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silencio. Son pocos los que los han tenido en cuenta. Sus
colegas, los payasos, han tenido siempre el foco apuntando
sobre sus cabezas. Pero esos tiempos terminaron. En esta
antología sacaremos a relucir toda la verdad sobre los mimos.
Dejarás de temer a los payasos.
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Índice
1. El teatro del destino (C. G. Demian)
2. Oliver
2.1 El mimo (Ricardo Zamorano)
2.2 El monasterio del silencio (C. G. Demian)
2.3 El autógrafo (C. G. Demian)
2.4 Olivia (Ricardo Zamorano)
2.5 Cuando las palabras no bastan (C. G. Demian)
2.6 Amordazados (Ricardo Zamorano y C. G. Demian)
2.7 El paciente silencioso (C. G. Demian)
3. Diario de un mimo (Federico Rivolta)
4. Boris (Federico Rivolta)
5. Crímenes en blanco y negro (Federico Rivolta)
6. Atado al silencio (Ricardo Zamorano)
7. Mi mamá me mima (C. G. Demian)
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1. EL TEATRO DEL DESTINO
(C. G. Demian)
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comprende su destino. Siente curiosidad por la caja. Mira dentro, pero
está vacía. El viejo mimo le hace gestos para que se introduzca en ella. Y
el hombre así lo hace. Espera a que algo ocurra, pero nada sucede. Tras
un minuto encerrado en la caja, da unos golpes en la tapa para que el
mimo le abra. No se hace esperar, la tapa se levanta y el hombre se pone
en pie. Ahora la caja es un baúl y un niño lo mira. El hombre al fin
comprende. Saca la pistola de su bolsillo y se la entrega al niño.
«Deberás matar al mimo en el teatro, en la fecha que te indico, ese será
tu destino», le dice al estupefacto niño. El hombre lo abandona, ya ha
contado al niño su destino. Ahora vive en el pasado, sin saber que algún
día se convertirá en un viejo mimo.
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2. OLIVER
Capítulo I: El mimo
(Ricardo Zamorano)
Oliver comenzó a admirar a los mimos la primera vez que vio uno. Fue
cuando tenía ocho años y aún estaba entre aquellos muros gruesos y
marrones impregnados de soledad y tristeza. El Orfanato «Cradle Child». O
como él lo llamó más adelante, «La Cueva», ya que ahí dentro todos los días
eran igual de oscuros. Solo hubo uno que logró iluminarlo un poco; un
emocionante día que le hizo olvidar dónde se encontraba, y que antes de
escaparse y conocer al mimo había estado reviviendo una y otra vez en su
recuerdo.
Aquel día, la dirección de Cradle Child preparó una excursión al circo.
Hacía una tarde calurosa. El sol iluminaba cada una de las carpas,
arrancándolas una sonrisa llena de vivos colores. El rojo, el verde y el
dorado bañaban todo el terreno en el que aquel circo ambulante había
aterrizado, como si se estuviesen viendo las cosas a través de esos
traslúcidos papelitos de colores.
Las jaulas oxidadas de los animales también despedían brillos,
provocados por el sol. Al paso de la fila de los niños y profesores, los leones
dormitaban y los tigres rugían; fuera de jaulas, los elefantes alzaban su
trompa como saludando. Había también algunos monos. Uno se subió al
hombro de Oliver y comenzó a meterle el dedo en el oído. Al niño no le
gustó en absoluto; le hacía cosquillas, y a él no le gustaban las cosquillas, de
hecho, repudiaba cualquier tipo de contacto físico.
Trató de avisar a uno de los profesores, pero claro, las palabras no
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pasaron de su garganta, y solo emitió un inaudible gemido. Por otra parte,
podía olvidarse de que le vieran, pues los tres profesores encargados de
supervisar la excursión estaban tanto o más embobados con los animales que
los niños. Así pues, apretó los puños y los dientes para tratar de contener la
repulsión y justo cuando las lágrimas amenazaban con lanzarse al vacío, uno
de los muchachos se percató del mono sobre el hombro de Oliver.
—¡Mirad, un mono encima del Mudo!
Todos los niños se giraron hacia el niño que se quedó mudo a los tres
años tras un accidente en el que murieron sus padres —un accidente que él
no recordaba— y estallaron en carcajadas y dedos índices. Los tigres,
excitados, aumentaron sus gruñidos, e incluso uno de los leones se levantó
sobre las patas e imitó a su salvaje compañero.
La sangre de Oliver ascendió hasta sus mejillas y algo le golpeó en el
pecho. De pronto, un sentimiento más poderoso y peligroso expulsó a la
repulsión, y antes de que su cerebro enviase la señal, ya había aferrado al
mono de los pelos y lo lanzaba contra Silvio, el niño que siempre se metía
con él.
La garganta de Oliver soltó un ronco gruñido que le hizo daño. Tosió en
silencio. El mono, a su vez, chilló, y se alejó corriendo de allí.
—¡¿Qué está pasando aquí?! —preguntó la profesora Fernanda.
—El Mu… Oliver me ha tirado un mono a la cabeza —replicó Silvio en
tono inocente y casi llorando.
—Oliver, siempre Oliver —suspiró la profesora—. La de guerra que das
para no hablar, niño. Ven aquí conmigo. —Le cogió del brazo con fuerza
suficiente para hacerle daño y se lo llevó a la cabeza de la fila, junto a ella.
Oliver apretó los dientes. Odiaba que le tocaran.
Aquello que dijo la profesora Fernanda no era del todo cierto. Él no daba
guerra, él nunca hacía nada malo, excepto en aquellas ocasiones en que esa
presión invadía su pecho y actuaba sin control de sí mimo. Pero la mayoría
de las veces, los demás niños lo acusaban de cosas que ellos habían hecho, y
como Oliver no podía defenderse hablando, ni escribiendo, pues aún no
lograba entender todos esos extraños símbolos, permanecía con la cabeza
gacha y soportando todas las regañinas de los profesores.
El incidente del mono fue olvidado cuando el mimo ocupó el centro del
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escenario bajo la carpa de espectáculos.
A Oliver no le llamó la atención aquella ropa tan fuera de lugar en un
mundo repleto de colores como ese; ni siquiera provocó un sorpresivo
alzamiento de cejas el hecho de que tuviera la cara completamente blanca o
los teatrales movimientos en el aire. No. Tal vez solo al principio, cuando
fue presentado, pero segundos después, todo ello desapareció de su mente, y
esta se llenó de silencio. Absoluto silencio.
¡Aquel hombre no hablaba! ¡Era como él! Movía la boca, pero no salía ni
un ruido por ella. Ni un gruñido. ¡Era todavía más silencioso que él y aun así
estaba ahí, dando un espectáculo, siendo alguien importante! Hasta ese
momento, Oliver había pensado que siempre estaría solo, que jamás podría
salir del orfanato porque nadie lo querría o porque no habría nada
esperándole más allá de esos muros. Hasta ese momento, pensaba que él era
la única persona muda en el mundo. Sin embargo ahora veía la verdad.
Ahora veía que había otra persona como él —tal vez incluso hubiesen
muchos más—, y que además era capaz de colocarse frente a cientos de
personas y hacerlas reír y divertirse.
Durante el tiempo que duró la actuación del mimo, solo estuvieron ellos
dos bajo esa carpa. El mimo y Oliver. Oliver y el mimo.
Contemplando maravillado nada más que su boca, el niño tomó una
decisión. La primera en su vida.
Tenía muy claro que no pensaba quedarse para siempre encerrado en
Cradle Child.
Se escaparía.
Al final no fue tan difícil escaparse de la Cueva. Tuvo que esperar dos
años, sí, pero una vez había logrado estudiar a conciencia todo el edificio y
había planeado su huída, fue pan comido. Eso sí, no se fue sin antes dejar un
regalito a Silvio, concretamente en sus zapatillas, esas que se calzaba nada
más bajar los pies de la cama. Le habría gustado ver cómo las chicnchetas se
hundían en sus talones. Pero tenía que marcharse esa noche de celebración
de fin de año.
Ni siquiera echó un último vistazo a la enorme puerta forjada con dos ces
enormes cuando echó a andar libre por la carretera.
En su mente solo había una esperanzadora imagen. La de la boca
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silenciosa de aquel mimo que vio cuando tenía ocho años.
Tenía que encontrarlo.
Más suerte no pudo tener. Resultó que el circo aterrizó en aquel pueblo
para quedarse. Eso le hizo preguntarse a Oliver el por qué no les habían
vuelto a llevar de excursión allí, sin obtener respuesta.
Por la noche era totalmente diferente que por el día. Los vívidos colores
parecían muertos, los sonidos de los animales provocaban escalofríos, y
desde una destartalada caravana, emergían unos grititos femeninos. Por un
instante deseó dar media vuelta e introducirse de nuevo en el silencio de las
calles, pero la imagen del mimo insistía en que continuara su avance.
El suelo estaba embarrado por las lluvias de los días anteriores; pronto
sus zapatos desaparecieron.
Vislumbró una luz en una carpa más pequeña a la del espectáculo, pero
más grande que las otras dos que había a su alrededor.
Entró en ella.
Allí encontró al hombre que había sostenido el micrófono y hecho las
presentaciones el día de su visita. Un hombre gordo y de fino bigote al que
sorprendió en pleno proceso de algo.
Los dos se quedaron inmóviles. Finalmente, el hombre terminó de
enrollar un papel largo y blanco sobre lo que parecía hierba picada, y le
habló.
—¿En qué puedo ayudarte, muchacho? ¿Has perdido a tus padres?
No podía estar más en lo cierto.
Oliver sacó una libreta de su bandolera, y escribió con esfuerzo:
«¿Dónde está el mimo?»
Su letra dejaba mucho que desear, pero el hombre le entendió.
—Oh, con que eres mudo, ¿eh? —dejó el cilindro sobre una mesita
redonda y se acercó a Oliver—. No necesitas al mimo para trabajar aquí.
Soy yo quién tiene que decidirlo.
«¿Ah, sí?», escribió con una sonrisa.
El hombre gordo rió y le revolvió el cabello. Oliver se retiró de
inmediato, muy serio. Cómo odiaba que le tocaran.
—Vaya… Además de mudo, arisco —comentó—. Bueno, como no
puedo imaginar un mimo mejor que un mudo, te daré una oportunidad. Pero
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será mañana por la mañana. —Y volvió a su asiento y a coger el cilindro.
Oliver estaba muy contento: ¡trabajaría de mimo! Pero antes quería verle
de cerca. Ver a ese que había estado durante dos años en su cabeza. A ese
que le había dado fuerzas, esperanza e ilusión.
Volvió a enseñarle la hoja en la que preguntaba por él.
—Ah, sí. Se me olvidaba. Imagino que necesitarás a alguien que te
enseñe un poco. No sé si Rober tendrá muchas ganas ahora, pero no pierdes
nada preguntándoselo. Vive ahí.
Desde las cortinas de la carpa, le señaló una de las caravanas. La
destartalada de la cual salían esos gritos de mujer.
Oliver guardó la libreta y se dirigió hacia allí mientras el hombre
encendía el cilindro.
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Capítulo II: El monasterio del silencio
(C. G. Demian)
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—¿Qué hacemos? —preguntó fray Luis no pudiendo contener por
más tiempo su nerviosismo. —Nada —respondió escuetamente—.
Cuando amanezca, echad varias carretillas de tierra sobre este lugar.
Habló y con gesto severo y volvió a entrar en el monasterio.
Fray Leopoldo encontró al abad en el claustro. Estaba de pie, casi
en el centro del pequeño jardín. Estaba absorto en sus pensamientos y
no oyó los pasos que se acercaban.
—Fray Armando —dijo rompiendo su voto de silencio—, ¿cree
que hacemos el bien al ocultar un cadáver en el monasterio? —su rostro
estaba lleno de dudas.
—¿El bien para quién? Daremos a ese hombre sagrada sepultura al
mediodía. Salvaremos su alma. ¿Qué más podemos hacer por él?
Respecto a nuestra comunidad. ¿Necesitas que te explique lo
inoportuno que sería un asesinato en un monasterio de nuestra orden?
Esos buitres de Roma están esperando que cometamos un pequeño error
para lanzarse sobre nosotros como fieras hambrientas —sus ojos
estaban llenos de rabia. Rabia por no haber interpretado los
acontecimientos de forma correcta. Ahora quizás fuese demasiado
tarde. ¿Qué otra decisión podía tomar?
—¿Y qué nombre inscribiremos en la lápida de ese pobre hombre?
—dijo fray Leopoldo interrumpiendo sus pensamientos.
—Fray Tomás de Burela —las últimas sílabas sonaron apagadas,
como si ya no tuviera fuerzas para pronunciarlas.
—¿Acaso no abandonó Fray Tomás la congregación en mitad de la
noche? —dijo incrédulo fray Leopoldo.
—También yo lo creía así hasta hoy.
El abad agachó la cabeza y comenzó a caminar por uno de los cuatro
caminos que abandonaban el jardín del claustro. Fray Leopoldo no
intentó detenerlo, tampoco hizo pregunta alguna. La sorpresa lo había
paralizado. Una fina lluvia comenzó a mojar el rostro del fraile, que
todavía seguía petrificado en el centro del jardín, junto al pozo. Los
pensamientos y elucubraciones se iban convirtiendo en certezas con el
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transcurrir del tiempo. Ahora podía leer los acontecimientos como lo
haría en un libro. Fray Armando había hecho una elección. Entre la
buena reputación de la orden y la vida de los frailes del monasterio,
había elegido lo primero.
Fray Leopoldo levantó la tapa del pozo. Estaba seco desde hacía
varios años. Se metió en él de cabeza y dio un pequeño salto. Se estrelló
contra el fondo de piedra un dos segundos más tarde. Él también había
tomado una decisión. Había elegido una muerte rápida en lugar de una
vida corta dominada por el miedo.
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Capítulo III: El autógrafo
(C. G. Demian)
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Pero no todo estaba perdido. Buscó entre el público al viejo actor, que
contaba ya con más de ochenta años. Su pelo plateado destacaba entre
el resto de cabezas de las primeras filas. Cuando lo tuvo localizado,
comenzó a sortear obstáculos, acercándose un poco más en cada paso.
Entonces Malik se levantó y camino hasta un pasillo que quedaba a la
derecha de la sala. Intentó acelerar el paso, pero la muchedumbre se lo
impedía, y terminó perdiendo de vista al actor.
Al llegar al pasillo por el que había desaparecido William Malik,
comenzó a recorrerlo con premura. Fue comprobando que todas las
puertas estuvieran cerradas con llave, para asegurarse de que debía
seguir avanzando por el pasillo. Este terminaba tras un giro de noventa
grados hacia la derecha en unos aseos públicos. Comenzaron a sudarle
las manos. Tan solo una puerta se interponía entre él y su admirado
actor.
La empujó y entró como un zorro en un gallinero. Escuchó el correr
del agua de un grifo abierto, volvió la cabeza y lo encontró. El viejo
Malik estaba secándose las manos. Sacó de un bolsillo trasero del
pantalón un papel y un bolígrafo, y se acercó al actor. Ambos se
quedaron inmóviles frente a frente, como dos estatuas de piedra. Malik
fue el primero en reaccionar.
—Oh, disculpa, ¿quieres un autógrafo? —dijo sorprendido.
Su voz era chillona, desagradable para el oído humano.
—Ya no estoy acostumbrado esto. Me sorprende que me recuerde
alguien, y todavía más si es alguien tan joven como tú.
El rostro de Oliver se transformó por completo. William Malik era
un farsante. Uno más en su particular lista de decepciones. Cuando el
cine mudo dio paso al sonoro, el actor abandonó el cine. Oliver siempre
había creído que lo había hecho porque era mudo. Ahora conocía la
verdad, su voz era tan desagradable como el graznido de un ave
carroñera, pero perfecta para avivar el odio ardía en el interior de su
alma.
Acarició el cuchillo que siempre llevaba en el bolsillo de chaqueta.
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Había llegado el momento de que William Malik guardase silencio para
siempre.
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Capítulo IV: Olivia
(Ricardo Zamorano)
Hubo una vez en que soñó con estar rodeado de personas que le
adoraban, que disfrutaban con su presencia; hacía mucho tiempo que se
arrepentía de haber vivido con esa ilusión.
Las únicas veces que se permitía salir de casa por algo que no fuera el
trabajo —compraba las cosas necesarias en esa misma tienda tras acabar la
jornada—, era cuando iba al cine. Pero hasta eso había dejado de hacerlo. Es
cierto que en una ocasión vivió con otras personas, aunque ¿en qué se
diferenciaba eso de un piso? La mayor parte del tiempo de esa época se lo
pasaba en su aposento, planeando quién sería el siguiente en silenciar de
verdad y para siempre. Lo peor era cuando se reunían en el enorme comedor
para comer y cenar, pero trataba de apañárselas para no acudir.
Nunca había sido una persona sociable. No sentía empatía por los demás.
Le daba igual todo el mundo. A él solo le importaban tres cosas: el silencio,
Su Colección y él mismo. Esta última vino tras ingresar en el monasterio, ya
que conocer al mimo le sumió en una profunda tristeza y depresión. No
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obstante, lo que hizo entre los muros de aquel edificio sagrado le devolvió el
ánimo, instauró en su vida un nuevo objetivo que cumplió sin miramientos.
Y cuando acabó ahí, se recorrió decenas de circos en busca de más mimos,
hasta que quedó satisfecho y resolvió que lo mejor sería parar un tiempo,
pues no era tonto, y sabía que la policía no tardaría en descubrir un patrón
lógico entre todos los cadáveres.
Esa limitada lista de cosas era lo único que le importaba… Pero ¿qué
había sucedido en la tienda?, pensaba mientras contaba las baldosas de la
acera de regreso a su casa, acción que siempre llevaba a cabo. Iban 235. Esa
mujer… 236… Esa mujer le había hecho algo… 237… Algo que había
logrado que saliera de su mundo… 238… Algo que…
Alzó la mano con la llave hacia la cerradura de la puerta del portal y esta
se abrió al instante, como si la hubiera hecho retroceder con un efecto
mágico. Este suceso inesperado se enganchó en sus pensamientos y los
expulsó de un doloroso tirón fuera de su cabeza.
Se detuvo como si le hubiesen clavado al suelo.
—¡Oh! Lo sien… —empezó a decir una voz de mujer. Dejó la disculpa
en el aire y exclamó—: ¡Eh! Tú eres el de la tienda… El reponedor.
Oliver, cabizbajo aún, reconoció la voz de inmediato.
¿Qué era eso? ¿Qué le pasaba cuando la veía? ¡Maldita sea! ¡¿Qué le
pasaba?! ¿Por qué se quedaba bloqueado? ¿Y esas desagradables
sensaciones?
Necesitaba calmarse. Necesitaba sentarse y tratar de pensar, pensar en
qué iba a hacer con ella. Necesitaba con apremiante urgencia rodearse,
sumergirse en lo único que le importaba, si no, la cabeza le explotaría. Ya le
había empezado a doler, y como no entrara en su preciado mundo, iría a
más.
Cerró la puerta de su casa con llave. A pesar de lo alterado que estaba no
perdió su rutina, así que se quitó la chaqueta y la colgó en la percha que
había en la entradita. Después atravesó el pasillo a paso ligero, en dirección
al cuarto donde guardaba Su Colección, el cuarto donde pasaba la mayor
parte del tiempo. Este estaba bien protegido con una cerradura. Dio dos
vueltas a la llave y el cerrojo cedió. Entró, volvió a cerrar, y se desplomó en
la silla que había de espaldas a la puerta.
Frente a él, en la pared del fondo, había un mostrador. Sobre este, sujetas
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a la pared, estanterías. Ambos exponían Su Colección. Ambos sustentaban
frascos de vidrio rellenos de formol en los que flotaban, inmóviles, lenguas.
Al principio, Oliver se sobresaltó. ¿De dónde había salido esa voz tan
aguada? Parecía la de un niño. Entonces notó algo extraño en la garganta,
como una espina clavada, y empezó a toser.
—Ha-Has hablado —dijo ella con la sorpresa de una madre al oír decir la
primera palabra a su hijo.
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Entre tos y tos, la mente de Oliver era un remolino de confusión y dolor.
Sus emociones eran un tsunami que le envestían con horrendo ímpetu. ¿Qué
narices había pasado?
—Ha-Has hablado —repitió Olivia en un tono más débil.
«Sí… Y tú has sido la culpable…». Ese pensamiento salió disparado del
oscuro remolino como una brillante señal que aún iluminaba.
La presión del pecho estalló, y actúo.
Giró sobre sus talones y corrió hacia la chaqueta de pana marrón colgada
en la percha de la entradita. Deslizó la mano en el bolsillo y sacó su
preciado cuchillo; el único con el que debía hacerlo; no era el que usó con su
primera víctima, pero sí el que consiguió en la cocina del monasterio.
Después regresó al salón, pero ahí no había nadie. Olivia no estaba. ¿Le
había visto coger el arma?
Miró hacia la puerta del comedor que comunicaba con el pasillo, y de
pronto se temió lo peor. De pronto sabía exactamente dónde se encontraba
ella. Echó a correr de nuevo como un guepardo que percibe el olor de una
presa que creía perdida. Salió al pasillo. El corazón se le aceleró al ver la
puerta del cuarto de Su Colección abierta. A punto estuvo de caer al resbalar
con unas ganzúas justo cuando cruzaba el umbral.
—¡QUIETO AHÍ! —gritó una versión más chillona de la voz de Olivia.
Se detuvo de la impresión del chillido. Miró al frente. ¿Pero qué…? Olivia
sostenía con ambas manos de nudillos blancos una pistola con el cañón
dirigido a su pecho—. No te muevas, Oliver. Quedas detenido por múltiples
asesinatos. ¿Creías que jamás te atraparíamos, maldito loco hijo de puta?
Ahora quiero que te gires…
Oliver desconectó. Dejó de escucharla. Por fin se callaba, al menos en su
cabeza. La realidad comenzó a abrirse paso entre la neblina de la confusión,
y le deshizo como el ácido. Deshizo sus sentimientos. Deshizo su ser.
Deshizo su vida. Maldito momento en que miró a esa mujer a través del
espejo de la tienda. Maldito momento en que chocó con ella. Maldito
momento en que la dejó entrar en casa. En Su casa. Ella había llenado un
recipiente del ácido más corrosivo del mundo —el amor, palabra que
apareció de repente, identificando al fin esa sensación extraña— y había
sumergido en él lo único que le importaba; las únicas tres cosas que le
importaban.
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Primero había sido el silencio.
Después a él mismo.
Y por último, Su colección.
No obstante, de esas tres cosas, la que más daño le había hecho, la que
más le había matado, había sido él mismo.
Cómo se odiaba en ese mismo momento. Cómo se despreciaba por lo que
había hecho. La culpable había sido Olivia, por supuesto, pero él también
tenía parte de la culpa. Se había traicionado a sí mismo. Se había convertido
en uno más de esos farsantes a los que callaba para siempre.
¡Había hablado!
Bajo la atenta y tensa mirada de la mujer, Oliver alzó despacio el brazo
cuya mano aferraba el cuchillo.
—¡Oliver, para ahora mismo!
Pero Oliver solo paró unos segundos a la altura de sus ojos tan negros
como la muerte para contemplar el brillo de la hoja. Luego sacó la lengua, la
estiró con la otra mano, y la cortó de un certero tajo.
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Capítulo IV: Cuando las palabras no bastan
(C. G. Demian)
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Capítulo VII: El paciente silencioso
(C. G. Demian)
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Hoy en día podría deshacerme con facilidad de hombres como mi
padrastro; descuidados, perezosos, con un alto índice de grasa corporal;
pero en ese entonces era demasiado pequeño para enfrentarlo.
Un día, luego de perder más dinero que de costumbre, volvió a casa
enajenado. Intenté dialogar con él, y entonces se iniciaron los agravios.
Me ordenó guardar silencio, pero yo no me callé.
Mi madre saltó en mi defensa y él la empujó contra la pared,
riéndose de ella como un rey de su bufón. Fue entonces cuando me paré
de mi silla y le grité furioso. Craso error; debí atacarlo en silencio y sin
pérdidas de tiempo.
Ese día me propició una golpiza que me hizo perder la consciencia.
Al despertar me vi en los brazos de mi madre, quien lloraba sobre mi
rostro creyéndome muerto. Intenté hablarle, intenté pedirle perdón por
no haber podido calmar la situación, mas mis labios me lo impidieron.
Estuve una semana internado; el malnacido me había quebrado la
mandíbula. Lo peor fue que mis huesos sellaron mal, y eso provocó que
me mordiera la lengua a menudo a causa de la desviación de mi
dentadura. Me llenaba de llagas, sobre todo en épocas de estrés,
provocando que a partir de entonces no pudiera respirar con la boca
cerrada sin emitir ruidos molestos. Fue un trastorno para mí, siempre fui
correcto en mis modales, pero él me había convertido en un ser vulgar y
despreciable.
Cuando regresé del hospital, mi madre ya lo había perdonado;
aunque él seguía siendo la misma bestia.
La siguiente vez que nos atacó fue la última. Llegué una tarde y vi
a mi madre sentada en el suelo, suplicando que la dejase de golpear; y
entonces di respuesta a sus plegarias. Él no había notado mi presencia,
pues en aquella oportunidad no cometí el error de hablarle, solo me
acerqué en silencio y lo sujeté de sus grasientos cabellos mientras le
cortaba la garganta con un cuchillo. Mi madre quedó bañada en la
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sangre de ese puerco; me gustó verla así.
Juntos cargamos el cadáver en el auto y nos alejamos de la ciudad.
No teníamos ni idea de lo que haríamos con el cuerpo, ¿pero quién no
ha viajado alguna vez a toda velocidad con un muerto en el baúl
sabiendo que todo terminaría mal?
En la ruta nos detuvo la policía y nos ordenaron que
descendiéramos del vehículo. Mi madre estaba empapada en llanto, y el
rímel corrido le pintaba «culpable» en las mejillas.
–Muchacho, abre el baúl –me dijo el oficial; y ese fue el preciso
instante en que se terminó mi infancia.
II
Mi madre mintió en el juicio oral; declaró que fue ella quien mató a
mi padrastro e incluso dijo que yo no estaba enterado de que llevaba su
cuerpo en el baúl del auto. Le dieron una condena de treinta años y a mí
me enviaron a un internado.
A los pocos meses de estar recluida, falleció en la cárcel; ahorcada,
según me contaron.
La noche en que me enteré de su muerte quedé devastado. No tenía
consuelo, había perdido a la única persona que me importaba en todo el
mundo.
Estaba yo llorando frente al espejo del baño cuando dos muchachos
ingresaron: dos gemelos idénticos. Al mirarme se rieron porque
interpretaron mi llanto como una debilidad. Uno de ellos tomó entonces
una tabla de madera cuyo propósito en el baño comprendí en ese
preciso instante. Trabó la puerta con ella y se puso junto al otro,
hombro con hombro, formando un grotesco gigante de dos cabezas.
Unidos se acercaron a mí; me encantó que así fuera. La mayoría de las
personas pierden la calma en los momentos de tensión; en cambio yo,
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que siempre anduve con placidez entre el ruido y la prisa, respiré
profundo dejándome llenar por el recuerdo del silencio.
Los dos hermanos me acorralaron contra la pared y comenzaron a
bajar sus cremalleras, lo hicieron porque ellos no sabían que no es fácil
doblegar a alguien como yo, a alguien a quien el dolor le aprieta la
garganta permitiéndole tan solo brotar lágrimas de odio.
–Esperen, por favor –les dije– ¿No creen que deberíamos besarnos
primero?
Los dos muchachos rieron como idiotas. Salté entonces sobre uno
de ellos y lo besé en la boca. Fue un beso de dientes.
Al verme escupir un trozo de labio superior en el suelo, el otro
degenerado intentó escapar. ¡Subnormal!, él mismo había trabado la
puerta con una tabla de madera.
Los segundos que le tomó destrabar la salida fueron más que
suficientes para que yo le empujara la cabeza hacia adelante con todas
mis fuerzas, una fuerza más que suficiente para que su tabique nasal se
le clavara en medio del cráneo.
Me acerqué entonces al otro gemelo, quien estaba arrodillado en el
suelo sangrando y lamentando la mutilación de su labio.
– ¿Cómo dices? –le pregunté.
Intentó modular, mas produjo un barboteo. Entonces lo miré con la
misma sonrisa que él tenía cuando bajó su cremallera.
– Lo siento –le dije–, no te entiendo. Verás…, te falta el labio
superior.
Hice un gesto de tristeza con la boca y luego, con la punta de mi
dedo índice, tracé una línea vertical desde la base de mi ojo hacia abajo.
Ese fue el anteúltimo de mis movimientos que aquel pervertido vio en
su vida. Su cráneo cedió ante la cerámica del lavamanos y yo me fui del
baño sin rasguños.
Debía escapar esa misma noche de aquel lugar. La primera ocasión en la
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que había matado a alguien, mi madre y yo fuimos descubiertos, y
aquella vez en el internado había cometido un doble homicidio.
Trepé el muro de ladrillos en un descuido del guardia; fue fácil,
nací dotado de una gran destreza física. En la cima me sujeté de los
alambres de púas lastimando mis manos. La adrenalina me ayudó a
soportar el dolor en ese momento. Luego de alejarme, me vendé las
manos con trozos de mis prendas y busqué refugio en un callejón hasta
la mañana siguiente.
Al despertar, lo primero que debía hacer era mudarme el sweater;
estaba cubierto en sangre, no tanto mía como la de los gemelos.
Divisé una casa con ropa colgada en la soga y encontré dos
playeras de mi talla. Una era colorida, no reflejaba el desconsuelo de mi
alma; la otra era a rayas negras y blancas, esa fue la que llevé.
Con la vestimenta limpia, me dirigí a la casa de la hermana de mi
madre.
Mi tía no se parecía en nada a mi progenitora, no tenía su belleza y
carecía por completo de elegancia. Era una mujer descuidada y, si se la
miraba a contraluz, podía observarse una barba incipiente.
Mi plan era vivir con ella y su familia, al menos hasta alcanzar la
mayoría de edad, pero me echó de allí; al parecer no quería arriesgar su
hogar perfecto con un muchacho prófugo.
Me dio una vieja maleta y me guió hasta un armario repleto de
cosas de mi madre. Escogí aquellas prendas que pudieran quedarme,
ella era una mujer alta así que pude encontrar varias cosas de mi talla.
Asimismo encontré su pequeño bolso de cosméticos; también lo tomé,
me traía muchos recuerdos de cuando la veía de reflejo, pintándose,
antes de que los hombres que conoció le arruinasen la vida y el rostro.
Me retiré con una sonrisa, pues tenía planeado regresar esa misma
noche y vengarme de esa mujer barbuda.
Después de una vida de sufrimiento, aquella señora no tuvo
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compasión por su sobrino ¿acaso no le importaba en absoluto? Se lo
habría dicho, la habría insultado por su indiferencia; mas preferí que
sean mis actos los que hablaran por mí.
Regresé al amanecer con una botella de gasolina. La lancé por la
ventana y huí como una cebra mientras la casa ardía en llamas. Tiempo
después me enteré de que mi tía y su familia se salvaron; el gato los
despertó en medio de la humareda y lograron salir a tiempo. Debí
ahorcarlos mientras dormían; al parecer, mi voluntad no se concreta
cada vez que utilizo armas.
III
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¡Era una broma, muchacho! – dijo justo a tiempo – Pero lo de ser mimo
va en serio. No sé si lo sabes pero los mimos son la encarnación de la
miseria humana, el reclamo silencioso de los que perdieron la voz, el
apogeo de un sufrimiento que se acumula en el pecho hasta formar un
nudo de dolor que aprieta la garganta permitiendo tan solo brotar
lágrimas de odio.
Me asombró aquel comentario. Jamás me molesté en verificar si era
cierto o no, ya que sus palabras sonaron sinceras y lograron llenar parte
del vacío que sentí toda mi vida. Me quedé estático mientras él seguía
hablando:
–Yo intenté ser mimo cuando joven –dijo–. Luego de unos años
descubrí que no tengo suficiente disciplina, y entonces me convertí en
payaso.
El anciano y yo viajamos juntos durante horas mientras me
explicaba los rasgos esenciales de la mímica. De pronto me vi dando los
primeros pasos en las rutinas más sencillas, ejecutándolas para él.
–Tienes facultades, muchacho; aunque haces demasiado ruido al
gesticular.
–Hace años, mi padrastro me propició una fiera golpiza. Estuve una
semana internado con la mandíbula quebrada y mis huesos fusionaron
de un modo incorrecto. Desde entonces me muerdo la lengua a menudo
a causa de la desviación de mi dentadura. Es por eso que mi lengua
suele estar llena de llagas, sobre todo en épocas de estrés, y me es difícil
respirar con la boca cerrada sin producir esos ruidos.
–Ese sí que es un problema…, los mimos deben ser silenciosos.
Tendrás que mejorar eso.
Me mostró algunas gesticulaciones junto con la posición de la
lengua en cada caso. Debo admitir que podría haber sido un gran
espectáculo si no fuera por sus dientes negros y el fuerte olor a vodka
que me desconcentraba.
El anciano me aconsejó que descendiera del tren en la estación de
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Cirque Valley, y que me dirigiera a la escuela de teatro, lugar en donde
se reunían artistas callejeros de todos los rincones de la nación. Allí tal
vez podrían darme alojamiento si me presentaba como mimo.
A pesar de su excentricidad, el anciano del tren me fue de gran
ayuda. Y pensar que algunas personas temen a los payasos…
IV
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verde. Era un lugar increíble, era el lugar al que estuve destinado a
dirigirme toda mi vida.
Me quedé parado en el umbral cuando vi un grupo de seis hermosas
malabaristas en medio del césped. Perdí la noción del tiempo mientras
mis ojos daban vueltas intentando seguir sus sincronizadas piruetas,
¡cuánta belleza!, ¡cuántas ganas tuve de formar parte de aquella
institución!
–Buenas tardes –interrumpió alguien– ¿nos dejaría pasar, por
favor?
Al darme la vuelta vi que se trataba de un hombre; le estaba
bloqueando el paso.
–Discúlpeme –le dije–, pase usted.
Me hice a un lado pero el hombre no se movió. Permanecimos en
silencio, mirándonos durante unos segundos. Luego me indicó que
mirara hacia abajo haciendo un carraspeo. Quedé fascinado por aquello
que el hombre llevaba entre las piernas. Colgando de unos hilos, tenía
una curiosa marioneta. Era su versión miniatura, aunque no estaba a
escala. La cabeza del títere no era proporcional al cuerpo y su nariz era
demasiado puntiaguda. Aún así (o quizás por aquellas anomalías), se
trataba de una pieza adictiva.
–Perdóneme, señor –me disculpé con la marioneta –; no lo había
visto. Pasen ustedes.
El hombre sonrió y ambos avanzaron al unísono. Cuando el
titiritero y el títere se habían alejado algunos metros, les grité; me había
resultado simpático aquel señor y pensé que quizás podría ayudarme.
–Señor…eh… señores… ¿puedo hacerles una pregunta?
Los dos me miraron al mismo tiempo.
–Por supuesto, díganos qué se le ofrece.
–¿Podrían indicarme qué debo hacer para que me acepten en esta
maravillosa escuela? Provengo de muy lejos y no tengo dinero.
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–¿A qué se dedica, joven? –preguntó el titiritero.
–Deseo convertirme en mimo.
–Lo siento…, aquí ya hay demasiados mimos, es por eso que se les
hace una prueba a los nuevos aspirantes. El maestro es quien se encarga
de la admisión de mimos, bufones, arlequines y payasos. Le
recomiendo estar bien preparado; si fracasa en el primer intento, no
tendrá una segunda oportunidad.
Yo no tenía preparada una rutina, así que me retiré de allí más
melancólico que antes. Me di cuenta, además, de que el titiritero
también era controlado por unos hilos, y que no era más que un títere a
los ojos de otro titiritero de un nivel superior.
Regresé a mi destierro, pero al menos tenía algo que antes me
faltaba: un objetivo; y no aceptaría un no por respuesta.
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sin talento. Aquí solo aceptamos artistas de alma, gente que nació para
esto. Vete y jamás regreses.
En cualquier otra situación lo habría matado al instante, pero el
maestro tenía razón. Además no quise hacerle daño sin antes obtener su
aprobación, debía ser admitido en su sistema antes de destruirlo.
Me alejé de allí aún más deprimido que la primera vez.
VI
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vieja maleta de mi madre. En el transcurso de esos años ya había usado
toda la ropa, solo quedaban dos cosas allí: unos preciosos guantes
antiguos y el pequeño bolso de cosméticos.
Me puse enfrente de una lámina metálica para maquillarme. El
reflejo deformaba mi rostro, mas no necesitaba verme. La verdad es que
no me estaba pintando la cara, estaba cubriendo el color humano que
llevé por error durante años.
Mi rostro maquillado en blanco reflejó otra vez la pureza de mi
espíritu, aquella de la que me habían despojado hacía mucho tiempo.
Los labios rojos, casi negros, eran para dar besos de muerte, como los
que le dieron a mi madre tantos malvivientes durante toda mi infancia.
Me delineé los ojos, porque ellos son el camino hacia el alma, y yo
había recuperado mi rumbo. Al final, pinté una lágrima en mi pómulo,
para explicitar el dolor que llevaba dentro.
Ingresé al viejo edificio y no tuve necesidad de abrir la boca;
enseguida me enviaron con el maestro. Todos se volteaban a mirarme,
parecía que jamás hubiesen visto a un mimo. La verdad es que no lo
habían hecho, yo era más real que todos los mimos de aquella academia
juntos.
El adusto rostro del maestro me resultó inconfundible, pero él no
logró reconocerme.
Comencé con la pared del mimo, por ser lo primero en lo que me
perfeccioné; solo debo imaginar la enorme muralla negra que me apartó
de mis sueños durante toda mi vida. Palpé la rugosa superficie, y al
empujarla sentí una presión sobre mis brazos rechazándome hacia atrás.
Continué con la técnica de tirar la cuerda, fácil también. Para mí esa
soga es tan real que siento poder ahorcar a alguien con ella, y siempre
pienso en la misma persona: mi padrastro. Con tan solo imaginar que
esa soga irá alrededor de su cuello, me basta para tirar de ella con
movimientos perfectos.
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Inclinaciones, puntos fijos, caminata en el lugar…, todos los trucos
los hice de manera impecable; pero no quise detenerme en ellos, quería
cerrar pronto la audición con la mejor de mis rutinas: la clásica pero aun
sorprendente caja del mimo.
Atrapado, aislado del mundo; no requiero de mucho esfuerzo para
comenzar a desesperarme en esa claustrofóbica situación. Interpretar la
caja del mimo es interpretar la historia de mi vida. Para aumentar la
tensión suelo pensar que mi madre está afuera y que la caja es la
humanidad, el planeta tierra, separándome de ella. Otras veces imagino
que estoy de regreso en el vientre materno, entonces la desesperación se
transforma en paz y armonía.
Mis rutinas eran excelsas debido a que formaban parte de mi historia,
y el maestro quedó atónito ante ellas. Los dos alumnos que estaban allí
no podían creer lo que estaban viendo, no solo mi actuación había sido
perfecta, sino que el maestro jamás había quedado tan sorprendido por
un artista, y al terminar mi actuación lo miraron esperando que tuviera
algo negativo que decir; pero no lo hizo.
–¿Cómo te llamas? –me preguntó.
No le contesté.
–¡Sublime!, casi todos caen en esa trampa y dicen sus nombres
repletos de entusiasmo, pero tú no. Lo tuyo ha sido espléndido, has sido
aceptado en esta institución. Aquí tendrás techo, educación y comida.
No le contesté.
–Va en serio esta vez –me dijo–, terminó la función. Dime tu
nombre.
Craso error, no le iba a contestar porque la función no había
terminado, no le iba a contestar porque aquello no era una función. Fue
entonces cuando hice un movimiento prohibido para los mimos,
sacando dos cuchillos que tenía guardados en mi cintura.
Mimos o no mimos, los tres gritaron cuando los atravesé con ellos.
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Pude con los tres; no es fácil doblegar a una persona a la que le aprieta
la garganta permitiéndole tan solo brotar lágrimas de odio.
Aquella vez tampoco pude escapar. Al salir, varias patrullas me
esperaban en la entrada del edificio. Levanté entonces mis manos como
si estuviera interpretando otra vez la pared del mimo.
Me esposaron y me metieron en uno de los vehículos. Estaba sin
escapatoria… por el momento.
VII
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siendo lo mejor que me pudo ocurrir para que encontrara el camino
hacia mi verdadero yo. Entonces abrí la boca y sus rostros se pusieron
aún más pálidos que mi maquillaje.
En medio de la conmoción salté de mi silla y le di un fuerte
puñetazo al detective, luego di medio giro y pateé al joven en el pecho.
Pude sentir como se quebraron sus costillas; segundos después el
muchacho había muerto por asfixia.
El detective estaba tirado en el suelo, mareado por el golpe, y tenía
el rostro cubierto de sangre; me encantó verlo así.
Me agaché junto a él y le hice el gesto universal del silencio, y en ese
momento oí gritos provenientes de fuera de la habitación. Levanté al
detective torciéndole el brazo y me puse detrás de él. Pude sentir su
miedo recorriéndolo como un frío por su espalda. Dos oficiales abrieron
la puerta y me lancé hacia ellos con mi escudo humano, quien recibió
todos los disparos. Sujeté a uno de ellos de la muñeca para que apuntara
y matara a su compañero, y entonces solo quedó un oficial vivo en la
habitación. Le di un golpe en la rodilla y cayó al suelo. Me suplicó que
lo dejara vivir, y le apoyé mi pie en el cuello para aplacar sus sollozos.
Oí que otros policías que se acercaban; eran los dos cretinos que se
rieron de mí cuando me llevaron en la patrulla. Rodé en el suelo y me
escondí en otra habitación. Ellos siguieron de largo para ir al lugar en
donde yacían los restos de sus cuatro compañeros, entonces me acerqué
en silencio y los golpeé a unísono al costado de sus cuellos. Pude oír
como quebré las cervicales de uno, pero el otro seguía vivo. Era el
último que quedaba en la pequeña comisaría de Cirque Valley, y quise
disfrutar el momento.
Lo sujeté de la cabeza y, poco a poco, la giré unos grados por
encima del límite permitido por la anatomía humana. Entonces sí fui el
último en reír.
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VIII
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4.Boris
(Federico Rivolta)
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creer lo que estaba viviendo, estaba sorprendiendo a su máximo ídolo, a
aquel que lo había inspirado a dedicarse a la mímica.
Al finalizar la actuación, Boris se llevó los meñiques a la boca con
un gesto de silbidos; pero, como buen mimo, no soplaba en realidad. El
joven hizo una reverencia ante su modelo a seguir y, sonriente, lo
saludó con un pañuelo que tenía en el bolsillo.
Mientras bajaba las escaleras, iba limpiándose el rostro para sacarse
el maquillaje de mimo. El joven y el anciano se miraron el uno al otro
en una escena de futuro y pasado, de vida y de muerte. La mutua
contemplación duró diez minutos de absoluto silencio y sin que ninguno
hiciera el menor movimiento.
El muchacho estaba esperando la materialización de los aplausos en
un acuerdo oral que lo sacaría de su miseria, pero Boris lo sorprendió
bajando el pulgar de su temblorosa mano y negándole la aprobación,
moviendo la cabeza de un lado a otro.
El joven perdió la compostura y se acercó al anciano con intenciones
de asesinarlo, pero a pesar de su avanzada edad, Boris fue más rápido.
El experimentado artista sujetó al muchacho del brazo para luego
lanzarlo al suelo. El movimiento fue tan eficaz que el muchacho tembló
de miedo, su rostro se había vuelto pálido, casi tanto como cuando
estaba maquillado. Boris aún no estaba satisfecho, y comenzó a ahorcar
al joven, clavando sus huesudos dedos hasta que su rostro volvió a
mostrar una absoluta falta de emoción hacia todo aquello que lo
rodeaba.
Al llegar a su hogar, el anciano se cambió la vestimenta por un traje
en blanco y negro; no estaba cómodo con la camisa floreada y los
pantalones celestes. Una vez vestido con el atuendo que lo había hecho
famoso, Boris se dirigió a su invaluable tocador francés.
El anciano se miró en el espejo, suspirando por el fracaso de aquella
audición en la que había depositado todas sus esperanzas. Una lágrima
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negra corrió por su mejilla, y entonces abrió uno de los tantos cajones
del antiguo tocador en busca de un pañuelo. Volvió a mirar su arrugado
reflejo mientras humedecía el pañuelo. Con la delicadeza que lo
caracterizaba, Boris se removió el maquillaje humano hasta dejar otra
vez expuesta su natural piel de mimo.
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5. CRÍMENES EN BLANCO Y
NEGRO
(Federico Rivolta)
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para agregar al expediente de crímenes sin resolver de un supuesto mismo
asesino. Así, la fotografía de Karina se unió a la de las otras cinco
muchachas que también fueron encontradas asfixiadas en un callejón,
sosteniendo una rosa teñida de negro.
II
Desde que Judith tuvo uso de razón, su padre se comunicó con ella
de dos maneras: con gestos y con gritos. El hombre tenía dos
personalidades: la de mimo y la de ebrio golpeador. Brindaba
espectáculos de mímica en plazas y en pequeños bares, luego gastaba en
bebida los míseros billetes que ganaba. Al regresar a su casa no hacía
otra cosa que sentarse en su sillón a ver televisión hasta que se quedaba
dormido. No le tomaba más que unos pocos minutos ponerse a roncar,
dependiendo de cuánto alcohol hubiese ingerido aquella noche.
“¡Deja de quejarte, niña!, ¡así nunca serás una buena mimo!”
La pequeña Judith lo oyó gritar esa frase una y otra vez mientras la
obligaba a practicar los rutinarios movimientos. La mímica no era lo
suyo, pero él se negaba a aceptarlo.
Un día el hombre cerró las puertas de su hogar sin dejar salir a su
hija, ni siquiera para que fuese a la escuela; estaba decidido a
convertirla en una gran artista de la mímica. La hizo practicar las rutinas
una y otra vez durante dos semanas, indicándole con un bastón para que
ella ubicara en forma correcta su cabeza, brazos y piernas. A veces le
movía los miembros con el bastón; otras, le pegaba un doloroso golpe
para que ella corrigiera su postura. Al principio ella se quejaba, pero un
día él hizo algo que logró quebrar la voluntad de la pequeña.
III
IV
64
El joven comenzó a reír otra vez ante el mutismo del detective.
–No tiene nada en mi contra, viejo; me liberarán por la mañana y a
usted lo dejarán fuera del caso.
Romero detuvo el automóvil y obligó a bajar al joven:
–Camina –dijo.
Ambos avanzaron hacia un callejón aún más oscuro que aquel en el
que se habían visto por primera vez. El detective iba unos dos metros
detrás del sospechoso.
–Oiga…, espere… ¿qué hacemos en este lugar? –preguntó el
muchacho.
Al darse la vuelta vio que el policía lo estaba apuntando justo al
medio del rostro.
–¡Silencio! –dijo Romero–; los mimos no hablan.
El rostro del joven se puso tan pálido que pareció que estaba
usando maquillaje. Apenas tuvo tiempo de poner un gesto de horror
justo antes de que el detective apretara el gatillo.
VI
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6. Atado al silencio
(Ricardo Zamorano)
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7. Mi mamá me mima
(C. G. Demian)
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que alguien del público subiera al escenario. Mi madre no lo dudó, y
emprendió una carrera que no se detuvo hasta que estuvo abrazada al
cuerpo del mimo. Mamá había hecho algo muy poco respetuoso, pero a
los niños todo se les perdona, y su comportamiento causó más risas que
enojo. Durante los siguientes cinco minutos, la niña compartió
escenario con su ídolo, y al terminar, Marcel puso la flor de plástico que
llevaba en la solapa de la chaqueta en el cabello color miel de mi madre.
Desde aquel día, duplicó sus horas de práctica frente al espejo.
Cuando cumplió los catorce años, comenzó a actuar en la calle. Ya era
muy buena por aquel entonces, y conseguía muchas propinas. A los
dieciséis se presentó a las audiciones de la Academia de Mimos. Los
profesores quedaron sorprendidos por su habilidad. A los dieciocho ya
trabajaba para la Compañía Nacional de Mímica. A los diecinueve era
la cabeza de cartel.
El público que asistía a alguno de sus espectáculos abandonaba el
teatro creyendo haber visto las paredes invisibles que tenían atrapada a
mi madre, o las flores, que con gesto adorable, les había entregado
durante la función. Se trataba casi de ilusionismo, solo que esta vez, el
truco se encontraba en la mente del espectador. No había artilugios ni
dobles fondos. Tan solo el buen hacer de una gran artista.
Pero mi madre no se conformaba con cualquier cosa. Tenía
aspiraciones más altas, y como cualquier genio, algo de locura.
Cuando nací, pintó las paredes de mi habitación de color negro,
incluido el techo. En el centro, como un pequeño asteroide en la
inmensidad del espacio, se encontraba mi cuna. Era poco más que una
caja de madera, también de color negro, con un colchón en el fondo.
Cuando me visitaba, entraba con extremo sigilo, vestida con ropa
oscura y guantes blancos. En su mejilla izquierda había pintada una
lágrima sobre una base blanca que le cubría todo el rostro. Entonces se
acercaba hasta mi cuna y me levantaba en brazos para mecerme con
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dulzura. Así pasábamos horas, compartiendo el silencio en aquella
habitación negra como el alma de un demonio.
Mis abuelos vinieron a la ciudad a visitarnos. Ellos seguían
viviendo donde siempre, pero mamá se había mudado a Madrid después
de ser contratada por la Compañía Nacional. Hacía un par de años que
había dejado el trabajo. Se quejaba de que coartaban su creatividad
a,provechando su bien merecida fama, creó un espectáculo por su
cuenta. Al fin y al cabo es lo que había deseado siempre, ser como
Marcel.
Cuando los abuelos llegaron, mi madre fue a abrir la puerta.
Aunque el tema de la charla era trivial, existía cierta tensión en la
atmósfera. Hacía años que el abuelo y mi madre no se llevaban bien.
Sobre todo desde que el abuelo tuvo que admitir que mi madre se
ganaba bastante bien la vida después de todo. Debió de ser duro para él
descubrir, que tras quince años persiguiendo que su hija entrara en
razón, el que estaba equivocado era él. Es difícil sufrir un golpe así y
que no quede ninguna cicatriz. En el caso del abuelo, tenía tantas
cicatrices como si lo hubiesen azotado por herejía.
Al cabo de unos minutos unos pasos se aproximaron. La puerta se
abrió con el mismo cuidado con que lo hacía siempre. Un poco de
claridad se filtró dentro de la habitación y la cuna quedó iluminada. Mi
abuelo torció el gesto, pero no dijo nada. Los pasos se acercaron un
poco más, silenciosos como los de un gato. Tres cabezas se asomaron a
la cuna. Una de ellas era la de mi madre. Sonreía amorosamente. Con
un silencio podía decir mucho más que cualquier otra persona con cien
palabras. No solo transmitía amor, también orgullo. Se pavoneaba
delante de sus padres, les decía: «Ahí lo tenéis, he triunfado en todas la
facetas de mi vida».
Sus padres no tenían su habilidad para transmitir sentimientos con
gestos. No hizo falta. El horror se dibujó en sus rostros con la misma
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precisión con que la que un ebanista talla una figura. Nadie dijo una
palabra. Después de permanecer un largo minuto de pie junto a la cuna,
abandonaron la habitación.
Dos días más tarde se presentaron en casa unos médicos y se la
llevaron en una ambulancia. Al parecer mi madre no se encontraba bien.
Yo solo existo en su mente. Soy su obra maestra, tan intangible
como las flores y las paredes invisibles de sus espectáculos.
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Blog de C.G,Demian
https://cgdemian.wixsite.com/escritor
C.G.Demian
24 obras de terror
Salvación
Ricardo Zamorano
El Espejo
Palabras Narradas nº1
Palabras Narradas nº2
Palabras Narradas nº3
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