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3. ROSAS, Pedro, “Nueva historia social y memoria: Miradas, viejos y nuevos actores en los movimientos
sociales populares”, (inédito) Sept. de 2003, en: http://www.w3.org/TR/xhtml1/DTD/xhtml1-strict.dtd.
4. LORENZO SCHIAFFINO, Santiago y otros, Vida, costumbres y espíritu empresarial de los porteños.
Valparaíso en el siglo XIX, Universidad Católica de Valparaíso, Serie Monografías Históricas, N° 11,
Valparaíso, 2000, p. 62. El descontrolado aumento de la población se debe en parte al fenómeno de la
deserción, que a diferencia de otras latitudes en Valparaíso fue un problema de larga duración que
comprendió a miles de personas. Según Gilberto Harris, “las fugas desde naves de combate, mercantes,
loberas, foqueras o balleneras constituyeron ni más ni menos en la principal vía de ingreso al país, hasta que
las labores de la Agencia de Inmigración y Colonización de Chile en Europa inauguran, hasta 1904, el
ingreso regular de inmigrantes extranjeros”, en: Estudios sobre economía y sociedad en el contexto de la
temprana industrialización porteña y chilena del siglo XIX, Universidad de Playa Ancha, Valparaíso, 2003, p.
13.
5. GARRIDO DE LA RIVERA, Eugenia, Acontecer Infausto y Mentalidad: El Crimen en Valparaíso, Tesis de
Magister en Historia, Universidad Católica de Valparaíso, 1991, p. 132.
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6. URBINA BURGOS, Rodolfo, Valparaíso, auge y ocaso del viejo “Pancho”, 1830-1930, Valparaíso, 1999, p.
91.
7. El Mercurio de Valparaíso, 27 agosto 1843, en: Alfonso Calderón y Marilis Schlotfeldt, Memorial de
Valparaíso, Santiago, 2001, p. 188.
8. LORENZO, Op. Cit., pp. 31-53.
9. El hecho que la experiencia histórica haya ligado a Valparaíso con la actividad portuaria, no significa que
el desarrollo industrial fuera menos importante en esta ciudad; incluso el historiador norteamericano Peter
De Sazo ha afirmado en una obra muy bien fundamentada, que el verdadero origen del movimiento obrero
organizado debe buscarse en las ciudades de Santiago y Valparaíso. Vs. Urban Workers and Labor Unions in
Chile. 1902-1927, The University of Wisconsin's Press, 1983.
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conserva fielmente sus costumbres nacionales”,10 por cierto, para unos pintorescas, pero
para otros desagradables. Sin embargo, esta impresión, que bien podría haberse aplicado a
Santiago, en el Valparaíso de mediados de siglo se extremará, derivando el encuentro a
veces en contraste y oposición social. Creemos que las diferencias socio-económicas se
hicieron más patentes por causa de la mencionada topografía porteña, que, como hemos
visto, no era precisamente un extenso plano perfectamente sectorizado, donde los
habitantes de los extremos sociales raramente se encontraran. Este sí fue el caso de la
capital, que según Patricio Gross, cuando todavía “aparecía satisfactoriamente dotada de
espacios libres, no nos equivocamos al afirmar que su uso estaba restringido, en muchos
casos, a sólo una parte de la población. Había una apropiación diferenciada del hábitat
colectivo, que rechazaba a ciertos sectores de la sociedad de la época a través de barreras
culturales y sicológicas, que para los grupos menores recursos resultaba imposible
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sobrepasar”. Diametralmente opuesta fue la situación del Valparaíso decimonónico, donde
su reducido y sofocante espacio urbano se encontraba, además, cercado de cerros, lo que
hacía imposible para los transeúntes ocultarse a la mirada de los demás.
En un lugar así, probablemente hubo resentimiento o discriminación al revés, si se
me permite el término, pues si sumamos a la sobrepoblación la estrechez del espacio
urbano, seguramente debió producirse el mismo efecto de frustración que hoy causan los
medios de comunicación, que consiste en difundir a toda la población los bienes y servicios
únicamente accesibles al sector pudiente, y si a esto añadimos el axioma psicológico de que,
atrapadas en aglomeraciones, las personas tienden a ponerse más violentas, la atmósfera
social debió tornarse en ocasiones muy tensa. En este sentido, María Ximena Urbina explica
que “la modernidad del Puerto conectado con el mundo entero, no se traducía en una
mejoría de la calidad de vida de los sectores populares que llegaban y se instalaban,
formando física y conceptualmente una ciudad distinta que, no obstante su general
ubicación en las quebradas, compartían, también, los espacios públicos con la ciudad de la
gente de situación más holgada, además de los problemas urbanos comunes. Por esta
razón, aunque se observan dos ciudades, en una no es posible advertir una marginación o
automarginación física total de los pobres, y mucho menos en la actividad callejera, porque
entre la iglesia de la Matriz y la avenida de las Delicias, unidas por una sola calle comercial
con distintos nombres, seguía siendo punto de encuentro entre ricos y pobres”.12
Tal como sentencia la joven historiadora, las fuentes manifiestan que para los
sectores altos y medios de la sociedad, el pueblo bajo llegó a convertirse en uno de los
problemas urbano-ambientales que los aquejaban, situación mucho más determinante que
la simple discriminación. En un artículo dedicado al problema de la vagancia, publicado en
10. POEPPIG, Eduardo, “Un testigo de la alborada de Chile (1826-1829)”, en: CALDERÓN, Alfonso y
SCHLOTFELDT, Marilis , Memorial de Valparaíso, Santiago, 2001, pp. 89-90.
11. DE RAMÓN, Armando y GROSS, Patricio (compiladores), Santiago de Chile: Características histórico-
ambientales, 1891-1924, Monografías de Nueva Historia, Londres, 1985, p. 30.
12. URBINA CARRASCO, María Ximena, Los conventillos de Valparaíso. 1880-1920. Fisonomía y
percepción de una vivienda popular urbana, Valparaíso, 2002, p. 82.
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1911, el cronista de la revista Zig-Zag define a las calles de una ciudad, como “la expresión
más elocuente del nivel de cultura y adelanto material alcanzado por el mancomunado
esfuerzo de sus ciudadanos”, que se traduce en un bienestar que tristemente, también “se
hace extensivo a todo lo que tropieza la vista del transeúnte. Nada más bochornoso,
prosigue, que la penosa impresión... de esos harapientos, ostentando repugnantes
desnudeces y chocantes asquerosidades, hijas de la miseria fisiológica y material, del vicio,
del abandono y de la desvergüenza”.13
De la discriminación al “miedo” histórico cultivado por la clase poseedora, de que
habla Armando de Ramón,14 puede haber sólo un paso, pues si consideramos representativo
el planteamiento de Edwards Bello escrito siete años antes del número de la revista arriba
citada, el habitante de los cerros era percibido, en general, como “carne de saqueo y
revuelta, quizá por los sucesos de 1891; gente que miraba al plan con beligerancia, porque
el plan representaba el mundo del otro, del extranjero que había relegado al roto a los
márgenes, a las quebradas, o lo había obligado a trepar a los cerros”.15 Desde esta
perspectiva, la enochlofobia, o miedo a las muchedumbres, que se aprecia en los
documentos, potenciada por la estrecha topografía porteña, seguramente se hacía más
insoportable en el verano, cuando el plan se encontraba atestado de “marineros
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2. Comercio Ambulante
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Carreta tirada por dos parejas de bueyes, marzo de 1900. Colección “El Mercurio”, Valparaíso 1900, 41 fotografías,
patrimonio cultural. Testimonio fotográfico del paso de Harry Grant Olds por Valparaíso.
20. Archivo Intendencia de Valparaíso, Inspección de Policía Urbana, Vol. 290, 16 diciembre 1873, fjs. 252.
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El panadero a caballo, marzo de 1900. Colección “El Mercurio”, Valparaíso 1900, 41 fotografías, patrimonio cultural.
Testimonio fotográfico del paso de Harry Grant Olds por Valparaíso.
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21. Archivo Municipal de Valparaíso, Intendencia Policía de Seguridad, Vol. 150, 24 enero 1900.
22. Ibid., 15 junio 1900.
23. La Unión, Valparaíso, 2 mayo 1910.
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cincuenta cobres el retrato en un menuto!”, atrae a sus potenciales víctimas. “La gente se
agrupa y observa las muestras: Mira la fulana, ta quiabla / ¡Oy, ho! el sapo lo bien encachao
questá / Más que me retrato. Y el rotito entusiasmado se baja del caballo y se coloca delante
del aparato... Ya está, exclama el fotógrafo. El artista callejero empieza el manipuleo de la
placa. La gente estrecha el círculo como queriendo sorprender sus manejos misteriosos”.
Después de un rato, el fotógrafo le entrega una placa de metal en un marco de celuloide:
“Cincuenta centavos y muchas gracias. El roto mira su retrato con ansiedad: en una especie
de humareda gris, apenas se distingue borrosamente y fuera de foco la silueta del incauto.
¡Bah!, me pasó por el aro, exclama desilusionado. ¡Entonces quiere salir mejor que lo ques!
Una carcajada general estalla en el círculo de gente que rodea al artista callejero, mientras
él exclama: ¡Listo, otro al catre!”. Luego de comentar las peripecias de varios clientes
embaucados, el cronista se retira “sonriendo ante la ingenuidad de esta gente, de estos
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hombres tan niños por dentro, que con la mejor voluntad se dejan sacar la plata del bolsillo”.
En una esquina próxima, el cronista observa en medio de otro grupo de gente a “una
gallega que saca la suerte con unos pajaritos muertos de hambre... ¡Aquí se ve la suerte
caserita, salen cosas muy bonitas!... Pasa una damisela de gran chapeau, mira
disimuladamente a su alrededor y deposita el diez de la consulta. Un jilguero tísico sale
penosamente de su encierro, llega hasta el cajoncillo donde hay una serie de papeles
multicolores, y con el piquito después de varios esfuerzos, consigue extraer uno. En premio
de su trabajo recibe el grano de semilla de cáñamo y vuelve a su encierro... La damisela abre
el papel, lo lee y se ruboriza: seguramente dice que casará con un caballero rubio que ahora
anda en viaje, que es muy rico, que no piensa más que en ella y que volverá dentro de tres
meses a casarse... Después de la damisela ven su suerte una conductora, un paco, una
costurera que va a entregar a la tienda, un cargador y un suplementero”. Se aleja de este
puesto advirtiendo lo habitual de estos espectáculos y lamentando “la ignorancia de
nuestro pueblo supersticioso y fatalista, y la crueldad para con unos pobres pajarillos
indefensos”.25
Siempre en relación con lo hasta ahora expuesto y considerando la religiosidad de la
población, el cronista sostiene que uno de los negocios más comunes en los barrios
populosos es el comercio de santos. En sus palabras, con ocasión de otra gira por las ventas
ambulantes, sentencia: “nuestro pueblo cree todavía en los milagros y tiene perfectamente
arraigadas ciertas creencias muy propias de la época del coloniaje”, para concluir diciendo
que la santería no sólo es un comercio que da dinero, sino algo característico de los templos
porteños. En su recorrido, observa que varios de esos pequeños negocios al aire libre se
dedican a la venta de estampas y libros religiosos, y afirma que ciertos santos son los
favoritos de la gente: “¿Se concibe el cuarto de alguna obrera o de una modista sin un San
Antonio que está en su altarcito entre un par de velas y dos macetas de flores?”. Pregunta al
lector de forma retórica, para continuar diciendo que el santo en cuestión, “tiene bastante
que hacer con estos corazones soñadores que piden fervorosamente el novio que tarda
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demasiado en llegar. Pero como tarde o temprano el novio llega, si no se hacen muchas
exigencias, el santo adquiere buena reputación y ya se tiene ganado un sitio predilecto entre
todos sus colegas, que están decorando las paredes de la habitación”.26
El estudio realizado por Sucesos en 1913 concluye con una enumeración de
arquetipos, cargada de discriminación. “Corriendo de un lado para otro para completar esta
crónica del comercio ambulante de Valparaíso, desfilan ante nosotros como en una película
cinematográfica: el clásico vendedor de mote con huesillos; el pequenero, que vende
caldúas fabricadas con carne de perro; el vendedor de periódicos con su cara de pillete,
llena de picardía; el churrero, importado en aquellos tiempos en que la inmigración nos traía
vagos en lugar de hombres laboriosos, y toda esa serie de individuos que forman el sucio y
pintoresco comercio pequeño al por menor”.27 Debemos concluir este punto, reiterando que,
si bien los sectores populares habitaban la periferia y, en su mayoría, laboraban en el Puerto,
también compartían los espacios públicos de la ciudad con los estratos superiores, en gran
medida porque este tipo de comercio constituyó para la gente más modesta un verdadero
polo de atracción, que abarcó prácticamente todo el plan de la ciudad, alentado por la
complaciente fiscalización.
3. Vagancia y Mendicidad
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ejemplos, “se presentaban a los ojos de numerosos muchachos de ambos sexos que por ahí
siempre se reunían”.30
Aparentemente, el problema no era solamente de estética urbana, pues según el
intendente, señor Briceño, en una relación presentada al cabildo a mediados del
diecinueve, “los frecuentes y osados robos y hurtos, (y) asaltamientos sangrientos de que es
presa Valparaíso hace poco tiempo”, sería responsabilidad de “los vagos y malentretenidos
que se han dado cita en este pueblo”. Por lo cual pide al gobierno central que “los vagos a
quienes la autoridad judicial declare tales, sean... destinados a la Marina de Guerra,
dejándose su filiación donde sean aprehendidos”, y, mientras tanto, solicita los recursos
necesarios para la manutención de dos piquetes de policía, “destinados únicamente a la
persecución y aprehensión de los malhechores y vagos”.31 En esta materia habría que
distinguir entre los criminales declarados y los simples vagabundos, pues en realidad son
escasas las fuentes que establecen dicha relación y, en cambio, muy comunes las
denuncias hechas solamente por dedicarse a la mendicidad.
Una cuestión que incide seriamente en este asunto es que, como el administrador
del Hospicio explica al alcalde en julio de 1853, la contribución voluntaria del comercio se ha
reducido por la frecuencia con que se encuentran limosneros en las calles, “sin que la policía
los conduzca para el lugar creado para su manutención”.32 Sin recursos el Hospicio debido al
razonable escepticismo de los comerciantes establecidos, las deserciones del refugio,
alentadas por la negligencia policíaca en su captura, deben haber contribuido a colmar el
plan de vagabundos dedicados a limosnear mediante todo tipo de artimañas.
Al respecto, en agosto de 1853 se informa al ayuntamiento “que no era extraño
encontrar en las calles personas conduciendo imágenes de santos a fin de obtener
limosnas de los fieles, y éstos se pedían ordinariamente sin el permiso competente de la
autoridad, originándose de estos abusos reprensibles contra las buenas costumbres y
el culto debido a la religión”.33 Asimismo, otros mostraban sin complejos sus
deformaciones, mientras cerca los ciegos tocaban y cantaban, tal como hoy día, pero en
mucho mayor número.
Diez años después, el problema continúa, no obstante se observa mayor severidad
con los mendigos recogidos por la policía. Este es el caso de doce hombres viejos detenidos
en 1863, “por andar implorando la piedad pública en esta población”, que reciben por
sanción una multa de dos pesos o cuatro días de prisión, “aplicando en lo sucesivo la misma
pena a los que se recogiesen en este negocio”.34
Como indica el sentido común, para que estas pretensiones de orden social se
desarrollen en plenitud, es indispensable el mejoramiento de las condiciones materiales de
30. Archivo Intendencia de Valparaíso, Actas de la Municipalidad, Vol. 66, 19 enero 1850.
31. Ibid., 27 Agosto 1853.
32. Ibid., 16 Julio 1853.
33. Ibid., 27 Agosto 1853.
34. Archivo Intendencia de Valparaíso, Policía de Seguridad y Salubridad, Vol. 159, 5 Septiembre 1863, fjs.
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35. VARGAS, Juan Eduardo, “Aspectos de la vida privada de la clase alta de Valparaíso: la casa, la familia y el
hogar entre 1830 y 1880”, Historia, N° 32, 1999, p. 622.
36. La Semana, Valparaíso, 7 Junio 1874.
37. Valparaíso, N° 9, 21 Octubre 1901.
38. VARGAS, “Aspectos de la vida privada...”, Op. Cit., p. 622.
39. Archivo Municipal de Valparaíso, Alcaldía-Propuestas, Vol. 105, 18 Mayo 1895.
40. Archivo Municipal de Valparaíso, Solicitudes a-d, Vol. 166, 15 Mayo 1900.
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al no comprender “por qué la policía no corre a esos desalmados, o por qué no los lleva a la
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presencia del juez, para que den explicaciones sobre su interminable vagancia”. “Lo único
que se me ocurre por ahora, dice una Carta al Director en un periódico de 1906, es que la
policía debiera recoger sin piedad a todos los vagos, grandes y chicos, castigando a los
primeros y manteniendo recluidos a los segundos, hasta que sus padres pagaran una fuerte
multa”.47 Surgidos de la impaciencia, también se publicaron opiniones que lindan con lo
absurdo; tal fue el caso de un artículo de Zig-Zag, que en 1911 recuerda una antigua
tradición de los belgas, quienes acostumbraban a detener a todo individuo que, en
condiciones de trabajar, fuera sorprendido mendigando, para introducirlo en una especie de
noria, ya que “si el infeliz huésped de la noria no quería tragar un poco de agua, se veía
forzado a achicar y achicar (con una bomba) incansablemente el agua, que pretendía
colmar el pozo. En las orillas... generalmente se reunían las comadres de la vecindad y
labradores del feudo, los que a la vez que hacían mofa del infeliz, acribillándolo de
espirituales pullas, organizaban entre sí apuestas referentes a la resistencia física del
gratuito sirviente de la noria. Una vez que se veía que el mendigo, exhausto, no podía resistir
más, se le extraía del pozo y previa consiguiente reprimenda corporal, se le dejaba partir”. El
sádico cronista termina comentando que aunque bastante dura, la lección “era de una
eficacia ejemplar”.48
En busca de alternativas que resolvieran el problema de la vagancia, también se
pone en el tapete el caso del alcalde madrileño de la época, Francisco Rodríguez, quien,
preocupado por el aumento de la mendicidad en sus calles, “ha resuelto arbitrar los medios
más eficaces para hacer desaparecer este lunar, que a la vez que afea artísticamente a la
importante metrópoli, constituye un verdadero baldón para la sede de las Cortes y de la
aristocracia de la sangre, del dólar y del intelecto de España... (Con este aliciente) empezó
por ordenar una recogida general de vagos y menesterosos y consultar una legislación ad
hoc, que restrinja el libre tránsito de éstos en el recinto urbano de la ciudad, bajo
apercibimiento de multas y otras diversas penas. Enseguida procedió a habilitar en las
Yeserías un campamento o pabellón provisorio, que sirve las funciones de desinfectorio o
vestíbulo de los mendigos recogidos. Una vez conducidos a este pabellón, se les asea,
suministra trajes limpios y son obsequiados con un suculento refrigerio de bienvenida. Acto
continuo son trasladados al Asilo en que, perfectamente tenidos, pasarán el resto de sus
días, seguros de su subsistencia y dedicados a ejercitar sus energías en alguna labor útil y
muchas veces remunerada, de acuerdo con sus inclinaciones, profesión y vigor físico”.49 No
obstante, parece evidente que una solución así estaba lejos del presupuesto de la autoridad
porteña, porque “ocurre en la práctica que esta ciudad carece de un establecimiento
adecuado para recluir a los menores que, en crecido número, vagan por la ciudad sin
domicilio ni ocupación lícita. Además, los delitos de que se les acusa revelan el grado de
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abyección en que han caído estas desgraciadas víctimas del infortunio y de la corrupción”.50
Dentro de esta misma línea, también se discutieron soluciones más factibles, como
es la campaña emprendida por la justicia y secundada de la policía en contra de los
muchachos vagos sin domicilio conocido. Su artífice es el comandante de la fragata Lautaro,
señor Almanzor Hernández, a cuyo bordo funcionaba la Escuela de Grumetes, quien en un
número de la revista Sucesos, en 1913, recuerda cómo comenzó a convertir niños vagos en
tripulantes de la Armada Nacional, mediante una severa disciplina y la enseñanza de
múltiples contenidos. “En aquella época, dice, por las calles de Valparaíso se recogía a todos
los muchachos dedicados a la vagancia y se les llevaba a un pontón surto en la bahía, donde
pasaban en calidad de aspirantes a grumetes... Los muchachos, des arrapados y sucios
adquirieron rápidamente hábitos de higiene y de disciplina y se les vio desfilar en las
festividades patrias con marcial apostura, como una esperanza convertida en realidad
magnífica”.51 Si el buque estaba orientado exclusivamente a dicha destinación, no sabemos
por qué esta loable empresa perdió su empuje inicial. La entrevista del semanario, sin
embargo, debió haber influido en las autoridades, ya que el cronista de La Unión, en su
edición de 12 de mayo de 1915, informa tener antecedentes de que “la alcaldía se pondrá
en inteligencia con la Intendencia para... recoger a todos los muchachos que lustran botines
y que, no teniendo padres, se entregan a toda clase de diversiones desmoralizadas, para
enviarlos a un pontón o la Escuela de Grumetes”.52
A pesar de las soluciones descritas, con el transcurso del tiempo el problema
persiste. En estas circunstancias, en 1924, el cronista de ese diario se plantea desde un
punto de vista sociológico, señalando que mientras “mucho se habla de la falta de brazos
para las faenas agrícolas y se arguye que los trabajos de las salitreras absorben todo el
contingente trabajador... en Valparaíso... las plazas públicas están llenas de ociosos, vagos,
que prefieren solicitar la limosna pública antes de trabajar”. Dice que “miles de miles de
hombres y muchas mujeres explotan la caridad y enseñan a los niños la vagancia”, pero no
todos son pobres, “sino que (es) la juventud (la) que prefiere vivir de cualquier forma y como
caiga; muchos a costillas de sus familias o agregados a casas de parientes o amigos o
amigas, pues todos rehúsan el trabajo”.
Ampliando la perspectiva a toda la población, opina que “son raros, pero muy raros,
los que se atreven a afrontar la lucha por la existencia lanzándose a un negocio... y a lo sumo
tratan de trabajar en oficinas, sin darse cuenta que desplazados del comercio, jamás
surgirán... Es verdad que existen escuelas de artes y oficios, pero todos los que concluyen
sus estudios en esos establecimientos pasan a ocuparse como simples empleados,
ninguno pone una fragua por su cuenta, ninguno abre un taller y lucha de frente. Hay una
50. En el mismo remitido se explica que, pese a existir en Valparaíso un Hogar de Niños subvencionado por
el Supremo Gobierno, denominado originalmente Reformatorio de Niños, con el objeto de recibir a los
muchachos vagos y procurar su reforma por medio de una educación conveniente, motivos desconocidos
han impedido al Hogar cumplir con su cometido, en: La Unión, Valparaíso, N° 14.021, 4 Abril 1927.
51. Sucesos, Valparaíso, N° 562, 1913, 12 Junio 1913.
52. La Unión, Valparaíso, N° 9.676, 12 Mayo 1915.
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timidez tan grande que lo anonada al primer obstáculo y el extranjero lo vence así
fácilmente. Pero no es sólo esto, ni siquiera se dedica al campo, al cultivo y a sus derivados y
nadie ignora que ya la mayor parte de las faenas agrícolas están también en manos de
extranjeros. Podemos decir que no hay nada nacional fuera de los empleos públicos. Sólo
explotamos el arte de bailar y beber, mucho box y fútbol”.53
Ciertamente, la vagancia y la mendicidad fueron problemas que afectaron la
sociabilidad porteña durante todo el período estudiado, pues, salvo decretos de prohibición,
no conocimos ninguna medida encaminada a evitar dicha práctica que haya logrado
silenciar a la prensa.54
53. Ibídem., N° 12.851, 20 Enero 1924. Nótese que el primer club de fútbol fue el “Valparaíso F. C.”,
fundado el 10 Julio 1889.
54. En 1927 el Intendente don Ángel Guarello prohíbe por decreto las colectas en la vía pública, “ya sea con
venta de artículos o no, que no tengan permiso especial de esta Intendencia, bajo multa de cincuenta pesos
por cada infracción en que incurrirá cualquiera persona que solicite erogaciones ya sea en representación
de tercero o a nombre propio, si dicha colecta no hubiere sido previamente autorizada”. Ibid., N° 14.046, 29
Abril 1927.
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