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El segundo tomo de los discursos de

los Premios Nobel de literatura,


autorizado por la Academia Sueca,
profundiza el territorio de lo
sensible y propone significativas
reflexiones sobre nuestro devenir.
Las lúcidas palabras leídas por los
deslumbrantes autores que han
obtenido la más alta distinción de la
literatura, son un verdadero legado
poético de nuestro tiempo y una
aguda indagación sobre la
experiencia creativa. Los once
autores aquí seleccionados,
provenientes de distintas latitudes,
culturas e idiomas, se suman a los
publicados anteriormente que ya
pertenecen al universo de lo
imprescindible. La resistencia de la
memoria propuesta por Czeslaw
Milosz, la conciencia solar soñada
por Odiseas Elytis, el signo fraterno
que debe originar nuestro porvenir
buscado por Seamus Heaney, la
conspiración contra el silencio
promulgada por Joseph Brodsky, y
el arduo combate para que el
lenguaje se libere de sus cárceles
emprendido por Toni Morrison, son
algunos de los rumbos transitados
en estas páginas, en búsqueda de
una necesaria oportunidad para lo
humano. Las palabras deben ser
despertadas por el lector si
queremos que la imaginación se
oponga a los apocalipsis. Es tiempo
de asumir este riesgo esencial. Este
Tomo 2 contiene los discursos de:
Czeslaw Milosz, Odiseas Elytis,
Yasunari Kawabata, Toni Morrison,
Camilo José Cela, Seamus Heaney,
Naguib Mahfouz, V.S. Naipaul,
Heinrich Böll, Wislawa Szimborska,
Joseph Brodsky
José Chalarca & Czeslaw
Milosz & Odiseas Elytis &
Yasunari Kawabata & Toni
Morrison & Camilo José
Cela & Seamus Heaney &
Naguib Mahfouz & V. S.
Naipaul & Heinrich Böll &
Wislawa Szymborska &
Joseph Brodsky

Discursos
premios Nobel
Discursos premios Nobel - 2

ePub r1.0
Titivillus 04.07.16
Título original: Discursos premios Nobel
José Chalarca & Czeslaw Milosz &
Odiseas Elytis & Yasunari Kawabata &
Toni Morrison & Camilo José Cela &
Seamus Heaney & Naguib Mahfouz & V.
S. Naipaul & Heinrich Böll & Wislawa
Szymborska & Joseph Brodsky, 2003
Traducción: Esperanza Vallejo Osorio &
Germán Villamizar & Colombia Truque
Vélez & Fernando Aristizábal & Marisol
Morales Díaz & Olga Rojas

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
CZESLAW MILOSZ
— ODISEAS
ELYTIS —
YASUNARI
KAWABATA —
TONI MORRISON
— CAMILO JOSÉ
CELA — SEAMUS
HEANEY —
NAGUIB MAHFOUZ
— V. S. NAIPUL
— HEINRICH BÖLL
— WISLAWA
SZYMBORSKA —
JOSEPH BRODSKY
Para conjurar el
silencio

Por José Chalarca

Los once textos que conforman este


segundo volumen de Discursos de los
Premios Nobel de Literatura, nos
brindan la oportunidad de aproximarnos
al misterio de la creación poética y al no
menos portentoso fenómeno de poetizar
en la segunda mitad del Siglo XX, en
que las fuerzas falsamente luminosas de
la tecnología y la informática, buscan
arteramente la aniquilación de la
intimidad, la claudicación de la fantasía,
el destierro de la imaginación y la
anulación de la sensibilidad.
Cada pieza de esta oratoria que
rescata el género de la torva
servidumbre que le han impuesto los
políticos, está integrada por páginas
magistrales en las que los poetas
coronados desgarran su entraña, para
hacer aflorar las fuentes que nutren su
decir o lo que pretende su verbo, o
describir las piezas de su engranaje, o
su primera causa o su última razón de
ser.
Milosz, cuyo discurso da inicio a
este volumen, nos dice desde la
cabalgadura de un libro de infancia, que
la esencia de la poesía es ver y
describir. Pero no un ver y describir
cualquiera para lo que están las cámaras
fotográficas y de video, sino un ver
creador con el que el poeta descifra los
mensajes que emite lo visto, los
interioriza, los elabora y los devuelve
en la descripción como nuevos seres
maravillosos, construidos con porciones
de su corazón y arropados con el manto
que ornan las piedras preciosas de su
fantasía y el oro generoso de su
sensibilidad.
Para Elytis en un mundo donde la
economía ha extraviado sus rumbos y
convertido a hombres y pueblos en
cifras que acrecen hasta el delirio los
ingresos de los ricos, la poesía es: el
único lugar donde el poder de los
números no significa nada.
Kawabata desde la galaxia del
budismo Zen y con la evocación de los
poetas que le antecedieron, nos muestra
los ricos matices de la sensibilidad
oriental, de tan difícil acceso para
quienes educaron su percepción en los
cánones de la estética greco-judío-
cristiana.
Toni Morrison nos hace escuchar su
voz modulada en los confines de la
ínsula penitenciaria de la doble
marginalidad que le infringen el sexo y
la raza, para decirnos cómo ha colocado
el techo de una torre de palabras que
habían empezado a construir otros dos
grandes poetas negros: Richard Wright y
James Baldwin, este último igualmente
objeto de doble marginación por su
condición homosexual.
En el discurso de Morrison campea
un profundo y genuino aliento poético.
En un momento luminoso la anciana
invidente de la fábula que le da
estructura, acicateada por la voluntad de
confundirla que esgrimen
amenazadoramente sus jóvenes
visitantes, elabora la sentencia que le
permite salir airosa del paso: El
trabajo-de-la-palabra, es sublime
porque es generativo, produce el
significado que garantiza nuestra
discrepancia —la manera en la cual
somos como ninguna otra forma de
vida.
El texto de Camilo José Cela se
apoya confiadamente en el Cratilo de
Platón y apunta a develar el papel de la
fábula en la aventura del Homo Sapiens
sobre la faz de la Tierra, movido por el
empeño inútil de ser lo que no es: un
dios. Los hombres en la prosecución de
este absurdo, han extraviado sus
caminos e incurrido en todo género de
tropelías y deslumbrados por el fuego
fatuo de esta quimera, no han podido
percatarse de que los dioses son la
negación más aberrante de la condición
humana.
Seamus Heaney como Milosz
apuntala su disertación para honrar la
poesía en paisajes de infancia, en
memorias de cuartos y evocaciones de
colores, olores y sabores de hogar.
Su vida ha transcurrido en medio del
conflicto que enfrentan en su querida
Irlanda los católicos y los protestantes,
que hasta hace poco inundó de sangre
las calles de sus pueblos y vistió de luto
a gentes de todas las edades. Ilustra el
horror de la violencia desbordada en
una escena que no me atrevo a describir
para no privar de antemano al lector de
su impacto catártico. Ante el hecho de la
paz alcanzada Heaney exclama
conmovido: A veces es difícil no pensar
que la historia instruye lo mismo que
un matadero; que Tácito no mentía
cuando dijo que la paz es la desolación
que queda después de las operaciones
decisivas realizadas por un poder
inmisericorde.
Naguib Mahfouz que recibió con el
premio a su obra el reconocimiento
universal a la riquísima e importante
literatura en lengua árabe, presta su voz
para la que están dispuestos en esa
ocasión todos los oídos del mundo, al
proscrito hemisferio sur en donde tiene
su morada la desesperanza, pero lo hace
de rodillas.
Grita que su decir lo respaldan: la
civilización imperial del antiguo Egipto
y los 1300 años de cultura musulmana;
que su voz tiene prestancia y en su buena
fe que raya con la ingenuidad, no se da
cuenta que la prosapia sin riqueza es
más lastimosa y patética que la falta de
abolengo connatural a la pobreza.
Con la desprevención del hombre
sano que no sabe otra cosa que escribir,
ajeno por completo a los turbios
intríngulis de la política, le pide a los
países ricos que vuelvan sus ojos a los
sufrimientos de los seres humanos,
aquellos que sobreviven con penuria en
el Tercer Mundo. Nadie le hará caso
porque los afortunados y los poderosos
necesitan de los pobres como espejo que
refracte el brillo de su riqueza y de la
distancia que los separa para
dimensionar las proporciones de su
poder.
Naipaul discurre desde el coto
cerrado del colonialismo inglés y nos
dibuja con trazo firme y rica paleta los
contornos de los dos mundos que
entraña esa modalidad de existencia
geopolítica. Nos dice que todo él está en
sus libros y que se ha construido en el
tránsito por las tierras que encontró
mencionadas en los documentos que
investigó, para ubicar sus orígenes.
Brodsky, el poeta cuyo discurso
cierra este libro, aprovechó la
oportunidad de tener un auditorio
universal para exponer un texto
luminoso en el que propone a la poesía
como la razón de ser del género humano.
Escuchémosle: En sentido
antropológico, permítanme reiterar,
que el ser humano es una criatura
estética antes que un ser ético. Por lo
tanto, no es que el arte,
particularmente la literatura, sea un
subproducto del desarrollo de la
especie, sino justamente lo contrario.
Si lo que nos distingue de los otros
miembros del reino animal es el habla,
entonces para decirlo francamente, la
literatura es el objetivo de nuestra
especie, y la poesía, en especial,
porque es la forma más alta de la
expresión.
Al concluir la lectura de los textos
que le dan entidad a este libro, se puede
establecer una confluencia de intención
y aunque son anteriores a los últimos
sucesos que han conmocionado al mundo
y generado en los poderosos la urgencia
de establecer un nuevo orden el cual, si
analizamos los nortes que dirigieron la
invasión a Irak, resulta ser el mismo
antiquísimo que afirma y justifica su
imperio en la razón de la fuerza.
El orden que se desprende de las
propuestas de los poetas que se
convocan en esta obra, se afirma en la
defensa del lenguaje y de su más
elevada misión: la poesía. Es
impostergable una exhaustiva revisión
de la palabra que, tal y como lo expone
Böll en su denso discurso, ha extraviado
o perdido o prostituido o esclavizado su
poder y su capacidad misma de
significación.
No se puede permitir que quienes se
adelantaron en proponer el nuevo orden
con el aplastante argumento de misiles,
bombas y metralla, sometan también el
imperio soberano del decir a la jerga
del inglés comercial que hoy dispone de
500 000 vocablos con los que es
imposible significar lo que logró
Shakespeare con una lengua que en su
momento tenía apenas 20 000 palabras.
Si el lenguaje como lo dijo
Heidegger es la casa del ser y los
poetas sus guardianes, entonces ellos
están en la ineludible obligación de
revaluar los contenidos del lenguaje. No
pueden dejar que las palabras (libertad
y redención) que pervirtieron su
significación nos esclavicen. Que
felicidad se ofrezca como genérico y se
mida con la capacidad de compra. Que
dinero y su tenencia sirva a quienes lo
poseen en exceso para disfrutar hasta el
hartazgo las bondades, los placeres y las
prerrogativas reales del presente y para
que ellos mismos vendan la idea de que
la carencia, en los miles de millones que
no lo tienen, les garantiza una vida
eterna en un cielo que sólo alcanzan con
la muerte y de cuya existencia, con ese
cúmulo de delicias, nadie ha dado
testimonio y ni siquiera la más simple
referencia.
Czeslaw Milosz

Szetejnie, Lituania,
(1911). Premio
Nobel de Literatura
1980. Integrante de
la Resistencia polaca
durante la II Guerra
Mundial, este poeta y
novelista ha sido
considerado uno de
los más
representativos
escritores de la Europa del Este.

Fue miembro del cuerpo diplomático de


Polonia, emigró a París en 1951 y luego a
Estados Unidos en 1960, donde adoptó la
nacionalidad americana. Tras obtener el
máximo galardón de la Academia Sueca,
su obra poética se comenzó a publicar en
diversos idiomas. Es autor de las novelas
de corte autobigráfico El poder cambia
de manos (1953) y El valle de Issa
(1955), y del libro El pensamiento
cautivo (1953), una serie de ensayos
donde analiza la posición ante el
comunismo por parte de los intelectuales
polacos. Sus primeros poemas, de estilo
neosimbolista, fueron publicados en 1933
bajo el título Poemas del tiempo
congelado (1933).

Discurso traducido por Esperanza


Vallejo Osorio.
La conspiración del silencio

Mi presencia aquí, en este podio,


debería ser un argumento definitivo para
quienes vindican de la vida su divina y
maravillosamente compleja
imprevisibilidad. Durante mi época
escolar, acostumbraba a leer los libros
de una colección que se publicaba en
Polonia con el título de: Biblioteca de
los Premios Nobel. Recuerdo aún el
color del papel y su tipo de letra.
Imaginaba entonces que los laureados
con el Premio Nobel eran escritores, es
decir personas que por varios años
creaban extensas obras en prosa, y aun
cuando supe que entre los galardonados
también había poetas no cambié de idea.
Por eso al publicar en 1930 mis
primeros trabajos en la revista
universitaria Alma Mater Vilnensis, yo
no tenía aspiraciones a ser reconocido
con el título de escritor; ni tampoco
tiempo después al elegir la soledad para
entregarme al extraño oficio de escribir
poemas en polaco a pesar de vivir en
Francia o en Norteamérica, pues traté de
preservar una imagen ideal del poeta,
que aunque desea alcanzar el
reconocimiento, sólo anhela ser famoso
en la aldea o en la ciudad que lo vio
nacer.
Ciertamente uno de los autores
premiados con el Nobel y a quien leí en
mi infancia, ejerció una gran influencia
en mi conocimiento de la poesía. Estoy
hablando de Selma Lagerlöf. En Las
maravillosas aventuras de Nils, libro
que amé, el héroe sobrevuela la tierra y
la contempla en la distancia, desde las
alturas, pero es al mismo tiempo capaz
de ver sus mínimos detalles; realizando
una doble visión que yo desearía
proponer como metáfora de la vocación
del poeta. Posteriormente hallé una
imagen similar en una oda latina del
escritor del siglo XVII Maciej
Sarbiewski, quien fue conocido en toda
Europa con el seudónimo de Casimiro.
Fue maestro de poética en la
universidad donde yo estudié. La oda
que cito relata su viaje sobre Pegaso
desde Vilno a Antwerp, con el propósito
de visitar a sus amigos poetas.
Sarbiewski al igual que Nils en su
travesía observa ríos, lagos, bosques, es
decir, la geografía íntegra del paisaje
que se extiende abajo, distante y
concreta a la vez. Estas visiones a mi
modo de ver, serían según lo he
planteado, los dos atributos del poeta: la
ansiedad de la contemplación y el deseo
de describir lo que ve. Y, además, aquel
que como yo considera que la poesía es
ver y describir, debe saber entonces que
librará una difícil batalla contra la
modernidad, fascinada por las diversas
teorías de un específico lenguaje
poético.
Todo poeta depende en gran medida
de las generaciones anteriores que
escribieron en su lengua materna; es
heredero del estilo y la forma que
elaboraron aquellos que lo precedieron.
Así mismo, sospecha que las formas
tradicionales de expresión no colman
todas las expectativas de su propia
experiencia, y si por algún motivo se
somete a ellas, escucha un llamado
interior que denuncia sus máscaras. Pero
si en forma inversa se rebela, sufre
sucesivamente la influencia de los
diversos movimientos vanguardistas
contemporáneos. Y así, basta con la
publicación de su primer poemario para
que comprenda la ardua trampa que le
han tendido. Porque aunque no se haya
secado la tinta de esa obra que él creía
única, se la muestran envilecida por el
estilo de otro. Entonces la única
estrategia que le queda para calmar esa
oscura culpabilidad, es seguir su
búsqueda publicando posteriormente un
segundo libro que aumentará su
desolación, y lo condenará a emprender
una y otra vez esa cacería interminable.
Es posible que al ir dejando tras de sí
libros como pieles secas de serpiente,
en una fuga constante de aquello que
hizo en el pasado, este poeta reciba el
Premio Nobel.
¿Cuál es ese enigmático impulso que
no lo deja asentarse en lo realizado, en
lo finalizado? Yo pienso que es la
búsqueda de la realidad. Y le doy a esta
palabra su sentido ingenuo y solemne,
que nada tiene que ver con los debates
filosóficos de los últimos siglos. Esta
realidad es la Tierra que observa Nils
volando sobre su ganso y también la que
contempla el autor de la oda latina
desde Pegaso. Pues indudablemente esta
Tierra existe y ninguna descripción
podrá extinguir sus riquezas. Aquella
afirmación implica la negación
anticipada de una pregunta muy
frecuente: ¿Qué es la realidad?,
interrogación semejante a la que hace
siglos propusiera Poncio Pilatos: ¿Qué
es la verdad? Si entre las dualidades
que utilizamos asiduamente, la
oposición vida y muerte tiene tanta
importancia, no menos valor debería
darse a las contradicciones verdad y
mentira, realidad e ilusión.

II

Simone Weil, con cuyos escritos estaré


siempre en deuda, dice: la distancia es
el alma de la belleza. No obstante,
mantenerse a distancia es casi
imposible. Yo soy Un hijo de Europa,
como lo afirmo en uno de mis poemas,
pero sé que es una amarga y sarcástica
afirmación. Escribí también un libro
autobiográfico titulado: Otra Europa,
porque en verdad existen dos Europas, y
nosotros habitantes de la segunda,
fuimos destinados a descender al
corazón de las tinieblas del siglo XX.
Yo no sabría cómo hablar de poesía en
forma generalizada. Lo haré entonces
relacionándola con las circunstancias
específicas a un tiempo y un lugar. Hoy,
desde una perspectiva más amplia,
podemos distinguir los rasgos precisos
de los acontecimientos que por su furia
rebasaron los desastres naturales que
conocemos, aunque en su momento la
poesía, tanto la mía como la de mis
contemporáneos, con un estilo
tradicional o de vanguardia, no estaba
equiparada para enfrentar aquellas
catástrofes. Como hombres ciegos
íbamos abriéndonos camino entre estas
búsquedas, expuestos a todas las
tentaciones con las que por entonces el
espíritu se engañaba a sí mismo.
No es fácil distinguir entre realidad
e ilusión, especialmente cuando uno
vive en un tiempo que se caracteriza por
las grandes convulsiones que se
iniciaron hace dos siglos en una
península pequeña del continente
euroasiático, que terminaron por
imponer en todo el planeta, y en cada
uno de sus habitantes, la adoración
continua por la ciencia y la tecnología.
Tampoco era fácil soportar las
innumerables tentaciones intelectuales
que nos asaltaban en aquellas regiones
europeas, donde ideas abyectas de
dominación sobre los hombres,
similares a las de dominio sobre la
naturaleza, condujeron a paroxismos de
guerra y revolución, subyugando a
millones de seres humanos y
destruyéndolos física y espiritualmente.
No obstante nuestro mayor legado no fue
la aceptación de aquellas ideas, con las
que entramos en contacto en forma
tangible, sino el respeto y la gratitud
hacia aquello que preserva a las
personas de la aniquilación interna y de
la tiranía. Precisamente por eso algunas
formas de vida e instituciones fueron
blanco de la furia de las fuerzas del mal,
que intentaron quebrar los lazos
orgánicos existentes entre las personas,
mantenidos por la familia, la religión, la
vecindad y la herencia común. En otras
palabras, me refiero a esta desordenada
e ilógica humanidad, algunas veces
catalogada de ridícula debido a sus
inclinaciones religiosas y a sus
lealtades. En varios países, los vínculos
de civitas fueron sometidos
gradualmente a una erosión, al tiempo
que se desheredaba a los habitantes de
sus más profundas tradiciones. No
sucedió lo mismo, sin embargo, en
aquellas áreas en que súbitamente como
producto de una situación de grave
peligro, el significado protector de estos
vínculos se reveló por sí solo. Este fue
el caso de mi tierra natal. Y no sería
apropiado en este lugar dejar de
mencionar las ofrendas que mis amigos
y yo recibimos en nuestra Europa, y al
pronunciarlas entonar un canto de
alabanza.
Es extraordinario haber nacido en un
pequeño país en el cual la naturaleza se
mostraba a escala humana y donde
diversas lenguas y religiones habían
cohabitado por centurias. Tengo en mi
memoria a Lituania, un país de
maravillosos mitos y de poesía. Mi
familia, durante el siglo XVI hablaba
polaco lo mismo que muchos hogares en
Finlandia se comunicaban en sueco, y en
Irlanda en inglés; soy por tal motivo un
poeta polaco y no lituano. Sin embargo
los paisajes y también el espíritu de
Lituania jamás me han abandonado. Es
grandioso escuchar durante la infancia
las palabras de la liturgia latina, traducir
a Ovidio en la escuela y recibir una
buena preparación de acuerdo con el
dogma y la apologética católica. Siento
como una bendición la opción que me
brindó el destino de realizar mis
estudios escolares y universitarios en
una ciudad como Vilno. Una rara ciudad
de arquitectura barroca, transplantada a
los bosques nórdicos, con su historia
grabada en cada una de sus piedras, y
que posee cuarenta iglesias católicas así
como numerosas sinagogas. En aquellos
días los judíos la llamaban la Jerusalén
del Norte. Sólo cuando comencé a dictar
clases en los Estados Unidos, entendí
hasta dónde me hallaba absorbido por
las enseñanzas de nuestra antigua
universidad, por los preceptos del
Derecho Romano aprendidos de
memoria, y la historia y la literatura de
la vieja Polonia, que mucho sorprendía
a los jóvenes norteamericanos, a causa
de sus motivaciones específicas: Una
anarquía indulgente, un orgánico sentido
social, un humor reconciliador y una
desconfianza absoluta hacia el poder
central.
Un poeta crecido en este espacio, tal
vez debiera buscar la realidad mediante
la contemplación. La vida monacal
tendría que ser su destino, distante del
hostigamiento y de las persistentes
demandas de sus semejantes, en el
silencio de una celda y atento solamente
al sonido de las campanas. Si algún
libro estuviera en su mesa de trabajo,
habría sido aquel que tratara sobre la
cualidad inaccesible de lo relativo a la
divinidad, es decir sobre el esse. Pero
de pronto, sin poder evitarlo, todo esto
le es raptado por los acontecimientos
demoníacos de la historia que siempre
se apropia de los rasgos de una deidad
sedienta de sangre. La Tierra, que el
poeta observó durante su vuelo, grita en
su abismo y no permite ser contemplada
desde las alturas. Una contradicción
insoluble surge entonces, terrible y real,
que no ofrece paz al espíritu ni de día ni
de noche; es aquella entre el ser y la
acción, o en otro nivel, es la
contradicción entre el arte y la
solidaridad con cada uno de los seres
humanos. La realidad clama por un
nombre, quiere ser llamada, pero es
intolerable, y si somos tomados por ella,
si aparece demasiado próxima, la boca
del poeta no es capaz siquiera de
proferir la queja de Job: el arte prueba
así que no puede equipararse a la
acción. Sin embargo, asir la realidad de
un modo que resulte preservada del bien
y del mal, de la desesperación y de la
esperanza, incluso en su conocida
confusión, no es imposible, si logramos
tomar distancia, si somos capaces de
remontarnos sobre ella; pero esto deriva
entonces en una traición moral.
Aquella era la contradicción que
permanecía latente en el corazón de
todos los conflictos engendrados por el
siglo XX, descubiertos por los poetas de
una Tierra contaminada por el crimen y
el genocidio. ¿Y ahora qué piensa quien
como tantos otros escribió cierto
número de poemas, que han reposado en
la memoria como un verdadero
testimonio de esos años? Piensa que
esos poemas nacieron de una desdichada
contradicción, que hubiera sido
preferible resolver incluso no
habiéndolos escrito jamás.

III

El santo patrón de todos los poetas en el


exilio, aquel que visitó por medio de la
imaginación sus ciudades y provincias,
sigue siendo Dante. ¡Pero cómo se ha
multiplicado el número de Florencias!
El exilio del poeta es hoy el elemental
ejercicio de un hallazgo relativamente
reciente, que nos ha enseñado que los
detentadores del poder tienen las
herramientas necesarias para controlar
el lenguaje, y no sólo mediante la
censura, sino especialmente alterando el
significado de las palabras. Se produce
de esta manera un fenómeno singular,
que provoca que el lenguaje de una
comunidad cautiva adquiera ciertas
costumbres duraderas, y así zonas
enteras de la realidad dejan de existir
simplemente porque carecen de nombre.
Habría que indagar si existen vínculos
secretos, entre unas teorías literarias
como la de Écriture (del lenguaje
alimentándose a sí mismo), y la del
desarrollo del estado totalitario. De
cualquier forma, lo indiscutible es que
no hay razón fundamental para que el
Estado no tolere una actividad que
consiste en crear prosa y poesía
experimentales, siempre que ambas
hayan sido concebidas como sistemas de
referencia autónomos, enmarcados en
sus propias fronteras. Pues sólo si
suponemos que el poeta es un ser que
combate infatigablemente por liberarse
de estilos prestados en busca de la
realidad, su existencia nos parecerá
peligrosa. En una habitación cerrada en
la que un grupo de personas instauran la
conspiración del silencio, una palabra
verdadera suena como un disparo de
pistola. Entonces la tentación de
pronunciarla, semejante a una aguda
comezón, deriva en algo obsesivo que le
impide pensar en otra cosa. Esta es la
razón por la cual el poeta elige el exilio
interior o exterior. No podría aseverar,
sin embargo, que sus motivaciones se
reduzcan exclusivamente a un interés por
la realidad. Puede darse el caso también
de que pretenda liberarse de ella, y en
un lugar diferente, en países que no son
el suyo, frente a otros mares, logre
recobrar durante breves instantes, su
verdadera vocación, es decir la
contemplación del Ser.
Esta esperanza es ilusoria para
aquellos que proceden de la otra
Europa, pues donde quiera que se
encuentren, advertirán que sus
experiencias los aíslan de su nuevo
medio, lo cual deviene para ellos en
fuente de renovada obsesión. Nuestro
planeta, cada vez más pequeño debido a
la descomunal proliferación de las
comunicaciones, es testigo de un cambio
que escapa a cualquier definición
caracterizado por la negación de la
memoria. Seguramente las personas no
cultivadas de los siglos pasados, que
eran la mayoría de la humanidad, sabían
poco o nada de la historia de sus
respectivos países y de su civilización.
Para los analfabetos actuales, quienes
por el contrario, saben leer y escribir, e
incluso enseñan en colegios y
universidades, la historia parece
familiar, pero la han asimilado con una
extraña confusión. Molière se convierte
así en contemporáneo de Napoleón y
Voltaire de Lenin. Además, los hechos
de las últimas décadas, de importancia
tan significativa que de su conocimiento
depende el porvenir de la humanidad,
pasan desapercibidos, se desdibujan y
pierden su solidez, como si el concepto
de Nietzsche sobre el nihilismo europeo
hallara aquí su realización ideal: El ojo
de un nihilista —escribía en 1887—,
desconfía de sus recuerdos; deja que
mueran y pierdan sus hojas… y aquello
que no hace consigo mismo, tampoco lo
hace con el pasado de la humanidad: lo
deja morir. Nuestra época sólo preserva
del pasado ficciones opuestas al sentido
común o ideas donde es muy elemental
la relación del bien y del mal. Y esto se
puede corroborar con un reciente
postulado del diario Times de Los
Ángeles: El número de libros en
diversos idiomas que niegan la
veracidad del Holocausto
atribuyéndolo a una ficción de la
propaganda judía, rebasa el centenar.
Si lograron urdir tan desmesurado
delirio, ¿por qué sería improbable la
pérdida total de la memoria como estado
permanente del espíritu? ¿Y no
representa esto acaso un peligro más
grave que la ingeniería genética o la
aniquilación del medio ambiente?
Para el poeta de la otra Europa los
hechos relacionados con el Holocausto
son una realidad tan próxima en el
tiempo que no los puede liberar de su
recuerdo, a menos que inicie la
traducción de los Salmos de David.
Siente ansiedad al comprobar que el
significado de la palabra Holocausto
experimenta graduales modificaciones,
siendo la más grave que esté adosada
exclusivamente a la historia de los
judíos, como si entre las numerosas
víctimas no hubieran existido millones
de polacos, rusos, ucranianos y
prisioneros de otras nacionalidades.
Este poeta se siente conmovido porque
en todo ello adivina el presagio de un
futuro que limitará la historia a la
televisión, en la cual la verdad, por su
complejidad, quedará relegada a los
archivos y será totalmente eliminada.
Otros hechos para él muy cercanos
aunque lejanos para los países de
Occidente, lo conducen a asumir como
cierta la visión de H. G. Wells en La
máquina del tiempo, donde la Tierra es
habitada por una tribu de niños solares,
despreocupados, despojados de
memoria y por consiguiente de historia,
sin defensas para confrontar a los
moradores de las cavernas subterráneas:
a los niños caníbales de la noche.
Pertenecientes al movimiento de
cambio tecnológico, hemos creído que
la unificación de nuestro planeta
depende de la acción adecuada y le
damos una desmedida importancia al
concepto de comunidad internacional.
No pretendo reducirle su valor a los
días en que fuera fundada la liga de las
Naciones Unidas, pero lamentablemente,
aquellas fechas carecen de sentido en
comparación con otra, que deberíamos
conmemorar cada año como un día de
luto para la humanidad y que es casi
desconocida para las más recientes
generaciones: hablo del 21 de agosto de
1939. En aquella fecha dos dictadores
firmaban un acuerdo que contenía una
cláusula secreta con el propósito de
repartirse varios países vecinos que
para entonces contaban con capitales,
gobiernos y parlamentos establecidos.
Este pacto no sólo desencadenó una
terrible guerra, sino que restableció el
principio colonialista, por el cual las
naciones no son más que ganado para
comerciar y continúan siendo
completamente dependientes de la
tiranía de sus dueños eventuales. Sus
fronteras, su derecho a la determinación
y sus pasaportes dejaron de existir, y
sigue siendo una fuente de asombro en la
actualidad, que aún se hable susurrando
y con el índice en los labios se
mencione que ese nefasto principio fue
aplicado por los dos dictadores cuarenta
años atrás.
Los crímenes en contra de los
derechos humanos, jamás confesados y
nunca denunciados públicamente, son un
veneno que destruye la posibilidad de
una religión de amistad entre las
naciones. Las antologías de poesía
polaca incluyen textos de mis amigos
Wladyslaw Sebyla y Lech Piwowar y
dan la fecha de sus muertes: 1940. Pero
lo absurdo del hecho, cuando todo el
mundo en Polonia conoce la verdad, es
que ninguna de estas antologías relata
las circunstancias en que murieron. Su
sino fue el mismo que el de varios miles
de oficiales polacos detenidos e
internados en los Campos de
Concentración por el entonces cómplice
de Hitler, y ambos reposan ahora en una
fosa común. ¿Podrían las nuevas
generaciones de Occidente, si algo han
estudiado de historia, desconocer que en
1944 fueron asesinadas 200 000
personas en Varsovia, una ciudad
sentenciada por Hitler y Stalin a ser
aniquilada?
Los dos dictadores genocidas hace
mucho que no existen. No obstante quién
sabe si obtuvieron victorias más
duraderas que las de sus ejércitos. A
pesar del Pacto Atlántico, el principio
según el cual las naciones son objeto de
intercambios comerciales, o fichas en un
juego de cartas o de dados, ha sido
confirmado por la división de Europa en
dos zonas. La ausencia de los tres
Estados bálticos de la organización de
las Naciones Unidas, es un permanente
recuerdo del legado de aquellos
dictadores. Antes de la guerra estos
Estados pertenecían a la Liga de
Naciones, pero desaparecieron del mapa
de Europa como resultado de la cláusula
secreta firmada en 1939.
Espero que me comprendan por
escudriñar en la memoria como en una
herida. Pero este tema no es diferente a
mis meditaciones sobre la palabra
realidad, con frecuencia mal utilizada
pero siempre merecedora de estima. El
lamento de la humanidad, los pactos más
infames que los que conocemos por
Tucídides, la forma de una hoja de arce,
amaneceres y ocasos sobre el océano, y
el sistema de causas y efectos (llamados
Naturaleza o Historia), apuntan quizá,
así lo creo, hacia otra realidad oculta e
impenetrable, capaz de ejercer una
poderosa atracción en la que habita la
fuerza conductora central de todo arte y
de toda ciencia. Existen momentos en
los que creo descifrar el sentido de las
desgracias que afligen a los países de la
otra Europa, y este significado no es
otro que el de concederles el papel de
portadoras de memoria —en un tiempo
en el que la Europa, sin adjetivos, y
Estados Unidos, la están perdiendo
gradualmente de generación en
generación.
Es posible que no exista más
memoria que la de las heridas; al menos
así lo pienso por la Biblia, un libro que
relata las tribulaciones del pueblo de
Israel. Esta obra permitió por mucho
tiempo que las naciones europeas,
preservaran el sentido de la continuidad
—una palabra que no debe confundirse
con historicidad, término actualmente de
moda.
Durante los treinta años que he
vivido fuera de mi país, he creído
disfrutar de mayores privilegios que mis
colegas occidentales —ya fueran
escritores o profesores de literatura—, y
esto debido a que los eventos recientes
o pasados conformaban en mi mente una
forma precisa minuciosamente
delineada. Pero también el público
occidental, cuando confronta poemas y
novelas escritas en Polonia,
Checoslovaquia o Hungría, o películas
producidas en estos países, desarrolla
una conciencia aguda en permanente
lucha contra las imposiciones de la
censura. La memoria es entonces nuestra
fuerza, que nos protege de un discurso
que se entreteje sobre sí mismo, como la
hiedra cuando no halla soporte en el
árbol o en el muro.
Hace breves minutos expresaba mi
deseo de poner fin a la contradicción
que opone la necesidad distanciadora
del poeta, al sentimiento de solidaridad
con los seres humanos. No obstante, si
tomamos el vuelo sobre la Tierra como
metáfora de la vocación del poeta, no es
difícil advertir que también aquí una
especie de contradicción se halla
implícita, aun en épocas en las cuales el
poeta está relativamente libre de las
trampas de la historia. Porque ¿cómo
estar encima y simultáneamente ver la
Tierra con todos sus detalles? Sin
embargo, en la precaria balanza de los
opuestos, puede lograrse cierto
equilibrio gracias a la distancia
introducida por el fluir del tiempo. Ver,
no significa sólo tener algo frente a los
ojos, sino también algo latente en la
memoria. Ver y describir significan
también reconstruir en la imaginación.
La distancia obtenida gracias al misterio
del tiempo, no debe convertir los
acontecimientos, los pasajes, las figuras
humanas en una confusión de sombras
cada vez más pálidas. Por el contrario,
puede mostrarlos a la luz del día, con la
certidumbre de que cada evento y cada
fecha pasen a ser fundamentales y
persistan como un recuerdo eterno de la
depravación y la grandeza humana.
Quienes todavía viven reciben una orden
de aquellos que fueron silenciados para
siempre. Cumplirán con su mandato tan
sólo si intentan reconstruir los
acontecimientos como ocurrieron,
despojando al pasado de ficciones y
leyendas.
Ambas entonces —la Tierra vista
desde arriba en un presente eterno y la
Tierra que perdura en un tiempo
recobrado— deberán ser fuente para la
poesía.

IV
No desearía dejar una imagen falsa de
que vivo volcado hacia el pasado. Como
la mayoría de mis contemporáneos he
sentido la punzada de la desesperación,
del fin amenazador, y me he reprochado
en algunas oportunidades el haber
sucumbido a la tentación del nihilismo.
Sin embargo a un nivel más profundo,
podría afirmar que mi poesía siempre
fue honesta, y aún en tiempos oscuros,
expresó la llegada de un reino de paz y
justicia. No podría prescindir de
nombrar a la persona que me enseñó a
no desesperar. Nosotros recibimos
dones considerables, no sólo de nuestra
tierra natal, sus lagos, ríos y tradiciones,
sino también de su gente, especialmente
si conocimos a alguien de poderosa
personalidad en nuestra juventud. Fue
una fortuna para mí ser tratado tan
cercanamente como un hijo, por mi
pariente Oscar Milosz: el visionario
exilado en París. Podríamos decir que
era un poeta francés y no polaco,
examinando la intrincada historia de una
familia y de un territorio anteriormente
llamado el Gran Ducado de Lituania. De
cualquier forma la prensa parisiense se
quejaba hace poco de que la más alta
distinción internacional no hubiera sido
concedida medio siglo antes a un poeta
cuyo apellido familiar me honra.
Aprendí mucho de él. Me transmitió
un profundo conocimiento del Antiguo y
el Nuevo Testamento y me inculcó la
necesidad de una estricta y ascética
jerarquía en todos los aspectos
mentales, generalizada incluso al arte,
donde consideraba grave ubicar en el
mismo nivel obras de segunda fila al
lado de piezas magistrales.
Especialmente lo escuché como al
profeta que ama a los hombres: con el
viejo amor ya gastado por la piedad, la
soledad y la indignación, según decía.
Razón por la cual siempre intentó lanzar
una advertencia a este mundo
enloquecido en su avance irremediable
hacia la destrucción. Muchas veces le
escuché decir que una catástrofe era
inminente pero también le oí plantear
que la conflagración que predecía sería
apenas la primera parte de un largo
drama destinado a ser representado
incesantemente hasta el final.
Él vio las causas profundas de la
errática dirección que había tomado la
ciencia en el siglo XVIII y que tuvo
funestas consecuencias para la
humanidad. Al igual que William Blake
presagió una Nueva Era, un segundo
renacimiento de la imaginación, hoy
degradada por cierto tipo de
conocimiento científico, aunque no por
todo el conocimiento ni por toda la
ciencia que descubrirán los hombres del
futuro. No importa hoy hasta dónde seguí
literalmente sus predicciones, su
orientación general fue suficiente.
Oscar Milosz como William Blake,
halló su inspiración en los escritos de
Emanuel Swedenborg, un científico que
anticipándose a todos, intuyó la derrota
del hombre que se encuentra latente en
el modelo newtoniano del universo.
Cuando gracias a mi pariente, me
convertí en un concentrado lector de
Swedenborg —aunque no lo
interpretara, es cierto, como era usual en
el romanticismo—, jamás imaginé que
visitaría por primera vez su país en una
ocasión como esta.
Nuestro siglo llega a su fin y por
influencias como la suya no me atrevería
a maldecirlo, pues ha sido también una
centuria de fe y esperanza. Una profunda
transformación de la que casi no somos
concientes, a causa de que formamos
parte de ella, ha venido forjándose con
lentitud, iluminándonos en ocasiones por
fenómenos que provocan el asombro
general. Este cambio está relacionado, y
evoco las palabras de Oscar Milosz, con
el secreto más profundo de las masas
trabajadoras, nunca antes tan vivas,
vibrantes y atormentadas. Este secreto,
que es una inconfesable necesidad de
valores reales, no halla el lenguaje para
expresarse, y aquí no solamente los
medios de comunicación sino los
intelectuales comparten una gran
responsabilidad. Pero la transformación
ha seguido su rumbo, desafiando las
predicciones a corto plazo, y es
probable que a pesar de todos los
horrores y peligros, nuestro tiempo será
juzgado como una fase necesaria de
trabajo anterior a la era en que la
humanidad ascienda a una nueva forma
de conocimiento. Entonces otra
jerarquía de valores emergerá, y estoy
convencido que Simone Weil y Oscar
Milosz, escritores en cuya escuela
obedientemente estudié, recibirán su
reconocimiento. Yo siento que todos
debemos confesar públicamente nuestra
deuda con ciertas personas, porque sólo
por esta vía definiremos nuestra
posición de una forma más enérgica, que
citando los nombres de aquellos a
quienes desearíamos hacer llegar un
violento no. Espero que en este
discurso, a pesar de la vaguedad de mi
reflexión, que debe estar relacionada
con un mal hábito profesional de los
poetas, mis síes y mis noes, hayan sido
definidos claramente, y puedan abrir un
camino para la elección de mi sucesor.
Porque todos los que nos encontramos
aquí, el conferencista como quienes me
escuchan, no somos más que eslabones
entre el pasado y el porvenir.

Copyright © The Nobel Foundation


1980
Odiseas Elytis

Heraklion, isla de
Creta (1911) -
Grecia (1996).
Premio Nobel de
Literatura 1979.
Reconocido como
uno de los mayores
poetas griegos de
todos los tiempos,
Elytis recibió entre
otras distinciones, el
Premio Nacional de Poesía de su país en
1960 y el doctorado Honoris Causa de la
Universidad de Tesalónica en el mismo
año.

Adelantó estudios de Derecho en Atenas y


sintiéndose desde muy joven atraído por
autores franceses, tradujo al griego a
poetas como Lautrémont y Eluard.
Publicó sus primeros poemas en 1935, en
la revista Nuevas Cartas, y en ese mismo
año participó en la Internacional del
Surrealismo, organizada en Atenas. Entre
1948 y 1952 recorrió Francia, donde se
puso en contacto con Char, Bretón,
Picasso y Matisse, quienes
posteriormente fueron sus grandes
amigos. Su obra comprende:
Orientaciones (1936); La Clepsidra de
lo desconocido (1937); Sol primero
(1943); Canto heroico y fúnebre para el
subteniente caído en Albania (1945);
Axion esti (1959).

Discurso traducido por Germán


Villamizar.
Para un arte solar

Hoy me pregunto si podría hablar en


nombre de la luminosidad y la
transparencia, cualidades que definen el
lugar de donde vengo y en el cual crecí.
Transparencia y luminosidad: palabras
inseparables de la manera de
expresarme.
Es bueno que el artista contribuya al
arte desde su experiencia personal y de
las virtudes de su lenguaje; sobre todo,
en épocas difíciles cuando debemos
tener las perspectivas más amplias
posibles.
No me refiero a la capacidad natural
de percibir los objetos con todos sus
detalles, sino al poder de la metáfora
para conservar su esencia, y alcanzar
tales estados de pureza que sus
significados metafísicos aparezcan como
una revelación.
Pienso en cómo los escultores del
período cicládico descubrían la esencia
de los materiales que empleaban.
También imagino el éxito de los pintores
de iconos bizantinos al utilizar sólo
colores puros para sugerir lo divino.
Es como adentrarse en la realidad y
metamorfosearla, labor que —a mi
modo de ver— siempre ha
correspondido a la noble vocación de la
poesía, que no se limita a mostrar lo que
ya es, sino lo que puede ser. Aunque este
paso no siempre ha sido aceptado con
respeto, quizás porque la neurosis
colectiva no lo permite o el utilitarismo
impide que las personas abran
suficientemente los ojos.
La gente considera que la belleza y
la luminosidad son cualidades obsoletas
e insignificantes. Sin embargo, del
proceso interior necesario para
acercarse a la forma de un ángel, en mi
opinión el más doloroso de todos los
procesos, nacen diversas clases de
demonios.
Es indudable que allí yace un enigma
y un misterio que no es sólo un elemento
oculto en cambiantes claroscuros para
impresionarnos, porque aun a plena luz
continúa siendo un misterio. Sólo en ese
momento el misterio adquiere este
resplandor que cautiva y que llamamos
belleza, quizás el único camino hacia la
parte desconocida de nosotros; hacia
aquello que nos sobrecoge. Esta podría
ser otra definición de poesía: el arte de
aproximarse a lo que nos sobrecoge.
El universo está lleno de
innumerables signos secretos, los cuales
constituyen sílabas de un lenguaje
desconocido que nos incita a componer
palabras y frases cuya interpretación nos
lleva ante el umbral de una verdad más
profunda.
Pero ¿qué es la verdad? ¿Está en la
destrucción y la muerte que vemos
alrededor de nosotros o en la
propensión a creer que el mundo es
indestructible y eterno? Es inteligente
evitar las obviedades. Las teorías
cosmogónicas predominantes en el
decurso de los años no han decaído por
abusar de aquellas, sino porque han sido
confrontadas y desechadas. Sin
embargo, lo esencial ha prevalecido y
permanecerá.
La poesía, que se produce en áreas
vedadas al racionalismo, toma aliento
para avanzar a zonas prohibidas,
demostrando que aún no se encuentra
contagiada por la destrucción. Esto
garantiza, por la pureza de su forma, que
perduren los caminos por donde la vida
pueda transitar. Sin su vigilancia, estos
caminos estarían perdidos en la
oscuridad de la conciencia, como algas
refundidas en las profundidades del
océano.
Por tanto necesitamos la
transparencia para percibir con claridad
las fibras de este hilo que recorre los
siglos y nos ayuda a mantenernos de pie
sobre la tierra. Este hilo podemos
observarlo claramente desde Heráclito
hasta Platón, y desde Platón hasta Jesús.
Aunque se presenta en varias formas, él
nos cuenta la misma historia: que dentro
de este mundo se encuentra otro
universo; que con los elementos de este
mundo se recombina el otro —el futuro
—, esa segunda realidad superpuesta a
la que vivimos artificialmente. Y es una
realidad a la que tenemos pleno
derecho, sólo que nuestra incapacidad
nos hace indignos de ella.
No es coincidencia que la belleza
sea identificada con lo bueno en tiempos
de paz, y lo bueno con el sol. Cuando la
conciencia se purifica y se llena de luz,
sus partes oscuras se retraen y
desaparecen, dejando espacios vacíos
que, como en las leyes de la física, son
llenados por elementos de valores
opuestos. El resultado se apoya en dos
aspectos: el presente y el futuro. ¿Acaso
Heráclito no habló de la armonía de las
tensiones opuestas?
No importa si es Apolo o Venus,
Cristo o la Virgen quienes encarnan y
personifican la necesidad que tenemos
de ver materializado lo que llamamos
intuición. Lo importante es el soplo de
inmortalidad que nos penetra en ese
momento. En mi humilde opinión, la
poesía debería, más allá de la
argumentación doctrinal, abrirse a este
soplo.
Aquí, debo recordar a Hölderlin, ese
gran poeta que situó a los dioses del
Olimpo y a Cristo en el mismo plano. La
estabilidad que él dio a esta visión
continúa siendo inapreciable, así como
descomunal el grado de esa revelación,
me atrevería a decir que es terrorífica.
Es lo que nos incita a exclamar —en el
preciso instante en que el dolor nos
hunde y sabemos que es sólo el
comienzo—: ¿para qué los poetas en
tiempos de infortunio? (¿Wozu Dichter
in dürftiger Zeit?).
Por desgracia para la humanidad,
todas las épocas han sido de desdicha,
pero la poesía nunca ha perdido su
vocación. Dos factores jamás dejarán de
acompañar nuestro destino, y uno
controla al otro. ¿De qué otro modo
podría ser? El sol nos permite percibir
la noche y las estrellas. Incluso la sabia
antigüedad nos hace notar que el astro
no puede sobrepasar sus límites. Para
que la vida sea posible, tenemos que
permanecer a una distancia prudente del
sol simbólico, así como nuestro planeta
se mantiene a la distancia correcta del
sol real. Antiguamente errábamos por
ignorantes; actualmente, nos extraviamos
en la extensión de nuestro conocimiento.
Al decir esto no deseo unirme a la larga
lista de críticos de la civilización
tecnológica. La sabiduría, tan antigua
como el país de donde vengo, me ha
enseñado a aceptar la evolución, para
digerir el progreso con sus alturas y sus
abismos.
Pero ¿qué es de la Poesía? ¿Cuál es
su papel en nuestra sociedad? Creo que
es el único lugar donde el poder de los
números no significa nada. La decisión
de honrar este año la poesía de un
pequeño país, por mi obra, revela la
relación de armonía vinculada al
concepto de un arte libre de interés
monetario, el único concepto que se
opone en la actualidad a la
todopoderosa posición adquirida por la
escala cuantitativa de valores.
Evocar experiencias personales va
en contra de los buenos modales, más
aún si, como yo, alguien venera el hogar.
Sin embargo, a veces es indispensable
porque esas interferencias ayudan a
desentrañar mejor ciertos aspectos. Este
es mi caso.
Queridos amigos, se da por sentado
que escribo en un idioma hablado sólo
por unos cuantos millones de personas,
pero que viene siendo hablado sin
interrupción durante más de dos mil
quinientos años. Esta sorprendente
discrepancia espacio-temporal está en
las raíces culturales de mi país: aunque
su área es una de las más pequeñas, su
alcance temporal es infinito. Si hago
esta alusión, no es por sentirme
orgulloso de ello, sino para mostrar las
dificultades que un poeta enfrenta
cuando debe hablar sobre sus cosas más
queridas con las mismas palabras que
usó Safo o Píndaro, pero sin la
audiencia que ellos tuvieron, la cual se
convirtió luego en toda la civilización
humana.
Si el lenguaje fuera un simple medio
de comunicación no habría ningún
problema. Pero, a veces, también es un
instrumento de magia. Además, en el
transcurso de los siglos, el lenguaje
adquiere cierta identidad, cierta nobleza
que funda obligaciones. Tampoco se
debe olvidar que en cada uno de estos
veinticinco siglos, sin ninguna
interrupción, se ha escrito poesía en
griego. Aquella serie de hechos
constituyen elementos de peso en la
tradición que tal instrumento eleva. La
poesía moderna griega da una imagen
expresiva de esto.
El círculo formado por esta poesía
muestra lo que podría llamarse dos
polos opuestos: uno de los cuales es
Dionisio Solomos, quien apareció en la
literatura europea antes que Mallarmé y
formuló con gran exactitud (y
coherencia) el concepto de poesía pura,
sometiendo el sentimiento a la
inteligencia, ennobleciendo la expresión
y movilizando hacia el milagro todas las
posibilidades que ofrecían los
instrumentos lingüísticos. El otro polo
es Kavafis, quien —como T. S. Eliot—
alcanzó el límite extremo de la
concisión y la más rigurosa exactitud en
la expresión mediante la eliminación de
toda forma de fastuosidad.
Entre estos dos polos, más cerca de
uno o de otro, se encuentran otros
grandes poetas: Kostis Palamas,
Angelos Sikelianos, Nikos Kazantzakis,
Yorgos Seferis.
Tal es, rápida y esquemáticamente
trazado, el cuadro del discurso poético
neohelénico. Quienes hemos seguido y
adoptado este noble legado, hemos
tenido que adaptarlo a la sensibilidad
contemporánea. Más allá de los límites
de la técnica, hemos realizado una
sinopsis que asimiló los elementos de la
tradición griega y los requerimientos
sicológicos y sociales de nuestro
tiempo.
En otras palabras, tenemos que
captar la actualidad greco-europea en
toda su esencia y volver a aquella
verdad para dar cuenta de ésta. No me
refiero al éxito sino a intenciones y
esfuerzos. Las tendencias son
importantes para la investigación de la
historia de la literatura.
Pero ¿cómo puede desarrollarse el
arte de la creación en estas direcciones
cuando las condiciones de vida
destruyen al creador en la actualidad?
¿Cómo puede crearse una comunidad
cultural cuando la diversidad de lenguas
constituye un obstáculo insalvable?
(Conocemos veinte o treinta por ciento
de lo que queda de una obra después de
la traducción). Esto es mucho más
evidente para quienes, al prolongar la
huella de Solomos, esperamos un
milagro del discurso para incendiar con
precisión dos palabras contiguas.
Pero no. Permanecemos mudos,
incomunicables. Sufrimos por la
ausencia de un lenguaje común. Y no
creo exagerar cuando afirmo que las
consecuencias de esta ausencia pueden
descubrirse incluso en la política y en la
realidad social de nuestra tierra natal:
Europa.
Decimos todos los días que vivimos
en un caos moral. Y esto ocurre cuando
—y como nunca antes— todo lo
referente a nuestra existencia material
está determinado de la manera más
sistemática, en un orden casi militar, con
controles estrictos. Esta contradicción
es significativa. De dos partes
homólogas del cuerpo, cuando una es
hipertrófica, la otra se atrofia. Una
tendencia saludable, que exhorta a la
población europea a la unidad, enfrenta
actualmente la imposibilidad de
armonizar las partes atrofiadas e
hipertróficas de nuestra civilización.
Nuestros valores no constituyen un
lenguaje común.
Para el poeta —aunque puede
parecer paradójico, pero es inobjetable
—, el único lenguaje común que aún
puede usar son las sensaciones. La
manera como dos cuerpos se atraen y se
unen no ha cambiado con los siglos.
Además, esto no crea ningún conflicto,
contrario a las numerosas ideologías que
han desangrado las sociedades y nos han
dejado con las manos vacías. Cuando
hablo de sensaciones, no me refiero a
aquellas perceptibles de inmediato en el
primer o segundo nivel, sino a las que
nos llevan al límite extremo de nosotros
mismos. Así mismo, aludo a las
analogías de sensaciones que se forman
en nuestros espíritus.
Todo arte es analógico. Una línea —
recta o curva—, un sonido —agudo o
grave—, representan estímulos ópticos o
acústicos. Escribimos buenos o
desafortunados poemas de acuerdo con
lo que vivimos o lo que consideremos
benéfico o malo. La imagen del mar,
como la encontramos en Homero, llega
hasta nosotros intacta. Rimbaud dirá: un
mar ido con el sol. Y añadirá: eso es la
eternidad. Una joven que sostiene una
rama de laurel en Arquíloco se halla
inmortalizada en una pintura de Matisse.
Así la idea mediterránea de pureza es
más tangible para nosotros. En cualquier
caso, la imagen de una virgen en la
iconografía bizantina, ¿es tan diferente
de sus hermanas seculares? Se necesita
muy poco para que la luz de este mundo
se transforme en resplandor
sobrenatural, y viceversa. De una
sensación propia de la antigüedad y de
la legada por la Edad Media, nació una
tercera que fusionó sus características,
así como los hijos heredan las de sus
padres. ¿Puede la poesía recorrer tal
camino? Al final de este proceso de
purificación incesante, ¿logran las
sensaciones alcanzar la santidad? En ese
momento retornarán como analogías al
mundo material y se integrarán en él.
No es suficiente poner nuestros
sueños en versos. Es muy poco. No
basta con llenar de política nuestro
lenguaje. Es demasiado. El mundo
material es sólo una acumulación de
elementos que nos muestra que ser
buenos o malos arquitectos no significa
construir el paraíso o el infierno. Esto es
lo que la poesía nunca termina de
afirmarnos —y particularmente en estos
tiempos de infortunio—: que a pesar de
todo, nuestro destino se encuentra en
nuestras manos.
A menudo he tratado de hablar de
metafísica solar. Hoy no trataré de
analizar si el arte está implicado en tal
concepción. Presentaré sólo un hecho
sencillo: el lenguaje de los griegos,
como instrumento mágico, tiene —como
una realidad o un símbolo— íntima
relación con el sol. Y el sol no
solamente inspira ciertas actitudes de
vida, y por lo tanto el sentimiento
primitivo del poema, sino que penetra la
composición, la estructura y —para usar
terminología en boga— el núcleo del
cual se compone la unidad que llamamos
poema.
Sería un error creer que es
simplemente el retorno a la noción de
pureza de la forma. El sentido de la
forma, como Occidente lo ha legado, es
un logro permanente, representado por
tres o cuatro modelos. Se podría decir
que son tres o cuatro arquetipos
convenientes para verter a toda costa
cualquier material. En la actualidad, eso
no es concebible. En Grecia, yo fui uno
de los primeros en romper aquellas
ataduras.
Mi interés —confuso al comienzo,
pero más consciente con el tiempo— era
edificar aquel material de acuerdo a un
modelo arquitectónico que varía en cada
época. Para entender esto no es
necesario que mencione la sabiduría de
los antiguos que concibieron el
Partenón. Es suficiente evocar los
humildes constructores de nuestras casas
y de aquellos santuarios en las Cícladas,
quienes encontraron la solución más
eficaz en cada caso. Sus soluciones son
prácticas y bellas al mismo tiempo, de
manera que vistas por Le Corbusier, éste
no podría hacer más que admirarlas y
reverenciarlas.
Quizás sea igual al instinto que
despertó en mí cuando, por primera vez,
tuve que enfrentar una gran composición
como Axion Esti. Entonces entendí que
sin dar a la obra las proporciones y la
perspectiva de un edificio, nunca
alcanzaría la solidez que deseaba.
Seguí el ejemplo de Píndaro o el de
los cantores romanos bizantinos que, en
cada una de sus odas o cánticos,
inventaron un nuevo estilo para cada
ocasión. Entendí que determinada
repetición de ciertos elementos de
métrica daba a mi trabajo aquella
variedad y esencia simétrica, lo cual era
mi objetivo.
Pero ¿no es verdad que un poema
rodeado por elementos que gravitan
alrededor de él se transforma en un
pequeño sol? Creo que esta perfecta
correspondencia, lograda mediante
contenidos introducidos
intencionalmente, es el más noble ideal
del poeta.
Sostener el sol en las manos sin
quemarnos y convertirlo en una antorcha
que guíe a otros en la oscuridad, es un
acto doloroso y una bendición que
necesitamos. Cierto día, los dogmas que
nos encadenan serán derribados por una
conciencia tan luminosa que se fundirá
con el sol, y llegará hasta los confines
ideales de la dignidad y la libertad
humanas.

Copyright © The Nobel Foundation


1979
Yasunari Kawabata

Osaka, Japón (1899


– 1972). Premio
Nobel de Literatura
1968. Este novelista
está considerado
como uno de los más
grandes y
controvertidos
autores de su país.
Fue integrante del
grupo Neo-
sensacionistas, movimiento literario de
jóvenes escritores japoneses, partidarios
del lirismo y del impresionismo, en lugar
del realismo social imperante en su época.

Desde su primera novela Diario íntimo de


mi decimosexto cumpleaños (1925),
hasta Lo bello y lo triste (1965), la
exploración de la soledad y los aspectos
que bordean la sexualidad humana, son la
esencia narrativa de su obra, que con
maestría indiscutible relata la infinita
sensibilidad del espíritu japonés. Autor
además de: País de nieve (1947), Mil
grullas (1959), El sonido de la montaña
(1970), y La casa de las bellezas
durmientes (1961), quizá una de sus más
significativas novelas. Se suicidó en 1972.

Discurso traducido por Germán


Villamizar.
Japón, lo bello y yo

rimavera florecen los cerezos; en


verano el pájaro cuclillo.
oño, la luna; en invierno, la nieve
clara, fría.
na invernal brota de las nubes para ser
mi compañía.
ento es cortante; la nieve es fría.

Cuando me piden muestras de caligrafía,


a menudo escojo estos dos poemas. El
primero, titulado El espíritu innato fue
escrito por Dogen (1200-1253), un
sacerdote. El segundo pertenece al
también sacerdote Myöe (1173.1232),
del cual se conoce un relato muy
detallado que explica su origen y su
significado: En la noche del duodécimo
día del mes doce del año 1224, las
nubes ocultaban la luna. Me senté a
meditar en la cima del Kakyu-Hall.
Cuando llegó la vigilia de medianoche,
descendí de la cima del Kakyu a las
habitaciones. Entonces, saliendo de
entre las nubes, la luna iluminó la
nieve, que resplandeció. Al sentir su
compañía, ni siquiera el aullido del
lobo en el valle lograba asustarme.
Cuando salí de las habitaciones, ella
estaba detrás de las nubes. La campana
anunció la madrugada y caminé una
vez más hacia la cima, mientras la luna
me observaba. Entré al sitio de
meditación. La luna, persiguiendo las
nubes, estaba a punto de desaparecer
tras la cima. Yo pensaba que me hacía
secreta compañía.
Luego cuando Myöe entró en el lugar
de meditación después de ver la luna
esconderse tras la montaña escribió los
siguientes versos:

etrás de la montaña. Ve allí también, oh


luna.
e tras noche nos haremos compañía.

Posteriormente relata el escenario de


otro poema, surgido después de pasar el
resto de la noche en su retiro antes del
amanecer:

mis ojos mientras meditaba,


luna del alba iluminando la ventana.
tro de mí sentí que mi corazón
resplandecía con una luz lunar:
orazón irradia luz pura;
uda la luna pensará que es su propia
luz.

Por estas asociaciones tan espontáneas y


sencillas, Myöe ha sido llamado el
poeta de la luna, así como por
exclamaciones tan simples como la
siguiente:
a, brilla y brilla, brilla, brilla y brilla,
brilla.
a y brilla, brilla y brilla, brillante luna.

En los tres poemas sobre la luna de


invierno, en los cuales la describe desde
el anochecer hasta el amanecer, Myöe
imita el estilo de Saigyo, otro poeta
sacerdote que vivió entre 1118 y 1190:
Aunque escribo poesía —solía decir—
no la considero muy elaborada. Las
sílabas de cada poema (treinta y una en
japonés) son tan claras y directas que
parece como si él estuviera
encaminándose hacia la luna y no
simplemente como si viera a la luna
como compañía. Observando la luna, él
se convierte en ella; vista por él, la luna
se convierte en él. Así se funde con la
naturaleza, se vuelven uno solo. La luz
del corazón resplandeciente del
sacerdote, sentado a oscuras en el sitio
de meditación, convierte a la luna de la
madrugada en su propia luz.
Cuando leemos la larga introducción
del primer poema de Myöe citado
anteriormente, en el cual la luna de
invierno se convierte en su compañía, el
corazón del sacerdote medita
profundamente en la montaña sobre
religión y filosofía, en una delicada
interacción con la luna. Esto es lo que el
poeta canta. La razón por la cual escogí
ese primer poema cuando se me pidió
una muestra de mi caligrafía, tiene que
ver con su extraordinaria ternura y
delicadeza. La luna de invierno se
esconde tras las nubes y se hace visible
otra vez, volviendo brillantes mis
huellas cuando voy al lugar de
meditación y desciende otra vez,
ayudándome a perder el temor a los
lobos: ¿no sientes el viento dentro de
ti?, ¿no sientes la nieve?, ¿no sientes
frío? Escogí este texto por ser una
muestra de tibia, abisal y delicada
compasión, un poema que representa la
profunda serenidad del espíritu japonés.
Yashiro Yukio, conocido
internacionalmente como seguidor de
Botticelli, un hombre estudioso del arte
del pasado y el presente, de Oriente y de
Occidente, resumió las características
especiales del arte japonés en una
sencilla frase poética: en época de
nieve, de luna, de flores… más que
nunca pensamos en nuestros
camaradas.
Cuando vemos la belleza de la
nieve, de la luna llena, de los cerezos en
flor, en resumen, cuando somos
acariciados y despertados por el
esplendor de las cuatro estaciones,
pensamos en los más cercanos a
nosotros, y deseamos que compartan ese
placer. La conmoción de la belleza
despierta fuertes sentimientos de
amistad, deseos de compañía, y la
palabra camarada significa ser humano.
En la tradición japonesa, las palabras
nieve, luna, flores, que representan las
estaciones al pasar de una a otra,
implican la belleza de las montañas, de
los ríos, de los árboles, de las plantas,
de todas las innumerables
manifestaciones de la naturaleza, y de
los sentimientos humanos.
Ese espíritu, ese sentimiento por los
amigos que despierta la nieve, el claro
de luna, la época de las flores, también
es fundamental en la ceremonia del té:
un encuentro con el sentimiento, con los
buenos camaradas en una estación
agradable. De paso, puedo afirmar que
se malinterpreta mi novela Thousand
Cranes al considerarla una evocación
de belleza formal y espiritual de la
ceremonia del té. Es más bien una obra
que cuestiona y previene sobre la
vulgaridad en la cual ha caído esa
ceremonia.

rimavera florecen los cerezos; en


verano, el pájaro cuclillo.
oño, la luna; en invierno, la nieve
blanca, fría.

Si se quiere, en el poema de Dogen


puede verse sólo una convencional,
ordinaria y mediocre asociación de
imágenes de la belleza de las cuatro
estaciones. Puede apreciarse como un
poema inconcluso y hasta excesivamente
similar al texto del sacerdote Ryokan en
su lecho de muerte (1758-1831):

l será mi legado? Las flores de la


primavera,
clillo en las colinas, las hojas del
otoño.

Aquí como en los versos de Dogen, las


figuras y palabras más comunes están sin
duda relacionadas con un efecto
particular: transmiten la esencia exacta
de Japón. Para hacer más transparente
esta analogía mencionemos los
siguientes versos de Ryokan:
argo y brumoso día de primavera:
ntí cerca, jugando a la pelota con los
niños.
risa es fresca, la luna es clara.
mos juntos a bailar en la noche lejana
en que la vejez no existe.
s que yo desee tener algo del mundo,
ento mejor con el placer disfrutado a
solas.

Ryokan, que se liberó de la


vulgaridad moderna de su época, estaba
lleno de la elegancia de los primeros
siglos. Actualmente su poesía y
caligrafía son muy admiradas en mi país.
Vivió en carne propia sus poemas:
erraba por los campos, tenía una choza
de paja como refugio, vestía harapos y
su única compañía eran los campesinos
con quienes dialogaba. Para él, la
profundidad de la religión y la literatura
no estaban en lo recóndito y oscuro.
Prefirió dedicarse a la literatura y a
creer en la bondad del espíritu resumido
en la frase budista: un rostro sonriente y
palabras amables.
En su último poema ofreció la nada
como legado, pero guardaba la
esperanza de que después de su muerte
natural, su poema aún continuaría siendo
bello. Esta podría ser su mayor ofrenda.
En el poema se sienten las emociones de
un Japón antiguo y el trasfondo de una fe
religiosa.
regunté y me pregunté cuando vendría
ella.
ora que estamos juntos, ¿qué debo
pensar?

Ryokan también escribió poesía


romántica. Este es un ejemplo al que
tengo demasiado afecto. Siendo un
anciano de 69 años Ryokan conoció a
una religiosa de 29 y fue bendecido con
el amor (debo decir que hoy recibo el
Premio Nobel a esa misma edad). Su
poesía de esta etapa puede ser
interpretado como la felicidad de
conocer a la mujer inmortal, la de haber
encontrado a la única mujer por la cual
cualquier espera no es demasiado larga.
El último verso es sencillez pura.
Ryokan murió a la edad de 73 años.
Nació en la provincia de Echigo, actual
prefectura de Niigata (marco de mi
novela País de nieve); una región del
norte conocida como el revés de Japón,
donde el viento frío que baja de Siberia
llega a través del mar. Vivió toda su
vida en el país de la nieve. (Cuando
estaba viejo, fatigado y a la espera de
una muerte cercana, habiendo alcanzado
ya la iluminación, el país de la nieve
debía ser más hermoso que en nuestros
días). A partir de esto escribí un ensayo:
Ante sus ojos, al final de su vida; título
tomado de la nota de suicidio del
cuentista Akutagawa Ryunosuke
(1892-1927). Es una frase que me
inspira. Akutagawa afirmaba que le
parecía estar perdiendo gradualmente
algo animal conocido como la fuerza
para vivir, y seguía:
Estoy viviendo en un mundo de
nerviosismo, traslúcido y frío como el
hielo… No sé cuando reuniré el coraje
para suicidarme, pero siento que nunca
antes la naturaleza fue más hermosa.
No tengo duda de que te reirás de está
contradicción, porque amo la
naturaleza incluso cuando considero la
posibilidad del suicidio. Pero ella es
hermosa porque se presenta ante mis
ojos en los últimos instantes.
En 1927, a la edad de 35 años,
Akutagawa se suicidó. En mi ensayo,
afirmo que: aunque uno puede estar
desencantado del mundo, el suicidio no
es una forma de iluminación. No
obstante la admiración que despierte.
El hombre que se suicida está lejos del
reino de la santidad. No apoyo ni
rechazo el suicidio. Tuve otro amigo, un
pintor vanguardista, que murió joven. Él
también pensó en el suicidio durante
años, y sobre él escribí en este mismo
ensayo: parecía haber dicho una y otra
vez que no hay arte superior a la
muerte, que morir es vivir. Sin
embargo, podría afirmar que su
concepto de muerte era muy diferente al
de Occidente por haber nacido en un
templo budista y haber sido educado en
una escuela budista: ¿Entre aquellos
que meditan sobre las cosas, hay
alguno que no piense en el suicidio?
Sé que aquel amigo Ikkyu
(1394-1481) contempló dos veces la
idea del suicidio. Digo aquel amigo
porque el sacerdote Ikkyu es conocido,
aun entre los niños, como la más
divertida de las personas, y porque hasta
nosotros han llegado numerosas
anécdotas sobre su comportamiento
bastante excéntrico. Se dice de él que
los niños trepaban por sus rodillas para
acariciar su barba y que las aves
silvestres se alimentaban de su mano.
Por todo esto, parece que haya sido muy
superficial, una suerte de sacerdote
amable y bonachón. No obstante, fue el
más riguroso y profundo de los
sacerdotes Zen. Se cuenta también que
era hijo de un emperador; que ingresó al
templo a los seis años y que desde muy
temprano mostró su genio como prodigio
de la poesía. Al mismo tiempo sentía las
dudas más profundas sobre la religión y
la vida. Si hay un Dios, déjenlo
ayudarme. Si no lo hay, déjenme
arrojarme al fondo de un lago y
convertirme en comida para peces.
Para poner en práctica sus palabras,
intentó arrojarse a un lago, pero
lograron detenerlo. En otra ocasión,
varios de sus compañeros fueron
incriminados cuando un sacerdote se
suicidó en Daitokuji, su templo. Ikkyu
meditó sobre el hecho: esa pesada
carga sobre mis hombros, se dijo, y
trató de morir de hambre. Dio a su obra
completa el título de Collection of the
roiling clouds, y él mismo usó como
seudónimo la expresión Roiling Clouds.
En su colección y en las obras que
siguieron hay momentos sin paralelo en
China, especialmente en la poesía Zen
de la Edad Media japonesa: poemas
eróticos y textos acerca de secretos de
alcoba, que no dejan de asombrar.
Comiendo pescado, bebiendo licor y
teniendo comercio con mujeres, deseaba
romper las reglas y preceptos de la
disciplina Zen de la época, y alcanzar la
liberación. Se opuso a las formas
religiosas establecidas, pues deseaba
encontrar en la disciplina Zen la
renovación y la afirmación de la esencia
de la vida, de la existencia humana, en
una época de guerra civil y caos moral.
En su templo, el Daitokuji, en
Murasakino (Kyoto), se halla un centro
de ceremonia de té. Son muy admiradas
las muestras de su caligrafía colgadas en
los cuartos de té.
Yo tengo dos muestras de la
escritura de Ikkyu. En una de ellas puede
leerse: es fácil entrar al mundo de
Buda, es difícil entrar en el mundo del
demonio. Realizó muchos dibujos para
estas palabras, que con frecuencia yo
uso cuando me piden muestras de mi
propia caligrafía. Pueden leerse de
muchas maneras, con la dificultad que se
desee, pero en ese mundo del demonio
unido al mundo de Buda, Ikkyu viene a
mi mente de inmediato. Para un artista
que busca la verdad, la bondad, la
belleza, el temor y la súplica, hasta en
una plegaria, en esas palabras sobre el
mundo del demonio, el hecho de que
deban ser evidentes en la superficie o
que se oculten, quizá muestre la
inexorabilidad del destino. Tal vez no
exista el mundo de Buda sin el mundo
del demonio. Y es difícil ingresar al
universo del demonio. Este no es para
débiles de espíritu.
Si encuentras a Buda, mátalo. Si
encuentras un guardián de la ley,
mátalo. Esta es una conocida máxima
Zen. Si el budismo se divide
generalmente en las sectas que creen en
la salvación por medio de la fe y
aquellas que creen en la salvación por
mérito propio, por supuesto que deben
existir tales expresiones violentas en las
disciplinas Zen, que insisten en la
salvación por virtudes personales. En el
otro lado, el de la salvación por medio
de la fe, Shinran (1173-1262), el
fundador de la secta Shin, dijo una vez:
la bondad renacerá en el paraíso, y aun
más el mal. Estas perspectivas tienen
algo en común con el mundo de Buda y
el mundo del demonio que mencionaba
Ikkyu. Incluso en el corazón las dos
tienen diferentes inclinaciones. Shinran
también dijo: no tendré ni un solo
discípulo.
Si encuentras a Buda, mátalo. Si
encuentras al guardián de la ley
mátalo, y no tendré ni un solo
discípulo. En estas dos expresiones,
quizás se revele el destino inevitable del
arte.
En el Zen no se adoran imágenes,
aunque sí existen algunas. En el lugar de
meditación no hay imágenes ni pinturas
de Buda, ni siquiera manuscritos. En la
disciplina Zen se permanece sentado
durante largas horas en silencio e
inmóvil con los ojos cerrados. De
inmediato se está en un estado de calma,
libre de ideas y pensamientos. Uno sale
de sí mismo y entra en el reino de la
nada. Pero no es la nada o el vacío de
Occidente. Es más bien lo inverso, un
universo del espíritu en el cual todo
comunica libremente con todo,
trascendiendo barreras, sin límites. Por
supuesto, maestros de Zen y discípulos
logran la iluminación mediante el
intercambio de preguntas y respuestas, y
estudian los manuscritos. Sin embargo el
discípulo debe ser siempre dueño de sus
pensamientos, y alcanzar la iluminación
por medio de sus propios esfuerzos. Se
enfatiza más en la intuición y los
sentimientos inmediatos, que en la razón
y la argumentación. La iluminación no
proviene de la enseñanza sino del ojo
que cobra vida internamente. La verdad
se encuentra en el desecho de palabras,
en las palabras exteriores o
superficiales. Así tenemos la expresión
silencioso como trueno, en el
Vimalakirti Nirdesa Sutra. La tradición
cuenta que Bodhidharma, príncipe del
sur de India, quien vivió alrededor del
siglo VI y fundó la disciplina Zen en
China, se sentó durante nueve años en
silencio frente a la pared de una
caverna, y finalmente alcanzó la
iluminación. La práctica Zen en que la
persona medita sentada en silencio
proviene de él.
Ikkyu escribió los siguientes poemas
religiosos:

nces te pido la respuesta. Cuando yo


no, tú no.
hay entonces en tu corazón, oh mi
señor Bodhidharma?
ué es eso, el corazón?
nido doliente de la brisa en la
pincelada de tinta.

En los poemas es evidente la


influencia del espíritu Zen en la pintura
oriental. La esencia de una pintura en
tinta se encuentra en el espacio, la
brevedad, lo implícito. En palabras del
pintor chino Chin Nung: pintas bien la
rama, y escuchas el sonido del viento.
Cito al sacerdote Dogen una vez más:
¿no existen estos casos? La
iluminación en la voz del bambú. El
resplandor del corazón en las flores de
durazno.
Ikenobo Sen’o, un maestro en el arte
de los arreglos florales, dijo en cierta
ocasión (el comentario es citado en sus
máximas): un ramo de flores y un poco
de agua evocan la inmensidad de ríos y
montañas. Indudablemente, el jardín
japonés simboliza la inmensidad de la
naturaleza. El jardín de Occidente tiende
a ser simétrico; el japonés es asimétrico,
pues la asimetría tiene el gran poder de
simbolizar multiplicidad e inmensidad.
La asimetría, por supuesto, depende de
un balance impuesto por la sensibilidad
delicada. Nada es más complicado,
variado y amigo del detalle que la
jardinería ornamental japonesa. Existe
una variante llamada paisaje árido —
compuesto sólo por rocas—, en que la
disposición de las piedras da la
sensación de que allí hay montañas y
ríos, y hasta sugiere las olas del inmenso
océano rompiendo en los acantilados.
Condensado al máximo, el jardín
japonés se convierte en el jardín de los
árboles enanos llamados bonsái o en el
bonseki, la versión árida.
En la palabra oriental que designa el
paisaje —literalmente montaña-agua,
con sus relaciones implícitas en la
pintura de paisajes y la jardinería
ornamental—, subyacen las ideas de
marchito y yermo, y incluso las de
tristeza y soledad. Probablemente hasta
las tristes, austeras y otoñales
características tan apreciadas por la
ceremonia del té, se hallen resumidas en
la expresión gentilmente respetuoso,
transparente calma —que oculta una
gran riqueza de espíritu—, y la
habitación del té, que —en su
aislamiento y sencillez extrema—
contiene un espacio infinito de ilimitada
elegancia. La única flor que adorna la
habitación es más esplendorosa que cien
flores. En el grandioso siglo XVI, Rikyu,
maestro de la ceremonia del té y de
arreglos florales, enseñó que no era
adecuado usar flores completamente
abiertas. En la actualidad, la práctica
general en la ceremonia del té exige que
en el gabinete de la habitación haya una
sola flor, y que aún sea un capullo.
En invierno, se usan flores propias
de dicha estación; por ejemplo, una
camelia, llamada Joya blanca o
Wabisuke, palabra que podría ser
traducida literalmente como compañero
en soledad. No se escoge cualquier
camelia, sino la más extraordinaria por
la blancura y pequeñez de los capullos.
De éstos, uno solo adorna el gabinete. El
blanco, el más transparente de los
colores, contiene los otros colores. El
capullo siempre debe estar bañado en
rocío o humedecido con unas cuantas
gotas de agua. En mayo se elabora el
más espléndido de los arreglos para la
ceremonia del té: un capullo de peonía
que adorna un florero verdeceledón,
bañado siempre de rocío. Pero no sólo
hay gotas de agua en la flor, el florero
también se humedece con frecuencia.
Entre los floreros, el más apreciado
desde los siglos XVI y XVII es el antiguo
Iga. Cuando éste se humedece, sus
colores y su brillo adquieren la belleza
de un nuevo despertar. El Iga se cocía a
temperaturas muy altas. Cuando la
temperatura disminuía, las minúsculas
cenizas y el humo adheridos a la
superficie, se convertían en una especie
de capa de hielo. Puesto que los colores
son el resultado del trabajo en el horno,
los patrones resultantes eran
considerados caprichos del horno. Las
ásperas y duras superficies del antiguo
Iga adquieren un resplandor voluptuoso
cuando se humedece, y respiran al ritmo
del rocío de las flores.
El ambiente de la ceremonia del té
también exige humedecer la taza antes
de ser usada, para darle su suave brillo
característico.
Ikenobo Sen’o expresó en otra
ocasión (también se encuentra en sus
máximas): que las montañas y las
costas debían aparecer con sus propias
formas. Para traer un nuevo espíritu a su
escuela de arreglos florales, encontró
flores en vasijas rotas y ramas
marchitas, con una iluminación
adecuada. Los antiguos hacían arreglos
florales y aspiraban alcanzar la
iluminación. Bajo la influencia de la
filosofía Zen, podemos apreciar el
despertar del corazón del espíritu
japonés. Y en esto, quizás se halle el
corazón de un hombre que vivió la
devastación de largas guerras civiles.
Los Cuentos de Ise, recopilados en
el siglo X, son la colección japonesa
más antigua de numerosos episodios
líricos, muchos de los cuales podrían
ser llamados historias cortas. En una de
éstas se narra que el poeta Ariwara no
Yukihira cantó ante sus invitados:

ombre tierno tenía una rara flor de


glicina en una gran jarra.
mo de flores se elevaba tres pies y
medio.

Un ramo de glicina de tal longitud es


tan insólito que hace dudar de la
verosimilitud del escritor; incluso,
puede verse un símbolo de la cultura
Heian en ese gran ramillete. La glicina,
flor muy representativa del Japón, tiene
una elegancia femenina. Los ramilletes
de glicina agitados por la brisa sugieren
suavidad, bondad, silencio.
Estas plantas que desaparecen y
aparecen otra vez con los primeros
verdores del verano, representan desde
hace mucho tiempo el sentimiento por la
belleza intensa que inconscientemente ha
caracterizado a los japoneses. No hay
duda de que había una hermosura
especial en aquel ramillete de tres pies y
medio de largo. Hace un milenio, en
pleno esplendor de la cultura Heian, la
aparición de una belleza particular
japonesa fue tan maravillosa como esta
glicina insólita, porque la cultura T’ang
de China fue absorbida completamente
por la japonesa. En los albores del
siglo X se publicó la primera antología
poética, el Kokinshu, y en ficción, los
Cuentos de Ise. Luego se publicaron las
obras maestras de la prosa clásica, el
Cuento de Genji de Lady Murasaki y el
Pillow book de Sei Shönagon. Estos
últimos autores vivieron a finales del
siglo X y comienzos del XI.
Así nació la tradición que influyó en
nuestra literatura, y hasta la controló,
durante ocho siglos. El Cuento de Genji,
en particular, es la cumbre de la
literatura japonesa. Hasta nuestros días
no ha habido una pieza de ficción que
pueda comparársele. Que semejante
obra moderna haya sido escrita en el
siglo XI es un milagro, y como milagro
la obra ha sido ampliamente difundida
en el exterior. Aunque comprendía poco
los clásicos japoneses, los clásicos
Heian eran mi principal lectura de
adolescente. Creo que Genji es mi
influencia más significativa. Siglos
después de haber sido escrita, aún
persiste su fascinación, y las imitaciones
y las adaptaciones son una especie de
homenaje. Por supuesto, Genji es una
profunda y amplia fuente de alimento
para la poesía, para las bellas artes,
para la artesanía, y hasta para la
jardinería ornamental.
Murasaki y Sei Shonagon, y otras
poetisas famosas como Izumu Shikibu,
que murieron probablemente a
comienzos del siglo XI, y Akazome
Emon, que murió a mediados del
siglo XI, fueron todas damas de la corte
imperial. La cultura japonesa era
cortesana, y la cultura de la corte era
femenina. El Genji y el Pillow book
fueron lo más esplendoroso, en una
época que empezaba a sentir la
decadencia. En esas obras se siente la
tristeza del final de la gloria, de la
época de más esplendor de nuestra
cultura cortesana. La corte se acercaba
al ocaso y el poder pasó de la nobleza a
la aristocracia militar, en cuyas manos
permaneció durante casi siete siglos
desde la fundación del shogunado de
Kamakura, en 1192, hasta la
Restauración de Meiji entre 1867 y
1868. Sin embargo, no debe pensarse
que desapareció la institución imperial o
la cultura cortesana. En la octava
antología imperial, el Shinkokinshü, de
comienzos del siglo XIII, se observa el
avance en la destreza técnica del
kokinshu, aunque algunas veces
decayera en frivolidades verbales.
También se añadieron elementos
misteriosos, sugerentes y evocadores de
la fantasía sensorial, que tienen algo en
común con la moderna poesía
simbolista. Saigyo, a quién ya había
mencionado, fue un poeta representativo
que transitó los dos períodos: el Heian y
el Kamakura.

con él porque pensaba en él.


un sueño; debí haber deseado no
despertar.
is sueños voy a él cada noche sin falta.
enos que una visión fugaz al despertar.

Estos dos poemas fueron escritos


por Ono no Komachi, la principal
poetisa del kokinshu, que escribe sobre
los sueños con un realismo directo.
Cuando estudiamos los poemas de la
emperatriz Eifuku, que vivió alrededor
de la misma época de Ikkyu, en el
periodo Muromachi (poco después de
Shinkokinshu), notamos un realismo
agudo que se trasforma en simbolismo
melancólico, delicadamente japonés y, a
mi parecer, más moderno:

e los bambúes donde los gorriones


trinan,
a la luz del sol y toma el color del
otoño.
erso en los tréboles del jardín,
ento otoñal invade los huesos.
e el muro, el sol de la tarde desaparece.

Dogen —cuyo poema sobre la nieve


clara y fría he citado— y Myöe —que
vio compañía en la luna de invierno—
pertenecieron al período Shinkokinshu.
Myöe intercambiaba poemas con
Saigyo, y los dos discutían sobre poesía.
El siguiente fragmento pertenece a la
biografía de Myöe, escrita por su
discípulo Kikai:
Saigyo hablaba de poesía con
frecuencia. Su propia actitud hacia la
poesía —afirmaba—, era poco común.
El cerezo en flor, el cuclillo, la luna, la
nieve: comparaba las diversas formas
de la naturaleza; sus ojos y sus oídos
estaban llenos del vacío. ¿Y todas las
palabras que brotaban de él no eran
verdaderas palabras? Cuando cantaba la
canción de las flores, las flores no
estaban en su mente; cuando cantaba a la
luna, no pensaba en la luna. Cuando la
ocasión se le presentaba o sentía la
necesidad, escribía poesía. Un arco iris
rojo en el cielo era pintar el cielo. La
luz blanca del sol era el cielo
resplandeciente, aunque el cielo vacío,
por naturaleza, no podía volverse
brillante, no podía tomar color. Con un
espíritu como el del cielo vacío, él
coloreaba sus escenas sin dejar un solo
rastro. En esa poesía estaba Buda, la
manifestación de la máxima verdad.
En estas líneas percibimos el vacío,
la nada oriental. Se ha dicho que mis
obras expresan el vacío, pero éste no
debe confundirse con el nihilismo de
Occidente. El sustento espiritual es
bastante diferente. Dogen tituló su
poema sobre las estaciones: El espíritu
innato. Incluso cuando cantó a la belleza
de las estaciones estaba profundamente
imbuido de la filosofía Zen.

Copyright © The Nobel Foundation


1968
Toni Morrison

Lorain, Ohio, USA


(1931). Premio
Nobel de Literatura
1993. Esta escritora
estadounidense y
cuya obra describe la
vida de la comunidad
negra de su país, en
1988 fue galardonada
con el Premio
Pulitzer por su obra
Beloved publicada un año antes.

Tras una larga vida dedicada a la enseñanza,


en 1964 abandonó este oficio para trabajar
como editora en la Random House de
Nueva York. Su primera novela, Ojos
azules (1970), y que resultó una auténtica
revelación, fue seguida de una prolífica
obra narrativa, aclamada siempre por la
crítica. Entre sus publicaciones más
reconocidas se destacan: Sula (1973), La
canción de Salomón (1977), La isla de
los caballeros (1981), Jazz (1992),
Paradise (1998), y Jugando en la
oscuridad (1992).

Discurso traducido por Colombia


Truque Vélez.
Construimos lenguaje

Érase una vez una anciana. Ciega, pero


sabia. ¿O era un anciano? O quizás un
gurú. O una leyenda para calmar niños
inquietos. He oído esta historia, o una
exactamente igual, en el saber popular
de varias culturas.
Érase una vez una anciana. Ciega.
Sabia.
En la versión que conozco, la mujer
es hija de esclavos, de raza negra,
norteamericana, y vive sola en una
casita a las afueras del pueblo. Su fama
de sabia no tiene par y es
incuestionable. Entre su gente, ella
representa tanto la ley como su
transgresión. El honor que se le rinde y
la admiración temerosa que se le tributa,
trasciende su vecindario y llega hasta
lugares lejanos, hasta la ciudad donde la
inteligencia de los profetas rurales da
origen a mucha diversión.
Un día, la mujer recibe la visita de
unos jóvenes empeñados en refutar su
clarividencia y en desenmascararla por
el fraude que ellos creen que ella es. Su
plan es sencillo: entran en su casa y
hacen la pregunta cuya respuesta
depende exclusivamente de lo que la
diferencia de ellos: su ceguera. Se paran
frente a ella y uno de ellos dice:
Anciana, tengo un pájaro en mi mano.
Dime si está vivo o muerto.
Ella no contesta. Le repiten la
pregunta: El pájaro que sostengo, ¿está
vivo o muerto?
Todavía no responde. Es ciega y no
puede ver a sus visitantes, y menos aún
lo que está en sus manos. No sabe cuál
es su color de piel, género o tierra natal.
Sólo sabe cuál es su motivo.
El silencio de la anciana se
prolonga, a los jóvenes les cuesta
contener sus risotadas.
Finalmente, la anciana habla y su
voz es suave pero severa: No sé, dice.
No sé si el pájaro que sostienen está
muerto o vivo, pero sé que está en sus
manos. Está en sus manos.
Su respuesta podría interpretarse de
esta manera: si está muerto, fue porque
así lo encontraron o porque ustedes lo
mataron. Si está vivo, todavía pueden
matarlo. Que siga vivo, es su decisión.
De cualquier manera, es su
responsabilidad.
Por hacer ostentación de su poder y
poner en evidencia la debilidad de la
anciana, los jóvenes visitantes reciben
un regaño, se les dice que son
responsables no sólo por el acto de
burla, sino también por el pequeño
manojo de vida sacrificado para lograr
sus propósitos. La anciana ciega
desplaza la atención de las afirmaciones
de poder al instrumento a través del cual
este poder se ejerce.
La especulación sobre lo que este
pájaro-en-mano (aparte de su cuerpo
frágil) puede significar, siempre me ha
atraído, pero en especial, así lo pienso
ahora, por la forma en que he sido con
respecto al trabajo que realizo y que me
ha traído hoy ante ustedes. Decido
entonces interpretar al pájaro como
lenguaje y a la anciana como un escritor
experimentado. La anciana está
preocupada por la forma en que el
lenguaje en que ella sueña, que le fue
dado al nacer, se maneja, se pone al
servicio, incluso se le enajena para
ciertos nefarios propósitos. Al ser una
escritora, ella considera el lenguaje en
parte como un sistema, en parte como
algo viviente sobre lo cual uno tiene
control, pero sobre todo como un medio
—como un acto con consecuencias.
Entonces, la pregunta que le hacen los
muchachos, ¿Está vivo o muerto?, no es
irreal, porque ella piensa en el lenguaje
como en algo susceptible de morir, de
ser borrado; ciertamente puesto en
riesgo y redimible únicamente por un
esfuerzo de la voluntad. Ella cree que si
el pájaro que está en las manos de los
visitantes está muerto, sus custodios son
responsables por el cadáver. Para ella,
un lenguaje muerto no es sólo ese que ya
no se habla o escribe, es ese lenguaje
rígido, satisfecho de admirar su propia
parálisis. Como el lenguaje del
estadista, censurado y censurante.
Despiadado en sus deberes policiales,
no tiene otro deseo o meta que mantener
el libre deambular de su propio
narcisismo narcótico, su propia
exclusividad y dominio. Aunque
moribundo, no deja de tener sus efectos
para bloquear el intelecto, ahogar la
conciencia, suprimir el potencial
humano de manera activa. Refractario a
la interrogación, no produce ni tolera
ideas nuevas, moldea los pensamientos
ajenos, cuenta otra historia, llena
silencios confusos. El lenguaje oficial
hecho añicos para sancionar la
ignorancia y mantener el privilegio, es
una armadura lustrada para impactar con
su relumbre, un cascajo del cual salió el
caballero hace mucho tiempo. Más aún,
es tonto, predatorio, sensiblero.
Suscitando reverencia en los escolares,
dando refugio a los déspotas, evocando
falsas memorias de estabilidad y
armonía entre la opinión pública.
La anciana está convencida de que
cuando el lenguaje muere, cae en el
descuido o el desuso, en la indiferencia
y falta de estima, o es asesinado por
decreto; así no sólo ella sino todos los
que lo usan o producen son responsables
por su defunción. En su país los niños
han refrenado su lengua y usan balas en
lugar de iterar la voz del lenguaje mudo,
del lenguaje inhabilitado e inhabilitador,
del lenguaje que todos los adultos han
abandonado como dispositivo para
resolver un problema usando el sentido,
dar orientación o expresar amor. Pero
ella sabe que el suicidio-lingual no es la
elección sólo de los niños. Es común
entre los pueriles jefes de estado y
mercachifles del poder, cuyo vaciado
lenguaje los deja sin acceso a aquello
que resta de sus instintos humanos para
que hablen sólo a aquellos que obedecen
o con el fin de forzar a la obediencia.
Este saqueo sistemático del lenguaje
puede reconocerse en la tendencia de
sus hablantes a renunciar a sus
propiedades de matiz, complejidad y
alumbramiento, a cambio de la amenaza
y la subyugación. El lenguaje opresivo
hace más que representar la violencia:
es violencia; hace más que describir los
límites del conocimiento: limita el
conocimiento. Ya sea el oscuro lenguaje
estatal o bien el pseudolenguaje de los
insensatos medios de comunicación; ya
sea el orgulloso pero calcificado
lenguaje de la academia o bien el
lenguaje de la ciencia impulsado por los
productos; ya sea el pernicioso lenguaje
del derecho-sin-ética o el lenguaje
diseñado para el extrañamiento de
minorías —que esconde su expoliación
racista en su tupé literario—, debe ser
rechazado, transformado y puesto en
evidencia. Es el lenguaje que chupa
sangre, encubre vulnerabilidades, oculta
sus botas fascistas bajo crinolinas de
respetabilidad y patriotismo, mientras se
mueve implacablemente para vigilar los
rangos inferiores y la mente de los
peores. Lenguaje sexista, lenguaje
racista, lenguaje teísta —todos son
típicos de los policíacos lenguajes del
poder, que no pueden permitir el nuevo
conocimiento o animar el mutuo
intercambio de ideas.
La anciana es muy consciente de que
a ningún mercenario intelectual, ni
insaciable dictador, ni político o
demagogo profesional, ni a ningún falso
periodista, lo convencerían sus ideas.
Hay y habrá un lenguaje conmovedor
para mantener a los ciudadanos armados
y dispuestos a hacer que otros se armen;
muertos en masa o masacrando en las
galerías, en los tribunales, en las
oficinas de correos, en las canchas
deportivas, en los dormitorios y
bulevares; promoviendo o memorizando
lenguaje para enmascarar la piedad y el
desperdicio de tanta muerte innecesaria.
Habrá más lenguaje diplomático para
aprobar el ultraje, la tortura, el
asesinato. Hay y habrá más lenguaje
seductor, mutante, diseñado para
estrangular mujeres, para empacar sus
gargantas como paté de ganso con sus
propias indecibles y transgresoras
palabras; habrá más lenguaje de
vigilancia disfrazado como
investigación, de política e historia
calculado para hacer enmudecer el
sufrimiento de millones; lenguaje
estilizado para emocionar a los
insatisfechos y afligidos por el asalto de
sus vecindarios; lenguaje arrogante
pseudoempírico pensado para encerrar a
la gente creativa en jaulas de
inferioridad y desesperanza.
Debajo de la elocuencia, de la
elegancia, de las asociaciones
académicas, por más conmovedor o
seductor, el corazón de tal lenguaje es
lánguido, o tal vez sin pulso en absoluto
—si el pájaro está ya muerto.
La anciana ha pensado cuál habría
sido la historia intelectual de cualquier
disciplina si no hubiera existido quién
insistiera, o no se hubiera visto obligado
a avanzar. El desperdicio de tiempo y
vida que las racionalizaciones y
representaciones de y para el dominio,
exigían —discursos letales de exclusión
bloqueando el acceso al conocimiento
tanto para el que excluye como para el
excluido.
La sabiduría convencional de la
historia de la Torre de Babel es que el
colapso fue una desgracia. Que fue la
distracción o el peso de muchos
lenguajes los que precipitaron la
arquitectura fallida de la torre. Que un
lenguaje monolítico hubiera facilitado la
construcción y se habría alcanzado el
cielo. ¿El cielo de quién?, se pregunta la
anciana. ¿Y qué clase? Tal vez el logro
del Paraíso fue prematuro, un poco mal
intencionado si nadie tuvo tiempo para
entender otros lenguajes, otros puntos de
vista, otro período de narrativas.
Pudieran ellos haber encontrado a sus
pies el cielo que imaginaban.
Complicada, exigente, sí, pero una
visión de cielo como vida, no un cielo
como más allá de la vida.
La anciana no quería dejar a sus
jóvenes visitantes con la impresión de
que el lenguaje debería forzarse a
mantenerse vivo de cualquier manera.
La vitalidad del lenguaje radica en su
capacidad para retratar las vidas reales,
imaginadas y posibles de sus hablantes,
lectores, escritores. Aunque su
equilibrio está a veces en desplazar la
experiencia, esta experiencia no lo
sustituye. El lenguaje apunta al lugar
donde puede hallarse el sentido. Cuando
un Presidente de los Estados Unidos
reflexionó sobre cómo su país se había
convertido en un cementerio, y dijo: El
mundo casi no notará y menos aún
recordará lo que decimos aquí. Pero
nunca olvidará lo que hicimos aquí, sus
solas palabras son vigorizantes en sus
propiedades de afirmación vital porque
se niegan a encapsular la realidad de
600 000 muertos en una cataclísmica
guerra racial. Al negarse a
monumentalizar, al desdeñar la última
palabra, la recapitulación exacta, al
reconocer su poco poder para agregar
o quitar, sus palabras indican
deferencia hacia la incapturabilidad de
la vida que lamentan. Es esta deferencia
lo que las mueve, este reconocimiento
de que el lenguaje nunca puede
mantenerse fiel a la vida de una vez por
todas. Ni debería. El lenguaje nunca
puede inmovilizar la esclavitud, el
genocidio, la guerra. Ni debería anhelar
la arrogancia de ser capaz de hacerlo.
Su fuerza, su felicidad está en alcanzar
lo inefable.
Ya sea preeminente o precario,
oculto, detonante, o se niegue a
santificar; ya se ría a carcajadas o bien
sea un aullido sin alfabeto, la palabra
escogida, el silencio escogido, el
lenguaje tranquilo bulle hacia el
conocimiento, no hacia su destrucción.
Pero, ¿quién no conoce de literatura
proscrita porque es interrogativa,
desacreditada porque es crítica, borrada
porque es alternativa? ¿Y cuántos no se
sienten ultrajados por la idea de una
lengua autodestruida?
El trabajo-de-la-palabra es sublime,
piensa la anciana, porque es generativo,
produce el significado, que garantiza
nuestra diferencia, nuestra humana
diferencia —la manera en la cual somos
como ninguna otra forma de vida.
Morimos. Ese debe ser el
significado de la vida. Pero construimos
lenguaje. Esa debe ser la medida de
nuestras vidas.
Érase una vez… unos visitantes
hicieron a una anciana una pregunta.
¿Quiénes son, estos muchachos? ¿Qué
hicieron con este encuentro? ¿Qué
oyeron en estas palabras finales: El
pájaro está en sus manos? Una frase
que señala hacia una posibilidad o un
signo que capta enseguida la idea. A lo
mejor lo que los muchachos oyeron fue:
No es mi problema. Soy mujer, soy
vieja, soy negra, soy ciega. La
sabiduría que poseo ahora está en
saber que no puedo ayudarlos. El
futuro del lenguaje les pertenece.
Ellos estaban ahí, de pie. Supongan
que no había nada en sus manos.
Supongan que la visita era sólo un ardid,
una jugarreta para lograr que les
hablaran, los tomaran en serio como no
lo habían sido antes. Una oportunidad
para interrumpir, para violar el mundo
adulto, su miasma de discurso sobre
ellos, por ellos, pero nunca para ellos.
Preguntas urgentes están en juego,
incluyendo esa que ellos hicieron: ¿Está
el pájaro que sostenemos vivo o
muerto? Quizá la pregunta quería decir:
¿Podría alguien decirnos qué es la
vida? Nada de artilugios; ninguna
estupidez. Una pregunta directa digna de
la atención de una sabia. De una
anciana. Y si la anciana visionaria que
ha vivido la vida y afrontado la muerte
no puede describir a ninguna de las dos,
¿quién puede?
Pero no lo hace, guarda su secreto,
su buena opinión de sí misma, sus
gnómicos manifiestos, su arte sin
compromiso. Mantiene su distancia, la
refuerza y se retrae en la singularidad
del aislamiento, en un espacio
sofisticado, privilegiado.
Nada, ninguna palabra sigue a su
declaración de transferencia. Este
silencio es profundo, más profundo que
el significado contenido en las palabras
que pronunció. Este silencio se
estremece y los muchachos, fastidiados,
lo llenan con lenguaje inventado sobre
el terreno.
¿No hay discurso, le preguntan, no
hay palabras que usted pueda darnos
para ayudarnos a abrirnos paso en su
expediente de fallas? ¿A través de la
educación que ustedes nos dieron, que
no es en absoluto educación porque
estamos prestando mucha atención a lo
que han hecho, así como a lo que han
dicho? ¿Hasta la barrera que ustedes
han erigido entre generosidad y
sabiduría?
No tenemos ningún pájaro en
nuestras manos, vivo o muerto. No la
tenemos sino a usted y nuestra
importante pregunta. ¿Es la nada que
está en nuestras manos algo que usted
podría cargar para contemplar, para
adivinar siquiera? ¿Ya no se acuerda
siendo joven cuando el lenguaje era
mágico sin significado? ¿Cuando lo
que usted podía decir, podía no
significar? ¿Cuando lo invisible era lo
que la imaginación se esforzaba en
ver? ¿Cuando preguntas y peticiones
de respuesta ardían tan brillantemente
que usted temblaba de furia al no
saber?
¿Tenemos acaso que comenzar a ser
conscientes con una batalla de
heroínas y héroes, así como usted luchó
y perdió dejándonos con nada en las
manos salvo lo que usted imaginó que
está en ellas? Su respuesta es
artificiosa, pero su artificiosidad nos
avergüenza y debe avergonzarla a
usted. Su respuesta es indecente en su
autocomplacencia. Un guión-para-
televisión que no tiene sentido si no
hay nada en nuestras manos.
¿Por qué no se comunicó, y nos
tocó con sus dedos suaves, demorando
la mordedura de sonido, la lección,
hasta saber quiénes éramos? ¿Tanto
despreció nuestra jugarreta, nuestro
modus operandi, que no pudo ver que
estábamos confundidos sobre cómo
lograr su atención? Somos jóvenes.
Inmaduros. Hemos oído durante todas
nuestras cortas vidas que tenemos que
ser responsables. ¿Qué podría eso
significar en la catástrofe en que este
mundo se ha convertido, donde —como
dijo un poeta— nada necesita ser
expuesto cuando es ya descarado?
Nuestra herencia es una afrenta. Usted
quiere que tengamos sus viejos y vacíos
ojos, y veamos solamente la crueldad y
la mediocridad. ¿Piensa que somos lo
suficientemente estúpidos para
perjurarnos una y otra vez con la
ficción de independencia nacional?
¿Cómo se atreve a hablarnos de deber
cuando estamos hundidos hasta la
cintura en el veneno de su pasado?
Usted nos banaliza y además
trivializa el pájaro que no está en
nuestras manos. ¿No hay contexto para
nuestras vidas? Ninguna canción,
ninguna literatura, ningún poema lleno
de vitaminas, ninguna historia unida a
la experiencia que pueda pasarnos
para que nos ayude a marchar bien?
Usted es un adulto. La anciana, la
sabia. Deje de pensar en salvar su
pellejo. Piense en nuestras vidas y
cuéntenos cómo es su mundo
individual. Invéntese un cuento. La
narrativa es radical, nos crea en el
mismo momento en que está siendo
creada. No la culparemos si su alcance
sobrepasa su control, si el amor
inflama tanto sus palabras que estas
caen en llamas y nada queda sino su
quemadura. O si, con la reticencia de
las manos de un cirujano, sus palabras
suturan sólo los lugares donde puede
manar la sangre. Sabemos que usted
nunca podrá hacer esto
apropiadamente —de una vez por
todas. La pasión no es nunca
suficiente; tampoco la destreza. Pero
inténtelo. Por nuestro bien y el de
usted, olvide su nombre en la calle;
díganos lo que el mundo ha sido para
usted en los sitios oscuros y en la luz.
No nos diga lo que hay que creer, lo
que hay que temer. Muéstrenos la
ancha saya de la creencia y la puntada
que desenmaraña el amnios del temor.
Usted, anciana, bendecida con la
ceguera, puede hablar el lenguaje que
nos dice lo que sólo el lenguaje puede
decir: cómo mirar sin imágenes.
Solamente el lenguaje nos protege de
las cicatrices de las cosas sin nombre.
Solamente el lenguaje es meditación.
Díganos lo que es ser una mujer de
modo que podamos saber lo que es ser
un hombre. ¿Qué se mueve en el
margen? ¿Qué es no tener un hogar en
este lugar? Soltarse de aquel que uno
conoció. ¿Qué es vivir a las afueras de
ciudades que no pueden soportar la
compañía de uno?
Háblenos sobre barcos que
regresaron de los bordes de la playa en
la Pascua Florida, placenta en una
campiña. Háblenos de una carretada de
esclavos, ¿cómo cantaban tan
suavemente que su respiración no se
distinguía de la caída de la nieve?
¿Cómo por el encorvamiento del
hombro más cercano supieron que la
próxima parada podía ser la última
para ellos? ¿Cómo, con las manos
puestas en oración sobre sus sexos,
pensaron en el calor, luego en el sol,
alzando sus rostros como si estuviera
allí para entrar? Volteándose como
para entrar. Se detuvieron en una
hospedería. El conductor y su
compañero entraron con la lámpara,
dejándolos zumbando en la oscuridad.
El hueco del caballo humea en la nieve
bajo sus cascos, y su siseo y
licuefacción son la envidia de los
congelados esclavos.
La puerta de entrada se abre: una
muchacha y un muchacho salen de su
luz. Trepan en la cama del vagón. El
muchacho tendrá un revólver en tres
años, pero ahora lleva una lámpara y
un cántaro de sidra tibia. Se lo pasan
de boca en boca. La muchacha ofrece
pan, pedazos de carne y algo más: una
mirada a los ojos de aquel a quien
sirve. Una ración para cada hombre,
dos para cada mujer. Y una mirada.
Ellos se la devuelven. La próxima
parada será la última para ellos. Pero
no ésta. Porque ésta ha sido entibiada.
Hay silencio otra vez cuando los
muchachos terminan de hablar, hasta que
la mujer lo rompe.
Finalmente, dice, les creo ahora.
Les creo con el pájaro que no está en
sus manos porque verdaderamente lo
capturaron. Miren. Cuán hermoso es
esto que hemos hecho —juntos.

Copyright © The Nobel Foundation


1993
Camilo José Cela

Iria Flavia, Galicia


(1916) - Madrid,
España (2002).
Premio Nobel de
Literatura 1989. Fue
galardonado también
con el Premio
Cervantes en 1995.

Durante la Guerra
Civil española luchó
en el bando franquista, pero años más
tarde se convirtió en crítico de la
dictadura. Entre su obra que comprende
narrativa, poesía, memorias y libros de
viajes, se destacan: San Camilo, 1936
(1969), Mrs. Caldwell habla con su hijo
(1953), La familia de Pascual Duarte
(1942). La colmena (1951), Oficio de
tinieblas (1973), Cristo versus Arizona
(1988), Viaje a la Alcarria (1948), y Del
Miño al Bidasoa (1952). Su libro de
poemas Pisando la dudosa luz del día
(1945), le valió a partir del año de su
publicación, el reconocimiento de la
crítica local que posteriormente lo
definió como uno de los más prolíficos
escritores de su país.
Elogio de la fábula

Mi viejo amigo y maestro Pío Baroja


tenía un reloj de pared en cuya esfera
lucían unas palabras aleccionadoras, un
lema estremecedor que señalaba el paso
de las horas: todas hieren, la última
mata. Pues bien: han sonado ya muchas
campanadas en mi alma y en mi corazón,
las dos manillas de ese reloj que ignora
la marcha atrás, y hoy, con un pie en la
mucha vida que he dejado atrás y el otro
en la esperanza, comparezco ante
ustedes para hablar con palabras de la
palabra y discurrir, con buena voluntad y
ya veremos si también con suerte, de la
libertad y la literatura.
No sé dónde pueda levantar su
aduana la frontera de la vejez pero, por
si acaso, me escudo en lo dicho por don
Francisco de Quevedo: todos deseamos
llegar a viejos y todos negamos haber
llegado ya. Porque sé bien que no se
puede volver la cara a la evidencia, y
porque tampoco ignoro que el
calendario es herramienta inexorable,
me dispongo a decirles cuanto debo
decir, sin dejar el menor resquicio ni a
la inspiración ni a la improvisación,
esas dos nociones que desprecio.
Escribo desde la soledad y hablo
también desde la soledad. Mateo
Alemán, en su Guzmán de Alfarache, y
Francis Bacon en su ensayo Of Solitude,
dijeron —y más o menos por el mismo
tiempo— que el hombre que busca la
soledad tiene mucho de dios o de bestia.
Me reconforta la idea de que no he
buscado, sino encontrado, la soledad, y
que desde ella pienso y trabajo y vivo
—y escribo y hablo—, creo que con
sosiego y una resignación casi infinita. Y
me acompaña siempre en mi soledad el
supuesto de Picasso, mi también viejo
amigo y maestro, de que sin una gran
soledad no puede hacerse una obra
duradera. Porque voy por la vida
disfrazado de beligerante, puedo hablar
de la soledad sin empacho e incluso con
cierta agradecida y dolorosa ilusión.
El mayor premio que se alcanza a
recibir es el de saber que se puede
hablar, que se pueden emitir sonidos
articulados y decir palabras señaladoras
de los objetos, los sucesos y las
emociones.
Tradicionalmente, el hombre ha
venido siendo definido por los filósofos
echando mano del socorrido medio del
género próximo y la diferencia
específica, es decir, aludiendo a nuestra
condición animal y el origen de las
diferencias. Desde el zoón politikón de
Aristóteles al alma razonable cartesiana,
ésos han sido los señalamientos
imprescindibles para distinguir entre
brutos y humanos. Pues bien, por mucho
que los etólogos puedan poner en tela de
juicio lo que voy a mantener, no sería
difícil encontrar autoridades suficientes
para situar en el rasgo del lenguaje esa
definitiva fuente de la naturaleza humana
que nos hace ser, para bien y para mal,
diferentes del resto de los animales.
Somos distintos de los animales, y
desde Darwin, sabemos que procedemos
de ellos. La evolución del lenguaje
tiene, pues, un primordial aspecto que
no podemos dejar de lado. La
filogénesis de la especie humana incluye
un proceso de evolución en el que los
órganos que producen e identifican los
sonidos y el cerebro que les presta
sentido, van formándose en un lento
tiempo que incluye el propio nacer de la
humanidad. Ninguno de los fenómenos
posteriores, desde el Cantar de Mío Cid
y El Quijote a la teoría de los quanta,
es comparable en trascendencia al que
supuso el nombrar por primera vez las
cosas más elementales. Sin embargo, y
por razones obvias, no voy a referirme
aquí a la evolución del lenguaje en ese
sentido primigenio y fundamental, sino
en otro, pudiera ser que más secundario
y accidental, pero de importancia
relativa muy superior para quienes
hemos nacido en una comunidad con
tradición literaria más que secular.
En opinión de etnolingüistas tan
ilustres como A. S. Diamond, la historia
de las lenguas, de todas las lenguas,
navega a través de una secuencia en la
que las oraciones comienzan, en sus más
remotos orígenes, siendo simples y
primitivas para acabar con el tiempo
complicándose tanto en su sintaxis con
el contenido semántico que son capaces
de ofrecernos. A fuerza de extrapolar la
tendencia históricamente comprobable,
se supone también que ese avance hacia
la complejidad pasa por un momento
inicial en el que la mayor parte del peso
comunicativo recae sobre los verbos,
hasta llegar a la actual situación en la
que los substantivos, los adjetivos y los
adverbios son quienes salpican y dan
densidad al contenido de la frase. Si
esta teoría es cierta y si dejamos volar
un poco la imaginación, pudiéramos
pensar que la primera palabra fue un
verbo en su más inmediato y urgente uso,
esto es, en imperativo.
El imperativo tiene todavía, claro
es, una considerable importancia en la
comunicación y es difícil tiempo de
verbo con el que debe tenerse sumo
cuidado puesto que obliga a conocer
muy en detalle las no siempre sencillas
reglas del juego. Un imperativo mal
colocado puede llevarnos a resultados
exactamente opuestos a los deseados,
porque en la triple distinción que John
Langshaw Austin hizo famosa (lenguaje
locucionario, ilocucionario y
perlocucionario) ya quedó expuesta con
suficiente sagacidad la tesis del lenguaje
perlocucionario como el tendente a
provocar una determinada conducta en
el interlocutor. No sirve para nada el
que se ordene algo si aquel a quien se
dirige el mandato disimula y acaba
haciendo lo que le da la gana. Desde el
Zoón politikón al alma razonable han
quedado suficientemente delimitados los
campos en los que pace la bestia o canta
el hombre, no siempre con muy templada
voz.
Cratilo, en el Diálogo platónico al
que presta su nombre, esconde a
Heráclito entre los pliegues de su túnica.
Por boca de su interlocutor Hermógenes
habla Demócrito, el filósofo de lo lleno
y lo vacío, y quizá también Protágoras,
el antigeómetra, que en su impiedad
llegó a sostener que el hombre es la
medida de todas las cosas: de las que
son, en cuanto son, y de las que no son,
en cuanto no son.
A Cratilo le preocupó el problema
de la lengua, eso que es tanto lo que es
como lo que no es, y sobre su
consideración se extiende en amena
charla con Hermógenes. Cratilo piensa
que los nombres de las cosas están
naturalmente relacionados con las cosas.
Las cosas nacen —o se crean, o se
descubren, o se inventan— y en su
ánima habita, desde su origen, el
adecuado nombre que las señala y
distingue de las demás. El significante
—parece querer decirnos— es noción
prístina que nace del mismo huevo de
cada cosa; salvo en las razonables
condiciones que mueven las etimologías,
el perro es perro (en cada lengua
antigua) desde el primer perro, y el
amor es amor, según indicios, desde el
primer amor. La linde paradójica del
pensamiento de Cratilo, contrafigura de
Heráclito, se agazapa en el
machihembrado de la inseparabilidad —
o unidad— de los contrarios, en la
armonía de lo opuesto (el día y la
noche) en movimiento permanente y
reafirmador de su substancia —las
palabras también, en cuanto objetos en
sí (no hay perro sin gato, no hay amor
sin odio).
Hermógenes, por el contrario, piensa
que las palabras son no más que
convenciones establecidas por los
hombres con el razonable propósito de
entenderse. Las cosas aparecen o se
presentan ante el hombre, y el hombre,
encarándose con la cosa recién nacida,
la bautiza. El significante de las cosas
no es el manantial del bosque, sino el
pozo excavado por la mano del hombre.
La frontera parabólica del sentir —y del
decir— de Hermógenes, máscara de
Demócrito y a ratos de Protágoras, se
recalienta en no pocos puntos: el
hombre, eso que mide (y designa) todas
y cada una de las cosas, ¿es el género o
el individuo?; las cosas, ¿son las cosas
físicas tan sólo o también las
sensaciones y los conceptos?
Hermógenes, al reducir el ser al parecer,
degüella a la verdad en la cuna; como
contrapartida, el admitir como única
proposición posible la que formula el
hombre por sí y ante sí, hace verdadero
—y nada más que verdadero— tanto a
lo que es verdad como a lo que no lo es.
Recuérdese que el hombre, según
famosa aporía de Víctor Henry, da
nombre a las cosas pero no puede
arrebatárselo: hace cambiar el lenguaje
y, sin embargo, no puede cambiarlo a
voluntad.
Platón, al hablar —quizá con
demasiada cautela— de la rectitud de
los nombres, parece como inclinar su
simpatía, siquiera sea veladamente,
hacia la postura de Cratilo: las cosas se
llaman como se tienen que llamar
(teorema orgánico y respetuoso al borde
de ser admitido, en pura razón, como
postulado) y no como los hombres
convengan, según los vientos que
soplen, que deban llamarse (corolario
movedizo o, mejor aún: fluctuante según
el rumbo de los mudables supuestos
presentes —que no previos— de cada
caso).
De esta segunda actitud
originariamente romántica y, en sus
consecuencias, demagógica, partieron
los poetas latinos, con Horacio al frente,
y se originaron todos los males que,
desde entonces y en este terreno,
hubimos de padecer sin que pudiéramos
ponerle remedio.
En el Ars poetica, versos 70 al 72,
se canta el triunfo del uso sobre el
devenir (no siempre, al menos,
saludable) del lenguaje:
a renascentur quae iam cecidere,
cadentque
nunc sunt in honore vocabula, si volet
usus,
m penes arbitrum est et ius et norma
loquendi.

Esta bomba de relojería —grata, sin


embargo, en su aparente caridad— tuvo
muy ulteriores y complejos efectos: el
último, el de suponer que la lengua la
hace el pueblo y, fatalmente, nadie más
que el pueblo, sin que de nada valgan
los esfuerzos, que por anticipado deben
ahorrarse, para reducir la lengua a
norma lógica y limpia y razonable. Esta
arriesgada aseveración de Horacio —en
el uso está el arbitrio, el derecho y la
norma del lenguaje— convirtió al
desbrozarlo de trabajosas malezas, el
atajo en camino real, y por él marchó el
hombre, con la bandera del lenguaje en
libertad tremolando al viento,
obstinándose en confundir el triunfo con
la servidumbre que entraña su mera
apariencia. Si Horacio tenía su parte de
razón, que no hemos de regatearle aquí,
y su lastre de sinrazón, que tampoco
hemos de disimularlo en este trance,
también a Cratilo y a Hermógenes,
afinando sus propósitos, debemos
concederles lo que es suyo. La postura
de Cratilo cabe a lo que viene
llamándose lenguaje natural u ordinario
o lengua, producto de un camino
histórico y psicológico casi eternamente
recorrido, y el supuesto de Hermógenes
conviene a aquello que entendemos
como el lenguaje artificial o
extraordinario o jerga, fruto de un
acuerdo más o menos formal, o de
alguna manera formal, con fundamento
lógico pero sin tradición histórica ni
psicológica, por lo menos en el
momento de nacer. El primer
Wittgenstein —el del Tractatus— es un
conocido ejemplo de la postura de
Hermógenes en nuestros días. En este
sentido, no sería descabellado hablar de
lenguaje cratiliano o natural o humano y
de lenguaje hermogeniano o artificial o
parahumano. Es obvio que me refiero,
como se refería Horacio, al primero de
ambos, esto es, a la lengua de vivir y de
escribir: sin cortapisas técnicas ni
defensivas.
También el lenguaje que ahora llamo
cratiliano alude Max Scheler —y en
general los fenomenólogos— cuando
habla del lenguaje como mención o
como anuncio o expresión, y Karl
Buhler al ordenar las tres funciones del
lenguaje: la expresión, la apelación y la
representación.
Ni que decir tiene que el lenguaje
hermogeniano admite naturalmente su
artificio original, mientras que el
lenguaje cratiliano se resiente cuando se
le quiere mecer en cunas que no le son
perjudiciales y en las que, con
frecuencia, se agazapan contingencias un
tanto ajenas a su diáfano espíritu.
Es arriesgado admitir, a ultranza,
que la lengua natural, el lenguaje
cratiliano, nazca de las mágicas nupcias
del pueblo con la casualidad. No; el
pueblo no crea el lenguaje: lo
condiciona. Dicho sea con no pocas
reservas, el pueblo, en cierto sentido,
adivina el lenguaje, los nombres de las
cosas, pero también lo adultera e
hibridiza. Si sobre el pueblo no
gravitasen aquellas contingencias ajenas
a que poco atrás aludía, el planteamiento
de la cuestión sería mucho más
inmediato y lineal. Pero el objeto no
propuesto y que, sin embargo, esconde
el huevo de la verdad del problema es
uno y determinado y no está a mi
alcance, ni al de nadie, el cambiarlo por
otro.
El lenguaje cratiliano, la lengua,
estructura o sistema de Ferdinand de
Saussure, nace en el pueblo —más entre
el pueblo que de él—, es fijado y
autorizado por los escritores, y es
regulado y encauzado por las Academias
en la mayoría de los casos. Ahora bien:
estos tres estamentos —el pueblo, los
escritores y las Academias— no
siempre cumplen con su peculiar deber
y, con frecuencia, invaden o interfieren
ajenas órbitas. Diríase que las
Academias, los escritores y el pueblo no
representan a gusto su papel sino que
prefieren, aunque no les competa, fingir
el papel de los demás que —pudiera ser
incluso por razón de principio— queda
siempre borroso y desdibujado y, lo que
es peor, termina por difuminar y velar el
objeto mismo de su atención: el
lenguaje, el verbo que se precisaría
esencialmente diáfano. O algebraico y a
modo de mero instrumento, sin otro
valor propio que el de su utilidad, en el
extremo Unamuno de Amor y pedagogía.
Un último factor determinante, el
Estado, aquello que sin ser precisamente
el pueblo, ni los escritores, ni las
Academias, a todos condiciona y
constriñe, viene a incidir por mil vías
dispersas (la jerga administrativa, los
discursos de los gobernantes, la
televisión, etc.) sobre el problema,
añadiendo —más por su mal ejemplo
que por su inhibición— confusión al
desorden y caos y desbarajuste. Sobre
los desmanes populares, literarios,
académicos, estatales, etc. Nadie se
pronuncia, y la lengua marcha no por
donde quiere, que en principio sería
cauce oportuno, sino por donde la
empujan las encontradas fuerzas que
sobre ella convergen.
El pueblo, porque le repiten los
versos de Horacio a cada paso, piensa
que todo el monte es orégano y trata de
implantar voces y modos y locuciones
no adivinadas intuitiva o
subconscientemente —lo que pudiera
ser, o al menos resultar, válido o
plausible— sino deliberada y
conscientemente inventadas o, lo que es
aún peor, importadas (a destiempo y a
contrapelo del buen sentido).
Los escritores, a remolque del uso,
vicioso con frecuencia, de su contorno
(señálense en cada momento las
excepciones que se quieran), admiten y
autorizan formas de decir incómodas a
la esencia misma del lenguaje o, lo que
resulta todavía más peligroso,
divorciadas del espíritu del lenguaje.
El problema de las Academias está
determinado por los ejes sobre los que
fluctúan: su tendencia conservadora y el
miedo a que se les eche en cara. La
erosión del lenguaje hermogeniano
sobre el lenguaje cratiliano
acentuándose más y más a medida que
pasa el tiempo, entraña el peligro de
disecar lo vivo, de artificializar lo
natural. Y este riesgo puede llegar —
repito— tanto por el camino de la pura
invención como por el de la gratuita
incorporación o de la resurrección o
vivificación a destiempo.
Razones muy minúsculamente
políticas parecen ser el motor que
impulsa e impulsó a las lenguas, a todas
las lenguas, a claudicar, con la sonrisa
en los labios, ante los repetidos embates
de quienes las asedian. Entiendo que el
riesgo corrido es desproporcionado a
los beneficios, un tanto utópicos, que en
un futuro incierto pudieran derivarse y,
sin preocupaciones puristas que están
muy lejos de mi ánimo, sí quisiera
alertar a los escritores, antes que a
nadie, a la Academia, en seguimiento, y
al Estado subsidiariamente, para que
pusiesen coto al desbarajuste que nos
acecha. Existe un continuo del lenguaje
que salta por encima de las
clasificaciones que queremos establecer,
sin duda alguna, pero esta evidencia no
nos autoriza a hacer tabla rasa de sus
fronteras naturales. Suponer lo contrario
sería tanto como admitir la derrota que
todavía no se ha producido.
Agudicemos nuestro ingenio en
defensa de la lengua —repito: de todas
las lenguas— y recordemos siempre que
confundir el procedimiento con el
derecho, como tomar la letra por el
espíritu, no conduce sino a la injusticia,
situación que es fuente —y a la vez
secuela— del desorden.
El pensamiento, con su apéndice
inseparable del lenguaje, y la libertad,
que probablemente pudiera también
unirse a ciertas formas lingüísticas y
conceptuales, forman esa especie de
marco general en el que caben todas las
empresas humanas: las que se destinan a
explorar y ampliar las fronteras de lo
humano y también aquellas otras que,
por el contrario, no buscan sino abdicar
de la propia condición de hombre. El
pensamiento y la libertad fundan por
igual el ánimo de héroes y villanos. Pero
esa condición general oculta la
necesidad de mayores precisiones si
tenemos que acabar entendiendo qué es
lo que significa, en realidad, pensar y
ser libre. Pensar, en la medida en que
sabemos identificar los fenómenos de la
conciencia, resulta para el hombre
pensar en ser libre. Se han consumido
multitud de argumentos para establecer
hasta qué punto es esa libertad algo
cierto, o en qué medida no constituye
sino otro de los fenómenos que
taimadamente acuña el pensamiento
humano, pero es ésa una controversia
probablemente inútil. Un filósofo
español ha sabido advertirnos que tanto
el espejismo como la imagen auténtica
de la libertad significan la misma cosa.
Si el hombre no es libre, si queda sujeto
a unas cadenas causales que tienen su
raíz en la base material que estudian la
psicología, la biología, la sociología o
la historia, cuenta también en su
condición de ser humano con la idea,
quizá ilusoria pero absolutamente
universal, de su propia libertad. Y si
creemos ser libres, vamos a organizar
nuestro mundo de forma muy parecida a
como lo haríamos si, finalmente,
resultamos serlo. Los elementos
arquitectónicos en que hemos ido
apoyando, con mayor o menor fortuna, el
entramado complejo de nuestras
sociedades, establecen el postulado
fundamental de la libertad humana, y
pensando en él valoramos, ensalzamos,
denigramos, castigamos y padecemos:
con el aura de la libertad como espíritu
que infunde los códigos morales, los
principios políticos y las normativas
jurídicas.
Sabemos que pensamos y pensamos
porque somos libres. En realidad es un
pez que se muerde la cola, o mejor
dicho, un pez ansioso por atrapar su
propia cola, el que liga la relación entre
pensamiento y libertad; porque ser libre
es tanto una consecuencia inmediata
como una condición esencial del
pensamiento. Al pensar, el hombre
puede desligarse cuanto desee de las
leyes de la naturaleza: puede aceptarlas
y someterse a ellas, claro es, y en esa
servidumbre basará su éxito y su
prestigio el químico que ha traspasado
los límites de la teoría del flogisto. Pero
en el pensamiento cabe el reino del
disparate al lado mismo del imperio de
la lógica, porque el hombre no tan sólo
es capaz de pensar el sentido de lo real
y lo posible. La mente es capaz de
romper en mil pedazos sus propias
maquinaciones y recomponer luego una
imagen aberrante por lo distinta. Pueden
así añadirse a las interpretaciones
racionales del mundo sujetas a los
sucesos empíricos cuantas alternativas
acudan al antojo de aquel que piensa,
por encima de todo, bajo la premisa de
la libertad. El pensamiento libre, en este
significado restringido que se opone al
mundo empírico, tiene su traducción en
la fábula. Y la capacidad de fabular
aparecería, pues, como un tercer
compañero capaz de añadirse en la
condición humana al pensamiento y la
libertad, gracias a esa pirueta que
concede carácter de verdad a lo que,
hasta la presencia de la fábula, ni
siquiera fue simple mentira.
A través del pensamiento el hombre
puede ir descubriendo la verdad que
ronda oculta por el mundo, pero también
puede crearse un mundo diferente a su
medida y los términos que llegue a
desear, puesto que la presencia de la
fábula se lo permite. Verdad,
pensamiento, libertad y fábula quedan
así ligados por medio de una relación
difícil y, en ocasiones sospechosa, de un
oscuro pasadizo que contiene no pocos
equívocos en forma de sendero —y aun
de laberinto— del que no se sale jamás.
Pero la amenaza del riesgo siempre ha
sido la mayor fuente de argumentos para
justificar la aventura.
La fábula y la verdad científica no
son formas del pensamiento sino que,
contrapuestas, constituyen no más que
entidades heterogéneas e imposibles de
comparación recíproca puesto que
apelan a códigos diferentes y se someten
a técnicas muy diversas. No cabría,
pues, esgrimir al estandarte de lo
literario en la tarea pendiente de la
liberación de los espíritus, si es que hay
que tomarlo como contrapartida de esa
novísima esclavitud de la ciencia. Creo
que, muy al contrario, se trata de ir
distinguiendo con muy prudente
diligencia entre aquella ciencia y
aquella literatura que, al alimón,
encierran al hombre dentro de las
paredes rígidas contra las que acaba por
estrellarse toda idea de libertad y
voluntad, y atreverse a contraponerlas a
esas otras experiencias científicas y
literarias que pretenden ceñirse a la
esperanza. El confiar ciegamente en el
sentido superior de la libertad y la
dignidad del hombre frente a aquellas
sospechosas verdades que acaban por
disolverse en un mar de presunción
sería, pues, testimonio de haber
avanzado un paso en el camino. Pero no
basta. Si algo hemos aprendido es que la
ciencia no solamente resulta incapaz de
justificar las pretensiones de la libertad,
sino que, además, necesita de las
muletas que le permitan un apoyo
exactamente contrario. Las exigencias
más profundas de los valores de la
libertad y voluntad humanas son las
únicas capaces de fundamentar la
ciencia y permitirle, con tales armas,
escaparse de un utilitarismo que no
puede resistir la trampa de la cantidad y
la medida. En esa idea aparece la
necesidad de reconocer que la literatura
y la ciencia, aun siendo heterogéneas, no
pueden permanecer aisladas en una
profiláctica labor de definición de áreas
de influencia. No pueden hacerlo por un
doble motivo, que atiende tanto a la
condición del lenguaje (esa herramienta
básica del pensamiento), como a la
necesidad de ir acotando y distinguiendo
tanto lo que es encomiable y digno de
elogio como lo que, por el contrario,
tiene que sufrir la denuncia de todos los
que aceptan el compromiso con su
propio ser.
A mí me parece que la literatura,
como máquina de fabular se apoya en
dos pilares que constituyen el armazón
necesario para que la obra literaria
resulte valiosa. En primer lugar, un pilar
estético, que obliga a mantener la
narración (o el poema, o el drama o la
comedia) por encima de unos mínimos
de calidad que ocultan, por debajo de
ellos, un mundo subliterario en el que la
creación resulta difícilmente
acompasable con las emociones de los
lectores. Desde el realismo socialista a
las múltiples veleidades
pretendidamente experimentalistas, la
ausencia de talento estético convierte
esa subliteratura en un monótono
engarce de palabras incapaces de lograr
fábula valedera alguna.
Pero una segunda columna, esta vez
de talante ético, asoma también en la
consideración del fenómeno literario,
prestando a la calidad estética un
complemento que tiene mucho que ver
con todo lo dicho hasta ahora respecto
al pensamiento y la libertad. Los
presupuestos ético y estético no tienen,
claro es, ni igual sentido ni idéntica
valía. La literatura puede instalarse en
un difícil equilibrio sobre una única
dimensión estética que justifique el arte
por el arte, y que pudiera ser que la
calidad de la emoción estética fuere, a
la larga, una condición de más dilatada
vida que el compromiso ético. Todavía
podemos apreciar los poemas homéricos
y los cantares épicos medievales,
mientras que ya hemos olvidado, al
menos en forma de conexión automática,
el sentido ético que tuvieron en las
ciudades helénicas y los feudos
europeos. Pero el arte por el arte es, en
sí mismo, un dificilísimo ejercicio,
siempre amenazado de usos espurios
capaces de tergiversar su real
significado.
Creo que el presupuesto ético es el
elemento que convierte la obra literaria
en algo verdaderamente digno del papel
excelso de la fabulación. Pero
convendría entender bien el sentido de
lo que estoy diciendo, porque la fábula
literaria, en tanto que expresión de
aquellos lazos que unían la capacidad
humana de pensar con la vivencia quizá
utópica del ser libre, no puede reflejar
cualquier tipo de compromiso ético.
Entiendo que la obra literaria tan sólo
admite el compromiso ético del hombre,
del autor, con sus propias intuiciones
acerca de la libertad. Claro es que
cualquier hombre, y el más astuto y
equilibrado de los autores literarios, no
es nunca capaz (quizá fuera mejor decir:
no es siempre capaz) de superar su
propia condición humana; cualquier
hombre, digno, está amenazado de
ceguera, y el sentido de la libertad es lo
suficientemente ambiguo como para que
en su nombre puedan cometerse los más
aciagos errores. Tampoco la calidad
estética puede aprenderse según los
esquemas de los manuales. La fábula
literaria está condenada a acertar tanto
en su intuición ética como en su
compromiso estético, porque tan sólo de
esa manera podrá tener un significado
aceptable en términos ajenos a una
posible moda pasajera o a una confusión
rápidamente enmendable. En tanto que la
historia del hombre es móvil y sinuosa,
ni la intuición ética ni la estética pueden
anticiparse fácilmente. Existen autores
cuya sensibilidad para captar emociones
colectivas les llevan a convertirse en
magníficos ejemplos de la onda
colectiva imperante, y dan a su obra un
carácter de reflejo condicionado. Otros,
por el contrario, echan sobre sus
hombros la tarea ingrata y a menudo no
lo bastante aplaudida de situar la
libertad y la creatividad humana un poco
más arriba en ese camino que quizá
tampoco lleve a ninguna parte. Inútil es
decir que tan sólo en este caso la
literatura cumple su función más
exactamente identificada con el
compromiso marcado por la condición
humana y, si exigimos un rigor absoluto
en estas tesis, tan sólo ella podría
llamarse con todos los honores la
verdadera literatura. Pero la sociedad
humana no puede estar vinculada más
que a los genios, los santos y los héroes.
En esta tarea de búsqueda de la
condición libre, la fábula cuenta con las
notorias ventajas que le proporciona,
precisamente, la maleabilidad interna
del relato literario. La fábula no necesita
sujetarse a imposición alguna que pueda
limitar ambiciones, novedades y
sorpresas y, en tanto que esto sea así,
puede permitirse como ningún otro
medio del pensamiento el mantener bien
alto el estandarte de la utopía. Quizá por
ello los más sesudos tratadistas de la
filosofía política han decidido
enmascarar bajo la forma del relato
literario aquellas propuestas utópicas
que en su momento no habrían sido
aceptadas fácilmente sin los ropajes de
la ficción. Una fábula no tiene límites
para la utopía, en tanto que ella misma
está por necesidad anclada en la
condición utópica.
Pero no tan sólo en la facilidad para
la propuesta utópica cuenta con ventajas
la expresión literaria. La plasticidad
interna del relato, la maleabilidad de las
situaciones, los personajes y los
acontecimientos, resulta un magnífico
crisol para aventurar sin mayores
riesgos todo un taller o, si se prefiere,
un laboratorio en el que los seres
humanos ensayan su conducta en
condiciones inmejorables para el
experimento. La fábula no se limita a
indicar la utopía; puede también analizar
cuidadosamente cuál es su discurrir y
sus consecuencias en todas aquellas
alternativas, desde la sesuda previsión
hasta el disparate, que el pensamiento
creador pueda sugerir.
El papel de la literatura como
laboratorio experimental ha sido
resaltado numerosas veces gracias a la
ficción científica, a la especulación
acerca de épocas futuras que luego nos
ha tocado vivir. La crítica ha repetido
hasta la saciedad su admiración por el
talento anticipador de novelistas que han
sabido incluir en sus fábulas las
coordenadas básicas de un mundo que
luego ha seguido las pautas allí
enunciadas. Lo verdaderamente útil de
la fábula como crisol experimental no es
la anécdota del acierto en la
anticipación técnica, sino el retrato,
tanto puntual y directo como en negativo,
capaz de trasmutar los colores de un
mundo posible, ya sea futuro o actual. Es
el hecho en sí de la búsqueda de
compromisos humanos, de experiencias
trágicas y de situaciones capaces de
sacar a la luz de la siempre ambigua
necesidad de optar ciegamente ante las
necesidades del mundo que nos rodea o
puede rodearnos, lo que compone el
fresco de la literatura como laboratorio
experimental. En realidad el valor de la
literatura como experimento de
conductas tiene poco que ver con las
anticipaciones porque la conducta de los
hombres sólo tiene pasado, presente y
futuro en un sentido específico y
limitado. Hay otros aspectos
fundamentales de nuestra forma de ser
que resultan, por el contrario, de una
pasmosa permanencia, y nos permiten de
tal forma conmovernos con una
narración emocional radicalmente ajena
a nosotros en términos temporales. Es el
hombre universal el que tiene ese
premio mayor de la fabulación literaria,
en un taller experimental que no conoce
ni fronteras ni tiempos. Son los quijotes,
los otelos y los don juanes quienes nos
enseñan que la fábula no es más que un
ajedrez jugado mil veces distintas con
las piezas que el destino puede en
cualquier momento hacer aparecer.
Podría pensarse en la más absoluta
de las determinaciones como sustrato de
la pretendida libertad que estoy
pregonando, y así sucedería sin duda
alguna de no mediar la presencia de ese
ser imperfecto, voluble y confuso que es
el autor en tanto que hombre, en tanto
que persona. La magia de un Shilock no
hubiera jamás aparecido sin el bardo
genial cuya dudosa memoria es mucho
más inconsciente, por supuesto, que la
del personaje a quién proporcionó la
vida y privó al alimón de la muerte. ¿Y
qué decir de los anónimos clérigos y
juglares de los que no conservamos más
que el resultado de su talento? Sin duda
hay una cosa que merece ser recordada
por encima de toda cuanta determinación
sociológica o histórica quiera
imponérsenos: que hasta el momento, y
en la medida en que podemos
imaginarnos el futuro de la humanidad,
la obra literaria está estrechamente
sujeta a la necesidad de un autor, de una
fuente individual de aquellas intuiciones
éticas y estéticas a las que antes me
refería, como filtro de la corriente que
sin duda procede de toda la sociedad
que la rodea. Es esta conexión entre el
hombre y la sociedad la que mejor
expresa quizá la propia paradoja del ser
humano sujeto al orgullo de su condición
de individuo y amarrado, a la vez, a una
envoltura colectiva de la que no puede
desembarazarse sin riesgo de locura.
Cabría extraer una posible moraleja: la
que señalaba los límites de lo literario
como aquellos que constituyen
precisamente las fronteras de la
naturaleza del hombre y enseñan más
allá de la condición, idéntica por otro
lado de dioses y demonios. Nuestro
pensamiento puede imaginar los
demiurgos, y la facilidad de las culturas
humanas para inventar religiones es una
muestra cierta de ello; nuestra capacidad
para la fábula puede proporcionar la
base literaria útil para ilustrarlas, cosa
que desde los poemas homéricos no
hemos dejado de hacer. Pero ni siquiera
de esa forma podríamos llegar a
confundir nuestra naturaleza y acabar de
una vez para todas con la tenue llama de
libertad que late en la conciencia íntima
de un esclavo a quien se puede obligar a
obedecer, pero no a amar, y a sufrir
hasta la muerte, pero no a cambiar sus
pensamientos profundos.
Cuando el ciego orgullo racionalista
fue capaz de renovar en los espíritus
ilustrados la tentación bíblica, la
sentencia última que prometía: seréis
como dioses, no tuvo en cuenta que el
ser humano había conseguido ya ir
mucho más lejos por ese camino. Las
miserias y los orgullos que habían
jalonado durante siglos la tarea de
volverse como dioses había ya enseñado
a los hombres una lección mejor: que
mediante el esfuerzo y la imaginación
podían llegar a ser como hombres. Y no
puedo dejar de proclamar, con orgullo,
que en esa tarea, por cierto pendiente en
una parte bien considerable, la fábula
literaria ha resultado ser una
herramienta decisiva en todo tiempo y
en cualquier circunstancia: un arma
capaz de enseñarnos a los hombres por
dónde puede seguirse en la carrera sin
fin hacia la libertad.

Copyright © The Nobel Foundation


1989
Seamus Heaney

Condado de Derry,
Irlanda del Norte,
(1939). Premio
Nobel de Literatura
en 1995. Poeta y
crítico literario,
impartió clases en
Queen’s College de
Belfast, entre 1966 y
1972 antes de
dedicarse por entero
a la literatura.

Heaney, católico irlandés, afectado por la


violencia de los disturbios en el Ulster
decidió trasladarse a Dublín en 1972 y
posteriormente entre 1989 y 1994 fue
catedrático de Poesía en la Universidad de
Oxford. Su obra, reconocida por la
intensidad del lenguaje, es una permanente
búsqueda arqueológica de mitos que han
contribuido a configurar la violenta
situación política de Irlanda del Norte.
Entre sus libros más importantes se
destacan: Muerte de un naturalista
(1966), Norte (1975), Puerta a las
tinieblas (1969), Huyendo del invierno
(1972), Trabajo de campo (1979), Isola
stazione (1984), La linterna del espino
(1987) y Viendo cosas (1991). Es autor
además de los libros de ensayos:
Preocupaciones (1980) y Gobierno de la
lengua (1988).

Discurso traducido por Fernando


Aristizábal.
En honor de la poesía

En la primera ocasión que leí el nombre


Estocolmo, no imaginé que algún día
visitaría esta ciudad, y mucho menos
encontrarme en ella recibiendo el
galardón de la Academia Sueca y la
Fundación Nobel. En ese tiempo yo
pensaba que aquella posibilidad estaba
más allá de toda expectativa, y que era
simplemente inconcebible. En la década
de los cuarenta, siendo hijo mayor de
una familia numerosa y creciente,
vivíamos incómodamente en el condado
rural de Derry en tres habitaciones de
una granja campesina, que se asemejaba
a una madriguera insular, tanto
intelectual como emocionalmente,
alejada del mundo exterior.
Era una existencia íntima, física,
rodeada de animales. En las noches
escuchábamos los sonidos del caballo
en su establo a través de la pared de la
alcoba, que se mezclaban con las voces
de los adultos conversando en la cocina.
Nosotros aprendíamos todo lo que
transcurría —la lluvia en los árboles,
los ratones en el tejado, el sonido de una
locomotora a vapor cruzando por la
carrilera que pasaba detrás de la casa
—, y asimilábamos todo esto en un
sopor de hibernación. Éramos
ahistóricos, presexuales; estábamos
suspendidos entre lo arcaico y lo
moderno, y nos comportábamos tan
susceptibles e impresionables como el
agua de un balde que se guarda en la
despensa. Cada vez que el paso del tren
movía ligeramente la tierra, la superficie
del agua ondulaba silenciosa y
delicadamente, en círculos concéntricos.
Pero no nos temblaba solamente la
tierra; el aire que nos rodeaba
vivamente enviaba señales. El viento
movía las frondas de los árboles,
agitaba una antena puesta en la copa del
castaño. De allí salía un cable que
entraba a la cocina por un agujero de la
ventana y penetraba luego a nuestra
radio. Una sucesión de sonidos
incomprensibles se convertía, de pronto,
en las palabras de un locutor de la BBC
transmitiendo las noticias —algo
inesperado, como un deus ex machina.
Esta voz podía también ser escuchada en
el dormitorio; a través de las palabras
que los adultos pronunciaban en la
cocina. Así mismo oíamos con alguna
frecuencia más allá de esas voces, las
claves agudas y frenéticas que llevaban
los mensajes en morse.
En la conversación distinguíamos
algunos nombres de vecinos,
pronunciados con el acento local de
nuestros padres, mientras en el teñido
inglés del locutor se escuchaban
nombres de bombarderos y ciudades
arrasadas, de frentes de guerra y
divisiones de la armada, de aviones
perdidos y prisioneros capturados, de
soldados heridos y de los avances del
ejército; y también en ese proceso
reparábamos en esas dos
denominaciones solemnes pero
estimulantes: el enemigo y los aliados.
Sin embargo ninguna noticia sobre esas
catástrofes mundiales me parecía
terrorífica a pesar del tono inquietante
del periodista, pues no comprendíamos
las connotaciones de lo que ocurría; y si
algunas veces fuimos culpables por
nuestra ignorancia política en ese tiempo
y lugar, esa sensación de seguridad me
resultaba siempre cómoda.
En otras palabras, los tiempos de la
guerra fueron nuestros tiempos pre-
reflexivos; pre-literarios, y de cierto
modo pre-históricos. Más tarde, y esto
sucedió con los años, comencé a
escuchar mejor y trepándome en el brazo
de un gran sofá acercaba mi oído al
parlante de la radio. Pero aún no me
interesaban las noticias tanto como los
relatos, siendo mis favoritos la serie
sobre Dick Barton, agente secreto
británico, y las divertidas historias del
héroe de la Fuerza Aérea británica,
basadas en las novelas de W. E. Johns.
Para entonces todos habíamos crecido y
visitábamos con frecuencia la cocina y
yo me acercaba al radio concentrándome
para escucharlo. Así en ese intento
aproximativo al dial, me familiaricé con
los nombres de estaciones extranjeras:
Leipzig, Oslo, Stuttgart, Varsovia y por
supuesto, Estocolmo.
Sintonizando diferentes emisoras
abandonaba la onda de la BBC a favor
de Radio Eireann y retornaba al tono
familiar de Dublín, para luego
reemplazarlo por el acento londinense
sin comprender que allí se daban mis
primeros contactos con las sílabas y
consonantes guturales de los idiomas
europeos; así me habitué a escuchar
fragmentos de noticieros hablados en
diversas lenguas extranjeras que me
permitieron iniciar mi recorrido por la
vastedad del mundo. Éste, más tarde, se
convertiría en un itinerario por la
inmensidad del lenguaje, un recorrido en
donde cada punto de llegada —no
importa que fuera a través de la poesía
de uno, o de la vida misma—, resultaba
ser un puente y no un destino, y
asombrosamente este viaje me ha traído
ahora a un sitio de honor. No obstante,
esta plataforma la siento más como una
estación espacial que como un puente de
piedra, y quizá porque por primera vez
en la vida me permito el lujo de caminar
sobre el aire.
II

Debo a la poesía la posibilidad de


caminar en ese espacio. Le doy crédito
pensando en una frase que escribí
recientemente para valorarme a mí
mismo (y a algún otro que estuvo
escuchando), caminé en el aire pese a
cualquier juicio. Pero la reivindico
finalmente porque sólo la poesía puede
crear un orden verdadero sobre el
impacto externo de la realidad, y
sensible a las leyes internas del propio
poeta, así como las ondas del agua
atravesaban el balde en nuestra
despensa cincuenta años atrás. Me
refiero a un orden donde logramos
crecer y alcanzar todo aquello que nos
propusimos. Un orden que satisface
todos los apetitos de la inteligencia
adhiriendo los afectos. En otras
palabras, agradezco a la poesía por ser
ella misma y por ser una ayuda, por
hacer posible el fluido restaurador que
relaciona el centro de la mente con su
circunferencia, al niño que escuchaba la
palabra Estocolmo en la esfera de la
radio, con el hombre que está hoy frente
a ustedes en Estocolmo, en este
momento privilegiado. Le agradezco a la
poesía porque se le debe gratitud en
nuestra época y en todos los tiempos,
por su fidelidad a la vida, en todo el
sentido inherente a esa frase.
Al comienzo yo quería que esa
fidelidad a la vida poseyera una
concreta realidad, sentía regocijo
cuando un poema parecía directo, era
representación exacta del universo que
defendía o criticaba. Siendo aún escolar
yo amaba la oda Al otoño de John Keats
por parecer un Arca de la alianza que
contenía el lenguaje y la sensación;
amaba también a Gerald Manley
Hopkins por sus exclamaciones intensas,
equivalentes al éxtasis y al dolor que
uno ignoraba en la adolescencia o que
apenas vislumbraba antes de leerlo; yo
apreciaba en Robert Frost la
elementalidad del campesino y su
audacia terrenal, y Chaucer me gustaba
por las mismas razones. Más tarde
encontré otro tipo de exactitud, que
correspondía y corresponde
profundamente a algo en mí, una moral
arraigada que hallé en los poemas de
guerra de Wilfred Owen: una sensible
poesía donde el Nuevo Testamento sufre
y absorbe los golpes de otro siglo de
barbarie. Más tarde aún, en la diáfana
coherencia del estilo de Elizabeth
Bishop, la tenacidad de Robert Lowell y
la confrontación desnuda de Patrick
Kavanagh, hallé demasiadas razones
para creer en la capacidad —y en la
responsabilidad— de la poesía para
decir lo que ocurre, para apiadarse del
planeta, para no preocuparse por ser
simple poesía.
Esta disposición temperamental que
me guiaba con rigor hacia un arte que
mostrara a las cosas como son, se
corroboró con la experiencia de haber
nacido y crecido en Irlanda del Norte, y
de haber vivido con ese lugar, a pesar
de estar ausente de él durante el último
cuarto de siglo. Pocos lugares en el
mundo se sienten tan orgullosos por su
vigilancia y realismo; pocos lugares se
consideran tan calificados para censurar
la florida retórica o la extravagancia
formal. Por ello y en parte por haber
asimilado estas actitudes con las que fui
madurando y también por nutrir una
corteza para protegerme contra ellas,
pasé años evitando o resistiendo la
excesiva opulencia lingüística de poetas
tan diferentes como Wallace Stevens y
Rainer Maria Rilke; ignorando en su
justa medida la interioridad cristalina de
Emily Dickinson, con sus destellos y
fisuras asociativas. Y fui indiferente a la
extrañeza visionaria de Eliot. Este más o
menos, es el costo de actitudes con que
fortalecí mi negación para no darle más
crédito a un poeta que a cualquier otro
ciudadano; posición que asumí al verme
obligado a comportarme como poeta en
una situación de continua violencia
política y de expectativa pública;
expectativa —hay que decirlo— no de
poesía como tal, sino de posiciones
políticas encontradas esgrimidas por
grupos que se desaprobaban entre sí.
En dichas circunstancias, la mente
anhela el reposo llamado con optimismo
por Samuel Johnson: la estabilidad de
la verdad, pues al entender la naturaleza
desestabilizadora de sus propias
operaciones y pesquisas, sin necesitar
instrucción teórica, una rápida
conciencia plantea variados discursos
de contenido contradictorio. Así, el niño
que en la habitación escuchaba
simultáneamente el lenguaje doméstico
de su hogar irlandés y los acentos
oficiales del locutor británico, mientras
percibía a la vez las señales de otra
angustia; ese niño estaba preparándose
ya para las complejidades de ser un
adulto y para enfrentar un futuro donde
él tendría que afrontar sus posiciones
éticas, estéticas, morales, políticas,
métricas, escépticas, culturales,
topicales, tipicales y poscoloniales;
posturas estas que en conjunto
resultaban simplemente imposibles.
De esta manera me hallé en la mitad
de la década del setenta en otra pequeña
casa campestre, esta vez en el condado
de Wicklow al sur de Dublín, ya con
familia propia y una radio menos
precaria, escuchando la lluvia en los
árboles y las noticias de las bombas que
estallaban más cerca, no sólo colocadas
por el IRA en Belfast, sino otras igual de
atroces atribuidas en Dublín a los
paramilitares unionistas del norte. Me
sentía indefenso e inútil como cuando
leía acerca del destino trágico de Osip
Mandelstam en la Unión Soviética de la
década de los años treintas; me sentía
perturbado (aunque conciente) por no
estar combatiendo las injusticias, como
cuando un amigo de colegio, de bondad
singular, había sido encarcelado por
sospechas de su participación en un
asesinato político. Lo que pretendía yo
sin duda, no era la estabilidad, sino un
escape activo de las arenas movedizas
del relativismo, una forma de acreditar a
la poesía sin padecer, pero tampoco sin
humillarse. En un poema de mi libro
Norte llamado Destape, escribí
entonces lo siguiente:

o pudiera llegar en meteorito!


camino en cambio entre hojas
húmedas,
aras y los gastados despojos del otoño,
inando un héroe
gún paraje enlodado,
ofrenda sea un guijarro de honda
ado a los desesperados.

mo pude terminar de esta manera?


recuerdo con frecuencia los bellos
máticos consejos de mis amigos
cerebros golpeantes de algunos que me
odian.
ado, midiendo y sopesando
esponsable pesadumbre.
a qué? ¿Para el oído? ¿Para el pueblo?
a aquello que se dice a nuestra
espalda?

uvia cae entre los alisos,


oces seductoras
muran sobre grietas y erosiones,
cada gota me recuerda
diamantes absolutos.

oy informante ni prisionero,
un emigrante interno de cabello largo
ativo;
ájaro del bosque
ndo de la masacre,
undido con los colores protectores
undido con los colores protectores
ronco y la corteza.

n como un rescoldo casi extinto


e el soplo de los vientos
no perder la opción de la vida,
sa palpitante del cometa.

Sobre uno de los poemas más leídos


por los estudiantes de mi generación
donde se asimilan los nutrientes del
movimiento simbolista presentándolos
en forma de cápsula, el poeta
norteamericano Archibald MacLeish
afirmó que la poesía debe ser igual a / y
no verídica. En esta definición sobre la
capacidad que tiene la poesía para decir
la verdad pero desde un ángulo oblicuo,
la frase de MacLeish convence y además
corrige. No obstante hay momentos en
los que se dilucida una necesidad mayor
y entonces uno exige no sólo que el
poema sea placenteramente directo sino
que posea sabiduría; que no sea una
variación tocada para sorprender al
mundo, sino una nueva afinación del
mundo mismo. Queremos que esa
sorpresa sea transitiva, como el destello
que inesperadamente devuelve la imagen
al televisor, o el choque eléctrico que
recobra al corazón indeciso su ritmo
normal. Deseamos lo que pedía aquella
mujer en una fila frente a la prisión de
Leningrado, azulada por el frío y
murmurando con miedo durante el
régimen de terror de Stalin, cuando le
preguntó a la poeta Anna Ajmátova si
podría describir todo eso, si su arte
sería capaz de narrarlo con exactitud.
Pues aquello era lo que yo sentía en
circunstancias mucho más cómodas en el
condado de Wicklow cuando escribí los
versos que acabo de citar; teniendo la
necesidad de una poesía que pudiera
merecer la definición que planteé hace
un momento, que significara un orden
fiel al impacto de la realidad exterior
y… sensible a las leyes internas del
propio poeta.
La realidad externa y la dinámica
intrínseca a los acontecimientos en
Irlanda del Norte entre 1968 y 1974
promulgaban un cambio; un cambio
violento, admitámoslo, pero de
cualquier forma una transformación, que
para la minoría de los habitantes había
tardado demasiado en llegar. A finales
de los años sesentas, las
manifestaciones callejeras fermentaron
esta disposición que no se consumó, y
los peligros incubados tiempos atrás
comenzaron a ver la luz. El moralista
cristiano que llevaba dentro renegaba
por las atrocidades del IRA con su
campaña de bombas y masacres; el
elemental irlandés en uno se indignaba
por la rudeza que ostentaba el ejército
británico en días como el Domingo de
Sangre (Bloody Sunday) de Derry en
1972, y el ciudadano minoritario que
acechaba en nuestro interior, con total
conciencia de que su grupo era víctima
de desconfianza y discriminación (por
parte tanto de oficiales como de
civiles), percibía la situación con tal
verdad poética, que era posible creer
que la vida en Irlanda del Norte
florecería sólo el día que un cambio
tuviera lugar. Y esta percepción se
sumaba también a otra verdad, la de
reconocer que los medios brutales
utilizados por el IRA destruirían el
sentido sobre la cual los cambios
necesarios debían ampararse.
A pesar de todo, cuando el gobierno
británico no había sucumbido a las
estrategias de fuerza de los trabajadores
unionistas de Ulster, después de la
Conferencia de 1974, una mente bien
dispuesta podría hallar en esas
circunstancias algún sentido, y sopesar
lo promisorio en contra de lo
destructivo, realizando lo que medio
siglo antes W. B. Yeats, había tratado de
hacer: Tener en un solo pensamiento la
realidad y la justicia. Lamentablemente,
luego de 1974, y durante los veinte
largos años posteriores, antes del cese
al fuego de agosto de 1994, semejante
esperanza era imposible. La violencia
subterránea sólo producía crueles
retaliaciones desde arriba; el sueño de
justicia fue abolido por la terrible
crueldad de la realidad, y la gente se
resignó durante un cuarto de siglo a una
vida perdida y a un espíritu extraviado,
a actitudes endurecidas y posibilidades
cada vez más reducidas; resultados
inevitables de la solidaridad política,
del sufrimiento traumático y de la pura
autodefensa emocional.

III

Uno de los más angustiosos momentos


de toda esta conmovedora historia de
Irlanda del Norte ocurrió una noche de
enero de 1976, cuando un pequeño bus
que llevaba algunos obreros a casa fue
detenido por un grupo armado de
encapuchados, que los obligaron a
descender y a organizarse en fila al
borde de la carretera. Entonces, uno de
los verdugos enmascarados ordenó: Si
entre ustedes hay algún católico que dé
un paso adelante. Y esto ocurrió con un
grupo particular donde todos, excepto
uno, eran protestantes; por tal razón se
presumía que los enmascarados fueran
paramilitares protestantes a punto de
realizar la ejecución de aquel católico
infiltrado, simpatizante o militante del
IRA y de todas sus actividades. Para ese
hombre fue un momento terrible: estaba
suspendido entre el pánico y el
testimonio; entonces hizo un primer
movimiento para dar el paso. Narran
que, en esa fracción de segundo, y
cubierto por la relativa oscuridad de la
noche invernal, sintió la mano del
obrero protestante más próximo a él
apretando la suya en una fraterna señal
que decía: No, no te muevas, no te
vamos a traicionar, nadie tiene por qué
saber cuál es tu fe ni a qué partido
perteneces. Sin embargo todo fue en
vano; el hombre no pudo detener el
impulso de su paso. Pero cuando se
preparaba para sentir el cañón del fusil
contra la sien, sintió un empujón que lo
retiro del grupo mientras los
paramilitares abrían fuego contra todos
los demás; pues no eran terroristas
protestantes, como habían creído, sino,
sin lugar a dudas, militantes del IRA.
A veces es difícil no pensar que la
historia instruye lo mismo que un
matadero; que Tácito no mentía cuando
dijo que la paz es la desolación que
queda después de las operaciones
decisivas realizadas por un poder
inmisericorde. Recuerdo que en la
década del setenta me asombré a mí
mismo con una reflexión que hice sobre
un amigo encarcelado bajo la sospecha
de estar involucrado en un asesinato
político: pues aunque el hombre fuera
culpable —pensé para mi sorpresa—, él
podría haber ayudado en algo al
nacimiento de un porvenir mejor,
quebrando las formas represivas,
liberando un nuevo potencial de la única
forma posible, es decir usando la vía
violenta —que se convertiría por
extensión, en la única manera correcta
—. Por un instante me sentí expuesto al
frío de las galaxias, recordando el
elemento aterrador, por dentro y por
fuera, en el cual los seres humanos
tenemos que conducir y vivir nuestras
vidas. Pero esto sólo duró un momento.
El futuro que deseamos nace
seguramente en el vínculo profundo
sentido por aquel católico aterrorizado
en la orilla de la carretera cuando su
compañero lo tomó de la mano; y no en
las ametralladoras que escuchó en
seguida —con su ruido absoluto y
desolador que también forma parte de la
música de lo que acontece.
Como escritores y lectores,
pecadores y ciudadanos, nuestro
realismo y nuestro sentido estético nos
hacen cautelosos a la hora de acreditar
una nota positiva. Los disparos nos
previenen pero el hecho mismo de las
atrocidades le da valor al esfuerzo que
hacemos por confrontarlas. Por ello nos
inspiran las tensiones angustiosas en la
poesía de Paul Celan, y con razón nos
enamora la voz del personaje que
murmura en Samuel Beckett, porque
evidencian que el arte sí puede estar al
nivel de las circunstancias, y que
constituye un corolario al destino
horrorífico de Celan como sobreviviente
del Holocausto, y al discreto heroísmo
de Beckett como miembro de la
Resistencia francesa. Por todo esto
nosotros sospechamos de aquello que
ofrece demasiado consuelo; nuestro
conocimiento hoy a fines del siglo
Veinte, alcanzó tales fronteras, que pone
en entredicho hasta nuestra propia
herencia cultural. Solamente los tontos o
los muy imbéciles pueden ignorar que
los documentos de la civilización se han
escrito con sangre y lágrimas, sangre y
lágrimas que no son menos reales por
tener un origen muy remoto. Y cuando
esta predisposición intelectual coexiste
con la realidad actual de Ulster, Israel,
Bosnia, Ruanda y otros muchos lugares
heridos sobre la faz de la tierra, no es
coherente acreditarle a la naturaleza
humana una gran potencialidad
constructiva; o concederle mérito a las
obras de arte.
Por lo cual yo pasé años doblado
sobre mi escritorio como un monje
arrodillado en su reclinatorio,
contemplando con sumisión mi
entendimiento en un esfuerzo por
sostener el trozo de mundo cuyo peso me
correspondía, conociendo mi
incapacidad de alguna virtud heroica
redentora, pero obligado, por
obediencia a la regla, a repetir el
esfuerzo y la postura. Soplando el
rescoldo para producir un poco de calor.
Olvidándome de la fe, e indagando en
las buenas obras, sin atender verdades
absolutas o lo imaginado en términos
absolutos. Entonces al final, y
felizmente, sin obedecer a las
circunstancias dolorosas de mi lugar
natal, sino a pesar de ellas, me puse de
pie. Por ello empecé hace unos años a
construir un espacio donde tuviera
cabida lo maravilloso, y no solamente lo
homicida, importante hecho que
intentaré representar ahora cambiando la
orientación con una historia fuera de
Irlanda.
Ésta es una historia sobre otro monje
que se sostiene en una ardua postura de
meditación. Se dice que una vez San
Kevin estaba arrodillándose con sus
brazos estirados simulando una cruz en
Glendalough, (monasterio próximo a
donde nosotros vivíamos en el condado
Wicklow); lugar que todavía sigue
siendo uno de los sitios más boscosos y
anegados del país. Sin embargo, cuando
Kevin se arrodilló para orar, un mirlo
creyendo que su mano extendida era la
serena rama de un árbol, anidó sobre
ella. Entonces conmovido por la piedad
y constreñido por la fe, decidiendo amar
a la vida en todas las criaturas grandes y
pequeñas, Kevin se quedó inmóvil
durante horas y días y noches y semanas,
ofreciendo su mano hasta que los
polluelos salieron del cascarón y
aprendieron a volar. Esta verdad de la
vida subvierte el sentido común hasta la
intersección del proceso natural y del
ideal vislumbrado, dejando una señal de
la memoria en uno mismo. Manifestando
un orden poético donde podemos crecer
conservando aquello con que crecimos.
Se dice que la historia de San Kevin
no es originaria de Irlanda. Pero me
conmueve igual aunque haya surgido en
la India, África, el Ártico o las
Américas. Porque su significado no se
sustenta en una tipología determinada o
relacionándola con un folclor singular, y
no tiene sentido disputar su valor dentro
un contexto multicultural. Por el
contrario, su fidelidad y su meritorio
tránsito tienen que ver con un escenario
local. Yo podría imaginar su urdimbre
como un paradigma del colonialismo,
con Kevin que representa al imperialista
benigno (o al misionero en el despertar
del imperialismo), interviniendo la vida
indígena y destinando su ecología
prístina. Y tendría que admitir que existe
una ironía en el hecho de que alguien
grabó y conservó esta historia de gran
belleza dentro de la herencia irlandesa:
La historia de Kevin, después de todo,
aparece en las escrituras de Giraldus
Cambrensis, uno del Normandos que
invadió Irlanda en el siglo XII, quien
sería llamado quinientos años después
por Geoffrey Keating: el toro de la
manada de quienes escribieron la
historia falsa de Irlanda. Pero aun así,
yo todavía no puedo persuadirme de que
esta manifestación de la temprana
civilización cristiana, pueda juzgarse
desde la simple perspectiva del
explotador o del bárbaro en nuestra
historia pasada y presente. La
concepción entera me inquieta como
otro ejemplo de la obra que vi hace unas
semanas en el pequeño museo de
Esparta, la mañana anterior al anuncio
del ganador del Premio Nobel de
literatura de este año.
Se trataba de una pintura proveniente
de una fe distinta a la profesada por San
Kevin. Representaba a un pájaro
dormido, a una bestia extasiada y a un
hombre en trance, pero lo significativo
es que se trataba de Orfeo porque en ese
tiempo el rapto provenía de la música y
no de la oración. Era una talla pequeña y
me era imposible hacer un boceto de
ella, pero en la tarjeta de la exposición
aparecía la información necesaria. La
imagen me conmovió debido a su
antigüedad y conservación, ya que la
descripción en la tarjeta dio un nombre y
creencia a lo que me había cautivado
durante las últimas tres décadas: Pieza
relativa en homenaje a Orfeo, realizada
por el poeta local durante el período
Helenístico.
Una vez más yo espero no estar
siendo sentimental o simplemente
fetichista con aquello que llamamos
local. Yo deseo sugerir en cambio que
las imágenes e historias invocadas aquí,
sirvan como portadoras de valor. El
siglo ha dado testimonio de la derrota
del Nazismo por la fuerza de las armas,
pero la corrosión de los regímenes
soviéticos fue causada, entre otras
cosas, por la pura persistencia de
valores culturales y las resistencias
psíquicas que estas historias e imágenes
envuelven. Aun cuando nosotros hemos
aprendido a ser profundamente
cautelosos y a elevar a formas culturales
conservadoras los sistemas normativos y
exclusivistas, aun cuando tenemos la
prueba terrible de que el orgullo en una
herencia étnica y religiosa puede
degradar en el fascismo, nuestra
vigilancia en este sentido no debe
cambiar el amor que le confiamos a
nuestras raíces. Pues una confianza en la
que demos crédito a un mundo donde se
respete la validez de cada tradición,
permitirá la creación y el mantenimiento
de un espacio político salubre. A pesar
de repetirse los actos de devastación,
matanza, asesinato y extirpación,
provocados por motivos religiosos entre
palestinos e israelitas, africanos y
Afrikáners (o Boérs); las paredes se han
derrumbado en Europa y las cortinas de
hierro se han abierto. Esto nos deja la
esperanza de que se inauguren nuevas
posibilidades en Irlanda, aunque el
problema involucre una partición
continuada de la isla entre las
jurisdicciones británicas e irlandesas, y
una escisión igualmente persistente de
los afectos en Irlanda del Norte con sus
herencias; pero ciertamente cada
morador en el país debe esperar a que
los gobiernos aprueben leyes que
permitan esa división similar a la red en
una cancha de tenis, que facilita un ágil
dar y tomar, para encontrar y contener;
prefigurando un futuro donde la
vitalidad fluya, comenzando por cambiar
los términos enemigo y aliado, y que
finalmente deriven en un lenguaje menos
maniqueo y un vocabulario menos
categórico.

IV

Cuando el poeta W. B. Yeats estuvo en


este lugar hace más de setenta años,
Irlanda acababa de salir de una guerra
civil traumática que se había librado
después de la guerra de Independencia
contra los británicos. La segunda de
estas guerras, la fratricida, no duró
mucho tiempo; había llegado a su fin en
mayo de 1923, siete meses antes de que
Yeats emprendiera su viaje a Estocolmo;
y fue una contienda sangrienta, salvaje e
íntima, que iba a determinar durante
varias generaciones, los términos
políticos que se realizarían dentro de los
veintiséis condados independientes de
Irlanda —aquella parte de la isla
conocida primero como el Estado Libre
Irlandés y luego como la República de
Irlanda.
En su discurso al recibir el Premio
Nobel, Yeats apenas hizo una alusión
pasajera a estas guerras. Nadie entendió
mejor que él, aquel vínculo existente
entre la construcción o destrucción del
Estado, y la fundamentación o el
hundimiento de la vida cultural; pero en
esa ocasión eligió hablar acerca del
Movimiento Irlandés de Dramaturgia. Se
refirió al propósito creativo que inspiró
aquel movimiento, y a la fortuna
histórica que lo rodeó al haber
disfrutado no sólo de su propio talento
sino también de la genialidad de John
Millington Synge y Lady Augusta
Gregory. Vino a Suecia para relatarle al
mundo que el trabajo de los poetas y
dramaturgos locales había ejercido un
papel más importante en la
transformación de su país natal, y de su
tiempo, que las emboscadas de los
ejércitos guerrilleros; y planteó en su
elevada prosa, el mismo argumento que
expresaría en verso una década más
adelante, al escribir el poema: La
galería municipal revisitada. Allí,
Yeats se presenta entre los retratos y
heroicas figuras narrativas, que celebran
los eventos y los personajes de la
historia reciente, y reconoce súbitamente
un acontecimiento que marcó una época:
Esto no es, digo yo,/ la Irlanda muerta
de mi juventud, sino una Irlanda / que
los poetas han imaginado, terrible y
alegre. El poema concluye con dos de
los más refinados versos de toda su
obra:
se dónde comienza y termina la gloria
de un hombre,
a: mi gloria fue haber tenido a mis
amigos.

No obstante, a pesar de lo extenso y


excitante, florece en estas líneas un
ejemplo de poesía que enaltece sin
demostrar su valor como tal. Son
palabras que honran al autor
galardonado, que se parece a lo que
estoy haciendo yo en este discurso. En
realidad, debería citar en beneficio
propio otras frases del mismo poema:
Ustedes que me juzgan, no me juzguen
sólo por este libro o aquel. Les ruego,
como Yeats suplicó a sus lectores, que
piensen en los logros de los poetas,
dramaturgos y novelistas irlandeses de
los últimos cuarenta años, entre los
cuales me enorgullezco de tener unos
grandes amigos. Refiriéndose a la
literatura, Ezra Pound aconsejó no
escuchar las opiniones de aquellos que
no han producido una obra notable y
yo tengo el privilegio de seguir su
consejo, porque es la buena opinión de
los trabajadores distinguidos que me ha
dado la fuerza para continuar mi camino
desde cuando comencé a escribir en
Belfast, hace ya más de treinta años.
Yeats, por supuesto, no compartía
las frases floridas ni los alardes. A la
hora de dar crédito a la poesía de
nuestro siglo, cualquier inventario
literario debería incluir sus dos grandes
piezas poéticas: Mil novecientos
diecinueve y Meditaciones en tiempos
de guerra civil; esta última contiene el
famoso poema lírico acerca de un nido
en su ventana, donde el pájaro llamado
tordo había hecho su morada en una
grieta del antiguo muro. El poeta vivía
entonces en una torre normanda, una de
las reliquias de la historia militar del
país en siglos anteriores, y allí
reflexiona sobre lo irónico de las
civilizaciones que se consolidan
mediante conquistadores poderosos y
violentos, y que terminan por comisionar
a los artistas y arquitectos para la
realización de obras que resalten su
magnificencia. En su obra vinculó el ave
maternal que alimenta a sus polluelos
con la imagen de la abeja de miel, una
imagen profundamente arraigada a la
tradición poética, y siempre sugestiva
del ideal de una sociedad trabajadora y
armónica que nutre y protege a los
suyos:

abejas construyen en las grietas


doquines sueltos que se abren;
los pájaros traen a sus críos
gusanillos y moscas.
uro se derrumba. Dulces abejas,
an, construyan en la casa vacía del
tordo.
mos encerrados bajo la llave
uestra incertidumbre; en algún lugar
ombre ha sido asesinado, incendian
una casa.
ningún hecho claro se vislumbra.
an, construyan en la casa vacía del
tordo.

barricada de piedra o de madera;


rce días de guerra civil;
he pasaron llevando en una carroza
erpo de un joven soldado
ensangrentado.
an, construyan en la casa vacía del
tordo.

amos alimentado nuestros corazones


con fantasías,
corazón así nutrido fue embrutecido,
mayor sustancia en nuestras
enemistades
en nuestro amor. Ay, dulces abejas
an, construyan en la casa vacía del
tordo.

Muchas veces durante los últimos


veinticinco años, he escuchado a la
gente de Irlanda repetir este poema, lo
cual no es extraño, porque es un poema
tan tierno frente a la vida misma como lo
era el santo Kevin, y tan duro sobre lo
que ocurre en la vida como el mismo
Homero. Conoce las masacres que
ocurren al lado de la carretera, como el
episodio relatado al comienzo de este
discurso sobre los hombres del bus,
pero acredita la verdad del apretón de
mano, la simpatía y la actitud protectora
que existe entre los seres vivientes.
Satisface las necesidades
contradictorias experimentadas por la
conciencia en tiempos de crisis, la
obligación por un lado de decir la
verdad, y por el otro, de no endurecer la
mente hasta un punto que niegue su
añoranza de dulzura y verdad.
Es una prueba real de que la poesía
puede representar y ser verídica al
mismo tiempo, y recuerda la petición
hecha por aquella mujer en Leningrado a
Anna Ajmátova sobre un poema
adecuado a su realidad, y que William
Wordsworth produjo en un instante
parecido de crisis histórica y
desconcierto personal, hace casi
exactamente doscientos años.

Cuando el bardo Demodocus narra en su


canto la derrota de Troya y todas las
desdichas ocurridas, Odiseo llora y
como lo relata Homero, sus lágrimas se
asemejan a las de una mujer en el campo
de batalla lamentando la muerte de su
marido caído:
servar al hombre allí abatido, que
gime, que se muere,
se inclina a abrazarlo llorando
desgarradoramente;
nces siente las lanzas que penetran su
espalda y sus hombros.
todo su dolor la llevan atada a la
esclavitud;
ladoras lágrimas abren surcos en sus
mejillas:
no conmueven más que las de Odiseo…

Todavía hoy, después de tres mil


años, y a pesar de habernos
acostumbrado a ir de canal en canal,
mirando crónicas en vivo sobre las
infamias contemporáneas, tan
informados y familiarizados a riesgo de
volvernos inmunes; acostumbrados por
películas realistas a los campos de
concentración y los Gulag, el cuadro que
pinta Homero nos sacude. La frialdad de
aquellas lanzas atacando a la mujer por
la espalda, nos alcanza siempre
sobreviviendo al paso del tiempo y a la
traducción. Esta imagen encierra la
exactitud adecuada de un documental y
responde a todo lo que sabemos sobre lo
intolerable.
Pero he aquí otra forma de
manifestación característica de la poesía
lírica. Se refiere a: el templo dentro de
nuestro oído el cual se activa al
escuchar un pasaje de un poema. Es lo
que llama Mandelstam la solidez del
discurso articulado, la resolución e
independencia que nace de un poema
enteramente realizado. Su revelación
radica en una energía desatada por una
fusión y una escisión lingüísticas; en un
signo pleno generado por la cadencia, el
tono, el ritmo, la estrofa, además del
contenido del poema y de la veracidad
del poeta. De hecho, en la poesía lírica,
la verdad se reconoce como un timbre
que suena con fidelidad dentro del
medio en sí. Y es la búsqueda incesante
de ese acento, esa nota que fue afinada
al extremo en Emily Dickinson y Paul
Celan, y orquestada en forma opulenta
en John Keats; es esa indagación que
mantiene al poeta esforzándose para
detectar una voz totalmente persuasiva
detrás de tantas que intentan informar.
Para reiterarlo de otra manera, no he
descendido del brazo de aquel sofá.
Seguramente escucho las noticias con
más atención ahora; tengo mayor
conciencia de la historia global y del
dolor del mundo que se oculta tras ella.
Pero lo que me esfuerzo por escuchar en
la voz del locutor, no es propiamente el
relato de lo ocurrido; es algo más
reflexivo porque como poeta me
concentro a fin de captar un signo, para
reposar en la estabilidad conferida por
la satisfacción de percibir un orden de
sonidos. Es como si la onda cuando
alcanza su círculo más amplio, deseara
ser verificada mediante una reforma de
sí misma, contrayéndose y
devolviéndose nuevamente a su punto de
origen.
Persigo también esto cuando leo
poesía. Y lo encuentro, por ejemplo,
repitiendo el refrán contenido en el
poema de Yeats: Vengan, construyan en
la casa vacía del tordo. Con su tono de
súplica, sus ejes poderosos en las
palabras construyan y casa, y esa
conciencia de disolución en la palabra
vacía. Lo hallo igualmente en el
triángulo de fuerzas mantenidas en
equilibrio por la triple rima de:
fantasías, enemistades y dulces abejas,
y en la totalidad del poema como una
forma constitutiva del lenguaje.
La forma poética es, a la vez, el
barco y el ancla. Significa lo pleno y lo
estable, permitiendo una satisfacción
simultánea de todo aquello que es
centrífugo y centrípeto en la mente y en
el cuerpo. Y por estos medios, la obra
de Yeats cumple con lo que la poesía
necesaria siempre realiza, desciende al
fondo de nuestra compasiva naturaleza,
sin desconocer lo despiadado que es el
universo al que constantemente ella
misma está expuesta. La forma del
poema en otras palabras, es crucial,
pues sin ella, no se logra el efecto que
siempre es y será el mérito de la poesía:
persuadir a esa parte vulnerable de
nuestra conciencia de su rectitud, a
pesar de la evidencia del espacio
errático que la rodea; recordarnos que
somos cazadores y recolectores de
valores; que nuestras soledades y
angustias deben ser respetadas, pues
también ellas representan una
confirmación de nuestra existencia como
seres humanos.

Copyright © The Nobel Foundation


1995
Naguib Mahfouz

El Cairo (1911).
Premio Nobel de
Literatura 1988.
Escritor egipcio,
autor de relatos,
novelas y guiones
cinematográficos.

Durante 1939 y 1954


tiempo que trabajó
en el ministerio de
Asuntos Religiosos de su país, publicó
tres volúmenes de una proyectada serie de
cuarenta novelas históricas ambientadas
en el periodo faraónico. Es autor de una
amplia obra destacada por la
experimentación con la técnica del
monólogo interior y la literatura del
absurdo. Su colección Susurro de locura
apareció en 1938 y obtuvo un gran éxito.
Luego durante el cambio político que
siguió al derrocamiento de la monarquía
egipcia en 1952, publicó Trilogía de El
Cairo (1956-1957), aclamada por la
crítica europea. Entre sus novelas más
reconocidas están: Chicos de Gebelawi
(1959), El ladrón y los perros (1961),
Miramar (1967), y El callejón de los
milagros (1947), que tras ser llevada al
cine por el director mexicano Jorge Fons
en 1995, obtuvo el Premio Goya en 1992.

Discurso traducido por Colombia


Truque Vélez.
Para salvar la humanidad

Para comenzar, me gustaría agradecer a


la Academia Sueca y a su Comité Nobel
por enterarse de mis largos y
perseverantes trabajos, y les pediría que
acepten con tolerancia mi discurso, por
llegar en una lengua desconocida para
muchos de ustedes. Pero ella es la
verdadera ganadora del premio. Esto
quiere decir, por lo tanto, que sus
melodías deberían flotar por primera
vez en su oasis de cultura y civilización.
Mi gran esperanza es que no sea la
última vez y que los escritores de mi
nación tengan el placer de sentarse con
todo el mérito entre sus escritores
internacionales, que han difundido el
aroma de la alegría y la sabiduría en
este aflictivo mundo nuestro.
Un corresponsal en el Cairo me dijo
que cuando mi nombre fue mencionado
en relación con el premio, se hizo
silencio y muchos se preguntaban quién
era yo. Permítanme entonces
presentarme de la manera más objetiva
que humanamente pueda. Soy el hijo de
dos civilizaciones que en cierto estadio
de la historia formaron un maridaje
afortunado. La primera de ellas, de siete
mil años de antigüedad, es la
civilización faraónica; la segunda, con
mil cuatrocientos años de edad, es la
islámica. Tal vez no sea necesario que
yo introduzca a ninguno de ustedes en el
conocimiento de ellas, pues hacen parte
de la élite, de los instruidos. Pero no
será perjudicial, en nuestra situación
actual de relación y comunión, realizar
un simple recordatorio.
Con relación a la civilización
Faraónica, no hablaré de las conquistas
y la construcción de imperios. Se ha
vuelto un lugar común la mención de
cómo la conciencia moderna, por suerte,
se siente incómoda al respecto.
Tampoco hablaré sobre cómo fue
orientada por primera vez hacia la
existencia de Dios y su guía, en la
alborada de la conciencia humana. Es
una larga historia y ninguno de ustedes
desconoce al profeta-rey Akhenaton.
Tampoco hablaré de los logros de esta
civilización en el arte y la literatura, y
de sus renovados milagros: las
Pirámides y la Esfinge de Karnac. Aquel
que no haya tenido la oportunidad de ver
estos monumentos, ha leído respecto de
ellos y reflexionado sobre sus formas.
Permítanme, entonces, presentar la
civilización Faraónica con lo que parece
un cuento desde que mis circunstancias
personales me dictaron que fuera un
narrador. Escuchen, pues, este incidente
histórico registrado: Un antiguo papiro
relata que el Faraón supo de la
existencia de una relación pecaminosa
entre algunas mujeres del harén y
hombres de su corte. Era de esperarse
que los eliminaría de acuerdo con el
espíritu de su época. Pero él, en cambio,
llamó ante su presencia a los consejeros
de leyes y les pidió que investigaran lo
que había llegado a sus oídos. Les dijo
que quería la verdad, de modo que
pudiera dictar sentencia en justicia.
Esta conducta es, en mi opinión, más
grande que fundar un imperio o construir
las Pirámides. Es más diciente de la
superioridad de esa civilización, que sus
riquezas o esplendor. No existe ya esta
civilización —una simple historia del
pasado. Algún día la gran Pirámide
desaparecerá también. Pero la verdad y
la justicia prevalecerán en tanto la
humanidad tenga una mente meditativa y
una conciencia viva.
En cuanto a la civilización Islámica,
no voy a hablar de su llamado al
establecimiento de una unión entre todo
el género humano bajo la tutela del
Creador, basada en la libertad, la
igualdad y el perdón. Tampoco voy a
hablar de la grandeza de su profeta.
Entre sus pensadores hay algunos que lo
consideran como el hombre más grande
de la historia. No hablaré de sus
conquistas que sembraron miles de
minaretes que llaman a la labor, a la
devoción y al bien a través de grandes
extensiones de tierra, desde las
cercanías de la India y la China hasta las
fronteras de Francia. Ni hablaré de la
fraternidad entre credos y razas que se
logró con su aceptación, en un espíritu
de tolerancia desconocido antes y
después para la Humanidad.
En lugar de esto, presentaré esta
civilización en una situación de
movimiento dramático, que resume uno
de sus rasgos más conspicuos: En una
batalla victoriosa contra Bizancio los
prisioneros de guerra fueron devueltos a
cambio de algunos libros de la antigua
herencia griega en filosofía, medicina y
matemáticas. Este es un testimonio de
valor para el espíritu humano en su
urgencia de conocimiento, aunque quien
lo demandaba era creyente en Dios y lo
solicitado era fruto de una civilización
pagana.
Fue mi destino, señoras y señores,
nacer en la cuna de estas dos
civilizaciones, y absorber su leche,
nutrirme con su literatura y su arte.
Luego bebí el néctar de la rica y
fascinante cultura de ustedes. De esta
inspiración —así como de mis propias
ansiedades, brotaron de mí las palabras.
Esas palabras tuvieron la fortuna de
merecer la apreciación de su honorable
Academia, que ha coronado mi empeño
con el Premio Nobel. A ella agradezco
en mi nombre y en el de aquellos
grandes primeros constructores que
fundaron las dos civilizaciones.
Señoras y Señores: Ustedes se
estarán preguntando, este hombre que
viene del Tercer Mundo, ¿cómo encontró
la paz mental necesaria para escribir
historias? Tienen toda la razón. Vengo
de un mundo que trabaja bajo el peso de
deudas cuyo pago lo expone a la
inanición o casi. Algunos de sus pueblos
perecen en Asia por inundaciones, otros
en África por hambrunas. En Suráfrica,
millones han sido destruidos por el
rechazo y la privación de todos los
derechos humanos en la era de los
derechos humanos, como si no contaran
entre los humanos. En la Margen
Occidental y en Gaza hay gente perdida,
pese al hecho de vivir en su propia
tierra, el territorio de sus padres, de sus
abuelos y bisabuelos. Se han levantado
para pedir el primer derecho
garantizado por el hombre primitivo; es
decir, que deberían tener su propio lugar
reconocido por los otros como el suyo.
En pago por su valiente y noble
movimiento recibieron —hombres,
mujeres, jóvenes y niños de la misma
manera— la fractura de huesos, la
muerte a balazos, la destrucción de
casas y la tortura en cárceles y campos.
Resumiendo, hay 150 millones de árabes
atentos a lo que ocurre, llenos de cólera
y aflicción. Esto amenaza la región con
un desastre, si no es evitado por la
sabiduría de aquellos que desean una
paz justa y total.
Sí, ¿cómo pudo este hombre
procedente del Tercer Mundo encontrar
la paz mental para escribir historias?
Afortunadamente, el arte es generoso y
compasivo. Del mismo modo en que
mora entre los dichosos no desampara a
los infelices. Les ofrece a ambos por
igual los medios convenientes para
expresar lo que se ensancha en sus
corazones.
En este momento decisivo de la
historia de la civilización es
inconcebible e inaceptable que los
lamentos de la humanidad deban
apagarse en el vacío. No cabe duda de
que la humanidad ha llegado por fin a la
mayoría de edad y nuestra época tiene la
expectativa de entendimiento entre las
superpotencias. La mente humana asume
ahora la tarea de eliminar todas las
causas de destrucción y aniquilación. Y
exactamente como los científicos se
esfuerzan por limpiar el medio ambiente
de la contaminación industrial, los
intelectuales deben esforzarse por
limpiar la humanidad de la
contaminación moral. Es tanto nuestro
derecho como nuestro deber pedir a los
altos dirigentes de los países
civilizados, así como a sus economistas,
que influyan en un verdadero salto que
los sitúe en el punto central de la época.
En los tiempos antiguos cada
dirigente trabajaba por el bien de su
nación solamente. Los otros eran
considerados adversarios, o sujetos de
explotación. No había mirada para
ningún valor, salvo el de la superioridad
y la gloria personal. Por respeto a esto,
se destruyeron muchas razones morales,
ideales y valores; se justificaron muchos
medios antiéticos; muchas almas fueron
condenadas a perecer. Mentiras, engaño,
perfidia, crueldad, reinaban como signos
de sagacidad y pruebas de grandeza.
Hoy en día, esta visión necesita
cambiarse desde su misma raíz. Hoy en
día, la grandeza de un dirigente
civilizado debe medirse por la
universalidad de su visión y su sentido
de responsabilidad hacia toda la
humanidad. El mundo desarrollado y el
Tercer Mundo no son sino una familia.
Cada ser humano tiene en esto una
responsabilidad por el grado en que ha
conseguido obtener conocimiento,
sabiduría y civilización. No excedería
los límites de mi deber si les digo en
nombre del Tercer Mundo: No sean
espectadores de nuestras miserias.
Ustedes tienen allí un noble papel digno
de su estatus. Desde su posición de
superioridad, ustedes son responsables
por cualquier dirección errónea de un
animal o planta, por no decir nada del
género humano, en cualquiera de las
cuatro esquinas del mundo. Ya hemos
tenido bastante de palabras. Ahora es el
momento de la acción. Es tiempo de
terminar la era de bandidos y usureros.
Estamos en la era de los dirigentes
responsables por todo el orbe. ¡Salven a
los avasallados de África del Sur!
¡Salven a los famélicos de África!
¡Salven a los palestinos de las balas y
las torturas! Aún más, ¡salven a los
israelíes de la profanación de su gran
legado espiritual! ¡Salven a los
endeudados de las rígidas leyes de la
economía! Llamen su atención sobre el
hecho de que su responsabilidad con la
humanidad, debería estar primero que su
compromiso con las leyes de una ciencia
que tal vez el tiempo ha sobrepasado.
Pido su perdón, señoras y señores,
siento que pude haber turbado un tanto
su tranquilidad. Pero, ¿qué esperan de
alguien proveniente del Tercer Mundo?
¿No se colorea cada recipiente con lo
que contiene? Además, ¿dónde pueden
los lamentos de la humanidad encontrar
un lugar para resonar sino en su oasis de
civilización, plantado por su gran
fundador, para estar al servicio de la
ciencia, la literatura y los sublimes
valores humanos? Y tal como él hizo un
día al consagrar sus riquezas al servicio
del bien, con la esperanza de lograr el
perdón, nosotros, hijos del Tercer
Mundo, pedimos a los poderosos, a los
civilizados, que sigan su ejemplo, se
empapen de su conducta, mediten en su
visión.

Señoras y Señores:
A despecho de todo lo que
sucede a nuestro alrededor, estoy
comprometido con el optimismo
hasta el final. No digo con Kant
que el bien triunfará en el otro
mundo. El bien está logrando
victorias todos los días. Puede
incluso que el mal sea más débil
de lo que imaginamos. Ante
nosotros hay una prueba
innegable: si no fuera porque la
victoria está siempre del lado
del bien, hordas de humanos
vagabundos no hubieran sido
capaces de crecer y
multiplicarse, frente a bestias e
insectos, desastres naturales,
miedo y egoísmo. No hubieran
sido capaces de formar naciones,
sobresalir en creatividad e
invención, conquistar el espacio
exterior, y declarar los Derechos
Humanos. La verdad del asunto
es que el mal es un escandaloso
y tumultuoso corruptor, y que los
humanos recuerdan más lo que
duele que lo que complace.
Nuestro gran poeta Abul—
‘Alaa’ Al-Ma’ari tenía razón
cuando dijo:

Una queja en la hora de la muerte


Es más que cien veces más
Regocijo a la hora de nacer.

Finalmente, reitero mis


agradecimientos y les pido su
perdón.

Copyright © The Nobel Foundation


1988
V. S. Naipaul

Chaguanas, Trinidad y
Tobago (1932).
Premio Nobel de
Literatura 2001.
Vidiadhar Surajprasad
Naipaul, novelista y
ensayista británico
de origen hindú,
alternó durante
varios años su labor
narrativa con el
trabajo periodístico.

Su obra mezcla de sátira y humor, ilustra


los conflictos entre las culturas
tradicionales y los valores
contemporáneos. Entre sus novelas
podemos citar: Una casa para mister
Biswas (1961), Guerrillas (1975), Un
recodo en el río (1979) y Un camino en
el mundo (1994), su última novela y que
trata sobre los nativos de Trinidad y la
colonización europea en Latinoamérica.
Es autor también de varios libros de
ensayos sobre India, tales como India:
una civilización herida (1977), Entre los
creyentes: viaje al Islam (1981) y El
centro recuperado (1984), considerado
por muchos de sus seguidores como una
obra autobiográfica.

Discurso traducido por Esperanza


Vallejo Osorio.
Dos mundos

Esta es una situación inusual para mí. Sí,


ocasionalmente hago lecturas, pero
nunca charlas o discursos. Así le
contesto siempre a quienes me piden una
conferencia. Y es la verdad. Puede
parecer extraño que un hombre que ha
trabajado de manera profesional con las
letras, las emociones y las ideas, tenga
poco que proponer en esta suerte. Pero
cada cosa de valor acerca de mí, se
encuentra en mis libros. Aunque no
completamente en forma. Yo estoy
escasamente conciente de ellos. Se
espera eso en el próximo libro, y con un
poco de suerte me volveré escritor —
por sorpresa—. Este es el elemento de
sorpresa que yo busco cuando estoy
escribiendo —empresa delicada— que
me permite juzgar mi trabajo.
Proust ha escrito con una gran
penetración sobre la diferencia entre el
escritor como profesional y el escritor
como ser social. Encontrarán estos
pensamientos en algunos de sus ensayos
en Contra Sainte-Beuve, el libro que
compila sus textos tempranos.
En el Siglo XIX el crítico francés
Sainte-Beuve creía que para comprender
al escritor hacía falta saber todo lo
posible sobre el hombre exterior y los
detalles de su vida. Esclarecer la obra
del hombre es un camino de seducción
que puede parecer inexpugnable. Proust
derrumbó aquello sin embargo de
manera muy convincente diciendo que:
este método desconoce lo que un grado
muy ligero de conocimiento interior
nos enseña, que un libro es el producto
de un yo diferente, de aquel que
manifestamos en nuestras costumbres,
en nuestra vida social y en nuestros
vicios. Si nosotros intentáramos
entender que un yo particular está
investigando nuestras entrañas, y si
intentáramos reconstruirlo allí,
podremos llegar a él.
Deberíamos conservar esas palabras
de Proust en el espíritu, cada vez que
leamos la biografía de un escritor, o la
biografía de cualquiera de quien pueda
depender nuestra inspiración. No es
necesario exponer todos los detalles de
su vida, sus extrañezas y sus amistades,
para que el misterio de la escritura
subsista. Ninguna cantidad de
información por apasionante que sea,
podrá sernos reveladora. La biografía
de un escritor o la autobiografía será
siempre incompleta.
Proust es un maestro de la
amplificación feliz, y me gustaría
remontarme a Contra Sainte-Beuve sólo
para citar: lo que se da a los lectores
son las secreciones del más profundo
yo, escrito en la soledad y
exclusivamente para sí mismo. Lo que
uno da en la vida privada, en la
conversación o en aquellas charlas que
están próximas a lo impreso, son el
producto de un yo bastante superficial
y no del más profundo ego que sólo
puede recuperarse aislándonos del
mundo.
Cuando Proust escribió esto todavía
no había encontrado el sujeto que
condujera a buen momento su gran
trabajo literario. Podemos concluir que
acabo de mencionar a un hombre que se
da a su intuición entregándose a su
suerte. Ya he citado estas frases en otras
circunstancias, porque las mismas
definen la manera en que yo procedo.
Me refiero a la intuición. Lo hice en el
principio, y lo creo todavía. No tengo
idea de cómo vayan a girar las cosas o
si la escritura me guiará. Yo me
abandono a la intuición para encontrar
mis causas y escribo intuitivamente. Sin
duda ya hay una idea, una forma, un
comienzo, pero tuve que esperar muchos
años antes de comprender plenamente lo
que escribía.
He dicho hasta ahora que todo lo
importante de mí está en mis libros. Voy
a ir más lejos, yo soy la suma de mis
libros, represento a cada uno de ellos en
un sentido intuitivo, y en el caso de la
ficción, muy elaborado. Estos coronan
mis precedentes y mi procedencia. Me
parece que no importa en qué etapa de
mi carrera literaria se pueda decir que
la última obra contenga a todas las otras.
Lo anterior se explica por las
circunstancias, a veces extremadamente
simples, otras extremadamente
complicadas, en las que crecí. Nací en
Trinidad, pequeña isla en la
desembocadura del Orinoco, esa gran
vertiente venezolana. Trinidad no
pertenece exactamente ni a América del
Sur ni a las Antillas. Esta colonia creada
para la plantación en el nuevo mundo,
tenía en 1932, año de mi nacimiento,
400 000 habitantes, de los cuales
alrededor de 150 000 eran indígenas,
hindúes y musulmanes; casi todos de
origen campesino y en su inmensa
mayoría oriundos de las llanuras del
Ganges.
Así era mi minúscula comunidad
natal. Esencialmente su migración desde
la India se desarrolló después de 1880,
en las condiciones que voy a referir: la
gente era contratada para trabajar cinco
años en las plantaciones. Después de
este periodo recibían un pedazo de
tierra calculado en dos hectáreas, o
pasaje de regreso a la India. En 1917, a
causa de la sublevación de Gandhi, este
sistema de contratación fue abolido.
Quizá ocurrió que por esta causa o por
otras razones, los últimos en llegar no
obtuvieron las tierras o la repatriación
prometida. Esa gente estaba
completamente desamparada, dormían
en las calles de Puerto España, la
capital. Yo les vi cuando era niño. En
esa época no sabía que estaban en la
miseria y tuve que comprenderlo mucho
más tarde. Ellos no me dejaron una
impresión en particular. Esto hacía parte
de la crueldad de la colonia de
plantación.
Nací en Chaguanas, una provincia
del interior, a cuatro o cinco kilómetros
del golfo de Paria. Chaguanas era un
nombre extraño por la ortografía y la
pronunciación, y muchos de los
aborígenes —que eran mayoría en la
región—, preferían darle el nombre de
la casta indígena de Chaguan.
Habían pasado treinta y cuatro años
cuando descubrí de dónde venía el
nombre de mi lugar de nacimiento. Vivía
en Londres, Inglaterra, desde hacía seis
años y estaba empezando a escribir mi
noveno libro, una historia de Trinidad,
que se esforzaba en revivir los hechos
de sus gentes. Visitaba con frecuencia el
Museo Británico y leía los documentos
españoles sobre la región. Estos textos
copiados de los archivos españoles por
el gobernador británico durante 1890, en
momentos de una disputa fronteriza con
Venezuela, comienzan en 1530 y acaban
con la desaparición del Imperio
Español.
Investigaba sobre la absurda
búsqueda de El Dorado y sobre el
asesinato del héroe inglés: Sir Walter
Raleigh, que en 1595 asoló Trinidad, y
aniquiló a todos los españoles, que
remontaban el Orinoco en busca de El
Dorado. Él nunca encontró nada, pero
pretendía lo contrario ante el reino de
Inglaterra. Mostró una pepita de oro y un
poco de arena, asegurando haberlas
extraído de las riberas del Orinoco. La
monarquía mandó a analizar la arena y
no encontró nada valioso en ella, y
algunos afirmaron que la muestra de oro
la había conseguido aparentemente en
África del Norte. Raleigh escribía para
entonces un libro, a fin de probar lo que
decía, y después de cuatro siglos,
todavía se cree que él encontró alguna
cosa. La magia de la obra de Raleigh de
una lectura verdaderamente ardua,
reposa sobre su largo título: El
descubrimiento del gran rico y bello
imperio de Guayana con una relación
de la gran ciudad de Manoa (que los
españoles llamaron El Dorado) y de las
provincias de Emeria, Aromaia,
Amapaia, y de otras encontradas; así
mismo de las riberas vecinas. Como
esto le parecía real, entonces se lanzó a
la aventura sobre el curso principal del
río Orinoco.
Por poseer una reputación engañosa,
Raleigh fue atrapado en su propia
fabulación. Veintiún años más tarde,
viejo y enfermo y tras haber salido de
prisión, se enteró que su hijo encontró la
muerte en Guayana buscando el oro que
él decía haber descubierto, pues el
padre por salvar su dignidad lo había
enviado a continuar su aventura
fraudulenta. Entonces lleno de
remordimiento, sin más razones para
vivir, Raleigh regresó a Londres y fue
ejecutado.
La historia pudo parar allí, pero los
españoles que tenían gran memoria sin
duda —porque la correspondencia
imperial era demasiado lenta, pues
podían pasar veinticuatro meses para
que una carta de Trinidad encontrara su
destinatario en España—, ocho años
después, reitero, en Trinidad y
Guayanas, los españoles arreglaron
cuentas con los indígenas del Golfo. En
testimonio existe una carta del rey de
España al Gobernador de Trinidad,
fechada el 12 de octubre de 1625 que leí
en el Museo Británico y que dice:
Le pido —escribía el Rey— que me
aclare sobre cierta nación llamada
Chaguanes, donde el número de
indígenas, dice usted, sobrepasan el
millar. Y que son de tan mala
disposición, que ellos mismos
condujeron a los ingleses a que se
apoderaran de la ciudad. Su crimen ha
quedado impune por el hecho de que no
había fuerzas disponibles, pero debido
a que los indígenas no conocen otro
amo que su propia voluntad, usted
habrá de castigarlos. Siga las reglas
que le he trazado y hágame saber el
resultado de sus diligencias.
¿Qué pedía el gobernador? Lo
ignoro. No pude encontrar ninguna otra
referencia de los Chaguanes en este
archivo del museo. Posiblemente exista
algo más en la montaña de papel
conservada en los archivos de Sevilla,
que los estudiosos enviados por el
gobernador Británico dejaron pasar o
que juzgaron no ser digno de transcribir.
Lo que sí es cierto, en todo caso, es que
la pequeña tribu de un millar de
indígenas que vivía sobre las dos
riberas del río Paria desapareció
totalmente, y que nadie en las ciudades
de Chaguan o Chaguanes supo nunca el
motivo de su extinción. Ese día me dije
en el Museo Británico, que yo era la
primera persona desde 1625 para quien
significó algo aquella carta escrita por
el rey. Y esta misiva no había sido
exhumada de los archivos de 1896 o de
1897. Una desaparición, y después el
silencio de siglos.
Nosotros vivíamos sobre las tierras
de los Chaguanes, durante mi época
escolar. Comencé a frecuentar el
colegio, salía muy temprano de casa de
la abuela y ojeaba las dos o tres vitrinas
de la calle principal, la taberna china, el
Teatro Júbilo y la pequeña fábrica
portuguesa (de donde salían esos fuertes
aromas del jabón azul y amarillo que en
largas barras se ponía afuera para ser
secado durante las mañanas). Cada día
yo pasaba por esas cosas que me
parecían eternas, cada día que iba de
camino a la escuela pública de
Chaguanas. Cerca al colegio estaba el
golfo de Paria donde existían las
plantaciones de caña de azúcar.
Anteriormente los indígenas poseían su
propia clase de agricultura, su
calendario, sus códigos y sus lugares
sagrados. Ellos comprendían
íntimamente los caminos que se trazaban
entre el Orinoco y el golfo de Paria.
Todo su conocimiento y todo lo
concerniente a ellos fue aniquilado.
El mundo está todos los días en
movimiento, pero de un momento a otro
la gente es despojada. En 1967 me
trastorné por el descubrimiento de mi
ciudad natal y porque confirmé que
ignoraba todo acerca de ella; es así
como la mayor parte de nosotros
vivimos en una colonia agrícola,
ciegamente. No porque las autoridades
nos hayan mantenido en las tinieblas,
sino porque el conocimiento mismo
estaba ausente. Este tipo de información
sobre los Chaguanes no fue juzgada
como importante y era difícil de
exhumar. Ellos conformaban una
pequeña tribu de aborígenes, y nosotros
vinimos a saber de nuestros semejantes
sobre el continente, en lo que se llama
B. G., Guayana Británica, objeto ahora
de pleitesía. En Trinidad y creo que en
todas las comunidades se califica de
warrahoons —los peores sujetos
alborotadores—. Entiendo que es un
término creado para sugerir salvajismo,
y solamente cuando comencé a viajar
por Venezuela por cuarta vez, descubrí
que este era el nombre de una tribu
autóctona bastante importante en la
región.
Cuando era pequeño, existía una
vaga historia, que todavía hoy me
conmueve, relacionada con indígenas
que a veces venían en canoas, se
introducían en el bosque al sur de la isla
hasta un lugar especial donde
recolectaban un fruto singular, y en aquel
sitio practicaban un sinnúmero de
ofrendas. Después atravesaban el golfo
de Paria para recoger una estatua y
remojarla en el Orinoco. Este rito debió
ser de suma importancia por haber
sobrevivido a los cambios de
cuatrocientos años y a la extinción de
los indígenas de Trinidad. O puede ser
—que debido a que Trinidad y
Venezuela tienen una flora común—
ellos sólo habían venido a recolectar un
tipo particular de fruta. No sé, nadie se
inquietó, por lo tanto yo me lo volví a
preguntar. Ahora los recuerdos están
completamente perdidos y ese sitio
sagrado, si existió, está
desafortunadamente enterrado en un
lugar olvidado.
El pasado es el pasado. Supongo que
esa era una actitud general. Y aquellos
inmigrantes de la India tenían esa actitud
inversa en la isla. Mencionamos las
vidas ritualizadas y no hemos sido
capaces de la autoevaluación necesaria
para comenzar a aprender. La mitad de
nosotros en esta tierra de los Chaguanes
pretendía algo, la otra mitad no, pero
estaban ahí sin jamás formular la idea de
que llevamos un poco de la India con
nosotros y que podemos, por así decirlo,
desenrollarla como un tapete sobre la
llanura.
La casa de mi abuela en Chaguanas
se dividía en dos partes. El frente era en
ladrillo y yeso modelado, y estaba
pintada de blanco. Era una típica casa
de la India, con una gran terraza de
balustre y una sala en piedra en el piso
superior. Resultaba ambiciosa en su
ornamentación. Columnas y capiteles en
flor de loto, esculturas de divinidades
hindúes, todas realizadas por gentes que
recordaban la arquitectura de su país
originario. En Trinidad era una rareza
arquitectónica. La parte trasera de esta
morada, se comunicaba por medio de
una galería superior, con su elevada
construcción en madera al estilo Antillas
Francesas. La entrada estaba a un lado.
Su alto portal de palastro ondulado
inspiraba una íntima agresividad.
De niño tenía el sentimiento de dos
mundos. El mundo exterior del alto
portal de palastro y ese universo que
forjé durante los meses que pasé donde
mi abuela. Juntos eran un remanente de
nuestros sentimientos de casta, las cosas
que excluyen y aíslan. En Trinidad, los
nuevos llegados formamos una
comunidad perjudicial pues esta idea de
exclusión que nos permitía —por un
solo instante— vivir a nuestra manera y
según nuestras propias reglas, es decir,
vivir en nuestra propia India y tratar de
eclipsar a los otros, era de un
extraordinario egocentrismo. Miramos
en nuestro interior. Vivimos el día a día.
El mundo exterior existía en la
oscuridad, por nada nos interrogábamos.
Había una tienda musulmana justo al
lado. La pequeña logia de la boutique
de mi abuela daba contra su muro
pálido. El dueño se llamaba Mian. Era
todo lo que yo sabía de él y su familia.
Imagino que nosotros lo veíamos, pero
no conservo ninguna imagen mental. No
sabíamos nada de los musulmanes. La
idea del extranjero, de aquello que
pueda contener al exterior, se extendió a
otros hindúes. Por ejemplo, comemos
arroz al medio día y trigo por las
noches. Existe gente muy extraña que
invierte el orden natural y come arroz en
la noche, eso la hace para mí extranjera.
Se puede uno imaginar la cotidianidad
de un niño de siete años de edad —
porque hasta los siete años viví en casa
de mi abuela en Chaguanas y toda esa
vida se acabó para mí—. Luego nos
mudamos para la capital y después a las
colinas, al noroeste.
Pero esas costumbres mentales
engendradas por esta existencia de
confinamiento y de exclusión,
persistieron por largo tiempo. Sin las
breves historias que escribió mi padre
yo no hubiera sabido prácticamente nada
sobre la vida en general de nuestra
comunidad. Estas historias nos dan más
conocimiento y una especie de solidez.
Un punto de apoyo en el mundo. No
puedo imaginar mi universo mental sin
aquellos relatos.
El mundo exterior existía en una
suerte de tinieblas y nosotros no nos
interrogábamos sobre él. Ya era un
adulto cuando comencé a conocer un
poco las epopeyas hindúes, el Ramayana
en particular. Los niños que vinieron
cinco años después de mí, en nuestra
familia, no tuvieron esta oportunidad.
Nadie que les enseñara el Hindi. De vez
en cuando recibíamos unas precarias
clases de escritura y alfabeto. Y el resto
debíamos hacerlo todo nosotros solos.
Así se fue filtrando el inglés.
Comenzamos poco a poco a perder
nuestra lengua. La casa de mi abuela
estaba llena de religión. Había una
cantidad de ceremonias y de lecturas. Y
se solían prolongar durante todo el día,
pero nadie explicaba o traducía para
nosotros y no podíamos entender el
idioma. Nuestra fe ancestral se
comenzaba a diluir, se volvió misteriosa
y sin eco en nuestra vida cotidiana.
No buscamos nada sobre la India ni
sobre las familias que habíamos dejado
allí. Cuando nuestra manera de pensar
cambió y supimos que era necesario y
queríamos saber un poco más sobre
ellos, ya era demasiado tarde. Por ello
ignoro todo acerca de mi familia
paterna. Sólo sé que algunos venían de
Nepal. Hace dos años un amigo nepalés
a quien mi nombre le hace gracia, me
envió algunas páginas copiadas de un
repertorio geográfico inglés de 1872,
sobre la India. Contenía castas y tribus
hindúes, y encontré una cantidad de
nombres y una lista de nepaleses
residentes en la ciudad santa de
Benares, que llevaba el nombre de
Naipal. Eso es todo lo que sé.
Ya lejos de la casa de mi abuela,
donde nosotros comíamos arroz al
medio día y pan en la noche, nos
encontramos en una isla de 400 000
habitantes, poblada por africanos y
mestizos en su mayoría. Había policías y
maestros. Allí encontré a quien fue mi
profesora en la escuela pública de
Chaguanas. Recuerdo que sentía
adoración por ella durante aquellos
años. En la capital, tuvimos todos que
salir muy temprano para terminar
nuestros estudios y conseguir un trabajo,
y nos instalamos definitivamente entre
los extranjeros. Había blancos, no todos
ingleses, portugueses y chinos,
inmigrantes como nosotros, y los más
misteriosos de todos eran aquellos a los
que llamábamos pagnols, gente mestiza
de piel bronceada venidos hace tiempos
de España, antes que la isla se
independizara de Venezuela y del
Imperio Español. Es una de esas
historias que sobrepasaba mi
comprensión infantil.
Para darles una idea de mis raíces,
debo hacer un llamado al conocimiento
y a los pensamientos que vinieron a mí
más tarde cuando comencé a escribir.
De niño yo no sabía casi nada más allá
de lo que aprendí donde mi abuela.
Imagino que todos los niños tuvieron un
mundo por el estilo, sin saber quiénes
eran. Pero se dice que para el niño
francés, ese conocimiento está a la
espera, a su alrededor. Viene
indirectamente de las conversaciones de
los adultos, y lo encuentra en los diarios
y en la radio. En el colegio, los trabajos
de las generaciones siguientes,
simplificados por los manuales
escolares, le van a dar una clara idea de
la Francia y de los franceses.
En Trinidad, por brillante que yo
fuera, me rodeé de zonas de oscuridad.
La escuela no me aclaró nada. Me harté
de hechos y de fórmulas. Todo tuvo que
ser aprendido de memoria, todo era
abstracto para mí. Contrariamente, no
creo que deba haber un plan o un
complot para enseñar. Lo que recibimos
es el conocimiento escolar estándar.
Dentro de otro ambiente quizás algo
habría tenido sentido y al menos un
fracaso hubiera fructificado en mí. Con
mi experiencia social limitada me era
difícil entrar a otras civilizaciones
próximas o lejanas por medio de la
imaginación. Adoré la idea de la lectura,
pero me era difícil leer. Me sentía mejor
con los textos de Andersen y Esopo,
situados en un sin-tiempo y sin-lugar. Y
cuando por fin llegué al último curso de
la universidad, terminé por amar
nuestros textos literarios como Molière
y Cyrano de Bergerac. Imagino que
porque en ellos reencontré el universo
de los cuentos de hadas.
Cuando me volví escritor, aquellas
zonas de oscuridad que me envolvían
cuando era pequeño, se convirtieron en
mis inspiraciones: Mi tierra, los
aborígenes, el Nuevo Mundo, la colonia,
la historia, India, el mundo Musulmán
(al que yo también me sentía ligado),
África, después Inglaterra donde empecé
a escribir. Eso quise decir al comienzo
cuando planteé que mis libros se
adhieren uno sobre el otro y que yo soy
la suma de mis libros. Dije que mis
orígenes, fuente y estímulo de mi
trabajo, eran extremadamente simples y
a la vez complejos. Ustedes habrán visto
hasta qué punto todo es simple en la
pequeña provincia de Chaguanas, y creo
que pueden comprender hasta dónde se
puede volver complicado para un
escritor, sobre todo en principio, cuando
tenía modelos literarios llamados falsos
aprendizajes, que provenían de
sociedades demasiado diferentes.
Pueden entonces tener la impresión que
un material tan rico, no tenía dificultad
de ser descrito. Lo que yo he dicho
sobre mis orígenes, sin embargo, viene
del conocimiento que fui adquiriendo
con mi escritura. Créanme cuando les
digo que la estructura de mi obra no se
vuelve clara sino después de dos o tres
meses. Leo los pasajes de mis primeros
libros y veo las conexiones. Hasta ahora
para mí lo más difícil es describirle mi
trabajo a la gente. Explicar lo que he
hecho.
He dicho que soy un escritor
intuitivo. Este es el punto. Y estoy
llegando casi al final. Jamás he tenido
un plan, no seguí ningún sistema, he
trabajado intuitivamente, mi objetivo es
cada vez escribir un libro, y creer que es
fácil e interesante de leer. En cada
etapa, me parece preciso trabajar en los
límites de mi conocimiento, de mi
sensibilidad, de mi talento y de mi
visión del mundo. Todo se revela libro
tras libro, y yo tuve que escribir esas
obras, porque no existía ninguna que me
contara lo que busco. Por ello, debo
descifrar mi universo, dilucidarlo por
mí mismo.
Fue preciso consultar esos
documentos en el Museo Británico y en
otros lugares, para encontrar la
sensación justa de la historia de la
Colonia. Tuve entonces que ir a la India,
porque no hubo nadie que me contara a
qué se parece la India, país de donde
mis padres son originarios. Deben
existir textos escritos por Nerhu y
Gandhi, y curiosamente fue Gandhi y su
experiencia sudafricana, quien me dio la
mayoría de lo que busco, pero no lo
suficiente. En India encontré a Kipling y
autores anglo-hindúes como John
Masters (muy de moda durante la década
del cincuenta, que postuló un proyecto
de 35 novelas sobre la India Británica
abandonado posteriormente). Había
novelas e incluso mujeres escritoras. Y
los demás autores que hallé eran gente
de clase media. Los citadinos no
conocen esa India de donde hemos
venido.
Quizá cuando esta necesidad de la
India sea satisfecha, lo otro se aclarará:
África, América del Sur, el universo
Musulmán. El objetivo será siempre
entretejer mi imagen de ese mundo, y la
razón viene por el entorno que tuve
durante mi infancia, para estar más a
gusto conmigo mismo. De vez en cuando
me han pedido que escriba sobre
Alemania, o China por ejemplo, pero ya
hay muy buenos libros sobre esos
lugares. Yo apruebo lo que allá existe y
estos asuntos son para otras personas.
Estas no eran las zonas de oscuridad que
sentí alrededor mío en la infancia. Por
consecuencia, lo mismo que se ha
desarrollado en mi obra, es una
revelación de la técnica narrativa, del
conocimiento y la sensibilidad. Existe
igualmente una unidad, un punto de vista,
por lo que puedo dar la impresión de ir
en muchas direcciones.
Cuando comencé, yo no sabía del
todo a dónde ir. Solamente deseaba
escribir un libro. Lo intenté primero en
Inglaterra, donde estuve durante mis
años de universidad, y tuve la impresión
de que mi experiencia era poca, pues en
verdad yo no estaba rodeado de libros.
En ninguna obra a mi alcance encontré
algo que se pudiera aproximar a lo que
había conocido durante mi infancia. Los
jóvenes franceses o ingleses que están
en vía de realizar una obra, se
encuentran con innumerables modelos
que los pueden encausar hacia el camino
de la escritura. Yo no tenía ninguno.
Apenas contaba con las historias de mi
padre sobre la comunidad hindú,
aparentemente del pasado. Mi universo
era diferente. Más urbano, más
mezclado. Los detalles físicos de la
existencia caótica de nuestra familia se
ensanchaban —alcobas, lugares para
dormir, horas de reposo y el nombre
mismo de las gentes era imposible de
manejar—. Había muchas cosas para
explicar a la vez, tanto sobre mi vida
familiar como sobre el mundo exterior, y
al mismo tiempo sobre nosotros,
nuestros ancestros y nuestra propia
historia, que yo ignoraba.
En fin tengo la idea de que algún día
comenzaré por la calle de Puerto
España, donde nos mudamos después de
Chaguanas. Allí no existía esa gran
puerta tallada para excluir el mundo. La
vida de la calle estaba abierta para mí,
era un placer intenso observarla desde
el balcón. Esta es la vida urbana que he
comenzado a contar. Quisiera escribir
rápido, para evitar demasiada
introspección, y entonces simplificar.
Suprimiré la historia personal del joven
narrador, ignoraré las complejidades
raciales y sociales de la calle y no
explicaré nada. Yo me quedaré al nivel
de la tierra, por así decirlo, para
presentar a la gente la calle tal y como
es. Escribiré una historia por día. La
primera será muy corta. Y comenzaré a
preocuparme si tengo el suficiente
material, pues la magia de la escritura
estará operando. La narración
comenzará a fluir por todos lados, las
historias se volverán más largas,
imposibles de escribir en un solo día; de
esta manera la inspiración que apareció
tan fácilmente, discurrirá acercándose a
su fin. Porque un libro antes de ser
escrito, ya ha existido en la mente de un
escritor.
La distancia entre el escritor y su
material quedó profundizada entre los
dos libros siguientes. Mi visión se hizo
más amplia, pero la intuición conducía a
escribir un gran volumen sobre nuestra
familia. Mi ambición como escritor se
agrandó y para cuando estuvo terminado,
tenía el sentimiento de haber narrado
todo lo que pude de mi isla. Habré
reflexionado bien —me dije—, ninguna
otra historia me inspirará.
Pero la suerte entonces me rescató.
Me convertí en un viajero. Viajé por las
Antillas y comprendí todo el mecanismo
colonial del que hice parte. Durante un
año transité por la India, la patria de mis
ancestros. Aquel viaje partió mi vida en
dos. Los libros que escribí sobre esta
travesía me abrieron dos nuevos lugares
de emoción, dándome una visión del
mundo que jamás había tenido. Me
facilitaron una habilidad técnica. La
novela que escribí después de esta
experiencia, me permitió encerrar a
Inglaterra y Las Antillas —¡y sí que fue
difícil! Aprendí sobre todos los grupos
raciales de la isla, algo que jamás antes
había podido hacer.
Este nuevo libro que narra la
culpabilidad del desastre colonial y sus
imaginarios, da la razón al hecho de que
las fábulas mientan sobre ellas mismas,
y mientan a otros, por cuanto este es su
único recurso. Se titula: Los
Simuladores. Allí se evoca a los
hombres de las colonias que imitan la
condición de adultos y terminan por no
tener más confianza sino en aquello que
les concierne. Repasé un día algunas
páginas de ese libro que dejé de abrir
durante treinta años y comprendí que
había escrito sobre la esquizofrenia
colonial, sin haberlo notado en ese
entonces, porque jamás me he servido
de palabras abstractas para describir
mis proyectos literarios. Si así fuera, me
habría sido imposible realizarlo. Él se
escribió intuitivamente, y sólo a partir
de una minuciosa observación.
Ya presenté una breve descripción
de mis principios literarios, para
mostrar algunas etapas. En justo diez
años, el lugar de mi nacimiento se
transformó y se reveló en mi escritura.
De la comedia de la vida callejera, al
estudio de una esquizofrenia
generalizada, aquello que era simple se
había complicado.
En síntesis son la ficción y los
relatos de viaje los que me han dado una
visión. No les sorprenderá a ustedes que
todas las formas literarias tengan para
mí un igual valor. Yo comprendí, por
ejemplo, empezando mi tercer libro
sobre la India —veintiséis años después
del primero—, que lo más importante de
un relato de viaje, son las personas por
medio de las cuales se pasea el escritor.
Es necesario que la gente se defina a sí
misma, idea de una fuerte simplicidad,
pero que exige una nueva forma del
libro, una extraordinaria manera de
viajar, y es el mismo método del cual me
serví cuando visité por segunda vez al
mundo Musulmán.
Siempre he estado motivado por la
intuición. No tengo un sistema literario o
político. No tengo principios políticos
directos: sin duda por causa de mi
ascendencia engañosa. El escritor hindú
R. K. Narayan, muerto este año,
tampoco tenía ideas políticas. Mucho
menos mi padre que escribió sus
historias en una época muy sombría, y
sin la menor recompensa. Quizás es
porque nosotros hemos estado lejos de
la autoridad durante muchos siglos, y
esto nos concede un punto de vista
particular. Tengo el sentimiento de que
somos más dados a ver el humor y la
piedad de las cosas.
Hace ya casi treinta años fui a la
Argentina. Era la época de la crisis de
la guerrilla. La gente esperaba el
regreso del viejo dictador Perón, para
volver del exilio. El país se desbordaba
de odio. Los peronistas continuaban
prestando atención a las antiguas reglas.
Uno de ellos me dijo un día: Hay una
buena tortura y una mala tortura. La
buena es la que se le hace a los
enemigos del pueblo, la mala es la que
hacen los enemigos del pueblo. La gente
del otro lado dice la misma cosa. No
existía debate verdadero sobre nada,
había la pasión y la jerga política
copiada de Europa. Sobre esto escribí:
La jerga transforma los problemas
vivientes en abstracciones, y donde las
jergas terminan por enfrentarse, las
personas no son culpables. Las jergas
hacen enemigos.
Las pasiones siguen tomando nuevos
rumbos en la Argentina, anestesiando
toda razón y destruyendo la vida. No hay
ninguna solución a la vista.
Me aproximo ahora al final de mi
trabajo. Estoy feliz de haber hecho lo
que hice, pleno de haber avanzado en mi
creación tan lejos como he podido.
Gracias a la manera intuitiva en que he
escrito, y a la naturaleza desconcertante
de mi material, cada libro se vuelve una
bendición. Cada uno me asombra. Hasta
el momento de iniciar una obra yo no
sabía que estaba ahí. Pero el gran
milagro es comenzar. Tengo el
sentimiento —y la angustia está siempre
presente en mí— de que fácilmente
podrá encallar un libro antes de ser
iniciado.
Ahora voy a finalizar como empecé,
por uno de esos pequeños ensayos
maravillosos de Proust en Contre Saint-
Beuve: Las bellas cosas que escribimos
si tenemos el talento, son en nosotros
mismos indistintas, como la memoria
de una melodía que nos encanta,
aunque nosotros seamos incapaces de
reafirmar su contorno. Aquellos que
son obsesionados por esa memoria
borrosa y cierta que no han podido
descifrar, son los hombres dotados… El
talento es como una especie de
memoria, que les permitirá
aproximarse a esa música confusa.
Entenderla claramente, percibirla.
El talento —dice Proust. Yo diría: la
suerte y mucho trabajo.

Copyright © The Nobel Foundation


2001
Heinrich Böll

Colonia, Alemania
(1917 - 1985).
Premio Nobel de
Literatura 1972. Está
considerado como
una de las principales
figuras de la
literatura alemana
posterior a la
II Guerra Mundial.

Liberado de un campo estadounidense en


1947, y tras la venta de varios de sus
cuentos, pudo dedicarse a la escritura de
novelas, obras de teatro, relatos y ensayos.
Sus escritos reflejan el absurdo y el
horror de la guerra. Es autor de: El tren
llegó puntual (1949), ¿Adónde fuiste
Adán? (1951), Y no dijo una sola
palabra (1953), Casa sin amo (1954), El
pan de los primeros años (1955) Diario
irlandés (1957) y Billar a las nueve y
media (1959). Otras obras suyas de
denuncia a la sociedad capitalista son:
Opiniones de un payaso (1963), Fin de
una misión (1966), Retrato de grupo con
señora (1971), y El honor perdido de
Katharina Blum (1974), llevada al cine en
1975 por el director alemán Volker
Schlöendorff.

Discurso traducido por Marisol Morales


Díaz.
Sobre la razón de la poesía

Quienes saben afirman —y aquellos que


también deberían saber argumentan—
que en asuntos en los cuales todo parece
ser racional, calculable y conseguido a
través de esfuerzos combinados de
arquitectos, diseñadores, ingenieros,
trabajadores —como en la construcción
de un puente— quedan algunos
milímetros, o centímetros de
incalculabilidad. Esta incalculabilidad
—minúscula con relación a las masas en
cuestión— puede tener origen en la
dificultad de calcular con máxima
precisión, una masa de componentes
químicos y técnicos complejos,
entrecruzados con materiales en todas
sus reacciones posibles, incluyendo los
efectos de los cuatro elementos clásicos
—aire, agua, fuego y tierra.
El problema aquí parece no
solamente ser el diseño, la recalculada y
revisada composición técnico-química-
estadística, sino —permítanme así
llamarla— su encarnación, que también
podría denominarse su realización. Este
rezago de incalculabilidad, sea sólo en
fracciones de milímetros, que
corresponde a minúsculas diferencias
imprevistas en extensión ¿cómo
deberíamos llamarlas? ¿Qué queda
escondido allí? ¿Es lo que usualmente
llamamos ironía, poesía, dios,
resistencia, o usando una expresión
popular en estos días: ficción? Alguien
que lo sabía, un pintor que antes había
sido panadero, una vez me contó que
hacer pan para el desayuno, en la
madrugada o casi en la noche, era un
asunto muy delicado, pues tenía que
meter la nariz y la espalda en el alba
gris para tal vez encontrar de manera
instintiva la mezcla adecuada de
ingredientes, la temperatura y el tiempo
de cocción, ya que cada día pedía su
propio pan fresco. Y este es un elemento
importante, incluso sagrado, y que
constituye la primera comida de todos
aquellos que asumen la carga del nuevo
día. ¿Debiéramos entonces llamar a
aquel casi incalculable elemento: ironía,
poesía, dios, resistencia o ficción, para
no mencionar el amor? ¿Cómo
podríamos competir sin él? Nadie sabrá
nunca cuántas novelas, poemas, análisis,
confesiones, sufrimientos y alegrías han
sido acumulados en este continente
llamado Amor, sin que nunca haya sido
totalmente investigado.
Cuando me preguntan cómo o por
que escribí esto o aquello, siempre me
pongo en aprietos. Gustosamente le
daría, no sólo a quien pregunta, sino a
mí mismo, una exhaustiva respuesta,
pero nunca lo logro. No puedo recrear el
contexto en su integridad, sin embargo
me gustaría hacerlo, de modo que por lo
menos la literatura que yo escribo
podría ligeramente ser un proceso
menos misterioso que la construcción de
un puente, o la elaboración de un pan.
Y, como la literatura en su
encarnación absoluta, en su mensaje y
forma, puede claramente tener un efecto
liberador, podría ser, después de todo,
muy útil para contarle a la gente sobre la
génesis de su encarnación, de tal manera
que más personas puedan compartir este
proceso. ¿Cómo es que yo mismo,
aunque de hecho la produzco, no puedo
dar una explicación aproximada? ¿Este
algo, que desde la primera hasta la
última línea plasmo en el papel, varía
repetidamente, se rescribe, cambia de
énfasis; y aunque lo que retrocede en el
tiempo se vuelve extraño para mí, es
factible que se torne importante para
otros como un mensaje definido?
Teóricamente, la reconstrucción total
del proceso tendría que ser posible, en
forma de protocolo paralelo creado
mientras el trabajo está en progreso, y el
cual, si se hace en detalle,
probablemente sería mucho más largo
que la labor en sí misma. No solamente
se deben satisfacer las dimensiones
intelectual y mental, sino también la
sensitiva y la material. Alimento mental,
físico y metabolismo; el humor y los
rasgos ilustrados del ingenio, la función
del propio ambiente, tanto en su
encarnación como en su telón de fondo.
Por ejemplo, con frecuencia veo
programas deportivos con la mente casi
en blanco, para practicar la
contemplación; indudablemente un
ejercicio algo místico —estos
programas deberían ser completamente
incluidos en el protocolo, ya que
después de todo un puntapié o un salto
pueden iluminar alguna reacción en mi
irreflexiva contemplación, o tal vez el
movimiento de una mano, una sonrisa, un
comentario o un comercial. Cada
llamada telefónica, el tiempo, las cartas,
cada cigarrillo, tendrían que ser
incluidos. Un carro que pasa, una
perforadora de aire comprimido, el
cloqueo de una gallina.
La mesa sobre la cual estoy
escribiendo tiene 76.5 centímetros de
alto, su parte superior mide 69.5 por 11
centímetros. Posee cuatro patas, un
cajón; aparenta tener entre setenta u
ochenta años. Era de una tía abuela de
mi madre que después de la muerte de su
esposo en un manicomio, y habiéndose
trasladado un apartamento más pequeño,
se la vendió a su hermana, la esposa de
mi abuelo. Y así, después de la muerte
de ella llegó a nuestras manos. Un
pedazo de madera despreciada y sin
valor, llamaba a cualquier puerta, hasta
que reapareció durante un trasteo,
dañada por una bomba. En algún lugar,
en algún momento, un pedazo de
metralla hizo un agujero en la parte
superior durante la segunda guerra
mundial —aún pareciera no tener valor
sentimental, sino una entrada a un plano
histórico con valor político y social—.
Así el terrible desprecio de los carga
muebles que casi se rehúsan a traerla,
sería más importante que su uso actual,
que es un accidente de la terquedad con
la que —y no por razones sentimentales
o recuerdos, sino por principios—, la
mantenemos lejos del basurero. En ella
he escrito pocas cosas.
Deberían permitirme un apego
pasajero a ella, con énfasis en pasajero,
y a los objetos que están en la mesa, que
son incidentales e intercambiables.
También accidentales, con la posible
excepción de la máquina de escribir
Rémington modelo Travel Writer de
Luxe producida en 1957, a la cual
también estoy apegado. Este medio de
producción que ha permanecido aunque
perdió todo interés para los
recaudadores de impuestos, ha tenido un
papel importante en mi adquisición, y
aún lo tiene. En este instrumento que
cualquier especialista miraría o tocaría
con desdén, he escrito algo así como
cuatro novelas y cientos de artículos. No
sólo estoy apegado a ella por esa razón,
sino de nuevo, por principios y porque
aún funciona, prueba de qué tan
pequeñas son las oportunidades y
ambiciones de inversión del escritor.
Menciono la mesa y la máquina de
escribir para demostrarme que ni
siquiera estos dos utensilios son
completamente entendibles para mí, y si
intentara aclarar sus orígenes con el
acierto total y necesario, haría una
interminable compilación de la historia
social e industrial británica y de
Alemania occidental. También la casa,
el espacio en el que permanece la mesa,
el suelo donde fue construida esta casa,
y en especial la gente que,
probablemente durante varios siglos,
vivió en ella; los vivos y los muertos,
los que trajeron el carbón, lavaron la
vajilla de plata, repartieron las cartas y
los periódicos —y especialmente
aquellos que están cerca, muy cerca,
más cerca de nosotros.
¿Y con todo, no deberían, desde la
mesa hasta los lápices que están allí, en
su historia, en su integridad, ser tenidos
en cuenta, incluyendo las cosas que
están cerca, muy cerca, más cerca de
nosotros? ¿No quedarán suficientes
recuerdos, brechas, resistencias, poesía,
dioses, ficción —incluso más que en la
construcción de edificios o en la
elaboración de pan?
Es cierto y con mucha frecuencia se
dice que el lenguaje es material, y algo
se materializa cuando se escribe. Sin
embargo ¿cómo se puede explicar que
algo vivo aparezca —según a veces se
demuestra—, por ejemplo, la gente, los
destinos, las acciones? ¿Cómo esta
encarnación ocurre sobre algo tan
terriblemente pálido como el papel,
donde la imaginación del autor se une a
la del lector de una manera hasta ahora
inexplicable? ¿Cómo llegar a un proceso
que no se puede reconstruir en su
totalidad, en donde incluso la más sabia
y sensible interpretación sólo es más o
menos exitosa?; y ¿cómo es posible
describir y registrar la transición de lo
consciente a lo inconsciente —en la
persona que escribe y en la que lee,
respectivamente, con la exactitud total,
analizando sus aspectos ideológico,
religioso, internacional, continental y
nacional sin descuidar sus proporciones
continuamente cambiantes y la repentina
inversión cuando la una se vuelve la
otra; en ese cambio abrupto en que ya no
se distinguen?
Siempre habrá un residuo
inexplicable (secreto, si se quiere); un
área que por muy pequeña que sea,
dentro de la cual la razón de nuestros
orígenes no penetra, porque se tropieza
con la hasta ahora inexplicada razón de
la poesía y del arte de la imaginación,
cuya encarnación prevalece tan
escurridiza como el cuerpo de una
mujer, de un hombre o incluso el de un
animal.
La escritura es —por lo menos para
mí— un movimiento hacia adelante, la
conquista de un cuerpo que no conozco
en modo alguno. Nunca sé lo que va a
pasar —y aquí pasar no está destinado a
resolver el argumento, en el sentido de
la dramaturgia clásica, sino en la visión
de un experimento complicado y
complejo que con sus materiales
imaginarios, espirituales, intelectuales y
sensuales en interacción buscan ir —
¡impresos, por demás!— hacia la
encarnación. Así no puede haber
literatura exitosa, ni música, ni pintura
porque nadie puede haber visto el objeto
en su verdadero alcance, entonces, todo
lo que superficialmente llamamos
moderno, pero que en realidad
deberíamos llamar arte vivo, es
experimento y descubrimiento —
siempre transitorio, pues puede ser
estimado y medido sólo en su
relatividad histórica—. Me parece
irrelevante hablar de valores eternos, o
buscarlos. ¿Cómo sobreviviremos sin
esta brecha, este residuo, que puede
llamarse ironía o poesía, puede llamarse
dios, ficción o resistencia?
Los países también se acercan
solamente a lo que pretenden ser y no
hay estado que no deje un vacío entre la
expresión verbal y su constitución, su
realización; un espacio que quede,
donde la poesía y la resistencia crezcan
—y con suerte florezcan. Pues no hay
forma alguna de literatura que pueda ser
exitosa sin esta brecha. Incluso en el
relato más preciso si no se tiene en
cuenta la atmósfera o la imaginación del
lector, o si la persona que lo escribe se
niega a usarla. El relato más preciso
debe omitir la descripción exacta y
detallada de las circunstancias
necesarias para encarnar las
condiciones de vida… Debe componer y
transponer elementos, haciendo que su
interpretación y su protocolo de trabajo
no sean comunicables, porque el
material llamado lenguaje no puede ser
reducido a un uso comunicativo
generalmente comprensible y confiable.
Mucha de la historia real e
inventada, natural y social, oprime cada
palabra, como he tratado de sugerir a
través del ejemplo de mi escritorio de
trabajo. Determinar la extensión del
mensaje no es sólo un problema de
traducción de un idioma a otro, es un
conflicto mucho más serio al interior de
los lenguajes, donde las definiciones
pueden ocasionar visiones de mundo y
las visiones de mundo pueden ocasionar
guerras —simplemente recuerden las
luchas posteriores a la Reforma, que a
pesar de ser explicables en términos de
poderes políticos y hegemónicos,
también son contiendas de carácter
religioso. Es por lo tanto trivial afirmar
que después de todo, hablamos el mismo
idioma, si no demostramos la carga que
cada palabra contiene en el ámbito
regional y frecuentemente local. Para mí,
por lo menos, mucho del alemán que veo
y escucho suena más extraño que el
sueco, un idioma del cual
infortunadamente entiendo muy poco.
Políticos, ideólogos, teólogos y
filósofos tratan una y otra vez de
proporcionar soluciones sin resultados,
respuestas a problemas prefabricados.
Ese es su deber —y el de nosotros los
escritores— puesto que sabemos que no
podemos resolver nada sin residuos o
resistencia, sin penetrar en las rendijas.
Hay muchos residuos inexplicables y
muchos inexplicados, provincias enteras
de desechos. Los constructores de
edificios, los panaderos y los escritores
de novelas, normalmente terminan su
trabajo, y sus residuos no son las áreas
de mayor problema.
Mientras luchamos por la littérature
pure o la littérature engagée —una de
las falsas dicotomías de la cual hablaré
en un momento— y de la cuales aún no
somos conscientes; o si tenemos la
conciencia desviada de pensamientos
sobre l’argent pur y l’argent engagé; o
si uno observa y escucha a los políticos
y a los economistas hablando sobre algo
tan supuestamente nacional como el
dinero, entonces el área mística, o tal
vez simplemente misteriosa en éstas tres
profesiones anteriormente mencionadas,
se vuelve menos y menos interesante, y
sorprendentemente inofensiva. Tenemos
como ejemplo la asombrosa caída del
dólar (modestamente llamada crisis).
Inocente e inexperto que soy, algo se me
ocurrió: dos países que fueron
profundamente afectados encontraron
necesario apoyar el dólar. Así asumimos
que la palabra libertad no es solamente
una ficción —para hacer algo tan
notable como apoyar esa moneda, estos
dos países que tienen algo histórico en
común: su derrota en la Segunda Guerra
Mundial, también su tenacidad y
diligencia, tuvieron que abrir sus arcas
—. ¿Y, para aquel que le interese,
preocupado por su escaso efectivo,
nunca será claro por ningún motivo qué
aunque trabaja más por su dinero,
consigue menos pan, leche, café o
kilómetros en un taxi? ¿Cuántos espacios
ofrece el misticismo del dinero y en
cuáles cajas fuertes se esconde su
poesía? Los padres idealistas y los
educadores siempre han tratado de
convencernos que el dinero es sucio.
Nunca lo entendí, porque solamente
recibía dinero cuando había trabajado
(siempre excepto la gran cantidad que
recibí de la Academia Sueca), y para
alguien que no tiene más opción sino
laborar, incluso el trabajo más sucio es
honesto. Le permite a su familia
sobrevivir y a él también. El dinero es
la encarnación de su trabajo, y es
limpio. Entre el trabajo y lo que éste
conlleva hay que admitir que hay un
sobrante inexplicable, que está más
lejos de poder ser analizado por
fórmulas vagas, tales como ganar bien o
ganar poco, y es el mismo espacio que
queda entre la interpretación de una
novela o un poema.
Comparado con los rezagos
inexplicados de mística del dinero, los
rezagos misteriosos de literatura son
llamativamente inofensivos, y aún así
hay gente que con frivolidad criminal
deja salir la palabra libertad de su
boca, donde la sumisión al mito y su
demanda de poder es inequívocamente
exigida y obtenida. Luego esta gente
pide entendimiento político, cuando el
entendimiento y la percepción del
problema están bloqueados. En la parte
inferior de mi cheque veo cuatro grupos
distintos de números, treinta y dos
dígitos en total, dos de los cuales
parecen jeroglíficos. Cinco de estos
treinta y dos dígitos tienen sentido para
mí: tres de mi cuenta bancaria. ¿Qué
representan los otros veintisiete,
incluyendo un número considerable de
ceros? Estoy seguro de que todos ellos
tienen una justificación, un sentido, o
como diría la expresión, una clara
explicación. Es sólo que en mi cerebro y
en mi conciencia no hay espacio para tal
explicación, y lo que queda es la mística
cifra de una ciencia secreta que entiendo
con gran dificultad. ¿Cuál poesía y
simbolismo es más ajeno a mí: el de En
Búsqueda del Tiempo Perdido de
Marcel Proust o el de Wessobrunn
Prayer? Y aunque hiciera un pequeño
esfuerzo todo sería claro para mí, y sin
embargo queda algo misterioso —o
talvez miedo, mucho más temor que el
producido por cualquier realización de
poesía. No obstante ninguna política
monetaria exitosa es clara para quienes
tienen su capital involucrado.
No me tomaré la molestia de contar
todos estos números que debería tener
en la cabeza o por lo menos escritos,
para ser capaz de advertir mi lugar
exacto en la sociedad en cualquier
momento. Los trece números de mi
cuenta telefónica, y algunos en cada una
de mis pólizas de seguros, mis
impuestos, mi auto, mis números
telefónicos… Si multiplicamos estos
treinta y dos números, y los de mi
cheque por seis, reduzcámoslo y
multipliquémoslos por cuatro,
adicionemos la fecha del cumpleaños de
alguien, algunas abreviaciones por
afiliación religiosa, estado civil,
¿abarcaremos a occidente y la
integración de su razón en la suma? ¿Es
esta razón, como la percibimos y
aceptamos —y no sólo como nos la
ilustran, sino como nos la enseñan—, o
tal vez simplemente una arrogancia
occidental que hemos exportado al
mundo entero a través del colonialismo
o las misiones, o una mezcla de las dos
como instrumento de subyugación? ¿Y
para aquellos afectados, no son o no
serían pequeñas las diferencias entre las
perspectivas cristiana, socialista,
comunista y capitalista; incluso si la
poesía de esta razón a veces los ilustra,
pero la razón de su poesía no es la
vencedora? ¿En qué consistió el crimen
más grande de los indígenas, cuando se
enfrentaron a la razón europea exportada
a América? Ellos no sabían el valor del
oro —¡Del dinero! Pelearon contra algo,
contra lo que incluso ahora están
luchando como el producto más reciente
de nuestra razón, contra la destrucción
de su mundo y de su medio ambiente,
contra la explotación total de su tierra,
que les era más ajena que sus dioses y
espíritus para nosotros. ¿Qué podría
haberles revelado el mensaje cristiano
— las nuevas y felices noticias, —en
esa suficiencia hipócrita y demente con
la que los domingos la gente sirve a
dios, orándole como el salvador, y el
lunes abre de nuevo los bancos justo a
tiempo, y los sitios donde administra las
ideas en las que realmente cree: los
pensamientos relativos al dinero, a sus
posesiones y beneficios?
Para la poesía del agua y del viento,
del búfalo y la hierba, en la que la vida
de los indígenas encontraba forma, sólo
había desprecio, y ahora nosotros
occidentales —en nuestras ciudades,
con el producto final de la racionalidad
— deberíamos decir: no nos hemos
liberado, estamos empezando a sentir
qué tan real es la poesía del agua y del
viento, y qué se encarna allí dentro. ¿La
tragedia de nuestras iglesias realmente
consiste, no en lo que la Ilustración
podría haber designado como asuntos
irracionales, sino en la desesperación y
en el desesperado (y fallido) intento de
seguir, y alcanzar una razón que nunca se
ha unido o que jamás se puede unir a
algo tan irracional como un dios
encarnado? Las leyes, los textos sobre
leyes, la aprobación de expertos, un
bosque de normas cargado de cifras, y la
cantidad de prejuicios que nos han
establecido a lo largo de la historia de
la educación, han convertido a las
personas en extrañas para ellas mismas.
Incluso en los lugares más extremos de
Europa occidental nuestra racionalidad
se opone a otras, a lo que simplemente
designamos como irracional. El terrible
problema de Irlanda del Norte se debe
al hecho de que aquí, dos tipos de razón
se han enredado y se han atacado
mutuamente durante siglos.
¿Cuántas provincias de desprecio y
de odio nos ha legado la historia?
Continentes enteros se esconden bajo el
signo victorioso de nuestra racionalidad.
Poblaciones enteras permanecen
extrañas las unas a las otras,
supuestamente hablando el mismo
idioma. Donde el matrimonio occidental
fue establecido para crear orden, la
gente ignoraba el hecho de que era un
privilegio inalcanzable para aquellos
que trabajaban la tierra, para los
labriegos y las ordeñadoras que no
tenían dinero ni para comprar sábanas, y
así hubieran trabajado o robado, no
habrían tenido la cama para ponerle las
sábanas. Así, eran intocables en su
ilegitimidad; de cualquier forma, ¡tenían
hijos! Desde arriba y desde afuera todo
parecía completamente organizado.
Respuestas claras, preguntas claras,
reglas claras, catecismo como
espejismo. Pero por favor, sin asombro;
y la poesía solamente como la señal de
lo sobrenatural, nunca lo natural. Y
después la gente se sorprende bastante
de los viejos caminos de la vida, cuando
las provincias olvidadas y escondidas
muestran signos de revolución, y por
supuesto un partido o el otro toma
ventaja material o política de esta
insurrección. Se han hecho intentos por
ordenar el aún inexplorado continente
llamado amor sexual por medio de leyes
parecidas a las de los filatelistas,
cuando empiezan su primer álbum. Se
explican las caricias permitidas y
censuradas con minucioso detalle, y de
repente, para horror mutuo, teo e
ideología confirman que en este
continente al que se le trata como
determinado, calmado y ordenado,
todavía quedan algunos volcanes —los
volcanes no se extinguen solamente con
equipo para incendios.
Simplemente piensen en todo lo que
ha pasado, lo que se le ha atribuido a
dios, todo lo que ha quedado y los
rezagos, de quien al mismo tiempo ha
sido predicado como Resucitado, sin
considerar que no se le puede atribuir la
carga del hombre a dios, ni la carga de
dios al hombre, si este es considerado
como encarnación. ¿Entonces, quién
puede sorprenderse si ha sobrevivido
donde hay ausencia de dios, y donde el
misterio del mundo y la propia sociedad
se redujeron a un catecismo incompleto,
dogmático, y a un futuro que siempre era
lejano, siempre demasiado tardío, hasta
que se convertía en un presente triste? Y
de nuevo sólo podemos reaccionar a él
con arrogancia insufrible si asumimos el
desarrollo de los hechos como
reaccionarios. Pues es arrogante si
quienes oficialmente custodian a dios
reclaman como propia a esa deidad, que
parece haber sobrevivido en la Unión
Soviética sin recoger los desperdicios
del vertedero bajo el que está
escondido, y mencionan su aparición allí
como justificación a un sistema social.
De nuevo, si presumimos de nuestras
convicciones como cristianos o ateos,
desearíamos sacar partido a uno u otro
sistema de ideas obstinadamente
representados. Esta locura nuestra, esta
arrogancia en sí misma, una y otra vez
las oculta a las dos: la deidad
encarnada, llamada Dios Hecho
Hombre, y la visión establecida en su
lugar, la del futuro de la humanidad
entera. Nosotros que fácilmente
humillamos a los demás, carecemos de
algo: humildad —no confundirla con
subordinación u obediencia ni con
sumisión. Esto es lo que le hemos hecho
a los pueblos colonizados:
transformamos su humildad, la poesía de
su humildad, en humillación. Siempre
estamos ansiosos de someter y
conquistar, nada sorprendente en una
civilización cuyo primer texto en lengua
extranjera fue Julio César de De Bello
Gallico, y cuyo primer ejercicio de
autosatisfacción —preguntas y
respuestas claras e inequívocas— fue el
catecismo, que proponían infalibilidad y
la explicación de problemas
prefabricados,
Me he alejado un poco del tema de
la construcción de puentes, la
elaboración de panes y la escritura de
novelas, y me he referido indirectamente
a las brechas, las ironías, las áreas
ficticias, los vestigios, las divinidades,
las mistificaciones, y la resistencia de
otras regiones. Me parecen peores y con
mayor necesidad de iluminación, las
esquinas oscuras y ocultas en las que, no
nuestra razón tradicional, sino la de la
poesía —como por ejemplo en una
novela— permanece escondida; y las
aproximadamente doscientas cifras,
grupo por grupo (incluyendo unos pocos
códigos) que debería tener en mi cabeza
en secuencias exactas, por lo menos en
un pedazo de papel, como prueba de mi
existencia, sin saber lo que exactamente
significan, e incorporar un poco más de
dos declaraciones abstractas y pruebas
de existencia, en una burocracia que no
sólo pretende ser, sino que es realmente
razonable. La gente me dice y me enseña
a confiar en ella ciegamente. No me
puedo atrever a esperar a que las
personas no solamente crean, sino que
fortalezcan la razón de la poesía, no
para dejarla en paz sino para adquirir
algo de su calma y del orgullo de su
humildad; que solamente es una
humildad exigida a los de abajo, nunca a
los de arriba. Respecto a esto, la
cortesía y la justicia residen allí, y el
deseo de reconocer y ser reconocida.
No quiero establecer inicios
misioneros pero creo que en la humildad
poética, la cortesía y la justicia, observo
similitudes considerables; veo
posibilidades de reacercamiento entre el
extranjero de Camus, la particularidad
del oficial Kafkiano y el dios encarnado,
quien, después de todo, sigue siendo
extraño y —si se olvidan algunas
explosiones de temperamento— es
cortés y literal de una manera
extraordinaria.
¿Por qué la iglesia católica ha
negado —no sé exactamente por cuanto
tiempo— el acceso directo a la
naturaleza literal de los textos que
declara sagrados, o los mantiene ocultos
en griego y latín, disponibles sólo para
los iniciados? Imagino que es para
mantener alejados los peligros que
habitan en la poesía de la palabra
encarnada y para proteger su poder
sobre la razón de la poesía. Y después
de todo no es accidental que la
consecuencia más importante de La
Reforma fue el descubrimiento de las
lenguas y su corporeidad. ¿Qué imperio
podría por ejemplo, difundir su propia
lengua y suprimir la de los colonizados,
sin el imperialismo de la lengua? En
este caso —no en otro— justifico el no
imperialista, sino antiimperialista
intento de la imaginación (en su poder y
en el del lenguaje), por introducir la
falsa dicotomía de la información y la
poesía, como una nueva versión de
Divide et impera. Una vez más la
arrogancia casi internacional de una
Nueva Razón, que posiblemente admite
la poesía de los indios como un grupo
antigobierno, pero que la mantiene
alejada de los oprimidos en su propia
tierra. La poesía no es un privilegio de
clase, nunca lo ha sido. Una y otra vez,
las bien establecidas literaturas
burguesa y feudal se han mantenido al
margen de lo que condescendientemente
llamaron lenguaje popular, o para usar
términos más modernos jerga o argot.
Este proceso puede ser fácilmente
calificado como explotación lingüística,
el cual no cambia con el hecho de
hacerle propaganda a las falsas
alternativas: información o
poesía/literatura.
La desaprobación con tintes de
nostalgia que se pueda encontrar en las
expresiones lenguaje popular, argot o
jerga no justifica enviar a la poesía al
exilio del montón de basura, ni tampoco
a las demás formas y expresiones de
arte. Mucho de esto proviene del
papado: ocultar la encarnación y la
sensualidad mientras se desarrollan
nuevos catecismos, que hablen de las
únicas falsas posibilidades de expresión
correctas y aceptadas. No se puede
separar el poder del mensaje de su
entorno expresivo, y esto prepara el
camino para algo que evoca la comunión
de las dos formas de las controversias
que son teológicamente aburridas, pero
importantes, como ejemplo de
encarnaciones rechazadas, y que en el
mundo católico se reducen a la palidez
de la hostia, la cual no debería llamarse
pedazo de pan —¡Y los millones de
barriles de vino escondidos! Allí yace
un arrogante malentendido, no solamente
de las sustancias involucradas, sino
también de lo que estas encarnan.
Ninguna clase social puede ser
liberada si se le oculta algo desde el
principio, y si esta nueva escuela de
Maniqueísmo clama ser antirreligiosa,
remplazando el modelo de la Iglesia
como cúspide dirigente, que condujo a
la muerte de Hus en la hoguera y a la
excomunión de Lutero.
Se podría enseguida discutir el
concepto de belleza, desarrollar nuevas
estéticas —en verdad pasadas de fecha
—, que no deben comenzar por ocultar
cosas ni ser excluyentes, pues la
posibilidad de transferencia de este
concepto nos lleva a Norte o
Sudamérica, a Suecia, India o África.
También nos puede llevar a otra clase,
otro tiempo, otra religión y otra raza.
Nunca ha tenido como propósito —
incluso en su forma burguesa— crear
novedad, sino eliminarla. Y aunque nos
pudiéramos referir a la clase de la cual
proviene como pasada de moda —
aunque como producto de ella era en la
mayoría de los casos un aliarse para
esconderse como forma de resistencia.
Y esa internacionalidad de la
resistencia debe ser conservada, la que
hace de un escritor —Alexander
Soljenitsin— un creyente, y de otro —
Arrabal— un enemigo resentido de la
iglesia y de la religión. No hay
resistencia que sea entendida como un
simple mecanismo o reflejo, lo que aquí
se denomina creer en Dios, o allá falta
de credibilidad en Dios, son la
encarnación de las relaciones de la
historia intelectual como su
interpretación entre varios montones de
basura, en las provincias de rebelión y
apostasía… Y también como
reconocimiento de sus interconexiones
sin arrogancia y sin reclamos de
infalibilidad. ¡Para un prisionero
político o tal vez disidente, aislado en la
Unión Soviética, puede parecer
equivocado e incluso enfermizo la
protesta de los occidentales contra la
guerra de Vietnam —sicológicamente
uno puede entender su situación en una
celda, o su aislamiento social— y sin
embargo, tendría que darse cuenta que la
culpa del uno no puede ser atribuida al
otro, y que cuando la gente protesta por
Vietnam también lo hace por él!
Sé que esto suena utópico, pero me
parece que es la única posibilidad de
una nueva internacionalidad —no
neutralidad. Ningún autor puede asumir
supuestas o engañosas divisiones y
juzgamientos. Me parece casi suicida
que aún estemos discutiendo la división
entre literatura comprometida y las otras
literaturas. No sólo tenemos que
intervenir por la otra literatura con toda
nuestra fuerza, no, es precisamente a
través de esta falsa alternativa que
aceptamos un principio burgués de
divisiones, que nos vuelve extraños. No
solamente es la división de nuestra
fortaleza potencial, sino de nuestra— y
me atreveré a decirlo sin sonrojarme—
belleza encarnada potencial, ya que
también se puede liberar, así como el
pensamiento comunicado pude ser
liberador en sí mismo, o en la
provocación que crea.
La neutralización de las direcciones
no es la fortaleza de la literatura sin
divisiones, sino la internacionalidad de
la resistencia, y a esta resistencia le
pertenece la poesía, la encarnación, la
sensualidad, el poder imaginativo y la
belleza. El nuevo movimiento
iconoclasta maniqueo que nos la quiere
quitar, la robaría a quienes no
comprenden su esencia. Ninguna
maldición, ningún resentimiento, incluso
ninguna información sobre la situación
desesperada de una clase es posible sin
la poesía, incluso para condenarla hay
que reconocerla primero. Al leer a Rosa
de Luxemburgo cuidadosamente se nota
cuáles estatuas ordenó Lenin que se
erigieran primero: la del Conde Tolstoy,
de quien afirma que hasta que él empezó
a escribir, la literatura rusa no
mencionaba a los campesinos; y la del
reaccionario Dostoyevski. Así, si se
quiere escoger un camino
completamente ascético para cambiar, se
tendría que renunciar al arte y a la
literatura, pero uno no lo puede hacer
por los otros hasta llevarlos al
conocimiento de aquello a lo que deben
renunciar. Esta renuncia debe ser
voluntaria, de lo contrario se vuelve un
decreto papal, como un nuevo
catecismo, y de nuevo un continente
entero, como el continente del Amor,
sería enviado al fracaso de una
esterilidad extrema.
No es solamente por frivolidad ni
para escandalizar, que el arte y la
literatura han transformado una y otra
vez sus formas, descubriendo otras
nuevas a través de la experimentación.
En estas formas también han encarnado
algo, y ese algo casi nunca fue la
confirmación de lo que existía y estaba
disponible; y si se extirpa renunciamos a
una posibilidad adicional: el artificio.
El arte siempre es un buen lugar par
esconderse, no para la dinamita, sino
para los explosivos intelectuales y las
bombas de tiempo sociales. ¿Por qué
además habría diferentes índices? Y
precisamente en su belleza despreciada
y con frecuencia despreciable, y en su
falta de transparencia, está el lugar
mejor escondido para lo que ocasiona la
repentina sacudida o el instantáneo
reconocimiento.
Antes de concluir, debo establecer
una limitación necesaria. La debilidad
de mis indicios y comentarios; que
inexplicablemente es el producto del
hecho de cuestionar la tradición de la
razón en la cual —confiemos en que no
exitosamente del todo— me crié; no
obstante estoy utilizando los medios de
esa misma razón, y sería más que injusto
denunciarla en todas sus dimensiones.
Esta razón obviamente ha tenido éxito al
difundir la duda sobre su clamor
globalizador, sobre lo que he llamado su
arrogancia; y al acumular experiencia y
recuerdos de lo que he designado como
razón de la poesía, que nunca he
considerado una institución privilegiada
o burguesa. Se puede comunicar, y
precisamente por su literalidad y
encarnación siempre parece extraña,
aunque ella puede prevenir o remover lo
extraño o la alineación. Después de
todo, befremdet zu sein: ser extraño
también puede implicar quedar atónito,
sorprenderse o simplemente
emocionarse, y cuando hablo de la
humildad —naturalmente sólo como
sugerencia— digo que no fue gracias a
mi educación religiosa o a los recuerdos
que siempre significaba humillación,
sino a la lectura de Dostoyevski,
temprano y tarde en la vida. Y es
justamente porque considero el
movimiento internacional por los
desclasados como el más importante
cambio literario (o literatura no
determinada por la clase), el intento por
descubrir provincias enteras de gente
humilde destinada a ser excremento, por
lo que alerto sobre la destrucción de la
poesía, sobre la aridez del
maniqueísmo, sobre lo iconoclasta de lo
que parece ser un entusiasmo ciego que
no detendrá el grifo antes de lanzar al
bebé fuera de la tina. Parece no tener
sentido denunciar o glorificar la visión
joven o la vieja. Parece no tener
importancia soñar sobre los antiguos
caminos de la vida que sólo se pueden
reconstruir en museos. Parece no tener
sentido crear dicotomías tales como
conservador/progresista. La nueva ola
de nostalgia que se aferra a los muebles,
la ropa, las formas de expresión y
escalas de sentimientos, sólo sirve para
demostrar que el nuevo mundo crece
extraño para nosotros. Que la razón
sobre la que construimos y confiamos no
ha hecho al mundo más confiable o
familiar; que la dicotomía
racional/irracional, que también era
falsa. Aquí he tenido que evitar o
abandonar bastantes cosas porque un
pensamiento siempre conduce a otro, y
nos entusiasmaríamos si revisáramos
cada detalle de estos conceptos
exhaustivamente. Tuve que abandonar el
humor, que tampoco es privilegio de una
clase, y sin embargo lo ignoramos en su
poesía, y como lugar para ocultar la
resistencia.
Copyright © The Nobel Foundation
1973
Wislawa Szymborska

Kornik, Oeste de
Polonia (1923).
Premio Nobel de
literatura 1996. Está
considerada como
una de las voces más
originales de la
poesía
contemporánea de su
país.

Desde 1931 reside en Cracovia, lugar al


que siempre ha estado ligada. Su primer
libro Busco la palabra (1945), obuvo una
secreta acogida, pero fue a partir de 1952,
con la aparición de: Por eso vivimos, que
comenzó a alcanzar gran reconocimiento
en el universo de la poesía. Le siguieron
luego: Preguntas planteadas a una
misma (1954), Llamada a Yeti (1957),
Sal (1962), Cien consuelos (1967), Gran
número (1976), Gente en el puente
(1986) y Fin y principio (1993), obras
todas ellas en las que sobresale un
profundo rechazo a los horrores de la
ocupación nazi en Polonia.

Discurso traducido por Olga Rojas.


El poeta y el mundo

Dicen que la primera frase de un


discurso es siempre la más fuerte.
Bueno, de cualquier manera, ella ya fue
dicha. Pero tengo la sensación de que
las oraciones por venir: la tercera, la
sexta, la décima, y las demás, hasta la
última línea —serán igualmente duras,
debido a que se espera que hable de
poesía—. He dicho muy poco al
respecto, casi nada, sin duda. Y cuando
quiera que he pronunciado algo, he
tenido la secreta sospecha de que no soy
muy buena para ello. Es por esto que mi
conferencia será más bien corta. Toda
imperfección se hace más fácil de
tolerar si es ofrecida en pequeñas dosis.
Los poetas contemporáneos son
escépticos y suspicaces, incluso o
especialmente consigo mismos. Ellos
confiesan públicamente, sólo a disgusto,
ser poetas, como si se avergonzaran de
ello. Pero en estos tiempos clamorosos
se hace más fácil reconocer los defectos
—al menos cuando están atractivamente
empacados—, que reconocer los méritos
que yacen profundamente ocultos y
nunca se les da su justo crédito…
Cuando están llenando cuestionarios o
conversando con extraños, es decir,
cuando pueden evitar revelar su
profesión, los poetas prefieren usar el
vocablo general escritor o reemplazar
poeta con el nombre de cualquier
trabajo que hagan además de escribir.
Los burócratas y los pasajeros de bus
responden con un toque de incredulidad
y alarma cuando descubren que están
tratando con un poeta. Supongo que los
filósofos se pueden encontrar con una
reacción similar. Sin embargo, ellos
están en una mejor posición, pues
siempre que lo deseen pueden adornarse
con algún título profesional: Profesor de
filosofía, suena mucho más respetable.
Pero no hay profesores de poesía.
Esto establecería, después de todo, que
la poesía fuera una ocupación que
requiriera estudios especializados,
exámenes periódicos, artículos teóricos
con bibliografías y pies de página
anexos, y finalmente diplomas
conferidos ceremonialmente. Esto
significaría, a su vez, que no es
suficiente cubrir páginas, ni siquiera con
los más exquisitos poemas, para hacerse
poeta. El elemento crucial es una hoja
de papel portando una estampilla
oficial. Recordemos que el orgullo de la
actual poesía rusa, laureado con el
Nobel: Joseph Brodsky, una vez fue
sentenciado al exilio interior en tales
territorios. Lo llamaron un parásito,
sólo porque le faltaba la certificación
oficial que le garantizara el derecho a
ser poeta.
Hace algunos años, tuve el honor y
placer de conocerle en persona, y noté
que de todos los poetas que me han sido
presentados, Brodsky fue el único que
disfrutó llamarse a sí mismo poeta. Él
pronunció la palabra sin inhibiciones.
Al contrario, la dijo con una libertad
desafiante. Me parece que esto ocurrió
debido a que él nunca podía olvidar las
brutales humillaciones que experimentó
en su juventud.
En países más afortunados donde la
dignidad humana no es asaltada tan
diligentemente, los poetas anhelan, por
supuesto, ser publicados, leídos y
comprendidos, pero ellos hacen poco, si
es que hacen algo, para situarse sobre la
muchedumbre y el quehacer cotidiano. Y
sin embargo, no hace mucho, en las
primeras décadas de este siglo, los
poetas se esforzaron para impactarnos
con sus atuendos extravagantes y su
comportamiento excéntrico. Pero todo
esto era apenas para bien del despliegue
público, pues siempre llegó el momento
en que los poetas tuvieron que cerrar las
puertas tras de sí, deshacerse de sus
manteles, atavíos, y otras poéticas
parafernalias y comodidades; silenciosa,
pacientemente, esperándose a sí mismos,
ante la hoja de papel aún blanca. Porque
esto es finalmente lo que en verdad
cuenta.
No es accidental que las biografías
fílmicas de grandes científicos y artistas
sean producidas a raudales. Los
directores más ambiciosos buscan
reproducir convincentemente el proceso
creativo que condujo a importantes
descubrimientos o al nacimiento de una
obra maestra. Uno puede representar
ciertos tipos de labor científica con
algún éxito. Laboratorios, diversos
instrumentos, maquinaria compleja
traída a la vida: tales escenas pueden
atrapar el interés de la audiencia por un
rato. ¿Y esos dramáticos momentos de
incertidumbre semejantes a la
expectativa de realizar un experimento
con alguna modificación, conducirán
finalmente al resultado deseado…? Las
películas acerca de pintores pueden ser
espectaculares, pues van recreando cada
etapa de la evolución de una pintura
famosa, desde el primer trazo del pincel
hasta el último retoque. La música se
sublima en cintas acerca de
compositores: El primer compás de la
melodía que resuena en los oídos del
músico finalmente emerge como un
trabajo maduro en una forma sinfónica.
Por supuesto todo esto es bastante
ingenuo y no explica el raro estado
mental popularmente conocido como
inspiración, pero al menos hay algo que
ver y escuchar.
Sin embargo los poetas son los
peores. Desesperanzadoramente su
trabajo no es fotogénico. Alguien se
sienta a la mesa o se tiende en un sofá
mientras observa inmovilizado la pared
o el techo. De vez en cuando esta
persona escribe siete líneas sólo para
omitir una de ellas quince minutos
después, y luego otra hora pasa, durante
la cual nada ocurre… ¿Quién podría
soportar ver algo así?
He mencionado la inspiración. Los
poetas contemporáneos responden
evasivamente cuando se les pregunta por
ella y si en verdad existe. No es que
ellos no hayan conocido la bendición de
este impulso interior. Es sólo que no es
fácil explicarle a alguien algo que tú
mismo no comprendes. Cuando, en
ocasiones me lo consultan yo también
esquivo la pregunta. Pero mi respuesta
es ésta: la inspiración no es el privilegio
exclusivo de los poetas o artistas en
general. Hay, ha habido y siempre habrá
cierto grupo de personas a quienes visita
la inspiración, y está compuesto de
aquellos que han elegido concientemente
su llamado y hacen su labor con amor e
imaginación. Puede incluir doctores,
profesores, jardineros —y podría
señalar un centenar de profesiones—. Su
trabajo se convierte en una aventura
continua porque ellos se las arreglan
para permanecer descubriendo nuevos
retos en ella. Las dificultades y
retrocesos nunca mitigan su curiosidad.
Un enjambre de nuevas preguntas
emerge de cada problema resuelto.
Cualquier cosa que sea la inspiración,
nace de un permanente no sé.
No hay mucha gente así. La mayoría
de los habitantes de la Tierra trabajan
porque tiene que hacerlo. No eligieron
con pasión este o ese tipo de trabajo; las
circunstancias de sus vidas hicieron la
elección por ellos. Trabajo sin amor,
labor aburrida, valorada solamente
porque otros ni siquiera tienen eso; sin
embargo sin amor y con tedio —ésta es
una de las más ofensivas miserias
humanas—. Y no hay señas de que los
países nacientes vayan a producir ningún
cambio positivo.
De modo que, aunque le niego a los
poetas el monopolio sobre la
inspiración, aún los ubico dentro de un
selecto grupo de queridos afortunados.
Hasta este punto, sin embargo,
ciertas dudas pueden emerger en mi
audiencia. Todo tipo de torturadores,
dictadores, fanáticos y demagogos en
busca del poder por medio de unas
consignas de combate a voz en cuello,
también pueden disfrutar sus trabajos y
ejecutar sus labores con fervor
inventivo. Bueno, sí, pero ellos saben.
Saben y aquello que conocen es
suficiente para ellos por siempre. No
quieren descubrir nada más, pues esto
podría disminuir la fuerza de sus
argumentos. Y cualquier conocimiento
que no conduzca a nuevas preguntas
expira rápidamente: no consigue
mantener la temperatura requerida para
conservar la vida, y en los casos más
extremos (hechos bien conocidos de la
historia antigua y moderna), en este
punto se plantea una amenaza letal para
la sociedad.
Por eso es que valoro tan altamente
ese breve no sé. Él es pequeño, pero
vuela en alas poderosas. Expande
nuestras vidas para incluir nuevos
espacios en nosotros, tanto como
aquellas extensiones exteriores en las
que nuestro diminuto planeta Tierra está
suspendido. Sí Isaac Newton no se
hubiera dicho nunca a sí mismo no sé,
las manzanas en su pequeño huerto
podrían haber caído como granizo y él
se habría detenido para recogerlas y
degustarlas. Si mi compatriota Marie
Sklodowska-Curie no se hubiera dicho a
sí misma ignoro, ella probablemente se
habría destrozado enseñando química en
un colegio privado para jovencitas de
buenas familias, y habría terminado sus
días ejecutando este trabajo, por otra
parte, perfectamente respetable. Pero
siguió diciendo no sé, y estas palabras
la condujeron, no sólo una sino dos
veces, a Estocolmo, donde espíritus sin
sosiego, ocasionalmente inquisitivos son
honrados con el Premio Nobel.
Los poetas, si son genuinos, también
deben permanecer repitiendo no sé.
Cada poema marca un esfuerzo para
responder este dictamen, pero tan pronto
como el punto final golpea la página, el
autor empieza a dudar, empieza a
comprender que esta respuesta
particular era pura entelequia, que es
absolutamente insatisfactoria. De modo
que los poetas siguen intentando, y más
tarde que temprano los resultados
sucesivos de su autoinsatisfacción son
archivados por historiadores literarios
llamándolos una obra…
A veces sueño con situaciones que
no pueden ser. Osadamente imagino, por
ejemplo, que tengo la oportunidad de
conversar con el Eclesiastés, con el
autor de ese lamento conmovedor de la
vanidad de todos los esfuerzos humanos.
Yo me inclinaría profundamente frente a
él, porque aquel es, después de todo,
uno de los grandes poetas, al menos para
mí. Habiendo hecho esto, estrecharía su
mano. No hay nada nuevo bajo el cielo:
eso es lo escrito en el Eclesiastés. Pero
este mismo texto nació como novedad
bajo el sol. Y el poema creado también
fue nuevo. Y todos sus lectores también
alguna vez fueron nuevos bajo el sol, ya
que aquellos que vivieron antes no
pudieron leerlo. Y ese ciprés bajo el que
está sentado su milenario autor no ha
crecido desde la caída de los tiempos.
Se convirtió en otro ciprés similar al
suyo, pero no exactamente el mismo. Y
así me sería lícito preguntarle a él: ¿En
qué cosa nueva bajo el sol planea
trabajar ahora? ¿Un suplemento ulterior
a las ideas que ya ha expresado? ¿O tal
vez está tentado a contradecirlo ahora?
En su trabajo anterior mencionó el
placer, —¿acaso se está desvaneciendo?
¿Quizá su nuevo-poema-bajo-el-sol será
sobre el placer? ¿Ha tomado notas ya,
tiene borradores? Dudo que diga: Ya he
escrito todo, no tengo nada nuevo que
agregar. No hay poeta en el mundo que
pueda decir esto, mucho menos un gran
poeta como usted.
Porque el mundo… —lo que
podamos pensar de él cuando
aterrorizados por su vastedad y la
impotencia, o envenenados por la
indiferencia frente al sufrimiento de la
gente y los animales, y quizá el dolor de
las plantas—, aquello que podamos
reflexionar sobre las expansiones de
este planeta, penetradas por rayos de
estrellas que apenas empezamos a
descubrir, ¿y quizá ya han muerto? Lo
muy poco que podemos pensar de este
inconmensurable teatro para el cual
tenemos tiquetes reservados, pero
boletos cuya vida es irónicamente corta,
confinada como está a dos fechas
arbitrarias; sí, cualquier otra cosa que
podamos pensar de este mundo, es
asombrosa.
Pero asombroso es un epíteto que
concilia una trampa lógica. Estamos
sorprendidos, después de todo, por
cosas que yerran desde algunas normas
bien conocidas y universalmente
sabidas, desde una obviedad a la que
crecimos acostumbrados. Ahora el punto
es, no hay tal mundo obvio. Nuestro
asombro existe per se y de nada
depende.
Resguardados, bajo el habla diaria,
donde nunca nos detenemos a considerar
cada palabra, todos acudimos a frases
usadas: el mundo tal como es, la vida
común, el normal curso de los
eventos… Pero en el lenguaje poético,
donde cada palabra es sopesada, nada
es usual o habitual. Ni una simple piedra
o una nube sobre ella. Ni un solo día o
la noche que lo sucede. Y sobre todo, ni
una humilde existencia, ni la existencia
de nadie en la Tierra.
Advierto que los poetas siempre
tendrán su trabajo mutilado.

Copyright © The Nobel Foundation


1996
Joseph Brodsky

Leningrado -actual
San Petersburgo -
(1940). New Jersey,
USA (1996). Premio
Nobel de Literatura
1987. Fue la segunda
persona más joven
merecedora de este
honor, que recayó en
él a los cuarenta y
siete años de edad.

De formación autodidacta y acusado de


“parasitismo social”, por abandonar sus
estudios de bachillerato, pasó 18 meses
en un campo de trabajo soviético, cuando
tenía 24 años. En 1972 y transcurridos
siete años de su liberación, emprendió el
camino del exilio y en 1977 obtuvo la
nacionalidad estadounidense. En 1973 se
publican por primera vez en versión
inglesa sus Poemas selectos, una
importante colección de su obra. Apareció
luego: Partes de la oración, en 1980, y
más tarde el volumen de ensayos: Menos
que uno, que en 1986 recibió el Premio
de la Crítica. Ese mismo año publicó un
nuevo libro de poemas Historia del
siglo XX. Dentro de su obra ensayística se
destaca: A Urania, publicado en 1992

Discurso traducido por Olga Rojas.


La poesía: objetivo de
nuestra especie

Para alguien que es reservado, que toda


su vida ha preferido su condición
distanciada de cualquier papel de
importancia social; para quien gracias a
esto se fue muy lejos, ausentándose de
su madre tierra por decir lo menos, pues
es mejor ser una total equivocación en
democracia que un mártir, o la crème de
la crème en tiranía; para tal persona
hallarse de repente en este pedestal es
una experiencia en cierto modo
incómoda y exigente.
Esta sensación es agravada, no tanto
por la evocación de aquellos que se
pararon aquí antes; como por el
recuerdo de quienes han sido obviados
por este honor. Ellos no tuvieron la
oportunidad de dirigirse urbi et orbi,
como dicen; desde este podio, y su
silencio acumulativo está en cierto modo
buscando, sin gratificación, solaz en este
orador.
Lo único que puede reconciliarlo a
uno con este tipo de situación es
simplemente notar que por razones
estadísticas, en primer lugar, un escritor
no puede hablar por otro, ni
especialmente un poeta por otro poeta.
Aunque se hubiesen parado aquí Osip
Mandelstam, o Marina Tsvetáieva, o
Robert Frost, o Anna Ajmátova, o
Wystan Auden, no consiguirían hacer
otra cosa que hablar por sí mismos, y
ellos también podrían sentirse de algún
modo incómodos.
Estas sombras me perturban
constantemente, y también hoy me están
agobiando. Sin embargo ellas no
aseguran la elocuencia. En mis mejores
momentos me concibo como su suma
total, aunque invariablemente inferior a
una sola de ellas. Ya que no es posible
mejorarlas en la página; tampoco es
posible aventajarlas en la vida real. Y
son precisamente sus vidas, no importa
cuán trágicas o sombrías fueran, las que
me mueven, a lamentar el paso del
tiempo, tal vez, con más frecuencia de lo
que viene al caso. Si la otra vida existe,
y no puedo negarles la posibilidad de
vida eterna como no puedo olvidar su
existencia en ésta; si el otro mundo
existe, ellos, eso espero, me perdonarán
a mí y a la calidad de lo que estoy por
expresar. Después de todo, no es por el
comportamiento en el podio que es
medida la dignidad de nuestra profesión.
He mencionado sólo a cinco, cuyas
conductas y cuyo destino me importa
más, tan sólo porque de no haber sido
por ellos, yo habría llegado a ser mucho
menos, como hombre y como escritor.
No estaría aquí parado hoy. Hubo más
de ellas, de esas sombras —o mejor
aún, de fuentes de luz: ¿lámparas?
¿Estrellas?—. Por supuesto, más que
sólo cinco. Y cada una de ellas es capaz
de hacerme enmudecer. Su número es
sustancial en la vida de un hombre de
letras conciente; en mi caso, se dobla,
gracias a las dos culturas a las que el
destino ha querido que pertenezca. Las
cosas no se simplifican por ideas acerca
de contemporáneos y amigos literatos de
ambas culturas, poetas, y escritores de
ficción cuyos dones estimo superiores a
los míos, y quienes, si se hubieran
hallado en este estrado, habrían sido
más puntuales, pues seguramente tienen
mucho más qué decir al mundo que yo.
Me voy a permitir, por tanto, hacer
una serie de anotaciones aquí —sueltas,
tal vez desatinadas, quizá incluso
confusas en su errancia—. Sin embargo,
la cantidad de tiempo que me fue
otorgado para acopiar mis pensamientos
como mi propia ocupación, espero qué
puede protegerme al menos
parcialmente, contra cargos de ser
caótico. Un hombre de mi ocupación
rara vez pregona un modo sistemático de
pensamiento; tal vez declare tener un
sistema —pero incluso eso, en su caso,
lo hará tomándolo prestado de un
entorno, de un orden social, o de la
búsqueda de la filosofía a una tierna
edad. Nada convence más a un artista de
la arbitrariedad de los medios a los que
recurre para conseguir un propósito,
aunque sea de manera permanente, que
el proceso creativo en sí mismo, el
proceso de composición. En palabras de
Ajmátova, el verso lo demuestra pues
crece del desecho. Las raíces de la
prosa ya no son honorables.

II

Si el arte enseña algo (al artista en


primer lugar), es la circunspección de la
condición humana. Siendo ésta la más
antigua, tanto como la más literal forma
de empresa privada, pues cultiva en el
hombre, con o sin intención, un sentido
de su tipicidad, su individualidad, su
distanciamiento —cambiándolo así de
animal social a un yo autónomo—.
Muchas cosas pueden ser compartidas:
una cama, un pedazo de pan, las
convicciones, una amante, pero nunca un
poema de Rainer Maria Rilke, por
ejemplo. Una pieza de arte, de literatura
especialmente, y un poema en particular,
se dirige a un hombre tête-à-tête,
entrando en relación directa con él, libre
de cualquier mediación.
Es por esta razón que el arte en
general, la literatura especialmente y la
poesía en particular, no están
precisamente favorecidas por los líderes
del bien común, amos de las masas,
heraldos de la necesidad histórica. Ya
que allí, donde el arte ha pisado, donde
un poema ha sido leído, ellos descubren,
en lugar del consentimiento anticipado y
la unanimidad, la indiferencia y la
polifonía; en lugar de la resolución a
actuar, la desatención y el fastidio. En
otras palabras, en los pequeños ceros
con los cuales los campeones del bien
común y los legisladores de las masas
tienden a operar, el arte introduce un
punto, punto, coma y un menos,
transformando cada cero en un pequeño
ser humano, aunque no siempre con un
bello rostro.
El gran Baratynsky, hablando de su
musa, la caracterizó como poseedora de
un semblante raro. En esa apariencia
extraña parece residir el sentido de la
existencia humana, debido a que por esta
rareza somos, tal como ella fue,
preparados genéticamente.
Desatendiendo el hecho de si uno es
escritor o lector, la labor consiste antes
que nada en señorear una vida que es la
propia, no impuesta o prescrita por algo
exterior, no importa que tan noble pueda
ser su imagen. Debido a que a cada uno
de nosotros le está asignada una vida, y
sabemos muy bien cómo termina todo
esto. Sería lamentable desperdiciar esta
oportunidad en la apariencia de alguien
más, en la experiencia de otro, en una
tautología. Sería doblemente lamentable,
ya que los heraldos de la necesidad
histórica, por cuya influencia un hombre
podría estar preparado para convenir
con esta tautología, no irán a la tumba
con él o a darle algo más que las
gracias.
El lenguaje, y presumiblemente la
literatura son cosas más antiguas e
inevitables, más duraderas que cualquier
forma de organización social. El enojo,
la ironía o la indiferencia, con
frecuencia expresadas por la literatura
hacia el Estado, son esencialmente una
reacción de lo permanente —mejor aún
de lo infinito— contra la temporalidad,
contra lo finito. Para decir lo menos,
mientras el Estado se permita interferir
con los asuntos de la literatura, la
literatura tiene derecho a interferir en
los asuntos del Estado. Un sistema
político, un modo de organización
social, como cualquier sistema en
general, es por definición una forma del
tiempo pasado que aspira a imponerse
sobre el presente (y con frecuencia
también sobre el futuro); y un hombre
cuya profesión es el lenguaje, es el
último que puede permitirse olvidarlo.
El verdadero peligro para un escritor, no
es tanto la posibilidad (y con frecuencia
la certeza) de persecución por parte del
Gobierno, como la probabilidad de
hallarse fascinado por las simulaciones
de un Estado cuyos cambios aún siendo
monstruosos o lamentables son, por
suerte, siempre temporales.
La filosofía del Estado, su ética —
para no mencionar su estética— son
siempre ayer. El lenguaje y la literatura
son siempre hoy, y con frecuencia —
particularmente en el caso donde un
sistema político es ortodoxo— ellos
pueden constituir el mañana. Uno de los
méritos de la literatura es precisamente
que ayuda a una persona a hacer el
tiempo de su existencia más específico,
a distinguirse de la multitud de sus
predecesores tanto como de sus con-
numerarios, para evitar la tautología,
esto es, el destino, que de otra manera
sería conocido con el honorífico término
de víctima de la historia. Lo que hace
especial al arte en general y a la
literatura en particular, lo que los
distingue de la vida, es precisamente
que detestan la repetición. En el día a
día se puede contar la misma anécdota
tres veces, y reír cada vez, para volver
la vida una fiesta. En el arte, sin
embargo, este tipo de conducta es
llamado cliché.
El arte es un arma sin vuelta atrás, y
su desarrollo es determinado no por la
individualidad del artista, sino por las
dinámicas y la lógica del material en sí
mismo, por la suerte previa de los
instrumentos que en cada época requiere
(o sugiere) una solución estética
cualitativamente nueva. Poseedor de su
propia genealogía, sus dinámicas, su
lógica y su futuro, el arte no es sinónimo
de la historia, sino más bien paralelo a
ella; y la manera como existe es creando
continuamente una nueva realidad
estética. Es por esto que con frecuencia
se halla adelante del progreso,
anticipado a la historia, cuyo
instrumento principal —aunque no
logremos superar de nuevo a Marx—
precisamente es el cliché.
Actualmente, existe una visión
ampliamente aceptada que postula que
en su trabajo, un escritor, en particular
un poeta, debería hacer uso del lenguaje
de la calle, del lenguaje de las masas.
Aún con toda su apariencia democrática
y sus ventajas palpables para el escritor,
esta afirmación es absurda y representa
un intento por subordinar el arte, en este
caso, la literatura, a la historia. Sólo si
hemos resuelto que es hora de que el
Homo Sapiens se detenga en su
desarrollo, la literatura debe hablar el
lenguaje de la otra gente. De otra
manera, es la gente quien debe hablar el
lenguaje de la literatura.
Generalmente, cada nueva realidad
estética hace que la realidad ética del
hombre sea más precisa. Pues la estética
es la madre de la ética; las categorías de
bueno y malo son primero y antes que
todo, categorías estéticas, y al menos
etimológicamente preceden a las
categorías de bondad y maldad. Si en la
ética no todo está permitido, es
precisamente porque no todo está
permitido en la estética, porque el
número de colores en el espectro es
limitado. El tierno niño que llora y
rechaza al extraño que se acerca a él, lo
hace instintivamente, mediante una
elección estética, no una moral.
La elección estética es un asunto
altamente individual, y la experiencia
estética es siempre íntima. Cada nueva
realidad estética hace la experiencia de
uno, aún más privada. Y este tipo de
privacidad, asumiendo a veces el
lenguaje del gusto literario (u otro),
puede en sí mismo convertirse en
garantía o en una forma de defensa
contra la esclavitud. Pues un hombre de
buen gusto, particularmente frente a lo
literario, es menos susceptible a los
estribillos y a los encantamientos
rítmicos propios de cualquier versión de
demagogia política. El punto no es tanto
que la virtud no constituya un seguro
para producir una obra de arte, es que la
maldad, especialmente la maldad
política, es siempre una mala estilista.
Cuanto más sustancial es la experiencia
estética individual, más sonoro es su
gusto, más agudo su foco moral, y es
más libre aunque no necesariamente más
feliz.
Es precisamente en esta aplicación
—en un sentido platónico—, que
debemos entender la afirmación de
Dostoyevski la belleza salvará al
mundo, o la creencia de Matthew
Arnold referente a que debemos ser
salvados por la poesía. Probablemente
es muy tarde para el mundo, pero para
cada hombre siempre queda una
oportunidad. Un instinto estético se
desarrolla en el hombre de manera
especialmente rápida, pues, aún sin
notar claramente quién es y lo que
requiere en realidad, una persona sabe
instintivamente lo que le desagrada y lo
que no lo representa. En sentido
antropológico, permítanme reiterar, que
el ser humano es una criatura estética
antes que un ser ético. Por lo tanto, no es
que el arte, particularmente la literatura,
sea un subproducto del desarrollo de la
especie, sino justamente lo contrario. Si
lo que nos distingue de otros miembros
del reino animal es el habla, entonces,
para decirlo francamente, la literatura es
el objetivo de nuestra especie, y la
poesía, en especial, porque es la más
alta forma de la expresión.
Estoy lejos de sugerir un
entrenamiento obligatorio en la
composición de versos; no obstante, la
subdivisión de la sociedad entre la
intelligentsia y el resto me parece
inaceptable. En términos morales, esta
situación es comparable a la subdivisión
de la sociedad entre pobres y ricos; pero
si aún es posible hallar unas bases
puras, física y materialmente, para la
existencia de la desigualdad social e
intelectual, ellas son inconcebibles. La
igualdad a este respecto, a diferencia de
cualquier otra cosa, nos ha sido
garantizada por la naturaleza. No estoy
hablando del aprendizaje, sino de la
educación al hablar: la más leve
imprecisión puede desembocar en la
falsa elección de nuestra vida. La
existencia de prefiguras retóricas, su
presencia en el plano literario de la
mirada —y no sólo en el sentido moral,
sino también en su léxico. Si una pieza
de música aún permite a una persona la
posibilidad de elegir entre el papel
pasivo del escucha y el activo del
intérprete, una obra literaria del género
que sea, para usar la frase de Montale,
desesperanzadoramente semántica, lo
conduce al papel de intérprete
simplemente.
Me parece, que una persona debería
aparecer con más frecuencia en esta
caracterización que en ninguna otra.
Incluso, creo que como resultado de la
explosión demográfica y la siempre
creciente atomización de la sociedad
(que conlleva al aislamiento del
individuo), este papel se torna
gradualmente más inevitable para una
persona. No supongo tener un mayor
conocimiento acerca de la vida que
cualquier persona de mi edad, pero me
parece que en la posición de
interlocutor, un libro es más confiable
que un amigo o un amor. Una novela o un
poema no sólo es un monólogo sino la
conversación de un escritor con un
lector, una conversación, repito, muy
privada, si se quiere, pero mutuamente
misantrópica. Y en el momento de esta
conversación, un escritor es equivalente
a un lector, tanto como lo recíproco, sin
atender a si el escritor es ilustre o no.
Esta igualdad es la semejanza de la
conciencia. Se queda con una persona
por el resto de su vida en la forma de
recuerdo, nublado o inusual; y, tarde o
temprano, apropiadamente o no, le
condiciona la conducta. Es precisamente
esto lo que tengo en mente cuando hablo
del papel de un intérprete, lo más natural
para uno, pues una novela o un poema
son producto de mutua soledad: del
escritor y del lector.
En la historia de nuestra especie, en
la historia del Homo Sapiens, el libro es
desarrollo antropológico, similar en
esencia a la invención de la rueda.
Habiendo emergido no tanto de nuestro
origen como de lo que es capaz la
especie, un libro constituye un medio de
trasporte a través del tiempo de la
experiencia, a la velocidad de una
página que pasa. Este movimiento, como
todos los movimientos, se torna en un
vuelo desde el común denominador,
desde el intento de elevar el horizonte
de este denominador. Él nunca antes ha
llegado más allá de los límites, hacia el
corazón, hacia nuestra conciencia, hacia
nuestra imaginación. Este vuelo es el
viaje en dirección a la apariencia rara,
en dirección al numerador, en dirección
a la autonomía, rumbo a la privacidad.
Sin tener en cuenta la imagen de quién
hemos sido creados. Ya hay cinco mil
millones de nosotros, y para un ser
humano no hay otro futuro que aquel
señalado por el arte. De otra manera, lo
que nos espera es el pasado, el político,
para comenzar, con todos sus
entretenimientos policíacos para las
masas.
En cualquier caso, la condición de
sociedad en la cual el arte en general, y
la literatura en particular, son la
propiedad o prerrogativa de una
minoría, me parece poco saludable y
peligrosa. No estoy abogando por la
restitución del Estado con una
biblioteca, aunque este pensamiento me
ha visitado frecuentemente. Pero no hay
duda, en mi mente que si hubiéramos
elegido a nuestros líderes sobre la base
de su experiencia lectora y no por sus
programas políticos, habría mucho
menos dolor en la tierra. Me parece que
a un regente potencial de nuestros
destinos se le debería preguntar,
primeramente, no sobre cómo se imagina
el curso de su política exterior, sino
sobre su actitud frente a: Stendhal,
Dickens, Dostoyevski. El seguro y las
reservas de la literatura son de hecho la
diversidad y la perversidad humana. Es
por esto que la literatura resulta ser un
antídoto confiable para cualquier
intento, ya sea familiar o incluso
inventado, hacia una solución masiva de
los problemas de la existencia humana.
En cuanto seguro moral, al menos, la
literatura es más confiable que un
sistema de creencias o una doctrina
filosófica.
Debido a que no hay leyes que nos
puedan proteger de nosotros mismos,
ningún código criminal es capaz de
prevenir un verdadero crimen contra la
literatura. Aunque podemos condenar su
supresión material, la persecución de
escritores, los actos de censura, la
quema de obras; estamos indefensos
cuando se trata de su peor violación:
aquella de no leer libros. Por ese
crimen, una persona paga con su vida
entera. Si el ofensor es una nación, ella
paga con su historia. Viviendo en el país
en que vivo, yo sería el primer hombre
preparado para creer que hay un
conjunto de dependencias entre los
bienes materiales de una persona y su
ignorancia literaria. Lo que me evita
hacerlo es la historia de ese país en el
que nací y crecí. Pues, reducido a un
mínimo de causa-efecto, a una cruda
fórmula, la tragedia rusa es
precisamente la tragedia de una
sociedad en que la literatura se convirtió
en la prerrogativa de la minoría: de la
celebrada intelligentsia rusa.
No deseo extenderme en el tema. No
pretendo oscurecer esta tarde con
pensamientos de las decenas de millones
de vidas humanas destruidas por otros
millones. Lo que ocurrió en Rusia en la
primera mitad del Siglo Veinte tuvo
lugar antes de la introducción de las
armas automáticas. Sucedió en nombre
del triunfo de una doctrina política cuya
insonoridad es manifiesta en el hecho de
que requiere de sacrificios humanos
para su realización. Sólo voy a decir
que creo —no empíricamente, ¡ay!, sino
sólo teóricamente—, que para alguien
que ha leído mucho a Dickens,
dispararle a otro ser en nombre de una
idea, es más difícil que para quien no lo
ha leído. Y estoy hablando precisamente
de leer a Dickens, Sterne, Stendhal,
Dostoievsky, Flaubert, Balzac, Melville,
Proust, Musil y otros. Es decir, acerca
de literatura, no de alfabetismo o de
educación. Una persona letrada,
educada, sin duda, es totalmente capaz
después de tal o cual disertación, o
planteamiento político, de matar a su
igual, e incluso de experimentar, al
hacerlo, un rapto de convicción. Lenin
era letrado, Stalin era letrado, también
lo eran Hitler y Mao Tsé-Tung, que
incluso escribió versos. Lo que todos
ellos tenían en común, sin embargo, era
que su lista de poderosos era más larga
que su lista de lectura.
Sin embargo, antes de pasar a la
poesía, quisiera agregar que tendría
sentido observar la experiencia rusa
como una advertencia. Acaso por la
razón de que la estructura social de
Occidente es hasta ahora, al fin y al
cabo, análoga a lo que existió en Rusia
antes de 1917. (Esto, a propósito, es lo
que explica la popularidad en Occidente
de la novela psicológica rusa del
siglo XIX, y la relativa falta de éxito de
la prosa rusa contemporánea. Las
relaciones sociales que emergieron en
Rusia en el siglo veinte
presumiblemente parecen más exóticas
al lector que los nombres de sus
personajes que le impiden identificarse
con ellos). Por ejemplo, el número de
partidos políticos, en la víspera del
golpe de octubre en 1917, no fue menor
de los que encontramos hoy en los
Estados Unidos o Gran Bretaña. En
otras palabras, un observador
desapasionado podría señalar que en
cierto sentido el siglo XIX continúa en
Occidente, mientras que en Rusia ya
terminó; y si lo digo en tono de tragedia,
es en primer lugar, por el tamaño del
costo humano pagado en el curso de ese
cambio social —más que en su
posibilidad cronológica. Pues en una
verdadera tragedia, no es el héroe quien
perece, sino el coro.

III
Aunque para un hombre cuya lengua
materna es el ruso, hablar de la maldad
política es tan natural como la digestión,
quisiera aquí, cambiar de tema. El
problema con los discursos acerca de lo
obvio es que corrompen la conciencia
con su facilidad, con la velocidad con
que aportan bienestar moral y la
sensación de estar en lo cierto. Aquí
yace su tentación, similar en su
naturaleza a la de un reformador social
quien engendra esta maldad. La
observación, o mejor la comprensión de
esta tentación y el rechazo de ella, son
tal vez causantes en cierta medida de los
destinos de muchos de mis
contemporáneos, responsables de la
literatura que emergió de sus plumas.
Esta literatura, no fue ni un vuelo desde
la historia ni un velo de la memoria,
como parece desde el exterior. ¿Cómo
podría uno escribir música después de
Auschwitz? preguntó Adorno; y alguien
que esté familiarizado con la historia
rusa puede repetir la misma pregunta
cambiando simplemente el nombre del
campo, y repetirla quizá con incluso
mayor justificación, puesto que el
número de personas que pereció en los
campos de Stalin sobrepasa con creces
la cifra de víctimas de prisión de los
campos de Alemania. ¿Y cómo puedes
almorzar?, me replicó, una vez, el poeta
americano Mark Strand. En mi caso, la
generación a la que pertenezco ha
probado ser capaz de escribir esa
música.
Esa generación nació precisamente
en el momento en que los hornos
crematorios de Auschwitz estaban
funcionando a todo vapor, cuando Stalin
estaba en el cenit de su endiosamiento;
poder absoluto que parecía subsidiado
por la propia madre naturaleza. Esa
generación vino al mundo, parece, con
el propósito de continuar lo que
teóricamente se suponía debía haber
sido interrumpido en esos hornos
crematorios y en las fosas comunes del
archipiélago de Stalin. El hecho de que
no todo fue interrumpido, al menos no en
Rusia, puede abonarse, y no en pequeña
proporción, a mi generación —a la que
estoy tan orgulloso de pertenecer como
al hecho de pararme hoy aquí—. La
razón por la que estoy ahora ante ustedes
es un reconocimiento a los servicios que
esa generación ha prestado a la cultura.
Rememorando una frase de Mandelstam,
yo agregaría, a la cultura del mundo. Y
mirando hacia atrás, puedo decir de
nuevo que estábamos comenzando en un
lugar vacío, sin duda, terroríficamente
arruinado. Intuitiva más que
concientemente, aspirábamos a la
recreación del efecto de continuidad de
la cultura, a la reconstrucción de sus
formas y tropos. Anhelábamos llenar sus
pocas formas sobrevivientes y con
frecuencia totalmente comprometidas
con nuestro propio contenido
contemporáneo nuevo, o que nos parecía
nuevo.
Allí existió presumiblemente otro
camino: la ruta de mayor deformación,
la poética de las ruinas y la miseria, del
minimalismo, de la respiración ahogada.
Si la rechazamos, no fue del todo porque
pensáramos que era la vía de
autodramatización, o porque
estuviéramos extremadamente animados
por la idea de preservar la herencia
nobiliaria de las formas de la cultura
que conocíamos, y que eran equivalentes
en nuestra conciencia, a formas de
dignidad humana. Lo rechazábamos
porque en realidad la opción no era
nuestra, sino de hecho, de la cultura, y
esta elección, de nuevo, fue estética
antes que moral.
Sin duda, es natural para una
persona percibirse no como un
instrumento de la cultura, sino al
contrario, como su creador o custodio.
Pero si hoy aseguro esto, no es porque al
término del siglo Veinte exista un cierto
encanto en parafrasear a Plotino, Lord
Shaftesbury, Schelling o a Novalis, sino
porque, a diferencia de cualquier otro,
un poeta siempre sabe que aquello que
se llama, en vernáculo la voz de la
musa, es en realidad, el dictado del
lenguaje; que la lengua no es su
instrumento, sino que él es la vía hacia
la continuación de su existencia. La
lengua, sin embargo, aún cuando uno la
imagine como una cierta criatura
animada (lo cual apenas sería justo), no
es capaz de elección ética.
Una persona decide escribir un
poema por una variedad de razones:
para ganar el corazón de su amado; para
expresar su actitud hacia la realidad que
lo rodea, sea ésta un paisaje o un
instante; para capturar su estado mental
en un tiempo determinado; para dejar —
como cree en el momento— un trazo en
la tierra. Acude a esta forma —el poema
— tal vez por razones de inconciencia
mimética: el coágulo vertical negro
sobre la hoja blanca presumiblemente le
recuerda su propia situación en el
mundo, el balance entre el espacio y su
cuerpo. Pero sin prestar atención a las
razones por las que toma la pluma, y sin
considerar el efecto producido en su
audiencia por lo que brota de ella, aún
cuando pueda ser grande o pequeña, la
consecuencia inmediata de esta empresa
es la sensación de entrar en contacto
directo con el lenguaje, o más
precisamente, la sensación de hacerse
inmediatamente dependiente de él, de
todo lo que ya ha sido dicho, escrito o
consumado con él.
Esta dependencia es absoluta,
despótica; pero también desencadenante.
Puesto que el lenguaje aún siendo
siempre más antiguo que el escritor,
posee la colosal energía centrífuga
impartida por su potencial temporal —
es decir, por el tiempo por venir—. Este
potencial está determinado no tanto por
el cuerpo cuantitativo de la nación que
lo habla (aunque también sea
determinado por éste), como por la
calidad del poema escrito en él. Basta
recordar a los autores de Grecia o Roma
antiguas; o evocar a Dante. Aquello que
está siendo creado hoy en ruso o en
inglés, por ejemplo, asegura también la
existencia de estos idiomas más allá del
curso del próximo milenio. El poeta,
deseo repetir, es la vía para la
existencia del lenguaje —o, como dijo
mi amado Auden—, es por quien vive.
Yo, que escribo estas líneas dejaré de
ser; también usted que las lee. Pero el
lenguaje con el cual están escritas y que
hace posible su lectura permanecerá, no
meramente porque el lenguaje es más
duradero que el hombre, sino porque
está más equiparado para la mutación.
Quien crea un poema, sin embargo,
lo escribe no porque juzga el
reconocimiento con posteridad, aunque
con frecuencia espera que un poema lo
sobreviva, al menos brevemente. Quien
escribe un poema lo hace porque el
lenguaje lo provoca o simplemente le
dicta la próxima línea. Al comenzar a
escribir, el poeta por norma ignora hacia
dónde se orientarán sus palabras y a
veces se sorprende por los giros que
toma su composición, debido a que en
ocasiones se hace mucho mejor de lo
que él esperaba, y eventualmente sus
pensamientos viajan más allá de lo
soñado. Y este es el momento en que el
futuro del lenguaje invade a su presente.
Existen, como es sabido, tres modos
de cognición: analítico, intuitivo, y
aquel que fue conocido por los profetas
bíblicos como revelación. Lo que
distingue a la poesía de otras formas de
literatura es que usa los tres a la vez
(gravitando primordialmente hacia el
segundo y el tercero). Pues todos están
dados en el lenguaje; y en ocasiones por
medio de una única palabra, una sola
rima, el autor de un poema se las arregla
para encontrarse donde nadie ha estado
nunca antes, incluso, quizá, donde ni él
mismo habría deseado estar. Quien
escribe un poema, lo hace por encima de
todo, pues la escritura de un verso es un
acelerador extraordinario de la
conciencia, del pensamiento, de la
comprensión del universo. Habiendo
experimentado esta aceleración una vez,
ya no se puede abandonar la opción de
repetirla; uno se hace dependiente de su
proceso, así como otros entran en la
dependencia de las drogas o el alcohol.
Quien se encuentra en este tipo de
dependencia del lenguaje es, creo, lo
que llaman un poeta.

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1987
JOSÉ CHALARCA ATEHORTÚA
(Manizales, Colombia el 25 de abril de
1941 y falleció el 29 de septiembre de
2015, en Bogotá) En su polifacética
trayectoria, fue filósofo, escritor, pintor,
ensayista y cuentista. Sus estudios los
realizó en la Universidad de Caldas,
graduándose en Letras y Filosofía. Sus
ensayos publicados en diversos
periódicos y revistas de
Hispanoamérica son aproximaciones
reflexivas a escritores como Golding,
Mishima y Yourcenar. Sus cuentos
abordan diversos temas, incluidas las
costumbres de la región cafetera. En su
último libro, titulado Las muertes de
Caín, es fundamental su exploración en
la cruda realidad urbana que padece
Colombia. Fue especialista en temas de
café y publicó una docena de libros
sobre este tema.

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