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ROZITCHNER, León, La Cosa y La Cruz. Cristianismo y Capitalismo. en Torno A Las Confesiones de San Agustín, Losada, 2007
ROZITCHNER, León, La Cosa y La Cruz. Cristianismo y Capitalismo. en Torno A Las Confesiones de San Agustín, Losada, 2007
La Cosa y la Cruz
Cristianismo y Capitalismo
torno a las Confesiones de san Agustín)
EDITORIAL LOSADA
BUENOS AIRES
Rozitchner, León
La Cosa y la Cruz: cristianismo y capitalismo (En torno a las Confesiones
de San Agustín). - 1 ed. Ia reimp. -Buenos Aires: Losada, 2007.
356 p.; 20 x 14 cm. (Biblioteca Filosófica)
ISBN 978*950*03*8052-2
ISBN: 978*950-03-8052-2
Simón Rodríguez
Luces y virtudes sociales, 1834
A mis amigos
que se han ido antes
Ramón Alcalde
César Fernández Moreno
Julio Gárgano
Ernesto Popper
Osvaldo Reig
A rístides Romero
León Siga!
Osvaldo Soriano
Tomás Vasconi
¿Por qué las Confesiones de san Agustín cristiano interpretadas por un
judío incrédulo? Primero, porque después de 16 siglos la deuda del cristia
nismo con la persecución y el genocidio de los judíos no ha sido saldada:
ios crímenes cometidos en nombre del amor no se redimen, ni el arrepen
timiento los alcanza. Segundo — y es nuestra certeza— , porque pensamos
que el capitalismo triunfante, acumulación cuantitativa infinita de la rique
za bajo la forma abstracta monetaria, no hubiera sido posible sin el mode
lo humano de la infinitud religiosa promovido por el cristianismo, sin la
reorganización imaginaria y simbólica operada en la subjetividad por la
nueva religión del Imperio romano. No por nada los análisis crítico-filosó-
ficos que prepararon la transformación social del Estado moderno, y tam
bién el advenimiento de la revolución socialista, comenzaron con la críti
ca a la religión como método de sujeción social, crítica ahora disuelta en
las lucubraciones anodinas y mezquinas del posmodernismo liberal. La in
suficiencia de esa crítica —la religión considerada en el marxismo sólo co
mo hecho de conciencia— y la incomprensión cabal de la producción
“material" (sensible) de hombres por la religión — que es previa a la pro
ducción de mercancías que El Capital describe— tiene mucho que ver,
pensam’os. con el fracaso del socialismo en el mundo, su acción política
no alcanzaba el núcleo donde reside el lugar subjetivo más tenaz del so
metimiento. Una transformación social radicalizada deberá modificar aque
llo que la religión organizó en la profundidad de cada sujeto —si no que
remos repetir los sacrificios heroicos pero estériles de nuestro reciente
pasado.
Nos dijimos entonces: si leyéramos a Agustín y pusiésemos al descu
bierto la ecuación fundamental de su modelo humano, ese “Amor” y esa
“Verdad” de la Palabra divina que sólo los elegidos escuchan, que exige la
negación del cuerpo y de la vida ajena como el sacrificio necesario que les
permite situarse impunemente más allá del crimen, ¿no desnudamos, al ha-
cerlo, un sistema cultural que utiliza a la muerte y la convierte, encubier
ta. en una exigencia insoslayable de su lógica política? Si tomamos este
modelo humano, considerado como el más sublime, y mostramos que allí,
en la exaltación de lo más sagrado, también anida el compromiso con lo
más siniestro, ¿no habremos con ello puesto al desnudo el mecanismo obs
ceno de la producción religiosa cristiana? Este es el desafío: comprender
un modelo de ser hombre que tiene dieciséis siglos de sujeción sutil y .re
finada. brutal e inmisericorde. A riesgo de ser tildado de "vil” — sólo m i es
píritu vil puede poner en duda la grandeza de San Agustín, dice Marrúu.
San Agustín y el Agustínismo pág. 71— tengo, casi implacable, que seguir
preguntándome por la verdad de su modelo, y comprender el camino que
nos ofrece para que creamos en lo mismo que él cree.
Nos preguntamos entonces sobre las transformaciones psíquicas "pro
fundas” que el cristianismo preparó como dominación subjetiva en el cam
po de la política antigua e hizo posible que el capitalismo pudiera luego
instaurarse: que converjan en el siglo xx, como estamos viendo, ambos a
dos —^economía y religión— triunfando juntos al mismo tiempo. ¿Cuál fue
la innovación psíquica en la construcción histórica de la subjetividad que
nos acerca esta experiencia? ¿Desentrañarla ayudará a comprender el do
minio globalizado e inmisericorde que se sigue ejerciendo sobre todos no
sotros? Se necesitó imponer primero por el terror una premisa básica: que
el cuerpo del hombre, carne sensible y enamorada, fuese desvalorizado y
considerado un mero residuo del Espíritu abstracto. Sólo así el cuerpo pu
do quedar librado al cómputo y al cálculo; al predominio frío de lo cuan
titativo infinito sobre todas las cualidades humanas.
Creemos que el cristianismo, con su desprecio radical por el goce sen
sible de la vida, es la premisa del capitalismo, sin el cual éste no hubiera
existido. Puesto que para que haya un sistema donde paulatinamente to
das las cualidades humanas, hasta las más personalizadas, adquieran un
precio — valor cuantitativo como "mercancía", forma generalizada en la va
lorización de todo lo existente— fue necesario previamente producir hom
bres adecuados al sistema en un nivel diferente al de la mera economía.
La tecnología cristiana, organizadora de la mente y del alma humana, an
tecede a la tecnología capitalista de los medios de producción y la prepa
ra. No por nada cuando triunfa y se “globaliza” el infinito abstracto y mo
netario del capital financiero, sólo aparece, ocupando el lleno de la
revolución social derrotada, el vacío infinito de la religión cristiana como
único horizonte supletorio; cómplices asociados en el despojo del cuerpo
y del alma.
Nuestra hipótesis no debería ser considerada excesiva; depende de la
eficacia que se le reconozca a la larga duración del tiempo histórico, y a
la permanencia en él de la impronta religiosa. Sólo se necesita postular un
tiempo más lento que circula en otro nivel, más subterráneo, de la estrati
ficación social y psíquica. Aun si aceptamos la primacía de la producción
económica como punto de partida para la comprensión de la historia, de
bemos pensar que desde el origen del cristianismo hasta nuestra época,
veinte largos siglos, nunca hubo un cambio fundamental del modelo reli
gioso ni de su esquematismo simbólico. Durante todo su desarrollo, aun
con sus múltiples variantes y sus protestantismos, se mantuvo en Occiden
te hasta nuestros días la figura de Cristo torturado y ajusticiado como ima
gen determinante, y las narraciones del Nuevo Testamento como palabra
sagrada. No olvidemos que Agustín fue el modelo también de aquellos que
se enfrentaron a la Iglesia, para Lutero y para Erasmo.
Se dirá que la incidencia actual del cristianismo, y sobre todo del ca
tolicismo. es radicalmente diferente a la que tuvo en su origen y en la Edad
Media. ¿Quién podría negarlo? Sólo decimos que si bien ahora, posmoder
nos, ia vida de cada sujeto se organiza distanciada ya de las regulaciones
y de los temores antiguos, de sus jerarquías y fantasmas, sin embargo la
imagen de ese rebelde crucificado a muerte permanece organizando la
subjetividad en Occidente. Aún en crisis, y quizás por eso mismo, él cris
tianismo está unido indisolublemente al capitalismo. Y no sólo por los mo
tivos que Max Weber, cristiano, expone.
Por eso nos interesó más bien encontrar el fundamento de lo político
en lo más específicamente religioso. Y nos preguntamos si es posible que
cada creyente, con el contenido del imaginario cristiano, pese a sus bue
nas intenciones y aunque esté inscripto en la Teología dé la Liberación,
pueda hacer una experiencia política en su esencia diferente a la política
que combate. Preguntamos: si todo el fundamento religioso cristiano no es
necesariamente fundamento de dominación en lo que tiene precisamente
de religioso. Más todavía: pensamos que aun los hombres no religiosos es
tamos determinados férreamente, más allá de nuestras decisiones conscien
tes, en la conformación de nuestro imaginario más hondo, por la cultura
cristiana de Occidente —judíos incluidos— . Y por eso, históricamente, el
cristianismo aparece produciendo en masa a hombres subjetivamente so
metidos, no sólo por el terror y la amenaza externa en sus cuerpos — que
era la situación de los esclavos— sino en las marcas más elementales que
organizan la singularidad de cada “libre” y democrático ciudadano posmo
derno.
¿Por qué necesitamos volver al origen cultural de nuestra historia oc
cidental, no ya sólo a la historia económica del capitalismo y de su origen,
sino a la historia más densa de la configuración imaginaria y fantasmal de
nuestra cultura? Porque esta configuración sentida, más próxima a la car
ne sensible que al concepto abstracto, es anterior y prepara por lo tanto
las relaciones económicas que el capitalismo instaura. El análisis marxista
consideraba la expropiación del cuerpo del trabajador en el proceso pro
ductivo, pero no la historia previa de la expropiación mítico-religiosa del
cuerpo vivo, imaginario y arcaico, que constituye — creemos— el presu
puesto también de toda relación económica. Pese a saberlo, Marx se hacía
ilusiones ai respecto: pensaba que cuando triunfara la racionalidad cientí
fica la vigencia social de los mitos y de las religiones se desvanecería.
¿Qué quiere decir Marx, sin embargo, cuando afirma que el cristianis
mo con su culto del hombre abstracto es la forma de religión más adecua
da al utrabajo indiferenciadd ‘ que requiere un sistema productor de mer
cancías? El trabajo indiferenciado procede del cuerpo desvalorizado,
despedazado y cuantificado, pero es el cristianismo quien prepara ese des
precio hacia el “uso de los cuerpos” que el capital expropia Se requirió
primero que el cuerpo de la madre genitora, con cuya imagen cada hom
bre anima aún el suyo, fuera excluido en la Virgen como cuerpo de vida.
Esta negación tuvo que penetrar, para ser eficaz, hasta lo inconsciente. Por
eso el cuerpo de la madre virgen es la primera máquina social abstracta
productora de cuerpos convocados por la muerte. Como si el capital reli
gioso cristiano, espiritual y patriarcal, engendrara por sí mismo, adelantan
do el uso que el capitalismo habría de darle, al hijo crucificado como mer
cancía sagrada para negar su materia viva que va al muere: construirlo en
tanto físicamente metafísico. asesinado y resurrecto. moneda de cambio
para que cada sometido pueda ponerse a salvo del terror social que anun
cia su aniquilamiento necesario. Aunque del Hijo crucificado por el capi
tal económico sólo conocemos su historia final profana: la historia de su
engendramiento industrial en el usufructo y el martirio productivo de los
hombres que fabrican cosas. Pero el capitalismo también tiene sus propios
presupuestos religiosos, que Agustín prenuncia y anticipa. En su economía
libidinal teológica el santo nos proponía, desde muy antiguo, la inversión
originaria más rendidora para acumular capital sagrado: “mediante el aho
rro en carne podréis invertir en Espíritu". El Espíritu cristiano y el Capital
tienen premisas metafísicas complementarias.
No intentamos con las comparaciones revalorizar ni prestigiar a la re
ligión judía —ni a ninguna otra— . Pero hay diferencias en sus mitos que
deben ser reconocidas. La Biblia judía nos traza el raconto mítico-histórico
de un pueblo durante muchos siglos; la Biblia cristiana nos cuenta la fábu
la mítica de un solo hombre en la brevedad de una vida. Sólo confronta
remos el esquematismo planteado en el mito judío y en el mito cristiano,
y sus consecuencias históricas. No nos preguntamos si Dios existe, Sólo
nos interesa, siguiendo la experiencia que nos narra Agustín mismo, com
prender mediante qué recursos se lo construye subjetivamente a Dios pa
ra que produzca esos efectos en la realidad histórica. Entender también el
momento donde la política rebelde y resistente al poder del imperio roma
no es suplantada por la religión de Estado en una estrategia de domina
ción. Y al hacerlo transforma un hecho eminentemente político — la rebe
lión del judío Jesús contra el poder religioso e imperial— y lo convierte en
un hecho puramente religioso — Cristo hijo de Dios y resurrecto, que mue
re no por haber enfrentado al Imperio sino para purgar con su muerte
nuestros pecados. Esta conversión narrada, ritualizada e institucionalizada,
transfigura toda la memoria histórica de Occidente, metamorfosea a la vio
lencia histórica sufrida en violencia necesaria y divina. Quisimos ver tam
bién de qué manera en las Confesiones de san Agustín se prepara el Ma
nual con las Instrucciones para la sujeción social por el dominio religioso;
una nueva política para organizar la subjetividad de los súbditos del nue
vo Imperio,
Las consecuencias de la aplicación del racionalismo patriarcal en la
construcción social del cuerpo afectivo y consciente requiere entonces ir a
buscar sus antecedentes no sólo en las “formaciones económicas precapi-
talistas”, como lo hace Marx para la economía, sino también en las “forma
ciones psicológicas (subjetivas) precapitalistas” que están contenidas en los
mitos “sagrados” de Occidente: en ambas biblias. Estas determinaciones
simbólico-imaginarias religiosas son históricamente más estables y perma
nentes que las cambiantes relaciones económicas. Devereux acentúa esta
persistencia tenaz del lugar donde la religión se instala: nos confirma, des
de la antropología, “la invariancia del inconsciente nuclear a través del
tiempo y de las generaciones ”(p. 115, Femttie etMythé), que es lo más di
fícil de aceptar por la gente “progresista”, aun la más pensante y politiza
da.1 ¿Acaso la formación primera, centrada en Cristo hace ya veinte siglos,
1 “El único puente que une todavía ai hombre moderno con el de la anti-
no permanece todavía inscribiéndose de generación en generación en la
subjetividad arcaica, aunque las formaciones sociales adultas se hayan
transformado?
No ignoramos que hay un largo proceso donde las formas de domi
nación social, religiosa, política, económica, jurídica y artística han creado
otras nuevas desde esta matriz que fue el cristianismo. Sin embargo, la for
mación religiosa y social primera centrada en la configuración compleja del
modelo de Cristo en la Trinidad Sagrada, ¿no permanece todavía arraigada
en la subjetividad de cada uno, pese al hecho de que las otras formacio
nes históricas y sus diferentes períodos — la revolución burguesa de 1789
para el caso— se hayan desarrollado como si la hubieran transformado? El
cristianismo en tanto religión y cultura sigue ocupando y moldeando erí
Occidente un estrato, el más arcaico, siempre presente en todos y por mo
mentos — en momentos de repliegue de la población aterrorizada por ías
crisis sociales, económicas y políticas semejantes a los que estamos vivien
do ahora— nuevamente emergente y necesario. En Agustín queremos atis-
bar al menos la lógica obscura de está emergencia.
III
güedad es el psiquismo humano, del que solamente cambia la parte de fuera, pe
ro cuyo sustrato fantasmático — el Inconsciente— es intemporal. La civilización
griega — y sobre todo sus misterios, órficos y otros— sólo nos son accesibles me
diante la empatia (Georges Devereux, La vulva mítica, ed. Icaria, p. 13).
ra ex p lica r no sólo la caída del hombre -—con el pecado original de Adán
y j^va— sino la caída del Imperio romano. Más aún, que intente justificar
desde esta fantasía pueril pero tan honda su carácter de verdad universal
y necesaria. Y que ese pensamiento, convertido en Iglesia de piedra, haya
dibujado el modelo triunfante que culmina en el Occidente capitalista, pe
se a las apariencias de un desborde sexual incontenible que indicaría lo
contrario.
Reducido el cristianismo a un empobrecido “paganismo" de la indivi
dualidad aislada, íntimo y subjetivo, resumido el lleno imaginario — la re
serva jurásica de los animales mitológicos que pastoreaban en los espacios
misteriosos y secretos de la vida— a los pocos ídolos primarios que el te
rror patriarcal de su monoteísmo vacío dejó vivos, se distanció el cristiano
de la multiplicidad abigarrada en la que, con los dioses antiguos, se expre
saba la densidad de la vida comunitaria, la elaboración popular de los dra
mas cotidianos que la gente del pueblo escribía en ese libro abierto de los
mitos. Reverdeció entonces el sujeto aislado con los fantasmas de su fue
ro íntimo, constreñido a la única teatralización que el poder de la muerte,
encamado en los emperadores, el Papa y los obispos le imponían. Pero
existe otra condición fundamental; es la primera religión evangélica y ca
tólica, es decir imperial, que se propone la expansión universal y política
de su Verdad, considerada como única y absoluta, convirtiendo por la
amenaza y la muerte a los que no creen en ella. El imperio romano del Ba
jo Imperio, “el más antiguo de los estados totalitarios” (Marrou, pág. 9)
triunfaba, en su caída, arrastrando con el cristianismo de Estado a todos los
ídolos de las múltiples culturas que había albergado en su panteón; que
daban reducidas todas ellas a esta forma terminal y única que el terror del
fracaso histórico les impuso: el dominio de la Iglesia Católica, su imperial
sucesora.
La narración mítica pagana, que encarnaba la densidad múltiple de la
vida humana, quedó reducida entonces a un drama dogmático cuyos perso
najes congelaban la elaboración de los fantasmas jugados en los libres inter
cambios simbólicos e imaginarios, corporales y colectivos. Ahora se veían
reducidos y llevados a transitar sólo por el desfiladero estrecho de las for
mas canónicas familiaristas que ratificaban —ese es el acuerdo atractivo—
las expectativas más primarias: se congeló el mito —el complejo colectivo y
arcaico— como complejo familiar solamente, y se excluyó su fundamento
social y político de la conciencia pensante. En las tres Personas de la Trini
dad Santa resultaban absolutizados los modelos fijados por el poder de una
vez para siempre, de las cuales la figura materna genitora queda exorcizá
da, y con ella inferior izada toda la naturaleza. El cuerpo negado y temido
de la madre —la Magna Mater— se transformó en cuerpo místico institucio
nal; su contrario racional y ascético, la ;‘nomenklatura” de la Iglesia que ser
virá de soporte al Uno del Emperador romano en el Imperio evangelizado
como lo es siempre, por el terror y la amenaza. El amoroso Agustín pudo
ser considerado entonces “elprimer teórico de la Inquisición”(Brown).
El cristianismo tradujo la sensibilidad e imaginación en metafísica fría
y racionalidad pura, poniendo al lado de las abstracciones supremas y más
sutiles la presencia de fetiches empobrecidos que eran sus acompañantes
imaginarios ascéticos y quejumbrosos. Solidificó en dogmas las coordena
das abstractas y vaciadas de la historicidad humana. Se dio por acompaña
miento un único relato obligatorio para todos, un mito coercitivo cuyas fi
guras recibieron, como resumen y condensación, la forma canónica de un
icono crucificado y torturado a muerte, Cristo derramando lágrimas de san
gre por su corazón circuncidado y coronado de espinas. Fueron condena
dos entonces todos los creyentes a leer en su tétrico cadáver, ajusticiado
por el derecho romano que aún nos rige, el término anticipado de la vida
aterrada, que sigue impregnando de angustia y de muerte a tanta empre
sa humana.
IV
2 Hay quien expresa lo mismo de una manera mucho más precisa, y mucho
más desconcertante para el pensamiento que piensa que e! tiempo del catolicismo
ha pasado. Que creen en la laicización de los ciudadanos porque tos conceptos que
regulan nuestras relaciones sociales, económicas, políticas, militares y de los media
están distantes de la religión cristiana. ¿Qué pensarían entonces cuando un furista
dice: “Ja legalidad del sistema institucional romano-cristiano, quiero decir imperial y
cristiano, de los cuales surgieron los procedimientos de la normalización industrial"?
Y sigue: “fenómeno que apunta a la especie latina dei juridismo (que llamo, a ve
ces, para abreviar, la escolástica industrial, es decir la escolástica de la cual salieron
las producciones institucionales del siglo XX occidental)” (p. 94). “La literatura lega
lista [desde el año 553, con las Novelle 146 del emperador teocrático Justiniano]
constituye ia juntura entre e¡ sistema industrial y la mitología verídica de las institu
ciones” (97). “Esta literatura (el legalismo cristiano-industrial) demuestra algo: todo,
absolutamente todo, fue inscripto en ia textura legal de la que hablo. Todo, es de
cir no sólo los contratos, las técnicas administrativas y la gestión pública, etc., sino
también la doctrina psicosomática del hombre, y esta teo-teoría del lenguaje y dei
sentido de la cual proceden las ciencias psicologistas en su conjunto”. “Vemos aflo
rar lo irreconciliable. Dos modos de entrada en la Ley y en la escritura de ia Ley es
tán en causa: uno, romano-cristiano, fundado sobre los oráculos del poder encarna
do; el otro, el judío, fundado sobre la transmisión de los intérpretes.(...) No hay
ninguna conciliación entre las Escrituras en sentido judío (iudaico sensú) y el estu
dio de la Ley de Dios ( studium Legis Dei), es decir cristiano” (101). “En la lógica del
que tener presente que la imagen del crucificado fue primero la aterrori-
zadora amenaza de la dominación romana en cada sujeto vivo. A esa ima
gen se le agrega ahora, en nosotros, la del desaparecido, encapuchado,
torturado y asesinado por nuestros militares, héroes convocados otra vez
por la figura de la madre Virgen, santa generala de las fuerzas armadas,
apoyados por la Iglesia que, coherente, santificó la tortura nueva sobre el
fondo de la tortura antigua.
Colofón
juridismo occidental no judío, del juridismo que domina hoy en día la organización
industrial, etc." “Una escolástica no es sólo el inmenso depósito donde hay un lu
gar para cada cosa, etiquetas sobre todas las mercancías, sobre todos ¡os significan
tes del stock; instituye marcas, incrusta el discurso de la verdad de manera emble
mática”. Refiriéndose a la Noveüe de Justiniano sobre los límites de los judíos,
agrega: “La iglesia latina, portadora de la tradición jurídica latina y vector de ias ins
tituciones industriales más poderosas, no ha hecho sino seguir la pendiente del Im
perio romano”. “ls) El cristianismo no es una religión pura y simple (...); es la reli
gión industrial, fundamentalmente una religión del poder moderno. El cristianismo
es constitutivo del texto mismo en el sistema industrial; es la doctrina moderna de¡
texto (...). 23) El cristianismo, heredero dei Imperio romano y de su juridismo parti
cular, está construido sobre un equívoco: de que io real y lo simbólico serían una
sola y única categoría. (...) Pienso igualmente que los Occidentales hablan cristiano
(sean judíos o no) desde ei momento en que ponen de un lado la Realidad y del
otro lo Imaginario” (Pierre Legendre, "Expertise d'un t e x t e en La psychancilyse est-
eüe u n e Science juive? ed. du Seuil, 1981).
triunfo, debe penetrar en los pliegues más obscuros de la subjetividad pa
ra huir de la amenaza de muerte. Ahondar la subjetividad, poner de relie
ve su estructura profunda, es un trabajo necesario cuando se trata de abrir
un espacio interno para preservarnos del abismo: recuperar un persistente
anhelo infantil en el adulto acosado y perseguido. San Agustín sueña des
pierto y construye la mitología aterrorizante que se prolongará en el occi
dente cristiano durante dieciséis siglos. Las Confesiones elaboran una figu
ra literaria nueva de la convicción religiosa, una forma de evangelización
para posesos: otra guía para descarriados.
La importancia de Agustín para nosotros seria ésta: asume hasta el ex
tremo límite este destino contradictorio que en él se juega, y lo constituye
como sujeto nuevo; lo abisal se hace presente porque fue activado hasta
sus primeras marcas. “La elevada verdad no se abre sino a aquel que entra
en la filosofía todo entero y no tan sólo con la función intelectual, que aís
la ”(K. Jaspers. San Agustín). Hasta descubrir en qué punto extremo del
cuerpo debe incluirse la represión más profunda. Y esto se pone de relie
ve en el residuo humano que deja-, en la exclusión mística de la materia,
aureolada pero desjerarquizada en todas sus cualidades sensibles. Es “el
modelo espiritual del Occidenté\ dicen sus seguidores.
Si la palabra “verdad” no fuera el hilo conductor de su demostración
vivida como un silogismo afectivo, pensado desde el cuerpo y con el cuer
po. su narración pertenecería al género de la autobiografía novelada o de
la fabulación; sería sólo la descripción literaria de una vida sin pretensiones
de imponerse como modelo verdadero para todos sus semejantes. No se
hubiera convertido en el modelo espiritual para el occidente cristiano. Si se
hubiera quedado en una confesión personal su propuesta no tendría obje
ciones; sólo cuando la transforma en Verdad absoluta y se apoya en el po
der político del Imperio para aplicarla, entonces sí Agustín se convierte en
un prototipo fundamentalista y, como tal, peligroso para la libertad huma
na, Por eso insistimos en tomado tan en serio. Tan en serio que nos lleva
a tratar de comprender, también con un criterio de verdad —en verdad dis
tinto al suyo— todas las descripciones con las cuales quiere mostramos en
detalle — ¡y con qué minucia!— los recovecos más íntimos de su vida, de
mostrativos de la verdad que enuncia. Por primera vez tenemos acceso a la
elaboración de una experiencia subjetiva religiosa paralela a la creación de
los conceptos racionales sobre cuyo rastro estas “verdades” teóricas, teoló
gicas y políticas, se afirman saliendo del campo imaginario de quien las
produce como “católicamente” válidas. Discurso lógico, afirmación teológi
ca y fantasmagoría psicológica convergen en las Confesiones.
Momento para preguntarse por la caída de los imperios contemporá
neos: la decadencia que vivimos pese a una aparente plenitud económica
de los que están gozando de la vida. ¿Es extraño que algunos posmoder
nos hayan encontrado en la figura de Agustín el modelo de solución que
vuelve a mostrarnos el límite ante otra nueva decadencia? ¿Es suficiente
reemplazar el “Pour Martí' de Althusser con el “Pour saint-Augustin” de
un postmarxista ignoto frustrado del 68, Claude lorin sea dicho, para en
frentar la catástrofe presente?
C apítulo 1
Nacimiento y niñez
1 Sobre fondo de sus propios terrores, que actualizan el del socialismo sovié
tico de la época, Marrou compara: “El emperador, aureolado de un prestigio reli-
Iremos siguiendo su propuesta y poniéndola a prueba, más allá de los
siglos, pues se ha constituido en el modelo mayor, más actual y más exal
tado de esa Iglesia. Se ha convertido en santo; ha puesto las bases teoló
gicas de su existencia.
I)
La génesis invertida
La envidia originaria
¿Qué volvía a mirar Agustín, con codicia adulta, en el niño envidioso, pá
lido y amargado? No el pecho de Dios sino la fuente de los pechos de su
madre. Escena de ía envidia redoblada:
“...no soportar por compañero en la fuente de la leche que mana co
piosa y abundante".
La imagen de la escena fundante de su vida vuelve a aparecer, fulgu
rante, trayéndole la plenitud henchida y turgente de unos pechos pictóri
cos de leche, que contrasta con su flaca palidez y amargura; la envidia y
el anhelo de tenerlos él, para siempre, fundido en la carne indistinguible
que lo acojan de nuevo. “¿Quién no conoce esta experiencia?\ se pregun
ta como disculpándose de estar incluido en ella. Experiencia que, sin em
bargo, va a ser dejada de lado y convertida en anhelo de los pechos pa
ternos: en el seno de Abraham.4
Presiente, sin embargo, que los niños están movidos, sin conciencia,
por el deseo y la seducción materna, antes de nacer y también luego. Al
go muy serio, vehemente, apasionado e importante debe haberle pasado.
Conjeturemos: ¿cuando estaba todavía dentro de ella habrá gozado enton
ces como un feto loco, en "la iniquidad y los pecada s” que lo zarandea
ban, mientras el miembro erecto de su padre jugaba, gozoso, entrando y
saliendo en el vientre de su madre donde se gestaba? Pero la impronta sen
sible que dejó la experiencia de su residencia en el cuenco materno, y el
saber de la fornicación necesaria que su propia madre pura y pía tuvo que
vivir para engendrarlo, es negada por razones morales; le avergüenza, y
por eso decide ignorar esa experiencia crucial, que tanto lo conmueve y
lo condena: no dejó vestigio alguno.
Entonces sabe. Pero de esa época sólo retiene la primera parte, la pro
longada simbiosis amorosa con la madre. Aunque el padre está ausente,
presente sólo como Dios-Padre —¿es ahora el suyo?— en la invocación
que, adulto, le implora por su salvación al confesarse: la iniquidad ya es
taba en el vientre de la madre, donde estuvo contenido por obra de su pa
dre.
La imagen del pecado es para Agustín sólo una: el pecado capital que
lo obsesiona, figura central de la caída del hombre por obra de la impla
cable seductora, la Varona —llamada Eva sólo después de la caída— con
la que Adán fornicó en el Paraíso. Pecado de desobediencia que nos pre
cipitó en el abismo: por el exceso de uno la pagamos todos. Este paradig
ma judío —que Pablo interpreta a su manera— expone la atracción más
destellante y aniquiladora que está en el comienzo y en el término de la
vida, conservando todo su misterio, abriendo los múltiples senderos — que
la Biblia antigua traza— de ese desafío que nos aniña y nos agiganta. El
cristianismo resuelve esta incógnita del origen cerrando todos los ojos y los
poros del cuerpo para no sentir nada de la mujer-madre genitora y desean
te, que antes de tener al hijo quiso gozar con el cuerpo del hombre; Agus
tín retrocede espantado ante su marca. Huye aniquilando la densidad es
pesa de la raja femenina abierta por donde se entra a la atracción del antro.
Pone allí el terror, en lo más húmedo e inflamado del cuerpo erógeno, y
lo presenta amenguado como un enigma esclarecido; lo reduce sólo a la
fornicación adulta y a la falla de obediencia.
Exorciza el recuerdo de su propia infancia con el esquema mítico y
cristianizado del origen espiritual del hombre adulto. Pero en su recuerdo
infantil, del que sólo retiene la iniquidad y los pecados, la relación apasio
nada y entrañable entre hombre y mujer —esa que la Biblia judía le sugie
re— está borrada, Y lo dice en el momento mismo en que el recuerdo sen
sible y apasionado lo persigue.
Dios estaba en él, pero aún no lo sabía; lo más próximo estaba escon
dido como lo más lejano. Ahora que lo sabe la vida está puesta en el Eter
no para evitar el destino de Dido, que “se mató por amor' a Eneas. Agus
tín huye del amor, que mata, para alcanzar el amor de Dios, que salva.
“Pues ¿qué hay de más desgraciado que un desgraciado que no sien
ta su desgracia y llore la muerte de Dido, que ocurría por amor a
Eneas, pero no llore su propia muerte, por no amarte a ti, oh Dios,
luz de mi corazón, pan de la boca interior de mi alma, virtud que fe
cunda mi inteligencia y seno de mi pensamiento?
"No te amaba V fornicaba lejos de ti y mientras fornicaba oía por
todas partes esta palabra: “Bien”, “bien”. Porque la amistad de este
mundo es una fornicación lejos de ti, y si se le dice a uno: “bien”,
“bien”, es para que se avergüence el hombre que no se conduce de
ese modo” (I, xiii, 21).
Como hijo iba, tierra tras ía tierra, tras el cuerpo materno prolongado
en el amor a los cuerpos femeninos. Pero en la figura de Dido, la mujer-
reina que se mata por amor, Agustín lloraba casi niño aún, adolescente, su
propio amor perdido, “muriendo por estas cosas lejos de ti, oh Dios, inda
mía”. Si en sus palabras descubrimos la pasión enardecida del objeto de
su amor desconsolado y por cuya pérdida lloraba en Dido, es desde ese
mismo lugar donde el objeto amado está y no está presente, el que se ac
tiva cuando adulto lo implora en estas Confesiones, como una canción de
sesperada que llega simultáneamente a dos destinos, Y con las mismas ga
nas, el mismo que lloraba la muerte de Dido llora ahora, acongojado, por
otro amor muy diferente, amor de quien pueda salvarlo de esa muerte pro
metida, y que lo llena más — confiesa— que el amor terreno.
Y casi con los mismos contenidos primarios del amor sentido por la
madre, con ellos vuelve a inundar de amor la idealidad masculina amena
zante que quedó en él.
“...que llore la muerte de Dido, que ocurría por amor a Eneas, y no
llore su propia muerte, que ocurría por no amarte a ti, oh Dios, luz de
mi corazón, pan de la boca interior de mi alma y virtud fecundante de
mí mente y seno de mi pensamiento?” (id.)
Padre segundo
Amar a Dios es amar la verdad, pero para amarlo Agustín necesita pri
mero recordar las falsedades que antes vivió gozosamente:
"Quiero recordar mis pasadas falsedades y las corrupciones carnales;
de mi alma, no porque las ame, sino para amarte a ti, Dios mío” (II,
i, 1).
Para amar a Dios debe negar lo que antes había amado, actualizar
la huella sensible del placer corpóreo; se lo dice a Dios enardecido por
el recuerdo, cuya pasión pasa así de un objeto al otro. Dios se alimenta
de la pasión a la que renuncia, pero para construirlo a él con los despo
jos calientes de la otra. Si no, Dios no tendría contenido. Porque recor
dar las ucormpciones carnales ’ es una manera ya de volver a amarlas.
La “verdad” es dicha con el código de la negación establecido por un
pacto.
'‘me responderían la verdad, según el pacto y convenio que han esta
blecido entre sí los hombres acerca del significado de estos signos” (I,
x iii , 2 2 9 ).
El pacto es el acuerdo entre los hombres en quienes el terror marca
con su límite a la conciencia. Entonces Agustín, sumiso, proclama a voz en
cuello: no las amo. Pero la carne siente lo que la imaginación aviva; el
cuerpo que amó las corrupciones vuelve a calentarse, pese al pacto, al
evocar los placeres pasados; su "pasada falsedad”está de cuerpo presen
te al invocarla. Hay un sí sentido que la Palabra rechaza con su no al con
fesarse.
En verdad Agustín no habla con Dios, sólo habla y nos dice sus pala
bras a nosotros. Nos necesita para creer en lo que dice. Necesita que le re
conozcamos como nuestra la verdad que proclama como propia y que al
identificarnos con la Palabra de Dios escuchemos la de él, absolutizada por
contacto. Quiere que habilitemos en nosotros ese espacio oscuro desde el
cual nos habla, Debe seguir armando el “aparato psíquico” cristiano para
que ia Ciudad de Dios sea posible: es el más próximo a Cristo en el renun
ciamiento. Pero con una sola diferencia: mata su cuerpo sin matarse. No
se crucifica con clavos de hierro; por el contrario, se acurruca en el cuer
po vivo de la madre oculta y clandestina, para que le devuelva la certidum
bre oscura de la vida eterna.
Recordemos: entre los judíos la distancia entre Dios y los hombres era
infinita. Ningún humano podía ser divino. A lo sumo la palabra de Dios lo
inundaba con sus designios, y se hacía profeta o rey para cumplir sus man,
damientos. Por eso la joven mujer no virgen que engendra un hijo en la
profecía que el profeta Isaías cuenta (7,14), y que el Evangelio de San Mai
teo retoma, cita y deforma (convierte a la joven madre en una virgen), no
es inseminada por un Espíritu santo sino por un hombre cualquiera. La ja;
ven judía es una alegoría de la buena madre, viniendo luego de una exal
tada descripción del pueblo de Israel y Judea como si fueran prostitutas. Es
claramente una fábula social y colectiva para producir un pueblo bueno.
Primero la descripción de la ciudad caída por Isaías:
“¡La ciudad fiel se convirtió en una prostituta!
Estaba llena de equidad, y la justicia habitaba en ella.
¡Y ahora hay asesinos! (1, 21).
Jerusalem tambalea
y Judea se viene abajo... (3,8).
Esa imagen de mujer que concibe con otro hombre (de tan obvio, el
texto ni lo menciona siquiera) es ya una producción política: el hombre
normalizado por una mujer buena, no por una prostituta. E1 cuerpo políti
co se esboza desde el cuerpo de la madre buena, real todavía aunque con
tenida en su desborde — ese temido, que describe antes. Pero hay una po
lítica que necesita más poder aún: requiere que hasta ese cuerpo sea
expropiado, y por eso esta imagen judía, anterior al Imperio, es retomada
y transformada en el mito cristiano por el Apóstol. Se prolonga, como he
mos visto en Mateo, en la Inmaculada Concepción de María, donde ese pa
dre ignorado en Isaías se convierte en el Dios-Padre cristiano: el hombre
al que sólo tiene la madre, el que sólo ella sabe y conoce. Y esta creencia
en la fecundación divina es completamente nueva: no tiene nada de judía,
Lo dice claramente Geza Vermes en “ Jesús el judío" (Muchnick ed., pág.
234):
“El que el cristianismo primitivo pasase de esta alternativa de fe en M
mediación divina [Isaac, Jacob y Samuel, que levanta ía esterilidad fe
menina solamente] a la creencia totalmente nueva de un acto de fe
cundación divina, con la consecuencia del nacimiento de un Dios-
hombre, pertenece por supuesto a la psicología de la religión más que
a su historia,”
Está claro: los judíos, Freud también lo reconoce, fueron los primeros
que tuvieron el coraje histórico necesario para renunciar a la creencia en
la inmortalidad del alma y a la supervivencia de los muertos en el más allá.
Cosa que el cristianismo, en un proceso regresivo y de debilitamiento de
las capacidades intelectuales y afectivas humanas, vuelve a instaurar entre
los hombres aterrados del Imperio Romano.
Un monólogo de sordos
Por eso, casi a renglón seguido, Agustín se hace la pregunta que no
sotros le hacemos al leerlo. ¿Qué uso hace Agustín de las palabras? ¿Habla
con Dios y se confiesa para atribuirse un diálogo con lo Absoluto e inves
tirse de ese poder único? ¿Por qué reniega tanto de lo que tanto siente? ¿No
tendrá que convencemos de que en sus Confesiones las palabras sólo di
cen la verdad, porque no hablan desde el cuerpo mortal y concupiscente,
sino que salen de otro lugar, de su alma inmortal y espiritualizada? Ese es
el único poder qüe le quedó ai santo: las palabras. Y con palabras tuvo
que hacerse un mundo a su medida. Entonces no trata sólo de persuadir
nos con que sean bellas, recurriendo a ese poder de expresión que los pa
dres le reconocían como supremo. Al escribir construye su morada cobi
jante. Porque los hechos —hasta los Hechos del Nuevo Testamento— se
cumplen primero en las palabras, como veremos, por eso las palabras
transfiguran los hechos. Los hechos adquieren forma masculina, sin pizca
de cuerpo femenino para afuera, aunque para adentro la Palabra hable de
profundis, desde el corazón materno.
“Pero, ¿a quién cuento yo estas cosas? Evidentemente no a ti, Dios
mío, las cuento delante de ti a mi linaje, es decir al género humano"
(...) ¿Y para qué lo hago? Pues para que yo y quien lea pensemos que
hemos de clamar a ti desde un profundo abismo” (II, ni, 5).
De un padre a otro
intermedio
La ley para los judíos era trascendente, venía desde afuera, de un po
der divino externo. El cristianismo en cambio plantea su inmanencia, la ley
es interna, está inscripta en el corazón del hombre. Ambas leyes, para ins
cribirse en un Jugar real o simbólico del cuerpo, requieren igualmente una
conversión dolorosa. La ley, como la escritura, entra con sangre, del cora
zón o del glande. Los judíos entonces circuncidan el pene, para insertar allí
un límite: la ley que prohíbe tomar como objeto sexual a la madre, y ame
naza con castrar al hijo-hombre que permanezca en ella sin separarse. Con
los cristianos, en cambio, aparece la castración en un órgano diferente; hay
que circuncidar el corazón para que la ley aparezca como interna y pene
tre hasta lo más profundo de uno mismo. Hay que castrar, siguiendo a Pa
blo (Ep. Rom., 4-6; Hechos, 15-26) lo que tenemos de madre en nuestro
propio corazón de hombres. La ley cristiana ataca el lugar donde reside la
madre misma en nuestro cuerpo y Ja destruye como madre sensible; sólo
aparecerá afuera, fría y de piedra, represora asexuada, como madre Virgen
institucionalizada en el cuerpo místico de la Iglesia. La nueva ley cristiana
solo autoriza a que quede ía Madre depurada, la Madre casta, abstracta y
descamada, no la madre sentida y cobijante de ía simbiosis cálida prime
ra. La Ecclesia, no la Madona. Sólo así Ía ley podrá aparecer también co
mo pura, como si existiera antes que ella nos hiciera existir como hijos su
yos.
Pero circuncidar el corazón es construir a un Dios que, a diferencia
del otro, pueda imponer un límite a todo el cuerpo, no sólo a una salien-
cia eréctil. Porque es todo el cuerpo del niño, anterior al sexo, que abar
có con su impronta afectiva la madre, lo que ahora debe limitarse. El niño
: cristiano no tiene semejante masculino — padre amado por la esposa-ma
dre— con el que pueda identificarse, salvo con el hijo asesinado y crucifi
cado. Ese padre cristiano ya tiene enclavada en el corazón la impotencia
de la sumisión arcaica a su propia madre.
Cada mujer que el hombre encuentra cuando adulto es, necesaria y
defraudadamente, un remedo del original materno perdido. La marca del
racionalismo “humanista” y del cristianismo sobre el cual se apoya consis
te en lo siguiente: primero marca con el terror el corazón del hombre — la
amenaza de castración se convierte en la amenaza de ser crucificado— pa
ra imponer en la viscera más sensible la Ley racional del nuevo Dios-Pa
dre. Este nuevo Dios prohíbe no sólo tomar como objeto sexual a la ma
dre —como lo hacía el Dios judío— sino algo nuevo y antes desconocido:
inhibe la prolongación afectiva, sensible y acogedora de la madre sensual,
genitora y femenina, en el mundo real y externo, y al hacerlo aniquila lo
que como hombre tiene de madre en su corazón sensible. Es un raciona
lismo anti-materialista.
Ei poder que generaliza crudamente esta ley sin corazón en su prove
cho deja abierta una consolación subjetiva, interna; a los dominados sólo
les queda para salvarse de la muerte actualizar en lo más clandestino, co
mo único refugio ilusorio y acogedor aunque cálido y afectivo. la marca
primera de la madre arcaica. Pero como al mismo tiempo el dominio de la
mujer está prohibido — el incesto sigue siendo la exclusión absoluta— lo
materno debe aparecer hacia afuera, negado, como si fuera el mismo Dios
paterno, Ave Csesar, el que nos salva. La esencia del pecado es una sola:
lo sensible materno actualizado. .Ai excluir hacia afuera y reprimir lo que
tenemos de madre y femenino en nuestro cuerpo de hijos, introducimos
en la historia la más profunda negación del hombre y de la naturaleza. En
tonces se produce la aparición siniestra del Padre de la Madre, del Tirano
Acerado e Inmisericorde: la máquina racional y mortífera de Auschwitz.
Una razón pensada, calculadora y fría, sin cualidades, sólo cuantitativa al
afirmarse como cuerpo negado, que en tanto carnal y perecedero niega la
eternidad de la promesa arcaica de la madre. Aparece ahora como mode
lo de salvación el torturado a muerte que renace en otra vida, luego de ser
sacrificado en ésta. Allí el hijo en la realidad histórica y política debe mo
rir, como Cristo, para transformarse en Hijo que resucita y se salva en el
retorno arcaico, porque la madre sensible y viva ha muerto como madre
para transformarse en Madre Virgen. Y la madre virgen se transformó en
cuerpo institucional: en Iglesia.
Hay dos escenas superpuestas, y la escena real del hurto sólo actuali
za en sordina, en otro escenario, la primera escena del placer que la ley
prohibía cuando niño, que fue la verdadera; la permanencia simbiótica en
él seno de la madre. En el robo todavía hurta a la madre trasgrediendo la
léy del padre. Agustín cuando hurta es aún el adolescente pecador, no es
todavía el santo en que ía Iglesia lo convertirá luego; está aprendiendo a
construir su derrotero, poniendo a prueba los caminos trillados para en
contrar eí propio. No sabe aún que se convertirá en modelo. El hurto, sin
saberlo, es un rito sagrado; actualiza en lo profano un drama religioso.
“Había un peral en las inmediaciones de nuestra viña cargado de pe
ras que no eran tentadoras ni por la forma ni por el sabor. Unos cuan
tos jóvenes malignos nos encaminamos á sacudirlo y quitarle las pe
ras en medio de la noche.C..) Nos llevamos del árbol una enorme
cantidad de peras, no para comerlas, sino para echárselas a los cerr
dos, aunque comimos algunas, de modo que realizamos una acción
que nos gustaba porque nos estaba prohibida.
"Aquí está, Señor, mi corazón, del que te has apiadado cuando
yo me hallaba en un profundo abismo. Que te diga ahora este cora
zón mío qué buscaba allí para que yo fuera malo gratuitamente y no
había ninguna causa para mi maldad más que la maldad misma. Era
fea y la amé. Amé la perdición, amé mi defecto, no aquello por lo que
yo era deficiente, sino mi propio defecto, torpe alma mía, que salías
fuera de tu base [firme apoyo] yendo a la perdición, no apeteciendo
algo en la ignominia sino la propia ignominia" (id.).
Agustín describe ahora, vimos, desde una Ley cristiana, que se apoya
en un Dios diferente al que evocaba desde niño. Antes, con et primer Dios,
había gozo en la violación de la ley, porque la ley no nos había marcado
todavía en el corazón mismo; la ley del padre toleraba la transgresión en
las cosas, en el robo de las peras, aunque no en la Cosa. Hay goce del do
lor inconsciente, que es el que su carne sufre: es el precio. Mientras haya
belleza afuera, mientras haya algo que nos atrae — descubrió Agustín, el
concupiscente arrepentido— estaremos perdidos, porque la marca sensible
del primer objeto amado se reaviva y resplandece cuando deseamos algo
que se inscribe en su estela sensible, y es entonces cuando la ley de su Pa
dre aparece. La causa ignorada de su dolor es el amor, irrenunciable y eter
no, por la madre. Y es ella quien le pide que no la abandone por nadie.
La eternidad para Agustín es antes que nada un eterno ser con ella.
“Qué buscaba allí para que yo fuera malo gratuitamente y no hubie
ra ninguna causa para mi maldad que la maldad misma" (II, iv, 9).
La ley cristiana oculta el objeto deí deseo, no nos dice nada acerca de;
la Cosa bus< ada, hace desaparecer hasta su imagen; la violación de la ley
en el hurto, que suplanta a la Cosa por las peras, resulta, ahora que es
adulto, gratuita: nada. La madre es. en tanto femenina y cristiana, el lugar
del mal supremo. Aparece investida su presencia con las palabras que la;
niegan como cosa mala. Como si 1a causa que nos empuja a violar la ley-
fuese sin objeto, la maldad pura: la maldad, tan pura como la ley misma;
permite pensarla.
“...la maldad misma. Era fea y la amé. Amé ía perdición, amé mi de
fecto, no aquello por lo cual era deficiente, sino mi propio defecto,:
torpe alma mía, que salía fuera de tu base yendo a la perdición, no
apeteciendo algo en la ignominia, sino la propia ignominia” (id,).
Su alma torpe, sin darse cuenta de que lo que busca ya está dentro de
sí, salía fuera de su base, la segura base materna sobre la que se asientan
ambos, el Padre y el Hijo, y despegaba de ella yendo a buscar afuera algo
real y sensible en lo cual consuma ice. Pero salir de la base es perderse en
el mundo depreciado. Si apetece algo que lo separa de su base, ese algo
queda convertido en nada. Lo materno y femenino resplandece en la be
lleza de las cosas sensuales.
Vista desde la Ley interna la Cosa planea como un fantasma amena
zante en las cosas externas; son tenebrosas, feas, malas, defectuosas, igno
miniosas: son “mujerile¿\ dice. Pero entonces Agustín, que fue rebelde y
amaba la belleza, y ahora es un converso sometido, exclama confundido:
amé lofeo. Lo que el hombre busca fuera de la madre es defectuoso, y en
tonces se confiesa: am é mi propio defecto. Y como la madre está tan nega
da de tan llenos que estamos de ella, sólo afecto sin distancia, Agustín,
confundido, se confiesa y nos dice: am é m i propia ignominia. Amé afue
ra lo que tengo, para ser hombre, de madre (prohibida) en mí mismo. Pe
ro lo hace para mostrar lo valioso que él siente adentro de sí, las inconfe
sables cualidades maternas disfrazadas, para convencemos que nada
sensual puede contrariarlo: ya fueron convertidas —trasvestidas— en la fi
gura masculina del Dios-Padre.
¿De quién es hijo Cristo? ¿De José, el marido carpintero, o del padre
de María? Del primero debería serlo desde la carne paterna; del segundo,
desde la fantasía materna. La ley de ia madre adentro, consolidada bajo la
figura ambigua de Dios-Padre único, contrariando su aparente triunfo, apa
rece confirmando afuera la ley del patriarcado cristiano y del sistema polí
tico del dominio imperial sobre la gente. Sucede que la ley de la madre es
la ley de otro Padre, el de ella, que en lo arcaico y clandestino le conce
de el usufructo total del hijo, su inseparabilidad realizada, siempre que no
se vea afuera, que no contradiga la ley política. La madre cristiana debe ser
gozada por el hijo en silencio, sin distancia: clandestina, encubierta y dis
frazada de amor a la ley del padre, lo opuesto de lo femenino.
Una vez la cosa robada reducida a nada, sólo queda por considerar
como objeto al hurto mismo. El gozo del hurto por el hurto mismo es aho
ra el pecado.
La ley debe regular ei valor de cada cosa, establecer una jerarquía
desde la cual medirías. Dios panóptico no nos pierde de vista, su mirada
nos persigue: “no hay un lugar adonde uno se aparte totalmente de ti" (II,
vil, 14). Dios sopesa en nosotros el valor que debemos asignarle a cada
cosa, si lo amamos a El por sobre todas las cosas, pues es el creador de
la Ley de la Cosa y, como derivado, de todas las cosas de aquí abajo. Pe
ro hay un reino de las cosas de ahí arriba: el reino celeste de las cosas
eternas.
“Las cosas hermosas, como el oro, la plata y todas las demás, tienen
un aspecto agradable. (...) En cada uno de los demás sentidos hay una
cierta modalidad propia de las cosas corporales. (...) Y sin embargo,
para conseguir todas estas cosas tío es necesario abandonarte a ti, Se-
: ñor, ni desviarse de tu ley.
”Por todas estas cosas y otras parecidas se comete el pecado, cuan
do por una inclinación inmoderada hacia ellas, siendo como son bie
nes ínfimos, se abandonan los bienes mejores y supremos, como tú, Se
ñor, Dios nuestro, y tu verdad y tu ley. Es cierto que tienen también
sus deleites, pero no como mi Dios; que hizo todas las cosas, porque
en él se deleita el justo, y él es la delicia de los rectos de corazón ”(II, v,
10).
Agustín no quiere a las cosas que encarnan et valor de la riqueza, pa
ra el caso el oro y la plata. De tanto querer la Cosa misma y negarla quie
re entonces el extremo límite que sólo la expresa: quiere a la Cosa redu
cida a signo, a cifra, a esquematismo de palabras. Quiere a Dios sobre
todas las cosas, el equivalente general de todas ellas; es decir no debe que
rer nada. Es como si amara el signo universal del intercambio; el dinero
que permite gozarlas pero sin comprarlas. Es lo que por otra parte decla
ra abiertamente cuando se trata de la economía y de la amistad entre los
hombres (La Trinidad, V, xvi, 17).
¿Dónde está situado ese deleite que acompaña el goce inmoderado de
las cosas, esa Cosa en uno que no tiene nombre y por la cual viene el pe
cado al hombre? Ahora nos agrega que el que peca es aquel que no se de
leita en Dios, es decir que no transfiere el deleite de las Cosas al deleite
de Dios, “como en él se deleita el justo”, y que Dios es "la delicia de tos
rectos de corazón". El hombre justo es el que geometrizó su corazón erec
to, y al circuncidarlo lo transformó en recto.
El des-borde significa la ruptura de una contención, de un límite a la
Cosa que viene como impulso desatado desde el cuerpo. La Cosa siempre
esta que arde. La Cosa está en el corazón, como lugar donde lo racional
de la ley se impone regulando sus latidos. El corazón recto y geométrico
debe latir como Dios manda; impone un "ordo amorté’ que ordena la vi
da de su movimiento.
“Son hermosos, sin duda, y bellos, aunque comparados con los bie
nes superiores y beatíficos, son viles y despreciables” (II, v, 10).
Lo hermoso y lo bello es, simultáneamente, vil y despreciable. Agus
tín considera a la hermosura y la belleza como apariencias obscuras.
Hay que comprender el delito, forma jurídica del pecado, para dife
renciarlo de las ganas que sintió en el hurto. El delito siempre requiere c.o-
mo prueba que haya existido el deseo de conseguir esos bienes inlimos,
o el miedo de perderlos. Siempre hay un porqué, que encuentra su res
puesta en: por tal cosa, una causa en la cosa, que mueve a cometerlo.
“Uno comete, por ejemplo, un homicidio. ¿Por qué lo habrá hecho?
¿Deseó a (a mujer del muerto o la fin c a , o quiso robar para vivir, o es
tando herido ardió en deseos de venganza ? ¿Habrá cometido el homi
cidio sin motivo alguno por el solo deseo de matar? ¿Quién podrá creer
esto? Porque incluso de un hombre sin entrañas y excesivamente miel,
de quien se dijo que era malo y cruel sin motivo, se añadió, no obs
tante, la causa: “Para que su mano y su ánimo no se embotaran con la
o c io s id a d (II, v, 11),
O Agustín tiene su inconsciente a flor de piel, a fuer de ser sincero.
nosotros estamos inventando una historia. Siguiendo el hilo de las asocia
ciones que se suceden en el texto vamos descubriendo una coheiencia
que nos abre una significación muy distinta en los hechos que describo,
aunque menos visible, respecto de la cual eí discurso de las Confesión^
es una apariencia encubridora.
Para confirmarlo: los casos que trae para ejemplificar eí delito o xnci-
den con los que nosotros le habíamos atribuido al complejo parental e his
tórico de Agustín siguiendo su texto, y que por fin se manifiestan. Es, pen
samos, el conflicto arcaico —posesión de la madre, asesinato del p.idre,
hurto de la Cosa— eí que le dicta sus ejemplos. El principal que pone no
es cualquiera: es cometer un homicidio. Pero no cualquier homicidio; ¡Re
sinar —nos dice— porque se desea a la mujer del muerto (o a la fin ca , que
es otra forma de querer el cuerpo continente de la mujer deseada), Y lue
go agrega otro: el hurto, que es eí único delito propio que nos ha <onte
sado. Y por último vuelve a insistir con el más importante; la clav< o el
motivo de su culpa inconsciente, que coincide con el resultado del hurto
que encubría, para nosotros, el enfrentamiento con el padre: “¿Habrá co
metido el homicidio sin motivo alguno, por el solo placer de matar?”. ) por
el solo placer de robar? Que es lo que nos quiso decir con el robo de las
peras: por eí solo placer de robarlas.
Y Agustín se responde a renglón seguido encontrando la razón del ac
to: lo cometió ‘para que su mano y su ánimo no se embotaran con la ocio
sidad", que es exactamente lo que, tres páginas antes, nos había desenp-
to de sí mismo al llegar a los 16 años en la casa materna. “Obligado al
ocid'} nos decía, fue sorprendido entonces por el padre cuando se mastur-
baba, lio había mano que me arrancara la zarza de mis liviandades”.
En ambos casos el motivo es el mismo; cuando se masturbaba y cuando
se asesina porque se desea a la mujer de otro. La ociosidad mueve la ma
no, y la mano conduce al pecado cuando no hay otra Mano que le ponga
límite.
“(Catiiina) quería, gracias a esta constante práctica del crimen, llegar
a ser el amo de la urbe, conquistar honores, poder, riqueza, liberarse
del miedo a las leyes y las dificultades hacia donde lo arrojaban la me
diocridad de su patrimonio y la conciencia de sus crímenes. Por lo
tanto lo que amaba Catiiina no eran los crímenes por sí mismos, sino
otras cosas que, por medio de ellos, pretendía alcanzar” (II, v, 11).
Pero el hurto, siendo un acto, parece sin embargo ser alguien, que es-;
tá escondido e invisible en lo hurtado. Alguien debe haber, seguramente,
pues Agustín le habla al hurto como también le habla a Dios, de tú a tú:
“Hurto mío, pecado mío”. “¿Realmente eres algo para que hable con
tigo?” (id.).
Lo ama al hurto, y Agustín le habla como si fuera alguien que puede
responderle. Y cuando lo interpela, oye una voz que denuncia su mentira
V pone al descubierto su motivo: "robasteporque era bello lo robado”. La
voz le habla desde adentro para contrariarlo y recordarle que es un hipó-
alta, que era hermosa la cosa que deseaba: la Cosa bella se defiende del
ultraje. “Pero no podía ser bello si era un hurto”, le responde Agustín a esa
voz interior que le habla, haciéndose el inocente y con una lógica absur
da para la voz del deseo, que sabe de qué Cosa habla. El hurto esconde
lo bello que el pecado, al consumarlo, niega como bello. Pero el hurto,
ahora, hemos visto, ya no tiene absolutamente nada que ver con la cosa
material que lo motiva; por definición legal el hurto, reducido a ese ente
de razón con el que goza, no puede ser hermoso. Agustín niega entonces
su hermosura sin ponerse colorado; gozó sólo con la fealdad del hurto. No
contenía nada: “ni siquiera como una defectuosa y sombría belleza que tie
nen los vicios engañadores”(II, v, 12). Define, denigrando, la belleza del
Objeto deseado en el momento mismo en que lo nombra para excluirlo; su
pasión se activa cuando lo evoca con palabras exaltadas para negar ahora
como sombrío y defectuoso lo que antes, alegre, había gozado como lo
co. Sigue haciéndonos creer que el robo fue un acto gratuito. Gozo de lo
feo, gozo de nada. ¿Hasta tal punto la Cosa está oculta y negada tras las
peras robadas? Pero en el hurto que nos cuenta Agustín sigue hurtando;
ahora nos roba, pero a nosotros, la Cosa que sentimos y que él reduce a
nada. Se queda, como suya, con la “cosa nostra”.
La Cosa rozada
"Nota retrospectiva
Edipo en Hipona
Hasta ahora los personajes son sólo tres: ia madre, el padre y el hijo.
Desde su perspectiva, en el hurto únicamente estaba en juego él solo, ubi
cado entre Dios y el pecado. Pero ahora Agustín introduce algo inespera
do: los amigos. Si lo hurtado había sido realizado no por mor de la cosa
deseada sino por nada, o por el hecho de gozar de transgredir lo prohibi
do, ahora parece que io había hecho también por amor a sus compañeros.
“Yo solo no lo hubiera hecho.,..yo solo no lo hubiera hecho de nin
guna manera. Luego amé allí también la compañía de los que lo hi
cieron conmigo. Por tanto, no es cierto que no amara otra cosa que
el hurto; aunque en realidad no amé otra cosa, porque también aque
llo es nada". [Si hubiera sido por las peras lo hubiera hecho solo:]
‘ ¿hubiera conseguido mi placer, sin necesidad de excitar el prurito de
mi deseo con el contacto de mis cómplices? Pero, puesto que yo no
tenía placer alguno en aquellas peras, el placer estaba en el propio
pecado y lo producía la compañía de los que pecaban conmigo” (II,
Mil, 16).
Cristo no muere por Dios sino por su madre, es por ella que lo sacri
fican. Es para probarle su amor que debe ir al muere, y busca que lo ma
ten. "\Hay del que está solo"\ ¡Hay del que está solo sin la madre! (sobre to
do si traicionó al padre). Los judíos pedían una prueba real para el
ajusticiado por un crimen ilusorio: “Que descienda ahora de su cruz y cree
remos en él”. “No había cómo salir de ese ultimátum" (León Bloy, en
Ramón Alcalde, Estudios críticos, p. 217). Los judíos estaban instalados en
el cruce, no en la cruz, con un pie en la tierra y otro en el cielo; el arco iris
era la señal del pacto: "Mi arco puse en la nube, y será para señal del pac
to, entre m í y la tierra" (Génesis, 9, 13), no habían internalizado la ley co
mo para matar a la madre, no la habían circuncidado en el corazón toda
vía. Pedían una prueba mater-ial de la proclamada divinidad de Cristo: no
lo volvieron a ver vivo.
EJ crimen era un crimen fantástico; los judíos no podían matar al hijo
del Dios porque no creían que el espíritu divino engendre puramente, sin
hombre, a un hombre en el cuerpo de la madre. El padre judío no aban
donaba su prerrogativa como padre. Si acaso sólo sabían que eran culpa
bles de un crimen fantaseado, que ya habían pagado al aceptar creer en el
Dios vengativo que la culpa construyó en sus conciencias; no podían de
clararse realmente culpables de un crimen que de imaginario fue conver
tido por los cristianos en un crimen real, que los devolvía a la fantasía ar
caica.
Si al asesinato del padre lo hubieran convertido en real, como quie
ren los cristianos, los judíos serían absolutamente culpables. Se les pedía
que Mielvan al lugar prehistórico que habían superado; si antes realmente
sacrificaban al primogénito, con el monoteísmo ese sacrificio vengativo
quedó convertido en simbólico: circuncidan al primer hijo varón nacido,
pagan su rescate, pero ya no lo matan. Los cristianos quieren que los ju
díos se Maelvan locos; quieren que paguen por una culpa que no tienen,
que vuelvan a convertir lo simbólico en imaginario arcaico. Si aceptan que
hay Resurrección en una tumba que encierra el cadáver de un crimen car
nalmente realizado, son realmente criminales por matar al hijo de Dios, en
él que su madre cree. Puesto que no se trató sólo de un asesinato simbó
lico, porque María siente que realizó su fantasía arcaica de engendrarlo a
Cristo espiritualmente, no con José, sino con su propio Padre (Dios para
ella). Entonces aparece el desvío cristiano, que abandona el pied-á-terre ju
daico.
Hasta que no hubo Resurrección, “el mundo estuvo lívido y silencio
so”, dice Bloy, el judío converso al catolicismo. Pero lo estaba quizás por
otra cosa: se derrumbaba el imperio romano y también, con ello, se des
hacía el poder omnipotente del Padre objetivado en el poder político des
pótico, cruel e impotente. Freud dice lo mismo de otro modo, pero vaga
mente psicológico y deshistorizado: “Parece que una creciente conciencia
de culpa se había apoderado del pueblo judío, acaso de todo el universo
de cultura de aquel tiempo”: era un mundo culpable y angustiado. La cir
cuncisión del corazón es necesaria ahora para que el Verbo se haga Car
ne. “Los Judíos no se convertirían hasta que Jesús haya descendido de su
Cruz, y precisamente Jesús no puede descender de ella hasta que los Judíos
se hayan convertidd' (Bloy): la tragedia está planteada. La solución final,
se pensó y se hizo , es lo único que cabe para que el mito cierre. Los judíos
no creían en la resurrección, cosa que el occidente cristiano no les perdo
na; los judíos no podían hacerlo sin aceptar como cierta la fantasía de un
crimen que transformara toda la realidad en religiosa, en realidad fantásti
ca: que transformara a toda la realidad histórica en una realidad arcaica.
Este cruce, que la cruz plantea como antagonismo irreductible, sólo el
milagro de la resurreción real podía resolverlo. Allí, y sólo allí, estaría la
evidencia. Lo cual es, en verdad, imposible: unos lo dan como realizado
en la fantasía, y lo aceptan como prueba —y son coherentes porque par
ten de un planteo homogéneo con ei resultado de las premisas: creen en
la resurrección, creen en el retomo al vientre materno ante la amenaza de
muerte que los invade por todas partes. Los judíos sólo aceptarían lo im
posible: un milagro que dé pruebas reales de que es un milagro realizado.
Porque la madre aún es madre terrestre, no es el Espíritu Santo ni engen
dró hijos del espíritu en su vientre. (Y las Diosas del Cielo son presencias
femeninas, sagradas y maternas, que siguen estando allí, veladas, para to
dos.) Y si hay dudas respecto a que se vuelve de la muerte, entonces laÉ
espera inmaterial está fuera del tiempo, tienen la eternidad para esperarlo;::
Mientras tanto, sus mujeres judías esperan, azoradas, el desenlace del dra
ma en el que también tienen puestas sus esperanzas. ¿Sus hombres se vol
verán realmente locos o terminarán por reconocerlas como únicas muje
res?' Las mujeres judías saben la verdad de casi todo, porque aman en eí
hombre también al pobre hombre y no sólo al propio padre idealizado que
proyectan, como vida real, en el hijo. Al padre idealizado lo tienen toda
vía separado; en el hijo tienen a su falo simbólico, el reconocimiento dé;
su valor humano escamoteado, no a su padre imaginario.
lió
vive entonces sacrificando y distanciando eí cuerpo pleno de la madre. Pe-
jo a los hijos que realmente nacen, a esos la Iglesia no los cuida: los in
cluye en eí despiadado capitalismo de mercado que cobija. Mejor dicho;
es sobre esta negación radical del cuerpo vivo y cualitativo como pudo ins
taurarse el capital, cuantificador abstracto de un cuerpo materno previa
mente negado y despreciado.
A este amor correspondido se referirá más adelante' Por ahora nos di
ce que sufre como un condenado.
Agustín va al teatro.
El goce (propio) del dolor (ajeno). Acerca de la misericordia
Quiere decir: aun cuando estamos con aquel otro que sufre, y allí don
de parecería que, por misericordia, sólo podemos sentir también dobr al
compartir su sufrimiento, allí también encontramos, en ese dolor del <>ijr
el inexplicable gozo nuestro, el gozo de sentirnos buenos por ser miseri
cordiosos. Puede decirlo, y sorprenderse de la paradoja — amar los d i]u
res— mientras no haya conciencia de la Cosa que está en el origen <U u,
do lo que sentimos. Que cuando nos compadecemos con su sufrimiriiir) v
su fracaso también gozamos al sentirlo; en realidad gozamos con la p.-lui
da que él siente por la cosa que quería tanto (¿que ambos queríamos tan
to?). Pero entonces ¿para sentir el gozo misericordioso debemos desear que
haya sufrimiento y gente desgraciada?
(...) ¿Por qué corre hacia el torrente de pez hirviendo, ardores mons
truosos de negras voluptuosidades? (...) ¿Habría que rechazar p< <i i so
la misericordia? Por consiguiente, alguna vez podrían amarse los do
lores. Pero evita, alma mía la impureza bajo la tutela de mi Dios (,.;).
Evita la impureza. Pues yo ahora [que soy católico] efectivamente ten
go compasión; pero entonces [cuando no lo era] en los teatrc s me
complacía con los amantes cuando conseguían el fin de sus deprava
dos amores...(...) Más cuando no lo conseguían, me entristecía como
si tuviera compasión, y ambas cosas me agradaban” (id.).
“Cuando uno mismo sufre, es la miseria: y cuando se compade
ce con otros, es misericordia, se dice habitualmente (III, II. 2-3).
Gozaba con el dolor, confiesa pecador, pero también nos dice que go
zaba como un condenado. Más aún: ese goce doloroso, que describe apa
sionado, es el equivalente de un orgasmo. No sabemos qué escena imagi
naria tenía presente Agustín cuando escribe esto; sólo nos dice que eran
aquellas donde el actor le hacía derramar lágrimas. Y eran escenas de amor
frustrado. Sentía y lloraba cuando ei otro, que el actor representaba, sufría.
El actor gozaba cuanto mejor representaba el dolor; su goce no era un go
ce segundo y diferente; gozaba de actuar bien el dolor ajeno pero sin sen
tirlo como propio-, lo representaba para los otros solamente. Gozaba con
el aprecio del espectador que lo miraba. Su dolor tenía un objetivo gozo
so; utilizaba la expresión del dolor como medio para alcanzarlo. Pero
Agustín, espectador, ¿por qué gozaba del dolor representado, si también
nos dice que lloraba? Podemos pensar que para él el dolor era un acorné
pañante que se agregaba al placer; que el placer del dolor incrementaba
otro placer que antes era sin dolor y ahora, con el dolor, se convertía en
gozo culpable y doloroso. Sucede que antes, hemos visto, sentía gozo pu
ro. Y para evitarlo ahora debe alcanzar el dolor puro.
Pero no analiza su placer; sólo dice que era “gozo del dolor”, aunque
por ahora sólo llora “su p erficia lm en te Ese plus de placer que el dolor le
agrega al goce, en la escena de amor desgraciado que lo conmovía, nos
escamotea lo mismo que nos escamoteaba en el hurto; la Cosa, el objeto
velado y distanciado del amor que suscita. Era el dolor del otro el que le
agregaba esa intensidad al goce del verdadero objeto ausente — si repara
mos que en la relación de goce primero no sólo hay dos sino tres actores:
e]g placer del hijo con la madre sobre fondo del placer que siente por la
exclusión del padre— . Esta es la situación que le agrega ese plus de pía-;
cer que se llama goce: esa tercera dimensión que Agustín escamotea en su
goce del dolor, porque la Cosa con la que goza queda innombrada (como
innombrada quedará para siempre la mujer amada). No sabe de qué goza
intensamente cuando sufre débilmente: goza de un placer más intenso y
más profundo que el sufrimiento superficial que siente. Hay entonces dos
niveles por lo menos; el superficial del sufrimiento y el más profundo del
goce que sentía.
Y sin embargo en su descripción hay índices de esta vivencia del go-
ce del dolor que muestran esos dos niveles. El primero, el goce, a pesar del
llanto, es registrado como “superficial'’; nuestro adolescente no quería su
frir hondamente, se distanciaba de la dimensión sentida del dolor, no se
identificaba con el sufriente. Aquí todavía no hay goce; hay comprensible
y superficial sufrimiento. Es el primer momento:
“¿Qué tiene, pues, de extraño que yo, infeliz oveja descarriada, inca
paz de soportar tu guarda, estuviera plagado de asquerosa roña? De
aquí nacían los deseos de aquellos dolores, no de unos dolores que
me penetraban muy hondamente —pues no quería sufrir cosas seme
jantes a las que veía representadas— sino de aquellos que, oídos y re
presentados, apenas me tocaban superficialmente” (id.),
“¿Esta vida mía era en realidad vida, oh Dios mío”. Oh, Padre mío?”
(id.)
Goce de la nada
Tenía yá 19 años cuando descubre a Cicerón. Hacía dos años que ha
bía muerto el padre, y acababa de nacerle un hijo de una mujer cuyo nom-
bre el santo borró de la historia. Aquí se produce el giro de su vida.
,;De repente me pareció despreciable toda esperanza vana, y con un
ardor increíble de mi corazón deseaba la inmortalidad de la sabiduría.
(...) Me excitaba, encendía e inflamaba con aquellas palabras a amar
V buscar y conseguir y retener y abrazar fuertemente, no esta o aque
lla secta, sino la misma sabiduría. (...) En medio de tanto ardor sólo
me molestaba que no se hallara allí el nombre de Cristo, porque este
nombre de mi Salvador, tu Hijo, lo había bebido piadosamente con la
leche de m i madre mi tierno corazón y lo conservaba grabado profun
damente,.," (III, iv, 7).
Luego de la muerte del padre — que recuerda— y del nacimiento de
su hijo —que no menciona— se inicia otro camino, más distante de la con
cupiscencia: busca la inmortalidad en la sabiduría abstracta, esa que no en
contró en los cuerpos sensibles, ni en su mujer ni en su hijo. Se intercam
bia una pasión por otra; la pasión de la verdad —la construcción pensada
de un Dios-Padre en su conciencia racional y razonante— reemplaza y re
cubre a la verdad sentida de la madre. Pero no lo alcanza de inmediato.
Hay un tránsito desde la elaboración fantasmal y sensible del maniqueís-
mo cristiano que lo lleva a la abstracción, plena y racional, de la Iglesia
Católica.
En sus Confesiones, al relatar el tránsito, pone en evidencia la meta
morfosis subjetiva del campo imaginario que el catolicismo provoca en sus
fieles; cuando el terrcr político se toma más despótico cunde entonces la
impotencia popular para enfrentarlo. La confianza en la figura paterna, en
el poder político y en ios dioses cobijantes se desvanece, los hombres que
dan sin sustento, suspendidos en el vacío colectivo: si se rebelan sienten
que se mueren. Es entonces cuando acontece algo tan desesperado como
invisible: ante la nueva amenaza que nos deja impotentes, incapacitados
para enfrentarla, se actualiza regresivamente ej retorno suplicante a la im
pronta materna para que nos salve, como último estrato y refugio iru ins
ciente en nuestro cuerpo individual e histórico. Allí el cristianismo ahonda
el poder externo en Ja subjetividad que, por fin, le queda más profunda
mente sometida, y le abre al poder político, en el corazón ahora castrado
y contenido, el acceso a todo el ser del hombre. Transforma los conli ■tos
sociales externos y reales en conflictos subjetivos, individuales e ilusorios.
£ TDios único
Entre fantasmas
I) Tránsito al maniqueísmo:
la encarnación de los fantasmas
Variación
Las razones para oponerse a la sodomía son las mismas que utiliza pa-
$ia oponerse a la fornicación con las mujeres: la concupiscencia camal. Si
^además la madre es lo temido y reprimido, debo actuarla con mi cuerpo:
íiie invierto. De tanto haber amado a Dios con todo, es decir de tanto ha
ber actualizado las propiias marcas femeninas para construirlo, tanto más
lo femenino materno queda cual si fuera el último espacio camal, lo más
ihtemo y primitivo, actualizado sordamente como lo más propio y único,
pero convertido en lo más distante. Más allá no queda espacio corporal pa
ra sostener nada. Lo que tenemos de deseo masculino de la mujer fue pro
gresivamente aniquilado en el propio cuerpo. Y entonces aparecen los fan
tasmas del padre, los fantasmas de amor masculino siempre vivos.
Si por terror al padre hemos tenido que retroceder y anular lo más
■propio irreductible, el último reducto de nuestra existencia encamada pa
ra despojarnos de ella, hasta alcanzar la huella más primitiva para negarla,
¡allí encontramos que la nuestra es y sigue siendo, una carne confundida,
én simbiosis con la suya: carne de madre con la cual se hizo la nuestra.
la comunión maniquea
“Y, ¿qué hacía yo cuando me reía de ellos [de tus santos servidores y
profetas] sino hacer que tú [Dios] te rieras de mí, conducido insensi
ble y paulatinamente a unas ridiculeces tales que creía que el higo y
su madre, la higuera, derramaban lágrimas de leche cuando se le
arrancaba? Y si algún santo de la secta [de los maniqueos] comía ese
higo, arrancado no por delito propio, sino ajeno, mezclándolo con sus
propias entrañas, exhalaba de aquel higo, gimiendo y sollozando en
la oración, no sólo ángeles sino hasta partículas de Dios. Y estas par
tículas del sumo y verdadero Dios habrían estado siempre unidas a
aquel fruto, a no ser que el diente y el vientre de aquel santo varón
las hubiera liberado” (III, x, 18).
“Creía también, miserable de mí, que había que tener más compasión
de los frutos de la tierra que de los hombres, para quienes nacen esos
frutos. Porque si alguien, que no fuera maniqueo, tuviera hambre y
me ios pidiera, me parecía que dárselos era como condenar aquel bo
cado a la pena capital" ( capitali supplicio) (III, x, 18).
¿Qué significa esta súbita aparición del hijo, pero ahora parados am
bos sobre la misma regía de madera? Interpretamos: podía estar junto a ella
porque estaban simultáneamente parados y separados, diferenciados y
adultos como madre e hijo, en la misma vara regulada que los reglaba, me
didos por ía ley que marca a cada uno su sitio. Por la ley de la prohibi
ción del incesto, diremos, que los regula a ambos, los separa y los acerca
de otro modo. Esa sería la “explicación”, el porqué la madre considera un
"perdido” a su hijo, a quien no soporta separado, y sobre todo, con otras
mujeres —aunque esté junto a ella— . Y esto vino, nos dice san Agustín,
del “Dios omnipotente y bueno ”, que escuchaba por quién doblaban las
campanas del corazón de su madre.
Pero lo extraordinario sucede luego, cuando ambos interpretan y tra
tan de desentrañar juntos su sentido — el enigma que los envuelve y que
la visión revela:
“cuando ella me contó la visión [el sueño se tranformó en visión para
Agustín] y yo intenté persuadirla de que no se desesperara de ser ella
lo que yo era ahora [es decir, se convirtiera al maniqueismo], ella me
contestó al instante sin vacilación alguna, diciendo: *No es así, porque
no se me dijo: donde está él allí estás tú, sino, donde estás tú, allí está
él también»” (id.).
La persecución materna
El padre represor, pero todavía en esta etapa prolongación del real su
yo, no alcanzaba para impedir que pecara con fantasmas, como si fuera
una propuesta divina. Había una resonancia pensada desde su cuerpo dis
tanciado, sensible todavía, en la ley paterna que el hijo había aceptado por
culpa de conciencia. Aún abusaba “de tu perdón para tener libertad de pe
car’ (IV, ni, 4). del perdón consecutivo a la transgresión realizada. ¿A quién
le pedía perdón por pecar, a la madre o al padre? Si la fornicación con las
mujeres le estaba vedada en el maniqueísmo, y eso también se lo pedía la
madre, sin embargo persistían las pulsiones homosexuales que buscaban
a Dios en el cuerpo del otro. Agustín mismo lo relata en las fantasías de la
higuera. Pero la castración eludida volvía amenazante en el momento en
que esperaban sorberlo a Dios mismo por la boca.
Todavía Agustín se debatía en una variante perversa de su complejo
parental antiguo. La presencia del padre fantasmal, pertinaz aunque cor
puscular, insistía. Y el terror a la muerte por separarse de la madre no le
daba descanso. Por eso todavía gozaba de la impronta materna sensible y
clandestinamente envuelto en las obscuridades de sus “resplandores corpó
reos1, Pero eso era posible porque Agustín aún no había aceptado el deli
rio materno-, reconocerse como el hijo que ella tuvo con su propio padre
para permanecer para siempre dentro de ella. Hacer que por fin el padre
de su carne desapareciera totalmente, borrando toda huella.
Cambio de rum bo
En esta visión-sueño todavía se resistía a cambiar una ley por otra. Pe
ro estaba en camino. Trataba de hacer con su madre lo que había logra
do, como prueba de amor, de su amigo ahora muerto (véase Cap. siguien
te), convertirla del catolicismo al maniqueísmo. Es lo que le propone, que
sea Illa la que permanezca al lado de él, que en el mundo exterior sensi
ble lo deje libre, que le permita al menos gozar como un maniqueo. Es co
mo si Agustín le hubiera respondido a la madre: “tu estás al lado de mí,
bajo la misma regla, y yo como hijo adulto estoy separado de tu cuerpo só
lo externamente ’. No la negaba adentro suyo, como fantasma, sólo decía
que externamente estaban ambos, desde la ley del padre todavía, someti
dos a la misma regla de la realidad adulta, la ley que prohíbe el incesto. Y
que con esa permanencia de su marca materna en su propio cuerpo había
todavía, si se lo permitía ella, algún goce posible en el mundo de los cuer
pos.
Pero ella con gemidos y lloros le responde: tú como hijo estás en m í
todavía, eres tú el que estás de mi lado, y no yo del lado tuyo. La cadena
comienza desde ella, allí donde la ley del padre de Agustín aún no regía.
Retoma a establecer su poder en un tiempo anterior, en el sin tiempo de
la simbiosis arcaica que los unía, cuando formaban una unidad que la re
gla del padre de ella confirma como única cierta y valedera.
Y el hijo comprendió entonces que la regla no era la misma para am
bos, que venía de otra parte, de un Dios diferente, al que todavía él no ha
bía accedido, el Dios-Padre católico de la madre. Mientras Agustín leía el
sueño-visión desde una relativa realidad fantasmal sensible, sensual y ob-
jetivable, gozable en los cuerpos, la madre, desde su deseo realizado, lo
describía con las coalescencias unificantes del proceso primario. Cuando
la regla que prohíbe el incesto no regía, pues allí aún no había cuerpos se
parados ni regla humana alguna, donde predominaba la unidad indisolu
ble del Uno sentido. Y le está diciendo que en el espíritu no hay incesto,
porque la Santísima Trinidad no es ni corpórea ni sexual: es anterior a la
diferencia de sexos. Cada uno es el otro, y el Uno nos contiene indisolu
blemente juntos. Es un misterio, sí, que se disuelve al vivirlo con la lógica
arcaica del proceso primario. En la Sagrada Trinidad que propone la ma
dre no hay misterio, sólo hay tres Personas, porque ese es su espíritu: Ma
dre, Padre e Hijo. Ella es la unidad substancial en la que todo se reúne.
Todo y parte al mismo tiempo. Pero cuando el santo piensa luego este
“misterio”, la Persona de la madre quedará oculta en el Espíritu Santo, don
de su presencia sensible de mujer queda borrada, tal como lo propone la
Iglesia cuyo cuerpo usurpa. Pero en ella, en su unidad, están los tres jun
tos. Es el hijo quien propondrá luego hacia afuera la forma canónica y es
colástica de la Sagrada Trinidad, corrigiendo la propuesta materna hasta
borrar de ella toda huella sensible: hasta la huella de su persona en la Ter
cera Persona.
Y él después comprendió, cuando entró en el delirio materno, que era
el Padre de ella quien se lo decía, no la regla del propio padre que se lo
prohibía; lo reconocía como Hijo más allá de la relación sexual y de la car
ne. A Agustín le faltaba aceptar que su padre real en la carne no era el su
yo, es decir aceptar sin culpa que el propio permanezca definitivamente
muerto e invalidar su ley por otra forma más rotunda y previa. Reconocer
que su Madre lo había concebido en su fantasía al Hijo con otro Padre: con
el padre de ella. Que esa viuda casta, piadosa y sobria encontró otras for
mas de goce para concebirlo al hijo. Y que ese goce venía de otro mundo
y de otro padre, no del suyo. Esta preeminencia alucinada del nuevo na
cimiento del hijo, como hijo de otro padre, como exclusión de la terrena-
lidad de los tres términos de la familia y su remisión a lo absoluto, alcan
za su culminación cuando Agustín, pasados nueve años, se convierte y
encuentra al Emperador celestial para que lo cuíde.
La conversión marcará su entrada en el mundo arcaico de la madre,
como lo pide la Iglesia Católica. El pied-d-terre se convirtió en ‘'térra igno
ta”. Es entonces cuando el santo cambia padre por Padre: cuando acepta
el delirio católico de la madre se convierte en “hijo adoptivd’ de Dios por
su gracia. (De Tiinitate. p. 459). Y cada rastro representado de la madre en
su propio interior desaparece, cree, trasvasando y consumiendo todo su
contenido sensible en la figura y forma de su Dios Uno y Trino, abstracto
y Verdadero.
Sólo el padre de ella, idealizado, sin huella sensible en su propio cuer
po de hombre, es capaz de lograr lo que la prohibición violada de su pa
dre real no pudo. Puede tratar de asesinar y destruir todo lo que tiene de
madre en su cuerpo de hombre para separarse de lo que lo persigue pe
ro no abandona, transformar su feminidad en masculina, hacer desapare
cer todo rastro femenino de la madre y construir con ese contenido algo
presentable: a Dios-Padre abstracto y masculino. Su cuerpo santo queda
depurado de la 'peste' hasta lo más profundo de su ser; ya no le teme al
abismo, a la obscuridad ni a la muerte. Entramos en el patriarcado absolu
to y extremo del cristianismo católico imperial y romano. El Dios del Im
perio abarca por fin todo su cuerpo y lo domestica hasta lo más profundó
de sí mismo. ¿Hay sí mismo en san Agustín acaso? No queda nada propio;
todo es consumido mientras se goza en describir la hoguera en la que ar¿
de.
Agustín nos cuenta la separación de su mujer am ada, con la que tu
vo un hijo, y descubre que sólo hay un amor y una fidelidad eterna.
Pero más extensamente nos narra la muerte de un amigo, el hombre a
quien más quiso y cuyo nombre quedará también oculto para siempre.
Redescubre a cambio el goce del dolor y adquiere otra certeza: ahora
sabe para siempre que nada de lo vivo puede ser amado camalmente
como vivo.
Cuando convivió con “una mujer” huía todavía del modelo familiar
de la madre, el matrimonio frío y calculado, desapasionado y pactado pa
ra producir hijos. Aún era Edipo, y el Destino lo esperaba. Y se dio, rebel
de, al amor apasionado y lascivo, sin pacto legal, movido por el ardor de
la concupiscencia, dice. Y “experimentó por sí mismo, con toda claridad,
la diferencid'. La mujer que va a ser madre pacta con el hombre que sera
padre. Con la mujer a la que por su pasión Agustín se ve llevado no hay
pacto legal, hay sólo libre goce. Pero el placer lascivo inesperadamente
produce vida nueva: le nace, sin desearlo, un hijo. Este hijo de la lascivia
hace aparecer, como si cayera en una trampa, lo excluido y más temido.
Porque el nacimiento del hijo lo excluye —siente horrorizado— del amor
femenino de la mujer amada; el amor de ,1a mujer por Agustín pasa ahora
al hijo, y se siente desplazado. Son la verdadera “carne de su carne y hue
sos de sus hueso? (Génesis) para ellas. Por eso esos hijos no son amados,
escribe generalizando su perspectiva paterna; nos vemos obligados a amar
los, dice, cuando nacen. Agustín enfrentó al hijo, cuando recién nacido, co
mo a un rival y un enemigo.
Esa fue su experiencia, la diferencia entre el matrimonio de sus pa
dres, que lo tuvo a él como hijo, y la unión apasionada, en un pacto sólo
de placer, con “mía mujerJ: a la que sin desearlo hizo madre. Lo inespera
do de la diferencia lo sorprende; buscando el placer con una mujer, ésta
se convierte en madre, y Agustín de pronto, sin quererlo, de amante goza-
dor se convierte en padre celoso y despechado. Es sólo un fantasma el que
lo acosa, porque su mujer lo ama; cuando Agustín la repudia ella se vuel
ve a Africa y se recluye. Pero él sabe, como ninguno, qué pasa en el amor
de la mujer hacia el marido cuando un niño nace; sabe ahora que su ma
dre le atribuyó la paternidad más verdadera al suyo propio, convertido en
Dios-Padre, no a su marido. Otra vez la tríada famosa —padre, madre e hi
jo, de la que huía— vuelve a aparecer para tornar vano su intento de des
pegare de ese destino, él que había intentado, anterior a todo pacto, que el
amor con la mujer fuera sólo gozo.
Lo que fue su privilegio de hijo con la madre, se invierte y ahora
aprende — “por sí mismo y con toda claridad”, dice— qué significa ser pa
dre en la carne. El hijo que escapaba de su propia madre descubre que en
ese placer gozoso, a diferencia de lo que pasó en su propia familia, hay
mujer gozosa primero (con el hombre) y madre gozosa luego (sólo con el
hijo). Pero entonces también verifica dolorosamente que para ese hijo que
es él, cuando se convierte inesperadamente en padre, no habrá otra mujer
que lo ame como lo ama su madre. No tiene escapatoria. Estaba huyendo
aún de la madre como hijo gozado, y encuentra que le pasa a él lo mis
mo que a su padre. El gozo que le dejaba libre su madre, en ía valencia
libre de su sexo, sólo con una mujer-no madre podía alcanzarlo. Pero fra
casa cuando tiene un hijo con la mujer que ama; los fantasmas de los ce
los y la culpa lo persiguen encarnados en la figura femenina extema, de
pronto inhabitable y dolorosa. Sólo queda un único lugar seguro, el que
ocupaba como hijo: volver a refugiarse en el claustro fantasmal de 1a ma
dre originaria.
Es entonces cuando la madre real misma le presta ayuda, lo separa de
esa mujer sexuada, para proponerle otra mujer en serio, como Dios y 1a
ley manda, un verdadero matrimonio pactado sin placer, para tener posi
ción social, dinero y prole. Su lugar como hijo amado permanece porque
vuelve al verdadero goce, el primario unido a la madre primigenia, el úni
co seguro: sin pacto escrito. La madre reserva para sí y para Agustín el go
zo idealizado y puro, fuera de la ley, ese que no tuvo con su marido, y só
lo tolerará — preparándole un matrimonio de conveniencias con una niña
de once años— que el hijo se una a una mujer para 1a procreación legal,
pacto sin gozo. A partir de esta experiencia de la diferencia ^vivida por sí
mismo", dice (entonces no como la vivió su padre) algo aprendió definiti
vamente: que en la pareja humana hay gozo sin ley y sin dolor sólo para
la madre y su hijo. Y se confirma el persistente afecto de la unidad prime
ra, la única segura, sólo allí hay un único goce absoluto y sin pena, ante
rior a toda ley y a todo pacto,
La identificación tardía
Y Agustín calma a su alma llorando, como lloran los niños por la ma
dre ausente, por el pecho perdido, por el amigo boca, por sentirse higo-
pecho con su amigo, amenazado por la muerte luego de ser arrancado de
la higuera. Llora lágrimas de leche nuevamente: de la misma substancia
que las que lloraba junto con la madre cuando lo arrancaron de ella. Am
bas leches coinciden, y al llorar le da nuevamente acceso a lo que ahora
está más separado de sí mismo. El puente fantástico que la madre con su
leche tiende al niño. Pero siempre dentro de ella.
Cuando otro amado (por ahora) muere afuera, Otro, lo más amado/
aún, resucita como fantasma materializado adentro. Y entonces gozamos,
descubre con una pizca de horror y de vergüenza complacida, con la
muerte ajena: gozamos hasta con la muerte del ser más querido. Primero :
gozó con el anonadamiento del padre, al infringir la Ley que le prohibía
el acceso a la Cosa, y lo suprimió como límite para su acceso al hombre;
Ahora, para volver por otro camino a acercarse a ella, goza con la muerte
del amigo. La Cosa exige siempre un sacrificio ajeno, que es siempre la
muerte del “semejante” que la asume. Hay que transformar el dolor en go
ce, y lo ha logrado,
“Ahora Señor, ya pasó todo aquello, y con el tiempo se ha mitigado
el dolor de mi herida. ¿Puedo oír de ti, que eres la verdad, y aplicar
el oído de mi corazón a tu boca para que me digas por qué el llanto
es dulce para los desgraciados? (.... ) Y, sin embargo, si no lloráramos
a tus oídos, no nos quedaría esperanza alguna”(IV, V, 10).
"En una palabra: ¿por qué el gemir y el llorar y el suspirar y el la
mentarse se saborea como suave fruto de la amargura de la vida? ¿Es
dulce esto entonces porque esperamos que nos escuches? Esto pasa
desde luego con las oraciones, puesto que su objeto es llegar a ti. ¿Su
cede lo mismo con el dolor de ¡a cosa perdida y con el llanto que en
tonces me inundaba? Yo no esperaba resucitarle ni pedía esto con lá-
grimas. Solamente sentía pena y lloraba. ¿Es también el llanto algo
amargo y tíos deleita por el bastió que sentimos bada las cosas que an
tes amábamos y abora aborrecemos?” (id.).
La muerte ajena abre la esperanza de la salvación propia. Agustín con
el paso del tiempo y al hacerse católico descubre a Dios en el alma, cuan
do el alma deja de ser alma “sensible” para convertirse en alma pura. Lo
difícil del retomo al alma (mater) es soportarla sin disolvemos y derramar
nos en ella. Como el padre no Je había opuesto el límite de la diferencia
de sexos, no nos separamos como diferentes: nos disolvemos en la iden
tidad de una substancia única, quedamos devorados. El alma-mater es lo
verdadero semejante. Y luego esa alma (materna), en la que se disuelve,
es suplantada, en el ruego del dolor que la implora para salvarse, por al
go (un Dios paterno) que aparece detrás de ella, para que la contenga y
nos contenga. El límite rechazado afuera, desde el padre, tiene que apare
cer ahora desde dentro de la misma madre.
El límite que impida la devoración que siente en el retomo irresistible
lo busca dentro de ella misma. Y como Dios aparece en ella, detrás de ella,
conteniéndola, pero siendo todavía una única substancia, le sigue hablan
do a Dios como le hablaba al alma y pone el oído de su corazón, lo que
tiene de más sensible, en su boca. Dios de pensamiento, en vez de leche
le desliza ahora palabras: Dios materno. El Dios fantasmal maniqueo, pre
sente como cuerpo, es abandonado y suplantado por el Dios espiritual ca
tólico que ella misma afuera le ofrecía, y es a ese Dios, padre de la madre,
a quien ahora se confiesa y al que le pregunta por el sentido de su expe
riencia antigua desde la experiencia final aterrada, por fin consolada. El al
ma materna no contestaba nada: permanecía muda. Ahora Dios, a diferen
cia de ella, sí le habla; le contesta con palabras que manan de la boca del
Padre como antes manaba la leche los pechos de la madre: leche, ahora
de palabras, del Padre de la madre. A esa voz interna le presta un oído in
terno: la sigue bebiendo por la boca.
“¿Qué soy yo cuando me va bien más que un niño que mama tu le
che y se alimenta de ti, comida incorruptible?”
El consuelo
“¿Por qué me había penetrado con tanta facilidad y hasta lo más ínti
mo aquel dolor, sino porque había derramado mi alma en la arena,
amando a uno que había de morir como si no hubiera de morir?” (IV,
vm, 13).
Enseñanzas
La huida
Su alma era pura alma materna; el otro, como padre y semejante, ha
bía sido simplemente tachado, no había penetrado su alma para imponer
allí su forma masculina. El alma no tiene otro camino que “elevarse” para
descansar; no puede descender hacia el cuerpo porque allí, en lo más pro
fundo de su carne, no hay cuerpo paterno, como el suyo propio, que pue
da sostenerlo. No había Otro de sí mismo en él mismo. Luchaba todavía
buscando dentro de sí al otro salvador que le tendiera una mano de hom
bre, que lo sacara del vacío y lo incluyera en la realidad humana. Que le
enseñara que se podía sobrevivir a su derrumbe, que lo curara del espan
to de la muerte. Un padre que, de haber sido asesinado, hubiera renacido
poderoso dentro de su cuerpo con la vida que él mismo, por identifica
ción, le prestaría. Sólo encuentra ahora su fantasma corpuscular, vaporoso
y etéreo, nada sólido. Pero no lo había enfrentado; lo había aniquilado só
lo con su pensamiento, sin poner el cuerpo que, en lo substancial, seguía
siendo materno: “tú no eras para m í algo sólido y estable cuando pensaba
en ti ” No había sentido con su afecto ese enfrentamiento omnipotente só
lo pensado pero no realizado: “Si intentaba poner allí mi pensamiento p a
ra que descansara, resbalaba por el vacío y caía de nuevo sobre mi'. No
había retrocedido, regresado, atravesando todos los estratos infantiles den
tro de sí mismo, para enfrentarlo en el fundamento ontológico de su ser
mismo, en su alma-mater, donde alma y madre estaban con-fundidos. No
se había identificado con el padre para enfrentarlo desde el poder que ex
traía, creía, sólo de su ser en ella. No podía entonces animar la figura pa
terna que constituyera un poder propio y masculino. No podía, por iden
tificación, transformar lo materno en paterno, incluir la diferencia sexual
en el seno indiferenciado de lo que tenía de madre.
Allí habría habido encuentro sensible entre las dos substancias, entre
la materna y la paterna, pero como lugar de encuentro de lo Otro en lo
Mismo. Se hubiera abierto, entonces, una distancia histórica en su cuerpo
sensible. Entre el rastro sensible del padre denegado, escotomizado, den
tro suyo le quedaba de padre sólo el fantasma de su padre, que se le apa
rece como a Hamlet. Se le aparece como cuerpo sensible todavía, como
padre encarnado fuera de sí mismo, no como padre muerto y resucitado
en su propio cuerpo como propio; no le dio vida en el mismo lugar don
de reside lo que tiene de madre siendo hombre.
No había accedido siquiera al Dios judío, invisible, infigurable. No hu
biera podido, como el judío Freud, estremecerse de pavoroso respeto an
te la sublime imagen del Moisés de Miguel Angel. Agustín nunca pudo '‘su
blimar” a su propio padre, porque tampoco lo vivió como poderoso: no lo
había “endiosado”. Ese padre, que vagaba como alma en pena, ajena a la
propia, para salvarse pedía en Agustín un hijo diferente, un asiento abso
luto, es decir un asiento en lo más profundo de sí mismo, hecho de su
muene y resurrección por obra suya — como lo hacen los niños que son
fuertes y lo enfrentan como pueden. Por eso dice que lo buscaba: “te bus
caba a ti, Señor’, “pero no quería ni podía hacerlo”, ya era tarde para su
necesidad adulta. Los fantasmas no se matan ni se mueren, viven de una
vida difusa, corpúsculos etéreos de almas en pena que buscan encarnarse.
Necesitaba apoyarse en el Padre hecho Dios, pero el suyo en tanto Dios
era como el padre sensible, sólo como un fantasma de Dios se le aparecía
el padre. Por eso luego recurre a lo único absoluto que le queda: al Padre
de la madre. “Mipropio error era mi Dios”-, un error lógico dice, no una si
tuación vivida, enfrentada y sufrida en la carne. Era sólo un pensamiento
equivocado.
Por eso ponía en ese Dios sólo lo que quedaba disponible, el pensa
miento, no el cuerpo sintiente prometido. Y el pensamiento que no surge
del cuerpo no puede ser soporte de la vida; para soportar una vida siem
pre se necesita cuerpo. “Si intentaba poner' mi pensamiento allí (en el lu
gar de Dios como fantasma) para que descansara, resbalaba por el vacío y
caía de nuevo sobre mí, de modo que yo mismo me había convertido para
m í en una infeliz morada en la que no podía permanecer ni salir de ella".
Si Dios era sólo pensamiento, sólo con el pensamiento quería alcanzarlo,
pero eso no basta, y el cuerpo de Dios estaba distanciado fuera del pro
pio. El pensamiento no penetra hasta el cuerpo si no tiene asiento sentido'
y encamado para recibirlo, como tampoco la res pensante penetra hasta la
res extensa, son substancialmente heterogéneas.
El solipsismo materno de la unidad arcaica, que era lo único sólido
que encontraba dentro de sí mismo, lo encerraba sin poder salir al mundo
como hombre; quedaba como el niño en el vientre de su madre: " resbala
ba por el vacío y caía de nuevo sobre m i’, describe exactamente. No podía
permanecer en ella sin disolverse, pero tampoco podía salir sin aterrarse
de la soledad absoluta del mundo de hombres que, por estar fuera de las
madres, debían estar todos muertos: "pensaba que la muerte acabaría de
repente con todos los hombres”, mundo sin un cuerpo paterno que le ten
diera el suyo redivivo para sostenerlo dentro de sí mismo. Afuera, en el
mundo, tampoco había patria; el imperio y los bárbaros amenazaban tam-
bien de muerte. El mundo se acababa y todos los hombres se morían cuan
do, en la morada más interna y cobijante a la que habían regresado para
protegerse, también allí los esperaba la amenaza. No había Otro, ni afue
ra ni adentro: el desierto absoluto lo esperaba. “Porque ¿dónde podría ir
mi corazón huyendo de m i corazón?’. El solipsismo absoluto.
El corazón, viscera materna, aquí sí lo único sensible y afectivo a lo
cual aferrarse, sin pensamiento — sin distancia— era lo que le quedaba: no
podía huir de sí mismo sino dentro de sí mismo. Formaba unidad el cora
zón sensible suyo con el corazón sensible de la madre, no había espacio
encamado para más nadie. El fantasmal Dios de su padre, elaborado por
su pensamiento con los restos reales, no podía penetrar en la caverna en
la que estaba encerrado, y se creía a salvo. Por eso los cristianos como
Agustín, que se someten sin resistencia al poder que los aterroriza en el
mundo histórico, y se resguardan buscando cobijo en lo más escondido y
vivo aún de sí mismos, tienen que castrar el corazón, lo que tenemos de
niadre, el lugar terminal de la resistencia, para ponerle un límite a la fu
sión amenazante que los disuelve. Vuelven a encontrar adentro ei terror
del que huyen afuera. El cueipo todo queda aniquilado de cuajo; la iden
tificación con el semejante que les falta adentro no encuentra semejantes
afuera con los cuales defenderse. Por eso se reúnen en las catacumbas, pa
ra consolarse con los muertos.
No asumieron el enfrentamiento a muerte con el padre, dijimos. No
pudieron enfrentar la amenaza de castración, ni defenderse de ese padre
que quedó en cada uno como marca del semejante impotente, porque las
figuras políticas persecutorias y aterradoras invalidaron toda resistencia.
Sólo el padre de un niño que lo enfrenta alucinadamente, y lo vive en su
afecto y en su imagen como cierto, puede dar vida luego al padre muerto
en su propio cuerpo, la vida de quien lucha y se resiste. Agustín sólo te
nía cuerpo sensible de madre, pero travestida, en su carne paulatinamen
te des-historizada. Y por eso su pensamiento será luego puro, porque no
parte de un padre realmente encarnado, sino de un padre ajeno encarna
do en otro cuerpo: en el de la madre. Y aquí sí el pensamiento que cons
truye a ese Dios sale del pensamiento: no tiene origen en la vida del pro
pio cuerpo. Es el padre que sacamos del ideal materno, no del nuestro. Y
lo construimos con palabras.
“¿Adonde huiría yo de m í mismo? ¿Adonde me seguiría yo a m í mismo?’
Y no tiene salida; Agustín huye de sí mismo, ahora en el mundo real, arras
trando su ser adulto-infante, un niño desamparado que buscará en otro pa
dre, que no fue el suyo, quien lo suplante. Un Padre más profundo, que
salga del mismo sitio donde está la madre, el padre materno idealizado. Y
será el suyo un Padre que creerá que surge desde lo más hondo de sí mis-
mo. un padre que no contraría su unidad con la madre. Pero será un pa
dre insensible y puro, asexuado e inmortal, sin cualidades propias-, un pa
dre de palabras, Y se confesará a ese padre con las mismas palabras que le
dirigía a la madre: ambos tienen ahora, por fin, también un Dios único.
Y por eso huye, defraudado, del padre real y de la patria real; huye
del padre que no pudo ser como Dios en su subjetividad de niño, y de la
patria que no pudo prolongar desde su cuerpo como prolongación del su
yo como cuerpo histórico. No tiene atraigo ni en la madre tierra ni en la
tierra patria que sobre ella edifican los hombres; sólo tendrá a la Institu
ción de la Iglesia como cuerpo místico materno. No tiene cabida en el
mundo humano; sólo la madre adentro y su cuerpo objetivado en ia sagra
da Iglesia. La unidad de lo inismo. Se quedó sólo con su cuerpo, y las pa
labras que le enseñó la madre. No se podrá separar nunca mas de ambas:
una cercanía infinita los reúne. “Y sin embargo bui de mi patria. A sí mis
ojos lo buscarían menos en donde no había solido verlo. De este modo me
marché de Tagaste a Cartago". Fracasó en encontrar un lugar humano qué
lo acogiera cuando se hizo maniqueo. Comprobó que el padre fantasmal,:
divinizado, no podía defenderlo del terror interno al cual había retornado,
Pero afuera tampoco la patria podía protegerlo: estaba amenazada por el
asedio de los bárbaros. La Ciudad de Dios lo espera cuando las huestes dé
Alarico invaden Roma y el pavor invade al mundo desde adentro y desde
afuera. Y el cuerpo materno externo de la Madre Iglesia se dará entonces
un cuerpo terrestre, político y paternal que la prolongue y le asegure la
eternidad en la tierra, una patria materna alucinada.
A quí Agustín metamorfosea algunos salmos de la Biblia antigua y
transforma al Dios judío en otro diferente. Revela el secreto misterioso
de la fantasía central del cristianismo: el nacimiento del hijo de Dios
se produce en el vientre humano de una virgen, inseminada no por el
hombre sino por el Espíritu Divino .
Dios, “nuestra vida ', que entre los judíos era externo y estaba a dis- :
tancia infinita, descendió entre nosotros, se hizo humano en el útero ma
terno de una virgen (para el caso nuestra propia madre arcaica), engendró
en su vientre a Cristo. Lo absoluto descendió sobre lo relativo, lo infinito
se hizo finito, lo trascendente se hizo inmanente.
Pero aterrado ante la amenaza del mundo exterior cuando nace, el hi
jo debe volver al refugio primero. Aquí aparece la diferencia con el Géne
sis hebreo. El Dios judío creó a la mujer a costillas del hombre; es clara
mente una alegoría, una metáfora estrambótica para simbolizar que la
mujer, como un sueño, es creada por el hombre como una madre que se
nos ofrece a nuestro goce desde afuera: la mujer anhelada que nos sale
desde el pecho inflamado de ganas, La distancia del sueño con la realidad
es bien visible; el judío que escribió la Biblia nos dice que no creamos en
lo que dice, que es un cuento fantástico. Nos da una imagen que impide,
de tan absurda, sobreponerla a la realidad percibida, pero para que resue
ne y actualice, sin embargo, algo que sigue presente como vibración ima
ginaria. En cambio el Dios cristiano suplanta al padre genitor, al macho
que somos cada uno de nosotros, nos desplaza y nos desvaloriza, y crea
al hijo divino en el útero mismo de la mujer-madre virgen; el padre engen-
drador es un desaparecido, desvalorizado y desplazado.
La imagen concuerda con el lugar real del engendramiento, útero y
vagina, sin distancia metafórica, y de ese lugar mismo evocado nos despla
za y transforma a la fantasía en tan real como la penetración en la mujer y
el nacimiento. No es metafórico ni alegórico, como cuando Jehová toma
un puñado de tierra y modela con ella un hombre, no marca una distan
cia; es una figura alucinada que en lo mismo hace aparecer lo diferente y
lo opuesto, lo que contraría toda evidencia despierta. En las entrañas del
cuerpo de la madre se produce una gestación diferente, siguiendo el mis
mo camino natural de causa a efecto. La cosa sucede entre Dios, la madre
y el hijo: el padre real 110 existe.
Tomando nuestra muerte Ia destruyó con ¡a abundancia de su vida”.
Para lograr este efecto separó, cortándonos en dos, el lado corpóreo y car
nal de nuestra existencia, y destruyó a la muerte que nos acompaña con
la misma vida que la madre genitora nos había dado. El engendramiento
materno queda transfigurado al substituir a los personajes reales por otros,
fantasmales y arcaicos que, siendo los mismos (Madre, Padre, Hijo) no son
iguales. Aquí, en el esplritualismo delirante del mito cristiano, primero es
Dios-Padre, que crea a la madre como mujer virgen y luego la insemina
espiritualmente para producir un hijo, que no viene del padre real; el nue
vo Padre aparece en el interior mismo de la madre. El hijo retenido, con
su propio deseo, también entra a formar sistema con el deseo delirante de
la madre.
Esta transmutación fantaseada da un nuevo sentido al engendramien
to real que viven los hombres. La vida del espíritu, que es eterno y pri
mero, destruyó en el núcleo originario de la vida a lo que ésta tiene de
vida mortal. La destruyó por lo tanto como vida efectiva al convertir la vi
da real en vida pecadora. La estratificación psíquica se invierte: lo arcaico
adquiere preeminencia sobre ía realidad misma. La contradicción metafí
sica se convierte en intrauterina, y la fornicación es el pivote donde se bi
furcan los senderos. Ahora es pecado gozar con la mujer: hay que excluir
el sexo gozoso de la vida, tomar otro camino. La carne es sinónimo de
muerte. Mateo lo dice: hay que autocastrarse. "£/ que quiera entender que
entienda'.
Todo está invertido; el espíritu es llamado vida ahora, y es verdadera
esta vida alucinada, porque es una fantasía materna que el hijo comparte
con su madre, es decir porque no es vida con las cualidades sensibles y
sensuales y amorosas de la vida. Esta nueva vjda muerta, que se desarro
lla en forma paralela, es llamada “vida espiritual”, idealizada; vida abstrac
ta pensada como eterna en tanto vida sensible anulada. Es útero de mujer,
pero virginal: sin deseo de hombre, “no conocí varón", dice María, la san
ta. Trae la eternidad al hombre, la " verdadera vida ”, y al anularla en lo que
tiene de goce sensible y necesariamente pasajero, transforma a la vida vi
va en vida muerta, puesto que por ser vida lleva necesariamente a la
muerte, a la vida falsa y al pecado mortal de la concupiscencia. El Dios
cristiano se hace Hijo en Cristo, para hacernos eternos e imponer sus con
diciones; si queréis ser como Dios mismo y volver ai Paraíso debéis vivir
la realidad adulta como si fuerais niños de pecho, recién salidos del útero
materno. Y el terror de la amenaza externa hace lo suyo: nos devuelve
traumáticamente del terror de Estado adulto al cobijo de la primera infan
cia.
Pero para que nos diga algo el “espíritu” siempre debe cabalgar junto
a la vjda. debe seguir su misma trayectoria carnal y anatómica. Y para ser
creído contra toda evidencia, exige y debe ser caucionado en algo propio,
que quedó planteado sin conciencia, como un deseo inconsciente profun
do e irrealizable. En el vacío de la falta de representación de la primera
huella que dejó la madre en nuestro cuerpo, allí se la suplanta por una re
presentación — un Dios nuevo— construido con palabras. Pero ese fondo
sensible materno, aunque negado, lo sostiene. No es una alegoría literaria:
es un fantasma. Debe seguir las huellas del engendramiento corporal y se
xuado pero en camino inverso para construirlo cuando el terror nos inva
de, actualizando las fantasías que quedaron, exigentes, pidiendo ser satis
fechas contra toda evidencia,
El cristianismo se aleja del Dios judaico, externo y eternamente distan
te. Detrás de él los cristianos, en cambio, buscan a la madre que ese Dios
oculta. Y el Hijo sale arrastrando, como un recién nacido, la placenta que
todavía lo recubre. Los judíos mantienen lo materno real que su Dios dis
tancia y reprime, y al ver a Cristo como un falso mesías confirman que lo
divino no produce salvadores humanos, y mucho menos que resuciten de
la muerte. Que la madre debe ser prolongada como madre viva sólo en lo
terrestre,‘ que no hay dioses matemos. Si el hijo resucita es porque quiere
eternizar y convertir en abstracta la sagrada carne, quiere con-sagrarla. Los
judíos no lo reconocen, pese a que ya hace dos mil años que los persigue
el cristianismo para que den un falso testimonio, que digan que Jesús ha
resucitado, y entonces el nuevo sistema religioso cierre.
Y Dios, que es un Dios nuevo y diferente, es sustituido ahora por el
Hijo, a quien se adora como modelo salvador de la muerte. Cristo muere
como prueba de que la madre como diosa eterna existe realmente como
siempreviva. Si queremos que aparezca como un Dios interior, debe ser un
Dios feüchizado, un hombre-niño endiosado como eterno, Y para que sea
interior como espíritu, tan interior como sólo lo es la madre protectora, que
nos impuso su impronta corpórea desde su útero fecundo, debe hacerlo
allí donde ella se resume: en el corazón del hijo que latió y nació junto
con el suyo. Al endiosar al Hijo se endiosa simultáneamente a la Madre co
mo Virgen, Y detrás de ella, descarnada, aparece agigantado el cuerpo ma
terno de la Iglesia.
Para poder pensar algo espiritualmente, debe cabalgar las fantasías
imaginarias que dan qué pensar al pensamiento. Y Agustín nos dice: vol
vamos a él, al lugar secreto de donde salió', a la raja femenina entreabier
ta, porque también él salió por ese agujero secreto, sólo que entra ahora
como entra un alma: etéreamente. Debe ser Virgen la madre, para que sea
Madre del Hijo. "'Donde era ello, ha de ser yo", dice Freud. Pero si lo pul-
sional desaparece, el ‘ ello" pulsional y sexuado de la madre se hace puro:
"donde era la Virgen, ha de ser el Hijo ”, afinnan Agustín y el cristianismo.
Y en la hendidura femenina, en su vientre abierto por ía fisura desde la
que nos arroja al mundo, hagamos aparecer allí mismo al Hijo de Dios, es
decir al hijo engendrado por el espíritu del Padre. Excluyamos la muerte
que trae el nacimiento. El nacimiento, la primera angustia del desgarro in
clemente y absoluto, es soslayado.
1 b) “Tronó gritando para decimos que volvamos de aquí hacia él, a
aquel lugar secreto de donde salió para venir a nosotros, pasando pri
mero por el útero virginal de María en donde se desposó con la na
turaleza humana, tomando carne mortal para no ser siempre mortal”
(id.).
Volviendo al lugar secreto donde Dios mora, hay que pasar por el úte
ro materno, ahora espiritual y virgen, para engendrarnos puramente, desan
dar el camino y reinícíarlo de otro modo, saliendo desde él para residir en
ella. Pero en sentido inverso, ir hacia el lugar secreto que está escondido
dentro de ella. En el lugar secreto de la madre está escondido su Padre. La
Virgen María fue una criatura humana donde Dios desposó a la naturaleza
mortal en su cuerpo de hembra perecedera, y engendró a su Hijo, nuestra
carne mortal, para que no lo sea: para que sea eterna. Para que venzamos
a la muerte hay que regresar, ir más atrás de la madre, negar la lógica des
pierta de la realidad de ios cuerpos y la vida: alucinar nuestro propio naci
miento. Como si hubiéramos existido antes de que se produjera.
Esto e s lo fu n dam ental q u e el cristianism o trae. Los judíos p a g a n un
p recio — la m u erte— p o r la vida g o zad a y sufrida co m o h o m b res q u e re
p iten en sus p ro p io s cu erp o s el m ilagro del prim er en g en d ram ien to divi
n o; h ay q u e so p o rtar ser h o m b res m o rtales p ara g o zar y e n g e n d ra r c o m o
h om bres. La m u erte, el d o lo r y el trabajo d e estar vivos, es el p recio del
g o ce h u m a n o ; el Paraíso está p erd id o p a ra siem p re v en su lugar a p a re ce
la m ujer-m uerte.
El Edén no era para los hombres; había que pasar del principio soña
do del placer eterno a Ja realidad despierta de la vida cotidiana. Dios nos
arroja del Paraíso para que seamos hombres y no dioses. El cristianismo,
en cambio, en un movimiento de retroceso y de pavor acobardado, nos
promete que hemos de volver al Paraíso, si nos hacemos como niños. Cris
to dicen que lo dijo, El vagido desconsolado del nacimiento se une aquí al
estertor adulto del pavor ante la muerte.
2 ) “D e allí, co m o e sp o so q ue sale de su tálam o, saltó de g o z o co m o
un g igan te p ara reco rrer su cam in o . N o se detuvo. P a só ráp id am en te
d icién d o n o s co n sus p alab ras, sus o bras, su muerte., su vida, su d e s
cen d im ien to a los infiernos y su asce n sió n a los cielo s p ara que v o l
v am os a él".
El que nace como hijo salla del lecho nupcial de su madre como es
poso: como esposo que sale de su tá la m o (IV, XII, 19). Primera trasfigura-
ción: el Dios de palabras —que la lengua materna expresaba— me engen
dró como Hijo en la madre. Pero el Hijo se hace Esposo de su Madre, ¡no
le pide nada el cuerpo al santo! El anhelo de la fantasía infantil soñada, pe
ro ahora en serio realizada. Y como Hijo-esposo abandona el tálamo, el
padre de su madre se trasforma en hijo — como quería la madre. El hijo
ocupa el lugar del Padre dentro de ella y sale del tálamo a grandes pasos,
como si volara en eJ aire de lan contento que se siente. Hijo aJado: ei pa
dre se hizo hijo o el hijo se hizo padre; las dos cosas que ambiciona la mu
jer-madre en el espacio femenino —vaginal/uterino— de las coalescencias
imaginarias. Pero Cristo va al muere para realizar el deseo de la madre: que
muera como hijo de su carne, que pague la culpa realizando su deseo.
Que pase la prueba de iniciación materna, que se despose realmente con
la muerte.
N acim os, y el co ra z ó n sensible q u ed ó latiendo en n o so tro s c o m o c o
razó n m atern o . P e ro en este n u ev o n acim ien to n acim o s co n fu n d id o s d e s
d e él en ella, n o s co n su b stan cializam o s en u n o rg asm o m ístico. D ios esta
ba e n ella cu a n d o n os en gen d ra, y es él q uien n os cre a en esta m atriz
h um ana. Si el D ios judío n os hizo a su im ag en y sem ejan za c o n el b arro
de la tierra, no nos identificamos con él: nos hizo “como dioses", pero sin
ser divinos nunca. Ahora en cambio Dios copula e insemina en el mismo
útero materno y se hace hombre en Cristo; la identificación con Dios se
produce dentro del vientre de la madre misma. La trascendencia se hace
inmanente en su vientre. Nada que ver con el padre terrestre, que queda
desplazado definitivamente. Ya no es más el Dios paterno que nos prohi
bía a la madre; ahora este nuevo nos autoriza a gozarla confundidos con
el Padre. Somos hijos del incesto místico, e identificados con el Padre (de
ella) nos engendramos como hijos en el mismo útero. Copularnos confun
didos con el Padre. Y salimos del útero como esposos de la madre, sien
do hijos: ‘‘como esposo que sale de su tálamo", dice claramente Agustín de
Cristo —y de sí mismo. [Y cómo corre el santo de tanto gozo! "Como es
poso que sale de su tálamo, saltó de gozo como un héroe para recorrer su
cam ino ", Salimos como esposos, heroicos luego de la infracción magna.
Y prosigue su camino: "Pasó rápidamente diciéndonos con sus pala
bras. sus obras, su muerte, su descenso a los infiernos y su ascensión a los
cielos que volvamos a é l”. La muerte y el infierno es el castigo que lo es
pera por haber ascendido hasta los cielos. Y la promesa es nuevamente
permanecer donde está Dios-Padre, otra vez escondido tras la madre: el
cielo está en el profundo y cobijante abismo insondable de su vientre. Por
eso no es sólo el corazón lo que aquí se transmuta. Del útero materno de
María virgen salió Cristo como modelo de nuestro segundo nacimiento, sin
padre terrestre., sóio hecho de palabras de la madre que lo invoca. Cristo
es la fantasía infantil del cobijo materno, ahora social y colectiva, en la que
debemos meta morí osearnos para que su solución reorganice nuestro cuer
po adulto.
En los ritos culturales de iniciación patriarcal el hijo, que debe ser se
parado de la madre, sufre pruebas como si fueran mortales en su cuerpo.
Es como si se produjera un segundo nacimiento fuera de ella, y toda la so
ciedad varonil lo acompaña. Y pasando la prueba queda vivo, por valorar
la vida y soportar el dolor del tránsito; sobrevive a la separación, impues
ta por ios hombres adultos, con dolores inauditos y heridas sangrientas. La
circuncisión judía realiza ese mismo rito carnal atenuado a los ocho días
de haber nacido el hijo. En el rito de iniciación cristiano en cambio, que
es matriarcal, el bautismo de Juan repite el nacimiento materno: sale sua
ve y dulcemente de las aguas tibias. Es durante toda la vida que debe pa
gar ese privilegio renovado.
Cristo, iniciado por Juan el Bautista, sufre la muerte real para resurrec-
cionar como Hijo en el etéreo reino de los cielos, dentro de ella. La muer
te de Cristo en la cruz, con el corazón sangrante, modelo expandido, es
ah ora la am en aza omnipresente y diariamente renovada, la solicitación ate
rrad o ra que demanda una sumisión más profunda y total al Padre y al Es
tado. La castración del cristiano no es un rito de iniciación, sólo un co
mienzo pasajero; la castración, ahora realizada en el corazón mismo, en lo
que tenemos de materno, es más profunda, perenne y poderosa. Está apo
yada por el poder político.Y la prueba consiste en que debe sufrir la vida
histórica aceptando e( martirio que el Capital y el Estado y la Iglesia le im
ponen, para certificar que su fantasía es un mandato divino. Por eso nece
sita ir al encuentro nuevamente, al lugar eterno de donde había salido, ha
cia el vientre de la madre donde cohabita ahora confundido, huyendo del
terror externo, Y lo hace a grandes pasos para anunciar la Buena Nueva:
que retomamos a su vientre para salvarnos de la muerte.
La propuesta de los profetas judíos se realiza, pero por otros medios.
Bastó cambiar un padre por otro padre, el Jehová judío por el Dios-Padre
cristiano, Agustín descubre que el contenido del Dios hebreo, ya que es
tá hecho de palabras masculinas, puede ser el lugar de una metamorfosis.
Es el Hijo defraudado de su propio padre real el que necesita ese nuevo
"padre adoptivo ’ que la madre le propone a cambio. Sólo si va al muere
por amarla le dará la prueba a su madre de que su fantasía cierra. Es la
nueva alianza materna. Que los tres pueden estar juntos, indiferencia dos,
si el Padre y el Hijo se unifican. Por eso la transmutación del padre en Hi
jo se opera en el vientre virginal de la Esposa de ambos. Allí el Padre-Dios
de palabras (la Palabra es ahora de la lengua materna) y el Hijo que las
sorbió de la madre, coinciden en la eternidad de su sueño, de su delirio
insigne, El hijo se salva de Ja muerte al compartirlo, como ella lo quería,
Y con esa única transmutación se disuelven las diferencias reales de la tra
gedia humana. Porque en el espíritu sin cualidad sensible todos equiva
len — no hay padre real, ni madre real, ni esposa real, ni hermano real:
ahora son todos hijos insípidos, inodoros e incoloros de ese Padre ideal
de la Madre pura, más allá de la ley y de la historia.
No es para menos lo que el Cristo católico había alcanzado. Se pro
fundizó la subjetividad, nos dicen, con el cristianismo. Más bien se le pu
so un límite para que no piense la relación de la subjetividad corporal y
sexuada abierta al mundo. Lo subjetivo queda como inmanencia pura y ab
soluta. Sobre esa profundización se busca que los cristianos se aterroricen
de la responsabilidad histórica, y busquen retomo y cobijo en lo arcaico
más primario. Si Dios se hace Hijo es porque el padre adulto ha fracasado
junto con los dioses paternos: retorna a la fantasía simbiótica infantil para
salvarse. El hijo realiza así también el anhelo más hondo de la madre. El
complejo parenta! masculino se hace total y radicalmente femenino; la mu
jer sometida del patriarcado triunfa ahora, aunque disfrazada de Dios mas
culino — y por eso persiste sometida.
Cristo nos enseña, para tiempos de desgracia, la transacción social
mente aceptada para eludirla a la madre y mantenerla al mismo tiempo,
convirtiendo lo materno en paterno para ocultarla. El retomo a su vientre
implica, desde la fantasía adulta, encontrar allí, dentro de ella, no a nues
tro padre sino al suyo. Y para que no quede la más mínima huella que de
late el incesto intrauterino, el lugar donde lo divino del padre y lo huma-
no del hijo se confunden y transmutan, debemos aquietar nuestro corazón
y circuncidarlo como Pablo lo enseña. Debemos transformar lo que en no
sotros late de ella, nuestro corazón mismo.
3) “Se apartó de nuestra vista para que volvamos a nuestro corazón y
le encontremos. Se marchó, pero aquí está. No quiso estar mucho
tiempo con nosotros, pero no nos abandonó. Se marchó de donde
nunca se retiró, porque él es el Creador del mundo. Estaba en este
mundo y vino al mundo para salvar a los pecadores. A él se confiesa
mi alma y él la sana, porque he pecado contra él".
1 El impulso sexual no puede ser muerto entre los judíos, “pues si se lo ma
ta, el mundo se desmorona” (Talm ud d e Babilonia: Yoma 69b, p.328, citado por
Brown, Peter: El cuerpo y la sociedad, Muchnik, p. 98).
mundo sensible queda desvalorizado cuando la razón calculadora aparece
como creación sólo de un dios masculino, que de-precia el goce dei hom
bre y la mujer, dadores de sentido a la vida sensible. El espíritu contable
cuenta, de ahora en adelante, las pulsaciones pausadas de la muerte.
Reflexión
“Yo amaba las cosas de aquí abajo, y yo iba hacia el abismo, y les de
cía a mis amigos: ‘¿Amamos algo fuera de lo bello ( pulchrum )? ¿Qué
es la belleza? ¿Qué es lo que nos atrae y nos une a las cosas que am a
mos? Porque sí no hubiera en ellas resplandor y gracia, no nos atrae
rían”' (IV, xiii, 20).
Hay aquí un tránsito hacía el dios racional paterno, que no se separó aún
de la madre viva y sensible:
“Aún no sabía ni había caído en la cuenta de que ni el mal es una
substancia ni nuestra inteligencia el bien sumo e inmutable” (id.).
”No sólo creía que el mal tenía una cierta substancia corporal, si
no que poseía además su propia masa obscura y deforme, o espesa, a
la que llamaban tierra, o ligera y sutil, como el ser del aire, materia
que concebían como un espíritu maligno que se arrastraba sobre
aquella tierra. Y como la religión, cualquiera que fuera, me obligaba
a creer en un Dios bueno, yo imaginaba dos substancias contrarias
entre sí, ambas infinitas, la mala más pequeña, ía buena mayor” (V,
x, 19).
Volviendo al origen
Antes, maniqueo todavía, pensaba que Dios era un todo racional se
parado de la substancia viva, sexuada, mortal y sensible. La muerte se fil
traba en la discordia que vivía en ella, concebida en tanto magma femeni
no divino, como opuestos en el enfrentamiento del que entonces Agustín
no tenía escapatoria —madre acogedora y devora dora al mismo tiempo,
vida irracional concupiscente, fuente del sumo mal, llena de placeres de la
carne, de discordia y de crímenes. El mal era pura carne materna, se con
fundía con elía. El mal era ineludible porque era igual a la vida (“vida irra
cional y esencia del sumo m al’, '‘hasta verdadera vida ” (IV, xv, 24).
En la unitaria racionalidad paterna, que se le contraponía como una
^substancia diferente, había por el contrario una eternidad sólo pensada,
no sentida con la calidez de la materialidad materna. Para que fuese ver
dadera la racionalidad paterna que la enfrentaba, sin sexo, abstracta y pu
ra, debía tener la fuerza de imponer su límite a la discordia divisoria de
■su cuerpo escindido, al magma maligno que existía en nuestro cuerpo con
independencia del pensamiento. Pero la razón estaba separada de ella,
i Dios, en tanto unidad racional era impotente, porque "yo era por natura
leza igual a ti”( IV, xv, 26), es decir por su razón pensante era de la mis
ma substancia que lo humano, aunque más poderoso: era como su padre
en la infancia. Una misma naturaleza los incluía en la unidad de pensa
miento.
Viaje a Roma
Ambos sufren del deseo en la carne, ella por él, y él por ella, a quien
sigue buscando en otras mujeres. Es como si le dijera: “querías que fuera
eternamente tu hijo espiritual, como lo fue Cristo; entonces vive la distan
cia de la carne y sufre como yo mismo he sufrido”. Lo paga caro, es cier
to, pero es una condición necesaria para que el camino hacia la propues
ta arcaica de la madre cierre. La madre debía pagar, gimiendo su amor
carnal por el hijo, lo que por su pecado había gemido al parirío. Entonces
le reprocha a su madre haber fornicado como Eva; eso., que también lo
marcó a él, ella debe purgarlo. La carne amorosa de la mujer es débil, y
Agustín es impiadoso:
"el deseo de ella, inspirado en la carne, recibía golpes del justo látigo
del sufrimiento, y ese tormento acusaba en ella la herencia de Eva: gi
miendo ella buscaba lo que gimiendo había dado a luz” (id.).
El tormento era el pago justo del pecado, por el goce obsceno que ha
bía tenido antes. Y por el que seguía manteniendo con el hijo. Al irse a
Roma arrastraba la necesidad de substituir el cuerpo materno por el de
otras mujeres, separarse de ese abrazo sensual que su madre obscuramen
te rememora, que lo precipita en el abismo y lo sofoca: "a raí me arrastra-
ban mis pasiones desenfrenadas” Y Agustín trata de llenar ese vacío de au
sencia, que dejó ese objeto primero perdido para siempre, que no podrá
cambiar por ningún otro, abrazando y haciendo el amor con cuerpos que
lo llenen de gozo —pero en vano. Y recuerda, sólo unos renglones más
adelante, el pecado de Adán que lo persigue:
"Me estaba dando a luz espiritualmente”, dice. Sabe que tiene que ha
ber un segundo nacimiento. No es poca cosa engendrarse de nuevo en el
vientre de su madre, inseminada ahora por otro padre. Ese reconocimien
to tiene que producirle a ella, es inevitable, el dolor de este nuevo alum
bramiento. separar al hijo de su propia carne, desalojar al padre terrestre
y sustituirlo por el padre celeste. Agustín no podía confesar con palabras
ese amor materno: era el amor inconfesable de las Confesiones, Y a esto
se refiere este segundo nacimiento que Agustín describe, el pacto secreto
que los une. Para que et sistema cierre, él debe aceptar que nace nueva
mente de ella, pero con otro padre. Hay dos engendramientos, como ve
mos claramente: uno, despreciado, el carnal de la fornicación con el padre
real, el esposo que msemtnó en su sexo al penetrarla, y que Agustín re
chaza como herencia de Eva. Y está el segundo engendramiento, el “espi
ritual’ que así lo llama, donde Agustín nace de un segundo padre — que
no es el suyo en este caso— como Jesús nace no de José, el inocente car
pintero crédulo, sino del Espíritu Santo que inseminó en María la virgen.
Ese es el nuevo padre con el cual Mónica dialoga y al cual dirige todas sus
plegarias.
La madre debe continuamente implorarle a su Dios-padre que inter
ceda ante Agustín, que le devuelva el hijo sin el cual su vida de mujer ca
rece de sentido, como una hija-esposa infiel que traicionó su memtíria en
la carne penetrada por otro hombre. Así como el propio padre real inter
viene habitualmente para imponerle al hijo la separación de su madre, aquí
en cambio Mónica espera que su propio padre idealizado, con el que co
puló espiritualmente y que le hizo un hijo, cumpla como Padre-amante la
función contraria: le haga sentir a Agustín que debe permanecer con ella,
EJJa dialoga con Dios “continuamenté ', "sin parar un momento ”, “ininte
rrumpidamente'’, dice: lo lleva adentro (V, íx, 17). Este tiempo ininterrum
pido es el tiempo de la eternidad, sin escansiones, un flujo continuo ca
rente de cortes temporales. Y tiene que ser así para sostener la vida sin que
la interrupción definitiva de la separación, que es de muerte, la penetre.
Hay una unidad espiritual, el nuevo magma que los une a los tres juntos
en la madre:
"Por eso no veo cómo hubiera podido sanar, si mi muerte en tal es-
tado hubiera traspasado las entrañas de su amor. ¿Y dónde estarían
tantas y tan continuas oraciones como hada por mí ininterrumpida'
mente? No estaban en ningún sitio, más que en tu presencia. ¿Ibas a
despreciar, tú, Dios de las misericordias, el corazón contrito y humi
llado de aquella viuda casta y sobria, que no pasaba un solo día sin
aportar su ofrenda a tu altar, veneraba y servía a tus santos, iba dos
veces al día, por la mañana y por la tarde, a tu iglesia, sin faltar jamas
no para entretenerse con chacharas inútiles y chismorreos de viejas
sino para escucharte a ti en tus conversaciones y escucharla tú a ella
en sus plegarias?” (V, ix, 17).
Agustín teme que todo sea un engaño, que Dios mismo haga tram
pas; que éi, " hijo de tu esclavd', que renunció a su propio padre y a las
mujeres, se quede al final sin nada-, teme que Dios haya sido nada más
que una visión alucinada de su madre. Y le recuerda a Dios las marcas de
la virginidad “espiritual” perdida que su madre denuncia. Dios dejó su
huella material en ella, grabó en el corazón de su “esclava” “documentos
escritos por su mano”, así como el padre reat escribió en su cuerpo de
hembra el texto de su escritura germinal con su sexo de hombre. Ella, la
santa, conservaba fielmente escritas en su corazón de hija las promesas
del padre.
El Dios judío escribía en la piedra de la montaña sus leyes que Moi
sés el mensajero le llevaba al pueblo. Pero el Dios cristiano escribe en el
corazón de la madre: la seducción paterna dejó escrita en ella, con sangre
indeleble, una deuda sagrada. Debe hacerse deudor de lo que le había
prometido: “te dignas hacerte deudor de tus promesas”. Y con sus oracio
nes le implora al padre que le cumpla, le hizo un hijo, ella lo sabe, la con*
virtió en su esposa, y las visiones y las respuestas que había escuchado de
su boca le traen la verdad de esa experiencia infantil y arcaica que invade
la realidad e invalida todo lo que pueda creer con los ojos de la carne. En
ei mundo hay otro mundo separado del mundo, y en él el padre con su
Palabra seduce a la hija y la llena, y su palabra seductora la insemina y ha
ce nacer desde ella un hijo, y ella le pide al Padre que con la misma Pala
bra le hable también al hijo, que él también crea en su voz muda, que só
lo el corazón escucha.
Está, pues, la Palabra de Dios y la palabra de los hombres. Pero el
Dios único, a pesar de ser uno en su abstracción simbólica, tiene un con
tenido distinto para la mujer y para el hombre. Y la huella cobijante de la
madre, infigurable, quedaba sin embargo como un cuerpo de diosa sen
sual y sensible para cada hijo, evocable aunque clandestina. Y recurriendo
a la Palabra, para no delatarse, cada uno seguiría haciendo, en su imagi
nación privada, cálidas y refulgentes becerras de oro para venerarla.
Cuando aparecen los aspectos persecutorios y devorantes de la madre
el drama, antes extemo, se convierte en puramente subjetivo. Y descu
bre el tránsito desde la lengua materna a la Palabra de Dios-Padre. Y
nos muestra que bay un antiguo pacto patriarcal que Agustín rompe
cuando acata la ley del Padre nuevo.
Agustín creía, al principio, que era al mismo Dios a quien había ven
cido al no aceptar la ley paterna. No se da cuenta de que al primero, a su
dios-padre, lo había vencido desde mucho antes, y por eso su soberbia no
encontraba límites; podía ser uno para siempre con su madre. Pero la ma
dre anhelada devora al mismo tiempo que contiene, nos traga para siem
pre. Necesita un Dios más poderoso que lo salve. Aquí, en cambio, con él
Dios cristiano y católico al que Agustín recurre, las cosas son distintas: lo
necesita de veras. Agustín realiza su anhelo de permanecer en ella, porque
el Dios que aparece no es el mismo Dios al que antes había vencido; es el
Dios que reside en el fondo mismo del seno materno, en el cual quedará
sumergido el santo para siempre. La prueba; nunca más conocerá mujeres,
nunca más saldrá de su vientre.
Nacimiento de ia Palabra
El Reino materno de los cielos, ese reino arcaico de los antros, del que
no sabe nada, quedó sin representación verbal, salvo la marca sentida de
su acogimiento perdido y siempre anhelado. La Palabra alude a ese remo
sin palabras, que la invocación infantil hace aparecer con su plegaria mu
da mirando a los ojos de ia madre que le abre sus brazos y le entrega sus
pechos y lo acuna. Los pechos de !a madre, esos que cree haber abando
nado cuando adulto. De ese tiempo infantil Agustín no recuerda nada, por
que lo grabado permanece mudo en el cuerpo. Y cuando tiene palabras
sólo trae las palabras de la lengua de la madre como si vinieran ahora, ne
gación mediante, desde el mismísimo Padre.
Volvamos al texto que rememora el tránsito del bebé sin palabras al
niño que habla.
;‘A1 salir de la primera infancia, encaminándome hacia la vida presen
te, ¿llegué a ia segunda infancia? ¿O más bien es ella que vino hacia
mí, sucediendo a ía primera? Pero la primera [infancia] no partió
¿dónde podría haberse ido? Y sin embargo ya no estaba más, pues yo
no era un bebé sin palabras, sino ya un niño que hablaba" (I. Vlll, 13).
Dios infinito era débil y finito sólo en una parte, pero esta parte era
la .más importante: era vencido cuando enfrentaba la substancia de la ma
dre. Vamos viendo claramente dónde buscaba Agustín la solución de sus
c^nfíictos, mantenía las soluciones fantasmales de su complejo parental,
pero sin despegar aún de la tierra y de lo sensible arcaico. Agustín man
tiene el nivel arcaico de su estaictura psíquica como el único lugar subje
tivo donde el sentido de verdad del mundo se revela. No hace el tránsito
desde él mundo ilusorio infantil hacia el mundo imaginario adulto, donde
ese espesor fantasmal se desvanece, se transforma o se pierde. No. Mante
niendo el nivel arcaico como fundamento de su inserción en la verdad
adulta, Agustín alcanza el nivel simbólico en la medida en que es con
gruente con la fantasía infantil, no con la realidad adulta donde las imáge
nes primarías se objetivan y se verifican. Lo simbólico debe ratificar lo ar
caico; Agustín piensa con un trasfondo de fantasmas. Lo simbólico
cristiano es la prolongación pensada como concepto verdadero en la fan
tasmagoría que 3a teología disfraza.
Se entiende entonces que para íos judíos. Spinoza en este caso, ja na
turaleza fuese concebida como igual a Dios: Dios sive Natura. Pero la ex
terioridad respecto de la naturaleza y de la materia en el Dios cristiano ha
ce posible la concepción de un jesús, y sobre todo eí milagro de La Virgen
María. Para los judíos la madre y la mujer eran lo temido y atractivo, pero
la naturaleza sensible no era negada y repudiada como la extensión ma
ligna de sus cuerpos. En cambio si la naturaleza es el mal, porque es fuen
te de sufrimiento y de muerte, la necesaria exclusión del bien fuera de la
vida sensible, material y mortal, plantea la necesidad de un nacimiento so
brenatural en la naturaleza misma. El hombre debe separarse tajantemen
te, en su propio cuerpo, de sí mismo.
“Al propio Salvador nuestro, tu Unigénito, de tal manera lo imagina
ba como salido de tu luminosísima naturaleza para nuestra salvación
(,...). Y por eso pensaba que una naturaleza como la suya no podía
nacer de la Virgen Mará sin mezclarse con la carne. Y no veía cómo
podía mezclarse sin mancharse (...).Por eso, tenía miedo de creer que
había nacido en la carne para no verme obligado a creer que habla
adquirido la mancha del pecado con la carne" (id.).
El reencuentro
Extraña también la marca tan precisa que este recuerdo dejó en Agus
tín. Era sólo un sueño de su alma de madre enamorada lo que ella imagina
ba. Pero cuando es Dios mismo quien le revela una visión, la santa madre
la distingue enseguida y lo diferencia de las propias fantasías por un sabor
sensible que la divinidad le deja en su sensitiva boca: “un cierto sabor inex
plicable por palabras'’. Corrijamos; inexplicable si recurriéramos a las pala
bras que ella pueda decir, no a la Palabra divina que sólo ella escucha, y
que le hace sentir lo que siente: que Dios-Padre se le hace agua en la boca
a la santa. Si no es por las palabras, debe ser explicable entonces por las
sensaciones del cuerpo, por el sabor que le deja en los labios. Por el gusto
que la nueva Palabra despierta en la boca engolosinada al invocarlo.
En efecto, la visión que viene desde el Padre le hace cosquillas en el
cuerpo a la santa, en el sabor sensible que percibe reside la diferencia en
tre una palabra y otra. Hay de un lado una imaginación que, siendo inter
na, le brota desde un lugar de luminosidad absoluta y trascendente, don
de la divinidad le hace sentir su presencia, y por otro lado una imaginación
personal, meramente subjetiva y mundana. Hay una imaginación produc
tiva y verdadera que le viene desde el Otro absoluto y sensible, que habi
ta su cuerpo y la acompaña; la visión del Padre, inefable, que las palabras
convencionales deforman, porque las imágenes y las sensaciones que sien
te están situadas en un sitio anterior a ellas. Y hay una imaginación mun
dana que sólo es propia, que viene de las ganas, esas que le comunica al
hijo, pero para negarlas de inmediato. Aquí las palabras sirven para expre
sar lo que imagina, las elabora ella sola.
Hay también entonces dos palabras, según el sabor que le dejen en la
boca, la propia, que prolonga en palabras sólo sus deseos personales, y la
Palabra del padre, que se anuncia con visiones que las palabras comunes
no explican, ese sabor que les falta a las palabras para ser verdaderas, y
que sólo la sensación afectiva y sensible les agrega. Cuando el Padre le ha
bla a la madre, ella siente que algo se le revela por el sabor que despier
ta en su mucosa erógena. Verdades que sólo el cuerpo experimenta, y és
te tiene que acudir a otra expresión para que sean comunicadas, de
corazón a corazón, de visión a visión, de afecto a afecto. La palabra dice
entonces su verdad según el sabor que las visiones y lo imaginario dejan.
También la madre tiene niveles de participación donde se sabe no habla
da sino que vive la transmisión directa, sin interpósitas palabras, por imá
genes y sensaciones, de su relación con la verdad divina. Esa es la verdad
que ella quiere que su hijo oiga. Hay también en ella dos cuerpos; el tras
cendente enamorado, que engendra con el padre celeste; y el sensible tí
sico, que engendró con el pobre Patricio. Quiere que Agustín participe del
primero.
lo importante es señalar aquí que el hijo es hablado por el Dios de la
madre, por la lengua materna que emite la Palabra. Y es la madre quien
lo separa del amor hondamente sentido para entrar al matrimonio, sin pla
cer, de conveniencia.
“Entre tanto mis pecados se multiplicaban. Arrancada de mi lado
aquella con quien solía compartir m i ¡echo como impedimento para el
matrimonio, mi corazón cortado por donde estaba unido a ella que
dó herido y manando sangre. Ella volvió a Africa [¿estaba en Roma y
en Milán entoncesr'] y allí te hizo voto, Señor, de no conocer a otro
hombre, dejando conmigo al hijo natural que yo había tenido con
ella”. “Mientras tanto yo, desgraciado de mí, no imité a esta mujer. In
capaz de soportar el plazo de dos años hasta que me casara con la
que había pedido en matrimonio, me busqué otra mujer, no como es
posa...”. “Pero la herida que se me había hecho al cortar con mi pri
mera mujer no se curaba. Después de aquella quemazón y aquel do
lor tan agudos, la herida comenzaba a corromperse, pero me dolía
con tanta mayor desesperación cuanto más se iba enfriando” (VI, xv,
25).
Pero esa madre contenida, hemos visto, nos devora, somos nosotros
los que al fin nos desangramos. Hay que poner un límite a su incontinen
cia allí donde nuestro propio padre no pudo. Es necesario encontrar un
nuevo Padre continente pero, a diferencia del nuestro, ese nuevo padre ce
leste que es ei de ella se asienta y contiene el núcleo deseante de lo feme
nino en nuestro propio cuerpo al contenerlo:
“Pues yo pensaba que sería muy desgraciado si estuviese privado de
los abrazos de una mujer; yo ni pensaba en emplear el remedio que
ofrece tu misericordia para curar esta enfermedad, pues no había he
cho la experiencia; creía que ¡a continencia era producto de mis pro
pias fuerzas, fuerzas que yo no conocía, y era lo suficientemente ton
to para no saber que, como está escrito, nadie puede ser continente si
tú no se lo conceded (VI, xi, 20).
Las fuerzas para contener las pulsiones devorantes desencadenadas
por la madre en nosotros mismos no son nuestras, se las debemos pedir
prestadas a alguien, en este caso al único con el cual ella se muestra dó
cil y esclava, y que la domina dentro de nosotros mismos: su padre. “Na
die puede ser continente si tú no se lo concedes”. Desde dentro de la ma
dre misma debemos encontrar la fuerza, que su propio padre nos concede,
para circuncidar nuestro corazón materno, construir la muralla que la con
tenga.
Y cuando Agustín con sus amigos se proponen poner en común to
dos los bienes, es como si conglomeraran, por fusión material y sensible,
lo disperso separado de sus cuerpos en un solo cuerpo bueno, compartí-
ble, y realizaran allí, en la materialidad del mundo exterior ahora, un seno
comyn que los contenga de la intemperie aciaga.
"Varios amigos que aborrecíamos las turbulentas molestias de la vida
humana, hablando entre nosotros, pensamos y ya casi decidimos
apartarnos del bullicio del mundo para vivir sin preocupaciones” (VI,
xiv, 24).
Otra vez las mujeres son el obstáculo para la comunidad pura de los
varones. De allí el resultado paradójico al que Agustín llega. Pero esa pa
radoja no tiene salida, pues su coherencia sólo es refrendada por el senti
miento de sentirse muerto si abandona lo materno.
"Yo era cada vez más desgraciado y tú estabas cada vez más cerca de
mí. Ya estaba tu mano derecha a punto de arrancarme del lodo y la
varme, y yo no lo sabía. Nada me retraía del profundo abismo de mis
placeres camales como el miedo a la muerte y al juicio futuro, cosas
que nunca se apartaron de m i corazón a través de las varias situacio
nes espirituales que atravesé" (VI, xvi, 26).
Ese era el extremo angustiante al que Agustín había llegado, la cerca
nía a la carne y a la vida lo precipitaba paradójicamente en la muerte y en
el juicio final. Llegado este momento, todo converge para plantear el sus
tentó efectivo de las opciones que se le abrían, si existía la vida más allá
de la muerte del cuerpo. Era la condición para que cerrara el sistema que
la madre le ofrecía. La solución materna exigía la creencia de que la resu
rrección existe, de que hay otra vida más allá de la vida terrestre para po
der permanecer en la comunidad de los hombres solos. Agustín tiene que
decidir lo fundamental de ese desafío materno.
Por eso el problema gira alrededor de las mujeres, si acepta objetivar
lo arcaico en el mundo exterior, en la historia de la realidad material de la
vida, o si por el contrario retorna hacia lo interno, validando la fantasía de
lo materno convertida, de carne sensual pero mortal, en Espíritu santo pe
ro eterno. Si hace votos de castidad, aceptando la ley materna y clandesti
na, de que no haya nadie afuera que prolongue lo que ella ha llenado o
acepte la belleza de las mujeres como condición del goce vivo de la vida.
"Y yo discutía con mis amigos, Alipio y Nebridio, sobre el ‘grado su
premo de los bienes y los males». (...) Y yo me preguntaba-, si fuéra
mos inmortales, tal como vivimos en una voluptuosidad corporal con
tinua, sin ningún temor de perderla, ¿por qué no seríamos dichosos;
y por qué buscaríamos algo diferente? Yo ignoraba que era esto pre^
cisamente lo que testimoniaba de una gran miseria, el no poder -—así
sumergido y enceguecido— concebir la luz del bien honesto y dé la
belleza que debemos abrazar con un fin desinteresado, belleza queme
se percibe con el ojo de la carne , sino que se la percibe desde adentró’
(id.).
Y ese desinterés sólo entre hombres puede darse; las mujeres —salvo
la propia madre— deben quedar excluidas de la comunidad masculina,
“A esos amigos, verdaderamente, yo los amaba de una manera desin
teresada, y sentía que, para ellos, del mismo modo, yo era amado de
una manera desinteresada” (id.).
Hay una ley nueva, la llamada “ley de Dios según el hombre interior\
la ley patriarcal de la madre arcaica, que prohíbe toda fornicación y goce
con lo femenino, y toda afirmación sensual en la vida terrestre. Esta ley
surge desde el interior del hombre mismo cuando nos consideramos hijos
de Dios Padre y del Espíritu Santo — madre excluida, Pero además está “la
otra ley”, la "ley del pecado de los miembros del cuerpo”, que apunta sobre
todo al miembro erecto, que contraría la antigua ley patriarcal y para el ca
so la judaica, que les permitía a estos miembros, y por lo tanto al pene,
que buscara su placer en la mujer —salvo con la madre, a quien se le de
bía el respeto sagrado.
“En efecto, mover los miembros del cuerpo a voluntad, o no mover
los, estar dominado por alguna pasión o no estarlo, decir sabias sen
tencias per medio de signos o no decirlas son propias de la mutabili
dad de un alma y de una razón humana” (VII, xix, 25)-
En el Paraíso “allí el hombre seminaría y la mujer recibiría el semen
cuando y cuanto sea necesario, siendo los órganos de la generación
movidos por la voluntad, no excitados por la libido (La Ciudad de
Dios, XIV, cap. 24).
Con la nueva ley deí nuevo Dios cristiano, “según el hombre interior"
el pecado cambia de sentido y de objeto: queda radicalmente modificado.
Ya no es lo que resulta por el enfrentamiento con la ley del padre, el su-
peryó clásico, que sólo castiga la transgresión del hijo con la madre real
prohibida, la extema, que es el pecado que en el Paraíso se paga coa la
expulsión, y que la circuncisión limita con su marca. Ahora en cambio la
"ley de Dios según el hombre interior”define y castiga otro pecado, un pe
cado nuevo, universal y arbitrario, que prohibirá bajo pena de muerte que
el cuerpo sexuado cuyos miembros se mueven por el tacto, viva con un
cuerpo amado los placeres que consagra la carne que los une. Ahora el
pecado es el goce del cuerpo enamorado, y aparece la ley de la produc
ción sin placer: sólo se deberá “fornicar” para engendrar hijos.
“Porque aunque uno se deleite con la ley de Dios según el hombre
interior, ¿qué hará con aquella otra ley que lucha en sus miembros
contra la ley del espíritu y que le lleva cautivo bajo la ley del pecado
que hay en sus miembros?”
Esa ley del goce de los miembros que se abrazan, vista desde esa otra,
llamada ley de Dios según el hombre interior, expresa la separación radical
y absoluta entre cuerpo y Espíritu. Pero éste tuvo que ser definido enton
ces como un espíritu que excluye y borra el goce sexual que la madre ex
perimentó con el padre para tener al hijo. Es lo que Agustín trata de expli
car agregando el aporte cristiano a los textos de Plotino: como la Palabra
se hizo Padre y el Hijo tuvo que ser sacrificado para pagar el pecado.
Con la aparición del nuevo Padre todo se ha transformado, porque la
palabra misma, como vemos, cambió de origen. La Palabra, el Verbo co
mo también la llaman para diferenciar a la palabra divina de la palabra
mundana, habla desde la boca interior del corazón materno, no desde la
presencia temida y externa del Jehová masculino, que ruge y aconseja y
amenaza con su voz de trueno, entre rayos y trompetas, desde la monta
ña. Es otro padre el que aquí habla.
Llamando a la Cosa por su nom bre
Era el goce interno regulado por la ley de la Cosa, sólo sometido a ti,
que prohibía todo acceso sometido a las cosas gozosas que no fueran ella,
las otras “cosas” femeninas. Las criaturas externas desvalorizadas frente al
valor supremo de la Cosa, la jerarquía de lo bueno y de lo malo aparece
de este modo en la jerarquía de los seres superiores e inferiores.
“La actitud exacta y el justo medio para conseguir mi salvación era que
continuara siendo a tu imagen y sirviéndote a ti dominara mi cuerpo”
(id.).
Otra vez la Cosa de las cosas (de adentro, invisibles) y las cosas (de
afuera: habituales). Pero exige que las cosas del mundo, en la jerarquía
nueva que las califica como inferiores e indignas de ser amadas, sean des
valorizadas cuanto más vivas y menos abstractas e insensibles sean.
Dentro de ese oscilar sin salida, Agustín lee a Plotino y encuentra en
el neoplatonismo dualista la clave racional para sus desvelos. Clave abs
tracta a la que deberá adosarle o agregarle una salida viviente, una cohe
rencia imaginaria y sensible (¿sensual?) que se constituya en el presupues
to vivido, experimental, de su tragedia. Agustín convertirá a la tragedia
griega en simulacro cristiano, la despojará de la muerte inexorable que lo
asedia, y la transformará entonces en una representación sin drama, es de
cir en una parodia que lo eluda.
Es lo que se muestra en la corrección cristiana que le agrega a la lec
tura del filósofo platónico: a lo supremamente abstracto del idealismo le
suma, para darle consistencia y animarlo, la concreción camal imaginaria
de lo arcaico.
La nueva ley de Dios según el hombre interior del Espíritu Santo exi
gía una razón que excluyera lo sensible del pensar humano para poder
pensar como pensaría la razón divina. Los neo-platónicos se la dieron, des
cubrieron la verdad inmutable, incorporal, trascendente a la inteligencia
humana. Insistieron sobre la catarsis ética, y buscaron una preparación
subjetiva, por medio de las disciplinas, para dedicarse a la contemplación
de lo divino,
La encrucijada en la que se encontraba Agustín, que hemos descripto,
no tenía salida, estaba asediado por la muerte fuera y dentro de sí mismo.
0 terror que lo asolaba pedía el consuelo exacto para su pavor: pagar con
la vida la promesa de salvarse y ser eterno. Pero no ia muerte en general,
como principio de la vida misma, sino la figura materna de la muerte cuan
do no encuentra límite en el otro que lo ayude a distanciarla. Cuando a las
luchas sociales se les integra una lucha anterior o simultánea, la lucha entre
la mujer y el hombre. La materialidad de las dos substancias enfrentadas en
el maniqueísmo cristiano no podían acordarse, porque expresaban una con
tradicción histórica irresoluble en su planteo imaginario, Pero en vez de ve
rificarse en las relaciones reales para resolverse, prolongaban lo irreductible
del enfrentamiento, jerarquizado formalmente, a favor del hombre elevado
a lo divino en tanto masculino: “Dios sensible al corazón”, Dios feminizado.
Y el catolicismo que lo enfrentó cerró más aún la posibilidad de abrir
hacia afuera lo que estaba en debate; creó un destino de muerte para las
pulsiones humanas y planteó así la más cruel negación de la pareja se
xuada, al atacar y plantear en lo más profundo de lo imaginario el fan
tasma de la muerte, ratificada como cierta y consistente en el origen mis
mo del despertar a la vida de cada hombre. Impregnó de muerte y de te
rror las relaciones mínimas y más irrenunciables del hombre con la vida
de los seres y las cosas: disolvió todo lo cualitativo al degradarlo y co
rromperlo desde la mirada anonadante que percibía desde sus órbitas va
cías de esqueleto consumido por la muerte. Y aunque se diga que el ca
tolicismo tolera tanto al justo como al réprobo o al pecador — y en eso
es más tolerante que el protestantismo— no hace sino señalar la necesi
dad política de la sabiduría cristiana; puesto que implantó la muerte en
lo más vivo, que es el sexo, si no tolerara al mismo tiempo el pecado que
prohíbe desaparecería la especie. Esa es su sabiduría: perdonarlo y so
meterlo por hacer lo que nadie dejaría de hacer sin morirse en vida. Es
el lazo de culpa y dependencia que el modelo político-religioso cristiano
nos ha impuesto.
le r. agregado:
2 do. agregado:
Agustín completa:
“Pero que la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, eso no lo
leí allí.”
j r . agregado:
Y completa Agustín:
:'Pero que (el Hijo de Dios) se aniquiló a sí mismo, tomando la condi
ción de esclavo, hecho a semejanza de los hombres y reconocido a su
manera como si fuera un hombre; que se humilló y se hizo obediente
hasta la muerte, pero muerte en la cruz, y que por eso Dios lo exaltó
entre los muertos... y que toda lengua confiese que el Señor Jesús es
tá en la gloria de Dios Padre: esto no está contenido en esos libros”.
4to. agregado:
Dicen los libros “que las almas, para ser felices, reciben su plenitud
de tu Hijo unigénito, co-eterno contigo”.
Agustín historiza:
“Pero que en el tiempo señalado murió por los impíos, y que tú no
perdonaste a tu Hijo unigénito sino que lo entregaste por todos noso
tros, esto no se encuentra allí.”
Se trata una vez más de la ampliación del poder colectivo de los hom
bres en el mundo histórico cuando el dominio imperial se acrecienta. Lo
que fue limitación simbólica en el judaismo se convierte en exclusión de
la carnalidad sentida en el cristianismo. La madre triunfa entonces sobre el
padre reteniendo al hijo, pero lo hace desde ese lugar de madre a quien
no le queda nada para reivindicarse socialmente como mujer adulta, salvo
remitirse, como hija, al reconocimiento de su feminidad deseada y valora
da por su propio padre cuando era niña. Las mujeres no instauran el po
der objetivo y social del matriarcado; tampoco es reconocido el suyo co
mo un poder complementario del masculino; la reivindicación interna y
solapada sólo constituye la implantación vindicativa en una relación arcai
ca inconsciente, un triunfo únicamente clandestino para sí y para el hijo a
quien sigue protegiendo. Esa es la única salida que el poder político des
pótico busca con el cristianismo: la salvación de ios sometidos debe ser
buscada sólo en el interior de sí mismos. Y se necesita para lograrlo una
sola condición, que de las pulsiones maternales — «rateriales— más poten
tes la conciencia del dominado no sepa nada.
El cristianismo, transformando un enfrentamiento político y social, el
del rebelde Jesús histórico, retorna impotente al fundamentalismo de las
soluciones arcaicas manteniendo las fantasías infantiles como forma de ac
ción, de solución y de verdad. Pasan del Jesús político rebelde al Cristo re
ligioso crucificado, dos modelos antagónicos. Sólo a ese precio Agustín en
cuentra lo que busca y lo que la madre le mostraba, a Dios como nuevo
Padre. La conversión da cumplimiento cabal al deseo de la madre para per
manecer como hijo inseparable.
A la Cosa misma
Diferencias entre el complejo parental greco-judío y el cristiano
El nuevo dios debe ahora liberarlo al hijo del lazo mortal de la madre
que lo abraza. Ya no es el mismo riesgo de la amenaza de castración de
su padre, sino que es un desenlace posterior, menos aterrorizante, oral y
no fálico. En el complejo parental judío tradicional el niño debe desandar
el camino para actualizar poderes imaginarios pasados, debe “regresarJ’ a
lo oral, actualizar su esquematismo pulsional agresivo, para poder así en
frentar al padre. En el complejo cristiano no hay camino de retomo para
el regreso porque no nos hemos ido, no salimos de la oralidad arcaica de
la madre, Permanecemos en ella, y como no hubo enfrentamiento a muer
te con el padre ni amenaza de castración vivida como cierta, no hay retor
no fantaseado de lo fálico sexual a lo oral materno: el padre no entra en
el recinto abierto en nosotros por la madre. No entra porque lo arcaico pri
mitivo de la simbiosis, como núcleo perenne, permanece; no damos la ba
talla allí dentro, en lo pulsional más vivo y propio, sino sólo afuera, sin po
nerlo en juego.
El nuevo dios —ya lo hemos visto— no viene desde afuera, desde el
padre exterior, sino desde dentro del recinto materno al que ahora, tardía
mente, Agustín trata de ponerle límites. Se separa de la madre dentro de
la madre misma, conservada y negada al mismo tiempo. Un “corno sí” pa
ra que la separabilidad amenguada aparezca, en las meras palabras, como
siendo cierta. Ese dios nuevo sirve, cree, para romper las cadenas que lo
atan. Pero el real sacrificio interno, a diferencia del externo que el padre
le había pedido siendo niño, es ahora sólo un sacrificio amenguado. "Te
ofrezco en sacrificio", dice Agustín. ¿Qué le ofrece? Nada que duela mu
cho, sólo “un sacrificio de alabanzas". Es poco el costo comparado con
aquel otro sacrificio griego o judío, que era más riesgoso y desgarrado: de
bía separarse de la madre bajo la amenaza de perder lo que tenía de co
mún con su padre. Renunciar a la madre y someterse al padre, no era po
co. Esto es lo que cree ahorrarse Agustín cristiano.
Las palabras maternas habían entrado desde muy temprano en Agus
tín, estaban fijas en sus entrañas como un deseo realizado. De allí, de esa
experiencia sin tiempo, le viene la seguridad de que lo eterno existe. Y
también la certidumbre de lo incorruptible de su substancia virgen; ningún
otro hombre la había penetrado y corrompido:
Todas mis dudas sobre tu incorruptible substancia, sobre el hecho de
que de ella proviniese toda substancia, se habían desvanecido”. “Sólo
lo había visto, es verdad, en enigma y como en espejo” (id.).
El sacrificio
Un combate equívoco
El poder, agradecido.
Antes de convertirse en católico Agustín dramatiza su combate en el
jardín de una posada. Pone a prueba su capacidad voluntaria de
agredirse a sí mismo, le hace violencia al cuerpo para que la voluntad
espiritual predomine. Describe como ‘prodigio monstruoso” la espon
taneidad del cuerpo deseante. Sólo escucha voces de niños que le dic
tan el camino, y también se revela la castración refrendada por el
marcador en la Biblia.
La conversión (II)
“Pero había llegado el día en que tenía que desnudarme ante mí mis
mo y mi conciencia tenía que reprenderme diciéndome: ‘¿dónde está:
tu respuesta?’”
eEl nuevo pacto por el cual se convierte e instaura a dios como un Dios
nuevo muestra claramente cómo se construye un puro dios de conciencia,
elaborado con palabras —dios retórico— cuya repercusión afectiv a en el
cuerpo tiene una inscripción diferente. Decimos: es un Dios hecho con la
substancia materna, inscripto simultáneamente de maneras diferentes en el
creyente (que cree en la medida en que internamente desmiente lo que di
ce con lo que realmente siente). Es además un pacto de conciencia, un
pacto legal, hecho de palabras, sin violencia ni amenaza de muerte: la
muerte no viene de Dios sino de aquello otro de lo que huimos aterrados
afuera para encontrarlo como Salvador eterno adentro. No dice, como el
Dios judío, que debemos obedecerle para no despertar sus iras y matar
nos. No; el dios cristiano es un Dios que frente a la muerte que la vida
puede darnos —vida como mal, vida como muerte, como concupiscencia
y dolor— él nos dará a cambio, si lo elegimos, la vida eterna: ia infinitud
sin tiempo de su regazo de palabras. Sólo nos pide una cosa: que no go
cemos sexualmente con nadie. Dios castrador e impotente. Extraño dios
patriarcal éste que aparece ahora, más bien es la celosa y solapada Diosa
esposa del difunto Dios judío. La diosa viuda que nos castra. La cast(r)a
madre.
Este nuevo pacto no tiene nada del enfrentamiento a muerte de la ley
judía y griega que el Edipo freudiano descubre: el duelo con el padre y el
asesinato. Es un nuevo padre éste qu“ ahora aparece, con el cual no hu
bo ni lucha ni competencia. Un Padre para acceder al cual sólo necesita
mos una llave de paso: que abandonemos la nuestra, que nos castremos.
El enfrentamiento
Agustín añora.
“No hay prodigio monstruoso en esta voluntad parcial que quiere y
no quiere, sino que es una enfermedad del espíritu que no se mues
tra toda, cuando la verdad la revela, porque el peso de la costumbre
la aplasta. Hay en el alma dos voluntades, porque ninguna de ellas es
total, y así una tiene lo que a la otra le falta” (Ibid.).
La conversión (fin)
Las viejas amigas: ¿de quién se despide cuando se convierte?
§e pone colorado de vergüenza: las cosas que imagina (y que nos ha
ce evocar a nosotros) lo tienen agarrado, en suspenso. Pero son inm un
dos esos seres del mundo, le dice la Continencia satisfecha, la que lo con
tiene y que necesita que él se contenga para que no se le escape. Son tus
miembros terrestres, separados, no como soy yo, la imagen interna unita
ria: el estadio del espejo lacaniano que leías en mis ojos. La lucha contra
el enemigo exterior se convirtió en lucha contra las ganas que brotan des
de adentro y lo llevan a las mujeres, para que las satisfaga como el dios
pagano manda. La única ley de dios que aquí se infringe es la que prohí
be el incesto con la madre: no hay otra para lo que describe.
Cuando Dios se le anuncia al pueblo judío en el monte, lo hace en
medio de una tormenta de rayos, truenos y trompetas:
“Y aconteció al tercer día cuando vino la mañana, que vinieron true
nos y relámpagos, y espesa nube sobre el monte, y sonido de trompeta
muy fuerte, y estremecióse todo el pueblo que estaba en el real” ( Exo
do , 19,16).
Cuando Dios se le anuncia a Agustín la tormenta es sólo interna:
“Ai fin... estalló en m i interior una enorme tormenta cargada con una
abundancia de Huma de lágrimas. Para descargarla toda con sus true
nos correspondientes.,.” (VIH, xii, 28).
Para este tránsito del dios externo al dios interno no hay un modelo
afuera, viviente, que lo impulse. Sólo escucha voces de niños que le dic
tan el camino. Y el camino es la lectura al azar de un capítulo de Pablo,
donde estaría contenido su destino, "Toma y lee; toma y lee”, repiten como
en un ritornelo los infantes, ese coro de angelitos difuntos, los nonatos de
la casta madre. Y allí el libro del Apóstol lo esperaba.
“Lo agarré, lo abrí y leí en silencio el primer capítulo que se ofreció a
mi vista. Decía así: Nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias
e impudicias; nada de rivalidades y envidias. Revístete más bien de
Nuestro Señor Jesucristo, y no te preocupes de la carne para satisfa
cer sus concupiscencias” (VIII, xi¡, 29).
Cayó justo el santo; era lo que necesitaba y estaba esperando: las ad
moniciones de un célibe que fungiera de padre. (En otras páginas de san
Pablo hubiera encontrado más de lo mismo.) Pero sobre todo era lo que
esperaba su santa madre, a quien en seguida va a transmitirle la decisión
de convertirse.
‘‘Entonces yo intercalé el dedo, o no se qué otra cosa, como registro, en
el libro que cerré. Luego, con el rostro ya sereno, se lo conté a Alipío.
(...) Me preguntó qué había leído. Se lo mostré. (...)
"De allí fuim os a lo de nuestra madre. Entramos, le informamos.
Se alegró. Le contamos cómo había sucedido, y ella saltaba de gozo,
se alegraba muchísimo y te bendecía... pues ella veía que con respec
to a mí le habías concedido mucho más de lo que solía pedirte, en
sus plegarias habituales, con lágrimas y quejidos angustiosos.
“Así me convertiste a ti, Señor, y ya no buscaba esposa n i abri
gaba esperanza alguna en este siglo. Yo estaba de pie eti aquella regla
de la fe en la que me habías mostrado a ella hacía tantos años. De es
te modo convertiste su duelo en gozo , un gozo mucho más fecundo de
lo que ella había deseado, y mucho más querido y más casto de lo
que ella podía esperar de los nietos nacidos de mi carne” (id.).
¿Por qué recuerda y escribe, después de tantos años, este detalle tan
insignificante: "el dedo” intercalado, desaparecido como índice, “o no se
qué otro signo”, en las páginas del libro de San Pablo? ¿Cuál es el otro sig
no, aparte del dedo, que Agustín dejó atrapado en el libro cerrado, como
“registro” de su conversión católica? La castración refrendada por el dedo
prendado, La escena de la conversión es la del renunciamiento a la carne
como gozo, "ya no buscaba esposa n i abrigaba esperanza alguna en este
siglo”. Tampoco le daría a su madre los hijos “nacidos de su carne”: la ca
dena del engendramiento sexuado que lo ligaba a su padre se cortaba y
se perdía para siempre. Era la realización acabada del anhelo “espiritual"
de ella, y verificaba su “visión” como el Padre en sueños se lo había reve
lado; estaba por fin a su lado parado en la misma regla de la fe, sometido
definitivamente a la ley materna. Mónica ya no tendría hijos con su hijo
(como le había sucedido a Yocasta con Edipo); Mónica sólo tendrá al Hi
jo con su Padre (como le sucedió a María) y podrá retenerlo para siempre.
Es la consagración de la Madre, pero el aniquilamiento del Hijo.
Para escuchar la Palabra de Dios Agustín debe organizar nuevas re
laciones entre el cuerpo y la lengua. La palabra materna, con su atrac
ción libidinosa, deberá ahora resonar como Espíritu puro. El esquema
arcaico del aparato psíquico vuelve a instalarse. Dios entra a ocupar
el mismo espacio interno del cual las mujeres reales son desalojadas.
Dios ocupa ahora el lugar invisible que antes, visible, ocupaban las
mujeres, las bagatelas, (la madre arcaica y sus cualidades sensibles). Dios
sometido a la madre, Dios so-metido; metido en lo materno. De la madre
el Dios cristiano recibe todo, a su padre que está escondido dentro de ella,
y a ella misma. Afuera, en los cuerpos femeninos ninguneados, reducidos
a míseros desechos, puras bagatellas inserv ibles, nada debe denotarlo. Vie
jas amigas que sirven de sustento sensible a las abstracciones con las qué
construye al nuevo padre.
“¡Cómo se convirtieron de pronto en suaves para mí
la privación de suaves bagatelas! (....)
tú, verdadera y soberana suavidad,
las echabas afuera y entrabas ocupando el espacio de ellas-,
más suave que toda voluptuosidad,
pero no para (a carne y la sangre, (...)
pero más interior que todo secreto (...)”(IX, I, 1).
Dios oral
Es así como todo su ser está marcado por la malicia antes de ese
acuerdo entre corazón y Palabra. Para que ese acuerdo se produzca es ne
cesario introducir otra voluntad y producir otros actos. Sólo la palabra pue
de ser mediadora entre ambos, para que el nuevo acto se cumpla.
“¿Qué malicia no tenían mis actos, y si no mis actos al menos mis pa
labras, y si no mis palabras, al menos mi voluntad?”.
c "Tú eres, tú, el ser mismo por excelencia, tú que no cambias. En ti es
tá el reposo donde se olvidan todas las preocupaciones, porque no
hay nadie contigo, (...) sino que estás tú solo, Señor, que me estable
ciste en la esperanza del Único” (IX, iv, 11).
La escena en el balcón
Para alcanzar a actualizar eso in-sensible que “ni ojo vio, ni oreja es
cuchó, ni corazón de hombre experimentó’ ¿qué hacen? Lo que los niños
esperando el pecho que los llene, madre licuada, con su fluido cálido; tie
nen para eso “grande abierta la boca de nuestro corazón hacia las aguas
que corren desde lo alto de tu fuente, de la fu en te de vida que hay en ti...
Sólo así pueden concebir la magnitud inmensa de esa plenitud que ahora
la Palabra abre: ‘poder cíe algún modo pensar semejante y tan grande rea
lidad”. [unto a la madre, que lo concibió en el cuerpo, ahora en cambio
se trata de pensar , concebir o hacerse una idea de lo irrepresentable que
eí Dios de palabras llena, de lo invisible ( “ojo no vío,!), de lo inaudible ( “ni
oreja escuchó’') y de lo insensible ( “ni corazón de hombre experimentó ’)
que sólo se abre y se gesta, en pensamiento, desde el hombre. Volviendo
desde el Dios judío paterno amenazante, que abre a la dura realidad de la
vida y de la desaparición eterna, tienen que lograr que el nuevo Dios tam
bién conciba, desde la razón pensante, como una madre. Necesitan un
Dios complaciente que les engendre, en la conciencia, una razón acorde a
la fantasía que Agustín vivió en ella. Pero sin ella, sin los sentidos y sin las
imágenes del cuerpo con los cuales piensa necesariamente el pensamien
to,
¿Qué realidad tiene, en la actualidad adulta, esta expectativa regresi
va? La razón adulta se prolonga desde lo más arcaico, y con esas catego
rías eternas que la razón le dicta ahora quiere concebir un mundo acorde
con las fantasías de retomo a su vientre eterno. Una madre interna para la
cual no había aún ni ojos, ni voz, ni corazón para sentirla, una madre an
terior a la representación de la madre. Tienen que abrir grande la boca, co
mo cuando niños, para encontrar la resonancia sensible de la devoración
cumplida, del estar ahitos para darle un asiento corpóreo al fantasma de
Dios que ella le propone. Y sólo cuando actualiza ese estar lleno por el
desborde de la leche ahora viril, para “recibir los soberanos raudales de tu
fuente, de la fuente de vida que hay en ti, para que, inundados por ella se
gún nuestra capacidad, pudiéramos form am os una idea de una cosa tan
grande" (id.), sólo entonces pueden hacer posible que una idea, la idea de
“esa cosa tan grande?’ a la que llaman Dios, coincida con la experiencia
sensible de la madre ubérrima en cuyo seno —cosa tan grande— el senti
miento de la idea se originó. La idea “tangrandé' de Dios Padre es el pen
samiento que se abre desde el sentimiento de la Cosa “tan grandé' de la
madre.
Y a esa calentura del goce sensible del cuerpo, que ambos sienten, la
separan del goce abstracto de la gran idea, que también los enardece y (os
envuelve. Deciden que es así, porque han excluido de la conciencia —pa
ra estar juntos sin que nadie pueda nunca separarlos— ese placer incon
fesable, y lo han declarado desdeñable frente al goce que les da la “idea”
compartida, como si nada de lo más íntimo y libidinalmente corporal se
actualizara cuando se hablan suavemente, apoyados y de pie, brazo con
tra brazo, sobre la balaustrada de un balcón externo. Confiesan para afue
ra que ahora ya son insensibles, que nada les afecta. La idea de la “cosa
tan grande” que le atribuye al Padre — “cuerpo de su Gloriaf— transfigura
la Cosa sensible de la madre — “cuerpo de nuestra bajeza"— y le propor
ciona el único recipiente adecuado a su magnitud vivida, para que por fin
lo sensible sea glorioso: tolerar la cercanía más honda y plena.
“Y nuestra conversación nos llevaba a esta conclusión: ningún placer
de los sentidos camales, por más grande que sea, por más bañado de
luz corporal que se quiera , podía ser comparado con el gozo de la otra
vida, ni aún era digno de ser mencionado. Entonces nos elevamos con
un afecto aún más ardiente hacia ‘el ser mismo y atravesamos gradual
mente todos los seres corporales hasta llegar al cielo, desde donde el
sol y la luna arrojan su luz sobre la tierra” (IX. ix, 24).
Sólo así pueden lograr que esa sabiduría sea una repetición eterna:
“no hecha, sino que es como fue, y así será siempre; y más bien el
‘haber sido’ y el ‘deber ser’ no están en ella, sino el ‘ser’ solamente"
(IX, ix, 24).
El orgasmo místico
“Y decíamos:
‘Si en uno se silenciara el tumulto de la carm ,
si se silenciaran las imágenes de la tierra y de 'as aguas y del aire,
silencio aún en los cielos, y si el alma también se silenciara a sí mis
ma
y al remontarse por encima de sí misma no pensara más en sí mis
ma ,
silencio los sueños y las visiones de la imaginación;”
Lo que sigue son los flecos de esta cifra básica que aquí se va cerran
do — en lo que a mi interés respecta. A los cinco días de este hecho Mé
nica cae enferma de muerte, y se irrita cuando el hermano de Agustín, su
otro hijo, la incita a volver a la patria para morir en su propia tierra y no
en tierra extranjera, sobre todo teniendo en cuenta
“la inquietud tan grande que siempre la había agitado a propósito de
la sepultura, que ella había previsto y preparado para ella cerca del
cuerpo de su marido”.
Una cosa es lo que quería antes y otra es lo que quiere ahora que su
hijo Agustín se ha convertido, y ha cambiado por fin a un padre por otro.
Antes formaba pareja, como esposa, con el marido de la carne; ahora que
Agustín entró en el delirio y, convertido, cree en la resurrección de Cristo,
puede estar sola con el Esposo espiritual en cualquier parte: está siempre
con ella, porque lo lleva consigo desde siempre y sólo existe de tenerlo
dentro suyo. Como ahora al Hijo.
Es tan intenso el dolor que Agustín vive por la muerte de la madre
que excluye ai sentimiento del cuerpo, no puede llorar, confiesa. En un ni
vel sabe que está muerta, en otro siente que está viva. ¿Cómo Horaria en
tonces? La conciencia no tiene lágrimas, sólo llora signos y palabras. Agus
tín ejerce el máximo de presión sobre su cuerpo sensible, para que el saber
no despierte al sentimiento, para no sufrir la verdad insoportable, confir
mada en el dolor, de la madre muerta. Y está la eternidad sentida, no la
del padre, que siempre es negativa: cuenta con la eternidad arcaica y pri
mera. sin conciencia, siempre viva, de la madre. Sólo en el padre descu
brimos el rostro verdadero de la muerte como la de un muerto, ese que
lleva siempre el rostro nuestro.
Mueren bien la mala muerte, porque creen que otra vida eterna les es
pera. ¿Qué pasa en la realidad con los malos que usan mal de la ley, có
mo mueren los malos que la enfrentan y gozaron de la vida destruyendo
la ajena? Todo puede ser perdonado. Objetivamente no hay castigo, sólo
en el más allá las almas sufrirán eternamente. Allí se las den todas a tos
malos. En la realidad no hay formas colectivas y sociales para enfrentar á
los violadores, salvo acogerse a la buena madre Iglesia, que comparte el
poder que ellos tienen. El mal del mundo se transformó en un problema
subjetivo, aunque nos conglomere colectivamente en el cuerpo místico dé
la madre Iglesia.
Pero la verdad de la relación judaica con la ley — que es buena— en
tre lo finito y lo infinito, entre lo individual y lo colectiv o, entre lo infantil
y lo adulto, está planteada sobre fondo de la culpa por el padre muerto
(que anuncia la verdad de la propia muerte al mismo tiempo). Abre un
campo social que verifica, en lo colectivo, la verdad del cumplimiento de
lo que la ley promete. El Dios judío siempre es extemo, aunque repercu
ta adentro y nos hable a veces. Pero sobre todo habla a través de la ley:
el judío sólo escucha voces que \'ienen desde afuera. Dios sigue siendo tan
distante que hasta se comen inocentemente el Libro para interiorizar en la
carne su Palabra. La verdad de la ley se debate en la historia como cum
plimiento de lo divino, es cierto, pero sujeto a interpretación, a debate y a
riesgo. No queda otra, porque 1) Dios está infinitamente distante para
siempre; 2) no hay otra vida que ésta; 3) y el cumplimiento de la ley es
colectivo, en tanto se trata del “pueblo elegido”. Cada uno es el lugar hu
mano donde se verifica, en la vida individual y colectiva, la verdad de la
ley divina. Por eso el enfrentamiento es entre pobres y ricos, amos y es
clavos, entre poderosos y sometidos, entre mujeres casadas y viudas aban
donadas, entre prostitutas y señoras decentes, entre niños y adultos. Esto
será también retomado por Cristo, que es un creyente rebelde judío cuya
historia fue desvirtuada y acomodada al poder por el arrepentido jefe ase
sino de un grupo de tareas llamado Pablo (Hyam Maccoby, Paul et l ’in-
vention du christianistne). Pero la profundización hacia adentro, en lo sub
jetivo, es la actualización de lo arcaico disfrazado, y el encuentro imposible
de su ‘''realidad” en el mundo.
Y de hecho el judaismo se abre en dos dimensiones, la religiosa tradi
cional deí pueblo elegido, sometido a la ley de la sinagoga, y la revolucio
naria laica que desde esa mitología judía la verifica como verdad histórica a
conquistar entre los hombres. Marx y Freud están en esa línea, como tantos
otros. Y eso porque la madre permanece como lugar de la diferencia reco
nocida en cada uno, negada en lo imaginario pese a lo cual, por ser tan fuer
te, se la encuentra realmente en la vida adulta con su presencia constante
interna, pero también como diferencia y semejanza en lo más propio. Marx
plantea, como judío, el problema de lo homogéneo y heterogéneo de la mu
jer con el hombre, y allí también, en la pareja, verifica el sentido de los sis
temas sociales, abre lo materno y femenino, que la religión excluye, en la
objetividad adulta (Tercer Manuscrito). “En esta relación (del hombre con la
mujer) se puede comprender hasta qué punto el hombre se ha convertido
en un ser social, etc." Con el cristianismo el Edipo canónico queda aniqui
lado, ni siquiera sumergido, no existe. Habrá culpa inconsciente sólo ante la
madre, pero también clandestina y negada en nombre de su Padre.
En el cristianismo el pecado mata, la muerte está presente en el acto
mismo de realizarlo. La madre, que protege, también mata si no la vivimos
espiritualmente. El campo de la experiencia moral está mucho más restrin
gido; siempre está interpuesta la muerte entre el deseo y la relación ima
ginaria con el objeto deseado.
La equivalencia cristiana
Al lazo social, externo, que liga a la vida con la muerte, a los lazos de
dominio que une a los ricos con los pobres, a los poderosos con ios inde
fensos. se lo convierte en un lazo interno que, como corte esencial, divi
de y enfrenta el alma al cuerpo: ‘‘Del mal general de la muerte, con que se
divide la sociedad del alma y del cuerpo” (C.d.D. . Xlll, vi).
La maldita libido
Trinidad eró(t)ica
1. Introducción / 9
Capítulo 1
La construcción d e un n u ev o D io s -P adre
Nacimiento y niñez / 23
La pregunta por el propio origen. El lugar de Dios-Padre / 26
La génesis invertida / 27
Confesiones de una infancia difunta / 29
¿De qué tiene vergüenza? / 31
El hijo sin padre / 33
C a p ít u l o 2
C a p ít u l o 4
De un padre al otro / 69
Intermedio / 69
El destino del padre real / 70
Entre dos ciudades: Babilonia y la Ciudad de Dios / 72
C a p ít u l o 5
C a p ít u l o 7
L a c o n f e s ió n d e l h o m b re q u e l l o r a / 121
C a p ít u l o 8
C a p ít u l o 9
Variación / 147
Los gemidos del higo arrancado del árbol / 150
La identificación con la madre / 150
La comunión maniquea / 151
Dios-Padre, inesperadamente, está de cuerpo presente
en la madre 153
La comunión ampliada -n o n sancto- con el prójimo / 155
C a p ít u l o 10
S ólo la madre le ve la cara a D io s . La ley de la madre,
regla para el hijo / 157
La persecución materna / l6 l
Cambio de rumbo / 162
Capítulo 11
C a p ít u l o 1 3
Reflexión / 205
C a p ít u lo 14
C a p ít u lo 15
V iaje a Roma
C a p ítu lo 1 7
E l reencuentro
C a p ít u l o 1 8
C a p ít u l o 1 9
La CONVERSION ( 1 )
Capítulo 20
l a c o n v e rs ió n (ii)
Escena en el jardín de una posada / 279
El nuevo pacto en el jardín: al oeste del Paraíso / 280
El enfrentamiento /' 281
Las tribulaciones de un alma desgarrada / 286
La conversión (fin). Las viejas amigas: ¿de quién se despide
cuando se convierte? / 289
Lo inmundo: para ver al mundo de otro modo / 291
El discurso de la madre; balada de la dama Continencia / 291
Los angelitos tiernos / 293
C a p ít u l o 2 1
C a p ít u l o 2 2
APÉNDICES
Apéndice I
A p é n d ice II
La trinidad
Trinidad Eró(t)ica / 343
Otra vez la trinidad idealizada / 345
B ib l io g r a f ía / 3 4 7
S e terminó de imprimir en el mes de Diciembre de 2007
Buenamura Gráfica - Píe. Hipólito Yrigoyen 2602
Vte. López- Buenos Aires - Argentina