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Los mimos son unos seres misteriosos que navegan el

silencio. Son pocos los que los han tenido en cuenta. Sus
colegas, los payasos, han tenido siempre el foco apuntando
sobre sus cabezas. Pero esos tiempos terminaron. En esta
antología sacaremos a relucir toda la verdad sobre los mimos.
Dejarás de temer a los payasos.

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Índice
1. El teatro del destino (C. G. Demian)
2. Oliver
2.1 El mimo (Ricardo Zamorano)
2.2 El monasterio del silencio (C. G. Demian)
2.3 El autógrafo (C. G. Demian)
2.4 Olivia (Ricardo Zamorano)
2.5 Cuando las palabras no bastan (C. G. Demian)
2.6 Amordazados (Ricardo Zamorano y C. G. Demian)
2.7 El paciente silencioso (C. G. Demian)
3. Diario de un mimo (Federico Rivolta)
4. Boris (Federico Rivolta)
5. Crímenes en blanco y negro (Federico Rivolta)
6. Atado al silencio (Ricardo Zamorano)
7. Mi mamá me mima (C. G. Demian)

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1. EL TEATRO DEL DESTINO
(C. G. Demian)

El hombre está sentado en la escalinata del viejo teatro de Blouton


Dale. Su tez, bañada por lágrimas de lluvia, delata su impaciencia. Toda
su vida ha estado esperando este día, porque el hombre, conoce su
destino.
En la solitaria noche espera a que algo ocurra. Su vida ha sido larga
y tediosa. Nunca ha querido aprender, y ha tratado de olvidar todo
cuanto sucedía, pues nada tenía que ver con su destino.
En el viejo teatro se oyen unos pasos. Algunos creen que está
habitado por un hombre, por un viejo mimo. Pero es solo una leyenda,
nadie ha visto jamás a aquel viejo, después de que todo ardiera.

En el viejo teatro se oye descorrer un cerrojo, y la puerta comienza a


abrirse, al compás del rechinar de los goznes. El hombre se pone en pie
decido a afrontar su sino. Pronto estará cara a cara con el fantasma del
viejo teatro.
Tras la puerta puede ver una sombra, una figura humana vestida con
un traje negro. Le resulta familiar. Teatralmente la figura da un paso al
frente, y la luz de la luna ilumina su níveo rostro. El hombre lo mira
sorprendido. Cree reconocerse en aquella figura. Pero el mimo es viejo,
y tiene la cara pintada de blanco.
Se acerca con cautela al mimo y extiende su brazo hasta tocarle la
cara. Puede sentir el paso de los años en la yema de sus dedos, pero a
pesar de la lluvia, la pintura no se destiñe en la cara del viejo mimo.
Este le sonríe. Su mirada es tierna y esperanzada. Con un gesto le indica
que lo siga al interior del teatro. Allí todo está oscuro. Las paredes
ennegrecidas por el incendio son un triste hogar hasta para un viejo
solitario. El mimo señala una caja antigua, hecha de madera.
El mimo abre la caja. El hombre guarda una pistola en el bolsillo de su
chaqueta. Pero el viejo mimo le resulta simpático. No quiere matarlo. No

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comprende su destino. Siente curiosidad por la caja. Mira dentro, pero
está vacía. El viejo mimo le hace gestos para que se introduzca en ella. Y
el hombre así lo hace. Espera a que algo ocurra, pero nada sucede. Tras
un minuto encerrado en la caja, da unos golpes en la tapa para que el
mimo le abra. No se hace esperar, la tapa se levanta y el hombre se pone
en pie. Ahora la caja es un baúl y un niño lo mira. El hombre al fin
comprende. Saca la pistola de su bolsillo y se la entrega al niño.
«Deberás matar al mimo en el teatro, en la fecha que te indico, ese será
tu destino», le dice al estupefacto niño. El hombre lo abandona, ya ha
contado al niño su destino. Ahora vive en el pasado, sin saber que algún
día se convertirá en un viejo mimo.

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2. OLIVER
Capítulo I: El mimo
(Ricardo Zamorano)

Si alguien le hubiese preguntado a Oliver qué le gustaría ser de mayor,


mimo habría sido lo primero que se le habría pasado por la cabeza. Sin
embargo, si unos años después le hubiesen ofrecido trabajar en esta
silenciosa profesión, esa persona habría acabado muy mal parada.

Oliver comenzó a admirar a los mimos la primera vez que vio uno. Fue
cuando tenía ocho años y aún estaba entre aquellos muros gruesos y
marrones impregnados de soledad y tristeza. El Orfanato «Cradle Child». O
como él lo llamó más adelante, «La Cueva», ya que ahí dentro todos los días
eran igual de oscuros. Solo hubo uno que logró iluminarlo un poco; un
emocionante día que le hizo olvidar dónde se encontraba, y que antes de
escaparse y conocer al mimo había estado reviviendo una y otra vez en su
recuerdo.
Aquel día, la dirección de Cradle Child preparó una excursión al circo.

Hacía una tarde calurosa. El sol iluminaba cada una de las carpas,
arrancándolas una sonrisa llena de vivos colores. El rojo, el verde y el
dorado bañaban todo el terreno en el que aquel circo ambulante había
aterrizado, como si se estuviesen viendo las cosas a través de esos
traslúcidos papelitos de colores.
Las jaulas oxidadas de los animales también despedían brillos,
provocados por el sol. Al paso de la fila de los niños y profesores, los leones
dormitaban y los tigres rugían; fuera de jaulas, los elefantes alzaban su
trompa como saludando. Había también algunos monos. Uno se subió al
hombro de Oliver y comenzó a meterle el dedo en el oído. Al niño no le
gustó en absoluto; le hacía cosquillas, y a él no le gustaban las cosquillas, de
hecho, repudiaba cualquier tipo de contacto físico.
Trató de avisar a uno de los profesores, pero claro, las palabras no
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pasaron de su garganta, y solo emitió un inaudible gemido. Por otra parte,
podía olvidarse de que le vieran, pues los tres profesores encargados de
supervisar la excursión estaban tanto o más embobados con los animales que
los niños. Así pues, apretó los puños y los dientes para tratar de contener la
repulsión y justo cuando las lágrimas amenazaban con lanzarse al vacío, uno
de los muchachos se percató del mono sobre el hombro de Oliver.
—¡Mirad, un mono encima del Mudo!
Todos los niños se giraron hacia el niño que se quedó mudo a los tres
años tras un accidente en el que murieron sus padres —un accidente que él
no recordaba— y estallaron en carcajadas y dedos índices. Los tigres,
excitados, aumentaron sus gruñidos, e incluso uno de los leones se levantó
sobre las patas e imitó a su salvaje compañero.
La sangre de Oliver ascendió hasta sus mejillas y algo le golpeó en el
pecho. De pronto, un sentimiento más poderoso y peligroso expulsó a la
repulsión, y antes de que su cerebro enviase la señal, ya había aferrado al
mono de los pelos y lo lanzaba contra Silvio, el niño que siempre se metía
con él.
La garganta de Oliver soltó un ronco gruñido que le hizo daño. Tosió en
silencio. El mono, a su vez, chilló, y se alejó corriendo de allí.
—¡¿Qué está pasando aquí?! —preguntó la profesora Fernanda.
—El Mu… Oliver me ha tirado un mono a la cabeza —replicó Silvio en
tono inocente y casi llorando.
—Oliver, siempre Oliver —suspiró la profesora—. La de guerra que das
para no hablar, niño. Ven aquí conmigo. —Le cogió del brazo con fuerza
suficiente para hacerle daño y se lo llevó a la cabeza de la fila, junto a ella.
Oliver apretó los dientes. Odiaba que le tocaran.
Aquello que dijo la profesora Fernanda no era del todo cierto. Él no daba
guerra, él nunca hacía nada malo, excepto en aquellas ocasiones en que esa
presión invadía su pecho y actuaba sin control de sí mimo. Pero la mayoría
de las veces, los demás niños lo acusaban de cosas que ellos habían hecho, y
como Oliver no podía defenderse hablando, ni escribiendo, pues aún no
lograba entender todos esos extraños símbolos, permanecía con la cabeza
gacha y soportando todas las regañinas de los profesores.

El incidente del mono fue olvidado cuando el mimo ocupó el centro del
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escenario bajo la carpa de espectáculos.
A Oliver no le llamó la atención aquella ropa tan fuera de lugar en un
mundo repleto de colores como ese; ni siquiera provocó un sorpresivo
alzamiento de cejas el hecho de que tuviera la cara completamente blanca o
los teatrales movimientos en el aire. No. Tal vez solo al principio, cuando
fue presentado, pero segundos después, todo ello desapareció de su mente, y
esta se llenó de silencio. Absoluto silencio.
¡Aquel hombre no hablaba! ¡Era como él! Movía la boca, pero no salía ni
un ruido por ella. Ni un gruñido. ¡Era todavía más silencioso que él y aun así
estaba ahí, dando un espectáculo, siendo alguien importante! Hasta ese
momento, Oliver había pensado que siempre estaría solo, que jamás podría
salir del orfanato porque nadie lo querría o porque no habría nada
esperándole más allá de esos muros. Hasta ese momento, pensaba que él era
la única persona muda en el mundo. Sin embargo ahora veía la verdad.
Ahora veía que había otra persona como él —tal vez incluso hubiesen
muchos más—, y que además era capaz de colocarse frente a cientos de
personas y hacerlas reír y divertirse.
Durante el tiempo que duró la actuación del mimo, solo estuvieron ellos
dos bajo esa carpa. El mimo y Oliver. Oliver y el mimo.
Contemplando maravillado nada más que su boca, el niño tomó una
decisión. La primera en su vida.
Tenía muy claro que no pensaba quedarse para siempre encerrado en
Cradle Child.
Se escaparía.

Al final no fue tan difícil escaparse de la Cueva. Tuvo que esperar dos
años, sí, pero una vez había logrado estudiar a conciencia todo el edificio y
había planeado su huída, fue pan comido. Eso sí, no se fue sin antes dejar un
regalito a Silvio, concretamente en sus zapatillas, esas que se calzaba nada
más bajar los pies de la cama. Le habría gustado ver cómo las chicnchetas se
hundían en sus talones. Pero tenía que marcharse esa noche de celebración
de fin de año.
Ni siquiera echó un último vistazo a la enorme puerta forjada con dos ces
enormes cuando echó a andar libre por la carretera.
En su mente solo había una esperanzadora imagen. La de la boca
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silenciosa de aquel mimo que vio cuando tenía ocho años.
Tenía que encontrarlo.

Más suerte no pudo tener. Resultó que el circo aterrizó en aquel pueblo
para quedarse. Eso le hizo preguntarse a Oliver el por qué no les habían
vuelto a llevar de excursión allí, sin obtener respuesta.
Por la noche era totalmente diferente que por el día. Los vívidos colores
parecían muertos, los sonidos de los animales provocaban escalofríos, y
desde una destartalada caravana, emergían unos grititos femeninos. Por un
instante deseó dar media vuelta e introducirse de nuevo en el silencio de las
calles, pero la imagen del mimo insistía en que continuara su avance.
El suelo estaba embarrado por las lluvias de los días anteriores; pronto
sus zapatos desaparecieron.
Vislumbró una luz en una carpa más pequeña a la del espectáculo, pero
más grande que las otras dos que había a su alrededor.
Entró en ella.
Allí encontró al hombre que había sostenido el micrófono y hecho las
presentaciones el día de su visita. Un hombre gordo y de fino bigote al que
sorprendió en pleno proceso de algo.
Los dos se quedaron inmóviles. Finalmente, el hombre terminó de
enrollar un papel largo y blanco sobre lo que parecía hierba picada, y le
habló.
—¿En qué puedo ayudarte, muchacho? ¿Has perdido a tus padres?
No podía estar más en lo cierto.
Oliver sacó una libreta de su bandolera, y escribió con esfuerzo:
«¿Dónde está el mimo?»
Su letra dejaba mucho que desear, pero el hombre le entendió.
—Oh, con que eres mudo, ¿eh? —dejó el cilindro sobre una mesita
redonda y se acercó a Oliver—. No necesitas al mimo para trabajar aquí.
Soy yo quién tiene que decidirlo.
«¿Ah, sí?», escribió con una sonrisa.
El hombre gordo rió y le revolvió el cabello. Oliver se retiró de
inmediato, muy serio. Cómo odiaba que le tocaran.
—Vaya… Además de mudo, arisco —comentó—. Bueno, como no
puedo imaginar un mimo mejor que un mudo, te daré una oportunidad. Pero
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será mañana por la mañana. —Y volvió a su asiento y a coger el cilindro.
Oliver estaba muy contento: ¡trabajaría de mimo! Pero antes quería verle
de cerca. Ver a ese que había estado durante dos años en su cabeza. A ese
que le había dado fuerzas, esperanza e ilusión.
Volvió a enseñarle la hoja en la que preguntaba por él.
—Ah, sí. Se me olvidaba. Imagino que necesitarás a alguien que te
enseñe un poco. No sé si Rober tendrá muchas ganas ahora, pero no pierdes
nada preguntándoselo. Vive ahí.
Desde las cortinas de la carpa, le señaló una de las caravanas. La
destartalada de la cual salían esos gritos de mujer.
Oliver guardó la libreta y se dirigió hacia allí mientras el hombre
encendía el cilindro.

Antes de que Oliver llegara, la puerta de la caravana se abrió y salió una


mujer muy delgada vestida con una especie de bikini rosa. Estaba
despeinada y muy contenta.
—¡Cierra la puerta! —escuchó Oliver. Era la voz de un hombre. Había
alguien más con el mimo.
Llamó muy nervioso.
—¿Te has olvidado las braguitas? —decía ese hombre conforme abría la
puerta. Luego miró abajo, a Oliver—. ¿Quién eres?
Se trataba de un hombre alto y tan flaco como los asquerosos espárragos
de La Cueva. Las costillas se le marcaban en su torso desnudo. Tenía la
cabeza muy redonda y el pelo corto, rizado y negro. Sus ojos eran azules y
brillaban. Respiraba muy rápido, como si estuviese cansado, y olía a sudor.
Oliver escribió:
«Busco al mimo.»
—Pues aquí le tienes. ¿Qué quieres, pequeño? Estoy muy cansado. La
joven esa que acaba de salir de aquí es una de las trapecistas, y uuuh… —un
grito demasiado agudo que recorrió la columna de Oliver—…, ni te
imaginas lo elástica que es.
Oliver no escuchó nada más de lo que decía. No podía ser verdad. Le
estaba mintiendo. Ese hombre no podía ser el mimo.
La presión en el pecho estaba despertando, y esta vez no robaría el puesto
a algo tan irrelevante como la repulsión, sino a algo mucho más poderoso, a
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algo en lo que había creído durante esos dos últimos años.
Empezó a temblar.
Sin pedir permiso, se introdujo en la caravana por debajo del brazo del
hombre, quien protestó sin impedirle el paso.
Observó su alrededor. Maquillaje frente a un espejo. Maquillaje blanco.
Maquillaje negro. Dentro de un armario de puerta rota, un traje a rayas
blancas y negras.
Sobre la pequeña encimera de la cocina, había platos sucios y vasos, pero
sus ojos se desviaron automáticamente hacia el juego de cuchillos.
—Renacuajo, creo que es hora de que vuelvas con tus papás —dijo el
hombre que le había traicionado. Sintió una mano en el hombro, y eso fue lo
que despertó del todo a la presión del pecho.
Oliver le asestó una patada en la espinilla, con todas sus fuerzas. Se
precipitó de un salto hacia los cuchillos. Sin mirar cuál cogía, aferró el
mango negro de uno y de un solo movimiento rotatorio lanzó el mandoble.
Rajó al hombre que le dio esperanzas en la mejilla, pues se encontraba
agachado frotándose la espinilla. Gritó…, o mejor dicho, chilló como un
cerdo con los ojos azules totalmente en shock y repletos de terror. Se llevó
las manos hacia la raja que había extendido el labio unos centímetros. Ríos
de sangre resbalaron entre sus dedos.
No paraba de chillar, y Oliver no lo soportaba. Se acercó a él conforme
este retrocedía hacia la deshecha cama dejando un rastro de orina y sangre.
Una vez contra la ventana que había sobre la cama, acurrucado, empezó a
soltar patadas sin control al chico que sostenía un cuchillo y lo miraba de
manera extraña con ojos tristes y furiosos.
Oliver afianzó las dos manos alrededor del mango y movió el cuchillo
frente a él, rajando las piernas que intentaban detener su avance. Recibió
varios golpes en los brazos, pero no los sintió; enseguida volvía a blandir el
arma como si nada. El hombre que acababa de apagar la única luz que había
en su corazón, cesó en su empeño. El chico posó una rodilla en el colchón.
Abrió líneas rojas en las palmas de las manos del hombre cuando volvió a
intentar defenderse.
—Por favor, por favor —repetía una y otra vez, sin saber que su maldita
voz era lo que más daño hacía al chico.
En una de esas veces que abrió su boca para suplicar, Oliver, con un
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veloz movimiento, enganchó la lengua, tiró de ella, y la cortó tras dos
pasadas de la afilada hoja sobre la carne. El mimo, paralizado de pánico,
apenas pudo reaccionar. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar antes de que
Oliver le asestara una última estocada dentro de la boca.
La hoja del cuchillo atravesó el paladar y la punta asomó por la sien.
Oliver sacó el utensilio de cocina de la boca, guardó la lengua junto a la
libreta, y salió de la caravana.
Nadie había oído nada. Las casas rodantes estaban muy separadas unas
de otras, y probablemente estarían todos durmiendo.
Le llamó la atención el silencio. Ahora ni los animales se oían. Esto le
ayudó a sentirse un poco mejor. No experimentaba arrepentimiento, no le
importaba ya nada aquel hombre. Ya no le importaba nada. Solo sentía
tristeza, desesperanza, y de nuevo soledad. Aquel silencio que se había
adueñado de repente del circo era lo único que le impidió rajarse el cuello a
sí mismo, ahí mismo.
Dejó que el cuchillo resbalara de entre sus dedos y se hundiera en el
fango y, arrastrando los pies, caminó y caminó rodeado del absoluto y
reconfortante silencio que sumía al pequeño pueblo en aquella fría noche.

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Capítulo II: El monasterio del silencio
(C. G. Demian)

Fray Enrique se levantó rutinariamente a las seis de la mañana. Era


el más madrugador de todos los frailes. No por necesidad, sino por puro
placer. Disfrutaba de su trabajo en el huerto del monasterio. Saboreaba
con deleite los primeros rayos de sol de la mañana. «A estas horas, uno
puede ver cómo crecen las plantas», se repetía cada amanecer.
Era invierno, y todavía no había despuntado el sol cuando llegó al
huerto. Tampoco le importó, cogió su pequeña azada y comenzó a
retirar las hierbas alrededor de las tomateras.
Tenía entumecidas las manos por el frío, pero aún así el trabajo le
resultaba gratificante. Conseguía olvidarse de todo lo demás. Aquella
sensación era reconfortante. Evadirse dentro de aquel mundo
claustrofóbico era un lujo al alcance de pocos dentro de aquella
comunidad trapense.
Estaba terminando de limpiar la tierra cuando la azada golpeó un
objeto que crujió y se astilló con el golpe. Fray Enrique se acuchilló y
acercó la lámpara que alumbraba su trabajo al lugar donde había
golpeado. No tardó en descubrir un dedo humano que asomaba sobre la
tierra removida. Horrorizado, agitó con energía la campanilla que le
acompañaba a todas partes. No dejó de sacudirla hasta que los primeros
frailes llegaron al huerto. Fray Armando, el abad del monasterio, tomó
la palabra de entre todos los presentes.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué nos has hecho llamar? —preguntó con
un tono extraño, fruto del enojo y la preocupación
Fray Enrique, uno de los monjes que guardaba voto de silencio,
señaló el lugar donde había encontrado el dedo. El abad se agachó y
removió la tierra con un pequeño palo. El resto de frailes lo observaban
expectantes. Transcurridos un par de minutos, volvió a incorporarse y
se mesó su poblada barba.

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—¿Qué hacemos? —preguntó fray Luis no pudiendo contener por
más tiempo su nerviosismo. —Nada —respondió escuetamente—.
Cuando amanezca, echad varias carretillas de tierra sobre este lugar.
Habló y con gesto severo y volvió a entrar en el monasterio.
Fray Leopoldo encontró al abad en el claustro. Estaba de pie, casi
en el centro del pequeño jardín. Estaba absorto en sus pensamientos y
no oyó los pasos que se acercaban.
—Fray Armando —dijo rompiendo su voto de silencio—, ¿cree
que hacemos el bien al ocultar un cadáver en el monasterio? —su rostro
estaba lleno de dudas.
—¿El bien para quién? Daremos a ese hombre sagrada sepultura al
mediodía. Salvaremos su alma. ¿Qué más podemos hacer por él?
Respecto a nuestra comunidad. ¿Necesitas que te explique lo
inoportuno que sería un asesinato en un monasterio de nuestra orden?
Esos buitres de Roma están esperando que cometamos un pequeño error
para lanzarse sobre nosotros como fieras hambrientas —sus ojos
estaban llenos de rabia. Rabia por no haber interpretado los
acontecimientos de forma correcta. Ahora quizás fuese demasiado
tarde. ¿Qué otra decisión podía tomar?
—¿Y qué nombre inscribiremos en la lápida de ese pobre hombre?
—dijo fray Leopoldo interrumpiendo sus pensamientos.
—Fray Tomás de Burela —las últimas sílabas sonaron apagadas,
como si ya no tuviera fuerzas para pronunciarlas.
—¿Acaso no abandonó Fray Tomás la congregación en mitad de la
noche? —dijo incrédulo fray Leopoldo.
—También yo lo creía así hasta hoy.
El abad agachó la cabeza y comenzó a caminar por uno de los cuatro
caminos que abandonaban el jardín del claustro. Fray Leopoldo no
intentó detenerlo, tampoco hizo pregunta alguna. La sorpresa lo había
paralizado. Una fina lluvia comenzó a mojar el rostro del fraile, que
todavía seguía petrificado en el centro del jardín, junto al pozo. Los
pensamientos y elucubraciones se iban convirtiendo en certezas con el
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transcurrir del tiempo. Ahora podía leer los acontecimientos como lo
haría en un libro. Fray Armando había hecho una elección. Entre la
buena reputación de la orden y la vida de los frailes del monasterio,
había elegido lo primero.
Fray Leopoldo levantó la tapa del pozo. Estaba seco desde hacía
varios años. Se metió en él de cabeza y dio un pequeño salto. Se estrelló
contra el fondo de piedra un dos segundos más tarde. Él también había
tomado una decisión. Había elegido una muerte rápida en lugar de una
vida corta dominada por el miedo.

En su celda, fray Oliver hacía anotaciones en su diario. Como


muchos de los frailes de la comunidad, acataba el voto de silencio.
Aunque para él se trataba de algo muy diferente, era mudo desde aquel
accidente de su infancia. Sin embargo, entre aquellas gruesas paredes de
piedra, se sentía protegido. Podía actuar con impunidad. Y tenía mucho
trabajo pendiente. Al igual que aquel mimo de su niñez, estos frailes
eran unos farsantes, fingían ser mudos. Como los odiaba por ello. Era
un insulto a su condición. Pero ahora todo estaba bajo su control. Solo
debía elegir cuál sería el próximo en morir.

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Capítulo III: El autógrafo
(C. G. Demian)

No esperó a que la película terminara para abandonar la sala.


Estaba enfurruñado. Era un gran cinéfilo, pero las producciones
modernas no le satisfacían, añoraba los viejos tiempos. El cine clásico
era su verdadera pasión. Casi a diario visionaba una y otra vez viejas
cintas. Quedaba absorto por la historia, y la paladeaba como un
verdadero sibarita.
Al abandonar la sala, entre las quejas de los espectadores de su fila,
se detuvo ante un tablón que anunciaba los próximos estrenos. No tenía
grandes esperanzas en encontrar algo interesante.
Pero su suerte había cambiado por una vez. El mal humor se
transformó en ilusión al ver aquel rostro. Tras cincuenta años de
ausencia, su actor favorito volvía a aparecer en una película. ¡Era
increíble! Su corazón le golpeó desde su interior tan fuerte, que creyó
que terminaría por romperle los huesos. Anotó a fuego en su memoria
el día del estreno. Aquel día sería especial, sería un día que recordaría
para siempre. Después de todo, la tarde no había ido tan mal. Ya ni
siquiera recordaba el título del bodrio que había dejado a mitad en la
sala número seis.
Tuvo que sobornar a alguna gente, pero consiguió una entrada para
la premier de la película. Sería un viernes por la noche, y estaba
anunciada la presencia de varios actores, entre ellos William Malik. Era
uno de sus ídolos de infancia. Quizás pudiera conocerlo. La sola idea de
poder estrechar su mano le hacía estremecer.
Cuando terminó la proyección, estaba decepcionado con el papel
que había interpretado Malik. Tantos años esperando para verle de
nuevo en una película, y tan solo había aparecido en dos escenas. Se
habían aprovechado de su nombre para vender más entradas. Estaba
realmente molesto con aquella situación

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Pero no todo estaba perdido. Buscó entre el público al viejo actor, que
contaba ya con más de ochenta años. Su pelo plateado destacaba entre
el resto de cabezas de las primeras filas. Cuando lo tuvo localizado,
comenzó a sortear obstáculos, acercándose un poco más en cada paso.
Entonces Malik se levantó y camino hasta un pasillo que quedaba a la
derecha de la sala. Intentó acelerar el paso, pero la muchedumbre se lo
impedía, y terminó perdiendo de vista al actor.
Al llegar al pasillo por el que había desaparecido William Malik,
comenzó a recorrerlo con premura. Fue comprobando que todas las
puertas estuvieran cerradas con llave, para asegurarse de que debía
seguir avanzando por el pasillo. Este terminaba tras un giro de noventa
grados hacia la derecha en unos aseos públicos. Comenzaron a sudarle
las manos. Tan solo una puerta se interponía entre él y su admirado
actor.
La empujó y entró como un zorro en un gallinero. Escuchó el correr
del agua de un grifo abierto, volvió la cabeza y lo encontró. El viejo
Malik estaba secándose las manos. Sacó de un bolsillo trasero del
pantalón un papel y un bolígrafo, y se acercó al actor. Ambos se
quedaron inmóviles frente a frente, como dos estatuas de piedra. Malik
fue el primero en reaccionar.
—Oh, disculpa, ¿quieres un autógrafo? —dijo sorprendido.
Su voz era chillona, desagradable para el oído humano.
—Ya no estoy acostumbrado esto. Me sorprende que me recuerde
alguien, y todavía más si es alguien tan joven como tú.
El rostro de Oliver se transformó por completo. William Malik era
un farsante. Uno más en su particular lista de decepciones. Cuando el
cine mudo dio paso al sonoro, el actor abandonó el cine. Oliver siempre
había creído que lo había hecho porque era mudo. Ahora conocía la
verdad, su voz era tan desagradable como el graznido de un ave
carroñera, pero perfecta para avivar el odio ardía en el interior de su
alma.
Acarició el cuchillo que siempre llevaba en el bolsillo de chaqueta.
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Había llegado el momento de que William Malik guardase silencio para
siempre.

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Capítulo IV: Olivia
(Ricardo Zamorano)

Los oxidados pernos de la puerta de la tienda aullaron al girar. El


establecimiento estaba vacío, ya que estaban a punto de cerrar, así que quien
hubiera entrado debía ser alguien que necesitaba algo con urgencia.
—¡Maldita puerta! Mañana mismo la pongo nueva.
Además de ser alguien con prisa, debía ser un cliente nuevo, pues el viejo
dueño de la pequeña tienda Pan y Cosas siempre trataba de guardar las
apariencias en estos casos. Nunca había cambiado la puerta, y nunca lo
haría.
—Hola. Todavía se puede pasar, ¿verdad? —preguntó una voz femenina
y fatigada.
—Por supuesto, señorita. ¿Qué desea?
—Una barra de pan.
—Allí las tiene; en el segundo pasillo.
El joven reponedor se encontraba justo ahí, rellenando las bandejas de los
bollos para que estuvieran listas por la tarde. A la hora de la merienda,
volverían a quedarse vacías.
No había sentido curiosidad al saber que la persona que había entrado era
un cliente desconocido; tampoco cuando escuchó su voz de mujer. Sin
embargo, al oír que se dirigía hacia donde él estaba, echó un vistazo al
espejo de vigilancia que había en la entrada del pasillo. No le gustaba nada
las personas desconocidas; a decir verdad, no le agradaba la compañía de la
gente, ni siquiera de la conocida. Si por él fuera, no saldría de casa, pero
para vivir se necesita dinero.
El ovalado reflejo le mostró el perfil de un rostro que lo dejó mudo (si
eso podía ser posible) enmarcado en una cabellera rubia. Por debajo de esta
había una blusa blanca con un escote que dejaba ver parte del canalillo y
unos shorts vaqueros que rodeaban unas piernas largas e inquietas.
Sin darse cuenta, como si la imagen hubiera actuado igual que un
hipnotizador, el reponedor se fue acercando al espejo sin retirar la mirada.
De pronto, un golpe le hizo cerrar los ojos. El hechizo se rompió, él
retrocedió unos pasos y comenzó a hacer aspavientos con las manos
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instintivamente. Su garganta soltó gemidos de angustia.
—¡Ups! Lo siento… Vaya golpe nos hemos dado. ¿Estás bien? —le
preguntó la voz de mujer.
El joven reponedor seguía en sus trece, tratando de quitarse de encima
esa desagradable sensación que tenía en el cuello y en el pecho, zonas en las
que había mantenido contacto con la cara de la nueva clienta. ¡Cómo odiaba
que lo tocaran!
Aún en ese estado alterado, una de sus manos se dirigió al bolsillo del
pantalón, pero la voz del viejo la detuvo.
—¿Qué pasa aquí?
—No lo sé… —dijo asustada la mujer—. Nos hemos chocado y… se ha
puesto así.
—El pobrecillo no soporta el contacto con otras personas.
Escuchó pasos lentos acercándose.
—Venga, tranquilízate —le dijo la voz añeja del anciano Camilo, dueño
desde la época de los dinosaurios de la tienda Pan y Cosas. El chico
comenzó a serenarse, pero no porque este se lo dijera, sino porque el escozor
se estaba desvaneciendo—. No ha sido nada, Oliver. ¿Ves? Sigues aquí, de
una pieza.

Hubo una vez en que soñó con estar rodeado de personas que le
adoraban, que disfrutaban con su presencia; hacía mucho tiempo que se
arrepentía de haber vivido con esa ilusión.
Las únicas veces que se permitía salir de casa por algo que no fuera el
trabajo —compraba las cosas necesarias en esa misma tienda tras acabar la
jornada—, era cuando iba al cine. Pero hasta eso había dejado de hacerlo. Es
cierto que en una ocasión vivió con otras personas, aunque ¿en qué se
diferenciaba eso de un piso? La mayor parte del tiempo de esa época se lo
pasaba en su aposento, planeando quién sería el siguiente en silenciar de
verdad y para siempre. Lo peor era cuando se reunían en el enorme comedor
para comer y cenar, pero trataba de apañárselas para no acudir.
Nunca había sido una persona sociable. No sentía empatía por los demás.
Le daba igual todo el mundo. A él solo le importaban tres cosas: el silencio,
Su Colección y él mismo. Esta última vino tras ingresar en el monasterio, ya
que conocer al mimo le sumió en una profunda tristeza y depresión. No
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obstante, lo que hizo entre los muros de aquel edificio sagrado le devolvió el
ánimo, instauró en su vida un nuevo objetivo que cumplió sin miramientos.
Y cuando acabó ahí, se recorrió decenas de circos en busca de más mimos,
hasta que quedó satisfecho y resolvió que lo mejor sería parar un tiempo,
pues no era tonto, y sabía que la policía no tardaría en descubrir un patrón
lógico entre todos los cadáveres.
Esa limitada lista de cosas era lo único que le importaba… Pero ¿qué
había sucedido en la tienda?, pensaba mientras contaba las baldosas de la
acera de regreso a su casa, acción que siempre llevaba a cabo. Iban 235. Esa
mujer… 236… Esa mujer le había hecho algo… 237… Algo que había
logrado que saliera de su mundo… 238… Algo que…
Alzó la mano con la llave hacia la cerradura de la puerta del portal y esta
se abrió al instante, como si la hubiera hecho retroceder con un efecto
mágico. Este suceso inesperado se enganchó en sus pensamientos y los
expulsó de un doloroso tirón fuera de su cabeza.
Se detuvo como si le hubiesen clavado al suelo.
—¡Oh! Lo sien… —empezó a decir una voz de mujer. Dejó la disculpa
en el aire y exclamó—: ¡Eh! Tú eres el de la tienda… El reponedor.
Oliver, cabizbajo aún, reconoció la voz de inmediato.

—Oye, siento lo de antes —se disculpó la voz—. Ha sido un


encontronazo repentino. Lo siento de verdad.
Oliver seguía inmóvil en el mismo sitio, mirando al suelo, tratando de
bajar la velocidad de los latidos de su corazón. Otra vez ella. Otra vez casi
se chocaban. ¡¿Qué hacía allí, maldita sea?!
Disfrutó de la pausa, pero de nuevo la mujer habló.
—Eres… Eres Oliver, ¿verdad? —le preguntó. Oliver dio un respingo
imperceptible—. Sí: Oliver. El anciano de la tienda te llamó así. ¿Es familia
tuya? Te trató con mucho cuidado, ya me entiendes, con mucho cariño. ¿Lo
es?
¡¿Por qué no se callaba?! La peligrosa presión del pecho estaba
despertando.
Oliver introdujo ahora en el bolsillo de su chaqueta de pana marrón la
mano en la que sostenía las llaves. Las soltó y se hizo con otro objeto.
Conforme levantaba la cabeza al fin, comenzó a sacar la mano con…
21
Detuvo el movimiento. Sus ojos negros como la muerte se encontraron
con los de la irritante persona que tenía delante. Los de ella eran azules,
azules como el cielo en verano. La mente de Oliver voló hacia ellos,
quedando bloqueada; la presión del pecho se esfumó. De nuevo ella había
hecho que saliera de su mundo. De nuevo lo había hipnotizado. ¿Por qué?
La sensación que experimentaba era nueva para él. Un sudor frío le
mordisqueaba el cuello y las axilas, y un picor insoportable le roía el
estómago. La mujer seguía hablando y hablando, pero incluso el sonido de
su voz se había desvanecido.
—¡Eh! ¡Oye! —escuchó desde muy lejos, desde otro universo, tal vez del
que había detrás de los ojos de ella—. ¡Oliver! —Su nombre fue lo que
provocó que su mente regresara a tierra firme—. ¿Te encuentras bien?
La mujer, olvidando seguramente lo ocurrido en la tienda, extendió un
brazo con intención de tocarle. Oliver vio la mano ascender a cámara lenta y
empezó a temblar.
Antes de que aquella blanca estrella de mar se posara sobre su hombro,
volvió a hacerse con las llaves, abrió la puerta verde del portal, se deslizó en
el interior entre una mínima ranura y cerró la puerta sin mirar atrás.

¿Qué era eso? ¿Qué le pasaba cuando la veía? ¡Maldita sea! ¡¿Qué le
pasaba?! ¿Por qué se quedaba bloqueado? ¿Y esas desagradables
sensaciones?
Necesitaba calmarse. Necesitaba sentarse y tratar de pensar, pensar en
qué iba a hacer con ella. Necesitaba con apremiante urgencia rodearse,
sumergirse en lo único que le importaba, si no, la cabeza le explotaría. Ya le
había empezado a doler, y como no entrara en su preciado mundo, iría a
más.
Cerró la puerta de su casa con llave. A pesar de lo alterado que estaba no
perdió su rutina, así que se quitó la chaqueta y la colgó en la percha que
había en la entradita. Después atravesó el pasillo a paso ligero, en dirección
al cuarto donde guardaba Su Colección, el cuarto donde pasaba la mayor
parte del tiempo. Este estaba bien protegido con una cerradura. Dio dos
vueltas a la llave y el cerrojo cedió. Entró, volvió a cerrar, y se desplomó en
la silla que había de espaldas a la puerta.
Frente a él, en la pared del fondo, había un mostrador. Sobre este, sujetas
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a la pared, estanterías. Ambos exponían Su Colección. Ambos sustentaban
frascos de vidrio rellenos de formol en los que flotaban, inmóviles, lenguas.

No se había movido de allí en toda la tarde; ni siquiera había comido. El


teléfono había sonado varias veces —seguramente sería el viejo Camilo para
saber qué narices pasaba que no estaba en la tienda, que las estanterías de
los bollos y chucherías se estaban vaciando de nuevo—, pero solo le
sacaban de su sopor los dos primeros timbrazos, luego regresaba a su
demente serenidad.
Tenía todo lo que necesitaba: el silencio, a él mismo, y Su Colección.
La oscuridad había irrumpido gradualmente en la habitación y Oliver
siguió ahí sentado, con la espalda rígida contra el respaldo de la silla, las
palmas de las manos sobre sus rodillas y la mirada fija en los frascos; ya no
los veía, no al menos físicamente. Los veía en su mente, grabados en su
retina.
De pronto, un timbre diferente penetró en la oscuridad. Como una
corriente eléctrica, recorrió el cuerpo entero de Oliver. El timbre del
teléfono era más o menos normal que sonase —en más de una ocasión le
había llamado el anciano o la compañía telefónica para ofrecerle ridículos
servicios promocionales que le sería imposible rechazar, señor—, pero ¿el
de la puerta? No recordaba la última vez que lo escuchó, sencillamente
porque nunca había sonado.
Sacudió ligeramente la cabeza para arrojarlo de sus oídos, y trató de
concentrarse de nuevo, pero no pudo. La imagen de los botes, su conexión
extrasensorial, se había desvanecido; ahora solo había negrura, y la paz se
había roto en mil dolorosos pedazos de cristal que se clavaron en cada uno
de sus huesos.
El timbre volvió a sonar, y esa descarga le hizo ponerse en pie. Salió del
cuarto cuando alguien golpeó con los nudillos en la hoja de madera. Cerró
bajo llave Su Colección y enfiló el pasillo al tiempo que otro puñado de
cristales se le hincaban ya no en los huesos, sino también en el cerebro. El
dolor de cabeza regresó, y una sensación de vértigo le dominó.
¿Quién sería? Estaba claro que no tenía ganas de ver a nadie, como
siempre. Ver a alguien era lo último que quería en ese momento, sin
embargo reconocía que sentía cierta curiosidad por saber quién se atrevía a
23
ir a su casa, quién se atrevía a perturbar su calma.
Abrió sin mirar por la mirilla: ¿qué más da quien fuera? El resultado de
su imprudente visita sería el mismo para cualquiera. Para cualquiera…
—¡Hola, Oliver!
… excepto para ella.
—¿Cómo estás? —preguntó la mujer de la tienda—. Espero no molestar,
pero es que me siento un poco mal por lo de antes, y como te fuiste tan
rápido cuando nos vimos en el portal, no me dio tiempo a decirte lo que
tenía pensado como disculpa, si te parecía bien, quiero decir. Además, ni
siquiera me he presentado. Yo me sé tu nombre pero tú no sabes el mío.
Seré maleducada.
Se dio un golpecito en la frente con la parte baja de la palma de la mano
derecha. En la izquierda sostenía una bandeja redonda con lo que parecía un
bizcocho cubierto de chocolate. Oliver fijó la vista en él; sabía que si la
miraba a los ojos, ella le dominaría, y no sería capaz de tomar el control. En
su cabeza solo había un pensamiento que luchaba por hacerse oír por encima
de toda la palabrearía de la mujer.
«¿Por qué ella es una excepción?»
—Soy Olivia, la nueva vecina. Qué coincidencia, ¿no?
Le tendió la mano. Los ojos de Oliver se desviaron hacia esta.
—¡Oh! Es verdad. No te gusta el contacto con otras personas. Qué tonta
soy. Bueno… ¿puedo pasar?
Oliver no se movió.
—¿Hola? —canturreó Olivia—. Eh, ¿puedo pasar?
Por el rabillo del ojo, Oliver percibió el rostro de ella, quien se había
inclinado para mirarle a la cara. Antes de que los dos cielos azules de la
mujer ocuparan su campo visual, Oliver se echó a un lado y la permitió
entrar.
—¡Gracias!
Cerró la puerta y la guió al comedor, el cual estaba a unos cinco pasos
frente la entrada.
La decoración de esa sala, al igual que la de toda la casa, era
excesivamente minimalista. Solo había un pequeño mueble para la
televisión de plasma, un sofá, y una mesita baja delante de este.
—¡Vaya! No te rompes la cabeza a la hora de decorar, ¿eh? —comentó
24
Olivia con humor mientras dejaba el bizcocho sobre la mesita de madera
oscura. Después se sentó. Oliver iba a hacer lo mismo, bien separado de ella,
pero la mujer lo interrumpió con amabilidad—. Será mejor que traigas un
cuchillo para cortarlo, si no lo vamos a llenar todo de migas.
Oliver asintió levemente con la cabeza y se dirigió a la cocina. Antes de
entrar, lanzó una mirada fugaz a su chaqueta, a la zona del bolsillo, pues la
percha estaba justo al lado de la puerta de la cocina, y rápidamente se
deshizo del pensamiento que empezó a formarse en su cabeza. No. Aunque
no callara, aunque le diera dolor de cabeza, sentía que no podría hacerlo. No
a ella… No obstante, esa lengua… No. En absoluto.
«Aguanta solo un poco, no tardará en irse», se dijo.
Regresó con el cuchillo al comedor. Tras sentarse a una distancia
prudente, comenzó a cortar el pastel. Estaba suave y esponjoso. Tenía muy
buena pinta.
Mientras tanto, Olivia no había cesado de hablar y hablar.
—Menos mal que no habíais cerrado todavía —decía cogiendo su
pedacito de bizcocho—. No puedo comer sin pan; es algo fundamental en
mi mesa, y sin embargo, ya ves, se me olvidó comprarlo. Dicen que el pan
engorda, pero a mí no me importa. ¿Sabes a dónde iba cuando me has visto
en el portal? —Dio un mordisquito. Oliver la observó, sin pasar de los
labios. Eran rosados y con una delicada línea que dibuja unas perfectas
montañitas redondeadas. Los ratones volvieron a roerle el estómago; esta
vez se extendieron hacia la entrepierna. Otra sensación nueva. Pero esta le
gustó—. A correr. En vez de vomitar la comida, yo salgo a correr después
de comer —se respondió con la boca medio llena dando otra muestra de
humor—. Venga, pruébalo.
Oliver tardó en darse cuenta de lo que decía Olivia. Luego hizo lo que le
pidió. Estaba delicioso, pero el chocolate no era su alimento preferido, así
que lo dejó de nuevo en la bandeja.
—¿No te gusta? —le preguntó ella.
Oliver se levantó, abrió el cajón del mueble de la televisión y sacó una
libreta y un bolígrafo. Escribió:
«Sí. Pero el chocolate nunca me ha gustado».
—Oh, no lo sabía. Lo siento —se disculpó—. La próxima vez lo haré sin
chocolate.
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«¿La próxima vez?», pensó Oliver. Decidió que había llegado su turno.
Escribió tembloroso:
«No habrá próxima vez».
—¿Por qué? —preguntó Olivia evidentemente consternada—. Eres un
buen chico. Me gustan los tímidos, y tú no eres capaz ni de mirarme a los
ojos.
Oliver miró sus labios. Estaban sonriendo. Los roedores estomacales
volvieron a hacer acto de presencia.
El dolor de cabeza y la sensación de vértigo aumentaron su intensidad.
Dentro de él había dos fuerzas luchando. Por un lado deseaba
fervientemente que callara de una vez, que le dejara con su silencio —y una
parte de él quería ser él mismo quien la hiciera callar—, y le decía que lo
mejor era que se marchara y no regresara jamás; sin embargo, otra fuerza
extraña y desconocida quería seguir observando sus labios, seguir sintiendo
su presencia aunque a una distancia prudente.
Contempló su cuerpo. Ahora vestía con un pantalón vaquero largo —
entre ellos custodiaba un pequeño bolso— y una camisa blanca con los tres
primeros botones desabrochados. Eso le hizo casi marearse.
Se acabó, pensó. Posó la punta del bolígrafo en la hoja con la intención
de poner: «¡VETE!», pero entonces ella dijo algo que paralizó el
movimiento.
—¿Sabes? Yo tengo una prima muda.
Oliver la miró a los ojos, a ese inmenso cielo en el que su mente se
perdía, y por primera vez, eso no ocurrió. Lo que acababa de decir causó en
él una curiosidad y admiración extremas. No podía ser verdad.
—Sabe hablar con las manos —trató de hacer unos gestos torpes—. Pero
como yo no la entiendo, utiliza un cuaderno. Como tú.
—Entonces… ¿es muda de verdad? ¿No es una farsante? —preguntó
alguien.

Al principio, Oliver se sobresaltó. ¿De dónde había salido esa voz tan
aguada? Parecía la de un niño. Entonces notó algo extraño en la garganta,
como una espina clavada, y empezó a toser.
—Ha-Has hablado —dijo ella con la sorpresa de una madre al oír decir la
primera palabra a su hijo.
26
Entre tos y tos, la mente de Oliver era un remolino de confusión y dolor.
Sus emociones eran un tsunami que le envestían con horrendo ímpetu. ¿Qué
narices había pasado?
—Ha-Has hablado —repitió Olivia en un tono más débil.
«Sí… Y tú has sido la culpable…». Ese pensamiento salió disparado del
oscuro remolino como una brillante señal que aún iluminaba.
La presión del pecho estalló, y actúo.
Giró sobre sus talones y corrió hacia la chaqueta de pana marrón colgada
en la percha de la entradita. Deslizó la mano en el bolsillo y sacó su
preciado cuchillo; el único con el que debía hacerlo; no era el que usó con su
primera víctima, pero sí el que consiguió en la cocina del monasterio.
Después regresó al salón, pero ahí no había nadie. Olivia no estaba. ¿Le
había visto coger el arma?
Miró hacia la puerta del comedor que comunicaba con el pasillo, y de
pronto se temió lo peor. De pronto sabía exactamente dónde se encontraba
ella. Echó a correr de nuevo como un guepardo que percibe el olor de una
presa que creía perdida. Salió al pasillo. El corazón se le aceleró al ver la
puerta del cuarto de Su Colección abierta. A punto estuvo de caer al resbalar
con unas ganzúas justo cuando cruzaba el umbral.
—¡QUIETO AHÍ! —gritó una versión más chillona de la voz de Olivia.
Se detuvo de la impresión del chillido. Miró al frente. ¿Pero qué…? Olivia
sostenía con ambas manos de nudillos blancos una pistola con el cañón
dirigido a su pecho—. No te muevas, Oliver. Quedas detenido por múltiples
asesinatos. ¿Creías que jamás te atraparíamos, maldito loco hijo de puta?
Ahora quiero que te gires…
Oliver desconectó. Dejó de escucharla. Por fin se callaba, al menos en su
cabeza. La realidad comenzó a abrirse paso entre la neblina de la confusión,
y le deshizo como el ácido. Deshizo sus sentimientos. Deshizo su ser.
Deshizo su vida. Maldito momento en que miró a esa mujer a través del
espejo de la tienda. Maldito momento en que chocó con ella. Maldito
momento en que la dejó entrar en casa. En Su casa. Ella había llenado un
recipiente del ácido más corrosivo del mundo —el amor, palabra que
apareció de repente, identificando al fin esa sensación extraña— y había
sumergido en él lo único que le importaba; las únicas tres cosas que le
importaban.
27
Primero había sido el silencio.
Después a él mismo.
Y por último, Su colección.
No obstante, de esas tres cosas, la que más daño le había hecho, la que
más le había matado, había sido él mismo.
Cómo se odiaba en ese mismo momento. Cómo se despreciaba por lo que
había hecho. La culpable había sido Olivia, por supuesto, pero él también
tenía parte de la culpa. Se había traicionado a sí mismo. Se había convertido
en uno más de esos farsantes a los que callaba para siempre.
¡Había hablado!
Bajo la atenta y tensa mirada de la mujer, Oliver alzó despacio el brazo
cuya mano aferraba el cuchillo.
—¡Oliver, para ahora mismo!
Pero Oliver solo paró unos segundos a la altura de sus ojos tan negros
como la muerte para contemplar el brillo de la hoja. Luego sacó la lengua, la
estiró con la otra mano, y la cortó de un certero tajo.

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Capítulo IV: Cuando las palabras no bastan
(C. G. Demian)

—Está sentado al fondo, junto a la ventana.


—Gracias —dijo sin prestar atención a la enfermera.
—No estoy segura de que esto sea una buena idea, señora...
Sara no se molestó en contestar. Recorrió el espacio que le separaba
de aquel hombre de mirada perdida, y mente inaccesible. Los ojos del
hombre no podían apartarse del cartel que anunciaba la llegada del
Circo de las Sombras a Cave Weasel A pesar de su
aparente tranquilidad, sus manos se aferraban con fuerza a los
reposabrazos del sillón. La llegada de la mujer le provocó un pequeño
tic en el lado derecho del labio superior. La medicación tenía algunos
efectos secundarios. Un eufemismo para esconder que provocaban
estupidez temporal en el paciente. Quién sabe si crónica, después de
varios años de tratamiento.
— Hola, Oliver —dijo apocada.
Una chispa se encendió en los ojos de Oliver al reconocer aquella
voz. Ladeó la cabeza y el tic retornó con más fuerza.
—No sé por dónde empezar. Oh, Oliver, no sabes cuánto me duele
verte así. Te resultará difícil confiar en mí. Yo solo cumplía con mi
trabajo. Sé que me odias —continuó—. Pero he venido para arreglar las
cosas. Ha pasado mucho tiempo, pero no he podido olvidarte. Haría
cualquier cosa con tal de dar marcha atrás. Ya sé que eso es imposible,
sin embargo, haré lo que sea necesario para hacerme con un hueco en tu
corazón.
La mirada de Oliver estaba clavada en Sara. Solo el movimiento
incontrolado del labio lo convertía en un ser animado. Sara ya contaba
con que sería difícil conquistar el corazón de Oliver, después de lo
sucedido aquel día en que fue a su casa.
Oliver fue arrestado y llevado a comisaría. Los psicólogos del estado
le diagnosticaron enajenación mental y psicopatía. Terminó recluido en
el sanatorio de St. Jean. Tras unos meses de tratamiento con
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electroshocks, durante los cuales no mostró signo alguno de mejoría,
fue derivado al pequeño centro de Cave Weasel, población donde había
residido durante algún tiempo en su época adolescente. Desde entonces
languidecía en aquel viejo sillón. Con la mirada perdida en un horizonte
inalcanzable. Quizás pensando en cómo escapar. Aunque existía la
posibilidad de no quedara nada vivo dentro de él, y que aquel cuerpo
sentado en el sillón fuera tan solo un envoltorio vacío.
—He venido para sacarte de aquí —dijo Sara después de un largo
silencio.
Oliver continuaba mirándola directamente a los ojos.
—¿Me has oído Oliver? Vas a salir de aquí. Huiremos juntos, a
donde tú quieras.
No hubo reacción por parte del joven. Sara comenzó a desesperarse.
Estaba preparada para que Oliver la abofetease o para que la abrazase,
pero no para esto. Unas lágrimas le se deslizaron por las mejillas hasta
humedecer sus labios. También ellos comenzaron a temblar. Un dolor
profundo le atravesó el alma, como un puñal incandescente que le
recordaba su traición.
Se sentó en el suelo junto a Oliver. Apoyó la cabeza en el sillón,
cerca de la mano del chico, y juntos miraron a través de la ventana hasta
el atardecer.
—Está bien, sigue mirando por tu ventana —balbuceó Sara.
Se puso de pie y se sacudió la parte trasera del pantalón.
—Te sacaré de aquí Oliver. Juro que lo haré —repitió por última vez
antes de abandonar el sanatorio.
Dejó a Oliver de nuevo en la soledad de su sillón, viendo crecer la
hierba. No había transcurrido mucho tiempo desde que Sara se
marchara cuando algo llamó la atención de Oliver. Había alguien junto
al cartel que anunciaba el circo, pero no podía ver con claridad lo que
hacía.
Cuando al fin se apartó para dejar visible su obra, Oliver vio un corazón
rojo pintado en el suelo. Dentro del corazón, aún a aquella distancia,
podía leerse «Te quiero Oliver». Junto al corazón estaba Sara, mirando
hacia la ventana. Su boca todavía bombeaba el mismo rojo con el que
había sido pintado el corazón.
30
Capítulo VI: Amordazados
(Ricardo Zamorano & C. G. Demian)

Solo el crujir de tablones rompía el silencio en el sótano de aquella


casa. Amordazados y atados a sendas sillas, escuchaban las entrañas
de la casa, que quejumbrosa, transmitía a quien quisiera oírla el
nervioso devenir de su interior.
Habían aprendido a comunicarse tan solo con la mirada en pocos
minutos. Pero sus ojos siempre repetían lo mismo, tengo miedo. El
desenlace de su cautiverio se aproximaba tan rápido, que podía
sentirse el viento que provocaba.
Arriba, los tablones continuaban crujiendo. Nerviosa danza
invisible, precedente a un obvio final. Abajo, los prisioneros
compadecían de su aciaga fortuna. Maldecían en silencio, y luchaban
contra sus ataduras hasta desgastarse la piel.
No habría síndrome de Estocolmo. Pues solo el odio florecía en sus
jóvenes corazones. Su delicada situación trascendía más allá de la
traición, de la violencia o del rencor.
Él levantó las cejas. Ella se encogió de hombros. Empezó a mirar
alrededor, buscando algo con lo que poder escapar. Arriba, los crujidos
habían cesado.
En uno de los movimientos de cabeza de la mujer, el chico vio algo. Algo
que podría librarles de las ataduras. Por un momento pensó que lo peor no
era eso, sino la sensación de asfixia del trapo que le tapaba la boca y las
ganas de vomitar que le provocaba el olor y la humedad de su propia saliva.
Él, escrupuloso como era.
Hizo un ruido con la garganta que chocó contra la mordaza. La mujer lo
miró. Él levantó la barbilla. Ella entrecerró los ojos y pronto vislumbró en
ellos la claridad del entendimiento. Giró la cabeza y el torso como un
muelle. Y lo vio.
Las sillas no estaban fijadas al suelo, y los muy imbéciles no les habían
atado los pies, de modo que se alzó. Se acercó a la mesa y con la cabeza
31
arrastró hasta el extremo el soplete; luego hizo lo mismo con el alargado
mechero de cocina. A continuación la joven giró sobre sus talones y propinó
un golpe a la mesa. Primero se precipitó el mechero, que cayó justo en la
mano, y luego el soplete. Accionó el mechero y el soplete escupió la llama.
Fue entonces cuando la danza invisible retomó su baile. La mujer corrió
hacia la espalda del chico. Las cuerdas se rompieron al contacto del fuego.
De inmediato, al son de unos pasos que descendían por la escalera, el joven
aferró el soplete e hizo lo propio con las ataduras de ella.
Se despejaron las bocas y rompieron en mudas carcajadas por lo absurdo
de la situación.
Hasta que el cerrojo de la puerta estalló en la estancia. Entonces el chico
introdujo la mano en uno de los bolsillos de su chaqueta de cuero, rodeando
el mango de su preciado cuchillo, y la mujer se agachó para hacerse con su
pistola personal. Los dueños de la casa que habían ido a robar también
habían olvidado cachearlos.
Esperaron junto a la puerta.
Antes de que se abriera del todo y de acabar con la vida del matrimonio y
del policía, oyeron al agente decir sus últimas palabras.
—¿Están seguros de que son el paciente Oliver y la mujer que le ayudó a
escapar del centro?

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Capítulo VII: El paciente silencioso
(C. G. Demian)

—¿Dónde crees que vas?


Oliver se había incorporado en la cama cuando escuchó la voz del
policía.
—Si quieres levantarte tienes que pedírmelo. Y no te oigo, m-e-m-
o.
El muchacho apretó con fuerza los puños. Volvía a sentir aquella
presión en el pecho que tan bien conocía. Trataba de reunir la energía
necesaria para golpear a aquel gordinflón, que vestía el uniforme azul
marino de la policía. Sabía que solo así la presión desaparecería, que
esa sería la única vía de escape de su dolor.
Desde que había recobrado la consciencia, no había dejado de
fastidiarle. Su verborrea era asombrosa, sobrehumana. Parloteaba sin
descanso desde que había comenzado su turno de guardia. Aunque, en
realidad, Oliver no estaba del todo seguro sobre esto. Los
medicamentos no le permitían estar lúcido, y tal vez, su mente hubiese
rellenado los momentos de silencio, con aquella irritante voz. De todos
modos, esa bola de sebo era la responsable de su perpetua cefalea.
Oliver intentó ponerse de pie, pero su trasero fue devuelto al colchón
tan deprisa como se había despegado de él. Dani lo empujaba con la
porra contra la cama, apoyándola en las gasas que cubrían la herida de
bala de su hombro.
—Eres un cerdo, estás dejando la cama perdida. Solo tenías que
pedirme permiso para ir al baño —Dani el gordo no podía dejar de reír.
Delante suyo tenía a uno de los más peligrosos asesinos en serie de la
historia, y ahora se estaba orinando en la cama como un bebé—. Sonríe
Oliver, que voy a inmortalizar este momento —un destello iluminó la
habitación, que se protegía del sol tras unas tupidas cortinas de color
beige—. ¡Estupendo! Voy a subirla a Instagram. Tendré más visitas que
Justin Bieber, sí señor.
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Oliver desconectó su sentido auditivo, y la voz de Dani se convirtió
en un rumor lejano, similar al de una caída de agua escondida tras la
espesura del bosque. Por fin, pudo pensar con claridad. Pudo sentir el
dolor en su cuerpo y la sed en sus labios resecos. Sintió la mano de Sara
escabulléndose entre sus dedos. La vio caer sobre un camino
embarrado, y la vio convertirse en una estatua de arcilla. Entonces un
proyectil se incrustó en su hombro derecho. Un par de segundos más
tarde, sintió de nuevo el dolor de la pólvora y cayó al suelo. Esos eran
sus últimos recuerdos, antes de despertar en aquella sombría habitación
de hospital.
Por primera vez reparó en su compañero de habitación. Tenía la
nariz y la boca cubiertas por una máscara de respiración asistida, pero
sus ojos hablaban desde el interior de su cuerpo enfermo. Sentía el
mismo odio que Oliver hacia aquel guardia de lengua ágil y estómago
abultado. Podía leerlo con tanta claridad en sus ojos, que incluso el
mismo Dani debía de haberse dado cuenta. Quizás por ese motivo,
nunca le dedicase una mirada, tal vez por eso nunca le aburriese con sus
anodinas historias. Y Oliver estaba pagando las consecuencias.
Solamente él tenía que soportar las burlas de aquel idiota aspiraba a
convertirse en un planetoide. Así que el odio de Oliver se multiplicó,
Ahora no solo odiaba al policía, también odiaba al desconocido de la
cama contigua.
Ellos pagarían por lo que le habían hecho a Sara. Fue un
pensamiento fugaz, que se extendió por sus neuronas, arraigando con
firmeza en cada una de ellas. Se dispuso a actuar. Fue una decisión
visceral, irreflexiva. Tal vez porque no le importara el mañana, porque
su vida en aquella habitación, acompañado por dos seres a los que
odiaba con toda su alma, sería peor que el vació más absoluto, peor que
la muerte.
Con un rápido movimiento, al que Dani no fue capaz de reaccionar,
atrapado en su gruesa capa de grasa, le arrebató su pistola de la funda y
34
le apuntó con ella. Estaban tan cerca el uno del otro, que Oliver podía
sentir el sudor deslizándose por la sonrosada piel del policía.
Con un gesto le indicó que se arrodillara delante de la cama. El
policía tardó una eternidad en agacharse, así que Oliver decidió
ayudarle propinándole un par de golpes con la culata de la pistola.
Oliver metió la mano en la boca del rollizo policía y tiró de la lengua
sin que este opusiera resistencia. Dani saboreó la orina con repugnancia,
pero sin atreverse a recoger la lengua dentro de su gran bocaza. Oliver
se apartó para rebuscar en una bandeja. No tardó en regresar a su lado
con una gran jeringa. Los ojos de Dani querían abandonar al resto de su
cuerpo, que estaba paralizado por el metal que rozaba su nuca.
Oliver dejó caer la pistola, y antes de que esta tocara el suelo, ya
había empuñado con las dos manos la jeringa, empujándola dentro de
aquella lengua golosa, hasta atravesarla cerca de la punta, desgarrando
las papilas gustativas, y privándole para siempre del sabor dulce que
tanto placer le había proporcionado. Dani no fue capaz de gritar, solo
consiguió emitir un sonido apagado, unas palabras ininteligibles. Con la
lengua fuera de su boca era a lo máximo que podía aspirar.
Oliver se volvió entonces hacia la otra cama. Allí su compañero de
habitación lo aguardaba con ojos brillantes. Parecía haber disfrutado
tanto como él del empalamiento que acababa de perpetrarse. Oliver
retiró la máscara con calma, aquel joven le consideraba un amigo, así
que estaba convencido de que no le atacaría.
Ambos se miraron a los ojos por un breve espacio de tiempo.
Parecía que intentaban adivinar los pensamientos del otro. Oliver fue el
primero en decidirse a actuar. Agarró la mandíbula de Marc con fuerza,
para obligarle a abrir la boca. Poco a poco, los dientes de Marc se
separaron, sin ofrecer apenas resistencia. Forzó sus mandíbulas tanto
como pudo. Le dolían, sentía que iban a desencajarse. Oliver se asomó a
ella con una sonrisa en sus labios y un profundo odio en su corazón.
Retrocedió con una mezcla de perplejidad y satisfacción en su rostro.
Había encontrado una boca deslenguada.
35
3. Diario de un mimo
(Federico Rivolta)

Mucha gente se disfraza de mimo; lo mío no es un disfraz.


Recorro pueblos actuando en cada plaza, brindando un espectáculo
impecable y sin caducidad. En pocos minutos mi gorro desborda de
billetes, mas nunca falta algún tacaño.
Con tan solo una mirada, me doy cuenta de quiénes se irán sin dejar
moneda alguna; lo hacen porque no entienden de sacrificios, lo hacen
porque no son más que unos niños ricos. Mi actuación sigue serena,
como si ello no importara; pero en el fondo siempre duele. Cuando el
avaro se retira, levanto mi sombrero y lo persigo en silencio. Al
alcanzarlo no le digo nada, por supuesto, prefiero que sean mis actos los
que hablen por mí.
No siempre fui infalible en mis venganzas, varias veces me he
equivocado. Con el tiempo adquirí práctica hasta volverme perfecto.
Debí hacerlo, la mímica no entiende de impurezas.
De pequeño vivía con mi madre, pero luego de un desfile de
malvivientes dignos de un espectáculo de fenómenos, eligió al peor de
todos y lo trajo a nuestro hogar.
Mi padrastro era un ebrio apostador que trataba a mi madre como a
un animal circense, y yo siempre la defendía.
«Tú cállate, ¡maricón!», me gritó más de una vez; y yo no me
callaba.
Mis costumbres eran motivo de burla para él. Cada vez que me veía
leyendo un libro de poesía, se reía; cada vez que me veía contemplando
una flor, me insultaba. Parecía culparme por su ceguera a la belleza que
nos rodea.

36
Hoy en día podría deshacerme con facilidad de hombres como mi
padrastro; descuidados, perezosos, con un alto índice de grasa corporal;
pero en ese entonces era demasiado pequeño para enfrentarlo.
Un día, luego de perder más dinero que de costumbre, volvió a casa
enajenado. Intenté dialogar con él, y entonces se iniciaron los agravios.
Me ordenó guardar silencio, pero yo no me callé.
Mi madre saltó en mi defensa y él la empujó contra la pared,
riéndose de ella como un rey de su bufón. Fue entonces cuando me paré
de mi silla y le grité furioso. Craso error; debí atacarlo en silencio y sin
pérdidas de tiempo.
Ese día me propició una golpiza que me hizo perder la consciencia.
Al despertar me vi en los brazos de mi madre, quien lloraba sobre mi
rostro creyéndome muerto. Intenté hablarle, intenté pedirle perdón por
no haber podido calmar la situación, mas mis labios me lo impidieron.
Estuve una semana internado; el malnacido me había quebrado la
mandíbula. Lo peor fue que mis huesos sellaron mal, y eso provocó que
me mordiera la lengua a menudo a causa de la desviación de mi
dentadura. Me llenaba de llagas, sobre todo en épocas de estrés,
provocando que a partir de entonces no pudiera respirar con la boca
cerrada sin emitir ruidos molestos. Fue un trastorno para mí, siempre fui
correcto en mis modales, pero él me había convertido en un ser vulgar y
despreciable.
Cuando regresé del hospital, mi madre ya lo había perdonado;
aunque él seguía siendo la misma bestia.
La siguiente vez que nos atacó fue la última. Llegué una tarde y vi
a mi madre sentada en el suelo, suplicando que la dejase de golpear; y
entonces di respuesta a sus plegarias. Él no había notado mi presencia,
pues en aquella oportunidad no cometí el error de hablarle, solo me
acerqué en silencio y lo sujeté de sus grasientos cabellos mientras le
cortaba la garganta con un cuchillo. Mi madre quedó bañada en la

37
sangre de ese puerco; me gustó verla así.
Juntos cargamos el cadáver en el auto y nos alejamos de la ciudad.
No teníamos ni idea de lo que haríamos con el cuerpo, ¿pero quién no
ha viajado alguna vez a toda velocidad con un muerto en el baúl
sabiendo que todo terminaría mal?
En la ruta nos detuvo la policía y nos ordenaron que
descendiéramos del vehículo. Mi madre estaba empapada en llanto, y el
rímel corrido le pintaba «culpable» en las mejillas.
–Muchacho, abre el baúl –me dijo el oficial; y ese fue el preciso
instante en que se terminó mi infancia.

II

Mi madre mintió en el juicio oral; declaró que fue ella quien mató a
mi padrastro e incluso dijo que yo no estaba enterado de que llevaba su
cuerpo en el baúl del auto. Le dieron una condena de treinta años y a mí
me enviaron a un internado.
A los pocos meses de estar recluida, falleció en la cárcel; ahorcada,
según me contaron.
La noche en que me enteré de su muerte quedé devastado. No tenía
consuelo, había perdido a la única persona que me importaba en todo el
mundo.
Estaba yo llorando frente al espejo del baño cuando dos muchachos
ingresaron: dos gemelos idénticos. Al mirarme se rieron porque
interpretaron mi llanto como una debilidad. Uno de ellos tomó entonces
una tabla de madera cuyo propósito en el baño comprendí en ese
preciso instante. Trabó la puerta con ella y se puso junto al otro,
hombro con hombro, formando un grotesco gigante de dos cabezas.
Unidos se acercaron a mí; me encantó que así fuera. La mayoría de las
personas pierden la calma en los momentos de tensión; en cambio yo,
38
que siempre anduve con placidez entre el ruido y la prisa, respiré
profundo dejándome llenar por el recuerdo del silencio.
Los dos hermanos me acorralaron contra la pared y comenzaron a
bajar sus cremalleras, lo hicieron porque ellos no sabían que no es fácil
doblegar a alguien como yo, a alguien a quien el dolor le aprieta la
garganta permitiéndole tan solo brotar lágrimas de odio.
–Esperen, por favor –les dije– ¿No creen que deberíamos besarnos
primero?
Los dos muchachos rieron como idiotas. Salté entonces sobre uno
de ellos y lo besé en la boca. Fue un beso de dientes.
Al verme escupir un trozo de labio superior en el suelo, el otro
degenerado intentó escapar. ¡Subnormal!, él mismo había trabado la
puerta con una tabla de madera.
Los segundos que le tomó destrabar la salida fueron más que
suficientes para que yo le empujara la cabeza hacia adelante con todas
mis fuerzas, una fuerza más que suficiente para que su tabique nasal se
le clavara en medio del cráneo.
Me acerqué entonces al otro gemelo, quien estaba arrodillado en el
suelo sangrando y lamentando la mutilación de su labio.
– ¿Cómo dices? –le pregunté.
Intentó modular, mas produjo un barboteo. Entonces lo miré con la
misma sonrisa que él tenía cuando bajó su cremallera.
– Lo siento –le dije–, no te entiendo. Verás…, te falta el labio
superior.
Hice un gesto de tristeza con la boca y luego, con la punta de mi
dedo índice, tracé una línea vertical desde la base de mi ojo hacia abajo.
Ese fue el anteúltimo de mis movimientos que aquel pervertido vio en
su vida. Su cráneo cedió ante la cerámica del lavamanos y yo me fui del
baño sin rasguños.
Debía escapar esa misma noche de aquel lugar. La primera ocasión en la

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que había matado a alguien, mi madre y yo fuimos descubiertos, y
aquella vez en el internado había cometido un doble homicidio.
Trepé el muro de ladrillos en un descuido del guardia; fue fácil,
nací dotado de una gran destreza física. En la cima me sujeté de los
alambres de púas lastimando mis manos. La adrenalina me ayudó a
soportar el dolor en ese momento. Luego de alejarme, me vendé las
manos con trozos de mis prendas y busqué refugio en un callejón hasta
la mañana siguiente.
Al despertar, lo primero que debía hacer era mudarme el sweater;
estaba cubierto en sangre, no tanto mía como la de los gemelos.
Divisé una casa con ropa colgada en la soga y encontré dos
playeras de mi talla. Una era colorida, no reflejaba el desconsuelo de mi
alma; la otra era a rayas negras y blancas, esa fue la que llevé.
Con la vestimenta limpia, me dirigí a la casa de la hermana de mi
madre.
Mi tía no se parecía en nada a mi progenitora, no tenía su belleza y
carecía por completo de elegancia. Era una mujer descuidada y, si se la
miraba a contraluz, podía observarse una barba incipiente.
Mi plan era vivir con ella y su familia, al menos hasta alcanzar la
mayoría de edad, pero me echó de allí; al parecer no quería arriesgar su
hogar perfecto con un muchacho prófugo.
Me dio una vieja maleta y me guió hasta un armario repleto de
cosas de mi madre. Escogí aquellas prendas que pudieran quedarme,
ella era una mujer alta así que pude encontrar varias cosas de mi talla.
Asimismo encontré su pequeño bolso de cosméticos; también lo tomé,
me traía muchos recuerdos de cuando la veía de reflejo, pintándose,
antes de que los hombres que conoció le arruinasen la vida y el rostro.
Me retiré con una sonrisa, pues tenía planeado regresar esa misma
noche y vengarme de esa mujer barbuda.
Después de una vida de sufrimiento, aquella señora no tuvo

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compasión por su sobrino ¿acaso no le importaba en absoluto? Se lo
habría dicho, la habría insultado por su indiferencia; mas preferí que
sean mis actos los que hablaran por mí.
Regresé al amanecer con una botella de gasolina. La lancé por la
ventana y huí como una cebra mientras la casa ardía en llamas. Tiempo
después me enteré de que mi tía y su familia se salvaron; el gato los
despertó en medio de la humareda y lograron salir a tiempo. Debí
ahorcarlos mientras dormían; al parecer, mi voluntad no se concreta
cada vez que utilizo armas.

III

Durante semanas viví en las calles. Recorrí ciudades y tuve


amistades fugaces con personas que jamás volví a ver. Lo único que me
acompañó siempre fue la vieja maleta de mi madre.
Una noche, viajando en tren, conocí a un singular individuo que me
ayudó a encarrilar mi vida: un viejo payaso.
El anciano tenía una enorme sonrisa pintada; aun así, mostraba una
insondable tristeza. Poseía unos escasos cabellos de plástico azul; y su
traje, que alguna vez debió quedarle holgado, le apretaba la barriga.
–Hola, muchacho –me dijo desde el otro extremo del vagón –
¡Vaya que hace calor!, ¿verdad?
– Sí.
–Eres de pocas palabras. Serías un buen mimo…; silencioso,
misterioso, y con un pantalón que se ajusta a tu cuerpo de un modo
irresistible.
Luego de aquel comentario fuera de lugar, su rostro se transformó
ajustándose a la enorme sonrisa pintada. Sin que lo notara, comencé a
sacar mi cuchillo; estaba dispuesto a dibujarle una segunda sonrisa,
pero abdominal.

41
¡Era una broma, muchacho! – dijo justo a tiempo – Pero lo de ser mimo
va en serio. No sé si lo sabes pero los mimos son la encarnación de la
miseria humana, el reclamo silencioso de los que perdieron la voz, el
apogeo de un sufrimiento que se acumula en el pecho hasta formar un
nudo de dolor que aprieta la garganta permitiendo tan solo brotar
lágrimas de odio.
Me asombró aquel comentario. Jamás me molesté en verificar si era
cierto o no, ya que sus palabras sonaron sinceras y lograron llenar parte
del vacío que sentí toda mi vida. Me quedé estático mientras él seguía
hablando:
–Yo intenté ser mimo cuando joven –dijo–. Luego de unos años
descubrí que no tengo suficiente disciplina, y entonces me convertí en
payaso.
El anciano y yo viajamos juntos durante horas mientras me
explicaba los rasgos esenciales de la mímica. De pronto me vi dando los
primeros pasos en las rutinas más sencillas, ejecutándolas para él.
–Tienes facultades, muchacho; aunque haces demasiado ruido al
gesticular.
–Hace años, mi padrastro me propició una fiera golpiza. Estuve una
semana internado con la mandíbula quebrada y mis huesos fusionaron
de un modo incorrecto. Desde entonces me muerdo la lengua a menudo
a causa de la desviación de mi dentadura. Es por eso que mi lengua
suele estar llena de llagas, sobre todo en épocas de estrés, y me es difícil
respirar con la boca cerrada sin producir esos ruidos.
–Ese sí que es un problema…, los mimos deben ser silenciosos.
Tendrás que mejorar eso.
Me mostró algunas gesticulaciones junto con la posición de la
lengua en cada caso. Debo admitir que podría haber sido un gran
espectáculo si no fuera por sus dientes negros y el fuerte olor a vodka
que me desconcentraba.
El anciano me aconsejó que descendiera del tren en la estación de
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Cirque Valley, y que me dirigiera a la escuela de teatro, lugar en donde
se reunían artistas callejeros de todos los rincones de la nación. Allí tal
vez podrían darme alojamiento si me presentaba como mimo.
A pesar de su excentricidad, el anciano del tren me fue de gran
ayuda. Y pensar que algunas personas temen a los payasos…

IV

La estación de Cirque Valley era única. Cada ventana del edificio


de madera estaba pintada de un color diferente. Los anuncios eran obras
de arte, y le daban al lugar una ambientación placentera, convirtiéndolo
en una entrada a un espectáculo inolvidable. La gente se tomaba tiempo
para comprar los boletos y subir a los trenes, como si se trataran de
acontecimientos importantes. Todos disfrutaban de cada instante en
aquel sitio.
Miré en torno a mí y contemplé cada detalle, observé cada uno de
los faros antiguos y los arcos en cada salida. Entonces vi un señor que
estaba parado en el andén ayudando a subir y a bajar maletas. Usaba un
traje ajustado color sepia; de hecho, todo su cuerpo era sepia. Tenía
unos bigotes llamativos: rectos pero terminando en espirales. Se movía
de manera enérgica y, cada vez que levantaba un equipaje pesado, se
tomaba unos segundos para mostrar sus bíceps a las damas y a los niños
que pasaban.
–Buenas tardes –le dije–, ¿sabe usted dónde queda la escuela de
teatro?
–Debe seguir derecho por la calle empedrada –dijo señalando sin
dejar de flexionar su musculoso brazo–. Luego de tres cuartos de milla
se chocará con la escuela.
Siguiendo el camino indicado llegué a una enorme mansión venida
a menos. El lugar estaba rodeado por un amplio parque cubierto de

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verde. Era un lugar increíble, era el lugar al que estuve destinado a
dirigirme toda mi vida.
Me quedé parado en el umbral cuando vi un grupo de seis hermosas
malabaristas en medio del césped. Perdí la noción del tiempo mientras
mis ojos daban vueltas intentando seguir sus sincronizadas piruetas,
¡cuánta belleza!, ¡cuántas ganas tuve de formar parte de aquella
institución!
–Buenas tardes –interrumpió alguien– ¿nos dejaría pasar, por
favor?
Al darme la vuelta vi que se trataba de un hombre; le estaba
bloqueando el paso.
–Discúlpeme –le dije–, pase usted.
Me hice a un lado pero el hombre no se movió. Permanecimos en
silencio, mirándonos durante unos segundos. Luego me indicó que
mirara hacia abajo haciendo un carraspeo. Quedé fascinado por aquello
que el hombre llevaba entre las piernas. Colgando de unos hilos, tenía
una curiosa marioneta. Era su versión miniatura, aunque no estaba a
escala. La cabeza del títere no era proporcional al cuerpo y su nariz era
demasiado puntiaguda. Aún así (o quizás por aquellas anomalías), se
trataba de una pieza adictiva.
–Perdóneme, señor –me disculpé con la marioneta –; no lo había
visto. Pasen ustedes.
El hombre sonrió y ambos avanzaron al unísono. Cuando el
titiritero y el títere se habían alejado algunos metros, les grité; me había
resultado simpático aquel señor y pensé que quizás podría ayudarme.
–Señor…eh… señores… ¿puedo hacerles una pregunta?
Los dos me miraron al mismo tiempo.
–Por supuesto, díganos qué se le ofrece.
–¿Podrían indicarme qué debo hacer para que me acepten en esta
maravillosa escuela? Provengo de muy lejos y no tengo dinero.

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–¿A qué se dedica, joven? –preguntó el titiritero.
–Deseo convertirme en mimo.
–Lo siento…, aquí ya hay demasiados mimos, es por eso que se les
hace una prueba a los nuevos aspirantes. El maestro es quien se encarga
de la admisión de mimos, bufones, arlequines y payasos. Le
recomiendo estar bien preparado; si fracasa en el primer intento, no
tendrá una segunda oportunidad.
Yo no tenía preparada una rutina, así que me retiré de allí más
melancólico que antes. Me di cuenta, además, de que el titiritero
también era controlado por unos hilos, y que no era más que un títere a
los ojos de otro titiritero de un nivel superior.
Regresé a mi destierro, pero al menos tenía algo que antes me
faltaba: un objetivo; y no aceptaría un no por respuesta.

Viví en las calles de Cirque Valley actuando por monedas,


practicando las rutinas que me había enseñado el viejo payaso del tren y
las que aprendía de otros mimos callejeros.
Un día me sentí listo y me acerqué a la escuela. Allí me hicieron
presentarme ante el maestro, quien estaba parado junto a dos alumnos
silenciosos.
–Me dijeron que vendría un mimo –dijo el maestro–, tú no eres un
mimo.
–Lo siento –le dije–, no sabía que las audiciones se realizaban de
manera inmediata. Por eso vine sin disfraz.
–Esto no es una fiesta de disfraces –me dijo–; se es o no se es. El
verdadero mimo no usa un disfraz, tan solo usa el maquillaje con el que
debió nacer y se pone la vestimenta que es normal para él. Son sus
necesidades básicas, sin ellas no podría vivir.
–No fue eso lo que quise decir, maestro, es solo que…
45
–Shhh… –me interrumpió–, los mimos no hablan.
Los tres se sentaron en la primera hilera dejando el escenario para mí
solo. Comencé entonces a hacer los movimientos que se me iban
ocurriendo, no lo hice mal considerando mis nervios.
El maestro subió al escenario con un gesto de disconformidad
mientras yo seguía actuando. Se puso a pocos centímetros de mí y me
miró a los labios de un modo inquietante.
–No lo haces mal –me dijo–, pero tienes mucho que aprender.
Además, eres muy ruidoso.
Tenía razón. Intenté entonces explicarle el motivo con la esperanza
de que supiera comprender:
–Hace años, mi padrastro me propició una fiera golpiza. Estuve una
semana internado con la mandíbula quebrada y mis huesos fusionaron
de un modo incorrecto. Desde entonces me muerdo la lengua a menudo
a causa de la desviación de mi dentadura. Es por eso que mi lengua
suele estar llena de llagas, sobre todo en épocas de estrés como esta, y
me es difícil respirar con la boca cerrada sin producir esos ruidos.
–No te pedí la historia de tu vida –dijo él–. Si no puedes mantener
silencio, jamás serás un buen mimo.
Recordé los consejos que me había dado el viejo payaso y lo hice
mejor, mientras el maestro se quedó en el escenario para seguir
oyéndome. En un momento tragué saliva de un modo muy notorio,
perturbando de nuevo la calma de quien me estaba evaluando.
–Sigues haciendo ruido. Además, no debes tragar saliva en medio del
acto. Te lo advertí; un mimo debe actuar en absoluto silencio.
–Lo he estado practicando, cada vez lo hago mejor. Necesito un poco
más de tiempo. Si me deja regresar en unos días, verá que…
En ese momento me interrumpió apuntando con severidad hacía la
puerta de salida:
–No tienes nada que hacer aquí, este no es un lugar para indigentes

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sin talento. Aquí solo aceptamos artistas de alma, gente que nació para
esto. Vete y jamás regreses.
En cualquier otra situación lo habría matado al instante, pero el
maestro tenía razón. Además no quise hacerle daño sin antes obtener su
aprobación, debía ser admitido en su sistema antes de destruirlo.
Me alejé de allí aún más deprimido que la primera vez.

VI

Fui a vivir a un frigorífico abandonado, un edificio blanco y frío,


lleno de antiguas maquinarias que se corroían ante el indefectible paso
del tiempo. Era un lugar silencioso cuyos suelos no habían sido pisados
en años. Era el sitio perfecto para mí.
No podría regresar a la escuela por un largo tiempo, el titiritero me lo
había advertido: «El maestro no da segundas oportunidades». Así que el
frigorífico se convirtió en mi hogar y mi academia.
Decidí practicar en serio aquella vez, no semanas, sino meses; años
tal vez. A mi siguiente audición iría preparado, llevaría además el
atuendo adecuado y me maquillaría como corresponde. Estaría
irreconocible.
Ensayaba ocho horas diarias y hacía ejercicio durante otras ocho.
Durante ese tiempo iba a almorzar y a cenar al comedor municipal, allí
se encargaban de conseguir trabajo a los indigentes y también asistían
con terapia a quienes lo precisaban. Yo nunca hablaba con nadie, todo
lo que quería era regresar a mi escondite a practicar mirando mi sombra
sobre el suelo y mi reflejo en las oxidadas maquinarias. En poco tiempo
esculpí mi cuerpo; parecía hecho de mármol.
Perfeccioné mi rutina, y ya no emitía ruidos con la boca. Me convertí
en un hombre silencioso, me convertí en el mimo perfecto.
El día en que decidí regresar a la escuela a probar mi suerte, abrí la

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vieja maleta de mi madre. En el transcurso de esos años ya había usado
toda la ropa, solo quedaban dos cosas allí: unos preciosos guantes
antiguos y el pequeño bolso de cosméticos.
Me puse enfrente de una lámina metálica para maquillarme. El
reflejo deformaba mi rostro, mas no necesitaba verme. La verdad es que
no me estaba pintando la cara, estaba cubriendo el color humano que
llevé por error durante años.
Mi rostro maquillado en blanco reflejó otra vez la pureza de mi
espíritu, aquella de la que me habían despojado hacía mucho tiempo.
Los labios rojos, casi negros, eran para dar besos de muerte, como los
que le dieron a mi madre tantos malvivientes durante toda mi infancia.
Me delineé los ojos, porque ellos son el camino hacia el alma, y yo
había recuperado mi rumbo. Al final, pinté una lágrima en mi pómulo,
para explicitar el dolor que llevaba dentro.
Ingresé al viejo edificio y no tuve necesidad de abrir la boca;
enseguida me enviaron con el maestro. Todos se volteaban a mirarme,
parecía que jamás hubiesen visto a un mimo. La verdad es que no lo
habían hecho, yo era más real que todos los mimos de aquella academia
juntos.
El adusto rostro del maestro me resultó inconfundible, pero él no
logró reconocerme.
Comencé con la pared del mimo, por ser lo primero en lo que me
perfeccioné; solo debo imaginar la enorme muralla negra que me apartó
de mis sueños durante toda mi vida. Palpé la rugosa superficie, y al
empujarla sentí una presión sobre mis brazos rechazándome hacia atrás.
Continué con la técnica de tirar la cuerda, fácil también. Para mí esa
soga es tan real que siento poder ahorcar a alguien con ella, y siempre
pienso en la misma persona: mi padrastro. Con tan solo imaginar que
esa soga irá alrededor de su cuello, me basta para tirar de ella con
movimientos perfectos.

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Inclinaciones, puntos fijos, caminata en el lugar…, todos los trucos
los hice de manera impecable; pero no quise detenerme en ellos, quería
cerrar pronto la audición con la mejor de mis rutinas: la clásica pero aun
sorprendente caja del mimo.
Atrapado, aislado del mundo; no requiero de mucho esfuerzo para
comenzar a desesperarme en esa claustrofóbica situación. Interpretar la
caja del mimo es interpretar la historia de mi vida. Para aumentar la
tensión suelo pensar que mi madre está afuera y que la caja es la
humanidad, el planeta tierra, separándome de ella. Otras veces imagino
que estoy de regreso en el vientre materno, entonces la desesperación se
transforma en paz y armonía.
Mis rutinas eran excelsas debido a que formaban parte de mi historia,
y el maestro quedó atónito ante ellas. Los dos alumnos que estaban allí
no podían creer lo que estaban viendo, no solo mi actuación había sido
perfecta, sino que el maestro jamás había quedado tan sorprendido por
un artista, y al terminar mi actuación lo miraron esperando que tuviera
algo negativo que decir; pero no lo hizo.
–¿Cómo te llamas? –me preguntó.
No le contesté.
–¡Sublime!, casi todos caen en esa trampa y dicen sus nombres
repletos de entusiasmo, pero tú no. Lo tuyo ha sido espléndido, has sido
aceptado en esta institución. Aquí tendrás techo, educación y comida.
No le contesté.
–Va en serio esta vez –me dijo–, terminó la función. Dime tu
nombre.
Craso error, no le iba a contestar porque la función no había
terminado, no le iba a contestar porque aquello no era una función. Fue
entonces cuando hice un movimiento prohibido para los mimos,
sacando dos cuchillos que tenía guardados en mi cintura.
Mimos o no mimos, los tres gritaron cuando los atravesé con ellos.

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Pude con los tres; no es fácil doblegar a una persona a la que le aprieta
la garganta permitiéndole tan solo brotar lágrimas de odio.
Aquella vez tampoco pude escapar. Al salir, varias patrullas me
esperaban en la entrada del edificio. Levanté entonces mis manos como
si estuviera interpretando otra vez la pared del mimo.
Me esposaron y me metieron en uno de los vehículos. Estaba sin
escapatoria… por el momento.

VII

En el viaje a la comisaría, el conductor de la patrulla bromeó:


– Tiene derecho a permanecer en silencio.
Los dos oficiales rieron como idiotas.
Los mimos han soportado todo tipo de ofensas, aunque debo
admitir que aquella me pareció original. De todos modos, me quedé en
silencio; preferí ser el último en reír.
Al llegar me arrastraron a una celda donde me dejaron en solitario
toda la noche. Allí tuve tiempo para pensar. Me di cuenta de que, por
algún capricho del destino, siempre que empleo armas para matar a mis
víctimas, la policía me atrapa. A partir de entonces mataría sin usar otra
cosa que no fuesen mis manos.
Al día siguiente los oficiales habían descubierto todo sobre mi
pasado. Me dirigieron a la sala de interrogatorios, donde se encontraba
un inspector junto con un joven agente.
–¿Así que usted es el mimo asesino? –dijo el inspector.
No le contesté.
–Llevo veinte años ejerciendo en esta ciudad y esta es la primera
vez que me encuentro con un caso como este.
El inspector no lo sabía entonces, pero yo ya me había zafado de
mis esposas. Debí dislocarme el pulgar izquierdo para hacerlo. Pocos
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soportarían un dolor como aquel, pocos serían capaces de ocasionarse
semejante daño a sí mismos, pero es porque no entienden de sacrificios.
–Tengo aquí su expediente. Dice que su padrastro le rompió la
mandíbula y que a partir de entonces se muerde la lengua llenándola de
llagas. Dígame una cosa… ¿ese es el motivo por el que ahora se
disfraza de mimo?
La pregunta no tenía sentido, lo que yo tenía puesto no era un
disfraz de mimo, porque lo que yo tenía puesto no era un disfraz.
–El espectáculo terminó, señor mimo. Confiese de una vez. Fue
usted quien mató a esos gemelos en el internado, ¿verdad?
Me mantuve imperturbable, aunque por dentro me reía. Mis manos
estaban libres; ya casi podía romper sus frágiles huesos, ya casi podía
oír ese sonido que da vida a mi mundo silencioso. En cuestión de
segundos tendría su sangre salpicada sobre mí, dando color a mi mundo
en blanco y negro.
–Fue usted quien incendió la casa de su tía, ¿verdad? –dijo el
inspector– Abra su maldita boca, quiero escucharlo hablar, quiero ver
ese problema que tiene en la mandíbula, ese que le provocó su padrastro
cuando intuyó que usted terminaría convirtiéndose en un monstruo
social.
No le contesté.
Si bien me había liberado de las esposas y ellos solo eran dos,
estaban armados. Necesitaba una distracción que me diera al menos un
segundo de ventaja antes de que pudieran reaccionar mientras yo
saltaba por encima de la mesa.
–¿Por qué no le contesta al inspector, payaso?– preguntó el joven
agente.
Craso error; yo no soy un payaso.
Fue ese el momento exacto para revelar mi secreto, mostrarles que
el hecho de que mi padrastro me hubiese roto la mandíbula terminó

51
siendo lo mejor que me pudo ocurrir para que encontrara el camino
hacia mi verdadero yo. Entonces abrí la boca y sus rostros se pusieron
aún más pálidos que mi maquillaje.
En medio de la conmoción salté de mi silla y le di un fuerte
puñetazo al detective, luego di medio giro y pateé al joven en el pecho.
Pude sentir como se quebraron sus costillas; segundos después el
muchacho había muerto por asfixia.
El detective estaba tirado en el suelo, mareado por el golpe, y tenía
el rostro cubierto de sangre; me encantó verlo así.
Me agaché junto a él y le hice el gesto universal del silencio, y en ese
momento oí gritos provenientes de fuera de la habitación. Levanté al
detective torciéndole el brazo y me puse detrás de él. Pude sentir su
miedo recorriéndolo como un frío por su espalda. Dos oficiales abrieron
la puerta y me lancé hacia ellos con mi escudo humano, quien recibió
todos los disparos. Sujeté a uno de ellos de la muñeca para que apuntara
y matara a su compañero, y entonces solo quedó un oficial vivo en la
habitación. Le di un golpe en la rodilla y cayó al suelo. Me suplicó que
lo dejara vivir, y le apoyé mi pie en el cuello para aplacar sus sollozos.
Oí que otros policías que se acercaban; eran los dos cretinos que se
rieron de mí cuando me llevaron en la patrulla. Rodé en el suelo y me
escondí en otra habitación. Ellos siguieron de largo para ir al lugar en
donde yacían los restos de sus cuatro compañeros, entonces me acerqué
en silencio y los golpeé a unísono al costado de sus cuellos. Pude oír
como quebré las cervicales de uno, pero el otro seguía vivo. Era el
último que quedaba en la pequeña comisaría de Cirque Valley, y quise
disfrutar el momento.
Lo sujeté de la cabeza y, poco a poco, la giré unos grados por
encima del límite permitido por la anatomía humana. Entonces sí fui el
último en reír.

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VIII

No tuve complicaciones para matar a los policías y escapar de


aquel lugar, aunque en la sala de interrogatorios sucedió un momento
clave. Pudo haber sido difícil deshacerme de los dos primeros policías,
pero conté con un comodín bajo la manga. Eso que les mostré cuando
me pidieron que hablase me dio unos segundos de ventaja. Esa
distracción fue imprescindible en mi fuga.
Ellos jamás se habrían mutilado en pos de seguir sus sueños; pero
yo sí lo hice. Antes emitía ruidos molestos al respirar debido a que, por
la desviación de mis dientes, me mordía la lengua llenándola de heridas.
Pero encontré la solución.
Al abrir la boca los impacté, no por algo que vieron sino por algo
que no vieron. Sucede que algunos no entienden de sacrificios, pero yo
sí. Por eso lo hice todo para convertirme en el mimo perfecto, incluso...
cortarme la lengua.
Mucha gente se disfraza de mimo; lo mío no es un disfraz.

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4.Boris
(Federico Rivolta)

En un antiguo y olvidado teatro, se realizó hace mucho tiempo la


audición más prometedora del mundo de la mímica. La prueba se
ejecutó a puertas cerradas, con tan solo un juez y un artista.
La audición fue juzgada por nada menos que Boris Zhanitsyn, el
mimo más famoso de ese entonces. Los años le habían borrado la
sonrisa y ya le había llegado la hora de retirarse, por lo que estaba en
búsqueda de un sucesor. De aprobarse el acto, el joven haría la gira que
Boris no pudo terminar por recomendación del médico. El objetivo de
la gira no solo sería rendir homenaje a su trayectoria, sino también
lanzar a la fama a una nueva estrella.
El viejo Boris había visitado ese teatro cientos de veces, pero aquella
fue la primera que no asistió vestido de mimo; esa tarde portaba una
boina azul, una camisa amarilla floreada y unos pantalones celestes de
gabardina.
Desde el primer instante en que el joven mimo subió al escenario,
sorprendió al anciano. El traje se ajustaba a cada músculo de forma
escultural, y su rostro mostraba una absoluta falta de emoción hacia
todo aquello que lo rodeaba. El joven le recordó a él mismo, antes de
que el paso del tiempo acabase con su tersa piel de porcelana y lo
convirtiera en un arrugado vejestorio de manos temblorosas.
La rutina del joven fue impecable. Cada movimiento fue ejecutado
con una elegancia que Boris jamás había visto fuera del espejo; parecía
ser en verdad su sucesor. Ante cada ejecución, el anciano aplaudía con
entusiasmo; lo hacía sin chocar las manos, por supuesto, no quería
contaminar la audición con ruidos innecesarios. El joven tampoco podía

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creer lo que estaba viviendo, estaba sorprendiendo a su máximo ídolo, a
aquel que lo había inspirado a dedicarse a la mímica.
Al finalizar la actuación, Boris se llevó los meñiques a la boca con
un gesto de silbidos; pero, como buen mimo, no soplaba en realidad. El
joven hizo una reverencia ante su modelo a seguir y, sonriente, lo
saludó con un pañuelo que tenía en el bolsillo.
Mientras bajaba las escaleras, iba limpiándose el rostro para sacarse
el maquillaje de mimo. El joven y el anciano se miraron el uno al otro
en una escena de futuro y pasado, de vida y de muerte. La mutua
contemplación duró diez minutos de absoluto silencio y sin que ninguno
hiciera el menor movimiento.
El muchacho estaba esperando la materialización de los aplausos en
un acuerdo oral que lo sacaría de su miseria, pero Boris lo sorprendió
bajando el pulgar de su temblorosa mano y negándole la aprobación,
moviendo la cabeza de un lado a otro.
El joven perdió la compostura y se acercó al anciano con intenciones
de asesinarlo, pero a pesar de su avanzada edad, Boris fue más rápido.
El experimentado artista sujetó al muchacho del brazo para luego
lanzarlo al suelo. El movimiento fue tan eficaz que el muchacho tembló
de miedo, su rostro se había vuelto pálido, casi tanto como cuando
estaba maquillado. Boris aún no estaba satisfecho, y comenzó a ahorcar
al joven, clavando sus huesudos dedos hasta que su rostro volvió a
mostrar una absoluta falta de emoción hacia todo aquello que lo
rodeaba.
Al llegar a su hogar, el anciano se cambió la vestimenta por un traje
en blanco y negro; no estaba cómodo con la camisa floreada y los
pantalones celestes. Una vez vestido con el atuendo que lo había hecho
famoso, Boris se dirigió a su invaluable tocador francés.
El anciano se miró en el espejo, suspirando por el fracaso de aquella
audición en la que había depositado todas sus esperanzas. Una lágrima
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negra corrió por su mejilla, y entonces abrió uno de los tantos cajones
del antiguo tocador en busca de un pañuelo. Volvió a mirar su arrugado
reflejo mientras humedecía el pañuelo. Con la delicadeza que lo
caracterizaba, Boris se removió el maquillaje humano hasta dejar otra
vez expuesta su natural piel de mimo.

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5. CRÍMENES EN BLANCO Y
NEGRO
(Federico Rivolta)

–Por favor, envíame un audio ¿Sí? –escribió Karina.


Se habían conocido hacía dos semanas, chateaban durante horas y
ella quería conocerlo mejor. Un audio habría sido lindo, ella conocería
su voz, además habría sido una prueba de que él no estaba conversando
mientras su esposa dormía a su lado. Transcurrieron unos segundos
pero él no le hizo conocer su voz.
–¿Y una foto? –escribió ella– Quiero saber cómo eres.
La joven dejó de respirar mientras fijaba la vista inmóvil en la
pantalla. Los puntos suspensivos le indicaban que el nuevo amor de su
vida estaba respondiendo a su pedido:
–En lugar de enviarte un audio o una foto, te propongo algo mejor
–escribió él–. Encontrémonos esta noche.
Aquella invitación fue el mejor mensaje que pudo recibir, fue una
verdadera prueba de interés; o al menos es lo que Karina pensó en ese
momento. La joven asistió esa noche al lugar y hora acordados sin
dudarlo, y su cadáver amaneció en un callejón.
La policía analizó en forma minuciosa la habitación de la
muchacha asesinada. El detective Francisco Romero fue asignado para
hacerse cargo de la investigación. Habló unas palabras con los padres
de la joven y luego ingresó a la alcoba a dar indicaciones a sus
hombres; no quería perder un solo detalle.
Todos los muebles y adornos de Karina eran en colores negro y
rosado, era un ataque directo a la retinas de Romero. Miró los posters
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uno por uno; intentó leer el nombre que aparecía en uno en el que
aparecía una banda musical noruega. Movió los labios pero no logró
pronunciar nada que se asemeje al modo en que lo diría Karina. Vio
otro poster, uno de una banda musical japonesa, y esa vez ni siquiera
intentó pronunciar el nombre.
El detective estaba abrumado por los fuertes tonos de la habitación
y, para enfocarse en el caso, hizo una pausa en la que encendió un
cigarrillo y miró por la ventana. Al recordar el motivo de la visita se
hundió en la depresión que le causaban los crímenes como aquel.
Apoyó su mano con fuerza en su rostro y la subió por su frente,
estirando su arrugo ceño hacia arriba, llegando así hasta sus canos
cabellos.
De pronto Romero abandonó la alcoba de Karina. Se dirigió al
pasillo, fue casi corriendo mientras apoyaba sus manos en las paredes,
alfombrando el suelo de portarretratos de Karina y su familia. Al llegar
al baño se encerró de un portazo y, sin perder un segundo, vomitó en el
lavamanos. Tal vez su malestar fue a causa del asesinato. Tal vez fue a
causa de los fuertes tonos de la habitación de la joven. Tal vez fueron
los años de adicción al alcohol, al tabaco y a las pastillas que compraba
sin receta médica. O tal vez fue porque el mundo ya no es lugar para un
hombre bueno.
El detective salió del baño con el rostro y el cabello empapados en
agua y sudor. Zurita, un joven oficial que lo había seguido, se mostró
preocupado:
–¿Se encuentra usted bien?
–Mejor que nunca –dijo Romero– ¿Alguna pista?
El joven Zurita negó con la cabeza mientras apretaba los labios.
La pesquisa siguió por horas pero no se obtuvieron pruebas. La policía
tampoco obtuvo información útil de los familiares y amigos de la víctima.
Lo único que habían logrado hasta el momento era una nueva fotografía

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para agregar al expediente de crímenes sin resolver de un supuesto mismo
asesino. Así, la fotografía de Karina se unió a la de las otras cinco
muchachas que también fueron encontradas asfixiadas en un callejón,
sosteniendo una rosa teñida de negro.

II

Desde que Judith tuvo uso de razón, su padre se comunicó con ella
de dos maneras: con gestos y con gritos. El hombre tenía dos
personalidades: la de mimo y la de ebrio golpeador. Brindaba
espectáculos de mímica en plazas y en pequeños bares, luego gastaba en
bebida los míseros billetes que ganaba. Al regresar a su casa no hacía
otra cosa que sentarse en su sillón a ver televisión hasta que se quedaba
dormido. No le tomaba más que unos pocos minutos ponerse a roncar,
dependiendo de cuánto alcohol hubiese ingerido aquella noche.
“¡Deja de quejarte, niña!, ¡así nunca serás una buena mimo!”
La pequeña Judith lo oyó gritar esa frase una y otra vez mientras la
obligaba a practicar los rutinarios movimientos. La mímica no era lo
suyo, pero él se negaba a aceptarlo.
Un día el hombre cerró las puertas de su hogar sin dejar salir a su
hija, ni siquiera para que fuese a la escuela; estaba decidido a
convertirla en una gran artista de la mímica. La hizo practicar las rutinas
una y otra vez durante dos semanas, indicándole con un bastón para que
ella ubicara en forma correcta su cabeza, brazos y piernas. A veces le
movía los miembros con el bastón; otras, le pegaba un doloroso golpe
para que ella corrigiera su postura. Al principio ella se quejaba, pero un
día él hizo algo que logró quebrar la voluntad de la pequeña.

Aquella noche el mimo salió al escenario a intentar entretener a los


pocos clientes que bebían en ese infecto tugurio. Luego de su rutina
hizo ademanes para que Judith lo acompañara. Todos los ojos se
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enfocaron en la niña desde el instante en el que se dio a conocer en el
escenario.
El hombre estaba orgulloso, su hija se había convertido en una gran
artista; a todos les resultó imposible quitar la vista de la pequeña mimo
de labios cosidos.

III

Romero llevó a su casa la resma de hojas impresas con las


conversaciones de Karina y sus amigos; eran la última esperanza de
encontrar algún dato que lo guiase al Asesino de la rosa negra. Se sentó
a leer en su antiguo escritorio de madera junto a su lámpara oxidada,
una de esas que ya no se fabrican y que dan la sensación de que
seguirán funcionando por siempre.
Se sirvió un vaso de coñac e inició la lectura. Se sintió perdido
entre tantos emoticones y palabras abreviadas. No le parecía estar
leyendo conversaciones, sino jeroglíficos modernos sin sentido, pero se
necesitaba más que eso para quebrar su voluntad. De pronto leyó que
Karina hablaba de haber conocido a alguien interesante en el sitio
amigochat.com. La joven mencionó a un muchacho romántico,
inteligente y con sus mismos gustos. El detective se sirvió un segundo
vaso de coñac mientras reflexionaba y recordaba la habitación negra y
rosa de la joven. Bebió medio vaso de un sorbo, y encendió su viejo
ordenador decidido a ingresar a amigochat.com.
Había decenas de salas para elegir, pero primero debía crear un
perfil adecuado. Marcar el casillero de género femenino, subir una foto
bajada de internet y poner un nombre que incluya alguna parte del
cuerpo serían cuestiones suficientes para atraer la atención de cientos de
hombres en minutos. Todo aquello lo hizo pensar en la cantidad veces
que un hombre mayor y alcohólico ingresaría al día con un perfil falso
para hablar con jovencitas ilusas.
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Haciendo memoria de las víctimas se dio cuenta de que todas
tenían ciertas características en común. No eran chicas populares y
llenas de amigos; se trataba de muchachas más bien introvertidas.
Consideró que un perfil atractivo desde lo físico no despertaría el
interés de un asesino como aquel. Entonces lo decidió. No puso foto ni
indicó su género. Para finalizar se llamó a sí mismo Niñapoetisa, y así
comenzó a recorrer las salas de chats.
Entre los usuarios en línea encontró a muchos personajes con
nombres extraños e incluso irreproducibles, pero hubo uno que llamó su
atención: Mimo666.
Niñapoetisa no le habló, por supuesto, prefirió esperar a que
Mimo666 diera el saludo inicial. Luego de media hora, dos vasos de
coñac, y muchos saludos de otros individuos, Mimo666 se presentó.
A Romero le temblaban las manos, tenía un sospechoso del otro
lado de la pantalla; tan lejos y a la vez tan cerca.
Tuvieron una conversación de varias horas, tiempo en el que el
detective abría una ventana tras otra con poemas y frases que le
ayudaran a hacer ver a su personaje como una apasionada pero elegante
muchacha deseosa de un cortejo.
–¿Quién es tu escritor preferido? –preguntó en un momento
Mimo666.
–Edgar Allan Poe –dijo Niñapoetisa–; me gusta la poesía oscura.
Mimo666 le pasó un poema que él mismo había escrito, un poema
que revolvió las entrañas putrefactas de Romero:
–Te arrancaré la lengua, te cortaré los dedos, y no podrás entonces
dialogar de nuevo.
–Echaré plomo derretido en tus oídos, y no volverás jamás a discutir
conmigo.
–Serás como un mimo, que habla sin palabras, que en sus actos deja
las cosas claras. Y cumplirás tus promesas, día tras día, pues no podrás
vender tus frases vacías.
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–Te encontré, maldito –pensó Romero en voz alta–; este poema solo
pudo haber sido escrito por un loco.
Luego de que el ritual de letras se prolongara por uno minutos más,
Mimo666 invitó a Niñapoetisa a una cita para la noche siguiente. Del
otro lado de la conversación Romero escribió «Me encantaría :)», y
envió el mensaje con un clic y una sonrisa triunfantes.

IV

–¿Algún rasgo particular sobre los ladrones? –preguntó el oficial


Zurita mientras tomaba nota.
El denunciante dudó por unos segundos y luego respondió casi
pidiendo permiso:
–Sí…, los cuatro estaban vestidos de payasos.
–¿Payasos?
–Sí, payasos. Tenían ropa a rayas blancas y negras, sus rostros
estaban maquillados y durante el asalto no dijeron ni una palabra. Ni
siquiera puedo asegurar si eran hombres o mujeres.
El detective Romero estaba parado a unos metros tomando un café
con licor. Al escuchar eso se acercó e intervino en la conversación:
–Esos no eran payasos; eran mimos –dijo– ¿Qué está pasando con
esta condenada ciudad?
El detective terminó su trago en un instante y se dirigió al oficial:
–Quiero que me acompañes a interrogar otra vez a la niña de los
labios cosidos.
–Sobre eso le quería hablar, señor– dijo Zurita.
Ambos se fueron a un rincón y el oficial le contó lo que había
sucedido con Judith.
–¿Cómo que se escapó? –preguntó el detective.
–La dejé sola un momento y luego no pude encontrarla.
–¡Pero es una niña! –dijo Romero– Su padre está detenido, no
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podemos permitir que ande sola, sobre todo luego de lo que le pasó.

Un oficial se acercó para decirle a Romero que el comisario deseaba


hablar con él en su despacho; otra vez estaba en discrepancia con sus
métodos. No era el mejor momento para hablar con el detective, no
estaba de humor, aunque a decir verdad nunca estaba de buen humor.

–¿Sabes cuántos casos has resuelto de los últimos veinte que se te


asignaron?– preguntó el comisario.
–No tengo idea –dijo Romero– ¿Usted dónde lleva la cuenta?, ¿en
su diario íntimo?
–Tres, Romero. Solo tres.
–¿De verdad? Esas son fantásticas noticias. Creí que me iba a decir
que no resolví ninguno. Uno solo habría sido suficiente para que todo
mi trabajo cobrara sentido. Me ha alegrado el día, jefe.
Los ojos del comisario se abrieron como si estuviesen a punto de
incinerar al irreverente detective. Apoyó sus palmas en el escritorio,
llenó de aire y sus pulmones y estaba punto de gritar cuando alguien
golpeó la puerta del despacho; era el joven Zurita:
–Disculpen la interrupción –dijo el oficial–, pero parece que El
asesino de la rosa negra ha cobrado una nueva víctima.

Romero estaba dispuesto a asistir a la cita de Mimo666 y


Niñapoetisa esa noche; el asesino había matado a siete muchachas en
tres meses, y alguien debía poner fin al asunto, aunque fuese por un
medio poco ortodoxo.
Parado en un oscuro callejón encontró un joven obeso, vestido con
ropa en blanco y negro.
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– ¡Arriba las manos! –gritó Romero– Soy oficial de la policía. Estás
detenido por el asesinato de siete mujeres.
Mimo666 levantó sus manos a la vez que hacía una inquietante
sonrisa.
El detective esposó y revisó al sospechoso. No encontró armas, ni
siquiera un puñal, pero de uno de sus bolsillos sacó una rosa negra.
Llevó al sujeto a su automóvil y lo empujó al fondo del asiento de atrás.
A las pocas cuadras se inició la conversación, ambos tenían mucho
que decirse:
– ¿Niñapoetisa? –preguntó el sospechoso–, ¿usted es Niñapoetisa?
La esperaba mucho más atractiva, oficial.
El joven comenzó a reír mientras el enojo del detective se reflejaba
en el espejo retrovisor.
– Ríete mientras puedas, mimo; pues estas serán tus últimas risas. A
decir verdad, creí que el asesino de la rosa negra sería más inteligente.
–¿Así me llaman? Yo no seré tan inteligente pero ustedes no son
nada originales. De todas maneras no me interesa su opinión; el ascenso
de los mimos ya ha comenzado. Boris Zhanitsyn estaría orgulloso de mi
trabajo.
–¿Boris quién?
–Boris Zhanitsyn –dijo el sospechoso–, el mejor mimo de todos los
tiempos.
A Romero le resultó conocido ese nombre. Comenzó a rebuscar en
su memoria hasta que lo recordó.
–¿Acaso estás hablando del cuento? Has derrapado, muchacho; Boris
es un personaje inventado, no es real.
–Usted puede creer que Boris es ficticio; usted puede creer que
logrará culparme por esas víctimas; usted puede creer lo que quiera,
oficial; pero dígame una cosa… ¿qué escribirá en el informe?, ¿acaso
pondrá que me atrapó Niñapoetisa?

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El joven comenzó a reír otra vez ante el mutismo del detective.
–No tiene nada en mi contra, viejo; me liberarán por la mañana y a
usted lo dejarán fuera del caso.
Romero detuvo el automóvil y obligó a bajar al joven:
–Camina –dijo.
Ambos avanzaron hacia un callejón aún más oscuro que aquel en el
que se habían visto por primera vez. El detective iba unos dos metros
detrás del sospechoso.
–Oiga…, espere… ¿qué hacemos en este lugar? –preguntó el
muchacho.
Al darse la vuelta vio que el policía lo estaba apuntando justo al
medio del rostro.
–¡Silencio! –dijo Romero–; los mimos no hablan.
El rostro del joven se puso tan pálido que pareció que estaba
usando maquillaje. Apenas tuvo tiempo de poner un gesto de horror
justo antes de que el detective apretara el gatillo.

VI

Seis años transcurrieron desde que el padre de Judith fue detenido.


Seis años transcurrieron desde que ella se fue a vivir con un viejo tío
materno que viajaba mucho y casi no estaba en la casa. Seis años
transcurrieron desde que descosió los labios pero las cicatrices aún
estaban allí.
Por la mañana Judith se enteró de que a su padre lo habían asesinado
en la cárcel; los mimos maltratadores de menores no son populares de
ningún lado de las rejas. La adolescente se encerró en su habitación,
donde podía verse que no era una amante del orden. Tenía ropa sucia
tirada en el suelo, su cama era un colchón afectado por la humedad, y
había cajas sin desembalar en cada rincón. Judith deseaba un cambio en
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su vida, pero aquel cambio no estaría relacionado con el orden de su
recamara.
Esa tarde solo tenía una idea en mente: tomarse fotografías. Sacó
varias de sus ojos, eran verdes y de pestañas largas. Muchos dirían que
tenía un exceso de rímel, pero a ella le gustaba de ese modo. Se sacó
varias de su cabello, bien oscuro, algunas peinado y luego otras
desarreglado. Se colocó unas medias a rayas blancas y negras, unas que
le cubrían justo hasta sus rodillas inquietas. Se acostó en la cama
bocarriba y se fotografió las piernas mientras las levantaba en diferentes
poses provocativas. Luego se aproximó a un espejo de cuerpo completo
y acomodó su escote. Levantó sus enormes senos para que se vieran
más firmes y redondos, y se tomó una última fotografía. Tenía planeado
publicarlas en internet, a todas con excepción de aquellas en las que se
le veían las cicatrices en los labios.
Judith se sentó en su escritorio y encendió su notebook. Junto a ella
había una perfecta rosa roja ahogándose en tintura negra. Cliqueó en su
ordenador e ingreso a amigochat.com; esa noche se crearía una cuenta,
esa noche conocería a su primera víctima.

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6. Atado al silencio
(Ricardo Zamorano)

Marcel Salazar intentaba escribir el motivo de su muerte, y al mismo tiempo


sentía la imperiosa necesidad de dejar el lápiz a un lado y acabar con todo de
una vez. ¿De qué servía escribir una carta?, se preguntaba. ¿Qué objetivo
tenía alargar el momento más que el de hacer crecer su angustia?
Cinco minutos, cinco lentos y somnolientos minutos llevaba sentado a la
mesa del comedor, con el lápiz bailando en sus manos y una hoja blanca
ante los ojos. Su tormento se estiraba con cada eterno segundo, como los
relojes de Dalí, y sin embargo, ahí se hallaba aún. «¿Por qué he de escribir
esto? —volvió a preguntarse—. ¿Por qué, si el lápiz no cesa su macabro
bailoteo entre mis dedos? ¿Por qué, si no necesito las palabras?»
Hacía seis meses que le diagnosticaron la enfermedad, y había avanzado
a pasos agigantados. Uno de los motivos de ello fue, aparte de la naturaleza
de la propia afección, su deterioro psicológico. Durante esos meses, Marcel
Salazar descubrió que aquel concepto teórico llamado «efecto mariposa»
tenía poco de teórico.
La psique de Marcel empezó a derrumbarse cual cueva inestable tras un
grito cuando le informó de los resultados a su jefe. El grito que inició el fin
de su cordura fue aquella odiosa palabra: «Despedido». Aunque no llegó a
pronunciarse realmente.
Marcel no podía creérselo. No cabía duda de que eso podía ocurrir, pero
tenía la total certeza de que los treinta y cinco años que llevaba trabajando
para la pequeña empresa Diversión sin palabras y su indiscutible talento, lo
salvarían de la peor posibilidad.
No fue así.
—No puedes estar hablando en serio —le había reprochado Marcel a su
jefe.
—¿Qué quieres decir, Marcel? —había replicado aquel joven que dirigía
la empresa de su padre fallecido.
—¡Cuando yo entré a formar parte de esta empresa, tú estabas
aprendiendo a andar! ¡Y trátame de usted, tú no eres tu padre!
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El joven, vestido con una de sus miles americanas deportivas, en esta
ocasión azul cielo con coderas rojas, se había inclinado sobre la mesa y
despegado las manos cruzadas, en gesto de paz. Marcel podía ver que
trataba de mantenerse sereno.
—Marcel, sea realista, ¿quiere? No puede trabajar en este estado.
—¡¿En este estado?! —La furia iba creciendo en su interior al tiempo que
el sofoco de su rostro—. Aún puedo controlarlo. Soy capaz de mantenerme
más inmóvil que cualquiera de los demás imbéciles que tienes contratados.
Y en cuanto a la mímica no hay ningún problema en absoluto.
Al otro lado del escritorio, unos ojos rodeados de unas pestañas tan claras
que apenas se veían lo miraban dubitativos. El jefe de Marcel chasqueó la
lengua.
—Lo siento, es cuestión de tiempo —dijo finalmente, y Marcel creyó
detectar un ligero temblor en la voz—. Y en cuanto a eso de que puede
controlarlo… —Pareció pensarse mucho lo que dijo a continuación—.
Demuéstremelo.
Aquello fue lo que terminó rompiendo la compuerta que impedía liberar
toda la furia de Marcel. La tez de su rostro se tornó de un rojo tan intenso
como el de un pimiento, las mandíbulas temblaron por la fuerza con la que
apretaba los dientes, y las uñas dejaron hoyos en las palmas de sus manos.
El alto respaldo de la silla de oficina rechistó cuando el joven jefe se aplastó
contra él, como si pudiera atravesarlo y desaparecer de la vista de la enorme
mole roja que tenía delante.
Los puños de Marcel Salazar golpearon con fuerza la superficie de la
mesa. El ordenador portátil se levantó ligeramente. Algunos folios dieron un
brinco y descendieron suavemente a su sitio. Bolígrafos y lápices saltaron
del bote que los guardaba y repiquetearon al caer. Un marco con una foto
del antiguo jefe perdió el equilibrio y cayó boca abajo, como un soldado
derribado en batalla.
—¡Yo no tengo que demostrarle nada a nadie, niñato de mierda! —
estalló Marcel, mientras señalaba con un rígido dedo a escasos centímetros
de la nariz del joven—. ¿Quieres echarme? ¿Te la pone dura echar a un
veterano de la empresa que levantó tu padre? ¡Pues no te daré ese placer!
¡Cuando vuelva esta tarde, quiero el finiquito aquí mismo!
Dicho eso, Marcel salió del despacho con un portazo.
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Marcel pensaba que alguna otra empresa perdería el culo por contratarlo
tras su larga experiencia, pero tras acudir a media docena de ellas a lo largo
de una semana, perdió la esperanza. El problema no era su currículum, le
decían, el problema era el temblor de su mano derecha. Marcel se ahorraba
mencionar la recién diagnosticada enfermedad, pero no podía ocultar su
mano.
Tras acudir a la última empresa en la que lo rechazaron, probó suerte
como artista callejero. Amaba su trabajo. Había estado viviendo de ello
treinta y cinco años. Y mucho antes de ser contratado en Diversión sin
palabras había estado alegrando las calles con sus diferentes roles de
estatuas y con sus números de mímica silenciosa. Desde muy pequeño
empezó a interesarse por ese mundo mudo repleto de bellos gestos. Le
fascinaba el hecho de contar una historia sin mediar palabra. Al mismo
tiempo, le resultaba un misterio cómo aquellas personas que veía por la calle
se mantenían inmóviles hasta tal punto de parecer auténticas estatuas.
Cuando le contó a su padre lo que quería ser de mayor, este no le dio
ninguna importancia. Era un niño, y los niños siempre quieren ser muchas
cosas de mayores. Lo único que le extrañaba al hombre era que no quisiera
ser bombero o maquinista de tren.
Pero cuando el muchacho dejó los estudios para colocarse en una de las
calles más concurridas de la ciudad, su padre empezó a comprender que
aquello no era una simple ilusión de un niño.
—Bien, si quieres vivir el resto de tu vida bajo un puente, es tu problema
—le había dicho su padre, con la intención de disuadirlo. Sin embargo,
Marcel Salazar, a los dieciocho años de edad, estaba más decidido que
nunca a seguir con su sueño. Y las primeras monedas que consiguió lo
ayudaron a fortalecerlo.
Poco tiempo después, un hombre alto como un jugador de baloncesto y
delgado como uno de ellos, vestido con traje y corbata, se detuvo ante él. Un
fuerte olor a colonia masculina le taladró la nariz. Marcel era en esos
momentos una estatua oxidada de hojalata. El hombre se quedó tanto tiempo
parado frente a él y sin echarle ninguna moneda que Marcel empezó a temer
que la inquietud que experimentaba en su interior se exteriorizase y
estropeara su número.
Pero finalmente, el hombre de aspecto importante y jugador de
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baloncesto habló.
—Eres bueno, chico. ¿Cuántos años tienes?
¿Qué estaba pasando?, se preguntaba Marcel. ¿De qué iba ese tipo?
Marcel no respondió. Un mimo jamás habla durante su actuación.
El hombre tenía la vista fija en sus inmóviles ojos. Le costaba horrores no
desviar la mirada. Sentía que las piernas estaban a punto de flaquear…, pero
la sonrisa de aquel individuo lo tranquilizó un poco. Entonces Marcel
percibió que introducía una mano en el bolsillo interior de su americana,
sacaba una tarjeta, y la depositaba en el bote destinado a las monedas. A
continuación, sin decir nada, se marchó.
Durante la hora que quedaba de espectáculo, el chico se resistió a la
tentación de romper su inmovilidad y echar un vistazo a la tarjeta. Pero no lo
hizo hasta que acabó.
Se agachó en cuanto el reloj que había a sus pies indicó la hora de acabar,
con los músculos agarrotados, como de costumbre, y antes de contar el
dinero ganado aquella jornada, cogió la tarjeta entre sus dedos y la leyó.
Diversión sin palabras, rezaban unas letras rojas sobre un fondo de rayas
blancas y negras. Y más abajo una dirección y un par de números de
teléfono. Tardó unos cinco días en decidirse, pero finalmente acudió a la
dirección, y allí lo llevaron al despacho del hombre alto como un jugador de
baloncesto y vestido como una persona importante. Era el jefe de la
empresa. El padre del joven que había intentado despedirlo treinta y cinco
años después. Y ese era el despacho en el que aquello ocurrió.
Más de un cuarto de siglo después, Marcel no tuvo el mismo éxito en la
calle que a los dieciocho años. La gente pasaba a su lado y veía una estatua
de Buda enorme, con una barriga amenazante, se detenía unos segundos
fascinada… pero en cuanto observaban un poco más detenidamente, veían el
temblor de su mano derecha, fruncían el ceño, y lo miraban con ojos llenos
de compasión. Algunas monedas caían en el bote, más por pena que por
asombro, pero no las suficientes como para poder vivir de ello.
Probó también el espectáculo de mímica, realizando los números que lo
habían convertido en el mejor mimo de la empresa, pero las paredes
invisibles que palpaba, o las cuerdas de las que fingía tirar, entre otros
muchos más números, no debían de parecer lo suficiente sólidas y creíbles a
los ojos del espectador. Y el propio Marcel, a su pesar, iba sintiendo cómo la
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enfermedad empeoraba cada vez más, cómo con cada día que pasaba, era
menos capaz de controlar su mano, y luego su brazo, y más adelante la parte
derecha de su rostro.
Se encerró en el piso que se vio obligado a alquilar, en la segunda planta
de un viejo edificio de cuatro. Y allí logró sobrevivir con el dinero del
finiquito y lo poco que ahorró en sus últimos números callejeros. No salía de
la casa ni siquiera para comprar comida. Llamaba a un servicio a domicilio
cuando se agotaba, y esto ocurría cada vez con menos frecuencia, ya que
había días en los que apenas probaba bocado. Nadie se preocupaba por él;
nunca había tenido amigos, solo compañeros de trabajo con los que de vez
en cuando había ido de copas. Y hacía años que no sabía nada de la escasa
familia que tenía.
Con ese modo de vida, la enfermedad empeoraba con mayor rapidez,
pero no solo empeoraba el maldito Parkinson; también su mente.
La depresión lo llevaba a pensar en el niñato que sucedió al hombre que
lo contrató, y lo llenaba de furia y rabia. En ocasiones, una inyección de esa
cólera se filtraba por cada uno de sus músculos y se dirigía a la puerta,
decidido a presentarse en el despacho y arrancarle la cara. Pero en cuanto
alzaba la mano y trataba de agarrar el pomo con aquel brazo y aquella mano
que ahora parecían funcionar por su cuenta, la rabia retrocedía y se ocultaba
bajo el oscuro manto de la depresión.
No obstante, aquello no era lo peor. Lo peor era cuando se hundía en un
pozo obsesivo. Cuando pensaba que era un mimo de verdad. Es decir,
cuando se convencía de que los mimos y los humanos eran dos seres
diferentes. Entonces se maquillaba el rostro de blanco, se empapaba en agua
y gomina su rizado pelo largo y lo echaba hacia atrás, brillante como el
metal pulido. Se ponía los guantes blancos y el traje y se pasaba días enteros
actuando como un mimo. En esas etapas, nada de lo que le rodeaba era real,
pertenecía al mundo de los humanos, y él no era humano; era un mimo, y el
mundo de los mimos no se regía por las mismas reglas que el de aquellos
seres inferiores. No. El mundo de los mimos era invisible, invisible para
ojos humanos, por supuesto, pero no para los ojos de un mimo. Así pasaba
días sin comer en realidad, porque la acción de llevarse comida inexistente a
la boca, procedente de un plato y tenedor inexistentes, era su alimento.
Cuando necesitaba hacer sus necesidades, no iba al cuarto de baño, las hacía
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en su váter imaginario, en este caso, sobre la alfombra del salón. Y esto era
cuando se hundía en el estado de mímica. Cuando se trataba del inmóvil, se
lo hacía todo encima, pues no se movía durante unos días.
Al salir de aquel pozo obsesivo, se daba cuenta de lo sucedido y lloraba,
desesperado. La angustia llegaba a ser tan intensa, que empezó a tener
pensamientos peligrosos para sí mismo. Sin embargo, nunca llegaban a
materializarse.
Hasta ahora. Seis meses después.
Los cambios de estado se hicieron cada vez más frecuentes. Los accesos
de furia acabaron desapareciendo por completo, sustituidos por las entradas
y salidas del pozo. Y a su vez, estas acabaron dominando la mayor parte de
sus días, hasta tal punto, que los momentos de relativa lucidez, repleta de
angustia y dolor, disminuyeron a unas pocas horas una o dos veces por
semana. Finalmente, tres días antes de ese en el que se sentó a la mesa del
comedor a escribir la carta de suicidio, su mente se rindió al estado
obsesivo, y decidió por sí sola que no quería regresar al estado depresivo
infestado de recuerdos temblorosos y humillantes. Y aquel mismo día, la
angustia penetró en el pozo también, y con ella los pensamientos peligrosos.
Su mente obsesiva se las apañó para dejar pasar un poco de conciencia sobre
sí mismo, sobre su estado, sin llegar a salir del pozo. Y Marcel decidió que
era hora de materializar aquellos pensamientos.
De modo que allí se hallaba aquella tarde. Las cortinas, a medio echar,
dejaban paso a una lámina de luz ante la que flotaban motas de polvo y
pestilencia. Era suficiente para hacer ver a Marcel lo que intentaba escribir.
Su psique estaba dividida en dos al mismo tiempo. Un pequeño vestigio de
lo que era antes, y uno más grande de lo que era ahora. El humano frente al
mimo. Por un lado sabía que lo que tenía en la mano y frente a sus ojos era
necesario para llevar a cabo lo que se proponía, pero por otro lado, sabía que
no podía existir. Marcel estaba muy confuso, aunque no por ello menos
decidido.
Tras media hora con el lápiz sostenido mediante sus rígidos y
temblorosos dedos, Marcel Salazar se dio cuenta de que no tenía nada que
decir a nadie… No, eso no era exactamente así. No tenía que decir nada a
nadie con palabras, esa era la verdad. Los mimos no usaban palabras, su
cuerpo era todo lo que necesitaban para comunicarse; así pues, ¿qué hacía
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todavía ahí sentado? Era la hora de irse, y su propio cuerpo diría todo lo que
tenía que decir.
Dejó el lápiz sobre la mesa y cuando se disponía a levantarse, llamaron a
la puerta.
—Don Marcel, abra, soy Carmen —dijo una voz al otro lado. Y volvió a
llamar con insistencia—. Maldita sea, abra, señor Salazar. Sé que está ahí.
Me debe los dos meses; ya he tenido suficiente paciencia.
«¿Marcel? —se preguntó—. ¿Quién es Marcel? Yo soy un mimo. Soy el
Mimo.»
Y rió con fuerza —aunque en silencio— sin percatarse de que también
lloraba, presa de una angustia incontrolable. El Mimo reía; Marcel lloraba.
Sin dejar de reír y llorar, Marcel retiró la silla en la que había estado
sentado y se subió en ella, al tiempo que el Mimo lanzaba una cuerda
imaginaria por encima de una viga imaginaria. Una vez encima de la silla, el
Mimo, con el rostro rayado de surcos en el maquillaje debido a las lágrimas,
hizo un nudo invisible y se rodeó el cuello con el lazo.
A continuación, escuchando los golpes en la puerta y la voz de la señora
Carmen tras ella, el Mimo estiró una pierna temblorosa, y Marcel golpeó
con ella el lateral del asiento. La silla se desplazó. La pierna izquierda se
desequilibró por el movimiento y al apoyar el pie izquierdo sobre el borde
que había sido golpeado, la silla se inclinó. El pie perdió el contacto y quedó
en el aire junto al otro. Al tiempo que la silla caía de costado sobre el suelo,
el cuerpo de Marcel, sostenido por la cuerda invisible del Mimo, se
desplomó.
El cuello del Mimo no se partió al ajustarse el nudo invisible, pero el
cuello de Marcel Salazar sí se partió al chocar contra el borde del asiento de
la silla.

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7. Mi mamá me mima
(C. G. Demian)

Mi mamá me mima. La mayoría de vosotros habréis escuchado


alguna vez estas palabras. Seguramente, estarán relacionadas con
vuestra niñez. Os evocarán las caricias y cuidados maternales. Quizás
os traiga a la memoria algún momento especial que habita en vuestro
corazón. Un momento que espera, agazapado a que un sonido, una
imagen o una fragancia lo hagan salir a la luz. Para mí, estas palabras
tienen un significado bien diferente. Pronto entenderéis el porqué.
Mi madre fue la mujer más joven en ingresar en la Academia de
Mimos, y también fue la primera en ser contratada por la Compañía
Nacional de Mímica. En aquellos tiempos, la mímica era una actividad
reservada casi en exclusiva a los hombres, como tantas otras. Tal vez
fuera porque los mimos suelen actuar solos, y no existen roles
masculinos y femeninos. Otra posible razón es que la vida callejera a la
que la mayoría de ellos se ven condenados, no fuese la más adecuada
para una señorita. «Demasiado peligroso, demasiado pobre», solía
responder mi abuelo cuando ella, todavía una niña, le hacía partícipe de
sus ilusiones.
El padre fue moldeando la personalidad de la niña con la misma
facilidad que un alfarero da forma a la arcilla. Pero quedó una
imperfección en la obra que mi abuelo no pudo eliminar. La voluntad de
convertirse en mimo.
Así que, mi madre comenzó a practicar encerrada en su habitación
frente a un espejo. Aunque sus notas en clase se resintieron un poco, a
nadie se le pasó ni remotamente por la cabeza que fuera debido a este
hecho. Cuando conseguía reunir un poco de dinero, se escapaba unas
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horas para ir al teatro El Mariscal. Era un teatro pequeño, casi diminuto,
olvidado por las grandes compañías. Pero los mimos no eran ninguna
gran compañía. Rody, el dueño, contaba a todo el que estuviera
dispuesto a escucharle, que prefería ser cabeza de ratón que cola de
león. Y para él, un mimo era un ratón. Se esforzaba en traer a los
mejores del país. No cobraban demasiado y, por otra parte, tampoco
necesitaba atraer a demasiados aficionados a la mímica para llenar el
teatro, como ya he dicho, era un lugar pequeño. Un día, el gran mimo
Marcel llegó a la ciudad. Aquel fue el día más feliz de su vida.
Gastó veinte pesetas más en comprar una entrada de primera fila.
Entró en la sala, que tan bien conocía, y buscó su butaca. Todavía no
había nadie, solo su amado silencio. Se sentó con sus pequeñas piernas
colgando en el aire y un paquete de palomitas descansando sobre el
regazo. Aunque el telón seguía corrido, mi madre no podía apartar la
mirada de él. Estaba convencida de que Marcel ya estaba sobre el
escenario, preparando el espectáculo. Si una ráfaga de viento moviera
tan solo unos centímetros el telón, entonces lo vería. ¿Cómo iba a
desperdiciar una oportunidad así?
La función comenzó con cinco minutos de retraso. Mi madre ya
había dado cuenta de las palomitas y se revolvía incómoda en su
mullida butaca. El teatro estaba lleno, más que de costumbre, y no era
de extrañar. No todos los días actúa en tu pequeña ciudad el mejor
mimo del mundo. Había personas que mi madre no había visto nunca en
El Mariscal. Gente a las que la mímica no les gustaba especialmente,
pero que no habían podido resistirse ante «El mago del silencio», como
era conocido en todo el mundo.
Desde el primer minuto mi madre se quedó con la boca abierta. La
perfección de sus movimientos, la expresividad de sus gestos. Todo era
perfecto. El maquillaje, el vestuario, la historia que contaba al público
sin pronunciar una sola palabra. El clímax llegó cuando Marcel pidió

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que alguien del público subiera al escenario. Mi madre no lo dudó, y
emprendió una carrera que no se detuvo hasta que estuvo abrazada al
cuerpo del mimo. Mamá había hecho algo muy poco respetuoso, pero a
los niños todo se les perdona, y su comportamiento causó más risas que
enojo. Durante los siguientes cinco minutos, la niña compartió
escenario con su ídolo, y al terminar, Marcel puso la flor de plástico que
llevaba en la solapa de la chaqueta en el cabello color miel de mi madre.
Desde aquel día, duplicó sus horas de práctica frente al espejo.
Cuando cumplió los catorce años, comenzó a actuar en la calle. Ya era
muy buena por aquel entonces, y conseguía muchas propinas. A los
dieciséis se presentó a las audiciones de la Academia de Mimos. Los
profesores quedaron sorprendidos por su habilidad. A los dieciocho ya
trabajaba para la Compañía Nacional de Mímica. A los diecinueve era
la cabeza de cartel.
El público que asistía a alguno de sus espectáculos abandonaba el
teatro creyendo haber visto las paredes invisibles que tenían atrapada a
mi madre, o las flores, que con gesto adorable, les había entregado
durante la función. Se trataba casi de ilusionismo, solo que esta vez, el
truco se encontraba en la mente del espectador. No había artilugios ni
dobles fondos. Tan solo el buen hacer de una gran artista.
Pero mi madre no se conformaba con cualquier cosa. Tenía
aspiraciones más altas, y como cualquier genio, algo de locura.
Cuando nací, pintó las paredes de mi habitación de color negro,
incluido el techo. En el centro, como un pequeño asteroide en la
inmensidad del espacio, se encontraba mi cuna. Era poco más que una
caja de madera, también de color negro, con un colchón en el fondo.
Cuando me visitaba, entraba con extremo sigilo, vestida con ropa
oscura y guantes blancos. En su mejilla izquierda había pintada una
lágrima sobre una base blanca que le cubría todo el rostro. Entonces se
acercaba hasta mi cuna y me levantaba en brazos para mecerme con

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dulzura. Así pasábamos horas, compartiendo el silencio en aquella
habitación negra como el alma de un demonio.
Mis abuelos vinieron a la ciudad a visitarnos. Ellos seguían
viviendo donde siempre, pero mamá se había mudado a Madrid después
de ser contratada por la Compañía Nacional. Hacía un par de años que
había dejado el trabajo. Se quejaba de que coartaban su creatividad
a,provechando su bien merecida fama, creó un espectáculo por su
cuenta. Al fin y al cabo es lo que había deseado siempre, ser como
Marcel.
Cuando los abuelos llegaron, mi madre fue a abrir la puerta.
Aunque el tema de la charla era trivial, existía cierta tensión en la
atmósfera. Hacía años que el abuelo y mi madre no se llevaban bien.
Sobre todo desde que el abuelo tuvo que admitir que mi madre se
ganaba bastante bien la vida después de todo. Debió de ser duro para él
descubrir, que tras quince años persiguiendo que su hija entrara en
razón, el que estaba equivocado era él. Es difícil sufrir un golpe así y
que no quede ninguna cicatriz. En el caso del abuelo, tenía tantas
cicatrices como si lo hubiesen azotado por herejía.
Al cabo de unos minutos unos pasos se aproximaron. La puerta se
abrió con el mismo cuidado con que lo hacía siempre. Un poco de
claridad se filtró dentro de la habitación y la cuna quedó iluminada. Mi
abuelo torció el gesto, pero no dijo nada. Los pasos se acercaron un
poco más, silenciosos como los de un gato. Tres cabezas se asomaron a
la cuna. Una de ellas era la de mi madre. Sonreía amorosamente. Con
un silencio podía decir mucho más que cualquier otra persona con cien
palabras. No solo transmitía amor, también orgullo. Se pavoneaba
delante de sus padres, les decía: «Ahí lo tenéis, he triunfado en todas la
facetas de mi vida».
Sus padres no tenían su habilidad para transmitir sentimientos con
gestos. No hizo falta. El horror se dibujó en sus rostros con la misma

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precisión con que la que un ebanista talla una figura. Nadie dijo una
palabra. Después de permanecer un largo minuto de pie junto a la cuna,
abandonaron la habitación.
Dos días más tarde se presentaron en casa unos médicos y se la
llevaron en una ambulancia. Al parecer mi madre no se encontraba bien.
Yo solo existo en su mente. Soy su obra maestra, tan intangible
como las flores y las paredes invisibles de sus espectáculos.

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Blog de C.G,Demian
https://cgdemian.wixsite.com/escritor

Blog de Ricardo Zamorano


http://rizaval.blogspot.com/

Blog de Federico Rivolta


https://relatosfr.blogspot.com/

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Otros libros de los autores disponibles en Lektu:

C.G.Demian
24 obras de terror
Salvación

Ricardo Zamorano
El Espejo
Palabras Narradas nº1
Palabras Narradas nº2
Palabras Narradas nº3

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