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LEÓN ROZITCHNER

La Cosa y la Cruz
Cristianismo y Capitalismo
torno a las Confesiones de san Agustín)

EDITORIAL LOSADA
BUENOS AIRES
Rozitchner, León
La Cosa y la Cruz: cristianismo y capitalismo (En torno a las Confesiones
de San Agustín). - 1 ed. Ia reimp. -Buenos Aires: Losada, 2007.
356 p.; 20 x 14 cm. (Biblioteca Filosófica)

ISBN 978*950*03*8052-2

1. Filosofía y teoría de la religión I. Título


CDD 200.1

© Editorial Losada S.A.


Moreno 3362
Buenos Aires, 1996,
Argentina

1- edición: marzo 1997

Tapa: Producción Editorial

Ilustración: La Virgen y el Niño con


ángeles, Jeari Fouquet

ISBN: 978*950-03-8052-2

Libro de edición argentina


Queda kecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en la Argentina
Priníedí in Argentina
“Leer es resucitar ideas, sepultadas en el papel:
Cada palabra es un e p i t a f io
qüe, para hacer esa especie de m il a g r o es menester
conocer los e s p ír it u s de los difuntos
o tener e s p ír it u s e q u iv a l e n t e s para subrogarles”.

Simón Rodríguez
Luces y virtudes sociales, 1834
A mis amigos
que se han ido antes

Ramón Alcalde
César Fernández Moreno
Julio Gárgano
Ernesto Popper
Osvaldo Reig
A rístides Romero
León Siga!
Osvaldo Soriano
Tomás Vasconi
¿Por qué las Confesiones de san Agustín cristiano interpretadas por un
judío incrédulo? Primero, porque después de 16 siglos la deuda del cristia­
nismo con la persecución y el genocidio de los judíos no ha sido saldada:
ios crímenes cometidos en nombre del amor no se redimen, ni el arrepen­
timiento los alcanza. Segundo — y es nuestra certeza— , porque pensamos
que el capitalismo triunfante, acumulación cuantitativa infinita de la rique­
za bajo la forma abstracta monetaria, no hubiera sido posible sin el mode­
lo humano de la infinitud religiosa promovido por el cristianismo, sin la
reorganización imaginaria y simbólica operada en la subjetividad por la
nueva religión del Imperio romano. No por nada los análisis crítico-filosó-
ficos que prepararon la transformación social del Estado moderno, y tam­
bién el advenimiento de la revolución socialista, comenzaron con la críti­
ca a la religión como método de sujeción social, crítica ahora disuelta en
las lucubraciones anodinas y mezquinas del posmodernismo liberal. La in­
suficiencia de esa crítica —la religión considerada en el marxismo sólo co­
mo hecho de conciencia— y la incomprensión cabal de la producción
“material" (sensible) de hombres por la religión — que es previa a la pro­
ducción de mercancías que El Capital describe— tiene mucho que ver,
pensam’os. con el fracaso del socialismo en el mundo, su acción política
no alcanzaba el núcleo donde reside el lugar subjetivo más tenaz del so­
metimiento. Una transformación social radicalizada deberá modificar aque­
llo que la religión organizó en la profundidad de cada sujeto —si no que­
remos repetir los sacrificios heroicos pero estériles de nuestro reciente
pasado.
Nos dijimos entonces: si leyéramos a Agustín y pusiésemos al descu­
bierto la ecuación fundamental de su modelo humano, ese “Amor” y esa
“Verdad” de la Palabra divina que sólo los elegidos escuchan, que exige la
negación del cuerpo y de la vida ajena como el sacrificio necesario que les
permite situarse impunemente más allá del crimen, ¿no desnudamos, al ha-
cerlo, un sistema cultural que utiliza a la muerte y la convierte, encubier­
ta. en una exigencia insoslayable de su lógica política? Si tomamos este
modelo humano, considerado como el más sublime, y mostramos que allí,
en la exaltación de lo más sagrado, también anida el compromiso con lo
más siniestro, ¿no habremos con ello puesto al desnudo el mecanismo obs­
ceno de la producción religiosa cristiana? Este es el desafío: comprender
un modelo de ser hombre que tiene dieciséis siglos de sujeción sutil y .re­
finada. brutal e inmisericorde. A riesgo de ser tildado de "vil” — sólo m i es­
píritu vil puede poner en duda la grandeza de San Agustín, dice Marrúu.
San Agustín y el Agustínismo pág. 71— tengo, casi implacable, que seguir
preguntándome por la verdad de su modelo, y comprender el camino que
nos ofrece para que creamos en lo mismo que él cree.
Nos preguntamos entonces sobre las transformaciones psíquicas "pro­
fundas” que el cristianismo preparó como dominación subjetiva en el cam­
po de la política antigua e hizo posible que el capitalismo pudiera luego
instaurarse: que converjan en el siglo xx, como estamos viendo, ambos a
dos —^economía y religión— triunfando juntos al mismo tiempo. ¿Cuál fue
la innovación psíquica en la construcción histórica de la subjetividad que
nos acerca esta experiencia? ¿Desentrañarla ayudará a comprender el do­
minio globalizado e inmisericorde que se sigue ejerciendo sobre todos no­
sotros? Se necesitó imponer primero por el terror una premisa básica: que
el cuerpo del hombre, carne sensible y enamorada, fuese desvalorizado y
considerado un mero residuo del Espíritu abstracto. Sólo así el cuerpo pu­
do quedar librado al cómputo y al cálculo; al predominio frío de lo cuan­
titativo infinito sobre todas las cualidades humanas.
Creemos que el cristianismo, con su desprecio radical por el goce sen­
sible de la vida, es la premisa del capitalismo, sin el cual éste no hubiera
existido. Puesto que para que haya un sistema donde paulatinamente to­
das las cualidades humanas, hasta las más personalizadas, adquieran un
precio — valor cuantitativo como "mercancía", forma generalizada en la va­
lorización de todo lo existente— fue necesario previamente producir hom­
bres adecuados al sistema en un nivel diferente al de la mera economía.
La tecnología cristiana, organizadora de la mente y del alma humana, an­
tecede a la tecnología capitalista de los medios de producción y la prepa­
ra. No por nada cuando triunfa y se “globaliza” el infinito abstracto y mo­
netario del capital financiero, sólo aparece, ocupando el lleno de la
revolución social derrotada, el vacío infinito de la religión cristiana como
único horizonte supletorio; cómplices asociados en el despojo del cuerpo
y del alma.
Nuestra hipótesis no debería ser considerada excesiva; depende de la
eficacia que se le reconozca a la larga duración del tiempo histórico, y a
la permanencia en él de la impronta religiosa. Sólo se necesita postular un
tiempo más lento que circula en otro nivel, más subterráneo, de la estrati­
ficación social y psíquica. Aun si aceptamos la primacía de la producción
económica como punto de partida para la comprensión de la historia, de­
bemos pensar que desde el origen del cristianismo hasta nuestra época,
veinte largos siglos, nunca hubo un cambio fundamental del modelo reli­
gioso ni de su esquematismo simbólico. Durante todo su desarrollo, aun
con sus múltiples variantes y sus protestantismos, se mantuvo en Occiden­
te hasta nuestros días la figura de Cristo torturado y ajusticiado como ima­
gen determinante, y las narraciones del Nuevo Testamento como palabra
sagrada. No olvidemos que Agustín fue el modelo también de aquellos que
se enfrentaron a la Iglesia, para Lutero y para Erasmo.
Se dirá que la incidencia actual del cristianismo, y sobre todo del ca­
tolicismo. es radicalmente diferente a la que tuvo en su origen y en la Edad
Media. ¿Quién podría negarlo? Sólo decimos que si bien ahora, posmoder­
nos, ia vida de cada sujeto se organiza distanciada ya de las regulaciones
y de los temores antiguos, de sus jerarquías y fantasmas, sin embargo la
imagen de ese rebelde crucificado a muerte permanece organizando la
subjetividad en Occidente. Aún en crisis, y quizás por eso mismo, él cris­
tianismo está unido indisolublemente al capitalismo. Y no sólo por los mo­
tivos que Max Weber, cristiano, expone.
Por eso nos interesó más bien encontrar el fundamento de lo político
en lo más específicamente religioso. Y nos preguntamos si es posible que
cada creyente, con el contenido del imaginario cristiano, pese a sus bue­
nas intenciones y aunque esté inscripto en la Teología dé la Liberación,
pueda hacer una experiencia política en su esencia diferente a la política
que combate. Preguntamos: si todo el fundamento religioso cristiano no es
necesariamente fundamento de dominación en lo que tiene precisamente
de religioso. Más todavía: pensamos que aun los hombres no religiosos es­
tamos determinados férreamente, más allá de nuestras decisiones conscien­
tes, en la conformación de nuestro imaginario más hondo, por la cultura
cristiana de Occidente —judíos incluidos— . Y por eso, históricamente, el
cristianismo aparece produciendo en masa a hombres subjetivamente so­
metidos, no sólo por el terror y la amenaza externa en sus cuerpos — que
era la situación de los esclavos— sino en las marcas más elementales que
organizan la singularidad de cada “libre” y democrático ciudadano posmo­
derno.
¿Por qué necesitamos volver al origen cultural de nuestra historia oc­
cidental, no ya sólo a la historia económica del capitalismo y de su origen,
sino a la historia más densa de la configuración imaginaria y fantasmal de
nuestra cultura? Porque esta configuración sentida, más próxima a la car­
ne sensible que al concepto abstracto, es anterior y prepara por lo tanto
las relaciones económicas que el capitalismo instaura. El análisis marxista
consideraba la expropiación del cuerpo del trabajador en el proceso pro­
ductivo, pero no la historia previa de la expropiación mítico-religiosa del
cuerpo vivo, imaginario y arcaico, que constituye — creemos— el presu­
puesto también de toda relación económica. Pese a saberlo, Marx se hacía
ilusiones ai respecto: pensaba que cuando triunfara la racionalidad cientí­
fica la vigencia social de los mitos y de las religiones se desvanecería.
¿Qué quiere decir Marx, sin embargo, cuando afirma que el cristianis­
mo con su culto del hombre abstracto es la forma de religión más adecua­
da al utrabajo indiferenciadd ‘ que requiere un sistema productor de mer­
cancías? El trabajo indiferenciado procede del cuerpo desvalorizado,
despedazado y cuantificado, pero es el cristianismo quien prepara ese des­
precio hacia el “uso de los cuerpos” que el capital expropia Se requirió
primero que el cuerpo de la madre genitora, con cuya imagen cada hom­
bre anima aún el suyo, fuera excluido en la Virgen como cuerpo de vida.
Esta negación tuvo que penetrar, para ser eficaz, hasta lo inconsciente. Por
eso el cuerpo de la madre virgen es la primera máquina social abstracta
productora de cuerpos convocados por la muerte. Como si el capital reli­
gioso cristiano, espiritual y patriarcal, engendrara por sí mismo, adelantan­
do el uso que el capitalismo habría de darle, al hijo crucificado como mer­
cancía sagrada para negar su materia viva que va al muere: construirlo en
tanto físicamente metafísico. asesinado y resurrecto. moneda de cambio
para que cada sometido pueda ponerse a salvo del terror social que anun­
cia su aniquilamiento necesario. Aunque del Hijo crucificado por el capi­
tal económico sólo conocemos su historia final profana: la historia de su
engendramiento industrial en el usufructo y el martirio productivo de los
hombres que fabrican cosas. Pero el capitalismo también tiene sus propios
presupuestos religiosos, que Agustín prenuncia y anticipa. En su economía
libidinal teológica el santo nos proponía, desde muy antiguo, la inversión
originaria más rendidora para acumular capital sagrado: “mediante el aho­
rro en carne podréis invertir en Espíritu". El Espíritu cristiano y el Capital
tienen premisas metafísicas complementarias.
No intentamos con las comparaciones revalorizar ni prestigiar a la re­
ligión judía —ni a ninguna otra— . Pero hay diferencias en sus mitos que
deben ser reconocidas. La Biblia judía nos traza el raconto mítico-histórico
de un pueblo durante muchos siglos; la Biblia cristiana nos cuenta la fábu­
la mítica de un solo hombre en la brevedad de una vida. Sólo confronta­
remos el esquematismo planteado en el mito judío y en el mito cristiano,
y sus consecuencias históricas. No nos preguntamos si Dios existe, Sólo
nos interesa, siguiendo la experiencia que nos narra Agustín mismo, com­
prender mediante qué recursos se lo construye subjetivamente a Dios pa­
ra que produzca esos efectos en la realidad histórica. Entender también el
momento donde la política rebelde y resistente al poder del imperio roma­
no es suplantada por la religión de Estado en una estrategia de domina­
ción. Y al hacerlo transforma un hecho eminentemente político — la rebe­
lión del judío Jesús contra el poder religioso e imperial— y lo convierte en
un hecho puramente religioso — Cristo hijo de Dios y resurrecto, que mue­
re no por haber enfrentado al Imperio sino para purgar con su muerte
nuestros pecados. Esta conversión narrada, ritualizada e institucionalizada,
transfigura toda la memoria histórica de Occidente, metamorfosea a la vio­
lencia histórica sufrida en violencia necesaria y divina. Quisimos ver tam­
bién de qué manera en las Confesiones de san Agustín se prepara el Ma­
nual con las Instrucciones para la sujeción social por el dominio religioso;
una nueva política para organizar la subjetividad de los súbditos del nue­
vo Imperio,
Las consecuencias de la aplicación del racionalismo patriarcal en la
construcción social del cuerpo afectivo y consciente requiere entonces ir a
buscar sus antecedentes no sólo en las “formaciones económicas precapi-
talistas”, como lo hace Marx para la economía, sino también en las “forma­
ciones psicológicas (subjetivas) precapitalistas” que están contenidas en los
mitos “sagrados” de Occidente: en ambas biblias. Estas determinaciones
simbólico-imaginarias religiosas son históricamente más estables y perma­
nentes que las cambiantes relaciones económicas. Devereux acentúa esta
persistencia tenaz del lugar donde la religión se instala: nos confirma, des­
de la antropología, “la invariancia del inconsciente nuclear a través del
tiempo y de las generaciones ”(p. 115, Femttie etMythé), que es lo más di­
fícil de aceptar por la gente “progresista”, aun la más pensante y politiza­
da.1 ¿Acaso la formación primera, centrada en Cristo hace ya veinte siglos,

1 “El único puente que une todavía ai hombre moderno con el de la anti-
no permanece todavía inscribiéndose de generación en generación en la
subjetividad arcaica, aunque las formaciones sociales adultas se hayan
transformado?
No ignoramos que hay un largo proceso donde las formas de domi­
nación social, religiosa, política, económica, jurídica y artística han creado
otras nuevas desde esta matriz que fue el cristianismo. Sin embargo, la for­
mación religiosa y social primera centrada en la configuración compleja del
modelo de Cristo en la Trinidad Sagrada, ¿no permanece todavía arraigada
en la subjetividad de cada uno, pese al hecho de que las otras formacio­
nes históricas y sus diferentes períodos — la revolución burguesa de 1789
para el caso— se hayan desarrollado como si la hubieran transformado? El
cristianismo en tanto religión y cultura sigue ocupando y moldeando erí
Occidente un estrato, el más arcaico, siempre presente en todos y por mo­
mentos — en momentos de repliegue de la población aterrorizada por ías
crisis sociales, económicas y políticas semejantes a los que estamos vivien­
do ahora— nuevamente emergente y necesario. En Agustín queremos atis-
bar al menos la lógica obscura de está emergencia.

III

Para entrar en tema podríamos partir de una pregunta ingenua, más


personal e inocente: ¿puede alguien, un hombre, Agustín para el caso, re­
nunciar al cuerpo, al sexo (al amor de la mujer), para darse únicamente a
la salvación en Dios, en lo más abstracto, sentido sin embargo como lo
más próximo? Partimos desde la pregunta más íntima y menos “económi­
ca”. No ya sólo acotar a las mujeres con los múltiples ritos de purificación,
como necesitan los judíos ortodoxos para poder gozar tímida y púdica­
mente de ellas, excluyendo la amenaza destructiva de sus impulsos des­
bordantes e impuros. No, en el modelo religioso cristiano se trata de ra­
diarlas absolutamente del anhelo sensible y sensual del hombre: convertir
los vientres femeninos en un sagrario inmaculado. Y que, apoyado en la
culpa de ese pecado mortal por excelencia, producto de la desobediencia
en el Paraíso, Agustín tome a la “fornicación” en tanto punto de partida pa-

güedad es el psiquismo humano, del que solamente cambia la parte de fuera, pe­
ro cuyo sustrato fantasmático — el Inconsciente— es intemporal. La civilización
griega — y sobre todo sus misterios, órficos y otros— sólo nos son accesibles me­
diante la empatia (Georges Devereux, La vulva mítica, ed. Icaria, p. 13).
ra ex p lica r no sólo la caída del hombre -—con el pecado original de Adán
y j^va— sino la caída del Imperio romano. Más aún, que intente justificar
desde esta fantasía pueril pero tan honda su carácter de verdad universal
y necesaria. Y que ese pensamiento, convertido en Iglesia de piedra, haya
dibujado el modelo triunfante que culmina en el Occidente capitalista, pe­
se a las apariencias de un desborde sexual incontenible que indicaría lo
contrario.
Reducido el cristianismo a un empobrecido “paganismo" de la indivi­
dualidad aislada, íntimo y subjetivo, resumido el lleno imaginario — la re­
serva jurásica de los animales mitológicos que pastoreaban en los espacios
misteriosos y secretos de la vida— a los pocos ídolos primarios que el te­
rror patriarcal de su monoteísmo vacío dejó vivos, se distanció el cristiano
de la multiplicidad abigarrada en la que, con los dioses antiguos, se expre­
saba la densidad de la vida comunitaria, la elaboración popular de los dra­
mas cotidianos que la gente del pueblo escribía en ese libro abierto de los
mitos. Reverdeció entonces el sujeto aislado con los fantasmas de su fue­
ro íntimo, constreñido a la única teatralización que el poder de la muerte,
encamado en los emperadores, el Papa y los obispos le imponían. Pero
existe otra condición fundamental; es la primera religión evangélica y ca­
tólica, es decir imperial, que se propone la expansión universal y política
de su Verdad, considerada como única y absoluta, convirtiendo por la
amenaza y la muerte a los que no creen en ella. El imperio romano del Ba­
jo Imperio, “el más antiguo de los estados totalitarios” (Marrou, pág. 9)
triunfaba, en su caída, arrastrando con el cristianismo de Estado a todos los
ídolos de las múltiples culturas que había albergado en su panteón; que­
daban reducidas todas ellas a esta forma terminal y única que el terror del
fracaso histórico les impuso: el dominio de la Iglesia Católica, su imperial
sucesora.
La narración mítica pagana, que encarnaba la densidad múltiple de la
vida humana, quedó reducida entonces a un drama dogmático cuyos perso­
najes congelaban la elaboración de los fantasmas jugados en los libres inter­
cambios simbólicos e imaginarios, corporales y colectivos. Ahora se veían
reducidos y llevados a transitar sólo por el desfiladero estrecho de las for­
mas canónicas familiaristas que ratificaban —ese es el acuerdo atractivo—
las expectativas más primarias: se congeló el mito —el complejo colectivo y
arcaico— como complejo familiar solamente, y se excluyó su fundamento
social y político de la conciencia pensante. En las tres Personas de la Trini­
dad Santa resultaban absolutizados los modelos fijados por el poder de una
vez para siempre, de las cuales la figura materna genitora queda exorcizá­
da, y con ella inferior izada toda la naturaleza. El cuerpo negado y temido
de la madre —la Magna Mater— se transformó en cuerpo místico institucio­
nal; su contrario racional y ascético, la ;‘nomenklatura” de la Iglesia que ser­
virá de soporte al Uno del Emperador romano en el Imperio evangelizado
como lo es siempre, por el terror y la amenaza. El amoroso Agustín pudo
ser considerado entonces “elprimer teórico de la Inquisición”(Brown).
El cristianismo tradujo la sensibilidad e imaginación en metafísica fría
y racionalidad pura, poniendo al lado de las abstracciones supremas y más
sutiles la presencia de fetiches empobrecidos que eran sus acompañantes
imaginarios ascéticos y quejumbrosos. Solidificó en dogmas las coordena­
das abstractas y vaciadas de la historicidad humana. Se dio por acompaña­
miento un único relato obligatorio para todos, un mito coercitivo cuyas fi­
guras recibieron, como resumen y condensación, la forma canónica de un
icono crucificado y torturado a muerte, Cristo derramando lágrimas de san­
gre por su corazón circuncidado y coronado de espinas. Fueron condena­
dos entonces todos los creyentes a leer en su tétrico cadáver, ajusticiado
por el derecho romano que aún nos rige, el término anticipado de la vida
aterrada, que sigue impregnando de angustia y de muerte a tanta empre­
sa humana.

IV

En este abordaje Agustín sólo me interesa por el aparato de domina­


ción y de guerra con el que construyó la subjetividad del hombre bajo la
insignia del amor y de la verdad. Esto es lo que aún sigue vigente. Agus­
tín supo encontrar el lugar íntimo donde el poder vivifica y encrespa lo
emotivo, enardece los fantasmas más siniestros, para poner en acto al cuer­
po y en esa hora terrible en que el viejo mundo se derrumba uncirlo a los
carros de guerra del poder político y económico, para el caso “la patria,
defendida por los cuidados del emperador celestial (VII, xxi, 27, Confesio­
nes) al que Agustín, dándole esta nueva denominación religiosa, ahora se
encomienda para evitar la muerte. Sabe cuál fue la experiencia que sufrió
^jesús por la arbitrariedad terrorífica y despiadada de la justicia del Estado:
“en quien el príncipe de este m undo no halló nada digno de muerte y no
obstante le dio muer té' (id.), y quiere ponerse a salvo del terror irracional
y arbitrario del Imperio pagano dentro del Imperio cristiano. De las Con­
fesiones a la Ciudad de Dios, tal es el vía crucis que lleva del nuevo Padre
al Estado.
Con el cristianismo se produce la igualación más inesperada del pen­
sam ien tocon la acción, y la penetración más profunda de la legalidad ex­
terna convertida en interna. Un ejemplo aparece en lo que el catolicismo
llama la “justicia nueva, superior a la antigua ”, es decir la justicia cristia­
na, interna, posterior a la justicia judía, externa, de los diez mandamientos:
“Habéis oído que se dijo: no cometerás adulterio. Pues yo (Jesús] os
digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio
con ella en el corazón” (Mateo, 5, 27; Biblia de Jerusalem).

Codiciar a la mujer con el pensamiento, sentir sólo ,el deseo e ima­


ginar el goce con ella es declararse culpable, como si hubiera realmente
fornicado: “ya cometió adulterio con ella en el corazón”. La persecución
más honda fue alcanzada: sentir internamente un deseo imaginario es
igual a realizarlo con la persona externa y real — con ella— que nos atrae.
Ahora se castiga la intención antes de realizar el acto; por sólo sentir las
ganas. Duplica la legalidad, redobla la ley externa y política del César con­
vertida en persecución interna divina. Pero puesto que ese deseo fundan­
te —desear a una mujer— está en el origen de la vida, esta igualación y
reverberación en lo arcaico del deseo adulto se convierte en el fundamen­
to de la prohibición más profunda de sentir, de imaginar y de pensar por
io tanto — pues todo pensar piensa sobre fondo de lo imaginario y del
afecto.
Esta igualación desorbitada y monstruosa del pensar subjetivo con la
realidad objetiva permite desde la realidad política penetrar en el dominio
más profundo y personal del sentir, imaginar'y pensar de cada sujeto,
quien de ahora en adelante debe anticiparse y contener, negando, el des­
borde de su anhelo espontáneo más intenso, el que brota de su corazón
deseante, sin poder experimentar su propia condición humana y orientar­
la socialmente. De este modo la nueva afirmación religiosa profundiza el
espacio subjetivo del dominio policial externo; se convierte, pretendiendo
ser espiritual, en terror a la corporeidad pulsional y a la vida.
Agustín, en su afán persecutorio, ve visiones: toma las alegorías por la
cosa misma y “realiza” el símbolo; se trata de huir y no fornicar nunca más
con las mujeres. La metáfora, así entendida y sentida, es reanimada con sus
contenidos fantasmales y los terrores más elementales. Y es esa lógica pri­
maria la que va a determinar el pensamiento adulto y va a organizar sus
pasiones. Quizás esta vehemencia loca y espiritual, cerebral a ultranza en
su intento justificatorio, preparaba ya, desde mucho antes, los mecanismos
de la ciencia para “conocer” y dominar a la naturaleza sometiendo prime­
ro el cuerpo terrestre de las diosas madres, y al transformar la materia de
la vida alcanzar la eternidad y la supervivencia indefinida por otros me­
dios. Los ritos paganos de adoración a la Magna Mater eran ritos de fecun­
dación y producción dedicados a la tierra y a la naturaleza. Con el cristia­
nismo la Magna Mater pagana fue excluida y reprimida del imaginario
masculino. La razón patriarcal y abstracta que la domina culmina necesa­
riamente en la razón técnica, ligada al productivismo infinito del capitalis­
mo, no a la satisfacción del deseo vivo, y da muerte a la naturaleza como
antes dio muerte a los cuerpos vivos para salvar el alma. Para lograr do­
minarla y calcularla era necesario rendir a la naturaleza previamente en sus
propias fibras; aterrorizarla en el fundamento más vivo de la carne gozosa
V apoderarse de las ganas del cuerpo aterrado y contenido. Había que con­
cebirla como naturaleza muerta en su transformación desmesurada. El Dios
del cristianismo, espíritu eterno e inmutable, fue el primer patrón de me­
dida de las cualidades humanas despreciadas.
¿Qué metamorfosis se produce desde el origen del deseo y las ganas
en la corporeidad, que tiene al cuerpo de la madre, primer objeto de amor,
para que ese ímpetu haya podido culminar en anhelo de acumulación
cuantitativa en el '‘cuerpo” numérico del capital, pero también para que ne­
cesite cobijarse en el cuerpo místico de la burocracia eclesiástica de la Ma­
dre Iglesia? Es lo que nos preguntamos. Podría decirse también que el cris­
tianismo expresa la profundización en las relaciones' de la esclavitud
antigua, hasta alcanzar una técnica subjetiva de dominio preparada por el
conocimiento de sus mecanismos psíquicos. Con el cristianismo la muerte
misma en tanto sentimiento subjetivo —no sólo la antigua amenaza real y
externa de muerte— se convirtió en una técnica objetiva de dominio, y
apoyándose en el modelo agustiniano-paulista, penetró en la historia has­
ta un límite antes desconocido. Es ese cuerpo nuevo así fraccionado, no el
antiguo, invadido por un terror diferente, aquel del cual el capital se apro­
pia. Por eso, en momentos en que se alcanza la sociedad globalizada y el
capitalismo triunfa, ¿no será la matriz helada del modelo arcaico cristiano,
sustituto degradado, la materia espiritual idónea de reemplazo que la Igle­
sia le deja disponible al hombre al concederle en usufructo y sustituto de
fsu cuerpo, perdido y aterrorizado, sólo el cuerpo materno en tanto cuer­
po místico, para que por fin se logre realizar el encuentro entre la Ciudad
del Capital y la Ciudad de Dios agustiniana?
El cristianismo describe, configura y codifica entonces una nueva mo­
dalidad colectiva de enfrentar un derrumbe histórico. Por eso hasta un his­
toriador católico, Marrou, pudo decir en qué consiste el aporte de Agustín
para la historia: “nos enseña, con su ejemplo, un arte de vivir en tiempos de
catástrofe”(p. 10).

No es extraño que Agustín haya recurrido a las Confesiones como for­


ma retórica de su filosofía teológica. Es el lugar clave, su propia vida, des­
de el cual descifra los supuestos que unen los dos extremos de todo plan­
teo consecuente: por una parte la formación infantil y social, imaginaria y
consciente, y por la otra las premisas que organizan el pensar y la acción
adulta, para alcanzar su conclusión política. Lo que comienza con el dra­
ma soslayado de la niñez culmina con el drama adulto de la política. Lo
que comienza con las Confesiones culmina con la Ciudad de Dios como
suplencia del Imperio Romano interiorizado. Lo que comienza con el de­
rrumbe del mundo antiguo culmina en el Imperio Católico. Desde este
campo de subjetividad así constituido pueden leerse las categorías defini-
torias de las posiciones políticas en la cultura occidental y cristiana.2 Hay

2 Hay quien expresa lo mismo de una manera mucho más precisa, y mucho
más desconcertante para el pensamiento que piensa que e! tiempo del catolicismo
ha pasado. Que creen en la laicización de los ciudadanos porque tos conceptos que
regulan nuestras relaciones sociales, económicas, políticas, militares y de los media
están distantes de la religión cristiana. ¿Qué pensarían entonces cuando un furista
dice: “Ja legalidad del sistema institucional romano-cristiano, quiero decir imperial y
cristiano, de los cuales surgieron los procedimientos de la normalización industrial"?
Y sigue: “fenómeno que apunta a la especie latina dei juridismo (que llamo, a ve­
ces, para abreviar, la escolástica industrial, es decir la escolástica de la cual salieron
las producciones institucionales del siglo XX occidental)” (p. 94). “La literatura lega­
lista [desde el año 553, con las Novelle 146 del emperador teocrático Justiniano]
constituye ia juntura entre e¡ sistema industrial y la mitología verídica de las institu­
ciones” (97). “Esta literatura (el legalismo cristiano-industrial) demuestra algo: todo,
absolutamente todo, fue inscripto en ia textura legal de la que hablo. Todo, es de­
cir no sólo los contratos, las técnicas administrativas y la gestión pública, etc., sino
también la doctrina psicosomática del hombre, y esta teo-teoría del lenguaje y dei
sentido de la cual proceden las ciencias psicologistas en su conjunto”. “Vemos aflo­
rar lo irreconciliable. Dos modos de entrada en la Ley y en la escritura de ia Ley es­
tán en causa: uno, romano-cristiano, fundado sobre los oráculos del poder encarna­
do; el otro, el judío, fundado sobre la transmisión de los intérpretes.(...) No hay
ninguna conciliación entre las Escrituras en sentido judío (iudaico sensú) y el estu­
dio de la Ley de Dios ( studium Legis Dei), es decir cristiano” (101). “En la lógica del
que tener presente que la imagen del crucificado fue primero la aterrori-
zadora amenaza de la dominación romana en cada sujeto vivo. A esa ima­
gen se le agrega ahora, en nosotros, la del desaparecido, encapuchado,
torturado y asesinado por nuestros militares, héroes convocados otra vez
por la figura de la madre Virgen, santa generala de las fuerzas armadas,
apoyados por la Iglesia que, coherente, santificó la tortura nueva sobre el
fondo de la tortura antigua.

Colofón

Se dirá que recurrimos en exceso a la interpretación “psicoanalítica”;


afirmarlo sería reducir el psicoanálisis freudiano a su función de profesión
liberal y excluirlo del campo de la filosofía (o no considerarlo en tanto psi­
cología trascendental, como quería Merleau-Ponty). Pero Agustín mismo
nos autoriza a ello, sus descripciones psicológicas están en clave ontológi-
ca. Agustín profundiza lo más temido y nos propone instalarlo en lo más
recóndito de cada hombre —pero primero debe mostrar esa eficacia, co­
mo ejemplo, en sí mismo. Por eso nos cuenta, en las Confesiones, su pro­
pia historia para que tomemos el ejemplo. Ese ahondamiento subjetivo na­
rra la experiencia admirable de someterse —y proponerse como modelo—
eri un combate donde el dominio sobre el propio cuerpo, vivido como un

juridismo occidental no judío, del juridismo que domina hoy en día la organización
industrial, etc." “Una escolástica no es sólo el inmenso depósito donde hay un lu­
gar para cada cosa, etiquetas sobre todas las mercancías, sobre todos ¡os significan­
tes del stock; instituye marcas, incrusta el discurso de la verdad de manera emble­
mática”. Refiriéndose a la Noveüe de Justiniano sobre los límites de los judíos,
agrega: “La iglesia latina, portadora de la tradición jurídica latina y vector de ias ins­
tituciones industriales más poderosas, no ha hecho sino seguir la pendiente del Im­
perio romano”. “ls) El cristianismo no es una religión pura y simple (...); es la reli­
gión industrial, fundamentalmente una religión del poder moderno. El cristianismo
es constitutivo del texto mismo en el sistema industrial; es la doctrina moderna de¡
texto (...). 23) El cristianismo, heredero dei Imperio romano y de su juridismo parti­
cular, está construido sobre un equívoco: de que io real y lo simbólico serían una
sola y única categoría. (...) Pienso igualmente que los Occidentales hablan cristiano
(sean judíos o no) desde ei momento en que ponen de un lado la Realidad y del
otro lo Imaginario” (Pierre Legendre, "Expertise d'un t e x t e en La psychancilyse est-
eüe u n e Science juive? ed. du Seuil, 1981).
triunfo, debe penetrar en los pliegues más obscuros de la subjetividad pa­
ra huir de la amenaza de muerte. Ahondar la subjetividad, poner de relie­
ve su estructura profunda, es un trabajo necesario cuando se trata de abrir
un espacio interno para preservarnos del abismo: recuperar un persistente
anhelo infantil en el adulto acosado y perseguido. San Agustín sueña des­
pierto y construye la mitología aterrorizante que se prolongará en el occi­
dente cristiano durante dieciséis siglos. Las Confesiones elaboran una figu­
ra literaria nueva de la convicción religiosa, una forma de evangelización
para posesos: otra guía para descarriados.
La importancia de Agustín para nosotros seria ésta: asume hasta el ex­
tremo límite este destino contradictorio que en él se juega, y lo constituye
como sujeto nuevo; lo abisal se hace presente porque fue activado hasta
sus primeras marcas. “La elevada verdad no se abre sino a aquel que entra
en la filosofía todo entero y no tan sólo con la función intelectual, que aís­
la ”(K. Jaspers. San Agustín). Hasta descubrir en qué punto extremo del
cuerpo debe incluirse la represión más profunda. Y esto se pone de relie­
ve en el residuo humano que deja-, en la exclusión mística de la materia,
aureolada pero desjerarquizada en todas sus cualidades sensibles. Es “el
modelo espiritual del Occidenté\ dicen sus seguidores.
Si la palabra “verdad” no fuera el hilo conductor de su demostración
vivida como un silogismo afectivo, pensado desde el cuerpo y con el cuer­
po. su narración pertenecería al género de la autobiografía novelada o de
la fabulación; sería sólo la descripción literaria de una vida sin pretensiones
de imponerse como modelo verdadero para todos sus semejantes. No se
hubiera convertido en el modelo espiritual para el occidente cristiano. Si se
hubiera quedado en una confesión personal su propuesta no tendría obje­
ciones; sólo cuando la transforma en Verdad absoluta y se apoya en el po­
der político del Imperio para aplicarla, entonces sí Agustín se convierte en
un prototipo fundamentalista y, como tal, peligroso para la libertad huma­
na, Por eso insistimos en tomado tan en serio. Tan en serio que nos lleva
a tratar de comprender, también con un criterio de verdad —en verdad dis­
tinto al suyo— todas las descripciones con las cuales quiere mostramos en
detalle — ¡y con qué minucia!— los recovecos más íntimos de su vida, de­
mostrativos de la verdad que enuncia. Por primera vez tenemos acceso a la
elaboración de una experiencia subjetiva religiosa paralela a la creación de
los conceptos racionales sobre cuyo rastro estas “verdades” teóricas, teoló­
gicas y políticas, se afirman saliendo del campo imaginario de quien las
produce como “católicamente” válidas. Discurso lógico, afirmación teológi­
ca y fantasmagoría psicológica convergen en las Confesiones.
Momento para preguntarse por la caída de los imperios contemporá­
neos: la decadencia que vivimos pese a una aparente plenitud económica
de los que están gozando de la vida. ¿Es extraño que algunos posmoder­
nos hayan encontrado en la figura de Agustín el modelo de solución que
vuelve a mostrarnos el límite ante otra nueva decadencia? ¿Es suficiente
reemplazar el “Pour Martí' de Althusser con el “Pour saint-Augustin” de
un postmarxista ignoto frustrado del 68, Claude lorin sea dicho, para en­
frentar la catástrofe presente?
C apítulo 1

De cómo Agustín trata de situar a Dios-Padre fundam ento previo de


su propio nacimiento, para descalificar el tugar creador y generador
de vida de lá madre. Debe invertir ta génesis de ta inscripción mater­
na en su cuerpo. Las palabras deben excluir también et cuerpo mater­
no como lugar originario de su lengua y leerse ahora desde la Palabra
de un Padre espiritual que no tiene cuerpo.

1) La construcción de un nuevo Dios-Padre

Nacimiento y niñez

Comencemos por donde Agustín mismo lo hace. Estamos invitados a


seguir el camino de su vida, narración que comienza con su infancia pa­
gana y culmina con su conversión al cristianismo católico, nos traza un de­
rrotero. Acaba de llevar a término su nuevo nacimiento, se ha convertido
en fiel de la Iglesia Católica, y debe reorganizar todo su pasado desde el
nuevo modelo de ser hombre — Cristo el crucificado— finalmente encon­
trado. Realiza esta cuenta regresiva para mostrarnos, con su ejemplo, có­
mo podemos construir también nosotros su morada en nuestro cuerpo. Es­
crito en tiempos de derrumbe del Imperio Romano, las Confesiones es un
libro de Instrucciones, de última tecnología sagrada. Nos pasa su receta pa­
ra huir del espanto y salvarnos de la muerte. Es la certeza que el mundo
actual también está buscando: Agustín es un antiguo contemporáneo nues­
tro.1 Y como ya la encontró no busca sino que explica cómo se la encuen­
tra.

1 Sobre fondo de sus propios terrores, que actualizan el del socialismo sovié­
tico de la época, Marrou compara: “El emperador, aureolado de un prestigio reli-
Iremos siguiendo su propuesta y poniéndola a prueba, más allá de los
siglos, pues se ha constituido en el modelo mayor, más actual y más exal­
tado de esa Iglesia. Se ha convertido en santo; ha puesto las bases teoló­
gicas de su existencia.

I)

La expulsión del Paraíso judío, primero, y luego la redención cristia­


na del pecado con el nacimiento de Jesús; este es el horizonte religioso del
que ahora parte. Aplicando ese modelo trata de comprender a la niñez co­
mo el lugar donde la marca del pecado aparece por la gestación humana;
la inserción de la infinitud divina en la finitud pecadora del cuerpo del in­
fante. Y para exponerlo recurre a la metamorfosis de su propia vida.
Las Confesiones comienzan, en su frase inicial, con un acto de total su­
misión al juez divino, que reside dentro de Agustín mismo. Primero saluda
al todopoderoso como si saludara en Roma la presencia del monarca:
“Grande eres, Señor, y muy digno de alabanza; grande es tu poder y
tu sabiduría no tiene medida” (I, l) .2

gioso, es omnipotente — aJ menos hasta que un usurpador lo derroque— y gobier­


na rodeado de una corte de carácter oriental, en medio de una burocracia militari­
zada y jerarquizada de extremada complejidad. Economía planificada, fábricas esta­
tales, sindicalismo obligatorio, castas hereditarias, fiscalización extrema, justicia feroz
y ... policía secreta. Cuántas veces aparece, en ia biografía de san Agustín, la figura
inquietante de los agentes in rebus, término que los humanistas tradujeron, inge­
nuamente, por “encargado de negocios”. No nos engañemos: se trataba de una ex-
pecie de G estapo... Sí, se vive entonces en un mundo de terror, e! equipo que de­
tenta el poder encama ia impotencia absoluta, hasta que ésta comienza a disolverse.
Y entonces se produce e¡ gran proceso de la traición, cuya represión alcanza a mi­
les de inocentes. Permanente (bastará un pequeño retraso en el pago de los im­
puestos) gravita sobre todos ia amenaza de la ruina, de la prisión, de la tortura y de
la muerte”. ( ...) Agustín nos enseña, con su ejemplo, un arte de vivir en tiempos de
catástrofe, “El imperio se ha convertido en Imperio cristiano y la nueva religión
triunfa definitivamente” (San Agustín y el agustinismo, H. Marrou, Aguilar, Madrid,
1960, pág. 9 y ss).
2 Todos los subrayados y agregados en las citas de los textos de Agustín son
del autor, L. R.
Se deleita alabándolo y espera, para salvarse, que lo cobije dentro de si:
‘‘Tu mismo le impulsas a que se deleite en alabarte, puesto que nos
has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse
en ti” (I, 1).

Debe, para ello, reconocer su propia pequeñez y dependencia, y se


sitúa como desvalido. Pero el lugar donde reside ese soberano divino, bue­
no y justo, no está afuera, como el temido emperador romano, sino que
está ahora dentro de él mismo. La opresión social, económica y política del
Imperio desaparece como causa externa para plantear su propio oprobio
como merecido — porque somos pecadores y culpables entonces de nues­
tra propia muerte. El hombre “lleva a cuestas su mortalidad , que lleva con­
sigo el testimonio de su pecado". Muerte y pecado van juntos desde el co­
mienzo de la vida. Contra semejante condena originaria Agustín tiene la
certidumbre de aue hay, al menos, un poder bondadoso que internamen­
te ío protege. Dios reside dentro de Agustín o él reside en Dios: en ambos
casos ía unidad con Dios es su punto de partida. Sólo en él encontrará un
gozo extremo, apacible, aquietado y satisfecho. Anticipo del éxtasis acaba­
do que la muerte transformará en eterno: “basta que descance en ti”.
“[yo] no existiría si no estuvieras en mí. ¿O más bien no existiría, si no
existiera yo en ti, de quien, por quien y en quien son todas las cosas?”
a, ii, 2).
Al creador del todo, que “llena el cielo y la tierra ”lo encuentra en el
extremo límite que su conciencia puede alcanzar buscando un fundamen­
to estable dentro de sí mismo. Agustín hizo desaparecer las distancias: es­
tá ahora protegido en Dios, como de niño lo estaba en el cuerpo sensible
de la madre. ¿Cuál es entonces el lugar donde reside Dios en él? Ignorado
y ai mismo tiempo cierto, sólo puede recurrir a la palabra para saberlo. En­
tonces escucha voces que le hablan desde adentro; la Palabra es el índice
sonoro de una profundidad que rememora su existencia por la intensidad
del afecto que despierta. Lo que su alma más anhela yace en la bruma de
una marca sensible que, de su presencia afectiva, sólo dejó una huella de
palabras en la conciencia.
La Palabra, como signo de deseos, parecería que viene a decirnos en
voz alta, desde lo más profundo del alma solitaria, lo que sentía antes en
silencio. No puede ver que allí, en ese hondo abismo de la nada donde la
madre dejó ei hueco de su paso y de su marca, la más antigua y honda,
ese deseo y ese signo son ya un acto histórico abierto por la distancia que
comienza a separarlo dentro de sí mismo. La primera distancia con la Co­
sa materna, para siempre alejada, inaugura eí lugar del Dios agustiniano,
signo alucinado de su rastro. Agustín plantea este relegamiento de lo ma­
terno y de lo femenino como condición lógica y afectiva para encontrar a
Dios dentro de sí mismo.
No habrá más diosas madres paganas, sólo existirá el Dios-padre úni­
co. Para que ese Dios exista como fundamento de su vida, tiene que des­
plazar el origen carnal materno y degradarlo. Se sabe, todo niño es peca­
dor porque vivió la simbiosis amorosa con su madre. Para salvarse de la
devoración que lo amenaza tiene que actualizar la memoria primera de ese
abismo cálido en el que se hunde, para rozarlo al menos, y encontrar el
lugar preciso donde se arraigue, en ese mismo espacio, pero sin abando­
narla, su Dios protector nuevo.

La pregunta por el propio origen. El lugar de Dios desde la infancia

Debe actualizar el origen de la vida, y desde allí transmutar todo su


ser en otro diferente al que era antes.
"¿Quién me recuerda el pecado de mi infancia, puesto que no hay na­
die limpio de pecado delante de ti. ni siquiera eí niño, cuya vida en ía
tierra es de un solo día?” (I, vn, 11).

Ese pecado originario que lo persigue todavía, del que no se salva


nadie, es el de la carne amante; hasta los niños muertos sin bautismo
quedan condenados. Para que la ley del amor espiritual tenga privilegio
sobre el deseo de la carne pervertida debe invertir la génesis de la ins­
cripción materna en su cuerpo; afirmar un origen divino en Dios-Padre,
anterior al origen en la madre. Debe expurgar toda su vida en una cuen­
ta regresiva que la purifique, animar retrospectivamente todos los actos
de su infancia para depurarlos. Comenzar a contar su propia historia de
otro modo.
Quiere buscar a Dios al invocarlo, pero su invocación lo recrea en
el lugar negado de la madre — para no perderla. Construye al Dios mas­
culino con las mismas cualidades que lo colmaron cuando niño, y que
ahora evoca al implorarle. Debe pasar de la diosa madre al Dios-Padre
para lograrlo, aunque presentirá que se hace trampas: ~no se puede invo­
car a un ser po r otro", reconoce (I, i, 1). Pero es lo que está haciendo;
entonces se plantea el lugar que ocupa en su cuerpo la idea de ese nue­
vo ser abstracto:
“¿Y qué lugar hay en mí, donde pueda venir a mí mi Dios, donde
Dios pueda llegar a mí, Dios que hizo el cielo y la tierra?" (p. 275
fr.). “Yo no sería si tú no estuvieras en mí (...) si yo no estuviera en
ti” (I, n, 2).
Busca a Dios en el lugar interno donde la madre dejó la impronta más
profunda, para ubicar y transformar al Dios judaico externo, inalcanzable
e infinitamente distante, en un Dios interno y próximo. Dios deberá estar
dentro suyo, como está ella todavía viva y presente en lo más profundo de
sí mismo. Para evitar este recubrimiento sensible insostenible — la madre
a co g e pero también devora— los judíos con su monoteísmo habían cons­
truido afuera un dios padre protector colérico y justo, celoso y arbitrario,
no sólo infigurable sino indecible: impronunciable. Agustín en cambio ne­
cesita. porque es cristiano, que ese Dios ocupe un sitio interno; que lo sal­
ve de la separadora distancia infinita, y que su propia carne perecedera
coincida con el ser eterno. Pero sobre todo necesita afirmarlo también co­
mo un sentir origina río del cuerpo, no sólo como un saber en la concien­
cia, tan originario como la abrumadora huella de la madre misma.
Por eso le implora ahora adulto, pero como si lo hiciera desde el in­
fante que era antes, cuando sólo existía confundido con la madre, y no ha­
bía todavía ese otro que, como Padre, sólo podrá aparecer luego. Puede
afirmar entonces que el ser de ese Dios espiritual y paternal, que es inmor­
tal, preexiste a la generación materna, y que esta marca sensible que lo
acosa, sensual y cálida, es sólo el lugar mancillado donde su espíritu divi­
no accedió a la vida. Como no acepta perderla, no le queda otra. Viene de
su madre y va hacia el Padre. Su alma debe dar pruebas de que volverá a
la inmortalidad que al final lo espera. Lo infinito está antes y después de
su vida; en el medio, Agustín existe sólo como el lugar camal de la prue­
ba y del pecado.

La génesis invertida

La narración de su vida ahora comienza entonces de otro modo.


Cuando nace 110 lo reciben los brazos y los pechos de la madre; lo recibe,
dice adulto y alabante, los consuelos de la misericordia del padre. Lo dice
como cree saberlo ahora, no como lo sintió antes:
“Y sin embargo me recibieron los consuelos de tus misericordias.(...)
Me recibieron (...) los consuelos de la leche humana, de la cual ni mi
madre ni mis nodrizas se llenaban sus propios pechos, sino que tú por
medio de ellas me dabas el alimento de la infancia," (I, vi, 7). “No era
de ellas [la leche], sino que pasaba por ellas” (id.).

Agustín necesita ser consolado por haber nacido; no celebra el naci­


miento. Son pechos paternos en los cuales, inquieto, quiere reposar aho­
ra; metáfora de pechos camales este sucedáneo espiritual que lo acoge
cuando nace. La leche materna es entonces también un sucedáneo; en rea­
lidad recibe como consuelo la leche del Padre que “me venía por medio de
ellas’, Hasta la leche misma se convierte en signo; el líquido cálido y nu­
tricio es sólo el soporte material, femenino, de un significante fluido, ra­
cional, divino y masculino. La mujer no da nada de sí cuando le da su le­
che al hijo; es sólo una depositaría por donde transita un bien divino, que
no es de ella: “No era de ellas {ese bien], no, pero pasaba por ellas" (I, vi,
7). Agustín bebe leche de Dios padre en el cuerpo femenino; los pechos
y el cuerpo de la madre sólo decían signos del Padre. Hay un Padre ante­
rior al propio padre, tan interior como la propia madre.3
Ahora, separados y deseados, el cuerpo y los pechos de la madre son
para Agustín fuente de pecado cuando vuelve a recordarlos; manantial de
tránsito para una leche que, como vimos, viene de otro lado.

La envidia originaria

Y aprende el signo de sus deseos en las palabras: para Agustín la ver­


dadera primera lengua es la paterna, no la lengua materna con los sonidos
que prolongan su cuerpo y lo envuelven. Gonvierte a la palabra-pulsión
de la madre (sensible) en Palabra-espíritu del Padre (intelecto). Salva así el
primer hiato y lo llena; Dios-padre habla —más bien grita— el sentido de
las cosas.

3 “La individualidad que le es propia es un sujeto diferente de él, que puede


ser otro individuo diferente a él cuyo yo lo penetra como u n a substancia... por la
cual está determinado sin resistencia posible: ese sujeto puede ser denominado su
genio. Es ésta, en su existencia inmediata, ia condición del niño en el seno mater­
no — una condición que no es ni simplemente corporal ni simplemente espiritual,
sino psíquica, una relación de alma. H ay dos individuos cuya u n id a d d e alma no
está todavía dividida, uno no es todavía alguien (ein Seibst), no es todavía im pene­
trable. no ofrece resistencia; el otro es su sujeto, el sí mismo singular de ambos. La
nudre es el genio del niño” (Hegel, Enciclopiedia, # 405).
“De esto me di cuenta después, cuando me lo gritabas por medio de
estas mismas cosas, que concedes interior y exteriormente. Porque en­
tonces sólo sabía mamar, y apaciguarme con lo que halagaba a mi car­
ne, o llorar con lo que la ofendía, y nada más".
“Por eso agitaba mis miembros y daba voces, signos semejantes a
mis deseos(....) pero en realidad se le parecían poco. ¿En qué pecaba
yo entonces? ¿Era porque deseaba ávidamente el pecho, con la boca
abierta, llorando?” (I, vil, 11).

Su pecho lloraba por el pecho; lloraba porque quería estar lleno de


madre. Ese es su primer recuerdo. ¿Era ese su pecado? En realidad lo per­
sigue algo que vio en otro niño:
“Yo mismo he visto y observé de cerca la envidia de un niñito; no ha­
blaba aún y ya miraba, pálido y con cara de amargado, a su hermano
de leche” (I, vn, 11).

¿Qué volvía a mirar Agustín, con codicia adulta, en el niño envidioso, pá­
lido y amargado? No el pecho de Dios sino la fuente de los pechos de su
madre. Escena de ía envidia redoblada:
“...no soportar por compañero en la fuente de la leche que mana co­
piosa y abundante".
La imagen de la escena fundante de su vida vuelve a aparecer, fulgu­
rante, trayéndole la plenitud henchida y turgente de unos pechos pictóri­
cos de leche, que contrasta con su flaca palidez y amargura; la envidia y
el anhelo de tenerlos él, para siempre, fundido en la carne indistinguible
que lo acojan de nuevo. “¿Quién no conoce esta experiencia?\ se pregun­
ta como disculpándose de estar incluido en ella. Experiencia que, sin em­
bargo, va a ser dejada de lado y convertida en anhelo de los pechos pa­
ternos: en el seno de Abraham.4

4 Seno de Abraham. El cristianismo transforma esta beatitud judía: “1) El seno


de Abraham es un lugar de felicidad; 2) es un lugar donde el alma goza de la pre­
sencia beatífica de Cristo como Dios”. C onf, IX, lll, 6. Véase nota p. 550, Oeuvres de
Saint-Augustin, 14, Deschée de Brouwer, 1962. Freud, patria realista judío y ya an­
ciano, también quiere volver a ese mismo sitio paterno, pero no para gozar de Cris­
to. Véase cita más adelante.
Confesiones de una infancia difunta

Viniendo desde un tiempo pensado como eterno, vida sin muerte,


adulto escarmentado, debe pensarse como un sobreviviente de la infancia.
Confesiones para un infante difunto: Agustín ahora dialoga con Dios-Pa­
dre, y desde allí temporaliza su propia finitud, negando la importancia de
su origen en la carne.
“He aquí que mi infancia está muerta desde hace mucho tiempo, y yo
estoy vivo. (...) dime, dime a mí, a tu suplicante, oh Dios, dime a mí,
y en tu misericordia a tu miserable, dime si fue a algún período ya
muerto de mi vida al cual sucedió mi infancia. ¿Este período es quizás
aquel que pasé en el vientre de mi madre? Yantes de estar en éste ¿qué,
dulzura mía. Dios mío? ¿Estuve en algún sitio ofu i alguien? De hecho,
¿quién puede decírmelo? No tengo a nadie. Ni mi padre ni mi madre
han podido decírmelo, ni la experiencia ajena ni mi propia memoria”
(I, vi, 9).
Agustín debe afirmar que hay un dentro suyo anterior al engendra­
miento y al nacimiento, que es primero, que recibió de Dios padre su de­
seo más profundo, el inmortal goce espiritual, sin tiempo ni sufrimiento
sensible. Agustín preexistía a su existencia material. Eso lo reconstruye des­
de el término adulto, desde el fracaso de su ensueño. La falta de memoria
consciente para su propio origen lo lleva a buscarlo antes de su nacimien­
to, en una anterioridad abstracta y vacía. Elude sin embargo un saber de
algo que le dio la imagen más cálida, cuyo relente percibe todavía. Y bus­
ca detrás de éste algo que, siendo anterior, pueda encontrar allí la conten­
ción para lo que huye.
La estratificación psíquica en Agustín nos revela el lugar viviente don­
de la inversión se produce; hay un antes de todo antes donde preexisten
eternas las formas de todo lo temporal y pasajero. Antes de la madre hay
un Dios-Padre, seminal aunque racional, verdadero generador de su vida
—y también generador, por lo tanto, de su propia madre. Agustín pree­
xistía espiritualmente a su propio nacimiento, como Jesucristo preexistía
como hijo eterno de Dios antes de nacer en María. Hay un antes de la
conciencia — concluye entonces— como hay un antes de la vida y del
mundo.
Como la conciencia ignora necesariamente su propio origen infantil,
el drama sensible y afectivo que la origina quedó excluido al constituirse
como conciencia pura. Una cosa es decirlo con conceptos abstractos y otra
es darle un contenido imaginario y fantasmal que corresponda, como ex­
periencia, a lo que piensa. La idealidad de la conciencia ignora el origen
sensible que la hizo surgir, la exclusión necesaria de su propio pasado.
Agustín invierte la génesis, debe imaginar con sus contenidos sensibles al­
go incorpóreo e insensible, darle carne a un concepto platónico, encon­
trarle a una idea abstracta, a las razones “seminales?’, un fundamento en su
propio cuerpo para sostenerla.

¿De qué tiene vergüenza?

Buscando ese lleno apacible para tanto desgarro, sólo encuentra en el


límite extremo de su sentimiento aquello que permanece siempre vivo: la
huella inconsciente pero abrasadora del claustro materno que lo contenía,
irrepresentado, sin tiempo y sin distancia. Agustín tiene una captación aun­
que inconsciente de algo insoportable que aún lo quema pero lo consue­
la, que está en el límite preciso donde lo más deseado y lo más temido se
confunden; un “pecado11que lo precipitó en la muerte, que debe enfrentar
y no sabe dónde situarlo. De su contenido contradictorio debe poder ex­
cluir tajantemente lo temido para dejar que sólo lo acogedor y amoroso
prevalezca. Lo acogedor, de tan profundo que lo vive, debe estar antes del
terror y del pecado; debe estar antes úc todo antes. Y siente vergüenza re­
trospectiva de esa infancia primera donde el pecado se infiltró redoblando
una cercanía peligrosa:
“Esta edad, Señor, que no recuerdo haber vivido, acerca de la cual
he creído a otros y que conjeturo p o r otros niños haberla vivido, (...)
me avergüenza tener que añadirla a esta vida mía, que vivo en este
mundo. Porque en relación a las tinieblas en que está envuelto m i ol­
vido, esta vida es igual a aquella que viví en el vientre de mi madre”
(I, vil, 12).
La vida necesariamente ignorada en el vientre de la madre es “igual”
a la vida posterior de su primera infancia: sus primeros años de niño pro­
longan la unidad indisoluble con la madre. Grave descubrimiento, lleno de
enseñanzas para su vida adulta: la simbiosis interna se continúa, externa,
cuando ya parido la madre lo cobija afuera con su cuerpo. Lo arcaico in­
terno se prolonga en la primera infancia. Pero lo deja prontamente de la­
do; decide que, por no tener conciencia, debemos ignorar esta extensión
sin memoria de la vida intrauterina que, además, lo avergüenza. Pero la
vergüenza es una sutil señal de angustia; Agustín sabe más de lo que acep­
ta y de lo que nos dice.
Lo que permanece excluido, al mismo tiempo que está tan vivo y des­
pierto en su experiencia adulta, es la vivencia arcaica, fundante, de su pro­
pia vida anterior a la conciencia. Esto es lo notable y sorprendente; la acui­
dad y la sensibilidad asombrosa que tiene Agustín para rememorar y hacer
reverdecer percepciones y experiencias infantiles que los adultos hemos
olvidado. Pero la experiencia arcaica de su vida infantil — que carece de
representación y de conciencia— será para Agustín un continuo sin proce­
so, sin etapas, sin ruptura, sin drama, que desde el vientre de la madre se
prolonga en la primera infancia como vientre externo, igualmente incons­
ciente, porque no dejó en él. cree, nada inscripto: ni huellas, ni imagen ni
vestigios del tránsito desde el interior de la madre hacia el afuera del mun­
do.

‘ Porque si be sido concebido en ¡a iniquidad y en los pecados me ali­


mentó mi madre en el vientre ¿en dónde, te lo suplico, Dios mío, en
dónde. Señor, yo, siervo tuyo, en dónde o cuándo he sido inocente?
Pues bien, ya paso por alto aquel tiempo: ¿para qué ocuparme de
aquello de lo que no conservo i>estigio alguno?’ (I. vn. 12).

Presiente, sin embargo, que los niños están movidos, sin conciencia,
por el deseo y la seducción materna, antes de nacer y también luego. Al­
go muy serio, vehemente, apasionado e importante debe haberle pasado.
Conjeturemos: ¿cuando estaba todavía dentro de ella habrá gozado enton­
ces como un feto loco, en "la iniquidad y los pecada s” que lo zarandea­
ban, mientras el miembro erecto de su padre jugaba, gozoso, entrando y
saliendo en el vientre de su madre donde se gestaba? Pero la impronta sen­
sible que dejó la experiencia de su residencia en el cuenco materno, y el
saber de la fornicación necesaria que su propia madre pura y pía tuvo que
vivir para engendrarlo, es negada por razones morales; le avergüenza, y
por eso decide ignorar esa experiencia crucial, que tanto lo conmueve y
lo condena: no dejó vestigio alguno.
Entonces sabe. Pero de esa época sólo retiene la primera parte, la pro­
longada simbiosis amorosa con la madre. Aunque el padre está ausente,
presente sólo como Dios-Padre —¿es ahora el suyo?— en la invocación
que, adulto, le implora por su salvación al confesarse: la iniquidad ya es­
taba en el vientre de la madre, donde estuvo contenido por obra de su pa­
dre.
La imagen del pecado es para Agustín sólo una: el pecado capital que
lo obsesiona, figura central de la caída del hombre por obra de la impla­
cable seductora, la Varona —llamada Eva sólo después de la caída— con
la que Adán fornicó en el Paraíso. Pecado de desobediencia que nos pre­
cipitó en el abismo: por el exceso de uno la pagamos todos. Este paradig­
ma judío —que Pablo interpreta a su manera— expone la atracción más
destellante y aniquiladora que está en el comienzo y en el término de la
vida, conservando todo su misterio, abriendo los múltiples senderos — que
la Biblia antigua traza— de ese desafío que nos aniña y nos agiganta. El
cristianismo resuelve esta incógnita del origen cerrando todos los ojos y los
poros del cuerpo para no sentir nada de la mujer-madre genitora y desean­
te, que antes de tener al hijo quiso gozar con el cuerpo del hombre; Agus­
tín retrocede espantado ante su marca. Huye aniquilando la densidad es­
pesa de la raja femenina abierta por donde se entra a la atracción del antro.
Pone allí el terror, en lo más húmedo e inflamado del cuerpo erógeno, y
lo presenta amenguado como un enigma esclarecido; lo reduce sólo a la
fornicación adulta y a la falla de obediencia.
Exorciza el recuerdo de su propia infancia con el esquema mítico y
cristianizado del origen espiritual del hombre adulto. Pero en su recuerdo
infantil, del que sólo retiene la iniquidad y los pecados, la relación apasio­
nada y entrañable entre hombre y mujer —esa que la Biblia judía le sugie­
re— está borrada, Y lo dice en el momento mismo en que el recuerdo sen­
sible y apasionado lo persigue.

EÍ hijo sin padre

Agustín excluye lo que más le obsesiona. Lo hace, por ejemplo, en esa


situación de amor y odio entre el padre y el hijo que está va esbozada, he­
mos visto, en el niño que sólo envidia y odia al otro niño que mama de
los pechos que él ama. Conjeturemos nuevamente: puesto que el padre
también poseyó como hombre el cuerpo de la madre, ¿allí no hubo envi­
dia acaso, no lo miraba también a su padre un Agustín pálido y con cara
de amargado? ¿Ese Agustín adulto que observaba la escena y la reduce
ahora sólo a una envidia pueril entre hermanos de leche? Sólo reverdece
el enfrentamiento entre Caín y Abel, hermanos, pero no entre Abraham e
Isaac, padre e hijo, Y para no mirar más adentro, descendiendo de los pe­
chos matemos hasta el claustro que lo había encerrado, desvía su mirada
del abismo que lo atrae, y decide que eso que pasó en la infancia es algo
por lo cual más vale no interrogarse mucho. Se despreocupa y lo borra de
su conciencia ( “no conservo vestigio alguno ” ), creyendo que al hacerlo
también borra de su cuerpo la marca indeleble.
Para que la conciencia excluya estos vestigios no degradables de ía in­
fancia — cuya existencia sin embargo describe— deben ser negados, cuan­
do adulto, en el fundamento mismo de sus marcas sintientes más profun­
das, Debe penetrar transformando hacia adentro, hacia las huellas más
hondas, la trama más densa de su cuerpo. La potencia adulta y fantasmal
de un cuerpo cuya historia infantil fue primero invocada y luego negada
queda como resto aniquilado: un cuerpo anestesiado que no puede asu­
mir su propia historia. Y desde allí debe construirse, sobre esa negación,
otra historia: es la que nos narra en las Confesiones,
Las Confesiones es el relato más ardiente de aquello que Agustín evo­
ca y que al narrar tan minuciosamente elude, como quien no quiere la Co­
sa. Muestra con el mayor destello lo que oculta l'en la región tenebrosa de
mis olvidos', dice de su infancia (I.VU. 12). Se aproxima, merodea el nú-;
cleo ardiente que lo atrae, lo detalla con amorosa repugnancia, su sensibi-;
lidad vibra de un afecto insoportable y peligroso que lo amenaza de muer­
te cuando emerge y lo turba. Es el relato con el que Agustín trata de que;
sus palabras sean acorde a la Palabra, al Verbo divino del Padre, que pre-
existe a todas las cosas. Las palabras, "signo de mis ganas" , de mis volun­
tades o de mis deseos, deben excluir eí cuerpo como lugar originario de
su lengua, la materna, y leerse ahora, desde la Palabra de un Padre que nó
tiene cuerpo, que el Maestro interior le habla, pero que él anima con el su­
yo al confesarse.
Agustín ante la marca indeleble infigurable, carente de representación,:
que lo persigue como lo más deseable (y al mismo tiempo más temido) le:
pone las palabras del Dios-Padre para apaciguar la angustia de lo que no
tiene nombre, la Cosa innombrada, Y los seres adultos cuyos afectos toca­
ron en su vida ese lugar sensible originario, e inscriptos en su huelia lo:
conmovieron, tampoco tendrán nombre luego: como su amante concubi­
na (que le dio un hijo), y su amigo muerto, a quienes había amado tanto,
ambos se unirán al silencio de la primera marca anónima e imborrable.
C apítulo 2

De cómo Agustín recuerda los horrores del castigo en la escuela, y des­


cubre al borde de la muerte que en momentos de peligro prevalece un
derecho diferente al derecho del padre. Y aparece ¡a diferencia entre la
lengua materna y la palabra del Padre. Agustín dice que escuchó vo­
ces que aprobaban sus fornicaciones. Y nos lleva a preguntarnos por
la eternidad de la madre.

II) La segunda infancia: la letra con sangre entra

Lo que Agustín sí recuerda es el terror y el suplicio que, aún niño, le


aplicaban sus maestros ante la displicencia burlona e inmisericorde de sus
padres:
“De hecho, muy pequeño, me puse a rezarte a ti, mi socorro y m i re-
fugio, y para invocarte rompía los tazos de mi lengua (...) se reían
de mi castigo, mal mío grande y grave entonces, no sólo los mayo­
res. sino mis propios padres, que ciertamente no querían que me su­
cediese ningún mal:’ 0 . ix, 15). Y compara el sufrimiento con “los po­
tros y los garfios de hierro y otros instrumentos parecidos de
martirio”.
Aprendió de sus padres el castigo por la desobediencia: la letra con
sangre y con tormentos entraban en su cuerpo. Ellos pretendían saciar lo
verdaderamente insaciable preparándolo con el saber y el prestigio, que es
el goce que le dejan cuando niño. Pero Dios también lo hacía. Dios y los
padres lo castigaban por cosas diferentes; los padres con los garfios de hie­
rro y con el potro por no satisfacer sus deseos, Dios por no satisfacer los
suyos: siempre era culpable. Pero el “tan pequeño y tan gran pecador” no
se refería a sus estudios; sólo Dios sabe cuáles serían los pecados, que no
eran, seguramente, los que los padres castigaban. Y saca de allí una con­
signa donde la obediencia y eí orden triunfan unificando los dos órdenes
separados, de los padres y de Dios:
“Pues has establecido, y así es; que todo ánimo desordenado sea cas­
tigo de sí mismo” (I, xi, 19).

El desorden que contraría a Dios y a los padres es diferente, pero los


unifica en el castigo. Léase.- todo goce desordenado, no incluido en el or­
den de la ley, lleva la pena en sí mismo. Y cuando se consuma el acto el
sufrimiento merecido concillará, en una consecuencia única, lo mundano
y lo divino.

Del derecho del padre al derecho de la madre

Una enfermedad, cuando niño, lo puso en trance de muerte.


"Siendo aún niño ya oí hablar de la vida eterna (...) y me persignaron
ya con la señal de la cruz y me prepararon ya con su sal desde el úte­
ro de mi madre, que tuvo puesta siempre su esperanza en ti. Tú vis­
te, Señor, que un día, siendo aún niño, fui presa repentinamente de
un dolor de estómago que me abrasaba, y me puso en trance de
muerte. Viste entonces. Dios mío, puesto que eras ya mi guardián, con
qué fervor de alma y con qué fe pedí insistentemente el bautismo de
tu Cristo, mi Dios y Señor, de la piedad de mi madre y de tu Iglesia,
madre de todos nosotros. (...) cuando de pronto recobré vida” (I, XI,
17).
Pero la madre no lo había bautizado, pese al peligro mortal en que se
encontraba:
“De este modo se difirió mi purificación, como si yo debiera inevita­
blemente mancharme de nuevo si viv iera, y porque luego de ese ba­
ño sagrado la falta sería más grave y peligrosa, aparentemente, si vol­
vía a caer en las manchas del pecado” (id.),

Esto es lo que Agustín no entiende; que su madre no lo haya bautiza­


do y hubiera dejado abiertas las puertas al pecado:

‘;De hecho, yo era ya creyente, también mi madre y toda mi casa, con


la única excepción de mi padre. Pero él no pudo suplantar en mí el
derecho de la piedad materna para convencerme de que no creyera
en Cristo, como él que aún no creía. Porque mi madre procuraba que
tú, Dios mío, fueras mi padre, y no él. y en esto la ayudabas a supe­
rar a su marido, a quien servía, siendo ella mejor que él, porque tam­
bién en esto te servía a ti, que así ío has mandado”.

Desde temprano aparecen dos padres para Agustín: l 9 un padre idea­


lizado por la madre, el Dios-Padre cristiano que su madre le ofrecía (que
no prolongaba la estela sensible del padre de Agustín), y 29 el padre me­
nospreciado por la madre, que es el padre real y genitor de Agustín niño.
Son dos padres diferentes y que tienen, como veremos, un origen diferen­
te. Pero el padre nuevo, el Dios-Padre que la madre le ofrece, está regula­
do por el derecho de la madre ( “el derecho de la piedad materna “ius ma~
ternae pietatis”), no por ei derecho ignorado de su padre. Hay dos
derechos, y por lo tanto dos legalidades contrapuestas. Y lo importante es
esto: en los momentos de peligro y amenaza de muerte, nos dice Agustín;
es el derecho de la madre el que prevalece sobre el derecho del padre.
Agustín confirma esta jerarquía impuesta, su propio Dios “era mejor
que el padre' . le “era superior’, “siendo ella [su madre] mejor que é/[su pa­
dre]”; era su otro Padre. Agustín tiene, desde la madre, dos padres y dos
derechos; uno inferior, el propio padre, carnal, depreciado por infidelidad
y !a lujuria terrenal, y otro Padre, que era el verdadero, espiritual y puro,
el Dios de su madre, mejor padre para su hijo que su propio marido.1
Agustín interpreta sus recuerdos infantiles, es cierto, desde el católico
adulto que ahora los relata. Y poniendo en duda la coherencia del dere­
cho tan piadoso de la madre se pregunta, a renglón seguido, por algo que
no entiende de su conducta.

El enigma del bautismo retrasado

“Por favor, Dios mío, quisiera yo saber, si tú también lo quieres, poi­


qué razón se retrasó entonces mi bautismo, si fue para mi bien algo
así como que se me hubieran aflojado las riendas del pecado. ¿O es

1 Este nuevo Dios-Padre es descripto en los Evangelios Apócrifos también co­


mo no siendo el Padre (del hijo) sino su abuelo, es decir el esposo del Espíritu
Santo: el padre de la madre de Cristo. Nosotros ya habíamos descubierto que es con
el padre de la madre de Cristo con el cual gesta a su hijo el Dios del cristianismo. ,;EI
Maestro de todas las cosas no es el Padre sino el abuelo. Pues el Padre es sólo el
origen de lo que va a suceder. Pero su padre es el abuelo, Dios de todas las cosas
desde el comienzo hasta los tiempos alejados" ( “Les papyrus d’Oxyrbynque”, siglo
III. p. 49, ed. de France Quéré, Editions du Seuil, op. cit.).
que no se rae aflojaron? Por eso incluso ahora llegan de unos y otros
por todas partes a mis oídos la afirmación siguiente: «Déjale, que ha­
ga lo que quiera, pues todavía no está bautizado* (...) “Pero ¡cuántas
olas, y qué oías de tentaciones me amenazaban más allá de mi infan­
cia! Mí madre ya las conocía, y era esta tierra de la cual saldría luego
mi forma la que ella quería exponer a esas olas, antes que compro­
meter anticipadamente la esfinge (imagen) misma” (1, xi, 17).

Retengamos de este extraño pasaje lo importante: la sucesión narrati­


va. Primero leimos el bautismo de ía sal cuando aún estaba en el vientre
de ia madre. Luego el dolor de muerte que siente en su propio vientre, el
lugar que, cuando niño, ella había llenado con su leche. Es el mismo Agus­
tín quien evoca simultáneamente ambos hechos —vientre con vientre— y
los reúne. Al borde de la muerte le imploró nuevamente la salvación por
el bautismo; compartía la fe de su madre en la vida eterna. Y a esa edad
(¿a esa sola?) la eternidad es permanecer eternamente en el cuerpo mater­
no. En momentos de sufrimiento quiere fundirse nuevamente en ella, su­
fre de estar dentro-fuera. Sólo así, bautizado y autorizado por el Dios de
su madre, podría retornar a su vientre nuevamente, piensa ahora. Sólo su
madre podía saber de qué era su sufrimiento de barriga, y cómo curarlo.
Este dolor de muerte también era un medio expresivo, signo del deseo de
volver a ella.
Pero la madre deja de darle la sal de la tierra, el bautismo. Agustín
se cura de golpe y ella decide que ya no era necesario bautizarlo. Se re­
trasa su purificación, se dice entonces, “como si pensaran que habría de
mancharme en el futuro, si vivía". Eso es lo que le extraña: que el bau­
tismo salvador le fuera negado nada menos que por su propia madre.
Agustín duda; ¿quería su madre, ambivalente, condenarlo para siempre,
o salvarlo?
Mensaje contradictorio el de ia madre, y que Agustín recibe; por una
parte ella venera, en su piedad, ía pureza que también le propone al hijo
como modelo del verdadero padre —como María hace con Jesús, como lo
fue su propio padre arcaico para ella: deseado, omnipotente y puro. Pero
por el otro le abre, ante su extrañeza de hijo, el camino del pecado, “co­
mo si pensaran que habría de mancharme nuevamente en el futuro, si vi­
vía”. Esto era ‘7o que su madre pensaba”, dice. El futuro, deseado por la
madre aunque no dicho, era que co n serv a ra disponible el cuerpo pecador,
pero que no pecara; la madre quería para sí misma ese cuerpo que forma­
ba uno con el suyo. Y que, en cada renunciamiento ante el pecado, le brin­
dara a ella, renovada, otra prueba de amor que la exaltara. Las Confesio-
ries son el largo recorrido de las pruebas de amor que le pide la madre y
que el hijo, una vez muerta, rememora para darle vida todavía.
En realidad la madre le abre el camino del pecado para que se man­
che antes del bautismo; esa fue la contradictoria consigna que escucha le­
yendo su pensamiento. La madre pone en el hijo lo que tiene vivo, exal­
tado y sublimado, que rechaza de sí misma, frustrada quizás por la
infidelidad del marido —o su propia frigidez conyugal. Concibió al hijo pu­
ramente, sin goce con el hombre: sólo gozó con tenerlo a Agustín, con ser
madre. La bendición del Padre por la sal del hijo en su vientre consagró la
eterna unidad con su fruto — que excluía la bendición por el esperma, ben­
dición real para toda mujer-madre.
Por eso Agustín le pregunta a ese Padre nuevo que la madre le dio
para que se salvara de ese otro que lo engendró camalmente:
“Por favor. Dios mío, quisiera yo saber, sí o no, por qué razón se re­
trasó entonces mi bautismo... como si me hubieran aflojado las rien­
das delpecadrí’ (I, xi, 18).
Ambivalencia de la madre. Eso es lo que Agustín no entiende con su
conciencia adulta. No puede creer lo que siente, que su madre prefiera
mantener vivas las ganas de su carne, los ecos de su voz que lo pertur­
ban tanto. Escucha todavía que le dicen: “Déjate; que haga lo que quie­
ra. pues todavía no está bautizado”. Que haga lo que la madre quiere. lo
que en su inconsciente quiere para sí misma con el hijo. Agustín no en­
tiende nada, pero siente todo. Y sólo alcanzará el bautismo, lo veremos,
cuando haya fracasado con todas las mujeres, aterrado, sin encontrar
aquella única que, turbada, le abría el camino autorizado de la carne y
de lo eterno.
Por eso al mismo tiempo que la madre le deja libre el camino de sus
ganas, le implora al hijo que no fornique con otras mujeres; la fornicación
arcaica, la del corazón, la unión primera del lazo indisoluble, la simbiosis
libidinal con el hijo persistía, y esa respuesta se lo confirmaba. Esa unión
necesitaba cuerpo pulsional para ser sentida. Amaba a ese hijo enardeci­
do, y lo ponía a prueba para triunfar del fracasado amor infiel de su mari­
do. Renunciar a la fornicación con las mujeres era la prueba del amor ab­
soluto y total que le pedía ia madre.
Agustín nos está describiendo el doble discurso de su madre, su amor
que lo persigue mientras promete salvarlo. Porque si el bautismo negado
lo liberaría de las manchas futuras, como Agustín acepta dudando, la ver­
dadera inscripción de la intención materna es destellante. Agustín reflexio­
na, asombrado; es como si le hubieran dicho a un enfermo algo tan insen­
sato como: “Déjale que reciba aún heridas, pues todavía no está curado”.
La madre seductora y devorante lo acosa con su demanda ambigua, de
amor y de muerte, simultáneas.
De ese goce imposible espera que lo salve ese Dios Padre al que in­
vocaba ya de niño —aunque lo construyó sólo mucho más tarde. Su goce
se renueva siempre al denunciar el pecado; se realiza como goce actuali­
zado al confesarse, afirmado y negado al mismo tiempo. Y es su intensi­
dad la que le dicta sus Confesiones, abre el lugar donde se cumplen al mis­
mo tiempo dos deseos contrapuestos. Busca desesperadamente ahondar
en sí mismo y encontrar ese sitio indeleble para borrarlo, dice, pero allí es­
tá su goce; para poder negarlo debe evocarlo sin respiro, sentir que rever­
dece dentro de sí mismo nuevamente. Para distinguir el pecado debe ac­
tualizarlo, suscitarlo imaginariamente para sentirlo vivo. Y entonces sí, en
ei éxtasis mismo de su emergencia, exorcizarlo. Con esa condición gozo­
sa se confiesa: con volver a evocarlo. Y nos indica que esta transacción,
ubicada en otro espacio psíquico, requiere un escenario diferente,
L? madre atenta, ojo avizor de las amenazas externas que puedan sus­
traerle su retoño, está muy segura de la doble inscripción que en el hijo
habrá de debatirse. Y abre, invicta, el primer escenario donde eí drama se
despliega:
“Pero ¡cuántas olas, y qué oías de tentaciones me amenazaban más
allá de mi infancia! Mi madre ya las conocía, y era esta tierra de la cual
saldría luego mi forma la que ella quería exponer a esas olas, antes
que comprometer anticipadamente la imagen misma” (I, X3, 18).

La madre, interpreta bien Agustín, quería que su hijo viviera realmen­


te las "grandes olas de tentaciones prohibidas, ligadas a la tierra, —que 11ya
eran conocidas de mi madre”, dice textualmente el santo— a su cuerpo ma­
terno imaginario prolongado fuera de sí misma. La madre quería que la tie­
rra “lo form ará' en la naturaleza como ella lo había formado en la suya. Y
la imagen que debía ser preservada era la externa, la visible para todos, que
a ambos los presentara afuera, en eí mundo, como puros y devotos.

Ei lamento por sus pecados juveniles

Agustín nos narra las pasiones que lo carcomían de estudiante adoles­


cente, y lo alejaban de Dios y de su madre.
“¿Y de dónde podría provenir también esto sino del pecado y de la
vanidad de la vida, por ser yo carne y viento que va y no vuelve?” (1,
xiii, 20). “En los estudios de los gramáticos se me obligaba a retener
los descarríos de no sé qué Eneas, olvidándome de mis descarríos y a
llorar la muerte de Dido, que se mató por amor, mientras yo, misera­
bilísimo, me soportaba a mí mismo con ojos secos, muriendo por es­
tas cosas lejos de ti, oh Dios, vida mía” (id.).

Dios estaba en él, pero aún no lo sabía; lo más próximo estaba escon­
dido como lo más lejano. Ahora que lo sabe la vida está puesta en el Eter­
no para evitar el destino de Dido, que “se mató por amor' a Eneas. Agus­
tín huye del amor, que mata, para alcanzar el amor de Dios, que salva.
“Pues ¿qué hay de más desgraciado que un desgraciado que no sien­
ta su desgracia y llore la muerte de Dido, que ocurría por amor a
Eneas, pero no llore su propia muerte, por no amarte a ti, oh Dios,
luz de mi corazón, pan de la boca interior de mi alma, virtud que fe­
cunda mi inteligencia y seno de mi pensamiento?
"No te amaba V fornicaba lejos de ti y mientras fornicaba oía por
todas partes esta palabra: “Bien”, “bien”. Porque la amistad de este
mundo es una fornicación lejos de ti, y si se le dice a uno: “bien”,
“bien”, es para que se avergüence el hombre que no se conduce de
ese modo” (I, xiii, 21).

Pero Agustín aceptaba las voces que aprobaban sus fornicaciones:


“Y estas cosas no las lloraba y lloraba en cambio la muerte de Dido,
que «murió persiguiendo con el hierro su último destino-, mientras
que yo buscaba tus últimas criaturas, abandonándote a ti, y siendo tie­
rra iba tras la tierra” (id.).

Como hijo iba, tierra tras ía tierra, tras el cuerpo materno prolongado
en el amor a los cuerpos femeninos. Pero en la figura de Dido, la mujer-
reina que se mata por amor, Agustín lloraba casi niño aún, adolescente, su
propio amor perdido, “muriendo por estas cosas lejos de ti, oh Dios, inda
mía”. Si en sus palabras descubrimos la pasión enardecida del objeto de
su amor desconsolado y por cuya pérdida lloraba en Dido, es desde ese
mismo lugar donde el objeto amado está y no está presente, el que se ac­
tiva cuando adulto lo implora en estas Confesiones, como una canción de­
sesperada que llega simultáneamente a dos destinos, Y con las mismas ga­
nas, el mismo que lloraba la muerte de Dido llora ahora, acongojado, por
otro amor muy diferente, amor de quien pueda salvarlo de esa muerte pro­
metida, y que lo llena más — confiesa— que el amor terreno.
Y casi con los mismos contenidos primarios del amor sentido por la
madre, con ellos vuelve a inundar de amor la idealidad masculina amena­
zante que quedó en él.
“...que llore la muerte de Dido, que ocurría por amor a Eneas, y no
llore su propia muerte, que ocurría por no amarte a ti, oh Dios, luz de
mi corazón, pan de la boca interior de mi alma y virtud fecundante de
mí mente y seno de mi pensamiento?” (id.)

El contenido afectivo y sensual de la madre — a diferencia del Edipo


freudíano— sirve para crear a un padre nuevo. El amor por el cuerpo car­
nal de la madre se trasvasa, tal cual, al cuerpo abstracto de palabras que
la conciencia enuncia, y a la razón de Dios-Padre. Ese Dios-Padre abstrac­
to. que la filosofía griega le enseña, insensible y producto del mero pen­
samiento, para ser algo debe encamarse sin embargo con los negados con­
tenidos maternos. Agustín debe proporcionarle el afecto que en él suscitó
la madre para que ese Padre (que la madre le proclama) exista y tenga
consistencia; aigo que lo llene. Lo hace ser al Padre con eí ser negado de
la madre. Luz, mente, pensamiento son ías cualidades abstractas que le atri­
buye al Padre, que delatan sin embargo su origen, fueron extraídas, por
negación, del cuerpo pleno y camal maíemo. El mismo lo declama en su
arranque inspirado: con la leche del pecho de la madre que recibía su
cuerpo antes, fabrica ahora pan de padre para la boca de su alma: “pan de
¡a boca interior de m i alma espiritual”■la virtud fecunda y genitora del
cuerpo materno también se convierte, espiritualizada, en masculina: “vir­
tud fecundante de mi menter. y sus pechos ubérrimos se transmutan, aho­
ra paternos, en “seno de m i pensamiento”, pecho de palabras. Con lo mis­
mo produce también lo diferente, lo sensible se transmuta en abstracto
para que no se vea de qué maten a está hecho ese Dios nuevo. Las metá­
foras se transforman en bálsamo aquietante de la pasión amorosa evocada
y desplazada; pasa del temido amor de muerte de la madre al salvador
amor eterno del Padre. Por el lado del pensamiento le da la razón al Pa­
dre; por el lado del sentir sin conciencia le da el afecto a la madre. El es­
píritu es sólo una metáfora del cuerpo negado, como la fornicación abo-
®minada es el síntoma de su escisión y su desgarramiento gozado. Pero la
Ley del nuevo Padre, es lo que sorprende, vive de la vida substancial, enar­
decida, que le quitó a la madre.

"Estar aquí, puedo y no. lo quiero;


estar allí, quiero y no lo puedo,
,
desgraciado a dos puntas” (X, x l 65).
£1 cuerpo amenazado

La muerte de la hermosa Dido, que “cayó a impulsos del hierro, con


su espada llena de espumosa sangré’ {La Eneida, canto IV), no está lejos
del horror que enfrentaba cuando pecaba por jugar sus juegos infantiles,
los artefactos de tortura, ios “potrosy los garfios de hierro" que era aquello
de lo cual sus padres, complacidos, se burlaban cuando él sufría los casti­
gos. Era indigno y estúpido que sus padres — ¡la amorosa madre incluida,
esa que le hacía guiños!— ‘'se reían de los tormentos que me infligían" (I,
XI, 14). Esa muerte de garfios de hierro, con los cuales Agustín fue marti­
rizado antes, vuelve a aparecer ahora con el hierro que le espera, defrau­
dado como Dido en su amor desgraciado, que " buscó su última hora en el
hietro”. ‘ Yo buscaba tus últimas criaturas, abandonándote a ti, y como tie-
■ira iba tras la tierra’ (I, xm, 20).
Como hijo terrestre Agustín, ‘‘polvo de la tierrd' bíblico, iba tras el
cuerpo terrestre de la madre a cobijarse, tierra tras la tierra, que es la figu-
■ra del engendrador cuerpo materno. Pero volver a encontrar cobijo en el
cuerpo originario era lo prohibido. Y las “últimas criatura s” son las que
pierden al hombre en la fornicación: las mujeres inferiores en la escala hu­
mana. esas “bagatelas” que denunciará antes de convertirse. Porque la for­
nicación es la figura del pecado máximo, donde se define la diferencia de
sexos, pecado de muerte para el hijo que no abandona ese cuerpo amado
que se anima en cada pasión que lo actualiza. Agustín sigue oyendo vo­
ces: “Aro te amaba y fornicaba lejos de ti y citando fornicaba oía por todas
partes esta palabra, uDale”, dale”(Euge, euge). Cuando goza afuera vuel­
ven a despertarse las palabras lejanas unidas a la Cosa primera, la voz ma­
terna que le decía en voz baja lo que él escuchaba cuando niño, las pala­
bras que eran signos de deseos escandidos por su boca. Era la lengua
materna la que así le hablaba, la epifanía del goce que su voz autorizaba,
y que lo perseguía cuando se estremecía y lloraba por los amores de la
hermosa y ardiente Dido y el valeroso Eneas, de su madre reina y de Agus­
tín el héroe. ¿No había acaso Agustín reavivado en Virgilio la cópula más
excelsa que clamaba al cielo?: ‘‘brillaron los relámpagos y se inflamó el éter,
cómplice de aquel himeneo, y en ¡as más altas cumbres prorrumpieron ¡as
ninfas en grandes alaridos”(La Eneida, canto IV). Y es como si escucha­
ra que ella, olvidando también los amores pasados por la nueva pasión
que la enardecía, le dijera quedamente al oído: *Dale”, “dale”cuando se
unían en el goce infinito sin que el padre viera.
Los dioses del Olimpo, que no eran cristianos, sabían cómo conquis­
tar a las mujeres. Ese modelo, para ei caso, que Agustín cita de Terencio:
“aquel joven depravado que toma a Júpiter como ejemplo de un estupro”,
Estupro, cita. Y ¿cuál era el ejemplo que le ofrecería ese dios pagano, car­
nal y humano en su ser divino, si ese joven llegara a tener los poderes ce­
lestiales en sus manos?
“Al contemplar cierto cuadro pintado en la pared, en el cual se repre­
senta a Júpiter en el momento de descargar, según la leyenda, una llu­
via de oro en el seno de Danae, seduciendo así a esa mujer” (I, xvi,
26).

Y si Júpiter descarga su oro sobre el seno de Danae, el discípulo lo


imita. “Yo también lo hice y con mucho gusto”, dice el personaje literario.
Agustín interrumpe la frase, en una especie de coito interrupto con Danae;
su descarga toma un respiro al agregar, distanciando el desborde, su: "se­
gún la leyenda", que detiene en el texto, por Lnterpósitas palabras, una
evaculación divina sobre la dama. Con esa descarga Júpiter conquista a
Danae. como se conquista a todas las mujeres que aman a los hombres,
con el verdadero "oro” que en su seno abierto les brindan y derraman.3
Y a renglón seguido persevera con la misma imagen: las palabras tie­
nen también cuerpo, y puede derramarse en ellas el espíritu:

1 “¿Acaso, sin vergüenza, no se arrogan los nuevos dioses masculinos triunfan­


tes los poderes que antes ejercieron las diosas madres?” Dice R. Graves, Los mitos
griegos, p. 39: ‘‘Marduk, el dios babilonio, termina venciendo a la diosa en la perso­
na de Tiamat, la sierpe marina; y luego se anuncia, con descaro, que él, y nadie más,
creó las hierbas, las tierras, los ríos, los animales, las aves y la humanidad”. Lo mis­
mo hace el dios judío al despojar a Eva de todos sus poderes. Las diosas se transfi­
guraban, travestís, en diosas masculinas para ponerse al día y pasar inadvertidas. Pe­
ro en ambos casos es el patriarcado triunfante que se asume con esas cualidades
ajenas femeninas. En el caso de Agustín, se hace más visible que, siguiendo el mis­
mo camino, las cualidades maternas le son adjudicadas ai dios masculino, pero pa­
ra conservarlas y vivir encubriendo su persistente poder en él mismo.
Agustín vuelve en la C iudad de Dios sobre el mismo ejemplo literario para
clamar contra los dioses paganos que daban ejemplo de su lujuria a los creyentes y
los autorizaban a realizar los mismos actos (II, 7). ¿No sabía que Júpiter (Zeus) y Dá-
nae se refieren al casamiento ritual del Sol con la Luna, del que nacía el rey del Año
Nuevo? También puede itnterpretarse como una alegoría pastoral: el agua “es oro"
para el pastor griego, y Zeus envía chubascos a la tierra (Dánae). Agustín queda
apegado a la imagen inmediata del hecho que evoca la cópula humana. Véase Gra­
ves, Mi ios griegos, I, p. 301.
“No acuso yo a las palabras, que son como vasos selectos y precio­
sos, sino al vino del error” (id ).

Las palabras son vasijas, cuerpos continentes, abiertos, disponibles,


pero su contenido puede emborrachamos. Júpiter descargaba en esos
cuencos ávidos una lluvia de oro. Las palabras son huecos y cuencos fe­
meninos, vientres sedientos, cuerpos anhelantes, que deben ser llenados
con el propio contenido amante para significar algo con ellas. La Palabra
es femenina en su ser reservorio que los hombres debemos llenar con lo
más propio: son “signos de deseos (de ganas)’’. La Palabra hace signos, gui­
ños de ojos. La palabra llena, convertida en signo, es una cópula, una des­
carga de lluvia de oro. por ejemplo, en el seno de una mujer deseada. Una
palabra llenada de deseos es una fornicación anticipada y casi realizada.
La palabra materna es su signo originario, una copulación extendida des­
dé su lengua ai Verbo., que la ley prohíbe para nuestra desgracia. Pero en
él Olimpo pagano hasta los dioses están ebrios; invitan al goce y al des­
precio de la ley: "»o podíamos apelar o ningún ju e z sobrio'' (I. XVi, 26). di-
ce el santo. Los dioses paganos no se reprimían; copulaban con las Dánaes
y con las diosas.
La Palabra divina cristiana, por el contrario, pretende ser un continen­
te puro sin imaginario y sin cuerpo erógeno. sólo llena de espíritu incor­
póreo. Niega todos los contenidos de la vida; son “ideales”, puras, porque
en su expresión excluyen los contenidos materiales que, sin embargo, de­
ben ser evocados para ser negados enseguida. Palabras de las cuales el
sentido sensible, que en su origen las llenaba, fue desagotado de la vida,
cómo cuando se vacía un estanque y aparecen en el fondo esqueletos
blancos de los peces antes vivos. Igual que la definición del concepto en
Hegel: forma racional llena de contenido racional, espíritu lleno de espí­
ritu, filigrana del todo reducido a la Idea. Sacrificio y solución final para la
carne viva.

Agustín escucha voces ambiguas

El Señor tiene el saber verdadero, la Palabra que transfigura en ese sa­


ber pasado y superado que Agustín niega, ¿De dónde vienen otras pala­
bras que resuenan en su oído, este ‘:dale, dale”cuyas voces escucha Agus­
tín? La madre y el padre dirían lo mismo, cada uno en su propio nivel. Por
un lado, a nivel consciente, ese “dale, dale”, como aliento y empuje ven­
dría üe la palabra del padre, infiel y fornicador pagano; a nivel arcaico, ese
“dale, dale" lo escucharía en el saber clandestino, no sexual todavía, que
circulaba por boca de su madre o su nodriza, que lo alentaban mientras
mamaba de sus pechos. Pero para Agustín la proximidad de esos pechos
femeninos se ha convertido en señal de suprema atracción y de terror al
mismo tiempo. Son palabras internas las que escucha, voces que le hablan
al oído, no escritura literaria. Voces que todavía escucha: “incluso ahora
llegan de unos y otros por todas partes a mis oídos”. Agustín escucha toda­
vía las voces de la infancia.
Pero adulto ya la cosa se invertía, mientras para afuera la madre en
voz alta lo condenaba, adentro suyo resonaba todavía su cuerpo expresi­
vo que lo autorizaba al seducirlo, avivaba la pasión del hijo. Cuando su
madre clamaba contra la fornicación del infiel marido, en cambio autori­
zaba. en voz baja, clandestina, la unión con ella de su vastago. Para Agus­
tín la madre era el primer objeto de su amor: para la madre, Agustín era
el último. Eran signos que. para traducir el deseo de la madre como cóm­
plice del suyo, debía convertir su contenido en lo contrarío. El espíritu,
que habla con las palabras del patriarcado, traducía en su boca, negado,
el persistente contenido imaginario de la matriarca postergada y humilla­
da.
Al confesarse Agustín cierra la tragedia y cree que alcanza por fin el
descanso. Pero su confesión es de gozo; cuando se confiesa¿ l Dios la ma­
dre internamente lo escucha en el lenguaje, invertido luego, que ella le ha­
bía enseñado para hablarle en voz baja: Agustín también está dispuesto a
descargar una lluvia de oro en su regazo. Ella escucha lo que circula y con­
tinúa circulando más allá del tiempo y del espacio, unidad anterior y pre­
existente a la que evoca cuando implora al Dios-Padre en la superficie de
una inscripción tardía.
Eso le basta, porque tiene un placer doble; gana a la madre y lo ha­
ce frente al mismo Dios-Padre, y eso agrega goce al goce. No se la ve a la
madre interior que Agustín despierta; de estar tan presente no se hace vi­
sible cuando se muestra, porque está acompañada de palabras que la nie­
gan. Goce intensivo hacia adentro, hacia la huella. Goce, en verdad, a la
segunda potencia. Nadie goza más que nuestro Agustín cuando se confie­
sa y se une a la madre ante los mismísimos ojos de su padre, que sólo es­
cucha, como siempre, y no ve nada.
¿Por qué, si hay un padre muerto, no hay una madre muerta? La ma­
dre no resurrecciona nunca porque nunca muere. No tiene tumba de la
cual se evada, está siempre llena. Más que tumba necesita un muro que
contenga su desborde amenazante, única forma de “matarla” al contener­
la. La madre es una loca incontenible. La madre está marcada en cada la­
tido suyo que circula animando nuestro cuerpo, nuestro corazón seguirá
siempre latiendo al ritmo del que lo puso en marcha. Por eso la muerte de
la madre es imposible y contradictoria, aun en lo imaginario más radical;
si la matamos nos morimos con ella, A la madre no se la llora, porque
siempre sigue viva: es la siempreviva. Al padre — nuestro primer semejan-
té: con el que nos identificamos— se lo llora siempre, porque en la suya
lloramos nuestra propia muerte anticipada. Tal vez por eso para Freud la
muerte, como anuncio anticipado de la propia, es un muerto, no una
muerta. Es uno mismo el que muere como el padre, porque somos hom­
bres y no engendramos desde el cuerpo más que palabras, libros y prome­
sas, penas y poemas de amor en prosa, para que ella nos quiera.
No hay culpa de asesinato por Ja madre, y sí por el padre; a la madre
nadie ía pudo matar, es inalcanzable. No es culpa lo que sentimos por ella:
és la angustia de volver a nacer, desgajarnos nuevamente; es angustia pri­
mordial. desgarro mortal, abismo insalvable, vacío pánico; anonadamien­
to. Con ella sólo sentimos el dolor mortal de ser abandonados. La verda­
dera culpa es ante el padre que todo niño (¿todo niño?) tuvo que asesinar
imaginariamente; es lo único que de más profundo alcanzamos a matar en
nosotros mismos para quedar a salvo. Pero a ella, a la madre, el hombre
siempre la ama; cuando ama a otra mujer o también —sobre todo— cuan­
do no puede amarla. No somos culpables de su muerte; aún negada sub­
siste como fondo de nuestro cuerpo vivo. La agresividad frente a la madre
siempre es segunda, no alcanza el lugar fundamental y radicalmente in­
consciente de su cuerpo en el nuestro, porque es primero y fundante; es
nuestro amor defraudado el que nos lleva a agredirla. Si vivimos, siempre
vivimos de su Vida y su Rostro, particularizada y sensible, irremplazable.
Sigue siendo para siempre nuestro cuerpo a tierra, incluyendo nuestra se­
pultura.
Al padre pudimos —y debimos— matarlo; a la madre nunca. Al pa­
dre (y también al hijo) hay que resucitarlo; la madre no lo necesita, siem­
pre está viva. Hay quienes se agotan durante toda la vida en querer lograr­
lo sin alcanzar su triunfo: en el momento de nuestra muerte, luego de tan
vana lucha, invencida, triunfal, la volveremos a encontrar con el poder de
vida y de muerte que tenía. La buena muerte sólo es pensable como re-
conciliación con lo que de ella quisimos extrañar en nosotros mismos,
cuando volvemos a su seno, vencidos como niños. En eso consiste en que
la vida, como se dice, sea una preparación para la muerte; preparación pa­
ra aceptar al fin, en el postrer momento, ir a su encuentro. Resurreccionar
en sus brazos, no crucificados como lo quiere el cristianismo, sino vivos y
erectos, de carne y temblando. Todo hombre cuando muere desnuda la
trampa en la que el pobre Cristo ha caído: “Madre mía, madre mía, ¿por
qué me bas abandonado ?’ serían las verdaderas palabras. Nunca nadie di­
ce ante la muerte, de profundis, en serio: Dios mío. Dios mío. Dios-Padre
allí no resuena como acogimiento postrero. Hay que luchar contra todos
los poderes de dominio para reconciliarnos con lo que tenemos, cada
hombre, de materno.
A veces un muerto es una madre muerta, pero en la que seguimos vi­
vos. como en Juan Gelman ( Carta a mi madre):
"no sé cómo es que mueras/me sosrT.

"¿por qué escribo versos?, ¿para volver


al vientre donde toda palabra va a nacer?/¿por
hilo tenue?, la poesía ¿es simulacro de vos?/ ¿tus
penas y tus goces?/¿te destruís conmigo como
palabra en la palabra?/¿por eso escribo versos?

o negada como muerta en Leónidas Lamborghini:


‘ He visto actuar a la Muerte desde el cuerpo de mi madre. Boqueaba.
Estertoreaba. Corcoveaba. Ademaneaba desesperada. Miraba a través
de sus ojos, horrorizándoselos. Enfriándole la carne en caliente. Ahue-
sándola toda. Encaneciéndola toda. Ventorreando desde su ano y su
boca. Meándola, incontinente. La Muerte logró una gran actuación in­
terpretando el papel de mi madre muriéndose esa noche en el hospi­
tal” (Un amor como pocos, p.123).

Es lo que estábamos diciendo: la madre no muere nunca. Es la Muerte


que está actuando, interpretando, representando el papel de la siempreviva
hasta en el hijo que la ve muriendo y describe la parodia de una muerte im­
posible de aceptar, siempre distanciada. Y todo para no sentirla muerta. Una
parodia de madre que se muere: una madre muerta parodiada.
Y también, ¿cómo debo seguir en mi interpretación? ¿Reírme de que
Agustín no goce? Pero el santo goza como loco recordándola, escribiéndo­
la; criticándola, persiguiéndola y organizándola en todo el mundo político-
social. Y lo hace siempre sobre su huella, desde el cuenco pleno de su le­
che cálida que dejó su cuerpo inmortal en cada hombre, en el momento
mismo de su negación más categórica, como continuó haciendo el cristia­
nismo al seguir el modelo paulino. ¿Plus de goce? Goce sacrificado para
guarecerse de su amor persecutorio y temido; tuvo que negar al mundo to­
do para sujetarla. El santo se pasó la vida sin bebería ni comerla (a la Co­
sa) — al menos la mayor parte de ella.

Padre segundo

El padre real siempre es segundo, no es nunca primero como lo es la


madre; una distancia estratificada por la historia temporal y real del cuer­
po nos separa. Freud, como judío, cree salvar esa distancia asesinando al
padre en el mismo lugar originario y prehistórico — campo de Marte—
donde está inscripta la madre. En realidad es en el “campo de Madre” don­
de lo enfrenta. Pero en el cristianismo se trata de transformar esta primera
rebeldía y amenguarla; no hubo una cercanía más intensa con el padre, no
hubo identificación para enfrentar a la substancia materna con una subs­
tancia diferente, masculina y sensible. Permaneciendo en ella, tuvo que re­
currir a un Padre ajeno para contenerla.
Y para lograrlo debe penetrar hasta lo mas profundo de su ser, allí
donde Agustín se desgaja de ella como lo más persecutorio de sí mismo;
debe penetrar hasta lo más hondo que pueda penetrar el pensamiento que
se apoya en el afecto. Llega hasta ese Alguien que ella adora, y que pueda
contenerla en su desbordado y devorador amor hacia su propio hijo. Su
amor tiene que ser arcaico, puro. Va, como descendiendo hacia el abismo,
hacia el lugar más profundo de la marca materna. Y allí, anterior al padre
pero emergiendo desde el deseo mismo del cuerpo materno que lo adora,
no está su propio padre; está el padre de ella. El pensamiento de Agustín
es pulsional siempre, trabaja desde la impronta materna de su cuerpo. Y
por más que busque la expresión abstracta de lo más poderoso infigurable,
lo más contrapuesto a lo que lleva puesto, para hacer que penetre dentro
de sí mismo y efectúe en él el trabajo de interponerse entre su afecto y él
mismo, entre “/á base y su alma", es decir entre él y ella, debe hacer cons­
tantemente el esfuerzo inaudito de colocarlo al Padre detrás de lo que no
tiene fondo, de ese pleno que sólo el pensar abstracto, acompañado de la
exclusión voluptuosa, intenta hacer existir para eludirla y encontrar asilo
cierto en algún sitio, que es camal siempre, porque está hecho de ella. Pa­
ra lograrlo recurre a un lleno originario, constituyente de su mismidad cor­
pórea, que coincide fibra a fibra con su ser erógeno, lo más pulsátil de su
sensibilidad inquieta, que es indistinguible de su propio cuerpo.

¿Qué pasa con la representación de la madre?

La imagen fantasmal colorea con su lleno imaginario el v a cio indeci­


ble de la huella materna. Cuando Agustín se convierte alcanzará el idealis­
mo extremo, porque la vivencia materna no tiene ‘'representación"; sólo
hay inv estidura inconsciente de sus afectos y sensaciones pulsionales (la
represión religiosa alcanza a la representación pero no a la huella, aunque
se lo propone). Aquí no es va la imagen la que se vacía, puesto que la re­
presión ya la había alcanzado, lo desplazado ahora es el afecto inalterable
v persistente del lleno extasiado de ia buena madre. Y a ese mismo espa­
cio sensible y afectivo le da una representación nueva que la substituye
para afuera; la rellena con ei contenido idealizado —la Palabra— del pa­
dre amado de la madre. Donde era ella, que Dios-Padre sea. No es que su­
ceda al odio el amor para darle vida al padre muerto, como cree Freud si­
guiendo el Edipo judío que generaliza indebidamente; el hijo del
cristianismo, por su lazo de amor, quedó aliado clandestinamente a la ma­
dre, y es desde dentro de la huella de la madre cómplice que encuentra
los materiales para construir al nuevo Padre que, en el disimulo, los man­
tenga unidos para siempre.
Este es el fundamento de todo idealismo: como si el signo fuera an­
terior a la huella y a la marca, como si el contorno fuera anterior a la ima­
gen plena, como si las ideas fueran anteriores a las cosas, como si lo ra­
cional fuera anterior a lo sensible; como si el padre fuera anterior a la
madre. Y es cierto; en la fantasía femenina es su propio padre quien en­
gendra en ellas, no el marido. El marido sólo lo hace en la realidad, pero
eso basta para satisfacer simultáneamente ese deseo inconsciente hacia el
propio padre, que es el más fuerte.

El Dios-Padre de Agustín no prolonga el padre nuestro

La represión nunca es primaria; la represión hacia la madre es siem­


pre secundaria. La re-presión primera es una contra-carga: contra el des­
borde traumático del nacimiento. Hermanos objetivos como creyentes con
el padre; hermanos subjetivos, como transgresores, con la madre. El Dios
de los ejércitos para los primeros, la santa madre Iglesia para los segun­
dos. Y el Dios del Capital para los corderos. Siempre el padre como fun­
damento de la sumisión, se dice. Pero hay padre y Padre. El padre es el
tínico infigurable ahora. Pero la madre y el hijo, nuevamente, Cristo unido
¿ María, como la madre con su niño en el entemecedor e imborrable con­
nubio adulto, castos y puros para poder aparecer juntos, porque es lo úni­
co que, de la escena completa, nos dan para ver hacia afuera. El incesto
está velado-, queda contenido adentro. El velo se corrió en el Renacimien­
to; V el niño recuperó —pocas veces— el pecho de la madre entreabrién­
dose y sobresaliendo, por fin después de tanta espera, entre los pliegues
qúe, de abajo hacia arriba, la recubrían hasta el rostro. Sólo el hijo está
siempre desnudo como un niño solitario en los brazos de la madre y mu­
riendo luego por su amor en la cruz; el hijo, que el patriarcado excluyó
por el terror contra lo tierno, está muerto.
Todo wrt/er-ialista está entonces condenado en el cristianismo doble­
mente a muerte: si se somete, morirá como hombre-niño;»sise rebela, mo­
rirá como hombre-Cristo. Ese es el mensaje. Lo resurreccionaron para ha­
cemos creer que se fue al cielo y no que lo mandaron al infierno por
résistir al Imperio y sublevar al pueblo. Nos ha dado a todos, como el mo­
delo de su destino de muerte ineludible, el resultado del terror que ejer­
cieron. La inhumanidad más extrema y cruel nos enfrenta y nos amenaza
coa su figura. Y en su mensaje de amor nos habla como Agustín le habla
al padre. Pero el Dios-Padre de Agustín no prolonga el padre nuestro. Es
otro padre el que allí aparece. En el “Dios es am or ’ de la madre cristiana
leemos la verdad de su mensaje: ese Dios es promesa de muerte. Esto es
lo que debemos explicar en lo que sigue; por qué el Dios de Agustín ne­
cesita reclamar a la muerte para ratificarnos como hijos suyo y salvarnos.
Cristo llevó hasta su extremo límite la verificación de su mensaje pa­
triarcal. Es la transformación eclesiástica paulista la que reescribe la histo­
ria en el Nuevo Testamento y transforma al enfrentamiento político, social
y colectivo que habían mantenido los judíos hasta ser exterminados por el
poder del Imperio Romano; convierte a una rebelión colectiva en una so­
lución religiosa, individual y subjetiva, que lo transforma en el esquema
mayor del sometimiento. La máxima enseñanza de la rebeldía también sir­
ve para profundizar la sumisión y convertirla en un instrumento nuevo del
poder renaciente. Es lo que iremos viendo.
C a p ítu lo 3

De cómo Dios se alimenta de la pasión a la que Agustín renuncia. Va


desde lo fem enino hacia los límites salvadores de la castidad masculi­
na. }' se compara el engendramiento cristiano con el judío en la Bi­
blia . El propio padre, vencido y desplazado del corazón de la madre
por el hijo, será un padre olvidado para siempre. La Palabra de Dios-
Padre habla por la lengua de la madre.

Madre hay una sola


(Creando un nuevo Dios para tiempos de desdicha)

Amar a Dios es amar la verdad, pero para amarlo Agustín necesita pri­
mero recordar las falsedades que antes vivió gozosamente:
"Quiero recordar mis pasadas falsedades y las corrupciones carnales;
de mi alma, no porque las ame, sino para amarte a ti, Dios mío” (II,
i, 1).

Para amar a Dios debe negar lo que antes había amado, actualizar
la huella sensible del placer corpóreo; se lo dice a Dios enardecido por
el recuerdo, cuya pasión pasa así de un objeto al otro. Dios se alimenta
de la pasión a la que renuncia, pero para construirlo a él con los despo­
jos calientes de la otra. Si no, Dios no tendría contenido. Porque recor­
dar las ucormpciones carnales ’ es una manera ya de volver a amarlas.
La “verdad” es dicha con el código de la negación establecido por un
pacto.
'‘me responderían la verdad, según el pacto y convenio que han esta­
blecido entre sí los hombres acerca del significado de estos signos” (I,
x iii , 2 2 9 ).
El pacto es el acuerdo entre los hombres en quienes el terror marca
con su límite a la conciencia. Entonces Agustín, sumiso, proclama a voz en
cuello: no las amo. Pero la carne siente lo que la imaginación aviva; el
cuerpo que amó las corrupciones vuelve a calentarse, pese al pacto, al
evocar los placeres pasados; su "pasada falsedad”está de cuerpo presen­
te al invocarla. Hay un sí sentido que la Palabra rechaza con su no al con­
fesarse.
En verdad Agustín no habla con Dios, sólo habla y nos dice sus pala­
bras a nosotros. Nos necesita para creer en lo que dice. Necesita que le re­
conozcamos como nuestra la verdad que proclama como propia y que al
identificarnos con la Palabra de Dios escuchemos la de él, absolutizada por
contacto. Quiere que habilitemos en nosotros ese espacio oscuro desde el
cual nos habla, Debe seguir armando el “aparato psíquico” cristiano para
que ia Ciudad de Dios sea posible: es el más próximo a Cristo en el renun­
ciamiento. Pero con una sola diferencia: mata su cuerpo sin matarse. No
se crucifica con clavos de hierro; por el contrario, se acurruca en el cuer­
po vivo de la madre oculta y clandestina, para que le devuelva la certidum­
bre oscura de la vida eterna.

Los limites del am or

Agustín es como cualquiera de nosotros; aspira a “amar y ser amado”,


de persona a persona: es amoroso. Pero lo que lo inquieta de su amor apa­
sionado es la disolución de los límites, la confusión en la que se anonada.
■Agustín se disuelve en el amor y debe moderarse. “Yo no guardaba la mo­
deración que debe haber en el amor mutuo, de persona a persona" (II, II,
2). “La niebla de la cenagosa concupiscencia de mi carne”, la que “oscure­
cía”su corazón y lo sumergía, anhelante en el cuerpo del otro, hace res­
plandecer la preeminencia del límite, la distancia, el corte, el hiato que pre­
serva: “el límite de la amistad (del amor asexuado, por lo tantoJ es algo
luminoso'’, Eí límite separa la serenidad del amor castd’ de la “oscuridad
del amor impuro”. Va desde ío obscuro, cenagoso, impuro y neblinoso fe­
menino hacia los límites salvadores y íuminosos de la castidad masculina.
No era poco el peligro que sentía; se disolvía en el amor y el pacto
con el Padre se rompía.
“Yo me agitaba y me derramaba y me esparcía y hervía a causa de mis
fornicaciones, y tu callabas, oh gozo mío tardío" (id.).
Al pie de la letra: Agustín se licuaba y se diluía al derramarse sin con-
tineníe que lo contuviera. Evoca, pues, la simbiosis más primaria que ac­
tualizaba en cada abrazo que lo disolvía, como le sucedía antes. Agustín
oscila entre una sensibilidad arcaica y una racionalidad adulta, ambas se­
paradas y contrapuestas. Y Dios Padre es entonces la salvación a la que
acude, que no es ya el cuerpo de la madre a la que vuelve y en la que
nuevamente se disuelve; Dios es sólo el límite que, pacto mediante, con­
tiene el desborde de la madre dentro de sí mismo. Por eso la distinción
primera, en la descripción de Dios, es la del contenido y continente, capaí
de contener al mismo tiempo aquello que produce. Dios es lo antagónico
del cuerpo materno incontinente, que lo inunda y lo arrastra hacia el abis­
mo, lo atrapa en sus algas movedizas, y al atraerlo se disuelve y se anona­
da en ella; esa madre lo persigue desde adentro, y adentro debe encontrai
un poder que ja contenga. Pero adentro no hay salida; amasando harina
de madre Agustín sólo horneará un crujiente pan de padre.

Adentro y afuera (trascendente e inm anente)

La ley divina es el intento de sujetar el deseo, y el primer deseo e«


que el objeto del amor nos llene sin abandonamos — sobre todo por otro
Todo amor pide eternidad y el sin tiempo es su elemento. Esta verdad in­
sufrible del fracaso que el amor más ardiente nos promete, que entre te.
mor y temblor exorcizamos al vivirlo, es el fundamento de la verdad dé
hombre, y de la cual derivan todas las otras verdades, aun las llamada*
“científicas”: la que todo hombre tiene que decirse a sí mismo. Todo amó]
va a la deriva. Es la unidad del hombre desgarrado lo que la “Verdad’
agustiniana oculta.
No hay ley sin Uno, pero tampoco hay uno sin ley. Para que esta uni
dad del Uno absoluto prevalezca sobre uno mismo y nos tranquilice cor
su poder unificante, debe excluir la unidad simbiótica primera con su cuer
po originario; debe excluir a la madre como lugar originario de la existen
cia y de la palabra. Dios es el creador extemo de todo lo que existe entre
el cielo y la tierra, enunciaba el Dios judío que desde la ley mosaica le po
nía un límite. En cambio Agustín, cristiano, para tener un resguardo má:
firme, debe también crearlo en su propio interior para que exista: una leí
encamada. Si Dios es externo y viene desde afuera, es una creación socia
y colectiva cuya protección puede desaparecer con los avatares de la his
toria; si viene en cambio desde adentro, es una creación sólo subjetiva, qu<
depende de mis propias ganas; io hago existir con mi experiencia, tengo
una relación directa — sin interpósita humanidad— con lo divino. Sujeción
más honda, pero más segura. No se trata de que Dios exista, y entonces
Agustín cree en él; no, Agustín lo crea a Dios para que exista. Sus pregun­
tas lo hacen ser a Dios al invocarlo, lo convoca con su boca, es un Dios
de palabras. Lo produce como un Dios adecuado al límite que necesita,
para que ilumine los espacios infinitos tenebrosos y oscuros en los que es­
tá perdido:
“¿Tienes acaso necesidad de ser contenido en algún sitio, tú que con­
tienes todas las cosas, puesto que a las que llenas, las llenas conte­
niéndolas? En realidad, no son los vasos, llenos de ti, los que te ha­
cen estable, ya que, aunque ellos se rompan, tú no te derramas; y tú
no te derramas, sino que nos recoges a nosotros” (I, m, 3).

Ñuevamente, reclama un cuerpo claramente definido en sus contor­


nos, donde la unidad no se disuelva, y lo contenga en su derramarse en
él eternamente. La figura del deseo ilimitado, y al mismo tiempo el desga­
rramiento insoslayable soslayado. Pero este límite divino, que nos salva de
la devoración de la vida sentida en el placer que atrae con semejante fuer­
za, debe tener su equivalente en un opuesto que nos promete una satis­
facción más anhelada que lo materno-femenino, la mujer misma de la que
huimos, lo único por lo cual podamos renunciar a ella: la exclusión de esa
muerte. A un placer que aniquila y nos devora en el instante sólo puede
contraponérsele, como su exacta contraparte, la vida eterna. No es el infi­
nito filosófico pensado en el concepto, sino la eternidad afectiva; un infi­
nito sentido, actualizado como vivencia en el cuerpo.

“¿Quién podría poner moderación a aquella miseria mía y convertir


en uso recto las fugaces hermosuras de las cosas terrenas, establecien­
do un límite a sus suavidades de modo que las olas de mi edad se
calmaran en la playa conyugal, si es que no podían sosegarse de otro
modo contenidas dentro de los límites de la procreación , como pres­
cribe tu Ley, oh Señor, tú que formas también la semilla transmisora
de nuestra vida mortal y eres capaz de suavizar con tu mano la du­
reza de las espinas que habían de estar excluidas de tu paraíso?” (id.).

La madre con cuya marca se confunde, para que no desborde y lo di­


suelva debería tener, al mismo tiempo, substancia de mujer y forma de
hombre. Pacto tenebroso; lo materno debe contener en su propio funda­
mento lo masculino como un poder interno en lo femenino mismo. Debe
“tener" un hombre, por lo tanto, anterior al hombre-esposo, padre del hi­
jo que engendró en su cuerpo; la madre debe ser una mujer que, en tiem­
pos de derrumbe, en su fantasía engendre al hijo con el fantasma de su
propio padre. Es el nuevo pacto del hijo con la diosa-madre: no denunciar
el secreto de su propio advenimiento. Es el pacto de un matrimonio secre-
to entre el padre y la hija el que Agustín suscribe para salvarse.
Es la aparición de la solución cristiana que ios hombres aterrados del
Imperio crean para volver a refugiarse en el vientre protector de lo mater­
no. Las madres ahora reconquistan así un poder clandestino que, visible
antes, habían perdido. La procreación, que el pacto matrimonial cristiano
ordena como su único objetivo, es un límite y un trueque con el gozo; pa­
ra substituirlo lo convierte en un valor de cambio. Cambio el placer fuga2
que siento con mí carnal esposo —dice la madre pía— por darle a Dios el
hijo de su goce, que es la promesa de mi goce eterno. Modelo: la virgen
María, figura nueva diferente a todo modelo que judíos y paganos hubie­
ran creado nunca. Dios fomia la semilla del hombre mortal, que eí maride
insemina en el cuerpo de la mujer para que sea madre, decía la Biblia an-
tigua. Pero en el Nuevo Testamento ahora Dios también insemina y engen­
dra en la mujer directamente su propia semilla, que salva a la hija — hecha
madre por ía copulación divina— de la muerte en que la sumerge eí gocí
carnal y pasajero; se salva el niño con su madre, la Virgen y el Niño, aun­
que el padre se anule como encarnadura masculina.
Esta semilla espiritual salvadora viene entonces del Esposo Divino, del
padre idealizado de la madre, no del marido con el cual en la realidad cor­
poral procrea. La procreación sin placer es el primer paso para distanciar­
se del varón dominante y para engendrar, sin dolor, la inmortalidad que
se anuncia en el vastago. Al hijo, Agustín para el caso, debe resultarle exul
tante, desde la perspectiva que la madre le dicta, considerarse hijo de Dio;
mismo.

El cuento cristiano que la madre le cuenta al hijo

El mito cristiano coft el cual se inicia el Nuevo Testamento nos cuen­


ta los miedos más persecutorios, donde el hombre se siente traicionado
por la mujer que ama y teme:
“Su madre, María, estaba desposada con José, y antes de empezar a
estar ellos juntos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo. Su
marido, José, como era justo y no quería ponerla en evidencia, resol­
vió repudiarla en secreto. Así lo tenía planeado cuando el Angel del
Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no te­
mas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es
del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Je ­
sús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados»” (San Mateo, 1,
18).

El Espíritu Santo no es más que madre redoblada; es el Espíritu con el


que sueña la madre, es por lo tanto su propio padre que se le aparece a
María para preñarla. Los textos Apócrifos cuentan que Dios penetró en Ma­
ría por la oreja, con dulces y antiguas palabras: "Y el Verbo divino tomará
de ti un cuerpo, y parirás al bijo del Padre celestial”. Con ese Padre ideali­
zado todo hombre presiente que lo traiciona la mujer que ama. Pero ese hi­
jo que así le nace a la Virgen debe dar pruebas del predominio del espíri­
tu sobre el cuerpo, de un Padre sobre el otro padre, de Dios Padre celeste
sobre ei frustrado padre José, el pobre carpintero que los apóstoles hacen
casi desaparecer del texto sagrado.1 Así el cuerpo mortal del hijo, si renun­
cia al goce de la carne y pacta con su padre “verdadero”, llamado por Agus­
tín "padre adoptivo" (IX, m, ó), será el soporte de la inmortalidad de su al­
ma, tal como lo hizo su propia madre para engendrarlo con el Espíritu
Santo y no con el cuerpo sensual de su marido. De allí la necesidad cristia­
na que el hijo-adulto siente de excluir a la mujer que ama para permane­
cer sin separarse de la madre: residir eternamente en ella.
El hijo confirma con su deseo la fantasía arcaica de la madre, y la ma­
dre ratifica con el suyo la fantasía del hijo. Pero al mismo tiempo ese Pa­
dre nuevo, viniendo desde la eternidad como un fantasma, contiene des­
de dentro de la madre misma el desborde mortal que el hijo teme. El goce
infinito de permanecer eternamente unidos se identifica con el dolor infi­
nito de ser aniquilados: con la muerte eterna. El uso recto y geométrico del
Dios-Padre que Agustín invoca limita el desborde, la licuación del cuerpo
que se disuelve en las suavidades de las fugaces hermosuras de las cosas
terrenas, cuyo modelo es la hembra humana, El límite luminoso separa lo
terreno de lo celeste, la tierra del paraíso, la vida de la muerte, lo finito de
lo infinito, la carne del alma. Limita la propia vida al mismo tiempo que
contribuye a imaginarla como infinita.

1 El padre de Jesús sólo aparece mencionado dos veces en el Nuevo Testamen­


to: padre real desaparecido, ni corta ni pincha.
Algo para recordar: el cuento judío
que el profeta le cuenta al pueblo

Recordemos: entre los judíos la distancia entre Dios y los hombres era
infinita. Ningún humano podía ser divino. A lo sumo la palabra de Dios lo
inundaba con sus designios, y se hacía profeta o rey para cumplir sus man,
damientos. Por eso la joven mujer no virgen que engendra un hijo en la
profecía que el profeta Isaías cuenta (7,14), y que el Evangelio de San Mai
teo retoma, cita y deforma (convierte a la joven madre en una virgen), no
es inseminada por un Espíritu santo sino por un hombre cualquiera. La ja;
ven judía es una alegoría de la buena madre, viniendo luego de una exal
tada descripción del pueblo de Israel y Judea como si fueran prostitutas. Es
claramente una fábula social y colectiva para producir un pueblo bueno.
Primero la descripción de la ciudad caída por Isaías:
“¡La ciudad fiel se convirtió en una prostituta!
Estaba llena de equidad, y la justicia habitaba en ella.
¡Y ahora hay asesinos! (1, 21).

Jerusalem tambalea
y Judea se viene abajo... (3,8).

Mi pueblo está oprimido por un mozalbete


y las mujeres dominan sobre él;
Pueblo mío, quienes te conducen
te pierden.
y corrompen el camino en el cual caminas.
El Eterno se presenta para juzgar,
Está de pie para juzgar a los pueblos.
El Eterno entra en juicio
con los ancianos de su pueblo y con sus jefes.
¡Ustedes han arrancado la viña!
¡El despojo de los pobres está en vuestras casas!
¿Con qué derecho atropellan a mi pueblo
Y aplastan el rostro de los pobres?
Dice el Señor, el Eterno de los ejércitos”.

Y comienza la descripción de las cautivantes prostitutas en que se han


convertido las temidas mujeres judías:
“El Eterno dice: porque las hijas de Sión son orgullosas,
y porque caminan con el cuello erguido,
y guiñando los ojos.
porque caminan a pasitos menudos,
y hacen resonar las ajorcas de sus pies,
El Señor rapará el cráneo
de las hijas de Sión.
El Eterno descubrirá su desnudez.
Ése día el Señor les quitará las ojarcas que adornan sus pies,
y los solecillos y las lunetas,
los zarcillos de las orejas, las pulseras y los velos,
las diademas, las cadenitas de los pies y los ceñidores
de la cintura,
las cajitas de perfumes y los amuletos,
los anillos y los aretes de la nariz,
los vestidos preciosos y las amplias túnicas,
los mantos y los bolsos,
los espejuelos y las camisolas finas,
los turbantes y las mantillas.
En lugar de perfume habrá hedor,
en lugar de fajas una cuerda,
en lugar de cabellos enrulados
una cabeza calva.
: En lugar de una amplia túnica un saco de arpillera,
y por debajo de la hermosura,
vergüenza” (3, 16).

Recién después de esta descripción viene, como contrapartida de la


prostitución femenina, la alegoría de la buena madre, engendradora de un
pueblo bueno, para lo cual el hijo aparece sólo como un signo, una señal
de Dios, no como una presencia humana engendrada en ella por Dios mis­
mo:
“Por eso el Señor mismo les dará un signo.
Es éste: la jovencita quedará encinta,
Dará a luz a un niño,
y ella le dará el nombre de Emanuel.
Comerá crema y miel
hasta que sepa rechazar el mal y elegir el bien,
;: pero antes de que el niño sepa rechazar el mal y elegir el bien,
el país cuyos dos reyes temes
será abandonado” (7,14).

Y leemos que la leche y la miel de los pechos maternos se prolongan


desde la infancia hasta alcanzar, en la tierra, los mismos bienes fecundos
de su cuerpo:
“Y ese día
cada uno tendrá una novilla y dos ovejas.
Y así de tanto dar leche comerán crema,
porque crema y miel comerá
todo aquel que quedare dentro del país” (7, 21).

Esa imagen de mujer que concibe con otro hombre (de tan obvio, el
texto ni lo menciona siquiera) es ya una producción política: el hombre
normalizado por una mujer buena, no por una prostituta. E1 cuerpo políti­
co se esboza desde el cuerpo de la madre buena, real todavía aunque con­
tenida en su desborde — ese temido, que describe antes. Pero hay una po­
lítica que necesita más poder aún: requiere que hasta ese cuerpo sea
expropiado, y por eso esta imagen judía, anterior al Imperio, es retomada
y transformada en el mito cristiano por el Apóstol. Se prolonga, como he­
mos visto en Mateo, en la Inmaculada Concepción de María, donde ese pa­
dre ignorado en Isaías se convierte en el Dios-Padre cristiano: el hombre
al que sólo tiene la madre, el que sólo ella sabe y conoce. Y esta creencia
en la fecundación divina es completamente nueva: no tiene nada de judía,
Lo dice claramente Geza Vermes en “ Jesús el judío" (Muchnick ed., pág.
234):
“El que el cristianismo primitivo pasase de esta alternativa de fe en M
mediación divina [Isaac, Jacob y Samuel, que levanta ía esterilidad fe­
menina solamente] a la creencia totalmente nueva de un acto de fe ­
cundación divina, con la consecuencia del nacimiento de un Dios-
hombre, pertenece por supuesto a la psicología de la religión más que
a su historia,”

Está claro: los judíos, Freud también lo reconoce, fueron los primeros
que tuvieron el coraje histórico necesario para renunciar a la creencia en
la inmortalidad del alma y a la supervivencia de los muertos en el más allá.
Cosa que el cristianismo, en un proceso regresivo y de debilitamiento de
las capacidades intelectuales y afectivas humanas, vuelve a instaurar entre
los hombres aterrados del Imperio Romano.

Un m om ento previo: la pubertad pagana

Agustín todavía es, a su manera, un cristiano pagano. Y al describir su


vida púber trata de explicarla desde sus valores, ahora que se convirtió en
católico, como un momento en el camino que lo llevó a la Iglesia.
Agustín, niño, era todavía un rebelde. Pero reflexiona luego desde el
adulto que escribe las Confesiones. La transacción materna — el matrimo­
nio sólo para producir hijos y aplacar las ansias— es justa y recta, piensa.
La astucia masculina consiste en utilizar ese intersticio, que la necesidad vi­
tal nos abre, para satisfacer en el instante violador nuestras ansias desbor­
dantes; el placer clandestino y fugaz de violar la Ley en el mismo momen­
to en que se cumple. En la realización de la Ley de Dios —engendrar hijos
áin placer— está inscripta la necesidad de violarla. Encuentra el placer
marginal en el límite, en su ser límite y transgresión al mismo tiempo, vio­
lación obligada y necesaria para el cumplimiento de la Ley misma.
Pero simultáneamente proclama otra transposición, la preeminencia
de la “semilla transmisora" masculina, que es la de Dios, en la generación
cristiana. El hombre es siempre un mediador entre Dios y la madre. En es­
té esquematismo de la Ley, que exige su violación necesaria para cumplir­
ía (reproducir la vida pero para hacerlo tener que fornicar con la mujer, y
encontrar placer en las suavidades, en las fugaces hermosuras de la vida
terrena), descubrirá luego Agustín el placer supremo, el acuerdo imagina­
rio entre dos sistemas contrapuestos.
Al comienzo de la vida, cuando aún era pagano, descubrirá con el ro­
bo de las peras que la violación de la Ley paterna es el placer supremo,
pero para alcanzarlo necesita que la más inflexible Ley exista. Y para que
la Ley exista, en este primer momento de su vida, necesita que al terror re­
doblado desde afuera se lo vuelva a implantar entre los hombres con su
poder de muerte: el potro y los garfios de hierro. La Ley debe ser sentida
cómo amenaza de muene; sin muerte no hay goce infinito, porque el go­
ce infinito es ía contraparte de la infinitud de la muerte. El goce de la vi-
da sólo puede limitarse, entonces, con la amenaza del martirio.
La imagen de la muene y el castigo entran a formar parte, indisoluble-
¡neme, del placer mismo. Vida exaltada y espanto de muerte en el acto
mismo de la fornicación, que sintetiza y da cita a los dos poderes. La for­
nicación es el lugar donde convergen ambos; basta que aparezca el uno
para que el otro al mismo tiempo esté mágicamente presente. Agustín es­
tá sitiado a dos puntas.
"Me convertí en un hervidero, siguiendo el impulso de mi pasión,
abandonándote a ti, y traspasé todas tus leyes, pero no me libré de
tus castigos. Porque ¿quién lo ha conseguido? Tú, en efecto, siempre
estabas presente castigándome con misericordia y rociando todos mis
ilícitos placeres con amarguísimos sinsabores para que de esta mane­
ra buscara el placer sin pesadumbre, y cuando esto fuera posible, no
encontrara nada fuera de ti, Señor, sí, nada fuera de ti, que eriges al
dolor en enseñanza, y hieres para sanar, y nos das muerte para que
no muramos lejos de ti” CII, u, 4).
“Nada fuera de ti, Señor, sí, nada fuera de ti”. La mujer debe ser su­
plantada como objeto total del deseo; todo el amor y todo el poder para
el Padre. Cita a Pablo: “es mejor para el hombre no tocar a la mujer3’. Ne­
cesita un todo masculino que contenga su desborde y lo proteja. Y a dife­
rencia del Dios judío externo, prolongación del padre real que lo engen­
dró en la carne, Agustín encuentra en su propio interior a ese todo
continente que desesperadamente busca: en el mismo cuerpo de la madre
con el que se confunde y que el padre de ella aureola con luminosidad
santa. Si la violación de la Ley es el placer supremo, el goce total de lo Ab­
soluto se produce porque, por temerla, al violar la Ley a! mismo tiempo:
nos salvamos de la muerte al invocarla. La Ley de Dios no mata del todo¿-
nos pide solamente que transpongamos la pulsión del cuerpo introducien-v
do esa pizca de terror que es el aderezo de su goce, La alucinación de lá;
muerte, que aparece siempre como un muerto — el padre asesinado— es¡
todavía, en esta primera etapa, el acompañante del goce agustiniano. Dios:
padre está presente pero amenguado, “eriges al dolor en enseñanza”, “hie­
res para sanar3'. Dios es bueno, y hasta débil, sus heridas no matan.
¿De quién saca san Agustín esta simulación tan humana que le atribu­
ye a Dios mismo? ¿Quién recurrió al simulacro de matarnos para poner
nuestro goce a su servicio, “para que no muramos lejos de tí’, es decir pa­
ra morir en sus brazos? Si seguimos el hilo de sus asociaciones quizás po­
damos descubrirlo:
“¿Dónde estaba yo... cuán lejos estaba, en mi exilio, de las delicias de
tu casa, en esos 16 años de mi carne, cuando empuñó sobre mí su ce­
tro —y yo me entregué totalmente a ella— la furia de la concupiscen- ■
cia, permitida por la infamia humana, pero prohibida por tus leyes?
No se cuidaron mis padres al verme caer en ella de enderezarme con
el matrimonio; sino que su única preocupación era que aprendiera a
hablar lo mejor posible j a persuadir con la palabra” (id.).
La concupiscencia es también un Imperio, tiene su cetro. Y ia mujer :
es reina, del reino de la lujuria y de la ciénaga, de las tinieblas gozosas y
devoradoras. Pero lo importante es la experiencia de este doble sistema
que descubre asombrado, la distancia entre los dichos y los hechos, entre
las palabras y las cosas. Sus padres no se preocupan por su furor concu­
piscente, sobre todo su madre, tan religiosa; el valor supremo para ellos
está en “hablar lo mejor posiblé' y “persuadir con la palabreé. La “palabra
persuasivd', para que nos crean aunque finjamos, y “el buen hablar” se­
ductor que se paga de palabras. Puede estar contento; ha cumplido. Esta
¡separación marca la distancia entre los dichos, que sólo les preocupa a los
padres, y los hechos, que les preocupan menos, pese a lo que el hijo ha-
ga. Del padre, infractor e infiel, hombre débil, no hay de qué preocupar­
se, es el más negado por Agustín mismo. Pero; ¿dónde quedó el rigor cris*
tiáno de la madre que, inconsecuente, ni siquiera lo induce al matrimonio
para enderezarlo? Agustín mismo se lo reclama, a la distancia, defraudado
todavía de esa prueba de amor fracasada.
La madre le había enseñado una lección más profunda: la relación en­
trañable y verdadera entre las palabras y las cosas. La Palabra y la Cosa:
"de eso se trata en ella. Ella, que en su cuerpo tiene el poder materno, sa­
be: dónde reside la fuerza del niño que va a ser hombre. Quiere que cul­
tive la palabra; que el hijo engendre con lo suyo esa duplicidad del cuer-
po sintiente y del alma pensante. Que el hijo ponga palabras a lo que ella
siente. Que la voz callada que ella habla con su afecto sea proferida y
anunciada por Agustín; la Anunciación de la Virgen, no por el ángel Ga­
briel, sino enunciada a Mónica por el Hijo. Porque la palabra sirve también
parr» metamorfosear el goce femenino que la ley prohíbe, y trans-figurar-
lo. La Transfiguración de la Virgen en Padre-Puro. Y Agustín todavía no
entiende mucho; la madre, que será santa Mónica, está incluida aquí entre
las que no temen su desvergüenza. “No se cuidaron mis padres de verme
caer en ella [en la desvergüenza]”. La palabra aparece como el lugar que
enuncia el cumplimiento de la ley, en el momento mismo en que se la in­
fringe —como cuando estaba enfermo de muerte en la infancia— . La pa­
labra transforma lo que el corazón siente, y lo conforma.

Un monólogo de sordos

Por eso, casi a renglón seguido, Agustín se hace la pregunta que no­
sotros le hacemos al leerlo. ¿Qué uso hace Agustín de las palabras? ¿Habla
con Dios y se confiesa para atribuirse un diálogo con lo Absoluto e inves­
tirse de ese poder único? ¿Por qué reniega tanto de lo que tanto siente? ¿No
tendrá que convencemos de que en sus Confesiones las palabras sólo di­
cen la verdad, porque no hablan desde el cuerpo mortal y concupiscente,
sino que salen de otro lugar, de su alma inmortal y espiritualizada? Ese es
el único poder qüe le quedó ai santo: las palabras. Y con palabras tuvo
que hacerse un mundo a su medida. Entonces no trata sólo de persuadir­
nos con que sean bellas, recurriendo a ese poder de expresión que los pa­
dres le reconocían como supremo. Al escribir construye su morada cobi­
jante. Porque los hechos —hasta los Hechos del Nuevo Testamento— se
cumplen primero en las palabras, como veremos, por eso las palabras
transfiguran los hechos. Los hechos adquieren forma masculina, sin pizca
de cuerpo femenino para afuera, aunque para adentro la Palabra hable de
profundis, desde el corazón materno.
“Pero, ¿a quién cuento yo estas cosas? Evidentemente no a ti, Dios
mío, las cuento delante de ti a mi linaje, es decir al género humano"
(...) ¿Y para qué lo hago? Pues para que yo y quien lea pensemos que
hemos de clamar a ti desde un profundo abismo” (II, ni, 5).

A Dios, es cierto, no tendría sentido hacerle confesiones, pues en su;


omnisapiencia no ignora nada; el "dios silencioso”, que a Agustín no le di- :
rige la palabra, sólo habla — como veremos— con la madre, aunque lea en
su alma. Pero el hijo se confiesa "delante de él”como en una representad
ción, una escena donde simula ese diálogo ante el género humano. Le ha­
bla a Dios como si Él Jo escuchara, sabiendo que no es necesario decirle
nada; con Dios sólo hay diálogo de sordos. Agustín hace como que hablav
con Dios porque hay un tercero que lo oye. Uno habla ante sí mismo, el
uno con el Uno imaginario. Este diálogo con Dios es una parodia y un si­
mulacro. Un modo de decir, si ustedes quieren. Una "mise-en-scéne", una
tealraiización para sí mismo y para los otros que él declama. Con sus pro-;
pias palabras necesita persuadirse a sí mismo de que Dios lo escucha.
Agustín es el Narrador y el género humano es el coro enmudecido,:
sin palabras. Repite con el discurso de la teología, afectada de personalis­
mo amante, el esquematismo del despotismo político; uno solo dice la ver­
dad para todos. Aunque aquí la verdad se ratifica en la nueva Pasión que:
nos narra, en este Cristo que, a diferencia del otro, es el Pecador que ve­
rifica la verdad, esta vez no mortal, del primero. Agustín, que verificó ese
modelo en su propia vida, se dirige al género humano, a los habitantes del
Imperio Romano que se viene abajo, como antes se había venido abajo el
reino de Israel y de Judea. Lo hace para que “pensemos” todos juntos que
necesitamos que Dios exista, creer que se puede repetir el gesto primero
del recién nacido: “clamar a ti desde un profundo abismo ”, como clamaba
el niño por la madre y ahora, que a Él le dirijimos ese mismo clamor, pro­
voque la magia de su existencia para auxiliamos.
Pero ahora, a diferencia de ese clamor primero, clama sólo para que
7 o pensemos, yo y a quienes me leen", no para que podamos sentirlo. Cla­
ma para que el padre nos auxilie, de pensamiento a pensamiento, y pen­
sando —pensando sólo con palabras— nos salve entonces de lo que senti­
mos, del profundo abismo en que caímos, de la invasión amenazante de los
bárbaros. Y que habilitemos hacia adentro ese refugio peligroso y también
devorante para recogernos, el cuerpo inconmensurable y afectivo de la ma­
dre, La salvación de Agustín, y también del género humano piensa, está en
un Dios-Padre nuevo que nos preserve de la devoración amenazante de Ha
madre a la que tuvimos que regresar para salvamos de los dioses paganos
y de los tiranos. Porque el padre, el real, clama en el desierto de la madre,
como todo padre para el hijo. Agustín necesita, y el género humano, un Pa­
dre diferente. Los Dioses paternos de los hombres están muertos.
Pero este reconocimiento breve, el único de su vasto texto, no impi­
de por ello que continúe la representación, que estas Confesiones mismas
sirvan como prueba de la profunda sinceridad de -us palabras. Y nos si­
gue confesando su vida y otra vez nos relega al papel de espectadores, co­
mo si continuara su diálogo con Dios, no con nosotros, para que a través
de su teatralización nos identifiquemos con un drama que, exacerbado en
él, nos es común a todos. Es Edipo que sufre y es al mismo tiempo Sófo­
cles que escribe su propia tragedia, no como representación sino como
presentación, ex-clamación, éxtasis literal, no literario. El personaje anti­
trágico por excelencia nos narra su apocalipsis. Quiere unir las palabras y
las cosas pensadas, como si los pensamientos produjeran cosas y adquirie­
ran vida. Necesita, viniendo del vacío pánico, unir las palabras a un nue­
vo padre para crearlo y darle cuerpo, luego de haberse dado cuenta de
que eí poder del propio, y del Imperio, se ha acabado.
Un abismo lo separa del padre muerto y clama para volver a darle vi­
da; necesita que la víctima salve al victimario. Hasta ahora se había pensa­
do que el padre muerto de la infancia de Agustín, según la interpretación
clásica que Freud asigna al cristianismo, era el Dios vivo del cristiano adul­
to; que ambos, judíos y cristianos, tenían un Dios común y único. Pensa­
mos en cambio que Agustín es el que muestra claramente ese tránsito de
un dios a otro diferente; el Edipo griego y hasta judaico, que era trágico,
sólo tiene aún vigencia allí donde el poder patriarcal, presente en el Esta­
do, defrauda o ratifica la salida subjetiva que necesariamente se apoya en
el poder político que consolida con su poder externo y objetivo a la Ley
del padre. Sólo sabemos que el Imperio Romano, donde esa ley se encar­
naba en ía figura visible del Emperador, se había convertido en aterrorizan­
te y despótico, y comenzaba a vaciarse. Tenía que validar entonces a un
padre que se apoyara en el único lugar hacia donde Agustín había regresa­
do, desandando el camino de su vida, buscando refugio hacia adentro de
sí niismo; el ámbito acogedor y seguro de la impronta primera de la madre.
Darle la vida a un nuevo padre desde el lugar de su propio cuerpo de don­
de su inscripción quedó borrada y desplazada. El Dios patriarcal fue vacia­
do en el cristianismo. Porque la identificación con el padre muerto, el pro­
pio de su infancia, contra el cual lucha y que lo transformarla en semejante,
está excluido. Ese lugar del padre está ocupado y lleno sólo con su madre,
que lo abarca todo; al padre, como concepto, le queda sólo el espacio del
pensamiento, de las palabras que lo invocan y le dan un cuerpo diferente,
sustituto del cuerpo sentido y culpable: un cuerpo de palabras.
Y si tiene que dar vida al padre muerto al ponerlo en palabras, quie­
re decir que el propio padre genitor no tiene cuerpo en su cuerpo, que es
un padre impotente que no dejó marca. La ley del padre, que ya era débil
con la madre, se muestra también débil para contener las amenazas que
vienen del poder externo, el poder cruel de los emperadores, incapaz de
poner limite a los bárbaros que avanzan desde el poder armado, cultural
y político. Esa inquietud está en el aire del tiempo.
La madre era más sensible a esta indefección patriarcal de los hombres,
a quienes sin embargo cuidaba y protegía formalmente (la madre era “es­
clava" de su marido). Y por eso quiere salvarlo a Agustín dándole una pro­
tección más firme en el catolicismo; una institución también materna y un
padre fuerte —el Dios Padre— que es. como veremos, el padre de ella mis­
ma. Cuando el padre, como poder y razón, no puede prolongarse en las
instituciones sociales protectoras, y se ve amenazado y vencido por un te­
rror extranjero, lo arcaico y lo primario inconsciente reverdecen en todos
los hombres buscando un cobijo nuevo, absoluto y eterno. Entonces apa­
rece una religión que se dibuja sobre el anverso de una acción política y se;
convierte en acción, sí, pero ritualizada. Sólo el padre idealizado de la ma­
dre, como nuevo Dios, puede salvarnos, protegiéndonos de la madre abra­
sadora a la que hemos vuelto para guarecemos de la intemperie trágica.
La madre no le dejó espacio sensible al padre verdadero; lo venció en
el interior mismo del hijo. Al “padre muerto'’ —el padre muerto del hijo, pe­
ro muerto por la madre— hay que reemplazarlo por otro: el Dios padre sen­
sible y celoso del judaismo ya no sirve, como tampoco los dioses paganos.
Y ese padre nuevo no tiene cuerpo, no le queda otra vida que la retórica
compleja de la teología política para realizarse. Ese padre muerto judío
—Freud nos dice— se convierte en fósil, cuando el cristianismo pasa de la
religión del Padre a la religión del Hijo. Creemos, por el contrario, que con
ei cristianismo hay un retroceso y un encubrimiento aún más poderoso.
C a p ítu lo 4

Agustín es descubierto por su padre con el miembro erecto. Y de su ex­


periencia pueden concluirse las difíciles relaciones que los unía. Esta
separación y distanciamiento es determinante en la creación de u n
dios diferente al dios tanto pagano como judío.

El descubrimiento gozoso del padre


y el terror del hijo: la humillación paterna

Al santo no le caía bien su padre, el real, “aquel hombré' que la gen­


te elogiaba, aunque
gastara “con su hijo más de lo que le permitían sus posibilidades fa­
miliares, dedicando todo lo que hiera necesario para sus estudios,
aunque tuviera que hacerlo lejos de la casa’' (II, ni, 5).

Primera acusación: sin tener posibilidades económicas alejó al hijo de


la casa materna. Agustín no lo considera un sacrificio por amor, que deba
ser agradecido. Por el contrario:
“Mientras tanto, este mismo padre no se preocupaba por saber cómo
crecía yo para ti o cuál era el grado de mi castidad , preocupado úni­
camente porque yo fuera diserto o yo diría más bien desierto, por ca­
recer de tu cultivo...” (id.).

El padre real no le ponía límites a la sexualidad y a la lujuria del hi­


jo, como pretendía la madre, quien tampoco podía impedir la lujuria de su
propio esposo y sus infidelidades. El padre no lo había castrado en su co­
razón — en su ser sensible y afectivo; sólo impuso el límite de la prohibi­
ción del incesto a su sexo. No había querido que el hijo ocupara en ella
el lugar de hijo-amante; a lo sumo lo alejó de la casa hogareña. Por lo de­
más todas las mujeres, menos la madre, podían ser suyas. El padre era
cómplice gozoso de su sexualidad desbordante y, contra su esposa, se
complacía en advertir los signos viriles en el hijo.
“Pero cuando aquei año, a los 16 de mi edad, comencé a vivir con mis
padres, obligado al ocio por falta de recursos familiares y, por lo tan­
to, apartado del estudio, crecieron por encima de mi cabeza las zar­
zas de mi sensualidad y no había mano que me las arrancara. Antes
al contraria, un día. estando yo en el baño, mi padre me vio en mi
virilidad naciente y vestido de inquieta adolescencia y, como si goza­
ra ya con el pensamiento puesto en los nietos, se lo dijo contento a mi
madre ; estaba contento por la embriaguez con que este mundo se ol­
vida de ti, su creador, y ama a tus criaturas en vez de a tí; estaba em­
briagado con el vino invisible d es u voluntad perversa e inclinada a las
cosas de aquí abajo” (II, m. 6).

¿Cuáles podían ser las “señales de pubertad' y su estar “vestido de in­


quieta adolescencia", que con púdico recato describe? Digámoslo sin pu-
dicía; el padre lo sorprendió en plena masturbación o al menos en plena
erección clandestina, la humillación absoluta para un adolescente. I l
mos pensar en la sorpresa y el terror del hijo. “No había mano que /' < ’ i\
atrancara” es&s zarzas de su sensualidad, se quejó después; debía haber
temido esa tenaza amenazadora del padre. Debía estar desnudo, el m v»
erguido a la vista y a merced suya, sorprendido y temiendo su venganza.
Y he aquí que, en vez de imponer el “límite luminoso" que red;un u i
Agustín más tarde al invocar al Dios que lo salve de la mujer temida, en
cambio ei padre corre contento a decírselo nada menos que a su m uln-
Conso si el padre comprendiera que el hijo salido de esa mujer frígida que
era su esposa., cruzada y heralda de la anti-fornicación. le diera la razón
contra elia; el amado hijo, en quien se jugaba ese enfrentamiento entre el
goce de la mujer y el dei hombre ¡era como el padre! El padre vencía en
el hijo a su esposa pía y fría. Su virilidad adolescente erecta lo separaba,
pensaba falsamente, de la madre. Lo devolvía de la castración a la pose­
sión v al usufructo de id que creía haber perdido; podía corregir las con­
secuencias del Edipo. Pero su triunfo era pírrico; ya era demasiado tarde.
Y precisamente esa virilidad que lo enfrentaba con el padre será la
que luego Agustín sacrificará en el altar de la madre. Que el padre “goza­
ra con el pensamiento puesto en los nietos' es un agregado retrospectivo
que reveía, a! ocultar el sentido gozador de la alegría paterna; como si no
supieran, madre e hijo, que el padre gozaba con otras mujeres, y no pre­
cisamente pensando en la descendencia, en nietos y en hijos.
Es entonces cuando nos cuenta que abandona “la patria" y la “casa
paterna" y se marcha de Tagaste a Cartago, a los 21 años.

De un padre a otro

El verdadero Padre, no el “embriagado por el vino invisible de su vo­


luntad perversa”, era otro: el Esposo espiritual y santo de su madre, el Dios
Padre con el que dialoga ahora también Agustín como si fuera su hijo. Es
el Esposo sustituto de su madre. Habla con Dios y le dice:
“Por entonces, sin embargo, ya habías comenzado a elevar tu templo
y a edificar tu santa morada en el corazón de mi madre, pues mi pa­
dre era todavía catecúmeno, y esto mismo desde hacía poco tiempo.
Por eso ella se estremeció con santo temor y temblor porque, aunque
yo no era todavía cristiano, temía que siguiera las torcidas sendas por
donde andan los que te vuelven la espalda y no el rostro” (id.).

Tembló la madre sobrecogida de santo temor ante la virilidad del hi­


jo; se conmovió con las mismas palabras con que en la Biblia se expresa
el estremecimiento que produce la presencia de Dios ante el creyente. Pe­
ro como era cristiana, eran el Padre y el Hijo, Dios y Cristo, los que co­
menzaban a elevar su templo y su morada en el corazón de su madre. El
lugar del Esposo invisible lo certificaba, en su corazón de esposa, la exis­
tencia del Hijo visible y viviente: el condenado a ser crucificado, el que de­
bía morir en la carne para renacer como hijo verdadero de la pura madre.
Para permanecer y morar en el corazón de la madre como hijo, pasar
de hijo a Hijo, debe también Agustín imitar a Cristo y transitar su vía cru-
cis¡ morir crucificando sus pulsiones viriles, como ella ie pide. Matando lo
que más puede matar en sí como hombre quedando en vida, para resuci­
tar como Hijo. Si no lo hiciera, ía fantasía de la madre quedaría relegada a
lo inconsciente: no se realizaría.

intermedio

El Padre que edificaba su morada en el corazón de la madre no era


el padre que Agustín niño había enfrentado en su fantasía; no era un pa-
dre sensible, el semejante interiorizado. El padre ideal de la madre adulta,
ese con el cual de niña ella soñaba, y el padre sensible y real de Agustín
niño coexistían todavía, separados, cada uno por su lado; ambos, madre e
hijo, tienen aún el suyo. No hay aún predominio de un padre sobre otro
Padre. La madre tiene su propio Padre incestuoso idealizado, el Esposo pu­
ro de su fantasía infantil, contraparte del suyo, gozador y fornicador, que
ella y Agustín repudiaban. Pero ei padre a quien Agustín enfrenta, no era
el Padre de la madre todavía; era el propio padre excluido, el padre ven­
cido y desplazado del corazón deseante de la madre por el hijo.
Por eso en la escena de su virilidad adolescente descubierta por el pa­
dre. que lo tenía a su merced con el miembro erecto, la historia recomien-
za de otro modo. Es el padre vivo, que no responde al Otro Padre que la
madre idealiza como un Dios-Esposo, es el padre pagano del patriarcado
romano el que se pone contento y sale proclamando como un triunfo la;
virilidad del hijo y lo reconoce, adolescente, como semejante. Pero, por lo
que Agustín relata, este reconocimiento no era recíproco. Cada uno con lo:
suyo enfrentan como propio al mismo "objeto", esposa para uno, madre:
para ei otro: mujer-hembra para ambos. Y Agustín cae esta vez vencido an­
te el padre: un hijo descubierto en su virilidad erecta perdió en eí enfren­
tamiento: debe reconocer que el padre real habla con ía madre real un len­
guaje directo. El padre puede reconocer ante la madre y ante el hijo la
preeminencia gozosa de la carne: que la fornicación lo pone contento. La
madre ahora, entre temor y temblor, descubre para su gozo inconsciente
con qué cuerpo de hombre ía quiere el hijo. Y Agustín sabe que la madre
lo sabe, como él lo supo de ella desde siempre, desde que aprendiera en
el movimiento de su cuerpo a vivir primero y a conocer luego las palabras
que son signos de deseos. El padre, aunque sin decirlo, los ha puesto al
descubierto. El padre es un “embriagado con el vino invisible de su volun­
tad perversa’’-, él, Agustín, en cambio, para ocupar un lugar en su madre
tendrá que ser un santo. No le queda otra.

El destino del padre real

Pero el padre primero, el padre muerto, el amado y odiado, el padre


castrador y rígido, que quería separarlo del cuerpo de su madre, y a quien
Agustín debiera haber vencido como hace casi todo hijo, a ese padre muer­
to que se llamó Patricio, su hijo Agustín no le elevó en su propio cuerpo
un templo para devolverle ía vida que le había negado. Ese padre de Agus­
tín, a quien ahora adulto y católico invoca, no es el propio padre judío có-
bijante elevado a lo Eterno porque, como veremos, no hubo identificación
con su figura. El propio padre, el más cercano, será un padre olvidado pa­
ra siempre, distante y externo.
¿Quién acallaba las voces del padre que vociferaba a gritos la varonilidad
naciente del hijo? ¿Quién negaba aterrorizando ese reencuentro donde
cualquier hijo recibiría alborozado este espaldarazo, pero que Agustín vi­
vía, en cambio, como una infidelidad hacia su madre? Era una voz que sa­
lía desde otro padre, no del suyo, sino desde dentro del Padre de la ma­
dre, que él hijo aceptará luego como si viniera desde Dios mismo,
cónvertido para ambos, madre e hijo, en el único padre verdadero.
"¿Y de quién eran aquellas voces que resonaban en mis oídos por me­
dio de mi madre que creía en ti? (...) Ella efectivamente lo quería, y re­
cuerdo que en secreto me amonestaba con enorme preocupación pa­
ra que no fornicara y sobre todo para que no cometiera adulterio con
la mujer de otro". "Estas recomendaciones, en cambio, me parecían
mujerijes y me hubiera avergonzado de obedecerlas. Pero en realidad
eran tuyas, y yo no lo sabía, y creía que tú callabas y que era ella
quien hablaba. Pero por medio de ella tú estabas callado para mí, en
ella tú eras despreciado por mí, sí, por mí, su hijo, hijo de tu esclava”
ai, ni, 7).
La madre lo amonestaba en secreto: para que el padre real no se en­
terara. Las voces de Dios-padre venían, como la leche antes, por medio de
ía madre, Pero como venían directamente por la lengua de la madre, Agus­
tín aún no las entendía; tenía que cambiar de código para comprenderlas,
Ese padre “adoptivo”, como dirá luego, no tenía aún voz propia y seguirá
siendo para siempre el Padre silencioso. Es por boca de la madre, y en se­
creto. que primero hablará en él el nuevo Padre, sin ser reconocido aún
como divino, Ese Padre se anuncia sólo desde el padre de ella; al padre
real de Agustín la madre ya lo había sustituido por el sagrado Esposo. Pe­
ro ese padre primero, el suyo, sólo le impedía —como un padre pagano
o judío— que fornicara con la madre, no con las otras mujeres.
El Padre de la madre, por su boca, pide en cambio otra cosa: que no
fornique nunca más con nadie. Esta es la diferencia entre la ley de un Dios
judío y de un Dios cristianó; los judíos no desprecian la sexualidad huma­
na, aunque los rabinos la temen, y no la tachan de crimen y pecado. La
ley cristiana, en cambio, que habla por boca de la madre, se había apode­
rado de todo su cuerpo varonil, y ío negaba. Aflora no es sólo la madre la
prohibida; lo interdicto es la mujer, lo femenino, la fusión corpórea que la
sexualidad abre en la materia viva.
Para que ei hijo realice el deseo de la madre, ésta necesita que Agus­
tín se integre, formen la nueva Sagrada Familia los tres juntos, pero sin el
padre genitor, una familia casta y pura, sin que la relación sexual lo haya
concebido. La lógica que organiza este nuevo lazo, donde la unión sim­
biótica regía, es anterior a la diferencia de sexos: es arcaica. La cast(r)a Ma­
dre tiene ya su esposo ideal e imaginario: ei propio Padre. Sólo necesita :
que el hijo se transforme en Hijo. Necesita que el hijo sea un santo. Que
santa Mónica tenga a san Agustín como Hijo de Dios Padre.
Pero tampoco sólo eso basta; necesita, con la Iglesia, aceptar que pe­
se a morir por culpa ajena Cristo fue resucitado; por su mediación el hijo
culpable alcanzó la vida eterna.Y esto, en verdad, sólo pudo lograrlo lue­
go; aj convertirse a la religión de la madre, Agustín alcanzó a suplantar de­
finitivamente a su propio padre por el Padre materno. Padre y Madre for­
marán. a partir de entonces, una sola substancia.
El propio padre real había accedido, antes de morir, a la religión de ■
ia madre; se había arrepentido. Lo habían vencido in articulo monis. Pero ■
ese padre, el verdadero, el negado por la madre y que ya estaba muerto :
desde antes, y con el que no se reconcilió nunca, quedó para Agustín sin
memoria y sin recuerdo. A ese padre rea!, despreciado por ia madre, el
bueno de Agustín no le levantó un templo ni le escribió siquiera un epita­
fio. Cuando el padre muere no hay una sola paiabra de dolor en sus Con­
fes iojies, ni referencia alguna que denote afecto por el muerto. El padre
que muere en la vida real quedará para siempre olvidado, recubierto por
el único padre que el hijo de su Esclava reconocerá como propio; el Pa- ;
dre puro e idealizado de la madre casta, el padre sin cuerpo, hecho de pa­
labras, con el cual ambos se unen en la ascesis de Ostia. Para el otro pa­
dre no quedaba espacio. Ei otro semejante, el prójimo más próximo de su
vida de hombre, desaparece como otro; con él no se reconcilia nunca.

Entre dos ciudades: Babilonia y la Ciudad de Dios

Agustín se compiacía en el vicio, para que sus amigos, escribe, “no me


consideraran tanto más vil cnanto más casto" (II, m, 7). Descifra y descri­
be sus conductas adolescentes desde el término católico de su ser adulto.
“Y estos son los compañeros con quien yo recorría las plazas de Ba­
bilonia y me revolcaba en su fango como si fuera canela y ungüentos
preciosos. Y para que estuviera más fuertemente unido a su ombligo,
el enemigo invisible me pisoteaba y me seducía, porque yo era fácil
de seducir. Mi madre camal, que ya había huido de en medio de Ba­
bilonia pero que en las demás cosas iba más despacio, y que antes me
había aconsejado la castidad, ni siquiera procuró contener con los la­
zos dei matrimonio, si es que no se podía de otra manera cortar por
lo sano aquello que había oído a su marido acerca de m í y que veía
ella que ya me era perjudicial y en adelante había de ser peligroso. Y
no se preocupó de esto [de casarlo], porque temía que con el vínculo
del matrimonio se frustrara la esperanza que había puesto en mí, no
la esperanza de la vida futura que ella tenía puesta en ti, sino la espe­
ranza de los estudios que ambos, mi padre y mi madre, deseaban ar­
dientemente que terminara; él, porque no pensaba casi nada en ti, y sí
muchas cosas vanas sobre mí; y ella, porque creía que aquellos estu­
dios [serían] una ayuda no pequeña para alcanzarte a ti" (II, m, 8).
Reparemos en sus propias expresiones, donde lo que podrían ser só-
jo metáforas apasionadas traen sin embargo la realidad elemental que al
mismo tiempo enuncian. £n un mismo párrafo, al hablar de los ungüentos
;Üpreciosos y canelas que vivió en su Babilonia, 1fuertemente adherido a su
ombligo", al ombligo del cuerpo enemigo y femenino que denuncia, pasa
a decir que su madre “ca m a l”— no la otra, que carece de carne— ya ha­
bía huido de esa Babilonia. Madre e hijo habían estado juntos, por el om­
b ligo unidos, en la misma Babilonia. Y que esa madre carnal, que le acon­
sejaba la castidad, no quiso "cortarpor lo sano”recurriendo al matrimonio,
para separarlo de ese ombligo que lo revolcaba en el cieno, pero que era
de “canela y ungüentos preciosos". Falta el mirto y la mirra para que Salo-
: món hable por boca de Agustín, puro y casto, enunciando las palabras de
la amada.
“Cortar por lo sano”: como la unión primitiva del cordón que se cor­
ta para separar realmente al hijo del cuerpo de la madre, y que la madre
no quiso, lo que el padre amenaza hacer más tarde con su miembro viril,
para suprimir el vínculo al que sigue unido, y que el padre no pudo. Hay
dos cortes. Ambos dejan de “cortarpor lo sanó’-, como cada uno debía ha­
cerlo a su manera y con sus propios medios. Allí mismo nos recuerda
Agustín qué es lo que la madre quería cortar y que su hijo horrorizado te­
mió que sucediera antes; “no se podía de otra manera cortar por lo sano,
aquello que mi madre había oído a su marido (no dice: “a mi padre”: ni si­
quiera lo acepta como padre) acerca de m í y que ella veía que era pestilen­
te y en adelante me había de ser peligroso”. Lo que Mónica había oído de
su marido alborozado era, como vimos, que el pene del hijo estaba erec­
to. El padre castra simbólicamente; queda libre el goce, salvo con su espo­
sa; la madre castra realmente, queda prohibido todo goce, salvo con ella.
¿Cómo enfrenta ese peligro la madre? Ni siquiera lo quiere contener con
los tazos del matrimonió’. Quiere reservarse el gozo del hijo, entero, sólo
para ella.
Pero una vez más: lo quiere casto, pero más quiere, en esto sí de
acuerdo con el padre, que progrese en los estudios. Quiere al hijo como
arquitecto de palabras, para que prolongue con las suyas la voz silenciosa
de su Esposo. Necesita que el hijo sea el especialista de una Palabra nue­
va. La madre devota y casta, que ve en la fornicación el obstáculo supre­
mo para salvarse, lo prefiere primero hombre de letras y palabras seduc­
toras. Ambos, padre y madre carnales, creían en la palabra como poder del
hombre. La madre, porque oía voces del Padre, que prolongarían en el hi­
jo la Palabra, y ai mismo tiempo lo conservarían unido a ella; el padre de
Agustín, porque pensaba en los deleites de la vida gozosa que las palabras \
de ia literatura pagana y masculina prolongaban en Eneas, y harían de él
un hombre gozador y mundano. La Palabra de la madre difería de las pa- :
labras del padre genitor de Agustín. La lengua materna habla por la boca
de su propio padre: dice la Palabra del padre de ella, no la de su marido,
¿Y si la Palabra, que la madre quiere que el hijo estudie, fuese entonces el
lugar transaccional de la anfibología y de la negación simbólica, que per- ■
mite simultáneamente habitar en un mundo otro mundo, habilitar lo arca i-
co y lo adulto al mismo tiempo? La Palabra que enuncia la madre cristia- ;
na tampoco será la misma que el Verbo divino del judaismo enunciaba en
el Génesis. Es otra lengua la que aquí habla y dice la Palabra nueva.
Todavía Agustín está tratando de comprender y explicarse lo que ya
está haciendo; mostrarnos que la Palabra del Padre, que la madre transmi­
te quedamente y que él sentirá luego en esas voces mudas que le hablan
en silencio, difiere de las palabras paganas del siglo y de su padre, infiel
y mujeriego. Esa lengua, llamada “materna”, es la que le dice que no hay
otra mujer en el mundo, que no hay goce que pueda suplir ese que él sin­
tió con ella; que la madre ha preferido y elegido al hijo contra el padre, y
que el Padre (el de ella) está de acuerdo. Que la “fornicación” que el pa­
dre sólo prohibía con la madre, el nuevo Dios-Padre en cambio la tolera,
puesto que es espiritual y carece de cuerpo para sostenerse; es anterior,
infante todavía, a la determinación fálica. Ese nuevo Padre celebra un aco­
plamiento primero y más pleno, anterior al sexo: la simbiosis arcaica del
niño con la madre. Esa unidad gozosa le asegura a la madre que el hijo
permanecerá en ella, que lo gestó como un fantasma con su padre ideali­
zado. Y que deberá llevar una vida fantasmal para quedarse juntos.
Dirá más tarde:
•Llévate a la muerte, el último enemigo, y mi propia carne será mi ami­
ga por toda la eternidad» (Serm. 155, 15)-

La impronta sensible de la madre originaria es sentida como muerte.


Es su último enemigo, la muerte de la carne, de la madre buena que lo
mata mientras está vivo, pero sólo si muere como carne mala podrá sobre­
vivir como carne buena, carne etérea; la carne despojada del terror y la
am enaza será su amiga para siempre. Quiere despojar a la carne de su per­
m anencia acuciante sentida como eternamente devorante, pero al mismo
tiempo no quiere abandonar la eternidad buena de la madre, cobijo carnal
celeste.
La fornicación es un intento vano de alcanzar con una mujer lo que
con la madre cumplió plenamente cuando estaba unido a ella, antes de
que interviniera el padre amenazante para separarlos. Y si Agustín está de
acuerdo, porque comprende lo que la madre le dice, ¿qué puede impor­
tarle. en un cierto estrato de su persona, ese renunciamiento a la fornica­
ción, puesto que en lo corporal-imaginario, donde el deseo realizado an­
tecede a la palabra, está tan lleno de ella que no cabe más amor que ese
que vivieron juntos sin conciencia y que, con su lengua materna, ella cons­
tantem ente le recuerda? La Palabra de Dios-Padre refrenda la lengua sen­
sible y afectiva de la madre: es coherente con ella. Agustín tiene carne de
mujer en su cuerpo de hombre. La madre sabe, de un saber certero, que
para ese hijo que salió de ella no hay amor terreno pleno; ambos viven en
la fantasía realizada del deseo inolvidable y compartido, la unión que los
'envuelva como el primer día, el día de la Anunciación y de la Parousia.
Pero ese día, para Agustín, aún está lejos.
C a p ítu lo 5

Donde pasa de ¡a circuncisión judía del pene a la circuncisión cris­


tiana del corazón. Aquí, en el fam oso hurto de las peras, Agustín p a ­
sa de la ley> del Estado a la ley del corazón. Y nos quiere hacer creer
que era sólo el pecado abstracto, la infracción contra la ley, lo que le
atraía. Agustín cree descubrir la razón extrema y más abstracta de to­
do pecado humano.

El famoso hurto: el robo de la Cosa

Ahora es preciso encontrar en Agustín el momento de su vida en el


que descubre que el goce extremo es el goce formal por excelencia: el
goce puramente gratuito. que borra el objeto hacia afuera aunque lo man­
tiene. oculto y sin conciencia, dentro de sí; puede gozar de su contenido
inconfesado sin peligro, nada lo deiata. Goce en el desplazamiento sim­
bólico; el riesgo de muerte, simulado en un enfrentamiento siji objeto,
queda excluido.
La dificultad de la interpretación de estos textos es la siguiente: Agus­
tín describe un suceso de su adolescencia pero lo comprende, ya católico,
como adulto arrepentido. Sin embargo, cuando lo vivió, la situación que
estaba elucidando era otra. Vista desde el término, será para Agustín sólo
un estadio que culminará con su conversión adulta. Para nosotros, en cam­
bio, describe un complejo parental cuyo desenlace final era aún incierto.
“El hurto naturalmente lo castiga tu ley, Señor, tu ley escrita en los co­
razones de los hombres de tal manera que ni la misma iniquidad la
puede borrar” (III, iv, 9).

La ley para los judíos era trascendente, venía desde afuera, de un po­
der divino externo. El cristianismo en cambio plantea su inmanencia, la ley
es interna, está inscripta en el corazón del hombre. Ambas leyes, para ins­
cribirse en un Jugar real o simbólico del cuerpo, requieren igualmente una
conversión dolorosa. La ley, como la escritura, entra con sangre, del cora­
zón o del glande. Los judíos entonces circuncidan el pene, para insertar allí
un límite: la ley que prohíbe tomar como objeto sexual a la madre, y ame­
naza con castrar al hijo-hombre que permanezca en ella sin separarse. Con
los cristianos, en cambio, aparece la castración en un órgano diferente; hay
que circuncidar el corazón para que la ley aparezca como interna y pene­
tre hasta lo más profundo de uno mismo. Hay que castrar, siguiendo a Pa­
blo (Ep. Rom., 4-6; Hechos, 15-26) lo que tenemos de madre en nuestro
propio corazón de hombres. La ley cristiana ataca el lugar donde reside la
madre misma en nuestro cuerpo y Ja destruye como madre sensible; sólo
aparecerá afuera, fría y de piedra, represora asexuada, como madre Virgen
institucionalizada en el cuerpo místico de la Iglesia. La nueva ley cristiana
solo autoriza a que quede ía Madre depurada, la Madre casta, abstracta y
descamada, no la madre sentida y cobijante de ía simbiosis cálida prime­
ra. La Ecclesia, no la Madona. Sólo así Ía ley podrá aparecer también co­
mo pura, como si existiera antes que ella nos hiciera existir como hijos su­
yos.
Pero circuncidar el corazón es construir a un Dios que, a diferencia
del otro, pueda imponer un límite a todo el cuerpo, no sólo a una salien-
cia eréctil. Porque es todo el cuerpo del niño, anterior al sexo, que abar­
có con su impronta afectiva la madre, lo que ahora debe limitarse. El niño
: cristiano no tiene semejante masculino — padre amado por la esposa-ma­
dre— con el que pueda identificarse, salvo con el hijo asesinado y crucifi­
cado. Ese padre cristiano ya tiene enclavada en el corazón la impotencia
de la sumisión arcaica a su propia madre.
Cada mujer que el hombre encuentra cuando adulto es, necesaria y
defraudadamente, un remedo del original materno perdido. La marca del
racionalismo “humanista” y del cristianismo sobre el cual se apoya consis­
te en lo siguiente: primero marca con el terror el corazón del hombre — la
amenaza de castración se convierte en la amenaza de ser crucificado— pa­
ra imponer en la viscera más sensible la Ley racional del nuevo Dios-Pa­
dre. Este nuevo Dios prohíbe no sólo tomar como objeto sexual a la ma­
dre —como lo hacía el Dios judío— sino algo nuevo y antes desconocido:
inhibe la prolongación afectiva, sensible y acogedora de la madre sensual,
genitora y femenina, en el mundo real y externo, y al hacerlo aniquila lo
que como hombre tiene de madre en su corazón sensible. Es un raciona­
lismo anti-materialista.
Ei poder que generaliza crudamente esta ley sin corazón en su prove­
cho deja abierta una consolación subjetiva, interna; a los dominados sólo
les queda para salvarse de la muerte actualizar en lo más clandestino, co­
mo único refugio ilusorio y acogedor aunque cálido y afectivo. la marca
primera de la madre arcaica. Pero como al mismo tiempo el dominio de la
mujer está prohibido — el incesto sigue siendo la exclusión absoluta— lo
materno debe aparecer hacia afuera, negado, como si fuera el mismo Dios
paterno, Ave Csesar, el que nos salva. La esencia del pecado es una sola:
lo sensible materno actualizado. .Ai excluir hacia afuera y reprimir lo que
tenemos de madre y femenino en nuestro cuerpo de hijos, introducimos
en la historia la más profunda negación del hombre y de la naturaleza. En­
tonces se produce la aparición siniestra del Padre de la Madre, del Tirano
Acerado e Inmisericorde: la máquina racional y mortífera de Auschwitz.
Una razón pensada, calculadora y fría, sin cualidades, sólo cuantitativa al
afirmarse como cuerpo negado, que en tanto carnal y perecedero niega la
eternidad de la promesa arcaica de la madre. Aparece ahora como mode­
lo de salvación el torturado a muerte que renace en otra vida, luego de ser
sacrificado en ésta. Allí el hijo en la realidad histórica y política debe mo­
rir, como Cristo, para transformarse en Hijo que resucita y se salva en el
retorno arcaico, porque la madre sensible y viva ha muerto como madre
para transformarse en Madre Virgen. Y la madre virgen se transformó en
cuerpo institucional: en Iglesia.

Operación oculta miento: se inicia el robo

¿Cómo se presenta en Agustín esta conversión? El corazón circunci­


dado, inmaculado, que es el suyo adulto con el que ahora escribe, enfren­
ta al vencido corazón gozoso y rebelde, aún lleno de madre en su ado­
lescencia, y trata de comprenderlo desde esta perspectiva nueva, católica
y adulta.
“ Yo quise cometer un hurto y lo cometí' no impulsado por la necesidad,
sino por la carencia y el tedio de la justicia y la abundancia de la mal­
dad, pues robé lo que me sobraba y tenía de mejor calidad que lo ro­
bado, y no pretendía gozar de aquello que me apetecía en el hurto, si­
no gozar del hurto mismo y del pecado ” (id.).

Está claro; no robó impulsado por la necesidad sino por el deseo: de


eso goza. Es la filigrana del deseo como núcleo más profundo lo que se
actualiza y dramatiza en el hurto que Agustín oculta y satisface al descri­
birlo; gozo disminuido pero realizado. Memorial de una violación funda­
mental y clandestina, degradada e ignorada por la culpa que todavía sen­
tía; En el hurto se actualiza lo anhelado, pero quedamente; la ley que se
transgrede y el objeto robado sirven para evocar otra escena, inconscien­
te, la única que nos da la clave de su emoción al recordarla. De lo que el
cueipo anima en este minúsculo acto, la conciencia no sabe nada; le lle­
gan los rumores de un antiguo drama, y sólo recortado en su forma des-

Hay dos escenas superpuestas, y la escena real del hurto sólo actuali­
za en sordina, en otro escenario, la primera escena del placer que la ley
prohibía cuando niño, que fue la verdadera; la permanencia simbiótica en
él seno de la madre. En el robo todavía hurta a la madre trasgrediendo la
léy del padre. Agustín cuando hurta es aún el adolescente pecador, no es
todavía el santo en que ía Iglesia lo convertirá luego; está aprendiendo a
construir su derrotero, poniendo a prueba los caminos trillados para en­
contrar eí propio. No sabe aún que se convertirá en modelo. El hurto, sin
saberlo, es un rito sagrado; actualiza en lo profano un drama religioso.
“Había un peral en las inmediaciones de nuestra viña cargado de pe­
ras que no eran tentadoras ni por la forma ni por el sabor. Unos cuan­
tos jóvenes malignos nos encaminamos á sacudirlo y quitarle las pe­
ras en medio de la noche.C..) Nos llevamos del árbol una enorme
cantidad de peras, no para comerlas, sino para echárselas a los cerr
dos, aunque comimos algunas, de modo que realizamos una acción
que nos gustaba porque nos estaba prohibida.
"Aquí está, Señor, mi corazón, del que te has apiadado cuando
yo me hallaba en un profundo abismo. Que te diga ahora este cora­
zón mío qué buscaba allí para que yo fuera malo gratuitamente y no
había ninguna causa para mi maldad más que la maldad misma. Era
fea y la amé. Amé la perdición, amé mi defecto, no aquello por lo que
yo era deficiente, sino mi propio defecto, torpe alma mía, que salías
fuera de tu base [firme apoyo] yendo a la perdición, no apeteciendo
algo en la ignominia sino la propia ignominia" (id.).

En la representación del drama no hay drama; la “pasión trágica” es


una parodia que destila y resuma este cuento inocente, y delata un enfren­
tamiento más escondido e inconsciente. El santo describe e interpreta la
experiencia de su propio pasado adolescente y pagano. Era todavía un re­
belde; ponía a prueba ia ley paterna en la que aún creía. Y siente, sin sa­
berlo, que el goce verdadero está escondido en otro sitio. A su manera nos
lo dice: es como si la Cosa le impusiera, en prueba de su amor y de su do­
minio, el goce clandestino de violarla. Esta violación gozosa y triunfante
de la ley paterna en ei paganismo es la primera muestra de la debilidad de
su dominio, y señala que, históricamente, los dioses patriarcales son impo­
tentes: están muertos. La justicia no es temida, es tediosa. “El tedio de la
justicia”, dice, lo llevó a desafiarla.

La prim era disyuntiva m ortal

Lo que verdaderamente le da a la narración su patetismo inesperado


es una disyuntiva extrema que Agustín adolescente enfrenta. La muerte to­
davía estaba, como amenaza, a dos puntas: si se separa de la madre, mue­
re; si no se separa, el padre y la ley amenazan con matarlo. Porque en la
lógica arcaica persiste el ojo por ojo y el diente por diente, y la muerte se
paga con la muerte.
La experiencia del robo (pero la recordada ahora por el santo, adulto
converso y lleno de sacro horror por lo femenino) será la prueba irrefuta­
ble de que la ley, en el vía crucis que fue su vida, primero lo ha marcado
como pagano rebelde y como católico sólo más tarde. La primera amena­
za de la ley, que prohíbe el robo, es decir el goce de aquello que no é$
nuestro, transcribe y desplaza el uso indebido del cuerpo materno, propie--;
dad de su padre. La amenaza de la ley iba contra su sexo: castrarlo para
separarlo sólo de su madre, no de las mujeres. Pero no es la misma ley la
que ahora lo regula, como iremos viendo. Esa ley “tediosa” no era suficieri-
te; no era poderosa, todavía no necesitaba pasar del pene al corazón para
imponerse. Sin embargo aquí, en el hurto adolescente que nos relata, la
ley extema todavía podía ser enfrentada: al violar la ley del padre, y elu­
dí» el riesgo, podía unirse clandestinamente con la madre. Adentro sólo es­
taba eila: nadie más se enteraba. Pero lo importante socialmente era esto:
que la ley podía ser violada por el adolescente, que el desacato social era
posible, y que la amenaza mortal por su incumplimiento quedaba soslaya­
da. El poder paternal e imperial, tanto como el de los dioses, se había de­
bilitado.

la s cautivantes peras del olm o paterno

La Cosa de su amor primero, el más arcaico, cuando la ley aún no


existía, al actualizarse ahora en ei acto del robo ya no era la misma cosa
de antes; aureolaba a las ínfimas peras y les daba, por un instante, su ca­
rácter de atractivas y deseadas. Ahora la cosa que se despertaba en la emo­
ción y la alegría del hurto, al realizarlo, era otra Cosa, más bella aún y ru­
tilante; se le agregaba la emoción del hurto clandestino, el sabor mortal
que la ensalzaba. Era la Cosa que debía separar de su corazón la que reen­
contraba; una Cosa marcada para el goce que la transgresión acercaba.
Tanto más se aproximaba afuera hacia las peras para robarlas, tanto más
se acercaba adentro a la Cosa prohibida para gozarla. Y como el corazón
seguía latiendo y moviendo su sangre enamorada que unificaba el cuerpo
al inundarla, era por eso mismo gozada de un goce nuevo y más intenso.
Pero ahora se gula, cuando ía ley cristiana rige, por el valor que la nue-
\a ley determina en el objeto deseado: como objeto malo. Y aparece en el
placer mínimo de las peras robadas — él las tenía, y mejores, en su casa—
que tacha a la Cosa, que es el fantasma que aureola a las cosas, y las cali­
fica como “poca cosa”, como “alimentospara cerdos”. Ve la Cosa prohibi­
da en cada cosa que produce goce y la anuía como cosa. El peligro de
muerte, que antes era sólo ante la Cosa, se generaliza ahora hasta abarcar
todas las cosas; la amenaza de muerte, que viene ahora de la madre celo­
sa. invade todo goce.
Al aceptar la ley cristiana, pero ahora que es católico, Agustín al mis­
mo tiempo debe borrar dos cosas. Borra primero el objeto de su amor, que
tanto más se encapsula cuanto más regresa a la unión arcaica primera, a la
“base’1materna de su infancia. Borra luego el enfrentamiento con el padre,
pues el padre no tiene espacio identificatorio en su cuerpo. No hay recon­
ciliación adulta con el padre muerto; la culpa por su muerte es sin resca­
te: no hubo combate. Sólo así se legitimirá la ley cristiana como absoluta
en su conciencia; sin la historia sentida, personal y subjetiva, del enfrenta­
miento que llevó a implantarla; sin objeto de su amor primero, sin amena­
za, sin defensa y sin muerte. Sentimiento de amor, pero sin imagen de
cuerpo de madre; sentimiento de culpa, pero sin cuerpo de padre muerto.
Sentimiento del poder de la ley, pero sin conciencia de la violencia que la
instaura.

El ©cuitamiento de la Cosa amada: robo de nada

Agustín describe ahora, vimos, desde una Ley cristiana, que se apoya
en un Dios diferente al que evocaba desde niño. Antes, con et primer Dios,
había gozo en la violación de la ley, porque la ley no nos había marcado
todavía en el corazón mismo; la ley del padre toleraba la transgresión en
las cosas, en el robo de las peras, aunque no en la Cosa. Hay goce del do­
lor inconsciente, que es el que su carne sufre: es el precio. Mientras haya
belleza afuera, mientras haya algo que nos atrae — descubrió Agustín, el
concupiscente arrepentido— estaremos perdidos, porque la marca sensible
del primer objeto amado se reaviva y resplandece cuando deseamos algo
que se inscribe en su estela sensible, y es entonces cuando la ley de su Pa­
dre aparece. La causa ignorada de su dolor es el amor, irrenunciable y eter­
no, por la madre. Y es ella quien le pide que no la abandone por nadie.
La eternidad para Agustín es antes que nada un eterno ser con ella.
“Qué buscaba allí para que yo fuera malo gratuitamente y no hubie­
ra ninguna causa para mi maldad que la maldad misma" (II, iv, 9).

La ley cristiana oculta el objeto deí deseo, no nos dice nada acerca de;
la Cosa bus< ada, hace desaparecer hasta su imagen; la violación de la ley
en el hurto, que suplanta a la Cosa por las peras, resulta, ahora que es
adulto, gratuita: nada. La madre es. en tanto femenina y cristiana, el lugar
del mal supremo. Aparece investida su presencia con las palabras que la;
niegan como cosa mala. Como si 1a causa que nos empuja a violar la ley-
fuese sin objeto, la maldad pura: la maldad, tan pura como la ley misma;
permite pensarla.
“...la maldad misma. Era fea y la amé. Amé ía perdición, amé mi de­
fecto, no aquello por lo cual era deficiente, sino mi propio defecto,:
torpe alma mía, que salía fuera de tu base yendo a la perdición, no
apeteciendo algo en la ignominia, sino la propia ignominia” (id,).

Su alma torpe, sin darse cuenta de que lo que busca ya está dentro de
sí, salía fuera de su base, la segura base materna sobre la que se asientan
ambos, el Padre y el Hijo, y despegaba de ella yendo a buscar afuera algo
real y sensible en lo cual consuma ice. Pero salir de la base es perderse en
el mundo depreciado. Si apetece algo que lo separa de su base, ese algo
queda convertido en nada. Lo materno y femenino resplandece en la be­
lleza de las cosas sensuales.
Vista desde la Ley interna la Cosa planea como un fantasma amena­
zante en las cosas externas; son tenebrosas, feas, malas, defectuosas, igno­
miniosas: son “mujerile¿\ dice. Pero entonces Agustín, que fue rebelde y
amaba la belleza, y ahora es un converso sometido, exclama confundido:
amé lofeo. Lo que el hombre busca fuera de la madre es defectuoso, y en­
tonces se confiesa: am é mi propio defecto. Y como la madre está tan nega­
da de tan llenos que estamos de ella, sólo afecto sin distancia, Agustín,
confundido, se confiesa y nos dice: am é m i propia ignominia. Amé afue­
ra lo que tengo, para ser hombre, de madre (prohibida) en mí mismo. Pe­
ro lo hace para mostrar lo valioso que él siente adentro de sí, las inconfe­
sables cualidades maternas disfrazadas, para convencemos que nada
sensual puede contrariarlo: ya fueron convertidas —trasvestidas— en la fi­
gura masculina del Dios-Padre.
¿De quién es hijo Cristo? ¿De José, el marido carpintero, o del padre
de María? Del primero debería serlo desde la carne paterna; del segundo,
desde la fantasía materna. La ley de ia madre adentro, consolidada bajo la
figura ambigua de Dios-Padre único, contrariando su aparente triunfo, apa­
rece confirmando afuera la ley del patriarcado cristiano y del sistema polí­
tico del dominio imperial sobre la gente. Sucede que la ley de la madre es
la ley de otro Padre, el de ella, que en lo arcaico y clandestino le conce­
de el usufructo total del hijo, su inseparabilidad realizada, siempre que no
se vea afuera, que no contradiga la ley política. La madre cristiana debe ser
gozada por el hijo en silencio, sin distancia: clandestina, encubierta y dis­
frazada de amor a la ley del padre, lo opuesto de lo femenino.

Variación sobre lo m aterno cuantificado

Hay un padre para el “valor de uso”, cualitativo y gozoso de la madre


genitora, la Madona, y hay un padre, racional y cuantitativo, para el ‘Valor
de cambio" de la madre Iglesia, institucionalizada. La ley codifica la viola­
ción legalizada en el ‘'comercio" de los bienes para ser consumidos; inau­
gura el intercambio de “equivalentes", igualados como la razón manda,
...donde la plus-valía de la que nos despojan es el excedente de goce incons­
ciente pero consistente que cedemos al capital para lograrlo. El capital,
operación cristiana mediante, se ha convertido en propietario de lo mater­
no y de lo sensible, de lo más valioso y cualitativo de nuestra base huma­
na. Se apoderó del sacrificio (plus valía) que tenemos que pagar por nues­
tro goce amenguado para incrementar el suyo. El capital es el propietario
cuantificador objetivado en la tierra— del cuerpo materno subjetivo ex­
propiado. El intercambio mercantil, en eí capitalismo, es siempre una apa­
riencia de intercambio sin cambio, sin devolvemos lo que pusimos al pa­
garlo. De eso se trata, de esa porción de valor dé madre que nos extraen
al cuantificar la vida depreciada.
En el cálculo racionalista el cuerpo materno sufrió la conversión cuan­
titativa que lo estabiliza como cuerpo general y abstracto (como sucede
también con el trabajo abstracto de las mercancías). La cosificación es, an­
tes que nada, cosificación capitalista del corazón de la madre, endurecido
y amonedado. Fue necesario entonces previamente que el cristianismo lle­
vara a cabo la expropiación del corazón humano. Se trata de llenar un in­
finito sentido de madre con el falso infinito racional del nuevo Padre cris­
tiano; de madre cuantificada, es decir negada y cualificada sólo como útil
en el valor de uso subjetivo y clandestino que nos dejan disponible: como
fantasma. Agustín deja entrever ese intercambio: la verdad de Dios es upro­
vechosa”, dice. Sirve para cuantificar lo materno y disponer de él como un
poder nuevo.
Las cosas bellas de la vida, aún las pequeñas cosas bellas de la vida
cotidiana, no deben tener ese “valor” oculto tras el valor sólo de “uso” en
que se transforman cuando las valoramos desde la Cosa más bella. La Co­
sa femenina, patrón sensual y afectivo, es suplantada por Dios-Padre, pa­
trón racional y monetario. Por el contrario, las cosas deben estar signadas
por un valor diferente al de la Cosa que les da su precio; reciben ahora el
valor de cambio que la razón calculadora le asigna para acceder a ellas.
Las necesidades humanas deben separarse del deseo que las funda: de la
base. El lazo de amor que nos liga a las cosas y a los bienes, que el supre-
?no bien, que el bien sumo establece como valor relativo para gozarlas, es
ahora su precio: lo que de nuestra vida debemos pagarle a Dios-Padre pa­
ra poder gozarla. El corte es absoluto, y de ahora en adelante hay que pa­
gar un costoso peaje para acceder a lo que tenemos de madre. La madre
fue primero privatizada, como propiedad suya, por la Iglesia, como lo se­
rá luego por el capital, pese a que sea lo más nuestro e irrenunciable que
tenemos: se le puso precio. Y ese precio debe ser pagado para que la ley,
que lo establece, cobre su gabela en el consumo de vida que nos retira de
la propia. Cuando estamos inundados de la Cosa, debemos negar toda
nuestra vida sensual y afectiva para dar puebas de que de la madre sensi­
ble, de su cuerpo amado, no gozamos nada sin pagarla afuera. Nada hay
gratuito en esta vida: todo queda inscripto. Nada más que un cuerpo cru­
cificado se necesita como prueba.

El capital com o m adre atesorada

Por eso el hurto en Agustín prefigura en el inocente robo de una co­


sa la relación entre la Cosa sustraída a la Ley, la cosa no pagada, y el go­
ce que sentimos con lo que tenemos de madre atesorada, ahorrada, eco-
nomízada al no pagarla. “Hasta amé gratuitamente (gratuitum) el pecado",
nos dice (II, vil, 15). “He observado a menudo... este becbo del comporta­
miento humano que ocurre en cierta gente, y es que cuando se reprime la
sexualidad parece que su lugar lo ocupa la avaricia ” (De bono, 20,26, cit.
por Brown, pág. 465). La sexualidad ahorrada es madre atesorada, no gas­
tada. El dinero, de curso “legal”, cuantifica todas las cualidades, y también
a la madre capitalizada; al robar las peras es Madre sensible no pagada, no
cuantlficada (por la ley), de la que Agustín aún gozaba. La Madre es la Na­
turaleza, el cuerpo depreciado que se pretende pagar “legalmente” en el
salario, porque el capital es el Padre, la ley que lo deriva hacia un goce di­
ferente que obtiene por comprarlo. Marx, lo dice desde muy joven, intu­
yendo que la naturaleza es el lugar donde el cuerpo de la madre, y el nues­
tro, se prolongan: “la naturaleza es el cuerpo común de los hombre?,
escribía. O “la tierra es el cuerpo objetivo de la s u b je tiv id a d Antes era la
buena Diosa Tierra, Gea. de la cual nacimos y nos sigue nutriendo. El Bien
Supremo culmina en el capital como cuerpo de madre cuantificado, y al
mismo tiempo depreciado en tanto cualitativo.
Agustín atesora madre gozada clandestinamente en su cuerpo cuando
hurta, no entrega la fracción de madre que la compra de las peras debería
sustraerle para pagaría, la fracción de cuerpo y de vida que hubiera sido
preciso entregar para gozarla. La plus-vaüa contenida, sin cambio, es acu­
mulación inconsciente de madre negada y retenida: madre atesorada. La
íey de convertibilidad la alcanza, porque a partir de aquí la convierte, si
aparece afuera, en madre amonedada.
Eso es lo que el cristianismo hace posible al suplantar al Dios-padre
judaico por el Dios-padre de la madre. Madre primaria y padre identifica-
torio nunca llegan a encontrarse juntos en lo arcaico del cuerpo cristiano;
la sexualidad adulta no la alcanza nunca a la madre, negada como cuerpo
deseante. El capital convierte a la naturaleza madre, prolongación dol cuer­
po en el intercambio amoroso que nos nutre, en cuerpo propio excluido
y retenido; madre privada (sustraída del comercio), acumulada, intransiti­
va no desplegada ni compartida, objetivada sólo como extema e inorgá­
nica, tierra de terra-teniente, tierra que uno tiene como propietario, usu­
fructuada como valor de cambio, cuerpo común extemo privatizado,
restringido a los límites del propio cuerpo acorazado en la riqueza de la
madre — alma mater— atesorada. Ley que la violencia y la muerte hizo
posible para someternos desde mucho antes, y expropiarnos la tierra al ex­
propiamos de la madre con el nuevo Dios cristiano.
Nos expropia la madre al dejarla primero, pura e íntocada, en nuestro
cuerpo sexuado; y para separarnos del anegamiento y la disolución que
nos invade, con las cualidades negadas de esa madre pura nos obligan lue­
go a edificar al padre idealizado de ella y hacer de él un Dios que la con­
tenga y la limite, formado de su misma substancia. Con lo Mismo piodu
eirá el espejismo de lo Diferente. La lógica que culmina en el capitalismo
como forma-mercancía impuesta a toda cualidad que se intercambia —no
sólo a las que producimos a tal efecto— presupone la negación cristiana
de la hembra-madre en el corazón del hombre.
Cuando Agustín roba las peras proyecta en eí fruto la presencia ( \tcr
na de la Cosa interna; su esplendor sin representación — sin figura pater­
na que la designe internamente— se transforma en “algo”, un fantasma de
la Cosa informe en la que por fin puede objetivarse. Pero para gozarla de­
be desgajarla de la ley que, a falta de identificarse con el padre, es lo úni­
co que la articula con su cuerpo, y puso entre él y ella la mediación leg;i|
deí inter-cambio: el pago de la cosa, su gabela. Sin embargo Agustín no
quería pagar nada; quiere gozar de la Cosa sin que nada se interponga
Quiere a la Cosa misma en cada cosa, sin interpósita persona.- es feii» 1lis­
ta. Ve fantasmas de la Cosa plena en las cosas fragmentarias interdictas. Pe­
ro al mismo tiempo esta cuantificación generalizante permanece, com i luí
ma racional legal y patriarcal, impuesta por la amenaza que prohílv su
goce directo, encubriendo para siempre la prolongación femenina de la
madre en el mundo de las relaciones sociales como acogimiento; m>Iu
cuantificado puede aparecer lo materno y más sensible del hombre en el
mundo. Como valor de cambio masculino, o como fantasma.

Dios contiene las cualidades maternas “espiritualizadas”

Una vez la cosa robada reducida a nada, sólo queda por considerar
como objeto al hurto mismo. El gozo del hurto por el hurto mismo es aho­
ra el pecado.
La ley debe regular ei valor de cada cosa, establecer una jerarquía
desde la cual medirías. Dios panóptico no nos pierde de vista, su mirada
nos persigue: “no hay un lugar adonde uno se aparte totalmente de ti" (II,
vil, 14). Dios sopesa en nosotros el valor que debemos asignarle a cada
cosa, si lo amamos a El por sobre todas las cosas, pues es el creador de
la Ley de la Cosa y, como derivado, de todas las cosas de aquí abajo. Pe­
ro hay un reino de las cosas de ahí arriba: el reino celeste de las cosas
eternas.
“Las cosas hermosas, como el oro, la plata y todas las demás, tienen
un aspecto agradable. (...) En cada uno de los demás sentidos hay una
cierta modalidad propia de las cosas corporales. (...) Y sin embargo,
para conseguir todas estas cosas tío es necesario abandonarte a ti, Se-
: ñor, ni desviarse de tu ley.
”Por todas estas cosas y otras parecidas se comete el pecado, cuan­
do por una inclinación inmoderada hacia ellas, siendo como son bie­
nes ínfimos, se abandonan los bienes mejores y supremos, como tú, Se­
ñor, Dios nuestro, y tu verdad y tu ley. Es cierto que tienen también
sus deleites, pero no como mi Dios; que hizo todas las cosas, porque
en él se deleita el justo, y él es la delicia de los rectos de corazón ”(II, v,
10).
Agustín no quiere a las cosas que encarnan et valor de la riqueza, pa­
ra el caso el oro y la plata. De tanto querer la Cosa misma y negarla quie­
re entonces el extremo límite que sólo la expresa: quiere a la Cosa redu­
cida a signo, a cifra, a esquematismo de palabras. Quiere a Dios sobre
todas las cosas, el equivalente general de todas ellas; es decir no debe que­
rer nada. Es como si amara el signo universal del intercambio; el dinero
que permite gozarlas pero sin comprarlas. Es lo que por otra parte decla­
ra abiertamente cuando se trata de la economía y de la amistad entre los
hombres (La Trinidad, V, xvi, 17).
¿Dónde está situado ese deleite que acompaña el goce inmoderado de
las cosas, esa Cosa en uno que no tiene nombre y por la cual viene el pe­
cado al hombre? Ahora nos agrega que el que peca es aquel que no se de­
leita en Dios, es decir que no transfiere el deleite de las Cosas al deleite
de Dios, “como en él se deleita el justo”, y que Dios es "la delicia de tos
rectos de corazón". El hombre justo es el que geometrizó su corazón erec­
to, y al circuncidarlo lo transformó en recto.
El des-borde significa la ruptura de una contención, de un límite a la
Cosa que viene como impulso desatado desde el cuerpo. La Cosa siempre
esta que arde. La Cosa está en el corazón, como lugar donde lo racional
de la ley se impone regulando sus latidos. El corazón recto y geométrico
debe latir como Dios manda; impone un "ordo amorté’ que ordena la vi­
da de su movimiento.

La vida es sin porqué. Los bienes Infimos

“Son hermosos, sin duda, y bellos, aunque comparados con los bie­
nes superiores y beatíficos, son viles y despreciables” (II, v, 10).
Lo hermoso y lo bello es, simultáneamente, vil y despreciable. Agus­
tín considera a la hermosura y la belleza como apariencias obscuras.
Hay que comprender el delito, forma jurídica del pecado, para dife­
renciarlo de las ganas que sintió en el hurto. El delito siempre requiere c.o-
mo prueba que haya existido el deseo de conseguir esos bienes inlimos,
o el miedo de perderlos. Siempre hay un porqué, que encuentra su res­
puesta en: por tal cosa, una causa en la cosa, que mueve a cometerlo.
“Uno comete, por ejemplo, un homicidio. ¿Por qué lo habrá hecho?
¿Deseó a (a mujer del muerto o la fin c a , o quiso robar para vivir, o es­
tando herido ardió en deseos de venganza ? ¿Habrá cometido el homi­
cidio sin motivo alguno por el solo deseo de matar? ¿Quién podrá creer
esto? Porque incluso de un hombre sin entrañas y excesivamente miel,
de quien se dijo que era malo y cruel sin motivo, se añadió, no obs­
tante, la causa: “Para que su mano y su ánimo no se embotaran con la
o c io s id a d (II, v, 11),
O Agustín tiene su inconsciente a flor de piel, a fuer de ser sincero.
nosotros estamos inventando una historia. Siguiendo el hilo de las asocia­
ciones que se suceden en el texto vamos descubriendo una coheiencia
que nos abre una significación muy distinta en los hechos que describo,
aunque menos visible, respecto de la cual eí discurso de las Confesión^
es una apariencia encubridora.
Para confirmarlo: los casos que trae para ejemplificar eí delito o xnci-
den con los que nosotros le habíamos atribuido al complejo parental e his­
tórico de Agustín siguiendo su texto, y que por fin se manifiestan. Es, pen­
samos, el conflicto arcaico —posesión de la madre, asesinato del p.idre,
hurto de la Cosa— eí que le dicta sus ejemplos. El principal que pone no
es cualquiera: es cometer un homicidio. Pero no cualquier homicidio; ¡Re­
sinar —nos dice— porque se desea a la mujer del muerto (o a la fin ca , que
es otra forma de querer el cuerpo continente de la mujer deseada), Y lue­
go agrega otro: el hurto, que es eí único delito propio que nos ha <onte­
sado. Y por último vuelve a insistir con el más importante; la clav< o el
motivo de su culpa inconsciente, que coincide con el resultado del hurto
que encubría, para nosotros, el enfrentamiento con el padre: “¿Habrá co­
metido el homicidio sin motivo alguno, por el solo placer de matar?”. ) por
el solo placer de robar? Que es lo que nos quiso decir con el robo de las
peras: por eí solo placer de robarlas.
Y Agustín se responde a renglón seguido encontrando la razón del ac­
to: lo cometió ‘para que su mano y su ánimo no se embotaran con la ocio­
sidad", que es exactamente lo que, tres páginas antes, nos había desenp-
to de sí mismo al llegar a los 16 años en la casa materna. “Obligado al
ocid'} nos decía, fue sorprendido entonces por el padre cuando se mastur-
baba, lio había mano que me arrancara la zarza de mis liviandades”.
En ambos casos el motivo es el mismo; cuando se masturbaba y cuando
se asesina porque se desea a la mujer de otro. La ociosidad mueve la ma­
no, y la mano conduce al pecado cuando no hay otra Mano que le ponga
límite.
“(Catiiina) quería, gracias a esta constante práctica del crimen, llegar
a ser el amo de la urbe, conquistar honores, poder, riqueza, liberarse
del miedo a las leyes y las dificultades hacia donde lo arrojaban la me­
diocridad de su patrimonio y la conciencia de sus crímenes. Por lo
tanto lo que amaba Catiiina no eran los crímenes por sí mismos, sino
otras cosas que, por medio de ellos, pretendía alcanzar” (II, v, 11).

La conclusión que saca en el ejemplo de Catiiina es que, para los de­


más hombres, no para sí que sólo peca por el pecado mismo, siempre hay
una causa; “Así. ni el propio Catiiina amó sus crímenes, sino otra cosa dis­
tinta, por cuyo motivo los hacía", Catiiina pagano amaba las cosas, y por
ellas cometía crímenes. Pero no amaba el crimen, no amaba el pecado. El
amor al pecado por el pecado mismo es lo que Agustín descubre cuando
ya no hay más que una Cosa que atraiga en la vida, y cuando esa Cosa,
que nos acoge como ninguna cosa, es invisible y clandestina.
Pero no son sólo las anheladas cosas reprimidas de la infancia las que
aparecen negadas como causas. Lo que Catiiina amó en las cosas que lo
llevaron al crimen, siendo pagano, es lo mismo que amó Agustín en su
propia vida anterior, cuando — nos lo confesó antes— ambicionaba los
bienes y los poderes del mundo. Sin embargo desaparecen negadas como
■causa del pecado en su propia vida.
Y vuelve incansable la pregunta que había respondido antes, cuando
había descubierto que el gozo del hurto estaba en el hurto mismo, no en las
cosas hurtadas. Presiente por los ejemplos anteriores que debe haber algo
escondido detrás deí hurto para haber gozado tanto. Que algo deben haber
amado: “Por más despreciables y bajos que sean... tienen sin embargo su be­
lleza y su prestigió'. Pero insiste en que él, Agustín, robaba por nada.
"¿Qué amé yo. miserable de mí, en ti, hurto mío, pecado mío aquel de
mis dieciséis años? Porque no eras hermoso siendo un hurto. Pero
¿¡realmente eres algo para que hable contigo? Aquellas peras que roba­
mos eran hermosas, porque eran criaturas tuyas, oh el más hermoso
de todos, creador de todos, Dios bueno, Dios, sumo bien y mi bien
verdadero. Eran hermosas aquellas peras, pero no eran ellas las que
apetecían mi alma miserable. Pues yo tenía muchas peras mejores?
pero cogí aquéllas sólo por el acto de robar, porque nada más cogerá
las las tiré, comiendo de ellas la maldad que me gustaba gozar. Po¿
que si alguna de aquellas peras entró en mi boca, su sabor era el pe.
cado" (II, v, 12).
El hurto de Agustín no tiene objeto: su hurto, hemos visto, es hurto
de nada. Es diferente a todos los otros delitos que, evidentemente, él no
ha cometido; ni matar al rival por poseer a la mujer deseada, ni por adue|
ñarse de la finca paterna, ni por deseos de venganza, ni por prestigio, ni;
por acrecentar sus bienes, ni por tener poder y recibir honores, ni hurttí
por alguna cosa, ni siquiera para que no se embotara su mano y su animó:
con el ocio. Pero sobre todo uno que le asigna sólo a Catilina: liberarse del
miedo a la ley. Esa es precisamente la liberación que en el hurto nos rela¿
ta. Como si detrás del hurto no estuviera la Cosa y detrás de la ley no es­
tuviera otra cosa: el Dios-padre de la madre y los límites de muerte y de
terror que impone el Imperio de Roma. I
En cambio el sabor de su hurto es para él sólo goce del pecado, go­
zar con la pura forma desnuda de un acto, transgredir la ley divina. Agusl
tín cree descubrir la razón extrema y más abstracta de todo pecado humai
no. Todo contenido sensible, sensual, desaparece; todo lo materno queda
encapsulado, sin prolongación ninguna. En el otro extremo también de­
saparece todo poder político, económico, social y armado. Cuando desíf-:
parecen las cosas queda sólo la ley pura. Entonces su hurto, como puro
pecado, no tiene materialidad alguna. No hay nada allí escondido; sólo
descubre la ley más escondida de la moral humana, la forma más abstrae?
ta y pura: el pecado. Y el pecado se origina en la desobediencia de un
mandato. Lo materno negado en su necesaria prolongación terrestre y
sensible aparece hacia afuera, como valor, sustituido por la ley racional
pura.

La Cosa es Alguien que nos habla

Pero el hurto, siendo un acto, parece sin embargo ser alguien, que es-;
tá escondido e invisible en lo hurtado. Alguien debe haber, seguramente,
pues Agustín le habla al hurto como también le habla a Dios, de tú a tú:
“Hurto mío, pecado mío”. “¿Realmente eres algo para que hable con­
tigo?” (id.).
Lo ama al hurto, y Agustín le habla como si fuera alguien que puede
responderle. Y cuando lo interpela, oye una voz que denuncia su mentira
V pone al descubierto su motivo: "robasteporque era bello lo robado”. La
voz le habla desde adentro para contrariarlo y recordarle que es un hipó-
alta, que era hermosa la cosa que deseaba: la Cosa bella se defiende del
ultraje. “Pero no podía ser bello si era un hurto”, le responde Agustín a esa
voz interior que le habla, haciéndose el inocente y con una lógica absur­
da para la voz del deseo, que sabe de qué Cosa habla. El hurto esconde
lo bello que el pecado, al consumarlo, niega como bello. Pero el hurto,
ahora, hemos visto, ya no tiene absolutamente nada que ver con la cosa
material que lo motiva; por definición legal el hurto, reducido a ese ente
de razón con el que goza, no puede ser hermoso. Agustín niega entonces
su hermosura sin ponerse colorado; gozó sólo con la fealdad del hurto. No
contenía nada: “ni siquiera como una defectuosa y sombría belleza que tie­
nen los vicios engañadores”(II, v, 12). Define, denigrando, la belleza del
Objeto deseado en el momento mismo en que lo nombra para excluirlo; su
pasión se activa cuando lo evoca con palabras exaltadas para negar ahora
como sombrío y defectuoso lo que antes, alegre, había gozado como lo­
co. Sigue haciéndonos creer que el robo fue un acto gratuito. Gozo de lo
feo, gozo de nada. ¿Hasta tal punto la Cosa está oculta y negada tras las
peras robadas? Pero en el hurto que nos cuenta Agustín sigue hurtando;
ahora nos roba, pero a nosotros, la Cosa que sentimos y que él reduce a
nada. Se queda, como suya, con la “cosa nostra”.

La Cosa rozada

Agustín describe representaciones, escritas por lo tanto, que son leí­


das por nosotros como metáforas literarias. El sentido se abre porque man­
tenemos 1a distancia interna entre las cosas percibidas, las imágenes y ei
significado que la escritura traza al evocarlas. Y ese es el ambiguo efecto
poético de su escritura para nosotros: un efecto de roce con la cosa men­
tada. Reverbera despertando las vibraciones más primarias y los contactos
más arcaicos; es sobre ese estrato profundo actualizado donde se inscribe
simultáneamente su discurso escrito. Pero lo que en nosotros sólo es efec­
to del roce suscitado, en Agustín en cambio es efecto de contacto, fantas­
ma corporizado, presencia sensible actualizada. Si ía razón aparece con un
despliegue tan rotundo es porque también es poderosa la presencia fan­
tasmal de las cosas que lo asedian y provocan. La razón evoca excluyen­
do en lo que dice la presencia viva y fantasmal de las cosas. De eso se nu­
tre su creación racional: de la pasión de negarlas. Esas imágenes conver­
gen en las palabras al expresarse y con ellas se llenan, abren un estrato
psíquico interno donde la vivencia mística se real-iza. Lo místico supone
este nivel arcaico actualizado como presencia alucinada de la Cosa, pero
sin conciencia: alucinación afectiva solamente. El fantasma desaloja a la
imagen que mantiene la distancia con la cosa; la cosa se hace entonces
presencia cuasi alucinada.
Lo arcaico, con sus imágenes y sus fantasmas vaporosos, es verdade­
ro para el santo; es un sueño habitado sin distancia, sin esa distancia que
nosotros establecemos para leerio y dejar que ese sentido, apoyado en
aquellas, resuene íntimamente, es cierto. Gozamos de ese roce que para
Agustín, en cambio, es cercanía orgásmica con la Cosa negada. Cuando le
habla a su hurto y le dice: " hurto tnío”, es la unidad entre la cosa hurlada
y su vivencia de la Cosa amada la que se actualiza sin distancia; al lLirs¡ar­
la con ese nombre la oculta y la disfraza. Siente de qué se trata; si no. no
podría decirlo. Siente su presencia plena actualizada: "¿acaso eres al^o ftu­
ra que te hable? ”, le dice a la Cosa tratada como cosa. La Cosa sin repre­
sentación se actualiza en el acto.
Para poder hablarle — a las cosas no se Ies habla— ese “algo" se ('un-
vierte en "alguien”. "Alguien” está detrás del “algo” y no puede verlo de
tenerlo tanto. Pero lo oye. Detrás de la cosa está la Cosa. Sino, no le ha­
blaría de lú a tú como lo hace. Y las palabras a las que recurre son el <on-
tinente de las cosas, y las cosas sentidas y negadas son el contenido con
el cual llenamos las palabras. Agustín las llena realmente y no sólo en su
mente; se despiertan en su cuerpo como fantasmas vaporosos y cosas ■< i
lizadas, izadas desde la pulsión donde quedaron enlazadas y grabad.is Su
lenguaje no expresa lo pulsional transcripto a nivel del discurso: es la pul­
sión misma atrapando su objeto y confundido con él al confesarse. \ es
cierto lo que dice de ellas: "Eran hermosas aquellas peras, pero no eran
ellas las que apetecía mi alma miserable'. Detrás de las peras estaba lo que
en verdad apetecía su alma miserable; lo siente y al mismo tiempo no lo
sabe, no accede a la conciencia la imagen escondida tras el fruto, y que e¡
fruto oculta y le revela en la pasión actualizada. La Cosa apetecida m>rnia
unidad consigo mismo, y no puede distinguirla: no puede representarla.
Pero ni tanto; a la ley puede violarla en el hurto aunque sea un peca­
do. Porque el hurto es un ínfimo pecado comparado con lo que realmen­
te esconde ahora esta parodia cristiana. Y algo dice Agustín al confesarlo;
a la madre escondida, cuando le habla al hurto, le dice que fue por actua­
lizar su amor por ella que robaba. Y ella entiende cuando la llama: "hur­
to mío, pecado mío". Y al padre le confiesa: he pecado, es cierto, pero es
para que aparezca, en la pura forma sin contenido del hurto, “tu belleza,
tu bien, oh Dios bueno, el más hermoso de todos, Dios, sumo bien y mi bien
verdadero". No es el padre real ni el Dios padre judío; es el padre de la
madre al que ahora le habla, ambos confundidos.
Sólo cuando la Cosa alcanzó a metamorfosearse en divinidad mascu­
lina como Dios-Padre, y adquirió la representación más alta, más vacía y
más abstracta, puede contener y aparecer delimitando la plenitud infinita
y deseada de la Cosa como trascendente e inmanente al mismo tiempo: co­
mo situada dentro y fuera de uno mismo. Pero ella, la madre primera, la
Placentera, la entera de placer, lo entiende de interior a interior, de pasión
a pasión, de afecto a afecto, en el desborde incontenible de las inclinacio­
nes No necesita mentarla. A su madre le habla con la lengua materna, con
eí lenguaje de los signos sensibles que expresan el deseo que el cuerpo
retiene de su candente movimiento. Y al Dios padre le habla con los sig­
nos que ella le enseñó para crearlo al ocultarla: la Palabra.
Se lo dice textualmente, travistiendo el sexo de la Cosa:
“Es así como el alma fornica cuando se desvía de ti y busca fuera de
ti io que ella encuentra, puro y sin mezcla, volviendo a ti” (II, vi, 14).

"Nota retrospectiva

¿Debemos creer aún que la culpa cristiana de Agustín es la misma que


describe Freud en el Edipo: culpa por el asesinato del padre? ¿Y que para
aplacarla debe recrear en su propio cuerpo, por regresión oral, la realidad
sentida e imaginaria del padre muerto para darle vida como Padre divini­
zado? Pero el padre puede estar muerto de dos modos, por lo menos: ser
asesinado imaginariamente por el hijo, o simplemente morir de pura im-
potencia vencido en el hijo por el poder materno, sin dejar casi rastros,
esíumado. Siempre hay que darle vida a un padre muerto, es cierto. ¿Y con
qué puede darle nuevamente vida, con qué cualidades puede llenarlo, qué
cuerpo puede darle para transformarlo de padre muerto en Padre vivo, sa­
cándolo de la eternidad de la muerte día a día? Depende de cómo haya
muerto para el hijo; si al matarlo tuvo que identificarse con él, o, sin agre­
sión alguna, simplemente imitarlo a la distancia, y ganarle en la pulseada.
Si hubo enfrentamiento, crimen y culpa, o sólo indiferencia y lástima.
Cuando no hay identificación permanente con el padre sucede lo que
vemos en Agustín; para que el padre muerto renazca necesita que el hijo
reconozca en el padre lo que él asume como propio: sus cualidades varo­
niles con las cuales, al identificarse, se confunde. Aquí realmente se d es­
cubre que en Agustín no hubo en verdad asesinato imaginario del padre
porque no hubo entonces identificación oral con el adversario poderoso
para enfrentar la disimetría del duelo y transformarla en ventaja suya— la
identificación más arcaica con el padre como Edipo exige para que haya
tragedia, muerte y culpa. La relación con el propio padre es lo que apare­
ce cuestionado en Agustín: “la identificación aspira a conformar al piopio
yo análogamente al otro tomado como modelo” (Freud).
El padre, depreciado por la madre, fue expulsado de sí mismo, no se
identificó con él como rival para vencerlo. Este es el drama que el cristia­
nismo inaugura en las profundidades del sujeto en tiempos de desdicha y
desamparo personal, histórico y político, sin padres, sin monarcas ni <flo­
ses poderosos; al dejarlo, sin amparo extemo, el hijo busca primero su re­
fugio en lo materno cobijante, y se queda solo con la madre arcaica y pío-;
tectora. en simbiosis. Pero entonces se aviva la llaga de su marca miikrna
devorante, y debe buscar un límite desde dentro de ella misma, pu< sto
que fuera de ella no halla cobijo. Y ese límite para contener la devouu mn
temida sólo lo encuentra en lo más profundo de la madre: en el padre
idealizado de ella. Con ese contenido que está en su fondo, sobre ese tun­
do masculino que la hizo mujer-madre del hijo que anhelaba desde nina
con su propio padre, con ese padre de ella construye al suyo nuevo, lla­
mado por Agustín mismo “padre adoptivo". Es el hijo de un incesto l ■.pi-
ritual, pero no es incesto porque es ei Espíritu Santo quien lo engi-ndia
Ese es el lugar adonde va el cristiano Pablo a buscar la negación de la ley
judía externa, en uno mismo, es decir en el lugar que en lo más profun­
do de ella abrió la madre para su propio padre: la única ley sensible del:
corazón materno que late por él, la que puede encontrar en su propio co­
razón de hijo.
Lo que la madre le dio al hijo al darle vida, el hijo, ahora espirituali­
zado, se lo da al nuevo Padre para que nazca en él de nuevo. Pero lo ha­
ce en el lugar mismo donde está inscripta la huella de la madre: esto es lo
importante del modelo subjetivo cristiano. El padre genitor no tiene lugar
propio en su cuerpo; la identificación, fundamento de su masculinidad, se
convierte en una impresión débil y superficial de su persona. Es imitación,
remedo solamente, comedia de la figura extema y social del padre con­
vencional. En cambio la identificación implica regresión en el niño: incor­
poración, confusión identitaria con el padre, enfrentamiento y muerte. La
imitación —de la que habla Agustín: «¿en qué imité a mi Señor?», «imitan­
do yo, cautivo* dice más adelante— es reflexiva, superficial, distante.
La madre está incorporada; el padre sólo es imitado. La madre está en
lo más profundo, y el padre hasta allí no ha llegado para poner su límite,
no fue incorporizado. Es ella la que le da su propio contenido, que en la
asignación superlativa define la tragedia de la cual proviene. No es el pa­
dre adecuado a un crimen el que Agustín esculpe; no es el que reverbera
para Freud en el Moisés de Miguel Angel con sus cuernos de sátiro, un ma­
cho cabrío que sostiene las tablas de la ley en sus manos (cuernos que no
le impidieron ser justo y sabio). El padre verdadero de Agustín es un pa­
dre impotente y tardío, débil como los dioses paganos que sostenían el im­
perio, y como lo son los emperadores mismos ante el poder invasor de los
bárbaros. Agustín busca protección en el hueco de su madre, el refugio al
que huye de tanta desolación social y humana.
Pero éste, el de Agustín, será ahora un Padre que sólo tiene un cuer­
po de palabras, que él mismo talla; no tiene voz propia ni tampoco le con­
testa: permanece silencioso para siempre. No tiene cuerpo en su cuerpo.
Para construirlo no le queda otra; traspasa las cualidades de un estrato al
otro, del arcaico sensible y materno al superficial y distante de la concien­
cia, que sólo hasta allí había llegado la ley del padre en esta etapa de ado­
lescente. Crea, para salvarse, dos sistemas o dos formas contrapuestas,
donde cada una de las figuras enfrentadas obtendrá lo suyo. Pero cada una
en su estrato, sin mediación ni contacto, la madre pura y santa separada
del padre genitor y pecador en el cuerpo del santo.
Agustín sólo privilegiará hacia afuera a esa figura ya moldeada, y re­
frendado por la historia y la cultura “objetiva” y real de su mundo: el Dios
único, Dios-Padre, La madre siempre permanece viva, no necesita siquie­
ra de la conciencia para existir plenamente, no hay que declinarla. Lo que
tiene de madre permanecerá mudo y sellado en su fidelidad eternamente.

Edipo en Hipona

Agustín se convierte en modelo de las vicisitudes subjetivas que en­


frentan los hombres aterrados de su tiempo. En ese sentido sus Confesio­
nes ofrecen la posibilidad de penetrar y poner al desnudo los mecanismos
¡psíquicos que la iglesia cristiana ha ido creando para profundizar y crear
una disponibilidad nueva hacia el poder político. Lo logra al abrir, como
refugio ante el terror despótico romano, un refugio subjetivo imaginario
restringido al propio cuerpo desvalorizado, separado de los otros someti­
dos, para producir hombres vencidos en vida por la muerte.
Y retorna ahora, en una conclusión más amplia, a comprender el sen­
tido de su hurto.
"¿Qué busqué, pues, en aquel hurto y en qué imité a mi Señor, aun­
que de manera viciosa y equivocada? ¿Me agradó acaso obrar en con­
tra de tu ley por lo menos con falacia, ya que no podía por la fuer­
za, imitando yo, cautivo, una libertad manca, al hacer impunemente
lo que no estaba permitido, siendo esto una imagen tenebrosa de tu
omnipotencia ?” (II, vi, 14).
El Edipo griego es trágico. El cristianismo es anti-trágico (ya lo decía
Nietzsche). disuelve los conflictos. La escena que aquí narra no es una me­
táfora, sino la descripción final adecuada a su lucha contra el padre, trans­
cripta desde el recuerdo de la vivencia infantil al lenguaje adulto y católi­
co. Agustín ahora encuentra por fin Ja estructura del enfrentamiento con
Dios, pero no como tragedia edípíca sino como parodia. “Imité a m i Señor
de manera viciosa y equivocada". No enfrenta al padre: Jo imita y Jo reme­
da; se queda también con io que la ley del p3dre le impone que abando­
ne. Lo alcanza por medio de unn astucia, sin enfrentarlo: ocupando su si­
tio para gozar de lo que él le prohibía que gozara. Estaba instalado en la
Cosa, sin distancia, “cautivo de una libertad manca", como pez en el agua
pero anegado sin poder moverse, cuerpo difuso e indefenso. “Obréen con­
tra de tu ley por lo menos con falacia ”, lo cual quiere decir que le hizo
trampas al padre, que enfrentó su fuerza investido con el poder omnipo­
tente de la madre para quedarse con la Cosa en disputa.
Es lo que venimos afirmando; Agustín no se identifica con su padre
como semejante, sólo lo imita desde lejos para parodiarlo. Im ita ció n n o es:
id e n tifica ció n : a q u í es s im u la c ió n distante, Hay con-fusíón y simbiosis con
la madre, no hay identificación con el padre. E hizo “im p u n e m e n te lo q u e
n o esta ba p e rm itid o , s ie n d o esto u n a im a g e n ten eb ro sa d e tu o m n ip o ten ­
c i a Está claro; ser impune quiere decir que la ley no lo alcanzaba; esta­
ba a cubierto de las amenazas de su padre genitor con la omnipotencia
protectora de la imagen tenebrosa de ia madre.
¿Qué pasaba en ei mundo romano para que esta modificación subje­
tiva apareciera como modelo colectivo? Si pudo hacer en su adolescencia
todo esto que describe, es porque el Dios vagamente cristiano que vene­
raba. y la ley social que enfrentaba, eran impotentes. El Dios de la Biblia
había declinado hacía ya dos siglos: los judíos, aniquilados, habían vuelto
a dispersarse, Pero también los vencedores estaban amenazados: el impe­
rio se iba a pique. Los dioses paganos del panteón romano, multiplicidad
sensible, no podían contener el avance de los bárbaros. Era la regresión a
la madre cobijante lo que los hombres de su época vivían, aleñados ante
la impotencia de ios propios emperadores para impedir el desmorona­
miento del imperio. Lo que Agustín tenía de materno era invencible para
el Dios paterno; el único cobijo disponible estaba adentro.

La maldad colectiva de la plebe imberbe

Hasta ahora los personajes son sólo tres: ia madre, el padre y el hijo.
Desde su perspectiva, en el hurto únicamente estaba en juego él solo, ubi­
cado entre Dios y el pecado. Pero ahora Agustín introduce algo inespera­
do: los amigos. Si lo hurtado había sido realizado no por mor de la cosa
deseada sino por nada, o por el hecho de gozar de transgredir lo prohibi­
do, ahora parece que io había hecho también por amor a sus compañeros.
“Yo solo no lo hubiera hecho.,..yo solo no lo hubiera hecho de nin­
guna manera. Luego amé allí también la compañía de los que lo hi­
cieron conmigo. Por tanto, no es cierto que no amara otra cosa que
el hurto; aunque en realidad no amé otra cosa, porque también aque­
llo es nada". [Si hubiera sido por las peras lo hubiera hecho solo:]
‘ ¿hubiera conseguido mi placer, sin necesidad de excitar el prurito de
mi deseo con el contacto de mis cómplices? Pero, puesto que yo no
tenía placer alguno en aquellas peras, el placer estaba en el propio
pecado y lo producía la compañía de los que pecaban conmigo” (II,
Mil, 16).

Agustín necesitaba la fuerza redoblada y objetiva de múltiples cuerpos


amigos para enfrentar la ley en la infracción adolescente del hurto; nece­
sitaba un incipiente empuje social colectivo. Buscaba afuera ios medios pa­
ra enfrentar la implantación de la ley subjetiva en sí mismo, y la descubría
como un hecho colectivo en la convergencia simultánea de los que “peca­
ban conmigo”, en un cuerpo ampliado, fabricado por la convergencia de
múltiples cue/pos varoniles. Una sabiduría adolescente se iba abriendo pa­
so encontrando en la fuerza colectiva el empuje para enfrentar io que no
podía solo. Ese “contacto con mis cómplices” despertaba el prurito de su
deseo, como si fueran una hermandad naciente movidos, no por la “na­
da" del objeto —por las peras— sino por lo que les era, como Cosa, co­
mún a todos ellos. Había una objetivación mínima.
La ley vencida encontraba afuera, con los otros niños, una fraternidad
de semejantes; los liberados del poder externo de la ley del padre. Y vol­
vía a encontrar ahora en común la ratificación de su solución arcaica; vol­
vían a burlarse de la ley de sus respectivos padres y reírse como locos de
la libertad del encuentro con la Cosa por fin representada, y gozosa y li­
bre, en las cosas sin ley ni iímite.
Encontraba una fuerza real para oponerse; era la forma comenzante
de 1a comunidad social adulta y política que se esbozaba descubriendo
una forma de enfrentarla. Ese poder nuevo producía un placer nuevo en
todos ellos. Si habían enfrentado a Dios-padre mismo, ¿cómo no sentir
contento cuando ven que afuera, en la realidad jugada, su ley es impoten­
te? Si antes lo habían engañado adentro, podían también engañarlo afue­
ra.
“Era como una risa que nos cosquillaba en el corazón, porque enga­
ñábamos a los que no sospechaban que haríamos tales cosas y de nin­
guna manera las aceptarían” (II, ix, 17).

- Era un desafío a quienes creían que eran buenos. "Nos cosquillaba el


corazón", la viscera materna, la más sensible. Llegaba hasta el lugar mis­
mo de lo negado, de la Cosa, y la animaba con la alegría de la risa, no con
la tristeza que dejará allí más tarde la circuncisión paulina. Y la risa era co­
lectiva. compartida. ¿De qué se asustó Agustín en este encuentro donde
prevaleció el contacto estrecho de cuerpos varoniles adolescentes? No ha­
bía amado las peras, no había amado la ley; sólo había amado — nos di­
ce— a sus compañeros. Pero sobre ellos, los compañeros amados, recae
ahora la responsabilidad del acto. Los propios compañeros se convierten
de amados en malvados, causa de su culpa. La culpa la traslada sobre ló:
colectivo rebelde, sobre sus amigos a quienes delata y denuncia como los;
verdaderos culpables de su hurto.
“Pero yo solo no hubiera hecho aquel hurto, en lo que no me agra­
daba lo que robaba, sino el hecho de robar; cosa que tampoco me hu­
biera gustado en modo alguno hacer solo, ni lo hubiera hecho. Oh
amistad enemiga y perniciosa... deseo de hacer el daño ajeno sin pro­
vecho alguno propio y sin pasión de vengarse, porque basta que, bas­
ta que uno diga: ‘vamos, hagamos esto’, para que uno se avergüence
de no ser un desvergonzado” (id.).

Al convertir en nada; aniquilando, el fundamento en la Cosa sensible


que lleva a conquistar las cosas contra la ley del intercambio económico;
el hurto pierde su sentido social, su inscripción verdadera prolongada des­
de la Cosa en las cosas del mundo, y sólo resplandece como causa de lá
acción rebelde el goce perverso del enfrentamiento con la ley: el pecado.
Pero el pecado no revela su objeto.- al generalizarse ocultando su funda­
mento en la Cosa deseada queda sólo como transgresión a la ley. Oculta
lo importante, lo que la transgresión nos permite alcanzar, aquello con lo
que el otro se ha quedado. El pecado es quedarnos con la Cosa, objetivar­
la y representarla en las buenas cosas lindas de la vida. La Cosa debe per­
manecer clandestina y encapsulada. Vemos aparecer una modalidad psico­
lógica nueva del poder social, una de las formas actuales de la sumisión
colectiva, aporte fundamental a la construcción social de la subjetividad
política que el cristianismo trae.
Intermedio crí(p)tico
De la función paterna a la ficción cristiana

Frente ai antisemitismo nazi, de herencia cristiana, apoyado por la


Iglesia Católica (ni una sola palabra, nunca, de condena del Papa Pacelli
para el exterminio), Freud quiso mostrarles en Moisés y el monoteísmo que
los judíos no sólo mataron a Cristo sino que también lo hicieron con Moi­
sés. su propio mesías. Que jos judíos no creen en serio que nadie renaz­
ca. y que Moisés era sólo un profeta como Jesús mismo. Y nunca se sabrá
si un profeta habla en nombre de Dios o en el suyo. Que todos los profe
tas son mortales, y que nadie, ningún hombre, puede osar hablar en nom­
bre de Dios como si lo encarnara, porque al hacerlo pide que se lo some­
ta a la paieba de que es eterno, y deben matarlo.
Pero del combate con las madres, Freud no nos dice mucho. Nos di­
ce que Cristo muere crucificado por pagar las culpas de un asesinato ar­
caico y revela entonces una verdad histórica que el judaismo oculta. Por
eso se pasa de la religión judía, del padre, a la religión cristiana, del hijo,
Pero Freud parte siempre de las razones que el hijo tiene para matar al pa­
dre, no de las que el padre tiene para matar al hijo. Y precisamente de eso
se trata en el Génesis, que deja extrañamente de lado. De allí que, acen­
tuando solamente la culpa del hijo, no puede decimos que en el cristianis­
mo la muerte del hijo tiene un sentido diferente; que el enfrentamiento trá­
gico, donde se juega el destino del hijo, es entre las diosas-mujeres y los
dioses-hombres. Que si el Dios judío, extensión del padre del padre, re­
clama al primogénito como hijo suyo que debe ser sacrificado, en cambio
el Dios cristiano, extensión del padre de la madre, reclama al hijo de ese
otro padre como el único privilegiado, pero que debe ser sacrificado para
vivir de la vida eterna que le da la madre. El mundo adulto y real para el
hijo del padre; el mundo arcaico y fantaseado para el hijo de ia madre. Y
esto tiene su correlato y su verificación en el mundo histórico.
¿En qué momento los hombres cambian de dioses? ¿Qué pasa cuando
un Dios se revela impotente para contener a sus fieles de la catástrofe his­
tórica? ¿La mujer del matriarcado quedó vencida para siempre por los pa­
triarcas poderosos? Y sin embargo el problema de san Agustín es ja debi­
lidad del padre — de todo padre y poder de su época— que no habilitó
en el lugar de lo materno la vida que también el cuerpo masculino debe­
ría prolongar desde ella sin negarla. El “padre protector" de Freud deja de
existir entonces. Pasa ahora y pasó antes; Dios no nos protege de la intem­
perie en el neoliberalismo imperialista que viola los derechos del hombre
para imponerse, sin resistencia, a los hombres vencidos, como tampoco el
Dios de los judíos podía protegerlos ya en la colonia Palestina del primer
siglo, desechos por las huestes de Tito, ni tampoco podía defender el em­
perador romano a los ciudadanos cuando el Imperio se derrumba. Y esa
ídesvalorización del poder paterno se produce justo en el momento histó­
rico donde el poder patriarcal y masculino del Imperio revela su debilidad,
su fragmentación y su derrumbe. Estaba en el aire del tiempo.
Pero el camino hacia las diosas madres estaba cerrado. Cuando ios
profetas piden que los judíos prostituidos en la figura de la mujer seduc­
tora y concupiscente no se aprovechen de los pobres, de las viudas y de
sus. hijos, la cosa está más ciara; si la mujer-madre es la prostituida, la es­
tragada, la tragada por el goce que a su ve?, nos engulle y devora, ¿qué
otro camino queda para ir a su encuentro y hallarla, que no sea en el lu­
gar de-preciado en el cual sobrevive y al que fue arrojada? Es contra la ma­
la madre que los profetas moralistas se exasperan, pensamos, no contra la
buena que fornica lindo y cuida al niño. ¿Volverán las diosas madres co­
mo oscuras golondrinas? ¿Lo logró la Iglesia con la madre mística? Sodoma
y Gomorra es la contracara de la Ciudad de Dios agustiniana. El cuerpo
místico de la Santa Iglesia es el cuerpo castrado de la madre; cuerpo emas-
eulado — infibulizado, escisionado— como lo hacen aún en África, en
América latina, en Asía y en .Arabia. Ahora sólo hay madre-Virgen y santa:
mujer que no goza.

De quién es el Hijo de la Madre

Queda sellada la fantasía impensada: la madre no fornicó con el hom­


bre para infantar al niño. El niño que tiene en sus brazos la Virgen os ei
Hijo de su Dios-Padre, pero no del padre-hombre, es el Hijo del Hotnbte
no ei de Adán; es el hijo de la diosa-esposa, de la esposa de Jehová El
pensamiento impensado y rechazado por los hombres castrados forma .sis­
tema con el Hijo-castrado, que no puede ni siquiera actualizar y vivificar
el lazo de amor primero de su primer objeto amado, cuando aún no inhu
“objetos”: donde sólo existía en unidad indiscernible con la madre, pues
era " carne de su carne y huesos de sus huesos!'. Pero como la madre no
puede ser asesinada sin morimos nosotros ai hacerlo, queda más profun­
damente escondida todavía, alcanza la negación superlativa. Y mas viva y
más terrible, puesto que ya fuimos devorados para siempre: quedamos en­
cerrados en su claustro.
Y sin embargo esa es la fantasía primera que eí Génesis enuncia en el
origen del hombre: el hombre adulto cuando sueña infanta a la mujer (ma­
dre) inolvidable, es el padre-niño de su mujer-madre. Se abre de c o m i l l a s
para parirla desde el corazón, que es materno.Y entonces sí se parte, <.*n d
Génesis, de la fantasía realizada porque allí se relata como mito el sueño
arcaico de los hombres; en eí Paraíso la mujer amada coincide con la ma­
dre idolatrada. Sale del hombre, tai como la soñó formando parte de su
cuerpo cuando niño, y la encuentra unida consigo mismo para siempre en
la mujer que ama; forman ambas con él —madre primero, mujer ahora—
una sola carne.
"Entonces Jahveh Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre,
eí cual se durmió. Y le quitó una de sus costillas, rellenando el vacío
con carne. De la costilla que Jehovab Dios había tomado del hombre
formó una mujer y la llevó ante el hombre. Entonces éste exclamó:
Esta vez sí que es huesos de mis huesos
y carne de mi carne.
Esta será llamada Varona
porque del varón ha sido tomada (Génesis, 2, 23).

Por esto dejará el varón a su padre y a su madre


y se unirá a su mujer
y serán una sola carne (id. 2.24).

Es eí hombre adulto amante quien sueña un sueño infantil; sueña con


la mujer-madre, no sueña con el Padre. Esta vez sí que es mi madre-espo­
sa, carne de mi.carne y huesos de mis huesos. Volver a ser una sola car-;
ne tal como mi amor frustrado desde niño la anhelaba; ser hombre para la
mujer que amo como si me quisiera, siendo sólo mujer, con amor de ma­
dre. Todas las traducciones de la Biblia resaltan ei :,esta vez si”\ ahora que
duermo quiero lo que mi deseo ambiciona. Esta vez sí, en el sueño, reali­
zo lo que la realidad adulta y despierta me niega. “Del varón fu e tomada”
la mujer: fue tomada de sus sueños. Serán una sola carne.- estará unido
con la mujer que ama como estuvo unido en el vientre con la madre. Des­
cubrimiento terrible éste que el hombre realiza al despertar de su pasión
amorosa; cuando nace el primogénito comprendo, horrorizado, que ese
amor que anhelo sólo será para el hijo que mi amor hizo con ella, no pa­
ja nú, adulto infinitamente separado y distanciado, desdichado. Y sólo nos
queda un deseo renovado: ser yo, marido, como lo es mi hijo para ella.
Y el drama patriarcal se acentúa tomando otro camino inesperado pa­
ra excluir a la mujer-madre. Cuando el infante es circuncidado pero bien
adentro, hasta el corazón como quería san Pablo, es lo que de madre tie­
ne nuestro corazón lo que le castran al cristiano: el corazón del infante
queda infartado, Y se verá tardíamente que los hombres de finanzas, lle­
nos de dinero —pero también los otros— acumulan muerte en el vacío in­
finito que quieren llenar acumulando ese sucedáneo de madre negada aue
atesoran, A la madre, para no morirse de un infarto, hay que gastarla. El
dinero es madre-corazón atesorada, hemos visto, es madre emascujada, in-
fibulada, incisionada en uno mismo. Lo que comienza como corazón cas­
trado, cuanto más se acumula y se sufre por hacerlo, cuando más cree que
está lleno, termina casi siempre como corazón infartado. La verdad del co­
razón \Tjelve a cobrarse esa libra de carne del corazón judío, en el cora-
zón prótesis de oro, vida ajena transmutada — alquimia financiera median­
te— en riqueza cuantitativa, amonedada. El pztión-hombre primero fue
Dios-Padre como equivalente universal de los intercambios humanos; lue­
go el oro del patrón, con el que los judíos modelaron ia becerra, fue trans­
formado en patrón-oro en la traducción cristiana, en patrón de la razón,
más exacto, equivalente universal por el que se permutan todas las cosas.
Madre amonedada, convertida por fin en la prostituta universal como lo sa­
bían ya Shakespeare y Marx; en madre gozosa trasmutada en fetiche, oro
frío y maleable, circulable. contabilizare, inoxidable, que oculta la Cosa
—tras la efigie del monarca que la acuña— cuando cree tener el poder de
comprarlas todas. La moneda es el corazón materno travestido, que se in­
tercambia en el comercio troquelada con el cuño de los hombres,
Los poetas, que lo saben, la pagan con otra moneda:
“Ya llevo mi traje de muerte. Lo compré con monedas de poesía. Es­
toy preparado para ver a mi Señora” (Jacobo Fijman, Topía, na2).
Interm edio; la buena señora

La Madre Dolorosa, la inmaculada, es la madre infibulada, la que de­


be concebir sin pecado —sin placer— al hijo. Ambos a dos, hijo y madre,
deben ser castrados de lo que tienen en común: el amor absoluto y más
simple. La Inmaculada también fue primero despojada del órgano psíqui­
co de su placer, para que sólo conciba hijos — infante infantes— pero sin
gozar por tenerlos. Cumple el parir con dolor, no con goce. Es lo que
Adán, paranoico y perseguido, percibe en la primera madre Eva. Ella in­
fanta al infante Caín, su preferido, no con su esposo sino con su Padre je-
hová; Dios le dio el hijo, y es posesión suya: "lo he adquirido con elfavor
de Jehová”, no de Adán, dice Eva de su primer hijo en la Biblia. Ei hom­
bre-esposo quedó desplazado y en lo imaginario Dios-Padre prevalece en
ella como primero. La mujer siempre se casa con el hombre real y verda­
dero en segundas nupcias. Es la mujer que se convierte en madre la que
desde ei comienzo crea en el hijo la figura del Padre eterno con el suyo.
Y por eso el Dios que Adán reconoce rechaza la pretensión materna en las
ofrendas de ese hijo, Caín para el caso.
Poique Eva — que es simultáneamente la diosa " madre de todo lo vi­
viente”— mientras acuna al hijo sabe lo que Adán ignora. Sabe que Adán
dormía cuando ella nació de su costilla; era con su sueño de hijo que Adán
soñaba a la mujer que así paría. Pero Eva también sabe que Jehová, su Pa­
dre, produjo a ese hombre que sueña, en su ser hombre, con la madre que,
ahora como mujer, ella llena. Ella es la esposa pero también es la madre
de Adán —como todo hombre desea que su mujer lo sea— , pues Jehová
es el padre: un cuerpo de padre realmente todopoderoso y vivo por el de­
seo de ella. El verdadero Dios padre de Eva no es el mismo Dios-padre de
Adán: es el Dios-esposo de ella.
El Dios único del monoteísmo se desdobla: hay un Dios Uno para la
mujer-hija, y en ese mismo Uno hay otro Dios para el hombre-hijo. Pero
eso queda oculto en la abstracción dei Uno. Adán soñaba con la madre-
mujer, con la Varona (con la gran Madre borrada en ei Paraíso dominado
¡sólo por el Padre eterno); Eva, mal que nos pese, no soñaba ni con Adán
ni con su madre sino con su padre. Jehová mismo.Y es de ese Dios-hom­
bre-padre, con el cual ellas sueñan, del que Adán se protege al evocar en
la mujer que brota de sus sueños a la gran Madre ausente del Paraíso: pa­
ra que lo proteja. Y en la ambigüedad que el hombre proyecta en Dios
Uno (que no es uno sino dos. por lo menos), debe defenderse con el Dios-
padre propio.
Y luego, cuando viven juntos, 3a familia unida tiene dos hijos: Abel y
Caín. Sobre el hijo Caín, cosa de la madre, que trabaja como agricultor so­
bre la tierra que prolonga su cuerpo, jehová —Dios de hombres— hace
caer el desprecio y el odio que siente el padre frente al primogénito. No
quiere las ofrendas de ese hijo que lo suplanta en el corazón de la mujer
que ama, porque en los bienes de la tierra que Caín extrae al surcarla es
ei cuerpo amado de la mujer que él hizo madre lo que recibe de su hijo.
Caín le paga al padre, con su trabajo-goce, con las primicias que extrajo
de la madre, el privilegio de habérsela hurtado y suplantado en ei amor
que pasó del padre al hijo, Y el padre, perseguido y paranoico, lo recha­
za: prefiere al segundo, a Abel —pastor de ovejas— cuyos bienes anima­
les aprecia, porque no vienen del surco hendido en la tierra madre. De
esos animales que Noé, descendiente de Caín, más drástico, pondrá en el
Arca donde Dios los salvó cuando inundó la Tierra-madre en su lucha pri­
mera por separarla a la diosa de los hombres e inaugurar otro reino, el su­
yo propio; el primer "reino anim al del espíritu”, pero patriarcal (remedan­
do a Hegel). Anegó la madre-naturaleza, sumergida bajo el agua por el
padre, hasta destruir toda vida y hacer perecer a todo viviente que se nu­
tre de ella.
El odio de Caín contra su hermano Abel es un odio transitivo; odio
puesto por ei padre sobre ei primogénito amado de la madre. Ese odio de
muerte lo ejecuta Caín, inocente, sobre el hermano preferido en el amor
del padre que io dejaba solo a merced de ella. Por eso Dios comprende su.
crimen, que resultó del despecho del padre sobre el liijo que su mujer
ama, y lo castiga y lo distingue al mismo tiempo; le quita el goce y la fuer­
za del cuerpo materno con su anatema: “Cuando trabajes la tierra, no te
volverá a dar su fuerza a ti; errante serás en la tierra”(IV, 12). Porque tam­
bién la tierra madre es cómplice: “Maldito seas tú de la tierra que abrió su
boca para recibir de tu mano la sangre de tu bertnano’\ Dios separa al hi­
jo asesino de la madre devoradora, para preservarlo; no es totalmente cul­
pable, Y ío convierte en el primer judío errante sobre el cuerpo de la ma­
dre tierra, sin asiento, transhumante, sin cobijo, sin cuerpo propio de
madre: nómade. Con Caín comienza la Díáspora judía, es el primer conde­
nado de la tierra por los celos del padre. Por eso Caín, amado de su ma­
dre, es el antepasado, entre otras profesiones, de “¡as mujeres alegres, que
proporcionaban el regalo y los placeres de la vida urbana” (Biblia de Jeru-
salem, p. 18, nota). Es decir, de las mujeres placenteras. No podía ser me­
nos. El Dios judío expresa todavía el poder del hombre sobre las madres-
mujeres. pero, sin llegar al extremo de matarlas dentro del hijo mismo co
rao hace el cristianismo, las mantiene en Ja realidad como lo más precia­
do y lo más temido al mismo tiempo.
Dios pone sobre él su signo: Caín, eí condenado por Dios-padre a
errar en la tierra lejos de la tierra-madre. El primer infierno: errar eterna­
mente sobre el cuerpo femenino de la madre sin poder asentarse. Convier­
te en infinito y circular al cuerpo materno, lo que más anhela, y que al mis­
mo tiempo debe abandonar, paso a paso, al recorrerlo. EJ judío errante,
expulsado por ei Dios del padre, sigue ambulando, sin sosiego. Es chivo
emisario, pero su sacrificio no es de muerte: queda vivo. Pero a este pri­
mer Cristo judío, que no muere, al primer rebelde y asesino contenió t>>del
celoso padre, que desplaza su ira en el hermano por no saber el si-c reto
de su odio, a ese primer justo-ínjusto, al primogénito de Adán, a ese pri­
mer hijo del Hombre de] patriarcado que sintió en Eva el defraudado amor
del esposo ante el primer hijo, ese que la descubre como la “madre de to­
do lo viviente’’, como madre infiel y promiscua, por lo tanto, ese primer hi­
jo del hombre queda para siempre, siendo primogénito, como hijo conde­
nado, a quien esta verdad sentida y apasionada no puede serle dicha.
Pero en el odio al hijo el padre traspasa el odio a la mujer amada, pa­
ra que la historia no se repita; para que la esposa sepa que el padre de
quien tiene el hijo no es su Padre, sino su marido, y que si lo tiene al hi­
jo como objeto exclusivo de su amor lo condena a ser un asesino. Este es
el círculo infernal del patriarcado. Dios-Hombre sabe que cargó una muer­
te indebida sobre el hijo. En realidad Caín, el hijo primogénito, con eí que
la madre desplazó al marido, mata al hermano por no matar al Padre (que:
es jehová para el caso). Ei poder del padre, justo en su odio y compren­
sivo, sigue intacto: Caín no se atreve a enfrentarlo. La realidad histórica y
adulta predomina todavía sobre la fantasía arcaica, y se proyecta en el cam­
po de debate de la vida.

£1 círculo de la adoración femenina

La mujer describe su propio círculo que se corta, variable como una


tangente, en el del hombre, Para ella el hombre deseado es el Padre arcai­
co. amado por su madre, seductor de la hija como hija elegida, como ele­
gido será luego el pueblo judío; un lleno de hombres, ese con el cual Abra-
ham sueña con extender su simiente sobre la tierra. Quiere llenarla de
hijos, hacerle germinar un pueblo en su vientre extendido. "La tierra es el
cuerpo objetivo de la subjetividad", decía Marx; la madre se extiende como
tierra al pasar, negada, de subjetiva a objetiva. La subjetividad dominante
de Abraham se extiende entonces engendrando su sueño de patriarca so­
bre el inmenso cuerpo fantaseado de la madre, en la que engendra al pue­
blo judío.
Pero la mujer persiste en negarlo; ella seguirá engendrando sobre fon­
do de ese Padre originario que la mujer busca en el hombre-esposo, el que
le hará hijos. Defraudada en el patriarcado, desilusionada por el hombre
que ama y que descubre débil, sueña con que tiene entonces a su hijo no
de su marido sino de su propio Padre idealizado y poderoso; el hijo for­
ma parte de ella, y le está unido como el Padre mismo. Sara, ia mujer de
Abraham, dejará de ser estéril sólo cuando se le anuncia que Jehová, no
Abraham, decidió habilitarla para que sea madre vieja, cuando se forma el
trío Y otro triángulo, el femenino ahora, completa a la estrella de David
—que tiene dos, como sabemos— . Es con la fantasía del Padre, no del es­
poso, que la mujer judía accede a darle por fin un hijo al hombre que la
ama. Lo arcaico es el fundamento del poder femenino, nivel obscuro y pri­
migenio, que la mujer actualiza para compensar allí, en lo fantasmal e ima­
ginario, esa experiencia de frustración insoportable para su dignidad de
mujer-madre en un mundo de hombres.
Por eso en el judaismo ese primogénito debe ser mueito simbólica­
mente por el padre, circuncidado, porque el padre todavía tiene el halo de
Jehová sobre su frente —como el “Moisés” de Miguel Angel tiene los cuer­
nos de sátiro sobre la suya. Todas las mitologías describen esta fantasía,
cuya lógica el sistema patriarcal produce para compensar su tiranía. Ese
primogénito muerto y rescatado por el celoso padre judío es el hijo endio­
sado por el cristianismo. El cristianismo endiosa al hijo que la madre ima­
ginariamente tuvo sólo con el Espíritu de su propio padre. Se inicia así una
nueva genealogía encubierta desde la perspectiva femenina, y es la madre-
diosa la que suplanta al Dios judío por el Dios cristiano travestido.

Dóble triángulo: diferencia entre la estrella de David


y la cruz cristiana

La estrella de David tiene dos triángulos contrapuestos e integrados, y


cada uno de ellos es una trinidad que corresponde a los tres lugares: ma­
dre, padre, hijo. O Dios, Padre y pueblo. O pueblo, dios (la linea larga in­
cluye io dominado por la cúspide, que es un punto) y ley. Un triángulo
para la mujer, eí otro para el hombre, y ambos contrapuestos. Pero dibu­
jan un espacio de inclusión, un todo que puede estar inscripto en un cír­
culo, La cruz cristiana, en cambio, suplanta los dos triángulos y sólo que­
dan, en el espacio infinito, dos maderos quebrados o dos líneas cruzadas
de un tajo. Dos líneas de huida hacia el falso infinito que nada detiene en
sus extremos, No es eí pescado sino la cruz (hubo lucha histórica alrede­
dor de la elección) lo que suplanta al círculo que los triángulos trazan. Y
esta cruz define sólo puntos (de huida, retenidos) para un cruce, que es el
centro confundido sólo en un punto donde se concentra lo infinitamente
separado y lo infinitamente divergente. Se ha dicho que la swástica es el
esquema de dos cuerpos copulando. Es un fantasma dibujado, imaginario,
lo mismo que la cruz: un hombre yace allí crucificado. El triángulo judío
en cambio es simbólico. Mientras que la cruz nos da la imagen lineal de
un cuerpo atormentado, los triángulos cruzados son sólo un símbolo, rela~:
ciones pensadas entre signos.
Ese punto de ia cruz — el cruce— soporta el lugar donde se inscribe el;
hijo martirizado y muerto; los tres términos de la familia, que los dos trián-V
gulos como estructura psíquica expresan — dos sostenes opuestos pero-
complementarios, masculino y femenino— han desaparecido en ei antago­
nismo radical cristiano, insoluble e infinito, y sólo en ese punto se conciban;:
sostienen al crucificado. No es el círculo que dibujan los triángulos, que con­
tienen lo finito en lo infinito; es el falso infinito de la línea, infinito cortado;
por el infinito, el que ahora predomina. La vida humana es el punto crucial
donde se cortan; un espacio de nada. En la cruz no hay inclusión dentro del
todo, hay linealidad tajante; no hay sosten sino para la muerte y la desespe­
ración inaudita de lo prometido: “Dios mío, Dios mío, por qué me bas aban-]
donado’' es el grito desconsolado que desde la cruz se escucha como ver­
dad defraudada para el pobre Cristo que creyó en ella. En el cruce de la cruz
no hay vida; está el punto de huida, Está en Ja Cruz. El simbolismo del lo­
do complejo y complementario de los triángulos que lo sostenían antes, des­
de la sabiduría abierta de la Biblia judía, ha desaparecido; quedó muerto, en
el aire, suspendido. Le hicieron creer que Dios lo resucitaría. Al final se en­
tera de que no hay Dios que lo salve y se desconsuela, abandonado. El cris­
tianismo se apoya en lo que viene después, en salvarse imaginariamente de
la muerte que dejó el crucificado, clavado, como un destino presente al cual
estamos todos convocados. Con el sacrificio necesario del hijo que debe ir
al muere para salvarse eternamente vuelven los sacrificios paganos que el
judaismo había excluido: el sacrificado es el hombre mismo.
Hostia

Corresponde, como término necesario de su lógica arcaica, a lo que


el dogma proclama imperativamente como resurrección de Cristo; si Cris-
to no vuelve a vivir, si no resurrecciona, el proceso primario y su solución
arcaica no cierran. Entonces nos morimos todos, la madre, el padre y el hi­
jo; Por eso al abrir la boca y tragar la hostia el asentimiento sumiso se re­
dobla en las palabras que lo acompañan, y que el cura profiere: ‘Este es el
cuerpo de Cristo”, proclama imperativo (el creyente sólo puede asentir con
un gesto, para no atragantarse con el bocado divino: cuando se come no
se habla). Y moviendo la cabeza manducante lo tragamos afirmando con
iiñ sí que lo recibe, devorado. Como recibíamos de niños la leche de la
madre, diciendo sí en cada deslizamiento cálido de su amoroso cuerpo de­
rramado que nos inundaba, así recibimos ahora en cambio un substituto
ieñ este otro cuerpo extraño con el que se nos compensa del que fuimos
despojados. “Este es el cuerpo de Cristo", proclama autoritariamente el cura
al poner la hostia en nuestra boca, que suplanta al cuerpo de la madre y
de la esposa; nos identificamos con el muerto. Ahora nos corresponde a
cada uno darle vida al crucificado; no debemos enfrentar el poder huma­
rlo que da la muerte, para no correr su suerte.
¿Qué recibe la mujer con la hostia, como cuerpo de Cristo, a diferen­
cia de lo que recibe el hombre? El hombre cristiano se recibe a sí mismo
en el cacho de varón crucificado; recibe su corazón sangriento — ¿no es
acaso un muerto?— . La mujer recibe internamente, hasta lo más profundo
de su matriz acogedora, al hijo-hombre que anhelaba de su padre, y es el
don de su Dios-padre quien se lo concede ante su mirada suplicante.
La envidia del pene, tan negada con razón por las mujeres, encubre
esto que decimos: las mujeres no envidian el pene al negar al hombre; en
todo caso sienten que el hombre no las llena como las llena su propio Pa­
dre que, al seducirlas, las reconocía tempranamente como mujeres. Y en
ésa envidia coinciden ambos, hombres y mujeres; las mujeres, porque en­
vidian el cuerpo del Padre idealizado del que gozó su madre; y los hom­
bres, porque envidian el cuerpo del propio padre que engendró en la su­
ya —sin que supieran todavía que la madre tampoco gozaba sólo con él
al recibirlo— . Ambas, madres y esposas cristianas, las más negadas como
mujeres desde lo más profundo del hombre, viven anhelando lo que no
tenemos ni las colmará nunca: la verga de oro, de ese otro padre que fue
siempre no el nuestro sino el de ellas. El que las reconoció como la mujer
idónea para el varón, como lo expresa la Biblia.
Se entiende ahora el doble triángulo, opuestos y contenidos ambos en.
la estrella de David: contiene no sólo el triángulo edípico del hombre, si­
no que también está inscripto allí —visible en su ser negado— el triángu­
lo edípico de la mujer, ambos entrelazados y opuestos hasta el fin de los
tiempos. Y entonces sobre el primer triángulo, el masculino, aparece en el
vértice superior el Dios-Padre del hombre, que aparece y se muestra como
ley absoluta. Pero detrás de ese triángulo está el otro, invertido, el feme­
nino, como inconsciente, cuyo vértice dibuja un Dios propio y diferente:
el Dios-padre de la mujer. Es inconsciente porque el poder — la debilidad
de los padres— no admite que se diga. Y las mujeres se hacen cómplices
al guardar el secreto; saben que están inscriptas aunque no aparezcan en
la conciencia de los hombres. Todas ellas, que no están circuncidadas, sa­
ben de un saber encarnado y sensible, que hay una verdad que circuía pa­
ra todos, cuyo enigma detentan como Esfinge y que el hombre interroga:
"¿Que vitóle ¡a don na?' Y la respuesta, dicen, es sólo una: La donna vitó­
le al figlio. La mujer quiere al hijo, pero habría que agregar que, sobre to­
do. quiere al padre arcaico de quien lo tuvo. Un saber insoportable para
el hombre que la ama. Ese hombre que también la traiciona, pero de un
amor incrementado hasta la locura; ama, como ama un niño a su madre,
a la mujer esposa.
Cuando la cruz aparece, y en ella el crucificado, los triángulos quedan;
encubiertos, consumidos, reducidos y alisados, empobrecidos, recti-fica-
dos, disueltos en el espacio espeso que dibujaban antes; sólo quedan las;
dos líneas de huida de los triángulos “edípicos”, que expresaban los com­
plejos parentales masculinos y femeninos, reducido su espesor tridimen­
sional sólo al de una línea. Una línea, parálela a la tierra, sucesión de pun-i
tos infinita, sin cierre, donde el hijo sacrificado queda inscripto con sus;;
brazos abiertos, despojado de todo asidero, que deja caer el objeto amado
(y una prostituta lo llora: la mujer loca de su cuerpo, la que hace gozar a
los hombres cuya transgresión pagan). Y también la madre María se derra­
ma en lágrimas: la misericordiosa. Y aun hay otras dos mujeres para llorar­
lo desconsoladas. Y está la otra línea de la cruz, perpendicular a la tierra,
que se eleva hasta el cielo, sin arrastrar nada de su savia fecunda: sólo un;
punto repetido, una nada elevada al infinito, un punto vacío, unidad pura
y mínima, condensado y repetido como los números primos. Y arriba, en
esa línea la huida al cielo tiene su inscripción de palabras escritas para el
reconocimiento irrisorio de su Estado: " Rey de los judío?. Muerte política,
no religiosa, en la cruz del martirio del Imperio: César es único.
Monoteísmo y pluralismo

El monoteísmo trae entonces, bajo su forma abstracta y única, la cate­


goría racional que oculta la complejidad y las diferencias que allí estaban
contenidas. Antes había diosas (primero diosas) y dioses (posteriormente):
Ja tierra, Gaia, nos engendraba sin unión sexual, sin padre, como sus do­
bles y sus contrarios, como lo diferente en sí mismo. El contenido abiga­
rrado de figuras amadas y temidas, de todos los anhelos y fantasmas, que­
da simplificado hasta el extremo cuando aparece el dios único: todo lo
imaginario debe ser reorganizado, unificado por la jerarquía masculina y
abstracta. El monoteísmo masculino pretende ser el emblema del triunfo
de un combate milenario entre las fantasías de hombres y mujeres que las
diosas y los dioses expresaban. Bajo ia ley del Padre único es el Dios per­
secutorio y racional el que se impone: el Dios-Padre masculino de los
hombres. Sirve para ocultar a las Diosas destronadas, bajo la apariencia de
haber conquistado el pensamiento abstracto y verdadero. Como sí su figu­
ra contuviera un Padre único: Padre de mujeres y de hombres.
Como si no hubiera un Dios-Padre para las mujeres y otro Dios-Padre
para los hombres. En la función-Padre del Dios del patriarcado monoteís­
ta desaparece la fúnción-Madre de las diosas vencidas. El Padre de la ma­
dre queda subsumido sólo en el Padre del hombre, y éste Padre Unifica­
do los castra a ambos. Todas las mujeres tienen a partir de aquí que hacer
lo mismo que hacen los “primitivos” evangelizados; sobre el nuevo Dios
impuesto, el Unico, hacen revivir sus propios dioses negados pero persis­
tentes. ahora clandestinos. Todas las mujeres tienen sus dioses inconfesa-
dos, que los hombres ignoramos. Por eso no sabemos qué quieren las mu­
jeres, por qué son tan extrañas, Porque lo que los hombres piensan que
saben — o lo sabrán cuando se animen— consiste en creer que el deseo
de ellas tiene casi siempre figura de hombre. Pero no la de nosotros; es la
del Hombre-Padre, no la nuestra en quienes ellas ven y viven sólo un re­
medo del Otro verdaderamente amado. Mujeres y hombres tienen cada
uno su propio otro: oficial el Uno; escondido — Deus absconditus— el
Otro.
El monoteísmo religioso es un engaño absurdo del racionalismo ex­
tremo, que desconoce las diferentes substancias humanas; las fantasías en­
carnadas que produce el Dios-Padre de los hombres, y también su imagen,
no corresponden a las fantasías encarnadas que tiene el Dios-Padre para
las mujeres y 1a Diosa-madre para los hombres. El Padre femenino, el de
las mujeres, es el que le hace guiños a la hija, que transgrede la ley y no
la castra; es el Padre que elige a las hijas contra las madres y viola la ley
del incesto, esa ley que, sin embargo, le impone con saña asesina al hijo,
Por eso la mujer, dice Freud, se instala en el Edipo: está satisfecha y có­
moda con el papel que allí tiene y del cual goza como loca. No tienen “su-
peryó” las mujeres, no lo tienen como cuerpo de palabras sino como cuer­
po encarnado y gozoso al que se acoplan; están más cerca del grito
primario, como todos lo escuchamos, celosos, alguna vez de sus bocas. A
nosotros nos queda el grito sublimado como buenos machos, que persis­
te anudado en la garganta; la poesía rimada y los conceptos lógicos de la
filosofía. Es el Padre ideal, el Dios femenino, pero con cuerpo de hombre
y no sólo de palabras, el que vuelve loca a las mujeres. Su ley, como pa­
dre cómplice del incesto consumado en lo imaginario, a ellas esa ley, que
a nosotros nos castra, no las toca ni prohíbe nada. Aman libremente dan­
do rienda suelta al ensueño imaginario del que sólo somos su soporte. El
goce que sienten con nosotros es homogéneo ai que sentían con el padre;
del deseo carnal de la madre pasan al cuerpo sensible del padre, y desde
allí al que a veces sienten con el hombre al que realmente acogen en su
cuerpo.
El Padre a las hijas sólo les pide fidelidad y encubrimiento: que la ma­
dre no se entere. Padre consolado por la hija de su amor defraudado con
su esposa, que se quedó con el hijo. El goce de la mujer es más intenso y
homogéneo que en el hombre: no fue castrada. A lo sumo es infiel pero
no trágico; las hijas no asesinan a la madre, sólo la traicionan. Y no hay
obstáculo que deban atravesar para prolongar con el marido el goce pro­
metido con el padre; todo el ímpetu dichoso se exhala por su boca en el
placer unificado de sus gemidos desbordantes, esos que sin pudicia rom­
pen el silencio de las noches.

¿Por quien muere Cristo?

Cristo no muere por Dios sino por su madre, es por ella que lo sacri­
fican. Es para probarle su amor que debe ir al muere, y busca que lo ma­
ten. "\Hay del que está solo"\ ¡Hay del que está solo sin la madre! (sobre to­
do si traicionó al padre). Los judíos pedían una prueba real para el
ajusticiado por un crimen ilusorio: “Que descienda ahora de su cruz y cree­
remos en él”. “No había cómo salir de ese ultimátum" (León Bloy, en
Ramón Alcalde, Estudios críticos, p. 217). Los judíos estaban instalados en
el cruce, no en la cruz, con un pie en la tierra y otro en el cielo; el arco iris
era la señal del pacto: "Mi arco puse en la nube, y será para señal del pac­
to, entre m í y la tierra" (Génesis, 9, 13), no habían internalizado la ley co­
mo para matar a la madre, no la habían circuncidado en el corazón toda­
vía. Pedían una prueba mater-ial de la proclamada divinidad de Cristo: no
lo volvieron a ver vivo.
EJ crimen era un crimen fantástico; los judíos no podían matar al hijo
del Dios porque no creían que el espíritu divino engendre puramente, sin
hombre, a un hombre en el cuerpo de la madre. El padre judío no aban­
donaba su prerrogativa como padre. Si acaso sólo sabían que eran culpa­
bles de un crimen fantaseado, que ya habían pagado al aceptar creer en el
Dios vengativo que la culpa construyó en sus conciencias; no podían de­
clararse realmente culpables de un crimen que de imaginario fue conver­
tido por los cristianos en un crimen real, que los devolvía a la fantasía ar­
caica.
Si al asesinato del padre lo hubieran convertido en real, como quie­
ren los cristianos, los judíos serían absolutamente culpables. Se les pedía
que Mielvan al lugar prehistórico que habían superado; si antes realmente
sacrificaban al primogénito, con el monoteísmo ese sacrificio vengativo
quedó convertido en simbólico: circuncidan al primer hijo varón nacido,
pagan su rescate, pero ya no lo matan. Los cristianos quieren que los ju­
díos se Maelvan locos; quieren que paguen por una culpa que no tienen,
que vuelvan a convertir lo simbólico en imaginario arcaico. Si aceptan que
hay Resurrección en una tumba que encierra el cadáver de un crimen car­
nalmente realizado, son realmente criminales por matar al hijo de Dios, en
él que su madre cree. Puesto que no se trató sólo de un asesinato simbó­
lico, porque María siente que realizó su fantasía arcaica de engendrarlo a
Cristo espiritualmente, no con José, sino con su propio Padre (Dios para
ella). Entonces aparece el desvío cristiano, que abandona el pied-á-terre ju­
daico.
Hasta que no hubo Resurrección, “el mundo estuvo lívido y silencio­
so”, dice Bloy, el judío converso al catolicismo. Pero lo estaba quizás por
otra cosa: se derrumbaba el imperio romano y también, con ello, se des­
hacía el poder omnipotente del Padre objetivado en el poder político des­
pótico, cruel e impotente. Freud dice lo mismo de otro modo, pero vaga­
mente psicológico y deshistorizado: “Parece que una creciente conciencia
de culpa se había apoderado del pueblo judío, acaso de todo el universo
de cultura de aquel tiempo”: era un mundo culpable y angustiado. La cir­
cuncisión del corazón es necesaria ahora para que el Verbo se haga Car­
ne. “Los Judíos no se convertirían hasta que Jesús haya descendido de su
Cruz, y precisamente Jesús no puede descender de ella hasta que los Judíos
se hayan convertidd' (Bloy): la tragedia está planteada. La solución final,
se pensó y se hizo , es lo único que cabe para que el mito cierre. Los judíos
no creían en la resurrección, cosa que el occidente cristiano no les perdo
na; los judíos no podían hacerlo sin aceptar como cierta la fantasía de un
crimen que transformara toda la realidad en religiosa, en realidad fantásti­
ca: que transformara a toda la realidad histórica en una realidad arcaica.
Este cruce, que la cruz plantea como antagonismo irreductible, sólo el
milagro de la resurreción real podía resolverlo. Allí, y sólo allí, estaría la
evidencia. Lo cual es, en verdad, imposible: unos lo dan como realizado
en la fantasía, y lo aceptan como prueba —y son coherentes porque par­
ten de un planteo homogéneo con ei resultado de las premisas: creen en
la resurrección, creen en el retomo al vientre materno ante la amenaza de
muerte que los invade por todas partes. Los judíos sólo aceptarían lo im­
posible: un milagro que dé pruebas reales de que es un milagro realizado.
Porque la madre aún es madre terrestre, no es el Espíritu Santo ni engen­
dró hijos del espíritu en su vientre. (Y las Diosas del Cielo son presencias
femeninas, sagradas y maternas, que siguen estando allí, veladas, para to­
dos.) Y si hay dudas respecto a que se vuelve de la muerte, entonces laÉ
espera inmaterial está fuera del tiempo, tienen la eternidad para esperarlo;::
Mientras tanto, sus mujeres judías esperan, azoradas, el desenlace del dra­
ma en el que también tienen puestas sus esperanzas. ¿Sus hombres se vol­
verán realmente locos o terminarán por reconocerlas como únicas muje­
res?' Las mujeres judías saben la verdad de casi todo, porque aman en eí
hombre también al pobre hombre y no sólo al propio padre idealizado que
proyectan, como vida real, en el hijo. Al padre idealizado lo tienen toda­
vía separado; en el hijo tienen a su falo simbólico, el reconocimiento dé;
su valor humano escamoteado, no a su padre imaginario.

El placer adinerado de la madre atesorada

® La prostituta aprendió la ley de los hombres, mercantüizados; recupe­


ra el placer primero de la madre, anterior a la ley, y exige que el dinero
trance cuando se socializan. Saben lo que piden cuando se rinden, porque
el hombre debe pagarle con su tesoro acumulado: con madre amonedada
y clandestina. Clandestinidad a la segunda potencia en lo arcaico, comple­
mento del pacto matrimonial cristiano. En el intercambio de su cuerpo por
dinero, el corazón loco y desbordante de placer de la mujer no-madre en-
¿uentra, por un instante, el corazón no circuncidado de los hombres. Se
abrazan por fin corazón a corazón, que resplandece de gozo en el produc­
to del hurto con que el hombre también paga los bienes no transables
clandestinos: con el dinero retirado del circuito de curso legal destinado a
Ja esposa, a los hijos, a los padres, a los otros. El corazón dice la verdad
de sus lágrimas contenidas; son lágrimas de oro las que llora. Es con el tra­
bajo ajeno ahorrado, no pagado, con lo que el otro tiene de madre ateso­
rada y clandestina, no gozada, con lo que la prostituta goza. El dinero noc­
turno de los hombres que aplican ía ley de convertibilidad; con la madre
cuantificada compran el amor femenino placentero —entero de placer y
de placenta— . Mater abscondita.

^ estrella de David crucificada

El Edipo cristiano absorbió con la cruz los dos triángulos, y en la sim­


ple cruz — dos maderos cruzados— yace el hombre solo, Caín crucificado.
Fue sobre Caín que Jehová había puesto la señal, y siete veces sería ven­
gado si le dieran muerte. Ahora Caín-Cristo, el preferido de la madre, el hi­
jo puro que ella tuvo con Dios mismo, yace muerto. La separación con el
hombre-esposo ha llegado aquí al extremo de la negación y del desprecio:
el padre ni siquiera entra en ella como es debido. Es el delirio místico rea­
lizado ; Dios-Padre la insemina con su Verbo por la oreja, con palabras tier­
nas que la preñan (lo dice el protoevangelio de Jacques): “Salomé, Salo-
mé, tengo que anunciarte una novedad: una virgen dio a lu z contra la ley
de la naturalezd' Y Salomé respondió: “Tan cierto como que el Señor mi
Dios vive, si yo no hubiera metido mi dedo y no hubiera examinado su
'cuerpo, nunca hubiera creído que la virgen dio a luz»” (p. 81). “Genera­
ción y corrupción se encadenan ineluctablementé’ (Evangelio de los Egip­
cios, en Evangelios apócrifos, p. 6l). En el nuevo Dios único, que tiene
cuerpo de palabras y se objetiva en el Nuevo Testamento (el Libro pasa a
ser el raconto postrero de un muerto que reparte su sabiduría y su frustra­
ción ante el abandono de ese nuevo Dios en el que confiaba desmesura­
damente), al desaparecer el otro triángulo femenino que está presente des­
de el Génesis mismo con su planteo completo, la madre-mujer queda
borrada como mujer y madre sexuada, deseada por el hijo. Dios-padre es
ahora puro dios masculino, abstracto, el padre muerto del hombre-niño,
pero edificado en el cristianismo,, pura Palabra, Verbo, con el contenido
que le proporciona la madre con el suyo. Ya no hay padres vivos: como
hombres y padres están muertos, se han entregado al poder político sin re­
sistencia. Y en su anverso resplandece la Diosa mujer-madre, ¿nconfesada:
el Espíritu Santo donde su ser sensible se transformó en el misterio de la--
tercera Persona. La madre genitora, cálida y deseante, está ausente, borra-'
da hasta de su inscripción en la Trinidad Santa-, queda sólo al margen, co­
mo imagen de Virgen-madre-Inmaculada, frígida, deslucida y abstracta. Es'
la madre que el Poder le deja a los hombres, como signo de la profundi­
dad visceral de su despojo: hasta dónde ha penetrado el Poder sobre la vi­
da humana. Lo ha despojado del cuerpo sensible y carnal de la madre se­
xuada.

£1 aborto y el privilegio del nonato sobre la vida de la madre

La dimensión de muerte que invadió la vida, que penetró hasta negar­


la en las profundidades materiales, engendradoras y uterales de la madre
genitora, se muestra claramente en la posición que ante el aborto tiene la
Iglesia Católica,
El no-nato es el símbolo del Espíritu que debe ser salvado: el Niño y
la Virgen son su modelo. Si el niño, que es hijo de Dios, ha de nacer, de­
be ser salvado sin importar la vida histórica y corpórea de la madre engen-
dradora (el padre ya ha sido primero suprimido como hombre camal en el
engendramiento divino; la madre lo es ahora en tanto virgen). Nace como
hijo de Dios espiritual, no como hijo de la carne. Nace como Jesús-niño
divino, AI condenar y prohibir el aborto, condena a la muerte a los cien­
tos de miles de mujeres que mueren en los abortos clandestinos sólo para;
salvar la imagen del engendramiento divino en una Virgen. Por eso la Igle­
sia Católica es el fundamento de muerte y de dominio de todo otro poder
humano sobre los hombres-, se evidencia en que sacrifica a la materia en-
gendradora, cuerpo de la madre pecadora, negado como lugar fundante
de la vida. Todo para justificar a la virgen que engendró sin pecado. La vi­
da es una gracia “divina", una gracia del poder de la Iglesia, no de la na­
tu raleza de la mujer y del hombre. Es desde el vientre de la madre desde
donde eí privilegio de la espiritualidad santa, la negación de la mater-ia.
como fundamento del espíritu y de la vida engendradora, implica el renun­
ciamiento previo a su cuerpo como vida despreciada. La mujer no es due­
ña de su cuerpo; aunque se arruine la vida debe tener todos los hijos que
el pecado le acerca cuando goza como hembra y se descuida. Debe tener­
los aunque se destruya su vida como mujer histórica. Todo niño que vive,

lió
vive entonces sacrificando y distanciando eí cuerpo pleno de la madre. Pe-
jo a los hijos que realmente nacen, a esos la Iglesia no los cuida: los in­
cluye en eí despiadado capitalismo de mercado que cobija. Mejor dicho;
es sobre esta negación radical del cuerpo vivo y cualitativo como pudo ins­
taurarse el capital, cuantificador abstracto de un cuerpo materno previa­
mente negado y despreciado.

y aparece el lugar del Padre

Es desde el Dios único, racional, patrón de toda equivalencia, de don­


de se desprende luego el patrón oro y el dinero, equivalente general para
el intercambio de las cosas. Jehová las regula ( Deuteronomio, 15, etc.) a
través del préstamo de dinero: la compra y venta de las cosas. Dios distri­
buye la riqueza de la tierra como si le fuera propia, como madre atesora­
da. Legaliza el intercambio de mujeres — de la Cosa— con la ley del inces­
to transgredida, y el intercambio de las cosas con el valor de cambio
amonedado. ¿Qué quedaba después de tanta desgracia, venganza y ame­
nazas abominables y temibles de Jehová, denunciando al pueblo pecador
como prostituta, con imagen femenina, qué quedaba después de Isaías, Je­
remías y Ezequiel, de tanta maldición y destrucción y amenaza divina, qué
quedaba sino sólo esperar ser perdonado, y excluir a la mujer, causa, en
tanto Cosa, de todos los males del hijo del hombre? Y el cristianismo hun­
dió la culpa ahora bien adentro: en el lugar de la mujer misma en el hom-
bre.
Pero tampoco se trata de instalar a la Diosa-Madre y suplantar con ella
al Dios-Padre: no queremos elevar un monoteísmo materno, El monoteís­
mo siempre es abstracción racionalizante, ordenadora y jerarquizante: el
■Uno abstracto muestra la caja de Pandora cuando se lo abre. Con el fan­
tasma de la Madre tampoco encontraremos luego a la mujer. Es el lugar de
la madre que reivindica en el hijo su poder socialmente negado lo que
aquí se debate. Y se cumple como madre devoradora cuando vive al hijo
como parte suya, inseparable, órgano de su propio cuerpo exteriorizado al
que trata de volver a retener de todos modos, como una fantasía arcaica
realizada. Si lo pierde, su cuerpo muere como un todo, o queda amputa­
do ese retoño de las sacras nupcias que en lo inconsciente consuma con
su padre. En el momento mismo del triunfo, cuando los dioses masculinos
se instalan como Dios-Padre único, las diosas se vengan y engendran por
partenogénesis, solitarias, sin necesidad de semen masculino.
Cuando el monoteísmo cristiano triunfa y sacrifican al hijo como cnj.
cificado, la madre triunfa, ya no gime ni se enfurece; vuelve a encontrar
en su seno inmaculado, donde el Espíritu engendró en ella, al hijo arcaico
que tuvo con su propio padre. La prueba es que resucitó; que es eterno
de esa eternidad que el hijo sólo recupera al volver a la unidad primera.
Tuvo que condenarlo al muere —también ella— para justificar la gloria de
Dios Padre: para resucitarlo de la muerte y devolverlo a la vida anterior a
la vida. Sólo muriendo como prueba de amor por ella, el hijo podía resu­
citar, reconocido, como Hijo. Unos, los padres, matan al hijo para vengar­
se; ellas, las madres, matan al hijo para confirmar la vida eterna que les
promete si se queda junto a ellas. Ahora, por fin, los tres personajes del
drama histórico se convierten en Personas etéreas: el Padre y el Hijo, pe­
ro sólo la madre desaparece negada. Y ella, tan fecunda y cálida, se trans­
figura en neutro, asexuado y puro Espíritu Santo.
Hubo que anular la existencia objetiva de la madre real, de la madre
pecadora, de la gozosa y loca de su cuerpo, para disolverla al mismo tiem­
po que se va a su encuentro, y afirmarla como lo único firme a lo que el
hombre acobardado de la vida y del Poder y de la. historia encuentra co­
mo suelo sólido. Son los hombres adultos los que matan en sí mismos lo
que tienen de niños; se imponen el hiato, el corte, la escisión castradora.
Y entonces la madre, la negada hasta tal punto, vuelve al engendramiento
sin hombres: sin sexo, sola con su Padre espiritual que la insemina por el
oído con palabras seductoras en su oreja histérica (véase Apócrifos). Vuel­
ve a oír las palabras paternas escuchadas desde niña, habilita al conducto
auditivo como lugar donde el Espíritu Santo al penetrarla con su Palabra
la insemina, y realiza por fin el deseo de engendrar desde sí misma, con
las palabras que su padre le hablaba, al hijo masculino que no la abando­
nará ya más nunca.
Es en Agustín donde se debaten simultáneamente los dos poderes; su:
tragedia sólo tiene a la experiencia mística como el elemento donde pue­
dan encontrar su equilibrio: la satisfacción simultánea de ambos dentro del
corte mismo. Aterrado ante la debilidad del poder patriarcal que se de­
rrumba en el Imperio, y de la de su propio padre, acentúa ese lugar ma­
terno en el que no podemos quedarnos instalados sin volvemos locos. Pe­
ro el dilema así “resuelto” deja su residuo más importante: el hombre, para
poder instalarse en ella y al mismo tiempo huir de lo ilimitado en que se
disuelve, debe transformar lo materno en paterno dentro de lo materno
mismo. “ Todas sus propiedades sensibles se han esfum add\ como dice
Marx del valor de cambio (Capital, Cap, 1). Construye un Dios-Padre nue-
\o con el padre de ella, un dios que no tiene cuerpo en su propio cuer­
po: un Dios de palabras. Entre el sensible Dios-padre judío, con el que el
hijo se identifica y le da vida en su propio cuerpo, y el racional Dios-pa­
dre de la madre cristiana que, sin identificación sensible, lo construye des­
de la lengua materna sólo con palabras, hay una distancia infinita: la que
separa la vida de ía muerte, al espíritu del cuerpo, a la mujer del hombre.
Para instalarse en la madre desde un espíritu que niega el paterno, debe
aceptar un espíritu sin una sola partícula de cuerpo en el cueipo materno
idealizado y, por eso mismo, anestesiado y muerto.

¿Qué pasó con el Dios judío luego de la diáspora?

El pueblo judío, luego de la diáspora, falto de sustentarse en la tierra


que los romanos dominaron, mantuvo su existencia dispersa y más distan­
te en un mundo celeste, religioso: fue el pueblo deí Libro. La materialidad
propia a ía que se aferraron fue un texto; la patria tuvo una textura litera­
ria. En lo que a residencia terrenal se refiere tuvieron una materialidad geo­
gráfica prestada; hasta fueron durante largo tiempo excluidos de la propie­
dad terrestre y se diseminaron por múltiples países. Dios mismo, que los
había elegido, los había abandonado, aunque se aferraran a él para seguir
existiendo; también para los judíos los poderes paternos se habían extin­
guido junto con los poderes del reinado: “Pues te pareció bien a ti, Crea­
dor del pueblo judío, hum illara éste, y y a que la fortuna se pasó del todo a
jos romanos....”(Flavio josefo, III, La guerra de los judíos). Pero ese mun­
do celeste, hasta que la tierra fuera otra vez hallada, necesitó cuerpo ma­
terial propio para afirmarse y protegerse; y entonces aparece acentuado el
reinado de la madre judía en la familia, no la virgen María. También los ju­
díos debieron abrir un lugar nuevo para la madre; el lugar femenino fue
recuperado seguramente hacia adentro y hacia afuera. Pero no ahondaron
en busca de refugio el lugar materno arcaico ni tampoco sutilizaron su for­
ma carnal evanescente hasta convertirla en absoluto y religiosa; la madre
judía, aunque dominante, siguió para siempre siendo madre sensible, nun­
ca se convirtió en diosa. No convirtieron a la madre en Espíritu Santo y en
Virgen Inmaculada. Pero la religión exacerbó los ánimos; el Dios del pa­
triarcado cruel del antiguo reinado sacerdotal y dominante vuelve a impo­
nerse con su furia en el nuevo Estado de Israel conquistado: operación Vi­
ñas de Ira. No hay piedad materna para nadie,
La prolongación cristiana que se extendió desde los judíos luego de
que Jesús intentara liberarlos se dio en cambio, al poco tiempo, un nuevo
Imperio al que le impuso su corona religiosa; encontró un refugio nuevo,
incierto es cierto, pero perdió entonces totalmente a la madre sensible, ob­
jetivada ahora en la Institución de la Iglesia Católica. Al cuerpo materno
sólo le quedó el cuerpo místico hacia afuera, cuyo poder pasó a ser regen­
teado por el clero, y hacia adentro se quedó con la imagen de una nudre
insensible, virgen y casta, de la cual el padre carnal, como hijo adulto, que­
da expulsado para siempre y condenado al muere si osara reclamarla.
Donde se explica que Agustín no era pederasta: sólo se reclama como
eu nuco. Se pregu nta por el goce (propio) del dolor (ajeno): el dolor que
causa gozo y el gozo que causa dolor. Entonces siente más compasión
del que goza con una infamia que del que padece una pena por verse
privado de una perniciosa voluptuosidad o haber perdido una misera­
blefelicidad. El santo, como corresponde, sufre por sufrir, goza de ria­
da. Ahora el nuevo padre ya no siente odio hacia el hijo.

La confesión del hombre que llora

Muerto el padre, Agustín se va a Cartago a proseguir sus estudios. Tie­


ne 16 años. Pese al drama se complace en el juego de palabras: Cartago,
dice, era un sartago, sartén donde hervían “amores impuros”. Tenía una
‘‘infelicidad muy oculta" que lo hacía odiarse a sí mismo; sentía su cuerpo
disponible, y “todavía no amaba". Buscaba un “objeto de amor1', pues aún
“me encontraba sin apetito de los alimentos incorruptible^'; su alma, “llena
de ú l c e r a , estaba “ansiosa de restregarse con el contacto de los cosas sen­
sibles” (III, !, 1). No ya las peras hurtadas, sino aigo más caliente y próxi­
mo a la Cosa: las “cosas sensible^-' con las cuales frotarse. No ya la fornica­
ción del alma, como en el hurto, sino la fornicación concupiscente con la
temida hembra. Agustín quiere todavía objetivar la Cosa, gozarla por seme­
janza — con “celestial serenidad”— en las mujeres (y al parecer hasta con
los hombres).
En esta narración retrospectiva nos describe la liberación que sintió,
adolescente, luego de la muerte de su padre, que prolongó el modelo au­
sente. Hizo lo que le gustaba al padre, pero juzgado ahora desde la pers­
pectiva de la ley de la madre:
“Amar y ser amado era la cosa más dulce para mí, sobre todo si go­
zaba del cuerpo de la persona amada. De este modo manchaba la
fuente de la amistad con las inmundicias de la concupiscencia y en­
turbiaba su candor con la obscuridad infernal de la lujuria” (III, 1),

¿Eran sólo mujeres? Todo afecto parte de la amistad, que es la fuente


pura del amor al otro. Por lo pronto nos dice, ambiguamente, que “ensu­
ciaba la fuente de la amistad con las inmundicias de la concupiscencia’
(II, n, 2). Más adelante nos dirá que “la amistad es la fuente de esas simpa-
tía¿' que nos llevan a compadecernos con el otro. Pero también señala el
peligro que la amistad esconde: “nos arroja hacia el torrente de p e z hir­
viendo, ardores horribles de negras liviandades (III, n, 3).
“...mi alma, cubierta de úlceras, se arrojaba fuera de sí misma, misera­
blemente ávida por rascarse sus miserias contra las realidades sensi­
bles” (id.).

Agustín es muy severo con sus propios ardores juveniles. El alma de


Agustín, en la calentura insigne y bien carnal que sentía, tenía que despe­
gar del regodeo íntimo, del pegoteo imaginario con la figura maternal que.
lo acosaba. Debía colmar, como lo hacía su alma, ‘fuera de sí misma”, lo
interdicto adentro. Entonces denomina “úlceras” al escozor candente, y
compara la relación sensual y “ávida” de su alma, ardiente con et rascarse*,
el cuerpo del otro es como la uña para la piel que pica. Pero no podía; el
alma no despegaba de su primer objeto, en la sensualidad sin distancia que
la empapaba, anterior e indiferente a la diferencia sexual en la que debía
prolongarse, y expresaba su disgusto sin palabras en el dolor interno que
lo ulceraba: al separarse de lo materno la huella interna se abría como una
herida que sangraba. El corazón materno sangra por la llaga en eí adoles­
cente que está caliente por zafar de sus garras, Traducido a la lengua del
siglo, la ley de la madre le expresaba, con eí lenguaje mudo del dolor de
su herida, que no comprometiera su amor profundo y verdadero con na­
die que no fuera ella: que lo sensible extemo era lo más atractivo; pero,
en tanto estaba afuera y habría una distancia, resultaba lo más desprecia­
ble y peligroso. ¿Por qué, si no, sentiría, luego de tanta infracción, tanto
espanto?
La contradicción fue, como se ve, su punto de partida. Quería amar y
ser amado, “la cosa más dulce”era gozar “del cuerpo de la persona ama­
d a ”. Estaba “sediento de amor hasta lo más íntimo de m í mismo”, hasta los
estratos más profundos y primarios.
“Me precipité además en los lazos del amor, cosa que quería que me
sucediese. Pero, oh Dios mío, misericordia mía, con cuánta hiel rocias­
te aquella dulzura mía. Y qué bueno fuiste conmigo, porque no sólo
fui amado sino que llegué misteriosamente a las ataduras del placer y
me dejé atar alegremente con ligaduras funestas para ser después azo­
tado con las varas candentes del hierro de los celos y las sospechas y
los temores y las iras y las querellas” (Ibid.).

A este amor correspondido se referirá más adelante' Por ahora nos di­
ce que sufre como un condenado.

Agustín va al teatro.
El goce (propio) del dolor (ajeno). Acerca de la misericordia

Agustín adolescente frecuenta el teatro. Allí se debaten los dilemas de


[a vida.
“Me atraían enormemente los espectáculos teatrales, llenos de las imá­
genes de mis miserias y de los incentivos de mi pasión. ¿Por qué uno
querría sentir allí dolor, cuando ve cosas tristes y trágicas y, sin em­
bargo, no querría padecer él mismo aquellas cosas?” (III, ti, 2).
"¿Se aman los dolores? También esto procede de aquella fuente
de amistad. Pero ¿hacia dónde corre? ¿Por qué corre hacia el torrente
de pez hirviendo, ardores horribles de negras voluptuosidades?’7 (III,
ii, 3)
La amistad es una relación donde circula y se vierte el afecto puro en­
tre dos personas. Su corriente afectiva expresa el grado cero de impureza,
porque está distante del contacto amoroso con el cuerpo del otro. Su des­
borde torrentoso rompió el límite en Agustín, y lo arrojó desde la altura de
la amistad pura e inocente hacia la más horrible y obscura de las concu­
piscencias, reales o imaginarias, esas cuyo modelo encuentra en las repre­
sentaciones teatrales. A partir de allí comienzan sus lucubraciones sobre la
misericordia; sentimiento contradictorio, descubre, donde el que se com­
padece goza del dolor del otro y, lo que es peor todavía, al parecer goza
hasta del propio sufriríüento.
“Me atraían enormemente los espectáculos teatrales lleno de las imá­
genes de mis miserias y los incentivos de mi pasión. ¿Por qué uno
querrá sentir allí dolor, cuando ve cosas tristes y trágicas, y sin embar­
go no querría padecer él mismo aquellas cosas? A pesar de todo, el
espectador quiere sentir dolor con esas cosas y su dolor es su placer.
¿Qué es esto sino una incomprensible locura? (...) En las cosas fingi­
das del teatro ( ...) sólo se le invita a condolerse, y en cambio al actor
de tales imágenes le favorece tanto más cuanto más dolor siente. (...)
Si siente dolor con ellas, está atento y llora de gozo” (III, n, 2).

Eso le sorprende: buscando el gozo encuentra que el dolor lo espera,


y se da cuenta de que también con el dolor se goza.
"Luego hasta los dolores se aman. Evidentemente todos los hombres
quieren gozar. Como a nadie le gusta ser desgraciado, y a todos Ies
gusta ser misericordiosos, cosa que no puede existir sin dolor, ¿quizás
por esta sola razón se aman los dolores? (III. n, 3).

Quiere decir: aun cuando estamos con aquel otro que sufre, y allí don­
de parecería que, por misericordia, sólo podemos sentir también dobr al
compartir su sufrimiento, allí también encontramos, en ese dolor del <>ijr
el inexplicable gozo nuestro, el gozo de sentirnos buenos por ser miseri­
cordiosos. Puede decirlo, y sorprenderse de la paradoja — amar los d i]u
res— mientras no haya conciencia de la Cosa que está en el origen <U u,
do lo que sentimos. Que cuando nos compadecemos con su sufrimiriiir) v
su fracaso también gozamos al sentirlo; en realidad gozamos con la p.-lui­
da que él siente por la cosa que quería tanto (¿que ambos queríamos tan­
to?). Pero entonces ¿para sentir el gozo misericordioso debemos desear que
haya sufrimiento y gente desgraciada?
(...) ¿Por qué corre hacia el torrente de pez hirviendo, ardores mons­
truosos de negras voluptuosidades? (...) ¿Habría que rechazar p< <i i so
la misericordia? Por consiguiente, alguna vez podrían amarse los do­
lores. Pero evita, alma mía la impureza bajo la tutela de mi Dios (,.;).
Evita la impureza. Pues yo ahora [que soy católico] efectivamente ten­
go compasión; pero entonces [cuando no lo era] en los teatrc s me
complacía con los amantes cuando conseguían el fin de sus deprava­
dos amores...(...) Más cuando no lo conseguían, me entristecía como
si tuviera compasión, y ambas cosas me agradaban” (id.).
“Cuando uno mismo sufre, es la miseria: y cuando se compade­
ce con otros, es misericordia, se dice habitualmente (III, II. 2-3).

11Llora de gozo’’-, “su dolor es su placer ’; “hasta los dolores se am an’’.


Sentía gozo cuando los amantes gozaban; esto se entiende. Pero también
sentía gozo cuando los amantes se entristecían porque fracasaban, como si
tuviera compasión de ellos. Es decir, gozaba con el fracaso ajeno, y ambas
cosas las sentía. La conclusión retrospectiva, incomprensible y paradójica
se impone: lloraba dolorosas lágrimas de gozo, amaba los dolores, el do­
lor le fue placentero; como si tuviera compasión, pero sin tenerla. ¿Qué
corte fundamental tuvo que haberse producido en el santo para pasar del
goce del pecado en el hurto, que le había extrañado, y descubrir ahora,
c a tó lico hecho y derecho, que cuando amaba ardorosamente a las mujeres
también — “incomprensible locurd’— había amado los dolores? (id.). La lo­
cura cae d e l iado de los que aman porque sienten con el cuerpo volup­
tuoso. Agustín huye de la “locura” del amor terreno en el goce incorpóreo
de la conmisericordia cristiana. “Evita la i m p u r e z a “evita la impureza ”,
repite obsesionado.

tránsito de la com pasión pagana a la conm iseración cristiana

“Sería preferible, es seguro, a los ojos de quien posee una auténtica


misericordia, que este sufrimiento careciera de objeto” (III, il, 3).

El santo persigue la aniquilación del objeto externo, porque previa­


mente quedó encapsulado y consagrado al objeto interno: la Cosa sagrada
a la que sólo siente y de la que no sabe nada. En la realidad adulta todo
goce del amor y del cuerpo amado, ley de la \ida, lleva al dolor cuando
perece. Esa es la experiencia fundamental que más tememos; el goce, en
este caso del amor por la mujer, lleva ai dolor supremo cuando la perde­
mos. Agustín generali2a y forma una unidad con dos momentos situados
en tiempos separados: el goce del amor apasionado y su término en el do­
lor defraudado. El objeto anhelado, que provoca lo uno y lo otro, queda
degradado, no hay amor eterno. En realidad la frustración insoportable es
ésta: no poder nunca reencontrar en el amor de la mujer real y adulta la
satisfacción alucinada de la mujer-madre que sintió en su etapa infantil y
arcaica, sin dolores y eterna, goce puro del Paraíso perdido. No poder so­
portar "el torrente de p e z hirviendo , ardores horribles de negras livianda­
des”. De este modo, al invertir la preeminencia de la realidad adulta para
privilegiar los fantasmas de la fantasía arcaica, también la ecuación del
principio placer displacer fue dada vuelta, quedó invertida la secuencia y
predominó el displacer-placer: el placer defraudado —lo displacentero del
dolor que provoca— quedó como comienzo y fin de toda experiencia hu­
mana. El dolor ijue causa gozo actuali2a el goce arcaico: es el del llanto in­
fantil que por gritar de dolor hace que la madre venga a consolarnos. Ese
dolor es lo contrario radical del gozo que causa dolor, el goce adulto que
puede producir sufrimiento, pero ahora sucede por las contrariedades de
la vida adulta: pueden dejar de amarnos.
Si el gozo produce dolor, y el dolor nos produce goce, algo extraño
pasa. No podemos ni siquiera apiadarnos del sufrimiento del otro, porque
gozamos de que sufra tanto. ¿Acaso en última instancia el gozo no acom­
paña a toda conmiseración con el dolor ajeno, es decir el gozo al menos
de sentirnos vivos y sentirnos buenos? No digamos ya por el solo hecho
de que eso malo le pase al otro, y no a nosotros. Y Agustín debe sentir en­
tonces que en todo lo que hace de bueno se “hace” el bueno: representa
una escena para otro. Hubo goce al compadecernos de ambos dolores, y
quiere anularlos. Entonces transforma la compasión en un dolor nuevo, le
da un nuevo sabor a la conmiseración cristiana, como si ésta que ahora
siente fuera fruto de una racionalidad pura, que despegó total y radical*
mente de su asiento en el placer afectivo que producen las cosas por te­
nerlas y gozarlas; ni gozo que causa dolor, ni tampoco dolor que causa go­
zo. “Pues nuestra emoción es tanto más viva cuanto menos estamos
curados de nuestras pasiones” (III, », 2). Lo mejor es no sentir grandes
emociones; no sentir ningún gozo apasionado como :‘el que padece una
pena por verse privado de una perniciosa voluptuosidad o haber perdido
una miserable felicidad” . Y para estar seguros de que la conmiseración no
nos produce ningún goce, lo más verdadero será ahora compadecerse por
alguien que no siente nada por la Cosa, que goza sólo del dolor del otro
por el dolor mismo, por hacerlo sufrir, sin pasión, sin causa, sin Cosa, que
es el objetivo de la misericordia: el dolorismo cristiano.
“Ahora tengo más compasión del que se goza en la infamia que del
que padece una pena por verse privado de una perniciosa voluptuo­
sidad o haber perdido una miserable felicidad. Esta misericordia evi­
dentemente (sic) es más verdadera, porque en ella el dolor no causa
gozo” (III, ii, 3).
"Porque, aunque merece aprobación el que por razones de cari­
dad se compadece del desgraciado, sin embargo quien es verdadera­
mente misericordioso preferiría que no hubiera de qué compadecer­
se” (id.).

Agustín, pensamos, está queriendo decir algo nuevo; si tengo miseri-


cprdia hacia el que pierde un objeto de concupiscencia, me pueden pasar
tres cosas, como hemos visto que le pasaba antes: 1) me gozo yo mismo
al evocar ese objeto atractivo por el que sufre el otro; 2) me gozo al saber
que el otro, y no yo, es quien lo sufre; 3) me gozo por saber que pierde
algo que a mí me gusta, que quizás pueda ser ahora mío. Gozo de que
pierda la cosa que ama y gozo porque sufra por haberla perdido; por le
tanto gozo del dolor del otro, dice el santo, y entonces Agustín se horro­
riza por ser ma^°’ dolor (del otro^ puede ser aprobado en ciertos casos,
pero nunca puede ser amado”. Y cuando lo ama se siente un hipócrita re­
domado; hacia afuera expresa dolor y conmiseración, hacia adentro placer
V complacencia. Es horrible vivir escindido. Hay que ser misericordioso de
alma a alma.
Por eso en el criminal más desalmado, brutal y frío, que comete el cri­
men más horrendo sin motivo, el que no se goza sacándole al otro la co­
sa con la cual goza, sino que se goza de cometer una maldad infame por
la maldad infame misma, ese al que no le interesa la Cosa ni quiere po­
seerla carnalmente, ese no nos hace sentir gozo por la Cosa perdida, co­
mo le sucede al ver que el otro pierde el objeto amado con concupiscen­
cia: este infame siente un gozo en el alma, no en el cuerpo. Entonces yo,
que huyo de la concupiscencia, que soy santo y espiritual, con ese infame
puedo ser misericordioso, porque no tengo que evocar la Cosa cuando lo
compadezco; ese infame se goza en producir el mal por el mal mismo, no
por la Cosa. Con él, por fin, puedo en verdad, dice Agustín, ser cristiana­
mente misericordioso. No me hace sentir gozo, porque goza de hacer eí
mal por el mal mismo, 110 por la cosa: es un infame espiritualista. Está en
el otro extremo de mi misma línea; distante de la Cosa.
Por eso puede decir, ahora que es católico y santo: “tengo más com­
pasión del que se goza en una infamia”. No lo toco ni lo rozo al otro in­
fame corporal y sensible, ni siquiera imaginando el objeto de su propio cri­
men, porque tampoco al criminal le interesa eí cuerpo del otro: sólo se
interesa por hacer sufrir a su alma. Estamos en lo mismo; la diferencia con­
siste en que él quiere que el alma sufra, y yo santo quiero que el alma go­
ce. Él es un criminal, y yo soy un santo, ambos espirituosos. Y en eso coin­
cidimos. Somos misericordiosos de alma a alma; por eso, se entiende
entonces, “ahora tengo más compasión del que se goza en ¡a infam ia”.
Necesito, para ser verdaderamente misericordioso, estar a mil leguas del
otro sufriente, cortar toda semejanza para anular cualquier sentimiento libi-
dinal que pueda aparecer entre mi cuerpo y el suyo. El otro, cuanto más vi­
vo, imaginante, gozosa y dolorosamente vive, tanto más compromete mi
propio goce sensual reprimido al compadecerlo. Seria compartir su pecado
como mío. Por eso siento que mi misericordia debe ser dirigida al otro —a
su contrario, a su torturador, a Torquemada— que al menos ya está en otra
Cosa: no aspira al goce de ninguna cosa concupiscente, carnal y caliente; se
complace y sólo goza con eí dolor que comete para salvar su alma.
La misericordia alcanza de este modo la negación suprema del otro
real doliente y encamado. Misericordia de la buena, misericordia cristiana,-
nos dice Agustín, es no tener que sentir el afecto por el objeto que causa
el dolor a] otro (para no sentir lo que despierta como ganas en uno mis­
mo). Misericordia pura es sentir dolor abstracto, dolor puro, sin interesar­
se por las causas de ese prójimo que sufre a causa del infame que goza
con hacerle daño, porque primero nos desinteresamos y nos alejamos de
las cosas sensibles de la vida. Y de allí la consecuencia social más grave y
perversa; Agustín católico "siente” misericordia del que goza de una mal­
dad. es decir del goce puro sin la Cosa, siente sin sentir nada porque no
tiene ganas de nada, y se distanció lo más profundamente posible de la
Cosa amada por la cual sufren todos los hombres que no son infames, Pa­
ra recibir la misericordia de Agustín el santo, primero tenemos que renun­
ciar a la Cosa que se prolonga en el gozo de las cosas del mundo. En. el
vacío insensible de la huella tachada siente ei resentimiento más frío y des­
pojado. Sólo se compadece con el infame, que padece su mismo daño mo­
ral y psíquico, su indiferencia solitaria por el otro, pero que no puede evi­
tar, como evitó el santo, pasar al acto. No puede, por ejemplo, quemar
brujas o empalar indios, o matar judíos, pero puede compadecerse de los
infames asesinos porque lo hacen por nada: sólo por el daño puro. No;
puede, es cierto, compadecerse de las concupiscentes hembras, de los idó|
latras indígenas, de los camales judíos. Agustín puede compadecerse del
infame que no le produce goce, dice, porque se vació del objeto que fun­
damenta iodo sentimiento. Al vaciarse de madre no tiene ningún objeto ex^
temo que lo caliente. El infame insensible, que ama el daño por amor a¿
daño mismo y no por mor de la Cosa, ese es un ser homogéneo con el suí
yo, espíritu del mal, es cierto, pero al menos puro espíritu. Ambos ocultan
el mismo fundamento encarnado, las causas históricas del mal que se pro­
duce en el mundo. Con la suprema bondad agustiniana, descarnada e in­
sensible, podemos cometer en nombre de la bondad suprema y pura los
más terribles crímenes. Ahora entendemos:
£
“Ahora tengo más compasión del que se goza en la infamia que del
que padece una pena por verse privado de una perniciosa voluptuo­
sidad o haber perdido una miserable felicidad. Esta misericordia evi­
dentemente [sic] es más verdadera, porque en ella el dolor no causa
gozo” (id.).
"pero evita alma mía la impureza bajo la tutela de mi Dios (...) Evita
¡a im p u r e z a ” Obid.'). La impureza es la realidad sensible del otro que con­
mueve la propia y nos toca. Evita la impureza quiere decir: evita todo con­
tacto sensible y encamado con el otro. Por eso al pobre desgraciado que
sufre por algo, por alguien perdido o amado con el que sentía goce, a ese
que busca a la Cosa en las cosas de la vida, ni misericordia: me hace sen­
tir a mí, Agustín, aquello que me costó mucho radiar de mi cuerpo: el amor
a la Cosa por la que se sufre tanto. “El dolor puede experimentarse en al­
gunos casos, pero nunca amado ” Gil, n, 3). Agustín confunde la Cosa ex­
teriorizada con el dolor mismo que suscita adentro: ambos, afecto interno
y objeto externo, quedan igualados y ya no se distinguen. Decir objeto
am ado placentero afuera significa decir dolor insufrible, inconsolable
adentro; desde la marca materna. Porque la Cosa negada, cuando se pro­
longa afuera y es evocada, duele: la Cosa está que arde para el santo.

El roñoso goce confesado

De ios dos momentos diferentes en la representación teatral — la ale­


gría del amor realizado y el dolor ante el amor frustrado— vemos que
Agustín retiene y se sorprende sólo con uno: el goce del dolor. Sin embar­
go sentía otro goce: "me complacía con los amantes cuando conseguían el
y fin de sus depravados amores'. Aquí hay goce sin dolor; éste no le intere­
sa. Lo que lo retiene es solamente el goce del dolor, por lo insólito. El pri­
mero es depravado, sin conciencia moral. El segundo es moral, porque hay
reconocimiento del dolor, pero al mismo tiempo siente ese extraño goce
del dolor que le inquieta. Huye entonces del goce del dolor, porque en­
cuentra que en el dolor también hay goce de la Cosa. La ecuación se resuel­
ve con la misericordia religiosa, en el amor a Dios; aquí por fin está lo que
buscaba, un dolor sin goce, puro dolor, dolor de nada.
“Hay, por tanto, algún dolor digno de ser aprobado, pero ninguno
digno de ser amado [es decir, digno de ser gozado]. Por eso, tú, Se­
ñor, que amas a todos los hombres (...) ningún dolor te puede alcan­
zar.
”Pero yo, miserable, amaba entonces el dolor y buscaba de qué
tener que dolerme, cuando en aquellas desgracias ajenas, fingidas y
representadas, me agradaba tanto más y me atraía con tanta mayor
fuerza aquella acción del actor que me hacía derramar lágrimas. ¿Qué
tiene pues de extraño que yo, infeliz oveja descarriada de tu rebaño,
incapaz de soportar tu guarda, estuviera plagado de asquerosa roña?
De aquí nacían los deseos de aquellos dolores, no de unos dolores
que me penetraban muy hondamente — pues no quería sufrir cosas
semejantes a las que veía representar— sino de aquellos que, oídos y
representados, apenas me tocaban superficialmente. A estos dolores,
no obstante, les seguía una hinchazón ardiente y una inflamación y
una horrible podredumbre, como pasa a los que se rascan con las
uñas. ¿Esta vida mía era en realidad vida, oh Dios mío?” (III, n, 4).

Gozaba con el dolor, confiesa pecador, pero también nos dice que go­
zaba como un condenado. Más aún: ese goce doloroso, que describe apa­
sionado, es el equivalente de un orgasmo. No sabemos qué escena imagi­
naria tenía presente Agustín cuando escribe esto; sólo nos dice que eran
aquellas donde el actor le hacía derramar lágrimas. Y eran escenas de amor
frustrado. Sentía y lloraba cuando ei otro, que el actor representaba, sufría.
El actor gozaba cuanto mejor representaba el dolor; su goce no era un go­
ce segundo y diferente; gozaba de actuar bien el dolor ajeno pero sin sen­
tirlo como propio-, lo representaba para los otros solamente. Gozaba con
el aprecio del espectador que lo miraba. Su dolor tenía un objetivo gozo­
so; utilizaba la expresión del dolor como medio para alcanzarlo. Pero
Agustín, espectador, ¿por qué gozaba del dolor representado, si también
nos dice que lloraba? Podemos pensar que para él el dolor era un acorné
pañante que se agregaba al placer; que el placer del dolor incrementaba
otro placer que antes era sin dolor y ahora, con el dolor, se convertía en
gozo culpable y doloroso. Sucede que antes, hemos visto, sentía gozo pu­
ro. Y para evitarlo ahora debe alcanzar el dolor puro.
Pero no analiza su placer; sólo dice que era “gozo del dolor”, aunque
por ahora sólo llora “su p erficia lm en te Ese plus de placer que el dolor le
agrega al goce, en la escena de amor desgraciado que lo conmovía, nos
escamotea lo mismo que nos escamoteaba en el hurto; la Cosa, el objeto
velado y distanciado del amor que suscita. Era el dolor del otro el que le
agregaba esa intensidad al goce del verdadero objeto ausente — si repara­
mos que en la relación de goce primero no sólo hay dos sino tres actores:
e]g placer del hijo con la madre sobre fondo del placer que siente por la
exclusión del padre— . Esta es la situación que le agrega ese plus de pía-;
cer que se llama goce: esa tercera dimensión que Agustín escamotea en su
goce del dolor, porque la Cosa con la que goza queda innombrada (como
innombrada quedará para siempre la mujer amada). No sabe de qué goza
intensamente cuando sufre débilmente: goza de un placer más intenso y
más profundo que el sufrimiento superficial que siente. Hay entonces dos
niveles por lo menos; el superficial del sufrimiento y el más profundo del
goce que sentía.
Y sin embargo en su descripción hay índices de esta vivencia del go-
ce del dolor que muestran esos dos niveles. El primero, el goce, a pesar del
llanto, es registrado como “superficial'’; nuestro adolescente no quería su­
frir hondamente, se distanciaba de la dimensión sentida del dolor, no se
identificaba con el sufriente. Aquí todavía no hay goce; hay comprensible
y superficial sufrimiento. Es el primer momento:
“¿Qué tiene, pues, de extraño que yo, infeliz oveja descarriada, inca­
paz de soportar tu guarda, estuviera plagado de asquerosa roña? De
aquí nacían los deseos de aquellos dolores, no de unos dolores que
me penetraban muy hondamente —pues no quería sufrir cosas seme­
jantes a las que veía representadas— sino de aquellos que, oídos y re­
presentados, apenas me tocaban superficialmente” (id.),

El segundo momento (que él mismo distingue), agrega aquello que


estaba ausente en esta primera situación, y la continúa. ¿Qué le seguía al
dolor superficial que había sentido?
“A estos dolores, no obstante, le seguía una hinchazón ardiente y una
inflamación y una horrible podredumbre, como pasa a los que se ras­
can con las uñas” (III, 11, 4).

Segundo momento: el sufrimiento del otro, distante, era el que hacía


: surgir luego — “leseguía”, dice— la tumescencia, la hinchazón, la inflama-
: ción cavernosa del cuerpo gozoso con el que se complacía en la cercanía
más intensa del objeto del amor que el otro había perdido. Le seguía “una
hinchazón ardiente y una inflamación y una horrible podredumbre ", que
: ño sería la del dedo meñique, sino la “asquerosa roña”, el supremo pla­
cer, el más intenso ahora, que estremece todo el cuerpo, acompañado del
remanente sentido del dolor del otro. Es sólo en este segundo momento
donde se produce el goce, el sentimiento que lo excita más hondamente.
Cuando se produce el goce no hay defensa; no puede distanciarlo como
lo hacía con el sufrimiento. Y al goce sucede un tercer momento, el de la
culpa:

“¿Esta vida mía era en realidad vida, oh Dios mío”. Oh, Padre mío?”
(id.)

En la imagen de los que se rascan está unitariamente contenida la si­


tuación; él también se rascaba la “asquerosa roña ", la “horrible podredum­
bre”que está en su cuerpo, como una plaga pegada a la piel ardiente, ca­
lificativos para despreciar el goce sexual presente en toda su obra. El ras­
car la roña y activarla produce un placer urticante en ei cuerpo erógeno,
La roña pica y nos conmueve: es la pulsión voluptuosa que despierta al
cuerpo y lo excita con su promesa de placer que obtenemos al rascarnos
hasta ulceramos, onanistas, y hacemos daño con nuestras propias manos.
El placer vence al dolor con el dolor mismo y lo acompaña como un pla­
cer acrecentado. El dolor es el acompañante del placer, el precio que hay
que p>agar por gozarlo clandestinamente. Pero ese precio, superficial, amo­
nedado en el llanto compasivo, en realidad lo paga el otro que no es él:
lo paga el actor que sufre tanto. Hay distancias y cercanías en el goce y en
ei dolor agustiniano.
Nuevamente, pues, Agustín no quiere saber nada de lo que califica co­
mo su propia roña, su podredumbre: el goce de lo femenino en él, el go­
ce clandestino e inconfesable de la madre-mujer, para decirlo más claro.
Sólo retiene, como en el hurto, el goce de hurtar, del mismo modo que
aquí retiene sólo un aspecto del acto gozoso, el goce del dolor, que al des­
cribir sin embargo se presenta como dos: él mismo, por un lado, y la Co­
sa, que hace gozar, por el otro: el primer objeto reencontrado. Y con ella
vuelve a unirse, como en el origen de sí mismo, enfrentando la muerte en
ese encuentro que aterra al mismo tiempo. Esta unidad gozosa con la ma-
ter dolorosa, pero donde también descubre que ella goza, es el pecado.
Hacia afuera nos confiesa el dolor (que en realidad es el del otro); hacia
adentro nos oculta el objeto del goce (que, aunque arcaico, es el propio).
San Agustín al confesarse se (nos) hace trampas. Todo lo que despierte la
reverberancia de ese primer objeto anhelado será también pecado. ¿Hay
acaso otro?

Goce de la nada

El goce es esta exacerbación del necesario dolor ajeno, que es el


acompañante de su amor más hondo, porque sólo así lo alcanza. Necesi­
ta del sufrimiento para suscitarlo; el sufrimiento es el índice de haberlo al­
canzado, y sólo así puede tolerarlo, es decir gozarlo. Una vez más: lo que
sobresale y oculta de sí mismo es el carácter sádico de su goce que, por
negación del objeto que lo suscita, se presenta ahora ante nosotros como
misericordioso consigo mismo; el santo, como corresponde, sufre por su­
frir, goza de nada. ¡Tan bueno y tierno el santo! Pero en realidad ya vemos
el esquem a cristiano: sufrir ante la vista distanciada del sufrimiento del otro
es una condición para alcanzar, al ahondar hacia adentro aquello de lo que
-¿ios separamos afuera, el placer primario con la madre, retrotraerse ante el
signo del espanto que nos produce el dolor ajeno insufrible, para revolear­
nos en la seguridad amorosa más entrañable, arcaica y clandestina. El cris­
tiano Agustín, cuando joven, necesitaba ver sufrir al otro para abrir aden­
tro de sí mismo el espacio de su gozo innombrable.
¡Si no fuera por la culpa! Entonces, al final, aparece tras el propio pa­
dre desaparecido el nuevo Dios Padre, el de la maare, el Aparente, que lo
sabe todo, y que hacia afuera, ante el mundo, simula castigarlo por su go­
ce. Y puede confesamos, inocente, entre guiños: ¡pero si gocé de nada, si
gocé sólo con el sufrimiento! Es decir, nos dice que en realidad está su­
friendo, que es un roñoso, una oveja descarriada. Y le pide perdón por lo
que ha hecho. Pero como a Dios v n in g ú n d o lo r te p u e d e a lc a n z a r1’, le di-
¿e porque lo conoce, tampoco le alcanza el suyo. No lo puede conmover
Con su dolor, porque el n u ev o p a d r e y a n o sien te odio h a c ia e l hijo: lo s i e n ­
to co n el a m o r d e la m a d re. Siente complacencia de estar, como Personas
puras y eternas, los tres juntos, Quiere ser como Dios:
“Por eso tú, Señor Dios, que amas a los hombres, te compadeces de
ellos de manera más pura que nosotros, y de modo mucho más per­
fecto, porque ningún dolor te puede alcanzar. Y ¿quién será capaz de
ello?” (111: ll: 3).
Si a Dios no lo alcanza ningún dolor, es porque siendo espíritu puro,
insensible., sólo goza con la pura Cosa; Dios-Padre está en la Cosa, es igual
á la Cosa, está hecho de la misma Cosa. En la Cosa no hay dolor: sólo hay
gozo. Este dolor puro; dolor de nada, abstracto y metafísico al que aspira
el santo, es la prueba de que Agustín en el mundo renunció a todo goce
para poder salvarse. Porque todo gozo abre el dolor de perder la Cosa al
acercarse, y el temor doloroso de acercarse y quedar abrasado. Debe re­
gresar internamente al antiguo paraíso que, como Borges sabía, sólo exis­
te en tanto que perdido y que Agustín, en cambio, vuelve a encontrar de
nuevo.
Esta descripción subjetiva es una condición social para tiempos de des­
gracia. Ante el sufrimiento del otro, en la sociedad de los hombres impoten-
; tes, estos buscan refugio gozoso —gozoso de eludir los garfios de hierro y
la hoguera— en los arcanos arcaicos de la marca materna. El cristianismo di­
suelve el fracaso político de Jesús el rebelde y lo convierte en éxito social
con Cristo crucificado para el Imperio. Como decía Marrón: “nos en señ a , co n
su modelo, u n a rte d e vivir e n tiem pos d e catá stro fe” fop. cit.).
Tránsito y profanación

La fornicación y el amor a la mujer fue una de los estancias más difí­


ciles de su vía crucis. Hizo todo lo que pudo para enfrentar al Padre y de­
safiarlo y profanarlo en lo más solemne: en el cuerpo sagrado de la Madre
objetivada. Agustín enfrenta ahora lo que no puede adentro: el cuerpo ex­
tendido de la madre. Debe mostrar que, falto de límites paternos, él pue­
de hacerlo solo:
"Me atreví también en la celebración de una de tus solemnidades den­
tro de los muros de la iglesia a dejarme llevar por la concupiscencia
y a actuar para procurarme frutos de muerte” (III, m, 5).

Es como si dentro del espacio de la iglesia fornicara en el propio in­


terior del cuerpo de la madre, desafiando al Padre, Frutos de muerte son
aquellos que broian cuando inseminamos el cuerpo materno para engen­
drar los hijos del amor prohibido. Frutos de muerte son ios que engendró
Edipo en Yocasta. Tan profundamente trataba de distanciarse de la madre
afuera mientras iba a su encuentro fatal hacia adentro. Tanta vida apasio­
nada y erecta en el desafío, ante un Dios que todavía, como padre, le era
externo.
¿Qué hay escondido detrás del Deus absconditus, de ese Dios “que es­
tabas más dentro de m í que lo más íntimo mío y más por encima de m í que
lo más elevado m ío”? [Deus interior intimo meo et superior summo meo."
Conf. III, vi, 11], Ya lo sabemos; en lo más interno y en lo más intimo de
uno mismo, en la profundidad del corazón cristiano, no hay nada más que
madre clandestina, contenida por el Padre. Por eso dice a renglón segui­
do, continuando ese descubrimiento:
“Así tropecé con aquella mujer procaz, carente de prudencia, de la:
que dice Salomón que, sentada en una silla a la puerta de su casa pro­
clama: Comed gustosamente los panes escondidos y bebed f u rtiva men­
te el agua dulce'' (id.).
Así, etcétera.
D onde ahora explicamos cómo Agustín crea con los c o n ten id o s d e la
madre clandestina un Dios nuevo. Deslinda a la madre e incluye en
la anidad d iv in a a las fres Personas de las cuales la mujer-inadre es­
tará ausente como hembra engendradora. De la madre genitora sólo
q u e d a lo temido y devorante. Y el hijo debe morir, la resurrección es la
esperanza de vivir eternamente.

Haci t la sabiduría: comienza otra historia

Tenía yá 19 años cuando descubre a Cicerón. Hacía dos años que ha­
bía muerto el padre, y acababa de nacerle un hijo de una mujer cuyo nom-
bre el santo borró de la historia. Aquí se produce el giro de su vida.
,;De repente me pareció despreciable toda esperanza vana, y con un
ardor increíble de mi corazón deseaba la inmortalidad de la sabiduría.
(...) Me excitaba, encendía e inflamaba con aquellas palabras a amar
V buscar y conseguir y retener y abrazar fuertemente, no esta o aque­
lla secta, sino la misma sabiduría. (...) En medio de tanto ardor sólo
me molestaba que no se hallara allí el nombre de Cristo, porque este
nombre de mi Salvador, tu Hijo, lo había bebido piadosamente con la
leche de m i madre mi tierno corazón y lo conservaba grabado profun­
damente,.," (III, iv, 7).
Luego de la muerte del padre — que recuerda— y del nacimiento de
su hijo —que no menciona— se inicia otro camino, más distante de la con­
cupiscencia: busca la inmortalidad en la sabiduría abstracta, esa que no en­
contró en los cuerpos sensibles, ni en su mujer ni en su hijo. Se intercam­
bia una pasión por otra; la pasión de la verdad —la construcción pensada
de un Dios-Padre en su conciencia racional y razonante— reemplaza y re­
cubre a la verdad sentida de la madre. Pero no lo alcanza de inmediato.
Hay un tránsito desde la elaboración fantasmal y sensible del maniqueís-
mo cristiano que lo lleva a la abstracción, plena y racional, de la Iglesia
Católica.
En sus Confesiones, al relatar el tránsito, pone en evidencia la meta­
morfosis subjetiva del campo imaginario que el catolicismo provoca en sus
fieles; cuando el terrcr político se toma más despótico cunde entonces la
impotencia popular para enfrentarlo. La confianza en la figura paterna, en
el poder político y en ios dioses cobijantes se desvanece, los hombres que­
dan sin sustento, suspendidos en el vacío colectivo: si se rebelan sienten
que se mueren. Es entonces cuando acontece algo tan desesperado como
invisible: ante la nueva amenaza que nos deja impotentes, incapacitados
para enfrentarla, se actualiza regresivamente ej retorno suplicante a la im­
pronta materna para que nos salve, como último estrato y refugio iru ins­
ciente en nuestro cuerpo individual e histórico. Allí el cristianismo ahonda
el poder externo en Ja subjetividad que, por fin, le queda más profunda­
mente sometida, y le abre al poder político, en el corazón ahora castrado
y contenido, el acceso a todo el ser del hombre. Transforma los conli ■tos
sociales externos y reales en conflictos subjetivos, individuales e ilusorios.

£ TDios único

El Dios único es entonces una forma abstracta, racional y vacía de la


plenitud arcaica. Pennite proyectar en su figuración autorizada el conteni­
do imaginario con el que cada cual, hombres y mujeres — sin tener que
declinar su identidad sexual— , llenan a ese dios único y común, diferente
sin embargo para ambos. La mujer ¡lena al Dios-Padre con su propio con-
tenido imaginario, que no es aquel con el cual lo llena el hombre. La di-
fe i ene ia sin embargo se hace presente en las imágenes privadas, que cada
sexo actualiza para rellenarlo.
Cristo se muestra en la cruz siempre desnudo, en taparrabos, como el
Niño jesús en la cuna o en el regazo de la virgen. La Santa Virgen en cam­
bio está vestida, cubierta con espesos ropajes de arriba a abajo. Las cuali­
dades sexuales amorosas del cuerpo femenino — cabellera, senos, caderas,
piernas, nalgas, vientre-— son ahora invisibles, ni siquiera sugeridas, salvo
los pechos en sus múltiples variantes, pictóricos, turgentes y apetecibles
hasta fláccidos, casi puro pezón saliente. Pero eso, escondida y oculto, es
lo que persigue el hombre: lo que la Virgen-madre encubre. Es la diferen­
cia que existe entre la Madonna y la Virgen Iglesia. Ma-donna significa mi
mujer, la otra, la Virgen pura, es una abstracción institucionalizada de la
madre temida y fría que el poder adopta para suplantar la que negamos
dentro de nosotros. En cambio a las mujeres, privilegiadas, a ellas no se
iás conforma con cualquier cosa; la Iglesia les ofrece siempre el cuerpo
desnudo del varón, el Cristo desvestido, ese cuerpo anhelado al que las
suplicantes se acoplan enardecidas de pasión santa ante la escultura o la
pintura del amado, mientras la vela que lo ilumina arde. ¡Quién puede sa­
ber qué evocan ante el altar las piadosas mujeres de rodillas sobre las pie­
dras de la iglesia, en la entrega devota, mientras con la mirada fija le rue­
gan al cuerpo del amado torturado, entregado sin defensa, con los brazos
abiertos! ¡Hagan de mí, pobre Cristo, lo que quieran!, parecería ofrecerse,
rendido. A las mujeres ja Iglesia les ofrece el cuerpo a cuerpo con el hom­
bre. el encuentro y la coincidencia entrañable que suscita, por ejemplo, la
enardecida pasión de Santa Teresa por el amado ausente. A los hombres
se les ofrece sólo lo velado y secreto en la mujer-madre, puro rostro de
bondad beata y fría, sin la coincidencia ni el encuentro imaginario de los
cuerpos,
Hay que borrar de la imaginación masculina el cuerpo de mujer-vir-
gen desnudo, pechos al viento que llamarían el aliento de la boca del
hombre, o el regazo materno que antes de albergar al inocente niño aco­
gió entre sus piernas abiertas ei sexo del padre, la madre entonces antes
de que nos concibiera, en el esplendor deseante de su cuerpo admirable,
como ellas lo ven impúdicamente —¿con qué derecho?— en el Cristo
desnudo como Esposo puro y casto. La única correspondencia tolerada
eritre lo infantil interno y lo adulto externo es el cuerpo materno y frío
dé la virgen adusta y distante, vestida, alisada y planchada, sin saliencias,
fqúe desalienta las ganas de tenerla cerca. No la madre que ñivo el hijo,
isino la fría e insulsa que la Iglesia le ofrece al adulto y al niño para bo­
rrar el recuerdo de su calentura magna. Y, para colmo, encima de la ca­
ma matrimonial, lugar donde el sacrificio nocturno se consuma, está el
Cristo de corazón sangrante que las frígidas madres desnudan como su
verdad más impúdica y confesable: el Hombre circuncidado en el cora­
zón, desmadrado, con esa cosa que le queda, fláccida y muerta, entre las
piernas. La victoria de la mujer esclava sobre el hombre vencido que tie­
nen en la cama.
Fantasmas e imágenes: distinciones

Para que Agustín haya podido recorrer el nuevo camino y purificarse


tuvo que reorganizar de otro modo las relaciones entre la realidad y la fan­
tasía,, los fantasmas y las imágenes. Construye entonces un sistema de con­
gruencias míticas, ensamblaje de sentidos que la afectividad reúne y que
sólo ia huida de la muerte ensambla, para metamorfosear imaginariamen­
te lo discordante y organizar “coherentemente” a la persona; quiere una
subjetividad pacificada y ordenada. No es el saber que se pregunta por su
coherencia interna, lógica y conceptual, de su engarce con el mundo his­
tórico, político y económico. Sólo se pregunta por el modo verdadero o
falso de organizar la vida de los hombres partiendo de verificarlo en la pro­
pia cifra imaginaria, desde el esquematismo básico como cobijo fantasea­
do arcaico.
La imaginación y lo ilusorio del niño participan del deseo de la ma­
dre en el presente, que cae sobre el niño y lo marca. La fantasía materna
dice siempre a su manera: este es el hijo de mi padre. Ei proceso de acce­
der a un Dios poderoso, desechando los fantasmas maternales devorantes,
señala el paulatino camino para desprenderse y excluir de toda relación
humana el anaigo de las marcas femeninas en el hombre. Sabremos abrir­
nos a la realidad del mundo desde el cobijo primero al cual, aterrados de
la intemperie y del sufrimiento, hemos regresado por razones personales
y sociales. Y detrás de ese último estrato sensible, irrepresentado, vacío de
imagen visible y de palabras, allí los hombres que han realizado ia proeza
insigne de renunciar a su madre objetivada, hecha mujer deseante entre los
hombres, se instaura un poder nuevo, inédito antes en la historia: <I p i-
der del padre idealizado de la madre, oculta y reprimida hacia afuej.t ['-*.■
modelo, parcialmente, estuvo dando vueltas en otras formas míticas y reli­
giosas antiguas. Pero en el cristianismo alcanza su modalidad más encu­
bierta, la transacción más acabada para el dominio político. Era la forma
terminal para deslindar todo fundamento sensible y materno en el hombre:
alcanzar ia forma de dominio en su núcleo más hondo y fervoroso.

Entre fantasmas

"Así, pues, cuando nada terreno te atraiga ni deleite, entonces mismo,


en aquel momento, créeme, verás lo que desead ( Soliloquios, XIV. 24).
Las fantasías son más reales que los fantasmas; las conoce eí santo
porque, aunque mediadoras, lo asedian en ia carne: son imágenes, pero
más cargadas. Puede combatirlas porque sabe que vienen de la realidad
corpórea sensible, que están hechas con la materia de sus sueños. Sueños,
fantasías; ambos tienen que ver con la realidad percibida, pero a las fanta­
sías puede distinguirlas y eludir el asedio, como lo hace con el vuelo de
Medea: “aunque lo recitaba, no lo afirmaba y, aunque oía recitarlo, no lo
creía’’ (III, vi, 11). Puede defenderse, no son quimeras.
En cambio los fantasmas sensibles del maniqueísmo actualizaban las
formas sensibles persecutorias, más arcaicas y desplazadas, ligadas a lo
imaginario sensible del cuerpo materno: “los cinco elementos disfrazados
de varias maneras a causa de los cinco antros tenebroso^, que son las ti­
nieblas, las aguas, ios vientos, el fuego y el humo, madre evanescente e
inundante. Estas imágenes, primarias y arcaicas, reverberan en la sensibili­
dad infantil de Agustín, están más fundidas en una erogenidad primitiva de
su cuerpo sintiente; son la prolongación objetivada de su cuerpo ardiente
y primigenio, unido elementalmente con el cuerpo materno. Y son más pe­
ligrosas — descubrirá luego— porque, aunque distanciadas, son alegorías
de los enfrentamientos y desgajamientos en la erupción volcánica de su
cueipo; por eso, antes, "aquellas cosas las creta” (III, vi, 11), porque tenían
ia misma substancia que sus restos arcaicos.
El Dios de su compromiso, para poder salvarlo del asedio, no debe
tener imagen, nada que ver con lo sensible y lo corpóreo: debe ser infigu-
i rable. Lo infigurable del Dios-Padre cristiano debe transformar toda huella
: que subjetivamente aviven las figuras arcaicas de la madre devorante. Y
debe hacerlo, porque toda presencia imaginaria que aparezca como qui­
siera despierta en Agustín la memoria obscura de lo que más lo atrae y de
lo que más teme; actualiza el drama de su origen, lo hace infinitamente dé­
bil y desconsolado. La condena implacable reaparece desde los tenebro­
sos antros del cuerpo materno que lo sorben y lo amenazan: las tinieblas,
las aguas, los vientos, el fuego y el humo, pero sobre todo en los cuerpos
de hombres y mujeres en los que se encaman. Quería separarse de la ma­
dre atraído por las bellezas y las voluptuosidades de la vida, pero encon­
traba un límite infranqueable; allí, en la belleza sensible, mudable y tam­
bién dolorosa de mujeres y hombres, quedaba a la intemperie: se moría de
miedo.
La figura pagana de la diosa Madre — Gea, por ejemplo— es necesa­
riamente imaginaria, requiere una representación sensible para existir y te­
ner efecto y convertirse, desplazada y sintetizada afuera, en un fetiche, ico-
no o esfinge, al que le prestábamos sus cualidades anheladas o temidas.
La unidad infigurable del Dios-padre es en cambio abstracta y vacía, se
anuncia como decálogo legal y monumento de palabras escritas, coheren­
cia sin referencia visible y declinable: el Jehová judío primero, Dios escri­
biente, cuyo código escrito en la piedra los hombres siguen leyendo y ado­
rando, discutiendo o interpretando, en las palabras del Libro. A veces
también los judíos se volvían locos: querían incorporar oralmente la pala­
bra, y se manducaban los libros como ratas para asentar 3a letra en la ma­
triz materna de los hombres santos. Pero recorriendo los complejos derro­
teros, caminos corpóreos interiores, desconsolados del intento frustrado, lo
transformaban textualmente en excremento.
Desde su Ley todo se le sujeta y organiza; reorganización de lo anta­
gónico, disperso o desligado, que recibe así un orden donde todo lo pul-
sional y primario debe serle sometido. Ese Dios paterno judío tiene todos
los caracteres deí propio padre proyectado en su figura arbitraría, venga­
dora y dominante: enigmática e indescifrable. Nada totalmente bueno, por
cierto, pero comprensible. En ei cristianismo, en cambio, hemos mostrado
que se 3o construye sobre fondo de las cualidades negadas de la madre,
transferidas como absolutas a la creación de su propio Padre. En eso se di--
ferencia el Dios judío del Dios cristiano. Porque el problema seguía abier­
to; la madre —3a Diosa del Cielo— clamaba en el pueblo dominado y ate­
rrado, que volvía a hacerla aparecer como fetiche cobijante, como único
refugio frente a lo Indominabte, lo arbitrario y 1o persecutorio del Dios ira­
cundo que quería adoptarlos como pueblo elegido para salvarlos. Ese fue
el descubrimiento cristiano: deslindar también a la madre e incluir en la:
unidad divina las tres Personas en las cuales la mujer-madre estará ausen­
te como hembra y presente como espiritualidad pura, virgen y santa. Lao
madre es tan santa que sólo queda de ella la extrema y prístina huella va­
ciada de lo más sensible y femenino. Y allí, en el lugar más originario de
nuestra vida, en “la provincia más antigua del alma" (Freud), asentar su
dominio histórico; el poder invade así el último refugio en cada cuerpo de
hombre.
‘ La masa popular es femenina, se dice (Spinoza también lo afirma):
queda atada locamente a lo pulsional y se debate con las mujeres que tam­
bién la conforman, pues la mitad de la “masa" social la forman ellas. La
masa no es racional, pues queda elaborando sus enfrentamientos en otro
nivel, más cercano a lo imaginario y al cuerpo materno, sobre el que se
afirma cuando se ve acorralada; allí encuentra un fundamento resistente en
cada uno, un refugio deí cual vuelve a resurgir cuando toma fuerzas y en-
joquece. Hacia ese femenino y materno que está vivo en el cuerpo colec­
tivo popular y combativo se dirigió el cristianismo: para insertarse en el úl­
timo reducto inalcanzado hasta entonces.
Esto no lo vio Freud, creo. La religión del padre no es entonces la pro­
yección del propio padre en las masas artificiales del capitalismo cuyo mo­
delo toma de la Iglesia y el Ejército. Cuando hay masa religiosa dominan­
te, y hay ejército que tiene a la Virgen María como patrona, las cosas se
han modificado ya completamente. Cristo Rey ocupa allí otro espacio. Ya
no es el Dios de los ejércitos judíos: es el nuevo Dios materno travestido
de los ejércitos cristianos. Ya la madre misma fue acorralada y retenida, sin
poder prolongarse hacia afuera, en el interior de los sujetos dominados.
Deben revestirla con la forma masculina para verla.
El Dios cristiano está construido con la madre gasificada y negada has­
ta el extremo límite de lo que la carne del hombre pueda excluir sin desa­
parecer como hombre. Sboa no es el Holocausto; es en realidad el exter­
minio que la Europa cristiana hizo de la madre judía viva: la solución final
de lo que en los hombres se resiste al dominio y mantiene el secreto de la
resistencia. Realizan por medio del terror de Estado no ya la castración si­
no la emasculación del corazón y del cuerpo judío. Ya no hay culpa en el
cristiano; hasta el sentimiento sobre fondo del cual aparece la culpa ha si­
do anestesiado. Por eso Marcuse decía que el padre, en la cultura cristia­
na imperalista de los EE.UU., tendía a desaparecer como distancia entre el
yo y el superyó; no estaba interiorizado su poder en los hombres. Para po­
der sentir al propio padre hay que habilitar un lugar afectivo tan hondo
como lo es el de la madre, afirmada y reconocida en el fundamento de
nuestro propio cuerpo, no negada. La madre es el apriori afectivo y mate­
rial de toda relación humana.

Con qué se construye un Dios

Y hay también entonces diferencias entre el contenido imaginario con


el cual los hombres y las mujeres construyen a Dios mismo. La mujer-hija
construye al Padre con el contenido que prolonga la seducción de su pa­
dre real, que es el esposo de su madre. El hombre, en cambio, en el mo­
delo cristiano, construye al Padre con el contenido imaginario del Padre de
la madre, no con la figura de su propio padre. En el cristiano hay distan­
cia redoblada con su propio padre como protector; es un padre impoten­
te y fracasado (no pudo impedir que Cristo fuera muerto por el poder ro­
mano y el poder de la sinagoga), como tampoco el poder político y mili­
tar romano pudo impedir que los bárbaros liquidaran el Imperio.Y es en­
tonces cuando aparece como último refugio el Padre de la madre, padre
de pensamiento solamente, que la madre le transmite con su propio con­
tenido femenino. Logra transfigurar y reconstruir como masculino el asien­
to materno y cobijante en lo más íntimo del hombre: le ofrece al hijo su
propio padre como complemento bueno. Ahí está el corte. No el padre-
real que enfrentamos afuera y nos persigue y nos amenaza con castrarnos,
sino el padre bueno de ella, que autoriza el incesto con su hija. Por eso la
figura encarnada a la que invocamos para hacerlo aparecer a Dios-Padre
es siempre la de su Hijo, porque la madre sensible y sensual es invisible:
no puede ser declinada como lo es el padre.
Produce un dios de palabras, un dios de mente, sobre fondo de la
exaltación apasionada de las huellas ardientes de todos los placeres sensi­
bles que se prolongan desde la madre arcaica. En un mismo movimiento
los afectos sensuales reverberan en su cuerpo y los excluye al evocarlos
para darles vida: goza mientras niega.

“Pero, ¿qué es lo que amo al amarte?


No la belleza de los cuerpos (pero Agustín evoca entonces la ima­
gen de las ondulantes hermosuras),
no sus gracias perecederas (pero suscita ¡a visión de su atracción
figurante),
No las dulces melodías de las cantinelas de variados tonos (pero
lo arrebatan los múltiples cantos de ricas modulaciones),
no el olor suave de las flores, de los perfumes y de los aromas
(pero se estremece su olfato con perfumes que lo embriagan),
no el maná ni la miel (pero se le hace agua en la boca),
no los miembros acogedores para los abrazos de la carne (pero
revive en su cuerpo lo que sintió cuando felizfornicaba)
No, no es todo esto lo que amo cuando amo a mi Dios: es la luz,
la voz, el perfume, el abrazo del “hombre interior” que está en mí (...)
(X, vi, 8).

eHabría que agregarle entonces esto que le falta a la descripción que


Freud hace del Edipo: la conciencia que se constituye desde el cristianis­
mo tiene como Superyó al Yo del Padre materno, inaccesible directamen­
te para el hijo, cuya llave imaginaria la tiene la madre. Pero esa llave no
puede ser mostrada; es pura cerradura, cerrada duramente a toda entrada:
No hay llave que la abra a la madre, salvo la de Dios-Padre. Y el Dios-Pa­
dre cristiano no tiene resonancias ni ecos corporales masculinos en el
hombre: es espíritu in-sensible, an-estesiado. Y por eso se lo llena con .u..
contenidos sensibles y sensuales de la madre. El último refugio no es ni el
padre ni la madre internos y sensibles; el Padre es, en el niño, la idea apa­
sionada de la madre, ei propio padre inasumido, a lo sumo fantasma ina­
sible.
El padre abstracto del cristianismo, donde se consuma el poder defi­
nitivo sobre el hombre, está construido con las puras cualidades materna­
les cobijantes, y con las cualidades sensuales de la mujer-esposa se cons­
truye la figura más persecutoria de las hembras. De la madre genitora sólo
queda lo temido y devorante; lo bueno, continente, salvador y eterno es
puesto a cuenta del divino padre abstracto, cuya esposa objetiva y terres­
tre aparece en el cuerpo místico, burocrático y racional de la Iglesia. Aho­
ra él es lo Absoluto ante cuya amenaza y persecución quedamos por com­
pleto indefensos. El cuerpo materno fue arrasado; Dios-Padre le hurtó sus
cualidades.
Pero el Dios-Padre adquirió aquí un poder redoblado que Freud no
considera. Ya no es la culpa judía la que paga el pobre Jesús; la religión
; cristiana no revela el secreto encubierto en la religión judía y la convierte
: en un fósil. Sucede que la culpa cambia de signo; no es la culpa por el
asesinato del padre, sino por la negación y transubstancialiZación de la ma­
dre sensible en lo más profundo de su marca encamada. Y al matar a su
madre en su propio cuerpo ya no le queda más vida al hijo; Cristo es el
Hijo muerto al que la madre, negada en la cultura patriarcal que lo asesi­
na, condenó a permanecer con ella eternamente. Y para participar de ese
sueño loco de la madre, y no separarse nunca, debe morir para vivir en su
delirio: ía resurreción es la esperanza de vivir eternamente en las entrañas
maternas salvadoras. No solamente se mantiene el dominio sobre las mu­
jeres de la cultura antigua, griega o romana; son los hombres mismos que,
en tanto hijos, deben formar ahora pareja como esclavos con la propia ma­
dre. Para lograrlo cada uno debe transformar su último refugio sensible y
encamado y transmutar lo materno en paterno. El poder del imperio inva­
de entonces todo, hasta las entrañas subjetivas más sensibles y tiernas del
hombre aterrado y perseguido por el poder absoluto del Emperador roma­
no. La madre Iglesia, no es la esposa de Dios sino del Déspota tenebroso
que la domina: del César. De institución a Institución, pues es la Iglesia de
los hombres aterrados de la decadencia del Imperio.
Agustín nos cuenta aquí un momento importante en la trayectoria re­
ligiosa: su etapa maniquea. Y nos describe, sin metáforas, las meta¿
morfosis de la higuera madre y del hijo higo. Los hombres adultos si­
guen significando, como en los sueños, sólo con los órganos y el
cuerpo. Los anhelos sagrados antes de ser signos son fantasmas. El Dios
cristiano maniqueo aparecía desde la substancia material de la m a­
dre: no solucionaba su problema.

I) Tránsito al maniqueísmo:
la encarnación de los fantasmas

Con lo mismo Agustín construye lo diferente. Con la vibrante pasión


materna le da contenido encarnado a la “aprehensión intelectiva” de Dios:
padre, “el Verbo consubstancial hecho carne para salvarnos”, como se di­
ce (Marrou, op. cit., p. 81). ¿De qué carne nos habla? Al Dios del Verbo lo
edifica — no hay otra— con la carne de la madre.
El descenso hacia las profundidades de sí mismo es el intento de mo­
dificar su subjetiva estratificación histórica, su carne historizada. La lógica
de un enfrentamiento con su padre debe deshacerse y disolverse en lo ar­
caico oral y regresivo; no tolera ser culpable de sus propias figuras en la
sucesión temporal e histórica que lo formaron como individuo. Por eso la
aparición de los fantasmas maniqueos no resolverá el drama: el cuerpo
materno, el mal., enfrentaba el poder divino, el bien. Aceptaba la existen­
cia destructiva de la madre, y sólo el ascetismo — la abstención de los bie­
nes terrenales, y sobre todo de las mujeres— hacía triunfar lo bueito pa­
terno sobre lo malo materno. Era un materialismo donde la luz, igual que
las tinieblas, eran también materiales, visibles para e! ojo del alma. El alma
aún era alma sensible.
pero la presencia apasionada de la atracción materna persistía, ame­
nazante; ni aun con el ascetismo maniqueo, que excluía la fornicación con
las mujeres, había todavía alcanzado en sí mismo esa exclusión extrema
que le permitiera inferirse un corte tajante en su carne, una distancia infi­
nita que la convirtiera en absolutamente heterogénea, un sistema defensi­
vo racional y separado. Es lo que veremos. La exclusión de lo femenino lo
precipitaba en los fantasmas homosexuales: pedían todavía su libra de car­
ne. La figuración maniquea era visible y sensiblemente femenina, era aún
mater-ialista. Despertaba el cuerpo materno como la prostituta maniquea
prolongaba en su presencia femenina el primer goce indeleble y repre­
sentado que todavía emergía en el imaginario cristiano, llevaba su “pensa­
miento palpitante... hacia lasfiguras y colores y magnitudes física^' (IX, xv,
24), que ocupaban el lugar sensible de la madre negada a la que aludían.
“¡Ay de mí! ¡ay de mí!, por qué peldaños fui bajando hasta las pro­
fundidades del abismo... te buscaba a ti, no con la inteligencia de
mi mente, con la que quisiste que aventajara a los animales, sino con
los sentidos de la carne. Tú, sin embargo, estabas más dentro de m í
que lo más íntimo mío y más por encima de m í que lo más elevado
mío.
”Así tropecé con aquella mujer procaz, carente de prudencia, de
la que dice Salomón que, sentada en una silla a la puerta de su casa
proclama: Comed gustosamente los panes escondidos y bebed furtiva­
mente el agua dulce. Esta mujer me sedujo, porque me encontró vi­
viendo fuera de mí mismo bajo la mirada de mi carne y rumiando den­
tro de mí las mismas cosas que por medio de aquella mirada
devoraba” (III, vi, 10).

¿Podemos pensar que la mujer prostituida es aquí, como se dice, una


“alegoría" del maniqueísmo? Así lo interpretan sus cultores cristianos: par­
ticipan del mismo ocultamiento del santo. Como veremos, en el maniqueís-
mo en realidad se prolongaba la seducción de la madre reprimida, pero
descripta en el lenguaje oral de lo imaginario infantil: comía y bebía de
ella, furtivamente, lo escondido.

“Mujer procaz, carente de prudencia”. Y le decía a Agustín el mani­


queo: “Comed gustosamente los panes escondidos y bebed furtiva­
mente el agua dulce".

La hembra maniquea le hacía guiños inequívocos de amor y de con-


cupiscencia; la madre seductora, procaz, imprudente — podían sorpren­
derlo— lo perseguía. Lo imaginario de Agustín desbordaba de un intensó
placer en ese resto inicuo de mater-ialidad que el maniqueísmo le dejaba
en los fantasmas. Rumiaba lo que con la mirada devoraba y con la boca
sorbía: los panes escondidos bajo sus faldas, el hidromiel de sus ungüen­
tos suaves derramados por sus miembros. La lógica oral, en la unidad car­
nal indisoluble. El goce más intenso y primario que el santo disfraza con
las imágenes adultas y normales en el encuentro amoroso con los cuer­
pos femeninos, ahora fantaseados en los únicos disponibles: en los cuer­
pos de hombres (como veremos luego — capítulo próximo— en la liisto-
ria de los higos). Luego, católico y converso, esos panes escondidos
saldrán de Dios, no desde las entrepiernas de la mujer procaz e impru­
dente que lo atrae: “Dadno nuestro pan cotidiano" (Mateo, VI, 11).
Pero por más furtivo que fuera el goce de lo escondido, la mirada del
Padre lo descubría nuevamente, y el drama se renovaba; Dios-Padre en
Agustín hablaba hasta ios codos por boca de su madre. No había aún so­
lución para su drama en el maniqueísmo; había goce y penas sucesivas. La
ley de su padre — del real suyo— no alcanzaba nunca a dominar a la mu­
jer-madre. Volvía a no creer en él puesto que volvía a gozarla, y volvía a
negar su autoridad para lograrlo. Y otra vez la superficial culpa por negar
la autoridad que la aureolaba. Para darle poder al padre volvía a recupe­
rarlo, culpable, luego de gozarla: el círculo infinito del goce y de la culpa,
La madre persistía, poderosa e imperturbable. Para resolver el drama no
bastaba con desconocer al padre; había que metamoifosear a la madre
misma que se empeñaba en seducirlo y devorarlo. Encontrar un padre más
poderoso que ese que él tuvo, un Padre que fuera más poderoso que ella
para contenerla, no ese padre vencido que fue el suyo. Por eso ese des­
censo hacia el abismo que describe en el maniqueísmo no encontraba un
lugar donde pudiera refugiarse, la anterioridad de la madre subsistía en el
afecto camal, pese a que Dios fuera pensado como anterior y supremo.
Pero era sobre fondo actualizado, no pensado sino seittido, de la madre co­
mo fantasma deseado y temido.
6 "¿Y cómo había yo de ver la verdad, si la visión de mis ojos sólo lle­
gaba hasta los cuerpos y la del alma hasta los fantasmas?1' (III. vu, 12).

EJ problema se profundiza, es decir Agustín se profundiza en busca de


una reorganización de su cuerpo afectivo e imaginario para poder salvarse.
Debe crear algo más profundo en sí mismo, más íntimo que ía madre per­
seguidora y seductora —que es su más propio fondo de hombre— . San
Agustín descubre así, y le da vida, a lo más arcaico que el hombre haya
producido como "objeto” no afuera sino dentro de sí mismo: un nuevo ob­
jeto interno. Y eso es lo profundo de su descubrimiento. Deberá construir
a Dios con su madre substancial, lo más íntimo e irreductible. Debe alcan­
zar lo imposible, aniquilarla, pero construido a Él con los restos de Ella.
Debe poner en su oro refulgente el sello paterno para amonedarla, vaciar
sus contenidos en el molde racional de Dios-Padre; debe “abandonar la
prisión del cuerpo” (Soliloquios, 14,24) donde ambos residen. Pero no pue­
de abandonarla sin abandonarse como cuerpo vivo; forman una sola y mis­
ma substancia inseparable. Debe morir y resurreccionar en vida, para no
dejarla. Hacer como Cristo, pero sin pasar por la muerte. Vía, sí, pero sin
Crucis. Debe pasar del padre al Padre, del padre de él al padre de ella.
El Padre de ella, idealizado, permite alcanzar una madre espiritualiza­
da, no sensible, a la que pueda darle hijos espirituales, sin tocarla, una ma­
dre tan santa como María, la de Cristo. Sólo así, piensa, habrá excluido de
su cuerpo de hombre la marca materna y habrá alcanzado el “casto e in­
maculado desposorio" con Dios-padre ( Soliloquios, 13, 23). Se desposa con
él Padre desde el propio cuerpo hecho Madre. Pero con una sola condi­
ción: que la mujer desaparezca para siempre jamas de su vida de hombre,
tanto fuera como dentro de sí mismo. Para ocultarla Agustín quiere ser só­
lo hombre-hombre, como Dios manda. Y lo logra, por fin, cuando siente
femeninamente al Padre.
Entonces se ofrece al padre masculino en desposorio, para ser amado
asexuado y descarnado, dice. Pero en el fondo, como todo es cuerpo, su
padre negado y enterrado revive ahora transmutado en otro diferente, más
poderoso, en las palabras de la madre que lo invocan, pero con las ganas
de una mujer que ama al hombre, y que él debe hacer suyas para amarlo
—como Dios manda. Ese modelo extremo lo encuentra en ese padre que
la madre le ofrece, y que ella sí adora.

Variación

Los judíos han concebido a Dios como infigurable, pero la madre,


prohibida en los ídolos, no existía como diosa de palabras. Mucho menos
pura. No la habían negado y convertido en Espíritu Santo; sólo estaba dis­
frazada en otra forma de hembra, ubérrima: como fantasma, Diosa del
Cielo o Becerra de Oro. En el Templo hasta había prostitutas sagradas al
comienzo; con una de ellas el profeta Oseas tuvo un hijo. No habían ima­
ginado una madre virgen (como cuando interpreta cristianamente Mateo
las palabras de Isaías, 7, 14), como tampoco han concebido la resurrección
de los muertos. En cambio los cristianos, al venerarla sólo como virgen y
pura, han idealizado la generación sexual despojándola a la madre de su
materialidad viviente. El pecado de prostitución y de desborde, que era lo
temido en la mujer para los judíos, en los cristianos se ha convertido en
exclusión lisa y llana de la relación sexual de la madre con el esposo, pa­
ra que el hijo sea concebido sólo por el Espírtu. Es decir, por el Espíritu
masculino de la madre, es decir por el espíritu de su propio padre, cosa
que nunca existió entre los judíos. Pero para que el sistema cierre tienen
que introducir otro elemento fantástico que proviene de lo más arcaico: la
ausencia de tiempo que se traduce como vida eterna. Y eso viene de la
impronta arcaica materna solamente.
Pero también hay doble culpa, hay culpa y Culpa. Hay culpa judía y
culpa cristiana. Hay culpa ¿inte el padre y hay culpa ante la madre. El ase­
sinato del padre ya no basta en el cristianismo; permanece vivo y terrible
el Padre reverenciado de la madre, el verdadero Deus Absconditus agusti-
niano. En el complejo parental judío es el padre el que resucita en el cuer­
po del hijo, desde adentro mismo: sigue vivo. Pero en el cristianismo es
sólo el hijo el que resucita; murió en sí mismo al aceptar darle muerte tam­
bién a la madre para construirlo. Paga no un solo asesinato con su muer­
te: pagan los dos juntos. Se crucifica en el altar de la madre, tal como lo
pide el terror político y armado que lo persigue.
Los judíos mantenían el tránsito y la permanencia de la madre arcai­
ca, infigurable, en la madre real y las mujeres; tenían cuerpo a tierra en la
materialidad terrestre. Había enfrentamiento con el padre genitor terrible,
pero la razón que desde él despuntaba mantenía aún visible, en la abs­
tracción del Uno, la corporeidad materna que era el objeto del enfrenta­
miento del pueblo con el poderío de los reyes. La mujer-madre era común,
en su existencia real, para ambos.
El cristianismo, en cambio, ha desmaterializado la vida, la ha morti-fi-
cado, ha matado el cuerpo de la madre en el interior del hijo como nin­
guna religión lo había hecho hasta entonces. Ha destruido el lugar más ín­
timo y personal de la resistencia; ha logrado que el hijo acepte rendir y
sacrificar lo más amado.
Y tampoco es extraño que Agustín ataque no ya sólo la fornicación
con la mujer, sino prolongando los fantasmas sienta en su corazón que en
la figura de Dios, en la cual todo se consuma, aparezcan los “pecados con­
tra natura ’’ —contra la madre— en lo cual culmina la negación de la car­
ne viva. Allí donde el hombre es sólo hombre, desposado con Dios-padre,
aparece el otro extremo en la realidad carnal que también debe ser supri­
mido: la sodomía.
"¿Ha sido malo alguna vez o en algún lugar amar a Dios con todo el
corazón, con toda el alma y con toda la mente y al prójimo como a sí
mismo? Por eso los pecados contra natura, como los de los sodomi­
tas, han de ser detestados y castigados siempre y en todo lugar. Y aun­
que todo el mundo los cometiera, no por eso se verán libres de la cul­
pa ante la ley de Dios, que no hizo a los hombres para que usaran de
sí mismos de esa manera, pues se viola la comunión que debemos te­
ner con Dios, cuando esta naturaleza, cuyo autor es él, se mancha con
la concupiscencia carnal” (III, vm, 15).

Las razones para oponerse a la sodomía son las mismas que utiliza pa-
$ia oponerse a la fornicación con las mujeres: la concupiscencia camal. Si
^además la madre es lo temido y reprimido, debo actuarla con mi cuerpo:
íiie invierto. De tanto haber amado a Dios con todo, es decir de tanto ha­
ber actualizado las propiias marcas femeninas para construirlo, tanto más
lo femenino materno queda cual si fuera el último espacio camal, lo más
ihtemo y primitivo, actualizado sordamente como lo más propio y único,
pero convertido en lo más distante. Más allá no queda espacio corporal pa­
ra sostener nada. Lo que tenemos de deseo masculino de la mujer fue pro­
gresivamente aniquilado en el propio cuerpo. Y entonces aparecen los fan­
tasmas del padre, los fantasmas de amor masculino siempre vivos.
Si por terror al padre hemos tenido que retroceder y anular lo más
■propio irreductible, el último reducto de nuestra existencia encamada pa­
ra despojarnos de ella, hasta alcanzar la huella más primitiva para negarla,
¡allí encontramos que la nuestra es y sigue siendo, una carne confundida,
én simbiosis con la suya: carne de madre con la cual se hizo la nuestra.

II) Los gemidos del higo arrancado del árbol

A diferencia de los místicos poetas, no se puede ser impunemente


místico-filósofo, no se puede presentar como obra de la verdad lo que es,
a lo sumo, sólo obra de arte. Frente a una obra de arte quedamos libres
de vivir, por un momento, lo que su creador nos ofrece. Pero no preten­
de ser un modelo de vida ni se apoya en un sistema institucional del que
formaría necesaria y obligatoriamente parte. Sor Juana Inés, por ejemplo^
no se ofrece como un modelo cristiano de vida verdadera sino como una
mujer constreñida por la época —y el cristianismo— a significarse a sí mis­
ma en la poesía.

1) La identificación con la m adre

En el maniqueísmo Agustín sigue elaborando su clave; la solución ma­


níquea, fantasmal, no cerraba, y la angustia seguía su camino. Lo central
de su experiencia se expresa en esta creencia, en la que Agustín adulto,
aún cristiano maniqueo, nos narra un mito colectivo de la secta. La “creen­
cia” es como un sueño diurno, una fantasía que elabora, con la lógica oral
y digestiva —árbol, fruto, leche, deglución, exhalación, gozo, nutrientes
que circulan desde la savia vegetal hasta el cuerpo santo— un intento de
organizar coherentemente, con el cuerpo pensando en el elemento de lo
libidinal. imaginario y afectivo, la cifra contradictoria que encontró en ei
origen de su vida. Es una alegoría elaborada en el mito maniqueo, pero vi­
vida como adecuada a su propio dilema.
En esta creencia que nos narra el santo nos descubre los contenidos
que se elaboran en la fantasía ontológica de una "fellatio”, La fe!latió es un
silogismo encarnado, la circulación de las substancias corporales de lo fe­
menino y de lo masculino, signos encarnados significándose en el lengua­
je elemental del cuerpo que —no hay otra— se comunica con sus turgen­
cias, saliencias, sus fluidos y sus agujeros con los agujeros y fluidos del
otro cuerpo. Cueipo enamorado, untoso, licuado, intercambiando y descu­
briendo su contenido en el metabolismo digestivo de la oralidad arcaica
cuya lógica indefectiblemente sigue. Y nos muestra los laberintos donde se
resuelven los problemas de la propia identidad, en las coalescencias, trans­
figuraciones. resurrecciones y epifanías de la carne, enamorada y aterrori­
zada al mismo tiempo. Hasta que logrará, por fin católico, sublimarlo to-
dq>, trasformar toda la carne en un cuerpo de palabras donde alcance por
fin el cielo de los sentidos —significaciones— puramente “espirituales".
Donde la carne, como todo lo sólido, se disuelva, todavía viva, en el aire
del cielo. Lo veremos en la descripción que Agustín nos hace de un mito
en el que creía cuando era maniqueo. Aquí despunta la idea central de la
conversión del dios judío en dios cristiano: un dios nuevo que sale ahora
desde la madre misma.
El mito tiene dos momentos: uno, primero, que transcurre como rela­
ción entre dos creyentes de la misma secta, cuyo resultado es sagrado en
sus dos extremos. El otro, entre Agustín y un hombre non sancto, nos
muestra la caída de lo sagrado en lo profano.

la comunión maniquea

“Y, ¿qué hacía yo cuando me reía de ellos [de tus santos servidores y
profetas] sino hacer que tú [Dios] te rieras de mí, conducido insensi­
ble y paulatinamente a unas ridiculeces tales que creía que el higo y
su madre, la higuera, derramaban lágrimas de leche cuando se le
arrancaba? Y si algún santo de la secta [de los maniqueos] comía ese
higo, arrancado no por delito propio, sino ajeno, mezclándolo con sus
propias entrañas, exhalaba de aquel higo, gimiendo y sollozando en
la oración, no sólo ángeles sino hasta partículas de Dios. Y estas par­
tículas del sumo y verdadero Dios habrían estado siempre unidas a
aquel fruto, a no ser que el diente y el vientre de aquel santo varón
las hubiera liberado” (III, x, 18).

Maravilla de cuento en el cual Agustín había creído. Cuando se sepa­


raba, desgarrado, de la unidad primera con la madre-higuera, y se distan­
ciaba a pesar suyo, “arrancado no por delito propio sino ajeno ”, su subs­
tancia prodigiosa se prolongaba en la suya; ambos derramaban “lágrimas
de leche”, la madre y el hijo, la higuera y el higo. Este arrancamiento, su
primera experiencia desgarrada, clamaba al cielo: el hijo de la madre, fru­
to al que ella sola —hecha árbol— había dado vida, solitario y homogé­
neo, era devorado por un santo masculino de la secta. Fundía su substan­
cia materna originaria en ese santo cuerpo masculino donde el hijo de su
vientre se perdía en otro vientre — “mezclándolo con sus propias entra­
ñas”, dice claramente el texto; con sus entrañas de varón por lo tanto. El
santo varón sediento y hambriento de Dios-padre buscaba su alimento sa­
grado en el higo-hijo, su leche divina le servía de alimento.
Lo masculino de su padre, excluido luego, adquiría en esta etapa ines­
peradamente una existencia material y sensible nueva, como corpúsculos
divinos en el cuerpo materno; su cuerpo seguía vivo circulando por la le­
che que de la higuera corría por el higo. Porque entonces salían inespera­
damente del hijo-higo — “exhalaba de aquel higo”—, en los vagidos de la
devoración que lo aniquilaba, 11angeles y partículas del verdadero Dios":
partículas —vestigios— del padre que circulaban como moléculas en la le­
che materna, y otros hijos, ángeles aún, que lo acompañaban. Partículas
del padre antes invisibles para el hijo-higo, “que habrían estado siempre
unidas a aquel fruto", nos agrega, (¡y el hijo sin saberlo!) “a tío ser que el
vientre y el diente de aquel santo varón las hubiera liberado” al devorarlo
y sorberlo. Pero el santo varón sediento no deseaba leche materna; quería
recibir por su boca, como un sacramento, al mismísimo Dios-padre que li­
beraba en su succión santa. Porque el padre aparecía desde el interior mis­
mo del cuerpo de la madre.
Había ahora entonces algo del padre divino que circulaba en la leche
del hijo que el santo le sorbía. ¡Y él que creía que la madre era pura ma­
dre, sólo femenina, sin pizca de padre! Se enteraba de que sus partículas
“habrían estado siem pre —descubre entonces— unidas a aquel fru tó ' , es
decir unidas al higo-hijo. Lo que tenía Agustín de hombre, de ese padre
que Agustín ignoraba, lo liberaba el santo, hambriento de Dios, por su bo­
ca. Por esa extraña alquimia imaginaria de las secreciones que tienen el
mismo nombre, la leche de madre se transforma en leche de padre. Ojo:
por ojo, diente por diente; leche por leche, madre por padre. El hijo era
recibido y sorbido como una hostia por el santo varón: cuerpo de su cuer­
po, leche de su leche. Pero la buscaba como un niño de pecho.
Era el santo varón hambriento quien le descubría al higo-hijo que su
substancia materna, una vez arrancado de la higuera, era una ilusión. Só­
lo cuando el santo varón succiona su leche y lo celebraba como unas pas­
cuas, se le revela al hijo que lo que ese varón busca en su leche eran las
partículas seminales del padre, leche masculina, leche divina, la del “sumo
y verdadero Dios”que así recibe como un sacramento. Recibe a Dios nue­
vo en la hostia líquida: Dios y el hijo eran ambos a dos deglutidos en la
fellatio mística. Sólo la madre-árbol persistía, viva: ya daría otros higos. La
forma oral infantil se prolonga y se mantiene con su lógica digestiva en los
hombres adultos —que siguen significando, como én los sueños, sólo con
los órganos y el cuerpo— . Pero los signos vehieulizan fantasmas en el
cuerpo.
Saber esto que el maniqueísmo ocultaba, que las cosas puras y tajan­
temente separadas se transmutaban en lo contrario y se mezclaban; saber
que la separación entre hombre y mujer, entre bien y mal, entre lo claro y
lo obscuro, no era nítida, porque la materia — que siempre es mater —
muestra al fin que también el pater circula hasta en la leche de ella, fue
descubrir la falsedad de los fantasmas maniqueos: el Dios-padre “sumo y
verdadero”, no el propio, circulaba invisible en el zumo del cuerpo de la
madre. Descubrió que el padre de la madre circulaba en su leche, era con­
substancial con ella; ángeles y partículas del Padre verdadero era lo que
en esa epifanía de goce sagrado sorbía. Lo arcaico no simboliza: trabaja
siempre en el elemento de la materia corpórea. Y sobre todo se hace dia­
léctica en los jugos, en los fluidos y en las bocas por donde las represen­
taciones-cosas se deslizan.

Dios padre, inesperadamente, está de cuerpo presente en la madre

Vivió, adulto maniqueo, su propio drama infantil proyectado en la hi­


guera y en el santo varón que lo devoraba con su gula, como antes, niño,
lo proyectaba en el robo de las peras. Había transgredido de niño Ía ley
paterna, y volvía al gozo irrestricto de la madre, como si la ley no existie­
ra. Pero la devoración lo perseguía. La devoración que el santo varón ha­
cía dei higo era una elaboración segunda de su miedo primero, ese que
había enfrentado con la violencia del robo, cuando niño, con culpa aún
tierna y agresiva; en esa etapa era él, el hijo, quien devoraba las peras. Se
había quedado unido a la Cosa al transgredir la ley. Entonces cuando el
padre y la ley son vencidos debe enfrentar otro peligro.
Ahora da un pasito más adelante: es el higo-hijo el arrancado y de-
ivorado por el hombre. El hijo es deseado en el mundo hambriento por lo
que tiene de hembra seductora en la leche que circula por sus venas de
hombre. Aparece, exhalado, el padre oculto y por fin revelado en su exis­
tencia; era el padre — el verdadero Dios— quien estaba escondido en el
hijo, pero el hijo no lo sabía: creía — leche de su leche— que era sólo de
madre su substancia. La unidad consubstancial con la madre se desgarra­
ba, había entonces dos substancias. Había una distancia que la realidad
del deseo del santo varón le descubría; en él no todo era femenino. No
había alcanzado la substancialidad única que sólo lo arcaico volvería a
darle.
En esta escena la oraíidad sexual adulta regresa en los dos, en el hijo
y el santo varón, en la homosexualidad vivida, al goce de la oraíidad in­
fantil de la que ambos participan: uno ofreciendo, hecho madre, su pecho-
higo al otro, que lo succiona y lo devora. Pero es el otro quien se lo des­
cubre; lo que buscaba y encontraba en el higo-hijo era el pene y la leche
del padre —pero con el esquema oral de la infancia. Volvía de la signifi­
cación abstracta al soporte sensible. Queriendo alcanzar la verdad del fun­
damento el santo varón le descubre que no amaba la ley simbólica del fa­
lo: amaba la sensible y húmeda cosa erecta que se la imponía.
Viniendo desde su identificación con la madre el hijo descubre enton­
ces, para su desgracia, no ya a su propio padre, que había rechazado, si­
no al Padre de la madre, oculto antes, que se libera ahora y se hace visi­
ble para el hijo-higo desde el deseo de otro hombre. El hijo, prolongación
de la substancia femenina de la madre, anhela y teme ser devorado por
quienes lo desean en lo que exteriomiente tiene no de niño sino de hom­
bre.
Desde su infancia a la religión cristiana maniquea hay un tránsito,
pero regresivo, lo que hubiera debido abrirse al mundo viniendo desde
el drama primario que encontró su límite en el enfrentamiento con su pa­
dre real — en el robo de las peras— se abre, pero regresivamente, para
revelarse como “verdadero” en su contenido arcaico, antes invisible. Vol­
viendo hacia lo más profundo de sí mismo para animarlo todo — camino
que está por ahora en su comienzo— , y para mantener la cuenca mater­
na como único lugar de gozo, paz y acogimiento eterno, separó en su
propio cuerpo al cuerpo paterno excluido, definitivamente, creía. Al re­
gresaran busca de la paz en el interior de la experiencia primera decan­
tada en su cuerpo, también encuentra y actualiza los esquemas de la sa­
tisfacción oral de la infancia. En vez de abrirse al mundo, como entre los
judíos, y esperar afuera la llegada en persona del Mesías, ahora se cierra
dentro de lo interno. Pero lo arcaico se desdobla y muestra por fin su
contenido doble, el de la madre y el del padre de ella. Lo que fue en­
frentamiento con la ley por quedarse con la Cosa ahora se amplía, no co­
mo realidad verificada afuera sino como fantasmas e imágenes internas:
alegorías sin conciencia de lo que representan. Tras la ley no está ya el
padre muerto del Dios judío; el Dios cristiano aparece ahora desde la
substancia de la madre, a la que ella le da vida nueva en el hijo. Ya lo
había señalado:
"este nombre de mi Salvador, tu Hijo, lo había bebido piadosamente
con la leche de mi madre mi tierno corazón y lo conservaba grabado
profundamente” (III, v, 8).

Transgredió primero el poder del padre, cuya identificación no pudo


interiorizar como límite, lo esquivó sin enfrentarlo, e hizo de él un padre
inexistente, realizando el deseo de unidad con la madre, confundido con
el suyo. Ahora descubre que el verdadero padre circulaba, como partícu­
las, en la leche materna. Era el Padre de la madre, al que llama “verdade­
ro y sumo Dios", el que se le aparecía desde dentro mismo de ella, pero
todavía como fantasma, mater-ialmente. Por eso luego, ya católico, encon­
trará la cifra definitiva del cierre; construirá con el contenido sensible de la
madre un cuerpo de palabras, pero para un padre insensible, que lo pre­
serva de la devoración materna.

La comunión ampliada — non san cta — con el prójimo

“Creía también, miserable de mí, que había que tener más compasión
de los frutos de la tierra que de los hombres, para quienes nacen esos
frutos. Porque si alguien, que no fuera maniqueo, tuviera hambre y
me ios pidiera, me parecía que dárselos era como condenar aquel bo­
cado a la pena capital" ( capitali supplicio) (III, x, 18).

Sigamos la historia de los hijos-higos. Vimos que, tal como lo expone


Agustín, el maniqueísmo patriarcal dejaba un residuo material e imagina-
; rio que impedía el cierre; la higuera era todavía demasiado carnosa y le­
chosa, ubérrima, y evocaba imágenes p erv ersa s en el aprendiz de santo.
En ese su ser higo arrancado de la madre higuera era hasta devorado por
: el apetito de un frugal (santo de la secta) hombre. ¿Y si llegaba a suceder
que el mismo Agustín, accediendo a las ganas sensuales del otro, por pie-
í dad le proporcionaba el higo al hombre hambriento pero no santo, “que
■ n o fu era maniqueo”, solamente hambriento de leche y carne apetecible?
Entonces ía cosa cambiaba; ei higo en su leche no liberaba ni ángeles ni
: corpúsculos de Dios: "me parecía que dárselos era como condenar aquel
; b o ca d o a la pena c a p i t a l Textual lo afirma.
Al caer en la boca anhelante de otro hombre, no santo en ese caso,
nos dice, que esperaba su leche por la leche misma, por el placer de be­
bería, sin esperar que Dios manara de ella, entonces ese hombre aniquila­
ba la fuente, mataba al higo de los huevos de oro. No bebía a Dios en ese
: higo, lo sorbía y manducaba por el hambre de hombre que tenia. Porque
no era santo no le agregaba esa áurea religiosa que convertía al higo en
: una hostia. Pero si la pena capital lo esperaba, era por el castigo de un pe­
cado también capital que había cometido. Su goce homosexual era de cas­
tración y de muerte. Mataba a Dios en la simiente que entregaba, era co­
mo condenar aquel bocado a “la pena capital”, a la crucificción digamos
en lenguaje romano.
En el placer de dar el higo propio, cuando se lo pedía un hombre
}anon sancto ’’ se veía castrado, devorado su hermoso pedúnculo, disuelto
:;en los jugos gástricos de una boca voraz que lo englutía. El hombre no
santo esperaba sólo ei placer de consumirlo, no la sagrada eucaristía. Con
los de la secta era Dios mismo el que aparecía en la fellatio sagrada; con
los otros hombres era en cambio devorado por gozar lo que el higo tenía
de madre en su leche, sin fantasmas divinos: la pena capital se imponía.
La homosexualidad del propio cuerpo; confundido con el de la madre pro­
hibida, se hacía visible. Y Agustín gozaba y sufría simultáneamente. En el
maniqueísmo no tenía salida. Debía probar con otra teología.
De cómo Agustín cree en ¡os sueños de ¡a madre como si fueran visio­
nes religiosas. Nos cuenta un sueño donde la madre le impone un ca­
non diferente: la regla del Padre de ella. Dios le confirmaba que la ma­
dre y el bijo permanencerían juntos. Puede quedar unido a ella en el
Espíritu: la Sagrada Trinidad es anterior a la diferencia de sexos. Y ca­
da rastro representado de la madre en su propio interior desaparece,
consumiendo todo su contenido sensible en la nueva figura divina.

Sólo la madre le ve la cara a Dios.


La ley de la madre, regla para el hijo

Si la verdad sentida de su carne era la improntaamorosa que dejó en


él su madre, ese “primer objeto” que marca su camino hacia la realidad del
mundo, Agustín está perdido irremisiblemente. Pero como la madre, con­
cebida ahora como el mal, Madre Terrible y Deseada, fue vaciada, anona­
dada, ¿dónde arrojó su contenido insublimable, eterno e imborrable? En la
forma continente del Padre que la ordena y la limita. Acercarse a ella sin
que Él la contenga es caer en el vacío, “hasta llegar a la misma nadd' en
la que me disuelvo. Allí, hacia adentro, lo esperaban sólo los fantasmas, la
madre terrible y devoradora que también tememos en toda mujer amada.
El sistema defensivo no cerraba; huía de la muerte y volvía a encontrarla
en los fantasmas, insistentes, pese a que como maniqueo ya hubiera re­
nunciado a la fornicación con las mujeres. Había querido salvar algo de lo
más propio en el maniqueísmo perverso y todavía sensible, pero lo repri­
mido volvía como fantasmas homosexuales.
Lo que su madre planteó desde su deseo inconsciente sobre el hijo
debe desarrollarse todavía por un tiempo, un tiempo de gestación de nue­
ve años, como él mismo lo señala, desde los 19 hasta los 28. Nueve años
"casi" justos, subraya. La gestación y el sufrimiento del parto fueron largos
y dolorosos para ambos. Y el hijo asiste a la propia gestación en sí mismo
paso a paso; y nos narra el proceso de su propio advenimiento. Mientras
la madre gesta al hijo, el hijo gesta ai Padre con lo que tiene de madre. Y
ella lo alienta con su sufrimiento, y ie enseña a enfrentar el doloroso pero
esperanzado parto:
“Pero enviaste tu mano desde lo alto y sacaste mi alma de estas pro­
fundas tinieblas, mientras mi madre, fiel sierva tuya, lloraba por mí en
tu presencia más de lo que suelen llorar las madres sobre los cuerpos
de los difuntos. Porque ella me veía muerto, dada la fe y el espíritu
que había recibido de ti [con el que lo había engendrado a su hijo], Y
tú, señor, la escuchaste; sí. la escuchaste [redobla] y no despreciaste
sus lágrimas, cuando, corriendo abundantes, regaba el sueío debajo
de sus pies en todos los lugares en que hacía oración” (III, xi, 19).

La madre encontró en el engendramiento de Cristo por María, insemi-


nada por Dios-Padre, la justificación histórica y cultural para su fantasía de
madre-hija. Y acepta a su nuevo hijo, tal como en el Evangelio de san Ma­
teo la Virgen María concibe a Cristo, “sin pecado”, cuando el espíritu sin
hombre sexuado, el de su Dios-Padre idealizado, le dice que realmente es
Hijo suyo y no sólo hijo de la carne. A partir de aquí se inicia otra genea­
logía delirante en la historia fantástica, la de la madre y el hijo cristianos.
Ambos gestan y paren juntos un delirio místico.
“Sí, la escuchaste. Porque ¿de dónde si no aquel sueño con que la
consolaste de modo que consintiera en vivir conmigo y compartir con­
migo la misma mesa y casa, cuando ella había comenzado ya a negár­
melas a causa de su aversión y su odio a las blasfemias de mi error?"
(id.).

La madre dialoga en sueños con Dios y ie cuenta sus visiones al hijo.


El también cree, como ella, que no son sólo sueños, y las comparten jun­
tos. En esa geografía imaginaria del sueño materno se reúne la sagrada fa­
milia: la Madre, el Hijo y el Padre. Los sueños, esos diálogos arcaicos don­
de se elaboran los anhelos y los deseos inconscientes, los prolongan
juntos, como un continuo, en la realidad de la vigilia.
‘ [mi madre] vio una vez que se encontraba de pie sobre una regla de
madera y que un joven resplandeciente y alegre, que le sonreía, ve­
nía hacia ella, toda triste y afligida. Este joven le preguntó la causa de
su tristeza y de sus continuas lágrimas, no para saberla, como suele
suceder, sino para darle una explicación. Ella le contestó que lloraba
por mi perdición. Entonces él le ordenó y aconsejó para su tranquilí-
dad que prestara atención y observara cómo donde ella estaba allí es­
taba [era] también yo. Ella se fijó bien y vio que yo estaba [era] de pie
junto a ella en la misma regla” (Ibid.).

La madre se derrama en lágrimas implorando la pureza del hijo: pa­


ra que no se le pierda fornicando con otras mujeres, como cuando le im­
plora a Dios-Padre que se lo devuelva como Hijo del espíritu. Para que se
realice su sueño de madre pura, fecundada por el espíritu divino, el hijo
también debe ser puro. Estaba de pie, sola, triste y afligida, sobre una re­
gla de madera (regla de la fe, acota el traductor español, que. participa del
delirio teológico). Un hermoso joven, bella figura masculina, resplande­
ciente y alegre, le sonríe en el sueño que ella sueña: ¡no desea nada la
buena y casta viuda! Ese joven le pregunta por la causa de su tristeza, no
para saberla , le anticipa [entonces, el joven del sueño ya sabe de qué se
trata, y el sueño lo reprime —lo lee en las lágrimas y en los ojos de la
santa—], sino para “darle una explicación ”. No para conocer la causa si-
no para hacerle comprender por qué lo había perdido al hijo; por qué
Agustín estaba separado. Es decir, por qué no pudo su hijo quedar unido
a ella.
Y la explicación es simple; basta mirar hacia la tierra donde ella llora,
: le dice el joven arcángel, para ver que ambos, madre e hijo, están parados
sobre la misma regla. De pronto la madre está en el sueño al lado del hí-
;-jo quien aparece, de pie junto a ella, sobre la misma vara de medir.
“Entonces él le ordenó y aconsejó para su tranquilidad que prestara
atención y observara cómo donde ella estaba allí estaba también yo.
Ella se fijó y vio que yo estaba de pie junto a ella en la misma regla”
(III, xi, 19).

¿Qué significa esta súbita aparición del hijo, pero ahora parados am­
bos sobre la misma regía de madera? Interpretamos: podía estar junto a ella
porque estaban simultáneamente parados y separados, diferenciados y
adultos como madre e hijo, en la misma vara regulada que los reglaba, me­
didos por ía ley que marca a cada uno su sitio. Por la ley de la prohibi­
ción del incesto, diremos, que los regula a ambos, los separa y los acerca
de otro modo. Esa sería la “explicación”, el porqué la madre considera un
"perdido” a su hijo, a quien no soporta separado, y sobre todo, con otras
mujeres —aunque esté junto a ella— . Y esto vino, nos dice san Agustín,
del “Dios omnipotente y bueno ”, que escuchaba por quién doblaban las
campanas del corazón de su madre.
Pero lo extraordinario sucede luego, cuando ambos interpretan y tra­
tan de desentrañar juntos su sentido — el enigma que los envuelve y que
la visión revela:
“cuando ella me contó la visión [el sueño se tranformó en visión para
Agustín] y yo intenté persuadirla de que no se desesperara de ser ella
lo que yo era ahora [es decir, se convirtiera al maniqueismo], ella me
contestó al instante sin vacilación alguna, diciendo: *No es así, porque
no se me dijo: donde está él allí estás tú, sino, donde estás tú, allí está
él también»” (id.).

No es la madre la que debe convertirse, es el hijo. El hijo debe aban­


donar la poca materialidad fantaseada que le queda del maniqueismo
—fantasías a las que intenta arrastrar a su madre— para sujetarse a ios fan­
tasmas sin cuerpo del catolicismo materno: para ser sólo en ella. La regla
no es la del hijo que huye del asedio materno desde fuera (la regla-ley del
padre) y desde dentro (de la unidad arcaica que lo devora), es la regla de
la madre. A la ley que prohíbe el incesto, que el padre de Agustín le impu­
so a su hijo, ella la transforma en la ley de su propio Padre que permite
transgredirla. No es la regla de su padre la que Agustín le impone a la ma­
dre, sino que es ella la que le impone la regla del Padre suyo. La madre no
larga: donde era ella, ha de ser él. Donde era Madre, ha de ser Hijo.
“Una cosa es lo que recibimos para dam os el ser y otra [cosa] lo que re­
cibimos para hacemos ser santo? (De Trin., p. 46l), dirá más tarde, escla­
recido y convencido, el santo. Recibimos el ser de una cosa, y el ser san­
tos de la Cosa. Cuanto más es negada sensiblemente en nosotros la madre,
tanto más emerge desde dentro de su marca el deseo de ella, la forma pu­
ra y abstracta de su propio padre. Hay que pasar del mero ser (recibido de
la madre, fecundada con partículas materiales del padre) a ser santos (re­
cibido de la madre pura fecundada por el espíritu de Dios-Padre). Y para
poder hacer este tránsito ella se convierte, tachada, en esa tercera Persona
de la Trinidad donde, al lado del Hijo y del Padre, se transforma de madre
carnal en Espíritu Santo. Es este el punto en que el complejo parental ju­
dío deja paso al complejo parental cristiano. Y esta indisolubilidad del la­
zo aparece como destino, luego realizado para colmarla: quedar unido a
elfa para siempre sin poder abandonarla.
“Como yo he contado muchas veces; me impresionó más esta respi4es-
ta tuya [de Dios]por medio de m i avispada madre que el propio sue­
ño con el cual tan anticipadamente anunciaste a esta piadosa mujer el
gozo que había de tener macho tiempo después, para consolarla enton­
ces de la preocupación que tenía por mí” (III, xi, 20).
La respuesta de ella, ahora lo comprende, venía del Dios-Padre de la
madre: “me impresionó más esta respuesta tuya por medio de m i avispada
fnadre que el propio sueño”. Tanto lo impresionó que la contó muchas ve­
ces antes de escribirlo. El gozo de esa buena mujer con su padre se con­
sagraba en el nacimiento de su hijo —la conversión del hijo en Hijo lo con­
firmaría. Lo que le impresionó entonces fue la respuesta que anunciaba la
resolución de su cifra: Dios era el que respondía por boca de su madre.
Era el retorno a la sin ley arcaica — que negaba la ley del patriarcado— lo
que el padre de su madre permitía, y le confirmaba que por su mediación
la madre y el hijo permanencerían juntos, formando una sola substancia
indisoluble. Ambos se sumergían en el mismo delirio arcaico.
El Dios-Padre de ella confirmaba que en la relación espiritual, donde
su Padre idealizado la inseminaba espiritualmente, la regla que prohibía el
incesto, la unión persistente y eterna del hijo con la madre, podría ser elu­
dida si los tres se hacían Uno como Espíritu puro. La ley del Padre de la
madre —alucinado como Dios-Padre, como Padre-Esposo— toleraba que el
hijo fuera junto a ella, no que ella sea al lado de él, como lo sugería Agus­
tín el maniqueo, sino que él sea al lado de ella, el higo pendiente de su ár­
bol; como lo permite su catolicismo con las categorías arcaicas y anteriores
a toda ley humana. Podía entrar por fin plenamente en el delirio de la ma­
dre, en la ley ahora clandestina del matriarcado, anterior a la ley paterna.
La unitaria oraíidad arcaica e infantil, substancial y única, debía prevalecer
sobre la realidad social adulta de las diferencias de substancias y de sexos.

La persecución materna

Agustín se defendía como podía de la madre; al catolicismo de la Igle­


sia lo enfrentaba en ese tiempo con el materialismo maniqueo, el único re­
fugio contra ía persecución materna, donde sus fantasmas al menos aún
podían satisfacerse: los buscaba en Ja realidad sensible todavía. Los mani-
queos podían, aunque corriendo el riesgo, comerse y ofrecerse algunas
brevas.
"Pasaron de hecho casi nueve años, durante los cuales continué revol­
eándome en aquel abismo de cieno y tinieblas de error, hundiéndo­
me cuanto más me esforzaba por salir. Mientras tanto, aquella viuda
casta, piadosa y sobria, como las que tú amas, ya un poco más alegre
por la esperanza, pero no menos solícita con sus llantos y gemidos,
no cesaba en ningún momento de sus oraciones de llorar por mí de­
lante de ti, y, mientras sus plegarias llegaban ante ti, permitías, no obs­
tante, que yo me revolcara y me viera envuelto en aquella obscuridad"
Olí, XI, 20>

El padre represor, pero todavía en esta etapa prolongación del real su­
yo, no alcanzaba para impedir que pecara con fantasmas, como si fuera
una propuesta divina. Había una resonancia pensada desde su cuerpo dis­
tanciado, sensible todavía, en la ley paterna que el hijo había aceptado por
culpa de conciencia. Aún abusaba “de tu perdón para tener libertad de pe­
car’ (IV, ni, 4). del perdón consecutivo a la transgresión realizada. ¿A quién
le pedía perdón por pecar, a la madre o al padre? Si la fornicación con las
mujeres le estaba vedada en el maniqueísmo, y eso también se lo pedía la
madre, sin embargo persistían las pulsiones homosexuales que buscaban
a Dios en el cuerpo del otro. Agustín mismo lo relata en las fantasías de la
higuera. Pero la castración eludida volvía amenazante en el momento en
que esperaban sorberlo a Dios mismo por la boca.
Todavía Agustín se debatía en una variante perversa de su complejo
parental antiguo. La presencia del padre fantasmal, pertinaz aunque cor­
puscular, insistía. Y el terror a la muerte por separarse de la madre no le
daba descanso. Por eso todavía gozaba de la impronta materna sensible y
clandestinamente envuelto en las obscuridades de sus “resplandores corpó­
reos1, Pero eso era posible porque Agustín aún no había aceptado el deli­
rio materno-, reconocerse como el hijo que ella tuvo con su propio padre
para permanecer para siempre dentro de ella. Hacer que por fin el padre
de su carne desapareciera totalmente, borrando toda huella.

Cambio de rum bo

En esta visión-sueño todavía se resistía a cambiar una ley por otra. Pe­
ro estaba en camino. Trataba de hacer con su madre lo que había logra­
do, como prueba de amor, de su amigo ahora muerto (véase Cap. siguien­
te), convertirla del catolicismo al maniqueísmo. Es lo que le propone, que
sea Illa la que permanezca al lado de él, que en el mundo exterior sensi­
ble lo deje libre, que le permita al menos gozar como un maniqueo. Es co­
mo si Agustín le hubiera respondido a la madre: “tu estás al lado de mí,
bajo la misma regla, y yo como hijo adulto estoy separado de tu cuerpo só­
lo externamente ’. No la negaba adentro suyo, como fantasma, sólo decía
que externamente estaban ambos, desde la ley del padre todavía, someti­
dos a la misma regla de la realidad adulta, la ley que prohíbe el incesto. Y
que con esa permanencia de su marca materna en su propio cuerpo había
todavía, si se lo permitía ella, algún goce posible en el mundo de los cuer­
pos.
Pero ella con gemidos y lloros le responde: tú como hijo estás en m í
todavía, eres tú el que estás de mi lado, y no yo del lado tuyo. La cadena
comienza desde ella, allí donde la ley del padre de Agustín aún no regía.
Retoma a establecer su poder en un tiempo anterior, en el sin tiempo de
la simbiosis arcaica que los unía, cuando formaban una unidad que la re­
gla del padre de ella confirma como única cierta y valedera.
Y el hijo comprendió entonces que la regla no era la misma para am­
bos, que venía de otra parte, de un Dios diferente, al que todavía él no ha­
bía accedido, el Dios-Padre católico de la madre. Mientras Agustín leía el
sueño-visión desde una relativa realidad fantasmal sensible, sensual y ob-
jetivable, gozable en los cuerpos, la madre, desde su deseo realizado, lo
describía con las coalescencias unificantes del proceso primario. Cuando
la regla que prohíbe el incesto no regía, pues allí aún no había cuerpos se­
parados ni regla humana alguna, donde predominaba la unidad indisolu­
ble del Uno sentido. Y le está diciendo que en el espíritu no hay incesto,
porque la Santísima Trinidad no es ni corpórea ni sexual: es anterior a la
diferencia de sexos. Cada uno es el otro, y el Uno nos contiene indisolu­
blemente juntos. Es un misterio, sí, que se disuelve al vivirlo con la lógica
arcaica del proceso primario. En la Sagrada Trinidad que propone la ma­
dre no hay misterio, sólo hay tres Personas, porque ese es su espíritu: Ma­
dre, Padre e Hijo. Ella es la unidad substancial en la que todo se reúne.
Todo y parte al mismo tiempo. Pero cuando el santo piensa luego este
“misterio”, la Persona de la madre quedará oculta en el Espíritu Santo, don­
de su presencia sensible de mujer queda borrada, tal como lo propone la
Iglesia cuyo cuerpo usurpa. Pero en ella, en su unidad, están los tres jun­
tos. Es el hijo quien propondrá luego hacia afuera la forma canónica y es­
colástica de la Sagrada Trinidad, corrigiendo la propuesta materna hasta
borrar de ella toda huella sensible: hasta la huella de su persona en la Ter­
cera Persona.
Y él después comprendió, cuando entró en el delirio materno, que era
el Padre de ella quien se lo decía, no la regla del propio padre que se lo
prohibía; lo reconocía como Hijo más allá de la relación sexual y de la car­
ne. A Agustín le faltaba aceptar que su padre real en la carne no era el su­
yo, es decir aceptar sin culpa que el propio permanezca definitivamente
muerto e invalidar su ley por otra forma más rotunda y previa. Reconocer
que su Madre lo había concebido en su fantasía al Hijo con otro Padre: con
el padre de ella. Que esa viuda casta, piadosa y sobria encontró otras for­
mas de goce para concebirlo al hijo. Y que ese goce venía de otro mundo
y de otro padre, no del suyo. Esta preeminencia alucinada del nuevo na­
cimiento del hijo, como hijo de otro padre, como exclusión de la terrena-
lidad de los tres términos de la familia y su remisión a lo absoluto, alcan­
za su culminación cuando Agustín, pasados nueve años, se convierte y
encuentra al Emperador celestial para que lo cuíde.
La conversión marcará su entrada en el mundo arcaico de la madre,
como lo pide la Iglesia Católica. El pied-d-terre se convirtió en ‘'térra igno­
ta”. Es entonces cuando el santo cambia padre por Padre: cuando acepta
el delirio católico de la madre se convierte en “hijo adoptivd’ de Dios por
su gracia. (De Tiinitate. p. 459). Y cada rastro representado de la madre en
su propio interior desaparece, cree, trasvasando y consumiendo todo su
contenido sensible en la figura y forma de su Dios Uno y Trino, abstracto
y Verdadero.
Sólo el padre de ella, idealizado, sin huella sensible en su propio cuer­
po de hombre, es capaz de lograr lo que la prohibición violada de su pa­
dre real no pudo. Puede tratar de asesinar y destruir todo lo que tiene de
madre en su cuerpo de hombre para separarse de lo que lo persigue pe­
ro no abandona, transformar su feminidad en masculina, hacer desapare­
cer todo rastro femenino de la madre y construir con ese contenido algo
presentable: a Dios-Padre abstracto y masculino. Su cuerpo santo queda
depurado de la 'peste' hasta lo más profundo de su ser; ya no le teme al
abismo, a la obscuridad ni a la muerte. Entramos en el patriarcado absolu­
to y extremo del cristianismo católico imperial y romano. El Dios del Im­
perio abarca por fin todo su cuerpo y lo domestica hasta lo más profundó
de sí mismo. ¿Hay sí mismo en san Agustín acaso? No queda nada propio;
todo es consumido mientras se goza en describir la hoguera en la que ar¿
de.
Agustín nos cuenta la separación de su mujer am ada, con la que tu­
vo un hijo, y descubre que sólo hay un amor y una fidelidad eterna.
Pero más extensamente nos narra la muerte de un amigo, el hombre a
quien más quiso y cuyo nombre quedará también oculto para siempre.
Redescubre a cambio el goce del dolor y adquiere otra certeza: ahora
sabe para siempre que nada de lo vivo puede ser amado camalmente
como vivo.

Del amor a una mujer ai amor a un hombre

L) Una mujer sin nombre: ia amada madre de su hijo

Agustín comienza este capítulo describiendo su estar perdido, seduci­


do y seductor, engañado y engañador, tanto por la búsqueda delagloria
popular como por la concupiscencia. Pero al mismo tiempo quería “ar­
dientemente purificarme de estas i n m u n d i c i a Para lograrlo, como profe­
sor maniqueo, llevaba “alimentos a los llamados elegidos y sanios para que
en la oficina de su estómago fabricaran para m í ángeles y dioses que me
concedieran la liberación” (IV, I, 1).
Sin embargo, como aún era maniqueo y no había descubierto que po­
día saciarse con la leche paterna de su cuerpo de palabras, prolongaba su
pasión en un cuerpo femenino sucedáneo, cuyo nombre 110 quiere decir­
nos, la Innombrada., “una m u je f con la que convivió y de la que tuvo un
hijo.
“Tuve por aquellos años una mujer con la que convivía, no según lo
que se llama legítimo matrimonio, sino buscada por el vago ardor de
mi pasión, falto de prudencia, Pero una sola y le fui fiel. En ella ha­
bía de experimentar yo por mí mismo con toda claridad la diferencia
que hay entre el amor conyugal pactado con vistas a la procreación
[como el de sus padres], y el pacto de amor lascivo, en el que la prole
nace aún contra el deseo de los padres, aunque, una vez nacida, les
obligue a amarla” (IV, i¡, 2).

Cuando convivió con “una mujer” huía todavía del modelo familiar
de la madre, el matrimonio frío y calculado, desapasionado y pactado pa­
ra producir hijos. Aún era Edipo, y el Destino lo esperaba. Y se dio, rebel­
de, al amor apasionado y lascivo, sin pacto legal, movido por el ardor de
la concupiscencia, dice. Y “experimentó por sí mismo, con toda claridad,
la diferencid'. La mujer que va a ser madre pacta con el hombre que sera
padre. Con la mujer a la que por su pasión Agustín se ve llevado no hay
pacto legal, hay sólo libre goce. Pero el placer lascivo inesperadamente
produce vida nueva: le nace, sin desearlo, un hijo. Este hijo de la lascivia
hace aparecer, como si cayera en una trampa, lo excluido y más temido.
Porque el nacimiento del hijo lo excluye —siente horrorizado— del amor
femenino de la mujer amada; el amor de ,1a mujer por Agustín pasa ahora
al hijo, y se siente desplazado. Son la verdadera “carne de su carne y hue­
sos de sus hueso? (Génesis) para ellas. Por eso esos hijos no son amados,
escribe generalizando su perspectiva paterna; nos vemos obligados a amar­
los, dice, cuando nacen. Agustín enfrentó al hijo, cuando recién nacido, co­
mo a un rival y un enemigo.
Esa fue su experiencia, la diferencia entre el matrimonio de sus pa­
dres, que lo tuvo a él como hijo, y la unión apasionada, en un pacto sólo
de placer, con “mía mujerJ: a la que sin desearlo hizo madre. Lo inespera­
do de la diferencia lo sorprende; buscando el placer con una mujer, ésta
se convierte en madre, y Agustín de pronto, sin quererlo, de amante goza-
dor se convierte en padre celoso y despechado. Es sólo un fantasma el que
lo acosa, porque su mujer lo ama; cuando Agustín la repudia ella se vuel­
ve a Africa y se recluye. Pero él sabe, como ninguno, qué pasa en el amor
de la mujer hacia el marido cuando un niño nace; sabe ahora que su ma­
dre le atribuyó la paternidad más verdadera al suyo propio, convertido en
Dios-Padre, no a su marido. Otra vez la tríada famosa —padre, madre e hi­
jo, de la que huía— vuelve a aparecer para tornar vano su intento de des­
pegare de ese destino, él que había intentado, anterior a todo pacto, que el
amor con la mujer fuera sólo gozo.
Lo que fue su privilegio de hijo con la madre, se invierte y ahora
aprende — “por sí mismo y con toda claridad”, dice— qué significa ser pa­
dre en la carne. El hijo que escapaba de su propia madre descubre que en
ese placer gozoso, a diferencia de lo que pasó en su propia familia, hay
mujer gozosa primero (con el hombre) y madre gozosa luego (sólo con el
hijo). Pero entonces también verifica dolorosamente que para ese hijo que
es él, cuando se convierte inesperadamente en padre, no habrá otra mujer
que lo ame como lo ama su madre. No tiene escapatoria. Estaba huyendo
aún de la madre como hijo gozado, y encuentra que le pasa a él lo mis­
mo que a su padre. El gozo que le dejaba libre su madre, en ía valencia
libre de su sexo, sólo con una mujer-no madre podía alcanzarlo. Pero fra­
casa cuando tiene un hijo con la mujer que ama; los fantasmas de los ce­
los y la culpa lo persiguen encarnados en la figura femenina extema, de
pronto inhabitable y dolorosa. Sólo queda un único lugar seguro, el que
ocupaba como hijo: volver a refugiarse en el claustro fantasmal de 1a ma­
dre originaria.
Es entonces cuando la madre real misma le presta ayuda, lo separa de
esa mujer sexuada, para proponerle otra mujer en serio, como Dios y 1a
ley manda, un verdadero matrimonio pactado sin placer, para tener posi­
ción social, dinero y prole. Su lugar como hijo amado permanece porque
vuelve al verdadero goce, el primario unido a la madre primigenia, el úni­
co seguro: sin pacto escrito. La madre reserva para sí y para Agustín el go­
zo idealizado y puro, fuera de la ley, ese que no tuvo con su marido, y só­
lo tolerará — preparándole un matrimonio de conveniencias con una niña
de once años— que el hijo se una a una mujer para 1a procreación legal,
pacto sin gozo. A partir de esta experiencia de la diferencia ^vivida por sí
mismo", dice (entonces no como la vivió su padre) algo aprendió definiti­
vamente: que en la pareja humana hay gozo sin ley y sin dolor sólo para
la madre y su hijo. Y se confirma el persistente afecto de la unidad prime­
ra, la única segura, sólo allí hay un único goce absoluto y sin pena, ante­
rior a toda ley y a todo pacto,

2) Un amigo amado, también sin nombre

La identificación tardía

Sobre la muerte de su propio padre ni una sola expresión de amor ni


de dolor del sensible hijo leemos en sus Confesiones-, nada. Pero la muer­
te de un amigo lo precipita a Agustín en la más profunda y desconsolada
congoja; será una experiencia central en su vida de hombre. Con “una mu­
je r ” Agustín experimentó la diferencia entre el matrimonio en tanto pacto
para la procreación pero sin goce, que fue el de su madre, y el amor con
goce pero sin ese pacto, que vivió con la suya, concubina. Por eso cuan­
do le nació un hijo del amor gozoso abandonó a su mujer y se retiró ate­
rrado.
Con el amor a su amigo que muere experimenta una nueva diferen­
cia, ahora entre hombres. Al ser amado tan profundamente por su madre
eludió el enfrentamiento con el padre, no tuvo que identificarse con él pa­
ra enfrentarlo. Triunfó el pacto con la madre, y el padre quedó sepultado
para siempre. Pero quedó pendiente el desarrollo de su propia diferencia;
para ser hombre tenía que buscar un alter-ego en el cual reconocerse, en­
contrar en un otro su propia imagen.
En la experiencia de la muerte de su amigo que ahora nos relata,
Agustín progresa desde la realidad externa del padre excluido hacia el ami-
go amado — así como hace vivir eternamente a la madre, a la Cosa incog­
noscible e irrenunciable, y a la que ese mismo padre no pudo poner su lí­
mite, Hasta que por fin logrará retrotraerse a su refugio, resolver el
conflicto sin dolor ni muerte. Y ese lugar de vida primigenia hacia el cual
retorna se conviene, arcaico no historizado ni separado por la diferencia
sexual, en lugar simbiótico de muerte.
Y Agustín busca sin sosiego la clave para ordenar esta realidad que lo
devuelva, desandando el camino, de un cuerpo a otro cuerpo, de la lógi­
ca tnaniqyea adulta a la lógica oral de la infancia, pero en cada una de
ellas encuentra que el dilema se vuelve a plantear sin solucionarse. Anhe­
la simultáneamente dos cosas irreconciliables: la paz y el goce materno-
perdido que busca incansablemente en los fantasmas y también vanamen­
te en el mundo sensible de los hombres. Allí sólo encuentra el tiempo y el
goce limitado, como la vida real misma, por la muerte. Aquí, retornando a
esa fantasmal eternidad materna, cree en cambio que todavía hay cierre.
El amor es también un amor, estamos viendo. La muerte es u n muer­
to, dice Freud, y para Agustín, desplazada esa muerte no asumida en el en­
frentamiento paterno que se había ahorrado, esa muerte soslayada abre
ahora, tardíamente, una dimensión, desconocida de la muerte en sí mismo.
El primer semejante, que desconoció en el padre negado, es ahora ese jo­
ven muerto y gozado como amigo; el primer semejante reconocido a quien
ama, p^ro sin odio y sin rivalidad. Y es aquél con el que se identifica y so­
bre quien desplaza la muerte no llorada de su padre. Esta vez un muerto
no es el padre muerto, que permanecerá definitivamente muerto: un muer­
to — la muerte — es ahora el amigo muerto. Pero, veremos, la mujer goza­
da como fantasma proyectada en el cuerpo de su amigo sigue siendo só­
lo la madre arcaica viva, no “una mujer”, esa de la que se separa — y que
de alguna manera también mata— , sino la que quedó como fundamento
homogéneo de todo amor posible, sin representación ni distancia. Los per­
sonajes externos que se inscriben en la huella del amor primigenio y uni­
tario quedan aniquilados, no hay tránsito vivible hacia la historia humana.
El amor a todo semejante, separado del odio y por lo tanto de la vi­
da, ese que sólo el enfrentamiento a muerte no asumido con el padre pu­
do darle, se desplaza hacia el amigo como amor puro. Pero con el amor a
la mujer sucedió lo contrario; la mujer amada es abandonada cuando na­
ce el hijo, para volver al único goce sin dolor, al goce de ta madre. Para
el padre en su propio cuerpo no había sitio al cual retornar: no había amor
de hijo que lo actualizara. El amor y el dolor más intensos que sintiera nun­
ca será por el amigo muerto. Su madre incorporada, en su “surrealidad",
no muere nunca.

El sabor sensual del dolor por el objeto perdido

:‘Con ese dolor se obscureció mi corazón y todo lo que veta en torno


de m í era muerte. La patria se convirtió para mí en un suplicio, y la
casa de mis padres en una infelicidad insoportable. Cuanto había com­
partido con él se me volvía una tortura inmensa sin él. Mis ojos le es­
peraban por todas partes y no le encontraban. Odiaba todas las cosas
porque no le tenían ni podían ya decirme: ‘Ahí viene’, como me lo de­
cían cuando vivía y se hallaba ausente.”
“Yo me había vuelto un grave problema para m í mismo. Pregun­
taba a m i alma p o rq u é estaba triste y por quém e conturbaba tanto y
no sabía responderme nada. Y si yo le decía (a mi alma): «Espera en
Dios*, ella con toda razón no me hacía caso, porque aquel amigo tan
querido que había perdido era más real y valía más que el fantasm a
en el que se le babía mandado esperar. Sólo encontraíba consuelo en
el llanto y el llanto ocupaba el lugar de mi amigo en las delicias de mi
alm d’ (IV, iv, 9).

Esta desgarradora expresión de su amor por el amigo muerto alcanza


una dimensión inédita en todo el texto, salvo cuando tiene a Dios como
objeto. Nada semejante a esta conmovedora descripción de su dolor: ni
por su hijo Deodato, que muere muy joven, ni por su padre Patricio, ni
tampoco por la mujer que amaba; ni siquiera por su madre Mónica cuan­
do muere. El amigo, cuyo nombre también ignoramos, era su doble, su al-
ter-ego que lo reflejaba: nunca amó tanto a nadie el santo. Era el otro se­
mejante más próximo a sí mismo, el que más profundamente había
penetrado hasta conmover las fibras más hondas de su alma. Por eso se
sintió morir con su muerte, así como nunca gozó tanto, con toda su inten­
sidad enamorada, cuando estaba vivo.

El reto m o al paraíso m aterno

El milagro de Jos fantasmas consiste en que vuelven como si estuvie­


ran vivos, desandan el tiempo que nos distancia deí origen, retornan de
nuevo con las delicias imborrables y nos hacen volver a gozar, ahora adul­
tos, del paraíso perdido de la infancia. Entonces comprendemos la profun­
didad corporal, imaginaria y afectiva hasta la cual el amigo — cuyo nom­
bre silencia— había penetrado. Sólo al nacer pudo experimentar ese dolor
tan intenso y de muerte que volvía a sentir ahora, ese sufrimiento inena­
rrable que nunca había sentido con nadie más en la vida, salvo al comien­
zo. cuando fue arrancado de la higuera y lloraron juntos, madre e hijo, lá­
grimas de leche.
Hemos visto, quedó desamparado, sin pater ni patria. No había en la
tierra patria nada que lo contuviera de este fin de mundo. No sólo había
muerto el amigo; habían muerto con él los fantasmas con los que lo había
investido; moría afuera simultáneamente, con su surrealidad, la realidad
histórica que lo acongojaba. Los fantasmas sirven para hacer habitable la
realidad o para huir de ella. Por eso afuera aparecían de golpe, objetiva­
das. las figuras internas de las cuales huía: el hogar lo horrorizaba, se ha­
bía venido abajo un mundo; la patria chica y el imperio romano se con­
vertían, como un lugar incierto y temido, en un suplicio. Ni patria ni hogar,
en una época donde el peligro bárbaro acechaba, el imperio se estaba ha­
ciendo trizas. “Todo lo que veía en tomo mío era muerté\ Se quedó más
solo que nunca, sin refugio, Y sin futuro, porque ni para consolarse podía
decirse í:abí viené ', porque hasta el fantasma del amigo se había desvane­
cido, nunca más tendría su soporte encarnado para sentirse vivo.
El problema consistía en no tener dónde apoyarse internamente; el
padre no había dejado huella porque la identificación faltaba. Ni el último
sostén fantasmal del refugio materno dentro suyo era ya ese soporte gozo­
so que lo contenía y lo ahogaba: aparecía el vacío absoluto. La muerte del
amigo abría el espacio inhabitable del mundo exterior; debía entonces ex­
cavar más hacia adentro de sí mismo para tornar sensible un lugar afecti­
vo al que quería acceder, pero que al mismo tiempo se le aparecía como
lo más negado de su existencia. Con la muerte del fantasma amistoso se
disolvía el último lugar de contacto afectivo entre lo interno y lo externo,
su amigo como mediador entre lo inaccesible materno añorado y el mun­
do. Desaparecía con su muerte la última representación imaginaria en la
cual prolongó lo afectivo y sensible de esa huella primera, y la transforma­
ba en externa, visible, aceptable y objetiva, donde todavía podía adquirir
una figura humana mundana que la significara al recubrirlo y lo calmara.
El problema era más grave: "yo me había vuelto un grave problema
para m í mismo”. Había que profundizar la huella y al mismo tiempo elu­
dirla: darle una representación adecuada que la reavivara y la excluyera de
la representación con que la pensaba. Podía sentir madre, pero no nom­
brarla; entonces decía m i alma, mi corazón, para nombrar lo que de ella
tenía como propio, y convocarla. Los fantasmas sensibles y corpóreos, an­
tropomorfos, habían fracasado. Debía alcanzar ahora lo más profundo de
sí mismo, allí donde el único sostén que le quedaba estaba esperándolo,
deseado sí pero amenazante, una vez más, por la devoración de la que al
mismo tiempo huía y en la que se disolvía. Aquí es donde el esquema de
las astucias de guerra, aprendido en el maniqueísmo, pudo venir en su
ayuda.
Lo había intentado todo: antes, transgredió la ley paterna, pero por un
desvío, para acercarse a la Cosa, metaforizada en el hurto de las peras, y
gozarla como un fantasma ausente que se hacía presente en la fruta roba­
da; luego soportó saberse arrancado de la higuera para prolongarse como
su fruto, que alimentara el deseo del prójimo hambriento y que, al llenar­
lo como parte prolongada desde ella, identificado el hijo ahora con la ma­
dre como pecho suyo, trasvasara su leche en una boca ansiosa donde ad­
quiría una figura visible y objetiva: Agustín mismo como Cosa en el deseo
ardiente de esa boca que lo recibía como él mismo de niño la había reci­
bido. Ahora, horrorizado p>or la pena capital temida, amenazado no ya en
su sexo sino en el cuerpo real mismo —amenaza realizada en su amigo
por la muerte— ¿qué le queda como intento regresivo? Desandar las figu­
ras de su historia subjetiva y encontrar otro camino para volver a buen
puerto. Una nueva escala en su vía crucis.
El amigo, como otro semejante, no tenía en Agustín huella paterna so­
bre la cual afirmarse. El padre, por identificación sexuada, no sólo nos di­
ferencia de la madre y nos separa; también abre a la amistad como afecto
tierno, no genital: el sexo queda dirigido al “otro” sexo. El padre negado
de la infancia, con el que nunca se identificó hasta alcanzar el lugar don­
de se imbrica lo materno en el niño, al que nunca, por lo tanto, por amor
le dio vida nuevamente porque nunca hubo tragedia y duelo y asesinato,
ese padre negado sólo apareció desplazado — tai fue la exclusión— como
amor en el amigo muerto. Agustín necesitaba encontrar por fin a un seme­
jante masculino que le devolviera la imagen perdida de sí mismo, donde
volcar ese amor que hasta ahora no había podido, sin terror, ser soporta- ;
do por nadie. El amigo penetra con su amor hasta el lugar que el padre
nunca había penetrado en su cuerpo, hasta su alma, es decir hasta alcan­
zar la sensible impronta materna de donde brota todo amor de hombre.
Cuando aparece el "Dios verdadero” lo hace no desde el padre sino
desde la madre. Volvió a encontrarlo a Dios antes de la diferencia sexual,
unido boca a pecho, circulando oralmente en las partículas de su leche,
Por eso el amigo es aún un fantasma, como también lo era entonces el
Dios fantasmal al cual recurrió para esperar que retomara vivo. Pero ese
Dios maniqueo sensible no había resucitado, porque Agustín no lo había
"resucitado” al padre al negarse a darle vida nuevamente en su cuerpo y
hacerlo sobre-salir como Ley y forma abstracta en su conciencia. Entonces
desde su propio cuerpo, identificado con el suyo, tampoco tenía el poder
arcaico de resucitar al amigo cuando moría. Era un Dios impotente, un
Dios que también moría; un Dios moribundo sin vida eterna, ligado aún a
la materia perecible de los cuerpos. No era un Dios des-corporizado, “es- :
piritual” todavía, un Dios de palabras como lo será luego.
No era el Dios persecutorio de los judíos, que el hijo construía desde
su propio padre, sino un Dios que lo acoge en su seno desde adentro, en
un iugar donde nadie entró nunca todavía, que reside en sí mismo, y que ■
gobierna hasta el movimiento de sus miembros. Por eso los fantasmas exis­
tían enancados en los hombres y mujeres vivos; aparecían aureolando co­
mo espectros los contornos y las formas de los cuerpos. Los fantasmas n e - :
cesitan cuerpos vivos para sostenerse. Y con la muerte del amigo también
esta verificación fracasa; el fantasma adulto y tardío se desvanecía, y sólo
quedaba el dolor de su muerte eterna, y su propio cuerpo vaciado de sen­
tido.
Antes había hablado de la amistad sin límite, es decir de los amigos,
con los cuales le pasaban muchas cosas, y decía de su adolescencia (16
años):
“¿Y qué era lo que me deleitaba, sino amar y ser amado? Pero yo no
guardaba la moderación que debe haber en el amor mutuo, de alma
a alma, ya que el límite de la amistad es algo luminoso. En mí se le­
vantaban nieblas de la cenagosa concupiscencia de mi carne y del ma­
nantial de mi pubertad, que obscurecían y ofuscaban mi corazón de
tal manera que la serenidad del amor casto no se distinguía de la obs­
curidad del amor impuro. Uno y otro heñían confusamente dentro de
mí y arrastraban mi débil edad por los precipicios de mis apetitos y
me sumergían en un piélago de maldades. (...) Yo me agitaba y me
derramaba y hervía a causa de mis fornicaciones, y tú callabas ¡oh go­
zo mío tardío!" (II, n, 2).

Aprendió luego a su costa, a costa de la muerte, que "el límite a la


amistad es algo iuminosd’, pero que debe “guardar ¡a moderación que de­
be haber en el amor mutuo, de alma a alma” (II, n, 2), no de cuerpo a
cuerpo.
"Y si yo le decía [a mi alma]: «Espera en Dios», ella con razón no me
hacía caso, porque aquel amigo tan querido que había perdido era
más real y valía más que el fantasma en el que se le mandaba espe­
rar” (IV, sv, 9).

Dios mismo era un fantasma; ni el padre era puro espíritu ni tampo­


co el amigo; en la teología maniquea, materialista y antropomórfica, la in­
soportable muerte todavía existía; No había alcanzado aún el santo ni la
pura espiritualidad celeste del padre (que le aportará el platonismo grie­
go) ni la resunección de la madre y del hijo (que le aportará la religión de
los Misterios paganos y la devoción materna). Agustín no era todavía un
verdadero cristiano cuyo modelo era Cristo, muerto pero resucitado, que
le servirá para eludir la muerte propia que lo inundó de pavor con la muer­
te del amigo. Agustín quería salvar su vida, la suya sobre todo: temía la
muerte definitiva del cuerpo.
“Era tan desgraciado que amaba más mi propia vida desgraciada que
a aquel amigo mío”. (...) “No sé si hubiera querido perderla incluso
por él” (IV, vi, 11).

El alma, desde su sabiduría sensible y acogedora en su territorio amo­


roso, no le hacía caso; el alma, materna en la unidad de sí mismo sosteni­
da, sentía que todo lo que se separa de ella muere y es arrojado al tiem­
po del mundo exterior y de la historia sensible de los cuerpos vivos. Pero
su alma no le contestaba todavía con palabras, como lo hará cuando se
convierta en alma pura, sino con el sentimiento;
“Preguntaba a mi alma por qué estaba triste [el alma] y por qué me
conturbaba tanto y no sabía responderme nada ”

Es claro, el alma, que es materna, no habla, sólo siente. El alma no


tiene representación de palabras; tiene sentimiento irrepresentable de Co­
sa. Las palabras vienen de otra parte, que la denominan y la interpretan
con palabras del padre. El alma le hace sentir el vacío que dejó en ella el
amigo, un cuerpo semejante afuera que lo colmaba como el reverso pie*
no de sí mismo: era un alma sensible. El alma siente al alma; distanciada
de su primer objeto, y ante el cual Agustín mismo aparece como externo,
a esa alma en pena a la que no podía darse porque había sido arrancado
y separado de ella, Agustín la sigue buscando para llenarla al llenarse: le
dio un doble de sí mismo, un objeto que materializara afuera ese vacío in­
terno. Un objeto que le permitiera distinguirse de sí mismo en sí mismo.
Un objeto masculino, lo más distante del alma materna y femenina; le
ofreció un fantasma para llenarla, un idéntico — un semejante— que la re­
flejara.
Una vez muerto ese doble externo, Agustín siente que el alma, de la
que lo separa un abismo sobre el que había tendido un puente, esa alma
impenetrable a la que antes no había accedido nadie, se quedó sola y va­
cía. El alma, como dice Hegel, es el genio materno en el hombre, lo que
quedó de ella en el cuerpo del niño. Y el alma no responde con palabras,
es inconsciente. No sabe de los porqué que la interrogan desde el mundo;
no entiende nada aunque lo siente todo. El alma es sin porqué , como la
rosa de Hórderlin.

La m uerte del objeto re a l afuera abre


la epifanía fantasm al de la Cosa adentro

Y Agustín calma a su alma llorando, como lloran los niños por la ma­
dre ausente, por el pecho perdido, por el amigo boca, por sentirse higo-
pecho con su amigo, amenazado por la muerte luego de ser arrancado de
la higuera. Llora lágrimas de leche nuevamente: de la misma substancia
que las que lloraba junto con la madre cuando lo arrancaron de ella. Am­
bas leches coinciden, y al llorar le da nuevamente acceso a lo que ahora
está más separado de sí mismo. El puente fantástico que la madre con su
leche tiende al niño. Pero siempre dentro de ella.

“Sólo encontraba consuelo en el llanto y el llanto ocupaba el lugar de


m i amigo en las delicias de mi alma ” (IV, iv, 9).

El llanto colmaba al alma; recibía el llanto del hijo, que ocupaba, en


el alma-mater, el lugar del amigo, y Agustín encuentra entonces consuelo
en las delicias [maternas] de su alma. Había un goce renovado y más pró­
ximo todavía, ese goce nuevo que la muerte del amigo abría. La muerte
del amigo, en su dolor tan profundo, llegaba a lo más recóndito y más pró­
ximo al alma; encontraba a la madre con una cercanía ya olvidada, que só­
lo el amor con su amigo había actualizado. Y gozaba con el llanto al sen­
tir la proximidad que la muerte del amigo abría hacia su alma; era él mis­
mo que al llorar lágrimas de leche llenaba un vacío y cubría una distancia
antes insalvable. Al alma la llenaba con el hondo sentimiento que traslada­
ba del amigo, externo, hacia la madre, interna. Y lloraba como imploran­
do su presencia nuevamente, que volviera al reclamarla con el llanto.
Y el alma sabía lo que Agustín sentía: las lágrimas ocupaban el lugar
del amigo muerto en ella. Y el llanto suscitaba la imagen del primer obje­
to perdido, alucinado ahora en su ser puro afecto continente, que volvía a
llenarlo como si estuviera, como estaba siempre, de cuerpo presente en su
propio cuerpo: las lágrimas, como la leche, volvía a unirlos. La distancia
que había impuesto la amenaza paterna desaparecía al regresar a la esce­
na del amamantamiento como higo-leche-boca-higuera. Con la muerte del
otro encontraba por fin al Otro originario del que estaba, por terror, dis­
tanciado y al mismo tiempo como el único prójimo en sí mismo. Pero era
por su muerte que se abría el camino, replegándose hasta coincidir cuer­
po a cuerpo con su propia alma, el solipsismo más perfecto, más ansiado
pero también más temido.

El goce del dolor

No ya la melancolía por el objeto perdido, sino el gozo inesperado


por el objeto re-encontrado adentro al perder su sustituto afuera. Si París
bien vale una misa, un alma satisfecha y gozosa bien vale un amigo muer­
to que la devolvía. La muerte real del otro abre al gozo del Otro(a). Ese es
el descubrimiento: cuando más llora más goza el santo. El llanto es gozo.
Llanto ambiguo: para afuera, es sufrimiento por la muerte del amigo, lágri­
mas amargas; pero al mismo tiempo, para adentro, al darle ese amigo, ese
alter-ego, a la madre (al alma) que la recibe como dulce leche, es goce ac­
tualizado con el cual recupera un goce arcaico. La muerte del objeto real
afuera abre la epifanía fantasmal de la Cosa adentro.
Por eso Agustín se pregunta luego, extrañado, ahora que es católico,
por el gozo del llanto, anuncio-primicia del gozo del dolor cristiano, su do-
lorismo satisfecho, como si todo llanto y todo dolor produjera necesaria­
mente gozo en todos. Como si todo dolor derramara sólo lágrimas de le­
che con las que transforma el santo al dolor en goce para anularlo como
sufrimiento. Este descubrimiento se convierte en una categoría afectiva pa-
ra quienes viven el modelo cristiano. Tiene la verdad del sufrimiento y del
gozo del hombre; abre un camino nuevo para el dolor humano. Abre el
camino regresivo a la infancia sin retomo, para eludir el sufrimiento de la
realidad histórica y adulta. Y abre la esperanza del retomo esperanzado a
la no-muerte. Excluye la muerte real como dimensión humana, pero siem­
pre es el otro el que la recibe, que anuncia la propia que por la suya elu­
dimos —porque siempre es el otro (¿el padre distanciado a muerte?) el que
verdaderamente muere.
La muerte del otro desencadena el reflejo de retomo hacia lo mater­
no eterno, nos hace saltar de súbito sobre todos los estratos que nos sepa­
ran de la Cosa, la felicidad nos inunda por el camino más corto. Tanto más
pronto cuanto más el otro con su muerte asume la propia de la cual hui­
mos, y el dolor y el espanto de su mirada y de su cuerpo en estertor nos
anuncia el gemido de un goce más profundo y más nuestro en el reen­
cuentro súbito de la Cosa suscitada por el muerto.

Cuando el otro amado m uere

Cuando otro amado (por ahora) muere afuera, Otro, lo más amado/
aún, resucita como fantasma materializado adentro. Y entonces gozamos,
descubre con una pizca de horror y de vergüenza complacida, con la
muerte ajena: gozamos hasta con la muerte del ser más querido. Primero :
gozó con el anonadamiento del padre, al infringir la Ley que le prohibía
el acceso a la Cosa, y lo suprimió como límite para su acceso al hombre;
Ahora, para volver por otro camino a acercarse a ella, goza con la muerte
del amigo. La Cosa exige siempre un sacrificio ajeno, que es siempre la
muerte del “semejante” que la asume. Hay que transformar el dolor en go­
ce, y lo ha logrado,
“Ahora Señor, ya pasó todo aquello, y con el tiempo se ha mitigado
el dolor de mi herida. ¿Puedo oír de ti, que eres la verdad, y aplicar
el oído de mi corazón a tu boca para que me digas por qué el llanto
es dulce para los desgraciados? (.... ) Y, sin embargo, si no lloráramos
a tus oídos, no nos quedaría esperanza alguna”(IV, V, 10).
"En una palabra: ¿por qué el gemir y el llorar y el suspirar y el la­
mentarse se saborea como suave fruto de la amargura de la vida? ¿Es
dulce esto entonces porque esperamos que nos escuches? Esto pasa
desde luego con las oraciones, puesto que su objeto es llegar a ti. ¿Su­
cede lo mismo con el dolor de ¡a cosa perdida y con el llanto que en­
tonces me inundaba? Yo no esperaba resucitarle ni pedía esto con lá-
grimas. Solamente sentía pena y lloraba. ¿Es también el llanto algo
amargo y tíos deleita por el bastió que sentimos bada las cosas que an­
tes amábamos y abora aborrecemos?” (id.).
La muerte ajena abre la esperanza de la salvación propia. Agustín con
el paso del tiempo y al hacerse católico descubre a Dios en el alma, cuan­
do el alma deja de ser alma “sensible” para convertirse en alma pura. Lo
difícil del retomo al alma (mater) es soportarla sin disolvemos y derramar­
nos en ella. Como el padre no Je había opuesto el límite de la diferencia
de sexos, no nos separamos como diferentes: nos disolvemos en la iden­
tidad de una substancia única, quedamos devorados. El alma-mater es lo
verdadero semejante. Y luego esa alma (materna), en la que se disuelve,
es suplantada, en el ruego del dolor que la implora para salvarse, por al­
go (un Dios paterno) que aparece detrás de ella, para que la contenga y
nos contenga. El límite rechazado afuera, desde el padre, tiene que apare­
cer ahora desde dentro de la misma madre.
El límite que impida la devoración que siente en el retomo irresistible
lo busca dentro de ella misma. Y como Dios aparece en ella, detrás de ella,
conteniéndola, pero siendo todavía una única substancia, le sigue hablan­
do a Dios como le hablaba al alma y pone el oído de su corazón, lo que
tiene de más sensible, en su boca. Dios de pensamiento, en vez de leche
le desliza ahora palabras: Dios materno. El Dios fantasmal maniqueo, pre­
sente como cuerpo, es abandonado y suplantado por el Dios espiritual ca­
tólico que ella misma afuera le ofrecía, y es a ese Dios, padre de la madre,
a quien ahora se confiesa y al que le pregunta por el sentido de su expe­
riencia antigua desde la experiencia final aterrada, por fin consolada. El al­
ma materna no contestaba nada: permanecía muda. Ahora Dios, a diferen­
cia de ella, sí le habla; le contesta con palabras que manan de la boca del
Padre como antes manaba la leche los pechos de la madre: leche, ahora
de palabras, del Padre de la madre. A esa voz interna le presta un oído in­
terno: la sigue bebiendo por la boca.
“¿Qué soy yo cuando me va bien más que un niño que mama tu le­
che y se alimenta de ti, comida incorruptible?”

Sucede que en el caso del santo ya la madre, desde el comienzo de


la vida, le hablaba en lengua materna con las palabras de la lengua de su
padre —la de su propio padre, no la del padre real en la carne— a su hi­
jo. Se habían convertido en palabras originarias: lengua única. La leche de
la madre y la Palabra del padre salen de un mismo pecho.
El dolor es dulce, es un suave fruto, se saborea, aviva las delicias del
alma, nos deleita. Y él mismo descubre el “porqué”ope Dios le dicta y que
el alma dejaba sin respuesta. Dios le pone palabras al gozo nuevo para au­
torizarlo en su bendito nombre. Gozamos de la muerte de las cosas y los
seres; sólo nosotros quedamos vivos, escapamos al espanto. Nos refugia­
mos en el sin tiempo de lo eterno materno, cuando aún no había cosas se­
paradas que murieran, donde la muerte no existía en la unidad de su cuer­
po contenidos: donde no había distancia, ni tiempo, ni dolores que ella no
colmara, ni palabras. Ese es el gradualismo del ascenso al Dios más íntimo
en el camino agustiniano. Es la muerte de los otros la que nos indica la
senda hacia adentro de uno mismo para encontrar la esperanza de salvar­
nos; al llorarle nos consuela y volvemos leche a leche, lágrima a lágrima,
como niños, a su regazo nuevamente, para reencontrar en ella el senti­
miento de la vida eterna. En la defraudación y el dolor que nos producen
las cosas que mueren o nos abandonan, descubrimos la existencia de la
Cosa — “la cosa perdida”, dice— como refugio abierto por el terror, ese
que por la muerte del otro nos penetra hasta ese lugar profundo del ori­
gen de nuestra existencia.
“No pensaba resucitarle ni pedía esto cotí lágrimas”, recuerda. Por una
parte sabe que afuera, en el mundo de la realidad humana, eso no existe.
Afuera lo amenaza el fin del mundo. Pero en serio, no como un delirio; se
viene abajo un imperio casi milenario que también parecía eterno. Y acu­
de a la fuente viva y perenne de lo eterno, situada en otra realidad, ante­
rior a ésta en la experiencia sentida de la corporeidad humana, la marca
arcaica materna como materialidad difusa y vaporosa. El Dios judío, que
es paterno, nunca hubiera podido darle esa esperanza, era el Dios de la
cólera y de lo arbitrario, la victoria no era nunca segura porque dependía
de una realidad indominable; sólo el Dios materno puede dársela. Y como
las cosas nos ligan por el afecto a los cuerpos que perecen, y en el amor
comprometemos el nuestro, cada cosa es el signo de nuestra vida pasaje­
ra: cada muerte anuncia la propia, indefectible. Cada cosa amada, porque
activa más profundamente el cuerpo enamorado y lo abarca todo, nos
compromete con la vida. Cada cosa, cuanto más amada y solicitante de vi­
da le aparece, produce una experiencia diferente en Agustín; debe ser abo­
rrecida cuando nos defrauda con su hastío, cuando defrauda lo absoluto
del deseo de eternidad y muere: "¿Es también el llanto algo amargo y nos
deleita por el hastío que sentimos ante las cosas que antes nos agradaban
y luego aborrecemos?”. El santo, defraudado de la vida porque lo amado
muere, aborrece lo que antes había amado, aborrece la vida. El amado es
negado como un intruso, aborrecido como lo fue el padre. Hay odio en
cada atracción sentida que despierta el mortal afecto y necesariamente lo
defrauda. No hay cosa que le venga bien al santo; todos al fin nos morire­
mos y terminamos por aborrecerlas cuando descubrimos que en las cosas
no está la Cosa, que su promesa fue falsa, y nos hacen sentir que no so­
mos, como ella, inmortales. El corte en el cuerpo agustiniano, el corte im­
placable en sí mismo para eludir la muerte, alcanza aquí el acento extre­
mo en el desprecio defraudado ante la vida. Experiencia fundamental que
abre el camino cristiano a las que luego sigue relatando.
Agustín ¡lora en el amigo muerto ei prim er enfrentamiento adulto con
la muerte: con la madre que lo expulsa de su vientre. Lo que hubiera
tenido que experimentar con la muerte imaginaria del padre lo hace
ahora con ia muerte real del amigo. El hijo pródigo vuelve aquí, para
cobijarse; al verdadero bogar materno. Y por eso huye, defraudado, del
padre y de la patria. Con ayuda del Dios continente construye una
madre “estable”, que no se derrame y lo inunde: lugar fijo y seguro
contra su desborde. Y el cuerpo materno externo de la Madre Iglesia se­
rá entonces el sucedáneo de un cuerpo terrestre, político y paterno.

Agustín llora al amigo muerto (continuación)

El consuelo

Y así se consuela el santo varón del sufrimiento de la muerte de las


cosas sobre el fondo inolvidable y persistente de la única Cosa en cuyos
brazos y en su vientre no hay muerte:
“Yo era desgraciado como es desgraciado todo aquel que está prisio­
nero de las cosas mortales y se siente hacer pedazos cuando las pier­
de, y entonces experimentaba una desdicha que le hace desgraciado
aún antes de que las pierda (no gozaba siquiera en vida). Era tan des­
graciado que amaba más mi propia vida desgraciada que a aquel ami­
go mío”. (...) “No sé si hubiera querido perderla incluso por él”.
“...si por una parte, tenía un gravísimo tedio de vivir, por otra, te-
nía^miedo de morir. Creo que cuanto más le quería, tanto más abo­
rrecía y temía a la muerte, como si fuera un enemigo de inusitada
crueldad que me había arrebatado al amigo. Pensaba que la muerte
acabaría de repente con todos ¡os hombres puesto que había podido
acabar con él. Así yo era entonces, tal como recuerdo” (IV, vi, 11).
El enemigo no es la muerte, sino la vida: la vida, porque culmina en
ella. No había salvación todavía en el refugio fantasmal que desde él ha-
bia abierto, al cual quería volver, porque su acceso está vedado en la rea­
lidad por la amenaza soslayada del padre, aunque éste hubiera desapare­
cido de su conciencia. Su complejo parental, que no había sido el comple­
jo “normal” que Freud describe desde el modelo judío, no había penetrado
en él hasta el lugar materno donde el padre le pusiera un límite: se con­
virtió en tan persecutorio como ese lugar mismo. La regresión vivida con
el amigo para acercarse sensiblemente a ese espacio sagrado por medio de
fantasmas encarnados, no podía alcanzarlo desde la vida: había mostrado
su límite en la pena capital que le esperaba. Descubre que la muerte está
tan próxima y presente como la impronta de la madre misma: la tragedia
es más interna y más profunda todavía, La muerte "es un enemigo de inu­
sitada crueldad’; es también un fantasma persecutorio. Ni la madre, por
ser sensible y difusa en su marca gozosa y dolorosa, nos salva; su vacío de
representación no permite distinguirla y separarla de uno en uno mismo.
Y su persecución mortal alcanza al mundo. Si hasta los fantasmas con los
cuales se la pretendió objetivar para acercarse de costado a la Cosa fraca­
saron —la muerte del amigo lo demuestra— , todos los hombres están con­
denados a muerte; todos buscan la Cosa dentro de uno, porque la madre
está en todos como fundamento de la vida. “Pensaba que la muerte aca­
baría de repente con todos los hombres, puesto que había acabado con él”.
Pero digamos algo más todavía: la pena capital también surgía desde
la ley materna afectiva que prohibía otro objeto de amor sensible y ama­
ble que no fuese ella. La madre misma podía ser tan celosa como el mis­
mo Jehová; podía ser persecutoria no por su ley severa, sino por su afec­
to excluyente y sofocante, puesto que nada ni nadie podía reemplazarla: ni
colmarla. El llanto es también una súplica de Agustín para que lo perdone
por haberla siquiera fugazmente abandonado. El hijo pródigo vuelve aquí,
en verdad, al verdadero hogar materno al dejar el hogar de los padres y la
patria.
Pero este abandono del hogar paterno, del padre y de la patria, apun­
ta también hacia las condiciones históricas que estaba viviendo; el poder
Imperial romano, en el extremo de su despotismo final, donde el Empera­
dor había asumido la suma del poder armado, político, legislativo, religio­
so y jurídico, mostraba los límites del poder patriarcal que culminaba en el
derrumbe y el sentimiento de aniquilamiento y de vacío que se apoderó
de todos ios habitantes con el avance incontenible de los bárbaros. Agus­
tín, desolado e incontenido en la sociedad de su tiempo, abrió hacia aden­
tro un refugio como contrapartida del que perdía afuera. Sin refugio exter­
no, la subjetividad volvía al lugar eterno del claustro materno, sin espacio
ni tiempo. No era el único que lo estaba haciendo, se hacía en masa. La
Ciudad de Dios que escribirá luego expresará el término de su delirio am­
pliado.
El silogismo es canónico. Por ía lógica delirante que lo guiaba se con­
cluye que, puesto que ese enemigo había acabado con el amigo, todos los
hombres se morirían de repente (él mismo incluido), el delirio del fin dei
mundo lo abarca todo. Desde afuera era cierto; la amenaza estaba presen­
te. Pero desde adentro, ¿por qué la muerte del amigo fue vivida como la
muerte cumplida de todos los hombres? Si su amigo del alma moría, y si
ambos formaban una sola alma en dos cuerpos reunidos, la muerte del
uno alcanza al otro. Pero si la muerte era lo impensable, y no existía para
él mismo hasta que el amigo muere, era el alma unitaria de la madre don­
de ambos se habían amado la que lo excluía también a él de su seno eter­
no. La muerte, el enemigo, estaba ahora también en el único lugar donde
la sentía inexistente y al abrigo: en el seno materno que los contenía, Co­
mo castigo, expulsaba toda lo vivo de su claustro y lo condenaba a la in­
temperie. La muerte como fantasma aniquilador abarca toda la vida que las
madres han engendrado en el mundo. Ella, la acogedora, alma sensible, ha
revelado al fin el secreto que escondía. El mundo humano, de hombres pe­
cadores, pero pecadores contra la madre al amar algo que no sea ella, des­
cubre a la sociedad de los hombres como muertos, cuya mortaja lúgubre
es la Iglesia, administradora de fantasmas de difuntos.
El hombre no peca sólo cuando no cumple la Ley del padre; aquí
Agustín peca porque no cumplió la ley callada y afectiva de la madre, Y
esa ley dice que el hijo no puede separarse de ella ni amar a nadie más
en el mundo. Y paga con la muerte el haber puesto su amor en alguien
con quien vivía el fantasma de recrearía y prolongarla fuera de su seno.
Para la madre no hay primero paraíso y luego infierno al cual se cae
cuando se transgrede la ley; para ella sólo hay vida cuando estamos en
su vientre, pero fuera de ella sólo hay muerte. Eso es lo que le demos­
tró a Agustín la experiencia de su amor al amigo muerto.
No fue sólo el padre, impotente para resguardarlo, quien le hizo sen­
tir a Agustín que todos los hombres se morían, como sentían los ciudada­
nos del patriarcal Imperio romano amenazados; es sólo la madre la que
puede hacer sentir, más profundamente, que súbitamente toda vida pere­
ce fuera de ella. Hasta podríamos decir que fue el emperador Constantino
su modelo previo de católico; cuando se cristianiza, Constantino abando­
na a los múltiples dioses paganos para darle al Imperio tambaleante un
Dios materno que asumiera la figura masculina de él mismo como supre-
0io pontífice, para resguardar la unidad que se iba dispersando. Les daba
y agregaba a la madre interna, a la que cada uno regresaba aterrado, el sa­
grado continente extemo que pudiera contenerla y apaciguarla. Les daba
el cuerpo materno de la Iglesia, matriz institucionalizada, donde el Papa
llenaba por fin la figura, irrepresentada en lo subjetivo, del Padre idealiza­
do de la madre.

La Cosa alucinada llena el vacío de la nada

Cuando la Cosa deja de estar presente en “carne y hueso” es porque


el hombre perdió toda posibilidad de solventar con su propio peculio, con
su capital de vida, la existencia de un mundo que la prolongue al sepa­
rarse. El hijo separado de la madre cree que al sacrificar su vida la reen­
cuentra: se funde alucinatoriamente en el vacío de la Cosa. A no ser que
construya al nuevo Dios católico como aquel que “contienes todas las co­
sas, puesto que a las que llenas, las llenas conteniéndola s" (I, [[[, 3), es de­
cir a Dios como continente del derrame de la Cosa. Dios no se derrama
cuando se rompe la copa: “En realidad no son los vasos, llenos de ti, los
que te hacen estable, ya que, aunque ellos se rompan, tú no te derramad
(id.). Con ayuda del Dios continente, que contuvo a la Cosa, construye
una madre uestablé\ que no se derrame al derramarse: contenida y per­
sistente, lugar fijo y seguro contra su desborde y su vaciado. La madre fan­
tasmal incontenida produce, en su simplicidad sintiente, el vaciado y el
derrame de la vida que produjo y que retuvo, es decir la muerte de todo
lo viviente.
Y así siente Agustín que en el amor al amigo él mismo se vierte y se
derrama, como está derramado adentro en el cuenco que la madre abrió
en su cuerpo. Pero descubrió que el cuenco de su amigo donde había ver­
tido su alma, a diferencia del materno, se había roto, no era un cuenco
eterno.

“¿Por qué me había penetrado con tanta facilidad y hasta lo más ínti­
mo aquel dolor, sino porque había derramado mi alma en la arena,
amando a uno que había de morir como si no hubiera de morir?” (IV,
vm, 13).

La identificación con el padre, que abre a la diferencia de sexos, no


había marcado en su cuerpo el límite de los cuerpos reales y finitos; el sin
tiempo materno, ilimitado, reinaba soberano; no tenía padre interno que
contuviera su desborde. No tenía aún sosten interno para su existencia;
Hacia afuera y hacia adentro se derrama; tendrá que inventar, frente a los
límites extern os que contradicen lo ilusorio del propio y lo destruyen, un
límite interno. Y lo consigue, porque desde afuera esa unidad que es su
persona será, en adelante, absoluta y radicalmente impenetrable. Sólo el
amor por el amigo, desprevenido por el fantasma que lo acompañaba, pu­
do llegar desde lo externo hasta lo más profundo de sí mismo. Pero era
porque falto de experiencia no ¿e dio cuenta en qué se había metido. Aho­
ra lo sabe para siempre: nada de lo vivo puede ser amado camalmente co­
mo vivo. Amar derramándose en la arena es arrojar, como la simiente de­
rramada de Onán, amor espiritual en tierra: se contamina y muere. Hay
que “am aren Dios, dice, ai prójim o”. Y nos quiere decir: lo amaré (mane­
ra de decir) si no penetra hasta el cuenco que está lleno de madre, y que
Dios resguarda para que la muerte y el dolor mortal hasta allí no entren;
El Dios cristiano es el centinela que vigila para que la unidad con la ma­
dre no sea rota, para que desde la vida nadie pueda hacer que mi alma irv
contenida se derrame hacia afuera, y yo me muera. Si ama en Dios, qué
contiene a la madre, amará en Dios a la Cosa sobre todas las cosas; las co­
sas quedarán siempre fuera de la Cosa. No podrá amar sensiblemente, es
decir en serio, a nadie.

Enseñanzas

El amigo al morir lo mancha de muerte. La ley paterna no alcanzó pa­


ra separarlo de la madre, así como el Emperador no alcanzó para resguar­
darlo de los bárbaros, y la muerte del amigo es el primer enfrentamiento
verdaderamente adulto con la muerte, con la madre que lo expulsa de su
vientre. El mundo, lo que se llama mundo histórico, es un sucedáneo des­
tinado a frustrarlo. No aceptó la ley del padre y con ello el tránsito a la ley
histórica (buena o mala); para salvarse del espanto de la muerte, Agustín
tiene ahora que aceptar, como única salida, la ley del Padre de ella. Está
autorizado a permanecer en lo arcaico como infante porque, paradojal-
mente, no pudo cuando niño defender su amor a muerte. No pudo enfren­
tar el desgarramiento de la separación primera y abrirse a la realidad de la
vida y de la historia luchando a muerte contra su padre, el primer hombre
semejante que lo desafiaba, desde niño, a que se comportara como un
hombre. No hubo identificación con su padre, no enfrentó la imposición
del límite como un desafío mortal para su existencia. No se hizo e/para
conservarla a ella, no adquirió la forma hombre. No abrió la distancia ha­
cia adentro, diferenciando lo materno irrepresentado como siendo “la otra”
en su cuerpo simiente, con la representación que su padre al prohibirla le
ofrecía. Ni tampoco hacia afuera, identificándose con “el otro” desde el
cual podría haber encontrado un sentido histórico para la vida. El padre
de Agustín, un pobre hombre depreciado, no adquirió la dimensión de gi­
gante invencible, y el niño no tuvo que hacerse fuerte como él para en­
frentarlo.

Pienso, luego (d e sp u é s) existo

Esta exigencia cristiana no puede cumplirse — tal como su lógica lo


exige— sin aniquilar la vida, pero lo logran al introducir la muerte como
aniquilación, mientras vivimos, de todo goce del cuerpo. Matamos toda
sensibilidad gozosa de ia carne para asegurarnos el gozo primario y más
profundo, imperturbable y eterno, la coincidencia en la unidad de nuestro
cuerpo que la contiene como su substancia. Gozan entonces del dolor so­
lamente, porque sólo el sufrimiento y las lágrimas le permiten al cristiano
el retroceso fantasmal, infigurable, a la madre arcaica. Sólo la virgen-ma­
dre puede aparecer como representación religiosa que evoque su rastro
asexuado en nuestro cuerpo aniñado, pero no como mujer deseante. No
hay tránsito en el cristianismo desde la madre a la mujer: hay corte aterro­
rizado.
En el cristianismo esta engendradora y viviente madre arcaica no pue­
de ser nombrada sino como Espíritu Santo al lado del Padre y del Hijo.
Tampoco el nombre del Dios-padre judío es Jehová, el que leemos, sino
aquel que sólo alusivamente invocamos con el nombre. Soy el que soy, di­
ce el enigmático Dios judío interpelándonos desde afuera. Y al pronunciar
en voz alta sus palabras diciendo yo cuando él dice, identificamos con un
efecto de roce nuestro ser con el suyo, extemo siempre. Soy (yo) el que
soy (él), repito y digo sus palabras que me dicen ¿qué? que yo soy lo que
él dice de sí mismo. Me identifico, repitiendo sus palabras sobre fondo del
sentimiento de culpa, con mi padre asesinado; es mi padre arcaico el que
me habla y con ei que vuelvo a dialogar resucitado. Al darle vida yo, vi­
vo, me hago como el muerto y lo hago renacer en mi propio cuerpo, iden­
tificado con su forma masculina para siempre. Tuve que cargar como sien­
do también para mí la muerte que yo le había dado; no participo de la
eternidad de la madre sino de lo perecedero del padre. La eternidad mas­
culina queda sólo para Dios, externo y separado: sólo a su imagen fui he­
cho, no a su Verbo. En el cogito judío no puedo decir: “pienso en Dios,
luego yo existo”. Repito sólo las palabras con las que anuncia su adveni­
miento desde la muerte que creí darle: “soy el que soy”. Es como si Dios-
padre dijera: “¿Acaso no me conoces y no basta con decir esto para que en­
tiendas que be resucitado de la muerte que me diste?” Renace de la muerte
como un Dios para su hijo. Si él vuelve a la vida yo recobro la mía: Él es,
luego yo existo. Lo hago existir en mi conciencia y en mi cuerpo afectivo,
con la impronta sensible que el suyo dejó en el mío, para que yo sea, en
el espacio de una vida mortal, sobre fondo del afecto vivo de mi madre.
En cambio en el cristianismo pasa otra cosa: soy lo que tu madre dice
que soy, diría el Dios materno cristiano desde adentro a Agustín el hijo. La
madre habla desde su propio padre, y no escucho de su boca las palabras
del mío. Su razón tiene cuerpo para ella, pero cuando recibo sus palabras
señalan como fundamento a otro cuerpo, invisible e insensible, para nú
desconocido. Sus palabras, que vienen de su cuerpo, debo atribuirlas a
otro cuerpo, que entonces llamo “carne”. Pienso, luego existo; pero es el
pensar de un padre racional que en mí pensamiento lo tengo sólo como
Idea de mi madre. Ella me concede el ser de su permanencia si afirmo só­
lo con mi cabeza lo que elia siente con su cuerpo. Porque yo, que siento
con ei suyo, no puedo pensar desde mi cuerpo lo que ella piensa, yo só­
lo siento lo que ella siente. Para que ella me quiera debo decir lo que su
Padre quiere.
Pero el cuerpo de mi padre está ausente, su impronta — si la tuve—
no penetra hasta donde está la marca de ella. Entonces pienso en lo que
ella afirma y digo: pienso (lo que su padre piensa y ella quiere) y enton­
ces, (luego), yo existo. Es decir, existo luego de decirlo. Y en lo clandes­
tino, más allá de las palabras, siento que estoy con ella, pero esto no pue­
do pensarlo ni decirlo. Allí donde digo lo que pienso no pongo el
sentimiento, lo separo para estar unido a ella afecto a afecto. Mi cogito me
une entonces clandestinamente a ella, mientras pienso lo que afectiva­
mente niego.

Cuando nace el hijo de la mujer amada

Ningún amor externo podrá ya frustrarlo como cuando nace el hijo de


la mujer amada; soy hijo para siempre, eternamente, sin celos ni fracaso.
Soy el Hijo del Hombre mayúsculo, no del hombre minúsculo, soy el hijo
del padre de mi madre, digo, y io afirmo como la verdad de mis palabras,
sólo como pensamiento. Agustín ama sólo lo análogo de sí, al doble en­
carnado como objeto total de su deseo; sólo el amor a sí mismo le queda,
amor narcisista y homosexual por lo tanto. No le queda otra, se ama en su
madre a sí mismo para siempre. Se aman en Dios, dicen; en realidad se
aman en el lugar afectivo de la impronta inconsciente que dejó la madre
en nuestro cuerpo. Deben necesariamente formar la cofradía de los santos
varones, niños enclaustrados, castos.
“Me admiraba de que los demás hombres siguieran viviendo, porque
había muerto aquel a quien había amado como si nunca hubiera de
morir. Y me admiraba aún más de que yo mismo siguiera viviendo,
habiendo muerto él, porque yo era el otro él. (....) Yo sentí que mi al­
ma y la suya eran una sola alma en dos cuerpos; y la vida me horro­
rizaba porque no quería vivir a medías. Por eso quizás temía morir,
para que no muriera del todo aquel a quien había amado tanto” (IV,
vi, 11)-
Le horroriza la condición humana del sufrimiento; sentir que somos
hombres mortales: “había muerto aquel a quien había amado como si
nunca hubiera de m o r i r amaba como el infante ama a la madre, en el in­
finito del sin tiempo. El primer movimiento defensivo es que sólo el otro
muriera, pero que él mismo se salvara: retrocedía a refugiarse en la eterni­
dad de su claustro. Viva Agustín aunque el amigo perezca. Luego, en un
segundo movimiento, recién entonces aparece el consuelo “moral” justifi-
catorio, que encubre el necesario sacrificio del otro amado para permane­
cer vivo; Agustín acepta seguir viviendo para que el otro, el muerto, no
muera d§l todo. Vivir en Dios para salvarse, ahora que ha aprendido que
la madre mata. Lo que hubiera tenido que experimentar con la muerte ima­
ginaria del padre, que abre a la vida, lo hace ahora con la muerte real del
amigo, que la cierra.
“¡Oh, el hombre estúpido que padece sin medida de los males huma­
nos! Por eso me quemaba, suspiraba, lloraba, me turbaba y no encon­
traba en ningún sitio descanso ni consejo. Llevaba mi alma desgarra­
da y ensangrentada... y no hallaba un lugar donde ponerla. No
descansaba en los bosques amenos, ni en los juegos y cantos, ni en
los lugares olorosos, ni en los banquetes suntuosos, ni en la voluptuo­
sidad de la habitación y el lecho, ni siquiera en los libros o en la poe­
sía ella encontraba reposo. Todo me horrorizaba, hasta la misma luz,
Y todo lo que no era lo que él me resultaba insoportable y odioso,
fuera del llanto y las lágrimas. Sólo en esto encontraba algún alivio. Y
si mi alma se apartaba de ello, me abrumaba con la pesada carga de
mi desgracia” (IV, vii, 12).

El alma materna es también la muerte en el alma; muerte absoluta en


cada muerte, insoportable y sin resquicio donde la vida pueda volver a ha­
bitarla. Si no se concibe a cada instante de la vida como eterno, muere. A
este nivel ha descendido la regresión agustiniana, sin sostén paterno por­
que fue eludido en el desprecio femenino hacia el hombre que era su pa­
dre. No cabe más la vida fuera del alma que repite y permanece en el so-
lipsismo absoluto, nadie mortal y vivo puede ser realmente amado, porque
contamina de muerte su alma, “¡Qué necedad hum ana que tiene que sufrir
desmesuradamente por cosas hum anas!”. No hay espacio para amar con el
cuerpo mortal a nadie. El amigo muerto era él mismo amándose en su re­
flejo encamado y fantasmal: era su doble, “ Yo era otro él”; “yo sentí que mi
alma y ¡a suya eran una sola alma en dos cuerpos”; “no quería vivirá me­
dias. Eran una sola alma femenina materna en dos cuerpos masculinos, ;:
Agustín se amaba a sí mismo en el otro —no había espacio para la dife­
rencia de sexos en el amor inclusivo, el amor entre hombre y mujer que
al mismo tiempo está hecho de distancia y diferencia— porque huyó de la
diferencia sexual prohibida, refugiándose en lo femenino sin diferencia
que lo contenía: en el primigenio amor materno.
Se entiende que al matar la diferencia de sexos deba abrir en sí mis­
mo una distancia infinita con el mundo, para mantener la cercanía absolu­
ta con la madre; ese es el precio. Se quedó corto el santo; por no asesinar
imaginariamente al padre que lo amenazaba y por haberlo eludido sin
identificar su deseo con el suyo —la anhelada mujer/madre para ambos—
hasta reconocerse como hombre con el hombre, por eso acobardó y vació
de empuje y ganas a su propio sexo. No tuvo cuerpo viril para sostenerlo;
Se hizo deseo “puro” sin encarnadura propia, deseo sin cuerpo sexuado.
Respondió a la amenaza de su rival sólo con el pensamiento, no vivió des­
garrado el drama del enfrentamiento fantaseado y afectivo, y por eso aho-f
ra sufre tardíamente tanto.
Eludió la tragedia subjetiva del acceso a la cultura y la transformación
de su cuerpo en cuerpo histórico. El odio quedó inconsciente, anestesia­
do, sin registro, porque no fue actuado ni ejercido imaginariamente contra
quien lo suscitaba, y permaneció en él como odio frío, como odio mater­
no encapsulado en su cuerpo de niño que no alcanzó nunca a ser defini­
tivamente hombre. Nunca sentirá culpa ante el otro encamado cuando lo
defrauda, sólo siente “aborrecimiento" (IV, V, 10). Y ese odio inconscien­
te y frío, odio materno para defender al niño contra lo que no sea ella, se
convertirá en odio contra todo hombre. Odio sentido que, dicho desde la
Palabra de Dios se convierte, negado, en amor expresado hacia el otro.
Amor en Dios, naturalmente; si el otro no participa con él dentro de lo eter­
no no podrá amarlo. Y siempre se dará la conciencia moral que lo acom­
paña; él quedará en vida, pero sólo para salvarle su alma al muerto —-que
siempre es otro. El odio queda, inelaborable, transformado en su contrario
puro en la consigna abstracta del “amaos —sólo en el espíritu— los unos
a los otro?.
Por eso Agustín en el amigo ama a un análogo, a un doble, engendra­
dos ambos sin intervención del hombre-padre: amor homosexual necesa­
riamente. Se identifican por el alma común y con un cuerpo separado. Se
integran en su amor recíproco, distanciados en la carne, pero como uni­
dad en el mismo vientre fantasmal y místico de la madre asexuada. Amor
gemelo. Ambos a dos; para amarse, se aman en la unidad del claustro fe­
menino. Cuando el amigo muere amará en la unidad abstracta de un Dios
masculino, y le permitirá encontrar en lo externo por fin un sucedáneo so­
cial del cuerpo materno amplificado. Se encerrará Agustín nuevamente, pe­
ro hacia afuera, y para toda la vida, en el santo claustro de la madre Igle­
sia: en el mismo vientre ampliado y objetivado como colectivo. Allí donde
todos los hombres podrán ser amados; todos, limitados en el ejercicio del
cuerpo, porque han elegido amarse dejando al mundo y a la vida entera
fuera de sí mismos, Y sobre todo han dejado afuera ese índice incandes­
cente que pone fuego camal a la transacción celeste: el cuerpo pleno, pe­
ro loco y mortal, de las mujeres.
La diferencia reside en el duelo, y su “trabajo” consiste —recordemos
a Lagache— en matar al muerto dentro de uno; volver a matarlo en nues­
tro propio cuerpo que sufre el desgarramiento, nuevamente, de la separa­
ción sin retorno. La muerte del otro penetra mortalmente en nuestro cuer­
po, y pasamos por esa muerte que parecería coincidir, como Agustín lo
describe, con la propia: allí se detuvo su experiencia. Nunca pudo saber,
de un saber sentido, que el sentimiento ineludible y vivido de la muerte no
nos aleja del mundo. Ni la muerte del padre o de la madre, ni la de la mu­
jer amada que muere o nos abandona; incluimos a la muerte como forman­
do parte de la vida, hemos tenido que tener el coraje suficiente de damos
vida nuevamente, engendramos desde el “desgarramiento absoluto” (He-
gel), pese a que lo hayamos vivido como sí nos aniquiláramos realmente.
“No es esta vida que retrocede horrorizada frente a la muerte, y se
preserva pura de la destrucción, sino la vida que lleva la muerte y se
mantiene en la muerte misma, la que puede ser llamada vida del es-
pírtu. El espíritu conquista su verdad sólo a condición de reencontrar­
se a sí mismo en el absoluto desgarramiento” (Hegel, Fenomenología,
Introdución).

Estamos preparados, dolorosamente es cierto, para soportarlo, si he­


mos aceptado, desde niños, el duelo de la primera pérdida: la separación
de la madre. Y si hemos tenido un padre que nos contuviera luego de ha­
berlo aniquilado y dado vida en nosotros mismos. Si hemos sido capaces
de animar al padre muerto y de darle sepultura amorosa en nuestro cuer­
po, para volver a engendrarlo en el reconocimiento: si lo incluimos luego
en la hermandad de los hombres. Aprendemos que todo hombre, desdé
niño, le debe una muerte a la naturaleza, y vivimos el término de la pro­
pia como pago por el privilegio que le debemos por haberla gozado. Pe­
ro hemos pagado primero el precio de su muerte incluyéndola en noso­
tros Esa muerte y este nuevo alumbramiento es de vida, la vida triunfa
sobre la muerte habiéndola sentido que penetraba habilitando la hondura
del gozo, porque sólo el dolor sentido de su desgarramiento abre la sen­
sualidad del cuerpo sintiente, y muestra al enfrentamiento como un medio
para hacer posible más vida; muerte imaginaria y fantasmal, si se quiere,:
pero sentida como si fuera la más propia. No hay experiencia de la ecu'á-\
ción parental sólo de estructura, de significantes que ningún drama real:
produce.
Pero en Agustín la negación absoluta de su padre no penetra hasta
transformar la dimensión infinita de la vida eterna, la propia con la madre,
en la unidad perenne que permanece indemne, El amor al otro circula só­
lo entre las palabras que lo enuncian, sin soporte afectivo; sin puente sen­
tido que lo enlace con el núcleo materno, inhabilitado y muerto.

La huida

“A ti, Señor, tenía que levantarla [a mi alma] para que la curaras. Yo


lo sabía, pero no quería hacerlo ni podía. Y la razón de que no pu­
diera era que tú no eras para m í algo sólido y estable cuando pensa­
ba en ti. No lo eras efectivamente. Eras un vano fantasma, y mi pro­
pio error era mi Dios. Si intentaba poner allí mi pensamiento para que
descansara, resbalaba por el vacío y caía de nuevo sobre mí, de mo­
do que yo mismo me había convertido para mí en una infeliz morada
en la que ni podía permanecer ni salir de ella. Porque ¿dónde podría
ir mi corazón huyendo de mi corazón? ¿A dónde me seguiría yo a mí
mismo? Y sin embargo h ui de m i patria. Así mis ojos lo buscarían me-
nos en donde no había solido verlo. De este modo me marché de Ta-
gaste a Cartago” (IV, vn, 12).

Su alma era pura alma materna; el otro, como padre y semejante, ha­
bía sido simplemente tachado, no había penetrado su alma para imponer
allí su forma masculina. El alma no tiene otro camino que “elevarse” para
descansar; no puede descender hacia el cuerpo porque allí, en lo más pro­
fundo de su carne, no hay cuerpo paterno, como el suyo propio, que pue­
da sostenerlo. No había Otro de sí mismo en él mismo. Luchaba todavía
buscando dentro de sí al otro salvador que le tendiera una mano de hom­
bre, que lo sacara del vacío y lo incluyera en la realidad humana. Que le
enseñara que se podía sobrevivir a su derrumbe, que lo curara del espan­
to de la muerte. Un padre que, de haber sido asesinado, hubiera renacido
poderoso dentro de su cuerpo con la vida que él mismo, por identifica­
ción, le prestaría. Sólo encuentra ahora su fantasma corpuscular, vaporoso
y etéreo, nada sólido. Pero no lo había enfrentado; lo había aniquilado só­
lo con su pensamiento, sin poner el cuerpo que, en lo substancial, seguía
siendo materno: “tú no eras para m í algo sólido y estable cuando pensaba
en ti ” No había sentido con su afecto ese enfrentamiento omnipotente só­
lo pensado pero no realizado: “Si intentaba poner allí mi pensamiento p a ­
ra que descansara, resbalaba por el vacío y caía de nuevo sobre mi'. No
había retrocedido, regresado, atravesando todos los estratos infantiles den­
tro de sí mismo, para enfrentarlo en el fundamento ontológico de su ser
mismo, en su alma-mater, donde alma y madre estaban con-fundidos. No
se había identificado con el padre para enfrentarlo desde el poder que ex­
traía, creía, sólo de su ser en ella. No podía entonces animar la figura pa­
terna que constituyera un poder propio y masculino. No podía, por iden­
tificación, transformar lo materno en paterno, incluir la diferencia sexual
en el seno indiferenciado de lo que tenía de madre.
Allí habría habido encuentro sensible entre las dos substancias, entre
la materna y la paterna, pero como lugar de encuentro de lo Otro en lo
Mismo. Se hubiera abierto, entonces, una distancia histórica en su cuerpo
sensible. Entre el rastro sensible del padre denegado, escotomizado, den­
tro suyo le quedaba de padre sólo el fantasma de su padre, que se le apa­
rece como a Hamlet. Se le aparece como cuerpo sensible todavía, como
padre encarnado fuera de sí mismo, no como padre muerto y resucitado
en su propio cuerpo como propio; no le dio vida en el mismo lugar don­
de reside lo que tiene de madre siendo hombre.
No había accedido siquiera al Dios judío, invisible, infigurable. No hu­
biera podido, como el judío Freud, estremecerse de pavoroso respeto an­
te la sublime imagen del Moisés de Miguel Angel. Agustín nunca pudo '‘su­
blimar” a su propio padre, porque tampoco lo vivió como poderoso: no lo
había “endiosado”. Ese padre, que vagaba como alma en pena, ajena a la
propia, para salvarse pedía en Agustín un hijo diferente, un asiento abso­
luto, es decir un asiento en lo más profundo de sí mismo, hecho de su
muene y resurrección por obra suya — como lo hacen los niños que son
fuertes y lo enfrentan como pueden. Por eso dice que lo buscaba: “te bus­
caba a ti, Señor’, “pero no quería ni podía hacerlo”, ya era tarde para su
necesidad adulta. Los fantasmas no se matan ni se mueren, viven de una
vida difusa, corpúsculos etéreos de almas en pena que buscan encarnarse.
Necesitaba apoyarse en el Padre hecho Dios, pero el suyo en tanto Dios
era como el padre sensible, sólo como un fantasma de Dios se le aparecía
el padre. Por eso luego recurre a lo único absoluto que le queda: al Padre
de la madre. “Mipropio error era mi Dios”-, un error lógico dice, no una si­
tuación vivida, enfrentada y sufrida en la carne. Era sólo un pensamiento
equivocado.
Por eso ponía en ese Dios sólo lo que quedaba disponible, el pensa­
miento, no el cuerpo sintiente prometido. Y el pensamiento que no surge
del cuerpo no puede ser soporte de la vida; para soportar una vida siem­
pre se necesita cuerpo. “Si intentaba poner' mi pensamiento allí (en el lu­
gar de Dios como fantasma) para que descansara, resbalaba por el vacío y
caía de nuevo sobre mí, de modo que yo mismo me había convertido para
m í en una infeliz morada en la que no podía permanecer ni salir de ella".
Si Dios era sólo pensamiento, sólo con el pensamiento quería alcanzarlo,
pero eso no basta, y el cuerpo de Dios estaba distanciado fuera del pro­
pio. El pensamiento no penetra hasta el cuerpo si no tiene asiento sentido'
y encamado para recibirlo, como tampoco la res pensante penetra hasta la
res extensa, son substancialmente heterogéneas.
El solipsismo materno de la unidad arcaica, que era lo único sólido
que encontraba dentro de sí mismo, lo encerraba sin poder salir al mundo
como hombre; quedaba como el niño en el vientre de su madre: " resbala­
ba por el vacío y caía de nuevo sobre m i’, describe exactamente. No podía
permanecer en ella sin disolverse, pero tampoco podía salir sin aterrarse
de la soledad absoluta del mundo de hombres que, por estar fuera de las
madres, debían estar todos muertos: "pensaba que la muerte acabaría de
repente con todos los hombres”, mundo sin un cuerpo paterno que le ten­
diera el suyo redivivo para sostenerlo dentro de sí mismo. Afuera, en el
mundo, tampoco había patria; el imperio y los bárbaros amenazaban tam-
bien de muerte. El mundo se acababa y todos los hombres se morían cuan­
do, en la morada más interna y cobijante a la que habían regresado para
protegerse, también allí los esperaba la amenaza. No había Otro, ni afue­
ra ni adentro: el desierto absoluto lo esperaba. “Porque ¿dónde podría ir
mi corazón huyendo de m i corazón?’. El solipsismo absoluto.
El corazón, viscera materna, aquí sí lo único sensible y afectivo a lo
cual aferrarse, sin pensamiento — sin distancia— era lo que le quedaba: no
podía huir de sí mismo sino dentro de sí mismo. Formaba unidad el cora­
zón sensible suyo con el corazón sensible de la madre, no había espacio
encamado para más nadie. El fantasmal Dios de su padre, elaborado por
su pensamiento con los restos reales, no podía penetrar en la caverna en
la que estaba encerrado, y se creía a salvo. Por eso los cristianos como
Agustín, que se someten sin resistencia al poder que los aterroriza en el
mundo histórico, y se resguardan buscando cobijo en lo más escondido y
vivo aún de sí mismos, tienen que castrar el corazón, lo que tenemos de
niadre, el lugar terminal de la resistencia, para ponerle un límite a la fu­
sión amenazante que los disuelve. Vuelven a encontrar adentro ei terror
del que huyen afuera. El cueipo todo queda aniquilado de cuajo; la iden­
tificación con el semejante que les falta adentro no encuentra semejantes
afuera con los cuales defenderse. Por eso se reúnen en las catacumbas, pa­
ra consolarse con los muertos.
No asumieron el enfrentamiento a muerte con el padre, dijimos. No
pudieron enfrentar la amenaza de castración, ni defenderse de ese padre
que quedó en cada uno como marca del semejante impotente, porque las
figuras políticas persecutorias y aterradoras invalidaron toda resistencia.
Sólo el padre de un niño que lo enfrenta alucinadamente, y lo vive en su
afecto y en su imagen como cierto, puede dar vida luego al padre muerto
en su propio cuerpo, la vida de quien lucha y se resiste. Agustín sólo te­
nía cuerpo sensible de madre, pero travestida, en su carne paulatinamen­
te des-historizada. Y por eso su pensamiento será luego puro, porque no
parte de un padre realmente encarnado, sino de un padre ajeno encarna­
do en otro cuerpo: en el de la madre. Y aquí sí el pensamiento que cons­
truye a ese Dios sale del pensamiento: no tiene origen en la vida del pro­
pio cuerpo. Es el padre que sacamos del ideal materno, no del nuestro. Y
lo construimos con palabras.
“¿Adonde huiría yo de m í mismo? ¿Adonde me seguiría yo a m í mismo?’
Y no tiene salida; Agustín huye de sí mismo, ahora en el mundo real, arras­
trando su ser adulto-infante, un niño desamparado que buscará en otro pa­
dre, que no fue el suyo, quien lo suplante. Un Padre más profundo, que
salga del mismo sitio donde está la madre, el padre materno idealizado. Y
será el suyo un Padre que creerá que surge desde lo más hondo de sí mis-
mo. un padre que no contraría su unidad con la madre. Pero será un pa­
dre insensible y puro, asexuado e inmortal, sin cualidades propias-, un pa­
dre de palabras, Y se confesará a ese padre con las mismas palabras que le
dirigía a la madre: ambos tienen ahora, por fin, también un Dios único.
Y por eso huye, defraudado, del padre real y de la patria real; huye
del padre que no pudo ser como Dios en su subjetividad de niño, y de la
patria que no pudo prolongar desde su cuerpo como prolongación del su­
yo como cuerpo histórico. No tiene atraigo ni en la madre tierra ni en la
tierra patria que sobre ella edifican los hombres; sólo tendrá a la Institu­
ción de la Iglesia como cuerpo místico materno. No tiene cabida en el
mundo humano; sólo la madre adentro y su cuerpo objetivado en ia sagra­
da Iglesia. La unidad de lo inismo. Se quedó sólo con su cuerpo, y las pa­
labras que le enseñó la madre. No se podrá separar nunca mas de ambas:
una cercanía infinita los reúne. “Y sin embargo bui de mi patria. A sí mis
ojos lo buscarían menos en donde no había solido verlo. De este modo me
marché de Tagaste a Cartago". Fracasó en encontrar un lugar humano qué
lo acogiera cuando se hizo maniqueo. Comprobó que el padre fantasmal,:
divinizado, no podía defenderlo del terror interno al cual había retornado,
Pero afuera tampoco la patria podía protegerlo: estaba amenazada por el
asedio de los bárbaros. La Ciudad de Dios lo espera cuando las huestes dé
Alarico invaden Roma y el pavor invade al mundo desde adentro y desde
afuera. Y el cuerpo materno externo de la Madre Iglesia se dará entonces
un cuerpo terrestre, político y paternal que la prolongue y le asegure la
eternidad en la tierra, una patria materna alucinada.
A quí Agustín metamorfosea algunos salmos de la Biblia antigua y
transforma al Dios judío en otro diferente. Revela el secreto misterioso
de la fantasía central del cristianismo: el nacimiento del hijo de Dios
se produce en el vientre humano de una virgen, inseminada no por el
hombre sino por el Espíritu Divino .

Las nupcias de la madre con el hijo:


el desposorio sagrado

Estos tres párrafos que Agustín transcribe, y que comentaremos, son


la modificación expresa de los Salmos 19 y 22 de la Bibia judía, distorsio­
nados para que el Dios judío se convierta de Padre en Hijo. Hay un ver­
so repetido exactamente: “Y él, como un novio que sale de su tálamo, alé­
grase cual gigante para correr el camino, de un extremo de los cielos es su
salidd\ etc. Pero en los Salmos del Antiguo Testamento el hombre que
clama no se convierte en Hijo divino, sino que pide a Dios que lo salve,
puesto que lo sacó del vientre de la madre: “Si, tú del vientre me sacasté’
(22, 10) luego de haber vivido el abandono de Dios con esa exclamación
desgarrada que el cristianismo pondrá luego en boca de Cristo crucifica­
do:
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
¡Lejos de mi salvación la voz de mis rugidos! ’’ (Salmo 22, 1).

Puesta luego en boca de Jesús, corresponde exactamente a la esperan­


za imposible del más aUá de la vida, cuando la muerte nos arrebata. Pero
en el texto bíblico responde a otra experiencia:
“Empero, tú eres el que sacó de i vientre, el que me hace esperar
desde que estaba a los pechos de mi madre, sobre ti f u i echado desde
la matriz, desde el vientre de mi madre tú eres mi Dios, no te alejes
de m í porque la angustia está cerca, por quien ayude”, etc. ( Salmo 22,
9 y ss.).

Es al hijo humano, no divino, a quien Jehová salva de permanecer en


las entrañas de la madre, como lo hizo con Jonás y la ballena que lo ha­
bía englutido. En cambio, en Agustín, ¿qué pasa con el Hijo que teme sa­
lir de su útero, que aún no ha nacido? No invoca sólo a Dios para que lo
proteja de los peligros del mundo cuando nace y se separa de la madre;
en el cristianismo el hijo se convierte en tan Divino e inmortal como Dios-
Padre mismo, porque la muerte es vivida como re-nacimiento y el naci­
miento fue vivido como muerte.
Veamos párrafo por párrafo el texto donde Agustín toma ahora a Cris­
to como nuevo modelo:
1) “(Dios) descendió aquí abajo, él, que es nuestra vida y se llevó
nuestra muerte, la mató [a la muerte] con la abundancia de su vida, ;
tronó gritando que nos dirijamos de aquí hacia él. hacia el lugar se-v
creto desde donde avanza hacia nosotros, primero en el seno mismo
de una virgen donde desposa la criatura humana, carne mortal para
no ser siempre mortal” (IV, n, 19).

Dios, “nuestra vida ', que entre los judíos era externo y estaba a dis- :
tancia infinita, descendió entre nosotros, se hizo humano en el útero ma­
terno de una virgen (para el caso nuestra propia madre arcaica), engendró
en su vientre a Cristo. Lo absoluto descendió sobre lo relativo, lo infinito
se hizo finito, lo trascendente se hizo inmanente.
Pero aterrado ante la amenaza del mundo exterior cuando nace, el hi­
jo debe volver al refugio primero. Aquí aparece la diferencia con el Géne­
sis hebreo. El Dios judío creó a la mujer a costillas del hombre; es clara­
mente una alegoría, una metáfora estrambótica para simbolizar que la
mujer, como un sueño, es creada por el hombre como una madre que se
nos ofrece a nuestro goce desde afuera: la mujer anhelada que nos sale
desde el pecho inflamado de ganas, La distancia del sueño con la realidad
es bien visible; el judío que escribió la Biblia nos dice que no creamos en
lo que dice, que es un cuento fantástico. Nos da una imagen que impide,
de tan absurda, sobreponerla a la realidad percibida, pero para que resue­
ne y actualice, sin embargo, algo que sigue presente como vibración ima­
ginaria. En cambio el Dios cristiano suplanta al padre genitor, al macho
que somos cada uno de nosotros, nos desplaza y nos desvaloriza, y crea
al hijo divino en el útero mismo de la mujer-madre virgen; el padre engen-
drador es un desaparecido, desvalorizado y desplazado.
La imagen concuerda con el lugar real del engendramiento, útero y
vagina, sin distancia metafórica, y de ese lugar mismo evocado nos despla­
za y transforma a la fantasía en tan real como la penetración en la mujer y
el nacimiento. No es metafórico ni alegórico, como cuando Jehová toma
un puñado de tierra y modela con ella un hombre, no marca una distan­
cia; es una figura alucinada que en lo mismo hace aparecer lo diferente y
lo opuesto, lo que contraría toda evidencia despierta. En las entrañas del
cuerpo de la madre se produce una gestación diferente, siguiendo el mis­
mo camino natural de causa a efecto. La cosa sucede entre Dios, la madre
y el hijo: el padre real 110 existe.
Tomando nuestra muerte Ia destruyó con ¡a abundancia de su vida”.
Para lograr este efecto separó, cortándonos en dos, el lado corpóreo y car­
nal de nuestra existencia, y destruyó a la muerte que nos acompaña con
la misma vida que la madre genitora nos había dado. El engendramiento
materno queda transfigurado al substituir a los personajes reales por otros,
fantasmales y arcaicos que, siendo los mismos (Madre, Padre, Hijo) no son
iguales. Aquí, en el esplritualismo delirante del mito cristiano, primero es
Dios-Padre, que crea a la madre como mujer virgen y luego la insemina
espiritualmente para producir un hijo, que no viene del padre real; el nue­
vo Padre aparece en el interior mismo de la madre. El hijo retenido, con
su propio deseo, también entra a formar sistema con el deseo delirante de
la madre.
Esta transmutación fantaseada da un nuevo sentido al engendramien­
to real que viven los hombres. La vida del espíritu, que es eterno y pri­
mero, destruyó en el núcleo originario de la vida a lo que ésta tiene de
vida mortal. La destruyó por lo tanto como vida efectiva al convertir la vi­
da real en vida pecadora. La estratificación psíquica se invierte: lo arcaico
adquiere preeminencia sobre ía realidad misma. La contradicción metafí­
sica se convierte en intrauterina, y la fornicación es el pivote donde se bi­
furcan los senderos. Ahora es pecado gozar con la mujer: hay que excluir
el sexo gozoso de la vida, tomar otro camino. La carne es sinónimo de
muerte. Mateo lo dice: hay que autocastrarse. "£/ que quiera entender que
entienda'.
Todo está invertido; el espíritu es llamado vida ahora, y es verdadera
esta vida alucinada, porque es una fantasía materna que el hijo comparte
con su madre, es decir porque no es vida con las cualidades sensibles y
sensuales y amorosas de la vida. Esta nueva vjda muerta, que se desarro­
lla en forma paralela, es llamada “vida espiritual”, idealizada; vida abstrac­
ta pensada como eterna en tanto vida sensible anulada. Es útero de mujer,
pero virginal: sin deseo de hombre, “no conocí varón", dice María, la san­
ta. Trae la eternidad al hombre, la " verdadera vida ”, y al anularla en lo que
tiene de goce sensible y necesariamente pasajero, transforma a la vida vi­
va en vida muerta, puesto que por ser vida lleva necesariamente a la
muerte, a la vida falsa y al pecado mortal de la concupiscencia. El Dios
cristiano se hace Hijo en Cristo, para hacernos eternos e imponer sus con­
diciones; si queréis ser como Dios mismo y volver ai Paraíso debéis vivir
la realidad adulta como si fuerais niños de pecho, recién salidos del útero
materno. Y el terror de la amenaza externa hace lo suyo: nos devuelve
traumáticamente del terror de Estado adulto al cobijo de la primera infan­
cia.
Pero para que nos diga algo el “espíritu” siempre debe cabalgar junto
a la vjda. debe seguir su misma trayectoria carnal y anatómica. Y para ser
creído contra toda evidencia, exige y debe ser caucionado en algo propio,
que quedó planteado sin conciencia, como un deseo inconsciente profun­
do e irrealizable. En el vacío de la falta de representación de la primera
huella que dejó la madre en nuestro cuerpo, allí se la suplanta por una re­
presentación — un Dios nuevo— construido con palabras. Pero ese fondo
sensible materno, aunque negado, lo sostiene. No es una alegoría literaria:
es un fantasma. Debe seguir las huellas del engendramiento corporal y se­
xuado pero en camino inverso para construirlo cuando el terror nos inva­
de, actualizando las fantasías que quedaron, exigentes, pidiendo ser satis­
fechas contra toda evidencia,
El cristianismo se aleja del Dios judaico, externo y eternamente distan­
te. Detrás de él los cristianos, en cambio, buscan a la madre que ese Dios
oculta. Y el Hijo sale arrastrando, como un recién nacido, la placenta que
todavía lo recubre. Los judíos mantienen lo materno real que su Dios dis­
tancia y reprime, y al ver a Cristo como un falso mesías confirman que lo
divino no produce salvadores humanos, y mucho menos que resuciten de
la muerte. Que la madre debe ser prolongada como madre viva sólo en lo
terrestre,‘ que no hay dioses matemos. Si el hijo resucita es porque quiere
eternizar y convertir en abstracta la sagrada carne, quiere con-sagrarla. Los
judíos no lo reconocen, pese a que ya hace dos mil años que los persigue
el cristianismo para que den un falso testimonio, que digan que Jesús ha
resucitado, y entonces el nuevo sistema religioso cierre.
Y Dios, que es un Dios nuevo y diferente, es sustituido ahora por el
Hijo, a quien se adora como modelo salvador de la muerte. Cristo muere
como prueba de que la madre como diosa eterna existe realmente como
siempreviva. Si queremos que aparezca como un Dios interior, debe ser un
Dios feüchizado, un hombre-niño endiosado como eterno, Y para que sea
interior como espíritu, tan interior como sólo lo es la madre protectora, que
nos impuso su impronta corpórea desde su útero fecundo, debe hacerlo
allí donde ella se resume: en el corazón del hijo que latió y nació junto
con el suyo. Al endiosar al Hijo se endiosa simultáneamente a la Madre co­
mo Virgen, Y detrás de ella, descarnada, aparece agigantado el cuerpo ma­
terno de la Iglesia.
Para poder pensar algo espiritualmente, debe cabalgar las fantasías
imaginarias que dan qué pensar al pensamiento. Y Agustín nos dice: vol­
vamos a él, al lugar secreto de donde salió', a la raja femenina entreabier­
ta, porque también él salió por ese agujero secreto, sólo que entra ahora
como entra un alma: etéreamente. Debe ser Virgen la madre, para que sea
Madre del Hijo. "'Donde era ello, ha de ser yo", dice Freud. Pero si lo pul-
sional desaparece, el ‘ ello" pulsional y sexuado de la madre se hace puro:
"donde era la Virgen, ha de ser el Hijo ”, afinnan Agustín y el cristianismo.
Y en la hendidura femenina, en su vientre abierto por ía fisura desde la
que nos arroja al mundo, hagamos aparecer allí mismo al Hijo de Dios, es
decir al hijo engendrado por el espíritu del Padre. Excluyamos la muerte
que trae el nacimiento. El nacimiento, la primera angustia del desgarro in­
clemente y absoluto, es soslayado.
1 b) “Tronó gritando para decimos que volvamos de aquí hacia él, a
aquel lugar secreto de donde salió para venir a nosotros, pasando pri­
mero por el útero virginal de María en donde se desposó con la na­
turaleza humana, tomando carne mortal para no ser siempre mortal”
(id.).
Volviendo al lugar secreto donde Dios mora, hay que pasar por el úte­
ro materno, ahora espiritual y virgen, para engendrarnos puramente, desan­
dar el camino y reinícíarlo de otro modo, saliendo desde él para residir en
ella. Pero en sentido inverso, ir hacia el lugar secreto que está escondido
dentro de ella. En el lugar secreto de la madre está escondido su Padre. La
Virgen María fue una criatura humana donde Dios desposó a la naturaleza
mortal en su cuerpo de hembra perecedera, y engendró a su Hijo, nuestra
carne mortal, para que no lo sea: para que sea eterna. Para que venzamos
a la muerte hay que regresar, ir más atrás de la madre, negar la lógica des­
pierta de la realidad de ios cuerpos y la vida: alucinar nuestro propio naci­
miento. Como si hubiéramos existido antes de que se produjera.
Esto e s lo fu n dam ental q u e el cristianism o trae. Los judíos p a g a n un
p recio — la m u erte— p o r la vida g o zad a y sufrida co m o h o m b res q u e re ­
p iten en sus p ro p io s cu erp o s el m ilagro del prim er en g en d ram ien to divi­
n o; h ay q u e so p o rtar ser h o m b res m o rtales p ara g o zar y e n g e n d ra r c o m o
h om bres. La m u erte, el d o lo r y el trabajo d e estar vivos, es el p recio del
g o ce h u m a n o ; el Paraíso está p erd id o p a ra siem p re v en su lugar a p a re ce
la m ujer-m uerte.
El Edén no era para los hombres; había que pasar del principio soña­
do del placer eterno a Ja realidad despierta de la vida cotidiana. Dios nos
arroja del Paraíso para que seamos hombres y no dioses. El cristianismo,
en cambio, en un movimiento de retroceso y de pavor acobardado, nos
promete que hemos de volver al Paraíso, si nos hacemos como niños. Cris­
to dicen que lo dijo, El vagido desconsolado del nacimiento se une aquí al
estertor adulto del pavor ante la muerte.
2 ) “D e allí, co m o e sp o so q ue sale de su tálam o, saltó de g o z o co m o
un g igan te p ara reco rrer su cam in o . N o se detuvo. P a só ráp id am en te
d icién d o n o s co n sus p alab ras, sus o bras, su muerte., su vida, su d e s­
cen d im ien to a los infiernos y su asce n sió n a los cielo s p ara que v o l­
v am os a él".

El que nace como hijo salla del lecho nupcial de su madre como es­
poso: como esposo que sale de su tá la m o (IV, XII, 19). Primera trasfigura-
ción: el Dios de palabras —que la lengua materna expresaba— me engen­
dró como Hijo en la madre. Pero el Hijo se hace Esposo de su Madre, ¡no
le pide nada el cuerpo al santo! El anhelo de la fantasía infantil soñada, pe­
ro ahora en serio realizada. Y como Hijo-esposo abandona el tálamo, el
padre de su madre se trasforma en hijo — como quería la madre. El hijo
ocupa el lugar del Padre dentro de ella y sale del tálamo a grandes pasos,
como si volara en eJ aire de lan contento que se siente. Hijo aJado: ei pa­
dre se hizo hijo o el hijo se hizo padre; las dos cosas que ambiciona la mu­
jer-madre en el espacio femenino —vaginal/uterino— de las coalescencias
imaginarias. Pero Cristo va al muere para realizar el deseo de la madre: que
muera como hijo de su carne, que pague la culpa realizando su deseo.
Que pase la prueba de iniciación materna, que se despose realmente con
la muerte.
N acim os, y el co ra z ó n sensible q u ed ó latiendo en n o so tro s c o m o c o ­
razó n m atern o . P e ro en este n u ev o n acim ien to n acim o s co n fu n d id o s d e s ­
d e él en ella, n o s co n su b stan cializam o s en u n o rg asm o m ístico. D ios esta­
ba e n ella cu a n d o n os en gen d ra, y es él q uien n os cre a en esta m atriz
h um ana. Si el D ios judío n os hizo a su im ag en y sem ejan za c o n el b arro
de la tierra, no nos identificamos con él: nos hizo “como dioses", pero sin
ser divinos nunca. Ahora en cambio Dios copula e insemina en el mismo
útero materno y se hace hombre en Cristo; la identificación con Dios se
produce dentro del vientre de la madre misma. La trascendencia se hace
inmanente en su vientre. Nada que ver con el padre terrestre, que queda
desplazado definitivamente. Ya no es más el Dios paterno que nos prohi­
bía a la madre; ahora este nuevo nos autoriza a gozarla confundidos con
el Padre. Somos hijos del incesto místico, e identificados con el Padre (de
ella) nos engendramos como hijos en el mismo útero. Copularnos confun­
didos con el Padre. Y salimos del útero como esposos de la madre, sien­
do hijos: ‘‘como esposo que sale de su tálamo", dice claramente Agustín de
Cristo —y de sí mismo. [Y cómo corre el santo de tanto gozo! "Como es­
poso que sale de su tálamo, saltó de gozo como un héroe para recorrer su
cam ino ", Salimos como esposos, heroicos luego de la infracción magna.
Y prosigue su camino: "Pasó rápidamente diciéndonos con sus pala­
bras. sus obras, su muerte, su descenso a los infiernos y su ascensión a los
cielos que volvamos a é l”. La muerte y el infierno es el castigo que lo es­
pera por haber ascendido hasta los cielos. Y la promesa es nuevamente
permanecer donde está Dios-Padre, otra vez escondido tras la madre: el
cielo está en el profundo y cobijante abismo insondable de su vientre. Por
eso no es sólo el corazón lo que aquí se transmuta. Del útero materno de
María virgen salió Cristo como modelo de nuestro segundo nacimiento, sin
padre terrestre., sóio hecho de palabras de la madre que lo invoca. Cristo
es la fantasía infantil del cobijo materno, ahora social y colectiva, en la que
debemos meta morí osearnos para que su solución reorganice nuestro cuer­
po adulto.
En los ritos culturales de iniciación patriarcal el hijo, que debe ser se­
parado de la madre, sufre pruebas como si fueran mortales en su cuerpo.
Es como si se produjera un segundo nacimiento fuera de ella, y toda la so­
ciedad varonil lo acompaña. Y pasando la prueba queda vivo, por valorar
la vida y soportar el dolor del tránsito; sobrevive a la separación, impues­
ta por ios hombres adultos, con dolores inauditos y heridas sangrientas. La
circuncisión judía realiza ese mismo rito carnal atenuado a los ocho días
de haber nacido el hijo. En el rito de iniciación cristiano en cambio, que
es matriarcal, el bautismo de Juan repite el nacimiento materno: sale sua­
ve y dulcemente de las aguas tibias. Es durante toda la vida que debe pa­
gar ese privilegio renovado.
Cristo, iniciado por Juan el Bautista, sufre la muerte real para resurrec-
cionar como Hijo en el etéreo reino de los cielos, dentro de ella. La muer­
te de Cristo en la cruz, con el corazón sangrante, modelo expandido, es
ah ora la am en aza omnipresente y diariamente renovada, la solicitación ate­
rrad o ra que demanda una sumisión más profunda y total al Padre y al Es­
tado. La castración del cristiano no es un rito de iniciación, sólo un co­
mienzo pasajero; la castración, ahora realizada en el corazón mismo, en lo
que tenemos de materno, es más profunda, perenne y poderosa. Está apo­
yada por el poder político.Y la prueba consiste en que debe sufrir la vida
histórica aceptando e( martirio que el Capital y el Estado y la Iglesia le im­
ponen, para certificar que su fantasía es un mandato divino. Por eso nece­
sita ir al encuentro nuevamente, al lugar eterno de donde había salido, ha­
cia el vientre de la madre donde cohabita ahora confundido, huyendo del
terror externo, Y lo hace a grandes pasos para anunciar la Buena Nueva:
que retomamos a su vientre para salvarnos de la muerte.
La propuesta de los profetas judíos se realiza, pero por otros medios.
Bastó cambiar un padre por otro padre, el Jehová judío por el Dios-Padre
cristiano, Agustín descubre que el contenido del Dios hebreo, ya que es­
tá hecho de palabras masculinas, puede ser el lugar de una metamorfosis.
Es el Hijo defraudado de su propio padre real el que necesita ese nuevo
"padre adoptivo ’ que la madre le propone a cambio. Sólo si va al muere
por amarla le dará la prueba a su madre de que su fantasía cierra. Es la
nueva alianza materna. Que los tres pueden estar juntos, indiferencia dos,
si el Padre y el Hijo se unifican. Por eso la transmutación del padre en Hi­
jo se opera en el vientre virginal de la Esposa de ambos. Allí el Padre-Dios
de palabras (la Palabra es ahora de la lengua materna) y el Hijo que las
sorbió de la madre, coinciden en la eternidad de su sueño, de su delirio
insigne, El hijo se salva de Ja muerte al compartirlo, como ella lo quería,
Y con esa única transmutación se disuelven las diferencias reales de la tra­
gedia humana. Porque en el espíritu sin cualidad sensible todos equiva­
len — no hay padre real, ni madre real, ni esposa real, ni hermano real:
ahora son todos hijos insípidos, inodoros e incoloros de ese Padre ideal
de la Madre pura, más allá de la ley y de la historia.
No es para menos lo que el Cristo católico había alcanzado. Se pro­
fundizó la subjetividad, nos dicen, con el cristianismo. Más bien se le pu­
so un límite para que no piense la relación de la subjetividad corporal y
sexuada abierta al mundo. Lo subjetivo queda como inmanencia pura y ab­
soluta. Sobre esa profundización se busca que los cristianos se aterroricen
de la responsabilidad histórica, y busquen retomo y cobijo en lo arcaico
más primario. Si Dios se hace Hijo es porque el padre adulto ha fracasado
junto con los dioses paternos: retorna a la fantasía simbiótica infantil para
salvarse. El hijo realiza así también el anhelo más hondo de la madre. El
complejo parenta! masculino se hace total y radicalmente femenino; la mu­
jer sometida del patriarcado triunfa ahora, aunque disfrazada de Dios mas­
culino — y por eso persiste sometida.
Cristo nos enseña, para tiempos de desgracia, la transacción social­
mente aceptada para eludirla a la madre y mantenerla al mismo tiempo,
convirtiendo lo materno en paterno para ocultarla. El retomo a su vientre
implica, desde la fantasía adulta, encontrar allí, dentro de ella, no a nues­
tro padre sino al suyo. Y para que no quede la más mínima huella que de­
late el incesto intrauterino, el lugar donde lo divino del padre y lo huma-
no del hijo se confunden y transmutan, debemos aquietar nuestro corazón
y circuncidarlo como Pablo lo enseña. Debemos transformar lo que en no­
sotros late de ella, nuestro corazón mismo.
3) “Se apartó de nuestra vista para que volvamos a nuestro corazón y
le encontremos. Se marchó, pero aquí está. No quiso estar mucho
tiempo con nosotros, pero no nos abandonó. Se marchó de donde
nunca se retiró, porque él es el Creador del mundo. Estaba en este
mundo y vino al mundo para salvar a los pecadores. A él se confiesa
mi alma y él la sana, porque he pecado contra él".

“Se apartó de nuestra vista para que volvamos a nuestro corazón y lo


encontremos”. Cada uno debe transitar el camino de retorno y volver de
donde se había ido, pero ahora por sí mismo; el vía crucis es la vía exter­
na que confirma con la muerte el retorno del Calvario al Paraíso, la con­
versión del túmulo terrestre en tálamo celeste. La sociedad condena a
muerte el incesto con la madre; entonces para afuera aceptamos y busca­
mos necesariamente la condena, a cuyo encuentro merecido vamos; Cris­
to dixit. Pero el alma, hacia adentro, se salva de la ley y se protege; vuel­
ve al mismo sitio del engendramiento: “Se marchó de donde nunca se
retiró, porque él es el Creador del m undd’.
Pero ese padre que nos defraudó de niños, cuando nos prometía pre­
servarnos del mundo sí abandonábamos a la madre, ese verdadero padre
nuestro que está en la tierra no es el mismo que encontraremos ahora den­
tro de ella. Ahora sí podremos aceptarlo sin odio; no nos separa como nos
imponía el otro padre, sino que nos autoriza a permanecer dentro de ella,
sin temer que nos devore. El Dios cristiano nos protege en esta nueva re­
gresión a la que el pavor de la vida histórica nos empuja, pero sin perder­
la. Ya pasamos la primera, la circuncisión judía al separarnos, la que nos
descubrió y nos salvó de la terrible y devora dora ballena. Este nuevo re­
torno al que la historia nos empuja, necesita en cambio de un padre que
tenga una exigencia diferente para volver a encontrar a la madre sin peli­
gro, un padre mucho más omnipotente y distante que ef primero. Y la nue­
va exigencia es sólo una, que anulemos todo goce del cuerpo, no sólo ha­
cia la madre —con la cual seguimos en contacto— sino hacia todo lo
femenino que dejó su rastro en el cuerpo sintiente: debemos circuncidar
el corazón para lograrlo.1 Entonces también descubrimos que hay otro
Dios Creador del mundo, pero de un mundo diferente, el creador cristia­
no de un mundo que exige nuestra muerte por anticipado para vivir en él
eternamente — en el Otro mundo. Un mundo materno objetivad o, que es
su vientre historizado en la Iglesia de Cristo, antro sagrado proyectado
ahora en el espacio externo.
A la suprema transgresión, incesto consumado, le corresponde la ob­
jetivación adulta que lo niega; su cuerpo institucionalizado — madre Igle­
sia— está custodiado por castos expertos. Por eso este Dios vino al mun­
do para salvarnos del Pecado, de la prohibición insigne, la más temida,
que deberá ser dejada de lado en momentos de pánico: el incesto sagra­
do. Cuando más necesitamos volver a ella en la fantasía arcaica, por terror
a la muerte y pavor ante la vida histórica, ese retorno adulto exige un res­
guardo para et nuevo límite traspuesto. Y ese es el modelo de Cristo, y ese
es el nuevo Dios cristiano. La culpa judía y griega ante el asesinato del pa­
dre cambió de signo. Pasamos del padre asesinado a la madre clandestina
fornicada, ya no hay nadie que pudiera impedirlo, porque et Padre de ella
lo autoriza. Por eso lo adoramos. Todo lo afectivo femenino del hombre
queda transformado en racional y masculino. Y desde el corazón castrado
la Razón masculina y asesina divide al cuerpo en el centro mismo de su
pulsión de vida. Para que sea eterno, el corazón materno ha sido muerto.
Porque así como en el cristianismo hay dos muertes, la del cuerpo y
la del alma, hay también dos corazones y hay dos almas. El cuerpo sensi­
ble, el corazón sensible V el alma sensible son suplantados por el cuerpo
resucitado, el corazón castrado y racionalizado, y el alma eterna pura y
masculina. La conversión acabada. En la cercanía más anhelada y consu­
mada con la madre se produce la negación más acabada de su marca, con
la que autora animamos todo lo nuestro como si fuera puramente masculi­
no. Así como el corazón materno fue racionalizado al ser castrado, así el

1 El impulso sexual no puede ser muerto entre los judíos, “pues si se lo ma­
ta, el mundo se desmorona” (Talm ud d e Babilonia: Yoma 69b, p.328, citado por
Brown, Peter: El cuerpo y la sociedad, Muchnik, p. 98).
mundo sensible queda desvalorizado cuando la razón calculadora aparece
como creación sólo de un dios masculino, que de-precia el goce dei hom­
bre y la mujer, dadores de sentido a la vida sensible. El espíritu contable
cuenta, de ahora en adelante, las pulsaciones pausadas de la muerte.

Reflexión

Esta interpretación prolonga y plantea de otro modo la figura de Adán


con la mujer. M í la diferencia de sexos se hace clara. Dios crea al hom­
bre, y le hace parir de sus costillas a la mujer (la madre-mujer de su sue­
ño infantil). Y porque hacen el amor son arrojados del Paraíso. Dios está
primero solo, luego está el hijo Adán sin madre, y luego está su mujer, la
Varona, que él mismo reconocerá que es como su madre, carne de su car­
ne. Con la madre sólo se fornica en el Paraíso, pero la polución sensible,
donde se descubren desnudos como hombre adulto y como mujer adulta,
los despierta y los expulsa del sueño etemo. Para hacer el amor con una
dama hay que ser hombre, dejar de soñar con la mamá, y aceptar lo que
Adán descubre cuando, ya expulsado, la de-nomina y la llama Eva, por­
que comprende que es “madre de todos los v iv ie n te s Antes, la mujer del
bello varón durmiente, la mujer de sus sueños era, en tanto Varona, su
complemento opuesto. Luego, despierto, será Eva, la esposa. Cuando nos
despertamos del ensueño admitimos que es la madre y no Dios el que en­
gendra todo, descubrimos a la madre promiscua en la madre soñada co­
mo fiel al hijo. Y es Jehová-padre que nos expulsa del Paraíso para que ni
soñando creamos que su ley puede ser desacatada sin sufrir las consecuen­
cias. Dios está en ouo sitio, está por encima de la mujer y del hombre, y
de su Verbo sólo nacen hijos que se harán hombres. Dios no se acuesta
con la madre; sólo lo hace el hombre-padre, que es como un Dios para el
niño.
Adán es el primer hombre, y su experiencia es irrepetible; es el pun­
tapié inicial de la historia, que ningún hombre repite; el Paraíso fue aban­
donado para siempre. Lo que puede existir es sólo el sueño de estar en el
Paraíso, pero eso ya está lejos, en la infinitud originaria del tiempo soña­
do por un hombre, Adán para el caso, que sueña con su infancia, y allí ya
no hay retorno para nadie. En la historia nadie regresa al Paraíso de la fan­
tasía de unidad con la madre, a no ser como sueño o como delirio, Y pa­
ra que la mujer no sea endiosada los judíos prohíben que sea figurada,
imaginada, idola-trada, tratada como ídolo. Quieren que sólo exista la mu­
jer de carne y huesos, presencia obscura y depurada en la atracción de una
carne limitada, temida y gozada. La madre judía no mantiene esa fantasía
como si ei origen se volviera a repetir en cada uno-, la cuenta como mito
para que, más bien, no se repita la fantasía arcaica que todos los hombres
soñamos.
En cambio Agustín nos ofrece un modelo diferente: si nacemos en el
vientre de la madre de un Dios que se engendra en ella, es para reafirmar­
nos que la fantasía del Paraíso era cierta: somos hijos-esposos de ella, de
la madre. Pero como nacemos de ese pecado de incesto originario, lo úni­
co que cabe es morir crucificado, no sólo para pagar la culpa de haberío
hecho, sino para gozar y quedar instalado como hijo incestuoso para siem­
pre. Pero sin conciencia de haberlo realizado, porque a la adoración a la
madre arcaica el cristianismo la disfraza y la transforma en adoración al Pa­
dre. Pagar esta doble culpa implicaría, si conciencia hubiera, desandar el
camino de este delirio realizado, no sepultar el Edipo. Edipo lo supo y se
sacó los ojos por haberlo actuado antes de saberlo.
De cómo Agustín debe transformar lo corpóreo en incorpóreo para ac­
ceder, negando lo bello del cuerpo femenino, bello pero útil, a lo bello
"en sí mismo”, independiente de todo encuentro gozoso de los cuerpos.
Dios es la Belleza absoluta, objeto de pensamiento del cual deriva la
negación de las atracciones sensibles de las cosas bellas de la inda.

La clave estética de la creación de Dios

Cuando termina de explicar el engendramiento divino, Agustín se


plantea el problema de la belleza:

“Yo amaba las cosas de aquí abajo, y yo iba hacia el abismo, y les de­
cía a mis amigos: ‘¿Amamos algo fuera de lo bello ( pulchrum )? ¿Qué
es la belleza? ¿Qué es lo que nos atrae y nos une a las cosas que am a­
mos? Porque sí no hubiera en ellas resplandor y gracia, no nos atrae­
rían”' (IV, xiii, 20).

Al principio Agustín sólo amaba las cosas bellas aunque fugaces, no


las buenas y eternas, las cosas bellas, graciosas y brillantes. Pero descubre
que estas cosas herniosas nos atraen y nos atan, nos arrastran hacia el abis­
mo y nos destruyen. Belleza aniquiladora, abismal, nocturna, la de las pro­
fundidades, belleza en la unidad indisoluble, de la atracción fatal; belleza
mortal, sensible, la de aquí abajo: la del cuerpo femenino. La belleza es, y
era para Agustín pagano, la exaltación absoluta de lo corporal sintLente, la
sensualidad devorante, la belleza de la mujer, la forma extrema de la ma­
teria aureolada de hermosura.
Pero había para él, cuando era joven, dos modos de ser bellas las
cosas corporales, una, la belleza de las cosas “bellaf propiamente dicha,
y otra que Agustín llama lo bello de las cosas ‘‘apta?. Y la diferencia en­
tre ambas bellezas aparece viniendo desde la primera, la belleza absolu­
ta que sólo es en sí misma, sin relación con otra cosa, encerrada en su
propia mismidad esa belleza de la cosa que no debe nada a nadie para
serlo, la belleza solipsista y suficiente —pero sustituía, proinetedora de
algo que la excede; ella es “como el todo", dice, pero no es el todo mis­
mo:
“Yo me daba cuenta y advertía que en los seres corporales una cosa
era como el todo (esse quasi totum) y, por lo tanto bello, y otra cosa lo
que sólo era bello por acomodarse armoniosamente a algo, como una
parte del objeto con respecto al todo, como el calzado con respecto
al pie o algo parecido” (id.).

La belleza en un cuerpo podía ser “como” la unidad absoluta consigo


mismo, “como el todo’7-, el todo de lo bello esplendía en su ser parte.
Fracción totalizante, la unidad arcaica sin fisuras, autosuficiente. En cam­
bio lo apto es una belleza inferior, que expresa la caída desde el ensueño-
unitario. cuando una cosa se ajusta a otra, calza en ella y se constituye co­
mo bella sólo en el acuerdo externo, de acomodo. En la primera cosa be­
lla, relente de la Cosa, en la que casi teníamos a ía cosa, se rememora la
unidad de la belleza materna, la belleza como simbiosis sin distancia, la
belleza arcaica vivida por el niño con la Cosa. Y luego la otra, defrauda­
da, incompleta, que necesita acomodarse a otra cosa para producir, en ese
acople, su efecto de belleza. Esa, por ejemplo, donde la belleza se nos des­
cubre como acoplamiento de los cuerpos, “como un pie a un zapato ", exi­
mo una saliencia de nuestro cuerpo que es acogida por el otro y produce
la belleza en el encuentro — defraudado siempre respecto a la ilusión ar­
caica del primero, que fue el más bello. Porque residíamos en la madre sin
distancia, sin acople, cuerpo unitario indistinguible como uno y como otro;]
la belleza de la plenitud vivida que lo tenía todo.
La comprensión de esta diferencia en la belleza, que “brotó desde lo
más íntimo de m i corazón ”lo llevó a escribir los tres capítulos de su pri­
mer libro, ahora perdido, cuyo título era: “Lo hermoso y lo convenienté' (lo
apto).
1) Del Dios n ia te r -ial al Dios in-m ater-bú

Dios, el Dios de todo lo que externamente existe, era todavía, antes


de la conversión, complementario con el principio de realidad que la se­
paración de la madre le había abierto. Lo había descubierto en la expe­
riencia más dura que lo inició a la vida, la separación de ese cuerpo in­
menso. “líneas, colores y volúmenesfísicos”. El Dios paterno, sobre la estela
de su padre real aún, lo habla acogido en ese entonces ai separarse de ella;
pero ese dios maniqueo, a pesar de ser cristiano, era todavía pagano; era
un dios sensible y corporal, un "todo” pensado aún sobre fondo de ía ima­
gen del cuerpo materno, persistente y presente, pese a ser un dios racio­
nal y unitario que lo acogía como parte de sí mismo: lo bello era todavía
compatible con lo apto. Agustín se acomodaba a lo divino “como un pie a
un zapatd'.
La madre no estaba negada hasta el extremo límite; no la había con­
vertido aún, para anularla pero mantenerla viva, en substancia del dios
Uno y Trino con el que la representaría el cristianismo:
“Todavía no había descubierto yo la clave del misterio de tu creación.
oh Dios omnipotente, el único que hace maravillas, y mi alma cami­
naba por las formas corporales, y definía lo «bello» como lo que con­
venía consigo mismo y lo -apto» como lo que convenía apropiado a
otro” (IV, xv, 24).
“¿Pero de qué me sem a todo esto si pensaba que tú, Señor Dios, que
eres la verdad, eras un cuerpo luminoso e inmenso y yo un tr ozo de
ese cuerpd> (IV, xvi, 31).
:‘Me parecía enormemente ridículo creer que tenías figura de cuerpo
humano, y que estabas limitado por los contornos corporales de nues­
tros miembros. Además, cuando quería pensar en mi Dios no sabía
pensar otra cosa que una masa corporal —pues no me parecía que p u ­
diera existir algo que no fuera así— y ésta era la causa principal y ca­
si única de mi error i)¡evitable" (V, x, 19).
“Yo no había descubierto todavía la clave del misterio de tu creación ",
no había descubierto el misterio de crearlo a Dios padre con el conteni­
do de su madre, cómo transmutar lo sensible en espíritu, cómo separarse
de su “cuerpo luminoso e inmenso”, de su “-tnasa corporal”, sin divinizar­
la, él, que todavía “era un trozo de ese cuerpo”. El problema era pasar de
lo corpóreo a lo incorpóreo, convertir a la abstracción racional en un po­
der creador de la materia y de la vida. Y puesto que seittir el alma es ca­
si como captar un soplo inmaterial, aprehender un suspiro, retener una
huella q u e se d e sv a n e ce , Agustín p u ed e im aginarla c o m o algo in d ep en ­
diente de la m ateria, se p a ra d a y an terio r a su fu n d am en to c o rp ó re o :

“Y la misma fuerza de la verdad saltaba ante mi vista y yo apartaba mi


pensamiento palpitante de las cosas incorpóreas, llevándolo hacia las
figuras y colores y magnitudes físicas” (IV, xv, 24).

Hay aquí un tránsito hacía el dios racional paterno, que no se separó aún
de la madre viva y sensible:
“Aún no sabía ni había caído en la cuenta de que ni el mal es una
substancia ni nuestra inteligencia el bien sumo e inmutable” (id.).
”No sólo creía que el mal tenía una cierta substancia corporal, si­
no que poseía además su propia masa obscura y deforme, o espesa, a
la que llamaban tierra, o ligera y sutil, como el ser del aire, materia
que concebían como un espíritu maligno que se arrastraba sobre
aquella tierra. Y como la religión, cualquiera que fuera, me obligaba
a creer en un Dios bueno, yo imaginaba dos substancias contrarias
entre sí, ambas infinitas, la mala más pequeña, ía buena mayor” (V,
x, 19).

El alma inmaterial, para ser concebida sin pecado desde 1a inmateria­


lidad del nuevo Dios que la madre le alcanzaba, debía desligarse de todo
lo sensible en lo sensible mismo. El corte anterior, maniqueísta, contenía
en el alma aún el juego imaginario del complejo parental judío, aunque
contaminado con el imaginario pagano. Pero la ecuación judía, con Jehová
como prolongación endiosada del prop^ padre, debe convertirse en cris­
tiano, debe crear un Dios diferente. Recordemos siempre que Agustín es
un pagano romano que intenta “pensar" la religión judía, que el “cristia­
nismo” del heleno Pablo le acercaba, con las categorías dualistas de lo bue­
no y lo malo materializado, como personajes, substancias y cuerpos de las
religiones de misterio.
“mi alma caminaba por las formas corporales, y definía lo «bello» co­
mo lo que convenía consigo mismo, y lo .apto», lo que convenía apro­
piado a otro. Y hacía distinciones y las confirmaba con ejemplos ma­
teriales” (IV, xv, 24).

Nada quedó de su libro Lo bello y lo apto, salvo estas líneas, Pero si lo


bello es lo que conviene consigo mismo, lo bello es lo que conviene con
Agustín mismo; lo bello es el narcisismo solipsista, la sin distancia en la
distancia, el relente abstracto de la simbiosis amorosa. Lo apto, en cambio,
es lo apropiado a otro como alguien diferente, por su acuerdo con otra co­
sa a la cual conviene; lo apto entonces, que es sensible y separado, no
puede ser bello-bello sino bello-útil a lo sumo. No hay, como en lo bello,
coincidencia absoluta: hay distancia y acomodo, hay conveniencia. Hay
distancia salvada; hay otra hermosura distanciada y distinta a la cual me
uno. la mujer a la que como hombre me enlazo, para el caso.

Volviendo al origen

Esta concepción de la belleza nos lleva, en nuestra hipótesis, al origen


bíblico del objeto bello en Agustín, a la creación de la mujer para el hom­
bre. La madre arcaica, esa diosa primera, es bella por sí misma para el hi­
jo infante, pero respecto del hombre adulto la belleza de la mujer sería só­
lo una belleza apta. La mujer (la varona) vista desde Adán es la identidad
consigo mismo, la coincidencia con lo más bello, puesto que la amasa con
su propio sueño y forma una sola carne con la suya. Pero desde la pers­
pectiva divina trascendente, que mira desde afuera y desde lo alto, también
es lo otro “más apropiado” para el hombre, la ayuda idónea que Dios le ha­
ce al Adán solitario y aburrido en el Paraíso: "Le haré ayuda idónea" (Gen.
I, 20) se dijo Dios a sí mismo; es decir, le haré una belleza apta, algo se­
mejante y diferente al mismo tiempo. La mujer, en un principio fue soñada
por Adán sin distancia, como lo más bello en lo unitario de su propio de­
seo arcaico, carne de su carne, que es lo mismo que decir “lo que conte­
nía consigo mismo”, la unidad absoluta. Lo bello es aquí también, en
Agustín, lo más bello, la mujer anhelada de sus sueños. Pero no lo dice.
Lo bello, pues, no estaba separado de lo apto en el Paraíso. Lo más
apto (la madre) era lo más bello mismo: era ja Suprema Belleza, el Todo
mismo. Si bien Adán soñaba como un ángel, Adán ya no era más un niño
sino un hombre adulto. Sólo cuando son expulsados del Paraíso es cuan*
do descubre y le da nombre a Eva y la reconoce como apta, ,:ayuda idó­
nea”, como madre paridora de hijos, “la madre de todo lo viviente”, la ver­
dad sea dicha. Sólo su hijo la redescubrirá bella-beUa, no Adán padre que
lo envidia cuando nace y descubre que el sueño de ser carne de su carne
sólo para su hijo Caín es verdadero.
Y entonces en Agustín lo bello adulto, para no perder la ilusión para­
disíaca arcaica, se de-pura de lo apto. Realiza tina operación mental e ima­
ginaria para transmutar la belleza apta en belleza pura, en lo más bello.
Quitémosle a la belleza de su cuerpo entrañablemente amado lo sensible
que la contamina, neguémosle la sensualidad a lo bello, quitémosle lo ap­
to, y nos queda la forma pura de lo sólo bello, es decir un Dios racional
vaciado de sus contenidos reales matemos más sensibles, lo Bello abstrac­
to como negación de la Cosa píena que lo llena. Lo bello quedará subsu-
mido, como puro, espiritual y Divino, en la forma ideal dei Padre, que que­
dará como creador de lo bello — artífice de “maravillas ’'— usurpando
todas las cualidades confiscadas a ia madre. Es entonces cuando Dios apa­
rece como ei artista creador de todo lo bello: “yo no veía aún que tu arte,
ob todopoderoso, es el único que hace maravillas, y mi espíritu se iba a tra­
vés de las form as corporales’ (IV, xiv, 24).
Lo bello-bello pierde su unidad primera (y se escinde de lo apto)
cuando aparece objetivado afuera, en otro ser sensible y separado, dife­
rente a uno: cuando nos expulsan del Paraíso donde formábamos unidad
con la belleza misma. Aparece entonces una distancia que lo enloquece y
lo atena. Agustín busca un Dios desde la unidad materna, que la conten-:
ga sin negarla, que es el cuerpo de palabras donde la madre queda ocul­
ta. agazapada, encubierta, triunfante en la retórica que lo proclama. Y que­
da desplazada, como cosa visible, hacía el mundo exterior, en las mujeres
que se aproximan a la belleza que vivimos. Pero en el mundo exterior ías
maravillas femeninas sensuales y atractivas son negadas, para mantener a
la Belleza adentro, entronizada y muda, silenciosa, puro afecto embria­
gante, en la inmanencia absoluta de su acogedor cuerpo arcaico, clandes­
tina, sensible y afectiva. Hacia afuera Agustín no deberá tocar mujer algu­
na . porque en la suprema coincidencia la mujer-madre, sentido a sentido,
célula a célula, se redobla en ia unidad de su propio cuerpo de hombre^
y entonces la fisura se abre. El Dios cristiano, en tanto unidad final que al­
canza al convertirse, es la garantía de que pueduii seguir siendo juntos sin:
aniquilarse; Dios es la máscara de su permanencia inconfesable y castiga­
da en el adulto. Tanto más debe negarla afuera cuanto más la afirma, in­
consciente, hacia adentro de sí mismo.
Sólo ei nuevo Dios cristiano conoce los contornos definidos de la ma­
dre, porque está formado con su continente masculino puro, que reside en
ella misma desde antiguo; está preñada, impregnada desde niña, por su
padre‘sensible idealizado, con el que jesús fue concebido. Por eso puede
Dios aparecer como un artista, creador de maravilias. Agustín herma-frodi-
ta, Hermes-Afrodita, como el pie en el zapato, Dios machiembrado en su
propio cuerpo (aunque saque esta comparación de Platón mismo).
El prim er Dios

Antes, maniqueo todavía, pensaba que Dios era un todo racional se­
parado de la substancia viva, sexuada, mortal y sensible. La muerte se fil­
traba en la discordia que vivía en ella, concebida en tanto magma femeni­
no divino, como opuestos en el enfrentamiento del que entonces Agustín
no tenía escapatoria —madre acogedora y devora dora al mismo tiempo,
vida irracional concupiscente, fuente del sumo mal, llena de placeres de la
carne, de discordia y de crímenes. El mal era pura carne materna, se con­
fundía con elía. El mal era ineludible porque era igual a la vida (“vida irra­
cional y esencia del sumo m al’, '‘hasta verdadera vida ” (IV, xv, 24).
En la unitaria racionalidad paterna, que se le contraponía como una
^substancia diferente, había por el contrario una eternidad sólo pensada,
no sentida con la calidez de la materialidad materna. Para que fuese ver­
dadera la racionalidad paterna que la enfrentaba, sin sexo, abstracta y pu­
ra, debía tener la fuerza de imponer su límite a la discordia divisoria de
■su cuerpo escindido, al magma maligno que existía en nuestro cuerpo con
independencia del pensamiento. Pero la razón estaba separada de ella,
i Dios, en tanto unidad racional era impotente, porque "yo era por natura­
leza igual a ti”( IV, xv, 26), es decir por su razón pensante era de la mis­
ma substancia que lo humano, aunque más poderoso: era como su padre
en la infancia. Una misma naturaleza los incluía en la unidad de pensa­
miento.

La solución que le aporta el Dios nuevo

En cambio con el Dios-Padre de la madre, que Agustín encuentra lue­


go, está resuelto lo que el santo buscaba, lo bello y lo apto arcaico al mis­
mo tiempo es recobrado, pero como un fantasma disfrazado. Dios es una
unidad y sin embargo los contiene “como el pie al calzado": los tres en el
Uno. Pero en la vida real debía negar entonces todo lo que hubiera de mu­
jer, para no enfrentarla. Porque la madre era la eternidad, el no cambio, el
sumo bien, lo inmutable, sin sombra, luminoso. Y Dios mismo su doble
como representación travestida en la palabra. Para ello el Hijo debe des­
cubrir que Dios, por fin, no es como él: “yo no era lo que eres ti? (IV, xv,
26): Agustín se disminuye y se humilla ante el Otro, se hace esclavo cas­
trado. Para serlo no sólo había que negar la concupiscencia y el amor a las
mujeres; había que morir realmente al placer sexual del cuerpo para veri­
ficar la verdad de su fe, que le pedía la vida para ser digno de la prome­
sa que ella le hacía.
El cristianismo les pide a todos los fieles que mueran a la vida para
dar fe de lo que creen, que privilegien la unidad arcaica para permanecer
eternamente en el vientre materno, como nonatos o niños de pecho, in­
fa m a salvo para toda la vida. Esa es la lógica de hierro; deben repetir ima­
ginariamente el gesto de Cristo, morir en la cruz por interpósito doliente,
para demostrar que Dios-Padre ahora existe como puro espíritu, pero que
es más poderoso, que realmente ese fue el Padre con quien engendró la
madre para que sea su Hijo. Lo sensible externo, tanto como nuestro cuer­
po, encierra la muerte porque muda y perece; por lo tanto es el mal, Pero
a la madre arcaica, que también es sensible, como es interna la conserva­
mos: la conciencia no sabe de su existencia —porque cuando nacimos de
ella la conciencia aún no existía. Por eso hay sentimientos inconscientes,
inconscientes del objeto que produce el sentimiento. Y estos sentimientos
son los más poderosos, están en el fundamento de la vida histórica huma­
na. La conciencia sólo aprehende a Dios como Palabra sin cuerpo: por eso
le agregamos el sensible afecto materno para que sea Algo y tenga sus­
tento.
Y cuando los dioses, los padres y los príncipes dejan de protegernos,
y el terror cunde y nos amenaza, ¿hacia dónde retrocedía para encontrar
refugio la pasión sin representación, sin imagen, despojada de un dios
continente? Retrocedía hacia esa región antigua que yacía, sin nombre ni
figura, en su propio cuerpo, y que debía ser encontrada en la carne pri­
mordial y acogedora como fundamento, en lo más íntimo de sí mismo.
Agustín actualizaba así fantasmas sensibles de viejas marcas imborrables en
las cuales volver a cobijarse, suelo absoluto, afirmativo y cierto, que era el
único resguardo firme aún en su existencia imaginaria, porque arrastraba
el eco de una antigua plenitud sentida, cuando todos los apoyos históricos
externos se habían convertido en mudables:

“Por eso me rechazabas y forzabas mi cerviz jactanciosa, al imaginar


formas corporales y, siendo carne, acusaba a la carne, y siendo espí­
ritu errante, no volvía aún a ti y andaba siguiendo las cosas que son
nada, pues ni existen en ti ni en mí ni en realidad ninguna. Y en ver­
dad no eran creaciones de tu verdad, sino ficciones de mi vanidad a
partir de los cuerpos” (id.).
lo bello en lo apto

De hecho es el Dios antiguo el que debe ser rechazado, porque se ha­


bía rebajado a la medida del hombre; éramos iguales. Pero eso era posi­
ble porque lo divino —-en el poder extemo que lo encarnaba, ya sea co­
mo religión pagana, politeísta, y como política en el Imperio Romano—
había mostrado su limitación para cobijarnos. Esa limitación del Dios pa­
triarca!, sensible y sensual, era comparable a la del hombre mismo:
“¿Y qué mayor soberbia que afirmar con incomprensible locura que
yo era por naturaleza igual a ti? Siendo yo mudable y sabiéndolo, por
el hecho mismo de que si quería ser sabio era para pasar de malo a
bueno, prefería, no obstante, opinar que tú eras mudable antes que
afirmar que yo no era lo que eres tú” (Ibid.).

El complejo parental había verificado ya los límites de su dominio en


: la subjetividad; no imperaba más la disimetría absoluta entre Dios y los
hombres. La debilidad del hijo no encontraba protección en un padre dé-
íbil y en un Dios impotente. El hijo era como el padre vencido y posterga­
ndo, limitado frente al poder de la madre y del monarca, como el Imperio
estaba vencido frente a los bárbaros, como la esencia del sumo mal en­
frentaba a la substancia racional del Dios impotente. El hijo se descubría
i: igual al padre. Yo, hijo, soy lo que tú, padre, eres: "yo soy igual a ti”, un
■■dios mudable, perecedero, no eterno. Un Dios inservible y derrotado. Un
■pobre esposo y un César impotente. Ya lo había mostrado, ese Dios no pu-
; do con la madre y con el hijo, ni tampoco pudo evitar que el Imperio tam-
:: baleara y se viniera abajo. De allí que, más tarde, toda la primera parte de
; la Ciudad de Dios esté dedicada a mostrar que el paganismo politeísta del
; Imperio fue incapaz de detener su caída: esos dioses paganos impotentes
habían muerto. Por eso Agustín retrocede hasta volver a encontrar, clan­
destina y travestida, como corresponde al terror político imperante, la po­
tencia femenina despreciada: un suelo sólido para sus desdichas. Y con ella
construye un Dios diferente.
“Todo eso era yo y mí maldad me había dividido contra mí mismo. Mi
pecado totalmente incurable era no creerme pecador. Era una iniqui­
dad abominable preferir que tú, Dios omnipotente, fueras vencido por
mí dentro de mí para mi ruina que no ser yo vencido por ti para mi
salvación” (V, x, 18).

Dios-padre-real estaba irremisiblemente muerto como dios, era falible,


carente de verdad, errante; Dios sólo era como un padre con su relente an­
tropomórfico como el que Agustín había conocido. Dios no había calado
hasta ese iugar profunda donde pudiera contenernos y cobijarnos en el
fundamento de nuestro ser mismo. Por eso. cuando la 'esencia inmutable
de D iof, impotente, “erraba”, volvían las ficciones y los fantasmas corpo­
rales a invadirlo, la fuente materna en la que buscó refugio.
"Tenía quizás unos 26 o 27 años cuando terminé el rollo de mi ma­
nuscrito; enrollaba en mi espíritu ficciones corporales, cuyos ruidos
ensordecían los oídos de mi corazón. Intentaba aplicar mis oídos ¡oh
dulce verdad! a tu melodía interior, pensando en «lo hermoso y lo ap­
to». con el deseo de estar delante de ti y oírte y saltar de gozo al oír
la voz de tu esposo, por el peso de mí soberbia, Pero no podía, por­
que las voces de mi error me llevaban hacia afuera y caía l-m d abis­
mo. Tú no dabas a mis oídos el gozo y la alegría, ni se alegraban mis
huesos, que no habían sido aún humillados” (IV, xv, 27).

Todavía Agustín estaba separado de la madre por palabras que ve­


nían desde afuera y lo arrastraban a los placeres externos, en el inundo.
No podía escuchar aún su corazón. El corazón es la viscera ni odia dora
lo materno en el santo. Por un iado el corazón oye lo que le hablan des­
de adentro, tiene oídos: escucha. Es el corazón de Agustín en este casn.
confundido con el de ella; vibra de una melodía interior que llena de go­
zo sus oídos, volcados a los latidos matemos que resuenan en su propiu
cuerpo. Agustín distingue claramente dos oídos en sí mismo-, “fus oid'is
del corazón", que son los de la madre, y “mis oídos’, que son Kis oídos
del hijo. Primero dice Agustín cuando es él mismo quien escucha: yo, “al
oírte7-, luego cuando escucha la madre: ella, ual oírla voz del esposó\ Son
claramente dos los que oyen cuando desde adentro la voz del Esposo de
la madre les habla a ambos.
La dulce verdad viene desde adentro, de lo materno: “intentaba apli­
car mis oídos ¡oh dulce verdad! a tu melodía interior1'. ¿Qué quería escuchar
desde adentro de sí mismo? "Estar delante de ti y oírle y saltar de gozo al oír
la i>oz del e s p o s o desde dentro de la madre, de la melodía interior, desde
el corazón materno surge “la voz de su esposo ”, del padre de la madre, que
la hace saltar de gozo. La madre escucha voces; desde el corazón le habla
clandestinamente el propio padre como si fuera su pareja; escucha la voz
seductora que resuena desde dentro de sí misma. Y esta voz del esposo
C'oírley saltar de gozo al oír la voz del esposo") llena el oído materno como
el pie llena el zapato, como el hombre llena a la mujer. Y aquí, contrarian­
do la ley que prohíbe el incesto: como el padre llena a la hija.
Los dos, madre e hijo, escuchan desde el corazón al nuevo Esposo que
ahora se ha convertido en nuevo Padre suyo. La serie de este acoplamiento
re ú n e en el propio cuerpo de Agustín a los tres juntos: al hijo que escucha
a la madre, y a través de ella al padre-amante que la sostiene y la abarca en
un todo del que nada queda afuera. Lo bello fue al fin alcanzado para el
sa n to . Lo bello y lo apto al mismo tiempo. Por eso Agustín señala, al des­
cribir tanto alborozo, que al liacerlo estaba "pensando en lo hermoso y lo ap­
io'-. lo hermoso sí, pero también lo que del uno conviene con el otro.
Suplantar la escena obscena primaria, extema, por el invisible acopla­
miento interno, del único acompañante divino de su madre, es lo que le
dará continencia y permitirá nombrarla al encubrirla con la Palabra que la
designa y la oculta al mismo tiempo. “Pero no p odía”en ese entonces, di­
ce, puesto que estaba creando ficciones y figuras corporales, que venían
desde afuera; eran las voces de su padre, externo, que excluía a la madre,
que abrían el abismo histórico, político y humano, el abismo bárbaro, muy
diferente del resonar pleno que escuchaba en ella, que viene desde aden­
tro y que se oye apoyando el oído en su corazón amante. El Dios de la
madre debería venir desde dentro de ella (y por lo tanto desde dentro de
Agustín mismo, que la contenía). Era lo que todavía no había descubierto,
porque “¡as voces de mi error me arrastraban hacia afuera’] fuera del Dios
materno que encontrará sólo adentro, en lo más interno de sí mismo, que
sólo como católico se le revelará luego.
“Tú no dabas a mis oídos [del corazón, oídos maternos] el gozo y la ale­
gría. ni se alegraban mis huesos, que no habían sido aún humillados.”
El dios paterno, externo, ese no resonaba en el corazón de su madre,
:donde su afecto y su palabra de esposo amante y adúltero no había que­
dado inscripto. Por eso Agustín desde ese corazón no escuchaba aún, en
ese entonces, las palabras de gozo y alegría con que su madre podría en­
salzar a ese dios externo, impotente y semejante, que era como su propio
padre. “Y caía en el abismo”, el abismo de la madre interior se prolonga­
ba en ese entonces sobre el abismo extemo, sin sostén, del mundo que se
desmoronaba como su propio padre había caído. Abismo afuera y abismo
adentro.- los padres y los dioses estaban muertos. Por eso Agustín em­
prende ahora el camino hacia Roma; intentará separarse de su madre. Es
io que analizaremos en el texto que sigue.
Agustín no quiere perder el regazo materno, prolongado en el pater­
no, vuelve al nido, al regazo de sus plumas y a la protección de sus alas,
que desde niño había abandonado. La imagen del retomo al vientre de la
madre predomina claramente en el himno que escribe al nuevo Dios triun­
fante.
“Oh Señor, Dios nuestro, al abrigo de tus alas
esperemos, y protégenos y acúnanos {Regazo protector
materno]
Nos portarás, nos portarás siendo niños todavía. [Los brazos de la madre
¡o llevarán.]
y hasta que tengamos los cabellos canos [y acunará al hijo
nos portarás basta de viejo]

Cerca de ti vive siempre nuestro bien [elpadre de ella que


contiene el desborde
materno ]
y porque hemos abandonado el camino
nos hemos pervertido. [Se alejó de ella y
quiso substituirla
por mujeres sensuales,]
Volvemos ahora, Señor, a esta ruta [ahora el Señor lo
protege y puede volver
a ella evitando la caída
en el abismo]
para evitar nuestro desvío, porque

cerca de ti vive sin defecto


nuestro bien, que eres tú mismo; [padre y madre se
subsumen en el Señor]
y no tememos que no haya para nosotros
lugar al cual volver, puesto que de allí [cayó del vientre
hemos caído; materno, y regresa allí:
donde la madre lo
sigue esperando]
pero en nuestra ausencia ella no se cae
nuestra casa, tu eternidad” [Estuvo afuera, pero
vuelve a encontrar
para siempre su
morada — el vientre
materno —, su
eternidad].

Y eso es lo cristiano; lo bueno de la madre es ahora atribuido a Dios-


Padre, como corresponde a la transmutación de substancias que Agustín
está haciendo.
De cómo Agustín, para romper drásticamente con la cercanía terrestre
de su madre, la abandona con engaños para ir a Roma. Al llegar cae
enfermo de muerte. Y nos cuenta que tuvo miedo de que Dios hubiera
sido sólo una visión alucinada de su madre. Y para verificarlo con sus
oraciones le imploró al Esposo divino que cumpliera su promesa.

Viaje a Roma

La separación de los amantes: las palabras y la Cosa

La conversión de Agustín se produce en medio de la tempestad de la


: separación con su madre. Agustín se arranca de ella para viajar a Roma y
^separarse del abrazo mortal que lo sofoca. Todo el planteo teológico gira
alrededor de la solución que busca para su propia cifra, sus marcas infan-
: tiles y adultas que lo dejan sin punto de apoyo, enfrentado al terror y a la
amenaza a dos puntas, afuera y adentro de sí mismo. Desgarrado por es­
ta tensión extrema, la más dura que enfrentó en su vida, producirá su con­
versión al dios de su madre. Pero esta conversión no es algo externo que
él asuma, como viniendo sólo de ella; cuando los dioses paternos han fra­
casado significa encontrar por fin, con el catolicismo, la única solución pa­
ra el abismo que ante sí se abría sin salida,
Cuando describe su partida no sabemos muy bien si se trata de la des-
I pedida de dos amantes; en todo caso es la separación tardía, desgarrada,
un corte violento que impone la necesidad de excluir al otro de sí mismo
y permitir el viaje iniciático que todo hijo emprende desde muy temprano,
y que se tranforma, entre Mónica y Agustín adultos, en una separación en­
tre amado y amada. Pero la persistencia indeleble de la madre atesorada
subsiste y sigue obrando en la causalidad inconsciente. Una confusión de
niveles afectivos invade el relato, la madre llora y se desgarra más por su
hijo, que parte para iniciar su vida, que cuando muere el esposo que co­
habitó con elia toda su vida y del que Agustín sólo registra el respeto su­
miso y obediente que le tuvo.
Al emprender su viaje Agustín describe la ambigua inscripción en el
cuerpo materno de su afecto como hijo, Era tan difícil separarse de la ma­
dre que para poder partir sin ella tuvo que engañarla:
“...mi madre lloró cruelmente mi partida y me siguió hasta las orillas
del mar. La engañé cuando se agarraba a mí violentamente, sea para
hacerme volver, sea para partir conmigo. Fingí que quería despedir a
un amigo y estar con él hasta que el viento favorable le permitiera ha­
cerse a la mar” (V, vni, 15).

La madre anegaba la tierra con su llanto, y al deslizarse las lágrimas


se confundían con el agua de la gracia de Dios: “permitiste que llegara al
agua de tu gracia”. Como no quería volverse sin él, para que no se diera
cuenta la lleva a un refugio, a pasar la noche en una capilla dedicada a
San Cipriano. Es entonces cuando Agustín se escapa:
“Aquella noche furtivamente me marché yo, no ella: ella se quedó re­
zando y llorando. ¿Y que te pedía, Dios mío, con tantas lágrimas, si­
no que no me dejaras embarcar?”

La madre siempre dialoga con su esposo espiritual, el Padre de su hi­


jo, que todavía Agustín no escucha. Esta separación que Agustín le inflige
a la madre es la que Patricio, su padre real, con su poder no pudo infligir­
le a ella para separarla del hijo. Agustín, quiere hacerlo ahora por sí mis­
mo, pero demasiado tarde: ya no es lo mismo. La separación que el padre
le hubiera impuesto sólo comprendía el cuerpo de la madre, no que la pro
longara y sustituyera por otras mujeres. Pero 3hora el hijo debe mutilarse
con sus propias manos para realizar el deseo materno, que sigue siendo el
suyo; debe castrarse, y castrarla también a ella, a su manera, para que am­
bos puedan ascender al cielo donde el Padre mora.
S'Y tú no tenías en cuenta [sigue diciéndole al Dios nuevo desde el cual
explica ahora ese momento) porque a mí me arrastrabas con mis pa­
siones desenfrenadas para ponerles término, y al deseo de ella, inspi­
rado en la carne, que recibiera los golpes del justo látigo del sufri­
miento" (id.).

Ambos, madre e hijo, están aferrados a la unidad carnal que habían


vivido, y ambos deben salir de ella. Agustín huye de la madre real, pero la
separación física no basta, la madre sin el hijo enloquece de amor a la dis­
tancia, tanto como el hijo muere de amor lejos de ella. Pero es Agustín, ha­
ciéndose fuerte hasta la crueldad, quien le impone ahora el corte:
“Porque ella, como las demás madres, y mucho más que otras, desea­
ba tenerme a su lado, sin saber el gozo tan profundo que ie procura­
ría con mi ausencia. Ella no lo sabía y por eso lloraba y demostraba
con aquellos dolores la herencia que había recibido de Eva, buscan­
do con gemidos lo que había parido con gemidos” Gbid.).

La ausencia hará emerger la huella del objeto ausente, y con ella el


goce inconsciente, sin pecado. Lo sabe ahora, pero antes no lo sabía. ¿Qué
va a buscar Agustín a Roma? Ni él mismo se lo explica; huye sobre todo
de su madre, quiere recuperar libremente el goce sensual de su cuerpo
aprisionado, que todavía pugna por zafar sin conseguirlo. Un último inten­
to donde, sin embargo, la madre triunfará nuevamente, y a la cual volve­
rá. converso y renacido. Si no lo hubiera hecho, no sería santo.
El hijo tiene que hacerle padecer ahora a ja madre la superación de
lo terrenal y de lo sensible, hacerle sufrir en carne propia lo que ella le ha­
ce sufrir, con su amor sensual, a Agustín mismo. Ahora le hace sentir, en
su imaginación, lo que está buscando: el goce, a la distancia, ya fuera de
su alcance, de nuevos placeres. Cuando él parte, ya en el barco, al día si­
guiente, la imagina como si la estuviera viendo, enloquecida, delirando de
dolor, llena de lamentos y gemidos. Su madre Mónica sabe, y por estar ce­
losa sufre tanto, que Agustín se fue a pasarla bien a Roma. La ve sin ver-
la, y la piensa sufriendo lo que él mismo siente intensamente:
“Sopló el viento, las velas se hincharon, e hizo desaparecer de nues­
tros ojos la costa donde ella, al llegar la mañana, deliraba de dolor,
llenando de lamentos y gemidos tus oídos, que no los escuchabas,
pues a mí me arrastrabas con mis pasiones desenfrenadas [para que
pusiera fin a esas mismas pasiones], y a ella su deseo camal le infligi­
ría el duro castigo del dolor" (V, vm, 15).

Ambos sufren del deseo en la carne, ella por él, y él por ella, a quien
sigue buscando en otras mujeres. Es como si le dijera: “querías que fuera
eternamente tu hijo espiritual, como lo fue Cristo; entonces vive la distan­
cia de la carne y sufre como yo mismo he sufrido”. Lo paga caro, es cier­
to, pero es una condición necesaria para que el camino hacia la propues­
ta arcaica de la madre cierre. La madre debía pagar, gimiendo su amor
carnal por el hijo, lo que por su pecado había gemido al parirío. Entonces
le reprocha a su madre haber fornicado como Eva; eso., que también lo
marcó a él, ella debe purgarlo. La carne amorosa de la mujer es débil, y
Agustín es impiadoso:
"el deseo de ella, inspirado en la carne, recibía golpes del justo látigo
del sufrimiento, y ese tormento acusaba en ella la herencia de Eva: gi­
miendo ella buscaba lo que gimiendo había dado a luz” (id.).

El tormento era el pago justo del pecado, por el goce obsceno que ha­
bía tenido antes. Y por el que seguía manteniendo con el hijo. Al irse a
Roma arrastraba la necesidad de substituir el cuerpo materno por el de
otras mujeres, separarse de ese abrazo sensual que su madre obscuramen­
te rememora, que lo precipita en el abismo y lo sofoca: "a raí me arrastra-
ban mis pasiones desenfrenadas” Y Agustín trata de llenar ese vacío de au­
sencia, que dejó ese objeto primero perdido para siempre, que no podrá
cambiar por ningún otro, abrazando y haciendo el amor con cuerpos que
lo llenen de gozo —pero en vano. Y recuerda, sólo unos renglones más
adelante, el pecado de Adán que lo persigue:

“pecados numerosos y pesados agregados al pecado original (el de


ella], que nos encadena y nos hace a todos morir en Adán'1 (V, ixt
16).

Mónica y Agustín verifican los limites del Paraíso

Se separa de la madre, pero para él tampoco es fácil; también sufre,


y al llegar a Roma cae enfermo de muerte, como si al dejarla repitiera la
angustia mortal del nacimiento:
“Allí fui recibido con el azote de una enfermedad corporal que casi
me lleva al infierno. (...) Mis fiebres se agravaron y estuve a punto de
irme ai otro mundo” (V, ¡x, 16).

Enumera todas las maldades y pecados que cargaba; en verdad la en­


fermedad que siente, y que quiere restringir ai cuerpo — “corporal’, la de­
nomina— era en realidad ia enfermedad del alma desgarrada y dividida. Y
piensa que de haberse muerto sin bautismo, su madre tampoco lo hubie­
ra abandonado, hubiera seguido el mismo camino: "Si el corazón de mi
madre hubiera sido atravesado con una herida así' no hubiera podido sa­
nar n u n c a ” (id.), es decir no hubiera podido soportar que el hijo queda­
ra excluido de su fantasía: también ella se hubiera muerto fracasada. La
unidad simbiótica no toleraba que una parte, al separarse, mostrara la es­
cisión reveladora sin morir toda ella.
"No puedo expresar con palabras el amor que me tenía, pues me es­
taba dando a luz espíritu al mente con mucha mayor angustia que ia
que había tenido cuando me dio a luz corporalmente” (id.).

"Me estaba dando a luz espiritualmente”, dice. Sabe que tiene que ha­
ber un segundo nacimiento. No es poca cosa engendrarse de nuevo en el
vientre de su madre, inseminada ahora por otro padre. Ese reconocimien­
to tiene que producirle a ella, es inevitable, el dolor de este nuevo alum­
bramiento. separar al hijo de su propia carne, desalojar al padre terrestre
y sustituirlo por el padre celeste. Agustín no podía confesar con palabras
ese amor materno: era el amor inconfesable de las Confesiones, Y a esto
se refiere este segundo nacimiento que Agustín describe, el pacto secreto
que los une. Para que et sistema cierre, él debe aceptar que nace nueva­
mente de ella, pero con otro padre. Hay dos engendramientos, como ve­
mos claramente: uno, despreciado, el carnal de la fornicación con el padre
real, el esposo que msemtnó en su sexo al penetrarla, y que Agustín re­
chaza como herencia de Eva. Y está el segundo engendramiento, el “espi­
ritual’ que así lo llama, donde Agustín nace de un segundo padre — que
no es el suyo en este caso— como Jesús nace no de José, el inocente car­
pintero crédulo, sino del Espíritu Santo que inseminó en María la virgen.
Ese es el nuevo padre con el cual Mónica dialoga y al cual dirige todas sus
plegarias.
La madre debe continuamente implorarle a su Dios-padre que inter­
ceda ante Agustín, que le devuelva el hijo sin el cual su vida de mujer ca­
rece de sentido, como una hija-esposa infiel que traicionó su memtíria en
la carne penetrada por otro hombre. Así como el propio padre real inter­
viene habitualmente para imponerle al hijo la separación de su madre, aquí
en cambio Mónica espera que su propio padre idealizado, con el que co­
puló espiritualmente y que le hizo un hijo, cumpla como Padre-amante la
función contraria: le haga sentir a Agustín que debe permanecer con ella,
EJJa dialoga con Dios “continuamenté ', "sin parar un momento ”, “ininte­
rrumpidamente'’, dice: lo lleva adentro (V, íx, 17). Este tiempo ininterrum­
pido es el tiempo de la eternidad, sin escansiones, un flujo continuo ca­
rente de cortes temporales. Y tiene que ser así para sostener la vida sin que
la interrupción definitiva de la separación, que es de muerte, la penetre.
Hay una unidad espiritual, el nuevo magma que los une a los tres juntos
en la madre:
"Por eso no veo cómo hubiera podido sanar, si mi muerte en tal es-
tado hubiera traspasado las entrañas de su amor. ¿Y dónde estarían
tantas y tan continuas oraciones como hada por mí ininterrumpida'
mente? No estaban en ningún sitio, más que en tu presencia. ¿Ibas a
despreciar, tú, Dios de las misericordias, el corazón contrito y humi­
llado de aquella viuda casta y sobria, que no pasaba un solo día sin
aportar su ofrenda a tu altar, veneraba y servía a tus santos, iba dos
veces al día, por la mañana y por la tarde, a tu iglesia, sin faltar jamas
no para entretenerse con chacharas inútiles y chismorreos de viejas
sino para escucharte a ti en tus conversaciones y escucharla tú a ella
en sus plegarias?” (V, ix, 17).

La madre le da ai esposo espiritual lo que Agustín espera de ella: la


fidelidad, la castidad y la sobriedad. Pero sobre todo Dios recibe de la viu­
da casta y sobria lo que tiene de fogosa —que el hijo imaginaba y celaba
de su madre desde niño: ''no pasaba un solo día sin aportar su ofrenda al
altar del esposo" con ei que estaba, inseparable, siempre juntos, de día y
de noche, (;; mañana y tarde T) en un diálogo de amor ininterrumpido, “es­
cucharte en tus conversaciones, y tú a ella en sus oraciones", como corres­
ponde a una esposa que escucha al marido y sólo implora.
Para que haya unión y nuevo nacimiento, y el deiirio de la madre cie­
rre, entonces primero tiene que haber ruptura drástica de la cercanía te­
rrestre; la exclusión de la proximidad carnal debe ser absoluta. Ambos, ma­
dre e hijo, deben sentir en las profundidades de la carne, en las entrañas
de su amor', el desgarramiento de la muerte para nacer a la nueva vida del
espíritu puro; el hijo debe ser crucificado y ia madre, enloquecida de do­
lor, debe llorarlo al pie del calvario. Y ambos pasan por esa experiencia
extrema antes de volver a unirse en la ascesis de Ostia, a ratificar ese en­
lace incestuoso que sólo la exclusión vivida, la separación a ultranza, abre
como un lugar nuevo donde la prohibición queda soslayada, porque la lev:
patriarcal allí no ios alcanza.
La fantasía materna tiene un origen: Dios-padre mismo. No es una
alucinación solitaria Ja que vive la madre; es una promesa real del Espo­
so, la más cierta y material, al cual sólo le pide que le conceda lo que des­
de niña anhelaba y ~de antemano [elpadre] había establecido ’ que habría
de producirse: ei liijo prometido. Y el hijo sabe claramente de qué se tra­
ta:
“¿Ibas a despreciar las lágrimas con que ella te pedía, no el oro y la
plata ni ningún bien transitorio y perecedero, sino ía salvación del al­
ma de su hijo? ¿Y tú, que la hacías llorar de esta manera, podrías des­
preciarla y rechazarla sin socorrerla? [No, Señor, no! Por el contrario,
estabas con ella y la escuchabas y actuabas de acuerdo con el desti­
no que de antemano habías establecido para que se produjera” (id.).

Que el Padre no se haga el inocente: debe cumplir Í3S promesas que


le hizo.

La verdadera prueba de la existencia de Dios

La empresa de la madre es sólo esa, gestar de nuevo al hijo y llevar­


lo a que reconozca a su nuevo padre adoptivo”. Las Confesiones es ja na­
rración que el hijo le hace al Padre siguiendo ahora el discurso de la ma­
dre. Pero como es a un nuevo padre al que ahora implora, primero le pide
que lo reconozca, que sea fiel a su madre-esposa, porque de su reconoci­
miento depende que la madre vuelva a formar con él la unidad indisolu­
ble, el único tugar donde el terror a la muerte no penetre, porque el con­
tinuo del tiempo espiritual de las almas anudadas no le deja resquicio. La
Santísima Trinidad depende de esto. Necesita que la fantasía materna sea
cierta, que el padre al que ella se dirige haya dejado grabado realmente en
el corazón de Monica lo que Agustín siente con su corazón de hijo, que te
haya dejado pruebas materiales de su existencia. Que el padre seductor,
como jehová mismo, haya dejado escrito con su mano divina la ley de la
promesa que le hizo a la hija: de engendrar juntos el hijo que su unión
prometía.
“No era posible que la hubieras engañado en aquellas visiones y res­
puestas que le habías dado , unas que ya he recordado y otras que he
omitido, y que ella consenwba fielmente en su corazón y te las recor­
daba en sus continuas oraciones como si fueran documentos escritos
por tu mano. Como tu misericordia es eterna, te dignas hacerte deu­
dor de tus promesas con aquellos a quienes les perdonas todas sus
deudas” (V, íx, 17).

Agustín teme que todo sea un engaño, que Dios mismo haga tram­
pas; que éi, " hijo de tu esclavd', que renunció a su propio padre y a las
mujeres, se quede al final sin nada-, teme que Dios haya sido nada más
que una visión alucinada de su madre. Y le recuerda a Dios las marcas de
la virginidad “espiritual” perdida que su madre denuncia. Dios dejó su
huella material en ella, grabó en el corazón de su “esclava” “documentos
escritos por su mano”, así como el padre reat escribió en su cuerpo de
hembra el texto de su escritura germinal con su sexo de hombre. Ella, la
santa, conservaba fielmente escritas en su corazón de hija las promesas
del padre.
El Dios judío escribía en la piedra de la montaña sus leyes que Moi­
sés el mensajero le llevaba al pueblo. Pero el Dios cristiano escribe en el
corazón de la madre: la seducción paterna dejó escrita en ella, con sangre
indeleble, una deuda sagrada. Debe hacerse deudor de lo que le había
prometido: “te dignas hacerte deudor de tus promesas”. Y con sus oracio­
nes le implora al padre que le cumpla, le hizo un hijo, ella lo sabe, la con*
virtió en su esposa, y las visiones y las respuestas que había escuchado de
su boca le traen la verdad de esa experiencia infantil y arcaica que invade
la realidad e invalida todo lo que pueda creer con los ojos de la carne. En
ei mundo hay otro mundo separado del mundo, y en él el padre con su
Palabra seduce a la hija y la llena, y su palabra seductora la insemina y ha
ce nacer desde ella un hijo, y ella le pide al Padre que con la misma Pala­
bra le hable también al hijo, que él también crea en su voz muda, que só­
lo el corazón escucha.
Está, pues, la Palabra de Dios y la palabra de los hombres. Pero el
Dios único, a pesar de ser uno en su abstracción simbólica, tiene un con­
tenido distinto para la mujer y para el hombre. Y la huella cobijante de la
madre, infigurable, quedaba sin embargo como un cuerpo de diosa sen­
sual y sensible para cada hijo, evocable aunque clandestina. Y recurriendo
a la Palabra, para no delatarse, cada uno seguiría haciendo, en su imagi­
nación privada, cálidas y refulgentes becerras de oro para venerarla.
Cuando aparecen los aspectos persecutorios y devorantes de la madre
el drama, antes extemo, se convierte en puramente subjetivo. Y descu­
bre el tránsito desde la lengua materna a la Palabra de Dios-Padre. Y
nos muestra que bay un antiguo pacto patriarcal que Agustín rompe
cuando acata la ley del Padre nuevo.

Hacia el éxtasis sin culpa

La simbiosis arcaica lo encuentra ahora a Agustín dividido y sin cul­


pa. Goza exento de pecado; todavía no reconoce que detrás de la madre
hay otro esposo, ahora celeste, que será su aliado — pero todavía conser­
va un rastro borroso y corpóreo de su propio padre, que fue el primero
en poseerla carnalmente, y que reaparece en la escena. Cree haber eludi­
do la culpa al cargar los pecados camales en su cuenta; su padre fue res­
ponsable de incitarlo a que fornique, de querer separarlo y empujarlo ha­
cia otras mujeres, de infringir en suma el deseo materno, del cual Agustín,
unido, forma parte: “otro ser extraño que estaba en mí, pero que no era yo ”.
El drama interior actualiza personajes primarios, como si no hubiera v e n i­
do desde afuera, y se convierte en una mise-en+scéne subjetiva y religiosa.
El ‘viejo” sigue cargando con el muerto.
“Seguía opinando además que no éramos nosotros los que pecába­
mos, sino que pecaba en nosotros algún otro ser distinto. Mi soberbia
se sentía halagada al pensar que me encontraba exento de culpa y no
tenía que confesar mis pecados cuando hiciera algo malo para que sa­
naras m i alma que pecaba contra ti. Me complacía excusarme y acu­
sar a algún otro ser extraño que estaba en mí, pero que no era y d ’ (V,
X, 18).
La identificación con el padre, ya lo hemos visto y aquí se ratifica, lo
había situado no como el polo legal de su conciencia, sino como un Otro
encarnado, enemigo y vencido. El padre era el culpable frente a su ino­
cencia de hijo protegido por su madre. Todavía no sabía que un terror más
profundo lo esperaba, porque no había nadie que la controlara. Todavía
no sabía lo mortal de ese abrazo de amor que lo encerraba. Creía que po­
día gozar de ella, sin pecado, quedarse solo sin peligro. Pero cuando ha­
ce su tránsito hacia el reconocimiento de su propia culpa, que resulta de
infligir no ya la ley del padre sino la ley materna — no abandonarla nunca
más— Agustín no se da cuenta de que al cambiar un Dios por otro Dios
está en realidad cambiando un padre por otro Padre. Que siempre se ne­
cesita el poder de un hombre, de un padre, de un ser a quien ía madre re­
conozca como todopoderoso, para separarlo de las fauces de la devora-
dora, que lo abrasa y lo persigue como la suya, todavía adulto, lo está
haciendo. A esa madre persecutoria y destructiva en su amor sin fisuras,
sólo volverá a buscarla para quedarle sometido cuando este n u e v o padre
celeste —el Dios cristiano— haya aparecido desde dentro de ella misma,
con su cuerpo de palabras, para contenerla y limitarla:
“Todo eso era yo y m i maldad me había dividido contra m í mismo.
Mi pecado realmente incurable era no creerme pecador. Era una ini­
quidad abominable preferir que tú, Dios omnipotente, fueras vencido
por m í dentro de m í para mi ruina que no ser vencido por ti para mi
salvación” (id.).

Agustín creía, al principio, que era al mismo Dios a quien había ven­
cido al no aceptar la ley paterna. No se da cuenta de que al primero, a su
dios-padre, lo había vencido desde mucho antes, y por eso su soberbia no
encontraba límites; podía ser uno para siempre con su madre. Pero la ma­
dre anhelada devora al mismo tiempo que contiene, nos traga para siem­
pre. Necesita un Dios más poderoso que lo salve. Aquí, en cambio, con él
Dios cristiano y católico al que Agustín recurre, las cosas son distintas: lo
necesita de veras. Agustín realiza su anhelo de permanecer en ella, porque
el Dios que aparece no es el mismo Dios al que antes había vencido; es el
Dios que reside en el fondo mismo del seno materno, en el cual quedará
sumergido el santo para siempre. La prueba; nunca más conocerá mujeres,
nunca más saldrá de su vientre.
Nacimiento de ia Palabra

“Aún no habías puesto un centinela en mi boca ni un vigía a la puer­


ta de mis labios para que mi corazón no se inclinara hacia las pala­
bras malas a fin de buscar excusas a mis pecados con los hombres que
obran mal” (id.).

El Reino materno de los cielos, ese reino arcaico de los antros, del que
no sabe nada, quedó sin representación verbal, salvo la marca sentida de
su acogimiento perdido y siempre anhelado. La Palabra alude a ese remo
sin palabras, que la invocación infantil hace aparecer con su plegaria mu­
da mirando a los ojos de ia madre que le abre sus brazos y le entrega sus
pechos y lo acuna. Los pechos de !a madre, esos que cree haber abando­
nado cuando adulto. De ese tiempo infantil Agustín no recuerda nada, por­
que lo grabado permanece mudo en el cuerpo. Y cuando tiene palabras
sólo trae las palabras de la lengua de la madre como si vinieran ahora, ne­
gación mediante, desde el mismísimo Padre.
Volvamos al texto que rememora el tránsito del bebé sin palabras al
niño que habla.
;‘A1 salir de la primera infancia, encaminándome hacia la vida presen­
te, ¿llegué a ia segunda infancia? ¿O más bien es ella que vino hacia
mí, sucediendo a ía primera? Pero la primera [infancia] no partió
¿dónde podría haberse ido? Y sin embargo ya no estaba más, pues yo
no era un bebé sin palabras, sino ya un niño que hablaba" (I. Vlll, 13).

La primera infancia permanece, no se ha ido. El bebé sin palabras


queda solo, relegado y sin memoria, ai lado del niño que va habla. El ni­
ño que habla no oye al bebé que no habla, y que todavía es él mismo.
Hay un corte que abre una distancia interior que desplaza hacia lo in­
consciente aquello que carece de representación verbal. Estaba y no esta­
ba, las palabras lo habían separado de sí mismo. ¿Se llega, se sale, partió,
viene? Sólo el resultado se conoce: soy aquel que ahora habla.
“Me acuerdo de esío. Pero sólo más tarde me di cuenta de cómo
aprendí a hablar. (...) Por gemidos y gritos diversos y diversos gestos
quería divulgar los pensamientos de mi corazón para que mi voluntad
sea obedecida, pero no lograba expresar todo lo que quería ni a to­
dos a los que yo quería. Entonces utilizaba las aprehensiones de la
memoria: cuando la gente nombraba un objeto y cuando luego de ese
sonido de la voz hacían un gesto hacia algo, yo veía y retenía que ese
objeto se llamaba para ellos con el nombre que hacían resonar cuan­
do tenían la intención de mostrarlo. Por otra parte esta intención de
su parte aparecía en los gestos, que son corno el lenguaje natural de
todos los pueblos, hechos de juegos de fisonomía, de guiños de ojos
y de movimientos de otros miembros, y también del tono de la voz que
traduce el sentimiento del alma cuando persigue la posesión del obje­
to o la huida de las cosasn (I, vm, 13).
Los pensamientos del corazón no tenían aún palabras. El cuerpo sin*
tiente, al abrirse hacia afuera viniendo desde las profundidades de la ma­
dre, se prolongaba en sonidos y movimientos sensibles, gemidos, gritos,
gestos, para expresar las afecciones del alma. La palabra prolonga y am­
plifica el cuerpo para colmar la distancia inesperada que se abrió con la
vida en el mundo exterior y el desamparo. Pero los sonidos, cuerpo so­
noro extendido que se estrujaba para expresarse, partían de sus “labios
preparados [por la succión de los pechos primero, por la modulación de
los labios de 3a madre luego] para emitir esos signo?. y prolongaban la len­
gua materna para manifestar sus ganas, ahora contrariadas, esas "volunta­
des" que Agustín quería imponer a los demás como lo hacía antes.
:‘Así las palabras, puestas en su lugar en diversas frases y a menudo
escuchadas, me libraban su valor significativo; poco a poco las reco­
gía, y ya mis voluntades {mis ganas], una vez mis labios preparados
para emitir esos signos, se servían de ellos para anunciarse.
”Es así como para enunciar mis voluntades intercambiaba signos
con los que me rodeaban, y así avanzaba en el tormentoso comerció
de la vida humana, aun cuando dependiera de Ía autoridad de mis pa- v
dies y de lo que se Jes ocurriera a 3as personas mayores”(id.).

Ahora si embargo la ley paterna y las personas mayores regulaban es­


tos intercambios tormentosos que al principio sólo se proponían prolongar
sus propias ganas, quería que los otros también las satisficieran. Era el
principio del placer el que antes imperaba en la lengua materna, y que
ahora se transforma en principio de la realidad adulta dominante, el deseó
de los otros que desconocen el suyo, la ley deí patriarcado. Pero esas ga­
nas primeras se ven transformadas cuando las palabras de sus padres y los
mayores imponen su límite; lo que a ellos se les ocurría, dice, por la au­
toridad que ejercían. Esta palabra, como se ve, si bien prolonga la prime­
ra —satisfacción de deseos y voluntad propia— se ve transformada; ahora
debe plegarse y decir sólo ía voluntad y las ganas de los otros. Agustín se
ve defraudado cuando pasa del cuerpo materno al significante patriarcal,
allí donde la letra entra con sangre.
La relación se establece entre el lenguaje directo del cuerpo, lenguaje
universal, y las palabras que responden a un pacto y a convenciones.
- “me responderían la verdad, según e! pacto y convenio que han esta­
blecido entre sí los hombres acerca del significado de estos signos” (i,
xill, 22).

No sabe que el pacto es de represión, y que depende de ia voluntad


de los padres y de la gente, como io dice más adelante. Tiene y no tiene
conciencia del corte; cree que hay Palabras que vienen desde otro sitio,
pero las dice con el mismo lenguaje del pacto, porque repercuten, a dife­
rencia de la otras, en el lugar que no fue alcanzado por et pacto.
Hay negación pero sin conciencia de lo negado.
“Dios, mi Dios, cuántas miserias experimenté entonces y cuántos en­
gaños, puesto que se me proponía, siendo niño, como regla de la vi­
da honesta, obedecer a gente que me empujaba a brillar en este mun­
do, y a sobresalir en el arte de la verbosidad, servil acceso a los honores
y a las falsas riquezas.
Luego fui enviado a la escuela para aprender allí las letras; lo que ellas
tenían de útil para mi desgracia, yo lo ignoraba. Y sin embargo, si me
mostraba perezoso en aprenderlas, me pegaban. Las personas mayo­
res ajaban este método, y muchos niños antes que nosotros, llevando
esta vida, habían abierto estos caminos abrumadores por los cuales
era forzoso que transitaran, con incrementado esfuerzo y dolor, ¡os hi­
jos de Adán ”(I, ix, 14).
Hay cuatro momentos a distinguir en esta trayectoria de la paíabr.i en
Agustín, Primero, el cuerpo a cuerpo significante antepredicativo, pura in­
clusión simbiótica en la unidad sensible con la madre, que aún no se ha
roto. El segundo, cuando comienza el aprendizaje de las palabras de la len­
gua materna, que extienden su cuerpo y permanecen ligadas a la apre­
hensión de sus signos sensibles; las palabras prolongan el cuerpo a cuer­
po en el sonido. El tercer momento es cuando esas palabras, aprendidas
como prolongación del deseo compartido con la madre, transforman el có­
digo que enuncia su sentido, y deben plegarse ahora al pacto, a la ley del
padre en el interior de la familia y de las personas mayores afuera: apare­
ce el “comercio tormentoso de la vida hum ana, dependiendo de la autori­
dad de mis padres y del querer de las personas mayores" (I, vni, 13). El que
vemos ahora es el cuarto momento en el desarrollo de la palabra hablada
que hace su tránsito a la palabra escrita, el aprendizaje de las letras pro­
longa la palabra del pacto, la palabra hablada que la ley le enseñaba a es­
cuchar como deseo de los otros, padres y mayores; no extiende ia lengua
primera de la madre que prolongó su cuerpo a cuerpo en el balbuceo que
seguía las líneas de su contorno amado. La palabra era aún hogareña pe­
ro ya patriarcal, a diferencia de la primera que era lengua sólo materna to­
davía. Se socializa y se pasa de lo materno a lo paterno en el interior del
hogar mismo. El cuarto momento, en cambio, con la escritura, abre el
mundo exterior de ia sociedad dominante, en el colegio y los maestros au­
toritarios. Entonces la ley patriarcal extendida afuera encuentra, con el
apoyo del padre y de la madre, el castigo del cuerpo para adecuarlo a la
ley social por el azote y la tortura.
¿Qué hace Agustín para enfrentar este sufrimiento y esta postergación
de la felicidad perdida en la primera lengua? Regresivamente actualiza con
la palabra el lugar sin palabras, puro cuerpo sensible, allí donde la satis­
facción inmediata del deseo imperaba: donde el principio del placer do­
minaba. Retrocede y actualiza la huelia arcaica, antepredicaüva, de una
continencia previa a las palabras:
"Al menos encontramos, Señor, hombres que te rezaban, y nos ins­
truimos a su lado, comprendiendo, como podíamos, que tú eras al­
guien grandioso, que tú podías, aun sin aparecer ante nuestros senti­
dos, escucharnos y socorrernos. De hecho, aún muy niño, me dediqué;
a invocarte, tú mi socorro y mi refugio, y para invocarte rompí los la­
zos de mi lengua, y te rogaba, muy pequeño, con un ardor que no era
pequeño, que no me pegaran en la escuela” (I. ni, 13 - I, ¡x, 14).
Se entiende claramente: “para invocarte rompí los lazos de mi lengua "
(in [uam muocationem rumpebam nodos linguae meae), los lazos que lo
ligaban al pacto con el padre real y con la sociedad adulta para poder in-
vocarlo como nuevo Padre espiritual con la lengua materna, anterior al
pacto de la sangre.

La ley de la madre está en el nuevo Dios-Padre

Agustín también sospecha que la Madre — el Espíritu Santo— puede


ser engendrada por el Padre, y que luego copulará con él, como su espo­
sa, es^decir por ser su “esclava":
“¿Por qué no se cree, no se piensa, que el Espíritu Santo también es
engendrado por el Padre, de manera que también él pueda ser llama­
do hijo? Es este misterio que nos esforzamos ahora por escrutar en el
alma humana’7 (De trinitate, II, xii, 17).

Retornando al arcano primero y misterioso se resuelve sin embargo el


misterio del engendramiento imposible, el Espíritu Santo, que es lo mater­
no femenino, es engendrado por el Padre. Es el padre quien en el miste­
rio de la Santísima Trinidad engendra a la hija a quien seduce, la cual co­
pulará espiritualmente con él para tenerlo a Agustín-Cristo. La Mater-
Virgen, pura y dolorosa, es madre del estupro fantaseado de la hija con su
padre. Y su hijo, Cristo, es entonces hijo del incesto celeste. No hay otra
salida para el misterio de la ecuación cristiana. El hijo paga la culpa de su
madre, no la del hombre-Padre asesinado; eí hijo paga la culpa por la pa­
sión fatal, imaginaria, de la mujer infiel que fue su madre, que lo engen­
dró con otro. Y que lo volvió loco.
El Dios judío, sin ningún privilegio que lo salve, no fue nunca enton­
ces el Dios de Agustín, abstracto y distante, sino que fue el suyo un Dios
aún dependiente del politeísmo fetichista, adherido a los ídolos sensibles
y matemos con los cuales hasta los judíos del pueblo, adeptos a las Diosas
del Cielo, se oponían a la prohibición de Jehová para adorarla. Pero a di­
ferencia de los judíos, el carácter femenino, de diosas madres carnales, es­
tá radicalmente encubierto y negado en el espiritual Dios cristiano. Aun en
esto Agustín no despega de lo sensible corporal, ni lo logrará nunca por
más que represente hasta ía muerte este relegamiento extremo pero siem­
pre conservado —sin lo cual se moriría irremediablemente. Antes, cristia­
no todavía pagano, imaginaba a Dios mismo como un enorme cuerpo te­
rrenal extendido y que, siendo materno en tanto tierra, era la substancia
sensible del mal mismo. En realidad Agustín utilizará luego la abstracción
judía del monoteísmo para conservar, encubriendo, a la Diosa madre del
paganismo. La abstracción racionalizante disfraza y distancia lo sensible al
mismo tiempo que lo conserva, para que no se vea lo que encubre. Nos
describe este tránsito en las Confesiones.
“Cuando quería pensar en m i Dios no sabía imaginar otra cosa más
que una masa corporal (...) No sólo creía que el mal tenía una cierta
sustancia corporal del mismo orden, sino que poseía además su pro­
pia masa oscura y deforme, o densa, a la que llamaban tierra. o tenue
y sutil, como la materia del aire, que concebían como un espíritu ma­
ligno que se arrastraba sobre aquella'tierra”. “ y yo imaginaba dos
substancias contrarias entre sí, ambas infinitas, la mala más pequeña,
la buena mayor1' (V, x, 19-20).
Tierra como masa corporal y espíritu sutil que se arrastra y serpentea
sobre ella, obscura y deforme a veces, otras sutil y ligera; ambas imáge­
nes de diosas maternas deseadas y temidas. Pero en esta oposición entre
madre buena y mala, y el enfrentamiento con el padre que pretendía se­
pararlo, habíamos señalado antes lo siguiente: en este complejo parental
que era el de Agustín, el padre no había sido incluido y retenido en el
estrato arcaico e inconsciente en el que estaba situada la madre.
¡n isiTio
La madre, obscura e ^representada, cuando iba a su encuentro sin que
nadie le pusiera límites, era acentuada en su aspecto negativo; io malo de-
vorador de lo materno objetivado y persecutorio, lo subterráneo, obscuro
y deforme, tierra, o materia ligera y sutil, deslizante como la serpiente que
se arrastra sobre ella. Era la búsqueda externa de una protección paterna
que lo preservara de ese cuerpo inmenso lo que se delataba en Agustín,
y desde ailí definía aun lo materno temido que emergía nuevamente. El
padre D;os, infinito y bueno, tenía también él una debilidad por donde la
aiadre lo convertía en tan mortal como ella misma. El Padre-Dios repre­
sentaba racionalmente la materialidad buena de la madre, su parte no
obscura.
Ese Dios sensible no podía defenderlo del mal, porque Dios era fini­
to y débil en su ser infinito, justamente débil allí donde más lo necesitaba:
que lo defendiera contra el mal que lo asediaba. Y esto pasa en el mono­
teísmo, porque a diferencia de lo que sucede con los múltiples dioses que
en el Panteón pagano intercambian sus variados papeles sin establecer un
principio absoluto y único, aquí se plantea sólo una solución excluyeme;
io masculino o lo femenino debe prevalecer, lo uno sobre lo otro, a toda
costa:
“Y me parecía que yo era más religioso, ¡Oh Dios a quien alaban por
mi causa tus misericordias!, si te creía infinito por todas partes, aun-:
que me viera obligado a confesar que eras finito por una, es decir por:
¡a paite que se te oponía la substancia del mal...” (V, x, 20).

Dios infinito era débil y finito sólo en una parte, pero esta parte era
la .más importante: era vencido cuando enfrentaba la substancia de la ma­
dre. Vamos viendo claramente dónde buscaba Agustín la solución de sus
c^nfíictos, mantenía las soluciones fantasmales de su complejo parental,
pero sin despegar aún de la tierra y de lo sensible arcaico. Agustín man­
tiene el nivel arcaico de su estaictura psíquica como el único lugar subje­
tivo donde el sentido de verdad del mundo se revela. No hace el tránsito
desde él mundo ilusorio infantil hacia el mundo imaginario adulto, donde
ese espesor fantasmal se desvanece, se transforma o se pierde. No. Mante­
niendo el nivel arcaico como fundamento de su inserción en la verdad
adulta, Agustín alcanza el nivel simbólico en la medida en que es con­
gruente con la fantasía infantil, no con la realidad adulta donde las imáge­
nes primarías se objetivan y se verifican. Lo simbólico debe ratificar lo ar­
caico; Agustín piensa con un trasfondo de fantasmas. Lo simbólico
cristiano es la prolongación pensada como concepto verdadero en la fan­
tasmagoría que 3a teología disfraza.
Se entiende entonces que para íos judíos. Spinoza en este caso, ja na­
turaleza fuese concebida como igual a Dios: Dios sive Natura. Pero la ex­
terioridad respecto de la naturaleza y de la materia en el Dios cristiano ha­
ce posible la concepción de un jesús, y sobre todo eí milagro de La Virgen
María. Para los judíos la madre y la mujer eran lo temido y atractivo, pero
la naturaleza sensible no era negada y repudiada como la extensión ma­
ligna de sus cuerpos. En cambio si la naturaleza es el mal, porque es fuen­
te de sufrimiento y de muerte, la necesaria exclusión del bien fuera de la
vida sensible, material y mortal, plantea la necesidad de un nacimiento so­
brenatural en la naturaleza misma. El hombre debe separarse tajantemen­
te, en su propio cuerpo, de sí mismo.
“Al propio Salvador nuestro, tu Unigénito, de tal manera lo imagina­
ba como salido de tu luminosísima naturaleza para nuestra salvación
(,...). Y por eso pensaba que una naturaleza como la suya no podía
nacer de la Virgen Mará sin mezclarse con la carne. Y no veía cómo
podía mezclarse sin mancharse (...).Por eso, tenía miedo de creer que
había nacido en la carne para no verme obligado a creer que habla
adquirido la mancha del pecado con la carne" (id.).

Hemos visto que con el maniqueísmo la ecuación salvadora no cerra­


ba para Agustín; la naturaleza toda era mala, es cierto, pero no podía evi­
tarse que las mujeres y los hombres salieran de ella y allí vivieran sin po­
der salvarse. Sólo se salvaban los ascetas puros, los santos, pero era
necesario que hubiera mujeres que los engendraran en pecado. Con la ne­
gación de la carne no bastaba, porque lo sensible verificaba los límites de
esta solución bastarda, la mancha no desaparecía. Había que purificar la
carne misma para hacer aparecer en ella un lugar incorporal en lo corpo­
ral mismo; alucinar un lleno fantasmal en el vacío que el dios sensible ma-
niqueo le dejaba.

“Sí yo hubiera podido concebir una substancia espiritual, inmediata­


mente hubieran quedado desbaratados todos aquellos artilugios” (V,
x ih , 2 5 ).
Agustín muestra ahora que ¡a Virgen con el niño es la imagen realiza­
da de !a fantasía cristiana. Y el sacrificio de la vida su término nece­
sario: el Cristo crucificado con el corazón coronado de espinas y cho­
rreando lágrimas de sangre verifica, con su resurrección, que la
muerte paga. La solución materna exigía la creencia de que la insu­
rrección existe: de que hay otra vida más allá de la vida terrestre.

El reencuentro

La treintena: dudas intelectuales y servidumbres morales

Menos de dos años pasaron desde que se fue huyendo de su madre


a Roma, y he aquí que Mónica y Agustín \oielven a estar viviendo juntos
en Milán, nuevamente unidos.
Al separarse de su madre había profundizado la necesidad de encon­
trar afuera, a la distancia, lo que de cerca le perseguía. Pero había fracasa­
do. La “verdad” no estaba en Roma por más que huyera de su madre que
había quedado en Africa. Vuelve a tenerla inexplicablemente de nuevo a
su lado, imperiosa. ‘fuerte en su p i e d a d la define, ratificando en e! hijo
adulto su antiguo cobijo. Ya había hecho la prueba y experimentado el fra­
caso: afuera, en el mundo humano, no hay salida. Ese Dios no podía en­
contrarse sino allí donde huyendo había ido a buscarlo, en el interior del
cora¿on materno. Dios debía salir desde dentro de ella misma:
'T yo caminaba por tinieblas y resbaladeros, Te buscaba afuera de mí
y no hallaba al Dios de m i corazón. Había llegado al fondo del mar ;
estaba desesperado, había perdido toda confianza y la esperanza de
encontrar la verdad".
"Había venido ya a mi lado mí madre fuerte por su piedad, si-
guiéndome por tierra y por mar (.••) Al llegar, me encontró en grave
peligro, sin duda, puesto que había perdido toda esperanza de descu­
brir el camino de la verdad. Pero cuando le dije que ya no era mani-
queo, aunque tampoco cristiano católico, no dio un salto de alegría
como quien oye algo inesperado, estando como estaba ella segura de
aquella parte de mi desgracia, por la que me lloraba en tu presencia
como a un muerto que debía ser resucitado, y me presentaba en el fé ­
retro de su pensamiento para que dijeras al hijo de la viuda : -joven, a
ti te digo, levántate», para que así reviviera y esperase a que hablara
y lo devolvieras a su m adré’ÍVÍ, i, 1).

Había llegado al fondo del mar, como Jonás arrastrado en el vientre


de la ballena hacia las profundidades del abismo. Pero a diferencia del ju­
dío, que clama a Dios externo para que lo salve, Agustín busca la salva­
ción de la madre en el interior de la madre misma. La madre no lo procla­
ma vivo, de tanto que lo quiere lo ha dado por muerto. Lo Uora como a
hijo difunto, lo ha devorado para que, sólo resucitado, sea como ella lo
quiere: para sí sola. O lo ha dado por muerto ante el altar del Padre para
que se lo devuelva como hijo de Él. no de su marido. Y como no hay un
Dios afuera que, poderoso y opuesto, la conmine a expulsarlo de su seno
(como con la ayuda de Jehová lo consiguió Jonás, y salió de la ballena),
Agustín debe buscar ia salvación, su “verdad”, en el interior del vientre de
la ballena mismo. Pero allí la madre lo revela y lo define como hijo fene­
cido: “me lloraba como un muerto que debía ser resucitado y me presenta­
ba en elféretro de su pensamiento....’’.
Ese hijo muerto, que la madre misma con su sensualidad ha devora­
do, debe resucitar. Para salvarse no le queda otra que volver a nacer, co­
brar una vida nueva, en su propio interior, pero engendrado ahora por un
Dios interno: el Dios celeste que copula con la viuda y le hace un hijo es­
piritual desde dentro de ella misma, el “jDios de su corazón” que Agustín
buscaba. El féretro que el “pensamiento" materno le prepara contiene el
cadáver de ese hijo que el útero camal no reconoce como propio, puesto
que fue engendrado por el semen innoble' del pobre Patricio, su difunto
esposo. Agustín está condenado a muerte por su madre, porque no enfren­
tó como cierta la amenaza del padre, no pudo espejarse como hijo en su
figura de hombre, y no pudo entonces separarse de ella como un cuerpo
distinto. Deberá ir pensando que la inmolación que la madre le pide pue­
da llegar a convertirse en triunfo: "La inmolación triunfal de los Mártires!',
dice (VI. h, 2).
La Palabra que viene de la madre responde a un doble discurso que
aprendió desde niño.
“Oía con gusto que Ambrosio decía en sus sermones ai pueblo que la
letra mata pero el espíritu vivifica (...) regla segura que él aplicaba
cuando exponía aquellos textos que tomados a la letra parecían ense­
ñar una doctrina perversa; en cambio, interpretados en sentido espiri­
tual, una vez roto el velo místico que los envolvía, no decían nada que
pudiera escandalizarme (...) En realidad retenía mi juicio de toda ad­
hesión, temiendo el precipicio, y esta suspensión del juicio terminaba
de matarme” (VI. iv, 6).

Las imágenes sensibles escandalizan por lo que tienen de atractivas y


tentadoras. La letra mata cuando despierta a fa Cosa adormecida. La letra,
como la Cosa, entra con sangre. Pero seamos francos: no es la letra la qué
mata sino la Cosa a la que la letra apunta, el pavor que su imagen nos des­
pierta. Sólo el Espíritu con su Palabra nos separa de la Cosa al invocarla yt
al abandonar la muerte en la letra, que la letra despierta, nos deja en vida:
nos vivifica y nos salva. Sólo hay que hacer una cosa para que la Cosa na
nos mate y persiga; hay que “interpretarla en sentido espiritual1’, es decir
vaciarla de su repercusión sensible, hacerle decir aquello que no atraiga ■
las iras por las concupiscencias que evoca, correr el velo que la cubra. En
realidad en lengua materna la ‘ interpretación espiritual' quiere decir lo
opuesto; desvestir a la Cosa y dejamos atraer por su desnudez mística, des­
pertando así la presencia más primaria, irreductible, invisible e indecible
de la Cosa en la intimidad clandestina de quien la evoca.
“Interpretar” es una operación mental que opera spbre el cuerpo, por
la cual la saco a la Cosa de un estrato para introducirla en otro: la des-co-
loco. Lo cual quiere decir: hay que romper su encanto explícito y munda­
no. Lo “místico” del velo que se corre es la aureola de palabras que coro­
na la Cosa al evocarla. El “sentido e s p ir itu a l celeste, al excluir el “sentido
sensiblé’, encamado, la metamorfosea, se exhala y se exhuma de la cosa
como cosa “superada” y excluye de ella la referencia a esa otra Cosa sen­
sible que debe ser negada, escondida detrás de las cosas negadas como
cosas.
Pero, ¿qué hacer con la cosa que quedó vaciada al descorrer el velo
místico y despojada así de su contenido sensible? Se abre el vacío de la na­
da, porque aún Agustín no sabía qué hacer con las palabras separadas de
las cosas. “En realidad retenía m i corazón de toda adhesión, temiendo el
precipicio, y esta suspensión del juicio acababa por m atarme”: se quedaba
con: el corazón materno, su reducto sensible, io único seguro, porque na­
da que fuera espíritu sin materia, meras palabras separadas de las cosas,
podía sostenerlo con la seguridad que ella le daba.
Oscilaba incrédulo ante las palabras que querían separarlo de las co­
sas y que se revelaban sólo como palabras de nada, palabras mundanas.
No quería pensar en palabras que sólo se apoyaban en palabras, quedar
atado a lo que ahora se llama “cadena de significantes”. “Suspendía ” en­
tonces el juicio, quiere decir que lo perdía; se volvía loco por carecer de
apoyo para separarse del abrazo mortal de ío sensible arcaico e informe
en que entonces caía, donde el corazón materno no tenía contrapeso en
la razón pensante: “esta suspensión del juicio terminaba de matarme”.
Hasta que no alcanzó la experiencia que tanto buscaba, comprender
“las cosas espirituales, que [antes] no sabía imaginar más que corporalmen­
te”. Todavía no sabía separar tajantemente la imagen del signo, el signifi­
cado del significante como descubrirá en De Magistro. No podía dejar de
e v o ca r con palabras las imágenes calurosas de las "cosas” que enardecen
y turgen el cuerpo, cuando evocan las cosas que éste ama: había conexión
casi directa entre las palabras y las cosas. No había aún realizado la trans­
mutación mágica de la que estaba tan cerca: encontrar la ley materna co­
mo ley interna de su nuevo Dios Padre. No había pasado de la letra jurí­
dica que evoca y mata hacia la Palabra mística que distancia y salva al
acercarla.
Debía pasar a la verdad, y su verdad era abstracta ( “tan cierta como
yo estaba cierto de que siete y tres hacen d iez 0; debía distender el sentido,
extenderlo desde lo sensible para que, distanciado al infinito, desalojara el
fundamento vivo que lo había producido, y lo disociara. Una verdad tan
abstracta y verdadera, pero despojada de lo sensible como la suma de los
números primos. Que le proporcionara la máxima separación entre cuer­
po sensible y pensamiento; introducir entre ambos la distancia de la muer­
te para que el terror los separara.
Pero la “verdad” que busca para su sosiego debía ser una verdad en­
camada, aunque no fuera un fetiche ni tuviera forma humana (que prolon­
garía a la diosa madre como cuerpo). Desde lo sensible, sin forma huma­
na, debía aparecer como no siendo corpórea la verdad que calma.
Descorporizada en lo corpóreo mismo, tenue vapor apelmazado de mate­
ria cálida, verdad sentida —es decir arbitraria— en tanto verd ad era. Ver­
dadera y arbitraria, lo contradictorio unificado y disuelto, porque la fe de­
bía ser su punto de partida. En lugar de io sensible materno como cuerpo
de partida poner allí la fe, es decir afirmar el sentimiento ciego de tener
que negarla en la abstracción infinita que le diera pie para distanciarla. Ne­
gar el fundamento sensible de su ser para no perderlo al contrariarla. Y esa
verdad sólo ]a fe podía darsela. Fe: lugar de coincidencia donde lo afecti­
vo y lo racional convergen y se unifican. Lo más externo y despótico apa­
rece allí como lo más propio; la certidumbre de sí coincide con la certi­
dumbre del sistema de dominio del Otro.
¿Donde se afirma la fe? Es la certidumbre que nos detiene en la caída
ante el precipicio, el último sostén y socorro al borde del abismo. La se­
gundad en algo más hondo y primitivo cuando todo oscila y amenaza,
“Quería estar tan cierto de las cosas, que no veía cómo estaba seguro
de que siete y tres son diez” “Pero era la misma certidumbre con qué
quería también comprender todo lo demás, va se tratara de lo corpo­
ral, ausente de mis sentidos, ya de lo espiritual, que no sabía imagi­
nar más que corporalmente”. (VI, jv, 6),

Quiere creer en la verdad de la madre con la racionalidad del padre,


y necesariamente fracasa en el empeño. Se trata de afirmarse allí donde nd::
hay pruebas al canto ni quedó más rastro que la existencia que ella mis-;:
ma afirma: “Creer... lo que no se demostraba — ya porque existieran las
pruebas, aunque inaccesibles para algunos, ya porque no existieran ” (VI.
v, 7). Es cierto, hay tantas cosas en las que creemos sin haberlas visto: his-:
toria de naciones, lugares, ciudades, cosas en las que creemos por fe de
amigos, médicos, y aún sin verlas no podríamos vivir ni hacer nada en es­
te mundo. Pero sobre todo una cosa, la última que afirma y que reveía ser ­
la más importante: “Finalmente, con qué fe inquebrantable creía también
que había nacido de tales padres, cosa que no podría saber si no creyera lo­
que había oído decir" (id.).

De la eternidad de Ja madre a la m uerte del padre

Esta es la duda que abre la existencia posible de otro padre: no asis­


tió a £u propio nacimiento, tiene que creer bajo palabra. ¿Palabra de ma­
dre o palabra de padre? Esta es precisamente la incredulidad fundante de
Agustín que al fin nos confiesa: ¿quién fu e su padre? Y esta respuesta apa­
rece por boca de su madre; su verdadero padre, en quien ella le pide que
crea contra toda evidencia, no por las palabras paternas que había escu­
chado por boca de Patricio crédulo, que lo afirmaban hijo suyo, sino por
la fe en la Palabra de su madre, que inicia otra interpretación y una narra­
ción diferente de los hechos de su propia historia. Le pasó a Agustín lo
mismo que a Jesús con su madre María; sólo creyendo en ella podía acep­
tar que Dios como esposo la había inseminado para que él naciera. Y que
no era una mujer liviana.
La fe no descansará ahora en las palabras del padre sino en la Palabra
de la madre, que exige un asiento diferente y una afirmación situada en lo
suprasensible como punto de partida: en el ideal de ella. Exige relegar el
origen terrestre de su propio origen corporal en el coito de los padres pa­
ra pasar a afirmar, por mor de su madre, la creencia en el engendramiento
espiritual de su propia existencia. La fe se desplaza ahora porque abando­
na su asiento sensible para afirmarse en ese deseo espiritualizado e incon­
fesable. Sólo fundando las palabras que narran la historia pagana y munda­
na en otro origen podrá la Palabra circular, disfrazando su sentido, por las
palabras habituales sin delatarse ante el poder que exige la palabra del pa­
dre masculino, del hijo del hombre y no del Hijo del Hombre.
La fe implica afirmar un lugar nuevo desde el cual, contra toda evi­
dencia, la salvación y la eternidad nos alcancen. La eternidad sentida no
viene desde el padre, la eternidad viene sólo desde la madre. Desde el
padre sólo viene el falso infinito cuantitativo. La palabra del padre no sir­
ve entonces, porque desde ella aparece la punta indeleble de la duda que
ningún padre calma, ¿es verdadero el padre? Sólo la madre es cierta, y al
respecto sólo vale su palabra. Pero la Palabra de la madre de Agustín trai­
ciona el origen afirmado por su padre. La madre le dice a Agustín conti­
nuamente que su padre verdadero no es el pobre Patricio, sino ese otro
que sólo ella conoce y que su Palabra enuncia, que es el hijo espiritual
del incesto con su propio Padre idealizado. Agustín no puede imaginar
esto que la madre dice, porque la muerte entonces lo atraviesa en el fun­
damento mismo de su propia existencia. Tiene que radiar todo lo sensi­
ble; sólo así logra que la Palabra signifique y sea aceptada como pura: pa­
ra que la transacción sea posible. Si quiere eludir la muerte y ser eterno
como ella le promete, tiene que aceptar otra Palabra: que la madre diga
y pronuncie la verdad de ese otro Padre, que afirma un poder superior al
del suyo, real e impotente, ese que Agustín tuvo. Para quedarse con lo
eterno de la madre tiene que excluir la amenaza insoportable que simul­
táneamente encierra. Lo contradictorio es precisamente eso; antes el lugar
de la eternidad con la madre era, simultáneamente, el lugar de la muerte
con el padre. Y de ese abismo que la ley pagana del primer padre no pu­
do evitarle sólo el Padre celeste ahora lo salva.
La letra que mata y el espíritu que vivifica. Así como hay una palabra
sagrada hay libros sagrados y hay cuerpos sagrados. Y personas consagra­
das. Pero pasa lo mismo en esta objetivación de la palabra; hay una lectu­
ra profana y una lectura sagrada. En el Libro sagrado se objetiva la dupli­
cidad de la palabra hablada. Del cuerpo de la madre al Corpus del padre;
la fe consolida la inversión alucinada.
¿Hay un lugar para el misterio y lo incognoscible en Agustín? Las Es­
crituras “guardaban la dignidad de su secreto bajo un sentido,más profun­
do" (Vi, v, 8). Pero sólo a los dignos se les revela el misterio tes decir, a
los que tienen fe y creen]:
“la Escritura recibe a todos en su seno popular, pero deja pasar a po
eos hacia ti por sus estrechos agujeros” (id.). “Y serían muchos más,
si su autoridad [la de Dios] no fuera tan excelsa o no eliminara a las
turbas..del seno de su santa humildad” (id.).
En este capítulo en realidad Agustín describe la configuración de su
inserción social y política, y de las expectativas que se le abrían en el es­
pacio de su propia clase. Las turbas no entienden la Palabra, Por una par­
te señala los límites a los cuales se veía remitido si quería ascender en la
escala social, viniendo de la pobreza y la precaria economía que su padre
le había legado, y que su madre mantuvo. Amigo de personas de mucho
mayor poder económico y político, muestra lo que se ha descripto en et
comienzo de la expansión cristiana en el Imperio romano-, las familias de
clase alta y de muchos recursos económicos fueron las primeras en adop-:
tar esa religión y convertirse al catolicismo. La adulación al emperador que
escribió Agustín en un panegírico destinado a celebrar los diez años de su
reinado, sus amigos ricos como Alipio y Nebridio, quien “había abando­
nado la magnífica fin ca rústica de sus p a d r e s y sobre todo Romaniano,
“muy rico”, ¿Qué le quedaba como futuro en el Imperio? Quizás, puesto
que “tengo muchos amigos poderoso^', podría obtener hasta un “gobierno
de prQvincia". También en otro capítulo se refiere a los peligros de formar
parte de los hombres cercanos al poder imperial. Y sobre todo llama la
atención la descripción de la amena2a sobre Alipio, quien pese a su cate­
goría social había sido acusado por la “turba” de un robo de láminas de
plomo de un techado, cosa difícil de creer para un hombre de su fortuna:
se ponen de relieve las tensiones que vivían, las amenazas constantes que
de un extremo al otro enfrentaban.
Xa separación de la mujer que amaba

Había que sentar cabeza. Para ponerse en carrera oficial y política


Agustín había aceptado separarse de su concubina legal con la cual había
vivido doce años y con la que tuvo a su hijo Deodato, y a la que repudió
para aceptar un matrimonio de conveniencia, todo esto a instancias de su
rnadre. Llega a comprometerse con una niña de once años, a la que le fal­
taban aún dos para ser apta.
“También son agradables las cosas de aquí abajo; tienen su dulzura,
que no es poca; no debemos a la ligera cortar el impulso que nos em­
puja hacia ellas, pues sería humillante volver a ellas luego. He aquí
que ha llegado el momento de obtener una dignidad. ¿Y qué más se
puede desear en estos asuntos? Tengo muchos amigos poderosos de
modo que, a falta de otra cosa, si me veo en apuros puedo obtener
hasta el gobierno de una provincia. Podré casarme con una mujer que
tenga algunos ahorros para que no aumente mis gastos, y así podría
satisfacer razonablemente mis deseos. Muchos grandes hombres y
muy dignos de ser imitados se consagraron al estudio de la sabiduría
estando casados” (VI, xi, 19).
Desgarrado y humillado entre el orden social, por una parte, y los re­
querimientos matemos por la otra, Agustín oscila hasta que por fin decidi­
rá, no sin plantearse dudas, abandonarlo todo y convertirse. Lo más difícil
ya lo había hecho, separarse de la mujer que amaba. Tenía presente que
una razón de clase lo unificaba con los poderosos, borraba las distancias
sociales y económicas en tanto formaran parte de la misma fe, y le permi­
tía adquirir preeminencia en una jerarquía nueva dentro de un orden reli­
gioso diferente: “no por nada, no en vano se difunde por todo el orbe el
enorme prestigio de la autoridad de la f e cristiana”(id.). Era una solución
distinta en un futuro incierto, teniendo en cuenta que el catolicismo abría
un campo de poder nuevo junto al poder imperial; la Iglesia era su aliada
y la conversión religiosa aparecía impuesta desde el poder político.
Pero volvamos al matrimonio que la madre le programa. Dice Agus­
tín, recordando los detalles precisos de una situación hace ya mucho tiem­
po pasada:
“Me instaban continuamente a que me casara. Ya había hecho la pe­
tición de mano, ya se me había hecho la promesa. De todo se ocupa­
ba principalmente m i madre para que así, una vez casado, recibiera
el bautismo salvador. (...) Veía que a través de mi f e se cumplían sus
deseos y tus promesas.
“Pero ttí ?iunca quisiste manifestarle nada acerca de mi futuro
matrimonio por medio de alguna visión, a pesar de que ella te lo pe-
día todos los días con gran clamor de su corazón y no sólo a ruego
mío, sino también por su propio deseo. Veía algunas cosas vanas y fa n ­
tásticas, que inventaba su imaginación , producto del espíritu huma­
no cuando se encarniza sobre este objeto. Luego me lo contaba, no
con la seguridad que solía tener cuando una revelación llegaba de ti,
pero para rechazarlo. Ella decía que podía distinguir por un cierto sa­
bor inexplicable con palabras la diferencia que hay entre una revela­
ción tuya y un sueño de su alma.
”A pesar de todo me insistían en el matrimonio. Y ya se había pe­
dido la mano de una muchacha que tenía casi dos años menos de los
exigidos para la edad núbil. Como nos parecía bien, había que espe­
rar” (VI, xiii, 23).
El pasaje es muy extraño por lo promiscuo, dicho al mismo tiempo
que encubierto. Leámoslo agregando, al interpretarlo, la significación sen­
sual y erótica que la espiritualidad sagrada oculta. Agustín hace lo contra-;
rio; aprendió con la lectura cristiana de la Biblia a espiritualizar lo sensi­
ble. a transformar lo literal en figurado:
“interpretados en sentido espiritual, una vez levantado ei velo místico
que los envolvía, no decían nada que pudiera escandalizarme”.

Transformemos lo figurado en literal, volvamos a su fundamento pro­


fano, que es el fundante. Los deseos de la madre, la promesa del padre de
satisfacerlos, el ruego del hijo; todo esto se inscribe en la figura del deseo
materno que busca realizarse. Revela dos niveles de lo imaginario en la
madre: uno propio de sí misma como mujer amante, aferrada al hijo por
la carne que le demanda una satisfacción sublime pero inconfesable (de la
cual ambos huyen), y otro que ella le atribuye, como visión revelada, al
celeste Padre. Agustín interpela a ese Dios-Padre (de ella) por medio de su
madre, le pide a la buena señora que lo consulte sobre su destino: “y no
sólo a ruego mío", dice, "sino también por su propio deseo”. Sólo ella, en
esa época, está en relación directa con la divinidad nueva. Agustín necesi­
ta qi|e el Dios-Padre de ella le haga signos, que lo convenza de que esta
dentro de ella, de que realmente existe, y que le ponga límites.
Cuando la madre pensaba en el matrimonio de su hijo “veía cosasfa n ­
tásticas y vanas que inventaba su imaginación", es decir imágenes y fan­
tasías de su propio peculio. Puesto que se referían a él se las contaba, pe­
ro como eran fantásticas y vanas rechazaba lo que imaginaba. No nos dice
nada Agustín sobre lo que la casta madre imaginaba sobre su matrimonio.
Esto sí era algo sólo personal suyo, un deseo propio que su imaginación
sen sib le de madre-mujer creaba. ¿La madre se avergonzaba de las cosas
fantásticas que libremente imaginaba? ¿Qué imágenes tenía la santa madre
sobre ese matrimonio de su hijo, para necesitar enseguida rechazarlas? Si
pensaba en casarlo, era para que Agustín fornicara sin goce, sólo para en­
gendrar niños. Pero primero la madre había deseado y luego conseguido
la prueba de amor más tajante que recibiera nunca; había logrado que el
hijo, por amor hacia ella, se separara de la mujer que amaba. La madre era
:: invencible.

Dios Padre deja su sabor en la b o ca de la Santa

Extraña también la marca tan precisa que este recuerdo dejó en Agus­
tín. Era sólo un sueño de su alma de madre enamorada lo que ella imagina­
ba. Pero cuando es Dios mismo quien le revela una visión, la santa madre
la distingue enseguida y lo diferencia de las propias fantasías por un sabor
sensible que la divinidad le deja en su sensitiva boca: “un cierto sabor inex­
plicable por palabras'’. Corrijamos; inexplicable si recurriéramos a las pala­
bras que ella pueda decir, no a la Palabra divina que sólo ella escucha, y
que le hace sentir lo que siente: que Dios-Padre se le hace agua en la boca
a la santa. Si no es por las palabras, debe ser explicable entonces por las
sensaciones del cuerpo, por el sabor que le deja en los labios. Por el gusto
que la nueva Palabra despierta en la boca engolosinada al invocarlo.
En efecto, la visión que viene desde el Padre le hace cosquillas en el
cuerpo a la santa, en el sabor sensible que percibe reside la diferencia en­
tre una palabra y otra. Hay de un lado una imaginación que, siendo inter­
na, le brota desde un lugar de luminosidad absoluta y trascendente, don­
de la divinidad le hace sentir su presencia, y por otro lado una imaginación
personal, meramente subjetiva y mundana. Hay una imaginación produc­
tiva y verdadera que le viene desde el Otro absoluto y sensible, que habi­
ta su cuerpo y la acompaña; la visión del Padre, inefable, que las palabras
convencionales deforman, porque las imágenes y las sensaciones que sien­
te están situadas en un sitio anterior a ellas. Y hay una imaginación mun­
dana que sólo es propia, que viene de las ganas, esas que le comunica al
hijo, pero para negarlas de inmediato. Aquí las palabras sirven para expre­
sar lo que imagina, las elabora ella sola.
Hay también entonces dos palabras, según el sabor que le dejen en la
boca, la propia, que prolonga en palabras sólo sus deseos personales, y la
Palabra del padre, que se anuncia con visiones que las palabras comunes
no explican, ese sabor que les falta a las palabras para ser verdaderas, y
que sólo la sensación afectiva y sensible les agrega. Cuando el Padre le ha­
bla a la madre, ella siente que algo se le revela por el sabor que despier­
ta en su mucosa erógena. Verdades que sólo el cuerpo experimenta, y és­
te tiene que acudir a otra expresión para que sean comunicadas, de
corazón a corazón, de visión a visión, de afecto a afecto. La palabra dice
entonces su verdad según el sabor que las visiones y lo imaginario dejan.
También la madre tiene niveles de participación donde se sabe no habla­
da sino que vive la transmisión directa, sin interpósitas palabras, por imá­
genes y sensaciones, de su relación con la verdad divina. Esa es la verdad
que ella quiere que su hijo oiga. Hay también en ella dos cuerpos; el tras­
cendente enamorado, que engendra con el padre celeste; y el sensible tí­
sico, que engendró con el pobre Patricio. Quiere que Agustín participe del
primero.
lo importante es señalar aquí que el hijo es hablado por el Dios de la
madre, por la lengua materna que emite la Palabra. Y es la madre quien
lo separa del amor hondamente sentido para entrar al matrimonio, sin pla­
cer, de conveniencia.
“Entre tanto mis pecados se multiplicaban. Arrancada de mi lado
aquella con quien solía compartir m i ¡echo como impedimento para el
matrimonio, mi corazón cortado por donde estaba unido a ella que­
dó herido y manando sangre. Ella volvió a Africa [¿estaba en Roma y
en Milán entoncesr'] y allí te hizo voto, Señor, de no conocer a otro
hombre, dejando conmigo al hijo natural que yo había tenido con
ella”. “Mientras tanto yo, desgraciado de mí, no imité a esta mujer. In­
capaz de soportar el plazo de dos años hasta que me casara con la
que había pedido en matrimonio, me busqué otra mujer, no como es­
posa...”. “Pero la herida que se me había hecho al cortar con mi pri­
mera mujer no se curaba. Después de aquella quemazón y aquel do­
lor tan agudos, la herida comenzaba a corromperse, pero me dolía
con tanta mayor desesperación cuanto más se iba enfriando” (VI, xv,
25).

Cuanto más se enfriaba el recuerdo de la mujer amada afuera, tanto


más se despertaba la desesperación de quedarse sólo con el afecto mater­
no adentro, deglutido y sin resguardo. Es el momento del sacrificio real
que el hijo realiza en el altar de su madre (que no es el que Abraham in­
tenta imaginariamente con su hijo más amado); el hijo Agustín aquí real­
mente, en el “nombre simbólico” del Padre pero por “deseos sensibles” dé
la madre, se separa de la mujer que ama, y con la que tuvo un vastago, y
hasta su nombre amado desaparece para siempre sin ponerle palabras. Por
fio haberse separado de su madre — como su padre intentó hacerlo sin lo­
grarlo— ahora Agustín debe separarse de la mujer que ama y con la que
convive y goza desde hace doce años. Es el sacrificio sensible, silencioso,
que el hijo le rinde a lo más sagrado que reside en el fondo obscuro de
su alma. “Mi corazón cortado por donde estaba unido a ella quedó herido
y manando sangre ”, ia figura sangrante del Cristo con ei pecho abierto en
las imágenes populares. El corazón materno no podía ser compartido: es
el mandato de la circuncisión paulatista realizado.
No había corazón más que para la madre. La castración del corazón
implica aquí claramente la vigencia de la ley materna arcaica, que el nue­
vo Padre impone, contrapuesta a la buena ley del padre (“ Tú me ordenas
que te a m é ’ (I, v, 5). “ Y si no lo hago, te irritas contra mi', sigue dicien­
do, “y me am enazas de inmensas desgraciad'). La castración del corazón
cristiano, que invalida todo el cuerpo, es ia castración sensible en lo que
el corazón varonil tiene de madre; no es la castración judía del prepucio,
que es la castración simbólica que le impone el padre. La castración de
la madre que impone el nuevo Padre es más siniestra aún que la judía;
corta en el corazón, en lo sensible desde donde brota el deseo mismo y
se realiza, exuberante de vida, en los cuerpos amantes. O ella, con un
vínculo simbiótico irrompible, o nadie. Esto es lo que el poder político
religioso elaboró para mantener a la madre únicamente como lugar arcai­
co, reprimido y cortado en el corazón sensible mismo. Nos procura la
fantasía de quedarnos con ella, protegidos de ella por el poder del nue­
vo Padre que le pone límites dentro de nosotros mismos. Lo que quiere
decir: nos impone límite a lo que tenemos de sensible y de materno. La
madre y el hijo quedan satisfechos en lo arcaico. El poder está también
satisfecho, ios recibe a ambos como sometidos en la realidad adulta. La
transacción social ha sido alcanzada. Lo que aparece como si fuera un
pacto es en realidad una concesión que el poder le hace a la fantasía irre-
nunciable.
Porque lo que allí queda contenido, sin prolongarse, es el cuerpo in­
validado que el poder acoge y cuantifica para su dominio. En ese cuerpo
se instauran luego, previa preparación ontológica sagrada, el poder de la
política, de la economía y de las ciencias “objetivas” y neutrales. Se sepa­
ran así dos reinos, el arcaico de la ley materna, pero sin padre, que abre
la satisfacción inconsciente donde circulan la fantasía, y los fantasmas de
las satisfacciones primarias; y el reino de la Ley del Capital y del Estado,
pero sin madre real, sólo patriarcal y masculino, que abre la separación en¿
re la conciencia racional y el cuerpo sensible, pero anestesiado, sin cuali­
dades y cuantificado.
O sí, es cierto, también puede haber otra mujer luego, sólo aquella
mujer-esposa, legalizada, con la cual no se goza. Y que reproducirá el es­
quema fantaseado: una mujer adulta que sólo gozará, como niña, con su
padre; y un esposo adulto que, como hijo, sólo gozará con su madre La
madre le impone a Agustín que se aleje de la mujer que ama y con la cual
goza y de la cual tuvo un hijo inesperado, como vienen todos los hijos
del placer no programado. El hijo del amor llega porque el placer que no
calcula lo trae; allí el siete más tres de las cuentas de Agustín no corre: su­
ma once. Y la madre de Agustín, la santa, vence a la mujer gozosa de su
hijo, y le impone el abandono y el despojo; la excluye del mundo y le pi­
de también a ella, para siempre, por intermedio del hijo, como prueba
eterna del amor que le tiene, que no haya más hombres en su vida, sal­
vo el Padre.
Fue así como la concubina de Agustín se volvió a la tierra de sus ge­
nitores, África, y allí se sumergió en las tinieblas, hizo votos. También
“ella”, la mujer de Agustín, realiza la fantasía de la madre. Pero para logran
lo tiene que conseguirlo “en nombre” del Padre, no del marido. El “nom-
bre delpadre?' es la Palabra que lo enuncia separándolo de las palabras que
la lengua “natural” articula y dice. Hay que “interpretarlo” a la manera co­
mo él lo hace; hay que traducir el lenguaje paterno en lengua materna pa­
ra comprenderlo.
La madre le impone a Agustín el familiarismo de las buenas costum­
bres; lo incluye en la forma productiva de la cual la mujer detenta el po­
der, el de producir hombres. No hijos del placer sino hijos del dolor, co­
mo ella los engendra. Hijos acobardados que sufran cuando gozan coa
otras; que los vuelvan locos de dolor y culpa para que regresen como
hombres-niños al regazo materno que su Dios-Padre delimita, porque el
Dios de los hombres, ese Dios único y patriarcal, las puso siempre en un
lugar secundarizado y dependiente. Y por eso lo compromete a Agustín
concuna impúber, por conveniencia. Cuando la mujer-madre está someti­
da al poder del hombre, el único lugar que conserva como propio es la fa­
milia. Y cuando el hombre se aterra de ia intemperie social, vuelve al lu­
gar infantil que ocupaba en ella. Y desde allí su resentimiento se revela en
dos cosas: 1) inhibiendo el placer sexual, dejando ese lugar a las prostitu­
tas desprotegidas, las concubinas legalizadas, que caen fuera de la mafia
de las matronas romanas; 2) produciendo hijos que seguirán siendo some-
{idos al-poder materno, de las mujeres entregadas y no de las rebeldes go-
^adoras. ¿Goza-Dora?
Agustín se rebela, sin embargo, dentro del esquema que lo tiene aga­
rrado desde abajo. Comprometido por su madre con una impúber, el jo­
ven impetuoso y todavía rebelde no se contiene; se busca otra amante
adulta y madura para aplacarse. Placer marginal el que le deja la madre:
“Mientras tanto yo, desgraciado de mí, no era capaz siquiera de imi­
tar a una mujer, impaciente por el plazo impuesto, pensando que só­
lo tendría dentro de dos años la mujer que había pedido, y porque no
era amante del matrimonio sino esclavo de la pasión, me busqué otra
mujer ; no por cierto como esposa, sino para mantener y hacer durar,
completa y hasta incrementada, la enfermedad de mi alma, al cuida­
do de un hábito inveterado prolongado hasta la llegada de la esposa”
(VI, xv, 25).
Esclavo de la pasión del cuerpo enamorado, convivió con la mujer
que amaba y con la que prolongaba, como puro goce, el goce primero con
su madre; esclavo de la ley del Padre de la madre, ésta le impone, celosa,
que debe casarse con una mujer que no ama para reproducir hijos, pero
sin goce. Como esposa legal, Mónica sufre cuando cede a la pasión del pa­
dre de Agustín, aunque goza como loca y se le hace agua en la boca cuan­
do siente “ese sabor inexplicable con palabras” al engendrar al Hijo con su
Padre, el celestial Esposo. Agustín sólo conoce con ella el amor interno, de
fusión, pasional, identitario y clandestino: de simbiosis.
Pero de ese amor, del que no se sale nunca, no hay retomo; hay que
volverse hacia adentro para encontrarlo, alejarse del mundo y de las mu­
jeres que uno ama para volver al Uno que no sabía que eran dos cuando
amaba. La unidad del Uno en tanto ser Divino que el monoteísmo nos trae
es la solución primaría que la madre frustrada nos arroja como salvavidas,
que vuelve a ocultar afuera la duplicidad encubierta del verdadero Uno
originario que los tres formamos con ella, la unidad simbiótica del hijo con
la madre, y que ella formó con su padre, el Padre arcaico como causa efi­
ciente de su propia existencia. Allí se revela la Santísima Trinidad del cris­
tianismo. El Padre, como Uno idealizado de la madre, simboliza el poder
que los reunió y los produjo en ella como dos en uno: la Virgen con el ni­
ño es la imagen realizada de esta fantasía cristiana. Y el sacrificio de la vi­
da es su término necesario; el Cristo crucificado con el corazón coronado
de espinas y chorreando lágrimas de sangre verifica, con su resurrección,
que la muerte paga. Todos los hijos lloran lágrimas de madre. Lágrimas de
pasión, lágrimas rojas.- el corazón sangrante que nos muestra Cristo al des­
correr la túnica que le cubre el pecho es el de su madre, recluida, que san­
gra por el interpósito cuerpo de su propio hijo, sacri-ficado.

Ei auxilio de la fuerza clandestina

Pero esa madre contenida, hemos visto, nos devora, somos nosotros
los que al fin nos desangramos. Hay que poner un límite a su incontinen­
cia allí donde nuestro propio padre no pudo. Es necesario encontrar un
nuevo Padre continente pero, a diferencia del nuestro, ese nuevo padre ce­
leste que es ei de ella se asienta y contiene el núcleo deseante de lo feme­
nino en nuestro propio cuerpo al contenerlo:
“Pues yo pensaba que sería muy desgraciado si estuviese privado de
los abrazos de una mujer; yo ni pensaba en emplear el remedio que
ofrece tu misericordia para curar esta enfermedad, pues no había he­
cho la experiencia; creía que ¡a continencia era producto de mis pro­
pias fuerzas, fuerzas que yo no conocía, y era lo suficientemente ton­
to para no saber que, como está escrito, nadie puede ser continente si
tú no se lo conceded (VI, xi, 20).
Las fuerzas para contener las pulsiones devorantes desencadenadas
por la madre en nosotros mismos no son nuestras, se las debemos pedir
prestadas a alguien, en este caso al único con el cual ella se muestra dó­
cil y esclava, y que la domina dentro de nosotros mismos: su padre. “Na­
die puede ser continente si tú no se lo concedes”. Desde dentro de la ma­
dre misma debemos encontrar la fuerza, que su propio padre nos concede,
para circuncidar nuestro corazón materno, construir la muralla que la con­
tenga.
Y cuando Agustín con sus amigos se proponen poner en común to­
dos los bienes, es como si conglomeraran, por fusión material y sensible,
lo disperso separado de sus cuerpos en un solo cuerpo bueno, compartí-
ble, y realizaran allí, en la materialidad del mundo exterior ahora, un seno
comyn que los contenga de la intemperie aciaga.
"Varios amigos que aborrecíamos las turbulentas molestias de la vida
humana, hablando entre nosotros, pensamos y ya casi decidimos
apartarnos del bullicio del mundo para vivir sin preocupaciones” (VI,
xiv, 24).

Esta es una forma regresiva de enfrentar la realidad compleja, contra­


dictoria y amenazante de su mundo; son las cuevas del Mar Muerto de es­
tos romanos que actualizan un cobijo seguro como forma ilusoria de elu­
dir la vida.
“Este ocio tranquilo lo planeamos de modo que todo lo que tuviéra­
mos lo pondríamos en común para constituir así una sola hacienda fa­
miliar. En virtud de una sincera amistad, no habría nada de nadie en
particular, sino que todo sería de todos y cada uno, porque sería una
unidad formada por los bienes de todos” (id.),

Ilusoria esta forma regresiva, que actualiza el mito primitivo con el


que Freud daba comienzo a la historia, la alianza fraterna de los hijos va­
rones. Pero a la inversa de aquella otra, patriarcal, con cuyo asesinato co­
mienza para Freud el orden social de la ley y la cultura, ésta que nos pro­
pone Agustín implica una alianza fraterna matriarcal, donde los hijos se
reúnen bajo la consigna de la ley sensible del corazón materno que exclu­
ye todo lo femenino externo de su mundo; un solo cuerpo nutriente, am­
pliado y extendido, los engloba y los contiene a todos. Excluye a las mu­
jeres de la materialidad vivida en común por los varones, satisfechos de
encontrarse juntos sin necesidad de ellas; la fraternidad homosexual se im­
pone. Pero también se excluyen del enfrentamiento con la ley de la ciu­
dad y del sistema político. De allí el primer fracaso del convento, antes de
madurar, más adelante, en el seno de la comunidad católica al servicio del
Imperio:
“Cuando empezamos a discutir si lo permitirían las débiles mujeres
que algunos de nosotros ya tenían y yo mismo quería tener, todo
aquel bello proyecto tan bien montado saltó hecho pedazos en nues­
tras manos, se deshizo y lo abandonamos” (id.).

Otra vez las mujeres son el obstáculo para la comunidad pura de los
varones. De allí el resultado paradójico al que Agustín llega. Pero esa pa­
radoja no tiene salida, pues su coherencia sólo es refrendada por el senti­
miento de sentirse muerto si abandona lo materno.
"Yo era cada vez más desgraciado y tú estabas cada vez más cerca de
mí. Ya estaba tu mano derecha a punto de arrancarme del lodo y la­
varme, y yo no lo sabía. Nada me retraía del profundo abismo de mis
placeres camales como el miedo a la muerte y al juicio futuro, cosas
que nunca se apartaron de m i corazón a través de las varias situacio­
nes espirituales que atravesé" (VI, xvi, 26).
Ese era el extremo angustiante al que Agustín había llegado, la cerca­
nía a la carne y a la vida lo precipitaba paradójicamente en la muerte y en
el juicio final. Llegado este momento, todo converge para plantear el sus­
tentó efectivo de las opciones que se le abrían, si existía la vida más allá
de la muerte del cuerpo. Era la condición para que cerrara el sistema que
la madre le ofrecía. La solución materna exigía la creencia de que la resu­
rrección existe, de que hay otra vida más allá de la vida terrestre para po­
der permanecer en la comunidad de los hombres solos. Agustín tiene que
decidir lo fundamental de ese desafío materno.
Por eso el problema gira alrededor de las mujeres, si acepta objetivar
lo arcaico en el mundo exterior, en la historia de la realidad material de la
vida, o si por el contrario retorna hacia lo interno, validando la fantasía de
lo materno convertida, de carne sensual pero mortal, en Espíritu santo pe­
ro eterno. Si hace votos de castidad, aceptando la ley materna y clandesti­
na, de que no haya nadie afuera que prolongue lo que ella ha llenado o
acepte la belleza de las mujeres como condición del goce vivo de la vida.
"Y yo discutía con mis amigos, Alipio y Nebridio, sobre el ‘grado su­
premo de los bienes y los males». (...) Y yo me preguntaba-, si fuéra­
mos inmortales, tal como vivimos en una voluptuosidad corporal con­
tinua, sin ningún temor de perderla, ¿por qué no seríamos dichosos;
y por qué buscaríamos algo diferente? Yo ignoraba que era esto pre^
cisamente lo que testimoniaba de una gran miseria, el no poder -—así
sumergido y enceguecido— concebir la luz del bien honesto y dé la
belleza que debemos abrazar con un fin desinteresado, belleza queme
se percibe con el ojo de la carne , sino que se la percibe desde adentró’
(id.).
Y ese desinterés sólo entre hombres puede darse; las mujeres —salvo
la propia madre— deben quedar excluidas de la comunidad masculina,
“A esos amigos, verdaderamente, yo los amaba de una manera desin­
teresada, y sentía que, para ellos, del mismo modo, yo era amado de
una manera desinteresada” (id.).

Y por último, el retomo a la matriz espiritual del Padre, lecho donde


lo acoja de su desvalimiento y su insomnio; no podía dormirse, retornar al
seno de la madre, sin morirse:
“Oh, caminos tortuosos! Ay de mi alma audaz, que esperó encontrar
algo mejor, apartándose de ti! Daba vueltas y revueltas. Me ponía bo­
ca arriba y de lado y boca abajo. Sólo tú eres el descanso” (id.).

Sólo el pecho paterno, el seno de Abrabam, un pecho interno, podría


contenerlo y descansar del camino que emprendió en la tierra. Descansar
en el pecho continente del Padre de la Madre, el único que podía ofrecer­
le reposo.
Donde se explica la profundización del pecado cristiano, define y cas­
tiga un pecado nuevo, universal y arbitrario. Sólo el cristianismo cató­
lico le ofrece un Dios a la medida del pavor que siente el santo — co­
mo siente la mayoría de los hombres del Imperio. Expone el lazo de
culpa y dependencia del modelo político-religioso. Y se nos muestra lo
que el delirio teológico cristiano le agrega al planteo metafísico y racio­
nal de los griegos.

Las dos leyes antagónicas de la subjetividad


(Aparición de la nueva ley cristiana)

“Porque, aunque uno se deleite en la ley de Dios según el hombre in­


terior, ¿qué hará con aquella otra ley que lucha en sus miembros con­
tra la ley del espíritu y que le lleva cautivo bajo la ley del pecado que
hay en sus miembros?” (VII, xxi, 27).

Hay una ley nueva, la llamada “ley de Dios según el hombre interior\
la ley patriarcal de la madre arcaica, que prohíbe toda fornicación y goce
con lo femenino, y toda afirmación sensual en la vida terrestre. Esta ley
surge desde el interior del hombre mismo cuando nos consideramos hijos
de Dios Padre y del Espíritu Santo — madre excluida, Pero además está “la
otra ley”, la "ley del pecado de los miembros del cuerpo”, que apunta sobre
todo al miembro erecto, que contraría la antigua ley patriarcal y para el ca­
so la judaica, que les permitía a estos miembros, y por lo tanto al pene,
que buscara su placer en la mujer —salvo con la madre, a quien se le de­
bía el respeto sagrado.
“En efecto, mover los miembros del cuerpo a voluntad, o no mover­
los, estar dominado por alguna pasión o no estarlo, decir sabias sen­
tencias per medio de signos o no decirlas son propias de la mutabili­
dad de un alma y de una razón humana” (VII, xix, 25)-
En el Paraíso “allí el hombre seminaría y la mujer recibiría el semen
cuando y cuanto sea necesario, siendo los órganos de la generación
movidos por la voluntad, no excitados por la libido (La Ciudad de
Dios, XIV, cap. 24).
Con la nueva ley deí nuevo Dios cristiano, “según el hombre interior"
el pecado cambia de sentido y de objeto: queda radicalmente modificado.
Ya no es lo que resulta por el enfrentamiento con la ley del padre, el su-
peryó clásico, que sólo castiga la transgresión del hijo con la madre real
prohibida, la extema, que es el pecado que en el Paraíso se paga coa la
expulsión, y que la circuncisión limita con su marca. Ahora en cambio la
"ley de Dios según el hombre interior”define y castiga otro pecado, un pe
cado nuevo, universal y arbitrario, que prohibirá bajo pena de muerte que
el cuerpo sexuado cuyos miembros se mueven por el tacto, viva con un
cuerpo amado los placeres que consagra la carne que los une. Ahora el
pecado es el goce del cuerpo enamorado, y aparece la ley de la produc­
ción sin placer: sólo se deberá “fornicar” para engendrar hijos.
“Porque aunque uno se deleite con la ley de Dios según el hombre
interior, ¿qué hará con aquella otra ley que lucha en sus miembros
contra la ley del espíritu y que le lleva cautivo bajo la ley del pecado
que hay en sus miembros?”

Esa ley del goce de los miembros que se abrazan, vista desde esa otra,
llamada ley de Dios según el hombre interior, expresa la separación radical
y absoluta entre cuerpo y Espíritu. Pero éste tuvo que ser definido enton­
ces como un espíritu que excluye y borra el goce sexual que la madre ex­
perimentó con el padre para tener al hijo. Es lo que Agustín trata de expli­
car agregando el aporte cristiano a los textos de Plotino: como la Palabra
se hizo Padre y el Hijo tuvo que ser sacrificado para pagar el pecado.
Con la aparición del nuevo Padre todo se ha transformado, porque la
palabra misma, como vemos, cambió de origen. La Palabra, el Verbo co­
mo también la llaman para diferenciar a la palabra divina de la palabra
mundana, habla desde la boca interior del corazón materno, no desde la
presencia temida y externa del Jehová masculino, que ruge y aconseja y
amenaza con su voz de trueno, entre rayos y trompetas, desde la monta­
ña. Es otro padre el que aquí habla.
Llamando a la Cosa por su nom bre

Esta “ley según el hombre interior” habla desde el corazón materno,


desde la Cosa circuncidada, mientras Agustín se ve atraído por las “cosas”
externas que lo asedian, la “ley de los miembros” enamorados:
“A tus oídos sí llegaba todo el avergonzado rugido de mi corazón que
gemía. Ante ti estaban mis deseos. Sólo la luz de mis ojos no estaba
conmigo. Esta lu z estaba dentro y yo fuera. (...) Yo fijaba mi atención
en las cosas que ocupan un lugar y no hallaba en ellas ningún lugar
de descanso. Las cosas no me acogían de modo que pudiera decir:
Basta’ y ‘Está bien’. Las cosas [afuera] no me dejaban volver adonde
me encontrara ‘bastante’ ‘ bien’ [adentro]”.
“Yo era superior a estas cosas, pero inferior a ti. Tú eras mi ver­
dadero goce, pero sólo estando sometido a ti. Tú habías sometido a
mí las criaturas que hiciste inferiores a mí”(VlI, vn, 11).

Era el goce interno regulado por la ley de la Cosa, sólo sometido a ti,
que prohibía todo acceso sometido a las cosas gozosas que no fueran ella,
las otras “cosas” femeninas. Las criaturas externas desvalorizadas frente al
valor supremo de la Cosa, la jerarquía de lo bueno y de lo malo aparece
de este modo en la jerarquía de los seres superiores e inferiores.
“La actitud exacta y el justo medio para conseguir mi salvación era que
continuara siendo a tu imagen y sirviéndote a ti dominara mi cuerpo”
(id.).

“Continuara siendo imagen tuya", siguiera identificado con la madre


arcaica. El amor es de simbiosis infantil: ser uno con el otro, pero tal co­
mo es el otro. En el amor agustiniano ser y tener se confunden, sin distan­
cia, con el objeto amado; por eso teme tanto el con-tacto. Sin embargo ha­
bía dicho antes que el amor no penetra en el oyente con las palabras
(“viento de las lenguas”, IV, xiv, 23). El amor es contagio de los afectos de
: los cuerpos sintientes, relente de contactos, no de palabras que salen de la
boca, El corazón se inflama de amor, se contagia no por las razones de las
palabras sino de corazón a corazón con el otro, de alma a alma. Sólo allí
no hay engaño. Se identifica con Dios al amarlo, se hace divino, eterno e
incorruptible. Pero para continuar siendo a imagen de la madre, a diferen­
cia del dios judaico que nos había hecho a imagen del padre, esta identi­
ficación no puede confesarse: si “m i salvación era que continuara siendo
a tu imagen y sirviéndote a ti dominara m i cuerpo” es porque esta identi­
ficación viene desde muy lejos, se prolonga desde mucho antes. Porque
esa imagen del nuevo padre no tiene el rostro del real que tuvo en su ni­
ñez (/‘busqué tu rostro”; "tarde te a m é”; quiere “tocar a Dio¿'), ni puede ser
alcanzada con los órganos de los sentidos; es una imagen segunda forma­
da tardíamente con las palabras y los deseos primeros de la madre.
Le habla al padre adentro y nos dice, para que le creamos, que es un
Dios masculino, un dios padre y señor mío. Pero todo lo que describe con
sus cualidades corresponde a una diosa madre. A no ser que realicemos la
misma operación mental que él hace, y circunscribamos el contenido des­
bordante y sensual de la madre con la forma continente y racional del pa­
dre. Y con su contenido arcaico, metamorfoseado en masculino para ser
aceptado afuera, podamos ser reconocidos. Eso sí, reconocidos como es­
clavos que renuncian a todo goce extemo, a las “cosas” que sustituyan a
la Cosa, “y sirviéndote a ti, dominara m i cuerpo”. Sólo así podría salvarme:
en el seno materno podría volver a encontrar el goce de “ia ley de Dios del
hombre interior', del primer objeto renovado, excluyendo esa muerte que
me prometía mi padre si lo hacía, el goce eterno que viví en el vientre de
mi Madre. Porque ahora, al compartir su fantasía, retorno como Hijo en­
gendrado dentro de ella por su propio Padre.
Por eso antes había expuesto las cuatro advertencias, los cuatro “pe­
ro” rué diferenciaba a la teología católica de la filosofía griega; había que
introducir como algo nuevo al abortado, al Hijo que la madre condenaba
al muere en la realidad histórica para que existiera como resurrecto en la
fantasía religiosa. Los abortados de la carne son los hijos que la mujer-ma­
dre tiene con su propio padre; los angelitos alados que están en el cielo,
que revolotean en torno de la Virgen, esos que vemos en las pinturas sa­
cras; son los hijos “paternos” que la asedian, los nonatos que la madre
sueña.
“Pero me alcé orgullosamente contra ti y corrí contra mi Señor con el
cuello erguido y un escudo macizo” (Vil, vil, 11).

Corría contra el Dios anterior, el Dios patriarcal “vencido", y por eso


la imagen a la que recurre es la de Job, es decir el creyente en ei Dios ex­
terno, judaico, que su padre prolongaba todavía como una amenaza que
viene desde afuera. Descubre entonces que las cosas amadas mismas en
las que se complace, y al mismo tiempo despreciadas o inferiores al origi­
nal que guarda dentro de sí, tienen también la misma cualidad de la ma­
dre de la que huye: las mujeres deseadas Lo sofocan y lo aplastan, no per­
miten que se distancie de ellas, no dejan que se vaya.
“Y entonces hasta estas ínfimas cosas (bagatelas) se pusieron sobre mí
y me oprimían y no me dejaban un momento de descanso ni de re­
poso. Me salían al encuentro por todas partes, en pelotones apreta­
dos, cuando las miraba. Cuando pensaba en ellas, entonces me hacían
frente las mismas imágenes de los cuerpos que se oponían a mi regre­
so, como sí las cosas me dijeran: '¿a dónde vas, indigno y sucio?”’
“Y todo esto había germinado desde mi herida , porque has hu­
millado al orgulloso como a un herido. Y mi altanería me separaba de
ti, y la hinchazón de mi rostro me tapaba los ojos” (id.).

La Cosa, como vemos, se desplegaba afuera en un ramillete de muje­


res atractivas, que después de haberle producido gozo ahora designa des­
pectivamente — siendo personas— como meras bagatelas, como cosas ín­
fimas. Toda mujer externa prolongaba el esquematismo sensual, cobijante
pero devorante de su propia madre arcaica. Cada mujer externa y atracti­
va era una suplencia materna prolongada y prohibida. La herida no era la
marca que la castración le había dejado, porque Agustín no la había sufri­
do todavía. La herida de Agustín es la del propio xorazón que sangra por
la madre, es la hendidura que delata su morada. En esa herida germinará
luego ese Dios nuevo, interno. El Dios de Agustín surge milagrosamente
desde la Cosa hendida, desde la raja mortal amenazante en que se convir­
tió el propio corazón sangrante, que se desplaza hacia su abismo para ro­
dearla, contenerla e impedir que Agustín, atraído, sea engullido.
Entonces viniendo desde el goce de la Cosa interna el santo caía en
el espanto, y al huir de ese espanto en el goce nuevo de otra cosa exter­
na, volvía a caer en un espanto nuevo: no había tregua.Y debía retomar a
la base de la que, huyendo, había partido. Se perdía en las cosas y volvía
a la Cosa. La angustia lo esperaba, como una promesa insoslayable, tanto
afuera como adentro, el círculo infernal era su sino. Hasta que encuentra,
tardíamente, ese Padre nuevo que le salva la vida.
“¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú
estabas dentro de m í y yo estaba fu era y allífuera te buscaba. Y co­
mo un ser envilecido me lanzaba sobre las cosas hermosas que tú
has creado. Tú estabas conmigo y yo no estaba contigo. (...) Me lla­
maste, me gritaste. (...) Brillaste y resplandeciste ante mí. (...) Exha­
laste tu perfume y pude respirar. Y ahora suspiro por ti, te probé y
ahora siento hambre y sed de tí. Me tocaste y me abrasé en tu paz”
(X, xxvn, 38).

Tarde amó al padre de la madre porque no pudo amar tempranamen­


te al padre vivo propio. Es el retorno tardío a la unidad arcaica, al objeto
primero ahora re-conocido, viniendo desde la angustia que provocan los
objetos adultos que no alcanzan a suplirla. Dios-Padre es el perfume espi­
ritual que exhala el cuerpo untuoso y vaporoso de la madre.
Desechado el Dios de los judíos y de la Biblia porque no tuvo padre
nunca para ponerle un límite a su deseo, Agustín está siempre, y sobre to­
do ahora, buscando ese Dios nuevo. Un Dios nuevo, continente, incruen­
to y amoroso, que lo salve del mundo exterior que se hunde y lo amena­
za, como lo amenazan las mujeres de las cuales huye. Un Dios nuevo que
desesperadamente busca para ponerle un límite a la Cosa que es su últi­
mo cobijo, lo único que le queda de más propio, pero en la que pueda re­
sidir sin abandonarla ni perderla, que resuelva el pavor en que la forma de
su persistente amor arcaico lo ubicó en sus tiempos de desgracia adulta.
Ahora hay terror tanto en el interior de la madre como —más aún— en el
exterior del mundo histórico donde no encuentra refugio. Afuera ya no hay
ni padre ni poderes políticos ni dioses que lo protejan. El único lugar sa­
grado — consagrado-— que le queda es retomar a la única seguridad cier­
ta. Pero para lograrlo, huyendo a reculones, necesita un Dios interno que
surja desde dentro del cuerpo materno mismo para limitar su espanto y
permanecer en ella sin sentirse devorado. Porque desde afuera no puede
llegar ningún auxilio.
Y se le revela el nuevo Dios de una manera particularmente inquie­
tante:
“¡Oh, verdad eterna, amor verdadero y eternidad querida! Tú eres mi
Dios. Por ti suspiro día y noche. Cuando te conocí por primera \ez,
me tomaste para hacerme ver que había para mí un Ser que debía ser
visto, y que no estaba todavía en condiciones de ver.
Tu deslumbraste la debilidad de mi vista, dirigiendo violentamen­
te tus rayos sobre mí, y temblé de amor y de horror. Y descubrí que
estaba lejos de ti, en la región de la des-semejanza [distancia ontoló-
gica que sólo la gracia de Dios le permitirá salvar], como si oyera tu
voz desde lo alto que me decía: "Soy alimento de personas mayores.
Crece y me comerás”. Y no me cambiarás en ti como al alimento de
tu carne, sino que tú te cambiarás en mí” (Vil, xf l 6¡).

Otra vez la Cosa de las cosas (de adentro, invisibles) y las cosas (de
afuera: habituales). Pero exige que las cosas del mundo, en la jerarquía
nueva que las califica como inferiores e indignas de ser amadas, sean des­
valorizadas cuanto más vivas y menos abstractas e insensibles sean.
Dentro de ese oscilar sin salida, Agustín lee a Plotino y encuentra en
el neoplatonismo dualista la clave racional para sus desvelos. Clave abs­
tracta a la que deberá adosarle o agregarle una salida viviente, una cohe­
rencia imaginaria y sensible (¿sensual?) que se constituya en el presupues­
to vivido, experimental, de su tragedia. Agustín convertirá a la tragedia
griega en simulacro cristiano, la despojará de la muerte inexorable que lo
asedia, y la transformará entonces en una representación sin drama, es de­
cir en una parodia que lo eluda.
Es lo que se muestra en la corrección cristiana que le agrega a la lec­
tura del filósofo platónico: a lo supremamente abstracto del idealismo le
suma, para darle consistencia y animarlo, la concreción camal imaginaria
de lo arcaico.

La razón encam ada


(lo que el cristianismo le agrega a la razón platónica)

La nueva ley de Dios según el hombre interior del Espíritu Santo exi­
gía una razón que excluyera lo sensible del pensar humano para poder
pensar como pensaría la razón divina. Los neo-platónicos se la dieron, des­
cubrieron la verdad inmutable, incorporal, trascendente a la inteligencia
humana. Insistieron sobre la catarsis ética, y buscaron una preparación
subjetiva, por medio de las disciplinas, para dedicarse a la contemplación
de lo divino,
La encrucijada en la que se encontraba Agustín, que hemos descripto,
no tenía salida, estaba asediado por la muerte fuera y dentro de sí mismo.
0 terror que lo asolaba pedía el consuelo exacto para su pavor: pagar con
la vida la promesa de salvarse y ser eterno. Pero no ia muerte en general,
como principio de la vida misma, sino la figura materna de la muerte cuan­
do no encuentra límite en el otro que lo ayude a distanciarla. Cuando a las
luchas sociales se les integra una lucha anterior o simultánea, la lucha entre
la mujer y el hombre. La materialidad de las dos substancias enfrentadas en
el maniqueísmo cristiano no podían acordarse, porque expresaban una con­
tradicción histórica irresoluble en su planteo imaginario, Pero en vez de ve­
rificarse en las relaciones reales para resolverse, prolongaban lo irreductible
del enfrentamiento, jerarquizado formalmente, a favor del hombre elevado
a lo divino en tanto masculino: “Dios sensible al corazón”, Dios feminizado.
Y el catolicismo que lo enfrentó cerró más aún la posibilidad de abrir
hacia afuera lo que estaba en debate; creó un destino de muerte para las
pulsiones humanas y planteó así la más cruel negación de la pareja se­
xuada, al atacar y plantear en lo más profundo de lo imaginario el fan­
tasma de la muerte, ratificada como cierta y consistente en el origen mis­
mo del despertar a la vida de cada hombre. Impregnó de muerte y de te­
rror las relaciones mínimas y más irrenunciables del hombre con la vida
de los seres y las cosas: disolvió todo lo cualitativo al degradarlo y co­
rromperlo desde la mirada anonadante que percibía desde sus órbitas va­
cías de esqueleto consumido por la muerte. Y aunque se diga que el ca­
tolicismo tolera tanto al justo como al réprobo o al pecador — y en eso
es más tolerante que el protestantismo— no hace sino señalar la necesi­
dad política de la sabiduría cristiana; puesto que implantó la muerte en
lo más vivo, que es el sexo, si no tolerara al mismo tiempo el pecado que
prohíbe desaparecería la especie. Esa es su sabiduría: perdonarlo y so­
meterlo por hacer lo que nadie dejaría de hacer sin morirse en vida. Es
el lazo de culpa y dependencia que el modelo político-religioso cristiano
nos ha impuesto.

Los cuatro “P e ro ...” de Agustín

le r. agregado:

En los idealistas platónicos y abstractos:


“Leí en ellos... que en el principio existía la Palabra y la Palabra esta­
ba en Dios y la Palabra era Dios... Todo fue hecho por ella... En ella
estaba la vida. Y que el alma del hombre... no es la luz, sino que la
luz verdadera que ilumina a todo hombre... es la Palabra" (VII, ix, 13).

Agustín incorpora y le agrega;


“Pero que la Palabra vino a su propia casa y los suyos no la recibieron,
pero a todos los que la recibieron les dio el poder de convertirse en Hi­
jos de Dios, al creer en su nombre, esto no lo leí en esos libros.”

2 do. agregado:

Dicen los platónicos: “La Palabra no nació de carne ni de sangre... si­


no de Dios”.

Agustín completa:
“Pero que la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, eso no lo
leí allí.”
j r . agregado:

'‘El Hijo, teniendo la forma del Padre, no se consideró como igual a


Dios, por tener la misma naturaleza que él.”

Y completa Agustín:
:'Pero que (el Hijo de Dios) se aniquiló a sí mismo, tomando la condi­
ción de esclavo, hecho a semejanza de los hombres y reconocido a su
manera como si fuera un hombre; que se humilló y se hizo obediente
hasta la muerte, pero muerte en la cruz, y que por eso Dios lo exaltó
entre los muertos... y que toda lengua confiese que el Señor Jesús es­
tá en la gloria de Dios Padre: esto no está contenido en esos libros”.

4to. agregado:

Dicen los libros “que las almas, para ser felices, reciben su plenitud
de tu Hijo unigénito, co-eterno contigo”.

Agustín historiza:
“Pero que en el tiempo señalado murió por los impíos, y que tú no
perdonaste a tu Hijo unigénito sino que lo entregaste por todos noso­
tros, esto no se encuentra allí.”

Ya lo vemos: lo que le falta al planteo metafísico griego es el delirio


teológico que el cristiano Agustín le agrega. Y consiste en insuflarle, a la
fantasía adulta de los filósofos idealistas, los infantiles fantasmas arcaicos
del delirio cristiano.
1) Que la Palabra de Dios les dio a los hombres el poder de hacerse
hijos de Dios.
2) Que Dios, en tanto Palabra, se hizo carne en los hombres.
3) Que el Hijo de Dios se hizo esclavo y apareció como hombre en­
tre Uj s hombres, y se humilló y murió en la cruz por todos nosotros man­
dado por su Padre, pero que resucitó y volvió a la diestra del Señor.
4) Que en el tiempo señalado murió por los impíos y que Dios no lo
perdonó a su Único hijo.
“Son estas cosas que esos libros no contienen. Esas páginas no contie­
nen, de ningún modo, el rostro de esta piedad, ni las lágrimas de la
confesión, ni tu sacrificio, ni el alma atravesada de dolor, ni el cora­
zón contrito y humillado, ni la salvación del pueblo, ni la ciudad es­
posa, ni las arras del Espíritu Santo, ni el cálice de nuestra salvación
(. ..) Tú has ocultado esto a los sabios y a ¡osprudentes, y se lo has re­
velado a los niños ” (VII, xxi, 27).

Como vemos, Agustín le agrega a la metafísica su propio drama sub­


jetivo, hondamente sentido, como si la solución al esquematismo primario,
elaborada en el elemento inconsciente de lo imaginario arcaico para no eru
frentar la realidad del mundo, y por eso mismo “revelado a los nmos", fue­
ra la substancia misma de la verdad del hombre.
Y es la mediación de Cristo, crucificado y resurrecto, ia que le permi­
te hacer carne de su carne a la Palabra del Padre de la Madre.
:‘Yo buscaba un modo de conseguir una fuerza que me hiciera capaz
de gozar de ti y no había de encontrarla hasta que aceptara al Media­
dor entre Dios y los hombres. Cristo Jesús, hombre también, que está
por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos de los si­
glos, que nos llama y nos dice: Yo soy el camino, la verdad y la vida,
V el alimento que por debilidad yo no soy capaz de tomar él lo mez­
cla con la carne, puesto que el Verbo se hizo carne, para que pata
nuestra infancia tu sabiduría se convierta en leche, esa con la cual tú
criaste todas las cosas (VII, xvm, 24”.
Aquí se cierra un momento culminante, el descubrimiento de la en­
carnación del nuevo nacimiento, viniendo desde la virginidad materna. Só­
lo esto alcanza la preeminencia metafórica del Verbo que está, como ra­
zón ordenadora, en el origen del mundo de la Biblia. Es el momento
alucinado, la metáfora convertida en realidad. Quiere que la palabra ven­
ga no desde el padre externo sino desde un padre interior. En la Biblia ju­
día la Palabra se escucha afuera siempre, o nos interpela a voz de cuello.
Pero aquí, en cambio, la Palabra se hace carne, o la carne materna se ha­
ce palabra, y la Palabra que sale de ella se encarna. Y se le llena de leche
paterna la boca con la Palabra que lo anega. La voracidad oral arcaica de
Agustín queda otra vez definitivamente llena y satisfecha.
Se describen ios momentos previos a la conversión del santo: la acepta­
ción de la ley materna se ba cumplido. Cree encontrar cobijo en el re­
torno arcaico para eludir las condiciones históricas del despotismo po­
lítico y la disolución del imperio. Buscando refugio encuentra a
Dios-Padre como morada segura. Para eludir la corrupción del tiem­
po y hallar reposo eterno da muerte a los placeres sensibles de la carne
amante, el principio del goce cristiano queda enunciado.

Libro VIII. La conversión (I)

Los pasos previos: el lastre antiguo

‘‘Rompiste mis cadenas; quiero ofrecerte un sacrificio de alabanza.


Contaré cómo las rompiste (...) Tus palabras habían quedado pegadas
a mis entrañas y me ponías un cerco por todas partes. Estaba ya se­
guro de que tu vida es eterna, aunque sólo la hubiera visto en enig­
ma y como en un espejo. (...) No quería estar más cierto de ti, sino más
estableen ti' (VII, i, 1).
¿Cuáles son las cadenas rotas? Por una parte las que lo atan a la vida
sensible, insegura. Agustín “tenía que purificar (su) corazón de la vieja le­
vadura” (VIII, I, 1), Este antiguo fermento depositado en su corazón, que
burbujea desde la carne infantil y la dilata, se expandió desde el Cuerpo
adulto y, madurando, buscó su complemento amoroso y continente afue­
ra, en las ‘‘viejas amigas”, las mujeres. “ Yo me sentía muy ligado a la m u­
jer’ (id.). Es cierto, había descubierto al Salvador, de substancia incorrup­
tible, capaz de librarlo de la muerte que, en un vaivén mortífero, lo
esperaba en los dos extremos: dentro y fuera de sí mismo.
Afuera no podía encontrar seguridad tampoco. Por eso necesitaba que
Dios-Padre se la diera. Cuando quiere estar seguro en Dios quiere decir
que el saber de su existencia no Je alcanza. No quería la certeza filosófica
y conceptual de su existencia. Necesita la seguridad sensible en su propio
cuerpo de que podía descansar en él, que fuera un lugar seguro, inataca­
ble en el mundo natural e histórico: "no más cierto de ti, sino más estable
en tí". Pero la búsqueda de ese mundo inmaterial, eterno e inmutable, só­
lo lo encontrará, como estamos viendo, “en enigma y como en un espejo"
el reflejo del Padre enigmáticamente visto en los ojos resplandecientes de
amor que le espeja la madre. Tiene que encontrar la seguridad de un es­
pacio interno que desde allí nuevamente se le abre, estable y '“divino”,
reencontrar “la dulzura y la belleza de tu casa, que yo amaba" (VIII, i, 2),
que supla la inseguridad del espacio externo histórico, inestable y enemi­
go al que había sido arrojado desde niño.
Es imposible dejar de enmarcar las elaboraciones agustinianas fuera
de su contexto histórico, y como una respuesta a lo que más teme y de lo
cual huye. En este capítulo, en el que nos relata su conversión (VIII de las
Confesiones), su encuentro con un Dios-Padre estable y seguro, veremos
aparecer la mayor acumulación de referencias sobre la inseguridad social
y política de todo su texto. Es cuando decide que ya no le interesa más la
carrera a los honores. Habla continuamente del “siglo", “yo me demoraba
en despreciar el siglo para servirte’; "el peso del siglo me hacía sufrir... una
suave presión "\ “la esclavitud de los asuntos de este siglo", “Renunciar a la
esperanza del siglo”. Y aparece por primera vez la comparación de ia ad­
hesión a Dios con la milicia: “Pero yo, encadenado a la tierra, me negaba
a entrar en tu ejército”. El destino de la ciudad lo inquieta, la “esposa ciu­
dad", “la conmoción de ¡a ciudad consternada”, etc. Un ejemplo; Victori­
no. maestro de nobles senadores romanos, quien hasta tenía una estatua
en el Foro, teme anunciar públicamente su adhesión al cristianismo, pues
“sus enemistades caerían sobre él con todo el peso”-, habla de los ricos y los
pobres, los nobles y los plebeyos: “Lejos depem ar que en tu casa sean pre­
feridos los ricos a los pobres, o los nobles a los plebeyos, cuando en realidad
has elegido más bien a lo débil de este mundo para confundir a lo fuerte, y
has escogido a lo plebeyo y despreciable del mundo y a lo que no es, como
sifufra, para reducir a la nada lo que es”. Sus amigos le recuerdan a Agus­
tín que “el emperador Juliano publicó una ley prohibiendo a los cristianos
enseñar literatura y oratoria Y que una emperatriz romana persiguió a
los cristianos, y otra (o la misma) quería obligarles a entregar una basílica
a los arríanos. Está su amigo Alipio, sin empleo en su trabajo de jurista;
Ponticiano, su protector, “que ocupaba un alto cargo en la corté’-, él mis­
mo, huyendo de los grandes personajes del mundo; los “inspectores de la
administración "imperial que, próximos al Emperador, deciden abandonar
su función y hacerse monjes ante el peligro mortal que les espera a los
amigos del monarca. En este mismo capítulo, antes de convertirse, anota
ja respuesta de un agente de negocios:
“¿Dime, por favor, adonde pretendemos llegar con todos estos esfuer­
zos nuestros? ¿Qué buscamos? ¿Por qué prestamos nuestros servicios?
¿Podemos aspirar a algo más en la corte que a ser amigos del empe­
rador? [sus consejeros] ¿Y qué no hay de frágil y lleno de peligros aún
en esto? ¿ Y por cuántos peligros no hay que pasar para llegara este pe­
ligro mayofi ¿Y cuándo sucederá esto? En cambio, si quiero, puedo ser
ahora mismo amigo de Dios1' (VIII, vi, 15).
La participación en el poder mismo del emperador romano era un pe­
ligro, tanto mayor cuanto más lo alcanzaba. No tenían seguridad en ningu­
na parte. La cercanía del poder imperial no era para estimular su futuro, ei
miedo lo asediaba. Sin mostrar la situación social y política en la cual se
debate el dilema agustiniano, es imposible comprender el papel que la so­
lución religiosa cumple en épocas anti-trágicas, donde la existencia de un
enfrentamiento entre dos sistemas contrapuestos pueda plantearse a nivel
de la conciencia social de los habitantes del Imperio. Era mejor regresar,
“ahora mismo”, al interior seguro del acogimiento divino.

¿Qué gana el Imperio con la solución cristiana?

Se trata una vez más de la ampliación del poder colectivo de los hom­
bres en el mundo histórico cuando el dominio imperial se acrecienta. Lo
que fue limitación simbólica en el judaismo se convierte en exclusión de
la carnalidad sentida en el cristianismo. La madre triunfa entonces sobre el
padre reteniendo al hijo, pero lo hace desde ese lugar de madre a quien
no le queda nada para reivindicarse socialmente como mujer adulta, salvo
remitirse, como hija, al reconocimiento de su feminidad deseada y valora­
da por su propio padre cuando era niña. Las mujeres no instauran el po­
der objetivo y social del matriarcado; tampoco es reconocido el suyo co­
mo un poder complementario del masculino; la reivindicación interna y
solapada sólo constituye la implantación vindicativa en una relación arcai­
ca inconsciente, un triunfo únicamente clandestino para sí y para el hijo a
quien sigue protegiendo. Esa es la única salida que el poder político des­
pótico busca con el cristianismo: la salvación de ios sometidos debe ser
buscada sólo en el interior de sí mismos. Y se necesita para lograrlo una
sola condición, que de las pulsiones maternales — «rateriales— más poten­
tes la conciencia del dominado no sepa nada.
El cristianismo, transformando un enfrentamiento político y social, el
del rebelde Jesús histórico, retorna impotente al fundamentalismo de las
soluciones arcaicas manteniendo las fantasías infantiles como forma de ac­
ción, de solución y de verdad. Pasan del Jesús político rebelde al Cristo re­
ligioso crucificado, dos modelos antagónicos. Sólo a ese precio Agustín en­
cuentra lo que busca y lo que la madre le mostraba, a Dios como nuevo
Padre. La conversión da cumplimiento cabal al deseo de la madre para per­
manecer como hijo inseparable.

A la Cosa misma
Diferencias entre el complejo parental greco-judío y el cristiano

Agustín ya había encontrado “racionalmente” la salida a sus desvelos


imaginarios y fantasmales por medio del pensamiento conceptual metafjsi-
co: ahora había que pasar a los hechos. Corporizar las ideas, eso es lo que
más cuesta. Este capítulo VIII, que los católicos llaman el de "/a crisis f i ­
nal y la conversión”(traducción francesa) debería ser llamado, en rigor, el
“capítulo de la castración fin a l”. Porque de eso se trata, pasar a actuar e\
modelo neoplatónico que el racionalismo dualista exige, llevado hasta su
extremo límite en tanto modelo político. Agustín pasa al acto, Y ese acto
consiste en convertirlo en modelo social, vivido primero míticamente por
Cristo como tragedia sacra; luego representado por los modelos sacerdotal
les cristianos, y más tarde institucionalizado, impuesto desde el poder po­
lítico del Imperio Romano a todos los súbditos. Había que crear el mode­
lo subjetivo católico, universal, de una metafísica elitista y esclavista. Es
decir, es el suyo un acto eminentemente social y político. Pero un Cristo
construido retroactivamente, como aquel que realizó la fantasía — morir y
resurreccionar— de los discípulos.
En el desenlace cristiano, pese a las apariencias, toda la cultura anti­
gua fia cambiado de sentido; es como si de pronto hubiera emergido en
la historia una nueva forma de dominio, de lo cual se percata el poder po­
lítico romano. Cuando los dioses antiguos abandonan a los hombres — es
decir cuando la experiencia política y social de su modelo productivo y
cultural fracasa, y se incrementa el despotismo cruel del Imperio— allí
donde colectivamente no se ha concebido ni creado otra salida, se produ­
ce en los hombres del pueblo el retomo a la matriz materna para prote­
gerse de estos tiempos de decadencia social, económica y política. Esta re­
gresión, que se actualiza en la población aterrorizada ante la amenaza de
muerte generalizada, es descubierta como el lugar extremo de refugio pa­
ra paliar la impotencia; el ciudadano romano puede aceptar el sacrificio de
sí mismo creyendo que al hacerlo se libera. Los dioses paganos han muer­
to, impotentes para protegerlos.
Esta experiencia no era nueva, se había producido en Grecia duran­
te el siglo V a.C., luego de los fracasos polínicos y la peste. Se produce en
el siglo I (a.C.) con la destrucción política de los judíos y el exterminio
posterior en el 69 (d.C.) con Tito. Por eso el cristianismo emerge en ei lla­
mado año 1, cuando el Jesús político es asesinado por el poder político
— Dios lo ha abandonado— y nace metamorfoseado en Cristo religioso,
hijo puro de una virgen, sobre todo por obra de Pablo. Hasta el “pueblo
elegido" por Jehová, el Dios de los judíos, es luego diezmado.
A diferencia de lo que Freud pensaba (cree que el cristianismo descu­
bre la verdad que la religión judía ocultaba, y afirma entonces que el ju­
daismo se ha convertido en un fósil), no se trata en este caso de la culpa
ante el asesinato del padre, que como padre omnipotente y protector ha
dejado de existir (ya la madre imaginariamente se había encargado de ha­
cerlo por el hijo, le despeja ella misma el camino). Lo que aparece ahora
es una culpa diferente, la culpa ante la ley sentida de la madre. Y esto se
produce cuando el hijo, yendo a su encuentro cobijante para guarecerse y
al mismo tiempo despertar las fuerzas adormecidas de sus pulsiones cor­
porales sometidas en el patriarcado, experimenta al mismo tiempo la an­
gustia de ser devorado ante la Magna Madre, y entonces pretende huir de
ella y distanciarla.
El emperador Constantino percibe astutamente que la nueva religión
puede aparecer cumpliendo subjetivamente esa tarea de protección imagi­
naria en cada súbdito, transformando la huida ante la madre en la que se
buscó refugio en un encierro más absoluto todavía, al transformar a los
dioses externos en un Dios interno que, bajo el complemento del modelo
del crucificado, los controle desde adentro. ¿Cómo no adoptar una religión
donde la figura divina hecha hombre romano aparece crucificada por el
poder de la ley del Estado? Vencer a lo materno, lugar de una fuerza que
pugna por aparecer hacia afuera en los momentos de crisis, conviertiéndo­
la en un refugio interno y clandestino en el interior dei hombre, y por en­
de del pueblo. Y que ese lugar imaginario, lleno de vida protectora, apa­
rezca transformado de femenino en masculino, como una prolongación
divina del Emperador mismo.
Madre “escondida” tras un Dios hecho hombre, visible, no Dios abs-
conditus como se dice. El poder político y estatal exterior puede internali­
zarse, surgiendo como una necesidad que el sujeto reclama desde dentro
de sí mismo como si se tratara de la protección más segura: “Señor, Señor
¿qué medios elegiste para deslizarte en este corazón?”(VIII, II, 4). Dios
transformista. No es la obediencia externa a la ley o la sumisión ante el te­
rror. es un requerimiento interno personal y subjetivo, desesperado, que lo
busca. Lo logra haciendo que el poder exterior de ciertos hombres, mode­
los culturales denominados “santos”, le pongan palabras para construir con
ellas un cuerpo imaginario, que lo contenga internamente y haga innece­
saria la huida y la reconquista del poder colectivo, recurriendo a la lógica
de los enlaces imaginarios infantiles.
Con el cristianismo la palabra alcanza su dimensión engañosa más sor­
prendente y nueva; enunciando las cualidades del cuerpo de la madre y
cambiando su sexo han construido un nuevo Dios al que le han dado, pa­
ra ocultar el suyo, un cuerpo eterno de palabras. Con la Palabra crean la
realidad, o más bien despiertan la estela de una "realidad” primaria ya per­
dida. Con las palabras maternas del nuevo Verbo encarnado han creado,
avivando el eco de su materialidad sensual, la espiritualidad etérea del
cuerpo apalabrado de un padre inexistente. Han expropiado el sentido
afectivo del poder femenino y lo han transferido al poder político. Han
vuelto a reconstruir adentro la jerarquía que estaba debatiéndose en la his­
toria afuera; el poder patriarcal vuelve a sustraer todo el poder material de
la madre y lo convierte en la plusvalía absoluta de su signo racional vacia­
do de valor sensible. La palabra imprime el signo del déspota en el cuer­
po áureo y brillante de la madre, lo ideal se materializa en el ensueño: la
alquimia absoluta del poder del pensamiento fue alcanzada. La Palabra es
el valor de cambio que debemos honrar para prescindir del valor de uso
del cuerpo y salvamos.
“Yo había encontrado la perla preciosa, hubiera sido necesario vender
todo para comprarla , y dudaba” (VIII, i, 2).
?E1 corazón es madre atesorada, ahorrada, en reserva. Y para comprar­
la tuvimos que venderlo todo, entregar la vida contante y sonante para
conservarla adentro sin gastarla. Perdiendo todo afuera al menos de ella,
adentro, no pierdo nada,
Otras diferencias

Se trata de un retomo y de un nuevo nacimiento. La figura del hijo


pródigo no es la de aquel que retoma, adulto, al hogar paterno, sino la del
niño que vuelve al seno materno: es muy diferente. Todas las figuras del
Nuevo Testamento son aniñadas, convertidas en infantiles y orales, para
reencontrar la lógica arcaica que les proporcione ese nuevo efecto prima­
rio: vuelven a suscitar los afectos más elementales.
Este retorno, y la estructura que Agustín va reíáiando y describiendo,
traza la nueva modalidad de resolución del complejo familiar que es la cris­
tiana. El tránsito de un Dios al otro, del judío al cristiano, se ve en el mo­
do como en este libro VIII comienza, primero invoca con sus citas el Dios
judío de los Salmos. Pero luego, cuando debe pasar de su generalidad a
su especificidad cristiana, las citas que al parecer lo prolongarían son to­
madas de Pablo; es un dios diferente el que descubre y describe: un dios
interno.
Primero el carácter materno de su Dios en el modo como lo “encuen­
tra” en su propio interior:
“Tú rompiste mis ligaduras. Quiero ofrecerte como sacrificio un sacri­
ficio de alabanza” (...)
"Tus palabras estaban fijadas en mis entrañas, y por todas partes
estaba cercado de ti. De tu vida eterna estaba seguro. Sólo lo había
visto, es verdad, en enigma [aenigmatéi y como en espejo. (...) No
quería tener más certeza de ti, sino estar más estable en ti” (VIH, !, 1).

El nuevo dios debe ahora liberarlo al hijo del lazo mortal de la madre
que lo abraza. Ya no es el mismo riesgo de la amenaza de castración de
su padre, sino que es un desenlace posterior, menos aterrorizante, oral y
no fálico. En el complejo parental judío tradicional el niño debe desandar
el camino para actualizar poderes imaginarios pasados, debe “regresarJ’ a
lo oral, actualizar su esquematismo pulsional agresivo, para poder así en­
frentar al padre. En el complejo cristiano no hay camino de retomo para
el regreso porque no nos hemos ido, no salimos de la oralidad arcaica de
la madre, Permanecemos en ella, y como no hubo enfrentamiento a muer­
te con el padre ni amenaza de castración vivida como cierta, no hay retor­
no fantaseado de lo fálico sexual a lo oral materno: el padre no entra en
el recinto abierto en nosotros por la madre. No entra porque lo arcaico pri­
mitivo de la simbiosis, como núcleo perenne, permanece; no damos la ba­
talla allí dentro, en lo pulsional más vivo y propio, sino sólo afuera, sin po­
nerlo en juego.
El nuevo dios —ya lo hemos visto— no viene desde afuera, desde el
padre exterior, sino desde dentro del recinto materno al que ahora, tardía­
mente, Agustín trata de ponerle límites. Se separa de la madre dentro de
la madre misma, conservada y negada al mismo tiempo. Un “corno sí” pa­
ra que la separabilidad amenguada aparezca, en las meras palabras, como
siendo cierta. Ese dios nuevo sirve, cree, para romper las cadenas que lo
atan. Pero el real sacrificio interno, a diferencia del externo que el padre
le había pedido siendo niño, es ahora sólo un sacrificio amenguado. "Te
ofrezco en sacrificio", dice Agustín. ¿Qué le ofrece? Nada que duela mu­
cho, sólo “un sacrificio de alabanzas". Es poco el costo comparado con
aquel otro sacrificio griego o judío, que era más riesgoso y desgarrado: de­
bía separarse de la madre bajo la amenaza de perder lo que tenía de co­
mún con su padre. Renunciar a la madre y someterse al padre, no era po­
co. Esto es lo que cree ahorrarse Agustín cristiano.
Las palabras maternas habían entrado desde muy temprano en Agus­
tín, estaban fijas en sus entrañas como un deseo realizado. De allí, de esa
experiencia sin tiempo, le viene la seguridad de que lo eterno existe. Y
también la certidumbre de lo incorruptible de su substancia virgen; ningún
otro hombre la había penetrado y corrompido:
Todas mis dudas sobre tu incorruptible substancia, sobre el hecho de
que de ella proviniese toda substancia, se habían desvanecido”. “Sólo
lo había visto, es verdad, en enigma y como en espejo” (id.).

Estaba seguro. Seguridad del enigma revelado, que es su secreto in-


confesado: lo enigmático era cómo lo materno trocó de sexo, cómo la;
creación de todo lo existente llegó a ser paterno y sin amenaza. Y ese dios:
estaba en una extraña relación con Agustín, él mismo era un reflejo espe­
jado, material azogado por lo tanto, que lo impregnaba. Por todas partes:
estaba investido del envolvente útero divino y materno que lo había en­
gendrado: “por todaspartes estaba investido (cercado) de ti”. Espeja lo ma­
terno interno. Es el lugar, nuevamente, mediador de una combinatoria mis­
teriosa (el enigma) donde lo materno y sensible amenazante deberá ser
transformado en paterno, racional, insensible y cobijante. Agustín refleja,
carne bruñida de arder tanto, el todo envolvente que le revela la realidad
de lo divino en acto: se identifica en espejo con la substancia materna y
femenina. Y Dios lo salva.
Dios interno que está hecho con corteza adensada de substancia ma­
terna, que para contenerla la recubre, la contiene y la separa, que parece
como si viniera de otra parte, siendo una costra endurecida de la misma
substancia — como toda corteza que separa el adentro del afuera. El dios
cristiano es la corteza externa de la madre interna metaxnorfoseada, que el
hijo segrega e interpone para separarse de ella dentro de sí mismo, sin
abandonarla. El hijo es como una araña: teje con su propio jugo, que sale
de su boca deseante, el capullo de seda en el que quedará para siempre
envuelta y conservada la madre — pero separada por interpósita Palabra.
Madre encapsulada, inaccesible, amenazante, que pide siempre el sacrifi­
cio de lo que tiene de viril el hijo, que la lleve en andas. Madre alada.
Este capítulo, pues, describe la aceptación del delirio materno, es de­
cir la castración eludida y realizada, la expresión completa y detallada de
ese tránsito nuevo, la descripción del método por el cual accedemos al
complejo parental cristiano. Por eso lo único que le faltaba a Agustín era
la seguridad, no de su existencia —tenía la indeleble marca originaria— si­
no de su permanencia eterna, de su ser estable. De poder prolongar la
existencia originaria como permanencia en la evanescente vida adulta: “no
deseaba estar más cierto de ti, sino estar más estable en ti”. Pero esta per­
manencia, para salir de la oscilación angustiosa en la que se debatía, re­
quería poner todos los huevos en una misma canasta.

El sacrificio

Para lograr la estabilidad tenía que hacer un corte entre el adentro y


el afuera: era la exigencia de la lógica materna.
“Todavía me sentía tenazmente ligado a la mujer."

Todo gira alrededor de la devoción y la belleza; debe optar por la mu­


jer o por Dios. Y la mujer se le revela teniendo, en su vientre y entrepier­
nas, menos atractivos que el Dios cobijante en su casa divina cuando apa­
recen “comparados a la suavidad y a la belleza de tu casa, que yo amaba".
Oscilando entre los dos extremos, y viviendo la angustia de la muerte que
lo amenazaba sin descanso, Agustín vuelve a plantear la relación que exis­
te entre la Verdad y la castración efectiva. La amenaza de castración no en­
frentada cuando niño con su padre lo lleva ahora, adulto, a desear la cas­
tración no solamente simbólica como la circuncisión judía, sino aquella
necesaria que, por el contrario, permita el ascenso a los cielos maternos.
Para entrar en el mismísimo antro divino de la madre hay que pagar el pea­
je que Dios-padre le exige, allí donde lo simbólico no alcanza la seguridad
de que volvemos totalmente niños a su vientre, asexuados. Es entonces
cuando viene a su memoria la solución posible que Jesús les sugiere a sus
discípulos:
“Había oído al pregonero de la Verdad que hay eunucos que se muti­
laron a sí mismos por el reino de los cielos. Pero añadió: Quien pueda
entender que entiende? (VIII, I, 2).
Pero la cita completa en Mateo — que Agustín no cita— es la si­
guiente:
“hay eunucos que lo son desde el seno de la madre ; los hay que lle­
garon a serlo por la mano de los hombres, y [sólo aquí comienza la
cita de Agustín] hay eunucos que se mutilaron a sí mismos por el rei­
no de los cielos. Quien pueda entender que entienda” (Mateo, 19,
12).

La frase completa de Mateo dice algo que Agustín no incluye: la cas­


tración, que parte desde el seno de la madre (matriarcado), pasa luego a
ser ejecutada por la mano de los hombres (patriarcado), y luego culmina
por la mano del hijo contra sí mismo (cristianismo), es el final del recorri­
do histórico. Pero lo importante es que, dentro de la serie, la madre cris­
tiana produce eunucos. “Quien quiera entender que entienda”. Las tres po­
sibilidades del complejo parental quedan así planteadas, enigmáticamente,
en los Evangelios; la castración puede venir de la madre o del padre, pe­
ro al final es el hijo el que decide emascularse a sí mismo cuando la ma­
no de “los hombres” no interviene. Entonces, puesto que no hubo padre,
él mismo debe ejecutar el corte cumpliendo el deseo de Ja madre. Porque
está claro que aquí no se habla de la ablación real del órgano, sino del mo­
do de separarse definitivamente de las mujeres, prolongación externa de
las madres, objeto de goce para los hombres.
La castración del corazón como función real y social, quiero decir la
exclusión completa de la mujer como compañera del goce y de la vida, es
decir el corte con la pulsión central y más completa, es decir la negación
de la vida misma en su modalidad más personal y humana, esa es la exi­
gencia nuclear de la nueva solución del complejo parental, donde predo­
minara la ley materna, pero sólo como satisfacción clandestina, subjetiva,
arcaica e interna. Lo materno y femenino no se abre al mundo para trans­
formar la solución patriarcal que lo domina, feroz, en el Imperio; queda,
pulsión rebelde y hasta revolucionaria, como satisfacción interna, sujetada
y contenida para que no aparezca en la realidad histórica.
El tránsito de un Dios a otro diferente está señalado por el nuevo lu­
gar donde la divinidad habita ahora; se "desliza” desde lo externo a lo in-
temo, de trascendente se convierte en inmanente, pasa de los cielos y los
montes al corazón del hombre, al lugar materno.
“Oh, Señor, Señor, tú que inclinaste los cielos y descendiste, tú que
tocaste los montes y humearon, ¿a qué medios recurriste para deslizar-
te en ese corazón?”.
El Dios judío vino de afuera, descendió desde lo más alto y en el Si-
naí envió con Moisés su mensaje escrito. El Dios cristiano, en cambio, apa­
rece fulgurante desde adentro, pero sin que sepamos cómo logró deslizar­
se hasta ese sitio, Y Agustín se pregunta por los medios a los que recurrió
ese Padre para infiltrarse allí donde él no lo había metido. Se pregunta por
su propio proceso subjetivo, ai que tuvo que recurrir para hacerlo apare­
cer al Padre allí donde nadie lo esperaba.

El encuentro con el nuevo padre

Veamos en detalle el complejo parental cristiano del santo. Parecería


que se juega del mismo modo que el complejo judío. Ya hemos señalado
en otras partes las diferencias fundamentales. Veamos ahora algunos ras­
gos importantes que distancian al uno del otro y lo convierten en radical­
mente diferentes.
Hay una doble posibilidad para comprender la culpa, la judía y la cris­
tiana. La culpa judía — que el poder de la sinagoga aprovecha para impo­
ner despóticamente su dominio— es el resultado de un combate, la res­
puesta mortífera ante la amenaza de castración del padre para evitar el
incesto del hijo con la madre. Culpa es lo que siente el hijo por haberlo
asesinado (imaginariamente) para quedarse con ella, dice Freud, pero de
lo cual resulta paradójicamente que, vencedor arrepentido, tuvo que aban­
donarla y darle vida al padre muerto en el mismo lugar donde ella antes
reinaba. Lo mismo sucede en el complejo parental griego en la tragedia de
Edipo. La culpa cristiana, en cambio, no es el resultado de una lucha san­
grienta encamada en lo imaginario y afectivo, sino sólo un pacto formal,
(con el que el cristiano Lacan enfrenta y tergiversa el planteo freudiano),
puramente legal y sobriamente pacífico, que el hijo refrenda sin violencia
con el padre de la madre: es por haberse quedado incluido el hijo en la
madre, desconociendo la impotente amenaza paterna. Es por cometer el
incesto (prolongando la unidad simbiótica y arcaica en su cuerpo) que
pacta con el único dueño de su cuerpo que la madre reconoce. (Lacan,
cristiano, no se da cuenta de que cambió un padre por otro al evitar el en­
frentamiento sangriento que Freud plantea y al resolverlo sólo con un
apretón de manos, dándole su nombre. Pero el Nombre del (verdadero)
Padre se lo revela la madre).
Agustín primero señala algo que parecería ser común a ambos padres:
el arrepentimiento del más pecador de los arrepentidos, la oveja descarria­
da, el hijo pródigo, y el dracma devuelto a los tesoros por las vecinas de
la mujer que lo encontró. Pero se trata sobre todo del hijo muerto que
vuelve a la vida, se trata de sí mismo. Aunque no haya muerto para pagar
con su vida el asesinato del padre, que no lo hubo, sino para quedarse,
muriendo, con ella para siempre: esa es la verdadera libra de carne que
juega coqio moneda de cambio. No hay culpa, ni responsabilidad ni lucha.
El renacimiento del hijo muerto es el reconocimiento de la necesidad de
aceptar la muerte en vida, la limitación más extrema de los poderes gozo­
sos del cuerpo — que es ingresar definitivamente en la satisfacción aluci­
nada del delirio arcaico— para quedar en ella eternamente. En realidad
eternamente sometido al Padre de ella.
“Mientras tanto enloquecía de una locura saludable y padecía las an­
sias de una muerte que me daba la vida ” (VIII, vm, 19).
El principio de todo placer y de todo goce cristiano sería éste, "la ale­
gría es más grande cuando una pena más grande la precede”. A más pe­
na, más alegría. Termina siendo: pena = alegría. Terminamos persiguiendo
sufrir más para hallar el máximo de contento. ¿Cuál es la alegría más gran­
de y cuál es la pena más grande? La pena más grande es aceptarse como
muerto en su cuerpo sensible, pero con ello se gana la alegría de renacer
eterno copio espíritu en el cuerpo de palabras que evocan el dolor, pero
sin sufrirlo en carne propia. Para el placer, nos basta con rememorar y ac­
tualizar, enardecidos, la huella del goce más intenso que hemos sentido.
¿Cuáles son los extremos de esta serie complementaria, donde el dolor es
la condición de la alegría? ¿Dónde hay una alegría que no tenga necesa­
riamente qye ver con el triunfo sobre alguien o a costa de algo? Aquí la
alegría es a costa de la vida a la que el cristiano Agustín renuncia: "una
muerte que da vida”. Sufrir para no sufrir, tal es el incremento del goce.
La alegría y el goce no son más que la superación del dolor, y solamen­
te el dolor la abre. Goce reactivo, siempre sobre fondo de la muerte y la
perdición pjudida; goce de la vida sobre la muerte, parecería. ¿Es eso lo
que quiere decir Agustín cuando lo plantea? ¿Habla de nuestro goce, o de
un goce particular que tiene necesariamente a la muerte como comple­
mentó? No; habla de la “locura saludable’’, la locura que nos salvá de la
muerte.

El hallazgo inesperado en lo más profundo de sí mismo

Es simplemente el goce de la muerte eludida, no el goce real de íin


ser amado: el goce de creer haber salvado la vida en el retorno arcaico,
justo cuando la pierde en el abandono adulto. No la vida perdida al térini-
no de ios años que pasan, sino la vida pagada al contado, centavo a cen­
tavo, todas las horas de todos los días de los días muertos. Es la süpreina
astucia que todo poder desearía alcanzar: lograr que el dominado esté con­
tento con seguir en vida, gozar sólo de haber zafado. Lo establece y lo li­
ga como si se tratara de una ley psico-biológica:
“¿Qué pasa dentro de una persona para que se alegre más dé las co­
sas encontradas o recobradas, que ella aprecia, que de esas mistnas
cosass i las hubiera tenido siempre consigo?” (VIII, hi, 7).
Recordemos nuestra interpretación de la resolución del complejo pa­
rental en Agustín. El santo desconoció a su padre —dedujimos— Tque cjue-
dó radiado de su función y de su afecto; no pudo identificarse coh él y
quedó prendido, inseparable, identificado sólo Con su propia madre en
una simbiosis arcaica que todavía perdura. Es dentro de ese drama que le
impide la vida — “yo miraba hacia m í mismo y me horrorizaba, pero ño te­
nía lugar adonde huir de m í mismo" (VIH, vn, 16)— donde Agustíri busca,
dentro de ella, a un nuevo padre que lo salve y lo proteja. Debe hacer apa­
recer ese nuevo lugar de huida adentro, y ese lugar debe ser tan podero­
so como el poder materno: debe ser también divino. Esa es la funcióh del
Dios nuevo, protegerlo dentro de sí mismo contra el aspecto persecutorio
de la amada diosa madre. Pero ese primer padre con el que no pudo iden­
tificarse está irremediablemente perdido para siempre.
El propio padre, a quien había p>erdido, cree que vuelve a reencon­
trarlo, recobrado, en el interior ("dentro de una persona”) de sí mismo: fes
la misma madre quien se lo ofrece. Pero no es el mismo, aunque parezca
que cumple la misma función del que se había alejado. Antes el padre
real gozaba afuera; ahora el padre de la madre goza dentro de Agustín tnis-
mo. De allí la frase enigmática, inexplicable de otro modo fuera de este
contexto de sentido:
“Tú siempre gozas en nosotros y en tus ángeles, santificados por la
santa caridad
Y quiere decir: te gozas dentro de mí, yo que soy como un ángel tu­
yo —porque los angelitos son los hijos nonatos de la madre virgen— san­
tificado como estoy por el amor caritativo de mi madre, que me permitió
encontrarte dentro de ella. Y por eso agrega enseguida: •
“En realidad tú eres siempre el mismo, pues las cosas que no son siem­
pre de la misma manera tú las conoces siempre a todas de la misma
manera” (VIII, m, 6).

Debe refrendarlo al padre y concederle una identidad en el tiempo que


había perdido. ¿Por qué, sí no, le diría que sigue siendo el mismo padre? Si
yo te reconozco, invariable, como siendo el mismo padre, aunque en dis­
tinto sitio (ahora dentro de mí mismo) tú también debes reconocerme, pe­
se a haber cambiado, como siendo también el mismo hijo —cuando en rea­
lidad soy otro, un nuevo hijo. Eres el mismo padre —quiere creer Agustín—
aunque te haya reencontrado ahora adentro y nunca fuera de mí mismo, le
dice, como si fueras ese padre carnal que tuve antes. Se trata, en el cambio
de padres, de que Agustín sea reconocido, ahora desde ese padre nuevo,
como siendo el mismo hijo. La conversión se prepara para el encuentro de
los tres juntos en un mismo lugar de ensueño: el Padre, la Madre y el Hi­
jo. La Santísima Trinidad es la buscada.
“¿Qué sucede en el alma, para que experimente más goce en encon­
trar o en reinvestir cosas amadas, que en haberlas tenido siempre?"
(VIH, m, 7).

Este es un reencuentro doble, del hijo con el Padre, pero también de


la Madre con el Padre suyo; hijo y madre reencuentran al Padre común en
que se transformó el padre de ella. Por eso e l énfasis puesto en el reen­
cuentro que produce el máximo de goce; viniendo desde el padre perdi­
do, y el haberse perdido dentro de la madre, los límites que el nuevo pa­
dre le impone —el equilibrio hallado— permite al mismo tiempo el
reencuentro de un doble objeto, uno perdido y otro recuperado. La madre
es recuperada como madre limitada y compartible cuando es recuperado
el padre: el Hijo feliz y contento. Recibió del Padre “elpoder de convertir­
nos en hijos tnyo¿’ (VIII, iv, 9). Y Agustín, identificado con la madre, llama
al Padre, desde dentro de la madre, como ella llamaría al esposo para enar­
decerlo, con sus mismas palabras femeninas inflamadas y calientes de sen­
sual ternura:
“¡Despiértame y llámame! ¡Inflámame y arrebátame! ¡Abrásame y atráe-
me con tu dulzura! ¡Amemos! ¡Corramos! (Age, domine, fa c excita et
reuoca nos, accede et rape, flagra, dulcesce: a me mus, corramus). “¿No
es verdad que muchos vuelven a ti desde el abismo de ceguera más
profundo... (y) reciben también de ti el poder de llegar a ser hijos tu­
yos?" (VIII, iv, 9).
Agustín clama por el padre desde la pasividad homosexual de su iden­
tificación con la madre, hijo-madre, machiembreado. Lo llama desde allí
para que le dé su nuevo ser, como la madre lo hizo, pero sin tener que
abandonarla.
Y todas las cosas proclaman al unísono el predominio de la Cosa, que
se relativizan al mismo tiempo que se absolutiza la encontrada:
“Lo testifican efectivamente las demás cosas, pues todas ellas están lle­
nas de testimonios que dicen: «Es así».”

Un combate equívoco

¿Contra qué luchó nuestro santo?


“Sale victorioso en una batalla un general, pero no hubiera vencido si
no hubiera luchado. Cuanto mayor fue el peligro en la batalla, tanto
mayor será el goce en el triunfo” (VIII, m, 7).

No luchó contra el padre; luchó contra sí mismo, contra sus propias


pasiones que lo abrían al mundo y a las diferencias gozosas de los cuer­
pos, Luchó contra el primer padre para encontrar al segundo. Pero aquí la
lógica queda invertida: el que pierde gana. Mejor dicho, pierde en un sis­
tema, en el de la realidad externa, histórica y objetiva, y en el del “cuerpo
mortífero” (VIII, v, 12), para ganar en el otro, en el de la subjetividad de­
lirante: sin carne, descarnada, sin tiempo y sometida a la más terrible de
las sumisiones.
Esta anterioridad del dolor como precediendo necesariamente al pla­
cer y produciéndolo, le pennite por fin llegar al modelo cristiano del goce:
“Lo mismo sucedió con aquel que estaba muerto y volvió a la vida , es­
taba perdido y fue hallado. Un gozo mayor va precedido siempre de un
sufrimiento mayor’ (VIII, m, 8).
El que estaba muerto y vuelve a la vida no es el padre asesinado, só­
lo es el hijo: es Cristo que murió para renacer como hijo espiritual de la
madre. Y no murió, como cree el judío Freud, por pagar la culpa del asé­
chalo del padre: sólo muere pora realizar el delirio cristiano de ser hijo
eterno de la madre, y dar prueba de que cree “a muerte” en su promesa.
Sólo goza con lo que acrecienta las ganas de salvarse, Goza con aquello
(Jue le amenaza. Goza de la mujer porque le amenazan con perderla, go­
za con la comida porque se morirla de hambre: goza con Dios porque se
friuere de ganas como hombre.
“Tú has preferido elegir a los seres débiles deí mundo para confundir
á los seres fuertes, preferiste elegir a los seres obscuros de este mun­
do y los seres despreciables y aquellos que no son nada, como si fue­
ran algo, f>ara reducir a nada a quienes son algo” (VIII, iv, 9).

Todo queda invertido en esta lógica extrema; quien no es algo es ele­


gido como si lo fuera, para que los que son algo no io sean, para aniqui­
lar sti existencia. El poder del Padre utiliza a los más débiles para doble­
gat a los más fuertes. Esta elección expresa claramente dónde puede
ajjk'recer este Dios nuevo: de entre los más sometidos, desde los seres que
cási no tienen existencia, los que han tenido que refugiarse en lo arcaico
para poder Salvarse del terror y la muerte. Y entre los débiles del mundo,
sobre todo, eligió a los niños para que pronunciaran la Palabra:
“te Verbo, por el cual conviertes a las lenguas de los niños en hábiles
para hablar” (VIH, iv, 10). ("...quo linguas infantium facis disertas’*).

El poder, agradecido.
Antes de convertirse en católico Agustín dramatiza su combate en el
jardín de una posada. Pone a prueba su capacidad voluntaria de
agredirse a sí mismo, le hace violencia al cuerpo para que la voluntad
espiritual predomine. Describe como ‘prodigio monstruoso” la espon­
taneidad del cuerpo deseante. Sólo escucha voces de niños que le dic­
tan el camino, y también se revela la castración refrendada por el
marcador en la Biblia.

La conversión (II)

Escena en el jardín de una posada

Ya hemos considerado antes las dos voluntades, la ley de Dios del


hombre interior y la ley de los miembros del cuerpo. ¿Cómo lucha el alma
contra sí misma? ¿Cómo llega a dominar al cuerpo?
La lucha interior se desenvuelve, marco para el drama, en el jardín de
una posada. No es el del Edén, pero ya es algo. Estaba en una encrucija­
da y debía decidirse. El eje de su planteo gira todo él alrededor del sexo:
fornicar o no fornicar, tal es el dilema, el ser o no ser del santo. Si domi­
na al sexo domina al cuerpo y a la vida, es el extremo límite de la deso­
bediencia del alma y el predominio de ella sobre el cuerpo. ¿Quién podría
haberle planteado semejante dilema entre esos dos extremos? ¿Qué dios
podría exigirle a Agustín que se haga eunuco? ¿Qué representa cada extre­
mo para aparecer como antítesis de lo malo y de lo bueno? ¿Quién puede
exaltar la castración, quien puede pedirme que no “fornique”, que no ha­
ga el amor con una mujer, que excluya el goce del cuerpo? ¿Quién puede
pedirme que me martirice como prueba de amor a otra cosa, es decir amar
a aquella que no tolera que haya otra?
Quien pide esto no es un hombre hecho Dios sino una mujer hecha
Diosa para el hijo, enfrentada a muerte con el hombre, pero dentro del ar­
cano materno mismo. Una diosa-madre que quiere robarle el hijo al mari­
do, al hombre-padre caído de su pedestal ilustre. Una diosa subterránea y
obscura, que ni siquiera puede prohibir de frente: tiene que disfrazarse con
la identidad del enemigo para aparecer como valiosa. Diosa astuta, víbora
ondulante. Tiene que contar profundamente con la complicidad del hijo, y
juntos realizar la ecuación suprema: serán ambos por fin, el uno para el
otro, carne de su carne y huesos de sus huesos — ¡justo cuando Agustín re­
nuncia para siempre al sexo!
Cuando Agustín decide convertirse repasa los momentos cruciales de
su vida:
■:Tú, Señor, me hacías entrar dentro de mí mismo (...) y me colocabas
delante de mi propio rostro para que viera mi fealdad, mi deformidad;
y mi suciedad, mis manchas y mis heridas”.

“Yo, joven sumamente desdichado, desdichado en el comienzo dé mi;


propia adolescencia, había llegado incluso a pedirte la castidad con
estas palabras: ‘Dame la castidad y la continencia, pero no ahora:’. Te­
mía que me escucharas enseguida y me curaras inmediatamente de la
enfermedad de la concupiscencia, que prefería saciar antes de acabar
con ella.”

“Pero había llegado el día en que tenía que desnudarme ante mí mis­
mo y mi conciencia tenía que reprenderme diciéndome: ‘¿dónde está:
tu respuesta?’”

“¿Con qué azotes de razonamientos no flagelé yo a mi alma? (...) Só-v


lo quedaba en ella un silencioso temblor.” (VIII, vn, 16-17).

El nuevo pacto en el jardín: al oeste del Paraíso

eEl nuevo pacto por el cual se convierte e instaura a dios como un Dios
nuevo muestra claramente cómo se construye un puro dios de conciencia,
elaborado con palabras —dios retórico— cuya repercusión afectiv a en el
cuerpo tiene una inscripción diferente. Decimos: es un Dios hecho con la
substancia materna, inscripto simultáneamente de maneras diferentes en el
creyente (que cree en la medida en que internamente desmiente lo que di­
ce con lo que realmente siente). Es además un pacto de conciencia, un
pacto legal, hecho de palabras, sin violencia ni amenaza de muerte: la
muerte no viene de Dios sino de aquello otro de lo que huimos aterrados
afuera para encontrarlo como Salvador eterno adentro. No dice, como el
Dios judío, que debemos obedecerle para no despertar sus iras y matar­
nos. No; el dios cristiano es un Dios que frente a la muerte que la vida
puede darnos —vida como mal, vida como muerte, como concupiscencia
y dolor— él nos dará a cambio, si lo elegimos, la vida eterna: ia infinitud
sin tiempo de su regazo de palabras. Sólo nos pide una cosa: que no go­
cemos sexualmente con nadie. Dios castrador e impotente. Extraño dios
patriarcal éste que aparece ahora, más bien es la celosa y solapada Diosa
esposa del difunto Dios judío. La diosa viuda que nos castra. La cast(r)a
madre.
Este nuevo pacto no tiene nada del enfrentamiento a muerte de la ley
judía y griega que el Edipo freudiano descubre: el duelo con el padre y el
asesinato. Es un nuevo padre éste qu“ ahora aparece, con el cual no hu­
bo ni lucha ni competencia. Un Padre para acceder al cual sólo necesita­
mos una llave de paso: que abandonemos la nuestra, que nos castremos.

El enfrentamiento

Veamos la descripción detallada de este acceso, Primero, lo que Agus­


tín experimenta como conflicto entraña y abre la ambigüedad materna:
“Hasta aquel sitio [el jardín] me había llevado el desasosiego de mí co­
razón, porque allí nadie podía estorbar el combate que había entabla­
do conmigo mismo , hasta que terminara de la manera que tú sabías y
yo ignoraba. Mientras tanto enloquecía de una locura saludable y p a ­
decía las ansias de una muerte que me daba vida, conociendo el mal
que tenía pero ignorando el bien que de allí a poco iba a tener” (VIII,
x, 19).
Jacobo queda cojo luego de luchar hasta el alba con el ángel, pero
no castrado. El combate en Agustín era consigo mismo. “Esta lucha que
había en mi corazón no era más que una lacha de m í mismo contra mí
mismo” (VIH, xr, 27). Cree ser sólo uno, sin ver al otro (inconsciente) que
está en su propio fundamento. Pero a diferencia del enfrentamiento infan­
til y arcaico, que se desarrolla a nivel oral en el niño, aquí el combate es
un combate adulto y consciente. No es por habernos identificado con ese
otro que está en uno mismo con el cual luchamos; es porque debemos
elegir entre el objeto externo —las mujeres— y el objeto interno — Dios
rriatemo para ei caso. Esta es su " locurd ’ pero “saludable", dice: hay que
estar loto —pensamos— para separarse del placer de los cuerpos que
ámamos. Porque, nos dice Agustín, desde adentro ese Dios nuevo me pi­
de que renunciemos, que nos castremos. Este delirio es saludable porque
todo se ha invertido al mismo tiempo: busco una muerte (hacia afuera)
qiie me da vida (hacia adentro). Y lo que encuentro adentro, por fin, es
la vida eterna que la madre desde su marca arcaica me promete. El pacto
era para conservaría a ella y contar con su acuerdo. Y es como si ese Dios
le dijera a Agustín: yo te protejo de ella dentro de ti si le prometes a tu
santa madre lo que ella te pide, que no conocerás afuera a ninguna otra
qüe prolongue su forma femenina en el mundo. Que excluyas lo femeni­
no de la vida y la rebelión contra el poder que impide tu vida. Y para ello
debes demostrarme que soy tu padre espiritual, y te exijo pruebas al can­
to: que renuncies a lo que te distingue como carne, que renuncies en el
cufcrpo a lo que tenés de común con ese padre que fue tuyo en la san­
gre.
Agustín había vivido y sufrido el debate y el conflicto entre lo mater­
no interno y lo femenino externo; era la exigencia de la ley de la madre
qüe pedía que no hubiera nadie que la suplantara, y la angustia de per­
derla estando con otras lo sobrecogía al santo: las otras podían ser infieles
V se sentía morir de dolor ante la amenaza de ser abandonado. Pero al re­
gresar adentro a la madre acogedora y segura aparecía nuevamente, lo he­
mos visto, la amenaza de que nos devorara. Y otra vez la angustia de
muerte, en el otro extremo, volvía a apoderarse de nosotros.
De ese vaivén nos da pruebas el santo cuando describe las alternati­
vas de su indecisión, y debía invertir el esquematismo de su vida sensible
para entregarse:
“Yo decía en mi interior: ‘que sea ahora mismo, ahora mismo’. Con
mis palabras iban ya mis deseos. Ya casi lo hacía, pero no llegaba a
hacerlo. Y no recaía en las cosas de antes, Estaba junto a ellas y to­
maba un momento de respiro. Lo intentaba de nuevo. Me faltaba un
poco menos para llegar allí y cada vez un poco menos. Ya casi casi
1q tocaba y lo tomaba con mis manos. Pero ni llegaba allí ni lo toca­
ba ni lo tomaba con mis manos. Dudaba morir a lo que es muerte y
dudaba vivir para lo que es vida. Tenía más fuerza en mí lo malo acos­
tumbrado que lo bueno desacostumbrado. Y cuanto más se acercaba
eí momento en que iba a cambiar de vida tanto más miedo me daba.
Pero ya no me hacía volver atrás, ni me apartaba del fin. Sólo me re­
tenía suspenso’’ (VIII, xi, 25)
“Dudaba morir a ¡o que es muerte'-, es decir, dudaba cuando d^bí^
abandonar definitivamente a las mujeres, calificadas como muerte, es deT
cir perderlas. Pero “dudaba también en vivir para lo que (arcaicamente) %s
vidd\ es decir “vivir” para la vida materna que lo aprisionaba adentro, I3
vida de la infancia perdida.
En ese vaivén sin salida, allí donde en la realidad externa no hay se*
guridad ni fidelidad femenina ni cobijo político, pues ambas situación?^
nos amenazan de muerte, ¿qué otra salida queda dentro de uno mismo,
salvo hacer aparecer un resguardo interno recurriendo a la madre arcai^,
la ilusoria seguridad absoluta que siga siendo tan segura e indudable co­
mo la que experimentamos cuando niños dentro de ella? Y para lograrla
debemos —tal como ella incansablemente nos lo pide— atender la Pala­
bra del Padre, como si este dios escondido fuera el secreto de la madre
que al fin se nos revela, para convertir a la locura en saludable: para con­
tener el desborde loco de ia madre. Agustín tiene que llegar a un pacto, el
pacto del Edípo cristiano lacaniano, es decir del psicoanálisis teológico,
donde el saber de la subjetividad que oculta en su teoría forma sistema con
las condiciones del dominio histórico:
“Yo estaba interiormente conmovido. Me indignaba con todas mis
fuerzas contra mí mismo por no cumplir tu voluntad haciendo un pac­
to contigo, Dios mío, como me decían a voces todos mis huesos, y
ensalzaba ese pacto con alabanzas que llegaban hasta el cielo. Hacia
aquel pacto no se iba ni con naves, ni con cuadrigas, etc. (...) No só­
lo el ir, sino el llegar allí era otra cosa más que un querer ir, pero que­
rer ir de una manera intensa y eficaz, no a medias, volviéndose e in­
clinándose la voluntad unas veces hacia este lado, otras veces hacia el
otro, luchando la parte que se levanta, contra la parte que caía” (VIH,
x, 20),

Transforman su vida en muerte. La oscilación debía terminarse, al pac­


to formal se llega en un acuerdo instantáneo y sin lucha, un acuerdo ra­
cional también él regulado por la lógica abstracta, sin tiempo ni espacip.
Bastaba quererlo para que ese pacto fuera. Como el deseo infantil: sentjr
el pacto es realizarlo, darlo por cumplido. Bastaba con querer ir, sintiendo
fuertemente el deseo de alcanzarlo, para que el deseo se realizara, como
en la instantánea experiencia de satisfacción infantil que Freud describe;
alucinando el objeto que anhelaba. Está claro el combate, era de lo subje-
tivo-subjetivo contra lo subjetivo-objetivo. Aquí sólo mostraremos que
Agustín quiere ser escuchado internamente por la madre para suscitar al
padre; “ensalzaba ese pacto con alabanzas que llegaban hasta el cielo”, es
decir hasta ella. Alababa al padre con las palabras dirigidas a lo más inter­
no de sí mismo, a lo materno, para que el padre sea. No hay un padre
afuera: ese, que había tenido, ya está perdido. Sólo queda un padre aden­
tro, que no es el suyo, y la clave de la existencia de ese padre la tienen
las palabras de la madre.
¿Quiénes pedían ese pacto? “Me lo pedían a voces todos mis huesos",
esos huesos de sus huesos que formaban, como la carne, una unidad con
ia carne de ella. Y la distancia era sólo interna e inmediata, el querer ir era
ya trasponerla. El acto interno salva la distancia con sólo quererlo intensa­
mente: la madre ya está adentro como alma y corazón materno en unidad
con el hijo. La voluntad, que es el querer mucho algo, reina soberana pa­
ra decidir el acto de la suprema coincidencia. La imposibilidad de aplicar
la voluntad afuera, sobre las mujeres y el emperador, esa eficacia impoten­
te, se revela en cambio todopoderosa hacia dentro de uno mismo. Es lo
que la realidad nos deja como propio, el compromiso ilusorio con un po­
der no enfrentado. Cuando los dioses han muerto afuera hay que buscar
un nuevo Dios adentro. Basta querer intensamente, “querer ir de ana ma­
nera intensa y eficaz, no a medias”para encontrarlo. Hay que llegar a ese
extremo límite del propio dominio, ejercer el poder mortífero sobre nues­
tro cuerpo. Es la producción ideal de súbditos sometidos desde un lugar
subjetivo inédito en la historia, paso previo del nuevo poder político.
Y para sep>arar lo malo de la madre buena, lo persecutorio interno
dentro de uno, no se necesita enfrentar a la muerte en un combate; sólo
basta con un pacto de amor con el Padre para que la escisión en la madre
interna se produzca. Separar a la madre que está en uno dentro de uno no
significa enfrentar, como cuando niños, la muerte con la que el padre nos
amenazaba, al querer castramos, desde afuera. Ahora no se necesita uña
lucha en un duelo a muerte, a la manera del Lacan cristiano, para resolver
el Edipo sólo basta con un pacto de palabras. Basta declararle al padre dé
ella que respetaremos a su hija y la trataremos sólo como madre, nunca
como prostituta, que no la gozaremos. Aquí no hay, como en la Biblia ju­
día, historia de madre loca de amor por los hombres. Sólo en el cristianis­
mo la padre es, en verdad, una santa, como María se lo hace creer a José
el carpintero al descubrir su embarazo de soltera. Pero todo tiene su pre­
cio; habíamos ahorrado la vida antes, sin combatir contra el viejo que nos
amenazaba con castramos, no asumimos el riesgo cuando éramos niños
omnipotentes, no nos identificamos — cuando pudimos— con el padre:
ahora sólo cabe que nos sometamos a este Dios nuevo como esclavos. Sal­
vamos la vida, pero perdimos el ejercicio masculino del miembro viril, 11o­
ram os adultos como mujeres lo que no supimos ganar, cuando niños, co­
mo hombres.
Y ese es el combate; la “parte” que cae contra la “parte” que se levan­
ta dentro de uno. Entre lo fláccido afuera y lo erecto adentro, entre lo pa­
sivo y activo, entre la resistencia y la entrega, entre el terror y el amor. En­
tonces la muerte que se elude es la asumida en el acto del sufrimiento
simulado, aunque sentido, más intenso, Agustín se martiriza tardíamente
para someterse a sí mismo, en forma limitada es cierto, al rito de iniciación
no realizado en el origen de su acceso a la cultura. El complejo parental
fracasado, que él enfrenta ahora como un delirio subjetivo, es un martirio
amenguado que él mismo debe infligirse. El extremo voluntarismo le per­
mite crear un espejismo; el dominio que Agustín ejerce sobre sí mismo, la
violencia más rotunda e implacable, lo empujan ahora a someterse por sí
mismo a los límites de muerte que tememos y que vienen desde el mun­
do. El más aterrado y mentido solipsismo del que quedó encerrado, des­
pavorido y solo, con su madre. Pero previamente debe dramatizar reme­
dando la experiencia del martirio, poner a prueba su capacidad voluntaria
de agredirse a sí mismo. Agustín, que no muere como Cristo, debe dar la
prueba, en otro contexto, de que hay otra forma de creer en el espíritu sin
ser crucificado, pero obteniendo el mismo resultado: no exageremos tan­
to, Ese es el camino intermedio de los cristianos.
“Por último, durante las angustias de mi indecisión hice con mi cuer­
po muchísimas cosas que a veces los hombres quieren hacer y no
pueden, o porque no tienen miembros para hacerlas, o si los tienen,
los tienen atados o debilitados por una enfermedad, o impedidos de
la manera que sea. Si arranqué mis cabellos, si golpeé la frente, si con
los dedos entrelazados me apreté las rodillas, lo biceporque quise. Pe­
ro pude quererlo y no hacerlo si el movimiento de mis miembros no
me hubiera obedecido” (id.).

Se daba de cabeza contra los límites que lo encerraban en su propio


cuerpo, como simbolizando los límites del “jardín” materno, húmedo de
pasto y de hierbas y de flores olorosas, del que quería evadirse sin lograr­
lo: vientre y útero hechos empalizada en el patio trasero, allí en el fondo
de la casa donde se hospedaba. Edén doméstico. Y se da cuenta de que
era imposible en la realidad así materializada ir más allá del límite, esca­
par del encierro añorado. ¿Cómo sacar del cuerpo, a puro golpe, las imá­
genes y los afectos que lo envuelven?
No necesitó de un padre para sufrir el límite: voluntad omnipotente
mediante, a golpes de cabeza contra el muro se lo impuso él mismo a sí
mismo. Se martirizó como si tuviera el poder de hacer lo contrario de lo
que cuerpo quiere, hizo como si el alma materna mandara y los miem­
bros obedecieran. Experimentó en sí mismo su dominio. Recreó las condi­
ciones cjel dolor, no porque alguien se lo infligiera, sino para conocer los
límites de su poder sobre el cuerpo, para sentir el equivalente de la muer
te cuaqdo lo quisiera, como un poder propio de resistencia. Dolor si, pe-
ro qo muerte: dolor como si fuera de muerte. Un “como si” de sacrificio.
‘Hice, pues, muchísimas cosas en las que no era lo mismo querer que
poder. Y, en cambio, no hice lo que no sólo me hubiera agradado mu­
chísimo más sin comparación, sino que hubiera podido hacerlo en el
momento mismo en que hubiera querido, porque en el instante en que
lo hubiera querido lo hubiera realmente podido. En este punto el po­
der es lo mismo que el querer. Y el querer es ya obrar* (Ibid.).
Ese es el esquema arcaico de la coincidencia del deseo con el ac­
to que rpágicamente lo cumple: el querer será igual al obrar (así como el
imaginar será igual al actuar; si deseo en mi corazón a la mujer del pró­
jimo, es como si ya hubiera fornicado). Agustín tiene que alcanzar un po-
cjer a|ucinado de satisfacción primaria en la realidad adulta. Podrá pactar
si logra recrear en sí mismo las condiciones originarias, el mismo delirio^
que se le atribuye a Cristo. El pacto es entre dos poderes, entre dos le^
yes. La ley del alma de la madre (disfrazada de paterna, eterna e instan­
tánea) y la ley de los miembros del cuerpo (vivos, erectos, gozosos y pe­
recederos). Agustín pacta sin lucha; es un vencido que se impone, para
salvarse, la ley del vencedor a sí mismo. No necesita enfrentar la amena­
za d^ muerte; muere para no morir del todo. Cede la vida sin combate,
sólo (ucha contra sí mismo para imponer la voluntad de la Otra.

Las tribulaciones de una sola alma desgarrada

Agustín vive la oscilación desgarrada entre el sentimiento de ser una


sola alrpa con su alma, un sólo espíritu, porque nunca fue separado de la
siiríbipsis con su madre. De allí el escándalo que debe ser resuelto: el es­
píritu es uno y sin embargo no logra realizarse como uno. Hay una distan­
cia, aunque mínima, en el seno de la unidad del alma materna con la que
Agustín forma cuerpo casi sin distancia. Sucede que hay un alma de Agus­
tín ligada al propio cuerpo adulto, el de los miembros, y hay otra alma li-
gadp al cuerpo arcaico de la madre, hay un alma propia desgarrada que es
el entremedio en el que Agustín se encuentra instalado. Hay un alma que
se reconoce en el cuerpo vivo y deseante de otras mujeres, y hay otra al­
ma que se reconoce en el cuerpo arcaico y cobijante de la madre. La es­
cisión abierta por el alma materna entre un padre material y sensible fren­
te a otro padre espiritual y puro abre en Agustín la oscilación, que debe
ser resuelta si quiere seguir unido a su madre o convertirse, aceptando se­
pararse, en un hombre pleno abierto al mundo. Debe suplantar sU propia
voluntad adulta con la voluntad materna arcaica, instantánea y todopode­
rosa, que penetra la carne sin resistencia y lo convoca a la pernidnencia
eterna. Debe enfrentar y resolver el “prodigio monstruoso” que consiste en
que el cuerpo no se deja negar por las ideas, aunque provengan del espí­
ritu materno. Entonces el “prodigio monstruosd', la separación intolerable,
quedaría explicado y comprendido de otro modo:
"¿De dónde proviene este prodigio monstruoso? ¿Y por qué sucede es­
to? ¡Haz que brille tu misericordia! Quiero interrogar (...) los otros se­
cretos que constituyen los castigos de los hombres, y las profundas ti­
nieblas que son las tribulaciones de los hijos de Adán.
De dónde proviene este prodigio monstruoso? ¿Y por qué suce­
de? El espíritu [el alma] da una orden al cuerpo, y el cuerpo le obede­
ce de inmediato. El espíritu [el alma] se da una orden a sí mismo, y se
resiste. El espíritu [el alma] le ordena a la mano que se muéva, y hay
tal facilidad en la obediencia que apenas distinguimos la orden de la
ejecución. Y sin embargo el espíritu es espíritu [el alma es alma] mien­
tras que la mano es cuerpo. El espíritu [el alma] le ordena at espíritu
[al alma] para que quiera algo: es el mismo espíritu [la misma alma] y
sin embargo no obedece. ¿De dónde viene este prodigio tnonstruosd
¿Y por qué sucede? El espíritu [el alma] ordena querer algo, dije, él
que no ordenaría algo si no lo quisiera. Y no hace lo que manda”
(VIII, ix, 21).

¿Se entiende? Que el alma ordene aí alma supone un acuerdo instan­


táneo, sin resistencias, como cuando el alma de Agustín y el almdí de la
madre formaban una sola alma, cuando había coincidencia arcaica, simbio­
sis primaria, y el espíritu era igual al cuerpo. El “prodigio monstruoso” no
es más entonces que la normalidad espontánea del cuerpo deseante: que
el cuerpo sintiente forme unidad con el alma concupiscente. Para él espi-
ritualismo delirante en cambio lo correcto sería que el alma esjpiritual se
entendiera con el alma espiritual como si fueran una misma substancia, y
que ambas respondieran a una misma lógica. Eso no sería monstruoso. Esa
es la ilusión arcaica desde la cual puede aparecer como monstruoso que
la carne se resista a recibir órdenes que la niegan como carne.
'‘Pero no lo quiere del todo; por lo tanto no ordena del todo. Pues or­
dena en la medida en que quiere. Y lo que ordena no se hace, en la
medida en que él no quiere, pues la voluntad ordena a la voluntad de
ser, y no ordena a otra voluntad, sino a sí misma. No ordena enton­
ces plenamente; es por eso que lo que ella ordena no se produce. En
efecto: si la voluntad fuese plena, ni siquiera se ordenaría a sí misma,
puesto que Jo sería.”

Agustín añora.
“No hay prodigio monstruoso en esta voluntad parcial que quiere y
no quiere, sino que es una enfermedad del espíritu que no se mues­
tra toda, cuando la verdad la revela, porque el peso de la costumbre
la aplasta. Hay en el alma dos voluntades, porque ninguna de ellas es
total, y así una tiene lo que a la otra le falta” (Ibid.).

La “enfermedad del espíritu” es enfrentar la represión materna, oscilar


y tener dudas, otra forma de la jactancia de los intelectuales. Es el intento
de separar mi alma de hijo de su alma de madre, romper el abrazo mortal
que nos devora y alcanzar una lógica adulta que nos separe de la lógica
delirante arcaica. Hay un ir del alma al cuerpo propio, que ésta le ordena
sin tener que ordenarlo, aquí el querer con el hacer forman sistema. En
cambio cuando la interpretación (la orden racional) viene desde afuera, es
muy difícil que el cuerpo-alma la reciba y se active, si no concuerdan las
ganas de las pulsiones con lo que se le exige que haga. No entra. El es­
cándalo monstruoso es esta imposibilidad de permear las pulsiones para
reprimirlas, allí donde se dice que el espíritu predomina:
“¿Con qué azotes de razoijamíentos no flagelé yo mi alma para que
me siguiera a m í que intentaba seguirte a h? Ella se resistía. No quer­
ría, pero no alegaba excusa alguna. Estaban agotados y rebatidos to­
dos los argumentos. Sólo quedaba en ella un silencioso temblor
(VIII, vil, 18).

Y esta descripción que hace Agustín con sus instrumentos conceptua­


les debería servimos para comprender con lo suyo también lo nuestro: to­
dos Somos dualistas. Cada uno ha vivido en algún momento el escándalo
monstruoso de la separación entre sentir el dolor por la pérdida de un
afecto, y el saber que no valía la pena lo perdido, y sin embargo el dolor
por la pérdida seguía su camino, y no podía separarme de la persona re­
cordada por la cual sufríamos como el santo.
En realidad se trata de que el cuerpo obedezca al alma: poder orde­
narle al pene que no se ponga erecto cuando está que arde (es lo que
Agustín dice textualmente en "La ciudad d eD iof’, XIV, xxiv, 1). Se trata de
invertir las relaciones de dominio sobre el cuerpo, disciplinarlo.

“Allí Ten el Paraíso] el hombre seminaría y la mujer recibiría el semen


cuando y cuanto fuere necesario, siendo los órganos de la generación
movidos por la voluntad, no excitados por la libido.”

La conversión (fin)
Las viejas amigas: ¿de quién se despide cuando se convierte?

Y, por fin, la conversión se produce cuando predomina sólo lo materno


adentro y puede separar, dentro de sí mismo, los aspectos persecutorios
de la madre de los aspectos protectores que le atribuye al Dios-Padre. Lo
femenino adulto, real, sexual y externo fue por fin excluido de su vida de
hombre, por libre decisión — proclama. Lo que nos interesa es el objetivo
humano e histórico de esta estrategia subjetiva que se convertirá en mode­
lo humano de una cultura que será luego doblemente milenaria.
Veremos que la palabra que viene desde afuera, y no desde adentro,
es una palabra de niños. Dios afuera se comunica por medio de ios niños
que le hablan a Agustín con razones y voces infantiles. Sólo desde aden­
tro aparece la voz del Padre.
Difícilmente podamos, en ei lenguaje abstracto que utiliza la metafísi­
ca y la teología, encontrar los contenidos cualitativos que sirven de funda*
mentó vivido a lo que abstractamente se elabora en los conceptos. Difícil*
mente, pues, podamos acceder —como sucede en Agustín— al fundamento
más primario e imaginario de los valores más nobles, elevados y sagrados:
al fundamento sexual y primitivo de la devoción teológica y reflexiva. Con
ello no queremos invalidar totalmente las conquistas elaboradas desde lo
más carnal y elemental en el pensamiento, tal como lo vemos claramente
en Agustín. Sólo queremos volver a recuperar el sentido que desaparece
completamente excluido de lo que su fuente motivó. No queremos “sexua-
lizar” la teología; por el contrario queremos descubrir, sobre el fondo de lo
que la sexualidad ayuda a reprimir, el sentido más profundo de la dimen­
sión humana, social e histórica que por esa argucia sexual obsesiva se le
excluye del pensar. Recurriendo a la gazmoñería más pueril e inocente ¡qué
fácil resulta rechazar, como si fuera sólo algo sexual, los enfrentamientos
más cruciales y fundamentales del hombre que se debaten allí! Y sin em­
bargo es eso lo fundamental de la operación primero sacerdotal judía y lue­
go cristiana: bajo la apariencia de coartar y limitar el desborde de la sexua­
lidad, se trata de establecer en realidad la regulación más profunda de la
subjetividad bajo el dominio político. Ocupándose de los órganos sexuales
y del placer, estableciendo allí la preocupación más detallada y obscena, de
lo que se trata en realidad es de desviar la mirada para prohibir lo que siem­
pre habría que afirmar, el goce entre hombre y mujer, como punto de par­
tida de todo otro placer —y de todo poder.
La decisión fundamental del “ser o no ser” espiritual del cristiano
Agustín se reduce al problema de fornicar o no fornicar. No es una alego­
ría ni un símbolo; se trata de la realidad más inmediata, simple y corporal
de los órganos sexuales, las posturas de los cuerpos, los declives sinuosos
de las curvas, la visibilidad de los húmedos agujeros entreabiertos que de­
safían y hacen guiños al deseo, y el deslizar secreto y silencioso de los un­
tuosos fluidos seminales y vaginales —y quizás también de los anales. Son
las " viejas amigad' de las que se despide, no sin pena, el santo. ¿Por qué
para acercarse a Dios tiene que alejarse tan cruel y dolorosamente de sus
amantes?
‘Ellas me retenían, esas bagatelas de bagatelas, esas vanidades de \a-
nidades, mis viejas amigas. Con pequeños golpes me tiraban del ves­
tido de mi carne, y me decían murmurando por lo bajo: ‘¿nos vas a
dejar?’ Y 'desde este momento nunca más volveremos a estar contigo’.
Y ‘desde este momento nunca más te será permitido esto y aquello’.
”¡Oh, las cosas que me sugerían cuando digo ‘esto y esto’, las co­
sas que me sugerían, Dios mío! Que tu misericordia las aparte del al­
ma de tu sieno. ¡Qué inmundicias me sugerían! ¡Qué ignominias!’’
(VIII, xi, 26).

¿Qué escenas lúbricas podría recordar imaginando, exaltado de deseo


el santo, que le producen ahora, al evocarías tan sentidamente, tanto es­
panto? Podríamos reunir en su imaginación todo el Kamasutra, o las esce­
nas eróticas de un templo hindú, ¿da para tanto? Todos los juegos sexua­
les entre cuerpos humanos no podrían producir tal desprecio y
repugnancia si no fuese porque alrededor de ellos se ha tejido el más pu­
ro horror persecutorio contra la sensualidad más inocente o desenfadada
(que es lo mismo). Y eso en el lugar mismo de la máxima atracción, allí
donde el sentido vedado del cuerpo del otro ha sido degradado hasta pe­
netrar el lugar más íntimo de lo imaginario clandestino, que ahora debe ser
declinado ante Dios-Padre.
Pero el problema no es el Padre, sino la madre.
Desde el comienzo de este trabajo habíamos inferido que el Dios del
cual hablaba y al que invocaba Agustín era un dios interno, que surgía pro­
ducido desde la substancia misma de la madre, para contener su desbor­
de y permitirle permanecer en ella, cumplir la “función” lacaniana de Pa­
dre. Y su existencia era una construcción abstracta de palabras, aparato
artificioso para deslindar los aspectos más temidos, que permitía negar, al
mismo tiempo que enunciaba y actualizaba, el contenido maravilloso de
las cualidades maternas invocadas. Era un Dios disfrazado de masculino en
su ser substancia femenina y materna, un dios definido sólo por la función
de continencia.
Y será “Continencia" el nombre del Dios al que ahora invoca. Con­
tinencia es el discurso de la madre limitada por su propio padre, la ma­
dre ahora sólo cobijante y santa, no la devoradora, que le marca al hijo
el camino para alcanzarlo. Es la madre temida pero convertida en buena
y casta, la mujer despojada de lo más amenazante, que aprendió el dis­
curso interno que le llega del Padre, ya apaciguada, “viudas venerables o
vírgenes anciana^' . Lo más opuesto a las ardientes amantes, a las anti­
guas amigas con las que fantaseaba tanto, lo que cada madre es como
hembra deseante antes de concebir al hijo. Y ahora, para retenerlo y rea­
lizar la fantasía de que lo tuvo con su propio padre, para no perderlo le
dice al hijo que no tema, le pone un límite a la devoración sensual que
lo persigue: ¿no ves que como hembra fornicante ya no sirvo? ahora ya
no fornico, sólo acojo. Porque son mujeres a las que únicamente el espí­
ritu podría entrarles ahora en el cuerpo para animar sus carnes fláccidas
y amenguadas.

El discurso de la madre: balada de la dama Continencia

“...se me mostraba la casta dignidad de la Continencia


serena y de una alegría sin abandono,
solicitándome por su noble encanto a acercarme sin vacilar,
y tendía hacia mí, para acogerme y abrazarme,
sus piadosas manos, pobladas de buenos ejemplos”.
¡Había allí tantos jóvenes, tantas jovencitas!
¡Una multitud de adultos y gente de toda edad,
viudas venerables y vúgenes cargadas de añosl
Y en todos estaba la Continencia,
de ningún modo estéril, pero madre fecunda de hijos del goce
que le nacieron de su esposo, de ti, Señor!” (VIII, xi, 27).
¿Está claro? Dios Padre es el esposo de la madre a la que le hace hi­
jos; “madre fecunda de hijos del goce que le nacieron de su esposo, de ti,
Señof. La Continencia fue convertida en madre por Dios-Padre, que es su
esposo. ¿Cómo podría el puro espíritu engendrar en ella si no fuera casta?
No es estéril sino milagrosa: engendra hijos del Verbo. Ese fue su verda­
dero gozo, y todos pueden ser sus hijos, si aceptan como Padre al único
hombre que puede hacer el milagro de que la madre engendre en conti­
nencia, es decir sin desborde lujurioso, sin fornicar con nadie. La temida
madre, ahora despejada, lo acoge y lo abraza, se presenta pura, se presen­
ta casta, como le reclamaba cada amante nuevo a Alfonsina Storni.
Y Continencia, que es la madre contenida, la que no nos devora y sé
contiene, le recuerda al hijo de quien se puede recibir el poder de conte­
nerse. La señora Continencia quiere un hijo contenido, y el propio Señor
Padre de ella es el Dios que le ofrece como modelo poderoso: “¿Tú pien­
sas que esos hombres, esas mujeres, puedan [contenerse]por sí mismos y no
en el Señor, su Dios?”(id.). La Palabra afirma que el poder de contenernos
en nuestra expansión de vida viene desde el Padre que engendró espiri-
tualmente al hijo con la madre pura.
Y la dedicatoria a la Continencia sigue:
“Yo estaba todo colorado, a causa de las bagatelas
y de sus murmullos que escuchaba todavía;
y lleno de dudas, permanecía en suspenso!
Pero la Continencia, de nuevo, parecía decirme:
'Permanece sordo a esos seres inmundos
que son tus miembros terrestres,
para que sean reducidos a la muerte.
Te prometen delicias, pero nada hay comparable
a la ley del Señor tu Dios’.
“Esta lucha era una lucha de mí mismo contra mí mismo”.

§e pone colorado de vergüenza: las cosas que imagina (y que nos ha­
ce evocar a nosotros) lo tienen agarrado, en suspenso. Pero son inm un­
dos esos seres del mundo, le dice la Continencia satisfecha, la que lo con­
tiene y que necesita que él se contenga para que no se le escape. Son tus
miembros terrestres, separados, no como soy yo, la imagen interna unita­
ria: el estadio del espejo lacaniano que leías en mis ojos. La lucha contra
el enemigo exterior se convirtió en lucha contra las ganas que brotan des­
de adentro y lo llevan a las mujeres, para que las satisfaga como el dios
pagano manda. La única ley de dios que aquí se infringe es la que prohí­
be el incesto con la madre: no hay otra para lo que describe.
Cuando Dios se le anuncia al pueblo judío en el monte, lo hace en
medio de una tormenta de rayos, truenos y trompetas:
“Y aconteció al tercer día cuando vino la mañana, que vinieron true­
nos y relámpagos, y espesa nube sobre el monte, y sonido de trompeta
muy fuerte, y estremecióse todo el pueblo que estaba en el real” ( Exo­
do , 19,16).
Cuando Dios se le anuncia a Agustín la tormenta es sólo interna:
“Ai fin... estalló en m i interior una enorme tormenta cargada con una
abundancia de Huma de lágrimas. Para descargarla toda con sus true­
nos correspondientes.,.” (VIH, xii, 28).

Los angelitos tiernos

Para este tránsito del dios externo al dios interno no hay un modelo
afuera, viviente, que lo impulse. Sólo escucha voces de niños que le dic­
tan el camino. Y el camino es la lectura al azar de un capítulo de Pablo,
donde estaría contenido su destino, "Toma y lee; toma y lee”, repiten como
en un ritornelo los infantes, ese coro de angelitos difuntos, los nonatos de
la casta madre. Y allí el libro del Apóstol lo esperaba.
“Lo agarré, lo abrí y leí en silencio el primer capítulo que se ofreció a
mi vista. Decía así: Nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias
e impudicias; nada de rivalidades y envidias. Revístete más bien de
Nuestro Señor Jesucristo, y no te preocupes de la carne para satisfa­
cer sus concupiscencias” (VIII, xi¡, 29).

Cayó justo el santo; era lo que necesitaba y estaba esperando: las ad­
moniciones de un célibe que fungiera de padre. (En otras páginas de san
Pablo hubiera encontrado más de lo mismo.) Pero sobre todo era lo que
esperaba su santa madre, a quien en seguida va a transmitirle la decisión
de convertirse.
‘‘Entonces yo intercalé el dedo, o no se qué otra cosa, como registro, en
el libro que cerré. Luego, con el rostro ya sereno, se lo conté a Alipío.
(...) Me preguntó qué había leído. Se lo mostré. (...)
"De allí fuim os a lo de nuestra madre. Entramos, le informamos.
Se alegró. Le contamos cómo había sucedido, y ella saltaba de gozo,
se alegraba muchísimo y te bendecía... pues ella veía que con respec­
to a mí le habías concedido mucho más de lo que solía pedirte, en
sus plegarias habituales, con lágrimas y quejidos angustiosos.
“Así me convertiste a ti, Señor, y ya no buscaba esposa n i abri­
gaba esperanza alguna en este siglo. Yo estaba de pie eti aquella regla
de la fe en la que me habías mostrado a ella hacía tantos años. De es­
te modo convertiste su duelo en gozo , un gozo mucho más fecundo de
lo que ella había deseado, y mucho más querido y más casto de lo
que ella podía esperar de los nietos nacidos de mi carne” (id.).

¿Por qué recuerda y escribe, después de tantos años, este detalle tan
insignificante: "el dedo” intercalado, desaparecido como índice, “o no se
qué otro signo”, en las páginas del libro de San Pablo? ¿Cuál es el otro sig­
no, aparte del dedo, que Agustín dejó atrapado en el libro cerrado, como
“registro” de su conversión católica? La castración refrendada por el dedo
prendado, La escena de la conversión es la del renunciamiento a la carne
como gozo, "ya no buscaba esposa n i abrigaba esperanza alguna en este
siglo”. Tampoco le daría a su madre los hijos “nacidos de su carne”: la ca­
dena del engendramiento sexuado que lo ligaba a su padre se cortaba y
se perdía para siempre. Era la realización acabada del anhelo “espiritual"
de ella, y verificaba su “visión” como el Padre en sueños se lo había reve­
lado; estaba por fin a su lado parado en la misma regla de la fe, sometido
definitivamente a la ley materna. Mónica ya no tendría hijos con su hijo
(como le había sucedido a Yocasta con Edipo); Mónica sólo tendrá al Hi­
jo con su Padre (como le sucedió a María) y podrá retenerlo para siempre.
Es la consagración de la Madre, pero el aniquilamiento del Hijo.
Para escuchar la Palabra de Dios Agustín debe organizar nuevas re­
laciones entre el cuerpo y la lengua. La palabra materna, con su atrac­
ción libidinosa, deberá ahora resonar como Espíritu puro. El esquema
arcaico del aparato psíquico vuelve a instalarse. Dios entra a ocupar
el mismo espacio interno del cual las mujeres reales son desalojadas.

La exclusión de las amantes


(Antes de la conversión debe vaciarse de las mujeres que ama)

Agustín trató de enfrentar la racionalidad despótica del Imperio y del


siglo buscando un orden nuevo. Dijimos que la conversión católica era, por
fin, el encuentro con una nueva racionalidad que resolviera el drama de su
vida de hombre, sin renunciar al punto originario de su cuerpo erógeno, lo
más seguro de su afirmación dichosa, el cuerpo de la madre y la inclusión
arcaica en la simbiosis sin distancia del sin tiempo del goce. Pero para lo­
grarlo debe encontrar un límite a la amenaza de muerte con que la voraci­
dad materna y femenina lo amenaza a dos puntas. Debe entrar en el deli­
rio de la madre, también primario, que lo hace hijo del padre de ella, y
culminar en el reconocimiento, compartido ahora, de la nueva paternidad
y del nuevo esposo (“el hijo de tu sirvienta”) que lo había engendrado. Só­
lo así, hemos visto, puede concluir afirmando como punto originario e his­
tórico de partida el núcleo dei complejo parental cristiano, fundamento de
una nueva lógica cultural, basada también ésta en la experiencia intransfe­
rible de lo más propio y próximo.
“Oh Señor, soy tu servidor, tu servidor y el hijo de tu sirvienta. Has
roto mis lazos, te ofrezco como sacrificio una hostia de homenaje” (IX,
i , 1).
Muda la carne por la hostia insulsa, pero no sacrifica realmente el
cuerpo. Trata de seducir al Padre interno para que lo proteja de la madre
en la madre misma, y le renueva las pruebas de su senilidad y someti­
miento, le da una hostia de palabras como homenaje. El cuerpo materno
queda reservado del ultraje. La función que cumple el nuevo Dios es la de
Salvador: lo incluye conservando lo positivo del acogimiento arcaico de la
madre, y al mismo tiempo lo salva de caer en sus fauces.

La guerra de las lenguas

Para realizar la operación sagrada de transformar a un Dios antiguo en


un Dios nuevo, la lengua común deí patriarcado, sea pagano o judío, de­
be transformarse en una lengua nueva por donde circule un sentido sub­
terráneo en la superficie misma de lo siempre enunciado. En el capítulo
que consideramos se muestra, una vez más, la distinción entre dos lenguas:
I a) la "lengua engañadora'' (dos veces la llama así), la charlatanería
— la retórica— que él mismo vendía como profesor, referida al siglo, al po­
der, a la vida y a las antiguas amigas (y quizás al padre): “comprar de mi
boca las armas para sus futiosos delirios” (IX, h, 2); “cátedra de la menti­
ra ” (IX. ii, 4).
2") ía Palabra, que venía de Dios pero que la madre le había ense­
ñado, le revelaba el secreto suyo más escondido. Palabra que sale del co­
razón y del alma materna una vez que fueron atravesadas por las flechas
del padre y clavadas en sus entrañas: las palabras son también "arma^
para limitar el poder de la devoración femenina. Es la única defensa que
le queda disponible a Agustín, levantar contra las mujeres un muro de pa­
labras. Pero el de Dios es un amor que de palabra hiere, sólo lo hace con
los signos. El que a Palabra mata, a Palabra muere: no hay drama. Dios
benigno. Si el Padre de Palabras no mata, la Madre de carne ahora tam­
poco devora: dioses amorosos los cristianos. Porque las palabras en sí
mismas, sabemos, no son armas; las palabras, flechas de sonidos y porta­
doras Sonoras de amenazas, no matan ni horadan el corazón, ni atravie­
san las entrañas. Dependen de la fuerza destructora del cuerpo que las
profiere (o las lanza).
Las Palabras que anuncian el Verbo salen de la madre misma. Pala­
bras aviesas. Flechas apalabras = carbones devastadores. Hay transferencia
y distanciamiento del poder de muerte sobre los signos, equiparación de
lo simbólico 3 la fuerza de las armas y a la destrucción de la vida. Hay :,al­
quimia” del Verbo, transmutación de signos en armas ofensivas, que juega
aquí con las palabras para hacer otra cosa de lo que antes, retórico, hacía
con ellas en la vida mundana, conquistar ei corazón de una dama o escri­
bir el panegírico del Emperador en su cumpleaños. La Palabra no solamen­
te tiene sentido, ahora tiene un efecto violento y transformador en la me­
tamorfosis del cuerpo afectivo. Agustín impotente y aterrado ante el
peligro externo descubre el poder transformador y armado en la Palabra
misma. Ya no se trata de enfrentar ai mundo, sino de transformarse uno
mismo. La Palabra produce hechos, transforma la materia de la historia ex­
terna en interna.
La Madre le enseña a conciliar lo contradictorio sólo por medio de los
signos de su propia habla; lo fundamental de su poder sensible sobre el
hijo persiste, indeclinable aunque ahora encubierto. Las contradicciones
del mundo se reducen a una sola, al fundamento doliente de todas ellas.
Se trata sólo de calmar la ansiedad que le produce la imposición de la ley
nueva; sólo la madre existe en el mundo, sin otra mujer que le dispute al
hijo. El Padre, Dios, es también un í: nombre?' que la madre le había ense­
ñado C a cansa de tu nombre, que santificaste a través de la tierra, mi de­
cisión y mi propósito...') (IX, 11, 3); su fuerza y su poder le vienen del cuer­
po materno del cual surge;
“A nosotros, que remontábamos del valle de lágrimas cantando el cán­
tico de las gradaciones (“cántico gradual de David”, Salmos, 120-22),
tú habías dado flechas aceradas y carbones devastadores, contra la
lengua capciosa que... aporta la contradicción y que, como lo hace
con un alimento, devora a fuerza de amar’'.
"Llevábamos tus palabras, clavadas en nuestras entrañas” (id.).

La “lengua capciosa” era la lengua materna antes de que descubriera


la anfibología, antes de que las palabras se transformaran en Palabra divi­
na. Cuando aún era capciosa la lengua materna, la sensual y mundana, lo
devoraba a fuerza de amar, Agustín se perdía en su abismo porque la pa­
labra primera no resonaba aún como Espíritu puro, sino con su atracción
libidinosa. Pasar de las palabras a la Palabra es escuchar la lengua mater­
na sin rememorar el afecto bebido en sus besos de lengua. Es despojar al
amor de su asiento amoroso en el cuerpo materno. Ahora, cuando las pa­
labras las enuncia Dios-Padre, resuenan en el mismo sitio, pero como si al
mismo tiempo el abismo de corrupción de sus apetitos se transmutara de
alimentos terrestres en celestes. El corazón (materno) y la nueva lengua
que el hijo aprendió de su boca están unidos ahora en un solo sistema, en
una misma lógica, son coherentes con la de ella. Agustín por fin entiende.
El Señor le habla al alma de Agustín, y le dice: “yo soy tu salvación ”. ¿De
qué lo salva? Y se pregunta Agustín, ¿me salva de mis actos, o de mis pa­
labras, o de mi voluntad? ¿Lo salva del César o de los bárbaros? Dios veía
“en el fon d o de su corazón un abismo de c o r r u p c ió n Lo salva de lo ma­
terno que se prolonga en las hembras ardientes que pueblan el mundo, de
la atracción que siente hacia las mujeres locas de sus cuerpos que espejan
ese otro cuerpo suyo, que la madre califica como ab-yectas, separadas, ex­
ternas (porque lo materno es erotismo arcaico sin sexo; para estar unidos
madre e hijo no necesitan de dos órganos que los enlacen en la fornica­
ción humillante, forman un Uno sin distancia ni tiempo, el Uno eterno).
Pero al huir del cuerpo de las mujeres huye también del mundo histórico,
de sus intereses y sus dramas, huye del enfrentamiento político, se desen­
tiende del mundo.
Si bien Agustín busca en los Salmos y en el antiguo Dios de los judíos
el encuentro con ese Dios patriarcal que cree ser común a ambos, en rea­
lidad se trata de una divinidad completamente diferente a la de la Biblia
antigua. Es lo que estamos mostrando en ocasión de la palabra y de la ley
entre los judíos y los cristianos, la diferencia entre Moisés y Cristo. En Moi­
sés no es una fusión con Dios la que vive al traer escritas sus palabras en
la piedra y no en el corazón; sólo roza por un momento el hacerse el lu­
gar humano en el que lo divino, la verdad histórico-social, se abre un es­
pacio colectivo donde Dios aparece y debe ser mostrado, para que tenga
efecto, viniendo desde más allá de lo humano mismo, desde lo alto de la
montaña para el caso. Hay distancia entre los hombres y Dios-, los escla­
vos liberados sienten terror de ver su rostro, no hay fusión con el padre,
como sí la hay con la madre en el origen arcaico del advenimiento del ni­
ño a la vida. Tan extema es la Palabra en los judíos que hasta llegan a co­
merse los libros para hacerla carne; quieren que penetre hasta lo más hon­
do, pero no surge desde las entrañas mismas. En cambio Jesús, en los
Evangelios trans-formados por la doctrina paulista, y en la interpretación
de Agustín, no se identifica sino que se fusiona con el Padre de la madre
a través de reconocerse como su Hijo, traspasa la fusión materna al Dios
de palabras con el cual transmuta lo materno en Padre.
Porque el Salvador individual y subjetivo debe aparecer desde lo más
profundo de su ser sensible para recogerlo, alcanzar la dimensión más
honda donde el corazón de Agustín se ve succionado por el cuerpo ma­
terno que lo atrae y lo amenaza. La palabra con la cual llamaba al padre
en su auxilio para no ser devorado primero fue la palabra del hijo en có­
digo paterno, que clamaba por el padre real y sensible entre los mani-
queos. Pero ese padre no era el que la madre podía reconocer como ver­
dadero. Y entonces ella le enseña el Nombre de ese otro Padre que Agus­
tín ahora reconoce y cuyo idioma por fin habla. Tanto la primera Palabra,
que recibe Jesús por boca de María, que le cuenta que lo engendró con el
Espíritu Santo, como la Palabra que recibe Agustín por boca de su madre,
vienen de las mujeres-madres, son quienes se la comunican al Hijo. No es
la palabra del padre real que los engendró en la carne, es otra lengua que
al final Agustín reconoce y habla. Las madres enseñan al hijo cuál es el ver­
dadero nombre de su padre. Las palabras masculinas y del esposo son ne­
gadas por mentirosas desde la Palabra de la Madre.
Como no hubo padre real y corpóreo que ocupara también en Agus­
tín el mismo lugar primitivo de la madre para limitarla, ahora adulto debe
desgarrar con las flechas de palabras sus propias entrañas, para crear allí,
en lo más hondo, al nuevo protector sin inscripción sensible, salido no del
propio deseo sino del deseo materno que lo desdibujaba desde la nada,
formado de sonidos: verba, non res. Por eso las palabras que limiten al co­
razón en lo que tiene de corrupción materna — “devora a fuerza de
am ar ”— deben partir del fondo del corazón mismo, vaciado de su afecto.
La circuncisión paulista del corazón fue realizada.
“Pero tú. Señor, tú eres bueno y misericordioso, y sondeando con tu
mano derecha, veías la profundidad de mi muerte, y del fondo de mi
corazón vaciabas un abismo de corrupciones” (IX, i, 1).

Dios, armado de palabras, ocupa en la conciencia el nombre que co­


rrespondería a la madre en el discurso, y vacía de su representación sensi­
ble al corazón del hijo: la Palabra divina expande su eco en el antro mater­
no vaciado de substancia. Y lo persigue para despojarlo de sus sensuales
atracciones, vivencias de un Edén perdido prolongado en el cuerpo de las
hermosas "bagatelas" desvalorizadas, lo des-arma. En realidad sondea con
su mano derecha' las profundas corrupciones que vienen desde el fondo
abisal del corazón cuando aparecen presentadas y sostenidas por otros
cuerpos femeninos —vivos y adultos— en el mundo, aplica la ley de la ma­
dre —la ley de Cristo, dice Pablo para diferenciarla de la ley judía— que le
prohíbe al hijo toda mujer que no sea ella. Debe ser un puro sentimiento
sin que nada carnal lo soporte, marca originaria limitada y circunscripta,
huella inmaterial, eco sin sonido, casi nada, Al retomar al “primer objeto”
hacia ^dentro funde su rastro sensible en una forma racional, diferente, pa­
ra contener su desborde y así desvía al deseo de su fuente, y lo logra en la
fuente misma donde se origina. La represión más honda y más perfecta fue
alcanzada. A la substancia materna el cristianismo le da forma nueva, le po­
ne sello paterno, racional y masculino —para expropiar a la pulsión de vi­
da donde ésta reside, se tensa y busca su camino hacía el mundo.

El invento (verbal) de un Dios nuevo

Dios ocupa ahora el lugar invisible que antes, visible, ocupaban las
mujeres, las bagatelas, (la madre arcaica y sus cualidades sensibles). Dios
sometido a la madre, Dios so-metido; metido en lo materno. De la madre
el Dios cristiano recibe todo, a su padre que está escondido dentro de ella,
y a ella misma. Afuera, en los cuerpos femeninos ninguneados, reducidos
a míseros desechos, puras bagatellas inserv ibles, nada debe denotarlo. Vie­
jas amigas que sirven de sustento sensible a las abstracciones con las qué
construye al nuevo padre.
“¡Cómo se convirtieron de pronto en suaves para mí
la privación de suaves bagatelas! (....)
tú, verdadera y soberana suavidad,
las echabas afuera y entrabas ocupando el espacio de ellas-,
más suave que toda voluptuosidad,
pero no para (a carne y la sangre, (...)
pero más interior que todo secreto (...)”(IX, I, 1).

Lo suave femenino sigue siendo el mismo suave, pero ahora evoca­


do solamente para darle una asignación nueva; lo suave es un sentimien­
to para llenar un vacío que debe existir desde lo femenino para que Dios
sea. Qué tan hondo y sensual era el sentimiento. Sólo se necesita aplicar
la negación para que Dios esplenda disfrazado con la misma soberana
suavidad que ellas tienen. Dios entraba en Agustín ocupando el mismo es­
pacio; más suave que toda voluptuosidad, más hondo que todo secreto,
pero eso sí: “no para la carne y para la sangre”, basta con decirlo para
que no lo sea. El acceso a este Dios nuevo, elaborado con magma feme-
nino^ está mediado por el modelo del Hijo, pero un hijo sometido como
esclavo, que sale vencido de las entrañas de la madre, para señalar el ver­
dadero camino:
“¿Dónde estuvo durante tantos años mi libre albedrío? ¿De qué profun­
do y escondido abismo salió en un instante para que yo sometiera mi
cerviz a tu yugo suave y mis hombros a tu carga ligera, Cristo Jesús,
mi sostén y m i redentor!” (id.).
Toda la estratificación psíquica sólo quedó invertida, cambió de ubicación
y dé signo: 'Aparece un corte tajante y nuevo entre el adentro y el afuera
referido a la prolongación de lo materno en el mundo, comienzo radical
de toda relación externa. Agustín retorna de este modo al corte primero, a
la primera división-indivisa entre lo externo y lo interno que vivió cuando
infante. Ahora, de nuevo, como antes, todo lo bueno está adentro, todo lo
malo está afuera. El esquema arcaico del aparato psíquico vuelve a insta­
larse como modelo adulto y predominio materno. Las categorías a priori
de todo delirio que pretenda presentarse como realidad pura han sido al­
canzadas. Como cuando, infante, su deseo coincidía con el objeto de su
satisfacción vivido como interno, formando una unidad con su propio
cuerpo. Antes bastaba con alucinar el objeto para tenerlo; ahora basta con
invertir el valor de las cosas amadas y verlas desde la perspectiva del Otro
interno, para encontrarlas de nuevo dentro suyo:
“Todo consistía en no querer lo que yo quería y querer lo que tú que­
rías (...) someter la nuca a tu yugo de dulzura, y las espaldas a tu car­
ga ligera” (IX, i. 1).

Las bagatelas femeninas y amorosas, sensuales e impúdicas, esas po­


cas cosas despreciables no ocupaban sólo un espacio externo; tenían tam­
bién un espacio en el interior del cuerpo y de la imaginación en Agustín
mismo, del que el Dios masculino las desaloja ahora para, con su suavi­
dad, excluir y substituir la suavidad de ellas. Dios substituto que vuelve por
sus fueros. Pero no es el Dios judío, el de Abraham, de Moisés, de David
y Salomón, el que retoma de su desplazamiento: es un Dios que sale de
otro sitio.
Dios entra a ocupar el mismo espacio interno —el deseo que las ima­
gina y las evoca— del cual las mujeres reales son desalojadas, para insta­
larse en el lugar primigenio de lo materno femenino originario del propio
cuerpo. Ese es su espacio y su substancia. Más que entrar este dios sale
realmente desde ella. Sólo en apariencia este dios separa al hijo de la ma­
dre: la mantiene, triunfante y clandestina, como fundamento oculto. Este
dios realista, que aprendió a razonar con la filosofía griega, necesita pri­
mero el predominio de la lógica arcaica de la madre para apoderarse del
hijo e imponerse como Dios absoluto, para que el pensar sea también es­
piritual, puro y sin materia. Desaloja de su cuerpo con palabras — “pero no
para la catite y la sangré ’— a lo femenino de la madre, designando su
contenido — “más suave que toda voluptuosidad 1— con otras palabras
masculinas y paternales. Pero el sentimiento y sus cualidades delatan la pa­
rodia, la apasionada abstracción afectiva que construye para su conciencia
encierra aún la filigrana del cuerpo sensible materno originario.
Así es negado lo femenino en el hombre, lo que toda madre tiene de
cuerpo gozoso y engendrante. Está para el hijo, como es obvio, antes de
toda discriminación corpórea: "más interior que lodo secretó'. Es el secre­
to de todo secreto, anterior a todo lo que puede ser mostrado. Idealismo
que recorre en sentido inverso la genealogía por medio de la puesta entre
paréntesis de lo sensible. El máximo encubrimiento de lo materno y feme­
nino fue alcanzado en la historia espiritual del occidente cristiano. Dan
muerte a la madre sensible para imponer al nuevo Padre y suplantarla, nos
dejan sólo la filigrana estéril, muda y aterrada, de su gracia.

Dios oral

La regresión a Dios es puramente oral, Dios bebible. Hablando de su


amigo Nebridio. ya muerto, cuya "alma reposa en el seno de Abraham, sea
lo que fuere la naturaleza que representa ese seno’ (Dios va no es del Abra­
ham judío, éste tiene pechos como senos y amamanta), dice:
“Ya no aplica su oído a mi palabra. Pone su boca espiritual a tu fuen­
te y bebe cuanto puede la sabiduría, según su deseo, feliz para siem­
pre. (...) Tú, Señor, que eres su bebida...” (IX, ni, 6).

Agustín busca la unidad de sí mismo, su coherencia y equilibrio, en el


acuerdo entre corazón y palabra:
“Que mi corazón te alabe, así como mi lengua, y que todos mis hue­
sos digan: -Señor, ¿quién se parece a ti?-” (IX, i. 1).
“Mi corazón te dice: busqué tu rostro; tu rostro, Señor, lo busco toda­
vía’7 (IX, m, 6).

Busca el rostro, porque no lo encontró todavía. Si lo hubiera tenido,


no lo buscaría. Tendría ese halo sensible y barbudo que los judíos proyec­
taban en Jehová como prolongación del propio padre; no se trataba de
buscar el rostro, que era conocido, sino sólo de obedecer sus mandatos.
Pero ahora, como es un padre desconocido y nuevo, lo busca desde lo
abstracto, desde las palabras y las marcas corpóreas de la madre con las
cuales debe construirlo. Dios de “bricolage”. Un Dios más próximo que el
dios judío, es cierto, pero más extraño, porque lo busca en la propia car­
ne, no con la palabra del pensamiento, sino con la Palabra encarnada de
la madre.
Este acuerdo implica la aparición, como hemos visto, de dos tipos de
palabras. Por una parte, las palabras convencionales, las palabras del siglo,
que se mantienen en el elemento de la vida camal y del tiempo histórico.
Por otra parte la Palabra eterna, que ella enuncia, la lengua materna origi­
naria que es coherente con el corazón (materno), que está fuera del tiem­
po, absoluta y verdadera, y que tiene, como complemento objetivado de
ese cuerpo infinito originario y subjetivo, al cuerpo místico y de piedra de
la Iglesia. Pero esta palabra, la histórica que viene desde afuera, la elabo­
rada en la lucha contra el despotismo, esa palabra que el materialismo
enuncia como una nueva forma de racionalidad contrapuesta al idealismo
despótico del poder político absoluto, es suplantada en Agustín por el es­
plritualismo descorporizado de la Palabra, pero dependiente aún en lo que
anima de la figura materna sometida, de lo femenino rebelde vencido, en
retirada.
Mantiene el combate contra el patriarcado arcaico de los judíos des­
plegando la fantasía más arcaica aún y femenina de la hembra sometida, a
la que sólo le queda el recurso de retomar al único poder que podría sal­
varla: el fantaseado y puesto en su propio padre. Se mantienen así la ma­
dre y el hijo dentro del espacio de la psicología individual e infantil —la
madre como hija cautivada y seducida por su padre cuando niña; el hijo
cautivo y seducido por la madre cuando infante— y con esas categorías
ilusorias y arcaicas encuentra ella, en su ser madre, la posibilidad de ac­
tualizar con el hijo la primera figura de la sociabilidad matriarcal, forma
clandestina de la rebeldía femenina. De este modo hace de su propio hijo
el instrumento del enfrentamiento con los hombres que la dominaban. Ese
es el penis need de las damas romanas: añoran sólo el pene de su padre.
Intercambian ellas sí al pene real por el Falo imaginario. Rebelión ilu­
soria, ésta la de las madres dependientes que sueñan con su propio padre
como el verdadero Hombre que ningún otro suplanta. Por eso la negación
de la historia en la historia que elabora Agustín, trata desesperadamente de
encontrar en el cuerpo místico de la madre Iglesia ese poder paterno per­
dido para ambos. Pero lo vuelve a encontrar como una relación amo a es­
clavo todavía más profunda y absoluta. Agustín piensa, manumiso, con las
categorías del Imperio despótico romano;
“Oh, Señor, soy tu servidor, y el hijo de tu sirvienta" (IX, i, 1).

A la salvación absoluta corresponde, en el retorno a las categorías ma­


ternas, la dependencia y la sumisión acabada. Eso lo describe Agustín y lo
presenta como modelo de la buena esposa romana y cristiana.
Corazón apalabrado

Es así como todo su ser está marcado por la malicia antes de ese
acuerdo entre corazón y Palabra. Para que ese acuerdo se produzca es ne­
cesario introducir otra voluntad y producir otros actos. Sólo la palabra pue­
de ser mediadora entre ambos, para que el nuevo acto se cumpla.
“¿Qué malicia no tenían mis actos, y si no mis actos al menos mis pa­
labras, y si no mis palabras, al menos mi voluntad?”.

Y frente a semejante tránsito, Agustín cae nuevamente enfermo, como


había estado hacía poco tiempo cuando para distanciarse de su madre de­
sesperadamente viajó a Roma.
"Por lo demás, el hecho de que aquel misino verano comenzara a re­
sentirse mi pulmón., respirando con dificultad y acusando con los do­
lores de pecho que estaba enfermo y que me negaba a emitir una voz
suficientemente clara e intensa.., a causa del excesivo trabajo en la
clase” (IX. ii. 4).

El tránsito de las palabras a la Palabra modifica al cuerpo que la dice,


y lo restringe en su apertura significante del anhelo encamado. La lengua:
"materna” cambia el sitio desde el cual se profieren las palabras. Agustín
tiene que anular el espacio corporal donde vibran las ganas, para implan­
tar, en ese mismo sitio corpóreo, el dominio implacable de la pura razón
pensante. Pierde la voz, se le estrecha la garganta, se le achica el cuerpo,
se ahoga. La razón pura es la razón pensante del hombre que cedió el lu­
gar originario del pensamiento, que es el cuerpo afectivo y deseante aho­
ra doblegado: se apaga la voz que lo desgarra.
‘dolores de pecho... que se negaba a emitir una voz suficientemente
clara e intensa...” (id.).

El rostro de Dios y las palabras

Entonces Agustín buscaba el rostro de ese Dios encamado dentro de


sí mismo, donde no lo tenía: era un Dios ambiguo todavía, carne de la ma­
dre apalabrada, rostro que seguirá buscando inútilmente.
:iMi corazón te dijo: busqué tu rostro, Señor; tu rostro. Señor, yo lo
busco todavía.”
Tarea infinita, porque para Agustín no lo tiene. “Sobre nosotros está
impresa la luz de tu rostro, Señor1’ (IX, jv, 10). La luz del rostro luminoso
encandila: eran los ojos maternos cuando nos miraba, luz que reflejaba en
el fondo de sus ojos el rostro de ese hombre que ella sí había amado. Por
eso el rostro de este nuevo Padre, puesto que no prolonga el rostro del su­
yo, que Agustín sí conocía, debe ser buscado. Y cree encontrarlo, como fi­
gura objetiva, en los salmos de David, en ese rey judío que sí conoció el
rostro de su padre, y que Agustín recita a grito pelado para llamarlo: “¡Qué
gritos, Dios mío, proferí bada ti leyendo los salmos de David, cantos de fe,
donde no entra ninguna soberbia!”. Cree estar clamando al mismo Dios
que tos judíos cuando en realidad clama a un Dios nuevo, diferente, y
opuesto. Dios de lectura. Pero entre gritos y gritos, entre párrafo y párra­
fo, la figura de la madre es invocada nuevamente, espléndida, como con­
teniendo en sí misma todo lo que busca en Dios para auyentarla:
“Yo era entonces un novicio en tu auténtico amor. (...) Mi madre,
uniéndose a nosotros, estaba allí con hábito de mujer, fe de hombre,
seguridad de anciana, ternura de madre, piedad de cristiana” (IX, iv,
8).
La madre era el índice concreto de lo que buscaba, ella lo tenía todo.
El era un novicio, pero la madre era ducha en el amor al Padre que Je pre­
gonaba : era la decana. En ella, prolongando otras síntesis primarias, lo
masculino y lo femenino se entrecnizan, vestida de mujer con fe de hom­
bre, así como la sabiduría del tiempo transcurrido, la apariencia femenina
y la bondad materna, la piedad divina y la fe del hombre. Dios es enton­
ces invocado para que venga en su auxilio y lo libere adentro de ese Ab­
soluto vivo en el que se objetiva lo más originario y primario de sí mismo,
y que no puede abandonar sin sentirse muerto. Y luego de evocarla, repi­
te la invocación al Esposo: “¡Qué gritos profería hacia ti en esos salmos, y
cómo me inflamaba hacia ti a su contacto!". En el Salmo IV, que recitaba,
los judíos agradecen a Dios por algo diferente: que les haya abierto una
solución a la angustia:
'‘Cuando te invoco tú me abres una salida para mi angustia” (IV).

En efecto, Jehová le abre una salida a la angustia de quedar degluti­


do para siempre, dejar de estar disuelto en un abrazo infinito que se con­
funde con la misma muerte. Pero en Agustín la medicina para la angustia
implica sumergirse en la obscuridad de los misterios, en lo que contraría
las certidumbres pensadas, no en la claridad de la ley mosaica:
“Me horroricé de temor y me enardecí de esperanza y gozo de tu mi­
sericordia ¡oh, Padre!”, “...aquellos misterios, verdadera medicinó'
(IX, iv, 8).

Era el único Dios que resolvía su impasse: le permitía permanecer uni­


do para siempre al goce de Ja madre buena gritando afuera para que la mi­
sericordia del padre lo salvara. La muerte, exigencia materna que le orde­
naba abandonar todo otro amor terreno, sensual y femenino en el mundo
exterior, patriarcal y adulto, sólo podía ser superada si alguien antes le ha­
bía abierto el camino de retorno hacia adentro, hacia los misterios de las
soluciones fantaseadas, y verificado que la muerte — resurrección median­
te— no existe para el cristiano que sigue la propuesta delirante de la ma­
dre:
“Y tú. Señor, habías glorificado a tu santo, resucitándole de entre los
muertos, V colocándole a tu derecha, para que enviara desde el cielo,
según su promesa, al Consolador (al Paracleto), el Espíritu de la ver­
dad. a quien ya había enviado y yo no sabía. Lo había enviado, por­
que ya había sido glorificado, resucitando de entre los muertos y su­
biendo al cielo. Y si hasta entonces no se nos había dado el Espíritu,
era porque Jesús aún no había sido glorificado.
”Era de una verdadera muerte de la carne que murió por noso­
tros aquel que te interpela por nosotros” (IX. iv, 9).

El nuevo hecho histórico y misterioso, antes sin noticia

Este era el nuevo hecho histórico y misterioso que había aparecido en


el mundo, y del que nunca antes se tuvo noticia. Había un hijo, enviado
por Dios, en el vientre de una virgen que no había conocido hombre, que
había muerto como prueba de que ese nuevo Dios materno existía. Esa era
la feliz solución clandestina del dios del matriarcado imposible, religión
disfrazada de patriarcal y monoteísta dentro de la solución arcaica y paga­
na del cristianismo. En realidad es la religión del Trío.
“Tú nos ordenas la continencia. (...) Sí, la continencia nos reúne y nos
vuelve a la unidad que hemos perdido al deslizamos en lo múltiple.
(.,.) Oh amor que siempre ardes y nunca te apagas, Ob caridadD ios
mío, enciéndeme, Tú ordenas la continencia, pues dam e lo que me or­
denas y ordena lo que quieras’ (X, XXIX. 40).
¿Por qué Dios estaría tan interesado en que los hombres no forniquen?
¿Dios nos quiere onanistas? Agustín está por ser vencido: quiere entregar­
se y se abandona. El combate tiene a su cuerpo como lugar del enfrenta­
miento entre el adentro y el afuera. Debe cortar toda prolongación mater­
na en el mundo; no hay sustituto para su hermosura y su cobijo sentido
adentro como eterno. Para lograr que la carne ceda, Agustín debe llenarse
de odio y rabia contra ese desborde que prolonga lo arcaico en el orden
del mundo: debe encolerizarse contra sí mismo por amar a las mujeres.
Agustín debe “domar el cuerpo'’ (IX. vi, 14). El padre ordenaba antes: no
harás el amor con tu madre; la madre, en cambio, ordena ahora: no forni­
carás nunca, buscando lo que viviste conmigo, con ninguna otra. Con ella
sólo podrás tener hijos, pero goce como el nuestro, nunca. “Dame lo que
me ordena?, le contesta entonces el hijo, pero manténme dentro tuyo,
contenido. Entonces sí podrás ordenarme lo que quieras, que no ame a
otra ni me separe de ti nunca más en la vida. Con todo gusto. Pero de­
muéstrame primero que no me devoras ni me destruyes, que no corre pe­
ligro mi vida.
T ú nos ordenas la continencia (...) Sí, la continencia nos recoge y nos
devuelve a la unidad que hemosp>erdido (...) ¡Oh amor que siempre
ardes y jamás te apagas, oh caridad, Dios mío, arrebátame! La conti­
nencia es lo que ordenas [la ley materna]: da lo que ordenas y orde­
na lo que quieras'7 (X, XXIX, 40).

“Yo leía: pónganse en cólera y no pequen más (Romanos, 2). ¡Có­


mo estaba conmovido, Dios mío, yo que ya había aprendido a enco­
lerizarme contra mi pasado, para no pecar en el futuro! Justa cólera,
porque no era otra naturaleza, de la raza de las tinieblas, la que pe­
caba por mí, como dicen los que no se encolerizan contra sí mismos
y se amasan un tesoro de cólera para el día de la cólera y de la reve­
lación de tu justo juicio.
"Mis bienes no estaban más fuera de mí, y no era con mis ojos
de carne, en el sol de aquí abajo, con que los buscaba. Pues los que
quieren colocar su gozo afuera se convierten fácilmente en vacíos y se
expanden en las cosas visibles y temporales, mundo de apariencias
que lamen con una imaginación hambrienta. Oh, sí pudieran hastiar­
se de su hambre y decir: ¿quién nos mostrará los bienes? Digámosle
pues y que escuchen: Sobre nosotros está impresa la lUz de tu rostro,
Señor’ (IX, ív, 10).
Es la resolución del dualismo inconciliable, del enfrentamiento radical
entre el Bien y el Mal vividos en la división absoluta del yo angustiado has­
ta la muerte. Es el tajo divisorio de un yo aterrado que debe plegarse a la
amenaza de muerte y, anticipándose a ella, matarse en sí mismo para elu­
dirla.
“¡Oh, si ellos pudieran ver al eterno, interior*. (...) Yo, que había gus­
tado de él me mordía los labios de no poder mostrárselo. ¡Oh, si ellos
me traían su corazón para ponérmelo delante de los ojos, afuera, le­
jos de ti, y si decían: ¿quién nos mostrará los bienes? Sí, allí donde yo
me irrité contra mí mismo, en el interior sobre mi lecho; donde yo
sentí el aguijón del arrepentimiento; donde yo había ofrecido un sa­
crificio, inmolando al viejo hombre que estaba en m í y poniendo... mi
esperanza en ti. Yo grité, porque lo que leía afuera lo reconocía aden­
tro. Y no quería multiplicarme en los bienes terrestres, devorantes de
tiempo y devorado por el tiempo, cuando yo tenía en la eterna sim­
plicidad otro trigo, vino y aceite.
”Y lancé un grito, en el siguiente verso, un grito desde el fondo
de mi corazón: ¡Oh, en pa z! ¡Oh, en el ser mismo!” (IX, iv, 20).

Agustín quiere estar en paz a toda costa: reposar en el Uno, volver a


dormirse para siempre. Eso sí, después de "inmolar al viejo hombre que es­
taba en m í’: es lo que dijimos antes que ya había hecho con su propio pa­
dre. Por fin la contradicción externa había sido resuelta, retornando a la
coherencia sólo interna, a la paz del corazón, descansar acurrucado en el
ser mismo, en el seno materno, acogido nuevamente en sus entrañas y dur­
miendo para siempre: “me acostaré y dormiré ", como un niño. Está ahora
cobijado por el resguardo que le brinda ese Dios de palabras que le pro­
metió salvarlo: “¿Quién nos podrá resistir cuando se cumpla la palabra que
está escrita-, •La muerte ha sido devorada en la victoria*”(X, iv, 10). Quie­
re vencer la amenaza de muerte con la Muerte. La Palabra corrobora así la
promesa sentida de ser eterno. Estar eternamente con la madre significa
haber excluido la angustia de la amenaza de muerte que lo perseguía en
cada cuerpo de mujer que abrazaba. Y alcanzaba la paz en el mismo acto
en que daba prueba de que sólo los fantasmas interiores existen verdade­
ramente.

c "Tú eres, tú, el ser mismo por excelencia, tú que no cambias. En ti es­
tá el reposo donde se olvidan todas las preocupaciones, porque no
hay nadie contigo, (...) sino que estás tú solo, Señor, que me estable­
ciste en la esperanza del Único” (IX, iv, 11).

Debe estar seguro de que la marca materna ha desaparecido y se ha


vuelto invisible: '‘no hay nadie contigo”; “estás tú solo”. El Dios materno,
unidad puramente masculina, por fin encontró su complemento unitario
para contenerlo al Hijo sin que nada delate que está acompañado: es Úni­
co. Es el Uno de la Trinidad Santa, que contiene los tres términos resuel­
tos en la unidad arcaica por medio del espíritu que surge de la Palabra, de
la lengua materna que proclama la unidad originaria y la verdad del Padre
con quien la Virgen había engendrado al Hijo. El ser por excelencia está
solo, nadie lo comparte.

El dolor de muelas com o prueba de la existencia de Dios

Luego de esta experiencia que produce la conversión al nuevo Dios,


dos hechos milagrosos la confirman, una, con el nuevo Padre, a quien po­
ne a prueba cuando le pide que lo cure de un dolor en la boca, y otra con
la madre, a la que por fin se une espiritualmente (ascesis mística de Os­
tia).
Agustín se maravilla de la prontitud de la respuesta divina, la prueba
que confirma su existencia, “la admirable prontitud de tu misericordia”
(IX, iv, 12).
“Tú me torturabas en ese entonces con un dolor de muelas. Como se
había agravado al punto de quitarme la fuerza de hablar, me vino la
idea de recomendar a los míos, que estaban allí, de rogarte por mí, oh
Dios de toda salud. Escribí mi aviso en unas tablillas de cera y las en­
tregué para que las leyeran. Tan pronto como hincamos las rodillas
para pedir con fervor aquella gracia desapareció el dolor. ¡Y qué do­
lor! ¡Y qué manera de irse! Confieso, Señor mío y Dios mío, que me
quedé espantado. Nunca en toda m i vida había experimentado cosa
semejante. De esta manera me hiciste ver tus propósitos en lo más ínti­
mo de mi ser; y yo gozoso de mi fe alabé tu nombre” (IX, IV, 12).
La prueba de que Dios existe es que actualiza en el adulto la existen­
cia del vientre materno. Dios lo cura como, cuando niño, su madre lo cu­
raba al implorarle con palabras. La inocente y pueril escena vuelve a repe­
tirse. Pero esta vez demuestra lo contrario; no es la madre sino sólo el
Padre quien lo cura con palabras al ser invocado: “Alabé tu n o m b r e Pri­
mero el padre lo castiga con el sufrimiento, le hace doler en su cuerpo has­
ta que queda sin palabras. Así también el niño sentía que la madre le do­
lía. Ruega que nuevamente se produzca el milagro, le piden, con palabras
grabadas en el cuerpo dócil de la cera, todos juntos implorando que lo cu­
re. Y cesa de golpe el dolor, y aparece el espanto; la palabra penetra has­
ta el cuerpo mismo y lo transforma. “Me quedé espantado. Nunca en toda
mi vida había experimentado cosa semejante". Así como la palabra modi­
ficaba la cera al escribirse y su sentido producía su efecto al penetrar en
el cuerpo, así también experimentó la llegada de la Palabra a lo más pro­
fundo del poder del otro en su propio cuerpo: “me hiciste ver tus propósi­
tos en lo más íntimo de m i ser’. Magia traslaticia. El mismo padre que ha­
ce doler tan intensamente también cura lo que produce. Es la prueba de
que Dios omnipotente existe como existía la madre, el cuerpo sufre por­
que Dios lo quiere y Dios lo cura al implorarle. Dios le habla con el sufri­
miento: al meterle el dolor bien adentro. La amenaza de volverse loco dé
terror y de angustia por el abandono de la madre, de ese terror sólo Dios
padre puede protegerlo. Pero tiene que salir desde el mismo lugar donde
reside ella. El cuerpo forma ahora una unidad de palabras con el padre,
confirma la unidad de su poderío al someteime.
Agustín va a vivir con su madre una revelación mística de lo divino
compartida: necesita un anticipo de vida eterna por la muerte que le
espera. Se descube el lugar incandescente del afecto sobre el que la
Verdad se apoya. Es la Trinidad en el Uno lo que a l fin encuentra.

I) La ascesis de Ostia: las bodas celestes


de la Madre con el Hijo

Agustín el hijo necesita caucionar el anhelo de su madre antes de que


muera, debe acompañarla hasta el límite extremo que está por trasponer
—y que lo hará, porque a los pocos días muere. Es la última oportunidad
que se les brinda. Tratan de vivir juntos una fusión que el pensamiento les
había prometido, una revelación de lo divino compartida. Como en las re­
ligiones de misterio el iniciante alcanza el punto culminante cuando con­
tacta lo divino. Al elevarse por encima de lo terrestre el hombre busca su­
perar la muerte saboreando el sentimiento de lo eterno en lo terrestre
mismo.
Entonces Agustín se propone acceder a “eso tan grande ”e incorpóreo
que los convoca, que creen estar viendo juntos, o que más bien conjuran
para que aparezca, como si aquello a lo cual piensan elevarse no fuera esa
antigua estela sensible que los envuelve y los desborda nuevamente; tra­
tan, porque serán santos, de pensarlo a Dios sólo como una Idea verdade­
ra del Todo Infinito en que se unen. Más que verdad racional es afecto pu­
ro, la Verdad es lo que sienten juntos sin que falte nada. Ese Todo debe
ser pensado, para unificarlos, como un pensamiento hacia el cual conflu­
ya sólo el río desbordante de un antiguo afecto. Quieren volver a oír jun-
tos Ja resonancia de la Palabra que los ponga en trance, los enardezca y
los prepare para una copulado mística. Y para que sea eterna, sólo pura
idea, tienen que invalidar lo sensible, e imaginar una vida sin vida, sin ma­
teria y sin cuerpo.
El de ellos —madre e hijo— es un amor, como todo amor, que sólo
el ardor de sus cuerpos sostiene, pero que la ley patriarcal reprime y ame­
naza. Para volver a estar juntos para siempre deben desandar el camino en
dirección inversa; al término de la vida deben retornar al nacimiento para
encontrar, en el engendramiento místico, a ese Dios seminal que bendiga
la permanencia en la unidad eterna. Deben legalizarse nuevamente para
poder vivirlo, ahora que el Hijo al convertirse entró plenamente en la fan­
tasía materna para compartirla. Agustín debe ir desde el ser pleno, pero
irrepresentable, en el que están unidos, a la reconquista triunfal de esa
“Cosa” que antes había definido como “nada” sólo para evadirse de la
muerte que encerraba. Porque si hay un nuevo Padre que contenga el des­
borde de la Cosa, la muerte es soslayada y la permanencia en ella nos ase­
gura la eternidad deseada. Juntos deben hacer surgir en la conciencia un
pensamiento que sea el garante de estas nupcias donde sus substancias
\xielven a integrarse desde una separación por fin vencida. Un Todo nue­
vo, diferente al mundo, que les devuelva la certidumbre que ambos sien­
ten: de que están ya juntos para siempre en otro mundo. Allí donde impe­
re. Dios mediante, una legalidad diferente a la mundana, que autorice estas
bodas sacrilegas y sagradas — sacrilegales— de la Madre y el Hijo. Que
exista un Dios nuevo que tenga el poder de consagrarlos.
Lo invocan, apoyados en la balaustrada de un balcón en Ostia, cuan­
do la separación definitiva se aproxima, y uno de ellos está destinado a la
corrupción insoslayable de la muerte que presiente próxima. Y la madre
lo dice. La madre debe también enseñarle a morir al hijo, para que la fan­
tasía cierre-, debe dar la prueba de que recibe a la muerte como un despo^
sorio bienaventurado y que la convoca para que se verifique, al borde del
abismo, la promesa de retornar ambos a la vida eterna.
jo rq u e lo que el hijo vivió en la incertidumbre como sacrificio, la ma­
dre le enseña a vivirlo como verificación de su goce realizado. Y la asee-
sis de Ostia es eso: un anticipo de la prometida eternidad en acto. Sin ma­
dre muerta para la vida y para el sexo no habrá hijo crucificado para el
poder político. La madre está al comienzo y al término de la vida, como
vientre y como tierra, tálamo y túmulo. “Tarde te am é', escribió Agustín del
Dios que los unía y consagraba. “Tarde te amé', repite, para justificar el
amor hacia ese nuevo Padre inesperado — ‘padre adoptivo”— que la ma­
dre le ofreció para reemplazar al suyo. Amó al nuevo Padre tarde, es cier­
to, pero a la madre la amó, desmesuradamente, como la amamos todos,
desde muy temprano. La dolorosa e insoportable distancia que lo separó
del amor a la madre se salva sólo si ese Dios consiente en hacerse presen­
te antes de la muerte: si el Padre etemifica el instante de la fusión de los
amantes con su Parousía.
La impronta materna primitiva, puesto que carece de representación,
es usurpada por el código político, estatal y militar y religioso masculino
que se la apropia y le pone el signo de su autoría, le pone figura mascu­
lina a la Diosa madre y la llama Dios-Padre. Por eso Agustín, desde la fu­
sión camal que carecía de imagen, busca un rostro a lo que no lo tiene y
que fue amado tardíamente ( “Busquétu ro stro "ta rd e te am é”), a diferen­
cia de lo que pasa en los judíos, donde el rostro buscado como Diosa de
los Cielos (porque está prohibido hacerlo) es un rostro de Diosa claramen­
te femenina, no disfrazada de paterna. El Dios judío tiene, como dice Frans
Mayr, una “sombra antropomorfa" autorizada; los judíos no tienen que bus­
carlo tardíamente porque tras de él ven el rostro temprano de su propio
padre al invocarlo. No tuvieron que convertir en Dios al padre de la ma­
dre para cuidarla.
En la pregunta insistente, la que siempre retorna pese a la promesa
que la madre le hizo —y que ahora ratifican al invocar juntos al Padre—
busca Agustín una única respuesta a la desesperanza inconsolable, necesi­
ta sentir con ella que los cristianos no se mueren nunca. Cada colectivo
humano trata de elaborar una solución fantaseada frente a la muerte, y el
hijo que pregunta recibe la respuesta desde la madre. La muerte es feme­
nina cuando se aviva en uno sólo lo que de la madre aterra. Y para veri­
ficarla, como cierta o no, debe retornar a ella para interrogarla nuevamen­
te. Ella, y solo ella, tiene la verdad de nuestra eternidad o nuestra muerte.
La clave racional de los sueños está en el pensar del padre (Freud para el
caso), pero la llave de la vida y dé la muerte está en la madre.
La madre también tiene que hacernos pasar del principio del placer
arcaico individual, infantil e imaginario, al principio de la realidad social,
colectiva y adulta. Toda madre debe hacerlo, y por eso cada una respon­
de, a su modo, al interrogante que el hijo obscuramente, implorándole, le
pide que conteste de una sola manera: que lo haga eterno en ella. La Bi­
blia judía, en el Génesis, le revela su verdad al hijo; de la arcadia materna
y paradisíaca se cae en la realidad dolorosa de la muerte para ambos, la
mujer y-el hombre; el trabajo de ganarse la vida con esfuerzo y el dolor
carnal del alumbramiento. En cambio, el Evangelio cristiano comienza dan­
do como realizada en la realidad adulta una fantasía infantil y primaria; la
madre, inseminada por Dios Padre, alumbra .al hijo sin dolor, espiritual­
mente, y el hijo que va al muere resucita: será eterno. En cambio la madre
judía le responde al hijo y le dice, pese al amor que le tiene, que ambos
morirán para siempre. Esa fue también la enseñanza de mi madre. Por eso
el hijo judío podrá ponerle como epitafio al padre: “Qué otra eternidad si­
no la de saberte eternamente muerto”. La verdad sea dicha. Pero la madre
cristiana, al proponerle el modelo de Cristo resurrecto, aunque no lo sepa
con su conciencia, le contesta al hijo como le contesta Mónica a Agustín:
que la salvación y la eternidad los espera si \iaelven a actualizar el amor
primero que los había unido, aunque para hacerlo deban negar la realidad
del mundo.Y juntos lo resuelven en una exaltación mística que trata de ac­
tualizar esa vivencia que han tenido ambos, cada uno por su cuenta, la ma­
dre a cuenta de su propio padre; el hijo a cuenta de su propia madre. Pe­
ro de ese Hijo el padre no tendrá epitafio. Nadie dirá Kadosh en su tumba,
como se lamentaba Heine.
‘ Estábamos los dos solos y empezamos a hablar suavemente. Olvi­
dando el pasado, tendidos hacia el futuro (Phil. 3,13), nos preguntá­
bamos entre nosotros, en presencia de la Verdad que tú ei'es, cuál po­
dría ser esa vida eterna de los santos que ni ojo vio, n i oído oyó, ni el
corazón del hombre pudo sentir montar en éf: (IX, X. 23).
Están, creen ambos a dos. la madre y el hijo, en presencia del Padre-
Dios. Actualizan, cada uno en su propio interior y con sus propios conte­
nidos, una reminiscencia arcaica, filigrana sentida desligada de toda marca
temporal en el cuerpo, fuera del tiempo por lo tanto, que el hijo Agustín
ya había alcanzado —conversión mediante— a producir en sí mismo tal
como la madre le había sugerido. Y para ello es previo “olvidar las cosas
p a s a d a abrir sólo la dimensión de lo que todavía no existe. “Olvidando
el pasado, tendidos hacia el futuro': dice. Primer corte con el cual comien­
za el distancíamiento para ingresar en el infinito del sin tiempo en la sin
distancia con lo materno, y que hace eco al distanciamíento de su propia
infancia que describió al comienzo del libro. En el pasado está el origen:
olvidar el pasado es como no saber que nacimos de ella, y que ella camal-
mente nos tuvo (mientras estamos con ella, para siempre, a su lado). Ten­
diendo sólo hacia el futuro, como el niño que nace puramente: san Pablo
le había enseñado el método. Se trata de una cita de la Epístola a los Fili-
penses, donde el creador de la Iglesia le enseña cómo alcanzar la resurrec­
ción de los muertos en la vivienda celeste.
En la Epístola, a la que se refiere la cita de Agustín, se dice:
Los cristianos “somos la circuncisión” y “nos glorificamos en Cristo, no
teniendo confianza en Ja carne", y “por el cual lo he perdido todo, y
téngoJo por estiércol, para ganar a Cristo”, “a fin de conocerle, y la vir­
tud de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, en
conformidad a su muerte, si de alguna manera llegase a la resurrec­
ción de los muertos... sino que prosigo para ver si alcanzo aquello pa­
ra lo cual fui también alcanzado de Cristo” (3,3 y ss.). "Hermanos...
una cosa hago.- olvidando lo que queda atrás, y extendiéndome a Jo
que está adelante, persigo el objetivo, el premio de la soberana voca­
ción de Dios en Cristo Jesús” (Fil.,3, 12-14). “Nuestra vivienda es en los
cielos'. Cristo “transformará el cuerpo de nuestra bajeza, para ser se-
mejante al cuerpo de su gloría, por la operación con la cual puede
también sujetar a sí todas las cosas”.

"Los cristianos somos la circuncisión”, le dice Pablo; no es sólo el pe­


ne, como en los judíos, lo que en ellos simbólicameine se castra. Si los cris­
tianos son la circuncisión es porque el ser mismo del cristiano está castra­
do en el propio corazón, en el fundamento materno que anima todo el ser
del hombre. En la palabra “Verdad” Agustín actualiza la estela de un anti­
guo goce que la circuncisión del corazón dejó trunco, una unidad de me­
lancolía, donde se conmemora y evoca el placer de una simbiosis perdida
para siempre en el templo sagrado y glorioso de su cuerpo admirable: “ser
semejantes al cuerpo de su g l o r i a Y al rememorarlo en vida trata de ex­
perimentar, como si estuviera dado, un anticipo de la vida eterna: vivir la
resurrección como cumplida y realizada antes de que la muerte pueda al­
canzarlo. Agustín quiere garantías paganas para su misterio. La fe en la re­
surrección es el consuelo que el terror le da a la credulidad en duda.
Agustín necesita un anticipo de vida eterna por la muerte que le es­
pera: quiere tener la certeza de que la resurrección existe, aunque no ha­
ya abandonado la vida todavía. Quiere estar seguro. Quiere pasar al otro
lado del espejo y volver como si hubiera ido pero sin haber ido: sólo sin­
tiendo lo que la fantasía y el deseo lucubra libremente. La Verdad tiene só­
lo la form a puram ente racional del contenido sensual negado de la ma­
dre, por eso puede poner en palabras todas las cualidades que sintió con
ella a cuenta de un Dios-Padre ( “Sumo, óptimo, poderosísimo, omnipoten­
tísimo, misericordiosísimo y justísimo, alejadísimo y presentísimo, hermosí­
simo y fortísimo, estable e incomprensible, inmutable y que cambias todo,
nunca nuevo, nunca viejo, etc!' (I, iv, 4). Tiene que darle vida eterna al
pensamiento vaciado y descamado, que piensa desde la verdad sensible
del cuerpo de la madre cuyas cualidades se convierten, abstracción me­
diante. en la Verdad racional del cuerpo de palabras del Padre.
Y los dos están delante de la Verdad, la hacen ser en las palabras que
la dicen para que exista, pero el contenido lo pone el afecto que estalla
como una chispa deí frote de sus cuerpos. Quieren despegar del cuerpo
sin abandonar el cuerpo; imaginar, con el sabor de lo más vivo y cálido
que sienten juntos, cómo habrá de ser la negación de todo lo viviente y
de todos los cuerpos que están en el tiempo cuando ellos estén separados
para siempre.
¿Por qué cala y atrae tanto Ja solución cristiana? Porque responde a la
pregunta del niño ante la muerte con la única respuesta consoladora y, pa­
ra el sentimiento que la anhela, verdadera. Al niño que fuimos le basta in­
tuir lo pavoroso de la muerte para que de golpe el efecto inconsciente del
retorno arcaico a la madre se actualice como una consecuencia irrefrena­
ble. y lo calme. Es la respuesta más consoladora a la primera pregunta, la
más fundamental de todas.

La escena en el balcón

La escena de la ventana en Ostia, apoyados los dos en el borde del


mismo mirador, como si Agustín repitiera el inefable sentimiento de su
existencia anterior al nacimiento — "inda eterna de los santos"— y luego íá
aparición súbita y consoladora de los pechos maternos.
“Estábamos los dos solos y empezamos a hablar suavemente. Olvi­
dando el pasado, tendidos bacía el futu ro i Phil, 3,13), nos preguntá­
bamos entre nosotros, en presencia de la Verdad que tú eres, cuál po­
dría ser esa vida eterna de los santos que ni ojo vio, ni oído oyó, ni el
corazón del hombre pudo sentir montar en él’. “Pero nosotros tenía­
mos la boca grande abierta de nuestro corazón hacia las aguas que
corren desde lo alto de tu fuente, de la fuente de vida que hay en ti,
para poder empaparnos según nuestra capacidad, y poder concebir,
de algún modo, una realidad tan grande” (IX, x, 23).

Para alcanzar a actualizar eso in-sensible que “ni ojo vio, ni oreja es­
cuchó, ni corazón de hombre experimentó’ ¿qué hacen? Lo que los niños
esperando el pecho que los llene, madre licuada, con su fluido cálido; tie­
nen para eso “grande abierta la boca de nuestro corazón hacia las aguas
que corren desde lo alto de tu fuente, de la fu en te de vida que hay en ti...
Sólo así pueden concebir la magnitud inmensa de esa plenitud que ahora
la Palabra abre: ‘poder cíe algún modo pensar semejante y tan grande rea­
lidad”. [unto a la madre, que lo concibió en el cuerpo, ahora en cambio
se trata de pensar , concebir o hacerse una idea de lo irrepresentable que
eí Dios de palabras llena, de lo invisible ( “ojo no vío,!), de lo inaudible ( “ni
oreja escuchó’') y de lo insensible ( “ni corazón de hombre experimentó ’)
que sólo se abre y se gesta, en pensamiento, desde el hombre. Volviendo
desde el Dios judío paterno amenazante, que abre a la dura realidad de la
vida y de la desaparición eterna, tienen que lograr que el nuevo Dios tam­
bién conciba, desde la razón pensante, como una madre. Necesitan un
Dios complaciente que les engendre, en la conciencia, una razón acorde a
la fantasía que Agustín vivió en ella. Pero sin ella, sin los sentidos y sin las
imágenes del cuerpo con los cuales piensa necesariamente el pensamien­
to,
¿Qué realidad tiene, en la actualidad adulta, esta expectativa regresi­
va? La razón adulta se prolonga desde lo más arcaico, y con esas catego­
rías eternas que la razón le dicta ahora quiere concebir un mundo acorde
con las fantasías de retomo a su vientre eterno. Una madre interna para la
cual no había aún ni ojos, ni voz, ni corazón para sentirla, una madre an­
terior a la representación de la madre. Tienen que abrir grande la boca, co­
mo cuando niños, para encontrar la resonancia sensible de la devoración
cumplida, del estar ahitos para darle un asiento corpóreo al fantasma de
Dios que ella le propone. Y sólo cuando actualiza ese estar lleno por el
desborde de la leche ahora viril, para “recibir los soberanos raudales de tu
fuente, de la fuente de vida que hay en ti, para que, inundados por ella se­
gún nuestra capacidad, pudiéramos form am os una idea de una cosa tan
grande" (id.), sólo entonces pueden hacer posible que una idea, la idea de
“esa cosa tan grande?’ a la que llaman Dios, coincida con la experiencia
sensible de la madre ubérrima en cuyo seno —cosa tan grande— el senti­
miento de la idea se originó. La idea “tangrandé' de Dios Padre es el pen­
samiento que se abre desde el sentimiento de la Cosa “tan grandé' de la
madre.
Y a esa calentura del goce sensible del cuerpo, que ambos sienten, la
separan del goce abstracto de la gran idea, que también los enardece y (os
envuelve. Deciden que es así, porque han excluido de la conciencia —pa­
ra estar juntos sin que nadie pueda nunca separarlos— ese placer incon­
fesable, y lo han declarado desdeñable frente al goce que les da la “idea”
compartida, como si nada de lo más íntimo y libidinalmente corporal se
actualizara cuando se hablan suavemente, apoyados y de pie, brazo con­
tra brazo, sobre la balaustrada de un balcón externo. Confiesan para afue­
ra que ahora ya son insensibles, que nada les afecta. La idea de la “cosa
tan grande” que le atribuye al Padre — “cuerpo de su Gloriaf— transfigura
la Cosa sensible de la madre — “cuerpo de nuestra bajeza"— y le propor­
ciona el único recipiente adecuado a su magnitud vivida, para que por fin
lo sensible sea glorioso: tolerar la cercanía más honda y plena.
“Y nuestra conversación nos llevaba a esta conclusión: ningún placer
de los sentidos camales, por más grande que sea, por más bañado de
luz corporal que se quiera , podía ser comparado con el gozo de la otra
vida, ni aún era digno de ser mencionado. Entonces nos elevamos con
un afecto aún más ardiente hacia ‘el ser mismo y atravesamos gradual­
mente todos los seres corporales hasta llegar al cielo, desde donde el
sol y la luna arrojan su luz sobre la tierra” (IX. ix, 24).

No se da cuenta de que el gozo que espera de la otra vida futura re­


produce exactamente lo gozado ya en la madre con los sentidos carnales,
una vez que se eliminó la representación consciente, para sentir como sin­
tieron antes. Para Agustín, el placer carnal más grande, luminoso y envol­
vente. era el placer sexual que antes nos había confesado, que es cons­
ciente y está representado en esas imágenes lúbricas que lo persiguen, uhi
aún era digno de ser mencionado ” (id ), pero era un placer segundo y do­
loroso comparado con el otro, el que fue primero, el goce de la vida eter­
na. sin tiempo, que vivió en el vientre.
Para llenarlo a Dios tiene que rememorar con el cuerpo el sentimien­
to más digno y más antiguo, anterior a la diferencia externa de los sexos,
el más entrañable y primigenio que haya sentido, allí donde las palabras nó
existían todavía: antes del Verbo. No puede volver al primer objeto —rio
está representando— sino a lo único que le queda disponible de esa expe­
riencia; volverá al primer sentimiento, el mismo que buscaba actualizar va­
namente en cada mujer que amaba. Un sentimiento que resuene y actuali­
ce sólo el afecto de la “otra vidd’ que vivieron juntos —ese pasado sensible
que ahora Agustín “quiere olvidar3' con su conciencia para que sin repre­
sión se haga sensible— del cual se despojan para inaugurar un límpido fu­
turo, descarnado, incorpóreo, pero eterno. Viven en lo vaporoso de la an­
tigua estela etérea que dejó en ambos la unidad sentida. Juntos vienen
desde lo eterno, y van hacia lo eterno nuevamente juntos. Necesitan llenar
juntos el vacío de la muerte que se viene encima. Y con ese sentimiento,
que correspondía al primer “objeto”, el cuerpo materno, que aún no esta­
ba inscripto en el aparato psíquico, porque carecía de representación, con
sus mismos contenidos afectivos y cualitativos arcaicos, construirá la Idea
de la “Cosa tan grandé7 masculina y patriarcal, el nuevo Dios cristiano.
Es el objeto adecuado para ocultar la Cosa —la realidad, el sujeto— y
disfrazaría. La madre negada quedará unida para siempre a la muerte y no
a la vida; la vida quedará para el Dios-Padre que la ordena como amena­
za en el crucificado que volverá a su seno para salvarlo de ella. Para que
ese acoplamiento interno con la madre sea coherente necesitan que una
ley lo legalice y santifique. Pero esa ley debe ser anterior a la ley humana,
una legalidad divina pero clandestina, misteriosa, cuyo enunciado, aunque
abstracto, consagre el misterio de las bodas celestes del Hijo con la Madre
en el seno del Padre. También lo imaginario tiene una ley que ordena lo
compatible y lo regula: el corazón tiene sus razones. En este caso la razón
tiene que ser no sólo pensada sino encamada, una ley que recibe su fuer­
za de un poder nuevo. Y eso sólo lo lograría accediendo a la fantasía más
anhelada de la madre; haciendo que aparezca presente ese nuevo Padre
que podría consentirlo. Por eso la nueva ley, que regula ahora los fantas­
mas con su orden, tiene que actualizar su único sustento: el contenido sen­
sible y entrañable de la madre que evoca a Dios-Padre, que limita su des­
borde y los contiene. Las bodas del Hijo con la Madre las consagra el Padre
que la “visita” a ella, la Visitación a María. Es el sueño de la Madre, don­
de hubo Hijo que Dios-Padre sea.
La "presencia” sensible de lo más abstracto y distante para el hijo só­
lo adquiere vigencia si encuentra en su propia experiencia un sentimiento
exaltado que le sirva de sustento; como siempre, la Verdad, que es el sen­
timiento de un acuerdo, necesita cuerpo. Estamos asistiendo al momento
de la confesión indirecta de Agustín, en el que nos dice: para que la Ver­
dad aparezca el hombre tiene que actualizar su propio fundamento mate­
rial, quiere decir materno. La Verdad tiene que surgir, para ser creada, des­
de el afecto más ardiente que haya vivido el cuerpo y que lo ha marcado
para siempre.
‘ Nos levantamos con un afecto aún más ardiente hacia el ‘ser mismo’
(IX, ix, 24).

El “ser mismo" cuya presencia invoca, es el único que consagra la uni­


dad material de la Verdad con la totalidad del mundo, la única verdad en­
globante cuando tiene a la madre como punto de partida. Pero como la
Verdad tiene al mismo tiempo que protegemos del terror originario ante la
muerte, entonces se la convierte a la verdad materna en Verdad paterna
eterna. Agustín debe plegarse al patriarcado religioso y político, del cual
no puede desprenderse. Sólo surgiendo de este punto de vida la Verdad
alcanza una dimensión totalizante que la razón científica desdeña, inclu­
yendo el surgimiento engendrador de todo lo existente en la tierra y en el
mundo. En el mismo momento en que Agustín, extremando las cosas, hu­
ye del mundo y de la vida y de la madre engendradora para consagrarse
a un padre abstracto, hecho de palabras, sólo entonces descubre el lugar
incandescente del afecto sobre el que la Verdad se apoya para que apa­
rezca: un afecto aún más ardiente que todo otro afecto. El amor por la Ver­
dad no tiene otra alternativa, para fundarse como verdadero, que revivir el
origen, actualizar el lugar fundante desde el cual se siente ardientemente:
Nos levantamos con un afecto aún más ardiente hacia el :ser mismo’.”
Pero la verdad racional patriarcal así alcanzada niega su fundamento
materno; aparece sólo como Verdad masculina aunque castrada en su abs­
tracción que la distancia. Y le pide a todo hombre que para pensar no
piense lo que siente como verdadero, que debe castrar su corazón para
pensarlo,, y les impone renunciar a lo más propio, al fundamento femeni­
no. que debe en adelante avergonzarse por sentirlo. Por eso sus cualida­
des afectivas son asignadas al padre abstracto que proclaman juntos. Y es
desde aquí desde donde se produce el corte fundamental cristiano que ba­
rrerá durante siglos el poder histórico y colectivo del saber humano: la ló­
gica 'subjetiva” de lo arcaico, fantasmal e imaginaria, se mantendrá en el
campo de bs relaciones humanas fundantes de la sociabilidad adulta. Pe^
ro de ahora en adelante la lógica racional “objetiva” adulta, que resulta de
la exclusión de lo más profundamente humano, será la que regulará el po­
der político (económico y científico) sobre los hombres y las cosas.
Encontramos aquí el momento crucial en el cual el pensamiento ra­
cional cristiano, cuanto más acentúa su carácter subjetivo y más íntimo,
tanto más excluye la verdad material, sensible, cualitativa y sensual del
cuerpo y del mundo percibido. Esta Verdad “absoluta” — que antes lo abar­
caba todo— se separa aquí de lo que luego será la “verdad” científica,
cuantificada, como correspondiendo a “otro mundo”, a un mundo "objeti­
vo” sin subjetividad ni forma humana. Por eso el pensamiento cristiano y
materno —¿femenino?— se mantiene aterrorizado en el recinto sagrado;
.húmedo y obscuro, no sale nunca de las catacumbas.
''¿Acaso la verdad es una mujer que tiene sus motivos para 'no dejar
ver sus motivos?
¿Acaso, para hablar en griego, su nombre es Baubo?”
Nietszche. Contra Wagner
II) La escena en el balcón de Ostia (cont.)

El camino que emprenden Agustín y Mónica es un sendero ahora des­


cendente, de retomo hacia el interior de sí mismos viniendo desde lo más
distante y lejano del mundo; desde el cielo, los astros y las estrellas, el sol
y la luna, hasta resumirse en el corazón donde converge todo lo externo
e infinito. El todo está en cada parte, que es lo mismo que decir, Dios es­
tá dentro de cada uno de nosotros.
Bajan y bajan hacia adentro, hacia la marca. En realidad ellos creen
que suben descendiendo:
“Y subíamos todavía dentro de nosotros mismos fijando nuestro pen­
samiento, nuestro diálogo, nuestra admiración en tus obras. Y llega­
mos a nuestras almas ; las trascendimos para alcanzar la región de la
abundancia inagotable donde apacientas a Israel eternamente con el
alimento de la verdad. Allí la vida es la sabiduría por la que han sido
creadas todas las cosas, Jas que han existido y las que existirán. La sa­
biduría no ha sido creada sino que es ahora como fu e antes, y así lo
será siempré’ (IX, ix, 24).
El “alma” es el último símbolo unitario de la madre sentida en cada
hijo: es su reflejo como pensamiento, el que le da unidad a su cuerpo que
se escindió al separarse. El “alma”, para no angustiamos en la intemperie
vivida como muerte, espeja la unidad sentida del cuerpo materno como
propio, su impronta cobijante nos sostiene en el vacío abierto de la nada.
Por eso madre e hijo, Agustín y Mónica, van juntos ahora, desandando el
tiempo, en busca cada uno de ese sentimiento primigenio, anterior al al­
ma; van juntos hacia adentro en búsqueda del éxtasis de la unidad prime­
ra perdida para ambos. Van juntos en búsqueda del alma de la madre, allí
donde ella se afirmaba como una unidad engendradora fulgurante, confun­
dida su alma con la de su propio padre, y ambos engendrando al hijo. En­
tonces sólo allí, “trascendiendo” sus almas, ambos encuentran al Padre que
la madre nombra. Sólo en esta relación mística con la Madre, el Padre pu­
do acceder a ser sentido plenamente por el Hijo, emergiendo desde ella,
compartido.
Sentir juntos el alma era el sentimiento más profundo del reencuen­
tro, porque suponía vencida y negada esa experiencia de la separación si­
niestra, el desgarramiento absoluto del nacimiento como trauma, ser arro­
jados, solos, al mundo, y que el padre y la ley del Estado los separe. Pero
ella también vive lo suyo. EUa, la madre, viniendo desde el acogimiento e
inseminación paternos fantaseados en el embarazo divino, vive la afirma­
ción más absoluta y gozosa de sí misma como mujer que va a ser madre,
para poder superar, con esta fantasía redoblada, la insoportable prueba de
realidad que el nacimiento y la expulsión del hijo traen.
El "alma”, como unidad con la madre, surge para el hijo con posterio­
ridad al nacimiento; es una respuesta —corazón a corazón— ante el terror
a la muerte a la que fuimos arrojados desde el vientre. El niño bebe ma­
dre con los ojos y la boca mientras palpa la tierra firme de sus pechos con
la pulpa de sus dedos que se hunden en su masa plena, sorben madre flui­
da y se inundan de ella. Antes de que surgiera el alma estaba en unidad
absoluta, sentida sin fisura, forjada en su vientre, donde ella gestaba en sí
misma ese “algo” que no había sufrido separación ninguna, el hijo forma­
ba parte de su propio cuerpo como inescindible del suyo. Tanto la madre
como el hijo no sentían ni sabían nada de la separación externa, la que
contenía la muerte, vida alada en el etéreo connubio la que habían vivido.
Era sólo un momento en el éxtasis de la concepción pura con su padre
mientras ella gestaba al hijo en sus entrañas. Era, imaginado para Agustín.
región de la abundancia inagotable’, y la verdad coincidía con la sa­
biduría: ”allí la vida es la sabiduría’. La Verdad, en cuya presencia esta­
ban. era la coincidencia del uno con el Uno. la vida inagotable. La sabidu­
ría era poseer la clave de crearlo todo sin escisión, sin separación, sin
corte, vivir sumergido en el “ser mismo”, cuya presencia ilusoria y necesa­
ria sea el complemento y reaseguro contra la locura que amenaza,
Extraña esta percepción tan aguda y tan profunda en Agustín sobre lo
más arcaico de la vida, que pone aquí como fundamento de la verdad y la
sabiduría del hombre, lugar inaugural de todo saber y de todo sentimien­
to, La Verdad absoluta se asienta en el lugar sentido de la unidad origina­
ria con la madre. Pero ambos, la madre y el hijo, para que no los separen;
atribuyen esta Verdad al Padre. El fundamento más entrañable aparece ab­
solutamente separado de su fuente. En el momento en que actualiza tan
claramente lo más obscuro y primario de su vida en el vientre materno, es
cuando Agustín más niega la base corpórea, material y sensible sin la cual
no podría sentir, pensar ni proferir una sola palabra. Hay que darle a lo
más*sensible un fundamento insensible, transformar lo más sentido y afec­
tivo en lo más abstracto, para descorporizarlo. Hay que convertir al cuer­
po en significante sonoro, disolverlo en un aire etéreo e intangible de pa­
labras.
IHegel dice: “Todo animal da una voz si muere violentamente, se ex­
presa como uno mismo superado. (Los pájaros tienen el canto, mien­
tras que los otros carecen de él, porque los pájaros pertenecen al ele-
trienio del aire, la voz articulada representa un yo más disuelto)” (p.
140 FU. Rea!): es decir un yo, disperso, que se ha separado.]

Sólo así pueden lograr que esa sabiduría sea una repetición eterna:
“no hecha, sino que es como fue, y así será siempre; y más bien el
‘haber sido’ y el ‘deber ser’ no están en ella, sino el ‘ser’ solamente"
(IX, ix, 24).

El orgasmo místico

“Y mientras hablábamos y aspirábamos a ella [a la sabiduría], he aquí


que casi la tocábamos, con un empuje rápido y total del corazón. Lan­
zamos un suspiro y dejamos allí, prendidas, las primicias del espíritiü'
(IX, x, 24).

Aquí, en el clímax del orgasmo místico al fin alcanzado, los eruditos


teólogos cristianos se deshacen en teorías e interpretaciones para ocultar­
lo. Donde Agustín lanza un suspiro de gozo placentero, unido al fin cora­
zón a corazón en la pasión materna y alcanza las ‘primicias del espíritu hu­
m ano”, ellos, que son puros, interpretan: ‘p rimer don del Espíritu Santo",
dice uno; “primerosproductos del espíritu hum ano”, dice otro; “elprimer
don del espiritual”, un tercero-, “la parte superior del espíritu ”, dicen otros
cuatro. Extremo límite, en fin, en la cercancía a Dios alcanzada. Palabras
solamente para ocultar lo obsceno del orgasmo místico en un varón santo
con la madre santa.
“Lasprimicias del espíritu ”(paterno) son los frutos tempranos que, en
su nombre, depositamos en el cuenco materno, los primeros indicios sen­
tidos de la antigua marca ardiente que vuelve a resurgir desde dentro de
nosotros mismos, yendo a despertar ahora, cuando la Palabra lo autoriza,
la inserción erógena que antes se resistía a la retórica sensual pagana. Con
las palabras del Padre despertamos a la bella durmiente que todos acuna­
mos adentro, madre adormecida. Son ‘p rimicias" porque brotan luego de
la conversión al cristianismo: lo primero que aparece después de haber re­
conocido al nuevo Padre que la madre de Agustín le propone. No por na­
da los comentaristas la interpretan también como “advenimiento del Espí­
ritu Santo”, que es femenino pero aquí aparece disfrazado; el espíritu
copula al fin con lo materno, está autorizado para hacerlo porque ha acep­
tado al nuevo Padre. El hijo no muere por la culpa de un incesto fantasea­
do; muere sumergido y disuelto en el orgasmo del placer arcaico realmen­
te alcanzado, y resurrecciona en el gozo eterno. La ascensión de Ostia son
las bodas legalizadas y espirituales del hijo con la madre, mediadas por la
palabra de Dios Padre.
Penetramos así hasta lo materno de la trinidad agustiniana: la fusión
en el Uno autorizada, el retorno a lo arcaico se ha cumplido. No hay Dios
sin tres, como vemos; la Santísima Trinidad es una unidad sentida previa,
donde se disuelven mágicamente las contradicciones del amor y de la vi­
da. La dispersión de la familia y las prohibiciones de la Ley histórica se han
disuelto en la unidad, al fin lograda., de los tres juntos. La madre es, aden­
tro de uno. puro esplendor sentido antepredicativo, antes que nadie la pre­
dicara, sin representación todavía, sin verbo ni palabra. Dios aparece cuan­
do Agustín, siguiendo su ejemplo, la penetra con la nueva Palabra en ese
sitio unificante y lo predica poniéndole nombre a una distancia abierta en
ella misma, la toca al alma de la madre con la fina punta del espíritu del
padre -—que a ese signo quedó reducido el falo— , y allí los tres se unen,
consagrados.
“La toca apenas, con un empuje rápido y total del corazón’’. Entonces
Agustín y Mónica alcanzan juntos un orgasmo místico-, “lanzamos un sus­
piro”, dice lánguido, ai inseminar con sus primicias a ia Sabiduría, meta-
morfoseada en masculina. Agustín reproduce con ia madre el engendra­
miento del padre en la hija, casi rozándola, tocándola apenas, la inseminó
de Palabras hasta el fondo, “con un empuje rápido y total del corazón " la
llenó derramándose en sonidos. {Como en los Apócrifos: María se pregun­
ta, inocente Virgen anhelante, si Dios la inseminará por la oreja.] Son las
palabras seminales las que realizan el milagro espiritual, que experimenta
en un espasmo, de unir por fin el símbolo con lo sagrado simbolizado. La
lengua materna parece entonces también parir a la Palabra luego de parir
al hijo: cuando le habla con el lenguaje del Padre, lo designa y lo llama.
Cuando la madre llama y denomina a Dios-Padre como Esposo lo ha­
ce existir a su propio padre como Padre de su hijo. Es por boca de la ma­
dre que todo hijo aprende a llamar a su padre verdadero. La imposición al
hijo del “nombre del padre” es aquí un momento cristiano-lacaniano en la
lucha del hombre contra la fantasía de la mujer que engendra a su hijo,
pero aquí la madre triunfa. Porque la madre \TJelve a retraducir la palabra
del esposo y entonces, astuta, usando ía misma palabra, “padre*, pone en
el lugar del padre genitor, minúsculo y despreciado, al Padre con mayús­
culas, substituye en el hijo al uno con el Otro: será el Hijo del Hombre.
Desposita en el hijo la imagen del Padre que ella añora, y que será en ade­
lante la que el hijo persiga como modelo adulto con palabras maternales.
La lengua es materna, pero no lo sabe aunque la diga y la use al decir cual­
quier cosa.
“Y volvimos al ruido de nuestros labios, donde la palabra comienza y
termina. ¿Y qué puede haber semejante a tu Palabra, Señor nuestro,
que permanece en sí misma sin envejecer y renueva todas las cosas?”
(id.).

Y entonces Agustín vuelve “a l ruido de los labios, donde el verbo [hu­


mano] comienza y terminef, donde antes comenzaba y terminaba no el
verbo sino la leche de madre que sus labios sorbían; lo encuentra dema­
siado tarde, a flor de labios, cuando acaba casi de tocarlo a Dios, nos di­
ce confundiendo el sexo, con un “empuje rápido y total del corazón”, es
decir cuando con su corazón rozaba, suspirando, el de la madre. El cora­
zón de la madre late en las venas azules que garabatean sus pechos hen­
chidos de leche, y ritma el flujo líquido que desborda en nuestra boca. He­
mos alcanzado a actualizar la máxima cercanía interna. Agustín se siente
pleno adentro, es padre, madre, hijo: todo al mismo tiempo. Es la Trinidad
en el Uno al fin unificada por la gracia del retorno al lugar donde la dis­
criminación externa aún no existía.

Balada antepredicativa a la Cosa misma

Y Agustín continúa diciendo, conmovido:

“Y decíamos:
‘Si en uno se silenciara el tumulto de la carm ,
si se silenciaran las imágenes de la tierra y de 'as aguas y del aire,
silencio aún en los cielos, y si el alma también se silenciara a sí mis­
ma
y al remontarse por encima de sí misma no pensara más en sí mis­
ma ,
silencio los sueños y las visiones de la imaginación;”

Si se silenciara el alma, y con ella el mundo, el alma dejaría de hablar


y pensar, pero no dejaría de s e n tir se abriría hacia adentro el espacio que
el afuera cerró en ella al penetrarla. Cuando el alma habla es demasiado
tarde; el sentido social, el signo, la representación, ya la han modificado:
la madre ha sido distanciada en uno mismo, el alma se ha desdoblado al
desflorarse, Y pese a que el alma siga siendo lo materno que persiste, pre­
sente en uno. sin embargo se ha diferenciado. Cuando el alma se calla, vol­
vemos en cambio al mundo antes de que existieran las cosas, las diferen­
cias y las distancias, volvemos a la simbiosis sin palabras, silenciosa. No
habría ni sueños ni imaginación; no habría nada que rememorar ni añorar
todavía, porque nada aún se habría perdido. La representación del tiempo
me separa de la madre, me saca en el tiempo del sin tiempo, dei transcu­
rrir inmerso en la unidad sin cortes, de la simbiosis de su caverna umbro­
sa hacia la luz del día, y le impone el ritmo y la alternancia de las cosas,
es decir la distancia. Las categorías del tiempo y del espacio distancian de
la madre; las formas de representación vienen desde el mundo adulto y,
distanciando del cuerpo materno, organizan a la infancia. Objetivan el
cuerpo y lo socializan.
El no pensar más en sí misma del alma es simplemente no pensar na­
da: estar fundida en el ser uno con el todo interno. No tener ni imágenes
ni sueños es volver a fundirse con la Cosa, no añorar nada porque nada
existe fuera de uno en ella, está colmado todo.
“si toda lengua y todo signo y todo lo que sucede ai producirse
hicieran absolutamente silencio en alguien
—pues, si se las pudiera escuchar, todas esas cosas dirían:
‘No somos nosotras que nos hicimos
pero aquel que nos hizo permanece para siempre’."
Las cosas pasajeras no existen por sí mismas: fueron hechas. Agustín
busca la causa, al Poderoso por quien la realidad existe. Y aquí Agustín
busca al Hacedor a imagen de la Madre que lo engendró cuando no había
preguntas acerca de si la muerte existe. Si las cosas hablaran dirían: sólo
la gran Engendradora existe, la Gran Cosa. Pero la Cosa no habla con
nuestras palabras, tiene sus propios signos. Todo el rumor del mundo y de
las cosas que existen debieran callarse, hacer silencio, para escuchar la voz
que está detrás de ellos hablando en un lenguaje inaudible:
‘"dicho esto, si ahora ellas se callaran
puesto que nos han dirigido el oído
hacia aquel que las hizo,
V si él hablara él mismo, solo,
no por medio de ellas sino por sí mismo,

y que nos hiciera escuchar su palabra,


no por lengua de carne, n i por enigma de parábola,
sino que él mismo, que amamos en ellas,
él mismo se hiciera escuchar de nosotros sin ellas” (IX, x, 25).
Si todo esto sucediera, la fantasía de Agustín dejaría de serlo. Quiere
escuchar a Dios directamente, pero no puede; Dios no habla por sí mis­
mo, sino que en ellas, al amarlas, lo amamos. Es tal su identificación con
la madre que ya ama lo que ella ama al amarla (cuando él la ama): a su
propio padre. Su palabra está en ellas, en las cosas que amamos, y detrás
de las cosas que amamos está la voz que cuando ellas callan y se alejan,
cuando las abandonamos, escuchamos resonar con la verdadera palabra
que apareció para nombrarlas. La Palabra está en ellas, detrás de ellas, pe­
ro debemos anularlas y desalojarlas para escuchar lo que no se transmite
ni por el sonido de la boca — cuando las cosas hablan— ni por enigma de
palabras — cuando las describen. En ellas lo amamos a él, Él está detrás
de Ja Cosa. Pero, por desgracia, no es él quien nos habla desde sí mismo,
sino que es la madre quien lo enuncia en palabras. Agustín le cree a la ma­
dre: no le queda Otra.
Es lo que decíamos antes: en la madre Agustín amaba al Padre de ella,
a quien ella daba el ser con palabras de su boca, pero cuya presencia sin
sonido lo evocaba desde las profundidades desde donde la madre nos ha­
blaba. A través de sus palabras quiere amar lo que sus palabras nombran.
Por eso detrás de las palabras lo que Agustín siente, en el silencio infini­
to, es el lleno absoluto de la madre. El padre habla “de profundtí' desde
la madre. Y esa presencia primigenia silenciosa, que está detrás de las pa­
labras, es la que volvemos a buscar sin palabras, con su ayuda, al invocar­
lo luego de haber acallado todos los ruidos y las palabras del mundo. Deus
absconditus, invisible (IX, xi, 28), pero de profundis en el seno materno:
para que desde dentro de la madre vuelva a arrebatamos, absorbemos y
sumergirnos en los goces interiores cuya memoria puramente sensible avi­
vamos:
—como ahora hemos tensionado nuestro ser
y con un pensamiento rápido alcanzamos
la eterna sabiduría que permanece por encima de todo—
si esto se prolongara y se hubieran retirado
las otras visiones de un orden muy inferior,
y que sólo ésta arrebatara, absorbiera y sumergiera
en los goces interiores a quien las contempla,
y que la vida eterna fuera tal como fu e este instante
de inteligencia cerca del cual suspiramos....
¿no es esto lo que significa:
‘Entra en el gozo de tu Señor?
¿Y para cuándo este gozó! ¿No será para el día
en que resucitaremos todos sin haber cambiado ninguno?" (id.)
Este es el nuevo y supremo goce prometido, el interno, que ei cristia­
nismo trae para suprimir todos los otros, "de un orden muy inferior”-, en
esto consiste su “novedad” histórica: “entremos en el gozo de tu Señor1’, en­
tendido ahora lo judaico del Jehová hebreo desde el nuevo Señor cristia­
no que lo suplanta cuando ese Dios judío ha muerto. Este goce nuevo, que
los Evangelios anuncian y el poder agradece, presupone la destrucción del
movimiento de la vida — sin haber cambiado ninguno— para hacer que
surja la otra, espiritual que le dicen, al darle un nombre apetecible al des­
consuelo de la muerte. Cuando quedemos eternamente muertos nos pro­
meten que seremos resurrectos. Decir que gocemos en el Señor es decir­
nos que gocemos con la muerte. Es lo que el deseo de la madre, loca de
amor y frustración, confirma.

El goce materno. Mónica muere

El goce con el Señor, en eso consistía el goce materno, el único que


podía colmar su fantasía y su espera. La madre dice ahora, colmada;
“Pero tú sabes, Señor, que aquel día, mientras hablábamos de este
modo y el mundo perdía todo interés con todos sus placer es, ella me
dijo;
‘Por lo que a mí respecta ya nada tiene encanto en esta vida. No se
qué hago ya aquí, ni por qué estoy aquí. No tengo ya más nada que
esperar de este siglo. Había una sola cosa que me hacía desear que­
dar bastante más tiempo en esta vida: verte cristiano católico antes de
mi muerte. Estoy más que colmada con lo que m i Dios me concedió.
tu llegaste hasta despreciar las felicidades de la tierra y te veo incluso
siendo siervo suyo. ¿Qué hago yo aquí?’” (IX, x, 26).

Bendita madre la de Agustín. Misión cumplida; regresa a lo eterno con


el Esposo —ahora puede hacerlo— porque el Hijo por fin lo ratificó como
padre verdadero. El sistema imaginario cierra, puede morir tranquila. La
muerte se ha trocado en vida, hasta ha logrado la prueba más difícil que
podía pedirle al hijo, que despreciara las felicidades de la tierra — las otras
mujeres— para acompañar a la madre en su fantasía, y no dejarla sola. Só­
lo esta conversión del hijo lo convierte en Hijo en la pareja celeste, al Pa­
dre en Dios al convertirse en su siervo, y a ella por fin en Madre por obra
de ese nuevo Padre.
Otra madre que no muere nunca

Lo que sigue son los flecos de esta cifra básica que aquí se va cerran­
do — en lo que a mi interés respecta. A los cinco días de este hecho Mé­
nica cae enferma de muerte, y se irrita cuando el hermano de Agustín, su
otro hijo, la incita a volver a la patria para morir en su propia tierra y no
en tierra extranjera, sobre todo teniendo en cuenta
“la inquietud tan grande que siempre la había agitado a propósito de
la sepultura, que ella había previsto y preparado para ella cerca del
cuerpo de su marido”.

Sucede que cuando el Hijo reconoce al verdadero Padre, el marido


real desaparece como pareja de la madre: sale de la familia carnal para in­
tegrarse en la familia celeste. Por eso ella ahora responde:
Entierren este cuerpo en cualquier sitio. Lo único que les pido es que
se acuerden de mí en el altar del Señor, en cualquier lugar donde se
hallen" (IX, xi, 27).

Agustín se sorprende al escucharla, porque cuando estaban en el bal­


cón la madre se preguntaba, exiliada, qué estaba haciendo en tierra extra­
ña. agitada como estaba aún por “la inquietud tan grande’ de ser sepul­
tada junto a su marido, con el que “bahía vivido en perfecta concordia ", y
cuando aún quería agregar a “esa felicidad’ la cercanía de los cuerpos en
la tumba. Le sorprende oírle decir ahora que ya no importa el lugar de su
entierro. La línea terrenal queda excluida: antes había querido prolongar­
se en sus nietos, “regocijarse con nietos camales" ( VIII, x», 13) y enterra­
da en suelo natal (IX, xn, 28). Ahora, en cambio, cuando resucite, quiere
hacerlo al lado de Dios-Padre, lejos de su marido:
“Para Dios no hay nada lejos, y no hay que preocuparse de que el día
del fin del mundo no sepa el lugar donde estoy para resucitarme."

Una cosa es lo que quería antes y otra es lo que quiere ahora que su
hijo Agustín se ha convertido, y ha cambiado por fin a un padre por otro.
Antes formaba pareja, como esposa, con el marido de la carne; ahora que
Agustín entró en el delirio y, convertido, cree en la resurrección de Cristo,
puede estar sola con el Esposo espiritual en cualquier parte: está siempre
con ella, porque lo lleva consigo desde siempre y sólo existe de tenerlo
dentro suyo. Como ahora al Hijo.
Es tan intenso el dolor que Agustín vive por la muerte de la madre
que excluye ai sentimiento del cuerpo, no puede llorar, confiesa. En un ni­
vel sabe que está muerta, en otro siente que está viva. ¿Cómo Horaria en­
tonces? La conciencia no tiene lágrimas, sólo llora signos y palabras. Agus­
tín ejerce el máximo de presión sobre su cuerpo sensible, para que el saber
no despierte al sentimiento, para no sufrir la verdad insoportable, confir­
mada en el dolor, de la madre muerta. Y está la eternidad sentida, no la
del padre, que siempre es negativa: cuenta con la eternidad arcaica y pri­
mera. sin conciencia, siempre viva, de la madre. Sólo en el padre descu­
brimos el rostro verdadero de la muerte como la de un muerto, ese que
lleva siempre el rostro nuestro.

El hecho es que Mónica muere. Por desgracia para tanto desvelo, ni


Mónica. ni su padre Patricio, ni tampoco Agustín han resurreccíonado, co­
mo ni Cristo (ni nuestros padres) han de hacerlo — ni nosotros tampoco.
Sólo su obra sobrevive, y sus efectos. Como hombres encamados muertos
entraron —entraremos— en el infinito silencio del no ser eterno.
Predominio de la muerte sobre la vida
(Un método para el dominio social)

Agustín tiene conciencia de que es necesario profundizar la amenaza


de la muerte para hacer santos a los hombres y obedientes a la ley de Dios.
Cristiano amenazado, quiere no morir nunca, el Dios protector judío se re­
veló impotente hace ya tiempo, los dioses paganos han muerto sin impe­
dirlo, el mundo se derrumba, la muerte lo "inunda” y lo “invade”. Quiere
utilizar, en la Ciudad de Dios, a la muerte misma como método de domi­
nio para sujetar a los hombres.
El bautismo judío —Ja circuncisión— es una defensa simbólica que
puede servir, con la marca de la castración, para protegemos con la ley pa­
terna que nos regula y nos separa de la madre devorante, Pero ahora hay
un terror real, social y dominante, mucho más terrible y pavoroso que la
amenaza del padre: el Imperio romano se viene abajo, los bárbaros avan­
zan, los emperadores ejercen un poder siniestro. Por eso, cuando el sim­
bolismo protector no encuentra su referente empírico en el poder real que
lo confinne, ni tampoco en la fuerza defensiva de las instituciones, ni en
las relaciones sociales que prolongan esa protección paterna a la que nos
acogimos, y la vida social sólo aparece como amenaza inmediata de la
muerte, necesitamos algo más que un signo y una marca: necesitamos una
protección diferente, que nos asegure la salvación eterna ante el aniquila­
miento que nos acecha a cada instante. Pero esta protección anterior a la
marca paterna, que el retorno arcaico a la madre nos concede, tiene su
precio: Dios no nos regala la eternidad con el bautismo cristiano, no nos
paga por adelantado.
No se estimaría, pues, la fe por el premio invisible, ni sería ya fe ha­
llando y recibiendo de contado el premio de sus fatigas” (C.d.D., XIII,
iv > .
Retengamos primero la categoría económica del pago de Ja deuda, ai
contado, del premio invisible. Pago sumisión con vida, vida futura con
muerte actual. Pago al contado, no hay tiempo para el crédito moral. Dios
no nos fía nada. Cuando aparece la amenaza, el tiempo desaparece venci­
do por la infinitud del instante que exige ese pago al contado, la vida con­
tante y sonante. La relación entre la ley y la amenaza de muerte se invier­
te.
“Vemos la pena del pecado [la muerte] convertida en utilidad y apro­
vechamiento de la justicia” (id.).

¿Cómo se realiza esta conversión, interna, respecto de la ley judía, ex­


terna? Para que la justicia y la ley se aprovechen de] pecado, hay que me­
ter la muerte más adentro, ir a instalarla en lo más profundo del sujeto.
Los mártires cristianos, puestos a elegir entre la abjuración de la fe en
Dios o la muerte, prefirieron morir y renunciar a esta vida para renacer en
la eternidad futura- esa es )a enseñanza aplicada de los que siguen el mo­
delo de Cristo. Agustín se complace en señalar la diferencia entre la ley ju­
día y la ley cristiana, y la utilidad de la muerte que el cristianismo trae pa­
ra incrementar el poder político, pagando al contado, sin futuro ni tiempo,
como lo hacen los mártires.
'Porque entonces [en el Antiguo Testamento] dijo Dios al hombre:
“morirás si pecares”, y ahora [en el Nuevo Testamento] dice al mártir;
“muere porque no peques?7, entonces [el Dios judío] le dijo: “si que­
brantaseis el mandamiento, moriréis de muerte”; ahora les dice: " si re­
husareis la muerte, quebrantaréis el precepto". Lo que entonces debió
ponerles freno y temor para no pecar, ahora lo deben admitir y abra­
zar para que no pequen. (...) La misma pena de los vicios se convier­
te y trueca en armas para la virtud , y viene a ser mérito del justo aún
el castigo del pecador, porque entonces [con la ley judía] se ganó la
muerte (futura] pecando, y ahora [con Cristo] se cumple la justicia mu-
riendo”(C.d.D., XIII, iv),

bAJioea se cumple la justicia muriendo”

El modelo que se le ofrece al común de los hombres es el martirio de


los santos, así como el modelo de los santos es el martirio de Cristo. Y la
negación del futuro y del tiempo de la vida, que así queda invalidado:
tiempo cuantificado, instante amonedado. Cristo muere para salvarnos y
redimimos del pecado, nosotros debemos imitarlo, morir como cuerpos
para salvar el alma, morir la primera muerte —del cuerpo— para salvar­
nos de la segunda muerte —del alma. Porque con el engendramiento di­
vino del alma al hombre se le agrega la amenaza de una muerte nueva.
Entonces lo previo es sacrificar el cuerpo a Dios para purificarlo del peca­
do antes de que peque; si peca ya está muerto de la segunda muerte, la
muerte eterna, que arrastra necesariamente a la primera, pero para siem­
pre. Entonces la muerte ha invadido el tiempo y lo ha matado.
El cristianismo abre una nueva vida, la eterna, pero en realidad lo ha­
ce para agregarle (eternamente) una segunda muerte a la verdadera vida,
para hacernos renunciar a ella. No hay sólo una muerte, ahora hay dos
muertes, y la segunda es la verdadera, no la primera que realmente sufrimos
en el cuerpo. La primera, que es la verdadera muerte, hay que sufrirla con
contento, hay que sacrificarla ahora para alcanzar la vida etema. Nos piden
que aceptemos morir en vida, que seamos obedientes para ser eternos.
El problema es la exterioridad de la ley en los judíos, la amenaza ex­
terna del aniquilamiento que nos obliga a cumplir la ley como Dios man­
da. Con el cristianismo, se dice, la moral se profundiza; debemos ser bue­
nos no por la amenaza externa, sino por elección interna. Y entonces se
acude a una muerte que amenaza ahora desde adentro, a una amenaza
más profunda, a la ley interna del corazón circuncidado. La muerte debe
encontrar un asiento vivo, siempre presente como amenaza interna, en
nuestro propio cuerpo. Nos construye como sujetos aterrorizados desde el
surgimiento de la pulsión primaria y nuclear reprimida. Ni siquiera nos
tienta ya la posibilidad de enfrentar la ley, matamos voluntariamente la
pulsión misma.
‘;E1 aguijón, dice Pablo, o el arma con que mata la muerte, es el pe­
cado, y la ley es la virtud o potencia del pecado”. E interpreta Agus­
tín: “Y con mucha verd ad, ciertamente, porque ¡a prohibición acre­
cienta el deseo de la acción ilícita cuando no amamos la justicia, de
modo que con el gusto y deleite de ella [de la justicia] venzamos el
apetito de pecar" (c.d.D., XIII, iv),
Que la ley sea sólo externa, como entre los judíos, era ya un modo
de historizarla. Sacarla de los hombres y poner su obligación en Dios pa­
ra absolutizarla. Dios mandaba, pero se la podía enfrentar a la ley todavía:
había que interpretarla, discutirla, discernir su sentido: se jugaban la única
vida en la coherencia a descifrar entre el hombre y la ley. Había gozo en
la infracción de la ley. Este momento gozoso de la desobediencia a la ley
es el gozo de la infracción que incrementa el goce, y tiene una importan­
cia fundamental en la vida histórica: el gozo de enfrentar el poder arbitra-
rio, que se dice de derecho divino, que se queda con lo nuestro, indivi­
dual y colectivo, y nos impide gozarlo. Cada abrazo amoroso roza y viola
la ley divina, la pone en juego.
Este momento de la violación de la ley descubre el momento subjeti­
vo del enfrentamiento extemo como una cualidad y condición histórica de
la satisfacción interna. Descubre que hay un mediador interpuesto entre la
pulsión y el objeto, y que ese mediador abstracto —que no nos tiene en
cuenta— puede ser enfrentado. Luego podrá ampliarse, y de hecho todo
el campo social aparece en la Biblia judía como lugar de despliegue de ese
enfrentamiento. La infracción subjetiva, que desafía a la ley, se prolonga
luego en el enfrentamiento colectivo y social de las leyes opresoras.

La ley subjetivizada, para ser invencible, hace penetrar


el martirio externo hasta el alm a misma

Esta anterioridad absoluta de la muerte cristiana, en cambio, no nece- :


sita de la ley externa: al meter la muerte en el cuerpo mismo de la propia
vida pulsional y subjetiva, desarma y anula el poder del hombre en el sur­
gimiento mismo de las ganas. No nos promete la vida sin matarnos por an­
ticipado, como lo hace la ley judía; el cristianismo nos promete la ilusoria
y fantástica eternidad materna si nos entregamos previamente en vida, obe­
dientes, para someternos a la legalidad del poder racional del nuevo padre.
"en el mandamiento les encargó y encomendó Dios la obediencia , vir­
tud que en la criatura racional es en cierto modo madre y custodia de
todas las virtudes, porque crió Dios a la criatura racional de manera
que le es útil e importante el estar sujeta y muy pernicioso hacer su
pwpia voluntad y no la del que la crió' (C.d.D.. XIV, xn).
La distancia infinita con el Dios judío es lo que el cristiano salva al in­
teriorizarlo y borrarla. En el cristianismo no hay radical exterioridad entre
lo infinito y lo finito, hay mediación interna con el modelo de Cristo. Pero
los que no negamos la importancia de la impronta sensual arcaica y prime­
ra de la madre sabemos que lo único absoluto infinito que puede mediar
con la eternidad, como pensamiento encarnado, es la infinitud materna. La
infinitud materna es interior; la infinitud paterna es externa (La ciudad de
Dios, X, xxix).
La amenaza cristiana nos hace aparecer como si fuéramos buenos por
dos razones: 1) porque creemos que hay otra vida fuera de ésta, que que-
da así desvalorizada y sacrificada; 2) porque estamos amenazados de
muerte desde adentro, puesto que se le agregó otra muerte fantaseada a la
vida, y otra vida fantaseada a la muerte. Pero ya no hay más un padre vi­
vo y un padre muerto, como en Tótem y Tabú, hay un solo padre muerto,
el verdadero, y un hijo también muerto, ese que negando la vida retornó
al útero materno donde lo protege el Dios-Padre de ella, no el nuestro. En
la medida en que hay dos muertes, el sacrificio de la vida (el desdén por
la primera muerte) es obligado.
Si hay dos muertes entonces también hay, hemos visto, dos vidas, una
real y otra imaginaria. La vida eterna (fantaseada por la amenaza interna y
por la regresión aterrada frente a la amenaza social) como “reino de los
cielos” prevalece, como si fuera más valiosa que la vida real, la única que
tenemos para ser vivida.

Vencer las ganas de vivir y gozar juntos

"7a prohibición acrecienta el deseo de la acción ilícita cuando no ama­


mos la justicia, de modo que con el gusto y deleite de ella [de la jus­
ticia] venzamos el apetito de pecar” (C.d.D., XIII, v).

Ese es el objetivo, vencer el apetito de pecar, no una determinada ac­


ción ilícita. Encontrar “el gusto y el deleite” en la justicia. Vencer las ganas
mismas y doblegadas. La ley externa (judía para el caso) tiene una objeti­
vidad que se despliega siempre en el campo de las fuerzas sociales enfren­
tadas, donde se dirime el sentido de lo bueno y de lo malo por los efec­
tos que se alcanzan, verificando lo subjetivo en lo colectivo. Ai ser la ley
absoluta, no histórica, y al desaparecer la violencia que la impone como
condición previa de la llamada “justicia”, la ley se verifica sin embargo por
ios efectos. La ley judía aparece impuesta por Dios a un pueblo todavía es­
clavo que teme ver su rostro, y Moisés, que es valiente y los dirige, vuel­
ve trayendo las tablas de la Ley que grabó él mismo en la piedra. Los hom­
bres acobardados, que tuvieron que vagar dos generaciones por el desierto
para transformarse de esclavos en libres, delegaron el poder colectivo en
un hombre sabio y valiente para que mediara entre Dios y ellos. Supone
aceptar la preeminencia de un hombre finito que eleva su saber y su do­
minio a lo infinito, es el elegido que habla con Dios mismo cara a cara.
Verifica la amenaza externa de la muerte en el Padre, que le habla desde
afuera y además le escribe. Actúa como mediador entre el padre muerto y
el padre resurrecto. que está proyectado en el cielo eterno, a una distan-
cía que permanecerá infinita para siempre. Aquí sí se aplica el esquema de
las masas en Freud, pero no para las masas cristianas del capitalismo, que
tienen un Dios diferente del Dios judío.

El premio m ayor en el otro mundo:


los buenos mueren bien, aunque la m uerte sea mala

En el cristianismo hay una retracción del campo histórico donde se


debate el sentido y la orientación de lo humano. Es una concepción indi­
vidualista, no individualizante, que nos separa de los demás hombres, y
sólo nos empuja, sin índice de realidad, movido cada acto por la amena­
za de muerte que nos atraviesa.
"Así como los pecadores usan mal la ley, que es buena, así los justos usan
bien la muerte, que es mala”. “Los buenos mueren bien, aunque la muer­
te sea mala” (C.d.D., XIII. v).

Mueren bien la mala muerte, porque creen que otra vida eterna les es­
pera. ¿Qué pasa en la realidad con los malos que usan mal de la ley, có­
mo mueren los malos que la enfrentan y gozaron de la vida destruyendo
la ajena? Todo puede ser perdonado. Objetivamente no hay castigo, sólo
en el más allá las almas sufrirán eternamente. Allí se las den todas a tos
malos. En la realidad no hay formas colectivas y sociales para enfrentar á
los violadores, salvo acogerse a la buena madre Iglesia, que comparte el
poder que ellos tienen. El mal del mundo se transformó en un problema
subjetivo, aunque nos conglomere colectivamente en el cuerpo místico dé
la madre Iglesia.
Pero la verdad de la relación judaica con la ley — que es buena— en­
tre lo finito y lo infinito, entre lo individual y lo colectiv o, entre lo infantil
y lo adulto, está planteada sobre fondo de la culpa por el padre muerto
(que anuncia la verdad de la propia muerte al mismo tiempo). Abre un
campo social que verifica, en lo colectivo, la verdad del cumplimiento de
lo que la ley promete. El Dios judío siempre es extemo, aunque repercu­
ta adentro y nos hable a veces. Pero sobre todo habla a través de la ley:
el judío sólo escucha voces que \'ienen desde afuera. Dios sigue siendo tan
distante que hasta se comen inocentemente el Libro para interiorizar en la
carne su Palabra. La verdad de la ley se debate en la historia como cum­
plimiento de lo divino, es cierto, pero sujeto a interpretación, a debate y a
riesgo. No queda otra, porque 1) Dios está infinitamente distante para
siempre; 2) no hay otra vida que ésta; 3) y el cumplimiento de la ley es
colectivo, en tanto se trata del “pueblo elegido”. Cada uno es el lugar hu­
mano donde se verifica, en la vida individual y colectiva, la verdad de la
ley divina. Por eso el enfrentamiento es entre pobres y ricos, amos y es­
clavos, entre poderosos y sometidos, entre mujeres casadas y viudas aban­
donadas, entre prostitutas y señoras decentes, entre niños y adultos. Esto
será también retomado por Cristo, que es un creyente rebelde judío cuya
historia fue desvirtuada y acomodada al poder por el arrepentido jefe ase­
sino de un grupo de tareas llamado Pablo (Hyam Maccoby, Paul et l ’in-
vention du christianistne). Pero la profundización hacia adentro, en lo sub­
jetivo, es la actualización de lo arcaico disfrazado, y el encuentro imposible
de su ‘''realidad” en el mundo.
Y de hecho el judaismo se abre en dos dimensiones, la religiosa tradi­
cional deí pueblo elegido, sometido a la ley de la sinagoga, y la revolucio­
naria laica que desde esa mitología judía la verifica como verdad histórica a
conquistar entre los hombres. Marx y Freud están en esa línea, como tantos
otros. Y eso porque la madre permanece como lugar de la diferencia reco­
nocida en cada uno, negada en lo imaginario pese a lo cual, por ser tan fuer­
te, se la encuentra realmente en la vida adulta con su presencia constante
interna, pero también como diferencia y semejanza en lo más propio. Marx
plantea, como judío, el problema de lo homogéneo y heterogéneo de la mu­
jer con el hombre, y allí también, en la pareja, verifica el sentido de los sis­
temas sociales, abre lo materno y femenino, que la religión excluye, en la
objetividad adulta (Tercer Manuscrito). “En esta relación (del hombre con la
mujer) se puede comprender hasta qué punto el hombre se ha convertido
en un ser social, etc." Con el cristianismo el Edipo canónico queda aniqui­
lado, ni siquiera sumergido, no existe. Habrá culpa inconsciente sólo ante la
madre, pero también clandestina y negada en nombre de su Padre.
En el cristianismo el pecado mata, la muerte está presente en el acto
mismo de realizarlo. La madre, que protege, también mata si no la vivimos
espiritualmente. El campo de la experiencia moral está mucho más restrin­
gido; siempre está interpuesta la muerte entre el deseo y la relación ima­
ginaria con el objeto deseado.

La equivalencia cristiana

Se peca con el corazón aunque no realice el acto, corset de muerte en


el deseo mismo. Antes el pecado tenía carácter histórico, había enfrenta-
miento con el padre imaginario, podía aparecer y debía enfrentar las con­
secuencias de la muerte que venía persecutoriamente desde el otro por ha­
cerlo: había juego de poderes y de fuerzas. La ley del talión era el límite.
Ahora no; con el cristianismo la muerte está en el pecado mismo, que pue­
de ser también un pensamiento, en lo mismo que yo hago, sin nadie ex­
terno ni interno, soy muerto actuando en el acto de desear algo. No hay
enfrentamiento, sólo puedo declararme vencido desde mucho antes. ¿Des­
de cuándo? Desde el momento en que para no enfrentar a la madre tuve
que edificar con ella un padre que la contuviese, la disfrace y la niegue:
tuve que convertir todo su atractivo en atracción de muerte. Maté el deseo
mismo en su claustro. Y al hacerlo la distancio: la muerte cristiana, para
quien se plegó por el terror,y la obediencia, ya no es sentida como desga- f;
rramiento absoluto. Se convierte en una “molestia" (C.d.D.. Xlll. vt). Una ;
situación 'grave y molesta’ (id. Xlll. ix), algo upenoso y molesto al cuerpo'
(id.).
"La muerte... viene a ser gloria del que renace, y siendo la muerte re­
tribución y recompensa del pecado, a veces impetra y alcanza que no
se dé castigo al pecado” (id.).

Al lazo social, externo, que liga a la vida con la muerte, a los lazos de
dominio que une a los ricos con los pobres, a los poderosos con ios inde­
fensos. se lo convierte en un lazo interno que, como corte esencial, divi­
de y enfrenta el alma al cuerpo: ‘‘Del mal general de la muerte, con que se
divide la sociedad del alma y del cuerpo” (C.d.D. . Xlll, vi).

La muerte com o instrumento del orden social y político cristiano

La muerte es un instrumento y un método para ordenar la vida social


e histórica:
“Lo que antes estaba puesto para castigo del que pecase, se había ya
convertido en instrumento de donde naciese al hombre más copioso
y abundante el fruto de la justicia. Así pues la muerte no debe parecer
buena porque la vemos transformada en una utilidad tan considera­
ble, no por virtud suya, sino por la divina gracia, la cual determina
que la que entonces se propuso por terror y freno para que no peca­
ran. ahora se proponga que la padezcan para que no se cometa pe­
cado,- y para que el cometido se perdone y se conceda a tan plausible
victoria la debida palm a de la justicia” (C. de D., XIII, vil)-
La razón absoluta domina el cuerpo

Agustín vive en la añoranza de un tiempo originario, el Paraíso, don­


de el gozo de la sexualidad concupiscente no existía. La razón absoluta do­
mina absolutamente el sexo. En el Paraíso la razón de Dios y la carne coin­
cidían: no había distancia entre el orden moral divino y el orden de la
naturaleza. Dios crea a la naturaleza, y a la naturaleza humana, como bue­
na, el hombre la corrompe con el pecado al incluir en ella el vicio. Dios
inculcó la obediencia racional como virtud materna:
1en el mandamiento les encargó y encomendó Dios la obediencia , vir­
tud que en la criatura racional es en cierto modo la madre y custodia
de todas las virtudes, porque crió Dios a la criatura racional de mane­
ra que le es útil é importante el estar sujeta y muy pernicioso hacer su
propia voluntad y no la del que la crió” (C.d.D., XIV, xn).

La mala voluntad es, y lo será en el racionalismo, el lugar decisivo que


la razón requiere para implantarse en el cuerpo y orientarlo. Es un juicio
de la conciencia pensante. Termina en Kant y en Hegel: siempre lo mis­
mo, el deslinde de la naturaleza como lo que debe ser negado. La razón
tiene un poder que es ocupado siempre por el Poder y puesto a su servi­
cio. En el caso de Agustín, este poder surge del enfrentamiento con el
cuerpo de la madre transformado, con su empuje y sus cualidades, en po­
der y en palabras paternales: el Verbo está al principio, antes de la carne.
Al final de su vía crttcis Agustín alcanza la razón pura e indiscutible del
Padre, pero la negación de la madre — esto es lo importante en sus Con­
fesiones— aparece englobándolo todo como goce negado, como ira con­
tenida y voluntad doblegada.
La verdad divina desobedecida recae sobre la ‘ mala voluntad”, y pa­
recería que se trata de la desobediencia a la Razón en forma generalizada.
Pero es el modelo lo que interesa; tiene su origen en la desobediencia de
una prohibición determinada, que es el goce del cuerpo, el coito gozoso
de la mujer y el hombre, la fornicación placentera por sí misma, aquel ho­
rrendo pecado”(id. XIV, xm). Y desde ese pecado surge el ataque contra
el cuerpo, considerado como un todo en su capacidad gozosa, la libido.

La maldita libido

La libido es un “apetito que no sólo se apodera del cuerpo en lo ex­


terior, sino también en lo interior, y conmueve de tal modo a todo el
hombre juntando y mezclando al afecto del ánimo con el deseo de la
cante, que resulta el mayor de los deleites del cuerpo; de suerte que
cuando se llega a su fin, se embota la agudeza y vigilia del entendi­
miento" (C.d.D., XIV, xvi).

La libido une la voluntad con el cuerpo, pero no a la voluntad con el


entendimiento. Es la enemiga de la razón divina por excelencia. En el Pa­
raíso el entendimiento divino regulaba espontáneamente al cuerpo, era ley
encarnada, sin distancia ni separación, cuerpo racionalizado hasta en el
movimiento libidinal de sus miembros, sobre todo el del pene erecto. En
el Paraíso no había libido separada del entendimiento, ni tampoco enfren­
tada. Este es el ideal que es preciso recuperar y realizar, el cometido del
cristianismo: racionalizar la carne hasta el extremo límite de dominar la li­
bido. Quiere que el dominio del cuerpo libidinal sea un acto reflejo, que
no haya necesidad siquiera de pensar para actuar en conformidad con lo
que Dios manda, sin que el poder tenga que mandar nada desde afuera.
Es el grado cero de la represión corporizada. Que la Ley sea abolida de
tan interiorizada en el cuerpo. Razón pura encarnada en cuerpos obedien­
tes en el corazón del hombre:
En el Paraíso “allí el hombre semillaría y la mujer recibiría el Semen
cuando y cuanto sea necesario, siendo los órganos de la generación
movidos por la voluntad, no excitados por la libido. Porque no move­
mos solamente a nuestro antojo los miembros articulados con huesos,
como los pies, las manos y los dedos, sino también movemos los com­
puestos de nervios fláccidos agitándolos y los enderezamos encogié-
dolos a nuestro capricho. (...) Y no me detengo a decir que a algunos
animales les es natural e innato mover, cuando sienten alguna moles­
tia sobre el cuerpo, solamente la piel que cubre el lugar en que la
sienten, y espantan con el temblor de su piel no sólo las moscas que
se les posan encima, sino también los aguijones que les clavan. Y por­
que el hombre [ahora] no puede hacer esto, ¿hemos de decir que el
Creador no pudo dar esa facultad a los vivientes que quiso? Luego (!)
al hombre le fu e también posible tener sujetos los miembros inferiores,
facultad que perdió por su desobediencia, ya que para Dios fue fácil
creárlo de manera que los miembros de su carne, que ahora son úni­
camente movidos por la libido, los moviera sólo la voluntad (C.d.D.,
XIV, xxiv, 1).
Pero en realidad lo que más teme es el espontáneo movimiento del
sexo cálido y untuoso de las hembras.
A péndice II

Santísima Trinidad: “Fuentes de aguas vivas”

El “equivalente general”, en el cual se han convertido todos los ídolos


y los dioses humanizados al crearse el infigurable Dios único y abstracto,
significa una pérdida y una ganancia. Para la racionalidad (Freud, Marx) se
ha conquistado, creen, el concepto abstracto del Todo que permite pensar
y reunir lo disperso: lo concreto, como síntesis de múltiples determinacio­
nes racionales, ha sido conquistado para el pensamiento. Freud allí queda
agarrado, habiendo penetrado el último estrato, también del modelo pa­
triarcal, pero judío. Y por otro lado ese Dios único y universal, válido pa­
ra todos, católico ahora, realiza un encubrimiento, se disuelven los dioses
masculinos y femeninos, el Padre de las mujeres y el Padre de los hom­
bres en un único Dios, racional y abstracto.
Pero ese Dios abstracto judío se metamorfosea en el cristianismo, ya
no es el mismo. Se borran todas las diferencias sexuales en la abstracción
masculina, y quedan encerradas y enterradas en el misterio de la Santísi­
ma Trinidad, que nadie logra explicar — es un misterio— y todos aceptan
como incomprensible pero necesario acto de fe, indeclinable. Y aparecen
unidos el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: la Madre-mujer misteriosamen­
te ha desaparecido. [Fue uno de los temas centrales de Agustín. Hay tam­
bién un diálogo con su hijo en De Magistro, poco antes de que éste mue­
ra (Conf. 9, 6, 14).J
La Santísima Trinidad, como misterio ininteligible, es la del Verbo que
la enuncia desde la Palabra del padre de la madre. Ya no es la palabra del
propio padre con el que los judíos se identificaban. Por eso ia madre, que
anuncia y dice la Palabra, está oculta, sólo su rostro vaporoso queda en el
concepto.
La Trinidad católica oculta el secreto, lo no confesado, de la Unidad
de Dios que excluye a la mujer-madre hacia afuera y la conserva, clandes­
tina e invisible, hacia adentro. Es una modalidad inédita de organizar el
cuerpo histórico a partir del drama crucial con el que toda vida nace a la
cultura, con la trinidad del núcleo originario. Para suplantada y que no se
vea han inventado e introducido, en el lugar del tercero, entre el Padre y
el Hijo, no a la mujer-madre genitora sino una emanación divina sin sexo:
al Espíritu Santo. No hay Dios sin tres, pero la mujer está excluida de la
unidad omni-inclusiva: "es la Trinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu,
Dios único’ (serm. 156, 6).
Dios es lo que la madre era para el niño, “Soberanamente bueno”, ni
móvil ni extenso aunque está ‘ todo entero por todas partes' (Conf. 6.3,4),
“sólo él existe verdaderamente y todas ¡as criaturas tienen en él su ser y su
b o n d a d “posee soberanamente el ser’. Todas las categorías que definen, la
relación unitaria y arcaica con la madre, se ven transferidas como modelo
a la abstracción del Padre. (Noé era más inteligente; llenó el arca-continen­
te de Dios Padre poniendo en ella a todos los ejemplares de la Naturale­
za. a todos los productos del poder genitor de la impura Madre femenina,
de Ja "madre de todo lo viviente”, y recién después anegó a la Tierra, sü
cuerpo productivo, sin dejar en ella nada vivo.)
Agustín considera al Espíritu Santo como el amor que tienen en co-
mún el Padre y el Hijo: "su común am or ’ (Trin., 6, 5, 7). Se ve claro, el co­
mún amor del padre y del Hijo, que es la mujer-madre que comparten, es­
tá encubierto como Espíritu Santo, mediador entre ambos. Es puro proceso
primario, con su personaje central, la madre, disuelta, espiritualizada, para
que pueda ser compartida por ambos sin tener que celarla y matarse en*
tre sí para obtener el privilegio de su amor sin compartirlo. Se disuelve el
enfrentamiento que lleva a la tragedia de Edipo. La intelección del Uno es
la transformación abstracta del contenido cualitativo en su contrario des­
plazado. Reencuentra al fin, como Espíritu Santo, lo más difuso, anteriór a
todo lo Encamado; es la carne, lo más próximo y englobante, pero sutili­
zada. etérea, inasible, expandida, gaseosa. Todo lo mater-ia\, lo sólido, se
difumina en el aire y se disuelve constituyendo eso que las palabras apre­
henden como Espíritu y Verbo, lo fantasmal, soplo, voz, ánima. El Espíri­
tu Santo, carne materna, se disuelve en el aire como se difuminaban los
cuerpos de los judíos por la chimenea de ios hornos crematorios alema­
nes.
Quiere decir, el Dios único oculta en el misterio de la Sagrada Trini­
dad las figuras que son su verdadero contenido — exciuida ja madre del
terceto. Esa unidad, que el judaismo deja vacía en el doble triángulo en­
trelazado de su estrella, la Trinidad cristiana la llena, pero incluyendo en
la divinidad sólo el contenido “sublimado” que cada uno debe buscar en
ella. Pero sólo la mujer no necesita que se lo digan: sabe que el Espíritu
Santo es un eufemisno para designar a “la madre de todo lo vivienté' (Gé­
nesis), lo negado pero imposible de ser muerto pese a que se la excluya,
sobrevuela como paloma el cielo que cubre lo terrestre. La paloma no
vuelve al arca. La Trinidad la atrapa y los tres quedan igualados, consubs-
tancializados en la unidad del Uno. Dios es tres y es Uno al mismo tiem­
po; ese es el misterio. El conflicto está resuelto, cada uno encuentra la paz
en una unidad arcaica —análoga a la materna— que disuelve todos los en­
frentamientos si. y sólo porque, nos sometemos al poder que ejercen los
representantes de ese Dios sobre la tierra. Sobre la tierra-madre esclaviza­
da.
En el fondo, en lo más profundo de sí mismo está la madre extendi­
da, inmaculada. "Es la Esposa sin tachcf, dice — la otra esposa era enton­
ces la prostituta. Es de ella que habla el Cantar: “única es mi paloma”, que
primero se va y vuelve, pero luego no vuelve, y se va definitivamente pa­
ra siempre, la in-segura. Pero porque está convertida en Espíritu Santo, la
paloma cristianizada desciende al Jordán No se puede formar parte de ella
si se desgarra la unidad visible, pues es preciso “conservar la unidad del
Espíritu en el lazo de la p a z ’. La paz de los cementerios cementada. Paz
que la muerte y el terror impone, único lugar exento de conflicto. La uni­
dad subjetiva requiere la unidad institucional, objetivada en el cuerpo de
la temida esposa-madre sensual, deseante y aterrorizante, la “impura ma­
dre” del insulto insoportable, hecho Madre Santa Iglesia, legalizada, des­
plazada, casta. La unidad del Imperio Romano cristianizado encuentra su
término en el Estado Maternal de la Iglesia, para que, frente a la disolución
y el terror que Jos amenaza desde el Emperador y desde los bárbaros, sus­
tente más profundamente el poder paternal e imperial de los romanos.

Trinidad eró(t)ica

El amor cristiano es el extremo límite del erotismo negado, el que co-


lapsa con la muerte. El éxtasis místico —fuente de poesía que coronaba
con el arte la belleza destronada-—es la copulación fría, en seco, en un so-
iitario cuerpo enardecido, eyaculación celeste que de la Trinidad misterio­
sa sólo reconoce en sí mismo, en la unidad del cuerpo simbólico, a dos
únicos actores, el Padre y el Hijo. Pero la Madre es el Espíritu Santo —la
Caridad—, el verdadero misterio de la unidad que engloba a lo masculino
bajo sus dos formas extremas, del niño y del adulto: “el Espíritu (santo) en­
tre el Padre y el Hijo, como su común a m o f (De Trinitate, 6, 5, 7) Ambos
son hijos de ella, la innombrada, la NN, como lo fue la madre sin nombre
de Deodato, la mujer de Agustín el santo.
Pero el “común amor” por ese tercero que ambos sienten, así encu­
bierto y desplazado hacia la institución eclesiástica, es el cuerpo anhelan­
te de la Madre negada e institucionalizada. El misticismo es la flor fría e
inodora de la cópula cristiana, el extremo límite de la fornicatio celeste, el
orgasmo estéril, Onán para más señas. Es la muerte proyectada sobre el
cuerpo de la mujer amada y rechazada.Y que para no morir de éxtasis car­
nal con el otro en el que se funde y se anonada, elige el vía crucis de un
amor que copula consigo mismo aniquilado, con el muerto con el que nos
identificamos, el crucificado. El cristianismo es erotismo de muerte, y hu­
ye de la muerte ai extenderla como salvación inmortal; le entresaca la ga­
nancia simbólica, el muerto copula con lo que de femenino materno que­
dó en su cuerpo, sordamente, y se alimenta de la vida que le consume a
los que, vivos, traen presente la verdad de su trampa. Auschwitz es el úl­
timo intento de solución cultural cristiana a la resistencia que lo “judío”
ofrece al reconocimiento de la resurrección de Jesucristo y a la negación
del asiento sensible de la madre en el cuerpo. El judío debe morir para que
el delirio cristiano cierre. Y el capitalismo triunfante es su forma supletoria
y mas eficaz para alcanzarlo.
No es sólo a Cristo resucitado lo que se debe aceptar; debemos acep­
tar profundizar ai muerto en uno mismo, hasta que ei hijo carnal aniquila­
do, en su hedor siniestro, contamine y detenga a la madre negada — vida
viva— que, convertida en monstruo, pide su presa y su holocausto perso­
nificado en la figura de su vastago. Cristo es el hijo muerto que la cultura
cristiana ofrece en el altar de la madre genitora. contenida y temida — con­
vertida en lo negativo, el mal, la enfermedad, la muerte— para apaciguar­
la. Y nos deja el campo de la fantasía arcaica, reprimida, como el lugar
clandestino -—el camino más corto, la psicosis onírica despierta— para ha­
cer allí, y sólo allí, lo que anhelamos.
Así como circulaban partículas de Dios en la leche materna de la hi­
guera cuando era maniqueo, ahora como católico Agustín puede decir, por
fin, que ni una partícula de madre sensible circula por sus venas de hom­
bre. Tuvo que pasar, cristiano, a ahondar más allá del terror la muerte que
necesitó darle a la madre para separarse sin lograrlo nunca; tuvo que cas­
trar no sólo su pene —como lo simboliza la circuncisión judía— sino su
corazón mismo creando dentro de ella misma un Otro absoluto que la con­
tuviera. Y en lo mismo se produce lo diferente; son simultáneamente los
tres términos de la realidad los que se transforman: pasan de terrenales y
mortales a ser puramente espirituales y eternos. En la Santa Trinidad las
tres Personas quedan unificadas bajo el imperio de un orden nuevo y ab­
soluto: “Respecto de la creación, el Padre, y el Hijo y el Espíritu Santo son
un solo principio, como son un único creador y un solo Señor” (De Trin.,
p. 46l).
De todas estas formulaciones, que elevan en el pensamiento racional
las relaciones entre padre, madre e hijo que descienden simultáneamente
hasta alcanzar el nivel más arcaico, derivan luego, y pueden entenderse en
esta clave, las lucubraciones sobre el “misterio” del Dios uno y trino, es de­
cir de la Trinidad que Agustín desarrolla en clave teológica. Ese enredo, en
desentrañar el cual se pasará la vida el santo, y que será aceptado como
constituyendo su obra cumbre, su "cbef d ’oeuvrepar excellence"(p. 16, /«-
trod. La Trinidad), será también considerado por la Iglesia como la hora
de nacimiento de la escolástica.
Si copiáramos esa compleja y desesperada maraña de razonamientos
con los cuales intentaba hacer de las tres Personas un Dios único, encon­
traríamos en su lectura un homenaje que la lógica le hace a los fantasmas.
De lo que fue máscara, papel, personaje de teatro, y luego persona moral,
es decir descripción de las apariencias con las que el ser humano se invis­
te parcialmente para representar la escena de la tragedia o del conflicto, a
ese misterio laico y cierto Agustín lo traduce y lo convierte, para describir
el suyo, en un misterio absoluto donde el conflicto y el drama del origen,
que se debate en cada sujeto, se disuelve radicalmente. Porque cada hom­
bre y mujer encierra en su subjetividad determinaciones de esos persona­
jes interiorizados que se siguen debatiendo en cada modo de aparecer an­
te los otros, madre, padre e hijo históricamente determinados, Y dependerá
de cuál sea el papel que adopta, siguiendo las trazas que cada uno de ellos
encamó en su existencia, para que ese drama del origen tenga una solu­
ción u otra diferente. Pero esto dependerá, y es lo importante, de las con­
diciones histérico-sociales donde ese conflicto se resuelve,
Con la resolución del drama en el Dios trino, hecho en su unidad de
tres Personas, el problema queda resuelto y el drama de Ja vida histórica
disuelto. Los tres sujetos individuales y diferentes por su encarnación y su
historia, se convierten en tres Personas espirituales que se intercambian y
se interpenetran disolviendo las respectivas diferencias, que quedan anu­
ladas y subsumidas en la unidad absoluta del Dios uno. Se unifican, por
medio del terror, las pulsiones que se habían abierto camino hacia la vida
y se transforman entonces en inconscientes.
B ibliog rafía

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ÍNDICE

1. Introducción / 9

Capítulo 1

La construcción d e un n u ev o D io s -P adre

Nacimiento y niñez / 23
La pregunta por el propio origen. El lugar de Dios-Padre / 26
La génesis invertida / 27
Confesiones de una infancia difunta / 29
¿De qué tiene vergüenza? / 31
El hijo sin padre / 33

C a p ít u l o 2

La SEGUNDA INFANCIA: la letra con sangre entra / 35

Del derecho del padre al derecho de la madre / 36


El enigma del bautismo retrasado / 37
El lamento por sus pecados juveniles / 40
El cuerpo amenazado / 43
Agustín escucha voces ambiguas / 45
La inmortalidad es de la madre / 47
Padre segundo / 49
¿Qué pasa con la representación de la madre? / 50
El Dios-Padre de Agustín no prolonga el padre nuestro / 50
M adre h a y una sola ( crean d o un n uevo D ios
PARA TIEMPOS DE DESDICHA) / 52

Los límites del amor / 53


Adentro y afuera (trascendencia e inmanencia) / 54
El cuento cristiano que la madre le cuenta al hijo / 56
El cuento judío que el profeta le cuenta al pueblo / 58
Un momento previo: la pubertad pagana / 60
Un monólogo de sordos / 63

C a p ít u l o 4

E l descubrim iento g o z o s o d el padre y EL TERROR DEL HIJO:


LA HUMILLACIÓN PATERNA / 67

De un padre al otro / 69
Intermedio / 69
El destino del padre real / 70
Entre dos ciudades: Babilonia y la Ciudad de Dios / 72

C a p ít u l o 5

E l FAMOSO HURTO: EL ROBO DE IA COSA / 7,6


Operación ocultamiento: se inicia el robo / 78
La primera disyuntiva mortal / 80
Las cautivamentes peras del olmo paterno. El ocultamiento
de la Cosa amada: robo de nada / 81
Variación sobre lo materno cuantificado / 83
Ef capital como madre atesorada / 84
Dios contiene las cualidades maternas “espiritualizadas” / 86
La vida es sin porqué. Los bienes ínfimos / 87
La Cosa es Alguien que nos habla / 90
La Cosa rozada / 91
Nota retrospectiva / 93
Edipo en Hipona / 95
La maldad colectiva de la plebe imberbe / 97
I nterm edio crí( p ) t ic o / 1 0 0

De la función paterna a Ja ficción cristiana. De quién es el Hijo


de la Madre / 101
Intermedio: la buena señora / 104
Y comienza la lucha a muerte / 105
El círculo de la adoración femenina / 106
Doble triángulo: diferencias entre la estrella de David
y la cruz cristiana / 107
Hostia / 109
Monoteísmo y pluralismo / 111
¿Por quién muere Cristo? / 112
El placer adinerado de la madre atesorada / 114
La estrella de David crucificada / 115
El aborto y el privilegio del nonato sobre la vida de la madre / lió
Y aparece el lugar del padre / 117
¿Qué pasó con el Dios judío luego de la Diaspora? / 119

C a p ít u l o 7

L a c o n f e s ió n d e l h o m b re q u e l l o r a / 121

Agustín va al teatro. El goce propio del dolor ajeno. Acerca


de la misericordia / 123
Tránsito de la conmiseración pagana a la misericordia
cristiana / 125
La misericordia cristiana es insensible / 128
El roñoso goce confesado / 129
Goce de nada / 132
Tránsito y profanación / 134

C a p ít u l o 8

H acia la sabiduría : comienza o tra historia / 135


El Dios único / 136
Fantasmas e imágenes: distinciones / 138
Entre fantasmas / 138
Con qué se construye un Dios / 141

C a p ít u l o 9

T ránsito al maniqueísmo : la encarnación d e los fantasmas / 144

Variación / 147
Los gemidos del higo arrancado del árbol / 150
La identificación con la madre / 150
La comunión maniquea / 151
Dios-Padre, inesperadamente, está de cuerpo presente
en la madre 153
La comunión ampliada -n o n sancto- con el prójimo / 155

C a p ít u l o 10
S ólo la madre le ve la cara a D io s . La ley de la madre,
regla para el hijo / 157

La persecución materna / l6 l
Cambio de rumbo / 162

Capítulo 11

D el amor a una mujer al amor a un h o m bre

Una mujer sin nombre: la amada madre de su hijo / 165


Un amigo amado, también sin nombre. La identificación tardía / 167
El sabor sensual del dolor por el objeto perdido / 169
El retomo al paraíso materno / 170
Isa muerte del objeto real afuera abre la epifanía fantasmal
de la Cosa adentro / 174
El goce del dolor / 175
Cuando el otro amado muere / 176
Agustín h o r a al amigo m u er to ( co ntinuación ) / 180
El consuelo / 180
La Cosa alucinada llena el vacío de la nada / 183
Enseñanzas / 184
Pienso,, luego (después) existo / 185
Cuando nace el hijo de la mujer amada / 186
La huida / 190

C a p ít u l o 1 3

Las nupcias d e la madre con el h ijo : el d espo so rio sagrado / 195

Reflexión / 205

C a p ít u lo 14

La clave estética de la creació n d e D ios / 207


Del Dios mater-ial al Dios úwmjfór-ial / ' 209
Volviendo al origen / 211
El primer Dios / 213
La solución que le aporta el Dios nuevo / 213
Lo bello en lo apto / 215

C a p ít u lo 15

V iaje a Roma

La separación de los amantes: las palabras y la Cosa / 219


Mónica y Agustín verifican los límites del Paraíso / 222
La verdad orueba de la existencia de Dios / 225
H acia el éxtasis sin culpa / 227

Nacimiento de la Palabra / 229


La Ley de la madre está en el nuevo Dios-Padre / 232

C a p ítu lo 1 7

E l reencuentro

La treintena: dudas intelectuales y servidumbres morales / 236


La interpretación mística 238
De la eternidad de la madre a la muerte del padre / 240
De la interpretación: el sentido literal y el sentido espiritual / 242
La separación de la mujer que amaba / 243
El auxilio de la fuerza clandestina / 250

C a p ít u l o 1 8

Las dos leyes antagónicas de la subjetividad (aparición


de la nueva ley cristiana) / 253
Llamando a la Cosa por su nombre / 255
La razón encarnada (lo que el cristianismo le agrega
a la razón platónica) / 259
Los cuatro “Pero.,.” de Agustín / 260

C a p ít u l o 1 9

La CONVERSION ( 1 )

Los pasos previos: el lastre antiguo / 263


¿Qué gana el Imperio con la solución cristiana? / 265
A la Cosa misma (diferencias entre el complejo parental judío
y el cristiano) / 266
Otras diferencias / 269
El sacrificio / 271
El reencuentro con el nuevo padre / 273
El hallazgo inesperado en lo más profundo de sí mismo / 275
Un combate equívoco / 277

Capítulo 20

l a c o n v e rs ió n (ii)
Escena en el jardín de una posada / 279
El nuevo pacto en el jardín: al oeste del Paraíso / 280
El enfrentamiento /' 281
Las tribulaciones de un alma desgarrada / 286
La conversión (fin). Las viejas amigas: ¿de quién se despide
cuando se convierte? / 289
Lo inmundo: para ver al mundo de otro modo / 291
El discurso de la madre; balada de la dama Continencia / 291
Los angelitos tiernos / 293

C a p ít u l o 2 1

La exclusión d e las amantes

(Antes de la conversión debe vaciarse de las


mujeres que ama) / 295
La guerra de las lenguas / 296
El invento (verbal) de un Dios nuevo / 300
Dios oral / 302
Corazón apalabrado / 304
El rostro de Dios y las palabras / 304
El nuevo hecho histórico misterioso, antes sin noticia / 306
El dolor de muelas como prueba de la existencia de Dios / 309

C a p ít u l o 2 2

L as ascesis d e O stia : las bodas celestes d e la M adre con el h ijo / 311

La escena en el balcón / 316


La escena en el balcón de Ostia (cont.) / 321
El orgasmo místico / 323
Balada antepredicativa a la Cosa misma / 325
(*) Mónica muere / 328
Otra madre que no muere nunca / 329
El dolor insufrible / 330

APÉNDICES

Apéndice I

P redom inio d e la m uerte s o b r e la v id a : un m étodo


PARA EL DOMINIO SOCIAL / 331

“Ahora se cumple la justicia muriendo” / 332


La ley subjetivizada, para ser invencible, hace penetrar el martirio
externo hasta el alma misma / 334
Vencer las ganas de vivir y gozar juntos /' 335
El premio mayor en el otro mundo: los buenos mueres bien
aunque la muerte sea mala / 336
La equivalencia cristiana / 337
La muerte como instrumento del orden social
y político cristiano / 338
La razón absoluta domina al cuerpo / 339
La maldita libido / 339

A p é n d ice II

Santísima T rinidad : “fu en te (* ) d e aguas vivas '1 / 341

La trinidad
Trinidad Eró(t)ica / 343
Otra vez la trinidad idealizada / 345

B ib l io g r a f ía / 3 4 7
S e terminó de imprimir en el mes de Diciembre de 2007
Buenamura Gráfica - Píe. Hipólito Yrigoyen 2602
Vte. López- Buenos Aires - Argentina

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