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SENSACIÓN DE HOSPITAL
Llegó el 181 y se apretó contra la gente para que el colectivero pudiera cerrar la
puerta tras ella. No sabía qué hacer con el paraguas chorreando. Hasta el Vélez,
dijo estirando el brazo y apoyando la SUBE. Miró a las ocupantes del primer
asiento. Una mina dormía. La otra, joven, embarazada y atenta. Seguro va al
hospital. No sabía por qué pero tenía instinto para acertar. Les miraba la ropa, iban
como adecentadas, como para ver al mago-doctor. El perfume era típico,
repugnaba a la mañana ese olor dulzón pero esas minas no se ponían perfume para
ir a laburar. Ella también se había puesto, pensó, pero el que le mandó su hermano
de Europa. Pedazo de frívola y arrogante ¿quién sos? yendo al hospital público, se
dijo. Si todos terminamos igual ¿a qué viene lo del perfume, tan en plan gorila?
Serían las pocas ganas de hacer cola para todo, el tiempo que absorbe un hospital,
el viaje como ganado, el maltrato general, el sueño, o el ir en pollera con ese frío,
llevar toalla y un preservativo como rezaba el papel adjuntado al turno. Le tenían
que hacer una Ecografía intra vaginal y una mamaria. Mientras se acomodó más
arriba comenzó a pensar en los usos de la toalla. Será porque no tienen ni papel
para limpiar el gel, el forro para el scanner, ponele. Pero lo de la pollera no, no le
cerraba.
Bajó del colectivo con la embarazada del primer asiento y un montón de minas
más. Detrás de la gran plaza estaba el Hospital. Pasó la zona de juegos infantiles
rodeados por una reja. Ahora todo tiene rejas, se quieren hacer los franchutes,
suspiró negando con la cabeza. El Perchero Solidario pinchado en el árbol donde la
gente solía dejar ropa, tenía solo bolsas vacías. ¡Cuánta mishiadura! diría el viejo.
Se acordó cuando lo tuvo internado ahí, la última vez, las sábanas tenían un sello
“Robadas del Hospital Vélez Sarfield”. Su hijo, que era chico entonces, le preguntó
si su abuelo se las había robado. Sonrió.
Después de dar unas vueltas preguntando por la Cobertura Porteña, terminó frente
al nuevo mostrador de la CESAC, ya no era más COP como desde hacía veinte años.
Ahora era CESAC. Tampoco estaba la oficina en el pasillo de la guardia ni lo
atendían los empleados de siempre. Ahora el mostrador estaba en medio de la sala
y lo atendían dos chicas jovencitas como azafatas. Nada más que estas sonríen, se
dijo. No había nadie esperando. Se puso contenta. Les mostró la orden para
hacerse las ecografías que le dio el médico hacía ya tres meses. Dos meses y dos
visitas al “hospitalito” de por medio. La primera para sellarlo, la otra porque en la
primera no tenían más turnos. Seis de marzo decía la orden. Era junio.
Se sentó lo más alejada que pudo de la calefacción y esperó a que la llamen. La sala
parecía una pecera gigante. Vidrios, agua y luces por todos lados. Carteles con la B
y la A y folletos para empapelar varios cuartos. Tres máquinas amarillas decían
Autogestión, pero estaban apagadas. Lo mismo que el wifi libre, pensó. Solo la tevé
gigante andaba, mostraba a Larreta visitando gente pobre. “Timbreando” dice el
gobierno. Miró a la gente a su alrededor, el que dice que la mayoría son bolivianos,
miente. Eran las ocho y cuarto. La llamarían a las nueve o más tarde, los turnos los
dan para todos a la misma hora, recordó. Esas ganas locas de martirizar que tienen.
Ganas de dejar a los médicos libres cuanto antes y el hospital vacío. Sistema de
mierda, puteó. La contractura le llegó a la mandíbula.
La pelea iniciada al comienzo del pasillo llegó hasta la mujer que dialogaba con ella
sobre el cáncer de abuelas, hermana, tía y madre. Dejó que se peleara tranquila y
se fue.
En la puerta del laboratorio un nene lloraba aferrado a la mano de su mamá. Las
extractoras, que eran tres, lo miraban como queriendo anestesiarlo. Nadie se les
acercaba. Pasaban por delante de ellos con tubitos llenos de sangre que asustaban
más al nene y más lloraba.
Nueve menos diez. Pasó por el pasillo de mamografías, por las dudas. El pasillo
estaba más despejado y “el botiquín” abierto. El muchacho detrás del vidrio le dijo
que el mamógrafo seguía roto.
--Bah, el tubo –aclara.
--Pero hace mucho –dijo ella alargando la u-- tres meses o algo así.
--No, ¡más! A ver –pensó el empleado-- desde el verano más o menos. Es que el
tubo de un mamógrafo es como el motor de un auto, hay que pedir presupuesto
para saber si conviene cambiarlo o comprar uno nuevo. Y para comprar otro no
hay presupuesto—
--Ah, ahora entiendo…gracias ¿eh?
Se despidió del muchacho y se fue. Cuando pasó a la zona nueva vio un cartel
enorme: SEGUIMOS AVANZANDO JUNTOS: NUEVA SEDE DE ANATOMÍA
PATOLÓGICA. Le causó mucha gracia, a quién diseña los carteles le gustan las
ironías, pensó, pero la gracia se terminó cuando calculó el costo de una
gigantografía como esa. Esta gente confunde los hospitales con museos.
Volviendo a la sala pecera, vio una enorme caja de chapa llena de forros al costado
de los baños, otra con pilas de flyers sobre la tuberculosis, el Dengue, la gripe, lo
que uno quisiera. Se llevó un preservativo por las dudas de no encontrar el suyo. Se
sentó a esperar. El señor que estaba al lado suyo se levantó cuando lo llamaron y
dejó el papel sobre tuberculosis en el asiento. La cartelería y la señalética le
recordó a la de Alemania de los años ochenta, cuando tiraba manteca al techo. La
diferencia es que estas son un poco más innecesarias, pensó, porque informan que
BA está con nosotros y un monigote nos sonríe.
Al rato salió del CEsac con un papel que le quemaba. Se lo metió en el bolsillo. Ya
no llovía. No sabía bien para dónde ir. Eran las once. Recordó las palabras de su
hermano cuando le diagnosticaron cáncer. “Es como una granada que llevás en el
bolsillo”. Al otro día, ella cumpliría cincuenta y cinco años. La misma edad que su
madre cuando…
En la puerta del Vélez estaban los vendedores de chipá y tortas fritas.
Compró una y se la metió en el bolsillo.
Mejor que una granada era, o que un papel mojado.