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Metzenba
Metzenba
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...Se dice que las prostitutas jóvenes se convierten con el paso del
tiempo en religiosas viejas, pero tal no fue mi caso. Me convertí en
prostituta a muy temprana edad, y experimenté todo lo que puede
experimentar una mujer en la cama, en las sillas, sobre las mesas y los
bancos, de pie y contra las paredes, tendida en la hierba, en oscuros
corredores, en alcobas privadas, en vagones de ferrocarril, en fondas,
en la cárcel, en todos los lugares que imaginarse pueda. De nada puedo
lamentarme, sin embargo. El tiempo ha hecho mella en mí, y el gozo
que me proporcionaba el sexo se esfuma con rapidez. Soy rica, pero
estoy marchita y a menudo me siento sola. Pero así y todo, no albergo
la menor intención de arrepentirme.
...Debo a mi cuerpo saludable la fortuna de haber salido de la miseria y
las faenas pesadas. Sin mi experiencia juvenil y el despertar prematuro
de la pasión sexual es indudable que hubiese sucumbido, como muchas
de mis compañeras, o habría muerto como galopina en alguna casa.
...Antes al contrario, adquirí una buena educación gracias a mi vida de
prostituta, ya que me llevó a frecuentar hombres educados que
ampliaron mi criterio y me ilustraron.
...Me libré de la vida que llevan los campesinos viles e ignorantes, por la
que no deben ser culpados, ya que no conocen nada mejor, pero de la
que tan a menudo se les acusa. Sin embargo, yo he visto el mundo bajo
otro prisma, lo cual debo agradecer a mi vida como prostituta,
vituperada con frecuencia por la sociedad.
...Escribo mis memorias sin otra finalidad que la de olvidar mi soledad y
el exponer a la luz pública la verdad acerca de mis peripecias, que al
final me llevaron a adoptar mi vida actual. Creo que esto es mucho
mejor que acudir al sacerdote a confesarme, lo que podría complacerle a
él y cansarme a mí. Considero también que hasta ahora no se ha
impreso una biografía como la que yo estoy escribiendo. Los libros que
he leído no me dicen nada acerca de los hechos reales, tal como en
realidad ocurren en la vida.
...Estoy segura de que estoy realizando una labor útil al describir los
actos de nuestros hombres ricos, a quienes se les llama refinados, pero
que inducen a las jóvenes como yo a cometer toda clase de actos
reprobables y bochornosos; al relatar las impresiones de una joven que
tuvo una experiencia concreta como la mía, y al narrar los hechos reales
tal como a menudo ocurren.
...Empiezo, pues…
2
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...Era mi padre un hombre humilde, un talabartero de la ciudad de
Josef. Vivíamos en una casa de vecindad, en los alrededores de
Ottakring; la casa rebosaba de inquilinos pertenecientes a las clases
más pobres, todos tenían muchos hijos, y los niños habían de jugar en
los corrales interiores, demasiado exiguos.
...Tenía dos hermanos mayores. Mi padre, mi madre y nosotros tres
ocupábamos dos habitaciones, además del comedor y la cocina;
alojábamos también a un huésped.
...Los demás inquilinos, tal vez unos cincuenta, se mudaban con
frecuencia. A veces lo hacían sin problemas, aunque no eran raras las
peleas. Muchos desaparecían y no volvíamos a saber de ellos.
...Recuerdo con claridad a dos de nuestros huéspedes. Uno era aprendiz
de cerrajero; tenía los ojos negros y melancólicos. Su rostro siempre
estaba lleno de mugre y hollín, y los niños le teníamos mucho miedo.
Era un hombre callado y taciturno.
...Una tarde llegó a la casa cuando me encontraba sola. Yo tenía
entonces apenas cinco años. Mi madre y mis hermanos habían ido a
Furstenfeld y mi padre estaba aún en el trabajo.
...El cerrajero me izó en sus brazos y me puso en su regazo. Hice un
puchero, pero me dijo en voz baja:
-Cálmate, no te voy a hacer daño-. Me echó de espaldas, me levantó la
falda y me “examinó”.
...Me horrorizó que me viera desnuda mientras me tenía en su regazo,
pero me quedé absolutamente inmóvil. Poco después, cuando oyó que
llegaba mi madre, me puso en el suelo y se fue rápidamente a la cocina.
...Unos días más tarde volvió a llegar temprano a casa. Mi madre estaba
a punto de salir y le pidió que cuidara de mi en su ausencia, encargo
que aceptó con alegría.
...Tan pronto como mi madre se alejó, el pícaro me puso una vez más
sobre sus rodillas y empezó a examinar mis desnudas partes íntimas.
Sin pronunciar una palabra se limitó a observar una y otra vez mis
delicados órganos genitales. Yo no osaba decir nada. Fueron muchas las
ocasiones en que aquel hombre repitió la operación. Era natural que a
mi edad no tuviera la menor idea de su significación, y no volví a pensar
en el asunto. Hoy veo las cosas de otro modo y hay veces que considero
a ese individuo como mi primer amante.
****
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...Mis dos hermanos, Franz y Lorenz, tenían caracteres muy distintos,
Lorenz, cuatro años mayor que yo, era tranquilo, industrioso y devoto.
Franz, sólo año y medio mayor que yo, era exactamente lo opuesto:
alegre, descuidado y mucho más afectuoso conmigo que mi otro
hermano.
...Había ya cumplido siete años cuando, un día, con Franz fui a visitar a
los hijos de un vecino, que siempre estaban solos. Su madre había
muerto y el padre estaba siempre trabajando.
...Anna, la menor, era entonces una niña de nueve años, pálida,
delgada, de cabello rubio y labio leporino. Su hermano Ferdl tenía trece
años y era un chico robusto, también rubio, de mejillas sonrosadas y
anchas espaldas.
...Jugábamos inocentemente cuando Anna sugirió:
-Juguemos ahora al papá y la mamá.
...Su hermano rió y dijo:
-Siempre quiere jugar al papá y la mamá.
...Anna insistió y dirigiéndose a mi hermano dijo:
- Tu serás el señor y yo seré tu esposa.
...Ferdl intervino y tomándome del brazo declaró:
- Pues yo seré el hombre y tú mi esposa.
...Anna cogió dos fundas de almohada e hizo dos muñecas de trapo; me
alargó una diciéndome:
-¡Aquí tienes a tu hijo!
...Empecé a abrazar y acariciar la muñeca, pero Anna y Ferdl, se rieron
de mí diciendo:
-Así no es el juego. Primero has de hacer el bebé, después tienes que
quedar embarazada, y por último debes hacer que nazca el niño. Sólo
entonces podrás acariciarlo.
...Yo ya había escuchado varias veces decir a la gente que una mujer
“estaba esperando” y que poco después tendría un bebé. Hacía mucho
tiempo que no me convencía lo de la cigüeña, y cuando veía a una
mujer con el vientre prominente suponía lo que eso quería decir. Pero
ignoraba la realidad de los hechos, al igual que mi hermano Franz.
...En consecuencia Franz y yo nos quedamos perplejos e inmóviles, sin
saber si continuar o no con el juego. Pero Anna se paró frente a Franz y
señalándole la bragueta, dijo:
-¡Anda, sácate el “rabo”!
...Y diciendo esto procedió a desabrocharle el pantalón y sacarle la
colita, mientras Ferdl y yo observábamos; él divertido y yo sorprendida,
intrigada y algo furiosa (aunque me embargaba una extraña sensación
que nunca había experimentado).
...Franz se quedó inmóvil como una estatua, sin que pareciera darse
cuenta de lo que estaba sucediendo, mas al sentir el contacto su mínimo
instrumento se puso rígido y erecto.
-Ven conmigo- escuché que decía Anna en un susurro, y a continuación
se tendió de espaldas sobre el piso, se alzó las faldas y abrió las
piernas.
...Ferdl me cogió a mí y dijo:
-Acuéstate.
...Casi al momento sentí su mano entre mis piernas. Me acosté de
buena gana y me levanté las faldas, tal como lo había hecho Anna. Ferdl
frotó su impetuoso azadón contra mi virginal surco.
...Me eché de a reír por las cosquillas que me produjo al restregarme el
vientre, los muslos y el cuerpo. Respiraba anhelante, y se apoyaba
pesadamente sobre mi pecho. Todo esto me parecía una tontería,
aunque nació en mí una extraña sensación que no puedo describir y que
me inducía a permanecer acostada.
...De pronto Ferdl pegó un salto, y yo también me puse de pie. Me
mostró su instrumento, que tomé con la mano. En la punta observaba
una gotita de líquido.
...Ferdl retiró el diminuto y suave capuchón de carne que le cubría el
venablo, y dejó al descubierto una cabecita roja. Hice subir y bajar
varias veces el capuchón, y pensé que era muy divertido ver que la
cabeza aparecía y desparecía, como si fuese la de algún animal.
...Anna y mi hermano seguían tendidos en el piso, y observé que Franz
se movía frenéticamente hacia delante y hacia atrás. Sus mejillas habían
enrojecido y respiraba con dificultad, igual que Ferdl.Anna estaba
desconocida. Su pálido rostro había adquirido color, y al verla con los
ojos cerrados temí que estuviera enferma. Pero de pronto ambos se
quedaron inmóviles; siguieron acostados por unos instantes, uno sobre
el otro, hasta que finalmente se levantaron.
...Nos sentamos juntos un rato. Ferdl había metido su mano bajo mi
falda y me tocaba la “cosita”; Franz hacia lo mismo con Anna. Yo había
cogido el “miembro” de Ferdl con la mano, igual que Anna el de mi
hermano y todo me resultaba delicioso. Ya no sentía cosquillas, pero me
producía una agradable sensación que parecía recorrer todo mi cuerpo.
...Anna interrumpió este aspecto del juego, me dio una de las muñecas
y se quedó con la otra. Nos las colocamos bajo las faldas, entre las
piernas.
-Ahora estamos “esperando”- me explicó Anna.
...Nos reímos y andamos de un lado a otro de la habitación con el
vientre abultado. Después “dimos a luz” a nuestros hijos, los
acariciamos y se los mostramos a nuestros respectivos “maridos” para
que pudieran admirarlos. El juego prosiguió así un tiempo.
...Anna tuvo entonces la idea de que deberíamos amamantar a nuestros
hijos. Se desabotonó el corpiño, abrió su camisa y acercó el bebé al
pecho. Tenía un par de globos de buen tamaño, con grandes pezones
con los que su hermano pronto empezó a jugar. Al verlo, Franz lo imitó,
pero se quejó de que yo no tuviera “tetas” todavía.
...A continuación Ferdl nos explicó lo que acababa de ocurrir.
Descubrimos que lo que habíamos realizado era lo que se llama un “acto
sexual”, y que nuestros padres hacen lo mismo en la cama, a
consecuencia de lo cual, las mujeres se convierten en madres. Ferdl
parecía muy enterado y nos dijo que nuestras hendiduras continuarían
creciendo sin abrirse, por lo que él y Franz no habían podido hacer otra
cosa que frotar sus “rabos” por fuera, sin poder introducirlos. Nos dijo
también que cuando creciéramos tendríamos gran cantidad de vello en
ese lugar. Me resistía a creerle, pero Anna afirmó que Fred lo sabía
todo, y que era cierto, pues lo había probado con la señora Rhinelander
en el desván, y que al hacerlo había podido introducir libremente el
“rabo” en el “hoyo”.
...La señora Rhinelander era la mujer de un conductor de tranvías, y
habitaba en el último piso de nuestro edificio. Era una mujer bajita y de
piel morena, delicada y bonita, y siempre se mostraba afable. Ferdl nos
contó sobre ella la siguiente historia.
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3
6.
Después de mi placentera experiencia con el barbudo huésped –olvidé
decir que se llamaba Eckhard-, me fijaba en otros adultos
imaginándome que me sentaba en sus rodillas, y jugaba con sus vergas.
Me fijé en muchos hombres. Ellos se detenían y me miraban, con
sorpresa.
Una vez uno de los que volvieron la cara, me guiñó un ojo, pero yo a
pesar de mi excitación, no lo seguí. A partir de entonces me dediqué a
pasear por las calles, buscando encontrar a un segundo señor Eckhard.
En una ocasión, por alejarme demasiado de casa, me perdí. Pronto se
hizo tarde y empezó a oscurecer. Al cabo de un rato, me encontré a un
soldado, al que dirigí una sonrisa. Me miró sorprendido, pero mantuvo
su paso. Como estábamos solos, opté por detenerme y volver la cabeza,
viendo cómo el soldado también había interrumpido su marcha y miraba
mi espalda. Al sonreírle una vez más, él me llamó con un gesto.
Mi corazón latía con fuerza y mi hendidura ardía; estaba muy excitada.
Pero el temor me paralizaba, aunque mi curiosidad era enorme.
El soldado se apresuró a darme alcance, y con el rostro grave me
preguntó:
-¿Estás sola?
Con la cabeza asentí
-Ven, entonces –me dijo, y se dirigió a los arbustos.
Con temor, pero muy alborozada, le seguí. Nada más alcanzar los
arbustos me arrojó al suelo de espaldas y se tiró encima de mí. Noté, al
punto, la presión de su enorme y rígido miembro contra mi conejo. Bajé
la mano, con la intención de ayudarle en su penetración. Me dolía
mucho, pero no grité.
Al cabo de un rato, casi fuera de sí, hizo un gran esfuerzo. Noté cómo su
cabeza me penetraba. Era tan grande el dolor que a punto estuve de
gritar, pero mis labios aguantaron sin abrirse. No quería que se
detuviera ahora.
Se corrió de repente. Saltó hacia atrás como si se tratara de un conejo,
y escapó corriendo sin ni siquiera volver la cara. Las entrañas me ardían
terriblemente, casi no podía caminar.
Al fin había sido jodida, real y verdaderamente follada.
Hasta dentro.
Había dejado, al fin, de ser doncella.
Al salir de entre los arbustos para alejarme, vi al soldado que meaba
junto a un árbol. No había oscurecido del todo, pero empecé a
asustarme. No tenía la más mínima idea del lugar en que me
encontraba, pero caminé eligiendo las direcciones al azar, con la
esperanza de encontrar algún lugar que me resultase familiar.
Aún no había recorrido un centenar de metros, cuando alguien me tocó
en el hombro. Atemorizada, volví la cabeza y vi a un chico desarrapado,
apenas algo mayor que yo.
-¿Qué hiciste con el soldado? –preguntó.
-¡Nada! –repliqué.
-¡Así que nada! ¿Eh? ¡Lo vi todo!
-¡No viste nada! –exclamé, casi gritando.
Cuando dije esto, me colocó sus manos entre las piernas, sintiendo la
vulva húmeda todavía.
-Eres una puta –me escupió- Vi todo lo que hiciste. El soldado te la
metió detrás de los arbustos.
Me di cuenta que era inútil seguir negándolo.
-Bueno, ¿y qué quieres? –le pregunté.
Avanzó hasta llegar a tocarme el Monte de Venus y oprimiéndole me
dijo:
-Yo también quiero joder contigo. ¿Me entiendes?
-¡No, no! Vete, déjame en paz.
Me dio, entonces, una bofetada.
-¡No sabes a quién rechazas! –dijo- Has follado con un soldado y a mí
me rechazas. ¡Ya verás! ¡GW seguiré hasta tu casa y se lo diré a tu
madre! ¡Ya verás!
Con un salto, me separé de él, y eché a correr. Me atrapó y cogiéndome
por los hombros me abofeteó de nuevo. Me di cuenta que sería inútil
mantener mi actitud, y le dije:
-De acuerdo, acompáñame. Dejaré que me folles.
Volvimos a los arbustos y me estiré en el suelo. El me levantó el vestido
y se acostó encima de mí, diciendo:
-¡Llevo toda la tarde esperando que aparezca una chica para follármela!
-¿Cómo fue que me viste?
_Vi desde la hierba cómo el soldado se te acercaba, y os seguí hasta
aquí.
El chico no estaba mal provisto, tenía una lanza bonita y puntiaguda,
que usaba bastante bien. Empecé a gozar, sin entender porqué había
intentado escapar. El disfrutó también, ya que se conducía con una
precisión cronométrica. Estaba muy dolorida, pero me sentía orgullosa,
había sido jodida de nuevo, como una mujer adulta.
Tardó en acabar, y cuando lo hizo se separó de mí de un salto y se alejó
corriendo. Seguí de nuevo mi camino hasta que reconocí un edificio,
encontré mi calle y llegué a mi casa.
Mis padres no estaban. Habrían ido a la posada a pasar la velada. Los
niños dormían. Al entrar, el señor Eckhard se despertó y, en voz baja
me llamó.
Me acerqué, y él puso en mi mano su verga, que ya estaba enderezada
y rígida. Estaba completamente desnudo, por ello pude tocar sus
muslos, la verga, la bolsa, todos los atributos que poseía.
-¿No quieres quedarte un ratito? –preguntó.
-No, esta noche no –contesté.
Quiso meterme la mano por debajo del vestido, pero me aparté, no
quería que se diese cuenta que estaba mojada. No obstante, tiraba de
su polla con todas mis fuerzas, y mi excitación fue tan intensa que me
olvidé de todo.
Me alzó el vestido y me colocó sobre él; empezó a moverse hacia arriba
y abajo, murmurando:
-¡Angelito maravilloso! ¡Corazoncito!
No se dio cuenta, por suerte, de mi humedad, y de pronto empezó a
lanzar su chorro. Me mojó de tal forma que mi vestido no se secó en
toda la noche.
Aquel día había sido, sin ninguna duda, muy agitado, casi tanto como el
día que Robert me enseñó a follar y a chuparla de verdad.
****
Durante varios días no volví a ver al señor Horak; ejercía sobre tanta
atracción que había desplazado de mi mente al señor Eckhard. Tuve que
satisfacer mis anhelos con Franz, tal como lo hacíamos antes. Vigilaba
con frecuencia el dormitorio de mis padres, para ver si conseguía
sorprenderlos alguna otra vez en pleno acto.
Pude así observar a mi padre, que jodía por detrás a mi madre. Otra vez
era mi madre la que estaba encima. Una noche, me despertó el ruido
enorme que hacía su cama; hablaban. Los dos estaban desnudos, mi
padre “le estaba dando al pajarito”. Ella tenía las piernas sobre los
hombros de él, que la clavaba a más no poder.
El susurraba:
-¡Me estoy corriendo…!
Mi madre protestó:
-¡No! ¡No, aguarda… contente… espérame!
Mi padre se corrió, se apartó a un lado y se desplomó en el lecho,
completamente agotado.
Mi madre se enfadó considerablemente:
-¿Te parece bonito? ¡Ni me he enterado!
Esperaron un tiempo y ella preguntó:
-¿Podrías hacerlo otra vez?
-¡Quizá! Dentro de un rato –murmuró mi padre.
-¡Bah! ¡Dentro de un rato estarás roncando y me será imposible
despertarte! –contestó mi madre, muy alterada.
-¡Pero ahora no puedo!
-Entonces, ¿Por qué no te contuviste? ¡Yo también quería gozar!
Al cabo de un momento, insistió:
-¿Puedes hacer que se te enderece?
-Aún no. ¡Espera!
-¡Pues yo lo conseguiré! –dijo mi madre.
Acto seguido se sentó en la cama, cogió el venablo de mi padre con la
mano y empezó a jugar con ella. Mi padre le hacía lo mismo con sus
pechos, pasó un cuarto de hora y no ocurría nada.
-¿Ves? ¡No se puede! –dijo mi padre.
Entre lágrimas, mi madre preguntó:
-¿Qué podríamos hacer?
-Nada –respondió él ¡Déjalo! ¡No se me empinará de nuevo!
Mientras mi madre seguía con su manipulación, por fin dijo:
-¡Se me cansó la mano! ¡Debo intentarlo de otra forma!
Se inclinó y empezó a mamarlo y morderlo. Su llanto sonaba
amargadamente. Se le oía llorar con claridad.
-Es inútil, no se puede, -manifestó mientras seguía sin cesar en su
llanto- ¡Oh, Dios mío! ¿Qué puede hacer una mujer con un hombre así?
La metes una o dos veces y te corres, sin pensar jamás en que la mujer
también desea su placer.
El guardaba silencio. Mi madre continuaba:
-¿Qué puede hacer yo? ¡Después de haber jugado y de haberlo
mamado, la excitación me enloquecerá! ¿Qué dirías tú si yo me apartara
cuando te fueras a correr? ¡Oh! Los hombres tienen más posibilidades
de satisfacción, basta salir a la calle y conseguir una puta, pero ¿Y yo?,
¿qué pasaría si me buscara otro hombre?
-¡Oh, haz lo que te de la gana!
-¿Sí? ¡Me lo apunto! ¡No te creas que no puedo conseguir otro hombre,
si me lo propongo!
Mi padre, entonces, se sentó en la cama, estiró a mi madre y le metió
los dedos en la hendidura, mientras que con la otra mano, le trabajaba
las tetas.
Rápidamente mi madre empezó un jadeo, su respiración se aceleró y
aumentó en fuerza, mientras gritaba:
-¡Ahora, ahora! ¡Méteme todo el dedo! ¡Más! ¡Me estoy corriendo!...
-¡Oh!... ¡Ah!... ¡Fue delicioso!
-¡Por fin! –dijo mi padre-, deja que la pobre alma descanse.
Se durmieron, les oí roncar plácidamente. Sólo yo estaba despierta; mi
excitación era total; deseaba un poco de “aquello” y no sabía por quien
decidirme: Franz, Ferdl, Robert, el señor Eckhard, el soldado, el chico
desarrapado, o el señor Horak. Como no podía disponer de ninguno de
ellos, me masturbé y me quedé dormida.
Con los chicos del vecindario, pronto me familiaricé. Creo que algo
tenían mis ojos o mis miradas que les animaba a pedirme “aquello”.
Ellos eran unos pícaros, y al igual que mi hermano, follaban con sus
hermanas o amigas de ellas. Cuando me topaba en la calle o en las
escaleras con alguno de ellos, invariablemente, me daban un azote en el
culo, o me metían la mano entre las piernas. Si alguno me agradaba, le
respondía tocándole el pene, en caso contrario, me alejaba.
Con las niñas no tenía mucha relación. Mi comportamiento en la escuela
era correcto; si me decidía a hablar con alguna compañera, podía ocurrir
que me explicara todo lo que sabía acerca del sexo; otras veces, si se
trataba de “niñas buenas”, me miraban con disgusto, cuando iniciaba el
tema, y después me rehuían.
A veces, si
-¡Pues yo lo conseguiré! –dijo mi madre.
Acto seguido se sentó en la cama, cogió el venablo de mi padre con la
mano y empezó a jugar con ella. Mi padre le hacía lo mismo con sus
pechos, pasó un cuarto de hora y no ocurría nada.
-¿Ves? ¡No se puede! –dijo mi padre.
Entre lágrimas, mi madre preguntó:
-¿Qué podríamos hacer?
-Nada –respondió él ¡Déjalo! ¡No se me empinará de nuevo!
Mientras mi madre seguía con su manipulación, por fin dijo:
-¡Se me cansó la mano! ¡Debo intentarlo de otra forma!
Se inclinó y empezó a mamarlo y morderlo. Su llanto sonaba
amargadamente. Se le oía llorar con claridad.
-Es inútil, no se puede, -manifestó mientras seguía sin cesar en su
llanto- ¡Oh, Dios mío! ¿Qué puede hacer una mujer con un hombre así?
La metes una o dos veces y te corres, sin pensar jamás en que la mujer
también desea su placer.
El guardaba silencio. Mi madre continuaba:
-¿Qué puede hacer yo? ¡Después de haber jugado y de haberlo
mamado, la excitación me enloquecerá! ¿Qué dirías tú si yo me apartara
cuando te fueras a correr? ¡Oh! Los hombres tienen más posibilidades
de satisfacción, basta salir a la calle y conseguir una puta, pero ¿Y yo?,
¿qué pasaría si me buscara otro hombre?
-¡Oh, haz lo que te de la gana!
-¿Sí? ¡Me lo apunto! ¡No te creas que no puedo conseguir otro hombre,
si me lo propongo!
Mi padre, entonces, se sentó en la cama, estiró a mi madre y le metió
los dedos en la hendidura, mientras que con la otra mano, le trabajaba
las tetas.
Rápidamente mi madre empezó un jadeo, su respiración se aceleró y
aumentó en fuerza, mientras gritaba:
-¡Ahora, ahora! ¡Méteme todo el dedo! ¡Más! ¡Me estoy corriendo!...
-¡Oh!... ¡Ah!... ¡Fue delicioso!
-¡Por fin! –dijo mi padre-, deja que la pobre alma descanse.
Se durmieron, les oí roncar plácidamente. Sólo yo estaba despierta; mi
excitación era total; deseaba un poco de “aquello” y no sabía por quien
decidirme: Franz, Ferdl, Robert, el señor Eckhard, el soldado, el chico
desarrapado, o el señor Horak. Como no podía disponer de ninguno de
ellos, me masturbé y me quedé dormida.
Con los chicos del vecindario, pronto me familiaricé. Creo que algo
tenían mis ojos o mis miradas que les animaba a pedirme “aquello”.
Ellos eran unos pícaros, y al igual que mi hermano, follaban con sus
hermanas o amigas de ellas. Cuando me topaba en la calle o en las
escaleras con alguno de ellos, invariablemente, me daban un azote en el
culo, o me metían la mano entre las piernas. Si alguno me agradaba, le
respondía tocándole el pene, en caso contrario, me alejaba.
Con las niñas no tenía mucha relación. Mi comportamiento en la escuela
era correcto; si me decidía a hablar con alguna compañera, podía ocurrir
que me explicara todo lo que sabía acerca del sexo; otras veces, si se
trataba de “niñas buenas”, me miraban con disgusto, cuando iniciaba el
tema, y después me rehuían.
A veces, si metía mano a algún niño, y él lo notaba, nos íbamos al
sótano, que siempre estaba abierto, allí rápidamente nos dábamos el
gusto, de pie y a toda prisa. Calculo que esa época lo hice al menos, con
ocho niños diferentes. Me acuerdo especialmente de dos de ellos, uno
de los cuales más tarde estuvo vinculado a mis aventuras con el señor
Eckhard. En el capítulo siguiente contaré con más detalle lo referente a
esos jóvenes.
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8
El hijo de nuestro casero, que se llamaba Alois, fue uno de mis amigos.
Era amable, de cabellos rubios, siempre vestido impecable con un traje
de terciopelo pardo y pantalón corto. Pensaba que estaba enamorada de
él, tenía unos doce años, y cada vez que me lo encontraba me ponía
muy nerviosa y me excitaba. Parecía muy orgulloso, acostumbraba
llevar la cabeza muy alta, como si creyera estar por encima de los
demás.
En su presencia, me sentía torpe y avergonzada, pero no podía resistir
al verlo. Cuando nos encontrábamos me lanzaba una breve mirada, y se
alejaba con arrogancia. Iba acompañado permanentemente por una
niñera de edad madura, corpulenta y con un hombro paralizado.
Mientras yo rondaba por la puerta del sótano, estaba muy excitada y
buscaba algún chico, no me importaba quién fuera, quería follar, me lo
encontré. Dada mi situación, le dije:
-¿Has estado alguna vez en el sótano?
-No, nunca –respondió.
-Pues bien, bajemos juntos.
Aceptó de buena gana. Mientras bajábamos, murmuró:
-¿Estás segura que no nos verá nadie?
Apareció así una complicidad entre nosotros, que antes no existía; yo,
por mi parte, no ignoraba que lo había conquistado. No me atreví
todavía a tocarlo, pero le dije:
-Vamos, allí no hay nadie.
Bajábamos en silencio por el oscuro pasillo, cuando de improviso se
detuvo y empezó a acariciarme el culo. Me sentí tan feliz que no osaba
respirar. Su iniciativa aumentó, y prosiguió sus caricias por los pechos;
al ver que no oponía resistencia, sus manos recorrieron todo mi cuerpo;
las fue bajando lentamente, hasta alcanzar el anhelante misterio de mi
pasión.
Temblaba por el placer que me embargaba. Me oprimió con más
vehemencia, me apoyé en el muro y le dije:
-¿Lo hacemos?
-¿Y qué pasará si alguien viene? –Se opuso él al principio.
Pero me levantó el vestido y noté su poderosa máquina, intentando
asaltar mi ciudadela.
Estaba ya tan caliente, que alcancé las cimas de la pasión en el instante
mismo en que sentí la cabeza de su rígido y vibrante instrumento
penetrarme. Su cara seguía sin inmutarse, pero debió satisfacerme ya
que me sentí húmeda.
El se mantenía inmóvil y en actitud reposada. Después me puso las
manos en el trasero, me estrechó con fuerza, y percibí que penetraba en
mí todo su poderoso instrumento. Era corto y gordo… pero lo sentí
enorme.
Permaneció quieto unos momentos, después emprendió un movimiento
giratorio, como si tratara de hacer más amplia la entrada que hasta
entonces había permanecido estrecha. Lancé un gemido, una vez más
me sentí transportada a los confines del placer.
-¡Ahora! ¡Hasta el fin! –exclamó Alois.
-¡Con placer! –contesté alegremente.
Empezó a meter y sacar su miembro con lentitud unas cinco o seis
veces. Noté cómo arrojaba su simiente cálida con fuerza dentro de mí.
No era muy abundante pero lo disfruté realmente. Percibí las
convulsiones de su máquina en mi seno, y me lancé a alcanzar
conjuntamente mi meta por tercera vez.
Cuando acabó, Alois se limpió con mi falda y se guardó su pene en el
pantalón. Me dio una palmada en las nalgas y me dijo:
-Lo haces mucho mejor que Clementina.
Me quedé callada, ya que no sabía quién era Clementina, pero no me
sorprendí, porque estaba segura que éste muchacho podía tener todas
las mujeres que deseara.
Cuando se alejaba, me dijo:
-Mañana por la tarde, ven a mi casa. Mis padres van a salir, y
estaremos solos.
Cuando, al día siguiente, toqué la campanilla de su casa, y me salió a
abrir la cocinera, me llené de turbación. Pregunté si estaba Alois.
-Sí, el amito está en casa –dijo-, y me llevó a un bonito salón,
lujosamente amueblado, que me pareció el Paraíso.
Después de enseñarme el salón, Alois me enseñó su cama, que era
preciosa. Había también en su habitación un hermoso diván, tapizado
con una suave tela de color azul. Al enseñarme la cama me dijo:
-Ahí duermo yo –y señalándome el diván: ahí duerme la niñera.
Nunca había conocido a un niño que viviera entre tanto lujo; me enseñó
todos sus libros, grabados, soldados, sus pistolas, sus espadas y todos
sus juguetes. No creía posible que nadie pudiera hacer en una
habitación tan lujosa lo que otros niños hacíamos en el sótano.
Al rato, se presentó la niñera, que siempre lo acompañaba, y lo llevaba
y traía de la escuela. Me di cuenta que no estaríamos solos como yo
esperaba. Perdí, pues, la esperanza de repetir el delicioso acto del día
anterior. Alois sonreía complacido.
La niñera se sentó en el diván, y sin prestarnos la menor atención,
empezó a tejer, mientras nosotros jugábamos sobre la mesa. Alois se
dirigió de pronto a la gorda niñera y se puso a jugar con sus enormes
tetas. Me sorprendió tanto su impudicia que me quedé muda.
Ella lo apartó, diciendo.
-Pero Alos… y me miró.
-A ella no le importa –dijo- Pepita es muy lista y comprende todo.
Volvió a poner sus manos sobre los enormes senos, ella se opuso, y
dijo:
-¿Pero no dirá nada?
No le repliqué; en vez de hacerlo, me levanté, fui al diván y empecé yo
también a jugar con uno de sus pechos, oprimiéndolo y acariciándolo
con delicadeza. Era suave y mullido, y el rostro de la vieja enrojeció.
Alois había sacado su instrumento, que puso en manos de la niñera,
quien se dedicó a acariciarlo, aunque no lo hacía como yo. Lo tomó con
el pulgar y el dedo medio y jugueteó así con la cabeza, golpeándolo con
el dedo índice, a la vez que tiraba hacia abajo el prepucio.
-¿Sabes qué es? –preguntó sonriendo.
-Oh, claro que sí –respondí.
-¿Cómo se llama?
-Una polla –dije en voz baja.
-¿Y qué se hace con un aparato como éste?
-¡Meterlo! –contesté con un murmullo.
Respiró más rápidamente y aceleró su juego con el instrumento.
-¿Y dónde se mete el aparato? –preguntó, chasqueando los labios.
-¡En el conejo! –contestó Alois en mi lugar, aflojó el corpiño a la niñera
y jugó con los pechos fláccidos y desnudos.
Ella se volvió a él, comenzando a interrogarle. Supuse que era un juego
al que se dedicaban con frecuencia.
-¿Qué hace el azadón en el surco?
-¡Arar! –respondió el niño, con el mismo tono de voz que lo hacía
aparecer tan encantador ante mí.
-¿Cómo se llama también el acto?
-Coger, follar, atornillar, abrochar, joder, entibar, echar un polvo, jugar
un tute, hacer un mete y saca, etc…
Mi asombro y contento no tenía límites al oír tantos nombres para algo
tan delicioso.
-¿Qué más puede hacer el azadón? –preguntó ella.
-Meterse en el agujero del trasero, meterse en la boca, ponerse entre
las tetas, entre las piernas, en los sobacos, etc…
-¿Y qué quiere hacer Alois ahora?
El la empujó hacia atrás. Ella cerró los ojos y lanzó un gemido, él le
abrió la blusa del todo y le sacó los pechos. Le colgaban y vi cómo sus
pezones sobresalían como dedos pequeños. Alois mamó con afán, uno
después del otro.
La mujer movía los hombros al mismo ritmo que él mamaba cada
pezón, exclamando:
-¡Oh, es maravilloso!
A continuación él la levantó el vestido dejando a la vista sus breves y
desnudas piernas. Alisó el vestido, para que no hiciera bulto, y se colocó
entre sus piernas para abrirle la negra y velluda vulva, que era enorme.
Con gran maestría le metió hasta la empuñadura su corto y gordo sable.
Ella, con avidez, le tomó por sus nalgas apretándole todo lo que pudo.
Por su parte él empujaba con todas sus fuerzas, y ella no lo soltaba para
que no se saliera.
Alois realizaba su tarea con precisión cronométrica, con la misma
gravedad con la que el día anterior me había jodido a mí en el sótano.
Permanecieron así durante unos momentos, y ella dijo:
-Y ahora hasta el fin, con placer –a la vez que le soltó las nalgas.
El sacó lentamente el pene. Ella saltó de placer. Despacio lo volvió a
meter. El comportamiento de la mujer era tal que parecía tener un
ataque que la partiera en dos. Otra vez aún él se retiró. Ella parecía a
punto de asfixiarse. Alois lo metió de nuevo. El estremecimiento de ella
fue terrible, le recorrió el cuerpo de arriba abajo.
Con gran calma, Alois repitió la operación cinco o seis veces, sin dejar
de observarle el rostro. Cuando los rasgos de ella se relajaron y finalizó
el espasmo que la invadía, cayó de espaldas agotada. Alois, con la cara
enrojecida, penetró rápidamente varias veces y se dejó caer quedando
su rostro entre las desnudas tetas.
Se mantuvieron en esta posición unos minutos. Mi excitación era tan
grande que no tuve más remedio que meterme la mano en la hendidura.
Cuando ambos se levantaron, Alois se secó con una de las enaguas de
ella. Nos sentamos en el diván los tres juntos, y la mujer, que se
llamaba clementina, sonriéndome, me preguntó:
-Bueno, ¿te gustó?
Sonreí. Alois, que estaba sentado al otro lado de ella no dejaba de
mirarme.
-¿Ya sabías de qué se trataba? –me preguntó Clementina.
No deseaba confesarlo, pero tampoco me atreví a negarlo. Respondí con
una sonrisa, que en realidad significaba una afirmación.
-Ya lo veremos –indicó ella, y sin mediar más palabras me levantó la
falda y procedió a un minucioso examen.
-¡Oh… oh! ¡Aquí han pasado muchas cosas! –exclamó mientras me
palpaba.
Antes de que me diera cuenta de lo que pretendía, me ensartó con un
dedo. Dirigiéndose a Alois, le dijo:
-Puedes metérsela perfectamente.
Se dio cuenta de mi temblor, y dijo:
-¿Quieres que te josa ahora?
-Si, ¡Oh, sí! –respondí sin dudarlo un momento. Temía que tuviera que
regresar a casa sin conseguir lo que en realidad había venido a buscar.
- Está bien, ¿quieres follar con esta niña un ratito?-le preguntó a Alois.
El se puso de pie y ya se acercaba a mí, cuando ella lo detuvo y le dijo:
¡Espera! ¡Debo procurar que estés listo de nuevo!
Realmente era necesario, pues su verga colgaba inerte y flácida. Sin
ninguna duda, su actividad era excesiva para un niño de su edad. Me
hubiera encantado dedicarme a resolver ese pequeño inconveniente,
pero así pude presenciar algo que para mí era nuevo. Con la lengua, la
niñera humedeció el artefacto lánguido. Colocó la máquina entre sus
senos, que mantenía apretados uno contra el otro. Parecía que la estaba
metiendo en una caverna negra y profunda.
Al ver que aquella manipulación despertaba en ella de nuevo la
excitación, temí que mis deseos se frustraran de nuevo.
La niñera no cesaba de hablar:
-¿Dónde está ahora mi Alois? Está con sus preciosas tetitas, ¿no es así?
Sólo la buena de Clementina haría esto por su Alois. Ella tiene un
hombrecito al que deja que la folle cuantas veces quiera ¿no es así?
Dirigiéndose a mí, continuó:
-Cuando todo está en calma, durante la noche, sale de su cama y viene
conmigo al diván, aquí lo hacemos… ¡Lo hace tan bien! Fue su niñera
quien le enseñó tan estupendamente, ¿verdad Alois?
Vi en esta vieja, marrana y egoísta, a alguien que lo quería todo para
ella. Sin embargo, cuando él se separó, con su instrumento de nuevo
rígido, preguntó:
-¿Puedo ya joderme a Pepita?
No sé cómo pude resistir la tentación de tomarlo, pero temía a la vieja
niñera, que parecía pensar si permitiría que su Alois me jodiera. No me
moví, sin casi atreverme a respirar.
Por fin accedió y se hizo a un lado en el diván, haciendo que mi cabeza
reposara en su regazo. Sin tardanza, Alois me levantó las faldas, trepó
sobre mí, con los dedos me abrió la raja, y de un solo empujón me
ensartó con su venablo, penetración que fue más satisfactoria y
profunda que la del día anterior. Clementina no dejaba de observar mi
rostro, ni de parlotear sin cesar; yo deseaba acariciar a Alois pero él ya
realizaba los movimientos de sacar y meter; me encontraba
avergonzada y no me atreví a tomarme ninguna libertad.
-¿La tienes dentro? –inquirió ella.
-Totalmente –musité.
No conforme con la respuesta, Clementina deslizó su mano por entre
nuestros vientres y nos palpó, primero a mí y después a Alois. Se irguió,
preguntándome:
-¿Te gusta?
Cerré los ojos sin responder.
-Ya lo noto –insistió-, Alois folla de maravilla, ¿no te parece?
-Sí –respondí, al tiempo que inicié mis movimientos con las caderas.
-¿Alguna vez recibiste algo más agradable? –quiso saber la vieja.
-¡No! –repliqué, pues realmente nunca había experimentado un deleite
como el que Alois me estaba proporcionando.
-¿Con quién fornicabas las otras veces? –preguntó.
-Con Ferdl –contesté, pensando que hacía tiempo ya no vivía en casa.
-¿Con quién más? –quiso saber, con voz firme y autoritaria.
-Con Robert, tuve que responder.
-Sigue, ¿con quién más?
-Con mi hermano Franz.
Estaba al borde de la locura, tanto era el placer y la excitación que me
embargaba, los nombres me brotaban, y tal era mi frenesí que no
reparé en las posibles consecuencias de mis informaciones.
Afortunadamente, dejó de hacerme preguntas, pero me pareció que se
le había ocurrido otra idea.
Me desabrochó la blusa y la bajó, dejando al descubierto mis diminutos
pechos. Con los dedos humedecidos con su saliva, empezó a jugar con
mis pezones que aparecían totalmente planos. Se fueron endureciendo a
medida que los acariciaba, como si fuera una lengua ardiente la que los
recorría. Alois, mientras tanto, realizaba su movimiento giratorio como
si quisiera agrandar mi agujero; el resultado de ambas cosas fue un
cosquilleo tan intenso que a poco me vuelvo loca. Jadeé, gemí
sordamente y murmuré:
-¡Estoy a punto… estoy a punto!
Alois, a cada movimiento, aumentaba la rapidez. Una sensación de calor
me invadió a todo lo largo de mi cuerpo; me estremecí. Sentía que no
podría resistirlo por más tiempo.
-¡Y ahora… el final con placer! –susurró Alois.
Conforme iba sacando su miembro, yo junté fuertemente mis piernas,
temiendo perderme la gran sensación que me produciría el final; él
volvió a metérmelo. Ella seguía con mis pechos. Me puse tensa de la
cabeza a los pies. Me embargó una sensación tan maravillosa, que
alcancé mi meta tres veces seguidas.
Inicié una exclamación y Clementina me tapó la boca con la mano.
Cuando Alois eyaculó sentí un cálido torrente derramarse dentro de mí.
Me corrí de nuevo. Fueron cuatro veces; jamás hasta entonces lo había
conseguido.
Hubiera gritado, si la mano de Clementina no me hubiera mantenido la
boca tapada con fuerza. Empecé a lamerle la mano, presa de mi
excitación.
Tuve que permanecer estirada en el diván más de una hora. Estaba tan
fatigada y exhausta por lo que acababa de pasar que era incapaz de
moverme. ¡Me habían jodido a más no poder!
La niñera estaba lejos de sentirse satisfecha. Tenía a Alois de pie
delante del diván y ella tomaba asiento frente a él. Intentó de nuevo
poner su pene entre sus pechos, pero no consiguió sacarle del estado
blando y flácido en que se encontraba. Se lo metió en la boca al tiempo
que le acariciaba las bolas. Le puso el rostro entre las piernas, y se
dedicó a hacerle cosquillas en el orificio posterior.
De nuevo el miembro de Alois cobró vida. Yo estaba asombrada; se
había puesto de nuevo duro y rígido, listo para el combate. Alois cogió a
su niñera por las orejas, le metió la lanza en la boca hasta donde pudo,
empezó a menearse hacia adelante y hacia atrás con gran lentitud. Ella
lo chupaba con fuerza. Quiso sacárselo, pero él le ordenó con un severo
ademán que lo mantuviera.
Le obedecía ciegamente, cosa que me causó sorpresa. Alois siguió así
durante un buen rato. Yo miraba tranquilamente, pues la excitación y el
deseo habían huido de mí. Estaba totalmente agotada.
Ella suplicó:
-Vamos, hijito, fóllame.
-¡Maldita sea! ¡Quédate así! –contestó él.
Accedió a que se lo volviera a meter en la boca y él continuó
moviéndose como antes. Evidentemente Alois quería terminar de
aquella manera. Lo confirmó al exclamar:
-¡Y ahora el fin, con placer!
Lo fue sacando lentamente de la boca roja de la mujer, hasta casi llegar
a la punta y con la misma calma se lo volvió a meter entero. En este
punto, ella enloquecida exclamó:
-¡No! ¡No! ¡Debes follar conmigo! –Y tomándolo como si fuese un niño
pequeño, lo arrojó de espaldas sobre el diván, se colocó a horcajadas
sobre el joven, y se introdujo la espada en la vaina. Empezó a dar saltos
como una loca, hasta que consiguió loo que quería; por último,
exhausta, se dejó caer de espaldas cubriendo a Alois con su cuerpo.
Una vez que la orgía hubo terminado, Clementina nos sirvió un
chocolate, como nunca yo había probado. La mujer, cuando señalé que
quería marcharme, me acompañó hasta el vestíbulo. Este estaba en
total oscuridad, momento que ella aprovechó para meterme la mano
bajo el vestido y oprimirme en la raja, a la vez que me besaba.
Después, me dio una moneda de plata y volvió a remarcarme la
necesidad de que no dijera nada de lo sucedido, indicándome que podría
volver cuando quisiera. Abrí la puerta y abandoné la casa.
.
Según recuerdo, había mencionado a otro amigo, que vivía en mi misma
calle, unas puertas más abajo. Se llamaba Shani, y a mí me gustaba
mucho. Tenía trece años, era esbelto y muy guapo, con los ojos y el
cabello oscuros.
Cada vez que nos encontrábamos, nos saludábamos sin llegar a entablar
una conversación. Tenía miedo a entablar con él las relaciones que me
indicaba mi deseo, puesto que era compañero de clase de mi hermano
Lorenz, con el que le unía una fuerte amistad.
Visitaba a mi hermano Lorenz con frecuencia, y yo suponía que la
castidad de ambos era igual. Su comportamiento conmigo era siempre
amable y circunspecto.
En una ocasión, vino a casa cuando ninguno de mis dos hermanos
estaba. Sabía que ambos tardarían bastante rato en regresar, y mi
madre estaba en la lavandería. Así pues, intenté aprovechar el tiempo.
Al saber que Lorenz no estaba en casa, intentó marcharse, pero yo le
retuve, pidiéndole que lo esperara en casa. Al ver que dudaba, le mentí
diciéndole que no tardaría en regresar; al persistir en su duda, le
expliqué que tenía miedo de estar sola en casa; esto le decidió a entrar,
aunque no lo hizo de muy buena gana.
En principio nos mostrábamos tímidos y esquivos. Lo llevé de la cocina a
la sala, y al cabo de un rato nuestra timidez había desaparecido.
Estábamos en silencio. Me acerqué a él con una sonrisa, le pasé la mano
alrededor de su cuello y me froté con mi cuerpo contra el suyo. Creía
que esto sería suficiente para que él me metiera la mano en el conejito,
o me pusiera su aparato entre las manos. No hizo nada de lo que yo
esperaba, permaneciendo callado y sonriente.
Tenía prisa, por lo que tendí en la cama y le llamé:
-¡Ven aquí!
Se aproximó lentamente, me levanté un poco el vestido y le dije:
-Así no ves nada.
Levanté aún más el vestido:
-Todavía no ves nada –insistí.
Llegó junto al lecho y se sentó a mi lado sin mostrar el más mínimo
interés.
Levanté el vestido por encima de las medias.
-¡Aún no ves nada! –le repetí.
Permaneció inmutable con su tímida sonrisa.
-Pero ahora –descubrí por completo mi joya (esa tarde no me había
puesto bragas) -¿Ahora qué?
Siguió inmóvil. Mi excitación se hizo más patente, al pensar que su
espada, al igual que la de Alois, se ajustaría a mi vaina. ¡Ansiaba
vérsela, tocársela, tomarla y sentirla dentro de mí! Alargué la mano
hasta su pantalón. Se apartó diciéndome con voz apesadumbrada:
-¡No! No puedo hacerlo.
¿Por qué no? –pregunté saltando de la cama.
-¡No puedo hacerlo! –susurró.
-¡Muéstrame por qué no puedes! –dije tendiendo la mano hacia su
pantalón.
Se veía que deseaba escapar. Le retuve, abrí su pantalón y le saqué su
aparato, que era largo y estrecho. El prepucio estaba recogido detrás de
la cabeza, cosa que era nueva para mí. Pero estaba segura que la bella
máquina era capaz de ponerse tan tiesa y fuerte como la que más.
Deseaba colocar aquello en el lugar adecuado, por lo que me levanté el
vestido. El me rechazó diciendo:
-¡No! ¡Déjame marchar! ¡No puedo hacerlo!
-¡Tú también puedes!
-¡Te digo que no puedo!
-Estás mintiendo. ¡Claro que puedes! Lo que pasa es que no quieres.
-De verdad, no puedo. –Su tristeza era tal que me conmovía.
La curiosidad me comía; deseaba saber la razón de sus objeciones.
Mientras le interrogaba, se separó de mí, y guardó su instrumento, se
abrochó el pantalón y me dijo:
-¡No es posible! Ya te lo dije antes.
-¡Mentira! Lo que pasa es que no me deseas; si te atreves a decírmelo,
por lo menos no me mientas.
Se acercó de nuevo a mí.
-Yo no te engaño –dijo, mientras me acariciaba el coño sin levantarse el
vestido. Tras un momento de duda, agregó:
-Sencillamente, no puedo hacerlo.
-¿Por qué? ¡Explícamelo!
-¡Por culpa de esas malditas mujeres! –casi me gritó.
-¿Qué mujeres?
-En lo que va del día, ya he tenido que follar dos veces.
-¿Cómo dices? –le interrogué.
-Lo que has oído, ya he follado dos veces, y si vuelvo a hacerlo contigo,
esta noche seré incapaz de repetirlo, y ella me azotará.
-¿A qué te refieres?
-A mi madre.
-¿Tu madre?
-Sí.
-¿Si no se te empina es capaz de azotarte?
-Sí.
¿Quieres decir que follas con tu madre?
-Debo hacerlo –Mientras hablaba, estaba a punto de echarse a llorar-
Todas las mujeres son iguales, unas putas.
-¿Y ya la has jodido hoy dos veces?
-No, a ella no. Le toca esta noche.
-Pero, entonces, ¿con quién follaste?
-Con mis hermanas.
-¿Con tus hermanas?
-Sí, tengo dos y he follado con las dos. Si te jodo ahora, por la noche no
se me empinará, no podré joder a mi madre, ella se dará cuenta que
follo con Rosa y Wetti, entonces se enfadará y me azotará.
Se dedicó a confiarme su historia y pareció más aliviado de poderse
desahogar con alguien.
Cuando Shani era un bebé, murió su padre, por lo que no llegó a
conocerlo. Yo conocía a sus hermanas y a su madre; ésta era una mujer
pequeña, esbelta y menuda, tenía los hermosos cabellos y los ojos
oscuros de su hijo. La hermana mayor, Rosa, era rubia y esbelta,
pecosilla y dotada de puntiagudos y bien desarrollados senos. Wetti, la
más pequeña, tenía dieciséis años, era bajita y regordeta, poseía
grandes tetas y un amplio culo. Precozmente, Wetti, había sido seducida
cuando tenía doce años por un vendedor de libros a domicilio. Había
descubierto que una noche estaría sola en casa y se aprovechó de la
ocasión con una saludable follada, por lo que no tuvo que molestarse en
forzarla.
En cierta ocasión, Wetti contó a su hermano su aventura. Además le
enseñó cómo lo había hecho el vendedor de libros. A partir de ese
momento se dedicaron a tan agradable juego con cierta frecuencia. Un
día, estando en plena faena, los sorprendió la otra hermana. Quedó
inmóvil observándoles. Ellos se separaron de un salto. Se imaginaban lo
que se les venía encima. Rosa se limitó a decirles:
-¿Qué hacéis?
Ellos no contestaron nada, por lo que la otra se marchó. Esa noche,
cuando todos dormían, ella llamó a Shani. Cuando él llegó a su lado, le
preguntó:
-¿Qué hacías esta tarde con Wetti?
-¡Nada!
-¿Cómo? Por lo menos ella tenía levantado el vestido, y la tenías con las
tetas al aire.
-Sólo jugábamos.
-Entonces, enséñame cómo jugábais.
Como él no se movía, Rosa apartó las mantas y le dijo:
-Ven, acuéstate a mi lado –cuando él se metió en la cama y vio que
Rosa estaba completamente desnuda, no perdió el tiempo y empezó a
sobar los pechos de su hermana, los cuales admiraba desde hacía algún
tiempo.
Rosa le agarró la polla; su nerviosismo no la dejaba hablar. Por su
parte, Shani estaba presa de gran excitación y la pasión lo enardecía.
Sin embargo tenía miedo; sólo había follado con Etti durante el día y sin
permanecer desnudos. Era el más pequeño y respetaba a su hermana
mayor; le parecía mentira estar disfrutando de sus tetas y del toqueteo
de ella a su polla.
-¿Folláis a menudo Wetti y tú? –preguntó Rosa.
-Con frecuencia –respondió él.
-¿Quieres que se le cuente a nuestra madre? –le dijo mientras apretaba
con fuerza la rígida polla.
-No, no le digas nada, por favor –rogó Shani.
-¡Caramba! Espera a mañana, cuando le explique que has estado en mi
cama, tocándome las tetas y frotándote el aparato contra mi cuerpo.
-¡No! ¡No le digas nada! Además tú has sido la que me has llamado.
-Pero mamá me hará más caso a mí que a ti. Le explicaré que te
metiste en mi cama y que intentaste follarme; también le diré que lo
haces con Wetti.
El trató entonces de retirarse, pero ella no dejaba los frotamientos y le
ofrecía las tetas para que siguiera trabajándolas. Al ver su miedo, le
dijo:
-¡Quédate tonto! No voy a explicar nada. Sólo quiero que me jodas
también a mí.
Sin dudarlo un momento, él se puso encima de ella y se la metió de tal
manera, hasta el fondo, que su pelvis notó el suave contacto con los
pelillos que ella tenía alrededor del coño. Sin embargo, Rosa todavía era
virgen, lo que dificultaba las cosas. El la sujetó por detrás y con un
fuerte tirón la pudo penetrar hasta el final.
¡El se corrió casi al momento! Rosa, después de lanzar algunos gemidos
pareció que también quedó satisfecha. El volvió a su cama. A la mañana
siguiente se asustó al ver manchas de sangre en su pijama; ella le
tranquilizó al explicarle que aquello era que la había desvirgado.
Al cabo de pocos días Wetti descubrió lo que ocurría entre sus dos
hermanos cada noche. No lo dudó y se unió a sus juergas, por lo que
Shani debía satisfacerlas a las dos. Shani no supo si fue por la palidez
de su rostro, debida a los esfuerzos nocturnos empleados en el fragor
amoroso, o al haber escuchado algo, que su madre una noche le
sorprendió dormido en la cama de Rosa. A la mañana siguiente, la
madre le dijo:
-No está bien que un muchacho duerma con sus hermanas.
Rosa explicó:
-Tiene miedo a dormir solo.
-Pues si tiene miedo, desde esta noche dormirá en mi habitación –
declaró firmemente la madre.
Se cambió su cama a la alcoba de la madre, colocándola junto a ella.
Esa misma noche, su madre se le acercó y lo abrazó con fuerza, para
que no tuviera miedo. Hizo que le pusiera las manos sobre los pechos, y
él jugó con ellos hasta que se quedó dormido. (No eran tan grandes ni
redondos como los de su hermana, pero estaban bastante bien
desarrollados).
Cada noche pasaba lo mismo, y poco a poco Shani fue tomando más
valor. Una vez ella se lo metió en su cama y él se arrimó todo lo que
pudo, por lo que su madre notó que tenía el miembro fuertemente
empinado. Al apretarle las tetas, Shani notó que ella tosía
nerviosamente, y se apartaba cada vez que la rozaba con la polla en los
desnudos muslos.
Pasaron varias noches en las que sucedía lo mismo; una de ellas, la
madre no se apartó cuando él frotaba contra ella, y lentamente bajó la
mano y empezó a acariciarle el rígido y duro pene. De repente, se puso
a su hijo encima de ella y con la mano se metió la palpitante polla en su
gran coño al tiempo que apretaba sus pechos contra su cara
murmurando:
-¡Ahora… empuja hijo mío!... mi propio hijo… ¡Empuja!... ¡Tu madre te
deja hacerlo!... Empuja… ¡Aprieta con más fuerza!... Así… ¡Más
rápido!... ¡Hijo mío…! ¡Más rápido!... ¡así! ¡Más! ¡Así!
A partir de ese día Shani tuvo que follar con su madre por lo menos dos
veces cada noche, en todas las `posiciones, de pie, de costado, por
detrás, etc… Sus hermanas, que no eran tontas, pronto se dieron cuenta
de lo que pasaba y, perdido el miedo, acosaban todo el día a su
hermano, que así, se veía obligado a follar con sus hermanas y con su
madre a todas las horas, en cualquier sitio y en cualquier posición y
modalidad.
Sus hermanas habían perdido cualquier sentido del pudor, por lo que
pronto se organizaron formando turnos. Unas veces una miraba cómo
los otros dos gozaban; cuando terminaban, sin perder un minuto, se
metía la polla flácida en la boca y la volvía a poner en forma; entonces
era la otra la que miraba el desarrollo de los acontecimientos. Con el
tiempo, también su madre se unió al trío, con lo que Shani no
descansaba un solo momento. Por fin ellas aceptaron repartirse los
turnos equitativamente, por lo que, con frecuencia, las hermanas lo
reclamaban durante la noche y su madre le dejaba ir, para que
regresara cuando dejara tranquilas a las otras dos, pero mientras esto
pasaba, la madre se calentaba, por lo que al volver le tomaba la polla
con la boca y se la trabajaba hasta ponerla activa al objeto de ser
satisfecha.
Con frecuencia, Shani se veía obligado a hacer la ronda de las tres
mujeres, incluso dos y tres veces en la misma noche. La debilidad que
fue adquiriendo no le pasó desapercibida a su madre, por lo que
prohibió a sus hijas que lo utilizaran durante el día: si descubría que no
se le empinaba por la noche como era debido, al suponer que la había
desobedecido, lo castigaría azotándole sin piedad.
Su ira iba en aumento a medida que progresaba en su historia, por lo
que no dejaba de maldecir a las tres mujeres. Mi excitación era tal, que
varias veces intenté agarrarle tan trabajador aparato, pero él, con
serenos modales, me suplicaba que lo dejara tranquilo. Pero yo, como
mínimo, le obligué que me metiera la mano en el coñito, pensando que
así se pondría en forma. Fue inútil.
Oí la puerta de la cocina, con lo que callamos. Me sentí muy caliente y
nerviosa. Era el señor Eckhard, el que acababa de entrar en casa. ¡Mi
deseo se fijó en él, como calmante, y pensé que podría follarme!
Despedí a Shani a tal velocidad que el pobre no entendía lo que me
pasaba.
Corrí, ansiosa, en busca del señor Eckhard, a quien evitaba
cuidadosamente desde mi encuentro con el señor Horak en la bodega y
con Alois en brazos de Clementina. Pero en aquel momento en que mi
calentura adquiría tal grado, me sentí muy confortada al verle. Imaginé
su espada, que deseaba ver y acariciar de nuevo, reviví las ternezas que
me dedicaba, a la vez que pensaba en las hermanas y madre de Shani,
que podían disponer de una buena polla para su satisfacción siempre
que lo desearan; me olvidé de Franz, mi hermano, que también se
alegraba de joderme cada vez que se lo pedía, aunque durante mucho
tiempo no tuvo mucho interés por mí.
Decidida, fui al encuentro del señor Eckhard y antes de que tuviera
tiempo de hablar, ya le había puesto la mano sobre los pantalones, le
había rodeado el cuello con el otro brazo y le susurraba:
-De prisa, ¡apresúrese, antes que llegue alguien!
Noté su erección, pero me preguntó:
-¿Darme prisa? ¿Para qué? ¿Qué quieres?
El sabía bien lo que quería, pero me preguntaba para oírlo por mi boca;
ello me avergonzó algo, pero sin titubear le respondí:
-Quiero que me joda… en seguida.
Al oírlo, el señor Eckhard se precipitó sobre mí, con tal ímpetu que a
poco me derriba. Yo quería que lo hiciera en la cama, por lo que tiré de
su polla y lo llevé al lecho, donde nos arrojamos. Puso tal empeño en
metérmela, que casi me partió en dos.
Rodeé con mi mano el aparato, sosteniéndolo de forma que sólo me
entrara la cabeza. El placer que sentía era celestial. Sentía palpitar su
formidable verga en la mano y dentro de mí.
El la metía y la sacaba, dándome tal placer, que me preguntaba cómo
era posible que deseara a otro hombre. Con gran placer exclamaba:
-¡Oh… ¡Siga!... ¡Así… ¡Muy bien!... ¡Métamela con fuerza!
Cuando se corrió, pareció perder los sentidos, se retorcía y gemía, con
movimientos espasmódicos. Pero yo deseaba más, pues aún no estaba
satisfecha. Estaba ansiosa de enseñarle lo que había aprendido con el
señor Horak, por lo que empecé a jugar con su instrumento. Deseaba
que me jodiera por detrás, de modo que le tomé la verga con los dedos
medio y pulgar humedeciéndosela, como había visto hacer a Clementina
con Alois. Como vi que el procedimiento no funcionaba, la metí en la
boca, chupando y lamiendo la cabeza. Su vello me hacía cosquillas en el
rostro y le acariciaba los testículos, sin dejar de observar si el aparato
aumentaba de tamaño para ponerse en forma.
Me agarró para tener otro “encuentro”, pero yo, mimosa, le dije:
-¿No quiere penetrar más adentro?
-¡Sí, sí! –titubeó-, hasta adentro… toda ella dentro… pero no se podrá.
-¡No! ¡Así no se podrá!, -le dije haciéndome a un lado.
-¿Cómo entonces? –preguntó.
Me volví de espaldas, metí la mano por entre las piernas, cogí su
aparato y me lo metí. Lanzó un gruñido, como de un cerdo, cuando su
enorme polla, que había mojado yo con saliva, me penetró, lo metió
más y más (en realidad mucho más que la que había conseguido el
señor Horak). La sensación experimentada me produjo una satisfacción
difícilmente igualada.
El señor Eckhard había enloquecido hasta el punto que hube de retirarle
la mano de mi coño, pues actuaba con tal vehemencia, que pensé en la
posibilidad de que me desgarrara.
Apreté las nalgas y gimió de placer. Me gustaban tanto sus lamentos
que repetí la apretada varias veces más, con la consecuencia, contraria
a mis deseos, de que se corrió, quedándose exhausto apoyado en la
pared.
Me levanté y al notar dentro de mí todavía su potente máquina, me
recorrió por todo el cuerpo un estremecimiento de placer. Los jugos que
con su corrida me había inyectado, resbalaron por entre mis piernas,
cosquilleándome al gotear.
Mi excitación no me permitía el reposo. Con la disculpa de secarle,
empecé el movimiento de hacerle una paja, moviendo arriba y abajo su
prepucio. Me pidió que lo dejara tranquilo, pero yo no estaba aún
satisfecha. Pensaba en Shani y en sus tres mujeres, y ello me
estimulaba de tal modo, que mi comportamiento con el señor Eckhard
fue tan descarado, como nunca más lo ha sido con nadie.
-¿No ha follado desnudo? –le pregunté.
-¡Pero si ya hemos estado juntos en la cama! –me recordó.
-Sí, pero no me refiero a eso, sino a estar en pelotas del todo.
-¿Ya has follado así? –inquirió.
-No –le mentí-, pero me gustaría. Y usted, ¿lo ha hecho así?
-¡Claro que sí! Ya estuve casado una vez.
-¿Murió su esposa?
-No, no ha muerto.
-¿Dónde está?
-Pues… ¡decidió hacerse puta!
-Ah… ¿entonces, yo también soy una puta? –le pregunté recordando que
el señor Horak me había llamado así.
-¡Oh, no! –exclamó riendo-. Tú eres mi querida Pepita. No había follado
nunca con una niña como tú –continuó, acariciándome, por lo que yo
volvía a mis juegos con su verga- ¿Por qué te agrada follar tanto?
No contesté, y me volví a meter todo su aparato en la boca, sintiendo
otra vez sus pelos en mi cara. No logré que se le empinara.
-¡Oh, sabe tan bien! –murmuró al cabo de un rato.
Sacó la polla de mi boca y comenzó a frotármela en mi raja. Parecía que
me lamía una lengua enorme.
-¿Te gusta?
-¡Sí! Pero ¿Por qué no se le empina de nuevo? –pregunté- La quiero
bien dura y fuerte.
-Si tu madre se enterara de lo que estamos haciendo… -dijo de pronto.
Me eché a reír y le dije:
-A mi madre le encantaría que a mi padre se le empinara con más
frecuencia.
-¿Cómo sabes eso? –me preguntó, lleno de curiosidad. Seguía
acariciándome el coño con su verga.
Me escuchó muy serio mientras le relaté la escena que había
presenciado, y me preguntó:
-¿Así que tu madre dijo que buscaría a alguien que la jodiera bien?
En este momento se le empinó, me sentó sobre él a horcajadas, e hizo
que me entrara lo más adentro posible. Empecé a dar saltos sobre él
acelerándolos a medida que llegaba a mi clímax, y grité:
-Me estoy corriendo… no la meta tanto… Allí me duele… allí… ¡muy
bien!... ahí… ¡Me estoy corriendo de nuevo!
-¿Crees que tu madre aceptaría joder conmigo? –me preguntó.
-¡No lo sé! –contesté sin dejar de subir y bajar.
-Pídele a tu madre que joda conmigo. ¿Querrás hacerlo en mi nombre?
-Sí –respondí- pero siga, ¡Oh!... por favor… ¡siga!... ¡lo estoy pasando
tan bien!
Metía y sacaba con gran estilo, cada vez que su pijo estaba más tieso,
como si pensara en lo que me había pedido. Yo pensaba, sin poder
impedirlo, en las hermanas y madre de Shani.
-¿Tu madre accederá? –me preguntó de nuevo.
-¡Es posible! Yo qué sé –le contesté- ¡No tan adentro! Le advertí, al
notar un nuevo empujón.
-Supongo que a tu madre sí podré metérsela entera.
-¡Ya lo creo!
-Si me follara a tu madre, ¿te gustaría?
-¡Sí! –contesté para agradarle.
En ese momento me corrí. Yo salté, y él, como no había terminado,
renegó frenético:
-¡No te vayas diablilla… tonta… no te vayas antes de que yo acabe! –
Tuve que terminar la tares con la mano. Creí que no terminaría nunca.
Se había oscurecido el cielo, por lo que nos fuimos cada uno a nuestra
cama. Pasado un rato, me levanté y fui a su cuarto, me quité el camisón
y desnuda me paré junto a su cama. A pesar de su primer rechazo, no
tardó en acariciar mi cuerpo desnudo, mis tetas y mi coñito. Me acarició
los pezones con los dedos húmedos, el vientre y por último me metió los
dedos dentro. Mi excitación me obligaba a estremecerme
continuamente.
-¡Vamos señor Eckhard… apresúrese!, puede llegar alguien.
-¿Para qué? –me preguntó.
-Quiero follar –le contesté en un susurro.
-Pero oye –me dijo al tiempo que me ponía sobre sus rodillas y me
miraba a la cara-: Ya te jodí tres veces hoy, ¿todavía quieres más?
-¡Sí, pero desnuda! –respondí.
-Pero mira cómo tienes tu chochito –me dijo-. Es por todo lo que te he
jodido antes.
-¡Pero no es por lo de hoy! –le dije impulsiva.
-¿Cómo dices? ¿Desde cuándo entonces? –inquirió, mientras me metía
el dedo en la raja, lo que me excitó aún más- ¿Así que habías follado
antes? ¡Me parece que lo has hecho demasiadas veces! ¿Con quién? –Y
seguía moviendo su dedo dentro de mí.
Estaba como loca, de tanta excitación, pensé rápidamente, y decidí
contarle mis aventuras con el señor Horak, que también era un adulto.
-¿Con quién has follado antes? ¡Tienes que decírmelo! –insistió
inclinándose sobre mí con gran curiosidad, a la vez que doblaba su dedo
por dentro.
-¡Con el señor Horak! –contesté.
-¿El vendedor de cerveza?
-¡Sí!
-¿Desde cuando?
-¡Hace mucho tiempo!
-¿Antes que yo?
-¡No, después!
-¿Dónde?
-En el sótano.
-¿Y cómo fue que te usó con tanta violencia?
-¡Porque tiene una polla larguísima!
-¿Muy larga? ¿Más que la mía?
-Sí, mucho más… ¡pero no tan gorda!
-¿Cuántas veces te folló?
-Siempre lo hace cinco veces –le mentí para picarle.
Esto le excitó y me dijo:
-Estupendo. ¡Te follaré otra vez! ¡Ven!
Me metí debajo de él, que se despojó del pijama, y sentí su cuerpo
desnudo contra el mío. Fue inútil, no se le empinaba.
-¡Maldita sea! –murmuró- ¡Me gustaría hacerlo!
-¡A mí también! –contesté apretando contra él, pero sin lograr nada.
-Ven –me dijo- tómalo de nuevo con la boca, así lograrás que se
enderece. ¡Supongo que también se lo hiciste al señor Horak!
-¡Sí! –afirmé.
Empezó a moverse en la cama y me incliné hasta que se la cogí con los
labios. Tenía mi rostro sobre su vientre y temía que llegara alguien de
mi familia, casi no podía respirar, pero me empeñé en el trabajo con
todas mis fuerzas. El señor Eckhard continuaba su movimiento arriba y
abajo, como si estuviera follando.
Al cabo de un rato, empecé a sentir cómo se enderezaba la herramienta,
hasta que me fue imposible mantenerla dentro de la boca. Empezó a
latir y estremecerse. Rápidamente, me deslicé hacia arriba hasta que la
tuve entre las piernas. Lo agarré con fuerza y me la metí deprisa en la
raja hasta donde me fue posible, sin soltar la parte que quedaba fuera.
Era muy agradable sentir cómo entraba y salía. El señor Eckhard jodía
como un loco, a la vez que decía:
¡No hubiera creído nunca que podría hacerlo otra vez!
-¡Empuje con más fuerza! –rogué- ¡Empuje con más fuerza!...
Me apretó los pechos y me acarició los pezones con los dedos húmedos;
el placer me embargaba de la cabeza a los pies. Aflojé un poco las
manos y noté cómo entraba un poco más.
-Espera –me dijo-, ahora diablillo… putita… te enseñaré una cosa.
Acercó su boca a mi oreja y con la lengua me la lamió por fuera y por
dentro. Me pareció que alguien más participaba en el juego, como si me
jodieran seis hombres a la vez –en mi coño… en la boca… en las orejas,
en los pezones… Apenas podía contener mis lamentos de placer.
-¡Dios mío! ¡Señor Eckhard… es tan bueno! No dejaré que nadie más me
lo haga… ¡sólo usted!... nada más que usted… ¡Dios mío! Me estoy
corriendo… ¡Métala!
Entró un poco más todavía, empezó a dolerme, pero no hice caso.
-¡Espera! –me dijo, mientras seguía trabajando con su lengua en mis
orejas-: Te enseñaré a follar… Te joderé hasta que no quieras volver al
sótano para que te ensarten sobre los barriles de cerveza. Te follaré
como lo hacía con mi esposa… aunque te destroce… me tiene sin
cuidado. Muévete conmigo, así… ¿no te gusta más así?
-No, señor Eckhard, no volveré nunca más al sótano… No volveré a
aceptar al señor Horak como mi follador. Nadie… sólo usted… nada más
que usted… ¡Nunca volveré a joder con Alois… ni con Robert… ni con
Franz… ni con el soldado… sólo con usted!
-¿Ya habías fornicado tanto?
-¡Sí! –contesté- ¡Y también con otros muchos chicos!
- Pues entonces no me preocupa que algún día puedas llegar a
acusarme.
-No, señor Eckhard –susurré en el éxtasis- ¡jódame todos los días! ¡Es
tan bueno!
Y añadí:
-¡Oh! ¡Me estoy corriendo otra vez… siga… siga… siga así… más rápido…
más fuerte… oh! Si me pasara algo, nada más diga que fue el señor
Horak quien lo hizo… ¡Debe joderme todos los días… sí, todos los días…
oh… oh… ah… oh… ah! No me importa lo que pase. Seguiré follando con
usted hasta que pueda metérmela toda.
Seguí con afán, sin articular palabra. Las manos me ardían; el coño me
ardía; las orejas me ardían; me faltaba el aliento. Eckhard se empeñaba
con la precisión de una máquina.
¡Seguimos haciendo el amor por lo menos una hora! A veces
preguntaba:
-¿Va a terminar pronto?
-¡No! –me respondía.
-¿Todavía no?
-¡Pronto!
-Señor Eckhard, por favor, me está haciendo daño –volví a insistir-, me
duele terriblemente.
-Es un momento, querida. ¿Puedes correrte otra vez?
-¡No! No puedo hacerlo otra vez. Por favor, córrase usted… Por favor,
señor Eckhard, por favor, termine.
De una forma violenta, la metió de nuevo, pensé que me partía en dos.
Empezó a correrse, eyaculó tanto que creí que se estaba orinando.
Cuando acabó se quedó estirado sobre mí como un tronco, gimiendo.
Medio aturdida me arrastré para salir de debajo y librarme de su peso.
Me dijo:
¡Y ahora, largo de aquí diablillo… maldita putita!
En silencio, me fui a mi alcoba, me puse el camisón y me tiré en la
cama. La raja me ardía como si tuviera fuego en mis entrañas. Creí que
estaba desgarrada y que sangraba. Encendí una luz y me miré con
ayuda de un espejo de bolsillo. No vi rastros de sangre, pero me asustó
al ver lo roja e inflamada que estaba y lo abierta que la tenía.
Estaba molida, me acosté, apagué la luz y a los pocos minutos oí a mi
familia que volvía a casa. Fingí que dormía y así me quedé en un dulce
sueño.
El señor Eckhard, amaneció enfermo. Permaneció en la cama
poniéndose compresas frías en la cabeza y supongo que en otro sitio.
Aparte de la inflamación de mis partes, yo me encontraba
perfectamente. El no me vio y evité dirigirle la palabra. Casi todo el día
lo pasó dormido, por la tarde, al pasar cerca de su cama, me dijo:
-¡Esto es por tu culpa!
Me asusté por sus palabras, y fui a buscar a mi madre, para
preguntarla:
-¿Qué le pasa al señor Eckhard?
-No lo sé. Está enfermo.
Al poco rato, oí como mi madre le preguntaba:
-¿Qué le pasa en realidad, señor Eckhard?
Me asusté. Tenía la seguridad que su respuesta sería “La culpa es de
Pepita”. Pero no pude oír su respuesta; sí oí la de mi madre:
-¡Vamos, no me cuente eso!
-¡La chica me excitaba! –respondió él- ¡Ya le he dicho que estaba como
loco!
Ante éstas palabras, se apoderó de mí un gran temor.
-Pues debe ser una puta despreciable, -oí a mi madre.
-¡No, no, no… sólo se trataba de una niña, no creo que supiera lo que
estaba haciendo! Tenía, poco más o menos, la misma edad que su
Pepita –sus palabras me hicieron recobrar el aliento, pero mi madre dijo
escandalizada:
-¿Y se atrevió a abusar de una niña?
-¡Tonterías! ¡No abusé de nadie! –dijo él riendo- ¿Cómo hacerlo si fue
ella la que me sacó el aparato del pantalón y se lo puso en la boca para
chupármelo? ¿Cómo se puede abusar de una niña que le hace a uno
eso?
-Los chicos de hoy son unos malvados –dijo mi madre indignada-, y esto
me recuerda que siempre se les vigila poco –bajó la voz tanto, que sólo
pude seguir la conversación a través de las respuestas de él, que
parecía sentirse mejor, pues apuntó:
-Vamos, no la podía meter tanto… sólo un poco… se lo enseñaré…
¡Déme su mano!
-¡No, no! ¡Muchas gracias! ¡Qué se ha creído usted!
-Perdón, no hay ningún mal en que se lo enseñe-replicó él.
-¿Cuántas veces me ha dicho que lo hicieron? –le interrumpió ella.
-¡Seis veces! –mintió él.
Esta conversación me divertía, pues me di cuenta que mi madre no
tenía la menor idea de lo que había pasado.
-¡Vamos! –exclamó mi madre- ¡Es imposible! ¿Seis veces? ¿Por qué me
engaña así?
-Le estoy diciendo la verdad –insistió él- ¿No ve que casi no puedo
moverme? ¡Seis veces!
-¡Oh, no! –mi madre no le creía- ¡Ningún hombre puede resistir eso!
-Perdone, señora Mutzenbacher, pero ¿su marido no ha llegado a joder
seis veces en una sesión con usted?
Con una sonrisa franca, mi madre dijo:
-¡Claro! ¿qué pasa con eso…?
Como entraba alguien en la casa, se acabó la conversación; yo me
sentía aliviada de todos mis temores.
La enfermedad del señor Eckhard duró varios días. No estuvo siempre
en la cama, pero rondaba por la cocina en calzoncillos y zapatillas. Se
sentaba a menudo en compañía de mi madre. Por lo que les oía, me di
cuenta que seguían hablando sobre la aventura.
Unos días más tarde, pude salir de la escuela a media mañana. Cuando
llegué a casa, pensé que no había nadie, pues la cocina estaba desierta;
pronto me di cuenta que dentro de la habitación, cuya puerta estaba
cerrada, estaban mi madre y el señor Eckhard. Me quedé quieta para
poder oír la conversación. Me acerqué a la puerta de puntillas, escuché:
-Usted no oyó nada. ¡Está mintiendo! –decía mi madre.
-Trate de recordar –insistió él-; usted le dijo que aún no se había
corrido, y quiso hacerlo otra vez.
-¿El por segunda vez? –se rió mi madre- ¡Ya me conformo con que
pueda hacerlo la primera!
-¡Entiéndalo! –contestó muy serio el señor Eckhard-. Su marido está tan
débil que se corre antes que usted.
-Supongo que no sería mejor con otros hombres –dijo ella riéndose.
-En eso se equivoca. Yo puedo contener tanto como quiera. ¡Puede
usted correrse tres veces, antes de que yo lo haga una –respondió el
señor Eckhard.
-Eso lo puede decir cualquiera –señaló mi madre con una carcajada- ¡No
me lo creo!
-Bueno, ¡Déjeme intentarlo y se lo demostraré!
-¡No!, no puedo hacer eso, usted lo sabe –dijo mi madre.
-¡Vamos! -dijo él tomándola por las caderas- ¡Me encuentro como para
hacerlo un par de veces!
-¡Déjeme ir! o gritaré –forcejeó ella.
-Vamos… déjeme hacérselo –murmuró él soltándola, pero
manteniéndose a su lado- ¡La he deseado durante mucho tiempo!
-Soy una mujer decente, no lo olvide.
- Mi madre era delgada y bien formada, de buen ver, de treinta y seis
años. Su cara se mantenía lozana y el cabello era rubio.
-No parece que usted haya tenido tres hijos –dijo el señor Eckhard-.
Bueno, sólo se puede pensar viéndole la cara, presumo que de otra
forma si que será evidente.
-Se equivoca, -protestó ella- estoy tan fresca como cuando era una
niña.
-Vamos, sus pechos lo revelarían –ensayó él la técnica de la duda.
-Mis pechos se conservan como siempre –estalló mi madre indignada.
-Debo de convencerme por mí mismo –dijo, tratando de tocarlos.
-Si no me cree… -retrocedió mi madre- ¡déjeme!
-Caray… si es maravilloso, se diría que pertenece a una jovencita –dijo
él apoderándose de un pecho y oprimiéndoselo-. ¡No había visto nada
igual en mi vida!
Después de un ligero forcejeo, mi madre se quedó inmóvil y con una
sonrisa triunfante le dijo:
-¿Lo ve usted? ¿Me creerá ahora?
-¡Por supuesto! –y le tomó el otro pecho con la mano libre.
Siguió jugando con los pechos de mi madre, sin que ésta opusiera
ningún reparo; desde mi situación observé que se le iban endureciendo.
-Es usted una tonta, al esforzarse para lograr que su marido la deje
satisfecha, cuando hay hombres que darían cualquier cosa por follar con
usted, nada más que en beneficio de esos hermosos pechos.
-Pero soy una mujer honrada –contestó ella, permitiendo que él la
acariciara.
-Eso es una tontería –siguió él-. Cuando una mujer no consigue de su
marido una buena satisfacción, se acaban las obligaciones. Con la
Naturaleza, hay que cumplir –le desabrochó el vestido y dejó sus pechos
al aire.
-¡Basta! –susurró mi madre, intentando apartarse de él. El la detuvo y le
besó en un pezón, ella se estremeció.
-¡Basta! ¡Basta! –murmuró ella.
La cama no había sido arreglada desde el día anterior. Ellos estaban
junto al lecho, de pie. El la tiró sobre la cama, se colocó sobre ella y
entre sus piernas. Ella se resistía, él intentaba sujetarla.
-¡No! ¡No! ¡No quiero! ¡Soy una mujer decente! –protestaba ella.
-¡Bobadas! ¡No me extrañaría que usted ya se hubiera beneficiado de un
venablo tan ajeno como este! –dijo él.
-¡No!... ¡Jamás! Retírese… gritaré.
-No sea tonta, lo haré muy bien –dijo él tocando el coño con su aparato,
a la vez que le estrujaba con fuerza las tetas.
-¿Y si alguien viene? –imploró mi madre.
-No va a venir nadie –dijo él a la vez que empujaba con más fuerza. Ella
se había quedado quieta; con un murmullo de voz dijo:
-No lo haga… se lo suplico… -de pronto lanzó una carcajada y dijo:
¡Espabílese! ¡así no va a encontrar el camino!... ¡Yo le ayudaré!
Poco después todo se tranquilizó, la oí suspirar, ya había encontrado él
su agujero. En un instante había cambiado el panorama. Ella se
estremecía como posesa, y se abría de piernas cuanto podía. El la
abrazó, diciendo:
-¡Lo haremos!
No me perdí ni un solo detalle y vi cómo en ese momento la jodía a más
no poder. No sabía qué hacer, dudaba entre quedarme a verlos o salir
corriendo a buscar al señor Horak. Temiendo que si me movía podrían
sentirme, opté por quedarme quieta y no perder detalle. Mi madre se
movía al unísono con el señor Eckhard mientras decía éste:
-¡Pero es maravilloso! ¡Usted lo hace de maravilla! Tiene un cálido
conejito y pequeño… y trabaja tan bien… podría aguantarme toda la
vida… sólo dejándoselo adentro.
Mi madre respiraba cada vez con más fuerza y repetidamente, por fin
dijo: -¡María… José… me hace daño! ¡Qué polla tan grande y gorda! ¡qué
dulce!... Oh, es tan diferente a todo lo que he tenido… Siento como si
me llegara a los pechos… Oh, fólleme con más fuerza… ¡me estoy
corriendo!
-¡No se precipite! –dijo él-, todavía no quiero correrme.
-¡Es tan diferente a todo lo que he tenido hasta ahora…!oh, pero qué
gusto!... ¡Jamás me lo había pasado así! Cuando no hay que
apresurarse –decía ella-. Mi marido, hace rato que habría acabado; ¡oh!
Pero qué rico es… ¡Métala… déjela allí… mi marido nunca haría nada con
eso!
-¿Quiere que se la saque ahora? –dijo él retirándose un poco.
El se la metió de nuevo y ella le estrechó con fuerza gimiendo
sordamente:
-¡Oh, es delicioso! Me estoy corriendo… me estoy corriendo… ¡Por el
amor de Dios, no me la saque ahora… ¡Por favor!
El la embestía una y otra vez.
-¿Ahora sí que me deja follarla, pero antes se opuso a ello?
-¡Oh, Dios mío! ¡Si lo hubiera sabido… lo agradable que es… lo
portentoso de su polla… y lo bien que sabe joderme…! ¡Ahora… ahora!
Boqueaba, le faltaba el aliento, gritaba, reía, chasqueaba los labios. El
se mantenía firme.
-Me corrí –dijo ella.
-No importa, puede hacerlo otra vez –señaló él- y siguió con sus
movimientos.
-¡Oh… me estoy corriendo de nuevo!... ¡Oh! Mi marido jamás lo habría
hecho… Oh… ah… me estoy muriendo… Siento que su verga me penetra
hasta la boca… Por favor, magréeme los pechos… juegue con ellos…
¡Ahí, ahí!... ¡Continúe follándome… por favor!
-¿Ahora sí que puedo tocárselos? ¿No va a decir que es una mujer
decente? Ahora que le estoy trabajando el hoyo, las tonterías de antes
pierden del todo su sentido.
Ella contestó, suplicando:
-¡Sí, sí!... ¡Pero déjela ahí!... ¡Me estoy corriendo otra vez…! ¡No me
importa que venga alguien… no me importa que me deje preñada, pero
me tiene sin cuidado. Usted cuando se corre, no se queda quieto, mi
marido se deja caer como un muerto. ¡Oh, es celestial! Si mi marido
pudiera correrse dos veces, estoy segura que sería su límite.
Se quedaron quietos, habían terminado. Se sentaron; mi madre tenía el
cabello revuelto y el vestido arrugado. Se tapó la cara con las manos y
entre los dedos le lanzó una sonrisa.
-¿Está todo bien ahora? –le dijo él retirándole las manos.
-¡Qué polla… qué polla! –dijo ella, cogiéndola con ambas manos, ¡me
parece que todavía la tengo dentro!
Se agachó, la cogió con la boca, y empezó a mamarla. Como por arte de
encantamiento, empezó de nuevo a empinarse.
-¡Vamos! ¡Empecemos de nuevo! –pidió él sacándosela de la boca.
-No, no. ¿es verdad que podría follarme otra vez?
-No tiene importancia, y lo haría cinco veces más si no viene nadie.
-Esperémoslo. No sé… creo que estoy loca… ¡No me puedo aguantar!
Temo que venga alguien, sentémonos aquí, dijo ella.
El tomó asiento con su pijo en perfecta erección. Mi madre con cuidado
se sentó a horcajadas sobre él. Con las manos, sin perder tiempo, guió
la verga hasta acomodársela a su gusto. Empezó a dar saltos como un
animal.
-¡Oh, Dios mío!... ¡Así resulta aún mejor! –exclamó- parece como si me
llegara al corazón.
-¿Ve usted?, si no fuera tan orgullosa, hace tiempo que habríamos
hecho esto, dijo el señor Eckhard.
.Coja mis tetas… ¡Cójame toda! ¡He estado quince años casada y jamás
había follado así!... Mi marido no se merece una mujer hecha y derecha.
El, le besó un pezón y después el otro.
-Me estoy corriendo… Siempre me estoy corriendo, cada momento. La
naturaleza hace valer sus derechos… ¡Oh, qué hombre! ¡Es maravilloso
cómo jode! ¡Me estoy… oh, otra vez… me estoy corriendo otra vez! –Se
oyó después el estertor de mi madre. El hombre la alzó hasta donde
pudo, sin soltar sus pechos, pero ella ni se dio cuenta. Sin moverse,
prácticamente adosada a él, recibió la descarga. Su cuerpo se
estremeció y se quedó inmóvil como una muerta.
Se levantaron y, sin esperarlo, mi madre se arrodilló frente a él, le cogió
la polla con la boca y empezó a mamarla y lamerla con una intensidad
como si hubiera enloquecido. El dijo:
-¿Te parece que disfrutemos así con frecuencia?
-Usted sabe que todas las mañanas estoy sola –dijo apartándose.
-¡A estas horas, yo estoy trabajando! –protestó él, agitando la cabeza.
-Entonces, esperaré a que mi marido se vaya a la taberna y me iré a su
cama por las noches.
-¿Y los niños?
-No hay que tener cuidado, ellos duermen.
-No esté muy segura de que todos los niños duermen –oí que
contestaba él, y sin duda pensó en mí al decirlo.
-No, no oirán nada –aseguró mi madre-, cuando follo con mi marido no
oyen nada, ¿por qué habrían de oírlo ahora?
-En fin, esperemos que así sea.
Mientras discurría esta conversación, ella no había dejado de
mamársela, dejándolo sólo para hablar.
-¡Quiero joderla otra vez!, ¡rápido, antes de que llegue alguien!
Se levantó, como si estuviera sobre un muelle.
-¡Por Dios! ¿es posible? –exclamó- Deprisa pues, ahora sólo me correré
una vez.
Ella se estiró sobre la cama, y se levantó el vestido.
El dijo:
-¡No, dése la vuelta!
Se acercó junto a la cama y la colocó hasta que su cabeza tocó la
colcha; entonces, levantándole el vestido la ensartó por detrás.
Gimió, lanzó un suspiro y susurró:
-Ya me estoy corriendo! ¡Oh, por favor… córrase conmigo ahora… ahora!
Se retiró, se secó el sudor de la frente. Mi madre tomó un recipiente con
agua, se colocó en cuclillas y se lavó sus partes. Cuando terminó, le
pidió que le besara los pechos por última vez, cosa que él se apresuró a
hacer con avidez. Se abrochó el vestido y dijo:
-Quizá le vaya a buscar esta noche.
-Estaré encantado en recibirla –le replicó.
-¿Y qué me dice ahora de la putita con la que folló seis veces? –le
preguntó, sin saber que era de su hija de quien hablaba.
-¿Qué quiere saber de ella?
-¿Piensa volver a follar después de esto con ella?
-¿Está celosa? –preguntó el señor Eckhard, con una sonrisa.
-¡Sí! –respondió- Quiero que sólo me joda a mí… ¡sólo a mí!
-Eso no es justo, ¿usted follará con otros?
-¿Yo? ¿Qué quiere usted decir? –preguntó ella asombrada.
-¡Por lo menos, no impedirá a su marido que la joda! ¿o sí?
-¡Ah, lo dice por él! ¡No volveré a permitirle hacerlo!
-¡No podrá! El se lo exigirá alguna vez.
-¡Sí! Pero sólo podrá hacerlo una vez cada dos o tres semanas. Así usted
no se molestará. El lo hace muy torpemente, con dos o tres empujones
ya acaba.
-Así pues, yo también follaré con mi niña cada dos o tres semanas,
como tampoco podré metérsela del todo, quedaremos en paz.
-Por favor, tenga en cuenta que si lo sorprenden, lo arrestarían.
-No, no me sorprenderán –dijo él con una carcajada-, usted puede estar
segura de encontrarme en forma, aun cuando yo me entretenga con la
niña de vez en cuando.
-Será mejor que se vaya ahora. Está a punto de ser mediodía y es
posible que venga alguien –le dijo mi madre.
Le abrazó, se acariciaron mutuamente sus partes íntimas, lo besó y se
retiró de la habitación.
Cuando me vio, se llevó un sobresalto que no pudo articular palabra.
Con un guiño de complicidad me preguntó:
-¿Te diste cuenta de todo?
Como yo me mantuve callada, sonriendo irónicamente, me metió la
mano por debajo del vestido acariciándome y me dijo:
-¿Verdad que no se lo dirás a nadie?
Dije que no, con un movimiento de cabeza; él, temeroso de que
apareciera mi madre, se detuvo. A partir de aquel día los espié varias
veces durante la noche, e incluso alguna vez les observé en su diversión
durante la tarde.
Sin embargo, después de aquello, no permití nunca más al señor
Eckhard que volviera a joderme. No sé lo que me impulsó a ello, pero lo
cierto es que lo decidí así.
Hasta que un día llegó a casa más pronto de lo que acostumbraba,
sabiendo que me encontraría sola. Intentó acariciarme, y cuando me
opuse me tiró sobre la cama, subiéndose encima de mí. Yo logré apretar
las rodillas, con tal fuerza, que no consiguió lo que se proponía. Se
levantó, me miró, y jamás volvió a importunarme.
10
.
...Durante todo el año siguiente, no tuve que ver con nadie más que con
Alois y el señor Horak, a quienes frecuentaba constantemente en la
bodega. Un día vino a verme Shani para informarme que tanto su
madre, como Rosa, tenían las dos la menstruación; así pues, aquel día
sólo debía cumplir con Wetti, por lo que durante la noche estaría libre.
Nos aprovechamos de las circunstancias, y follamos parados,
apresuradamente, por miedo a que nos sorprendieran. Me acuerdo de
aquella ocasión, por el hecho de que al tocarme las tetas exclamara:
-¡Se te están poniendo muy bonitos tus capullos! –y empezaron a
endurecer y a erguirse. Me sentí muy orgullosa de ellos.
...Ello me llevó a hacer que en una ocasión le dijera al señor Horak que
me los tocara bajo la blusa. Al hacerlo, quedó muy complacido al ver
que habían crecido tanto, y se le empinó la verga, a pesar de que
acabábamos de follar dos veces seguidas. Sin dejar de tocármelos,
cuando adquirió firmeza, pudimos hacerlo una vez más.
...Aquel año, según mis recuerdos, lo hice alguna vez también con Franz
aunque él no hacía sino pensar en la señora Rhinelander, a quien
siempre buscaba.
...Viendo que subía al desván una mañana, fui y le dije:
-Ahora es tu oportunidad.
...No se atrevió a seguirla hacia el desván. Yo traté de animarle,
diciéndole que el señor Horak follaba con ella, asegurándole que sin
duda no se opondría a que él también lo hiciera. Le expliqué sus blancos
y bellos pechos, pero su temor no cedía. Al final me ofrecí a
acompañarle hasta el desván.
...Nos la encontramos cuando retiraba del tendedero la ropa lavada.
-¿Cómo está usted, señora Rhinelander? –la saludé.
-Gracias. ¿Qué están haciendo por aquí? –preguntó.
-Sólo hemos venido a verla.
-¡Caray! ¿Y qué desean de mí?
-A lo mejor podríamos ayudarla –le contesté.
-Bueno, muchas gracias.
...Ella estaba doblando una sábana, me acerqué a ella y me puse a
jugar con sus pechos moviéndolos de arriba abajo. Franz, asustado, nos
miraba sin pestañear. Ella me abrazó, diciendo:
-¿Pero qué haces?
-Es que son muy bonitos –la halagué.
...Se puso colorada y mirando a mi hermano, sonrió. Franz también lo
hizo, pero tontamente, sin atreverse a acercarse.
...Mientras tanto, le metí la mano bajo la blusa y le saqué sus pechos.
Ella no opuso resistencia; mirando a Franz, me dijo:
-¿Qué haces?
-Creo que a Franz también le gustaría hacerlo –le dije en voz baja,
sintiendo que sus pezones se ponían duros.
-¿Qué es lo que le gustaría? –preguntó.
-Ya lo sabe usted –le contesté.
...Esbozó una sonrisa, mientras le acababa de desnudar sus pechos.
Mientras me apartaba de ella le dije:
-Yo puedo vigilar.
...Con un empujón, hice que Franz se acercara a ella; empecé a montar
la guardia, igual que lo hacía cuando el señor Horak y la señora
Rhinelander follaban en el sótano, para que nadie les sorprendiera.
...Esta fue, si mi memoria no me engaña, la primera vez que hice el
papel de Celestina. Sin tener en cuenta que fui yo la que contó al señor
Eckhard la decepción de mi madre con mi padre, que fue la causa por la
que ambos se dedicaron a joder con frenesí. Si hubiera callado es
probable que éste se hubiera conformado con la hija.
...Franz, de pie, hundió su cabeza entre los pechos de ella, que le
abrazó con fuerza, mientras le preguntaba:
-Está bien, dime qué quiere este hombrecito.
...El no podía responder, pues tenía la boca ocupada con uno de los
pezones de la mujer, que chupaba con tal furia, que fue adquiriendo
mayor tamaño y dureza. Ella, inquieta, empezó a estremecerse.
...Me sentía ansiosa de participar en el juego, hasta el punto de olvidar
mis deberes de vigilancia. Ella se había tendido sobre su cesto de la
ropa, y al levantarse las faldas pude ver su enorme nido peludo, en el
que temí desapareciera mi hermano… ¡empezando por la cabeza! La
mujer lo atrajo hacia sí y con la mano se metió el pequeño aparato.
Parecía que se lo había tragado por completo. Franz le pidió que fuera
con calma, y se puso a trabajar con precisión cronométrica.
-¡Me haces cosquillas! –dijo ella, riendo y quedándose quieta-. ¡Lo haces
muy bien!
-¿Lo hace con frecuencia? –me preguntó a mí.
-¡Sí!, -contesté.
-¿Y trabaja tan deprisa?
-Sí, -respondí- Franz siempre folla así.
...Me arrodillé a su lado y jugué en su oreja con la lengua, tal y como
me había enseñado el señor Eckhard. Gimió de placer.
-¡Más despacio hijito! ¡Yo también quiero ayudarte! ¡Mira… así es mejor!
–dijo regulando la subida y bajada de sus caderas.
-¡Oh, me estoy corriendo…! ¡Oh… no puedo resistirlo, cuando Pepita me
hace cosquillas en la oreja…! ¡Oh… me corro de nuevo… eh, niños! ¡Qué
niños más maravillosos!... ¡Qué herramienta tan dulce…! ¡Oh… ah! –y
dirigiéndose a Franz:
-¿Por qué no me muerdes los pezones, hijito?
...Franz obedeció y chupó el pezón a placer. Ella exclamó:
-Pero no debes dejar de follarme… ya estaba a punto de correrme otra
vez… así… así es mejor… ¡Oh, Dios mió!
...Franz, al reemprender la follada, dejó de chupar el pezón, por lo que
ella exclamó:
-¿Por qué dejas de chuparme el pezón?
...El no había aprendido aún a realizar las dos cosas a la vez, por lo que
fui en su ayuda; apartándome de la oreja, tomé por mi cuenta un pezón
y después el otro. Con ello mi excitación se elevó. Mi postura era tal,
que mi raja quedaba a la altura de su rostro, por lo que ella me alzó el
vestido y con su lengua me trabajó el conejo. Me parecía que también a
mí me follaban. De pronto, los tres nos corrimos a la vez. Ella dijo
entonces:
-Mis queridos hijitos… que bien se está… ¡Oh! Franz… siento que me
lanzas tu chorro… y tú Pepita ¡Tú también estás mojada! “Oh, ah!
...Exhaustos, nos quedamos tendidos un buen rato sobre la cesta. Ella
se puso de pie y roja de vergüenza exclamó:
-¡Caray! ¡Sois unos descarados! ¡Qué niños! –escapó apresuradamente
por las escaleras. Franz y yo nos quedamos muy cómodos sobre la
canasta de la ropa, que ella, por su prisa, había olvidado. Con la boca, le
cogí el aparato intentando que se empinara de nuevo.
-¡Ahora, fóllame a mí! –le exigí.
-¡No! –respondió-, puede volver la señora Rhinelander.
-¿Y qué importa? Ella ya sabe lo que hacemos.
-Yo no quiero.
-¿Por qué? –pregunté enfadada.
-Porque no tienes tetas.
-¿Cómo dices? –Abrí rápidamente mi blusa para mostrarle mis retoños
con los que se puso a jugar de inmediato.
...Me quedé acostada, se colocó encima de mí, y de un solo empujón
empezó a joderme; yo puse toda mi ciencia para que me la metiera lo
máximo posible. Lo hizo sabiamente y la sensación fue agradabilísima.
Terminamos en seguida. Nos levantamos y salimos del desván dejando
la canasta de la ropa como estaba.
...Franz continuaba persiguiendo a la señora Rhinelander, más
apasionadamente que antes, si cabe. Siempre que se veían, ella le
llevaba a sus habitaciones, cosa que pasaba con frecuencia, para
enseñarle a hacer las dos cosas, follar y magrear las tetas, al mismo
tiempo. Mi hermano fue un alumno aventajado.
...Con cualquier excusa, pedirle que le llevara petróleo, que le subiera la
cerveza, la señora Rhinelander le metía en su casa. Siempre que era
llamado, yo sabía qué le pasaría a Franz.
11
.
...Todo siguió igual, hasta que un día mi madre murió.
...Tenía trece años y me desarrollaba con rapidez. Mis pechos se habían
desarrollado y una buena cantidad de pelos aparecía en mi pequeña
ciudadela. Cuando pienso en mi pasado, atribuyo mi prematuro
desarrollo a los encuentros sexuales que sostuve con diferentes
hombres y muchachos hasta que murió mi madre. Quizá tuve una
cincuentena de ellos.
...De todos ellos, he escrito, el primero fue mi hermano Franz, después
Robert, más tarde el señor Horak, que me penetró lo menos quince
veces por detrás, sobre un barril de cerveza. Después fueron Alois, que
a menudo me follaba sobre el regazo de Clementina; el señor eckhard;
Shani, que sólo me folló una vez; otra vez fue con un soldado, y con un
chico desarrapado que me obligó; además recuerdo a los diferentes
niños-muchachos a los que seduje en el sótano y poco o mucho se
encariñaron conmigo. A otros los he olvidado, no así al cerrajero
borracho que trató de estrangularme, pero que al sentir mi mano sobre
su miembro, se corrió y evitó el desenlace, al dejarle satisfecho.
...Me acuerdo de un anciano que me engatusó en el retrete. El viejo
tomó asiento en el water y me colocó entre sus piernas, me frotó su
desfalleciente aparato, hasta que llegó a su clímax. Agradecido, me
regaló un par de ligas azules.
...En total, me pasé por la piedra a más de dos docenas de hombres.
...No pude saber cuál fue la causa de la enfermedad, y muerte de mi
madre. Con dos días de enfermedad, al siguiente falleció, y sin demora
la llevaron al depósito de cadáveres. Los hermanos lloramos a “moco
tendido”, pues nos quedaba mi padre, al que respetábamos y temíamos
mucho, dado su comportamiento estricto.
...Mi hermano Lorenz nos dijo a Franz y a mí:
-Esto ha pasado como castigo a vuestros pecados.
...Creía, plenamente, sus palabras, por lo que éstas me calaron muy
hondo. AsÍ pues, después de la muerte de mi madre, me hice el
propósito de no volver a hacer nada incorrecto en el resto de mi vida.
Sólo la presencia en casa del señor eckhard me resultaba insoportable.
Una semana después del fallecimiento, éste nos dejó; yo respiré muy
aliviada cuando salió de casa.
...En cierta ocasión, al encontrarme con Franz sola en casa, intentó
acariciarme los pechos; le di una bofetada en plena cara y a partir de
ese momento me dejó sola en mi aislamiento voluntario.
12
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Incluso mi rendimiento en la escuela aumentó tras la muerte de mi
madre, y me dediqué a estudiar con gran empeño. Pasaron dos meses
en que mi vida fue del todo irreprochable, durante los cuales no vi ni
toqué ningún instrumento amatorio. Cuando me encontraba caliente,
vencía con gran esfuerzo la tentación de masturbarme con los dedos.
Se nos dijo en la escuela que todos los alumnos debíamos confesarnos.
Para poder alcanzar el perdón definitivo, había decidido contarle al cura
todos mis pecados, incluso la falta que consideraba más grave, que era
el haber ocultado en mis anteriores confesiones, todo lo que hasta
entonces había hecho.
Cuando me confesaba con el sacerdote, al terminar mi relato, él me
preguntaba:
-¿Has tenido contactos sexuales con muchachos u hombres?
Siempre contestaba negativamente. Sentía temor ante aquel hombre,
alto, pálido, con una firme expresión de nobleza. Aquella vez prometí
confesarlo todo. El día que nos tocó ir a la Iglesia, estaba llena de niños.
Fui al confesionario del sacerdote auxiliar, un hombre entrado en años,
corpulento, con la cara llena y redonda, al que sólo conocía de vista.
Parecía ser muy generoso y siempre miraba amistosamente. Primero me
limité a contarle mis pecadillos menores, pero él preguntó:
-¿Has tenido relaciones sexuales?
-Sí –respondí.
-¿Con quién? –preguntó acercando su cara a la rejilla.
-Con mi hermano Franz.
-¿Tu hermano? Entonces, ¿también lo has hecho con otros?
-Sí.
-Está bien. Dime con quién.
-Con el señor Horak.
-¿Quién es?
-El vendedor de cerveza del barrio.
Me vi obligada a citarle todos los nombres. Permaneció callado hasta
que terminé. Después de una pausa, me preguntó:
-¿Cómo hacías eso?
No sabía que responderle; ante mis dudas, insistió:
-Dime cómo lo hacías. ¡Explícate!
-Bueno, yo… con lo que tengo entre las piernas –dije balbuceando.
-¿Quieres decir que te follaban? –dijo moviendo la cabeza.
-Sí –dije con gran sorpresa.
-¿También te la metían en la boca?
-Sí… sí, claro, titubeé.
-¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! –suspiró él con fuerza- ¡Hija mía!, has
cometido pecados muy graves, ¡muy graves!
Le escuchaba con el pavor en mi cuerpo y él insistió:
-¡Muy graves! Debo enterarme de todo, ¿me entiendes?
-Está bien, pero tardaríamos mucho, y hay más niños aguardando.
-Te daré audiencia por separado, ¿comprendes?
-Sí, padre –murmuré.
-Ven a mi casa esta misma tarde, a las dos. Mientras llega la hora,
piensa y recuerda todo; si no lo confiesas completamente, la comunión
no te salvará.
Estaba apesadumbrada. Me fui poco a poco hasta mi casa. Me senté al
llegar, y traté de recordar todo lo que había hecho. Tenía miedo de
tener que confesarme en su casa, temía de antemano a la penitencia
que impondría por mis pecados. Cuando fue la hora, me arreglé y me
dispuse a salir. Mi hermano Lorenz, al verme, me preguntó a dónde iba
tan arreglada. Con orgullo le contesté:
-A visitar al padre Mayer. Esta mañana, me ordenó que fuera a su casa.
Lorenz me miró con aire extraño, y salí a la calle.
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****
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13
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Mi compañera, que se llamaba Melani, y yo, mientras bajamos las
escaleras me dijo:
-¿Qué has hecho con el reverendo?
-¿Qué querías de él? –contesté, preguntándole.
-Yo puedo suponer lo que hicisteis –agregó.
-¿Qué es lo que supones?
-Sólo que confesaste tus pecados con los machos.
Aquellas palabras me hicieron reír.
-¿Has estado a menudo con él? –preguntó.
-Hoy ha sido el primer día –contesté- ¿Y tú?
-¿Yo? –sonrió- Por lo menos he venido unas veinte veces… y no soy la
única, también han estado con él la niña Ferndinger, así como la
Grosbauer, la Huster y la Scrudle.
Eran compañeras de clase, y mi sorpresa fue considerable.
Melani continuó:
-¿Te metió la lengua?
-¿Te lo hizo a ti? –pregunté desconfiada.
-Naturalmente –respondió-, lo hace siempre. A todas las chicas que
vienen les hace lo mismo; es para limpiarlas de verdad. Es un buen
sistema, ¿no te parece? ¿Lo habías hecho con alguien antes así?
-No –contesté- hoy ha sido la primera vez.
Melani, presumiendo, dijo:
-El camarero de la posada me lo hace siempre que quiero. No tengo sino
que ir a su cuarto.
-Pero, ¿y los demás camareros?
-No hay problema, ellos no entran cuando estamos nosotros dentro… ya
lo saben.
-¿Qué? –no entendía nada-, ¿ya lo saben?
-¡Pues claro! –me contestó-. Los demás también me joden cuando lo
deseo. Tenemos un cajero, un portero, un cantinero y un cochero. Todos
duermen en la misma habitación. Hace dos años, fui con el cochero a
Simmering. Al regresar, ya era oscuro, sentí sus manos en mis pechos
que eran entonces como los tuyos ahora.
-“John, ¿qué haces?” –le pregunté.
No contestó, pero paró el carro, me metió la mano bajo el vestido y se
apoderó de mis dos tetas…
-“¿Pero, qué pretendes John?” –le dije de nuevo.
En esta ocasión tampoco me contestó, pero me levantó la ropa y me
tocó el conejo.
-“¿Qué quieres, John?” -le pregunté con toda mi inocencia.
Claro que yo sabía lo que quería, pues la niña Ferndinger me había
explicado algo de lo que los hombres hacen a las mujeres. Pero para mí
era la primera vez.
-“Pero, ¿qué deseas, John?” –pregunté insistiendo.
Se bajó del coche y me dijo:
-“Venga, señorita Melani”
Con galantería, me ayudó a bajar del coche y me acostó sobre un
montón de trigo que había al lado del camino.
Estaba muy contenta, pensaba: ahora sí que me voy a enterar bien de
lo que pasa, veré si la niña Ferndingen me ha dicho la verdad.
Nada más acostarnos, John se colocó entre mis piernas, me tomó los
pechos, y trató de metérmela. Me hizo mucho daño, tanto que lancé un
grito. El me tapó la boca con la mano, poco después al metérmela y
sacármela, empezó a gustarme, a pesar del dolor que sentía. Se corrió
enseguida, trepamos al coche, y seguimos el viaje. Me explicó:
-“Señorita Melania, cuando llegue a casa, deberá lavarse
cuidadosamente, es preciso que nadie se de cuenta de la sangre”
-¿Por qué he sangrado? –pregunté.
-“Porque, hasta hoy era virgen, pero ya está rota” –respondió.
Al cabo de un rato, añadió:
-“No dirá nada, ¿verdad señorita Melani?”
Me arrimé a él en señal de asentimiento. Entonces se sacó del pantalón
su aparato y me lo puso en la mano; fui jugando con él hasta que nos
aproximamos a la casa. Antes de llegar exclamó:
-“Pedro es un maldito mentiroso”
-¿Por qué? –pregunté.
-“El me había contado que ya la había follado.”
Mi indignación no tenía límites, le juré que Pedro no me había puesto la
mano encima. (Pedro es nuestro cantinero). Unos días después me
encontré con John en el establo, me tendió en el pesebre, y allí me
jodió. Su verga todavía no me entraba tanto como ahora.
-¿Puede metértela toda? –pregunté con envidia.
-¡Por supuesto! –dijo riendo-. Hasta nuestro cajero, que se llama
Leopoldo, y tiene una polla como la de un caballo de tiro, hace mucho
que me la metió entera. Nuestro maestro me hizo lo mismo.
Estaba orgullosa de todas sus andanzas.
-¡No me lo creo! –le contesté.
-Bueno, si no me crees, olvídalo –me contestó airada.
Al cabo de un rato añadió:
-Si desconfías, ven conmigo. Iré al cuarto del camarero, estoy caliente y
el cura no me folló hoy. Si está Leopoldo, verás cómo me jode y te
convencerás. Tampoco la niña Ferndinger se lo creía y tuve que
demostrárselo.
-¡Vale! –contesté-. Iré contigo.
Me moría de curiosidad por ver follar a aquella robusta niña. Confiaba en
poder tocarle los grandes pechos que tenía, también esperaba
experimentar una polla nueva. Me moría de ganas por volver a joder.
-Pocos días después –siguió Melani su relato-, fui a buscar a John al
cuarto del camarero, pero allí me encontré con Pedro solo. Me acordé de
la mentira que le había explicado a John. Enfadada le dije:
-“Maldito embustero. ¿Por qué me utilizas para ufanarte delante de
John?”
-“¿Por qué? –respondió riéndose.
-“Le dijiste que me habías jodido.”
-Demasiado tarde me di cuenta que yo le había informado de lo
ocurrido, así él se enteró que el cochero me había jodido. Me miró
sonriendo y dijo:
-“El es el mentiroso. No dije que la había jodido, sino que me gustaría
hacerlo. Le aseguro que eso fue todo lo que le dije. Usted es amable y
no se enfadará con ningún hombre que le exprese sus deseos.”
Mientras hablaba, se acercó a mí y empezó a meterme mano en las
tetas. Desapareció mi enfado y empecé a desear una buena follada allí
mismo.
-“Venga señorita.” “Follemos.”
-Le pedí que cerrara la puerta, después me estiró en la cama y me jodió
lentamente.
-¿También te has follado al portero? –le pregunté.
-¿A Maxi? –rió ella-. ¡Claro que sí! Un día nos oyó a Pedro y a mí. Al día
siguiente me siguió hasta el baño. Me dijo que lo sabía todo y allí mismo
follamos. Tuvimos que hacerlo de pie, cosa bastante fácil.
-¿Y cómo fue con Leopoldo? –le pregunté.
-¡Oh!, ¿con él? –cloqueó y me entrelazó con su brazo-. Pues pasó que
un día Maxi me habló de la enorme lanza que tenía y despertó en mí
una gran curiosidad. Sabía que Leopoldo dormía siempre hasta el
mediodía. Me las arreglé para quitar el cerrojo de la habitación y me
colé en ella diciendo:
-“¿Quién puede estar en la cama hasta tan tarde? ¡Levántate, gandul!”
-“Déjame en paz” –protestó.
-“!No quiero!” –le dije empezando a hacerle cosquillas.
Ante mi actitud, alargó las manos y se apoderó de mis pechos.
Me quedé quieta mirándole.
Me tiró sobre la cama y empezó a meterme mano en la raja, me puso su
verga en la mano, con lo que noté su enorme largura. Me la metió sin
esperar y empezó a joderme. Al cabo de un rato, se paró y me dijo:
-“Tengo miedo de hacerle daño.”
Bajó su cabeza y con la lengua me trabajó la varita. ¡Mi excitación fue
tal que casi me vuelvo loca!
Se puso en pie, me apretó los pechos y me metió el pene entre ellos. Así
se corrió y me lanzó el chorro a la cara.
-¿Cómo? –pregunté-. Tu cajero no siempre se habrá corrido entre tus
pechos, ¿o sí?
-No, sólo ese día. Pasó hace dos años, cuando yo tenía once. Ahora me
jode de la forma acostumbrada.
Ya te he dicho que podrás verlo con tus propios ojos.
Al llegar a su casa fuimos a la cantina y preguntó:
-¿Está en casa mi padre, Leopoldo?
-No, se ha ido al café.
-¿Y mamá?
-Está dormida.
-¿Y john?
-Tuvo que ir a Simmering.
-Entonces, vámonos arriba.
-¡Iré en seguida! –contestó enrojeciendo.
Era pequeño y tenía la cara arrugada, estaba perfectamente afeitado, y
su nariz era aguileña. A mí me pareció enormemente vulgar, pero ardía
en deseos de ver su verga. Fuimos al cuarto del camarero, donde cuatro
camas metálicas. Leopoldo, no tardó en llegar; al verme, titubeó. Melani
le dijo, arrojándose sobre una cama:
-Ven, jódeme.
-¿Le gustaría a esta damita que también la jodiera un poquito? –dijo,
refiriéndose a mí.
Se arrodilló en el suelo, alzó el vestido de mi amiga y sepultó su cara
entre las piernas de la chica. Me senté a su lado y vi cómo ponía los ojos
en blanco.
-¡Yo también haré algo por ti! –dije.
Desabroché su vestido y empecé a jugar con sus pechos. Eran tan
grandes como los de Clementina, pero más duros, su dureza era tal que
destacaban como dos calabazas; sus pezones eran de color de rosa.
Empecé con las manos y acabé con la boca, besándoselos y
mamándoselos. Ella gritaba saltando como una loca al sentir las caricias
de Leopoldo.
-¡Sigue chupando!... ¡Oh, Dios mío!... ¡No puedo resistirlo!... ¡Oh, qué
maravilla!... ¡Qué rico es!... ¡Quiero chupártelo a ti, Pepita!... ¡Quiero
hacerte lo mismo que me hace Leopoldo a mí, ¡Oh, oh!
-¡Alguien puede oírnos! –manifesté, alarmada ante los fuertes gritos.
Leopoldo se separó y dijo:
-Nadie puede escucharnos en este cuarto. Dentro de un rato gritará
todavía más… -Se montó encima de ella.
-¡Mira qué verga! –me dijo Melani.
Me agaché para vérsela, él se alzó, para que pudiera mirársela en todo
su esplendor. Jamás había visto nada igual: era muy larga y estaba
curvada como si fuera una salchicha gorda. No pude evitar la tentación
de apoderarme de ella.
Me metí la cabeza en la boca. Leopoldo jugaba con los pechos de Melani,
por lo que ella no se dio cuenta de lo que pasaba. Se sacudía con tal
violencia que creía que me descoyuntaría las mandíbulas. Paseaba la
lengua por la punta, mientras que con una mano le frotaba la caña.
Estaba asombrada por su longitud.
Melani nos interrumpió:
-Deja que me la meta, Pepita.
Me separé muerta de envidia, miraba su raja, sus fuertes muslos bien
abiertos y su Monte de Venus brillante de humedad…
-¡Pepita! ¡Pepita! –me llamaba- Mira ahora cómo me la mete toda. Si no
crees míralo bien.
En realidad no podía verlo, pero palpando noté cómo iba entrando todo
aquel trozo de carne en las entrañas de mi amiga, lentamente hasta
desaparecer. Cuando estaba dentro, ella no dejaba de gritar. Cogió a
Leopoldo con fuerza y jadeando dijo:
-¡Sólo con Leopoldo tengo que gritar, porque no hay un momento que
deje de correrme con él!
Leopoldo follaba como una máquina, alzándose muy alto y volviendo a
meterla con rapidez. Melani subía y bajaba las caderas, para
acompasarse a sus movimientos. Me senté en una almohada, para verlo
mejor. El apretaba sus tetas chupándole ambos pezones,
mordiéndoselos y mamándoselos. Me levanté el vestido para participar
en la fiesta; al verlo, Melani le dijo:
-¡Chúpaselo también a ella!
El giró la cabeza y empezó a hacerme cosquillas con la lengua. Tal
placer sentí, que me extendí en la cama. ¡Era un gran artista! Hacía que
su lengua adquiriera la misma rigidez que una buena verga,
metiéndomela y sacándomela al mismo tiempo que lo hacía su polla en
Melani. Tenía los sentidos arrebatados de placer. Seguimos un rato
hasta que nos corrimos juntos. El se marchó en seguida. Melani y yo nos
levantamos y arreglamos los vestidos, hecho lo cual, salimos de la
habitación del camarero.
Después de aquella tarde tan agitada, a la mañana siguiente, me dirigía
a la Iglesia a confesarme.
El padre Mayer me preguntó:
-¿Has tenido relaciones sexuales con hombres? ¿Fueron muchos?
-Sí –respondí.
-¿Dejaste que te llegaran a follar?
-Sí.
-¿Mamaste órganos masculinos?
-Sí.
¿Los masturbaste con la mano?
-Sí.
-¿Qué más hiciste?
-Dejé que me la metieran por detrás.
-¿Desde atrás?
-Sí.
-¿No será por el culo?
-Sí, padre.
-Olvidas que…
-Ayer, usted no me lo preguntó, reverendo padre.
-¿Qué más hiciste?
-Permití que lamieran y chuparan la raja.
-Eso no es pecado, no necesitas confesarlo –dijo, con voz grave.
-No me refería a usted, padre, fue otra persona –contesté.
Enfadado dijo:
-Me dijiste que nadie te lo había chupado antes.
-Y era verdad, volvió a ocurrir ayer por la tarde con otro.
-¿Quién fue? –preguntó sorprendido.
-Leopoldo.
-¿Y ese quién es?
-El cajero de la posada de Melani.
-¡Cuéntame cómo pasó!
Le confesé todo lo que había pasado desde que salí de su casa con mi
amiga. Movió la cabeza y dijo:
-¿Hiciste algo más? ¿Con órganos femeninos tal vez?
-Sí, jugué con los pechos de Melani e hice otras muchas cosas.
-¿Cometiste ese grave pecado con tus pechos?
No había entendido a qué se refería, pero por si acaso le contesté
afirmativamente para no enfurecerle.
Me impuso como penitencia rezar muchas veces el Padrenuestro y otras
oraciones, preguntándome si estaba arrepentida de mis pecados.
Respondí que sí, y entonces me dijo con voz solemne:
-Vete en paz y no peques más. Tus pecados han sido perdonados. Si
vuelves a caer de nuevo en ellos, ven a mí que yo te limpiaré. No digas
una palabra de toda esta confesión a nadie. Si lo haces tu alma se
perderá para siempre; serás condenada al infierno y Satán te asará
sobre ardientes carbones para toda la eternidad.
Me fui con el corazón aliviado. En la escuela, después, observé que el
maestro no me perdía de vista; me miraba de una forma extraña, cosa
que duró varias semanas.
14
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