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Vitale Luis Introduccion A Una Teoria de La Historia para America Latina
Vitale Luis Introduccion A Una Teoria de La Historia para America Latina
Introducción
a una teoría de la Historia
para
América latina
PLANETA
Buenos Aires, 1992
1
A mi querido amigo
Abraham Pimstein L.
permanente lector
y agudo crítico de
mis originales
2
“ Un sistema teórico se mantiene o se cae,
no sobre la base de algunas paredes,
sino por su capacidad de captar
los nuevos problemas que se presentan,
y en darles soluciones viables”
HORACE DAVIS
3
Nota preliminar
Capítulo I
Necesidad de una
teoría de la historia
para la investigación
4
de las formaciones sociales
latinoamericanas
5
global, como Spengler y Toynbee, no pasaron más allá de la historia comparada morfológica,
cayendo en la metahistoria, en la búsqueda del “alma de las civilizaciones” o del choque de
éstas para generar una “religión superior”,
Los porfiados hechos de la historia contemporánea han obligado a cambiar la
perspectiva de la Historia como disciplina. La toma de conciencia que comienzan a adquirir
algunos investigadores acerca de que Europa occidental no es más el centro del universo, junto
a la insurgencia anticolonialista de los pueblos asiáticos, africanos y latinoamericanos,
contribuye a replantear el estudio de la historia universal. Pelletier y Goblot han reconocido
hidalgamente: “por primera vez este mundo ya no es concebido solamente en las dimensiones
de Europa ni de la civilización europea como sucedió durante tanto tiempo”.1 Y más
explícitamente, Braudel: “Europa no es, ya no está en el centro del mundo”.2
Para completar esta toma de conciencia histórica faltaría analizar objetivamente qué era
Europa occidental antes de la era moderna y en qué estadio de la civilización estaban
Inglaterra, Francia, los Países Bajos y Alemania en el comienzo del medioevo, por ejemplo.
En rigor a la verdad mientras ellos estaban gateando en la historia, hacía varios siglos que en
nuestra América se había iniciado la revolución urbana desde Teotihuacán hasta el Cuzco,
mientras en Asia y Africa seguían haciendo historia civilizaciones milenarias. Un investigador
inglés ha reconocido sin rodeos que “Europa ha constituido durante la mayor parte de su
historia una zona de barbarie”.3
Se ha tomado a Europa occidental como modelo de desarrollo histórico, considerando
anómala la evolución de Asia, Africa y América latina. ¿Acaso Europa no ha podido
precisamente la excepción? Es el único continente que ha pasado por la secuencia culturas
“primitivas” -esclavismo-feudalismo-captalismo. ¿Por qué, entonces, fundamentar una teoría
de la historia sobre la base de un continente cuya evolución ha sido la excepción en la historia
universal? Una de las razones para justificar esta aberrante apreciación es que la sui gereris
evolución de Europa occidental dio paso a la conquista del mundo y, por ende, a la
mundialización de la historia.
El hecho objetivo es que a pocos años de finalizar el siglo XX no existe una
interpretación global del desarrollo de la humanidad. Esta ausencia de una historia realmente
universal sólo podrá superarse, a nuestro juicio, con el aporte de los historiadores de Asia,
Africa y América latina y el ulterior intercambio de ideas con los colegas norteamericanos y
europeos, tanto del Oeste como del Este, dispuestos a una nueva reflexión sobre su pasado,
única manera de elaborar una teoría del desarrollo global y específico de las sociedades
humanas.
Una teoría de la historia del Africa hecha por investigadores africanos, y una similar del
Asia por asiáticos, que puedan dar cuenta de las particularidades de sus culturas, junto a una
labor parecida de los investigadores latinoamericanos, constituirían un gran paso para la
elaboración de una teoría universal de la historia. La evolución de la humanidad vista desde la
perspectiva de cada una de las regiones del llamado “tercer mundo” significaría de hecho una
ruptura epistemológica con la hasta ahora considerada historia universal, terminando con el
eurocentrismo deformador de la realidad. Ya lo había dicho Juan Jacobo Rousseau en el
capítulo VIII del Essai sur l´origine des langues: “ El gran defecto de los europeos es que
filosofan acerca del origen de las cosas de acuerdo a lo que ven a su alrededor (...). Para
estudiar al hombre se requiere una perspectiva más amplia; para descubrir las propiedades es
necesario empezar por las diferencias”.
Tenemos que comenzar por rescatar los enfoques de maestros latinoamericanos, como
Simón Rodríguez, quien ya en la primera mitad del siglo XIX decía: “ en lugar de pensar en
medios, persas o egipcios, pensemos en los indios (...) más cuenta nos tiene entender a un
indio que a un Ovidio”.4 Esta afirmación tan rotunda no significaba un menosprecio por la
cultura universal sino que constituía un llamado de atención para que comenzara a estudiarse
la especificidad de nuestra historia.
José Martí retomó esta senda al manifestar a fines del siglo XIX: “La universidad
europea ha de ceder a la universidad americana. La historia de América de los incas acá, ha de
enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia (...) ingrese en nuestras
6
repúblicas el mundo, pero el tronco ha de ser de nuestras repúblicas”.5 Más explícito aún fue
José Carlos Mariategui al señalar en 1928: “ ni calco ni copia”,6 en el intento más
sobresaliente por encontrar las particularidades de nuestra historia americana, rompiendo con
la recurrencia de los investigadores al traslado mecánico del modelo de evolución europeo.
Más recientemente mi maestro José Luis Romero advirtió que “el esquema de las
corrientes ideológicas de Europa occidental no puede servirnos de modelo (...) quizás ha sido
Latinoamérica más original de lo que suele pensarse, y quizá más originales de lo parecen a
primera vista ciertos procesos que, con demasiada frecuencia, consideramos como simples
reflejos europeos”.7
Plantear la necesidad de una teoría propia para el estudio de la historia latinoamericana
no significa obviamente dejar de lado minimizar los aportes de los historiadores de otros
continentes. Por el contrario, se trata de incorporar sus contribuciones teóricas más relevantes,
aplicándolas de manera creadora a nuestra realidad. Lejos de nosotros la pretensión de
menospreciar siglos de investigación de la historiografía europea y sus aportes metodológicos,
sin los cuales todo intento de formular una teoría de la historia latinoamericana partiría de
cero. Sólo alertamos sobre la necesidad de no trasladar sus esquemas al estudio de nuestra
historia; apliquemos creadoramente sus aportes a la realidad americana en pos de una teoría
que dé cuenta de nuestra particular evolución.
NOTA
1
ANTOINE PELLETIER y JEAN-JACQUES GLOBOT: Materialismo histórico e historia de las civilizaciones, De. Grijalbo, México, 1975,
p.15
2
FERNAND BRAUDEL: Le monde contemporaine, Ed. Belin, París, 1963, p.143.
3
ERIC HOBSBAWM: Du féodalisme au capitalisme, en Recherches enternationales, París, nº 37, p.217.
4
SIMON RODRIGUEZ: Obras completas, Universidad “Simón Rodríguez”, Caracas, 1975, t. I, pp.66 y 288.
5
JOSE MARTI: Antología mínima, Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1972,t.I , p. 244
6
JOSE CARLOS MARIATEGUI: Ideología y política, Lima, 1969, vol. XIII, p 246.
7
JOSE LUIS ROMERO: Latinoamérica, situaciones e ideologías, Ed. del Candil, Buenos Aires, 1967,pp.26 y 55
7
Capítulo II
Con el fin de precisar el alcance de las categorías que pasaremos a analizar, nos
permitimos clasificarlas en dos grandes bloques: a) las categorías concretas, y b) las
categorías dialécticas de análisis, La confusión que hacen generalmente los metodólogos
sobre esta cuestión epistemológica central nos ha obligado a realizar dicha separación de
categorías, conscientes de que no están escindidas en la praxis investigativa.
1
tradicional. Hay que replantear el concepto de Historia en la perspectiva de la
interrrelación entre el quehacer humano y la naturaleza, sin caer por supuesto en una
metafísica de la naturaleza. En rigor, existe una sola historia ininterrumpida de la
naturaleza y la humanidad a partir de la a parición del hombre, aunque ambas tengan
dinámicas internas distintas. Esta “segunda naturaleza” está socialmente medida por la
producción humana de bienes materiales, pero a su vez condiciona en importante medida
la producción por la incidencia del clima, las aguas, el régimen de lluvias y la calidad de
las tierras, es decir, la ecobase y su relación con la productividad de los recursos
naturales.
Así podríamos explicar aspectos de la historia latinoamericana, soslayados hasta
ahora, como el comportamiento de las culturas aborígenes con la naturaleza, el inicio del
deterioro ambiental provocado por la colonización hispano-lusitana el debilitamiento de
los ecosistemas a raíz de la monoproducción implantada por el capitalismo primario
exportador del siglo XIX y el posterior proceso de industrialización dependiente que ha
conducido a la crisis ecológica más grave de la historia. No es igual, entonces, estudiar la
relación sociedad-naturaleza en Europa o Estados Unidos que en América latina, donde
los recursos naturales han sido apropiados por las metrópolis. Tenemos que aplicar esta
categoría de análisis a la luz de nuestra especificidad de subcontinente colonizado en
función de la formación social capitalista mundial.
Por otra parte, la particularidad de los modos de producción que se han dado en
América latina y el Caribe obliga a precisar sus diferencias con los otros continentes.
Ante todo, es necesario aclarar el significado de la categoría modo de producción,
pues algunas corrientes, como el estructuralismo althusseriano lo consideran como
omniabarcante de todas las manifestaciones de la sociedad, confundiéndolo con la
formación social, cuando en rigor sólo tiene relación con la estructura económica, es decir
con la forma de producir con determinadas fuerzas productivas y ciertas relaciones de
producción.
América latina no atravesó por los mismos modos de producción y formaciones
sociales que Europa no tampoco por los mismos períodos de transición. El modo de
producción comunal de las culturas agroalfareras- que es importante revalorar por cuanto
algunos le niegan carácter de modo de producción basados en que esta categoría sólo es
aplicable a las sociedades de clases- y el modo de producción de las formaciones sociales
inca y azteca -que caracterizamos de comunal-tributario- fueron yugulados por un factor
exógeno: la invasión ibérica. Esta colonización no estableció un modo preponderante de
producción sino variadas relaciones de producción precapitalista y embriones
procapitalistas como el salariado minero. Por eso es fundamental precisar las
características de este período de transición que culminó en el siglo XIX en el modo de
producción capitalista, diferenciándolo de otros períodos de transición de la historia
universal.
En América latina no se dieron los mismos períodos de transición que en Europa,
donde hubo largos siglos de transición entre el modo de producción esclavista y el feudal
y entre éste y el capitalista. Nosotros hemos detectado un primer período de transición
entre el modo de producción comunal de las culturas agroalfareras y el de las formaciones
sociales inca y azteca, expresado en las culturas Olmeca, Teotihuacán, Tolteca, Maya,
Cochasquí, Mochica, Huari, Chimú, Tiahuanaco y otras, donde comenzaron las primeras
desigualdades sociales. Otro período de transición se abre, por vía exógena, con la
conquista hispano-lusitana, hasta culminar en el modo de producción capitalista de la
segunda mitad del siglo XIX, luego de pasar por lo menos por dos formaciones sociales:
la colonial y la republicana. Tenemos, pues, el desafío de redefinir en la historia
latinoamericana la especificidad de sus períodos de transición.
Esta es una problemática clave para remontar las dificultades que se nos presentan
para establecer una periodización de la historia adecuada a nuestras especificidades de
desarrollo, superando el criterio tradicional de Prehistoria, Antigüedad, Edad Media,
Moderna y contemporánea o la periodización por siglos o gobierno. “No hay en el campo
2
de la historia un problema metodológico de mayor importancia que la periodización”,
decían Lucien Febvre y Henry Berr, porque -agregaríamos nosotros- es la síntesis de los
cambios cualitativos de las formaciones sociales y los modos de producción.
La tarea de periodizar es sumamente compleja en América latina porque, al igual
que Asia y Africa, es necesario considerar la fase de colonización debe contemplar no
sólo la instancia regional, sino también la internacional, es decir, la integración de
América latina a la formación social capitalista mundial.
La periodización debe tener homogeneidad teórica y un criterio común para todas
las fases con el fin de evitar que un período sea calificado por lo económico y otro por lo
político o cultural. Nosotros preferimos utilizar como criterio común las formaciones
sociales con sus relaciones de producción y de dependencia colonial y semicolonial en el
intento de periodización, que es más que una cronología o secuencia temporal. Periodizar
la historia tomando sólo en cuenta los modos de producción podría conducir a un
reduccionismo unilateral. Por eso estimamos que la periodicidad debe englobar tanto los
modos de producción como las formaciones sociales, incluyendo sus períodos de
transición y, al mismo tiempo, las relaciones de dependencia instauradas en América
latina con la colonización ibérica y el posterior proceso de semicolonización europea y
norteamericana, como lo explicitaremos en un capítulo especial.
¿Con qué categoría global de análisis hay que investigar nuestra particular
evolución histórica? Fue una de las preguntas epistemológicas centrales que nos
formulamos en el proceso de elaboración de nuestra Historia general de América latina.
La categoría de desarrollo desigual y combinado nos permitió un primer abordaje, pero
en el transcurso de la investigación notamos que era necesario complementarla con las
categorías de articulado, específico-diferencial y multilineal, porque tomadas en su
conjunto nos podrían dar cuenta con mayor precisión de una de las tendencias generales
más importantes del desarrollo histórico.
El desarrollo desigual no sólo se ha dado en la era capitalista sino también en las
sociedades precapitalistas como puede apreciarse en indoamamérica comparando el
estadio cultural de las formaciones sociales inca y azteca con las comunidades cazadoras-
recolectoras y agroalfareras de esa misma época. El desarrollo desigual permitió a los
españoles y portugueses imponer sus formas de colonización y, ulteriormente, al
capitalismo europeo, especialmente inglés establecer las reglas del mercado internacional
a las nacientes repúblicas latinoamericanas. Durante la fase imperialista se ahondó la
diferencia entre las naciones altamente industrializadas, exportadoras de capital
financiero, y los países coloniales y semicoloniales, que “contribuyeron” con su
excedente económico al afianzamiento del capital monopólico metropolitano.
Este desarrollo desigual -ya analizado por Marx y Lenin- adquiere diversas formas
combinadas. Por eso, analizando la Rusia zarista, Trotsky insistió en un desarrollo
combinado que se expresaba en la interrelación entre las formas más modernas del
capitalismo con las relaciones de producción más retrasadas. Esta combinación
contradictoria podemos comprobarla actualmente en América latina, donde siguen
existiendo miles de talleres artesanales al lado de fábricas con las más alta tecnología y
concentración obrera.
El desarrollo desigual y combinado se registra no sólo en la economía, sino
también en la formación y evolución de las clases sociales, cuyos segmentos se
entremezclan, particularmente en el sector dominante, al compás del desarrollo capitalista
y de la disputa por la hegemonía en el bloque de poder. Esta tendencia puede apreciarse
en la propia Colonia, donde los terratenientes se hicieron mineros y la burguesía
comercial invirtió en tierras y minas. En el plano de las relaciones de producción se
combinaron formas esclavistas con serviles y hasta asalariadas embrionarias. Inclusive el
esclavismo en América latina y el Caribe fue distinto al grecorromano, al producirse en el
momento de despegue del capitalismo mercantilista y mantenerse en Cuba, Puerto Rico y
Brasil hasta fines del siglo XIX, cuando era manifiesta la preponderancia del modo de
producción capitalista. “Una formación combinada - sostiene Novack - amalgama
3
elementos derivados de distintos niveles de desarrollo social. Por lo tanto su estructura
interna es altamente contradictoria. La oposición de sus componentes no sólo imparte
inestabilidad a la formación sino que orienta su desarrollo ulterior”.3
El desarrollo desigual y combinado se refleja, asimismo, en la relación etnia-clase
y en el sincretismo de culturas en las que se combinan costumbres y creencias de
formaciones sociales anteriores con las que provienen de otras, generalmente de carácter
exógeno. Esta determinación es clara en América latina colonial, pero también puede
observarse en la penetración cultural impuesta por Europa occidental y Estados Unidos
durante los siglos XIX y XX. En todo caso, el desarrollo desigual es preexistente a
cualquier forma combinada.
A nuestro juicio, el desarrollo desigual y combinado adquiriría mayor precisión si
se lo complementara con las categorías de articulado, específico-diferenciado y
multilineal.
Introducimos el concepto de articulado porque establece una clara interrelación
recíproca entre las formas denominadas modernas y atrasadas, eliminando cualquier
apreciación de coexistencia estática o de dualismo estructural entre ellas. En la actualidad
latinoamericana se articulan variantes de economía de subsistencia indígenas y
campesinas con el mercado capitalista, como puede comprobarse en las regiones andina y
mesoaméricana. Razón tenía Rosa Luxemburgo cuando sostenía que el sector
precapitalista es funcional al sistema, remarcando la integración forzada y la
subordinación de todas las relaciones de producción al modo preponderante de
producción. El concepto de articulado permite, asimismo apreciar en toda su dimensión la
complementariedad condicionada por el régimen de dominación de clases de las diversas
relaciones de producción, tanto a nivel nacional como internacional. En síntesis, la
mundialización de la economía capitalista y su incidencia en América latina podría ser
mejor comprendida complementando lo combinado con las diversas formas de
articulación. Del mismo modo, podríamos entender mejor los fenómenos de transferencia
y aculturación que, iniciándose como exógenos, se constituyen rápidamente en elementos
activos internos de las formaciones sociales.
Estos desarrollos desiguales, articulados y combinados tienen, así mismo, un
carácter específico-diferenciado. Es fundamental analizar lo que se articula y combina en
las formaciones históricas de desarrollo desigual, pero también lo que las diferencia. No
existe unidad ni diversidad. Por eso, lo específico-diferenciado se convierte en una
categoría clave para investigar la multiplicidad de los procesos en nuestro subconsciente
indo-afro-latino
La singularidad es parte de la generalidad. No puede haber tendencias generales de
los procesos históricos sin contemplar la especifidad de las determinaciones singulares.
“No es que no haya que distinguir”, decían Pelletier y Goblot, “lo universal de lo
particular (...). Las particularidades -las condiciones, las circunstancias, el medio- no
pueden pues reducirse a la 'lógica universal' del desarrollo social, ni deducirse de ella,
pero tampoco pueden ser separadas de ella, ni serle opuestas, ni simplemente agregársele
como su complemento, como un accesorio empírico”.4
De este modo se verá más clara la singular historia de América latina,
abruptamente incorporada al sistema mercantilista mundial desde la colonización
hispano-lusitana y, posteriormente, al sistema capitalista. A su vez, entenderemos las
heterogeneidad de cada uno de los países de América latina, considerada por algunos
autores común subcontinente homogéneo.
La categoría de continuidad histórica debe ser manejada teniendo siempre en
cuenta la discontinuidad y el desarrollo desigual, articulado, combinado y específico-
diferenciado, insistiendo más en la unicidad contradictoria de los procesos concretos que
en una continuidad supuestamente lineal.
A la concepción unilinealista o unilineal de la historia hay que oponerle la real
multilinealidad de los procesos de evolución de las sociedades. Precisamente, el curso
diferente que sigue cada una de ellas es lo que determina su especificidad. El desarrollo
4
multilineal de las culturas precolombinas fue cortado drásticamente por la conquista
ibérica, pero sigue expresándose en la existencia de pueblos agroalfareros, aunque
subordinados a la sociedad global dominante.
Sin embargo, adscribirse acríticamente al concepto de multilinealidad puede
conducir a negar las tendencias generales de la historia en función de un “relativismo
histórico” abstracto. Adherirse a un evolucionismo multilineal generalizado en todos los
tiempos, incluyendo el contemporáneo, significaría soslayar la interconexión e
interdependencia de procesos que, dentro de la diversidad, aceleran la continuidad-
discontinuidad histórica. Es necesario, entonces, analizar el desarrollo de las culturas y la
pluralidad de sus líneas de evolución, criticando la concepción unilineal de la historia sin
caer en otra forma de dogmatismo que conduce, en aras de un muestrario inconexo de
evoluciones multilineales, a una forma de ininteligibilidad del proceso de unicidad
contradictorio de la historia.
Una categoría de análisis que es fundamental precisar es el tipo de capitalismo que
ha existido en América latina.
Este capitalismo no tuvo la misma génesis ni la misma configuración que el
europeo, pero eso no significa negar su existencia, como lo han pretendido ciertos
partidarios de las tesis feudalista y señorial. La categoría de capitalismo primario
exportador, que desarrollaremos en próximos capítulos, podría contribuir a una más
adecuada caracterización destinada a precisar la especificidad de nuestro capitalismo de
los siglos XIX y gran parte del XX. Con la redefinición del concepto de industrialización
en América latina, desde los obrajes textiles de la colonia y las industrias artesanales del
siglo XIX hasta el proceso de sustitución limitada de importaciones y su actual reemplazo
por las industrias de exportación de tradicionales, de acuerdo a la división internacional
del trabajo impuesta por los centros hegemónicos.
La categoría de plusvalía debe ser complementada para poder explicar la magnitud
del plustrabajo en América latina. Además de la plusvalía que se extrae al proletariado
hay que considerar también el plusproducto expropiado a millones de indígenas y
esclavos negros, así como a los huasipungueros, inquilinos, peones acasillados y otras
relaciones de producción mal definidas como feudales. Ya Marx había llamado la
atención acerca de este problema con relación al trabajo esclavo y servil bajo la fase
mercantilista, como factores de acumulación originaria de capital.
El proceso de acumulación interna en América latina durante los siglos XIX y XX
fue también específico porque, paralelamente con la expansión de la frontera interior y la
apropiación del plustrabajo proveniente de las relaciones semiserviles, existió la
explotación del proletariado agrícola y minero por nuestro particular capitalismo primario
exportador y, ulteriormente, del proletariado manufacturero. Si bienes cierto que la
plusvalía pasó en gran medida al capital monopólico internacional, la burguesía criolla
acumuló un significativo porcentaje a través de las explotaciones agropecuarias, mineras
e industriales. Llamamos la atención acerca del proceso interno de acumulación de
capital, soslayado por quienes ponen exclusivamente el acento en la fuga del excedente
hacia las metrópolis, porque es la única forma de explicarse la consolidación de la clase
dominante nativa, sus contradicciones interburguesas las variadas formas de dominación
política, sus roces con las metrópolis y sus reacomodos en las relaciones de dependencia.
La dependencia no es una teoría sino una categoría de análisis, que sirve para
explicar el período latinoamericano que se inicia con la colonización europea. Hay que
aplicarla teniendo en cuenta cada fase histórica porque no es igual la dependencia del
período colonial que la de los siglos XIX y XX. A esta categoría hay que despojarla de
la ideología de ciertos dependentólogos, superando la metodología estructural
funcionalista, el dualismo centro-periferia y las omisiones respecto del proceso de lucha
de clases en el interior de cada país. Es necesario también reestudiar otra manifestación
de la dependencia: la deuda externa, que cruza toda la historia latinoamericana a partir de
su independencia política formal, ya que el pago de sus servicios absorbió entre el 20 y el
5
50 por ciento de las exportaciones, mediatizando el proceso de desarrollo en una medida
no debidamente evaluada aún por los historiadores.
La cuestión nacional debe ser definida en relación a las especificidades de América
latina, desde la revolución anticolonial contra España. La gesta de la independencia
planteó tan claramente la cuestión nacional que llama la atención la ausencia de trabajos
teóricos sobre un tema que recién empezó a plantearse en el siglo XX, a raíz de la lucha
antiimperialista. Por lo demás, sólo fue abordado respecto de las inversiones extranjeras,
minimizando la importancia de la cuestión nacional en relación con la deuda externa y la
opresión de las nacionalidades indígenas.
La categoría de clase debe también ser aplicada en consonancia con la estructura
social de América latina. Sólo así podremos comprender la complejidad de nuestros
enfrentamientos de clase, distintos en muchos aspectos de los procesos de lucha de clases
en Europa y Estados Unidos. Esto es válido tanto para el estudio del siglo XX como del
siglo XIX, e inclusive de la Colonia, porque el origen y evolución de las clases en
América latina fue distinto al europeo. Por eso hay que redefinir a las clases sociales
durante la Colonia, mal calificadas de castas por algunos historiadores, y esclarecer el
concepto de burguesía en el siglo XIX, que no por surgir del capitalismo primario
exportador - y no industrial como el europeo - deja de ser burguesía. Cabe también
redefinir el tipo de burguesía equívocamente llamada “nacional”, en el siglo XX, como
asimismo ampliar el concepto de clase trabajadora a todos los asalariados, incluidas las
capas medias que venden su fuera de trabajo - y no sólo al proletariado - para poder
entender las diversas manifestaciones de la lucha de clases tan específica de nuestra
América.
No se trata solamente de enriquecer el concepto de clase sino de investigarlo
creadoramente con la categoría etnia-clase, problema clave para comprender nuestro
subcontinente indo-afro-latino. Sin la categoría etnia-clase, que desarrollaremos más
adelante, sería imposible entender la historia de las zonas mesoamericana y andina en lo
que atañe a las culturas indígenas y la de la región caribeña en lo referente a las etnias
negras, y sus respectivos mestizajes.
Ni qué decir de la necesidad de precisar las categorías Estado y Estado-nación, que
en América latina tienen una génesis distinta a la de Europa. La incomprensión de esta
especificidad ha conducido a negar la existencia del Estado hasta fines del siglo pasado,
porque la formación de nuestro Estado nacional no habría cumplido los requisitos del
modelo europeo. Si esta falencia es notoria respecto de la formación del Estado-nación,
más evidente es la ausencia de una conceptualización de la categoría de Estado en
relación a las formaciones sociales inca y azteca y del propio Estado durante la época
colonial, como veremos más adelante.
La política instrumentada por los Estados llamados nacionales nos plantea la
redefinición de cultura nacional. ¿Existió en América latina una verdadera cultura
nacional? Quizá hubo más bien una mezcla de manifestaciones culturales que
respondieron a diversas vertientes: unas, al patrón cultural europeo, y otras, que
expresaron formas contestatarias de afirmación autóctona, mientras los indígenas y
negros seguían desarrollando sus propios comportamientos culturales. Si bien es cierto
que la cultura predominante de una sociedad es impuesta por la ideología de la clase
dominante, sería una grave omisión histórica ignorar la contracultura contestataria de los
oprimidos y explotados expresada en su literatura, pintura, cerámica, música y danza
popular, fenómeno estudiado de manera insuficiente por nuestros historiadores del arte,
como si no tuviera incidencia en el conjunto de la formación social.
Inclusive tendríamos que redefinir las corrientes de pensamiento surgidas en
América latina. Es efectivo que muchas de ellas fueron copia del positivismo y
neotomismo europeos, pero hubo otras que se gestaron en consonancia con nuestras
especificidades, como el ideario latinoamericanista, que va desde Bolivar al Che Guevara,
el marxismo de Mariátegui, la teología de la liberación y, en menor medida, la ideología
de los movimientos populistas. El pensamiento social latinoamericano tiene, pues,
6
aspectos originales que deben ser revalorizados para poder comprender nuestros
particulares procesos de cambio.
Hay que redefinir el papel del mito en la historia latinoamericana porque
numerosas ocasiones ha actuado como fuerza motriz, tanto de los cambios progresivos
como regresivos. No nos referimos a los mitos sobre el origen de la vida y la simbología
animal, sino fundamentalmente a aquellos que han tenido repercusión en los procesos
sociales. En tal sentido, podría citarse el papel del mito incaico en las rebeliones
indígenas de la Colonia y la época republicana, en las que interesa más la fuerza social
del mito que dilucidar si efectivamente el incario fue una sociedad igualitaria. En rigor a
la verdad, el imperio incaico fue, junto al azteca, la primera sociedad de clases en
Indoamérica, pero lo que rescatan los líderes del movimiento indígena es el respeto que
tuvieron ante el uso comunitario de las tierras del ayllu y calpullis. Es mito porque
encubre parte de la verdad, pero no por ello es irreal.
Vulgarmente se estima que el mito es una especie de auto engaño, cuando en
realidad es un ideal o una aspiración activa que persigue una forma de realización
histórica. El mito es parte del pasado, pero tiene tanta vigencia y factibilidad de
concretarse que se convierte a veces en una fuerza social del presente. El pensamiento
mítico es una forma de pensamiento social que concibe proyectos presentes y futuros por
analogía con hechos relevantes del pasado, generalmente reprimidos por el sistema de
dominación.
José Carlos Mariátegui fue uno de los primeros en comprender la importancia del
mito para las luchas de clases de América latina. “Para él -dice Rafael Herrera- el mito es
algo concreto y humano. Los motivos religiosos se han desplazado de los cielos a la tierra
(...). El mito, para Mariátegui, se identifica con la fe, la voluntad y el optimismo.”5
Influido por Sorel, Mariátegui sostenía que “ el mito mueve al hombre en la historia.”6
De ahí su intento de utilizar el mito social para movilizar a los indígenas del Perú; aunque
era consciente de la imposibilidad de resurrección del llamado “ socialismo incaico” o de
un retorno a las relaciones antiguas de producción, reivindicaba las formas comunitarias
indígenas anteriores a la conquista española.
El mito social no es, pues, una cuestión abstracta y meramente mágico-religiosa,
sino que juega un papel activo en ciertas luchas sociales, que es necesario detectar a
través de investigaciones desprejuiciadas.
La religiosidad popular es otra categoría que debe ser enriquecida de acuerdo a la
praxis concreta latinoamericana. Su manejo adecuado permitiría entender muchos
procesos de lucha desde la Colonia hasta la actualidad, pasando por la Virgen de
Guadalupe en la revolución anticolonial de Hidalgo y Morelos y el sincretismo de un
indígena del siglo XX, como Quintin Lame, que utilizó en Colombia las enseñanzas
igualitarias de Jesús para luchar contra los terratenientes.
Los movimientos sociales de América latina deben ser redefinidos con su
especificidad. La relevancia que ha adquirido esta temática, a raíz de la emergencia de
movimientos sociales nuevos, como el feminismo, los derechos Humanos, el ecologismo,
y los trabajadores de la cultura, obliga al historiador a reexaminar las características de
los antiguos movimientos sociales. Aunque algunos de éstos como el movimiento obrero,
han sido objeto de acuciosos estudios falta una investigación exhaustiva de los
movimientos indígenas y campesinos a escala latinoamericana, como asimismo de las
protestas de los habitantes de los barrios pobres, desde las huelgas de los inquilinos (1907
en Argentina, 1925 en Panamá) hasta las luchas de las poblaciones o barriadas urbano-
periféricas pobres surgidas con la masiva migración campo-ciudad entre 1930 y 1980.
Falta, asimismo, una investigación global y por países de uno de los movimientos sociales
más importantes el siglo XIX: el artesanado, cuyas luchas rebasaron en más de una
ocasión las reivindicaciones gremiales al participar activamente en las revoluciones de la
década de 1850 en Bolivia, Chile, Colombia y Venezuela.
Estos movimientos se combinaron frecuentemente con las luchas regionales que
abarcaron a decenas de miles de personas. En tal sentido, es necesario también redefinir
7
la categoría de regionalismo, que adquirió características distintas a las de otros
continentes. El tema ha sido estudiado en relación a las guerras civiles del siglo XIX, pero
las protestas regionales constituyen una constante en la historia latinoamericana. Más
aún, hay un fenómeno poco estudiado: es la tendencia a la regionalización de los
movimientos sociales y políticos, desde el levantamiento de Túpac Amaru (1780), que
abarcó la zona andina, el de los comuneros de Colombia y Venezuela (1781), las guerras
de la Independencia (Bolivar por el norte y San Martín por el sur) hasta la regionalización
de los procesos en Centroamérica y el Caribe (1928 - 33), en el Cono Sur a principios de
la década de los 70 y actualmente en la región centroamericana y en le proceso de
redemocratización de Argentina, Brasil, Chile y Paraguay.
Esta tendencia forma parte del ideario latinoamericanista de unidad, categoría que
es fundamental porque constituye una fuerza motriz que viene del fondo de nuestra
historia. América latina es el único subcontinente que tiene una tradición unitaria de
lucha y vocación permanente de unidad. La historia universal no presenta un fenómeno
de esta trascendía en Asia, Africa menos Europa; sus intentos de unificar nacionalidades
fueron ejecutados sobre la base de la conquista y sometimiento de los pueblos de los
imperios egipcio, asirio, persa, griego, romano, carolingio y otomano, hasta la expansión
colonial de Europa. El único caso que pudiera aproximarse a nuestra América es el
mundo musulmán constituido a partir del siglo VII, pero su idea de unidad, basada en una
religión común, entró en crisis desde el siglo XVI aproximadamente. Asia fue escenario
de imperios formados a base del doblegamiento de culturas por parte de los Estados hindú
y chino. La posterior conquista y colonización por los imperios agravó esta falta de
unidad, aunque en un momento la revolución anticolonial permitió un acercamiento,
particularmente en las naciones del Lejano Oriente. En Europa nunca hubo una vocación
unitaria. Los intentos del imperio romano, carolingio y napoleónico estuvieron
fundamentados en una política de fuerza. En la actualidad, le CEE inicia aparentemente
un proceso en tal sentido, pero que aún no tiene una configuración definida.
Por el contrario, los pueblos latinoamericanos han mostrado - desde la época
colonial, por lo menos - una tendencia sostenida hacia la unidad, especificidad que debe
ser revaluada por su incidencia en el pasado y su proyección futura.
La participación de los movimientos sociales en la lucha política plantea la
necesidad de redefinir la categoría sujeto social en la historia latinoamericana,
considerando no sólo como factor subjetivo a los partidos políticos sino también a las
vanguardias sociales de esos movimientos, donde se entrecruzan cuestiones de clase, de
sexo y de etnia. Hay que redimensionar el concepto de lo político, no restringiéndolo a
los gobiernos y partidos sino ampliándolo a todas las manifestaciones sociales y
culturales que a menudo se politizan en el proceso de sus luchas contra el Estado y la
clase dominante. La política viene a ser el punto de condensación de la lucha de clases,
por lo cual una de las tareas del historiador es descubrir las diferentes maneras de hacer
política, tanto de los partidos como de los movimientos sociales, manejando sin ningún
reduccionismo las categorías de clase, etnia, sexo y colonialismo interno y externo.
8
sino en ruptura epistemológica con ésta, al fundamentarse en los porfiados hechos de la
realidad.
La contradicción, por ejemplo, debe encontrarse en los procesos reales, que es
donde está. No hay contradicción sino dentro de los fenómenos “ in situ”, es decir, donde
se da la real unidad de los contrarios. De aquí que toda contradicción en la historia sea
específica. Su universalidad se expresa en lo que es propio a cada región o país. Hay que
buscar entonces en la historia latinoamericana el carácter específico de sus
contradicciones, evitando la aplicación mecánica de las contradicciones suscitadas en
Europa o Estados Unidos. Determinar el momento preciso en que las contradicciones de
una sociedad se expresan en un salto cualitativo es una de las tareas más difíciles para un
historiador.
La categoría de casualidad y, sobre todo, la controversia relación causa-efecto
deben ser manejadas con sumo cuidado para no caer en el mecanismo, especialmente en
los procesos de génesis. “ La capacidad genética de la causa - sostiene Bagú - varía
enormemente. La dinámica interna de una situación relacional, al alterarse, puede cambiar
de modo radical la magnitud de la acción de una misma causa que incida repetidas veces.
Al modificarse, asimismo, otros elementos externos - como la contigüidad, que puede ser
mayor o menor - es probable que se altera la capacidad dinámica del agente causal. Así
como no hay causas segregadas de conjuntos (un fenómeno militar o un fenómeno
financiero no existen por sí mismos), así también es absolutamente excepcional la
aparición de una cadena causal que incida sobre la situación relacional sin conexión con
otra cadena causal. Lo normal es el entrecruzamiento de varias cadenas causales.”7
El problema en la historia es interrelacionar las cadenas causales endógenas y
exógenas. Aunque todo proceso societario se desarrolla “in situ”, concurren factores
exógenos, como ocurrió con la incidencia del capitalismo en su fase superior -el
imperialismo- sobre los países latinoamericanos desde fines del siglo XIX. No se trata de
establecer de manera mecánica si la causa prioritaria es la exógena, como lo hicieron
algunos teóricos de la dependencia, sino analizar su impacto en el desarrollo interno de
cada país. En algunos casos, como el de la conquista y colonización de América latina por
España y Portugal, el factor exógeno fue determinante, pero pronto se abrió un proceso
interno que terminó con la independencia política. Descubrir la causalidad de los hechos
históricos es uno de los quehaceres centrales del investigador, porque de lo contrario la
Historia sería una descripción de sucesos inconexos, donde no se sabría el cómo y el
porqué de los acontecimientos.
La categoría de totalidad, clave para toda ciencia, en el caso de la Historia como
disciplina, adquiere una magnitud que a veces aparece como inabordable, pero es
ineludible si se quiere comprender el conjunto de las manifestaciones de la formación
social. La Historia total no consiste, como dice Vilar, en “decirlo todo sobre el todo”, sino
en decir aquello de que “ el todo depende y aquello que depende el todo”. De no
proceder así la investigación, una concepción holística abstracta impediría captar los
factores determinantes de la totalidad. Los hechos históricos tienen un carácter apariencial
hasta que no se los articula como expresiones de esa totalidad que es la formación social.
Sin embargo, no basta decir que se investiga con la categoría de totalidad. La
degeneración de este concepto- ha dicho Karel Kosik - “ha desembocado en dos
trivialidades: que todo está en conexión con todo y que el todo no es más que la suma de
las partes”.8 No se trata, como lo hacen los gentilistas, de captar las “partes” para
aprehender el “todo”, ni de confundir la totalidad, que es una categoría de análisis, con el
concepto metafísico del “todo”, sino de analizar las totalidades relativas y determinadas
de cada proceso histórico.
No hay totalidades inmóviles ni uniformes, sino variables y heterogéneas. En y
entre una formación social y otra hay discontinuidad, desigualdad, diversidad y
especificidad. Por eso, una formación social expresa la síntesis articulada de la totalidad
histórica concreta. En ella no hay elementos indiferenciados sino precisamente diferentes,
aunque articulados en la unicidad contradictoria de los procesos históricos. Sus
9
manifestaciones parciales están impregnadas de la estructura global de una sociedad
determinada: “la categoría de totalidad - afirma Lukács - no supera en modo alguno sus
momentos en una unidad indiferenciada”.9
La aplicación de la categoría de totalidad en América latina debe partir del hecho
objetivo de que nuestra historia, desde la colonización del siglo XVI hasta el presente,
está integrada a la formación social capitalista mundial. No se puede comprender la
historia colonial ni la de los siglos XIX y XX sin estudiar el mecanismo de dominación
europea y, posteriormente, norteamericana.
La categoría de totalidad debe ser aplicada no sólo a nivel mundial sino también al
contexto latinoamericano del país que se estudia. Los historiadores hacen a veces un
enfoque global de la formación social capitalista mundial, per generalmente descuidan el
análisis del contexto latinoamericano en la situación de cada país, omisión sumamente
grave que en nuestro subcontinente los procesos han adquirido un carácter regional.
La instrumentación de la categoría de totalidad no es fácil, ni siquiera dentro del
país de estudio. La interrelación de los factores económicos con los sociales, políticos y
culturales puede aparecer no tan dificultosa en el papel, pero su implementación es
compleja a la hora de procesar la información. No se trata de analizar por separado cada
uno de los aspectos de una sociedad y luego establecer las correlaciones, sino de ver
cómo esas manifestaciones son expresión de la totalidad; cómo la economía condiciona
pero, a su vez, es influida por las políticas de los gobiernos; cómo éstos y los Estados son
expresión de la clase dominante, pero en un momento del proceso adquieren una relativa
autonomía; cómo las diversas manifestaciones de la cultura no son fenómenos separados
de la economía, las clases y la política, sino la expresión del conjunto de la formación
social.
Por eso, no debe escindirse de modo unilateral la estructura de la llamada
superestructura: porque forman parte de esa misma totalidad; están íntimamente
relacionadas, interinfluenciándose recíprocamente. Por eso, la “superestructura” no es un
simple reflejo de la estructura, ni es “variable” dependiente de la estructura, considerada
arbitrariamente como “variable” independiente. Entrecomillamos “superestructura”
porque su significación es equívoca. Marx la utilizó algunas veces tomándola de la
palabra latina “ super-estructura”; otras veces empleó el término alemán “Uberbau”, que
significa la parte superior de un edificio, aunque “desde el punto de vista arquitectónico -
dice Ludovico Silva - no es propio llamar 'Uberbauo' superestructura a la parte superior
de un edificio, ya que éste es, todo él, una sola estructura”.10
La “superestructura” es parte indisoluble de la formación social, cuya “base” es la
estructura ecnómico-social, que obviamente no es un “objeto” sino el producto de entes
organizados en sociedades determinadas. Esos seres humanos son los mismos que actúan
en las manifestaciones denominadas superestructurales, de tal modo que la separación
entre estructura y superestructura es una abstracción hecha por el investigador para poder
explicar el funcionamiento totalizante de la formación social. Si bien es cierto que “en
última instancia”, decía Engels, el comportamiento de las instituciones está condicionado
por la estructura ha sido el resultado de la actividad humana; no está por encima ni es
independiente de la praxis humana.
El criterio mecanicista de que la superestructura es un mero reflejo de la estructura
ha conducido a minimizar el papel que juegan la política, el derecho, la religión los
valores y las normas de la sociedad. La política no es sólo la expresión condensada de la
economía, sino también del enfrentamiento social. El derecho codifica de manera
ostensible la relación entre las clases, como lo ha demostrado Thompson para la
Inglaterra moderna. Una historia del Derecho en América latina mostraría que esa
manifestación “superestructural”, tan subestimada por ciertos autores marxistas,
estableció una normatividad que permeó hasta nuestra vida cotidiana.
Thompson analizó también la incidencia de la normatividad moral en el conjunto
de la formación social: “Los valores no son ‘pensados’ ni ‘pronunciados’; son vividos, y
surgen en los mismos nexos de vida material y de relaciones materiales que nuestras
10
ideas. Son las necesarias normas, reglas, expectativas, etc., aprendidas (y ‘aprehendidas’
en nuestros sentimientos) en el marco del ‘habutus’ de vivir; y aprendidas en primer lugar
en el seno de la familia, en el trabajo y en el interior de la comunidad inmediata (...). Esto
no equivale a decir que los valores son independientes de la coloración de la ideología;
las cosas, evidentemente, no son así, y ¿cómo podrían serlo si la propia experiencia se
estructura según las pautas de clase? (...). Los valores, en no menos medida que las
necesidades materiales, serán siempre un ámbito de contradicciones, de lucha entre
valores y concepciones de la vida alternativa (...). El materialismo histórico y cultural no
puede explicar la ‘moralidad’ despachándola como interés de clase cubierto con un
disfraz (...). La conciencia afectiva y moral se expone en la historia y en la lucha de clases
a veces como inercia escasamente articulada (costumbre, superstición), a veces como
conflicto articulado entre sistemas de valores contrapuestos y con distintos fundamentos
de clase”.11
Una utilización de este enfoque renovador de la categoría de moralidad, aplicado a
nuestra América, permitiría comprender el papel contracultural desempeñado por la moral
indígena en oposición a la de los colonizadores, así como el papel contestatario de los
principios de clase de los trabajadores en relación a la hipocresía de la moral burguesa,
como factores activos del enfrentamiento social, sin soslayar el hecho de que la moral
predominante de una sociedad es, en definitiva, la ética impuesta por la clase dominante,
incluida la Iglesia católica, de tanta influencia en la vida cotidiana de nuestros pueblos.
Tanto el derecho como las normas de la moral y los valores de una sociedad no
son una mera expresión superestructural, sino que cruzan toda la formación social, desde
las relaciones de producción y de propiedad hasta las formas concretas de la lucha de
clases, de la política y del propio pensamiento. La “revolución de los criterios”, en el
México de fines de la década de 1920, es una muestra elocuente del papel activo que
puede jugar esa “superestructura” tan poco valorada.
El afán de encontrar estructuras en todas las manifestaciones de la sociedad ha
conducido al formalismo estructuralista a desvirtuar y relativizar la categoría marxista de
estructura, como apunta certeramente Alberto Pla.12 Los aparatos estatales o privados, los
partidos políticos, las iglesias y otras manifestaciones institucionales no forman parte de
la estructura sino que son unidades o conjuntos de esa superestructura que está
condicionada por lo socioeconómico, aunque tenga una autonomía relativa y un
funcionamiento dinámico expresado en complejas mediciones.
Por lo demás, la propia estructura económica no es homogénea ni estática, sino que
tiende a desestructurarse para dar lugar a nuevas estructuras, sobre todo en tiempos
revolucionarios de transición a otro. Cada estructura tiene su génesis: es generada, se
desarrolla y engendra otra.
El conocimiento de la estructura económico-social es básico, pero no agota el
estudio de la formación social, pues además de clases existen etnias y sexos, cultura,
política e ideología, incluyendo variadas expresiones de la cotidianidad.
La vida cotidiana condensa aspectos relevantes de esa totalidad que es la formación
social y su relación con la naturaleza, porque expresa el comportamiento de quienes
forjan tanto la estructura como la superestructura. “Es en la vida cotidiana - dice Henri
Lefebvre - donde se sitúa el núcleo racional, el centro real de la praxis.”13 En ella se
refleja crudamente la alienación humana, al mismo tiempo que da paso a formas de
desalienación y contracultura. Por eso las clases dominantes tratan de regimentar la vida
cotidiana, de planificarla y controlarla, especialmente en el sector de los explotados y
oprimidos, tanto en las pautas de consumo como en el “tiempo libre”. Procuran que lo
cotidiano sea funcional al sistema, sobre todo en la familia, donde la mujer es sujeto y
víctima de la cotidianidad. Justamente la crítica a esta cotidianidad es uno de los puntos
de partida para configurar proyectos alternativos de sociedad.
La vida cotidiana de una determinada formación social, entendida por algunos
autores como modo de vida, es capaz de sobrevivir en muchos aspectos en otros
regímenes sociales y políticos distintos, como puede apreciarse en América latina en la
11
república burguesa que reemplazará a la Colonia y en la propia república socialista de
Cuba. Incluso dentro de cada formación social pueden existir varios modos de vida, como
el de los indígenas en América latina por ejemplo, que han conservado sus costumbres
hasta la actualidad, aunque son permanentemente hostilizados y discriminados por el
modo de vida que impone la clase dominante.
El estudio del modo de vida permite analizar la praxis social y la forma como los
seres humanos actúan en el trabajo, en las relaciones familiares y de amistad, cómo
manifiestan sus emociones y sentimientos, sus necesidades e insatisfacciones, el quehacer
de los niños, jóvenes y adultos, sus fiestas, su sexualidad, en fin, las múltiples
manifestaciones de la vida urbana y rural. El riesgo del historiador es caer en el
empirismo, como le ha sucedido a ciertos colaboradores de los Annales. No se trata, pues,
de hacer una historia por separado de cada uno de los aspectos de la cotidianidad, sino de
analizar cómo inciden en el cambio en el orden conservador de una sociedad,
contribuyendo a abrir la “perspectiva de una historia total del hombre”.14 Así podría
percibirse tanto la verticalidad con la horizontalidad de las relaciones humanas como
expresiones de la totalidad.
Sólo con este concepto de totalidad concreta podremos captar la relación dialéctica
entre lo sincrónico y lo diacrónico, terminando con el criterio de que lo sincrónico es el
momento de confluencia de “las estructuras” y de que lo diacrónico sólo expresa el
transcurrir de los sucesos históricos en el tiempo, al decir de aquellos estructuralistas que
priorizan lo sincrónico. Tanto el uno como el otro son expresados por la totalidad de la
formación social. No se puede explicar lo sincrónico si no se estudia la génesis de un
proceso, su continuidad y discontinuidad. El esfuerzo de Topolsky, uno de los
historiadores de la nueva escuela de Poznan,15 por tratar de clasificar las “leyes”
históricas en tres categorías: sincrónicas, diacrónicas y sincrónico-diacrónicas, no alcanza
a hacer un corte epistemológico con el historicismo ni menos con el estructuralismo .
en rigor, tanto en lo sincrónico como en lo diacrónico se expresan la estructura y la
superestructura, y ambas pueden analizarse tanto en el nivel sincrónico como en el
diacrónico.
Por otra parte, es necesario esclarecer qué se entiende por proceso de estructura y
por proceso de coyuntura. Si bien es cierto que un proceso de estructura es aquel
relacionado con las tendencias generales de una sociedad en un tiempo relativamente
largo, y que proceso de coyuntura es el que se da en un período corto, ambos forman
parte de una misma totalidad y de esa unicidad contradictoria de la historia entre
continuidad y discontinuidad.
Por eso, nos parece arbitraria la separación que hace Braudel entre el tiempo de la
historia episódica, el tiempo de la historia coyuntural y el tiempo de la historia estructural
para las fases de corto, mediano y largo plazo respectivamente.16 No hay tres historias,
sino una historia interrumpida que transcurre en ciertos tiempos en una formación social
histórica determinada, donde cada coyuntura condensa procesos de estructura que se
venían dando desde mucho antes.
En ciertas coyunturas- sostiene Alberto Pla - se “ articulan diversas variables y se
producen hechos salientes. La coyuntura es la forma en que se manifiestan hechos
importantes (acelerados) de esos cambios profundos (...). Para entender el movimiento
histórico hay que articular por lo menos dos tiempos: el largo y el corto.”17 a veces un
proceso de coyuntura agrava la crisis de estructura, como por ejemplo la baja del precio
del petróleo en la década del 80, para los países exportadores de América latina(México,
Venezuela y Ecuador ), o permite superarla en casos de revolución social, como sucedió
en Cuba.
Lo importante para la explicación de los hechos históricos de trascendencia es
determinar cuáles son sus causas de estructura y cuáles sus cadenas causales de
coyuntura. La revolución por la Independencia de América latina, por ejemplo, se
produjo a raíz de causas de estructura, como la opresión colonial y otras contradicciones
12
que, combinadas con causas de coyuntura como la invasión napoleónica de España,
estallaron en un proceso que condujo a la revolución anticolonial.
La coyuntura precipita procesos de estructura generados desde larga data en una
formación social determinada, cambiándolos progresiva o regresivamente. En tal sentido,
una de las tareas más complejas del historiador es definir las fases o períodos de ascenso,
retroceso o estancamiento, de revolución, reforma o contrarrevolución.
Hemos puesto énfasis en el análisis de las categorías con el fin de precisar los
fundamentos epistemológicos para el estudio de América latina y el Caribe porque en
muchos historiadores existe el criterio de que la epistemología es un quehacer
especializado de los metodólogos, sociólogos y filósofos. En rigor, no puede haber
investigación sin basamento epistemológico como dice Rigoberto Lanz : no hay teoría sin
estudio epistemológico (...). Cada saber se configura según las reglas de verdad, de
acuerdo a un criterio de lo real, a partir de ciertos registros formales, acudiendo a
determinados parámetros de racionalidad. Este conjunto de elementos - incluyendo las
cuestiones de método- sintetizan el estatuto epiestemológico del discurso”.18
Nuestra epistemología es irreductiblemente opuesta a los campos metodológicos o
“epistemes” de Foucault, que más que una historia del conocimiento son una
“arqueología del saber” configurada no según la realidad sino sobre un esquema
apriorístico, meramente especulativo. En este “juego de abalorios”, al decir de Abraham
Pimstein,19 la historia debe amoldarse a la supuesta “arqueología”, convirtiéndose en un
malabarismo de palabras y representaciones. Este formalismo organiza “el saber” de
acuerdo a las respectivas “epistemes”, determinando qué es ciencia y qué es ideología.
Como cada período histórico sólo admite una “episteme”, el resto es eliminado porque
afectaría la homogeneidad de la representación foucoliana, cayendo así en una variante de
estructuralismo que no toma en cuenta para nada los hechos de la formación social.
No obstante la crítica que hacen Castels y De Ipola a las “practicas teóricas” del
estructuralismo, cometen un grueso error al decir que “la epistemología materialista
representa un aspecto del materialismo dialéctico en el dominio de la práctica
teórica”.20Sólo se puede caer en este desliz si se acepta acríticamente la existencia de un
supuesto “materialismo dialéctico”, base de una codificada filosofía marxista.
La epistemología del materialismo histórico no forma parte de ninguna filosofía,
como lo dijeron hasta el cansancio Marx y Engels. Es la caja de herramientas para tratar
de explicar de manera global la realidad, también totalizante, de las formas sociales.
Una aproximación a la teoría del conocimiento, de la cual forma parte la
epistemología, podría contribuir a un mayor esclarecimiento de esta problemática central.
13
relativismo gnoseológico. De este modo, sostiene Adam Schaff, “el subjetivismo radical y
el extremado relativismo del presentismo de Croce privan a la Historia de su estatuto
científico, que es precisamente lo que busca este autor. Cierto que ha intentado huir de
sus consecuencias destructoras de su relativismo refugiándose en la doctrina del Espíritu
absoluto, pero nada podía hallar fuera de un apéndice eclético a su subjetivismo.”22
R.G. Collingwood, H.E. Barnes y C. Becker adaptaron el relativismo crociano a las
urgencias de la política norteamericana haciendo una historia funcional y presentista,23 a
lo cual Charles Beard le adosó manifiestamente “el espíritu del partido”. La crítica de éste
a la aparente imparcialidad de Ranke es aguda, mas recae en el idealismo subjetivo al
sostener que los hechos de la historia deben ser seleccionados de acuerdo al modo de
pensar del investigador que, al fin de cuentas, es el verdadero creador del pasado. Se llega
así a poner en el mismo plano la historia real con las ideas subjetivas acerca de la historia,
que por lo demás deberían ser funcionales a los objetivos de la contemporaneidad.
En rigor, sólo existe un proceso de aproximaciones sucesivas a la verdad. La
Historia, como disciplina, avanza a través de verdades parciales y cambiantes, que se van
enriqueciendo a medida que las nuevas explicaciones y conclusiones son verificadas por
la realidad. El reconocimiento de que la verdad es relativa no significa relativismo
filosófico, para el cual lo verdadero y lo falso siempre son subjetivos, y niega así el
proceso de acumulación de conocimientos - decía Lenin en Materialismo y
empiriocriticismo- sobre el relativismo es condenarse, fatalmente bien al escepticismo
absoluto, al agnosticismo y a la sofística, bien al subjetivismo. El relativismo, como base
de la teoría del conocimiento, es no sólo el reconocimiento de la relatividad de nuestros
conocimientos, sino también la negación de toda medida o modelo objetivo, existente
independientemente del hombre, medida o modelo al que se acerca nuestro conocimiento
relativo.”
De ahí lo transitorio de cada verdad lograda: transitoriedad que dialécticamente
niega la afirmación precedente, pero apoyándose en ella. Ese caminar a la verdad no tiene
fin. No se trata de que a través de verdades parciales se llegue a la verdad llamada
absoluta, porque no hay ninguna verdad absoluta a la cual llegar, como dijera Engels: “Si
alguna vez llegare la humanidad al punto de no operar más que con verdades eternas,
habría llegado con eso al punto en el cual se habría agotado la infinitud del mundo
intelectual (...) con lo cual se habría realizado el famosísimo milagro de la finitud de lo
infinito.”24
El historiador, como todo el que incursiona en el campo del conocimiento, está
condicionado por una realidad objetiva: la formación social histórico-concreta, con su
estructura económica y de clases, y una política, un Estado y una ideología determinados,
en un momento preciso de la lucha de clases. Su obra tendrá, pues, un condicionamiento
social insoslayable.
La escuela historicista formada por Leopoldo Ranke, que influyó decisivamente a
la mayoría de los historiadores latinoamercanos hasta bien entrado el siglo XX, se
autoproclamó objetiva - según la versión positivista de la relación objeto-sujeto
investigador- en el quehacer de recolectora de datos y expositora acrítica de la hsistoria-
batalla. Sin embargo, sería una ingenuidad creer que no hacía ideología. Negarse a
interpretar la historia constituía de hecho una forma de ideología o de reforzamiento de la
ideología de la clase dominante. Ni qué decir de la ideología que transmitía el conde de
Gobineau en su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853), concepción
que abrió el camino para que se identificaran razas con naciones, con el fin de justificar
las guerras de conquista. Más sutil fue el mensaje ideológico de Ratzel al sostener que el
medio geográfico, especialmente el clima, condiciona la evolución de las sociedades,
afirmación que recogió Henry Buckle para explicar los contrastes de la progresista
Inglaterra, anglosajona y de clima adecuado, con los atrasados países del Asia y Africa:
En fin, una Historia de la historiografía que explorara a fondo las motivaciones de las
obras de Spengler, Toynbee, Goetz, Berr y otros encontraría, sin duda, los contenidos
ideologizantes de sus discursos. Los de Bartolomé Mitre, Diego Barros Arana, Francisco
14
Encina, Alcides Arguedas, Mariano Paz Soldán, José Gil Fortoul y otros consagrados por
las academias nacionales de la historia de América latina son tan cristalinos que
justifican, sin mayores encubrimientos, el genocidio de millones de indígenas y negros en
aras de la ideología del progreso.
La ideología tiene una estrecha relación con la teoría del conocimiento y la verdad
histórica. La ideología como fenómeno mental de inversión de la realidad histórica. La
ideología como fenómeno mental de inversión de la realidad al servicio del quehacer de
una clase o fracciones de ella, de una posición filosófica o de partido conduce a
racionalizaciones deformadas de la realidad. Aunque es impuesta por la clase dominante
para enmascarar sus intereses, no significa que sea un mero engaño, pues por su grado de
cohesión social y vivencia es asumida por la mayoría de la sociedad, aunque rechazada
por una minoría que toma conciencia de sus alienantes proyecciones políticas y
culturales.
La ideología no es una reproducción mecánica de las relaciones de producción sino
una forma de encubrir la realidad o una especie de conciencia social - llamada “falsa” por
algunos - a través de múltiples mediaciones, como puede apreciarse en los mensajes
subliminales de los medios de comunicación de masas destinados a moldear el “hombre
unidimensional”, al decir de Marcuse. La ideología - dice Vincent- es “un fenómeno
objetivo que manifiesta cierto tipo de relaciones de los hombres entre sí y con sus
productos y se expresa en cierta configuración de la conciencia social.”25
La llamada “falsa conciencia” - que no por ser falsa deja de ser real, a tal punto que
permea la existencia de los propios oprimidos- es una de las manifestaciones
superestructurales más importantes de la formación social. “ Para el pensador dialéctico -
apunta Goldmann- las doctrinas forman parte integrante del hecho social en sí y sólo
pueden ser separadas de él por una abstracción (...).¿Cómo comprender el crédito o la
familia fuera de su génesis y cómo separar esta génesis de la evolución de las teorías
sobre la legitimidad del interés, sobre el pecado de la usura, sobre el matrimonio y sobre
la vida familiar.”26
Es errónea la contraposición que hace el althusserianismo entre ideología y ciencia
-apreciación que deriva de un criterio positivista del conocimiento- puesto que la ciencia
también puede reproducir ideologías. De ahí su íntima relación con la teoría del
conocimiento.
La ideología puede ser analizada tanto desde el punto de vista genético en cuanto a
su origen y desarrollo de clase, como por su incidencia en la praxis cognoscitiva.
Obviamente, no existe una correspondencia mecánica entre la clase a la cual pertenece el
investigador y su ideología; menos cierto aún es que cada obra o pensamiento tiene un
interés de clase. Si bien es verdad que la ideología se manifiesta abierta o
encubiertamente en los historiadores de origen burgués, no podemos dejar de señalar que
las obras históricas de numerosos militares de izquierda están recargadas de ideología,
deformando o acomodando la historia en función de la estrategia política contingente de
su partido. La polémica de la década de 1960 en América latina acerca del carácter de la
colonización y de la formación social republicana puso de manifiesto que ciertos autores
insistían en la definición feudalista con el objeto de reforzar la línea de revolución
deocratico-burguesa, antifeudal y agraria.
Otro factor que condiciona al investigador y mediatiza su quehacer es el papel que
ejerce el Estado y las propias estructuras de poder de las universidades, tanto públicas
como privadas. Es sabido que estas instituciones estimulan determinadas investigaciones
en consonancia con las necesidades de la clase dominante. A veces son los propios
investigadores los que sugieren estudios funcionales a las urgencias del Estado. Las
instituciones - dueñas de la infraestructura y del financiamiento - presionan de un modo
tal que los investigadores hacen mecanismos de autorrepresión en la selección de los
temas. La división jerárquica y vertical “que rige la institución” - anota Enrique
Florescano - concentra el uso de los recursos materiales y sociales en grupos pequeños y
poderosos, para que perpetuarse distribuyen poder y beneficios entre quienes se adhieren
15
a las políticas asumidas (...). La separación entre el sistema productivo y las otras, entre la
fabricación y el producto, procedimiento típico del trabajo intelectual, opera entonces
contra la misma capacidad del investigador para ejercer el dominio pleno de su actividad
y de las condiciones sociales y científicas que lo determinan. Mantener esta separación es
echar un velo más sobre el sistema actual, que bajo la ficción de neutralidad científica y la
pluralidad de corrientes declara la ‘ libertad del discurso’, pero monopoliza la dirección y
administración del proceso productivo.”27 Esta situación se da no sólo en los institutos de
investigación dominados por la intelectualidad burguesa, sino también en los centros
controlados por la izquierda dogmática, donde se imponen sectariamente líneas de
investigación teñidas de ideología.
Estamos en desacuerdo con Schaff cuando emplea el término ideología proletaria o
ideología científica, porque constituye una contradicción con la categoría marxista de
ideología. Menos compartimos su afirmación de que “el marxismo es una ideología” y
que la ideología proletaria “es una superación de la ‘falsa conciencia’ de la ideología
burguesa”.28 Además de confundir pensamiento proletario-revolucionario con ideología,
Schaff parece no advertir que el problema de superar la “falsa conciencia” no es un acto
voluntarista. La ideología es un fenómeno objetivo destinado a racionalizar la realidad en
función de los intereses de una clase e inclusive de sectores burocráticos emergentes en la
fase de transición al socialismo, como puede comprobarse en la ideologización de la
historia que han hecho investigadores de la Academia de Ciencias de la URSS en
consonancia con los interés de la capa burocrática de turno.
La deformación gnoseológica de la realidad histórica no es necesariamente por los
monopolizadores del poder, sino que es el producto de sofisticadas mediaciones que se
dan entre la estructura de la formación social y las múltiples manifestaciones de la
superestructura de la formación social. Es obvio que mayores deformaciones del proceso
histórico harán los ideólogos que defienden los intereses de la clase dominante que los
que luchan a favor de los explotados y oprimidos. Menos deformación de la historia del
protagonismo social femenino efectuará una teoría de la emancipación de la mujer que
un ideólogo del patriarcado.
La historia, como proceso objetivo, es analizada por el investigador, sujeto
sometido al condicionamiento de su tiempo y del estadio concreto de la lucha de clases.
Quiera que no, sus temáticas de estudio están en general motivadas por el anhelo de
encontrar las raíces de la crisis de su contemporaneidad y de su compromiso de esclarecer
ante su pueblo aquello que ha encontrado como verdad histórica verificable. Manifiéstelo
o no, el historiador trabajará en su telar con algún objetivo relacionado con su
contemporaneidad, ya sea para desmizitificar el papel de las clases dominantes o
justificarlas racionalizando sus acciones.
El sujeto-agente investigador nunca es imparcial o neutral, ni siquiera en la
elección del tema, aunque debe procurar ser lo más riguroso posible en la verificación de
sus asertos. Nadie aborda una investigación sin una concepción del mundo o una posición
política, no necesariamente partidista, y sin una teoría y un método para orientar su labor
heurística y hermenéutica.
El método - en bloque inescindible con la teoría y las categorías epistemológicas -
le permite al historiador utilizar las técnicas más funcionales para interrogar
adecuadamente los datos empíricos. Una teoría sin estudio de lo fáctico no tiene bases
sólidas, y una investigación sin teoría es una acumulación de datos sin mayor
significación.
De este modo podrá descubrir qué hay de ideología o de verdad en los documentos
oficiales de los gobiernos, parlamentos e instituciones como la Iglesia, las Fuerzas
Armadas y las asociaciones corporativas de la clase dominante latinoamericana. Nunca
olvidar que una época no debe ser juzgada solamente por la conciencia que ésta tenga de
sí misma, decía Marx en el prefacio a la Contribución a la crítica de la Economía
Política.La historia real una vez elevada al plano delpensamiento -señala Adolfo Sánchez
Vázquez- “no es ya la historia como la vivieron suspropios actores o como la viven hoy -
16
ideal y retrospectivamente- quienes buscan en ella pilares ideológicos para apuntalaar
supresente (...).La historia sólo puede ser ciencia o condición de salirse de lo vivido o
deseado, es decir no quedándose en mera ideología.”29
Una de las tareas heurísticas es entonces detectar la ideología que penetra los
documentos de las instituciones, teñidos frecuentemente de autoritarismo, racismo y, a
veces, de paternalismo para buscar un mínimo de consenso destinado a justificar las
acciones de la clase dominante o de una de sus fracciones en el gobierno o en la oposición
liberal, conservadora y radical de nuestra historia latinoamericana.
Los documentos constituyen la principal prueba histórica, pero no bastan para
reconstruir el pasado porque, además de no reflejar otros aspectos de la formación social,
no son neutrales ni objetivos respecto de su contemporaneidad. Por eso el historiador, una
vez verificada su autenticidad y confiabilidad, debe confrontarlos con otras fuentes, como
pueden ser las estadísticas, sin caer en la mal denominada “historia cuantitativa”, que no
es historia sino una técnica econométrica, hoy renovada por la computación. También
puede utilizar otras fuentes, a veces menos ideologizadas, como la novela, el teatro, la
poesía gauchesca e inclusive intimista, la pintura, las artesanías, los graffitis, la letra de
las músicas populares y, para las décadas recientes, el cine, la televisión, los videos y,
sobre todo, los periódicos y revistas.
Aunque no constituyen una prueba, son testimonio invalorable para investigar la
vida cotidiana porque reflejan con mayor riqueza que los documentos oficiales las
costumbres de los pueblos. Es más de una época histórica el arte expresó sentires que no
era posible canalizar por otras vías, ya fuera por autorrepresión o por temor a represalias.
“Las obras de arte -apunta Pierre Francastel- aportan un material de información tan
preciso como cualquier otro cuando se trata de saber cómo han actuado los hombres y
cómo han juzgado en un momento preciso (...) son testigos de un tipo particular de
racionalidad.”30
A diferencia de otras disciplinas del saber en que pueden exponerse los resultados
de la investigación sin necesidad de seguir un ordenamiento temporal en el método de
exposición, el historiador debe seguir el hilo de la historia y, al mismo tiempo, explicarla.
A veces cae en una aparente discontinuidad entre descripción e intrepretación debido a
que tiene que narrar el hecho histórico y, a la vez, explicitarlo. Si a esto le sumamos la
necesidad de teorizar sobre lo interpretado, comprenderemos cuán compleja es la tarea de
combinar en la Historia, como disciplina, el método de investigación con el de
exposición. Describir interpretando y teorizando es, en suma, el difícil oficio del
historiador.
NOTAS
1
GALVANO DELLA VOLPE: Rousseau y Marx, Ed. Política, La Habana, 1965, y Clave de la dialéctica histórica, Ed.
Proteo, Buenos Aires , 1965.
2
CARLOS MARX: Elementos fundamentales para la crítica de la Economía Política (Grundrisse), Ed. Siglo XXI,
Madrid, 1972, t. I, p.21
3
GEORGE NOVACK: Para comprender la historia, Ed. Pluma, Buenos Aires, 1975, p. 124
4
ANTOINE PELLETIER y JEAN-JACQUES GOBLOT: Materialismo histórico ... op.cit., p.73.
5
RAFAEL HERRERA R.: Mariátegui y la revolución permanente, Ed. Pensamiento y acción, Lima, 1980, p. 147.
6
JOSE CARLOS MARIATEGUI: ‘’El alma matinal ‘’, en Obras Completas, Lima 1972, vol. III, p. 18.
7
SERGIO BAGU: tiempo, realidad social y conocimiento, Ed. Siglo XXI, novena edición, México, 1982, p.101.
8
KAREL KOSIK: Dialéctica de lo concreto, Ed. Grijalbo, México, 1976, p. 58.
9
GEORGE LUKACS: Historia y conciencia de clase. Ed.Grijalbo, 2da. Edición, México, 1975, p. 14
10
LUDOVICO SILVA: Teoría y práctica de la ideología, Ed.Nuestro Tiempo, México, 1975, p. 27.
11
EDWARD P. THOMPSON : Miseria de la teoría, Ed.Crítica, Barcelona, 1981, pp.268 a 270. Del mismo autor:
Tradición, revuelta y conciencia de clase, E d. Crítica, Barcelona, 1979, y La formación histórica de la clase obrera, Ed.
Laia, Barcelona, 1977.
12
ALBERT PLA: La historia y su método, E d. Fontamara, Barcelona, 1980, p. 24.
13
HENRI LEFEBVRE: La vida cotidiana en el mundo moderno, Alianza editorial, Madrid, 1972,p. 44.
14
HENRI LEFEBVRE: Más allá del estructuralismo , E d. La Pléyade, Buenos Aires, 1973, p. 126.
15
J. TOPOLSKY: Metodología de la investigación histórica, E d. Península, Barcelona, 1973.
17
16
FERNAND BRAUDEL: La historia y las ciencias sociales, Alianza editorial, Madrid 1970.
17
ALBERTO PLA: La historia... ,op. Cit., p. 35.
18
RIGOBERTO LANZ: El marxismo no es una ciencia, E d. UCV, Caracas, 1980, p. 185
19
ABRAHAM PIMSTEIN: Foucault o el jugador de abalorios, mieo, Caracas, 1981.
20
MANUEL CASTELLS y EMILIO DE IPOLA: '' prácticas epistemológicas y ciencias sociales '', en Revista
latinoamericana de Ciencias Sociales, nº 4, Santiago de Chile, 1973.
21
BENEDETTO CROCE: Teoría e historia de la historiografía, E d. Imán, Buenos Aires, 1953.
22
ADAM SCHAFF: Historia y verdad, E d. Grijalbo, México, 1974, pp. 132 y 133.
23
R. G. COLLINGWOOD :Idea de la Historia, FCE, México, 1952.
24
FEDERICO ENGELS: Anti-Dürhing, E d. Grijalbo, México, 1977, p. 204.
25
JEAN MARIE VINCENT: Fetichismo y sociedad , E d. ERA, México, 1977, p. 204
26
LUCIEN GOLDMANN: Las ciencias humanas y la filosofía, E d. Nueva Visión, Buenos Aires, 1975, p. 48.
27
En CARLOS PEREIRA y otros: Historia ¿ para qué?, E d. SigloXXI, 5ta. Edición, México, 1984, p. 23.
28
ADAM SCHAFF: Op. Cit., pp. 207 y 208.
29
ADOLFO SANCHEZ VAZQUEZ: Estructuralismo e historia. México, 1974.
30
PIERRE FRANCASTEL: ‘’Arte e Historia’’, en E. BALIBAR y otros: Hacia una nueva historia, Ed. Akal, Madrid,
1976,pp.76 y 77.
18
CAPÍTULO III
La Historia
como disciplina
del conocimiento
Uno de los principales argumentos que se esgrimen para negarle el carácter de ciencia a
la Historia - y por extensión a las disciplinas relacionadas con el estudio de las sociedades
huanas, como la Antropología, Economía, Sociología, etc.- es su imposibilidad de formular
leyes, en contraste con las ciencias naturales.
Sin embargo, las recientes investigaciones epistemológicas han demostrado que ni
siquiera las ciencias llamadas exactas están en condiciones de establecer leyes ciento por ciento
seguras. Por eso actualmente se prefiere hablar de carácter hipotéticos de las mismas o de leyes
con un alto margen de probabilidad para el conjunto de los fenómenos, aunque de limitada
aplicación a los hechos particulares. De ahí la crisis de las leyes mendelianas sobre genética y
de otras teorías sobre la física, como aquellas que conociendo la velocidad de un electrón no
pueden precisar su ubicación en un instante dado, por la indeterminación e impredecibilidad de
los procesos. Muchas de las virtudes que se le atribuían a las ciencia están cuestionadas;
formaron parte de una ideología impuesta por la clase dominante con la finalidad de convencer
de que todos los problemas de la sociedad capitalista iban a ser resueltos con el “progreso
científico”. La falencia de esta argumentación es tan manifiesta que hoy existe en el mundo más
cesantía, hambre, miseria y alienación humana que cuando se inició este siglo preñado de la
idea de progreso.
Las investigaciones “científicas” está cada día más al servicio de una economía de guerra
que amenaza con extenderse alas galaxias, llegándose a crear “departamentos de marketing para
comercializar hasta los más peligrosos ensayos (...) la conquista del espacio exterior,
considerada como uno de los ‘monumentos’ de la ciencia actual, en la cual participan los más
valiosos grupos de científicos, muestra hasta qué unto se ha ‘ militarizado’ la investigación
científica.”1
Las ciencias llamadas exactas han logrado notables avances, pero sus análisis tan
particulares han reforzado la tendencia al parcelamiento de la realidad. El proceso de
proliferación de ciencias superespecializadas es relativamente reciente; para ser más precisos
data de fines del siglo pasado. Los griegos tenían una concepción global para el estudio de la
realidad; los presocráticos, como Anaximandro y anaxágoras, explicaban la totalidad a través de
las fuentes energéticas, como la luz solar, el agua y otros elementos de la naturaleza. Platón,
Aristóteles y, más tarde, Galeno “consideraban el universo como un organismo, es decir, un
sistema armonioso y regulado a la vez según las leyes y los fines”.
“ Ellos mismos se concebían como una parte organizada del universo, una especie de
célula del universo-organismo”.2
A pesar de la contracorriente religiosa y el oscurantismo medieval, surgieron en la Baja
Edad Media investigadores de la talla de un Roger Bacon. El renacimiento italiano gestó al
hombre más integral y de pensamiento más totalizador que se haya dado en la historia de la
humanidad: Leonardo da Vinci, artista, matemático, artesano, inventor, dibujante, pintor,
escultor y un sinfín de actividades, como expresión de un genio que procuró por todos los
medios captar la globalidad del mundo de su época.
Todavía en el siglo XVII se trataba de abarcar el máximo del campo de la ciencia
conocida. Newton fue matemático, astrónomo, óptico, mecánico y químico, como muchos
científicos de su tiempo. “A consecuencia de esta universalidad- dice John Bernal- los
científicos o ‘ virtuosi’ del siglo XVII pudieron dar la imagen más unitaria de la ciencia que la
que sería posible en épocas posteriores.”3
El sistema capitalista, urgido de descubrimientos científicos para lograr un rápido
despegue, estimuló la proliferación de especialidades como la química para la industria textil, la
física y la ingeniería mecánica para el avance industrial. La ciencia aplicada databa de muchos
siglos, pero logró un auge notable en el siglo XIX con la invención del teléfono, la electricidad,
el ferrocarril y el barco a vapor. Desde el momento en que la ciencia comenzó a ser el motor
principal de los avances técnicos se fragmentó en tantas especialidades como requería el proceso
productivo. Esa es la época en que la ciencia es institucionaliza, entra por la puerta ancha de la
universidad y adquiere rango académico bajo el postulado de “ciencia pura”: “La ciencia no
consiguió transformar tanto a las universidades como éstas la transformaron a ella. El científico
fue menos un iconoclasta visionario que un sabio transmisor de una gran tradición (...): La
ciencia académica de la época dependía en último término de sus éxitos en la industria”.4 Esta
dependencia se ha acentuado en el presente siglo. El Estado y las empresas monopólicas
financian las principales investigaciones, cuyos fines no son precisamente académicos. En
síntesis, mientras más se desarrolla la sociedad industrial, más especialidades científicas alienta,
reforzando la tendencia al parcelamiento de la realidad.
La ciencia es, pues, producto de su tiempo y del régimen de dominación político que
impone una determinada división del trabajo, hecho que obliga a las epistemologías a
replantearse constantemente sus fundamentos. Cuestionar la ciencia -cada vez más
institucionalizada- no significa de ningún modo negar la necesidad de producir conocimientos
verificables y, sobre todo, socializarlos para evitar el monopolio del saber de quienes hacen uso
y abuso del conocimiento.
Rigoberto Lanz anota que “ la ciencia -hasta donde puede hablarse de ella en singular-
solo existe como continuidad dialéctica del saber. No hay ninguna fuerza inmanente
(intemporal) que funde un estatuto independiente para el devenir del saber (...). resulta
incorrecto referirse a la epistemología en singular. Esto es: no existe una epistemología situada
por encima de los modelos de análisis específicos que configuran hoy el conjunto del
pensamiento humano. Existe en todo caso un cuadro de epistemologías referidas directamente a
las matrices teóricas (marxismo, positivismo lógico, etc.). Perteneciente a la vieja tradición
academicista la creencia en una epistemología ‘científica’, es decir, colocada objetivamente al
margen de las disputas teóricas. Tal creencia proviene por lo general de un supuesto anterior: la
ciencia es una entidad suprahistórica y extraideológica que adquiere su propia dimensión en el
ámbito del saber genérico”.5
El problema, entonces, es discutir no sobre la definición de ciencia en general, sino acerca
de la naturaleza de cada disciplina del saber. No existe una ciencia sino varias, y cada una de
ellas con una epistemología, métodos y técnicas distintas. La Historia emplea una teoría y una
lógica distintas de las de las ciencia naturales porque tiene que analizar contenidos diferentes -
sociedades en permanente cambio- y, por lo tanto, laborar con una epistemología distinta.
Al terrorismo ideológico-cientificista, ejercido por quienes cada día se parecen más a
tecnólogos que a investigadores integrales pretendiendo erigirse en jueces de lo que es y no es
ciencia, hay que responderle no con la conciliación epistemológica ni con la adopción ambigua
de sus técnicas para justificarse como científicos, sino con investigaciones probadas en la
realidad y con una producción de conocimientos menos ideologizadas.
Por lo demás, no existe una ciencia social de carácter universal ya que -como hemos
dicho- sus conceptos y categorías han sido elaborados en función de las necesidades de la
sociedad europea y norteamericana, ignorando a más de las tres cuartas partes de la humanidad.
El paradigma de estas ciencias sociales eurocéntricas es lamentablemente tomado como modelo
por los investigadores del llamado “tercer mundo”: “las ciencias sociales de los países
dependientes -afirmaba Antonio Carcía- no constituyen un cuerpo autónomo sino un simple
transplante de piezas integradas a la cultura y al sistema de valores de la nación metropolitana.
La Economía, la Sociología, la Antropología y la Teoría Política se exportan desde el centro a
los países de la periferia del sistema, en procura de su identificación ideológica con la nación y
las clases en el que ejercen la hegemonía, en el nivel del sistema o en el de los países
dependientes. Estos constituyen los sutiles engranajes de una alineación que se produce a través
de la Teoría Científica que elaboran, refinan, especializan y arman con un enorme aparato
documental, los centros rectores de la nación metropolitana.”6
Hay que decirlo de una vez por todas y con todas sus letras: estas ciencias sociales tienen
un aparato conceptual inadecuado para el análisis de las formaciones asiáticas, africanas y
latinoamericanas. Su eurocentrismo les ha impedido ver las particularidades de estas
formaciones sociales y, por ende, conceptualizar a un nivel realmente universal. Un investigador
africano decía: “El dato que informa la teoría social moderna en el momento de su constitución
y de su auge no es un dato universal, sino solamente europeo y occidental”.7 No por mera ironía
preguntaba J. Needham : “¿no es también un bárbaro este europeo?.”8 El sueco G Myrdal
admite que “la Teoría Económica es en gran medida una racionalización de los intereses que
predominan en los países industrializados, en donde ella se inició y fue desarrollada más tarde”.9
El francés Jean Cheneaux llegó a reconocer que el conocimiento de otras culturas “permitiría
una cimentación realmente universal a cada una de nuestras ciencias humanas, cuyo
equipamiento conceptual y cuyos datos básicos no salían hasta ahora, y con muy pocas
excepciones, del estudio de Europa occidental”.10
Era obvio, pero pocos se atrevían a decirlo: el análisis de las clases, del Estado, de los
modos de producción, de los partidos políticos y de la vida cultural, hechos por las ciencias
sociales de Europa y Estados Unidos, no tiene un carácter universal. Tuvo que estallar la
revolución en Europa oriental, China, Vietnam y luego en el propio hemisferio occidental (Cuba
y Nicaragua) para que aparecieran en su plena desnudez las supuestas teorías sobre la
funcionalidad y el modo de controlar las anomalías.
El deseo de que las disciplinas relacionadas con el estudio de la sociedad fueran
consideradas ciencias por el mundo académico condujo a un vasto sector de investigadores
sociales a tratar de encontrar leyes que rigieran la vida de las sociedades. Esta posición,
planteada por algunos pensadores evolucionistas, fue llevada a su extremo por ciertos
dogmáticos, sediciendiente marxistas, en la era de Stalin. No obstante las reiteradas autocríticas,
todavía persisten autores de tendencia estructuralista que buscan afanosamente las susodichas
leyes para legitimar no sólo a las leyes sociales sino también al marxismo, que es algo más que
una ciencia.
¿QUE ES LA HISTORIA?
La discusión sobre si la Historia es una ciencia sólo tiene sentido en la medida que sirva
para definir su campo epiestemológico y poder así mejorar su método de análisis y sus técnicas
de investigación.11 Mientras los academicistas siguen discutiendo sobre el status científico de la
Historia, tratando de legitimar sus investigaciones mediante un sincretismo ecléctico entre teoría
y metodología, se ha producido de hecho un notable avance en el conocimiento del pasado. Lo
que interesa verdaderamente es la producción de conocimientos12 con contenidos que
contribuyan a explicar el devenir de las sociedades, mediante procedimientos verificables.
Puede haber historiadores que cumplan con los requisitos establecidos por la metodología
tradicional, per la ideología que manejan los conduce a encubrir la realidad al servicio de
proyectos pasados y presentes de la clase dominante. ¿Acaso no fueron consagradas como
verdades para las academias nacionales de la historia las conclusiones de un Barros Arana, un
Bartolomé Mitre o un Ricardo Levena? ¿Y descalificadas las obras de un Mariátegui por
cuestionar las supuestas verdades de la historiografía oficial?
Por consiguiente, lo que debe preocuparnos no es si una producción histórica es calificada
de científica por un autonombrado tribunal del saber, sino si ha sido capaz de explicar, con
pruebas los procesos de cambio de la sociedad estudiada, si ha manejado correctamente las
fuentes y las ha sometido a la crítica heurística, si ha logrado probar sus hipótesis de trabajo y
verificado sus asertos, si ha utilizado adecuadamente el método inductivo-deductivo para la
prueba histórica, si ha sacado una correcta inferencia de los procesos trascendiendo la mera
anécdota o suma de informaciones, si ha logrado relacionar con precisión los hechos en la
búsqueda de una explicación global, si ha efectuado estudios comparativos con procesos
similares ocurridos en un país analizado o en otros, si ha hecho una contribución a la
comprensión de las tendencias generales de los procesos, si ha logrado en su esfuerzo de síntesis
mostrar cómo y por qué acaecieron los fenómenos estudiados, si ha sido consecuente con la
teoría o el cuerpo epistemológico escogido y, finalmente, si su trabajo constituye un aporte
original al proceso de acumulación de conocimiento.
La Historia, como disciplina, estudia los cambios o metamorfosis de las formaciones
sociales en permanente transformación en el espacio y el tiempo. La noción de espacio y tiempo
interesa especialmente al historiador en cuanto tiene relación con la sociedad, es decir el espacio
social, el territorio ocupado por los pueblos y su relación con la naturaleza. El espacio social no
es sólo el territorio nacional sino también el internacional, tanto el mercado local como mundial,
especialmente a partir del siglo XVI, en que la historia se fue haciendo universal, y los
continentes asiático, africano y americano, cada vez más dependientes de Europa.
Respecto del tiempo, al historiador le interesa el tiempo social, es decir el período
histórico de desarrollo de cada sociedad. El tiempo cronológico es continuo, lineal, el tiempo
como desarrollo es heterogéneo, discontinuo. “La concepción althusseriana de un ‘único tiempo
de referencia continuo’, en realidad conduce a conclusiones falsas porque no establece una
distinción clara entre la incuestionable (e indispensable, pensemos en las fechas) existencia de
dicho tiempo como terreno de la historia, y su no pertenencia como principio común
organizador de las diversas medidas del desarrollo histórico (...). En lo que al materialismo
histórico insiste sobre todo es en el carácter internacional de los modos de ‘producción y en la
necesidad de integrar los tiempos de cada formación social particular en una historia general
mucho más compleja del modo de producción dominante en ellos. Los problemas teóricos y
técnicos que implica la reunión de temporalidades históricas diferenciales en un tiempo social
único son tremendas.”13
Es necesario también considerar otra dimensión del tiempo: la que tiene que ver con la
continuidad de una cultura, con la permanencia de ciertas costumbres y creencias, como es el
caso de la continuidad milenaria cultural de las etnias indígenas de la zona andina y
mesoamericana. Es un tiempo no lineal ni mensurable fácilmente como el de un gobierno.
Otra dimensión del tiempo es la intensidad, según Sergio Bagú: “Lo específicamente
humano es que su tiempo también se organiza como multiplicidad cambiante de combinaciones,
como velocidad variable de cambios. A esa dimensión del tiempo la llamamos intensidad. La
intensidad de lo social consiste en la producción y transmisión de efectos con muy variable
dinamismo (...). La riqueza de las combinaciones, la velocidad de los cambios -es decir, el
tiempo organizado como intensidad- están tejidos con decisiones, con opciones entre
posibilidades.”14
La historia, como disciplina, no relata el mero suceder de los hechos en el tiempo y en el
espacio sino que explica el cómo y el por qué de las transformaciones, sobre todo el salto
cualitativo de los cambios, cuya percepción es clave para el oficio del historiador. Analiza tanto
las situaciones como el movimiento y la dinámica de las formaciones sociales, explicando cómo
los hechos concretos se expresan en tendencias generales de la estructura a largo plazo y en
procesos de coyuntura, básicamente en el enfrentamiento de clases, que es donde se condensan
todas las manifestaciones contradictorias de las sociedades de clase.
La tarea del historiador no consiste en hacer una “historia de estructuras”, que reemplace
a la “historia de acontecimientos” como sentencian Ciro Cardoso y Héctor Pérez Brignoli,15 sino
en explicar la historia de las formaciones sociales, tanto de sus estructuras como de sus
manifestaciones individuales, políticas y culturales, puesto que lo singular -el papel del
individuo en la historia- refleja los aspectos de las determinaciones generales de la sociedad.
Lucien Goldmann apuntaba certeramente: “ una historia no podría comprender la estructura
social del imperio (napoleónico) si ignorara la intención subjetiva de sus dirigentes de borrar los
últimos recuerdos del período jacobino, de restablecer el orden social, la nobleza, la legitimidad
(...) hay que tener en cuenta tanto la coherencia humana y la fuerza creadora de los individuos
como la relación entre su conciencia individual y la realidad objetiva”.16 Similar apreciación
podríamos hacer en la historia latinoamericana sobre el papel desempeñado por Bolívar, Martí
o el Che Guevara.
La historia es, decía Pierre Vilar, “la ciencia del todo social, y no de tal o cual parte,
ciencia del fondo de los problemas sociales y no de sus formas, ciencia del tiempo y no del
instante”.17
El hecho histórico no es sólo el acontecimiento político, el dato, la anécdota o los
números de una estadística, sino el resultado de un complejo de elementos de carácter social.
Por ejemplo, el levantamiento de Túpac Amaru es un hecho histórico, al igual que la
Declaración de Independencia, porque condensan en ese momento procesos contradictorios que
se fueron incubando en la sociedad colonial. Pero el hecho histórico no es toda la historia, pues
es necesario interrelacionar los hechos para reconstruir la totalidad de la formación social.
Engels decía en carta a Bloch: “Hay innumerables fuerzas que se entrecruzan, una serie infinita
de paralelogramos de fuerza que dan origen a una resultante: el hecho histórico”.18 Es imposible
hacer Historia si no se conocen esos paralelogramos de fuerza, que están constituidos
básicamente por la estructura económico-social, el Estado, la ideología y la cultura. No se trata,
entonces, de explicar el hecho en sí, como lo hace el empirismo, sino analizar sus
interrelaciones con el conjunto de las manifestaciones societarias.
Al igual que otras disciplinas, la Historia es capaz de dar una explicación genética, que no
es mera cronología o enumeración de hechos en secuencia temporal, sino producto de la
interrelación de fenómenos que dan lugar a la génesis de un proceso. También aplica, como
otras ciencias, el método de abstracción y concretización; es decir, puede mediante la
abstracción de los fenómenos de la realidad hacer generalizaciones de procesos e inclusive la
regularidad de algunos de ellos, a contracorriente de la opinión de los pepperianos.
Sin teoría y epistemología específica no es posible jerarquizar, ordenar y seleccionarlos
hechos históricos, que ha simple vista aparecen inconexos. Dichos sucesos sólo pueden
procesarse adecuadamente si el historiador está premunido de una teoría, evitando en su rechazo
al empirismo caer en el formalismo teorizante. Por eso, Henri Pirene aconsejaba teorizar sobre
la base de un conocimiento concreto de la formación social investigadora.
Con este criterio, Marc Bloch y Lucien Febvre fundaron Annales d’ Histoire
Economique et Sociale, reactualizando las críticas a la escuela histórica rankeana que
hipervaloraba el hecho político sin buscar una explicación del mismo en la estructura social y
económica. Bloch puso de relieve la necesidad de estudiar la tecnología empleada por las
diferentes sociedades y, sobre todo, la utilización del método regresivo de análisis, es decir, la
reconstrucción del pasado, empezando la investigación por la fase de apogeo de una formación
social para poder rastrear su génesis: “Una institución como la servidumbre conviene abordarla
primeramente en su momento de plena expansión; si falta esto, nos exponemos a investigar los
gérmenes de las cosas que jamás existieron”.19 El uso de este método nos ha permitido detectar
la evolución del capitalismo primario exportador latinoamericano, retrocediendo desde el siglo
XIX hasta la Colonia, porque si hubiésemos seguido el camino inverso nos habríamos
encontrado con relaciones de producción circunstanciales que nos hubieran impedido
comprometer -como le ha pasado a quienes enfatizaron en el carácter feudal- las tendencias
principales de ese período de transición que se inaugura por vía exógena con la conquista
hispano-lusitana y culmina con la segunda mitad del siglo XIX con el predominio del modo de
producción capitalista indicado, siguiendo un proceso de desarrollo diferente al europeo.
La “Historia razonada”, inaugurada por Annales, constituyó un paso adelante en el
cuestionamiento de la historiografía tradicional, pero su campo epistemológico se ha hecho tan
difuso que, en definitiva, refuerza la tendencia a parcelar la globalidad de los procesos
históricos, poniendo el acento en aspectos económicos y sociales, escindidos a veces de lo
político y de la vida cotidiana, o viceversa, conceptualizando aspectos de ésta que no tienen
mayor relación con la totalidad.
A pesar de que los fundadores de Annales manifestaron la decisión de descubrir “series,
agrupando hechos hasta entonces separados”20, no lograron generar una teoría global para el
estudio de la formación social, ni tampoco una jerarquización de los factores que la componen.
Los fenómenos aparecen con la misma importancia en esa “historia viva”, tanto los económicos
y sociales como los políticos y culturales, sin un método coherente para interrelacionar esos
factores y señalar cuáles son los predominantes y cuáles los condicionantes.
Nadie podría desconocer la importancia de los trabajos publicados en los Annales sobre
historia rural, urbana, vida cotidiana y sociedad civil, pero detrás de ellos no hay una teoría
innovadora para el estudio de la historia. Lo que atrajo a los jóvenes investigadores fue su
“crítica de la historia tradicional y caduca, a la herencia fosilizada del historicismo
‘evélnémentielle’, y su actitud, en contrapartida, de abrir puertas y ventanas a la colaboración
con otras disciplinas vecinas, para ayudar a una renovación total de los métodos del historiador
(...). Pero los Annales no aportaron, al lado de este enriquecimiento metodológico, una
renovación teórica similar”.21
Esta deficiencia, anotada por un historiador que formó al principio en las filas de dicha
escuela, se encuentra de manera ostensible en uno de sus más destacados colaboradores:
Fernand Braudel. Su método interdisciplinario, su despliegue de conocimientos para abarcar las
diversas manifestaciones societarias deslumbra, pero no se percibe el hilo conductor que
interrelaciones los acontecimientos ni las tendencias principales de los procesos, salvo cierto
determinismo geográfico. Escribe latamente sobre historia económica, pero por falta de una
teoría no alcanza a desentrañar el funcionamiento de las tendencias centrales de la estructura y
su relación con lo social y lo político, al poner énfasis en el comercio y las curvas de precios,
omitiendo el análisis exhaustivo del proceso productivo y del destino del plusproducto.
Neopositivismo y eclesticismo vuelven a darse la mano para mediatizar el análisis dialéctico del
curso también dialéctico de la historia.
PERIODIZACION DE LA HISTORIA
LATINOAMERICANA
NOTAS
1
JOSE BALBINO LEON: ‘’La crisis científica del siglo XX y sus repercusiones en América latina’’, ponencia al II Encuentro de
Intelectuales Latinoamericanos, La Habana, diciembre 1985,pp.4 y 5.
2
GEORGES CANGUILHEM: El conocimiento de la vida, Ed. Anagrama, Madrid, 1976,p.101.
3
JOHN D. BERNAL: Historia social de la ciencia, Barcelona, 1974, t.I, p.373.
4
Ibid. T. I,pp425 y 437.
5
RIGOBERTO LANZ: El marxismo no es una ciencia, UCV, Caracas, 1980,pp.38 y 184.
6
ANTONIO GARCÍA: Hacia una teoría latinoamericana de las ciencias sociales del desarrollo, E d. La Rana y el Aguila,
Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Tunja, 1972,p. 31
7
ANGUAR ABDEL-MALEK: La dialéctica social., Ed. Siglo XXI, México, 1972, p.46.
8
J. NEEDHAM: Le dialogue entre L’ Europe et l’Asie, París, 1968.
9
G. MYRDAL: teoría economía y regiones subdesarrolladas,Ed. FCE, México, 1959,p.115.
10
JEAN CHESNEAUX: Ponencia al coloquio ‘’sur les recherses des institus francais de sciences humaines en Asie’’, París, 1960
11
E.H.CARR decía: ‘’estas cuestiones de clasificación me turban menos, y no me preocupa demasiado que se me asegure que la
historia no es una ciencia’’ (¿Qué es la historia?, Ariel, sudamericana-Planeta, Buenos Aires, 1984,p.75)
12
No existe un ‘’modo de producción’’ de conocimientos análogo a los modos de producción que objetivamente se han dado en la
historia.
13
PERY ANDERSON: Teoría, política e historia, E d. Siglo XXI, Madrid, 1985, p. 83.
14
SERGIO BAGU: Tiempo, realidad social y conocimiento, Ed. Siglo XXI, novena edición, México, 1982, p. 116.
15
CIRO CARDOSO y HECTOR PEREZ-BRIGNOLI: "Dependencia y metodología de la historia en América latina’’, en Los
estudios históricos en América latina. ADHILAC, Quito, 1984,p. 39
16
LUCIEN GOLDMANN: Las ciencias humanas y la filosofía, Ed Nueva Visión, Buenos Aires, 1975, p. 19.
17
PIERRE VILAR: Iniciación al vocabulario del análisis histórico, Ed. Crítica, Grijalbo, Barcelona, 1982, p. 42
18
Citado por VERE GORDON CHILDE: Teoría de la historia, Ed. La Pléyade, Buenos Aires, 1983, p. 132.
19
MARC BLOCH: Annales d’ Histoire Economique et Sociale, París, 1935, p. 16
20
LUCIEN FEBVRE: Combates por la historia, Ed. Ariel, Barcelona, 1970,p. 16.
21
JOSEP FONTANA LAZARO: ‘’ Ascenso y decadencia de la Escuela de los Annales ‘’, en E. BALIBAR; A. BARCELO y otros:
Hacia una nueva Historia, Ed. Akal, Madrid, 1976,pp. 114 y 115.
22
MANUEL MORENO FRAGINALS: La nueva historia cubana, citado por J. Fontana: Historia, análisis del pasado y proyecto
social, Ed. Crítica, Grijalbo, Barcelona, 1982,p. 223.
23
C. MARX Y F. ENGELS: ‘’ Sur les societés Précapitalistes’’, en Textos escogidos, Ed. Sociales, París, 1970, p. 351
24
C. MARX Y F. ENGELS: Epistolarios, E d. Grijalbo, México, 1971,p. 75.
25
V.I. LENIN: ‘’Nuestra Revolución’’, en Obras completas, t. XXXIII, p. 439, E d Cartago, Buenos Aires, 1969.
26
LESZEK NOWAK: ‘’La idealización: una reconstrucción de las ideas de Marx’’, en E. BAlLIBAR y otros: Teoría de la Historia,
Ed. Terra Nova, México, 1981,p. 211.
27
ADAM SCHAFF: Historia y verdad, E d. Grijalbo, México, 1974,p. 304.
28
VERE GORDON CHILDE: Teoría ...., op. Cit., p.135
29
IBID., p.103.
30
IBID,p. 109.
31
FUSTEL DE COULANGES: Questions historiques, Ed. Hachette, París, 1893.
32
WRIGHT MILLS: La imaginación sociológica, FCE, México, 1961.
33
JOSE LUIS ROMERO: La vida histórica, Sudamericana, Buenos Aires, 1988.
34
HENRI BERR y LUCIEN FEBVRE: History and historiography”, en Enciclopedia of social sciences, Nueva York, 1952, t. VII
35
V. I. LENIN : El contenido económico del popularismo, en Obras completas,1, 67 y 366, Ed, francesa, París, 1964.
36
cuando parecía haberse superado la clasificación tradicional de la historia latinoamericana en períodos que sólo tomaron en
cuenta los cambios en la superestructura política, Gino Germani propone en su libro Política y sociedad en una época de transición
seis etapas: independencia, guerras civiles, caudillismo y anarquía, autocracias unificadas, democracias representativas con
participación ‘’limitada’’ u ‘’oligárquica’’, democracias representativas con participación ampliada y democracias representativas
con participación total, periodización que soslaya los verdaderos cambios cualitativos de las formaciones sociales de América latina,
además de ser controvertible e insuficiente en la propia esfera política.
Capítulo IV
Modos de producción
y formaciones sociales
en América latina
América no atravesó por los mismos modos de producción y formaciones sociales que
Europa ni tampoco por los mismos períodos de transición entre un modo de producción y otro.
El modo de producción comunal de nuestras sociedades aborígenes y el modo de producción
comunal-tributario de las culturas inca y azteca fue cortado drásticamente por un factor
exógeno: la conquista española y portuguesa. La colonización no estableció un modo
preponderante de producción sino variadas relaciones de producción precapitalistas
(encomiendas, esclavitud, aparcería, medianería, inquilinaje, etc.) y embriones capitalistas ,
como el salariado minero, en una economía primaria exportadora, agropecuaria y minera,
integrada al mercado mundial capitalista en formación. Por eso, a nuestro juicio, la colonización
hispano-portuguesa abrió un período de transición hacia el capitalismo que se prolongó hasta la
primera mitad del siglo pasado. Dentro de ese período de transición hubo dos formaciones
sociales: la colonial y la republicana.
En el período de consolidación del modo de producción capitalista se dieron varias
formaciones sociales: una, republicana de la segunda mitad del siglo XIX, caracterizada por
mantenerse las riquezas nacionales en manos de la burguesía criolla, aunque nuestros países
seguían siendo dependientes del mercado mundial. Otra, la formación social primero inglesa y
luego norteamericana, durante el siglo XX, período en el que se da la transformación de la
sociedad rural en urbana y se inicia el proceso de industrialización dependiente.
Por otra parte, con el triunfo de la Revolución Cubana se abre en América latina la era
histórica de la transición del capitalismo al socialismo.
El tratamiento de la historia latinoamericana, tan compleja y diferente a la europea,
nostalgia a clarificar las categorías de modo de producción y la forma en que se combinan las
diferentes relaciones de producción en la formación económica. También nos parece importante
plantear la formación social como categoría teórica de la totalidad de la sociedad humana par
poder entender la dialéctica del desarrollo de las formaciones sociales historico-concretas
latinoamericanas.
De este modo aspiramos a contribuir a la discusión y elaboración de una teoría propia de
la historia latinoamericana, porque no podemos seguir recurriendo al modelo europeo para
explicar nuestra realidad. Este trasplante del esquema europeo condujo a sostener la tesis de que
América latina fue feudal desde la colonización hasta el siglo XX y que, por consiguiente, era
necesaria una revolución antifeudal, agraria y antiimperialista liberada por la burguesía
industrial y “progresista”, con el fin de realizar las tareas democrático-burguesas, estimulando el
desarrollo de la etapa que faltar por cumplir: el capitalismo.
El esclarecimiento de las categorías teóricas de modo de producción y formación social
no está alejado del acontecer político como pudiera suponer, sino que tiene un correlato político
fundamental para la elaboración de las estrategias de cambio.
MODO DE PRODUCCION
FORMACION SOCIAL
Para la mayoría de los autores, la formación social no es una categoría teórica, como lo
es el modo de producción, sino una realidad histórico-concreta. El modo de producción sería el
nivel teórico, y la formación social el aspecto empírico. Suret-Canales afirma que el modo de
producción es una noción teórica y la formación social “una noción descriptiva, indicadora, que
se refiere a un tipo de sociedad determinada”.5
A nuestro juicio, la formación social es también una categoría teórica porque permite
comprender la totalidad de la sociedad, la interinfluencia entre las llamadas estructura y
superestructura. Sólo a la luz de la categoría teórica de formación social se pueden explicar las
tendencias sociales, políticas, ideológicas, sobretodo, la lucha de clases, que es lo medular del
materialismo histórico. Y si no, ¿con qué categoría teórica analizaremos la totalidad de la
sociedad? La formación social, considerada como categoría teórica, podría contribuir al estudio
de problemas poco analizados, como la explotación de la mujer, las mediaciones entre la
estructura y la superestructura, las contradicciones interburguesas e intra partidos, las nuevas
funciones asumidas por el Estado capitalista contemporáneo, las tendencias de la lucha de clases
y de las principales revoluciones. Para analizar estos problemas no basta con la categoría
teórica de modo de producción.
En síntesis, para muchos autores la formación social es solamente una sociedad histórica
determinada. Para nosotros es una categoría teórica que permite analizar de manera totalizante
la sociedad, incluidas las formaciones sociales histórico-concretas.
FORMACION ECONOMICA
Y FORMACION SOCIAL
Otro error corriente es confundir formación económica con formación social. La primera
se refiere a la estructura y ala combinación social. La primera se refiere a la estructura y a la
combinación de modos de producción. En cambio, formación social es una categoría teórica que
sirve para investigar la sociedad global, incluida la formación económica.
Texier ha señalado correctamente que “el concepto de formación económica de la
sociedad no se identifica con el modo de producción, precisamente porque en una formación
económica coexisten varios modos de producción”6. Es decir, la formación económica es el
conjunto de relaciones de producción o la estructura de base de una sociedad determinada.
El concepto de formación económica está condensado por Marx en la Introducción
general a la Crítica de la economía política: “en todas las formas de sociedad existe una
determinada producción que asigna a todas las obras su determinado rango e influencia”. En la
formación económica pueden existir diferentes modos de producción, pero uno es el
predominante, salvo en los períodos de transición. Por ejemplo, en la Edad Media predominaba
el modo de producción feudal, pero existían otras relaciones de producción, como la esclavitud
y los colonos y terrazgueros más o menos libres.
La polémica entre Luporini y Sereni aclara las diferencias entre formación económica y
formación social. Luporini pone énfasis en la formación económica, dominada por un modo de
producción, mientras que Sereni considera la formación social como la categoría que engloba la
totalidad de la sociedad. Luporini manifiesta que “la especificidad misma de una determinada
formación social se define sólo en base a la especificidad de la formación económica que
incluya”.7
Por su parte, Sereni se apoya en una cita del libro de Lenin ¿Quiénes son los amigos del
pueblo? (1894), en la que se destaca a la formación social como una categoría fundamental del
materialismo histórico. Acaso -dice Sereni- “¿no está claro que un término como formación
social (o de la sociedad) lejos de estar confinado a la esfera económica representa la totalidad de
la vida social, en la unidad de todas las esferas, en la continuidad y, al mismo tiempo, en la
discontinuidad de su desarrollo histórico?”.8 Polemizando con otros autores, manifiesta: “si
alguien quisiera reducir la noción de formación social a la base económica nos encontraríamos
frente a la incongruencia de una ‘base’ de la base”.9
la rehabilitación hecha por Sereni de la formación social como categoría teórica, “le fija a
la ciencia histórica su objeto: la unidad del todo social, en su funcionamiento y su proceso”.10
El concepto teórico de formación social permite analizar globalmente la totalidad y
unidad contradictoria de la sociedad, cuyo basamento es el modo de producción preponderante
y la formación económica. Sólo la categoría teórica de formación social puede explicar
cabalmente la interrelación entre estructura y superestructura y develar la interpretación en la
globalidad societaria de lo económico, social, político y cultural. Creemos que no es
conveniente seguir utilizando la expresión formación económico-social (FES) sino solamente
formación económica, como parte de la formación social, en lo que se refiere a la combinación
y articulación de diferentes relaciones de producción.
La categoría teórica de formación social es fundamental para develar las características
generales y las tendencias de la estructura social, de la vida cotidiana, de los procesos
revolucionarios, de los períodos de derrota y ascenso del movimiento obrero, de la evolución de
los partidos, de las nuevas funciones que ha asumido el Estado, de las diversas manifestaciones
culturales, de los problemas de etnia y religión que se cruzan con la lucha de clases, de las
diferentes ideologías y de otras expresiones superestructurales. En fin, con la formación social,
como categoría teórica, se puede lograr una teoría más acabada de la lucha de clases, una teoría
política de las revoluciones y de otros problemas relevantes que requieren de un tratamiento más
riguroso y antidogmático.
FORMACION SOCIAL
HISTORICO-CONCRETA
La formación social como categoría teórica contribuye a investigar las formaciones
sociales concretas, a estudiar una formación social de un período histórico determinado. En esa
dialéctica de lo concreto a lo abstracto y de lo abstracto a lo concreto, el estudio de una
formación social histórica determinada enriquece la categoría teórica de formación social. Si a
través de la abstracción teórica que es el modo de producción podemos analizar el proceso del
capitalismo y otros sistemas, del mismo modo la categoría teórica de formación social nos
permite investigar con mejores herramientas las diversas formaciones sociales histórico-
concretas.
Un problema bastante complejo para el estudio de la formación social latinoamericana es
que a partir de la colonización española pasó a formar parte de una formación social más
amplia: la formación social capitalista mundial.
Los primeros habitantes de América llegaron probablemente del Asia hace unos cien
millones de años pasando por el estrecho de Behring hacia Alaska. De allí bajaron hasta
América Central y del Sur. Estos pueblos recolectores, pescadores y cazadores no alcanzaron a
contra un modo de producción, pero crearon instrumentos y herramientas. Si bien es cierto que
no se organizaron para la producción sino para la recolección, no puede desconocerse que
hacían un trabajo, especialmente en lo relacionado con la caza mayor. Tenían también, un tipo
desorganización social para la pesca y la fabricación conjunta de utensilios, sobre todo en la fase
de semisedentarización. La caza mayor era un trabajo colectivo que involucraba al conjunto de
la horda, generando una embrionaria división de tareas.11 Esta organización social para el
trabajo y, sobre todo, la fabricación de herramientas de significativa tecnología -que de hecho
son instrumentos de producción- obliga a reflexionar acerca de la forma de producir de estos
pueblos, calificados ligeramente de meros recolectores, en esta era de la integración del hombre
a la naturaleza.
El período de transición al capitalismo se mantuvo hasta mediados del siglo XIX, aunque
en una nueva formación social cuando las colonias cortaron drásticamente el nexo con el
imperio español dando paso a la estructuración de repúblicas formalmente independientes.
La independencia fue resultado de la maduración de una crisis de una coyuntura especial:
la invasión napoleónica de España. La principal causa de estructura de ña revolución
separatista-colonial fue la existencia de una clase social cuyos intereses entraron en
contradicción con la metrópolis española. Esa clase controlaba a fines de la Colonia los centros
productivos fundamentales, pero el gobierno seguía en manos de los representantes de la
monarquía. Esta contradicción sólo podía ser superada en la medida en que los criollos tomaran
el control del aparato del Estado para imponer una nueva política económica de exportación e
importación.
Sostener que el libre comercio fue la causa esencial de la revolución por la
independencia, sin profundizar en los intereses de clase que estaban detrás de esta demanda, es
caer en el reduccionismo economista. La exigencia del libre comercio sólo puede ser explicada
por las aspiraciones de los productores criollos de lograr mayores exportaciones y mejores
precios. Sin la existencia de esta clase social hegemónica, la consigna de libre comercio no
habría sido causa suficiente de la independencia. Por eso es un error considerar las demandas
de tipo económico y desligada del resto de las aspiraciones de los criollos acomodados. La
independencia es impulsada por el conjunto de reivndicaciones que exige una clase dispuesta a
tomar el poder político -el aparato estatal-, única garantía para imponer sus aspiraciones
generales de clase en vías de ser dominante.
Su conciencia de clase “para si” se fue desarrollando no sólo en las acciones de protesta
contra el Estado colonial, sino también a través de la influencia de las ideas progresivas de la
época, expresadas fundamentalmente en al Revolución Francesa y el la lucha por la
independencia de los Estados Unidos. En Europa, el pensamiento liberal fue la bandera de lucha
de la burguesía industrial; en América latina, la ideología de los hacendados, mineros y
comerciantes. Allá sirvió para el proteccionismo industrial, acá para el libre cambio y la
exportación de productos agropecuarios y mineros.
La revolución por la independencia cambió la forma de gobierno, no la estructura
socioeconómica heredada de la Colonia. En rigor, no fue una revolución democrático-burguesa,
porque no realizó la reforma agraria ni fue capaz de crear las bases del mercado interno para el
desarrollo de una industria nacional. La única tarea democrática que cumplió la clase dominante
criolla fue la independencia política al romper con la condición colonial, reemplazando un
equipo de explotadores de allende por otro de aquende.
Limitado el proceso de liberación a la independencia política formal, muy pronto nuestros
países experimentaron un nuevo tipo de dependencia, especialmente económica, respecto del
mercado europeo. Con el fin de lograr mejores precios y una mayor demanda de sus productos,
la clase dominante nativa se comprometió a permitir la entrada indiscriminada de manufactura
extranjera, con lo cual anuló las posibilidades de desarrollo de una industria nacional.
De todos modos se aceleró la fase de transición al capitalismo con el afianzamiento de las
relaciones de producción capitalistas en las minas y algunas explotaciones agropecuarias,
aunque siempre combinadas correlaciones precapitalistas de tipo servil. La esclavitud fue
abolida durante la primera mitad del siglo XIX en la mayoría de los países, con excepción de
Brasil, Cuba y Puerto Rico, donde se mantuvo hasta la década de 1880.
Algunos historiadores han exagerado la magnitud de la crisis económica del período
posindependencia. Si bien es cierto que durante las guerras civiles hubo graves pérdidas de
ganado y en algunos países como México bajo la producción minera, especialmente de plata, en
otros países como la Argentina, Brasil, Chile, Ecuador y Venezuela se produjo un aumento de la
exportación agropecuaria y minera.
En Venezuela las exportaciones de cacao, tabaco y ganado se triplicaron: de 11 millones
de bolívares en 1831 a 32 millones en 1846. Las de café aumentaron de 115.000 quintales en
1831 a 330.000 en 1841. Los hatos de ganado crecieron de 5 millones a cerca de 10 millones de
cabezas en ese mismo lapso.64 En Ecuador las exportaciones de cacao aumentaron del 81.000
quintales (de cien libras) en 1810 a 157.256 en 1843, hasta empinarse a cerca de los 200.000
quintales a fines de la década de 1840.65También en Chile aumentaron las exportaciones
mineras hasta totalizar $ 7.807.106 en 1852, mientras las agropecuarias subían a $ 3.933.149, a
raíz de las ventas de trigo a California que aumentaron de $ 250.000 en 1848 a más de $
2.000.000 en 1852.66
De 1825 a 1870, en Brasil se dio un repunte azucarero en el nordeste y un avance
ganadero en el sur. Entre 1830 y 1850, las exportaciones subieron de tres millones de libras
esterlinas a más de cinco millones y medio.67
Durante las guerras de la independencia y las guerras civiles hubo una intensa movilidad
social en las propias fracciones de la clase dominante. Las crecientes necesidades de las
ciudades, del comercio interior y de la administración pública permitieron un crecimiento de las
capas medias. La nueva intelectualidad formó movimientos liberales de avanzada, como la
Sociedad de la Igualdad de 1850 en Chile. El artesanado superó la etapa de las corporaciones
cerradas, constituyendo agrupaciones más abiertas.
El proletariado minero se desarrolló en las explotaciones de plata y cobre. Comenzaron
las huelgas por el atraso en los pagos de los salarios, el maltrato y la poca seguridad en los
laboreos más peligrosos de las minas.
Los pequeños propietarios aumentaron con el reparto de herencias de propiedades
medianas entre numerosos descendientes. La medianería, la aparcería y el inquilinaje
continuaron siendo las principales relaciones precapitalistas de producción. Sin embargo, el
régien del salariado se fue implantando en las haciendas más modernas.
El desarrollo de las fuerzas productivas en los ingenios azucareros, en ciertas
explotaciones agropecuarias y especialmente en la minera -expresado en la industria fundidora
del cobre y en la introducción de una tecnología moderna para la explotación de la plata y el
azúcar- revelaron el carácter procapitalista de nuestra economía, cuya base era la producción y
no la mera circulación de mercancías. Es obvio que no estábamos en presencia del capitalismo
clásico de tipo industrial, sino de un régimen de producción capitalista incipiente basado en la
explotación minera y agropecuaria, que había generado una burguesía que se regía por la ley del
valor, la plusvalía y la cuota de ganancia. Hacía 1850 esta clase social introducía, como signo
de los nuevos tiempos, medios modernos de comunicación (ferrocarril y teléfono) e inauguraba
el sistema bancario.
Durante este período se aceleró el proceso de concentración monopólica de la tierra
mediante la conquista de zonas habitadas por las comunidades indígenas. Empero, la
consolidación de la propiedad latifundista no significa necesariamente un reforzamiento del
feudalismo. El latifundio latinoamericano estaba dedicado no a la pequeña producción agraria y
artesanal sino a la exportación en gran escala de productos para el mercado mundial capitalista.
El aumento de la demanda de materia prima, promovido por la Revolución Industrial
europea, produjo en América latina el desarrollo de un capitalismo incipiente, minero y
agropecuario, que se expresaba en nuevas relaciones sociales de producción y en la introducción
de maquinarias y nueva tecnología.
La primera mitad del siglo XIX fue una etapa preliminar de despegue de la economía
primaria exportadora que preparó las condiciones para el ulterior aumento de la producción. En
algunos países la minería se constituyó en el primer producto de exportación. En otros, como
Venezuela, Ecuador y Cuba, la economía de plantación fue preponderante.
El proceso de acumulación originaria de la burguesía criolla -que no se inició en la
República sino que venía desde la Colonia- se dio a través de varias vertientes. Una fue la
tierra, por medio de una doble apropiación: los terrenos que aún conservaban las comunidades
indígenas y las propiedades que el Estado distribuyó al término de las guerras de la
Independencia. Otro mecanismo de acumulación fueron los préstamos que los terratenientes y
la burguesía comercial y usuaria hacían al Estado, especulando además con los bonos de la
deuda pública interna; asimismo, arrendaban determinadas actividades públicas -como servicios
de correos, aduanas, etc.-, obteniendo significativas ganancias.
Sin embargo, la base de la acumulación continuó siendo la exportación agropecuaria y
minera, que después de la ruptura del nexo colonial significó un mayor ingreso, tanto por los
precios como por el ahorro en el pago de derechos de exportación, que habían sido muy
elevados bajo el dominio del imperio español. Este proceso de acumulación originaria de los
sectores exportadores se complementaba y reforzaba con el que realizaban las casas comerciales
criollas y extranjeras.
Si bien es cierto que hasta mediados del siglo XIX no existieron bancos formalmente
reconocidos por el Estado, funcionaban casas financieras que combinaban préstamos a interés
con la inversión de capitales en las explotaciones agropecuarias y mineras. Anticipaban
capitales a pequeños y medianos empresarios con la condición de que éstos les vendieran su
producción. Con frecuencia el anticipo consistía solamente en la entrega de instrumentos de
trabajo y mercaderías para la subsistencia. En otros casos las casas “habilitadoras” compraban
metales y productos agrarios a bajo precio, acumulando stocks que luego vendían a pingües
ganancias. Las casas comerciales también invertían en la industria molinera o daban créditos a
los dueños de molinos con la condición de que la comercialización quedara en sus manos, lo
mismo hicieron las casas comerciales de Caracas y Maracaibo con el café que se producía en los
Andes venezolanos. Otras casas prestamistas empezaron como consignatarias de corretajes y se
transformaron en empresas que emitían vales o billetes al portador.
EL CAPITALISMO DEPENDIENTE
DEL SIGLO XX
Desde fines del siglo XIX se produjo un cambio significativo en nuestra condición de
países dependientes. El capitalismo -en su nueva fase superior, el imperialismo- se apoderó de
gran parte de nuestras materias primas al invertir masivamente capital financiero en el área
minera y agropecuaria. América latina ya no sólo fue dependiente del mercado mundial, sino
que también perdió sus riquezas nacionales, tema que desarrollaremos en el capítulo VIII, sobre
dependencia.
La economía de exportación, controlada en la parte más significativa por el capital
monopólico extranjero, experimentó desde 1890 hasta 1930 una tendencia general al
crecimiento, que en nuestra América no es de ningún modo desarrollo autosostenido y
autosuficiente, ya que el grueso del excedente económico fue a parar a la metrópolis. En este
período -dice Furtado- América latina “ se transforma en un componente de importancia del
comercio mundial y en una de las más significativas fuentes de materia primas para los países
industrializados. En 1913, su participación en las exportaciones mundiales de cereales
alcanzaron al 17,9 por ciento, en las de productos pecuarios al 11,5 por ciento, en las de bebidas
(café y cacao) al 62,1 por ciento, en las de azúcar al 37,6 por ciento, en las de frutas y
legumbres al 14,2 por ciento, en las de fibras vegetales al 6,3 por ciento y en las de caucho,
pieles y cueros al 25,1 por ciento.”90
La argentina fue uno de los países que tuvo un mayor aumento en la producción. Su
exportación de cereales se sextuplicó y la de carne congelada creció en 27.000 toneladas a
376.000. la exportación cafetalera de Brasil aumentó a 4 millones de sacos (de 60 kg.) en 180 a
16 millones en 1914. Las exportaciones de salitre chileno subieron de 40 millones de pesos de
38 peniques en 1893 a 262 millones de pesos de 10,78 peniques en 1911. En 1915 se exportaron
2 millones de toneladas métricas de salitre, es decir, más del doble de lo que se había exportado
a principios de siglo. Esta cantidad subió a 2.500.000 toneladas a fines de la Primera Guerra
Mundial, pero decayó en la década de 1920 por el descubrimiento del salitre sintético. Mientras
tanto el cobre había adquirido el segundo lugar de los productores mundiales de dicho metal. La
producción minera del Perú y del estaño boliviano también creció, al igual que las exportaciones
de las economías de plantación de Centroamérica y el Caribe.
El proletariado urbano y rural, que se había consolidado desde mediados del siglo XIX,
experimentó un notable fortalecimiento en las primeras décadas del siglo XX. La generalización
de las relaciones de producción capitalistas, dinamizadas por la masiva inversión de capital
extranjero, determinó un crecimiento del proletariado minero, agrícola y de las plantaciones,
además del que trabajaba en ferrocarriles, tranvías, puertos, telecomunicaciones, transporte
terrestre y actividades terciarias.
En la zona del Caribe, el sector obrero más importante trabajaba en los ingenios
azucareros y en otras economías de plantación. En Chile y Bolivia era preponderante el
proletariado minero por la relevancia que tenían el cobre, salitre y estaño en la economía de
exportación. En Brasil se incrementaron las relaciones de producción capitalistas en la
incipiente industria y en las explotaciones cafetaleras. En Colombia se formó un fuerte
proletariado en el enclave bananero norteamericano. Aunque más lentamente, las explotaciones
agrarias Centroamérica experimentaron un crecimiento en los regímenes salariales de trabajo.
En la Argentina, el Uruguay y Chile no sólo creció el proletariado rural sino también el
manufacturero.
Durante este prceso, el imperialismo se apoderó del azúcar cubano, dominicano y
portorriqueño, del café centroamericano, con excepción de Guatemala donde hubo
preponderancia del capital alemán. El café brasileño siguió en manos de la burguesía criolla,
pero su comercialización quedó en manos del capital monopólico. También pasó a manos
foráneas la economía de plantación de cobre chilenos, además del estaño boliviano. El control
del petróleo mexicano y venezolano se repartió entre el imperialismo inglés y norteamericano.
Los países agropecuarios, como la Argentina y el Uruguay, lograron retener la posesión de las
riquezas nacionales. Pero su comercialización y sus frigoríficos fueron controlados por el capital
extranjero.
De 1890 a 1930 se produjo el proceso de conversión de la mayoría de los países
latinoamericanos, que pasaron de semicolonia inglesa a semicolonia nortemericana. Desde fines
del siglo XIX el imperialismo inglés comenzó a invertir en los servicios públicos y,
posteriormente, en las principales materias primas. La Primera Guerra Mundial (1914)
interrumpió la carrera inversionista de Inglaterra en América latina y colocó en primer plano a
su competidor por el control de las materias primas, Estados Unidos, cuyas inversiones se
aceleraron a tal ritmo que hacia 1930 había desplazado al imperialismo inglés en la mayoría de
nuestros países. De este modo, de semicolonia inglesa pasamos a convertirnos en semicolonia
norteamericana. Algunos países centroamericanos y de la región del Caribe ya eran
semicolonias yanquis desde la segunda mitad del siglo XIX o a principios del XX.
La formación social semicolonial consolidó el modo de producción capitalista a causa de
la fuerte inversión de capital extranjero, aunque superviven algunas relaciones precapitalistas de
producción en el campo, funcionales al sistema. Creció así el proletariado minero, rural y
urbano. Este cambio significativo en al estructura del proletariado tuvo su correlato social y
político en la agudización de la lucha de clases, la formación de los sindicatos y el nacimiento
de los primeros partidos obreros. El afianzamiento del modo de producción capitalista permitió
la irrupción de las capas medias, que comenzaron a exigir una mejor redistribución de a renta
nacional, alineándose con los primeros “movimientos populares” (Yrigoyen en la Argentina,
Alessandri Palma en Chile, Obregón y Calles en México, etcétera.)
A partir de la crisis mundial de 1929 y con el inicio de la industrialización empezó una
transición del capitalismo primario exportador a un capitalismo industrial dependiente. En este
período comenzó también la transición de la sociedad rural a la sociedad urbana industrial.
Esta fase tuvo un período de industrialización temprana en países como la Argentina, México,
Brasil, Chile y Uruguay, y en un período tardío de sustitución de importaciones en Perú,
Bolivia, Ecuador, Centroamérica, Venezuela y otros países del Caribe, en que la
industrialización comenzó después de 1950, estimulada por las nuevas funciones que asumió el
Estado, como lo veremos en el capítulo VIII.
En esta fase no solamente creció el número de trabajadores hombres sino también de
trabajadoras. Las mujeres fueron contratadas con salarios más bajos en as industrias, en los
comercios, en servicios públicos, llegando a constituir más del 20 por ciento de la población
denominada “económicamente activa”. En este período de configuración definitiva del
proletariado industrial los trabajadores afianzaron sus organizaciones sindicales, llegando a
crear poderosas centrales obreras únicas, como la CGT argentina. La COB boliviana, la CNT
uruguaya y la CUT chilena, que en ciertas oportunidades rebasaron los marcos del sindicalismo
economista para actuar como organismos políticos de clase.
En síntesis, la formación social semicolonial ha pasado de sociedad rural a sociedad
urbana, con un proceso de industrialización dependiente, expresión de un desarrollo capitalista
mediatizado por las metrópolis imperialistas. La dependencia de este particular proceso de
industrialización se acentuó a partir de la década de 1950, cuando el capital monopólico
internacional decidió invertir capitales en la industria. Así se produjo una asociación entre el
capital extranjero y el criollo, reforzando la condición semicolonial de nuestros países.
El notable crecimiento de las últimas décadas replantea un cambio significativo en la
caracterización de América latina. Hasta la década de 1930-40 la mayoría de los países eran
agrarios. Ahora deben ser caracterizados como urbanos.
Hay que hacer una distinción entre industrialización y urbanización. Si bien es cierto que
entre 1930 y 1950 la migración campo-ciudad se produjo principalmente a raíz del crecimiento
industrial, en las últimas dos décadas se observa que mientras la población urbana sigue
aumentando, el número de obreros industriales se ha estancado. El proceso de urbanización
continúa atrayendo mano de obra que es canalizada a través de las actividades comerciales,
financieras y de servicios.
La disminución del número de obreros fabriles no significa desindustrialización -como
han aseverado algunos investigadores- sino que es el resultado de una reconversión industrial
impuesta desde principios de la década del 70 por el modelo de exportación-importación. El
nuevo reajuste económico, dictado por las “necesidades” de la nueva división internacional del
capital-trabajo, determinó, por un lado, que la nueva mayoría de los países latinoamericanos
debía producir no sólo materias primas sino también estimular el desarrollo de industrias de
exportación no tradicionales y, por otro, importar masivamente artículos manufacturados,
aunque ello significara la quiebra de la industria liviana que desde hacía décadas trabajaba para
el mercado interno, a través del proceso llamado entonces de “sustitución de importaciones”,
que desarrollaremos en el capítulo XI.
El rápido avance de las industrias de exportación no tradicionales (metalmecánica,
petroquímica, automotriz, etc.) redobló la penetración del capital monopólico extranjero, que en
1980 ya controlaba en América latina más del 50 por ciento del capital industrial en general, y
casi la totalidad de las industria dinámicas de punta en particular. Esta variante de “crecimiento
hacía afuera”, basado en el desarrollo de las industrias de exportación no tradicionales, es
obviamente distinto al “crecimiento hacía afuera” de fines del siglo pasado y principios del
presente, fundamentado en la exportación de productos agropecuarios y mineros.
La aplicación del modelo exportación-importación condujo a que una parte sustancial de
los préstamos de la banca transnacional se invirtieran en importar artículos que bien pudieron
fabricarse en nuestros países. Es decir que la “ayuda” en préstamos -que hizo crecer
vertiginosamente la deuda externa, tema central que analizaremos más adelante- sirvió para
amortiguar la crisis de sobreproducción que durante la década de 1970 tuvieron las naciones
altamente industrializadas. Por eso existe una estrecha relación entre la reconversión industrial,
el peso cada vez más creciente del capital financiero y el salto cuanti-cualitativo de la deuda
externa.
El capital monopólico extranjero aprovechó la infraestructura energética y de transporte
que habían creado los Estados latinoamericanos y las exenciones tributarias dadas a la industria
para sus planes de internacionalización del capital, expresados ya en ese momento por un grado
avanzado de transnacionalización de la economía. Así se dio una inetrnacionalización del
mercado interno de cada uno de los países latinoamericanos, consolidando nuestra integración
forzada a la economía mundial.
El modo de producción capitalista se convirtió a partir de la década del 50 en el modo
preponderante de producción en el campo, aunque todavía subsisten relaciones de producción
precapitalistas en algunas explotaciones. El desarrollo del capitalismo agrario fue estimulado
por el proceso de industrialización, especialmente en el área de la agroindustria que elabora
ciertas materias primas del campo, descuidando la producción destinada al consumo popular.
Por eso aparece como contradictorio que un continente apto para la agricultura haya
tenido que incrementar la importación de productos alimenticios, hecho que hace muy
vulnerable a la mayoría de nuestros países en materia de alimentación cuando baja el ingreso de
divisas debido al descenso de la demanda y de los precios de las exportaciones. Este problema
adquiere una extrema gravedad si se considera que la población latinoamericana se duplicará
hacía el año 2000, aumentando de 321 millones en 1975 a más de 600 millones de personas, que
estarán concentradas fundamentalmente en las ciudades grandes y medianas.
No podemos cerrar este capítulo sobre los modos de producción sin señalar un fenómeno
de trascendencia histórica: en América latina ya no existe solamente el modo de producción
capitalista, pues el triunfo de la Revolución Cubana ha abierto el período de transición al
socialismo, por el cual comienza a transitar también la Nicaragua sandinista.
NOTAS
1
BARRY HINDESS y PAUL HIRTS: Los modos de producción precapitalistas, E d. Península, Barcelona, 1979. P. 16.
2
ERNEST MANDEL: Introducción al marxismo, E d. Akal, Madrid, 1977, p. 207
3
M. HARNECKER: Los conceptos elementales del materialismo histórico, 25a. Edición, Siglo XXI, México, 1974,p. 137.
4
E. MANDEL: Introducción al marxismo, op. Cit. , p. 208.
5
HINCKER y OTROS: El feudalismo, Madrid, 1976, p. 165.
6
JACQUES TEXIER: ‘’Desacuerdos sobre la definición de los conceptos’’, en Luporini y Sereni: El concepto de formación
económico-social, Cuadernos de Pasado y Presente, México, 1980, p.191.
7
CESAR LUPORINI: Marx según Marx, en Ibid. , p. 100.
8
EMILIO SERENI: La categoría de formación económico-social, en Ibid. , p.70.
9
IBID. , p.70.
10
CRISTINE GLUCKSMANN: Modo de producción, formación económica social, Teoría de transición a propósito de Lenin, en
Ibid.
11
LUIS FELIPE BATE: ‘’ Comunidades primitivas de cazadores-recolectores en Sudamérica’’ en Historia general de América,
OEA, Academia Nacional de la Historia de Venezuela, Caracas, 1983, t. I.
12
LUIS VITALE: La mitad invisible de la historia latinoamericana. El protagonismo social de la mujer, E d. Sudamericana-
Planeta, Buenos Aires, 1987.
13
Estos cambio significativos no fueron debidamente apreciados por la división clásica en la Edad de piedra y la Edad de los
Metales, establecida por C. Thompsen en 1836. Tampoco la clasificación de Morgan en salvajismo-barbarie-civilización, con sus
respectivos estadios inferior, medio y superior, logra aprehender ese cambio cualitativo, además de presuponer un desarrollo
unilineal de la historia.
14
CARLOS MARX: ‘’Formas que preceden a la producción capitalista’’;C. Marx: Elementos fundamentales de la Crítica de la
economía política, E d. Cuadernos de Pasado y Presente, México, 1978, pp. 52, 70, 72, 73, 74.
15
‘’ La comunidad misma representa la primera gran fuerza productiva’’; C. MARX: Elementos fundamentales de la Crítica de la
Economía Política, E d: Siglo XXI, Madrid, 1978.
16
M. GODELIER: Las sociedades ..., op. Cit., p.73
17
IBID., 73.
18
ARTURO MONZON: El calpulli en la organización social de los technocas, México, 1949.
19
ANGEL PALERM: Agricultura y sociedad Mesoamericana, Sepsetentas, México 1972.
20
FRANCISCO GAONA: Introducción a la historia social del Paraguay, E d. Arandú, Buenos Aires, 1967, p.22.
21
J.M. CRUXENT e I. ROUSE: Arqueología venezolana, IVIC; Caracas, 1996 y LAUTARO NUÑEZ : ‘’Desarrollo cultural
prehispánico del Norte de Chile’’, Rev. De Estudios Arqueológicos, Nº 1, Antofagasta, 1965.
22
KARL POLANYI: The great transformation, Ed. Farrar, Nueva York, 1944.
23
PEDRO CARRASCO y JOHANNA BRODA: Estratificación social en la Mesoamérica prehispánica, SEP-INAH, México,
1976.
24
WILLIAM SANDERS Y BARBARA PRICE: Mesoamérica: The evolution of the Civilizatión, Nueva York,1968
25
SILVANUS MORLEY : La civilización maya, FCE, México, 1947
26
ROGER BARTRA: Ascenso y caída de Teotihuacán, E d. Grijalbo, México 1975. H. ISBELL WILLIAM: ‘’ Huari y los
orígenes del primer imperio andino’’, en Pueblos y culturas de la sierra central del Perú, Lima, 1972
27
LUIS LUMBRERAS: De los pueblos, las culturas y las artes del Antiguo Perú. E d. Moncloa, Lima, 1969
28
LAURETTE SEJOURNE : Antiguas culturas precolombinas, E d. Siglo XXI, México, 1971.
29
CARLOS MARX: Formaciones económicas precapitalistas, E d. Cuadernos de Pasado y Presente, 6a. Edición, México, 1978,
pp. 53 y 54. Lo destacado es nuestro.
30
JEAN CHESNAUX: ‘’Perspectivas de investigación’’, en ROGER BARTRA: El modo de producción asiático, E d. Era,
México, 175,p. 121
31
NATHAN WACHTEL: ‘’La reciprocidad y el Estado inca: de Karl Polanyi a John Murra’’, en Sociedad e ideología, Instituto de
Estudios Peruanos, Lima, 1973, p.29
32
Nuevas investigaciones han demostrado que esta ‘’inmutabilidad’’ de la India era aparente. Durante muchos siglos se había
desarrollado de manera desigual una sociedad que antes de la conquista inglesa (siglo XVIII) extraía productos industriales y tenía
en algunas regiones un importante crecimiento agrícola, a pesar de que el regadío artificial era inferior al de China, que también
había sido hasta el siglo XVIII una sociedad próspera, tanto en manufactura como en agricultura, con avances científicos más
importantes que los de Europa. Ni que decir del Islam, que entre los siglos VII y XIII fue el meridiano de la Civilización. China y el
Islam estaban basados menos en la posesión y producción comunal que la India. LLamamos la atención acerca de la cautela que tuvo
Marx al referirse a la propiedad en Oriente: ‘’ en medio del despotismo oriental y de la carencia de propiedad parece existir en él
...’’. La reiteración de Marx en torno al ‘’despotismo oriental’’ corresponde a una tradición de los escritores europeos, de
Maquiavelo o Hobbes, Montesquieu y Hegel, quienes contrastaron la estructura del Estado europeo con el asiático, carente de la
noción de libertad al estilo occidental europeo.
33
Cuando Marx menciona en su manuscrito a Perú, comete un error al decir que ‘’la producción colectiva y la propiedad privada
colectiva, tal como se presenta, por ejemplo en el Perú, es manifiestamente secundaria, introducida y transmitida por tribus
conquistadoras’’ (‘Formas que preceden a la producción capitalista’’ en Marx y, Hobsbawm : Formaciones Económicas
precapitalistas, op. Cit. P. 69). Las investigaciones modernas han provocado que antes de los incas, en el altiplano peruano-
boliviano, en Chile, Ecuador y otras regiones, existió la posesión colectiva de la tierra y la producción comunal en los ayllus con
mayor amplitud que en la India, sociedad ya denominada de castas.
34
En 1938 se publicó la historia del PC de la URSS con un prefacio de Stalin donde se decretaban las cinco secuencias o etapas por
las cuales debían pasar todos los pueblos. Poco antes, uno de los intelectuales stalinistas, Iolki, había lanzado su anatema:’’La teoría
del modo de producción asiático está en contradicción (...) con los fundamentos de la doctrina marxista-leninista’’. (Citado por
BARTRA: Op. Cit., p. 98.)
35
MAURICE GODELIER: El modo de producción asiático, Eudocor, Buenos Aires, 1966, p. 37.
36
MARX Y HOBSBAWM: Formaciones ..., OP. CIT., P. 24
37
Para la sociedad europea, especialmente griega, el esclavismo fue la primera sociedad de clases. La crisis del modo de
producción comunal no siempre ha dado paso al modo de producción ‘’asiático’’, sino también a otros como el esclavista, lo que
confirma el curso multilineal de la historia.
38
ROGER BARTRA: El modo de producción asiático, Op. Cit. P. 214. Véase también p.231, donde reitera que la ‘’sociedad
azteca, en los siglos XV y XVI, tenía por base un modo de producción tributario (‘asiático’).
39
JOHANNA BRODA: ‘’Las comunidades indígenas y las formas de extracción del excedente, época prihespánica y colonial’’, en
ENRIQUE FLORESCANO: Ensayos sobre el desarrollo económico de México y América latina, FCE, México, 1979, p. 59
40
Según Marx en el modo de producción asiático coinciden la renta con el impuesto:’’no existirá impuesto alguno distinto a esta
forma de renta de la tierra, porque la comunidad no se enfrenta con terratenientes privados sino con el Estado y tiene la propiedad
eminente’’ ( El capital, I, 430, Trad. W. Roces, FCE, México, 1946)
41
ROMAN PIÑA CHAN: Una visión del México prehispánico, UAMN, México 1967, y ALBERTO PLA: Modo de producción
asiático y las formaciones económico-sociales inca y azteca. E d. El Caballito, México, 1979.
42
MANUEL MORENO: La organización social y política de los aztecas, INAH, México, 1971.
43
R.T.ZUIMEDA: The Ceque System of Cuzco, Netherlands, Lieden, 1964
44
ALFRED METRAUX: ,Les incas E d. Du Seuil, París, 1962
45
WALDEMAR ESPINOZA: Los modos de producción en el imperio de los incas, E d. Mantaro, Lima, 1978.
46
ROLANDO MELLAFE: La esclavitud en Hispanoamérica, EUDEBA, Buenos Aires, 1964.
47
Hamilton sostiene en el libro citado que entre 1561 y 1630 las colonias españolas exportaron por valor de 113.056.040
maravedíes. Estas cifras aumentaron notablemente durante el siglo XVIII a raíz de las reformas borbónicas. Por ejemplo, en la
región andina la producción aumentó de 6,5 millones de pesos en 1774 a 10,5 millones en 1780. En el virreinato del Río de la Plata,
la exportación de cueros subió de 150.000 unidades en 1778 a 1.400.000 anuales a partir de 1783. En Venezuela, la exportación de
cacao aumentó de 14.848 fanegas en 1711 a 50.000 en 1760. La exportación de plata mexicana subió de 11 millones de pesos en
1770 a 27 millones en 1804. En síntesis, poco antes de 1810, las exportaciones hispanoamericanas sumaban 38 millones de pesos.
Estas cifras adquieren mayor relevancia si se compara con los Estados Unidos, que en 1791 exportaban 19 millones de pesos y ‘’que
Inglaterra exportaba a Francia, Alemania y Portugal por valor de menos de 26 millones’’ (CARLOS PEREYRA: La obra de
España en América, E d. Biblioteca Nueva, Madrid, P.275)
48
OCTAVIO IANNI: ‘’relaciones de producción y modo de producción’’, en Las clases sociales y crisis política de América latina,
Siglo XXI, México, 1977, p. 453.
49
SILVIO ZABALA: La encomienda indiana, Madrid, 1935
50
F. HENRIQUE CARDOZO: Las clases sociales y la crisis política de América latina, en ibíd., p.213.
51
ROBERT KEITH: ‘’Encomienda, Hacienda and corregimentes in Spanish America: a Structural Analysis’’, en Hispanic
Historical Review, t. LXV. U.S.A. 1971 y ANTONIO DE ULLOA: Noticias americanas, Impr. Real, Madrid, 1972,p. 279. Y
AQUILES PELEZ: Las mitas en la Real Audiencia de Quito, Impr. Del Ministerio del Tesero, Quito, 1947, pp. 67 a 69.
52
Según ENRIQUE SEMO: Historia del capitalismo en México. Los orígenes 1521 - 1763, E d. ERA, México, 1975, p. 136, en los
reales de minas ‘’aparecen los primeros obreros asalariados’’, desde mediados del siglo XVI. Humboldt decía en 1800:’’ en el reino
de Nueva España, a lo menos de 30 ó 40 años a esta parte, el trabajo en las minas es un trabajo libre’’. También se generalizó en el
Potosí, donde ‘’las nuevas condiciones de producción que impone la técnica del azogue convierten al salario por jornal en la relación
dominante de la fase de beneficio’’ (CARLOS SEMPAT ASSADOURIAN:’’ La producción de la mercancía dinero en la formación
del mercado interno colonial’’, en E. FLORESCANO: Ensayos sobre el desarrollo económico de México y América latina, FCE,
México 1979,p. 253). Además, hubo asalariados agrícolas en Colombia, Venezuela, México, Quito, Chile y el Virreinato de la Plata.
53
MAGNUS MORNER y otros: Haciendas, latifundios y plantaciones en América latina, Siglo XXI, México, 1975, y F.
CHEVALIER: La gran propiedad en México desde el siglo XVI hasta comienzos del siglo XIX, Buenos Aires, 1961
54
según EARL HAMILTON: American Treassure and the Price Revolution Spain, Harvard Press, U.S.A., 1934, se extrajeron
181.370 kg. De oro entre 1503 y 1660, a los cuales habría que agregar 700.000 kg. De oro extraídos de Colombia, Chile, México,
Perú, Quito y Centroamérica desde 1660 hasta 1810. Según nuestros cálculos, para las colonias españolas. En Brasil, alcanzó a
800.000 kg. Entre 1700 y 1814, según Furtado y Simonsen. Estas cifras oficiales no consideran el contrabando. Humboldt estimó
que el total de oro y plata extraído fue de 4.851.156 pesos entre 1497 y 1803 (Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo
Continente, Caracas, 1956). La mina de Potosí producía 300.000 kg. De plata al año, en su apogeo del siglo XVII.
55
Las primeras ciudades se fundaron cerca de los lavatorios de oro (Santo Domingo, La Isabela, Quito, Popayán, Concepción,
etcétera). Otras fueron ciudades-fuertes. También se levantaron ciudades mineras, como Potosí que llegó a tener más de 120.000
habitantes, Zacatecas, con 40.000, Guanajuato con 55.000, Minas Gerais, Villa Rica (Ouro Preto). Otras crecieron como puertos y
centros mercantiles: Buenos Aires, Valparaíso, Guayaquil, El Callao, Veracruz, Cartagena, Río de Janeiro, Bahía, Recife, etcétera.
56
CHARLES BOXER: The Golden Age of Brazil, Berkeley, 1972, y CELSO FURTADO: La formación económica del Brasil,
FCE, México, 1962
57
PERRY ANDERSON: El Estado absolutista, E d. Siglo XXI, México, 1980. P.56; JOSE A. BENITEZ: Las Antillas,
colonización, azúcar e imperialismo, Casa de las Américas, La Habana, 1977, p. 111, y MANUEL MORENO FRAGINALS: El
Ingenio, La Habana, 1978, t. I, p. 66.
58
EDUARDO ARCILA FARIAS: Comercio entre Venezuela y México en los siglos XVII y XVIII, FCE, México, 1950.
59
CARLOS SEMPAT ASSADOURIAN: El sistema de la economía colonial, E d. Nueva imagen, México, 1970.
60
JOHN LINCH: Administración colonial española, EUDEBA, Buenos Aires, 1962. J.M.OTS CAPDEQUI: Instituciones
coloniales, E d. Salvat, Barcelona, 1959.
61
STANLEY Y BARBARA STEIN : La herencia colonial de América latina, E d. Siglo XXI, México, 1970
62
RAMIRO GUERRA SANCHEZ: Azúcar y población en las Antillas, La Habana, 1970
63
CARLO SCIPOLLA: Cañones y velas en la primera fase de la expansión europea, 1400 - 1700, E d. Ariel, Barcelona, 1965;
H.C. HARING: Los bucaneros de las Indias Occidentales en el siglo XVII, Caracas, 1950, y OLIVER OEXQUEMELIN: Historia
de los aventureros, filibusteros y bucaneros en América, Archivo General de la Nación, Santo Domingo, 1953.
64
RAMON VELOZ: Economía y finanzas de Venezuela, 1830 -1944, Impresores Unidos, Caracas, 1945; DOMINGO ALBERTO
RANGEL: Capitalismo y desarrollo. La Venezuela agraria, UCV, Caracas, 1981, y HECTOR MALAVE MATA: La formación
histórica del antidesarrollo en Venezuela, La Habana, 1976.
65
MANUEL CHIRIBOCA: Jornaleros y gran propietarios en 135 años de exportación cacaotera (1790 -1925), CIESE, Quito,
1980.
66
Dirección General de Contabilidad, Ministerio de Hacienda, Santiago, 1901; SERGIO SEPULVEDA: El trigo en el mercado
mundial, E d. Universitaria, Santiago, 1959,p.49, y LUIS VITALE, Interpretación marxista de la historia de Chile, E d. PLA,
Santiago, 1971, t. III, p. 141 a 157.
67
CELSO FURTADO: Formación económica del Brasil, FCE, México, 1962.
68
CIRO CARDOSO: ‘’Latinoamérica y el Caribe. Siglo XIX.’’, en Ensayos sobre el desarrollo económico de México y América
latina. Op. Cit. P. 365. Lo destacado es nuestro.
69
AGUSTÍN CUEVA: El desarrollo del capitalismo en América latina, E d. Siglo XXI, México, 1978, p. 69.
70
CLAUDE MEILLASSOUX: Mujeres, graneros y capitales, E d. Siglo XXI, México, 1977, p. 137.
71
ROSA LUXEBURGO: Acumulación del capital, E d. Grijalbo, México, 1967, p.324.
72
Según Marx, una de las bases de la acumulación originaria es la ‘’expropiación que despoja de la tierra al trabajador, al productor
rural, al campesino’’. (C. MARX: El capital, E d. Siglo XXI, México, 1976, vol.III, p.895)
73
ANGEL PALERM: ‘’Apuntes para una discusión’’, en E.FLORESCANO: Ensayo sobre ..., op., cit., P.127
74
CIRO CARDOSO y H. PERES BRIGNOLI: Historia económica de América latina, E d. Crítica-grijalbo, Barcelona, 1979, t.II,
p.13.
75
HORACIO ARANGUIZ: ‘’La situación de los trabajadores agrícolas en el siglo XIX’’, en estudios de historia de las
instituciones políticas y sociales, Santiago, 1967, nº 2, p.25.
76
MARCELO SEGALL: ‘’Biografía de la ficha-salario’’, en Revista Mapocho, t.II, Nº 2, Santiago, 1964, Separata p. 5.
77
JAN BAZANT: ‘’peones, arrendatarios y aparceros en México. 1851-53’’, en el libro Haciendas, latifundios y plantaciones, E d.
Siglo XXI, México, 1975.
78
MICHEL GUTELMAN: Capitalismo y reforma agraria en México, E d. Era, México, 1974, p. 51.
79
MARIO SALAZAR VALIENTE: Esbozo histórico de la dominación en El Salvador, UNAM, México, 1075, p. 1.
80
ROQUE DALTON: Miguel Marmol. Los sucesos de 1932 en El Salvador, EDUCA, San José de Costa Rica, 1972, p. 35.
81
EDELBERTO TORRES-RIVAS : Procesos y estructuras de una sociedad dependiente, E d. PLA, Santiago, 1969, p. 62.
82
Ibid., p. 64 y 87.
83
DOMINGO CASTILLO: Memoria de Mano Lobo, Caracas, 1962, p. 127.
84
G. CARVALLO y J. RIOS: Notas para el estudio del binomio ..., op. Cit. p.19
85
ANDRES GUERRERO: Los oligarcas del cacao, El conejo, Quito, 1980, p. 23.
86
MANUEL CHIRIBOGA: Jornaleros y gran propietarios en 135 años de exportación cacaotera, op. Cit., p.187.
87
ANIBAL QUIJANO: ‘’Imperialismo, clases sociales y economía en el Perú’’, en Clases sociales y crisis política en América
latina, E d. Siglo XXI, México, 1977.
88
CELSO FURTADO: La economía latinoamericana, E d. Siglo XXI, México, 1979, p. 63.
89
CELSO FURTADO: Formación económica del Brasil, op. Cit., p. 158
90
CELSO FURTADO: La encomia latinoamericana, op. Cit., p. 69.
Capítulo V
La relación sociedad-
naturaleza y la historia del
deterioro ambiental
latinoamericano
La flora y la fauna americanas se fueron configurando hace unos 500 millones de años,
mucho después del surgimiento del planeta Tierra, cuyos primeros indicios de vida se
remontarían a unos 3.000 millones de años.9 En el período de los reptiles las tierras se
subdividieron en dos grandes continentes: Laurasia (que comprendía América del Norte,
Groenlandia y Eurasia) y Gondwana (que abarcaba América del Sur, Africa, Oceanía y la
Antártida).10
América del Sur estaba conformada por dos sectores emergidos y un mar interior ubicado
en lo que hoy conocemos como cuenca amazónica. A fines del mesozoico o era secundaria
surgió la cordillera de la costa, apareciendo los primeros mamíferos; a comienzos de la era
terciaria surgieron los relieves de la Cordillera de los Andes y posteriormente el relieve
venezolano actual. Gabriel Pons sostiene que “Centroamérica no fue realmente como es.
Durante las eras primaria y secundaria parece que estaban unidos Cuba, Puerto Rico, Santo
Domingo y Jamaica con Honduras y México. Más tarde, en las eras terciaria y cuaternaria,
apareció el vulcanismo y con él emergió la costa del Pacífico”.11
La flora americana, que surgió de estos ecosistemas en permanente modificación, fue
determinante en el tipo de vida de los primeros seres humanos que cruzaron por el estrecho de
Berhing hace más de 50.000 años. La fauna era pobre en cuanto a animales de carga, salvo la
existencia de una variedad de caballos que luego se extinguió.
Estos pueblos cazadores-recolectores se adaptaron al medio, sin afectar la autorregulación
del sistema. No destruían masivamente las selvas ni las plantas. No exterminaban las especies
animales sino que consumían las que eran imprescindibles para subsistir, pues tenían una
etología propia respecto de la naturaleza. Si en algún caso la recolección de frutos y la caza
llegaban a afectar el balance ecosistémico, el daño era pronto reparable por cuanto estos
pueblos, que eran nómades, abandonaban el lugar, facilitando el proceso de autorregulación del
ecosistema. No es nuestra intención idealizar a estos pueblos ni presentar una imagen de plena
armonía entre ellos y la naturaleza, pero el análisis histórico muestra que en esta fase no se
registraron acciones humanas que desencadenaras alteraciones ecológicas irreparables.
En el tránsito a la sociedad agrícola, que en América se produjo hacia el quinto milenio
antes de nuestra era, introdujo cambios significativos en los flujos energéticos. El inicio de la
producción agraria permitió un cierto control de la transferencia de energía. La sociedad
agroalfarera comenzó a ejercer un dominio, aunque todavía relativo, de las cadenas tróficas,
aumentando, mediante la domesticación de los animales, los consumidores secundarios. Los
seres humanos descubrieron que a través del proceso agrícola y la domesticación de animales
podían “almacenar energía metabólica”.12
En este inicio del proceso de control de energía, las culturas agroalfareras utilizaron como
principales fuentes energéticas la quemazón de leña, instrumentos para aprovechar el viento, la
energía animal y humana y, fundamentalmente, el regadío artificial, que fue uno de los primeros
manejos de una fuente energética no metabólica. Estos pueblos tenían una dieta equilibrada:
combinaban las proteínas provenientes de los pescados, la llama, el guanaco y otros animales,
con hidratos de carbono como la yuca y la papa. El maíz, base de la dieta de la mayoría de las
culturas indoeuropeas, era un alimento bastante completo, aunque no dispusieron de leche de
ganado vacuno y ovino. Asimismo, la ausencia del buey y del caballo impidió un mayor uso de
la energía animal.
En la búsqueda de mejores tierras los pueblos agroalfareros hicieron las primeras
quemazones y talas de árboles. Fue el comienzo de la alteración del ambiente americano, pero
dada su escasa magnitud no alcanzó a provocar desequilibrios ecológicos significativos. Según
Lutzenberg, “la roza del indio complementaba apenas el producto de la caza y los frutos
silvestres, obtenidos en esquemas de explotación permanentemente sostenibles, sin degradación
del ecosistema”.13
Esta apreciación es compartida por Sanoja y Vargas en sus estudios sobre Venezuela: “La
técnica del cultivo más sobresaliente y difundida entre la formación agricultora es la
denominada roza y quema o agricultura itinerante (...). Geertz, al analizar el problema de la
agricultura de roza y quema en términos ecológicos, plantea que la característica positiva más
sobresaliente de dicha técnica es la de estar integrada a la estructura del ecosistema natural
preexistente, a la cual, cuando es de naturaleza adaptativa, ayuda incluso a mantener, Cualquier
forma de agricultura del ecosistema dado de tal manera que se pueda aumentar el flujo de
energía que necesita el hombre para subsistir”.14
A través de los motivos cerámicos y de los grabados en metal estos pueblos expresaban
su estrecha relación con la naturaleza, un esfuerzo de la mente humana por encontrar una
explicación del mundo y de la vida, para luchar contra lo desconocido apelando a las fuerzas de
la naturaleza y, al mismo tiempo, tratando de controlarlas. Arnold Hauser sostiene que “la
visión que la magia tiene del mundo es monística; ve la realidad en la forma de un
conglomerado simple, de un continuo ininterrumpido y coherente (...). La pintura era al mismo
tiempo la representación y la cosa representada, era el deseo y la satisfacción del deseo a la vez.
Era justamente el propósito mágico de este arte el que lo forzaba a ser naturaleza”.15
La conformación de los imperios inca y azteca produjo nuevas alteraciones en los
ecosistemas americanos. Gran parte de la organización social se estructuró en torno al regadío
artificial: construcción de terrazas, desecación de pantanos, canales y andenes para facilitar la
circulación del agua destinada a la producción agraria. La orientación compulsiva de esos
embriones de burocracia estatal, que forzaban a una mayor tributación de los pueblos sometidos
con el objeto de aumentar el excedente económico, condujo a las primeras alteraciones serias de
los ecosistemas naturales.
La cultura azteca y la incaica se diferencian en que la primera hizo uso del excedente de
agua en un medio anegadizo, llegando a crear las famosas “chinanpas”, y la segunda en un
medio árido. Ambas sociedades conocían el sistema de abono, la rotación y selección de suelos,
el tratamiento bioquímico de las semillas, la previsión meteorológica y prácticas alimentarias
con conocimientos del poder nutritivo de las plantas y animales, que permitieron a los incas
alcanzar una dieta per cápita de más de 2.400 calorías, relativamente superior a la de algunos
pueblos latinoamericanos del siglo XX.
En aquella época surgieron ciudades como Teotihuacán, con más de 100.000 habitantes,
Lubaatún con cerca de 50.000 y El Cuzco con más de 2.000, revolución urbana que nos plantea
varias reflexiones: ¿qué diferencia hubo entre estas ciudades aborígenes y las que surgieron
durante la época colonial y republicana respecto de los impactos ambientales? ; ¿pueden las
ciudades aborígenes americanas ser consideradas ecosistemas?
La mayoría de los ecólogos estiman que las ciudades no constituyen ecosistemas porque
básicamente no tienen autarquía, no se autorregulan y, por lo tanto, dependen de flujos de
energía ajenos. En tal sentido, las ciudades serían ecosistemas artificiales o fallidos.16
A nuestro juicio las ciudades aborígenes indoamericanas no tenían un alto grado de
consumo energético importado. Cada una de ellas tenía muchos árboles, plantas, lagunas,
arroyos y otros componentes autotróficos que proporcionaban energía propia. La ciudad
indígena tenía entrada y salida propia de energía, constituyendo una unidad indisoluble con el
campo. El consumo de agua era elevado como consecuencia del regadío artificial, pero aquellas
ciudades, a diferencia de las actuales, no tenían salida de agua contaminada ni desechos
imposibles de reciclar.
A los efectos de precisar la caracterización de estas ciudades indoamericanas como
ecosistemas con autarquía energética propia.17 Sería interesante hacer un estudio comparativo
con las ciudades griegas y romanas y entre éstas y las de la época moderna para comprobar en
qué momento comenzaron a convertirse en “heterotróficas”, es decir, en importadoras masivas
de flujos energéticos. En síntesis, se trata de estudiar la ciudad en su proceso histórico para
analizar en qué fase fue un ecosistema y cuándo dejó de serlo para convertirse en un ecosistema
artificial. Este estudio podría arrojar interesantes conclusiones no sólo sobre el pasado sino
también acerca del futuro de las ciudades, en función de una adecuada estrategia de
planificación ambiental, obviamente en una sociedad alternativa a la actual.
Los intereses más profundos de las clases se manifiestan a través de la lucha de clases. Es
un error suponer que primero se constituyen las clases y después entran en conflicto. Las clases
no existen sino en y por la lucha de clases. Clase, conciencia de clase y lucha de clases forman
un todo único e indivisible. La mayoría de los sociólogos se limita al estudio de lo abstracto de
la estructura social. Olvidando que las clases se expresan en la lucha de clases, que no es un
mero nivel o instancia social, sino el punto de condensación o la síntesis de las contradicciones
de una sociedad.
Las clases sociales constituyen el basamento que explica el trasfondo de los proyectos
políticos, de las manifestaciones culturales, de la ideología y del modo de vida. “Las clases
sociales -dice Lucien Goldmann- constituyen las infraestructuras de las visiones del mundo.
Cada vez que se trata de hallar la infraestructura de una filosofía, de una corriente literaria o
artística, llegamos, no a una generación, nación o iglesia, a una profesión o grupo social, sino a
una clase social y a sus relaciones con la sociedad. El máximo de conciencia posible de una
clase social constituye siempre una visión psicológicamente coherente del mundo que se puede
expresar en el plano religioso, filosófico, literario o artístico”.1
Numerosos autores han definido con acierto a las clases sociales según el papel que
juegan en un sistema histórico-concreto de producción social, su relación con los medios de
producción y la propiedad privada, la forma de apropiación del plusproducto social, las riquezas
e ingresos por el trabajo productivo e improductivo, en fin, según el mecanismo por el cual un
sector de la sociedad se apropia del trabajo de otros.
Sin embargo esta definición no agota la caracterización de las clases sociales porque falta
un factor importante: la conciencia de clase. Una clase no debe ser definida solamente por su
estructura o por la llamada clase “en si”. La categoría “clase en si” no se refiere a ninguna
expresión de conciencia sino solamente a la existencia de la clase como parte de la estructura de
una formación social. Siempre hay que distiguir entre la clase como estructura y la posición o
una fracción de ella, temática que desarrollaremos más adelante.
Es necesario analizar las clases y su estadios de desarrollo, su comprensión de la realidad
global y su proyecto histórico, es decir, su “conciencia para sí” o su conciencia política de
clases. Esto es válido para todas las clases, no sólo para el proletariado. De lo contrario no
podríamos comprender el papel jugado por la burguesía europea contra el feudalismo, y
tampoco el proceso de conciencia política de clase que condujo a la burguesía criolla a
plantearse la revolución por la independencia y la toma del poder político rompiendo con el
nexo colonial con España.
Para ciertas corrientes sociológicas, como el estructural-funcionalismo, sólo existe la
estratificación social.2 La confusión entre clase social y estrato no es ingenua sino que tiene por
finalidad barrenar el concepto marxista de las clases, ya que los estratos serían agrupaciones de
individuos que tienen características y valores comunes relacionados con el prestigio, el ingreso,
el poder, la educación, etcétera. La desigual distribución de estos valores -cuya evaluación
depende frecuentemente de la subjetividad del investigador- determina la clasificación de los
estratos, que deberían ser funcionales al sistema. De ahí, la división en la clase alta-alta, clase
alta, clase media alta, clase media baja y clase alta.
Estas “clases” -medidas más por su “altura” que por su participación en el proceso
productivo- no son homogéneas, ni tienen una base concreta de cohesión respecto de las
relaciones de producción. Es obvio que el objetivo del estructural-funcionalismo, especialmente
el norteamericano, es incorporar el problema de las clases como expresión fenoménica y no
estructural para poder explicar los comportamientos y conflictos “disfuncionales” al sistema
capitalista.
Esta misma escuela sociológica, retomando el enfoque weberiano, trata de velar la
existencia de las clases al replantear las categorías de estamento y casta, especialmente para los
regímenes precapitalistas, como si estas estratificaciones sociales hubieran dado origen a las
clases sociales recién con el advenimiento del sistema capitalista.
En rigor, las castas y los estamentos fueron el resultado de la existencia de desigualdades
y clases sociales. No hay por consiguiente, sociedades de castas sino sociedades de clases,
donde en algunos casos, como la India antigua, la desigualdad social se expresaba en castas con
atributos hereditarios. “Podemos plantearnos -dice Vilar- la posibilidad de que algunas clases
sociales que originariamente no tuvieron nada de hereditarias, llegaron a serlo por la presión de
las clases que tenían necesidad de encerrarse en esa condición(...). Pero si nos fijamos en el
vocabulario original, nos damos cuenta de que la India no ha tenido una división fundamental
muy distinta de la de los restantes indoeuropeos: sacerdotes (brahamanes), guerreros (rajás),
trabajadores”.3
El hecho de que la casta dominante haya procurado evitar la movilidad social llegando a
establecer la prohibición de casarse entre personas de distinto origen social y la regimentación
del trabajador forzado hereditario -que nace y muere en su casta- ha conducido a sostener que
las castas precedieron a las clases, cuando es sabido que precisamente la existencia previa de las
clases permitió posteriormente la estructuración de las castas y su legitimación jurídica, a través
de la justificación ideológica y religiosa de los privilegios hereditarios. Según Bagú, “una clase
puede transformarse en casta en una etapa de su evolución. Un sistema de castas puede estar
entretejido entre un sistema de clases”.4
De todos modos, es importante analizar la especificidad del enfrentamiento social en las
sociedades de clases cristalizadas en castas, porque tuvo características cualitativamente a la
lucha de clases en la sociedad capitalista.
Por otra parte, los webwrianos y estructural-funcionalistas prefieren hablar de estamentos
en lugar de clases sociales cuando se refieren a la sociedad europea en transición del feudalismo
al capitalismo, como si las clases no hubieran existido en el Medioevo, como si los señores
feudales y los siervos no hubiesen sido clases sociales. Estos estamentos, llamados entonces
“órdenes” -nobleza, clero, pueblo o “tercer estado” llano-, eran la expresión jurídico-política de
una sociedad de clases en transición al capitalismo. “Personalmente -afirma Vilar- no creo que
haya diferencias de naturaleza entre ellas sociedades de ‘órdenes’ (e incluso de ‘castas’) y de las
sociedades de clases. Sus diferencias se encuentran únicamente en el nivel de cristalización
jurídica (o consuetudinaria o mística) de las relaciones de función. Claro está que ello
constituye el interés científico e histórico de una clasificación de las sociedades con las
funciones cristalizadas, los privilegios legalizados y los cambios de una función a otra cargados
de dificultades, y sociedades en las que, en principio, el juego económico y social realiza
espontánea y libremente la distribución de bienes, funciones y autoridades. No hay que
confundir la India de castas, la China de los mandarines, la Francia de los ‘tres órdenes’, la
Inglaterra del siglo XIX y la Rusia soviética de los años 30”.5
La falta de una teoría afinada de las clases sociales para los regímenes precapitalistas
dificulta el análisis histórico, tanto de Europa como de Asia, Africa y América latina,
especialmente de su período colonial y republicano decimonónico.
La teoría de las clases ha sido elaborada fundamentalmente para comprender el
mecanismo de funcionamiento del sistema capitalista. Aunque Marx no alcanzó a realizar un
análisis sistémico de las clases sociales, planteó criterios básicos para definirlas. Entre ellos, la
propiedad privada de los medios de producción, la venta de fuerza de trabajo y las actividades
por cuenta propia. Así, se han podido detectar tres clases sociales en el capitalismo: la
burguesía, la clase trabajadora y la pequeña burguesía. Incluimos las capas medias asalariadas
dentro de la clase trabajadora porque, al igual que otros explotados, venden su fuerza de trabajo.
Hay que distinguir, pues, entre la pequeña burguesía -propietaria de algún medio de producción,
comercio o transporte- y las nuevas capas medias que solamente viven de un sueldo o salario.
Si bien es cierto que el proletariado genera mayor riqueza a través del trabajo productivo,
no por ello es el único sector de clase explotado, pues existen otros que haciendo trabajo
“improductivo” también son oprimidos. La distinción entre trabajo productivo e improductivo
es importante para saber cuál es el sector explotado que genera el plusproducto sustancial de
una sociedad,6 pero no es fundamental en el proceso de desarrollo de la conciencia política de
cambio social, como se ha demostrado en las revoluciones socialistas del presente siglo. Los
llamados trabajadores improductivos de Cuba y Nicaragua desempeñaron en la insurrección
popular un papel tanto o más revolucionario que quienes realizaban trabajo productivo.
Por otra parte, en la sofisticada industria contemporánea, luego de la denominada
“revolución científico-técnica”, resulta cada vez más difícil establecer la diferencia entre
trabajadores productivos e improductivos debido al papel que juegan las capas medias
asalariadas (técnicos, operarios de computación, etc.) que, al igual que los obreros, están
plenamente insertos en el proceso productivo.
En las sociedades altamente industrializadas la tendencia a la a la polarización entre dos
clases -burguesía y proletariado- es más ostensible que en los países semicoloniales
dependientes.7 De ahí la necesidad de profundizar creadoramente en la estructura de clases de
América latina, donde junto a la burguesía y al proletariado industrial existe un fuerte
proletariado rural, minero y urbano no fabril, un numeroso campesinado pobre, una vasta
pequeña burguesía rural y urbana, capas medias asalariadas en vertiginoso crecimiento, además
de comunidades indígenas, que también constituyen fuerzas motrices del cambio social.
La definición de las clases no se agota en América latina con los conceptos señalados más
arriba, sino que es necesario considerar la relación etnia-clase, especificidad que cruza nuestra
historia de los últimos cinco siglos. Los combates de los indígenas y negros no pueden ser
explicados solamente por la condición de clase, sino que es fundamental considerar su etnia. Sin
este complemento no sería posible analizar la lucha de clases durante la Colonia, por el papel
desempeñado por los indígenas y negros, mestizos, zambos y mulatos. Tampoco es posible
hacerlo para los siglos XIX y XX si no se considera la relación etnia-clase.
LA RELACION ETNIA-CLASE
LAS MANIFESTACIONES DE LA
CONCIENCIA DE CLASE
Con estas notas no pretendemos establecer una clasificación y menos una sistematización
acabada. Sólo aspiramos a plantear algunas manifestaciones de la conciencia de clase para ser
investigada en concreto en la realidad específica de cada país latinoamericano.
Estos grados o estadios de la conciencia de clase no están separados ni escindido. Se
entrecruzan, se interpenetran y se expresan a veces en la misma coyuntura sociopolítica, de
acuerdo al desarrollo desigual de la conciencia de clase en los diferentes segmentos de la masa
trabajadora. Por ejemplo, en la Cuba de Batista, pocos años antes del triunfo de la Revolución,
mientras un sector paraba para la insurrección popular y la toma del poder.
No hay un desarrollo lineal de la conciencia. No se da primero la conciencia política y
posteriormente la conciencia revolucionaria. El proceso es más complejo, heterogéneo y
contradictorio porque, insistimos, no se trata de la conciencia individual de cada trabajador sino
de la condición social e histórica de una clase o de capas de ella.
Si a esto agregamos el hecho objetivo de que además del proletariado existen otros
sectores de explotados, que tienen diversos niveles de conciencia de clase, como los
semiproletarios del campo, las modernas capas medias asalariadas, las mujeres, que sufren una
doble opresión, el problema se hace más complejo para determinar el entrecruzamiento de las
diversas manifestaciones de la conciencia de clase.
La clase trabajadora acelera su conciencia de clase para, paradójicamente, desaparecer en
definitiva como clase en la sociedad comunista.
Tanto la problemática de la conciencia de clase como la cuestión central de la lucha de
clases –íntimamente interrelacionadas- han sido escasamente abordadas por los científicos
sociales de América latina. Se ha dado más importancia a la teorización sobre el concepto de
clases que al estudio del proceso real de la lucha de clases. Numerosos sociólogos han hecho del
concepto de clases una categoría estática; otros, han llegado a un reduccionismo teórico sobre el
papel de las relaciones de producción, abstraídas del conflicto de clases. No se debe separar al
ser social de la conciencia social. La conciencia social, expresada en la lucha de clases, es una
manifestación del ser social. Cuando se analiza la historia, uno no se encuentra con clases
aisladas ni separadas estructuralmente, sino con el enfrentamiento de clases, o con clases que
conviven, contradictoriamente, formando parte de la unidad societaria. Por eso, lo fundamental
no es la historia de cada clase, aunque a veces puede hacerse la abstracción, sino la historia de la
lucha de clases, que es donde se condensan las contradicciones de la formación social.
En rigor, la interrelación entre estructura y superestructura –incluidas sus mediaciones-
se hace relevante en la lucha de clases. En el conflicto social se expresan todas las
manifestaciones de la formación social: estructura económica, situación coyuntural de la
economía, clases y conciencia de clase, bloques políticos, comportamiento del Estado y de la
fracción hegemónica de la clase dominante, ideologías, cultura, etnia, opresión de sexos,
dependencia, colonialismo, imperialismo.
No existe el riesgo de que la categoría de lucha de clases se convierta en un nuevo
reduccionismo porque no toma aspectos parciales de la realidad, sino una totalidad, constituida
por la formación social. La lucha de clases se da tanto en el piso social como en la cúspide del
Estado.
Nuestra posición crítica a la tradicional “historia-batalla” –que ignoró la lucha de clases-
no significa preferencia por los enfoques solamente económicos o sociológicos, ni menosprecio
por la historia política; por el contrario, prestamos la debida atención a lo político porque es en
ese plano donde se resuelve temporalmente y de modo inestable el conflicto social,
condicionado por la economía y estructura de clases, las que a su vez son modificadas por lo
político, como expresión de la lucha de clases.
Tampoco se han interesado por el estudio de la lucha de clases los ideólogos de la
Historia económica y social, plena de cuadros y estadísticas pero aséptica en el enfoque global
de la realidad. Con un mayor compromiso intelectual en relación a la sociedad, pero con similar
olvido de la lucha de clases, se han conducido los autores de la llamada teoría de la
dependencia, exceptuando a Weffort, Quijano y otros. Menos se han interesado por el estudio de
la lucha de clases modoproduccionistas, sólo interesados en descubrir modos de producción en
cuanta nueva relación de producción detectan. No se dan cuenta de que toda relación de
producción está directamente ligada a la lucha de clases; más aún, es producto de la lucha de
clases.
Por eso, nos parece erróneo el criterio de aquellos autores que como Charles Parain,
sostienen: “no se trata de negar el papel determinante de las luchas de clases en la historia. Pero
hay que tener en cuenta que ese papel no es determinante por sí solo, sino que tiene que estar en
estrecha relación con el desarrollo de las fuerzas productivas. Si no, se insiste más sobre un
modo de explotación del hombre por el hombre que sobre un modo de producción”.26 Este autor
parece no advertir que el proceso de lucha de clases abarca el conjunto de las manifestaciones
de la sociedad, entendiendo por lucha de clases solamente las manifestaciones de protesta de los
explotados.
Por otra parte, sostiene que esa lucha de clases tiene que estar en estrecha relación con el
desarrollo de las fuerzas productivas. Si los obreros y campesinos rusos, chinos, cubanos,
vietnamitas, nicaragüenses, etc.- hubieran esperado la maduración de la contradicción entre las
fuerzas productivas y las relaciones de producción, seguramente la revolución estaría en
barbecho. Precisamente, uno de los fenómenos más relevantes de la lucha en el siglo XX ha sido
que la revolución social no estalló en los países altamente industrializados. Se demostró así que
el nivel de la lucha de clases es lo determinante y no el grado de desarrollo de las fuerzas
productivas.
Esta ruptura con una previsión o diagnóstico que se hizo ortodoxo durante décadas,
congelando los análisis de la realidad –y lo que es pero cometiendo graves errores de estrategia
revolucionaria- ha permitido iniciar una nueva interpretación de los fenómenos de la lucha de
clases en Asia, Africa y América latina.
La caracterización de las clases y de la lucha de clases en las sociedades capitalistas
europeas y norteamericanas no puede significar la universalización de ese concepto de clase y
de lucha de clases, aplicable a todas las formaciones sociales.
Para una teoría de la lucha de clases en América latina, tanto de su historia como de la
coyuntura contemporánea, es fundamental partir de cada una de nuestras sociedades. La
supervivencia de relaciones de producción precapitalistas, aunque subordinadas al modo de
producción capitalista –sobre todo desde la segunda mitad del siglo XIX- permiten explicar los
poderosos movimientos campesinos, indígenas y urbanos populares, junto a los combates de la
clase obrera. La lucha de clases es la que pone de manifiesto las contradicciones en y entre las
diversas relaciones de producción.
No basta, entonces, estudiar la contradicción burguesía-proletariado. Hay que considerar
en una teoría e historia de la lucha latinoamericana a otros sectores de explotados, como los
campesinos, indígenas, artesanado, capas medias asalariadas, habitantes de los barrios urbano-
periféricos pobres y a los oprimidos, como las mujeres. Este fenómeno social nos obliga a
trabajar más finamente el conflicto de clases en América latina y las formas que adopta la lucha
de clases.
NOTAS
1
LUCIEN GOLDMANN: Las ciencias humanas y la filosofía, E d. Nueva Visión, Buenos Aires, 1972, p.86.
2
KINGSLEY DAVIS: y otros: La estructura de clases (antología), E d. Tiempo Nuevo, Caracas, 1970.
3
PIERRE VILAR Iniciación al vocabulario del análisis histórico, E d. Grijalbo, Barcelona, 1982, pp. 117 y118.
4
SERGIO BAGU: Tiempo, realidad social y conocimiento, op. Cit., p. 139.
5
PIERRE VILAR: op. Cit., p. 125.
6
El trabajo productivo (T.P.) en el sistema capitalista es el único que genera plusvalía directa; es trabajo material, productor de
capital. ‘’Todos los trabajadores productivos -escribía Marx- son trabajadores asalariados, mientras que todos los trabajadores a
salarios no son trabajadores productivos.’’ La diferencia entre ambos trabajadores reside en que “el trabajo excedente del obrero
productivo se concretiza en producto excedente, lo que significa en las condiciones capitalistas en plusvalía, mientras que el trabajo
excedente del obrero improductivo sólo disminuye los necesarios costos improductivos, y en consecuencia libera capital para el
empleo productivo’’ ( E. A
LVATER “Sobre el trabajo productivo e improductivo en revista Crítica de la Economía Política, E d Fontamara, Barcelona,
Septiembre 1977, nº 3, pp. 69 y 70). Los trabajadores improductivos tienen especialmente relación con el proceso global de la
reproducción del capital, incluída la esfera de la circulación, suscitando transferencia de plusvalía de un área a otra de la economía.
La distinción entre T.P. e I. Sólo tiene sentido en el modo de producción capitalista para determinar cuál es el sector que entrega
plusvalía -transformada en fuerza productora de capital- a través del trabajo material. No se trata de ver en la definición del T.P. sólo
la producción de bienes materiales, sino de plusvalía; porque el campesino o artesano también producen bienes materiales, pero no
se los considera trabajadores productivos porque no entregan plusvalía al capitalista, aunque sí de manera indirecta al sistema. En
síntesis, esta distinción sólo tiene vigencia para el régimen burgués, sobre todo para saber cabalmente el mecanismo de la
reproducción ampliada del capital y de su proceso de acumulación.
7
NICOS POULANTAZAS: Las clases sociales en el capitalismo actual, E d. Siglo XXI, México, 1977, e Instituto de
Investigaciones Sociales de la UNAM: Las clases Sociales en América latina, E d. Siglo XXI, México, 1983.
8
ESTEBAN MOSONYI: Identidad nacional y culturas populares. E d. La Enseñanza Viva, Caracas, 1982, p. 56.Para mosonyi no
tiene sentido decir que los africanos importados como esclavos pertenecían a culturas más adelantadas que los indoamericanos,
porque tenían líneas distintas de evolución.
9
ALDO SOLARI, R. FRANCO y J. JUTKOWITZ: Teoría social y desarrollo en América latina, E d. Siglo XXI, México, 1976, p.
401.
10
RODOLFO STAVENHAGEN: La dinámica de las relaciones interétnicas: clases, colonialismo y aculturación en América latina,
E d. Universitaria, Santiago, 1970, p. 187.
11
GUILLERMO BONFIL : “Historias que no son historia’’, en C. PEREIRA Y otros: Historia ¿para qué?, op. Cit., p.238.
12
HECTRO DIAZ-POLANCO: Etnia, clase y cuestión nacional, Cuadernos Políticos, México, nº 30, 1981.
13
LUIS FELIPE BATE: Cultura, clases y cuestión étnico-nacional. Juan Pablos Editor, México, 1984, p. 63.
14
RODOLFO STAVENHAGEN: op. Cit., p.45.
15
C. LUKÁCS: Historia y conciencia de clase, op. Cit., p. 66.
16
LEON TROTSKY: Historia de la Revolución Rusa, E d. Cenit, Barcelona, 1931, t. I, p. 14.
17
ERNEST MANDEL: La teoría leninista de la organización, E d. ERA, México, 1976, p. 15.
18
C. MARX: Miseria de la filosofía, E d. Nacional, México, 1966, p. 66.
19
MARX Y ENGELS: Manifiesto comunista, E d. Progreso, Moscú, 1976,p. 53.
20
íbid.
21
K. KAUTSKY: “El nuevo programa del Partido Socialdemócrata Austríaco’’, Revista Newe Zeit, 1901- 1902
22
L. TROTSKY: The estruggle against Fascism in germany, Pathfinder Press, Nueva York, 1971, p. 163.
23
LUCIEN GOLDMANN: Las ciencias humanas y la filosofía, op. Cit., p. 100.
24
A. GILLY: “La formación de la conciencia obrera en México’’, Rev. Coyoacán nº 7-8, p. 172, enero-junio 1980.
25
G. LUKACS: Historia y conciencia de clases, Ed. Grijalbo, México, 1978, p. 80.
26
CHARLES PARAIN: “Síntesis de la jornada de estudios”, en FRANÇOIS HINCKER y otros: El feudalismo, Ed, Ayuso, Madrid,
1974, p. 347
Capítulo VII
A diferencia de otros autores, que solamente consideran la formación del Estado nacional,
intentaremos abordar otras expresiones estatales registradas en nuestra América, especialmente
bajo las formaciones sociales inca y azteca y la administración colonial. Centrar solamente el
estudio del Estado en la fase de formación y desarrollo del Estado-nación bloquearía la
comprensión de anteriores regímenes de dominación de clase, dejando la impresión de que
recién hubo formas estatales de control de la sociedad con el advenimiento de los Estados
nacionales.
Partimos del hecho histórico de que no siempre hubo Estado, aunque sí sociedad,
distinción clave para la elaboración de una teoría de Estado. Así como no siempre existió
Estado, también podrá extinguirse el actual, continuando la sociedad ya sin clases, “la sociedad
civil –decía Marx en la ideología alemana- trasciende los límites del Estado y la nación”. La
distinción entre sociedad civil y Estado no debe conducir al manido dualismo, según el cual la
sociedad civil sería el espacio de confrontación e inclusive de “consenso” de las clases y el
Estado sólo el encargado de asegurar ese consenso y la dominación de clase mediante sus
“aparatos ideológicos”.
Es sabido que el Estado surgió con la sociedad de clases y la instauración de la propiedad
privada, aunque hubo embriones de Estado, como los de modo de producción “asiático”, donde
la propiedad privada no era preponderante. El Estado es anterior al surgimiento del capital,
como lo demuestra el Egipto de los faraones, el imperio persa y la sociedad grecorromana.
Mandel sostiene que “es incorrecto querer deducir directamente el carácter y la formación del
Estado a partir de la naturaleza de la producción y circulación de mercancías”.1
El Estado burgués surgió a fines del siglo XVIII como resultado de la evolución del
Estado nacional absolutista, nacido en la Baja Edad Media, especialmente en Francia e
Inglaterra. Así se desarrolló el Estado como “capitalista colectivo ideal” o también como
“personificación ideal del capitalismo nacional global”, al decir de Engels. La unidad de la
burguesía en el Estado es una unidad contradictoria que ingresa y organiza la competencia entre
los capitalistas. El Estado no sólo cohesiona a las fracciones de la clase dominante sino también
integra las clases explotadas a través de la ideología burguesa, como han señalado Luckács y
Gramsci.
No todas las funciones del Estado son meramente superestructurales, ya que el Estado se
encarga de estimular las condiciones generales de producción que no puede asumir uno de los
capitalistas privados, como los medios de transporte y comunicaciones, el sistema monetario, la
regulación del mercado nacional, el orden jurídico y la reproducción de la fuerza de trabajo a
través de los planes de salubridad, vivienda y educación.
El Estado burgués garantiza la reproducción de las relaciones socioeconómicas y políticas
de una formación social. No deben escindirse sus funciones entre lo económico, social y
político porque el Estado es una de las formas principales de expresión de esa totalidad que es la
formación social. Por eso, para analizarlo cabalmente no basta una teoría económica o política,
sino una teoría global del funcionamiento de la formación social histórico-concreta.
Según Marx, el Estado es la “síntesis organizada de las relaciones de producción”. Es la
unidad básica institucional de la dominación de una clase; expresa la síntesis de la dominación o
el “punto de condensación” de la relación de fuerza entre las clases.
Es efectivo que el Estado es controlado por la clase dominante pero este control no es
mecánico, sino que existen ciertas mediciones; y el Estado es precisamente la institución que
canaliza estas mediaciones. Comenten un error aquellos tratadistas “marxistas” del Estado que
consideran que éste es un reflejo o consecuencia directa de la infraestructura económica. La
relación estructura-superestructura, de la cual se ha hecho mucho abuso “teórico”, constituye un
binomio dialéctico interrelacionado de esa totalidad que es la formación social. Sólo así puede
entenderse el papel del Estado no con un criterio “economicista” sino como agente especial de
la producción y reproducción social.
El Estado burgués tiene como función estimular y retroalimentar la ley del valor,
refinando las relaciones sociales. Así como existe el fetichismo de la mercancía, podría hablarse
del fetichismo del Estado, que expresa la alineación de los individuos en el capitalismo al
producirse una pertenencia impersonal al Estado-nación.
Estamos en desacuerdo con los que pontifican acerca de una creciente autonomía del
Estado. Existe una relativa semiautonomía del Estado –necesaria y funcional al sistema- sobre
todo en la esfera política y en instituciones como el parlamento. Pero no es una autonomía
respecto de la clase dominante, ni el Estado juega un papel de árbitro entre las clases, sino que
esa relativa semiautonomía es para realizar las tareas generales de reproducción social que no
pueden cumplir los capitalistas por separado, como la educación, la salud, el transporte, etcétera.
La relativa semiautonomía garantiza mejor las formas de dominación.
Hay que estudiar el Estado en proceso, como institución en permanente cambio. Es cierto
que “los gobiernos pasan y el Estado queda”, pero este quedar no es estático. Las estructuras del
Estado no son siempre las mismas; cambian de acuerdo a las alteraciones de la formación social
y a los intereses de la clase dominante. También cambian las fracciones que asumen el control
del Estado. Los cambios no son solamente derivados de las transformaciones económicas sino,
en lo fundamental, el producto de la lucha de clases. Por consiguiente, la teoría del Estado es
parte de la teoría de la lucha de clases.
EL ESTADO COLONIAL
Para comprender las características que adoptó el Estado nacional en América latina es
necesario remontarse a la administración colonial, porque los movimientos independentistas
heredaron parte de ese aparato administrativo. Estas instituciones surgieron directamente de la
conquista, como una prolongación del Estado monárquico absolutista. El papel de ese Estado –
no nacional sino colonial- era garantizar el funcionamiento de la economía de exportación,
imponer la ideología colonizante y el sistema de dominación imperial.
Este estado –mal llamado “indiano”- se fue configurando a través de un proceso
caracterizado por una creciente centralización impuesta por la monarquía española, que trató de
evitar en las colonias el surgimiento de un poder local o regional que pudiera cuestionar su
autoridad. Durante el primer siglo de la conquista, los reyes se vieron obligados a otorgar
ciertas atribuciones políticas a los colonizadores, pero estas concesiones fueron rápidamente
limitadas por medio de “un conjunto complicados de preceptos e instituciones: equilibrio de
poderes entre virreyes y las audiencias, instrucciones minusiosas a virreyes, presidentes,
capitanes generales y gobernadores; obligación de informar; necesidad de la real confirmación
para las resoluciones de alguna importancia adoptadas por estas autoridades, visitas y juicios de
residencia.”9
El estado colonial ejerció un abierto intervensionismo económico, al estilo de los Estados
absolutistas europeos. Es corriente el uso del término mercantilista para expresar una política
económica esencialmente cambiaría. En realidad, el mercantilismo ha atravesado por diversas
etapas. En los comienzos del siglo XVI otorgaba atención preferente a los fenómenos de la
circulación monetaria. En tal caso, el Estado debía intervenir para asegurar una mayor entrada
de oro y plata y una mínima salida de los mismos. Este mercantilismo temprano fue
transformándose a medida que se ensanchaba el mercado mundial. En el siglo XVIII ya no se
trataba solamente de acaparar metales preciosos sino de exportar productos manufacturados. Por
eso, el Estado colonial tuvo una relevante injerencia en las actividades económicas, apelando a
factores extraeconómicos para obtener una mayor cuota de exportación minera y agropecuaria.
La superestructura estatal aparecía como “sobredesarrollada” en relación a la estructura
socioeconómica.
Las instituciones coloniales representaban los intereses generales de la monarquía, de la
Iglesia, de los monopolios españoles, de los terratenientes y de la burguesía comercial y minera.
Sin embargo, hubo contradicciones entre los intereses de los representantes directos de la
monarquía y los de los sectores criollos, parapetados en el Cabildo.
El Estado imponía por arriba, administrativamente, una unidad que no existía realmente
en el conjunto de la sociedad civil. Las prioridades de la economía de exportación impidieron la
vertebración de un mercado que soldara las diferencias regionales. En algunas colonias, como
México y Brasil, hubo centros mineros que lograron vertebrar a su alrededor actividades
agropecuarias que facilitaron cierta integración económica. Pero esa unidad relativa fue
desapareciendo a medida que finalizaba el auge de la producción minera. Por lo demás, estos
procesos fueron una excepción en la economía colonial. Ninguna colonia logró una efectiva
unidad entre sus provincias, cuyas contradicciones se ahondaban por un regionalismo
exacerbado por los recelos de los Cabildos. Esta incapacidad del Estado indiano para integrar y
unificar territorialmente a cada colonia repercutirá en las guerras civiles que se desatarán
inmediatamente después de lograda la independencia.
Para establecer un control absoluto de las instituciones coloniales, la monarquía española
nombraba directamente no sólo a los virreyes, capitanes generales y gobernadores, sino
también a corregidores, oidores, alguaciles, tesoreros y veedores, quienes mandaban informes
individuales por separado al rey. Se estructuraron cuatro virreinatos: Nueva España, Nueva
Granada, Perú y, finalmente, el del Río de la Plata. Además, había varias capitanías generales:
Guatemala, Chile y más tarde Venezuela. También se crearon gobernaciones, intendencias y
audiencias para ejercer un control más centralizado.
Las reformas promovidas por los reyes Borbones reforzaron la centralización del Estado
no sólo metropolitano sino también colonial. Ante todo, modernizaron el ejército de las
colonias, nutriéndolo de soldados de carrera y de un mayor presupuesto. Se creó una nueva
institución: la Intendencia, encargada desde mediados del siglo XVIII de estimular la
producción, el comercio y la administración de aduanas. Su doble carácter, político y
económico-administrativo. Le permitía intervenir en los problemas de hacienda pública, la
agricultura, la minería, la adjudicación de tierras, persecución al contrabando, control de los
asientos del tabaco, etcétera. La Intendencia tenía, asimismo, atribuciones en relación al
ejército, ya que su misión era pagar los sueldos de los oficiales y preocuparse de los almacenes
militares, hospitales, transportes y fortificaciones. Sus poderes eran tan amplios que el capitán
general no podía ordenar el pago de ningún empleado sin consulta a la Intendencia.
Otras de las medidas de los reyes Borbones fue redoblar los impuestos estableciendo en el
siglo XVIII un mayor control fiscal, que le permitió a la corona triplicar las rentas entre 1750 y
1800. Se dieron prerrogativas a los comerciantes peninsulares para que fundaran compañías,
como la Guipuzcoana, que aceleraron las contradicciones con las capas criollas acomodadas.
Otra institución importante creada en el último siglo de la Colonia fue el Real Consulado
de Comercio, que tenía como función analizar el estado económico de cada colonia y sugerir
medidas para superar los problemas. En estos consulados hicieron sus primeros aprendizajes de
economía política criollos de avanzada como Manuel Belgrano y Manuel de Salas.
La Real Audiencia fue –después de los virreyes, capitanes generales y gobernadores- la
institución más representativa de la corona española. Era un tribunal de justicia, pero extendía
su acción a casi todas las esferas de la sociedad colonial, incluyendo legislación y gobierno.
Guardaba el sello del rey; ejercía derecho de inspección y control sobre las autoridades políticas
e inclusive eclesiásticas. Vigilaba a los corregidores y velaba por el cumplimiento de las Leyes
de Indias. Deliberaba con los virreyes, capitanes generales y gobernadores sobre cuestiones
políticas y administrativas, adoptando en conjunto resoluciones denominadas “auto-acordados”.
Las audiencias se entendían directamente con el rey. Los presidentes de las Reales Audiencias
de Quito y Guatemala asumían todas las funciones de gobierno y su subordinación a los virreyes
era meramente formal. La Real Audiencia llegó a tener roces con los cabildos y encomenderos a
raíz de la aplicación de las tasas de indios y del funcionamiento de las encomiendas.
El cabildo era la única institución en la cual podían expresarse los sectores criollos. La
imagen de que el Cabildo fue un organismo popular y democrático es otro de los tantos mitos de
la historiografía liberal. La gestación del Cabildo, su composición social y su política
demuestran que era una institución oligárquica. Para ser regidor había que tener inmuebles y
suficiente dinero como para rematar el cargo en subasta pública. Sólo podían asistir los vecinos
más acomodados y seleccionados previamente por las autoridades del Estado colonial.
Durante el primer siglo de la conquista, el cabildo llegó a conceder mercedes de tierras,
encomiendas y a tener la facultad de designar gobernador interino en caso de acefalía. La
monarquía española, consciente de que el poder político del Cabildo podía facilitar la
consolidación de oligarquías autónomas que menoscabaran el poder central, suprimió a fines del
siglo XVI las facultades que tenían los regidores para distribuir tierras y encomiendas.
Según algunos tratadistas, la importancia del Cabildo disminuyó en el siglo XVII. Es
efectivo que gran parte de sus funciones políticas quedaron limitadas a raíz de la creación de las
reales audiencias en la mayoría de las colonias hispanoamericanas. Sin embargo, la decadencia
del Cabildo no fue tan manifiesta en el área económica. Coincidimos con Sergio Bagú en que
“el Cabildo no dejó jamás de ser un factor de primera importancia en la determinación del
destino económico de la zona sobre la cual gobernaba. Las oligarquías se perpetuaron en sus
asientos y los utilizaron sistemáticamente para ampliar sus privilegios y restringir el acceso de
otros grupos sociales a la condición de poseedores. Ots Capdequi narra cómo los cabildos, a
pesar de lo que establecían las leyes y de las enérgicas y reiteradas instrucciones en contrario de
la corona, distribuyeron las tierras, incluyendo del ejido, los bienes de propios y las realengas o
baldías. Con lo cual se transformaron en eficaces agentes de multiplicación del latifundio.”10
El Cabildo era el organismo encargado de regular el comercio, los precios, los salarios y
el abastecimiento de la ciudad. Controlaba pesos, medidas y marcas; fijaba los aranceles de los
artesanos y se ocupaba de las obras públicas. Otorgaba monopolios de fabricación de algunos
artículos y concedía tierras suburbanas comprendidas en su jurisdicción.
Otra de las funciones del Cabildo consistía en atender las solicitudes de los interesados
para explotar minas. Las reiteradas concesiones de minas a favor de los propios regidores o en
beneficio de sus familiares obligaron al gobernador de Chile Ortiz de Rozas a nombrar a
mediados del siglo XVIII alcaldes de minas directamente dependientes de la autoridad central
“con el fin de corregir los abusos cometidos por los alcaldes ordinarios en el ejercicio de su
autoridad. Se explicaba, por otra parte, que en un asunto de tanto valor como era el laboreo de
minas, las tentaciones fueran muy poderosas”.11
Los integrantes del Cabildo actuaban con un criterio de clase cuando establecían
restricciones a determinados sectores de la población. Por ejemplo, las multas que imponía el
Cabildo a los comerciantes ambulantes tendían a favorecer a los comerciantes ricos, aunque
aparentan una encomiable preocupación de los regidores por el mantenimiento de los precios.
Las relevantes funciones económicas del Cabildo indujeron a Julio Alemparte a sostener
insólitamente que este organismo “planificaba y consagraba el carácter socialista del régimen
económico de la ciudad colonial”.12 Esta errónea generalización parte del criterio de considerar
al Cabildo como una institución por encima de los intereses de clase, soslayando el carácter
clasista del Estado colonial. El Cabildo no “planificaba” la economía -la cual es obvio que no
era de ningún modo “socialista”- sino que reglamentaba en parte el funcionamiento de las
actividades económicas en las ciudades. Esta reglamentación, dictada por un organismo de
clase, como era el Cabildo, estaba al servicio de la clase dominante, históricamente ajena al
servicio de la clase dominante, históricamente ajena a toda planificación económica y sólo
interesada en obtener las máximas garantías para la exportación de sus productos.
En Brasil colonial, las cámaras municipales tuvieron más autoridad que los cabildos
hispanoamericanos, representando los intereses de los empresarios del azúcar y de los
estancieros paulistas, especialmente en los siglos XVI y XVII. Sus poderes recién fueron
limitados cuando en el siglo XVIII la corona portuguesa hizo una efectiva reestructuración
administrativa, que dio lugar a un Estado colonial centralizado, aunque tardío en relación a
Hispanoamérica.
Los Estados nacionales no se gestan en la segunda mitad del siglo XIX –como han
sostenido varios autores- sino que se consolidan. Arnaud sostiene que el Estado recién se
forma en esta fase a raíz de la integración económica en el mercado mundial t la introducción de
relaciones capitalistas de producción,21 procesos que a nuestro juicio venían desde muchas
décadas anteriores. Más aún, llega a decir que el Estado fue el que hizo surgir el capital,
afirmación que no resiste el menor análisis.
Otros autores –que ven nuestra historia a través del cristal europeo- han manifestado que
ni siquiera en la segunda mitad el siglo XIX se produjo la formación del Estado nacional.
Escritores dominicanos sostienen que el Estado surgió recién con la ocupación norteamericana
de 1915, cuando en rigor se había gestado, aunque muy débilmente, a mediados del siglo XIX.
El ecuatoriano Andrés Guerrero afirma que “la guerra civil de 1895 sella el proceso de
unificación y de constitución del Estado nacional”.22 Rafael Quintero comete el mismo error,
con el agravante de sostener que antes de 1895 había un “Estado feudalizante”.23
Aunque en Venezuela existen todavía investigadores que sostienen que el Estado nacional
recién se inauguró con el dictador Juan Vicente Gómez (1908-1935), gracias a la liquidación de
los caudillos del interior y a la formación del ejército profesional, creemos haber demostrado
que el Estado nacional se formó en la década de 1830 y se consolidó bajo la presidencia de
Guzmán Blanco.24 Numerosos autores confunden formación del Estado nacional con gobiernos
autoritarios y centralizados, atribuyendo a dictadores como Porfidio Diáz y otros llamados
“gendarmes necesarios” una vía bismarckiana para la formación de nuestros Estados nacionales.
La mayoría de estos autores confunden formación con consolidación del Estado nacional.
Una de las principales instituciones del Estado, el parlamento, comenzó a jugar en este
período un papel importante, porque las diversas fracciones de la clase dominante pudieron a
través de él defender mejor sus intereses y parcelas económicas. Como decía Marx, “la
república parlamentaria era algo más que el territorio neutral sobre el cual las dos fracciones de
la burguesía francesa, legitimistas y orleanistas la gran propiedad territorial y la industria,
podían convivir lado a lado con igualdad de derechos. era la condición inevitable de su
denominación común, la forma única de Estado en el cual sus intereses generales de clase
sometían a ellos las demandas de sus fracciones particulares y todas las clases restantes de la
sociedad”.25 Aunque la estructura de clases en América latina era distinta, el parlamento
comenzó a jugar desde el siglo pasado un papel de amortiguador de las contradicciones
interburguesas, redistribuyendo el presupuesto nacional en beneficio de las diversas fracciones
de la clase dominante representadas en el congreso.
El Estado nunca alcanzó a ser verdaderamente nacional, ya que las clases dominantes
enajenaron nuestra soberanía, subordinándola al capital extranjero y entregando nuestras
riquezas fundamentales. El Estado fue nacional en el sentido de que englobaba el territorio de
una nación y una lengua común, con excepción de algunos países donde hablaban paralelamente
lenguas indígenas, pero no lo era al ser incapaz de defender la autonomía económica, la
industrialización y creación del mercado interno. Así como no hubo una auténtica burguesía
nacional tampoco hubo un Estado verdaderamente nacional.
El Estado era débil, no existente. Kaplan sostiene que “el Estado integra parcialmente las
diferentes fuerzas y órdenes, se presenta como un equilibrio inestable. Carece de medios y de
condiciones favorables para la creación de la unidad efectiva (...) no puede imponer sus
instituciones, normas y decisiones sobre todo el territorio y sobre los sectores de la sociedad. Su
autoridad se va borrando a medida que pretende ejercerse sobre regiones alejadas del centro, y
coexiste con focos de poder sectorial que controla de modo meramente relativo (...) la
integración nacional no se completa. La centralización político-administrativa permanece
inacabada y vulnerable”.26
La consolidación de los Estados nacionales fue estimulada por las metrópolis europeas
que necesitaban Estados estables y capaces de garantizar la creciente demanda de materias
primas para una Europa en pleno desarrollo industrial. Esta consolidación se dio sobre la base
de las necesidades de materias primas para una Europa en pleno desarrollo industrial. Esta
consolidación se dio sobre la base de las necesidades de materias primas del capitalismo
europeo, y no del desarrollo industrial como había ocurrido en las metrópolis. El fortalecimiento
del Estado nacional no puede comprenderse si no se parte del análisis de que nuestro continente
se insertó plenamente en el sistema capitalista mundial a mediados del siglo XIX, como
resultado de un proceso que venía madurando desde la época colonial.
El Estado en América latina tuvo, desde la segunda mitad del siglo XIX, una cierto papel
“intervencionista”. Aunque practicaba el “dejar hacer, dejar pasar”, según la teoría librecambista
de la época, no por eso dejó de jugar un papel relativamente activo en el proceso de
acumulación capitalista, legando a invertir para “administrar la crisis” o, mejor dicho, para
enfrentar las repercusiones de las crisis cíclicas del capitalismo europeo en resguardo de los
intereses de la burguesía exportadora.
La mayoría de los investigadores ha menospreciado la relación del Estado con la
economía de nuestra América del siglo pasado. Parten de la premisa de que en la Europa
decimonónica el Estado no intervenía en la esfera económica, tesis cuestionada en recientes
estudios de autores alemanes, franceses e ingleses. Marx había puesto de manifiesto el papel del
Estado como promotor de la infraestructura vial y de telecomunicaciones, de leyes sobre el
régimen salarial, de decretos para establecer las reglas del juego de la competencia capitalista y
de fijación del sistema monetario. Ese Estado también promovía una política de prestaciones
sociales, como el Welfare State (estado de bienestar) inglés y en 1848 el National Health
Service (Servicio Nacional de Salud).
Uno de los pocos investigadores que se han ocupado del papel del Estado en la economía
durante el siglo pasado es Pascal Arnaud. Aunque estamos en desacuerdo con él en su
apreciación de que no existió Estado en las primeras décadas de la vida independiente, de que
el capitalismo latinoamericano advino recién en la segunda mitad del siglo XIX y de que el
cambio de las estructuras precapitalistas fue realizado “según la regulación capitalista a través
del Estado nacional primero y luego a partir de inversiones directas”.27
Durante la segunda mitad del siglo XIX, los Estados nacionales de América latina
estimularon el desarrollo de los puertos, servicios de correos, aduanas, ferrocarriles y
telecomunicaciones, garantizando la inversión de capitales extranjeros. Organizaron también el
sistema métrico decimal y el régimen monetario, dictando decretos particulares; reglamentando
su funcionamiento, obviamente en beneficio de los capitalistas criollos y extranjeros. En Chile,
por ejemplo, se dictó la ley de bancos en 1860, que dejaba en manos de particulares la libre
emisión de la moneda, pero el Estado fijó una limitación; las emisiones no podían sobrepasar
el150 por ciento del capital efectivo o pagado. El Estado prestaba a los bancos parte de los
fondos fiscales a un 2 por ciento de interés anual. En la Argentina, el Estado se hizo garante de
las cédulas emitidas por el Banco Hipotecario Nacional, fundado en 1886.
Los Estados reglamentaron y estimularon el trabajo asalariado en ciertas áreas que
interesaban a los empresarios mineros y agropecuarios. Decretaron la abolición de la esclavitud,
aunque favorecieron la entrada de inmigrantes chinos (culíes) para el trabajo servil en las
plantaciones del Caribe y en las salitreras, campos y minas de la costa del pacífico.
El Estado fijaba los derechos de exportación de las materias primas, controlaba las
entradas del fisco y redistribuía la renta aduanera en beneficio de las fracciones de la clase
dominante. Los gobiernos contrataban empréstitos extranjeros para solventar los gastos
militares o redistribuirlos a favor de la burguesía criolla. Sólo el Estado podía garantizar el pago
de esos empréstitos, poniendo como aval las entradas aduaneras, que en la mayor parte de los
países superaba el 50 por ciento de los ingresos fiscales. Cuando el Estado dejaba de pagar las
amortizaciones e intereses de la deuda externa se producían agresiones militares extranjeras,
especialmente de Francia e Inglaterra, como ocurrió en el México de Benito Juárez y en la
Venezuela de Cipriano Castro en 1902.
La mayoría de los autores ha caracterizado nuestro Estado decimonónico como un
Estado oligárquico, liberal o conservador, como si el Estado se pudiera caracterizar
unívocamente por la ideología del gobierno que lo administra. A nuestro modo de entender, hay
que señalar antes que nada el carácter de clase del Estado; precisar el carácter burgués del
Estado y a continuación complementarlo con otras categorías como dependiente, autoritario,
totalitario y oligárquico, categorías políticas que están determinadas por el tipo de gobierno que
administra el Estado.
Uno de los fundamentos para formular una teoría propia, latinoamericana de la
formación y desarrollo del Estado es definirlo tanto por su raíz de clase como por su relación de
dependencia respecto del capitalismo mundial. En tal sentido, opinamos que fue un Estado
burgués, que se hizo cada vez más dependiente hasta adquirir un carácter semicolonial a fines
del siglo XIX. En Estado burgués, sin burguesía industrial, administrado por la burguesía
minera y comercial en alianza con la llamada oligarquía terrateniente. Definirlo solamente como
Estado oligárquico conduciría a negar la esencia del Estado, como representante de todas las
fracciones de la clase dominante, al admitir que sólo un sector de ella –la oligarquía
terrateniente- era el beneficiario único del Estado, en detrimento de los intereses generales de
todas las fracciones de la clase dominante, amortiguando sus contradicciones e intereses
coyunturales a veces contrapuestos.
Por eso, resulta cuestionable la afirmación de Octavio Ianni al referirse al Estado
oligárquico postindependentista como una “nueva estructura de poder que corresponde a una
combinación de oligarquías o a una hegemonía de una oligarquía sobre las otras (...) las
sociedades latinoamericanas no se organizan plenamente en términos de relaciones de clase. A
pesar de ser sociedades organizadas para producir mercancías para el mercado capitalista
externo (...) las relaciones de producción interna no se configuran como relaciones de clases
sociales claramente delineadas como tales”.28 Para poder justificar su caracterización de Estado
oligárquico, Ianni no tenía necesidad de llegar a tanto. Las luchas de clases durante el siglo XIX
–y no la mera definición abstracta de lo que es una clase, basada en el modelo europeo-
constituyen un rotundo mentís a toda elucubración estructuralista acerca de que en América
latina las clases sociales no estaban delineadas y la sociedad no se organizaba en términos de
relaciones de clases.
Más fundamentadas parecen las afirmaciones de Kaplan sobre la existencia del Estado
oligárquico, aunque no compartimos su posición, porque sería admitir que el Estado expresa
directamente los intereses corporativos de un sector de la clase dominante. En todo caso, se
podría hablar de gobierno oligárquico, administrador del Estado burgués; es decir, que una
fracción de la clase dominante –la oligarquía- ejerce el papel hegemónico en el bloque de poder.
Cuando un sector de la clase dominante pretendió poner el Estado exclusivamente a su servicio
se desencadenaron conflictos armados interburgueses. Precisamente, las guerras civiles
demostraron que otros sectores de la clase dominante no estaban dispuestos a aceptar que el
Estado fuera administrado en beneficio de una sola fracción. La consolidación del Estado
nacional en la segunda mitad del siglo XXI fue, justamente, el resultado de una transición
política entre las fracciones de la clase dominante.
Este Estado se hizo cargo de la conquista y colonización de territorios que aún
conservaban los indígenas. Los ejércitos –reorganizados y ya profesionalizados en algunos
países- fueron los encargados de aplastar la secular rebelión aborigen, quedando bajo el control
del Estado las nuevas tierras surgidas de la ampliación de las fronteras interiores. Más todavía,
en los casos de la Argentina y Chile, ambos Estados se pusieron de acuerdo para hacer una
campaña coordinada de exterminio de pampas y mapuches en la década de 1880. En América
latina, a diferencia de los Estados Unidos de Norteamérica, la “conquista del oeste” no fue obra
de los colonos privados sino directamente de los ejércitos de los Estados nacionales, que en esta
expansión de la “frontera” terminaron entregando a los capitalistas agrarios la tierra arrebatada a
los indios. Este comportamiento del Estado muestra no sólo hasta dónde puede llegar el régimen
arrebatante de dominación, sino el hecho objetivo de que las etnias no son reductibles al Estado
nacional. Se aplastó a los indígenas, pero no se resolvió la cuestión nacional, el derecho a la
autodeterminación de las nacionalidades aborígenes.
Los Estados promovieron leyes de inmigración, reglamentando y fijando las zonas donde
debían instalarse los inmigrantes, a través de contratos que se firmaban con las compañías
colonizadoras.
Es poco conocido el hecho de que algunos Estados nacionales, como el Perú y Chile,
llegaron a nacionalizar y estatizar materias primas en manos del capital monopólico extranjero
que comenzaba a apoderarse de nuestras riquezas naturales.
En Perú, los gobiernos de Prado y Pardo, que habían tenido una experiencia nefasta con
las empresas particulares que explotaban el guano, procuraron realizar una política económica
distinta con el salitre. El presidente Manuel Pardo dictó el 18 de enero de 1873 un decreto
estableciendo el estanco del salitre, que obligaba a los productores a vender su producción al
Estado. Los salitreros sabotearon esta medida, negándose a dar informaciones sobre el monto
real de la producción e inclusive a vender salitre al Estado. El 28 de mayo de 1875 Pardo
promulgó una medida tendiente a la estabilización del salitre. Esta ley prohibía la adjudicación
de terrenos a particulares y establecía en su artículo 3º : “ Se autoriza al Poder Ejecutivo para
adquirir los terrenos y establecimientos salitrales de la provincia de Tarapacá, adoptando con
este objeto las medidas legales que juzgue necesarias. Se le autoriza, igualmente, para celebrar
los contratos convenientes para la elaboración y venta del salitre”. Daba atribuciones al Estado
para contratar un empréstito de siete millones para construir líneas férreas. Los propietarios
quedaban obligados a vender sus salitreras al Estado, con todas las instalaciones e instrumentos
de explotación. La ley de Pardo no constituían una nacionalización total porque
momentáneamente las salitreras quedaban a cargo de sus antiguos dueños en calidad de
“contratistas”. Esta medida hizo decir al economista chileno Valdés Vergara que “el Estado era
dueño de las salitreras sin ser industrial”.29
La medida de Pardo, audaz y progresista para su tiempo, afectó poderosos intereses
económicos nacionales e internacionales, alcanzando a expropias el 70 por ciento de las
salitreras que estaban en manos de ingleses, alemanes, italianos, chilenos y peruanos. El 22 de
marzo de 1878, el gobierno del general Prado, que había sucedido a Pardo, resolvió comprar
todas las salitreras, dando un plazo de cuarenta días a los particulares que se resistían a vender
sus empresas al Estado. A nuestro juicio, las leyes de Pardo y Prado sobre el salitre fueron
importantes medidas nacionalistas burguesas, no debidamente evaluadas aún por la
historiografía.
Otro caso excepcional de intervencionismo del Estado en la economía fue el de Chile
bajo el gobierno de José Manuel Balmaceda. A mediados de 1889 formuló las bases de una
política nacionalista, fundamentada en la necesidad de frenar el acelerado proceso de
penetración del imperialismo inglés en el salitre. Con el fin de quebrar el monopolio que
ejercían los capitales británicos en el salitre, propuso la formación de compañías salitreras
nacionales, cuyas acciones fueran transferibles a empresas extranjeras. Si bien es cierto que esta
medida no significaba el monopolio estatal del salitre, por cuanto éste iba a pasar a manos de
capitalistas nacionales, Balmaceda declaró el 8 de marzo de 1889 que “el Estado habrá de
conservar siempre la propiedad salitrera suficiente para resguardar con su influencia la
producción y su venta, y frustrar en toda eventualidad la dictadura industrial de Tarapacá”.
Meses después, el 1º de julio de 1889, señalaba en el mensaje al Congreso Nacional: “ Es
verdad que no debemos cerrar la puerta a la libre competencia y la producción de salitre en
Tarapacá, pero tampoco debemos consentir que aquella vasta y rica región sea convertida en
una simple factoría extranjera”. En síntesis, la política de Balmaceda no asumió en ningún caso
el carácter de una nacionalización. Su objetivo básico era que esta riqueza nacional quedara en
manos de capitalistas chilenos. Lo progresivo de esa política en aquella época fue frenar la
penetración del capital financiero extranjero con el objeto de permitir el desarrollo de un
capitalismo nacional en el área fundamental de la economía chilena, puesto que el salitre
proporcionaba en 1890 más del 50 por ciento de las entradas totales del fisco.
También la política de Balmaceda sobre los ferrocarriles formaba parte de su proyecto
nacionalista. Uno de los objetivos básicos de Balmaceda era quebrar el monopolio de los
ferrocarriles salitreros que ejercía Mr. North, “el rey del salitre”. El 9 de marzo de 1889, en un
discurso pronunciado en Iquique, Balmaceda dijo: “Espero que en época próxima todos los
ferrocarriles de Tarapacá serán propiedad nacional; aspiro a que todo Chile sea dueño de todos
los ferrocarriles que crucen su territorio.”30
Aunque Balmaceda no alcanzó a expropiar los ferrocarriles de las empresas salitreras
foráneas, en octubre de 1888 envió un proyecto de ley para nacionalizar varios ferrocarriles del
Norte Chico, pertenecientes en su mayoría a inversionistas ingleses. Finalmente, queremos
destacar que Balmaceda propuso la creación de un banco del Estado, proyecto que no alcanzó a
concretarse porque sectores capitalistas chilenos, coludidos con el imperialismo inglés,
desencadenaron la guerra civil que provocó la caída de su gobierno en 1891.
En contraste con aquellos autores que sostienen la existencia de un Estado feudal o
semifeudal en el siglo XIX, nosotros opinamos que los Estados nacionales en América latina
eran burgueses, aunque de características distintas a los europeos. Para precisar mejor esta
caracterización, sostenemos que eran Estados burgueses administrados por gobiernos
oligárquicos y autoritarios que expresaban, a través del totalitarismo, no la fuerza sino la
debilidad de la estructura socioeconómica de un capitalismo primario exportador, desinteresado
de la industrialización y de expandir el mercado interno y con una economía en la que
coexistían relaciones de producción capitalistas con precapitalistas, dentro de un modo de
producción preponderantemente capitalista. Como decía Marx: “En la medida en que el capital
es débil, aún descansa sobre las muletas de los antiguos modos de producción, o de aquellos que
desaparecerán con su ascenso”.31
El Estado burgués, comandado por la burguesía comercial y minera y la oligarquía
terrateniente liberal y conservadora, tenía marginada y oprimida a la mayoría de la sociedad
civil. Obviamente, no era el tipo de “Estado del pueblo” creado por las revoluciones
democrático-burguesas europeas. En esta seudodemocracia sólo podían votar los que tuvieran
un bien raíz. Era un Estado de excepción permanente”, al decir de Poulantzas. No tenía el más
mínimo consenso de la población, sino solamente el de la minoría terrateniente y comercial.
Era una variante de Estado burgués sin revolución democrático-burguesa, que actuaba
como expresión del capitalismo primario exportador de la clase dominante en el interior y
mediador entre esta clase local y el capitalismo extranjero. Pierre Salama sostiene que la “
discusión según la cual el Estado no puede ser un Estado capitalista por encontrarse sus aparatos
influenciados, ya sea por las clases medias, o por hacendados o latifundistas que representan
modos de producción ‘precapitalistas’, desemboca muy rápido en un callejón sin salida porque
oculta el tipo de relación que estos aparatos de Estado sostienen con los aparatos de Estado de
las economías capitalistas del centro”.32
Basados en el carácter autoritario de nuestros Estados, algunos autores opinan que
adoptaron la forma bismarckiana del Estado alemán en el momento de su estructuración
definitiva en la década de 1870. Según Kalmanovitz, “la configuración del Estado alemán, fruto
del desarrollo capitalista, conservando los privilegios de los terratenientes que aplasta al
campesinado y establece la opresión política de las masas, es el verdadero paradigma de la
formación del Estado nacional en América latina.”33 Esta comparación es francamente
desacertada porque el Estado alemán, impulsado por Bismarck, se gestó sobre la base de un
desarrollo capitalista industrial, aunque tolerando a los terratenientes. En cambio, en América
latina el Estado nacional fue formado por la burguesía minera y comercial y la oligarquía
terrateniente que, basadas en una economía primaria exportadora, se opusieron al desarrollo de
la burguesía industrial.
En síntesis, el Estado en América latina del siglo XIX, en su calidad de representante del
capitalismo primario exportador, tenía un carácter burgués. Quienes lo definen como
oligárquico confunden Estado con gobierno, ya que era un Estado burgués gobernado por
distintas fracciones, entre ellas la oligarquía terrateniente. Este Estado era promotor del proceso
de acumulación capitalista interno. Aunque parte del excedente era drenado a las metrópolis
europeas, no debe menospreciarse el hecho de que otra parte quedaba en manos de los
capitalistas nacionales. En este sentido, la mayoría de los autores no ha advertido que el Estado
republicano surgido con la independencia significó una ruptura con el tipo de acumulación de la
época colonial, en la que casi todo el excedente iba a parar a las arcas de la corona española.
Los Estados nacionales de América latina trataron de garantizar una cierta acumulación interna,
aunque el tipo de economía primaria exportadora dependiente significó una transferencia al
exterior de parte del excedente económico por la vía de los precios y el control del transporte
que ejercían las potencias extranjeras.
EL ESTADO CONTEMPORANEO
Desde la década de 1930, los Estados latinoamericanos han asumido nuevas funciones,
interviniendo de manera cada vez más activa en la economía; primero, estimulando el proceso
de industrialización por sustitución limitada de importaciones, luego creando industria básicas,
como el acero, y más tarde invirtiendo capital estatal en las industrias de exportación no
tradicionales, fenómeno que a menudo se confunde con el llamado capitalismo de Estado.
Así se ha pasado del Estado fomentista y mediador-distribuidor, según Tomás Vasconi,34
al estado “empresario” y organizador de la producción tanto de materias primas como de
siderurgia y nuevas industrias de exportación no tradicional (petroquímica, metalmecánica,
electrónica, etc.), a través de un proceso creciente de asociación del capital estatal con el capital
monopólico internacional, que de hecho comanda el proceso general de acumulación.
Antes de la década de 1970, el Estado invertía en empresas que fundamentalmente
producían insumos y en industrias básicas (acero) con la finalidad de vender la producción a
bajo precio para beneficiar a las empresas privadas, tanto nacionales como extranjeras. Esta
línea de inversión continua, per ahora el Estado también ha asumido la administración de
empresas rentables, como son las industrias de exportación no tradicionales. En síntesis, el
Estado, sin dejar de ser mediador y redistribuidor de la renta nacional en beneficio de las
diversas fracciones burguesas, se ha convertido en empresario y organizador de la producción.
De este modo, el Estado ha dejado de ser una mera “superestructura” política. En países
como Brasil, México y Venezuela controla más del 50 por ciento de la inversión bruta
territorial. A fines de la década de 1980 se inició un acelerado proceso de privatización de
empresas, que comandado por el neoliberalismo ha jibarizado ciertas funciones del Estado en la
economía.
Hoy más que nunca, el Estado aparece como una relación social de explotación y
dominación, haciendo más evidentes las mediciones entre la economía y la política. Algunos
autores califican este proceso de “derivación del Estado a partir del capital”35, sobre todo por la
creciente articulación entre los Estados semicoloniales, como los de América latina, y las
metrópolis imperialistas, dado el papel ostensible que juega el capital financiero internacional.
Esta relación se ha estrechado cada vez más a raíz del proceso de endeudamiento externo.
El Estado en América latina ya no sólo cumple funciones relacionadas con la emisión de
moneda y otorgamiento de créditos a través de los bancos centrales, como en el pasado, sino que
especula con las divisas fuertes, devalúa y revalúa la moneda a su arbitrio, el que generalmente
coincide con los intereses de la fracción dominante en el poder. El capital-dinero o capital
monetario manejado por el Estado contribuye a la acumulación capitalista y sirve al ciclo de
redistribución de la renta.
El Estado en los países latinoamericanos ejerce una influencia determinante en el circuito
de la deuda externa. Negocia y contrata empréstitos, y en la última década se ha hecho cargo de
los préstamos otorgados a las empresas privadas criollas e inclusive extranjeras. Es, por
consiguiente, el único aval ante la banca transnacional.
Como expresión de dominación de clase, el Estado capta y redistribuye los préstamos
extranjeros a favor de las fracciones más importantes de la burguesía, pasando de este modo a
desempeñar la función de deudor externo y acreedor interno.36
Nuestros Estados desempeñan, entonces, el papel de articuladores del proceso de
acumulación capitalista de las empresas transnacionales, del capital financiero mundial y de las
fracciones burguesas criollas.37 Por eso cometen un error aquellos autores que, con el fin de
poner de manifiesto la relativa autonomía del Estado, establecen una división artificial entre
Estado y economía. El Estado contemporáneo es parte orgánica del proceso de acumulación
capitalista; no es pasivo sino activo y dependiente de la ley del valor. El capital estatal y el
capital privado son dos formas de un mismo proceso de valorización del capital, ambas sujetas a
la ley del valor.
El nuevo papel que juega el Estado en la economía ha inducido a numerosos autores y
políticos a señalar que estamos en presencia del surgimiento del Capitalismo de Estado en
América latina.
A nuestro juicio, el capitalismo no tiene apellido. Es un modo de producción único e
indivisible, aunque se puede distinguir entre capital estatal y capital privado. Pero el capital
estatal, bajo el régimen de dominación burguesa, está siempre al servicio de la acumulación
privada capitalista. La propiedad privada del producto es la base del régimen capitalista. En
definitiva, los Estados latinoamericanos, aunque tengan más inversiones que el sector privado,
actúan en función de las exigencias del capital privado. En varios países latinoamericanos existe
un fuerte capital estatal, pero no es un supuesto capitalismo de Estado. Se ha confundido capital
estatal con el llamado capitalismo de Estado. Es erróneo el concepto de que el capital estatal
absorbe el capital privado. “Lo más cerca que el capitalismo ha estado nunca del capitalismo de
Estado fue –dice Miliband- en la Alemania nazi (...) pero, incluso en este caso, el capitalismo no
se transformó bajo los nazis en capitalismo de Estado.”38
La mayoría de los partidos de centro y de izquierda en América latina respaldan el nuevo
papel del Estado, considerándolo un fenómeno progresivo que va contra la empresa privada
capitalista y echa las bases para una ulterior etapa socialista. Esta ideología fabricada por los
eurocomunistas y socialdemócratas europeos hace varios años y hoy vemos que, junto con las
empresas estatales, está más fuerte que nunca la empresa privada francesa, italiana e inglesa. Se
aplaude el desarrollo del llamado “capitalismo de Estado”, no advirtiendo que precisamente la
política económica de las transnacionales es asociarse con un fuerte capital estatal en las
industrias de exportación no tradicionales, estimuladas por la nueva visión internacional del
capital-trabajo. Al parecer ignoran el papel de clase del Estado y que la plusvalía es apropiada
por la clase burguesa en su conjunto, tanto en las empresas privadas como en las estatales, a
través de la existencia de transferencia.
Se pontifica, asimismo, acerca de la existencia de un capitalismo monopolista de Estado
en varios gobiernos civiles y militares. Esto, que es erróneo para los países altamente
industrializados, se convierte en una falacia para nuestros países semicoloniales. Si el Estado
expresara solamente al capital monopólico dejaría de cumplir precisamente su papel de
representante de diversas fracciones de la clase dominante, dejaría de jugar el papel de
cohesionador y regulador de esas fracciones y perdería legitimidad ante los otros sectores
burgueses no monopólicos. El hecho de que en un gobierno de turno favorezca los intereses del
capital monopólico y de que esta fracción se convierta de un capitalismo monopolista de Estado,
porque con esa caracterización se está tirando por la borda la teoría marxista del Estado, que
señala que éste no representa a una sola fracción de clase sino al conjunto de los sectores de la
clase dominante.
No hay “capitalismo de Estado” distinto del capitalismo. Lo que existe es una diferencia
entre el capitalismo librecambista del siglo XIX y el capitalismo actual con intervención activa
del Estado en la economía.
Lenin utilizó el término “capitalismo de Estado” para señalar que el Estado obrero de la
época de la NEP (Nueva Política Económica) se vio obligado a dejar funcionar ciertas empresas
capitalistas, pero bajo el control del gobierno soviético; en el fondo, eran empresas capitalistas
supervisadas por el Estado obrero.
Alberto Pla sostiene que “en la polémica sobre la expresión capitalismo de Estado se
busca la autoridad de Lenin para interpretaciones que estimamos equivocadas. Partamos
entonces de Lenin. En el folleto sobre Capitalismo de Estado (1918) lo identifica
explícitamente con intervención del Estado en la economía (...). Al criticar a Bujarin. Lenin
dice con motivo de algunos párrafos de aquel sobre ‘la teoría económica del proceso de
transición’: ‘ difícilmente sería justa la definición de capitalismo de Estado, de capitalismo sin
acciones ni trust (y quizá sin monopolios)’. Y ante la afirmación de Bujarin de que el
capitalismo de Estado es la unión del Estado burgués con trust capitalistas, Lenin acota que ‘es
una tautología’. Después de la crisis de 1929, Trotsky dirá en La revolución traicionada:
‘Capitalismo de Estado presenta la ventaja de no ofrecerle a nadie un significado preciso’ (...).
El sentido de la expresión en Lenin está claro, y él mismo lo explicita, es decir, no hay tal
capitalismo sino que es una forma de decir que en el período de transición subsisten formas
capitalistas, con intervención estatal y estatizaciones”.39
Nuestro estudio de los Estados nacionales sería incompleto si no señaláramos que con la
consolidación de la Revolución Cubana surgió el primer Estado en transición al socialismo.
Este Estado no nació inmediatamente después del derrocamiento de la dictadura de
Batista en enero de1959, sino que el desplazamiento del gobierno burgués de Urrutia por el
movimiento 26 de julio generó un gobierno obrero-campesino, presidido por Fidel y el Che
Guevara, que echó las bases del primer Estado en transición al socialismo en América latina.
Es importante tener presente que este Estado no se instaura de manera automática luego
del triunfo de la revolución socialista, sino que transcurre en un período en que supervive cierta
institucionalidad burguesa. Si bien es cierto que el triunfo de la revolución socialista logra
destruir uno de los soportes principales del Estado burgués, como es el ejército, el proceso de
consolidación del nuevo Estado fue lento. Esta experiencia, vivida por la Revolución Cubana en
sus primeros años, volvió a repetirse en Nicaragua, donde el proceso revolucionario contra
Somoza logró el derrocar al Estado burgués.
NOTAS
1
ERNESTE MANDEL: El capitalismo tardío, ed ERA, México, 1979, .464.
2
Engels plantea claramente los dos caminos para el surgimiento del Estado en el Anti-Dühring y en la carta del 27/10/1890 a C.
Schmidt. Esto ha conmovido la fe de los dogmáticos de siempre, para quienes el surgimiento del Estado sólo podía darse si se
cumplían las condiciones socioeconómicas que se dieron en Europa, características que pretendieron imponer como universales.
Con el estudio de los Estados Inca y azteca, podemos contribuir a enriquecer la teoría del Estado, aportando nuevos elementos de
análisis en relación al surgimiento del Estado en momentos en que todavía no existían clases consolidadas ni propiedad privada
generalizada de los medios de producción.
3
JOHN MURRA: La organización económica del Estado inca, Ed, Siglo XXI, México, 1978, pp. 52 y 59.
4
PEDRO CARRASCO: “La economía prehispánica de México”, En E FLORESCANO: Ensayos sobre el desarrollo económico de
México y América latina, FCE, México, 1979, p. 17.
5
JEAN CHESNEAUX: El modo de producción asiático, Ed,Grijalbo, México, 1973, p. 46
6
ALBERTO PLA: Modo de producción asiático y las formaciones económicosociales inca y azteca, Ed. El caballito, México,
1979, p. 124.
7
NATHAN WACHTEL: “La reciprocidad y el Estado inca: de Karl Polanyi a John Murra”, en Sociedad e ideología, Inst. de
Estudios Peruanos, Lima, 1973, p. 62.
8
Íbid., p. 75.
9
J.M. OTS CAPDEQUI: Instituciones, Ed Salvat, Barcelona, 1959.
10
SERGIO BAGU: estructura social de la colonia, Ed. El Ateneo, Buenos Aires, 1952, p. 80.
11
DOMINGO DE AMUNATEGUI S.: El Cabildo de La Serena (1678-1800), Santiago de Chile, 1928, p.106.
12
JULIO ALEMPARTE: El Cabildo en Chile colonial, Santiago, 1940, p. 186.
13
REINHARD BENDIX: Estado nacional y ciudadanía, Ed. Amorrortu, Buenos Aires, 1974.
14
JULIO CESAR RODRIGUEZ y ROSAJILDA VELEZ: El precapitalismo dominicano de la primera mitad del siglo XIX, Ed.
Univ. Autónoma de Santo Domingo, 1980, p. 111.
15
Ibíd., p.118.
16
EFRAIM CARDOZO: Breve Historia..., op. Cit., p. 76.
17
FRANCISCO GAONA: Introducción a la historia gremial y social del Paraguay, op. Cit., p. 78.
18
EFRAIM CARDOZO: Breve historia .... op. Cit., p. 66.
19
Ibíd., p.78.
20
JUAN BAUTISTA ALBERDI: Obras completas, Buenos Aires 1887, VI, pp. 340 y 342.
21
PASCAL ARNAUD: Estado y capitalismo en América latina. Casos de México y la Argentina, México, 1981.
22
NDRES GUERRERO: Los oligarcas del Cacao, Ed El conejo. Quito, 1980, p.13.
23
RAFALE QUINTERO: El mito del populismo en el Ecuador, FLACSO, Quito, 1980, p. 92.
24
LUIS VITALE: Estado y estructura de las clases en la Venezuela contemporánea, Taller Pio Tamayo UCV, Caracas, 1984.
25
C. MARX: Selectividad workeed, p. 153, citado Por E. MANDEL: El capitalismo tardío, op. Cit.
26
MARCOS KAPLAN: Formación del Estado nacional en América latina, Ed . Universitaria, Santiago de Chile, 1969, p. 185 y
186.
27
PASCAL ARNAUD: Estado y capitalismo..., op. Cit., p. 148 y 235.
28
OCTAVIO IANNI: La formación del Estado populista en América latina, Ed. ERA, México, 1975, p. 71.
29
FRANCISCO VALDES V.: Problemas económicos, Santiago de Chile, 1969, p. 186.
30
JULIO BAÑADOS: Balmaceda. Su gobierno y la revolución de 1891, París 1893, 1, p. 265.
31
C. MARX: Grundrise, p. 651, cit. Por E. MANDEL. El capitalismo tardío, cap. XV, op. cit.
32
PIERRE SALAMA: “El imperialismo y la articulación de los Estados-nación en América latina”, en Revista Críticas de la
economía política, vol. II, p. 11, México enero-marzo 1977.
33
SALOMON KALMANOVITZ: Ensayos sobre el desarrollo del capitalismo dependiente, Ed. Pluma, Bogotá, 1977, p. 186.
34
TOMAS VASCONI: Venezuela: del Estado mediador-distribuidor al Estado organizador de la producción, Taller Experimental
de Investigación Militante, UCV, Caracas, 1978.
35
J. M. VICENT: L’Etat contemporaine et le marxisme, Ed. Maspero, París, 1977, y J. HOLLWAY: State and Capital: a Marxist
Debate, Londres, 1978.
36
LUIS VITALE: Historia de la deuda externa latinoamericana y entretelones del endeudamiento argentino, Ed. Sudamericana,
Buenos Aires, 1986, p. 310.
37
TILAN EVERS: El Estado en la periferia capitalista, Ed, Siglo XXI, México, 1979, y HEINZ SONNTAG y otros: El Estado en
el capitalismo contemporáneo, Ed. Siglo XXI, México 1977.
38
RALPH MILIBAND: El Estado, Ed. Siglo XXI, México, 1978.
39
ALBERTO PLA: La historia y su método..., op. Cit., pp.111 y 112.
40
GUILLERMO O’DONNEL: Reflexiones sobre las tendencias generales de cambio en el Estado burocrático-autoritario,
CEDES, Buenos Aires, 1975.
Capítulo VIII
Las fases históricas
de la dependencia
La dependencia no es una teoría, como han pretendido ciertos autores, sino una categoría
de análisis. Sirve para analizar parte de la historia latinoamericana, especialmente aquella que se
inicia con la colonización hispano-lusitana. Hay que aplicarla tomando en cuenta la
especificidad de cada región o país en una época histórica determinada, porque no fue igual la
dependencia del período colonial que la del siglo XX, cuyo análisis debe hacerse a la luz de la
teoría del imperialismo.
Cabe destacar que la dependencia, como categoría de análisis, ha enriquecido la teoría del
imperialismo, especialmente en aquellos aspectos en que ésta no dedicaba la atención suficiente
a la dinámica propia de los países coloniales y semicoloniales.
Sobre la teoría del imperialismo se ha escrito de manera exhaustiva desde la época de
Hobson, Hilferding y Lenin, pero desde el punto de vista de las metrópolis. Aunque autores
como Sweezy, Mandel, Frank y otros han hecho aportes nuevos, todavía es insuficiente el
estudio de los mecanismos económicos y políticos que han sufrido y sufren los países
oprimidos. Ni siquiera Lenin alcanzó a profundizar en el problema, salvo algunas
consideraciones puntuales y, sobre todo, relevantes apreciaciones políticas en las discusiones de
los cuatro primeros congresos de la Internacional Comunista.
Quien trató con mayor profundidad el tema fue Rosa Luxemburgo. Por encima de sus
cuestionados análisis acerca de la realización de plusvalía y del desarrollo capitalista en los
países altamente industrializados, a nosotros nos interesan sus contribuciones para la
comprensión del funcionamiento de las economías latinoamericana, asiática y africana. Ella
señaló con claridad los objetivos del capital monopólico en los países coloniales y
semicoloniales: control de las materias primas fundamentales, incorporación de mano de obra
barata mediante la liquidación de las comunidades aborígenes; integración de ciertas relaciones
precapitalistas al régimen capitalista mundial, convirtiéndolas en funcionales al sistema; venta
indiscriminada de artículos manufacturados con el fin de asfixiar las industrias artesanales
nativas; ampliación del capitalismo a las áreas de economía natural, introduciendo los
ferrocarriles y otros medios modernos de comunicación y transporte para desintegrar las
economías de subsistencia y generalizar la economía de mercado.1
Al aplicar la dependencia como categoría de análisis, es necesario despojarla de la
ideología de ciertos autores, dejar de lado la metodología estructural-funcionalista, el dualismo
centro-periféria y, sobre todo, superar las omisiones relacionadas con el proceso de la lucha de
clases al interior de cada zona o país. El concepto centro-periferia tiene cada día menos
vigencia ante una “racionalidad” capitalista que prefiere trasladar cierto tipo de empresas,
especialmente contaminantes, electrónicas, etc., del centro a la llamada periferia.
Algunos dependentólogos unilateralizaron el análisis poniendo el acento en el carácter
exógeno de nuestra economía, en detrimento del estudio de las relaciones de producción y del
conflicto de clases. Se dio así una polémica nebulosa sobre el papel de los factores externos e
internos, sin ver que ambos formaban parte de un mismo proceso, que obviamente se dio al
interior de cada región dando lugar a diversas manifestaciones de la lucha de clases. Los
fenómenos externos pasaron a integrarse y a conformar en cierta medida los procesos internos,
cuyas formaciones sociales quedaron incorporadas al sistema mundial. La dependencia fue
precisamente la expresión de la subordinación colonial, sobre la base de variadas relaciones de
producción cuyo estudio ha sido descuidado por la mayoría de los ideólogos de la dependencia.
Las relaciones de dependencia se expresaron tanto a través de la opresión colonial y étnica
como de la explotación de clase.2
A su vez, los críticos de esta “teoría”, al hipertrofiar su enfoque en la producción, con el
fin de motejar de circulasionista a ciertos autores, inauguraron un nuevo tipo de reduccionismo,
que pretende interpretar la historia da través de la hipervaloración de las relaciones de
producción. Al reduccionismo dependentista le opusieron el reduccionismo
monoproduccionista. Su labor “creadora” no ha pasado más allá de recomendaciones acerca del
método para definir un modo de producción, con lo cual no se ha avanzado ni un centímetro en
el análisis concreto de las formaciones sociales latinoamericanas. Algunos
“monoproduccionistas” más imaginativos se han dedicado a rebuscar variadas relaciones de
producción de la Colonia con el fin de descubrir algún nuevo modo de producción que no está
en el índex de los epígonos de Marx.
América latina ha sido dependiente desde la colonización portuguesa y española. Sin
embargo, no basta sostener que nuestro continente ha sido siempre dependiente. Esta
generalización sólo puede revelar su contenido concreto en la medida que se definan los rasgos
específicos y los cambios cualitativos registrados en las diversas fases de la historia
latinoamericana, que se expresan en “situaciones de dependencia” distintas, como diría Weffort.
Todo análisis tiene que partir de la consideración de que América latina, desde el siglo
XVI, pasó a formar parte de un sistema mundial, que derivó claramente capitalista en el siglo
XVIII.
Si no se enfoca globalmente esta totalidad, no podremos entender el proceso de
acumulación ni las características específicas de la dependencia de América latina colonial.
Hay que superar la polémica entre los factores externos e internos de la dependencia y la
crítica reductora de los monoproduccionistas a supuestos circulacionistas que se atrevieron,
como André G. Frank, a pensar con un concepto de totalidad la historia mundial, más allá de
los criterios provincianos y localistas. El proceso latinoamericano de producción, circulación y
apropiación fue un todo único integrado al mercado mundial en formación. No se pueden
escindir las relaciones de producción de las formas histórico-concretas de circulación y
apropiación del capital, so pena de analizar en abstracto las formas serviles, esclavistas y
salariales, como si fueran estructuras iguales en todos los tiempos. A su vez, no basta con
señalar que América latina producía para el mercado exterior, sino que es fundamental examinar
también el tipo de relaciones de producción que se empleaba en dicha economía primaria y
exportadora.
Poner énfasis en que todo se reduce a la explotación por vía del mercado mundial, como
de éste fuera deus ex machina, ha conducido a sobrevalorar la importancia del intercambio
desigual, cuando lo básico es la extracción de plusvalía hecha tanto por los capitalistas criollos
como por los extranjeros. No sólo hay que explicar cómo se transfiere el valor del exterior sino
fundamentalmente su proceso de realización en el país dependiente.
Este descuido analítico ha imposibilitado la comprensión de los fenómenos de
acumulación al interior de cada país. Obnubilados por la salida del excedente que sin duda
contribuyó a la acumulación originaria que se dio en América latina durante la Colonia y,
especialmente, en los siglos XIX y XX, permitiendo la generación de una burguesía
directamente relacionada con la producción.
Este error es producto de un abusivo manejo del binomio metrópolis-satélite, que
oscurece el análisis el análisis específico de las clases en cada uno de nuestros países y el
funcionamiento concreto de las relaciones de producción. Los procesos de luchas de clases en
América latina no son meros reflejos de la relación “metrópolis-satélite” sino el resultado de una
dinámica social entre los trabajadores y los patrones criollos y extranjeros. No es obviamente un
enfrentamiento entre “estructuras” dominantes y dominadas sino un abierto enfrentamiento de
clases al interior de cada formación social.
Hay que evitar el enfoque unilateral de la dependencia, que sólo mira desde el ángulo de
la nación colonizante. Exceptuando la época colonial, la dependencia fue el resultado de un
pacto neocolonial entre el capitalismo europeo y después norteamericano y las clases
dominantes criollas, interesadas en seguir profitando de la economía primaria exportadora.
Obviamente, los más beneficiados fueron los capitalistas de la metrópolis, que impusieron las
reglas del juego en el precio de las materias primas y los artículos manufacturados, ahogando la
posibilidad de creación de una industria nacional, en la que tampoco estaba interesada la
burguesía criolla. El Estado-nación sirvió también para reproducir las diversas manifestaciones
de la dependencia. Esta dialéctica de la dependencia pone de manifiesto la estrecha relación
entre explotadores nacionales y extranjeros, al mismo tiempo que explica los fenómenos de la
lucha de clases y la interrelación entre las tareas antiimperialistas y las anticapitalistas.
El concepto de dependencia estructural expresa la profunda subordinación de nuestra
América a las metrópolis, desde la colonización española y portuguesa hasta el actual proceso
de semicolonización. A la vez, pone de relieve el carácter de necesidad que tuvo y tiene la
opresión colonialista para el desarrollo del propio capitalismo europeo y norteamericano. La
inserción de América latina, Asia y Africa en el mercado mundial no fue una mera anomalía del
sistema capitalista, sino que formó parte de su modo de producción capitalista “puro”, que
hubiera sido contaminado por formas precapitalistas y economías primarias coloniales de
exportación. La dialéctica de la dependencia muestra la interpretación recíproca de la metrópolis
dominante con el país dominado. La primera necesita del segundo, como éste de aquella,
aunque siempre predomina la sociedad opresora. América latina, al igual que Asia y Africa, ha
sido y es parte de la historia mundial del capitalismo a partir del siglo XVI.
No hay una relación de causalidad externa entre los países metropolitanos y los llamados
satélites, sino una íntima interdependencia en la base de la cual está la extracción de plusvalía
en el país oprimido.
La dependencia estructural –no “estructuralista”- no fue dada de una vez y para siempre;
fue cambiada desde la Colonia hasta el siglo XX, adoptando matices específicos en cada país o
región de América latina.
Nos parece poco riguroso el empleo del concepto “modo de producción capitalista
dependiente” porque supone la existencia de un modo de producción capitalista diferente.3 El
modo de producción capitalista tiene un carácter mundial unívoco, en el que las naciones
imperialistas explotan a los países coloniales y semicoloniales.
La mayoría de los dependentistas pone acento demasiado unilateral en lo económico.
Creemos que, además de analizar la enajenación económica de nuestros países, es necesario
estudiar la dependencia semicolonial en sus manifestaciones políticas y culturales. La
investigación del proceso de dependencia política es clave para el diseño de una estrategia
correcta, como lo advirtieron en su momento Manuel Ugarte, José Ingenieros y otros que la
sufrieron en carne propia, como César Augusto Sandino.
La dependencia política no es producto de una relación mecánica entre infraestructura u
superestructura, pues tiene variadas manifestaciones: una, es el resultado de la relación
dialéctica entre la inversión del capital monopólico y la política económica de los gobiernos de
los países oprimidos, mediada por los préstamos, privilegios aduaneros, obras de infraestructura,
negocios comunes e influencias sobre la burguesía criolla, ganadas a través de las granjerías.
Existe otro tipo de dependencia política más profunda, que deviene de una intervención
militar directa del imperialismo, como fue el caso de las invasiones de principios del siglo XX a
Cuba, Puerto Rico, República Dominicana, Haití, Nicaragua y, últimamente, a Granada y
Panamá. Otra manifestación de dependencia política ha sido el fenómeno de alienación política
sufrido por los países latinoamericanos a través de pactos militares o de organismos
supraestatales, como la OEA, que imponen políticas semicolonizantes.
Es importante también investigar los procesos de doble dependencia, como los de Cuba,
Puerto Rico, Brasil, etc., que experimentaron una dependencia colonial y, al mismo tiempo, una
dependencia económica de otra metrópolis. Paraguay de principios del siglo XX es otro caso de
doble dependencia, ya que un país latinoamericano, como la Argentina, ejerció un ostensible
dominio a través de la inversión de capital en las explotaciones madereras, junto con Inglaterra.
No basta decir que América latina es y ha sido dependiente. Es necesario señalar ante
todo las características específicas de las diferentes etapas del proceso histórico de la
dependencia. Durante más del 95 por ciento de nuestro tiempo histórico, cubierto por las
culturas aborígenes, no fuimos dependientes ni “subdesarrolladas”. La primera fase de la
dependencia se inició con la colonización hispano-portuguesa. Roto el nexo colonial, a partir de
1810, se abrió una nueva dependencia, caracterizada por una subordinación al mercado mundial
y a los servicios de la deuda externa, pero con la especifidad de que las riquezas nacionales
estaban en manos de la clase dominante criolla. La tercera fase empezó con la era del
imperialismo, el que a través de la inversión de capital monopólico se apoderó de nuestras
principales materia primas, de la banca y de los medios de transporte y comunicación,
convirtiéndonos en semicolonias, primero inglesa y luego norteamericanas, aunque los países
de Centroamérica y el Caribe ya eran semicolonias norteamericanas desde principios del siglo
XX.
La calificación de semicolonia, soslayada por la mayoría de los autores, permite precisar
la transformación cualitativa que se registró en las formaciones sociales latinoamericanas desde
fines del siglo XIX.
DEPENDENCIA COLONIAL
LA ESPECIFICAD DE LA DEPENDENCIA
EN EL SIGLO XIX
LA DEUDA EXTERNA
Durante nuestra historia republicana hemos tenido que soportar el peso de la deuda
externa, cuyos servicios de pago por concepto de amortizaciones e intereses se llevaron en el
siglo pasado entre el 20 y el 30 por ciento de las exportaciones, porcentaje que subió al 40 en el
siglo XX y a más del 60 en el decenio 1975-85.
Es decir, toda la historia latinoamericana está cruzada por la variable principal e la deuda
externa, como factor mediatizador del proceso de acumulación interna. En 1955 su monto
ascendía a 4.036 millones de dólares, cifra que subió a 12.000 millones en 1965.15
El servicio de la deuda externa aumentó de 454 millones de dólares en 1956 a 1.980 en
1967, totalizándose en dicho período 8.578 millones de dólares por dicho concepto. La deuda
externa siguió aumentando de manera exponencial: de 107.280 millones de dólares en 1977 a
389.216 millones a fines de 1985. No obstante haberse pagado intereses de un 57 por ciento de
la deuda en ese lapso, la misma aumentó en un 34 por ciento. En 1969 se pagaban 2.500
millones de dólares de intereses; en 1985, la sideral cifra de 32.400 millones, según informe de
la CEPAL.
Los servicios de la deuda externa, las importaciones indiscriminadas, las remesas
enviadas al exterior por las multinacionales y la fuga masiva de capitales de la burguesía criolla
convirtieron a nuestros países en retroalimentadores de la economía imperialista. La Reserva
Federal de los Estados Unidos reconoció en 1985 que los capitales depositados por los
latinoamericanos en los bancos de ese país alcanzaban a 208000 millones de dólares y cerca de
90.000 millones en bancos europeos, es decir más de los 2/3 de la deuda externa de América
latina y el Caribe.16
Desde mediados de 1986 se ha comenzado a implementar la denominada “capitalización
de la deuda”, según la cual los bancos acreedores se hacen cargo de la deuda externa, exigiendo
en cambio que los activos de las principales empresas del Estado pasen a manos del capital
financiero internacional; ni qué decir de la estafa que significa la compra de bonos de la deuda
externa a menos de la mitad de su valor. De este modo, se está implementando uno de los
procesos de descolonización más graves de nuestra historia.
El salto cuanti-cualitativo de la deuda externa ha determinado un cambio significativo en
el carácter de la dependencia. A la enajenación de gran parte de nuestras riquezas básicas, que
desde fines del siglo pasado comenzaron a ser controladas por el capital monopólico extranjero,
se suma ahora una deuda, de por sí impagable, que refuerza las relaciones de dependencia y nos
subordina de un modo nuevo al capital financiero, a través de otro tipo de renta: la renta
financiera.
La dependencia actual no se reduce al intercambio desigual del comercio de exportación e
importación y al control de las materias primas e industrias, sino que se expresa también en la
alienación de las monedas nacionales al servicio de una economía mundial “dolarizada”, y en
una deuda tan fabulosa que compromete la soberanía nacional, hipotecando indefinidamente
nuestras exportaciones y riquezas básicas. Actualmente, el capital transnacional se lleva más
dólares por concepto de servicios de la deuda externa que lo remesado por ganancias de su
capital invertido en el área productiva.
NOTAS
1
ROSA LUXEMBURGO: La acumulación del capital, Ed Grijalbo, México, 1976, p. 284 y sigs.
2
No todos los que han tratado el tema de la dependencia tienen la misma concepción ideológica ni los mismos proyectos políticos.
Por un lado están los “desarrollistas” –como Sunkel, Pinto, Prebisch y, en general, los cepalinos-, que quieren reformar el sistema
por dentro a través de frustrantes planes con tintes nacionalistas; y por otro, los que aspiran a un cambio revolucionario del sistema
por el camino de la revolución socialista, como Anibal Quijano y André G. Frank. Sería injusto hacer una amalgama de posiciones,
considerando a todos los dependentistas en un solo bloque. Existen profundas diferencias entre Weffort y Theodoreio Dos Santos y
entre éstos y Fernando Henrique cardoso, por lo cual no puede hablarse en general de una interpretación homogénea de la
dependencia.
3
Una destacada estudiosa de los problemas de la dependencia, Vania Bamnirra señala que el modo de producción capitalista
dependiente no existe, sino sólo “las formaciones económico-sociales capitalistas dependientes (VANIA MABIRRA: Teoría de la
dependencia: una anticrítica, Ed ERA, México, 1978, p 26.)
4
ENZO DE BUFALO y EDGAR PAREDES: El pensamiento crítico latinoamericano, Ed. Nueva Sociología, México, 1979, pp.
57 y 58.
5
CIRO F. S. CARDOSO: “Sobre los modos de producción coloniales de América latina”, en Modos de producción en América
latina, op. Cit., p. 142.
6
Ibíd., p. 142.
7
CIRO F.S. CARDOSO: “El modo de producción esclavista colonial en América latina”, en Modos de producción en América
latina, op. Cit., p. 224.
8
JOSE LUIS ROMERO: Latinoamérica, situaciones e ideologías, Buenos Aires, 1967, p.48.
9
A.G. FRANK: La acumulación mundial. Ed, Siglo XXI, Madrid, 1979, p. 236.
10
ROSA LUXEMBURGO: Acumulación de capital, op. Cit., p. 285.
11
DOMINGO F. SARMIENTO: Epistolario entre Sarmiento y Posse, Museo Histórico Sarmiento, Buenos Aires, 1946, t. XXIX, p-
52.
12
JUAN B. ALBERDI: Escritos económicos, Ed. La Facultad, Buenos Aires, 1920, p. 407.
13
HERNAN RAMIREZ N.: Historia del imperialismo en Chile,. Ed, Austral, 2º edición, Santiago, 1970, p.95.
14
NACIONES UNIDAS: Forgein Capital in Latin American y el financiamiento exterior de América latina, U.S. Departament of
Commerce; Statistical, diversos años.
15
DRAGOSLAV AVRAMOVIC: Economic Growth and External Debt, John Hopkins Press, USA, 1964, p. 104. Además BIRF:
External Public Debt, Past and Proyected Amounts Outstanding, USA, enero 1969
16
Para un mayor desarrollo de este tema, véase nuestro libro: Historia de la deuda externa latinoamericana y entretelones del
endeudamiento argentino, Ed. Sudamericana´Planeta, Buenos Aires, 1986.
Capítulo IX
La cuestión nacional
En América latina
LA CUESTION NACIONAL
EN AMERICA LATINA
José Martí sabía que no bastaba con romper el vínculo colonial español sino que también
era necesario quebrar la dependencia económica respecto de los Estados Unidos. Dicha
dependencia había ya rebasado el intercambio comercial a fines del siglo XIX, expresándose en
el control de los ingenios azucareros y de la producción tabacalera como resultado de las fuertes
inversiones de capital monopólico. Por eso en anticolonialismo de Martí era, a la vez,
antiimperialismo. Precisamente allí reside la principal diferencia entre la lucha anticolonialista
de los revolucionarios de 1810 y la lucha por la liberación nacional de Martí. Por haber vivido
fases distintas de la dominación capitalista, podemos decir que Bolívar fue anticolonialista,
mientras que Martí no sólo fue eso en su combate contra el imperio español, sino que también
fue antiimperialista, porque Cuba sufría al mismo tiempo la opresión de Estados Unidos. Con
esta afirmación, no tratamos de minimizar la gesta de Bolívar sino de ubicarlo en su preciso
momento histórico, en que todavía no se había producido el advenimiento de la fase superior del
capitalismo. Bolívar alertó sobre los peligros de caer en una nueva dependencia, luego de la
ruptura con España, denunciando a Estados Unidos y a las potencias europeas como posibles
dominadores de nuestro continente.16 Pero sería un error histórico considerarlo como
antiimperialista, afirmación en la cual han incurrido varios autores y corrientes políticas
contemporáneas. En cambio Martí, hijo de su tiempo y de la transición a la fase imperialista, fue
uno de los primeros latinoamericanos a quienes con justeza puede calificarse de
antiimperialistas.
Fue, sin duda, el antiimperialista más consecuente de su tiempo. Como ningún otro
luchador de América latina, Martí percibió el hondo significado del proceso de inversión de
capitales que se inauguraba con el imperialismo. Pudo comprender mejor que otros
latinoamericanos esta etapa superior del capitalismo porque era nativo de un país en el que las
riquezas fundamentales ya habían pasado a manos del capital monopólico a fines del siglo
pasado, proceso que recién se asomaba en el resto de las repúblicas latinoamericanas.
Martí comprendió la cuestión nacional mejor que cualquier marxista de su época. Cuando
los socialistas, tanto europeos como latinoamericanos, seguían repitiendo las afirmaciones de
Marx y Engels en torno al problema de las nacionalidades –no dándose cuenta de que éstas se
referían a la coyuntura europea, sin pretender exigirse en teoría- Martí redescubrió nacional para
América latina.
Durante el siglo XIX la cuestión nacional clave para nuestros países latinoamericanos fue
la ruptura del nexo colonial con España. U seguía siéndolo para Cuba y Puerto Rico, todavía
colonias a fines de ese siglo, pero para Martí la cuestión nacional no se agotaba en la lucha
contra España sino que tomaba una nueva dimensión al tener que enfrentar, al mismo tiempo, al
imperialismo norteamericano. En tal sentido, se adelantaba en dos décadas a las apreciaciones
de Lenin sobre la cuestión nacional. Sin alcanzar la sistematización de una teoría, Martí hizo
apreciaciones tan relevantes sobre el tema que puede ser considerado como el precursor de la
teoría de la cuestión nacional para América latina.
Sin ser marxista comprendió antes que los marxistas latinoamericanos que la cuestión
nacional no se limita al problema antiimperialista sino que también abarca a las minorías
nacionales oprimidas. De ahí su insistencia contra la discriminación racial y por la igualdad de
los seres humanos por encima de sus etnias. En su lucha contra los cubanos blancos que
marginaban a los negros, a los mismos negros que después de haber explotado como esclavos
seguían oprimiendo como asalariados, Martí comprendió que la cuestión nacional en Cuba no
sólo era la lucha anticolonial y antiimperialista, sino también la defensa incondicional de las
minorías oprimidas. Esta “minoría” negra y mulata que en Cuba alcanzaba casi el 50 por ciento
de la población sólo podía ser ganada para el combate anticolonial en la medida que la
vanguardia política comprendiera que eso significaba fundamentalmente luchar por sus
derechos igualitarios. Por eso el Partido Revolucionario Cubano de Martí no le sacó el bulto al
candente tema negro, causando estupor en las filas de la burguesía.
En sus viajes por México y Guatemala, Martí se interiorizó de la problemática indígena
como parte de la cuestión nacional. Junto con su compañera, guatemalteca, recorrió las
comunidades indígenas y escuchó lenguas aborígenes diversas, expresión de etnias diferentes,
dándose cuenta de que constituían nacionalidades, minorías marginadas y oprimidas. Esta
vivencia fue decisiva para su consecuente lucha por la igualdad de los negros en su país.
El ideario anticolonialista-antiimperialista de Martí no se limitaba a su país. Su
nacionalismo revolucionario abarcaba también a Puerto Rico, por estimar que la ruptura de la
doble dependencia de España y los Estados Unidos de ambos países era fundamental para que
Cuba y Puerto Rico pudieran tener un despegue autónomo. Según los autores del Pensamiento
revolucionario cubano, “la acción política martiana discurrió por una estrategia bien precisada.
Encaminada a lograr la independencia de Cuba y Puerto Rico, las que, constituidas en
Repúblicas, servirían de muro de contención a la expansión de Estados Unidos hacia el sur del
continente, a la vez que serían las promotoras de una unidad latinoamericana, que incluiría las
estructuras políticas y que equilibraría la situación de desbalance de este hemisferio. Dentro de
esta estrategia general, la independencia de Cuba no era más que el paso inicial por lo cual no es
posible agotar en él la obra política martiana”.17
En un artículo de 1885, Martí denunciaba los planes de expansión de Estados Unidos en
Puerto Rico y Cuba. Además, alertaba sobre el tratado que acababan de “firmar los Estados
Unidos con Santo Domingo, en virtud del cual, como en el tratado con Cuba y Puerto Rico,
cuanto acá sobra y no tiene por lo caro dónde venderse, allá entrará sin derechos, como acá los
azúcares. Y vendrán los Estados Unidos a ser, como que les tendrán toda su hacienda, los
señores pacíficos y proveedores forzosos de todas las Antillas. Y como sin querella con Francia
e Inglaterra no hubieran podido poner estorbo al canal del istmo de Panamá, por donde querían,
como quien aprieta a su seno con un brazo, abarcar esta parte de arriba de nuestra América,
intentan ahora, con asentimiento imprevisor acaso de nuestra propia gente, pasar el brazo por el
corazón de la América Central”.18
Consecuente con su expresión “de América soy hijo y a ella me debo”, Martí hizo una
profecía: “los pueblos de América son más libres y prósperos a medida que se apartan de
Estados Unidos (...). Jamás hubo en América, de la Independencia acá, asunto que requiera más
sensatez, ni obligue a más vigilancia, ni pida examen más claro y minucioso, que el convite que
los Estados Unidos potentes, repletos de productos invendibles, y determinados a extender sus
dominios en América hacen a las naciones americanas de menor poder (...). De la tiranía de
España supo salvarse América española, y ahora, después de ver con ojos judiciales los
antecedentes, causas y factores del convite, urge decir, porque es verdad, que ha llegado para la
América española la hora de declarar su segunda independencia”.19
Después de haber ignorado la cuestión indígena o de haber tenido una posición sectaria
según la cual todo se resolvería con la revolución socialista, los primeros partidos comunistas se
decidieron a abortar el problema.
En la Primera Conferencia Comunista Latinoamericana, celebrada en 1929, se
presentaron varias posiciones: una, la de Mariátegui –aunque no estuvo presente-, que sostenía
la necesidad de ligar el problema indígena con la lucha por la tierra, y que la formación de un
gobierno autónomo indio no contribuiría a la formación de un estado indio sin clases;
visualizaba que este Estado indio podría constituirse en una traba para acumular fuerzas para la
revolución socialista. El punto de vista de Mariátegui era correcto desde un enfoque global
político-estratégico, pero tuvo pocos errores en relación a las cuestiones centrales de la
autodeterminación. “Creemos que la palabra de orden que hará del indio un aliado del
proletariado no indio en la lucha de sus reivindicaciones, no debe ser la palabra de orden de la
autodeterminación india, sino la palabra de orden que plantea a los indios sus reivindicaciones
de clase oprimida y explotada: eso podrá transformarlos en aliados del proletariado alógeno, eso
podrá llegar a darles un espíritu de clase, tarea fundamental de la propaganda marxista (...) en
otras palabras: hay que tener en cuenta el problema racial, pero hay que supraditarlo al
problema de clase”.24 Otros propusieron luchar por la república Aymará, Quechua y cualquier
otra manifestación política de autodeterminación.
José María Arguedas señaló tres fases en el movimiento indígena peruano del siglo XX:
a)la del novecientos, encabezada por Julio C. Tello, que idealizaba el incario; b)la de Mariátegui
y Valcárel, Clorinda Matto de Turner y Dora Mayer, que plantearon la cuestión étnica y social,
ligando el problema indígena a la cuestión de la tierra; c) la corriente liderada por Ciro Alegría y
el mismo Arguedas, que además de lo social, destaca los aportes culturales indígenas,
incluyendo una franja de mestizos, como parte de la peruanidad, sin idealizar el incario ni al
indio como proletario. Para Arguedas, las culturas aborígenes se mantienen vigorosas: “Los más
recientes censos parecen demostrar que, por ejemplo, en el Perú la lengua quechua en lugar de
extinguirse, se fortalece, gana prestigio.”25
En relación a la cuestión negra, hay una discriminación sofisticada y una campaña
subliminal contra todo aquel de color. En palabras de Mosonyi : “el endorracismo venezolano
es muy oculto. Se trata de una concepción de racismo que impide o por lo menos posterga
mucho el surgimiento claro y nítido de mecanismos de defensa que lleven a formas
organizativas completas”.26
Es una situación en parte diferente a la del siglo XIX. Antes de la abolición de la
esclavitud, los negros constituían una minoría discriminada, t en algunos países del Caribe una
mayoría. Después de las leyes abolicionistas la discriminación continuó bajo otras formas. Los
negros, zambos y mulatos fueron oprimidos por razones supuestamente raciales.
Sidney Mintz sostiene que “se corre un riesgo al definir la situación de los pueblos
afroamericanos por su marginalidad. Estos pueblos están marginados desde el punto de vista de
su acceso a la total participación en la sociedad (...). Pero no están marginados desde el punto de
vista de su contribución al orden económico. De hacho, su marginalidad como ciudadanos es
una función de las políticas racista (...). Es esta y otras formas, el papel de los afrolatinos no es,
en lo más mínimo, marginal sino, por el contrario, un componente esencial y central de la
organización económica de las sociedades racistas”.27
Superviven corrientes de pensamiento que siguen considerando la cuestión nacional
desde el punto de vista psicológico-cultural. A nuestro juicio, algunos de esos aspectos parciales
deben ser integrados a una concepción global del problema nacional, con un enfoque de clase,
porque la cuestión nacional en la presente etapa imperialista sólo será resuelta con la toma del
poder por los trabajadores. Esta perspectiva política de clase no significa diluir la cuestión
nacional en los problemas de clase –como ocurrió con los anarquistas y marxistas
latinoamericanos de las primeras décadas del siglo XX- sino que la lucha de clases, y no la
unidad nacional en abstracto, es la única posibilidad de solucionar los problemas de las
minorías, de los sectores oprimidos y, fundamentalmente, de la dominación colonial.
En muchas ocasiones se ha contrapuesto el concepto de lucha de clases al de nación. Si es
un error considerar solamente las clases, dejando de lado el problema nacional, más grave aún
es contemplar sólo la nación, ignorando las contradicciones de clase. La cuestión nacional no es
un problema meramente “ideológico” sino estructural, que deviene del carácter colonial y
semicolonial de Asia, Africa y América latina.
Finalmente, queremos poner de manifiesto que la cuestión nacional en América latina y el
Caribe ha cobrado en el siglo actual una nueva dimensión con la agudización de la deuda
externa. A las antiguas y siempre permanentes consignas de nacionalización de las empresas
extranjeras y de ruptura de los pactos económicos y militares. Alienantes de la soberanía
nacional, se suma ahora otra tarea antiimperialista: el no reconocimiento de la externa. Hay que
incorporar, pues, la deuda externa a la cuestión nacional a través de un acuerdo procesamiento
teórico. No basta con repetir viejos slogans, sino que es necesario comprender la incidencia de
la internalización del capital y de la transnacionalización bancaria en los países dependientes
semicoloniales en esta era de la dolarización de la economía mundial para abordar la cuestión
nacional con nuevas luces.
NOTAS
1
LEON TROTSKY: “Noventa años del Manifiesto comunista”, en La era de la revolución permanente, Juan Pablos Editor,
México, 1973, p. 297.
2
Citado por GEORGES HAUPT y CLAUDE WEILL: Marx y Engels frente al problema de las naciones, Ed. Fontamara,
Barcelona, 1978, p. 27. Consultar, asimismo, ROMAN ROSDOLSKY: El problema de los pueblos “sin historia”, Ed. Fontamara,
Barcelona, 1981.
3
Íbid., p.36.
4
Íbid. , p.58.
5
Íbid., p. 64.
6
Íbid., p.65.
7
C. MARX: Der Aufstand in der Armme, cit. Por DEMETRIO BOERSNER: “Marx, el colonialismo y la liberación nacional”, Rev.
Nueva Sociedad, mayo-junio 1983, Caracas, p.85.
8
Íbid., p. 85.
9
OTTO BAUER: La socialdemocracia y la cuestión de las nacionalidades, 1907, citado por RODOLF SCHLLESEINEGR: La
internacional Comunista y el problema colonial, Cuadernos de pasado y Presente, Buenos Aires, 1974, p. 34
10
LEON TROTSKY: Historia de la Revolución Rusa, Ed. Aloer, Lima, 1981, t. II p. 298.
11
Íbid., t. II, p. 300
12
“Manifiestes, Thèses et Résolutions des quatre premier congrés mondiaux de l’international Communiste, París, 1934; HO CHI
MINH: Escritos políticos, Inst. Cubano del Libro, La Habana, 1973; F. CLAUDIN: La crisis del movimiento comunista, Ed Ruedo
Ibérico, París, 1970
13
JOSE STALIN: El marxismo y la cuestión nacional, Barcelona, 1977.
14
PIERRE VILAR: Iniciación..., op. Cit., p. 171
15
Citado por RAFAEL HERRERA ROBLES: Mariátegui o la revolución permanente, Ed. Pensamiento y Acción, Lima, 1980, p.
126.
16
LUIS VITALE: La contribución de Bolívar a la economía política latinoamericana, Universidad Central de Venezuela, Caracas,
1984.
17
DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA: Pensamiento revolucionario cubano, op. Cit., t.I, p. 45.
18
Publicado en La nación, 22/2/1885, Buenos Aires.
19
JOSE MARTI: “nuestra América” (1889), en Antología mínima, op. Cit., t.I, p. 238
20
El Pájaro Verde: “La cuestión india”, 14/9/1865, cit. Por ROBERT JAULIN: El etnocidio a través de las Américas, Ed. Siglo
XXI, México, 1976, p. 57.
21
Íbid., p.63.
22
GUILLERMO BONFIL BATALLA: “Las nuevas organizaciones indígenas”, en Indianidad y descolonización en América latina,
Nueva Imagen, México, 1979, p. 27.
23
Declaración de Barbados, en Indianidad y descolonización... , op. Cit.
24
“Primera Conferencia Comunista Latinoamericana”, en Revista La Correspondencia Sudamericana, Buenos Aires, 1929, p. 265.
25
JOSE MARIA ARGUEDAS: Formación de una cultura nacional, Ed, Siglo XXI, México, 1975, p. 188. Además JULIO
COTLER: Clases, Estado y nación en el Perú, IEP, Lima, 1978; SINESIO LÓPEZ: “De imperialismo a nacionalidades oprimidas”,
en Nueva historia del Perú, Ed. Mosca Azul, Lima 1980; CARLOS FRANCO: “Identidad política e identidad nacional”, en Perú:
identidad nacional, CEDEP; Lima, 1980; ALBERTO FLORES GALINDO: “Los intelectuales y el problema nacional”, en Siete
ensayos: 50 años en la historia, Ed. Amauta, 1979.
26
ESTEBAN MOSONYI: Identidad nacional y culturas populares, Caracas, 1982, p. 107.
27
SIDNEY MINTZ: “Una reflexión desprevenida”, en Africa en América latina, Ed, Siglo XXI, México, p. 394.
,Capítulo X
El tratamiento del problema agrario y minero es clave para poder comprender la historia
latinoamericana, ya que su evolución económica ha sido condicionada por las explotaciones
agropecuarias y mineras, hasta el siglo XX inclusive. Sin el estudio de esta problemática
tampoco puede entenderse cabalmente la estructuración de las clases sociales y los
enfrentamientos políticos intra e intercalases.
Desde la conquista ibérica nuestra historia está cruzada por la disputa de la tierra y las
minas: millones de indígenas, que luchan en defensa de sus tierras; sectores de la burguesía
criolla que, además de arrebatarles las tierras a los aborígenes, chocan entre sí por el control de
las mejores tierras y minas; finalmente, en el siglo XX, la inversión en dichas áreas del capital
monopólico extranjero, que motiva como respuesta la demanda por la nacionalización de las
minas y las tierras. Los proyectos de reforma agraria y de nacionalización de la minería,
esbozados en el siglo XIX e implementados en el presente, constituyen una prueba inequívoca
de que la cuestión agraria y minera ha estado en el centro del conflicto social latinoamericano.
Por eso llama la atención la escasa importancia que las ciencias sociales han prestado al
procesamiento teórico de la renta del suelo.
Antes de analizar la incidencia de América latina de la renta del suelo –que no sólo se
refiere a la tierra sino también a las minas- creemos conveniente hacer algunas precisiones sobre
el tema.
En primer lugar, es necesario aclarar que no existe una disciplina específica para el
tratamiento de los problemas agrarios y mineros. Ni la economía ni la sociología han logrado
crear una epistemología para el estudio concreto de la cuestión agraria y minera, razón por la
cual hay que recurrir a formulaciones históricas, sociológicas y económicas de carácter general.
En segundo lugar, la teoría de la renta del suelo que conocemos fue formulada por los
teóricos de la economía política a principios del siglo XIX para ser aplicada fundamentalmente
a los países capitalistas de Europa occidental; vale decir, es la teoría de la renta del suelo en su
forma capitalista. Si bien es cierto que la renta absoluta del suelo –que se fundamenta en la
propiedad de la tierra- se dio en regímenes precapitalistas de producción, adquirió nuevas
dimensiones en el sistema burgués con el desarrollo de la renta diferencial, cuya apropiación
esta determinada no por la propiedad territorial sino por la situación, fertilidad del suelo y
productividad como resultado de la inversión de capital.
Por consiguiente debe manejarse con sumo cuidado esta teoría de la renta del suelo en el
estudio de la historia económica latinoamericana, sobre todo desde la época colonial hasta la
segunda mitad del siglo XIX. Inclusive, para el siglo XX debe evitarse la aplicación mecánica
de la teoría europea de la renta del suelo en su forma capitalista, porque tenemos especificidades
–derivadas de nuestra economía primaria exportadora- en cuanto a la aplicación de la renta
diferencial. No debe olvidarse que los clásicos de la economía política del siglo XIX crearon la
teoría de la renta diferencial basados en el desarrollo del mercado interno. De ahí la necesidad
de recrearla en América latina tomando en cuenta la incidencia del mercado internacional.
Nos permitimos dividir el proceso de apropiación de la renta del suelo en América latina
en tres fases: 1) la renta absoluta de la tierra, de carácter no capitalista, desde la Colonia hasta la
segunda mitad del siglo XIX; 2) la renta diferencial de la tierra en su forma capitalista,
combinada con la renta absoluta, desde fines del siglo XIX hasta 1950 aproximadamente, y 3) el
predominio de la renta diferencial a raíz del desarrollo generalizado del capitalismo agrario a
partir de 1950.
El surgimiento de la propiedad privada territorial –fundamento de la renta absoluta de las
tierras y las minas- se remonta en Indoamérica a la conquista hispano-lusitana. Los
conquistadores ibéricos se apoderaron por la violencia de las tierras de los aborígenes y luego se
las repartieron bajo la figura jurídica de “mercedes de tierras”. La propiedad territorial nació
fundamentalmente de la merced de tierras y no de la encomienda, ya que ésta no daba derecho a
la propiedad del suelo sino solamente a la explotación de la mano de obra indígena. Sin
embargo estas categorías socioeconómicas no estaban escindidas; la encomienda
complementaba la merced de tierras; éstas habrían carecido de valor sin el trabajo humano.
Los usurpadores de la tierra aborigen se apropiaron de la renta absoluta no sólo a través
del recargo en los precios de los productos de exportación, sino también arrendando el suelo: al
principio por un canon pagado en trabajo o en especies y luego en dinero, relación de
producción expresada en el régimen de aparcería, “arrendire” e inquilinaje que sustituyó el
deprimido sistema de encomiendas a mediados a mediados del siglo XVIII.
En las explotaciones mineras también se produjo una apropiación de la renta absoluta,
tanto por el recargo de la misma en los precios de los productos de exportación como en el
arrendamiento. Según Silvio Zabala, en algunas minas de México se implantó el sistema de
arrendamiento.1 En Chile los empresarios mineros atrajeron mano de obra mestiza mediante la
“dobla” y el “aprovechamiento de la labor”. La primera consistía en autorizar a los trabajadores
“independientes” a extraer metal durante el día, debiendo ceder la tercera parte de la producción
al dueño de la mina. El otro régimen consistía en el “aprovechamiento” de una veta por una
cantidad determinada de días”.2
Roto el nexo colonial con España, la clase dominante criolla acrecentó su renta del suelo
con el despojo de las tierras que aún quedaban en manos de las comunidades aborígenes. La
llamada expansión de la frontera interior o las “campañas al desierto” consumaron el despojo.
En varios países la renta absoluta pasó de manos de la Iglesia católica a la burguesía
liberal. Los casos más sobresalientes fueron los de México, bajo Benito Juárez; Guatemala,
durante el gobierno de Justo Rufino barrios; El Salvador, presidido por Rafael Zaldívar, y la
tradicional Colombia, donde en la segunda mitad del siglo XIX se expropiaron los llamados
“bienes de manos muertas”.
Los terratenientes usufructuaban de la renta absoluta, alquilándola por un canon a
terrazgueros, arrendatarios, pisatarios y aparceros. Los campesinos sin tierra, especialmente los
mestizos y ex esclavos negros, aceptaron esta forma de arriendo pagado en trabajo, en especies
y, a veces, en dinero, porque era la única posibilidad que tenían de disfrutar de una casa y de un
pedazo de tierra que cultivar. En Argentina, Brasil y Uruguay tuvieron que someterse a este
sistema de arriendo la mayoría de los inmigrantes pobres europeos.
Mientras que en el pago de la renta en especies el terrateniente se apropiaba de una parte
de la producción, en el régimen de renta en dinero –para el pago del canon- el terrateniente se
apoderaba del plustrabajo en su forma monetaria.
En el fondo, una parte de las luchas campesinas ha tenido por finalidad reducir el monto
el pago de la renta minera ya sea cargándola en los precios del cobre, salitre, plata, oro y estaño
que exportaban o arrendándola a los empresarios capitalistas e inclusive a los trabajadores
independientes, llamados pirquineros en Chile. Pero generalmente el dueño de las minas era al
mismo tiempo el que las explotaba, percibiendo la renta minera en base a un porcentaje sobre la
producción. En este porcentaje no sólo incluía la renta absoluta sino también la renta diferencial
que obtenía de la ubicación de las minas –especialmente las más próximas a los puertos de
exportación y bosques- y de sus vetas más productivas.
De manera similar la fertilidad de los suelos, su ubicación y la inversión de capitales en el
agro facilitó una mayor apropiación de la renta diferencial de la tierra. Precisamente la clave del
despegue de la burguesía agropecuaria argentina en la segunda mitad del siglo XIX fue la
fabulosa renta diferencial extraída de la “pampa húmeda”, que convirtió a la Argentina en el
mayor y más competitivo de cereales y carnes del mundo, junto con los Estados Unidos y
Australia. En contraste con otros países de América latina, con excepción del Uruguay, la renta
diferencial en Argentina fue determinante en el auge exportador y en el proceso de
acumulación, distribución y consumo. Los ganaderos y agricultores produjeron a más bajo
costo; pero dialécticamente esta renta diferencial hizo más crónica la dependencia estructural de
Argentina. La renta diferencial de la tierra pudo dar tan altos dividendos porque además de la
fertilidad de los campos y la inversión de capitales, la burguesía agropecuaria implantó
oportunas relaciones de producción capitalistas.
Guillermo Flichman señala que a estos factores debe agregarse la competitividad a escala
internacional: “El hecho de producir para el mercado mundial en condiciones altamente
competitivas otorgó a la clase social que poseía la tierra una importancia clave, decisiva (...). La
peculiaridad del desarrollo de la Argentina, el papel primordial de la renta del suelo en el origen
de la acumulación interna, ha signado las características de nuestro desarrollo capitalista”.3
Los cafetaleros de Centroamérica, Colombia, Venezuela y Brasil, los cacaoteros del
Ecuador y los azucareros con Cuba y República Dominicana también usufructuaron de la renta
absoluta y diferencial de la tierra. Su proceso de acumulación capitalista fue el resultado tanto
de la explotación de la mano de obra asalariada y semiservil como de la apropiación de la renta
agraria. Por eso el estudio de la renta del suelo es fundamental para poder comprender la cuantía
de la acumulación interna, fenómeno descuidado por los teóricos de la dependencia.
Esta situación cambió en el siglo XX con el traspaso de parte de las riquezas nacionales a
manos del capital monopólico extranjero. La renta del suelo, especialmente la minera, fue
entonces apropiada por las empresas imperialistas.
El proceso de industrialización por sustitución limitada de importaciones, acelerado a
partir de la década de 1930, coadyuvó al desarrollo del capitalismo agrario, aunque en algunos
países continuaron persistiendo relaciones precapitalistas de producción como el concertaje,
pongaje etcétera.
Este desarrollo del capitalismo agrario se vio favorecido con la implementación de
reformas agrarias en México, especialmente bajo Cárdenas en la década de 1930; Bolivia
(1953-55); Guatemala (1944-54); Venezuela, Chile y Perú en la década de 1960. Estas reformas
agrarias tuvieron como uno de sus objetivos, mediatizar la incidencia de la renta absoluta de la
tierra sin suprimir el derecho de propiedad. Las luchas del campesinado, iniciadas a veces para
disminuir el pago de esta renta, terminaron cuestionando la propiedad terrateniente al exigir la
expropiación y reparto de la tierra. “El traspaso de la tierra es, simultáneamente, un traspaso del
instrumento de captación de la tierra. En adelante, el plustrabajo que constituía el contenido de
la renta apagada al ex propietario de la tierra que queda, aparentemente, en manos del
campesino beneficiario de la reforma agraria.”4
Desde mediados de la década de 1960 se dio un neto predominio de la renta diferencial
sobre la absoluta a raíz del desarrollo generalizado del capitalismo agrario en casi todos los
países de América latina. Muchos de sus productos de exportación se vieron beneficiados por
los precios del mercado mundial; es decir, por factores externos que no tienen relación con el
grado de explotación de los trabajadores rurales.
En las décadas de 1970 y 1980 crece notoriamente la agroindustria, elaboradora de las
materias primas del campo. Se dio, así una integración de los procesos productivos agropecuario
e industrial, que adquirió un carácter francamente oligopólico, predominando las empresas
transnacionales, asociadas al capital criollo. Se entremezclaron entonces la burguesía
agroindustrial con la agrocomercial y con la burguesía agropecuaria propiamente dicha;
controlaban desde la producción hasta la elaboración y la comercialización de los productos del
campo.
Si bien es cierto que el proceso de sustitución limitada de importaciones dio un
importante impulso a la agricultura, en los hechos ésta ha quedado subordinada a las áreas más
dinámicas de la economía, en particular a los oligopolios industriales, subordinación también se
expresa en el régimen desigual de transacciones y compraventas entre el sector agrícola y el
industrial, determinando una mayor transferencia de valor que en el pasado del área rural al
sector financiero e industrial exportador. De este modo una parte sustancial de la renta agraria
ha pasado a ser apropiada por el capital financiero y agroindustrial.
El desarrollo del capitalismo agrario ha cambiado las relaciones de producción,
provocando un aumento notable del proletariado rural, tanto en las grandes haciendas como en
las medianas, a través de un nuevo sujeto social: el contratista, que se hace cargo –con su propio
personal- de la siembra, arado y recolección de la cosecha. De más está decir que el propietario
de la tierra que hace el acuerdo con el contratista sigue gozando de la renta agraria.
Paralelamente, los estados latinoamericanos entregan tierras, créditos y maquinarias a los
empresarios del campo, más interesados en la explotación que en la propiedad de la tierra; vale
decir, en el usufructo de la renta diferencial, además de su cuota de ganancia. El auge de las
exportaciones rurales no tradicionales,5 como frutas, flores, etc., durante las décadas de l 70 y
del 80 muestra predominio en América latina de la renta del suelo en su forma capitalista,
aunque todavía supervivan la renta absoluta y el régimen parcelero en las producciones de tipo
familiar.
El crecimiento del proletariado rural, que también ha cambiado en cuanto a su
composición de sexo por la masiva integración de la mujer a las empresas capitalistas del agro,
no sólo facilita la alianza obrero-campesina, sino también permite una mayor difusión de
políticas de colectivización. Por consiguiente en el campo latinoamericano ya no sólo es factible
plantear la tarea democrático-burguesa de reparto de la tierra, sino también la tarea socialista de
colectivización a través de la socialización de las empresas agropecuarias de mayor desarrollo
capitalista.
Respecto de la minería, la nacionalización del período mexicano por Cárdenas, del estaño
boliviano en 1952, del cobre chileno bajo el gobierno de Salvador Allende y del petróleo
venezolano por Carlos Andrés Pérez, replanteó la discusión acerca de la renta minera, hasta
entonces soslayada por la minería de los investigadores, con excepción de Rafael González
Cedeño y B. Momer en Venezuela. Analistas y políticos de corte nacionalista llegaron a
manifestar que el Estado había dejado de usufructuar la renta minera, argumentando que ésta
sólo tiene vigencia cuando las minas se mantienen en manos privadas. Al no advertir que el
mercado mundial del petróleo, del cobre y otros minerales concurren los propietarios privados,
caen en la ingenuidad de creer que los Estados –que han nacionalizado las minas- deben
renunciar al sobrecargo o plusbeneficio de la renta minera.
En los países latinoamericanos en transición al socialismo, como Cuba, nadie podría
exigirle al gobierno de Fidel Castro que renunciara a la renta agraria azucarera. Los precios del
azúcar están determinados por un mercado mundial, controlado por los países imperialistas, que
obviamente contemplan la renta del suelo en el costo de los productos.
El problema de la renta del suelo no sólo es decisivo para el estudio del proceso de
acumulación capitalista sino también para los países en transición al socialismo. Una vez
nacionalizada las tierras y las minas, el Estado se ve obligado a cargar la renta del suelo y los
productos agropecuarios y mineros de exportación. Si agregan la renta absoluta y diferencial a
sus costos, sería un error del Estado en transición al socialismo no hacer lo mismo.
NOTAS
1
SILVIO ZABALA: Ensayos sobre la colonización española, Ed. EMECE, Buenos Aires, 1944, p. 170
2
LUIS VITALE: Interpretación marxista de la Historia de Chile, Ed. Prensa Latinoamericana, Santiago, 1969, t. II, p. 76.
3
GUILLERMO FLICHMAN: La renta del suelo y el desarrollo agrario argentino, Ed, Siglo XXI, Buenos Aires, 1982, pp. 76.
4
MICHAEL GUTELMAN: Estructuras y reformas agrarias, Ed. Fontamara, Barcelona, 1978, p.170
5
LUIS VITALE: “La inserción de las exportaciones no tradicionales de América latina en la nueva división mundial del trabajo
durante la fase superior de transnacionalización del capital”, en Revista Confrontación, Buenos Aires, marzo 1987, nº 3, p. 66.
Capítulo XI
El proceso
De industrialización
Una teoría de la historia de América latina debe servir para explicar también por qué
nuestros países recién accedieron a la fase industrial bien entrado el siglo XX; qué razones hubo
para que no pudieran transitar esa vía en el siglo XIX, cuando otras naciones tan retrasadas
como las nuestras fueron capaces de comenzar la industrialización en aquella temprana época.
Esa teoría de la historia debe procurar asimismo, dar cuenta de los motivos de fondo que
posibilitaron en inicio de la industrialización en la primera mitad del presente siglo, explicando
por qué las metrópolis capitalistas, hasta entonces enemigas de la industrialización en los países
semicoloniales dependientes, permitieron nuestro particular desarrollo manufacturero. Y
finalmente, en qué estadio se encuentra este proceso de industrialización dependiente
Así podría explicarse parte del trasfondo de nuestra historia republicana, rebasando el
marco de la mera anécdota o sucesión de presidentes contados por una historiografía incapaz de
interpretar qué fuerzas e intereses sociales estuvieron precisamente detrás de esos gobiernos.
Influidos ideológicamente por el modelo europeo de desarrollo industrial, los
historiadores, economistas y sociólogos latinoamericanos –en su mayoría- han menospreciado
la importancia de la artesanía indoamericana procolombina, los obrajes textiles de la época
colonial y los intentos de industrialización del siglo XIX, poniendo sólo de relieve el proceso de
sustitución de importaciones del presente sigo.
Corresponde entonces revalorizar la significación histórica de estos embriones
manufactureros, ya que hasta fines del siglo XIX América latina tuvo posibilidades de
desarrollar una industria propia, como lo había hecho la India hasta la colonización inglesa y
como lo pudo hacer el Japón de los Meiji en la segunda mitad del siglo XIX.
ANTECEDENTES
Si bien es cierto que la artesanía de las culturas americanas no puede considerarse una
industria, expresaba un avance tecnológico de tal envergadura que sus trabajos en metales se
encontraban en un estado igual o superior a la de la Europa del siglo XV según Alberto Durero
y E.Nordenskjörld. Los aborígenes de México, Colombia y el altiplano peruano-boliviano
conocían casi todas las alteraciones de los metales,1 la soladura, el enchapado por martilleo, el
repujado, etc., llegando a tener hornos propios de fundición, que llamaban “guairas”2
Los españoles lograron en breve lapso poner en explotación las minas porque contaron
con la experiencia indígena en el trabajo minero-metalúrgico. La explotación de la plata,
especialmente del fabuloso cerro de Potosí, aumentó con la introducción de la amalgama,
descubierta en 1555 por Bartolomé de Medina en México. Este aporte hispanoamericano no ha
sido debidamente evaluado porque, en rigor, “se anticiparon casi dos siglos y medio a los
grandes metalurgistas de la Europa central al crear y practicar industrialmente los beneficios de
amalgamación de las minas de plata”.3
La manufactura artesanal criolla se desarrolló en el siglo XVIII teniendo como
antecedente la notable cerámica indoamericana y los trabajos en tejido, hilado y cestería de los
aborígenes. El aislamiento de las colonias en el siglo XVII obligó a las autoridades a promover
la creación de obrajes textiles en Quito, Perú, Chile y México. Este incipiente desarrollo de la
industria artesanal fue afectado por el contrabando y las reformas borbónicas, que permitieron la
entrada de manufacturas que hacían competencia a los obrajes criollos.
Este hundimiento de las industrias artesanales del interior de las industrias artesanales del
interior se agudizó durante la independencia, porque la clase dominante criolla, interesada
solamente en la economía primaria exportadora, no sólo descuidó la industria sino que otorgó
facilidades al ingreso de manufacturas europeas que aceleraron la quiebra de las industrias
artesanales nativas como las de calzado, alfombras, tejidos, alfarería, etcétera.
A pesar de la oposición de los ideólogos de la economía primaria exportadora, durante el
siglo XIX se llevaron a cabo algunos intentos de protoindustrialización, especialmente en
Paraguay, México, Chile, Brasil y la Argentina.
En Paraguay, bajo el gobierno de los López, se desarrolló la industria maderera, textil y,
sobre todo, una incipiente industria pesada al crearse la fundición de Ibicuy. Paraguay avanza –
dice León Pomer-, “construye ferrocarriles, telégrafos, fábricas de pólvora, de papel, loza,
azufre y tintas”.4 Este avance industrial fue cortado a raíz por la guerra de la Triple Alianza.
En México, Lucas Alamán y Estevan de Antuño crearon el banco de Avío, con un millón
de pesos, para fundar centros siderúrgicos nacionales; proyecto retomado en 1842 por la
Dirección General de Industrias. Según Gilberto Argüello “hacia 1846 el capital invertido en
textiles era de unos doce millones de pesos (...) en 1847 se fundaron 4 fábricas modernas e
hilados en Puebla con ocho mil husos (...) hacia 1850 los telares mecánicos podían producir
1.231.500 piezas y los manuales 1.350.000”.5 Aunque se abandona la política proteccionista, la
industria nacional vuelve a crecer entre 1860 y 1870.
En Chile, surgieron fundiciones, como la Balfour Lyon (1846), Klein (1851), Lever,
Murphy y cía. (1860), San Miguel (1870) y Libertad (1877). Las fábricas textiles de Bellavista
Tomé y El Salto se crearon en 1865 y 1870 respectivamente, al igual que las de cerveza, fideos,
talabarterías, etcétera. En rigor, no hubo un proceso de sustitución de importaciones sino que
dichas industrias se levantaron en función de las necesidades de herramientas y repuestos que
tenían los mineros y hacendados para su economía primaria exportadora, a pesar de los
esfuerzos que hizo el presidente Balmaceda por promover la industria. En Brasil, a partir de la
década de 1180, se crearon fábricas textiles en Bahía, San Pablo y río de Janeiro. En la
Argentina, en 1895 existían 23.000 establecimientos con 170.000 trabajadores.
(millones de u$s)
1951-52 1965
Petróleo 1.912 3.034
Manufactura 1.774 2.741
Comercio y varios 1.393 1.600
Minería y fundición 686 1.114
NOTAS
1
PAUL RIVET y H. ARDANSAUX: La metallurgie en Amérique precolombiene, Univ. De París, Inst. D’ Ethnologie, 1946, p.
108.
2
MODESTO BARGALLO: La minería y la metalurgia en l América española durante la época colonial, FCE, México, 1955, p.
41.
3
Íbid., p. 351.
4
LEON POMER: La guerra del Paraguay, Centro Editor de América latina, Buenos Aires, 1987, p. 45.
5
GILBERTO ARGÜELLO: “El primer medio de siglo de vida independiente”, en México, un pueblo sin historia, Univ. Autónoma
de Puebla y Nueva Imagen, México, 1983, pp. 117 y 118.
6
ANIBAL QUIJANO: Naturaleza, situación y tendencias de la sociedad peruana contemporánea, mimeo, 1967,
7
CEPAL: Informe de 1979 del secretario ejecutivo Enrique Iglesias, publicado por revista Hoy, Santiago de Chile, 8 de enero de
1980, p.38.
8
Cuadernos de la CEPAL, Santiago de Chile, 1973.
9
Cuadernos de la CEPAL, Santiago de Chile, noviembre 1981.
10
ANTONIO ELIO BRAILOVSKY: Historia de la crisis argentina, Ed. De Belgrano, Buenos Aires, 1982, p. 197.
11
“Eco-survey”, Carta Semanal, nº 976, del 27/101980
12
LUIS VITALE. Los movimientos sociales ponen en jaque a la Junta Militar de Chile, Ed. Recabarren, Buenos Aires, 1985, p.20.
13
CEPAL: Las relaciones económicas externas de América latina en los años 80, Santiago de Chile, 1981, p. 36.
14
Informe CEPAL, Nueva York, 1975.
15
Informe de la Sociedad de Fomento Fabril, Santiago, 1980.
Capítulo XII
La mitad oculta
de la historia:
las mujeres
El tema es de tanta trascendencia para una teoría de la historia que el estudio a fondo y
desprejuiciado de esta mitad ignorada de la humanidad, arrojará, sin duda, nuevas luces sobre la
historia global, haciendo más proliferantes de los contenidos de cada formación social.1
Obviamente, no puede hacerse una historia de la mujer sin un análisis de la formación social,
pero no alcanzaremos a desentrañar la genuina historia de las transformaciones sociales si se
sigue desconociendo la otra cara de la Luna. Es hora de admitir que la historiografía ha ocultado
el protagonismo de la mujer. Los aportes que se hagan para poner de relieve su participación en
la economía y los movimientos sociales, políticos y culturales contribuirán sin duda a la
elaboración de una teoría de la historia universal mientras no se integren los aportes de los
estudiosos de América latina, Asia y Africa, tampoco habrá teoría de la historia mundial de la
mujer hasta que las investigadoras del denominado “tercer mundo” –conscientes de las
especificidades de sus continentes- discutan con las europeas y norteamericanas los
fundamentos globales y particulares de las dominaciones de clase y sexo.
Una historia de la opresión y las luchas de la mujer latinoamericana debe partir del hecho
objetivo de que en nuestras tierras la evolución de las sociedades siguió un camino diferente al
europeo.
En nuestra América no se dio la familia esclavista ni feudal porque aquí no hubo un modo
generalizado de producción esclavista y feudal. Se pasó del modo de producción comunal a un
período de transición abierto por la colonización europea que culminó en la segunda mitad del
siglo XIX en un capitalismo primario exportador. Inclusive, durante la Colonia y gran parte de
la República no se dio de manera uniforme el tipo de familia nuclear europea, porque nuestra
matriz societaria indígena y negra siguió permeado la vida cotidiana y la relación familiar.
Recién en el siglo XX se configura un tipo de familia similar al europeo, aunque con
especificidades étnicas.
La mujer latinoamericana sufre los mismos problemas de explotación económica y
opresión cultural que las mujeres de otros continentes. Reproduce gratis la fuerza de trabajo sin
que el sistema invierta un peso. La especificidad de la mujer –poder dar vida- fue uno de los
principales fenómenos de la naturaleza que el hombre inspiró a controlar cuando se dio cuenta
del proceso de procreación. La institucionalización del patriarcado dio aparente legitimidad a
dicho control.
El patriarcado es más que una expresión del régimen de dominación en la familia; es una
institución para controlar la reproducción de la vida y de la fuerza de trabajo, condicionando
para ello tanto el comportamiento sexual como el social de la mujer.
La mujer es objetivamente mediadora entre la naturaleza y la cultura, mediadora entre la
vida y la sociedad, por su condición de reproductora. En última instancia, la reproducción –que
en términos demográficos determina las leyes de población- es fundamental para el proceso
productivo, por cuanto condiciona la disponibilidad de fuerza de trabajo, que es la única que
engendra valor.
Como puede apreciarse, no basta estudiar la producción porque en ella no se agota la
formación social, sino que también es fundamental analizar la reproducción de la vida y de la
fuerza del trabajo, fenómenos considerados “naturales” y descuidados por la economía política,
tanto clásica como marxista.
Una de las primeras desigualdades sociales se produjo con la división del trabajo por
sexo. Este comienzo de la opresión femenina, anterior a la propiedad privada y al surgimiento
del Estado, no fue el resultado directo de su condición de reproductora de la vida, sino de un
prolongado proceso social, que empezó con un simple reparto de tareas para transformarse
después en una clara división del trabajo en las sociedades agroalfareras y, especialmente, en las
formaciones inca y azteca.
La apropiación del trabajo femenino se fue consolidando en América latina durante la
Colonia y la República. En este proceso específico de acumulación no debe confundirse trabajo
doméstico con reproducción simple y menos con reproducción ampliada de capital. De todos
modos, existe una contribución doble de la mujer al proceso de acumulación: como asalariada y
como dadora indirecta del valor a través del trabajo no retribuido del hogar; además de realizar
un trabajo no remunerado en las pequeñas explotaciones agrarias y artesanales.
La mujer latinoamericana también ha sido integrada a las empresas transnacionales,
entregando plusvalía en ellas y en las nacionales asociadas al capital extranjero Constituye el
principal ejército industrial de reserva de mano de obra que permite al capitalismo bajar el
salario real. Por eso, el proceso de acumulación del capital monopólico mundial no puede ser
explicado de manera cabal si se toma en cuenta el grado de explotación de las mujeres.
En cuanto al trabajo doméstico, que también transfiere valor al sistema, hay que hacer
algunas precisiones sobre su especificidad en América latina. Ante todo, no habría que asimilar
las labores de la mujer en las comunidades agroalfareras –e inclusive en los ayllus y calpullis
incas y aztecas- con el trabajo doméstico implantado en la Colonia y la República. Quienes
postulan el discutible concepto de “modo de producción doméstico” para todos los períodos de
la historia confunden modo de producción comunal con trabajo doméstico.
El trabajo doméstico se relaciona con la producción de la vida y de la fuerza de trabajo, la
crianza de los hijos, las tareas de cocina, lavado, planchado y elaboración de algunos valores de
uso. La reproducción de la fuerza de trabajo –antes que ésta se convierta en mercancía- es
trabajo pretérito o acumulado. en el caso de la reposición diaria de la fuerza de trabajo es
contribución permanente. Por eso el trabajo doméstico tiene proyección social; no es meramente
privado, aunque ésa sea su apariencia. No es un simple complemento de la reproducción
ampliada del capitalismo, sino una condición sine qua non de un sistema que se beneficia del
trabajo no remunerado de la mujer en el hogar. Entra, por consiguiente, en la esfera de las
actividades funcionales al sistema.
Para Wally Seccombe, la relación del trabajo doméstico con el sistema capitalista está
medida por la mercancía fuerza de trabajo a partir de su reproducción, confundiendo
procreación de hijos con el momento en que éstos, ya adultos, venden su fuerza de trabajo. A
nuestro juicio, el trabajo doméstico efectiviza su relación con el mercado a través de la
reposición diaria de la fuerza de trabajo, ya sea del esposo o de los hijos. Dicha autora sostiene,
asimismo, que el trabajo doméstico es trabajo abstracto que crea valor, pero de un carácter
privado, fuera del ejercicio de la ley del valor.2 Nos parece que confunde la ley del valor-trabajo
con valor, al igual que Harrison cuando afirma, por otros motivos, que el trabajo doméstico no
crea valor porque no produce mercancías. Advertida del error, en artículos posteriores
Soccombe reconoció que el trabajo doméstico crea un cierto tipo de valor.
La teoría del valor-trabajo sirve para explicar la apropiación de la plusvalía, pero es
insuficiente para dar cuenta de la forma en que es expropiado el trabajo de la mujer en el hogar.
A nuestro juicio, no cabe aplicar la teoría de la plusvalía al trabajo doméstico, ya que en esto no
se dan las reglas del juego capitalista: trabajo necesario y trabajo excedente. Si bien es cierto
que no hay extracción de la plusvalía en el hogar por parte del hombre respecto del trabajo
doméstico de la mujer, nadie puede negar que ésta realiza un trabajo. Y todo trabajo produce
valor.
El valor no se desdobla en valor de uso y valor de cambio, como han dicho lectores
superficiales de la obra de Marx. El valor es inescindible. Lo que ocurre es que el producto del
trabajo puede ser utilizado como valor de uso o valor de cambio. Si la mujer que trabaja en el
hogar produce un valor, independiente de la forma asalariada, cabe preguntarse cómo se
manifiesta ese valor. La clave para estudiar este problema teórico se encuentra en el concepto de
“determinaciones de valor” que Marx no trata sistemáticamente, pero que señala claramente en
algunos párrafos de El capital.3
En la producción de valores de uso, como ocurre con ciertas tareas domésticas, existe una
“materialización del trabajo humano”. De ahí que el valor que produce la mujer en el hogar se
transfiere indirectamente, y en última instancia, al régimen de dominación de clase, sin que éste
tenga que desembolsar un centavo para la reproducción de la vida y la reposición diaria de la
fuerza de trabajo.
La apropiación-expropiación de las labores domésticas de la mujer va más allá de la
enajenación del trabajo. Alcanza su mayor significación en la inhibición de la identidad integral
de la persona mujer, puesto que ella pasa a ser alguien que “no hace nada”, cuando en rigor su
trabajo es funcional al sistema patriarcal y de clase.
En el trabajo doméstico –considerado tarea inherente, inmanente y “natural” de la mujer-
intervienen factores extraeconómicos, derivados de la presión ideológica del patriarcado. El
amor a la familia –institución cultural- es elevado a una forma de ideología encubridora de la
explotación económica de la mujer que trabaja, sin ser remunerada, por amor al esposo y a los
hijos, como si fuera la única razón de su existencia.
La familia nuclear es la célula básica de la sociedad civil, cada día más regimentada por
un Estado que difunde masivamente la ideología de la clase dominante. Es fundamental estudiar
en la historia de América latina cómo la familia ha sido utilizada –en lo económico e
ideológico- por el Estado, la Iglesia y las Fuerzas Armadas como una de las principales correas
de transmisión de la ideología de la clase dominante en la sociedad civil, alienando a la mujer en
el papel de transmisora de dichos valores.
No siempre la mujer desempeñó este papel en América. Los españoles y portugueses
procuraron por todos los medios desestructurar la gens aborigen, para formar el tipo de familia
nuclear europea, fenómeno que se consolidó durante los siglos XIX y XX.
La represión de la sexualidad femenina se remonta a los orígenes del régimen patriarcal.
La monogamia y la ideología de la fidelidad y castidad surgieron para asegurar la paternidad,
reprimiendo así la genuina sexualidad femenina.
Una de las especificidades que se observa en la historia de la mujer latinoamericana
consiste en que sus reivindicaciones específicas están estrechamente ligadas con la lucha
cotidiana por el agua, la vivienda, la educación, la salud y el transporte, problemas que en gran
medida no enfrenta el feminismo europeo. De ahí que rápidamente se combine la lucha
feminista con el combate social, adquiriendo el proceso un marcado carácter político.
El feminismo ha logrado definir los matices de la lucha antipatriarcal y anticapitalista. El
patriarcado constituye un régimen de dominación que aparentemente se fue autonomizando
respecto del modo de producción, aunque siempre fue y es funcional a él. Estableció una
dinámica propia en la relación de poder de la pareja, independientemente de que el hombre
fuera también explotado por otros hombres. La implantación del patriarcado es uno de los
fenómenos sociales más trascendentes de la historia universal, a tal punto que ha sobrevivido a
todos los modos de producción y sociedades de clases y se resiste a desaparecer en la fase de
transición al socialismo.
El movimiento feminista latinoamericano no es tan nuevo como se supone, ya que sus
primeras manifestaciones se remontan a la segunda mitad del siglo XIX, en las luchas por el
derecho al voto y al divorcio, que comienzan a concretar en el siglo XX organizaciones como el
Consejo Nacional de Mujeres del Uruguay (1916), liderado por Paulina Luisi; el grupo Rosa
Luxemburgo y al Alianza Femenina (1920)de Ecuador, creada por Nela Martínez; la Unión
Feminista Nacional de la Argentina (1918), promovida por Julieta Lanteri y Alicia Moreau; el
Movimiento de Emancipación de la Mujer Chilena (1936), orientado por Elena Caffarena, y
otros similares en Perú, Cuba, Puerto Rico, Venezuela y Bolivia. En algunos países (Brasil,
Argentina, Chile y Uruguay) se llegó a la fundación de partidos feministas. Pero estas
organizaciones entraron en crisis a medida que fueron logrando algunas conquistas, como el
derecho al voto, que en países como Ecuador (1924) se obtuvo antes que en muchas naciones
europeas.
Después de casi tres décadas de estancamiento, el feminismo latinoamericano resurgió a
principios de los años sesenta, logrando crear grupos autónomos que practican una nueva forma
de hacer política al tratar de que aspectos importantes de “lo privado” sean motivo de discusión
pública. Desde principios de la década de 1980 os grupos feministas han empezado a consolidar
sus lazos con el sector de las mujeres más oprimidas: indígenas, obreras y campesinas y a
relacionarse con otros movimientos sociales.
El feminismo puede llegar a ser más radical que otros movimientos y partidos porque va
más allá de la lucha contra el capitalismo, al luchar también por la liquidación de cualquier
manifestación de patriarcado, inclusive durante el período de transición al socialismo. Visualiza
una utopía, que es motor de cambio y de esperanza, utopía realizable porque se ha puesto en
marcha un movimiento que expresa los intereses de la mitad de la población.
NOTAS
1
Esta parte es reproducción parcial del último capítulo de nuestro libro: La mitad invisible de la historia. El protagonismo social de
la mujer latinoamericana, Ed. Sudamericana-Planeta, Buenos Aires, 1987.
2
WALLY SECCOMBE: “El trabajo doméstico en el modo de producción capitalista”, en El ama de casa bajo el capitalismo, Ed.
Anagrama, Barcelona, 1975.
3
C. MARX: El capital, trad. W. Roces, FCE, México, 1946, t. I, vol. II, pp. 79, 80, 85, 922, 923, 968, a 970, 975 a 978.
Capítulo XIII
Ideología, vida cotidiana y el
Papel del mito social en la
Historia latinoamericana
LA VIDA COTIDIANA
Una teoría de la historia para América latina debe considerar las manifestaciones más
importantes de la vida cotidiana para explicar el comportamiento de los pueblos ya que en el
diario vivir se expresa de manera tangible la praxis de los seres humanos. “La vida cotidiana –
dice Agnes Heller- es el conjunto de las actividades que caracterizan las reproducciones
particulares creadoras de la posibilidad global y permanente de la reproducción social. No hay
sociedad que pueda existir sin reproducción particular. Y no hay hombre particular que pueda
existir sin su propia reproducción. En toda sociedad hay, pues, una vida cotidiana: sin ella no
hay sociedad.”1
Si bien es cierto que la vida cotidiana está condicionada por el modo de producción, la
estructura de clases y las normas dictadas por el Estado, tiene una dinámica propia. Por
consiguiente, es necesario emplear un método de investigación específico capaz de analizar ese
diario vivir que desborda la economía y la política, y que a su vez tiene incidencia sobre éstas.
De ahí que la clase dominante procure por todos los medios reglamentar la cotidianidad, sobre
todo de los explotados y oprimidos, a través de la educación, los códigos civiles y los medios de
comunicación.
En la vida cotidiana es donde se expresa con mayor amplitud la sociedad civil, pues se
dan las manifestaciones más espontáneas de los seres humanos en busca de los pequeños
resquicios de libertad y autonomía personal. La cotidianidad expresa la alienación humana pero
también formas de desalienación, de protesta contra el medio y de rebelión por necesidades
insatisfechas, que en algún momento del proceso histórico estallan o se canalizan por distintas
vías.
Los valores de la vida cotidiana no son meramente pensados sino fundamentalmente
vividos. Se generan en la vida material de las comunidades y se encarnan en nuestros
sentimientos. Son tan arraigados que la vida cotidiana de un período histórico supervive en
muchos aspectos en otras formaciones sociales. Por ejemplo, durante el siglo XIX se
mantuvieron en América latina formas de cotidianidad heredadas de la Colonia.
En una misma formación social pueden coexistir varios modos de vida, tanto de sectores
de clase como étnicos. Es obvio que las comunidades indígenas tienen una vida cotidiana
secular muy distinta al resto de la sociedad; diferenciación que también se da en algunas
comunidades negras. Podría decirse que en la vida cotidiana de las etnias es donde se expresan
más claramente sus diferencias con el régimen de dominación. Sus costumbres, su religión, sus
danzas, su arte y medicina propia siguen constituyendo una forma de resistencia y de
reafirmación de su identidad cultural. De ahí, la importancia de estudiar la vida cotidiana de los
pueblos indoamericanos, única manera de poder comprender su continuidad cultural y sus
formas de resistencia a la cultura de dominación. Los siglos de lucha que mantienen los
aborígenes americanos no son solamente por la defensa y reconquista de sus tierras, sino
también por conservar las diversas manifestaciones de su vida cotidiana, desde la lengua y la
religión hasta la forma de alimentarse, trabajar, divertirse y hacer el amor.
Aunque en una formación social existan varios modos de vida, uno de ellos es el
predominante: es el que impone la ideología de la clase dominante. Los sectores explotados y
oprimidos están condicionados en su diario existir por el régimen que impone la clase
dominante, pero generan manifestaciones contraculturales, ya sea en las fiestas o el deporte, que
les ayudan a supervivir. Un estudio más a fondo de las revoluciones podría demostrar que los
pueblos se alzaron no sólo por cuestiones políticas sino también en pos de formas alternativas
de cotidianidad.
El estudio de la vida cotidiana es tan importante que puede detectar quiénes tienen una
actitud conformista y qué sectores sociales cuestionan el tradicional modo de vida. En tal
sentido, habría que investigar el impacto de la masiva inmigración europea de fines del siglo
pasado y comienzos del presente en sociedades como la argentina, uruguaya y brasileña.
Aunque algunas capas de inmigrantes se incorporaron a la clase trabajadora de estos países, la
mayoría nutrió las filas de la moderna burguesía. Quizá las aspiraciones de todo inmigrante por
tener una casa propia, hijos que se reciban de doctores, ingenieros o abogados, seguridad y
estabilidad personal, fueron configurando un modo de vida que explicaría la tendencia al
conservadurismo político que se observa en vastas capas de la población de dichos países.
Existe una relación dialéctica entre la vida cotidiana y comportamiento político; la vida
cotidiana es condicionada por la situación económica y política, pero a su vez incide sobre ellas.
La ocupación del “tiempo libre” es otro de los aspectos importantes de la vida cotidiana.
En los deportes, las fiestas, los juegos, los paseos, el cine, la televisión, los bailes, la lectura de
diarios y revistas se manifiesta tanto la alienación como la desalienación de las mujeres y los
hombres. Se enajenan en actividades impuestas por la clase dominante con el fin de que las
personas se evadan de sus problemas reales, pero al mismo tiempo expresan formas de protesta,
cuestionando el sistema de dominación política.
También es importante estudiar la vida cotidiana en las ciudades macrocefálicas, porque
en ella se incuba no sólo el conformismo sino también manifestaciones contraculturales respecto
de los ruidos infernales, el transporte, los trámites burocráticos, la despersonalización, la
hostilidad, el egoísmo, la vida amorosa condicionada por los quehaceres de la urbe, que conduce
a variadas formas de represión y autorrepresión sexual.
Las nuevas escuelas históricas, especialmente Annales, han comenzado a dar suma
importancia a los fenómenos de la vida cotidiana. Este giro de la investigación social es positivo
en la medida en que no se caiga en el empirismo, en el estudio del detalle de cómo eran los
carruajes y la vestimenta de determinada sociedad. No se trata, a nuestro juicio, de hacer una
historia por separado de los distintos aspectos de la cotidianidad, sino de analizarlas
globalmente para ver cómo inciden en el cambio social o en el mantenimiento del orden
establecido. En tal sentido, la investigación de la vida cotidiana en las culturas indoamericanas,
en la Colonia, en la República del siglo XIX y en la contemporaneidad arrojará bastantes luces
sobre el comportamiento de nuestros pueblos, terminando con toda forma de reduccionismo
analítico.
El mito se convierte en una fuerza motriz de la historia cuando el pasado que simboliza
tiene vigencia en el presente. Nos referimos al papel del mito social, no a los mitos sobre los
orígenes de la vida ni a los de carácter mágico-religioso, que si bien tienen incidencia en la vida
cotidiana no alcanzan proyecciones políticas en el enfrentamiento de clases. En cambio, el mito
social –que es parte de un pasado de luchas comunes- constituye una relevante fuerza histórica
porque expresa la continuidad de las luchas de un pueblo o una comunidad.
El mito social representa una forma de pensamiento social que, recreando el pasado, se
proyecta en el presente y el futuro. Por eso, el mito social expresa un ideal histórico por alcanzar
que a veces linda en la utopía.
Estos mitos pueden ser tanto progresivos como regresivos, respecto de la
contemporaneidad. En tales casos, el historiador debe saber detectar el papel que juega un mito
en determinada época histórica, analizando qué fuerzas sociales representa en dicha coyuntura
histórica.
Uno de los mitos progresivos ha sido el del incario, al motorizar movimientos como el de
Túpac Amaru. Los cientos de miles de indígenas que participaron en esa lucha no reivindicaban
las desigualdades del imperio incaico –hecho histórico comprobado- sino la continuidad de las
formas comunales de producción y convivencia social, cortadas drásticamente por la invasión
española. El retorno al incario se convirtió entonces en un mito como expresión de la resistencia
aborigen a la conquista ibérica. De ahí que en el estudio del papel que desempeña el mito en la
historia no interesa tanto la claridad que los participantes tengan sobre el pretérito, sino el
imaginario social que se hayan hecho de dicho pasado para impulsar las luchas de su presente.
El mito social se replantea cuando una coyuntura histórica hace factible la movilización
de fuerzas, como sucedió con el levantamiento de Tupác Amaru.
Una de las causas de coyuntura fue el aumento de los tributos por parte de la corona
española, entonces en manos de los reyes Borbones, y la obligación de comprar productos
importados, cuya distribución estaba a cargo de los corregidores.
La rebelión de Tupác Amaru en 1780 fue la culminación de una serie de levantamientos
ocurridos desde mediados del siglo XVIII, como el de Juan Santos Atahualpa, que se decía
descendiente de los incas.
Estas experiencias de lucha de sus hermanos, que recogían la tradición secular de sus
antepasados, permitieron a José Gabriel Condorcanqui diseñar un programa y una estrategia de
combate contra los españoles, fundamentándose en el legado incaico. Nacido el 24 de marzo de
1740, había quedado huérfano de sus padres, Miguel Condorcanqui y Rosa Noguera. Pronto
comenzó a usar el apellido de Tupác Amaru, en memoria del Inca Tupác Amaru I, que dirigió
en 1572 la resistencia contra los españoles en Vilcamba. Se casó muy joven con Micaela
Bastidas, quien “fue su lugarteniente más inmediata y, a veces, su inspiradora”.2
El movimiento se inició el 4 de noviembre de 1780 con el apresamiento del corregidor
Antonio de Arriaga de la provincia de Tinta, donde se había criado Tupác, a 25 leguas del
Cuzco. Prestamente, Tupác estableció su cuartel general en Tungasuca, obligando al corregidor
a redactar una carta dirigida al cajero colonial en la que ordenaba entregar todos los fondos y las
armas. De este modo, Tupác Amaru, montado en su caballo blanco y vestido de terciopelo
negro, “dirigida la actividad insurreccional enviando cartas a los caciques principales a los
cuales les encargaba (...) la detención de los corregidores”.3
El 17 de noviembre de 1780 logró derrotar en Sangarará a un ejército de más de 600
españoles. En lugar de avanzar hacia el Cuzco, como le aconsejaba su compañera Micaela,
prefirió regresar a Tungasuca. Cuando se decidió a tomar Cuzco, la vieja capital incaica del
Tahuantisuyo, ya los españoles habían recibido refuerzos suficientes como para derrotarlo el 21
de marzo de 1782, y someterlo al tormento de atar sus extremidades a caballos para
descuartizarlo.
El programa de Tupác Amaru planteaba puntos importantes a favor de los oprimidos,
como lo demuestra una carta que le dirigió al cacique Chuquihuanca: “Tengo comisión para
extinguir corregidores en beneficio del bien público, en esta forma que no haya más
corregidores en adelante, y como también con totalidad se quiten minas en Potosí, alcabalas,
aduanas y muchas otras introducciones perniciosas”.4
Tupác Amaru luchaba también por la eliminación de la mita en los obrajes textiles. Luego
de su alzamiento en Tinta, “mando abrir en su presencia el obraje de Pomacanchi, ordenó que se
abonara a los operarios lo que el dueño les adeudaba y los bienes restantes los repartió entre los
indios”.5
El objetivo de Tupác se hizo claramente político al proclamarse rey de Perú, Quito, Chile
y Tucumán, abriendo una dinámica de lucha anticolonial, que de hecho lo convirtió en uno de
los precursores de la independencia.
A veces los héroes populares se convierten en mito social. En tales casos, el historiador
debe también interesante más por el imaginario social de los pueblos que por el conocimiento
cabal que tienen de esos héroes. Los sectores populares rescatan de ese pasado lo que realmente
les interesa para sus luchas del presente. Por ejemplo, Simón Bolívar, San Martín y otros líderes
de la independencia pudieron haber cometido errores, pero lo que los pueblos rescatan de ellos
es la lucha anticolonial coordinada a nivel continental contra el imperio español y su ideario de
unidad latinoamericana. Ese imaginario social se diferencia del que ha pretendido fabricar la
burguesía con esos mismos héroes, sacralizados en estatuas y monumentos vacíos de contenido.
Otro ejemplo es el de Ezequiel Zamora en Venezuela, quien al frente de miles de
indígenas, negros y mestizos llevó adelante un combate popular por la igualdad social y la
democracia a mediados del siglo XIX, con tanta convicción que hasta el día de hoy es
paradigma los explotados de Venezuela. Lo mismo podría decirse de Emiliano Zapata y
Francisco Villa en México, donde se los recuerda, no por las debilidades que tuvieron en cuanto
a estrategia de poder, sino por su combate decidido a favor de los campesinos. Un caso más
claro aún por su vigencia contemporánea es el de Sandino; tampoco tenía una clara estrategia de
poder, pero su gesta antiimperialista fue capaz de movilizar en 1970 a decenas de miles de
nicaragüenses contra la dictadura de los Somoza hasta lograr un triunfo que abrió las puestas
para el inicio de la construcción del segundo país en transición al socialismo en América latina.
Significado similar tiene para el Ecuador un Eloy Alfaro; un Camilo Torres para
Colombia; Manuel Rodríguez, Recabarren y Salvador Allende para Chile; José Artigas para el
Uruguay. Ni que decir de la trascendencia histórica continental de un Che Guevara.
Por consiguiente, una teoría de la historia para América latina debe procesar el papel del
mito social y de los héroes populares en la lucha de clases para dar cuenta de las motivaciones
no sólo económicas sino también de las especificidades ideológicas y culturales de cada pueblo,
expresadas en sus propias tradiciones de lucha.
OTROS TIPOS DE MITOS
NOTAS
1
AGNES HELLER: La revolución de la vida cotidiana, Ed. Península, Barcelona, 1982, p. 9.
2
BOLESLAO LEWIN: Tupác Amaru, Ed. Siglo XX, Buenos Aires, 1973, p.35
3
Íbid., p. 81.
4
Íbid., p.66.
5
Íbid., p.67.
6
PERROT Y OTROS: Etnocentrismo e historia, Ed. Nueva Imagen, México, 1980
7
ANTONIO GERBI: La disputa del nuevo mundo, Ed. FCE, México, 1952.
Capítulo XIV
Identidad y unidad
Latinoamericana
NOTAS
1
ARTURO ANDRES ROIG: Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano, FCE, México, 1981, p. 280 y siguientes. Además
MARIO AGOGLIA: “Cultura nacional y filosofía de la historia de América latina”, en revista Cochasquí, Quito, nº 3, p. 5.
2
LEOPOLDO ZEA: “Nuestra América y una formulación del humanismo”, en revista Cochasqui, Quito, nº3, p. 5.