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Josephine Mutzenbacher

Historia de una prostituta vienesa

Breve autobiografía
Dicen que de jóvenes rameras nacen viejas beatas. Pero éste no es mi caso. Me convertí
en puta a una edad precoz, y he vivido todo lo que una mujer puede vivir en la cama, encima de
una mesa, de una silla o de un banco, apoyada en esquinas de muros miserables, tumbada en la
hierba, en rincones oscuros de portales, en privados, trenes, cuarteles, burdeles y prisiones, pero
no me arrepiento de nada. He llegado a una edad en que los placeres que puede ofrecerme mi
sexo van desapareciendo. Soy rica, estoy ya marchita y me siento sola muy a menudo. Pero
aunque siempre he sido piadosa y creyente, ni se me pasa por la cabeza la idea de hacer
penitencia. Crecí en la pobreza y la miseria, y todo lo que tengo se lo debo a mi cuerpo. Sin este
cuerpo lascivo, precozmente iniciado en los placeres, ejercitado en el vicio desde la infancia,
habría acabado mal, como mis compañeras de juegos que murieron en la inclusa o sucumbieron
como proletarias vejadas y embrutecidas. Yo no me ahogué en la inmundicia de los arrabales. He
conseguido una buena formación, que debo única y exclusivamente a la prostitución, ya que ésta
fue la que me llevó a tratar con hombres distinguidos y cultivados. He dejado que me instruyan y
me he dado cuenta de que las mujeres pobres de origen humilde no tenemos tanta culpa como
quieren hacemos creer. He visto mundo y he ampliado mis puntos de vista, y todo se lo debo a mi
estilo de vida, al que llaman «vicioso». Si me he decidido a relatar aquí mi destino, ha sido sólo
para abreviar las horas de mi soledad y para recuperar mediante el recuerdo todo aquello que
ahora la vida me niega. Me parece mejor que dedicar las horas a la arrepentida oración, lo cual sin
duda agradaría a mi párroco, pero a mí me dejaría fría y sólo me depararía un infinito
aburrimiento. Creo también que la vida de una mujer como yo no ha sido escrita nunca todavía.
Los libros que he hojeado no hablan de esas cosas, y quizá sería bueno que los ricos y distinguidos
señores que se regocijan con nosotras, nos atraen con artimañas y se dejan engañar de cualquier
manera, se enteraran por una vez de cómo es la vida de una de esas muchachas que tan
ardientemente estrechan entre sus brazos, de dónde sale, qué experiencias ha acumulado y cómo
piensa.
J. M.

Primera parte
Mi padre trabajaba como ayudante de talabartero en una tienda de la Josefstadt y era
pobre como una rata. Vivíamos en Ottakring, en una casa nueva, de alquiler, llena hasta los topes
de gente pobre. Toda aquella gente tenía muchos hijos, y en verano el patio resultaba demasiado
pequeño para tanto crío. Yo tenía dos hermanos, ambos un poco mayores que yo. Mi madre, mi
padre y los tres hermanos disponíamos de una cocina y una habitación y además teníamos un
realquilado. Llegamos a tener unos cincuenta de esos realquilados, uno detrás de otro; llegaban y
se iban, en paz o armando bronca, y la mayoría desaparecía sin dejar rastro, sin que nunca más
volviéramos a oír hablar de ellos. Recuerdo sobre todo a dos tipos. Uno era oficial de cerrajero, un
muchacho moreno de aspecto triste, con los ojos negros y la cara siempre manchada de hollín. Los
niños le teníamos miedo. Era muy callado, nunca abría la boca. Recuerdo que una tarde volvió a
casa y me encontró sola. Yo tenía cinco años y estaba jugando en el suelo de la habitación. Mi
madre se había ido al Fürstenfeld con mis dos hermanos y mi padre aún no había vuelto del
trabajo. El cerrajero me levantó del suelo y me sentó sobre sus muslos. Quise gritar, pero él dijo en
voz baja:
—¡Estate quieta, no te haré nada!
Entonces me levantó la faldita y me contempló desnuda sobre sus rodillas. Tenía mucho
miedo, pero me quedé callada. Al oír llegar a mi madre, me dejó rápidamente en el suelo y se fue
a la cocina. Al cabo de un par de días volvió a llegar pronto a casa, y mi madre le pidió que me
vigilara. Él se lo prometió y de nuevo me tuvo sentada todo el rato sobre sus rodillas,
contemplando mi pubis desnudo. No dijo una palabra, se limitó a mirar al lugar de marras, y yo
tampoco me atreví a abrir la boca. Mientras vivió con nosotros, esta escena se repitió algunas
veces. Yo no entendía nada y, como hacen los niños, tampoco me preocupaba. Ahora sé qué
significaba todo aquello, y a menudo considero a aquel oficial de cerrajero mi primer amante.
Más adelante hablaré del otro realquilado.
Mis dos hermanos, Franz y Lorenz, eran muy distintos. Lorenz, el mayor, me llevaba cuatro
años, era muy reservado, trabajador y buen chico, y siempre andaba ensimismado. Por el
contrario Franz, que sólo tenía un año y medio más que yo, era un muchacho alegre, y le gustaba
más estar conmigo que con Lorenz. Una tarde, a los siete años más o menos, fui con Franz a visitar
a los hijos de un vecino. Se trataba de un niño y una niña, que siempre estaban solos porque no
tenían madre y su padre debía ir a trabajar. Anna tenía entonces nueve años, y era una niña
pálida, flaca, muy rubia y con un labio partido. Y su hermano Ferdl, de trece años, un chico
robusto, también muy rubio pero de mejillas coloradas y ancho de espaldas. Primero jugamos a
juegos de lo más inocentes. Luego Anna dijo de repente:
—¿Por qué no jugamos a papás y mamás?
Su hermano se echó a reír y dijo:
—Anna siempre quiere jugar a papás y mamás.
Pero Anna insistió, se acercó a mi hermano Franz y dijo:
—Tú haces de hombre y yo de mujer.
Y Ferdl se puso a mi lado y aclaró:
—Así que yo soy tu marido y tú mi mujer.
Acto seguido Anna cogió dos fundas de almohadón, las transformó en niños de pecho y
me dio una.
—Aquí tienes a tu nene —dijo.
Empecé enseguida a mecer aquel trapo, pero Anna y Ferdl se burlaron de mí.
—No va así la cosa. Primero hay que hacer el niño, luego estás embarazada, luego pares y
entonces ya podrás mecerlo.
Naturalmente yo había oído hablar de mujeres embarazadas, que esperaban un hijo. Lo de
la cigüeña yo no acababa de creérmelo, y cuando veía mujeres con una gran barriga sabía más o
menos qué quería decir. Pero hasta entonces no tenía las ideas muy claras al respecto. Tampoco
mi hermano Franz. Nos quedamos pues perplejos e indecisos, sin saber cómo debíamos jugar a
aquel juego. Pero Anna ya se había acercado a Franz y había extendido la mano hacia su bragueta.
—Anda, saca la colita —le dijo, al tiempo que le desabotonaba la bragueta y le sacaba la
«colita». Ferdl y yo mirábamos. Ferdl riéndose. Yo con una sensación en la que se mezclaban la
curiosidad, la sorpresa, el pánico y una extraña excitación desconocida para mí hasta aquel
momento. Franz se quedó inmóvil sin saber qué le ocurría. Bajo el contacto de Anna la «colita» se
le puso tiesa.
—Ahora ven —oí murmurar a Anna en voz baja. La vi echarse en el suelo, levantarse la
falda y abrirse de piernas. En ese momento Ferdl me agarró.
—Túmbate —siseó, y al mismo tiempo sentí su mano entre mis piernas. Me tumbé en el
suelo dócilmente, me subí la falda y Ferdl empezó a restregar su miembro empinado contra mi
coño. Me eché a reír; su verga me hacía no pocas cosquillas porque también me la frotaba por el
vientre y por todas partes. Ferdl jadeaba pesadamente sobre mi pecho. Todo eso me parecía
absurdo y ridículo, pero noté una pequeña excitación, y únicamente a ella se debió que siguiera
tumbada e incluso me pusiera seria. De repente Ferdl se paró y se levantó de un salto. Yo me
levanté a mi vez, y entonces él me enseñó su «colita», que cogí tranquilamente con la mano. En la
punta se veía una gotita transparente. Entonces Ferdl se bajó la piel del prepucio y vi aparecer el
glande. Moví la piel un par de veces hacia arriba y hacia abajo y jugueteé un poco con ella, llena de
contento cuando el glande despuntaba como la cabeza rosada de un pequeño animal. Anna y mi
hermano seguían echados en el suelo, y vi a Franz removerse la mar de excitado. Tenía las mejillas
encendidas y jadeaba como antes había hecho Ferdl. Pero también Anna parecía transformada. Su
pálido rostro se había teñido de rosa y tenía los ojos cerrados, y creí que se encontraba mal. Luego
los dos también se pararon de repente, se quedaron quietos un momento el uno encima de la otra
y después se levantaron. Nos sentamos un rato todos juntos. Ferdl me metió la mano bajo la falda,
entre las piernas, y Franz hizo lo mismo con Anna. Yo cogí con la mano la verga de Ferdl, y Anna la
de mi hermano; y me resultó muy agradable la forma en que Ferdl me toqueteaba con los dedos.
Me hacía cosquillas, pero ya no me hacía reír, sino que me causaba una sensación de bienestar por
todo el cuerpo. Anna interrumpió aquella actividad al coger las dos muñecas y meterlas una en su
barriga, bajo el vestido, y la otra en la mía.
—Bien —dijo—. Ahora estamos embarazadas.
Empezamos las dos a dar vueltas por la habitación sacando las barrigas rellenas y
riéndonos. Luego trajimos nuestros hijos al mundo, los mecimos en brazos, los dejamos a nuestros
maridos para que los sostuvieran y admiraran, y así, como niños inocentes, jugamos un rato. Anna
tuvo la idea de dar de mamar a su hijo. Se desabrochó la chaqueta, se abrió la blusa e hizo como si
le diera el pecho a un niño. Me fijé en que ya tenía los pezones levemente hinchados; su hermano
se acercó y jugó un poco con ellos; al rato también Franz se entretuvo con el pecho de Anna, y
Ferdl dijo que era una lástima que yo no tuviera tetas. Entonces hubo una aclaración sobre el tema
de hacer niños. Nos enteramos de que aquello que acabábamos de hacer se llamaba coger, que
nuestros padres hacían lo mismo cuando estaban juntos en la cama y que después de hacerlo las
mujeres tenían niños. Ferdl era ya un experto en el tema. A las niñas nos dijo que el coño aún
habría de crecernos, y que por eso de momento sólo podía restregarse por fuera. Dijo además que
cuando creciéramos nos saldrían pelos, que el agujero se abriría y que entonces cabría la verga
entera. No quise creérmelo, pero Anna me explicó que Ferdl lo sabía muy bien porque se había
follado en el tendedero a la señora Reinthaler y le había cabido toda la verga en el agujero. La
señora Reinthaler era la esposa de un conductor de tranvía que vivía en el último piso de nuestra
casa. Era una mujer morena y gorda, bajita y linda, y siempre muy amable. Ferdl nos contó la
historia.
—La señora Reinthaler venía de lavar y llevaba un cesto lleno de ropa. Nos encontramos
en la escalera. Al saludarla, me dijo: «Anda, Ferdl, tú que eres un chico fuerte, ayúdame a subir
este cesto tan pesado». Así pues, subí con ella, y al llegar arriba me preguntó: «¿Qué quieres a
cambio de ayudarme?». «Nada», le respondí. «Ven, te enseñaré una cosa», me dijo, me cogió la
mano y se la llevó al pecho. «¿Qué, te gusta?». Yo ya sabía de qué iba, porque Anna y yo ya nos
habíamos revolcado a menudo, ¿verdad?
Anna asintió como si fuera lo más natural del mundo, y Ferdl continuó:
—No me atreví a más y sólo le agarré las tetas. Enseguida se desabrochó el vestido y me
enseñó el vientre desnudo. Me dejó jugar y luego me cogió la verga, se rió y me dijo: «Si no se lo
dices a nadie, te dejaré hacer otra cosa…». «No diré nada», le dije. «¿Seguro?», volvió a
preguntarme. «No, seguro que no». Entonces se tumbó sobre el cesto, me acercó hacia ella y con
la mano se metió mi verga en el coño. Entró entera, lo noté perfectamente. También noté los
pelos que tenía.
Anna no quería que la historia se acabase allí.
—¿Estuvo bien? —quiso saber.
—Estuvo muy bien —repuso Ferdl secamente—, me apretó y me zarandeó como una loca,
y me hizo tocarle las tetas. Y, cuando se terminó, se levantó enseguida, se abrochó el vestido y me
puso mala cara. «Anda, lárgate, pihuelo», me dijo, «y si te vas de la lengua, te romperé los
huesos…».
Ferdl se quedó pensativo. Pero Anna preguntó de repente:
—¿No crees que ya me cabrá?
Ferdl la miró; Anna seguía sujetando la muñeca contra su pecho desnudo. Él la agarró, le
metió los dedos entre las piernas y ella le pidió:
—Pruébalo… Podemos volver a jugar a papás y mamás.
Franz se le acercó al instante, y después de todas las enseñanzas que había recibido y de la
historia que acababa de oír, yo también acepté de buen grado la propuesta. Pero Anna rechazó a
Franz.
—No —dijo—, ahora mi marido será Ferdl, y tú serás el de Pepi.
Acto seguido se llevó aparte a su hermano y le metió la mano en la bragueta mientras él le
metía la suya bajo la falda. Agarré a Franz, y recuerdo que lo hice con gran excitación. Cuando le
saqué la verga de los pantalones y empecé a moverle arriba y abajo la piel del prepucio, él se puso
a juguetear con los dedos en mi agujero, y como ahora sabíamos cómo se hacía, al cabo de un
momento nos tumbamos en el suelo, y con la mano orienté su verga de modo que no me frotara
el vientre sino la raja. Aquello me causó placer, una tensión tan agradable en todo el cuerpo que
yo también me restregaba contra él siempre que podía. Duró un rato, hasta que Franz se paró
sobre mí, agotado e inmóvil. Nos quedamos así un momento, y al oír que Ferdl y Anna discutían,
giramos la cabeza para ver qué hacían. Seguían el uno encima del otro, pero Anna tenía las piernas
tan levantadas que las apoyaba en los hombros de Ferdl.
—Ya entra… —dijo Ferdl, pero Anna repuso:
—Sí, entra, pero duele. Déjalo, duele.
Ferdl la tranquilizó:
—Da igual, es sólo el principio, ya verás, a lo mejor entra entera.
Franz y yo nos echamos en el suelo, a derecha e izquierda de ambos, para comprobar si
Ferdl estaba dentro o no. Realmente había entrado un poco. La parte inferior del coño de Anna
estaba abierta, según comprobamos con sorpresa, y Ferdl había metido dentro la punta de la
verga, moviéndola arriba y abajo. Al hacer Ferdl un movimiento violento, se le salió, pero yo se la
cogí enseguida y la metí de nuevo en el agujero de Anna, que ya estaba enrojecido. Cogí la verga
con firmeza e intenté introducirla hasta el fondo. El propio Ferdl empujó en la dirección que yo le
indicaba, pero de repente Anna empezó a gritar de tal modo que nos asustamos y lo dejamos
correr. Anna no quiso seguir jugando, y tuve que tumbarme otra vez con Ferdl porque no había
manera de que se tranquilizase. Pero a mí también me dolía un poco, y como ya era tarde nos
fuimos a casa. De camino a casa, mi hermano y yo no abrimos la boca. Vivíamos también en el
último piso, frente a la señora Reinthaler. En el rellano encontramos a la señora gorda y bajita
hablando con una vecina. Nos la quedamos mirando y empezamos a reírnos a carcajadas. Cuando
se giró hacia nosotros, entramos corriendo en casa.
Desde aquel día contemplé a niños y adultos, hombres y mujeres, con ojos muy distintos.
Sólo tenía siete años, pero mi sexualidad irrumpía con fuerza. Debía de leérseme en los ojos; toda
mi cara, mi boca y mi forma de andar invitaban al parecer a agarrarme y a tumbarme en el suelo.
Sólo de este modo puedo explicarme el efecto que causaba, en el que me ejercitaría en lo sucesivo
y que lograría que, ya en el primer encuentro, hombres desconocidos y, a mi parecer, juiciosos,
dejaran de lado todas las precauciones y sin pensárselo dos veces se atrevieran a todo. Ese efecto
aún lo noto ahora que ya no soy joven ni bonita, que mi cuerpo se ha marchitado y que pueden
palparse en él las huellas de la vida que he llevado. A pesar de todo, todavía hay hombres que se
encienden sólo con mirarme y pierden la cordura en mi regazo. Ese efecto debió de empezar a
actuar cuando yo era aún realmente inocente, y quizá fue eso lo que indujo al oficial de cerrajero a
descubrir mis vergüenzas cuando yo contaba cinco años.
Al cabo de un par de días los niños nos quedamos solos en casa, y Franz empezó a
preguntar a Lorenz si sabía de dónde vienen los niños y cómo se «fabrican». Lorenz respondió:
—¿Y tú, lo sabes?
Franz y yo nos echamos a reír. Le saqué el rabo de la bragueta y se lo acaricié un poco
mientras Lorenz observaba con gesto serio cómo Franz me toqueteaba la raja. Luego nos echamos
en la cama e hicimos todo lo que Anna y Ferdl nos habían enseñado. Lorenz permaneció en
silencio, incluso cuando terminamos, pero cuando me acerqué a él y quise meterle la mano en los
pantalones, diciéndole «Yen, ahora pruébalo tú…», me rechazó con un empujón y, para nuestra
sorpresa, nos contó:
—Ya hace tiempo que aprendí a coger. ¿Os pensáis que voy a hacerlo con vosotros? Eso no
se hace. Es un pecado muy grande, es inmoral, y el que folla va al infierno.
Nos asustamos de lo lindo, pero luego le discutimos aquella afirmación.
—¿Crees que papá y mamá también irán al infierno? —le preguntamos.
Lorenz estaba convencido de ello, y por eso mismo perdimos el miedo y nos burlamos de
él. Pero él nos amenazó con delatarnos a nuestro padre, al maestro y al párroco, y desde entonces
nunca volvimos a practicar nuestros pequeños placeres en su presencia. Sin embargo, él sabía que
Franz y yo continuábamos haciéndolo juntos o con otros niños; pero se callaba y nos evitaba.
Íbamos a menudo a casa de Anna y Ferdl y siempre jugábamos a lo mismo. Primero
siempre me follaba Ferdl, y Franz follaba a Anna, y luego a Anna la follaba su hermano y a mí el
mío. Cuando no los encontrábamos en casa, o no nos dejaban salir de la nuestra, follábamos los
dos solos. Pero no pasaba un día sin que nos tumbáramos el uno encima del otro. Nuestras
conversaciones giraban en torno al único deseo de poder hacerlo alguna vez con los mayores.
Anna y yo deseábamos un hombre auténtico, un adulto; Ferdl y Franz a la señora Reinthaler.
Una vez, al ir a casa de Anna, encontramos visitas. Una prima suya de trece años, Mizzi, y
su hermano Poldl. Mizzi era bonita, estaba bastante desarrollada, y sus jóvenes pechos se
mostraban bien firmes bajo la delgada blusa. Naturalmente, en el acto empezamos a hablar de lo
que más nos interesaba, y Poldl se jactó de que su hermana ya tenía pelos en el coño. Le levantó
tranquilamente el vestido, y miramos respetuosamente la oscura mata de pelo triangular que
tenía allí donde en nosotras aún no había más que desnudez. Luego descubrió los pechos de Mizzi,
que todos contemplamos con asombro y acariciamos. Mizzi se excitó. Cerró los ojos, se recostó y
alargó las manos en dirección a Franz y a su hermano. Los dos le dejaron coger lo que tenían
dentro de los pantalones, y Ferdl se colocó entre sus piernas y jugueteó con su verga en la raja.
Finalmente se levantó de un salto, corrió hacia la cama, se tumbó y gritó:
—Poldl, ven, no aguanto más.
Su hermano acudió rápidamente. Los demás rodeamos la cama y miramos. Mientras Ferdl
hacía que la jadeante Mizzi le cogiera la verga, Franz confió la suya a las manos de Anna; pero yo
me quedé mirando muy interesada cómo se follaba «de verdad», porque Mizzi y su hermano, que
sólo tenía doce años, nos explicaron que sabían hacerlo exactamente igual que los mayores.
Observé con admiración cómo Poldl besaba a su hermana en la boca. Hasta aquel momento no se
me había ocurrido que besar formara parte del juego. También vi a Poldl agarrar las dos tetas de
Mizzi mientras seguía tumbado encima de ella, acariciándolas continuamente, y observé que los
pezones se le endurecían. Vi cómo la verga de Franz desaparecía por completo en la oscura mata
de pelo de su hermana, y yo misma palpé para convencerme de que realmente estaba dentro de
su cuerpo. Me excité terriblemente al notar la verga de Poldl, que por otra parte era mayor que la
de Franz y la de Ferdl, hundirse entera en el cuerpo de Mizzi, volver a emerger y hundirse de
nuevo. Pero lo que más me admiró fue el comportamiento de Mizzi. Se dio la vuelta enseñándole
el culo a su hermano, volvió a echarse golpeándole con las caderas y revolcándose con los pies en
el aire, y jadeaba y suspiraba de tal modo que creí que debía de dolerle mucho. Pero luego me di
cuenta de que la cosa era distinta, porque empezó a gritar:
—¡Más fuerte! ¡Más fuerte! ¡Así, así, bien, bien, bien, aah!
Tan pronto como Poldl sacó la verga y bajó de la cama, Ferdl y Franz quisieron subir. Mizzi
seguía echada con las piernas abiertas y los muslos y las tetas al aire. Sonriendo, observó a Ferdl y
a Franz pelearse para ver quién la follaba primero, pero en el momento en que pareció que iban a
pegarse, acabó la disputa agarrando a mi hermano y diciendo:
—¡Primero este pequeño!
Franz se echó sobre Mizzi. Pero empezó a restregarse contra ella tal como solía hacerlo
con Anna. Mizzi detuvo sus movimientos, le cogió la verga y se la metió en la raja. Franz se quedó
sorprendido y dejó de moverse, como si primero quisiera sentir con la verga dónde se encontraba.
Pero Mizzi no le permitió aquella inmovilidad. Empezó a menearse y a golpearle con las caderas, y
a Franz enseguida se le escurrió la verga. Les ayudé, metí la mano por debajo y, cada vez que se
escurría, volvía a llevarla por el buen camino. Una nueva dificultad surgió cuando Mizzi insistió en
que Franz jugueteara con sus tetas. Pero cuando se las agarraba y empezaba a acariciarlas y
cosquillearlas, se olvidaba de coger, y cuando Mizzi le empujaba de nuevo a coger, él se olvidaba
de las tetas. No podía hacer las dos cosas al mismo tiempo, y Mizzi se quejó respirando con
dificultad:
—¡Lástima que aún no sepas hacerlo!
Ferdl, que permanecía impaciente a su lado, se ocupó entonces de las tetas de Mizzi,
estrujándolas y besándole los pezones hasta que volvieron a endurecérsele de la excitación, y
encargándose de tal modo de la mitad de la tarea de Franz. Éste consiguió un ritmo rápido y
regular que Mizzi aprobó. La muchacha suspiraba, gemía y chasqueaba la lengua, levantaba aún
más las piernas y nos decía:
—¡Ah, qué gusto, qué gusto da esta verga tan pequeña!
Tan pronto terminaron, Ferdl, sin soltar las tetas de Mizzi, trepó a la cama con la verga
empinada y se introdujo entre sus piernas, que le acogieron con deseo. También ayudé a Ferdl a
encontrar el agujero correcto, y me entretuve sosteniéndole los huevos, de modo que notaba
exactamente cuándo le metía a Mizzi la verga hasta el fondo. La primera vez que la introdujo,
declaró como un experto:
—Es igual que con la señora Reinthaler.
Y se mostró tan diestro en penetrar, empujar y restregar que la cama crujió y Mizzi
empezó a resollar. Cuando terminaron, Anna y yo también quisimos probarlo. Mizzi se había
levantado de la cama con un salto, sonriendo y fresca como si nada hubiera pasado. Y eso que
había tenido en su interior las dos vergas una detrás de otra, y había aguantado un revolcón de
casi una hora de duración. Se ordenó un poco los bajos del vestido, pero dejando los pechos al
descubierto, y dijo que ahora quería mirar. Anna se tumbó enseguida en la cama y llamó a Poldl,
que parecía interesarle mucho. Pero Poldl volvía a estar ocupado con las tetas de su hermana. Las
manoseaba, las estrujaba y se llevaba los pezones a la boca. Mizzi se apoyó en un arcón y se dejó
magrear con sumo gusto, al tiempo que le meneaba la verga a su hermano. Anna seguía en vano
echada en la cama, ya que al cabo de unos minutos Poldl le levantó la falda a su hermana y, con su
ayuda, volvió a meterle la verga. Cogeron con tal violencia que el arcón traqueteaba y lo hacían de
pie. Nosotros todavía no sabíamos que también podía hacerse así, y contemplamos con
admiración ese nuevo arte. Luego, naturalmente, volvió a tocarle el turno a Franz. Esta vez lo hizo
mejor, ya que se aferró de pie a las tetas de Mizzi mientras ella le mantenía asida la verga
cuidando de que no se le escurriera. Finalmente, también Ferdl folló en aquella nueva posición a
Mizzi, que aguantó complacida el sexto polvo sin manifestar el más mínimo signo de cansancio.
Sin embargo, Anna y yo estábamos decepcionadas. Anna volvió a acercarse a Poldl y le
aseguró que a ella también se la podía penetrar sin que hiciera falta restregar por fuera. Poldl le
levantó la falda, hurgó en su coño con el dedo y dijo que aún no se podía. Pero Anna no quería
soltarlo. Le sostuvo la verga con la mano y se la meneó, ya que le colgaba fláccida. Yo me había
acercado a Ferdl, que no se mostró bien dispuesto. Sólo me permitió, condescendiente, juguetear
con su verga, cosa que hice. Mientras tanto él me toqueteó el pecho, aún plano, y comentó
compadeciéndome:
—No tienes ni sombra de tetas.
Tuve que renunciar a que Poldl me cogera, y entonces intenté conseguir a Franz. Pero no
había nada que hacer con él porque volvía a estar tumbado sobre Mizzi. No la estaba follando,
sólo jugaba con su pechuga, pero cuando le metí la mano en los pantalones, se le volvió a empinar
el rabo y me pidió que le ayudara a penetrar de nuevo a Mizzi. No quise hacerlo, pero él lo
consiguió sin mi ayuda, y Mizzi, echada en el suelo, se entregó a su séptimo revolcón, que sin duda
fue el más sustancioso porque duró más de media hora.
Aquel día Anna y yo nos quedamos muy decepcionadas, y me fui a casa triste, maldiciendo
a aquella miserable Mizzi con sus tetas y sus pelos.
Pero en las siguientes semanas todo se arregló. Mizzi y su hermano vivían lejos y
raramente venían de visita. Y entretanto Anna y yo gozábamos de nuestras parejas. Dejamos de
jugar «a papás y mamás»; ya no jugábamos, sino que follábamos sin ningún pretexto, igual que
Mizzi y Poldl. Follábamos de pie y tumbados, y, tanto Anna como yo, a menudo incluso lo
pasábamos mal, porque ahora Ferdl y Franz siempre querían comprobar si era posible meternos la
verga. Pero no funcionaba.
Aquello duró todo el verano. Luego nuestros amigos se mudaron a otro barrio, y no volví a
ver a la rubia Anna hasta mucho después. Pero antes de la mudanza, Mizzi y su hermano volvieron
de visita, y con ellos vino un chico que ya tenía quince años. Se llamaba Robert y ya trabajaba de
aprendiz, y en un segundo se puso al mando de nuestras diversiones. Al enseñarnos la verga vimos
que ya tenía pelos, y las tres niñas jugamos mucho rato con ella. Se la acariciamos, le manoseamos
los huevos y le agarramos la verga, caliente al tacto, contentas de notar su temblor. Estábamos
encantadas con él, porque tenía la verga más larga y gruesa que habíamos visto nunca. Mizzi le
pidió que empezara con ella, pero él respondió:
—No. Primero quiero cogerme a Pepi [2] .
Y recuerdo lo mucho que me alegré. Corrí enseguida a la cama, me tumbé boca arriba y
mientras empezaba a desnudarme abrí las piernas para recibirle. Robert se acercó a la cama, me
metió la mano en el coño desnudo y dijo:
—Huy, con ésta lo único que se puede hacer es restregar por fuera.
Mizzi exclamó al punto fervientemente:
—Pues claro, y además ni siquiera tiene pelos. Fóllame a mí, me la puedes meter toda, ya
sabes.
Y se tumbó a mi lado intentado ocupar mi sitio. Pero Robert respondió:
—No, quiero cogerme a Pepi.
Me quedé callada mirándole; tenía la cara roja y me restregaba continuamente los dedos
por la raja, de un modo que me puse cachonda como nunca. Se quedó un momento pensativo y
luego dijo:
—Voy a enseñaros algo.
Llamó a Anna y la hizo echarse también sobre la cama, pero al lado de la pared. Yo quedé
en el medio, con Mizzi al otro lado. Robert subió entonces al lecho, pero, en lugar de tumbarse
sobre mí, me ordenó:
—Date la vuelta.
Quedé tendida de bruces, y entonces me subió el vestido dejándome el culo al aire. A
Anna le dijo que se pusiera en la cabecera de la cama, de manera que el coño le quedase a la
altura de mis hombros. Robert también la desnudó. Y le ordenó a Mizzi que enseñara las tetas. Ella
se desabrochó la blusa y vi que volvía a tener los pezones turgentes. Robert me cogió por el
vientre, levantándome un poco el culo. Me dijo que apretara los muslos y me restregó la verga
para delante y para atrás, haciéndome notar su ardiente rabo por las nalgas, el perineo y la raja, y
así la mantuvo bien cogida. Robert me sacó la mano de la barriga y empezó a empujar con
suavidad. Sentí una sensación de agrado que me recorrió todo el cuerpo. De repente empecé a
gemir y a suspirar como Mizzi, y respondí a sus embestidas con mis nalgas. Tenía la cabeza tan
hundida en la cama que no veía nada, sólo sentía cómo Robert me follaba. Para mi sorpresa, sin
embargo, oí también suspirar y jadear a Anna y a Mizzi. Levanté la cabeza y vi a Robert toquetear
con la mano izquierda el coño de Anna, y debía de hacerlo muy bien, porque ella se meneaba de
aquí para allá. Con la mano derecha, Robert jugueteaba con un pezón de Mizzi, que se empinaba
cada vez más. Mientras, seguía follándome a lentos empujones, resollando. Ferdl y Franz, junto a
la cama, miraban. Mizzi gritó:
—Ah, ah…, quiero algo en el coño, ah, Franz, Ferdl, metédmela, ah…, necesito coger…, ah,
ah, ven, Franz, pequeño…
Alargó una mano y Franz se apresuró a darle su verga. Ella lo atrajo hacia sí; Franz quedó
tumbado junto a Robert y se folló a Mizzi como es debido. Al mismo tiempo tuvo el placer de que
Robert le dispensase de la obligación de jugar con las tetas de Mizzi. Porque Robert no la soltó.
Mizzi estaba tan cachonda que volvió a alargar la mano, y esta vez fue su hermano Poldl quien le
dio la verga. Se la meneó; Poldl también estaba muy excitado, y de improviso ella se la metió en la
boca y empezó a mamársela. Ferdl, que se estaba quedando para vestir santos, no resistió más. Se
subió a la cama saltando por encima de la cabeza de Mizzi, se acercó a su hermana Anna, le asió la
cabeza y le metió la verga en la boca. Ella no sólo se dejó hacer tranquilamente, sino que aquello
incluso pareció excitarla más, y la observé lamer y chupar la verga que entraba y salía de su boca.
De este modo los siete nos encontramos ocupados a la vez. Robert seguía follándome lentamente,
y yo pensaba que nunca había sentido nada que diera tanto gusto como aquella verga gruesa y
ardiente. De repente Robert empezó a empujar más rápida y violentamente, y, asustada, noté que
algo húmedo y caliente se derramaba encima de mi vientre. Grité. Pero Robert me espetó, sin
dejar de menearse:
—Estate quieta, que me corro.
Me defendí y quise que saliera:
—¡Te estás meando!
—No, me corro, es lo normal —dijo él.
Acabó enseguida. Y nos separamos todos, sorprendidos por la novedad de que Robert se
hubiera corrido. Robert nos aseguró que Ferdl, Franz y Poldl eran demasiado pequeños todavía, y
que por eso al correrse sólo les salía una pequeña gotita. Cuando tuvieran pelos, derramarían
tanta leche como él. Mizzi quiso saber:
—¿Ahora me cogerás a mí?
Pero los chicos, Anna y yo quisimos ver la leche de Robert, quien se mostró dispuesto a
ello.
—Hacédmelo con la mano —pidió.
Pero no sabíamos cómo se hacía. Así pues, nos lo enseñó: se sentó en una silla y empezó a
cascársela. Pronto lo entendimos y rivalizamos para ver quién le haría la paja. Anna, Mizzi y yo le
meneamos por turno la empinada verga, y Mizzi se la metió en la boca y empezó a chupársela, con
tanta avidez que la verga casi desaparecía entera en su boca. Anna y yo nos quedamos
observando, y ella quiso sustituir a Mizzi. Pero Robert me agarró por los cabellos, apartó a Mizzi y
empujó mi boca hacia su verga. Era mi turno. No tuve tiempo de pensar, agucé los labios y recibí
aquella cosa que otra parte de mi cuerpo ya conocía. Y tan pronto noté que me penetraba en la
boca, me acometió una calentura insospechada. Notaba en mi coño aún cerrado cada meneo a
derecha e izquierda y para adelante y para atrás, y de este modo, chupándole con fruición la verga
a Robert, intuí cómo debía de ser coger de verdad. Luego le tocó el turno a Anna. Pero en cuanto
empezó a lamérsela un poco, Robert se corrió. Se echó hacia atrás y descargó el primer chorro de
leche que había retenido. Robert se cogió la verga y se bajó la piel del prepucio hasta el fondo, y
todos nos apiñamos a su alrededor para ver la función. La espesa masa blanca salió disparada
hacia arriba en grandes gotas, tan alto que recibí un buen chorro en plena cara. Nos quedamos
todos llenos de admiración y terriblemente excitados.
Mizzi cayó de nuevo sobre Robert y le pidió:
—Fóllame ahora, ¿quieres?
Pero a Robert le había quedado la verga fláccida y le colgaba agotada.
—No puedo —dijo Robert—, no se me levantará más.
Mizzi estaba como loca. Se sentó en el suelo entre las rodillas de Robert, le cogió la verga,
se la metió entera en la boca y empezó a chupársela y a lamérsela. Luego, mirando a Robert, se
detuvo y le dijo:
—Pero cuando la vuelvas a tener tiesa, me follas, ¿eh?
Entretanto los demás, Franz, Poldl y Ferdinand, quisieron también probar aquel
descubrimiento de coger en la boca. Anna y yo tuvimos que hacer el trabajo, y fue muy fácil,
porque sus vergas aún eran pequeñas y mucho más delgadas que la de Robert. Yo se la chupé al
hermano de Anna, Ferdl, y Anna a Franz. Ferdl empujaba tanto que me la metió hasta la garganta.
Tuve que cogérsela y meneársela yo misma suavemente, para delante y para atrás. Al cabo de diez
o doce meneos, se corrió. Noté la contracción, pero no noté nada húmedo porque sólo derramó
una gota. Pero yo me sentía como si hubiera tenido aquella verga en lo más hondo de mi coño, y
que también yo estaba a punto de correrme. Retuve la verga de Ferdl en la boca hasta que se
ablandó. Y como Anna seguía mamándosela a Franz, agarré a Poldl, que esperaba su turno. Poldl
ya había hecho aquello con su hermana, y se mostró muy diestro. Pude estarme bien quieta
mientras él la metía y la sacaba hábilmente de mi boca como si se hallara dentro de un coño. Me
acometió una quemazón, un espasmo, un placer que no quiero describir; sin saber lo que hacía,
con mi lengua jugué con la verga que tenía en la boca, haciendo que Poldl se corriera enseguida.
Me asió por la nuca apretándome contra su verga, y el latido de sus venas aumentó mi sensación
de placer. También ésta la retuve en la boca hasta que se ablandó.
Entonces nos giramos para ver a Anna y a Franz. Mizzi seguía sentada en el suelo delante
de Robert y chupándole la fláccida verga. Anna, sin embargo, dejó de mamársela a Franz y dijo:
—Probémoslo, quizá me entre.
Franz se echó sobre ella y nosotros nos acercamos a mirar. Fuera porque Franz tenía una
verga tan pequeña, porque ésta se deslizaba mejor al habérsela untado de saliva o porque los
múltiples intentos de penetración que Anna y su hermano realizaron debían de haber allanado el
camino, la cuestión es que lo consiguieron.
—¡Ha entrado! —exclamó Anna gozosamente.
—¡Ha entrado! —exclamó Franz a su vez.
Yo le pregunté a Anna si le dolía. Pero no me respondió, porque los dos follaban con tal
vehemencia que no oían ni veían nada. No fue hasta más tarde que Anna me dijo que aquello
había sido lo mejor de todo.
Entretanto Mizzi había conseguido su propósito. Le había meneado tanto rato la verga a
Robert que finalmente a éste se le empinó y estuvo dispuesto por fin a cogerse a Mizzi. Franz y
Anna apenas tuvieron tiempo de hacerles sitio en la cama. Mizzi estaba como loca. Ella misma se
masajeaba las tetas. Luego le cogió los dedos a Robert uno tras otro y se los metió en la boca, le
asió la verga, la apretó tiernamente y se la metió hasta la garganta. Se revolcaba de tal modo
encima de la cama que la hizo crujir. De repente Robert bajó la cabeza, le agarró una teta a Mizzi y
empezó a lamerle el pezón y a metérselo en la boca exactamente como nosotras habíamos hecho
con su verga. Mizzi lloraba y gemía de tan cachonda como estaba.
—¡Fóllame, fóllame! —gritaba—, fóllame cada día…, esto es una verga, una buena verga…,
más fuerte…, más fuerte, más, más…, agárrame la otra teta…, sóbamela…, más fuerte, más
rápido…, ah, ah…, más fuerte…, ¿me cogerás mañana?…, ¿eh?…, mañana…, ven mañana por la
tarde…, fóllame cada día…, Jesús, María y José… ¡Aah!, ¡ah!
Robert profirió un breve gruñido y se corrió. Mizzi quedó tendida en la cama como si
estuviera muerta.
No había duda alguna, Robert era el protagonista. Anna se alegraba de haber follado por
fin como una persona mayor. Robert nos contó que ya hacía dos años que follaba. Su madrastra le
había enseñado. Su padre era paralítico y dormía con la madrastra en el dormitorio de la casa.
Robert dormía solo en la cocina. Una tarde, estando él en la cocina y su padre aún despierto, ella
entró en la cocina. Y a medida que fue oscureciendo, se fue acercando a Robert. Estaban sentados
en el banco uno al lado del otro. Y entonces ella empezó a acariciarle. Primero la cabeza, luego las
manos y los muslos y finalmente le metió la mano en los pantalones. La verga se le puso dura tan
pronto como su madrastra se la tocó. Jugueteó un rato con ella, y Robert, loco de excitación, le
agarró las tetas. Entonces ella le soltó para desabrocharse el vestido y le dejó jugar con sus tetas
desnudas, ofreciéndole los pezones y enseñándole cómo debía hacerlo. Mientras, jadeaba de tal
modo que el padre gritó desde la habitación que qué pasaba. La madrastra respondió
rápidamente: «Nada, nada, estoy aquí con Robert». Entonces volvió a agarrarle la verga y se la
acarició. Pero por la noche, mientras el padre dormía entró en la cocina en camisón, se subió a la
cama de Robert, se le sentó encima y se metió en el coño su pequeña verga. Robert permaneció
echado de espaldas sin moverse. Pero al ver que las tetas de su madrastra colgaban sobre su cara,
volvió a agarrarlas y a jugar con los pezones, y ella se inclinó para que él pudiera llevarse a la boca
una y otra teta. Robert se sintió muy a gusto, y se folló a su madrastra hasta que ella se corrió y
quedó tendida pesadamente encima de él. La tarde siguiente volvió a sentarse con ella en la
cocina y volvieron a toquetearse como la anterior; y por la noche, cuando el padre se durmió, ella
volvió a su cama y cogieron de nuevo. Pero una noche no vino, aunque por la tarde había
jugueteado en la cocina. Robert no podía dormir, se sentó en la cama, y, como la luna iluminaba la
habitación, pudo ver las camas donde dormían sus padres. Y vio a su madrastra sentada encima de
su padre. Estaba completamente desnuda, subía y bajaba, se inclinaba hacia delante y metía sus
tetas una tras otra en la boca del hombre que no podía moverse. Robert esperó a que terminaran
y entonces llamó a su madrastra haciendo ver que se encontraba mal. Ella acudió a su lado y se dio
cuenta enseguida de que debía de haberlo visto todo bajo la luz de la luna a través de las delgadas
cortinas de la ventana de la puerta. «¿Has visto algo?», le preguntó. Robert le respondió: «Sí,
todo». De inmediato le ofreció sus tetas y se tumbó en la cama junto a él. «Esta vez, échate tú
encima de mí», le pidió. Robert no lo había hecho nunca. Ella le enseñó cómo hacerlo y se quitó el
camisón, de modo que quedó ante él completamente desnuda. Robert se la folló con todas sus
fuerzas porque estaba terriblemente cachondo. Pero tan pronto la penetró, su padre gritó desde
la habitación: «¿Y qué quiere Robert?». La madrastra se apretó más contra él y gritó a su vez: «Me
quiere a mí». El padre quiso saber: «¿Qué quiere?». Y la madrastra, follando, respondió: «Oh,
nada, ya se encuentra mejor». Poco después el padre se durmió y ellos siguieron con lo suyo.
Robert contó que tuvieron que parar un par de veces porque la cama crujía. Cuando él se corrió, la
madrastra quiso volver a empezar, y como la verga tardaba en empinársele ella se la metió en la
boca y se la mamó hasta que Robert estuvo a punto de empezar a gritar de placer. Entonces la
madrastra le hizo bajar de la cama y sentarse en el asiento de la cocina, y ella se le sentó encima
apretándose contra él de tal modo que casi lo ahoga. Después se puso de nuevo el camisón y
volvió junto a su marido. Al día siguiente Robert tuvo que quedarse en cama de tan débil como se
sentía tras esa noche. Y su padre vio que realmente se encontraba mal. Desde hacía dos años
Robert se follaba a su madrastra casi cada día. Sentimos un gran respeto hacia él cuando nos
contó aquella historia, y de nuevo estuvimos todos dispuestos a coger, ya que lo que más nos
había interesado de todo el asunto era aquello de «ponerse encima». Pero Robert nos contó que
podía hacerse de otras maneras. También se había follado a su madrastra por detrás, y pensé que
debía de ser muy agradable y que me hubiera gustado probarlo. Anna y Mizzi quisieron probar lo
de ponerse encima. Anna escogió a Franz porque su verga era la única que le cabía, y Mizzi tuvo
que probarlo con su hermano Poldl. Yo también quise probarlo, pero ni Robert ni Ferdl la tenían
tiesa, de modo que empecé a chupársela de nuevo a Ferdl, hasta que dejó que me sentara encima
de él y me manoseó la raja hasta que me corrí. Robert fue el único en no participar esta vez en el
juego, porque, según dijo, debía reservar algo para su madrastra, que sin duda aquella noche
volvería con él.
Poco tiempo después Anna y Ferdl se mudaron con su padre a otro piso. Franz y yo nos
quedamos solos. No follábamos nunca, porque debido a Lorenz y a nuestra madre en casa no nos
sentíamos tan libres. Como ya he dicho, yo dormía en la habitación de mis padres, y a partir de
entonces me dispuse a escucharles. A menudo oía crujir las camas, mi padre resollaba y mi madre
jadeaba, pero en la oscuridad no podía ver nada. Sin embargo, me excitaba cada vez, y empecé a
toquetearme el coño hasta que finalmente fui lo bastante hábil como para satisfacerme a mí
misma lo mejor que podía. A menudo también oía conversaciones en voz baja. Un sábado por la
noche mi padre volvió a casa cuando ya dormíamos. Me desperté y vi que iba borracho. En la
habitación había una luz encendida. Mi madre se había levantado y ayudaba a mi padre a
desvestirse. Una vez en camisón, intentó agarrarle las tetas; ella le rehuyó pero él la asió y
murmuró:
—Ven aquí, vieja, y ábrete de piernas.
Mi madre no quería:
—Estate quieto, vas borracho.
—Qué más da que vaya borracho…
—No, no quiero.
—¡Anda, va!
Mi padre era un hombre fuerte, con ojos salvajes y un gran bigote. Le vi agarrar a mi
madre, desgarrarle el camisón, aferrarle las tetas, tirarla en la cama, y acto seguido echarse sobre
ella. Mi madre se abrió de piernas, tumbada de través en la cama, y dejó de defenderse. Se limitó
a decir:
—Pero apaga la luz.
Mi padre se acercó a ella y la ensartó.
—¡Ya la tienes dentro! ¡Por Dios!
Mi madre repitió:
—Apaga la luz primero, si uno de los niños se despierta…
Él rezongó:
—Anda, qué dices, si duermen la mar de felices —y siguió tumbado encima de ella.
Pronto empezaron las arremetidas, y oí decir a mi madre:
—Oh, qué gusto, cómo tienes hoy la verga, oh, más despacio, qué gusto así de lento, más
adentro, más adentro…, y ahora más rápido, más rápido…, más rápido…, córrete, ¡córrete todo lo
que puedas! ¡Aaaah!
Mi padre profirió un hondo gruñido y los dos se quedaron en silencio. Al cabo de un rato
apagaron la luz, y pronto los oí roncar. Salí de la cama de puntillas y me acerqué al sofá donde
dormía Franz. Estaba despierto; desde allí no había podido ver nada, pero lo había oído todo.
Enseguida se me echó encima. Pero yo me volví y me tumbé de bruces tal como me había
enseñado Robert, dejando que me cogiera por detrás. Lo hicimos muy silenciosamente, y nadie
nos oyó. Y me di cuenta de que era mucho mejor hacerlo así, por la noche y desnudos. Desde
aquel día follamos un poco más a menudo, ya que, por la noche, cuando estábamos seguros de
que todos dormían, sí nos atrevíamos.
Al cabo de unos meses de separarnos de Anna y de su hermano, vino a vivir con nosotros
otro realquilado. Se trata del segundo del que debo hablar. Ya era un hombre mayor, de unos
cincuenta años, y no sé a qué se dedicaba exactamente. Pasaba mucho tiempo en casa sentado en
la cocina y hablando con nuestra madre; y, cuando todos se iban, a menudo se quedaba a solas
con él. Como llevaba una espesa barba, a menudo me entretenía pensando cuántos pelos debía de
tener entre las piernas. Pero un domingo, al verle lavarse en la cocina y descubrir con sorpresa que
tenía el pecho cubierto de pelo, en cierto modo me asusté, sin que por ello disminuyera mi
curiosidad.
Ya desde el principio había sido muy simpático conmigo: me acariciaba los cabellos, me
asía la barbilla, y yo, al saludarle, me apretaba cariñosamente contra él. En una ocasión, estando
solos, me puse muy caliente, y se me ocurrió que entonces podíamos hacerlo tranquilamente.
Entré en la cocina en busca del señor Ekhard, que así se llamaba, dejé que me acariciase, y le
toqué la barba con las manos, cosa que aún me excitó más. Y de nuevo, debió de ver algo en mi
mirada que le hizo perder el juicio. De repente empezó a darme golpecitos con el dorso de la
mano en el vestido, exactamente en el lugar de marras. Quedé de pie delante de él, y él sentado
en el sillón dándome golpecitos en el bajo vientre. Pudo ser casualidad. Si no hubiera sabido nada
de aquello, no me habría dado cuenta. Pero le sonreí, y mi sonrisa debió de decírselo todo, porque
me apretó con más fuerza, aunque seguía tocándome por encima del vestido. Me acerqué más a
sus rodillas separadas sin rehuirle, y seguí sonriendo. Entonces, de improviso, se le puso toda la
cara roja, me estrechó contra él, me besó violentamente, me levantó el vestido y jugueteó con los
dedos en mi raja. Pero su modo de tocarme era muy distinto del que conocía hasta entonces. No
sabía si me manoseaba con un dedo o con los cinco a la vez, pero me sentí como si estuviera
follándome, como si me penetrara sin hacerlo, y empecé a menearme lentamente apoyándome
en su pecho. Me cogió una mano y la llevó a su verga. Era tan enorme que no podía rodearla con
la mano. Empecé a cascársela enseguida, y él siguió sobándome y besándome. Nos manoseamos
el uno al otro un rato, hasta que empezó a correrse. Noté cómo la leche caliente mojaba mi mano
y oí caer las espesas gotas en el suelo, y entonces yo también me corrí, porque al correrse había
multiplicado por diez la velocidad de sus dedos.
Cuando todo hubo pasado, se quedó sentado con gesto de espanto, me abrazó y susurró:
—¿No se lo dirás a nadie?
Sacudí la cabeza. Entonces me besó, se levantó y se fue. Durante unos días le vi muy poco.
Rehuía mi mirada y parecía avergonzado. Aquello me conmovió de tal modo que me iba tan
pronto él llegaba. Sin embargo, al cabo de una semana, estando con mi hermano en el patio de
abajo —nuestra madre no estaba en casa—, le vi llegar y subir la escalera. Le seguí y, al entrar en
la cocina, me latía el corazón. Fuera de sí, ansioso, me agarró, y noté que le temblaban las manos.
Me eché en sus brazos y en el acto tuve el placer de ser servida de nuevo por sus dedos. Nos
sentamos el uno junto al otro, y me dio su verga. Esta vez pude contemplarla atentamente. Era el
doble de larga y de gruesa que la de Robert, y muy curva. Después de tener miles de estos
instrumentos de amor tanto entre mis manos como en todos los agujeros de mi cuerpo, puedo por
fin declarar que se trataba de un ejemplar excepcionalmente bello y robusto, que me habría
deleitado de un modo muy distinto si hubiera tenido yo un par de años más. Le hice una paja con
gran ardor, tal como me había enseñado Robert. Pero cuando me paraba de puro cansancio, o se
la cogía de más abajo a fin de sentir la blanda mata de pelo que sobresalía de sus pantalones, me
susurraba:
—Sigue, angelito mío, ratita, dulce tesoro, pequeña mía, sigue, por Dios, sigue, sigue…
Me quedé muy sorprendida con todos esos nombres que me daba y que despertaron en
mi imaginación, y para hacerle justicia seguí cascándosela con diligencia, de modo que pronto
vertió su leche, estando a punto de mojarme la cara con motivo de hallarme yo inclinada sobre su
verga.
Al cabo de unos días, mientras nos hacíamos de nuevo una paja el uno al otro, volvió a
decirme:
—Tesoro, angelito, ratita, corazón, pequeña mía…
Y de repente —le estaba cascando la verga que daba gusto y, mientras, me meneaba el
culo porque estaba a punto de correrme bajo el magreo de sus dedos— me susurró:
—Oh, Dios, si pudiera cogerte…
De un tirón me liberé de su mano, le solté, me eché en el suelo, me abrí de piernas y me
quedé esperándole. Él se acercó a mí, se inclinó y jadeó:
—No puede ser, eres demasiado pequeña…
—No importa, señor Ekhard —le dije—, venga.
Se tumbó encima de mí, medio enloquecido de excitación, me puso las manos debajo del
culo de modo que pudiera levantarme a peso, y me restregó la verga contra el coño. Yo le así la
verga y vigilé que me frotara toda la raja. Empujaba tan rápido como podía, y me preguntó:
—¿Ya has follado alguna vez?
Se lo habría contado todo de buen grado, lo de Franz, Ferdl y Robert, pero algo me
impulsó a responderle que no. Él insistió:
—Anda, angelito, dímelo, tú ya has follado, lo noto, ¿con quién, dime? ¿A menudo? ¿Te
gustó?
Yo meneaba el culo y respiraba con dificultad porque lo tenía encima, y noté que empezaba a
temblarle la verga. Pero seguí mintiendo con descaro:
—No, de verdad que no… Hoy es la primera vez…
—¿Te gusta? —preguntó.
—Sí, mucho…
En aquel momento se corrió, mojándome el vientre y las ingles.
—No te muevas —dijo, se levantó de un salto, cogió su pañuelo y me limpió. Luego siguió
interrogándome—: No puede ser, no me digas que no sabes nada. Sé muy bien que sí. —Yo seguí
negándolo, y comentó—: Entonces es que lo has visto hacer alguna vez, ¿verdad?
Aquello me pareció una salida. Asentí.
—¿Dónde? —insistió.
Señalé la habitación.
—Ah, vaya. ¿A tus papás?
—Sí.
Quiso saber más:
—¿Y cómo lo hicieron?
Y no cedió hasta que se lo conté todo. Mientras yo hablaba, volvió a levantarme el vestido
y a manosearme el coño hasta que me corrí de nuevo.
Por fin lo había hecho con una «persona mayor», y me sentí la mar de orgullosa. Pero no
se lo conté a Franz, y cuando a veces hablábamos por la tarde de cómo debía de ser hacerlo con
una «persona mayor», disimulaba y derivaba siempre la conversación hacia la señora Reinthaler,
porque Franz se esforzaba en hacerse notar delante de ella y soñaba con ayudarla alguna vez a
subir la colada al tendedero.
Desde que me folló el señor Ekhard, estuve aún más pendiente de los hombres adultos,
imaginaba que me sentaban en sus rodillas, contenta de mirármelos con otros ojos. En la calle
solía pasarme que se giraban sorprendidos hombres a los que yo había mirado. Algunos incluso se
detenían, y uno de ellos me hizo señas de que me acercara, pero no me atreví a seguirlo, aunque
de repente me puse cachonda. Sin embargo, desde que aquel hombre me hizo señas, por la tarde
corría a menudo al Fürstenfeld, porque era un lugar solitario y allí confiaba encontrar más
fácilmente a otro señor Ekhard. Una vez estuve mucho rato paseando por allí, y ya oscurecía
cuando me dispuse a volver a casa. Me crucé con un soldado, y cuando le tuve cerca le miré a la
cara sonriendo. Me miró sorprendido, pero siguió andando. Eché un vistazo a mi alrededor y vi
que no había nadie. Entonces me volví. El soldado se había detenido y me observaba. Le sonreí y
seguí adelante. Al cabo de un rato volví a girarme, y esta vez me hizo una seña. Me latía el
corazón, el coño me ardía y estaba encendida de curiosidad. A pesar de todo, el miedo me detuvo.
El soldado se acercó a mí rápidamente. No me moví. Se inclinó hacia mí y me preguntó muy serio:
—¿Estás sola?
Asentí con la cabeza.
—Entonces ven —susurró, y cruzó el campo en dirección a unas matas.
Troté tras él, temblando de miedo, pero siguiéndole paso a paso sin poderlo remediar. Tan
pronto como llegamos tras las matas, me tumbó en el suelo sin mediar palabra y se echó sobre mí.
Noté cómo su verga me golpeaba el coño y quise ayudar con mi mano. Pero él me apartó e intentó
metérmela ayudándose con su mano. Sus intentos me dolían, pero no abrí la boca. Entonces lo
intentó de otro modo, restregándome la verga por la raja, lo cual me resultó agradable. Luego
buscó de nuevo la entrada y empujó con la verga hasta que empezó a dolerme. Finalmente se
excitó tanto que quiso entrar por la fuerza. Se agarró la verga con una mano y con la otra me
ensanchó el coño. Yo ya notaba la punta de su verga dentro del agujero, y él empezó a empujar y
empujar. Creí que iba a partirme en dos. Estaba a punto de gritar de dolor cuando se corrió y me
inundó con su leche. Se levantó enseguida, me dejó tumbada en el suelo y se fue sin mirarme
siquiera. Cuando me dispuse a volver a casa, al llegar al camino del prado le vi meando a lo lejos.
Anochecía, y me apresuré.
Pero apenas había andado cien pasos cuando alguien me tocó el hombro. Asustada, me
volví. Ante mí vi a un niño harapiento algo más bajo que yo y quizá más pequeño.
—¿Qué has hecho con el soldado? —me preguntó.
—Nada —le grité enfadada.
—¿Nada, eh? —se burló—. He visto muy bien lo que hacías.
Me asusté.
—No has visto nada, chaval —logré decirle, aunque llorosa—, por mi alma que no he
hecho nada.
Él me metió la mano entre las piernas.
—¡Eres una puta! Te he visto coger tras aquellas matas, ¿me oyes?
Estaba furioso, y seguía sobándome el coño.
—¿Qué quieres de mí? —le pregunté en tono de súplica, porque me daba cuenta de que
no podía negar lo que el chico había visto.
—¿Que qué quiero? —Se me acercó más—. Quiero cogerte yo también, ¿está claro?
Entonces le di un empujón:
—¡Lárgate de una vez!
Y él a su vez me dio una bofetada.
—¿Qué te has creído? —gritó—. Follas con el soldado y a mí me rechazas, ¿eh? Espera y
verás, te seguiré hasta tu casa y se lo diré a tu madre… Sé muy bien quién eres.
Me aparté de un salto y eché a correr. Pero él me atrapó, me aferró por el hombro y quiso
volver a pegarme.
—Vamos a coger —dije entonces rápidamente.
Abandoné la idea de deshacerme de él. Fuimos tras unos arbustos, nos tumbamos en la
hierba y él me levantó el vestido. Entonces se echó encima de mí y dijo:
—Llevo toda la tarde esperando a una chica para coger.
Él debía de tener unos siete años.
—¿Cómo ha sido que me has visto coger? —le pregunté.
—Estaba tumbado en la hierba cuando se te ha acercado el soldado, y os he seguido.
Tenía una verga pequeña y puntiaguda que no follaba nada mal, de modo que me felicité
por haber cedido, preguntándome por qué me había negado a coger con él. Era la verga más
pequeña y delgada que había visto jamás, y se me ocurrió que aquel chaval podía conseguir lo que
el soldado había intentado en vano, es decir, metérmela. Así pues, se la cogí con la mano y se la
orienté, y como por lo visto la verga del soldado me había agrandado un poco el agujero y también
porque lo tenía mojado y resbaladizo de su leche, la cuestión es que entró un buen trozo. Me
meneé un poco y me apreté contra él, y casi entró del todo en mi coño. Me dolía un poco, pero al
chaval le gustaba aquello, porque me ensartaba rápidamente como un mecanismo de relojería, y
yo me sentía demasiado orgullosa de coger como una mujer de verdad como para no soportarlo.
Pasó un buen rato hasta que el chico terminó. Se fue al cabo de poco, y por fin pude marcharme a
casa.
Mi padre y mi madre habían ido a la taberna, el señor Ekhard estaba en cama, en la cocina,
y mis hermanos ya dormían. Quise pasar de hurtadillas por delante del señor Ekhard, pero me
llamó en voz baja, de modo que me acerqué a su cama. Me cogió la mano, la llevó debajo de la
manta y busqué su verga. Al poco de tocársela se le empinó, y como siempre dormía desnudo,
pude acariciarle los huevos y los muslos. Sin embargo, no quise que él me tocara, porque aún
estaba completamente mojada. Pero él me susurró:
—¿No quieres coger?
—No —le dije—, hoy no.
Empecé a meneársela para que se corriera pronto. Él intentó meterme la mano bajo el
vestido, pero le rechacé.
—¿Qué te pasa? —me preguntó.
—Pueden oírnos los chicos… —respondí.
Pero mientras se la cascaba noté cómo su gran verga ardiente se excitaba en mi mano, y
volví a ponerme cachonda olvidándome de todo tan pronto como me levantó del suelo y me sentó
sobre su verga. Me quité la ropa a toda prisa y me restregué contra esa verga gruesa y ardiente. El
señor Ekhard no se dio cuenta en absoluto de que yo estaba mojada.
—Angelito mío —me dijo—, tesoro…
Y en el momento en que empecé a correrme, temblándome todo el cuerpo, él se corrió
también, y de un modo tan abundante que durante toda la noche noté la camisa húmeda. Había
sido un día lleno de vicisitudes, casi tanto como aquel en que Robert nos había enseñado a coger y
a chupar como es debido.
Franz seguía persiguiendo a la señora Reinthaler, y yo también la observaba siempre que
podía para luego contárselo todo a mi hermano. A menudo la veía hablar y bromear en el portal
de casa con todo tipo de hombres, y yo siempre pensaba que aquellos hombres se la follaban. La
encontraba sobre todo con el señor Horak, y con el tiempo se puso de manifiesto que al menos en
este caso mis suposiciones habían sido acertadas. El señor Horak vendía cerveza, y cada día
detenía su carro delante del portal y cargaba y descargaba los barriles, ya que en el sótano de
nuestra casa había un almacén de cerveza. El señor Horak era un hombre alto y robusto de unos
treinta años, un tipo atlético de cara roja y gordota con un pequeño bigote rubio y el cráneo
rasurado. Llevaba también un pendiente dorado, que era lo que más me gustaba de él. En aquella
época el señor Horak me parecía un hombre guapo y espléndido. Vestía siempre una chaqueta
blanca o un traje de verano gris, y llevaba una pesada cadena de reloj plateada de la que colgaba
un pesado caballo de plata, lo cual despertaba en mí una especial admiración. Una vez, al volver
de la escuela, encontré a la señora Reinthaler en el portal en compañía del señor Horak. Ella
llevaba una blusa roja que no iba sujeta a la falda, sino que colgaba suelta por delante. Los
botones de arriba estaban desabrochados, y vi cómo le rebosaba la poderosa pechuga, cada una
de las tetas hacia un lado, e incluso se distinguían los pezones. El señor Horak se apoyaba en la
pared junto a ella, y se reían. Justo cuando me acercaba, el señor Horak le metió mano en las
tetas, y ella le rechazó golpeándole la mano. Riñeron un momento, luego él volvió a intentar
meterle mano en las tetas y consiguió agarrárselas. La señora Reinthaler le apartó de un empujón,
y entonces él se inclinó e hizo como si quisiera meterse debajo de sus faldas. Ella gritó y volvió a
golpearle, pero no estaba enfadada. Pasé por su lado sin que se dieran cuenta y les observé.
Naturalmente aquel juego me interesaba, y me habría gustado quedarme por allí y escuchar su
conversación. Pero el señor Horak no prosiguió su ataque, sino que parecía haber iniciado una
conversación seria. Luego desapareció dentro de la casa y enseguida le siguió la señora Reinthaler.
Corrí tras ellos y vi a la señora Reinthaler bajar al sótano. Esperé un rato y bajé en silencio por la
escalera. Conocía bien el lugar, y escogí como puesto de centinela un rincón del muro. Desde allí
podía ver el largo corredor que se abría ante mí y que conducía a la habitación del sótano,
iluminada por un tragaluz, donde se guardaban los barriles de cerveza. La señora Reinthaler y el
señor Horak se habían detenido en el centro y se abrazaban y besaban. Él le había levantado la
blusa, le había metido mano y le había asido una teta. Era una teta grande y redonda, blanca como
la leche, que ahora la mano roja y grandota del señor Horak apretaba y manoseaba. La señora
Reinthaler se arrimaba a él, y mientras él la besaba la vi a ella desabrocharle la bragueta. Cuando
tuvo su verga en la mano, empezó a temblar y se arrimó aún más contra él. Era una verga
increíblemente larga, delgada y sorprendentemente blanca. Era tan larga y tanto sobresalía que
apenas se veía la mano de la señora Reinthaler, y se necesitaba un buen rato para frotarla arriba y
abajo en toda su longitud. Y me sorprendió que fuera tan delgada. El señor Horak, que jadeaba
tanto que yo podía oírle desde donde estaba, empujó a la señora Reinthaler contra un alto barril,
le sacó la otra teta de la blusa y empezó a acariciar y manosear ambas a la vez. La señora
Reinthaler se reclinó contra el barril y le oí decir en voz baja:
—Anda, venga, no aguanto más.
Sentí curiosidad por ver cómo lo hacían, ya que nunca había visto coger en aquella
posición. El señor Horak, a quien la larga y delgada verga se le había empinado hasta alcanzar el
oscilante caballo de plata, cogió las piernas de ella se las pasó por encima de los brazos y la
ensartó de pie mientras ella permanecía sentada en el barril y apoyándose en la pared.
—¡Jesús, María y José! —gritó en voz bajada señora Reinthaler al sentir la verga—, Jesús,
María…, me llega hasta el estómago…
Horak follaba con rápidas embestidas y todas sus fuerzas, manteniendo la cabeza baja de
modo que podía ver las tetas desnudas de la señora Reinthaler. Tanta era la violencia con que él la
metía y la sacaba, que parecía que intentase partirla en dos, y ella tan pronto le besaba el cráneo
rasurado como le apretaba la cabeza entre sus tetas, le hablaba o jadeaba entusiasmada:
—¡Ah!… ¡Ah!… No lo soporto…, estoy a punto de correrme…, ahora, ahora…, así volveré a
correrme… Ah, qué gusto…, espere, aguante…, no, no se corra todavía…, Jesús, María…, si mi
marido follase así… Ah, qué gusto, nadie me había follado así… Ah, la siento hasta en la boca… Ah,
si hubiera sabido cómo follaba…, habría cedido hace tiempo…, aún más… Ah, me corro otra vez…,
más fuerte…, más fuerte…, así está bien…, córrase, señor Horak…, un día hemos de coger
desnudos, ¿eh?…, desnudos…, ¿vale?…, en el hotel…, ¿de acuerdo?
Él no respondió, sino que siguió clavándole la verga en el cuerpo con fuertes empujones.
Ella empezó a jadear, a resollar, y finalmente profirió un leve gemido que parecía un llanto. Su
aliento se convirtió en un silbido, y se reclinó aún más, levantando el culo en el aire, fuera del
tonel. Él le agarró las nalgas fuertemente, siguió empujando y jadeó:
—Ahora.
Y volvió a clavársela tan adentro del cuerpo que ella empezó a gritar de placer. Entonces él se
quedó inmóvil, y al cabo de un momento sacó la verga lentamente, liberando a la señora
Reinthaler, que se incorporó, se arregló el cabello, se colgó de su cuello y le besó:
—Oiga —dijo—, eso no lo hace cualquiera. No había visto nada igual en mi vida…
Él encendió un cigarrillo y preguntó:
—¿Cuántas veces te has corrido?
—No tengo ni idea —dijo ella—, como mínimo cinco.
Él volvió a asirle las tetas, las sospesó en sus manos, las acarició y jugueteó con los
pezones. Ella se quedó de pie ante él.
—¿Cuántas veces te corres cuando te folla tu marido? —preguntó él sonriendo.
Ella hizo un gesto desdeñoso:
—No me corro ni una sola vez. Mi marido no sabe hacerlo. No puede aguantarse, ¿sabe
usted? Se tumba, me la mete y se corre enseguida. No hace más que excitarme. Después de coger
con él, me quedo tan cachonda que tengo que hacérmelo con la mano.
Horak se rió y siguió jugueteando con sus tetas.
—¿Y por qué no se lo dices…?
—Bah, no sirve de nada. Lo hemos discutido muchas veces. Él quiere convencerme de que
todos los hombres follan así, y de que no hay otro modo de hacerlo. Y no tiene ni idea de que
alguna que otra vez me busco otra verga.
El señor Horak soltó una carcajada, y ella continuó:
—Créame, lo he intentado todo para conseguirlo. En el segundo polvo necesita más
tiempo para correrse, y entonces también a mí me viene. Pero no hay modo de que se le levante
por segunda vez. A veces, si se la meneo un buen rato y me la meto en la boca… —La señora
Reinthaler se interrumpió—. Sí, sí —repitió—, a esto te obliga un hombre así. Me la meto un par
de veces en la boca a ver si se le vuelve a levantar… Y si al fin se le levanta, me la mete
rápidamente y… pum, se corre enseguida. Y vuelvo a excitarme para nada.
Horak se había levantado:
—Tienes que enseñarme eso de coger en la boca —dijo—. No lo he hecho nunca. —Seguía
agarrado a aquellas grandes tetas blancas que tanto le gustaban.
—Oh, no, señor Horak —dijo ella—. Aseguro que lo conoce. Seguro que las mujeres se lo
han hecho un montón de veces. Al fin y al cabo, puede tener la que quiera.
Yo, desde mi escondite, fui de la misma opinión, pues con sumo placer le hubiera hecho
todo lo que quisiera al señor Horak y también me lo habría dejado hacer.
—No —dijo él—, no he follado a ninguna en la boca. Venga, enséñamelo.
Sin soltar sus tetas, volvió a empujarla contra el barril. Ella se sentó y él se quedó de pie
ante ella.
—Pero con usted no es necesario —adujo ella—. Ya se le empina sola.
—No se me empina nada —exclamó él sacándose la verga, que realmente le colgaba
fláccida en toda su longitud.
Ella se la cogió y se la manoseó mientras él volvía a toquetearle los pezones.
—Oiga, estoy volviendo a excitarme —dijo ella—. Pero no tengo tiempo, debo irme.
Él le apretó las tetas hasta que la blanca carne le rebosó entre los dedos rojos.
De repente ella se inclinó, le levantó la verga y se la metió en la boca. Él le soltó las tetas y
jadeó. Entonces fue él el que gimió «María y José».
En aquel momento oí que alguien bajaba la escalera del sótano. Sin pensarlo dos veces,
exclamé:
—¡Viene alguien!
Se sobresaltaron como heridos por un rayo y clavaron los ojos en mí. Ambos
permanecieron inmóviles. Ella con las tetas al aire y él con la verga empinada. Él fue el primero en
esconderse la verga de un tirón dentro de los pantalones y en abrocharse la bragueta. Luego
ayudó a la señora Reinthaler a cubrirse las tetas con la blusa.
Me había acercado a ellos porque yo también tenía miedo de aquel «alguien» desconocido
que bajaba al sótano. Nos quedamos sin decir palabra, ellos mirándome, aún horrorizados y
avergonzados. Los pasos se acercaron. Se trataba del portero, que nos encontró a los tres allí de
pie, saludó al señor Horak, cogió una escoba y subió de nuevo la escalera.
Volvimos a quedarnos solos. La señora Reinthaler se tapó la cara con las manos como si se
avergonzara muchísimo, y el señor Horak se mostró tan azorado que miraba hacia la pared sin
atreverse a volver la cara. Cuando la señora Reinthaler se dio cuenta de que Horak no era capaz de
hablar conmigo y que yo me disponía a irme, se abalanzó sobre mí y me susurró al oído:
—¿Has visto algo? —quiso saber.
—Sí… ¡Esto! —la informé en el acto.
—¿Qué es «esto»? No has visto nada de nada…
—Oh, sí… —la contradije—. He visto todo lo que ha hecho con el señor Horak.
Al decir aquello me entró miedo de mi propio descaro y quise irme. Pero ella me asió de la
muñeca y ambos se miraron un instante sin saber qué hacer. Entonces el señor Horak rebuscó en
su bolsillo, me dio un gulden de plata y, sin mirarme, dijo a media voz:
—Ahí tienes, pero no se lo digas a nadie, ¿entendido?
Me puse la mar de contenta porque estaba asustada y no esperaba nada parecido, sino
más bien una paliza. El miedo que sentía desapareció de pronto al darme cuenta de que ellos me
temían. Me eché a reír, le dije al señor Horak «Buenas tardes» y quise irme. Pero la Reinthaler me
detuvo.
—Espera un momento —me dijo amablemente. Me detuve y ella se acercó a Horak, le
llevó a un rincón y le habló en susurros excitadamente. Les observé con atención. A Horak se le
encendió el rostro y sacudió la cabeza, pero ella se interrumpió, se volvió hacia mí y me hizo gesto
de que me acercara:
—Ven, pequeña.
Cuando llegué a su lado, se inclinó, me rodeó los hombros con el brazo y me dijo zalamera:
—Bien, ahora me dirás qué has visto… —No respondí, pero ella no aflojó—: Si lo sabes,
dímelo… —Seguí en silencio, y ella insistió—: ¿Ves?, no dices nada porque no has visto nada de
nada.
Y se me escapó decirle:
—Oh, sí… Lo he visto todo.
—Bien, entonces dímelo, dímelo…, no sientas vergüenza delante del señor Horak…,
habla…, si me lo dices el señor Horak te hará un regalo…, o te enseñará algo…, ¿de acuerdo?
Pero no quise hablar delante del señor Horak, así que me arrimé contra el pecho de la
señora Reinthaler y le murmuré al oído:
—Primero usted se ha sentado en aquel barril…
—¿Y qué más?…
—… Y el señor Horak se ha metido entre sus piernas…
Me apretó contra sí con más fuerza:
—¿Y qué más?…
Cogí una de sus tetas y le indiqué el modo en que Horak había jugado con ellas.
Ella continuó con voz apagada:
—¿Y luego?…
Acerqué mis labios a su oído:
—… Y luego se ha metido la cosa del señor Horak en la boca…
Me meció en sus brazos y me preguntó en tono cantarín, como si hablara a un niño
pequeño:
—¿Y ya sabes cómo se llama lo que hemos hecho?…
El señor Horak se había acercado y se detuvo delante de nosotras. Le sonreí y vi a la
señora Reinthaler guiñarle un ojo.
—¿Sabes cómo se llama?
Quise demostrarle a Horak que no era tan tonta y dije:
—Sí.
La señora Reinthaler siguió meciéndome y me pidió:
—Anda, dilo, ratita…, anda, dilo…
Me acurruqué contra ella, pero me negué a decirlo sacudiendo la cabeza:
—No, no lo diré.
Entonces, delante de mí, le asió la bragueta al señor Horak. Observé con excitación cómo
le sacaba la verga, que se le puso tiesa y dura como un cirio:
—Dilo…, dilo… —Le acarició la verga, me sentó en sus rodillas desnudas y dijo—: Dilo, si lo
sabes…
Pero como yo seguí callada, me cogió la mano y me la puso en la verga del señor Horak. La
dejé hacer de buen grado, y al notar al tacto la larga verga de Horak, sonreí complacida y le miré a
los ojos. Luego empecé a restregársela suavemente, arriba y abajo, y vi que las rodillas le
temblaban. La señora Reinthaler me empujó suavemente la cabeza hacia la punta de la verga. El
prepucio quedó muy cerca de mi boca, y noté cómo latía en mi mano. No pude resistirlo,
despegué los labios y me hundí aquella linda verga blanca hasta la garganta, lamiéndola y
chupándola tal como Robert me había enseñado. Sentí que las manos rojas y grandotas del señor
Horak resbalaban por mi cara. Las desplazó hacia abajo para ver si yo tenía tetas. Pero al no
encontrar nada, agarró las tetas que la señora Reinthaler le ofrecía por encima de mi cabeza. Ella
fue la que me metió la mano por detrás debajo de la falda y me sobó la raja, y lo hizo tan bien que
dejé de oír y ver nada y chupé la verga cada vez más deprisa. Naturalmente sólo la parte de arriba,
ya que era demasiado larga y sólo me cabía en la boca una cuarta parte. Mientras tocaba el piano
en mi coño, la señora Reinthaler dijo jadeando al señor Horak:
—No te corras…, yo también quiero mi parte.
Entonces él retiró la verga de mi boca. La señora Reinthaler me hizo bajar de su regazo y le
apresó entre sus piernas mientras él la ensartaba. Ella empezó a jadear, volvió la cabeza hacia mí,
que permanecía junto a ella, y me preguntó sin resuello:
—¿Qué?…, ah, ah…, ¿sabes…, cómo…, ah, ah…, cómo se llama?…
—Coger —respondí.
Entonces Horak me metió la mano debajo de la falda. Me acerqué más, y mientras se
follaba a la señora Reinthaler, me pellizcó y apretó la raja con sus manos rojas y grandotas, me
restregó los dedos uno por uno y comprobó si mi agujero ya estaba abierto. Pudo entrar un poco,
porque el chaval de las matas había abierto el camino. Le aferré la mano y dejé que sus dedos me
cogeran. Las piernas me temblaban de placer, pues los suspiros, jadeos y comentarios de la señora
Reinthaler, sus tetas desnudas cuyos rojos pezones brillaban húmedos, y el resuello de Horak aún
me excitaron más de lo que ya estaba de tanto mirar.
Cuando terminamos, Horak dijo mientras se abrochaba los pantalones:
—Esta niña ya es una experta…
La señora Reinthaler me sonrió y comentó:
—Claro, me he dado cuenta enseguida. Ya es una mujercita —y volviéndose hacia mí,
preguntó—: ¿Cuántas veces has follado ya?
Naturalmente le mentí:
—Ninguna… Por mi alma, ninguna…
—Anda, va. —No me creyó—. No me mientas. ¿Cuántas veces lo has hecho?
—Ninguna —insistí yo—, sólo he visto hacerlo alguna vez en casa, por la noche… —
También ahora me vino a propósito la historia que ya había contado a Ekhard.
La señora Reinthaler y yo subimos juntas la escalera. El señor Horak se había quedado en
el sótano. Me pareció entonces una amiga y compañera, y me sentí no poco orgullosa de ella y de
mí. Era distinto que con Anna y Mizzi. Recordé que Ferdl se había follado a la señora Reinthaler en
el tendedero. Ferdl también me había follado a mí a menudo, cosa que volvía a relacionarnos a
ambas. No pude callar por más tiempo. Mientras subíamos la escalera, me colgué cariñosamente
de su brazo y le dije:
—Señora Reinthaler…, no es cierto lo que le he dicho antes…
—¿A qué te refieres? —preguntó.
—A que no lo he hecho nunca…
Me respondió con tibio interés:
—¿Así que ya lo has hecho?
—Sí.
—Lo he intuido enseguida. ¿Y lo has hecho a menudo?
—Sí.
—¿Cuántas veces?
—Quizá diez, o más…
—¿Y con quién?
Entonces le respondí triunfante:
—Con Ferdl.
Ella preguntó con indiferencia:
—¿Qué Ferdl?
—Con el chico que vivía en casa —le expliqué— el hermano de Anna. Usted le conocía.
—¿Yo? —se preguntó perpleja.
Me sentí decepcionada, e insistí:
—Sí, seguro que le conocía…
Me miró de reojo:
—No me acuerdo…
Entonces le dije:
—¿No se acuerda? Una vez la ayudó a subir la colada al tendedero.
Evidentemente tuvo un sobresalto. Y dijo:
—¿Ah, sí? Creo, creo que ya me acuerdo…
No aflojé, apreté su brazo y murmuré:
—Señora Reinthaler, Ferdl me lo contó todo.
Me interrumpió:
—Cállate —y con eso zanjó la cuestión.
Al cabo de unos días me encontré al señor Horak cuando se disponía a bajar al sótano. Le
saludé gritando «Buenas tardes» para llamar su atención. Se volvió en la puerta del sótano, me
vio, se acercó y comprobó si había alguien. Cuando se hubo asegurado, me llamó:
—Ven al sótano, ¿quieres?
Fui sin rechistar. Una vez en el sótano, se detuvo en el oscuro corredor, me asió la cabeza
y la apretó contra sus pantalones. Le agarré la verga con las dos manos, se la manoseé.
—Ah, qué bien lo haces… —dijo.
No le respondí, sino que me apresuré a ganarme el elogio que me había dedicado. Me
volví imaginativa. Hurgué en sus pantalones y le acaricié los huevos, y con la otra mano hice subir y
bajar la piel del prepucio.
—Métetela en la boca —me pidió en voz baja.
No quise; yo misma no sé por qué, pero creo que hubiera preferido meterme aquella larga
verga en otro sitio.
—Si me la chupas otra vez, te daré un gulden —me prometió.
Pero rechacé su oferta.
—Hágamelo como a la señora Reinthaler —le propuse.
—¿Qué? ¿Quieres que te folle?
—Sí.
—Pero, niña, eres demasiado pequeña para eso —se sorprendió.
Le cogí la verga con más fuerza, se la meneé y froté mi coño contra sus rodillas.
—Oh, no —aduje—, no soy demasiado pequeña, ya puede cogerme.
—¡Pero si aún no tienes pelos!
—¿Y qué más da? —Quería que me cogiera, y no cedí.
—¿Lo has hecho alguna vez?
—Claro, varias veces…
Me levantó en brazos de modo que quedé sentada a caballo encima de sus caderas, mi
pecho contra el suyo, como se cargan los niños pequeños. Me sostenía con una mano, y yo me
abracé a su cuello. Con la otra mano me arremangó el vestido, me abrió la raja con los dedos y
noté que hurgaba con la punta de la verga en mi agujero. Empecé a menear el culo para sentirla
mejor y para que me penetrara más. Él apretaba su cara contra la mía e intentaba metérmela
como podía, pero al cabo de un rato dijo:
—No, no. No funciona. Espera, quizás irá mejor así…
Me dejó en el suelo y vi que tenía la verga enrojecida. Se sentó en un barril bajo, acercó
rodando otro más pequeño y me hizo dar la vuelta de modo que quedé de espaldas a él. Creí que
iba a hacérmelo como me lo había hecho Robert aquella vez en la cama, y me alegré.
—¡Inclínate! —me ordenó.
Lo hice y apoyé los codos en el barril pequeño. Tenía el culo levantado. Me volví a mirar y
vi al señor Horak humedecerse la verga con saliva.
—Sólo es para que entre más fácilmente…
Entonces me descubrió el culo, se puso de pie y se inclinó quedando exactamente sobre
mí. Llena de sorpresa, miedo y angustia noté que me apuntaba la verga hacia el agujero del culo y
empezaba a hurgar lentamente. Quise gritar, pero él me susurró:
—Estate quieta; y, si te duele, dímelo.
Entonces me metió la mano entre las piernas y, mientras me introducía la verga
cuidadosamente en el ojete, empezó a sobarme el coño inmejorablemente.
—¿Te duele? —preguntó.
Me dolía un poco, pero al mismo tiempo sus dedos me daban tanto gusto que respondí:
—No.
De un tirón me la metió más adentro.
—¿Duele?
Dolía, pero su juego de manos me tenía tan arrebatada que no quería dejarlo ir, así que
dije:
—No, en absoluto.
Me la introdujo aún más, y pensé que ya debía de tenerla entera dentro de mi cuerpo.
Pero, tal como me dijo luego, no había sido más que la mitad de la verga. En todo caso, suficiente
para mi edad, el lugar en que nos hallábamos y la enorme longitud de su verga. Hasta aquel
momento no había sentido más que asco por el hecho de que me penetrara el culo de aquella
manera, pero al hundírmela más profundamente con el último empujón, empecé a sentir un
extraño placer, en parte doloroso, pero que en realidad no dolía. Se trataba más bien del miedo a
sentir dolor, y tampoco era exactamente placer, sino la intuición de un placer, pero tan excitante y
violento que empecé a gemir.
—¿Te duele? —me preguntó Horak.
No pude responderle de tan excitada como estaba. Sacó la verga y volvió a preguntarme,
insistente:
—¿Te duele?
No me gustó que me la sacara. Así que levanté aún más el culo poniéndome de puntillas y
murmuré:
—Déjela dentro… y siga cogiendome…
Al momento su ardiente verga volvió a ensartarme y, excitada, susurré:
—… Siga follándome…, ah…, así, así…
En lugar de golpearme con fuerza, hurgaba suavemente, y me agarraba el coño y me lo
manoseaba. Curiosamente recordé al chaval que me folló tras las matas, en Robert, que al fin de
cuentas también me la había metido un poco, y al señor Ekhard, y estos recuerdos aún me
pusieron más cachonda.
A fin de sentir mejor la verga que me penetraba el culo, apreté un par de veces las nalgas,
lo que ejerció un notable efecto en el señor Horak. Empezó a coger más rápidamente, se inclinó
aún más sobre mí y me susurró al oído:
—Sí, corazón, aprieta las nalgas…, sí, ratita…, ah…, que… qué gusto…, eres una putita,
¿oyes?…, me gustas…, bajarás cada día al sótano conmigo, ¿eh?
—¿Cada día? —pregunté excitada, y apreté aún más las nalgas entorno a su verga.
Horak empezó a temblar y me susurró ardiente:
—Claro, putita, ratita, quiero metértela cada día…
Aquella conversación me gustaba, porque me excitaba más, así que le respondí:
—¿Quiere cogerme cada día, señor Horak? No puede ser…
—¿Y por qué no? —Empezó a golpear con más fuerza.
—Si viene la señora Reinthaler… —comenté.
—¿Qué dices? —susurró—. Te prefiero a ti, con tu pequeño ojete y el coño sin pelos…
—No le creo…
—Te lo digo yo. —La tenía tan adentro que noté sus huevos golpeándome suavemente los
muslos.
—Pero la señora Reinthaler —le recordé— tiene un buen par de tetas…
—Me importan un comino —murmuró—. Tú también tendrás pronto tetas.
—Oh, no, aún falta mucho tiempo…
—Que sí —me consoló—. Si follas mucho, las tetas te crecerán rápidamente.
Alegrándome ante esta perspectiva, apreté las nalgas una y otra vez, y entonces él dejó de
hablar:
—Ah…, ah…, ahora…, ahora…, ahora… —fue todo lo que dijo.
Pero noté que se estaba corriendo. La verga le temblaba, me hundió los dedos en el coño y
en ese instante me inundó una ola ardiente que noté en mi cuerpo como el contacto de la punta
de una lengua, húmeda y blanda.
También yo empecé a jadear, a resollar y a gemir, y apreté el culo. Cuando me la sacó y me
incorporé, la leche me fluyó por los muslos, dejándome completamente mojada. Sentía todavía los
golpes de su verga, me dolía la espalda y me mareaba de tanta excitación.
El señor Horak se quedó de pie ante mí como un borracho, con la larga verga empapada
de leche colgándole fuera de los pantalones. Luego sacó un pañuelo; yo lo cogí y le sequé el rabo
cuidadosa y tiernamente.
—Oye —me dijo—, eres toda una putita. No había visto nunca nada semejante…
En lugar de responderle, volví a hablarle de la señora Reinthaler:
—Tiene un buen par de tetas…, tan grandes y blancas…
—Pero te prefiero a ti —insistió.
Eso me llenó de orgullo, y le pregunté:
—¿Y si baja alguna vez?…
—¿Qué quieres decir?
—¿A quién se cogerá usted entonces? —quise saber—. ¿A ella o a mí?
—¡A ti, naturalmente! —afirmó.
—Pero ¿qué dirá la señora Reinthaler?
—Que diga lo que quiera…
—Bien, me voy… —Me volví hacia la escalera, pero él me detuvo.
—Espera un momento —me pidió. Volvió a sentarme en el barril, me colocó entre sus rodillas y
preguntó—: Anda, dime, ¿ya habías follado antes?
—Como hoy, nunca.
—¿Cómo, entonces?
—De ninguna manera.
—No me mientas. Tú misma me lo has dicho antes.
—Sí…
—¿Con quién, pues?
—No lo sé.
—¿Con un extraño?
—Sí, con un soldado.
—¿Dónde?
—En el Fürstenfeld…
—¿Y cómo sucedió?
—Me echó al suelo y se tumbó encima de mí…
—¿Por qué no gritaste o pedisteayuda?
—Porque le tenía miedo.
Me atrajo hacia sí:
—¿Y qué, te gustó hacerlo?
Sacudí la cabeza:
—Oh, no.
—¿Pero conmigo sí te gusta hacerlo? —preguntó.
Le abracé y besé su linda cara roja. Cuando me fui, me despidió en tono de broma:
—¡Adiós, querida mía!
Durante aquellos días olvidé completamente al señor Ekhard. Espiaba la llegada del señor Horak,
pero no le vi durante unos días. Seguí haciéndolo con Franz a nuestra antigua usanza, y por la
noche intentaba pillar de nuevo a mis padres. Una vez vi a mi madre dejarse dar por el culo. En
otra ocasión, a mi padre debajo y a mi madre encima. Y otra noche les oí hablar. Los crujidos de la
cama me habían despertado. Mi madre estaba desnuda, mi padre le sujetaba las piernas bajo las
axilas y la follaba violentamente, y le oí decir:
—Voy a correrme.
Mi madre exclamó en un susurro:
—Espera, aguanta un poco…, espera…
Pero él se corrió, cosa que noté en el hecho de que soltó las piernas de mi madre, se tumbó sobre
ella y gimió.
—Muy bonito, ni siquiera me he corrido —le soltó mi madre.
Tras descansar un rato, mi madre empezó a atosigarle:
—¿No podríamos echar otro polvo?
—Luego, quizá —gruñó mi padre.
Pero ella estaba enojada:
—Oh, luego… Luego empezarás a roncar de tal modo que no habrá Dios que te despierte.
—Ahora no puedo…
—Si te hubieras aguantado un poco… ¡Yo también quiero mi parte! —le regañó mi madre.
—Sólo tienes que esperar un rato —quiso consolarla mi padre.
Ella suspiró, permaneció unos minutos en silencio y volvió a insistir:
—¿No se te levantará más?
—Ahora no.
—Sí, sí —dijo mi madre—, ya te la levantaré yo.
Se sentó en la cama y vi que se la meneaba vigorosamente inclinándose sobre él. Él le sobó las
tetas un instante, pero luego se quedó inmóvil. Aquello duró casi un cuarto de hora. Entonces él
dijo, malhumorado:
—Déjalo, ya ves que no funciona…
—¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer? —se lamentó mi madre, a punto de echarse a llorar.
—No puedes hacer nada de nada —gruñó mi padre—, déjalo estar. No se me levanta y basta.
Mi madre gimió, pero siguió manoseándola. Luego se quejó débilmente:
—Me duele la mano… —y acto seguido—: Probaré así… —Se inclinó y se metió la fláccida verga en
la boca. La oí lamer, chupar, jadear. Pero al rato se incorporó, enojada—: No hay modo de que se
te levante. Jesús, qué cruz de hombre, lo único que sabe es metérmela en el coño, dar dos o tres
empujones y correrse, sin pensar que la mujer también quiere su parte. —Mi padre no decía
palabra. Mi madre siguió—: ¿Y ahora qué hago?… Coger me ha excitado…, y luego cascártela y
mamártela… ¿Qué hago ahora?… Pero esto me lo haces a menudo…, ya me lo sé…, es para
volverse loca. ¿Qué dirías tú si te la sacara antes de que te corrieras? Te irías en busca de otra. Los
hombres lo tienen fácil, corren a buscar a una puta… Pero, yo, ¿qué pasaría si ahora quisiera coger
con otro?
—Haz lo que quieras…
—¿Ah, sí? ¡Bien, lo tendré en cuenta! ¿Crees que no encontraré a nadie que quiera cogerme?
Mi padre se sentó en la cama, tumbó a mi madre y le metió la mano entre las piernas. El torrente
de palabras de mi madre cesó en un santiamén. Empezó a menearse bajo la mano de mi padre,
que le hizo una paja como Dios manda, y la oí jadear. Mi padre, con la mano libre, le manoseó una
teta y le pellizcó un pezón, y pronto oí a mi madre susurrar:
—Ahora…, ya me corro…, méteme el dedo hasta el fondo…, entero…, así…, así…, ah…, ah…
Mi padre rezongó:
—Bueno, a ver si ahora tenemos un poco de paz.
Poco después roncaban los dos; sólo yo me quedé despierta y excitada, sin saber quién me
apetecía más, Franz, Ferdl, Robert, el señor Ekhard, el señor Horak, el soldado o el chaval de las
matas. Era ya muy famosa entre los chicos del edificio y de la calle en que vivíamos. De nuevo
debo atribuir a la expresión de mi cara y a la involuntaria elocuencia de mis ojos el hecho de que
todos ellos supusieran sin más que yo me dejaba coger. Seguramente todos aquellos chicos
estaban tan corrompidos como mi hermano y yo, y como si fuera la cosa más natural del mundo se
follaban a sus hermanas, a sus amigas, a toda aquella que pudieran conseguir. Cuando me
encontraba a uno de esos chicos, a quien a menudo no conocía, en el corredor o la escalera de
casa o en la calle, como saludo me daban un golpecito en el coño con la palma de la mano, y yo les
rechazaba o, si me gustaban, les metía la mano en la bragueta.
En aquella época no tenía mucho trato con mis compañeras de la escuela. Yo era muy callada, y si
alguna vez yo hablaba con alguna, o ésta me confesaba enseguida que ella también follaba, o me
miraba sin comprender, a menudo con menosprecio, y a partir de entonces evitaba mi trato.
Sucedió varias veces que un chico al que había excitado metiéndole la mano en la bragueta no
quisiera soltarme. Entonces bajaba con él al sótano, que siempre estaba abierto, y follábamos allí
a toda prisa, de pie, y separándonos en cuanto terminábamos. En aquella época hice esto con
unos siete u ocho chicos.
Sin embargo, recuerdo a dos de esos chicos, y la historia de uno de ellos tuvo relación más
adelante con el señor Ekhard. El primer chico, que se llamaba Alois, era el hijo del dueño de
nuestra casa, un muchacho delicado, de lindos cabellos rubios; vestía un traje de terciopelo
marrón oscuro y, aunque ya tenía doce años, pantalones cortos. Creo que le amaba, porque cada
vez que me encontraba con él temblaba de emoción sólo con mirarle. Me parecía tan orgulloso,
fino y educado que, aunque en su presencia me sentía avergonzada, no podía quitarle los ojos de
encima. Él se limitaba a echarme una breve mirada y luego se giraba con orgullosa indiferencia. No
podía hablarle, porque siempre iba acompañado de una niñera bajita y terriblemente gorda,
bastante mayor y cargada de espaldas.
Pero una tarde me topé con él casualmente en el corredor que había ante la puerta del sótano,
donde me hallaba yo esperando a un chico, no importa a cuál. Al verle tan de súbito solo delante
de mí, temblé de deseo y emoción. No llevaba sombrero, pero vestía su traje de terciopelo y su
blanco cuello vuelto. Alois se detuvo ante mí y me miró. No me atreví a dirigirle la palabra, aunque
deseaba que bajara conmigo al sótano. Como no dijo nada, le sonreí. Finalmente me atreví a
preguntarle:
—¿Ya has estado alguna vez en el sótano?…
—No —me respondió muy serio—. Pero bajemos juntos.
Una vez en la escalera, preguntó en voz baja:
—¿No nos puede ver nadie?
Aquella pregunta nos unió y lo aclaró todo enseguida. Sin embargo, no me atreví a tocarle, y me
limité a murmurar:
—No hay nadie.
No dijo nada, y nos quedamos en el corredor en penumbra, el uno frente al otro, sin decir palabra.
Sin duda ambos teníamos miedo, pero yo me sentía tan feliz que retuve el aliento. Me acarició las
mejillas, y me atreví entonces a responder a aquella caricia. Luego me acarició el pecho y por fin
fue bajando la mano hasta tocarme el coño por encima del vestido. Me apoyé en la pared, inmóvil
y temblorosa. Su mano presionó con más fuerza entre mis piernas. Cedí, y él siguió
manoseándome por encima del vestido.
—¿Quieres? —susurró.
Me resistí, por primera vez me resistí, y dije:
—¿Y si viene alguien?…
Me levantó lentamente el vestido y se colocó entre mis piernas. Su rostro seguía serio, y noté que
hurgaba con la verga en mi agujero. Estaba tan excitada que me corrí al contacto de su ardiente
prepucio. Pero seguí estando cachonda. Debido a que me había corrido y debido también a mi
excitación, tenía la raja completamente mojada.
Él siguió con expresión seria y tranquila. Con una mano me agarró el culo, me apretó contra sí de
modo que quedé con los hombros apoyados en la pared, y al cabo de un momento empecé a
gemir porque había reprimido un grito de placer: con un solo golpe, maravillosamente hábil, me la
había metido entera. Tenía una verga firme, muy corta y bastante gruesa, y después de
penetrarme se quedó inmóvil unos segundos. Luego empezó a golpear lentamente pero sin retirar
ni un milímetro la verga, que permanecía dentro como si la hubieran soldado, y casi perdí el
sentido de tan caliente como estaba. Entonces empezó a moverla en círculos como si quisiera
ensancharme el agujero, pero siguió dentro de mí. No me había sucedido nunca. Gemí en voz baja
porque volvía a correrme.
—¡Hecho con provecho! —dijo Alois de repente.
Antes de que tuviera tiempo de sorprenderme por esta expresión, modificó sus golpes sacando
lentamente la verga y volviéndola a meter lentamente, cosa que hizo cuatro o cinco veces, y
entonces noté que se corría; no mucho, pero se corrió, la verga le tembló violentamente al
metérmela por última vez y yo también me corrí por última vez al mismo tiempo que él. Cuando
terminó, se limpió la verga en mi blusa, se la metió en los pantalones, me dio unos golpecitos en la
mejilla y dijo:
—Follas mejor que Klementine…
Como no sabía quién era Klementine, permanecí en silencio, pero no me extrañaba en absoluto
que un chico tan fino pudiera coger con quien quisiera. Antes de irse me propuso:
—Ven mañana por la tarde a mi casa. Mis padres se van y estaremos solos.
A la tarde siguiente llamé a la puerta del dueño de nuestra casa con el corazón palpitante. Me
abrió la cocinera:
—¿Está el señorito Alois? —pregunté tímidamente.
—Sí, el señorito está en casa… —rió ella.
Fui conducida a su habitación, que era muy grande y tenía unos muebles maravillosamente
blancos. Me pareció el paraíso. Alois me enseñó su cama, lacada de blanco y con un cobertor azul
celeste. Luego el gran diván, tapizado de blanco y azul, y dijo señalando la cama:
—Duermo aquí —y señalando el diván—: Aquí duerme la niñera.
Luego me enseñó sus libros de dibujos y sus soldados, pistolas y sables de juguete. Nunca había
pensado, ni por asomo, que un niño pudiera llevar aquella vida. No podía ni imaginarme que en
una habitación tan espléndida pudiera igualmente hacerse lo que habíamos hecho el día anterior
en el sótano.
Al cabo de unos minutos entró en la habitación la niñera bajita y gorda, entrada ya en años, que
siempre acompañaba a Alois al ir o volver de la escuela. Así pues, ya no estábamos solos, y dejé de
pensar en la posibilidad de repetir los juegos del día anterior. La niñera se sentó en el diván y se
dedicó a hacer calceta sin prestarnos ninguna atención. Nosotros nos sentamos a la mesa cubierta
de soldaditos y jugamos con ellos. De improviso Alois se levantó, se acercó a la niñera, se plantó
delante de ella y le agarró las gordas tetas. Me quedé tan perpleja que perdí el habla. Ella le
rechazó de un empujón, mirándome con desconfianza:
—Pero Alois… —rezongó.
—Tranquila… —dijo Alois—. Pepi también lo hace.
Y volvió a agarrarle las gordas tetas. Ella se las dejó toquetear sin rechazarlo de nuevo, pero
comentó:
—Pepi lo hará también, ya lo creo que sí, pero ¿no se lo dirá a nadie?
En lugar de responder, yo me levanté a mi vez, me acerqué a ella, le así la otra teta y se la estrujé.
Era blanda y mullida, y a la niñera bizca se le encendió el rostro huesudo y gastado. Alois se había
sacado la verga y la apretaba contra la mano de la niñera. Ella se la cogió y jugueteó con ella, pero
no como yo solía hacerlo. La sostenía entre el corazón y el pulgar mientras daba golpecitos en el
glande con el índice, de modo que la piel del prepucio bajaba cada vez más.
—¿Sabes qué es esto? —me preguntó con una sonrisa que pareció sarcástica en su hosca cara.
—Oh, sí… —asentí.
—¡Vaya! ¿Y cómo se llama?
—Verga —dije en voz baja.
—¿Y qué hace la verga? —quiso saber.
—Coger… —respondí en un susurro.
Empezó a jadear y golpeó más rápidamente con el índice el rosado glande de Alois.
—¿Y dónde folla la verga? —jadeó.
—En el coño… —respondió Alois en mi lugar.
Le había desabrochado la blusa a su Klementine —supe entonces quién era la Klementine de quien
me había hablado en el sótano el día anterior— y le estrujaba con las dos manos las tetas
oscilantes. Ella terminó conmigo y empezó a examinar a Alois. Me di cuenta de que se trataba de
un juego que ambos habían practicado a menudo.
—¿Qué hace la verga en el coño?
—Coger —respondió Alois en su tono mesurado, grave y tranquilo de siempre.
—¿Qué otros nombres tiene?… —siguió preguntando Klementine, con labios temblorosos.
Y Alois se los enumeró:
—Joder, echar un polvo, fornicar, chingar, revolcarse —dijo gravemente.
Pero Klementine parecía cada vez más excitada.
—¿Y qué más hace la verga?
—Dar por el culo, correrse en la boca, coger entre las tetas…
—¿Y qué quiere hacer ahora Alois?
Sin esperar respuesta, la niñera se reclinó y cerró los ojos. Alois volvió a asirle las tetas, que le
colgaban, y vi que los pezones le colgaban también como si fueran pequeños dedos. Alois le agarró
las tetas, se llevó uno tras otro los pezones a la boca y los chupó con tanta avidez que chasqueó los
labios, y a Klementine cada vez le temblaba el hombro correspondiente a la teta que Alois
chupaba. Aquel temblor le recorría la mitad del cuerpo como un espasmo epiléptico o una
descarga eléctrica. Klementine había apoyado la cabeza en el respaldo del diván y mantenía los
ojos cerrados. Alois seguía chupándole las tetas como un animal amaestrado. Después de
magrearle con la lengua los pezones, tan pronto el derecho como el izquierdo, se inclinó y le
levantó la falda, dejando a la vista sus cortas y gruesas piernas. Luego le plegó con cuidado la
falda, de modo que no se le arrugara a la altura del vientre, y se colocó entre sus piernas. Con una
mano le abrió el coño peludo, con la otra dirigió hábilmente su corta y vigorosa verga al agujero, y
se la metió entera de una sola vez. Entonces se tumbó encima de Klementine, y ella le asió el culo
con las dos manos y lo apretó contra sí de manera que él pudiera empujar pero no separarse ni un
milímetro. Klementine tenía los ojos cerrados y jadeaba. Alois le había cogido un pezón con cada
mano y los pellizcaba mecánicamente. Seguía tan serio como la tarde anterior, cuando me echó un
buen polvo en el corredor del sótano. Al cabo de unos diez minutos, Klementine dijo de repente:
—Hecho con provecho.
Al decirlo apartó las manos del culo de Alois, quien empujó ahora lentamente. Klementine levantó
el culo del diván de tanto placer que sentía. Luego él empezó a sacar la verga muy lentamente, y
Klementine tembló de nuevo como si fuera epiléptica, y con tanta intensidad que pareció a punto
de partirse en dos. Alois volvió a meterle la verga lentamente. Klementine amenazaba con
ahogarse, sacudida por un fuerte temblor. Sin embargo, Alois siguió con el semblante grave, y
repitió aquello siete u ocho veces mientras observaba atentamente el rostro de Klementine. Pero
tan pronto se borró la tensión del rostro de ella y cayó flojamente con los deseos satisfechos, Alois
enrojeció de repente, dio dos fuertes empujones y se desmoronó entonces encima de Klementine,
apoyando la cara entre sus tetas desnudas. Se había corrido.
Permaneció en esa postura un minuto, y Klementine inmóvil debajo de él. Yo seguí de pie a su
lado, deseando levantarme la falda y servirme yo misma. Pero entonces Klementine se incorporó.
Alois se levantó, se limpió la verga con los bajos de su falda y nos sentamos los tres en el diván.
Klementine me miró de reojo:
—¿Qué, te ha gustado?…
Sonreí. Y Alois, sentado al otro extremo, me miró por encima de la curva de las tetas de
Klementine y me preguntó:
—¿Ya lo conocías?
En lugar de responder, volví a sonreír. Él siguió interrogándome:
—¿Lo has hecho alguna vez?
Delante de ella, ni yo sé por qué, no me atreví a negarlo, pero tampoco quise responder que sí, de
modo que me eché a reír un poco avergonzada, lo cual bien podía interpretarse como un
asentimiento. Klementine dijo:
—Lo sabremos enseguida —y sin hacer cumplidos me levantó la falda y me examinó el coño—.
¡Oh cielos! —exclamó manoseándomelo—. Aquí han pasado varias cosas.
Con mucho cuidado y antes de que me diera cuenta, me metió el dedo pequeño en el agujero.
—¡Pero si ya se puede entrar! —saltó. Y dirigiéndose a Alois, repitió—: Alois, ya se puede entrar.
Al oír aquello, me eché a temblar; ella se dio cuenta.
—¿Quieres coger con Alois? —me preguntó.
—Sí —respondí sin vacilar, porque ya estaba temiendo que habría de marcharme tal como había
venido.
Ella volvió a girarse hacia Alois y le dijo:
—¿Qué dices, cielo? ¿Quieres coger un poco con esta chiquilla? —Alois se levantó y quiso
acercarse a mí, pero Klementine le retuvo—. Espera —dijo—, primero volveré a empinarte la
pollita.
Sin duda aquella precaución era necesaria, ya que a Alois le colgaba la verga desconsoladamente.
Debía de haber montado a Klementine más a menudo de lo que convenía a su edad. Pero no cabe
duda de que yo también me habría ocupado de aquella erección con sabias artes y sumo placer.
Aunque no me habría sido posible conseguirlo del mismo modo que Klementine. Ella primero se
llevó la fláccida verga a la boca y la humedeció, luego se la colocó entre las tetas y se la estrujó con
las propias manos, de modo que parecía que Alois se follase un blando culo. Aquello pareció
excitar también a Klementine, y temí que volviera a estafarme. La niñera hablaba sin parar:
—¿Dónde está mi pequeño Alois, mi Loisl, ahora, eh? ¿Está entre las buenas tetas?… Sí… ¿Te
gusta? ¿Eh?… ¿Quién acaba de echar un buen polvo, eh, quién? ¿Loisl? ¡Sí! Loisl tiene a la buena
de Klementine, ¿verdad? Otra no se lo haría, ¿eh? Mira que dejarse coger por un chiquillo… Pero
Klementine deja que Loisl se la folle, ¿no es cierto?… Y siempre que quiere… —y dirigiéndose a mí,
continuó—: Por la noche…, cuando todos duermen…, Loisl sale de su cama y se viene a mi diván…,
y lo hacemos que da gusto, ¿eh? Loisl lo hace muy bien, Klementine se lo ha enseñado, sí.
Empecé a dudar de que por fin me tocara el turno, pero Loisl liberó su verga del apretón de
aquellas tetas y preguntó:
—¿Me follo ahora a Pepi?
Volvía a tener la verga empinada, y tuve que contenerme a fin de no agarrársela, pues temía a la
fea y gorda niñera, que todavía parecía estar considerando si debía permitir aquello.
Naturalmente, ya no recuerdo si, al dejar que Alois me montara, Klementine pretendía comprar mi
silencio o simplemente se prometía un buen espectáculo. Sea como fuere, dio su consentimiento,
se retiró a un extremo del diván y me hizo apoyar la cabeza en su regazo. Alois se subió encima de
mí, me arremangó la falda con semblante grave y alisó las arrugas. Luego me ensanchó la raja con
los dedos y me la metió entera de golpe, tal como había hecho el día anterior, pero más
profundamente y mejor, ya que en esta ocasión no tuvimos que hacerlo de pie.
Me habría gustado decir algo, o acariciarle o algo parecido, porque sus empujones, breves y
regulares, me penetraban hasta los tuétanos. Pero sentía timidez delante de Klementine, en cuyo
regazo me apoyaba y que me miraba el rostro atentamente. Pero no hablaba.
—¿La tienes dentro? —me preguntó.
—Entera —murmuré.
Ella metió el brazo entre nuestros cuerpos unidos y fue bajando la mano por el vientre hasta el
coño. Luego empezó a toquetearme la raja y a magrearle los huevos a Alois. Jadeé, sus tetas me
cubrían la cara.
Klementine volvió a incorporarse y siguió interrogándome:
—¿Te gusta?
En lugar de responder, cerré los ojos.
—Te gusta… ¿eh? —dijo—. ¿Folla bien Loisl?
—Sí —exclamé, y empecé a empujar con el culo.
—¿Te han follado tan bien alguna vez? —quiso saber ella.
—No… —y realmente me parecía no haber sentido nunca un placer semejante.
—¿Con quién sueles coger? —siguió interrogándome.
—Con Ferdl —dije, porque el chico ya no vivía en casa. Pero no había modo de mentir a
Klementine.
—¿Y con quién más? —Lo preguntó en un tono tan severo que me vi obligada a responderle.
—Con Robert…
—¿Y quién más?
—Con mi hermano… —Bajo las embestidas de Alois, que me causaban un excitante placer,
aquellos nombres salieron por sí mismos de mi boca. Por fortuna tuvo otra idea y dejó de
interrogarme. Me desabrochó la blusa dejándome al aire los pequeños pezones, se humedeció la
punta de los dedos y jugueteó con ellos lamiéndolos como haría una lengua, cada vez más rápido,
de modo que los pezones pronto se me pusieron turgentes y endurecieron como pequeñas
lentejas. Al mismo tiempo Alois inició sus movimientos giratorios, que me ensancharon el coño y
me enloquecieron de placer. Con aquel trato desapareció mi timidez y chillé en voz baja:
—Ah, me corro, me corro… —respondiendo con el culo a todos los movimientos de Alois.
El placer que me producía aquel polvo parecía venir de todas partes, y no sólo del coño. Un dulce y
cálido estremecimiento me recorrió el pecho, la espalda y todo el cuerpo, y creí que no lo
soportaría. En aquel momento Alois se dispuso a correrse con la sentencia «Hecho con provecho»,
y empezó a sacar lentamente la verga, de modo que yo contraje el coño violentamente por miedo
a perderla; luego volvió a metérmela lentamente y yo contraje la raja por el placer de sentir de
nuevo aquella verga gruesa y cálida. Además, Klementine seguía acariciándome los pezones. Por
todo ello, me corrí tres veces seguidas. La tercera vez un espasmo sacudió todo mi cuerpo hasta
las puntas de los pies, de modo que el dedo gordo se me dobló como si tuviera un calambre y
lancé un grito de dolor. Pero Klementine me tapó la boca a tiempo. En aquel momento sentí en mi
interior la leche de Alois, como una pequeña ola ardiente. Noté que al correrse le latía la verga, y
me corrí entonces por cuarta vez, con más intensidad que nunca. Y como no podía gritar, le lamí y
mordí la palma de la mano a Klementine, quien me tapó la boca con fuerza.
Tan floja y agotada me dejó aquel polvo que tuve que quedarme echada en el diván durante una
hora. Vi a Klementine ceder su sitio a Alois en el diván. Ella se sentó frente a él, se puso la verga
entre las tetas y al cabo de un rato volvió a sacarla. Seguía fláccida. Luego se la llevó a la boca y la
chupó, y le lamió los huevos con la punta de la lengua. Entonces ella le metió la cabeza entre las
piernas y le lamió más abajo, entre la verga y el culo, y vi a Alois estremecerse de placer. Este, sin
embargo, seguía con el semblante grave. Sólo cuando Klementine se metió la verga entera en la
boca y se la meneó un poco como si cogera en un coño, él le puso la mano en la cabeza. Ella no se
movía; tenía la verga tan metida en la boca que no se veía ni un trocito, y sólo en el movimiento de
sus mejillas pude darme cuenta de que se la estaba mamando. De repente Alois empezó con sus
empujones. Klementine se apartó enseguida, y vi que a Alois se le había empinado por tercera vez.
Extendió las manos buscando la cabeza de Klementine y le ensartó de nuevo la verga en la boca.
—No la muevas de ahí —ordenó.
Quedé sorprendida de cómo ella le obedeció. La mantuvo en la boca pacientemente, y Alois la
folló durante mucho rato con breves empellones. Yo seguía echada sin ningún interés ni
excitación, sintiendo únicamente cierta curiosidad. A Klementine le temblaba todo el cuerpo, se
doblaba y removía, pero sus labios seguían apretando fielmente la verga de Alois. De súbito la
soltó y le pidió:
—Fóllame, chiquillo…, ven…
Él la agarró enseguida y exclamó furioso:
—¡No te muevas de ahí, demonios!…
Ella dejó que volviera a meterle la verga en la boca y siguiera con sus empujones. Luego Alois dijo
en un susurro:
—Hecho con provecho.
Vi su verga volver a desaparecer lentamente dentro de la boca. Pero la segunda vez Klementine se
liberó:
—No te corras —le pidió.
Alois quiso volver a asirle la cabeza.
—No, no —dijo ella ardientemente—, fóllame, chiquillo, no en la boca, sino por abajo, allí donde
es tan bueno…
Estuvieron un rato riñendo. Klementine estaba terriblemente excitada, y de repente cogió a Alois
por debajo de los sobacos, como si fuera un niño pequeño, lo atrajo hacia sí de un tirón, lo recostó
en el diván y, antes de que él se diera cuenta, se sentó encima de él con el vestido arremangado y
las tetas colgantes y se hundió la verga en el coño. Su ancho culo empezó a moverse arriba y
abajo, quizás unas sesenta veces por minuto. Alois se llevó uno de los largos pezones de
Klementine a la boca, y finalmente ella quedó inmóvil y resollando encima de Alois, que
desapareció debajo de ella.
Para merendar me dieron chocolate caliente, que no había tomado nunca. Cuando me fui,
Klementine me acompañó a la puerta. En el oscuro vestíbulo volvió a meterme la mano debajo de
la falda, y a hurgarme un poco el coño, diciéndome:
—Si eres sensata y no se lo cuentas a nadie, podrás volver otro día.
Me regaló una moneda de diez pfennigs y me empujó hacia la puerta.
El otro muchacho que recuerdo vivamente se llamaba Schani. Vivía un par de casas más allá, en la
misma calle donde yo vivía. Schani tenía entonces trece años, y a mí me gustaba mucho, porque
era un chico pálido, delgado y de buena talla, tenía el cabello y los ojos negros como el carbón y
andaba de una forma la mar de elegante. Cuando nos encontrábamos, nos saludábamos, pero
aparte de eso nunca había habido nada entre nosotros, ni siquiera una conversación. Como Schani
iba a la misma clase que mi hermano mayor, Lorenz, y además era amigo suyo, temía hablar con él
de esas cosas; yo creía que llevaba una vida tan casta como Lorenz. A veces venía a casa a ver a
Lorenz, hacían juntos los deberes, siempre serios y silenciosos. Pero conmigo Schani solía ser muy
amable. Una tarde vino a casa, y Lorenz no estaba. Por algún motivo Lorenz y Franz habían tenido
que ir al taller donde trabajaba mi padre, muy lejos, en la Josefstadt. Mi madre estaba en el
lavadero. Al oír que Lorenz no estaba, quiso irse. Pero yo le pedí:
—Anda, quédate un ratito… —Vaciló, y por ello añadí—: Lorenz vendrá enseguida… —Como
seguía indeciso, insistí—: Quédate, me da miedo quedarme sola.
Entonces se decidió a entrar. Nos sentíamos los dos un poco turbados, y salimos de la cocina en
dirección a la habitación. Pronto desapareció nuestra turbación, pero no teníamos nada que
decirnos. Sus ojos negros me habían hechizado, y, zalamera, me apreté contra él. Me dejó hacer y
sonrió, pero no dijo nada. Entonces le rodeé el cuello con los brazos y restregué mi vientre contra
él. Esperaba que hiciera como los otros, que me metiera la mano debajo de la falda o se sacara la
picha y me la pusiera en la mano. Pero no hizo nada de eso. Dejó que le abrazara y se limitó a
sonreír, inmóvil. No sé cómo me vino aquella idea, pero lo cierto es que, en lugar de desistir, me
acerqué a la cama, me eché en ella y dije:
—Ven aquí.
Se acercó y se paró delante de la cama. Me levanté el vestido de un tirón.
—¿Aún no ves nada? —dije—, ¿aún no?
Ya tenía las rodillas al aire.
—¿Aún no?
Me levanté un poco más el vestido y le enseñé los muslos.
—¿Aún no?
Me miró sonriendo, pero siguió sin moverse.
—¡Pero ahora sí! —exclamé, enseñándoselo todo.
Él seguía en pie, y yo echada esperándole. Mi excitación iba en aumento, tanto más al estar
convencida de que su verga me cabría entera, como la de Alois. Ansiaba vérsela y agarrársela, y
extendí la mano hacia los pantalones de Schani, pero él se echó atrás.
—Déjalo estar —me pidió entristecido y turbado—, no puedo hacerlo…
—¿Por qué no? —y de un salto bajé de la cama.
—No, no puedo hacerlo… —dijo en un susurro.
—Enséñamela. —Le cogí rápidamente por la bragueta—. Enséñamela, a ver si puedes o no
puedes.
Quiso desprenderse de mí, pero le tenía bien cogido. Tuvo que dejar de moverse, yo le metí la
mano dentro de los pantalones y pronto conseguí sacarle la verga. Era delgada y muy larga, y vi
que se le había bajado la piel del prepucio dejando al descubierto casi el glande entero. Tenía la
verga tiesa como nunca. Yo estaba tan ansiosa por metérmela en la raja que me arremangué el
vestido rápidamente. Pero él volvió a rechazarme.
—Déjalo estar, no puedo —masculló para mi sorpresa.
—Claro que puedes —dije fervientemente—. Mientes, sí que puedes, lo que pasa es que no
quieres.
—De verdad que no. Me gustaría, pero no puedo.
Lo dijo en un tono tan serio y triste que me impresionó y despertó mi curiosidad.
—Si es cierto que no puedes, dime por qué… —insistí.
Seguía asiéndole la verga, pero él me la arrebató, se la metió en los pantalones y se los abrochó.
—No puedo decírtelo.
—Porque mientes —exclamé—. No quieres coger. Si no quieres, dímelo, pero no me mientas.
—No miento —repitió. Entonces me metió la mano en el coño sin levantarme el vestido, titubeó
un momento y repitió—: No, no puedo…
—Sí, pero ¿por qué?
—Por culpa de esa maldita mujer… —exclamó.
—¿Qué mujer?
—Hoy ya he tenido que follármela dos veces —dijo enojado.
—¿A quién? —Ansiaba oír su nombre.
—Dos veces —repitió—. Y si ahora te follo a ti, esta noche no se me levantará, y me dará una
paliza.
—¿Quién?
—Mi madre…
—¿Tu madre?
—Sí.
—Si no se te levanta la verga, ¿te da una paliza?
—Sí.
—Pero ¿por qué? ¿Te follas a tu madre?
—Debo hacerlo… —Se enfureció—: ¡Malditas mujeres!; son todas tan malas…
—¿Y hoy ya te la has follado dos veces?
—Oh, no. No volverá a casa hasta la noche.
—¿A quién te has follado, entonces?
—A mi hermana…
—¿A tu hermana? ¿Dos veces?
—Sí, dos veces, y si ahora te follo a ti, esta noche quizá no se me levante, y mi madre sabrá que lo
he hecho con Rosa y Wetti, y me pegará.
Entonces me contó la historia, y no hizo falta que yo le preguntara nada. Por lo visto parecía
necesitar confiármelo todo. Nunca había conocido a su padre, porque había muerto siendo él un
bebé. A sus hermanas yo las había visto a menudo, y a su madre también. Su madre era una mujer
más bien menuda y delgada, aún joven; sus ojos negros eran tan lindos como los de Schani. Rosa,
la hija mayor, tenía dieciocho años, era una chica rubia y delgada, con muchas pecas y un buen par
de tetas; Wetti, la pequeña, tenía dieciséis y era gorda y bajita, tenía también un buen par de tetas
juveniles y un buen culo, por lo que los hombres la seguían por la calle. Wetti fue la que empezó
todo. A los doce años la había desflorado, al encontrarla sola en casa, un librero ambulante que
vendía novelas de terror. Aquel hombre, sin embargo, no la violó, sino que más bien cabía suponer
que Wetti le había seducido, ya que en aquella época se hallaba en plena pubertad y miraba a
todos los hombres con ojos seductores.
Wetti le contó aquella aventura a su hermano, le enseñó cómo lo habían hecho y desde aquel día
jugaron a menudo a libreros ambulantes. Un día Rosa les pilló en pleno juego. Ella se quedó
inmóvil ante ellos, y cuando se incorporaron, asustados, les dijo: «¿Qué hacéis ahí?».
Naturalmente no le respondieron. Wetti y Schani temían que su hermana mayor les pegase o les
delatase. Pero Rosa ni les pegó ni les delató. Sin embargo aquella noche, estando ya en la cama los
tres hermanos, que dormían en la misma habitación, Rosa llamó a Schani e hizo que se acercara a
su cama. «¿Qué has hecho hoy con Wetti?». «Nada». «¿Ah, no? ¿Y por nada le has levantado el
vestido y le has cogido las tetas?». «Oh, sólo jugábamos…». «Bien, pues enséñame cómo
jugabais».
Schani se hallaba junto a la cama de Rosa. Wetti dormía, la madre dormía también, pero en la
habitación de al lado, y esa conversación había sido en susurros. «Enséñame cómo habéis
jugado…». Schani no se movió, y Rosa dijo: «Ven, échate a mi lado…», y apartó un poco la sábana.
Cuando Schani se metió en la cama de su hermana, se dio cuenta de que ésta no llevaba camisón,
sino que estaba desnuda. De inmediato empezó a juguetear con sus tetas, que hacía ya tiempo
que le atraían. Rosa le asió la verga, se la acarició y se la apretó, y estaba tan excitada que apenas
podía hablar. Schani también se había excitado mucho, pero tenía miedo. Con Wetti sólo había
follado de día y vestido, y como hermano pequeño siempre había sentido un gran respeto hacia
Rosa. Ahora estaban juntos en la cama, él le cogía con las manos las tetas duras, redondas y
cálidas y ella le manoseaba la verga. «¿Lo has hecho a menudo con Wetti?», preguntó Rosa
jadeando. «Sí», confesó Schani, «a menudo…». «¿Y si se lo cuento a mamá?», le amenazó ella
frotándole la verga enhiesta. «No, no le digas nada…», le pidió Schani. Pero Rosa continuó: «Vaya,
ahora incluso te metes en mi cama, me coges las tetas y me restriegas la verga. Espera a que
mañana se lo diga a mamá…». Schani se defendió: «Oh, no, no puedes decir eso, has sido tú la que
me has llamado…». «Y una mierda, te he llamado yo», dijo Rosa, «mamá me creerá a mí, y no a ti.
Le diré que te has metido en mi cama y has querido cogerme. Y le diré que te has follado a
Wetti…». Mientras, se apretó contra él y le ofreció las tetas para que jugase con ellas. Schani quiso
irse, pero ella le agarró firmemente la verga. «No te vayas, tonto», dijo Rosa, «no diré nada, no
temas. Pero quiero que me lo hagas. Ven».
Schani la montó. Ella le había levantado el camisón, para que sintiese todo su cuerpo ardiente. Ella
se abrió las piernas y se llevó la verga al coño. Schani sintió extasiado los labios carnosos y cálidos
de su vulva y la sedosa mata de pelos que la cubría y apretó la verga contra su coño. Rosa le
ayudó, pero como todavía era virgen, aquello no resultó tan fácil. Schani empujaba lo que podía, y
Rosa gemía en voz baja. Finalmente ella le asió el culo y se apretó contra él con todas sus fuerzas.
Schani notó que el coño se le agrandaba lentamente y se corrió enseguida. Rosa se mostró
satisfecha del resultado y le envió de vuelta a la cama. A la mañana siguiente Schani vio que tenía
el camisón manchado de sangre, y Rosa le explicó que había perdido su virginidad.
Al cabo de poco tiempo Wetti descubrió los juegos nocturnos de sus hermanos. Se metió con ellos
en la cama y desde entonces se entretuvieron los tres juntos. Schani no tuvo más remedio que
aceptar. Fuera porque la madre notó la palidez del muchacho, fuera porque debió de oír algo por
la noche, el caso es que empezó a vigilarles, y una noche en que Schani se durmió en la cama de
Rosa, entró en la habitación, despertó a los tres y envió a Schani a su propia cama.
A la mañana siguiente les dijo: «No está nada bien que el hermano duerma con las hermanas».
Rosa le interrumpió y mintió: «Schani tenía miedo». Pero la madre dijo: «Si el chico tiene miedo,
que duerma conmigo a partir de hoy, así no volverá a dormir con sus hermanas…».
Así pues, la cama de Schani fue instalada en la habitación de al lado, junto a la de la madre, para
que durmiesen el uno junto a la otra. La madre sólo se acercaba a él por la noche, y le abrazaba a
fin de que no tuviera miedo. Ella le cogía las manos y se las llevaba a sus tetas; Schani jugueteaba
con ellas hasta que se dormía. Aquellas tetas no eran tan gordas y redondas como las de sus
hermanas, pero sí lo bastante firmes. Pasaron algunas noches, y Schani se volvió más audaz. Se
apretó más contra su madre, y ella notó que se le empinaba la verga, pequeña y dura, contra su
cadera y se sobresaltó. Pero dejó que él la estrujara las tetas más vigorosamente, y Schani la oyó
jadear. Volvieron a pasar algunas noches. Schani apretaba la verga contra el muslo desnudo de su
madre, y ésta tuvo un sobresalto y decía en un susurro: «¡No!», pero le ofrecía las tetas y se
excitaba cada vez más. Al cabo de diez o doce noches, ella permitió que la verga descansara en sus
muslos, y empezó a bajar lentamente la mano hasta cogérsela y acariciársela suavemente. Por fin,
se echó encima de Schani, le agarró la verga y, montada encima de su hijo, se la metió en el coño,
se inclinó y aplastó las tetas contra la cara de él: «¡Anda, empuja!», gimió, «mamá te lo permite.
¡Empuja! ¡Más fuerte! ¡Más fuerte!».
Schani me contó que desde entonces, follaba a su madre cada noche. Una vez debajo, otra de
lado, luego por detrás y finalmente encima. En ocasiones, tres o cuatro veces, pero como mínimo
siempre debía cogérsela dos veces. De día sus hermanas le perseguían, porque habían oído lo que
pasaba en la habitación de al lado y ya no sentían vergüenza alguna. No pasaba día sin que no
tuviera que cogerse a una de sus hermanas o a su madre. No había posición en que no lo hubiera
hecho ni rincón en toda la casa en que no se hubiera revolcado; en el sofá, en los sillones, en la
mesa, en el banco de la cocina, en el suelo; se había follado en todas partes y en todas las
posiciones a las tres mujeres, que le agarraban la picha así que le pillaban solo. Las dos hermanas
hacía tiempo que no sentían vergüenza la una de la otra, porque se habían aliado contra la madre.
Cuando ésta no estaba en casa, ambas obligaban a Schani a joderlas por turno, y le chupaban la
verga para que al cabo de un minuto se le volviera a empalmar, antes de que la llegada de la
madre les interrumpiese. La madre también se la lamía para aumentar su potencia, pero pronto
notó que el debilitamiento de Schani se debía a otros motivos. Hubo un inmenso escándalo entre
las tres mujeres, que finalmente consideraron aconsejable compartir pacíficamente al muchacho.
Desde entonces, a menudo las hermanas llamaban a Schani tan pronto como acababa de cogerse
a la madre, y ésta le dejaba ir, o Rosa o Wetti entraban en la habitación y se satisfacían allí mismo.
La madre miraba y luego, cuando el chico había terminado su ronda por los tres coños, le obligaba
a un cuarto polvo porque había vuelto a ponerse cachonda de tanto mirar. Ella ya no se oponía a
que sus hijas participasen en las orgías nocturnas, pero cuando descubría que habían abusado del
muchacho durante el día, dejándolo por la noche al borde de la impotencia, se enojaba y le daba
una paliza.
Schani me contó todo aquello, furioso con aquellas «tres malditas mujeres» que, según me dijo, ya
le daban asco. Le escuché ansiosa, y a medida que él hablaba fui excitándome más. Repetí el
intento de hacerme con su verga a fin de manosearla un poco, pero me rechazó de nuevo con
dulzura. Finalmente me levanté la falda, le cogí una mano e hice que me sobara el coño, a fin de
estar ocupada de algún modo mientras le escuchaba. No sirvió de nada; Schani siguió hablando y
hablando y, después de juguetear un poco, sus dedos volvieron a quedar inmóviles. Sin embargo,
yo le deseaba cada vez más, y cuando finalmente se abrió la puerta y nuestra conversación fue
interrumpida, temblaba ya de miedo y calentura.
Se trataba del señor Ekhard, que volvía a casa. Tan pronto como le vi, aboqué en él todo mi deseo.
«Él me cogerá», pensé, y despedí a Schani con tanta prisa que éste se quedó perplejo. Luego fui
corriendo a la cocina en busca del señor Ekhard. Hacía tiempo que no lo había hecho con él; más
bien le había rehuido, porque desde que el señor Horak me había follado en el sótano y Alois en el
regazo de Klementine, el señor Ekhard ya no era tan importante para mí. En ese momento, sin
embargo, le busqué de nuevo. En la necesidad de aquel instante, me pareció caído del cielo. Me
acordé de su verga y sentí curiosidad por vérsela de nuevo. Recordé ciertos jugueteos de sus
manos, ciertas caricias, pensando al mismo tiempo en la madre y las hermanas de Schani, a las que
envidiaba muchísimo porque siempre que lo deseaban tenían una verga a su disposición. Y me
olvidé completamente de que, al fin y al cabo, yo tenía a mi hermano Franz, que me follaba
siempre por muchas veces que se lo pidiese. Sin embargo, hacía tanto tiempo que no pasaba eso…
Ya no pensaba en Franz, no me interesaba.
Así pues, fui corriendo a la cocina, me eche sobre el señor Ekhard y, aun antes de que tuviera
tiempo de saludarme, le metí una mano en la bragueta y le agarré la verga, mientras con la otra le
rodeaba el cuello y le murmuraba al oído:
—¡Rápido! ¡Rápido! Puede venir alguien.
Noté que había contagiado instantáneamente mi calentura al señor Ekhard porque en un segundo
la picha se le empinó en mi mano y empezó a arderle. Sin embargo, preguntó:
—¿Rápido… qué? ¿Qué quieres?
Yo no sentía vergüenza alguna. Me lo había preguntado porque deseaba oír la palabra de mis
labios. En su pregunta noté su ansiedad, me excité entonces aún más y no vacilé:
—Quiero coger, coger ahora mismo.
El señor Ekhard empezó a temblar. Se echó sobre mí y estuvimos a punto de hacerlo allí mismo, en
el suelo. Pero yo no quise. Le llevé a la habitación asido de la verga, y me tumbé en la cama. Se tiró
sobre mi pecho con todo su peso, y me la ensartó. Si le hubiera dejado, aquella vez
probablemente me habría partido en dos.
Pero le saqué la verga y empecé a lamérsela, cogiéndosela entera con la mano derecha de modo
que pudiera meneársela arriba y abajo como si se hallara en un coño y sólo le sobresaliera el
puntiagudo glande. Luego, sin soltársela, dejé que me penetrara, y me causó sumo placer, de tan
ardiente que la tenía.
El señor Ekhard empujaba con tanto vigor que yo notaba los huevos golpeándome la mano con
que le asía la verga. Me sentí arrebatada y no comprendía cómo había podido dejarme montar por
otro hombre que no fuera él. Y le grité, en pleno éxtasis:
—Fólleme…, así…, qué gusto…, qué gusto… Fólleme, jódame, reviénteme…
Notaba el latido de su verga en la mano y el temblor de su glande dentro de mí. El señor Ekhard
jadeaba al borde del desmayo, y de pronto sentí derramarse una cascada de leche.
No había experimentado más que un poco de placer. Con aquel polvo no tenía bastante. Pero el
señor Ekhard se sentó en la cama, agotado, y dejó que le limpiara. Quise enseñarle lo que había
aprendido con el señor Horak. Quería que me diera por el culo, tan profundamente como pudiera.
Así que empecé a juguetear de nuevo con su verga. Primero la cogí entre dos dedos, como había
visto hacer a Klementine, y con el índice le di golpecitos en el glande. Como no sirvió de mucho,
empecé a mamársela resueltamente. Me metí entera la fláccida verga en la boca, golpeándola con
la lengua, y le acariciaba los huevos y la negra mata de pelo que me cosquilleaba los ojos,
esperando excitada que la verga se le pusiera dura, cosa que ocurrió al cabo de poco gracias al
buen trato recibido. Por fin se le empinó. Ekhard quiso ensartarme enseguida a fin de dar
comienzo al segundo polvo, pero yo le abracé y le dije al oído:
—¿No quiere metérmela más adentro?
—¡Sí, sí! —jadeó—, más adentro…, pero ¿cómo?, no puedo.
Me metió la mano bajo la falda y me ensartó el coño con un dedo, con tanta fuerza que estuve a
punto de gritar.
—Sí que puede…, pero así no —insistí.
—¿Cómo, entonces? —quiso saber.
Me giré de espaldas, me incliné y me metí la verga en el culo alargando la mano entre las piernas.
Cuando la verga, que yo misma había humedecido con saliva, me penetró el culo lentamente, el
señor Ekhard empezó a gruñir como un cerdo: Me la fue metiendo cada vez más adentro, mucho
más adentro, según me pareció, de lo que había conseguido metérmela el señor Horak. Me sentía
tan llena que no podía desear más que sentir sus dedos sobándome el coño. Y se los cogí. Pero el
señor Ekhard estaba tan cachondo y fuera de sí que me habría hecho sangrar la almejita con sus
arañazos. Contraje las nalgas, y el señor Ekhard gimió de placer. Tanto me alegraba oírle gemir de
aquel modo que las contraje una y otra vez. El resultado fue que se corrió antes de lo que yo
hubiera deseado.
Mientras yo me incorporaba, él se apoyó agotado en la pared. Pero yo aún me sentía tan llena de
su verga que me meneé voluptuosamente y la leche que el señor Ekhard había derramado en mí
me corrió entre las nalgas haciéndome cosquillas.
Pero todavía no le dejé marchar. Con el pretexto de limpiarle, volví a agarrarle la verga. Cuando
empecé a moverle la piel del prepucio, me dijo débilmente:
—Anda, déjame.
Sin embargo, yo no tenía bastante. No hacía más que acordarme de Schani, su madre y sus dos
hermanas, y le pregunté:
—¿Ha follado desnudo alguna vez? —Nunca hasta entonces le había hablado al señor Ekhard tan
abierta y descaradamente.
—¡Pero si tú misma has estado en la cama conmigo! —respondió él.
—Sí, pero ¿desnudo, sin camisón? —insistí.
—¿Y tú, lo has hecho?
—No —dije—, pero me gustaría hacerlo. ¿Lo ha hecho usted?
Él sonrió:
—Naturalmente. Al fin y al cabo estuve casado.
—¿Su mujer murió?
—No, no está muerta.
—¿Y dónde está?
—Es una puta.
Recordé que el señor Horak me había llamado así, y pregunté:
—¿Yo también soy una puta?
—Oh, no —respondió, y empezó a reírse de mi pregunta—: Tú eres mi pequeña y querida Peperl.
Me atrajo hacia él, y aproveché la ocasión para volver a juguetear con su verga.
—Nunca me había follado a una chiquilla como tú —dijo—, ¿tanto te gusta coger?…
En lugar de responderle, me incliné y me metí su verga en la boca. Con la punta de la lengua le
lamí el glande, luego le bajé la piel del prepucio, le besé los huevos y dejé que los pelos me
cosquillearan la cara. Pero la verga siguió fláccida. Empecé a mamársela, y él murmuraba de vez en
cuando:
—Qué gusto…
Luego me sacó la verga de la boca y me colocó entre sus piernas. Me levantó la falda, se cogió la
verga fláccida y me la restregó contra el coño como si se tratara de una gruesa lengua.
—¿Te gusta? —preguntó.
—Sí, pero ¿por qué no se le empina? —respondí—. Quiero que se le vuelva a empinar…
—Si tu madre supiera lo que haces… —dijo de pronto.
Me eché a reír:
—Mi madre también querría que a mi padre se le empinara más a menudo.
—¿Cómo lo sabes? —me preguntó lleno de curiosidad.
Mientras me restregaba la fláccida verga contra la raja, le hablé de la conversación que oí aquella
noche. Él me escuchó atentamente.
—Vaya, ¿así que ella dijo que se buscaría a otro para coger?
Y de repente la verga se le puso tan dura como antes. Me levantó a peso, me sentó en sus muslos
y, sosteniéndome entre los brazos, me metió la punta de la verga tan adentro como le fue posible.
Empecé a menearme arriba y abajo, y me corrí varias veces:
—Me corro…, ahora…, ahora…, no tan adentro, que me duele…, ahora…, así, así…, me corro otra
vez…
Entretanto, me preguntó:
—¿Por qué no quiere tu madre coger conmigo?
Seguí meneándome y respondí:
—No lo sé…
Él continuó:
—Le diré a tu madre que lo haga conmigo, ¿qué te parece?
—Por mí —respondí—… me corro otra vez…, ah…, ah…, qué bueno es joder…, qué bueno…
Me folló maravillosamente, pero él no hacía más que pensar en lo que yo le había contado, y yo en
la madre y las hermanas de Schani.
—¿Crees que querrá que me la folle? —me preguntó jadeando.
—Quizá…, no sé —le respondí, y como empezó a empujar con más fuerza, le pedí—: No tan
adentro…
—A tu madre le cabrá entera, ¿no?
—Claro…
—¿Quieres que me la folle?…
Para complacerle, repuse:
—Sí… —y en ese mismo momento se corrió. Me levanté, pero él aún no había terminado y se
enfadó.
—No te vayas, niña, no seas tonta…, justo ahora empezaba a correrme, maldita sea…, no me dejes
así…
Se la meneé un poco y acabó de correrse. Me excité de nuevo viendo derramarse la leche. No
terminábamos nunca.
A todas éstas, ya se había hecho de noche. Me metí en la cama, y el señor Ekhard hizo lo propio en
la cocina. Sin embargo, al cabo de un rato me acerqué a él, me quité el camisón y me metí
desnuda en su cama.
Primero no quiso dejarme entrar, pero luego empezó a acariciarme todo el cuerpo y a besarme los
pezones, cosa que me gustó mucho. Luego me acarició el pecho y el vientre con las puntas de los
dedos humedecidas, y llegó hasta el coño, poniéndome la mar de cachonda.
Temí que alguien pudiera llegar a casa antes de que termináramos el juego, así que le pedí:
—Vamos, señor Ekhard, dese prisa, puede venir alguien.
—¿Que me dé prisa? —preguntó.
—Fólleme deprisa… —murmuré.
—¡Lo que hay que oír! —Se sentó en la cama, hizo que me apoyara en sus rodillas y trató de
verme la cara en la oscuridad—. ¡Lo que hay que oír! Te he echado tres polvos, ¿ya quieres otro?
—Desnudos… —dije tímidamente.
—Pero mírate el coño —dijo—, lo tienes todo enrojecido de esta tarde.
—Oh, esto no es de hoy —repuse.
—¿Ah, no? ¿De cuándo, entonces? —Me había metido el dedo en el agujero, excitándome como
nunca—. ¿Eh? ¿De cuándo es esto? ¿Con quién más follas? ¿No crees que lo haces demasiado a
menudo? Dime, ¿con quién?
Me hurgó el coño con el dedo, y me puse como loca. Sin embargo, medité rápidamente mi
respuesta y decidí delatar al señor Horak, por ser también un adulto.
—¿Quién te ha ensanchado el coño de ese modo? —preguntó inclinado sobre mí, lleno de
curiosidad y sobándome el coño con los dedos—. ¿Quién? Dímelo…
—Horak… —respondí.
Quiso saberlo todo:
—¿El cervecero?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Hace tiempo.
—¿Antes de que te cogera yo?
—No, después.
—¿Y dónde? ¿Dónde te pilló?
—En el sótano…
—¡Vaya! ¿Y cómo te lo ha ensanchado tanto?
—Porque tiene la verga muy larga…
—¿Cómo de larga? ¿Más larga que la mía?
—Sí, mucho más larga, pero no tan gruesa.
—¿Y cuántos polvos te echa cada vez?
Mentí:
—Siempre me lo hace cinco veces…
Ekhard estaba muy excitado:
—Ven —jadeó de repente—, ven, te joderé otra vez.
Me coloqué debajo de él, se quitó la camisa y quedó desnudo, extendido sobre mi cuerpo también
desnudo. Pero no funcionó. Tenía la verga fláccida y no había modo de que se le levantara.
—Maldita sea —susurró—, y de verdad que quiero…
—Yo también —respondí, apretándome contra él. Pero no sirvió de nada.
—Oye —dijo—, si te la vuelves a meter en la boca, se me empinará enseguida… —Seguí
intentándolo con la mano, pero él repitió—: Métetela otra vez en la boca… También debes de
chupársela a Horak, ¿verdad?
—Sí… —confesé.
Ekhard avanzó hacia mi cabeza, y cuando comprendí qué pretendía, me acerqué yo a él hasta que,
aún encima de mí, me la metió en la boca. De este modo volví a convertir mi boca en coño, lo que
aún resultaba más evidente en aquella posición. Su vientre me apretaba la cara y yo apenas podía
respirar. Sin embargo se la chupé como pude, porque tenía miedo de que mi familia volviera a
casa. Él había enterrado la cabeza en la almohada, gemía débilmente y levantaba las posaderas
como si estuviera follando. Debajo de él, le lamí y chupé la verga que me entraba y salía de la
boca. Pasó un buen rato. Empecé a sudar y los labios me dolían. Por fin noté que la verga se le
empinaba, noté que se volvía redonda, dura y enhiesta. Por fin dejó de caberme entera en la boca
y noté que empezaba a latir.
Me escurrí hacia arriba, deslizándome bajo Ekhard como una lagartija, hasta que su ardiente verga
quedó entre mis piernas. Se la cogí con las manos y la ensarté en mi coño tan adentro como pude.
El trocito que quedó fuera lo mantuve asido suavemente entre las manos, contenta de notar la
verga entrar y salir.
Ekhard me folló con verdadero vigor:
—No me imaginaba —jadeó—… que pudiéramos disfrutar de otro polvo.
—Empuje —le pedí—, empuje…
—Espera y verás —susurró—, te cogeré hasta que oigas cantar a los ángeles, ya verás…
Me puso las manos en el pecho y jugueteó con mis pezones con las puntas de los dedos
humedecidas, y un estremecimiento de placer me recorrió el cuerpo hasta las plantas de los pies.
Empujé el coño contra su verga, aflojé las manos y noté qué penetraba más profundamente.
—Ya verás —dijo entonces—, puta, inútil, calentorra, ya verás, puta, te enseñaré yo…
Me acercó la boca a la oreja y empezó a lamérmela. En aquel mismo momento sentí deseos de
gritar. Me sentía como si me estuviera follando con seis vergas a la vez, en el coño, en la boca, en
ambas orejas y en ambos pezones. Reprimí un grito con gran esfuerzo y dije:
—Jesús, señor Ekhard…, qué gusto…, qué gusto…, sólo cogeré con usted…, con usted solamente…,
Jesús, me corro…, me corro…, métamela más adentro…, así…
Me la metió un poco más adentro; dolía, pero no hice caso.
—Espera y verás —murmuró Ekhard, introduciendo aquellas palabras en mi oído con la lengua—.
Ya te enseñaré yo a coger…, no bajarás más al sótano…, ni cogerás con el cervecero encima de un
barril…, ya verás…, te estoy follando como follaba a mi mujer…, así…, así…, y tanto me da que te
quedes embarazada…, así…, empuja tú también…, ¿qué?, ¿la notas, eh?…
Me sentía tan floja que fui respondiéndole:
—No, señor Ekhard, no… No bajaré más al sótano… No cogeré más… con Horak… No, con nadie
más, sólo con usted, únicamente con usted… No cogeré más con Alois…, ni con Franz…, ni con
Robert…, ni con ningún soldado… Sólo con usted…
—¿Tantas vergas has tenido en el coño?…
—Sí —dije—, tantas vergas…, y aún más…, de un montón de chicos…
Siguió follándome arrebatadamente.
—Así pues, no tengo nada que temer…, no me delatarás.
—No, señor Ekhard —balbucí en éxtasis—, ¡a usted no! Pero tiene que cogerme así cada día…, ah,
qué gusto…, qué gusto da la verga en el coño…, ah, me corro otra vez…, me corro…, siga
empujando…, siga…, más fuerte…
—Si pasa algo —dijo—, dirás que fue Horak…, ¿eh?
—Sí, pero fólleme cada día…, cada día…, ah…, ah…
—¡Te la meteré entera! —exclamó—, que pase lo que Dios quiera, te ensancharé hasta que te
quepa toda la verga…
Y seguimos agitándonos al unísono sin decir palabra. Me ardían las manos, me ardía el coño, me
silbaban las orejas y me faltaba el aliento. Ekhard siguió follándome como una máquina. Aquel
polvo duró más de una hora. Dejé de moverme, y de vez en cuando me atrevía a preguntarle:
—¿Le falta mucho?…
—No —jadeaba él.
Y seguía clavándome la verga. Para mí ya se había terminado todo. La última vez que me había
corrido, había sentido más dolor que placer. Sólo había notado un leve temblor que me recorrió el
cuerpo como un espasmo hasta las puntas de los dedos de los pies. Pero luego no sentí más que la
quemazón de mi piel enrojecida.
—¿Aún no?…
—Pronto.
Y al cabo de un rato:
—Por favor, señor Ekhard, me hace daño.
—Enseguida, ratita mía…, ¿no te corres más?
—No…, ya no me corro… Por favor, córrase, señor Ekhard…, córrase.
Me dio tal empujón que creí que me partía el coño en dos. Y entonces empezó a correrse en mi
raja como si meara. Tanta leche derramó su verga que mojó toda la cama. Luego quedó inmóvil
sobre mí como un tronco, resollando.
Entonces logré salir de la cama, medio muerta de cansancio. Él me empujó y gruñó:
—Ahora vete, puta, maldita chiquilla…
No le respondí, y entré en la habitación desnuda como iba, me puse el camisón y me eché en mi
cama. El coño me ardía como el fuego por dentro y por fuera. Pensé que debía de tenerlo lleno de
heridas, así que encendí una luz y me lo miré con la ayuda de un espejo. No tenía heridas ni rastro
de sangre, pero me asusté al ver lo rojo que lo tenía, lo ensanchado que estaba y lo mucho que me
dolía todo.
Me metí en la cama y apagué la luz. Al cabo de dos minutos llegó mi familia. Hice ver que dormía,
me aguanté el hambre mientras ellos cenaban y finalmente me dormí de verdad.
A la mañana siguiente el señor Ekhard estaba enfermo. Se quedó en cama en la cocina,
poniéndose compresas frías en la cabeza y, según creí, en otro sitio. Yo me encontraba la mar de
bien, aunque la concha aún me ardía un poco. Ekhard ni siquiera me miró, y yo evité dirigirle la
palabra. Claro que se pasó casi el día entero durmiendo. Por la noche, al pasar por su lado, me
susurró:
—¡Tú tienes la culpa!
De pronto tuve miedo y corrí a la habitación donde estaba mi madre. Como no me sentía
tranquila, le pregunté:
—¿Qué le duele al señor Ekhard?
—No lo sé —respondió con indiferencia—, está enfermo y basta.
Al cabo de unos minutos ella se fue a la cocina y la oí preguntar:
—¿Y qué le duele, señor Ekhard?…
Me asusté terriblemente al imaginar que él respondería: «Pepi tiene la culpa…». Murmuró algo
que no entendí, y sólo oí decir a mi madre:
—Ande, déjeme.
Me acerqué silenciosamente a la puerta para escuchar. Debía oír aquella conversación a cualquier
precio.
Ekhard murmuraba, y mi madre dijo en voz baja:
—Pero ¿qué hace?
Él respondió en un susurro:
—Le digo que esa chica me ha excitado tanto que me he vuelto loco…
Sentía yo tanto miedo que estaba más muerta que viva.
Mi madre dijo:
—Debe de ser una buena pieza…
Ekhard la contradijo:
—No, no. Aún es una niña. Ni ella misma sabe lo que hace, debe de tener la edad de su Pepi…
Respiré aliviada. Pero mi madre entrelazó las manos.
—Y usted se atreve a deshonrar a una niña…
Ekhard se echó a reír:
—¡Qué dice, deshonrar!… Yo no la he deshonrado, ha sido ella la que me ha metido la mano en la
bragueta, me ha sacado la picha y se la ha metido en la boca…
Mi madre se mostró horrorizada:
—Vaya, qué malos son algunos niños…, nunca se les vigila lo bastante.
Su voz se convirtió entonces en un susurro, y tuve que deducir qué había preguntado por la
respuesta que le dio el señor Ekhard, quien dijo animadamente:
—Claro que no, cómo quiere que entrara entera… Sólo un trocito…, deme la mano, se lo
enseñaré…
—No, no, gracias…, qué cosas se le ocurren.
—No hay nada de malo en ello —dijo el señor Ekhard.
Mi madre le interrumpió:
—¿Cuántas veces ha dicho que lo hicieron?
—Seis —mintió el señor Ekhard, y me divirtió pensar que yo lo sabía y mi madre no tenía ni idea—.
Tuve que follármela seis veces —continuó—, siempre quería más…
—Ande, ande… —dijo mi madre—. Seis veces…, eso es imposible… Qué mentiras me cuenta…
—Le digo que sí —insistió Ekhard—. Ya ve usted que no puedo moverme. Seis veces…
—Oh, no —mi madre no lo creía—, eso no lo consigue ningún hombre…
—Oiga, señora Mutzenbacher —dijo riendo Ekhard—, ¿su marido no se la ha follado nunca seis
veces seguidas?
Mi madre se echó a reír:
—Claro que no…
En aquel momento entró alguien en la cocina. La conversación quedó interrumpida, y me sentí
libre de temor.
En los días que siguieron el señor Ekhard continuó enfermo, según decía. Ya no guardaba cama,
pero rondaba por casa en calzoncillos y zapatillas cubriéndose solamente con una vieja bata, se
sentaba junto a mi madre en la cocina y pronto me di cuenta que seguían hablando de aquello.
Al tercer o cuarto día dejé la escuela a las diez de la mañana y me fui a casa. En la cocina no había
nadie, y la puerta de vidrio cubierta con una cortina blanca que daba a la habitación estaba
cerrada. Vi que mi madre estaba en la habitación con el señor Ekhard. Y como no me oyeron
llegar, intenté oír la conversación, ya que pensé que volverían a hablar de mí.
Oí decir a mi madre:
—Usted no oyó nada, eso es una mentira suya…
Ekhard la contradijo:
—A ver si se acuerda, ya verá como es cierto…, oí perfectamente que usted decía que aún no se
había corrido y le pedía a su marido que le echara otro polvo.
Mi madre se rió:
—Sí, sí…, otro polvo…, ya puedo estar contenta si consigue echarme uno solo…
—¿Lo ve? —dijo Ekhard fervientemente—, termina antes que usted porque es demasiado débil…
—Otros hombres no lo harán mejor… —le respondió mi madre de mal humor.
—Vaya, en eso se equivoca —la contradijo Ekhard—, yo me reprimo tanto tiempo como quiero, y
si usted quiere correrse tres veces, a mí no me importa.
Mi madre se rió:
—Eso lo dice cualquiera. No me lo creo, es una fanfarronada…
—¿Una fanfarronada? ¿Una fanfarronada? —El señor Ekhard se acercó a mi madre—. Ceda de una
vez y ya verá…
Mi madre dijo que no con la cabeza:
—No, ya sabe que no lo haré.
Ekhard la agarró por los muslos:
—Pues yo estaría dispuesto a echar un par de polvos ahora mismo…
Él empezó a manosearla y ella se resistió:
—Déjeme, señor Ekhard, o gritaré…
Ekhard la soltó, pero se quedó pegado a ella, susurrándole:
—Ande, señora Mutzenbacher, déjeme montarla, hace ya tiempo que me gusta usted.
Mi madre se apartó de él y sacudió la cabeza:
—Déjeme en paz, soy una mujer decente, ¿está claro?
Mi madre era una mujer delgada de firme constitución, y en aquella época debía de tener treinta y
seis o treinta y ocho años. Aún tenía el rostro fresco y una linda cabellera rubia.
—Oiga —dijo Ekhard—, no se le nota nada que ya ha tenido tres hijos… —Mi madre siguió en
silencio y él prosiguió—: Quiero decir, en fin, que no se le nota en la cara…, en otras partes sí debe
de notársele…
—¡No se nota nada en ningún sitio! —exclamó mi madre—. Estoy igual que cuando era joven.
Entonces Ekhard hizo ver que no se lo creía:
—No me venga con ésas…, en el pecho sí debe de notársele.
—No se nota —se ofendió mi madre—. Tengo el pecho tan firme como entonces.
Ekhard se abalanzó hacia ella y quiso manosearle el seno.
—¡Eso tengo que comprobarlo por mí mismo! —exclamó.
Pero mi madre logró quitárselo de encima.
—Allá usted, si no se lo cree.
Sin embargo, Ekhard consiguió agarrarle una teta. Vi cómo la asía y la estrujaba, mostrándose la
mar de contento:
—¡Vaya, qué cosa! —exclamó una y otra vez—. Es como la de una virgen…, oiga, no he visto nada
igual en mi vida.
Mi madre primero se resistió un poco, pero luego se quedó quieta y sonrió orgullosa:
—¿Lo ve? —dijo—, ahora sí me cree.
—Por mi alma, la creo —respondió Ekhard, agarrándole la otra teta sin que mi madre se resistiera.
—Oiga —dijo él jugando con sus tetas, de modo que los pezones pronto se empinaron bajo la fina
blusa de percal—, oiga, es una tontería que tenga que esforzarse tanto para correrse una sola vez
con su marido con esas tetas que tiene. Hay muchos que se la cogerían hasta reventar sólo por
esas tetas…
—Soy una mujer decente —dijo mi madre, que sin embargo siguió inmóvil dejándose sobar la
pechuga.
—Decente, sí, decente —dijo Ekhard—; cuando el hombre no cede, se acaba la decencia. Entonces
se acaban las obligaciones. La naturaleza debe satisfacerse.
Con aquellas palabras le desabrochó la blusa a mi madre y le dejó los pechos al aire.
—Oiga, pare —susurró mi madre, tratando de liberarse. Pero él se inclinó rápidamente y le besó el
pezón izquierdo. Vi que a mi madre le temblaba todo el cuerpo—. Pare. ¡Pare! —murmuró
insistente. Luego añadió—: Puede venir alguien…
Estaban de pie delante de las dos camas, aún deshechas de la noche anterior. Ekhard la tumbó de
un empujón encima de la cama más cercana y acto seguido se echó entre sus piernas.
Ella empezó a golpearle con las piernas, y él a duras penas pudo contenerla.
—No, no… —susurró ella—, no quiero, no quiero… Soy una mujer decente…
—¡Oh, vaya! —exclamó Ekhard—, alguna vez debe de haber follado con otro.
—No, nunca…, déjeme o gritaré…
Ekhard ya buscaba la entrada con la verga.
—No haga una escena, por una sola vez… —jadeó él. Y vi que al mismo tiempo le acariciaba y
toqueteaba las tetas.
—Si viene alguien… —suplicó mi madre.
—No vendrá nadie —la tranquilizó él, y empezó con sus violentas embestidas.
Mi madre quedó inmóvil, diciendo una y otra vez:
—Se lo suplico, no lo haga…, por favor…, no —y de repente se echó a reír—. Ni siquiera encuentra
la entrada…
Ekhard empujó, y oí murmurar a mi madre:
—Espere…, no…, no… —y entonces profirió un breve gemido y un largo suspiro. Ekhard la había
ensartado.
En un instante todo cambió. Un temblor sacudió todo el cuerpo de mi madre, que se abrió de
piernas. Ekhard la rodeó con sus brazos:
—Así —murmuró—, así, mujer…
Yo conocía bien sus rítmicos empellones, y vi que se la estaba follando con ardor. Dudé si debía
quedarme y mirar, o bajar al sótano en busca del señor Horak. Pero temí que me oyeran si me
movía, y la curiosidad me mantuvo inmóvil en mi sitio.
Mi madre empezó a responder a los empujones de Ekhard.
—¡Oh! —exclamó él—, sabes hacerlo…, sí que sabes…, ah…, qué coño más ardiente y estrecho…, y
qué tetas tan ricas…, ah…, y qué empujones que das…, ah…, no pienso correrme…, me quedaré
aquí dentro para siempre.
Mi madre respiraba con dificultad y cada vez más rápido. Luego empezó a hablar ella también:
—Jesús, María y José…, me haces daño…, qué verga tan grande…, y qué gruesa…, ah…, qué
gusto…, qué gusto…, esto es otra cosa…, más fuerte, más fuerte…, la siento hasta en las tetas…,
fóllame…, fóllame así…, me correré enseguida.
—Tómate tiempo —dijo Ekhard, que se movía arriba y abajo como una máquina—. Tómate
tiempo…, no me corro aún…
—Ah, qué gusto…, no sabía que se pudiera coger tanto rato —murmuró—. Mi marido ya se habría
corrido hace rato…, ah…, qué bueno…, más adentro…, empuja…, ah…, es increíble…, mi marido
nunca aguanta tanto tiempo…
—¿Ahora no te gustaría que la sacara? —preguntó Ekhard retirando un poco la verga.
Mi madre gritó, le asió con las piernas y, al ser ensartada de nuevo, exclamó:
—Ah…, Dios…, me corro…, me corro…, por Dios, no la saques…, ahora no…, por favor…, por favor,
por favor…
Ekhard siguió meneándose.
—¿Qué, ahora sí puedo cogerte, eh? ¿Ahora puedo? ¿Verdad que sí? Y eso que antes no querías
que te montara…
—Fóllame… Ah, Dios, si hubiera sabido que tienes esa verga y cómo la meneas…, ah…, ah…,
ahora…, ahora…, ahora…
Mi madre resollando, prorrumpió en sollozos. Ekhard seguía follándosela. Ella dijo:
—Me he corrido ya…
—Tanto da —la interrumpió él—, te correrás otra vez —y siguió empujando con todas sus fuerzas.
—¡Otra vez! Me corro otra vez…, ah… Con mi marido no me ha pasado nunca…, oh…, me muero…,
me muero…, siento la verga hasta en la boca, te lo suplico…, agárrame las tetas…, así…, así…,
sóbamelas… y sigue follándome…
Ekhard se esforzó aún más.
—¿Ahora sí que puedo sobarte las tetas, eh? —dijo en un susurro—, ahora ya no dices aquello de
«soy una mujer decente»…, con la verga en el coño, se acaban las tonterías…
Ella respondió feliz:
—Sí, deja la verga en mi coño…, déjala…, ah, me corro otra vez, es la tercera…, oh, vaya…, una
mujer decente…, ah…, me corro…, una mujer decente…, fóllame, fóllame… y tanto me da que
venga alguien…
Ekhard estaba fuera de sí. Le agarró las tetas y le levantó las piernas, y al mismo tiempo oí un
jadeo que me resultó familiar:
—Ahora…, ahora me corro…, ahora…
—¡Córrete, córrete! —Mi madre recibió su leche entusiasmada—. Ah…, ahora…, ahora lo noto…,
cómo te corres…, leche caliente…, ah, y cómo tiembla…, ah, esto es una verga, esto es una verga…,
ja, ja, agárrame las tetas…, así…, yo también me corro…, seguro que me quedaré embarazada, de
tanto como te corres…, tanto da…, y cómo empujas…, cuando mi marido empieza a correrse, se
queda inmóvil…, y tú sigues follando…, así, así…, y mi marido saca un poco de leche y ya está…,
ah…, ah…, ah…
Se quedaron inmóviles uno encima del otro. Habían terminado.
Luego Ekhard se incorporó y mi madre se sentó en la cama, con el cabello suelto, los pechos al aire
y la falda aún arremangada. Se ocultó la cara con las manos, pero mirando entre los dedos al señor
Ekhard y sonriéndole.
Él le cogió las manos y se las apartó de la cara.
—Me avergüenzo de mí misma —dijo ella.
—¡Ah, no! —repuso él—. Qué más da.
—¡Qué buena verga! —dijo ella, cogiéndole la verga con la mano y observándola con curiosidad—.
Vaya, qué verga más linda. Siento como si aún la tuviera dentro.
Entonces se inclinó y se llevó a la boca la verga roja y gruesa de Ekhard, que estaba un tanto
fláccida. Pero enseguida volvió a ponerse tan dura como antes.
—Ven…, follemos. —Ekhard sacó la verga de la boca de mi madre y quiso volver a tumbarla en la
cama.
—¡No! —exclamó ella sorprendida—. ¿Otra vez? ¿De veras puedes hacerlo otra vez?
—No es nada del otro mundo… —dijo él—. Claro que puedo… Cinco veces…, si no viene nadie…
—Ojalá no viniera nadie —exclamó mi madre—. No sé qué me pasa, estoy como loca, no lo
aguanto…
—Lo mejor será —comentó Ekhard—, por si viene alguien, que no lo hagamos en la cama…,
sentémonos allí. —Se sentó en un sillón con la verga roja y enhiesta fuera de los pantalones
negros.
Mi madre se montó con cuidado en aquella especie de silla, y la vi agarrar la verga y hundírsela ella
misma en el coño. Enseguida empezó a agitarse arriba y abajo como una loca:
—Oh Dios, oh Dios, así es aún mejor, mucho mejor…, oh Dios, oh Dios…, noto la verga hasta en el
corazón…
Ekhard gruñó:
—Ya ves, si no hubieras sido tan orgullosa, ya habríamos follado hace tiempo…
Mi madre exclamó:
—Cógeme las tetas, quiero sentirte en todas partes…, agárramelas…, ah, por Dios…, ah, por Dios…,
llevo quince años casada… y nunca había follado así… No…, un marido como el mío no se merece…
que le sea fiel.
Al bailar de aquel modo, las tetas le subían y le bajaban. Ekhard se las agarró y se las sostuvo,
besando y chupando los pezones uno tras otro.
—Me corro…, no hago más que correrme…, todo el rato…, ah, qué hombre…, tú sí sabes coger,
¿eh? Me corro otra vez…, otra vez…
Al cabo de poco tiempo Ekhard empezó a resollar. Le vi levantar a peso a mi madre con sus últimos
empujones, estrujando las tetas que seguía agarrando, aunque mi madre pareció no notarlo. Ella
se quedó quieta dejándose ensartar por aquella verga que derramaba leche. Pero pude ver que le
temblaba todo el cuerpo y que no podía pronunciar palabra, sólo gemir débilmente. Luego ella
quedó echada entre los brazos de él como si estuviera muerta. Finalmente se levantaron los dos,
mi madre se arrodilló delante de Ekhard, se metió la verga en la boca y empezó a lamérsela y
chupársela fuera de sí.
Mientras ella se la mamaba, él dijo:
—¿Qué, estaremos juntos más a menudo?
Ella se paró y respondió:
—Por la mañana siempre estoy sola, ya lo sabes…
Ekhard sacudió la cabeza:
—Pero mañana tengo que volver a trabajar…
Mi madre dio rápido con una solución:
—Pues vendré a verte por la noche, cuando mi marido esté en la taberna.
—¿Y los niños?
—Oh, vaya —dijo ella—, los niños duermen…
Ekhard debió de pensar en mí, porque dijo en tono escéptico:
—No está claro que duerman los niños…
—Claro que sí —insistió mi madre—, nunca oyen nada…, mi marido siempre me folla cuando ellos
duermen, y nunca oyen nada…
Ekhard debió de pensar otra vez en mí.
—¿Ah, no? Pues por mí, adelante —respondió.
Mientras tanto mi madre se la había estado chupando, y sólo se la había sacado de la boca para
hablar. Ekhard le dijo:
—Hagámoslo otra vez, rápido, antes de que llegue alguien…
Mi madre se incorporó velozmente:
—¿Otro? Vaya…, pero rápido…, sólo quiero correrme una vez…, pero muy rápido…
Se tumbó en la cama y se levantó la falda.
—No —dijo él—, date la vuelta.
Y la colocó de tal modo que quedase de pie ante la cama con la cabeza apoyada en la almohada y
el culo levantado. Entonces le ensartó la verga por detrás. Ella profirió un sonido gutural y suspiró
enseguida:
—Me corro…, ya…
Ekhard murmuró:
—Ahora me corro yo, lástima… que no pueda… agarrarte las tetas…, así…, me corro…, ah…, ah…
Acto seguido sacó la verga, se la limpió y se abrochó los pantalones. Luego se sentó en un sillón y
se secó el sudor de la frente.
Mi madre cogió la palangana del tocador, la dejó en el suelo, se acuclilló encima y empezó a
lavarse el coño. Cuando terminó, se acercó a Ekhard. Seguía con las tetas al aire, y las llevó a su
boca una tras otra:
—Un besito —le pidió, y Ekhard le besó los pezones. Luego mi madre se abrochó la blusa.
—Quizá venga esta misma noche a la cocina… —dijo ella.
Ekhard respondió:
—Muy bien, me alegraré.
De repente mi madre empezó a hablar de mí, aun sin saberlo:
—¿Y qué pasa con esa putita que te follaste seis veces?…
Ekhard respondió:
—¿Qué pasa con ella?
—¿Te la volverás a coger ahora?…
—¿A ella?… —Ekhard sonrió—. ¿Estás celosa?…
—Sí —dijo mi madre enérgicamente—, quiero que sólo folles conmigo…, sólo conmigo, con nadie
más…
—Pero si tú también follas con otro…
Ella se quedó perpleja:
—¿Yo?… ¿Con quién?…
—Pues con tu marido…, ¿no?
—Oh, con él…, no pienso dejarle que vuelva a montarme…
—No puede ser, querrá coger contigo…
—Sí —vaciló ella—, pero sólo lo hacemos cada dos o tres semanas, y eso no puede molestarte…
Me la mete un poquito, se menea otro poquito y termina enseguida.
—Bien —dijo Ekhard—, pues yo me cogeré a esa chiquilla una vez cada dos o tres semanas;
tampoco se la meto entera, y también terminamos enseguida.
—Te lo suplico —le advirtió ella—, ve con cuidado. Si te pillan, irás a parar a la cárcel…
Ekhard se echó a reír:
—No, no, no me pillarán. Y a ti tampoco debe molestarte que agarre alguna que otra vez a esa
niña y me la folle…
—Ahora vete —dijo mi madre—, es casi mediodía y puede venir alguien.
Se abrazaron otra vez, Ekhard sobándole las tetas y ella manipulando con la mano dentro de la
bragueta. Luego Ekhard salió de la habitación.
En un primer momento, al verme se asustó.
Le sonreí pícaramente, y durante unos segundos se sintió tan turbado que perdió el habla. Luego
se acercó a mí y me susurró:
—¿Has visto algo?
En lugar de responderle, seguí sonriendo. Me metió la mano debajo de la falda y, a la vez que me
toqueteaba el coño, comentó:
—¿No le dirás nada a nadie, verdad?
Asentí, y me dejó por miedo de que viniera mi madre.
Desde aquel día pillé a mi madre un par de veces yendo a la cocina en busca de Ekhard mientras
mi padre se hallaba aún en la taberna, y les oí jadear un buen rato. Por la mañana también les pillé
juntos alguna vez. Pero yo ya no dejaba que el señor Ekhard me follase. En realidad yo misma no
sabía por qué, pero me resistía. En una ocasión, al volver él pronto a casa con el propósito sin duda
de encontrarme sola, consiguió pillarme. Al negarme yo a hacerlo, me echó al suelo y se tumbó
sobre mí. Pero yo apreté las rodillas y empecé a golpearle, de modo que de repente me soltó, me
lanzó una mirada muy significativa y desde entonces no volvió a tocarme.
En el año que siguió, follé alternativamente con Alois y con el señor Horak, a quien yo iba a buscar
diligentemente al sótano. También Schani vino una vez a verme, diciéndome nada más entrar que
su madre y su hermana mayor tenían la regla y que por eso aquella noche sólo se había follado a
Wetti. Esa noche no tenía que cogerse a nadie. Aprovechamos aquella circunstancia para echar un
polvo en la cocina, de pie y a toda prisa, del que sólo recuerdo el hecho de que Schani constató
que ya me empezaban a crecer las tetas. Realmente en mi pecho ya apuntaban dos pequeñas
manzanas la mar de bonitas. Por encima del vestido aún no se notaban, pero cuando al cabo de un
par de días llevé la mano del señor Horak debajo de mi camisa, se mostró tan entusiasmado que
enseguida se le empinó de nuevo la verga, aunque acababa de echarme dos polvos.
Toqueteándome las tetitas, quiso hacerlo por tercera vez, lo que me demostró claramente el valor
de mi nuevo atractivo. Aquel año también follé un par de veces con mi hermano Franz. Él no había
dejado de pensar en la señora Reinthaler, pero aún no había podido conseguirla.
Una mañana la vi casualmente subir al tendedero. Llamé a Franz enseguida y se lo comuniqué.
Subió del patio, pero no se atrevió a seguirla al tendedero. Intenté convencerle, le conté que la
señora Reinthaler follaba con el señor Horak, y que sin duda estaría dispuesta a hacerlo con él; le
describí lo lindos que tenía los pechos, pero siguió sin atreverse. Con todo mi descaro, me ofrecí a
acompañarle. Arriba, encontramos a la señora Reinthaler tendiendo la ropa.
—Buenos días, señora Reinthaler —dije cortésmente.
—Buenos días, ¿qué hacéis aquí? —preguntó ella.
—Veníamos a verla…
—¿Ah, sí? ¿Y qué queréis?
—Quizá podamos ayudarla un poco —dije con hipocresía.
—Muy bien, gracias —dijo ella doblando una sábana.
Me acerqué a ella y le así una teta de improviso. Jugueteé con ella haciéndola subir y bajar. Franz
no perdía de vista aquella pechuga.
La señora Reinthaler me atrajo hacia ella y preguntó:
—¿Qué haces?
—Son tan bonitas… —la adulé.
Se puso roja como la grana, miró a Franz de reojo y sonrió. Franz también enrojeció y sonrió como
un bobo, pero no se atrevió a acercarse.
Metí la mano bajo la blusa de la señora Reinthaler y le dejé las tetas al aire. Ella se dejó hacer y
miró a Franz mientras decía:
—¿Qué haces?
Entonces le susurré al oído:
—Franz querría…
Noté que los pezones se le empinaban instantáneamente. Sin embargo, preguntó:
—¿Qué querría?…
—Pues ya sabe… —le susurré.
Ella sonrió y dejó que le desabrochara la blusa, descubriendo por completo su blanca y abundante
pechuga.
—Yo vigilaré —dije, apartándome de ella y dándole un empujón a Franz, que chocó contra las
tetas de la señora Reinthaler. Luego me acerqué a la escalera y, así como en su día monté guardia
en el sótano a fin de que nadie molestara al señor Horak mientras jodía con la señora Reinthaler,
monté guardia entonces en el tendedero a fin de que nadie molestara a la señora Reinthaler
mientras follaba con mi hermano.
Si no recuerdo mal, fue la primera vez en mi vida en que actué de alcahueta, a no ser que se
considere alcahuetería el hecho de haber instigado al señor Ekhard a cogerse a mi madre al
contarle sus insatisfacciones nocturnas. Porque, bien mirado, está claro que fue a partir de esa
historia que al señor Ekhard le vino la idea de meter la verga entre las piernas de mi madre,
cuando probablemente se hubiera contentado con meterla en los dos agujeros aún no
ensanchados de su hija.
Así pues, Franz hundió la cara entre las tetas desnudas de la señora Reinthaler. Ella le abrazó y
preguntó:
—¿Qué quieres, pequeño?
Él no respondió, aunque tampoco podía hacerlo, ya que se había metido los pezones en la boca
como si fuera un niño de pecho. Entonces Franz empezó a lamer aquellos dulces frutos, que en
lugar de hacerse más pequeños, crecían cuanto más se disfrutaba de ellos.
Aquellos lametones le hicieron temblar todo el cuerpo a la señora Reinthaler, que parecía a punto
de explotar.
En lugar de vigilar, decidí participar en el juego que acababa de empezar. La señora Reinthaler se
echó encima del cesto de la ropa, se arremangó la falda y enseñó el coño peludo. Pensé que aquel
coño se tragaría entero a mi hermano. Luego atrajo hacia sí al muchacho y se hundió la pollita en
el coño, que se cerró en torno a ella con un ruidito.
Franz empezó a empujar con la exactitud y precisión de un reloj, y la señora Reinthaler se echó a
reír:
—Ah, me haces cosquillas…, qué cosquillas más ricas… —Se reía sin parar, inmóvil—: Qué bien lo
hace… —dijo dirigiéndose a mí—: ¿Lo hace muy a menudo?
—Sí —dije yo.
—¿Y siempre tan rápido?
—Sí —le expliqué—, Franz siempre folla muy rápido…
Entonces me arrodillé, le así la cabeza y, tal como me había enseñado Ekhard, le lamí la oreja con
la lengua.
Ella gruñó de placer con voz ronca.
—No corras tanto, chico —le pidió a Franz—, yo también quiero empujar, espera…, así…, ¿lo ves?
…, así es aún mejor…
Ella controló el ritmo de los empujones de Franz y empezó a su vez a menear el culo de tal modo
que el cesto de la ropa crujió.
—Ah…, me corro…, ah, qué gusto…, ah, no lo aguanto…, si Pepi me sigue lamiendo así la oreja…,
me correré enseguida…, no…, niños, qué niños…, ah… —y de repente, entre jadeos—: Eh, chico,
¿por qué no me chupas una teta?…
Franz se llevó una teta rebosante a la boca y le chupó el pezón como si quisiera beber.
Ella gritó:
—Pero… no pares de empujar…, no pares…, que me corro ahora mismo… ¡fóllame! Así…, ¡más
fuerte, más rápido!…, sí…, bien…, así está bien… Jesús, ¿ahora por qué sueltas la teta? No la
sueltes…
Franz aún no había aprendido a hacer las dos cosas a un tiempo. Por ello dejé la oreja de la señora
Reinthaler y acudí en ayuda de mi hermano manoseando la gorda y linda teta de su pareja. Por
encima de su cabeza, le así también la otra, y las besé a ambas, tan pronto la derecha como la
izquierda, notando su cálido aliento entre mis piernas, ya que tenía mi coño encima de su cara.
Entonces me arremangó la falda y me sobó el coño con los dedos, acertando el punto exacto de tal
modo que me causó gran placer y me sentí como si también me cogeran a mí.
Nos corrimos los tres a la vez. La señora Reinthaler jadeó de placer:
—¡Ah, queridos niños…, ah, qué gusto…, ah, Franz!, noto cómo te corres…, y tú, Peperl…, también
estás toda mojada…, ¡ah…!
Quedamos echados un rato en confuso montón, debíamos de parecer un hatillo de ropa.
La señora Reinthaler se incorporó y nos apartó a Franz y a mí a un lado. Se arregló el vestido, roja
como un tomate, y se avergonzó de improviso:
—Vaya, qué cosas…, estos niños… —murmuró.
Luego abandonó el tendedero. Franz y yo nos quedamos solos y nos acomodamos en el
tendedero. Me metí su verga en la boca a fin de que se le volviera a levantar. Pronto se le puso
dura, y entonces le pedí:
—Fóllame…
—No —dijo él—, la señora Reinthaler puede volver…
—No importa —respondí—, no importa en absoluto, ella ya sabe que lo hacemos juntos.
—No quiero —volvió a negarse.
—¿Por qué no?
—Porque…, porque no tienes tetas —dijo él.
—¿Qué dices? —Me arremangó la blusa y le enseñé mis dos pequeñas manzanas.
Él empezó a juguetear con ellas, y yo me estiré boca arriba sobre el cesto de la señora Reinthaler.
Franz se tumbó sobre mí, y yo conseguí que me la metiera entera. Me folló estupendamente, y me
gustó. Pronto terminamos, dejamos la ropa como estaba y nos marchamos.
Desde aquel día Franz persiguió a la señora Reinthaler con más ardor que nunca. Cuando se
encontraban, ella le llevaba a su piso y le enseñaba cómo debía acariciar a un tiempo el coño y las
tetas. Y Franz pronto hizo extraordinarios progresos. A menudo ella venía a buscarlo a casa con
cualquier excusa. «Franz, ¿podrías ir a la tienda de Geisler y traerme aceite para la lámpara?».
«Franz, ¿podrías ir a buscarme una cerveza?». Y cuando venía con aquel cuento yo sabía muy bien
qué le esperaba a Franz una vez cumplido el encargo.
Así estaban las cosas cuando mi madre murió de repente. Yo tenía trece años, y me hallaba en
plena pubertad. El hecho de que los pechos me crecieran tan deprisa y el coño se me llenara de
pelos lo atribuyo al frecuente trato carnal al que me sumí a una edad tan temprana, a los intensos
placeres a los que exponía mi cuerpo. Durante todo aquel tiempo, hasta la muerte de mi madre,
follé continuamente y, haciendo un rápido repaso, debí de fornicar con dos docenas de hombres
distintos. Mi hermano Franz; Ferdl; Robert; el señor Horak, que en aquellos días debió de
ensartarme la verga unas cincuenta veces en el sótano; Alois, en cuya casa oí varias veces aquello
de «Hecho con provecho» echada en el regazo de Klementine; el señor Ekhard; Schani, con quien
sólo pude hacerlo una vez; con el soldado otra vez y con el chaval que me forzó a continuación.
Además de todos estos hombres, follé con los muchachos que atraía hasta el sótano y que, en
cualquier escalera, detrás de una valla o en cualquier otro sitio, me recostaban contra la pared y
me toqueteaban la raja, y con un par de hombres que me encontré en mis paseos por el
Fürstenfeld, que me hicieron un guiño e intentaron metérmela, aunque la mayoría de las veces no
hicieron más que correrse encima de mi vientre. A algunos los he olvidado. Sólo recuerdo un
cerrajero borracho que me folló de día en pleno campo y que quería estrangularme, pero que se
corrió nada más rozarme con la verga. Luego un hombre viejo, un vendedor ambulante que me
regaló un par de ligas azules y que me atrajo hacia el retrete de una de las pequeñas tabernas que
abundaban por aquel entonces. Él se sentó en el retrete como si quisiera hacer sus necesidades,
me colocó entre sus piernas y me restregó la verga medio fláccida entre los muslos. Debieron de
ser dos docenas de hombres, sí.
Y de repente mi madre murió. Estuvo enferma sólo dos días. No sé qué enfermedad sufrió. Sólo
recuerdo que a la mañana siguiente se la llevaron al cementerio.
Los niños la lloramos mucho, porque la queríamos. Siempre había sido buena con nosotros, y
raramente nos pegaba; en cambio, a nuestro padre, que siempre había sido severo, más que
quererle le temíamos. En aquellos días mi hermano Lorenz me dijo:
—Es el castigo de Dios por vuestros pecados, los tuyos y los de Franz…
Quedé muy impresionada por aquellas palabras, ya que le creí.
Por ese motivo, después de la muerte de mi madre me aparté de toda fornicación. Me prometí a
mí misma no volver a coger, y la visión del señor Ekhard me resultaba insoportable. Por otra parte,
él se quedó muy abatido y al cabo de ocho días de la muerte de mi madre se trasladó. Cuando se
fue, respiré aliviada. Franz, con el que me quedaba a solas mucho más a menudo, me manoseó las
tetas en una ocasión. Pero le di una bofetada y me dejó en paz.
Aquella muerte cerró una etapa de mi corta vida. Quizás habría llegado a enmendarme, pero no
fue así.

Segunda parte
Segunda parte

En la escuela me portaba mejor y estudiaba más que nunca. Hacía dos meses que mi madre había
muerto y yo llevaba una vida casta. En aquellos dos meses no había visto siquiera la punta de una
verga, y cuando me cosquilleaba el coño y, contra mi voluntad, pensaba en coger, había resistido
el deseo de consolar con mis propios dedos mi ardiente entrepierna. En aquellos días nos llevaron
de nuevo a todos los de mi clase, y a la escuela entera, a confesamos. Esta vez quise exculparme
del pecado de impudicia, y por ello decidí confesarlo todo. También quise pedir perdón por el
pecado mortal que había cometido al callar mis pecados en todas las confesiones anteriores.
Hasta entonces, siempre que me había confesado con el joven párroco, había respondido «no»
cuando, al final de mi confesión, me preguntaba: «¿Has pecado de impudicia?». Era un joven
moreno, alto y pálido, y tenía una expresión grave que me asustaba tanto como su prominente
nariz. Sin embargo, esa vez quise confesarlo todo francamente.
La iglesia estaba abarrotada de niños, y las confesiones se realizaban en tres confesionarios. A mí
me tocó un vicario viejo, gordo y de cara redonda. Sólo le conocía de vista, y siempre me había
parecido bondadoso porque era de gestos amables.
Primero le confesé mis pecados pequeños. Pero él me interrumpió con la pregunta:
—¿Has pecado de impudicia?
Le respondí temblorosa:
—Sí…
Él apretó sus duras mejillas contra la reja y preguntó:
—¿Con quién?
—Con Franz…
—¿Quién es ése?
—Mi hermano.
—¿Tu hermano?… ¡Vaya! ¿Y con alguien más?
—Sí…
—¿Con quién?
—Con el señor Horak.
—¿Quién es ése?
—El cervecero.
—¿Y con quién más? —Le temblaba la voz.
Tuve que enumerarle toda la lista.
Cuando terminé, siguió inmóvil.
—¿Cómo has cometido impudicia?… —preguntó al cabo.
No supe qué responderle. Me habló entonces en tono imperioso:
—Te pregunto cómo lo habéis hecho.
—Con…, pues… —balbucí—, con lo que tengo entre las piernas…
Él sacudió la cabeza:
—¿Habéis follado?…
En su boca, aquella palabra me pareció extraña, pero respondí:
—Sí…
—¿Y también se la has mamado?
—Sí.
—¿Y te has dejado dar por el culo?
—Sí.
Él suspiró, jadeó y dijo:
—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío, hija mía!… Pecado mortal, pecado mortal… —Yo me sentí
terriblemente asustada. Él añadió—: Tengo que saberlo todo, ¿me oyes? ¡Todo!, —y tras una
pausa, continuó—: Será una larga confesión…, y los otros niños esperan…, no queda más remedio
que vengas otro día a confesarte, ¿entendido?
—Sí, señor cura… —balbucí.
—Ven esta misma tarde, hacia las dos.
Salí desesperada del confesionario.
—Hasta luego —me dijo el vicario como despedida—, haz memoria hasta entonces. Si no lo
confiesas todo, la absolución no te servirá de nada…
Me fui a casa con el corazón acongojado, me eché en la cama y me puse a recordar todo lo que
había hecho. Sentía mucho miedo de la confesión en la habitación del vicario, y temía la penitencia
que me impondría. Cuando llegó la hora de irme, mi hermano Lorenz me preguntó adónde iba con
un vestido tan bonito, y le respondí orgullosa:
—A ver al vicario Mayer, me ha pedido que fuera a hablar con él.
Lorenz me miró de un modo extraño y se fue.
Era verano, pero en la vicaría me envolvió un santo frescor y un silencio que me infundió respeto.
Leí los nombres de las puertas y llamé a aquella en la que decía «Vicario Mayer». Me abrió él
mismo. Iba en mangas de camisa y llevaba el chaleco desabrochado, de modo que le sobresalía la
inmensa barriga.
Ahora que le veía por primera vez fuera del confesionario, su colorada cara de cura me infundió
respeto, y al recordar todo lo que él sabía de mí, la vergüenza y el miedo me hicieron enrojecer.
—Loado sea Jesucristo…
—Para toda la eternidad… —respondió él—. Ya estás aquí…
Le besé la mano gorda y ardiente, y él echó el cerrojo a la puerta.
A través de un pequeño y oscuro pasillo llegamos a su habitación, que daba al cementerio. Las
ventanas estaban abiertas, y las verdes copas de los árboles tapaban la vista. La habitación era
espaciosa y estaba pintada de blanco. Un gran crucifijo negro colgaba de una pared, y enfrente
había un reclinatorio. Junto a la otra pared había una cama de hierro cubierta con una colcha
bordada. Un amplio escritorio y un enorme sillón de cuero negro ocupaban el centro de la
habitación.
El vicario se puso una sotana y se la abrochó.
—Ven —me dijo.
Nos acercamos al reclinatorio, nos arrodillamos en él uno junto al otro y rezamos un
padrenuestro.
Luego me cogió de la mano y me llevó junto al sillón. Él se sentó, y yo quedé de pie frente a él,
apoyada en el canto del escritorio.
—Bien —dijo—, soy todo oídos.
Pero yo permanecí en silencio, sin saber cómo empezar de tan confusa que me sentía.
—Anda, cuéntame…
Seguí en silencio, con los ojos clavados en el suelo.
—Óyeme —dijo, me asió la barbilla y me obligó a mirarle a los ojos—. Sabes que has pecado… de
impudicia… Eso es un pecado mortal, ¿comprendes?… y con tu propio hermano… Eso es incesto…
Oía aquella palabra por primera vez, y aun sin saber qué significaba, me eché a temblar.
Él continuó:
—Quién sabe…, quizás ya te has condenado y te has hecho indigna para siempre de salvar tu
alma…, pero si aún puedo salvarla, debo saberlo todo, con pelos y señales…, y debes contármelo
con verdadero arrepentimiento.
El vicario hablaba en voz baja y atropelladamente, y me causó tal impresión que empecé a llorar.
—No llores —me dijo en tono imperioso.
Sollocé, y él suavizó su expresión.
—Anda, no llores, chiquilla, quizá se arregle todo…, cuéntame.
Me sequé las lágrimas, pero no pude decir palabra.
—Sí, sí —comenzó diciendo—, la tentación es grande…, y quizá no sabías que eso es pecado,
¿verdad? Claro, aún eres una niña…, no sabías nada, ¿no es cierto?
—No, no sabía nada de eso… —me envalentoné.
—Bien —dijo él—, así está mejor…, no seguiste tu propio impulso, sino que fuiste seducida…, ¿no
es eso?
Recordé de inmediato la primera vez que jugamos a «papás y mamás», y respondí animosa:
—Sí, señor cura…, me sedujeron…
—Me lo imaginaba… —asintió benévolo—, cuando se lleva eso tan a la vista…, se atrae a la
tentación.
Apoyó la mano ligeramente en mi pecho, que en aquel entonces ya se marcaba puntiagudo debajo
de la blusa. Noté el calor de su mano, y aquello me tranquilizó, sin pensar siquiera que estuviera
mal.
—Es obra de Satanás —continuó—, eso de que una niña ya tenga los pechos de una mujer… —y
me asió la otra teta con la otra mano—. Sin embargo, las mujeres deben esconder las tetas,
hacerlas invisibles a fin de no excitar a los hombres. Las tetas son instrumentos de lujuria: Dios se
las dio a la mujer para que amamantara a sus hijos, pero el demonio las convirtió en juguete de
impúdicos, y por eso deben esconderse.
No presté mucha atención al hecho de que él mismo me las tocase, y le escuché llena de emoción
y consuelo.
—Así pues, ¿cómo sucedió? —volvió a preguntarme. Pero me seguía siendo imposible hablar de
ello—. Bien… —dijo dulcemente después de esperar un rato a que yo hablase—: Bien…, ya veo…,
tu corazón es puro… y te avergüenzas de hablar de esas cosas.
—Sí, señor cura… —balbucí animosa.
—Bien… —murmuró—, yo te preguntaré y tú contestarás, o aún mejor, si no puedes hablar,
enséñame con gestos todo lo que hiciste, ¿de acuerdo?
—Lo haré, señor cura —le prometí agradecida, le cogí la mano de mi pecho y se la besé con fervor.
—Debo saber —continuó— en qué grado y forma has cometido impudicia. Empecemos. ¿Te
metiste la verga en la boca?
Asentí.
—¿A menudo?
—Asentí de nuevo.
—¿Y qué hacías con ella…, por orden?
Le miré sin comprender.
—¿Se la tocabas con la mano?
—Asentí.
—¿Cómo se la tocabas?
Me quedé sin saber qué debía decir o hacer.
—Enséñame exactamente cómo lo hacías —susurró, y yo quedé aún más perpleja.
Él sonrió lleno de unción:
—Cógeme la verga… —dijo—. En un cura todo es puro, nada hay en él que sea pecado ni haga
pecar a los demás.
Yo estaba muy asustada, y no me moví.
Me cogió la mano y susurró de nuevo:
—Cógeme el miembro, y enséñame todos tus pecados. Te dejo mi cuerpo para que hagas
penitencia ante mí y te purifiques —y me llevó la mano hasta su bragueta.
Tuve que bajar la mano hacia el fondo de su vientre, y al hacerlo temblaba de emoción. Se
desabrochó la bragueta y bajo el muro negro de sus pantalones apareció una gruesa verga
empinada.
—¿Cómo se la tocabas? —me preguntó.
Me sentía terriblemente avergonzada. Pero; aunque tímidamente, le así la verga, la rodeé con la
mano y se la meneé dos o tres veces arriba y abajo.
Su rostro adoptó una expresión severa, y él siguió preguntando:
—¿Eso fue todo? No me ocultes nada…, yo te lo diré…
Se la meneé un poco más.
—¿Qué más hacías?
Recordé cómo lo hacía Klementine, le cogí la verga por debajo del glande entre el pulgar y el
corazón y le di golpecitos en el prepucio con el índice.
Él se recostó en el sillón.
—¿Qué otras artes perversas practicabas?
Tuve miedo de continuar, así que le solté la verga y susurré:
—En la boca…, me la metía en la boca…
—¿Cómo?, —el vicario respiraba con dificultad—, ¿cómo lo hacías?
Le miré vacilante, pero él me observó con grave dignidad y dijo:
—¿Estás dispuesta? ¿O te mostrarás desagradecida por la gracia que te concedo? Has de saber
que, si me tocas como a tus amantes, expiarás en buena parte tus pecados.
Aquello me pareció extraordinariamente convincente, y me sentí dichosa de poder purgar de
aquel modo mis pecados.
Así pues, cuando volvió a preguntarme: «¿Qué más hacías?», me arrodillé sin demora y me metí
con todo cuidado su verga en la boca.
—¿Sólo la punta?… —preguntó él.
Inmediatamente me la tragué entera.
—¿Y nada más? —tronó su voz por encima de mi cabeza.
Se la meneé con los labios arriba y abajo, se la chupé y se la acaricié con la lengua, sintiéndome
presa de una violenta excitación. Pero en aquel momento no supe si se trataba de miedo, de
constricción o de calentura.
Oí gemir al vicario:
—Ah…, ah…, vaya…, qué pecadora…, ah…, ah… —y le compadecí tanto que desistí de hacerle sufrir
por más tiempo aquel tormento. Me saqué la verga de la boca, se la sequé cuidadosamente con el
pañuelo, viéndola temblar en mi mano, y me levanté.
El vicario tenía el rostro encendido e intentó agarrarme.
—¿Y qué más hacías… con las vergas?…
—Cometía impudicia, señor cura —susurré.
—Ya lo sé… —susurró él recuperando el aliento—, me has enseñado tres de las formas en que lo
hacías…, te has purificado de tres formas…, pero aún hacías más cosas con la verga…, ¿no me
mentirás ahora?
—No, señor cura.
—¿Qué más hacías, entonces?
—Follaba, señor cura.
—¿Cómo follabas?
—Pues…, follaba —repetí.
—No sé nada de eso —jadeó—, debes enseñarme cómo lo hacías.
Quedé de nuevo perpleja. No me atrevía a levantarme la falda y meterme su verga en el coño.
—¿Quieres que te enseñe yo cómo lo hacías? —me preguntó—. ¿Quieres que te vaya
preguntando?
—Sí…
En aquel momento ansiaba ya hacerlo, y al mismo tiempo me alegraba de que con él no pareciera
ser pecado, sino un medio de expiar el pecado. Y como hacía tanto tiempo que no había tenido
una verga en la boca ni en ningún otro sitio, aquella mamada me despertó el deseo de ser
ensartada por esa verga.
El vicario se levantó y me llevó junto a la cama.
—¿Cómo lo hacías?
—Ya lo sabe, señor cura —le dije.
—No sé nada —respondió él—, debes contármelo todo. ¿Te echabas en la cama o te ponías
encima?
—Unas veces encima y otras debajo, señor cura.
—¿Cómo te echabas, entonces?
Me tumbé en la cama de través, dejando que las piernas me colgaran.
—¿Te quedabas así?
—Sí.
—Pero así difícilmente tu amante podía hacer nada —comentó—, no te la podía meter…, ¿qué
más hacías?…, ¿o es que te levantaba la falda?
—Sí.
—¿Así, quizás?
Me levantó la falda de un tirón, dejándome al aire los muslos y el coño, cubierto desde hacía poco
de una mata de pelos castaños.
—¿Lo hacía de este modo?
—Sí, señor cura —le respondí tumbada en la cama.
Me separó las rodillas.
—¿Y así?
—Sí.
Se colocó entre mis piernas y, aunque seguía de pie, su grueso vientre apretó el mío.
—¿Y para satisfacer sus apetitos carnales te metía la verga así?
Me metió entonces, de pie, su cirio consagrado en el agujero, y al notarlo, empecé a empujar. Me
penetró muy lentamente. El vicario, a quien no podía ver la cara, jadeó fuertemente. Con el coño
le mantuve bien prieta la verga, que había entrado casi entera. Ahora yo también quería que me
cogera. Tanto más cuanto que no era pecado. Seguí echada con un sentimiento en el que se
barajaban la sorpresa, el placer, la alegría y las ganas de reír, y en el que se disolvió por fin mi
timidez. Empezaba a comprender que el señor vicario hacía comedia y que únicamente pretendía
echarme un polvo. Pero estaba decidida a seguir con aquella comedia sin que él notara que lo
sabía todo, y por otra parte aún creía que el vicario tenía el poder de absolver mis pecados. Como
él se limitó a meterme la verga en el cuerpo, quedándose luego inmóvil, empecé a menear el culo,
con lo cual aumentaron sus jadeos.
—Señor cura… —murmuré.
—¿Qué pasa? —preguntó resollando.
—No era así —le dije en voz baja.
—¿Cómo, entonces?
—Él se movía para delante y para atrás y a derecha e izquierda.
Empezó a empujar precavidamente, pero rápida y vigorosamente.
—¿Así quizás?
—¡Ah!… —exclamé, sacudida por un estremecimiento de placer—, ¡ah!…, sí…, así…, pero más
rápido, señor cura, más rápido…
—Buena chica… —jadeó—, así…, dímelo todo, cómo era, habla.
No pudo seguir hablando de tanto como resollaba y empujaba.
No hizo falta que insistiera.
—Ah…, ah…, así era…, así está bien…, qué gusto…, mucho mejor…, me corro…, me corro…, no
tengo la culpa…, señor cura…, da tanto gusto la verga…, me gusta tanto lo que me hace, señor
cura…
Apoyándose en la cama con las manos, se inclinaba sobre mí en la medida que se lo permitía su
gran barriga. La ancha cara de tez morena se le había puesto azulada. Me miró con ojos de cordero
degollado, meneándose como un macho cabrío, y susurró:
—Agárrame la verga…, así, así…, no te perjudicará…, cógemela, chiquilla…, debo correrme,
¿quieres que lo haga?… Muy bien, me correré…, te ungiré…
—Señor cura —le interrumpí—, señor cura, también pequé con el pecho.
—¿Cómo? —dijo, mirándome inquisitivo.
—Porque…, ah…, ah…, me corro otra vez…, porque mientras follaba siempre dejaba que me
acariciaran, besaran y chuparan las tetas.
Se lo dije para que lo hiciera, ya que sentía el deseo de que me estrujaran las tetas.
Pero su gordura le impidió ocuparse de mis tetas. Apoyado en la cama con las manos, la cabeza no
le llegaba a mi pecho.
—Luego…, luego me ocuparé de las tetas —dijo resollando—. Primero deja que me corra…, ¡ah!…,
¡ah!…, muévete, niña, me gusta…, menea este coñito tan dulce que tienes…, qué bien lo haces…,
muy bien…, deja que me corra, luego te tocaré tus tetitas…, así…, me corro…, ¡Dios santo, qué
gusto!…
Y en aquel momento un chorro de semen le salió disparado, en tal cantidad que al dar los últimos
empujones se oyó un intenso chapoteo.
Cuando terminó, me dijo dignamente:
—Has oído lo que te he dicho, hija mía… He imitado, en interés tuyo, las palabras de Satanás y del
pecador…, para que las cochinas palabras que has oído en los revolcones con tus amantes pierdan
la mala influencia que han ejercido sobre ti.
Me senté en el borde de la cama y me limpié con el pañuelo la inundación que el vicario había
provocado entre mis piernas. Y me di perfecta cuenta de cómo pretendía engañarme. Pero no dije
nada. Coger era coger, y para mí el vicario ya era como el señor Horak o el señor Ekhard. Sin
embargo, él me interesaba más, porque era más delicado que los otros, y porque a pesar de todo
me infundaba respeto. Y, además, porque me gustaba estar con él, ya que tenía la ventaja de
satisfacerme doblemente, por un lado con su verga, y por otro con su absolución, en la que yo
seguía creyendo.
Volvió a sentarse en el sillón y me llamó a su lado.
—Ven —dijo jadeando aún—, ahora me ocuparé de tus tetas según tu voluntad.
Me desabrochó el vestido y me sacó las redondas y pequeñas tetas. Se levantaban como dos bolas
de marfil, y los pezones parecían frambuesas. Al vicario debía de gustarle la fruta tan fresca, ya
que se metió en la boca apresuradamente un pezón tras otro y me los chupó de modo que aún
brillaron más, así como muchos vendedores de fruta de Capri lamen las frambuesas con la lengua
para darles con la saliva un brillo apetitoso.
Después de chuparme las tetas un buen rato, gruñendo y jadeando, me dijo:
—¿Está bien así?
—Sí —respondí—, así está bien.
—¿Y no hacías nada mientras te toqueteaban el pecho? —preguntó entre lametones—. ¿No
hacías nada de nada? ¿No jugabas con el rabo?
Sabía ya lo que quería, y empecé a manosearle la verga. Pero se le había puesto fláccida y no se le
volvió a levantar.
—Siéntate aquí arriba —me ordenó.
Me senté frente a él encima del escritorio, de modo que mis pies se apoyaran en sus rodillas.
—Ahora —me dijo—, ahora viene lo mejor, lo principal…
No supe a qué se refería, y le miré sonriendo.
—Sí, hija mía —continuó, jadeando—, ahora te purificaré yo mismo, borrando todo lo que ha
manchado tu regazo.
Me levantó el vestido y volví a quedar desnuda. Colocó mis muslos encima de sus hombros, metió
la cabeza entre mis piernas y tuve que apoyarme con los codos en el escritorio a fin de no caer de
espaldas encima de la dura mesa.
Acercó la boca a mi raja, y su cálido aliento me acarició. No sabía qué pretendía, pero confiaba que
fuese algo agradable.
¡Cómo me sentí al notar sus gruesos labios ardientes en la vulva, cuando me pasó la lengua por la
raja, de arriba a abajo! Una sensación desconocida me hizo temblar. Nunca había sentido tal
placer. Hasta aquel momento habían sido los hombres los que dejaban que se la chupara, pero
aquel buen párroco fue el primero en chuparme el coño a mí.
Meneé el culo y contraje la raja como si se tratara de atrapar una verga.
El vicario levantó la cabeza y me preguntó:
—¿Te gusta?
Temblando de deseo y pidiendo más, le dije rápidamente:
—Sí, señor cura.
Volvió a pasarme la lengua por el agujero y los labios de la vulva, de una forma tan delicada que el
placer me atormentaba y satisfacía a un tiempo. Luego preguntó:
—¿Te lo había hecho alguien?
—No —dije, levantando el culo de modo que pudiera llevarse la almeja a los labios como si fuera
una copa.
—Esto te purifica —dijo—, te limpia de todo…
Con una mano le cogí osadamente la cabeza, le pillé la tonsura y se la empujé hacia abajo a fin de
que hiciera mejor uso de la boca que hablar.
Entonces empezó a lamerme el clítoris. De repente sentí como si todo lo que podía experimentar
placer, la boca, los pezones, el interior de mi coño, descansasen allí. Al sentir el contacto de la
punta de la lengua, me parecía recibir una descarga eléctrica en todo el cuerpo. Perdí el aliento, la
habitación empezó a dar vueltas y cerré los ojos.
Entonces dejó repentinamente el clítoris, deslizó la lengua más abajo y me la introdujo en el
agujero. Yo meneaba el culo encima de la mesa como una loca. ¿Qué era coger comparado con
aquel placer? Al menear el culo, le restregué la raja por toda la cara. Sentía su lengua tan pronto
dentro del coño como golpeándome el clítoris o chupándome el coño entero. Tenía la sensación
de que estaba vaciando mi interior. Lo que me estaba sucediendo era mejor aún que el mejor
polvo que había hecho nunca, aunque no hacía más que pensar en una verga enorme que aparecía
en mi imaginación, que deseaba me ensartase hasta el estómago.
—¡Me corro!… ¡Me corro ahora mismo! —exclamé—. ¡Ah!, esto es el cielo, señor cura… Nunca me
había sentido tan bien… Por favor…, ¡fólleme, señor cura!…, deme la verga…, fólleme…, no, siga…,
así…, así…, ah, gritaré…, gritaré…
De repente sentí una explosión en mi interior y quedé echada con la cabeza encima del tintero. El
vicario se levantó. Su cara apareció ante mí, un poco azulada y con espuma en la boca.
—Ven —jadeó—, siéntate encima de mí… y podrás tener la verga otra vez.
Se recostó en el sillón. Yo me así a los brazos del sillón y monté sobre la punta de su lanza, ya que
sólo eso asomaba por debajo de su gorda barriga. Pero para que yo no cayera, me agarró ambas
tetas con las manos, y de este modo realizamos el segundo polvo, que nos deparó a los dos un
inmenso placer.
Luego me bajó de sus rodillas y me dio un pañuelo. Cuando me dispuse a limpiarme, me dijo:
—Espera, ratita, debes de tener ganas de hacer pis… —y me trajo un enorme orinal azul. Dejé allí
el pis y los santos óleos con que el vicario me había uncido en abundancia.
Él se abrochó los pantalones delante de mí. Luego empecé a arreglarme, y cuando me hube
abrochado el vestido, no sin que antes el vicario se despidiese cariñosamente de mis tetas, esperé
a ver qué venía a continuación.
Pero no vino nada. El vicario dijo:
—Ahora vete, hija mía, hoy rezaré por ti, y mañana vendrás a confesarte a la iglesia…
Le besé la mano y me fui. Cuando iba a abrirme la puerta de la antesala, llamaron desde fuera.
El vicario abrió y vi a una compañera de clase.
—Hoy no tengo tiempo —dijo el señor cura un tanto desabrido—. Ven mañana por la tarde…
Entonces me empujó hacia fuera y cerró la puerta tras de mí. Me fui con la otra niña hacia casa, y
por el camino, naturalmente, hablamos. Se llamaba Melanie y era hija de un hostelero, y aunque
sólo tenía trece años, parecía una joven hostelera. Era muy gorda, tanto que al andar separaba
mucho las piernas. Tenía un gran culo y un buen par de tetas que le sobresalían de tal modo que
no podía verse el ombligo.
Al bajar la escalera, me preguntó:
—¿Qué has hecho con el vicario?
—¿Qué querías tú de él? —le pregunté a mi vez.
—Puedo imaginármelo —respondió.
—¿Qué te imaginas?
—Que te has confesado de pecar de impudicia…
Me eché a reír.
—¿Has estado a menudo con él? —preguntó.
—Hoy es la primera vez…, ¿y tú?
—Pues yo… —sonrió—, he ido a verle unas veinte veces ya…, y Ferdinger, Grossbauer, Huser y
Schurdl también.
Eran nombres de compañeras de clase. Me quedé perpleja. Pero Melanie continuó:
—¿También te lo ha hecho con la lengua?
—¿Y a ti? —pregunté precavidamente.
—Naturalmente —dijo ella—. Siempre me lo hace con la lengua…, se lo hace a todas, por la
purificación, y qué gusto da, ¿verdad?
—Sí —contesté—, da mucho gusto.
—¿Ya te lo había hecho alguien con la lengua? —quiso saber.
—No —respondí—, hoy ha sido la primera vez.
—A mí me lo hace el camarero siempre que quiero —se jactó—, sólo tengo que ir al cuarto de los
mozos.
—¿Y los otros?… —pregunté.
—Oh, cuando estamos dentro nunca entra nadie, ya lo saben…
—¿Qué? —pregunté perpleja—, ¿lo saben?
—Naturalmente —respondió indiferente—, también me follan siempre que quiero.
Entonces me contó:
—Tenemos un camarero, un ayudante de cocina, un lavaplatos y un cochero, y todos duermen en
el mismo cuarto. Hace dos años fui una vez a Simmering con Johann, el cochero. Ya era oscuro, y al
cruzar el campo hacia aquí, noté de repente su mano en mis tetas. Por aquel entonces ya tenía las
tetas como las tienes tú ahora. «Johann», le dije, «¿qué hace?». No me respondió, detuvo el
caballo, me metió la mano debajo del vestido y me dejó las tetas al aire. «Johann», le repetí,
«¿qué hace?». Entonces me levantó la falda y me agarró el coño. «¿Qué quiere, Johann?», le
pregunté, pero ya sabía qué quería. La Ferdinger hacía ya tiempo que me había contado todo eso,
o del hombre y la mujer, aunque yo aún no lo había hecho nunca. «¿Qué quiere, Johann?»,
pregunté otra vez. Entonces me soltó y bajó del coche. Luego me dijo: «Vamos, señorita
Melanie…», y me bajó del pescante. Me tumbó allí mismo, en el camino. Me alegré pensando que
me enteraría de cómo era aquello y de si la Ferdinger me había dicho la verdad. Él se echó
enseguida entre mis piernas. «¿Qué quiere, Johann?», volví a preguntar. Pero él me agarró las
tetas y en el mismo momento sentí que me penetraba. Grité de dolor, pero él me tapó la boca. Y
luego, cuando él empezó a menearse, ya me gustó más. Pero seguí preguntándole: «¿Qué hace,
Johann?». En lugar de responderme, se corrió. Luego nos levantamos y volvimos al coche. Al cabo
de un rato, me dijo: «Cuando lleguemos a casa, la señorita Melanie debe limpiarse para que nadie
se de cuenta de la sangre». «¿Qué sangre?», pregunté yo. «La señorita Melanie aún era virgen…»,
me respondió. Me hubiera gustado ver y tocar la cosa que me había metido dentro, pero no me
atrevía. Al cabo de un rato, me dijo: «La señorita Melanie no dirá nada, ¿verdad?». Entonces me
apoyé en él, le metí mano en los pantalones y jugueteé con su verga sin que habláramos palabra
hasta que vimos las primeras casas. Luego él dijo de repente: «Peter es un mentiroso». «¿Por
qué?», pregunté yo. «Me ha contado que se había follado a la señorita Melanie». Me enojé, y juré
a Johann que Peter nunca me había tocado. Peter era el lavaplatos. Al cabo de un par de días
estuve en el establo, y Johann me tumbó encima de una bala de paja y me echó un polvo. En
aquella época la verga no me cabía entera como ahora…
—¿Te cabe entera? —le pregunté con envidia—, ¿una verga grande?
Ella se echó a reír:
—Claro, hace tiempo de eso; el ayudante de cocina, Leopold, tiene una verga tan grande como un
semental, y me la mete entera. El vicario también… —dijo orgullosa.
—No me lo creo —dije yo.
—Tanto me da que no te lo creas —respondió enojada.
Al cabo de un momento, me propuso:
—Si no te lo crees, ven a casa conmigo; como el vicario hoy no me ha follado, subiré al cuarto de
los mozos, y si está Leopold podrás verlo por ti misma. La Ferdinger tampoco se lo creía y vino un
día a mirar…
—Bueno —dije entonces—, te acompaño.
Me interesaba ver en acción a esa chica gorda de grandes tetas, y confiaba que me dejase jugar
con ellas. Los pechos de las mujeres siempre habían ejercido una gran atracción sobre mí. Y,
además, confiaba poder conseguir una nueva verga y echar otro polvo, cosa que no me vendría
mal.
Melanie siguió contándome:
—Al cabo de un par de días, fui a buscar a Johann al cuarto de los mozos. Pero sólo encontré a
Peter, el ayudante de cocina. Al verle, me acordé de la mentira que había contado sobre mí, y le
dije: «¡Mentiroso! ¿Qué fanfarronada le ha contado a Johann?». «¿A qué se refiere?», preguntó él
sonriendo. Su sonrisa me enojó, y le grité: «Le dijo que había follado conmigo…». Y al decir eso me
traicioné a mí misma, ya que Peter supo enseguida que el cochero me había echado un polvo. Él
siguió mirándome con una sonrisa y me dijo: «El mentiroso es Johann. Yo no dije que me hubiera
follado a la señorita Melanie, sólo dije que le pegaría un revolcón con sumo gusto. No hay nada de
malo en ello… Si la señorita Melanie es tan bonita, no puede enojarse porque alguien la desee».
Entonces se acercó a mí y me acarició los pechos. Ya no estaba enojada, y quería coger. Así que
cuando me dijo: «Ande, señorita Melanie, deje que la monte», le dije que cerrara la puerta con
llave. Luego me tumbé en su cama y me folló lentamente.
—¿También follas con el lavaplatos? —pregunté.
—¿Con Maxl? —dijo riendo—. ¡Claro! Una vez me oyó coger con Peter, y al día siguiente me siguió
hasta el retrete y me dijo que lo sabía todo y que tenía que coger con él. Y follé con él. Lo hicimos
de pie.
—¿Y qué hay de Leopold, el camarero? —quise saber.
—Oh, ése… —Se colgó de mi brazo—. ¿Sabes? Maxl me contó que tenía una verga tan larga, que
despertó mi curiosidad. Leopold siempre duerme hasta el mediodía ya que por la noche es el
último en irse a la cama, así que por la mañana está solo en el cuarto. Un día subí a verle. Aún
estaba en cama, durmiendo, y cerré la puerta con llave. Él se despertó y yo le dije: «¿Qué es eso
de estar aún en la cama? ¡Levántate!». «Déjeme un rato más…», dijo él. «¡No!», insistí, y empecé a
hacerle cosquillas. Entonces me agarró las tetas, y yo me quedé inmóvil mirándole. Me agarró con
más fuerza, me atrajo hacia él y me puso la verga en la mano. Te juro que la tiene así de larga —
me enseñó su longitud con las manos—. Empezó a cogerme, pero paró enseguida. «Tengo miedo
de hacerle daño con el rabo», dijo, «lo haremos de otra manera». Se bajó de la cama y empezó a
chuparme de un modo que creí volverme loca. Cuando me corrí, me dijo: «Ahora yo». Me dejó las
tetas al aire, puso la verga entre las dos y folló allí hasta que se corrió mojándome la cara…
—¿Qué? —pregunté—, ¿el camarero te folla sólo entre las tetas?
—Oh, no, ahora ya no —se rió—, de eso hace dos años, cuando yo tenía once… Ahora me folla
como Dios manda y me la mete entera, ya te lo he dicho. Puedes venir a mirar…
Habíamos llegado al hostal, y entramos en el salón.
—Leopold —dijo ella—, ¿está papá en casa?
—No —respondió él—, se ha ido al café.
—¿Y mamá?
—Aún duerme.
—¿Y Johann?
Él se echó a reír.
—Se ha ido a Simmering.
—Subamos al cuarto, entonces —dijo Melanie.
Leopold enrojeció y susurró:
—Ahora subo.
Era un hombre bajito de cara amarillenta, arrugada e imberbe y una larga nariz torcida. Le
encontré repugnante, pero sentía curiosidad por verle la verga.
Subimos al cuarto dedos mozos, una habitación amplia y encalada, con cuatro camas de hierro.
Leopold apareció poco después.
Se sintió turbado por mi presencia, pero Melanie se echó en una cama y le llamó.
—Quizás esta señorita también quiera coger un poco… —dijo Leopold dirigiéndose a mí.
Luego se arrodilló, le arremangó a Melanie el vestido y hundió la cara en su regazo.
Yo me senté en la cabecera de la cama y vi a Melanie poner los ojos en blanco.
—Ya verás —le dije—, yo también te haré algo.
Me abalancé sobre ella, le desabroché el vestido y me quedé entusiasmada ante la visión de su
pechuga. Tenía un par de tetas tan grandes como las de Klementine, pero no le colgaban, sino que
eran firmes y duras como dos calabazas, y tenía los pezones pequeños y rosados.
Por mucho que uno las apretara y estrujara, volvían a levantarse elásticamente.
Empecé a sobárselas con ambas manos y finalmente le chupé los pezones.
Melanie gemía con mis apretujones y levantaba el culo mientras Leopold le lamía el coño.
—¡No lo aguanto! ¡No lo aguanto!… —gritó—. ¡Oh, Dios mío!, ¡qué gusto!, sí…, ¡chúpame las
tetas!…, ¡chúpamelas!…, Jesús, si pudiera…, si pudiera, yo también haría algo…, yo también quiero
chupártelas…, ¿por qué no? —dijo de pronto entre chillidos—. No hay nada malo en ello…, si te
agarro el coño…, quiero hacértelo como Leopold… Ah…, ah…, ah… —gritó tan fuerte que me entró
miedo, le solté las tetas y dije:
—Nos va a oír alguien…
Leopold levantó la cabeza un momento y dijo:
—Desde aquí no puede oírnos nadie. —La saliva le goteaba de los labios. Se limpió y dijo—: Ahora
aún gritará más…
Se dispuso entonces a estirarse sobre Melanie, quien exclamó:
—¡Fíjate en su verga!
Me acerqué a Leopold, que, echado ya encima de Melanie, se incorporó lo suficiente para que yo
pudiera vérsela cómodamente. Era la verga más larga que nunca había visto, y tan curva como una
salchicha. Tan admirada me sentí que se la cogí y no pude resistir la tentación de tratar ese
espárrago del mismo modo que se tratan los espárragos, es decir, metiéndome la punta en la
boca.
Leopold jugueteaba con las tetas de Melanie sin hacer caso de mis manipulaciones. Pero temblaba
con tal fuerza que me hinchó los carrillos.
Le di golpecitos con la lengua, le froté con la mano el resto de la verga, asombrándome cada vez
del largo camino que había recorrido desde el glande hasta la raíz.
Melanie dijo entonces:
—Déjale coger ahora, Pepi.
Tuve que soltarle, y entonces examiné con envidia el coño de Melanie. Los gruesos y blancos
muslos terminaban en un gran culo redondo, y la almeja descansaba como una rosa negra entre la
mata de pelos. La tenía abierta y los bordes relucían de humedad, y cada vez que contraía la vulva,
brotaba una gota blanca que quedaba colgada de los pelos oscuros como una perla.
—Pepi, Pepi —exclamó—, fíjate ahora si entra entera, si es que aún no te lo crees…
Mirar no podía, pero sí palpar con la mano, de modo que la aproximé y noté que la verga de
Leopold se hundía cada vez más en aquella cueva, hasta que en la mano no me quedó más que el
par de huevos a los que iba sujeta. Melanie profería largos chillidos:
—¡Ah…, ah…, aaah! —Entonces recuperó el aliento y dijo—: Sólo grito de esa manera con
Leopold…, porque siempre, siempre, me corro… ¡Ah…, ah!…
Leopold follaba como una máquina, meneando el culo arriba y abajo. Como Melanie le mantenía
sujeto con las piernas, ella también se levantaba con cada empujón, y la cama entera temblaba
bajo aquellas sacudidas. Volví a acurrucarme junto a ellos en la cabecera de la cama, sentada
encima de la almohada. Y vi a Leopold estrujarle las tetas a Melanie de tal modo que los pezones
quedaron juntos, restregándose el uno contra el otro. Luego Leopold se los metió en la boca.
Me levanté la falda, pensando que yo también quería mi parte. Melanie se dio cuenta y le dijo:
—Chúpaselo a ella…
Leopold volvió la cara hacia mí y yo le ofrecí mi almeja abierta. Enseguida empezó a golpearme el
clítoris con la lengua, y sentí tal placer que me recosté. Leopold era todo un artista. Podía
endurecer la lengua de la misma manera que su espárrago, y me fue chupando al mismo ritmo
que follaba en el coño de Melanie. Tanto placer sentía que no sabía qué hacer, así que me quedé
inmóvil hasta que nos corrimos los tres a la vez.
Leopold se marchó enseguida, y nosotras nos arreglamos un poco antes de abandonar también el
cuarto de los mozos.
A la mañana siguiente, tras ese día para mí tan lleno de acontecimientos, fui a la iglesia a
confesarme. El vicario me preguntó:
—¿Así que has pecado de impudicia con muchos hombres?…
—Sí —respondí.
—¿Has follado?
—Sí.
—¿Te has metido en la boca el sexo de los hombres?
—Sí.
—¿Lo has manoseado?
—Sí.
—¿Has hecho algo más?
—Sí.
—¿Qué?
—He dejado que me la metieran por detrás.
—¿Por detrás?
—Sí.
—¿Pero no por el culo?
—Sí, señor cura.
—Ayer no me lo dijiste…
—El señor cura no me lo preguntó.
Se quedó pensativo.
—Me olvidé de preguntártelo. ¿Has hecho algo más?
—Sí.
—¿Qué?
—Me han chupado el coño.
El vicario dijo severamente:
—Eso no hace falta que lo confieses, no era pecado…
—Señor cura —le dije—, no me refiero a usted, fue otro…
—Pues me dijiste que no te lo habían hecho nunca… —me dijo enojado.
—No —dije—, ayer por la tarde me lo hizo otro.
—¿Quién? —preguntó perplejo.
—Leopold.
—¿Quién es ése?
—El camarero de Melanie.
—¿Y cómo fue eso?
Lo confesé todo. Él sacudió la cabeza:
—¿Hiciste algo más, jugar quizá con el sexo femenino?
—Sí… Con las tetas de Melanie, y con muchas otras.
—¿Y cometiste incesto con tu hermano?
No sabía a qué se refería, pero le respondí que sí para no encolerizarle.
Después de preguntarme si me arrepentía de mis pecados, a lo cual asentí, me dio a rezar un
montón de Padrenuestros y Avemarías.
Luego me dijo:
—Ahora vete, y no peques más. Tus culpas te han sido perdonadas. ¡Enmiéndate! Pero si vuelves a
caer en el pecado, no dudes en venir a verme. Yo te purificaré. Pero si le cuentas a alguien una
sola palabra, perderás para siempre tu alma, y el diablo te asará en el infierno encima de carbones
encendidos.
Abandoné el confesionario con una sensación de alivio.
Durante unas semanas, sin embargo, noté que en la escuela el profesor de religión me miraba de
un modo raro. Le tenía miedo, y pensé que tramaba algo contra mí.
Un día empezó a pasearse entre los bancos arriba y abajo, y al pasar por mi lado me puso de
pronto la mano en la cabeza, de un modo tan dulce y amistoso que sentí un escalofrío bajo ese
contacto. Luego me acarició la espalda, al tiempo que seguía hablando a la clase. Me sentí
maravillosamente, y cuando prosiguió su paseo le miré con cariño.
En la siguiente hora nos puso un examen. Tuvimos que escribir las preguntas que nos dictó, y una
de nosotras subió al estrado para contestarlas. También tuvimos que anotar las respuestas. Llamó
a dos compañeras, y luego a mí. Por orden suya me coloqué delante de él, apoyando la espalda
contra su mesa, de modo que mi vientre quedó oculto a las miradas de la clase. Él se sentó, y yo
quedé de pie entre sus piernas.
—¿Has estudiado mucho? —preguntó cogiéndome de la mano, de manera que quedara sobre su
bragueta.
No sospeché que lo hacía intencionadamente.
Pero él empezó a moverme la mano y a restregarla contra su bragueta de un modo que pareciera
casual. Noté entonces que algo duro temblaba en su interior.
Me miró. Me presionó la mano fuertemente contra su bragueta, y pude sentirle la verga bajo el
tejido.
Me soltó la mano, pero yo no la retiré.
Volvió entonces a mirarme, y supe qué quería. Me sentía muy excitada de orgullo y calentura, y se
la agarré, es decir, cerré los dedos suavemente alrededor de su rabo.
Empezó luego un largo dictado, que, según pude comprobar, pretendía simplemente mantener
ocupadas a mis compañeras. Seguimos mirándonos a los ojos, y de repente se desabrochó los
pantalones y se sacó la verga.
Era muy curva, tan curva como su nariz, pero terriblemente gruesa y ardiente.
Seguimos mirándonos, y yo empecé a frotársela suavemente, siguiendo sus movimientos para que
nadie lo notase. Se puso pálido, y con mucho cuidado, me la metió bajo el vestido con tanta
habilidad que nadie notó que se moviera.
Separé un poco las piernas y levanté el pubis para facilitarle la entrada.
Encontró enseguida el lugar de marras y empezó a cosquillearme con tanta delicadeza que un
escalofrío me recorrió la espalda.
Seguíamos mirándonos cara a cara, y él continuaba con su piadoso dictado.
Finalmente me envió de nuevo a mi sitio y llamó a la Ferdinger.
Ella se acercó al profesor, y yo, desde mi asiento, me dispuse a no perder detalle. Ella se colocó
sólita entre sus piernas, y, como era bastante torpe, noté enseguida que ella le manoseaba el
rábano y él la almeja. La Ferdinger parecía acalorada.
Poco después volvió a llamarme.
—Tráete el cuaderno.
Una vez a su lado, me dijo:
—Puedes escribir aquí.
Le di la espalda, me incliné de pie sobre su mesa y supe qué iba a suceder.
Y acerté. Cuando me tuvo ante él, dándole la espalda, me levantó lentamente el vestido. Quise
ayudarle, y le ofrecí el culo. Empujándome suavemente, buscó el agujero con la verga tiesa.
También ahora quise ayudarle, y, tan disimuladamente como pude, empecé a menearme. Cuando
consiguió meterme la punta de la verga, me empujó hacia abajo con las manos, dándome a
entender que me sentara encima de él.
Comprendí la situación, es decir, que no podía empujar sin traicionarse.
De modo que me senté lentamente encima de su verga, que me penetró tan adentro como fue
posible. Luego volví a levantarme y a sentarme, realizando en lugar suyo la tarea de empujar.
Él se inclinó encima de la mesa, como si quisiera ver lo que yo escribía, y apoyó la mano en la
superficie de la mesa.
También entendí aquello, e, inclinándome aún más, coloqué una teta en la mano, que él podía
notar a través de la fina blusa. La estrujó suavemente y acarició disimuladamente el pezón, que se
endureció enseguida.
La presencia de tantas niñas y la idea de que era el profesor de religión el que me estaba follando,
el profesor temido durante tanto tiempo, hicieron sentirme aún más excitada. Además, no podía
moverme ni abrir la boca, si no todo se habría perdido.
De modo que seguí meneando la verga que tenía en el coño del mejor modo que supe. Cuando
empecé a sentir que me corría, sin embargo, no pude resistir aquella lentitud, y me moví un poco
más rápido. Me dolía, porque tenía la verga muy gruesa, y me había meneado con tanto cuidado
que tenía dentro casi la mitad.
Pero él puso fin a mis rápidos movimientos obligándome, con la mano que tenía libre, a sentarme.
Me la metí tan adentro como fue posible, contrayendo el coño fuertemente.
Aquello debió de excitarle sobremanera, ya que de repente brotó su cálida leche, y yo me corrí por
segunda vez. Mientras se corría, siguió dictando tranquilamente. Naturalmente yo no había
entendido ni escrito una sola palabra.
Cuando terminó de correrse, la verga se le salió por sí sola. Entonces noté que me arreglaba el
vestido y le oí decir:
—Puedes volver a tu sitio.
La clase terminó poco después.
Al salir de la escuela, Melanie y la Ferdinger se me acercaron.
—Hoy te ha follado a ti… —me dijeron.
—¿Habéis visto algo? —pregunté.
—No, pero eso quiere decir que sí —se rió la Ferdinger.
—Lo sabemos todo —dijo Melanie.
—A mí todavía no me ha follado nunca —dijo la Ferdinger—, sólo le he hecho una paja.
Era una chica delgada y fea. Sólo destacaban sus tetas pequeñas y puntiagudas, porque se le
empinaban con descaro debajo del vestido, y su ancho culo.
—Conmigo folla desde el año pasado —dijo Melanie. Por lo visto ahora era mi turno.
En otra ocasión me mandó que me quedara una vez terminadas las clases.
Tan pronto mis compañeras salieron del aula, me llamó al estrado. Sin decir palabra, me puso la
verga en la mano, y yo me esforcé en satisfacerle, sobre todo ahora que no tenía que disimular mis
movimientos.
Después de limpiarle la bayoneta un buen rato, hasta que pensé que ya brillaba lo bastante, y de
que me ensanchara el agujero con los dedos, dejó que le montara.
Lo hacía muy bien. Con una mano en mi espalda, me apretaba contra él, y con la otra me
toqueteaba las tetas, al tiempo que me besaba en la boca con tal dulzura que me sentí conmovida.
Como no hacía falta que se escondiera de nadie, pude notar sus embestidas, que casi me partieron
la columna. Terminamos en cinco minutos. Soltó su chorro y yo cerré mi agujero. Luego pude irme
a casa.
Con aquel profesor de religión pasó algo que recuerdo con pena, porque me gustaba.
En uno de los cursos inferiores había una niña pequeña de extraordinaria belleza. Era la hija de un
obrero de la construcción y tenía unos ocho años. Para su edad era menuda, pero muy gordita y
con cara de ángel. Tenía las mejillas rosadas, rizos rubios, y ya se le insinuaban los pechitos.
El profesor de religión había elegido a aquella niña para que le limpiara la bayoneta, le había
manoseado el coño y le había mojado la pequeña almeja con su leche.
La niña debió de creer que eso era un agradable juego infantil, y se lo contó a su madre. Esta puso
el grito en el cielo y confesó aquella infamia a su marido, y éste, que detestaba a los curas, acudió
a la policía. Se puso en marcha una investigación. El pobre profesor de religión fue detenido, y en
la escuela nos sometieron a un interrogatorio para descubrir a otras víctimas.
Las niñas se delataron las unas a las otras, y un día también mi padre recibió una citación para que
acudiera conmigo a la comisaría.
Al llegar, encontramos un montón de niñas con sus madres y padres. Los mayores no pudieron
dominarse en nuestra presencia y se contaron unos a otros todo lo sucedido.
Mi padre se enteró entonces de lo que pasaba, y se limitó a preguntarme si todo aquello era
verdad.
Me sentí avergonzada, y no le respondí.
Empezaron a correr un montón de historias sobre el profesor de religión. Hubo niñas muy
pequeñas de primer curso, que contaron que el profesor se les había meado en la boca. Los padres
estaban escandalizados.
Melanie había ido a la comisaría con su padre, quien se tomó el asunto con calma, aunque cada
vez que su hija quería contar algo, le gritaba:
—¡Cállate!
Los mayores se la miraron y opinaron que en su caso no era de extrañar, porque ya no era una
niña, sino toda una mujer.
Finalmente el comisario nos llamó a nosotros. Había otro señor, un médico, según supimos luego.
Al comisario, un hombre joven y guapo, le costaba reprimir la risa. Pero yo temblaba de miedo.
—¿Te hizo algo el profesor de religión? —me preguntó.
—No —dije yo—, hacerme, no me hizo nada…
—Me refiero a si te tocó…, ya sabes cómo, ¿no?
—Sí.
—¿Dónde te tocó?
—Aquí… —dije señalándome tímidamente el bajo vientre.
—¿Y qué más te hizo?
—Nada…
—¿No te puso nada en la mano?
—Sí…
—¿El qué?
—Ya sé el qué —dijo el comisario—. Y esa cosa… ¿te la metió por aquí? —dijo señalándome el
lugar de marras.
—Sí…
—¿Entera?
—No, no toda.
—¿Sólo un poquito?
—Sí…, la mitad.
El comisario soltó una carcajada, y el médico sonrió. Mi padre me miró en silencio.
—¿Dónde más te tocó?
—Aquí —dije señalándome las tetas.
—Vaya. —El comisario me miró dudando—. No sé…, no sé si tenía motivo —dijo dirigiéndose al
médico.
El médico se me acercó, me agarró rutinariamente las tetas, me las sobó un poco y dijo:
—Sí, lo bastante, lo bastante…
Mi padre me miró el pecho sorprendido.
—Bien, y ahora dime —continuó el comisario—, ¿no te defendiste?
—¿Cómo dice?
—¿No le golpeaste la mano?
—No.
—¿Y por qué le agarraste la… la cosita?
—Porque él quiso…
—Yaya, vaya, ¿no te obligó?
—No… —respondí vacilante al notar que aquella pregunta resultaba peligrosa para mí.
—Entonces, ¿por qué te dejaste hacer todo eso?
—Porque el profesor quería…
—Sí, pero ¿por qué no le dijiste: «Señor profesor, por favor, no quiero»?
—Porque no me atreví.
—¿Por respeto y miedo al profesor?
—Sí —exclamé aliviada—, por miedo…
Pero el comisario no cejó.
—Dime, ¿no le diste motivo…, no le dijiste: «Quiero hacerlo»… o le miraste… así? —El comisario
puso ojos de carnero degollado.
A pesar del miedo que sentía, sonreí, pero contesté:
—No.
—Y ahora… —sigue el comisario—, ahora dime…, pero dime la verdad, la pura verdad… ¿Te gustó
lo que te hizo el profesor de religión?
Callé de puro miedo.
—Me refiero —repitió— a si te gustó jugar con su cosita.
—Oh, no —respondí fervientemente.
—Y cuando… —continuó—, pero quiero saber la verdad…, cuando te metió la cosita, ¿te resultó
agradable o te hizo daño?
—A veces me hacía daño, pero no todo el rato —confesé.
—¿Así que a veces te gustaba? —preguntó en tono severo.
—Sí —exclamé—, a veces —y, balbuciendo, añadí—: pero sólo a veces…
El comisario sonrió y mi padre me miró sorprendido y enojado.
—Dime, pequeña —continuó el comisario—, ¿así que te gustaba y lo hiciste de buen grado?
—No —le contradije, por temor a mi padre—, no lo hice de buen grado…
—Pero tú misma me has dicho que te gustaba…
—No es culpa mía… —exclamé—, cuando se meneaba arriba y abajo…
—Muy bien, muy bien… —me interrumpió—, así que no lo hiciste de buen grado y sólo te
resultaba agradable involuntariamente, ¿es eso?
—Sí —asentí.
—Por favor, doctor —el comisario se dirigió al médico—, ¿quiere constatar el hecho?…
Cuando el médico me pidió que me sentara en una silla alta, no supe qué iba a suceder. Me
levantó la falda, me metió la mano en el coño y me lo abrió con los dedos. Luego noté que me
metía algo duro y volvía a sacarlo.
—Es cierto —dijo—. Esta niña ha tenido trato carnal con él.
Bajé de la silla confusa y avergonzada.
—Y ahora dime —dijo el comisario—, ¿sabes si el profesor de religión lo hizo también con otras
niñas?
—Hay tantas ahí fuera… —respondí.
El comisario se echó a reír.
—Ya lo sé, sólo tienes que decirme si viste u oíste algo.
—Sí —respondí—. Melanie Hofer y la Ferdinger, ellas mismas me lo contaron.
—¿Y les hizo lo mismo que a ti?
—No —dije rápidamente—, a la Ferdinger no se la folló.
—¿Ha sido el profesor de religión quien te ha enseñado esa palabra? —preguntó el comisario.
—No, él no.
—¿Quién, entonces? —quiso saber.
—La aprendí… en la escuela, de las otras niñas…
—¿Te la enseñó la Hofer o la Ferdinger?
—No.
—¿Quién?
—No me acuerdo.
—¿Dices que a la Ferdinger no se la folló?
—No…, con ella sólo jugó.
—Pero a la Hofer…
—Sí…, con ella ha follado a menudo.
—¿Lo viste?
—Sí, lo vi una vez.
—¿Y las otras veces?
—Me lo contó ella…
—Señor Mutzenbacher —dijo el comisario a mi padre en tono severo—, siento que tenga que oír
cosas tan tristes. Es lamentable que un cura descarriado y sin escrúpulos haya desflorado a su hija,
pero consuélese, su hija es joven, nadie se enterará de lo sucedido. Confiemos en que una severa
educación moral evite malas consecuencias.
Nos fuimos a casa. En aquel momento estaba convencida de que el profesor de religión me había
desflorado. Fue condenado a una severa pena, porque le imputaron sobre todo el habernos
seducido a Melanie y a mí. Cuando pienso que ya no había nada que arruinar en nosotras, y que
sin duda no fue tampoco el primero en dar la verga a otras muchas niñas para que jugaran con
ella, me da muchísima pena.
Sin embargo, la historia con el profesor de religión fue decisiva en mi vida, tal como se pondrá de
manifiesto en el transcurso de posteriores acontecimientos. Ya que a pesar de estos juegos
infantiles quizás habría yo llegado a ser una mujer decente, tan decente como Melanie, que
actualmente regenta la posada de su padre rodeada de una caterva de hijos, o como muchas otras
de mis compañeras de entonces, a quienes esos prematuros desmanes no perjudicaron en
absoluto.
Cuando despertó en ellas la pubertad, y en particular cuando cogieron miedo de quedarse
embarazadas, abandonaron el trato carnal, se volvieron castas, fueron desvirgadas en serio por un
serio amante que no sospechaba cuántas vergas se las habían follado antes que ellos, se casaron y,
aunque de vez en cuando no pueden resistir una tentación, como mi madre, ninguna se ha
convertido en una prostituta como yo.
Fueron los acontecimientos que ahora relataré los que me convirtieron en ramera, los que
motivaron que optara por el camino que llaman «del vicio». No lo lamento. Lo he dicho antes y lo
repito ahora. Me sabe mal la causa, pero no el resultado.
Sin embargo, normalmente —debo afirmarlo de nuevo para hacer honor a la verdad—,
normalmente miles y miles de jóvenes de las clases más bajas —e incluso, lo sé muy bien, de las
clases altas— llevan en su infancia una muy activa vida sexual y fornican de todas las maneras
imaginables, seducidas por sus compañeros y compañeras de juegos, y luego se convierten en
jóvenes, mujeres y madres de buenas costumbres, castas y decentes, y no recuerdan nada de sus
faltas infantiles.
Mis hermanos habían entrado a trabajar de aprendices. Lorenz, el mayor, en el mismo negocio en
que trabajaba mi padre. Franz, en el taller de un encuadernador. Sólo les veía los domingos por la
tarde. Lorenz apenas me hablaba ya. Franz me contó que en el taller había una joven criada,
procedente del campo, que follaba con él y le dejaba dormir con ella por la noche.
En aquella época tuvimos un nuevo realquilado, un hombre silencioso y ya mayor que se iba de
casa por la mañana muy pronto y no volvía hasta muy entrada la noche. Yo dormía en el sofá de la
habitación. La cama de mi madre permanecía vacía junto a la de mi padre.
Un día, poco después de la visita a la comisaría, mi padre me dijo:
—Tendría que pegarte una paliza…, eres una puerca…
Fue lo único que le oí comentar sobre lo sucedido. Me asusté y repuse:
—¡Pero si no fue culpa mía!…
—Bien —rezongó—, es cierto…, qué tipo más asqueroso…
Al cabo de un rato, dijo:
—No le demos más vueltas…
Y al cabo de otro rato:
—Pero ahora te vigilaré, ¿entendido? No irás a ningún sitio sin mi permiso… y… y… —se calló,
luego exclamó violentamente—: ¡Y desde hoy dormirás ahí!… —Señaló la cama de mi madre. Me
quedé perpleja, y él añadió—: Siempre tenemos realquilados, y no se sabe nunca…, quiero
vigilarte…
Así pues, desde aquel día dormí en la cama junto a mi padre.
Cuando volvía de la taberna, ya eran cerca de las once, y yo no le oía llegar.
Pero una noche me desperté al oírle murmurar:
—¿Estás ahí?… ¿Estás ahí?…
—Sí, padre —le respondí medio dormida.
—¿Dónde estás?
—Aquí, padre… —dije.
Él palpó la cama en mi busca.
—Ah, sí…, ahí estás…
Bajó la mano desde el cuello hasta mi pecho. Cuando me asió un pecho y me lo acarició, sentí un
escalofrío y me quedé inmóvil.
—¿Así que el profesor de religión… —murmuró— te tocó ahí?
—Sí, padre —susurré.
—¿Y ahí también? —dijo, asiéndome el otro pecho.
—Sí, padre…
—Vaya tipo —continuó—, qué cerdo…, ya le enseñaría yo…
Pero empezó a toquetearme los pezones.
—¿Y cómo te lo hizo? —me preguntó.
—Como usted… —respondí en voz baja.
Me metió la mano debajo del camisón, me agarró el coño, me revolvió los pelos con los dedos y
susurró:
—¿Pepi?…
Yo me había quedado rígida del susto y la excitación.
—Sí, padre.
—Pepi…, ¿también estuvo ahí?
—Sí, padre, ahí también.
—¿Te metió el nabo?
Aquella pregunta me sorprendió. Mi padre lo sabía todo, ¿lo había olvidado? ¿O me lo preguntaba
intencionadamente?
—Dime, ¿te metió el nabo? —repitió.
—Sí, padre.
—¿Dentro?
Intentó ensancharme la raja y meterme los dedos. Yo le aparté la mano.
—Pero, padre… —dije.
—Quiero saberlo —susurró, metiéndome mano de nuevo.
—Pero, padre —supliqué—, ¿qué hace?
Me metió los dedos en el agujero.
—Padre, padre…, pare —susurré, ya lo sabe…, me la metió, sí…, pare de una vez…
—¿Te folló?
Siguió hurgando con los dedos.
—Sí —dije rápidamente—, me folló, yo no tengo la culpa…
—Suerte tienes… —rezongó mi padre, me soltó y se durmió.
Durante un par de noches dormí tranquilamente a su lado; no volvió a tocarme, y casi olvidé lo
que había sucedido, y si pensaba en ello, atribuía aquel extraño comportamiento al hecho de que
mi padre debía de estar furioso con el profesor de religión.
El sábado estuvimos en la taberna, y al meternos en cama mi padre volvió a manosearme.
—Oye —dijo buscando mis tetas.
—Sí, padre…
—Oye, ¿cuántas veces…, cuántas veces te folló el profesor, eh?
—No lo recuerdo, padre.
—Anda, ¿cuántas veces?
—Pero si no lo sé…
—¡Quiero saberlo!
Me había agarrado las tetas y me las estrujó de tal modo que grité.
—Pero, padre…
—¿Cuántas veces?
—Diez, quizás.
—¿Diez veces, dices?
Me toqueteó los pezones, que se endurecieron.
—¿Diez veces en un solo día?
Sonreí.
—Claro que no…, en diez días diferentes.
—¿Así que diez veces?
Y siguió pellizcándome los pezones, que se ponían cada vez más duros. Yo sentía curiosidad,
placer, calentura y timidez. Pesaba aún la timidez, de modo que le aparté la mano.
—Ande, padre, déjeme, ¿qué hace?
—Nada, nada… —rezongó, retirándose.
Hubo calma durante un par de días más. Cuando él volvía a casa, normalmente yo ya dormía. Ni se
me pasó por la cabeza que pretendiera otra cosa de mí. Creía que el recuerdo del profesor de
religión le torturaba.
Pero otra noche volvió al ataque. Nos habíamos metido en la cama al mismo tiempo y, mientras
me buscaba las tetas, preguntó:
—¿Qué has hecho hoy?
—Nada, padre —respondí.
Me puso la mano en el escote del camisón, y yo me crucé las manos sobre el pecho.
—¿Has ido a la escuela?
—Sí.
Intentó entonces apartar mis manos para poder asirme las tetas.
—¿Tienes un nuevo profesor de religión?
—Sí, padre.
—¿Y qué, también te toca ahí?
Había conseguido llegar con la mano a las tetas y ahora me las sobaba.
—No, padre.
—¿Y el maestro?
—Tenemos una maestra, padre…
—¿Ah, sí? ¿Y el profesor de religión no te hace nada?
Intenté apartarle.
—No, no me hace nada…
Me soltó la pechuga y me coló la mano entre las piernas, con un gesto tan rápido que no tuve
tiempo de cerrarlas.
—Padre, por favor…, padre —dije respirando con dificultad, ya que me estaba poniendo caliente
—, por favor…, padre…, no…
—Oye… —balbució—, oye…, si el nuevo profesor de religión… empieza a tocarte así… —me dio
golpecitos en el clítoris—, o si intenta esto… —intentó meterme los dedos en el coño—, no te lo
dejes hacer…
—No, padre…, no…, pero déjeme…
Me cerré de piernas, di un empujón con el culo y quedé libre.
—Bueno, vale… —dijo.
Yo seguía sin sospechar nada. Sólo tenía miedo de mí misma, porque aquellos toqueteos me
excitaban y me asustaba el deseo de coger, de responder a sus caricias, de agarrarle la verga. Creía
que si lo notaba, me molería a palos. Creía que me estaba sometiendo a una prueba.
Sin embargo, al cabo de otro par de noches me desperté de madrugada. Yo dormía
profundamente, pero sus caricias me despertaron. Estaba echado junto a mí, me había
descubierto las tetas y me pellizcaba los pezones, de un modo tan tierno y delicado que ya se me
habían puesto tiesos. Hice ver que seguía durmiendo, pero sentía una gran curiosidad por saber
qué haría luego. En aquel momento sospechaba ya a dónde pretendía llegar mi padre. Pero sentía
mucha vergüenza, y además no estaba del todo segura de si aquello no sería una nueva prueba.
Me quedé inmóvil.
Entonces él me asió la teta izquierda y empezó a lamerme y a chuparme el pezón.
Sin querer, me estremecí. Pero respiré hondo e hice ver que dormía profundamente. Siguió
chupándome y estrujándome ambas tetas. Volví a estremecerme, y él se quedó quieto. Pensé que
pretendía averiguar si me había despertado, y seguí fingiéndome dormida.
De repente apartó la sábana y me arremangó el camisón. El corazón empezó a golpearme el pecho
de miedo y calentura, ya que seguía creyendo que todo aquello era una prueba.
Se sentó en la cama junto a mí y, con mucho cuidado, me separó las piernas. Le dejé hacer. Pero
cuando me pasó la maño por la raja, volví a estremecerme, y él se quedó quieto. Como si no me
enterara de nada, imité un suave ronquido.
Entonces se colocó entre mis piernas y quedó sobre mí apoyándose en los codos y rozándome con
la punta de la verga. Me puse tan cachonda que no pude resistirlo, y cuando me golpeó el coño
suavemente con la verga ardiente, empecé a menearme arriba y abajo. Sin embargo, seguí con los
ronquidos.
Me restregó la verga suavemente en la almeja, excitándome de mala manera. Esperaba, confiaba
que en cualquier momento me la metería, y me puse como loca. Pero entonces se corrió. La cálida
leche se derramó encima de mi vello y de mi vientre, y enseguida se retiró con mucho cuidado
para no despertarme.
Ya sabía exactamente qué intenciones tenía mi padre con respecto a mí. Y debo reconocer, por
muy penosa que me resulte ahora la idea, que en aquel momento no me dolió en absoluto. No
pensé si aquello estaba bien o no. Me resultaba agradable. Me sentía mayor. Tenía la vaga idea de
que a partir de entonces ya no tendría que temer a mi padre, como si todo me fuera permitido.
La noche siguiente no dormí, sólo lo fingí.
Y acerté. Mi padre esperó a que me durmiera. Cuando empecé a respirar regularmente, se acercó.
Esta vez apartó la sábana inmediatamente y se echó a mi lado. Luego nos tapó a los dos. Primero
se apretó contra mí, contra mi muslo, ya que yo estaba echada boca arriba. Luego me arremangó
el camisón cuidadosamente, y noté que la verga se le empinaba lentamente. Siguió
arremangándome el camisón hasta enrollármelo a la altura del cuello. Luego empezó a
toquetearme las tetas y a lamerme y chuparme los pezones hasta hacerme estremecer de deseo.
Pensé que volvería a cogerme por fuera y a correrse sobre mí. Sin embargo, no me atreví a dejar
de fingirme dormida.
Deslizó la mano hacia abajo y volvió a separarme las piernas. Le resultó fácil, ya que yo ya las había
separado un poco involuntariamente. Cuando empezó a restregarme los dedos en el coño, no
pude resistirlo y meneé un poco el culo. Al fin y al cabo, la noche anterior había hecho lo mismo y
él siguió creyendo que dormía.
Tanto le excitaron mis meneos que se montó enseguida, y tan pronto noté que el ardiente glande
buscaba la entrada, me dominó la calentura, empujé con más fuerza y traté de ayudarle a
ensartarme con hábiles movimientos. Fuera que la excitación le volvió imprudente o porque
creyera que mi sueño era lo bastante profundo, el caso es que él también empezó a empujar, y
con más vigor que la noche anterior. Yo respondí a cada uno de sus empujones. Bayoneta y vaina
se esforzaron en acoplarse hasta que de repente me la metió tan profundamente como le fue
posible.
Sin pensar, exclamé:
—Ah…
Él se quedó quieto con la verga ensartada.
Pero yo ya tenía claro que no tenía nada que temer, así que le hablé como si acabara de
despertarme:
—Padre…, ¿qué hace?
Y empujé suavemente.
Él se asustó, pero no quiso soltarme.
—Padre… —murmuré—, por el amor de Dios, ¿qué hace?…, déjeme, padre, déjeme…, ¿qué hace?
Al tiempo que le hablaba, empujé con más fuerza.
—No hago nada… —susurró—, nada…, dormía…
—Padre, ¿qué estamos haciendo?
—No sabía que eras tú…
Entendí la excusa, y respondí:
—Sí, soy yo… soy yo, padre…
Yal decir «soy yo», excitada por su verga, le empujé con fuerza.
—Padre… —continué, ya que él callaba—, padre…, me está follando…
Y le abracé. Se echó entonces sobre mí con todo su peso, me agarró las tetas y, sin responder,
empezó a empujar como Dios manda.
Yo le mantuve aferrado y le murmuré al oído:
—Eso es pecado, padre, tengo miedo…, ah, padre…, ah, más fuerte, más fuerte…, ah, qué gusto…,
pero tengo miedo…
—No importa —respondió—, nadie…, nadie se enterará…
—No… —asentí yo—, no…, no diré nada…
—Así está bien, buena chica… —dijo empujando con vigor.
Le pregunté con descaro:
—Padre, ¿le gusta?
—¡Sí…, sí…, sí!… —y buscó mis tetas con la boca.
—Siempre que quiera… —susurré—, dejaré que me folle…
—Tranquila…, sí…
—Padre, me corro… ¡más fuerte!, ¡más fuerte! ¡Ah!…, ¡así!…
Me sentía en el cielo. Había esperado tanto tiempo… y ahora parecía que todo me estaba
permitido.
—¿No se corre usted?…
—Sí, ahora…, ahora…, Pepi…, ahora…, ah, qué gusto…
Nos corrimos al mismo tiempo y nos dormimos el uno en brazos del otro.
Al día siguiente mi padre se sentía avergonzado como nunca. Me hablaba en voz baja y sin
mirarme a los ojos. Yo le rehuí, esperando a la noche.
Cuando estuvimos en cama, me acerqué a él.
—Padre —susurré—, ¿está enojado?
Le cogí la mano y me la llevé al pecho.
—No —respondió—, no estoy enojado.
—Como hoy no me ha dirigido la palabra…
—¡Oh!, pensé… —dijo.
—¿Qué, padre?
—Bien, quiero decir… —dijo acariciándome las tetas—, que como ya te lo había hecho el maldito
profesor de religión, tanto daba…
Deslicé la mano por debajo de la sábana hasta asirle la verga, que de inmediato se empinó como
un soldado que se alza tras la señal de alarma.
—Padre, si quiere hacerlo otra vez…, me dejaré…
—Por el amor de Dios… —jadeó él.
Entonces monté sobre él y me ensarté yo misma la verga. Él me tomó las tetas, y así lo hicimos en
pocos minutos.
A partir de entonces mi padre también fue amable conmigo durante el día. Cuando le daba un
vaso de agua o pasaba por mi lado, me asía las tetas y yo a mi vez le manoseaba un poco la
entrepierna.
También hablaba conmigo del trabajo, de todos los asuntos referidos al cuidado de la casa y de sus
problemas económicos. Me compró todos los vestidos que quise y pudo él comprarme, y me
encargó que cobrase el alojamiento a los realquilados, así que me sentí la mar de mayor e
importante.
Una vez le pregunté:
—¿Recuerda qué más tuve que hacerle al profesor de religión?
Era por la noche, y acabábamos de echar un buen polvo, pero sólo uno.
—No —dijo—, ¿qué fue?
—¿Quiere que se lo enseñe?
—Sí…, me pica la curiosidad.
Le cogí la fláccida verga, bajé la cabeza y me la metí en la boca.
—¿Le gusta?
—Sí…, me gusta…, ah…, pero sigue…, sigue…
Trabajé rutinariamente hasta que el mástil se le puso duro de nuevo. Entonces le solté.
—Padre…, el profesor de religión también me hacía eso… —mentí.
Tanto daba que no hubiera sido él, del vicario no debía decir palabra.
—¿Quieres que te lo haga yo? —me preguntó.
—Sí…
Me agarró el coño, me levantó las piernas y acercó la cabeza. Luego empezó a lamerme el clítoris
con tal vigor que perdí el aliento. Sin embargo, al cabo de un momento se interrumpió y me
ensartó. No me importó que lo hiciera, ambas cosas me llenaban de entusiasmo.
En aquella época los realquilados se sucedían, y el último en instalarse en casa fue un camarero.
Trabajaba en un pequeño local de mala fama. Volvía a casa a las tres de la madrugada, dormía
hasta las doce del mediodía y se volvía entonces al trabajo.
Era un tipo esmirriado, de cara amarillenta y ojos hundidos. Aunque debía de tener ya unos treinta
y seis años, cuatro o cinco pelitos encima del labio le hacían las veces de bigote.
Me resultaba la mar de antipático, y cuando pocos días después de su llegada sentí su mano en mi
pecho, le di un golpe y lo aparté. Él me miró bizqueando y me dejó tranquila.
Sin embargo, al cabo de un par de días, estando yo en la cocina, me agarró por la espalda, me
apretó contra él y me manoseó las tetas de tal modo que temí que se me endurecieran los
pezones.
Enojada, empecé a golpearle y darle patadas, y tuvo que soltarme. Pero me dijo, furioso:
—Vaya, ¿a la señorita sólo pueden tocarla los curas?
Me quedé sin habla. Pero me sobrepuse y le grité:
—¡Cierre el pico!
—Muy bien, muy bien —dijo—, así que sólo folla con curas…
Debió de enterarse de todo por los vecinos. Pero pude hacerle frente.
—¡Si no me deja en paz —le dije severamente—…, le denunciaré a la policía!
Se puso aún más amarillo y se calló. Mientras se vestía, parecía furioso. Finalmente se puso el
sombrero, se acercó a mí y susurró:
—Espere y verá… Me amenaza con la policía…, puta…, ya verá, llegará el día en que me suplique
que le conceda el honor…
Me eché a reír, burlona, y él se marchó.
Pero fue él el último en reírse.
Sucedió al cabo de unas horas. Me estaba lavando, e iba en camisón. Mi padre, que se iba, vino a
despedirse y me metió la mano debajo del camisón para toquetearme un poco las tetas.
En aquel momento Rudolf —que así se llamaba el camarero— abrió la puerta de improviso. Nunca
se había levantado tan temprano. Mi padre retiró la mano rápidamente.
Rudolf dijo con indiferencia:
—Perdonen, ¿puedo desayunar ahora? Tengo que ir al Ayuntamiento.
Creímos que no había visto nada.
Pero cuando mi padre se fue y yo entré en la cocina para prepararle café a Rudolf, el hombre se
echó a reír maliciosamente:
—Su padre sí que puede sobarle las tetas, ¿eh?
—¡Mentiroso! —exclamé roja como la grana.
—Lo he visto perfectamente —insistió.
—No ha visto nada de nada… —grité—, mi padre me estaba diciendo que me lavase mejor.
Soltó una carcajada, se acercó a la palangana, se sacó la verga tranquilamente delante de mí y
empezó a lavársela. Al salir yo corriendo de la cocina, exclamó:
—Yo también tengo que lavarme mejor…
Luego me siguió hasta la habitación y dijo:
—Sí, tengo que lavarme bien porque un día de estos la señorita Pepi me rogará que me la folle…
Esta vez fui yo la que guardé silencio.
Pasaron las semanas. Él no me miraba en absoluto, ni yo a él. Mi padre y yo nos divertíamos
juntos, si no cada noche, bastante a menudo, y ya habíamos practicado todas las arte que ya de
antes me resultaban familiares.
El hecho de que conviviera de tal modo con mi padre motivó que me mantuviera alejada de los
hombres, sobre todo de los jóvenes. Durante aquellos días sólo estuve un par de veces con el
vicario, y únicamente para que me diera de nuevo la absolución.
En mi segunda visita a la vicaría, le encontré con una niña de siete años. La había desnudado
completamente, y la niña me sonrió desde la cama. El vicario le lamió el coño, cosa que a ella le
encantó. Según me contó luego la niña, había mantenido ya relaciones con su tío y con el
carnicero de nuestra calle, pero sin coger. El vicario tampoco se la follaba; por precaución, pensé
yo, se había limitado a «purificarla», y mi visita le resultó la mar de oportuna, ya que así pudo
aliviar su pequeño lego en mi celda. Tuve que echarme yo también en la cama, y mientras el
vicario purificaba a la niña, expió mis culpas con fuertes empujones. Luego nos despidió a las dos,
jadeando aún.
La tercera vez estuve a solas con él y pude confesarle todo lo relativo a mi padre.
El vicario juntó las manos:
—Ahora sí que estás perdida…
Ya no le creía y me limité a seguir la comedia, pensando que él debía comprar más cara mi
absolución.
—Haré penitencia, señor cura… —le prometí.
—¿Qué penitencia? —preguntó él.
Me arrodillé, le saqué el hisopo y empecé a chupárselo de tal modo que él empezó a hervir como
una caldera.
Luego me metí aquella verga entera en la boca.
Él me puso la mano en la cabeza y dijo:
—Ven.
Entonces me volví, enseñándole el culo, y, pasando la mano por entre mis piernas, me hundí su
verga en el coño, meneándome luego con tanto vigor que él no pudo aguantarse más y se corrió.
Pero no le dejé en paz, sino que volví a chupársela y repetí la penitencia por segunda vez.
Finalmente nos despedimos reconciliados, pero tuve que prometerle que me mantendría alejada
de mi padre. Se lo prometí tranquilamente, ya que sabía que mi recaída también sería perdonada.
Después de una primera época tormentosa, mi padre había adquirido la costumbre de cogerme
cada domingo a primera hora, antes de levantarnos. Ahora sé que éste es el caso de todos los
trabajadores, ya que entre semana están cansados y deben levantarse pronto. Por eso suelen
montar a sus mujeres el domingo, después de un sueño reparador. También nosotros adoptamos
esa costumbre, y entre semana sólo alguna que otra noche conseguía la deseada verga, y
generalmente sólo si la buscaba yo misma.
Sin embargo, por la mañana mi padre solía estar dispuesto a manosearme un poco antes de irse,
lo que sin duda provocaba la circunstancia de que, mientras él se lavaba y desayunaba, yo rondaba
por casa en camisón.
Una mañana, un jueves creo —no lo habíamos hecho desde el domingo por la mañana—, mi padre
me asaltó las tetas y yo me puse cachonda. Yo se la toqué un poco más de lo habitual y él se
excitó. Por fin, cuando hubo acabado de lavarse y yo estaba haciendo la cama, me agarró al pasar
por mi lado y me pellizcó los pezones hasta que se me pusieron duros. En aquel momento habría
echado un polvo con sumo gusto, y como él iba en calzoncillos, le metí mano y le agarré la punta
de la verga enhiesta. Nos manoseamos el uno al otro allí donde nos causaba más placer, hasta que
mi padre se tumbó irreflexivamente en la cama y yo, del mismo modo irreflexivo, me prometí un
rápido polvo como desayuno. Acababa de levantarme el camisón y de tumbarse encima de mí
cuando Rudolf abrió la puerta.
—¡Oh, perdón! —dijo, y se marchó.
Nos separamos horrorizados. Mi padre salió inmediatamente del cuarto y al cabo de un momento
le oí decir:
—A esta niña siempre tengo que sacarla a la fuerza de la cama; si no, no hay modo de que se
levante…
Rudolf se echó a reír.
Mi padre, al volver a la habitación, me dijo en tono tranquilizador:
—No ha visto nada.
No le respondí, pero estaba convencida de lo contrario. Apenas mi padre se fue a trabajar, Rudolf
entró en el cuarto.
—¿Qué? —me dijo—. ¿Hoy tu padre también quería que te lavases bien?…
Como yo todavía iba en camisón, me tapé el pecho con la toalla.
Él me la arrebató.
—No hagas comedia… —se rió, y en aquel momento me di cuenta de que me tuteaba.
—¿Le he pedido yo que me tutee? —le espeté.
—Vergüenza sentiría yo de una pequeña puta que folla con su propio padre.
—No hemos follado… —le contradije conforme a la verdad.
—Cierra el pico —me gritó—, ¿piensas negar lo que he visto con mis propios ojos?
—No has visto nada de nada…
—¿Ah, no? ¿No estaba él tumbado encima de ti y te levantaba el camisón cuando he entrado en la
habitación?
—No —dije un tanto insegura.
—¿Ah, no? —Se acercó a mí—. Entonces te diré lo que he visto: primero, desde fuera, he visto que
te manoseaba las tetas, ¿verdad? ¿Y sabes qué más he visto?
Le miré asustada.
—He visto —continuó en tono severo— que le sacabas la verga de los calzoncillos…, y luego te ha
tumbado en la cama…
Me sentí anonadada.
—Bien… —se rió, y me asió la barbilla a fin de que le mirara a la cara—, ¿no es cierto lo que digo?
Bajé los ojos y permanecí en silencio.
—Bien —dijo resueltamente—, ya que la señorita Pepi ha sido tan descarada e impertinente
conmigo, iré ahora mismo a la policía y les contaré toda la historia.
Aquello no me lo esperaba. Me sentí horriblemente asustada.
Él aprovechó el momento y siguió torturándome:
—Os encerrarán a los dos…, a ti y a tu señor padre…
—¡No! —exclamé.
—¿Que no? —repitió él—. ¿No? Ya lo veremos…, puedo jurar lo que he visto.
Entonces se dirigió a la puerta.
—Ahora mismo voy…
Yo me interpuse entre él y la puerta.
—Por favor… —balbucí.
—De nada valen tus súplicas… —dijo, al tiempo que intentaba abrir la puerta.
Yo la mantuve cerrada.
—Por favor…
—¿Por favor… qué? —repitió burlón.
—Por favor… —susurré—, perdóneme, señor Rudolf, por haber sido impertinente con usted…
—Ajá… —se rió—, ahora, de repente…
—No vaya a la policía, señor Rudolf, por favor —insistí.
—Claro que sí —amenazó—, pienso ir a la policía, no hay nada que hacer…
Me eché a llorar.
—Por favor, no vaya, señor Rudolf, no es culpa mía…
—¿Qué no es culpa tuya?
—Que mi padre…
—¿Ah, no? —dijo inclinándose sobre mí—. ¿Y tampoco es culpa tuya que me dieras un empujón
cuando quise tocarte un poco?
Me rozó ligeramente las tetas.
—No lo haré nunca más… —dije llorando.
—Así que ahora me dejarás sobarte las tetas, ¿no?
—Sí, señor Rudolf…
Me desabrochó el camisón, me sacó las tetas y me toqueteó los pezones con el índice.
—Ahora me dejas hacerlo, ¿eh? —se burló.
—Sí, sí… —dije dejándole hacer.
De pie como estábamos, me restregó la bragueta en el coño.
—Y esto… —dijo entonces—, ¿también puedo hacerlo?
—Sí, señor Rudolf.
—¿Ah sí? —sonrió maliciosamente—, ¿ahora quieres que te folle?…
Era la única salvación.
—Sí, señor Rudolf.
—Pues yo no quiero cogerte —exclamó riéndose—, sólo quiero ir a la policía…
Lloré con más fuerza. Y él siguió:
—A menos que me pidas por favor que te folle…
—Se lo pido por favor, señor Rudolf.
—Espera. —Me toqueteó los pezones más rápidamente.
—Se lo ruego… —repetí.
—Otra vez —exclamó golpeándome el coño.
—Se lo ruego, señor Rudolf…, fólleme… —dije obedientemente.
—Pues ven.
Me soltó y se acercó a la cama. Le seguí sin remedio.
—Échate —me ordenó.
Me eché.
—Arremángate el camisón.
Obedecí. Él me observó tumbada en la cama.
—Desabróchame la bragueta —me ordenó.
Se la desabroché y le salió la verga. Era un rabo delgado y blanquecino que se empinó de lado.
Entonces se subió a la cama, se echó sobre mí y dijo:
—Bien, y ahora métetela tú misma.
Le agarré la verga y me la ensarté. Respiré aliviada al sentirme libre del miedo a la policía y por la
agradable sensación que noté sin querer.
Rudolf me la abía metido entera, pero seguía inmóvil.
—Y ahora pídeme, por favor, que empuje…
—Por favor, señor Rudolf, empuje… —dije de buen grado.
Yo tenía las tetas al aire. Empezó a sobármelas, al tiempo que empujaba para delante y para atrás.
Le despreciaba, le odiaba, pero me acaloré sin poder remediarlo, porque en cada embestida la
metía y la sacaba suavemente.
Después de once o doce embestidas, levanté el culo, sin entender ya por qué me había negado a
aquella aventura.
—¡Ah, ah! —exclamó él—, ahora podré cogerme a menudo a Pepi, ¿verdad?
—¡Más fuerte…, más rápido…, me corro…, ah…, sí…, cogeremos a menudo!… —respondí.
—Así me gusta… —dijo él—. Nos entenderemos bien…
—Ah… —susurré—, me corro…, córrase, señor Rudolf…
—Poco a poco… —respondió—, tengo tiempo.
Siguió empujando al mismo ritmo.
De pronto me preguntó, sin pararse:
—¿Follas a menudo con tu padre?
—No, hoy ha sido la primera vez que lo ha intentado… —mentí.
—No me mientas… —susurró clavándome la verga.
—¡Ah!…, ¡me corro otra vez!… —exclamé.
—Dime la verdad —me ordenó.
—Sí…, sí… —respondí.
—¿Así que follas a menudo con tu padre?
—Sí…, a menudo…, me corro…, ¡más fuerte!
—¿Cuándo?
—Generalmente por la noche…
—¿Desde cuándo?
—Desde hace seis meses…
—¿Cada noche?
—No…
—¿Folla bien?
—Sí…
—¿Mejor que yo?
—No…, no… —le aseguré zalamera—, me corro otra vez…
—¿También te la metes en la boca? —quiso saber.
—Sí…
—¿También me lo harás a mí?
—Sí… —le prometí.
—¿Y él te chupa el coño?
—Sí…
—¿Querrás que te lo haga yo?
—Sí…
Me estuvo follando durante una media hora, y acabé nadando en mi propio jugo, sintiéndome en
el cielo.
Finalmente jadeó:
—¡Me corro! ¡Me corro! ¡Ahora! ¡Ahora!
Y entonces descargó de tal modo que se pudo oír el gorgoteo de la leche derramada en mi cuerpo.
Cuando terminamos, aún jugueteó un poco con mis tetas al tiempo que charlaba.
—Supe enseguida que un día cogería contigo…
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque al enterarme de la historia del profesor de religión, y al ver que dormías al lado de tu
padre, enseguida supe de qué iba la cosa.
—No es culpa mía —me defendí—, mi padre me lo mandó…
—Te creo —se rió.
—¿No se lo contará a nadie? —quise saber.
—¿Para qué? Si me dejas coger contigo…
—Sí…, siempre que quiera… —le juré.
—Y además…, hacía tiempo que lo sabía —sonrió.
—¿El qué?
—Lo de tu padre…
—¿Cómo lo sabía?
—Os espié un par de veces…
Me estremecí de nuevo.
—¿Cuándo fue eso?
—Un par de veces…, el domingo por la mañana…
—¡Vaya!
—¿Quieres que te lo demuestre? El domingo pasado te pusiste tú encima y él debajo, luego se la
chupaste y te pusiste tú debajo, ¿verdad?
—Sí…
Me acordaba perfectamente. Amanecía.
Él se levantó.
—Así pues, a partir de hoy serás mi querida… Ya tengo dos…
—¿Dos? —pregunté con curiosidad.
—Sí.
—¿Quién es la otra?
—Ya la conocerás…
Entonces se marchó.
Cada mañana, cuando mi padre se iba, entraba en el cuarto y me preguntaba:
—¿Qué, habéis hecho algo esta noche?…
Y yo tenía que contarle si habíamos follado o no. También quiso saber si lo hacía con otros
hombres, pero yo me lo callaba prudentemente, sin nombrar para nada al vicario. Rudolf no me
follaba cada día, a veces se limitaba a sobarme las tetas o a manosearme el coño, y a veces me
decía de buenas a primeras:
—Hoy no, ayer follé con mi otra querida…
Seguía sin gustarme, a no ser que ya me la hubiera metido, pero ya no le odiaba, porque me
parecía excepcionalmente hábil en la cama, lo que me causaba un gran respeto.
Al vicario iba a visitarle cada quince días más o menos. Sin embargo, ya no me hablaba de
arrepentimiento, penitencia, confesión o absolución. Un día, nada más entrar yo en su habitación,
me desnudó, me chupó el coño y me folló, y luego dejó que yo se la chupase y que le echase otro
polvo, y estuvo diciendo marranadas todo el tiempo. Desde aquel día lo hice con él igual que con
los demás, y cuando él estaba encima de mí o yo encima de él, incluso le tuteaba.
Rudolf me trataba bien, mi padre también, así que dejé de preocuparme.
Cuando mi padre, a primera hora de la mañana, me agarraba las tetas mientras yo me vestía o me
daba su verga para que se la manosease un poco, ya no sentía vergüenza, porque sabía que Rudolf
ya no nos espiaba, sino que dormía. Alguna vez incluso le decía, burlona:
—Hoy podría habernos pillado…
—¿Habéis follado?
—No, pero me ha manoseado un rato.
—Déjale…, ya no miro —dijo Rudolf condescendiente.
Me lo dijo tantas veces, e incluso sin que yo le comentase nada, que acabé por creerle, y cuando
mi padre, ocupados los dos en una de estas diversiones matutinas, se paraba y decía: «Pst…, al
final nos pillará el señor Rudolf», era yo quien le tranquilizaba diciendo: «Bah, ése duerme…».
Una mañana mi padre empezó a bromear conmigo y me levantó el camisón dejándome las tetas al
aire. Me las besó y me chupó los pezones, cosa que siempre, incluso ahora, enciende enseguida mi
deseo.
Como él iba en camisón y ni siquiera llevaba calzoncillos, pude asirle la verga rápidamente, y
empecé a cascársela hasta que se puso dura y empezó a latir. Entonces él me metió la mano
debajo de la ropa y me empujó hacia la cama. Me acordé de Rudolf, y le rechacé:
—No…, puede oírnos…
—Bah, ése duerme —repitió mi padre mis palabras, y añadió—: Además, me correré en un
minuto.
Empecé a meneársela velozmente y le propuse, ya que no me atrevía a echarme en la cama:
—Córrase ahora.
—Te quedarás sin tu parte —comentó benévolo.
—Tanto da —respondí, pensando que luego Rudolf me resarciría.
Pero no sirvió de nada.
—No, no…, ven… —insistió.
Y como en el fondo estaba dispuesta a hacerlo, dejé que me tumbara en la cama y, a fin de que
termináramos antes, me la ensarté yo misma.
—¡Ah! ¡Ah! —gimió mi padre, empujando.
—¡Ah! ¡Más fuerte, más fuerte! —respondí.
—Ah…, qué gusto me da hoy… —jadeó.
—Me corro…, ¡ahora! —confesé.
—Un poco más…, así…, me corro…, ahora me corro yo…
Derramó su leche, pero en aquel mismo instante se abrió la puerta, entró Rudolf y preguntó
impasible:
—¿Qué está haciendo, señor Mutzenbacher?
Mi padre se quedó tan sorprendido que dio tres o cuatro empujones más para vaciarse lo más
pronto posible.
—No tenga prisa… —se burló Rudolf.
Mi padre se levantó y se plantó, pálido y sin resuello, delante de Rudolf. Éste le miró fijamente.
Yo me quedé echada en la cama, sin saber qué hacer.
—Cubramos primero a la chica —dijo Rudolf, bajándome el camisón. Luego miró mi pecho
desnudo, me echó encima una almohada y dijo:
—Tápese, las tetas me ponen cachondo. —Mi padre aún no había pronunciado palabra. Rudolf se
dirigió a él—: Bien, señor…, ¿qué ha hecho con la chica?
—Señor Rudolf… —balbució mi padre—, usted no querrá complicarme la vida, ¿verdad?…
Rudolf se echó a reír:
—¿Por qué? A nadie le importa si se folla a su hija. Eso es lo que hacía, ¿no?
—Señor Rudolf —balbució mi padre—, soy viudo…, y no soy tan joven…, no tengo dinero…, no
puedo irme de putas…
—Muy bien, muy bien.
—Señor Rudolf —suplicó mi padre—, debe jurarme por sus muertos que no se lo contará a nadie…
—Ni pensarlo —exclamó Rudolf—, no se lo juro, ni pensarlo. Pero vístase y vayamos a la cocina a
charlar un poco.
Mi padre se vistió nerviosamente. Pero cuando entró en la cocina, Rudolf se había marchado.
Nos quedamos consternados. Mi padre se fue a trabajar, y yo hice el trabajo de casa como de
costumbre. Por la noche nos metimos en cama angustiados y sin decir palabra. Sin embargo,
sabíamos qué nos acongojaba.
Mi padre dijo sólo:
—Si ese tipo me denuncia…, yo le mato.
Si llegaba el caso, me prometí a mí misma meter al señor Rudolf en un buen lío.
Nos dormimos, nos despertamos y dormimos un rato más. Esperábamos a Rudolf, confiando que,
al volver, podríamos hablar con él.
Por fin oímos abrirse la puerta.
—Ya ha llegado… —dijo mi padre.
Dio por supuesto que yo estaba despierta, y realmente lo estaba. Debían de ser las tres de la
madrugada.
Oímos a Rudolf desvestirse en la cocina.
—¿Salgo? —preguntó mi padre.
—Inténtelo —le aconsejé.
Pero antes de que pudiera salir de la cama, la puerta se abrió. La oímos abrirse, aunque no vimos
nada porque estaba muy oscuro.
Rudolf susurró desde la puerta:
—¿Duerme, señor Mutzenbacher?
—No, no —respondió mi padre vivamente—, muy buenas noches, señor Rudolf…
Sin responder a su saludo, Rudolf dijo en el mismo tono:
—Ande, deje que Pepi se venga conmigo…
—¿Qué quiere usted?… —respondió mi padre sentándose en la cama.
Rudolf repitió impasible:
—Deje que Pepi se venga conmigo —y añadió—: No le importa, ¿verdad?
En aquellas palabras se escondía una amenaza.
Mi padre así lo entendió, y no dijo nada.
Rudolf esperaba en la puerta.
Finalmente mi padre me susurró:
—Anda, ve con él, no podemos hacer otra cosa… Ve, Pepi…
Su voz sonaba triste y angustiada.
Salí de la cama, y me acerqué a la puerta. Rudolf me llevó a la cocina y cerró la puerta.
—Ven a la cama —me dijo.
Nos tumbamos en la cama.
—Bien —se rió complacido, achuchándome—, ahora quédate conmigo una media hora y, cuando
vuelvas al cuarto, dile que te he echado un polvo…
—No me atrevo… —respondí.
—Bah, ni puede hacerte ni te hará nada —me dijo—. Al fin y al cabo, ha sido él mismo quien te ha
enviado conmigo.
Seguimos echados en silencio. Yo esperaba.
—Así que, si te pregunta si te he follado, le dices que sí —repitió.
—¿No piensa cogerme? —le pregunté sorprendida.
—No —me rechazó—, acabo de echarle dos polvos a mi otra querida…, no puedo más.
—Ah, es por eso —dije cogiéndole la agotada verga—. Ya lo arreglaremos.
—¿Quieres tú?… —dijo él asiéndome las tetas.
—Me gustaría… —respondí.
—Bueno, no creo que se me empine, pero lo intentaremos…
—¿Quiere que se la chupe? —me ofrecí.
—Espera… —dijo Rudolf—, te enseñaré una cosa que te gustará…
Hizo que me tumbara sobre él, pero con la cabeza hacia abajo. De este modo yo podía chupársela
al tiempo que él hundía los labios y la lengua en mi vulva.
Esta actividad «a dos» era nueva para mí, pero me pareció extraordinariamente rentable.
Mientras me ocupaba sin éxito de su fláccido rabo, él fue chupándome el coño y provocándome
un orgasmo tras otro. Retuve de buen grado su verga en la boca, ya que me impedía gemir y gritar
de placer, cosa que sin duda habría hecho a pesar de mi padre.
Aquella actividad consiguió por fin excitar a Rudolf, y al notar que en su verga florecía de nuevo la
vida, me volví y, montada sobre él, uní aquello que debía unirse.
Ambos, tanto Rudolf como yo, reprimimos los gemidos. Él se meneaba dándome largas
acometidas, y cuando se corrió me levantó tan alto que estuve a punto de caerme de la cama.
—Ahora vuelve con él… —dijo cuando todo hubo pasado.
Tenía miedo, y se lo dije a Rudolf:
—Tengo miedo…
—Es ridículo —dijo—. Si quiere bronca, que venga. Dile que ha sido él mismo quien te ha enviado
conmigo.
Volví a la habitación. Mi padre no se movió, pero cuando me metí en la cama, me preguntó:
—¿Qué, qué ha pasado?
—Nada —susurré.
—¿Qué ha pasado? —preguntó de nuevo.
—Nada —repetí.
—¿Qué quería de ti?
—Ya lo sabe, padre —dije.
—¿Te ha follado? —preguntó.
—Sí, ha sido usted quien me ha enviado con él…
—¿Que te ha follado, dices?
—Yo no tengo la culpa… —quise tranquilizarle.
—Ven aquí —me ordenó.
Me metí en su cama y me tapé con la sábana.
—¿Qué quiere, padre?
Se echó sobre mí sin contemplaciones y me separó las piernas. Le así la verga, que nunca se le
había puesto tan dura.
—No se preocupe… —le dije—, seguiremos haciéndolo siempre que usted quiera…, y a ese tipo no
le dejaré que se me acerque…
—¡Cállate, puta! —me gritó—, no eres más que una puta…
Y me ensartó sin ningún miramiento.
—Ahora también se te ha follado él…, él también —jadeó—. ¿Te la ha metido en la boca?
—Me corro…, padre…, me corro…, con usted sí que me corro… —exclamé.
—Te pregunto si te la ha metido en la boca…
—Sí…, me la ha metido en todas partes… —dije lo que él quería oír—, y me ha chupado el coño…,
me corro, ¡más rápido!, ¡más rápido!
—¿También te has corrido con él?…
—Sí… —dejé de mentir—, sí…, me he corrido un par de veces.
Tan pronto dije eso, descargó su leche en lo más hondo de mi cuerpo.
Luego, agotados, nos dormimos. Al día siguiente no hablamos de lo sucedido.
Poco después llegó un día de fiesta. Mi padre y Rudolf no habían cruzado palabra desde entonces.
Cuando mi padre se iba, Rudolf dormía, y cuando Rudolf volvía a casa, dormía mi padre.
Sin embargo, aquel día de fiesta, Rudolf volvió a casa de improviso. Acabábamos de cenar y mi
padre aún estaba fumando su pipa. Eran las ocho y media, una hora inusual.
Rudolf entró en casa, nos saludó amablemente y dejó dos botellas de vino encima de la mesa.
—Buenas noches, señor Mutzenbacher —exclamó—. ¿Puedo ofrecerle un poco de vino?
Mi padre, a quien le gustaba beber, sonrió y dijo:
—Por mí…
Rudolf dijo entonces:
—No esté molesto conmigo, ¿eh?
—No —se rió mi padre—, ¿lo dice por lo de Pepi?
—Señor Mutzenbacher —exclamó Rudolf—, es usted un buen tipo. Divirtámonos. Pasemos una
buena velada, ¿quiere?
—Muy bien —dijo mi padre, y yo pensé que la propuesta de Rudolf acabaría en que querrían
cogerme los dos.
Pero Rudolf tenía otra cosa en mente.
—¿Me permite que traiga a mi querida, señor Mutzenbacher? —preguntó.
—¿Qué querida? —preguntó mi padre sorprendido.
—Está ahí afuera —explicó Rudolf.
—Por favor…, que pase…
Rudolf salió y volvió de inmediato con su querida. Debía de tener poco más de quince años, era
delgada, de nariz respingona, ojos vivarachos y ancha boca. Me fijé en su pecho. A pesar de su
delgadez, tenía unas tetas sorprendentemente grandes, separadas y firmes. Y caminaba a
propósito de modo que le temblasen a cada paso.
Empezamos a charlar. Rudolf estaba muy alegre, y Zenzi, su querida, se reía de todo lo que él
decía.
Mi padre también se reía más a medida que fue bebiendo, y pronto estuvimos todos un poco
borrachos.
El vino empezaba a terminarse cuando Rudolf abrazó a Zenzi y le cogió las tetas.
—Esto es una pechuga, señor Mutzenbacher, firme como una piedra —dijo.
Zenzi se echó a reír, y mi padre clavó los ojos en las tetas que Rudolf asía con la mano.
—Tóqueselas —le animó Rudolf—, hágame el favor, no soy celoso, tóqueselas…
Mi padre no se movió. Rudolf soltó a Zenzi y se acercó a mí.
—Sí —dijo—, Peperl también tiene las tetas firmes…, y muy bonitas, tan bonitas como las de
Zenzi… —y me las agarró sin contemplaciones delante de mi padre—. Pero las tiene más pequeñas
que Zenzi, y no tan puntiagudas…, más redondas…
Zenzi soltó una carcajada.
—Zenzi —le pidió Rudolf—, enséñale las tetas a este señor…
Obedientemente ella se desabotonó la blusa y se quedó con los pechos al aire. Zenzi se rió y se
acercó a mi padre.
Resultaba realmente curioso lo puntiagudas y firmes que las tenía, y los pezones eran pequeños y
frescos. Se las miré con admiración, sin notar que Rudolf avanzaba con su mano por mi vestido y
había llegado a mis tetas.
—¿Qué, qué dice? —preguntó Rudolf a mi padre.
—Muy bonitas…, muy bonitas…
Mi padre no pudo resistirlo. Alargó la mano y las hizo botar. Ella se rió.
—La revancha, señor Mutzenbacher, eso es —dijo Rudolf—. Zenzi, juega un poco con este señor…
—le ordenó.
Ella, obediente, le desabrochó los pantalones a mi padre, y vi que le sacaba hábilmente la verga y
se la acariciaba. Luego le agarró los huevos y se los restregó suavemente. Mientras, miraba a mi
padre a los ojos y sonreía.
—Por favor, si quiere cogerse a Zenzi… —exclamó Rudolf—, tómese la revancha…
Mi padre, sin responder, dejó que Zenzi se la cascara.
—Zenzi —le ordenó Rudolf—, deja que te folle este señor, ¿entendido?
Zenzi se levantó la falda y quiso sentarse en las rodillas de mi padre.
—Zenzi —dijo Rudolf severamente—, ¿qué se hace primero?…
Ella se arrodilló al instante, y en un momento la verga que le sobresalía a mi padre de los
pantalones desapareció en el interior de su boca.
Rudolf se levantó.
—Muy bien, les dejo…, pero me llevo a Pepi, ¿de acuerdo?
Mi padre se limitó a asentir con la cabeza. Pero Rudolf se acercó a él.
—Ya basta de mamársela, Zenzi —dijo.
Ella se paró y le miró.
—Escuche, señor Mutzenbacher —dijo Rudolf—. Le dejo a Zenzi, y usted se la folla, y yo me llevo a
Pepi y me la follo.
—Vayan delante —jadeó mi padre. Entonces se levantó y echó brutalmente a Zenzi sobre la cama.
Ella soltó una carcajada. Pero él se tumbó sobre ella y la ensartó a toda velocidad.
Le vimos empezar a empujar y oímos susurrar a Zenzi:
—Fóllame, jódeme, échame un buen polvo, venga.
Rudolf se excitó de repente, y yo también.
—Bah —dijo—, no vamos a tener reparos ahora…
Así que me tumbó en la otra cama, se echó sobre mí y me la metió.
Formábamos un lindo cuarteto.
Mi padre jadeó:
—Acércame las tetas…, así…, y mueve el culo…, así está bien…
Rudolf jadeó:
—Por todos los santos…, qué gusto…, así me gusta…, poco a poco, tenemos tiempo.
—Me corro…, me corro…, padre…, Rudolf…, me corro… —grité.
Y Zenzi gimió:
—Ah…, jódeme…, hazme un hijo, jódeme…, sí…, muérdeme las tetas… Rudolf…, me está
jodiendo…, me está jodiendo…
Mi padre y Rudolf se corrieron uno tras otro, y a sus gemidos, jadeos y resuellos les siguieron mis
jadeos, resuellos y gritos, los de Zenzi y los crujidos de ambas camas.
Cuando terminaron, Rudolf llamó a Zenzi:
—Ven, vamos a dormir…
Ella apartó a mi padre, se puso en pie, y, al marcharse con ella a la cocina, Rudolf aún dijo:
—Sí, señor Mutzenbacher, el segundo polvo que lo haga cada uno con la suya…
Mi padre se deslizó hasta mi cama y empezó enseguida a toquetearme las tetas, mientras yo
intentaba empinarle de nuevo la verga.
Como la cosa no funcionaba, practiqué el nuevo arte que Rudolf me había enseñado. Le puse el
coño en la cara y me metí la verga en la boca como si fuera un caramelo, y cuando logré ponérsela
tiesa y quise volverme para montarle, oímos gemir a Zenzi en la cocina:
—Jódeme…, Rudi…, jódeme…, lo haces mejor que nadie…, ah, Rudi…, Rudi…, cuántas vergas me
han follado ya…, pero tú lo haces mejor que nadie…, jódeme…, así…, así…, para adentro…, para
afuera…, ah…, ah, te haré lo que quieras, Rudi…
Y Rudi respondió:
—Cállate, estúpida…, trae el coño para acá y déjame cogerte…
—¿Lo hace bien? —pregunté a mi padre mientras empezaba a empujar.
—Sí…, muy bien…, tiene el coño cálido y firme…
—¿Lo hace mejor que yo? —pregunté meneando el culo.
—No…, no…, ah…, más fuerte con el culo…, más fuerte…
—Jódeme…, jódeme…, bien…, así…, lo hace mejor que nadie —le respondí. Acababa de aprenderlo
de Zenzi.
Zenzi se quedó a vivir con nosotros. Dormía con Rudolf en la cocina y pasaba el día conmigo en la
habitación, con sus tetas puntiagudas y bamboleantes. Ella también me caía mal, pero hacía lo
posible por gustarme, era siempre tan amable conmigo y tan paciente y obediente en todo que
pronto me acostumbré a ella. De vez en cuando dormía con mi padre, y esas noches yo las pasaba
con Rudolf. Mi padre y Rudolf se llevaban de maravilla, y nos compartían a su gusto. Rudolf no se
andaba con chiquitas, ya que, al haberse quedado sin trabajo, a menudo pasaba el día entero en
casa, y entonces nos follaba a las dos a un tiempo.
Una vez, al volver a casa, encontré a Zenzi en el portal con el señor Horak, que le estaba metiendo
mano en las tetas. Pasé por su lado, Zenzi me saludó y Horak apenas me miró.
Arriba encontré a Rudolf en la cocina.
—¿No has visto a Zenzi? —me preguntó.
Pensé que aquélla era una buena ocasión para vengarme, y le dije:
—Sí, está abajo, en el portal.
—¿Con quién? —preguntó Rudolf.
—Con el señor Horak —dije.
—¿Ah, sí? ¿Y qué hace con él?
—No sé… —dije indiferente—, sólo he visto que le agarraba las tetas…
—Ah, bueno —se rió Rudolf—, si quiere hacerle un favor…
Zenzi estuvo mucho rato fuera. Cuando volvió, Rudolf entró con ella en la cocina. Yo esperaba que
hubiera bronca, y me puse a escuchar.
—¿Dónde has estado tanto rato? —empezó Rudolf.
—Me ha follado —respondió ella riendo.
—¿Dónde? —preguntó Rudolf sorprendido.
—En el sótano —confesó Zenzi.
—¿Y bien? —quiso saber Rudolf.
—Dos guldens…, aquí tienes. —Zenzi le dio el dinero. Rudolf se echó a reír y la mandó a buscar
cigarrillos.
Aquello no me sorprendió mucho, porque sabía que el señor Horak a veces regalaba algo. También
a mí me había dado dinero.
Sin embargo, al cabo de un par de días Zenzi vino a casa al atardecer con un señor. Entreabrió la
puerta y susurró a Rudolf:
—He venido con uno.
—Ven a la habitación —me dijo Rudolf.
Salimos los dos, y pronto oímos pasos de hombre en la cocina.
Rudolf se puso a escuchar. Yo me acerqué a la puerta junto a él.
Zenzi le hablaba a aquel hombre:
—Ponte cómodo…
—No… —respondió él—, sólo me bajaré los pantalones.
—Bueno…, la pollita se te ha empinado… —dijo Zenzi al cabo de un momento.
—Quítate la blusa —dijo el hombre.
—¿Quieres que me desnude entera? —dijo Zenzi.
—Sería lo mejor… —dijo él.
Hubo un momento de silencio. Luego les oímos echarse en la cama.
—Ven… —dijo Zenzi.
Y pronto la oímos gemir:
—¡Ah!…, ¡jódeme!…, ¡fóllame!…, ¡así!…
El hombre la interrumpió:
—¡Cállate!…, no puedo soportar que me hablen mientras follo…
—Mierda de tipo —susurró Rudolf.
Escuchar aquella conversación me había excitado, y le así a Rudolf la bragueta. Pero él me
rechazó:
—Déjame, ahora no tengo tiempo…
La cama de la cocina crujía. El hombre resollaba y Zenzi jadeaba. Finalmente la oímos reír:
—¡Se acabó!
El hombre bajó de la cama y Zenzi dijo:
—Ya casi estás vestido…
Oímos ruido de monedas. La puerta se abrió y entró Zenzi. El hombre se había marchado. Ella iba
desnuda, y entregó a Rudolf tres guldens con una sonrisa.
—Me ha dado tres guldens.
Rudolf cogió el dinero y se lo metió en el bolsillo. Luego dijo:
—Vístete.
Zenzi se vistió, contándonos que era un tipo elegante y que tenía la verga pequeña y gruesa.
Rudolf la interrumpió y la mandó a por vino y cigarrillos.
Tan pronto como ella se fue, me preguntó:
—¿Quieres coger ahora?
No me dio tiempo a responderle, me empujó contra la pared y me ensartó la verga de pie.
—Bien —dijo luego—, y hoy dormirás conmigo.
Cuando mi padre volvió a casa, nos bebimos el vino. Rudolf y mi padre iban muy borrachos, y mi
padre no hacía más que meter la mano bajo la falda de Zenzi.
—Quiero coger…, quiero coger… —balbucía.
—Desnúdate —le ordenó Rudolf. Zenzi lo hizo de inmediato.
—Tú también —me dijo mi padre. Me desnudé tan deprisa como Zenzi.
Rudolf y Zenzi, sentados en el sofá uno junto al otro, ordenaron que nos acercásemos. Nos
acercamos, y Rudolf quiso agarrarme.
—No —balbució mi padre—, a mi hija me la follo yo…, mi hija no necesita coger con extraños que
nada le importan…
Rudolf empezaba a enojarse, pero Zenzi se sentó en sus rodillas y se encargó de él. Yo me senté
encima de mi padre, y al cabo de un momento empezó el juego. Mi padre agarraba las tetas
puntiagudas de Zenzi, que tanto le atraían, y Rudolf agarraba las mías.
Esa noche dormimos los cuatro en las dos camas. Zenzi y yo no podíamos dormir, pero los
hombres roncaban.
Entonces Zenzi me dijo:
—¿Quieres coger?
—Sí —respondí—, pero tendremos que despertarles.
—No importa… —se rió—, sé cómo hacerlo; cuando Rudolf está borracho, siempre consigo
follármelo.
Le asió la verga, que se empinó enseguida. Yo se la así a mi padre y quise metérmela en la boca.
—Así no… —dijo Zenzi—, si duerme y está borracho, se te correrá en la boca. Si sólo duerme y no
está borracho, entonces si se la chupas se despierta. Pero si está borracho, se corre enseguida.
Las dos vergas se empinaban delante de nosotras.
—¿Cuál quieres? —pregunté a Zenzi.
Pero ella lo rechazó:
—Ninguna…, ya he jodido bastante…, no quiero ninguna…
—Bueno, ¿pues qué hacemos? —pregunté.
—Pues… toma las dos… —se rió.
Siguiendo sus indicaciones, me senté primero encima de mi padre, dándole la espalda, como si
quisiera mear. Zenzi me ayudó a meterme la verga en aquella boca que no tiene dientes.
Tan pronto noté que me ensartaba, empecé a menearme.
—¿Te gusta? —preguntó Zenzi.
—Sí…, ah…, sí… —respondí.
—Espera, te enseñaré una cosa…
Se arrodilló delante de mí, me metió la mano entre las piernas y me acarició el clítoris con un
dedo. Empecé a menearme vigorosamente, y mi padre, dormido, gimió.
Zenzi me chupó suavemente una teta, con tanta delicadeza que me corrí enseguida. Ella siguió
chupando, y estaba a punto de correrme por segunda vez cuando mi padre descargó. Derramó un
cubo entero, como si el vino que había bebido quisiera salirle por la verga. Se estremeció un
momento, y la verga se le ablandó enseguida y cayó sin fuerzas.
—Ahora con Rudolf —me apremió Zenzi, ya que yo estaba gimiendo:
—Oh, vaya…, iba a correrme otra vez…
Se puso a mi lado y volvió a ayudarme a meterme la verga en el coño. Tan pronto como sentí la
otra verga en mi interior, empecé a menearme sujetándome en Zenzi y gimiendo:
—Me corro…, ah…, me corro…
Rudolf rechinó los dientes y empezó a jadear, pero no se despertó, tan borracho y dormido estaba.
—Me corro…, Zenzi…, me corro —gemí.
Ella sonrió:
—Con Rudolf una siempre se corre… —dijo.
Le agarré las puntiagudas tetas y se las toqueteé. Sin saber por qué, sentí de pronto la necesidad
de hacerlo. Aquello me puso aún más cachonda, pero pensé que no podía volver a correrme.
—No puedo más… —jadeé—, déjame bajar…
—Quédate ahí —me ordenó—, primero Rudolf debe correrse…
Y me obligó a cogerle hasta que eyaculó. Luego Zenzi y yo nos echamos entre los durmientes, la
una al lado de la otra.
Pero la noche aún no había terminado. Ahora Zenzi estaba excitada, y se quejaba:
—Oh, Dios…, ahora quiero coger yo…
—Pues hazlo —le dije.
—No —respondió—, ya no se le empinará…
—Inténtalo —insistí.
Se volvió hacia mi padre y empezó a acariciarle y a restregarle la verga. En vano. Se la metió en la
boca, mi padre no notó nada y la verga siguió fláccida.
—No hay nada que hacer —se lamentó Zenzi, volviéndose hacia Rudolf.
También tenía el arma descargada, y no se empinó por mucho que Zenzi lo intentara. Finalmente
se la metió en la boca, se la chupó un poco y de repente empezó a toser y a tragar.
—Se está corriendo… —exclamó desesperada—, se está corriendo… —y le levantó la verga, de
donde salió disparado un chorro de leche.
Zenzi escupió y se volvió hacia mí.
—Oh, Dios mío… —se quejó desesperada—, esa mamada aún me ha puesto más cachonda…
Yo me eché a reír.
—Ríete… —rezongó—, tú ya has follado, he sido tonta…
Dejé de reír.
—¿Y ahora qué hago? —me preguntó meneándose inquieta. De repente me asió la mano y se la
puso entre las piernas.
—Házmelo… —me pidió.
—¿Cómo debo hacerlo?
—Ya sabes…, así…, ven…, quiero coger contigo…, ven…
Se tumbó boca arriba y me dijo:
—Échate encima de mí…
Hice lo que me pedía, y restregó su coño contra el mío. Luego me hizo meter la mano entre sus
piernas y golpearla con el dedo como si fuera una verga.
—¡Ah!, ¡sí!, ¡qué gusto!, méteme el dedo… —dijo meneándose debajo de mí.
Ella me agarró las tetas y me las manoseó fervientemente. Yo, con la mano libre, hice lo propio.
Por fin exclamó:
—Me corro…, me corro…
Le hundí el dedo lo más que pude y noté que contraía el coño. Me soltó las tetas y, abrazándome,
me apretó la cabeza contra su pechuga, y no aflojó hasta que me llevé los puntiagudos pezones a
la boca. Aquel juego me excitó. Le chupé las lozanas tetas y le hurgué el coño con el dedo hasta
que terminó de correrse y, respirando con dificultad, quedó inmóvil. Luego nos dormimos.
Desde aquella noche nos hicimos amigas de verdad, y sucedía a menudo que me echaba sobre ella
como si yo fuera un hombre, le dejaba las tetas al aire y se las toqueteaba.
Al día siguiente dormimos los cuatro hasta bien entrada la mañana. Mi padre no fue a trabajar, y
Lorenz vino de la alabartería para ver qué ocurría.
—Nada —dijo mi padre—. Estoy enfermo.
Lorenz se marchó entonces sin dignarse mirarnos siquiera.
Las orgías se repitieron, y también el hecho de que Zenzi trajera a un hombre a casa. Sin duda
Rudolf, por el momento, no pensaba cambiar de alojamiento.
Un día en que Zenzi volvió a casa acompañada, dedujimos por la voz del hombre en cuestión que
debía de tratarse de un hombre muy viejo.
—Vaya, qué colita —se rió Zenzi.
—No importa…, no importa…, cuando se empine, ya crecerá —dijo el viejo.
—Pero no se empina… —exclamó Zenzi al cabo de un rato.
—Cuesta un poco…, pero ya se empinará… —dijo el viejo.
Al cabo de otro rato Zenzi susurró:
—No puedo más…, me duele la mano…
—No importa…, chúpamela… —respondió el viejo.
—¿Qué me dará entonces? —preguntó Zenzi.
—¿Que qué te daré?… Por mí…, te daré diez guldens…, pero chúpamela.
Rudolf tuvo un sobresalto.
—¡Por todos los santos! —susurró, y a mí me asustó tanto dinero.
Pasó un rato hasta que por fin Zenzi dijo:
—Bien, ya se empina…, venga…
Les oímos tumbarse en la cama. Al cabo de un momento, Zenzi se echó a reír:
—Ya ha vuelto a ablandarse.
El viejo dijo algo, les oímos revolcarse en la cama y Zenzi exclamó:
—Ah…, ah…, sí…, así…, qué gusto…, bien…, sí…, siga…, más rápido…
—Debe de estar chupándole el coño —comentó Rudolf.
—Venga, se le ha vuelto a empinar —exclamó Zenzi.
Se revolcaron un momento, y Zenzi se echó a reír.
—Se le ha ablandado de nuevo…
—No es cierto…, métetela… —dijo el viejo enojado.
La cama crujió, y Zenzi dijo:
—No ha entrado…
—¡Déjame! Ya entrará…
La cama siguió crujiendo. Zenzi suspiro y exclamó:
—Vaya…, por fin…, pero ahora…, bien, jódame…, ¿qué? ¿Ya se ha corrido?
Les oímos andar y susurrar en la cocina. Luego la puerta de la calle se abrió y Zenzi exclamó:
—Vaya con Dios.
Luego vino corriendo a la habitación y entregó a Rudolf una moneda de diez guldens.
Naturalmente esa noche tuvo lugar una buena orgía. Todos íbamos borrachos, y no tengo ni idea
de qué hicimos. Al día siguiente mi padre tampoco fue a trabajar, y como eso empezó a suceder a
menudo, al final le despidieron.
Volvió a casa rezongando y maldiciendo.
—No importa, pronto encontrarás otro trabajo —le consoló Rudolf.
Hacía tiempo que se tuteaban. Mi padre estaba enojado y no había modo de que se tranquilizara.
—Duerme a gusto un par de días y luego sal a buscar otro trabajo —le dijo Rudolf—. Dormir un par
de días te irá bien.
Mi padre siguió su consejo. Por las mañanas se quedaba en la cama, luego jugaba a cartas con
Rudolf y pasaba el tiempo sobándonos las tetas a Zenzi o a mí. Además, me follaba cada noche, y
durante el día montaba a Zenzi, ya que siempre iba borracho. Como no salía de casa en todo el día,
estaba presente un día en que Zenzi volvió de nuevo acompañada. Nos pusimos los tres a escuchar
lo que sucedía tras la puerta de la cocina.
Cuando Zenzi entró en la habitación y entregó tres guldens a Rudolf, mi padre se quedó
sorprendido y abrió unos ojos como platos.
Sin embargo, pocos días después subió el casero y dijo que ya no podía permitir aquello. Una de
dos, o dejábamos el piso, o Zenzi no traía más hombres a casa. El casero era muy educado y sobre
todo le hablaba a Rudolf con mucha amabilidad. Supuse que éste le había sobornado con dinero, y
supuse también que se había follado a Zenzi, ya que de lo contrario el casero no hubiera
aguantado aquello tanto tiempo ni hubiera sido tan cortés en su visita.
Pero resultó que la prohibición provenía directamente del dueño de la casa.
Cuando el casero se hubo marchado, Rudolf entró con Zenzi en la cocina y ambos mantuvieron
una larga conversación. Ya no salieron, sino que se metieron en cama, y les oímos gemir, balbucir y
pedir «más», ruidos esos que provocaron que, aun sin vino y vestidos, empezáramos a jugar.
Desde entonces Zenzi pasó el día fuera de casa, y no volvía hasta el atardecer, a veces muy
entrada la noche o incluso a la mañana siguiente. Si, cuando volvía, Rudolf estaba con nosotros en
la habitación, ella le entregaba lo que había ganado delante de nosotros, y no había nada que
interesase más a mi padre que la cuantía de la ganancia.
Como ahora Zenzi pasaba días y noches enteras fuera de casa, y cuando estaba en casa solía
dormir, tenía yo que satisfacer a mi padre y a Rudolf, y a veces, por la noche, tenía que ir de uno a
otro, a no ser que Rudolf se metiera en la cama con nosotros directamente.
Mi padre había pedido a menudo dinero a Rudolf, y éste se lo había dado siempre, ya que mi
padre no ganaba nada, y naturalmente al cabo de un par de semanas empezó a tener dificultades.
Sin embargo, en una de esas ocasiones Rudolf le contestó:
—¿Y por qué Pepi no gana nada?
—¿Pepi?… —preguntó mi padre mirándome.
—Claro —dijo Rudolf—, podría ganar tanto como Zenzi.
—Y trabajar de puta… —respondió mi padre lentamente.
—Bah…, de puta… —exclamó Rudolf—, si ya hace ahora lo mismo que Zenzi… No hay nada de
malo en ello, hay miles de chicas que tienen que ganar dinero de esta forma…
—De acuerdo, pero… —mi padre me miró indeciso—, pero…
—No hay peros que valgan —dijo Rudolf en un tono severo—, ¿o crees que es mejor que a una
chica se la folle su propio padre? Pues bien… —continuó—, Zenzi sólo se relaciona con tipos
elegantes, no se deja montar por tipos ordinarios. ¿Qué te crees? Ya la he enseñado yo…, y los
hombres con que folla Zenzi son mucho más distinguidos que el profesor de religión que se folló a
Pepi, y que ni siquiera pagó por ello, el muy cerdo.
—El muy cerdo… —repitió mi padre indignado.
—¿Qué daño le hará a Pepi ganar un poco de dinero para su padre?
—preguntó Rudolf—. Tú ya has trabajado bastante para tus hijos…
—Sí, en eso llevas razón —asintió mi padre.
—De acuerdo, pues…, deja que Pepi se vaya con Zenzi y cada día te traerá como mínimo tres
guldens… te lo garantizo. Una chica tan guapa como ella…
Me sentí halagada, pero mi padre preguntó angustiado:
—¿Y la policía?
—Bah, la policía… —dijo Rudolf desdeñoso—. ¿He tenido yo dificultades con Zenzi? Deja hacer a
Zenzi, ya sabe de qué va…
—Pero si un día… —mi padre dijo con miedo.
—Si ocurriera… —se rió Rudolf—, dices que no sabes nada…, que la chica es mala… Pepi no te
delatará.
De este modo me enteré de que debía ir con cuidado con la policía. Permanecí en silencio todo el
rato, y ellos nada me preguntaron. Mi padre reflexionó un momento y repitió:
—No, no quiero que mi hija trabaje de prostituta…
—No se trata de eso —le interrumpió Rudolf—, sólo será hasta que encuentres otro trabajo…,
luego Pepi puede dejarlo…
Aquella lógica convenció a mi padre, y Rudolf se lo ganó enteramente al añadir:
—Yo sólo dejo coger a Zenzi porque no tengo trabajo. Pero cuando encuentre uno, volverá a
portarse bien.
Al día siguiente salí a la calle con Zenzi. Así lo habían decidido, de modo que aquel día empecé mi
carrera. Fuimos al centro de la ciudad, al Graben, la Stephansplatz, la Kärtnerstrasse, etc. Era
verano, hacía calor y llevábamos blusas muy ligeras. Zenzi me había enseñado en casa a ponerme
la camiseta de modo que me quedaran las tetas desnudas bajo la blusa.
Zenzi era muy hábil, y sonreía a todos los hombres con los que nos cruzábamos. Yo no conseguía
hacerlo, porque me sentía turbada, pero les miraba seriamente a los ojos, y con eso bastaba. En la
Schönlaterngasse había una casa vieja, con una entrada estrecha y oscura. Zenzi me llevó allí. Al
cruzar el portal, encontramos una puerta. Ella llamó, y nos abrió una mujer vieja y fea. Pasamos a
una cocina oscurísima y de allí a una pequeña habitación igualmente oscura.
—Mi amiga también vendrá —dijo Zenzi.
La vieja me escudriñó con los ojos y preguntó:
—¿Ya tiene catorce años?
—Hace tiempo —mintió Zenzi—, pero es un poco bajita…
—Ya sabe… —me dijo la vieja—, debe pagarme un gulden por cada vez…, pero no venga nunca a
las ocho de la tarde…
Nos fuimos de allí. Zenzi me dio consejos, sobre todo de estar atenta a la policía y de pedir el
dinero a los hombres antes de empezar nada.
Al volver al Graben, Zenzi me dio un codazo.
—Mira…, ése nos sigue…
Delante de nosotras iba un hombre de barba negra muy bien vestido. Se volvió y me miró. Luego
moderó el paso y dejó que le adelantáramos.
En la esquina de la Dorotheerstasse, Zenzi me empujó hacia un estrecho callejón lateral.
—Ven —susurró.
Zenzi se volvió. El hombre estaba parado en la esquina y nos miraba. Zenzi le hizo un gesto con la
cabeza. Entonces se acercó a nosotras.
—Sígueme —me ordenó Zenzi—, aquí fuera no nos hablará…
Me llevó velozmente tras un portal, y allí nos quedamos esperando.
—Ven aquí siempre que rondes por el Graben o la Kärtnerstrasse…, en esta casa no vive nadie…
El hombre entró en el portal. Zenzi le recibió con una sonrisa, pero él se acercó a mí.
—Bien, ¿qué pasa? —dijo.
—Nada —le respondí.
—Si quiere venir…, cerca de aquí vive una mujer que nos dejará una habitación —dijo Zenzi.
—No —susurró él—, no tengo tiempo.
—También podemos subir aquí…, no vive nadie…
—¿Quieres…? —me preguntó.
Le contemplé con admiración, ya que parecía muy elegante, más elegante que ningún hombre que
yo conociera. Llevaba un lindo bastón con una empuñadura plateada y una costosa cadena de
reloj alrededor del cuello.
Subimos por la escalera, que era muy ancha y se hallaba en penumbra, y nos detuvimos en un
rellano.
—Yo vigilaré… —dijo Zenzi alejándose de nosotros.
El elegante señor me palpó las tetas y sonrió:
—Destápate un poco.
Me metió la mano en el escote, que yo había desabrochado, y se mostró encantado de
encontrarme las tetas al aire. Noté con gran placer que su mano era suave y delicada, tan delicada
como mi propia piel.
—Ven —dijo, y empezó a perder el aliento. Se desabrochó la bragueta y yo le así la verga, blanca y
delicada, pero tan dura y empinada como un cirio. El glande era también suave.
Me apoyó en la pared y me levanté la falda, porque pensé que me cogería de pie, pero él dijo:
—No me atrevo…, tócame y déjame tocarte.
De modo que empecé a meneársela mientras él me metía mano bajo la blusa, consiguiendo que se
me endurecieran y excitaran los pezones uno tras otro.
—Así, más arriba…, ahora más rápido…, muy bien…, espera… —susurró.
Me dio un pañuelo. Lo cogí y lo mantuve encima del glande. Entonces las piernas empezaron a
temblarle, la verga latió fuertemente en mi mano y descargó. Luego me limpié la mano en su
pañuelo, ya que me la había mojado. Al devolverle el pañuelo, me dio dos guldens. Bajó
inmediatamente las escaleras sin girarse a mirarnos.
Me quedé allí un rato con Zenzi, luego salimos del edificio. Me sentía muy feliz. Había ganado dos
guldens en dos minutos. Y del modo más fácil. ¿Qué me había costado? Admiraba tanto a aquel
elegante señor, y sentía tanto respeto hacia él, que no le habría pedido ningún dinero.
En la Stephansplatz un hombre viejo se dirigió a mí. Primero me asusté, al preguntarme él:
—¿Puedo ir contigo?
—Sí —respondí, porque Zenzi me dio un codazo.
—Ve delante, yo te sigo —me ordenó el hombre.
Zenzi había desaparecido en un segundo, de modo que me dirigí a la Schönlaterngasse. La mujer
nos abrió, y nos quedamos solos en la pequeña habitación.
—Desnúdate —dijo el viejo.
Mientras me desvestía, le observé la cara. La llevaba bien afeitada, tenía los cabellos blancos, si
bien escasos, y ningún diente. Era muy delgado, las manos le temblaban y me pareció en general
de salud bastante quebrantada.
Se sentó en el sofá y me miró. Cuando estuve desnuda, hizo gesto de que me acercara. Me ordenó
que me quedara en pie ante él y me observó sin moverse, de modo que creí que me tocaba a mí
empezar, y quise desabrocharle la bragueta. Pero él me golpeó los dedos, y me asusté.
—Espera… —dijo con un hilo de voz—, espera hasta que te lo diga, y estate quieta…
Así pues, me quedé inmóvil, y él me acarició. Finalmente cogió su bastón y jugueteó con mis tetas.
El bastón tenía la empuñadura de marfil, y la noté fría en la piel. Finalmente lo bajó a la altura de
mis piernas y me obligó a abrirlas.
—Ahora ven —me ordenó, echándose en el sofá.
Quise tumbarme a su lado, pero él volvió a empujarme con una rapidez que me asustó.
—Quédate arriba —gruñó.
De pie aún, tuve que desabrocharle los pantalones y sacarle la maltrecha verga, que tenía tantas
arrugas como horas tiene el año, y de tamaño tan diminuto que parecía un pequeño lápiz afilado.
Empecé a manosear con los dedos aquel colgajo, pensando que jamás se le pondría duro. Me
acordé del viejo que había estado en casa con Zenzi tiempo atrás y que tanto trabajo le había
dado, pero el rabito empezó a endurecerse entre mis dedos, y las arrugas se alisaron como un
pañuelo bajo la plancha.
—Hazme una felatio… —me ordenó en tono furioso.
No entendí aquella expresión y seguí cascándosela.
—Hazme una felatio… —repitió.
Y como seguí sin obedecer, me gritó:
—¡Por todos los demonios! ¿No me oyes? ¡Hazme una felatio!
—Perdone, señor… —dije tímidamente—, no sé qué es una felatio…
No lo encontró divertido en absoluto, y gruñó:
—Que me la chupes…, estúpida.
Hice lo que me pedía, y con más ardor que nunca, porque le tenía miedo. Me quedé la mar de
sorprendida de ver cómo se le empinó apenas se la hube lamido un poco. La tenía cada vez más
enhiesta, hasta el punto de que casi no me cabía en la boca. Cuando me gritó groseramente
«¡Basta!» y me la quité de la boca, la tenía ya enorme.
—Fóllame —gruñó—, rápido…, fóllame…, no seas tan lenta, ya deberías estar encima.
Se quedó echado boca arriba, de modo que, gracias a mis numerosas experiencias, entendí
fácilmente qué pretendía. De modo que monté encima de él y me la ensarté, aunque me costó un
poco.
Quise inclinarme sobre él a fin de sujetarme bien y de acercarle las tetas, pero él me empujó
gruñendo:
—¡Bien derecha!
Me quedé derecha y tuve que sujetarme en el sofá para evitar que me la metiera más adentro de
lo que solía gustarme.
Empezó a empujar, rápida y vigorosamente, al tiempo que decía:
—Así…, ya le enseñaré yo…, gracias a Dios…, aún puedo cogerme a una chica…, así… No tiene por
qué coger con otros…, así…, sólo porque soy viejo…, y si ella lo hace…, yo también…
Siguió diciendo cosas parecidas hasta que desfalleció debajo de mí y se quedó inmóvil. Tuve que ir
a buscarle un vaso de vino y, a indicación de la vieja, corrí a la taberna del actual Köllnerhof. Al
volver le encontré aún inmóvil, como si estuviera muerto. Me asusté muchísimo. Llamé a la vieja,
que le roció la cara con agua y se tranquilizó. Le conocía.
—Siempre le pasa lo mismo…, pero luego se repone en un momento.
Efectivamente, el viejo se incorporó, echó una ojeada a su alrededor y, al ofrecerle yo el vaso de
vino, lo vació de un trago.
Se levantó acto seguido, me miró enojado y me dio cinco guldens. Me sentí rica y empecé a dar
alegres brincos por la habitación. En aquel momento me di cuenta de lo que valía mi almeja, y
decidí hacer buen uso de ella.
Cuando iba a salir de nuevo a la calle, llegó Zenzi con un joven alto, y al cruzarnos en la cocina me
susurró:
—Espera un poco…, no te vayas…
La puerta se cerró tras ellos, y al cabo de un rato oí preguntar a Zenzi:
—¿Quiere que llame a mi amiga?
El hombre respondió con voz temblorosa y débil:
—Sí, por favor, hágalo…
Zenzi salió de la habitación y vino a buscarme.
—Entra —dijo—, nos quiere a las dos, pagará mucho dinero… Es un poco raro, ya verás, pero
tienes que hacer todo lo que yo te diga…
Al entrar nosotras, el joven se levantó del sofá. Era muy pálido y delgado, llevaba una espesa
barba negra que le hacía parecer aún más pálido, y tenía los ojos negros y tristes.
Cuando Zenzi me presentó, me hizo una reverencia hasta el suelo.
—Ésta es mi amiga Josefine…
Me sorprendió la seriedad con la que Zenzi dijo esas palabras, pero me quedé todavía más
sorprendida de que el joven me cogiera la mano y me la besara. Me eché a reír de pura turbación,
pensando que se burlaba de mí. Pero Zenzi me dio un codazo y susurró:
—No te rías, ponte seria.
Tras el besamanos, el joven se incorporó y dijo en voz baja, como si me tuviera miedo:
—Tan joven, señorita, y tan severa…
Zenzi le gritó:
—¡Cállate!
Él se asustó y balbució:
—Perdóneme…
—¡Cierra el pico! —repitió Zenzi furiosa—. No hables hasta que te pregunten… —Yo no reconocía
a Zenzi. La cara sonriente se le había transformado—. ¡Desnúdate! —le gritó.
—Así no —la interrumpió él dulcemente, pero sin el tono exageradamente humilde de antes, sino
en uno más bien práctico—. No, aún no…
—¿Pues qué? —preguntó Zenzi indecisa.
—Primero las preguntas… —susurró él insistente.
—¡Claro! —exclamó Zenzi golpeándose la frente.
Ella se alejó, se dio la vuelta y volvió a acercarse a él con el gesto endurecido.
—¡Sinvergüenza! ¡Canalla! Seguro que has vuelto a pensar en mí, ¿verdad?
—Querida condesa…, no hago más que pensar en usted… —balbució él.
—Cállate —le interrumpió Zenzi—, confiesa todo o que has pensado…
—Querida condesa, usted lee en mi corazón…, ya debe de saberlo…
—¡Cerdo, miserable! —le gritó ella—. Has pensado en mi coño…, en mis tetas…, hijo de puta…,
confiesa…
—Le confieso… —dijo él sin voz.
—Y has pensado, asqueroso… —continuó ella en el mismo tono—, que querías montarme,
¿verdad? Bribón…, y que yo me abriría de piernas para que tú me metieras la verga…, cerdo…, has
pensado en joderme…, miserable…, y en sobarme las tetas…, confiésalo…, desgraciado…
Él juntó las manos en una súplica:
—Sí, querida condesa, lo confieso…, lo confieso todo…
—¿Y no te avergüenzas ante la princesa? —dijo Zenzi señalándome.
Me sentía tan perpleja ante todo lo que oía y veía, que no me sorprendió que Zenzi me llamara
princesa.
—Sí, me avergüenzo… —exclamó él, levantando las manos hacía mí.
—Arrodíllate… —ordenó Zenzi.
Él se arrodilló de inmediato.
—Se lo ruego, perdóneme, querida condesa… —le suplicó fervientemente, y, volviéndose hacia
mí, me pidió—: A usted también le pido perdón, honorable princesa…
—No… —gritó Zenzi—, no hay perdón, primero el castigo…
El joven enrojeció levemente.
—Sí… —balbució rápidamente—, primero el castigo…
—¡Desnúdate! —exclamó ella.
Él se quitó toda la ropa en el acto y quedó desnudo ante nosotras. Tenía un cuerpo
extraordinariamente blanco y delicado. Se quedó temblando, con la cabeza baja y mirando a Zenzi
como un perro apaleado. Luego se colocó obedientemente entre el sofá y un cofre. Zenzi empezó
a desnudarse y, a un signo suyo, yo hice lo propio.
—Espera y verás…, canalla —dijo ella—, ya verás…, nos lo verás todo…, pero te quedarás sin
nada…, nos mirarás a mí y a la princesa, pero no nos tocarás…
Una vez desnuda, Zenzi se acercó a él con las tetas empinadas y la cabeza bien alta. Le relucían los
ojos y le temblaban los labios. También ella estaba excitada.
Se frotó los pezones y el vientre contra el cuerpo de él. Luego yo tuve que hacer lo mismo. Él nos
miraba triste, con los brazos caídos e inmóvil. Al rozarle yo las tetas en el pecho, sentí un
estremecimiento. Su cuerpo ardía como el fuego y era tan suave como el terciopelo. Y al
restregarle el pubis en el vientre, noté que tenía la verga fláccida.
«Qué cosas», pensé, «¿cuándo se terminará todo esto y nos cogerá de una vez?». Porque yo
también me había excitado.
Zenzi me apartó.
—Y ahora viene el castigo, cerdo —le amenazó.
Él la siguió con una mirada deseosa. Ella se acercó al cofre y sacó dos varas.
—¿Sabes lo que es esto, maldito demonio? —le preguntó balanceando las varas.
—Sí, sé lo que es, querida condesa… —exclamó él tragando saliva.
—¿Y sabes qué viene ahora, hijo de puta?
—Ahora viene el castigo, querida condesa… —respondió él respirando pesadamente—.
Castigúeme, condesa…, lo merezco…, y usted también, princesa… —dijo volviéndose hacia mí—,
castígueme usted también…
Zenzi me dio una vara:
—Pégale fuerte —me susurró—. Fuerte. ¡Sal del rincón, ladrón! —le espetó.
Él se acercó a Zenzi.
Ella le pegó en el pecho con la vara, y al cabo de un momento le salió una marca parecida a una
cinta roja. Él se estremeció, y vi que la verga se le empinaba de un tirón.
—¿Lo notas, ladrón, tunante, canalla, bribón, lo notas?
Zenzi siguió golpeándole, a cada golpe un insulto, y a cada golpe se le enrojecían más el pecho y el
vientre.
—Sí…, lo noto…, querida condesa… —jadeó él—, le doy las gracias… por el castigo…, gracias…, más
fuerte…, por favor…, golpéeme más fuerte… Pero la princesa también…, ¿por qué no me golpea la
princesa?…
—¡Pégale! —me ordenó Zenzi levantando la vara contra mí.
Me asusté, y le golpeé suavemente los hombros. Él tembló un momento, pero se quejó:
—Oh, por favor, princesa…, no quiere castigarme…, no noto nada…, se lo ruego, princesa…, sé…
que no soy digno…, pero le ruego que me castigue…, más fuerte…
Le golpeé entonces con más fuerza, notando que me causaba placer.
—Gracias…, gracias…, gracias… —balbució.
—¡Cierra el pico! —le ordenó Zenzi—. ¡O te arrancaré la piel a tiras!
Empezamos a golpearle las dos a la vez. Zenzi le golpeaba por delante el pecho y los muslos, y yo
por detrás la espalda y el culo, que pronto se le puso rojo y, cuanto más le pegábamos, más nos
excitábamos, más nos divertía y apuntábamos con más buen tino.
Él, de pie y tembloroso, siguió hablando:
—Perdón…, perdón…, no pensaré más en sus lindas tetas…, no…, ah…, ah…, perdón, princesa…,
tiene unas tetitas tan lindas y firmes…, pero no lo haré más…, oh…, qué tormento…, qué dolor…,
no pensaré más en su coño…, condesa…, he soñado con él…, que la desfloraba…, querida
condesa…, pero sé… que no debo…, y usted, princesa…, me he imaginado… que me la follaba…,
pero sé… que no debo…, perdón…
—¡Arrodíllate! —le ordenó Zenzi.
Él se hincó de rodillas.
—Aquí me tiene…, mordiendo el polvo ante usted…, se lo suplico…, pisotéeme…, me muero… de
humillación…
—Bésame los pies, hijo de perra… —gruñó Zenzi.
Yo dejé de pegarle. Él se inclinó y le cubrió los pies de ardientes besos. Mientras, Zenzi le golpeó el
culo levantado.
Él gimió y balbució:
—Ah, condesa…, a sus pies…, soy su perro…, su esclavo…
—¡Bésame el coño! Lo has ofendido —le ordenó Zenzi.
Él se incorporó de rodillas y hundió la cabeza en el regazo de Zenzi.
—¡Cerdo! ¡Ladrón! ¡Hijo de puta!… —le insultó ella golpeándole los hombros con la vara.
—¿La princesa… también me permitirá?…
—Primero pídeselo por favor —le ordenó Zenzi.
Se volvió hacia mí, juntó las manos en un gesto de súplica y susurró:
—Por favor…, por favor…, honorable princesa…
—Espera un poco —dijo Zenzi.
Se puso a esperar como un perrito, y estuve a punto de echarme a reír, pero una mirada de Zenzi
me advirtió de que no lo hiciera.
—Ahora acércate a ella… —le ordenó dándole un empujón.
Se acercó a mí de rodillas.
Al sentir que me cubría los pies de besos con sus labios ardientes, noté un escalofrío que me llegó
hasta la almeja, y le golpeé el culo, que tenía levantado, como si fuera de madera. Pequeñas gotas
de sangre roja brotaron de su piel enrojecida. Seguí golpeándole, excitada con sus besos.
—Honorable princesa… —susurró—, nunca más la ofenderá la infamia que hay en mí…,
castígueme…, princesa…, es usted cruel…, cruel…, pero justa…, sufro sin pesar… porque me lo
merezco.
—El coño… —le gritó Zenzi.
Él se incorporó y hundió la cara en mi pubis. Sus labios besaron cada rincón. Y a cada beso me
estremecía, sin pensar más que en echarme y ser tratada como Dios manda. Cuando bajó la
cabeza para llegar a mi almeja, separé un poco los pies para que pudiera entrar mejor. Pero sólo
me besó con los labios. Con la lengua no hizo nada de nada. Y aquellos besos ardientes aún me
estremecieron más que si me hubiera chupado el coño. Dejé de pegarle porque estaba ocupada
conmigo misma.
Al cabo de un instante se apartó de mí. Zenzi se acercó a él:
—¡Levántate! —le ordenó, y él obedeció.
—Ponga fin a mi tormento…, querida condesa…, qué cruel es usted… —le suplicó.
—Bien —dijo ella—, lo haré. ¿Quién quiere que se ponga delante? ¿La princesa o yo?
—Por favor…, la princesa —rogó—, si quiere hacerme el favor…, la princesa…
—Ven —me dijo Zenzi, y me explicó—: Le coges el paquete así… —dijo colocándose delante de mí
y asiéndole los huevos—, y se lo aprietas con fuerza…, pero no los huevos, sino aquí —me indicó el
lugar debajo de los huevos, casi en el perineo—, y con la otra mano le pegas donde puedas, en los
pies, en los muslos…
Seguí sus indicaciones. Él se quedó de pie, las manos cruzadas sobre el pecho, y yo le cogí el
paquete con la mano izquierda y se lo apreté hasta que me dolieron los dedos. La verga se le puso
aún más tiesa y se le balanceó como una caña al viento.
Con la otra mano le golpeé. Zenzi le golpeaba por detrás. A cada golpe él echaba el culo hacia
delante, y la verga le temblaba.
El joven gimoteaba, gritaba y balbucía, y de repente se corrió. Fue tan imprevisto que me mojó
toda la cara de leche.
—Oh, princesa… —exclamó mientras se corría—, oh, querida condesa…
Al ver que se corría, Zenzi le golpeó el culo, pero cuando hubo derramado la última gota, ella dejó
la vara y se sentó en el sofá. Yo me quedé de cuclillas en el suelo, me sequé la cara y esperé a ver
qué venía a continuación.
Seguía creyendo que aquel extraño joven cogería conmigo o con Zenzi. Pero él se quedó inmóvil
un rato, luego se despabiló y se vistió rápidamente y sin mirarnos, con gesto turbado y el rostro
triste y cansado. Cuando terminó de vestirse, se acercó al rincón más alejado de la habitación,
donde había una silla desvencijada. Luego se fue dignamente sin mirarnos siquiera.
Apenas cerró la puerta tras él, Zenzi se levantó de un salto y corrió al rincón. Encima de la silla
había dos monedas de diez guldens. Los cogió, se puso a bailar por la habitación y al final me dio
uno.
—¿Qué? ¿No es estupendo? —dijo, y yo, perpleja, me mostré completamente de acuerdo con ella.
Aquella misma tarde me siguió un hombre vestido con un traje de terciopelo. Parecía italiano,
tenía los ojos negros y, como solían italianos y franceses en aquella época, llevaba una perilla
negra. Estaba en el Graben a las dos del mediodía, de modo que me dirigí al callejón. Le esperé
tras el portal de la casa vacía. Él entró y enseguida me agarró las tetas, pero de un modo que más
bien pareció examinar que jugar.
—¿Qué, qué pasa? —me preguntó.
Es lo que solían decir todos. Y yo le respondí:
—¿Quiere que vaya delante? No está lejos.
—¿Dónde? —preguntó él.
—En la Schönlaterngasse.
—No —dijo—, no quiero ir ahí…
—Bien —dije sonriendo, porque ya me lo esperaba—, quedémonos aquí…
—¿Aquí? —preguntó perplejo.
—Sí —le tranquilicé—, en la escalera…, aquí no vive nadie…, podemos hacerlo ahí…
Pero tampoco quiso.
—Ven a mi casa —me pidió.
—¿Está lejos? —pregunté con desconfianza.
—No…, pero cogeremos un coche…
—¿Qué me dará? —quise saber.
—Tranquila… —me respondió—, te pagaré bien… —Y al ver que yo vacilaba, añadió—: Mejor que
nunca, te pagaré mejor que nadie…
Aquel hombre me imponía respeto y confianza.
—Bien —dije—, pero tendrá que darme el dinero por adelantado…
—Vamos a mi casa… —insistió él—. En casa te daré el dinero en cuanto crucemos el umbral.
Salimos juntos del portal, y él detuvo un coche dos calles más allá. Subimos al coche, y, al arrancar,
me preguntó:
—Seguro que piensas que quiero coger contigo…
Le sonreí coqueta.
—¿Qué, si no?
—Otra cosa… —dijo enigmático.
Volví a sonreír y quise hacerme la inteligente:
—Ah, ya sé… —dije.
—¿Qué? —quiso saber.
—¿Quiere que se la chupe? —pregunté.
—No, no —se rió.
—¿Por detrás? —pregunté de nuevo.
Negó con la cabeza.
Pensé entonces que debía de querer que le pegara con la vara como aquel joven.
—¿Quiere que le pegue? —volví a preguntar.
—Dios mío, veo que conoces tu oficio… —dijo—. Pero no, tampoco es eso…
—Pues no sé… —me di por vencida.
—Quiero fotografiarte —dijo.
—¿Foto…?
—Sí, fotografiarte desnuda, en todas las posturas posibles.
Me eché a reír. Nunca me habían sacado una fotografía, y pensé que luego me daría alguna.
Llegamos a su casa. Vivía en una casa nueva de un barrio periférico escondida en el fondo de un
jardín. Para llegar a la casita donde tenía alquiladas dos habitaciones y un taller, tuvimos que
cruzar un patio y luego el jardín.
Nos recibió una mujer gorda. Era rubia y, embutida en una bata roja, aún parecía más gorda. Tenía
los ojos muy oscuros. Me saludó y dijo:
—Ésta te irá bien…
El fotógrafo dijo:
—Démonos prisa y aprovechemos la luz.
—¿Quieres que vaya a buscar a Albert?
—Claro, sin él no podemos hacer absolutamente nada —dijo él.
Ella hizo gesto de marcharse, pero él la retuvo.
—Espera, ya iré yo. Tú ves preparándola…
Luego se fue por el jardín. La mujer me miró y dijo:
—Tiene miedo de que esté a solas con Albert.
Me hizo entrar en la casa, y nos dirigimos al taller, que con su techo de vidrio y sus altas ventanas
me gustó mucho. Tras empujar a un lado un armario, abrió una puerta disimulada en la pared.
Pasamos a una pequeña habitación iluminada tan sólo por un ventanuco.
—Desnúdese… —me dijo.
Para mi sorpresa, ella también empezó a quitarse la bata.
—Debe quitárselo todo menos las medias y los zapatos —dijo.
Ella se quedó en camisa delante de mí, esperando a que yo terminara de desvestirme. Luego se
acercó a mí y me examinó.
—¿Cuántos años tienes? —dijo, tuteándome de pronto—. ¿Catorce?
—Aún no —respondí.
—¿Ya te ha dicho mi marido qué quiere de ti?
—Sí.
—Muy bien —dijo quitándose la camisa—. Lo demás ya lo irás viendo por ti misma.
—¿También la fotografiará a usted? —pregunté sorprendida.
Ella se echó a reír.
—Claro…, hasta ahora sólo me ha fotografiado a mí, aún no habíamos buscado a ninguna ramera.
Primero, porque es demasiado peligroso, y segundo, porque resulta demasiado caro.
—¿Qué me darán? —quise saber.
—Tranquila —me dijo—, estarás satisfecha.
Su tono amable y bondadoso me gustaron.
—Estoy tranquila —dije con una sonrisa.
—Él no habría ido a buscar a otra —me contó—, pero ha recibido un encargo y necesita a una
jovencita como tú…
—Usted también es joven —dije, creyendo que debía hacerle el cumplido.
—Oh, sí… —se rió—, mira qué tetas tan grandes tengo, y aún firmes, ¿eh?
Se cogió las tetas y las sopesó. Eran grandes y firmes, y tan separadas que parecía que los pezones
quisieran mirar por debajo de los brazos a ver quién se acercaba.
—Son lindas —le dije.
—Cógemelas… —me invitó.
Le así las tetas, que eran realmente firmes y elásticas.
—Pero tengo un poco de barriga —dijo.
—Oh, no —la tranquilicé.
—Y los muslos… —Se los palmeó riéndose—. Albert se pone cachondo en cuanto me los ve.
—No lo dudo…
—Pero mi marido se enfada —dijo—. ¿Y qué pasaría si no se le empinara? ¡No podría sacarnos
fotografías!
En aquel momento empecé a sospechar de qué iba todo aquello. Poco después volvió el fotógrafo
y nos llamó. Entramos en el taller, donde encontramos a un joven de unos dieciocho años. Debía
de trabajar de recadero o de mozo de cuadra, ya que tenía la cara curtida por el sol, las orejas
pequeñas y una gran nariz. Era delgado, pero musculoso, y no iba mal vestido. Me gustó bastante.
El señor Capuzzi, que así se llamaba el fotógrafo, ordenó al chico, Albert, que se desvistiera.
—Date prisa —le dijo mientras me examinaba. Y se dirigió a su mujer—: No está mal, ¿eh?
—Sí —le respondió ella gravemente—, es exactamente lo que necesitas.
—Tiene las tetitas muy puntiagudas —dijo él.
—Aún no le han crecido del todo —comentó la mujer.
—Y apenas tiene caderas —constató Capuzzi.
—Y muy pocos pelos —dijo la mujer señalándome el coño.
Se mostraron satisfechos conmigo, y Capuzzi me prometió que yo también quedaría satisfecha.
Luego dispuso sus aparatos fotográficos, escondió la cabeza debajo del paño negro y yo le observé
emocionada.
Entre tanto, Albert salió desnudo del pequeño cuarto. Me sonrió, ya que le miré fijamente la
bayoneta enhiesta. La señora Capuzzi soltó una carcajada y exclamó:
—Ya se le ha empinado…
Capuzzi rezongó:
—Silencio…
Albert estaba muy bien dotado. Observé con admiración su pecho curvo, el vientre liso, los
musculosos brazos y muslos, y sobre todo la verga que se alzaba entre los pelos del bajo vientre.
Capuzzi dijo:
—Empecemos.
Sacó un pequeño banco sin respaldo, cubierto con un paño, y dijo:
—Primero tú, Melanie. Y tú, ¿cómo te llamas? —me preguntó.
—Pepi —le dije.
—Bien, Pepi…, Albert se sentará en el medio… —Albert hizo lo propio—. Bien, ahora Melanie a su
derecha y Pepi a su izquierda…
Nos sentamos rápidamente.
—Bien, y ahora cogedle la verga.
Se la cogimos.
—Albert —exclamó Capuzzi—, tú también debes hacer algo… Abrázalas…, quietos…, un
momento…
Desapareció debajo del paño negro.
—Bien… —gritó desde allí—, no os mováis. Melanie, mira a Albert…, y tú también, Pepi…, y tú,
Albert, mira hacia arriba, pon los ojos en blanco…
Obedecimos sus órdenes. Sólo la punta de la verga asomaba entre nuestras manos.
—Uno…, dos…, tres…, cuatro…, cinco…, seis… —contó Capuzzi—. Listos —dijo, y nosotros nos
levantamos.
—Otra postura —nos mandó.
Albert se tumbó en el banco con las piernas colgando.
—Melanie, ponte encima… Inclínate sobre él —exclamó Capuzzi.
—Ya lo hemos hecho otras veces —dijo la mujer.
—Así no, ya verás —repuso él.
Ella se inclinó, apoyó los brazos en el banco y las tetas le quedaron colgando encima de la cara de
Albert.
—Albert, cógele las tetas —dijo Capuzzi.
Albert le asió la pechuga y empezó a juguetear con los pezones.
—Ya me está excitando… —exclamó la señora Capuzzi.
—¡Albert! —gritó el fotógrafo—, las manos quietas, o ya te enseñaré yo…
Albert se quedó quieto, pero entonces fue Melanie la que empezó a menearse restregándole las
tetas por la cara.
—Mire —dijo Albert—, ahora es ella la que juega…
—¡Melanie! —exclamó el fotógrafo en tono de reproche.
—Vaya, es que ya me ha excitado… —dijo ella.
—Pepi —me dijo él—, cógele la verga y métesela a Melanie, pero no la sueltes.
Le así la verga a Albert y con la otra mano busqué el agujero de Melanie. Pero ella la cogió con la
mano y se la hundió en el coño por sí sola.
—Ah… —jadeó—, ah…, ya empieza el tormento…
—No tan adentro, Melanie —le dijo su marido—, si no, no se verá la mano de Peperl…
—¿Así? —preguntó ella, levantando el culo de modo que sólo le entrara el prepucio.
—Así está bien —asintió él.
—No —exclamó ella—, así se resbala —añadió hundiéndosela de nuevo hasta el fondo.
—¡Así no! —gritó su marido—. ¡No tan adentro, diablos!
Ella se la sacó un poco y dijo:
—Por mí… Pero creo que así también quedaría bonito… —dijo hundiéndosela de nuevo.
El fotógrafo se acercó de un salto y le dio un manotazo en el culo.
—Estás follando, puta… —le gritó—, pero a mí no me engañas…
—¡Por poco que me la meta, ya me está follando! —respondió ella enojada.
—No —le espetó él—, te lo he explicado un montón de veces…, sólo son posturas…, y eso está
permitido…, pero nunca permitiré que mi mujer folle con otro hombre.
En aquel momento esa estúpida diferenciación me convenció a mí y a todos los presentes, pero
hoy me da risa ese curioso marido.
Yo seguí asiéndole la verga a Albert y notando sus latidos. Lentamente subí la mano hasta rozarle
la almeja a Melanie, y noté entonces que ella contraía el coño a cada momento, cosa que debía de
estar poniendo a Albert la mar de cachondo.
—¿Falta mucho? —preguntó Melanie.
—No…, mirad a la cámara…, sonreíd… Tú también, Pepi…, así. Uno…, dos…, tres…, cuatro…,
cinco…, ¡listos!
Melanie bajó del banco.
—Gracias a Dios —exclamó—, esto no hay quien lo aguante.
Albert se quedó tumbado, inmóvil.
—Ahora al revés, Pepi encima —ordenó el fotógrafo.
Ocupé el sitio de Melanie.
—Melanie, métesela tú ahora a Pepi.
—¿Le agarro las tetas? —preguntó Albert.
—Sí, claro, ¿por qué me lo preguntas? —le respondió el fotógrafo.
Albert me asió las tetas. Nos sonreímos, y él empezó a sobármelas.
Al señor Capuzzi no pareció importarle en absoluto.
Entonces su mujer me ensartó la verga.
Albert y yo nos sonreímos con una mirada de complicidad. Él empezó a empujar y yo a menearme,
hasta que Melanie tuvo que retirar la mano. Pero ella, envidiosa, exclamó al cabo de un momento:
—Ahora no dices nada, ¿eh? A ellos les permites hacer lo que les da la gana…
—Quietos, chicos —dijo Capuzzi, empezando a contar—: Uno, dos, tres, cuatro…
Nos estuvimos quietos. Melanie volvió a agarrar la verga como si nos ayudara.
—Listos —dijo Capuzzi.
Entonces empezamos a coger de nuevo. Pero Melanie se enfadó:
—Albert —le gritó—, ya basta, no hay derecho…
—¡Basta! —me espetó Capuzzi. Y, como no obedecimos, me obligó a bajar del banco—. Os lo
prohíbo —nos dijo—. Luego podréis hacer lo que queráis.
Empezó a organizar una nueva postura, según se expresó él mismo. Albert se quedó tumbado en
el banco. Melanie se arrodilló delante de él y se metió la verga en la boca.
—Sólo la punta —dijo Capuzzi.
Yo me coloqué sobre la cabeza de Albert y él acercó sus labios a mi almeja. Él empezó a darme
golpecitos en el clítoris con la lengua, demostrándome que era todo un artista, y yo empecé a
menearme de placer. Pero se detuvo al cabo de un momento.
Melanie me hacía la competencia. En sus mejillas y en el temblor de la verga vi que se la estaba
chupando con disimulo. Ella jadeaba mirando de reojo a su marido. Cuando éste desapareció
debajo del paño, ella aprovechó la ocasión para hundirse el rabo hasta la garganta.
Al cabo de un momento el fotógrafo empezó a contar:
—Uno…, dos… —etcétera, y luego—: Listos.
Albert se despidió de mí con un buen lametazo.
—Al revés —ordenó Capuzzi.
Y entonces fui yo la que me metí en la boca la verga de Albert, tratándosela de modo que
comprendiera que yo sabía utilizar la lengua tan bien como él.
Melanie se colocó sobre su boca. Y por los movimientos de Albert vi que no se estaba limitando a
seguir la postura indicada. Melanie se esforzaba en permanecer quieta. Sin embargo, vi que le
temblaban las piernas. Luego puso los ojos en blanco y se acercó más a Albert.
—Melanie —le dijo su marido—, agárrate las tetas…, haz como si quisieras besarte los pezones.
Ella se levantó las tetas con las manos, bajó la cabeza y aprovechó la ocasión para menearse un
poco. En éstas el clítoris debió de resbalarle de la boca de Albert, ya que se oyó un chasqueo.
Capuzzi lo oyó, se acercó de un salto y dijo furioso:
—Creo que le estás chupando el coño de verdad, Albert.
—Oh, no —respondió Albert.
—No te lo aconsejo —dijo Capuzzi, inclinándose para ver qué hacía Albert en realidad.
—¡Pero si no hace nada! —exclamó Melanie de mal talante.
Capuzzi observó el rostro.
—Pues estás la mar de excitada… —dijo amenazante.
—Claro —respondió ella—, siempre me excito…, una no es de piedra. Date prisa, a ver si
terminamos de una vez.
Mientras Capuzzi volvía al aparato y desaparecía bajo el paño negro, Melanie se meneó un poco, y
Albert le dio un par de lametazos en el clítoris.
Pero Capuzzi terminó antes que ellos.
—Uno, dos —dijo, y al exclamar «¡Listos!» tuvieron que separarse.
—¿Y ahora qué? —preguntó Melanie, jadeando y temblándole las tetas.
—Túmbate tú en el banco —le dijo su marido. Ella obedeció al instante—. Bien, ahora Peperl se
colocará encima de tu boca y Albert se te echará encima.
—No —protestó ella—, no quiero chuparle el coño.
—No tienes por qué hacerlo —respondió él—, limítate a adoptar la postura.
—¡Oh, vaya! No me gusta tener un coño cerca de la boca… —rezongó ella.
—Bueno, pues que se tumbe Pepi, y tú te colocas encima —le propuso.
Pero ella no quiso perder la ocasión de agarrarle la verga a Albert.
—Mira, Peperl puede sobarme las tetas, parecerá más inocente —dijo Melanie, y el fotógrafo se
mostró de acuerdo.
Me arrodillé en el suelo junto a ella, le agarré las tetas con las dos manos y acerqué los labios a los
pezones. Hice lo que pude para complacerla. Excitada por mis besos, empezó a temblar, a levantar
el culo y a hundirse la verga de Albert hasta el estómago.
Capuzzi se acercó de nuevo y le dio una bofetada.
—¿No puedes dejar de coger? ¡Puta! —le gritó.
—¡Pero si no hago nada!… —exclamó ella.
—¿Ah, no? —se quejó él—, siempre haces lo mismo…
—Maldita sea —rezongó ella—, Pepi me está chupando las tetas, por eso me he meneado…
—Basta de chupar, Pepi —me ordenó, y dirigiéndose a su mujer, siguió maldiciendo—: Eso son
excusas…, siempre intentas cogerte a Albert…, a mí no me engañas…
—Déjame en paz —le espetó ella—, no es de extrañar que una se mueva si le meten una verga tan
gruesa…
—Vale, vale —dijo él—, espera un poco…, luego ya te cogeré yo.
El fotógrafo desapareció bajo el paño negro. Uno, dos, y terminó.
—Bien —dijo entonces—, voy al cuarto oscuro, pero te prometo que si te pillo follando…, te mato.
Capuzzi se fue al cuarto de al lado.
—¡Jesús! —suspiró Melanie—, qué martirio…
Albert dijo sonriendo:
—También a mí me gustaría correrme de una vez.
—Querido Albert —susurró ella—, ¿no quieres cogerme?
—Oh, claro que sí —respondió él—, ya me gustaría, pero no es posible…
—Oh, Dios mío —se quejó ella, dirigiéndose a mí—, no tienen ni idea de lo mucho que me gusta
este chico, y cómo desearía coger con él…
—¿Y por qué no lo hace? —pregunté sorprendida.
—No es posible… —se lamentó.
—Hágalo ahora, deprisa —le propuse.
—Oh, Dios —dijo sacudiendo la cabeza—, mi marido lo vería enseguida.
—¿Cómo?
Ella señaló la puerta por la que Capuzzi había desaparecido.
—Lo ve todo a través del vidrio amarillo…
Descubrí entonces el cristal de la puerta.
—Así estamos —dijo suspirando—, hace dos meses que trabajamos, ¿verdad, Albert? Hace dos
meses que siento su verga…, en la mano, en la boca, entre las tetas, en el coño y en el culo, por
todas partes, pero sólo la punta…, sólo empezamos…, es para volverse loco.
Albert se mostró de acuerdo:
—Eso no es justo… Si no quiere que toque a su mujer, que no me la eche encima…
—Claro —asentí—, eso es una bajeza…
—¿Verdad que sí? —dijo él—. Nos hace desnudar, me deja que le agarre las tetas… Me conozco su
coño como si me lo hubiera follado sesenta veces, pero jamás me lo ha dejado hacer, es increíble…
—¿Y cómo consigues correrte? —le pregunté.
Él enrojeció y permaneció en silencio.
—¿Te la cascas tú mismo?
—Oh, no —dijo turbado.
—¿Cómo entonces? —quise saber.
—A la italiana —dijo Melanie riéndose.
—¿Cómo es? —pregunté con curiosidad.
—Ya lo verás —dijo ella—, quizá mi marido vuelva a fotografiarle en esa postura.
Capuzzi volvió.
—Una de las posturas se ha velado —dijo—. Habrá que repetirla.
—¿Cuál?
—La última…, y tú tienes la culpa —dijo a su mujer—, porque te has movido.
Ella volvió a tumbarse en el banco. Albert le metió en el coño la punta de la verga. Yo volví a
agarrarle las tetas a Melanie. Cuando su marido gritó «Listos», él empezó a empujar sin
contemplaciones. Fueron tan sólo tres o cuatro empujones, pero tan violentos que Melanie gritó:
—¡Jesús, María y José!
Capuzzi apartó a Albert de un manotazo, y estuvo a punto de hacerle caer. Albert se echó a reír
pícaramente.
—Me la follo igualmente —dijo.
—Jamás —gritó Capuzzi furioso.
Pero Melanie exclamó:
—Házmelo tú, al menos. Ya no aguanto más.
—Tenemos trabajo…, luego —respondió Capuzzi.
Melanie se sobó la raja con los dedos.
—O vienes tú, o llamo a Albert.
—Largaos de aquí —nos espetó Capuzzi a Albert y a mí.
No tuvo que repetírnoslo dos veces, y nos fuimos al cuarto pequeño. Allí nos tumbamos en el
suelo.
—Ah… —dijo Albert—, menos mal que estás aquí… qué suerte…, al menos podré echar un polvo
como Dios manda…, ah, ven aquí, tienes un buen coño…, no te muevas…, espera, espera… Las
tetas…, así…, te besaré los pezones…, fuerte…, sí…
—Hace rato que lo esperaba —exclamé yo—, me he puesto tan cachonda…, más fuerte…, ah…,
menuda verga que tienes…, tan larga…, y tan cálida…, qué gusto…, ah…, ¿otra vez?…, ya me he
corrido dos veces…
Cuando terminamos, oímos coger a Capuzzi y a su mujer.
—No…, no… —susurró ella—, no te corras aún…, aún no…, no tengo bastante…, aún más…, dame
más…
—¿Qué?… ¿Prefieres a Albert…, no? —rezongó él.
—Me cago en él —gruñó ella—, te prefiero a ti…, fóllame…, dame la boca, la lengua, ah, ah…
Luego el señor Capuzzi volvió a preguntar:
—¿Puedo correrme ahora? Me has puesto tan…, ah…, las tetas…, ¿puedo?
—Sí…, córrete…, ahora…, así…, y ahora que Albert se menee tanto como quiera…, no volveré a
excitarme…, ah…, ah…, qué gusto… —dijo ella.
—¿Por qué te excita Albert? —preguntó Capuzzi celoso.
Habían terminado, pero siguieron hablando.
—No me excita —le respondió su mujer—, cuando me mete la verga en el coño o en la boca, o me
lo chupa, no hago más que pensar en ti… Albert me importa un comino…
—Tonterías —se rió Albert—, le está mintiendo…, tú misma has oído lo cachonda que se pone
conmigo…, ella misma nos lo ha dicho…
—Sí —asentí yo—. ¿Pero por qué no te la follas de una vez? Seguro que es posible…
—Es imposible —dijo Albert.
—¿Por qué?
—Porque su marido no le quita el ojo de encima.
—¿Y cuando no está en casa? —pregunté.
—Oh, no. —Albert sacudió la cabeza—. Es astuto, nunca sabemos dónde está, puede aparecer en
cualquier momento.
—Vaya, ¿y qué? —me reí.
Albert se puso serio.
—No es tan fácil. Me mataría, y a ella también… Y puede hacerlo, el muy desgraciado, es más
fuerte que yo…
—Anda, qué dices —le dije dudando de sus palabras.
—Espera a verle desnudo —dijo Albert.
—¿Desnudo?
—A veces hace que su mujer le fotografíe —me explicó.
—¿Ah, sí? Pues ahora quiero hacerlo con él —dije.
—¿Sabes cuántas veces al día se folla a su mujer? —dijo Albert.
—¿Cuántas?
—Pues unas siete u ocho veces.
—Pues ella ya debería tener bastante —repuse.
—Claro —dijo Albert—, pero él la aburre…
En ese momento nos llamaron.
—Otra postura —dijo Capuzzi. Iba en camisa y calzoncillos y tenía el rostro encendido. El pecho de
Melanie estaba manchado de rojo, y tenías las orejas rojas, pero reía satisfecha con los ojos
relucientes.
—Oh, vaya —dijo—, ellos también lo han hecho.
Entonces le asió a Albert la fláccida verga y se la mostró a su marido.
Luego se acercó a mí y me susurró:
—¿Te ha gustado?
—Mucho —respondí para darle envidia—. Lo hace muy bien.
—¿Y qué hacemos ahora? —dijo Capuzzi—. A Albert ya no se le levanta.
—Hazlo tú —le aconsejó Melanie—, yo haré las fotos.
Capuzzi se desnudó, y le observé el ancho pecho cubierto de pelo, los brazos enormes y la colosal
verga que oscilaba oscura bajo el vientre.
Se acercó a mí, pero Melanie exclamó:
—Ni hablar, eso no…, móntatelo con Albert, pero deja a la chica en paz…
—La postura con Albert ya la tenemos —dijo él—, eso sería malograr una placa.
—Pues no quiero que toques a esa chica —exclamó ella.
—Es ridículo —dijo Capuzzi—, yo te dejo posar con Albert, así que tú me dejarás hacer lo mismo
con Pepi.
—No —dijo Melanie tozudamente—, te pondrás cachondo.
—Claro que no —se defendió él—, y si no es así, te cogeré de nuevo…
Aquello la convenció.
—Pero sólo posar, ¿eh? —le ordenó.
Me tumbé en el banco y tuve que separar mucho las piernas a fin de que él pudiera caber entre
ellas.
—Ah, no —dijo Capuzzi—, hagámoslo así. —Me levantó las piernas hasta apoyarlas en sus
hombros—. Ahora —dijo a su mujer al tiempo que me hundía la verga en el coño.
—¡No tan adentro! —gritó Melanie—. ¡No tan adentro!
Aquello no venía a cuento, ya que el trozo que me había ensartado ya casi me llenaba por
completo. Además, al penetrarme Capuzzi no la tenía del todo empinada. Dentro de mí fue donde
empezó a endurecerse, lo cual noté con placer al compensarme de la inmovilidad que nos imponía
el hecho de poder solamente posar.
—Listos —dijo Melanie.
Capuzzi me soltó e ideó otra postura. Se sentó en una silla y me hizo sentar en sus rodillas de cara
a la cámara y apoyándome en su pecho. Luego me pasó las manos por debajo de las axilas, me
estrujó las tetas y me ensartó la verga. Quise menearme un poco, pero él me susurró:
—Ahora no…
—Listos —dijo la mujer.
Capuzzi quiso luego otra postura, pero para ello necesitábamos a Albert, y como no hubo modo de
que se le empinara la verga, tuvimos que dejarlo para otro día. El fotógrafo me citó para al cabo de
dos días, me dio cinco guldens y me despidió.
Volví al centro de la ciudad. Encontré a Zenzi en el Graben y nos fuimos a la Schönlaterngasse. Allí
le enseñé el dinero que había ganado y le conté lo del fotógrafo. Ella no había encontrado ningún
cliente. Mi descripción de las diferentes posturas la excitó visiblemente.
—¡Cielo santo! —exclamó Zenzi echándose en el sofá—. ¡Cielo santo! Lo que me has contado me
ha puesto cachonda…, ahora echaría un buen polvo…
Me mostré de acuerdo en ese punto. Me senté a su lado en el sofá. A Zenzi le brillaban los ojos y le
temblaba el pecho. Me pareció distinta, no tan apática ni dócil como era en casa. Me tumbé sobre
ella y estuvimos un rato magreándonos las tetas mutuamente. Quise excitarle el coño con mi
mano cuando ella, exclamando «¡Ah…!, no puedo más», se levantó y se fue a la cocina.
—Dígame, señora Bock, ¿está Karl? —preguntó a la vieja.
—Sí, Karl está aquí…, pero ¿qué quiere?
—Llámelo y dígale que venga —dijo Zenzi.
—¿Qué quiere? —insistió la vieja.
—Basta de preguntas —dijo Zenzi en un tono de mando que yo nunca le había oído—. Basta de
preguntas, y llámelo de una vez.
La vieja desapareció.
—¿Quién es Karl? —pregunté.
—El nieto de la vieja —me explicó Zenzi sacándose algo del vestido y echándose de nuevo en el
sofá.
—¿Qué quieres de él?
—Que me folle… —dijo con ardor.
La puerta se abrió y entró un joven de unos dieciséis o diecisiete años. Era muy guapo, de rasgos
delicados, pero acentuados por la delgadez, de modo que su aspecto era algo decaído. Fumaba un
cigarrillo. Al vernos, sonrió con picardía.
—Hola, Karl —dijo Zenzi—, ahí tienes un gulden…, házmelo.
Karl se acercó al sofá, cogió el gulden, lo miró por ambas caras, se lo metió en el bolsillo y luego
empezó a magrearle las tetas a Zenzi sin mucho interés, al tiempo que me repasaba con los ojos.
—Date prisa… —exclamó Zenzi.
El muchacho se desabrochó los pantalones, y Zenzi me dio un codazo:
—¡Mira qué verga tiene! ¡Es un fenómeno!…
Karl me sonrió, y yo me incorporé para vérsela bien. Dios es testigo de que nunca había visto nada
igual. La verga le llegaba hasta el ombligo, más arriba aún, y su grosor era temible. El glande
mismo era tan grande como una verga entera.
—¿Qué —dijo Zenzi—, a que vale un gulden?
Karl tiró el cigarrillo y se echó sobre Zenzi.
—En el nombre de Dios… —dijo entonces.
Zenzi se meneaba debajo del chico, y pidió:
—Anda, ven…, ven de una vez…
—Métetela tú misma —rezongó él groseramente.
Zenzi se la cogió con la mano y empezó enseguida a dar grititos de placer:
—¡Ah! ¡Ah, jódeme! No tan fuerte… ¡Ah, me corro! ¡Ah, querido Karl, me gustas!… ¡Ah!… Quiero
quedarme contigo…
—Vete a la mierda —exclamó él metiéndole y sacándole la verga velozmente.
Zenzi se encabritó debajo de él:
—¿Por qué me follas entonces? —jadeó.
Él siguió empujando y respondió:
—Porque me das un gulden…, si mi abuela me diera un gulden, también me la cogería…
Zenzi se meneaba que daba gusto, y Karl se la clavaba como si se hubiera enojado. Aquello me
excitó tanto que empecé a darle vueltas a la idea de pagarle yo también un gulden.
Pero Karl resolvió el dilema marchándose en cuanto terminó su tarea.
—Quédate… —le pidió Zenzi.
—Déjame en paz —respondió él.
—¿Por qué no quieres quedarte un ratito conmigo?
—Me aburres… —respondió Karl—. Adiós. —Y desapareció.
Zenzi cogió un vaso de la mesa y se lo lanzó.
—Desgraciado…, maldito… —gritó. El vaso se hizo añicos contra la puerta. Zenzi se echó a llorar.
Nunca la había visto de aquel modo.
ZENZI : Es el único, el único que me gusta…, el muy desgraciado. ( Sollozó ): Y no suelo pedirle que
me folle.
YO : ( sorprendida ): ¿Y Rudolf?
ZENZI : Bah, Rudolf… ( encogiéndose de hombros ).
YO : Pero Rudolf sí te gusta…, siempre haces lo que él quiere.
ZENZI : Lo de Rudolf es distinto, podría ser mi padre… No estoy enamorada de él…
YO : Sí, pero siempre le dices que sólo te corres con él, que nadie lo hace mejor que él…
ZENZI : Lo que una llega a decir cuando tiene una verga dentro… Yo también he oído lo que le
dices a tu padre cuando te la mete…
YO : Sí, tienes razón.
ZENZI : Además, hace ocho años que estoy con Rudolf…
YO : ¿Qué? Pero si sólo tienes quince años…
ZENZI : Sí…, eso es. Mi madre era la querida de Rudolf… Cuando ella murió de tisis, me quedé sola,
y Rudolf me llevó con él…
YO : ¿Cómo querida?
ZENZI : No…, al principio dormía en el suelo en su habitación, y ya me daba por satisfecha… El
orfanato me daba miedo.
YO : ¿Por qué?
ZENZI : ¡Qué se yo! En el hospital, mi madre no hacía más que llorar y decir: «Cuando me muera, la
pobre niña tendrá que ir al orfanato…».
YO : ¿Dónde estuviste mientras tu madre estuvo en el hospital?
ZENZI : En casa de Rudolf. Vivían juntos…
YO : ¿Y tu padre?
ZENZI : No me acuerdo de él… murió cuando yo tenía dos años.
YO : ¿Y qué pasó luego?
(Seguíamos sentadas en el sofá, desnudas y acariciándonos las tetas. Zenzi se había tranquilizado
un poco, y sin duda le hacía bien confiarme sus penas).
ZENZI : Rudolf prometió a mi madre que se haría cargo de mí… para siempre. Mi madre murió más
tranquila.
YO : Ya lo creo.
ZENZI : Pasé un par de meses durmiendo en el suelo. Rudolf dormía en la cama.
YO : Y luego empezó todo, ¿no?
ZENZI : Al cabo de un tiempo. Primero me dijo que dejara de dormir en el suelo…, que durmiese en
la cama.
YO : ¿Y no te tocaba?
ZENZI : Sí, claro. Cuando me metí en su cama por primera vez, me levantó el camisón, me metió
los dedos en la raja y me acarició todo el cuerpo.
YO : ¿Y qué pensaste?
ZENZI : Nada.
YO : ¿Te gustaba?
ZENZI : Síííí. ¿Sabes?, me acariciaba tan suavemente… Me gustaba…
YO : Pero no entendías de qué iba, ¿verdad?
ZENZI : ¿Por qué no? Sabía muy bien de qué iba, porque a menudo, por la noche, había oído coger
a mi madre y a Rudolf.
YO : ¿Y qué más te hizo?
ZENZI : Las primeras noches, nada. Sólo me acarició.
YO : Pero no se corría, ¿no?
ZENZI : Luego un día me puso la verga en la mano.
YO : ¿Y tú?…
ZENZI : Rudolf me dijo: «Zenzi, ahora serás mi querida. No se lo digas a nadie, y ya verás qué bien
lo pasas».
YO : ¿Te pareció bien?
ZENZI : Sí. Me pareció muy bien, y me sentí orgullosa de tener un amante así. Además, ya había
pasado bastante hambre.
YO : Comprendo que te pareciera bien.
ZENZI : Y, además, desde que mi madre había muerto me daba miedo dormir sola, y en la cama de
Rudolf ya no tuve miedo. Sea como fuere, habría hecho lo que él quería…
YO : ¿Aunque te hubiera resultado desagradable? ¿Por qué?
ZENZI : Claro que sí. Pensé que, si no le obedecía, me pondría de patitas en la calle.
YO : ¿Te amenazó al respecto?
ZENZI : Oh, sí. Siempre me decía que si me iba de la lengua me dejaría en la calle, que la policía me
detendría, me llevaría al orfanato y que allí los niños no hacen más que rezar todo el día, les
obligan a arrodillarse encima de guisantes y les pegan a menudo.
YO : Está claro que es mucho mejor tener una cama caliente y una verga entre las manos.
ZENZI : O en el vientre… ¡Ja, ja, ja!…
YO : Pero no debió de metértela enseguida…
ZENZI : No…, enseguida no. Primero me la puso en la mano. «¿Ves?», me dijo, «esto de aquí el
hombre lo mete dentro de la mujer». «¿Dentro?», pregunté yo. «Sí, ahí dentro», dijo él señalando
mi agujero.
YO : Tuviste un buen maestro.
ZENZI : Sí. Rudolf fue un buen maestro. «Esto son los huevos», me explicó, y me los puso en la
mano. «Por aquí se saca la leche, que entra en la barriga de la mujer, que luego tiene un niño».
YO : Al principio yo no lo tenía tan claro. No me enteré hasta mucho después.
ZENZI : Rudolf me lo explicó todo.
YO : ¿Y no hicisteis nada más?
ZENZI : Sí…, todo.
YO : ¿Todo?
ZENZI : Cuando me explicó lo que era coger, se echó encima de mí y me lo hizo.
YO : No puede ser.
ZENZI : ¡Claro que sí! Al principio no hizo más que restregármela. Me explicó que la verga aún no
cabía dentro, que eso vendría más tarde, cuando yo fuera mayor. Pero quiso enseñarme cómo se
hacía.
YO : Claro…, y echarse un polvo de paso.
ZENZI : Oh, no…, no se corrió, sólo se corría cuando me lo hacía por detrás.
YO : Por el culo, ya sé.
ZENZI : ¿Por el culo? No se puede…
YO : ¿Que no se puede? Hace tres años el señor Horak me dio por el culo porque por delante aún
no me cabía la verga.
ZENZI : No lo había oído nunca, y tampoco lo he hecho nunca. ¿Está bien?
YO : Oh, muy bien, te corres enseguida.
ZENZI : ¿Pero no duele mucho?
YO : Primero sí, pero cuando la verga está bien mojada, ya no.
ZENZI : Lástima…, tendré que probarlo alguna vez.
YO Ya no te hace falta, te cabe por delante…
ZENZI : En aquella época Rudolf sólo me la restregaba por el culo.
YO : Ya sé. Te hacía juntar las piernas y te la restregaba entre las nalgas, ¿verdad?
ZENZI : Sí, eso mismo.
YO : ¿Y se corría?
ZENZI : Sí…, y también cuando se la chupaba.
YO : ¿Qué? ¿También le hacías eso?
ZENZI : Sí. Primero me costaba mucho, e incluso vomité un par de veces. Pero luego funcionó.
YO : ¿Y te tragabas la leche?
ZENZI : A veces…, pero un poco siempre tragas.
YO : ¿Y él… también te…?
ZENZI : Claro. Se pasaba horas enteras chupándome el coño y lamiéndome el clítoris. Y me decía:
«Te lo hago para que tú también tengas tu parte».
YO : ¿Y te corrías?
ZENZI : ¡Por favor, claro que sí, con lo bueno que es!
YO : Sí…, ya lo sé…, es muy agradable… ¡Ya me gustaría que alguien nos lo hiciera ahora mismo!
ZENZI : A mí también me gustaría…
(La almeja hacía rato que nos ardía. No pudimos resistirlo por más tiempo, nos tiramos una junto a
otra y nos excitamos tocándonos el coño mutuamente hasta que alcanzamos el orgasmo las dos.
Luego, ya tranquilas, nos sentamos y yo le pedí a Zenzi que siguiera hablando).
ZENZI : Mírame las tetas, qué grandes las tengo… Rudolf dice que me han crecido tan pronto de
tanto chupar y coger. Empezaron a crecerme a los nueve años, y a esa edad ya tenía pelos en el
coño…
YO : ¿Y sólo follabas con Rudolf?
ZENZI : Oh, no… Rudolf me decía que si alguien me agarraba o me atraía a algún lugar, lo único que
debía hacer era procurar que no me pasara nada y que no me viera nadie.
YO : ¿Qué? ¿Entonces ya te lo permitía?
ZENZI : Claro que sí. Decía que sólo debía quererle a él, pero que podía coger con otros hombres.
Excepto con niños. Si me pillaba con un niño, decía, me molería a palos.
YO : ¡Qué curioso! ¿Por qué niños no?
ZENZI : Por el dinero…
YO : No lo entiendo.
ZENZI : Rudolf me decía: «Puedes coger con otros, pero debes obtener algo a cambio. Si alguien te
soba el coño, que pague. Lo único que no se paga en este mundo es la muerte».
YO : ¡Vaya! Si yo hubiera sido más lista, habría podido ganar mucho dinero…
ZENZI : Ya ves, por eso prefiero estar con Rudolf. Es inteligente, y puedes preguntarle cualquier
cosa.
YO : ¿Por qué permitió entonces que mi padre te cogera?
ZENZI : Muy sencillo. Hace tiempo que no pagamos alquiler.
YO : Vaya, eso no está bien…, y a mí me folla gratis…
ZENZI : Pero a cambio no te denuncia por hacerlo con tu padre.
YO : Es una bajeza. No permitiré que vuelva a montarme.
ZENZI : Haz lo que quieras, a mí me da igual.
YO : Dejémoslo correr. Sigue contándome cosas. ¿Ganabas dinero entonces?
ZENZI : Sí. Primero fue el vendedor de la esquina. Siempre me repasaba con los ojos, y cuando yo
iba a comprar me asía por el mentón. Se lo conté a Rudolf.
YO : ¿Y qué paso?
ZENZI : Rudolf dijo que debía hacer lo que el vendedor me pidiera, pero a cambio de dinero.
YO : ¿Y qué te dio?
ZENZI : La primera vez sólo unos pfennigs.
YO : ¿Y cómo fue?
ZENZI : ¿Qué quieres decir?
YO : ¿Qué te hizo?
ZENZI : Pasé por delante de la tienda y le encontré fuera…
YO : ¿Y qué más?
ZENZI : Le sonreí…
YO : ¿Y él?
ZENZI : Me llamó…
YO : Sigue, sigue.
ZENZI : Me llevó al almacén…
YO : ¿Y qué te dijo?
ZENZI : Me dijo que quería regalarme unos higos secos, o ciruelas…
YO : ¿Y qué?
ZENZI : Cuando entramos en el almacén, me dijo que yo tenía un higo que le gustaría probar…
YO : ¿Se refería al coño?
ZENZI : Sí.
YO : ¿Y qué le respondiste?
ZENZI : Nada.
YO : ¡Cuéntame, no me obligues a preguntarte todo el rato!
ZENZI : Te lo estoy contando… Me dijo que le enseñara el higo que tenía entre las piernas.
YO : Qué bien, era muy delicado.
ZENZI : Me dijo que si lo hacía me regalaría todos los higos que quisiera.
YO : ¿Y lo hiciste?
ZENZI : No.
YO : ¿Y por qué no?
ZENZI : Pensé en Rudolf, y le respondí: «No quiero higos, quiero otra cosa». «¿Qué?», me
preguntó. «Dinero», le dije.
YO : ¿Te dio algo?
ZENZI : Primero me levantó la falda y me toqueteó un poco, luego se sacó la verga de los
pantalones, me la metió entre las piernas y me la restregó por el vientre hasta correrse.
YO : ¿Y luego?
ZENZI : Luego me dio treinta kreutzers y me dijo que no se lo contara a nadie.
YO : ¿Le obedeciste?
ZENZI : No, se lo conté a Rudolf y le di el dinero.
YO : ¿Estuviste a menudo con ese hombre?
ZENZI : Sí, a menudo. Me llevaba de la tienda todo lo que me pedía Rudolf sin pagar nada.
YO : Pero te ibas con él al almacén…
ZENZI : Sí.
YO : ¿Y con quién más follaste?
ZENZI : Con el maestro de la escuela.
YO : ¿El maestro?
ZENZI : Sí…, cuando hacía cuarto.
YO : ¿Y él también pagaba?
ZENZI : Espera. En nuestra clase había una niña de grandes tetas, y el maestro siempre se las
agarraba, aunque ella montaba un escándalo.
YO : La muy tonta.
ZENZI : Sí, era una tonta.
YO : Cuéntame, es divertido… A mí me folló el profesor de religión…
ZENZI : Lo sé.
YO : Cuéntame…
ZENZI : Cuando hacíamos gimnasia y el maestro nos ayudaba a subir a las anillas, a las demás nos
cogía del brazo o de los hombros, pero a ella siempre le agarraba las tetas o el culo… y ella se
ponía roja como la grana.
YO : Ya me lo imagino…
ZENZI : Yo siempre me ponía detrás del maestro y me reía.
YO : ¿Y él?
ZENZI : También se ruborizaba.
YO : ¿Qué más? ¡Es tan emocionante!…
ZENZI : En una ocasión, la niña no alcanzaba la barra. El maestro la agarró por delante y por detrás
y acabó por decirle que se quedara a practicar después de clase.
YO : Ajá, ya me imagino qué viene ahora…
ZENZI : Sí, yo también me lo imaginé y me quedé.
YO : ¿En el gimnasio?
ZENZI : No, no, esperé delante de la escuela hasta que la niña se fue…
YO : ¿Esperaste mucho rato?
ZENZI : Una media hora. La acompañé y le pregunté qué había pasado.
YO : ¿Te lo contó todo?
ZENZI : Primero no. Lo confesó todo cuando le dije: «Oye, ¿por qué el maestro siempre te agarra
las tetas y el culo?». Entonces me lo contó todo.
YO : ¿Y qué más? Vamos, sigue, no te pares.
ZENZI : ¿Por qué? Tenemos tiempo… Ella me dijo, ¡ja, ja!, aún me río ahora de lo tonta que era…
YO : ¿Se la folló?
ZENZI : Me dijo: «Oye, el maestro tiene una cosa…». «¿Qué?», le pregunté. «Pero no se lo digas a
nadie», me pidió, y yo se lo prometí. «El maestro tiene un tapón de corcho entre las piernas…».
YO : ¡No me digas! ¡Qué tonta, vaya secreto!
ZENZI : «¿Te ha dejado verlo?», le pregunté. «Sí», me respondió. No sabía qué era. Y me dijo que
el maestro le había restregado el corcho entre las piernas y entre las tetas, y que le prometió un
sobresaliente. Luego, dijo, había salido un chorro de agua del corcho.
YO : Vaya, qué estúpida…
ZENZI : Pero yo se lo aclaré todo, y se volvió más sagaz.
YO : ¿Por qué?
ZENZI : Porque me dijo que le importaba un comino cómo se llamaba aquello, y que, a cambio de
no tener que estudiar más, dejaría que el maestro se la cogera cuanto quisiera.
YO : ¿Y tú?
ZENZI : Pensé que también podía utilizarle.
YO : ¿Cómo lo conseguiste?
ZENZI : En aquella época ya tenía tetas, aunque muy pequeñas…
YO : Y se las enseñaste.
ZENZI : Cuando volvió a ayudarme en la clase de gimnasia y quiso asirme del brazo, le dije: «Por
favor, me hace cosquillas», y entonces me agarró las tetas…
YO : Vaya, ya debía de saber qué pretendías.
ZENZI : Eso creo. Me miró, yo le sonreí, y él me dijo: «Ven a practicar después de clase».
YO : Ya me lo imaginaba…
ZENZI : Cuando mis compañeras se fueron, me quedé en el vestuario oscuro, y luego llegó él, me
agarró las tetas y me preguntó: «¿Te gusta hacer gimnasia?». «Sí, señor maestro», le respondí,
acercando mi cuerpo a sus manos.
YO : Debió de verte venir…
ZENZI : Sí. Enseguida me metió mano bajo la falda, me agarró el coño y me dijo: «¿De quién es
esto?».
YO : ¿Y qué le respondiste?
ZENZI : Seguí haciéndome la tonta y le dije: «No sé».
YO : Y se sirvió él mismo…
ZENZI : Luego me cogió la mano y se la puso en la bragueta, y yo le así la verga, que ya tenía la mar
de tiesa, y me preguntó: «¿Qué es esto?».
YO : Un buen examen. ¿Lo aprobaste?
ZENZI : Sí, porque le respondí que era la verga del maestro.
YO : Bravo. Eso se merece un sobresaliente.
ZENZI : Él me preguntó entonces: «¿Para qué sirve?».
YO : ¿Y se lo dijiste?
ZENZI : Claro que sí, sirve para coger y joder, le dije, y se puso como loco.
YO : Ya me lo imagino. Era una cosa distinta a lo de esa tonta.
ZENZI : «Pues si quieres un sobresaliente», me dijo, «déjame cogerte, ¿quieres?». «Sí», le dije,
«pero no necesito ningún sobresaliente». «¿Qué?», dijo él sorprendido. «Quiero dinero». Se
quedó de piedra. «¿Que te dé dinero?». «Sí», le dije riéndome en su cara. «¿A cambio de qué?»,
me preguntó soltándome. Pero yo me arremangó la falda, y se lo enseñé todo, diciéndole con
descaro: «Pues a cambio de dejarme coger y de no contárselo a nadie».
YO : ¿Eso le convenció?
ZENZI : Sí. Empezó a menearse enseguida. Intentó metérmela, pero no lo consiguió.
YO : ¿Estuviste a menudo con él en el gimnasio?
ZENZI : Sí, incluso se la chupé, y me dio cincuenta kreutzers.
YO : ¿Y cómo empezaste a hacer la calle?
ZENZI : Fue por Rudolf.
YO : Se las sabe todas.
ZENZI : Sí, me dijo que no hacíamos negocio, y me llevó al centro de la ciudad.
YO : Y aparecí yo.
ZENZI : Sí. Siempre me decía: «Pepi podría ganar dinero si fuera un poco lista».
YO : Ahora me doy cuenta.
ZENZI : Ya ves que funciona.
YO ¡Y tanto que funciona!
ZENZI : ¿Cuánto has ganado hasta ahora?
YO : Pues… dos guldens en la escalera, cinco con el viejo…, ahora diez guldens…, tengo que darle
dos a la vieja…, quedan quince guldens. Vaya, mi padre se pondrá contento con tanto dinero.
ZENZI : ¡Qué cosas se te ocurren!… Eres una tonta.
YO : ¿Por qué?
ZENZI : No pensarás dárselo todo, ¿no?
YO : ¿No? ¿Y por qué no?
ZENZI : ¡Dios me libre! Quizá mañana no ganes nada…, ¿qué harás entonces?
YO : Diré que no he ganado nada.
ZENZI : ¿Ah sí? Tu padre se enfadará contigo… Ni hablar, mírame a mí… Yo le doy tres guldens,
cinco, alguna vez seis, y Rudolf está contento porque siempre traigo dinero a casa, y además, se lo
beben enseguida…
YO : Sí, claro, tienes razón.
ZENZI : Además, tú misma puedes necesitar dinero. Si tienes, no tienes que pedirlo, y puedes
comprarte algo si te da la gana.
YO : Sí, y entonces mi padre sospechará enseguida que me he quedado con una parte del dinero.
ZENZI : ¡Oh, qué boba eres! Si te pilla, le dices que es un regalo de algún hombre; eso es lo mejor.
Y si eres siempre cariñosa con él, te lo permitirá todo.
YO : Ajá.
¿Por eso eres tan cariñosa con Rudolf?
ZENZI : Claro. Así no tengo ningún disgusto con él y puedo hacer lo que me venga en gana.
Nos vestimos, y decidimos volver a casa, aunque apenas empezaba a hacerse de noche. Ya
teníamos bastante, estábamos seguras de que nos dispensarían un buen recibimiento y no
queríamos buscar más clientes. Regresamos a casa en coche.
Di a mi padre cinco guldens. No dijo nada, pero cogió el dinero y se fue a buscar vino. Zenzi tuvo
que explicar a Rudolf cómo me había portado yo, y recibí sus elogios. Luego empezó la orgía
habitual, y aquella noche mi padre volvió a montarme.
Así terminó mi primer día como puta. Ahora se me podía comprar, era un objeto para quien me
deseara.
Cada día, a primera hora de la tarde, iba sola o con Zenzi a la ciudad. Y el dinero que ganaba se lo
daba a mi padre, que dejó de pensar en buscar trabajo, prefiriendo vivir a mi costa y beberse mis
ganancias. No volví a ver a mis hermanos. Franz estaba de aprendiz en Simmering, al otro extremo
de la ciudad, y a Lorenz, que entendió enseguida qué pasaba en casa y además no soportaba a
Rudolf, no le vimos más el pelo.
Con el dinero que me guardaba, me compraba de vez en cuando algo de ropa. Pero Rudolf no nos
permitía ni a Zenzi ni a mí hacer la calle con ropa demasiado bonita. Decía que si salíamos bien
vestidas, la policía se fijaría en nosotras, y perderíamos clientes porque los hombres que solían
seguirnos nos tomarían por putas de lujo. Y, además, porque lo atractivo de nuestro oficio era la
clandestinidad.
Conocía ya todos los trucos del oficio, sabía cómo quitarme los guardias de encima y sacarles todo
el dinero posible a los hombres a los que me entregaba.
También estaba prevenida contra la sífilis, y sabía reconocer perfectamente los síntomas. Sometía
a un examen exhaustivo a todos los hombres con que me relacionaba, y aún hoy me alegro de ello.
Porque, aunque no pude evitar contagiarme de algunas enfermedades, conseguí guardarme de
sufrir la sífilis. En realidad, pensándolo bien, fue un milagro, ya que al fin y al cabo me veía en
situaciones en que todas mis precauciones no habrían servido de nada y hubiera podido
contagiarme centenares de veces.
En lo que a esto se refiere, tengo mucho que agradecer a Rudolf. Me enseñó a tener cuidado de
que los hombres no sacaran ningún arma conmigo, no me estrangularan ni me ahogaran. Fue él
quien me enseñó a reclamar el dinero antes de ir con alguien a un hotel o a su casa, y quien me
previno de visitar cuarteles, a excepción de las habitaciones de los oficiales. Me resultaría
imposible relatar aquí todo lo que he vivido como prostituta durante estos años. Mis recuerdos de
infancia, por muy llenos de vicisitudes que sean, se me grabaron en la memoria, y aquí los he
relatado. Al fin y al cabo, son memorias de infancia, aunque poco infantiles y muy sexuales. Pero,
en cualquier caso, permanecen en el recuerdo más profundamente y durante más tiempo que las
experiencias posteriores.
Si uno se hace cargo de que el año tiene 365 días, y de que la estimación aproximada es de tres
hombres por día, suman unos 1100 hombres al año, y en tres décadas 33 000 hombres. Todo un
ejército. Y nadie querría ni me aconsejaría que diera cuenta de cada una de esas 33 000 vergas que
he meneado a lo largo de mi vida.
Tampoco es necesario que lo haga. Ni para mí, que escribo estas páginas para rememorar los
rasgos principales de mi vida, ni para aquellos que hojearán estas páginas quizá después de mi
muerte. Porque, en general, el amor es un absurdo. La mujer es como una de aquellas antiguas
flautas de caña con un par de agujeros con la que sólo se pueden tocar un par de notas. Todos los
hombres hacen lo mismo. Ellos se echan encima y nosotras nos ponemos debajo. Ellos embisten y
nosotras recibimos las embestidas. Ésa es la única diferencia.

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