LA IMAGINACIÓN HIPERBÓLICA DE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
Miembro destacado del llamado Boom latinoamericano ─etiqueta puesta al
grupo de escritores latinoamericanos (Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa…) cuyas obras centrales se publicaron en los años sesenta (La muerte de Artemio Cruz, Rayuela, Cien años de soledad...) y generaron un enorme interés en Hispanoamérica y el resto del mundo por su estilo y calidad literaria─, Gabriel García Márquez es quizás quien mayor reconocimiento ha recibido en el mundo entero; de inmediato se identifica su obra con el bautizado realismo mágico, forma literaria que consiste en convertir poco a poco lo maravilloso en real con sólo yuxtaponer ambos como parte del mundo narrado; y sus narraciones subyacen en el imaginario popular hispanoamericano. Luego de cursar estudios de derecho, el colombiano Gabriel García Márquez (Aracataca,1927) se dedicó de forma apasionada al periodismo (en El Universal de Cartagena y otros diarios) y, con veleidosa fortuna, a escribir guiones de cine (escribió libretos para Roberto Gavaldón, Arturo Ripstein, Alberto Isaac, Jaime Humberto Hermosillo y Felipe Cazals, entre otros), pero su labor más acuciosa, su vocación, ha sido la literatura; es autor no sólo de novelas y cuentos, sino de todo un mundo ya mítico: Macondo y sus portentosos habitantes; desde La hojarasca (1955) y La mala hora (1962) hasta Isabel viendo llover sobre Macondo (1968), La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1972) y, por supuesto, su obra cumbre Cien años de soledad (1967), este autor ha expandido el universo de su imaginación ─y el real con su obra─ de modo único e irrepetible. La historia de este escritor colombiano no pudo ser más novelesca, confirmando el dicho de que la realidad supera la ficción: su padre, Gabriel Eligio García, telegrafista de oficio, no era bien visto por el coronel Nicolás Ricardo Márquez para ser su yerno debido a su filiación política conservadora, a ser hijo de madre soltera y a su fama de mujeriego. Con el propósito de que Luisa Márquez se olvidara del joven telegrafista, ésta fue enviada a las afueras de Aracataca, pero Gabriel Eligio se las arregló para cortejarla con su música, sus cartas y sus poemas amorosos hasta que logró que los padres de ella aceptaran su relación. Esta historia inspiró la hiperbólica escritura de la que el propio García Márquez consideró su obra más perdurable: El amor en los tiempos del cólera (1985). Es la hipérbole, producto de una encendida imaginación, un rasgo característico de su estilo. La hipérbole es una comparación en que se exagera o se resalta la expresión de un atributo; por ejemplo, usamos la frase “iba más lento que una tortuga” para decir que alguno andaba muy despacio, o empleamos “se roía los codos de hambre” para señalar el voraz apetito que tenía alguien; la hipérbole es una exageración que busca un efecto, deja de ser la mera representación de algo (como ocurre en la caricatura política, en la que se resaltan los rasgos físicos y faciales de un personaje público) para convertirse en el signo de otra cosa: un defecto, una actitud... Como inspirador arquetípico de los mil y un alquimistas que pueblan, bajo distintas formas y en distintos personajes, el mundo narrativo del escritor colombiano, poco después del nacimiento de Gabriel, su padre Eligio se convirtió en farmacéutico y se mudó con Luisa a Barranquilla, y dejó al todavía pequeñísimo Gabriel al cuidado de sus abuelos maternos, de quienes con tal fortuna heredó la fuerza febril de su imaginación: de su abuelo Ricardo, “Papalelo”, coronel veterano de guerra, simpatizante de los liberales, contador de historias a su vez, de temple firme y valeroso, de él hereda quizás ese ánimo que le permitió ver cara a cara a la muerte para reconocer el peso de los difuntos y conectarse con la realidad de los más desvalidos; de su abuela, Tranquilina Iguarán (apellido que revivirá en su mejor novela: Cien años de soledad), “Mina”, mujer supersticiosa, quien pobló la imaginación del nieto con historias de fantasmas, premoniciones, augurios y señales, al grado que es señalada por el escritor como su primera influencia literaria, por la forma tan natural como ella contaba sus sorprendentes historias sin importar cuán fantásticas fueran ─las narraba como si fueran una verdad irrefutable─, de ella heredó las vías que le facilitaron la transición de lo real a lo maravilloso. Tras abandonar los estudios de derecho, dedicarse a la crónica o el reportaje en diarios colombianos y a la escritura de guiones cinematográficos, Gabriel García Márquez emprende su carrera como escritor con su primer cuento: “La tercera resignación”, donde aún no despuntaba su propia voz, sino la de sus predecesores. Además de sus abuelos, García Márquez tuvo varios maestros, y es heredero de ellos: de El Quijote de Cervantes hereda la locura y el atrevimiento, lo inconmensurable e hiperbólico de Rabelais, en La metamorfosis de Kafka encuentra una puerta a lo insólito dentro de lo cotidiano, en Faulkner halla la técnica narrativa, pero también hay algo de mito arquetípico, de génesis bíblico, de trágico griego y de nigromante medieval en la prosa exuberante, angélica y sofoclea de este escritor colombiano. La maravillosa hipérbole sorprende por su belleza en el universo narrativo de Gabriel García Márquez: desde el pueblo entero emparentado por “El ahogado más hermoso del mundo” hasta los delirios febriles de Aureliano Buendía y el inconmensurable mundo de Macondo en Cien años de soledad o desde las más de seiscientas amantes de Florentino Ariza y su pasión épica en El amor en los tiempos del cólera hasta la muerte por un pinchazo en “El rastro de tu sangre en la nieve”, ese nuevo cuento de hadas moderno sobre cómo el matrimonio mata el amor; la hipérbole también está presente en el otoño de un patriarca sin edad, en un coronel que espera indefinidamente lo que nunca llegará, en los cabellos de una mujer difunta que por años siguen creciendo… La hipérbole le permite introducir de manera natural lo que en la cotidianidad sería inconcebible, porque lo inconcebible es el pan nuestro de cada día: se han borrado las fronteras entre un mundo y otro gracias a la poesía. Habrase visto jamás tal imaginación, exuberante, portentosa, hiperbólica, deicida la llamó Vargas Llosa ─compañero de aventura literaria hasta que en 1976 tuvieron alguna desavenencia que los distanció y que ensanchó sus ya existentes diferencias políticas─, y tiene razón: el mundo creado por García Márquez está poblado por una fauna y una flora que no es mero adorno en su prosa, la abundancia que designa, el nombre de éste o aquél pájaro, de ésta o aquélla planta, nos descubre la riqueza natural del subcontinente americano en contacto con la conciencia humana para percibir, conocer y nombrar al mundo con su inteligencia transformadora, alquimista. Tras leer el borrador final de Cien años de soledad ─ese tipo de novela total que busca decirlo todo─, en una llamada telefónica Carlos Fuentes dijo a Julio Cortázar ─hermano mayor del Boom─ que acababa de leer “El Quijote americano”: de esa magnitud es la obra macondiana. Pero García Márquez no sólo habló de Macondo. Entre el núcleo de sus narraciones encontramos El coronel no tiene quien le escriba (1961), que narra la historia de un militar retirado en espera de una pensión que nunca llega. En Crónica de una muerte anunciada (1981) asistimos a la venganza sobre Santiago Nasar para vengar el honor mancillado. En El general en su laberinto (1989) al retrato novelado del retiro y fin de El Libertador Simón Bolívar. Del amor y otros demonios (1994) recrea los amoríos furtivos de una pareja de religiosos. En Relato de un náufrago (1955-1970) y en Noticia de un secuestro (1996) recurre al periodismo para contarnos la historia de los sobrevivientes. A su gran retorno a las formas magnas y su retrato del poder dictatorial en El otoño del patriarca (1975). De ninguna manera podemos subordinar sus colecciones de cuentos a su arte novelístico, pues ha escrito cuentos magistrales en libros como Los funerales de la Mamá Grande (1962) La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1972) o sus Doce cuentos peregrinos (1992). Tampoco su autobiografía Vivir para contarla (2002) o sus discursos reunidos en Yo no vengo a decir un discurso (2010), donde puede leerse “La soledad de América Latina”, su disertación al recibir el premio Nobel de 1982, en donde escribe su deseo por construir “Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra”. Hace apenas unos días se nos fue Gabriel García Márquez, se nos murió un escritor genial y ha dejado más sola a América Latina; sin embargo, con su rica obra literaria ha contribuido al descubrimiento de un continente, como no pudo hacerlo Colón: convirtió la vida en poesía y la poesía en vida, de manera que con su obra, que al fin y al cabo es un acto, ahondó en la comprensión de los pueblos que habitamos esta gran aldea también llamada Macondo, como un Melquiades verdadero que hizo gala de toda su magia al hacernos parientes a todos los pueblos latinoamericanos.