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¿Qué significa hacer cine?

Por Ingmar Bergman

Traducción de Helena Calle El acto espiritual de hacer una película choca


irremediablemente con el afán práctico de sus productores, que a veces acaban
envileciendo el trabajo de los realizadores con sus restricciones

y exigencias. En este texto dirigido a cineastas y cinéfilos, el director sueco


escarba en su memoria buscando respuestas a su obstinado amor por el
séptimo arte.

Hacer películas es para mí un imperativo de la naturaleza, una necesidad


comparable con el hambre y la sed. Algunos logran expresarse escribiendo
libros, escalando montañas, golpeando a sus hijos o bailando samba. Yo me
expreso haciendo películas.
En La sangre de un poeta (1930), el gran Cocteau nos muestra a su álter ego
tambaleándose por un deprimente corredor de hotel y nos hace observar
detenidamente, tras cada puerta, proyecciones alucinantes que constituyen su
“yo”.

Sin pretender compararme con Cocteau, he pensado en conducirlos en un


recorrido por mis estudios interiores, donde mis películas se desdoblan sin ser
vistas. Temo que esta visita los decepcionará: el equipo está siempre regado por
ahí, porque el dueño se la pasa demasiado ocupado en asuntos del negocio
como para encontrar el tiempo de poner las cosas en orden. Adicionalmente, la
luz es más bien deficiente en ciertos lugares, y algunas puertas están
enfáticamente marcadas con la palabra “privado”. El mismo guía a veces se
pregunta qué vale la pena mostrar de allí.

De todos modos, abriremos unas cuantas puertas. Esto no quiere decir que
detrás de ellas encontrarán la respuesta precisa a las preguntas que se han
planteado, pero a lo mejor serán capaces de juntar algunas piezas del
complicado rompecabezas que representa el desarrollo de una película.

Si consideramos el elemento fundamental del arte cinematográfico, la tira


perforada de película, notamos que está compuesta por pequeñas imágenes
rectangulares –52 por metro–, cada una separada de su vecina por una banda
negra. Al mirar más de cerca, descubrimos que estos diminutos rectángulos,
que a primera vista parecen contener los mismos detalles, difieren unos de otros
por modificaciones casi imperceptibles. Y cuando el mecanismo que acciona el
proyector permite presentar en la pantalla estas imágenes sucesivas, de
manera tal que alcanzamos a ver cada imagen solo por un veinticuatroavo de
segundo, experimentamos la ilusión de movimiento.

Cuando tenía diez años y operaba mi primera linterna mágica –con su lámpara
de petróleo y sus películas repetidas– encontraba ese fenómeno excitante y
misterioso. Incluso hoy siento la misma emoción de la infancia al darme cuenta
de que soy un ilusionista, pues el cine existe solo gracias a una imperfección del
ojo humano, gracias a su inhabilidad para percibir por separado imágenes que
pasan rápidamente una tras otra y que son iguales en esencia.

Calculo que si vemos una película de una hora, estamos sumergidos en absoluta
oscuridad durante veinte minutos. Por consiguiente, al hacer una película soy
culpable de fraude: uso un aparato creado para sacar ventaja de una
imperfección humana, un aparato gracias al cual puedo hacer que el público
oscile como un péndulo, de un estado de ánimo a otro en el extremo opuesto.
Los hago reír, llorar de terror, creer en leyendas, indignarse, ofenderse,
entusiasmarse, ponerse libidinosos o bostezar de aburrimiento. De este modo,
no soy mejor que un fraude, que un ilusionista –considerando que en ese caso el
público está consciente del engaño–. El más maravilloso y mágico aparato que
ha existido en la historia, en manos de un charlatán.

Para todos aquellos que hacemos o vendemos películas, aquí está, o debería
estar, la fuente de un irresoluble conflicto moral.

En cuanto a nuestros socios comerciales, este no es el momento para detallar


los errores que han cometido año tras año. Sin embargo, podría valer la pena
que un científico descubriera un sistema de pesos y medidas capaz de calcular
la cantidad de talentos naturales, coraje y fuerza creativa que la industria
fílmica ha aplastado con su formidable maquinaria. Es claro que quien desea
competir en una carrera debe aceptar de antemano las reglas, y no existe razón
alguna por la cual trabajar en cine merezca más respeto que hacerlo en
cualquier otro campo. La diferencia principal parece ser que en nuestra
especialidad la brutalidad se manifiesta más abiertamente, pero en cierto modo
esto es una ventaja.

Perder el equilibrio tiene consecuencias más funestas para el cineasta


consciente que para el equilibrista que camina sobre la cuerda floja o el
acróbata que hace su número sin red. Para el cineasta y el funambulista, el
riesgo es del mismo orden: caer y matarse. Pueden pensar que esto es una
exageración: ¡hacer una película no es, ni de lejos, tan peligroso! Sin embargo,
sostengo mi declaración: el riesgo es igual. Incluso si, como dije antes, el
cineasta es de cierta forma una especie de mago, no puede engañar con sus
trucos a los productores, a los gerentes de bancos, a los dueños de los cines o a
los críticos cuando el público no va a ver la película y no paga la boleta con la
que los productores, gerentes de bancos, dueños de cines, críticos y magos se
ganan la vida.
Puedo citarles el ejemplo de una experiencia reciente que aún me hace
estremecer y tras la cual casi pierdo el equilibrio. Un productor inusualmente
arriesgado invirtió en una de mis películas que, tras un año de intenso trabajo,
apareció bajo el título Noche de circo (1953). Las críticas fueron en su mayoría
desfavorables, el público no apareció, el productor calculó sus pérdidas, y en
cuanto a mí, tuve que esperar varios años antes de poder hacer otro proyecto.

Si hago otras dos o tres películas que den pérdidas, los productores concluirían
justificadamente que es mejor no apostar más dinero en mi talento. Entonces
me convertiría en un extraño, un perdedor, y me vería obligado a reflexionar
sobre qué hacer con mis supuestas “dotes artísticas”: el mago estaría privado
de su aparato.

Cuando era más joven, no me ocupaba de estas inseguridades. El trabajo era un


emocionante juego para mí, y sin importar si los resultados eran exitosos o
fallidos, me regocijaba en mis actividades como un niño con sus castillos de
arena o arcilla. El intérprete danzaba en su cuerda, inconsciente y por lo tanto
despreocupado del abismo y del duro suelo en la pista del circo.

El juego se ha transformado en una amarga lucha. El camino sobre la cuerda


floja transcurre ahora con total conocimiento del peligro, y los puntos a los que
la cuerda está atada se llaman miedo e incertidumbre. Cada trabajo exige toda
mi energía. Crear se ha convertido, bajo el efecto de fuerzas no tanto internas
como externas y económicas, en una obligación demandante. Fracaso, crítica e
indiferencia generalizada hacen más dolorosas las heridas. Estas heridas toman
tiempo para sanar y las cicatrices son más profundas y duraderas.

Antes de someterse a un proyecto o tras haberlo empezado, Jean Anouilh solía


concentrarse en un pequeño juego para exorcizar el miedo. Se repetía: “Mi
padre es sastre. Le complace lo que sus manos han creado, hermosos
pantalones o un abrigo elegante. Es el placer y la satisfacción del artesano, el
orgullo de un hombre que conoce su oficio”.

Yo también lo hago. Reconozco el juego, lo practico con frecuencia y tengo éxito


engañándome a mí y a otros: “Mis películas están bien hechas. Soy dedicado,
concienzudo, muy atento a los detalles. Trabajo para mis contemporáneos y no
para la eternidad; mi orgullo es el orgullo del artesano”.
Sin embargo sé que lo digo solo para engañarme, y entonces una incontrolable
impaciencia grita: “¿Qué has hecho que pueda perdurar? ¿Has hecho al menos
un metro de película que valga la pena conservar para la posteridad, una sola
línea, una sola situación que sea real e indiscutiblemente verdadera?

A esto debo responder, quizá todavía bajo el efecto de una deslealtad que no
puedo abandonar, pero también muy sinceramente: “No lo sé, eso espero”.

Deben excusar que me haya descrito tan extensamente y haya comentado


tanto el dilema impuesto a los realizadores. Quise intentar explicarles por qué
tantos de esos que trabajan en la industria del cine sucumben a una tentación
que es invisible y difícil de explicar. Por qué tememos, por qué a veces
perdemos el corazón en el trabajo, por qué nos volvemos estúpidos y nos
permitimos ser aniquilados por venenosas imposiciones.

Quisiera, sin embargo, detenerme un poco más en uno de los aspectos del
problema, uno de los más importantes y el más difícil de comprender: el público.
El realizador lidia con un medio de expresión que le interesa no solo a él, sino a
otras millones de personas, y la mayoría del tiempo siente el mismo deseo que
otros artistas: “Quiero tener éxito hoy. Quiero fama ya. Quiero, por favor,
deleitar, conmover de inmediato”.

A medio camino entre este deseo y su realización está el público, y este solo
quiere una cosa de una película: “He pagado. Quiero que me diviertan, estar
absorto, involucrado. Quiero olvidar mis problemas, lo que me rodea, mi trabajo.
Quiero escapar de mí mismo. Estoy aquí, sentado en medio de la oscuridad y,
como una mujer a punto de dar a luz, quiero que me ayuden a salir de todo
esto”.

Al momento de realizar su película, el cineasta –que vive de la billetera del


público– debe estar siempre consciente de esta situación. Yo me hago con
frecuencia estas preguntas: ¿puedo expresarme de manera más simple, más
pura, más breve?, ¿podrán todos entender lo que estoy diciendo?, ¿podrá el
alma más sencilla seguir la línea de acción? Y esta, que es la más importante:
¿hasta qué punto tengo el derecho de ceder a las demandas externas y dónde
comienza la obligación conmigo mismo?.

Nada es más sencillo que encolerizar o asustar al público, la mayoría de la gente


tiene en alguna parte de su ser un miedo siempre a punto de manifestarse. Es
mucho más complejo hacerlo reír, reír realmente. Es fácil llevar al espectador a
un estado peor del que llegó; en cambio, hacerle sentir mejor resulta muy difícil.
No obstante, esto es lo que quiere cada vez que entra en la oscuridad de la sala
de cine. Pero, ¿con qué frecuencia y a través de qué recursos le damos esa
satisfacción?

Este razonamiento es sin duda peligroso, implica el riesgo de condenar toda


falla, de confundir idealismo con orgullo, de considerar como absolutas las
fronteras que el público y los críticos marcan para ti, incluso cuando no las
reconoces y no son las tuyas, dado que tu personalidad está siempre en
evolución.

Por un lado estoy tentado a entregarme, a hacer de mí lo que el público quiere


que sea. Pero por el otro, siento que ese podría ser el final de todo, el abandono
definitivo de mí mismo. En ese punto me considero feliz por no haber nacido con
tanta inteligencia como emotividad. No está escrito en ningún lado que un
cineasta debe estar conforme, contento o satisfecho. ¿Quién dice que no debe
hacer ruido, romper barreras, luchar contra molinos de viento, enviar robots a la
luna, tener visiones, jugar con dinamita o rasgar pedazos de su carne o la de
otros? ¿Por qué no puede asustar a los productores? Es su trabajo estar
asustados, ¡les pagan por sus úlceras estomacales!

Pero “hacer cine” no es solo enfrentarse a los problemas, dilemas, carencias


económicas, responsabilidades y miedos. Hay también juegos, sueños,
memorias secretas. A menudo empieza con una imagen: un rostro repentina e
intensamente iluminado, una mano levantándose, un instante del alba en el que
hay una anciana sentada en una banca de la plaza junto a un costal de
manzanas. O a veces es un intercambio de palabras: dos personas se dicen algo
en un tono completamente íntimo; a lo mejor están de espaldas, no puedo ni
siquiera ver sus caras y aun así estoy forzado a escuchar, a esperar hasta que
hablen de nuevo, hasta que repitan las mismas palabras, poco importantes pero
cargadas de una secreta tensión, una tensión de la que no estoy aún
consciente, pero que actúa como un efecto oculto. El rostro iluminado, la mano
elevada como por obra de un encantamiento, la anciana en la plaza, las
palabras banales, todo esto llega a mi anzuelo como un brillante pez, o más
exactamente, yo mismo estoy prendido de un sedal cuya textura ignoro
felizmente.
Pronto someto esos ejercicios de mi imaginación a la prueba de la realidad.
Pongo el boceto de mis ideas, aún muy incompleto, en un caballete imaginario
para juzgarlo desde el punto de vista técnico que exigen los estudios. Esta
prueba mental de “viabilidad” funciona como una capa de óxido sobre un
objeto. ¿El diseño original mantendrá su brillo cuando caiga en la cotidiana y
asesina rutina de los estudios, lejos del promisorio horizonte de los difusos
juegos de mi mente?
Algunas de mis películas maduran muy pronto y las termino pronto. Estas son
las que cumplen con la expectativa general. Los niños siempre son
indisciplinados, pero sanos, y en cierto punto uno puede predecir que
continuarán con el linaje familiar.

Luego están las otras películas, esas que llegan despacio, que toman años, que
se rehúsan a dejarse aprisionar por un acercamiento técnico o formal, que
usualmente se oponen a cualquier solución concreta. Se mantienen en la
sombra, si quiero volver a encontrarlas debo seguirles el rastro, hallar un
contexto, personas, situaciones. Aquí, los rostros giran y comienzan a hablar, los
caminos son extraños, unas pocas personas ojean a través del panel de la
ventana, un ojo brilla en el crespúsculo o se convierte en una gema rojiza, luego
estalla con el sonido de un cristal quebrándose. La plaza, en esta mañana de
otoño, es un océano. La anciana se ha transformado en viejos árboles, y las
manzanas son niños que construyen ciudades de arena y piedra cerca de donde
rompen las olas.

¿Qué es entonces “filmar una película”? Entre todas las respuestas posibles,
muchas pueden coincidir en un punto: filmar una película es hacer lo que sea
necesario para poner el contenido del libreto en la pantalla. Para mí, filmar una
película representa días exasperantes de trabajo humanamente imposible,
dolores de espalda, ojos llenos de polvo, olor a maquillaje, sudor y luces, una
serie de tensiones y demoras de nunca acabar, una batalla ininterrumpida entre
deber y voluntad, entre espejismo y realidad, conciencia y apatía. Entierro en mi
mente las madrugadas, las noches de desvelo, el más grave sentimiento, una
suerte de fanatismo centrado en ese trabajo por medio del cual acabo
convirtiéndome en parte integral de la película, un aparato ridículamente
pequeño cuya única falla es requerir alimento y bebida.

Pasa a veces que en medio de esta emoción, cuando los estudios zumban con
tanta actividad que parecen a punto de estallar, encuentro la idea para mi
siguiente película. Sin embargo, estarían equivocados si piensan que el oficio de
un cineasta radica en este momento, en esta suerte de vértigo eufórico,
incontrolable emoción y terrible organización. Filmar una película es
comprometerse a entrenar para el gran premio a un caballo difícil de domar;
uno debe tener la cabeza despejada, meticulosidad, cálculos firmes y exactos.
Agreguen a esto una cantidad igual de disposición y paciencia sobrenatural.
Filmar una película es ordenar un universo entero, pero los elementos
principales son la industria, el dinero, la fabricación, el punto de vista, el
revelado y los negativos, un cronograma a seguir –aunque raramente se sigue–,
un meticuloso plan de acción en el que factores irracionales constituyen el
porcentaje más alto. El centinela tiene mucho maquillaje en los ojos, miles de
dólares para empezar la escena de nuevo. Un día el agua de las tuberías tiene
demasiado cloro, los negativos se arruinan, ¡a empezar de nuevo! Otro día la
muerte te hace la mala jugada de llevarse a un actor –empiecen otra vez con
uno nuevo– y otros millones de trampas esperando por ustedes. Truena, el
transformador eléctrico está averiado y esperamos, todos cubiertos de
maquillaje, en la pálida luz del día mientras las horas pasan y el dinero se va
con ellas.

Son ejemplos idiotas tomados al azar. Pero está bien que sean idiotas porque
están cerca de la gran y sublime estupidez: transformar sueños borrosos, dividir
una tragedia en cinco pequeñas piezas, jugar con cada una de ellas y luego
reunirlas de manera que conformen una unidad, también una tragedia. Es
fabricar una cinta de 2.500 metros que contiene la vida y alma de actores,
productores y directores. Filmar una película es todo eso, pero es aún más y aún
peor.

Hacer una película es también meterse de lleno en el mundo de la infancia,


descendiendo hasta sus raíces más profundas. Bajemos, pues, al estudio interior
situado en el más íntimo recoveco de la vida del director. Abramos por un
momento el más secreto de sus cuartos para ver ahí una pintura de Venecia,
una vieja persiana y la primera linterna mágica.

En Upsala, mi abuela vivía en un apartamento muy viejo. Me deslizaba bajo la


mesa del comedor, vestido con un delantal que tenía un bolsillo al frente, y ahí
escuchaba la voz de la luz del día que entraba a través de unas ventanas
inmensamente altas. Los rayos del sol se movían constantemente, las campanas
de la catedral resonaban, los rayos se movían y su movimiento engendró un
sonido especial. Era un día entre invierno y primavera, tenía cinco años y había
enfermado de sarampión. En el apartamento de al lado alguien tocaba el piano –
siempre valses– y en la pared colgaba una gran pintura de Venecia. A medida
que los rayos de sol y las sombras pasaban en oleadas sobre la pintura, el agua
del canal empezó a correr, las palomas a elevarse desde el pavimento de la
plaza, las personas a hablar entre ellas en silencio, gesticulando con las manos
y la cabeza. El sonido de campanas no venía de la catedral, sino del cuadro, al
igual que la melodía del piano. En general, había algo extraño en este cuadro de
Venecia. Casi tan extraño como el hecho de que los rayos de sol en el salón de
mi abuela no fueran silenciosos, sino con sonido. A lo mejor eran todas esas
campanas, o tal vez eran los grandes muebles que hablaban entre ellos en un
murmullo continuo.
Sin embargo, creo que puedo recordar una experiencia incluso más vieja que
esa del año en que tuve sarampión: la percepción –imposible de fechar– del
movimiento de una cortina. Era una cortina negra del diseño más popular, la vi
en mi habitación de niño, al amanecer o en el ocaso, cuando todo cobra vida y
se vuelve un poco terrorífico, cuando incluso los juguetes se vuelven hostiles, o
simplemente aparatos extraños e indiferentes. Entonces, el mundo ya no era el
mundo de todos los días con la presencia de mi madre, sino una soledad
silenciosa y vertiginosa. No fue que las cortinas se movieran; ninguna sombra
apareció allí. Era en la superficie misma en donde estaban estas formas: no
hombres, no animales, no cabezas, no rostros, ¡sino cosas para las que no hay
nombre! En la penumbra cruzada por rejas de luz, estas formas se
desprendieron de las cortinas y avanzaron hacia la pantalla verde o hacia el
escritorio con su botella de agua. Eran crueles, imperturbables y terroríficas,
desaparecían solo cuando estaba muy oscuro o muy iluminado, o cuando el
sueño se apoderaba de mí.
Aquel que, como yo, haya nacido en una familia de pastores se inclina
fácilmente a mirar qué hay detrás de las escenas de la vida y la muerte. Mi
padre tiene un entierro, un matrimonio, un bautizo, un retiro, escribe un sermón.
Uno se familiariza a muy temprana edad con aquí donde el juego de la linterna
mágica entra, la pequeña caja de hierro con la lámpara de gas (todavía puedo
oler la peste a hierro caliente) y las proyecciones a color. En mi mente estaban,
entre otras cosas, Caperucita Roja y el Lobo. El Lobo era el demonio, el diablo
sin cuernos pero con cola y quijada roja, un diablo curiosamente palpable y al
mismo tiempo inasible, la representación de maldad y hostigamiento en el papel
tapiz de flores de la habitación de un niño.

La primera película que tuve en mi poder medía tres metros de largo y era café.
Representaba a una joven dormida en un campo. Despierta, se estira, se levanta
y, con los brazos extendidos, desaparece por el lado derecho del cuadro. Eso
era. En la caja donde la película fue puesta de nuevo, estaba dibujado un
coqueto retrato con las palabras “Frau Rolle”. Nadie entre mis amigos sabía
quién era “Frau Rolle”, pero difícilmente importaba: la película fue un gran éxito
y fue reproducida cada tarde hasta que quedó hecha trizas de tanto usarla.

Este pequeño e inestable cinema fue mi primera caja de mago. De hecho,


curiosamente, el juguete era mecánico, las personas y cosas nunca cambiaron.
Con frecuencia me pregunto cómo eso era capaz de fascinarme tanto que aún
hoy me sigue causando el mismo efecto. Este pensamiento a veces me visita en
el estudio, o en la oscuridad del cuarto de edición, donde la tirilla de película
pasa entre mis dedos, o durante el fantástico nacimiento que es la
recomposición, cuando la película terminada se revela lentamente. No puedo
parar de pensar que manejo un instrumento tan refinado que con él es posible
para nosotros iluminar el alma humana con una luz infinitamente más vívida,
revelar su brutalidad y agregar nuevos terrenos de la realidad a nuestros
saberes. Tal vez podamos incluso descubrir una grieta que nos deje penetrar en
un claroscuro surreal para contar nuestros cuentos de una manera nueva y
sobrecogedora. A riesgo de exponer una cosa más que no pueda probar, me
gustaría decir que, en mi opinión, quienes hacemos películas solo usamos una
minúscula parte de un poder aterrador, movemos no más que el dedo pequeño
de un peligroso gigante.

Pero también es posible que esté equivocado. Puede que el cine haya alcanzado
su punto más alto de evolución, que este instrumento, por su propia naturaleza,
no sea capaz de conquistar nuevos campos, que estemos siendo tomados por
sorpresa con las narices contra la pared al final del camino en un callejón sin
salida. Muchos tienen esta opinión, y es un hecho que estamos parados en un
pantano, con las narices apenas en la superficie del agua, paralizados por
necesidades económicas, convenciones, tonterías, miedos, incertidumbre y
desorden.

A veces me pregunto qué estoy buscando en mis películas, cuál es mi meta. La


pregunta es difícil y peligrosa, y usualmente respondo con una mentira o una
evasión: “Estoy intentando decir la verdad sobre la condición humana, la verdad
como yo la veo”. Esta respuesta los satisface, y a menudo me pregunto por qué
nadie nota mi engaño, porque la respuesta real debería ser: “Siento una
necesidad irreprimible de expresar eso en la película de modo completamente
subjetivo, es parte de mi conciencia. En este caso no tengo metas más allá de
mí mismo, mi pan diario, entretener y ser respetado por el público, una suerte
de verdad que encuentro justa en ese particular momento”. Y si intento
sintetizar mi segunda respuesta, el resultado final no es muy entusiasta: es una
actividad sin mayor importancia.

No diré que esta conclusión me avergüenza mucho. Estoy en la misma posición


que la mayoría de artistas de mi generación: a fin de cuentas, nuestra actividad
no tiene mayor sentido. El arte por el arte. Mi verdad personal, o tal vez tres
cuartos de verdad o ninguna verdad, excepto que tiene valor para mí.

Sé que esta manera de ver las cosas es impopular, especialmente en estos días.
Así que me apresuraré a sentar mi posición más precisamente formulando la
pregunta de otra manera: ¿qué meta les gustaría tener en la realización de sus
películas?
Dicen que en tiempos antiguos, la Catedral de Chartres, alcanzada por un rayo,
quedó reducida a cenizas. Luego, dicen, miles de personas se precipitaron desde
todos los rincones del mundo, personas en el camino diario de la vida; cruzaron
Europa como borregos y empezaron, todas juntas, a reconstruir la catedral
desde sus antiguos cimientos. Vivieron allí hasta que la inmensa construcción
estuvo completa, arquitectos, obreros, artistas, malabaristas, nobles, prelados,
gente ordinaria de clase media, pero sus nombres son desconocidos e incluso
hoy nadie sabe quién construyó la Catedral de Chartres.
Sin decir que esto debería llevar a que juzguen de antemano mis creencias o
mis dudas –en este contexto no son importantes–, creo que el arte perdió su
significado para la vida en el momento en que se separó de la adoración
religiosa. Rompió su cordón umbilical y vive una vida separada, sorpresivamente
estéril, sosa y degenerada. La creatividad colectiva y los humildes hombres
anónimos son reliquias olvidadas y enterradas, despojadas de valor. Mis
pequeñas aflicciones y dolores de estómago morales son examinados con
microscopio subspecie aeternitatis. El miedo a la oscuridad que caracteriza la
subjetividad y la conciencia escrupulosa se han convertido en la gran cosa, y
llegamos finalmente a un camino sin salida donde discutimos entre nosotros el
tema de nuestra soledad, sin que ninguno escuche a los otros, sin siquiera notar
que estamos presionados tan cerca el uno del otro que casi morimos asfixiados.
Es así como los individualistas se ven ante sus propios ojos, negando la
existencia de lo que ven e invocando la omnipotente oscuridad; nunca
experimentando, ni una vez, la salvadora gracia de los deleites de estar en
comunidad (trabajando juntos). Estamos verdaderamente aprisionados en
nuestros círculos viciosos, tan encerrados en nuestra propia angustia que nos
hemos vuelto incapaces de distinguir lo real de lo falso, los ideales de gánsters
del sincero desamparo.

A la pregunta sobre mi objetivo al hacer cine, podría entonces responder:


“Quiero ser uno de los artistas de la catedral que se levanta desde los cimientos.
Quiero ocuparme en tallar en piedra la cabeza de un dragón, un ángel o un
demonio, o tal vez un santo, ¡eso no importa!, encontraré la misma dicha en
cualquier caso. Si soy creyente o no creyente, cristiano o pagano, trabajo con
todo el mundo para construir una catedral porque soy artista y artesano, y
porque he aprendido a esculpir rostros, extremidades y cuerpos en piedra.
Nunca me preocuparé por el juicio de la posteridad o de mis contemporáneos,
mi nombre está tallado en ningún lado y desaparecerá conmigo. Pero una
pequeña parte de mí sobrevivirá en la anónima y triunfal totalidad. Un dragón o
un demonio, o tal vez un santo, ¡eso no importa!”

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