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Brecht, Bertolt - Relatos 1927-1949
Brecht, Bertolt - Relatos 1927-1949
ePUB v1.1
Chachín 20.08.12
Título original: Prosa. Aus «Gesammelte
Werke» Band II
Bertolt Brecht, 1927-1949.
Traducción: Juan J. del Solar B.
Diseño/retoque portada: Orkelyon
—Buenos días.
—¿Sí?
—Quisiera visitar la sección de
astronomía.
—¡Ajá! ¿No sabe usted leer?
—Por supuesto.
—¿Y no ve que allí dice que hoy
está cerrada la sección de astronomía?
—Sí…, pero es que, sabe…, voy a
estar aquí sólo un día.
—Y tiene que visitar precisamente
la sección de astronomía.
—Así es.
—¿Y precisamente hoy, que está
cerrada?
—Bueno. Quisiera hablar con el
director.
—¿Con el señor director? ¿Y qué
desea usted del señor director?
—Ver si el señor director puede
hacer algo por mí.
—Pues ya puede ahorrarse la visita.
Yo le digo a usted que el señor director
no puede hacer nada.
—Buenos días.
—¿Sí?
—Disculpe, ¿es usted el señor
director?
—Sí, ¿qué desea?
—Me gustaría visitar la sección de
astronomía, que hoy está cerrada.
—¡Ajá! ¿Y para qué?
—Tengo que hacer un trabajo. Soy
escritor.
—Ajá. Con que es escritor. ¿Y cómo
se llama?
—Brecht.
—Ajá.
—Sólo puedo quedarme un día aquí.
—¿Y de dónde viene?
—De Berlín, usted perdone.
—Ajá. Y quiere visitar la sección de
astronomía.
—Sí, por favor.
—Y justamente hoy, que está
cerrada.
—Así es. ¿Por qué no sería posible?
Basta con que uno de los guardianes me
acompañe. Alguna excepción tiene que
haber. Sobre todo cuando no se trata de
turistas, sino de gente que necesita algo
para su trabajo.
—Pero, ¿por qué no mira antes un
poco lo que hay en Berlín?
—Pensaba que aquí habría un
material de primera.
—En otro sitio puede ser tan bueno,
y hasta mejor.
—¿De veras?
—Que se lo digo yo.
—¿Hay salida por aquí?
—¿No sabe usted leer?
—Por supuesto.
—¿Y no ve que allí dice «salida»?
—¿Es usted el señor portero?
—Sí. ¿Qué desea?
El viaje más largo
Mésalliance
Recursos sutiles
En su testamento, un campesino de
Fünen repartió su ganado entre sus tres
hijos de manera tal que al mayor le
tocara la mitad del total; al segundo, un
tercio, y al menor, una novena parte.
Entregó el testamento a un viejo amigo
suyo, administrador de una minúscula
finca en los alrededores, con el encargo
de dárselo a los hijos el día de su
entierro.
Cuando el campesino hubo exhalado
su penúltimo suspiro, los hijos
abandonaron de prisa la cámara
mortuoria para buscar el testamento,
pero, claro está, no lo encontraron. Y
dos días después, cuando llegaron los
asistentes al sepelio, la casa estaba
revuelta de arriba abajo y no había nada
preparado para recibir y atender a las
visitas. La mañana del entierro apareció
en el patio el viejo campesino, sentado
en una carreta tirada por un buey y
llevando el testamento en el bolsillo.
Cuando lo dio a leer, los hijos, que
habían recibido su pésame con aire
hosco, estuvieron a punto de matarlo. El
problema matemático que planteaba el
testamento no hizo más que aumentar su
rabia. Una vez anotadas las partes con
tiza en la pared del establo, se
comprobó que las cabezas de ganado
habían aumentado o disminuido desde la
época en que el viejo redactara su
testamento. En pocas palabras, el
reparto se les presentaba
extremadamente difícil. Había diecisiete
bestias.
La comitiva fúnebre ya había
llegado, y los tres hijos, aún con
pantalones negros y en mangas de
camisa, seguían incluyendo a los
animales ora en uno, ora en otro de los
grupos. La mayoría de la gente
presenciaba el indigno espectáculo en
silencio, pero con creciente indignación;
sólo unos cuantos intervinieron en la
solución del problema, dando consejos
casi siempre inútiles.
Por último, y tras completar su
atuendo fúnebre —mientras se anudaban
la corbata no paraban de asomarse por
la ventana para observar el patio, donde
proseguía el reparto—, los hijos se
sentaron con las visitas en la cámara
mortuoria, rápidamente improvisada.
Pero así y todo, los habituales y
entrecortados comentarios de las visitas
(sentadas, muy tiesas, en las sillas a lo
largo de la pared) sobre los méritos y la
dura vida del finado, se vieron
interrumpidos por un renovado tintineo
de cencerros que llegaba del patio e
indicaba que uno de los hijos —que se
había deslizado fuera sin ser visto—
estaba distribuyendo los animales en
nuevos grupos.
Viendo que la situación se ponía
cada vez más embarazosa, el viejo
amigo del difunto se levantó, avanzó
hasta el centro de la habitación y ofreció
a los hijos su propio buey, el único que
tenía. Esperaba, añadió, que si en el
reparto les sobraba un buey, ellos le
devolverían el suyo. Los presentes
limitáronse a menear la cabeza con aire
compasivo ante tal añadidura.
La concurrencia se trasladó entonces
al patio y, con ayuda del buey regalado y
recién desuncido de la carreta, el
reparto se pudo llevar a cabo sin
dificultades. El hijo mayor recibió
nueve, el segundo seis y el tercero dos
cabezas de ganado; los tres recibieron
más de lo que hubieran podido
reivindicar según los cálculos. Pues la
mitad de 17 vacas no era, en ningún
caso, más de ocho y media; un tercio, no
más de cinco y dos tercios de vaca, etc.
Así quedaron, en cambio, muy contentos,
y su sorpresa fue mayúscula al ver que
sobraba un buey: el del viejo labriego.
Nueve bueyes, más seis bueyes, más dos
bueyes sumaban sólo 17 bueyes.
Con general alivio se puso
finalmente en marcha el cortejo fúnebre,
precedido por el decimoctavo buey y
teniendo en el centro a los tres hijos que,
radiantes, comentaban la feliz solución
del problema.
El decimoctavo buey sólo había
servido como onza de cálculo.
El medicó Hunain y el califa
Fragmento
A la espera de grandes
temporales
1. César
2. El legionario de César
Eulenspiegel médico
Retenido por unos negocios,
Eulenspiegel llegó a la aldea de Murthal
cuando la comitiva del príncipe ya había
pasado. La aldea había sido siempre
muy pobre, pero esta vez los visitantes
habían arrasado con todo, de suerte que
Eulenspiegel no encontraba nada que
comer. Y de pronto descubrió un pollo
en una granja. Llamó a la puerta y le
abrió un viejo. En la casa sólo se habían
quedado el viejo y la campesina, que
estaba enferma en su cama; los hombres
se habían ido al campo.
—Veo que estáis enferma —dijo el
volatinero a la campesina—. Tal vez
pueda ayudaros; soy el médico de
cabecera del conde von Geerten y, a
primera vista, veo que padecéis del
morbus immensus spitaliter. ¿Tenéis
algún pollo en casa?
Como los campesinos no
respondían, Eulenspiegel siguió
diciendo con aspecto preocupado:
—La enfermedad del morbus
divinus hospitalis es producida por el
agotamiento. Estoy seguro de que os
sentís agotada.
—Sí que lo estoy —dijo la mujer—,
y no es de extrañar; hay que arar el
campo y yo tengo que tirar del arado. El
buey se lo llevaron los príncipes.
—En el caso de la condesa von
Geerten —dijo Eulenspiegel con aire
pensativo—, el agotamiento se debió al
exceso de bailes. Se hubiera muerto en
tres días de no haberle yo recetado la
única medicina apropiada. Una vez más:
¿tenéis algún pollo en casa? Pensad bien
la respuesta, pues muchas cosas
dependen de ella.
—No —dijo el anciano, pero la
mujer intervino:
—Tráelo.
—Y cocínalo —añadió
Eulenspiegel.
—Llama a la vecina —dijo la
campesina—; que lo cocine ella.
—Un momento —dijo Eulenspiegel
—. Los que lo cocinen tienen que ser
dos, como mínimo. En general, me
gustaría que mucha gente viera lo que la
medicina es capaz de hacer en estos
casos.
Cuando el pollo estuvo cocido y la
habitación llena de campesinas,
Eulenspiegel se sentó a la mesa y
empezó a comerse el ave al tiempo que
repartía consejos.
—¿Cuándo bailaste por última vez?
—preguntó a la enferma.
—El año pasado, en la feria —
respondió la campesina.
—¡Ajá! —masculló el cómico
llevándose un ala de pollo a la boca—.
Lo primero que le prohibí a la condesa
von Geerten, que padecía de la misma
enfermedad, fue bailar en demasía. Lo
mismo te digo a ti. Además, me acabas
de decir que tiras del arado, y esto es
algo que también le prohibí
terminantemente a la condesa von
Geerten, como te lo prohíbo ahora a ti.
Para su curación prescribí a la señora
condesa un pollo diario. Lo mismo te
receto ahora a ti, pues a los ojos de la
medicina no hay ninguna diferencia entre
la más refinada de las condesas y tú, ya
me entiendes: los estómagos son los
mismos.
—El único pollo que teníamos es el
que te estás comiendo ahora mismo —
dijo el viejo enfadado.
—Ya entiendo —replicó
Eulenspiegel y se apresuró a devorar su
comida—. Pero seguro que tendréis algo
nutritivo. ¿Tenéis vino tinto?
—No —dijo el anciano—, puedes
tomar agua si tienes sed.
—No lo he preguntado por mí —
repuso Eulenspiegel—, sino por la
enferma; por mi parte estoy satisfecho.
Y se levantó.
—Si no tenéis vino podéis darle
queso, aunque puede que tampoco
tengáis bastante queso tras la visita de
los príncipes, que se llevan cuanto
necesitan. En ese caso os recomiendo té
de salvia.
Cuando Eulenspiegel hubo dado este
consejo y se disponía ya a abandonar la
casa, una campesina particularmente
tonta dijo:
—Té de salvia sí que tienes, Trine,
está junto a tu cama.
Pero las otras campesinas lanzaron
miradas torvas y una de ellas dijo:
—¿Es esto todo lo que puedes
decirnos a cambio del pollo?
—Mi estimada señora —le
respondió Eulenspiegel—, si no podéis
daros el lujo de comer algo sólido de
vez en cuando, jamás acabaréis con las
enfermedades. Y si no podéis costearos
un médico, moriréis a causa de ellas.
Aquello fue demasiado para las
campesinas, que en el acto vapulearon al
presunto médico en la habitación de la
enferma. Pero al proseguir su camino, el
cómico dijo: «Más vale vapuleado que
hambriento.» Y las campesinas de
Murthal comentaron: «Los médicos de
los grandes señores no son mejores que
los grandes señores», comentario con el
que Eulenspiegel estuvo de acuerdo.
Eulenspiegel juez