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BARUC SPINOZA (1632-1677)

Nace en Amsterdam (Holanda) en el seno de una familia judía procedente de España. Durante
su juventud fue abandonando la ortodoxia judía hasta la total pérdida de la fe. Fracasaron
totalmente los intentos de los rabinos para hacerlo retornar, si no a la fe, al menos a la práctica
mosaica. Excomulgado por los suyos en 1656 se retiró a la Haya y allí penetró en el círculo de
los protegidos y consejeros de Jan de Witt, dirigente de la revolución burguesa triunfadora en
1654 sobre la monarquía absoluta de los Orange en los Países Bajos.

En su juventud, destinado para rabino, había conocido los clásicos comentarios judaicos a la
Biblia, el Talmud y la Cábala, y los filósofos judíos de la Edad Media. No se sabe con certeza de
dónde le vino su idea directriz. Su panteísmo pudo provenir de Giordano Bruno o de la Cábala,
pero se sabe que hacia 1654 leyó a Descartes de quien extrajo el marco conceptual y el
método lógico de su sistema que aparece ya manifiesto en el mismo título de su obra capital,
“Ethica more geométrico demonstrata”, publicada después de muerto y en la que la influencia
de Descartes es neta. De forma geométrica articula todo su contenido por medio de
definiciones, axiomas, postulados, teoremas, demostraciones, etc. Sin embargo, este método
sirve, más que para desarrollar un saber racional, para fundar una teosofía o pseudomística, el
panteísmo de Spinoza. Forman un conjunto coherente con su Ethica, en la que está su
concepción metafísica, el Tractatus Politicus, escrito hacia 1675 e inacabado y el Tractatus
Theologicus-Politicus, publicado en 1670, pues ambas obras están dedicadas a la aplicación a
la política de los presupuestos y axiomas de la Ethica.

Selección de textos sobre Dios, la libertad y la religión

Para Spinoza el fin y felicidad del hombre es la contemplación de Dios, que es la Naturaleza:
“¿En qué consiste la salvación y la verdadera beatitud sino en la paz del alma? Pero el alma
solo reposa en la clara inteligencia de las cosas” (Tratado teológico-político, C. VIII, edit.
Porrúa, p. 269).

Asume la concepción cartesiana del conocimiento, aquella según la cual el conocimiento cierto
es solamente el intelectual sin recibir nada de los sentidos. La idea sale solamente del alma sin
relación a las cosas: “Entiendo por idea un concepto del alma, que el alma forma por ser una
cosa pensante. Digo concepto, más bien que percepción, porque la palabra percepción parece
indicar que el alma padece por obra del objeto, en cambio concepto parece expresar una
acción del alma” (Ética, II, def. III, EN).

También hereda de Descartes el criterio de verdad de las ideas. La idea es verdadera no


porque se adecúe a las cosas, sino porque posee los elementos que la misma razón, sin
relación a las cosas, determina como propios de una verdadera idea: “Por idea adecuada
entiendo una idea que considerada en sí misma, sin relación al objeto, tiene todas las
propiedades o denominaciones intrínsecas de la verdadera idea” (Ética, II, def. IV, Editora
Nacional).

En este texto expresa el ontologismo que fundamenta su panteísmo: “Los escolásticos partían
de las cosas, Descartes parte del pensamiento, yo parto de Dios”

De su noción de substancia, también recibida de Descartes, se sigue que no hay más que una
sola substancia: “Por substancia entiendo aquello que es en sí y se concibe por sí, esto es,
aquello cuyo concepto, para formarse, no precisa del concepto de otra cosa” (Ética, I, def. III).
Y de su noción de Dios, recibida del argumento ontológico cartesiano, se sigue que la única

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substancia es Dios: “Por Causa de si (Dios) entiendo aquello cuya esencia implica la existencia
o, lo que es lo mismo, aquello cuya naturaleza solo puede concebirse como existente” (Ética, I,
def. I). Y como es un racionalista, para el cual no existe más que lo que se conoce por la razón,
y el objeto real para la razón es la naturaleza, Spinoza concluye que Dios, la única substancia,
es la Naturaleza.

En el texto que sigue aparece que en Dios o la Naturaleza todo acontece de modo necesario:
“Entiendo por gobierno de Dios el orden fijo e inmutable de la naturaleza o el encadenamiento
de las cosas naturales; las leyes universales de la naturaleza por las que todo se hace y
determina no son más que los eternos decretos de Dios…, verdades eternas y de absoluta
necesidad. Por consiguiente, decir que todo se hace por las leyes naturales o por el decreto y
gobierno de Dios, es decir exactamente lo mismo” (Tratado teológico-político, III, Porrúa).

Como el hombre es parte de la Naturaleza - su pensamiento, un modo finito del atributo divino
pensamiento y su cuerpo, un modo finito del atributo divino extensión –, no es libre. El obrar
humano está determinado por la misma necesidad que rige la Naturaleza.

“Demostraré… cómo han surgido… los prejuicios acerca del bien y del mal, el mérito y el
pecado, la alabanza y el vituperio, el orden y la confusión, la belleza y la fealdad y otros de este
género… Bastará por el momento poner como principio lo que todos los hombres deben
reconocer: que todos nacen ignorantes de las causas de las cosas, y que todos los hombres
poseen apetito de buscar lo que es útil, y que tiene conciencia de este apetito. De lo que se
sigue que los hombres se imaginan ser libres porque son conscientes de sus voliciones y de su
apetito, y ni soñando piensan en las causas que les disponen a apetecer y querer, porque las
ignoran” (Ética, I, apéndice, Editora Nacional). “De este modo, un niño pequeño cree que
quiere libremente la leche, un muchacho enojado la venganza, un miedoso la huida…” (Ética,
III, prop. II).

En los textos siguientes aparece el racionalismo de Spinoza en virtud del cual desprecia la
Revelación divina por considerarla pobre en verdades racionales y reduce la religión a una
ética cívica.

“Si alguno cree que no se necesita conocer los atributos de Dios, sino creer simplemente y sin
demostración, será esta una verdadera humorada, porque las cosas invisibles y todo lo que es
objeto propio del entendimiento, no pueden percibirse de otro modo que por los ojos de la
demostración; aquellos, pues, a quienes falten estas demostraciones, no tienen conocimiento
alguno de las cosas, y todo lo que de ellas oyen decir no hiere su inteligencia o no tiene para
ellos más sentido que los vanos sonidos pronunciados sin juicio y sin inteligencia por un
autómata” (Tratado teológico-político, XIII, Porrúa).

“Hemos demostrado en el capítulo II de este tratado que solamente la imaginación de los


profetas, y no su entendimiento, estaba dotada de un poder singular y que Dios, lejos de
iniciarles en los secretos de la filosofía, no les había revelado sino las cosas más sencillas,
proporcionándose a sus sentimientos y prejuicios… No me canso, pues, de admirar la
penetración de las personas… que hayan en la Escritura misterios cuya profundidad no podría
explicar lenguaje alguno, y que han introducido en la religión tantas especulaciones filosóficas,
que parece ser la Iglesia una academia y la religión una ciencia, o más bien una escuela de

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controversia. Pero, ¿cómo asombrarse de que hombres que se envanecen de poseer una luz
sobrenatural no quieran ceder en conocimiento a los filósofos, limitados a sus limitados
recursos? Lo asombroso sería oírles exponer alguna novedad especulativa, alguna opinión que
no hubiese sido ya expuesta en las escuelas de los filósofos paganos (a quienes sin embargo
acusan de falsarios). Porque si les preguntáis cuáles son los misterios que ven en la Escritura,
no os reproducirán, yo os lo fío, sino las ficciones de Aristóteles, de Platón u otro autor de
parecidos sistemas, ficciones que podría en todo caso hallar un idiota en sus sueños, pero
nunca en la Escritura un hombre sabio y prudente. No es que queramos negar absolutamente
que haya en la Escritura algo de orden especulativo…, queremos solamente decir que las
especulaciones son en ella muy raras y sencillas” (Ibid., p. 340-341).

“Y, de tal suerte, no cesan de preguntar las causas de las causas, hasta refugiarse en la
voluntad de Dios, ese asilo de la ignorancia. Así también, cuando contemplan la fábrica del
cuerpo humano, quedan estupefactos, y concluyen, puesto que ignoran las causas de algo tan
bien hecho, que es obra no mecánica, sino divina o sobrenatural, y constituida de modo tal
que ninguna parte perjudica a la otra. Y de aquí proviene que quien investiga las verdaderas
causas de los milagros y procura, tocante a las cosas naturales, entenderlas como sabio, y no
admirarlas como necio, sea considerado hereje o impío, y proclamado tal por aquellos a quien
el vulgo adora como intérpretes de la naturaleza y de los dioses. Porque ellos saben que,
suprimida la ignorancia, se suprime la estúpida admiración, esto es, se les quita el único medio
que tiene de argumentar y de preservar su autoridad” (Ética, I, apéndice, p. 100).

“Por lo que toca a las ceremonias del cristianismo, el bautismo, la comunión, las oraciones, las
fiestas y las demás ceremonias, comunes siempre a los cristianos, aun suponiéndolas
establecidas por Jesucristo (lo cual no está muy bien demostrado), no son más que signos
externos de la Iglesia universal; nada hay en el objeto de su institución que interese a la
beatitud, ni debe atribuírseles ninguna virtud santificante. En efecto, aunque no hayan sido
establecidas por razón política, no tienen más objeto que el de mantener la integridad de la
sociedad cristiana” (Tratado teológico-político, V).

“Como por lo regular ocurre que para deducir las cosas de las nociones intelectuales es
necesario un largo encadenamiento de percepciones, y además una prudencia, penetración de
espíritu y sabiduría notables, que aquí que los hombres prefieran instruirse por la experiencia
a deducir sus percepciones por encadenamiento de un pequeño número de principios. De
aquí, ¿qué resulta? Que todo el que quiera persuadir a los hombres de una doctrina y
hacérsela comprender… debe establecerla por la sola experiencia, y poner sus razones y
definiciones al alcance del pueblo, parte la más numerosa de la especie humana; en otro caso,
si se limita a encadenar sus razonamientos y a disponer sus definiciones del modo más
conveniente a la rigurosa trabazón de las ideas, escribirá para los doctos, pero solo le
comprenderá un reducido número de individuos, comparado con la masa ignorante de la
humanidad.

“Concíbese ahora que la Sagrada Escritura, que fue revelada para la nación judía y para todo el
género humano, debió poner las verdades que contiene al alcance del vulgo y fundarlas en la
sola experiencia. Me explicaré. De verdades especulativas, la Escritura no enseña más que
estas: que hay un Dios, autor de todo, que todo lo dirige y conserva con admirable sabiduría;

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que este Dios cuida grandemente de los hombres, es decir, de los que viven fría y
honestamente, y que a los que no hacen así los castiga y separa de los buenos. La Sagrada
Escritura demuestra todas estas verdades y las prueba con la experiencia, esto es, por una
serie de narraciones… Y aunque la experiencia no puede darnos ningún claro conocimiento de
las verdades que enseña la Sagrada Escritura, ni hacernos comprender quién es Dios, por qué
conserva y dirige todo, y por qué cuida de la humanidad, puede instruir a los hombres lo
necesario para hacerlos obedientes y devotos.

“Los principios que acabo de sentar explican perfectamente, en mi concepto, cómo y a qué
personas es necesaria la creencia en la Sagrada Escritura. Se ve, en efecto, que el pueblo, cuyo
genio grosero es incapaz de ver las cosas clara y distintamente, no puede absolutamente
prescindir de estas narraciones… mientras que, por el contrario, el que desconoce la Sagrada
Escritura pero tiene su espíritu lleno de saludables creencias y se rige por la razón, ese es
verdaderamente feliz y el espíritu de Cristo está en él” (Ibid., V).

En la fe única y universal, “católica” dice Spinoza, “deben comprenderse solamente… los


puntos estrictamente necesarios para producir la obediencia para con Dios; aquellos, por
consiguiente, cuya ignorancia conduce necesariamente al espíritu de rebelión; y respeto de los
otros, cada cual… pensará lo que mejor le parezca según los juzgue más o menos a propósito
para fortalecer su amor a la justicia.

“Ahora no temo enumerar los dogmas de la fe universal o fundamentales de la Escritura, los


cuales deben converger en este único punto: que existe un Ser Supremo que ama la justicia y
la caridad, a quién todos debemos obedecer para alcanzar la salvación, y que debemos adorar
por la práctica de la justicia y de la caridad para con el prójimo. Quitar una sola de estas cosas
es dejar incompleta la obediencia. Por lo demás, ¿qué es Dios? ¿Es fuego, espíritu, luz, idea?
Esto no afecta a la fe, así como tampoco saber por qué razón es el modelo de la verdadera
vida… Importa poco lo que pueda pensarse sobre estos problemas. No es tampoco asunto de
fe si es por esencia como Dios está en todas partes, si es libremente o por una necesidad de su
naturaleza como dirige las cosas, si prescribe las leyes como soberano o las enseña como
verdades eternas, si obedece el hombre a Dios en virtud de su libre arbitrio o por la necesidad
del decreto divino y, en fin, si la recompensa de los buenos y el castigo de los malos son cosas
naturales o sobrenaturales. Importa, repito, poco a la fe que cada cual dé a estas cuestiones y
otras semejantes un sentido u otro, siempre que no se tome de aquí pretexto para autorizar el
pecado o para obedecer menos estrictamente a Dios” (Ibid., XIV).

El derecho soberano del Estado

¿Pero el hombre a quién tiene que obedecer? A Dios o la Naturaleza. El hombre, o vive aislado,
no organizado socialmente (en “estado natural”), o vive en sociedad (en “el estado civil”). Si el
hombre vive en “estado natural” obedece a su propia naturaleza, a los impulsos de su
naturaleza, pues “todos nuestros esfuerzos o deseos se siguen de la necesidad de nuestra
naturaleza”. Pero en cuanto que esta naturaleza es parte de la Naturaleza – “que por sí misma
y sin relación a los otros individuos no puede concebirse adecuadamente” (Ética, IV, apéndice)
– ella tiende necesariamente a vivir en sociedad, en “estado civil”. La naturaleza de cada
hombre no es más que causa próxima de sus actos, pues no hay sujetos personales sino una

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única substancia que no es persona: la Naturaleza. Por necesidad de naturaleza (por la mayor
utilidad que le reporta) tiende, pues, el hombre a vivir en sociedad.

Pero el hombre que vive en sociedad, ¿a quién debe plenamente obedecer? Sencillamente a
quien tenga pleno poder o fuerza para hacerse obedecer, pues “todo derecho se extiende
hasta donde llega su poder”. Dice Spinoza, “Por derecho natural… no entendemos otra cosa
que las leyes de la naturaleza individual, según las cuales concebimos a cada individuo
determinado naturalmente a existir y a obrar de un modo dado (determinado). Así, por
ejemplo, los peces están hechos naturalmente para nadar; de entre ellos, los mayores están
dispuestos para comerse a los más pequeños y, consiguientemente, en virtud del derecho
natural, todos los peces gozan del agua, y los grandes devoran a los menores. La naturaleza,
considerada bajo un aspecto general, tiene un derecho soberano sobre todo lo que está bajo
su dominio, es decir, que el derecho de la naturaleza se extiende hasta donde llega su poder. El
poder de la naturaleza es, en efecto, el poder mismo de Dios que ejerce un derecho soberano
sobre todas las cosas, pero como el poder universal de toda la naturaleza no es sino el poder
de todos los individuos reunidos, resulta de aquí que cada individuo tiene un cierto derecho
sobre todo lo que puede abrazar, o en otros términos, que el derecho de cada uno se extiende
hasta donde alcanza su poder” (Tratado teológico-político, XVI).

Si los hombres fuesen razonables, “virtuosos”, comprenderían que por su propia utilidad tiene
que renunciar a su derecho natural y obedecer al que tiene fuerza para hacerse obedecer.
“Pero como están sujetos a afectos que superan con mucho la virtud humana son por ello
arrastrados en diversos sentidos y son contrarios entre sí aun cuando precisan de la ayuda
mutua… y, como ningún afecto puede ser reprimido a no ser por un afecto más fuerte que el
que se desea reprimir, y como cada cual se abstiene de inferir un daño a otro por temor a un
daño mayor, podrá establecerse una sociedad a condición de que esta reivindique para sí el
derecho que cada uno detenta de tomar venganza y de juzgar acerca del bien y del mal,
teniendo así la potestad de prescribir una norma común de vida, de dictar leyes y de garantizar
su cumplimiento, no por medio de la razón, que no puede reprimir los afectos, sino por medio
de la coacción. Esta sociedad, cuyo mantenimiento está garantizado por las leyes y por el
poder de conservarse, se llama Estado” (Ética, IV). (gobernante civil debe tener fuerza coactiva
para regular la vida de los hombres)

El derecho con que obligan las leyes del Estado al ciudadano no proceden, por tanto, de que
las leyes civiles se inspiren en la ley natural (participación de la Ley Eterna en la criatura
racional), sino de la misma voluntad y fuerza del Estado, al cual compete in última instancia
juzgar del bien y del mal, es decir, de lo que es conveniente o inconveniente para la sociedad,
pues “nadie puede saber lo que es útil al Estado más que por los decretos del soberano, que
debe por sí solo dirigir los negocios públicos; por consiguiente nadie puede poner
verdaderamente en práctica la piedad, ni obedecer a Dios sin someterse a todos los decretos”
(Tratado teológico-político, XIX).

No hay por tanto más pecado que el delito cívico o infracción de la ley del Estado: “En el
estado de naturaleza no hay nada que sea bueno o malo en virtud del común consenso, dado
que todo el que se halla en el estado natural mira solo por su utilidad, y conforme a su índole
propia, y decide acerca de lo bueno y de lo malo únicamente por respecto a su utilidad, y no

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está obligado por ley alguna a obedecer a nadie más que a sí mismo. Por tanto, en el estado
natural no puede concebirse el delito. Pero sí, ciertamente, en el estado civil, en el que el bien
y el mal son decretados por común consenso, y donde cada cual está obligado a obedecer al
Estado. El delito no es, pues, otra cosa que una desobediencia castigada en virtud del solo
derecho del Estado y, por el contrario, la obediencia es considerada como un mérito del
ciudadano, pues en virtud de ella se le juzga digno de gozar de las ventajas del Estado” (Ética,
IV, prop. 37).

A este Estado, es decir, al “estado civil” llegan los hombres, según Spinoza, por común
consenso de voluntades: “Para gozar de una vida dichosa y llena de tranquilidad los hombres
han debido entenderse mutuamente… y renunciar a seguir la violencia de sus apetitos
individuales, y someterse a la voluntad y al poder de todos los hombres reunidos… ¿Pero cómo
debía realizarse este pacto para ser firme y valedero? Este es el punto que hace falta
esclarecer. Es una ley universal de la naturaleza humana no descuidar lo que juzga un bien,
sino por la esperanza de un bien mayor o por el temor de un mal mayor… Ahora bien, está esta
ley tan profundamente grabada en la naturaleza humana que debe ser colocada en el número
de las verdades eternas que nadie puede ignorar. Pero resulta necesariamente de esta ley que
nadie prometerá sinceramente renunciar al derecho natural que tiene sobre todas las cosas sin
ser determinado por el miedo de un mal mayor o la esperanza de un mayor bien… De donde
concluimos que ningún pacto tiene valor sino en razón de su utilidad; si la utilidad desaparece,
el pacto se disipa con ella y pierde su autoridad por completo…

“Esto es lo que debe suceder particularmente en la formación de un Estado. Si todos los


hombres pudiesen fácilmente dejarse llevar por la razón y reconocer cuánto importaría la
elección de tal guía a la utilidad e interés del Estado, no solamente todos mirarían con horror
la falta de cumplimiento de las promesas, sino que, animados del deseo sincero de realizar
este gran fin, a saber, la conservación de la república, serían fieles a sus palabras y guardarían
sobre todas las cosas la buena fe. Pero en tanto que lejos de dejarse guiar los hombres por la
razón sean esclavos de sus pasiones, y la avaricia, la envidia, la cólera, etc., ocupen el espíritu
de tal manera que no dejen en él sitio a la razón… haréis mal en dispensar a estas palabras una
confianza ciega, puesto que en virtud del derecho natural cada cual puede astutamente
despreciar sus promesas, sea por la esperanza de un gran bien o por el temor de un mayor
mal… Pero, puesto que el derecho no se determina más que por el poder de cada uno, se sigue
que cuanto se cede a otro de poder, voluntaria o forzosamente, se cede del propio derecho; y
por consiguiente, un soberano tiene derecho sobre todos aquellos a quienes les puede
compeler por la fuerza y retenerles por el temor del último suplicio…; conservará este derecho
mientras tenga poder bastante para hacer ejecutar su voluntad; de otro modo su autoridad
será precaria y aquel que sea más fuerte que su soberano no será obligado a prestarle
obediencia…

“Ved, pues, de qué modo puede establecerse una sociedad y mantenerse la inviolabilidad del
pacto común sin lesionar el derecho natural. De este modo, cada individuo transfiere su poder
a la sociedad, la cual, por esto mismo, tendrá sobre todas las cosas el derecho absoluto de la
naturaleza, es decir, la soberanía; de suerte que cada uno estará obligado a obedecerla, ya de
un modo libre ya por el temor del suplicio. La sociedad en que domina este derecho se llama
democracia, la cual puede definirse: “asamblea general que posee comunalmente su derecho

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soberano sobre todo lo que cae en la esfera de su poder”. Se sigue que el soberano no está
limitado por ley alguna, y que todos están obligados a obedecerle, porque esto es lo que todos
han debido establecer de acuerdo, tacita o expresamente, cuando le han transferido el poder
de defenderse, es decir, todo su derecho…

“… rara vez se ve dictar a los soberanos órdenes absurdas, porque les importa sobre todo, para
conservar el poder, velar por el bien público y no dejarse llevar en sus decretos sino de la
razón. Jamás, dice Séneca, duraron los poderes violentos. Téngase además presente que, en la
democracia, las leyes absurdas son menos sensibles que bajo las demás formas de gobierno,
por ser punto menos que imposible que la mayoría de una asamblea sancione un absurdo y,
por otra parte, el fundamento y el objeto de este gobierno son, como lo hemos demostrado,
contener los desarreglos del apetito y mantener a los hombres, en cuanto sea posible, dentro
de los límites de la razón, a fin de que vivan juntos en la paz y concordia; y si este fundamento
se olvida, el edificio entero no puede menos de derrumbarse” (Tratado teológico-político, XVI).

Influencia

El liberalismo de Spinoza fue históricamente la versión más originaria y auténtica que inspiró la
Declaración de Derechos de Jefferson, embajador en Francia durante la Revolución Francesa,
tercer presidente de los EE.UU y antes decisivo partícipe en la redacción de la constitución de
América del Norte en 1787, la primera constitución escrita). Declaración que se puso como
preámbulo a la Constitución de EE.UU. Inspiró también las sucesivas constituciones de la
Revolución francesa: la monáquica de 1791; la republicana de 1793; la napoleónica del año
VIII, redactada por el spinoziano Sieyes incluso con párrafos tomados literalmente del Tratado
Teológico-político; la de Bayona impuesta a España en 1808. La concepción política liberal de
Spinoza inspiró tanto al Estado jacobino de la Convención como a su heredero napoleónico.
Robespierre en su pseudomisticismo había instituido la fiesta del Ser Supremo como culto de
la religión de estado. Bonaparte promulgó el Código Civil y los Artículos Orgánicos de 1801. Por
ellos, ni con el concordato de 1801 con la Iglesia, se derogaba el carácter absoluto del Estado al
constituirse este en árbitro universal para dirimir qué libertades, incluso en materia religiosa,
puede conceder (Cf. Paul Verniere, Spinoza et la pensé francaise avant la Révolution).

Gran parte de la pugna histórica entre los mismos partidos liberales tiene como cuestión de
fondo la del control del poder o soberanía ilimitada del Estado. Cuando el liberal inglés Burke,
espantado por el terror de la Convención francesa, aboga por un liberalismo moderado
(“doctrinario”), más inspirado en una praxis de tolerancia que en rígidas teorías religiosas, Tom
Paine, diputado de la Convención, le contesta en su obra Los Derechos del Hombre que la
República francesa, por ser una democracia, posee todos los derechos, incluso el de saltar por
encima de todo derecho: “Lo que una nación entera ha decidido hacer, tiene derecho a
hacerlo”. El liberalismo más consecuente con los principios originarios de la Revolución
francesa – por ejemplo, el de los autodenominados “radicales” a partir de la III República
francesa – ha discrepado permanentemente con los liberales autodenominados “moderados”
tachándolos de oportunistas por su tradicional intento de arbitrar distintos recursos que en la
práctica cotrarresten: reconocimiento en la Constitución de algunos principios inamovibles
cualquiera que sea la voluntad popular; bicameralismo para contrarrestar al Parlamento o
Cámara de los representantes; fuertes prerrogativas regias o presidenciales para en

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determinados momentos sobreponerse a la voluntad del parlamento, en carnación d ela
soberanía nacional.

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