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Sociología Política

Riomayor
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Programa: Lectura del programa, bibliografía
Bibliografía
9 de noviembre. Entrega del trabajo final
Weber – Marx
Sobre el Texto de Bobbio y Michelengelo
*Considera las relaciones entre poder y política y en las primeras paginas desarrolla los
tipos de poder: legitimo – legal, racional y legal (Weber)
1)La modernidad política significa una ruptura con la concepción premoderna que se
caracterizaba por considerar la existencia de una fuente metafísica trascendental (divina)
que otorgaba poder al soberano.
a. ¿En qué consistió esa ruptura? ¿Cuál es la nueva propuesta política?
b. ¿Quiénes son sus representantes? ¿Qué perspectivas plantean cada
uno de ellos respecto a:
- naturaleza del hombre
- estado de naturaleza
- origen del estado
- fines del estado

1)El ¨modelo iusnaturalista¨ explica el origen y el fundamento del Estado y de la sociedad


civil que se estructura en una ¨gran¨ dicotomía "estado (o sociedad) de naturaleza – estado
(o sociedad) civil.
En ese esquema se considera que el origen y fundamento del Estado es el estado de
naturaleza que es un estado no - político y anti – político. Se trata de un estado cuyos
elementos constitutivos son principal y primeramente los individuos tomados
singularmente, no asociados si bien asociables. Sus integrantes son libres e iguales
El modelo tiene otras características como la relación de contraposición entre el estado
de naturaleza y el estado político siendo este último su antítesis. La transición de un estado
a otro se realiza a partir de distintos actos voluntarios y deliberados que quieren salir de
este estado primigenio. La legitimación de la sociedad política es el consenso.
Sobre este esquema surgen distintas variaciones en cada uno de los elementos esenciales
mencionados pero que no ataca o los modifica.
Respecto a esta cuestión podemos destacar los aportes de Locke para quien
2) ¿Por qué George Sabine menciona la ¨Modernización de la teoría jusnaturalista¨?
¿Qué aporta Norberto Bobbio sobre la misma temática?
Considero que el autor plantea la modernización de la teoría iusnaturalista para dar cuenta
de cómo en la filosofía política se revela un proceso de liberación en su relación con la
teología. Este proceso se genera a partir de la conjugación de la secularización gradual de
los problemas de los que tiene que ocuparse la vida política. Así como la secularización
en los intereses de los intelectuales que vuelven a recuperar los estudios de la Antigüedad
clásica (estoicismo, platonismo). Pero también por un avance de las ciencias físicas y
matemáticas que influye en la posibilidad de aproximarse a los fenómenos sociales y en
particular a las relaciones políticas a través de la observación, el análisis lógico en el que
no intervienen los procesos sobrenaturales.
Un proceso análogo de secularización que influye en la teoría política y social se da con
la Reforma Protestante

Una de las transformaciones que es posible considerar para explicar la construcción del
modelo europeo nacional en Europa occidental es el la Reforma ¨Protestante¨ o ¨Cisma¨
religioso que se revela hacia el siglo XVI y que constituye una crítica a los argumentos,
supuestos y prácticas que desarrolla la iglesia católica con sede en Roma.
Particularmente es Lutero quien a partir de sus 95 tesis solicita que se ponga fin a los
abusos en la predicación de las indulgencias en la diócesis provocando una controversia
que se extiende a la jerarquía eclesiástica.
Este proceso histórico del campo ideológico nos permite considerar siguiendo la
propuesta de los autores el desarrollo de un modelo de sociedad nacional que subraya la
primacía del individuo socializado, la responsabilidad y autoridad última del Estado.
Así, los argumentos de la Reforma sobre posibilidad ¨creciente¨ de que el hombre pueda
tener una relación personal con Dios como el único medio de salvación sin intermediarios
les permite a los autores confirmar como resultado de ello la preocupación en la
educación.
La salvación personal requiere familiaridad con la palabra de Dios y para convertirse en
un buen cristiano es importante la alfabetización. Es por ello, que los reformistas
despliegan un gran dinamismo en traducir las biblias a las lenguas ¨vernáculas¨
(maternas) nacionales, para permitir su socialización a distintos públicos, trascendiendo
el latín como lengua canónica. Por otra parte, hay un desarrollo de publicaciones ligadas
a la alfabetización de la lecto - escritura como panfletos, libro de catequesis.
Otro proceso que influye en la emergencia del modelo europeo de sociedad nacional es
la contrarreforma que es el contra - ataque católico al proceso religioso iniciado en el
siglo XVI europeo. Este adopta las ideologías individualistas y socializantes implícitas
en la perspectiva protestante.
Una avanzada de este movimiento es la orden denominada ¨Compañía de Jesús¨ que en
su carta fundacional (1540), se compromete a trabajar en la educación de los niños. Su
pedagogía pone énfasis en el aprendizaje del individuo y en la formación de su carácter

La Reforma protestante mezcló la teoría política con diferencias de credo religioso y con
problemas de dogma teológico más íntimamente de lo que habían estado aun en la Edad
Media. Sin embargo no hubo un partido religioso, católico o protestante, que relacionase
realmente sus convicciones políticas con la teología por él profesada. Con esta reforma
se quebranto de modo permanente la unidad de la Iglesia, de tal modo que, en vez de una
iglesia, hubo un número creciente de iglesias. Tanto Lutero como Calvino se basaron en
razones sustancialmente idénticas. Ambos sostuvieron la opinión de que la resistencia a
los gobernantes es, en todos los casos, mala. Es a los calvinistas a quienes se debe en gran
parte el desarrollo y la difusión de la teoría de que la resistencia política está justificada
como medio de reforma religiosa.
El resultado práctico de su ruptura con Roma fue que el gobierno secular se convirtió en
agente de la reforma y en árbitro efectivo de lo que está debiera ser. Lutero contribuyó
involuntariamente en realidad ha crear una iglesia nacional. Una vez que el éxito de la
reforma propugnada por Lutero quedó en manos de los príncipes, era fácil prever la
conclusión de que aquél habría de adherirse a la opinión de que los súbditos tienen
respecto a sus gobernantes un deber de obediencia pasiva. Tenía un respeto muy profundo
por las magistraturas y no tenía ninguna confianza en las masas de la humanidad: “Los
príncipes de este mundo son dioses, el vulgo es satán, por intermedio de quien Dios obra
a veces lo que en otras ocasiones realiza directamente a través de satán, esto es, hace la
rebelión como castigo de los pecados del pueblo. Prefiero soportar un príncipe que obra
mal antes que un pueblo que obra bien”. Como podría esperarse, su afirmación del deber
de obediencia pasiva es todo lo vigorosa posible:
“No es de ningún modo propio de un cristiano alzarse contra su gobierno, tanto si actúa
justamente, como en caso contrario. No hay mejores obras que obedecer y servir a todos
los que están colocados por encima de nosotros como superiores. Por esta razón también,
la desobediencia es un pecado mayor que el asesinato, la lujuria, el robo y la de su
honestidad y todo lo que estos pueden abarcar.”
El peso de la autoridad de Lutero estaba de modo enteramente definido al lado de la
doctrina de que la resistencia a la autoridad civil es en todas las circunstancias,
moralmente mala.
La insistencia puesta por Lutero en el carácter puramente íntimo de la experiencia
religiosa inculcó una actitud quietista y de aquiescencia al poder terreno. La religión ganó
acaso en espiritualidad, pero el estado ganó en poder. El carácter sumiso de las iglesias
luteranas, con un cierto tinte de misticismo, presenta un marcado contraste con el tipo de
religión que se desarrolló en las iglesias calvinistas, en las cuales la actividad mundana y
aun el éxito terreno figuraban como deberes cristianos.
Las iglesias calvinistas de Holanda, Escocia y Norteamérica fueron el principal medio a
través del cual se extendió a la Europa occidental la justificación de la resistencia. La
iglesia tiene que estar en libertad de fijar sus cánones de doctrina y moral, y debe tener el
pleno apoyo del poder secular para imponer su disciplina a los recalcitrantes. En Ginebra,
la excomunión privaba al ciudadano excomulgado del derecho a desempeñar cargos
públicos, y en Massachusetts los derechos políticos estaban limitados a los miembros de
la iglesia. A este respecto la teoría de la iglesia de Calvino estaba más adentro del espíritu
del eclesiasticismo medieval extremo, que la sostenida por los católicos nacionalistas.
Esta es la razón de que, para los miembros de las iglesias nacionales, calvinistas y jesuitas
pareciesen como dos nombres de la misma cosa. Ambos defendieron la primacía y la
independencia de la autoridad espiritual y el uso del poder secular para poner en práctica
los juicios de aquélla en materia de ortodoxia y disciplina moral. Calvino por una parte
subrayaba la maldad de toda resistencia a la autoridad constituida, pero por otra, su
principio fundamental era el derecho de la iglesia a declarar la verdadera doctrina y a
ejercer una censura universal con el apoyo del poder secular.

IV. CARACTERISTICAS DEL IUSNATURALISMO MODERNO


Se ha difundido muchisimo la opinion de que entre el i. antiguo-medieval y el i. moderno existe
una prolunda antitesis, en cuanto que el primero estaria constituido por una teoria del derecho
natural como norma objetiva, mientras que el segundo seria una teoria exclusivamente de
derechos subjetivos, de facultades. En realidad, entre el i. antiguo, medieval y moderno no
existe de hecho una ruptura sino mas bien una continuidad sustancial; sin embargo, lo cierto es
que el i. moderno pone decididamente el acento en el aspecto subjetivo del derecho natural, o
sea en los derechos innatos, dejando en la oscuridad su correspondiente aspecto objetivo, el de
norma, en el que generalmente insistieron los iusnaturalistas antiguos y medievales, y tambien
el mismo Giocio. Precisamente por esta caracteristica el i. moderno, o sea el de los siglos
xvn y xvm, informa profundamente a las doctrinas politicas de tendencia individualista y
liberal, estableciendo resueltamente la instancia del respeto, por parte de la autoridad
politica, de lo que se proclama como derechos innatos del individuo.
El i. moderno considera al estado mismo como una obra voluntaria de los individuos y no,
como en la mayor parte de las doctrinas clasicas y medievales, como una institucion necesaria
por naturaleza. Para los ius- naturalistas modernos, los individuos abandonan el
"estadonatural” (entendido porcada uno de ellos de un modo diverso, pero siempre sin
organizacion politica) y dan vida al estado organizado politicamente y con autoridad,
precisamente para que se vean mejor protegidos y garantizados sus derechos naturales, y el estado
es legitimo siempre y cuando cumpla esta funcion esencial suya, que se le ha delegado por medio
de un pacto estipulado entre los ciudadanos y el soberano (contrato social). En algunas doctrinas
iusnaturalistas modernas se rechaza el individualismo hasta el grado de considerar a la sociedad
misma como fruto de un contrato entre los individuos, y de dividir e! contrato social en dos
aspectos: pacto de union y pacto de

3)Qué debates sociopolíticos traen aparejadas la revolución francesa y la revolución


americana?.
La revolución francesa del siglo XVIII es el proceso histórico que se constituye en el
momento fundador del mundo contemporáneo occidental. Es un fenómeno ecuménico
siendo el que despierta mayor atención académica en su producción teórica y genera
intensos debates en el campo historiográfico sobre los acontecimientos iniciados en 1789.
La fascinación se debe a que Francia crea un nuevo modelo de sociedad y de estado,
difunde una cultura política que se evidencia en sus ideas y principios. Pero también,
proporciona el vocabulario y los programas de los partidos liberales, radicales y
democráticos de la mayor parte del mundo. Ofrece el concepto y el vocabulario del
nacionalismo. Se constituye en símbolo de la libertad y de la fraternidad pero también de
la sombría imagen del terror paradójicamente aplicado en nombre de aquellas conquistas.
Respecto a ello, Furet pone atención al trabajo del historiador local cuando estudia un
proceso histórico que se considera el año 0 de un nuevo mundo fundado en la igualdad.
Es decir el de los orígenes del estado – nación francés. Tiene una connotación positiva de
una promesa de elasticidad extensiva. Puede tener distintas temporalidades, y ubicarse
entre la revolución y la restauración.
Se trata de una herencia que domina las representaciones del porvenir como si fuera
¨…una antigua capa geológica recubierta de sedimentaciones posteriores que continúa
modelando el relieve y el paisaje…¨.
La Revolución francesa además de ser una institución nacional, es una promesa
indefinida de igualdad y una forma privilegiada de cambio. A la vez que se convierte en
una matriz universal, (ecuménico) que el siglo XX le devuelve su poder de fascinación.

movimiento
cuya lógica es la de su propia superación. Las dos luchas
por la democracia y el socialismo son dos configuraciones
sucesivas de una dinámica de la igualdad que tiene su origen
en la Revolución Francesa. De esta manera se constituyó
una visión, una historia lineal de la emancipación humana
cuya primera etapa había sido la eclosión y la difusión
de los valores del 89 y, la segunda, aquella en la que
debía cumplirse la promesa del 89, por medio de una nueva
revolución, esta vez socialista:

la historia
de la Revolución Francesa ha sido siempre un relato de los
orígenes y por lo tanto un discurso de la identidad.

La revolución francesa en debate. De la utopía liberadora al desencanto en las


democracias contemporáneas (fragmento),por Franςois Furet

El 14 de julio de 1789 los ciudadanos de París tomaron la prisión de la Bastilla, lo que


marca simbólicamente el comienzo de la Revolución Francesa y el fin del absolutismo
monárquico, sustentado en la doctrina del origen divino de la autoridad real.
La Revolución Francesa en debate; de la utopía liberadora al desencanto en las
democracias contemporáneas, del historiador francés François Furet reúne seis
artículos publicados en la revista Le Débat entre 1981 y 1997, que articulan sus dos
grandes objetos de estudio: la Revolución Francesa y la Revolución rusa de 1917.
El autor aborda cuestiones como si puede disociarse la revolución de 1789 de la etapa del
Terror que siguió.
En el capítulo que a continuación transcribimos, “La revolución en el imaginario político
francés”, el autor destaca la incapacidad del proceso revolucionario de finales del siglo
XVIII para crear instituciones: “Lo que caracteriza a la Revolución francesa es que
arranca a Francia de su pasado, condenado en su totalidad, y la identifica con un principio
nuevo, sin que vez alguna resulte posible arraigar ese principio en instituciones (…)En
1789, la Revolución se instaló en un espacio abandonado por la antigua monarquía, sin
conseguir reestructurarlo de forma durable y sistemática hasta el Consulado. En cambio,
el segundo ciclo de la Revolución francesa, el del siglo XIX, se desarrolla en toda su
extensión dentro de un marco administrativo fuerte y estable: el de la centralización
napoleónica, que permanece invariable durante todo el siglo y que ninguna revolución
buscó transformar”.
Fuente: Franςois Furet, La revolución francesa en debate. De la utopía liberadora al
desencanto en las democracias contemporáneas, Buenos Aires, Editorial Siglo XXI,
2016, págs. 55-61.
Capítulo 2, la revolución en el imaginario político francés.
Para conocer el alcance de la conmoción causada por la Revolución francesa, es necesario
volver a tomar como punto inicial, doscientos años después, su ambición principal:
reinstaurar la sociedad a la manera de Rousseau, es decir, regenerar al hombre por medio
de un auténtico contrato social. Se trata de una ambición universal que en un sentido
abstracto tiene un parentesco con la del mensaje de las religiones pero que se diferencia
de él en cuanto a su contenido, dado que esa regeneración ya dejó de tener fundamento
trascendente alguno y, por el contrario, pretende suplantar cualquier forma de
trascendencia. Con la Revolución francesa, lo religioso es absorbido por lo político. Pero
a la inversa, cuando lo religioso se niega a perderse en lo político, resulta constitutivo de
la Contrarrevolución. De ese tipo es el carácter más profundo de la Revolución francesa,
su rasgo distintivo en relación con las Revoluciones inglesa y estadounidense.
Ahora bien, esta instauración de la sociedad es un principio que incesantemente se busca
a sí mismo en la medida en que no supone un punto fijo y en la medida en que tiene la
apariencia de un desarrollo de acontecimientos, una historia sin fin. No cuenta con una
escena central sobre la cual fundar la nueva sociedad, ni un tope con el cual se le ponga
freno, ni un ancla para fijarla. No hay un 1688 que cree una monarquía a la inglesa,
tampoco una Constitución estadounidense de 1787. Por lo demás, ni los objetivos de la
revolución inglesa ni los de la estadounidense son modos de extirparse de la corrupción
del pasado; no constituyen comienzos absolutos, sino reencuentros con la tradición,
reanudaciones o restauraciones. A mediados del siglo XVII, la Revolución inglesa le
arrebata la historia nacional a la corrupción monárquica, pero lo hace en nombre de las
Santas Escrituras; por último, en 1688, la sustitución final de una antigua dinastía por una
nueva funda un régimen perdurable a partir de una tradición reencontrada. Un siglo
después, la Revolución estadounidense expresa el comienzo de una nación, pero la
independencia se adquiere en nombre de valores religiosos indisolubles de los políticos,
de los cuales eran portadores los primeros inmigrantes, y como restauración de una
promesa traicionada. Las dos revoluciones, la inglesa y la estadounidense, conservan, a
la vez, el vínculo religioso cristiano (es cuestión de reencontrar un orden original que así
quiso Dios) y el anclaje de la continuidad histórica inmemorial (la common law inglesa),
De Maistre y Burke a la vez: de allí la extraordinaria fuerza consensual de ese sincretismo
revolucionario. Por el contrario, la Revolución francesa rompe simultáneamente con la
iglesia católica y con la monarquía, es decir, con la religión y con la historia. Quiere
fundar la sociedad, al hombre nuevo, pero ¿sobre qué base? Al hacerlo, descubre que ella
misma es una historia, que no tiene ni a Moisés ni a Washington, a nadie ni nada que le
sirva para fijar su rumbo.
De allí la obsesión por esta ausencia de un punto de anclaje, tan característica de su
desarrollo, entre 1789 y 1799. Es imposible enumerar los momentos y los hombres que
tuvieron por tema o por ambición principal esta ambición de detener la Revolución.
Mounier, desde julio de 1789; más adelante Mirabeau, La Fayette, Barnave, los
girondinos, Danon, Robespierre, cada uno en beneficio propio, hasta que Bonaparte pudo
lograrlo durante un tiempo, pero precisamente sólo durante un tiempo (y extendiendo la
deriva revolucionaria a todo el espacio europeo) y sin una capacidad realmente fundadora
de lo social. La sucesión misma de estas tentativas en un lapso de tan extraordinaria
brevedad subraya su carácter estrictamente instrumental y su vanidad filosófica.
Ni siquiera la fiesta del Ser Supremo (junio de 1794), tal vez el esfuerzo más patético
realizado por la Revolución francesa para superar lo efímero y lo inmanente, consigue
presentarse -siquiera un instante- como otra cosa que una tentativa de manipulación por
parte de un poder provisorio. La ambición constitutiva de la Revolución francesa, que es
de la índole de lo fundamental, se erige en todo momento como campo de maniobras y
sospechas, sin conseguir siquiera una vez existir independientemente de ellos, por encima
de ellos, como si la Revolución en cuanto historia no pudiera superar su propia
contradicción interna, que es la de ser en simultáneo la política y el fundamento de la
política.
En efecto, la Revolución francesa nunca deja de ser una sucesión de acontecimientos y
regímenes, una cascada de luchas por el poder, para que el poder sea del pueblo, principio
único e indiscutido, pero encarnado en hombres y en equipos que, unos tras otros, se van
apropiando de su legitimidad inasible y, sin embargo, indestructible, reconstruida sin
cesar después de que ha sido destruida. En lugar de fijar el tiempo, la Revolución francesa
lo acelera y lo secciona. Eso se debe a que jamás logra crear instituciones. Es un principio
y una política, una idea de la soberanía a cuyo alrededor se engendran conflictos sin
reglas: nada hay entre la idea y las luchas por el poder, que es la mejor fórmula de deriva
histórica. Sin referencia alguna en el pasado, sin instituciones en el presente, es sólo un
porvenir incesantemente posible y siempre postergado. La Revolución francesa oscila sin
pausa entre aquello que la fija y aquello que la empuja hacia delante. Legisla para la
eternidad y está estrechamente sometida a las circunstancias. Es la Declaración de los
Derechos del Hombre pero también las jornadas de julio y de octubre de 1789. Es la
monarquía constitucional del período 1790-1791 pero también el cisma en la iglesia y la
resistencia del rey, Varennes. Es la República de septiembre de 1792, la Constitución de
1793, pero también la dictadura de hecho y el Terror. Así, su verdad termina por ser dicha
en 1793, en una fórmula según la cual el gobierno de la Revolución es simplemente
“revolucionario”. Esa tautología expresa perfectamente bien la incompatibilidad entre la
idea revolucionaria francesa y la existencia de instituciones fijas o durables. Lo que es
fijo, o durable, en la Revolución, es su principio, es el conjunto de creencias y de pasiones
colectivas asociadas a ella: de allí, la elasticidad indefinida de las pujas por el poder en la
política que ella inaugura, y los intentos por ponerle un término, todos vanos y todos
retomados.
Así, lo que caracteriza a la Revolución francesa es que arranca a Francia de su pasado,
condenado en su totalidad, y la identifica con un principio nuevo, sin que vez alguna
resulte posible arraigar ese principio en instituciones. Por consiguiente, en torno a la dupla
Revolución/Contrarrevolución, futuro/pasado crea una oposición fundamental, destinada
a tener casi la fuerza de una querella religiosa que enfrenta dos concepciones del mundo.
Además, en el interior mismo de los hombres y de las ideas de la Revolución, crea una
sucesión de hombres, equipos y regímenes políticos; en lugar de una solidaridad en
homenaje a un origen común, la tradición revolucionaria está hecha de conflictivas
fidelidades a herencias no solamente diversas sino contradictorias: la izquierda está unida
en contra de la derecha, pero no tiene ninguna otra cosa en común.
Toda la historia del siglo que separa la Revolución francesa de la Tercera República
atestigua esta realidad. No existe historiador ni político del siglo XIX que, para explicar
su tiempo, no haya tenido como referencia inicial no sólo la Revolución francesa, sino
(ante todo) el hecho de que ella continuaba repitiendo sus acontecimientos incontrolables,
en torno a una división entre los franceses de cuyos secretos era única poseedora. La
historia de esta época puede estructurarse en torno a dos ciclos cronológicos. El primero
va de 1789 a 1799 (o a 1804 si se desea incluir la creación del Imperio) y constituye el
repertorio de las formas políticas inventadas por la Revolución para institucionalizar la
nueva soberanía pública; por lo demás, esta invención torrencial es su marca por
excelencia.
Con un segundo y último ciclo repetitivo, los franceses refundan y, por consiguiente,
cristalizan en el largo plazo las mismas formas políticas, renacientes de las mismas
revoluciones: dos monarquías constitucionales después de la del período 1789-1792, dos
insurrecciones parisinas victoriosas (julio de 1830, febrero de 1848) y dos insurrecciones
aplastadas (junio de 1848 y marzo de 1871), una Segunda República después de la
primera e incluso un segundo Bonaparte, mientras que el primero había sido considerado
un hombre único en la historia. Esta sucesión de repeticiones carece de precedentes, y
deja de manifiesto el extraordinario poder de coerción que tiene la Revolución francesa
en la política francesa del siglo XIX. Por otro lado, a mediados de ese siglo, el régimen
más marcado por el mimetismo revolucionario, la Segunda República, reprodujo por sí
solo el gran ciclo de los diez últimos años del siglo XVIII, con la única diferencia de que
comenzó con la República y la etapa jacobina nació muerta (las jornadas de Junio). Pero
todos los actores están allí, adosados a los grandes ancestros: la farsa luego de la tragedia,
según diría Marx. El número con que concluye la pieza -a cargo de un segundo Bonaparte,
el último farsante- exhibe a modo de provocación el título de propiedad de la tradición
revolucionaria sobre la política francesa. Aquello que en el segundo año del siglo XIX
había podido pasar por el reencuentro aleatorio de una coyuntura excepcional y de un
hombre incomparable 1, medio siglo después aparece como la inexorable evolución de la
República revolucionaria. La mediocridad del beneficiario revela el juego de un
determinismo independiente de los hombres: Tocqueville y Quinet hicieron de esta
evidencia misteriosa el objeto de su investigación.
Sin embargo, existe una diferencia esencial entre los dos grandes ciclos de la Revolución
francesa: el del siglo XVIII y el del XIX. El primero se lleva a término en ausencia de
estructuras administrativas estables fuertes, dado que habían desaparecido en 1787 con la
última gran reforma administrativa de la monarquía. Indudablemente, en gran medida
esto explica la extraordinaria fluidez de la política revolucionaria, que jamás tuvo puntos
de apoyo sólidos en el estado. En 1789, la Revolución se instaló en un espacio
abandonado por la antigua monarquía, sin conseguir reestructurarlo de forma durable y
sistemática hasta el Consulado. En cambio, el segundo ciclo de la Revolución francesa,
el del siglo XIX, se desarrolla en toda su extensión dentro de un marco administrativo
fuerte y estable: el de la centralización napoleónica, que permanece invariable durante
todo el siglo y que ninguna revolución buscó transformar. En ese siglo la vida política
francesa se caracteriza por un consenso profundo en relación con las estructuras del estado
y por un conflicto permanente sobre las formas de ese mismo estado. El consenso es
acerca del primer punto, ya que se trata a la vez de una tradición monárquica y de una
tradición revolucionaria (Tocqueville). Y el conflicto es sobre el segundo punto, ya que
la Revolución sólo legó, a los franceses, incertidumbres sobre la legitimidad y fidelidades
contradictorias. Sin embargo, su solución resulta tan difícil precisamente porque la crisis
francesa es más una crisis de legitimidad que de sustancia: el consenso sobre el estado
administrativo hace que las revoluciones sean técnicamente fáciles, y el conflicto sobre
la forma del estado las vuelve inevitables. Por otro lado, el consenso es ignorado incluso
por los actores de la política; y el conflicto se machaca incansablemente incluso para los
más indiferentes a la política. Lo motiva que este se nutre no sólo del recuerdo de la
Revolución, sino también de la creencia que esta legó a los franceses; a todos los
franceses, tanto de derecha como de izquierda: que el poder político posee las claves del
cambio de la sociedad. Esta doble realidad explica la paradoja, señalada tan a menudo, de
un pueblo a la vez conservador y revolucionario. Por medio de la Revolución francesa,
los franceses celebran una tradición tanto más antigua que ella, ya que es la tradición de
la realeza; si los franceses asignan tanta centralidad a la igualdad es porque desde hace
siglos el estado administrativo de la monarquía abrió las sendas para eso. Pero también
por obra de la Revolución son ese pueblo que no puede celebrar a la vez las dos partes de
su historia, y que, desde de 1789, no deja de estar obsesionado por la reinstauración de lo
social. Impotente para fijar una nueva legitimidad, puesto que la de la derecha es sólo un
pasado y la de la izquierda un futuro, ese pueblo se ve condenado incesantemente a
intentar alcanzarla, en el constante rearmado de los fragmentos de su historia reciente,
que le ofrece materiales contradictorios.
Referencias:
1 Alusión al consulado vitalicio de Napoleón. [N. de E.]
Fuente: www.elhistoriador.com.ar

Esa tendencia liberal de la teología a la teoría política y social y en ella perfectible los
escritores escrito de la última época, aunque su finalidad fuera en parte de la defensa del
poder indirecto del papado sobre los gobernantes seculares. Sus argumentos hayan el
origen secular y humano del gobierno con objeto de que el derecho divino del papa
pudiera ocupar una categoría única en el sistema de autoridades. Así, por ejemplo, la
teoría política y la jurisprudencia de Suárez, aunque partes de una filosofía escolástica,
podían separarse de la televisión sin sufrir nunca mutilación sería.
Los escritores calvinistas de comienzos del siglo XVI se produce una analoga
secularización, aunque probablemente calvinismo retrasar proceso en vez de ayudarlo. La
doctrina de la predestinación, en el sentido original que tuvo el calvinismo, lidiaba todo
los problemas morales y sociales con la libre gracia de Dios y hacía de todo fenómeno
natural un incidente en que pudiera tener la que lo sea calvinista con la moralidad de
clases mediante los puritanos, no tenía ninguna con una explicación racional de los
fenómenos morales, sino al contrario. Por otra parte, al como los sistemas protestantes
eliminaron el derecho canónico, se hizo necesaria una ruptura más radical en la edad
media de la que tuvieron que realizarse los jesuitas. Suárez podía elaborar una forma un
tanto modernizada de jurisprudencia medieval, pero los calvinistas, una vez relajadas las
reglas estrictas del cardenismo, era más fácil conocer los conceptos de cristianos del
derecho natural. El acontecimiento crítico del historia de la tele sea calvinista, por lo que
se refiere a la teoría política, fue la controversia situada por Arminio y los arminianos
(remonstrants) en Holanda, controversia que liberó a Hugo Grocio del esclavitud el
calvinismo estricto ahincándole en la tradición humanista de Erasmo.1

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