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LA IGUALDAD EN LOS DERECHOS, CLAVE DE LA INTEGRACIÓN

COLECCIÓN DERECHOS HUMANOS


Javier De Lucas Martín y
Ángeles Solanes Corrella (coord.)
2008, 542 págs.
D emocracia con motivos ofrece razones, desde el positivismo Y FILOSOFÍA DEL DERECHO
LA CONSTRUCCIÓN COHERENTE DEL DERECHO
Mario Ruiz Sanz
político, para preferir y defender la democracia sobre otros mé- LECCIONES DE DERECHOS FUNDAMENTALES
Peces-Barba Martínez, G.
2009, 332 págs. todos de decisión colectiva. El primer motivo se encuentra en la 2005, 368 págs.

Democracia con motivos


LA IGUALDAD EN EL CONTENIDO Y EN LA APLICACIÓN DE LA LEY
M.ª Isabel Garrido Gómez ausencia de criterios objetivos que permitan determinar qué op- PRINCIPIOS DEL DERECHO Y RAZONAMIENTO JURÍDICO
Rodríguez Calero, J. M.
2009, 346 págs. ción es la correcta de entre las distintas en pugna en situaciones 2005, 160 págs.
JOHN RAWLS. SOBRE (DES)IGUALDAD Y JUSTICIA LA TEORÍA SOCIAL DE A. GIDDENS.
Silvina Ribotta de profundo desacuerdo político-moral y necesaria acción co- UNA LECTURA CRÍTICA DESDE LA TEORÍA JURÍDICA
2009, 364 págs. Campione, R.
SALUD, JUSTICIA, DERECHOS EL DERECHO A LA SALUD
mún. Por otro lado, la apuesta por el respeto a la igual libertad 2005, 236 págs.
COMO DERECHO SOCIAL
Carlos Lema Añón
política y a la tolerancia, así como cierta actitud consistente en DERECHOS FUNDAMENTALES, VALORES Y MULTICULTURALISMO
Ansuátegui, F. J. / López, J. A. / Del Real, A.
2009, 296 págs. ponerse en el lugar del otro brindan el soporte valorativo nece- Ruiz, R. (Editores)
¿QUÉ IGUALDAD? EL PRINCIPIO DE IGUALDAD FORMAL 2005, 272 págs.
sario para preferir la democracia sobre otras formas de gobier-
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EN EL ORDENAMIENTO JURÍDICO ESPAÑOL
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De Asís, R.
2005, 168 págs.
2010, 708 págs. relaciona en gran medida con la personalidad de cada individuo
LA DIGNIDAD HUMANA. SUS ORÍGENES EN EL PENSAMIENTO CLÁSICO
Antonio Pele y que ésta o la naturaleza humana lleven la impronta del interés Jiménez HERMENÉUTICA, ARGUMENTACIÓN Y JUSTICIA EN PAUL RICOEUR
Picontó Novales, T.
2005, 356 págs.
2010, 752 págs.
LA NUEVA GENERACIÓN DE DERECHOS HUMANOS. ORIGEN
Y JUSTIFICACIÓN
propio como la principal, si no la única, motivación práctica de
los seres humanos. En esos casos, el compromiso por una co-
Cano PLURALISMO CULTURAL Y DERECHOS DE LAS MINORÍAS
Pérez de la Fuente, O.
2005, 624 págs.
María Eugenia Rodríguez Palop
2010, 612 págs. existencia pacífica requiere de una educación moral y política de LA TRADICIÓN REPUBLICANA
Ruiz Ruiz, R.
ENTRE LA MORAL, LA POLÍTICA Y EL DERECHO.
EL PENSAMIENTO FILOSÓFICO Y JURÍDICO DE la tolerancia como comprensión hacia las personas con cuyas 2006, 1.052 págs.
GREGORIO PECES-BARBA LA FUNDAMENTACIÓN DE LOS DERECHOS DE LOS NIÑOS.
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creencias no estamos de acuerdo. Esta forma robusta de respe- MODELOS DE RECONOCIMIENTO Y PROTECCIÓN
Campoy Cervera, I.
2010, 720 págs. to a los derechos de los individuos y a sus decisiones funciona, 2006, 1.052 págs.
DIEZ LECCIONES SOBRE ÉTICA, PODER Y DERECHO
Gregorio Peces-Barba Martínez finalmente, como un motivo más para la democracia. Dicho res- METODOLOGÍA JURÍDICA IRREVERENTE
2010, 434 págs. Pedro Haba, E.
EL ESTADO EN ORTEGA Y GASSET
peto a los derechos de las personas, por último, permite recha- 2006, 440 págs.
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EN LA TEORÍA DEL DERECHO DE LÉON DUGUIT
2010, 224 págs.
THOMAS HOBBES Y LA FILOSOFÍA POLÍTICA CONTEMPORÁNEA:
UN ANÁLISIS DESDE LAS PERSPECTIVAS DE CARL SCHMITT,
LEO STRAUSS Y NORBERTO BOBBIO.
Gregorio Saravia
está actualmente en boga, pues, paradójicamente, tal sistema
conlleva el desprecio a la autonomía de los individuos. Todos
estos planteamientos conectan de manera pragmática la demo-
Democracia Ara Pinilla, I.
2006, 448 págs.
DERECHOS FUNDAMENTALES Y PROTECCIÓN
DE DATOS GENÉTICOS

Roberto M.
Jiménez Cano
con
2010, 600 págs. Álvarez González, Susana
cracia con el positivismo, el relativismo y el liberalismo político, 2007, 536 págs.
FAMILIAS TRANSNACIONALES, SOCIEDADES MULTICULTURALES
E INTEGRACIÓN: ESPAÑA, ITALIA Y PORTUGAL EN PERSPECTIVA ESTADO DE DERECHO, DERECHOS HUMANOS Y DEMOCRACIA
COMPARADA así como con los aportes provenientes de la psicología. Tales Alarcón Requejo, Gílmer
Encarnación La Spina 2007, 577 págs.
2010, 576 págs.
JUECES Y LEYES, ENTRE EL ABSOLUTISMO Y LA CODIFICACIÓN
Alberto Iglesias Garzón
2011, 278 págs.
nexos pueden enmendarse y las razones en favor de esta forma
de gobierno cambiarse. Sin embargo, lo relevante es defender
la democracia con motivos.
motivos NACIONALISMO E IDENTIDADES COLECTIVAS:
LA DISPUTA DE LOS INTELECTUALES (1762-1936)
Del Real Alcalá, J. Alberto
2007, 456 págs.
RECONOCIMIENTO Y PROTECCIÓN DE DERECHOS EMERGENTES LA LEY DESMEDIDA. ESTUDIOS DE LEGISLACIÓN,
EN EL SISTEMA EUROPEO DE DERECHOS HUMANOS SEGURIDAD Y JURISDICCIÓN
Jaume Saura Estapà Martínez Roldán, L. / Fernández Suárez, J. A. / Suárez Llanos, L.
2012, 396 págs. 2007, 342 págs.
RUDOLF VON JHERING Y EL PARADIGMA POSITIVISTA. LA FILOSOFÍA DEL DERECHO DE ERNESTO GARZÓN VALDÉS
FUNDAMENTOS IDEOLÓGICOS Y FILOSÓFICOS Álvarez Ortega, Miguel
DE SU PENSAMIENTO JURÍDICO 2008, 488 págs.
Luis M. Lloredo Alix JOHN STUART MILL Y LA DEMOCRACIA DEL SIGLO XXI
2012, 604 págs. Josefa Dolores Ruiz Resa (ed.)
DEMOCRACIA CON MOTIVOS 2008, 300 págs.
Roberto M. Jiménez Cano EL SISTEMA JURÍDICO COMO SISTEMA NORMATIVO MIXTO.
2013, 216 págs. LA IMPORTANCIA DE LOS CONTENIDOS MATERIALES
EN LA VALIDEZ JURÍDICA

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2008, 615 págs.
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ROBERTO M. JIMÉNEZ CANO

Democracia con motivos

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Consejo Asesor de la Colección Derechos Humanos y Filosofía del Derecho:


Fco. Javier Ansuátegui Javier de Lucas
Universidad Carlos III de Madrid Universidad de Valencia
Rafael de Asís Jesús Ignacio Martínez García
Universidad Carlos III de Madrid Universidad de Cantabria
Elías Díaz Luis Martínez Roldán
Universidad Autónoma de Madrid Universidad de Oviedo
Eusebio Fernández Gregorio Peces-Barba
Universidad Carlos III de Madrid Universidad Carlos III de Madrid
Juan Antonio García Amado Antonio E. Pérez Luño
Universidad de León Universidad de Sevilla
José Ignacio Lacasta Virgilio Zapatero
Universidad de Zaragoza Universidad de Alcalá

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© Copyright by Roberto M. Jiménez Cano

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Consejo editorial: véase www.dykinson.com/quienessomos

ISBN: 978-84-9031-652-8

Preimpresión e Impresión:
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Laguna del Marquesado, 32 – Naves J, K y L – 28021 Madrid
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ÍNDICE

Págs.

PALABRAS PREVIAS ...................................................... 9


PRÓLOGO, por Francisco Javier Ansuátegui Roig ......... 11
INTRODUCCIÓN .............................................................. 19

I. DECISIÓN COLECTIVA, RELATIVISMO Y


DEMOCRACIA ......................................................... 33
1. El hecho del desacuerdo moral y la ambivalen-
cia que genera ..................................................... 36
2. ¿Hay una moral objetiva que se aplica a todos? 41
3. Escepticismo o relativismo en moral ................ 49
3.1. Subjetivismo ontológico y relativismo ......... 53
3.2. Subjetivismo metaético y relativismo .......... 56
4. La democracia como relativismo político ......... 67

II. PERSONALIDAD, VALORES Y DEMOCRACIA ... 75


1. Los tipos egoísta y altruista (democrático) de
personalidad ....................................................... 83
2. Valores personales y valores de la democracia .. 89

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Índice

2.1. Relación entre rasgos de la personalidad y


valores personales ......................................... 92
2.2. Los valores del tipo altruista y los valores de
la democracia ............................................... 95
3. Egoísmo, naturaleza humana y valor de compro-
miso ..................................................................... 103

III. RELATIVISMO, LIBERALISMO POLÍTICO Y


DEMOCRACIA ......................................................... 113
1. Relativismo moral normativo: tolerancia y liber-
tades .................................................................... 114
2. Democracia y liberalismo político: algunas cone-
xiones .................................................................. 119
3. ¿El respeto a las libertades implica su garantía? 125
3.1. La concepción kelseniana ............................. 129
3.2. «Atribuir» y «garantizar» derechos ............... 135
4. Respeto a las decisiones democráticas e imperio
de la ley ............................................................... 143

IV. CONSTITUCIÓN, MORAL OBJETIVA Y


DEMOCRACIA ......................................................... 151
1. Derechos, moral y validez jurídica .................... 152
2. Derechos, moral y control judicial de constitu-
cionalidad ............................................................ 167

EPÍLOGO ........................................................................... 179


BIBLIOGRAFÍA ................................................................ 189
ÍNDICE DE MATERIAS ................................................... 207
ÍNDICE ONOMÁSTICO ................................................... 213

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PALABRAS PREVIAS

El presente trabajo se inscribe en el marco de los proyectos


Consolider-Ingenio 2010 «El tiempo de los derechos» CSD2008-
00007 y «Los derechos humanos en el siglo XXI. Retos y desa-
fíos del Estado de Derecho global» DER 2011-25114, ambos del
Ministerio de Ciencia e Innovación. Forma parte, entonces, de
un esfuerzo colectivo a nivel de investigación. Ese colectivo se
hace más importante cuando en su seno también se comparte
cierta idea de Universidad y de compromiso docente y perso-
nal. Por estas razones, quiero agradecer a los motores de este
colectivo, los profesores Rafael de Asís, Francisco Javier Ansuá-
tegui y Eusebio Fernández no sólo su dimensión docente e
investigadora, sino su dedicación a las personas y, en concreto,
a mi persona.
Aparte de ellos son muchos los compañeros con los que a
diario sigo trabajando y con los que guardo cierto compromiso,
cuando no una directa complicidad, en las tareas docentes,
investigadoras y hasta gestoras dentro de la Universidad Car-
los III de Madrid. La lista sería demasiado larga como para
cubrir a los que están y a los que, por diferentes motivos, nos
dejaron. Por ello, baste mostrar mi agradecimiento a todos los
que formamos la familia del área de Filosofía del Derecho y del
Instituto de Derechos Humanos «Bartolomé de las Casas» de
dicha Universidad.

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Palabras previas

No quiero dejar de hacer una mención especial al Profesor


Gregorio Peces-Barba. Me llegó la noticia de su fallecimiento
mientras me encontraba redactando este libro. Hace aproxima-
damente dos años Gregorio me animó a emprender algún tra-
bajo de filosofía política. Yo ya llevaba algún tiempo con esta
idea, pospuesta por mis iniciales —y no abandonados— intere-
ses por la teoría del Derecho. El trabajo que aquí presento no
es exclusivamente de filosofía política, pero creo que de alguna
manera, no estoy muy seguro si respecto al contenido, habría
satisfecho a Gregorio. Sirvan, pues, estas líneas de pequeño
homenaje a su figura.
Finalmente, y aunque no es mi costumbre, quiero dedicar
esta obra a una persona en concreto: a Isabel, mi compañera.
Nadie como ella ha sufrido tan directamente el tiempo de ocio
pospuesto, los malos humores, los desvelos y las preocupacio-
nes, todo ello en un contexto de crisis económica general que,
en el ámbito universitario y entre los profesores no permanen-
tes en particular, emplaza la angustia en el quehacer diario y en
los sueños de futuro. Sin Isabel cualquier presente ilusión
hubiera podido desvanecerse.

10

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PRÓLOGO
Por Francisco Javier Ansuátegui Roig

En las Palabras Previas a Democracia con motivos, Roberto


Jiménez Cano cuenta que Gregorio Peces-Barba siempre le ani-
mó a escribir un libro de filosofía política. Y reconoce que este
trabajo no es exclusivamente de filosofía política. En eso estoy
de acuerdo con él. Pero creo que, tras leer el libro, el lector se
da cuenta de que en realidad no es relevante saber si Roberto
Jiménez Cano efectivamente atendió o no al consejo de Grego-
rio Peces-Barba. La riqueza de matices, lo plural de las pers-
pectivas, y lo relevante de las tesis que se mantienen en el libro
hacen olvidar la preocupación sobre los ámbitos de la filosofía
política. En todo caso, una de las reflexiones a las que invita el
libro es que, en realidad, los ámbitos de la filosofía política no
están claramente delimitados ni con relación a los de la filoso-
fía moral ni tampoco respecto a los de la filosofía del Derecho.
En un libro, como este, sobre la justificación de la democracia
–—de un modelo de democracia— y sobre un modo de enten-
der las relaciones entre positivismo (o ideología positivista),
relativismo moral, liberalismo y democracia, posiblemente lo
de menos es interesarse en pensar si esto es filosofía del Dere-
cho o filosofía política, por ejemplo. El lector se dará cuenta
que hay determinadas dimensiones metaéticas, de psicología
social o relacionadas con el análisis del comportamiento huma-
no que enriquecen sin duda la propuesta presentada por Rober-
to Jiménez Cano.

11

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Prólogo

Tengo que decir que alguna de las tesis defendidas, de los


temas abordados, ya lo habían sido anteriormente en otras
publicaciones del autor. Pienso principalmente en su libro Una
metateoría del positivismo jurídico, en relación con el cual
Roberto y yo hemos tenido oportunidad de discutir. Él sabe que
no coincidimos necesariamente en algunas tesis. De manera
que le estoy agradecido por dos cosas. En primer lugar, por el
hecho de haberme pedido que prologue su libro, lo cual me
honra pensando en el esfuerzo y trabajo que, lo sé, hay detrás
de la investigación. En segundo lugar, porque me da la oportu-
nidad de volver sobre algunos temas que, si bien no agotan el
conjunto de la propuesta, son representativos de la misma y le
pueden permitir al lector hacerse una idea del sentido del libro.
Por ello, las breves reflexiones que siguen son una forma de
seguir conversando, aunque sea brevemente, con Roberto.
El libro propone una implicación pragmática entre el posi-
tivismo (entendido como ideología positivista), el relativismo,
el liberalismo y la democracia. Y ello, a través de dos pasos
básicos referidos, el primero, a la demostración de la conexión
entre un concepto de democracia —el formal— y el positivismo
político; mientras que el segundo consiste en una reflexión
sobre los motivos en favor de la democracia. A la hora de iden-
tificar los motivos en favor de la democracia, Roberto Jiménez
Cano construye un cuidado discurso desde el punto de vista
analítico que transita desde la reivindicación del relativismo
subjetivista y su vinculación con las exigencias de la autono-
mía, pasando por un análisis de la importancia de los rasgos de
la personalidad (altruismo, egoísmo) a la hora de identificar
motivos en favor de la democracia o de la autocracia, y desem-
bocando en el análisis de algunas consecuencias de la estructu-
ración normativa de las democracias constitucionales. Es en
este punto final en el que muestra la inconsistencia del control
judicial de constitucionalidad como consecuencia del discurso
elaborado a lo largo del libro.
Creo que uno de los méritos del libro consiste precisamente
en la afirmación implícita de que el punto de partida de la com-
prensión del sentido del Derecho (propuesta por la filosofía del

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Prólogo

Derecho o por la teoría del Derecho), debe estar constituido por


el reconocimiento de la naturaleza humana y social del Dere-
cho. Por eso tiene plena pertinencia partir de la constatación
del carácter conflictivo de la sociedad (de ahí las múltiples refe-
rencias al desacuerdo) y también asumir una determinada teo-
ría del individuo, afirmando la importancia de la personalidad
a la hora de asumir ciertos valores morales. En este sentido no
es fácil encontrar en los libros escritos por iusfilósofos la aten-
ción que en éste se reconoce a la «moral psicologizada», en la
que se aprovechan las aportaciones de autores como Kelsen
pero que se reconduce a referentes más lejanos como el de
Hume. Por cierto, creo que la referencia a la conexión entre
rasgos de la personalidad y valores morales nos llama la aten-
ción sobre la importancia de la educación y formación en
democracia. Asumiendo que los rasgos de la personalidad no
fueran algo fijo e invariable, la importancia de la educación a
la hora de reconducir la personalidad hacia rasgos que van a
tender hacia los valores de la democracia no debe ser despre-
ciada. En mi opinión, en el libro se asume esta importancia al
reivindicar la relevancia de la persuasión y el valor del compro-
miso.
El libro contiene también una detallada argumentación res-
pecto a la vinculación entre el relativismo y la democracia. Las
referencias a Kelsen, Ross o Bobbio no son infrecuentes en este
sentido. El relativismo no es entendido como una negación de
los valores, sino más bien como una afirmación de que éstos
son construidos por los individuos, las sociedades o las cultu-
ras. Así, se contrapone el fundacionalismo con la reivindicación
de la subjetividad, el absolutismo moral con la de las exigencias
de la autonomía moral. Evidentemente, las consecuencias del
relativismo en el discurso jurídico y político van mucho más
allá de lo abordado en el libro. Por ejemplo, nos permiten plan-
tearnos el problema de la universalidad de los derechos (enten-
diendo «problema» aquí como aquella situación en la que hay
varias respuestas que no pueden admitirse o rechazarse fácil-
mente y de manera indiscutida). Me limito aquí a plantear la
cuestión de cómo se pueden compatibilizar relativismo e iden-

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Prólogo

tificación de los derechos si «lo único que se puede conocer son


los valores de los individuos (o de las sociedades o de las cultu-
ras)». Evidentemente, estoy asumiendo tres cosas: de un lado,
que identificar los derechos es importante; de otro, que si no se
identifican los derechos no podemos saber posteriormente cuá-
les son universales; además, que la cuestión de la universalidad
de los derechos merece la pena, desde el punto de vista teórico
y práctico; en fin, que hay vinculación entre derechos y valores.
Por otra parte, en el libro se defiende una concepción for-
mal de la democracia, entendida como procedimiento. La argu-
mentación que se desarrolla al respecto es correcta desde el
punto de vista lógico, pero debemos reconocer que esta concep-
ción no es la única posible. Es cierto que el quién y el cómo en
relación con la adopción de decisiones colectivas nos van a
definir el carácter democrático de esas decisiones y del sistema
en el que se incluyen, pero creo que tiene sentido plantear si
estamos frente a condiciones suficientes o más bien necesarias.
Una concepción formal de la democracia afirmará, creo, que el
quién y el cómo son condiciones suficientes del concepto.
Mientras que una concepción sustancial reivindicará su carác-
ter necesario y añadirá la atención al qué, al contenido de las
decisiones. Me planteo hasta qué punto la vinculación entre
democracia y autonomía, admitida justamente por Roberto
Jiménez Cano, no puede suponer una cierta superación del
carácter estrictamente formal de la idea de democracia que se
defiende. Es cierto que la autonomía es una condición pragmá-
tica de la democracia, pero podemos preguntarnos si implica
algo más. Creo que la cuestión podría plantearse de la siguien-
te manera: ¿es bueno que existan múltiples creencias, diferen-
cias de opiniones sobre el bien, los valores, los derechos (por lo
tanto la pluralidad debe ser respetada también a través de los
contenidos de las normas), o simplemente se está afirmando
que como es un hecho que esas diferencias existen entonces la
autonomía debe reconocerse?
Aunque en el libro, como estoy señalando, se defiende un
concepto formal de democracia, las dimensiones materiales,
los derechos, no se ignoran. En este sentido, Roberto Jiménez

14

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Prólogo

Cano considera que determinadas libertades son precondicio-


nes de la democracia. Podría pensarse que la ausencia entonces
es la de los derechos económicos, sociales y culturales. Puede
ser interesante plantear hasta qué punto la posibilidad de que
los que deciden puedan optar entre «alternativas reales» enten-
dida como una condición de la democracia (Bobbio), permite
incluir en el discurso la satisfacción efectiva de determinadas
necesidades. Pero será el lector el que tendrá que decidir si hay
alguna conexión entre la existencia de esas «alternativas rea-
les» y el efectivo disfrute de derechos económicos sociales y
culturales.
Por otra parte, la posibilidad de un concepto sustancial de
democracia (democracia con derechos) o, más bien, su necesi-
dad, puede ser relacionada con la cuestión del respeto y de la
obediencia a la ley. En el libro se afirma con razón que las deci-
siones democráticas, deben ser respetadas porque en el proce-
dimiento se han respetado las diferentes opiniones discrepan-
tes y porque ese procedimiento ha generado una decisión que
no es exclusivamente heterónoma, ya que puede ser considera-
da como la decisión propia de cada uno de los participantes.
Pues bien, ¿y si una decisión que satisface las anteriores condi-
ciones tiene unos contenidos contradictorios con los derechos?
En una situación así podríamos reflexionar sobre el carácter
auténticamente democrático de la decisión en cuestión, de un
lado, y sobre la existencia de buenas o malas razones para obe-
decerla. En función de la argumentación que desarrollemos
podremos reconocer la importancia, en democracia, del conte-
nido de las decisiones.
La última parte del libro contiene una reflexión crítica res-
pecto a la compatibilidad entre la garantía judicial de la cons-
titución y la democracia. En mi opinión, esta parte es especial-
mente relevante e interesante. Por una parte, se refiere a
aspectos básicos de los sistemas jurídico-políticos del constitu-
cionalismo. Por otra parte, constituye la culminación de un de-
sarrollo argumentativo que avanza a lo largo del libro y que
tiene una lógica interna. Pero lo que me gustaría plantear en

15

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Prólogo

este momento es hasta qué punto la lógica de las conclusiones


asegura necesariamente su aceptabilidad. Veamos.
Para Roberto Jiménez Cano, la crítica al control de consti-
tucionalidad por parte de los jueces es una consecuencia del
relativismo moral. Todo el entramado institucional derivado de
la posición privilegiada de la Constitución en el sistema (supe-
rioridad, rigidez, control de constitucionalidad), y de la presen-
cia de contenidos con carga moral, desemboca en el objetivis-
mo moral y en la afirmación de la superioridad moral de
determinados sujetos, que son los que deciden la constitucio-
nalidad. Ciertamente, en el libro se señalan algunas ventajas de
la constitucionalización de los derechos, como la inmunidad
frente al cambio legislativo, pero se subraya la relevancia de las
desventajas, que serían entre otras el hecho de que la rigidez de
la Constitución que incluye derechos supone una desconfianza
respecto a formulaciones o concepciones que no son las de la
Constitución, y la afirmación de que la formulación constitu-
cional y la decisión del juez constitucional van a estar revesti-
das de corrección moral. Sin duda, así se está entrando en las
entrañas del constitucionalismo y se está demostrando (otra
virtud del libro, ya se dijo) la relevancia de la filosofía moral en
el análisis de los problemas capitales de los sistemas jurídico
políticos.
Cualquier análisis del constitucionalismo debe tener bien
presente su idea básica, su leitmotiv. Me refiero a la noción de
límite. En efecto, el constitucionalismo surge y se desarrolla
como una estrategia jurídico-política encaminada a limitar al
Poder, desde el momento en que se llega al convencimiento de
que la salud de los derechos depende del grosor de las condicio-
nes en las que este poder se ejerza. Por eso el constitucionalis-
mo muestra sus nexos originarios con el liberalismo. El consti-
tucionalismo incluye tensiones consustanciales que no son sino
manifestación de la que posiblemente sea una de las cuestiones
básicas (o la cuestión básica) de la filosofía del Derecho: la ten-
sión que puede darse entre razón y voluntad. Esa tensión se
manifiesta, por ejemplo, en las contradicciones —por simplifi-
car las cosas— entre Constitución y Parlamento. Creo que esta-

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Prólogo

mos ante contradicciones que se presentan desde el momento


en que las estrategias limitativas son operativas. Pues bien, en
el libro se tratan determinadas dimensiones de esas contradic-
ciones. Así, la interpretación de las normas de derechos, que
incluyen dimensiones morales evidentes, desembocaría en un
objetivismo moral en el que la interpretación que hace el juez
constitucional se presenta como correcta. Y eso es especial-
mente problemático en un escenario en el que las «circunstan-
cias de la política» dificultan la adopción de decisiones correc-
tas, de manera que no hay nada que asegure que las decisiones
del juez constitucional van a ser correctas. Pero, posiblemente,
tengamos que preguntarnos si realmente el problema no deriva
tanto de que las decisiones del juez pretenden ser correctas
como del hecho de que necesariamente van a ser las decisiones
últimas. En un sistema jurídico va a haber decisiones últimas,
alguien las va a tomar. De lo que se trataría es de identificar ese
alguien de manera que la función de límite se pueda llevar a
cabo, ya que de otra forma las libertades estarían en peligro.
Aquí la argumentación desarrollada a lo largo del libro lleva a
Roberto Jiménez Cano a exigir que esas decisiones últimas se
adopten «dentro del corriente proceso democrático». Lo cual
parece por tanto excluir la intervención del juez.

* * *

Quiero finalizar este prólogo diciendo que comparto con


Roberto Jiménez Cano muchos elementos en relación con una
determinada visión de la universidad, del trabajo académico e
investigador. Esta visión también incluye una forma de enten-
der las relaciones humanas en la universidad, en la que ambos
—no sé si ello es bueno o malo— somos de los que nos pasa-
mos muchas horas. La delicadeza en el trato humano que
caracteriza la forma de ser de Roberto facilita en mucho las
cosas cuando se trata de trabajar con él. Y ese trabajo conjunto
se beneficia también del hecho de que Roberto es una de esas
personas en las que uno suele pensar cuando necesita ayuda

17

22827_Democracia_con_Motivos_Cs6.indd 17 08/03/13 12:40


Prólogo

para poner en marcha proyectos universitarios o para gestio-


narlos. Y eso tiene mucho que ver con el hecho de que siempre
está disponible. En una coyuntura en la que me toca asumir
tareas de gestión universitaria, que necesariamente implican la
gestión de grupos humanos, un modelo de universitario y de
persona como el de Roberto Jiménez Cano es algo que se apre-
cia de manera especial.
Además, Roberto Jiménez Cano pertenece a esa categoría
de jóvenes docentes e investigadores a los que en la universidad
española de hoy se les está exigiendo un especial esfuerzo a la
hora de diseñar y continuar en su caso una carrera académica.
La investigación seria y continuada requiere unas condiciones
de estabilidad que comienzan por la laboral. No se puede exigir
a los investigadores que desarrollen una actividad investigado-
ra instalados en la zozobra, en la inseguridad, en la contradic-
ción de las regulaciones, y en la penumbra —o mejor, opaci-
dad— en lo que a las propuestas de futuro se refiere. El libro de
Roberto Jiménez Cano ha sido escrito en estas condiciones, lo
cual le suma mérito. Más allá de las coyunturas sociales y eco-
nómicas —y de la utilización que de ellas se hace para tomar
decisiones difícilmente justificables en otros contextos— un
modelo universitario general, o de universidad en concreto, en
donde no se encienden las luces de alarma cuando una genera-
ción entera de investigadores —valiosos y formados, en los que
se ha invertido mucho del dinero de todos— peligra en su posi-
bilidad de llevar a cabo su función social (que sólo es posible
gracias a las energías e ilusiones que da la vocación) es un
modelo enfermo. Y si la sociedad en la que ese modelo cobra
sentido tampoco se alarma, también es una sociedad enferma.
Pero me temo que esta enfermedad a algunos no les causa
dolor, por ahora. La cuestión es que, a no ser que asistamos a
un ejercicio de responsabilidad hasta ahora inexistente, estoy
seguro de que la sociedad entera sufrirá en el futuro las conse-
cuencias del desperdicio, y desprecio, de toda una generación
de investigadores.
Fco. Javier Ansuátegui Roig
Majadahonda, 25 de noviembre de 2012

18

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INTRODUCCIÓN

En la conceptualización y defensa de la democracia que


Hans Kelsen elaboró durante la primera mitad del siglo pasado
estableció una serie de vínculos entre las posiciones filosófico-
morales de los individuos y sus preferencias políticas relativas
a la forma de gobierno. En concreto, vinculó la democracia con
el rechazo del absolutismo y del universalismo moral —o, si se
prefiere, con la adopción del relativismo moral—. Por otra par-
te, el concepto de democracia kelseniano, aunque procedimen-
tal, no se desligaba del liberalismo político, en especial del res-
peto hacia unos derechos y libertades. Todo ello lo sostenía un
jurista que en teoría del Derecho se adscribía al positivismo
jurídico.
La posición de Kelsen, aunque paradigmática, no es la úni-
ca que durante el siglo XX y ya en el XXI se ha revelado en un
sentido similar. Esta afirmación no es novedosa, pues ha llega-
do a ser un lugar común en la filosofía jurídica actual estable-
cer una vinculación entre el positivismo jurídico, el relativismo
moral, el liberalismo político y la democracia 1. Sin embargo, el

1
SQUELLA, A., «The Legal Positivism and Democracy in the 20th Cen-
tury», en VV.AA., Konstitutionalismus versus Legalismus? - Constitutionalism
versus Legalism?, Archiv für Recths- und Sozialphilosophie, Steiner, Stuttgart,
1991, pp. 141-142 y 148; TROPER, M., «Le positivisme et les droits de l’Homme»,

19

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Roberto M. Jiménez Cano

nexo kelseniano entre positivismo jurídico y relativismo o entre


el relativismo y cualquier opción política ha sido objeto de crí-
tica recurrente desde mediados del siglo pasado hasta la actua-
lidad 2.
Es menester dejar claro desde el comienzo que en este tra-
bajo no se va a sostener que entre el positivismo jurídico y cual-
quier doctrina política, ética o metaética —aunque sí científi-
ca— existe una conexión necesaria o de carácter conceptual.
Sin embargo, defender esta idea necesita de ciertas aclaracio-
nes preliminares acerca del significado de la expresión «positi-
vismo jurídico». En la actualidad se puede hablar, grosso modo,
de dos grandes concepciones en torno a dicha expresión.
En primer lugar, aquella que se circunscribe a la elabora-
ción y reflexión acerca de una teoría general y descriptiva del
Derecho cuya misión principal sería abordar las cuestiones del
concepto de Derecho (y de otros conceptos jurídicos funda-
mentales), así como las de la identificación de los sistemas jurí-
dicos y las de la validez de las normas jurídicas 3. Denominaré
a este tipo de positivismo como descriptivo o positivismo jurídi-
co sin más.

en BINOCHE, B. y CLÉRO, J.P. (dirs.), Bentham contre les droits de l’Homme,


PUF, Paris, 2007, pp. 240-244; MILLARD, E., «Le positivisme et les droits de
l’Homme», cit., p. 52.
2
Ejemplos de este rechazo pueden verse en OPPENHEIM, F., «Relati-
vism, Absolutism, and Democracy», en The American Political Science Review,
vol 14, n.º 4, 1950, pp. 951-960; BOBBIO, N., «Otras consideraciones acerca
del positivismo jurídico» [1962], en El problema del positivismo jurídico, trad.
de E. Grazón Valdés, Fontamara, México, 2004, p. 96; PINTORE, A., «Demo-
cracia sin derechos. En torno al Kelsen democrático» [1989], trad. de J.A.
Pérez Lledó, en Doxa, n.º 23, 2000, pp. 120-127; MORESO, J.J., «Positivismo
jurídico, relativismo moral y liberalismo político», en Teoria Politica, nuova
serie, II, 2012, pp. 103-110; y GUASTINI, R., «Dei rapporti tra liberalismo e
non-cognitivismo», Teoria Politica, nuova serie, II, 2012, pp. 137-139.
3
Sobre el positivismo como teoría general y descriptiva del Derecho
puede verse JIMÉNEZ CANO, R.M., Una metateoría del positivismo jurídico,
Marcial Pons, Madrid, 2008, pp. 29-42 y 63-83.

20

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Introducción

Si uno se atiene a esta concepción descriptiva resulta difícil


mantener que positivismo jurídico, democracia y liberalismo
político guardan entre sí alguna relación de carácter concep-
tual. No obstante, más dudosas resultan las relaciones con
algunas posiciones éticas. Ciertos autores, como Alf Ross o
Eugenio Bulygin, han considerado que la tesis escéptica según
la cual no hay hechos morales o no existe una moral objetiva (o
el Derecho natural) forma parte del concepto de positivismo
jurídico 4. Otros autores, en particular los seguidores del positi-
vismo jurídico incluyente, necesitarían adherirse, por el contra-
rio, al objetivismo moral 5. La posición de José Juan Moreso y

4
ROSS, A., «El concepto de validez y el conflicto entre el positivismo
jurídico y el derecho natural» [1961], en El concepto de validez y otros ensayos,
2.ª ed., trad. de G.R. Carrió y O. Paschero, Fontamara, México, 1993, pp. 7-32;
y BULYGIN, E., «Sobre el status ontológico de los derechos humanos», en
Doxa, 4, 1987, p. 83; «Entrevista a Eugenio Bulygin», de R. Caracciolo, en
Doxa, 14, 1993, pp. 509-511; y El positivismo jurídico, Fontamara, México,
2006, pp. 117-120. Esta conexión conceptual entre positivismo jurídico y
escepticismo moral ha sido puesta en duda por otros positivistas. Véase en
este sentido CARACCIOLO, R.A., «Realismo moral vs. Positivismojurídico»,
en Analisi e diritto 2000, 2001, pp. 37-44; RAZ, J., «Liberalism, Skepticism, and
Democracy», en Iowa Law Review, 74, 1988-1989, pp. 761-786; The morality of
freedom, Clarendon Press, Oxford, 1986; Engaging Reason, Oxford University
Press, Oxford, 2002, pp. 118-ss; y The practice of value, Clarendon Press,
Oxford, 2003, pp. 15-ss. Gregorio Peces-Barba, por su parte, no aceptaría el
relativismo ético porque éste considera igual de justificada cualquier toma de
posición moral, y además al negar verdades (objetivas) en el ámbito socio-
político lo único que ofrecería a los ciudadanos serían «cauces para expresar
sus puntos de vista y seguir su propio camino, casi siempre aislado, no solida-
rio con los problemas de los otros». Véase PECES-BARBA, G., «Nota sobre la
justicia», en Anuario de Filosofía del Derecho, tomo I (nueva época), 1984, p.
263; y «El desarrollo político como desarrollo humano» [1972], en Libertad,
Poder, Socialismo, Civitas, Madrid, 1978, pp. 89-90. Respecto al concepto de
derechos humanos, por ejemplo, afirmará que pese a ser un concepto históri-
co es un «concepto relativamente objetivo» (PECES-BARBA, G., «Notas sobre
el concepto de derechos fundamentales» [1977], en Libertad, Poder, Socialis-
mo, Civitas, Madrid, 1978, p. 205).
5
Esto supone asumir la posición del realismo moral, es decir, aquella
doctrina que defiende que la moral es objetiva en sentido ontológico, episté-

21

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Roberto M. Jiménez Cano

Josep Maria Vilajosana es muy clara en este aspecto: si se es


escéptico respecto del objetivismo moral entonces se rechaza el
positivismo jurídico incluyente. O, desde otro punto de vista, si
el objetivismo moral es una doctrina falsa, entonces el positi-
vismo jurídico excluyente es una concepción del Derecho ade-
cuada 6.
El segundo movimiento que gira en torno al concepto de
positivismo jurídico es el de aquellos autores que defienden que
el positivismo es realmente una teoría prescriptiva y no descrip-
tiva, comprometiéndose y reclamando tanto la democracia
como el imperio de la ley o el Estado de Derecho como formas
jurídico-políticas ideales de gobierno. Se trata del positivismo
ético, normativo, prescriptivo o democrático 7. Sin embargo,

mico y semántico. En sentido óntico, la existencia y la naturaleza de los prin-


cipios morales correctos es independiente del funcionamiento mental de los
miembros, individual o colectivamente considerados, de un grupo y de lo que
cualquier observador, individual o colectivo, considere acerca de su naturale-
za. En sentido epistémico, la moral es objetiva en la medida en que las perso-
nas que de manera competente investigan los principios morales son capaces
de ponerse de acuerdo sobre la naturaleza o características de tales principios.
Por último, en sentido semántico, los juicios morales emitidos por las perso-
nas están dotados de valor de verdad, dependiente de las relaciones entre tales
aserciones morales y principios morales correctos (KRAMER, M.H., Moral
Realism as a Moral Doctrine, Wiley-Blacwell, Oxford, 2009, pp. 1, 15, 26, 49,
173 y 259).
6
MORESO, J.J. y VILAJOSANA, J.M., Introducción a la teoría del dere-
cho, Marcial Pons, Madrid, 2004, pp. 199-200. Herbert Hart, por su parte,
nunca ha terminado de aclarar su postura respecto a esta cuestión y deja
abierta la puerta tanto al subjetivismo como al objetivismo moral. Véase, por
ejemplo, HART, H.L.A., Post Scriptum al concepto de Derecho [1994],
BULLOCH, P.A. y J. RAZ, J. (eds.), trad. de R. Tamayo, UNAM, México, 2000,
pp. 30-31.
7
SCARPELLI, U., ¿Qué es el positivismo jurídico? [1965], trad. de J.
Hennequin, Cajica, Puebla, 2001, pp.101-1136; WALDRON, J., «Normative (or
Ethical) Positivism», en COLEMAN, J. [ed.], Hart’s Postscript. Essays on the
Postscript to the Concept of Law, Oxford University Press, Oxford, 2001,
pp. 411 y 427; CAMPBELL, T., The Legal Theory of Ethical Positivism, Dart-
mouth, Aldershot, 1996, pp. 1-2; «Democratic aspects of legal positivism»
[2000], en Prescriptive legal positivism: Law, rights and democracy, University

22

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Introducción

también se puede incluir aquí a todos aquellos autores que des-


de posiciones iuspositivistas descriptivas estiman que no es
tarea del positivismo jurídico enzarzarse en debates político-
morales, pero que personalmente o como iusfilósofos en gene-
ral —no ya como iuspositivistas— mantienen paralela e inde-
pendientemente un discurso de ese tipo. Todas las aportaciones
éticas y políticas de estos últimos autores, así como las de los
positivistas prescriptivos las englobaré en la locución positivis-
mo político.
El positivismo político asimismo ha recibido el apelativo de
«democrático» y ello porque se ha caracterizado por una vehe-
mente defensa de la democracia como forma de gobierno. El
propio concepto de democracia también ha sido discutido,
incluso dentro de los propios positivistas, y al igual que en el
caso del positivismo parecen ser dos las concepciones en pug-
na, la denominada formal o procedimental y la llamada mate-
rial o sustancial.
La democracia sustancial, a juicio de Luigi Ferrajoli, equi-
valdría al concepto de Estado de Derecho en un sentido fuerte
(que incluiría reconocimiento y garantía de derechos), mien-
tras que la democracia formal estaría basada en el principio de
las mayorías 8. La primera se refiere al qué es lo que debe ser
decidido o no puede ser decidido y se vincula con el respeto a
los derechos fundamentales y otros principios axiológicos,
mientas que la segunda se referiría al quién y al cómo de las
decisiones, expresando, así, la voluntad de las mayorías 9. El
autor italiano, no obstante, mantiene que ambos tipos no pue-

College London Press, Oxford, 2004, pp. 270-271; y «El sentido del positivismo
jurídico (II): El positivismo jurídico prescriptivo como un derecho humano»,
trad. de J.A. Pérez Lledó, en Doxa, n.º 27, 2004, p. 28. La consulta de estos
materiales, no obstante, revela que esas diversas denominaciones no guardan
una absoluta similitud de significado.
8
FERRAJOLI, L., Derecho y razón. Teoría del garantismo penal [1989],
trad. de P. Andrés et al., Trotta, Madrid, 1995, p. 864.
9
FERRAJOLI, L., Derechos y garantías. La Ley del más débil [1999], trad.
de P. Andrés y A. Greppi, Trotta, Madrid, 4.ª ed., 2004, p. 23.

23

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Roberto M. Jiménez Cano

den separarse si lo que se quiere es definir el moderno concep-


to de democracia y, en especial, el de democracia constitucio-
nal 10.
En un sentido similar, Gregorio Peces-Barba ha entendido
que el concepto moderno de democracia tampoco puede des-
vincularse de los citados elementos sustanciales 11. A su parecer,
la democracia moderna entraña una serie de procedimientos
para legitimar el poder y racionalizar su funcionamiento, pero
también unos valores, unos principios y unos derechos basados
en la dignidad humana y en el valor de la libertad 12. Es decir, la
democracia poseería dos dimensiones, ambas necesarias para
definir la democracia moderna. La dimensión procedimental
podría denominarse democracia formal, mientas que la dimen-
sión sustantiva quedaría bautizada como democracia material
o de contenidos. La primera coincidiría con la legitimad de
origen y la de ejercicio, esto es, incluiría no sólo el sufragio
universal y el principio de las mayorías, sino también el Estado
de Derecho como separación de poderes e imperio de la ley. La
segunda dimensión, la material o sustancial, englobaría una
serie de valores «como propios de la democracia». Así, el
vínculo de la democracia con el liberalismo encerraría como

10
FERRAJOLI, L., Principia iuris. Teoría del derecho y de la democracia,
vol. II, Teoría de la democracia [2007], trad. de P. Andrés et al., Trotta, Madrid,
2011, pp. 9-ss; Democracia y garantismo [2008], ed. de M. Carbonell, Trotta,
Madrid, 2.ª ed., 2010, pp. 77-82; Poderes salvajes. La crisis de la democracia
constitucional, trad. de P. Andrés, Trotta, Madrid, 2011, pp. 27-30 y 35-39.
11
En un sentido similar, Francisco Javier Ansuátegui afirmará «en el
marco de una comprensión no exclusivamente formal de la democracia, los
derechos fundamentales constituyen un elemento de dicho concepto» (ANSUÁ-
TEGUI, F.J., De los derechos y el Estado de Derecho. Aportaciones a una teoría
jurídica de los derechos, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2007, p.
75). Aún más, la relación entre derechos fundamentales, Estado de Derecho y
democracia es una relación conceptual y necesaria. Véase, de nuevo, ANSUÁ-
TEGUI, F.J., De los derechos y el Estado de Derecho, cit., pp. 74 y 147.
12
PECES-BARBA, G., «Reflexiones sobre la democracia en la sociedad»,
en LÓPEZ GARCÍA, J.A., DEL REAL, J.A., y RUIZ RUIZ, R., La democracia a
debate, Dykinson, Madrid, 2002, pp. 44-45 y 50.

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Introducción

valores propios de ambos tanto la libertad como la igualdad


formal, mientras que su enlace con el socialismo reformista
incorporaría la igualdad material, «como satisfacción de nece-
sidades básicas», y la de la solidaridad o fraternidad 13.
A pesar de estas dos concepciones de la democracia mante-
nida por estos autores iuspositivistas, lo cierto es que una posi-
ción muy relevante dentro del positivismo político —capitanea-
da por Kelsen, Ross y Bobbio—, que será la que se siga en este
trabajo, entenderá que la democracia formal o procedimental
es, simplemente, la democracia.
Para Kelsen, la democracia es un método o un procedimien-
to de creación del orden de convivencia de los individuos de
una sociedad (o del ordenamiento social de una comunidad).
En cuanto que un orden social se presenta como un conjunto
de reglas o normas que determina cómo deben comportarse los
individuos en sus relaciones mutuas, el gobierno de ese orden
implica la creación y aplicación de tales normas generales. Pues
bien, dentro de las diferentes formas de gobierno, la democra-
cia se caracterizaría esencialmente tanto por la idea de libre e
igual participación del pueblo, directa o indirectamente, en el
gobierno de la sociedad como por el principio de la mayoría 14.

13
PECES-BARBA, G., «Reflexiones sobre la democracia en la sociedad»,
cit., pp. 50-51.
14
Voluntad popular y regla de la mayoría serán los rasgos más impor-
tantes de la democracia también para Radbruch, quien señalaba en 1934 la
inseparabilidad entre la democracia y la idea de que todas las funciones del
Estado respondan, directa o indirectamente, a la voluntad popular, manifes-
tada por medio de elecciones. «La democracia —continua— quiere confiar el
poder a cualquier convicción que ha ganado la mayoría, sin tener que pregun-
tarse por el contenido y el valor de esa convicción» (RADBRUCH, G., «El
relativismo en la filosofía del Derecho» [1934], en Relativismo y Derecho, trad.
de L. Villar Borda, Temis, Bogotá, 1992, pp. 7-ss.). Y en 1948 seguirá pensan-
do que «es sustancial en la democracia que la autoridad del Estado emane del
pueblo, es decir, que todas las funciones del Estado respondan, directa o indi-
rectamente, a la voluntad popular, manifestada por medio de elecciones»
(RADBRUCH, G., Introducción a la Filosofía del Derecho [1948], trad. de W.
Roces, Fondo de Cultura Económica, México, 2002, p. 166).

25

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Roberto M. Jiménez Cano

La democracia, entonces, no es un elemento material, sus-


tantivo o de contenido que se quiera realizar a través de un
orden social (por ejemplo, el bien común, la justicia social,
etc.), sino simplemente un procedimiento, entre otros posibles,
por medio del cual se crea y se impone un orden social. En este
sentido, la democracia es un elemento formal del orden social,
una específica forma de gobierno alternativa a la autocracia en
la que sólo una persona participa en la creación e imposición
de dicho orden 15.
El jurista danés Alf Ross insistirá también en caracterizar la
democracia como forma de gobierno y resaltar los procedi-
mientos de la misma. Así, escribirá que «democracia», en sen-
tido político-jurídico, es ante todo una forma de gobierno y en
cuanto tal su cuestión básica consiste en cómo determinar las
normas que prescriben quiénes ejercerán la autoridad pública
que en un Estado poseen poder o competencia para tomar las
decisiones tenidas como obligatorias.
Lo distintivo de la democracia, respecto de otras formas de
gobierno, reside en que el pueblo en su totalidad, y no un indi-
viduo o un grupo de individuos, «posee influencia suprema o
decisiva con respecto al ejercicio de la autoridad pública». En
definitiva, «apunta a cómo se efectúan las decisiones políticas
y no a la substancia de las mismas. Señala un método para
determinar la «voluntad política» y no sus objetivos, fines o
recursos». En la democracia, como procedimiento, importa el
cómo no el qué 16.

15
KELSEN, H., «Esencia y valor de la democracia» [2.ª ed., 1929], en
Esencia y valor de la democracia, trad. de R. Luengo y L. Legaz y Lacambra,
Coyoacan, México, 2005, pp. 22-23 y 83-ss.; «El Derecho como técnica social
específica» [1941], en ¿Qué es justicia?, trad. de A. Calsamiglia, Ariel, Barce-
lona, 1991, p. 152; Y «Los fundamentos de la democracia» [1955], trad. de J.
Ruiz Manero, en Escritos sobre la democracia y el socialismo, Debate, Madrid,
1988, p. 212;
16
ROSS, A., ¿Por qué democracia? [1952], trad. de R.J. Vernengo, Centro
de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989, pp. 83-84 y 97.

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Introducción

Respecto al cómo, Ross señala que el principio de la mayo-


ría, esto es, «el principio según el cual las decisiones políticas
son determinadas por la voluntad de la mayoría expresada
mediante votaciones», sirve de medida para comprobar si una
forma de gobierno es democrática 17.
La concepción formal de la democracia quedará completa-
mente precisada por el pensamiento de Norberto Bobbio. A jui-
cio del iusfilósofo italiano, hablar de democracia en cuanto for-
ma de gobierno contrapuesta a la autocracia es hablar de «un
conjunto de reglas (primarias o fundamentales) que establecen
quién está autorizado para tomar las decisiones colectivas y
bajo qué procedimientos» 18. Respecto al quién, a los sujetos que
han de decidir, la democracia exige un «número muy elevado»
de miembros del grupo (donde sólo se excluirían a los menores
de edad y a algunos otros miembros con unas condiciones espe-
ciales). En cuanto al cómo, a los procedimientos, la regla prin-
cipal es la de la mayoría. Cumpliendo con estos requisitos, las
decisiones tomadas devienen obligatorias para todo el grupo 19.
Aclarados estos conceptos, se está en disposición de deter-
minar las metas del presente trabajo. En primer lugar, el obje-

17
ROSS, A., ¿Por qué democracia? [1952], cit., p. 100.
18
BOBBIO, N., «El futuro de la democracia», en El futuro de la democra-
cia [1984], trad. de J.F. Fernández Santillán, Fondo de Cultura Económica,
México, 1986, p. 14.
19
BOBBIO, N., «El futuro de la democracia», cit., p. 14. En esta línea de
pensamiento se situará asimismo el concepto de democracia de Jeremy Wal-
dron y de Anna Pintore. De acuerdo con Waldron, la democracia entraña, al
menos, la idea de un procedimiento político que de diferentes maneras englo-
ba la participación del pueblo en condiciones de igualdad en la resolución de
desacuerdos en un asunto sobre el que se necesita tomar una decisión común
(WALDRON, J., Derecho y desacuerdos [1999], trad. de J.L. Martín y A Quiro-
ga, Marcial Pons, Madrid, 2005, p. 338). Pintore, por su parte, elabora un
concepto mínimo según el cual la democracia es, al menos, procedimiento y
sin procedimiento no es. Es un concepto con un núcleo sólido mínimo como
método de elección y decisión colectiva que representa una condición necesa-
ria de cualquiera de sus usos (PINTORE, A., «Democracia sin derechos», cit.,
pp. 133-134 e I diritti della democracia, Laterza, Roma-Bari, 2003, pp. 22-ss.).

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Roberto M. Jiménez Cano

tivo mediato de estas páginas es conectar democracia formal y


positivismo político. Más que tomar como fin directo lo que los
autores que se adscriben al positivismo normativo o lo que los
positivistas descriptivos, aunque no ya como iuspositivistas,
han escrito acerca de la democracia, se han utilizado sus apor-
taciones como fuentes bibliográficas para lo que aquí se pre-
tende finalmente sostener. Los principales representantes del
positivismo político, al actuar de marco de referencia, señala-
rán también el límite de las fuentes de información de esta
obra. La conexión entre democracia y positivismo será tomada,
de este modo, como una conexión argumentativa al servicio del
objetivo directo de estas páginas.
En segundo lugar, pues, el objetivo inmediato de estas pági-
nas no es otro que plasmar un orden de cuestiones que giran en
torno a la democracia. Por un lado, se ofrecerán una serie de
razones para preferir la democracia como forma de gobierno
de un Estado o de una sociedad. Esas razones son ante todo
subjetivas. Subjetivas no simplemente porque sean mis razo-
nes, sino porque creo que la preferencia por una determinada
opción política nunca es algo objetivo o, si se prefiere, indepen-
diente de las actitudes, rasgos y valores de cada individuo. Pue-
de que para muchas personas ese tipo de razones no puedan
ser calificadas propiamente de «razones», sino sólo de «moti-
vos». No hay problema, lo admito, en este trabajo se tratarán
algunos motivos importantes para preferir la democracia sobre
otras formas de gobierno.
En este sentido, durante los tres primeros capítulos de esta
obra se ofrecerán motivos para preferir y defender la democra-
cia. En el primero, se considerará que el relativismo subjetivis-
ta da motivos para defender la democracia como método de
decisión colectiva en situaciones de desacuerdo moral. En el
segundo capítulo, se entenderá que la presencia de determina-
dos rasgos de la personalidad constituye un fuerte motivo a la
hora de elegir determinados valores íntimamente asociados
con la democracia. En el tercer capítulo, se presentará uno de
esos valores, el de tolerancia, que a su vez simbolizaría el
núcleo del relativismo moral normativo, como un motivo no

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Introducción

sólo para reafirmar la democracia, sino para conectar demo-


cracia y liberalismo político. El capítulo cuarto, sin embargo,
no ofrecerá estrictamente motivos para la democracia, sino que
pretenderá mostrar cómo un sistema de constitución rígida
presentado como una defensa objetiva de la democracia puede
llevar, tras una adecuada explicación de lo que significa, a no
respetar la democracia. Aquí, entonces, es la propia democra-
cia o el respeto a la misma la que dará motivos para rechazar
este tipo de sistemas constitucionales.
Esta obra efectivamente conectará de un modo u otro posi-
tivismo, relativismo, democracia y liberalismo político, pero lo
hará no desde una óptica de necesidad, sino de coherencia. En
efecto, que no quepa establecer una ligazón lógica entre estos
elementos no quiere decir que no haya conexión alguna. Una
implicación pragmática entre positivismo, relativismo, libera-
lismo y democracia es difícilmente atacable 20.
Con conexión pragmática se quiere afirmar que existe un
nexo coherente o sensato 21. La defensa democrática de autores
positivistas como los citados, así como el uso que de sus posi-
ciones se ha hecho en pro de la misma no es algo casual, como
tampoco lo es que, finalmente, la reciente división entre inclu-
yentes y excluyentes tenga que ver con la cuestión de la objeti-
vidad moral. No hay conexión necesaria entre el positivismo
descriptivo y la democracia, aunque sí entre el positivismo polí-
tico y la democracia, pero cuanto menos hay una coincidencia

20
El propio Moreso, que ha criticado la conexión conceptual, no sabe
muy bien cómo replicar a esta vinculación de carácter pragmático. Véase, de
nuevo, MORESO, J.J., «Positivismo jurídico, relativismo moral y liberalismo
político», cit., p. 110.
21
Esta conexión pragmática entre el liberalismo y el no cognoscitivismo
ha sido puesta de manifiesto por Guastini. Véase GUASTINI, R., «Dei rappor-
ti tra liberalismo e non-cognitivismo», cit., pp. 140-142. Que la metaética no
puede fundamentar conceptual o empíricamente ética alguna, pero que entre
ellas exista una relación dialéctica se ha puesto de manifiesto en SCARPELLI,
U., «La metaética analítica y su relevancia ética» [1976], en Ética jurídica sin
verdad, trad. de A. Rentería, Fontamara, México, 2007, pp. 50-54.

29

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Roberto M. Jiménez Cano

que hoy ya se podría denominar ideológica e histórica —toman-


do como contexto el siglo XX— entre los iuspositivistas y la
defensa de la democracia. Hay también una relación coherente
o sensata entre positivismo, al menos en el jurídico excluyente
y en el político, y el rechazo —sea de carácter ontológico, epis-
temológico o, en su caso, ético— del objetivismo representado
por el absolutismo y el universalismo morales.
No es nada descabellado sostener, por otra parte, que el
hecho del desacuerdo moral y la imposibilidad empírica de
conocer quién tiene objetivamente razón sean motivos para el
relativismo y el subjetivismo morales. Si lo justo es relativo a
cada individuo, los rasgos de la personalidad y los valores
(creencias evaluativas) de cada uno constituyen una fuerte
motivación para elegir finalmente la opción política personal.
Este elemento se ha pasado por alto en las tradicionales rela-
ciones mencionadas, pero como se pretenderá mostrar tiene
para Kelsen, aunque no sólo para él, una importancia capital.
En efecto, la consistencia de los rasgos de la personalidad
aumenta el grado de valor de las diferentes metas personales.
Por ello, conocer los rasgos de la personalidad de un individuo
revelará con una alta probabilidad qué valores preferirá. Los
rasgos tienen, de este modo, una fuerza motivacional para pre-
ferir unos valores sobre otros. Si la democracia se asienta sobre
unos valores y estos se ven fuertemente mediados por los ras-
gos, entonces los rasgos de la personalidad ofrecen un motivo
para preferir la democracia sobre otra forma de gobierno. Rela-
tivismo, rasgos de la personalidad y valores personales consti-
tuyen, así, motivos para la democracia.
Pero no todos los rasgos ni todos los valores ni todas las
actitudes conforman fuerzas motivacionales de la democracia.
Incluso puede que los rasgos, las actitudes y los valores más
propicios a la democracia no compensen por sí solos los com-
ponentes biológicos de los individuos que obstaculizan el com-
portamiento colectivo necesario para la misma. En este punto,
una persuasión moral basada en el compromiso puede ayudar
a despertar las conciencias y ofrecer motivos para la participa-
ción colectiva. El papel de una ética normativa adecuada, así

30

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Introducción

como de la tolerancia como compromiso resulta de este modo


importante para fomentar algunos valores democráticos.
Hasta aquí los motivos para preferir la democracia y las
conexiones entre ésta, relativismo y personalidad (rasgos, valo-
res y actitudes) de los individuos no parecen algo absurdo.
Empero, una vez preferida la democracia, ésta ofrece, a su vez,
motivos para respetar las libertades y las decisiones de cada
individuo, componente esencial de la tolerancia como principio
moral de respeto propio del liberalismo político, pero también
del relativismo moral normativo. Finalmente, el respeto —o la
tolerancia como respeto— hacia los propios individuos, hacia
sus libertades y sus decisiones, brinda motivos para rechazar el
constitucionalismo rígido.
En momentos como el actual, cuando la política ha cedido
frente a la economía, cuando los presidentes de gobierno justi-
fican sus decisiones no en lo que el pueblo votó, sino sobre la
base de lo que se ven obligados a hacer por las circunstancias
económicas, cuando los políticos y los grandes empresarios
consideran inquietante, temeroso o directamente pernicioso
preguntar a los ciudadanos qué hacer y cómo hacerlo y lo que
sea el bien común y la justicia es decidido por quien no posee
ni representa la soberanía popular, en momentos como el pre-
sente, digo, todos tenemos motivos para defender la democra-
cia. Aquí presento unos cuantos. Pueden ser otros, puede haber
otros, lo importante es defender la democracia con motivos.

31

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I. DECISIÓN COLECTIVA, RELATIVISMO
Y DEMOCRACIA

Son harto conocidas las definiciones de «política» tanto de


Max Weber como de Hans Kelsen. Para el primero, política es
«la dirección o la influencia sobre la dirección de una asocia-
ción política, es decir, en nuestro tiempo, de un Estado» 22. Para
el segundo es «la actividad que aspira a establecer y mantener
un orden social, especialmente el Estado» 23. Si se está de acuer-
do con estos dos autores y la política se entiende como una
actividad que gira en torno al Estado y que tiene que ver con su
dirección o gobierno y con el establecimiento de reglas o nor-
mas (estatales) que determinen cómo los individuos deben con-
vivir o cómo deben comportarse con otros individuos 24, habría
que admitir que la política tendría poco sentido sin la existen-
cia del Estado o de las uniones de o entre Estados en sus diver-
sas formas.
La existencia del Estado, pues, es un caso de la política.
Pero ciertamente la existencia de Estados no es la única cir-
cunstancia sin la cual la actividad política dejaría de tener sen-

22
WEBER, M., «La política como vocación» [1919], en El político y el
científico, trad. de F. Rubio Llorente, Alianza, Madrid, 2002, p. 82.
23
KELSEN, H., «Ciencia y Política» [1951], en ¿Qué es justicia? (1971),
trad. de A. Calsamiglia, Ariel, Barcelona, 1991, p. 261.
24
KELSEN, H., «El derecho como técnica social específica», cit., p. 152.

33

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Roberto M. Jiménez Cano

tido. Circunstancias de la política, como ha recalcado Jeremy


Waldron, son también las situaciones de desacuerdo en las opi-
niones de los individuos sobre lo justo y el bien común y, pese
a ello, la necesidad de tomar cursos de acción en común 25.
Una interacción de las tres circunstancias puede despren-
derse de las primeras páginas del capítulo XVII, sobre el Esta-
do, en el Leviatán de Thomas Hobbes. Piénsese en una multi-
tud de personas que se enfrenta a un enemigo común. Cada
individuo de la multitud tiene su propia fuerza para enfrentar-
se al enemigo por su cuenta, pero si todos juntan sus fuerzas
tendrán mayor probabilidad de vencer al enemigo. Se da aquí
cierta necesidad de actuar en común. El problema surge cuan-
do cada uno tiene un interés, un juicio, una opinión o un deseo
particular acerca de cómo usar o aplicar esa fuerza común. Se
está, entonces, ante un desacuerdo. Si cada uno actúa en su
propio interés no habrá defensa ni protección contra el enemi-
go común. De esta manera, surge la necesidad de tomar una
decisión colectiva única. El Estado, pues, nace para coordinar
una única respuesta, un único curso de acción común, para
tomar una única decisión con autoridad que exige a los indivi-
duos ceder ante esa decisión o, si se prefiere, a obedecerla. La
fórmula está en obligar coactivamente a todos a seguir la deci-
sión. El temor a un determinado poder motiva su observan-
cia 26.

25
En concreto, existen desacuerdos tanto sobre qué significa tener un
derecho, qué derechos se tienen y cual es su fundamento como, en el caso de
que se lograra un consenso sobre los anteriores asuntos, respecto de su apli-
cación concreta. En este sentido puede verse WALDRON, J., Derecho y des-
acuerdos, cit., pp. 19-20. Tales «desacuerdos no importarían, si no necesitára-
mos un curso de acción concertado, y la necesidad de este curso común de
acción no daría lugar a la política tal y como la conocemos si no existieran, al
menos potencialmente, desacuerdos sobre cuál debe ser el curso de acción»
(WALDRON, J., Derecho y desacuerdos, cit., p. 124). En un sentido similar
véase MCMAHON, C., Reasonable disagreement. A Theory of Political Morality,
Cambridge University Press, Cambridge, 2009, p. 98.
26
HOBBES, T., Leviatán [1651], trad. de M. Sánchez, Fondo de Cultura
Económica, México, 2000, cap. XVII, pp. 137-138

34

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Decisión colectiva, relativismo y democracia

En esta interpretación puede verse al Estado, como aparato


monopolizador o centralizador de la coacción —algo en lo que
tanto Weber como Kelsen estarían de acuerdo—, una manera
de resolver un defecto de la acción movida por el interés pro-
pio: el problema del free-rider. En efecto, cuando los individuos
tienen que tomar decisiones sobre algo de acuerdo con la teoría
estándar de la elección racional se considera que actúan racio-
nalmente cuando toman las decisiones movidos por su propio
interés. Es decir, tomarán la decisión que más les satisfaga per-
sonalmente. Los problemas surgen cuando se pretende estable-
cer una comunidad o una asociación orientada a un fin o bien
común (tal y como lo sería el propio Estado en sentido aristo-
télico 27).
En estos casos, en los que se trata de una acción, elección o
decisión dentro de un colectivo que comparte intereses, «siem-
pre existe una fracción muy considerable de personas para las
que el esfuerzo (el coste) de la acción a realizar para proteger
esos intereses es superior a la esperanza matemática de obtener
resultados significativos de esa acción (el beneficio)». La clave
del razonamiento reside en que los beneficios son siempre
públicos o colectivos, pero los costes son individuales o particu-
lares, por lo que se da un estímulo muy fuerte para esperar que
sean otros los que actúen o decidan, ya que finalmente los
beneficios serán para todos 28.
Las presentes líneas no pretenden ocuparse del problema
de la acción colectiva ni de la cuestión del free-rider. Tampoco
del carácter coactivo o autoritativo de la decisión colectiva ni
de la legitimidad de ésta. Lo que aquí interesa es mostrar cómo
una concepción relativista de la moral o de la moral política
representa un motivo para acudir a la democracia como proce-

27
ARISTÓTELES, Política [350 a.C.], trad. de. J. Marías y M. Araujo, 2.ª
ed., Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1997, 1252a, p. 1.
28
OLSON, M., The logic of collective action [1965], Harvard University
Press, Cambridge, 1971, pp. 35-36; PARAMIO, L., «Decisión racional y acción
colectiva», en Leviatán. Revista de hechos e ideas, n.º 79, 2000, pp. 63-83.

35

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dimiento de toma de decisiones colectivas en una situación en


la que los individuos tienen diferentes opiniones acerca de la
justicia y del bien común.

1. EL HECHO DEL DESACUERDO MORAL


Y LA AMBIVALENCIA QUE GENERA

De acuerdo con una tesis de raigambre antropológica los


miembros de diferentes culturas y sociedades tienen creencias
y prácticas morales que no sólo varían mucho entre sí, sino que
pueden entrar en conflicto unas con otras. Esta tesis conforma
el sustento del denominado relativismo moral descriptivo, el
cual viene a ser un apoyo considerable de otras formas de rela-
tivismo 29.
A este tipo de relativismo se refiere Uberto Scarpelli cuando
señala que la cultura moderna ha mostrado que la condición
esencial del valor moral y político de una opción es la concien-
cia, la libertad de la conciencia, una toma de posición respecto
de diferentes alternativas. La antropología y la sociología ense-
ñan la relatividad y la variabilidad de los principios, normas y
valores de los hombres y de las sociedades humanas. Es decir,
el mundo moderno está vinculado con el relativismo moral,
algo característico de la filosofía liberal. Por tanto, no hay nor-
mas ni valores ni sistema de normas o de valores que no se
fundamenten, en última instancia, en una elección. La base de
toda estructura ética racional, por consiguiente, radica en una
elección totalmente libre 30. En última instancia, afirma Scarpe-
lli, hay que optar entre dos tomas de posiciones en materia

29
BAGHRAMIAN, M., Relativism [2004], Routledge, Abingdon, reimp.,
2005, pp. 270-271; POJMAN, L.P.; y FIESER, J., Ethics. Discovering Right and
Wrong [2006], Wadsworth, Boston, 7.ª ed., 2012, pp. 14-16.
30
En sentido similar puede verse FERRAJOLI, L., «La scelta come fon-
damento ultimo della morale», Teoria Politica, nuova serie, II, 2012, pp.177-
185.

36

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Decisión colectiva, relativismo y democracia

moral: bien la toma de posición de la mayor libertad posible de


elección, o bien la toma de posición que excluye a cualquier
otra elección. La primera toma de posición, la relativista, sería
característica del positivismo jurídico. La segunda, la absolu-
tista, sería propia del iusnaturalismo. Scarpelli claramente opta
por la primera 31.
El relativismo, empero, no es una doctrina única, sino un
juego de familias o puntos de vista que tienen en común el afir-
mar que algunos asuntos u objetos son relativos. Decir que
«algo» es relativo es afirmar que tiene una relación con algo dis-
tinto, con «algo más», o que depende de otro asunto. Claro está,
tanto el «algo» como el «algo más» varían dependiendo del con-
texto al que se haga referencia. Desde esta premisa cabe imagi-
nar la multitud de asuntos o estados de cosas, de «variables» que
pueden ser relativas, así como la pluralidad de «variables» res-
pecto de las cuales son relativas 32. Por esta razón, por la canti-
dad de variables que pueden ser relativas así como por la plura-
lidad de variables respecto de las cuales aquéllas son relativas, es
más preciso hablar de variedad de relativismos que de relativis-
mo sin más.
Por poner sólo algunos ejemplos, el lenguaje, la ciencia, las
creencias, los conceptos o el conocimiento pueden ser relativos
al individuo, a la sociedad o a la cultura. El relativismo moral
descriptivo pone de manifiesto que lo relativo es la creencia
moral. Los candidatos más usuales con respecto a los cuales
algo (aquí la creencia moral) es relativo son los individuos o la
sociedad, la cultura o un período histórico concreto. De este
modo, se suele hablar de un relativismo subjetivista o, simple-
mente, subjetivismo cuando algo (aquí la creencia moral) es
dependiente de las opiniones de los individuos, siendo todas

31
SCARPELLI, U., ¿Qué es el positivismo jurídico? [1965], cit., pp. 227-
228.
32
STEVENSON, C.L., «Relativism and Nonrelativism in the Theory of
Value» [1962], en Facts and values. Studies in Ethical Analysis, Yale University
Press, New Haven, reimp., 1964, pp. 71-72.

37

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Roberto M. Jiménez Cano

ellas expresiones de estados psicológicos privados de las perso-


nas que tienen las creencias. De un relativismo social cuando
algo depende de condiciones que preponderan en una sociedad
o en una cultura (relativismo cultural) o de las condiciones de
tiempo y lugar (historicismo o relativismo historicista).
Hablando del relativismo moral, las variedades de relativis-
mo no se detienen aquí. Se encuentra asimismo el relativismo
metaético en el sentido de que tanto los valores o propiedades
morales como los enunciados morales son relativos a los esta-
dos mentales de los sujetos o de las creencias de una sociedad
o una cultura en un tiempo determinado. E, incluso, un relati-
vismo moral normativo que generalmente se asocia a la defen-
sa del valor de la tolerancia. A lo largo de este trabajo se irá
desarrollando con mayor profundidad y complejizando el con-
cepto de cada uno de estos tipos de relativismo moral, sin
embargo baste decir por el momento que si los estudios empí-
ricos procedentes de la antropología no demostraran que exis-
ten profundos desacuerdos morales entre sociedades e indivi-
duos, más allá de simples discrepancias la fuerza de los otros
tipos de relativismo moral quedaría mermada.
Puede, no obstante, que los desacuerdos morales entre indi-
viduos no entrañara una profundidad tal que su existencia obs-
taculizara la toma de una decisión común en el seno de las
diferentes sociedades o culturas. Desmentir el relativismo
moral descriptivo significaría, pues, minar en cierto sentido el
resto de relativismos morales. Con este objetivo se han articu-
lado dos clases de argumentos para cuestionar el tipo descrip-
tivo mencionado, uno con un carácter a priori o filosófico y
otro con un carácter empírico o a posteriori 33.
El argumento filosófico sostiene que los profundos des-
acuerdos entre sociedades que se aducen por parte del relativis-
mo descriptivo bien pueden no ser tales desde el momento en
que es posible que los conceptos morales de una sociedad sean

33
Se sigue aquí la exposición y respuesta de POJMAN, L.P.; y FIESER,
J., Ethics. Discovering Right and Wrong, cit., pp. 14-16.

38

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Decisión colectiva, relativismo y democracia

incorrectamente aplicados a situaciones o ejemplos de otras


culturas o erróneamente traducidos a otros conceptos de otras
sociedades. De ser así el caso, en realidad no habría tales des-
acuerdos, sino que simplemente se estaría hablando de cosas
diferentes 34. Este argumento, no obstante, podría ser difícil de
sostener si se piensa que los conceptos morales hacen referen-
cia a estados mentales conativos (por ejemplo, de agrado o des-
agrado), como se argüirá posteriormente, frente a determina-
das situaciones o acciones más que a hechos del mundo.
El argumento a posteriori se basa, en primer lugar, en algu-
nas objeciones que bien descansan en la metodología de la
investigación en ciencias sociales o bien se asientan en los
resultados de dicha investigación. Respecto al primer caso, se
aduce que siempre existe la posibilidad de algún tipo de sesgo
en todo intento empírico de entender una cultura o una socie-
dad diferente. En cuanto al segundo, se afirma que las diferen-
tes sociedades no suelen ser tan estáticas como las pintan los
antropólogos, de manera que dentro de cada cultura existen
voces discrepantes que harían difícil conocer si tal o cual creen-
cia pertenece en bloque a una sociedad entera, no pudiendo
saber, por consiguiente, si el relativismo moral descriptivo es
verdadero 35. En ambos supuestos, aunque tales objeciones fue-
ran ciertas en realidad no irían más allá de poner en duda,
aunque no de refutar, las conclusiones del relativismo moral
descriptivo.
En segundo lugar, y esto plantea un desafío mayor, desde la
objeción a posteriori se ha considerado que también se puede

34
El argumento, concebido originalmente como una crítica al relativis-
mo conceptual, es de Donald Davidson. Véase a este respecto DAVIDSON, D.,
«On the Very Idea of a Conceptual Scheme» [1974], en Inquiries into Truth and
Interpretation, 2.ª ed., Clarendon Press, Oxford, 2001, pp. 183–198; e «I presup-
posti della verità», publicado en Il Dominicale el 9 de enero de 2000, reprodu-
cido en Il Sole 24 Ore: http://lgxserver.uniba.it/lei/rassegna/000109.htm
35
Nótese que si se sostiene que existen individuos disidentes dentro de
una sociedad o cultura no se estaría negando necesariamente la posibilidad de
profundos desacuerdos entre individuos disidentes y no disidentes.

39

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demostrar empíricamente que existen acuerdos fundamentales


en materia moral entre culturas muy diferentes. Por ejemplo,
determinados preceptos, como el de la regla de oro («trata a los
demás como te gustaría que te tratasen a ti») o como la prohi-
bición de la mentira, del robo, del adulterio o del asesinato se
encuentran en multitud de culturas y religiones (como la cris-
tiana, la judía, la confucionista o la budista). Ello ha llevado a
afirmar la existencia de una moral mínima universal o de una
ética mundial 36.
La respuesta al argumento empírico es sencilla. Por un
lado, todas las aseveraciones vertidas tendrían que someterse a
las mismas objeciones ya señaladas contra la versión descripti-
va del relativismo moral. Es decir, si las investigaciones que
han sostenido el relativismo moral descriptivo pueden acarrear
un sesgo en el investigador que invalide los resultados de su
investigación, también los estudios que rechazan el relativismo
descriptivo pueden adolecer de prejuicios en el investigador.
Por otro, a pesar de que fuera cierto que existen importantes
acuerdos ello no imposibilitaría la existencia, también, de pro-
fundos desacuerdos sobre otras cuestiones.
Si el relativismo descriptivo no ha podido ser desmontado,
como así creo, se puede seguir adelante en el discurso aún más
cuando los profundos desacuerdos se predican no ya tanto de
culturas como de individuos. De hecho, todos habremos estado
en desacuerdo con algún otro individuo acerca de la corrección
o incorreción moral del aborto, de la eutanasia o de la pena de
muerte. Incluso habremos discrepado sobre si las necesidades
económicas del país exigen un esfuerzo extraordinario de los
ciudadanos antes que la reforma, por ejemplo, de las propias
estructuras del Estado. Puede que, en ocasiones, el desacuerdo
se dé con personas a las que consideramos poco razonables o

36
Véase WALZER, M., Thick and Thin: Moral Argument at Home and
Abroad, University of Notre Dame Press, Notre Dame, 1994; y KÜNG, H.,
Proyecto de una ética mundial [1990], trad. de G. Canal, Trotta, Madrid, 1991,
respectivamente.

40

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Decisión colectiva, relativismo y democracia

con falta de información suficiente sobre el asunto y entenda-


mos que nuestra opinión tiene una posición de superioridad
por esos motivos. Sin embargo, en otras ocasiones la discre-
pancia se da con individuos que creemos razonables y suficien-
temente informados sobre el objeto de la disputa. En estos
casos, cabe que nazca en nosotros una situación de «ambiva-
lencia moral» en el sentido que señala David Wong 37.
De acuerdo con Wong, cuando cada uno de nosotros man-
tenemos con otro individuo, al que consideramos una persona
razonable y bien informada, una significativa discrepancia
moral puede aparecer en nosotros un estado de ánimo en el
que coexisten dos sentimientos o emociones opuestas: yo veo
clara la respuesta moral, ¿por qué no la ve así mi interlocutor?
Entonces, la confianza que tengo en la superioridad moral de
mi opinión puede tambalearse. ¿No hay un único sistema o
conjunto de normas morales aplicable a todos? ¿Acaso no hay
una única verdad moral?, ¿es posible que mi interlocutor no la
conozca? ¿Puede que sea yo mismo el que no la conozca real-
mente? ¿No existe un patrón moral objetivo que dé la razón a
uno de los dos o es que la moral, después de todo, es una mera
cuestión de opiniones o de sentimientos?

2. ¿HAY UNA MORAL OBJETIVA QUE SE APLICA


A TODOS?

La perplejidad que produce la ambivalencia moral nos sitúa


en una posición de duda acerca de la existencia de una única
justicia, una única verdad moral o un único sistema moral apli-
cable a todos los individuos con independencia de cualquier
factor diferenciador entre ellos y que sirve para dirimir cual-
quier conflicto moral. La ambivalencia moral abre la duda,
entonces, precisamente a lo que defiende el objetivismo o uni-

37
WONG, D.B., Natural Moralities. A defense of Pluralistic Relativism,
Oxford University Press, Oxford, 2006, pp. XV, 5 y 20-ss.

41

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Roberto M. Jiménez Cano

versalismo moral. Además abre un escepticismo acerca de que


haya algunos principios con autoridad incondicional, es decir,
que exijan obediencia o sean obligatorios para todos, princi-
pios que, a su vez, pueden ser vistos como normas conforme a
las cuales algunas acciones son moralmente correctas o inco-
rrectas para cualquier individuo. Vacilación ante exactamente
aquello que defendería el absolutismo moral, el cual también
apoya la idea del universalismo considerando que esos patro-
nes o normas se aplican a todos 38.
Fíjese bien que, finalmente, de lo que se titubea es de la
existencia de una realidad moral independiente de las creen-
cias o de los sentimientos de los individuos. Esta duda hacia el
realismo moral conduce al sujeto que vacila, pues, a una posi-
ción moralmente anti-realista 39. ¿Cómo demostrar que las opi-
niones morales de un individuo constituyen auténtico conoci-
miento objetivo sobre la realidad y, como tal, superior a una
mera opinión de otro individuo? La respuesta es muy clara:
una opinión moral será superior a otra si se puede fundamen-
tar mejor y tendrá un mejor fundamento si se asienta sobre
alguna prueba o evidencia. Ciertamente podría decir que los
valores morales a los que me adhiero se fundamentan en (o
dependen de) mis propios sentimiento o sensaciones, de mis
opiniones o de mis creencias evaluativas. Sin embargo, la epis-
temología tradicional me haría notar que los sentimientos, las
sensaciones o las meras opiniones, aunque razones (con mi-
núscula), no son capaces de dar una prueba objetiva (sólida o
justificada, si se prefiere) que acredite la superioridad de esos
valores sobre otros. Una prueba, se aduciría, sólo es tal cuando
todo el mundo reconoce o está de acuerdo en que es una Razón
(con mayúscula) independientemente de las emociones, los

38
BAGHRAMIAN, M., Relativism, cit., p. 209.
39
JOYCE, R., «Moral Anti-Realism», en ZALTA, E.N. (ed.), The Stanford
Encyclopedia of Philosophy, Stanford University, 2009 edition, <http://plato.
stanford.edu>.

42

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Decisión colectiva, relativismo y democracia

sentimientos o las meras opiniones personales 40. Empero, ¿qué


cuenta cómo una Razón o prueba racional objetiva de la supe-
rioridad de un valor sobre otro? Obviamente algo sobre lo que
nadie pudiera dudar —se me advierte—, algo que sea «autoevi-
dente».
Este escenario nos ubica, finalmente, en la esfera del funda-
cionalismo como teoría que ofrece la solución a los problemas
de justificación de las creencias y que nos permite diferenciar
cuándo las creencias dejan de ser meras creencias u opiniones
para convertirse en auténtico conocimiento acerca de la reali-
dad 41. El fundacionalismo sentencia que las creencias morales
se justifican apelando a otras creencias morales y así sucesiva-
mente hasta que este proceso de regresión justificatoria termi-
na en una creencia autojustificada por autoevidente. El funda-
cionalismo, pues, suele entenderse como un modelo cartesiano
que se ocupa del conocimiento cierto o apodíctico, verdadero
más allá de cualquier duda y resistente al escepticismo 42.
Este modelo se caracteriza por sostener dos tesis básicas.
En primer lugar, por mantener que hay una clase de creencias
que están directa o inmediatamente justificadas. Se trata de las
creencias básicas o fundacionales. Tales creencias fundaciona-
les o fundamentales están directamente justificadas porque su
justificación no se deriva inferencialmente de ninguna otra
creencia. En segundo lugar, considera que hay otro juego de
creencias, las creencias fundadas, que se justifican —indirecta
o mediatamente— gracias a determinadas relaciones (inferen-
ciales) que guardan con las creencias fundacionales.

40
BLACKBURN, S., Ethics. A Very Short Introduction, Oxford University
Press, Oxford, 2003, p. 94.
41
Recuérdese la explicación de conocimiento como «creencia verdadera
justificada» basada en el Teeteto platónico. Véase PLATÓN, «Teeteto» [368-367
a.C.], en Diálogos V, trad. de A. Vallejo, Gredos, Madrid, 1988,201b-210c,
pp. 285-316.
42
ROCKMORE, T, On Foundationalism. A Strategy for Metaphysical Real-
ism, Rowman & Littlefield Publishers, Lanham, 2004, p. 47.

43

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Roberto M. Jiménez Cano

Conviene advertir que el soporte principal del fundaciona-


lismo se encuentra en el pensamiento cartesiano 43. Para René
Descartes el conocimiento sólo es posible si se asienta sobre
creencias indubitables. Descartes comenzó su búsqueda del
conocimiento cierto poniendo en duda todas sus creencias has-
ta encontrar una indubitable que fundamentara todo el cono-
cimiento. Tras su búsqueda, «hay que concluir por último y
tener por constante que la proposición siguiente: «yo soy, yo
existo», es necesariamente verdadera, mientras la estoy pro-
nunciando o concibiendo en mi espíritu» 44. A partir de lo único
indubitable (la creencia fundacional), Descartes irá desarro-
llando, por medio de un proceso deductivo, el resto de conoci-
miento cierto (las creencias fundadas).
El programa fundacionalista, pues, está basado en la creen-
cia y superioridad de una filosofía primera o metafísica, es
decir, en una actividad puramente conceptual independiente de
toda investigación empírica y que justifica la verdad de las afir-
maciones de las que dependen las investigaciones científicas
sobre la base de intuiciones autoevidentes 45. La idea de auto-
evidencia como Razón justificatoria última ha venido a ser
identificada en filosofía moral con la obviedad o la certeza,
quedando así íntimamente relacionada con el intuicionismo u

43
KIM, J., «What is «Naturalized Epistemology?»», en Philosophical Per-
spectives, vol. 2, 1988, p. 384. Puede verse una explicación más profunda del
fundacionalismo en SOSA, E., «The Foundations of Foundationalism», en
Noûs, vol. 14, 1980, pp. 547-565; y FUMERTON, R., «Foundationalist Theories
of Epistemic Justification», en ZALTA, E.N. (ed.), The Stanford Encyclopedia
of Philosophy, Stanford University, 2010 edition, <http://plato.stanford.edu>.
44
DESCARTES, R., Discurso del método. Meditaciones metafísicas
[1637/1645], trad. de M. García Morente, 4.ª ed. Madrid, Espasa-Calpe, 1981,
pp. 62 y 115-122. En las meditaciones tercera y quinta Descartes considerará,
por un lado, que la existencia del yo pensante forma parte de la esencia de
Dios y, por otro, que Dios existe pues esto es una intuición autoevidente. De la
existencia de Dios irá derivando tanto los objetos lógicos como los sensibles.
45
GARCÍA-CARPINTERO, M., Las palabras, las ideas y las cosas. Una
presentación de la filosofía del lenguaje, Ariel, Barcelona, 1996, pp. 429-442.

44

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Decisión colectiva, relativismo y democracia

otras variedades de conocimiento a priori 46. Para el fundacio-


nalismo «razón» equivale a «intuición».
Es en este momento en que la confianza en un conocimien-
to cierto, objetivo o superior en materia moral que sirva de
instrumento para resolver la profunda disputa que mantengo
con otro individuo razonable y bien informado cae definitiva-
mente. Personalmente nunca he conseguido averiguar en qué
consiste la intuición, menos aún si poseo tal facultad, y si
alguien me pregunta sobre su significado o acerca de un sinó-
nimo del término no se me ocurre otro que el de suposición u
opinión. Para mí, la intuición no constituye la Razón de nada
ni posee un estatuto epistemológico privilegiado y, por ende, es
un recurso epistémico inútil que no resuelve la cuestión de la
existencia o, al menos, del conocimiento de un criterio objetivo
de corrección moral 47.

46
Esta asociación entre la autoevidencia y el intuicionismo puede verse
en CRISP, R., «Sidgwick and the Boundaries of Intuitionism», en STRATTON-
LAKE (ed.), P., Ethical Intuitionism: Re-evaluations, Oxford University Press,
Oxford, 2002, pp. 56-75. Una influyente teoría conceptual basada en intuicio-
nes puede verse en JACKSON, F., From Metaphysics to Ethics: A Defence of
Conceptual Analysis [1998], Oxford University Press, Oxford, 2000, pp. 31-38.
47
HINTIKKA, J., «The Emperor’s New Intuitions», en Journal of Phi-
losophy, vol. 96, 1999, p. 143; CUMMINS, R., «Reflection on Reflective Equi-
librium», en DEPAUL, M. y RAMSEY, W. (eds.), Rethinking Intuition, Rowman
& Little-field, Oxford, 1998, p. 125. El recurso a las intuiciones no deja de
recordar al método de la sindéresis de la escolástica iusnaturalista en el ámbi-
to de la filosofía práctica. La sindéresis se ha definido como un hábito del
intelecto, innato a la mente humana, que permite acceder a los primeros prin-
cipios prácticos o a los principios morales más básicos y evidentes. La sindé-
resis sería una especie de conocimiento intuitivo o espontáneo, de cierta
«chispa» de la conciencia o fuerza impresa en las criaturas humanas por la
naturaleza que inclina a hacer el bien y a evitar el mal. Véase a este respecto
AQUINO, T. de, Quaestiones disputatae de veritate [1259], quaestio 16, articu-
lus 1; y Summa Theologiae [1272], prima pars, quaestio 79, articulus 12,
ambas en Corpus Thomisticum, Universidad de Navarra, Pamplona, 2000-
2007, <www.corpusthomisticum.org>. Como estudios actuales de la sindéresis
pueden consultarse GREENE, R.A., «Instinct of Nature: Natual Law, Syndere-
sis, and the Moral Sense», en Journal of the History of Ideas, 58, 1997, pp. 173-

45

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En este asunto, pues, sostengo, con Hans Kelsen, que no


hay «ninguna norma inmediatamente evidente relativa a la
conducta humana», que ninguna norma «podrá ser afirmada
como inmediatamente evidente» 48 y que de ninguna manera lo
debido o lo bueno puede «ser reconocido en forma inmediata a
través de una facultad espiritual especial», pues no existe una
«intuición» específica para lo bueno y lo malo 49.
Si el fundacionalismo fracasa en su búsqueda del conoci-
miento cierto, racional o intuitivo, de una realidad objetiva
independiente de las creencias o de los sentimientos de los
individuos, entonces sólo cabe entender que no hay nada más
racional que el sentimiento o el conocimiento a través de la
experiencia. Sin embargo, todavía se está en espera de que la
ciencia empírica pueda mostrar un reino de la moral objetiva.
Como señala Alf Ross, «no me veo a mí mismo creyendo, o
haciendo creer a otros, que puede probarse científicamente que
mi punto de vista es el «verdadero»» 50 . Me temo, pues, que lo
único que nos queda acerca de los valores es nuestra propia
subjetividad. Como no es posible «determinar científicamente
qué sea el bien absoluto […] si una persona repudia la demo-
cracia, la libertad o la paz, soy incapaz de probarle lógicamen-
te que incurre en un error y que estoy en lo cierto. A la postre,
cada cual tiene que formarse sus propias convicciones; muchos
están dispuestos a arriesgar sus vidas por sustentar sus creen-
cias, se haya probado o no su verdad» 51.

198; y SELLÉS, J.F., «La sindéresis o razón natural como la apertura cognos-
citiva de la persona humana a su propia naturaleza», en Revista Española de
Filosofía Medieval, 10, 2003, pp. 321-333.
48
KELSEN, H., Teoría pura del Derecho [2.ª ed., 1960], trad. de R.J. Ver-
nengo, Porrúa, México, 12.ª ed., 2002,p. 232.
49
KELSEN, H., Teoría pura del Derecho [2.ª ed., 1960], cit., nota 1, p. 19.
50
ROSS, A., ¿Por qué democracia?, cit., p. 100.
51
ROSS, A., ¿Por qué democracia?, cit., pp. 98-99. En similar sentido
puede verse KELSEN, H., Teoría general del Derecho y del Estado [1945], trad.
de E. García Máynez, UNAM, México, 1995, p. 8.

46

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Decisión colectiva, relativismo y democracia

Finalmente, pues, la opción moral o ideológica depende «de


la posición que se adopte frente a lo absoluto», de si se cree en
valores, verdades y realidades absolutas o si se piensa que son
relativas; en definitiva, de una posición metafísica o de una
concepción crítica, positivista y empirista del mundo. Esta últi-
ma es la posición «de la filosofía y de la ciencia que parte de lo
positivo, esto es, de lo dado en la experiencia sensible, de lo que
los sentidos pueden percibir y la razón comprender, de la expe-
riencia eternamente cambiante, rechazando, en consecuencia,
la hipótesis de un absoluto transcendente» 52.
Lo racional es lo puesto o lo sentido. Por esta razón, dice
Kelsen que la justicia absoluta es un ideal irracional o una ilu-
sión y rechaza lo que él denomina «absolutismo filosófico», es
decir, el realismo metafísico, que mantiene la existencia de una
realidad absoluta o una realidad que se da independientemente
del sujeto cognoscente. Dentro de esa realidad absoluta, ilimi-
tada en el espacio y en el tiempo, se encuentran unos valores
absolutos, objetivos y universales válidos para todo el mundo,
siempre y en cualquier lugar. Frente a este absolutismo filosó-
fico Kelsen adopta el relativismo filosófico (o empirismo anti-
metafísico), que negaría la existencia de una verdad y de unos
valores absolutos por ser inaccesibles a la experiencia humana.
Una filosofía relativista, que insiste en afirmar que los juicios
de valor se refieren únicamente a valores relativos, tendiendo
así hacia el escepticismo. Este relativismo implica que la cues-
tión de saber qué valores supremos existen no puede ser resuel-
ta racionalmente, es decir, empíricamente. Claro, esto no quiere
decir que no existan valores, precisa Kelsen, sino que no existe
un único sistema moral, sino varios y, por consiguiente, que los
individuos tienen que escoger entre ellos. Esta elección condu-
ce a conflictos de valores y desacuerdos morales, resultando

52
KELSEN, H., «Forma de Estado y Filosofía» [1933], en Esencia y valor
de la democracia, trad. de R. Luengo y L. Legaz y Lacambra, Coyoacan, Méxi-
co, 2005, pp. 157-158.

47

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Roberto M. Jiménez Cano

«imposible demostrar que sólo una de las dos posiciones es jus-


ta. Una u otra pueden ser justas según las circunstancias» 53.
Éste es, sintéticamente, el motivo por el cual aceptar el rela-
tivismo filosófico, que en este punto es relativismo moral epis-
temológico 54. Como el realismo metafísico (y también el moral)
y sus defensas tradicionales basadas en el fundacionalismo y en
el intuicionismo, así como cualquier intento empírico, todas
formas de conocer y justificar el conocimiento de la realidad
moral objetiva 55 han fracasado, entonces la cuestión sobre qué
valores haya o qué valores tenga cada uno es un asunto de elec-
ción o de preferencia. Esto supone «un relativismo que tiende
al escepticismo» 56.

53
KELSEN, H., Teoría General del Derecho y del Estado, cit., pp. 7-8;
«Absolutismo y relativismo en filosofía y en política» [1948], en ¿Qué es jus-
ticia? (1971), trad. de A. Calsamiglia, Ariel, Barcelona, 1991, pp. 113-14;
«¿Qué es justicia?» [1952], en ¿Qué es justicia? [1971], trad. de A. Calsamiglia,
Ariel, Barcelona, 1991, p. 59; Teoría pura del Derecho (2.ª ed., 1960), cit.,
pp. 76-79.
54
En muchas ocasiones a este tipo de relativismo se le denomina «rela-
tivismo metaético». Ahora bien, si la metaética puede entenderse como el
intento de entender los presupuestos y los compromisos metafísicos, episte-
mológicos, semánticos y psicológicos del pensamiento, habla y prácticas
morales (SAYRE-MCCORD, G., «Metaethics», en ZALTA, E.N. (ed.), The Stan-
ford Encyclopedia of Philosophy, Stanford University, 2012 edition, <http://
plato.stanford.edu>) aquí se ha preferido la denominación de «epistemológi-
co» porque se adopta no tanto una visión semántica de la cuestión, sino acer-
ca de lo que se conoce y cómo se conoce. En efecto, si la epistemología se
ocupa de qué conocemos y cómo se conoce, la epistemología moral tendría
como tarea determinar qué hechos morales conocemos y cómo se conocen.
Véase, en este sentido, ZIMMERMAN, A., Moral Epistemology, Routledge,
London, 2010, p. 14.
55
Sobre el fundacionalismo y el intuicionismo como estrategias del rea-
lismo véase ROCKMORE, T, On Foundationalism, cit., pp. 1 y 45; On Cons-
tructivist Epistemology, Rowman & Littlefield Publishers, Lanham, 2005, p. 2.
56
En todo caso tanto el relativismo como el escepticismo éticos pueden
verse como formas de anti-fundacionalismo «moral». A este respecto puede
verse ORTIZ-MILLÁN, G., «Las variedades de fundacionismo y antifundacio-
nismo ético: un mapa», en Isegoría. Revista de Filosofía Moral y Política, n.º 41,
2009, pp. 295, 303-307. Por otra parte, se ha señalado que el relativismo y el

48

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Decisión colectiva, relativismo y democracia

3. ESCEPTICISMO O RELATIVISMO EN MORAL

El relativismo kelseniano tiende al escepticismo como él


mismo señala. ¿Qué doctrina seguir si nos hemos declarado
anti-realistas morales? Si se mantiene que el fundacionalismo
falla a la hora de justificar las creencias o las opiniones mora-
les, es decir, si se considera que no hay creencias morales justi-
ficadas, entonces no hay conocimiento moral posible. Y esto,
ciertamente, supone adoptar una forma académica de escepti-
cismo moral epistemológico 57. Pero la negación anti-fundacio-
nalista puede ir por otro camino, puede ser el caso de que lo
que se niegue no sea todo conocimiento, sino sólo el conoci-
miento objetico, es decir, independiente de los individuos. O, en
otras palabras, lo que se puede negar es la justificación objetiva
o universal, es decir, conforme a un único sistema moral o a
una única verdad aplicable a todos los seres humanos.
Frente al realismo metafísico (u ontológico), según el cual
existe un mundo externo con independencia de la mente que
en las circunstancias correctas puede conocerse en sí mismo,
Kelsen promulga un relativismo o un «empirismo antimetafí-
sico» que inclinándose hacia el escepticismo niega una reali-
dad por inaccesible a la experiencia humana 58. De este modo,
parece adoptar la visión kantiana que combina realismo
empírico y constructivismo (relativismo) epistemológico. El
realismo empírico considera que no se puede conocer ese

nihilismo morales comparten ontología, pues ambos son escépticos respecto


de hechos morales independientes o de algunos principios de la acción que
posean una autoridad especial. Véase COPP, D., «Moral relativism and moral
nihilism», en COPP, D. (ed.), The Oxford Handbook of Ethical Theory, Oxford
University Press, Oxford, 2006, pp. 240-241.
57
SINNOTT-ARMSTRONG, W., Moral Skepticisms, Oxford University
Press, Oxford, 2006, p. 60. La principal diferencia entre el escepticismo pirró-
nico y el académico reside en la suspensión del juicio del primero y en la
negación por parte del segundo acerca del conocimiento.
58
KELSEN, H., «Absolutismo y relativismo en filosofía y en política»,
cit., p. 115.

49

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mundo externo e independiente de la mente en sí mismo, pero


puede conocerse el mundo tal y como es dado al sujeto que
conoce. El constructivismo epistemológico asumiría que sólo
se puede conocer aquello que el individuo en algún sentido
construye, hace o produce 59. El relativismo epistémico afir-
maría, pues, que el conocimiento está siempre ligado a pers-
pectivas y condiciones individuales y que, por tanto, no puede
ser universal, absoluto, objetivo o independiente del sujeto
epistémico.
El relativismo moral epistémico subjetivista sostendría,
así, dos tesis. En primer lugar, que la evaluación de la creen-
cia moral es relativa al individuo y, por tanto, no hay un único
sistema moral ni unos valores objetivos o una única verdad
moral que sirva para solucionar los posibles desacuerdos, sino
diversos sistemas morales, diferentes valores y distintas ver-
dades morales relativos a cada individuo. El individuo, pues,
es relativamente libre en el proceso de conocimiento moral y
no se ve sometido por una única verdad moral. Aquí se recha-
za, entonces, el universalismo u objetivismo moral. En segun-
do lugar, que no hay principios con autoridad incondicional
que obliguen a todos los individuos, sino que la obligatorie-
dad de un principio moral depende de la autonomía indivi-
dual. Por tanto, la corrección de las acciones depende de la
moral de cada individuo. Aquí se rechazaría el absolutismo
moral 60.
El constructivismo o relativismo epistemológico puede con-
ducir al solipsismo, pero la aceptación de Kelsen del realismo
empírico, como se ha señalado, equilibra el relativismo subjeti-
vista para no caer precisamente en el solipsismo. En efecto, el
relativismo constructivista que concede al sujeto cognoscente
libertad absoluta para construir la realidad o construir su pro-
pio mundo llega a presentar al individuo epistémico como la

59
Sobre el realismo empírico y el constructivismo de Kant puede verse
ROCKMORE, T, On Constructivist Epistemology, cit., pp. 2-24.
60
BAGHRAMIAN, M., Relativism, cit., pp. 6-8 y 180.

50

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Decisión colectiva, relativismo y democracia

única realidad que existe, pues todo lo demás sólo existe dentro
y a través de los estados mentales del individuo 61. Este solipsis-
mo, de acuerdo con Kelsen, sitúa al individuo (el ego) en la
posición de no reconocer ni comprender a otros sujetos (al non-
ego), estableciendo una supremacía del ego o una posición de
desigualdad entre el ego y el non-ego. El realismo empírico, al
reconocer un único mundo exterior con múltiples egos o indivi-
duos, impone una restricción a esa libertad absoluta consisten-
te en suponer que todos los sujetos cognoscentes son iguales, de
manera que los procesos de conocimiento racional (no así las
reacciones emotivas) de los individuos también son iguales y,
por ende, que los objetos de conocimiento resultados de estos
procesos son conformes entre sí 62.
En definitiva, el relativismo, aunque tienda hacia el escep-
ticismo porque niega el conocimiento objetivo, no niega todo
conocimiento, sino que éste es, de alguna manera, construido
por el individuo. De este modo, no es que el conocimiento
moral sea imposible y, por ende, no haya valores morales, sino
que lo único que se puede conocer son los valores de los indivi-
duos (o de las sociedades o de las culturas). Por tanto, los valo-
res relativos a los individuos, son, pues, subjetivos. Esto no
quiere decir que las creencias morales no estén justificadas. Su
justificación o su fundamento es emocional y, en este sentido,
tanto los valores como los juicios morales son auto-justificati-
vos 63. De este modo, se puede hablar de una especie de senti-

61
Es la hipótesis del genio maligno cartesiano o del cerebro en una
cubeta de Jonathan Dancy o Hilary Putnam, entre otros. Véase PUTNAM, H.,
Reason, Truth and History [1981], Cambridge University Press, Cambridge,
1998, pp. 1-21.
62
KELSEN, H., «Absolutismo y relativismo en filosofía y en política»,
cit., pp. 113-116. Véase también KELSEN, H., «Los fundamentos de la demo-
cracia», cit., pp. 225-230; Teoría General del Derecho y del Estado, cit., p. 460; y
Teoría pura del Derecho [2.ª ed., 1960], cit. P. 346.
63
PRINZ, J.J., The emotional construction of morals, Oxford University
Press, Oxford, 2007, p. 88.

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Roberto M. Jiménez Cano

mentalismo constructivo en el sentido de que los sentimientos


constituyen o crean la moral 64.
Como bien narra Jesse Prinz, avalado por diferentes estu-
dios empíricos, si se pregunta a alguien por qué tiene determi-
nada opinión moral seguro que podrá ofrecer algunas razones,
frecuentemente superficiales y a menudo consecuencia, no
causa, de una actitud emocional. Aunque las razones esgrimi-
das sean desafiadas con éxito es probable que la opinión moral
permanezca, y si se presiona al individuo para que siga apor-
tando razones suele descubrirse que la creencia no se base en
argumentos hallados tras una profunda meditación moral, sino
en hondos sentimientos 65.
Cosa diferente es que la justificación emocional pueda no
verse como una causa de justificación. Si esto es así, definitiva-
mente habrá que cambiar el punto de vista de la epistemología
y hablar de aquello que motiva las creencias, en vez de lo que
justifica creencias. Ahora bien, que se afirme que no hay justi-
ficación objetiva en el ámbito moral no necesariamente implica
adherirse al relativismo y rechazar el escepticismo. El relativis-
mo moral epistemológico considera que hay creencias y enun-
ciados morales verdaderos, aunque las condiciones de verdad
de tales creencias o enunciados sean relativas a los individuos,
en concreto a los valores generados por las actitudes o las
creencias evaluativas de cada persona. Sin embargo, todavía es
posible defender otra forma académica de escepticismo moral
epistemológico que ya no atacaría, como en el caso anterior, la
idea de justificación, sino la condición de verdad. ¿Por qué sos-
tener que hay verdaderas relativas o subjetivas en moral en vez
de, simplemente, negar que hay verdades?
Es decir, si el conocimiento requiere creencia verdadera y
ninguna creencia moral puede ser verdadera entonces ninguna
creencia moral podría ser conocimiento, que es precisamente
lo que mantiene este escepticismo epistemológico. En este sen-

64
PRINZ, J.J., The emotional construction of morals, cit., p. 9.
65
PRINZ, J.J., The emotional construction of morals, cit., p. 29.

52

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Decisión colectiva, relativismo y democracia

tido, habría dos estrategias para alcanzar la afirmación de que


ninguna creencia moral puede ser verdadera: (1) la aproxima-
ción metafísica de la teoría del error, que afirma que todos los
enunciados morales son falsos pues se refieren a hechos que no
existen; y (2) el expresivismo en metaética o en el análisis del
lenguaje moral, que consideraría que los enunciados morales
no son aptos para la verdad 66.

3.1. Subjetivismo ontológico y relativismo

La teoría del error de John Leslie Mackie afirma que todos


los enunciados morales son falsos, pues se refieren a hechos
que no existen. De acuerdo con la teoría de Mackie no hay
valores morales (ni estéticos) objetivos. Estos no forman parte
de la fábrica del mundo 67. La teoría del error supone una for-
ma de subjetivismo ontológico acerca de la existencia de obje-
tos y propiedades morales, aunque no un subjetivismo semán-
tico o conceptual acerca del significado de los términos y
juicios morales 68. De hecho, de acuerdo con Mackie hay cier-
tos tipos de juicios de valor que indudablemente pueden ser
verdaderos o falsos incluso no existiendo valores morales obje-
tivos.
En efecto, estamos acostumbrados a realizar multitud de
valoraciones en relación con normas acordadas, como la clasi-
ficación de las manzanas, los premios literarios, los concursos
de belleza, las exposiciones de flores o los juicios penales acer-
ca de si una persona es inocente o culpable, por citar algunos
ejemplos. Todas esas valoraciones se llevan a cabo en relación

66
SINNOTT-ARMSTRONG, W., Moral Skepticisms, cit., pp. 16-17.
67
MACKIE, J.L., Ethics. Inventing right and wrong [1977], Harmond-
sworth, Penguin, reim., 1990, p. 15.
68
Como ya se ha señalado, el relativismo epistemológico de Kelsen
implicaría asimismo este tipo de subjetivismo ontológico aunque, como se
verá posteriormente, el autor austriaco también defienda un subjetivismo
semántico.

53

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Roberto M. Jiménez Cano

con estándares de calidad, de mérito o de comportamiento que


son propias a cada objeto, orden jurídico, concurso o exposi-
ción que están explícitamente establecidos o son compartidos
y aceptados en gran medida por los expertos o jueces en cada
materia en concreto. Los juicios así determinados son objetivos
y aptos para la verdad o la falsedad. La subjetividad de los valo-
res no niega, pues, que pueda haber valoraciones morales o
estéticas objetivas relativas a determinados estándares 69. Creo
que esta misma es la posición que mantiene Kelsen respecto de
los «juicios de valor jurídico» referidos a la conducta de los
sujetos calificada como legal o ilegal, correcta o incorrecta de
acuerdo con un sistema jurídico concreto y que pueden ser
calificados de verdaderos o falsos 70.
Ahora bien, más allá de estos juicios de valor objetivos rela-
tivos a determinados estándares que dependen de determina-
das prácticas o acuerdos humanos existe una tradición filosó-
fica fuertemente arraigada en el lenguaje y en el pensamiento
común de acuerdo con la cual hay valores objetivos anteriores
y lógicamente independientes de todo ese juego de estándares
de valoración acordados intersubjetivamente. En consonancia
con dicha tradición Mackie considera que los juicios morales
ordinarios incluyen una pretensión de objetividad o una asun-
ción de que existen valores morales objetivos 71. Esta idea tam-
bién está presente en Kelsen, quien considera que en los jui-
cios de justicia —que juzgan la corrección moral del propio
sistema jurídico— se da una pretensión de objetividad a pesar de
ser subjetivos y de que realmente expresen un interés propio,
aunque el individuo no sea consciente de dicho interés. Este es
el caso de la teoría del Derecho natural, doctrina en la que se

69
MACKIE, J.L., Ethics. Inventing right and wrong, cit., pp. 25-26.
70
KELSEN, H., «Los juicios de valor en la Ciencia del Derecho» [1942],
en ¿Qué es justicia? (1971), trad. de A. Calsamiglia, Ariel, Barcelona, 1991,
pp. 126-127.
71
MACKIE, J.L., Ethics. Inventing right and wrong, cit., pp. 30-34.

54

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Decisión colectiva, relativismo y democracia

produce «una ficción típica debida a la objetividad de intereses


subjetivos» 72.
Pero tal presunción de objetividad no se valida a sí misma
—a juicio de Mackie— y puede ser cuestionada desde una «teo-
ría del error» que sostiene que todas estas pretensiones y asun-
ciones de objetividad son falsas, tomando así partido por el
escepticismo moral 73. En similar sentido para Kelsen los jui-
cios de justicia, que son juicios morales o políticos, «presupo-
nen una norma que aspira a ser objetivamente válida. Pero no
se puede verificar —mediante hechos— la existencia y el conte-
nido de esa norma. Sólo están determinados por un deseo del
individuo que formula el juicio» 74.
La defensa de la teoría del error de Mackie descansa en dos
argumentos principales: el argumento del desacuerdo o de la
relatividad y el argumento de la rareza. Según el primer argu-
mento, la mejor explicación a la existencia de desacuerdos
morales o a la gran variedad de puntos de vista morales (tam-
bién políticos) reside en que opiniones discrepantes reflejan la
adhesión a y la participación en diferentes modos de vida más
que la hipótesis de que hay una realidad de valores morales
objetivos respecto de la cual unas personas o unas culturas tie-
nen un acceso epistémico superior o privilegiado sobre otras.
Aquí Mackie estaría introduciendo el relativismo moral des-
criptivo ya mencionado.
El segundo argumento de Mackie a favor de su teoría del
error se soporta sobre dos piezas, una metafísica y otra episte-
mológica. Respecto a la pieza metafísica, Mackie entiende que
los valores morales objetivos serían entidades de un tipo muy
raro o extraño, distintas de cualquier otra cosa del universo. En
cuanto a la pieza epistemológica, estima que para el conoci-

72
KELSEN, H., «Los juicios de valor en la Ciencia del Derecho», cit.,
pp. 149-150; y Teoría General del Derecho y del Estado, cit., p. 57.
73
MACKIE, J.L., Ethics. Inventing right and wrong, cit., p. 35.
74
KELSEN, H., «Los juicios de valor en la Ciencia del Derecho», cit.,
p. 151.

55

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Roberto M. Jiménez Cano

miento de tales propiedades se necesita de una facultad espe-


cial de percepción o intuición moral, totalmente diferente de
las maneras ordinarias en que se conoce todo lo demás 75.
Ambos argumentos, estarían cuanto menos implícitos en
los razonamientos kelsenianos. Por un lado, Kelsen no podía
desconocer el hecho del que da cuenta el relativismo moral des-
criptivo, lo que ciertamente daría argumentos en favor de su
relativismo 76. Por otro, el argumento de la rareza también esta-
ría presente en su razonamiento que, como se ha señalado,
rechaza expresamente el intuicionismo.
La conclusión de Mackie, pero también de Kelsen, es bien
conocida: los valores morales objetivos no existen. No hay en
estos argumentos forma de escapar del escepticismo, salvo que
se entienda que no todos los juicios morales son sistemática-
mente falsos por referirse todos ellos a entidades (valores obje-
tivos) que no existen. No obstante, nada de lo hasta aquí
expuesto niega que haya creencias verdaderas acerca de valores
subjetivos, sino sólo acerca de valores objetivos. Si los valores
morales no son objetivos no hay duda de que ellos son, en un
sentido amplio, subjetivos 77.

3.2. Subjetivismo metaético y relativismo

Hay, como se ha señalado, otra manera en que el escepticis-


mo pudiera ser cierto y preferible frente al relativismo. Se pue-
de considerar que un enunciado moral no constituye juicio
alguno. Los juicios, en general, son actos mentales o cognitivos

75
MACKIE, J.L., Ethics. Inventing right and wrong, cit., pp. 35-38.
76
«Si algo demuestra la historia del pensamiento humano, es que es
falsa la pretensión de establecer, en base a consideraciones racionales, una
norma absolutamente correcta de la conducta humana —lo cual supone que
sólo hay un nivel de conducta humana justo, que excluye la posibilidad de
considerar que el sistema opuesto pueda ser justo también—» (KELSEN, H.,
«¿Qué es justicia?», cit., pp. 58-59).
77
MACKIE, J.L., Ethics. Inventing right and wrong, cit., pp. 17-18.

56

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Decisión colectiva, relativismo y democracia

estrechamente vinculados con el estado cognitivo de creer en


algo. Las creencias son estados mentales cognitivos en los que
un individuo tiene como verdaderas determinadas proposicio-
nes sobre los objetos (personas, cosas, situaciones, valores,
etc.). En este sentido, la creencia en algo motiva la disposición
a juzgar tal cosa y juzgar no es nada más que afirmar que algo
es el caso 78. Por ejemplo, la creencia en que la nieve es blanca
motiva el juicio «la nieve es blanca» o la creencia en que la
pena de muerte es mala motiva el juicio «la pena de muerte es
mala». Por consiguiente, con el juicio se está produciendo un
acto consciente de reconocimiento de una creencia en algo.
De acuerdo con esta idea, el juicio moral sería, pues, el
reconocimiento o afirmación de la creencia en un valor o que
algo tiene una propiedad moral (la bondad, la justeza, la
corrección…) o se corresponde con un valor. Así las cosas, la
tesis metaética que afirmaría precisamente esto, es decir, que
los juicios morales expresan creencias y que éstos son aptos
para la verdad y la falsedad, sería el cognoscitivismo moral.
Frente a él se situaría el no-cognoscitivismo, que afirmaría que
los juicios morales constituyen la expresión de emociones o de
simples preferencias, esto es, de estados mentales conativos o
actitudes, de sentimientos, emociones, deseos, aprobaciones y
desaprobaciones, pero no la afirmación de creencias (sobre
valores) 79.
Las siguientes palabras de Ernest Hemingway resumirían
excelentemente esta posición: «Por lo que toca a las cuestiones
morales, no puedo decir más que una cosa: es moral todo lo

78
OSKAMP, S., SCHULTZ, P.W., Attitudes and opinions, Lawrence Erl-
baum Associates, Mahwah, 3.ª ed., 2005, pp. 13-14.
79
VAN ROOJEN, M., «Moral Cognitivism vs. Non-Cognitivism», en ZAL-
TA, E.N. (ed.), The Stanford Encyclopedia of Philosophy, Stanford University,
2011 edition, <http://plato.stanford.edu>; SVAVARSDÓTTIR, S., «How Do
Moral Judgments Motivate?», en DREIER, J., Contemporary Debates in Moral
Theory, Blackwell, Oxford, 2006, pp. 163-181; ROSETI, C.S., «Moral Motiva-
tion», en ZALTA, E.N. (ed.), The Stanford Encyclopedia of Philosophy, Stanford
University, 2008 edition, <http://plato.stanford.edu>.

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Roberto M. Jiménez Cano

que hace que me sienta bien e inmoral todo lo que hace que
me sienta mal. Y juzgados con este criterio, que no intento
defender, los toros son absolutamente morales para mí, porque,
durante la corrida, me siento muy bien, tengo el sentimiento de
la vida y la muerte, de lo mortal y de lo inmortal, y una vez
terminado el espectáculo, me siento muy triste, pero muy a
gusto» 80.
En concreto, el expresivismo (o emotivismo, aunque en
cierto sentido también estaría aquí incorporado el prescripti-
vismo) representa una posición no-cognoscitivista que conside-
ra que la función principal de los juicios morales es expresar
emociones. Fíjese bien que lo que se señala es que los enuncia-
dos morales no expresan creencias y, por tanto, su misión no es
informar acerca del mundo, sino que expresan actitudes y
representan un medio para influir en la conducta de las perso-
nas al expresar (no informar o describir) la actitud propia. Por
ejemplo, si yo digo «la pena de muerte es mala» no estaría
diciendo «yo desapruebo la pena de muerte», sino algo como
«¡aj!, la pena de muerte» o «yo recomiendo que se prohíba la
pena de muerte» 81.
Ha de recalcarse que «actitud» es un concepto o un cons-
tructo teórico y no se refiere a nada que pueda ser observado
directamente, sino una estructura hipotética que se infiere a
partir de conductas observables empíricamente. De acuerdo
con Stevenson, son estados relativamente duraderos que
poseen un carácter evaluativo en el sentido de que son tenden-
cias psicológicas que expresan valoraciones particulares a favor

80
HEMINGWAY, E., Muerte en la tarde [1932], trad. de L. Aguado, Pla-
neta, Barcelona, 1977, p. 6.
81
RUSSELL, B., Religion and Science [1935], Oxford University Press,
Oxford, 1997, pp. 230-232; CARNAP, R., Philosophy and Logical Syntax, Kegan
Paul, London, 1935, pp. 22-26; AYER, A.J., Lenguaje, verdad y lógica [1936, 2.ª
ed., 1946], trad. de M. Suárez, Planeta, Barcelona, 1994, pp. 119 y 124-125;
STEVENSON, C.L., «The Emotive Meaning of Ethical Terms» [1937], en Facts
and values. Studies in Ethical Analysis, Yale University Press, New Haven,
reimp., 1964, pp. 10-31.

58

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Decisión colectiva, relativismo y democracia

o en contra de algo 82, es decir, son disposiciones a responder de


una manera favorable o desfavorable —manifiestan gustos o
disgustos— ante determinados objetos.
En este sentido, las actitudes tienen una fuerza motivadora
o directiva del comportamiento y de las elecciones. No se trata
de conductas, sino de estados mentales preparatorios para la
conducta, predisposiciones a responder de una manera concre-
ta ante un objeto, persona, situación, etc., organizados a través
de la experiencia, que ejercen una influencia directa o directiva
(o de guía) de la conducta 83.
Las actitudes son prácticamente indistinguibles, desde el
punto de vista psicológico, o, mejor, tienen una relación de
sinonimia con las denominadas «creencias evaluativas», es
decir, creencias que declaran un juicio de valor sobre un objeto.
Finalmente, las actitudes tampoco serían, para algunos auto-
res, algo diferente de las opiniones, pues toda opinión expresa-
ría una actitud, y como en el caso anterior «opinión» constitui-
ría un sinónimo de «actitud» o de «creencia evaluativa»,
aunque es cierto que las opiniones pueden ser, al contrario que
las actitudes, más o menos pasajeras. Por último, los valores,
como conceptos abstractos que constituyen un fin o una meta
de amplio espectro (como libertad, justicia, belleza, felicidad…
o algunos otros más concretos) no son actitudes, pero desde
luego son objeto de fuertes actitudes 84. Por último, las actitudes
pueden relacionarse entre sí para formar conceptos de orden
superior, como el nacionalismo, el militarismo o el antisemitis-

82
STEVENSON, C.L., «The nature of Ethical Disagreement» [1948], en
Facts and values. Studies in Ethical Analysis, Yale University Press, New Hav-
en, reimp., 1964, pp. 1-2.
83
Precisamente la función de la moral es, para Kelsen, guiar la conduc-
ta. La norma moral, señala, se refiere al motivo de la conducta (KELSEN, H.,
Teoría pura del Derecho [2.ª ed., 1960], cit., pp. 71-74).
84
Frente a todos estos constructos, que denotan un estado preparativo
de la conducta, los hábitos y los rasgos de la personalidad conforman patrones
de conducta. Véase al respect OSKAMP, S., SCHULTZ, P.W., Attitudes and
opinions, cit., pp. 7-15.

59

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Roberto M. Jiménez Cano

mo. En este sentido, las actitudes son, de hecho, rasgos de la


personalidad 85.
Pues bien, dentro del positivismo político, la posición de
Kelsen parece claramente emotivista en estas líneas: «Si la
declaración de alguien, de que algo es bueno o malo, sólo cons-
tituye la expresión inmediata de que él desea esa cosa (o su
contraria), tal declaración no constituye ningún «juicio» de
valor, puesto que no tiene ninguna función de conocimiento,
sino una función de componente emocional de la conciencia; y
si la declaración está dirigida hacia la conducta de otro, se tra-
ta de la expresión de una aprobación o reprobación emotiva,
como las exclamaciones: «¡bravo!», o una interjección que
exprese repulsión».
No obstante, de acuerdo con Kelsen puede haber auténticos
juicios de valor en cuanto tales «juicios» y, consecuentemente,
aptos para la verdad cuando se enuncia que algo se correspon-
de con un deseo. Se trata de los enunciados que declaran la
correspondencia de un objeto (un valor o una conducta huma-
na) con un deseo o voluntad de un individuo, los cuales no se
distinguen de enunciados empíricos; son juicios especiales de
realidad. Si el objeto se corresponde con el deseo tendrá un
valor positivo (será bueno), y uno negativo (será malo) si no se
corresponde con él, pero en todo caso, todos estos tipos son
juicios de valor subjetivo 86. Todos estos juicios de valor son
subjetivos porque se refieren a estados emocionales de la per-
sonalidad, como deseos y temores o «se basan, en último térmi-
no, en la personalidad del individuo que juzga y en el elemento
emocional de su conducta». Y, por tener carácter subjetivo,

85
BROWN, J.A.C., La psicología social en la industria [1954], trad. de A.
Corona, Fondo de Cultura Económica, México, 3.ª ed., 1998, p. 240.
86
KELSEN, G., Teoría pura del Derecho [2.ª ed., 1960], cit., p. 33. Así, en
palabras de Kelsen, un juicio de valor «es un aserto por el cual se declara que
algo es un fin, un último fin que no puede servir como medio para el logro de
otro fin ulterior» (Teoría General del Derecho y del Estado, cit., p. 8).

60

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Decisión colectiva, relativismo y democracia

válido únicamente para el sujeto que juzga, poseen un carácter


relativo sólo a él 87.
La posición de Kelsen aquí no es reduccionista pues entien-
de que el discurso moral no se agota en enunciados bien con
función cognoscitiva o bien con función directiva, sino que
considera que se dan ambos tipos de enunciados: aquellos que
expresan actitudes y aquellos que informan (sobre) actitudes.
Aquellos que expresan actitudes, como la aprobación de algo,
tendrían la forma «¡bravo!, la democracia», un enunciado que
es claramente no apto para la verdad. Por su parte, los que
informan sobre actitudes, como «la democracia es buena»,
informarían de que la democracia tiene para mí un valor posi-
tivo, que la democracia se conforma con mis valores o deseos,
y pueden ser calificados de verdaderos o falsos (siempre que yo
no mienta).
Ambos tipos de enunciados son ejemplos de subjetivismo
moral. En el caso de que se mantenga que los enunciados
morales tienen un carácter informativo el subjetivismo suele
ser calificado de «simple», mientras que si se considera que los
enunciados morales tienen un carácter expresivo o directivo el
subjetivismo se ha denominado «complejo» o, directamente,
expresivismo. Mas una cosa es que se pueda predicar dos espe-
cies de subjetivismo semántico y otra que ambos tipos sean
formas de relativismo moral. En efecto, aunque tradicional-
mente se aduce que el subjetivismo simple sí es relativismo,
también se aclara que el expresivismo no lo es. El relativismo
no negaría, como lo haría el no-cognoscitivismo expresivista,
que los enunciados morales no sean aptos para la verdad.
En efecto, el relativismo metaético subjetivista puede defi-
nirse como la doctrina que sostiene que los valores de verdad
de los juicios morales no son absolutos o universales, sino rela-
tivos al sistema moral (entendido como un conjunto de estados
conativos motivacionales o actitudes) del hablante o del cre-

87
KELSEN, H., Teoría General del Derecho y del Estado, cit., pp. 7-8;
«Ciencia y Política», cit., p. 260.

61

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Roberto M. Jiménez Cano

yente, el cual puede variar de un individuo a otro 88. Sin embar-


go, para el expresivismo los enunciados morales expresan acti-
tudes y, como tal, no son aptos para la verdad. Por consiguiente,
mientras que el subjetivismo simple es una forma de relativis-
mo metaético, el expresivismo no lo sería 89.
Con todo, no veo razones para aceptar exclusivamente el
expresivismo y negar así que haya creencias morales. En reali-
dad, pienso que en el discurso moral caben enunciados mora-
les que expresan actitudes (estados mentales conativos), pero
también enunciados (juicios) morales que expresan creencias
evaluativas personales como «a mi juicio, la democracia es
buena». En este sentido, me resulta más atractivo (me parece
que también a Kelsen) abrazar el relativismo y rechazar el
escepticismo.
Otra cosa es que una actitud sea prácticamente indistingui-
ble de una creencia evaluativa y que la actitud de un sujeto
hacia un objeto («¡hurra! por la democracia») resuma su creen-
cia evaluativa sobre ese objeto 90. Esto supone no sólo que pue-
de haber diferentes actitudes, sino distintas creencias relativas
a cada individuo sobre un mismo objeto y diferentes enuncia-
dos o juicios morales verdaderos sobre un mismo asunto. Por
ejemplo:

88
FRANCÉN, R., Metaethical Relativism. Aginst the Single Analysis
Assumption, Göteborg University, Göteborg, 2007, pp. 15-20. El relativismo
moral bien puede hacer referencia a la moral de la persona que juzga una
acción (el hablante) o de la persona juzgada (el agente). Véase LYONS, D.,
«Ethical Relativism and the Problem of Incoherence», en Ethics, vol. 86, n.º 2,
1976, pp. 109-110. En adelante se tomará siempre la perspectiva del hablante
al hacer referencia al relativismo.
89
STEVENSON, C.L., «Relativism and Nonrelativism in the Theory of
Value», cit., pp. 79-80. Por esta razón se ha insistido en que el expresivismo no
es un tipo de relativismo ni implica el relativismo ni es una respuesta al rela-
tivismo. Véase ahora HORGAN, T., y TIMMONS, M., «Expressivism, Yes!
Relativism, No!», en SHAFFER-LANDAU, R. (ed.), Oxford Studies in Metaeth-
ics, vol. I, Oxford University Press, Oxford, 2006, pp. 74-76.
90
OSKAMP, S., SCHULTZ, P.W., Attitudes and opinions, cit., p. 15.

62

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Decisión colectiva, relativismo y democracia

«La democracia es buena» y «No, la democracia es mala»


pueden ser ambos enunciados verdaderos, puesto que las con-
diciones de verdad dependen de las creencias evaluativas de
cada uno de los individuos que profieran tales enunciados.
Esto ni siquiera supone que cada uno de esos enunciados ten-
gan criterios absolutos de corrección o que sean absolutamente
verdaderos para quien los realiza. Puede que un nuevo apren-
dizaje sobre diferentes asuntos del objeto valorado haga dudar
al individuo acerca de la justificación de su creencia o puede
que otra persona le solicite una mayor justificación y comience
una discusión al respecto en la cual se descubra que hubo
algún error en la justificación de su creencia. Una vez modifi-
cados los parámetros de justificación también pueden cambiar
las condiciones de verdad de los enunciados 91.
Por otra parte, se ha alegado que el relativismo subjetivista
no explica el desacuerdo moral visto como una oposición entre
enunciados morales. Piénsese, por ejemplo, en el juicio «la
democracia es una buena forma de gobierno» proferido por
Isabel y en el juicio «no, la democracia no es una buena forma
de gobierno» declarado por Montse. ¿Cómo alguien puede
estar en desacuerdo en que, por ejemplo, Montse desaprueba la
democracia e Isabel aprueba la democracia? Es decir, la con-
troversia moral se daría —siempre que los hablantes fueran
sinceros— entre enunciados morales verdaderos, algo, por
supuesto, que no constituiría ninguna controversia ni ningún
desacuerdo 92. El expresivismo sí explicaría, empero, dichos
desacuerdos, puesto que estos no serían ya oposiciones sobre
creencias (de creencias sobre actitudes), sino oposiciones de
actitud 93.

91
KÖLBEL, M., ‘‘Indexical Relativism versus Genuine Relativism’’, en
International Journal of Philosophical Studies, vol., 12(3), 2004, pp. 308-310.
92
Véase a este respecto RACHELS, J., «El subjetivismo», trad. de J.
Vigil, en SINGER, P. (ed.), Compendio de Ética [1991], Alianza, Madrid, 2004,
pp. 584-587; ROOJEN, M., «Moral Cognitivism vs. Non-Cognitivism», citado.
93
Véase, STEVENSON, C.L., «The nature of Ethical Disagreement», cit.,
pp. 1-3. No obstante, en la actualidad se sigue discutiendo la viabilidad del

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Roberto M. Jiménez Cano

Piénsese en lo que significa el relativismo moral subjetivo.


Éste puede verse como un tipo de relativismo indéxico o indexi-
cal, en el que se tratan las expresiones morales (como bueno,
malo, correcto, incorrecto, etc.) como expresiones indéxicas o
indexicales (tales como «yo», «aquí», «ahora», «esto» o «eso»).
Isabel puede decir «yo vivo en Madrid» y Montse puede decir
«yo no vivo en Madrid». En este caso, el significado del término
«yo» puede variar dependiendo del contexto (del lugar de resi-
dencia) de cada uno. De tal manera, que si Isabel, al realizar tal
enunciado, reside en Madrid su enunciado es verdadero y que
si Montse, al proferir el suyo, no reside en Madrid su enuncia-
do también es verdadero. El significado de un término o de un
enunciado, de este modo, es relativo al contexto de uso. Lo
mismo ocurre en el caso de enunciados como «el aborto es
correcto» y «el aborto no es correcto» cuando «correcto» signi-
fica cosas diferentes en los distintos sistemas morales de
Montse e Isabel. El relativismo indexical, se aduce, no puede
explicar tampoco el desacuerdo moral 94. Como el significado
de cada enunciado en contextos diferentes es distinto, entonces
no puede haber desacuerdos genuinos.
Alguien podría sustentar que si el relativismo moral subje-
tivo no puede explicar el desacuerdo moral y es éste precisa-
mente lo que motivó el sentimiento de ambivalencia, entonces
no tiene mucho sentido seguir defendiendo el relativismo.
Pero es que nada obsta a que el desacuerdo no resida en los
significados de los enunciados ellos mismos considerados,
sino —como ha señalado James Dreier— en las condiciones

expresivismo frente al subjetivismo simple a la hora de explicar el desacuerdo


moral. A este respect pued verse JACKSON, F. y PETTIT, P., «A Problem for
Expressivism», en Analysis, 58, 1998, pp 239–251; JACKSON, F., «The Argu-
ment from the Persistence of Moral Disagreement», en SHAFER-LANDAU, R.
(ed.), Oxford Studies in Metaethics, vol. 3, Oxford University Press, Oxford,
2008, pp. 75–86.
94
KÖHLER, S. «Expressivism, Subjectivism and Moral Disagreement»,
en Thought. A Journal of Philosophy, vol. 1, 2012, pp. 71-78.

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Decisión colectiva, relativismo y democracia

bajo las cuales es apropiado afirmar los juicios en cuestión 95.


Es decir, si los enunciados antes mencionados se pretenden
enfrentar no cabe desacuerdo alguno, pues cada uno es verda-
dero desde los contextos valorativos diversos de Montse e Isa-
bel. Si el significado del enunciado «el aborto es correcto» es
informar de que Isabel aprueba el aborto y el significado del
enunciado «el aborto no es correcto» es informar de que
Montse rechaza el aborto, entonces informan de cosas distin-
tas sin desacuerdo alguno.
Sin embargo, en esta disputa entre Montse e Isabel no se
estaría sencillamente enfrentando significados verdaderos, sino
que realmente se estarían discutiendo los valores de verdad de
un enunciado desde diferentes contextos. Isabel está evaluando
desde su propio sistema de valores, mientras que Montse lo
está haciendo desde el suyo propio y, consecuentemente, están
asignando diferentes valores de verdad al enunciado «el aborto
es correcto». Por consiguiente, su debate parece después de
todo descansar en algún tipo de desacuerdo 96.
Entender el desacuerdo como una oposición entre condi-
ciones de corrección de los juicios morales se acerca bastante
al expresivismo normativo de Allan Gibbard. Para Gibbard un
enunciado como «el aborto es correcto» equivale a la expresión
del estado mental de aceptación por parte de un hablante desde
un sistema de normas concreto que aprueba el aborto 97. De
esta manera, los enunciados morales son correctos o incorrec-
tos de acuerdo con un sistema de normas dado. El expresivis-
mo de Gibbard, pues, bien puede verse como una forma de
relativismo simplemente entendiendo enunciados válidos según
un sistema de normas como enunciados verdaderos según un

95
DREIER, J. «Relativism (and expressivism) and the problem of dis-
agreement», en Philosophical Perspectives, vol. 23, 2009, pp. 106-107.
96
PRINZ, J.J., The emotional construction of morals, cit., pp. 182-183.
97
GIBBARD, A., Wise Choices, Apt Feelings, Harvard University Press,
Cambridge, 1990. En su version actual Gibbard se centra más en la aceptación
de planes que de normas. A este respecto puede verse GIBBARD, A., Thinking
How to Live, Harvard University Press, Cambridge, 2003.

65

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Roberto M. Jiménez Cano

sistema de normas (el del hablante). Expresivismo y relativis-


mo pueden no ser lo mismo, pero desde luego guardan un gran
parecido. Tanto que ambos pueden ser concebidos como for-
mas de emocionismo pues ambos mantendrían la pretensión
epistémica del emocionismo.
El emocionismo sostiene que los sentimientos o las emocio-
nes juegan un papel esencial en la moral. Esta tesis puede pro-
yectarse sobre dos pretensiones, una metafísica y otra epistémi-
ca. De acuerdo con el emocionismo metafísico, las propiedades
morales están esencialmente ligadas con las emociones. Esto
supone además comprometerse con la existencia de hechos
morales y, por consiguiente, con el realismo moral, pero con un
realismo moral muy diferente al que aquí se ha aludido ante-
riormente. Se trata de un realismo moral que no incluye el ras-
go de mind-independence, es decir, de la independencia acerca
de las actitudes de los individuos. Tales hechos morales son
entendidos de una manera naturalista, pues se conciben como
dependientes de emociones. El emocionismo epistémico, por su
parte, se comprometería con la tesis psicológica de que los con-
ceptos y los términos morales se relacionan con las emociones.
El relativismo aceptaría ambas pretensiones y conformaría un
emocionismo en sentido fuerte, el emotivismo sólo se compro-
metería con la pretensión epistémica 98.
Entender que el relativismo afirma la existencia de hechos
morales (emociones o actitudes) resultaría algo demasiado
controvertido para algunos relativistas, mas lo cierto es que no
se pretende profundizar en este punto, ya que lo que únicamen-
te se pretende afirmar aquí es que tiene pleno sentido hablar de
creencias subjetivas o relativamente verdaderas conforme a
unos criterios individuales de verdad o, si se prefiere, de unas
normas o unos valores que sirven de parámetro de corrección
de los enunciados morales; de unos estándares de corrección

98
PRINZ, J.J., The emotional construction of morals, cit., 16-19.

66

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Decisión colectiva, relativismo y democracia

generados por actitudes 99. Y, por tanto, que es preferible no


defender el escepticismo moral académico en este sentido.

4. LA DEMOCRACIA COMO RELATIVISMO POLÍTICO

Recuérdese cómo comenzaron las páginas de este capítulo:


cómo tomar una decisión única y dotada de autoridad en situa-
ciones de desacuerdo colectivo sobre cuál es la mejor manera
de actuar o de decidir, es decir, en situaciones de múltiples dis-
crepancias individuales acerca de los estándares de corrección
de diferentes cursos de acción. En ese momento se señaló al
Estado como una solución apropiada a este problema: la deci-
sión autoritativa única sería la del Estado. Ahora bien, en las
páginas iniciales de este capítulo nada se dijo respecto de la
forma en que conformar la voluntad o la decisión del Estado.
En breve, nada se dijo de la forma de gobierno. Es cierto que
existen varias posibilidades, pero aquí se contemplarán sólo
dos: la autocracia y la democracia.
La autocracia o absolutismo político puede definirse, en
palabras de Kelsen, como una forma de gobierno en la que el
poder del Estado está concentrado en una sola persona, cuya
voluntad constituye la ley con independencia de la voluntad de
los súbditos, mientras que el resto de individuos están obliga-
dos a obedecer sin participar en su creación. Desde esta defini-
ción se pueden realizar algunas analogías algo superficiales,
como el autor austriaco señala, entre la concepción absolutista
en política y la concepción absolutista-universalista del mundo
(y de la moral). La autocracia se puede vestir con los ropajes
propios del objeto y del sujeto de conocimiento en una concep-
ción absolutista y universalista. Por un lado, existiría una ley
dotada de autoridad con validez absoluta e independiente del
parecer de los súbditos a quienes se les aplica universalmente.

99
STREET, S., «What is Constructivism in Ethics and Metaethics?», en
Philosophy Compass, vol. 5, 2010, p. 369.

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Roberto M. Jiménez Cano

Por otra, el súbdito no sería libre para participar en la construc-


ción de dicha ley y simplemente se limitaría a obedecerla den-
tro de una situación de desigualdad entre soberano y súbdito.
La otra forma de gobierno en disputa sería la democracia.
La democracia, adoptada la visión formal que se señaló en la
introducción, bien puede definirse como una forma de gobier-
no en la que el poder del Estado está es manos del pueblo o, de
la mayor parte de los individuos que conforman la sociedad,
cuya voluntad no se puede formar con independencia de la par-
ticipación y manifestación de la particular voluntad de los indi-
viduos del grupo y que una vez expresada, en forma de ley,
exige ser obedecida por todos los individuos del grupo 100.
De acuerdo con esta última observación, la democracia
implica una especie de auto-obediencia y la ley democrática es
una forma de autonomía, de norma propia de cada individuo.
Desde estas premisas, el paralelismo entre la democracia y el
relativismo epistemológico está servido. Si el relativismo pre-
supone la libertad del sujeto cognoscente para crear su mundo
(también su mundo moral), pero para evitar el solipsismo se
restringe al tomar conciencia de que hay otros sujetos episté-
micos (y otros sujetos morales), entonces la democracia ha de
presuponer una libertad del sujeto para participar en la crea-
ción del orden social, aunque restringida para evitar la falta de
gobierno, es decir, la anarquía. Frente a una libertad sin restric-
ciones (la libertad natural), la democracia necesita tomar en
consideración la existencia de otros sujetos con igual libertad.
Sólo a través de dicha igualdad se pueda alcanzar la libertad
política —como participación en el gobierno— 101.

100
De algún modo, la forma democrática de gobierno reafirmaría la
posición de Gilbert Harman, quien vendría a sostener que los juicios morales,
o una importante clase de ellos, tienen sentido sólo en relación a un acuerdo.
Véase HARMAN, G., «Moral relativism defended» [1975], en Explaining Value
and Other Essays in Moral Philosophy, Oxford University Press, Oxford, 2000,
pp. 3-19.
101
KELSEN, H., «Absolutismo y relativismo en filosofía y en política»,
cit., pp. 117-120; «Los fundamentos de la democracia», cit., p. 243.

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Decisión colectiva, relativismo y democracia

Empero, más allá de estos paralelismos la pugna entre


autocracia y democracia versa sobre el procedimiento para
alcanzar una meta 102. La premisa está clara: «si se declara que
la verdad y los valores absolutos son inaccesibles al conoci-
miento humano, ha de considerarse posible al menos no sólo la
propia opinión sino también la ajena y aun la contraria. Por
eso, la concepción filosófica que presupone la democracia es el
relativismo. La democracia concede igual estima a la voluntad
política de cada uno, porque todas las opiniones y doctrinas
políticas son iguales para ella, por lo cual les concede idéntica
posibilidad de manifestarse y de conquistar las inteligencias y
voluntades humanas en régimen de libre concurrencia» 103.
¿Cómo entonces llegar a un acuerdo? Por un lado, relativis-
mo y democracia compartirían el método dialéctico. En efecto,
a juicio de Kelsen, si la concepción del mundo crítico-relativis-
ta, partiendo de la imposibilidad de conocer verdades o valores
absolutos, siempre está dispuesto a considerar las concepcio-
nes contrarias al menos como posibles, entonces el relativismo
filosófico se ve impulsado hacia el método dialéctico que per-
mite que se desarrollen antes las opiniones y contra-opiniones
para después buscar un equilibrio entre dos puntos de vista sin
negar de forma absoluta el uno al otro. ¿No es éste —se pregun-
ta Kelsen— el método de la democracia parlamentaria y su pro-
cedimiento de tipo dialéctico dirigido a la obtención de un
compromiso? La dictadura sólo puede quererse por quien ten-
ga la creencia metafísica de que el dictador está en posesión de
la verdad absoluta 104.
Por otro, relativismo y democracia y ante un posible fracaso
del compromiso social compartirían también el método de la

102
KELSEN, H., Teoría General del Derecho y del Estado, cit., p. 8.
103
KELSEN, H., «Forma de Estado y Filosofía», cit., pp. 158 y 160-161;
«Los fundamentos de la democracia», cit., pp. 258-259.
104
KELSEN, H., «El problema del parlamentarismo» [1925], trad. de J.
Ruiz Manero, en Escritos sobre la democracia y el socialismo, Debate, Madrid,
1988, pp. 103-104.

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Roberto M. Jiménez Cano

mayoría. Cuando se está convencido de que no hay valores


absolutos y que ninguna concepción del bien conoce el bien
absoluto, que ningún individuo alberga el conocimiento del
bien absoluto y que no hay procedimiento para determinar lo
objetivamente correcto o la mejor de las opciones en pugna,
entonces puede encontrarse un motivo para defender o justifi-
car la puesta en marcha de un método —para determinar los
contenidos del orden social— sobre la base de lo mejor para
una mayoría de individuos en un proceso donde cada individuo
pueda expresar aquello que es lo mejor para él 105. Si cada uno
tiene su propia opinión y no es posible decidir de modo abso-
luto qué es lo bueno y qué es lo malo, parece lógico discutir y
decidir votando 106. Este es «el verdadero significado del sistema
político que llamamos democracia y que únicamente podemos
oponer el absolutismo político en cuanto que es relativismo
político» 107.
La conclusión del presente capítulo es sencilla: cuando
resulta necesario tomar decisiones únicas sobre temas de justi-
cia y bien común dentro de un grupo (un Estado) y dado que
no existe un procedimiento que permita conocer qué es lo justo
o qué acción es la correcta en aras al bien común, entonces se
tiene un motivo para acudir a la democracia como forma de
resolver los desacuerdos morales individuales en el seno del
grupo. Alguien puede pensar que si bien esto es un motivo para
la democracia no lo es menos para otra forma de resolver los
problemas. Y esto es cierto.
Una cosa es que lo que sea una decisión correcta en asuntos
sobre la justicia o el bien común depende de las actitudes de los
individuos y otra muy distinta hacer partícipes a todos los indi-
viduos del grupo en la toma de la decisión aplicable a ese gru-

105
KELSEN, H., «Forma de Estado y Filosofía», cit., pp. 122-124; «Los
fundamentos de la democracia», cit., p. 258.
106
KELSEN, H., «Absolutismo y relativismo en filosofía y en política»,
cit., pp. 122-124.
107
KELSEN, H., «Los fundamentos de la democracia», cit., p. 259.

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Decisión colectiva, relativismo y democracia

po. No hay ninguna relación lógica o de necesidad entre una


cosa y la otra. Personalmente me parece que existe un motivo
de carácter pragmático, me parece de sentido común contar
con las diferentes perspectivas sobre un asunto cuando al fin y
al cabo el asunto no tiene una respuesta correcta.
La defensa de la democracia necesita algo más que la sim-
ple necesidad de acudir a un procedimiento para resolver des-
acuerdos. Y ello porque bien puede que esa necesidad no sea
tal. Lo indispensable en un grupo puede ser el tomar una deci-
sión única, pero no que en la formación de esa decisión parti-
cipen todos. Ni siquiera abrazando el emocionismo un dictador
debe acudir a la democracia, simplemente puede imponer sus
emociones al resto tras haber vencido en una guerra. La demo-
cracia para ser elegida, para ser defendida, necesita de algo
más. Después de todo, la analogía entre el sujeto cognoscente
del relativismo o constructivismo epistemológico y el súbdito
de una democracia realizada por Kelsen no sea tan superficial.
Se necesita no sólo ver que cada individuo es autónomo, es
decir, que tiene su propio sistema de normas o de valores o que
es libre para decidir su propio camino o plan de vida moral,
sino que asimismo es requisito indispensable tomar en consi-
deración eso mismo. Es decir, lo que cada uno ve para sí se ha
de respetar al resto, a todos los individuos. Hay que creer y
respetar que todos estamos, ante qué es lo justo o ante qué
representa el bien común, en la misma posición de autonomía.
El anti-realismo, cercano al emotivismo, de Jeremy Wal-
dron parece avalar este mismo sentido de la democracia. La
necesidad que tienen los miembros de un grupo de actuar en
conjunto o de tomar un curso de acción o una decisión común
en un escenario en el que una pluralidad de personas no com-
parten las mismas ideas —o que están en desacuerdo— sobre
la justicia, los derechos o la moralidad política pasa por deter-
minar una autoridad, es decir, por determinar cómo han de ser
tomadas las decisiones cuando existen discrepancias 108. El pro-

108
WALDRON, J., Derecho y desacuerdos, cit., p. 253.

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cedimiento podría pasar por tirar una moneda al aire, por


seguir un método mayoritario o por cualquier otro medio. Aho-
ra bien, esto no sitúa a la democracia al nivel de cualquier otra
técnica de resolución de conflictos o de desacuerdos a la hora
de tomar una decisión colectiva, la democracia es, en efecto, un
buen instrumento para ello, pero también un procedimiento
moralmente respetable en una medida en que otras técnicas no
lo son. Y ello porque respeta las diferencias de opinión de todas
las personas sobre la justicia o el bien común, respeta las múl-
tiples creencias sobre los valores y los derechos 109. Este respeto
hacia las creencias no se basa en la cuestión óntica de si existen
o no valores objetivos, pero desde luego sí tiene importantes
puntos de conexión con la cuestión epistémica de cómo verifi-
car dicha objetividad.
Es decir, en la medida en que los valores objetivos no son
autoevidentes o «no se nos revelan por sí mismos, en nuestra
conciencia o descendiendo del cielo de una forma que no deje
ningún espacio para el desacuerdo, lo único que nos queda en
la tierra son opiniones o creencias sobre valores objetivos». En
este sentido, la existencia de una moral absoluta u objetiva es
irrelevante para la política (también para el Derecho), pues no
puede comprobarse por métodos generalmente aceptados su
existencia 110.
Hay, sin duda, en el emocionismo un motivo para la demo-
cracia, pero un motivo insuficiente si no se reconoce la igual

109
WALDRON, J., Derecho y desacuerdos, cit., pp. 123-135. «Si creemos
que todas las personas afectadas por un problema tienen derecho a opinar
sobre su solución, entonces no podemos hacer otra cosa que establecer un
procedimiento para contar, y de algún modo evaluar, los millones de opiniones
individuales […] Si el problema afecta a millones de personas, un procedi-
miento de toma de decisiones respetuoso requiere que dichos millones de
personas se escuchen los unos a los otros y acuerden una política común de
forma que se tomen en cuenta las opiniones de todos» (WALDRON, J., Dere-
cho y desacuerdos, cit., pp. 132-133).
110
WALDRON, J., Derecho y desacuerdos, cit., p. 134, en especial nota 62,
y pp. 211-212.

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Decisión colectiva, relativismo y democracia

autonomía de los individuos para tomar decisiones que afecten


a todos. Puede que la tesis epistémico-psicológica del emocio-
nismo sirva para descubrir que hay algo en la personalidad de
los individuos que les hace tender hacia este reconocimiento o
respeto hacia los demás, pero puede que la propia naturaleza
humana descubra que esto es imposible. Aunque el relativismo
no parezca ayudar aquí, quizá en otro momento pueda contri-
buir a dar mayores motivos para la democracia.

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II. PERSONALIDAD, VALORES Y DEMOCRACIA

El expresivismo y el relativismo moral tienen en común,


como se ha señalado en el capítulo anterior, la tesis emocionis-
ta epistémica según la cual los conceptos morales son relativos
a emociones o actitudes. Esta tesis es de carácter psicológico.
Con esto se afirma, entre otras cosas, que los valores morales o
conceptos tales como bueno, justo o correcto dependen de
emociones o actitudes. Resulta claro que ciertos valores se pue-
den inferir de otros valores en una regresión hacia valores
superiores, pero una vez que se llega hasta unos valores últi-
mos estos ya no pueden inferirse de otros. Esto no significa,
como pretende el fundacionalismo, que tales valores últimos
sean auto-evidentes o conocidos a través de la intuición, sim-
plemente que el fundamento, si a esto se le quiere llamar fun-
damento, de dichos valores últimos se encuentra en determina-
dos estados mentales emocionales de los individuos.
Permítaseme transcribir un pasaje algo extenso de Kelsen
pero que merece la pena leer por mor de su claridad:

Puede explicarse que alguien declare que la democracia es


una forma de gobierno buena, o tal vez la mejor, diciendo que la
democracia es la forma de gobierno que permite alcanzar el
mayor grado de libertad individual. Esta explicación implica que
esta persona considera que garantizar la libertad individual es el
fin del gobierno. Si se le pregunta a esta persona por qué conside-

75

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ra que la libertad individual es un fin, seguramente responderá


que lo es porque todo el mundo quiere ser libre. Esta respuesta
presenta muchos problemas como afirmación acerca de un hecho.
Incluso si la afirmación fuera cierta, no respondería a la pregunta.
La razón de que la democracia sea una buena forma de gobierno
no depende del fin perseguido, sino del que debería perseguirse,
es decir, del fin adecuado que los hombres deben perseguir. Por
tanto, para responder correctamente a la pregunta de «por qué la
democracia es una buena forma de gobierno», deberemos decir:
«Porque los hombres deberían ser libres», lo cual supone conside-
rar la libertad como el valor supremo. Este juicio de valor puede
resultar tan evidente al que juzga, que no sea consciente de que es
el presupuesto fundamental de su juicio acerca de la democracia.
El juicio acerca de la libertad individual, o de la seguridad
económica, o del fin último que se presuponga como valor supre-
mo, no da lugar a una justificación mediante un juicio de valor
posterior. Respecto a este juicio de valor, sólo cabe plantearse por
qué un individuo presupone la libertad y otro la seguridad como
valores supremos. Se trata aquí tanto de una cuestión psicológica
acerca de la realidad como de una cuestión de valores. La investi-
gación sobre este problema apenas puede ir más allá de la afirma-
ción de que la elección entre los diferentes presupuestos viene
determinada en definitiva por la personalidad del que juzga y por
el elemento emocional de su conciencia.
La persona que siente confianza en sí misma preferirá la liber-
tad individual, mientras que la que sufre un complejo de inferio-
ridad preferirá la seguridad económica. El que siente fuertes incli-
naciones metafísicas y crea en la inmortalidad del alma por temor
a la muerte, se sentirá inclinado a tener en cuenta los llamados
«valores espirituales»; dada su preocupación por el destino de su
alma, tendrá en cuenta el «bienestar del alma». En cambio, el
hombre de pensamiento más racionalista, que sienta un deseo
incontenible de disfrutar de su vida terrena, considerará que los
únicos valores a tener en cuenta son los materiales. En este senti-
do, los juicios acerca de los fines últimos o de los valores supre-
mos son altamente subjetivos, a pesar de aspirar a la validez obje-
tiva. Difieren, pues, de los juicios acerca de la realidad, que son
por naturaleza objetivos por poderse verificar y no depender en
absoluto de la personalidad del que juzga, de sus deseos y temo-
res. Esta objetividad es una característica esencial de la Ciencia.

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Personalidad, valores y democracia

Y, debido a esta objetividad, la Ciencia se opone a la Política y


debe separarse de ella, ya que, en último término, la Política se
basa en juicios de valor subjetivos 111.

Confróntese, ahora, la posición kelseniana con las siguientes


palabras de David Hume: «todos los sistemas que afirman que
la virtud no es más que la conformidad con la razón, que existe
una adecuación e inadecuación eterna de las cosas, que es la
misma para todo ser racional que la considera, que la medida
inmutable de lo justo y lo injusto impone una obligación no
sólo a las criaturas humanas, sino a la divinidad, coinciden en
la opinión de que la moralidad, lo mismo que la verdad, es
conocida meramente por las ideas y por su yuxtaposición y
comparación». Pero, la moral «es más propiamente sentida que
juzgada, aunque este sentimiento o afección es comúnmente
tan suave y sutil que nos inclinamos a confundirlo con una
idea». En definitiva, las distinciones morales no se derivan de la
razón, sino que «dependen enteramente de ciertos sentimientos
peculiares de dolor o placer» y la cuestión de «que una acción
sea virtuosa o viciosa es tan sólo un signo de alguna cualidad o
carácter y debe depender esto de principios duraderos del espí-
ritu, que se extienden sobre la conducta total y penetran en el
carácter personal» 112.
Como ya señalara John Rawls, la teoría de Hume presentó
una «moral psicologizada» 113. Es suficiente fijarse en las refe-
rencias al carácter presentes en las líneas anteriores: que una
acción sea buena (virtuosa) o mala (viciosa) depende del carác-
ter personal. Pues bien, dicha «psicologización» puede exten-
derse, de alguna manera, a la teoría política de Kelsen. Final-
mente, la ética está íntimamente relacionada con la política,

111
KELSEN, H., «Ciencia y Política», pp. 259-260.
112
HUME, D., Tratado de la naturaleza humana [1739-1740], trad. de V.
Viqueira, Servicio de Publicaciones de la Diputación de Albacete, Albacete,
2001, 3,1,1, p. 332; 3,1,2, p. 340; 3,3,1, pp. 406-407, respectivamente.
113
RAWLS, J., Lectures on History of Moral Philosophy, Harvard Univer-
sity Press, Cambridge, 2000, p. 21.

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Roberto M. Jiménez Cano

pues, ésta representa —como señala Bertrand Russell— un


intento de llevar los deseos colectivos de un grupo por encima
de los individuos o, a la inversa, se trata del intento por parte
de un individuo de que sus deseos lleguen a ser los de su gru-
po 114.
En los escritos políticos kelsenianos de los años 20 y 30 se
observa además, y más que en los escritos posteriores, una
influencia directa del pensamiento de Sigmund Freud 115. En
efecto, en los trabajos más tempranos, cuando Kelsen hacía
referencia a la naturaleza psíquica humana para comprender
las preferencias por un sistema político o una forma de gobier-
no mencionaba expresamente las pulsiones (en ocasiones tam-
bién denominadas «impulsos» o «instintos») como fuerzas
directivas del pensamiento, la conducta y la personalidad 116.
No puede soslayarse, pues, en este punto, lo que el propio
Freud pensaba acerca de los juicios de valor: «los juicios de
valor de los seres humanos derivan enteramente de sus deseos
de dicha, y por tanto son un ensayo de apoyar sus ilusiones
mediante argumentos» 117.

114
RUSSELL, B., Religion and Science, cit., p. 232.
115
Sobre las relaciones entre Kelsen y Sigmund Freud puede verse
LOSANO, M.G., «Kelsen y Freud» [1977], trad. de A. Huerta, en CORREAS, O.
(comp.), El otro Kelsen, cit., pp. 99-110.
116
Las conexiones de la teoría política de Kelsen con los trabajos de
Sigmund Freud son claras en algunos trabajos. En este sentido puede verse
KELSEN, H., «El concepto de Estado y la psicología social (Teniendo como
referencia especial la teoría de las masas según Freud)» [1922], trad. de F.
Lucce, en CORREAS, O. (comp.), El otro Kelsen, Universidad Nacional Autó-
noma de México, México, 1989, pp. 333-372; y «Dios y Estado» [1922-1923],
trad. de J. Hennequin, en CORREAS, O. (comp.), El otro Kelsen, cit., pp. 243-
266. Por último, acerca de las conexiones de la teoría de la democracia de
Kelsen con la teoría psicoanalítica de Freud véase VILLACAÑAS, J.L., «Qué
sujeto para qué democracia. Un análisis de las afinidades electivas entre Freud
y Kelsen», en Logos. Anales del Seminario de Metafísica, vol. 35, 2002, pp. 20-54.
117
FREUD, S., «El malestar en la cultura» [1929], en Obras completas de
Sigmund Freud, trad. de J.L. Etcheverry, vol. XXI. El porvenir de una ilusión,
el malestar en la cultura, y otras obras (1927-1931), Amorrortu, Buenos Aires,
1986, p. 140. Véase, también, MALUSCHKE, G., «Validity of Moral Norms:

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Personalidad, valores y democracia

Kelsen consideraba que la raíz común tanto de las convic-


ciones filosóficas como del ideario político se encontraba en
«la estructura psíquica, el carácter del filósofo o del político, la
forma esencial de su yo, esto es, la manera como este «yo» se
experimenta a sí mismo en su relación con el «tú» o «él»» 118; y
argüía que la opción entre autocracia o democracia dependía
de circunstancias accidentales o de estados de ánimo 119. Por
esta razón, partir de una naturaleza humana distinta de la que
tenemos a la hora de construir un sistema político o filosófico
o un orden social como el Estado es, para el jurista austriaco,
utópico 120.
En los escritos posteriores a la II Guerra Mundial, a pesar
de que la terminología freudiana ya no es tan evidente, Kelsen
sigue pensando que los juicios de valor se refieren a estados
emocionales de la personalidad, como deseos y temores 121; y,
respecto de la elección política entre autocracia y democracia,
continúa opinando que una u otra forma de gobierno viene
determinada por las peculiaridades de la mente humana, por la
naturaleza psíquica humana 122.
También Alf Ross ha destacado la importancia de la perso-
nalidad a la hora de elegir la democracia o la autocracia. Así,
sostiene que «quien desee el libre desenvolvimiento de su per-
sonalidad» y aborrezca el autoritarismo tiene motivos para pre-

Perspectives of Philosophy and Psychoanalysis», en Revista Interamericana de


Psicología / Interamerican Journal of Psychology, vol. 41, n.º 2, 2007, pp. 209-
210.
118
KELSEN, H., «Forma de Estado y Filosofía», cit., p. 138 y «Forma de
Estado y visión del mundo», trad. de G. Payás, en CORREAS, O. [comp.], El
otro Kelsen, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1989., p. 225
119
KELSEN, H., «Forma de Estado y Filosofía», cit., p. 140.
120
KELSEN, H., «La teoría política del socialismo» [1923], trad. de J.
Ruiz Manero, en Escritos sobre la democracia y el socialismo, Debate, Madrid,
1988, p. 79 y «El Derecho como técnica social específica» [1941], cit., pp. 164-
165.
121
KELSEN, H., Teoría General del Derecho y del Estado, cit., pp. 7-8;
«Ciencia y Política», cit., p. 260
122
KELSEN, H., «Los fundamentos de la democracia», cit. p. 226.

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ferir la democracia a la autocracia 123. De hecho, elegir entre


autocracia y democracia depende de la madurez mental del
individuo: «para la persona que ha alcanzado madurez mental
y se ha liberado del temor a la existencia, o de la dependencia
frente al padre, la madre y otras autoridades protectoras que
caracteriza al niño» la autonomía es un valor moral fundamen-
tal y «el fundamento mismo de su autopercepción como perso-
nalidad humana». «Una personalidad semejante —continua
Ross— también desea que la misma fuerza interior se desarro-
lle en otros. Así como aborrece toda imposición externa, tam-
poco desea imponer su voluntad a otros». La autonomía, como
valor moral fundamental, se relaciona con la democracia en
cuanto que ésta «es la forma de gobierno que da máximo de
libertad política, en cuanto autonomía de los ciudadanos» 124.
Si la psicología apoya algo así como un tipo de personali-
dad democrática bien puede entenderse entonces que un indi-
viduo cuenta con un motivo para defender la democracia.
Como se verá posteriormente, muchos estudios en psicolo-
gía de la personalidad han avalado que los rasgos de la perso-
nalidad explican mejor la conducta o la elección política que
otros elementos derivados de los diversos contextos y situacio-
nes. Ahora bien, también existen estudios en psicología social
que vendrían a avalar la primacía de las situaciones o de los
contextos frente a las actitudes o los rasgos y que han sido
empleados por varios filósofos y psicólogos morales para ata-
car la relevancia de los rasgos del carácter en la ética de la vir-
tud 125. De acuerdo con esta posición de ética normativa de raíz

123
ROSS, A., ¿Por qué democracia?, cit., p. 112.
124
ROSS, A., ¿Por qué democracia?, cit., pp. 108-109.
125
Personalidad y carácter vienen a ser la misma cosa. El término
«carácter», no obstante, es más fácil de encontrar en los trabajos psicoanalíti-
cos, aunque también es cierto que la óptica psicoanalítica de la personalidad
se ha ido acercando cada vez más a otros enfoques psicológicos, planteándose
incluso algunas demandas de integración. Al respecto puede verse CAPRARA,
J.V., y CERVONE, D., Personality. Determinants, Dynamics, and Potentials,
Cambridge University Press, Cambridge, 2000; y DÍAZ-BENJUMEA, M.D.,

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Personalidad, valores y democracia

aristotélica, los rasgos del carácter, cada uno de los cuales


representaría una virtud, generados a partir de la educación, el
auto-aprendizaje y el compromiso con unos valores sobre la
base de predisposiciones naturales adquiridas genéticamente,
explicaría gran parte de la conducta humana 126.
La ética de la virtud suele ser enmendada, pues, conside-
rando que la conducta o nuestras reacciones ante el entorno
podrían ser mejor explicadas por el contexto o la situación que
por los rasgos del carácter. Así, nuestra reacción o nuestro
comportamiento sería más situacional que disposicional. Estos
críticos con la explicación disposicional de la conducta han
echado mano de las conclusiones del experimento Milgram 127.
El propio Stanley Milgram narra de este modo su experimento:
«Los aspectos legales y filosóficos de la obediencia son de
enorme importancia, pero dicen muy poco sobre cómo la mayo-
ría de la gente se comporta en situaciones concretas. Monté un
simple experimento en la Universidad de Yale para probar
cuánto dolor podía infligir un ciudadano corriente a otra perso-
na simplemente porque se lo pedían para un experimento cien-
tífico. La férrea autoridad se impuso a los fuertes imperativos
morales de los sujetos sobre dañar a otros y, con los gritos de las
víctimas sonando en los oídos de los sujetos, la autoridad triun-
fó la mayoría de las veces. La extrema buena voluntad de los

«Psicoanálisis y psicología de la personalidad. Perspectivas para la integra-


ción», en EA, Escuela Abierta. Revista de investigación educativa, n.º 5, 2002,
pp. 197-219.
126
Véase a este respecto VAN HOOFT, S., Understandigc virtue ethics,
Chesham, Acumen Publishing Limited, 2006, pp. 12-13 y 43.
127
Entre los críticos véase DORIS, J., Lack of Character: Personality and
Moral Behavior, Cambridge University Press, Cambridge, 2003; DORIS, J. y
STICH, S., «Moral Psychology: Empirical Approaches», en ZALTA, E.N. (ed.),
The Stanford Encyclopedia of Philosophy, Stanford University, 2011 edition,
<http://plato.stanford.edu>; HARMAN, G., «Moral Philosophy Meets Social
Psychology: Virtue Ethics and the Fundamental Attribution Error», en Pro-
ceedings of the Aristotelian Society, vol. 99, 1999, pp. 315-332; y «The Nonexis-
tence of Character Traits», en Proceedings of the Aristotelian Society, vol. 100,
2000, pp. 223-226.,

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adultos de aceptar casi cualquier orden de una autoridad cons-


tituye el principal descubrimiento del estudio y el hecho que
más urgentemente requiere explicación» 128.
Otros filósofos y psicólogos morales, en cambio, siguen
defendiendo el enfoque de los rasgos del carácter 129. Pero, más
allá de esta polémica más propia de la ética de la virtud, pues
resulta difícil encontrar el vocablo «carácter» en la literatura
sobre psicología de la personalidad más reciente, aquí se sigue
manteniendo —con el apoyo empírico de esta rama psicológica
y con el ánimo de demostrar las tesis kelsenianas— la relevan-
cia de la personalidad a la hora de que un individuo esté más
dispuesto a elegir y defender la democracia y los valores sobre
los que esta forma de gobierno se fundamenta. Una vez más tal
motivo podrá parecer insuficiente, pero se habrá de añadir a la
lista de motivos que a lo largo de este trabajo se irán presenta-
dos a la hora de defender la democracia.
Es cierto, no obstante, que incluso en el caso de que quepa
hablar de un tipo democrático de personalidad dicho tipo ni
agotaría otros tipos de personalidad ni necesariamente habría
de ser el mayoritario entre ellos. Cabe, además, que alguna pre-
disposición fuertemente arraigada en la naturaleza humana
obstaculizara enormemente, cuando no hiciera directamente
inviable, la voluntad de actuar o de cooperar unos individuos
con otros. Puede que no haya nada en la personalidad o en la
naturaleza de cada individuo que restrinja la libertad natural o
anárquica de los individuos. Puede que, finalmente, no exista
nada parecido a un sentimiento de igualdad entre los seres
humanos. Si éste fuera el caso, y más allá del papel coactivo del
Estado tendría que ser la moral la que tomara las riendas del

128
MILGRAM, S., «The Perils of Obedience», en Harper’s Magazine,
December 1973, p. 62.
129
KAMTEKAR, R., «Situationism and Virtue Ethics on the Content of
Our Character,» Ethics, vol. 114, 2004, pp. 458–491; y MILLER, C., «Character
Traits, Social Psychology, and Impediments to Helping Behaviour», en Journal
of Ethics and Social Philosophy, vol. 5, n.º 1, 2010, pp. 1-36.

82

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Personalidad, valores y democracia

asunto y restringir por convención lo que no es por naturaleza.


El presente capítulo tratará de abordar todas estas cuestiones,
comenzando por la relevancia de la personalidad a la hora de
formar los valores morales personales.

1. LOS TIPOS EGOÍSTA Y ALTRUISTA


(DEMOCRÁTICO) DE PERSONALIDAD

No hay, claro está, una investigación empírica en los traba-


jos kelsenianos que apoyen la idea de que la opción ideológica
de un individuo se base finalmente en la personalidad, pero
algo similar es lo que recientes trabajos empíricos han puesto
de manifiesto: que los valores personales y los rasgos de la per-
sonalidad asumen un rol central y más influyente a la hora de
explorar la orientación ideológica y las preferencias políticas de
una persona que el representado por características sociode-
mográficas tales como el género, la edad, el nivel educativo o la
ocupación 130.
Si desde el punto de vista epistemológico Kelsen se preocu-
pa más por la cuestión de la explicación de los valores que por
su justificación, tal preocupación se concreta cuando pretende
explicar la elección personal por la democracia (o por la auto-
cracia) como algo dependiente de la intensidad con que, a nivel
psíquico, se manifiesten el deseo de libertad y el sentimiento de
igualdad en cada individuo 131.

130
CAPRARA, G.V., y VECCHIONE, M., «Personality and politics», en
CORR, P.J. y MATTHEWS, G. (eds.), The Cambridge Handbook of Personality
Psychology, Cambridge, Cambridge University Press, 2009, p. 589.
131
En cierto sentido podría pensarse que Kelsen sustituye la respuesta
normativa por la justificación de los valores por una respuesta explicativa
basada en la psicología. Si esto es así, se podría aplicar a Kelsen, aunque con
mucha cautela, cierto remplazo de la epistemología por la psicología empíri-
ca, es decir, una naturalización de la epistemología. Véase QUINE, W.V.O.,
«Naturalización de la epistemología» [1969], en La relatividad ontológica y
otros ensayos, trad. de M. Garrido y J.L. Blasco, Tecnos, Madrid, 1974,

83

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Roberto M. Jiménez Cano

En efecto, de entre todas las pulsiones humanas Kelsen des-


taca el ansia o deseo natural de rechazar el dominio de otros,
de rechazar la coacción heterónoma, en definitiva, la libertad
natural 132. Ahora bien, junto a este deseo de libertad, también
está presente de manera innata en el ser humano un instinto
hacia la agresión 133; puesto que en los individuos siempre exis-
te una «voluntad de poder», una «inclinación del hombre de
gobernar sobre los demás», «de imponer su voluntad sobre la
de los demás» 134.
La lucha entre no dejarse dominar (ser libre) e intentar
dominar a otro explica, a juicio del autor austriaco, la historia
misma de la humanidad, la disputa entre la ambición de un
hombre por sujetar a los otros a su única voluntad y el deseo de
estos por liberarse del yugo ajeno y autodeterminarse 135. La
diferencia, a nivel psíquico, entre los individuos depende, seña-
la Kelsen, de la intensidad de sus instintos o pulsiones de no
dejarse gobernar (libertad) y de gobernar a otros (agresividad y
voluntad de poder). En definitiva, «cuanto más fuerte es esta
voluntad de poder, tanto menor es el apreio que de la libertad
se hace. Negación plena del valor de libertad, maximización de
poder; tal es la idea de la autocracia» 136.

pp. 93-119. En este sentido se ha de notar que hay interpretaciones no escép-


ticas en epistemología moral naturalizada. A este respecto puede verse COPP,
D., «Four Epistemological Challenges to Ethical Naturalism: Naturalized
Epistemology and the First-Person Perspective», en CAMPBELL, C. y HUNT-
ER, B. (eds.), Moral Epistemology Naturalized, Canadian Journal of Philosophy
Supplementary Volume 26 (2000), University of Calgary Press, Calgary, 2000,
pp. 37-46.
132
KELSEN, H., «Esencia y valor de la democracia» [2.ª ed., 1929], cit.,
pp. 15-17.
133
KELSEN, H., «El Derecho como técnica social específica», cit.,
p. 164.
134
KELSEN, H., «La teoría política del socialismo», cit., p. 78.
135
KELSEN, H., «Forma de Estado y visión del mundo», cit., p. 224.
136
KELSEN, H., «Forma de Estado y Filosofía», cit., p pp. 143-144;
«Forma de Estado y visión del mundo», cit., pp. 228-229.

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Personalidad, valores y democracia

Cuando hay una «conciencia exacerbada del propio yo» 137,


del interés propio podría decirse, el individuo no se siente igual
a los demás, lo único que le interesa es su propia libertad e
imponer su voluntad sobre el resto y encuentra su mayor placer
en mandar dentro de un marco de disciplina rígida y obedien-
cia sin límites a la vez que detesta la paz y la tolerancia. Sin
embargo, cuando el «yo» quiere que también el «tú» sea libre
porque ve en él su igual, cuando el individuo no reclama liber-
tad únicamente para sí, sino también para los demás, entonces
—afirma Kelsen— el sujeto posee una «personalidad cuyo
deseo de libertad se encuentra modificado por su sentimiento
de igualdad […]. Esta personalidad representa el tipo altruista,
porque no siente a los demás como enemigos, sino que tiende
a ver en su semejante a un amigo. Es una personalidad [...]
cuya tendencia a la agresión se ha desviado, de su dirección
originaria contra los demás, hacia sí misma, y de esta forma se
manifiesta en una tendencia a la autocrítica, en una mayor
inclinación al sentimiento de culpa y a un fuerte sentido de la
responsabilidad». En este tipo de personalidad altruista «el
sentimiento de la individualidad se encuentra más bien dismi-
nuido; por eso está abierto a la simpatía y la comprensión, es
amigo de la paz y enemigo de la agresión» 138.
En definitiva, la diferencia psíquica entre seres humanos
reside finalmente en el grado de intensidad en el que están pre-
sentes las pulsiones o deseo motivacionales 139 de libertad y de
agresión (poder o dominación). A mayor intensidad de ambos
rasgos el resultado es un tipo egoísta, mientras que a menor
intensidad y con una moderación por el sentimiento de igualdad

137
KELSEN, H., «Forma de Estado y Filosofía», cit., p. 141.
138
KELSEN, H., «Forma de Estado y Filosofía», cit., pp. 142-146; «Los
fundamentos de la democracia», cit., pp. 240-241.
139
Las pulsiones o instintos, si bien tienen alguna diferencia, serían las
nociones históricas para referirse a la conducta motivada. Véase ARNAU
GRAS, J., «Importancia de la perspectiva cognitiva en la actual conceptualiza-
ción de la motivación», en Anuario de Psicología, n.º 13, 1975, p. 49.

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Roberto M. Jiménez Cano

el resultado es un tipo altruista. El primero tenderá hacia la


autocracia, el segundo hacia la democracia.
Ahora bien, ¿tienen estos tipos de personalidad algún res-
paldo en el campo de la psicología? Los rasgos que Kelsen atri-
buye a tales tipos, ¿constituyen auténticos rasgos de la persona-
lidad? Antes de entrar a contestar estas preguntas es menester
concretar los rasgos que el jurista austriaco atribuye a cada tipo
de personalidad.
Kelsen atribuye al tipo egoísta algunos rasgos, tales como
interés propio, agresión, poder, dominación, intolerancia, agre-
sividad, autoritarismo, gusto por la disciplina y la obediencia.
Mientras que al tipo altruista le imputa el siguiente léxico: igua-
litario, simpático, comprensivo, autocrítico, responsable, pací-
fico y tolerante.
Pues bien, en líneas generales existen tres enfoques a la
hora de describir la personalidad de los individuos: el enfoque
de los tipos, el de los rasgos y el de los factores 140. El enfoque
del tipo propone que la personalidad tiene un número de cate-
gorías limitadas y que a todas las personas con características
similares se les puede clasificar dentro de una de esas catego-
rías 141. Puesto que lo que permite clasificar en tipos es la pose-
sión de determinadas características o actitudes, finalmente el
enfoque de los rasgos parece más adecuado como se verá a
continuación. Por último, el enfoque de los factores no es nada
más que un enfoque basado en rasgos más amplios, así que
finalmente parece que la óptica adecuada para abordar las

140
CLONINGER, S.C., Teorías de la personalidad [3.ª ed., 2000], trad. de
A. S. Fernández y M. E. Ortiz, Pearson, México, 2003, pp. 3-5.
141
Respecto a los tipos es especialmente conocida la clasificación reali-
zada por Carl Gustav Jung de los seres humanos en extravertidos e introverti-
dos, dependiendo de la actitud que mostraran respecto al mundo exterior e
interior. Jung entiende por «actitud» algo muy similar a lo ya apuntado aquí:
la disposición a priori de la psique para obrar en una cierta dirección. Véase
JUNG, C.G., Tipos psicológicos [9.ª ed. revisada, 1960], trad. de A. Sánchez,
Edhasa, Barcelona, 1994, pp. 397-480, 486-487 y 579-636.

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Personalidad, valores y democracia

características de la personalidad es la óptica del análisis facto-


rial de los rasgos.
La teoría del rasgo es un modelo explicativo del comporta-
miento humano que supone la existencia de rasgos, es decir, de
características estables y consistentes en los individuos que
determinan la forma en que cada individuo piensa e interpreta
la realidad 142. Esta forma de pensar, a su vez, justifica o explica
el comportamiento de cada individuo. Los rasgos, así, son
dimensiones de diferencias individuales en sus tendencias a
mostrar patrones consistentes y duraderos de pensamientos,
sentimientos y acciones 143.
El paradigma actualmente dominante en psicología de la
personalidad, el modelo de los cinco factores (Five -Factor
Model o «Big Five»), es una teoría analítico-factorial, es decir,
una teoría que recurre a la técnica estadística del análisis fac-
torial basado en la correlación entre variables y que pretende
reducir las variables observadas a un número menor de varia-
bles, llamadas factores 144. Además, es un modelo léxico, en
cuanto que se basa en los términos lingüísticos comunes que
mejor describen los rasgos de la personalidad.
De acuerdo con este modelo de los «cinco grandes» existen
cinco factores —o rasgos amplios— que dan cuenta de la mayo-
ría de los rasgos de la personalidad, a saber: apertura a la expe-
riencia, neuroticismo (inestabilidad emocional), amabilidad
(afabilidad o cordialidad), extraversión y responsabilidad (rec-
titud o concienzudo).
La apertura supone búsqueda y apreciación de experiencias
nuevas, así como exploración y gusto por lo desconocido. Los

142
Los rasgos constituyen las características permanentes de la persona
que resumen tendencias o estilos típicos de respuesta al ambiente a lo largo
de distintas situaciones (OLVER, J.M., MOORADIAN, T.A., «Personality traits,
and personal values: a conceptual and empirical integration», en Personality
and Individual Differences, vol. 35, 2003, p. 110).
143
MCCRAE, R.R., COSTA, P.T., Personality in adulthood, Guilford, New
York, 1990, p. 23.
144
CLONINGER, S.C., Teorías de la personalidad, cit., pp. 232-ss.

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Roberto M. Jiménez Cano

individuos abiertos a la experiencia tienden a ser intelectuales,


imaginativos, sensibles y abiertos de mente.
El neuroticismo significa la dificultad para tolerar la frus-
tración y otros malestares psicológicos. Las personas neuróti-
cas tienden a estar deprimidas, ansiosas, enojadas y a sentirse
inseguras.
La amabilidad es la cualidad de interacción social, de forma
cooperativa, empática o confiada y comprende el concepto de
sí mismo, las actitudes sociales y la filosofía de vida. Los indi-
viduos amables tienden a ser afables, cumplidores, modestos,
corteses y cooperativos.
La extraversión refleja la cantidad e intensidad de las inte-
racciones interpersonales, así como la facilidad para las rela-
ciones. Las personas extrovertidas tienden a ser sociables, con-
versadores, asertivas y activas.
Por último, la responsabilidad denota el grado de organiza-
ción, la persistencia y el control de la conducta dirigida a
metas. Los individuos responsables tienden a ser concienzudos,
cuidadosos, responsables, organizados, escrupulosos y minu-
ciosos.
Estos cinco grandes factores se descomponen en otros ras-
gos de menor orden o facetas. Así, en el factor de apertura se
distinguen la fantasía o la imaginación activa, la sensibilidad
estética o el gusto por la variedad, la atención a las vivencias
internas, la curiosidad intelectual, la preocupación por los valo-
res y la independencia de juicio.
El neuroticismo comprende ansiedad, depresión, hostili-
dad, impulsividad y vulnerabilidad en estrés.
La amabilidad se descompone en confianza, franqueza,
altruismo, actitud conciliadora, honradez, modestia, juicio
benévolo o sensibilidad a los demás.
En la extraversión se distingue el afecto, el gregarismo y la
búsqueda de emociones.
Por último, la responsabilidad implica competencia, orden,
sentido del deber, necesidad de logro o éxito, autodisciplina y
pensamiento planificado.

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Personalidad, valores y democracia

Piénsese ahora en los rasgos o características que Kelsen


atribuía a cada uno de los dos tipos de personalidad que men-
ciona y compárese con los rasgos de los diferentes factores que
se acaban de señalar. De este modo, el tipo egoísta kelseniano
se correspondería en mayor medida con el factor de responsa-
bilidad, representado por los rasgos de necesidad de logro o
éxito, de disciplina, de orden y de sentido del deber. En menor
medida, el tipo egoísta se corresponde con el factor neuroticis-
mo y su rasgo de hostilidad. Por su parte, el tipo altruista se
identificaría en mayor grado con el factor de amabilidad y sus
rasgos de altruismo, actitud conciliadora y sensibilidad a los
demás. Y, en menor grado, con el factor de responsabilidad con
sus rasgos de sentido del deber y autodisciplina y con el factor
de extraversión y su rasgo de afecto.
En fin, mientras que un tipo egoísta, en el que estaría espe-
cialmente presente el factor de responsabilidad, estaría más
dispuesto hacia la autocracia, el tipo altruista, dominado por el
factor de amabilidad, lo estaría hacia la democracia. Lo que se
trata de saber ahora es si la psicología puede decir algo respec-
to a la orientación a valores —entendiendo que la democracia
tiene o representa unos valores— que poseen las personas con
factores dominantes de responsabilidad y de amabilidad.

2. VALORES PERSONALES Y VALORES DE LA


DEMOCRACIA

Como se señaló anteriormente, recientes investigaciones


empíricas han demostrado que las actitudes y rasgos de la per-
sonalidad, pero también los valores personales influyen más
que los factores relativos al entorno, aunque no se puedan des-
preciar estos, a la hora de explorar la orientación ideológica y
las preferencias políticas de una persona. Pues bien, una vez
analizados los rasgos es ahora el momento de hablar de los
valores.
En las últimas décadas se han multiplicado los estudios
empíricos acerca de los valores personales. En este marco ya se

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Roberto M. Jiménez Cano

encuentra totalmente asentada una definición de valor —ofre-


cida por Shalom H. Schwartz— centrada en cinco característi-
cas inmersas en las definiciones más usuales ya conocidas con
anterioridad. De acuerdo con esta definición, un valor es (a) un
concepto o una creencia, (b) sobre metas deseables, (c) que
trascienden situaciones específicas, (d) que sirven de princi-
pios-guía en la selección o en la evaluación de conductas o
acontecimientos, y (e) que se ordenan jerárquicamente por
importancia relativa 145.
Además, la doctrina dominante en estos estudios empíricos
considera que los valores, como metas deseables que motivan
la conducta, responden a tres requisitos o necesidades univer-
sales de la existencia humana: las necesidades básicas de los
individuos como organismos biológicos, las necesidades de una
satisfactoria interacción social coordinada y la necesidad de
contar con instituciones sociales que aseguren la supervivencia
y el bienestar del grupo o de la sociedad.
Estas tres necesidades, consideradas individualmente o en
combinación de unas con otras, dan origen a diez valores
(metas motivacionales) distintos: autodirección, estimulación,
hedonismo, logro (realización), poder, seguridad, conformidad,
tradición, benevolencia y universalismo. Así, por ejemplo, las
necesidades biológicas son fuente de los valores de estimula-
ción, mientras que las necesidades de interacción social son
origen de los valores de benevolencia y las necesidades para la
supervivencia de la sociedad determinan los valores de confor-
midad. Una combinación entre la necesidad biológica de la
propia supervivencia y la necesidad social de supervivencia del
grupo daría origen al valor seguridad.

145
En lo sucesivo se seguirá a SCHWARTZ, S.H., y BILSKY, W, «Toward
a psychological structure of human values», en Journal of Personality and
Social Psychology, vol. 53, 1987, pp. 550-562; y SCHWARTZ, S.H., «Universals
in the content and structure of values: theoretical advances and empirical tests
in 20 countries», en Advances in Experimental Social Psychology, vol. 25, 1992,
pp. 1-65.

90

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Personalidad, valores y democracia

En realidad, los diez valores citados son grupos o tipos de


valores, cada uno de los cuales puede desglosarse en otros valo-
res específicos. De esta manera, la autodirección se descompo-
ne en los valores libertad, creatividad, independencia (de
acción y pensamiento), elección de metas propias, curiosidad y
respeto por sí mismo. La estimulación en emoción (vida exci-
tante), novedad, variedad y desafío. Los valores del hedonismo
son el placer y el disfrute de la vida. Los del logro serían el
valor de la influencia, la capacidad, el éxito, la inteligencia y el
respeto por sí mismo. Los valores de poder, por su parte, serían
el poder social, la riqueza, la autoridad, la preservación de la
imagen pública y el reconocimiento social. La seguridad cons-
tituiría el motivo de los valores de seguridad nacional, recipro-
cidad de favores, seguridad familiar, sentido de pertenencia,
orden social, salubridad y limpieza. Los valores de conformi-
dad —que suponen una auto-restricción de las inclinaciones e
impulsos que puedan dañar a otros o poner en peligro la inte-
gridad de oros individuos— serían la obediencia, la auto-disci-
plina, la cortesía y el honrar a padres y ancestros. En cuanto a
los valores de tradición estarían presentes el respeto por la tra-
dición, la devoción, la aceptación de mi lugar en la vida, la
humildad y la moderación. Respecto a la benevolencia son
característicos el ser servicial, la responsabilidad, la indulgen-
cia, la comprensión, la honestidad, la lealtad, el amor maduro
y la verdadera amistad. Finalmente, los valores del universalis-
mo son la igualdad, la unión con la naturaleza, la sabiduría o
la prudencia, un mundo de belleza, la justicia social, la menta-
lidad abierta o tolerante, la protección del medioambiente y la
paz mundial.
Ciertamente los tipos de valor no son necesariamente
incompatibles entre sí y existen grandes afinidades entre el
poder y el logro, el logro y el hedonismo, el hedonismo y la
estimulación, la estimulación y la autodirección, la autodirec-
ción y el universalismo, el universalismo y la benevolencia, la
tradición y la conformidad, la conformidad y la seguridad y,
por último, entre la seguridad y el poder. Por supuesto, también
hay conflictos entre el grupo de valores de autodirección-esti-

91

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Roberto M. Jiménez Cano

mulación y el grupo de valores de conformidad-tradición-segu-


ridad, así como entre el grupo universalismo-benevolencia y el
de logro-poder o entre el hedonismo y el grupo conformidad-
tradición.
En este punto se alzan dos preguntas pertinentes. Primera.
¿Existe alguna relación entre los factores y los rasgos de la per-
sonalidad y los valores personales? Segunda. ¿Los valores que
se acaban de aludir pueden encontrarse de alguna manera en
la idea de democracia? O, mejor, ¿la forma democrática de
gobierno representa alguno de los valores aludidos? Se intenta-
rá responder a ambas cuestiones en los dos próximos puntos.

2.1. Relación entre rasgos de la personalidad y valores


personales

Rasgos de la personalidad y valores personales no son


obviamente lo mismo. Existen algunas diferencias relevantes
entre ellos. En primer lugar, mientras que los rasgos son dispo-
siciones duraderas, los valores son metas o fines duraderos. En
segundo lugar, los primeros describen cómo son las personas
más que las intenciones que existen detrás de sus conductas,
mientras que los valores se refieren a metas que las personas
consideran importantes. En tercer lugar, los rasgos pueden ser
positivos o negativos, pero los valores son siempre deseables.
En cuarto lugar, aunque las personas pueden explicar su com-
portamiento acudiendo tanto a rasgos como a valores, lo cierto
es que a la hora de justificar decisiones o acciones como legíti-
mas o dignas acuden a valores y no a rasgos. En quinto y últi-
mo lugar, los valores —pero no los rasgos— sirven para juzgar
la conducta tanto de uno mismo como la de los demás. Tanto
un rasgo como un valor pueden denominarse con la misma
palabra, «obediencia», por ejemplo, ahora bien, mientras la
obediencia como rasgo se refiere a la tendencia o predisposi-
ción que un individuo tiene a obedecer, como valor indica la
importancia que posee para el individuo. Ciertamente, no todo

92

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Personalidad, valores y democracia

el que tiene tendencia a obedecer considera una meta deseable


la obediencia y viceversa 146.
En todo caso, que los rasgos y los valores no sean lo mismo
no quiere decir que no se relacionen de diversas maneras. Por
ejemplo, los rasgos pueden afectar a los valores porque las per-
sonas que consistentemente muestran un rasgo de comporta-
miento es probable que aumenten el grado en que valoran las
metas a las que dicho rasgo sirve. Así se ha explicado, por ejem-
plo, el alto valor que las personas que viven bajo regímenes
totalitarios atribuyen a la obediencia frente a la autonomía.
Tales prioridades de valor justificarían, por ejemplo, el compor-
tamiento adaptativo a tales regímenes 147.
Las relaciones que resultan interesantes tratar aquí son las
establecidas entre los cinco grandes factores de la personalidad
y los diez valores que se acaban de apuntar. Los diferentes estu-
dios empíricos han establecido grados de compatibilidad entre
los diversos factores y los distintos valores.
Así, el factor de apertura a la experiencia es mayormente
compatible con las metas motivacionales de los valores de auto-
dirección y universalismo, pero también es compatible con los
valores de estimulación. Sin embargo, entraría en conflicto con
los valores de conformidad, seguridad y tradición. El factor de
amabilidad se muestra altamente compatible con las metas
motivacionales de los valores de benevolencia, conformidad y
tradición, pero entraría en conflicto con los valores de poder.
En cuanto al factor de responsabilidad resulta compatible con
los valores de conformidad, logro y seguridad. La extraversión

146
ROCCAS, S., SAGIV, L., SCHWARTZ, S.H., y KNAFO, A., «The Big
Five Personality Factors and Personal Values», en Personality and Social Psy-
chology Bulletin, vol. 28, n.º 6, 2002, p. 790.
147
ROCCAS, S., SAGIV, L., SCHWARTZ, S.H., y KNAFO, A., «The Big
Five Personality Factors and Personal Values», cit., pp. 791-792. Puede verse
también WIJNEN, K., VERMEIR, I., VAN KENHOVE, P., «The Relationships
between traits, personal values, topic involvement, and topic sensitivity in a
mail survey context», en Personality and Individual Differences, vol. 42, 2007,
pp. 61-73.

93

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Roberto M. Jiménez Cano

se relaciona positivamente con los valores de logro, estimula-


ción y hedonismo, mientras que lo hace negativamente con los
valores de tradición. Finalmente, el rasgo de neuroticismo
parece que no puede facilitar la consecución de ninguna meta
motivacional de valor 148.
Pues bien, estas relaciones de compatibilidad vienen a mos-
trar que cada factor de personalidad constituye una tendencia
a mostrar uno o varios valores. Recuérdese que el tipo egoísta
se correspondía, de mayor a menor grado, con los factores de
responsabilidad (necesidad de logro o éxito, disciplina, oren y
sentido del deber), y neuroticismo (hostilidad). A su vez, el tipo
altruista se correspondía, de mayor a menor grado, con el fac-
tor de amabilidad (altruismo, actitud conciliadora y sensibili-
dad a los demás), el factor de responsabilidad (sentido del
deber y autodisciplina) y con el factor de extraversión (afecto).
Tómese los factores dominantes de cada tipo (responsabilidad
y amabilidad respectivamente) y fíjese ahora la compatibilidad
entre estos factores y los distintos tipos de valores.
El factor de responsabilidad del tipo egoísta ha resultado
compatible con los valores de conformidad, logro y seguridad.
Además, estos valores de conformidad, logro y seguridad guar-
darían una importante afinidad con los valores de tradición y,
especialmente, de poder en cuanto que con éste último se rela-
cionan tanto los de logro como los de seguridad.
El factor de amabilidad del tipo altruista, por su parte, se
ha mostrado compatible con los valores de benevolencia, con-
formidad y tradición. Además entraría en conflicto con los
valores de poder, mientras que los valores de benevolencia
guardan mucha afinidad con los valores del universalismo.
De este modo, el tipo egoísta de personalidad mostraría una
tendencia (factor de responsabilidad) hacia los siguientes valo-
res más concretos: obediencia, auto-disciplina, cortesía, honra,

148
Aquí se ha seguido ROCCAS, S., SAGIV, L., SCHWARTZ, S.H., y
KNAFO, A., «The Big Five Personality Factors and Personal Values», cit.,
pp. 792-800.

94

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Personalidad, valores y democracia

influencia, capacidad, éxito, inteligencia, respeto por uno mis-


mo, seguridad, reciprocidad de favores, sentido de pertenencia,
orden social, salubridad y limpieza. Además, se encontraría
una alta afinidad con los valores de poder, riqueza, autoridad,
reconocimiento social, preservación de la imagen pública, res-
peto por la tradición, devoción, aceptación del lugar propio en
la vida, humildad y moderación.
Por su parte, el tipo altruista de personalidad mostraría una
tendencia hacia el afán de servicio, la responsabilidad, la indul-
gencia, la comprensión, la honestidad, la lealtad, el amor y la
amistad. Se encontraría también una alta afinidad con la igual-
dad, la unión con la naturaleza, la sabiduría o la prudencia, un
mundo de belleza, la justicia social, la mentalidad abierta o
tolerante, la protección del medioambiente y la paz mundial.
Para, finalmente, entrar en conflicto con los valores de poder,
riqueza, autoridad, reconocimiento social y preservación de la
imagen pública.
El siguiente paso en la investigación es, pues, comprobar si
la democracia representaría los valores más claros del tipo
altruista de personalidad.

2.2. Los valores del tipo altruista y los valores de la


democracia

A juicio de Kelsen, en todos los seres humanos se da un


deseo de libertad o de no dejarse dominar, pero también uno de
agresión o voluntad de dominar. Se trataría del factor de aper-
tura y del de neuroticismo. Precisamente el factor de apertura
se ha relacionado con los valores de autodirección, autogobier-
no y libertad. Pero la diferencia de personalidades, lo que final-
mente caracteriza a una u otra, no es la presencia de esos dos
componentes, sino la intensidad de cada uno de ellos. Para
moderar dicha intensidad entra en juego, en su caso, el senti-
miento de igualdad. En el tipo egoísta no cabe hablar de ese
sentimiento de igualdad, sino sólo de un deseo por la domina-
ción, por el poder, por la disciplina y la obediencia. Y tal como

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se ha visto anteriormente, Kelsen no parece andar muy desen-


caminado. El factor «responsabilidad» que vendría a identifi-
car a la personalidad egoísta no muestra ninguna tendencia
hacia valores de igualdad. Recalcando los más relevantes o
acordes con la visión de Kelsen, el factor dominante conduciría
hacia la obediencia, la auto-disciplina, la influencia, el éxito, la
seguridad y el orden. Además, encontraría una alta afinidad
con el poder, la riqueza, la autoridad o el reconocimiento
social. Esto parece dibujar una personalidad autoritaria, rígida,
inflexible… De hecho, algunos estudios recientes han mostrado
que aquellos que son psicológicamente más inflexibles pueden
sentirse más fácilmente amenazados por las diferencias políti-
cas, oponiéndose, por tanto, a las normas democráticas 149.
El sentimiento de igualdad sí parece encontrarse, en cam-
bio, en el factor amabilidad que identificaría al tipo altruista.
Destacando de nuevo lo más afín a la descripción de los rasgos
kelsenianos, este factor representaría una tendencia a defender
el afán de servicio, la comprensión, la lealtad, el amor, la amis-
tad y la indulgencia. Encontraría también una alta afinidad con
los valores de igualdad, justicia social, de tolerancia y de paz,
mientras que rechazaría valores de poder.
Si únicamente en los tipos de personalidad altruista apare-
ce una tendencia hacia la igualdad, como parece tener razón
Kelsen, únicamente ellos podrán defender el valor de la liber-
tad política, ya que, como se señaló páginas atrás, tal libertad
es el resultado de la restricción que el sentimiento de igualdad
practica sobre el deseo innato a la libertad natural. Eso signifi-
ca, finalmente, que sólo las personas con un tipo altruista de
personalidad defenderán la democracia, pues la idea de la
democracia «es la idea de libertad en el sentido de autonomía
o autodeterminación política» 150.

149
PEFflEY, M., y ROHRSCHNEIDER, R., «Democratization and politi-
cal tolerance in seventeen countries: A multi-level model of democratic learn-
ing», en Political Research Quarterly, vol. 56(3), 2003, pp. 243–257.
150
KELSEN, H., «Forma de Estado y Filosofía», cit., p. 141.

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Personalidad, valores y democracia

La igualdad permite ver la propia libertad en los demás,


sentir que los demás tienen la misma libertad que «yo» y querer
la libertad de «uno» para el «otro» 151. Desear libertad para el
otro, y no sólo para uno mismo, implica, pues, reconocer un
sentimiento de igual libertad, un estado en el que nadie sea
dominado por una voluntad ajena a la suya misma 152. Si los
individuos somos (debemos ser) igualmente libres, entonces
¿de dónde deriva el derecho de otro a dominarme? 153. Esta
libertad política, pues, exige que aun estando sometidos lo este-
mos solamente a la propia voluntad y no a la ajena y, así, la
anárquica libertad natural se transforma en la libertad de la
democracia 154.
La conexión entre libertad e igualdad aparece también en
otros muchos positivistas políticos. Para Alf Ross, aunque es
cierto que cuando se habla de libertad política se piensa en la
libertad como autonomía no lo es menos que el principio del
gobierno de la mayoría es expresión de la igualdad, de una
igualdad absoluta entre todos los individuos adultos en lo que
concierne al voto. La democracia, señala, «da a cada ciudadano
exactamente la misma posibilidad de ejercer influencia política
en la medida en que puede participar en las elecciones». No
obstante, reitera que la «idea conductora» de la democracia es

151
KELSEN, H., «El problema del parlamentarismo», cit., p. 98; y «For-
ma de Estado y visión del mundo», cit., p. 227.
152
De hecho, de la idea de igualdad, para Kelsen, se deriva que nadie
puede dominar sobre nadie. Véase ahora KELSEN, H., «Esencia y valor de la
democracia» [2.ª ed., 1929], cit., p. 15; y «Los fundamentos de la democracia»,
cit., p. 220].
153
KELSEN, H., «Los fundamentos de la democracia», cit., p. 230.
154
KELSEN, H., «Los fundamentos de la democracia», cit., p. 231; y
«Esencia y valor de la democracia» [2.ª ed., 1929], cit., pp. 17-18. La idea de
autogobierno como fundamental en la democracia está presente en otros
muchos autores. Por ejemplo, a juicio de Scarpellí la democracia asegura un
grado de autogobierno y de correspondencia del derecho con los valores de la
sociedad bastante más elevado que en cualquier otro sistema jurídico-político.
Véase, ahora, SCARPELLI, U., ¿Qué es el positivismo jurídico?, cit., p. 231.

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la libertad política y en cuanto esta libertad ha de ser otorgada


a todos se habla de «una igualdad en la libertad» 155.
A juicio de Waldron, la democracia no sólo se fundamenta
en la autonomía, la autodeterminación o el autogobierno del
individuo que posee un derecho a la participación en la toma
de decisiones colectivas, sino que el portador de un derecho a
participar «pide que su voz sea escuchada y tenida en cuenta en
la toma de decisiones públicas. Pero la forma en que se realiza
esta demanda —un derecho a la participación— reconoce por
sí misma que la suya no es la única voz en la sociedad, y que
dicha voz no debería contar más que la voz de cualquier otro
portador de derechos en el proceso político» 156.
Esta libertad política o, si se prefiere, la igual libertad de
todos sólo se encuentra, pues, en la democracia. Ahí está el
motivo para preferir la democracia sobre otra forma de gobier-
no. Sin embargo, no todas las personas tendrán este motivo, es
cierto, sino sólo aquellos en los que dominara el factor de per-
sonalidad de la amabilidad o, si se prefiere, el tipo altruista de
personalidad.
En todo caso, el deseo de igual libertad no parece ser el
único motivo psicológico que se puede encontrar a favor de la
democracia, en concreto de la democracia parlamentaria. Si
Kelsen habla de un tipo de personalidad democrática, Ross lo
hará de una «mentalidad democrática». Una mentalidad con-
sistente en el respeto por la personalidad moral del hombre,
en el «reconocimiento de su autonomía, de su libertad de
autodeterminación conforme a los dictados de la propia per-
sonalidad; de su tabla de valores y de sus ideales, como un
valor que tiene que realizarse en la mayor dimensión posi-
ble».
Piénsese por un momento todo lo que alcanza, de acuerdo
con Ross, dicha mentalidad. La mentalidad democrática «sig-
nifica respeto por la personalidad moral del hombre», por su

155
ROSS, A., ¿Por qué democracia?, cit., pp. 134-135.
156
WALDRON, J., Derecho y desacuerdos, cit., p. 281.

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Personalidad, valores y democracia

autonomía. El respeto al ser humano se concreta en varias


actitudes: «Primero y fundamentalmente está la idea de que la
libre discusión política es un medio para lograr una compren-
sión recíproca y alcanzar un compromiso, idea que se agranda
hasta la de una libertad intelectual universal. Requisito para
ello es la seguridad personal que, en sus formas más amplias,
llevan al respeto al derecho y al orden, con todas sus implica-
ciones, en oposición a la arbitrariedad y a la fuerza bruta.
Ello, a su vez, significa lo mismo que preferir la paz al recurso
a la fuerza». Estas ideas junto con sus opuestos autocráticos
serían:
(a) Respeto al hombre, versus desprecio hacia el hombre;
de donde se sigue: (b) reconocimiento de la autonomía del
individuo, versus afirmación de la autoridad; de donde se
sigue: (c) el deseo de lograr consentimiento, versus el deseo de
dominar.
Ello recibe expresión también en las ideas de: (d) discu-
sión y libertad intelectual, versus imposición y compulsión
intelectuales; (e) un régimen jurídico (rule of law), en especial
en lo tocante a la seguridad personal, versus la arbitrariedad
y la inseguridad personal; y (f) la paz versus el uso de la fuer-
za 157.
El iusfilósofo danés termina afirmando que «la democracia
es una forma de gobierno para pueblos maduros y adultos que
exigen que su destino esté en sus propias manos. La autocra-
cia, por el otro lado, significa [….] la sumisión a voluntad aje-
na».
Para Ross la voluntad de compromiso, comprensión y res-
peto son esenciales para la democracia. Esa voluntad de com-
promiso presupone una compleja actitud psíquica que entraña
tolerancia, respeto hacia la autonomía del otro, el aprecio de la
paz y la comprensión, todo ello en lugar del sometimiento y la
guerra 158.

157
ROSS, A., ¿Por qué democracia?, cit., pp. 139-141.
158
ROSS, A., ¿Por qué democracia?, cit., p. 117.

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Respecto a la paz, Ross apunta que a pesar de que es cierto


que el método democrático excluye el uso de la fuerza esta
exclusión no es prerrogativa únicamente de la democracia,
puesto que lo mismo puede ocurrir en una sociedad autocráti-
ca en que se obedezca a una sola persona. Lo distintivo de la
democracia, entonces, no reside en que sea el único método
que excluya la fuerza, sino en que la forma democrática «pre-
sumiblemente es la única que tiene probabilidad de lograr
aceptación universal», puesto que la adhesión voluntaria a las
decisiones es mayor en un sistema donde todo el pueblo puede
participar y deliberar que en otros donde sólo un individuo o
unos pocos deciden sin más. Esto no quiere decir que en demo-
cracia nunca se recurra a la fuerza, pero «la diferencia entre la
autocracia y la democracia, en su relación con la fuerza, es
clara en principio: la autocracia se apoya en la fuerza contra
aquellos que tienen opinión contraria; la democracia sólo recu-
rre a la fuerza para defenderse contra ataques violentos» 159.
Fíjese que esa mentalidad, que esa tolerancia, junto a la
igualdad o a la justicia social, son valores específicos del valor
universalidad en el esquema antes visto de Schwartz. En este
sentido, puede estar presente en un tipo de personalidad demo-
crática o altruista, pero es raro encontrárselo en el tipo egoísta.
Ahora bien, «tolerancia», como bien ha señalado Norberto
Bobbio, no es un término unívoco y no todos los significados

159
ROSS, A., ¿Por qué democracia?, cit., pp. 101-104. Parece claro que
afirmaciones como las anteriores justifican una pregunta como la siguiente:
¿un régimen democrático ha de ser tolerante hasta el punto de permitir una
decisión mayoritaria que aboliera la propia democracia? Kelsen formuló esta
pregunta en los siguientes términos: «¿puede la democracia ser tolerante en
su defensa frente a las tendencias antidemocráticas?» Y responderá: «Sí. Pue-
de en la medida en que no debe suprimir la expresión práctica de las ideas
antidemocráticas […] La democracia no puede defenderse a sí misma si se
rinde» KELSEN, «¿Qué es justicia?», cit., p. 62. Cosa distinta es que un gobier-
no tenga el derecho de prevenir y eliminar cualquier intento de derrocarlo por
la fuerza, aunque Kelsen insiste que ese derecho no tiene nada que ver con la
democracia ni la tolerancia (IBIDEM).

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Personalidad, valores y democracia

parecen igual de involucrados con la democracia como proce-


dimiento pacífico de toma de decisiones colectivas. La toleran-
cia puede constituir un «método de persuasión», el cual supone
confianza en la razón o en la racionalidad del otro y el rechazo
de la violencia «como único medio para obtener el triunfo de
las propias ideas» 160. La tolerancia como método de persuasión
sí está íntimamente ligada con la forma de gobierno democrá-
tico 161. Sin embargo, también se puede hablar de la tolerancia
como principio moral de respeto a los demás o de reconoci-
miento del derecho de todo hombre a creer según su concien-
cia y no por imposición. Este sentido de la tolerancia está vin-
culado, en cambio, con la afirmación de los derechos de
libertad 162.
En Kelsen, por ejemplo, están presentes ambos sentidos de
tolerancia. Así, se referirá a la tolerancia como un método de
persuasión cuando la identifica con el compromiso. En este
sentido, considera que la existencia en democracia de dos gru-
pos, el de la mayoría y el de la minoría, posibilita el compromi-
so, es decir, posponer lo que separa a favor de lo que une. Com-
promiso significa —dice Kelsen— tolerarse 163. En otro lugar

160
La idea de tolerancia positiva de Eusebio Fernández no necesaria-
mente implicaría esta tolerancia como compromiso, pero se acercaría a ella,
pues, al implicar mayor conocimiento de una cultura diferente posibilitaría
un diálogo. Sobre la tolerancia positiva véase FERNÁNDEZ, E., Filosofía polí-
tica y Derecho, Marcial Pons, Madrid, 1995, p. 98.
161
En efecto, la democracia tiene como primer objetivo, a juicio de Bob-
bio, posibilitar la solución de los conflictos sociales a través de la «contrata-
ción» entre las partes y, si ésta no tuviera éxito, por medio del voto de la
mayoría, excluyendo así el recurso a la violencia. A este respecto puede verse,
BOBBIO, N., De senectute [1996], trad. de E. Benítez, Taurus, Madrid, 1997,
pp. 195-196.
162
BOOBIO, N., «Las razones de la tolerancia» [1985], en El tiempo de
los derechos, trad. de R. de Asís, Sistema, Madrid, 1991, pp. 247-249. La tole-
rancia como principio moral podría ser el sentido que Eusebio Fernández
atribuye a la tolerancia negativa. Véase FERNÁNDEZ, E., Filosofía política y
Derecho, cit., pp. 97-98.
163
KELSEN, H., «El problema del parlamentarismo», cit., p. 100.

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añadirá que «partiendo de que la tensión permanente entre


mayoría y minoría, gobierno y oposición, resulta tan caracte-
rística del proceso dialéctico de la formación democrática de la
voluntad del Estado, se puede decir con razón: democracia es
discusión. En consecuencia, la voluntad del Estado, es decir, el
contenido del ordenamiento jurídico, puede ser el resultado de
un compromiso» 164.
La tolerancia así entendida puede verse como un método
pacífico de resolución de desacuerdos morales. La solución de
conflictos morales, que Kelsen presenta como conflictos de
intereses humanos personales, puede encontrarse satisfaciendo
un interés en detrimento del otro o mediante un compromiso
entre los intereses en pugna 165. Por ello, la democracia, en cuan-
to que «garantiza la paz interna» resulta preferida como forma
de gobierno para los amantes de la paz 166.
Sin embargo, la tolerancia aparece más bien como un prin-
cipio moral de respeto a las creencias del otro cuando Kelsen
afirma que incluso en la concepción relativista de la justicia
subyace un valor: el principio moral específico de una filosofía
relativista de la justicia es el de tolerancia. La tolerancia «supo-
ne comprender las creencias religiosas o políticas de otras per-
sonas sin aceptarlas pero sin evitar que se expresen
libremente» 167. Tolerancia, por tanto, implica, por un lado, tan-
to un espíritu de comprensión del otro como de no agresión y,
por otro, un ánimo de respeto a la libertad de expresión y de
pensamiento. En definitiva, «si la democracia es una forma jus-
ta de gobierno, lo es porque supone libertad, y la libertad signi-
fica tolerancia. Cuando la democracia deja de ser tolerante,
deja de ser democracia». Esos serán los valores morales princi-
pales de esta filosofía relativista: la tolerancia, con su compren-
sión y su libertad. Valores que, en la esfera política, quedarán

164
KELSEN, H., «Los fundamentos de la democracia», cit., p. 243.
165
KELSEN, H., «¿Qué es justicia?», cit., p. 59.
166
KELSEN, H., «Los fundamentos de la democracia», cit., p. 243.
167
KELSEN, «¿Qué es justicia?», cit., pp. 58-62.

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Personalidad, valores y democracia

defendidos por la democracia, es decir, la forma de gobierno


que mejor asegura la paz (comprensión y no agresión) y la
libertad (de expresión, del pensamiento, de las creencias, de la
ciencia) 168.
En definitiva, bien podría ser que los tipos de personalidad
y los rasgos que Kelsen atribuye a cada uno de ellos no tengan
finalmente un directo reconocimiento por las corrientes psico-
lógicas más acreditadas como aquí se ha pretendido mostrar,
mas parece innegable que el autor austriaco no fue muy desen-
caminado. La conclusión es clara: todos aquellos que tengan
una personalidad altruista tienen motivos para defender la
democracia. Estos motivos no son ya sencillamente filosóficos,
como los motivos que tendría un relativista moral epistémico,
sino estrictamente psíquicos. Quienes ofrezcan concretas acti-
tudes o tengan más agudizados determinados rasgos de la per-
sonalidad (como aquellos que conforman el factor amabilidad)
tendrán una disposición a elegir valores (como los de benevo-
lencia o universalismo) más propios de la democracia que de
otras formas de gobierno o de otras maneras de resolver des-
acuerdos dentro de un grupo social.

3. EGOÍSMO, NATURALEZA HUMANA Y VALOR


DE COMPROMISO

Los motivos psicológicos que se acaban de señalar pueden


parecer muy débiles. Por un lado, todavía quedaría descubrir
un aval más claro para esta interpretación por parte de la psi-
cología. Por otro, gran parte de la población, los «egoístas», no
tendrían esos motivos para defender la democracia. Además,
tales motivos psicológicos quedarían no sólo desafiados, sino
virtualmente anulados si las ciencias empíricas demostraran
más bien que los seres humanos actúan principalmente impul-
sados o motivados por el egoísmo, por su propio interés, que

168
KELSEN, H., «¿Qué es justicia?», cit., pp. 61-63.

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por valores de igualdad, compromiso o tolerancia. Recuérdese


que según Kelsen cuando hay una «conciencia exacerbada del
propio yo», del interés propio podría decirse, el individuo no se
siente igual a los demás, lo único que le interesa es su propia
libertad e imponer su voluntad sobre el resto, además de
encontrar su mayor placer en mandar dentro de un marco de
disciplina rígida y obediencia sin límites, a la vez que detesta la
paz y la tolerancia. Si el único móvil de todo ser humano fuera
el interés propio la democracia perdería mucho de su sentido,
sería inviable.
Una de las circunstancias de la política y del Estado es la
necesidad de cooperación. Pero qué ocurre si los individuos no
quieren cooperar. ¿qué sucedería si todos fuéramos free-rider?
Sencillamente no nos involucraríamos en el proceso democrá-
tico. Piénsese en el dilema del prisionero, un problema que
muestra cómo no cooperar incluso cuando existe un interés
común:
La policía detiene, como sospechosos de robo, a dos indivi-
duos, pero carece de evidencias suficientes para probarlo ante
un tribunal. En todo caso, tienen pruebas más que suficientes
para acusarles de hurto. Sin embargo, al inspector jefe se le
ocurre ofrecerles el mismo trato «tramposo» por separado: si
uno de ellos testifica contra su compañero saldrá liberado,
mientras que al compañero se le acusará de un delito de robo
que puede llevar aparejado tres años de cárcel. La trampa con-
siste en que, al realizarse el trato por separado, ambos acepta-
rán delatar a su compañero y testificar contra él y la policía
podrá, entonces, acusarles de robo a ambos por una pena de un
año. Ahora bien, como los dos sospechosos saben que la policía
carece de pruebas contundentes se imaginan que el trato ofre-
cido está envenenado. Todo lo que tienen que hacer, pues, los
sospechosos es negarse a hablar y, así, a lo sumo ser acusados
de un hurto por seis meses de prisión. Sin embargo, conocer
todas las circunstancias no resuelve la cuestión claramente a
los prisioneros, sino que les sitúa en un dilema: si testifico me
libro de la cárcel, pero si no testifico y mi compañero lo hace
iré a la cárcel por mucho tiempo. Puede que ambos testifique-

104

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Personalidad, valores y democracia

mos en contra del otro, pero entonces los dos iremos mucho
tiempo a prisión. Si los dos callamos iremos igualmente a pri-
sión, aunque sea menos tiempo… lo mejor es que, haga lo que
haga mi compañero, yo testifique 169.
Este dilema intenta mostrar que cada prisionero actuaría
en su propio interés en vez de cooperar, entendiendo por coo-
perar realizar una acción conjunta que conduce a un resultado
óptimo, como sería el haberse negado a hablar y haber sido
acusados por un delito que lleva aparejada la pena de seis
meses. En vez de eso, cada prisionero miró hacer lo que consi-
deraba mejor para sí mismo y, de este modo, cada uno de ellos
terminó acusado por un delito respaldado por un año de pri-
sión.
La inquietud que nace del dilema del prisionero se concreta
en la pregunta de si los seres humanos tendemos al egoísmo o
al altruismo. Jeremy Bentham, John Stuart Mill y Friedrich
Nietzsche, por ejemplo, avalaban el egoísmo o, mejor, la posi-
ción descriptiva en psicología moral que afirma que en el cam-
po de la motivación humana cada individuo tiene como deseo
último su interés propio o su propio bienestar. David Hume,
Jean-Jacques Rousseau o Adam Smith, por su parte, defendie-
ron que las personas están finalmente motivadas por el deseo
de bienestar de otras personas 170.
Ciertamente, si el egoísmo psicológico fuera cierto este
hecho pondría en serias dificultades la aceptación de la demo-
cracia, pero, aún más, impondría serios obstáculos al compor-
tamiento moral. Si el comportamiento moral está motivado no
sólo por el interés propio, sino también por el bienestar de los

169
Sobre el dilema del prisionero puede verse POUNDSTONE, W., El
dilema del prisionero [1992], trad. de D. Manzanares, Alianza, 2005, pp. 175-ss.
170
DORIS, J. y STICH, S., «Moral Psychology: Empirical Approach-
es», citado. Se ha de recalcar que aquí se está hacienda referencia a posiciones
descriptivas o psicológicas de egoísmo y altruismo y no a las posiciones nor-
mativas acerca del egoísmo ético o el altruismo ético. A este respecto puede
verse SHAVER, R., «Egoism», en ZALTA, E.N. (ed.), The Stanford Encyclopedia
of Philosophy, Stanford University, 2010 edition, <http://plato.stanford.edu>.

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Roberto M. Jiménez Cano

demás, si el objetivo básico de la moral es la preocupación por


el prójimo, entonces la moral misma puede ser algo inviable 171.
Los partidarios del egoísmo psicológico han recibido gran
apoyo por parte de los socio-biólogos de la teoría evolucionista.
Para ellos el altruismo es una ilusión inviable en el marco de la
competencia reproductiva y en el de la propia supervivencia 172.
Apuntan que, a pesar de que haya casos de altruismo en la
naturaleza tales tienen un alcance muy limitado. Por ejemplo,
se trata de situaciones en las que el destinatario de la ayuda
forma parte de la propia descendencia o es un pariente muy
cercano 173. Asimismo aparece un altruismo recíproco, que se
extendería más allá de los parientes y afectaría incluso a espe-
cies diferentes, cuando el coste de la ayuda se ve compensado
por la probabilidad de recibir un beneficio a cambio o una ayu-
da en alguna otra ocasión 174. Mas, en todo caso, esas situacio-
nes de altruismo ni siquiera podrían ser calificadas de «altruis-
mo» en el vocabulario corriente, pues en ninguna de ellas
existe una intención, un objetivo o un deseo último de ayudar
al otro. El altruismo biológico queda definido simplemente
como el acto que beneficia a otro que supone un coste en apti-
tud y en consecuencias para el organismo altruista.
Los apoyos recibidos por la tesis del egoísmo psicológico no
se han reducido al campo de la biología. También desde la teo-

171
En este sentido pueden verse las colaboraciones de LAFOLLETTE,
H., «Introduction» (p. 5); RACHELS, J., «Naturalism» (p. 81); y SCHROED-
ER, W., «Continental Ethics» (p. 396), todas ellas en LAFOLLETTE, H.
(ed.), The Blackwell Guide to Ethical Theory, Blackwell, Oxford, 2000.
172
Véase ZAHAVI, A. y ZAHAVI, A., The handicap principle: a missing
piece of Darwin’s puzzle, Oxford University Press, Oxford, 1997. Aunque hay
posiciones discrepantes. En este sentido puede verse SOBER, E. y WILSON,
D.S., Unto Others: The Evolution and Psychology of Unselfish Behavior, Har-
vard University Press, Cambridge, 1998, pp. 296-327.
173
HAMILTON, W.D., «The Evolution of Altruistic Behavior», en Ameri-
can Naturalist, vol. 97, 1963, pp. 354–356.
174
TRIVERS, R., «The Evolution of Reciprocal Altruism», en Quarterly
Review of Biology, vol. 46, 1971, pp. 35–57.

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Personalidad, valores y democracia

ría conductista del aprendizaje 175 y desde la neurociencia 176 se


ha apuntalado dicha tesis, aunque en el caso de la neurociencia
la cuestión sea actualmente debatida 177.
La tesis del altruismo psicológico, empero, ha albergado
cierto sustento empírico dentro del campo de la psicología
social, donde se ha concluido, de acuerdo con la hipótesis del
altruismo-empatía, que el sentimiento de empatía como reac-
ción emocional —que incluye la simpatía, la comprensión, la
calidez y la ternura— hacia el ser que sufre o está en situación
de necesidad tiende a inducirnos el deseo último de bienestar
hacia otras personas 178.
Realmente, el panorama no es del todo halagüeño y tal vez
pone en evidencia que aquellos valores como la tolerancia, la
comprensión, incluso la igualdad y la paz, que justificarían una
forma democrática de gobierno resulten insuficientes si, al fin
y al cabo, dependen de actitudes tamizadas por los rasgos de la
personalidad cambiantes de individuo a individuo.
Ante esto todavía se puede hacer algo y no quiero referirme
aquí a la imposición coactiva de unas normas o de unos valo-
res. Cabe, no obstante, que la ética normativa acuda, como el
párroco al que alude Russell en Ciencia y Religión, al método de
persuasión consistente en despertar las emociones altruistas de
aquellos que no las desplieguen, aunque no quepa apelar a
prueba alguna para persuadir a la gente en este sentido 179. Para
ello nada mejor que alentar o educar en la tolerancia como

175
SLOTE, M.A., «An Empirical Basis for Psychological Egoism»,
en Journal of Philosophy, vol. 61, n.º 18, 1964, pp. 530–537.
176
MORILLO, C., «The Reward Event and Motivation», en The Journal
of Philosophy, vol. 87, n.º 4, 1990, pp. 169–186.
177
SCHROEDER, T., ROSKIES, A. y NICHOLS, S., «Moral Motivation»,
en DORIS, J. y The Moral Psychology Research Group (eds.), The Moral Psy-
chology Handbook, Oxford University Press, Oxford, 2010, pp. 72-110.
178
BATSON, C.D., The Altruism Question: Toward a Social-Psychological
Answer, Lawrence Erlbaum Associates, Hillsdale, 1991; y Altruism in Humans,
Oxford University Press, Oxford, 2011.
179
RUSSELL, B., Religion and Science, cit., pp. 234-235.

107

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comprensión más que como simple respeto a las conciencias de


los demás.
Esa defensa, a mi juicio, se ha de realizar teniendo en cuen-
ta las restricciones que la naturaleza del ser humano puede
imponer a la propia ética. Tal particularidad se ha tenido en
cuenta por David Wong en su último libro. A juicio de Wong, la
moral tiene una función intrapersonal consistente en resolver
los conflictos internos que surgen en una confrontación entre
los diversos valores de los seres humanos. Además de esta fun-
ción intrapersonal, la moral también tendría una función inter-
personal consistente en regular y facilitar o promover la coope-
ración social. Ahora bien, Wong, basándose en una metodología
naturalista y buscando apoyos en la teoría de la acción social,
la psicología y la biología, considera que los seres humanos
tienen, por naturaleza, un número limitado de propensiones,
intereses o bienes básicos que incluyen necesidades físicas,
sociales y de conocimiento y bienes como la intimidad, la
sociabilidad o la aprobación y el estatus social. Piénsese en los
valores como metas motivacionales en la concepción de
Schwartz. Ciertamente existe una variedad de valores, pero es
una variedad limitada dada la propia naturaleza humana y sus
necesidades físicas y sociales. Las metas motivacionales, los
valores, se basan en estas necesidades y marcan una serie de
propensiones que constituyen fuertes motivaciones para la con-
ducta. Dado estos hechos, y a pesar de que Wong considera que
la moral no está determinada por esas propensiones humanas,
lo cierto es que si la moral quiere servir como guía efectiva pa-
ra la acción debe tener en cuenta dichas propensiones. Sería
absurdo que a la hora de identificar los bienes que los seres
humanos buscan en sus vidas la moral se asentara en algo que
los seres humanos no tuvieran propensión a buscar 180.
Wong entiende que el egoísmo y el interés propio imponen
fuertes restricciones a la función interpersonal de la moral. Es
decir, difícilmente se puede regular la cooperación social si los

180
WONG, D.B., Natural Moralities, cit., pp. 44-45.

108

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Personalidad, valores y democracia

individuos son por naturaleza egoístas. Es cierto, que a pesar


de la información que proporciona la teoría de la acción social
o la biología evolutiva es posible encontrar cierto altruismo
genuino. Y no lo es menos que pueden realizarse ciertos siste-
mas de apoyo a la cooperación, como la implementación de
normas de reciprocidad que limiten el egoísmo; o el estableci-
miento de sistemas jurídico-políticos no basados en la sola
coacción que busquen la obediencia voluntaria 181
Sin embargo, más allá del obstáculo que supone el egoísmo
o el interés propio tanto para la propia acción cooperativa
como para el fin interpersonal de la moral —como ya hicieron
hincapié otros autores mencionados— el hecho de que existan
profundos desacuerdos morales no sólo entre distintas tradi-
ciones culturales, sino también en el seno de una misma cultu-
ra o sociedad pone de relieve un peligro para la integridad y la
estabilidad de la propia sociedad: la posibilidad de que las dis-
putas se resuelvan a través de la violencia y la coacción. Pues
bien, una sociedad que quiera persistir y una moral adecuada
que quiera cumplir con sus fines teniendo en cuenta todos
estos hechos necesitan incorporar lo que Wong denomina el
valor del compromiso (accommodation). El valor del compro-
miso implica, en efecto, el compromiso de coexistir pacífica-
mente y de mantener relaciones constructivas no coercitivas
con las personas con cuyas creencias éticas no estemos de
acuerdo.
Este compromiso, aunque estrechamente ligado con la tole-
rancia entendida como respeto, va en realidad más allá de la
tolerancia en ese sentido, puesto que requiere aprender de
otros puntos de vista moral, defender y preservar las relaciones
con los otros, y la voluntad de vivir con los demás, todo ello en
orden a promover la cooperación social. En definitiva, el com-
promiso sería una forma robusta de respeto hacia las personas
en el que Wong ve un signo de madurez moral 182.

181
WONG, D.B., Natural Moralities, cit., pp. 47-62.
182
WONG, D.B., Natural Moralities, cit., pp. 64-65, 222, 236 y 246.

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Roberto M. Jiménez Cano

La idea de la tolerancia como compromiso, como se ha


indicado, va más allá de la tolerancia política liberal, como dis-
posición a permitir la expresión de ideas que se oponen a
uno 183. En cierto sentido, como ha señalado John Gray, ese
concepto liberal aunque permitiera diversidad de creencias lo
hacía desde un consenso cultural en materia de valores, pues
finalmente se pretendía lograr el acuerdo en torno a unos prin-
cipios universales. Pero, a juicio de Gray, «esa tolerancia no
constituye una directriz adecuada para la coexistencia pacífica
en sociedades en que una profunda diversidad moral ha pasado
a ser un hecho establecido de la vida». Gray apunta que los
primeros teóricos de la tolerancia compartían una misma com-
prensión de la moral, arraigada en creencias religiosas también
comunes y que el concepto de tolerancia liberal clásico tenía
problemas con las personas que no compartían las creencias
morales y religiosas basadas en el cristianismo o en otras reli-
giones monoteístas. En definitiva, «la tradición europea de la
cual surgió la tolerancia liberal daba por supuesto que sería
mejor para la humanidad que hubiese sólo un modo de
vivir» 184.
De acuerdo con Gray el liberalismo, para adaptarse al
hecho del relativismo moral cultural, ha de cambiar su concep-
to de tolerancia hacia la búsqueda de un compromiso de paz
entre diferentes modos de vida y la búsqueda de ese compromi-
so no puede hacerse de otra manera que a través de la política:
«si buscamos un compromiso legítimo y estable para cuestio-
nes muy controvertidas, no tenemos más alternativa que la del
largo camino de la política» 185.

183
SULLIVAN, J.L., PIERESON, J., y MARCUS, G.E., Political tolerance
and American Democracy, The University of Chicago Press, Chicago, 1982,
p. 2.
184
GRAY, J., «Pluralismo de valores y tolerancia liberal», trad. de M.
Bruggendieck, en Estudios Públicos, n.º 80, 2000, pp. 78-81; Las dos caras del
liberalismo. Una nueva interpretación de la tolerancia liberal [2000], trad. de M.
Salomón, Paidós, Barcelona, 2001, p. 11.
185
GRAY, J., Las dos caras del liberalismo, cit., p. 136.

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Personalidad, valores y democracia

Perseguir pues la tolerancia como compromiso añade un


motivo más para defender la democracia. La democracia, en
especial la parlamentaria con un principio proporcional de
representación en sí misma es un modus vivendi que propicia
el compromiso de paz, como ya señalara Kelsen. Además, aun-
que la introducción de este principio moral de la comprensión
no solucione el problema si finalmente no se sustenta en los
deseos, u otros estados mentales conativos, individuales 186, al
menos puede servir para despertar las conciencias dormidas.
Ésta también puede ser una función de la democracia y un
motivo para su defensa: la educación moral y política de la
comprensión.
El principio liberal clásico de tolerancia entendido como el
respeto o como el reconocimiento de iguales derechos a todos
los ciudadanos sigue teniendo, no obstante, un papel importan-
te en la democracia 187. Este tipo de tolerancia no tiene que ver
con las reglas constitutivas de la democracia, pero que no tenga
que ver con las reglas constitutivas de la democracia no quiere
decir, empero, que no tenga nada que ver con la democracia.
Puede que sin libertades no haya democracia y que tolerancia,
relativismo y democracia vuelvan a relacionarse, después de
todo, a través del liberalismo político. Pero esto ya es tarea del
próximo capítulo.

186
Algo sobre lo que discreparía Thomas Nagel. Véase, en este sentido,
NAGEL, T., La posibilidad del altruismo [1970], trad. de A. Dilon, Fondo de
Cultura Económica, México, 2004, pp. 37-86.
187
SULLIVAN, J.L., PIERESON, J., y MARCUS, G.E., Political tolerance
and American Democracy, cit., pp. 232-234.

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III. RELATIVISMO, LIBERALISMO POLÍTICO
Y DEMOCRACIA

En el capítulo precedente se apuntaron dos maneras de


entender la tolerancia. Por un lado, la tolerancia como compro-
miso. En este sentido se ha de buscar el compromiso de coexis-
tir pacíficamente y de mantener relaciones constructivas no
coercitivas con las personas cuyas creencias éticas no estemos
de acuerdo. Por otro, la tolerancia representaba un principio
moral de respeto y comprensión a las conciencias de los demás
y, en este sentido, una manera de reconocer las libertades, espe-
cialmente de conciencia, de todos los individuos.
Pues bien, el presente capítulo parte, en primer lugar, pre-
cisamente de esa idea de tolerancia como respeto hacia los
individuos o, mejor, hacia algunos derechos y libertades de los
individuos que, a su vez, bien podría representar el núcleo del
discutido «relativismo moral normativo». Pero el respeto hacia
ciertas libertades de los individuos, de indudable raíz liberal,
no parece algo reservado al liberalismo político, sino que apa-
rece como precondición de la democracia. En segundo lugar,
pues, se explicará en qué sentido el respeto a ciertas libertades
es importante para la democracia y hasta qué punto puede tra-
zarse una conexión entre democracia y liberalismo político. En
tercer lugar, se elevará la pregunta de si la tolerancia implica
meramente respeto o, más allá, una garantía de las libertades
afectadas. O, mejor, se pretenderá esclarecer si el respeto a
determinadas libertades relativas a los sistemas jurídicos cons-

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titucionales de nuestra cultura jurídica actual conlleva su


garantía. Para ello no se hará un análisis del concepto de tole-
rancia, sino que se tomará una vía muy diferente. Se trata de si
conceptualmente una libertad (o un derecho) fundamental
envuelve algún tipo de garantía o protección especial más allá
de su simple atribución o reconocimiento. Este punto será el
más extenso del capítulo, ya que implicará hacer una aproxi-
mación al concepto más genérico de derecho subjetivo y al más
específico de derecho constitucional o fundamental. Por últi-
mo, se retomará la idea de respeto no ya a unas libertades o a
la propia autonomía de los individuos, sino a la decisión demo-
crática en forma de ley tomada por ellos. Se tratará, entonces,
de la conexión entre democracia e imperio de la ley.

1. RELATIVISMO MORAL NORMATIVO: TOLERANCIA


Y LIBERTADES

El relativismo moral normativo se origina como respuesta,


desde posiciones antropológicas, a los intentos históricos de
justificar la colonización. Diversos antropólogos sostuvieron
dos principios de tolerancia muy semejantes: «un individuo o
un grupo no debe juzgar a otras personas o a otras sociedades
que tengan valores sustancialmente diferentes» y «no se debe
intentar que otros se conformen con nuestros valores». El fun-
damento para tales principios de la tolerancia radicaba en los
diferentes tipos de relativismo moral aludidos en el capítulo
anterior. Si existen diversas morales en pugna y no hay un
patrón para juzgar cuál de entre ellas es la superior, entonces
las diversas opciones morales son inconmensurables y la moral
de una cultura es tan válida (o correcta o verdadera) como la de
otra. Ésta era la idea de una declaración que el comité ejecutivo
de la Asociación Antropológica Americana aprobó el 24 de
junio de 1947, con ocasión del debate en el seno de Naciones
Unidas acerca de la Declaración Universal de Derechos Huma-
nos. Esa declaración de la Asociación señalaba que los valores
morales son relativos a las culturas y que no hay manera de

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Relativismo, liberalismo político y democracia

demostrar que los valores de una cultura son mejores que los
de otra 188.
En todo caso, una cosa es que no se pueda decir cuál de
entre las posiciones morales mutuamente excluyentes de dos
sociedades o de dos individuos sea la correcta y otra muy dife-
rente afirmar que como «lo correcto» significa «lo correcto
para una sociedad dada» o «para un individuo determinado»,
entonces es incorrecto para los miembros de otra sociedad o
para otro individuo condenar o interferir en los valores de la
primera sociedad o persona. Esta perspectiva que no permite
censurar a otros, y a la que Bernard Williams ha denominado
«relativismo vulgar», estaría haciendo un uso no-relativista de
«lo incorrecto», en cuanto que vendría a afirmar que, con
carácter absoluto, sería incorrecto que una persona o sociedad
juzgaran moralmente a otra o que una persona o una sociedad
interfirieran en las opiniones morales de otras. Sostener preci-
samente esto último conduciría a una moralidad no relativista
de la tolerancia universal 189.
Una posición filosóficamente más consistente tendría que
permitir realizar juicios de valor sobre otras personas, socieda-
des o culturas con valores morales diferentes. Como ha señala-
do David Wong, «incluso si estos valores diferentes están tan
justificados como los nuestros desde una perspectiva neutral,
aún tenemos derecho a llamar malo o monstruoso a lo que va
en contra de nuestros valores más importantes» 190. Ahora bien,

188
VV.AA., «Statement on human rights», American Anthropologist,
vol. 49, n.º 4, 1947, pp. 542-543.
189
WILLIAMS, B., Morality. An introduction to ethics [1972], Cambridge
University Press, Cambridge, 7.ª reimp., 2004, pp. 20-23; Ethics and the limits
of Philosophy [1985], Routledge, Abingdon, 2006, p. 158; y BENN, P., Ethics,
University College London Press, London, 1998, pp. 18-19. Este relativismo
vulgar queda mostrado en frases como «creo firmemente en mi verdad pero
creo que debo obedecer a un principio moral absoluto: el respeto a los demás»
(BOBBIO, N., «Las razones de la tolerancia», cit., p. 248).
190
WONG, D.B., «El relativismo» [1991], en SINGER, P. (ed.), Compen-
dio de Ética, trad. de J. Vigil, Alianza, Madrid, 2004, p. 600.

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dado que tenemos derecho a juzgar moralmente a otros, una


pregunta normativa apropiada en este punto sería «qué más
tenemos derecho a hacer respecto de valores o juicios de valor
sustancialmente diferentes cuando pensamos que no tenemos
una razón más objetiva para sostener nuestros juicios y valores
que la que tienen los demás para los suyos». En otras palabras,
la pregunta pertinente en el relativismo normativo es cómo se
debe uno comportar con las personas con quienes no se está de
acuerdo moralmente o con los que practican una moral diferen-
te que es tan verdadera y tan propia como la de uno mismo 191.
La respuesta que ofrece Wong es «debemos actuar con toleran-
cia». Claro está, tal respuesta, para no caer en un relativismo
vulgar, ha de articularse de alguna manera más sofisticada.
Wong considera que las críticas a un vínculo entre toleran-
cia y relativismo son inevitables cuando el vínculo se realiza
directamente, pero si se tiene una premisa que exprese un pun-
to de vista moral particular la cosa cambia. La pretensión es
clara: si se combina un principio moral normativo concreto
con el relativismo moral epistémico y el relativismo moral des-
criptivo entonces sí habrá un motivo para ser tolerante.
Tal principio moral, de base kantiana, al que Wong denomi-
na «principio de justificación» cabría enunciarse de la siguien-
te manera: no se debe interferir en los fines de otros a menos
que se pueda justificar la interferencia como aceptable para
ellos, siendo estos agentes racionales y estando completamente
informados de todas las circunstancias relevantes. De esta
manera, si un individuo A asumiera que no existe un procedi-
miento para acreditar qué opinión moral es objetivamente
correcta ante un desacuerdo moral con un individuo B y, a la
vez, dicho individuo A se adhiriera al principio de justificación,
entonces A no podría interferir en las opiniones morales o valo-
res de B sin violar su principio de justificación, ya que no
podría probar a B que su posición es mejor. De esta manera, A

191
WONG, D.B., Moral Relativity, University of California Press, Berke-
ley-Los Angeles, 1984, p. 177.

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Relativismo, liberalismo político y democracia

tendría una razón para ser tolerante de acuerdo con sus pro-
pios juicios morales 192.
Desde luego, la estrategia de Wong es más compleja que la
del relativismo moral vulgar, pero su defensa de la conexión
entre relativismo y tolerancia no es puramente relativista, sino
mixta, ya que combina asunciones relativistas con asunciones
tan poco relativistas como una especie de principio moral kan-
tiano.
El relativismo moral normativo puede entenderse de otra
manera distinta. Lisa y llanamente cabe concebirlo como la
tesis que sostiene que lo moralmente correcto (o incorrecto) y
su autoridad dependen de las normas éticas de los individuos o
debe ser decidido por los miembros de una sociedad 193. En este
sentido, si somos relativistas, y la pregunta es por lo moralmen-
te correcto dentro de una sociedad dada la respuesta sólo se
puede obtener acudiendo a cada individuo. La respuesta políti-
ca con autoridad sobre qué es lo correcto en una sociedad
determinada, si queremos ser coherentes con el relativismo,
sólo la ofrece una forma de gobierno: la democracia. Esta cone-
xión ya se expuso durante el primer capítulo. Lo que se quiere
recalcar ahora, entonces, es que el procedimiento de elucida-
ción de la moral de la sociedad ha de respetar las conciencias,
las opiniones, los pensamientos o las creencias de los indivi-
duos. En otras palabras, saber qué opinan sobre lo justo los
miembros de un grupo implica respetar o reconocer una serie
de libertades de los individuos. Este requerimiento, incluso
antes que moral o político, es epistémico.
Tal idea aparece expuesta paradigmáticamente por Bobbio.
Recuérdese que, a juicio del autor italiano, se necesitan dos
condiciones para hablar de la democracia como forma de
gobierno. De acuerdo con la primera, los miembros del grupo
en un número muy elevado han de ser los que directa o indirec-
tamente participen en la toma de decisiones colectivas. La

192
WONG, D.B., Moral Relativity, cit., pp. 180-182.
193
En cierto sentido véase BAGHRAMIAN, M., Relativism, cit., p. 208.

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segunda condición exigía que las decisiones se tomaran confor-


me a la regla de la mayoría. Sin embargo, esta definición de
democracia, a la que el propio Bobbio califica de mínima, que-
daría incompleta sin una tercera condición: que los que estén
llamados a tomar las decisiones (o a elegir quién ha de tomar
las mismas) puedan optar entre alternativas reales y tengan la
suficiente información 194.
Pues bien, con el objeto de que se realice esta tercera condi-
ción es indispensable que a quienes tienen que tomar esas deci-
siones se les garantice una serie de derechos, como la libertad
de opinión, de expresión, de reunión, de asociación, etc. Por
tanto, no puede haber democracia y regla de la mayoría sin
derechos; aquéllas exigen libre determinación del individuo,
para lo cual se requiere de unas condiciones preliminares favo-
rables, tales como el reconocimiento y garantía de los derechos
de libertad, la pluralidad de tendencias políticas, la libre com-
petencia entre ellas, la libertad de propaganda, el voto secreto,
etcétera 195. En definitiva, son los derechos del Estado de Dere-
cho en sentido fuerte, es decir, no sólo del Estado sub lege o
bajo el imperio de la ley, sino del Estado que recoge los ideales
del liberalismo o del Estado liberal de Derecho. De ahí que el
Estado liberal sea el presupuesto histórico y jurídico del Estado
democrático. Y, aclara Bobbio, «cualquiera que sea el funda-
mento filosófico de estos derechos, ellos son el supuesto nece-
sario del correcto funcionamiento de los mismos mecanismos
fundamentalmente procesales que caracterizan un régimen
democrático. Las normas constitucionales que atribuyen estos
derechos no son propiamente reglas del juego: son reglas preli-
minares que permiten el desarrollo del juego» 196.
Se podría decir que las reglas que atribuyen derechos cons-
tituyen una especie de meta-regla lógica de la democracia. Algo

194
BOBBIO, N., «El futuro de la democracia», cit., p. 15.
195
BOBBIO, N., «La regla de mayoría: límites y aporías» [1981], trad. de
J. Fernández, en Teoría general de la política, Trotta, Madrid, 2003, p. 468.
196
BOBBIO, N., «El futuro de la democracia», cit., p. 15.

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Relativismo, liberalismo político y democracia

así como «si no se respetan los derechos de los individuos,


entonces no puede haber democracia» o «si quieres participar
en la democracia debes ser tolerante». Si esto es así, tal meta-
regla lleva incorporada el principio moral de respeto a los
demás o de reconocimiento del derecho de todo ser humano a
creer según su conciencia, es decir, el principio de tolerancia
como respeto.
La tolerancia en este sentido no es un concepto absoluto o
universal, en el sentido de que todos los individuos debemos
ser tolerantes, sino relativo a las reglas de la democracia: si
queremos «jugar» a la democracia se ha de ser tolerante. Aquí,
la tolerancia no es tanto un motivo para la democracia como la
democracia un motivo para ser tolerante, si bien, como se
apuntó en el capítulo anterior, una persona tolerante tiene un
motivo para defender la democracia en cuanto que sistema que
tiene en cuenta su libertad.

2. DEMOCRACIA Y LIBERALISMO POLÍTICO:


ALGUNAS CONEXIONES

La concepción bobbiana de las libertades como precondi-


ciones de la democracia ha puesto de manifiesto, además, una
relación entre democracia y liberalismo político. Y si se piensa
en la histórica tolerancia liberal como un deber de no interfe-
rencia por parte del Estado en las libertades de los individuos,
entonces democracia, como forma de gobierno, y liberalismo,
como sistema que establece límites al poder, algo tienen en
común. Que guarden coincidencias, no quiere decir, sin embar-
go, que sean la misma cosa. Esto es algo que Alf Ross reitera
frecuentemente 197. Lo que hay de común es la presencia, en
ambas, de unos derechos o unas libertades. Así, para el jurista
danés ciertas libertades están indisolublemente ligadas a la
democracia. En concreto, hace referencia, en primer lugar, a

197
ROSS, A., ¿Por qué democracia?, cit., pp. 112-113, 128 y 132.

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las libertades de expresión y de asociación; en segundo lugar, a


la libertad de pensamiento; y, en tercer y último lugar, al hábeas
corpus.
Las primeras entrañan el derecho a formular, oralmente o
por escrito, opiniones sobre asuntos políticos y el derecho a
asociarse con el objetivo de alcanzar la realización de estas opi-
niones. Ambas libertades incluyen el debate y la discusión pro-
pios de la toma en consideración previa a la decisión, mientras
que la libre discusión lleva al compromiso, a oír al otro y, final-
mente, al respeto de las minorías 198.
Pero si Ross no da a la libertad de expresión un carácter
absoluto, pues la reduce a asuntos políticos, la libertad intelec-
tual o de pensamiento ha de ser total y cubrir toda expresión
artística, científica, filosófica, religiosa, etc. En definitiva, esta
libertad de pensamiento no es más que la libertad de expresión
en dichos ámbitos. Como señala el propio Ross, «la imposibili-
dad de imponer límites rígidos entre las ideas políticas, por un
lado, y el arte, la literatura, la religión, la ciencia y la filosofía,
por el otro, imponen que una misma libertad rija en todos esos
terrenos. No podemos dar a un hombre libertad de expresión y
al mismo tiempo prohibirle expresar sus opiniones sobre el
cristianismo, la economía, la concepción materialista de la his-
toria, el libre albedrío, la filosofía platónica, la teoría de la rela-
tividad de Einstein, o los problemas de la educación».
Por último, resulta imprescindible para alcanzar la demo-
cracia que la libertad personal y la seguridad pública estén
garantizadas. Ello se consigue con la introducción de la garan-
tía procesal del hábeas corpus frente a detenciones arbitrarias.
Además, el hábeas corpus supone una garantía de la libertad de
expresión, puesto que, como señala Ross, los campos de con-
centración se utilizan contra los opositores políticos 199.
La línea de pensamiento de Bobbio, no tiene como único
antecedente la reflexión de Ross, sino también la de Radbruch

198
ROSS, A., ¿Por qué democracia?, cit., pp. 115-118.
199
ROSS, A., ¿Por qué democracia?, cit., pp. 128-131.

120

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Relativismo, liberalismo político y democracia

y la de Kelsen. Gustav Radbruch igualmente entenderá como


esencial a la democracia la libertad de opinión, la libertad
de creencias y la libertad de prensa, pero también la libertad de
asociación al señalar que las «elecciones no son posibles sin
una agrupación previa del pueblo –los partidos políticos–, de la
que surgen los candidatos y que sirve también para identificar,
antes de que se proceda a las votaciones, cuáles son las diferen-
cias y puntos de discrepancia acerca de las cuales habrán de
pronunciarse los electores». Por esta razón, la democracia es
inseparable del régimen de partidos y «atentar contra la exis-
tencia o el libre funcionamiento de los partidos es atentar con-
tra la democracia» 200. Sin embargo, es Kelsen el que parece
más preocupado en resaltar en este punto las vinculaciones
entre democracia y liberalismo político 201.
A juicio de Kelsen, el concepto moderno de democracia no
es idéntico al de la Antigüedad al haber sido modificada por el
liberalismo político cuyo principio básico reside en que «el
gobierno no debe interferir en ciertas esferas de intereses del
individuo, que deben ser protegidas por la ley como derechos o
libertades humanas fundamentales». En la idea de democracia
moderna (la democracia liberal) se han introducido garantías
de ciertos derechos y libertades (los derechos individuales y
civiles). De este modo, aunque la esencia y el valor de la demo-
cracia se encuentren en la libertad política o positiva la demo-
cracia moderna no puede separarse del liberalismo político,
que supone una restricción al poder de otros, en especial, del
Estado. De esta manera un sistema no será calificado de demo-
crático si no incluye esas garantías, a pesar de que haya una
participación de los ciudadanos en el gobierno. En definitiva,
la democracia no sólo supone autodeterminación de voluntad,

200
RADBRUCH, G., «El relativismo en la filosofía del Derecho», cit.,
pp. 4-ss.; Introducción a la Filosofía del Derecho, cit., p. 166.
201
Y digo «en este punto» porque otras muchas de sus ideas se separan
del liberalismo. Puede verse en este sentido, HERRERA, C.M., «Schmitt, Kel-
sen y el liberalismo», trad. de F. Sabsay, en Doxa, n.º 21-II, 1998, pp. 206-217.

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sino autodeterminación de pensamiento y por ello las liberta-


des enumeradas son esenciales: «el liberalismo inherente a la
democracia moderna no significa solamente autonomía políti-
ca, sino también autonomía intelectual del individuo, autono-
mía de su razón, lo cual constituye la verdadera esencia del
racionalismo». Por ello, un principio vital de la democracia es
la garantía de las libertades que se desprende de esta libertad
negativa, de la libertad de pensamiento y de prensa, de la liber-
tad de cultos y de conciencia, la afirmación del principio de
tolerancia y, sobre todo, la libertad de la ciencia.
Además de la garantía de los derechos derivados de la idea
de libertad negativa es necesario proteger los derechos políti-
cos. Derechos políticos y garantías individuales deben proteger-
se para todos los individuos. Tanto las mayorías como las
minorías en una democracia no existirían sin dicha protección,
pero en el caso de las minorías tales garantías han de ser inclu-
so mayores. De hecho, a juicio de Kelsen, la protección de las
minorías es la función esencial que desarrollan los derechos
políticos y las garantías individuales consignados en todas las
constituciones democráticas modernas.
No obstante, el autor austriaco reconoce que el principio
democrático (participación del pueblo en el gobierno) y el prin-
cipio liberal (garantía de unas libertades individuales que limi-
tan el gobierno) son, en cierta medida, contradictorios siempre
que el primero se conjugue con la idea de soberanía popular.
De acuerdo con el principio de soberanía popular, el poder del
pueblo es ilimitado, mientras que según el principio liberal
todo poder político debe ser limitado. El principio liberal inclu-
ye, pues, la limitación del gobierno democrático 202. En todo

202
No obstante, los derechos —como componente básico del liberalis-
mo— constituyen un límite relativo o un «limitado límite», ya que en todo
caso necesitan el reconocimiento por parte del poder para ser realmente efi-
caces (paradoja de la positivación). En este sentido puede verse ASÍS, R. de,
Las paradojas de los derechos fundamentales como límite al poder, 3.ª ed.,
Dykinson, Madrid, 2000, pp. 51-68.

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Relativismo, liberalismo político y democracia

caso, apunta Kelsen, el elemento esencial de la democracia es


el procedimental, mientras que el liberal es secundario 203.
Asimismo se pueden encontrar aportaciones que conectan
algunos derechos con la democracia en autores más recientes
como Jeremy Waldron 204. Este autor propone distinguir dos
tipos de derechos «asociados» a la democracia. Por un lado,
estarían los derechos que son constitutivos del proceso demo-
crático, derechos que, por otra parte, presuponen los derechos
del segundo tipo. Por otro, los derechos que, a pesar de no ser
procesalmente constitutivos de la democracia representan
condiciones necesarias para su legitimidad. Entre los dere-
chos del primer tipo se encuentra el derecho de participar, de
todo hombre y mujer de la sociedad, en términos de igualdad
en la toma de decisiones colectivas de una comunidad (lo que
incluye el derecho a tomar parte en la elaboración de las leyes,
aunque sea de manera indirecta). Este derecho no tiene una
prioridad moral sobre los demás, pero es clara su relevancia
en un contexto de desacuerdo 205. Si algún individuo queda
excluido del proceso o el propio procedimiento es desigualita-
rio, «entonces tanto los derechos como la democracia se
encuentran comprometidos». Anna Pintore es más prolija en
cuanto al derecho de participación y engloba dentro de éste,
al que denomina derecho de voz y de voto, el derecho de par-
ticipación directa en la toma de decisiones políticas, a través
del sufragio, el refrendo, el derecho de petición y la iniciativa
legislativa popular 206.
Entre los derechos del segundo tipo, el autor neozelandés
cita expresamente la libertad de expresión y la libertad de aso-
ciación, las cuales permiten establecer un contexto social deli-

203
KELSEN, H., «Los fundamentos de la democracia», cit., pp. 210 y
243-244; «Forma de Estado y filosofía», cit., pp. 145-146; «Esencia y valor de
la democracia» [2.ª ed., 1929], cit., p. 83.
204
WALDRON, J., Derecho y desacuerdos, cit., p. 337.
205
WALDRON, J., Derecho y desacuerdos, cit., p. 277.
206
PINTORE, A., I diritti della democracia, cit., pp. 80-81.

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Roberto M. Jiménez Cano

berativo para el procedimiento de toma de decisiones colecti-


vas 207. Anna Pintore, por su parte, incluiría en esta categoría las
libertades de opinión, reunión y asociación, así como el habeas
corpus y la libertad de circulación 208.
En definitiva, el propio derecho de participación, en espe-
cial a través del voto o del sufragio y las libertades de opinión,
expresión, asociación, reunión, de culto y de pensamiento, así
como el habeas corpus constituyen el núcleo de derechos vin-
culados a la democracia. Ante este panorama la pregunta pare-
ce obvia: ¿sólo los derechos denominados civiles y políticos
están relacionados con la democracia?, ¿no juegan ningún rol
los llamados derechos sociales, económicos y culturales?
Antes de contestar a tal pregunta se ha de hacer un pequeño
inciso sobre la igualdad. Creo que los autores citados estarían
de acuerdo en que todo lo dicho implica, cuanto menos, un
derecho a la igual consideración y respeto. Es decir, si a todos
los individuos se les ha de respetar determinados derechos esto
se ha de hacer de manera igual para todos. Existen, no obstante,
otras dimensiones o significados de la igualdad pero, volviendo
a la pregunta que se acaba de enunciar, qué ocurre con la igual-
dad material. Parece que algunos autores tampoco se olvidan de
ella. Por ejemplo, Alf Ross estimará que la existencia de una
mayor igualdad económica, social y cultural «es un requisito
previo para la existencia continuada de la democracia». Y con-
tinúa afirmando que quienes viven en condiciones desiguales no
piensan de manera igual y, por ende, «el sentido común de los
valores y la voluntad de comprensión recíproca, que son requi-
sitos previos de la democracia, pueden quebrantarse si las con-
diciones llegan a ser excesivamente desiguales» 209.

207
WALDRON, J., Derecho y desacuerdos, cit., pp. 337-341.
208
PINTORE, A., I diritti della democracia, cit., pp. 81-83.
209
ROSS, A., ¿Por qué democracia?, cit., pp. 136-137. Si, en efecto, todos
los individuos han de participar en la democracia, ésta exige cierta igualdad
material. De lo contrario, «el ignorante no tiene cabida para actuar en política,
el hambriento no tiene ni tiempo ni fuerzas para ello, el pueblo que no haya
alcanzado cierto nivel de vida, una educación general adecuada y una forma-

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Relativismo, liberalismo político y democracia

3. ¿EL RESPETO A LAS LIBERTADES IMPLICA


SU GARANTÍA?

Es cierto que si se piensa que los individuos tienen un dere-


cho (moral), por ejemplo, a la libertad de expresión o a una
vivienda digna se está afirmando que es importante que los indi-
viduos posean libertad de expresión o viviendas dignas. Ahora
bien, ¿tal aseveración implica necesariamente que se articule un
procedimiento jurídico para que tengan una vivienda digna? De
manera más genérica, «si alguien cree en los derechos morales,
¿quiere esto decir que está reclamando derechos jurídicos?». A
juicio de Jeremy Waldron la respuesta a ambas preguntas debe
ser negativa, puesto que existen razones de principio para
rechazar que la afirmación de un derecho moral requiere su
juridificación o su constitucionalización. Tales razones están
basadas, precisamente, en derechos. A partir de aquí Waldron
articula una defensa de una filosofía moral o política basada en
derechos, pero de la cual «no se infiere necesariamente un com-
promiso con una carta de derechos» 210. En cambio, los autores
citados en el epígrafe anterior han hecho continua referencia a
la idea de garantizar derechos. «Garantizar» derechos no parece
lo mismo que «respetar» o «reconocer» derechos.
Por ejemplo, en la Francia del siglo XIX se había venido
diferenciando —a excepción de las últimas Leyes Constitucio-
nales francesas de 1875, que ni siquiera guardaban referencia
alguna a derechos— entre, por un lado, los derechos conteni-

ción moral, no está maduro para la democracia» (ROSS, A., ¿Por qué demo-
cracia?, cit., p. 111). En similar sentido, se encuentra el pensamiento de Bob-
bio, pues a juicio de Michelangelo Bovero las garantías liberales presuponen
en Bobbio, a su vez, la garantía de los derechos sociales como condiciones
para ser libre (BOVERO, M., «La democracia y sus condiciones», Revista de la
Facultad de Derecho de México, n.º 253, 2010, p. 15). Sin embargo, para Wal-
dron o Pintore los derechos sociales serían accesorios o, como señala la auto-
ra italiana, no tendrían ninguna vinculación lógica con la democracia. Véase
PINTORE, A., I diritti della democracia, cit., p. 83.
210
WALDRON, J., Derecho y desacuerdos, cit., pp. 253-262.

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Roberto M. Jiménez Cano

dos en las Declaraciones y, por otro, sus garantías estipuladas


en las Constituciones 211. Los derechos de las Declaraciones
eran considerados «principios» fundamentales de una organi-
zación política justa y racional, pero no normas jurídicas pre-
cisas y ejecutables o aplicables directamente. De ahí que Mau-
rice Hauriou afirmara que un derecho sin una ley orgánica que
lo desarrollara no podía ser ejercido, incluso en el supuesto de
que el «principio» se encontrase en las Declaraciones o en las
Constituciones 212. Por el contrario, se entendía que las garan-
tías —aquello que los protegía o los daba eficacia— sí represen-
taban auténticas normas jurídicas. Cosa diferente es que las
constituciones de esa época se limitaran a proclamar, sin más,
la débil garantía consistente en que el legislador no podía hacer
leyes que violasen los derechos de las Declaraciones 213.
Garantizar significa «proteger» y lo que realmente se consi-
deraba como jurídico eran las normas de protección (las garan-
tías), pero no los derechos mismos. Hasta tal punto funcionó la
separación entre «derechos» y «garantías» que, paradójicamen-
te, la visión ortodoxa dentro del positivismo jurídico en materia
de derechos fundamentales a lo largo del siglo XX no concebía

211
CRUZ VILLALÓN, P., «Formación y evolución de los derechos funda-
mentales», Revista Española de Derecho Constitucional, n.º 25, 1989, pp. 43-53.
Sobre las garantías constitucionales durante el siglo XIX puede verse PECES-
BARBA, G. y DORADO, J., «Derecho, sociedad y cultura en el siglo XIX: el
contenido de los derechos fundamentales», en PECES-BARBA, G. et al.
(coords.), Historia de los derechos fundamentales, Tomo III, Vol. I, Libro I,
Dykinson, Madrid, 2007, pp. 279-292.
212
HAURIOU, M., Précis élementaire de Droit Constitutionnel, 3.ª ed.
Paris, 1933, p. 244.
213
Incluso el artículo 11 de la Ley de 16-24 de agosto de 1790 prohibirá
el control judicial de constitucionalidad de las leyes, al señalar que los tribu-
nales no podrán formar parte en el ejercicio del poder legislativo ni impedir o
suspender la ejecución de las leyes so pena de incurrir en el delito de prevari-
cación. También el art. 3, cap. V., del Título III de la Constitución francesa de
1791 promulgaba que los tribunales no podían inmiscuirse en el ejercicio del
poder legislativo ni suspender la ejecución de las leyes, algo que tipificará
como delito de prevaricación el art. 127 del Código Penal francés de 1808.

126

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Relativismo, liberalismo político y democracia

un derecho como auténticamente jurídico, sino una mera exi-


gencia política realizada desde un sistema moral determinado,
sin su garantía. Incluso en algunos casos, como se verá más
adelante, se ha llegado a identificar derecho y garantía.
Lo que en páginas siguientes se va a tratar de determinar es
si los positivistas que en este trabajo se están tomando como
referencia entienden que la idea de «derecho» implica de algu-
na manera una garantía y, por consiguiente, los derechos como
precondiciones han de garantizarse jurídicamente y no mera-
mente respetarse por los individuos y por el gobierno. Ello
implica, pues, embarcarse, en cierta medida, en el concepto de
derecho subjetivo y, en concreto, de derecho fundamental.
Antes de proceder a este análisis es menester detenerse por
un instante en la relación entre concepto y fundamento de los
derechos en el seno del positivismo, al menos continental euro-
peo, pues dicha relación tiene tintes relativistas. Me explico: si
por «fundamentar» los derechos se entiende ofrecer razones
que expliquen su existencia, para un positivista jurídico no hay
más razón que la de la propia existencia de las normas jurídi-
cas que confieren tales derechos a los individuos 214. El positi-
vismo jurídico apreciaría, aquí, que «derecho» es una figura
deóntica, propia de un lenguaje en el que se habla de normas y
sobre normas y, por tanto, la fundamentación o la justificación
de un derecho es siempre relativa a una norma, es decir, se
encuentra en una norma y, en el caso de los derechos funda-
mentales, tales normas sólo pueden ser normas jurídicas.
En este sentido, el concepto de derechos fundamentales
nunca es absoluto, esto es, no es inseparable de su fundamento

214
De esta manera, «los individuos sólo tienen derechos fundamentales
cuando en un Ordenamiento jurídico, al que ellos están sometidos, existen
‘normas de derechos fundamentales’; esto es, normas pertenecientes a un
Ordenamiento jurídico que atribuyen determinadas capacidades, prerrogati-
vas o facultades, en forma de derecho subjetivo propiamente dicho, libertad,
potestad o inmunidad» (ANSUÁTEGUI, F.J., Poder, Ordenamiento jurídico,
derechos, Dykinson, Madrid, 2000, pp. 2-3).

127

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Roberto M. Jiménez Cano

relativo a un sistema normativo, en este caso, jurídico 215; y las


proposiciones acerca de derechos fundamentales serían equi-
valentes a proposiciones sobre el contenido de las normas jurí-
dicas de un sistema normativo 216. Por tanto, siempre que se
considere que una norma es jurídica cuando pertenece a un
sistema normativo jurídico, entonces la cuestión del fundamen-
to de los derechos no es algo diferente al problema de la validez
de las normas jurídicas que establecen y garantizan esos dere-
chos 217. Es decir, en líneas generales, para el positivismo jurídi-
co la cuestión del concepto y la del fundamento, respecto de los
derechos fundamentales, sería algo indistinguible 218.

215
Puede verse, respectivamente, BULYGIN, E., «Sobre el status ontoló-
gico de los derechos humanos», cit., p. 82, BOBBIO, N., «Derechos del hom-
bre y sociedad» [1988], en El tiempo de los derechos, trad. R. de Asís, Sistema,
Madrid, 1991, p. 124, y GUASTINI, R., «Derechos: una contribución analítica»
[1994], trad. de A. Greppi, en Estudios de teoría constitucional, Fontamara,
México, 2001, pp. 214-216.
216
KELSEN, H., La Teoría Pura del Derecho. Introducción a la problemá-
tica del Derecho [1.ª ed., 1934], trad. de J.G. Tejerina, Editora Nacional, Méxi-
co, 1979, p. 70; Teoría pura del Derecho [2.ª ed., 1960], cit., p. 142; BULYGIN,
E., «Sobre el status ontológico de los derechos humanos», cit., p. 81; GUASTI-
NI, R., «Derechos: una contribución analítica», cit., p. 225. Para algunos auto-
res iuspositivistas, no existen derechos absolutos (los no fundamentados en
sistemas normativos), ya que todos ellos son relativos a un sistema de normas.
Cfr. GUASTINI, R., «Derechos: una contribución analítica», cit., pp. 215-216.
Esta dependencia de los derechos respecto de los sistemas normativos permi-
tirá diferenciar a algunos autores, como al mismo Guastini, entre derechos
jurídicos, relativos a un sistema normativo jurídico, y derechos morales, rela-
tivos a un sistema normativo moral.
217
BOBBIO, N., «Sobre el fundamento de los derechos del hombre»
[1965], en El tiempo de los derechos, trad. de R. de Asís, Fundación Sistema,
Madrid, 1991, pp. 53 y 54.
218
Esta perspectiva, en la cual se reduce la noción de derechos fundamen-
tales a aspectos técnicos, de fuentes o de garantías y se abandonan las cuestio-
nes sobre el fundamento moral de los mismos, bien por una falta de interés por
abordar el tema, bien por un escepticismo ante tal tipo de fundamento, es cali-
ficada por Peces-Barba como «reduccionismo práctico o impropio». Véase
PECES-BARBA, G. et al., Curso de derechos fundamentales. Teoría general, Uni-
versidad Carlos III de Madrid-Boletín Oficial del Estado, Madrid, 1995, p. 53.

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Relativismo, liberalismo político y democracia

Aclarado este extremo, a continuación se analizarán las


aportaciones, en primer lugar, de Kelsen por constituir en gran
medida una referencia en el ámbito continental europeo e ibe-
roamericano para dar paso posteriormente a otros autores
positivistas.

3.1. La concepción kelseniana

La concepción kelseniana se podría resumir en estas pocas


y concisas líneas: el derecho subjetivo no es algún elemento
material, como un interés o una voluntad, sino el elemento for-
mal en que consiste la protección jurídica normativa. Dicho de
otro modo, el derecho subjetivo no es un objeto de protección
por parte de la norma jurídica, sino simplemente la acción pro-
cesal, la protección o la garantía jurídica misma 219.
En realidad, a juicio de Kelsen, se puede hablar de cinco
sentidos de la expresión «derechos subjetivos de los indivi-
duos»: como derechos reflejos de obligaciones jurídicas, como
permisiones positivas administrativas, como derechos subjeti-
vos privados en sentido técnico, como derechos políticos y,
finalmente, como derechos fundamentales. Mas en sentido
estricto sólo puede hablarse de derecho subjetivo desde un
punto de vista técnico 220. En este sentido, un derecho es un
poder otorgado a un individuo para ejercitar una acción, tras el
incumplimiento por otro de una obligación jurídica, y poner en
funcionamiento, así, el aparato judicial participando de este
modo en la producción de una norma jurídica individual, que
es la sentencia judicial mediante la cual se ordena la sanción
por el incumplimiento. Kelsen pretende dejar claro que si la
norma jurídica es la que impone el deber a un tercero, entonces

219
KELSEN, H., Problemas capitales de la teoría jurídica del Estado
[1911], trad. de W. Roces, Porrúa, México, 1987, pp. 539-543.
220
KELSEN, H., Teoría general del Derecho y del Estado, cit., pp. 87-ss. y
Teoría pura del Derecho [2.ª ed., 1960], cit., pp. 138-157.

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Roberto M. Jiménez Cano

parece evidente que no se puede afirmar que un sujeto tenga el


«derecho subjetivo» (derecho como correlato del deber impues-
to) a la conducta de tal tercero, pero sí que, en caso de incum-
plimiento de tal deber por parte del tercero, puede depender de
la voluntad de un individuo interponer una acción procesal (un
mandato dirigido a los órganos del Estado) para que se realice
la sanción establecida en la norma 221.
En palabras más sencillas, un derecho subjetivo es el poder
jurídico de un individuo de lograr interponer una acción para
el caso de incumplimiento de la obligación jurídica en su favor.
Tal poder surge cuando entre las condiciones de la norma para
que se apliquen sus consecuencias jurídicas se encuentra una
acción iniciada por un individuo y dirigida al órgano de aplica-
ción. La aplicación de la norma queda en ese momento a dis-
posición de la voluntad de determinado individuo, aquel res-
pecto del que otro está obligado a cumplir determinada
conducta.
El caso de los llamados derechos políticos es semejante al
anterior. Tales derechos no son más que poderes jurídicos otor-
gados a los individuos para participar en la producción de nor-
mas jurídicas generales, bien como miembro de una asamblea
legislativa, bien como participante en la elección de los miem-
bros. Se trata de una posibilidad concedida únicamente en las
democracias a los ciudadanos de tomar parte en el gobierno y
en la formación de la voluntad del Estado y, por ende, para que
puedan intervenir en la creación del orden jurídico. Las posibi-
lidades puestas a disposición del individuo por el ordenamien-
to jurídico para dicha intervención se concretan bien en la par-
ticipación del ciudadano, en las democracias directas, en las
deliberaciones y decisiones de la asamblea legislativa o bien en
el voto, en el caso de las democracias indirectas.
En realidad, los derechos políticos pueden ser meros corre-
latos o derechos reflejos del deber de los funcionarios electora-

221
KELSEN, H., Problemas capitales de la teoría jurídica del Estado, cit.,
p. 516.

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Relativismo, liberalismo político y democracia

les de recibir el voto y actuar conforme a la ley. Sin embargo, si


este deber, garantizado por ciertas sanciones, es violado el indi-
viduo tendría un estricto derecho subjetivo político consistente
en la posibilidad de ejercer una acción procesal que tienda a la
aplicación de tales sanciones.
Por último, y respecto de los derechos fundamentales, sobre
la igualdad o la libertad de los individuos, contenidos en las
constituciones Kelsen considera que suelen ser concebidos por
éstas como derechos subjetivos, es decir, como garantías en
beneficio de unos sujetos 222. Asimilaba, pues, una vez más, el
concepto de derecho subjetivo (en sentido técnico) con el de
garantía en beneficio de un individuo. Ahora bien, recuérdese
que sólo si el ordenamiento concede a los individuos determi-
nadas acciones procesales puede hablarse de derechos subjeti-
vos (en sentido estricto) o garantías. Por tanto, los derechos
fundamentales sólo constituyen auténticas garantías y genuinos
derechos subjetivos cuando la constitución o el orden jurídico
concedan a los individuos poderes jurídicos para iniciar el pro-
cedimiento de anulación, bien de manera general o para todos
los casos, bien de manera individual o para un caso concreto,
de las normas inconstitucionales que violan las normas de
derechos fundamentales, participando, así, en la producción de
las normas jurídicas que quitan validez a las normas inconsti-
tucionales 223. Además de esta garantía frente a leyes inconstitu-
cionales, puede existir otra garantía como la del procedimiento
especial de reforma constitucional bajo condiciones más seve-
ras (por ejemplo por una aprobación por mayoría absoluta)
que el de las leyes ordinarias 224.

222
KELSEN, H., La garantía jurisdiccional de la Constitución (La justicia
constitucional) [1928], trad. de R. Tamayo, UNAM, México, 2001, p. 23.
223
KELSEN, H., La garantía jurisdiccional de la Constitución (La justicia
constitucional), cit., pp. 24 y 26; Teoría pura del Derecho [2.ª ed., 1960], cit.,
pp. 156 y 157.
224
KELSEN, H., Teoría pura del Derecho, 2.ª ed., cit., p. 154.

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Roberto M. Jiménez Cano

Es cierto que en las constituciones pueden hallarse figuras


denominadas derechos fundamentales que no otorguen acción
procesal alguna a los individuos, mas tales figuras no constitui-
rían auténticas garantías o derechos subjetivos del individuo,
sino únicamente prohibiciones normativas de violar por ley la
libertad o la igualdad, de prohibiciones dirigidas a los órganos
de gobierno de participar en la promulgación de leyes inconsti-
tucionales. Es decir, en este supuesto tales principios actuarían
no como garantías, sino como límites materiales o de contenido
de las leyes infraconstitucionales, a diferencia de los límites for-
males sobre el procedimiento de creación legislativa. Mas en
este caso, y de acuerdo con Kelsen, tal situación no serviría
para lograr satisfacción alguna puesto que resulta casi imposi-
ble obligar a un órgano legislativo a no dictar leyes inconstitu-
cionales 225.
Una vez que Kelsen ha dejado claro que la anulación del
acto inconstitucional es no sólo la garantía de los derechos fun-
damentales, sino la garantía principal y más eficaz de la cons-
titución 226, el autor austriaco considera que dicha anulación ha
de encargarse a una autoridad independiente del parlamento,
cosa por otra parte obvia ya que sería infructuoso depositar
esta tarea precisamente en el órgano cuya actividad ha de ser
fiscalizada. En concreto, Kelsen entiende que la competencia
de anulación ha de consignarse en una jurisdicción o tribunal
constitucional 227. Y será en el momento en el que el tribunal
constitucional tenga que tomar las decisiones sobre la constitu-

225
KELSEN, H., La Teoría Pura del Derecho. Introducción a la problemá-
tica del Derecho, cit., pp. 80-82; Teoría general del Derecho y del Estado, cit.,
pp. 102-103 y 315; Teoría pura del Derecho, 2.ª ed., cit., pp. 150-157.
226
KELSEN, H., La garantía jurisdiccional de la Constitución (La justicia
constitucional), cit., p. 49.
227
KELSEN, H., La garantía jurisdiccional de la Constitución (La justicia
constitucional), cit., p. 52. Como la anulación de una ley es, para Kelsen, una
función legislativa o un acto de legislación negativa un tribunal facultado para
anular leyes actúa, por consiguiente como un legislador negativo. Véase, en este
punto, KELSEN, H., Teoría general del Derecho y del Estado, cit., pp. 317-318.

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Relativismo, liberalismo político y democracia

cionalidad de las leyes que vulneran derechos fundamentales


cuando se vislumbrará un requisito imprescindible a la hora de
aplicar una garantía, a saber, su precisión o concreción.
En efecto, a la hora de la toma de decisiones sobre la cons-
titucionalidad de las leyes que desarrollan los derechos funda-
mentales —tanto en el momento de revisar el procedimiento de
creación de las leyes como en el de su contenido— el tribunal
constitucional deberá basarse en las propias reglas constitucio-
nales (de rango jerárquicamente superior a las legislativas).
Hasta aquí nada problemático a no ser que tales derechos o
principios sobre el contenido de las leyes no estén constitucio-
nalmente formulados «de una manera tan precisa como sea
posible» 228. En estos casos, en los que el contenido de los dere-
chos fundamentales no está precisado, dos cuestiones conexas
quedan abiertas: ¿qué debe aplicar el tribunal a la hora de
determinar la inconstitucionalidad de las leyes? y ¿pueden
estos principios sobre el contenido de las leyes ser aplicados?
Dos opciones se plantea el propio Kelsen.
En primer lugar, la aplicación de principios «suprapositi-
vos» o de Derecho natural, es decir, de principios que no son
Derecho positivo, sino que deberían serlo porque son justos.
Sin embargo, a juicio del autor austriaco, esta alternativa debe
de ser «radicalmente excluida» puesto que tales principios no
entrañan obligación jurídica alguna y meramente constituyen
postulados ideológicos que expresan los intereses de ciertos
grupos. Es esto, lo que, en opinión de Kelsen, sucede en ocasio-
nes en las constituciones cuando invocan los ideales de equi-
dad, justicia, libertad, igualdad o moralidad «sin precisar, abso-
lutamente, lo que es necesario entender con ello». Cabría decir
que lo mismo ocurre con las referencias imprecisas a derechos
fundamentales, puesto que las disposiciones sobre el contenido
de las leyes que se encuentran en éstos y los principios como
equidad, justicia, libertad, igualdad, etc., pueden ser borrados

228
KELSEN, H., La garantía jurisdiccional de la Constitución (La justicia
constitucional), cit., pp. 73 y 82.

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Roberto M. Jiménez Cano

fácilmente 229. Tal vaguedad conduciría, de nuevo, a la inaplica-


ción de tales principios o derechos y a su tratamiento como
mera ideología política 230. Esa imposibilidad de concebir unos
derechos fundamentales capaces de imponerse al legislador
mediante una garantía judicial suscitará en Kelsen su rechazo
a una constitución de principios tutelada por un tribunal que
sólo se ocupa de reglas 231.
Si concebir los derechos como invocaciones de principios
de Derecho natural tiene como resultado su inaplicación jurídi-
ca, la segunda opción que se abre ante Kelsen consistiría en
interpretar que la imprecisión de los principios o derechos fun-
damentales constituye una autorización al legislador y a los
órganos de ejecución de la ley «a llenar, discrecionalmente, el
ámbito que le es abandonado por la constitución y la ley». Pero,
en este caso, Kelsen nos advierte del «poder insoportable» que
tendría un tribunal, compuesto de una manera más o menos
arbitraria, que pudiese anular una ley, sobre la base de que vul-
nera, por ejemplo, el principio constitucional a la justicia cuan-
do las concepciones acerca de tal principio son diferentes entre
sí, y a falta de que el Derecho positivo consagre alguna de entre
tales concepciones, el tribunal eligiera la concepción de la
mayoría de sus jueces, una concepción que se opusiera a la de

229
KELSEN, H., La garantía jurisdiccional de la Constitución (La justicia
constitucional), cit., pp. 77-80.
230
La idea de que determinados conceptos han de ser precisados por el
legislador y que mientras no lo sean no pueden ser conceptos justiciables
quedaría recogida en una sentencia del Tribunal Constitucional Austriaco de
1928 (tiempo en el que Kelsen era miembro del mismo) al sentar el Tribunal
la doctrina de que si bien las restricciones legales a la propiedad sólo pueden
basarse en el interés público, lo que sea «interés público» lo tiene que enjui-
ciar exclusivamente el legislador parlamentario. Véase, ahora, ÖHLINGER, T.,
«Hans Kelsen y el Derecho constitucional federal austriaco. Una retrospectiva
crítica», trad. de J. Brage, en Revista Iberoamericana de Derecho procesal cons-
titucional, n.º 5, 2006, p. 221.
231
PRIETO, L., «Tribunal constitucional y positivismo jurídico», en
Doxa, 23, 2000, pp. 172 y 170 respectivamente.

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Relativismo, liberalismo político y democracia

la mayoría de la población y, por ende, a la del Parlamento que


ha votado la ley 232.

3.2. «Atribuir» y «garantizar» derechos

Si Kelsen no diferencia entre genuinos derechos y garantías,


el resto de autores sí lo harán. Sin embargo, tal distinción no
supondrá, para la mayoría de los autores posteriores, situarse a
una distancia considerable de la posición kelseniana. Por ejem-
plo, si bien Hart entendía el concepto de derecho como la posi-
ción especial en la que se encuentra una persona a quien el
ordenamiento jurídico le ha otorgado la opción de hacer cum-
plir o no el correspondiente deber de otra lo cierto es que tal
opción incorpora siempre la posibilidad de accionar la maqui-
naria tuitiva del Derecho. En efecto, para Hart la obligación de
cumplir con el deber impuesto por una norma jurídica a una
persona se hace depender, por la propia norma, de la elección
del individuo de quien se afirma que tiene el derecho o de algu-
na persona autorizada para actuar como su representante, mas
la elección que el propio orden jurídico concede a otra persona
le da un poder de exigir o no el cumplimiento de dicha obliga-
ción. De esta manera, conforme a su particular teoría de la
voluntad, un individuo está obligado a realizar u omitir una
determinada acción si, y sólo si, otro individuo (o su represen-
tante autorizado) así lo quiere 233.

232
KELSEN, H., La garantía jurisdiccional de la Constitución (La justicia
constitucional), cit., pp. 79, 81 y 82.
233
HART, H.L.A., «Definición y teoría en la ciencia jurídica» [1953], en
Derecho y moral. Contribuciones a su análisis, trad. de G.R. Carrió, Depalma,
Buenos Aires, 1962, pp. 117-118. Resulta esencial recalcar que sin normas
jurídicas no hay derechos y que estos únicamente pueden ser conferidos por
normas o reglas jurídicas. En concreto, los derechos sólo existen gracias a
reglas secundarias que confieren potestades jurídicas. En este sentido puede
verse, ahora, HART, H.L.A., El concepto de Derecho [1961], trad. de G.R.
Carrió, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1998, pp. 68, 69, 75, 99-101.

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Roberto M. Jiménez Cano

La teoría de Hart realmente no se distingue apenas de la de


Kelsen. Es cierto que el autor británico no identifica el derecho
con el propio remedio procesal para el incumplimiento de una
obligación jurídica, pero al fin y al cabo el ejercicio del poder
procesal que se concede a un individuo queda sometido al con-
trol o a la voluntad de éste y, así, el derecho emerge como un
poder de control en cuanto al modo de comportarse de otro,
esto es, como una libertad de elegir entre desistir, no exigir,
revocar, modificar, extinguir o ejecutar la correlativa obligación
que una norma jurídica ha impuesto a otra persona 234. Pero,
aún más, los derechos son elecciones jurídicamente protegidas
y constituyen el punto en el que el Derecho objetivo protege,
con sus medidas coactivas, la libertad individual y confiere a
los individuos la facultad de hacer uso de la máquina coactiva
del Derecho 235. En definitiva, un derecho es un poder jurídico
conferido por el Derecho a un individuo para que éste pueda o
no, a su elección, iniciar las acciones coactivas oportunas para
que se cumpla una obligación jurídica. No hay, pues, diferencia
relevante alguna entre las posiciones de Kelsen y de Hart salvo
el hincapié que cada autor hace bien de la acción procesal, bien
de la voluntad 236.
No obstante, el propio Hart señalará que su teoría de la
elección sólo es aplicable a derechos subjetivos ordinarios en
las relaciones entre particulares y no a los derechos fundamen-

234
HART, H.L.A., «Legal Rights» [1973], en Essays on Bentham. Studies
in Jurisprudence and Political Theory, Oxford University Press, Oxford, 1982,
reimp. 2001, p. 188.
235
HART, H.L.A., Post Scriptum al concepto de Derecho, cit., p. 50.
236
Pese al esfuerzo de Kelsen por desprenderse de elementos materiales
en la configuración del derecho subjetivo, tales como intereses o voluntades,
resulta incuestionable su inclinación por la teoría de la voluntad. El derecho
subjetivo no es, en efecto, la voluntad del individuo, pero la aplicación de la
sanción (la consecuencia de la norma jurídica) depende de una manifestación
de voluntad de aquél a través de la interposición de una demanda o acción
procesal. De hecho, Kelsen afirmará que la teoría de la voluntad se encuentra
próxima a su tesis (más próxima que la del interés). Véase, en este punto,
KELSEN, H., Teoría general del Derecho y del Estado, cit., pp. 95-97.

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Relativismo, liberalismo político y democracia

tales o constitucionales que se afirman tener por parte de los


individuos frente al parlamento. La función de tales derechos
no es otra que limitar el poder de hacer leyes que pudieran
negar a los individuos ciertas libertades y beneficios esenciales
del bienestar humano, tales como la libertad de expresión y de
asociación o el derecho a la vida, a la educación y a la igualdad
de trato. Los derechos fundamentales, donde lo importante no
reside en una elección personal, sino en una necesidad indivi-
dual básica o fundamental, entonces, necesitan para ser anali-
zados adecuadamente de la noción de inmunidad en el sentido
de Hohfeld 237. Es decir, un derecho fundamental consistiría en
la libertad de un individuo frente a las potestades jurídicas de
otros individuos y, por tanto, supondría la falta de capacidad o
de poder jurídico de una persona (aquí el parlamento) para
alterar la posición jurídica de otra (como, por ejemplo, cuando
al parlamento le falta el poder legal de quitar la vida a un indi-
viduo). Tales derechos-inmunidades podrían hacerse valer,
entonces, como pretensiones que justificarían la invalidez de
las leyes que los vulneraran 238. Esto último es importante, pues
Hart admite que los derechos-inmunidad pueden reivindicarse
o hacerse valer en forma de demandas o reclamaciones (claims)
justificables sobre alguna supuesta promulgación que realmen-
te es inválida porque infringe derechos constitucionales 239.
En cuanto a Norberto Bobbio, pese a que en varios momen-
tos consideró que el problema de los derechos humanos no
radicaba en su justificación, sino en su protección y que la
cuestión real del discurso acerca de los mismos no era filosófi-

237
Para este autor A tiene una inmunidad (no ve alterado su estatus
jurídico) respecto de los efectos jurídicos del posible acto jurídico x que reali-
ce B, B es incompetente para alterar el estatus jurídico de A. Para el análisis
de Hohfeld referido al uso del término derecho en contextos jurídicos puede
verse HOHFELD, W.N. Conceptos jurídicos fundamentales [1919], trad. de G.R.
Carrió, Fontamara, México, 1995, pp. 45-87.
238
HART, H.L.A., «Legal Rights», cit., pp. 190-193.
239
HART, H.L.A., «Legal Rights», cit., p. 191.

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Roberto M. Jiménez Cano

ca, sino jurídica y, más ampliamente, política 240, lo cierto es


que apenas dedicó unas páginas desde la óptica estrictamente
jurídica o de teoría del Derecho. En todo caso, en el autor ita-
liano se puede apreciar una diferencia normativa entre atribuir
y garantizar derechos. Así, afirma que cuando las leyes consti-
tucionales atribuyen a los ciudadanos derechos y libertades
están limitando el contenido normativo del legislador ordina-
rio. En concreto, estos límites sustanciales pueden ser positi-
vos, cuando la constitución impone al legislador dictar normas
en una materia concreta (como ocurre con las normas que reco-
gen el derecho a la educación y la instrucción obligatoria hasta
determinada edad), o bien pueden ser negativos, cuando la
constitución prohíbe al legislador dictar normas en una deter-
minada materia concreta (lo que sucede cuando se prohíben
dictar leyes que limiten ámbitos de libertad) 241. Esto parece
configurar a las normas constitucionales sobre derechos funda-
mentales como simples prohibiciones o deberes al legislador,
sin garantía alguna para el ciudadano.
Sin embargo, Bobbio señala, además, que en el lenguaje de
los derechos dentro de un sistema jurídico no todos tienen el
mismo sentido. Así, se pueden encontrar derechos en un senti-
do débil y derechos en un sentido fuerte. La diferencia entre
unos y otros no viene dada únicamente por la atribución de
derechos por parte de un sistema jurídico —no basta con pro-
clamarlos 242— sino por su protección «efectiva», es decir, que
dicha protección se puede obtener recurriendo a un tribunal de
justicia 243. La importancia del ámbito jurídico en relación con

240
BOBBIO, N., «Sobre el fundamento de los derechos del hombre», cit.,
p. 61 y «Presente y porvenir de los derechos humanos» [1968], en El tiempo de
los derechos, trad. de R. de Asís, Sistema, Madrid, 1991, pp. 63 y 64.
241
BOBBIO, N., Teoría general del Derecho [1958/1960], 3.ª ed., trad. de
E. Rozo, Themis, Bogotá, 2007, p. 168.
242
BOBBIO, N., «Presente y porvenir de los derechos humanos», cit.,
p. 75.
243
BOBBIO, N., «Derechos del hombre y sociedad», cit., pp. 123-125.
«Esta argumentación —apunta el autor italiano— adquiere un particular inte-

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Relativismo, liberalismo político y democracia

los derechos humanos viene determinada, pues, por la idea de


que sólo los derechos efectivamente protegidos son verdaderos
derechos positivos. Los derechos no positivos o no jurídicos no
pasarían de ser pretensiones o exigencias morales, ideales a
perseguir, propuestas para un legislador futuro 244. En definiti-
va, se podría afirmar que los derechos fundamentales, además
de entrañar obligaciones y prohibiciones para el Estado, si pre-
tenden ser derechos en un sentido fuerte han de estar protegi-
dos de tal manera que su titular pueda reivindicarlos ante un
tribunal.
Aparte de estos autores, que han sido los más utilizados a la
hora de conformar este trabajo, otros muchos positivistas y
defensores de la democracia han seguido una senda similar. De
este modo, Riccardo Guastini diferencia entre «atribuir» dere-
chos y «garantizar» derechos. Para atribuir un derecho es sufi-
ciente con su proclamación constitucional, mientras que para

rés a propósito de los derechos del hombre, por los cuales se ha producido
históricamente el paso de un sistema de derechos en sentido débil, en cuanto
estaban insertados en códigos de normas naturales o morales, a un sistema de
derechos en sentido fuerte, como son los sistemas jurídicos de los Estados
nacionales. Y hoy, a través de las distintas cartas de derechos en la comunidad
internacional, se ha producido el paso inverso de un sistema más fuerte, como
es el nacional no despótico, a un sistema más débil, como es el internacional,
donde los derechos proclamados son sostenidos casi exclusivamente por la
presión social, como sucede habitualmente en relación con los códigos mora-
les, y son violados repetidamente sin que las violaciones sean, la mayoría de
las veces, castigadas, y no tengamos más respuestas que una condena moral.
En el actual sistema internacional faltan algunas condiciones necesarias para
que pueda producirse la transformación de los derechos en sentido débil en
derechos en sentido fuerte: a) que el reconocimiento y la protección de las
pretensiones o exigencias contenidas en las declaraciones provenientes de
órganos u organismos del sistema internacional sean considerados condicio-
nes necesarias para la pertenencia de un Estado a la comunidad internacional;
b) la falta, en el sistema internacional, de un poder común suficientemente
fuerte como para prevenir o reprimir las violaciones de los derechos declara-
dos» (BOBBIO, N., «Derechos del hombre y sociedad», cit., pp. 126 y 127).
244
BOBBIO, N., «Presente y porvenir de los derechos humanos», cit.,
pp. 67-68.

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Roberto M. Jiménez Cano

garantizarlo es necesario además articular los mecanismos de


protección jurídica, en especial jurisdiccional, del derecho en
cuestión. Esta distinción entre «atribuir» y «garantizar» dere-
chos puede observarse también en autores como Luigi Ferrajo-
li y Mario Jori.
Para Ferrajoli los derechos subjetivos son intereses o expec-
tativas positivas (de prestaciones) o negativas (de no sufrir
lesiones) atribuidas a un sujeto por una norma jurídica y los
derechos fundamentales son derechos subjetivos que corres-
ponden universalmente a todos los seres humanos en cuanto
dotados del estatus de personas, de ciudadanos o de personas
con capacidad de obrar 245. Las garantías establecen deberes u
obligaciones correlativas a los derechos y se pueden dividir en
primarias y secundarias. Las garantías primarias imponen
determinados comportamientos como debidos con el fin de
que los derechos se puedan cumplir, pero también establecen
prohibiciones dirigidas al legislador ordinario de dictar normas
que vulneren los derechos. Las garantías secundarias, por su
parte, imponen la obligación de aplicar sanciones, que incluyen
la invalidez de los actos normativos, cuando las garantías pri-
marias no se satisfacen 246. Pues bien, la carencia de garantías
no conlleva, a juicio de Ferrajoli, a la inexistencia de tales dere-
chos, sino «a una inobservancia de los derechos positivamente
estipulados, por lo que consiste en una indebida laguna que
debe ser colmada por la legislación» 247.
En similar sentido, Mario Jori ha considerado que un dere-
cho introducido válidamente en el sistema es una norma jurídi-
ca positiva, aunque no tenga garantías. En cuanto promulgado
válidamente el derecho existe y las normas constitucionales

245
FERRAJOLI, L., «Derechos fundamentales» [1998], en CABO, A. de y
PISARELLO G., Los fundamentos de los derechos fundamentales: Luigi Ferra-
joli, Trotta, Madrid, 2001, p. 19.
246
FERRAJOLI, L., «Los derechos fundamentales en la teoría del dere-
cho» [1999], en CABO, A. de y PISARELLO G., Los fundamentos de los dere-
chos fundamentales: Luigi Ferrajoli, cit., pp. 192-193.
247
FERRAJOLI, L., «Derechos fundamentales», cit., p. 26.

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Relativismo, liberalismo político y democracia

sobre derechos carentes de garantías imponen, al menos, un


deber jurídico de perfeccionamiento a cargo del legislador, deber
que si se incumple origina lagunas en el ordenamiento. En defi-
nitiva, entre derechos y garantías no habría una conexión lógica,
aunque pudiera haberla de carácter deontológico 248.
Guastini, no obstante, se distanciará de estas últimas afir-
maciones cuando se trate de «verdaderos derechos». De acuer-
do con Guastini verdaderos derechos son aquellos que satisfa-
cen tres condiciones: son susceptibles de tutela jurisdiccional,
pueden ser ejercitados frente a un sujeto determinado y su con-
tenido consiste en una obligación de conducta, es decir, el dere-
cho lleva aparejado un deber correlativo bien definido. Todos
aquellos derechos que no satisfagan estas tres condiciones con-
juntamente serían «derechos sobre el papel». El autor genovés
añade una exigencia más que nos recuerda una opinión de Kel-
sen, y que en realidad está implícita en la primera de las condi-
ciones: el mecanismo de tutela jurisdiccional ha de presuponer
que el derecho en cuestión tenga un contenido preciso y que
pueda ser ejecutado o reivindicado frente a un sujeto determi-
nado también de manera precisa 249. Respecto de esta última
previsión, la precisión de significado de los derechos es de nota-
ble importancia también en opinión de Mario Jori, para quien
las formulaciones tan vagas como «derecho a la felicidad» u
otras expresiones lingüístico-normativas sin significado no son
siquiera normas 250.

248
JORI, M., «Ferrajoli sobre los derechos» [1999], en CABO, A. de y
PISARELLO G., Los fundamentos de los derechos fundamentales: Luigi Ferra-
joli, cit., pp. 107-109.
249
GUASTINI, R., «Derechos: una contribución analítica», cit., pp. 220-
221.
250
JORI, M., «Ferrajoli sobre los derechos», cit., nota 4, p. 107. De acuer-
do con este autor, si el derecho subjetivo no quedara respaldado por garantías
se produciría un problema de determinación del contenido del derecho subje-
tivo, una indeterminación semántica de la formulación general del derecho,
algo por otra parte común a todas las normas de principio (cit., p. 112).

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Roberto M. Jiménez Cano

Finalmente, cabe mencionar la posición integral de Grego-


rio Peces-Barba para quien sin garantía no se podría hablar de
un concepto integral de «derecho fundamental». Esta defini-
ción integral incluiría (a) una «pretensión moral justificada»,
tendente a facilitar la autonomía y vinculada a las ideas de
libertad e igualdad; (b) «técnicamente incorporable a una nor-
ma que pueda obligar a unos destinatarios correlativos de las
obligaciones jurídicas que se desprenden para que el derecho
sea efectivo, que sea susceptible de garantía o protección judi-
cial, y, por supuesto que se pueda atribuir como derecho subje-
tivo, libertad, potestad o inmunidad a unos titulares concre-
tos»; y (c) «una realidad social, es decir, actuante en la vida
social, y por tanto condicionados en su existencia por factores
extrajurídicos de carácter social, económico o cultural que
favorecen, dificultan o impiden su efectividad», como, por
ejemplo, la escasez de bienes 251.
En fin, lo que aquí se ha querido poner de manifiesto es que
el mero respeto, sin alcance jurídico-garantista alguno, que la
democracia implica respecto de los derechos y libertades de los
individuos no parece suficiente para los propios defensores de
la democracia. Bien podría decirse que una cosa es el discurso
político y otro el jurídico o que una cosa es lo que debe ser y
otra muy distinta la que es. Esto, ciertamente sirve para algunos
autores, pero no para otros. No sirve, por ejemplo, para aque-
llos que, como Kelsen, en su defensa de la democracia hablan
de garantizar libertades y en su discurso jurídico no consideran
libertades a aquellas que no estén garantizadas. Cosa diferente,
y muy importante tal y como se verá en el próximo capítulo, es
cómo habrían de garantizarse. En este punto, Kelsen, no estaría
muy de acuerdo con la forma de proceder de los sistemas cons-
titucionales típicos posteriores a la II Guerra Mundial.
Puede que el lector no encuentre relevante esta cuestión o,
mejor, cabe que piense que dejar a la buena voluntad el respe-

251
PECES-BARBA, G. et al., Curso de derechos fundamentales, cit.,
pp. 109-112.

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Relativismo, liberalismo político y democracia

to por los derechos suponga un riesgo para las propias liber-


tades y también para la democracia. ¡Mejor será garantizarlos
jurídicamente! Puede que sí, pero puede que no. Tal vez deter-
minadas garantías de los derechos, algunas de ellas apuntadas
en este capítulo, pongan en peligro a la democracia misma.
Esto será precisamente, como se acaba de señalar, el objeto
del último capítulo. Ahora queda seguir hablando del respeto,
pero no ya a los individuos o a sus libertades, sino de respeto
a las decisiones tomadas por esos individuos en el proceso
democrático. En este sentido, si las decisiones democráticas
toman forma de ley de lo que aquí se está hablando es del
respeto y de la autoridad de la ley, es decir, del imperio de la
ley.

4. RESPETO A LAS DECISIONES DEMOCRÁTICAS


E IMPERIO DE LA LEY

Cuando se toma una decisión de forma democrática tal


decisión exige, de los individuos que han participado en su for-
mación, respeto. Exige que se respete y que se cumpla la deci-
sión por parte de todos los individuos. Si se quiere, la decisión
aprobada exige un deber de obediencia. Ese deber de respeto (o
de obediencia) puede derivar del contenido de la decisión, pero
esto resultaría algo raro en una democracia que parte de los
posibles desacuerdos individuales acerca del bien común y de
la justicia. La decisión final seguramente no coincidirá con la
decisión que hubieran tomado muchos de los individuos del
grupo. Extraño sería, entonces, que tales individuos considera-
ran que tienen un deber de obediencia respecto del contenido
de una decisión del que discrepan. La decisión exige respeto
porque no es tarea fácil tomar una decisión conjunta en una
situación de desacuerdo, pero la decisión exige respeto porque
en el procedimiento de creación se han respetado las diferentes
opiniones discrepantes y, finalmente, porque el resultado puede

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Roberto M. Jiménez Cano

verse como la decisión propia de cada uno de los participantes


y no una decisión meramente heterónoma 252.
La decisión democráticamente adoptada que exige respeto
para ella misma y que desprende respeto hacia todos bien pue-
de verse como una norma con forma de ley. Es decir, sería una
norma de carácter general que trataría de manera igual a las
personas que pertenecen a la misma categoría y no permitiría
discriminaciones, cumpliendo así una función igualadora.
También constituiría una norma abstracta desde el momento
en que una vez que ya existe prescinde de las opiniones que
estuvieron presentes en su proceso de formación, quedando
como guía única de decisión. Cumpliría, de este modo, con una
función de seguridad o de certeza que permitiría la previsibili-
dad de la reacción de quien administrara la ley. El gobierno
mediante leyes así consideradas no es muy distinto, si es que
hay alguna diferencia, de la idea de imperio de la ley, de gobier-
no por leyes y bajo leyes 253.
En efecto, Bobbio observará dos conexiones entre democra-
cia e imperio de la ley. Por un lado, si el ideal clásico del buen
gobierno es el gobierno de las leyes —frente al gobierno de los
hombres— es el de un gobierno que ejerce el poder sometién-
dose y obedeciendo a leyes preestablecidas que persiguen el
bien común, entonces el buen gobierno se encierra en el Estado
democrático de Derecho, pues la democracia no es más que el
gobierno de las leyes. Por otro, considera que el fundamento

252
WALDRON, J., Derecho y desacuerdos, cit., pp. 120-122 y 131.
253
BOBBIO, N., El positivismo jurídico [1961], trad. de R. de Asís y A.
Greppi, Debate, Madrid, 1993, pp. 234-235 y 240; «Del poder al Derecho y
viceversa» [1981], trad. de. A. Ruiz Miguel, en Teoría general de la política,
Trotta, Madrid, 2003, pp. 269-270; «El buen gobierno» [1982], trad. de A. de
Cabo y G. Pisarello, en Teoría general de la política, cit., pp. 226-233; «¿Gobier-
no de los hombres o gobierno de las leyes» [1983], en El futuro de la democra-
cia, cit., pp. 123-129; «La democracia de los modernos comparada con la e los
antiguos (y con la de los postreros)» [1987], trad. de J. Fernández, en Teoría
general de la política, cit., pp. 409-412; De senectute [1996], trad. de E. Benítez,
Taurus, Madrid, 1997, p. 200.

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Relativismo, liberalismo político y democracia

común de la democracia moderna y de los derechos e, incluso,


según mi parecer, del sistema jurídico como gobierno de las
leyes es el individualismo ético, esto es, la idea de que el indivi-
duo ostenta primacía sobre la sociedad, de que el individuo
tiene valor en sí y de que el Estado está hecho para el individuo
y no a la inversa. Dicho individualismo —dice Bobbio— es la
base de la regla una cabeza, un voto 254.
Ciertamente, en la concepción más usual el imperio de la ley
no necesita de la democracia para realizarse, aunque sí es una
herramienta liberal de límite al poder. Piénsese en definiciones
como las de Ross o Kelsen. De acuerdo con el primero, repre-
senta «la idea de que todo acto de administración debe realizar-
se de acuerdo con normas jurídicas previamente establecidas y
con posibilidad de un control posterior por los tribunales» 255 o,
en definición del segundo, «el principio de que las funciones
judicial y administrativa del Estado deben estar determinadas,
en la mayor medida posible, por normas jurídicas generales
preestablecidas, de tal forma que a los órganos administrativos
y judiciales les quede el menor poder discrecional posible» 256.
Ahora bien, como señalan las definiciones lo que se limita
es el poder de la administración o de las funciones judicial y
administrativa, pero no el poder del legislativo o de la función
legislativa. Así que, finalmente, como indica Kelsen el principio
de imperio de la ley puede no ser, después de todo, una apuesta
por la libertad o por los derechos, pues ni limita el poder del
Legislativo ni garantiza plenamente la libertad del individuo.
Los órganos administrativos y judiciales quedan sometidos y
limitados por las leyes generales aprobadas por el parlamento
y éste se encuentra limitado por las normas que él mismo

254
BOBBIO, N., «Del poder al Derecho y viceversa», cit., pp. 269-270;
«El buen gobierno», cit., pp. 226-233; «Contrato y contractualismo en el deba-
te actual» [1982], en El futuro de la democracia, cit., p. 110; «La democracia
de los modernos comparada con la e los antiguos (y con la de los postreros)»,
cit., pp. 409-412; De senectute, cit., p. 200.
255
ROSS, A., ¿Por qué democracia?, cit., pp. 131-132.
256
KELSEN, H., «Los fundamentos de la democracia», cit., p. 310.

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Roberto M. Jiménez Cano

aprueba, pero nada obsta a que el propio poder legislativo


modifique o derogue esas normas y dicte unas nuevas, gozando
así de un poder prácticamente ilimitado. «El parlamento es
soberano y la soberanía del parlamento es, en una democracia
representativa, la soberanía del pueblo». Por otra parte, lo que
el imperio de la ley ofrece al individuo es solamente la posibili-
dad de que prevea hasta cierto punto la actuación de los órga-
nos administrativos y judiciales que aplican el Derecho, pudien-
do así adaptar su conducta a esa prevista actuación.
La posible incompatibilidad entre imperio de la ley, por un
lado, y tanto democracia como liberalismo, por otro, o, si se
quiere, su compatibilidad con la autocracia y con una absoluta
regulación de todos los aspectos de la vida de los individuos,
constriñendo al máximo su libertad, se debe a que, en rigor, no
es un principio que regule las relaciones entre gobierno y
gobernados, sino un principio interno al gobierno, una relación
entre las funciones de creación y aplicación del Derecho. Su
meta, pues, no es la libertad, sino la seguridad jurídica 257.
A pesar de todo ello cabe, no obstante, cierta relación entre
imperio de la ley como seguridad jurídica y democracia. La
democracia, al situar la clave de las funciones estatales en la
legislación, se configura como un gobierno de leyes donde el
ideal de legalidad posee un papel esencial y las decisiones o
actos de gobierno se justifican a través de su conformidad con
la ley 258. Como gobierno de leyes, la democracia recoge el
carácter positivo, puesto, del Derecho y reclama la primacía de
la seguridad jurídica frente a la justicia objetiva. En su vertien-
te jurídica, el demócrata propende más al positivismo jurídico
que al Derecho natural 259.

257
KELSEN, H., «Los fundamentos de la democracia», cit., pp. 310-312.
258
KELSEN, H., «Forma de Estado y Filosofía», cit., pp. 147-148; «For-
ma de Estado y visión del mundo», cit., p. 231.
259
KELSEN, H., «Forma de Estado y Filosofía», cit., p. 148. También en
«Forma de Estado y visión del mundo», cit., p. 231. Véase en este mismo sen-
tido RADBRUCH, G., Introducción a la Filosofía del Derecho, cit., p. 43.

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Relativismo, liberalismo político y democracia

Además, la democracia exige certeza y claridad en las reglas,


en cuanto que las opciones democráticas se han de tomar en
términos relativamente precisos, pues de lo contrario los indivi-
duos podrían elegir a quienes hacen las normas pero no, aun-
que sea indirectamente, el contenido de las mismas. Esa misma
certeza es propia del imperio de la ley, que exige actuar a través
de normas públicas redactadas de forma clara, cierta, inteligible
y precisa que garanticen cierta seguridad y predecibilidad. De
otra forma los individuos no podrían conocer los límites a su
propia conducta o conformarla a la prescripción de la norma y,
por ende, se vulneraría la igual libertad de los individuos 260.
Finalmente, las reglas vagas, ambiguas o las que conducen a
argumentos morales para su aplicación transferirían autoridad
política a los tribunales, los cuales disfrutarían de libertad para
dar forma al Derecho por sí mismos de acuerdo con sus propios
valores y preferencias 261. Por esta razón, la interpretación que
los jueces hagan en la aplicación de las leyes ha de buscar el
significado público de las palabras de la ley a través de un méto-
do literal basado en el texto de la misma. Así, el motivo de la
preferencia por este criterio de interpretación no es otro que la

260
Pueden verse estas exigencias formales de la ley en SCARPELLI, U.,
¿Qué es el positivismo jurídico?, cit., pp. 166,188-194. Véase también CAMP-
BELL, T.D., «El sentido del positivismo jurídico» [1998], trad. de A. Ródenas,
Doxa, 25, 2002, pp. 319, 324 y 328; «El sentido del positivismo jurídico (II): El
positivismo jurídico prescriptivo como un derecho humano», cit., pp. 32-35;
WALDRON, J., «The Rule of Law in Contemporary Liberal Theory», Ratio
Juris, n.º 2, 1989, p. 79; Derecho y desacuerdos, cit., pp. 265-266. No habría que
olvidar, por otra parte, que si a la idea de imperio de la ley como principio de
seguridad o certeza se le suma el respeto por los derechos el resultado no es
más que el concepto de Estado de Derecho en sentido fuerte. Véase, en este
sentido, WALDRON, J., The Dignity of Legislation, Cambridge University Press,
Cambridge, 1999, p. 7.
261
CAMPBELL, T.D., «El sentido del positivismo jurídico», cit., pp. 319,
324 y 328; «El sentido del positivismo jurídico [II]: El positivismo jurídico
prescriptivo como un derecho humano», cit., pp. 30-35; WALDRON, J., «The
Rule of Law in Contemporary Liberal Theory», cit., p. 79; Derecho y desacuer-
dos, cit., pp. 265-266; The Dignity of Legislation, cit., p. 37.

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Roberto M. Jiménez Cano

dignidad y el respeto que los jueces deben mostrar a las pala-


bras que han sido debatidas y votadas de acuerdo con los pro-
cedimientos democráticamente establecidos 262.
Democracia e imperio de la ley no son la misma cosa, pero
si se defiende el imperio de la ley y la seguridad jurídica se tie-
ne un motivo para ser demócrata o para preferir la forma
democrática de gobierno. El respeto a la autonomía y a la dig-
nidad del individuo, a la concepción de éste como agente moral
autónomo, con libertad y capacidad para gobernarse a sí mis-
mo, es, en principio, incompatible con la presencia de unas
normas en cuya formación no han intervenido la mayor parte
de los individuos del grupo 263. La existencia del poder jurídico-
político, entonces, sólo puede justificarse si los individuos par-
ticipan en su proceso de formación y si aquél actúa como árbi-
tro de los diferentes planes de vida, divergentes formas de
gobernarse y distintos intereses y objetivos que tiene cada indi-
viduo y que, en multitud de ocasiones, colisionan en una vida
social común.
Esta función arbitral no se limita a una mera mediación
entre intereses individuales, sino que se extiende a la imposi-
ción, incluso a través de la coacción y la fuerza, de una deter-

262
CAMPBELL, T.D., «El sentido del positivismo jurídico», cit., p. 329 y
«Legislative intent and democratic decisión-making» [2001], en Prescriptive
legal positivism: Law, rights and democracy, University College London Press,
Oxford, 2004, p. 88; WALDRON, J., Derecho y desacuerdos, cit., pp 95-105 y
147-ss.
263
A juicio de Peces-Barba, la autonomía y la dignidad están vinculados
en dos momentos: «en uno, autonomía significa capacidad de elección, liber-
tad psicológica, el poder de decidir libremente, pese a los condicionamientos
y limitaciones de nuestra condición. No está garantizado que elijamos bien,
también podemos equivocarnos, pero ese es un riesgo que debemos correr si
queremos ser seres humanos dignos que escogen el camino a seguir. En el
segundo momento, autonomía significa libertad o independencia moral, y
resultado, del deber ser, la situación del hombre que ha elegido bien, es decir,
que sigue las reglas que él mismo se ha dado como consecuencia del ejercicio
de la libertad de elección» (PECES-BARBA, G., La dignidad de la persona des-
de la Filosofía del Derecho, Dykinson, Madrid, 2002, pp. 65-66).

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Relativismo, liberalismo político y democracia

minada guía de conducta que represente el interés general o


común ante resistencias individuales que imposibiliten la vida
en común y el respeto de los ámbitos de autonomía de los otros
individuos 264.
No respetar la ley significa no respetar la igual autonomía y
dignidad de las personas. Y no respetar la ley significa hacer de
ella un instrumento vago, ambiguo, impreciso y sin autoridad.
La ley es la expresión de respeto moral y no aplicar lo que ella
expresa es un oprobio a los individuos que la han creado.
Si esto se comprende bien puede verse cómo una ideología
objetivista de la justicia o de la superioridad moral de unos
individuos frente a otros supone una falta de respeto a los ciu-
dadanos. Esta ideología puede no respetar a los ciudadanos
cuando sus opiniones sobre la justicia y el bien común no se
tienen en cuenta o cuando se limitan e, incluso, se anula la
decisión mayoritaria en aras de una justicia objetiva. Estos son
los problemas que se acometerán en el siguiente capítulo.

264
En un sentido parecido puede verse LAPORTA, F., «Imperio de la ley.
Reflexiones sobre un punto de partida de Elías Díaz», Doxa, n.º 15-16, vol. 1,
1994, pp. 136 y 137.

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IV. CONSTITUCIÓN, MORAL OBJETIVA
Y DEMOCRACIA

En este último capítulo se atenderá a dos problemas que, a


pesar de que uno es más propio de teoría del Derecho y otro de
filosofía política, están estrechamente vinculados. En ambos
problemas, además, se ve involucrado, aunque no de manera
exclusiva, algún tipo de positivismo, así como el concepto de
constitución rígida y las posibles declaraciones de derechos que
éstas incorporan. En la primera de las cuestiones que se aborda-
rá, la disputa se da entre los seguidores del positivismo jurídico
excluyente, que defenderá que la moral no puede determinar ni
la existencia ni el contenido del Derecho, y los del positivismo
incluyente, que argumentará lo contrario. En el segundo de los
problemas, gran parte del protagonismo recae sobre el positivis-
mo ético o normativo, que defenderá un sistema jurídico-políti-
co basado en la democracia y el imperio de la ley.
Como el lector se puede estar imaginando, el primer campo
de batalla gira en torno al papel de la moral —«incorporada»
principalmente por medio de derechos— en la validez del Dere-
cho, mientras que el segundo orbita alrededor de la legitimidad
del control judicial de constitucionalidad de las leyes especial-
mente en relación con declaraciones, cartas o tablas de dere-
chos atrincheradas, es decir, de listas que no pueden ser modi-
ficadas o derogadas por el legislador por procedimientos
ordinarios de reforma legislativa, o bien que no pueden ser
cambiadas en ningún caso.

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Roberto M. Jiménez Cano

Ambos problemas parten de lo más alto de la pirámide jurí-


dico-normativa de un país, su constitución, pero de una cons-
titución que es, además, de tipo rígida, es decir, de una consti-
tución que se caracteriza por (a) la superioridad de sus normas
sobre cualesquiera otras, (b) por procedimientos agravados de
reforma o, incluso, cláusulas pétreas o de intangibilidad que
directamente prohíban reformar parte o la totalidad del docu-
mento constitucional y (c) por un control, sea difuso o concen-
trado, de constitucionalidad de las leyes llevado a cabo por jue-
ces y tribunales.
Finalmente, ambos problemas conllevan, en aras del cono-
cimiento y defensa de una moral objetiva o de una superiori-
dad moral de determinados individuos sobre otros un despre-
cio a las opiniones y a la misma dignidad de los individuos del
grupo social o Estado. Todo ello puede disfrazarse de una
garantía de la objetividad y de la imparcialidad, de la raciona-
lidad y de la interdicción de la arbitrariedad, pero si uno acep-
ta el escepticismo o el relativismo moral, entonces no son más
que meras excusas.

1. DERECHOS, MORAL Y VALIDEZ JURÍDICA

Una de las discrepancias que se ha iniciado durante el si-


glo XX, pero que continúa en el presente, gira en torno a la idea
de que si los derechos tienen de alguna manera un contenido
moral, al incorporar las constituciones rígidas derechos funda-
mentales, entonces también se está incorporando la moralidad
propia de ellos condicionando, de esta manera, la validez de las
normas jurídicas de rango infraconstitucional, en especial, de
las leyes.
Más allá de los posibles debates entre el positivismo y el no-
positivismo, lo que en estas líneas interesa recalcar es la discre-
pancia surgida al interior del positivismo jurídico entre los
autores que defienden, por un lado, una versión fuerte de la
tesis de las fuentes, según la cual sólo fuentes o hechos sociales

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Constitución, moral objetiva y democracia

pueden determinar la existencia y el contenido del Derecho 265;


y los que defienden una versión débil de la misma, a la sazón
muy similar a lo sostenido por el no-positivismo, que posibili-
taría la entrada de criterios morales de validez proprio vigore o
siempre y cuando vinieran determinados por un hecho social
como la regla de reconocimiento 266. Los seguidores de la pri-
mera versión conformarán el denominado positivismo jurídico
excluyente, mientras que los partidarios de la segunda se agru-
parán alrededor del positivismo jurídico incluyente.
Gregorio Peces-Barba situaba bien los términos del debate
ya en 1984 al señalar que los valores constitucionalizados son
«norma de identificación de las demás normas en cuanto a su
contenido material. Es decir, una norma se considera del orde-
namiento, se identifica como del ordenamiento, si realiza
—perspectiva positiva— o si no contradice —perspectiva nega-
tiva— los valores superiores [incorporados en la constitución].
Precisamente lo que añade la Constitución material a la identi-
ficación de las normas en los ordenamientos jurídicos es pre-
cisamente que ésta no se produce sólo por criterios formales
—órgano competente y procedimiento adecuado para producir
la norma—, sino también por criterios de contenido» 267. Esos
criterios de contenido no son otra cosa que criterios morales.
Así, escribía en 1997: «no parece posible mantener la definición de
lo jurídico sólo desde el propio Derecho, con los criterios for-

265
Véase esta tesis en RAZ, J., La autoridad del Derecho. Ensayos sobre
Derecho y moral [1979], trad. de R. Tamayo, UNAM, México, 2.ª ed.,1985,
pp. 58-62; y en BULYGIN, E., El positivismo jurídico, cit., p. 110.
266
COLEMAN, J., «Incorporationism, Conventionality, and the Practical
Difference Thesis» [1998], en COLEMAN, J. (ed.), Hart´s Postscript. Essays on
the Postscript to the Concept of Law, Oxford University Press, Oxford, 2001, p.
126; Practice of Principle. In Defence of a Pragmatist Approach to Legal Theory,
Oxford University Press, Oxford, 2001, pp. 75 y 107. Véase también una defi-
nición de esta versión débil, aunque sin compartirla, en RAZ, J., La autoridad
del Derecho, cit., p. 66.
267
PECES-BARBA, G., Los valores superiores, Tecnos, Madrid, 1984,
p. 97.

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Roberto M. Jiménez Cano

males del órgano competente y del procedimiento establecido


para identificar la pertenencia al ordenamiento, sino que se
incorporan a la definición del Derecho las dimensiones de
moralidad, que denomino ética pública, y que se podría identi-
ficar con el concepto clásico de justicia» 268.
No se va a hacer aquí una exposición de los argumentos de
unos y otros sobre si la moral representada en los derechos
condiciona o no la validez del Derecho 269. Sencillamente se
apuntará la idea de qué representa afirmar o negar tal cosa. No
obstante, hay una cuestión previa a resolver. Cuando se dice
que la moral determina la validez del Derecho, ¿de qué moral
se está hablando?
A mi parecer, esta pregunta —a la que se le ha dado muy
poca importancia— es la clave para comprender el sentido y el
alcance de muchas de las disputas actuales en teoría y filosofía
del Derecho 270. Como se verá, esta cuestión supone, de algún
modo, un problema de interpretación de las cláusulas o «pala-
bras» morales contenidas en las normas jurídicas y demuestra
la relevancia de la interpretación jurídica en nuestros días, no
sólo para la práctica del Derecho, sino para definir concepcio-
nes del mismo.
De manera esquemática se puede hablar de tres tipos de
moral. En primer lugar, de la moral individual, esto es, aquella
referida al conjunto de principios sobre la conducta humana en

268
PECES-BARBA, G., «Ética pública-ética privada», en Anuario de Filo-
sofía del Derecho, XIV, 1997, p. 533.
269
Sobre estos dos tipos de positivismo puede verse JIMÉNEZ CANO,
R.M., Una metateoría del positivismo jurídico, cit., pp. 173-284.
270
Como señala Waluchow, la cantidad de alusiones y el ingente número
de trabajos de teoría del Derecho que aluden a los debates actuales en torno
al Derecho y a la moral contrastan, sin embargo, con la ausencia casi genera-
lizada de respuestas a la siguiente pregunta: ¿a qué clase de patrones se refie-
ren las palabras morales que aparecen en las constituciones? Véase WALU-
CHOW, W.J., Una teoría del control judicial de constitucionalidad basado en el
Common Law, un árbol vivo [2007], trad. de P. de Lora, Marcial Pons, Madrid,
2009, p. 313.

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Constitución, moral objetiva y democracia

relación a la idea que cada uno tiene del bien y del mal, de la
justicia o del bien común. En segundo lugar, de la moral social
(positiva o convencional) como el conjunto de principios sobre
el comportamiento humano en relación a la idea que un deter-
minado grupo tiene del bien y del mal, de la justicia o del bien
común. En tercer y último lugar, de la moral objetiva (univer-
sal, racional, ideal, crítica o correcta) bien como conjunto de
principios verdaderos sobre la conducta humana que son justos
en sí mismos, sin que su corrección o mérito (moral) tenga
relación alguna con lo que los seres humanos consideren bue-
no o malo, bien como norma objetivamente racional —produc-
to de una teoría moral— aceptable por un auditorio racional 271.
Ahora bien, este último tipo de moral objetiva racional final-
mente se puede reconducir al tipo subjetivo, ya que habría que
elegir qué teoría racional seguir de entre las múltiples existen-
tes. Las opciones interpretativas se detienen, en un primer
momento, ahí. Las referencias a la moralidad que se encuen-
tran en las normas jurídicas bien pueden ser referencias a una
moral personal, a una moral social o a una moral objetiva.
Llegado este punto se podría afirmar que el compromiso
con un criterio particular de interpretación haría al positivismo
jurídico caer en una autocontradicción metodológica. ¿Cómo
seguir sosteniendo que el positivismo jurídico tiene como
misión explicar de qué manera se determina el Derecho si, ab
iniiio, toma partido por una cuestión que exige comenzar la
investigación preguntando de qué modo se debe determinar el
Derecho? De este compromiso puede salirse fácilmente siguien-
do una estrategia puramente epistemológica o metodológica, es
decir, asumiendo que las proposiciones de Derecho positivo
hacen siempre referencia a hechos «puestos» por una voluntad

271
POZZOLO, S., Neocostituzionalismo e positivismo giuridico, Torino:
Giappichelli, Torino, 2001, p. 153; y COMANDUCCI, P., Hacia una teoría ana-
lítica del Derecho. Ensayos escogidos, Madrid: Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, 2010, pp. 67-71.

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Roberto M. Jiménez Cano

humana, es decir, a hechos empíricamente verificables 272. Si


esto es cierto, los candidatos a hechos dependientes de la
voluntad humana se reducen a los provenientes de una moral
personal o de una moral social, es decir, a una «moral factual»
en todo caso.
Cualquiera de estas opciones de la moral factual no supone
ningún óbice para el positivismo jurídico ni vulnera ninguna de
las tesis clásicas de este movimiento. Por tanto, si el positivismo
jurídico incluyente, u otros movimientos, sostienen algo nuevo
respecto de este asunto no puede ser otra cosa que la defensa de
que la moral objetiva independiente de los seres humanos pue-
de determinar tanto la existencia como el contenido del Dere-
cho 273. Esta afirmación es lo que hace al incorporacionismo

272
Esto es, por otra parte, lo que ha definido tradicionalmente tanto al
Derecho positivo como al positivismo jurídico. En cuanto al primero, Kelsen ha
señalado que «sólo puede afirmarse la existencia de una norma jurídica si ha
tenido lugar el acto cuyo significado es una norma jurídica (KELSEN, H., «Los
juicios de valor en la Ciencia del Derecho», cit., p. 132). En esto consiste la
«positividad» de la ley. La expresión Derecho «positivo» significa que el Dere-
cho es un complejo de normas «dispuestas» o creadas por unos actos determi-
nados. La «positividad de la moral y del derecho descansan en este estableci-
miento por medio de actos humanos y en la eficacia caracterizada
anteriormente como condición de la vigencia» (KELSEN, H., Teoría general
de las normas [1979], trad. de H.C. Delory, Trillas, México, 1994, p. 146).
Por lo que respecta al segundo, Joseph Raz considera que el nombre «positivis-
mo» «indica la idea de que el derecho es puesto, de que es hecho derecho por
la actividad de seres humanos» (RAZ, J., La autoridad del Derecho, cit., p. 56).
273
Kramer estima que algunas proposiciones morales son correctas y
que su corrección o incorrección es independiente de lo que los individuos
crean acerca de tales proposiciones. Véase KRAMER, M., Where Law and
Morality Meet, Oxford University Press, Oxford, 2004, nota 18, p. 73. Jules
Coleman ha abogado por un objetivismo (moral y jurídico) moderado. Véase,
ahora, COLEMAN, J., «Second Thoughts and Other First Impressions», en
BIX, B. (ed.), Analyzing Law: New Essays in Legal Theory, Clarendon Press,
Oxford, 1998, p. 253. Y, finalmente, José Juan Moreso y Josep Maria Vilajosa-
na abiertamente han declarado que si el objetivismo moral es una doctrina
falsa, entonces el positivismo jurídico excluyente es una concepción del Dere-
cho adecuada (MORESO, J.J. y VILAJOSANA, J.M., Introducción a la teoría
del Derecho, cit., p. 197).

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Constitución, moral objetiva y democracia

algo diferente al positivismo clásico que epistemológicamente


se compromete con hechos sociales empíricamente verificables,
como se acaba de señalar.
El positivismo excluyente, por su parte, no afirma nada
novedoso a este respecto y asume la tesis clásica o «versión
fuerte» de las fuentes sociales del Derecho. Aquí no hay nada
contradictorio con entender que, en términos generales, el posi-
tivismo jurídico nunca ha negado que las normas jurídicas pue-
dan estar motivadas por creencias morales, sean de un grupo o
de una doctrina o un texto filosófico o religioso 274. Por tanto,
cabe afirmar que la moral factual puede determinar tanto la
existencia como el contenido del Derecho, lo cual no desmiente
ninguna tesis del positivismo jurídico.
Ténganse en cuenta los términos exactos de esta afirma-
ción. Que la moral fáctica pueda determinar la existencia del
Derecho quiere decir que es posible que este tipo de moral fun-
cione como un criterio de validez jurídica. Por su parte, que la
moral factual puede determinar el contenido del Derecho quie-
re decir que es posible que este tipo de moral actúe como crite-
rio de interpretación jurídica. A continuación se explorarán
estas posibilidades.
Piénsese en un sistema jurídico coronado por una constitu-
ción que propugna la declaración de nulidad (invalidez) de
todas aquellas normas que impongan a los individuos, como
castigo, tratos crueles, degradantes o deshonestos. Aquí se está
ante un doble problema. Por un lado, determinar el contenido

274
KELSEN, H., «Justicia y derecho natural» [1959], trad. de E Díaz, en
VV.AA., Critica del derecho natural, Taurus, Madrid, 1966, p. 101; BULYIGIN,
E., El positivismo jurídico, cit., p. 109; ESCUDERO, R., «Arguments against
Inclusive Legal Positivism», en MORESO, J.J. (ed.), Legal Theory. Proceedings
of the 22nd IVR World Congress, Granada, 2005, vol. I, Archiv für Rechts- und
Sozialphilosophie, Beihefte n.º 106, 2007, p. 47; JIMÉNEZ CANO, R.M., Una
metateoría del positivismo jurídico, cit., p. 198. Incluso si las referencias son a
un objeto de la realidad como un libro sagrado no existiría inconveniente
alguno. Véase a este respecto CAMPBELL, T., «El sentido del positivismo jurí-
dico», cit., p. 311.

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Roberto M. Jiménez Cano

o significado de «tratos crueles». Por otro, excluir de lo jurídico


dentro de ese sistema (y, por ende, dejar de existir como una
realidad jurídica dada) a todas las normas que prevean la apli-
cación de tratos crueles. A este respecto, los diferentes autores
excluyentes tienen diversas posiciones.
En primer lugar, se puede entender que las referencias
morales contenidas en las normas jurídicas son remisiones a
sistemas normativos diferentes al Derecho, en concreto a siste-
mas morales, sin entrar en la clase de moralidad que sea 275. De
este modo, se ha considerado a estos casos como «supuestos de
aparente incorporación», ya que, en realidad, no se está incor-
porando la moral, esto es, no se está haciendo que la moral sea
parte del Derecho o una condición de existencia del mismo,
sino simplemente un conjunto de normas extrajurídicas que los
operadores jurídicos están obligados a aplicar. Se distingue,
así, entre normas que son parte del Derecho de un país y, por
tanto, válidas en ese sistema; y normas que son obligatorias de
acuerdo con el Derecho de ese país, pero que no forman parte
de su sistema jurídico y, por ende, que no son válidas en ese
sistema jurídico 276.
En este sentido, las normas que contienen referencias a la
moral tendrían un tratamiento similar a, por ejemplo, las situa-
ciones resultantes de los conflictos de leyes propios del Dere-
cho internacional privado y a la técnica del reenvío. En tales

275
Respecto de la interpretación de las referencias morales de las nor-
mas jurídicas puede verse JIMÉNEZ CANO, R.M., «La interpretación de las
cláusulas morales del Derecho», en NARVÁEZ, J.R. y ESPINOZA DE LOS
MONTEROS, J. (coords.), Interpretación jurídica: modelos históricos y realida-
des, México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2011, pp. 215-239.
276
RAZ, J., «La incorporación por el Derecho» [2004], trad. de R. Ruiz
Ruiz y R.M. Jiménez Cano, en Derechos y Libertades, n.º 16, enero 2007,
pp. 30-36. A juicio de este autor, los sistemas jurídicos conceden efecto jurídi-
co a normas tales como los estatutos de una asociación, de una universidad,
los contratos entre particulares y a muchas otras normas —por ejemplo, las
que hay que aplicar a resultas de las normas de conflicto de leyes del Derecho
internacional privado— sin que éstas sean parte del propio Derecho interno.

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Constitución, moral objetiva y democracia

casos, se da efecto jurídico a ciertos estándares, pero sin que


estos sean válidos o pasen a formar parte del Derecho inter-
no 277. Entonces, no se aplica el Derecho propio, sino aquellas
normas de otro sistema jurídico o de un sistema normativo
distinto, por la sencilla razón de que es el propio Derecho el
que reenvía a alguno de esos sistemas para resolver la cues-
tión 278.
Esta posición en realidad no resuelve nada por dos razones.
Primera, porque obvia que por «validez» no cabe entenderse
únicamente el rasgo de «pertenencia» o de «formar parte» de
una norma a un sistema jurídico, y que muchos autores iuspo-
sitivistas asumen un segundo concepto de validez equivalente
al rasgo de «aplicabilidad» de una norma dentro de un sistema
jurídico, de tal manera que una norma también sería válida en
relación a un sistema jurídico cuando un operador de ese siste-
ma estuviera obligado por normas que forman parte de ese sis-
tema a aplicarla en un determinado caso 279. Segunda, porque si
bien uno no puede inferir que los principios morales forman
parte del Derecho en virtud del hecho de que ellos sean obliga-

277
De esta opinión son también Andrei Marmor y Eugenio Bulygin, si
bien el primero diferencia entre normas válidas y normas pertenecientes a un
sistema jurídico (MARMOR, A., Positive Law and Objective Values, Oxford Uni-
versity Press, Oxford, 2001, pp. 50-51) y el segundo distingue, como se verá a
continuación, entre normas pertenecientes a un sistema y normas meramente
aplicables (BULYGIN, E., EL positivismo jurídico, cit., p. 103). De manera
similar véase ESCUDERO, R., «Arguments against Inclusive Legal Positi-
vism», cit., p. 52.
278
En este sentido, Raz ha afirmado lo siguiente: «Creo que las referen-
cias llamadas ‘incorporativas’ a la moral pertenecen, junto con la doctrina de
los conflictos de leyes, a una forma no incorporativa de dar a diferentes están-
dares normativos efecto jurídico sin integrarlos en el Derecho interno» (RAZ,
J., «La incorporación por el Derecho», cit., p. 33).
279
Estos dos conceptos de validez son descriptivos pues declaran que
una norma jurídica pertenece a un sistema o que una norma es jurídicamente
obligatoria. Esto último es muy diferente al concepto normativo de validez
según el cual una norma es moralmente obligatoria. Sobre los conceptos nor-
mativos y descriptivos de validez puede verse BULYGIN, E., El positivismo
jurídico, cit., pp. 98-103.

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Roberto M. Jiménez Cano

torios para los funcionarios judiciales tampoco se puede con-


cluir que las normas morales no sean normas jurídicas aunque
obliguen a los operadores jurídicos. Por tanto, la distinción
entre pertenencia y aplicabilidad no puede resolver la cuestión
de si los principios morales condicionan o no el Derecho 280.
En segundo lugar, las «palabras morales» contenidas en las
normas jurídicas pueden hacer referencia bien a la moral social
de un grupo, bien a la subjetiva de un individuo. Es un hecho
lo que la mayoría de un grupo o un único individuo crean que
es bueno o malo, lo cual no implica que per se sea ni lo uno ni
lo otro. Siendo la moral social y la moral subjetiva tipos de
hechos sociales se podría seguir afirmando, sin problemas, que
la existencia y el contenido del Derecho depende únicamente
de hechos sociales. Ésta, con algunos matices, sería mi posi-
ción particular.
Sin embargo, la posición del positivismo incluyente consis-
tiría en afirmar que tales «palabras morales» incluidas en las
normas jurídicas podrían ir referidas no a la moral social o a la
subjetiva, sino a la moral objetiva. Ésta es la opción del positi-
vismo incluyente, una opción que, a mi juicio, plantea serios
problemas al menos de índole epistemológica, los cuales se
abordarán a continuación.
Tómese la posibilidad de un sistema jurídico que defina un
principio moral objetivo p como condición necesaria o sufi-
ciente de validez jurídica. Se trataría de cualquier sistema
constitucional en el que se considere que bien los valores, prin-
cipios o derechos fundamentales que contiene remiten a un
principio p de moral objetiva o bien que dicho sistema incorpo-
ra tal principio p. Piénsese también en que tal sistema concede
autoridad final —aquella cuyas decisiones no son revisables ni
revocables por ninguna otra autoridad subordinada 281— a un

280
COLEMAN J.L., «Beyond Inclusive Legal Positivism», en Ratio Juris,
vol. 22, n.º 3, 2009, p. 367.
281
Sobre el concepto de autoridad final puede verse DWORKIN, R., Los
derechos en serio [1977], 2.ª ed., trad de M. Gustavino, Ariel, Barcelona, 1989,

160

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Constitución, moral objetiva y democracia

tribunal supremo o constitucional t para dilucidar si una nor-


ma n es o no una norma jurídica del sistema.
En este caso, si t tuviera que decidir sobre si n satisface p,
entonces su decisión obligaría jurídicamente al resto de ope-
radores jurídicos y autoridades a él subordinadas en ese siste-
ma respecto de si n satisface p y, por tanto, sobre la pertenen-
cia y el contenido de n como norma jurídica del sistema s,
aunque dicha decisión fuera equivocada al respecto del conte-
nido de p.
En este sentido, si t sostiene de forma equivocada que n
satisface p, entonces los operadores jurídicos tratarían a n
como Derecho a pesar del hecho de que, como un asunto de
moral objetiva, n no satisficiera realmente p. Desde que, tras la
decisión de t, n sería una norma de s a pesar de que no satisfi-
ciera realmente p, tal satisfacción no sería necesaria para que

p. 84 y HIMMA K.E., «Final Authority to Bind with Moral Mistakes: on the


Explanatory Potential of Inclusive Legal Positivism», en Law and Philosophy,
vol. 24, 2005, p. 4. El Tribunal Constitucional Español sería un caso de auto-
ridad jurídica final. De acuerdo con el artículo 164.1 de la Constitución Espa-
ñola «Las sentencias del Tribunal Constitucional se publicarán en el Boletín
Oficial del Estado con los votos particulares, si los hubiere. Tienen el valor de
cosa juzgada a partir del día siguiente de su publicación y no cabe recurso
alguno contra ellas. Las que declaren la inconstitucionalidad de una Ley o de
una norma con fuerza de Ley y todas las que no se limiten a la estimación
subjetiva de un derecho, tienen plenos efectos frente a todos». Tal tipo de
autoridad queda bien plasmada en el artículo 4.1. de la Ley Orgánica del
Tribunal Constitucional (reformada por Ley Orgánica 6/2007, de 24 de mayo)
al señalar que «en ningún caso se podrá promover cuestión de jurisdicción o
competencia al Tribunal Constitucional. El Tribunal Constitucional delimita-
rá el ámbito de su jurisdicción y adoptará cuantas medidas sean necesarias
para preservarla, incluyendo la declaración de nulidad de aquellos actos o
resoluciones que la menoscaben; asimismo podrá apreciar de oficio o a ins-
tancia de parte su competencia o incompetencia». No obstante, el Tribunal
Supremo Español no se quiere quedar a la zaga y en su Sentencia n.º
101/2012, de 27 de febrero de 2012 (Fundamento de Derecho 7º), señala: «En
la función jurisdiccional la interpretación correcta de la norma de aplicación
es la que hace el órgano jurisdiccional que conoce de la última instancia
revisora».

161

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Roberto M. Jiménez Cano

n contara como Derecho y p no funcionaría como una condi-


ción necesaria de juridicidad en s.
Por otro lado, si t sostiene de forma equivocada que n no
satisface p, entonces los operadores jurídicos no tratarían a n
como Derecho a pesar del hecho de que, como un asunto de
moral objetiva, n satisficiera realmente p. Desde que, tras la
decisión de t, n no sería una norma de s a pesar de que satisfi-
ciera realmente p, tal satisfacción no sería suficiente para que
n contara como Derecho y p no funcionaría como una condi-
ción suficiente de juridicidad en s.
Tras esta breve explicación, cabe afirmar que las comunida-
des cuyos sistemas jurídicos conceden autoridad final a un tri-
bunal y carácter jurídico vinculante a sus decisiones, como es
el caso de la mayoría de los sistemas jurídicos constitucionales,
y en las que los operadores jurídicos y el resto de la población
aceptan de iure y de facto tales decisiones como vinculantes
asumen que si las remisiones que sus preceptos constituciona-
les hacen a la moral son a la moral objetiva entonces los tribu-
nales finales se pueden equivocar en materia de dicha moral
objetiva 282. Si esto es así, y no se encuentra manera de cómo se
podría afirmar que los tribunales no se pueden equivocar a la
hora de decidir si una norma satisface los principios de la
moral objetiva, entonces ésta es irrelevante como criterio de
validez jurídica o como fuente del Derecho.
Desde luego, al positivismo jurídico no le corresponde afir-
mar o negar la existencia de hechos morales objetivos ni deter-
minar la verdad moral de los enunciados pero sí le atañe un
compromiso metodológico con alguna teoría verificacionista
de la verdad. A mi juicio, la restricción apropiada para el posi-
tivismo jurídico no sería otra que la de la prueba de la eviden-
cia sensible, concluyendo así que mientras que los enunciados
sobre realidades morales objetivas no puedan verificarse empí-

282
Véase esta explicación en HIMMA, K.E., «Final Authority to Bind
with Moral Mistakes: on the Explanatory Potential of Inclusive Legal Positi-
vism», cit., pp. 15-16.

162

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Constitución, moral objetiva y democracia

ricamente tanto su existencia como su inexistencia es irrele-


vante 283.
Recuérdese alguna de las ideas planteadas en el primer
capítulo. Si no hay un método empírico que conduzca a cono-
cer los valores o principios morales objetivos y todo descansa
en la intuición, ésta bien puede fallar en su acceso privilegiado
a tales valores. Esto no hace necesariamente inexistentes tales
valores (como sostendría el escepticismo moral e incluso, de
alguna manera, el relativismo moral epistémico), simplemente
revela la extrema dificultad para conocerlos (la tesis de la rare-
za de Mackie) y, lo que es peor, no permite ninguna prueba de
que realmente se han conocido para poder mostrarla a aquellos
que no poseen (o no pueden o no saben) ejercer esa privilegia-
da facultad intuitiva. Si esto no se puede demostrar la existen-
cia de la moral objetiva es públicamente irrelevante. Suponer
otra cosa no sólo queda en eso, en mera suposición no proba-
da, es decir, en mera opinión, sino que implica faltar el respeto
a los individuos.
En efecto, elevar a público algo que sólo pueden conocer
unas cuantas personas y pretender que ese conocimiento priva-
do de unos pocos obligue a todos es una ignominia a la igual
dignidad y respeto de los ciudadanos. Y eso es precisamente lo
que ocurre cuando el significado de los derechos se busca en
una presunta moral objetiva porque las decisiones de las auto-
ridades finales devienen jurídicamente obligatorias aunque el
resto no conozcamos la moral objetiva. Pero tales decisiones
también son obligatorias aunque ellas mismas fueran equivo-
cadas desde el punto de vista de la moral objetiva, pues ¿quién
que pretenda conocer la moral objetiva no puede equivocarse?
Aún más, si tales decisiones son tomadas por dicha autoridad
en el marco de sus normas de competencia, las cuales fijan los
criterios formales que rigen sobre qué, cuándo y cómo las auto-

283
A este respecto señala Quine que los significados de las palabras han
de descansar en la evidencia sensible. Véase QUINE, W.V.O., «Naturalización
de la epistemología», cit., p. 100.

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Roberto M. Jiménez Cano

ridades jurídicas finales pueden decidir, entonces tales decisio-


nes son válidas. Tal conclusión confirmaría que la creación,
modificación o derogación del Derecho representadas por los
actos jurídicos de una autoridad final únicamente se verían
afectadas por criterios factuales de validez jurídica 284.
Entonces, si la corrección de las decisiones es algo no veri-
ficable éstas quedan a la altura epistémica de la mera opinión
y la única opción plausible de moral que puede condicionar la
existencia y el contenido del Derecho sería una moral de tipo
factual. A esta misma conclusión conduce la cuestión del «con-
tenido esencial de los derechos fundamentales», al menos en el
sistema jurídico español. El art. 53.1 de la Constitución Espa-
ñola señala que sólo por Ley, que en todo caso deberá respetar
su contenido esencial, podrá regularse el ejercicio de los dere-
chos fundamentales, pero nada más dice acerca de dicho con-
tenido esencial. Así que tal contenido no existe hasta que no se
lleva a cabo una interpretación; y es el turno del Tribunal Cons-
titucional como supremo intérprete de la Constitución, quien
ha considerado que dicho «contenido esencial» ha de ser fijado
a través de dos vías complementarias.
En primer lugar, acudiendo a su naturaleza jurídica, esta-
bleciendo una relación entre el lenguaje que utilizan las dispo-
siciones normativas y «las generalizadas y convicciones gene-
ralmente admitidas entre los juristas, los jueces y, en general,
los especialistas en Derecho […] Todo ello referido al momento
histórico de que en cada caso se trata y a las condiciones inhe-
rentes en las sociedades democráticas, cuando se trate de dere-
chos constitucionales». En segundo lugar, «tratar de buscar los
intereses jurídicamente protegidos como núcleo y médula de

284
ESCUDERO, R., «Ronald Dworkin y el positivismo incluyente: dos
posiciones muy cercanas», en RAMOS PASCUA, J.A. y RODILLA, M.A. (eds.),
El positivismo jurídico a examen. Estudios en homenaje a José Delgado Pinto,
Salamanca: Universidad de Salamanca, 2006, p. 317. Es cierto que los crite-
rios formales pueden incumplirse, pero siempre habrá una autoridad o un
procedimiento, aunque sea de facto («hechos»), que figure como criterio.

164

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Constitución, moral objetiva y democracia

los derechos subjetivos. Se puede entonces hablar de una esen-


cialidad del contenido del derecho para hacer referencia a
aquella parte del contenido del derecho que es absolutamente
necesaria para que los intereses jurídicamente protegibles, que
dan vida al derecho, resulten real, concreta y efectivamente
protegidos» 285.
Dicha sentencia, conduce inexorablemente hacia la moral
subjetiva como sede del significado de las palabras morales,
entre ellas los derechos, contenidas en las constituciones. Cier-
to es, no obstante, que si la moral a la que hicieran referencia
las normas se identificara con la moral individual de cada uno
de los operadores jurídicos el resultado sería la total falta de
certeza al no haber un único juez, sino multitud de ellos. Ésa
parece la razón principal por la cual algunos iuspositivistas no
suelen identificar las referencias morales de las normas jurídi-
cas con la idea que de cada una de ellas tenga cada operador
jurídico 286. Ahora bien, el obstáculo para entender que dichas
remisiones lo son a la moral subjetiva es de carácter ideológico
y no fáctico. Pero que no deba ser así no quiere decir ni mucho
menos que no sea así.
Por otra parte, no se está excluyendo necesariamente, claro
está, la posibilidad de que fuera la moral social y no la subjeti-
va la elegida por los operadores jurídicos como referente del

285
Fundamento Jurídico 8º de la Sentencia del Tribunal Constitucional
11/1981, de 8 de abril de 1981.
286
Joseph Raz considera que acudir a la moral subjetiva sería «una
auténtica locura». Es cierto que los jueces actúan basándose en sus ideas
personales, pero lo que no pueden ni deben olvidar es que no son dictado-
res que puedan dar forma al mundo de acuerdo con su propia imagen de
la sociedad ideal. De esta manera, «deben tener en cuenta que sus senten-
cias tienen vigencia en la sociedad tal como es, y que las razones morales
y económicas a las que recurren no deben establecer cuál sería la decisión
justa o la mejor en un mundo ideal, sino cuál es ésta dadas las circunstan-
cias reales». Véase RAZ, J., «Autoridad, derecho y moral» [1985], en La
ética en el ámbito público, trad. de M.L. Melon, Gedisa, Barcelona, 2001,
p. 254.

165

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Roberto M. Jiménez Cano

contenido de los derechos 287. Si se quiere ser respetuoso con los


individuos es sin duda la moral social la que ha de dar signifi-
cado a los derechos, pero dicha moral sólo puede expresarse a
través de un adecuado procedimiento democrático que, por su
dinamismo, se acerque más a los procedimientos legislativos
que a los constitucionales 288. Sin la expresión legislativa demo-

287
En la Sentencia del Tribunal Supremo n.º 371/1993 (Sala de lo Civil),
de 19 abril de 1993, puede leerse en su fundamento jurídico segundo que
«para establecer la ilicitud de la causa ha de atenderse no sólo que sea contra-
ria a la Ley, sino también a la moral social y buena fe necesarias en las rela-
ciones humanas (art. 1255 del Código Civil)». Recuérdese que el artículo 1255
del Código civil propugna que «los contratantes pueden establecer los pactos,
cláusulas y condiciones que tengan por conveniente, siempre que no sean
contrarios a las leyes, a la moral, ni al orden públicos». La literalidad de dicho
artículo habla de «moral» y no de «moral social». Pese a ello el Tribunal da
por sentado que la moral a la que hace referencia dicho artículo es la moral
social.
288
Criterios de interpretación constitucional que van más allá de la lite-
ralidad y de la lógica parecen rechazables cuando las constituciones no se han
reformado para adaptarse a los tiempos, pero no es menos objetable la adop-
ción de la interpretación evolutiva o de una concepción como la del «árbol
vivo», como se ha hecho en la reciente Sentencia del Tribunal Constitucional
Español de 6 de noviembre de 2012 acerca de la constitucionalidad del matri-
monio entre personas del mismo sexo. Más allá de mi acuerdo con el fallo, que
podía haber sido el mismo desde otra perspectiva, la entrada en escena de esa
concepción hace (o puede hacer) del Tribunal Constitucional un «poder cons-
tituyente permanente» dueño de la Constitución, como ha señalado el Magis-
trado Manuel Aragón en su voto particular concurrente a dicha sentencia.
Acerca de la constitución «viviente» véase WALUCHOW, W.J., Una teoría del
control judicial de constitucionalidad basado en el Common Law, un árbol vivo,
cit., p. 111. Sobre la interpretación evolutiva puede verse, próximamente,
O’MAHONY, C., «Evolutive Interpretation of Rights Provisions: A Comparison
of the European Court of Human Rights and the US Supreme Court», en
Columbia Human Rights Law Review, vol. 43, 2013. Como conclusión, el moti-
vo de la preferencia por un criterio de interpretación que busque el significado
público de las palabras de la ley a través de un método literal basado en el
texto de la misma reside en la dignidad y el respeto que los jueces deben mos-
trar a las palabras que han sido debatidas y votadas de acuerdo con los proce-
dimientos democráticamente establecidos. A este respecto puede verse CAM-
PBELL, T.D., «El sentido del positivismo jurídico», cit., p. 329 y «Legislative

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Constitución, moral objetiva y democracia

crática que permite la expresión regular de las opiniones de los


individuos del grupo resulta dudoso afirmar que, en la práctica,
se posean los instrumentos necesarios para precisar la moral
de un grupo social o de un país 289.
En definitiva, de cara a la validez jurídica la existencia o no
de la moral objetiva es irrelevante, pero respecto de la legitimi-
dad y del respeto hacia los ciudadanos asumir que la moral
objetiva, como algo independiente de los seres humanos, tiene
algún papel relevante en la determinación de las normas jurídi-
cas que se imponen bajo coacción constituye una falta de res-
peto a las personas. Y es precisamente sobre este punto de la
legitimidad en el que incide el siguiente problema.

2. DERECHOS, MORAL Y CONTROL JUDICIAL


DE CONSTITUCIONALIDAD

Los derechos constitucionales se expresan en una forma


lingüística de una vez y para siempre, salvo que sea derogada o
reformada. Dada esta fórmula los individuos y los parlamentos,
en un sistema de constitución rígida, pierden la capacidad para
desarrollar o cambiar libre y flexiblemente el contenido de los
derechos y, por tanto, de sus concepciones acerca de la justicia
y del bien común. Cierto es que este problema está de algún
modo presente si se opta por positivar los derechos a nivel de
la legislación ordinaria en vez de constitucional, pero desde
luego no tendría el mismo alcance, puesto que «el texto legisla-
tivo puede ser fácilmente enmendado para adaptarse a nuestra
idea cambiante de cómo dar mejor cuenta de las cuestiones
importantes en juego» 290.

intent and democratic decisión-making», cit., p. 88; y WALDRON, J., Derecho


y desacuerdos, cit., pp 95-105 y 147-ss.
289
COMANDUCCI, P., Hacia una teoría analítica del Derecho, cit., p. 69.
290
WALDRON, J., Derecho y desacuerdos, cit., pp. 262-263.

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Roberto M. Jiménez Cano

En definitiva, se podría decir que un derecho constitucional


supone una ventaja para su titular frente a un simple derecho
moral o a un derecho legal, puesto que se hace imposible o
muy difícil alterar su situación jurídica. Al derecho en cuestión
(derecho como pretensión o claim) se suma, además, otra
supuesta ventaja consistente en «una inmunidad frente al cam-
bio legislativo» o en una prohibición dirigida al legislador de
revisar, reformar o innovar el derecho. La cuestión es que posi-
tivistas políticos, como Waldron (al que aquí me sumo), no ven
en dicha inmunidad una ventaja o, mejor, consideran que tal
ventaja, de existir, no compensaría si fuera a expensas de que
tanto la ciudadanía como el legislador perdiesen la capacidad
para cambiar sus opiniones acerca de ese derecho.
Pues bien, una declaración de derechos atrincherada en
una constitución rígida, por un lado, presume una desconfian-
za en que cualquier otra formulación lingüística o concepción
alternativa de los derechos amparada en un cambio de opinión
de la mayoría en un tiempo posterior fuera tan correcta como
la ya declarada constitucionalmente. Y, por otro, asumiría que
dicha declaración constitucional conformaría en sí una deci-
sión correcta y que cualquier otra alternativa sería errónea y
peligrosa. Desde estas premisas, los seguidores —positivistas o
no— del constitucionalismo rígido presumen que es mejor des-
pojar al pueblo o a sus representantes legislativos de la posibi-
lidad de cambio e innovación a este respecto. La conclusión de
Waldron es clara: tal asunción y desconfianza no encajan con
la idea de respeto por la autonomía fundamento de los dere-
chos y de la democracia misma. Si un sistema jurídico se funda
en la soberanía popular éste debe comprometerse «con el pre-
supuesto de que aquellos a los que se les atribuyen derechos
son normalmente aquellos a quienes se les puedan confiar las
decisiones acerca del alcance de sus derechos» 291.
Bien puede decirse que la idea de una constitución rígida,
es decir, protegida frente a mayorías legislativas que puedan

291
WALDRON, J., Derecho y desacuerdos, cit., pp. 263-265.

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Constitución, moral objetiva y democracia

poner en peligro los derechos no entraña que se usurpe al pue-


blo o a sus representantes la decisión última respecto del alcan-
ce de los derechos. La explicación de este hecho vendría de la
mano de la idea de un «precompromiso», o un compromiso
previo a la posibilidad de tomar una decisión insensata o equi-
vocada, consistente en poner límites a sus decisiones futuras.
Si en una sociedad democrática se establecen límites a la refor-
ma constitucional, a través de procedimientos agravados o
incluso de cláusulas pétreas o de intangibilidad, se hace preci-
samente porque ésa ha sido la voluntad del pueblo, es decir, es
el propio pueblo el que se ha autolimitado 292. El presente no es
lugar adecuado para debatir si, en efecto, una constitución rígi-
da supone una autolimitación mayoritaria, pero la inaplicabi-
lidad directa de las estrategias de autolimitación individual a la
colectiva hacen que la cuestión del precompromiso constitucio-
nal pierda gran interés, cuando no importancia 293.
Más beligerante y desconsiderada con la idea de autono-
mía, el derecho de todos los ciudadanos a participar en la toma
de decisiones políticas, parece ser la implantación de un con-

292
ELSTER, J., «Ulises revisitado. Compromisos previos y constitucio-
nalismo», trad. de J.C. Rodríguez y M. García, en Análisis político, n.º 35,
1998, p. 62. Esta idea de autolimitación apareció en Kelsen, quien considera
que ciertas cuestiones deben decidirse por mayoría cualificada, de manera
que determinadas materias no queden resueltas sin el acuerdo con la minoría.
Estas mayorías reforzadas, junto a la posibilidad de recursos ante los tribuna-
les constitucionales, constituirían medios eficaces de protección de la minoría
contra los abusos de la mayoría. Véase KELSEN, H., La garantía jurisdiccional
de la Constitución (La justicia constitucional), cit., pp. 99-100; y «Esencia y
valor de la democracia» [2.ª ed., 1929], cit., pp. 19-22 y 83-85. Acerca del pre-
compromiso puede verse HOLMES, S., «El precompromiso y la paradoja de
la democracia» [1988], en ELSTER, J. y SLAGSTAD, R. (comps.), Constituci-
nalismo y democracia, trad. de M. Utrilla, Fondo de Cultura Económica, Méxi-
co, 1999, pp. 217-262.
293
Esta es la actual posición, por ejemplo, de Jon Elster. A este respecto
puede verse ELSTER, J., «Ulises revisitado. Compromisos previos y constitu-
cionalismo», cit., pp. 62-85. También WALDRON, J., Derecho y desacuerdos,
cit., pp. 253.

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trol de constitucionalidad. Éste supondría, recuérdese, poner


en manos de un órgano diferente al parlamentario, general-
mente en un órgano jurisdiccional, la potestad para declarar
nulas o inválidas las leyes —y otros actos normativos— que se
opongan a las disposiciones constitucionales. No se trata aquí
de las garantías civiles, penales, administrativas o laborales de
los derechos y que pueden terminar con la anulación judicial
de determinadas actuaciones privadas o público-administrati-
vas, sino de las garantías constitucionales contra el parlamento
señaladas páginas atrás y que se fundamentan en la idea de que
en las cuestiones sobre derechos constitucionales se estará ante
una sociedad más justa si la decisión se deposita en los tribu-
nales en vez de quedar a la conciencia de instituciones mayori-
tarias 294.
Pues bien, la posición representada por Jeremy Waldron o
Tom Campbell duda seriamente de que la toma de decisiones
acerca de qué derechos se tienen y cuál sea su alcance pueda
desarrollarse de manera más justa o legítima si se deja en
manos de un tribunal en vez de a la conciencia de la ciudada-
nía por decisión mayoritaria.
El enfoque de Waldron se sustenta en las ya aludidas «cir-
cunstancias de la política», es decir, en una situación de des-
acuerdo en las opiniones de los individuos sobre lo justo y el
bien común y, pese a ello, por la necesidad de tomar cursos de
acción en común. Dicho contexto de desacuerdo, descartaría,
según el autor neozelandés, un principio de toma de decisiones
colectivas que tomara en consideración un principio como el
de «tomar la decisión correcta», ya que seguiría reproduciendo
el desacuerdo más que la resolución del mismo 295. Ponga el
lector esto en conexión con todo lo expuesto en el primer capí-
tulo de la presente obra.

294
DWORKIN, R., Law’s Empire [1986], Hart Publishing, Oxford, 1998,
p. 356.
295
WALDRON, J., Derecho y desacuerdos, cit., pp. 308-335.

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Constitución, moral objetiva y democracia

Mas si hay que descartar la idea de que la toma de decisio-


nes implica adoptar decisiones objetivamente correctas, pres-
cindiendo de las opiniones de los ciudadanos en su conjunto,
también hay que descartarla para los ciudadanos que forman
parte de un tribunal. Tomar la decisión correcta implicaría
hacer una lectura moral de los preceptos constitucionales que
exigirían interpretarlos como una invocación a un principio
moral abstracto sobre la decencia política y la justicia 296.
Recuérdese lo que implicaba asumir que una autoridad final
tuviese que tomar sus decisiones acerca de la moralidad cons-
titucional conforme a la moral objetiva. Podría darse un acuer-
do unánime o general sobre el contenido «correcto» de un
derecho, pero la cuestión central aquí radicaba en la posibili-
dad de error y, por ende, en la irrelevancia de este tipo de moral
para la toma de decisiones. En todo caso, lo cierto es que en
muchas ocasiones los magistrados discrepan acerca de los
derechos tanto como los demás y no lo es menos que, en dicha
circunstancia, sus desacuerdos se resuelven, finalmente, por
decisión mayoritaria 297.
¿Cómo entonces se puede llegar a afirmar que las decisio-
nes sobre los derechos tomadas por los jueces, en vez de por la
ciudadanía y/o sus representantes puede hacer una sociedad
más justa si, finalmente, ambas se toman por mayoría? En
definitiva, las decisiones de los tribunales son políticas y parti-
cipan de las mismas circunstancias de la política comunes para
todos 298; así que, en las circunstancias de la política, lo único

296
DWORKIN, R., Freedom’s Law. The Moral Reading of the American
Constitution, Oxford University Press, Oxford, 1999, p. 7; y HIMMA, K.E.;
«Making Sense of Constitutional Disagreement, Legal Positivism, the Bill of
Rights, and the Conventional Rule of Recognition in the United States», en
Journal of Law in Society, vol. 4, n.º 2, 2003, p. 184.
297
WALDRON, J., Derecho y desacuerdos, cit., p. 365.
298
BOBBIO, N., «Quale giustizia, quale legge, quale giudice», Qualegi-
ustizia, 8, 1971, pp. 271-272; CAMPBELL, T., «Democracy, human rights and
positive law» [1994], en Prescriptive legal positivism: Law, rights and democ-
racy, University College London Press, Oxford, 2004, p. 184.

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Roberto M. Jiménez Cano

con lo que los individuos de una sociedad pueden conducirse


es con la idea de igual consideración y respeto y con el proce-
dimiento de decisión mayoritaria como único procedimiento
de toma de decisiones consistente con esa igual consideración
y respeto de los individuos 299.
Este peligro para la democracia consistente en el control de
constitucionalidad de las leyes fue puesto de manifiesto hace
más de ochenta años por Hans Kelsen como se recalcó en el
capítulo anterior. El autor austriaco escribía: «no es, por tanto,
imposible que un tribunal constitucional, llamado a decir sobre
la constitucionalidad de una ley, la anule en razón de que es
injusta, siendo la justicia un principio constitucional que él
debe, en consecuencia, aplicar. Pero el poder del tribunal sería
tal que devendría insoportable. La concepción de la justicia de
la mayoría de los jueces de este tribunal podría estar en oposi-
ción completa con la concepción de la mayoría de la población,
y por tanto, con la de la mayoría del Parlamento que ha votado
la ley. Es obvio que la Constitución no ha querido, al emplear
una palabra tan imprecisa y equívoca como la de justicia o
cualquiera otra parecida, hacer depender la suerte de toda ley
votada por el Parlamento de la buena voluntad de un colegio de
jueces compuesto de una manera más o menos arbitraria, des-
de el punto de vista político, como sería el tribunal constitucio-
nal». Kelsen también apunta la solución a este peligro: «Para
evitar un semejante desplazamiento del poder —que la Consti-
tución no quiere y que, políticamente, es completamente con-
traindicado— del Parlamento a una instancia que les extraña y
que puede convertirse en el representante de fuerzas políticas
diametralmente distintas de las que se expresan en el Parla-
mento, la Constitución debe, sobre todo si ella crea un tribunal
constitucional, abstenerse de ese género de fraseología, y si
quiere establecer principios relativos al contenido de las leyes,

299
WALDRON, J., Derecho y desacuerdos, cit., p. 140; CAMPBELL, T.,
«Democracy, human rights and positive law», cit., pp. 171 y 175.

172

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Constitución, moral objetiva y democracia

deberá formularlos de una manera tan precisa como sea


posible» 300.
La posición kelseniana en este punto, junto con sus afirma-
ciones acerca de la existencia, como una cuestión de hecho, de
derechos fundamentales en las constituciones, así como los
poderes por él mismo atribuidos a los tribunales constituciona-
les, todo ello contenido en el mismo escrito de 1928, parece si
no contradictorio sí, al menos, paradójico y, por ello, merece
un alto en el camino.
Recuérdese que en La garantía jurisdiccional de la constitu-
ción (la justicia constitucional), de 1928, Kelsen apuntaba que
los derechos fundamentales contenidos en las constituciones
suelen ser concebidos por éstas como genuinos derechos subje-
tivos, es decir, como garantías en beneficio de unos sujetos. Y
que esta garantía realmente se daba cuando la constitución
concede a los individuos poderes jurídicos para iniciar el pro-
cedimiento de anulación, bien de manera general o para todos
los casos, bien de manera individual o para un caso concreto,
de las normas inconstitucionales que violan las normas de
derechos fundamentales. Además, el encargado de dicha anu-
lación debía ser un tribunal constitucional independiente del
parlamento 301. Hasta aquí el panorama es el actualmente domi-
nante en la cultura jurídica occidental propia del constitucio-
nalismo rígido, haya un tribunal constitucional o no lo haya,
asumiendo tales funciones jurisdiccionales un tribunal supre-
mo. ¿Cómo entonces sostener que los tribunales constituciona-
les gozarían de un poder insoportable si tuvieran la competen-
cia de invalidar una legislación que violara derechos
fundamentales que son, precisamente, llamamientos a la liber-
tad y a la igualdad?

300
KELSEN, H., La garantía jurisdiccional de la Constitución (La justicia
constitucional), cit., pp. 80-82.
301
KELSEN, H., La garantía jurisdiccional de la Constitución [La justicia
constitucional], cit., pp. 24-26, 49, 52.

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Roberto M. Jiménez Cano

Podría entenderse que en la visión de Kelsen se observa, por


un lado, un punto de vista conceptual o, incluso, empírico en el
sentido de que concibe la existencia de esta posibilidad o de ese
hecho y, por otro, un punto de vista prescriptivo a través del
cual sostendría que esta posibilidad o tal hecho no debería dar-
se. Ahora bien, lo cierto es que el propio Kelsen consideraba en
algunos escritos de la misma época que un principio vital de la
democracia es, como ya se expuso, la garantía de la tolerancia
y de las libertades, de libertades como la de pensamiento, de
prensa, de culto, de conciencia y de la ciencia.
Cierta contradicción parece servida: ¿cómo considerar que
los derechos son y deben ser una garantía constitucional de la
libertad e igualdad con la consiguiente potestad del tribunal
constitucional para anular las leyes que los violen y aun así
entender que si el tribunal hace uso de ese poder éste conduci-
ría a una situación insoportable? Parece que la solución ya se
había anticipado en Kelsen: el poder del tribunal no es insopor-
table cuando las fórmulas de protección —los derechos en
cuanto garantías— estuviesen redactados de manera precisa y
concreta 302. En caso contrario, el poder constituyente habría
entendido los derechos no como piezas jurídicas, sino como
ideología política que sólo podría dotarse de contenido a través
del poder discrecional del tribunal o del parlamento. Se trataría
de cierto desplazamiento de poder, desde el constituyente hacia
el legislativo o hacia el judicial. Su apuesta, como ha señalado
Anna Pintore, está en entender que «los valores y los principios
son creados y recreados en sede parlamentaria, mediante la
confrontación entre mayorías y minorías y la praxis del
compromiso» 303. Lo que Kelsen no vio o no quiso ver es que en
la práctica constitucionalista, también en algunas posiciones

302
KELSEN, H., La garantía jurisdiccional de la Constitución [La justicia
constitucional], cit., pp. 73 y 82.
303
PINTORE, A., «Democracia sin derechos», cit., pp. 138-142.

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Constitución, moral objetiva y democracia

teóricas, el desplazamiento de poder se haría no hacia los par-


lamentos, sino hacia los jueces 304.
Vuélvase, ahora, a la cuestión del control judicial de consti-
tucionalidad de las leyes y de su legitimidad. Otro de los argu-
mentos en favor de este control que se han utilizado es el que
los tribunales son el último baluarte frente a la tiranía de la
mayoría ciudadana o parlamentaria 305. Evidentemente, como
el tribunal tomaría sus decisiones sobre qué derechos se tienen
de manera mayoritaria entre sus magistrados miembros tam-
bién en el seno del tribunal se daría una tiranía de la mayoría
si es que se considera que hay tiranía cuando «gana» quienes
niegan un derecho a un tercero habiendo agotado todas las vías
de compromiso. Cabría pensar, no obstante, que la decisión
judicial podría tomarse por unanimidad, entendiendo que los
magistrados poseen alguna virtud epistémica o moral superior
al resto de ciudadanos que les permite tomar decisiones correc-
tas acerca de los derechos.
En efecto, parece darse por hecho que los tribunales ya
saben, por ejemplo, qué es la libertad de expresión o qué es el
derecho de igualdad y que, por tanto, su única misión es garan-
tizar esos derechos y libertades. Si ciertamente los tribunales
supieran eso resultaría relativamente fácil determinar si una
ley ha vulnerado tal o cual derecho y, en caso afirmativo, anular
dicha ley 306. Sin embargo, como ya se advirtió, sin una episte-

304
En cierto sentido creo que las mismas perplejidades y opciones per-
sonales se dan en Norberto Bobbio. Lo que señala Anna Pintore aplicado a
Kelsen asimismo podría extenderse al autor italiano: desde la óptica y las
preocupaciones de Bobbio le resultarían extrañas las tensiones entre demo-
cracia y derechos (PINTORE, A., «Democracia sin derechos», cit., p. 137).
305
«El poder concedido a los tribunales norteamericanos de pronunciar
fallos contra la anticonstitucionalidad de las leyes, forma aún una de las más
poderosas barreras que se hayan levantado nunca contra la tiranía de las
asambleas políticas» (TOCQUEVILLE, A. de, La democracia en América
[1835], trad. de L.R. Cuéllar, Fondo de Cultura Económica, México, 2005,
p. 110).
306
CAMPBELL, T., «Democracy, human rights and positive law», cit.,
pp. 176-181.

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Roberto M. Jiménez Cano

mología realista en moral que genere tanta controversia sobre


cómo acceder a las verdades sobre los derechos no puede con-
siderarse que unos individuos tengan una aptitud epistémica
privilegiada o sean expertos o más expertos que otros en tales
cuestiones 307.
Pero es que, además, si por tiranía se entiende negar un
derecho que otro reclama siempre que exista este desacuerdo
habría algún tirano (alguien que negaría un derecho, alguien
que tuviera una opinión contraria a la de otra persona). Por
ejemplo, unos pueden pensar que una ley de plazos sobre el
aborto es tiránica para el nasciturus, pues niega su derecho a la
vida, mientras que otros pueden pensar que una ley que penali-
ce el aborto es tiránica para la mujer, ya que violaría varias
expresiones del derecho de libertad. En definitiva, entendida de
esa manera, la tiranía es inevitable, incluso en las decisiones
tomadas por los tribunales. ¿Por qué entonces la tiranía de la
mayoría popular o parlamentaria sería un caso especialmente
grave de tiranía? Precisamente en un procedimiento democráti-
co popular no se excluye a nadie, todos tienen el mismo derecho
a participar, opinar y votar, así como a ser titulares y a ejercer
los otros derechos condiciones de la democracia, y no resulta
plausible afirmar que la decisión mayoritaria es tiránica simple-
mente porque una opinión (la minoritaria) no prevaleció 308.
Que no haya tiranía no excluye que se pueda dar una «sen-
sación» tiránica. Entonces, la única forma de aminorar la sen-
sación de tiranía en la democracia reside en la comprensión e
integración de la ciudadanía en el proceso de participación.
«Cuanto más ejerza la democracia en un espíritu de compren-
sión recíproca, de compromiso y solución amistosa, más las
partes se sentirán integradas en la comunidad; más se identifi-
cará el individuo con el todo; y menos sentirá la minoría derro-

307
WALDRON, J., Derecho y desacuerdos, cit., p. 220.
308
WALDRON, J., «The Core of the Case Against Judicial Review», en
The Yale Law Journal, vol. 115, 2006, pp. 1345-1346. Puede verse también
WALDRON, J., Derecho y desacuerdos, cit., pp. 21-22.

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Constitución, moral objetiva y democracia

tada en una votación que el control que se ejerce le es extraño.


Sentirá que ha sido oída y que tiene parte en el resultado; que
lo puede aceptar, por lo menos en cuanto está en armonía con
el principio democrático fundamental, principio que la minoría
también sustenta» 309. En definitiva, se trata de las consecuen-
cias de la idea de compromiso sostenidas por Kelsen o Ross.
En este punto, desde luego no puede afirmarse que el pro-
cedimiento judicial de toma de decisiones sobre la nulidad de
las leyes sea legítimo o, al menos, que sea más legítimo que el
procedimiento ciudadano o parlamentario, más bien constitu-
ye una manera de usurpar no sólo la capacidad de autonomía
y de reflexión moral, sino también la responsabilidad que
acompaña a cada individuo a la hora de determinar cuáles son
los derechos 310.
En definitiva, un respeto y un compromiso con el ideal de la
autonomía —el cual subyace en gran parte de las diferentes con-
cepciones de los derechos— requiere el poder de definir el con-
tenido de los derechos fundamentales dentro del corriente pro-
ceso democrático 311. Las soluciones que se han apuntado, pues,
no pasan por la promulgación de vagas y ambiguas declaracio-
nes de derechos atrincheradas, sino por identificar ciertos inte-
reses que deben ser protegidos y articulados por una legislación
de derechos humanos. Por «legislación de derechos humanos»
se entiende la «promulgación de un cuerpo de reglas claras y
específicas que puedan ser seguidas y aplicadas sin usar térmi-
nos generales basados en el razonamiento moral» 312. Dicha
legislación puede adoptarse en el contexto de una comisión par-

309
ROSS, A., ¿Por qué democracia?, cit., p. 110.
310
WALDRON, J., Derecho y desacuerdos, cit., pp. 264-265; CAMPBELL,
T., «Democracy, human rights and positive law», cit., pp. 180-183; PINTORE,
A., I diritti della democracia, cit., p. 104.
311
CAMPBELL, T., «Democracy, human rights and positive law», cit.,
p. 188.
312
CAMPBELL, T., «Legislating human rights» [2004], en Prescriptive
legal positivism: Law, rights and democracy, University College London Press,
Oxford, 2004, p. 299.

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Roberto M. Jiménez Cano

lamentaria que examina todo proyecto a la luz de la perspectiva


de los derechos humanos. Existen, claro, otras opciones, como
la adopción de una tabla, carta o declaración de derechos no
atrincherada que dé a los tribunales el poder de solicitar al par-
lamento que reconsidere sus propuestas legislativas cuando
entienda que los derechos de la carta son violados 313.
En todo caso, lo que debe ser excluido del lenguaje jurídico
es aquello que exige del operador jurídico —y en especial de los
jueces— la realización de un juicio moral que puede ser desco-
nocido para los miembros de la sociedad 314. Por estas razones,
la interpretación que los jueces hagan en la aplicación de las
leyes no ha de apoyarse en otros criterios distintos al significa-
do de las palabras de la ley a través de un método literal basado
en el texto de la misma. El motivo de la preferencia absoluta
por este criterio de interpretación no es otro que la dignidad y
el respeto que los jueces deben mostrar a las palabras que han
sido debatidas y votadas de acuerdo con los procedimientos
democráticamente establecidos 315.

313
CAMPBELL, T., «Democracy, human rights and positive law», cit.,
pp. 186-188; «El sentido del positivismo jurídico (II): El positivismo jurídico
prescriptivo como un derecho humano», cit., p. 36. Sobre las diferentes alter-
nativas posibles, pero también acerca de toda la tensión entre democracia y
constitucionalismo puede verse BAYÓN, J.C., «Derechos, democracia y consti-
tución», Discusiones, n.º 1, 2000, pp. 65-94 y «Democracia y Derechos: proble-
mas de fundamentación del constitucionalismo», en VV.AA., Constitución y
derechos fundamentales, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales,
Madrid, 2004, pp. 67-138.
314
CAMPBELL, T.D., «El sentido del positivismo jurídico», cit., p. 311;
WALDRON, J., Derecho y desacuerdos, cit., pp.19-20. El positivismo prescrip-
tivo puede ser caracterizado, así, como la visión de que estamos mejor gober-
nados a través de un sistema de normas explícitas, precisas y completas que
se puede aplicar sin recurrir a los puntos de vista políticos y morales de los
aplicadores jurídicos (CAMPBELL, T., «Democracy, human rights and positive
law», cit., p. 185).
315
CAMPBELL, T.D., «El sentido del positivismo jurídico», cit., p. 329;
«Incorporation through interpretation» [2002], en Prescriptive legal positivism:
Law, rights and democracy, University College London Press, Oxford, 2004,
pp. 220-221 y 226; WALDRON, J., Derecho y desacuerdos, cit., pp 95-105 y 147-ss.

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EPÍLOGO

Resulta sobradamente conocida la categoría del positivismo


jurídico como ideología dentro de las diferentes formas de ius-
positivismo analizadas por Bobbio en sus obras más relevantes
acerca de este movimiento 316. Bobbio entendía el positivismo
jurídico ideológico como una «ideología de la justicia» que con-
fiere al Derecho que es, por el mero hecho de existir (de estar
positivado), un valor positivo, bien el de ser directamente un
Derecho justo (versión fuerte de la tesis), bien por tratarse de
un instrumento para la obtención de ciertos fines deseables,
tales como el orden, la paz, la certeza y, en general, legalidad
(versión débil) 317. En uno u otro caso existiría un deber moral
o de conciencia de obedecer las normas jurídicas (positivas).
Entendido de esta manera, el positivismo jurídico como
ideología representaría una teoría de la justicia cuya misión
sería «recomendar aquello que en el plano de los valores es lo
justo» 318. En concreto, se trataría de lo que Bobbio había deno-

316
Al respecto puede verse BOBBIO, N., «Positivismo jurídico» [1961],
en El problema del positivismo jurídico, trad. E. Grazón Valdés, Fontamara,
México, 2004, pp. 37-66; y El positivismo jurídico, cit., pp. 237-241.
317
BOBBIO, N., «Positivismo jurídico» [1961], cit., p. 40; El positivismo
jurídico [1961], cit., p. 233.
318
BOBBIO, N., «Positivismo jurídico», cit., pp. 46-48; El positivismo
jurídico, cit., p. 230.

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Roberto M. Jiménez Cano

minado con anterioridad «concepción formal de la justicia»,


«formalismo ético» o «legalismo», es decir, la doctrina según la
cual «acto justo es aquel que es conforme a la ley, e injusto
aquel que está en desacuerdo con ella». Dicha concepción for-
malista, en su pureza, encerraría dos afirmaciones estrecha-
mente conectadas. Por un lado, la de que «la ley positiva es
justa por el mero hecho de ser ley» 319. Y, por otro, la de que
existe una obligación moral de obedecer todas las leyes váli-
das 320.
Hasta aquí, tanto el concepto de positivismo ideológico
como, en especial, las afirmaciones desprendidas son claras y
pedagógicas, aunque de suma rareza en la práctica cuando no
directamente falsas como cuerpo de doctrina positivista en
perspectiva histórica como el propio Bobbio y otros autores
reconocen 321. Ahora bien, tal perspectiva histórica no es deter-
minante en la idea del positivismo ideológico puesto que la dis-
tinción entre esta forma de positivismo y las otras dos que esta-
blece el autor italiano (el positivismo como método y como
teoría) no es más que una distinción analítica 322.
Esta última idea es relevante. Si la concepción del «positi-
vismo ideológico» es analítica y no histórica 323, entonces el

319
BOBBIO, N., «Formalismo jurídico» [1958], en El problema del posi-
tivismo jurídico, trad. E. Grazón Valdés, Fontamara, México, 2004, pp. 13-14.
320
BOBBIO, N., «Formalismo jurídico y formalismo ético» [1954], en
Contribución a la Teoría del Derecho, trad. de A. Ruiz Miguel, Fernando Torres,
Valencia, 1980, p. 105; El positivismo jurídico, cit., p. 230; «Jusnaturalismo y
positivismo jurídico» [1962], en El problema del positivismo jurídico, cit., p. 75.
321
BOBBIO, N., «Positivismo jurídico», cit., p. 52 y, en cierto sentido, El
positivismo jurídico, cit., p. 239. Véase, también, HOERSTER, N., «En defensa
del positivismo jurídico» [1989], en En defensa del positivismo jurídico, trad.
de J. Malem, Gedisa, Barcelona, 1992, p. 10.
322
RUIZ MIGUEL, A., «Positivismo ideológico e ideología positivista»,
en RAMOS PASCUA, J. A., y RODILLA, M. A. (eds.), El positivismo jurídico a
examen. Estudios en homenaje a José Delgado Pinto, Universidad de Salaman-
ca, Salamanca, 2006, p. 459.
323
Cosa diferente es que pueda trazarse una conexión histórica, contin-
gente, entre las diversas formas de positivismo, pero dicha conexión no es

180

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Epílogo

autor italiano debería haber elucidado dicha expresión lingüís-


tica 324. Sin embargo, lo cierto es que lejos de aclarar el concep-
to de «positivismo ideológico» Bobbio parece oscurecerlo deli-
beradamente en cierta medida. En efecto, la expresión
«positivismo ideológico» es complicada en el autor italiano al
menos por dos razones.
En primer lugar, porque emplea multitud de términos dife-
rentes para lo que, en principio, parece englobar el mismo con-
cepto. Así, se sirve, al menos, de las siguientes expresiones:
«positivismo como ideología», «positivismo ideológico», «ideo-
logía de la justicia», «ideología positivista» (o «ideología del
positivismo jurídico»), «positivismo ético», «teoría formal de la
justicia», «formalismo ético» y «legalismo» 325. Y, en segundo
lugar, y ésta es la razón más significativa, porque encierra bajo
el mismo término —sea el que fuere de los apuntados más arri-
ba— dos conceptos diferentes; dos clases o tipos según el autor
italiano. En efecto, una cosa es conferir al Derecho que es, por
el mero hecho de ser, un valor moral o político deseable y, de
ello, inferir que existe un deber moral de obedecerlo 326; y otra
muy distinta la defensa de determinados valores —como el de

necesaria, esencial o conceptual. En este sentido, véase BOBBIO, N., «Positi-


vismo jurídico», cit., p. 48.
324
Las definiciones o distinciones analíticas no pueden identificarse sin
más con la búsqueda de una definición para un concepto, sino con la elucida-
ción del mismo. Elucidar, en este sentido, no es más que clarificar una expre-
sión lingüística. A este respecto puede verse, por ejemplo, en la literatura ius-
filosófica HART, H.L.A., El concepto de Derecho, cit., pp. 18 y 263-264. En
general véase también JACKSON, F., From Metaphysics to Ethics, cit., p. 28; y
BEANEY, M., «Decompositions and Transformations: Conceptions of Analysis
in the Early Analytic and Phenomenological Traditions», en The Southern
Journal of Philosophy, n.º 40, supplement, 2002, p. 54.
325
BOBBIO, N., «Formalismo jurídico», cit., pp. 13-14, «Positivismo
jurídico», cit., pp. 46-48 y 63, El problema del positivismo jurídico, cit., pp. 229
y 241; «Jusnaturalismo y positivismo jurídico», cit., pp. 77-79.
326
BOBBIO, N., «Positivismo jurídico», cit., pp. 46-48; El problema del
positivismo jurídico, cit., p. 230.

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Roberto M. Jiménez Cano

legalidad, el de la paz, el de certeza, el de orden 327— y de una


ideología que no hace ascos, sino todo lo contrario, a una con-
cepción democrática del Estado para cuya realización el Dere-
cho es un instrumento idóneo que es recomendable obedecer
únicamente en el caso de que sus fines sean buenos 328.
La gran diferencia entre ambas tesis reside en el carácter
absoluto o relativo de la obediencia moral al Derecho. Mientras
que la obediencia, en el primer caso, es a todo Derecho (realice
o no aquellos valores prácticos), en el segundo sólo se debería
llevar a cabo en el supuesto de que el Derecho satisficiera «fines
buenos», esto es, valores del tipo «legalidad», «paz», «certeza»
u «orden», si bien una vez que el Derecho cumpla tales valores
la obligación de obediencia sería absoluta. La claridad analítica
hubiera exigido, en mi opinión, no haber establecido un único
rótulo —sea el que fuere— para dos tipos de positivismo ideo-
lógico, sino dos etiquetas diferentes para dos conceptos distin-
tos: la de positivismo ideológico para la versión fuerte y la de
ideología positivista para la versión débil o suave. Como señala
Alfonso Ruiz Miguel, la ideología positivista —frente al positi-
vismo ideológico—, entraña «un conjunto de postulados éticos
que el Derecho debe realizar y, por tanto, ya no necesariamente
inmanentes a todo Derecho» 329.
Pues bien, los valores de tolerancia, libertad, igualdad y paz
realizados en la política a través de la forma democrática de
gobierno y el Derecho por medio del imperio de la ley refleja-
rían el contenido de esa ideología positivista que llegaría a con-
siderar a todo orden social así determinado como justo. Cierto
que, como se advirtió inicialmente, tales valores y formas de
gobierno no son exclusivos del positivismo. Tampoco son exclu-
sivos del tipo de positivismo denominado ético o normativo ni

327
Elaborados por la doctrina liberal desde Monstesquieu a Kant, como
apunta el propio BOBBIO en «Positivismo jurídico», cit., p. 54.
328
BOBBIO, N., «Positivismo jurídico», cit., pp. 53-54 y 63.
329
RUIZ MIGUEL, A., «Positivismo ideológico e ideología positivista»,
cit., pp. 462-463.

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Epílogo

del pensamiento relativista. Sin embargo, lo que durante este


trabajo se ha querido mostrar es que es posible trazar unas
líneas morales y políticas compartidas dadas por las aportacio-
nes de un nutrido grupo de autores lo suficientemente relevan-
tes como para constituir el armazón de lo que se podría deno-
minar «la ideología positivista».
Gustav Radbruch concentra en pocas líneas la conexión
entre tales valores político-morales, el relativismo y el positivis-
mo. A su juicio, cualquier concepción material de la justicia, de
los contenidos del Derecho y de la cultura únicamente es válida
bajo la óptica de las circunstancias de la sociedad y tales cir-
cunstancias son «infinitamente variables». Además, y aunque
resulte posible, en cualquier situación social, establecer un sis-
tema completo de valoraciones «es imposible decidir entre estas
posibilidades de un modo científico, comprobable e irrefutable»,
lo cual trae consigo que toda elección en este campo resulte
posible sólo «por medio de una decisión, que se extrae del fondo
de la conciencia individual». Éste será el principio metodológico
del relativismo, señalará. Pero si toda decisión en el campo de
los valores y de la justicia se reduce a una elección personal,
entonces el relativismo llama tanto a la lucha como a la toleran-
cia. A la lucha contra la convicción del contrincante con el fin de
hacerle ver que su decisión es también fruto de la pura elección
personal y resulta objetivamente incomprobable. A la tolerancia
porque finalmente las convicciones difícilmente ceden ante
otras opiniones y finalmente todas han de ser respetadas. Lucha
y tolerancia representan, a su vez, la moral del relativismo.
Además, continuará Radbruch, si no puede verificarse lo
que es justo ni se puede afirmar la existencia de un Derecho
natural como conjunto de verdades jurídicas evidentes, recono-
cibles y comprobables, entonces se debe establecer, al menos,
lo que es jurídico para contrarrestar el relativismo y poder
guiar el comportamiento en la sociedad: «en vez de un acto de
verdad, que es imposible, es necesario un acto de autoridad. El
relativismo desemboca en el positivismo».
Del mismo modo, si bien el relativismo confía al Estado el
derecho a legislar, al mismo tiempo limita ese derecho en cuan-

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to lo obliga a respetar determinadas libertades de los sujetos


sometidos al Derecho, tales como la libertad de pensamiento,
de conciencia, de prensa, religiosa, etc. El relativismo también
desemboca en el liberalismo.
Por otra parte, si la facultad de hacer leyes se encomienda
a ciertas autoridades y dichas leyes someten a las autoridades,
y no sólo a los súbditos, entonces se exige el imperio de la ley.
El relativismo, por tanto, promueve el Estado de Derecho. Ade-
más, el Estado de Derecho presupone la separación de poderes
y, por ende, el relativismo también presupone la división de
poderes.
Y, por último, si de acuerdo con el principio metodológico
del relativismo no existen convicciones verdaderas, sino que
todas son fruto de opiniones, entonces todas ellas están igual-
mente dotadas de valor, lo que conduce a ver a todos los hom-
bres como iguales. En la esfera de la política esta idea conduce
a la democracia, ya que «la democracia quiere confiar el poder
a cualquier convicción que ha ganado la mayoría, sin tener que
preguntarse por el contenido y el valor de esa convicción». La
igualdad política presupone que no es posible la unanimidad,
esto es, la misma y única idea compartida y, por ello, la igual-
dad política conduce a la regla de la mayoría. El relativismo,
por tanto, promueve el Estado democrático 330.
Fíjese por un momento en las últimas apreciaciones del
jurista alemán: «la democracia quiere confiar el poder a cual-
quier convicción que ha ganado la mayoría, sin tener que pre-
guntarse por el contenido y el valor de esa convicción». Ideas
como éstas serán el blanco central de una serie de ataques que
especialmente a finales de los años 60 se desarrollarán princi-
palmente en Alemania y que entenderán que el positivismo no
sólo no se resistió al régimen nazi, sino que jugó un papel
importante en el auge y en la justificación del nazismo. Tales
críticas encontraban también un fuerte sustento en la supuesta

330
RADBRUCH, G., «El relativismo en la filosofía del Derecho», cit.,
pp. 2-7.

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Epílogo

conversión que el propio Radbruch sufrió tras 1945 desde el


positivismo relativista al iusnaturalismo 331.
Juan Antonio García Amado relatará en un trabajo esclare-
cedor sobre el tema la situación paradójica de un positivismo
jurídico que durante la etapa de Weimar se le tachaba de defen-
der un liberalismo y un pluralismo sin control, mientras que
después de 1945 se le acusará de haber servido a la eliminación
del liberalismo y de la democracia 332. Pero es que, además,
como señala este mismo autor, en la Alemania de Weimar el
positivismo jurídico no sólo era minoritario, sino que la judica-
tura practicaba un antipositivismo jurídico manifiesto a la par
que un positivismo estatalista —ideológico en el sentido bob-
biano se podría llegar a afirmar—.
A partir de 1933 el positivismo jurídico será aún más mino-
ritario entre unos juristas que, durante el nazismo, aplicaban el
concepto de ley a disposiciones que bajo el punto de vista posi-
tivista no serían leyes, sino meras disposiciones ejecutivas. En
definitiva, se dio validez jurídica a normas que de acuerdo con
el positivismo jurídico no serían (formalmente) válidas, mien-
tras que en realidad la jurisprudencia alemana operaba bajo un
manto iusnaturalista que proclamaba la unión metafísica entre
Estado, Derecho y moral verdadera 333.

331
Tras la guerra el jurista alemán escribiría que el positivismo, compen-
diado en la lapidaria fórmula de «la ley es la ley», «enervó toda capacidad de
defensa contra el abuso de la legislación nacionalsocialista» y dejó a la juris-
prudencia y a la judicatura alemanas inermes contra todas aquellas cruelda-
des y arbitrariedades. Puede verse a este respecto RADBRUCH, G., Arbitrarie-
dad legal y Derecho supralegal [1946], trad. de M.I. Azareto, Abeledo Perrot,
Buenos Aires, 1962, p. 41; y RADBRUCH, G., Introducción a la Filosofía del
Derecho, cit., p. 178.
332
GARCÍA AMADO, J.A., «Nazismo, Derecho y Filosofía del Derecho»,
Anuario de Filosofía del Derecho, tomo VIII, 1991, p. 346.
333
Véase GARCÍA AMADO, J.A., «Nazismo, Derecho y Filosofía del Dere-
cho», cit., pp. 347-352. El asociacionismo entre positivismo jurídico y nazismo
regresó, ahora en Francia, a fines de la década de los ochenta del siglo pasado
a propósito de la actitud de la doctrina jurídica respecto al régimen de Vichy.
Ahora el argumento radicaba en que la actitud meramente descriptiva del

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Roberto M. Jiménez Cano

Piénsese, ahora, en el Radbruch posterior a la guerra. El


iusfilósofo alemán seguía afirmando que los valores no sólo
cambian en las sociedades a lo largo del tiempo, sino que son
enjuiciados subjetivamente de diferente modo según las perso-
nas. Las decisiones de valores —afirmaba— las tiene que tomar
el individuo conforme a su propia personalidad 334. La imposi-
bilidad de definir el Derecho justo, debido a este relativismo,
ponía de manifiesto que había que conformarse con estatuirlo,
así que el relativismo reclama, para contrarrestarlo, el carácter
positivo y la seguridad del Derecho 335. ¿Dónde radica la crítica
al relativismo en el Radbruch de 1948? Podría decirse que en
1948 Radbruch pone restricciones a las decisiones mayoritarias
basadas en el valor de la libertad al señalar que «detrás de la
idea del relativismo, de la neutralidad, de la tolerancia, se halla
el valor positivo de la libertad», «la libertad es la suma y com-
pendio de todas las intenciones democráticas» 336. Sin embargo,
en 1934 ya había explicado cómo el relativismo conducía al
liberalismo, pero además su concepción de la democracia y de
la regla de la mayoría no quedaba exenta de restricciones, a

positivismo hacia el Derecho contribuyó a justificar o, al menos, a no criticar


aquel régimen (LOCHAK, D. «La doctrine du positivisme sous Vichy ou les
mésaventures du positivisme», en VV.AA., Les usages sociaux du droit,
CURAPP, PUF, 1989, pp. 253-285). Sin embargo, como ha indicado Michel
Troper, si la doctrina jurídica participó en esta legitimación no era por ser
positivista, sino precisamente por no serlo (TROPER, M., «La doctrine et le
positivisme. Apropos dùn article de Danièle Lochak», en VV.AA., Les usages
sociaux du droit, CURAPP, PUF, 1989, pp. 286-292). La doctrina se dedicaba a
justificar el Derecho nazi, mientras que la misión del positivismo no era ni
recomendar la obediencia ni la resistencia a ese Derecho, sino determinar si
efectivamente era Derecho (TROPER, M., «Le positivisme et les droits de
l’Homme», en CHAMPEILDESPLAIS, V. y FARRÉ, N. (dirs.), Frontières du
droit, critique des droits. Billets d’humeur en l’honneur de Danièle Lochak,
LGDJ, Paris, 2007, pp. 359-360).
334
RADBRUCH, G., Introducción a la Filosofía del Derecho, cit.,
pp. 37-38.
335
RADBRUCH, G., Introducción a la Filosofía del Derecho, cit., p. 43.
336
RADBRUCH, G., Introducción a la Filosofía del Derecho, cit., p. 166.

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Epílogo

diferencia de la concepción de Kelsen. La democracia, como la


sede del relativismo y del pluralismo, lejos de los absolutos,
«puede hacer todo, menos renunciar definitivamente a sí mis-
ma. El relativismo puede tolerar todas las opiniones, menos la
opinión que se considera a sí misma absoluta». «Cuando una
opinión se estima absolutamente válida y, por ese motivo, se
cree autorizada a tomar o conservar el poder sin consideración
a la mayoría, es entonces necesario combatirla con sus propios
medios, no sólo con las ideas y la discusión, sino con el poder
del Estado. El relativismo es la tolerancia general; solamente
no es tolerancia frente a la intolerancia» 337.
Para concluir, se ha de hacer una precisión y señalar un
desacuerdo con las relaciones establecidas por Radbruch. Se
ha de precisar que tales relaciones no pueden entenderse como
necesarias. Sí hay, en cambio, conexiones pragmáticas entre
todos estos elementos, al cual se habría de añadir la personali-
dad del individuo. Esto es lo que se ha tratado de mostrar en el
presente trabajo. El hecho del desacuerdo moral y la imposibi-
lidad empírica de conocer quién tiene objetivamente razón son
motivos para el relativismo subjetivista y para el reconocimien-
to de la autonomía moral de cada individuo. Estos, a su vez,
ofrecen motivos para la democracia. Los rasgos de la persona-
lidad son una fuerza motivadora a la hora de preferir valores
como la igualdad y la tolerancia. La tolerancia da motivos para
respetar a las libertades y a los individuos mismos y, de este
modo, conectar democracia, liberalismo político e imperio de
la ley, pero también ofrece motivos para no preferir un sistema
constitucional rígido.
El desacuerdo principal, no quiero detenerme aquí en pun-
tualizaciones, reside en introducir al positivismo, sin más,
como elemento de esa relación. Desde luego, el positivismo
descriptivo no tiene ninguna conexión con todos estos elemen-
tos más allá de lo que la personalidad pueda llegar a mover en

337
RADBRUCH, G., «El relativismo en la filosofía del Derecho», cit.,
pp. 6-8.

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este sentido. Sin embargo, no puede negarse la defensa de


muchas de esas relaciones por relevantes autores positivistas.
No todos avalan todas las conexiones ni todos lo hacen de la
misma manera. Incluso en algunos puntos puede haber agudas
discrepancias, pero todos los enfoques presentan cierto pareci-
do ideológico. No el positivismo, sino la ideología positivista es
el elemento que puede entrar en la ecuación.

188

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ÍNDICE DE MATERIAS

A B

Absolutismo filosófico, 47 Benevolencia (valores de), 90-94, 103


— moral, 19, 30, 41-52, 67
— político, 67-70
Actitudes, 28-31, 52, 57-67, 70, 75, C
80, 86-89, 99, 103, 107
Altruismo, 88, 89, 94, 105-111 Carácter personal. Véase rasgos de la
Amabilidad (factor de personalidad), personalidad
87-103 Cartas de derechos. Véase declara-
Ambivalencia moral, 36, 41, 64 ciones de derechos
Anti-realismo moral, 42, 49, 71 Certeza jurídica, 144, 147, 165, 179,
Atrincheramiento de los derechos, 182
151, 168, 177, 178 Circunstancias de la política, 34, 104,
Autocracia, 26, 27, 67, 69, 79, 80,
170, 171
83-89, 99, 100, 146
Cognoscitivismo moral, 57
Autonomía (individual, moral), 50,
Comprensión, 85, 91, 95-113, 124,
68-73, 80, 84, 93, 96-99, 114, 122,
176
142, 144, 145, 148, 149, 168, 169,
Compromiso, 30, 31, 69, 81, 99-113,
177, 187
Aautoridad moral, 49, 50, 57, 71, 80, 120, 125, 155, 174-177
117, Concepto y fundamento de los dere-
— política, social, del Estado, 25, chos, 127, 128
26, 34, 42, 67, 81, 82, 91, 95, Constitución rígida, 29, 151, 152,
96, 99, 132, 143, 147, 149, 183, 167-169
184 Constitucionalismo rígido, 31, 168,
— jurídica final, 160-165, 171 173, 178

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Índice de materias

Constructivismo epistemológico, — políticos. Véase derecho de par-


49-51, 68-71. Véase también relati- ticipación
vismo epistemológico Desacuerdo moral (y político), 27,
Contenido esencial de los derechos, 28-50, 55, 63-72, 102, 103, 109, 116,
164 123, 143, 170, 171, 176, 180, 187
Control judicial de constitucionali- Dignidad de la legislación, 149, 166,
dad, 126, 131-134, 137, 151, 152, 178
154, 167-178 — humana, 24, 148, 149, 152, 163,
Creencias evaluativas. Véase actitudes 166
Dilema del prisionero, 104, 105

D
E
Democracia (concepto), 25-27
— constitucional, 24 Egoísmo, 34, 35, 54, 85, 56, 103-111
— formal (procedimental), 23-28 Emocionismo moral, 66-75
— material (sustancial), 23-24 Emotivismo moral. Véase expresivis-
— valores de la, 89-103 mo.
Declaraciones de derechos, 126, 139, Empirismo anti-metafísico. Véase
151, 177 relativismo filosófico.
Derecho a la educación, 137, 138 Epistemología naturalizada, 52, 66,
Derecho a la felicidad, 141 83, 84, 108
Derecho a la vida, 137 Escepticismo moral, 21, 42, 47-67,
Derecho de participación, 24-27, 30, 128, 152, 163
55, 68, 97-101, 118, 122-124, 130, Estado de Derecho, 22-24, 118, 147,
131, 145, 176 184, 185
Derecho de petición, 123 Ética de la virtud, 80-82
Derecho natural, 21, 37, 45, 46, 54, Experimento Milgram, 81, 82
133, 134, 146, 183, 185 Expresivismo moral, 53, 58-66, 75
Derechos morales, 125, 128, 168 — moral normativo, 65, 66
Derechos subjetivos, 114, 127-143,
165, 173
— y libertades. Véase derechos F
fundamentales
— constitucionales. Véase dere- Five-factor Model. Véase modelo de
chos fundamentales los cinco factores de personalidad
— de libertad, 101, 118 Free-rider, 35, 104
— económicos, sociales y cultura- Fundacionalismo, 43-49, 75
les, 124, 125
— fundamentales, 19-24, 113, 121,
126-142, 152, 160, 164, 168, G
173-178
— humanos, 21, 114, 137-139, Garantías de los derechos, 23, 113-
177, 178 143, 152, 170-174

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Índice de materias

H — de pensamiento (de culto, de


conciencia, de creencias, religio-
Hábeas corpus, 120, 124, 125 sa), 121, 122, 174, 184
Historicismo, 38 — de prensa, 121, 174, 184
— de reunión, 124
— de la ciencia, 103, 122, 174
I — natural, 68, 82, 84, 96-97
— política, 68, 80, 96-98, 121
Ideología positivista, 181-188
Igual consideración y respeto, 124,
163, 172. Véase también dignidad.
M
Igualdad. Véase sentimiento de igual-
Mayorías, 23-27, 69, 70, 81, 87, 97,
dad.
101, 102, 118, 122, 131-135, 168-
— formal, 25, 137 176, 184, 186, 187
— material, 25, 124 Mentalidad democrática, 91, 95,
— política, 97, 98, 184 98-100
Imperio de la ley, 22, 24, 114, 118, Minorías, 101, 102, 120, 122, 169,
123, 143-149, 184 174-177
Iniciativa legislativa popular, 123 Modelo de los cinco factores de per-
Interés propio. Véase egoísmo sonalidad, 87-89, 92-95
Intuición, 44-46, 56, 75, 163, 175-176 Moral (funciones), 108
Intuicionismo, 44, 45, 48, 56 — factual, 156, 157, 164
Iusnaturalismo. Véase Derecho natu- — objetiva. Véase objetivismo
ral. moral
— psicologizada, 77
— social (positiva), 155-166
J — subjetiva (personal). Véase sub-
jetivismo moral.
Juicios de valor (juicios morales), 22,
34, 47, 51-68, 76-79, 115-117, 178
N

Necesidades humanas básicas, 25,


L
90, 110
Nihilismo moral, 48, 49
Legislador. Véase parlamento.
No-cognoscitivismo moral, 29, 61
Liberalismo político, 19-21, 24, No-positivismo jurídico, 152, 153
29-31, 110-149, 184-187
Libertad de asociación (partidos polí-
ticos), 121-124, 137 O
— de circulación, 124
— de expresión (de opinión), 121, Objeción contramayoritaria, 134,
123, 124, 137 135, 149, 151, 167-178

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Índice de materias

Objetivismo moral, 21, 22, 29, 30, — metafísico, 47-49


41-50, 54-56, 72, 76, 77, 152-178, — moral, 21, 42, 66
185. Véase también, superioridad Refrendo, 123
moral. Relativismo (genérico), 37
— filosófico, 47, 48
— indéxico (indexical), 64
P — metaético, 38, 48, 61. Véase
también relativismo moral epis-
Parlamento, 126, 132-151, 167-178 témico.
Personalidad (carácter). Véase rasgos — político, 67-73
de la personalidad. Relativismo moral, 19-21, 29-31, 36,
— altruista (democrática), 82-96 47
— egoísta, 82-96. Véase también — cultural, 38
egoísmo. — epistémico (epistemológico),
Positivismo democrático. Véase posi- 50-67, 103, 184
tivismo político. — descriptivo, 36, 38-41, 55, 56
— descriptivo, 20, 21, 23, 28, 29,
— historicista. Véase historicismo.
187
— normativo, 28, 31, 114-149,
Positivismo jurídico, 19-23, 39, 126-
183, 184. Véase también relati-
128, 146, 152-162, 179-181, 185
vismo político y respeto.
— excluyente, 22, 29, 30, 151-158
— social, 38
— ideológico, 179
— subjetivo, 28, 30, 37, 50-67, 187
— incluyente, 21, 22, 29, 151-160
— vulgar, 115
— normativo (ético, prescriptivo),
Relativismo político, 67-73
22, 28, 151, 178, 181
Positivismo político, 22-30, 60, Respeto, 19, 23, 29, 31, 71, 72, 91-102,
Precisión de significado de los dere- 108-168, 172, 177, 178
chos, 126, 127, 133-135, 141, 147-
149, 154-165, 172-174, 177, 178
Precompromiso constitucional, 169 S
Prescriptivismo moral. Véase expre-
sivismo. Seguridad personal, 99, 120
Principio de las mayorías. Véase Sentimiento de igualdad, 82-85, 95,
mayorías. 96
Principio democrático, 122, 177 Soberanía popular, 25, 26, 31, 68,
Principio liberal, 111, 122, 123 122, 146, 168
Solipsismo, 50, 51, 68
Subjetivismo moral, 46, 47, 53-67,
R 155-166
— complejo, 61. Véase también
Rasgos de la personalidad (del carác- expresivismo.
ter), 28-31, 59, 60, 80-89, 92-103, — metaético, 56-67
107, 187 — ontológico, 53-56
Realismo empírico, 49-51 — simple, 61-64

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Índice de materias

Sufragio. Véase derecho de partici- U


pación.
Superioridad moral, 41-50, 55, 149, Universalismo (valores de), 91-94, 103
152 — moral, 19, 30, 42, 50, 67, 90

T V

Teoría del error, 53-56 Validez jurídica, 20, 128, 131, 132,
Tipo altruista de personalidad. Véase 137, 140, 151-167, 170, 185
personalidad altruísta Valores de la democracia, 89-103
Tipo democrático de personalidad. — morales objetivos. Véase juicios
Véase personalidad altruísta de valor, moral objetiva, objeti-
Tipo egoísta de personalidad,. Véase vismo moral
personalidad egoísta — morales subjetivos. Véase jui-
Tiranía de la mayoría, 175-177 cios de valor, moral subjetiva,
Tolerancia, 28, 31, 28, 85, 86, 99-122, subjetivismo moral
174, 182-187 — personales 89
Tribunal constitucional, 132-134, Voto. Véase derecho de participa-
161, 164-166, 172-178 ción.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

A C

ANSUÁTEGUI, Francisco Javier, 9, CAMPBELL, Tom, 22, 84, 147, 148,


15, 24, 127 157, 166, 170-178
AQUINO, Tomás de, 45 CAPRARA, Gian Vittorio, 80, 83
ARISTÓTELES, 35 CARACCIOLO, Ricardo, 21
ARNAU GRAS, Jaume, 85 CARNAP, Rudolf, 58
ASÍS, Rafael de, 9, 122 CERVONE, Daniel P., 80
AYER, Alfred J., 58 CLONINGER, Susan C., 86, 87
COLEMAN, Jules L., 153, 156, 160
COMANDUCCI, Paolo, 155, 167
B
COPP, David, 49, 84
COSTA, Paul T., 87
BAGHRAMIAN, Maria, 36, 42, 50,
117 CRISP, Roger, 45
BATSON, Charles Daniel, 107 CRUZ VILLALÓN, Pedro, 126
BAYÓN, Juan Carlos, 178 CUMMINS, Robert C., 45
BEANEY, Michael, 181
BENN, Piers, 115
BILSKY, Wolfgang, 90 D
BLACKBURN, Simon, 43
BOBBIO, Norberto, 20, 25, 27, 100, DAVIDSON, Donald, 39
101, 115, 117-120, 125, 128, 137- DESCARTES, René, 44
139, 144, 145 DÍAZ-BENJUMEA, Mª Dolores, 80
BOVERO, Michelangelo, 125 DORADO, Javier, 126
BROWN, James A.C., 60 DORIS, John, 81, 105, 107
BULYGIN, Eugenio, 21, 128, 153, DREIER, James, 57, 64, 65
159 DWORKIN, Ronald, 160, 170, 171

213

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Índice onomástico

E J

ELSTER, Jon, 169 JACKSON, Frank, 45, 64, 181


ESCUDERO, Rafael, 157, 159, 164 JIMÉNEZ CANO, Roberto M., 20,
154, 157, 158
JORI, Mario, 140, 141
F JOYCE, Richard, 42
JUNG, Carl Gustav, 86
FERNÁNDEZ, Eusebio, 9, 101
FERRAJOLI, Luigi, 23, 24, 36, 140,
141 K
FIESER, James, 36, 38
FRANCÉN, Ragnar, 62 KAMTEKAR, Rachana, 82
FREUD, Sigmund, 78 KELSEN, Hans, 12, 19, 20, 25, 26,
FUMERTON, Richard, 44 30, 33, 35, 46-62, 67, 71, 75-89,
95-104, 111, 121-123, 128-136,
141- 146, 156, 157, 169-177, 187
G KIM, Jaegwon, 44
KNAFO, Ariel, 93, 94
GARCÍA AMADO, Juan Antonio, 185 KÖHLER, Sebastian, 64
GARCÍA-CARPINTERO, Manuel, 44 KÖLBEL, Max, 63
GIBBARD, Allan, 65 KRAMER, Matthew H., 22, 156
GRAY, John, 110 KÜNG, Hans, 40
GREENE, Robert A., 45
GUASTINI, Riccardo, 20, 29, 128,
139, 141 L

LAFOLLETTE, Hugh, 106,


H LAPORTA, Francisco, 149
LOCHAK, Daniele, 186
HAMILTON, William, 106 LOSANO, Mario G., 78
HARMAN, Gilbert, 68, 81 LYONS, David, 62
HART, Herbert L.A., 22, 135, 136,
137, 181
HAURIOU, Maurice, 126 M
HEMINGWAY, Ernest, 57, 58
HERRERA, Carlos Miguel, 121 MACKIE, John L., 53-48, 163
HINTIKKA, Jakko, 45 MALUSCHKE, Günther, 78
HOBBES, Thomas, 34 MARCUS, George E., 110, 111
HOHFELD, Wesley N., 137 MARMOR, Andrei, 159
HOLMES, Stephen, 169 MCCRAE, Robert R., 87
HORGAN, Terry, 62 MCMAHON, Christopher, 34
HUME, David, 77, 105 MILGRAM, Stanley, 81, 82

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Índice onomástico

MILLARD, Eric, 20 Q
MILLER, Christian, 82
MOORADIAN, Todd A., 87 QUINE, Willard V.O., 83, 163
MORESO, José Juan, 20-22, 29, 156,
157
MORILLO, Carolyn, 107 R

RACHELS, James, 63, 106


N RADBRUCH, Gustav, 25, 120, 121,
146, 183-187
NAGEL, Thomas, 111 RAWLS, John, 77
NICHOLS, Shaun, 107 RAZ, Joseph, 21, 22, 153, 156, 158,
159, 165
ROCCAS, Sonia, 93, 94
O ROCKMORE, Tom, 43, 48, 50
ROHRSCHNEIDER, Robert, 96
ÖHLINGER, Theo, 134 ROSKIES, Adina L., 107
OLSON, Mancur, 35 ROSS, Alf, 21, 25-27, 46, 79, 80,
OLVER, James M., 87 97-100, 119, 120, 124, 125, 145, 177
O’MAHONY, Conor, 166 ROUSSEAU, Jean-Jacques, 105
ORTIZ-MILLÁN, Gustavo, 48 RUIZ MIGUEL, Alfonso, 180, 182
RUSSELL, Bertrand, 58, 78, 107
OSKAMP, Stuart, 57, 59, 62

P S

SAGIV, Lilach, 93, 94


PARAMIO, Ludolfo, 35
SAYRE-MCCORD, Geoff, 48
PECES-BARBA, Gregorio, 14, 21,
SCARPELLI, Uberto, 22, 29, 36, 37,
24, 25, 126, 128, 142, 148, 153,
97, 147
154
SCHROEDER, Timothy, 107
PEFflEY, Mark, 96 SCHROEDER, William R., 106
PETTIT, Philip N., 64 SCHULTZ, P. Wesley, 57, 59, 62
PIERESON, James, 110, 111 SCHWARTZ, Shalom H., 90, 93, 94,
PINTORE, Anna, 20, 27, 123-125, 100, 108
174-177 SELLÉS, Juan Fernando, 46
PLATÓN, 43 SHAVER, Robert, 105
POJMAN, Louis P, 36, 38 SINNOTT-ARMSTRONG, Walter, 49,
POUNDSTONE, William, 105 53
POZZOLO, Susanna, 155 SLOTE, Michael A., 107
PRIETO, Luis, 134 SMITH, Adam, 105
PRINZ, Jesse J., 51, 52, 65, 66 SOBER, Elliott, 106
PUTNAM, Hilary, 51 SOSA, Ernest, 44

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Índice onomástico

SQUELLA, Agustín, 19 VILAJOSANA, Josep Maria, 22, 156


STEVENSON, Charles L., 37, 38, 58, VILLACAÑAS, José Luis, 78
59, 62, 63
STICH, Stephen, 81, 105
STREET, Sharon, 57 W
SULLIVAN, John L., 110, 111
SVAVARSDÓTTIR, Sigrun, 57 WALDRON, Jeremy, 22, 27, 34, 71,
72, 98, 123-125, 144, 147, 148,
167-172, 176-178
T WALUCHOW, Wilfrid J., 154, 166
WALZER, Michael, 40
TIMMONS, Mark, 62 WEBER, Max, 33, 35
TOCQUEVILLE, Alexis de, 175 WIJNEN, Katrien, 93
TRIVERS, Robert L., 106 WILSON, David Sloan, 106
TROPER, Michel, 19, 186 WILLIAMS, Bernard, 115
WONG, David B., 41, 108, 109, 115-
117
V

VAN HOOFT, Stan, 81 Z


VAN KENHOVE, Ptrick, 93
VAN ROOJEN, Mark, 57, 63 ZAHAVI, Amotz, 106
VECCHIONE, Michele, 83 ZAHAVI, Avishag, 106
VERMEIR, Iris, 93 ZIMMERMAN, Aaron, 48

216

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