estado de naturaleza: «cuando se ama como nosotros, también la naturaleza
que hay en el hombre retoma a su divinidad original»25.
La trama se configura a partir del conflicto —tantas veces tematizado
por los románticos— entre el yo privado y el yo público, entre la vivencia
subjetiva y su formulación objetiva. El propósito de Schlegel es liberar al
amor de toda suerte de artificialidad, recuperar su originalidad26. A este fin
se dirige su exaltación de la libertad de prejuicios y su crítica del orden social
(de uno de los personajes se dice que llevaba un comportamiento exterior
conforme al orden social, por el que era considerado un hombre razonable,
mientras se desgarraba en su interior), o su ridiculización de la opinión públi­
ca y su apología del ocio («único fragmento de semejanza con los dioses que
nos quedó del Paraíso»27; «la diligencia y el provecho son los ángeles de la
muerte que con espada de fuego impiden al hombre volver al Paraíso»28).
Schlegel pretende hacer objetivo el amor, encontrar una forma de expresión
de la intimidad, «dar forma a la cruda casualidad y transformaría en objeti­
vo»; pero para ello hay que «aniquilar lo que llamamos orden»2930.Esta novela
constituye una de las cumbres del proceso de interiorización del amor que el
romanticismo radicaliza. El amor viene a ser entendido como una pasión tan
extraña a la lógica social que incluso la ceremonia civil del matrimonio — la
«odiosa ceremonia»*1— es considerada como una mera formalidad exterior.

U KA.V.
24 Schlegel conoció por aquellas fechas a la que más larde serta su mujer. DonHhea
Mendelssohn. hija del judio ilustrado Moses Mendelssohn y a quien éste había casado por
conveniencia a la edad de diecinueve años con un banquero berlinés.
25 Lucinde, p. 67.
26 Cfr. Philosophische Lehrjahre. KA. XVIII. Fragmento n.® 114. p. 572.
27 Lucinde, p. 25.
28 id., p. 27.
29 íd.. p. 9.
30 Cfr. CaroKne. Briefr aus der Frühmmantik, ed. E. Schmidt, Leipzig. 1913,1. p. 478.
92 DANIEL INNERARITY

contraría a la intimidad del amor. La fidelidad procede del amor mismo,


cuando éste es verdadero, y no de vínculos jurídicos exteriores. Declarar que
el amor es lo sustancial significa para Schlegel que su lógica secreta no re­
quiere de esa falta de buen gusto que es el reconocimiento de la opinión
pública. La crítica de la sociedad buiguesa es la puerta de acceso al descubri­
miento de la espiritualidad del amor.
La novela de Schlegel desató una fuerte polémica. Las discusiones se
centran en tomo a la concepción romántica del amor como pasión. Nos
encontramos en el otro extremo de la dialéctica provocada por el puritanismo
racionalista. Lo que se discute ya no es si la ceremonia jurídica forma parte
del matrimonio, sino la posibilidad misma de traducir el amor en una existen­
cia finita. La discusión atañe a un punto tan central para la autocomprensión
que el hombre tiene de sí mismo en tomo a este cambio de siglo, que todos
los literatos y pensadores de la época se sienten en la obligación de tomar par­
tido. Algunos, como Schiller, lo hacen con una implacable crítica. En una
carta dirigida a Goethe parece advertir en el rechazo de los convencionalismos
sociales propugnado por Schlegel una sustitución de la hipocresía por el ci­
nismo31. Escritos anónimos y denuncias varías contribuyen a avivar la po­
lémica, poniendo de manifiesto hasta qué punto los convencimientos de
Schlegel chocaban con las maneras y los modos de una época32. Decidida­
mente a su favor se pronuncian Fichte y Schleiermacher, entre otros33. En

31 Schlegel «construye una pasión ardiente c infinita, a la que va unida una espantosa
frivolidad que, a partir de aquí, se permite cualquier cosa y declara como diosa propia a la
desfachatez» (carta a Goethe. Jena. 19 de julio de 1799. SW. 30. pp. 72-73).
32 A los pocos meses apareció un escrito anónimo titulado Drei Briefr an rin humanes
Berliner Freudenmadchen üher Lucinde van Schlegel (Francfort y Leipzig) y dos artículos crí­
ticos de L. F. Huher en el Jenaische Allgemeine Uteraturzeitung (7 de mayo y 25 de diciembre
de 1800), el segundo contra la defensa que de la novela acababa de escribir Schleiermacher.
Otros escritos de carácter satírico y despectivo contribuyeron a crear la atmosfera propicia para
que los enemigos que Schlegel se habla ganado anteriormente por diversos motivos -Schiller.
Wieland. Jacobi. entre otros— adoptaran también una postura critica a este respecto. Todavía
en 1810 fue denunciado ante la policía y la Zensur-llofstette de Viena al ser nombrado secreta­
rio de la legación austríaca en el parlamento de Francfort.
33 En una carta a su mujer del 8 septiembre de 1799 declara Fichte su entusiasmo por esta
obra, que ha leído ya tres veces —había salido a la luz el mes de mayo— (cfr. Fiches Brief-
wechset. cd. H. Schulz. Leipzig. 1925. p. 158). Su juicio favorable se debió, sin duda, al hecho
de haber reconocido en Schlegel su propia influencia, especialmente la tesis de la compleción
del matrimonio y su autónoma (rente al Estado: «el matrimonio no tiene ningún fin fuera de sí
mismo: él es su propio luí |...|. Es una relación necesaria y plenamente determinada en su vín­
culo por la naturaleza y por la razón» (cfr. Grundlage des Naturrechts.... FW, 111, §§ 8 y 9. pp.
315 ss.). La defensa más directa de la novela de Schlegel fue llevada a cabo por su amigo Sch­
leiermacher en el escrito que publicó anónimamente en 1800 bajo el título Vertraute Briefe
üher F. Schlegeb Lucinde (Friedrich ScUeiermacher's sdmtliche Werke. G. Rcimer. Berlín.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 93

cualquier caso, la provocación había surtido efecto y se había puesto en mar­


cha el proceso de autonomización del amor.
Con independencia de la postura que se adoptara en dicha discusión, la
propia literatura romántica había representado en sus personajes la inviabili­
dad de esta comprensión del hombre. En las Lecciones sobre estética, Hegel
describe con agudeza la comprensión del amor que se trasluce en las diversas
obras de la literatura universal y llama la atención sobre su parcialidad. «En la
poesía de los bardos alemanes el amor se muestra lleno de sensibilidad, tierno,
sin la riqueza de la fantasía, travieso, melancólico, monótono; entre los espa­
ñoles, fantasioso en su expresión, caballeresco, susceptibles con frecuencia en
la búsqueda y defensa de sus derechos y deberes, como cuestiones de honor
personal, y también quiméricos en su más elevado esplendor. En los franceses
actuales el amor deviene más galante, volcado hacia la vanidad, un senti­
miento convertido en poesía y a menudo con aigucias ingeniosas, unas veces
placer sensual sin pasión, otras pasión sin goce, un sentimiento y una sensibi­
lidad sublimados y llenos de reflexión»3435.La imposibilidad ante la que se rin­
den Werther. Lucinda, Hiperíón o María Estuardo no es sólo el drama de un
personaje literario; es también la agonía de un ideal de humanidad que no per­
mite una expresión real de la libertad. «Cuando el desacuerdo de la desdicha
resuena en su vida —comenta Hegel a propósito de algunos personajes litera­
rios del romanticismo—, el ánimo permanece expuesto a la cruel contradición
de no tener ni aptitud ni puente para mediar entre su corazón y la realidad»".
Por eso, más allá de la abstracta contraposición entre lo sublime y lo me­
diocre, tiene que haber una expresión concreta del amor que no rompa al
hombre en la tensión de dos fuerzas irreductibles. Ha de ser posible reconci­
liar lo infinito con lo ordinario, descubrir la belleza en lo vulgar. El ideal de
infinitud que el romanticismo había pretendido no se alcanza desde sus pro­
pias premisas, pues éstas coinciden, en última instancia con las de aquella
subjetividad que había sido objeto de sus críticas.
En polémica directa con las tesis mantenidas en Lucinde, Hegel pre­
tende sacar al matrimonio de la esfera privada y subrayar su carácter
público. La exigencia de una ceremonia vendría justificada por su ca­
rácter de signo36. Pero Hegel no entendió el núcleo de lo que Schlegel

1846. Ul, I. pp. 421-506) y en el que llama la atención sobre la alabanza de la religiosidad del
amor, fíente a las acusaciones de inmoralidad. El mismo año J. B. Vermehien salió también en
su favor en Jena con su escrito Briefe üher F. Schlegeb Lucinde zur richtigen Wünligung der-
sclben y, posteriormente. F. Asi en su System der Kumtlehre. Leipzig. 1805.
34 Áslh.. XIV, pp. 185-186.
35 íd.. XIV. p. 207.
36 Cfr. Rechtsphil.. VII. § 164. p. 315.
94 DANIEL INNERARITY

quería decir, porque nunca se tomó demasiado en serio los argumentos


del romanticismo. Muy probablemente la interiorización romántica del
amor acabe siendo indiscernible de la pasión subjetiva, pero hay en ella
una intención crítica contra la reducción del matrimonio a un protocolo
civil que no puede ser pasada por alto. Schlegel no pretende justificar a
los seductores, aunque quizá les haya proporcionado algún argumento.
Pero el sentido de lo que los románticos reivindicaron — la interioridad y
sacralidad del amor, su independencia frente al orden social— no puede
ser despachado como una apología de la arbitrariedad.
En el fondo de toda esta polémica no se discute una mera cuestión jurí­
dica, lo cual no dejaría de ser importante (a quien opine que el derecho y el
amor no tienen nada en común se le habría de recordar que nunca se ha legis­
lado tanto sobre él como cuando se le ha declarado libre de toda expresión
jurídica). El fondo del problema radica en saber si la libertad puede vincu­
larse seriamente, si el hombre está en condiciones de reivindicar el derecho a
prometer y comprometerse, si la libertad puede estar engarzada con exigen­
cia naturales finalizadas o es una simple determinación (autónoma o jurídi­
ca). La consideración del amor como pasión parece olvidar que el hombre
necesita que el orden exterior colabore al cumplimiento de los compromisos
libremente adquiridos. Y la deducción de la naturaleza del amor desde la ló­
gica social desconoce que el derecho es expresión y no remedio frente a una
carencia de interioridad y vinculación.

3. EL AMOR COMO PARADIGMA


DE LA DIALÉCTICA HEGELIANA

Las consideraciones de Hegel acerca del amor están dirigidas pre­


cisamente contra la unilateralidad de una conciencia sin mundo, tal como
aparece tanto en la Ilustración como en el romanticismo, las dos grandes
posibilidades que se le ofrecen al «amante moderno»37. Por un lado, el
matrimonio como contrato, del que fácilmente se puede apoderar un
motivo de conveniencia económica o psicológica, y cuyo objeto resulta
ser una cosa exterior individual, susceptible de ser enajenada, es decir,
una cuestión de interés sin interioridad. Por otro lado, la reivindicación
de los «derechos del corazón», el sentimiento interior sin objetividad, sin
lazos jurídicos vinculantes. La relación ética del amor no pertenece al
campo de la sensibilidad inmediata, ni se puede entender como un con­

37 Cfr. Ásth., XIV, p. 184.


HEGEL Y EL ROMANTICISMO 95

trato civil3*. Por este motivo, el amor proporciona un campo de reflexión


a partir del cual es posible superar la ética kantiana de la obligación — la
sustitución de la virtud por una razón que decreta normas— y la escisión
romántica de una libertad sin objeto ni cueipo. Holderlin había expresado
la infelicidad romántica bajo la forma de la siguiente paradoja: «¿Cómo
es que el hombre quiere tanto?»*39. Hegel interpreta este querer más de lo
que se puede como una mala infinitud. El alma bella — figura de la
Fenomenología en la que se compendia el espíritu romántico— no supo­
ne un exceso de infinitud, sino una incapacidad de expresar y objetivar la
infinitud. «De ahí procede la infelicidad y la contradición. Por un lado, el
sujeto quiere entrar en la verdad y desea vivamente objetividad. Por otro
lado, no puede quitarse de encima esa soledad y retraimiento, ni arrancar
esa interioridad insatisfecha y abstracta; y así se cae en el anhelo [...]. La
insatisfacción de este estancamiento e impotencia origina la enfermiza
alma bella y el anhelo ansioso»40. El amor romántico no es otra cosa que
la azarosa y fugaz pasión entre sujetos a los que no vincula todavía la
relación moral del matrimonio y la familia; es la efusividad de un senti­
miento interior (/nnigkeit), la pasión incapaz de darse a sí misma ninguna
obligación. En la pasión, el amor no ha alcanzado todavía su concepto.
Hegel intenta reconciliar en una síntesis superadora la unilateralidad de
la teoría racionalista del contrato y de la concepción romántica del amor.
Estos dos puntos de vista responden a una aplicación irreflexiva del princi­
pio de subjetividad que caracteriza al mundo moderno. El contrato y la
pasión son las dos maneras posibles de entender el amor desde la emancipa­
ción, es decir, parcial y desftguradamente. La parcialidad del romanticismo
consiste en no haber entendido que el amor sólo es auténtico cuando surge
desde un compromiso verbal que objetiva y vincula las voluntades. Lo que
diferencia el concubinato del matrimonio —señala Hegel— es el uso de la
palabra. Si bien su «punto de partida subjetivo es estar enamorado»41
—como reivindica con justicia el principio de subjetividad del mundo
moderno—, es el libre compromiso de formar un vínculo lo que distingue al
amor del sentimiento o la pasión. Su arranque subjetivo puede ser la incli­
nación afectiva o cualquier otra circunstancia casual, pero su objetividad
consiste en el libre asentimiento «para formar una persona»42. Esta autoli-
mitación de la subjetividad, en la medida en que permite obtener una con­

34 Cfr. Pluin.. III. pp. 330 ss.


39 SM, III. p. 41.
40 Ásth.. XIII, p. 96; cfr. Phün.. 111. pp. 464 ss.
41 Cfr. Ásth., XIV, pp. 172 y 188; RechtsphU., VII. § 167, p. 320.
42 RechtsphU., VII. § 162, p. 310; cfr. Niirn-HeidSchr., IV, § 51, p. 265.
96 DANIEL INNERARITY

ciencia sustancial, es una verdadera liberación. Con palabras de una elegía


de Goethe: «el corazón se siente más libre en tan queridos límites»43.
La concepción hegeliana del amor surge a partir de una reflexión moti­
vada por las dificultades que dicha realidad ofrece para ser pensada desde los
supuestos de la filosofía de su época. ¿Cómo es posible conciliar el amor con
la idea de subjetividad autónoma, en la que reposa toda la legitimidad de la
libertad moderna? ¿Es posible amar y seguir siendo un Yo? Sin duda, al acto
de darse a sí mismo contradice cualquier programa de emancipación, lo
desconcierta y amenaza con detenerlo. Ni siquiera resulta fácil encontrarle un
lugar en la filosofía de la conciencia. Parece incluso contradecirse a sí
mismo, en tanto que acción de un sujeto que renuncia a serlo. Schelling
había advenido esta paradoja y había tratado de encajarla con una afirmación
poco comprometida: la esencia del amor es un misterio, pues presupone lo
contrarío de sí mismo, es decir, la separación y el desorden a partir del cual
se producen la reunificación y la armonía44. Hegel intenta aclarar esta apoda
apelando a una instancia de consideración que no se detenga en las contradi­
ciones. «El primer momento del amor consiste en que yo no quiero ser una
persona autosuflcicnte para mí y, si lo fuera, me sentiría indigente e incom­
pleto [...1. El amor es por eso una tremenda contradición que el entendi­
miento no puede resolver, pues no hay nada más duro que esa puntualidad de
la autoconciencia que es negada, pero que ha de considerar esto, no obstante,

43 Goelhes Werke, 9, p. 163.


44 Cfr. Über das Wesen der menschlichen Freiheit, pp. 99-100 (ed. W. Schutlz, Suhr-
kamp, Frankfutt. 1975). Jacob Bóhme y todo el pensamiento cosmogónico y teosófico del
siglo xvill intentaron superar esta paradoja rehabilitando el mito platónico del andrógeno
(Banquete 189a- I93d). Mediante este recurso, el amor queda explicado a partir de una indi­
gencia ontológica — la perfección humana sólo sería alcanzable en la complemcntación del
hombre y la mujer— pero de este modo quedaba desacreditada la noción de subjetividad.
Esto sería tanto como resolver una oposición anulado uno de sus términos. El plantea­
miento del romanticismo se puede entender como una crítica a esta solución inmediata en
que consiste la renuncia al principio de subjetividad. Así se puede interpretar, a mi juicio,
aquella idea de Hólderlin de que los que se aman están «en cumbres separadas» (cfr.«Pat-
mos». SiA, II. p. 165). La objeción de Schelling dice así: «si cada uno no fuera un todo, sino
una mera pane de un todo, no existiría el amor. Pero existe el amor porque cada uno es un
todo y. a pesar de ello, quiere al otro y lo busca» (System der gesammten Philosophie und
der Naturphilosophie inshesondere. SW, 1/7, p. 409). La idea del amor como un misterio se
encuentra también en Novalis (Werke. ed. Minor. Jcna. 1907, IV, p. 202) y en Fran/. von
Baader ( Über ¡Jebe. Ehe und Kunst. Aus den Schrifien. Briefen und Tagebüchem. ed. H.
Grassl, M&nchen, 1935. p. 107). F. Schlegel te había dado otro nombre: ironía. «La ver­
dadera ironía es la ironía del amor. Surge a partir del sentimiento de la ftnitud, de la propia
limitación, y de la aparente contradición de este sentimiento con la idea de infinitud que
lleva consigo todo amor verdadero» (KA. X, p. 357).
H EG EL Y EL ROMANTICISMO 97

como algo afirmativo. El amor crea y resuelve al mismo tiempo dicha con­
tradición: la soluciona en tanto que es una unificación moral»4546.
La aparición del problema del amor constituye un momento de cambio
de dirección en el desarrollo del pensamiento hegeliano y una ruptura con la
filosofía de la época, de modo especial con la teología que se había elabora­
do siguiendo a Kant y que había sido el núcleo de su formación durante su
estancia en Tubinga y Berna. Como un decidido kantiano aparece Hegel en
Francfort para ejercer el trabajo de preceptor que su amigo Hólderlin le
había conseguido. Pero el manuscrito del año 1797 titulado Moralidad,
amor, religión*** contiene un cambio brusco y significativo. Mientras que en
la primera mitad del texto desarrolla una argumentación típicamente kantia­
na, la segunda mitad toma una orientación muy distinta. Aquí comienza a
oponer a la libertad subjetiva de la razón práctica el amor, cuya más alta
libertad consiste en unirse con su objeto. Este ideal de unificación parece
poner punto final a la estrategia de separación que ha guiado a la conciencia
a lo largo de la filosofía moderna. Con esta nueva consideración de la liber­
tad, Hegel se sitúa en el contexto de una tradición de pensamiento distinta,
ignorada por Kant, cuando no combatida fuertemente. La contraposición
entre libertad subjetiva y objetividad, que había constituido el eje de la críti­
ca de Hegel en Berna, es sustituida por un ideal de unificación en virtud del
cual la verdadera contraposición estaría definida por una objetividad muerta
y una objetividad vivificada. Este singular cambio de perspectiva supone
una renuncia al rígido planteamiento kantiano y la formulación de un nuevo
horizonte para la acción humana: la ampliación de la subjetividad mediante
la vivificación de la objetividad. Como ha sostenido Henrich4748,este repenti­
no cambio no se explica más que por una modificación de las circunstancias
en las que Hegel se encuentra, especialmente su nueva relación con el círcu­
lo de filósofos que se había formado en Francfort en tomo a Hólderlin. y en
el que también era apreciable la influencia de Schiller y Jacobi. Sin duda,
fue Hólderlin el primero que. después de haber sido discípulo de Fichte en
Jena, dirigió una crítica implacable a la idea del yo absoluto como principio
de la filosofía. En el amor se hace patente una pobreza y necesidad radical
del yo. El éxtasis del amor muestra que el hombre no puede alcanzar su pro­
pia identidad a través de un proceso de introspección. «Nosotros no somos
nada; aquello que buscamos es todo»4*. La reflexión es una operación que

45 Rei htsphU., VII, § 158 Z. p. 308.


46 FrühSchr., 1. pp. 239-243 (Nohl, pp. 374-377).
47 Cfr. Hegel im Kontext, Suhrkamp. Frankfurt, 1967, p. 63.
48 Cfr. «Fragmenl von Hyperion», SlA, III, p. 184.
98 DANIEL INNERARITY

separa, rompe y distancia hasta crear auténticos abismos. El yo que pretende


ser absoluto por medio de una reflexión que domine los objetos, se empo­
brece. Dado que el sujeto sólo puede ser pensado con relación a un objeto,
la idea de un yo absoluto se convierte en algo sin sentido. El sujeto y el ob­
jeto sólo se pueden reconocer en su recíproca limitación. Esta unidad se re­
fleja, según Hólderlin. en la naturaleza; obtiene su representación en la
belleza y se alcanza en el amor.
Hegel recoge este ideal de una filosofía de la reconciliación y pone en
marcha su programa de liquidación del primado moderno de la reflexión. La
filosofía de la reflexión se ha caracterizado por producir cada vez más oposi­
ciones, comenzando con una abstracta oposición entre el hombre y el mundo,
y acabando por interiorizar esa oposición que amenaza romper al hombre
mismo. El amor y la vida impugnan esa dinámica de separación. «El amor
cancela la reflexión en una ausencia completa de objetividades, quitándole a
lo opuesto todo su carácter ajeno (...]. En el amor lo separado subsiste todavía,
pero ya no como separado, sino como unido»4950. El amor es, pues, un poder
unificador que vincula de tal modo naturaleza y libertad, sujeto y objeto, que
cada uno de ellos mantiene su especificidad a la vez que se encuentra relacio­
nado con el otro en una unidad inseparable. «Aquello que amamos no es para
nosotros algo opuesto, sino que está unido a nuestro ser, sólo nos vemos en él,
pero es algo diferente de nosotros: un milagro que no llegamos a compren­
d en ^1. Hegel encuentra así la tan buscada síntesis entre el aumento de libertad
y la superación de una objetividad legal extraña. «La ley no puede reconciliar,
pues domina siempre con su terrible majestad y no se deja abordar por el
amor»51. Frente a una ética de la obligación, el amor se sitúa por encima de la
abstracta contraposición entre la heteronomía y el solipsismo. El amor es la
virtud sin sumisión ni dominio; escapa a la férrea aplicación de dichas catego­
rías y se sitúa en un espacio que no viene definido por ellas. En él son supera­
das todas las antinomias kantianas. Querer supone la liquidación de las
oposiciones. El amor «excluye todas las oposiciones; no es entendimiento, cu­
yas relaciones siempre toleran que la multiplicidad siga siendo multiplicidad,
y cuyas uniones son oposiciones. No es razón, que opone sin más su de­
terminar a lo determinado; no es nada limitador, nada limitado, nada finito»52.
El amor recupera aquella infinitud que la autodeterminación parecía prometer,
pero que de hecho hacía inalcanzable.

49 Nohl. p. 379.
50 FrühSchr., I. p. 244.
51 Nohl. p. 392.
52 íd.. p. 379; cfr. id., p. 388. Citado según la reconstrucción de las dos versiones exis­
tentes del manuscrito por Ch. Jamme en Hegel Siudien, 17 (1982), pp. 9-23.
HEGEL Y EL R O M A N T IC ISM O 99

En este punto desempeña un papel fundamental la ¡dea de espíritu


(Geist). Su formulación y desarrollo caracterizan el pensamiento de Hegel y
permiten hacerse caigo de su originalidad fíente al contexto filosófico en el
que recibió su primera formación. Este concepto resume la pretensión de
reconciliar las conlradiciones entre razón y sensibilidad, libertad y natu­
raleza, amor e ¡pseidad, lo que había sido ya intentado por Herder, Schilier y
Hólderlin, sin demasiado éxito por cierto. La expresión espíritu caracteriza
a una realidad que está más allá de la subjetividad autoconsciente y que ten­
dría la capacidad de reconciliar los antagonismos por ella producidos. Como
categoría mitológica. el espíritu designa la capacidad de ser un sí mismo en
la alteridad (bei-sich-selbst in Anderssein; Selbstsein ¡n einem fremdem). El
amor es un retomo reconciliado (die versiihnte Rückker) a sí mismo a partir
de un otro53. Aquí se pone en juego una de las intuiciones fundamentales de
Hegel: la relación consigo mismo debe pensarse de tal manera que incluya
al mismo tiempo el pensamiento de una relación con lo otro, y a la inversa.
Esta intuición se ilumina tan pronto como tratamos de pensar la vida, la ver­
dad y el amor, en tanto representaciones del espíritu. En ellas se supera la
categoría lógica de oposición. «La verdad es algo libre, que no dominamos
ni nos domina („.|. Aquello de lo que se depende no puede tener la forma de
una verdad»54. Esto es precisamente lo que acontece en el amor. No es una*34

53 Cfr. M ili., XIV. p. 155; SystSin.. p. 25.


34 FriiliSchr., I. p. 288. Esta misma libertad del espíritu se expresa en la vida y en el
conocimiento verdadero. La constitución moderna de la subjetividad, para la cual entender
significa dominar, hizo irreconocibles estos ámbitos de la realidad o, al aplicar sus categorías,
contribuyó a hacer imposibles determinadas experiencias. Esto es precisamente lo que Hegel
—bajo la influencia de Jacobi, con toda probabilidad— intenta evitan el espíritu consistirá
para él en el carácter no reducible a la subjetividad de las relaciones vitales, interpersonalcs y
cognoscitivas. La modernidad —al igual que ocurrió con el amor— ludria probletnatizado la
vida Un modo de pensar asentado sobre la oposición es incapaz de hacerse cargo de la uni­
dad. Una praxis autoafirmativa contiene una fuerza desgarradora que conduce a la muerte. La
vida presupone ciertamente oposiciones y diferencias, pero los elementos de la oposición
deben ser entendidos a partir de un lodo. Ésta es una idea clave para entender el pensamiento
hegel ¡ano. Lu vida sólo resulta comprensible cuando la oposición de los seres vivos entre sí y
la unidad orgánica en cada uno de ellos son pensadas desde una totalidad orgánica que. a su
vez, carece de existencia propia fuera del proceso de los seres vivos (cfr. D. Henrich. Hegel
im Kontext, p. 36). La vida es para Hegel unidad y pluralidad, reconciliación de las oposicio­
nes. Vivir es un poder establecer relaciones {ách verhallen kiinnen) y no una mera afirmación
de identidad en un contexto variable. La vida —se dice en el Systemfragment de 1800— es
unidad de la unidad y de la no-unidad (cfr. FrüliSchr., I, p. 422). Es una representación del
espíritu en la medida en que logra la unidad de lo distimo; ni mera yuxtaposición, ni aniquila­
ción de realidades autónomas. Este nuevo punto de vista tiene una especial significación
como presupuesto para una renovada consideración de la libertad, que exige superar el mode­
lo de la autoafirmación. La plena unidad de sujeto y objeto es una condición de la libertad.
1(K) DANIEL INNERAR1TY

casualidad que Hegel ponga en relación estas dos experiencias. La filosofía


moderna había perdido de vista aquella similitud antigua —de raíz bíbli­
ca— entre amar y conocer. Tal coincidencia ya no resulta plausible cuando
conocer es equivalente a objetivar. En un escrito del año 1775 Herder pare­
ce exigir su recuperación: «el amor es el conocimiento más noble»*55. «No
se conoce sino lo que se quiere», advierte también un conocido aforismo de
Goethe. Y en esta misma línea discurre la reflexión de Hólderlin en el frag­
mento Über Urtheil uncí Seyn: «allí donde sujeto y objeto están sencilla­
mente unidos, y no sólo en parte, unidos hasta el punto de que no se puede
practicar división alguna sin herir la esencia de aquello que debe ser separa­
do, allí y sólo allí puede hablarse de un ser en sentido propio, como es el
caso de la intuición intelectual»56. Desde esta perspectiva se puede in­
terpretar el sentido del escrito hegeliano acerca de la Differenz y la crítica de
la concepción del conocer como un separan la realidad del conocimiento es
una relación, no existe ninguna verdad de la reflexión aislada57. Pero no
basta con apelar vagamente a una etimología, ni postular el valor de una
realidad perdida: hay que fundamentar los supuestos a partir de los cuales
sea posible entender las relaciones del hombre con el mundo de una manera
no dominaliva. Precisamente la concepción hegeliana del amor intenta abrir
un marco de intersubjetividad donde la entrega, la gratitud y la donación
obtengan un sentido que no contradiga la realización del yo. Mas para ello
debe ser revisado el principio de autonomía.
La característica distintiva del amor es la reciprocidad, la entrega mutua.
El amor no hace nada unilateral. «El amor es un recíproco tomar y dar» que
«excluye todas las oposiciones» y «cancela la reflexión en una ausencia
completa de objetividades, quitándole a lo opuesto todo su carácter ajeno».

Sólo et hombre tiene la capacidad de transformar las relaciones objetivas en instrumentos para
su determinación subjetiva. En relación con la vida, el concepto de espíritu remite al hecho de
que la unidad de la vida es tarea de una acción libre y no resultado de una ciega necesidad
natural. Pero esta libre unidad no es alcanzable por medio del dominio unilateral. «En la rela­
ción vital, sólo existe libertad en la medida en que se tiene la posibilidad de superar la mera
relación a sf mismo y establecer vínculos con otros. Esto significa abandonar la concepción de
la libertad como un factor ideal, como indeterminación» (JenSrhr., II. p. 83). El ser vivo se
caracteriza por ser capaz de mantenerse como unidad en unas condiciones objetivas. Peto esa
unidad es el resultado de un proceso de mediación entre el medio y el sujeto. Por ello puede
decir Hegel que la vida es la primera representación de la libertad.
55 Vom Erkennen itnd Empfinden der menschlichen Serle, en J. G. Herder. Sámtliche
Werke, ed. B. Suphan, Berlín, I88S. VIH, p. 200. «El amor es la más alta razón» (id., p.
202). La ¡dea de una analogía entre la razón y el amor es un pensamiento que aparece muy
tempranamente en Hegel (cfr. F rü hS ch r I. p. 30).
^ S rA . IV, p. 216.
57 Cfr. FrühSchr., I. pp. 30 y 95.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 10 1

En él, «lo separado subsiste aún, pero ya no como separado, sino como
unido». Unilateralidad significaría en este contexto acción controlada y dirí­
gida a la afirmación personal. Pero el amor no es un contrato de alquiler ni
un acto de benevolencia, como tampoco un espacio de juego para el encuen­
tro ocasional de dos personalidades autónomas. Dicha reciprocidad no es el
resultado de un intercambio, sino el presupuesto para la constitución de una
subjetividad: el nuevo sujeto que surge de una superación de la propia volun­
tad. Ahora es posible hacerse cargo de por qué el amor no puede consistir en
un contrato civil ni en un mero sentimiento. «Sólo en el amor se es uno con
el objeto, ni se domina ni se es dominado»5*. El poder del amor es el poder
de la unificación. Esto no se puede comprender desde la filosofía de la con­
ciencia, para la que está prohibido el abandono de la propia subjetividad.
Pero el amor supera cualquier reciprocidad de prestaciones, que es la re­
lación más estable que una conciencia emancipada está en condiciones de
constituir. La voluntad de poder es ciega ante la verdadera experiencia del
amor. Sólo puede construir simulacros, obrar «como si». El amor está conde­
nado a desaparecer cuando el único vínculo que establece es la satisfacción
recíproca de necesidades* 59. El amor no es una relación entre soberanos ni
una división de poderes. «De tal modo que quien ama no existe para sí. no
vive para sí ni se preocupa de sí mismo, sino que encuentra la rafe de su exis­
tencia en otro y, no obstante, en ese otro encuentra completamente su propio
goce; es aquí donde se expresa la infinitud del amor»60. En esta considera­
ción completa del otro se alcanza verdaderamente aquella riqueza que la
Ilustración esperaba como resultado de un proceso de autodeterminación y
que el romanticismo había fijado en la aspiración por la infinitud y en la in­
terioridad subjetiva.
Todo lo anterior nos permite comprender un poco mejor qué es lo que
Hegel quiere decir al subsumir el amor bajo la categoría del espíritu. Esto
significa que el amor sólo se constituye como tal en el matrimonio y la fami­
lia, donde acontece la transformación plena de la persona para-sí en miembro
de una comunidad moral61. El amor supone la donación de la temporalidad.

5* íd.. I, p. 242. Hegel utilizará en las Lecciones sobre estético de los aílos veinte las
expresiones *Verlorensein des BewufStseins*. « Uneigennützigkeit», «Selhstlosigkeit» y
«Vergessenheit» para designar el requisito que exige la constitución del sujeto del amor (cfr.
Asth., XIV, p. 183). «La verdadera esencia del amor consiste en superar la conciencia de sf
mismo, olvidarse en otro yo y, no obstante, sólo en ese perderse y olvidarse, tenerse a sf
mismo y poseerse» (fd.. p. 155).
59 Cfr. Rechtsphil.. V il. § 33 Z. p. 91; SystSitt.. p. 43.
60 Ásth.. XIV. p. 183.
61 Cfr. Rechtsphil., VII, $ 158. p. 307; Nürn-HeidSchr., IV. § 49. p. 264.
1 0 2 DANIEL INNERARITY

la entrega de toda la diversidad y variedad del alma (alie Mannigfaltigkeit


der Seele). Se trata de un regalo recíproco del tiempo y del azar, como
corresponde a la condición temporal del hombre. El don más valioso que
cabe ofrecer es la entrega del propio futuro. El amor es una historia, no un
acontecimiento. Todo compromiso entre personas incluye el regalo de lo
imprevisible que el tiempo lleva consigo y la confianza mutua de que es
posible mantener la subordinación del tiempo a la libertad de una decisión.
«Confianza es identidad de la persona, de la voluntad, del ideal, en la contin­
gencia del azar (bei Verschiedenheit der ZitfalligkeiílP1. Lo que accede al
amor es un carácter, una individualidad viva, no una sustancia completa o
una personalidad lograda; los que se aman son un silogismo incompleto6 263. Ni
Kant ni los románticos habían conseguido deducir del amor ninguna obliga­
ción. La configuración jurídica del matrimonio estaba pensada desde la
categoría de la subjetividad. Por eso resultaba imposible integrar el cuerpo y
el espíritu en un compromiso. Para Kant, el amor resultaba demasiado ex­
terno al yo; para los románticos, demasiado interior. En ambos casos, incapaz
de configurar una biografía, es decir, de extender la libertad en el tiempo.
Goethe describió así esta imposibilidad de abarcar el tiempo que padece el |
amor entendido como pasión:
¡Ah, (c conozco. Amor, como cualquiera!
Tu anlorcha que en la oscuridad nos ilumina.
Mas pronto nos llevas por intrincadas sendas:
entonces es cuando necesitaríamos tu antorcha y,
¡ay!, la muy falsa se apaga6465.

Hegel adopta un punto de vista diferente. El derecho del amor consiste


en garantizar la sustancialidad de la familia, su unidad frente a las contingen­
cias externas. Contra ella no se pueden hacer valer derechos, como el de una
cláusula restrictiva o el azar de la pasión. El matrimonio ha de ser indisoluble
porque persigue un fin sustancial «en la comunidad de toda la existencia
individual»63. De esta manera concluye Hegel su intento de armonizar el
derecho y la pasión, a través de la idea de un deber que surge desde la liber­
tad. Se trata de una libertad capaz de extenderse en el tiempo, más humana
que la memoria sin libertad que caracteriza al derecho positivo, y más pro-

62 h'rúhSchr I. p. 254; cfr. JenSysl., III. p. 2 4 1.


63 Cfr. JenSysl.. III. p. 218.
M VenezUmische Epigramme. 5. p. 392.
65 Rechnphil., VII, § 163, p. 313. Sobre la indisolubilidad del matrimonio cfr.
FrühSchr:. I. p. 329; Nürn HeidSchr., § 49, p. 264; R ethuphil., V il, $ 159, p. 308: § 163 Z.
pp. 314-313; § 180. p. 336; £nz.. X. § 319. pp. 320 y 329.
HEGEL Y EL R O M A N T IC ISM O 10 3

funda que la libertad sin memoria de la pasión, tan encendida como fugaz.
Sólo quien no se haya rendido a la pobreza de una libertad inmediata puede
ver en el compromiso y en el tiempo enemigos de la libertad.
Pero la subordinación de la pasión al amor es entendida por Hegel
como un desiderátum, en la medida en que su contingencia no puede ser del
todo superada. «El matrimonio debe ser indisoluble, pero también ha de
quedarse únicamente en este deber ser»66. En última instancia lo único real­
mente indisoluble es el Estado, y todo lo que no está mediado por él es
casual y contingente. Esta ambigüedad refleja una cierta vuelta a la concep­
ción de la familia como instrumento de socialización. Esta subordinación
resulta lógicamente inevitable cuando se sostiene que el Estado es la me­
diación por antonomasia, es decir, que sólo en él encuentran su plenitud los
precarios vínculos que forman el tejido de la sociedad civil.

4. AMOR Y SOCIEDAD MODERNA

En términos generales, la filosofía moderna se había originado a partir


de una serie de experiencias de la conciencia que tienen en común un movi­
miento de separación, autoafirmación, reclusión y distanciamiento: el domi­
nio científico-técnico sobre la naturaleza, la experiencia del conflicto social,
la búsqueda de una certeza subjetiva en un contexto de cambio y oscuridad,
la afirmación de la propia identidad frente al caos exterior... Toda su estrate­
gia estaba orientada a salvaguardar, proteger y afirmar un núcleo subjetivo
inamovible frente a una corriente exterior (el mecanismo natural, las co­
nexiones históricas, la subordinación política), que solamente ofrece un ros­
tro amenazante, hostil e inhóspito. La conciencia moderna sólo se pudo
formar a partir de una victoria El gran mérito de Hegel consiste en haber
llamado la atención sobre la necesidad de recoger la otra dimensión de la li­
bertad: aquella que se pone de manifiesto en la experiencia del perdón, en el
sentimiento de pertenencia en la necesidad de arropamiento o en la nos­
talgia por arraigar en un espacio objetivo. El amor y la amistad son el cami­
no de acceso —prohibido por la filosofía de la conciencia— a este lugar del
sentido y la significación. La libertad de la que se disfruta en esta tierra
prometida contiene un momento de descentramiento de la subjetividad,
inconcebible para un proyecto emancipador. La más alta libertad exige la
superación de la particularidad. La reconciliación del amor no es la li­
beración que se alcanza sometiendo todo aquello que pudiera ser un motivo

66 Rechtsphil., Vil, § 176. Z. p. 330.


1 0 4 DANIEL JNNERARITY

de temor. El triunfo del amor es no dominar sobre nada y. de este modo,


romper el poder de lo objetivo. «Únicamente el amor no tiene límites»67. El
amor no reconoce la alternativa abstracta entre una existencia autónoma y
un deber heteiónomo. Se instala más allá de la emancipación y, por tanto,
también por encima de sus rígidas categorías.
Las discusiones en tomo al amor y la familia en estas décadas que sepa­
ran a Kant de Hegel se inscriben dentro de un contexto social muy determi­
nado, y ningún pensador de finales del xvm y principios del XIX dejó de
registrarlo. Se trata de la aparición del Estado moderno tras la Revolución
francesa y de las nuevas formas de configuración social que se siguen de la
Revolución industrial. Las grandes revoluciones que han dado origen a la era
moderna han enarbolado como bandera sagrada los derechos del individuo.
Qué significación pueden tener el amor y la familia en un medio post-
revolucionario, es una pregunta que inquieta a filósofos y poetas alrededor de
este cambio de siglo. En los dramas de Schiller, por ejemplo, la sociedad bur­
guesa es presentada como un mundo opaco al amor, al que se debe el esta­
blecimiento de dos lógicas irreconciliables. Lo mismo se puede advertir en
Novalis, en cuyos Hymnen an die Ñachí (1800) la noche aparece como el re­
fugio donde se ha recluido el amor tras ser expulsado por un entendimiento
que pretendía dominar la tierra. De manera especialmente aguda vislumbró
Hegel el sentido de la especificación funcional que caracteriza a la sociedad
moderna: la separación estricta de la familia y la sociedad civil. En la familia,
como relación personal de amor y confianza, cada uno de sus miembros
tiene un valor absoluto, mientras que en la sociedad civil el individuo vale
por la prestación que ofrece. En un caso, el reconocimiento es total y con­
creto: en el otro, parcial y abstracto68. Se trata de la diferencia que media
entre la competición abstracta de la sociedad civil y la comunicación perso­
nal de la familia. Nos encontramos en pleno proceso de retirada de la actitud
valorativa a la esfera de la vida privada, de subjetivización del valor y meca­
nización social. La intimidad y la publicidad se constituyen desde la po­
larización de la racionalidad y la emotividad. Amistad y sociedad se
convierten en términos antagónicos. La familia ya no puede ser entendida
como célula de la sociedad —como modelo de relación intersubjetiva—
cuando la voluntad que impera en el espacio público es pura dominación. Lo
que la familia y la política ganan en especificación y diferenciación funcional
tiene como contrapartida una rígida separación que hace de la virtud que re­
gula las relaciones inmediatas algo que carece de trascendencia social, y de

67 FrühSchr., I, p. 363.
68 Cfr. Nürn-HeidSchr., IV, p. 349.
HEGEL Y EL R O M A N T IC ISM O 105

la esfera política un mecanismo regido por un uso dominativo de la voluntad.


No se puede entender la concepción hegeliana del amor y la familia si no se
tiene en cuenta que forma parte de una teoría de la moralidad dirigida contra
el dualismo de los imperativos jurídicos y las convicciones morales.
Hegel encontró en la tragedia de Antígona el prototipo de una contra­
posición que en la era moderna ya no es un producto de la fantasía literaria,
sino una ley de la historia. Sófocles describe el conflicto entre la piedad
familiar y la ley pública: Antígona viola una ley pública al enterrar a su
hermano, a quien no debía enterrarse por haber traicionado a su patria. La
imposición de la ley escrita que castiga a los traidores y la exigencia de una
ley ancestral que prescribe devolver a los muertos ai seno de la familia se
enfrentan aduciendo obligaciones y fidelidades irreconciliables. «Antfgona
—comenta Hegel— es la obra de arte más sublime y más lograda de todos
los tiempos. Todo es consecuente en esta tragedia: la ley pública del Estado
y el íntimo amor familiar, así como el deber fíente al hermano, se enfrentan
conflictivamente entre sí: el interés de la familia es el pathos de la mujer,
Antígona: el bienestar de la comunidad es el pathos del hombre. Creon-
te»69. Estos dos personajes simbolizan el conflicto entre lo masculino y lo
femenino, en tomo al cual se articula la distinción cultura-naturaleza, uni­
versal-particular, inmediatez-mediación, reflexión-espontaneidad, razón-
sensibilidad... Hegel subraya esta distinción según la cual la universalidad,
el poder y la actividad corresponden al varón, mientras que la individuali­
dad. la pasividad y el sentimiento son rasgos específicos de la mujer. Éste
es el motivo por el que el hombre se realiza en la vida pública y la mujer
tiene su lugar propio en el hogar70. No parece necesario insistir acerca de
cuál de estos dos ejes de valores tiene una mayor estimación en el pensa­
miento moderno. La desvalorización de lo femenino no se debe tanto al
triunfo de una razón que establece jerarquías y rangos, cuanto al hecho
mismo de separar y establecer oposiciones.
Es una idea originariamente moderna la asignación de tareas públicas al
hombre y familiares a la mujer. Ha de tenerse en cuenta que sólo en las for­
mas modernas de oiganización social deja de ser la familia la unidad econó­
mica y el trabajo una tarea doméstica. Pero no sólo son factores sociológicos
los que explican esta desvalorización moderna de lo femenino. El tipo de
valores a los que se supone que la mujer no tiene acceso —emancipación,
universalidad, deber— están pensados desde una antropología masculina.
Kan! había apoyado esta separación en el supuesto de que lo propio de la

m Ásth.. XIV. p. 60: cfr. Phan.. III, p. 328 ss: Rechtsphil.. VII. § 166. p. 319.
70 Cfr. Rechtsphil.. VII. § 166. pp. 318-320.
1 0 6 D A N IE L IN N E R A R IT Y

mujer es la belleza y atender a lo particular, mientras que el hombre prefiere


la nobleza y el deber. La mujer es capaz de un bello entendimiento y una
bella virtud, pero sólo el hombre consigue un entendimiento profundo y una
virtud noble. La mujer evita el mal «no porque es incorrecto, sino porque es
feo». Acciones virtuosas significan en ella tan sólo acciones bellas. Pero
«nada de deber, nada de culpabilidad»71. Opiniones de este tenor son habi­
tuales en pensadores de la época. Fichte la sustenta sobre el principio de que
al hombre le correspondería la actividad y a la mujer la pasividad; sólo aquél
es apto para las tareas de participación política mientras que ésta ha de ser
educada para la administración de la casa72. Hegel también asigna a la mujer
la tarea exclusiva del hogar y al hombre la ocupación de los asuntos públi­
cos, la ciencia, la filosofía y todas aquellas actividades que exigen una res­
ponsabilidad sobre lo general. Esta división sería análoga a la diferencia que
existe entre la planta y el animal. «Si las mujeres estuvieran en la cumbre del
gobierno, el Estado se encontraría en peligro, pues ellas no actúan de acuerdo
con las exigencias de la generalidad, sino según su casual inclinación y opi­
nión. La formación de la mujer tiene lugar —no se sabe bien cómo— en la
atmósfera de la representación, más por la vida que por la adquisición de
conocimientos, mientras que el hombre alcanza su posición como una con­
quista del pensamiento y mediante un gran esfuerzo técnico»73. El trasfondo
de este planteamiento es una antropología masculina y una ética unilateral
que exige autoafirmación, actividad y determinación. Schiller y F. Schlegel
se dieron cuenta de que con ello se perdía de vista el aspecto de la armonía,
expresión y representación de la libertad; pero esta intuición no logró corre­
gir el rumbo de la antropología moderna.
La idea hegeliana de Sinlichkeit es un intento de recomponer esta unidad
por vía sociológica, manteniendo intacta la lógica analítica que introduce la
mencionada contraposición. En su filosofía social, el principio de reconoci­
miento recíproco se establece como la clave para la constitución de la perso­
nalidad, anulándose así tendencialmenle la diferenciación estricta que
promueve la sociedad moderna. La idea de una totalidad social está tomada
del modelo de unificación de lo separado que se prefigura en el amor. Se po­
dría incluso afirmar que el amor proporciona a Hegel la intuición básica que
está en el fondo del concepto de dialéctica. En ocasiones se ha reprochado a
Hegel por no haber seguido la dirección especulativa que el descubrimiento
del amor en Francfort parecía sugerirle. Pienso, por el contrario, que si el

71 Cfr. Beohachtungen ühtr das Gefühl des Scltónen und Erhahenen, Ak., XX. pp. 28 ss.
77 Cfr. Grundlage des Nalurrechts..., III. §§ 34-38.
73 Rechtsphil., Vil. § 166 Z, p. 319.
HEGEL Y EL R O M A N T IC ISM O 107

amor deja de ser un tema es por haberse convertido en el núcleo inspirador


del sistema dialéctico. Pero Hegel tomó de la esfera del amor aquello que
menos se presta a ser generalizado: la centralidad de la relación. Aquí se
pone de manifiesto también la esencial ambigüedad del pensamiento dialécti­
co. La generalización social de la relación equivale a su establecimiento
como subjetividad absoluta respecto de la que todos los momentos reciben
su determinación esencial. La generalización del amor coincide formalmente
con su aniquilación, pues éste sólo es posible como actividad de un sujeto y,
por tanto, como atributo de un sujeto que no puede ser definido desde su
relatividad intersubjetiva o histórica.
Pese a la dureza de su crítica al romanticismo, Hegel comparte con él la
suposición de que el hombre sólo puede encontrar un sentido para la exis­
tencia si se reconcilia con el todo (en este caso, una totalidad social y no de
la naturaleza). El odio romántico a la cultura y su culto hegeliano tienen en
común un prejuicio contra la finitud. cuyo abatimiento se expresa bajo la
forma de una nostálgica infinitud o mediante la subjetivización del espíritu
social objetivo. La comunidad moral que Hegel supone como resultado de
la alienación de todos en el cuerpo social participa de la ambigüedad propia
de todos los órdenes sociales perfectos: el movimiento de recuperación de la
personalidad puede no tener lugar. Es cierto que la sociedad moderna no
acierta a conciliar la lógica del amor y la lógica social. Pero una equipara­
ción objetiva entre ambas aleja aún más la posibilidad de armonización. La
liquidación del hegelianismo ha ironizado sobre sus pretensiones de to­
talidad. pero ha mantenido la definición funcional de la personalidad. Y la
sociedad sigue siendo entendida como sujeto, sin que haya disminuido su
poderosa disposición sobre la personalidad. Simultáneamente, el descrédito
de la concepción hegeliana de la sociedad ha arrastrado también su valiosa
intuición acerca de la esencia del amor —el compromiso por medio de la
palabra— y se ha afianzado el proceso de subjetivización del amor.
Quizás el hombre no necesite de un ámbito de reconocimiento tan am­
plio. Lo que el romanticismo reivindicó —una lógica para el amor que no se
ha de deducir a partir del orden político o social— no queda en modo algu­
no superado por la crítica hegeliana. Se trata de una respuesta finita que
renuncia a conciliar de manera absoluta la lógica social con la lógica del
amor, pero en la que al menos ésta no queda comprometida por aquélla. Es
posible que el romanticismo no acertara a definir su objetividad. Pero, cuan­
do Fichte subrayaba la compleción del matrimonio74 o cuando F. Schlegel
afirmaba que «siempre queda detrás algo que no se puede representar exte-

74 Cfr. Grundlage des Naturrechls..., III, §§ 8 y 9, pp. 315 ss.


1 0 8 DANIEL INNERAR1TY

nórmente porque es completamente interior»?*, un elemento de incondicio­


nal idad quedaba afumado y protegido frente a todo contexto social. En
cualquier caso, forma parte de la idea de subjetividad humana un momento
de heterogeneidad respecto del espíritu objetivo. Dicha «abstracción» —por
usar la terminología hegeliana— es, a su vez, garantía de la libertad. Esta
dificultad de reconciliar plenamente al sujeto con la totalidad histórica y
social le puede hacer extraño, desarraigado o carente de expresión social,
pero salvaguarda su dignidad en mayor medida que una síntesis precipitada
con la exterioridad. Esta reserva supone entender que las formas históricas
son más contingentes que la esfera inmediata de la personalidad. Una dife­
renciación de niveles de reconocimiento obligaría al hombre a tolerar una
cierta abstracción en las relaciones sociales, pero también le pondría a salvo
del tráfico social.

15 Ijtcinde, pp. 58-59.


IV. Las disonancias de la libertad
Sin destino, como el niflo
dormido, respiran los seres celestes
[...] Pero a nosotros no nos ha sido dado
descansar en ninguna parte;
desaparecen, caen
tos hombres sufrientes
ciegamente de una
hora en otra,
como agua, de roca
en toca arrojada
durante años a la incertidumbre1.

La idea de destino irrumpe en la filosofía moderna de una manera


extraña. Invitado por una razón que ha hecho de la libertad su único
absoluto, se piensa en él con el propósito secreto de neutralizarlo, como
para ahuyentar un conjuro. En cualquier caso, el destino es un invitado
molesto, un vecino no deseado que acecha especialmente a toda conducta
afirmativa. Para el idealismo alemán, por el contrarío, es el aliado más
valioso. La inevitable comparecencia del destino — tantas veces arrojado
por una conspiración impotente— es la amable venganza de aquella tota­
lidad a la que el hombre moderno nunca debió dar la espalda. Pero
¿acaso se divisa ya un final en la lucha del hombre por conquistar y hacer
prevalecer su libertad, un lugar en el que se haya abolido el espacio, un
momento en el que se recoja todo el tiempo, un Estado donde no quede
nadie sin emancipar? El idealismo alemán no se aventura a responder
afirmativamente a esta pregunta, pero ofrece al menos una tregua y dirige
la mirada del hombre cansado hacia un escenario que le había pasado

1 «Schicksalslied». SiA. III. p. 143.

1109]
1 1 0 DANIEL INNERARITY

desapercibido: la historia universal. Si, como decía Novalis, la filosofía


corresponde a la nostalgia de volver a casa, el idealismo es una inmobi­
liaria que ofrece hogar al héroe desarraigado, sin condenarle por ello a
una existencia provinciana. Esta nueva hazaña de la libertad, pese a su
apariencia resignada, no es menos arriesgada que la anterior. Se trata de
construir la propia casa en medio de las turbulencias del curso histórico,
sabiendo que los planes de la libertad no son los planos cuya realización
esté a la espera tan sólo de una mediocre tenacidad. «Cuanto más com­
pleja y más sólida sea la construcción en la que la humanidad entera tra­
baja, menos le pertenece a cada individuo. Quien se limita a copiar esa
construcción general, quien sólo se dedica a recopilar, quien no construye
en y a partir de sí mismo su propia casita como hogar suyo, con techo y
paredes, en donde encontrarse completamente en casa, donde cada pie­
dra, si no ha sido completamente trabajada por él desde su estado bruto,
haya sido al menos dispuesta por él, transformada por sus manos, ése es
un hombre de letras (Buchstabenmensch), que ni ha vivido su propia
vida, ni se ha forjado a sí mismo. Quien sólo se construye un palacio de
acuerdo con el modelo de una gran casa, vive en ella como Luis XIV en
Versalles, sin apenas conocer los aposentos de su propiedad, y ocupa sólo
un minúsculo gabinete. Por el contrarío, un padre de familia en la pe­
queña casa de sus antepasados sabe hablar y dar respuesta del uso y de la
historia de cada tomillo y de cada pequeño armario [...]. Ahora bien, para
que el hombre pueda llamar suya a su propia casita, la religión debe ayu­
darle a construir. Pero ¿cuánto le puede ayudar en ello?»2. Hegel no
había cumplido todavía los ventitrés años cuando escribió este fragmento
en el que se contienen ya las líneas maestras de su proyecto especulativo:
la libertad es una superación de la extrañeza de lo real, no su simple abo­
lición. Ya desde entonces sabe Hegel que la mera emancipación es la
continuación del sometimiento por otros medios. Esta reconciliación con
la finitud la describirá Hólderlin como un viaje hacia la libertad concreta:
el abandono de Grecia — la interpretación heroica del imperativo cate­
górico, con toda su carga de espirítualismo abstracto y desprecio por la
finitud— para «refugiarse en algún valle sagrado de los Alpes o de los
Pirineos, y comprar allí una casa amiga y la suficiente tierra fértil que se
requiere para la dorada mediocridad de la vida»3. El destino desempeña
un papel insustituible en este tránsito desde el desarraigo de la liberación
a la realización efectiva de la libertad.

2 «Tilbinger Fragmcnt», FrühSchr., I. p. 28.


3 S ri.IlI.p . 133.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 111

1. LA CONSPIRACIÓN MODERNA CONTRA EL DESTINO

La extraña presencia de la idea de destino en la filosofía moderna puede


explicarse como el movimiento de una dialéctica peculiar 1) des-
fatalización; 2) refatalización; 3) neutralización indirecta del destino: el
heroísmo trascendental. Estos tres pasos ilustran la dialéctica de una despe­
dida que se creyó definitiva. El destino parece asistir complacido a su pro­
pio enterramiento. Pero la astucia de la libertad trata de derrotar al destino
llevándolo a un campo de batalla más propicio: su aprovechamiento moral.

1. La filosofía trascendental y las configuraciones culturales que se pro­


yectan a su amparo se presentan como un programa de desfatalización. La
analítica kantiana celebra la victoria sobre el destino y proclama su destierro
a la región de lo insignificante con un non datur faltan que expresa el
entusiasmo de una libertad arrebatada como se roba terreno al mar. Toda
necesidad es necesidad natural, reconducible a explicaciones causales en la
cadena de las relaciones entre los fenómenos. Decir que el hombre es un ser
moral —es decir, no natural— equivale a declarar su inmunización frente al
curso de los acontecimientos regidos por la necesidad. El actuar libre del
hombre ha abierto una brecha, ha vencido a la inercia que le amenazaba con
usurpar su espontaneidad. Todo el pathos moralizante de esta declaración de
victoria se debe a que la liberación frente al fatalismo permite pensar una
nueva fuente de obligaciones que tenga su origen en la autonomía del yo.
Libertad y moralidad tienen un mismo origen: la posibilidad de sustraerse al
fatalismo natural y poner en marcha acciones personales, decisiones libres en
las que se refleje un rasgo de incondicionalidad.
La idea moderna de libertad es un esforzado sobreponerse a todo aque­
llo que conspira con su inercia a cerrar el paso y estrechar el ámbito de la
posibilidad. Ser libre es, fundamentalmente, crear y poner en marcha algo
nuevo. Derrotando al destino —aunque esta victoria no consista exactamen­
te en su muetle, sino en su confinamiento— el hombre se constituye como
autor todo lo que haya de tener significación para él es producto de su
libertad. Lo demás es materia prima, ocasión u obstáculo, exterioridad que
fortalece la determinación interior. Si existe algo así como un destino para el
hombre, ése descansa en su propio pecho, hace decir Schiller a un personaje
de Die Jungfrau von Orleans. En cualquier caso, hablar de destino es sola­
mente una manera poética de describir la débil sombra que refuerza el trazo
luminoso de la propia libertad. Hablando con propiedad, los hombres no tie­
nen destino; hacen la historia. Desde esa perspectiva de emancipación frente
al destino afirmaba Novalis —al amparo de la protección intelectual de
1 1 2 DANIEL INNERARITY

Fichte— que la historia no es factiim —mucho menos fatum— sino


Faktur*, vivo retrato de lo humano, su factura, despliegue soberano del
espíritu en el tiempo, producto intencional; en definitiva: obra de la libertad.
En sus Lecciones sobre filosofía de la historia relata Hegel el célebre
encuentro del año 1808 entre Napoleón y Goethe45. Al parecer, la conver­
sación tuvo como tema principal la distinción entre la literatura antigua y
la moderna, a partir de las distintas concepciones de la tragedia y del des­
tino. No es difícil imaginar que el interés del político por gozar de tan
culto interlocutor se tomara pronto en aburrimiento. Para quien hace la
historia, tiene escaso interés que se la cuenten, sobre todo cuando se pre­
senta como un inventario de fracasos. Los encuentros entre la lírica y la
épica son tan efímeros como los acuerdos de la teoría y la acción. Napo­
león, probablemente insatisfecho ante la mostración de los límites objeti­
vos de la libertad, de los ideales fracasados y de la muerte de tantos
proyectos históricos como la tragedia clásica le traía a consideración,
sentenció: los hombres modernos no tenemos destino; el lugar del fatum
lo ocupa ahora la política. Aquel espíritu emprendedor no sospechaba
entonces el acecho de ningún revés. La libertad como desprecio de todo
límite objetivo había configurado en él un deseo de conquista inconmovi­
ble ante cualquier resistencia. La expulsión moderna del destino es una
oportunidad para el hombre de acción. En su aspiración a domeñar cual­
quier adversidad, el político se revela como el héroe moderno por exce­
lencia. Conoce las condiciones que modulan el comportamiento humano,
y la lectura de Maquiavelo le ha enseñado a atraer para sí el favor de la
fortuna. Pertenece a la estirpe de aquellos legisladores franceses a los que
Jacobi reprochaba tener una opinión demasiado elevada de las fuerzas
del hombre6. No concibe la historia como una monótona repetición de lo
mismo, sino como escenario de los proyectos de transformación del
mundo. Ha sido formado para no esperar demasiado y, por tanto, está
inmunizado contra la desesperación. Toda espera está subordinada a la
acción, cuya oportunidad sabe adivinar en el momento propicio.
La moderna expulsión del destino recurre también a una estrategia
lingüística. Sabe que las palabras no son nunca inocentes y que a ellas les
debe su identidad. En su libro de estilo se decreta el empleo de la palabra
«determinación» (Bestimmung) como sustituto de la pavorosa palabra

4 Cfr. «Das Allgemeine Brouillon» (1798/1799), Schriften. ed. R. Samuel, Kohlham-


mer. Sluugait. 1960,3. p p . 247 SS.
5 Cfr. PhilGesvh.. XII. p. 339.
6 Cfir. Werke. ed. G. Fleischer, Leipzig, 1812-1825, VI, p. 210.
H EG EL Y E L R O M A N T IC ISM O 113

«destino» (Schicksal), aliada de la falta de libertad y evocadora de tristes


experiencias. La primera alude a una realización de la libertad como
vocación y proyecto, en la que el yo nunca deja de ser activo protagonis­
ta; la segunda aparece como una resignada designación de la necesidad
exterior, de la causalidad y la casualidad, como determinaciones cuyo
centro está fuera de uno mismo. Fichte es el principal artífice de esta
legislación terminológica. El destino es lo más humillante y terrible que
puede apoderarse del hombre7*. En cambio, la determinación mediante la
cual el hombre pasa de ser un abanico de posibilidades existenciales a
ser-algo, se rige por dos principios emanados de la libertad; el yo es
absoluto y su concreción no puede ser un producto del no-yo. El yo «se
determina por sí mismo y nunca puede ser determinado por algo extra­
ño». Esta determinación es. por tanto, «absoluta concordia, identidad
permanente, pleno acuerdo consigo mismo»11. Cultura significa, preci­
samente, modificación de las cosas que influyen en el hombre desde
fuera, para que no remuevan la soberanía absoluta del yo puro, para que
concorden con él. «Subordinar a sí todo lo irracional, dominarlo libre­
mente y según sus propias leyes, constituye el fin último del hombre»9.
Esta tarea infinita — Vervollkommung ins Unendliche— corresponde a la
infinitud de la libertad, a la que no le está permitido el abandono, ni si­
quiera el pacto o la tregua. Pero la emoción que suscita este proyecto no
está a salvo de una futura incertidumbre.

2. La emancipación pone en marcha un proceso de refatalización. La


suerte que corre la idea de destino en la modernidad estaría incompleta si no
se advirtiera que, junto a su destierro forzoso del paraíso del yo, tiene lugar
también su regreso triunfante, exigido y celebrado incluso por quienes se
habón conjurado contra él. No en vano, y pese a su molesta resonancia, la
palabra alemana para designar el destino (Schicksal) tiene un origen recien­
te: comenzó su carrera triunfal en la segunda mitad del siglo Xv i i i , precisa­
mente en el momento en el que tiene lugar la formulación más acabada de
la modernidad y su primera gran revisión. Se podría incluso hablar de una
perversa ley proporcional: la emancipación y el destino se odian y se requie­
ren mutuamente como la libertad abstracta y la necesidad real.
En tomo a esta dialéctica se forja una de las tesis fundamentales de
Hegel: el hombre moderno no está en sí mismo; lo que le es más propio y

7 Cfr. GA. II. 4. p. 292: IV, 1, pp. 159 y 420.


11Oher die Bestimmung des Gelehnen. GA. L 3. p. 30.
9 fd., p. 32.
1 1 4 DANIEL INNERARITY

esencial lo ha perdido en un más allá extraño. Y, a su vez, eso íntimo y


personal se ha recluido en la pura interioridad, se ha alejado del mundo,
un mundo abandonado y entregado a su propia suerte. La libertad enten­
dida como sustracción del sujeto frente a la objetividad tiene como con­
secuencia la ampliación del campo de juego de la necesidad. Lo que el
sujeto renuncia a vivificar es ocupado inmediatamente por las fuerzas
contrarias a la vida. La astucia de la sinrazón fortalece al destino como
beneficiario directo de una liberación vacía.
Examinaremos esta nueva potenciación del destino desde cuatro pun­
tos de vista: como resultado de una dialéctica, como instrumento de
exculpación, como garantía moral y como respuesta a una insatisfacción.

a) La potenciación del destino es el resultado de una dialéctica en


virtud de la cual la formulación unilateral del principio de libertad subje­
tiva remite a su contrario, lo que supone que las expectativas originales
se truncan en los resultados opuestos. Que la modernidad libera no sola­
mente al yo, sino también al destino, ya lo había adivinado Fichte. Cuan­
do el hombre piensa su libertad como lo absoluto, se estremece al pensar
que lo que no depende de él tenga una análoga libertad. La actividad in­
dependiente introduce nuevas formas de dependencia. «Solamente en la
medida en que el hombre actúa, se siente dependiente de este desconoci­
do destino»101. Actuar es invitar a los poderes que luchan por sometemos
a la finitud de lo concreto, provocar al destino y quedar atrapado en él.
Hegel describe este movimiento como la lógica que corresponde a la li­
bertad subjetiva. La amistosa enemistad de lo libre y lo necesario no es
un motivo de escándalo, sino una ley dictada por la propia subjetividad.
«Destino propiamente sólo tiene la autoconciencia. puesto que es libre» y
«puede separarse de la generalidad objetiva»11. La acción trágica requie­
re que haya surgido el principio de la libertad individual. Sólo una con­
ciencia que apunta a la autodeterminación puede sentir su carencia. Dado
que este objetivo se presenta como inalcanzable de hecho, toda depen­
dencia irreductible se convierte en recriminación a una libertad no rea­
lizada. A la libertad como separación le sigue la conftguración arbitraria
de lo separado como hostil.
Pero, al margen de su signiftcación subjetiva, esta dialéctica tiene un
contenido estructural. En el mundo moderno, del ejercicio de la libertad
subjetiva ha surgido una nueva complejidad, se ha disparado un movi-

10 Vorlesungen über Logik. und Metapliysik (1797), GA, IV, 1, p. 420.


11 Logik, VI, p. 421; cfr. Áslh., XV, p. 534.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 115

miento ciego y azaroso con una lógica emancipada de su autor. Lo fac-


tum se convierte en fatum y el yo que se había afirmado como un todo se
experimenta pronto como parte de un contexto inabarcable. La libertad
moderna reivindica unos espacios de acción emancipados de toda lógica
exterior. El ámbito de lo económico y de lo político, la religión o el amor
se configuran de acuerdo con su propia lógica y no toleran norma alguna
sobre sí. Libertad económica significa liberación de toda traba morali­
zante a la que se supone ajena al ánimo de lucro; la libertad política es
entendida como la constitución de un espacio de puro poder; la religión
rige exclusivamente el ámbito de la conciencia, sin pretensiones de vin­
culación intersubjetiva, y obtiene su nuevo rostro tolerante a cambio de
una renuncia a orientar la actividad exterior del hombre; libertad en las
relaciones humanas implica entender el amor como pasión y desvincu­
larlo de toda lógica jurídica o religiosa. Ahora bien, en la medida en que
el principio de subjetividad se ha dado a sí su propio derecho se des­
bordan de cada una de las esferas mencionadas nuevos movimientos que
reclaman al hombre en su totalidad, desprovisto de una instancia superior
que relativice el poder de los nuevos dioses y le proteja frente al
desgarramiento. Las libertades subjetivas constituyen el cauce del retomo
de la necesidad. «Política, religión, necesidad, virtud, poder, razón, astu­
cia y todos los poderes que mueven al género humano ponen en marcha
su juego aparentemente violento y caótico en el amplio campo de batalla
que les está permitido. Cada uno se conduce como un poder ab­
solutamente libre y autosuficiente, sin darse cuenta de que todos ellos
son instrumentos en las manos de un poder superior, del destino origi­
nario y del tiempo que todo lo vence, que se ríen de aquella libertad y
autosuficiencia»12. Hegel no se limita a extender el certificado de una
supuesta defunción de la libertad subjetiva; una de las preocupaciones de
sus primeros años es precisamente inventariar las fuentes de esta produc­
ción dialéctica de la necesidad. En la economía, por ejemplo, es donde
más claramente se advierte que la emancipación es tanto una conquista
como un abandono: con la desprotección económica del sujeto emancipa­
do y las nuevas formas de producción industrial, aumenta el poder del
destino sobre el hombre. El trabajo abstracto arranca al hombre de la
naturaleza —de lo que se supone como el lugar propio de la necesidad—.
pero «esto no hace sino tomarse en otra forma de azar» y generar un
«movimiento ciego y elemental»13. En este contexto cabría interpretar el

12 FrühSchr., 1, p. 517.
n JenSysl., III, p. 243.
1 1 6 DANIEL INNERARITY

hecho de que la propiedad reciba en uno de sus escritos de juventud el


nombre de destino1415.Tampoco la concepción del amor como pasión esca­
pa a esta dialéctica: el problema que esto plantea estriba en cómo prote­
gerlo entonces contra la casualidad13. Y en el orden político —para no
alargar en exceso esta lista de ejemplos de refatal ización— el romanti­
cismo conviene en un tópico la comparación del Estado con una máqui­
na. Sin duda, más que una metáfora poética se trata de la conciencia de
que nuevas formas de necesidad se estaban forjando al amparo de deter­
minadas conquistas de la libenad. «El proceso de la necesidad comienza
con la existencia de panicuiaridades divergentes (zerstreute Umstiin-
de)»16 que se han constituido como realidades autónomas e indiferentes
entre sí. Las grandes gestas de la moderna liberación coinciden en el
tiempo con el alumbrarse de una nueva época en la qué el espíritu ob­
jetivo comienza a cobrar vida propia.

tí) el destino es invocado para aliviar una creciente necesidad de ex­


culpación. Desde la Ilustración el hombre se había comprometido a iluminar
lo que una conciencia inmadura declaraba como impenetrable. Donde antaño
se ofrecía el azar o la voluntad divina como una rémora para seguir pregun­
tando o como una disculpa para la simple pereza, el hombre emancipado se
ofrece a descubrir la causa que se esconde en el reino de la oscuridad. Para
esta nueva concepción policíaca de la razón, conocer es ahora interrogar in­
cansablemente, buscar un responsable para cada hecho. Ahora bien, cuando
el hombre se entiende como protagonista exclusivo de la historia — Faktur
en lugar de fatum— él mismo se establece como acusador y acusado. «La
más alta dignidad de la filosofía es que lo espera todo de la libertad huma­
na»17, dirá el joven Schelling, sin sospechar que este entusiasmo estuviera
tomándose en una pesada carga. Pues esperarlo todo de uno mismo significa
asumir la responsabilidad de cualquier fracaso, cargar con una responsabili­
dad universal, aumentar exponencialmente la insatisfacción dando lugar a
una queja infinita sin instancia de apelación. La decepción ante los resultados
de la acción es proporcional al grado de autoría que el hombre reclama para
sí. Y cuando la autodeterminación se constituye en programa operativo, cual­
quier límite inebasable se presenta como un desmentido de la libertad. Con
el pistoletazo de una libertad absoluta se pone en marcha también el proceso

14 Cfr. FrúhSchr., I. p. 333.


15 Cfr. JenSyst., III, p .2 4 l.
16 Enz.. VIII, § 147, p. 289.
17 Krirische Briefe über Dogmatismus und Kritizismus. HKA, 3, p. 74.
H E G E L Y E L R O M A N T IC ISM O 117

de transformación del conjunto formado por lo inevitable, indisponible, ante­


cedente e incontrolable en una instancia de acusación. La irreductible presen­
cia de la finitud se convierte en un cargo de conciencia. La tematización del
mal, la culpa y el castigo en los primeros escritos del idealismo alemán bien
pudiera interpretarse desde esta perspectiva: como una aliviadora invocación
al destino para aliviar el colapso de la conciencia
El hombre moderno se encuentra sobrecargado por una exigencia uni­
versal de justificación a la que no escapa su propia existencia personal. La
idea moderna de libertad se convierte en una fiscalización y hostigamiento
de la finitud, la filosofía en una homodicea. Como advierte Odo Marquard18,
la quaestio juris de la deducción trascendental («¿por qué existen apriorís y
no más bien ninguno?») se extiende a todos los órdenes de la realidad como
una implacable inquisición: «¿con qué derecho existes tú y no más bien
nada, o eres así y no de otra manera?». Bajo la presión de esta pregunta, todo
hombre —como una secularizada causa sui— tiene el peso de la prueba de
su existencia, de su concreto modo de ser, de las acciones que realiza y del
resultado global de estas acciones.
En este contexto irrumpe el destino como instancia exculpatoria, res­
pondiendo a la necesidad de una nueva inocencia. El hombre se protege rei­
vindicando un ámbito donde carezca de sentido la recriminación —aun
cuando esto suponga un estrechamiento de su libertad— como única mane­
ra de detener este proceso de tríbunalización. Apela a los límites de su auto-
causalidad, respecto de los cuales la exigencia de legitimación carece de
sentido. La repatriación del destino que se habrá de consumar en el idealis­
mo alemán comienza en el momento en que Kant, junto a la tematización de
«lo que el hombre hace de sí mismo en cuanto ser que actúa libremente»,
plantea «lo que la naturaleza hace del hombre»19. El destino —en este caso,
bajo el nombre de condición humana— es llamado a prestar declaración co­
mo único testigo favorable en este severo proceso judicial.

c) La readmisión del destino como curso necesario de la historia es


deseada como garantía frente a un genio maligno que ya no se entiende
como inductor al error, sino que convierte en vano cualquier esfuerzo moral.
El deslinde estricto que la modernidad había establecido entre libertad y
necesidad se revela pronto como ficticio. La necesidad puede influir sobre
la libertad y apoderarse finalmente de ella. Pero también puede convertirse
en una poderosa aliada. Kant y Fichte se preguntan por el éxito que puede

18 Cfr. Apologie des ZufáUigen, Reclam, Stungart, 1986. pp. 11 ss.


19 Cfr. Aitlhropologie in pragmatischer Absichl, Ak., V il. p. 119.
1 1 8 DANIEL INNERARJTY

obtener la acción moral —en tanto que originada en la realidad suprasensi­


ble— sobre una realidad externa a la que se supone gobernada por leyes
contrarias a la libertad. Con la resolución de las antinomias, Kant estaba
convencido de haber demostrado la existencia de la libertad como facultad
de originar procesos causales. Pero ¿es posible la libertad una vez que estos
procesos han sido puestos en marcha? Una libertad obtenida gracias a la
separación entre dos mundos no tiene la garantía de que no vaya a ser final­
mente atrapada en su ejercicio real. El dualismo entre las intenciones y los
efectos no queda a salvo de la perversión de los fines en la historia, que
Mefistófeles lamentaba al verse a sí mismo como un poder que quiere siem­
pre una cosa y obra continuamente lo contrario. Todo esfuerzo resultaría su-
perfluo si la autonomía humana fuera sólo aparente, si la libertad humana
fuera un ensueño o un desvarío de la imaginación. Sin una garantía de éxito,
es decir, sin un puente que vincule lo libre y lo necesario, la libertad sería un
espejismo y todos los esfuerzos por conquistarla tan inútiles que bien podría
decirse del hombre que es —como insinúa Kant— «una necedad atareada».
Kant ahuyenta este oscuro presagio con una invocación a la necesidad que
consiste en suponer una colaboración secreta —un plan oculto— de la na­
turaleza en favor de la libertad. La necesidad que había sido expulsada por
la puerta de la metafísica entra —con todos los honores— por la ventana de
la filosofía de la historia. Efectivamente, un destino gobierna la historia,
pero no es un destino ciego, sino providente. Nunca la historia se había car­
gado con tanta esperanza como cuando se la declaró obra exclusiva del
hombre. Tampoco Fichte se salva de esta rendición. En su escrito sobre la
dignidad del hombre de 1794 había lanzado el siguiente grito de guerra:
«¡Romped el refugio pegajoso en el que [el hombre] vive! Por su propia
existencia es completamente independiente de todo lo que está fuera de él;
es absolutamente por sí mismo»20. Y en un escrito del año 1798 Sobre el
fundamento de nuestra fe en un gobierno divino del mundo se pregunta
—en estrecha continuidad con el interrogante planteado por Kant en la Crí­
tica del juicio (1790)— cómo debe estar constituido el mundo para que sea
posible obrar moralmente21. La dialéctica del destino le lleva a reaparecer
bajo la forma de garantía de la libertad. Todo lo cual permite concluir: allí
donde el hombre se constituye en autor de la historia sin admitir la más mí­
nima competencia, surge también la pretensión de obtener una garantía
sobrehumana de que en la historia habrá de triunfar el bien. Surge el interés
por un curso necesario de la historia.

20 Ober (lie Würde des Meiuchen, FW, 1,2, p. 88.


21 Cfr. FW, 1,5, p. 354.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 1 19

d) Finalmente, la promoción indirecta del destino se presenta como ali­


vio de una creciente insatisfacción. La exigencia moderna de una autono­
mía incondicional no consigue su objetivo, al que continuamente desplaza
hacia un límite infinito. Esa Vervoiikommung ins Unendliche de la que
habla Fichte se traduce en que el hombre ha de tender a ser Dios, aunque
no lo pueda ser efectivamente, ha de proponerse algo que se sabe incapaz
de alcanzar. Lo que ocurre, mientras tanto, es que la conciencia recibe
como una insoportable limitación lo que hasta entonces le había parecido
una lógica condición de su libertad finita. Se produce una creciente sensa­
ción de heteronomía, a la que escasamente puede aliviar una aceleración
del movimiento emancipador. E l imperativo de autodeterminación aumenta
la percepción del poder que no depende de uno mismo y convierte este
velo sutil de condiciones, límites y opacidades en un reproche, en una
cadena. Y pronto se siente la impotencia de Fausto: la objetividad es más
poderosa que la capacidad legisladora del sujeto. «En qué medida mis fuer­
zas hayan de responder a este deseo es algo que no depende totalmente de
mí: depende, en parte, de circunstancias que no están en nuestro poder»22.
A la idea del yo como absoluto le falta el poder absoluto que necesitaría
para constituirse como tal. Pero, por principio, resulta ilegítimo que una
instancia ajena al yo absorba y neutralice esas resonancias de la libertad.
Con la imipción de este programa de autodeterminación ha desaparecido la
tolerancia que el hombre poseía para tratar con la necesidad. Schiller había
puesto en la boca de un personaje de Wilhelm Tell lo que podría ser la
declaración de heroísmo típica del hombre moderno: «no puede recurrir la
dura sentencia quien ha convertido al destino en su maestro». Quien lucha
contra él, en cambio, tendría el patrimonio de la protesta. Aunque, cierta­
mente, este derecho parece más bien una condena.
En lo que Schiller había entendido como un derecho, Hegel detectó
una patología de esta subjetividad que se mueve entre los ideales pensados
ya para fracasar y el débil consuelo de la queja. «El disgusto es la sensa­
ción del mundo moderno; el descontento presupone un fin que requiere
algo, una exigencia que nuestra arbitrariedad moderna se autoriza a elevar
y estima legítima. Ahora bien, en la medida en que ese fin no se cumple, el
hombre moderno pasa fácilmente a desanimarse también en lo restante y a
no querer tampoco aquella otra determinación suya que el podría convertir
en fin; abandona sus restantes limitaciones, no las tiene en cuenta y, para
vengarse, destruye voluntariamente su propia determinación, su propio
coraje, su propia fuerza activa, los fines del destino que todavía podía

22 id.. I, 3, p. 33.
1 2 0 DANIEL INNERARITY

alcanzar»23. Esto no era así entre los griegos, capaces de pactar con la fini-
tud; en ellos no había descontento, sino simple tristeza ante la necesidad.
Pero ya no es posible volver a la satisfacción que ofrecía la vida antigua:
propiedad limitada, actitud contemplativa, intereses finitos, mundo abar-
cable. No hay autodeterminación que sea capaz de controlar todas las de­
terminaciones que ella misma ha originado. De este modo, la era moderna
ha disparado el potencial humano de insatisfacción. Con la elevación de las
expectativas «se ha aumentado el sufrimiento de los hombres»24, pero tam­
bién se ha abierto un horizonte de posibilidades que ninguna decepción
puede clausurar y en el que Hegel se propone pensar de nuevo el poder y el
deber que al hombre se le ofrece.
La dialéctica de esta ¡asatisfacción que genera el imperativo de au­
todeterminación se hace manifiesta ante determinadas experiencias. A este
proyecto corresponde originariamente una ontología que supone el carácter
absolutamente disponible de lo real, peto que. de hecho, acentúa la experien­
cia de lo no disponible: bajo la forma de una anterioridad irreductible y de
unas consecuencias imprevisibles. Tan pronto como este programa se traduce
en acción, comparece de nuevo la idea de límite: que soy y qué soy es sólo
parcialmente resultado de mi actividad. La autodeterminación se convierte en
destino. Como tal no hay que entender solamente lo repentino e inesperado
que se presenta como golpe o revés, sin pedir permiso; el destino que trac a la
memoria la propia finitud es, mis bien, condición. Sus paradigmas son el
nacimiento y la muerte. Permite la configuración de una identidad bajo una
fianza que garantiza la renuncia a la totalidad. Desde esta perspectiva cabe
interpretar la tesis kantiana de que el nacimiento contiene ya la dialéctica de la
insatisfacción ante el propio límite25. Kant entiende que engendrar un hijo es
un acto de violencia —no puede ser considerado de otra manera cuando se
sostiene unilateralmente el principio de autonomía de la voluntad— pues un
nuevo ciudadano es traído al mundo sin su consentimiento. Los padres estarí­
an obligados a «contentar al hijo con esta situación». El correlato infantil de
esta experiencia en la que se cruzan la libertad y la necesidad es la contin­
gencia del comienzo de la vida, sentida como algo que —al menos en su ori­
gen— no está totalmente en el propio poder, la inicial insatisfacción de
encontrarse existiendo. Indicio de este conflicto es «el grito que hace oír el
niño recién nacido», un grito en el que también Hegel encontrará algo espe­

23 VorPhilRel.. 4. p. 129.
24 FrühSchr., l.p .4 5 8 .
25 Cfr. Metaphysik der Sitien. Ak.. VI, § 28, pp. 281 ss.; Anthropobgie in pragma-
tischer Absicht. Ak., Vil, pp. 268 ss.
H EG EL Y E L R O M A N T IC ISM O 121

cial. Venir al mundo gritando tiene algo que ver con aquello que hace de él un
hombre: su grito le distingue de todos los animales. Esa distinción acústica es
expresión de un «sentimiento de desagrado» que no corresponde a un dolor
corporal, sino a «una suerte de irritación» o «enfado». Con él se anuncia su
«reivindicación de libertad» (Anspruch auf Freiheit). Es el primer anuncio del
conflicto entre la libertad subjetiva y la necesidad objetiva que no dejará de
perseguirle a lo largo de su vida. Ese primer grito es una versión inarticulada
de la tercera antinomia. Cuando Kant llama a la filosofía idealista «infantil»26
lo hace por considerar que en el origen de la vida está incoado el desarrollo
teórico y práctico de la idea de emancipación. Pero también se hace patente la
intolerancia del hombre moderno ante la finitud, su dificultad para soportar
cualquier determinación que limite su autonomía. Entender la propia condi­
ción como destino forma parte del programa de fortalecimiento indirecto de la
idea de límite que la modernidad promociona involuntariamente.

3. Tras el fracaso de la emancipación se ensaya una nueva modalidad


de neutralización del destino mediante su aprovechamiento moral: el heroís­
mo. Se trata de transformar una derrota física en una victoria moral. Luchar
contra el destino es —pese a su fatuidad— el verdadero mandato de la exis­
tencia humana. Frente a la resignación, el héroe trágico opone la voluntad
inquebrantable de mantener su libertad contra la preponderancia del todo.
De este modo, la muerte que le derrota le proclama también vencedor por
haber mantenido la integridad de la grandeza humana en la máxima adversi­
dad. En ese momento aniquilador, el destino concede lo que hasta ahora
había negado: una libertad sublime e incondicional, inconmovible incluso
ante su propia muerte.
¡Cantad, terribles dioses del destino! ¡Que vuestro canto,
presagio de desgracias, no deje de sonar en mis oídos!
Sé que al final soy vuestro, lo sé, pero antes
quiero pertenecerme y alcanzar vida y gloria2728.

Fatum y virtus son los dos ejes sobre los que se articula la identidad
del hombre moderno. «El peligro suscita las fuerzas del hombre»211. La
virtud se afirma en la adversidad, pero no de tal modo que un automatis­

26 Cfr. Anthropologie in pragmatischer Absicht, Ak., VII, p. 172; Pmíegomeaa zu #/•


ner künftigen Metaphysik. Ak., IV. p. 292. Schelling definirá como la latea específica de la
libertad la recuperación del estado de felicidad poseído en «la infancia de la razón» (cfr.
SSW. 1/2, p. 13).
27 Hólderlin. Hñrt'ich die Wameaden ilzl. StA, I, p. 270.
28 Hólderlin, Zomige Sehnsucht, StA, I, p. 90.
1 2 2 DANIEL INNERARITY

mo haga innecesaria la iniciativa personal. Fichte oponía a la opinión de


que la guerra mejora necesariamente el carácter de las personas y de los
pueblos la experiencia del envilecimiento que provoca una adversidad
mal asumida. La moderna militarización de la moral es un último intento
de autoafirmación ante una derrota segura. El héroe es quien arrebata a
un destino más poderoso un instante de autonomía. La mentalidad trágica
que se forma en esta segunda mitad del siglo xvm se contenta con un
destello de soberanía individual, pero no está dispuesto a compartir el
poder para evitar la decadencia final. Para August Wilhelm Schlegel, «el
destino no es en sí mismo moral», sino en cierto modo un test para la
autonomía del hombre, un estímulo para acceder desde el estado de
necesidad al estado de libertad. El destino es «el acero inconmovible que
hace saltar bellas chispas de lo más interior del duro temperamento hu­
mano»29301. La moral trágica no abandona el punto de vista del sujeto; el
mayor estatuto ontológico que concede a la objetividad es el de ser un
obstáculo provechoso. Todo sigue girando en tomo al yo.
Como si se tratara de una carrera de armamentos entre el sujeto y el
objeto, el heroísmo trascendental se presenta como la huida mora) frente al
miedo a lo objetivo. En el origen de esta mentalidad se encuentra la descon­
fianza inaugurada por Kant entre una naturaleza poderosa y un yo que obtie­
ne su poder únicamente desde la fortaleza del mundo inteligible. La
presencia sobrecogedora de aquélla despierta en nosotros la fuerza inexpug­
nable de una incondicionalidad moral. El dualismo es condición de posibili­
dad de la superioridad humana. De este modo, el temor se convierte en el
gozo producido «por el sentimiento de una elevación momentánea de las
fuerzas de la vida»-10. Esta hazaña bélica de la subjetividad üene su apogeo
en la filosofía de Fichte y en el espíritu que a su alrededor se concentra: los
hermanos Schlegel, Schillcr, Novalis, Schelling, Tieck, el propio Holderlin
por algún tiempo... Frente a la Ruhe, a la quietud rousseauniana de un estado
de naturaleza, filósofos y literatos contraponen la lucha (KampJ) como ideal
de agresiva indiferencia a los golpes del destino. Luchar contra él y «asir con
firmeza y tranquilidad el terror de la verdad» es lo que constituye la sublimi­
dad del hombre. Su belleza moral estriba en la lucidez de una acción que no
rehúye el esfuerzo, aun sabiendo que toda victoria es efímera. Pues «el sufri­
miento es el vínculo entre el hombre y Dios o, más bien, la seriedad, el dolor
y el entusiasmo»-11. Esta visión de lo trágico se apoya en la idea prerrománti­

M Vorlesungen über schone Uteralur und Kunsi, ed. J. Minor. Hcnninger, Heilbronn,
1884,1, p. 347.
30 KdU, Ak., V, p. 245.
31 F. Schlegel, KA. XI, pp. 203-204.
HEGEL Y EL R O M A N T IC ISM O 123

ca de la cultura como tránsito de la naturaleza a la libertad. Pero este re­


corrido no es un proceso automático, sino una obra del hombre que tiene la
forma de gesta militar, una «perpetua lucha a vida o muerte contra el terrible
poder de cuyos brazos el hombre nunca puede escapar». Tan pronto como el
hombre entra en la existencia se inicia su conflicto con el destino. Y añade F.
Schlegel: «se podría comparar la historia de la humanidad con los anales
militares. Es el parte de guerra entre la humanidad y el destino»32.
Que «el yo se pone a sí mismo absolutamente»3-1 no es un dato; es el
proyecto de destruir el objeto y luchar contra él hasta el infinito, constitu­
yendo en esta tensión la identidad del yo. Esta beligerancia se explica si
tenemos en cuenta que, según la primera Wissenschaftstehre de Fichte, lo
que la conciencia conoce del objeto es la resistencia que ofrece a la libertad
del sujeto. Para que sea posible la libertad ante la amenaza de lo objetivo,
no cabe otra actitud que la resistencia a sucumbir frente a él. La lucha pro­
duce un continuo distanciamiento entre el sujeto y la esfera objetiva, lo que
permite un espacio de libertad. Es como una victoria cuya única verdad con­
siste en aplazar indefinidamente el trágico veredicto final. Quizá nadie me­
jor que Schelling haya expresado este pathos combativo que caracteriza al
nuevo heroísmo de la libertad. «¡Te comprendo, querido amigo! Oponerse a
un poder absoluto y perecer en la lucha te parece más elevado que asegurar­
se de antemano contra todo peligro por medio de un dios moral |...]. Al dog­
matismo consecuente no le interesa la guerra, sino la sumisión; no la derrota
violenta, sino la voluntariamente aceptada, la entrega silenciosa de sí mismo
al objeto absoluto [...]. El espectáculo de la lucha nos presenta al hombre en
el momento más elevado de su autoafirmación»34. Pero en estas palabras
hay una mezcla de heroísmo y desesperación. Esta resistencia a la refata-
lización —a construir un guardián del mundo que lo mantenga en sus lími­
tes, pero que disminuya la grandeza de la oposición al mundo— es otro
modo de entrega al destino. No obstante, el fracaso del héroe es cualquier
otra cosa menos un fracaso moral.
En la literatura de la época se refleja este mortífero final de la idea
moderna de libertad. Pero la pérdida del yo no ha sido vana, pues ha ha­
bido una ganancia de libertad. Al menos, el conflicto trágico entre el
hombre y el destino conduce a la experiencia liberadora de comprobar
que «la existencia terrenal no tiene ningún valor»3S en relación con la

n KA. I. pp. 229-230.


13 Fichte, Grundlage der gesammten Wissenschaftslehre (1794/1795), 1,2, p. 409.
34 Krilische Bríefe über Dogmatismus und Kritizismus, HKA, 3. p. 50.
33 A. W. Schlegel, SSmtUche Werke, cd. E. BBcking. Weidmann. Leipzig. 1846. V. p. 75.
1 2 4 DANIEL INNERARITY

infinitud. En Hyperion expresa Hólderlin el drama de esta liberación:


«Desde hace mucho tiempo he tenido presente la majestad del alma sin
destino, más que cualquier otra cosa; he vivido muchas veces en una ma­
ravillosa soledad conmigo mismo; me he ido acostumbrando a sacudirme
las cosas exteriores como copos de nieve; ¿cómo no me iba a atrever a
buscar lo que se llama muerte? Si me he liberado mil veces en el pensa­
miento, ¿por qué había de dudar de hacerlo en la realidad? ¿Acaso esta­
mos encadenados, como esclavos serviles, al suelo que cultivamos?
¿Somos como las aves de corral que no pueden salir fuera del patio por­
que es allí donde les dan de comer? Somos como las jóvenes águilas, a
las que su padre arroja del nido para que busquen su presa en las alturas
del Éter»76. En la muerte que es consecuencia de la afirmación de la
libertad —el final preferido de los dramas de Schiller— alcanza el hom­
bre su máxima plenitud. Cuando el destino se impone soberanamente, el
acto de libertad de la muerte aceptada parece advertir a la ciega nece­
sidad que su poder es el resultado de una usuipación. Ahora bien, ¿reco­
ge la tragedia moderna toda la grandeza de la libertad? ¿Es la irrupción
violenta de la muerte un recurso literario o la conclusión necesaria de una
libertad cuya lógica no acaba de ser entendida? Ante esta perplejidad
parece estar Hólderlin cuando no se ha desprendido por completo del
ideal heroico: «El dolor auténtico exalta. Quien pasa sobre su miseria, se
eleva más alto. Y es grandioso que solamente en el sufrimiento sintamos
la verdadera liberación del alma. ¡Libertad! Quien comprende esta pala­
bra... Es una palabra profunda»77.
En el ideal de autoafirmación del yo —una de cuyas expresiones más
extremas lo constituye esta interpretación heroica de la libertad— hay un
profundo desprecio hacia el contexto en que se produce la acción. La
libertad es entendida como una sublevación ante toda configuración
dada, como insatisfacción de lo que somos frente a lo que hacemos y, por
supuesto, frente a lo que nos pasa. Se trata de una libertad que prefiere
ser ímpetu a quedar apresada en una configuración objetiva. Su identidad
es un proyecto infinito, que se resiste a ser fijado en una circunstancia. El
yo sólo tiene de absoluto el movimiento de huida ante la posibilidad de
quedar identificado en un objeto. La realidad es, a lo sumo, un duro esco­
llo que hay que superar, pero en el que no se penetra por miedo a quedar
atrapado. Hegel entendió esta deserción del sujeto a configurar un ámbito
real de libertad como una secuela más de la filosofía de Kant, a quien*37

34 SlA, III, p. 122.


37 íd.. p. 119.
H E G E L Y EL ROMANTICISMO 125

reprocha no haber conseguido otra cosa que «añadir al desgarramiento


del hombre una arrogancia obstinada»™. Pero la libertad sustancial, uni­
versal y según el concepto no tiene en la libertad subjetiva ni su principio
ni su contenido, sino tan sólo uno de sus momentos. Una libertad en sen­
tido puramente formal y subjetivo —características ambas de la libertad
como huida y de la libertad como pura inmediatez— termina siendo fá­
cilmente confundida con el deseo, la pasión, el lamento o la terquedad, y
la sublimidad con la que se presenta resulta indiscernible del absoluto
desvarío. Toda la patología de la libertad subjetiva inventariada por
Hegel tiene su raíz en una declarada enemistad con lo real, de lo que
necesariamente resulta su incapacidad de hacerse efectiva. Lo único que
en ella hay de verdaderamente absoluto es su absoluta irrealidad.
Uno de los primeros descubrimientos de Hegel es precisamente la ene­
mistad entre la vida y este modelo de libertad. «El estado del hombre a
quien la época [presente] ha desterrado a un mundo interior puede consistir
o bien —si se quiere mantener en ese mundo— en una muerte continua, o
bien —si la naturaleza le impulsa hacia la vida— sólo en un esfuerzo para
cancelar lo negativo del mundo existente, para encontrarse en él y disfrutar,
para poder vivir»*39. El sufrimiento por la limitación, por el hecho de que la
vida imaginada no coincida con la vida permitida, es un sufrimiento mera­
mente pasivo que ve una limitación en cualquier determinación y que. de
este modo, fortalece el poder del destino. Pero esta exterioridad del límite
objetivo no se supera «por la violencia, ya sea la ejercida contra el propio
destino, ya sea la que se sufre desde el exterior; en ambos casos el destino
sigue siendo lo que es: la determinación. El límite no se aparta de la vida
mediante la violencia»40. No abandonarse en los brazos del mundo — tal era
el primer y único mandamiento de la libertad subjetiva— producía una
moral de combate y vigilia, pero no impedía que la euforia militante se tor­
nara en una ridicula obstinación ejercida en un mundo imaginario. Y, mien­
tras tanto, el mundo real, al que se creía haber vencido, había asegurado su
victoria. En la renuncia del sujeto a medir su fin con la realidad está Firmada
su claudicación. No es que termine siendo derrotado, es que ya se ha entre­
gado de hecho. El heroísmo y la sumisión —pese a lo que Schelling había
creído— son equivalentes.

3* FrühSchr., I. p.324.
39 íd., p. 457.
40 íd., p. 458.
1 2 6 DANIEL INNERARITY

2. EL DESTINO CONTRA LA MODERNIDAD

La décima de las Disputationsthesen que Hegel presentó en la Uni­


versidad de Jena el año 1801 para su habilitación como profesor senten­
ciaba así: «Principium scientiae moralis esl reverentia fato habenda»Al.
La idea de una reverencia ante el destino como exigencia moral se puede
entender como una ruptura con la interpretación heroica del deber que
hemos venido analizando. En la medida en que expresa un anhelo de uni­
dad y una insatisfacción con la subjetividad desgarrada introduce una
novedad significativa en la atmósfera cultural de este cambio de siglo.
Aparece como un límite valioso frente a la propia determinación y como
un intento de dotar de sentido a la acción humana mediante su inserción
en un contexto que el sujeto mismo no tiene a su disposición. Aquello
que el hombre hace con su libertad — también mediante el uso emancipa­
dor de su libertad que parece elevarle sobre toda condición— adquiere a
su vez la forma de una realidad natural. Deja de estar completamente
bajo su poder. Es lo que Holderlin había llamado «desatamiento de las
disonancias» (Auflósung der Dissonanzen)/*2, una especie de resonancia
sonora que tiene su origen en la libertad pero se extiende, resuena y se
altera sin contar con su permiso ni someterse al control del sujeto. En
esta causalidad desatada se presenta ante la conciencia, como una recri­
minación ante su falta de memoria, el vínculo desgarrado de la totalidad
moral. Es entonces, a partir de la experiencia de la negatividad, cuando la
totalidad escindida hace valer su exigencia de reparación.
Las reflexiones de Holderlin y Hegel acerca del destino contienen
una serie de novedades de gran trascendencia filosófica. La nueva tema-
tización del destino que en ellas se ofrece representa una clara ruptura en
relación con el heroísmo trascendental kantiano que se trasluce en la obra
de Fichtc, Schelling o Schiller, pero tampoco le debe nada a la discusión
entre Herder y Jacobi que en tomo a este problema se había librado en la
revista Die Horen a partir de marzo de 1795. La novedad de esta nueva
concepción del destino debe medirse frente al ideal clásico de tragedia,
pero también frente a la ingenuidad con que Herder había creído resolver
lo que es un acuciante problema. Para éste, el destino es una mera réplica
del comportamiento. No hay ninguna adversidad que se cruce entre la
acción y sus resultados: al que obra bien, le va bien. Herder define este
destino no problematizado como sombra, imagen, eco natural, reproduc-412

41 JenSchr., II. p. 533.


42 Cfr. StA, III, p. 5.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 12 7

ción de nuestros pensamientos y nuestras acciones. Y concluye con una


recomendación moral muy acorde con la división goetheana entre la pre­
ocupación por lo propio y la indiferencia ante el todo: «sé quien tienes
que ser y haz lo tuyo; de este modo, sin buscarlo, te encontrará tu felici­
dad. tu buen destino»43. La recuperación de la idea de destino en el pri­
mer idealismo es una crítica tanto de esta inmediata relación con la
totalidad, como del individualismo desgarrador de la tragedia moderna.
El verdadero desafío consiste en integrar esos dos momentos —separa­
ción y unificación— y no en absolutizar uno de ellos: «pensar lo dividido
como unido»4445. La experiencia de la libertad subjetiva reclama la unifi­
cación, pero la conciencia no puede ahorrarse ningún paso, incluidos los
que implican dolor, culpa o perplejidad. Se trata, por tanto, de «arrancar
la victoria al destino poco a poco, como la deuda a los morosos»43, de
evitar ese colapso de la subjetividad que había transformado su autoafir-
mación en derrota.
La interpretación del destino dominante en la segunda mitad del siglo
xvra era una mezcla de estoicismo y kantismo: del primero se recogía la
idea de que el curso de las acontecimientos es ciego y la resignación ante
una necesidad absoluta que termina por imponerse ante cualquier provoca­
ción; del segundo, el ideal heroico del combate moral en el que el hombre
pone a prueba su autonomía y su libertad. Hólderiin ve en este plantea­
miento una exigencia contradictoria formulada a espaldas de la propia con­
dición humana, una ascética combativa que sólo sirve como moral para los
fuertes y hunde en la desesperación al indigente. En una poesía dirigida
precisamente a Schiller—modelo de triunfador literario y autor de tragedias
de fatal desenlace— se hace eco del lamento del hombre común:
A ti. audaz nadador, te formaron
las altas potencias de los dioses,
y asi afrontaste el oleaje de tu destino.
pero a mf ¿quién me preparó para la victoria?46.

El heroísmo de la acción es señal cierta de una subjetividad de­


sesperada. Y es que, en el fondo, tanto quien actúa como quien se rinde a la
pasividad saben de la inutilidad de sus esfuerzos. ¿De qué sirve aplazar un
instante la realidad que corresponde a esta certeza? «Se me acercaron esos

43 «Das eigene Schicksal», Sámltichr Werke. ed. B. Suphan. Berlín. 1885, XVIII, p. 420.
44 Hólderiin. StA. III. p. 82
45 fd.. p. 116.
46 An Herkules. StA, I. p. 199.
1 2 8 DANIEL INNERARITY

sabios a los que tanto les gusta figurar entre vosotros los alemanes, esos
miserables para los que el alma que sufre es justamente lo que necesitan
para aplicarle sus consejos, bondadosamente se prestaron a ayudarme y me
dijeron: ¡no te lamentes, actúa!»47. El imperativo fichteano de la acción
comienza a ser visto por Hólderlin como un remedio moral incapaz de re­
componer la totalidad destruida. Esa sutura del alma no se consigue por
medio de una afanosa actividad —la acción hace más profundo el desgarra­
miento— y, por tanto, requiere ser pensada de otra manera.
Hacia finales del 93 o principios del 94 escribe Hólderlin la poesía
El destino. Forma parte del mundo cantado en ios Himnos de Tuhinga,
universo poético del que nacerá su gran obra Hyperion. En ella puede
percibirse ya el giro que dará origen a esa novedosa concepción de la
libertad que el idealismo alemán convirtió en núcleo de su reflexión
filosófica. Pese a su amplitud, vale la pena recogerla aquí íntegramente.
Está encabezada por la cita del Prometeo de Esquilo: «los que postrados
veneran ai destino son sabios». Y continúa así:
Cuando de los valles sagrados de la paz.
donde el amor trenzaba coronas de flores,
desapareció el encanto de la dorada antigüedad
al marcharse más allá donde los dioses celebran sus banquetes;
cuando la férrea ley del destino,
la gran maestra, la necesidad,
dio orden a la poderosa estirpe
de emprender un largo y amargo combate.

Entonces él salló de la cuna materna;


entonces encontró el bello surco
que conduce a la difícil victoria de su virtud;
él, el hijo de la sagrada naturaleza.
El más alto don del espíritu,
la fuerza felina de la virtud, emprendió
la victoria, arrebatada a los colosos
por un niño, hijo de los dioses.

El placer de la dorada cosecha


sólo puede madurar bajo un sol abrasador,
y sólo en su sangre aprendió
el guerrero a ser libre y orgulloso.
¡Triunfo! Los paraísos desaparecieron;
como llamas de las entrañas de las nubes,
como astros surgiendo del caos,
emergen los héroes entre las tormentas.

47 StA. IU. pp. 7-8.


HEGEL Y EL ROMANTICISMO 129

Los placeres brotan de la necesidad


y sólo entre dolores madura
lo más querido, lo que mi corazón disfruta,
el sublime encanto de lo humano;
asi se alzó, criado en profundos torrentes,
hacia donde ningún ojo mortal divisó,
como Chipre emerge orgullosa
entre el negro oleaje.

Unidos por la necesidad juraron


los Dioscuros la alianza de la muerte,
dulcemente extasiados por sueños juveniles,
y se intercambiaron espadas y lanzas;
la alegría de sus corazones les precipitó,
como una pareja de águilas, al combate,
como los leones su presa, repartieron
los amantes la inmortalidad.

La necesidad enseña a despreciar los lamentos,


no permite que se consuma la fuerza de la juventud
en la vergüenza y la deshonra,
da valor al pecho, luz al espíritu;
el puño del anciano se rejuvenece de nuevo;
la necesidad viene, como rayo de Dios,
y conviene las montañas en polvo,
y despliega su curso por encima de gigantes.

Con sus sagradas tormentas


la necesidad realiza implacable
en un solo gran día
lo que siglos apenas consiguieron;
aun cuando un Elíseo
perezca en la tormenta,
y mundos tiemblen ante el estruendo,
lo que es grande y divino permanece.

Tú. compañera de juegos de los colosos,


sabia y enojada naturaleza,
lo que un corazón de gigante decidió
sólo germina en tu escuela.
Arcadia ha desaparecido ciertamente.
El mejor fruto de la vida
madura gracias a ella. la madre de los héroes.
la férrea necesidad.

Te doy gracias, Peprómene,


por el dorado amanecer de mi vida.
Me concediste la lira y gratas preocupaciones,
y sueños y lágrimas.
El fuego y la tormenta defendían
el Elíseo de mi juventud,
1 3 0 DANIEL INNERARITY

quietud y silencioso amor reinaban


en el templo de mi corazón.

Que este corazón crezca en las llamas del mediodía,


madure en el combate y el dolor,
florezca la ilimitada estirpe
como vástagos de Dios.
. Llevado por la tempestad adquiera
mi espíritu el más alto placer de la vida.
Que el placer del triunfo de la virtud purifique
mi pecho de las mezquinas alegrías.

Que en lo más sagrado de la tempestad


caigan los muros de mi mazmorra,
ennoblecido y libre peregrine
mi espíritu hacia la tierra desconocida.
Aquí sangra a menudo el esfuerzo del águila,
también más allá esperan la lucha y el dolor.
Que este corazón, fortalecido por la victoria,
se abra camino hacia el último de los astros48.

La necesidad es ahora presentada como «la gran maestra» que surge


al desaparecer «el encanto de la dorada antigüedad»; ya no es una diosa
ciega que castiga el atrevimiento, sino estímulo para la lucha y las nobles
acciones. Y tampoco Hércules es un malhechor que arrastra la culpa
debida por la osadía de su libertad, sino un «hijo de los dioses» que en la
necesidad ha encontrado «el bello surco / que conduce a la difícil victoria
de su virtud». La lucha deja de ser concebida como la demostración de
una libertad ya poseída; es, por el contrario, el camino hacia su conquis­
ta. No hay aquí una resignada tristeza ante el poder del destino: se pro­
mete más libertad que la que al héroe trágico le cabía esperar, pero
también un trato más flexible con la necesidad. «Y sólo en su sangre
aprendió / el guerrero a ser libre y orgulloso.» La lucha es el camino
hacia el supremo ideal, no el último acto del temerario a las puertas de
una trágica aniquilación. El dolor es una señal de la promesa que aguarda
al hombre, el medio en el que madura «el sublime encanto de lo huma­
no». La fuerza de la necesidad es sólo aparentemente destructora. «Lo
que es grande y divino permanece.» El resultado final es la paz y el amor,
la unificación con aquello con lo que se lucha, nunca el miedo o la indi­
ferencia, la inmortalidad y no la muerte, como asegura la última estrofa
que fue grabada como epitafio en la propia tumba de Holderlin.

44 SlA, 1, pp. 184-186. Cilado según la traducción de C. Durán y D. Innerarity en F. Hól-


derlin, Himnos de Tubinga, Hiperión. Madrid. 1991.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 131

Aunque la presencia de la necesidad sigue causando pavor —el «ciego


mecanismo de la naturaleza», al que se refiere en una carta a Hegel del 26
de enero de I79S— , la doble imagen de lucha y reconciliación sugiere que
la idea de destino comienza a ser entendida como imagen de la deseada uni­
ficación entre el sujeto y el objeto. «Como las riñas de los amantes son las
disonancias del mundo. En la disputa está latente la reconciliación y todo lo
que se separa vuelve a encontrarse»49. La tragedia sólo había visto el
momento de la separación; de ahí que su lucha no sirviera más que para
acelerar su decadencia final. El ethos del héroe trágico es una colaboración
indirecta con la necesidad, un instrumento de su propia condenación. En
cambio, la reconciliación con el destino — la unidad tras la separación— es
la única victoria posible. «¡Ser uno con todo lo viviente! Cón estas palabras
abandona la virtud su airada armadura y el espíritu del hombre su cetro [...j
y el férreo destino abdica de su soberanía»50. Desde la perspectiva de la li­
bertad, esto significa fundamentalmente finitud. Se trata de sustituir el hero­
ísmo del deber por la atención hacia lo que es, para descubrir en ello su
rostro legible, el espacio de libertad que se nos ofrece y acompasar la propia
voluntad al ritmo de la vida. «Todo viene como tiene que venir. Todo es
bueno [...] Deja que perezca lo que tiene que perecer..., perece para renacer,
envejece para rejuvenecerse, se separa para reconciliarse más íntimamente,
muere para vivir con mayor vitalidad»51. Esta insistencia en la bondad de lo
real se traduce en la entrega a lo concreto, significa devolver al sujeto al
mundo histórico. Reconciliación no quiere decir abandono del ideal; lo que
hay que sacrificar es la unidad imaginaria de la torre de marfil, la huida ha­
cia un mundo ficticio de quien cree que la libertad es algo que hay que
conservar y la arranca del trato con los objetos. La decisión de abandonar la
unidad ideal es un paso hacia la unidad real, aun cuando desde una perspec­
tiva heroico-trágica pueda ser vista como una claudicación.
Quien entiende su libertad como expresión y no como reserva, como
despliegue de todas sus fuerzas y no como aislamiento o contención inte­
rior, aspira a hacer suya la totalidad de la vida y a entregarse a ella «Incluso
el hombre se eleva por encima de la necesidad en cuanto que él puede y
quiere acordarse de su destino, agradecer su propia vida»52. Memoria y gra­
titud son entendidos por Holderlin como instrumentos de liberación frente a
la necesidad, algo inconcebible para la conciencia emancipada La realidad

49StA ,U I.p. 160.


50 i d . p. 9.
51 íd„ pp. 171 y 180.
52«Über Religión», SlA, IV, l .p . 275.
1 3 2 DANIEL INNERARITY

ha dejado de ser «positividad», es decir, lo meramente opuesto al yo, lo


muerto e inerte. La libertad ya no está condenada a la alternativa de capitu­
lar ante el mundo objetivo o cargar con el dolor infinito que acompaña a su
esforzada autoafirmación, a elegir entre una despreciable rendición y una
nobleza estéril. En la reconciliación se encuentra el camino de acceso al
mundo y el que conduce a la propia realización. La libertad que aquí se
ofrece no es, sin embargo, la rendición del pusilánime, falto de resolución
ante exigencias que le resultan desalentadoras —por eso las poesías de H6I-
derlin no dejarán de ensalzar el heroísmo—; es una libertad total, difícil y
dolorosa, pues precisamente lo que antes se presentaba como una cárcel
debe ser transformado en un espacio de libertad.
La idea de una recuparación del destino aparece en los escritos de He-
gel durante la época de Francfort, a finales de 1798, sin duda bajo la
influencia directa de Holderlin, quien no solamente le había proporcionado
un puesto de trabajo en esa ciudad, sino también muchas de las inspiracio­
nes que en adelante alentarán su reflexión filosófica. Todavía en el verano
de 1797 esta palabra significa para Hegel «un poder desconocido, en el que
no hay nada humano»53. En los escritos teológicos posteriores a esta fecha,
la predicación de Jesús es presentada como esencialmente orientada a supe­
rar el desgarramiento del hombre54, en un paralelismo estricto con el Empé-
docles de Hblderlin, al que alentaba la inquietud de recrear una totalidad
perfecta55. También en este caso la filosofía de Hegel aparece como la ele­
vación a concepto de una determinada experiencia holderliniana.
En estos primeros escritos el tema del destino está desarrollado como
contraposición a la idea de culpa o castigo. Con esta distinción Hegel
pretende sustituir el límite que la tragedia romántica presentaba como
muerte por un límite surgido dentro del ámbito de la vida. «El destino es
la misma ley que yo he erigido en la acción»56. No es lo mismo que el
castigo —que viene a ser como una consecuencia de dirección contraria,
una respuesta negativa que paraliza la acción desde el exterior—, sino la
dinámica que la misma acción suscita y de la que forma parte como
momento en un contexto más amplio. El destino no es pura exterioridad
y por eso resulta más implacable, pues no se limita a intervenir de mane­
ra ocasional. Es más severo y extenso que el castigo, pues regula todos
los resortes de la vida y actúa sobre culpables e inocentes. Que el destino

33 FrühSchr., I. p. 243.
34 Cfr. Ros., p. 87.
55 Cfr. StA, IV, l,p , 158.
36 FrühSchr., I, p. 305.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 133

es inevitable significa que tampoco la huida en la interioridad protege


contra él. «Un destino parece suigir sólo de una acción exterior; ésta es
sólo su ocasión; pero de donde surge es del tipo de acogida y reacción
frente a la acción exterior. Quien sufre un ataque injusto puede armarse y
afirmarse a sí mismo y a su derecho, o puede no armarse; con su reac­
ción, ya sea resignado dolor o lucha, comienza su culpa, su destino»57. El
miedo al destino no es el miedo ante un poder extraño; lo temido es el
fracaso de la propia vida. «El destino, en el que el hombre siente lo per­
dido. provoca una nostalgia de la vida perdida»58. Mientras que el castigo
es un poder extraño que limita, el destino es la limitación inherente al
propio poder, cuya ejecución es siempre finita. Ésta se encuentra en el
ámbito mismo de la vida —que no es sino unidad y determinación— y
por eso es posible reconciliarse con él, superando su aparente extrañeza.
Como puede verse, la novedad de este punto de vista viene dada por
su rechazo del dualismo kantiano, a partir del cual se había levantado el
edificio de la moral heroica que expresaba la tragedia moderna. La mora­
lidad kantiana está basada en una «facultad de excluir»59, y por eso es in­
capaz de unificar, de restaurar el sujeto en su totalidad. Lo excluido no se
supera, sino que conserva y afirma su aiteridad hostil. «La superación de
aquello que desde el punto de vista de la naturaleza es negativo y desde
el punto de vista de la voluntad es positivo, no se efectúa por medio de la
violencia, ya sea la que se ejerce contra el propio destino, ya sea la que se
experimenta desde fuera; en ambos casos, el destino sigue siendo lo que
es: la determinación. El límite no es separado de la vida por medio de la
violencia»60. La ética kantiana y la religiosidad judía gravitan sobre la
irreconciliable oposición entre una generalidad majestuosa y una particu­
laridad sometida. «Vosotros eleváis como absoluto un fragmento del todo
del espíritu humano; erigís con ello un poder de las leyes y una esclavi­
tud de la sensibilidad o del individuo»61. Lo que surge de aquí es un cas­
tigo, pero no un destino; el retomo a la vida, a la unidad originaria, es así
imposible. Pero la justicia del destino no está sobre la vida, ni se opone a
ella. El destino que surge cuando acontece una ruptura en la vida puede
reconciliar, ya que la ruptura permanece dentro de la vida.
Así pues, el destino no es otra cosa que la lógica misma de la acción.

57 íd.. p. 347.
* íd., p. 345.
59 id., p. 301.
60 id., p. 458.
61 id., pp. 352-353.
1 3 4 DANIEL INNERARITY

Actuar es ponerse como origen y, a la vez, quedar involucrado, apertura a


lo posible y determinación de la posibilidad. Si ser libre consiste funda­
mentalmente en poder serlo, la acción libre es una determinada manera
de vincularse con la totalidad. Por consiguiente, esta lógica de la acción
introduce, en primer lugar, una dimensión de totalidad. «El destino es la
conciencia de sí mismo como un todo, esta conciencia del todo reflejada,
objetivada»62. Toda acción recibe su lógica del contexto en el que in­
hiere. Tan pronto como el sujeto actúa, queda implicado en esta totalidad.
La libertad no consiste ni en un sustraer ni en un sustraerse. La unidad es
lo originario y el objetivo último de la acción libre. La separación estan­
cada es un empobrecimiento. Por este motivo resulta engañoso creer que
el enriquecimiento personal resulta de un apoderamiento de lo ajeno.
Toda herida es universal. «En la medida en que por medio de la acción he
lesionado la vida aparentemente ajena, he lesionado la mía propia; la
vida lesionada se me enfrenta como destino»63. De este modo, quien cree
haberse enfrentado con lo ajeno, destruye lo propio. Toda destrucción es
una autodestrucción, al igual que toda afirmación unilateral de la libertad
es una afirmación indirecta de la necesidad. Lo ajeno — su extrañeza, su
enemistosa necesidad— se produce por el abandono de la vida unificada,
surge a partir de la unidad herida de la vida. La acción misma es un des­
garro, un desdoblamiento que consiste en ponerse a sí y poner frente a sí
mismo una realidad exterior ajena. La experiencia del destino hace cons­
ciente el vínculo entre lo propio y lo extraño, de sí mismo como concien­
cia desdoblada que tiene su necesidad fuera de sí. La conciencia
experimenta lo suyo como extraño y lo otro como propio, «pero como un
poder dañado y convertido en enemigo»6465. La tarea que debe asumir la
conciencia ética consiste en reconocer a su opuesto como realidad suya,
lo cual comienza con el reconocimiento de su culpa.
Junto a su inexión en una totalidad, la concreción es la otra carac­
terística esencial que distingue a la acción pensada a partir del modelo de
la vida. En la idea del destino como némesis6* aparece tematizada una
memoria del yo que tiene mucho que ver con lo que Aristóteles llamó
hábito. Conformar libremente un hábito — la libre elección de un desti-

62 íd., p. 306.
63 Id., p. 305; cfir. id., p. 343. Es algo parecido al «castigo de la totalidad» que F. Sch-
legel habla bautizado con el nombre de ironía: el revés que acecha a quien pretende afir­
marse de espaldas al todo, la «epideisis de la infinitud, de la universalidad, del sentido de la
realidad» (KA, XVIII. p. 128).
64 Cfr. Phün.. IH, pp. 346-348.
65 Cfr. Logik. V. p. 390.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 135

no— es un modo de ejercer y potenciar la libertad, pero también de limi­


tar el abanico de las decisiones futuras. «Mediante la acción entra el
hombre en el círculo de la particularidad real»66. Frente a la dinámica
emancipadora de la conciencia moderna, Hegel contrapone la idea de una
madurez de la libertad que nada tiene que ver con un crecimiento cons­
tante e ilimitado de posibilidades de opción. La libertad no es solamente
el momento de la desvinculación; contiene también la lógica de una re­
solución. El verdadero término del movimiento de separación de la con­
ciencia es su capacitación para verterse en los objetos. Y toda resolución
implica una selección, una clausura de posibilidades. La verdadera liber­
tad presupone siempre una ruptura de la ambigüedad.
La significación más profunda de la idea de destino consiste en haber
despertado la nostalgia de la unidad. En la historia global de la conciencia,
la experiencia del destino ha hecho patente la imposibilidad de configurar
una identidad mediante una mera separación y ha puesto en marcha el
deseo de unificación. Los escritos de Hegel en Francfort están presididos
por una idea de totalidad que se alza contra quien introduce en ella la divi­
sión. Es el incoarse de un nuevo movimiento hacia la unidad. El período de
Jena — al amparo de la filosofía de la identidad de Schelling— es un desa­
rrollo del principio según el cual la superación de los opuestos es el ver­
dadero interés de la razón67. La idea de una reconciliación con el destino es
afumada por Hegel en polémica abierta con una patología de la subjetivi­
dad cuyo común denominador es la huida ante toda determinación. La
Fenomenología desarrolla esta intuición que tiene su origen en las re­
flexiones anteriores sobre el destino. Como hemos visto, quien intenta
guardarse a toda costa contra cualquier destino, se convierte en enemigo de
la vida. Esta suprema libertad es el atributo del alma bella, el esfuerzo, tan
infinito como inútil, de renunciar a todo para conservarse a sí mismo. Una
inocencia semejante es la mayor culpa, es decir, origen de la más pavorosa
necesidad. La elevación sobre todo destino es compatible con la completa
falta de libertad real; una astucia de la necesidad convierte a esta arrogan­
cia en la causa de la infelicidad. La totalidad se cierra en falso y termina

66 Ásth.. XV, p. 556. Una observación muy similar parece poner pumo final a la con­
cepción de la libertad del primer Schelling y abrir el paso hacia la filosofía de la identidad:
«todo lo objetivo limita, por su propia naturaleza. Incluso aquello que es nuestra propia
obra, tan pronto como ha salido del alma y se ha hecho objetivo, se nos convierte en limite,
y desaparece el sentimiento creador del que habla surgido» [Abhandlungen zur Erlauterung
des Idealismos der Wissenschaftslehre (1796/1797), SSW. 1/1, p. 403].
67 Cfr. Differenz des Fichteschen und Schellingschen Systems der Philosophie (1801),
JenScHr., II. p. 20.
1 3 6 DANIEL INNERARITY

por imponerse lo que podía haber sido una libre colaboración. Pero libertad
significa totalidad, unidad y concreción; en una palabra: vida. El hombre
ha de convencerse de que tiene la libertad de darse un destino, no la liber­
tad de vagar por encima de él haciendo de su libertad un atributo tan etéreo
como irreal. «La absoluta fragilidad de la sustancia se pulveriza al chocar
con la realidad, igualmente dura, pero continua»68. La individualidad pura­
mente singular que sólo tiene por contenido el concepto puro de la razón,
se precipita en el abismo de una interioridad carente de vida, en donde
encuentra aquella realidad muerta y extraña de la que había querido esca­
par. Pero el hundimiento del individuo puede evitarse si toma conciencia
de su unilateralidad y se decide a ejercer realmente su libertad. «El derecho
de lo ético de que la realidad no es en s í nada en oposición a la ley absolu­
ta, experimenta que su saber es unilateral, que su ley es solamente la ley de
su carácter, que solamente ha captado uno de los poderes de la sustancia.
La acción misma es esta inversión de lo sabido en su contrario, el ser, es la
inversión del derecho del carácter y del saber en el derecho de lo contra­
puesto, con el que se encuentra vinculado en la esencia de la sustancia»69.
En este texto está resumido todo el programa hegeliano de restauración
dialéctica de la unidad. Lo que en él se califica como unilateral no es sino
la moderna despotenciación de lo real, su privación de contenido sustancial
en nombre de una libertad subjetiva que se constituye ella sola en fuente y
origen de toda significación. La dialéctica peculiar de esta forma de eman­
cipación ha puesto de manifiesto su grosera parcialidad, su carácter unilate­
ral, especialmente en el paso a la acción. Es en ella donde el sujeto advierte
que no puede constituirse como absoluto, que la soberanía se le escapa
entre las manos. La imposibilidad de expresar la libertad desde la separa­
ción aconseja completar el movimiento de la libertad en otra dirección:
pensar la libertad también como sustancia y no sólo como sujeto.
No se vence al destino acentuando la separación. Entender la totalidad
como vida y sustancia significa pensarla en su unidad y abandonar las con­
traposiciones entre lo interior y lo exterior, el todo y las partes, lo originario
y lo inerte, que habían delimitado el campo de juego para la estrategia de la
emancipación. La hostilidad es sólo un momento, al que precede la totalidad
de la vida y continúa la totalidad recuperada. La reconciliación no es —a
diferencia del desenlace fatal de la tragedia moderna— una victoria entrega­
da al objeto, pues recoge también en sí la abolición de la positividad del
objeto que ha tenido lugar en virtud de la separación y elevación de la con­

68 Phán.. III. p. 273.


w id., p. 538.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 137

ciencia. El destino necesita el conflicto de los opuestos, pero en la heterono-


mía domina uno de ellos sin que haya una resistencia real por parte del otro.
La reconciliación con el destino aparece como el cumplimiento de la li­
bertad moderna: sólo el hombre autónomo es capaz de erigir una ley que
pueda ser considerada como producto de la actividad vital. Evidentemente,
esta autonomía tiene ya muy poco que ver con la que Kant esperaba obtener
por medio de un frenético movimiento de desvinculación; está pensada, más
bien, por analogía con la vida, como superación de la heteronomía mediante
la constitución de una totalidad integradora. La forma resultante sería «la
necesidad puesta, esto es, la forma de la libertad. Puesta, es decir, ya no sólo
esta totalidad en sí, sino fuera de sí, para otro y, en la medida en que la nece­
sidad es la superación de esta realidad y determinación, su unidad es para sí.
Por eso la necesidad puesta es libertad: ser en sí mismo en el ser otro como
tal (i/w Anderssein ais solchem bei sich selbst seiri)»10.
Contra el primado de la autodeterminación, Hegel parece apelar a la
colaboración de la alteridad, la compañía de lo real y el pacto con el poder
ajeno, como medios para completar la propia libertad. No obstante, esto
debe interpretarse como culminación y no como despedida de la mo­
dernidad. El signo distintivo de la madurez es el reconocimiento de los
propios límites. Si la razón no fuera capaz de hacerse cargo de éstos y
ponerlos de alguna manera a su servicio, habría fracasado el programa de
reconstrucción de la totalidad a partir del sujeto. La libertad sólo será abso­
luta si acoge en su seno el destino que inevitablemente la enreda.

3. ÉTICA Y ESTÉTICA DE LA TRAGEDIA

Por lo que hemos visto hasta ahora, es fácil adivinar el interés filosófico
que mueve a Hegel a elaborar una estética de la tragedia. Evidentemente, no
se trata de un mero juicio de gusto acerca de un controvertido género litera­
rio. La estética alemana del xvril había planteado un problema de profunda
significación filosófica, al entender el drama como síntesis de la naturaleza
objetiva de la épica clásica y de la libertad subjetiva de la lírica moderna en
la representación de la lucha entre la libertad y la necesidad, la humanidad y
el destino. Esta conjunción de la realidad externa y el mundo interior es pre­
cisamente el núcleo inspirador del sistema hegeliano, por lo que no podía
dejar de valorar el alcance real de dicha aspiración. La intención estética de
la tragedia moderna parece al menos escapar a la acusación de que el arte*

70 VorPhilRel.. 4, p. 50.
1 3 8 DANIEL INNERARITY

moderno es parcial y carece de toda pretensión de verdad global. Un breve


recorrido por la concepción de la tragedia en Schiller, Schelling y Hegel
muestra exactamente lo contrarío. También en este aspecto el idealismo se
presenta como el intento de pensar de nuevo la unidad del hombre escindido
por la estética moderna.
La concepción de la tragedia en Schiller se mueve dentro del heroísmo
trascendental de raíz kantiana que ya tuvimos ocasión de analizar. La natu­
raleza es entendida como un poder mecánico que está en oposición con los
valores humanos, como mera resistencia a la razón. La tragedia representa,
a su vez, una cierta neutralización del destino, en la medida en que sitúa la
acción en el mundo moral, elevando el espíritu sobre el destino natural, por
encima incluso del dolor y de la muerte. En este contexto, la muerte se con­
vierte en una derrota definitiva ante la que es posible acreditar la propia
libertad. La superación de la muerte no consiste en esquivar lo que tiene que
suceder necesariamente, sino en una superación interior que se sigue de
haber convertido un destino inapelable en un acto de libertad. María Stuari
y Dic Rauber son dos ejemplos característicos de este desenlace en el que
vienen a coincidir la muerte del sujeto moral y la victoria absoluta de la
moralidad71. El sacrificio de la vida tiene sentido en cuanto que la vida está
al servicio de un fin moral. En la prueba de la muerte —el «último desti­
no»— despliega el hombre una fuerza que constituye su más alta libertad.
Hay en todo ello una profunda desconfianza hacia la vida como contrapoder
del espíritu. Para el alma noble no hay sobre la tierra ningún lugar en el que
se refleje la «sagrada libertad de los espíritus».
¿Dónde se abre un refugio, noble amigo,
para la paz y la libertad? [...]
En vano escudriñas todos los mapas
buscando el lugar sagrado en el que eternamente
florecen el verde jardín de la libertad
y la bella virtud de la humanidad |...|.
Debes huir de la presión de la vida
al espacio silencioso y sagrado del corazón.
La libertad no existe más que en el imperio de los ensueños72.

El presagio de Wallenstein es inapelable: en vano cree el hombre realizar


actos libres. La crueldad del destino le convierte en juguete de fuerzas ciegas,
que transforman sus elecciones en la obra de una pavorosa necesidad. Lo

71 CfT. F. Schiller, Über den Grund des Vergnügens an tragischen Gegenstánden


(1792), SW, 20, pp. 133 ss.
72 Der Antritt des neuen Jahrhunderts (1801), SW, 2, pp. 128-129 y 362-363.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 139

único que le ha sido concedido al héroe es la posibilidad de abrir en el cora­


zón un lugar para el noble sentimiento que lo libera ante la última prueba del
destino, sin que esto le evite el trágico veredicto final de la muerte. Se con­
serva un breve comentario de Hegel a esta obra de Schiller, en el que mani­
fiesta su desagrado y su tristeza ante la caída de un hombre poderoso bajo un
destino sordo: esto no es trágico —dice—, sino espantoso73. Como es evi­
dente, el motivo de esta crítica es la enemistad entre vida y moral, entre
mundo y libertad, que Schiller declara como el núcleo inspirador de su poé­
tica. Superar esta escisión —así como sus corolarios exterioridad-in­
terioridad, finitud-infinitud. autodeterminación-destino— es precisam ente la
tarea que se propone el idealismo alemán. Se trata de entender la tragedia
como un momento del conflicto dialéctico que conduce hacia la restauración
del orden en la idea de reconciliación.
Cuando se compara la teoría de la tragedia de Schiller con la de Sche-
lling, se advierte una coincidencia de fondo: en ambos casos el tema funda­
mental es la antítesis entre libertad y necesidad, el choque de la pretendida
libertad del individuo con la necesidad del todo. Ahora bien, mientras que
para el kantiano Schiller la tragedia, en tanto que representación de lo
sublime, supone la victoria de la libertad —una victoria peculiar, pues se
trata sólo de la instantánea elevación del espíritu sobre la necesidad exte­
rior—, para Schelling el sentido específico de la tragedia no consiste en la
victoria de ninguna de las dos partes en litigio, sino en la aparente victoria
paradójica de ambas. La manifestación estética suprema consiste en que la
necesidad vence sin que la libertad se someta y, a su vez, la libertad se hace
valer sin que con ello quede la necesidad derrotada. «Lo esencial de la tra­
gedia es, por tanto, un conflicto real de la libertad en el sujeto y la necesi­
dad como objetiva, conflicto que no acaba con la sumisión de una u otra,
sino que ambas, venciendo y siendo vencidas simultáneamente, aparecen
en la completa indiferencia»7475. Ejemplo de ello es Edipo, donde la mayor
victoria de la libertad consiste en «asumir la pena por un delito inevitable,
para demostrar la propia libertad precisamente en la pérdida de la libertad,
y desaparecer con una declaración de libre voluntad»73. La libertad muestra
su suprema identidad con la necesidad.
Para Schiller, sólo la libertad tenía un carácter positivo, mientras que
la necesidad era entendida como una mera resistencia ante la que tenía

73 Cfr. FrühSchr., I. pp. 618-620.


74 Philosophie der Kunst, SSW, 1/5, p. 693. Cfr. la décima de las Philosophische Brie•
fe , HKA, 3, pp. 106 ss.
75 Philosophie der Kunst. SSW, 1/5, p. 697.
1 4 0 DANIEL INNERARITY

que ser acreditada la libertad del espíritu. Este planteamiento estaba en


concordancia con el enfoque subjetivista de la tragedia schilleriana.
Schelling, en cambio, considera el destino desde el punto de vista de la
totalidad. Para el mundo entendido como un todo, libertad y necesidad
son los dos órdenes en los que un mismo espíritu se despliega. También
la necesidad es una forma del espíritu. De acuerdo con ello, el espíritu de
la tragedia no consiste en una elevación a la conciencia de la libertad,
como Schiller había pretendido, sino a la conciencia racional que com­
prende tanto a la libertad como a la necesidad. El ethos de la tragedia no
es, por tanto, la manifestación del carácter trágico del mundo, del con­
flicto irresoluble en virtud del cual la libertad sólo puede salvarse con el
sacrificio de la vida, sino la superación de lo trágico en la conciencia
racional. El desgarramiento ha de ceder el paso a la unidad del mundo
que se realiza en la reconciliación de los opuestos.
Schiller no había considerado el mundo en su unidad subjetiva y ob­
jetiva. La razón exigía únicamente luchar contra la necesidad exterior
para hacer valer la propia libertad. Y, a la vez, tan sólo la decadencia del
individuo ofrecía una cierta solución a la tensión trágica entre libertad y
necesidad. Para Schelling, por el contrario, la razón es capaz de com­
prender el carácter racional de la necesidad. Cuando el hombre es sacrifi­
cado al destino que se le presenta como pura exterioridad, no conserva su
dignidad sustrayéndose interiormente del destino, sino afirmándolo, al
descubrir en él su profunda racionalidad. La necesidad ya no es lo mera­
mente natural, azaroso y contrapuesto a lo divino, como pensaba Schi­
ller; la necesidad recupera en la filosofía de la identidad de Schelling su
carácter divino y la tragedia su sentido religioso.
En última instancia, éste es el motivo por el que Schelling — al igual
que Hegel, posteriormente— recomienda la conclusión de la tragedia con
algo más sustancial que la presentación de un desenlace infeliz. La trage­
dia debe acabar en una perfecta reconciliación con el destino o, más
exactamente, con la vida. No se trata de una mera preferencia literaria,
sino de un descubrimiento que tiene una profunda significación filosófi­
ca. «La libertad como mera particularidad no puede subsistir: esto sólo es
posible en la medida en que ella misma se eleva a la generalidad»76. La
teoría hegeliana de la tragedia —como tantos otros aspectos de su pensa­
miento— es deudora de este proyecto de desmontaje del sujeto moderno.
También Hegel considera la tragedia desde el punto de vista de la
totalidad que en ella se presenta escindida. El prototipo de tragedia es

76 id., p. 525.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 141

para Hegel Antígona, modelo de colisión de obligaciones entre el Estado


y la piedad familiar. Quienes en ella litigan son hombres concretos que
personifican dos poderes con iguales derechos. La acción individual pre­
tende obtener un fin, y esa determinación firme y unilateral les enfrenta,
provocando el pathos de resistencia y oposición del que resulta el con­
flicto. Lo trágico consiste en que las dos pretensiones que litigan tienen
razón en su particularidad y el contenido de la una consiste en la vulnera­
ción de la otra.
Ahora bien, el significado último de este «tener razón» sólo se re­
suelve cuando los hombres no son entendidos en su aislada subjetividad,
sino como exponentes de un espíritu universal, cuyo despliegue se desdo­
bla en los individuos. El verdadero sujeto de la tragedia es el espíritu en
el momento de su individuación. De ello se sigue que los individuos son
portadores del espíritu, miembros de una totalidad, y que, como tales,
han de entrar en una oposición mutua que resulta inevitable. En el espíri­
tu mismo se encuentra la necesidad intema por la que ha de escindirse en
sus momentos contradictorios. Este carácter dialéctico del espíritu es el
que hace de la historia universal un proceso dialéctico. Tras la lucha entre
las libertades particulares se encuentra la necesidad universal. En última
instancia, toda libertad es una suerte de necesidad. No es la expresión de
una arbitrariedad sin sentido, sino el representante de un derecho sustan­
cial. Que lo real es racional significa aquí que las partes que litigan tie­
nen derecho en lo que hace referencia a su particularidad. Precisamente
por eso el conflicto es inevitable, pues el derecho mismo se desdobla en
derechos contradictorios por medio de la posición de la finitud. El desti­
no de los hombres consiste en esta trágica dialéctica del espíritu, cuya
sustancia total sólo puede desarrollarse por medio de las oposiciones. He­
gel describe la historia del género humano como una idealidad abstracta
que se concreta en una realidad mundana. Y toda realización que no sea
una mera declaración —tal es el caso, por ejemplo, de la libertad entendi­
da como algo inmediato, como emancipación o como huida ante lo
real— tiene ante sí una tarea que no le ahorra ningún esfuerzo, trabajo o
sufrimiento. Este carácter del proceso de realización de la libertad es lo
que Hegel quiere indicar cuando habla de una culpa necesaria que acom­
paña a toda particularidad.
Desde esta perspectiva se puede comprender el interés de Hegel por la
idea de reconciliación como esencia de la tragedia. Se trata de entenderla en
el sentido del movimiento dialéctico: superación de las oposiciones y resta­
blecimiento de su unidad. Lo verdaderamente sustancial no es la lucha de
las particularidades, sino la reconciliación al que todo conflicto dialéctico
1 4 2 DANIEL INNERARITY

apunta como a su fin necesario. Lo único que de este modo se elimina es la


particularidad unilateral que no había querido rendirse y conformar una
armonía. La tragedia se configura como consecuencia de la fijación del
deseo de totalidad en algo particular, lo que conduce a la decadencia del yo
o a la resignación ante la necesidad. Esta alternativa no deja espacio al
encuentro, no permite el acuerdo y el compromiso; sólo se puede ganar o
perder y, en última instancia, sólo esto segundo: perder. Pero la contradición
como tal no es lo verdaderamente real; es un momento que está destinado a
su propia superación. «La conclusión de la tragedia es la reconciliación, la
necesidad que comienza aquí a mediarse [...J. Es una conmovedora necesi­
dad, pero perfectamente ética; la infelicidad sufrida es completamente clara;
aquí no hay nada ciego, inconsciente»77. En el sujeto ha quedado superada
toda unilateralidad. La desaparición de los individuos ya no es el espectácu­
lo nihilista de un absurdo sacrificio, sino la anulación de su unilateralidad y
la recomposición del todo. El sentimiento de la unidad recuperada es más
profundo que el miedo o la simpatía generados por la tragedia moderna,
pues representa el triunfo de la justicia eterna sobre los fines parciales. Ya
no nos encontramos ante la mera obstinación del singular, de esa «sombra
que tiene separada de sí la universalidad»78. La tragedia ha representado lo
eterno sustancial bajo su aspecto reconciliador, la superación del conflicto
originado por la unilateralidad abstracta, el tránsito de la disgregación de los
opuestos a su mediación afirmativa.
El rechazo de Hegcl a la tragedia romántica se deduce claramente de lo
anterior. No puede aprobar un desenlace que consiste en «el terror inactivo,
el lamento igualmente impotente y, al final, la vacía quietud de la rendición
ante la necesidad, cuya obra no es concebida como la acción necesaria del
carácter, ni como el obrar de la esencia absoluta en sí misma»79. La suprema
necesidad del hundimiento personal debe ser comprendida. Sólo entonces,
cuando se comprende la absoluta racionalidad de lo sucedido y el ánimo ha
sido sacudido moralmente, alcanza la tragedia su último fin, la satisfacción
del espíritu. Y abandonamos el teatro, como dice Hegel, «conmovidos por
la suerte de los héroes, reconciliados con la cosa». El destino está dentro de
un ámbito de justicia ética; ya no es el ciego destino, el fatum carente de
concepto, lo absolutamente insatisfactorio donde justicia e injusticia desapa­
recen en la abstracción80. Hegel ensalza la teoría aristotélica de la tragedia.

77 PhilRel., XVII, p. 134.


78 Phün., m , pp. 495-496.
79 fd.. p. 536.
80 Cfr. PhilRel., XVII, pp. 132-133.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 143

cuyo efecto característico era suscitar el miedo y la compasión. Pero añade:


«bajo esta afirmación Aristóteles no entendía el mero sentimiento de apro­
bación o desacuerdo en una subjetividad, lo agradable o desagradable, lo
interesante o lo repugnante, esa determinación que es la más superficial de
todas y de la que en los tiempos modernos se ha querido hacer el principio
de aprobación o desaprobación». La verdadera compasión se dirige a lo
ético sustancial y no a la felicidad o desgracia subjetivas. Es entonces cuan­
do «un contenido verdadero penetra en el noble pecho del hombre y lo sacu­
de en su profundidad»81. La tragedia ha de reflejar siempre la victoria de la
razón, sea su final trágico o feliz. Esto último también es posible, y Hegel
remite a Iphigenie de Goethe. Lo que en ningún caso resulta satisfactorio es
la presentación del éxito de lo irracional.
Aunque pudiera parecer una mera discusión técnica entre escuelas li­
terarias, la disputa en tomo a la vigencia o liquidación del coro en la tra­
gedia moderna posee una especial relevancia filosófica. Lo que acabamos
de ver explica por qué Hegel concede al coro de la tragedia griega una
importancia fundamental. Frente a los que actúan —y que, en esa misma
medida, representan a la sustancia moral escindida— el coro significa la
conciencia de la unidad anterior a toda acción. Actuar implica necesaria­
mente tomar partido y, por consiguiente, generar el enfrentamiento. El coro,
en cambio, pone en consideración la identidad indivisa que no ha sido
desgarrada por ninguna acción particular. «Al coro le corresponde la serena
reflexión acerca del todo, mientras que las personas que actúan permanecen
atrapadas en sus fines y situaciones particulares, y precisamente del coro y
de sus consideraciones reciben todo el criterio de valoración de sus caracte­
res y acciones»82. De acuerdo con ello, una de las principales funciones del
coro consiste en advertir. El coro advierte de la escisión de la vida que está
teniendo lugar y por eso tiene siempre razón; es la figura misma de la razón.
Los personajes, en cuanto individuos, perecen. Pero el coro, en cuanto
representante de toda la especie humana —la vejez de un pueblo, su sabidu­
ría, lo llama Hegel83— , media reflexivamente entre las contradiciones y
mantiene la idea de un derecho supremo sin participar en la trama de la
acción. Los actores pagan su heroísmo, su valor y su parcialidad con la
muerte. Y el coro se queda en la escena como símbolo del restablecimiento
de la antigua calma que caracterizaba a la sustancia ética antes de su desga­

81 Áslh.. XV. pp. 524-526.


82 íd.. p. 541. Una concepción muy similar de la función del coro en la tragedia puede
verse en Schelling, Philosophie der Kunsi, SSW, pp. 503 ss.
83 Cfr. Phün., p. 535.
1 4 4 DANIEL INNERARITY

rramiento. El proceso de la tragedia reproduce el movimiento dialéctico:


tras la ruptura de la sustancia ética debida a la particularidad de los que
actúan, la palabra conclusiva del coro eleva a éstos a la conciencia de la uni­
dad recuperada.
La crítica de Hegel a la tragedia romántica es un aspecto más de su crí­
tica al primado de la subjetividad que trata de hacerse valer en la cultura
moderna, a la escisión entre intimidad y mundo exterior, a la parcialidad que
se sigue de haber renunciado a toda pretensión de verdad global. La tragedia
moderna, cuyo objeto ya no es la sustancia ética en su desdoblamiento, sino
la subjetividad de los individuos accidentalmente vinculada a la eticidad
general, supone la renuncia a hacer transparente el proceso histórico en su
totalidad. Frente al conflicto de las meras individualidades no hay espacio
para el principio mediador común, que en la tragedia clásica estaba repre­
sentado en la Figura del coro. La vida se ha individualizado y dividido. El
objeto y contenido de la tragedia es ahora la interioridad subjetiva del carác­
ter en colisión con la causalidad de circunstancias exteriores. El romanti­
cismo es tanto el inventor de la intimidad como el promotor de la pura
necesidad exterior. La conciencia se encuentra atrapada en esta dialéctica
que es el signo de la crisis del mundo moderno: en la medida en que los
fines se particularizan, diversifican y especializan, sin conexión objetiva
entre sí, lo verdaderamente sustancial no puede comparecer a través de ellos
sino de forma violenta. El conflicto romántico tiene su origen en el carácter
de unas individualidades que no están en condiciones de justificar sustan-
cialmentc sus acciones. En la tragedia moderna, el hombre no actúa por
fines sustanciales, ni son éstos los que impulsan su acción, sino la subjetivi­
dad del sentimiento, del corazón o del mero convencimiento; por eso se
defienden con pasión derechos y normas que son más bien derechos par­
ticulares, o se apela a la naturaleza, los derechos humanos y la mejora del
mundo con pathos de visionario. Pero en todos estos casos —sea Fausto,
Karl Moor o Wallenstein— sigue siendo la particularidad del carácter el
núcleo de la acción, sin que se supere la «extravagancia del entusiasmo
subjetivo»84. A este dramatismo de la subjetividad se refiere Hegel en un
comentario a Die Raubern de Schiller en el que declara su hastío ante las
«lecturas de entusiasmo revolucionario»8**. Y, aunque reconoce en la obra de
Schiller una evolución hacia dramas de mayor madurez, este proceso no
surge de las propias premisas del arte romántico, sino de la rehabilitación de
determinados aspectos de la tragedia antigua La mayor aportación de ésta

84 Ásih., XV, p. 558.


*5 Cfr. Ros., pp. 32 ss.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 14 5

consiste en haberse propuesto como tarea del arte presentar exteríoimente la


libertad y hacer a la exterioridad confomte a su concepto*6.
La conclusión de la tragedia no puede ser la pura tristeza vacía, la ne­
cesidad terrible y exterior, que la tragedia romántica representa mediante la
desaparición de todo lo noble y bello por la desgracia de contingencias
meramente exteriores*7. Hegel exige que el desenlace del drama muestre la
realización de lo racional en sí y para sí, de tal modo que quede represen­
tada la verdadera naturaleza del obrar humano y del gobierno divino del
mundo. Este planteamiento remite a la tesis central de su filosofía de la his­
toria, según la cual la razón domina el mundo y absorbe las disonancias de
la historia universal. Que el fin de la historia estriba en la conciencia que el
espíritu adquiere de su libertad significa la reconciliación del destino y la
autoconciencia y, por tanto, la racionalización de la tragedia. La conciencia
singular deja de estar separada de la conciencia universal, cesa la extrañeza
y desaparece completamente el terror: «no es la unidad no consciente del
culto y de los misterios, sino que el sí mismo auténtico del autor coincide
con su persona»*8788. Propiamente, ya no hay representación, puesto que no
hay máscaras ni personajes, sólo un gran coro universal: toda diferencia ha
quedado recogida en un despliegue universal y consciente de sí que integra
sus momentos sin represión ni resistencia.

4. PROVIDENCIA E HISTORIA UNIVERSAL

Con la introducción de la idea de providencia como absorción de las


disonancias en la historia universal, la especulación hegeliana señala el
punto de unión de la máxima libertad y la máxima necesidad. La tesis de
que la historia es el proceso de toma de conciencia de la libertad no es la
celebración de victoria de un convencimiento interior, más que de una
afirmación antropológica, se trata de un principio de filosofía de la histo­
ria que indica la progresiva superación de la distancia entre los convenci­
mientos y sus expresiones históricas. En última instancia, el espíritu sólo
se hace consciente de sí en el objeto: la libertad consiste en que la objeti­
vidad corresponda a la exigencia interior. Pero esto no es posible como
autoproducción del yo. El destino del hombre sólo puede realizarse a tra­
vés de aquello que le viene dado, como resultado de un pacto con el
exceso de poder que el mundo ejerce sobre él. El hombre debe apoderar-

84 Cfr. Ásth., XIII, p. 202.


87 Cft. Id.. XV, p. 566.
88 Phán., III, p. 544.
1 4 6 DANIEL JNNERAR1TY

se de los poderes hostiles, infiltrarse en ellos; y esto sólo es posible pene­


trando con la razón en la entraña de la necesidad. La independencia del
hombre consiste en saber lo que le determina.
Hegel se encuentra inmerso en una cultura que parecía estar condenada
a elegir a Dios y renunciar a la libertad, o a poner la libertad como absoluto
al que debía sacrificarse toda realidad objetiva. Al afirmar que «la libertad
del hombre consiste precisamente en el saber y el querer de Dios»89, se hace
patente la originalidad del planteamiento de Hegel acerca de la libertad (si
bien es ésta una tesis cristiana que Hegel interpreta en consonancia con la
vieja tradición gnóstica). El idealismo se presenta como la estrategia de pen­
samiento orientada a convertir el poder extraño en algo propio, a reducir el
destino a la propia intencionalidad. El Dios omnipotente del nominalismo y
el yo absoluto del idealismo tienen como punto de encuentro la intenciona­
lidad universal de la razón, a la que se retrotrae todo azar y toda necesidad.
El saber absoluto es el lugar en que se reconcilian lo divino y lo humano.
Con el principio de la historia como desenvolvimiento del espíritu, Hegel
considera integrado el destino en un sujeto universal y, de este modo, su­
perado. No se trata de una mera elevación del punto de vista fingida por una
retórica consoladora, sino de la eliminación de todo punto de vista, como
resultado de la integración de lo particular en una totalidad en la que queda­
rían absorbidos todos los movimientos dialécticos del proceso histórico. El
auténtico vencedor de la batalla entre la libre autodeterminación y la ciega
necesidad es el espíritu, gracias a su capacidad de subsistir en lo distinto de
sí. La victoria de la libertad real sólo puede avistarse desde la conciencia
histórica universal, en la que se revela la totalidad del plan divino respecto
de la suerte del hombre.
El espectáculo que la historia ofrece está formado por una extraña mez­
cla de actos de libertad, condiciones naturales, necesidades externas y resul­
tados fortuitos. No parece hablar pues en favor de un gobierno inteligente.
Del asalto de la razón al sombrío poder del destino no parece resultar una
planificación más racional de los asuntos históricos. Tampoco Hegel muestra
entusiasmo alguno ante una nueva política que no ha conseguido hacer de la
historia el escenario de la felicidad. «Los períodos de felicidad son en ella
hojas vacías»90. La contemplación de la historia produce esa melancolía de
viajero que camina entre las ruinas de lo egregio: hundimiento de lo particu­
lar, destrucción de la inocencia, fracaso de las buenas intenciones, ausencia
de felicidad, caducidad de los proyectos históricos... No basta con culpar al

89 PhilKeL, XVI, p. 218.


90 PhilGesch., XII. p. 42.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 147

destino para justificar la propia impotencia, recluyéndose en la «playa tran­


quila del egoísmo», desde la que se contempla con segundad «el lejano
espectáculo de las confusas ruinas»; menos sentido tiene aún la indignación
ante la desgracia de que la historia sea «el ara en la que han sido sacrificadas
la felicidad de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la virtud de los indi­
viduos». La pregunta que debe suigir es la siguiente: «¿a quién, a qué fin
último ha sido ofrecido este enorme sacrificio?»91. El pensamiento es capaz
de comprender en una unidad la pluralidad contingente, elevándose al con­
cepto de historia universal y descubriendo tras la contingencia una necesidad
superior, una justicia eterna y un fin último absoluto, la obra silenciosa, ínti­
ma y secreta que se esconde tras esta abigarrada superficie de sufrimiento. La
tarea de la filosofía de la historia consiste, por tanto, en la sustitución de la
idea de destino —de la renuncia a una explicación racional que se esconde
bajo la apelación resignada al poder de la necesidad— por el esfuerzo de pe­
netrar en la razón de la providencia. En lo que se refiere a la lógica de la his­
toria, dice Hegel, no podemos contentamos con una fe de carbonero (eine
Kleinklamerei des Glauhens). «Tenemos más bien que tomamos en serio la
tarea de reconocer en la historia los caminos de la providencia, los medios y
las manifestaciones, y tenemos que poner a éstos en relación con aquel
principio general»9293. El principio de que la razón gobierna el mundo es una
invitación a penetrar en ella. Aquí se encuentra la verdadera superación de
todo límite objetivo y no en aquel primado de la acción sobre el que se edifi­
caba la idea moderna de libertad.
En el Zusati al parágrafo 147 de la Enciclopedia es donde, a mi juicio,
Hegel define con mayor precisión lo que significa la idea de providencia, a la
vez que aclara también su sentido en relación con los problemas relacionados
con el destino. El gobierno de la providencia en la historia supone la in­
troducción de una finalidad en el orden de los acontecimientos humanos y la
exclusión de la casualidad, tanto de la que tiene su origen en el arbitrio huma­
no como la que se entiende como necesidad exterior. Libertad y providencia
se encuentran aquí —como en la Ciencia de la lógica— bajo un mismo tér­
mino: concepto. Cómo tal se entiende «la verdad de la necesidad». El concep­
to es la necesidad en sí en tanto que superada. «La necesidad es ciega so­
lamente en la medida en que no es concebida (begriffen).» Por este motivo, no
hay ningún fatalismo en el hecho de que la filosofía de la historia considere su
tarea como el conocimiento de la necesidad de aquello que ha sucedido, aun­

91 id., p. 35.
92 íd., p. 26.
93VIII. pp. 289-291.
148 D A N IE L IN N E R A R IT Y

que a primera vista pueda parecer un asunto absolutamente falto de libertad.


Hegel lo explica a continuación comparando la libertad de los modernos con
la de los antiguos. «Cómo es sabido, los antiguos entendieron la necesidad
como destino, mientras que el punto de vista moderno es el del consuelo. Éste
consiste en que cuando sacrificamos nuestros fines y nuestros intereses lo
hacemos con la esperanza de obtener la consiguiente restitución. El destino,
por el contrario, carece de consuelo.» Esto está en conexión con el hecho de
que para los modernos la falta de libertad tiene su origen en que lo que es se
encuentra en contradición con lo que debe ser. Por eso aparecen en nuestra era
con especial intensidad fenómenos tales como la indignación, la protesta, el
entusiasmo, la curiosidad, la iasatisfación o la necesidad de consuelo. Para los
antiguos, en cambio, las cosas deben ser precisamente tal como son. Al no
haber oposición, no hay propiamente carencia de libertad, ni dolor o su­
frimiento. «Esta actitud ante el destino es desconsoladora, sólo que este carác­
ter tampoco necesita coasuelo, en tanto que aquí la subjetividad no ha
alcanzado todavía su significación absoluta. Éste es el punto de vista decisivo
que ha de tenerse presente al comparar el carácter antiguo con nuestro carácter
moderno, cristiano. Si lo que llamamos persona, en lugar de ser entendido en
el sentido enfático de la palabra, se entiende meramente como la subjetividad
finita inmediata con el contenido contingente y arbitrario de sus particulares
inclinaciones e intereses [...], entonces no se podrá menos que admirar la
resignación de los antiguos frente al destino y reconocer ese sentimiento como
más elevado y digno que el moderno, que persigue de manera egoísta sus pro­
pios fines y, cuando no tiene más remedio que renunciar a su consecución,
sólo se consuela con la esperanza de ser restituido de otra manera. Pero la
subjetividad no es meramente la subjetividad mala y finita que se opone a la
cosa; de acuerdo con su verdad, es inmanente a la cosa, y así, en cuanto subje­
tividad infinita, la verdad misma de la cosa. Así entendido, el punto de vista
del consuelo tiene una muy distinta y más elevada significación, en el sentido
de que hay que considerar a la religión cristiana como la religión del consuelo,
y del consuelo absoluto [..,]. Lo extremadamente consolador de la religión
cristiana consiste en que Dios mismo es sabido como subjetividad absoluta,
pero la subjetividad mantiene en sí el momento de la particularidad, de tal
modo que también nuestra particularidad es reconocida no como algo mera­
mente abstracto que haya que negar, sino como algo que debe conservarse.»
Sólo el cristianismo posee la clave de la historia universal y sólo la idea cris­
tiana de providencia nos proporciona una explicación de la historia en la que
los individuos no son exteriores al fin de la razón.
La providencia es pues la verdadera victoria sobre el destino, del
poder divino actuando según la razón sobre lo inespiritual de la nece­
H E G E L Y E L R O M A N T IC IS M O 14 9

sidad abstracta. En uno de los escritos de la Propddeutik de Nuremberg


lamenta Hegel que la idea de destino como ciega necesidad haya surgido
de una errónea comprensión de la relación que existe entre la acción
autoconsciente y su éxito en la historia personal o universal. La disolu­
ción de la libertad en la necesidad procede de haber partido de la identi­
dad abstracta diseñada a partir de los fines subjetivos como opuestos por
principio al curso exterior del mundo. «Pero la fe en la providencia
implica que en la historia subyace un fin»94. Comprender este fin es eli­
minar la distancia entre lo libre y lo necesario. «La historia universal es
el progreso en la conciencia de la libertad, un progreso que debemos co­
nocer en su necesidad |...|. El fin último del mundo es que el espíritu
tenga conciencia de su libertad y de este modo se realice dicha liber­
tad»95. Evidentemente, por conciencia de la libertad no entiende Hegel
una especie de mentalización subjetiva, ni un caer en la cuenta de algo
que estaba ya dado pero oculto; conciencia significa expresión, manifes­
tación exterior, superación de la indeterminación del arbitrio, realización.
En este sentido es la libertad el conocimiento de la necesidad.
El edificio conceptual hegel iano se cierra en su filosofía de la histo­
ria con una afirmación ambivalente. Conciencia de la libertad parece ser.
por un lado, impulso hacia la realización de la libertad, lo que confiere a
este pensamiento una virulencia revolucionaria: el futuro del hombre
estaría a disposición de su voluntad. La justificación de Dios en la histo­
ria universal — «la verdadera teodicea»96— sería la tarea propia de una
praxis lanzada hacia el futuro, a la que ha de sacrificarse todo lo fáctico.
Pero, por otro lado, la madurez es entendida como serena contemplación
de lo que hay, como aguantar la mirada a la creciente contradición entre
lo que el deseo apunta y la realidad nos ofrece. Pienso que el punto de
encuentro entre las interpretaciones de la izquierda y la derecha hegelia-
na lo constituye una versión gnóstica de la idea cristiana de providencia,
que conduce a una relativización de la libertad. En un caso, la libertad
depende de que sea real su absoluta realización en el futuro histórico; en
otro, de la vinculación a una totalidad de sentido ya dada. La racionaliza­
ción hegeliana del concepto de providencia trata de disolver la relativa
inseguridad que acecha a toda conciencia finita en una totalidad ética de
carácter histórico (ya sea una totalidad existente o una totalidad reali­
zable). Dentro del pueblo, lo que sirve de fundamento a la actividad de la

94 Religionslehre fü r die Millel■und Oberktasse. Nürn-HeidSchr., IV, p. 289.


95 PhitGesch., XII. p. 32.
96 Cfr. id., p. 540.
150 D A N IE L IN N E R A R IT Y

autoconciencia es «la segura confianza en el todo, en donde no se in­


miscuye nada extraño, ningún temor y ninguna hostilidad»97. Ahora bien,
el carácter incondicional de la libertad y la autonomía de la conciencia
personal quedan seriamente dañadas cuando una totalidad histórica trata
de protegerla absolutamente contra cualquier género de inseguridad. La
imposibilidad de deducir una ética universal de una forma histórica es,
simultáneamente, un límite para la certeza del obrar individual y una
ganancia de libertad. El carácter absoluto de la libertad no procede de su
integración en un todo social o histórico. Y es que la libertad humana
vive de la media luz de la certeza que es posible obtener. Dicho de otra
manera: sólo es posible donde ni la contingencia ni la necesidad son
absolutas. El juego de la autodeterminación y lo indisponible para una
conciencia finita no hace de la historia una tragedia desesperada, pero si
un drama humano en el que la conexión entre la realidad concreta y el
sentido final de la historia es siempre analógica y, por tanto, una cone­
xión que apela en todo caso a la propia libertad. La imposibilidad de vin­
cular unívocamente lo que somos y hacemos con su significación real en
el todo de la historia universal es irreductible. Protegerse a toda costa
contra esta relativa inseguridad sólo puede conducir a entender la acción
personal como algo irrelevante o hacer depender de ella el cumplimiento
de la finalidad histórica.
La victoria del bien sobre el mal y el hecho de que de un mal pueda
salir un bien no ofrecen al hombre ningún principio operativo. No le con­
fieren ninguna instancia de justificación para el actuar concreto, ni le
obligan a tener que dirigir su acción desde una perspectiva universal que,
de hecho, le resulta inaccesible. El intento hegeliano de deducir la mora­
lidad desde una totalidad introduce un elemento de desorientación en la
conducta personal. La experiencia de esa incapacidad conduce o bien a
conceder ese estatuto a una forma finita, o bien a aplazar indefinidamente
toda decisión. Lo que en ambos casos se pierde es la dimensión de in-
condicionalidad de la acción humana.
Resulta muy significativo a este propósito la interpretación hegeliana de
la adversidad sufrida por Job como si finalmente comprendiera el sentido de
su desdicha98. En esta exégesis se pone de manifiesto que Hegel interpreta
la revelación cristiana como el momento en el que el mal deja de ser incom­
prensible en absoluto y, de este modo, desaparece toda suerte de nega-
tividad, integrada en un todo al alcance de la comprensión humana. No es

97 Phan.. IU .p.347.
9* Cfr. VorPhilRel, 4, pp. 45 ss. y 345 ss.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 151

extraño que. a partir de este fallido intento de racionalizar el drama de la


historia, la apelación a la providencia comenzara a ser entendida como una
amenaza para la libertad, como un resignado conformismo o como una
complaciente afirmación de estados de hechos carentes de razón. Pero la
historia no pierde su carácter dramático cuando se sabe que todo tiene senti­
do; sólo se hace superflua la libertad cuando se imagina saber qué sentido
tiene todo. Hólderlin vio mejor que Hegel el insuperable dualismo que exis­
te entre el compromiso histórico y su sentido escatológico, la imposibilidad
de pensar una expresión unívoca de la libertad.
Diversas son las lineas de la vida.
como caminos, como los confínes de las montañas.
Lo que somos aquf. puede un dios allí completarlo
con armonía, premio eterno y p a z " .

*>StA. VII. 2, p, 422.


V. Dialéctica de la revolución
No aguanto más tiempo consumiéndome en la mazmorra de
esta fundación teológica; ha llegado el tiempo de que cada cual
sea ciudadano libre del mundo. He comprado una caja de lata
para empacar los escritos de Kant y, acompañado por ellos, mar­
char a París1.

Probablemente no haya habido en toda la era moderna un acontecimiento


de tanta significación filosófica como la Revolución francesa. El propio idea­
lismo alemán se presenta como una manera de pensar suscitada por la revolu­
ción, a la que presta atención no tanto como acontecimiento histórico
concreto, sino, más bien, como una aventura de la razón, como una gesta en el
drama de la historia universal. El prerromanticismo no había dejado de vincu­
lar los sucesos políticos de 1789 con otros de carácter más silencioso que apa­
recían como el resultado de una larga maduración de la historia reciente de
Europa. Friedrich Schlegel menciona, junto a la Revolución francesa, la Wfa-
senschqftslehre de Fichte y el Wilhelm Meister de Goethe como «las tres ten­
dencias más grandes de nuestra época». A lo que añade: «quien se escandalice
de esta comparación, a quien no le parezca importante ninguna revolución
que no sea ruidosa y material, no se ha elevado todavía al supremo punto de
vista de la historia de la humanidad»1 2. De este modo, la reivindicación de
libertad política aparece formando un todo con la exaltación de la libertad
interior del hombre y el descubrimiento de su intimidad. Unos años más tarde
considerará que la Revolución francesa no fue tan significativa e importante
«como aquella otra, mayor, más rápida y de mayor alcance que tuvo lugar
mientras tanto en lo más interior del espíritu humano». Esta revolución fue «el

1 Cana de Kemer —compañero de Hegel. Hólderlin y Schelling en la Tübinger


Stifl— a su padre. Das Bilderbuch aus meiner Kmbezeit, Braunschweig, 1849, p. 101.
2 Cfr. KA, II, p, 198.

U53]
154 D A N IE L IN N E R A R IT Y

descubrimiento del idealismo», cuyo núcleo ha consistido en que «el hombre


se descubrió a sí mismo»7. En el fondo, el idealismo no es otra cosa que el es­
píritu de la revolución4. Y en 1822 declarara como «el error principal de nues­
tro tiempo» la idea de que la revolución ya esté cerrada y acabada. También
aquí ve en «todo el factum de la llamada revolución francesa» solamente «un
síntoma particular, una erupción parcial, una primera crisis»5 de un cambio
que habría de ser mucho más radical. En uno de sus primeros escritos, ocho
años después del estallido de la Revolución francesa y cuando todavía se sen­
tía el efecto inmediato de su presencia, hace notar Hegel que «las grandes
revoluciones visibles van precedidas de una revolución silenciosa y secreta en
el espíritu de la época, revolución que es invisible a muchos ojos y es espe­
cialmente difícil de observar por los contemporáneos, a la vez que es arduo
comprenderla y caracterizarla. El desconocimiento de esta revolución dentro
del mundo espiritual hace que los hombres se asombren luego ante el resulta­
do»6. La idea de revolución que se constituye como el punto central de la
autocomprcnsión del idealismo alemán no es un suceso casual, un hecho his­
tórico; es el acontecimiento de la emancipación, por el que la libertad sub­
jetiva del hombre se convierte en el fundamento esencial de una nueva era.
«Hemos dejado atrás un siglo —escribía Hender en 1803— y en casi todo
hemos vivido una revolución del modo de pensar»7. Uno de los efectos de esta
transformación es que incluso la idea de libertad que la puso en marcha debe
convertirse en objeto de una nueva reflexión. Esta valoración de la Revolución
francesa es, a la vez. exaltación y relatívización. Encumbrada en la galería de
los monumentos históricos, queda también reducida a momento del pasado.
Una vez que ésta ha tenido lugar, agotado su impulso dinamizador, la tarea que
se presenta ha de estar dirigida por nuevos principios. El itinerario recorrido
por la filosofía idealista deja de ser tan enigmático cuando se tiene presente
esta consideración. Para iluminar este capítulo esencial de la historia de la filo­
sofía conviene aclarar la vivencia de la Revolución francesa en el ambiente
intelectual de Alemania, su repercusión en la gestación del idealismo y las nue­
vas respuestas a los problemas que plantea un orden postrevolucionario. El ide­
alismo alemán es el protagonista de un nuevo capítulo de la historia europea: el
trazado que va desde una libertad arrebatada hacia una libertad ejercida y que
aspira a convertir la reivindicación en expresión, la protesta en forma.

7 fd., III. p. 96: un juicio similar puede verse en Novalis, Schriften, ed. R. Samuel,
Kohlhammcr, Stultgan. 1960, II, p. 4S9.
*KA, II, p. 314.
5 íd.. Vil. p. 488.
6 FriiSchr., I,p .2 0 3 .
7 Sámtliche Werke, ed. B. Suphan. Weimann, Berlín, 1870, XXV, p. 183.
H E G E L Y E L ROMANTICISMO 15 5

Cualquier juicio acerca de la fidelidad de Hegel y los demás idealistas


al espíritu de la revolución ha de estar precedido por una correcta com­
prensión de los motivos que suscitaron su entusiasmo y de las circunstan­
cias que explican su desilusión. Pienso, en concreto, que un examen
detenido de ambos aspectos permite afirmar que el interés por asegurar las
conquistas revolucionarias no desaparece nunca del pensamiento hegeliano.
Para confirmar esta hipótesis es preciso recorrer un largo camino, cuya pri­
mera etapa requiere una clarificación semántica. ¿Qué fue exactamente lo
que suscitó tanto entusiasmo en unos jóvenes estudiantes de teología? ¿Por
qué no se tradujo este sentimiento en un programa concreto de acción políti­
ca? ¿Cuál era el contenido de esa expectativa que el curso de la historia con­
vierte en desilusión?
Lo que la generación de Hegel apreció en la Revolución francesa fue
un verdadero signo de los tiempos, un acontecimiento de significación uni­
versal —por tanto, algo cuyo sentido sólo podía comprenderse en el contex­
to de la historia universal, más allá de su modo de ser inmediato— por el
que se inauguraba la posibilidad de una nueva creación del mundo, de la
realidad política y social, a partir de la fuerza del espíritu. Schelling —cuyo
pensamiento estaba por la década de los noventa formulado con mucha más
precisión que el de Hegel— definió esta empresa como una revolución que
debía partir de la conciencia del hombre8. Toda la obra juvenil de Holderlin
está igualmente presidida por la exigencia de una renovación interior del
hombre. La Revolución francesa es entendida por todos ellos como pane de
una empresa de liberación cuyo éxito depende menos de las circunstaci&s
exteriores cuanto de la fortaleza espiritual del hombre.
La conmoción que produjeron los acontecimientos de 1789 en Alemania
tiene una cierta explicación en el contexto cultural de la época. Hacia finales
del siglo XVIII había en este país una expectativa de cambio histórico alimen­
tada por teólogos, poetas y filósofos. Antes incluso de la Revolución francesa
había definido Herder la historia de la humanidad como «el paso de Dios
sobre las naciones», que en los tiempos recientes se ha convertido en «pasos
de gigante»9. Y Lessing lo había expresado con mayor dramatismo: «vendrá,
tiene que venir, la era de la plenitud»10. Pero la escatología que el idealismo
tenía más inmediatamente a la vista procedía de la filosofía kantiana En La

8 Cfr. Vom Ich ais Prinzip der Philosophie. SSW, l/l pp. 156-157.
9 Auch eirte Philosophie tur Geschichle der Bildung der Mensehheii (1774), Sdmllirhe
Werke, IV. p. 565.
10 Erziehung des Menschengeschlechts (1780), Sámtliche Werke. ed.. K. Lachmann.
Snntgait. 1886. Abs. 85.
156 D A N IE L IN N E R A R IT Y

religión dentro de los límites de la simple razón (1793) había hablado Kant
del establecimiento del Reino de Dios como algo que no debe esperarse de
una revolución exterior, sino mediante una reforma que sea obra humana".
La realización de esta comunidad ética resultaba un sueño indemostrable
para la filosofía kantiana de la historia, pues la significación moral de los
hechos empíricos es un secreto que la razón no está en condiciones de desve­
lar. La plenitud de la revolución es tan sólo objeto de la esperanza. El tránsito
de la filosofía kantiana al idealismo tiene —aquí, como en otros muchos
aspectos- el carácter de una incursión en terreno prohibido. La desvelación
teórica del en-sí de lo real se corresponde con la penetración en su sentido es-
catológico. No existe ya dicotomía entre el sentido externo de las acciones y
su significado interior: todo lo que acontece se caiga de significación. Pero,
como el desvelamiento del en-sí de lo real es asunto de la razón practica, la
esperanza se convierte en escatología intrahistórica. cuya realización corre a
cargo del hombre mismo.
La Revolución francesa estimuló estos presentimientos. Aparecía,
por un lado, como culminación de la Ilustración francesa en un Estado
presidido por la razón. Mas, por otro lado, se presentaba como el comien­
zo de una nueva era cuyo principio configurador había de ser la idea de
humanidad. La exigencia de culminar la revolución —para lo que Fran­
cia se venía mostrando cada vez más incapaz— parecía poner punto final
a la hegemonía cultural francesa y reclamar un nuevo protagonista. La
tarea de Alemania vendría definida como una verdadera emancipación
del espíritu, ante la que la liberación material y política alcanzada resul­
taba trivial. El deseo de profundizar en la revolución imponía mantener
una distancia frente al compromiso político concreto, anteponer la discu­
sión de los principios a la acción inmediata, lo que dio a la polémica un
tono apasionado e intelectualista. La filosofía marxista ha entendido el
idealismo alemán como una compensación ideal de la renuncia a hacer
efectiva la revolución. Pienso que esta crítica no hace justicia a la proble-
maticidad que había adquirido la idea de revolución tras la experiencia
que el idealismo tenía a la vista. El problema consistía en que al deseo de
hacer efectiva la revolución no acompañaba ya ninguna evidencia acerca
de los medios que debían ponerse. Pero en cualquier caso, el propio
Hegel entendió el entusiasmo desmedido como la otra cara de la pasivi­
dad, y lamentaba el hecho de que en Alemania «cualquier ocurrencia es
transformada rápidamente en algo general, convertida en ídolo del día y
su proclamación en pasto de charlatanes, de modo que se olvida con la*

"C fr./t* ., VI. p. 122.


HEGEL Y EL R O M A N T IC IS M O 157

misma rapidez y se pierde el fruto que habría dado si hubiera sido mante­
nida en sus límites»12. Los franceses quisieron llevar a la práctica el prin­
cipio de la autonomía de la voluntad, lo que para los alemanes no pasó de
ser una pacífica teoría. Dicho de otra manera: los franceses tienen la
cabeza caliente debido al entusiasmo; los alemanes, porque se ponen el
gorro de dormir13.

1. SEMÁNTICA DE LA REVOLUCIÓN

La semántica del término «revolución» en los orígenes del idealismo


alemán presenta tres sentidos sobre los que se articula la idea de revolución,
a saber: revolución como tránsito de la naturaleza a la libertad, revolución
como reivindicación política de obediencia a leyes frente a la sujeción a
hombres, y revolución como realización del Reino de Dios en la armonía de
las facultades humanas y en una comunidad libre. Se hace preciso distin­
guir, por tanto, la dimensión natural, la dimensión política y la dimensión
religiosa de la revolución. La primera libera al hombre de la naturaleza; la
segunda, de la arbitrariedad de la represión; la tercera, del caos, el conflicto
y la escisión. Me parece que algunos estudios acerca de la relación de Hegel
con la Revolución francesa no han lomado suficientemente en cuenta esta
triple dimensión, lo que explica que hayan arribado a conclusiones poco cla­
rificadoras. Pienso especialmente en el caso de Lukács, cuyo intento de juz­
gar el pensamiento de Hegel desde categorías exclusivamente políticas
supone limitar el horizonte de interpretación a un marco demasiado estre­
cho. Más adelante habremos de volver sobre esta cuestión.

1. Revolución como tránsito de la naturaleza a la libertad. Desde que


en el prólogo a la segunda edición de la Crítica de la razón pura hablara
Kant de la «transformación del modo de pensar» como una revolución co-
pemicana, la filosofía trascendental —tan reacia en principio a la metáfora
naturalista— se definía a sí misma mediante una analogía astronómica. Con
ello trataba de explicar una novedad que no sutgía evolutivamente de un
estado anterior, sino mediante una ruptura a la que bien podía dársele el
nombre de revolución. El idealismo recoge integramente esta nueva pers­
pectiva que se ofrece al pensamiento y a la acción del hombre.
Hólderlin es quien ha explicado con mayor belleza y plasticidad este

,2JenSchr„ II, pp. 565-566. Cfr. PhilGesch., XII. p. 525; GeschPhil., XX. p. 297.
13 Cfr. GeschPhil., XX. p. 332.
1 5 8 DANIEL INNERARITY

singular itinerario del espíritu. En su Oda an Kepler —antiguo alumno


de la Tübinger Stift—, escrita precisamente en 1789, vincula de manera
simbólica la revolución de las órbitas celestes con las revoluciones antro­
pológicas de la era moderna. En ella se subraya el destino del hombre
como ser que ha de revolucionar su condición natural y exiliarse en una
segunda y verdadera patria. La revolución espiritual del hombre es un
peregrinaje de la naturaleza a la cultura, marcada por el estigma del desa­
rraigo. En el Fragmento de Hiperión describe así esta alternativa a la que
el hombre se enfrenta: «Hay dos ideales para nuestra existencia: un esta­
do de suprema inocencia [...1 y un estado de suprema cultura»14. Hólder-
lin está definiendo con ello la condición del hombre, para quien una
existencia meramente natural es algo bello pero indigno y la vida de la
cultura una aventura incierta. Lo específicamente moderno es que estas
dos posibilidades de existencia discurren en dos trayectorias paralelas,
sin que las vincule ningún género de memoria o finalidad común alguna.
La libertad es para el hombre, a la vez, emancipación y condena. La
revolución es aquí el nombre de la trayectoria excéntrica (exzentrische
Bahri) que arroja al hombre del curso natural al escenario histórico.
La antropología de la modernidad es revolucionaria en la medida en que
entiende el tránsito de la naturaleza a la cultura como un salto y exige del hom­
bre el valor de acometer tan audaz empresa. Esto se debe a que la mecaniza­
ción de la imagen del mundo había hecho de la naturaleza un reino extraño a la
dignidad humana — «el horror del mundo objetivo»15, en expresión de She-
lling— cuya huida se presentaba como una exigencia moral. La revolución es,
pues, la dinámica propia del espíritu, el camino de acceso a la libre creatividad,
frente al aburrido, monótono y repetitivo ciclo de la historia natural.
El principio de revolución como tránsito de la naturaleza a la libertad
—del estado natural a la constitución del hombre como ciudadano de una
sociedad civil— es el trasfondo de una nueva concepción de la historia
como proceso de conquista de la libertad. Rousseau y Kant habían
lamentado y celebrado al mismo tiempo la pérdida de la Arcadia origina­
ria como una inevitable sustracción del origen y como el horizonte de
una nueva tarea: el hombre que ha obtenido el derecho de autoría sobre
sus actos, que se ha emancipado de la fijeza de los objetos, de la finitud
de las pasiones y de la pasividad de la contemplación no está condenado
inevitablemente a una existencia errática. La razón suscita en él una fina­
lidad de carácter moral: recuperar la armonía por medio de la libertad.

M SlA, III, p. 163.


l5S .W .I/l,p . 157.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 159

convertir lo que era un don que obligaba al perpetuo agradecimiento en


una ganancia merecida. El movimiento que el idealismo alemán añade a
la dinámica emancipadora de la modernidad es precisamente éste: la bús­
queda de una reconciliación con el objeto, el libre retomo al origen. Se
trata de conseguir que «lo que sólo era un regalo de la naturaleza vuelva
a florecer nuevamente como merecida adquisición de la humanidad»16.
Reconstruir la naturaleza a partir de la libertad consiste en reunificar lo
que originariamente se encontraba unido en el espíritu humano. De este
modo, la naturaleza se convierte en un círculo que regresa a sí mismo. La
revolución habrá logrado con ello su objetivo.

2. Revolución como reivindicación política de obediencia a leyes y no a


hombres. La liberación fíente a la naturaleza tiene su corolario político en la
liberación respecto de las formas de sujeción personal. Estos dos aspectos de
la emancipación están vinculados entre sí como las dos formas de servidum­
bre contra las que combaten. En uno de sus escritos de juventud subraya
Hegel el parentesco entre la necesidad natural y la arbitrariedad política, así
como la imposibilidad de superar la una sin la otra. «Quien ha adoptado como
máxima de su razón la obediencia a la naturaleza y a la necesidad, y respeta
esta ley como algo sagrado —pata nosotras incomprensible—, ¿qué instan­
cias de apelación le quedan? ¿Qué puede exigir Edipo como indemnización
por los sufrimientos inmerecidos, si creíá estar al servicio y bajo el dominio
del destino? Sólo un pueblo en sumo estado de corrupción, en la más profun­
da debilidad moral, era capaz de convertir en su máxima la ciega obediencia a
la malvada arbitrariedad de hombres abyectos»17.
Una expectativa se produce cuando confluyen una conciencia de los
derechos del hombre y una situación política adversa que amenaza mina.
Esta confluencia caracteriza muy bien la situación política de Alemania en el
último cuarto del siglo xvtit. En un escrito del año 1798 en el que Hegel ana­
liza las circunstacias políticas de Württemberg, se subraya esta contradición:
por un lado, en los tiempos modernos, la idea de una condición humana libre
ha entrado en la conciencia de los hombres de tal modo que ningún tirano
puede borrar esa imagen; por otro lado, el sistema político en su totalidad
gira en tomo a un hombre que concentra todo el poder y no ofrece ninguna
garantía de reconocer y respetar los derechos humanos18. La libertad política

16 Hótderlin, StA. III. p. 180.


17 FrühSchr., I, p. 100.
18Cfr. «Das die Magisirale von den Bürgem gewáhlt werden müssen füber die nelies-
ten inneren Vcrháltnisse WUntembeigs, besonders über die Gebrechen der Magistratsver-
1 6 0 DANIEL INNERARITY

que aquí se exige tiene una clara resonancia aristotélica: un hombre libre es
aquel que no está bajo la voluntad de otro19. La correspondencia que Hegel
mantiene con Schelling desde Berna está llena de expresiones que reivindi­
can la superación de la arbitrariedad individual por un espacio político libre
definido en términos de derecho, es decir, la universalidad de la razón contra
la particularidad del arbitrio. El Estado aparece así como la forma política de
la libertad en la medida en que sustituye los mandatos unipersonales por nor­
mas de carácter universal. El principio de obediencia a leyes y no a hombres
exige la constitución de una memoria que se sustraiga al capricho del mo­
mento. Aparece aquí un concepto que tendrá una especial significación a lo
largo del pensamiento hegeliano: la libertad solamente es posible si el ejerci­
cio de la soberanía está subordinado al derecho. Como es evidente, esta con­
cepción de la libertad está muy alejada de la idea de revolución como
ejercicio ilimitado de la soberanía hacia la que derivó la política francesa a
partir de 1792. Nos encontramos así ante un nuevo elemento de continuidad
entre el joven Hegel y el maduro. La supuesta contraposición entre un joven
jacobino y un viejo adulador del Estado prusiano no se compadece con un
dato esencial que ha de presidir toda interpretación evolutiva de la filosofía
hegeliana: el interés por dar una forma a la libertad es el trasfondo, supuesto
y común denominador de toda su reflexión política.
El hombre moderno ha opuesto a lo que es la noción de lo que debe ser.
La razón que se subleva no es la de un hecho que se enfrenta contra otro, un
conflicto de intereses, sino la razón como tal, el deber y la libertad reivindi­
cando su derecho a regir el mundo de los hechos. El sujeto ha comenzado a
pedir razones y el primer resultado de su reflexión es la sospecha generali­
zada respecto de todo aquello que ha obtenido vigencia, faclicidad o valor
sin su intervención. La confianza y la costumbre detienen su ingenuo curso
y son sometidas a una discriminación racional. «El principio de la libertad
de la voluntad se hizo valer contra el derecho existente»20, se observa
retrospectivamente en el apartado sobre la Revolución francesa de las lec­
ciones de Berlín sobre filosofía de la historia. Pero Hegel ha elaborado tam­
bién una patología de este sujeto moderno y ha tratado de analizar los
requisitos para que esta libertad no se revuelva contra sus propias con­
diciones de supervivencia. Hegel detectó desde el principio la incompleción
de la libertad subjetiva (lo cual era perfectamente compatible con el hecho

fassung]», FrOhSchr., I, pp. 268 ss. (El manuscrito se interrumpe en la p. 271 y es continua­
do por R. Haym, Hegel und seine Zeit, Berlín, 1857, pp. 65 ss y 483 ss.)
19 Cfr. Met., 1,2 , 982b 25.
20 PhilGesch., XII, p. 528.
H EG EL Y E L R O M A N T IC IS M O 161

de que considerara su reivindicación como una larca irrenunciable). Pero la


misión histórica de la revolución no se agota en una revuelta contra lo exis­
tente, del mismo modo que la libertad humana no se detenía en el momento
de la emancipación respecto de lodo vínculo natural. Quedarse fijado en el
movimiento de desvinculación y tratar de buscar la realización al margen
del todo, sería como haber abandonado la trayectoria natural sin encontrar la
trayectoria de la libertad, en un continuo peregrinaje hacia ninguna parte. El
ideal de reconstruir la naturaleza desde la libertad se corresponde en el espa­
cio político con la configuración de un marco institucional que asegure las
conquistas de la revolución. Pero ese marco no puede ser definido por la
mecánica revolucionaria misma, sino que remite a una teología política.
La interpretación del desarrollo del idealismo alemán como una
sucesiva renuncia —primero compromiso y después traición— a los im­
pulsos revolucionarios iniciales se basa en lo que sin exageración podría
ser calificado como una leyenda. Toda ella gira en tomo a la interpreta­
ción de Lukács, quien vio en la reacción del romanticismo tardío contra
la revolución francesa una «enemistad hacia la Ilustración», de la que se
seguiría un «salto mortal a la religiosidad»21. Esta crítica se apoya en el
supuesto de que el entusiasmo inicial ante la revolución apuntaría en una
dirección jacobina y que en ella estaría ausente la motivación religiosa,
añadido tardío que vendría a compensar un fracaso real. De lo segundo
me ocuparé más adelante, en el análisis de la expresión «Reino de Dios».
Acerca de lo primero quisiera señalar ahora algunas objeciones.
La leyenda de la Tübinger Slifi suele describir esta institución de la
Iglesia evangélica para la formación de sus futuros pastores señalando
especialmente su régimen autoritario. Rosenkranz22 traduce el entusias­
mo de los estudiantes ante las noticias provenientes de Francia como una
auténtica conspiración. Un club político organizado al efecto, la planta­
ción de un árbol de la libertad (símbolo de los jacobinos), la traducción
de La MarseUesa por Schelling, cantos y bailes, y el discurso apasionado
de Hegel completan el cuadro sobre el que se ha venido deduciendo una
inequívoca adhesión al jacobinismo.
La investigación más reciente ha matizado algunas conclusiones pre­
cipitadas y ha puesto en duda diversos datos sobre los que se apoyaban.
Para los parámetros de la época, el régimen de la institución era bastante
liberal en lo que se refiere a la circulación de las ideas y estricto en cuanto a

21 Cfr. Tur Áslhetik Schillers. Werke. Neuwied/Berlin. 1969, X. p. 22. y Der junge
Hegel und die Prohleme der kaplrallsllschen Gesellschaft. Berlín. 1954.
22 Cfr. G. W. F. HegelsLehen. Berlín. 1844, p. 29.
162 D A N IE L IN N E R A R IT Y

las normas de convivencia. La lectura de los periódicos franceses, por ejem­


plo, no era ilegal23. Hay que tener en cuenta que las autoridades de Würt-
temberg — la fundación dependía directamente del Duque— habían
aceptado la inevitabilidad de las reformas. La reforma educativa, en concre­
to, suponía una cierta apertura a las nuevas ideas sobre un concepto tradicio­
nal de la disciplina. Los conflictos con las autoridades de la Stift se debían
más a esta rigidez que a una falta de libertad en el primer sentido, como lo
muestra el hecho de que las prédicas de Hegel, Schelling y Hólderlin estu­
vieran en plena conformidad con el espíritu de la fundación, oscilante entre
una religiosidad racionalista y el pietismo rural. Entre 1792 y 1793 dos
acontecimientos turbaron este equilibrio y crearon las tensiones sobre las
que se edifica la leyenda: la acusación de que los estudiantes preparaban
una conspiración republicana y el proyecto de reforma de.los estatutos. Los
informes de la dirección y el juicio de los inspectores aseguraron al Duque
la falsedad de tales acusaciones, si bien haciendo notar la simpatía de los
estudiantes con las ideas democráticas24. Las tensiones que surgieron en
tomo a las reformas tuvieron motivos de muy escaso contenido político23.
No consta en ningún documento que se plantara ningún árbol de la libertad.
El director de la fundación desmiente esta acusación que circulaba entre la
nobleza local. El hijo de Schelling tampoco le concedió ninguna verosimili­
tud. Igualmente rechaza que fuera su padre quien tradujo La Marsellesa26.13

13 En Berna se entera Hegel de que las autoridades de Württembcrg habían prohibido


la prensa francesa (cfr. cana a .Schelling del 24 de diciembre de 1794).
24 Cfr. el informe de la dirección en SiA, V il, I , pp. 44.7 ss.. y Dok.. p. 102. El juicio
de la inspección ha sido recogido por M. Lcube, Das Tühinger Stift 1770-1950, Stcinkopf,
Stuttgan. 1954. p. 74: «no se pueden rebatir las acusaciones de que haya entre los becarios
un modo democrático de pensar, pero sf se puede afirmar que ¿ste se ha expresado a lo
sumo en palabras, sin que haya tenido la menor influencia contra el orden y la paz».
23 Las actividades «subversivas» consistieron sobre todo en beber y fumar. En el
registro de castigos se puede comprobar que la mayoría de ellos se debieron a este tipo de
actividades y no a conspiraciones políticas. Sacada de este contexto, la siguiente animación
de Hólderlin permite ser interpretada como una declaración revolucionaría: «tenemos que
dar a la patria y al mundo un ejemplo de que no hemos sido creados para dejar que se jue­
gue con nosotros arbitrariamente» (StA, VI, I, n.° 49, pp. 443 ss.). Pero se trata de una pro­
testa ante la amenaza de un endurecimiento de los estatutos. El Duque mantenía, entre
otras, la prohibición de fumar para que el espíritu de subordinación no fuera perturbado por
un exceso de libenad. y Hólderlin era un fumador empedernido (clf. SiA. V il. p. 146).
26 Cfr. G. L. Plilt, Aus Schellings Lehen in Briefen, Leipzig, 1869,1, p. 31. En las Lec­
ciones de estética se encuentra el siguiente comentario de Hegel sobre esta canción: «no se
puede negar el poder de la Marseillaise. del a ira. etc., en la Revolución francesa. Pero el
entusiasmo verdadero encuentra su fundamento en la idea determinada, en el verdadero
interés del espíritu del que una nación está llena» (Áifh.. XV. p. 158).
HEGEL Y EL R O M A N T IC IS M O 163

Las actividades revolucionarías fueron esencialmente canciones liberales,


poesías y discursos.
Se debe distinguir, por tanto, entre el entusiasmo revolucionario y la
ideología jacobina. Los Stiftier fueron principalmente partidarios de los
girondinos, lo cual estaba en consonancia con el renacimiento que el pa­
triotismo suabo había experimentado desde 1770 por influencia del
Sturm und Drang. Es la rebelión del sentimiento contra la razón unifor-
mizadora, el descubrimiento de las raíces y el deseo de pertenencia, la
exaltación de lo concreto frente al cosmopolitismo abstracto, tal como se
expresan en la primera poesía de Hólderlin. La política de los girondinos
respondía mejor al objetivo de sintetizar el valor de la radicación en el
tiempo y el espacio con las nuevas aspiraciones de libertad, que la racio­
nalidad abstracta, subjctivista y centralizadora del jacobinismo. Sabemos
que Hegel leía en Berna la revista M inerva, de tendencia girondina; que
Schelling simpatizaba con los constitucionalistas moderados en Alema­
nia y con los liberales doctrinarios que en Francia se agrupaban en tomo
a Guizot, y que las críticas al terror jacobino eran compartidas por los
tres antiguos compañeros de Tubinga27. Encajarían bastante adecuada­
mente en lo que Valjavec ha agrupado con el calificativo de «demócratas
platónicos»: «ilustrados que defienden los puntos de vista del progresis­
mo liberal, sobre todo en el ámbito de la cultura, que no fueron necesa­
riamente radicales en política —esto les distingue de los auténticos
jacobinos alemanes— , pero que vieron en la revolución la conquista de
unas ventajas, contra las que no se podía combatir sin provocar con ello
un grave daño a la causa de la libertad. En el continuo miedo a los pode­
res de las "tinieblas” y de la reacción, estaban menos a favor de la revo­
lución en todo su desarrollo y particularidades que contra cualquier
expresión antirrevolucionaria»28.

3. Revolución como realización del Reino de Dios. El término que resu­


me y sintetiza el significado más profundo que la revolución tuvo para el ide­
alismo es Versóhnung (liberación y reconciliación a un tiempo). Se trata de

27 Cfr. la carta de Hegel a Schelling del 24 de diciembre de 1794. Para la interpretación


de Hólderlin como jacobino, cfr. P. Bertaux. Hólderlin und die franzüsische Revolution,
Suhrkamp, Frankfurt. 1969. La hipótesis de Bertaux luí sido con posterioridad seriamente
desacreditada. Cfr. H. E. Holthusen. «Winkler, Bertaux und Hólderlin. Zum Problem einer
Falschung», Merkur, 25 (1971), y W. MUIlcr-Seidel, «Hólderlins Dichtung und das Ereignis
der Franzósischen Revolution. Zur Problemlage», llólderlin-Jahrbuih. 17 (1971-1972).
28 F. Valjavec. Die Entstehung der politischen Strómmungen in Deutschiund ¡770-
ISIS. Herold. München. 1961, p. 162.
1 6 4 DANIEL INNERARITY

un termino religioso que indica la recuperación del status de hijo (Sohn), la


redención tras el destierro, la sustitución del par dominio despótico-rebelión
contra el padre por la categoría del reconocimiento, del principio de subordi­
nación por el principio de unidad armónica24*301.El movimiento desgarrador de
la emancipación se completa con una unificación en todos los órdenes: la
razón con la sensibilidad, la libertad con la naturaleza, los sujetos entre sí. el
ser y el deber, la felicidad y la historia... La revolución no es considerada
como libertad lograda mientras no alcance a armonizar estos contrarios. De
ahí la ¡asistencia en coasiderar a la revolución francesa como un momento
parcial de una liberación más profunda. Se trata de alcanzar una nueva reli­
gión de la humanidad, impulsada por ese «deseo revolucionario de realizar el
Reino de Dios» en el que F. Schlegel situaba «el comiera» de la historia mo­
derna»20, y cuyo resultado final nadie supo definir mejor que Hólderlin:
[... | que un pueblo amante, reunido en los brazos del Padre.
está humanamente alegre. [...] y un espíritu sea común a todos21.

Resulta muy significativo que expresiones como «Reino de Dios»,


«Razón y Libertad», «Iglesia invisible» o «Hen kai pan» («Uno y Todo»)
abunden en los escritos juveniles de Hegel y que esta mitología de la re­
volución se mantenga incluso después de la experiencia del terror32. Esto
indica que tales términos tienen una función estrictamente escatológica, es
decir, que designan una realidad que no puede ser acreditada ni desmentida
por ningún hecho histórico concreto. Pero más significativo todavía es que
en plena madurez no dejara de vincular el entusiasmo ante la revolución con
la esperanza de una reconciliación de Dios con el mundo. «Fue una maravi­
llosa aurora. Todos los seres pensantes han celebrado esta época. Una emo­
ción sublime reinaba en aquel tiempo, un entusiasmo del espíritu estremeció
al mundo, como si sólo entonces se hubiera llegado a la reconciliación

24 Este concepto tiene una función central en el pensamiento de Hegel y expresa lo


que Hegel entiende por libertad, en cuanto libertad de la subjetividad verdaderamente infi­
nita (cfr. Ásth., XIV, p. 33). La Versñhmmg es el reino del espíritu, en el que la libertad apa­
rece como una reconciliación con la objetividad (cfr. PhilRet., XVII, p. 203), Es éste
también el término que Hegel utiliza para asignar a la razón la tarca de proporcionar al
hombre la mayor libertad: la reconciliación con la realidad por medio de la filosofía, a
quien corresponde reconciliar la oposición de vida y conciencia introducida por la subjeti­
vidad moderna, (cfr. Rtchtsphi!.. VII, p. 27; PhilGesrh.. XII, p. 385; Ásth., XIII. p. 81).
Igualmente, una verdadera Versfíhrmng es lo que tiene lugar en el Estado moderno, según
las condiciones y características que Hegel le asigna (cfr. Rechtsphil., VII, § 360. p. 512).
30 F. Schlegel. KA. II. p. 261.
31 Der Archipielag, StA, II, vv. 239-240.
32 Cfr. la carta de Hegel a Schelling escrita en Berna el mes de enero de 1795.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 165

(Versohnung) real de lo divino con el mundo»33. Hegel no entendió nunca la


revolución como un fenómeno meramente político, sino como un aconteci­
miento religioso, como un hito de la realización histórica del Reino de Dios.
Para aclarar este conjunto de expresiones que se agrupan en tomo al
término «Reino de Dios» puede ser conveniente desentrañar su significa­
ción en tres conceptos: unidad, felicidad y plenitud. Con ellos se obtiene,
a mi juicio, una caracterización bastante precisa del sentido que la idea
de revolución presenta en la génesis del idealismo alemán.
La gran preocupación del idealismo es la consecución de la unidad. El
idealismo es la Vereinigmgsphilosophie por antonomasia. No se trata de la
unidad ingenua o inmediata del sentido común: es la unificación alcanzada
al final de un largo proceso, al que pertenecen también la experiencia de la
separación y del desgarro interior. Como superación de la filosofía de la
conciencia, el idealismo no pretende ahorrarse ninguno de los dolorosos
pasos que la conciencia moderna ha tenido que dar para conseguir la auto­
determinación subjetiva. Pero en el Reino de Dios «no hay libertad de opo­
sición. no hay un yo libre, ni un libre tú... Los hombres son como deben ser;
el deber-ser sería una aspiración infinita si el objeto no pudiera ser en modo
alguno superado, si la sensibilidad y la razón —o la libertad y la naturaleza,
o el sujeto y el objeto— estuvieran tan absolutamente separados que fueran
absolutos»34. Puede interpretarse este texto como una cierta utilización de
Kant para criticar a Fichte: el postulado kantiano de una colaboración entre
la naturaleza y la libertad —que debe ser introducido para resolver las apo­
rtas a que conduce su estricta separación— es el origen de una nueva mane­
ra de pensar que pretende superar la contraposición entre el ser y el deber.
Fichte también había visto la necesidad de superar ese estricto dualismo —y
así lo intenta, por ejemplo, en la deducción del Naturrecht de 1793— pero
dicho objetivo reclamaba un horizonte conceptual distinto del que podía
proporcionar una concepción estrictamente afirmativa del yo.
¿Qué relación guarda entonces este ideal de unificación con la expe­
riencia de la revolución? En primer lugar, hay que señalar que este ideal no
surge de la Revolución francesa, sino que tiene su origen en una serie de tex­
tos anteriores a 1789 y a través de los cuales estaba ya introducida la con­
ciencia de que era necesario pensar la libertad de una manera que podríamos
llamar unitiva. Este programa puede resumirse así: superar la extrañeza del
objeto y reconciliarse con él. La revolución es un primer paso, ya que destru­
ye unas instituciones en las que no cabía el libre reconocimiento de sujetos

33 PhilGfSch.. XII, p. 529.


34 Noht, p. 395.
1 6 6 DANIEL INNERARITY

autónomos, pero nada más. Como ha señalado Kondylis. la postura de


Hegel, Schclling y Holderlin ante los acontecimientos revolucionarios se ex­
plica desde una «axiomática» cuyas líneas fundamentales ya estaban traza­
das. y no ai revés. El estallido de la revolución no les proporcionó nuevas
ideas u objetivos, sino un aumento del «ambiente apocalíptico» por el que
toda escisión y ruptura era considerada como un movimiento que anunciaba
una futura rcunificación. «La revolución no aparece ni como un sistema de
pensamientos ni como un programa político que haya de ser asumido y apli­
cado, sino como prueba del cumplimiento anticipado de una expectativa
escatológica, como anuncio del Reino de Dios o como precursora de la unifi­
cación de todo con todo, principalmente del cielo y la tierra»35. No entendie­
ron los Droits de í'Homme como una garantía individual, como una cláusula
de reserva por la que el sujeto defendía su autonomía frente al todo social.
Libertad, igualdad y fraternidad se traducen en reconocimiento, reconci­
liación y solidaridad. El ideal de libertad ha sido explicitado en una tarea
común. Nada más lejos que unos revolucionarios derrotados o seducidos por
la restauración. La exigencia de superar el interés individual no es un com­
promiso tardío con el aparato estatal prusiano, sino el ideal juvenil de la
libertad como Versdhnung convertido en forma política. Por eso se puede
concluir que. si la teoría hegeliana del Estado resulta inaceptable en relación
con la salvaguarda de la libertad individual, habrá que retroceder hasta estas
primeras formulaciones, en lugar de achacar el fracaso del proyecto a cir-
cunstacias exteriores que le obligaran a abandonar un ideal de juventud.
La reivindicación de felicidad es otro de los aspectos que está ínti­
mamente unido a la idea de Reino de Dios. Una filosofía orientada hacia
la unificación de las antinomias generadas por la filosofía moderna de la
conciencia no podía dejar de experimentar un profundo desagrado ante la
conversión de la felicidad en una recompensa futura, añadida a una seca
ética de la obligación. El ideal de armonía y despliegue de todas las fuer­
zas humanas —recogido básicamente de la antropología de Schiller—
rechaza toda subordinación interior en el hombre y cualquier género de
primacía entre las facultades. Unificación significa aquí superación de la
diferencia entre libertad y expresión, forma y fondo, bien y gozo. La no­
ción de juego adquiere cada vez mayor relevancia en el ideal de hu­
manidad que se forma por oposición al kantismo. Aplicado a la teoría
política, esto supone entender la libertad como algo que se pone precisa­
mente en juego, como configuradora de espacios de acción y no ya como

M P. Kondylis. Die Enlstehung der Dialekiik. Eine Analyse der geistigen Enruicklung
von Holderlin. Schelling and Hegel bis 1802, Kleit-Colla, Stuttgart, 1979, p. 188.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 167

un valor que se protege del tráfico social y que sólo se despliega en


forma de interés individual o acción destructiva.
Pero la felicidad gozaba por aquella época de escaso crédito como argu­
mento político. Por un lado, el buen funcionamiento de la maquinaria estatal
parecía prohibir la presentación en público de reivindicaciones de ese tenor.
La política es una técnica oiganizativa que no requiere la mejora de los hom­
bres. sino que ha de valer —como dice Kant— para un pueblo de demo­
nios36. La separación estricta entre moral y derecho era concebida como
garantía de liberalidad política. Toda la crítica de Fichte a la idea del gober­
nante como bienhechor de sus súbditos veía en el paiemalismo político un
resabio totalitario37. Para el jacobino Erhard. la felicidad con la ayuda de
otros resultaba incompatible con el valor de la indepencia personal3'1. Y Jaco-
bi entiende que la búsqueda de la felicidad pone en peligro la libertad in­
terior39. El eudaimonismo es barbarie, despotismo, abandono en lo exterior.
Es fácil comprender cuáles son los motivos por los que el idealismo
alemán se distancia también en este punto de la filosofía kantiana. El elogio
de la revolución que comparten responde a una muy distinta motivación.
Baste señalar que precisamente aquello que Kant criticó de la revolución
—el intento de hacer valer políticamente la reivindicación de felicidad— es
precisamente lo que el idealismo celebra como un indicio de que resulta
posible subvertir el orden social establecido sobre la escisión, detener el
proceso de autonomización de las facultades y los ámbitos de acción huma­
nos, y alcanzar una nueva unidad sin subordinación. Para Kant, el Estado no
tiene nada en común con los fines que el ciudadano persigue de modo natu­
ral porque, en última instancia, «a la voluntad no le es posible ponerse bajo
un principio común»40. Desde este contexto se entiende el decreto de diso­
lución del Estado que Hegel, Schelling y Holderlin extendieron en su mani­
fiesto de la filosofía idealista. Evidentemente, una libertad entendida como
Versdhnung, inmunizada frente al aigumento contra el patemalismo y orien­
tada hacia la constitución de una comunidad espiritual, no podía dejar de
considerar el individualismo como una revolución incompleta.
El último rasgo distintivo que cabe destacar en la concepción idealista
de la revolución es el palhos de la plenitud. Entramos así en la motivación
estrictamente religiosa que subyace en la valoración que el primer idealismo

36 Cfr. AL. VIII. pp. 290 y 366: XIX. p. 564; KrV. A 316-317/B 373-374.
37 Cfr. '¿urückforderung der Denkfreiheit. !~W, VI. pp. 9 y 76.
38 Cfr. Üher das Kechl des Volks tu einer Revolution und andert Schriften, Jcna/Leip-
zig, 1795, pp. 179-194.
39 Cfr. Werke, cd. G. Flcischer, Leipzig, 1812-1825,1, p. 245.
40 AL. VII. p. 290.
1 6 8 DANIEL INNERARITY

hace de la revolución. La resonancia teológica de los conceptos que hasta


ahora han ido apareciendo es manifiesta, como también lo es la motivación
teológico-política que explica su surgimiento. Al igual que Novalis y F.
Schlegel, también Hegel, Schelling y Hólderlin entendieron que toda protes­
ta tenía un sentido religioso y que, en último término, el cristianismo es la
revolución por antonomasia y el origen de toda revolución41. Es como si
solamente gracias a ella tuviera el hombre un tribunal al que apelar y una
instancia para relativizar lo históricamente dominante.
El eco de la Revolución francesa en Alemania no hay que buscarlo tanto
en la literatura política cuanto en la predicación teológica. La peculiar articu­
lación entre teología y revolución que caracteriza al entramado cultural del
que surge el idealismo alemán se debe a que el pietismo protestante y el pen­
samiento ilustrado tematizaron de manera muy similar el fin de los tiempos.
Filosofía y religión comparten una similar visión escatológica. Aunque care­
cemos de testimonios históricos que demuestren una influencia inmediata,
resulta plausible suponer que la filosofía del idealismo alemán tuvo una fuen­
te de inspiración en el pietismo de Suabia, representado por Friedrich Chris-
toph Oetinger y Friedrich Cari von Moser. La reclusión pietista en la
interioridad llevaba consigo una resignación política. La constitución de
comunidades al margen de la sociedad estaba motivada por el deseo de vivir
en el seno de una lógica distinta de la mecánica social, no aspiraba a influir
sino a protegerse de ésta. Resultaba, por tanto, indiferente respecto de las cir­
cunstancias políticas exteriores, de las que sólo se espera su definitiva deca­
dencia. Al margen de la finitud y la corrupción material existe una Iglesia
invisible — una «hermandad de libertad y derechos humanos»42— en la que

41 Cfr. Gesch. Phil., XIX. p. 404; PliilRel.. XVI. p. 243. Me parece insostenible la tesis de
que el joven Hegel creyó ver en la revolución la culminación de la dialéctica histórica y sólo
posteriormente adjudicó este valor a la Reforma protestante. En el marco de estas interpretacio­
nes. se ha reprochado a Nohl por haber agrupado los escritos juveniles de Hegel bajo el titulo
de Theolngische Schrifien. Quizás haya en ello una generalización excesiva, pero no injustifi­
cada. Tamo el interés teológico de Hegel como la influencia que la teología de la época tuvo en
el origen del idealismo están fuera de toda duda. Así lo pone de manifiesto la investigación
más reciente, en la que se observa un giro radical fíente a la escuela de Lukács. cuya insistencia
en los aspectos sociales y políticos no hacia justicia al inteiés específicamente especulativo de
la reflexión juvenil hegeliana y. en esa misma medida, impedía comprender algunos aspectos
esenciales de la filosofía dialéctica. La critica de la religión en los primeros escritos de Sche­
lling y Hegel va dirigida más bien contra su utilización como instrumento para legitimar un
orden político carente de libertad y contra una teología cuyo carácter abstracto es incapaz de
plasmarse en una religión, es decir, en un asentimiento interior que vincule libremente.
42 Cfr. F. C. von Moser. Über Regenten. Regierung und Ministers. Schuu zur Wege-
Besserung des kommenden Jahrhunden. Fiankfurt. 1784. p. 20; F. C. Oetinger. Bibüsches
und Emblematisches Worterbuch ( 1776). ed. Olms. Hildesheim, 1987.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 16 9

se refugian los valores que han sido expulsados de la sociedad civil. Pero la
crítica de la ¿poca no hacía sino despertar las expectativas de una futura «era
dorada» en la que habrían de reconciliarse lo finito y lo infinito.
Algunos de estos términos aparecen precisamente en los primeros
escritos de Hegel. Schelling y Holderlin. Es cierto que Hegel se dis­
tinguía de sus compañeros por carecer de influjo pietista. Para un hijo de
funcionario de la capital podría incluso resultar incomprensible lo que
formaba parte de las convicciones religiosas de los provenientes de
pequeñas aldeas del campo. Pero la idea de libertad como Versdhnung
debe más a la aspiración religiosa de reconciliación que al ideal moderno
de subjetividad autónoma. Y, aunque la posterior evolución del pensa­
miento hegeliano parezca alejarse de estos ideales, ¿no cabría interpretar
la síntesis dialéctica de la libertad —el gnosticismo político de su con­
cepción del Estado como realización de la libertad— como una teoría del
cumplimiento ¡ntramundano de aquellas expectativas escatológicas?
En la comprensión idealista de la revolución se advierten la grandeza y
la ambivalencia de la idea de libertad que alienta los primeros pasos del
pensamiento de Hegel. Schelling y Holderlin. El proyecto de rectificar sus­
tancialmente la mera emancipación es una empresa cuya necesidad histórica
y valor filosófico están fuera de toda duda. Pero la valiosa intuición de que
la libertad sólo es posible si su contexto también lo es —si el espíritu objeti­
vo es obra sólo de la libertad— llevará al idealismo a una acentuación de la
exterioridad de la libertad que resulta insatisfactoria. El idealismo alemán
no se detuvo ante los límites de toda teología política. No quiso resignarse a
que el espíritu objetivo se mostrara difícilmente penetrable en todos sus ex­
tremos por la libertad. Pero la realización política de la libertad participa
siempre de la fínitud de todo proyecto histórico. Y, mientras la libertad total
sea un valor que no se compadece con ninguna concreción finita, todavía
tendrá sentido mantener una cierta reserva de la libertad subjetiva frente al
todo social, hacer imposible la satisfacción absoluta con un estado de
hechos y dar cauce a la rebelión y la protesta. Gracias a que toda realización
de la libertad es finita, puede mantenerse la diferencia entre exterioridad y
autodeterminación que la hace posible. Y, en último caso, su infinitud con­
siste en la resistencia a aceptar como definitiva una de sus expresiones.

2. LA LIBERTAD ABSOLUTA O EL TERROR

La recepción subjetiva de la revolución no es unívoca, sino que depen­


de de la trama de expectativas e intereses desde la que se contempla. Pero es
que tampoco la revolución fue un acto único, acotable en el tiempo y de ine-
1 7 0 D A N IE L IN N E R A R IT Y

quívoca significación. En el decenio posterior a 1789, el régimen salido de


la revolución desplegó todas las posibilidades de acción que se ofrecen de
manera inmediata a la subjetividad moderna y ensayó todos los modelos
esenciales de democracia, principalmente dos: la revolución en favor de un
Estado constitucional (1789-1791) y la revolución contra el Estado constitu­
cional (1792-1794). La aparición del terror tiene una significación ambigua:
por un lado, aparece como una falsificación del impulso revolucionario de
abolir la arbitrariedad y configurar las relaciones políticas desde el primado
del derecho; por otro lado, parecía ejercerse con buena conciencia, como
desarrollo de la idea de soberanía, y en estricta continuidad con el impulso
de subversión contra toda formalidad. Si desconcertante era que la revo­
lución devorara como Saturno a sus propios hijos, no menos insatisfactoria
resultada la exigencia de detener un proceso de afirmación de la soberanía
humana sobre toda objetividad. Que constitucionalistas y jacobinos invoca­
ran la misma legitimidad era una señal de la ambivalencia de la idea de
revolución y de la necesidad de configurar el orden postrcvolucionario a
partir de otros principios.
La decepción de las expectativas de emancipación es la experiencia
clave que pone en marcha una nueva orientación en el pensamiento polí­
tico e impulsa la exploración de otras fórmulas de organización social. El
terror es el núcleo de esta experiencia que marca una auténtica cesura en
la filosofía del idealismo alemán. No es ninguna exageración decir que la
aporía de una emancipación insatisfecha está en el origen de una noción
tan esencial para el idealismo como la de mediación, en tomo a la cual se
articula una crítica de la idea moderna de subjetividad y de la libertad en­
tendida como autodeterminación.
Como es lógico, la derivación de la revolución hacia el terror obligaba a
pensar las cosas de otra manera. En Alemania se extendió una actitud de
repulsa, confirmación para unos de que la revolución como tal era un
error, preocupación para quienes veían en ello una dificultad más para que
los ideales revolucionarios prendieran a este lado del Rin. En uno y otro
caso, la revolución como tal quedaba seriamente dañada, su realización
práctica desacreditada y el concepto de libertad que le servía de apoyo se
problematizaba. La alternativa ya no consistía en estar en contra o a favor
(esto último mucho menos, desde luego), sino en pensar una forma de
libertad que no conduzca a su propia destrucción. Para la idea de libertad
como elevación y unificación esbozada por el primer idealismo el terror
resulta inaceptable. El problema que se plantea es si el movimiento mismo
de emancipación puede conducir a la constitución de una totalidad moral
y armónica, si la armonía originaria puede ser establecida por nosotros
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 171

mismos, sin que por ello se imponga «la parte peligrosa, omnívora, despó­
tica del hombre»41.
La noticia del terror causó en la filosofía alemana una profunda de­
cepción. Adquirió la forma de una indignación ante los acontecimientos sin
que ello pusiera en cuestión los ideales traicionados. «Hubiera podido llegar
a ser algo grande y nuevo!...)»44, recuerda F. Schlegel con un acento de nos­
talgia en el que se advierte una esperanza que los hechos no han conseguido
borrar por completo. Hegel no se ahorra calificativos para despreciar estos
procedimientos y habla de la «vileza de los robespierristas»45. Hólderlin cali­
fica a Marat de «vil tirano»46 y aprueba como justa la ejecución de Robespie-
rre47. Pero, entre los idealistas, este desencanto no arrojó ninguna sombra de
duda sobre la reivindicación de libertad; contribuyó, eso sí, a perfilar el
nuevo principio de libertad como unificación y reconocimiento que había de
sustituir a la ya desacreditada libertad que se suponía resultado de un movi­
miento de desvinculación.
La fenomenología hegeliana del terror gravita sobre dos ejes: la ra­
cionalidad abstracta y el desierto ontológico. Hegel rastrea las causas que
han contribuido a la constitución de este sujeto absoluto en la filosofía
moderna y advierte en ella una conciencia de la libertad pura que no es más
que el resultado de un proceso de desvinculación. La libertad subjetiva ha
sido dialécticamente alcanzada en virtud de un proceso de destrucción de
todo lo fijo. «La puré raison», «la seule raison» de Mirabeau sólo es un pro­
ducto negativo, y esta negatividad esencial forma también parte de su acción
exterior. El terror es la esencia negativa de esta libertad. Nos encontramos
ante la más profunda rebelión contra todo lo que pretende hacerse valer
como poder extraño a la conciencia. La razón no ha problematizado aún esta
capacidad de destrucción48. «Esta sustancia indivisa de la libertad absoluta
asciende al trono del mundo sin que poder alguno le pueda oponer resisten­
cia»49. El terror es un vaciamiento ontológico consistente en someter la reali­
dad a las normas de la razón y consagrar así su dominio sobre la alteridad
natural e histórica. La libertad absoluta del yo se convirtió en una conspira-

45 Hólderlin, «Fragmenl von Hyperion», SiA. III. p. 163.


44 KA, XIX. p. 14.
45 Carta a Schelling del 24 de diciembre de 1794. Cfr. JenSchr., II, p. 546: Rechlsphil.,
Vil, S I IR, p. 219: PhilGesch., XII. pp. 332,431. 507,533; PhilRel., XVI, p. 246.
46 Cfr. SlA, VI, p. 28.
47 Cfr. id., p. 132.
48 «[...] sie ist mil ihrer Zerstórung gewifi» (GeschPhil., XX, p. 291). Cfr. la crítica de
Jacobi a este concepto de razón pura en Werke, II. p. 519.
49 Pitan., III, p. 433.
1 7 2 DANIEL INNERARITY

ción contra toda forma de autonomía ajena, en una intransigencia fanática


ante cualquier alteridad. El sujeto que ha alcanzado de este modo lo que
considera una liberación no soporta sustancias a su alrededor y hostiga toda
forma de resistencia a la asimilación: «cancela toda diferencia y todo subsis­
tir de la diferencia»50. «Sólo le queda el obrar negativo; no es más que la
furia del desaparecer»51, «la furia de la destrucción»52. El terrorismo político
resulta así la otra cara del nihilismo teórico.
La dialéctica de la revolución consiste en que el sujeto que busca su
identidad despojando a lo real de cualquier sentido inmanente termina entre­
gado a la mas cruda irrealidad. ¿Qué puede haber más ficticio que una
voluntad general, una vanguardia o un sujeto revolucionarios? A la destruc­
ción de la ontología le acompaña la caída del sujeto en el reino de la ficción;
a la aniquilación de todo sentido exterior sigue la pérdida del sentido inte­
rior. El propio Hegel pone en conexión la locura y la exasperación revolu­
cionaria en tanto que formas de obrar negativo53. La destrucción revo­
lucionaria de cualquier género de relación tiene en común con la locura el
desvarío de un sujeto que no es capaz de verse reflejado —de re-conocer­
se— en nada real. Ambas son una forma de escisión entre el yo y lo real,
que trata de recomponerse volviéndose rabiosamente contra la realidad. La
subjetividad, elevada al Comité du salta public universel, es ciega ante su
propia enfermedad. El enloquecimiento furioso de la individualidad se debe
a una incapacidad de reconocerse en lo presente que impulsa la evasión en
el futuro o en el pasado. Futurismo revolucionario y tradicionalismo son las
dos patologías que suigen con la pérdida del sentido de lo contemporáneo.
La tesis de Hegel es que la realidad de una existencia histórica desgarrada
no puede ser reconducida a la unidad por una racionalidad abstracta. Cuan­
do lo unilateral —ya sea el sujeto o el objeto aislados, el futuro o el pasado,
la emancipación o el orden— se concibe como absoluto, el intento de reali­
zar la unidad sólo puede tener la forma de una constricción. A esto se debe
el que tanto el progresismo revolucionario como el tradicionalismo restaura-
cionista adopten necesariamente una praxis política autoritaria. Ninguno de
ambos está en condiciones de configurar un entramado político que asegure
lo que gracias a la revolución ha entrado en la historia.
La acción que surge de esta ruptura es el fanatismo, la destrucción de

x Id., p. 437.
51 íd.,pp. 435-436.
52 Rtchtsphil., VII. § 5. p. 50.
53 Cfr. £>12.. XX, p. 177. También Kunt había visto una forma de locura en el empleo con
vistas a fines buenos de medios que les son completamente opuestos (cfr. Ak., VIII, p. 336).
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 173

lo concreto en nombre de una abstracción54. La libertad abstracta es de­


solación y violencia contenida. Hegel vio las consecuencias totalitarias
de una voluntad pura que se constituye como principio de acción. Para el
moralista la realidad carece de significado moral. Se encuentra ante una
facticidad sin sentido y toma partido por el sentido contra la realidad. El
fanatismo es una declaración de guerra contra la realidad en nombre de
lo que debe ser. El que exista algún valor es algo que depende exclusiva­
mente de su acción y por eso no encuentra ningún límite moral en la con­
secución de su objetivo: pues ese objetivo es, precisamente, constituir la
moral. Su fracaso sería el peor de los males, dado que el mundo, tal como
es, es el peor de los mundos posibles. El terror se encuentra por tanto
como una posibilidad contenida en la realidad alienada del mundo mo­
derno, acompañando a la irresuelta escisión entre el ser y el deber. Es una
de las formas del «ateísmo del mundo moral» que despoja a la realidad
de todo vestigio divino. La categoría hegel iana de mediación apunta a
resolver esta polarización entre la realidad y el sentido, denominador
común de toda una patología de la subjetividad que engloba tanto al cíni­
co que se rinde ante el poder de los hechos, como al fanático del deber
abstracto que no alcanza nunca su objeto.
Hay un bello pasaje de Hyperion en el que Hólderlin describe su en­
cuentro con el fanatismo55. Se narra la trama de una conspiración para cam­
biar el mundo. Alabanda personifica la figura del revolucionario de seguras
convicciones y conciencia intachable. Con encendida palabra expone toda
una serie de nobles intenciones: se trata de una conjuración para mejorar al
mundo, salvar a la patria de la decadencia, hacer del Estado una escuela de
moralidad, edificar una nueva iglesia... Alabanda —comenta Hiperión— es
«un acusador ardiente, el más severo y terrible» cuando habla de «los peca­
dos del siglo. ¡Cómo despertaba entonces mi espíritu desde sus profundida­
des! ¡Cómo se me venían a los labios las palabras como truenos de justicia
inplacable! Como mensajeros de la Némesis recorrían nuestros pensamien­
tos la tierra y la limpiaban hasta que no quedaba sobre ella rastro alguno de
maldición. También convocábamos al pasado ante nuestro tribunal.» Ala-
banda no ahorra calificativos para describir el objeto de su severa crítica.
«“Cuando contemplo a un niño, —exclamó— pienso lo ignominioso y co­
rruptor del yugo que ha de llevar y que vivirá en la indigencia, como noso­
tros, que buscará a hombres de verdad, como nosotros, que preguntará,
como nosotros, por lo bello y lo verdadero, que acabará por pasar sin dar

54 Cfr. PhilGesch., XII, p. 43\\GeschPhil., XX. pp. 331-332.


55 StA, III, pp. 27-35.
1 7 4 DANIEL INNERARITY

fruto porque estará solo, como nosotros, que... ¡oh. sacad a vuestros hijos de
la cuna y arrojarlos al río, al menos para sustraerlos a vuestra vergüenza!”
[...] “¡No, no! ¡No se pregunta si queréis! ¡Vosotros, esclavos y bárbaros, no
queréis nunca! Tampoco se pretende mejoraros, ¡no tendría sentido!; sólo
pretendemos ocupamos de que no impidáis la marcha triunfal de la humani­
dad. ¡Oh. que me enciendan una antorcha, que quiero quemar las malas
hierbas del monte! ¡Que me prepare alguien la azada, que voy a arrancar de
la tierra las cepas inútiles! (,..| Mi alegría está en el futuro.”» Otro personaje
revolucionario añade: «“Si nadie quiere habitar lo que nosotros construi­
mos. no es culpa nuestra, ni nos molesta. Hemos hecho lo que teníamos que
hacer.”» Hiperión es seducido por el cuadro de intenciones y no exige argu­
mentos; se compromete en tan generosa empresa e inicia la marcha. Su esta­
do de ánimo podría resistir cualquier desaliento que la turbia realidad le
sugiera al oído, como una tentación de traicionar los ideales. «“¡Oh cielos y
tierra —exclamé—, esto es alegría! Estas son otros tiempos, éste no es el
tono de mi siglo pueril, éste no es el suelo donde el corazón del hombre
jadea bajo la fusta de su arriero. ¡Sí! ¡Sí, con tu alma magnífica de hombre,
tú y yo salvaremos a la patria!.”» Pero su entusiasmo no es tan ciego como
para impedir un pavoroso descubrimiento: el discurso que le había seducido
no estaba exento de rencor. «Había un profundo despreció en sus labios. Se
notaba que aquel hombre no podía ocuparse de nada de poca importancia»
La sublimidad de un ideal no puede estar en función de su aislamiento de la
finitud. Hay una trampa escondida en un valor cuya sublimidad procede de
la difamación de toda existencia limitada. Pues, si la realidad no tiene senti­
do, tampoco el sentido tiene realidad. Los ideales forjados por oposición a
lo real no pueden lamentar su falta de realidad. La decepción adquiere tonos
patéticos: «me sentí como una novia que se entera de que su amado vive en
secreto con una prostituta». Pero la desilusión se convierte en experiencia y
aviso. «El hombre ha hecho del Estado un infierno siempre que lo ha queri­
do convertir en su cielo.» Hiperión se da cuenta de que la indignación ante
la injusticia puede reproducir el mal que tan fogosamente dice combatir. Por
eso reprocha al fanático revolucionario: «“Me parece que concedes dema­
siado poder al Estado.”» En esta figura, el poeta critica el subjetivismo de
Kant y de Fichte que opone sin más el ser al deber, por lo que no escapa a la
trágica conversión de las intenciones abstractas en realidades perversas. El
mundo poético de Holderlin formula de este modo la aspiración de superar
la ruptura entre el ser y el deber como la nueva tarea que los hombres tienen
que resolver en el futuro.
En todo fanatismo hay algo de lo que Jacobi había llamado el terro­
rismo del imperativo categórico, una deducción inmediata de la idea de
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 175

deber que en lugar de recoger y unificar las aspiraciones nobles — la ape­


lación de sentido que se esconde en toda realidad— las sojuzga en una
orden ciega y sorda. Todo vestigio finito de sentido enmudece ante las ra­
zones de lo que se presenta como incondicional. El término «virtud»
había adquirido en la época del terror una connotación amenazante por­
que la pureza de la intención se había convertido en una praxis de depu­
ración. Cuando Hegel califica a la muerte sembrada por el terror
revolucionario como «la muerte más fría, más insulsa, sin más significa­
ción que la de cortar una cabeza de col o la de beber un sorbo de agua»56,
está llamando la atención sobre la inmediatez con la que se despliega el
deber sobre la finitud. El asesinato resulta trivial, es decir, no problemá­
tico, porque su necesidad se deduce directa e inmediatamente de un valor
absoluto. Lo banal es que esa derivación no sea entendida como algo pro­
blemático, discutible y necesitado de una justificación. La evidencia y el
convencimiento se ahorran todo tipo de formalidad. Y ésta es precisa­
mente la esencia del terror: la imposibilidad de saber a qué atenerse, el
exceso de convicciones y la falta de convenciones, el vacío de mediación
entre la teoría y la praxis.
La furia destructiva que revela el fracaso de la libertad absoluta ha alcan­
zado su negatividad más sofisticada en la loi des suspeas. Si bien es cierto
que la coite de cualquier tirano ha presenciado la ejecución de personas bajo
sospecha, el gobierno revolucionario ha llegado más lejos, castigando a la
voluntad refractaría o. simplemente, a la voluntad tibia, como proponía Saint
Just en su célebre discurso del 10 de octubre de 1793. El gobierno, converti­
do en facción, ha hecho de la inactividad un motivo de sospecha. Una volun­
tad general falsificada —pues su generalidad es abstracta, no real— tiende a
ver en toda diferencia una contraposición. Donde sólo hay intención —es
decir, «voluntad irreal»57— imagina una conspiración real: la sospecha uni­
versal es la política que corresponde a la desamortización ortológica. La
mala conciencia de una voluntad general particularizada se revuelve contra
todo lo que tenga apariencia de particularidad. Peto con ello persigue un
pecado por ella cometido. Paradójicamente, una voluntad que no admite
diferencias declara la guerra a la indiferencia real.
La fenomenología hegeliana de la voluntad revolucionaría concluye
con la tesis de que en la incapacidad de la revolución francesa para confi­
gurar una democracia58 hay una necesidad lógica. No se deriva de una

tophün., III. p. 436.


57 Cfr. id., p. 437.
5* Cfr. PhilGesch., XII, p. 312.
1 7 6 DANIEL INNERAR1TY

mera casualidad. Una voluntad avasalladora no puede soportar ni crear


nada con existencia independiente, pues entonces dicho objeto se opon­
dría a la autoconciencia. La Nation convertida en sujeto se constituye
como vigilancia continua para impedir que surgan objetos autónomos.
Pero el efecto social del miedo es la atomización, la pérdida de confianza
que se enquista en una búsqueda de seguridad al margen del todo social.
La paradoja de este fenómeno consiste en que el poder revolucionario no
soporta que los sujetos aislados se constituyan al margen del todo, pero a
la vez provoca un dinamismo de privatización. El significado dialéctico
del terror estriba precisamente en la furia con la que se revuelve contra la
particularidad que él mismo ha desarticulado.
El fracaso de la emancipación revolucionaria consiste en su incapaci­
dad de superar la negatividad. Una afirmación puramente especulativa de
la libertad está condenada a carecer de realidad. El prejuicio de que todo
contenido es una restricción de la libertad conduce a la paradoja de una
libertad vacía y sin sustancia, compatible con el imperio de la más abso­
luta necesidad. El problema que había pretendido resolver la revolución
era el de la penetración de la sustancia (la realidad espiritual en forma
objetiva) y la autoconciencia59, pero el hecho es que ha agudizado esta
separación. El sujeto sigue careciendo de contexto objetivo en el que
reconocerse. La revuelta de la subjetividad contra lo objetivo era tan sólo
el momento de la rebelión contra lo que le resultaba extraño y opaco,
como paso necesario para posibilitar que la libertad configurara un ámbi­
to en el que poder expresarse, no el cumplimiento de la revolución. La
emancipación verdadera sólo se puede alcanzar mediatamente. No es un
regalo inmerecido ni el resultado de un decreto de la voluntad: la con­
ciencia debe alienarse, recoger en sí el desarrollo de las oposiciones, si es
que quiere obtener una libertad real, es decir, una libertad capaz de confi­
gurar un espacio de acción.
De este modo, lo que parecía acabar con las esperanzas inmediatas se
convierte en un estímulo para insistir en la idea de libertad que está en el ori­
gen del idealismo alemán. ¿Qué otra cosa podía parecerle más opuesta a la
Vereimgimsphilosophie que la guillotina como símbolo de la fría separación?
Por este motivo, las aporras de la libertad absoluta no cuestionan el valor de
la revolución como tal. También en el ímpetu desordenado y vehemente, dirá
Hegel, «brilla a menudo una chispa clara de la razón»60. Las reivindicaciones

59 Cfr. i. Hyppolile, Genése el struclure de la Phénoménologie de Vesprit de Hegel,


Aubier, París. 1956. pp. 443-444.
*°FrühSihr.. I.p . 190.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 177

revolucionarías son un indicio de esta lucidez, a lo que ha de añadirse ahora


la reflexión acerca de las condiciones de su realización histórica. El eje de
esta reflexión discurrirá en adelante sobre una nueva articulación entre lo real
y lo ideal. Su rígida contraposición está en el origen de todos los desvarios
que han llevado a entender la libertad como un valor irreal, Schelling descon­
fiará muy pn>nto de que el Estado pueda cumplir esta-función, mientras que
para Hegel la realización de la libertad no puede tener lugar en otro contexto
que no sea la totalidad ética de un pueblo, lo que a partir de Jena comenzará
a pensar como Estado. La construcción del Estado es la culminación genuina
de la revolución. Por eso la cuestión de si Hegel acertó a resolver las contra­
diciones de la revolución remite al juicio que merezca su teoría del Estado.

3. EL PROBLEMA DE LA EMANCIPACIÓN POLÍTICA:


FICHTE Y HEGEL

Son escasas las ocasiones en que Hegel se refiere a Fichte para criticar
sus ideas políticas. La confrontación es más radical y atañe al fondo de la
idea de libertad sobre la que se levantan los cimientos de la comunidad polí­
tica; quizás por eso no necesitara dirigir sus críticas sobre lo que tiene más
bien el carácter de una derivación a partir de los principios fundamentales.
Lo que separa a ambos es una muy diferente concepción de la libertad
humana. Para Fichte la emancipación se destaca como un principio de evi­
dencia inmediata; para Hegel es un problema que hay que resolver y cuyas
condiciones de realización no se deducen inmediatamente de su mera rei­
vindicación. Un acontecimiento histórico separa ambas concepciones: la
problematicidad que se apodera de la idea moderna de libertad tras el fraca­
so de la Revolución francesa.
Desde 1790 eraría por Alemania un vendaval de literatura anture­
volucionaria61. El surgimiento del terror en Francia no había hecho sino
proporcionar más argumentos a quienes se oponían a la realización de un

61 Los escritos críticos de mayor influencia fueron los de Emst Brandes. Poiitische
Betrachiungen üher die franzósische Revoiutinn (1790). Oher einige bischerige Fotgen der
franzosischen Remltaion ¡n Rücksicht auf Deulzchland (1792) y el de Augusi Wilhelm Reh-
berg. Uruersuchungen üher die Franzósische RevoUdüm nehst kritischen Nachrichlen von den
meriavürdigsten Srhriften welche darñber in Franbeich erschienen sind (1793). Rehberg era
secretario de la Cancillería de Hannover, — por aquel entonces protectorado británico—, discí­
pulo de Justus Moser y, como Brandes, amigo de Burke y admirador de las instituciones políti­
cas inglesas. Las Refleclions on the revoiutUm in France habían salido a la luz en Londres el I
de noviembre de 1790. La primera traducción alemana es de febrero de 1791. En 1793 aparece
la traducción de F. Gentz. cuya segunda edición es del año siguiente.
1 7 8 DANIEL 1NNERARITY

experimento similar a este lado del Rin. e incluso daba cierta credibilidad a
los que rechazaban cualquier tipo de reformas. Con su Contribución quiso
Fichte intervenir en una discusión que parecía a punto de saldarse con el
descrédito de la idea de revolución, especialmente desde el 10 de agosto de
1792, en que comienza el terror. El libro de Fichte sobre la revolución está
escrito entre el invierno de 1792 y el verano de 1793. Su estilo apasionado y
polémico corresponde a un escritor a quien no le gustan especialmente los
«en cierto modo» y toda la familia de expresiones similares6263, pero sobre
todo a unas circunstancias políticas, sociales y culturales cada vez más dis­
tanciadas de los principios revolucionarios. Fichte anunció una segunda
parte relativa a cuestiones concretas acerca de la revolución que nunca llegó
a ser escrita. Es posible que ello se debiera a su cambio de posición, tras
conseguir la cátedra de Jena. Pero tampoco es necesario recurrir a este tipo
de explicaciones que podríamos llamar políticas para interpretar el abando­
no del proyecto a medio camino: una manera de pensar como la de Fichte
difícilmente podría hacer de la revolución un tema prudencial, práctico, y
valorar las circunstancias concretas que la justifiquen o desaconsejen. Fichte
se encontraba mucho más a gusto, sin duda, en el reino de los principios que
en el de los medios y las circunstancias.
La Revolución francesa no interesa a Fichte en su facticidad. Su pro­
yecto de legitimar la revolución no es la apología de ningún suceso histórico
determinado. Lo que atrae su interés es la nueva situación a la que el hom­
bre se ha elevado una vez que ha subvertido las antiguas estructuras de la
realidad social y ha reivindicado el derecho de la libertad a penetrar en
todos los ámbitos de la realidad. La Revolución francesa es «importante
para toda la humanidad»6*precisamente en este sentido. El derecho de revo­
lución es una dimensión más del desarrollo del yo como sujeto autónomo.
El propio Fichte llama la atención en una carta de 1795 sobre el nexo que
vincula a un mismo principio las expresiones teórica y práctica de la liber­
tad humana. «Mi sistema es el primer sistema de la libertad. Lo mismo que
esta nación [Francia] ha roto las cadenas políticas del hombre, mi sistema
libera al hombre en la teoría de las cadenas de la cosa-en-sí y de su influen­
cia [...] y le confiere un sublime impulso, la fuerza de desasirse también en
la praxis. Esto surgió en los años en los que dicha nación luchaba con una
nueva fuerza interior contra los viejos prejuicios arraigados; la visión de
aquella fuerza me dio la energía que necesitaba para ello, y mientras investi­

62 Cfr. Beilrag tu r Beríchtigung der Urteile des Publikums über die franzosische
Revoltuion. Ersie Teil. Zur Beurteilung ihrer Rechtmáfiigkeit. FW, VI. p. 83.
63 Cfr. id., p. 39.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 179

gaba y defendía los principios sobre los que se había apoyado la Revolución
francesa suigieron con claridad los primeros principios de mi sistema»64.
Así pues, el propio Fichte concedió una importancia decisiva a esta obra,
que le pondría en camino de la concepción del yo como lo absoluto, tal
como es formulada en la Wissenschaftslehre de 1794.
El destinatario inmediato de la polémica de Fichte es Rehberg, quien
había elaborado una crítica de la revolución derivada de Burke. Los ar­
gumentos de carácter político separan dos concepciones enfrentadas desde
un principio. Si Burke consideraba innecesaria la revolución para Inglate­
rra, no lo apoyaba solamente en motivos políticos, sino en una crítica más
radical de la abstracta racionalidad moderna cuya realización práctica
adquiría necesariamente la forma de una imposición política, una disolu­
ción del sentido para lo institucional y una ruptura de la continuidad histó­
rica. Como es evidente, en la Alemania recelosa de las nuevas libertades
políticas estos argumentos tenían un efecto favorable hacia la conservación
del marco político. Pero el fondo de la cuestión gravita sobre la idea de
racionalidad. Burke y Rehberg se negaban a establecer una oposición radi­
cal entre la historia y la razón, y buscaban elementos de enlace para salvar
el dualismo a que la filosofía moderna conducía inexorablemente. La
«enfermedad de la política especulativa»65 les parecía una manifestación
más de la euforia de una razón que instaura el sentido y no reconoce nada
fuera de sí.
La réplica de Fichte suige desde la resistencia a suavizar un dualismo
que aparece como condición de posibilidad de la libertad. El ser y el deber
han de continuar en oposición, si es que todavía queremos pensar en la dig­
nidad humana. Por este motivo, todo argumento contra el derecho del hom­
bre a la revolución —a decretar la supremacía de la razón sobre la inercia de
la historia—, esgrimido desde el plano de los hechos, carece de validez. «La
cuestión de los derechos no pertenece en absoluto al tribunal de la histo­
ria»66. La historia no es un argumento; lo único que puede ser invocado son
las leyes de la razón, de carácter supraempíríco y universal. La historia es
una acumulación de prejuicos. Todo lo que en ella tiene un valor es porque
el hombre lo ha hecho valer en ella. El derecho consiste precisamente en la
capacidad de detener su curso inconsciente y someterla a una implacable
revisión, escapar de la lógica inercial del tiempo y decretar la soberanía de

64 GA. III. 2. p. 300.


65 Cfr. A. W. Rehberg, Uniersuchungen über die Franzosische Revoluüon,.., cd. C.
Ritscher, Hannover, 1973,1, p. SS.
66 FW, VI. p. 58.
1 8 0 DANIEL INNERARITY

la razón. El éxito o la vigencia no son factores de valoración moral porque


pertenecen al plano de los hechos. Fichte dirige toda su capacidad polémica
contra el relativismo, la disolución de la verdad en la opinión mayoritaria,
del bien moral en el bienestar físico, del derecho en un prejuicio: «vosotros
compráis de segunda mano; nosotros conseguimos el género de primera
mano»67. El derecho de la razón a regir el mundo de los hechos, tal y como
Fichte lo entiende, se basa en un estricto dualismo al que no está dispuesto a
renunciar. La soberanía del individuo es tal que éste no se encuentra nunca
vinculado a determinados presupuestos históricos cuando obra moralmente.
Cuando los críticos del racionalismo apelan a una mediación o hablan de
unas determinadas condiciones de realizabilidad, anteponen el poder al
deber y, con ello, el conformismo a las exigencias de la actividad moral. «El
hombre puede lo que debe; y cuando dice que no puede es que no quiere»6*.
Querer significa aquí saberse no determinado por la historia pasada y atre­
verse a actuar sobre el futuro haciendo él mismo la historia. El supuesto
condicionamiento histórico es una poltrona de la razón. La ascética revo­
lucionaría de Fichte se sabe en continuidad con el programa crítico kantiano
que apela al valor del hombre para hacer uso de su razón e instaurar desde
ella el sentido en lo real.
El abismo que existe entre los hechos y los valores es de tal naturaleza
que sólo puede transitarse en la dirección de éstos hacia aquéllos, pero no a
la inversa. La deducción abre únicamente un camino de descenso, señala
cómo las cosas deben ser, pero la realidad no puede interpelar al deber, ni
éste buscar un compromiso con aquélla. «Lo único verdadero es lo si­
guiente: que existe una pluralidad infinita que no es ni buena ni mala, sino
que sólo por la utilización que de ella hace un ser racional se convierte en
buena o mala, y que no será de hecho mejor hasta que nosotros no seamos
mejores»69. Los ideales no se dejan representar acabadamente en la reali­
dad. pero la realidad debe ser juzgada de acuerdo con ellos y modificada
con la fuerza que de ellos resulta. La historia es el desarrollo de esta ten­
sión infinita que nunca descansa en una estructura en la que nos sea lícito
detenemos para siempre. La imposibilidad de deducir el deber de un ser
condena al hombre a una aventura perpetua para encontrar su identidad en
el futuro abierto por su propia actividad. Sólo cabe entender la naturaleza
del hombre como aspiración insatisfecha, nunca como una forma de-

67 íd.. p. 65.
68 «Dcr Mcnsch kann, was e r solí: und wenn e r sagt: ¡ch kann nichl. so will er nichl*
(fd.. p. 73).
« í d ..p .6 7 .
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 181

finitivamente adquirida, pues la forma originaria del hombre es el deber.


No tiene ningún sentido hablar de lo que el hombre es; «yo hablo siempre
de lo que él debe»70. A la pasividad del ser y del tener opone Fichte la acti­
vidad de la cultura como perfeccionamiento al infinito, la inagotable pro­
ductividad de la libertad.
De este modo, la libertad produce una perpetua insatisfacción que se tra­
duce en un deseo de acción. El primado de la razón practica ya no se centra
en el yo trascendental de Kant como sujeto, sino en la acción misma en tanto
que pura libertad. El concepto de una Kuliur zur Freiheii, la ecuación entre
naturaleza y cultura, confiere al hombre una soberanía interior que se vierte
en actividad pura. «Cultura significa el ejercicio de todas las fuerzas en orden
a la plena libertad, la completa independencia de todo aquello que no sea
nuestro propio yo. nosotros mismos»71. La adquisición de cultura no es
pasividad, sufrimiento o cultivo, sino tensión interior, esfuerzo, inquietud,
acción. En esto coasiste el carácter esencialmente revolucionario de la filoso­
fía fíchteana. Frente a la tendencia a describir «lo que debemos llegar a ser
como algo que ya hemos sido y lo que tenemos que conseguir como algo
perdido», propone un cambio radical de perspectiva: «ante nosotros está lo
que Rousseau con el nombre de estado de naturaleza y los poetas como edad
de oro pusieron detrás de nosotros»7?.
Con esta peculiar primacía del deber, la soberanía del hombre adquiere
una nueva legitimación. El individualismo se fortalece bajo el principio de
que ningún hombre puede ser vinculado sino por sí mismo. Esto no signifi­
ca que el ideal de existencia humana sea el absoluto solipsismo. Los hom­
bres pueden configurar una vida común por medio de contratos, mediante
los que renuncian a determinadas posibilidades de acción. Pero, si estos
contratos no quieren contradecir la dignidad del hombre, deben contener la
posibilidad de su modificación: la libertad original no puede ser nunca eli­
minada. De la tensión siempre insatisfecha de la libertad surge así una con­
traposición entre las aspiraciones y los estados de hecho que resulta el
dinamismo de la historia y una fuerza explosiva para cualquier tipo de
vínculo suprapersonal. Esto se debe, en última instancia, a que el hombre
mismo es una «cadena de revoluciones»73, según la fórmula con la que F.
Schlegel sintetizó este movimiento de la libertad.
La idea moderna de contrato social contenía una grave ambigüedad.

70 Id., p. 130: cfr. Id., p. 59.


71 fd.,pp. 86-87.
72 GA. III, p. 63.
73 Cfr.K A. XVIII, pp. 82-83.
1 8 2 D A N IE L IN N ERAR 1TY

Por un lado, reflejaba una soberanía política del hombre al entender la


sociedad como un artefacto resultante del libre acuerdo de vivir en comu­
nidad. Los sujetos autónomos no quedaban vinculados más que por aque­
llos lazos que habían decidido instaurar. La artificialidad de lo social
subrayaba la autonomía de una subjetividad no vinculada a nada «por
naturaleza». Mas, por otro lado, el absolutismo había entendido este con­
trato —de acuerdo con la Filosofía política de Hobbes— como una renun­
cia del individuo a hacer valer en el futuro su soberanía originaria en
orden a conservar la paz. La inmovilidad del consenso social era el pre­
supuesto de una política que gravitaba sobre el principio de conservación
del poder. El orden social transformábase en una servidumbre cuyo único
momento de libertad se encontraba en el acto originario de su estableci­
miento. La única libertad de la que el hombre podía hacer uso consistía
en la libre entrada en una sociedad que le exigía en adelante un compro­
miso de no resistencia. Me parece muy importante destacar este telón de
fondo sobre el que surge la Filosofía política de Fichte y valorar adecua­
damente su tono radical, su crítica del «equilibrio europeo» y su con­
cepción del poder como una fuerza que aspira al monopolio exterior y a
la expansión exterior. Desde Hobbes y Kant, toda alteración de las cir­
cunstancias políticas tenía que adoptar una forma subversiva. No había
otra manera de recuperar la libertad política en un modelo de conFigura-
ción del poder que bloqueaba el cambio social por la alternativa entre un
poder inmóvil y la reforma como ruptura. El carácter revolucionario de
una libertad que no renuncia relativizar cualquier orden social estriba en
la subordinación de todas las instancias de poder al tribunal de la razón.
Para Fichte, el contrato no puede exigir ningún género de renuncia a los
contratantes por lo que se reFiere a los derechos «inalienables» (unveráufier-
lich), entre los que figura el derecho de resistencia al Estado. Esta apelación a
la soberanía inalienable del individuo responde al deseo de no restringir la
libertad de la institución originaria del pacto social sino como principio que
puede y debe renovarse constantemente. De aquí se deriva inmediatamente
el derecho a la revolución: todo individuo puede en cualquier momento
disolver el contrato de fundación del Estado para su persona, sin tener que
abandonar por ello el territorio estatal, o constituir nuevas unidades políticas
soberanas (como fue el caso de la efímera república de Maguncia). En este
punto el destinatario directo de la polémica es Rehberg, quien había señalado
que la sociedad no puede ser disuelta como si fuese una empresa mercantil74,
pero también una manera de entender la soberanía que privaba al individuo

74 Cfr. Untersuchungen üher die Franzdsische Revolution.... I, p. 50.


HEGEL Y EL ROMANTICISMO 183

como tal de capacidad de decisión. Evidentemente, Fichte está muy lejos del
totalismo de la nación defendido por los jacobinos bajo la apelación a la
voluntad general como titular del derecho a la revolución o del ardor con el
que las mantagnards defendían la unidad de Francia frente a los girondinos,
a los que acusaban de querer disolver la unidad de la nación en particularis­
mos localistas. Aun cuando Rousseau es el único pensador moderno citado
en la Contribución, no comparte en absoluto su teoría de la aliénation totale.
Su concepción del contrato es más bien una radicalización del pathos de la
libertad propio de la tradición liberal que arranca de Locke y rechaza el
momento sintético de una totalidad social constituida como sujeto colectivo
único o como delegación de la libertad.
Más tarde reconocerá Fichte que el tono de su polémica con Rehberg
no había sido adecuado73. El hecho de que nunca se decidiera a escribir la
segunda parte que había prometido puede ser un indicio de que estos prin­
cipios no ofrecían un camino transitable para la configuración de una autén­
tica comunidad política. De hecho, su filosofía política discurrirá en ade­
lante por senderos bien distintos. Es posible que también hicieran mella en
él las críticas de Reinhold y Bagessen, quienes le acusaron de no haber
defendido correctamente la causa de la revolución. De hecho, la teoría fich-
teana del contrato es jurídicamente inservible. Si la última instancia es la
mera conciencia individual, tampoco hay manera de vincular al gobernante.
Schelling ya advirtió la paradoja de que un contrato infinitamente revisable
se convierte en un obstáculo para la autonomía del yo. La contingentización
universal, la relativización de toda forma histórica pueden conducir a que
también los supuestos sobre los que esta libertad se basa caigan en el flujo
del tiempo. ¿Qué sentido puede tener una soberanía del yo sobre toda forma
política si el yo también está sometido a la historización? Fichte puede
intentar la última y desesperada estrategia de inmunizar al yo frente al cam­
bio histórico, pero su contrapartida inevitable es la configuración de un
curso histórico en el que el yo nunca puede penetrar.
La dialéctica de esta peculiar emancipación hace de Fichte un filósofo
de la necesidad. Por eso podrá calificar Hegel al Estado de Fichte como algo
Geistesloses, como una falta de espíritu debida a que la libertad sólo tiene
en él la forma de lo individual. «La prisión, los vínculos, son cada vez
mayores, en lugar de concebir el Estado como la realización de la liber­
tad»7576. Las normas que el sujeto se da a sí mismo no configuran una etici-
dad real, encamada vivamente en la polis, pues proceden de una afirmación

75 Cfr. su carta a Reinhold del 13 de noviembre de 1793 (GA, III. 2, p. 12).


76 GeschPhil., XX, p .4 !3 .
1 8 4 DANIEL INNERARITY

de la razón que no reconoce fronteras en la naturaleza física o en la comuni­


dad política. Esta privación de relevancia pública a la acción libre consagra
la escisión del hombre y el ciudadano que Rousseau había establecido: la
polarización del sujeto en una intimidad absuelta y una exterioridad que
funciona mecánicamente. Fichte ha pagado el precio de la liberación subje­
tiva con la renuncia a vivificar un espacio objetivo.
Esta dialéctica arroja una sombra de perplejidad sobre el verdadero
alcance de la libertad humana. La libertad inmediata queda problemati-
zada. La filosofía de Fichte concibe ingenuamente la libertad, como si se
tratara de un dato incontrovertible y como si su realización fuera inme­
diata. Para ser libre bastaría con querer serlo. Éste es uno de los puntos en
que había polemizado Rehbeig con los filósofos de la Revolución francesa,
para los que tanto la idea de libertad como su realización histórica no pre­
sentaban ningún problema práctico o técnico. Rehberg ofreció el lado polé­
mico de la libertad, su problematicidad práctica y la pericia técnica que su
realización exige77. Fichte, en cambio, interpreta esta problematización
como una falta de voluntad. En el conocer y en el querer se encuentra ya la
capacidad. La emancipación adquiere un tono meramente declarativo: «ya
es hora de dar a conocer al pueblo su libertad, que él mismo encontrará en
cuanto la conozca»78. Esta inmediatez del conocimiento de la libertad y la
suposición de que su puesta en práctica no requiere ningún género de con­
diciones. es precisamente lo que la dialéctica de la revolución convierte en
un problema. La crítica de Hegel al inmediatismo de la libertad discurre en
esta dirección. Toda libertad abstracta está condenada a carecer de realidad,
en el exilio donde habitan la queja y el lamento, la protesta y la rei­
vindicación, el ensueño y la locura.
Hegel se dio cuenta de la escasa capacidad emancipadora de una
mera exaltación subjetiva de la libertad. El entusiasmo que su evocación
despierta suele esconder un fracaso de hecho, una verdadera patología a
cuya curación en nada contribuye la evasión en la literatura apasionada
del Sturm und Drang, su predicación en los frentes de batalla al modo de
Fichte o su cultivo individualista, tal como venía siendo practicado por
las figuras más célebres de la época. El drama que Hegel diagnostica en
el espíritu de su tiempo es la renuncia de la libertad a configurar espacios
de juego, el pacto tácito con la falta de libertad, en una sociedad que co­
mienza a acostumbrarse a la convivencia de la libertad interior con la ser­
vidumbre exterior, a la escisión entre la libertad privada y la necesidad

77 Cfir. Vntersuchungen über die Franzósische Revolulion.... I, p. 34.


78 FW. VI. p. 40.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 185

pública, y cada vez más satisfecha con una emancipación imaginaría. La


libertad moderna está lastrada por el desgarramiento. Todas las contradi­
ciones de la sociedad burguesa tienen su origen en el hecho de que la
soberanía del hombre está formulada como principio meramente formal,
mientras que el contenido del espíritu está fuera de sí.
La rectificación de esta ¡dea abstracta de libertad responde a una ne­
cesidad cuya evidencia aumenta con las paradojas de la emancipación.
Hegel recoge en esta crítica una intuición que va ganando terreno en el pen­
samiento postrevolucionarío: la libertad debe inherír en un contexto que
sustituya la dinámica de desvinculación por la del reconocimiento. A este
objetivo responde el ideal estético-educativo de Schiller, formulado precisa­
mente tras la experiencia de la revolución: el interés de compensar la movi­
lidad histórica con un continuo cultural en el que sedimenten las trans­
formaciones políticas. Lo mismo cabe decir de la crítica de Schelling a la
revolución. Si la sociedad no se puede construir a partir del yo fichteano es
porque la emancipación sólo es capaz de producir identidades aparentes y
forzadas. El sujeto únicamente realiza su identidad en una eticidad real pre­
sidida por el principio del reconocimiento y la cooperación.
La crítica de Hegel a Fichte debe entenderse a partir del propósito
básico de su filosofía: alcanzar la unidad frente a una subjetividad abso­
luta desgarradora. La revolución es, efectivamente, la conversión del
hombre en sujeto, pero no es la plenitud de la subjetividad. Fichte se ha
detenido en la absolutez de la conciencia y ha consagrado así la escisión
entre el yo y lo real. La identidad del yo ha renunciado a superar esta
ruptura y adquiere la forma de una exigencia absoluta del deber. El prin­
cipio de que el yo es el todo se transforma en el deber de tender a la tota­
lidad, en un esfuerzo infinito y sin término. Entre la identidad de la
autoconciencia y lo opuesto a ella hay un camino sin fin que, no obstante,
debe ser emprendido. El deber abstracto conduce a una lucha trágica con­
tra la contingencia objetiva. Hegel vio en este planteamiento la aporía
específica de la revolución y, aunque nunca vinculó a Fichte con el terror,
sí que habló de una aniquilación que resulta de la reflexión aislada, del
pensar puro79. Y entendió la destrucción de toda diferencia, que no
soporta la presencia de un objeto libre, como resultado propio de aquella
conciencia marcada por la insociabilidad (Unvertráglichkeit), incapaz de
arribar mediante contratos a leyes e instituciones universales de la li­
bertad80. Con el ideal de una emancipación respecto de toda configura­

19 Cfr., JenSchr., II, p. 30.


80 Cfr.. Rhán., III, p. 434: Rechtsphil., VII. § 5 Z, p. 52.
1 8 6 DANIEL 1NNERARITY

ción objetiva, la oposición de subjetividad pura y objetividad irracional


alcanza en el idealismo subjetivo su más elevada expresión. Cualquier
unidad decretada en detrimento de uno de estos extremos se convierte en
una desgracia absoluta. Lo que Hegel pretende impugnar es aquella ten­
dencia de la época a configurar un campo de batalla entre una libertad sin
condiciones y unas condiciones sin libertad.
VI. La ironía romántica
y su crítica hegeliana
Si me pide usted una traducción alemana de la palabra «iro­
nía», no conozco ninguna mejor que: manifestación de la li­
bertad del artista o del hombre*.

Cuando en 1797 Friedrich Schlegel publicó 127 fragmentos críticos


en la revista berlinesa Lyceum der schónen Kiinste probablemente no
sabía que acababa de desencadenar un debate que ha ocupado desde
entonces a muy variadas generaciones de poetas y filósofos. La discusión
acerca del concepto y el alcance de la ironía tiene aquí su punto de parti­
da. Los filósofos que siguieron con mayor fidelidad la teoría romántica
de la ironía tal como había sido formulada por F. Schlegel fueron Sche-
lling, Adam Müller y Solger, entre los literatos, cabe citar a Kleist. L.
Tieck y E. T. A. Hoffmann; y a Hegel como el principal de sus detracto­
res. En la historia se alternan las épocas irónicas y las épocas demasiado
compactas, como en la vida humana se suceden lo trágico y lo cómico.
Esta que ahora nos ocupa es uno de esos tantos cruces polémicos entre lo
uno y lo otro, la disputa entre dos imágenes contrapuestas del mundo. Si
esta discusión hubiera tenido por objeto una técnica literaria, una cues­
tión de gusto estético o una mera estrategia narrativa, no habría pasado a
la historia de la cultura con todos los honores de un problema irresuelto.
Pero en el fondo del apasionamiento con el que los románticos defendían
la ironía y sus críticos apelaban a la seriedad se estaba ventilando una
cuestión esencial que define toda una actitud hacia la realidad.
No resulta fácil definir un concepto entre cuyas notas se encuentra la1

1 A. Müller, Kritische, ásthetische und philosophische Schriflen, ed. W. Schroedcr y


W. Siebeit, Berlín, 1967,1. p. 234.

U87)
1 8 8 DANIEL INNERARITY

resistencia a quedar fijado en una definición, su apelación al carácter


paradójico, dinámico, evocativo y abierto de la realidad. De una realidad
que se supone fragmentaría sólo se puede hablar fragmentariamente.
«Toda frase, todo libro que no se contradiga a sí mismo, es incompleto»2*.
Por decirlo con una expresión similar de Novalis, «todo sistema propia­
mente filosófico debe ser libertad e infinitud o, para decirlo más provoca­
tivamente, ha de hacer un sistema de la falta de sistema»2. El carácter
antisistemático de la filosofía de F. Schlegel —en cuya obra se diseña
con mayor nitidez la concepción romántica de la ironía— responde a una
cuestión de principio: el pensamiento debe quedar siempre abierto, sin
una culminación que, a la vez que lo corona, le cierra el paso a nuevas
perspectivas. Schlegel justifica esta paradoja apelando a Platón, maestro
de toda singladura trascendental. «Platón ha tenido sólo una filosofía,
pero ningún sistema, pues la filosofía consiste más en un buscar, en un
aspirar a la ciencia que en una ciencia [...]. Platón nunca culminó su pen­
samiento (Er ist nie mil seinem Denken fertig geworden) y ha tratado de
representar artísticamente en la conversación este curso tenso de su es­
píritu hacia el saber perfecto y el conocimiento de lo supremo, ese eterno
devenir, formar y desarrollar sus ideas»4. Este neoplatonismo, teñido por
la filosofía fichteana de la aspiración infinita e inconclusa, nos cierra el
paso a una definición exacta, determinada y encuadrada en un sistema, de
lo que ha de entenderse por ironía. Tan sólo nos cabe el recurso de rela­
cionar una serie de fragmentos para esbozar el perfil de una idea. Schle­
gel dibuja «el aliento divino de la ironía», ese espíritu paradójico de
«bufonería trascendental», de la siguiente manera: «en el interior, el
ánimo que todo lo abarca y que se alza infinitamente sobre todo lo condi­
cionado y sobre el propio arte, virtud o genialidad; en el exterior, en la
ejecución, la manera mímica de un buen bufón italiano convencional»5.
La ironía cuestiona los hábitos y los lugares comunes, reaviva los aspec­
tos problemáticos de toda solución, se muestra insatisfecha ante cual­
quier definición, incomoda la pedantería satisfecha, protesta contra lo
estático y subraya el dinamismo de la vida. La ironía es una adición a lo
contradictorio, el paso continuo del entusiasmo a la decepción, del orgu­
llo al autodesprecio, la convicción —surgida de la experiencia de la
insuperabilidad de lo finito— de que lo absoluto no se deja atrapar en

1 F. Schlegel. KA. XVIII, 83.


J Novalis, Schriften, ed. R. Samuel. Kohlhammer. Stultgait, 1960, II, pp. 288-289.
4 KA. XI. p. 120.
5 Id.. II. p. 147.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 189

nuestras redes pero no se oculta a la evocación. Aquí tenemos las claves


del concepto romántico de ironía; nos queda ahora penetrar en su núcleo
interior, traspasando esa capa paradójica que lo recubre.
La ironía surge desde la experiencia de la contradición y como recha­
zo a la gnosis, al saber que se cree absoluto. En el plano literario, esta
actitud es lúdica, subjetiva, libre, oscilante y escéptica, y se manifiesta en
el recurso a lo cómico, lo paradójico, lo grotesco, lo satírico y lo contra­
dictorio. En el juego de la fantasía se manifiesta el sentido profundo de la
creación poética: el libre manipular de la imaginación, el juego irónico
con las formas poéticas, la intervención gratuita de la fantasía en los
ámbitos más heterogéneos. Pero, además de un recurso literario, la ironía
tiene en su origen una visión del mundo como una realidad en la que se
enfrentan radicalmente los contrarios. La doctrina de Fichte — «el mayor
pensador metafísico de los que viven»6— es el trasfondo de esta estrate­
gia poética que se ha convertido en un modo de instalación del hombre
en el mundo.
Schlegel dio al concepto fichteano de lo trascendental una audaz expli­
cación que constituye el núcleo de lo que ha de entenderse por ironía. La
actitud trascendental es un proceso dialéctico de antítesis, la salida entusias­
ta del espíritu fuera de sí y el regreso escéptico a sí mismo, el oscilar entre
caos y sistema, posición e introversión, unión y separación. «Lo bueno en la
forma de Fichte es el poner (das Setzen), el salir de sí y el volver a sí. es
decir, la forma de la reflexión»7. La ironía, en la terminología fichteana que
adopta la obra de Schlegel, es una voluntad que recibe el nombre de «auto-
creación», a la que corresponde un escepticismo retroactivo, limitante y
correctivo frente a la propia capacidad de creación, una revocación cons­
tante de sus propias realizaciones que recibe el nombre de «autoaniquila-
ción». La ironía designa una posición intermedia entre el entusiasmo y la
desilusión, el oscilar entre la creación y la negación, la forma de lo paradóji­
co. Esta «gimnástica del espíritu» se apoya en un procedimiento que reco­
noce la oposición, la contradición y la antítesis como el principio interno de
todo verdadero aprendizaje, en su función esencialmente antinómica. «Todo
lo que no se anula a sí mismo no es libre ni tiene valor»; «todo lo que tiene
valor debe ser a la vez su contrario»; «ironía es la forma de la paradoja.
Paradójico es todo aquello que es a la vez bueno y grande»; «toda filosofía
no paradójica es sofística»8. En última instancia, las antinomias ponen de*1

6 F. Schlegets Briefe an seiner Bruder Augusl Wilhelm, ed. O. Walzel, Berlín, 1890, p. 233.
1 KA. XVIU, p. 53.
* Id., p. 628; II. p. 147.
1 9 0 D A N IE L IN N ERAR 1TY

manifiesto la finitud de nuestras estrategias cognoscitivas y prácticas fíente


al mundo.
Estas antinomias no responden a una situación intermedia que haya
de ser superada en la reconciliación armónica de un equilibrio finito, sino
a la tensión esencial del espíritu. «La poesía romántica está todavía en un
devenir; su esencia consiste en que deviene eternamente y nunca puede
ser llevada a plenitud»9. Ésta es la razón por la que Schlegel, en vez de
posesión de la verdad, hable siempre de una continua aspiración hacia
ella, de esa infinita perfectibilidad que procede de la filosofía fichteana y
que pronto se constituyó en un tópico del romanticismo.
En el fenómeno de la alegoría se pone de manifiesto la peculiar tras­
cendencia de lo absoluto. La alegoría es la tendencia a lo absoluto que
existe en lo finito mismo. Lo particular se trasciende a sí mismo hacia lo
infinito a través de la ironía. ¿Cómo puede representarse la infinitud en lo
finito? Desde luego, no por medio del pensamiento, a través de conceptos.
«El puro pensar y conocer lo supremo no puede ser nunca adecuadamente
representado.» Éste es «el principio de la relativa irrepresentabilidad de lo
supremo»101, principio que sólo es suspendido gracias a la alegorízación
artística. «La filosofía nos enseña que todo lo divino sólo se deja aludir,
sólo se puede presuponer mediante la verosimilitud, y que por eso de­
bemos suponer la revelación para la verdad suprema. Pero la revelación es
un conocimiento demasiado sublime para el hombre sensible, por lo que el
arte se nos presenta como un buen medio para poner ante los ojos del hom­
bre, mediante la representación sensible y con claridad, los objetos de la
revelación»11. Aludir, insinuar, alegorizan esto sólo es posible cuando el
arte es capaz de superar de algún modo su incapacidad de representar lo
absoluto. Esta concepción del arte se corresponde con la idea de Schelling
de que el arte debe representar simbólicamente lo que se escurre a la refle­
xión. La poesía es expresión de lo inexpresable, representación de lo irre-
presentable: de aquello que no se puede hacer presente en ningún concepto
especulativo. Esto es lo que constituye el carácter extático de lo finito: lle­
gar hasta las puertas de lo absoluto y aludirlo indirectamente negando la
propia negatividad de lo finito. El arte redime a lo finito de su fijación
materia) y lo remite a lo infinito. Se podría decir que en el arte alegórico se
hace valer la tendencia de la realidad finita hacia la infinitud. El arte ie-

9 íd.. ti. p. 183.


10 íd.. X ». p. 214.
11 íd.. p. 174. Para Solger la ironía es la esencia del arte (cfr. Erwin. Vter Gespráche
über das Schone unddie Kunst. ed. W. Henckmann. Militelien, 1970, p. 387).
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 191

suelve así un problema filosófico. Lo que el arte presenta es un absoluto


que no es representable de otra manera.
El arte que presenta estas características con mayor fidelidad es la
música, el lenguaje por antonomasia. El sonido tiene una primacía abso­
luta «en la medida en que es algo móvil; a través suyo se da un paso ade­
lante desde la rigidez e inmovilidad de la cosa hacia la libertad»12. El
oído es el sentido más noble. «En cuanto sentido para lo móvil está más
próximo a la libertad y, por tanto, es más adecuado que todos los demás
para emancipamos del dominio de la cosa»13. La música, el arte del tiem­
po, es el que mejor responde a la fluidez del yo carente de sustancia. «Ya
no estamos en la época de las form as de validez general», señala
Novalis1415. Bajo «formas» Novalis parece entender los géneros literarios.
Y efectivamente, como Schlegel, él también sueña con la obra de arte
total, que deja tras de sí toda caracterización por medio de géneros. La
música es el ideal de la escritura irónica, el lenguaje universal. De todo lo
anterior puede comprenderse la alta significación que la música tenía
para los románticos. La música es la verdadera patria de la ironía. En
cuanto arte eminentemente temporal, pone a nuestra consideración la
caducidad, el fluir de todo lo dicho. Ningún otro sistema de signos rebaja
el nivel de las significaciones a un segundo lugar frente a nivel de la so­
noridad asemántica. Esto no es posible en el lenguaje, pues todo signo
—hasta el más sonoro— posee siempre una significación convencional
por encima de su materialidad (aquí vio Hegel la dignidad de la poesía y
la comparativa indignidad de la música «abstracta»). Se romantiza el uso
de los signos en la medida en que se hace de los signos sonidos, lo que en
las situaciones corrientes de comunicación permanece como un mero ins­
trumento para la transmisión de sentido. El lenguaje tiene, «además de su
existencia alegórica, intelectual, una existencia física»,s. Y cuando la voz
humana —«el mejor órgano de la melodía»— hace aparecer este aspecto,
que por lo demás sólo funciona como transmisora de sentido, entonces se
musicaliza la poesía y se libera de su función de remitir a algo distinto.
La función poética del hablar se pone de manifiesto tan pronto como se
suspende la función de significación convencional, es decir, cuando el
poeta deja de modular el lenguaje de acuerdo con criterios semánticos y
lo hace con criterios estéticos.

12 XA. p. 343.
13 íd.. p. 346; cfr. íd., XVIII. pp. 57-58 y 217-218.
14 Schriften, II, p. 649.
15 KA. XI, p. 220.
1 9 2 DANIEL INNERARITY

Heine comparó la poesía de Tieck con la finura de la música de Men-


delssohn. Por algo se sintió éste impulsado a poner música a diversas
poesías de aquél. Escuchando a Mendelssohn se tiene siempre la impre­
sión de que la música es demasiado suave. Pero esto no es una cuestión
de tímida orquestación o bajo volumen; en ella está sugerida irónicamen­
te la disonancia y esto es lo que la hace completamente romántica. Cuan­
do la modulación se emancipa de la constricción métrica, esto responde a
que de este modo se expresa la ruptura de una subjetividad descentrada.
Esta experiencia necesita un principio de composición distinto de los tra­
dicionales. El alma sin patria ya no está en condiciones de distinguir con
certeza lo sustancial de lo accidental. Incluso la constancia del tema —el
carácter volátil de la vida— ya sólo se realiza como la continuidad de un
devenir. En la desaparición de la distinción de tema y variación —en
Brahms, entre otros— Adomo creyó ver un nominalismo del lenguaje
musical. La ironía romántica pasa así de ser un tema central de la estética
romántica a convertirse en el estilo característico de un tipo de arte. Nin­
gún discurso, ninguna secuencia de sonidos se encuentran amortiguadas
por una repetición regular que los redima de su naturaleza de fragmento
aislado (como era el caso del discurso y la composición simbólico-clasi-
cos). El devenir infinito tiene más bien como consecuencia que cada uno
de los elementos se relativiza en relación con todos los demás, pero de tal
modo que sobre todos ellos oscila una serenidad —un espíritu etéreo,
diría Tieck— que todo lo sobrevuela y aniquila, que no toma partido por
un particular frente a otro. Ésta es la única manera de optar por un abso­
luto que no puede ser adecuadamente representado por ninguna cosa par­
ticular, salvo por la escenificación de la incompetencia de todo lo parti­
cular. Cada disonancia, cada irregularidad, cada paradoja desmienten y
corrigen las falsas pretensiones de universalidad. Su aniquilación abre la
visión de aquello que ya no puede ser llamado finito.
La ironía está íntimamente emparentada con el humor. Y precisamente
el humor tiene en su origen el contraste entre lo finito y lo infinito, que se
hace patente en las miserias humanas. Enfrentarse a éstas con humor no
tiene por qué significar su desprecio, sino, las más de las veces, la indul­
gencia ante la pequeñez. El humor expresa una superioridad vital que mira
indulgentemente las debilidades humanas y escépticamente sus grandezas.
El humor —dice Jean Paul— ensalza lo pequeño y denigra lo grande «por­
que ante la infinitud todos somos iguales y nada»16. El origen de toda
expresión satírica es la crítica a las formas finito-temporales en que el

16 Vorschule zur Ásthehk. SámtHche Werke, cd. E. Berend, Weimar, 1935, XI, p. 112.
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 193

hombre se presenta, ninguna de las cuales expresa y agota su esencia, al


mundo en general y a sus instituciones; es la insatisfación con lo existente,
con lo acontecido y con lo dado; es la disconformidad y desaprobación del
pasado, de las decisiones y los caracteres. Es, en suma, una manifestación
de la infinitud tendencia! de nuestra libertad.
El humor y la ironía tienen en su base una experiencia seria de la
vida, incluso una tristeza o melancolía, y no son en absoluto algo su­
perficial. En este punto coinciden todos los románticos que reflexionaron
acerca de este recurso literario y lo entendieron también como una acti­
tud existencial. F. Schlegel sentencia: «la ironía absolutamente perfecta
deja de ser ironía y se convierte en seriedad»17. Y a propósito de la reac­
ción que había producido la novela de Goethe Wilhelm M eister Lehrjahre
comenta: «no hay que dejarse engañar por el hecho de que el autor parez­
ca tomarse con ligereza y caprichosamente las personas y los aconteci­
mientos, mencionar a sus héroes casi siempre con ironía e incluso reírse
de su obra maestra desde la altura de su espíritu, como si esto no fuera
para él la suprema seriedad»18. «La ironía —dice E. T. A. Hoffmann—
sólo vive en un espíritu profundo»19. Solger, respondiendo así a una críti­
ca de A. W. Schlegel, quien veía en todo ello una falta de seriedad ante el
aspecto trágico de la existencia humana, advierte que la ironía no es un
despectivo reírse de todo20. Para Tieck, la ironía no es burla, mofa o
parodia, sino «la serenidad más profunda, que está, a su vez, unida a la
verdadera serenidad. No es meramente negativa, sino algo positivo en el
fondo. Es la fuerza que permite al poeta el dominio sobre la materia, en
la que no se debe perder, sino permanecer sobre ella. Así le guarda la iro­
nía de la unilateralidad del idealizar vacío»21.
Así pues, lo que diferencia a la ironía del cinismo es una sutilidad en
virtud de la cual el yo también se pone por encima de sí mismo, no se
toma a sí mismo demasiado en serio, ni a su obra (esto es, en última ins­
tancia, lo que F. Schlegel había denominado «autoaniquilación» como
movimiento que sigue a la «autocreación»; la disposición crítica hacia la
propia obra, exigida por Hoffmann; el «suicidio gramatical del yo»,
según la expresión de Jean Paul o la verdadera nobleza del yo, de la que
hablaba Novalis). Este es el auténtico signo de la libertad interior. «La

17 KA, XVIII. p. 474.


18 íd.. II. p. 133.
19 Werke, ed. EUinger, Berlín, 1927,1, p. 21.
20 Nachgelassene Schriften und Briefivechsel, ed. L. Tieck y F. von Raumer, Leipzig,
1826,11, p. 514.
21 Krilische Schriften, III, Leipzig, 1848, p. 238.
1 9 4 D A N IE L IN N E R A R IT Y

ironía socrática es el único simulacro enteramente involuntario y a la vez


totalmente meditado. Tan imposible es fingirla como revelarla. A quien
no la tiene siempre le parecerá un enigma incluso tras su afirmación más
obvia [...]. Es la licencia más libre, pues por ella se coloca uno más allá
de sí mismo; pero también la más normativa, pues es del todo necesa­
ria»22. Aquí la libertad es inconfundible con el arbitrio. Si el cinismo es
un enseñoreamiento del yo, la ironía es su decapitación, la revuelta con­
tra su propio poder. ¿Una contradición? ¿Es que acaso no es contradicto­
rio el rostro que nos ofrece una realidad finita que trasluce lo infinito?
¿No es la libertad un poder que infringe las reglas de la identidad?
Como es evidente, estamos muy lejos de los grandes sistemas del idea­
lismo alemán. La conciencia irónica es identidad insatisfecha que no se insta­
la en el éxito de lo logrado, pero tampoco se detiene ante la dificultad de
devenir algo mejor. Su verdadero aprendizaje es la decepción. El motivo pro­
pio de la dialéctica de autocreación y autodestrucción no consiste en una
mera destrucción de las ilusiones, sino en un trascender la fuerza creadora
limitada, elevándose un momento por encima de lo condicionado y presin­
tiendo así la totalidad que se nos escapa irremisiblemente. Esta Ahndrng des
Ganzen es el favor divino de la evocación. El artista que es capaz de evocar
escapa, a la vez, del nihilismo y de la presunción, ni se resigna ni desespera.
Sabe que toda realización de lo infinito en la historia es imperfecta, que no
hay sistema que todo lo explique, ni palabra que exprese sin traición alguna
todo lo que se lleva en el ánimo, sabe que no se puede hablar sin ironía, pues
lo infinito sólo se trasluce en el enmudecimiento del asombro o la perpleji­
dad. Como dice Solger, el entusiasmo y la ironía son «inseparables; aquél,
como percepción de la idea divina en nosotros; ésta, como percepción de
nuestra nada, de la decadencia de la idea en la realidad»23. Las obras de los
románticos están llenas de páginas en las que se entreveran el deseo de in­
finitud y la conciencia de nuestra incapacidad para hacemos con lo absoluto
acabadamente. La imposibilidad de una comprensión y una comunicación
absolutas, por ejemplo, es el tema del escrito de F. Schlegel Sobre la incom­
prensibilidad (1800), en el que no es difícil advertir una polémica contra la
excesiva lucidez de la iluminación ilustrada. Para Schlegel el sentido más
profundo de la ironía consiste en que el entusiasmo por lo divino «procede
del sentimiento de la propia incapacidad de apresar en palabras y poder
expresar plenamente con el lenguaje la plenitud de lo divino»24.

“AM.n.p. 160.
23 Vorlesungen über Ásthetik. ed. K. W. L. Heyse, Leipzig, 1829, p. 242.
24 KA, XX, p. 447.
H E G E L Y E L ROMANTICISMO 19 5

La crítica de Hegel a la ironía romántica tiene un origen temprano.


Comienza a insinuarse en la Fenomenología del espíritu —aunque la
palabra «ironía» sólo aparezca allí una vez y en el contexto de la comedia
griega, sin que se mencione el nombre de Schlegel— y es uno de los
temas recurrentes de los escritos finales de Berlín25. Hegel ha criticado
mucho este humor lunático, esta arbitrariedad irresponsable que, a su jui­
cio, elimina toda sustancialidad y juega con la nada.
En el trasfondo de esta crítica está la filosofía fichteana de la subjeti­
vidad, que es donde se encuentra la verdadera paternidad de la ironía.
Fichte es el destinatario último de esta crítica, en cuanto que su filosofía
representa una actitud negativa frente a lo objetivo, «donde no hay conte­
nidos, sino que se gira en tomo a representaciones evanescentes». Ironía
es «la frustración autoconsciente de lo objetivo», «góttliche Frechheit»
(osadía, impertinencia, descaro, frescura, desfachatez divinas)26. La iro­
nía estética de los románticos cree ser ocurrente, pero es en el fondo una
desfachatez27. Es una nulidad complaciente que no sólo ridiculiza lo risi­
ble, sino también lo no risible: es la aniquilación de todos los contenidos
objetivos. En última instancia, se trata de aquella negatividad que «ha
elevado a su cumbre abstracta el principio que constituye la filosofía de
Fichte; en el Yo = Yo ha desaparecido no solamente toda finitud, sino
también todo contenido»28. Esta ñlosofía del yo abstracto es incapaz de
comprometerse con contenidos objetivos, ya que para ella nada es valio­
so considerado en y para sí. Las cosas sólo tienen valor como producidas
por la subjetividad, que se enseñorea sobre ellas y puede en cualquier
momento aniquilarlas. El hombre ha de configurar su vida artísticamente,
lo que quiere decir que toda exterioridad es mera apariencia para mí y
asume una forma que se halla enteramente en mi poder, por lo que no la
tomo completamente en serio. Al dominar sobre todo contenido objetivo
—ya sean derechos, bienes o realidades— la ironía es «la seriedad con
nada, juego con todas las formas»29, un alejamiento de lo serio, lo con­

29 Cfr. especialmente su recensión a los escritos de Solger del año 1828, Sotgers nach-
gelassene Schriflen und Briefwechsel. BerlinerSchr., XI, pp. 205 ss.; Ásth.. XIII, pp. 98 ss.,
y PhilRechts., VII, pp. 277 ss.
26 BerlinerSchr., XI, p. 233. El distanciamiento de E Schlegel frente a Fichte es muy
claro, aunque Hegel no parezca hacer justicia a las diferencias entre el sistema fichteano y
la teoría romántica de la ironía. En 1803 escribe Schlegel: «Cómo es posible que muchos
filósofos como Fichte se encuentren tan cerca de la verdad y sin embargo no la alcancen, es
algo que se explica perfectamente desde mi construcción» (KA, XVIII, p. 564).
27 Cfr. GeschPhil., XIX, p. 17.
28 íd., p. 254.
29 fd., XX, p. 416.
1 9 6 DANIEL INNERARITY

creto y lo verdadero de la vida, que, así como desvaloriza los intereses


sustanciales, también aniquila toda responsabilidad moral30. En la ironía
no hay lugar alguno para la seriedad, «puesto que sólo se atribuye validez
al formalismo del yo». Hay formalismo, pero no formalidad. La objeción
de Hegel es una apología de la seriedad de lo objetivo, una advertencia
sobre la necesidad de escapar del círculo estéril de la subjetividad. «La
verdadera seriedad sólo se produce a través de un interés sustancial, por
una cosa, verdad, moralidad, que tiene contenido en sí misma, por un
contenido que como tal es esencial para mí, de tal modo que yo sólo me
hago esencial para mí en tanto que me he sumergido en tal contenido y
me he hecho adecuado a él en mi saber y mi actuar»31.
El humor romántico aparece así como una eliminación de toda sustan-
cialidad, el juego con la nada de una autoconciencia que pretende mantener
una supuesta simplicidad e ingenuidad subjetiva, pero que es un jugueteo
injurioso para la realidad que condena al sujeto a divagar por el vértigo de la
carencia de forma, a volverse irreal y fantástico. Su alma siempre se en­
cuentra en estado migratorio y recorre al azar innumerables posibilidades. Y
es que la ironía no sólo aniquila la objetividad exterior, sino que también
deshace, con su nihilismo lírico, la tensión y la consistencia morales del
carácter; es alma bella, convicción ebria de sí misma, vanidad moral que se
sabe y se quiere vana, divina genialidad y virtuosismo que no se toma nada
a pecho y que resulta mortal en último término. Junto con la enfermiza
belleza del alma, la vanidad y la nostalgia son las formas en las que se
manifiesta la negatividad fatal de la ironía, dando lugar a esas «naturalezas
sin contenido, añorantes»32. Una vez más se hace así patente el efecto per­
verso de la infinita perfectibilidad a que Fichte condena al alma humana, lo
que se traduce en la variada patología de una tensión que nunca puede reali­
zarse. «Se trata de una nostalgia que no se quiere rebajar a la actuación y
producción reales porque teme mancharse al tocar la realidad»33. Pero «con
ello se produce la infelicidad y la contradición de que el sujeto, por una
parte, quiere entrar en la verdad y aspira a la objetividad, pero, por otra
parte, no es capaz de sustraerse a ese retraimiento y soledad, ni de desligarse
de esa interioridad abstracta que, según vimos, surge también de la filosofía
de Fichte»34. Hegel retoma el desprecio de Goethe hacia los «ansiosos ham­

30 Cfr. BerlinerSchr., XI. p. 260.


31 Áslh., XIII. pp. 94-95.
32 íd.. p. 98.
33 íd.. p. 211; cfr. GeschPhil.. XX. p. 399.
M Ásth.. X H I.p.96.
H E G E L Y E L R O M A N T IC ISM O 197

brientos de lo inalcanzable» en el Faustois. Así pues, el alma bella fíchteana


o schlegeliana conserva la nostalgia de la objetividad y, a pesar de ello, per­
manece recluida en su interioridad, se abisma en la indiferencia, muere de
languidez, de irrealidad y de tristeza, encerrada en su pureza vacía. Junto
con el mundo y la moralidad, se hunde la persona misma: desaparece en la
inmensidad oceánica de su propia libertad.
La acentuación de los contenidos fíente a las formas en la estética
hegeliana responde a un principio de gran significación filosófica: la sub­
jetividad ha de ser desenclaustrada, vinculada a un contenido real y sus­
tancial, si no quiere condenarse a la mediocridad que supone la falta de
carácter de los personajes, su inconsecuencia dramática y casualidad en
las resoluciones, su insipidez, en definitiva. Nunca ha de faltar «realidad,
carácter y acción»3536. Desde esta perspectiva. Hegel considera ridicula la
ironía fantástica de E. T. A. Hoffmann37 y no es menos indulgente con
las producciones poéticas de Kleist, en las que se advierte cómo la ironía
conduce necesariamente al desgarramiento. «En toda la vitalidad de las
configuraciones, de los caracteres y las situaciones, hay una carencia de
contenido sustancial —que es lo decisivo, en última instancia— y la vita­
lidad se convierte en una energía del desgarramiento, en una ironía cum­
plida, que se produce a sí misma intencionalmente, y destruye y aniquila
la vida»38. La verdadera belleza, si quiere ser expresión auténtica del
espíritu y no mera proyección de sus patologías, ha de expresar la unidad
de lo objetivo y lo subjetivo en una trama de reconciliación real.
En el contexto de sus objeciones a Kleist, Hegel concluye criticando la
estéril abstracción de la interioridad, a la que se opone el trabajo, pues «tra­
bajar significa renunciar a dicha abstracción y conferir realidad y verdad al
contenido que tuviera la interioridad»39. La seriedad exigida por Hegel no
conoce excepciones imaginarías. Frente a la exuberancia de una fantasía que
se disfraza continuamente y vagabundea como un enamorado insatisfecho, el
trabajo es el trato con la dureza de lo real, donde se nos ofrece su rostro serio,
profundo y compacto. Una estética que no quiera oscilar perpetuamente entre
el subjetivismo errático y la decepción objetiva ha de redimir al sujeto en el
trato con las cosas, ha de indicarle el camino de regreso hacia lo real.

35 II, 2, V. vv. 8204-5.


34 BerlinerSchr., XI. p. 214.
37 C ít. Ásth., XIII. p. 289.
38 BerlinerSchr., XI. pp. 267-268.
39 íd.. pp. 229-230.
Epílogo.
La razón insuficiente:
entre el absoluto y la finitud
Finalizar este libro tomando pie en el último tema que nos ha ocupa­
do puede ser una buena manera, si no de concluir — la filosofía no cono­
ce este tipo de finales felices— , sí al menos para recapitular el alcance de
la contraposición entre idealismo y romanticismo de la que este libro ha
tratado de ofrecer diversas perspectivas. Pocos aspectos son tan ilustrati­
vos como el problema de la ironía para determinar qué nos esta permitido
esperar cuando tan patente resulta la insuficiencia de la razón a la hora de
apresar lo absoluto.
Como hemos visto, Hegel tomó una decidida posición crítica frente a
la ironía romántica y la rechazó expresamente con los calificativos más
duros que puedan encontrarse en toda su obra. Queda en pie la pregunta
—contestada negativamente por Tieck— de si la entendió adecuadamen­
te. Cuando la ironía fragmenta las totalidades asfixiantes y solemnes no
es para renunciar a lo infinito; lo que ocurre es que sabe muy bien que a
este plano no se accede por vía acumulativa, que una totalidad abierta
sólo puede abordarse de forma alusiva. A Hegel parece faltarle una dis­
posición espiritual hacia ese tipo de juego y humor en el ámbito del arte.
Lleno de una penetrante seriedad en la búsqueda de la verdad y en la
objetividad de un conocimiento elevado a sistema absoluto de la razón,
careció del espacio de juego para la arbitrariedad aparente de la subjetivi­
dad artística. La filosofía del arte de Hegel, especialmente sus Vorle-
sungen über Ásthetik, está ya desde un principio en abierta oposición al
subjetivismo romántico. Su pensamiento se apoya en el ideal clásico y
aspira a una concepción lo más objetiva posible de la belleza estética. La
armonía es el ideal artístico en la estética de Hegel, mientras que el pen-

[199]
2 0 0 DANIEL INNERARITY

samiento romántico prefiere el continuo devenir y hace precisamente de


este movimiento espiritual la característica de la ironía productiva (la
«agilidad perpetua» de la que hablaba F. Schlegel). Partiendo de estos
supuestos estéticos es extraordinariamente difícil para Hegel la compren­
sión de la esencia y la función de la ironía romántica. Las máximas de
una estética que aspira a lo estable y objetivo le impiden el tránsito a una
filosofía del arte que se sitúa decisivamente en el lado de lo subjetivo.
Pero a la hora de hacer un balance de esta discusión es inevitable
situarse fuera del ámbito estrictamente estético e indagar las razones más
profundas de esta irreconciliabilidad entre el idealismo absoluto de Hegel
y el subjetivismo lúdico de los románticos. Por lo demás, esta indagación
no es gratuita: tanto Hegel como los románticos eran conscientes de que
al defender o atacar una determinada forma de entender la ironía estaban,
más allá del plano literario, poniendo en juego toda una comprensión del
hombre y de la realidad. Detener la investigación declarando una oposi­
ción en cuestiones de gusto estético sería traicionar el verdadero alcance
de una polémica.
Ironía y dialéctica coinciden en su pretensión de corregir la nega-
tividad del mundo finito con sus propios medios, con la negatividad. La
finitud sólo se puede definir como algo negativo, como carencia de infini­
tud. Todo lo finito está esencialmente caracterizado por relaciones negati­
vas. Si esta negación se piensa, como en Hegel, autónomamente (es decir,
no meramente como negación de una sustancia que preceda a la negación y
sea independiente de ella), entonces se accede a la idea de una doble nega­
ción o negación autorreferencial, de la que resulta una afirmación. Como
tal concibe Hegel el absoluto. ¿Qué ocurre, pues, con la ironía romántica?
También en ella se destruye la falsa apariencia de una fínitud satisfecha
consigo misma, y también en su trabajo de negación se abre la mirada
hacia lo infinito sobre la fínitud aniquilada. Pero, al contrarío que en la dia­
léctica, no se accede con ello al espacio de lo absoluto: lo que queda es una
especie de nostalgia ontológica en esa dirección.
Este planteamiento tiene mucho que ver con uno de los principios fun­
damentales del prerromanticismo: la idea de que lo absoluto no puede ser
derivado de las relaciones que establece la reflexión. El año 1804, antes de
que su filosofía tardía hubiera extraído todas las consecuencias de su crítica
a Hegel, hacía notar Schelling: «si la contraposición de lo subjetivo y lo
objetivo fuera el punto de partida y el absoluto sólo el producto que es pues­
to tras aniquilar la contraposición, el absoluto no sería entonces más que una
mera negación, a saber la negación de una diferenciación, de la que no se
sabe de dónde viene ni por qué precisamente su negación ha de servir para
HEGEL Y EL ROMANTICISMO 2 0 1

demostrar el absoluto. El absoluto no sería entonces una posición, sino una


mera idea negativa, un producto del pensamiento sintetizador, o. como
muchos piensan, la imaginación sintetizadora, no un objeto inmediato del
conocimiento, sino algo mediato: en una palabra: una mera cosa del pensa­
miento (ein blofies Gedankending)»1.
La temporalidad es el esquema propio de la ironía. Toda positividad es
puesta y posteriormente desmentida. Como la ironía, el tiempo es no sólo la
condición de toda relatividad y ñnitud, sino también y paradójicamente de
una extensión infinita. Ningún momento puede ser presentado como el últi­
mo, como culminación de cualquier valor temporal. Pero esa fínitud sin fin
no puede so- comprendida meramente a partir de las condiciones estructura­
les de la existencia finita. Todo funciona como si en el fluir del tiempo se hi­
ciera presente algo que sólo puede sutgir del absoluto. Las consecuencias
antropológicas de esta superioridad del sujeto sobre la historia las extrajo
Schelling en una formidable definición de la subjetividad que constituyó el
tema de la primera de las lecciones de Erlangen del semestre de invierno
1820-1821: «atravesarlo lodo y ser nada, es decir no ser de tal modo que
no pudiera ser también otra cosa |...|. La libertad es la esencia del sujeto»12.
Aquí no aparece la expresión «ironía», pero éste sería su lugar preciso.
En términos generales, pienso que la ironía romántica responde a una
profunda intuición acerca de la paradójica situación del hombre: su infi­
nitud potencial y la fínitud de sus realizaciones. El hombre aspira a tras­
cender esta limitación y es precisamente ese deseo de trascendencia lo
que le lleva a no contentarse con ninguna forma histórica en la que se
plasma esta aspiración. En su dación histórica, el saber o las instituciones
que posibilitan la libertad son siempre limitadas, lo que se manifiesta
muchas veces en su carácter paradójico; el único rasgo de infinitud que
cabe advertir en lo finito es su apertura potencial hacia lo absoluto. El
saber absoluto o las instituciones que se presentan como la realización
del reino de Dios son lo contrario de lo que pretenden. Su forma finita se
enquista irremisiblemente. Un cierto escepticismo hacia las formulacio­
nes teóricas con las que tratamos de apresar lo absoluto y una reserva
interior ante las instituciones políticas que pretenden realizar la libertad
son el único procedimiento para asegurar que ni el saber ni la libertad
queden atrapados en su configuración finita.
La libertad interior se acredita cuando se realiza en instituciones his­
tóricas, pero no se resuelve completamente en ellas. La historia universal

1 SSW, 1/6, p. 147.


2 F. W. J. Schelling,/niria p/«/asqp/naf univwsae, ed. H. Fuhrmans, Bonn, 1969, pp. 16 y 21.
2 0 2 DANIEL INNERARITY

no es en absoluto el juicio universal. Sólo asi tiene sentido insistir en la


irreductible particularidad, la protesta de la persona que reivindica su
habeos corpas frente a una razón comunicativa. Si en algo consiste la
libertad es — subrayan con acierto los románticos— en la capacidad del
yo para no establecerse en su forma finita, tratando de superar continua­
mente sus límites, sin darse por satisfecho con cualquier identidad. El
hombre, por así decirlo, es mejor que su tiempo, y una cierta belleza del
alma es la condición de posibilidad de toda mejora histórica, nacida de
algún tipo de decepción, contraste y crítica con lo fácticamente dado.
Quizá nadie haya expresado mejor este desajuste entre lo absoluto y lo
finito que Platón. En la conclusión del Fedro, Sócrates pide a los dioses
que le concedan ser bello en su interior «y que cuanto tengo en mi exte­
rior sea amigo de lo que hay dentro de mí»3. Esta conformidad es siem­
pre azarosa. Una de las condiciones de la libertad es la desproporción
entre el ámbito interior de las posibilidades y el ámbito exterior de las
realizaciones. El paso de las primeras a las segundas no es de una reflexi-
vidad perfecta; el hombre es un poco más libre de lo que permiten las
instituciones históricas. Sin tratar de dilucidar el espinoso problema de si
Hegel decretó el final de la historia con su identificación entre lo real y lo
racional, sí cabe afirmar que al menos planteó las cosas de tal manera
que la innovación histórica resultaba inexplicable. Si los románticos
tuvieron dificultades a la hora de concretar históricamente una libertad
abstracta e interior, Hegel no ofreció los criterios que permiten desligar la
libertad de sus realizaciones históricas. El platonismo de los románticos,
su distinción entre lo interior y lo exterior, contiene sin duda una mayor
fuerza crítica que el gnosticismo político hegeliano.
Las objeciones de Hegel a la ironía romántica tendrían pleno valor si
ésta fuera una forma más o menos solapada de cinismo. Pero entre ambas
actitudes hay una sutil diferencia. El cinismo es una afirmación del yo
ante una realidad a la que se supone carente de sentido; la ironía es tam­
bién una filosofía de la relatividad, pero respecto de un absoluto que es
trascendente al yo. Por eso la ironía se completa con un cierto auto-
desprecio. Sin referencia a lo absoluto la ironía no podría relativizar las
realizaciones históricas ni elevarse por encima de la propia subjetividad.
El sentido del humor es patrimonio de una subjetividad tan profunda que
es capaz de no tomarse a sí misma demasiado en serio. De igual manera,
el escepticismo auténtico sólo puede practicarse como una forma de
relativización, es decir, por relación a algo absoluto que es condición de

3 Fedro, 279b 10c.


HEGEL Y EL ROMANTICISMO 2 0 3

posibilidad de toda relativización. El telón de fondo del sano escepticis­


mo es la convicción de que lo verdadero y lo bueno no se'resuelven en la
historia — ni siquiera tomada en su totalidad— , sino que la trascienden.
En la imposibilidad de un acceso directo a lo absoluto los románticos se
distancian radicalmente del hegelianismo y ponen punto final a su depen­
dencia fichteana. En lugar de un fundamento absoluto preferirán una con­
cepción finita de las formas históricas —en el piano del saber o de las for­
mas sociopolíticas— relativizadas por su alusión a lo infinito, es decir,
abiertas, no enquistadas en su propia finitud. El camino para acceder a la
totalidad no es una línea recta, dice F. Schlegel, sino un círculo4.
Es lógico que los románticos disgustaran a Hegel, porque se negaban
a ver en la realidad —y en la realidad moderna— la acabada y perfecta
realización del espíritu. Para los románticos la esfera mundana está jalo­
nada de agujeros y desgarrones, a través de los cuales llegan susurros de
la trascendencia, reflejos del infinito. Como escribió Jean Paul, cualquier
descripción de este mundo, para ser completa, debería pintarse siempre
con un pedazo del otro. En última instancia, lo que distingue a Hegel y a
los románticos es la presencia o ausencia de esa otra cosa, la sensación
de habitar un mundo acabado y agotado en sí mismo o bien incompleto y
abierto a otras cosas.
La ironía romántica despojó a la exaltación fichteana de la libertad
de su pathos combativo y enseñó a toda una generación una lógica de la
libertad distinta de la objetividad hegeliana. El irónico no desconoce lo
serio; precisamente porque lo venera, sabe que hay palabras que deben
pronunciarse pocas veces en la vida; algunas, basta con una sola vez. Y
es que la ironía enseña a no tomarse demasiado en serio las propias de­
cisiones, a aliviar esa tensión agotadora que se apodera de quien se vuel­
ca completamente en una exterioridad. Lo que es el hábito respecto de la
voluntad —conjunto de automatismos que la descargan de la obligación
de estar adoptando siempre decisiones de principio— es la ironía respec­
to de la libertad: un regulador de la pasión que inmuniza contra la exalta­
ción racional o sentimental. La ironía desinfla la falsa sublimidad, las
exageraciones ridiculas y el fanatismo de las ideologías. Es el elemento
que regula nuestra tendencia a llevar las cosas hasta el final, la obsesión
por sacar todas las consecuencias, la irrealidad de nuestras expectativas,
que nos inmuniza contra las falsas tragedias y las tercas fijaciones. Por
eso el irónico —como puede verse entre los románticos— prefiere la alu­
sión a la insistencia, recela del argumento excesivamente minucioso y

4Cfr.íM.XVin.p.SI8.
2 0 4 DANIEL INNERARITY

probatorio, sospecha siempre ante la conducta intransigente. Lo propio


del hombre instintivo es siempre ir hasta el final, insistir hasta la exagera­
ción. Sólo las masas inertes siguen una trayectoria rectilínea. La vida
inteligente se detiene e impulsa espontáneamente, es capaz de describir
una curva, de atajar con un rodeo. La ironía permite que nuestras decisio­
nes no nos encarrilen, cegándonos la visión de los derroteros vecinos. La
atención a lo real que la ironía proporciona nos permite tener presente su
variedad esencial: no hay alegría que no tenga un elemento de melanco­
lía, ni señorío que protega contra toda humillación, ni seguridad a salvo
de todo imprevisto.
Hay que ser indulgentes con la seriedad hegeliana y disculpar su pre­
ocupación de que lo absoluto se realice en la historia. Pero su crítica de la
ironía romántica le impidió descubrir sus virtualidades, una de las cuales
estriba en la conciencia de los límites de toda forma histórica de saber y
de obrar. El subjetivismo romántico pudo convertir esta separación entre
lo real y lo ideal en aquella contraposición insalvable que está en el ori­
gen de muchas enfermedades del alma —melancolía, nostalgia, indigna­
ción. añoranza, paralización, activismo...— , pero nada nos impide que
consideremos también la ironía romántica en su relatividad y exploremos
sus posibilidades inéditas.
Tenía que ser un poeta contemporáneo de Hegel, Heinrich Heine, el que
—por supuesto, con ironía— elogiara el esfuerzo teórico de la razón absolu­
ta y lo contrapusiera al carácter inevitablemente esquivo de la vida:
¡Qué fragmentarios son el mundo y la vida!
Tendré que recurrir al catedrático alemán.
De la vida, sabe unir todas tas partes
y hacer con ellas un sistema comprensible;
con el gorro de dormir y trozos de su bata
uipa los agujeros en los muros del mundo5.

5 Poemas, trad. de Feliu Formosa. Lumen. Barcelona. 1981. p. 35.


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B aumgarten. F.: 62. H e n r i c h . D.: 36,37 ,9 7 ,9 9 .
B ergek. J. E. von: 37. H e r d e r , J. G.: 18, 20. 37. 39. 41. 47, 55.
B ertaux, P.: 163. 5 6 .6 8 .7 9 .9 9 , 100, 126, 127, 154, 155.
Boehlendorf. K. U.: 37. H i r s c h , E.: 15.
Bóhme. J.: 96. Hobbes, T.: 68, 182.
Brahms. J.: 192. H o f f m a n n , E. T. A.: 187,193.197.
B r a n d e s , E.: 177. H ó l d e r u n , J. C. F.: 13. 14. 27. 29, 30. 31.
B r e n t a n o , C .:41. 35-80, 87-90. 95-100. 109, 110. 121,
B ubner, R.: 36. 122, 124. 126-129, 130-134, 151. 153-
B u r k e , E.: 177,179. 169,171, 173.174.
Holthusen, H. E.: 163.
C o ndorcet. M. de: 18. H uber, L. F.: 92.
HOlsen A. L.: 37.
J.: 41.
E ic h e n d o r f , H u m b o l d t , A. von: 19.20.
Eckhart, M.: 24. H umboldt, W. von: 20.
Erhard. J. B.: 167. H ume. D.: 23.
H yppoute, J.: 176.
F ic h t e , J. G.: 14. 15.22.27, 3 7 ,4 4 .4 9 ,5 7 .
58. 68. 69,79, 85-87,89.92. 106. 107. J a c o b i,F. H.: 1 5 .5 6 ,5 7 ,6 8 ,6 9 , 75. 84.92.
112-114, 117-119, 122, 123, 126, 153. 97.99, 112, 126, 167,171. 174.
165. 167, 174,177-186, 189, 195, 196. J a m m e , C.: 36,98.
F o r s t e r , G.: 20. Jean Paul (R ichter): 192,193,203.

G a ns, E.: 17. Kant, I.: 14, 15. 20. 22. 23. 45, 46. 48-51,
G oethe, J. W.: 14, 20. 28. 81. 82, 92, 96. 5 4 .55.57-59,62. 66-68.79, 82-87,89,
100, 102. 112, 127, 143, 153, 193, 196, 97, 102, 104-106, 111, 117, 118. 120-
197. 122, 124, 126,133, 137, 138, 153, 155-
G O r r e s , J. J.: 6 8 . 158, 165-167, 172, 174. 180-182.

[209]
2 1 0 DANIEL INNERARITY

Kerner.G .: IS3. R einhold, C . L . : 5 7 , 1 8 3 .


K l e i s t , H. von: 187,197. R itter, K.: 19.
Klotz. V.: 42. R obespierre. M. M. I.: 171.
K o n d y u s . P.: 166. Rosenkranz. K.: 161.
K ó r n e r . C . G .: 5 2 . Rosenzweic. F.: 35.
Rousseau, J. J.: 33.47. 67, 122, 158, 181,
Lessing. G . E.: 3 7 , 4 2 , 6 8 . 1 5 5 . 183,184.
Leube. M .: 1 6 2 .
Locke. J.: 183. Saint Just, A . L . L . d e: 175.
L ukAcs . G.: 157,161,168. Schellino, F . W . J .: 2 2 , 2 3 , 3 5 - 8 0 , 9 6 , 1 16,
Lutero, M .: 2 3 ,7 8 . 1 2 1 - 1 2 3 , 1 2 5 , 1 2 6 , 1 3 5 , 1 3 8 - 1 4 0 , 1431
1 5 3 - 1 6 9 ,1 7 1 .1 8 3 ,1 8 5 ,1 8 7 ,2 0 0 ,2 0 1 .
M a q u ia v e l o , N .: 1 1 2 . Schiller. F .: 1 4 .2 6 ,3 7 .3 8 .4 3 .4 6 ,4 8 .5 1 -
Marat.J .R : 171. 5 3 . 5 5 , 6 0 -6 4 , 6 6 . 6 8 . 7 7 , 8 1 , 8 9 . 9 2 ,
Marquard.O .: 117. 9 7 , 9 9 , 104, 1 06, 111, 119, 1 24. 126,
M a r x , K.: 38. 1 2 7 ,1 3 8 - 1 4 0 .1 4 4 .1 6 6 ,1 8 5 .
M endelssohn, M.: 37,68,91. Schlegel, A . W .: 3 9 . 6 8 . 1 2 2 , 1 2 3 . 1 9 3 .
M endelssohn-B artholdy, E : 192. Schleoel, F .: 1 5 , 1 6 , 2 9 , 3 9 , 4 1 . 4 2 , 4 4 , 4 6 .
Mcttrie, J. O. de la: 67. 6 8 , 7 2 . 9 1 -9 4 , 9 6 . 1 0 6 -1 0 8 , 1 2 2 , 123,
M irabeau, C. de: 171. 1 3 4 ,1 5 3 ,1 6 4 , 1 6 8 ,1 7 1 , 1 8 1 ,1 8 7 -2 0 3 .
Montesquieu, B. de: 18,56. Schleiermacher, F. D. E.: 1 5 ,7 9 ,9 2 .
M oser, E C. von: 168. Schlózer, A . L . : 6 7 .
Móser, J.: 177. Schneider, H.: 36.
MCi u í r , A.: 19,59,68.187. Sinclair. I.: 37.
Müller-Sfjdel, W.: 163. Sócrates: 1 5 ,2 0 2 .
Sófocles: 105.
Napoleón: 1 1 2 . Solger, K . W . F .: 1 8 7 , 1 9 0 , 1 9 3 - 1 9 5 .
Nieizsche , F.: 25. Spaemann, R . : 1 1 ,2 5 .
Nohl, H .: 1 6 8 . Spinqza. B.: 23,89.
Novalis ( E L . v o n H a rd c n b e rg ): 1 5 ,2 9 ,5 9 , Straub, L.: 35.
6 5 , 6 8 , 6 9 , 7 2 , 9 6 , 104. 110, I I I . 154,
1 6 8 ,1 8 8 ,1 9 1 ,1 9 3 . T homasius, C . T .: 82.
Tieck, L . : 4 1 , 1 2 2 ,1 8 7 ,1 9 2 ,1 9 3 ,1 9 9 .
Oesch, M .: 37.
O o t in o e r , F. C .: 1 6 8 . V auavec, F.: 163.
V ermhiiren. J. B.: 93.
Platón: 2 5 , 9 6 , 1 8 8 , 2 0 2 . Voltaire, F . M . A .: 18.
PóG G E L E R , O . : 3 6 , 7 9 .
PUFENDORF, S.: 82. W ieland, C . : 2 0 , 26,37,92.
W inckelmann.J. J.: 56,77.
R a a b e , P.: 37. Wolf, C . : 68.
R a u m e r , F . von: 193.
R e h b e r o , a . W .: 1 7 7 , 1 7 9 , 1 8 2 - 1 8 4 . Zubiri, X.: 31.
ín d ic e d e c o n c e p to s

Absoluto: 1 6 ,4 3 .4 6 .4 7 .8 9 ,1 4 6 . 190,191,194,199-204.
Alegoría: 42, 190, 191.
Amor: 31,66.76.79,81-108.115.116.
Arte: 43,5 2,59-66.68.74,77,137-145, 187-200.

Cristianismo: 18.24,25.28.29,32.33,4 0 ,7 2 -8 0 ,1 1 0 ,1 4 8 ,1 5 0 ,1 5 1 ,1 6 7 -1 6 9 .

Derecho: 27.28,83-86.91-95,101,102,159,160,166,179,180-183.
Destino: 31,109-151.

Espíritu: 18,31.40.99-102.146.158.164.
Estado: 16. 22. 39. 66-72, 79. 83. 103. 104. 106. 109. 116. 160. 164. 166. 167. 170, 173,
174.177,182,183.
Europa: 17-33.153.154,182.

Geografía: 18-21.
Grecia: 2 4 -2 7 .3 1 .3 2 ,6 0 -6 3 .7 7 ,9 0 .110.120.

Historia: 13-19, 27. 4 4 .4 9 ,5 0 . 56. 109, 110-112. 117. 118. 141, 144-ISI. 155, 156. 169.
172.179.180.183.194.201- 204.
H um or 192,193,195.196.199.

Ihistracidn: 1 8 .1 9 ,2S, 37 -4 2 .4 4 -4 6 ,4 8 .5 8 ,6 7 ,7 2 ,7 5 .7 8 .7 9 ,8 9 ,9 4 ,1 1 6 .1 6 1 .1 6 3 .
Ironía: 96,134,187-204.

Judaismo: 7 4,75,133.

Libertad: 13-33.48-59,66-72, 84. 8 7 ,9 0 , 9 1 ,9 3 .9 4 .9 6 -9 9 , 102, 103. 108-151, 153-189,


191.193.194.197.201- 203.

Mecanicismo: 2 3 ,4 4 -4 6 ,4 8 .4 9 ,5 2 .5 3 ,6 0 -6 2 ,6 5 -7 0 .7 2 .7 3 ,7 5 ,7 8 ,8 0 ,8 4 ,1 0 5 .1 3 1 ,1 5 8 .
Mitología: 19.20.38-48,70.72.77-80.
Modernidad: 1 3 .1 4 .1 7 -3 3 .4 0 .4 1 .4 3 .4 4 ,4 8 ,5 7 ,5 8 ,6 0 .6 1 .6 7 .7 2 -7 8 ,8 1 ,8 2 .8 6 ,8 8 ,8 9 ,
96.97,99.103,109,112-115.119,137,144,148.158.160.
M ujer IOS. 106.

(211)
2 1 2 DANIEL INNERARrTY

Música: 191,192.

Naturaleza: 18-21,39-41,43-66.73,75-78,84.86. 87, 118, 131, 157-159.

Protestantismo: 2 3 ,2 9 ,4 2 ,4 7 ,5 1 ,7 4 ,7 6 -7 8 , 115, 162,168.


Providencia:75, 144-151.

Razón: 27-31 ,4 2 -4 7 ,4 9 ,5 1,5 7 ,5 9 ,6 6 .7 5 ,8 7 . 100, 140.


Reconciliación: 14. 15. 44-48, 50, 56-58, 61. 65. 75. 77, 78. 87, 88, 97, 99, 100. 103, 104.
132. 136.139, 141-145, 164-166, 176.
Revolución: 21.22.28,67-69, 104, 144,153-186.

Tenor: 70,71. 142. 164,169-178.


Tragedia: 114, 121-124, 126, 131, 133, 137-145, 150, 185, 187, 203.

Verdad: 2 5 -2 7 ,4 2 -4 4 ,5 9 ,6 0 .6 3 ,6 4 ,6 6 .7 6 ,9 9 , 100,144, 190,203.

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