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De todos modos, abriremos unas cuantas puertas. Esto no quiere decir que
detrás de ellas encontrarán la respuesta precisa a las preguntas que se han
planteado, pero a lo mejor serán capaces de juntar algunas piezas del
complicado rompecabezas que representa el desarrollo de una película.
Cuando tenía diez años y operaba mi primera linterna mágica –con su lámpara
de petróleo y sus películas repetidas– encontraba ese fenómeno excitante y
misterioso. Incluso hoy siento la misma emoción de la infancia al darme cuenta
de que soy un ilusionista, pues el cine existe solo gracias a una imperfección del
ojo humano, gracias a su inhabilidad para percibir por separado imágenes que
pasan rápidamente una tras otra y que son iguales en esencia.
Calculo que si vemos una película de una hora, estamos sumergidos en absoluta
oscuridad durante veinte minutos. Por consiguiente, al hacer una película soy
culpable de fraude: uso un aparato creado para sacar ventaja de una
imperfección humana, un aparato gracias al cual puedo hacer que el público
oscile como un péndulo, de un estado de ánimo a otro en el extremo opuesto.
Los hago reír, llorar de terror, creer en leyendas, indignarse, ofenderse,
entusiasmarse, ponerse libidinosos o bostezar de aburrimiento. De este modo,
no soy mejor que un fraude, que un ilusionista –considerando que en ese caso el
público está consciente del engaño–. El más maravilloso y mágico aparato que
ha existido en la historia, en manos de un charlatán.
Para todos aquellos que hacemos o vendemos películas, aquí está, o debería
estar, la fuente de un irresoluble conflicto moral.
Si hago otras dos o tres películas que den pérdidas, los productores concluirían
justificadamente que es mejor no apostar más dinero en mi talento. Entonces
me convertiría en un extraño, un perdedor, y me vería obligado a reflexionar
sobre qué hacer con mis supuestas “dotes artísticas”: el mago estaría privado
de su aparato.
A esto debo responder, quizá todavía bajo el efecto de una deslealtad que no
puedo abandonar, pero también muy sinceramente: “No lo sé, eso espero”.
Quisiera, sin embargo, detenerme un poco más en uno de los aspectos del
problema, uno de los más importantes y el más difícil de comprender: el público.
El realizador lidia con un medio de expresión que le interesa no solo a él, sino a
otras millones de personas, y la mayoría del tiempo siente el mismo deseo que
otros artistas: “Quiero tener éxito hoy. Quiero fama ya. Quiero, por favor,
deleitar, conmover de inmediato”.
A medio camino entre este deseo y su realización está el público, y este solo
quiere una cosa de una película: “He pagado. Quiero que me diviertan, estar
absorto, involucrado. Quiero olvidar mis problemas, lo que me rodea, mi trabajo.
Quiero escapar de mí mismo. Estoy aquí, sentado en medio de la oscuridad y,
como una mujer a punto de dar a luz, quiero que me ayuden a salir de todo
esto”.
Luego están las otras películas, esas que llegan despacio, que toman años, que
se rehúsan a dejarse aprisionar por un acercamiento técnico o formal, que
usualmente se oponen a cualquier solución concreta. Se mantienen en la
sombra, si quiero volver a encontrarlas debo seguirles el rastro, hallar un
contexto, personas, situaciones. Aquí, los rostros giran y comienzan a hablar, los
caminos son extraños, unas pocas personas ojean a través del panel de la
ventana, un ojo brilla en el crespúsculo o se convierte en una gema rojiza, luego
estalla con el sonido de un cristal quebrándose. La plaza, en esta mañana de
otoño, es un océano. La anciana se ha transformado en viejos árboles, y las
manzanas son niños que construyen ciudades de arena y piedra cerca de donde
rompen las olas.
¿Qué es entonces “filmar una película”? Entre todas las respuestas posibles,
muchas pueden coincidir en un punto: filmar una película es hacer lo que sea
necesario para poner el contenido del libreto en la pantalla. Para mí, filmar una
película representa días exasperantes de trabajo humanamente imposible,
dolores de espalda, ojos llenos de polvo, olor a maquillaje, sudor y luces, una
serie de tensiones y demoras de nunca acabar, una batalla ininterrumpida entre
deber y voluntad, entre espejismo y realidad, conciencia y apatía. Entierro en mi
mente las madrugadas, las noches de desvelo, el más grave sentimiento, una
suerte de fanatismo centrado en ese trabajo por medio del cual acabo
convirtiéndome en parte integral de la película, un aparato ridículamente
pequeño cuya única falla es requerir alimento y bebida.
Pasa a veces que en medio de esta emoción, cuando los estudios zumban con
tanta actividad que parecen a punto de estallar, encuentro la idea para mi
siguiente película. Sin embargo, estarían equivocados si piensan que el oficio de
un cineasta radica en este momento, en esta suerte de vértigo eufórico,
incontrolable emoción y terrible organización. Filmar una película es
comprometerse a entrenar para el gran premio a un caballo difícil de domar;
uno debe tener la cabeza despejada, meticulosidad, cálculos firmes y exactos.
Agreguen a esto una cantidad igual de disposición y paciencia sobrenatural.
Filmar una película es ordenar un universo entero, pero los elementos
principales son la industria, el dinero, la fabricación, el punto de vista, el
revelado y los negativos, un cronograma a seguir –aunque raramente se sigue–,
un meticuloso plan de acción en el que factores irracionales constituyen el
porcentaje más alto. El centinela tiene mucho maquillaje en los ojos, miles de
dólares para empezar la escena de nuevo. Un día el agua de las tuberías tiene
demasiado cloro, los negativos se arruinan, ¡a empezar de nuevo! Otro día la
muerte te hace la mala jugada de llevarse a un actor –empiecen otra vez con
uno nuevo– y otros millones de trampas esperando por ustedes. Truena, el
transformador eléctrico está averiado y esperamos, todos cubiertos de
maquillaje, en la pálida luz del día mientras las horas pasan y el dinero se va
con ellas.
Son ejemplos idiotas tomados al azar. Pero está bien que sean idiotas porque
están cerca de la gran y sublime estupidez: transformar sueños borrosos, dividir
una tragedia en cinco pequeñas piezas, jugar con cada una de ellas y luego
reunirlas de manera que conformen una unidad, también una tragedia. Es
fabricar una cinta de 2.500 metros que contiene la vida y alma de actores,
productores y directores. Filmar una película es todo eso, pero es aún más y aún
peor.
La primera película que tuve en mi poder medía tres metros de largo y era café.
Representaba a una joven dormida en un campo. Despierta, se estira, se levanta
y, con los brazos extendidos, desaparece por el lado derecho del cuadro. Eso
era. En la caja donde la película fue puesta de nuevo, estaba dibujado un
coqueto retrato con las palabras “Frau Rolle”. Nadie entre mis amigos sabía
quién era “Frau Rolle”, pero difícilmente importaba: la película fue un gran éxito
y fue reproducida cada tarde hasta que quedó hecha trizas de tanto usarla.
Pero también es posible que esté equivocado. Puede que el cine haya alcanzado
su punto más alto de evolución, que este instrumento, por su propia naturaleza,
no sea capaz de conquistar nuevos campos, que estemos siendo tomados por
sorpresa con las narices contra la pared al final del camino en un callejón sin
salida. Muchos tienen esta opinión, y es un hecho que estamos parados en un
pantano, con las narices apenas en la superficie del agua, paralizados por
necesidades económicas, convenciones, tonterías, miedos, incertidumbre y
desorden.
Sé que esta manera de ver las cosas es impopular, especialmente en estos días.
Así que me apresuraré a sentar mi posición más precisamente formulando la
pregunta de otra manera: ¿qué meta les gustaría tener en la realización de sus
películas?
Dicen que en tiempos antiguos, la Catedral de Chartres, alcanzada por un rayo,
quedó reducida a cenizas. Luego, dicen, miles de personas se precipitaron desde
todos los rincones del mundo, personas en el camino diario de la vida; cruzaron
Europa como borregos y empezaron, todas juntas, a reconstruir la catedral
desde sus antiguos cimientos. Vivieron allí hasta que la inmensa construcción
estuvo completa, arquitectos, obreros, artistas, malabaristas, nobles, prelados,
gente ordinaria de clase media, pero sus nombres son desconocidos e incluso
hoy nadie sabe quién construyó la Catedral de Chartres.
Sin decir que esto debería llevar a que juzguen de antemano mis creencias o
mis dudas –en este contexto no son importantes–, creo que el arte perdió su
significado para la vida en el momento en que se separó de la adoración
religiosa. Rompió su cordón umbilical y vive una vida separada, sorpresivamente
estéril, sosa y degenerada. La creatividad colectiva y los humildes hombres
anónimos son reliquias olvidadas y enterradas, despojadas de valor. Mis
pequeñas aflicciones y dolores de estómago morales son examinados con
microscopio subspecie aeternitatis. El miedo a la oscuridad que caracteriza la
subjetividad y la conciencia escrupulosa se han convertido en la gran cosa, y
llegamos finalmente a un camino sin salida donde discutimos entre nosotros el
tema de nuestra soledad, sin que ninguno escuche a los otros, sin siquiera notar
que estamos presionados tan cerca el uno del otro que casi morimos asfixiados.
Es así como los individualistas se ven ante sus propios ojos, negando la
existencia de lo que ven e invocando la omnipotente oscuridad; nunca
experimentando, ni una vez, la salvadora gracia de los deleites de estar en
comunidad (trabajando juntos). Estamos verdaderamente aprisionados en
nuestros círculos viciosos, tan encerrados en nuestra propia angustia que nos
hemos vuelto incapaces de distinguir lo real de lo falso, los ideales de gánsters
del sincero desamparo.