Está en la página 1de 9

10 análisis literarios

Autor: Benito Pérez Galdós (español)


Importancia literaria del autor: es el máximo novelista español del siglo XIX
y comienzos del XX. Nace el 10 de mayo de 1843 en las Islas Canarias y
muere en Madrid el 4de enero de 1920.
Galdós: escribió obras para el teatro y numerosas novelas. Era político y
fue diputado por Madrid en 1907. Perteneció a la “Académica Española” y
también fue candidato al Premio Nobel dos veces.
Marianela: es una novela escrita por Benito Pérez Galdós en 1878. Novela
de índole totalmente sentimental, por consiguiente su final es trágico.
En ella se plasma una crítica social, debido a las injusticias que se co
meten en todo el mundo, sobre todo la diferencia marcada entre la gente
pendiente y la no pudiente.
Los personajes principales están típicamente bien representados entre
Pablo (ciego) y Marianela (lazarillo) en los cuales más que amor nace un
idilio.
Marianela es una joven abandonada de descendencia muy humilde (prototipo de la juventud que no
cuenta con recursos para salir adelante en la vida).
Pablo es hijo de una familia pudiente que carece de visión, por lo tanto Marianela se convierte en sus
ojos.
Pablo se imaginaba a Marianela dotada de una gran belleza física al mismo nivel que su calidad moral.
El idilio queda roto cuando el Dr. Golfín opera al ciego y le hace recobrar la vista. Pablo ve a su prima
Florentina, joven muy hermosa y educada de la cual enseguida se enamora. Pablo no puede ocultar
el horror que le causó la fealdad de Marianela.
Marianela muere de tristeza, de vergüenza, de humillación, decepcionada por el amor que no
consiguió.
El Dr. Golfín no pudo hacer nada por salvarle la vida a la Nela, a quien se le hizo un sepelio y una
tumba lujosa, con una lápida y con un nombre que no tuvo en vida.
Análisis literario de José Ortega y Gasset
¿Con cuántos árboles se hace una selva? ¿Con cuántas
casas una ciudad? Según cantaba el labriego de Poitiers,
y el adagio germánico afirma que los árboles no dejan ver el
bosque. Selva y ciudad son dos cosas esencialmente
profundas, y la profundidad está condenada de una manera
fatal a convertirse en superficie si quiere manifestarse.
Tengo yo ahora en torno mío hasta dos docenas de robles
graves y de fresnos gentiles. ¿Es esto un bosque?
Ciertamente que no: éstos son los árboles que veo de un
bosque. El bosque verdadero se compone de los árboles que
no veo. El bosque es una naturaleza invisible — por eso en todos los idiomas conserva su nombre un
halo de misterio.
Yo puedo ahora levantarme y tomar uno de estos vagos senderos por donde veo cruzar a los mirlos.
Los árboles que antes veía serán sustituidos por otros análogos. Se irá el bosque descomponiendo,
desgranando en una serie de trozos sucesivamente visibles. Pero nunca lo hallaré allí donde me
encuentre. El bosque huye de los ojos.
Cuando llegamos a uno de estos breves claros que deja la verdura, nos parece que había allí un
hombre sentado sobre una piedra, los codos en las rodillas, las palmas en las sienes, y que,
precisamente cuando íbamos a llegar, se ha levantado y se ha ido. Sospechamos que este hombre,
dando un breve rodeo, ha ido a colocarsc en la misma postura no lejos de nosotros. Si cedemos al
deseo de sorprenderle — a ese poder de atracción que ejerce el centro de los bosques sobre quien
en ellos penetra —, la escena se repetirá indefinidamente.
El bosque está siempre un poco más allá de donde nosotros estamos. De donde nosotros estamos
acaba de marcharse y queda sólo su huella aún fresca. Los antiguos, que proyectaban en formas
corpóreas y vivas las siluetas de sus emociones, poblaron las selvas de ninfas fugitivas. Nada más
exacto y expresivo. Conforme camináis, volved rápidamente la mirada a un claro entre la espesura y
hallaréis un temblor en el aire como si se aprestara a llenar el hueco que ha dejado al huir un ligero
cuerpo desnudo.
Desde uno cualquiera de sus lugares es, en rigor, el bosque una posibilidad. Es una vereda por donde
podríamos internarnos; es un hontanar de quien nos llega un rumor débil en brazos del silencio y que
podríamos descubrir a los pocos pasos; son versículos de cantos que hacen a lo lejos los pájaros
puestos en unas ramas bajo las cuales podríamos llegar. El bosque es una suma de posibles actos
nuestros, que, al realizarse, perderían su valor genuino. Lo que del bosque se halla ante nosotros de
una manera inmediata es sólo pretexto para que lo demás se halle oculto y distante.
Análisis literario de José Ingenieros
Extracto de “El hombre mediocre”, capítulo “La moral del genio”
El genio es excelente por su moral, o no es genio. Pero su moralidad no
puede medirse con preceptos corrientes en los catecismos; nadie
mediría la altura del Himalaya con cintas métricas de bolsillo. La
conducta del genio es inflexible respecto de sus ideales. Si busca la
Verdad, todo lo sacrifica a ella. Si la Belleza, nada le desvía. Si el Bien,
va recto y seguro por sobre todas las tentaciones. Y si es un genio
universal, poliédrico, lo verdadero, lo bello y lo bueno se unifican en su
ética ejemplar, que es un culto simultáneo por todas las excelencias, por
todas las idealidades. Como fue en Leonardo y en Goethe.
Por eso es raro. Excluye toda inconsecuencia respecto del ideal: la moralidad para consigo mismo es
la negación del genio. Por ella se descubren los desequilibrados, los exitistas y los simuladores. El
genio ignora las artes del escalamiento y las industrias de la prosperidad material. En la ciencia busca
la verdad, tal como la concibe; ese afán le basta para vivir. Nunca tiene alma de funcionario.
Sobrelleva, sin vender sus libros a los Gobiernos, sin vivir de favores ni de prebendas, ignorando esa
técnica de los falsos genios oficiales que simulan el mérito para medrar a la sombra del Estado. Vive
como es, buscando la Verdad y decidido a no torcer un milésimo de ella. El que pueda domesticar sus
convicciones no es, no puede ser, nunca, absolutamente, un hombre genial.
Ni lo es tampoco el que concibe un bien y no lo practica. Sin unidad moral no hay genio. El que predica
la verdad y transige con la mentira, el que predica la justicia y no es justo, el que predica la piedad y
es cruel, el que predica la lealtad y traiciona, el que predica el patriotismo y lo explota, el que predica
el carácter y es servil, el que predica la dignidad y se arrastra, todo el que usa dobleces, intrigas,
humillaciones, esos mil instrumentos incompatibles con la visión de un ideal, ése no es genio, está
fuera de la santidad: su voz se apaga sin eco, no repercute en el tiempo, como si resonara en el vacío.
El portador de un ideal va por caminos rectos, sin reparar que sean ásperos y abruptos. No transige
nunca movido por vil interés; repudia el mal cuando concibe el bien; ignora la duplicidad; ama en la
Patria a todos sus conciudadanos y siente vibrar en la propia el alma de toda la Humanidad; tiene
sinceridades que dan escalofríos a los hipócritas de su tiempo y dice la verdad en tal personal estilo
que sólo puede ser palabra suya; tolera en los demás errores sinceros, recordando los propios; se
encrespa ante las bajezas, pronunciando palabras que tienen ritmos de apocalipsis y eficacia de
catapulta; cree en sí mismo y en sus ideales, sin pactar con los prejuicios y los dogmas de cuántos le
acosan con furor, de todos los costados. Tal es la culminante moralidad del genio. Cultiva en grado
sumo las más altas virtudes, sin preocuparse de carpir en la selva magnífica las malezas que
concentran la preocupación de los espíritus vulgares.
Los genios amplían su sensibilidad en la proporción que elevan su inteligencia; pueden subordinar los
pequeños sentimientos a los grandes, los cercanos a los remotos, los concretos a los abstractos.
Entonces los hombres de miras estrechas los suponen desamorizados, apáticos, escépticos. Y se
equivocan. Sienten, mejor que todos, lo humano. El mediocre limita su horizonte afectivo a sí mismo,
a su familia, a su camarilla, a su facción; pero no sabe extenderlo hasta la Verdad o la Humanidad,
que sólo pueden apasionar al genio. Muchos hombres darían su vida por defender a su secta; son
raros los que se han inmolado conscientemente por una doctrina o por un ideal.
La fe es la fuerza del genio. Para imantar a una era necesita amar su Ideal y transformarlo en pasión;
“Golpea tu corazón, que en él está tu genio”, escribió Stuart Mill, antes que Nietzsche. La intensa
cultura no entibia a los visionarios: su vida entera es una fe en acción. Saben que los caminos más
escarpados llevan más alto. Nada emprenden que no estén decididos a concluir. Las resistencias son
espolazos que los incitan a perseverar; aunque nubarrones de escepticismo ensombrezcan su cielo,
son, en definitiva, optimistas y creyentes: cuando sonríen, fácilmente se adivina el ascua crepitante
bajo su ironía. Mientras el hombre sin ideales ríndese en la primera escaramuza, el genio se apodera
del obstáculo, lo provoca, lo cultiva, como si en él pusiera su orgullo y su gloria: con igual vehemencia
la llama acosa al objeto que la obstruye, hasta encenderlo, para agrandarse a sí misma.
La fe es la antítesis del fanatismo. La firmeza del genio es una suprema dignidad del propio Ideal; la
falta de creencias sólidamente cimentadas convierte al mediocre en fanático. La fe se confirma en el
choque con las opiniones contrarias; el fanatismo teme vacilar ante ellas e intenta ahogarlas. Mientras
agonizan sus viejas creencias, Saúl persigue a los cristianos, con saña proporcionada a su fanatismo;
pero cuando el nuevo credo se afirma en Pablo, la fe le alienta, infinita: enseña y no persigue, predica
y no amordaza. Muere él por su fe, pero no mata; fanático, habría vivido para matar. La fe es tolerante:
respeta las creencias propias en las ajenas. Es simple confianza en un Ideal y en la suficiencia de las
propias fuerzas; los hombres de genio se mantienen creyentes y firmes en sus doctrinas, mejor que si
éstas fueran dogmas o mandamientos. Permanecen libres de las supersticiones vulgares y con
frecuencia las combaten: por eso los fanáticos les suponen incrédulos, confundiendo su horror a la
común mentira con falta de entusiasmo por el propio Ideal. Todas las religiones reveladas pueden
permanecer ajenas a la fe del hombre virtuoso. Nada hay más extraño a la fe que el fanatismo. La fe
es de visionarios y el fanatismo de siervos. La fe es llama que enciende y el fanatismo es ceniza que
apaga. La fe es una dignidad y el fanatismo es un renunciamiento. La fe es una afirmación individual
de alguna verdad propia y el fanatismo es una conjura de huestes para ahogar la verdad de los demás.
Frente a la domesticación del carácter que rebaja el nivel moral de las sociedades contemporáneas,
todo homenaje a los hombres de genio que impendieron su vida por la Libertad y por la Ciencia, es un
acto de fe en su Porvenir: sólo en ellos pueden tomarse ejemplos morales que contribuyan al
perfeccionamiento de la Humanidad. Cuando alguna generación siente un hartazgo de chatura, de
doblez, de servilismo, tiene que buscar en los genios de su raza los símbolos de pensamiento y de
acción que la templen para nuevos esfuerzos.
Todo hombre de genio es la personificación suprema de un Ideal. Contra la mediocridad, que asedia
a los espíritus originales, conviene fomentar su culto; robustece las alas nacientes. Los más altos
destinos se templan en la fragua de la admiración. Poner la propia fe en algún ensueño,
apasionadamente, con la irás honda emoción, es ascender hacia las cumbres donde aletea la gloria.
Enseñando a admirar el genio, la santidad y el heroísmo, prepáranse climas propios a su advenimiento.
Los ídolos de cien fanatismos han muerto en el curso de los siglos, y fuerza es que mueran otros
venideros, implacablemente segados por el tiempo.
Hay algo humano, más duradero que la supersticiosa fantasmagoria de lo divino: el ejemplo de las
altas virtudes. Los santos de la moral idealista no hacen milagros: realizan magnas obras, conciben
supremas bellezas, investigan profundas verdades. Mientras existan corazones que alienten un afán
de perfección, serán conmovidos por todo lo que revela fe en un Ideal: por el canto de los poetas, por
el gesto de los héroes, por la virtud de los santos, por la doctrina de los sabios, por la filosofía de los
pensadores.
Análisis literario de Rafael Barret
De qué viven los médicos? De los enfermos. El hech o es conocido, pero
no solemos sacar sus evidentes consecuencias. Lejos de recompensar a
los médicos por la cantidad de salud que gracias a ellos, o a pesar de
ellos, pueda haber en el mundo, se les recompensa en razón de la
cantidad de enfermedad que revisan. Sumad los dolores, las angustias y
las agonías de la carne humana en los países civilizados a lo occidental,
y previa una simple proporción, deduciréis lo que se abona a los médicos.
El interés de todo médico es que haya enfermos, cuantos más mejor,
como el interés de todo abogado es que haya gentes de mala fe y de mal
humor, enredadores, tercos y tramposos. La lealtad de los corazones y
el sentimiento de lo justo acabarían con los pleitos. También la higiene
privada es para los médicos una epidemia.
Si constituyesen un gremio de moralidad media; si fueran hombres
parecidos a los demás, correríamos grave riesgo. Cada cual provoca en
el ambiente que le envuelve las transformaciones favorables a su
existencia: el comerciante acapara, el periodista inventa, el político
intriga, el banquero hace correr noticias, falsas o no, que ayuden a sus
planes. Al médico le conviene que haya enfermos: es extraordinario que no procure producirlos. La
medicina, incapaz de curar, no lo es de enfermar. Nada más sencillo que descomponer un aparato,
por mucho que ignoremos su mecanismo. Pues bien, mientras los bolsistas urden la miseria y la
desesperación de familias inocentes, y los empresarios industriales restablecen sobre la tierra una
esclavitud peor que la otra, los médicos, según todas las probabilidades, renuncian al semihomicidio
lucrativo. Si empeoran el estado de sus clientes es -fenómeno curioso- de un modo involuntario.
Les somos, a priori, grandemente deudores de que, en general, se abstengan de intervenir demasiado
en sus asuntos. Les hemos de estar muy agradecidos de que se mantengan en su papel de
espectadores a veces poco afortunados. ¿Y quién tiene la culpa de nuestra situación desairada?
Nosotros mismos. ¿En virtud de qué razonamiento de topos hemos resuelto pagarles por visita?
Ningún técnico es empleado a jornal; se le ajusta el precio de una obra concluida satisfactoriamente,
y ¡ay del ingeniero a quien se le cae el viaducto, o del contador a quien no le salen las cuentas! Era de
sentido común convenir los honorarios en el caso único de la curación. Un campesino muy avaro tenía
a su mujer en cama desde hacía dos meses, y acosado por los vecinos, se decidió a llamar al doctor:
-Que me la cure o que me la mate, le he de pagar peso sobre peso. La vieja falleció, y a poco, apareció
el galeno a saldar su cuenta.
-¿La mató usted? -preguntó el aldeano.
-¡Qué locura! Dios dispuso de lo que era suyo.
-¿La curó usted?
-Desgraciadamente, no.
-Pues, entonces, no le debo nada.
Una medida de pública defensa sería publicar al lado de cada defunción acaecida en el día, el nombre
del médico. Se cuenta que uno de los judíos más ricos del mercado francés comenzó a poner en
práctica esta idea, utilizando la cuarta plana de un pequeño diario que arrendó no se sabe dónde,
cuando no poseía un centavo aún. Chantaje tan ingenuo fue la base de su fortuna. La verdad es que
se abre sumario ante una desgracia por imprudencia, ante un accidente complicado en esas muertes
que con deliciosa ironía denominamos naturales. El problema es el salvoconducto del asesinado.
La objeción esencial al «control» consiste en que la ciencia es impotente para establecerlo. Ninguna
persona medianamente ilustrada o que haya visto de cerca trabajar a los médicos, se hará ilusiones
sobre los vagos recursos del azaroso arte de sanar. Un resfrío, media docena de granos, una jaqueca,
he aquí problemas terribles. Oímos, sin extrañarnos, que a los mejores facultativos se les mueren
seguidos los enfermos, y que principiantes salvan a moribundos desahuciados por eminencias. No
pasa mes sin que se renueven las teorías en curso. Los sistemas menos razonables encuentran éxito.
Ignorantes iluminados enarbolan procedimientos estrafalarios, reúnen millares de dolientes y hasta los
curan. Lo más conveniente para los enfermos que quieran gastar una cierta suma en la experiencia,
es recorrer los consultorios, apuntar lo ocurrido en cada uno y comparar las anotaciones. ¿Quién, ante
el estado rudimentario de la fisiología y de la terapéutica, tiene derecho de acusar a un médico por
torpe o criminal?
¿Será prudente adquirir en unas cuantas semanas las escasas nociones reconocidamente útiles que
arroja la medicina moderna, y no acudir jamás a los médicos? Esto sería quizá lógico, pero,
indudablemente, poco humano. Necesitamos la fe. Siempre, el que viene a tocar las llagas es el santo
milagroso. Siempre se escuchan las palabras de consuelo. Si el médico no fuera sino un sabio, estaría
perdido. Es un mago, un sacerdote. Trae los sacramentos en las botellas y frascos donde los boticarios
sin conciencia vierten sus innumerables porquerías. El médico es el enviado de la providencia. Su
función es sobre todo religiosa.
La medicina, en su acción social, tan diferente de la quirúrgica, se aparta de la ciencia y seguirá
apartándose mucho tiempo. Durante mucho tiempo, los discípulos de Pasteur, que no era médico,
lucharán en la soledad del laboratorio, antes que desaparezcan los actuales curanderos
perfeccionados y sugestionadores a la moda. Y aquellos fanáticos de la certidumbre que se acercan
a los lechos de los hospitales, no llevan la piedad en la boca y la indecisión en el alma, sino la fiera
curiosidad en los ojos y la muerte en las manos. Van a violar el enigma, a sacrificar a sabiendas un
cuerpo dolorido, para ensayar la nueva hipótesis, la nueva sustancia. Delincuentes sublimes, roban la
vida presente, como el amor, para cimentar la vida futura.
Análisis literario “La llama doble” de Octavio Paz
El amor no nos preserva de los riesgos y desgracias de la existencia.
Ningún amor, sin excluir a los más apacibles y felices, escapa a los
desastres y desventuras del tiempo. El amor, cualquier amor, está hecho
de tiempo y ningún amante puede evitar la gran calamidad: la persona
amada está sujeta a las afrentas de la edad, la enfermedad y la muerte.
Como un re- medio contra el tiempo y la seducción del amor, los budistas
concibieron un ejercicio de meditación que consistía en imaginar al
cuerpo de la mujer como un saco de inmundicias. Los monjes cristianos
también practicaron estos ejercicios de denigración de la vida. El
remedio fue vano y provocó la venganza del cuerpo y de la imaginación
exasperada: las tentaciones a un tiempo terribles y lascivas de los
anacoretas. Sus visones, aunque sombras hechas de aire, fantasmas que la luz disipa, no son
quimeras: son realidades que viven en el subsuelo psíquico y que la abstención alimenta y fortifica.
Transformadas en monstruos por la imaginación, el deseo las desata.
Cada una de las criaturas que pueblan el infierno de San Antonio es un emblema de una pasión
reprimida. La negación de la vida se resuelve en violencia. La abstención no nos libra del tiempo: lo
transforma en agresión psíquica, contra los otros y contra nosotros mismos.
Análisis literario Verdad y Vida, de Miguel de Unamuno
Primero la verdad en la vida.
Ha sido mi convicción de siempre, más arraigada y más
corroborada en mí cuanto más tiempo pasa, la de que la
suprema virtud de un hombre debe ser la sinceridad. El vicio
más feo es la mentira, y sus derivaciones y disfraces, la
hipocresía y la exageración. Preferiría el cínico al hipócrita, si
es que aquél no fuese algo de éste.
Abrigo la profunda creencia de que si todos dijésemos siempre
y en cada caso la verdad, la desnuda verdad, al principio
amenazaría hacer se inhabitable la Tierra, pero acabaríamos
pronto por entendernos como hoy no nos entendemos. Si todos,
pudiendo asomarnos al brocal de las conciencias ajenas, nos
viéramos desnudas las almas, nuestras rencillas y reconcomios
todos fundiríanse en una inmensa piedad mutua. Veríamos las
negruras del que tenemos por santo, pero también las blancuras
de aquel a quien estimamos un malvado.
Y no basta no mentir, como el octavo mandamiento de la ley de Dios nos ordena, sino que es preciso,
además, decir la verdad, lo cual no es del todo lo mismo. Pues el progreso de la vida espiritual consiste
en pasar de los preceptos negativos a los positivos. El que no mata, ni fornica, ni hurta, ni miente,
posee una honradez puramente negativa y no por ello va camino de santo. No basta no matar, es
preciso acrecentar y mejorar las vidas ajenas; no basta no fornicar, sino que hay que irradiar pureza
de sentimiento; ni basta no hurtar, debiéndose acrecentar y mejorar el bienestar y la fortuna pública y
las de los demás; ni tampoco basta no mentir, sino decir la verdad.
Hay ahora otra cosa que observar—y con esto a la vez contesto a maliciosas insinuaciones de algún
otro espontáneo y para mí desconocido corresponsal de esos pagos—, y es que como hay muchas,
muchísimas más verdades por decir que tiempo y ocasiones para decirlas, no podemos entregarnos
a decir aquellas que tales o cuales sujetos quisieran dijésemos, sino aquellas otras que nosotros
juzgamos de más momento o de mejor ocasión. Y es que siempre que alguien nos arguye diciéndonos
por qué no proclamamos tales o cuales verdades, podemos contestarle que si así como él quiere
hiciéramos, no podríamos proclamar tales otras que proclamamos. Y no pocas veces ocurre también
que lo que ellos tienen por verdad y suponen que nosotros por tal la tenemos también, no es así.
Y he de decir aquí, por vía de paréntesis, a ese malicioso corresponsal, que si bien no estimo poeta al
escritor a quien él quiere que fustigue nombrándole, tampoco tengo por tal al otro que él admira y
supone, equivocándose, que yo debo admirar. Porque si el uno no hace sino revestir con una forma
abigarrada y un traje lleno de perendengues y flecos y alamares un maniquí sin vida, el otro dice, sí,
algunas veces cosas sustanciosas y de brío —entre muchas patochadas— pero cosas poco o nada
poéticas, y, sobre todo, las dice de un modo deplorable, en parte por el empeño de sujetarlas a rima,
que se le resiste. Y de esto le hablaré más por extenso en una correspondencia que titularé: Ni lo uno
ni lo otro.
Y volviendo a mi tema presente, como creo haber dicho lo bastante sobre lo de buscar la verdad en la
vida, paso a lo otro, de buscar la vida en la verdad.
Análisis literario de Eduardo Galeano
El derecho de soñar
Vaya uno a saber cómo será el mundo más allá del año 2000.
Tenemos una única certeza: si todavía estamos ahí, para
entonces ya seremos gente del siglo pasado, y, peor todavía,
seremos gente del pasado milenio.Sin embargo, aunque no
podemos adivinar el mundo que será, bien podemos imaginar el
que queremos que sea. El derecho de soñar no figura entre los
treinta derechos humanos que las Naciones Unidas proclamaron
a fines de 1948. Pero si no fuera por él, y por las aguas que da de
beber, los demás derechos se morirían de sed.
Deliremos, pues, por un ratito. El mundo, que está patas arriba, se
pondrá sobre sus pies:
– En las calles, los automóiles serán pisados por los perros.
– El aire estará limpio de los venenos de las máquinas y no tendrá más contaminación que la que
emana de los miedos humanos y de las humanas pasiones.
– La gente no será manejada por el automóvil, ni será programada por la computadora, ni será
comprada por el supermercado, ni será mirada por el televisor.
– El televisor dejará de ser el miembro más importante de la familia y será tratado como la plancha o
el lavarropas.
– La gente trabajará para vivir, en lugar de vivir para trabajar.
– En ningún país irán presos los muchachos que se nieguen a hacer el servicio militar, sino los que
quieran hacerlo.
Análisis literario de José Martí
Esa de racista está siendo una palabra confusa y hay que
ponerla en claro. El hombre no tiene ningún derecho especial
porque pertenezca a una raza o a otra: dígase hombre, y ya
se dicen todos los derechos. El negro, por negro, no es
inferior ni superior a ningún otro hombre; peca por redundante
el blanco que dice: “Mi raza”; peca por redundante el negro
que dice: “Mi raza”. Todo lo que divide a los hombres, todo lo
que especifica, aparta o acorrala es un pecado contra la
humanidad. ¿A qué blanco sensato le ocurre envanecerse de
ser blanco, y qué piensan los negros del blanco que se
envanece de serlo y cree que tiene derechos especiales por
serlo? ¿Qué han de pensar los blancos del ne gro que se
envanece de su color? Insistir en las divisiones de raza, en
las diferencias de raza, de un pueblo naturalmente dividido, es dificultar la ventura pública y la
individual, que están en el mayor acercamiento de los factores que han de vivir en común. Si se dice
que en el negro no hay culpa aborigen ni virus que lo inhabilite para desenvolver toda su alma de
hombre, se dice la verdad, y ha de decirse y demostrarse, porque la injusticia de este mundo es mucha,
y es mucha la ignorancia que pasa por sabiduría, y aún hay quien crea de buena fe al negro incapaz
de la inteligencia y corazón del blanco; y si a esa defensa de la naturaleza se la llama racismo, no
importa que se la llame así, porque no es más que decoro natural y voz que clama del pecho del
hombre por la paz y la vida del país. Si se aleja de la condición de esclavitud, no acusa inferioridad la
raza esclava, puesto que los galos blancos, de ojos azules y cabellos de oro, se vendieron como
siervos, con la argolla al cuello, en los mercados de Roma; eso es racismo bueno, porque es pura
justicia y ayuda a quitar prejuicios al blanco ignorante. Pero ahí acaba el racismo justo, que es el
derecho del negro a mantener y a probar que su color no le priva de ninguna de las capacidades y
derechos de la especie humana.
Análisis literario de Rosario Castellanos
¿Qué es un escritor? La pregunta puede contestarse con una respuesta obvia:
un escritor es una persona que escribe.
Una persona que escribe; hela aquí, ante la página en blanco, uno de los
abismos a los que en ocasiones nos enfrenta el azar. ¿Escribe? No. Mordisquea
la punta del lápiz, se mesa los cabellos, da vueltas por la habitación como una
fiera enjaulada. Vacilaciones, plazos, arrepentimientos. Y, con la decisión de
quien se lanza al agua, surge la primera letra. La mano, tan dócil en otros
quehaceres, se crispa: el brazo se acalambra; las ideas zumban con la
insolencia de la mosca, escapan a los papirotazos.
De un modo o de otro la hoja de papel se llena. ¿Qué ha pasado? Que el suceso
que se quería narrar (un suceso vivo, fluyente, cálido) aparece opaco,
desabrido, hosco. Alguien ha traicionado a nuestro protagonista y en cada sílaba se advierte el jadeo
del esfuerzo, la desobediencia de los músculos, los sobresaltos de la mente. No le queda más
alternativa que cerrar, avergonzado, el cuaderno y jurarse no volver a abrirlo más que para la redacción
de formularias esquelas de negocios o la consignación de alguna cifra, de algún dato importante.
FEMINISTA. “Los estudios feministas en la literatura
del Siglo de Oro”, Anne J. Cruz. Universidad de California
La mujer del Renacimiento desempeñaba un papel que giraba en torno
a la familia, núcleo enteramente privado, y que se creía reflejaba su
propensión natural. Aunque aparentemente alababan a la mujer los
tratados en su defensa sonaban en realidad una alarma
moral. Tanto el tratado erasmista De institutione feminae christianae
de Luis Vives como el texto tridentino La perfecta casada de Luis de
León revelan una creencia fundamental en la inferioridad intelectual,
moral y física de la mujer, así como en la consiguiente
superioridad masculina. Para Luis de León, las mujeres formaban parte
del orden divino que reafirmaba el poder del hombre:
Y pues no las hizo Dios ni del ingenio que piden los negocios mayores, ni de fuerzas lasque son
menester para la guerra y el campo, mídanse con lo que son y conténtense con lo que es de su suerte,
y entiendan en su casa, y anden en ellas, pues las hizo Dios para ella
sola.
Al combinar la defensa «feminista» de las virtudes femeninas con una denuncia de su inclinación
«natural», Luis de León establece de este modo un modelo ideal de la mujercristiana, que él basa en
una verdad teológica tanto irrebatible como eterna.
Los estudios de historia social sobre la mujer demuestran, sin embargo, que su posiciónno depende
de una diferencia natural o física, sino de factores tales como su educación
y su nivel soci-económico. Si aceptamos que las diferencias que se atribuyen al género femenino
provienen de la cultura y no de la naturaleza, logramos problematizar la ideología del Siglo de Oro que
exalta el orden social como un orden natural y teológicamente determinado. Al cuestionar el fondo
ideológico de la femineidad, llegamos a una mayor comprensión de los medios y motivos por los cuales
la posición de la mujer ha permanecida restringida en la sociedad. Al mismo tiempo, nos permite
examinar las tensiones
dentro del orden social, las cuales revelan que el concepto del género en el periodo renacentista no
resulta tan totalitario como parece a primera vista. Efectivamente, a la vez que delimitaban su
actuación, los papeles de la mujer también le ofrecían el potencial
de subvertir las categorías sociales.
De acuerdo con la crítica feminista, hay por lo menos dos métodos para llegar a una definición del
género femenino y de ubicar la configuración de las relaciones entre hombre y mujer en el literatura
del Siglo de Oro: primero, el estudio de la representación literaria
de la mujer y segundo, el análisis de obras escritas por mujeres.

También podría gustarte