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VENTA AMBULANTE, VAGABUNDEZ Y MENDICIDAD EN VALPARAÍSO

OBSTÁCULOS PARA LA SOCIABILIDAD


ENTRE 1825 Y 1927
Alonso Vela-Ruiz*

La coexistencia en la misma ciudad, y en la misma vida, de ciudadanos equipados unos


para la lucha moderna y otros inermes, sólo puede provocar diferencias de talante, de
costumbres y de gustos; es decir, finalmente, de condición y de honor.
Le Corbusier, 1926.

Un tema recurrente en la interpretación liderada por el historiador Gabriel Salazar


Vergara, es el bajo pueblo y sus formas de resistencia a los poderes establecidos, los que por
su parte, de acuerdo a esta visión, en distintas épocas habrían tratado de disciplinarlos y
situarlos espacialmente como un modo de control social. En su libro, Espacio Residual de la
Soberanía Ciudadana (Ediciones Sur, 2003), el autor reitera su hipótesis del
“disciplinamiento social”, centrándose ahora en los comerciantes ambulantes, “tantas
veces perseguidos por el comercio establecido, acorralados y reubicados por las
autoridades centrales y municipales, durante el siglo XIX y luego el XX”. Para fundamentar su
juicio, se remonta esta vez hasta los orígenes del espacio público en la “polis griega”, desde
donde Salazar se traslada hasta el Período Indiano para dar cuenta, “de los intentos
sucesivos de coartar la expresión ciudadana por parte de autoridades de municipios y
cabildos, desde las órdenes de los reyes de España, pasando por el desplazamiento del eje
urbano en la ciudad de Santiago, que se evidenció en el paso de las manifestaciones cívicas
desde el Palacio Consistorial de la Municipalidad y la Plaza de Armas a La Moneda y la Plaza
de la Constitución”. Resumiendo, desde su perspectiva de acentuada raigambre marxista,
el autor sostiene que “junto con este desplazamiento también se fue produciendo una
estigmatización y persecución de las expresiones festivas del pueblo”.1
No parece, sin embargo, justificado identificar el espacio de los sectores
“populares” con el espacio público, entendido como el espacio político originado en el
“ágora clásica” que es donde el autor inicia su estudio, pues históricamente el pueblo bajo
no se ha sentido comprometido con los valores socialmente aceptados, difundidos
principalmente por las clases altas, rectoras de la sociedad. En cambio, “es indudable que
(los grupos marginados) participaban de sus propios valores, muchas veces opuestos con
los que servían de guía a los grupos sociales elitistas. Si esto es así, no había otra alternativa
para las autoridades que imponer ciertas conductas mediante la represión”.2 En

* Licenciado en Historia, Profesor de Historia y Geografía, Magíster en Historia, Pontificia Universidad


Católica de Valparaíso, Chile. Profesor de Historia de Chile del Programa Internacional de Intercambio
Estudiantil, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Chile. Profesor de Historia de Chile y
Coordinador de la Escuela de Educación, Universidad de Las Américas. Campus Viña del Mar, Chile.
1. Http://www.rocinante.cl/roci_71/critica1.htm.
2. DE RAMÓN, Armando, Santiago de Chile (1541-1991), Historia de una Sociedad Urbana, Santiago, 2000,
p. 106.

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consecuencia, no hay aquí ningún “disciplinamiento social” por parte de la clase


acomodada, cargo que quiere más bien “identificar y definir con rigor y urgencia un sujeto
3
histórico del cambio”, y por el contrario, sólo existe la oposición entre dos pretensiones
incompatibles: por una parte, la aspiración de los grupos marginales a manifestarse en un
lugar propio y, por otra, el derecho que tiene al espacio urbano la colectividad inserta en la
sociedad. Dicho de otro modo, el conflicto entre el derecho de expresión de las minorías y el
deber de las autoridades de conservar el orden social, y más específicamente, de resolver el
permanente problema de salvaguardar el derecho de los ciudadanos a recuperar el espacio
público.
Ahora bien, mirando el problema desde un enfoque regional, este artículo intenta
demostrar a través del testimonio de los contemporáneos, que los habitantes de la ciudad
de Valparaíso padecieron durante el siglo XIX la restricción de sus formas habituales de
sociabilidad, a causa de la expresión de ciertas manifestaciones populares, que fue el caso
de la venta ambulante, la vagancia y la mendicidad, al ser consideradas públicamente como
prácticas transgresoras frente a la estética, la higiene, el tráfico y la seguridad ciudadana.

1. Efectos Urbanos de la Explosión Demográfica

Para dimensionar el aumento progresivo de la población sufrido por Valparaíso


hacia mediados del silgo XIX, “debe tenerse presente que la caleta de más o menos cinco mil
habitantes en 1810 alcanza los 74.402 habitantes en 1865. Sólo entre 1854 y 1865 su
aumento fue de 21.998 habitantes, mientras que en ese mismo lapso de tiempo el resto de
las ciudades de la provincia de Valparaíso, a saber, Quillota, Casablanca y Limache,
crecieron en conjunto en sólo 4.451 personas, es decir, menos de la cuarta parte del
crecimiento experimentado por el puerto”.4 De esta manera, el crecimiento demográfico del
puerto entre 1860 y 1880, comparado al crecimiento de los límites urbanos o expansión
física de la ciudad, no son correlativos, por cuanto “la concentración urbana es la tendencia
que hará que en Valparaíso el crecimiento vegetativo de la población no tenga expresión
equivalente en la ocupación de nuevos territorios”.5

3. ROSAS, Pedro, “Nueva historia social y memoria: Miradas, viejos y nuevos actores en los movimientos
sociales populares”, (inédito) Sept. de 2003, en: http://www.w3.org/TR/xhtml1/DTD/xhtml1-strict.dtd.
4. LORENZO SCHIAFFINO, Santiago y otros, Vida, costumbres y espíritu empresarial de los porteños.
Valparaíso en el siglo XIX, Universidad Católica de Valparaíso, Serie Monografías Históricas, N° 11,
Valparaíso, 2000, p. 62. El descontrolado aumento de la población se debe en parte al fenómeno de la
deserción, que a diferencia de otras latitudes en Valparaíso fue un problema de larga duración que
comprendió a miles de personas. Según Gilberto Harris, “las fugas desde naves de combate, mercantes,
loberas, foqueras o balleneras constituyeron ni más ni menos en la principal vía de ingreso al país, hasta que
las labores de la Agencia de Inmigración y Colonización de Chile en Europa inauguran, hasta 1904, el
ingreso regular de inmigrantes extranjeros”, en: Estudios sobre economía y sociedad en el contexto de la
temprana industrialización porteña y chilena del siglo XIX, Universidad de Playa Ancha, Valparaíso, 2003, p.
13.
5. GARRIDO DE LA RIVERA, Eugenia, Acontecer Infausto y Mentalidad: El Crimen en Valparaíso, Tesis de
Magister en Historia, Universidad Católica de Valparaíso, 1991, p. 132.

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Para comprender la relación existente entre el acelerado aumento de la población


con los trances que se oponían a la sociabilidad porteña que trataremos más adelante,
debemos referirnos al problema de la reducida extensión de los terrenos planos en que se
halla edificada la ciudad, y a la “imposibilidad de ensancharlos”, de que todavía se hablaba
hacia fines del siglo XIX. Por ello, en las exiguas calles, “todo el mundo podía encontrarse o
más bien tropezarse en medio del gentío y de los bultos, carros y equipajes que saturaban la
plaza de la Intendencia en los años cuarenta”.6 El mejor cronista de la referida estrechez es
Jotabeche, que en 1843 considera que Valparaíso se asemeja a un hormiguero por la
imposibilidad de caminar por sus calles, “sin que ningún cargador amenace aplastarle con
un fardo, sin tener que cederle el paso a un carretón, sin que le empuje un gringo, le repela
otro, le codee un tercero, se le venga encima un cuarto y le atropellen un quinto y un sexto...
No alcanza el tiempo para ser bien criado, todos quieren pasar adelante; todos corren, todos
se precipitan, todos reniegan; nadie está parado, nadie piensa en nadie; cada cual piensa
en sí mismo, en su negocio, en volar con sus papeles y por sus papeles a la aduana, al
correo, al resguardo, al muelle, a bordo, a la bolsa, a la Ceca y la Meca”.7
Es importante comprender que esta enorme aglomeración de la que nos habla el
cronista, enfrentó culturalmente a los diversos órdenes sociales de la ciudad, ya que la
influencia extranjera, que hacía de Valparaíso una ciudad cosmopolita, modeló únicamente
los hábitos y costumbres de los sectores altos y medios de la sociedad, mientras que los
sectores populares seguían manteniendo el carácter nacional.8 Y si aquellos eran los
dueños de los medios de producción, éstos eran el grupo cuantitativamente más
significativo, debido a que las actividades portuaria e industrial 9 que se desarrollaron
durante el siglo XIX, determinaron que la ciudad albergara una abundante fuerza laboral,
compuesta por marineros, lancheros, jornaleros, gañanes, así como también comerciantes
al menudeo, cocheros y carretoneros, y otras gentes sin oficio, perteneciente a la clase baja.
Tres lustros antes de la visita de Jotabeche, dicha dicotomía ya había sido advertida
por Poeppig, quien sostiene que en Valparaíso antes de 1830, todavía era frecuente
observar en las costumbres y en el menaje de las casas, “las contradicciones bruscas e
inconexas que han tenido que resultar por la penetración rápida y sin preparación previa de
la cultura europea en los anticuados hábitos nacionales”, pero señala que, iniciada la
república, las costumbres chilenas van cediendo decididamente su lugar a las más útiles
prácticas modernas, concluyendo con la idea de que “sólo el chileno de las clases populares

6. URBINA BURGOS, Rodolfo, Valparaíso, auge y ocaso del viejo “Pancho”, 1830-1930, Valparaíso, 1999, p.
91.
7. El Mercurio de Valparaíso, 27 agosto 1843, en: Alfonso Calderón y Marilis Schlotfeldt, Memorial de
Valparaíso, Santiago, 2001, p. 188.
8. LORENZO, Op. Cit., pp. 31-53.
9. El hecho que la experiencia histórica haya ligado a Valparaíso con la actividad portuaria, no significa que
el desarrollo industrial fuera menos importante en esta ciudad; incluso el historiador norteamericano Peter
De Sazo ha afirmado en una obra muy bien fundamentada, que el verdadero origen del movimiento obrero
organizado debe buscarse en las ciudades de Santiago y Valparaíso. Vs. Urban Workers and Labor Unions in
Chile. 1902-1927, The University of Wisconsin's Press, 1983.

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conserva fielmente sus costumbres nacionales”,10 por cierto, para unos pintorescas, pero
para otros desagradables. Sin embargo, esta impresión, que bien podría haberse aplicado a
Santiago, en el Valparaíso de mediados de siglo se extremará, derivando el encuentro a
veces en contraste y oposición social. Creemos que las diferencias socio-económicas se
hicieron más patentes por causa de la mencionada topografía porteña, que, como hemos
visto, no era precisamente un extenso plano perfectamente sectorizado, donde los
habitantes de los extremos sociales raramente se encontraran. Este sí fue el caso de la
capital, que según Patricio Gross, cuando todavía “aparecía satisfactoriamente dotada de
espacios libres, no nos equivocamos al afirmar que su uso estaba restringido, en muchos
casos, a sólo una parte de la población. Había una apropiación diferenciada del hábitat
colectivo, que rechazaba a ciertos sectores de la sociedad de la época a través de barreras
culturales y sicológicas, que para los grupos menores recursos resultaba imposible
11
sobrepasar”. Diametralmente opuesta fue la situación del Valparaíso decimonónico, donde
su reducido y sofocante espacio urbano se encontraba, además, cercado de cerros, lo que
hacía imposible para los transeúntes ocultarse a la mirada de los demás.
En un lugar así, probablemente hubo resentimiento o discriminación al revés, si se
me permite el término, pues si sumamos a la sobrepoblación la estrechez del espacio
urbano, seguramente debió producirse el mismo efecto de frustración que hoy causan los
medios de comunicación, que consiste en difundir a toda la población los bienes y servicios
únicamente accesibles al sector pudiente, y si a esto añadimos el axioma psicológico de que,
atrapadas en aglomeraciones, las personas tienden a ponerse más violentas, la atmósfera
social debió tornarse en ocasiones muy tensa. En este sentido, María Ximena Urbina explica
que “la modernidad del Puerto conectado con el mundo entero, no se traducía en una
mejoría de la calidad de vida de los sectores populares que llegaban y se instalaban,
formando física y conceptualmente una ciudad distinta que, no obstante su general
ubicación en las quebradas, compartían, también, los espacios públicos con la ciudad de la
gente de situación más holgada, además de los problemas urbanos comunes. Por esta
razón, aunque se observan dos ciudades, en una no es posible advertir una marginación o
automarginación física total de los pobres, y mucho menos en la actividad callejera, porque
entre la iglesia de la Matriz y la avenida de las Delicias, unidas por una sola calle comercial
con distintos nombres, seguía siendo punto de encuentro entre ricos y pobres”.12
Tal como sentencia la joven historiadora, las fuentes manifiestan que para los
sectores altos y medios de la sociedad, el pueblo bajo llegó a convertirse en uno de los
problemas urbano-ambientales que los aquejaban, situación mucho más determinante que
la simple discriminación. En un artículo dedicado al problema de la vagancia, publicado en

10. POEPPIG, Eduardo, “Un testigo de la alborada de Chile (1826-1829)”, en: CALDERÓN, Alfonso y
SCHLOTFELDT, Marilis , Memorial de Valparaíso, Santiago, 2001, pp. 89-90.
11. DE RAMÓN, Armando y GROSS, Patricio (compiladores), Santiago de Chile: Características histórico-
ambientales, 1891-1924, Monografías de Nueva Historia, Londres, 1985, p. 30.
12. URBINA CARRASCO, María Ximena, Los conventillos de Valparaíso. 1880-1920. Fisonomía y
percepción de una vivienda popular urbana, Valparaíso, 2002, p. 82.

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1911, el cronista de la revista Zig-Zag define a las calles de una ciudad, como “la expresión
más elocuente del nivel de cultura y adelanto material alcanzado por el mancomunado
esfuerzo de sus ciudadanos”, que se traduce en un bienestar que tristemente, también “se
hace extensivo a todo lo que tropieza la vista del transeúnte. Nada más bochornoso,
prosigue, que la penosa impresión... de esos harapientos, ostentando repugnantes
desnudeces y chocantes asquerosidades, hijas de la miseria fisiológica y material, del vicio,
del abandono y de la desvergüenza”.13
De la discriminación al “miedo” histórico cultivado por la clase poseedora, de que
habla Armando de Ramón,14 puede haber sólo un paso, pues si consideramos representativo
el planteamiento de Edwards Bello escrito siete años antes del número de la revista arriba
citada, el habitante de los cerros era percibido, en general, como “carne de saqueo y
revuelta, quizá por los sucesos de 1891; gente que miraba al plan con beligerancia, porque
el plan representaba el mundo del otro, del extranjero que había relegado al roto a los
márgenes, a las quebradas, o lo había obligado a trepar a los cerros”.15 Desde esta
perspectiva, la enochlofobia, o miedo a las muchedumbres, que se aprecia en los
documentos, potenciada por la estrecha topografía porteña, seguramente se hacía más
insoportable en el verano, cuando el plan se encontraba atestado de “marineros

13. Zig-Zag, Santiago, N° 317, 1911.


14. En la ciudad de Santiago todavía en el siglo XIX, De Ramón encuentra la presencia del “miedo a los
antiguos levantamientos indígenas. Relegados ahora al recuerdo y a la frontera de Arauco, se producía cada
noche y cada día, considerando la existencia de esta especie de mundo subterráneo que se había
introducido en la ciudad y formado sus arrabales, el que numéricamente era mayoría dentro de la población
que habitaba Santiago”. DE RAMÓN, Santiago de Chile (1541-1991)..., Op.cit.., p. 107.
15. URBINA, Rodolfo, Op. cit., p. 376. Santiago Lorenzo señala que el cosmopolitismo, rasgo más destacado
en el imaginario de Valparaíso, comienza a ser criticado en las primeras décadas del siglo XX, reprochándole
habernos convertido en “especialistas para ocultar nuestras costumbres nacionales”, o hacer que nuestra
vida nacional se vea “satinada cada vez más de eso que llamamos cosmopolitismo; palabra insípida con
que destruimos lo criollo, lo esencialmente nativo, lo más característico de cada pueblo”. (“Imaginario de
Valparaíso. Siglos XIX y XX”, en: Boletín de la Academia Chilena de la Historia, N° 110, Santiago, 2000-
2001, p. 137) De ahí que hacia el final de nuestro período de estudio, una serie de artículos de la
porteñísima revista Sucesos publicada en 1913, denote cierta merma de la mirada prejuiciosa hacia el roto,
“nuestro tipo popular”, en parte tal vez porque las élites que definían las pautas de comportamiento social
abandonaron Valparaíso con la decadencia de su Puerto; por eso a mediados del siglo XX, Edwards Bello
dice que “la ciudad es de clase media y de pueblo... el Valparaíso de hoy carece de clase alta”. Aunque en su
número 553 el cronista tacha al roto de pendenciero y borracho, le elogia ser “trabajador, ingenioso,
provocativo, audaz y aventurero”. Llama sobre todo la atención que se le reivindique incluso con respecto a
la clase acomodada que lo critica: “Los señoritos, que todo lo copian de Paris, - dice - no se han dado nunca
el trabajo de observar al roto, que es alma y brazo de la nación. Se ríen de su ignorancia y hasta de su modo
de hablar, sin presumir siquiera de que ellos, con cierto aparente barniz de cultura, hablan y obran peor que
esos modestos hijos del pueblo. ¿Acaso en los salones no se hacen de vez en cuando chistes indecentes,
que estarían mal en boca de un jornalero? En cambio hay chistes de sano humor, producto espontáneo de la
imaginación de un roto, que estarían muy bien en la boca de un caballero. En pocas partes de Chile se puede
observar mejor a nuestro roto que en el malecón de Valparaíso. Es jornalero, lanchero o managuá, el oficio
es para él independiente y gana cuanto quiere y como quiere. El roto es bravío, indómito, y tiene muy
arraigado el espíritu de independencia”.

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generalmente ebrios, jinetes a galope desenfrenado, y en todas partes charlatanes


pregonando sus mercancías milagrosas, dice el húngaro Miska Hausser a mediados de
siglo… La calle como lugar de recreación y descanso, de solaz y esparcimiento o de
sosegada contemplación, no parecía existir en Valparaíso”.16

2. Comercio Ambulante

Conforme avanzaba el siglo XIX y aumentaba la población de Valparaíso, la intención


de la elite y del poder municipal de ordenar la vida en la ciudad, “trajo como consecuencia
que la autoridad mirara a los sectores populares como innatos trasgresores a las normas de
urbanidad”, en especial a los vendedores ambulantes, “porque atentaba contra los intentos
de racionalizar los espacios urbanos en un momento en que se encontraban definiendo sus
calles, accesos y vías de transporte. Iba también en desmedro del aseo de las calles y sus
malos olores, pues frituras y pescado no fresco inundaban los alrededores del mercado y
ciertas calles con sus miasmas”.17
Un ejemplo característico de esto fue la plaza de la Municipalidad, llamada también
de la Recova, por el mercado que allí había a principios de siglo y que le dio su vocación de
plaza de abastos: “Estrecha, de cincuenta metros por lado, poco apta para el descanso y
permanentemente ocupada por vivanderías y cabalgaduras, ofrecía hacia 1830 un aspecto
poco grato para el visitante que no hallaba en ella correspondencia entre el desaseo que
mostraba y el crédito adquirido por Valparaíso... Allí confluían los trabajadores de bahía, los
viajeros de paso y los tripulantes de naves..., y allí también las cotidianas riñas entre
vendedores, gritos estentóreos y nada edificantes que incomodaban mucho al vecindario,
hasta que los puestos de venta fueron cerrados por las tardes por disposición municipal en
los años cuarenta”.18
No obstante, como era de esperarse, la medida no resolvió el problema, pues veinte
años más tarde todavía encontramos informes en la Estadística de Multas, por ejemplo el de
2 de febrero de 1862, que da cuenta de 165 individuos multados, de los que 83 lo fueron
“por andar con bultos en las veredas estorbando el tránsito público” y 45 por “tener
animales sueltos en las calles”,19 es decir, casi el 80% de las sanciones tuvieron que ver de
una u otra forma con la venta ambulante. Hubo ocasiones, inclusive, en que la policía detuvo
a comerciantes informales por provocar daños en bienes de uso público, como en el caso
ocurrido en el paseo de avenida Las Delicias, denunciado al intendente en diciembre de
1873. “Siendo enteramente perjudicial dice en el informe la situación actual de los puestos
de refrescos, fruta y varios artículos de la avenida de Las Delicias, por el deterioro que sufren
continuamente los arbolitos, convendría… que dichos puestos fuesen situados... entre el
puente de Polanco y el del Ferrocarril Urbano, y entre el puente del pasaje de Quillota y del

16. Ibid., p. 90.


17. URBINA, María Ximena, “Vendedores ambulantes, comerciantes de puestos, mendigos y otros tipos
populares de Valparaíso en el siglo XIX”, en: Archivum, editado por Archivo Histórico Patrimonial de Viña del
Mar, N°4, Editado por Archivo Histórico Patrimonial de Viña del Mar, Viña del Mar, 2002, p. 58.
18. Ibid., pp. 91-92.
19. La Patria, Valparaíso, 2 febrero 1862. Citado por GARRIDO, E., El crimen..., Op. Cit., p. 204

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Carreta tirada por dos parejas de bueyes, marzo de 1900. Colección “El Mercurio”, Valparaíso 1900, 41 fotografías,
patrimonio cultural. Testimonio fotográfico del paso de Harry Grant Olds por Valparaíso.

del Ferrocarril Central”.20


Las mujeres que a fines del siglo XIX comienzan a llegar a Valparaíso desde el
campo, al igual que los hombres, pero en mayor cantidad, se ocuparán primero en la venta
ambulante, para obtener, posteriormente, cierto grado de especialización, que les permitirá
obtener un trabajo formal, sobre todo una vez que el cabildo impusiera trabas al comercio
informal. Sin embargo, parece ser que la rigurosidad de los ediles se fue perdiendo con el
tiempo, ya que el siglo XX inicia con continuas denuncias sobre “un grave mal que se viene
extendiendo de tiempo atrás en esta ciudad y que podría traer las más fatales
consecuencias para esta numerosa población”. El llamado de atención se encuentra en una

20. Archivo Intendencia de Valparaíso, Inspección de Policía Urbana, Vol. 290, 16 diciembre 1873, fjs. 252.

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El panadero a caballo, marzo de 1900. Colección “El Mercurio”, Valparaíso 1900, 41 fotografías, patrimonio cultural.
Testimonio fotográfico del paso de Harry Grant Olds por Valparaíso.

misiva dirigida a la Comisión de Higiene, fechada el 24 de enero de 1900, donde se solicita


terminar con “la costumbre que ha venido introduciéndose tiempo atrás de conceder
permisos (municipales) para que se establezcan en las calles y plazas de esta ciudad,
kioscos, que se convierten en habitaciones de sus propietarios, salones fijos en las plazas
para lustrar calzados... (además) en las calles adyacentes a los mercados hay cocinerías,
pescaderías y ventas de frutas”. Pero la preocupación no deviene solamente porque la
tolerancia municipal sirve para “agregar un tremendo factor de infección a los que ya
existen”, sino también por los problemas de accesibilidad que ocasionan, por ejemplo, en el
barrio de El Almendral,donde “se encuentra un puesto de fruta o de verduras, que hace a
veces que esas calles sean intransitables”. Específicamente se pide al alcalde, señor
Alberto Merlet, que “dicte un decreto suspendiendo de la fecha en ocho días... todo permiso

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para establecimientos de kioscos y toda clase de puestos o ventas de cualquier artículo de


consumo en las plazas y calles de esta ciudad”.21
El caso es que el alcalde hizo oídos sordos ante el reclamo de los molestos vecinos,
pues a mediados del mismo año es el intendente, señor José M. Cabezón, quien se queja en
un artículo de prensa sobre la aparente defensa que las ventas ambulantes obtienen del
edil, con lo que “el malecón, que en esta época del año podría convertirse en uno de los
mejores paseos de la ciudad, continuará siendo una inmensa cocinería”. Es más, llega
incluso a avergonzarse de que por esta falta de determinación, “el extranjero que llega por
primera vez a Valparaíso recibe la más triste impresión del Puerto, pues alrededor del
muelle Prat se le presentan a la vista verdaderas cocinerías pequeñas, empanadas fritas,
causeos e infinidad de cosas. El solo olor que produce todo ello hace huir a cualquiera”.22
Este problema aparece de forma reiterada en la prensa, como denuncia La Unión una
década después, afirmando que los visitantes de las plazas “no pueden sentarse frente al
kiosco a oír música, pues los malos olores los hacen arrancar”.23 Las fuentes abundan sobre
el particular, señalando que la calle de la Matriz, la plaza Echaurren, la Explanada, la plaza
Victoria, y otros paseos públicos están totalmente colmados de vendedores de frutas y
comestibles. ¿Se habrán dado cuenta las autoridades que al permitir todo tipo de comercio
callejero en esos lugares, estaban liquidando los escasos pero atractivos paseos de la
ciudad?
Pasando a otro tema, pero con el mismo sentido de denuncias, hemos podido
apreciar en la documentación que los aspectos más frecuentemente objetados por parte de
la sociedad porteña a estos informales mercaderes eran, además de su insalubridad, su
comercio únicamente de baratijas, su propensión al engaño y la difusión de la superstición,
todas circunstancias que atentaban en contra de la moral pública, sobre todo si
consideramos el espíritu racional y práctico que caracterizaba a los porteños. Al respecto, en
el año 1913 la revista Sucesos le dedica un par de artículos a estos tópicos. El recorrido que
el periodista realiza hasta la plaza del Cardonal describe una evocadora imagen, que a
continuación resumimos.
La primera parada de su visita es el puesto de un turco, que oferta al público:
“Bainetas, especos, lásticos, santito, todo a cuarenta lo que se ve, ¡todo a cuarenta!...
Casera er especo muy bonito pa ponerse los polvos, a cuarenta, casera. Una muchachona,
seguramente de algún pueblo vecino..., se muestra indecisa ante aquel extraño revoltijo de
objetos de pacotilla que brillan al sol... Coge luego un espejo con marco dorado de lata, se
mira, sonríe y lo deja, y después de examinar todas las chucherías, escoge una red para el
pelo que con seguridad despertará la envidia de las conocidas... Un suplementero se decide
por un pito y un peón adquiere una peineta, que se pasa con satisfacción por el bigote
erizado y cerdoso”. Sin reparar en la tosquedad de los productos, los clientes abundan y “las
chauchas se multiplican”. Más allá se encuentra a un fotógrafo ambulante, que al grito: “¡A

21. Archivo Municipal de Valparaíso, Intendencia Policía de Seguridad, Vol. 150, 24 enero 1900.
22. Ibid., 15 junio 1900.
23. La Unión, Valparaíso, 2 mayo 1910.

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cincuenta cobres el retrato en un menuto!”, atrae a sus potenciales víctimas. “La gente se
agrupa y observa las muestras: Mira la fulana, ta quiabla / ¡Oy, ho! el sapo lo bien encachao
questá / Más que me retrato. Y el rotito entusiasmado se baja del caballo y se coloca delante
del aparato... Ya está, exclama el fotógrafo. El artista callejero empieza el manipuleo de la
placa. La gente estrecha el círculo como queriendo sorprender sus manejos misteriosos”.
Después de un rato, el fotógrafo le entrega una placa de metal en un marco de celuloide:
“Cincuenta centavos y muchas gracias. El roto mira su retrato con ansiedad: en una especie
de humareda gris, apenas se distingue borrosamente y fuera de foco la silueta del incauto.
¡Bah!, me pasó por el aro, exclama desilusionado. ¡Entonces quiere salir mejor que lo ques!
Una carcajada general estalla en el círculo de gente que rodea al artista callejero, mientras
él exclama: ¡Listo, otro al catre!”. Luego de comentar las peripecias de varios clientes
embaucados, el cronista se retira “sonriendo ante la ingenuidad de esta gente, de estos
24
hombres tan niños por dentro, que con la mejor voluntad se dejan sacar la plata del bolsillo”.
En una esquina próxima, el cronista observa en medio de otro grupo de gente a “una
gallega que saca la suerte con unos pajaritos muertos de hambre... ¡Aquí se ve la suerte
caserita, salen cosas muy bonitas!... Pasa una damisela de gran chapeau, mira
disimuladamente a su alrededor y deposita el diez de la consulta. Un jilguero tísico sale
penosamente de su encierro, llega hasta el cajoncillo donde hay una serie de papeles
multicolores, y con el piquito después de varios esfuerzos, consigue extraer uno. En premio
de su trabajo recibe el grano de semilla de cáñamo y vuelve a su encierro... La damisela abre
el papel, lo lee y se ruboriza: seguramente dice que casará con un caballero rubio que ahora
anda en viaje, que es muy rico, que no piensa más que en ella y que volverá dentro de tres
meses a casarse... Después de la damisela ven su suerte una conductora, un paco, una
costurera que va a entregar a la tienda, un cargador y un suplementero”. Se aleja de este
puesto advirtiendo lo habitual de estos espectáculos y lamentando “la ignorancia de
nuestro pueblo supersticioso y fatalista, y la crueldad para con unos pobres pajarillos
indefensos”.25
Siempre en relación con lo hasta ahora expuesto y considerando la religiosidad de la
población, el cronista sostiene que uno de los negocios más comunes en los barrios
populosos es el comercio de santos. En sus palabras, con ocasión de otra gira por las ventas
ambulantes, sentencia: “nuestro pueblo cree todavía en los milagros y tiene perfectamente
arraigadas ciertas creencias muy propias de la época del coloniaje”, para concluir diciendo
que la santería no sólo es un comercio que da dinero, sino algo característico de los templos
porteños. En su recorrido, observa que varios de esos pequeños negocios al aire libre se
dedican a la venta de estampas y libros religiosos, y afirma que ciertos santos son los
favoritos de la gente: “¿Se concibe el cuarto de alguna obrera o de una modista sin un San
Antonio que está en su altarcito entre un par de velas y dos macetas de flores?”. Pregunta al
lector de forma retórica, para continuar diciendo que el santo en cuestión, “tiene bastante
que hacer con estos corazones soñadores que piden fervorosamente el novio que tarda

24. Sucesos, Valparaíso, N° 555, 24 abril 1913.


25. Idem.

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demasiado en llegar. Pero como tarde o temprano el novio llega, si no se hacen muchas
exigencias, el santo adquiere buena reputación y ya se tiene ganado un sitio predilecto entre
todos sus colegas, que están decorando las paredes de la habitación”.26
El estudio realizado por Sucesos en 1913 concluye con una enumeración de
arquetipos, cargada de discriminación. “Corriendo de un lado para otro para completar esta
crónica del comercio ambulante de Valparaíso, desfilan ante nosotros como en una película
cinematográfica: el clásico vendedor de mote con huesillos; el pequenero, que vende
caldúas fabricadas con carne de perro; el vendedor de periódicos con su cara de pillete,
llena de picardía; el churrero, importado en aquellos tiempos en que la inmigración nos traía
vagos en lugar de hombres laboriosos, y toda esa serie de individuos que forman el sucio y
pintoresco comercio pequeño al por menor”.27 Debemos concluir este punto, reiterando que,
si bien los sectores populares habitaban la periferia y, en su mayoría, laboraban en el Puerto,
también compartían los espacios públicos de la ciudad con los estratos superiores, en gran
medida porque este tipo de comercio constituyó para la gente más modesta un verdadero
polo de atracción, que abarcó prácticamente todo el plan de la ciudad, alentado por la
complaciente fiscalización.

3. Vagancia y Mendicidad

Que la vagancia y la mendicidad ya eran un problema de proporciones al iniciarse


nuestro período de estudio, lo prueba el decreto que en 1825 vio la luz en base al
argumento, “que se renueva el antiguo abuso de presentarse en las calles y casas, hombres
y aun mujeres, pidiendo limosnas para fines piadosos, sin comprobar la facultad de hacerlo,
ni la legitimidad de su inversión... (por tanto) se prohíbe en lo sucesivo tales cuestas sin la
precedente licencia del párroco a que pertenezca, del gobernador del obispado y del
gobernador intendente, por escrito, bajo la pena de seis meses de reclusión al que se
encuentre con cualquier demanda y sin permiso”.28
A pesar de estas medidas, en la prensa porteña se percibe que a mediados de siglo
este fenómeno había aumentado, seguramente, al sumarse a los habituales, los artesanos
parados por el maquinismo. Refiriéndose a antaño, se lee en un remitido a la prensa, que “el
estímulo arrancaba a la vagancia innumerables víctimas… (pero) la introducción de
máquinas viene a repelerles su trabajo, a tornar en nada años de sacrificios y pruebas”.29
Verificado su aumento, hacia 1850 comienzan a proliferar las denuncias en contra de
“ociosos, vagos y malentretenidos”, como decían las autoridades de su tiempo. Por ejemplo,
en enero de ese año, la Municipalidad de Valparaíso acuerda colocar vigilancia desde la
plaza Victoria hasta la Caleta, por el lado de la playa, ya que en ese tramo “se asilan los vagos
practicando toda clase de excesos e inmoralidades”, y en especial porque tan malos

26. Ibid., N° 560, 29 Mayo 1913.


27. Ibid., N° 555, 24 Abril 1913.
28. Boletín de leyes y decretos, Vol. 6, Libro II, N° 20, 16 Noviembre 1825 (Ley N° 410).
29. El Mercurio de Valparaíso, 23 Noviembre 1857. Citado por Harris, Op. Cit., p. 25.

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ejemplos, “se presentaban a los ojos de numerosos muchachos de ambos sexos que por ahí
siempre se reunían”.30
Aparentemente, el problema no era solamente de estética urbana, pues según el
intendente, señor Briceño, en una relación presentada al cabildo a mediados del
diecinueve, “los frecuentes y osados robos y hurtos, (y) asaltamientos sangrientos de que es
presa Valparaíso hace poco tiempo”, sería responsabilidad de “los vagos y malentretenidos
que se han dado cita en este pueblo”. Por lo cual pide al gobierno central que “los vagos a
quienes la autoridad judicial declare tales, sean... destinados a la Marina de Guerra,
dejándose su filiación donde sean aprehendidos”, y, mientras tanto, solicita los recursos
necesarios para la manutención de dos piquetes de policía, “destinados únicamente a la
persecución y aprehensión de los malhechores y vagos”.31 En esta materia habría que
distinguir entre los criminales declarados y los simples vagabundos, pues en realidad son
escasas las fuentes que establecen dicha relación y, en cambio, muy comunes las
denuncias hechas solamente por dedicarse a la mendicidad.
Una cuestión que incide seriamente en este asunto es que, como el administrador
del Hospicio explica al alcalde en julio de 1853, la contribución voluntaria del comercio se ha
reducido por la frecuencia con que se encuentran limosneros en las calles, “sin que la policía
los conduzca para el lugar creado para su manutención”.32 Sin recursos el Hospicio debido al
razonable escepticismo de los comerciantes establecidos, las deserciones del refugio,
alentadas por la negligencia policíaca en su captura, deben haber contribuido a colmar el
plan de vagabundos dedicados a limosnear mediante todo tipo de artimañas.
Al respecto, en agosto de 1853 se informa al ayuntamiento “que no era extraño
encontrar en las calles personas conduciendo imágenes de santos a fin de obtener
limosnas de los fieles, y éstos se pedían ordinariamente sin el permiso competente de la
autoridad, originándose de estos abusos reprensibles contra las buenas costumbres y
el culto debido a la religión”.33 Asimismo, otros mostraban sin complejos sus
deformaciones, mientras cerca los ciegos tocaban y cantaban, tal como hoy día, pero en
mucho mayor número.
Diez años después, el problema continúa, no obstante se observa mayor severidad
con los mendigos recogidos por la policía. Este es el caso de doce hombres viejos detenidos
en 1863, “por andar implorando la piedad pública en esta población”, que reciben por
sanción una multa de dos pesos o cuatro días de prisión, “aplicando en lo sucesivo la misma
pena a los que se recogiesen en este negocio”.34
Como indica el sentido común, para que estas pretensiones de orden social se
desarrollen en plenitud, es indispensable el mejoramiento de las condiciones materiales de

30. Archivo Intendencia de Valparaíso, Actas de la Municipalidad, Vol. 66, 19 enero 1850.
31. Ibid., 27 Agosto 1853.
32. Ibid., 16 Julio 1853.
33. Ibid., 27 Agosto 1853.
34. Archivo Intendencia de Valparaíso, Policía de Seguridad y Salubridad, Vol. 159, 5 Septiembre 1863, fjs.
292.

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la sociedad en su conjunto, la que ciertamente no había experimentado ninguna evolución


hacia el último cuarto del siglo XIX, pues los habitantes del plan continuaban sufriendo la
presencia de los mendigos que deambulan por sus principales calles, “poco menos que
persiguiendo a los transeúntes a fin de inspirarles lástima y conmoverlos para conseguir la
35
ayuda que necesitaban”. Un aspecto que conviene subrayar en torno a esta cuestión, por
constituir prácticamente una constante histórica, es la muchedumbre que se aprovechaba
de la ingenuidad de la gente, pues entre las “docenas de mendigos (que) pululan por
nuestras calles demandando la caridad pública” a pesar de la prohibición, asegura La
Semana en 1874, “muchos más (son) los que no la merecen, pues a más de su robustez y
buena edad son insolentes y atrevidos” y enumera a renglón seguido una serie de casos.36
Dieciséis años más tarde, con la progresista inmigración estimulada por Balmaceda, vagos y
mendigos europeos rebasaran todos los límites de la frescura, ya que según la revista
Valparaíso: “el robo de relojes sin dolor, la vagancia que pedía cigarrillos y fósforos a los
transeúntes y la mendicidad artística, harán il dolce di l'Europa”.37
Aunque los sectores marginales de la sociedad habitaban principalmente en los
cerros de Valparaíso, también se hacinaban en el plan, componiendo lunares de pobreza en
el Puerto y en El Almendral, que se sumaban a la muchedumbre de mendigos que moraban
en “tendales y casuchas” a lo largo de la línea férrea. Juan Eduardo Vargas cree que este
hecho, “unido a la habitual existencia de mendigos en las calles, mueve a sugerir que la
miseria estaba permanentemente presente en la ciudad o, si se quiere, que casi formaba
38
parte de lo que era la vida diaria del plan”. Sin perjuicio de lo anterior, es común encontrar
en las Actas de la Municipalidad quejas de los vecinos de los cerros, por constituir éstos el
refugio preferido de los vagabundos, lo que se debía a la menor vigilancia de los sectores
periféricos. Ejemplo de esto es la misiva que los vecinos de la población Rocuant (Las
Zorras), envían al alcalde en 1895 solicitando un farol en la esquina de las calles N° 2 y Sur,
“las más importantes de esta nueva población... (donde) el tráfico aumenta cada día... (pero
que) quedan ocultas del retén de policía por un cerro que se interpone, facilitando así a los
ebrios y vagos el ocultarse ahí durante la noche, como efectivamente sucede con
frecuencia”.39
Aquí, sin duda, reside uno de los aspectos más corrientemente censurados de la
vagancia, a saber, que interceptan la circulación en las calles y paseos. Prueba de ello, es
que cuando la indigente señora Carmen Guerrero pide permiso al edil, para “implorar la
caridad por las calles de la ciudad los sábados de cada semana”, es autorizada pero con la
40
restricción de estacionarse “en ningún sitio a fin de que no interrumpa el tráfico público”. En
esta materia también encontramos reclamos por el negativo efecto que la vagancia tenía en

35. VARGAS, Juan Eduardo, “Aspectos de la vida privada de la clase alta de Valparaíso: la casa, la familia y el
hogar entre 1830 y 1880”, Historia, N° 32, 1999, p. 622.
36. La Semana, Valparaíso, 7 Junio 1874.
37. Valparaíso, N° 9, 21 Octubre 1901.
38. VARGAS, “Aspectos de la vida privada...”, Op. Cit., p. 622.
39. Archivo Municipal de Valparaíso, Alcaldía-Propuestas, Vol. 105, 18 Mayo 1895.
40. Archivo Municipal de Valparaíso, Solicitudes a-d, Vol. 166, 15 Mayo 1900.

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los espacios públicos, como lo manifiesta La Unión en diciembre 1910, porque es un


espectáculo tradicional poder ver en la plaza Echaurren “vagos y borrachos que son
tolerados con inexplicable complacencia, alejando a las familias que se ven privadas de un
paseo”, ya que en los sofás que se han colocado para brindar descanso a los visitantes,
permanece “un cúmulo de ociosos que se asolean y de borrachos que duermen la mona”.41
Las numerosas denuncias por vagancia que los juzgados recibían de la policía
produjeron dificultades para sancionar las terminantes disposiciones del artículo 305 del
Código Penal, y del artículo 4° de la Ley N° 2.675, sobre protección de la infancia. En este
sentido, en una edición de octubre 1906, el diario El Chileno asegura haber repetido ya
varias veces la denuncia a la policía, por “el crecido número de muchachos que invaden la
plaza Hontaneda”; sin embargo señala, hoy insistimos “porque la inmunidad ha dado bríos a
los muchachos que comienzan a destruir las plantas y arbolitos del jardín”. Con análogo
resultado, agrega que en la cercana calle San Ignacio, “han hecho el grave daño de
despedazar la acera dejándola intransitable... (dado que) allí se juega todo el día a las
chapas, a la rayuela y al chupe... se insulta a los transeúntes y se dicen obscenidades sin
42
cuenta”. Casi diez años después, todavía no se deja sentir la intervención enérgica de la
autoridad para reprimir a los niños vagos, pues “encubiertos por un cajón con útiles para
lustrar zapatos, pululan por las calles y plazas formando desórdenes. En muchas ocasiones
se reúnen hasta quince o veinte y juegan... en las veredas impidiendo el tráfico a los
transeúntes y dando así principio a una corrupción”.43
En efecto, se percibe en la prensa de la época, como un lugar común, considerar que
la existencia holgazana está reñida con la moral, “de modo que para la sociedad pensante el
flojo es considerado en una escala si no inferior, por lo menos igual al jugador y al ebrio”.
Además, provoca molestia según la revista Sucesos, ver cómo gran parte de la infancia se
forma en este ambiente de ociosidad, donde “calles y paseos se ven continuamente
recorridos por niños de pocos años que, jugando a las chapitas o pidiendo limosna, inician
su existencia a base de vicios”.44 En una consulta sobre el aumento de la criminalidad que
hace El Chileno, en su edición de 20 de marzo de 1906, a un ex funcionario de la Corte de
Apelaciones de Valparaíso, el entrevistado dice que “esos muchachos vagos no aprenden
en la calle otra cosa que vicios repugnantes y no es el menor el de acostumbrarse a la
holganza, porque como el vago no gana dinero y en cambio siente muchas necesidades y
tiene muchos vicios, tiene que robar... o asesinar si es necesario, o las dos cosas a la vez, si
una sola no basta... Y tanto es así, que no encontrará Ud. ni un solo reo en la cárcel que no
haya principiado por ser un ocioso empedernido”.45
Naturalmente, la sociedad porteña no se resigna a estar invadida de vagos; por eso
manifiesta continuamente en la prensa su desagrado y, a veces, su inclemencia, sobre todo

41. La Unión, Valparaíso, 1° Diciembre 1910.


42. El Chileno, Valparaíso, N° 6.966, 18 Octubre 1906.
43. La Unión, Valparaíso, N° 9.672, 8 Mayo 1915.
44. Sucesos, Valparaíso, N° 561, 5 Junio 1913.
45. El Chileno, Valparaíso, N° 6.968, 20 Marzo 1906.

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al no comprender “por qué la policía no corre a esos desalmados, o por qué no los lleva a la
46
presencia del juez, para que den explicaciones sobre su interminable vagancia”. “Lo único
que se me ocurre por ahora, dice una Carta al Director en un periódico de 1906, es que la
policía debiera recoger sin piedad a todos los vagos, grandes y chicos, castigando a los
primeros y manteniendo recluidos a los segundos, hasta que sus padres pagaran una fuerte
multa”.47 Surgidos de la impaciencia, también se publicaron opiniones que lindan con lo
absurdo; tal fue el caso de un artículo de Zig-Zag, que en 1911 recuerda una antigua
tradición de los belgas, quienes acostumbraban a detener a todo individuo que, en
condiciones de trabajar, fuera sorprendido mendigando, para introducirlo en una especie de
noria, ya que “si el infeliz huésped de la noria no quería tragar un poco de agua, se veía
forzado a achicar y achicar (con una bomba) incansablemente el agua, que pretendía
colmar el pozo. En las orillas... generalmente se reunían las comadres de la vecindad y
labradores del feudo, los que a la vez que hacían mofa del infeliz, acribillándolo de
espirituales pullas, organizaban entre sí apuestas referentes a la resistencia física del
gratuito sirviente de la noria. Una vez que se veía que el mendigo, exhausto, no podía resistir
más, se le extraía del pozo y previa consiguiente reprimenda corporal, se le dejaba partir”. El
sádico cronista termina comentando que aunque bastante dura, la lección “era de una
eficacia ejemplar”.48
En busca de alternativas que resolvieran el problema de la vagancia, también se
pone en el tapete el caso del alcalde madrileño de la época, Francisco Rodríguez, quien,
preocupado por el aumento de la mendicidad en sus calles, “ha resuelto arbitrar los medios
más eficaces para hacer desaparecer este lunar, que a la vez que afea artísticamente a la
importante metrópoli, constituye un verdadero baldón para la sede de las Cortes y de la
aristocracia de la sangre, del dólar y del intelecto de España... (Con este aliciente) empezó
por ordenar una recogida general de vagos y menesterosos y consultar una legislación ad
hoc, que restrinja el libre tránsito de éstos en el recinto urbano de la ciudad, bajo
apercibimiento de multas y otras diversas penas. Enseguida procedió a habilitar en las
Yeserías un campamento o pabellón provisorio, que sirve las funciones de desinfectorio o
vestíbulo de los mendigos recogidos. Una vez conducidos a este pabellón, se les asea,
suministra trajes limpios y son obsequiados con un suculento refrigerio de bienvenida. Acto
continuo son trasladados al Asilo en que, perfectamente tenidos, pasarán el resto de sus
días, seguros de su subsistencia y dedicados a ejercitar sus energías en alguna labor útil y
muchas veces remunerada, de acuerdo con sus inclinaciones, profesión y vigor físico”.49 No
obstante, parece evidente que una solución así estaba lejos del presupuesto de la autoridad
porteña, porque “ocurre en la práctica que esta ciudad carece de un establecimiento
adecuado para recluir a los menores que, en crecido número, vagan por la ciudad sin
domicilio ni ocupación lícita. Además, los delitos de que se les acusa revelan el grado de

46. Ibídem., N° 6.966, 18 Octubre 1906.


47. Ibídem., N° 6.968, 20 Marzo 1906.
48. Zig-Zag, Santiago, N° 317, 1911.
49. Idem.

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abyección en que han caído estas desgraciadas víctimas del infortunio y de la corrupción”.50
Dentro de esta misma línea, también se discutieron soluciones más factibles, como
es la campaña emprendida por la justicia y secundada de la policía en contra de los
muchachos vagos sin domicilio conocido. Su artífice es el comandante de la fragata Lautaro,
señor Almanzor Hernández, a cuyo bordo funcionaba la Escuela de Grumetes, quien en un
número de la revista Sucesos, en 1913, recuerda cómo comenzó a convertir niños vagos en
tripulantes de la Armada Nacional, mediante una severa disciplina y la enseñanza de
múltiples contenidos. “En aquella época, dice, por las calles de Valparaíso se recogía a todos
los muchachos dedicados a la vagancia y se les llevaba a un pontón surto en la bahía, donde
pasaban en calidad de aspirantes a grumetes... Los muchachos, des arrapados y sucios
adquirieron rápidamente hábitos de higiene y de disciplina y se les vio desfilar en las
festividades patrias con marcial apostura, como una esperanza convertida en realidad
magnífica”.51 Si el buque estaba orientado exclusivamente a dicha destinación, no sabemos
por qué esta loable empresa perdió su empuje inicial. La entrevista del semanario, sin
embargo, debió haber influido en las autoridades, ya que el cronista de La Unión, en su
edición de 12 de mayo de 1915, informa tener antecedentes de que “la alcaldía se pondrá
en inteligencia con la Intendencia para... recoger a todos los muchachos que lustran botines
y que, no teniendo padres, se entregan a toda clase de diversiones desmoralizadas, para
enviarlos a un pontón o la Escuela de Grumetes”.52
A pesar de las soluciones descritas, con el transcurso del tiempo el problema
persiste. En estas circunstancias, en 1924, el cronista de ese diario se plantea desde un
punto de vista sociológico, señalando que mientras “mucho se habla de la falta de brazos
para las faenas agrícolas y se arguye que los trabajos de las salitreras absorben todo el
contingente trabajador... en Valparaíso... las plazas públicas están llenas de ociosos, vagos,
que prefieren solicitar la limosna pública antes de trabajar”. Dice que “miles de miles de
hombres y muchas mujeres explotan la caridad y enseñan a los niños la vagancia”, pero no
todos son pobres, “sino que (es) la juventud (la) que prefiere vivir de cualquier forma y como
caiga; muchos a costillas de sus familias o agregados a casas de parientes o amigos o
amigas, pues todos rehúsan el trabajo”.
Ampliando la perspectiva a toda la población, opina que “son raros, pero muy raros,
los que se atreven a afrontar la lucha por la existencia lanzándose a un negocio... y a lo sumo
tratan de trabajar en oficinas, sin darse cuenta que desplazados del comercio, jamás
surgirán... Es verdad que existen escuelas de artes y oficios, pero todos los que concluyen
sus estudios en esos establecimientos pasan a ocuparse como simples empleados,
ninguno pone una fragua por su cuenta, ninguno abre un taller y lucha de frente. Hay una

50. En el mismo remitido se explica que, pese a existir en Valparaíso un Hogar de Niños subvencionado por
el Supremo Gobierno, denominado originalmente Reformatorio de Niños, con el objeto de recibir a los
muchachos vagos y procurar su reforma por medio de una educación conveniente, motivos desconocidos
han impedido al Hogar cumplir con su cometido, en: La Unión, Valparaíso, N° 14.021, 4 Abril 1927.
51. Sucesos, Valparaíso, N° 562, 1913, 12 Junio 1913.
52. La Unión, Valparaíso, N° 9.676, 12 Mayo 1915.

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timidez tan grande que lo anonada al primer obstáculo y el extranjero lo vence así
fácilmente. Pero no es sólo esto, ni siquiera se dedica al campo, al cultivo y a sus derivados y
nadie ignora que ya la mayor parte de las faenas agrícolas están también en manos de
extranjeros. Podemos decir que no hay nada nacional fuera de los empleos públicos. Sólo
explotamos el arte de bailar y beber, mucho box y fútbol”.53
Ciertamente, la vagancia y la mendicidad fueron problemas que afectaron la
sociabilidad porteña durante todo el período estudiado, pues, salvo decretos de prohibición,
no conocimos ninguna medida encaminada a evitar dicha práctica que haya logrado
silenciar a la prensa.54

53. Ibídem., N° 12.851, 20 Enero 1924. Nótese que el primer club de fútbol fue el “Valparaíso F. C.”,
fundado el 10 Julio 1889.
54. En 1927 el Intendente don Ángel Guarello prohíbe por decreto las colectas en la vía pública, “ya sea con
venta de artículos o no, que no tengan permiso especial de esta Intendencia, bajo multa de cincuenta pesos
por cada infracción en que incurrirá cualquiera persona que solicite erogaciones ya sea en representación
de tercero o a nombre propio, si dicha colecta no hubiere sido previamente autorizada”. Ibid., N° 14.046, 29
Abril 1927.

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