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literarios cortos
¿Con cuántos árboles se hace una selva? ¿Con cuántas casas una ciudad?
Según cantaba el labriego de Poitiers,
y el adagio germánico afirma que los árboles no dejan ver el bosque. Selva
y ciudad son dos cosas esencialmente profundas, y la profundidad está
condenada de una manera fatal a convertirse en superficie si quiere
manifestarse.
Cuando llegamos a uno de estos breves claros que deja la verdura, nos
parece que había allí un hombre sentado sobre una piedra, los codos en
las rodillas, las palmas en las sienes, y que, precisamente cuando íbamos
a llegar, se ha levantado y se ha ido. Sospechamos que este hombre,
dando un breve rodeo, ha ido a colocarsc en la misma postura no lejos de
nosotros. Si cedemos al deseo de sorprenderle — a ese poder de atracción
que ejerce el centro de los bosques sobre quien en ellos penetra —, la
escena se repetirá indefinidamente.
El bosque está siempre un poco más allá de donde nosotros estamos. De
donde nosotros estamos acaba de marcharse y queda sólo su huella aún
fresca. Los antiguos, que proyectaban en formas corpóreas y vivas las
siluetas de sus emociones, poblaron las selvas de ninfas fugitivas. Nada
más exacto y expresivo. Conforme camináis, volved rápidamente la
mirada a un claro entre la espesura y hallaréis un temblor en el aire como
si se aprestara a llenar el hueco que ha dejado al huir un ligero cuerpo
desnudo.
La fe es la fuerza del genio. Para imantar a una era necesita amar su Ideal
y transformarlo en pasión; «Golpea tu corazón, que en él está tu genio»,
escribió Stuart Mill, antes que Nietzsche. La intensa cultura no entibia a
los visionarios: su vida entera es una fe en acción. Saben que los caminos
más escarpados llevan más alto. Nada emprenden que no estén decididos
a concluir. Las resistencias son espolazos que los incitan a perseverar;
aunque nubarrones de escepticismo ensombrezcan su cielo, son, en
definitiva, optimistas y creyentes: cuando sonríen, fácilmente se adivina
el ascua crepitante bajo su ironía. Mientras el hombre sin ideales ríndese
en la primera escaramuza, el genio se apodera del obstáculo, lo provoca,
lo cultiva, como si en él pusiera su orgullo y su gloria: con igual
vehemencia la llama acosa al objeto que la obstruye, hasta encenderlo,
para agrandarse a sí misma.
-Desgraciadamente, no.
El derecho de soñar
Vaya uno a saber cómo será el mundo más allá del año 2000. Tenemos
una única certeza: si todavía estamos ahí, para entonces ya seremos
gente del siglo pasado, y, peor todavía, seremos gente del pasado
milenio.Sin embargo, aunque no podemos adivinar el mundo que será,
bien podemos imaginar el que queremos que sea. El derecho de soñar no
figura entre los treinta derechos humanos que las Naciones Unidas
proclamaron a fines de 1948. Pero si no fuera por él, y por las aguas que
da de beber, los demás derechos se morirían de sed.
Deliremos, pues, por un ratito. El mundo, que está patas arriba, se pondrá
sobre sus pies:
Una persona que escribe; hela aquí, ante la página en blanco, uno de los
abismos a los que en ocasiones nos enfrenta el azar. ¿Escribe? No.
Mordisquea la punta del lápiz, se mesa los cabellos, da vueltas por la
habitación como una fiera enjaulada. Vacilaciones, plazos,
arrepentimientos. Y, con la decisión de quien se lanza al agua, surge la
primera letra. La mano, tan dócil en otros quehaceres, se crispa: el brazo
se acalambra; las ideas zumban con la insolencia de la mosca, escapan a
los papirotazos.