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HANNAH ARENDT: DE LA HISTORIA A LA ACCIÓN

“COMPRENSIÓN Y POLÍTICA”
Trad. Fina Birulés
Paidós, Barcelona, 1995.

Es ist schwer, die Wahrheit zu sagen denn es gibt zwar nur cine; aber sie ist
lebendig und hat daher ein lebending welchselndes Gesicht. Franz Kafka

Es frecuente decir que no se puede luchar contra el totalitarismo sin comprenderlo.


Afortunadamente esto no es cierto y, si lo fuera, la nuestra sería una situación desesperada. La
comprensión, en tanto que distinta de la correcta información y del conocimiento científico, es un
complicado proceso que nunca produce resultados inequívocos. Es una actividad sin fin, siempre
diversa y mutable, por la que aceptamos la realidad, nos reconciliamos con ella, es decir, tratamos
de sentirnos en armonía con el mundo.
El hecho de que la reconciliación sea inherente a la comprensión ha dado lugar al equívoco
popular según el cual tout comprendre c'est tout pardonner. A pesar de ello, el perdón tiene tan
poco que ver con la comprensión que no es ni su condición ni su consecuencia. El perdón
(ciertamente una de las más grandes capacidades humanas y quizás la más audaz de las acciones
en la medida en que intenta lo aparentemente imposible, deshacer lo que ha sido hecho, y logra dar
lugar a un nuevo comienzo allí donde todo parecía haber concluido) es una acción única que
culmina en un acto único. La comprensión no tiene fin y por lo tanto no puede producir resultados
definitivos; es el modo específicamente humano de vivir, ya que cada persona necesita
reconciliarse con el mundo en que ha nacido como extranjero y en cuyo seno permanece siempre
extraño a causa de su irreducible unicidad. La comprensión comienza con el nacimiento y finaliza
con la muerte. En la medida en que el surgimiento de los gobiernos totalitarios es el
acontecimiento central de nuestro mundo, entender el totalitarismo no significa perdonar nada,
sino reconciliarnos con un mundo en que cosas como éstas son simplemente posibles.
La gente bienintencionada quiere acortar este proceso de comprensión para educar y alertar a
la opinión pública. Consideran que los libros pueden ser armas y que es posible luchar con las
palabras. Pero las armas y la lucha pertenecen al dominio de la violencia y la violencia, a
diferencia del poder, es muda; comienza allí donde acaba el discurso. Las palabras usadas para
combatir pierden su cualidad de discurso; se convierten en clichés. El alcance que los clichés han
adquirido en nuestro lenguaje y en nuestros debates cotidianos puede muy bien indicar hasta qué
punto no sólo hemos perdido nuestra facultad de discurso, sino también hasta qué punto estamos
dispuestos a usar medios violentos, mucho más eficaces por otra parte que los malos libros (y sólo
los malos libros pueden ser buenas armas), para resolver nuestras diferencias.
El resultado de estas tentativas es el adoctrinamiento, el cual, como intento por comprender,
trasciende el comparativamente sólido ámbito de los hechos y de las cifras, de cuya infinitud trata
de escapar; pero, como atajo en el mismo proceso de trascender, arbitrariamente interceptado por
enunciados apodícticos que pretenden tener la fiabilidad de los hechos y las cifras, destruye
también la actividad de comprender.
El adoctrinamiento es peligroso porque tiene su origen en una perversión, no del conocimiento,
sino de la comprensión. El resultado de la comprensión es el sentido, el sentido que nosotros
mismos originamos en el proceso de nuestra vida, en tanto tratamos de re-conciliarnos con lo que
hacemos y padecemos.

El adoctrinamiento sólo puede favorecer la lucha totalitaria contra la comprensión y, en


cualquier caso, introduce el elemento de la violencia en el conjunto de la esfera política. Un país
libre hará un uso bien pobre de ella comparado con el que llevan a cabo la propaganda y la
educación totalitarias. Un país libre, al utilizar y entrenar a sus propios «expertos», que pretenden
«comprender» la información fáctica, añadiendo a los resultados de sus investigaciones una
«evaluación» no científica, no hace más que promover aquellos elementos de pensamiento
totalitario que actualmente existen en todas las sociedades libres.
Esto, sin embargo, no constituye sino un aspecto del problema. No podemos demorar nuestra
lucha contra el totalitarismo hasta que lo hayamos «comprendido», puesto que no lo
comprenderemos, y no podemos esperar comprenderlo, hasta que haya sido definitivamente
derrotado. La comprensión de los asuntos políticos e históricos, en tanto que son tan profunda y
fundamentalmente humanos, tiene algo en común con la comprensión de los individuos; sólo
conoceremos quién es esencialmente alguien después de su muerte (tal es la verdad expresada en
la antigua sentencia nemo ante mortem beatus esse dici potest). Para los mortales, lo eterno y
definitivo comienza sólo después de la muerte.
La forma más simple de escapar de esta situación está en asimilar el gobierno totalitario a
algún mal bien conocido del pasado (la agresividad, la tiranía, la conspiración, etc.). Aquí parece
que pisamos terreno firme; puesto que pensamos haber heredado, junto con sus males, la sabiduría
del pasado para guiamos a través de ellos. El problema con la sabiduría del pasado es que, por así
decirlo, se desvanece en nuestras manos tan pronto como tratamos de aplicarla honestamente a las
experiencias políticas centrales de nuestro tiempo. Todo lo que sabemos del totalitarismo da
prueba de una horrible originalidad que ninguna comparación histórica puede atenuar. Sólo
podemos escapar al impacto del totalitarismo si decidimos no fijar la atención en su verdadera
naturaleza y nos dejamos llevar por interminables conexiones y similitudes que ciertos aspectos de
la doctrina totalitaria muestran necesariamente con conocidas teorías del pensamiento occidental.
Tales semejanzas son innegables. En la esfera de la pura teoría y de los conceptos aislados no
puede haber nada nuevo bajo el sol; pero tales similitudes desaparecen por completo tan pronto
como olvidamos las formulaciones teóricas y nos concentramos en su aplicación práctica. La
terrible originalidad del totalitarismo no se debe a que alguna «idea» nueva haya entrado en el
mundo, sino al hecho de que sus acciones rompen con todas nuestras tradiciones; han pulverizado
literalmente nuestras categorías de pensamiento político y nuestros criterios de juicio moral.
A pesar de que no debemos esperar de la comprensión resultados que sean especialmente
provechosos o clarificadores para combatir el totalitarismo, esta debe acompañarnos en el combate
si se trata de algo más que de una lucha por la supervivencia. En la medida en que los
movimientos totalitarios han aparecido en el mundo no totalitario (no han caído del cielo, sino que
han cristalizado a partir de elementos presentes en este mundo), el proceso de su comprensión
también implica clara, y quizás primordialmente, un proceso de autocomprensión, puesto que si
nos limitamos a conocer, pero sin comprender, aquello contra lo que nos batimos, conocemos y
comprendemos todavía menos para qué nos estamos batiendo. Ya no bastará la resignación, tan
característica en Europa durante la última guerra y formulada con tanta precisión por un poeta
inglés:
«we who lived by noble dreams/ detend the bad against the worse». 2 En este sentido, la actividad
de comprender es necesaria; a pesar de que nunca pueda inspirar directamente la lucha o proveerla
de los objetivos que le faltan, ella sola puede darle sentido y prodigar nuevos recursos al espíritu y
al corazón humano que acaso sólo se pondrán de manifiesto una vez que la batalla haya sido
ganada.
Conocer y comprender no son lo mismo, pero están interrelacionados; la comprensión está
basada en el conocimiento y éste no puede proceder sin una preliminar e implícita comprensión.
La comprensión preliminar denuncia el totalitarismo como tiranía y presupone que nuestra lucha
contra él es una lucha por la libertad. Cierto es que quien no se moviliza sobre esta base no se
movilizará jamás. Pero muchas otras formas de gobierno han negado la libertad, aunque nunca de
forma tan radical como los regímenes totalitarios, con lo que esta negación no es la clave
privilegiada de lectura para comprender el totalitarismo. Sin embargo, por rudimentaria e
irrelevante que pueda mostrarse, la comprensión preliminar impedirá de un modo mucho más
eficaz que la gente se una a un movimiento totalitario que la información más fiable, el análisis
político más agudo o el más extenso conocimiento acumulado.
La comprensión precede y prolonga el conocimiento. La comprensión preliminar, base de todo
conocimiento, y la verdadera comprensión, que lo trasciende, tienen en común el hecho de dar
sentido al conocimiento. Simplemente sobre la base de la existencia de una naturaleza del
gobierno monárquico, republicano o despótico, la descripción histórica y el análisis político nunca
pueden probar que exista algo como la naturaleza o la esencia del gobierno totalitario. Dicha
naturaleza específica es dada por sentada por la comprensión preliminar sobre la que se fundan las
propias ciencias, y ésta impregna de forma natural, pero acrítica, toda su terminología y
vocabulario. La verdadera comprensión vuelve siempre sobre los juicios y prejuicios que han
precedido y guiado la investigación estrictamente científica. Las ciencias sólo pueden aclarar, pero
nunca probar ni negar, la comprensión preliminar acrítica de la que parten. Si el científico,
extraviado por el objeto propio de su investigación, empieza a hacerse pasar por un experto en
política y a despreciar la comprensión popular de la que partió, pierde inmediatamente el hilo de
Ariadna del sentido común que es el único que lo puede guiar con seguridad a través del laberinto
de sus propias conclusiones. Si, por otra parte, el estudioso quiere trascender su propio
conocimiento —y no existe otro medio para darle sentido que trascendiéndolo— debe hacer gala
de humildad y escuchar muy atentamente el lenguaje popular, en que palabras como totalitarismo
son usadas a diario como clichés políticos y empleadas falazmente como slogans, para poder
reestablecer el contacto entre conocimiento y comprensión.

El uso popular de la palabra totalitarismo para denunciar el mal político por excelencia no se
remonta a más de cinco años. Hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, e incluso durante los
primeros años de la postguerra, el término que designaba el mal político era «imperialismo».
Como tal, era usado generalmente para denotar agresividad en política exterior; esta identificación
era tan total que las dos palabras se podían intercambiar. De igual modo, el totalitarismo es
utilizado hoy en día para denotar sed de poder, voluntad de dominio, terror y lo que se denomina
«una estructura de Estado monolítica». En sí mismo el cambio es digno de notarse. El
imperialismo siguió siendo un tópico popular mucho después del surgimiento del bolchevismo, el
fascismo y el nazismo; obviamente o la gente todavía estaba sobrepasada por los acontecimientos
o no creía que estos nuevos movimientos pudieran finalmente dominar todo el período histórico.
Sólo la caída definitiva del imperialismo (que fue aceptada después de la liquidación del Imperio
británico y el acogimiento de la India en la Commonwealth), y no la guerra contra el poder
totalitario, podía hacer admitir que el nuevo fenómeno, de totalitarismo, había tomado el lugar del
imperialismo como hecho político determinante de la era.
Con todo, a pesar de que el lenguaje popular reconoce un evento nuevo al aceptar una nueva
palabra, usa invariablemente tales conceptos como sinónimos de otros males conocidos de antaño
(agresividad y sed de conquista en el caso del imperialismo, terror y sed de poder en el caso del
totalitarismo). La elección de la nueva palabra indica que todo el mundo reconoce que algo nuevo
y decisivo ha ocurrido, mientras que el uso sucesivo, la identificación del fenómeno nuevo y
específico con algo general o familiar, indica la falta de voluntad para admitir que algo fuera de lo
ordinario ha ocurrido. Es como si en un primer estadio, al encontrar un nombre nuevo para una
fuerza nueva, que determinará el curso de nuestros destinos políticos, nos orientáramos hacia
condiciones nuevas y especificas, mientras que en el segundo estadio (repensándolo, por así
decirlo) nos arrepintiéramos de nuestra osadía y nos consoláramos pensando que no puede ocurrir
nada insólito o peor aún que lo ya connatural a la culpabilidad del género humano.
En tanto que expresión de la comprensión preliminar, el lenguaje popular abre paso al proceso
de la auténtica comprensión, y su descubrimiento debe permanecer siempre como el contenido de
la auténtica comprensión si no quiere perderse en las nubes de la mera especulación, un peligro
que siempre está presente. La comprensión común acrítica por parte de la gente fue, más que
cualquier otra cosa, lo que indujo a toda una generación de historiadores, economistas y
politicólogos a dedicar sus mejores esfuerzos a investigar las causas y las consecuencias del
imperialismo y, al mismo tiempo, a representarlo erróneamente como una «edificación de
imperio» de tipo asirio, egipcio o romano y a malentender los motivos subyacentes como «sed de
conquista»; describieron a Cecil Rhodes como un segundo Napoleón y a Napoleón como un
segundo Julio César. De forma similar, el totalitarismo ha devenido un objeto habitual de estudio
sólo desde que la comprensión preliminar lo reconoció como el problema fundamental y el peligro
más significativo de nuestro tiempo. Y de nuevo las interpretaciones corrientes, incluso al más alto
nivel académico, se ajustan al esquema de la comprensión preliminar: identifican el dominio
totalitario con la tiranía o con la dictadura de un partido, o bien eluden la cuestión mediante la
reducción de los fenómenos a las causas históricas, sociales o psicológicas relevantes para un solo
país, Alemania o Rusia. Está claro que tales métodos no hacen progresar nuestros esfuerzos por
comprender puesto que ocultan todo lo que no nos resulta familiar y necesita ser comprendido en
una mezcla de familiaridades y de lugares comunes. Como Nietzsche observó en una ocasión, esta
en el dominio del «desarrollo de la ciencia» «disolver lo "conocido" en algo nuevo; pero la ciencia
desea precisamente lo opuesto y parte del instinto de reconducir lo desconocido a lo conocido».3

Sí es cierto que nos enfrentamos a una realidad que ha destruido nuestras categorías de
pensamiento y criterios de juicio, ¿la tarea de la comprensión ha devenido, entonces, algo sin
esperanza? ¿Cómo podemos medir la longitud si no disponemos de un patrón?¿Cómo podemos
contar sin la noción de los números? Pero quizás es también absurdo pensar que pueda ocurrir algo
que escape a nuestras categorías. Tal vez debamos comentarnos con la comprensión preliminar,
que inmediatamente ajusta lo nuevo a lo viejo, y con la aproximación científica, que la prolonga y
de forma metódica deduce de precedentes lo que carece de ellos, incluso al precio de que tal
descripción de los fenómenos nuevos pueda mostrarse en clara contradicción con lo real. La
comprensión y el juicio no están tan estrechamente relacionados e interrelacionados que debamos
describir a ambos como la aptitud para subsumir (el particular bajo una regla universal), que, para
Kant, es la definición de juicio y cuya ausencia calificó magistralmente como «estupidez», «una
enfermedad irremediable».
Estos problemas son tanto más pertinentes cuanto no se limitan sólo a nuestra perplejidad ante
la comprensión del totalitarismo. La paradoja de la situación moderna parece consistir en el hecho
de que nuestra necesidad de trascender la comprensión preliminar y la aproximación estrictamente
científica procede de la pérdida de nuestras herramientas de comprensión. Nuestra búsqueda de
sentido es al mismo tiempo estimulada y frustrada por nuestra incapacidad para generar sentido.
La definición kantiana de estupidez, sin ninguna duda, no está fuera de lugar. Desde principios de
este siglo, la creciente falta de sentido ha ido acompañada de la pérdida del sentido común. Desde
diversos puntos de vista, esto se ha traducido simplemente en una estupidez creciente. No
conocemos ninguna civilización, anterior a la nuestra, que se haya mostrado tan crédula como para
formar sus hábitos de consumo de acuerdo con la máxima de toda la publicidad, según la cual «la
autoalabanza es la mejor recomendación». Tampoco es posible que en ningún siglo anterior al
nuestro se hubiera podido imponer una terapia cuya eficacia se supone que depende de la cantidad
de dinero que los pacientes pagan al terapeuta, excepción hecha de aquellas sociedades primitivas
en las que el intercambio de dinero posee por sí mismo un poder mágico.
Cuanto ha ocurrido en las pequeñas e ingeniosas reglas del interés personal ha afectado en una
escala mucho mayor a todas las esferas de la vida de cada día que, por ser cotidianas, necesitan ser
reguladas por las costumbres. Los fenómenos totalitarios que ya no pueden ser comprendidos en
términos de sentido común y que desafían todas las reglas del juicio «normal», esto es, del juicio
utilitario, son tan sólo las instancias más espectaculares de la bancarrota de la sabiduría que
constituye nuestra herencia común. Desde el punto de vista del sentido común no necesitábamos el
surgimiento del totalitarismo para darnos cuenta de que vivimos en un mundo patas arriba, donde
ya no podemos orientarnos guiándonos por las reglas derivadas de lo que una vez fue el sentido
común. En estas condiciones, la estupidez, en el sentido de Kant, ha devenido la enfermedad de
todos, y por lo tanto no puede ya ser considerada como «irremediable». La estupidez ha devenido
tan común como antes lo fue el sentido común, lo cual no significa que sea un síntoma de la
sociedad de masas o de que la gente «inteligente» escape a ella. La única diferencia es que, entre la
gente inculta, la estupidez permanece beatamente muda y se convierte en insoportablemente
ofensiva entre las personas «inteligentes». Incluso se podría decir que, dentro de la intelligentsia,
cuanto más inteligente es un individuo, mas irritante es la estupidez que comparte con todos los
demás.
Parece casi un signo de justicia histórica que Paúl Valéry, el espíritu más lúcido entre los
franceses —el clásico pueblo del bon sens—, fuera el primero en detectar la bancarrota del sentido
común en el mundo moderno, en el que las ideas más comúnmente aceptadas se han visto
«atacadas, refutadas, sorprendidas y disueltas por los hechos» y donde, por consiguiente, somos
testigos de un «tipo de insolvencia de la imaginación y bancarrota de la comprensión».4 Mucho
más sorprendente es que, ya en el siglo xvIII, Montesquieu estuviera convencido de que sólo las
costumbres —las cuales, por el mismo hecho de ser mores, constituyen la moralidad de toda
civilización— han sido el obstáculo para una espectacular crisis moral y espiritual de la cultura
occidental. No se lo puede alinear ciertamente entre los profetas del apocalipsis, pero su coraje
frío y sobrio difícilmente ha sido igualado por ninguno de los grandes pesimistas históricos del
siglo xIx.
Para Montesquieu, la vida de los pueblos está regida por leyes y costumbres, que se distinguen
entre sí por el hecho de que «las leyes regulan los actos del ciudadano mientras que las costumbres
regulan los actos del hombre». 5 Las leyes establecen la esfera de la vida política, y las costumbres,
la de la sociedad. La decadencia de las naciones empieza con el socavamiento de la legalidad, ya
sea cuando el gobierno en el poder abusa de las leyes, ya sea cuando la autoridad de sus fuentes se
convierte en dudosa o cuestionable. En ambos casos las leyes pierden su validez, con lo que la
nación, conjuntamente con su «credo» en las propias leyes, pierde su capacidad de acción política
responsable; el pueblo cesa de ser ciudadano, en el pleno sentido de la palabra; sólo quedan
entonces las costumbres y las tradiciones de la sociedad (lo cual explica, dicho sea de paso, la
frecuente longevidad de cuerpos políticos cuya sangre vital está agotada). Mientras éstas se
conservan intactas, los hombres como individuos particulares siguen comportándose según ciertos
principios de moralidad, pero esta moralidad ha perdido su fundamento y no podemos fiarnos
ilimitadamente de la tradición para prevenir lo peor. El más mínimo incidente puede destruir unas
costumbres y una moralidad que ya no tienen fundamento en la legalidad; cualquier contingencia
puede amenazar una sociedad que ya no está sostenida por sus ciudadanos.
Montesquieu escribía acerca de su propio tiempo y de sus inmediatos fines: «La mayor parte de los
pueblos de Europa están aún gobernados por las costumbres. Pero si, por un largo abuso de poder,
o mediante una gran conquista, el despotismo se estableciese en un lugar determinado, no habría
costumbres ni clima que resistieran. En esta bella parte del mundo la naturaleza humana sufriría, al
menos por un tiempo, los insultos que tienen que sufrir las tres restantes». 6 En este pasaje
Montesquieu saca a la luz los peligros de un cuerpo político que se mantenga unido sólo por las
costumbres y las tradiciones, esto es, por la sola fuerza unificadora de la moralidad. Los peligros
pueden ser internos, como el mal uso del poder, o externos, como la agresión. Montesquieu no
podía prever el factor que finalmente ocasionó, a principios del siglo xIx, el derrumbe de las
costumbres y que resultó de aquel cambio radical del mundo que denominamos «revolución
industrial», ciertamente la mayor revolución a la que la humanidad ha asistido en un lapso de
tiempo tan breve; en pocas décadas cambió todo nuestro globo de una forma más radical de lo que
lo habían hecho los tres mil años de historia precedente. Repensando los temores de Montesquieu,
expresados casi cien años antes de que esta revolución desarrollara toda su tuerza, nos sentimos
tentados a reflexionar acerca del curso que hubiera podido tener la civilización europea sin el
impacto de este factor determinante único. Una conclusión parece imponerse; la mutación tuvo
lugar dentro de un marco político con fundamentos inestables y, por lo tanto, sorprendió a una
sociedad que, a pesar de que todavía era capaz de comprender y de juzgar, ya no era capaz de dar
cuenta de sus categorías de comprensión y de sus criterios de juicio cuando eran seriamente
desafiados. En otras palabras, los temores de Montesquieu, que parecen fuera de lugar en el siglo
xvIII y un lugar común en el x Ix, pueden darnos, al menos, un elemento de explicación, no del
totalitarismo o de cualquier otro fenómeno específicamente moderno, sino del hecho perturbador
de que nuestra gran tradición haya permanecido tan particularmente silenciosa, tan incapaz de
respuestas productivas. frente al desafío de las cuestiones «morales» y políticas de nuestro tiempo.
Las mismas fuentes de las que podían haber surgido tales respuestas se habían secado. Lo que se
ha perdido es el propio marco en que la comprensión y el juicio podían emerger.
Sin embargo, los temores de Montesquieu van todavía más lejos, y por ello se aproximan
mucho más a nuestra actual perplejidad de lo que permite pensar el pasaje citado más arriba. Su
principal preocupación. que encabeza todo su trabajo, tiene que ver, más que con el bienestar de
las naciones europeas y con la conservación de la libertad política, con la propia naturaleza
humana: «El hombre, ser flexible que en la sociedad se amolda a los pensamientos y las
impresiones de los demás, es capaz de conocer su propia naturaleza cuando alguien se la muestra,
pero también es capaz incluso de perder el sentimiento (d’en perdre jusqu’au sentiment) de ella
cuando se la ocultan».7 Enfrentados, como estamos, con el muy realista intento totalitario de
ocultar al hombre su naturaleza con el pretexto de cambiarla, el coraje de estas palabras es como la
audacia de la juventud que puede arriesgarse a todo en el ámbito de la imaginación porque nada
grave ha ocurrido todavía que confiera a los peligros imaginados su concreción terrible. Lo que
aquí está en juego sobrepasa, por una parte, la pérdida de la capacidad para la acción política,
condición central de la tiranía, y. por otra, el aumento de la carencia de significado y la pérdida del
sentido común (y el sentido común es sólo aquella parle de nuestro espíritu y aquella porción de
sabiduría heredada, que todos los hombres tienen en común en cualquier civilización dada); lo que
está en juego es la pérdida de la búsqueda de sentido y la necesidad de comprensión. Sabemos
cómo, bajo la dominación totalitaria, la gente, aunque no lo experimentara como tal, fue conducida
muy cerca de esta condición de ausencia de significado, gracias a la combinación del terror con el
adiestramiento en el pensamiento ideológico.
En el contexto actual es digna de atención la ingeniosa y peculiar substitución del sentido
común por una lógica implacable, propia del pensamiento totalitario. La lógica no es asimilable al
razonamiento ideológico, pero es un indicio de la transformación de las diversas ideologías en el
totalitarismo. Si la principal característica de las ideologías fue tratar una hipótesis científica, por
ejemplo, la supervivencia del más fuerte en biología o la supervivencia de la clase más progresista
en la historia, como una «idea» que podía ser aplicada a todo el curso de los acontecimientos,
entonces es propio de su transformación totalitaria el pervertir la «idea» en una premisa en el
sentido lógico, esto es, en algún enunciado autoevidente a partir del cual todo lo demás puede
deducirse con implacable coherencia lógica. (Aquí la verdad deviene lo que algunos lógicos
pretenden que sea, precisamente coherencia. Esta ecuación implica, de hecho, la negación de la
existencia de la verdad, en tanto se suponga que la verdad es siempre revelación, mientras que la
coherencia es solamente un modo de encadenar enunciados y, como tal, le falta poder revelador.
La nueva corriente lógica en filosofía, que se desarrolló a partir del pragmatismo, presenta una
espantosa afinidad con la transformación totalitaria de los elementos pragmáticos inherentes a toda
ideología en lógica que rompe sus lazos tanto con la realidad como con la experiencia. Por
supuesto, el totalitarismo procede de modo más crudo y, desafortunadamente, también con más
eficacia.) La principal distinción política entre sentido común y lógica radica en que el primero
presupone un mundo común en que todos tenemos nuestro lugar y en el que podemos vivir juntos
porque poseemos un sentido capaz de controlar y ajustar nuestros propios datos sensibles a los de
los otros, mientras que la lógica, y toda la autoevidencia de la que el razonamiento lógico procede,
puede pretender una seguridad independiente del mundo y de la existencia de los demás.
Frecuentemente se ha observado que la validez del enunciado 2+2=4 es independiente de la
condición humana, es decir, que vale tanto para Dios como para el hombre. En otras palabras,
dondequiera que el sentido común, el sentido político por excelencia, nos falla en nuestra
necesidad de comprensión, estamos siempre demasiado dispuestos a aceptar la lógica como su
substituto, dado que también la capacidad de razonamiento lógico es común a todos nosotros. Pero
esta capacidad humana común y estrictamente interna, que funciona también con independencia
del mundo y de la experiencia, sin ninguna ligazón con lo «dado», es incapaz de comprender nada
y, abandonada a sí misma, es totalmente estéril. Sólo cuando es destruido el espacio común entre
los hombres y la única seguridad consiste en los truismos o las tautologías sin significado, esta
capacidad lógica puede convertirse en «productiva» y desarrollar sus propias cadenas de
pensamiento, cuya principal característica política es que implican siempre un poder de persuasión
apremiante. El hecho de identificar pensamiento y comprensión con estas operaciones lógicas
significa rebajar la capacidad de pensar, que durante miles de años ha sido considerada la más
elevada capacidad humana, a su más bajo común denominador, donde ninguna diferencia real es
tenida en cuenta, ni siquiera la diferencia cualitativa entre las esencias de Dios y la de los hombres.
Para quienes se preocupan por la búsqueda del significado y de la comprensión, lo terrible del
surgimiento del totalitarismo no radica en su novedad, sino en el hecho de que ha iluminado la
ruina de nuestras categorías y criterios de juicio. La novedad es el dominio del historiador que, a
diferencia del científico natural ocupado en eventos siempre recurrentes, estudia acontecimientos
que sólo ocurren una vez. Esta novedad puede ser manipulada si el historiador insiste en la
causalidad y pretende ser capaz de explicar los acontecimientos a través de una cadena de causas
que finalmente los ha provocado. Se coloca, entonces, como «profeta del pasado» y lo que lo
separa de los dones de la verdadera profecía parecen ser las deplorables limitaciones físicas del
cerebro humano, que por desgracia no puede asimilar y combinar correctamente todas las causas
que operan al mismo tiempo. Sin embargo, en las ciencias históricas, la causalidad es una
categoría tan extraña como engañosa. No sólo el verdadero significado de todo acontecimiento
trasciende siempre cualquier número de «causas» pasadas que le podamos asignar (basta pensar en
la grotesca disparidad entre «causa» y «efecto» en un evento como la Primera Guerra Mundial),
sino que el propio pasado emerge conjuntamente con el acontecimiento. Sólo cuando ha ocurrido
algo irrevocable podemos intentar trazar su historia retrospectivamente. El acontecimiento ilumina
su propio pasado y jamás puede ser deducido de él.
La historia [history] aparece cada vez que ocurre un acontecimiento lo suficientemente
importante para iluminar su pasado. Entonces la masa caótica de sucesos pasados emerge como un
relato [story] que puede ser contado, porque tiene un comienzo y un final. Lo que el
acontecimiento iluminador revela es un comienzo en el pasado que hasta aquel momento estaba
oculto; a los ojos del historiador, el acontecimiento iluminador no puede sino aparecer como el
final de este comienzo recientemente descubierto. Sólo cuando en la historia futura ocurra un
nuevo acontecimiento este «fin» se revelará como un inicio a los ojos de los futuros historiadores.
Y la mirada del historiador no es más que la mirada científicamente entrenada de la comprensión
humana; sólo podemos comprender un acontecimiento como el fin y la culminación de todo
aquello que lo ha precedido, como «la consumación de los tiempos»; con la acción procedemos
naturalmente desde el conjunto de circunstancias nuevas creadas por el acontecimiento, esto es, la
consideramos como un comienzo.
Quienquiera que, en las ciencias históricas, crea honestamente en la causalidad, niega de hecho
el propio objeto de su ciencia. Esta creencia puede ser disimulada en la aplicación de categorías
generales, tales como desafío y respuesta, al curso entero de los acontecimientos o en la búsqueda
de tendencias generales que supuestamente constituyen los estratos «más profundos» de los que
emergerían los acontecimientos, que serían sus síntomas accesorios. Tales categorizaciones y
generalizaciones oscurecen la luz «natural» que la propia historia [history] ofrece y, del mismo
modo. destruyen el auténtico relato [story], con su singularidad y su significado eterno, que cada
período histórico debe contarnos. Dentro del marco de categorías preconcebidas, entre las cuales la
más cruda es la de la causalidad, los acontecimientos, como algo irrevocablemente nuevo, no
pueden ocurrir; la historia sin acontecimientos deviene la muerta monotonía de la mismidad que se
despliega en el tiempo, el eadem sunt omnia semper de Lucrecio.
En nuestras vidas personales, nuestros temores y nuestras mejores esperanzas no nos preparan
adecuadamente para lo que realmente ocurrirá, porque en el momento en que se da un evento
previsto todo cambia y nunca podemos estar preparados para la inagotable literalidad de este
«todo». Del mismo modo, cada acontecimiento en la historia humana revela un paisaje inesperado
de acciones y pasiones y de nuevas posibilidades que conjuntamente trascienden la suma total de
todas las voluntades y el significado de todos los orígenes. Es tarea del historiador descubrir, en
cada periodo dado, lo nuevo imprevisto con todas sus implicaciones y sacar a relucir toda la fuerza
de su significado. Debe saber que, a pesar de que su narración [story] tiene un comienzo y un fin,
esta se realiza en un marco más amplio, la historia [history] misma. Y la Historia es una narración
[story] que tiene muchos comienzos pero ningún fin. El fin del mundo, en cualquier sentido
estricto o último de la palabra, sólo podría consistir en la desaparición del hombre de la faz de la
tierra. Porque, sea lo que sea a lo que el historiador denomine fin, el fin de un periodo, de una
tradición o de una civilización entera, constituye un nuevo comienzo para aquellos que están
vivos. La falacia de todas las profecías del fin del mundo descansa en no atender a este simple,
pero fundamental, hecho.
Para el historiador, ser consciente de este hecho no tiene mayor repercusión que la de controlar
lo que los franceses denominan su déformation professionelle. Dado que estudia el pasado, esto es,
ciertos movimientos que el pensamiento no podría aprehender, de no haberse, en cierto modo,
concluido, sólo tiene que generalizar para ver un final (y un juicio final) en todas partes. Para él es
natural ver en la historia un relato con muchos finales pero sin comienzo; y esta inclinación se
convierte en verdaderamente peligrosa sólo cuando —por una u otra razón— la gente empieza a
inferir de la historia, tal como se presenta a los ojos profesionales del historiador, una filosofía.
Casi todas las explicaciones modernas de la denominada "historicidad» del hombre han sido
distorsionadas por categorías que, en el mejor de los casos, son hipótesis de trabajo para organizar
el material del pasado.
Afortunadamente en las ciencias políticas, cuya vocación es seguir la búsqueda de sentido y
responder a la necesidad de la verdadera comprensión de los datos políticos, la situación es
bastante distinta. La gran importancia que tiene, para las cuestiones estrictamente políticas, el
concepto de comienzo y de origen proviene del mero hecho de que la acción política, como
cualquier otro tipo de acción, es siempre esencialmente el comienzo de algo nuevo; como tal es, en
términos de ciencia política, la verdadera esencia de la libertad humana. El papel central que el
concepto de comienzo y de origen debe tener en todo pensamiento político se ha perdido sólo
desde que se ha permitido que las ciencias históricas apliquen sus métodos y categorías al campo
de la política. En el pensamiento griego esto estaba claramente indicado en el hecho de que la
palabra griega arché significa tanto comienzo como gobierno, y el sentido está todavía vivo —a
pesar de que ha sido pasado por alto por los intérpretes modernos— en la teoría del poder político
de Maquiavelo, según la cual el propio acto de fundación, esto es, el comienzo consciente de algo
nuevo. requiere y justifica el uso de la violencia. Sin embargo, en su significado pleno esto fue
descubierto por el único gran pensador que vivió en un período más semejante en algunos aspectos
al nuestro que cualquier otro en la historia, y que, además, escribió bajo el gran impacto de un final
catastrófico, que, acaso, se parece al que nosotros hemos llegado. Agustín en su Civitas Dei, dijo:
Initium ergo ut esset, creatus est homo, ante quem nullus fuit («Para que hubiera un inicio fue
creado el hombre, antes del cual nadie existía»). Aquí el hombre no tiene sólo la capacidad de
comenzar: es el comienzo mismo. Si la creación del hombre coincide con la de un comienzo en el
universo (y ¿qué puede significar esto sino la creación de la libertad?), entonces el nacimiento de
los hombres individuales, siendo nuevos comienzos, reafirma el carácter original [origin-al] del
hombre d e modo tal que el origen no puede nunca devenir totalmente una cosa del pasado;
mientras, por otra parte, el solo hecho de la continuidad memorable de estos comienzos en la
sucesión de las generaciones garantiza una historia que nunca puede finalizar porque es la historia
de unos seres cuya esencia es comenzar.
A la luz de estas reflexiones, nuestro esfuerzo por comprender algo que ha arruinado nuestras
categorías de pensamiento, así como nuestro criterios de juicio, parece menos penoso. A pesar de
que hemos perdido el patrón con que medir y las reglas bajo las cuales subsumir el particular, un
ser cuya esencia es iniciar puede tener en sí mismo suficiente originalidad para comprender sin
categorías preconcebidas y juzgar sin aquel conjunto de reglas consuetudinarias que constituyen la
moralidad. Si la esencia de toda acción, y en particular de la acción política, es engendrar un nuevo
inicio, entonces la comprensión es la otra cara de la acción, esto es, de aquella forma de cognición,
distinta de muchas otras, por la que los hombres que actúan (y no los hombres que están
empeñados en contemplar algún curso progresivo o apocalíptico de la historia) pueden finalmente
aceptar lo que irrevocablemente ha ocurrido y reconciliarse con lo que inevitablemente existe.
La comprensión, como tal, es una extraña tarea; a fin de cuentas, no puede hacer más que
articular y confirmar lo que la comprensión preliminar —que siempre está, consciente o
inconscientemente, comprometida directamente con la acción— había presentido al inicio. No sólo
no huirá espantada de este círculo; por el contrario, será consciente de que cualquier otro resultado
estaría tan alejado de la acción, de la que es solamente la otra cara, que no podría ser verdadero.
En este proceso, tampoco evitará el círculo que los lógicos denominan «vicioso» y que, a este
respecto, puede incluso ser algo similar a la filosofía cuyos grandes pensamientos siempre giran en
círculo, ocupando al espíritu humano en un incesante diálogo entre sí mismo y la esencia de todo
lo que es.

En este sentido podemos todavía aceptar la antigua plegaria a Dios del rey Salomón —quien
ciertamente algo sabía de la acción política— para que le fuera concedido un «corazón
comprensivo», como el mejor de los dones que el hombre puede recibir y desear. Lejos de todo
sentimentalismo y de toda rutina, sólo el corazón humano puede asumir la carga que el don divino
de la acción —al ser un comienzo, y, por ello, capaz de iniciar— ha colocado sobre nosotros.
Salomón pedía este don particular porque, siendo rey, sabía que ni la pura reflexión, ni el simple
sentimiento, sino sólo «un corazón comprensivo» nos hace soportable el vivir en un mundo
común, con otros que siempre son extraños, y nos hace asimismo soportables para ellos.
Si queremos traducir el lenguaje bíblicos a términos más familiares (pero difícilmente más
precisos), podríamos denominar al don de «un corazón comprensivo» la facultad de la
imaginación. A diferencia de la fantasía que inventa algo, la imaginación se ocupa de la particular
oscuridad del corazón humano y de la peculiar densidad que envuelve todo lo que es real. Siempre
que hablamos de la «naturaleza» y la «esencia» de una cosa, nos referimos, de hecho, a este nudo
muy íntimo de cuya existencia no podemos estar tan seguros como lo estamos de su obscuridad y
su densidad. La verdadera comprensión no se cansa nunca del interminable diálogo y de los
«círculos viciosos» porque confía en que la imaginación aferrará al menos un destello de luz de la
siempre inquietante verdad. Distinguir la imaginación de la fantasía y movilizar su poder no
significa que la comprensión de los asuntos humanos devenga «irracional». La imaginación, al
contrario, como dijo Wordsworth «no es sino otro nombre para [...] la más clara de las visiones, la
amplitud de espíritu/ y la Razón en su más exaltada disposición».
Sólo la imaginación nos permite ver las cosas con su verdadero aspecto, poner aquello que está
demasiado cerca a una determinada distancia de tal forma que podamos verlo y comprenderlo sin
parcialidad ni prejuicio, colmar el abismo que nos separa de aquello que está demasiado lejos y
verlo como si nos fuera familiar. Esta «distanciación» de algunas cosas y este tender puentes hacia
otras, forma parte del diálogo establecido por la comprensión con ellas; la sola experiencia instaura
un contacto demasiado estrecho y el puro conocimiento erige barreras artificiales.
Sin este tipo de imaginación, que en realidad es la comprensión, no seríamos capaces de
orientarnos en el mundo. Es la única brújula interna de la que disponemos. Somos contemporáneos
sólo hasta donde llega nuestra comprensión. Si queremos estar en armonía con esta tierra, incluso
al precio de estar en armonía con este siglo, debemos participar en el interminable diálogo con su
esencia.

1. Tit. orig., «Understanding and Politics», Partisan Review, XX, IV (julio-agosto) 1953, págs. 377-392. Traducimos
aquí el texto tal como apareció en esta revista. Recientemente Jerome Kohn lo ha reeditado (en Hannah Arendt, Essays in
Understanding:1930-1954, Harcourt Brace & Co., Nueva York, 1994), tomando en consideración diversos manuscritos
depositados en la Library of Congress. De ellos dos están cosidos juntos —uno titulado «Acerca de la naturaleza del
totalitarismo: un ensayo sobre la comprensión» y el otro sin título— y parecen notas y materiales para conferencias, si bien
virtualmente cada frase de «Comprensión y política» está incluida, aunque no en el mismo orden, en el primero de ellos.
Un tercer manuscrito, el original de «Comprensión y política» lleva el título de «Las dificultades de la comprensión». Dos
secciones de este manuscrito no aparecen en la versión publicada por la Partisan Review. En opinión de Kohn esto se debe
probablemente al carácter polémico de una y a la oscuridad de la otra. Parece también que el título fue cambiado por la
revista. (N. de la t.)

2. C. DAY LEWIS, Where are the War poets. Lewis escribió «honest dreams». (N. de la t.)

3. Voluntad de Poder, § 600. (N. de la t.)

4. VALÉRY, PAUL, «Regards sur le monde actuel», Oeuvres completes, II, pág. 942, Éd. Pléiade. (N. de la t.)

5. De l’esprit des lois, XIX, 16. (N, de la t.)

6. De l’esprit des lois,. Libro VIII. Cap, IX. (N. de la t.)

7. De l’esprit des lois, «Préface» (N. de la t.)

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