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Las palabras,
las ideas
y las cosas
Una presentación
de la filosofía
del lenguaje
EditorialAriel, S.A
Barcelona
Diseño cubierta: Nacho Soriano
ISBN : 84-344-8742-X
impreso en España
A B egoña
PRÓLOGO
l. “Pudiera pensarse: si la filosofía habla del uso de la palabra 'filosofía’ , entonces tiene que haber una filo-
oíia de segundo orden. Pero no es así; sino que el caso se corresponde con el de la ortografía, que también tiene que
er con las palabra ‘ortografía’ sin ser en tal caso una ortografía de segundo orden." L. W ittgenstein, investigaciones
ilosóficüs, § 121.
ciertos modos, las narraciones de cierto tipo, etc.) sean recomendables; es decir;
que nos insten a verlos, oídos, leerlos, etc. Es esencial a ¡a actividad artístida
el buscar producir objetos que, potencialmente, nos insten de este modo a la
acción: a verlos, oírlos o leerlos. La moral y el derecho persiguen enunciar nor
mas públicas o privadas con arreglo a las cuales sea apropiado formar las inten
ciones que rigen nuestras acciones. La ingeniería busca producir objetos útiles
para ayudamos a realizar determinados proyectos, designios, etc. Es, de nue
vo, esencial a lo que hacen quienes practican estas actividades que sus resul
tados sean sensibles a las intenciones, deseos, etc., de seres como nosotros. Por
otro lado, la realización de los objetivos de las actividades teóricas puede cier
tamente tener (y usualmente tiene) consecuencias prácticas; estas consecuen
cias guian además las decisiones privadas y públicas sobre a cuáles de ellas
dedicar tiempo y recursos. Pero tales consecuencias son sólo efectos sobrevi-
nientes a la actividad misma, no los objetivos que las caracterizan.2
¿Cuáles son esos objetivos? Lo expondré, de nuevo, en términos lingüís
ticos; para facilitar la comprensión ilustraré mis observaciones con dos ejem
plos. Los ejemplos provienen de la práctica que he declarado paradigmática de
las actividades intelectuales teóricas, la ciencia; con el fin de que resulten real
mente ilustrativos, los ejemplos (la teoría genética de Mendel y la mecánica
celeste de Copémico) conciernen a conocimientos que forman parte ya del
bagaje cultural de cualquier posible lector de estas páginas.
Las actividades intelectuales teóricas se caracterizan por buscar explica
ciones conceptualmente aumentativas que solucionen problemas planteados a
propósito de un cuerpo de conocimientos cognoscitivamente independiente de
las soluciones, cualesquiera que éstas puedan ser. Consideremos el caso de la
mecánica celeste copemicana, para ilustrar los conceptos que se utilizan en esta
caracterización.3 La percepción visual nos informa de diversos hechos sobre
los movimientos aparentes, relativos al lugar que nosotros ocupamos, de obje
tos luminosos en eí firmamento visible. Los hechos son, básicamente, de tres
tipos. En primer lugar, el movimiento diurno aparente del Sol, y el movimien
to nocturno de las constelaciones. En segundo lugar, el movimiento anual del
Sol con respecto a las constelaciones a lo largo de la eclíptica. Finalmente, el
movimiento aparentemente errático de ios planetas con respecto a ías conste
laciones (incluyendo los incrementos y disminuciones en la intensidad de la luz
que proyectan que acompañan a estos movimientos “enfáticos”). Todos estos
hechos conciernen, como he dicho, a objetos luminosos: la percepción visual
no nos informa de si los objetos emiten luz o 1a reflejan, ni de su naturaleza:
por lo que a los informes de la percepción visual respecta, el Sol podría ser
una hoguera que Zeus reaviva cada día, o un carro de fuego. Y conciernen al
movimiento aparente: son compatibles con que seamos nosotros los que nos
2. Pese a estar enunciada en términos analíticos, esta exposición resultará sin duda familiar: se parece, estre
chamente a h clasificación del saber que lleva a cabo A ristóteles al com ienza de h M etafísica.
3. La exposición que sigue se apoya en los excelentes trabajos cíe Norwood R. Hanson, Constelaciones y con
jeturas (Alianza: Madrid, 1978) y Thomas S. Kuhn, i a revolución copem icana, Ariel: Barcelona, 1978.
movemos, y no ellos, por ejemplo, y también con que nos movamos tanto los
observadores como los objetos luminosos observados. Sin embargo, por más
que los califiquemos de meramente “aparentes”, todo lo que he descrito son
hechos que conocemos; si se prefiere algo menos rotundo, he descrito convic
ciones bien fundadas comunes a la inmensa mayoría de los seres humanos.
Tanto las convicciones como los conocimientos son actividades representacio
nales doxásticas, no conativas.
La mecánica celeste copemicana ofrece una familiar explicación de estos
fenómenos. La explicación pertenece también a la familia de las actividades
doxásticas: es una conjetura, una opinión, o a estas alturas, más bien ya un
conocimiento. No hace falta enunciar sus detalles, pues todos los conocemos.
Sí importa observar que la explicación es cognoscitivamente independiente de
los hechos que he descrito en el párrafo anterior. Con esto quiero decir que
aceptar la verdad de todas las oraciones mediante las que expresaríamos los
hechos descritos en el párrafo anterior no fuerza a un usuario competente,
reflexivo y sincero del español a aceptar la verdad de la explicación copemi
cana. (Como, por ejemplo, fuerza a un usuario competente, reflexivo y since
ro del español el aceptar la verdad de ‘hoy es martes’ a aceptar también la de
‘mañana es miércoles.) Antes bien: quienes se enfrentan por primera vez con
la explicación copemicana, pese a aceptar los hechos antes descritos, la
encuentran increíble, inaceptable. Y el que a sí lo hagan no con! leva, en abso
luto, que cuando aceptaban la verdad de las oraciones con que expresamos ios
hechos descritos en el párrafo anterior, no las entendieran bien, no supieran lo
que estaban diciendo o padecieran algún trastorno psíquico. Mientras que si
alguien que acepta como verdadera ‘hoy es martes’ nos informa también de
que considera falsa 'mañana es miércoles’, pensaríamos que es un extranjero
que no domina la lengua, que no sabe lo que dice, que no entiende algunas
palabras, o que padece algún otro trastorno.
Las explicaciones que una actividad intelectual teórica tiene por objetivo pro
porcionar solucionan problemas: La mecánica celeste copemicana explica ios
hechos sobre los movimientos aparentes de objetos luminosos, en tanto que enun-
jcia las causas de esos hechos. De modo que, en este caso, el problema es enun
ciar las causas de los hechos observados. Un problema concerniente a un domi-
Jnio sobre el que poseemos algún conocimiento se puede plantear mediante una
!pregunta: ‘¿por qué se mueven de tal y cual modo tales y cuales objetos lumino
sos?' Las preguntas son actividades representacionales, que sabemos distinguir
tanto de las aseveraciones como de los mandatos. Las preguntas quedan a medio
[comino de las actividades doxásticas y de las conativas; una pregunta puede bus
car obtener información (‘¿dónde está el cine Verdi?'), o puede buscar obtener
más bien una instrucción (‘¿qué camino he de seguir para llegar al cine Verdi?’).
Una pregunta teórica es una cuyas respuestas razonables pertenecen al grupo de
las actividades representacionales doxásticas, una pregunta práctica es una cuyas
respuestas razonables pertenecen al grupo de las actividades representacionales
conativas. Los problemas que buscan resolver las prácticas teóricas son aquello
planteado por preguntas teóricas: los significados de preguntas teóricas.
No debe suponerse que las preguntas para las que las prácticas teóricas
ofrecen explicaciones están cabalmente planteadas con anterioridad temporal a
la existencia de la explicación propuesta por la actividad teórica. En ocasiones
(como han puesto de manifiesto filósofos contemporáneos de la ciencia, como
Karí Popper), sólo después de disponer de la explicación, somos capaces de
formular correctamente el problema. Puede incluso ocurrir que sólo la expli
cación nos permita ver la existencia del problema. Alguien que no conozca la
teoría copemicana (o sus más precisas versiones contemporáneas) puede no ver
ninguna necesidad de responder a la pregunta ‘¿por qué se mueven de tal y
cual modo tales y cuales objetos luminosos?’; simplemente, diría esta persona,
se mueven asi, no hay más explicación que ofrecer. Lo que es más, disponer
de la explicación puede servimos para rechazar alguno de los “hechos” relati
vamente a los cuales se había planteado originalmente eí problema. El caso
copemicano es aquí particularmente claro, pues la explicación nos llevó a
corregir radicalmente los términos en que antes se había planteado el proble
ma. Es por eso que, cuando enunciamos ex post facto el problema (como
hemos hecho en los párrafos anteriores), aceptando ya la verdad de la explica-
ción copemicana, hablamos de movimientos aparentes. Los hechos explicados
por una teoría son muchas veces “construidos” por la teoría; pero no, natural
mente (como pretenden los teóricos contemporáneos de la ciencia como “cons
trucción social” de fenómenos) en e) sentido de ‘construir’ en que los cons
tructores construyen casas, sino en aquel en el que el microscopio electrónico
nos permite “construir” hechos microscópicos: propiamente hablando, lo que
el microscopio nos permite construir es una representación correcta de los
hechos microscópicos, que sin él no estaríamos en disposición de construir^
Una buena indicación de que hemos conseguido una explicación satisfac
toria en cualquier ámbito teórico es que, con ayuda de la teoría, somos capa-j
ces de predecir correctamente hechos relativos al ámbito de problemas que no'
habríamos podido predecir sin ayuda de la teoría; típicamente, hechos relati
vos al futuro. (El carácter futuro no constituye un rasgo necesario de las pre
dicciones, empero. La teoría de Darwin se confirma en gran medida por sus
predicciones sobre el pasado, como ocurre con la teoría geológica de la deriva
de los continentes.) A ojos de muchos, la teoría de Newton resultó confirma
da cuando, con su ayuda, Halley predijo la reaparición del cometa que lleva su
nombre con una precisión en su tiempo impensable. La filosofía de la ciencia
contemporánea, que ha enfatizado tanto esta observación como la que hemos
mencionado en el párrafo anterior, revela claramente hasta qué punto la ima
gen tradicional del “método inductivo'’ (amontonar “hechos observables” para
obtener de ellos apropiadas “generalizaciones inductivas”) es un mito. Eso no
significa, en absoluto, que las actividades intelectuales teóricas dei tipo de las
que hasta aquí estamos considerando (del tipo del que la ciencia es el para
digma) no sean disciplinas empíricas: sus explicaciones se aceptan sólo en la
medida en que son corroboradas por datos observables, obtenidos experimen
talmente en situaciones controladas e intersubjetivamente contrastables. La
caracterización más ajustada a los hechos que podemos hacer del “método
inductivo” consiste en describirlo como invocando el tipo de argumento que se
conoce como inferencia en favor de la mejor explicación. Sea cual sea el orden
de precedencia entre la elaboración de la explicación teórica y la formulación
precisa de ios problemas» la justificación que podemos aducir para aceptar una
explicación teórica es que la propuesta ofrece la mejor explicación hasta aho
ra contemplada del campo problemático. Y un buen indicio de ello es el que
acabamos de describir: la capacidad de la explicación para permitimos elabo
rar predicciones atinadas de hechos que constituyen el ámbito problemático,
que no hubiésemos sabido cómo formular sin ella.
Las explicaciones ofrecidas por las prácticas teóricas (específicamente, por
la ciencia) tienen, pues, bien conocidas virtudes epistémicas: nos permiten pre
decir con más precisión hechos futuros pertenecientes al ámbito problemático
(en el caso que estamos considerando, por ejemplo, ía posición futura de
los objetos luminosos cuyo movimiento aparente es menos regular, es decir/los
planetas); nos proporcionan una satisfacción cognoscitiva difícil de describir,
consistente en (}ue tenemos la impresión de comprender mejor las cosas; redu
cen lo relativamente complejo, desordenado y anómico a lo más simplef inte
grado y nómico, etc. Pero ninguna de estas virtudes velan aquello más impor
tante que hace a una explicación tal: a saber, que nos proporciona información
sustancial verdadera sobre el ámbito en cuestión. Se trata, además, de infor
mación que el resto de nuestro conocimiento no nos hubiera permitido obte
ner, por más exhaustivamente que lo hubiésemos, examinado, y por más cui
dadosos y hábiles que hubiésemos sido ai extraer las consecuencias lógicas de
(o que ya sabíamos. Es precisamente por eso que los hechos conocidos que sus
citan el problema, dijimos, son cognoscitivamente independientes. .de la solu
ción ofrecida, de la explicación. •
Únicamente nos queda ya por elucidar la idea de que las explicaciones
proporcionadas por las actividades intelectuales teóricas son conceptualmente
aumentativas. Lo que quiero decir con esto es que es parte de la actividad de
ofrecer soluciones a problemas teóricos el introducir nuevos conceptos, gene
ralmente introduciendo términos nuevos para ellos, o dando nuevos sentidos, a
términos ya en uso (términos teóricos). Los conceptos son “nuevos” relativa
mente a los necesarios para formular, con toda la precisión que sea posible, el
problema que la explicación persigue solucionar. Así, como es bien sabido, la
mecánica newtoniana introdujo el concepto de masa. En cuanto al ejemplo que
estamos considerando, quizás no parezca a primera vista cierto que cumple
también esta condición; a fin de cuentas, la explicación ofrecida por la mecá
nica celeste copemicana se efectúa en términos que ya aparecen en la caracte
rización de los hechos para los que esa teoría ofrece una explicación. Pero, si
se examinan las cosas de cerca, se ve que ei ejemplo sí satisface ía condición.
Es cierto que ‘planeta’, por ejemplo, se suele utilizar tanto para enunciar la teo
ría copemicana, como para describir uno de los hechos a explicar — el hecho
relativo al movimiento aparentemente errático, día tras día, de ciertos objetos
luminosos (a los que, etimológicamente, se llama ‘planetas’ precisamente por
lo errático de su movimiento aparente, relativamente a la estabilidad igual
mente apárente de las constelaciones)— . Pero la palabra no tiene el mismo sig
nificado en uno y otro caso. Tal como sejisa para describir el hecho a expli
car, 'planeta' significa objeto luminoso con movimiento aparente errático,
observado desde la Tierra; la Tierra no es, en este sentido, un planetar y un
“planeta”, en este sentido, puede ser un carro de fuego, una esfera de éter, una
hoguera que Zeus enciende y apaga, etc. Tal y como se usa en la explicación,
sin embargo, ‘planeta’ significa objeto que órbita en torno a otro que emite
luz* reflejando la luz emitida por éste, con independencia de su movimiento
aparente observado desde la Tierra. En este sentido, la Tierra es un planeta.
El ejemplo que hemos proporcionado ilustra las características mediante
las que hemos explicado qué es una actividad intelectual teórica: se trata
de prácticas cuya finalidad es proporcionar explicaciones conceptualmente
aumentativas que solucionen problemas teóricos planteados a propósito de un
cuerpo de conocimientos cognoscitivamente independiente de las explicaciones
ofrecidas. Pero se trata sólo de un ejemplo ilustrativo. Si la caracterización es
razonable, la práctica científica debería poder acomodarse, en general, a esta
abstracta descripción. Examinaré brevemente un segundo ejemplo, con el fin
de que las ideas centrales que forman parte de la caracterización se revelen
separables del caso particular con el que las hemos ilustrado.
En el caso de la genética mendeliana clásica, el ámbito de problemas a
solucionar concierne a ciertas regularidades observables en la transmisión de
caracteres en el curso de la reproducción sexual. Mendel estudió, específica
mente, pares contrapuestos de caracteres en guisantes: arrugadoAiso, amari
llo/verde (en ambos casos, características de las semillas), alta/baja (propieda
des de la planta). La descendencia de determinadas semillas (homocigóticas)
posee los mismos caracteres que sus progenitores; la de otras (heterocigódcas)
es mezclada. Si se reproducen entre sí plantas homocigóticas con caracteres con
trapuestos (guisantes arrugados y guisantes lisos), la descendencia manifiesta
únicamente uno de los rasgos. Estos guisantes descendientes, sin embargo, son
heterocigóticos; si se reproducen después entre sí los guisantes de esta primera
generación, su descendencia contiene guisantes arrugados y lisos. Los contiene,
además, en una proporción específica: de cada cuatro, tres presentan uno de los
rasgos, uno el otro. Los hechos observados que constituyen el problema a expli
car, pues, conciernen a cómo los caracteres pueden ser transmitidos incluso por
organismos que no los presentan, y a por qué se distribuyen en la segunda gene
ración unos y otros caracteres en la proporción en que lo hacen. Mendel expli
có estos hechos postulando que los caracteres están determinados por dos genes,
procedentes uno de cada progenitor a través de un proceso aleatorio, y que un
organismo heterocigótico manifiesta sólo los rasgos asociados con uno de los
genes, eí “dominante” Esta explicación reúne las características que hemos des
crito en los párrafos precedentes. El problema es teórico; la solución ofrecida
es cognoscitivamente independiente de los hechos explicados, y es conceptual
mente aumentativa (el concepto de gen se introdujo con ella).4
4. Cf. Giere. Uiuierstanding Scientific Reaso/¡ing, donde se exponen además los aspectos epistémicos.
No toda actividad intelectual teórica posee interés objetivo; incluso activi
dades intelectuales teóricas que han parecido a algunos de los mejores intelec
tos de la humanidad poseer interés objetivo, carecen en realidad de él. Tales
actividades no se ocupan de problemas teóricos, sino de arcanos. Determinar
el sexo de los ángeles; establecer la carta astral de Julio César; averiguar la
composición de la piedra filosofal, o recuperar mediante el psicoanálisis
recuerdos reprimidos en la infancia son (ni que decir tiene, a mi juicio) arca
nos; ocuparse en ellos es practicar actividades intelectuales sin interés objeti
vo alguno. Las razones por las que carecen de él difieren. En algunos casos,
los problemas que quienes practican estas actividades pretenden solucionar son
pseudoproblemas: tos hechos para los que se buscan explicaciones, simple
mente, no se dan (por más que personas razonables hayan pensado o piensen
que se dan). En otros, las explicaciones que parecen buscarse (dado el plan
teamiento de los problemas) son pseudoexplicaciones. Quizás tienen virtudes
epistémicas análogas a las de las verdaderas explicaciones: proporcionan la
impresión de que comprendemos mejor las cosas; permiten hacer predicciones
atinadas; etc. (Las pseudoexplicaciones sólo logran esto último gracias a la
extrema vaguedad con que se formulan; pero muchas explicaciones genuinas
adolecen del mismo defecto, así que no es con base en esto que hemos de
rechazarlas.) Pero, en cualquier caso, a juzgar por lo que sabemos las explica
ciones propuestas son-falsas: no proporcionan información correcta sobre el
ámbito problemático. ^
Así, a juzgar por lo que sabemos, no hay una sustancia que permita trans
formar los metales en oro; y, aunque sería perfectamente posible establecer la
situación de ciertos cuerpos celestes en el instante del nacimiento de César, ello
no proporcionaría ninguna información causal interesante, pues, de nuevo a
juzgar por lo que sabemos, la situación de lo's cuerpos celestes en el instante
del nacimiento de un hombre no explica ni su carácter ni sus avatares. Por últi
mo, ambos defectos pueden darse en conjunción: así, ni la práctica psicoana-
lítica parece tener efectos terapeúticos (comparados grupos de individuos
sometidos a tratamiento psicoanalítico durante un largo período con otros
sometidos a otros tratamientos — incluida simplemente la atención afectiva de
alguien querido— durante el mismo período, los efectos parecen ser entera
mente similares); ni parece existir tampoco ningún proceso psíquico de la natu
raleza de lo que los psicoanalistas denominan ‘represión’ (a saber, un cierto
mecanismo que destierra de la conciencia ciertos sucesos acontecidos en la
infancia, que causan sin embargo diversos episodios psíquicos, como neurosis,
sueños, actos fallidos, etc.).
La gran virtud de entender la filosofía de acuerdo con la propuesta prece
dente estaría en que nos permite mostrar que, a juzgar por lo que por ahora
sabemos, parece razonable creer que la filosofía sí es una actividad intelectual
objetivamente interesante. El hecho de que algunos de los mejores intelectos
de la humanidad (Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Descartes, Leibniz...)
así lo hayan creído es un indicio de ello, desde luego; pero, como acabamos
de ver, no es un indicio suficiente, más aún dado el estado de la disciplina.
Sería vano pretender establecer más allá de toda duda que la filosofía es una
disciplina teórica interesante: ningún hecho interesante puede establecerse con
esa certidumbre, “más allá de toda duda”. Pero sí sería deseable mostrarlo de
una manera suficientemente convincente. Bajo el supuesto explícito de que la
filosofía es el tipo de actividad intelectual que aquí se ha descrito, este libro
intentará establecerlo así. Para ello, es preciso explicar primero cómo la semán
tica es una actividad intelectual teórica; es decir, cuáles son sus problemas teó
ricos y qué aspecto tienen sus propuestas explicativas. Esta tarea se lleva a cabo
en el capítulo segundo, por el procedimiento de estudiar de manera relativa
mente exhaustiva un caso ilustrativo. Inevitablemente, para que el estudio pue
da ser suficientemente exhaustivo, el ejemplo ha de ser en sí mismo no muy
interesante. Con el fin de que el caso examinado posea algún interés adicional
al de servir de ilustración del tipo de actividad intelectual teórica que, según la
presente propuesta, es 1a filosofía, he elegido presentar un caso — el de las
citas— que, con el fin de prevenir ciertos malentendidos, es en cualquier caso
necesario estudiar en una introducción a la filosofía del lenguaje. No sería ni
preciso ni aconsejable hacerlo con la exhaustividad con que aquí se trata, de
no mediar la motivación que acabo de ofrecer.
En el resto del libro he tratado de presentar los problemas filosóficos de
acuerdo con la propuesta, aunque sin hacer mención expresa de que procedo
de ese modo. La mejor justificación para la misma estará por tanto en que el
lector aprecie que, así planteados, los problemas filosóficos tradicionales son
genuinos problemas teóricos: problemas complejos, para alcanzar siquiera a
plantearse correctamente los cuales hace falta un largo entrenamiento (no diga
mos ya para hacer propuestas interesantes sobre su solución). Problemas difí
ciles, por tanto; pero no arcanos: problemas relativos a hechos que en efecto
se dan, para solucionar los cuales existe un camino relativamente claro, apli
cando el mismo método que utilizamos en general para justificar explicaciones
teóricas.
Que la filosofía haya de ser “difícil” en el mismo sentido en que lo es la
ciencia resulta sorprendente, y no sólo para el “hombre de la calle”. La tardía
vocación filosófica de algunos científicos ilustres les revela creedores de que,
en su madurez, una buena tarde de reflexión les capacita para hacer propues
tas filosóficas interesantes. Nunca, desde luego, se les ocurriría pensar lo mis
mo respecto de los problemas de cualquiera de sus colegas en otras discipli
nas. Los resultados a que luego llegan evidencian que hubieran hecho mejor
mostrando el mismo respeto hacia la filosofía. Es de lamentar que el respeto
que en esta concepción de la filosofía se manifiesta hacia la ciencia no se vea
devuelto con una actitud recíproca. Friedrich Engels observó muy acertada
mente en su Dialéctica de la Naturaleza lo siguiente: “Los científicos creen
librarse de la filosofía ignorándola o denigrándola. Pero puesto que sin pensa
miento no pueden. avanzar y para pensar necesitan pautas de pensamiento,
toman estas categorías, sin darse cuenta, del sentido común de las llamadas
personas cultas, dominado por los residuos de una filosofía ampliamente supe
rada, o de ese poco de filosofía que aprendieron en la universidad, o de la lee-
tura acrítica y asistemática de escritos filosóficos de todas clases* por lo que
no son sólo unos esclavos de la filosofía, sino que muchas veces lo son de La
peor; y los que más denigran la filosofía son esclavos precisamente de los peo
res residuos vulgarizados de la peor filosofía.” Estas palabras resultan particu
larmente proféticas a propósito de los científicos “cognítivos”, los que se ocu
pan profesionalmente de temas cercanos a los expuestos en esta obra.
Una comprensión adecuada de las explicaciones que proporcionan las teo
rías requiere una comprensión adecuada del material conceptual específico por
ellas introducido. Estos conceptos teóricos no pueden comprenderse cabal
mente mediante metáforas o analogías, ni comprendiendo simplemente, el sen
tido que esos términos, o términos análogos, puedan tener en el lenguaje coti
diano. El único modo de entenderlos es conocer su conexión lógica (muchas
veces mediada por elaboradas nociones matemáticas) con los hechos en el
ámbito problemático que se pretende explicar con ellos, en. toda su compleji
dad. En alguno^ casos (como en los de los dos ejemplos que hemos ofrecido),
alcanzar esta comprensión no es muy laborioso. En otros, como es sabido, sí
lo es. Pero, por laboriosa que sea, esa tarea es imprescindible si se quiere
alcanzar una genuina comprensión. Ningún libro de divulgación, por ingenio
so que sea su autor, puede ofrecer una comprensión adecuada de la teoría gene
ral de la relatividad o de la mecánica cuántica, capaz de reemplazar a la com
prensión indicada.
Este no es un libro de divulgación sobre las explicaciones que ofrece la
filosofía contemporánea del lenguaje, sino uno que intenta proporcionar una
presentación adecuada. No presupone casi nada en el lector (con excepción, de
las secciones VI, § 6, VII, § 5, VIH, §§ 1-2, y IX, § 4, que sí presuponen un
cierto conocimiento de la lógica de primer orden), pero sí exige trabajo y con
centración. Las explicaciones filosóficas consisten habitualmente en establecer
relaciones entre ciertos conceptos, que parecen estar en lo más profundo de
nuestra comprensión de las cosas. La explicación de cualquiera de ellos acaba
remitiendo a la de los demás. Así ocurre con cualquier intento de explicar los
conceptos fundamentales de que se ocupa la filosofía del lenguaje: acaba rem i
tiendo a la explicación de los conceptos de que se ocupa la epistemología o la
metafísica. Gran parte de la dificultad de las propuestas filosóficas proviene de
la necesidad de mantener a la vista relaciones complejas entre conceptos muy
abstractos, y no olvidar por ello las relaciones, cdn los pensamientos más coti
dianos en que se echa mano de ellos, los que constituyen la “base empírica”
de la disciplina y a propósito de los cuales se articulan los problemas de la filo
sofía.
Quiero anticiparme, para concluir, a algunas objeciones que puede susci
tar la aproximación a los problemas filosóficos qúe acato de presentar, y ela
boro en las páginas sucesivas. Una objeción natural se podría presentar así: “lo
que a mí me interesa es saber qué es significar, o qué es saber, o qué es saber
a priori; no saber qué significan las palabras ‘significado’, lsab^r\. o ‘conoci
miento a priori11'. Esta objeción presupone algo que vamos a cuestionar en las
cM ^ivns (cf. caos. XI y XII): a saber, que existe una diferencia cua-
litativa entre explicar el significado de un término, y decir cómo son Jas cosas.
Decir qué significan los términos sena, meramente, describir convenciones a
estipulaciones arbitrarias. Decir cómo son las cosas es, por contra, algo verda
deramente sustantivo. Sin embargo, justamente el caso anterior de los concep
tos teóricos sugiere que una distinción así es más difícil de fundamentar de lo
que pueda parecer. No parece haber una diferencia radical entre decir qué sig
nifica ‘gen \ y decir cómo se comportan los genes en sus aspectos fundamen
tales. Una objeción análoga es la de que la filosofía es “¿7 priori”, y sus resul
tados no pueden justificarse, como los de la ciencia, mediante el “método
inductivo”. Esta objeción presupone una concepción del conocimiento a prio-
ri que habremos también de poner en cuestión. Por último, otra versión de ia
objeción que he oído a veces se expresa elegantemente diciendo que la filoso
fía analítica es filosofía que no se deja traducir de un lenguaje a otro. Se tra
taría de un trabajo centrado en matices idiomáticos, minucias desde el punto
de vista de lo que tradicionalmente se ha entendido por ‘filosofía’. La respuesta
a esto es que incluso estudiando aspectos concretos del español podemos estar
estudiando a la vez aspectos completamente generales, comunes a cualquier
lenguaje.
El énfasis en los aspectos teóricos del estudio de la filosofía (como de
cualquier actividad intelectual de esta naturaleza) no pretende hacer que se
pase por alto sus virtudes prácticas. Como hemos dicho, y elaboraremos en los
dos primeros capítulos, el objetivo teórico de la filosofía es análogo al de las
disciplinas lingüísticas: se trata de: enunciar de manera explícita un cierto saber
que poseemos de manera tácita (cf. I, § 4). Ahora bien, ¿para qué queremos
tener conocimiento explícito de 1a sintaxis y de la semántica de nuestras len
guas? La razón fundamental, que hemos destacado hasta aquí (una razón por
sí sola bastante y en cualquier caso la más importante) es puramente teórica:
allá donde hay algo que ignoramos, es legítimo buscar teorías que alivien nues
tra ignorancia. Pero hay también una razón práctica. Sea cual fuere la natura
leza del conocimiento tácito, su ejercicio hace pensar que está constituido por
muy burdas generalizaciones inductivas basadas en una experiencia limitada.
El resultado es un saber sin duda ninguna muy eficiente en su aplicación en
los contextos cotidianos que están vinculados con su misma existencia, pero
también uno muy poco reflexivo y por ende muy poco crítico. Nuestro cono
cimiento tácito de la sintaxis de nuestra lengua no es suficiente muchas veces
para, confrontados con una oración “rara”, saber si es gramaticalmente correc
ta o no. En ocasiones, puede ser que al hacer explícitas las reglas pertinentes
al caso que se puedan extrapolar de casos “normales”, resulte que las reglas
dejen también ia cuestión sin decidir. Pero en otras ocasiones ocurre lo con
trarío: hacer explícitas ías regias nos permite resolver la cuestión reflexiva
mente.
Todos sabemos usar los predicados evaluativos; en cierto sentido de
‘saber’, por tanto, sabemos qué diferencia hay entre los predicados evaluativos
( ‘la película es mala') y ios descriptivos ( ‘los personajes no tienen nada que
ver con la gente de ía vida real’, ‘la trama es incomprensible’, etc.). Pero es
este un saber irreflexivo del que no sabemos dar cuenta, un saber que no sabe
mos hacer explícito. Estamos así sujetos a que cualquier Sócrates haga mofa
de nosotros; o. dicho con más seriedad, nuestro saber carece de una dimensión
autorreflexiva, y, por ende, crítica, de la que (al menos algunos) lo querríamos
poseedor.
A mi juicio, la cuestión fundamental de que se ocupa la filosofía del len
guaje es también la cuestión fundamental de que se ocupa la filosofía. Esta es
ia cuestión del realismo: ¿hay una realidad independiente de nuestro lenguaje
y de nuestro conocimiento, que nuestro lenguaje representa y que podemos al
menos esperar conocer? (Parte del problema es formular la cuestión con mayor
precisión; de ello nos ocuparemos a lo largo del capítulo V.) De la respuesta
que se ofrezca a este problema dependen claramente cuestiones prácticas, y
cuestiones prácticas muy importantes. El cinismo de muchos de nuestros con
temporáneos va de la mano con su antirrealismo: se diría que, para ellos,
alguien ha demostrado ya, con claridad meridiana, que la respuesta a ía cues
tión anterior ha de ser necesariamente negativa, y de ello se obtiene una con
clusión escépíicá sobre la importancia del saber y, en general, sobre los gran
des ideales ilustrados del pasado. La actitud se ha transmitido (muchas veces
por el mecanismo descrito por Engeis en el texto antes citado) incluso a los
científicos: Este libro no pretende ofrecer una respuesta a la cuestión del rea
lismo, pero sí material para abordarla de una. manera más crítica.
El objetivo fundairíéhtal de las páginas que siguen, como indica el subtí
tulo de esta obra, es presentar, de la manera más clara que me es posible, los
problemas más importantes de que se ocupa la filosofía del lenguaje y las apor
taciones de los más notables investigadores en este ámbito, que deben ser baga
je de cualquiera que desee reflexionar él mismo sobre ellos. No he.pretendido
exponer mi propio punto de vista, mucho meríos aún de una manera sistemá
tica. Una presentación de problemas filosóficos, sin embargo, no puede ser
meramente expositiva; iniciarse en su estudio requiere apreciar las dificultades
más patentes de las propuestas, las razones que parecen sostenerlas y los argu
mentos en contra. Es inevitable, pues, que los puntos de vista del autor afloren
aquí y allá, en la selección del material, y en el énfasis en críticas o encomios.
Confío en que ello tenga el efecto beneficioso de suscitar en el lector el es
tímulo para la reflexión propia.
Pese a que el objetivo principal es introducir las contribuciones funda
mentales a ia filosofía deí lenguaje — y no mis propios puntos de vista— y a
que, por consiguiente, la estructura del libro está determinada por la presenta
ción de las aportaciones de los autores relevantes en una disposición sustan-
cíaímente cronológica, puede también discernirse una cierta estructura narrati
va, que traiciona más que ninguna otra cosa mis propias convicciones filosófi
cas. El título de esta obra refleja el “triángulo'' al que se hace tradicionalmen
te referencia, ai mencionar los problemas fundamentales de que se ocupa la
filosofía del lenguaje. En un vértice se sitúan las palabras —expresiones como
‘el día en que lo asesinaron, Julio César no tenía más de 30.000 pelos’— ; en
otro, las cosas — hechos constituyentes del mundo o la realidad extralingüísti-
ca, como aquel concerniente al número de pelos de César el día de su muerte
del que depende que ía expresión anterior sea verdadera o falsa— ; en el ter-
cero, lasjdeas —los pensamientos que suponemos a quien produce una expre-
sión como la anterior, sin los cuales no tendría ningún sentido atribuirle ver
dad o falsedad: sólo imagine el lector que la “expresión” la han dibujado sobre
la arena de la playa las idas y venidas aleatorias de una bandada de gaviotas— .
El problema prioritario de la filosofía deí lenguaje es elucidar con claridad ía
naturaleza de esas relaciones.
El libro comienza con la exposición de la teoría al respecto, a mi juicio,
intuitivamente más accesible; se trata de la teoría “representacionalista”, que
puede encontrarse, con variantes que se complementan entre sí, en ía obra de
Locke (capítulo IV) y en la de Frege (capítulo VI). (Entre' los dos capítulos
metodológicos iniciales y éstos se incluyen capítulos eii que se introducen los
conceptos y concepciones relacionados de la epistemología y de la metafísica.)
La teoría representacionalista pretende asignar un balance apropiado a los tres
vértices del triángulo. El siguiente estadio argumentativo requiere apreciar las
dificultades para mantener este balance, que lleva a autores como Russell a
enfatizar el vértice del mundo (capítulos VII-'VIII), y a otros como el Witt
genstein del Tractatus a enfatizar el vértice del pensamiento — incluso a costa
de hacer desaparecer el mundo de la representación, según la interpretación
fenomenalista de esa obra que se defiende aquí— (capítulos IX-X). El
“momento” siguiente incluye teorías, de aroma decididamente contemporáneo,
que como las dei Wittgenstein de las Investigaciones y la de Quine, enfatizan
el vértice lingüístico a expensas de los otros dos (capítulos XI-XII). Los dos
últimos capítulos están destinados a presentar una propuesta que permitiría res
taurar el balance inicial, libre de los defectos del representacionalismo. No
hace falta decir que ésta es una caracterización interesada de tal propuesta, que
distará de parecer ajustada a los hechos para muchos. Evitaré decepciones si
advierto desde ahora que no he pretendido justificaría, ni aproximadamente,
con el detalle que sería preciso. Como dije, el objetivo de las páginas que
siguen no es presentar mis propios puntos de vista, sino introducir a otros a la
tarea apasionante de buscar soluciones tentativas para los problemas filosófi
cos que suscita el lenguaje.
LOS OBJETIVOS EXPLICATIVOS
DE LAS TEORÍAS LINGÜISTÍCAS
1. Tipos y ejemplares
Así pues, habida cuenta de que ser una palabra del español es una pro
piedad sistemática y de que dar cuenta de tal sistematicidad es una empresa
teóricamente pertinente, se comprende que ya las teorías morfológicas se sir
van de nociones teóricas. Una teoría morfológica del español, por ejemplo,
introducirá dos morfemas para el plural, una serie de morfemas-raíz detrás de
los que esos morfemas se pueden adjuntar, y reglas generales para adjuntar uno
u otro en función de los sonidos finales del morfema-raíz. Relativamente al
ámbito explicativo de la morfología, pues, los morfemas y sus modos posibles
de combinación [poner delante, poner detrás, etc.) son objetos teóricos, y tam
bién lo son aquellas de sus propiedades invocadas en las reglas de cons
trucción, las leyes o reglas postuladas por la morfología del español.
Los datos empíricos que se utilizan para la elaboración de una teoría mor
fológica consisten primariamente en intuiciones de los hablantes del lenguaje
sobre la estructura de las palabras del mismo. (Sólo “primariamente”: es con
siguiente al carácter explicativo de las teorías lingüísticas el que no tenga sen
tido imponer restricciones a priori sobre qué datos empíricos puedan servir
para contrastarlas o refutarlas. Chomsky ha venido defendiendo, a mi juicio de
manera convincente, que determinados hechos sobre el aprendizaje del len
guaje son también datos empíricos que una buena teoría debe explicar.)1 El lin
güista puede recurrir a sus intuiciones, o a las de los otros hablantes del len
guaje, sobre cuál sería el pretérito perfecto de un supuesto nuevo verbo; al
menos, puede recurrir a esas intuiciones cuando conciernen a casos claros. Las
predicciones de su teoría serán de este mismo tipo, y habrán de ser confronta
das con las intuiciones de los hablantes. Al igual que ocurre con otras disci
plinas científicas, los elementos empíricos (las intuiciones de los hablantes)
pueden en ocasiones ser corregidos por la teoría, cuando están en contradic
ción con ella, en lugar de ser la teoría corregida por los datos empíricos.
Las palabras no son, sin embargo, los objetos teóricamente privilegiados
en el estudio de los lenguajes naturales, en el sentido de que no son los po
seedores de las propiedades observables que nos permiten formular los pro
blemas, las perplejidades, que las disciplinas lingüísticas más características (y
más interesantes para la filosofía) persiguen resolver. Si, en lugar de la defi
nición inapropiada de ‘palabra’ en que nos hemos apoyado para esta discusión,
tratásemos de construir una más satisfactoria (una válida también para lengua
jes exclusivamente orales), apreciaríamos hasta qué punto las palabras son
objetos relativamente abstractos, ellos mismos altamente teóricos respecto de
2. En la lingüística contemporánea se distingue usualmente la sintaxis Jal español de ¡a sintaxis, sin más. Esta
distinción la motiva la creencia de que es posible dar una descripción general de ciertos aspectos de la sintaxis de
todo lenguaje natural humano.
La gramaticalidad no es sólo una propiedad sistemática, sino que es tam
bién una propiedad productiva. Una propiedad es productiva si los hechos de
los que depende que se aplique o no a algo hacen que la propiedad la tenga
necesariamente un número infinito de objetos. Una propiedad definida median
te un procedimiento recursivo es un caso típico de propiedad productiva. La
oración ‘el amigo de Juan es chino’ es gramatical en español; también lo es ‘el
amigo del amigo de Juan es chino’; también lo es ‘el amigo del amigo del ami
go de Juan es chino’, etc. Y no parece haber ningún límite al número de repe
ticiones de la expresión ‘el amigo de(l)\ tal que cualquier oración en la serie
cuyo comienzo hemos indicado, construida usando un número mayor que ése
de repeticiones de la expresión, sería gramaticalmente incorrecta. Es cierto
que, a partir de un número pequeño de repeticiones, de la expresión ‘el amigo
de(l)\ ya no somos capaces de saber si la oración es o no gramatical: la ora
ción se hace demasiado larga como para que seamos capaces de “procesarla”.
Pero parece razonable decir que las razones por las que esto ocurre (limitacio
nes psicológicas y físicas de los seres humanos) no tienen nada que ver con las
razones por las que una oración es gramatical o no lo es. Por el contrario, si
comparamos dos oraciones de la serie que nos parezcan manifiestamente gra
maticales, una con un número n + 1 de apariciones sucesivas de la expresión
‘el amigo de(l)’ y la otra la inmediatamente anterior en la serie, aquella que
contiene n apariciones de la expresión mencionada, nos sentimos inclinados a
pensar que las razones por las que ambas oraciones son de hecho gramatica
les, cualesquiera que éstas sean, determinarían que, dada una oración cual
quiera en la serie que sea gramatical, la que contiene exactamente una apari
ción más que ella de la expresión ‘el amigo de(l)’ debe ser también gramati
cal. Obtenemos así una serie infinita de oraciones, todas ellas gramaticales.
Si una propiedad es productiva, es también sistemática: el que se aplique^
o no a uno de los objetos en su dominio depende de que éste esté compuesto
de modos específicos de otros objetos poseedores de ciertas propiedades. No
cabe explicar de otro modo el que una propiedad se aplique necesariamente a
un número ilimitado de objetos. El condicional converso no tiene por qué ser
verdadero. La propiedad de ser una oración de ciertos lenguajes primitivos
(códigos que se utilizan para fines muy específicos), o de ciertos lenguajes arti
ficiales, es sistemática (por razones como las que se han discutido ante
riormente) pero no productiva, porque el número de oraciones que se pueden
construir con las regias sintácticas de esos lenguajes es finito. La propiedad de
ser una adjetivo del español es no sólo sistemática, sino también productiva.
No tenemos más que considerar los adjetivos numerales cardinales (o ios or
dinales): ‘uno’, ‘dos’, ..., ‘diez’, ‘once’, ..., ‘cien’, ..., ‘ciento diez’, ..., ....
La sistematicidad que hay implícita en esta serie es productiva; no hay ningún
límite razonable que pueda imponerse a los mecanismos de construcción implí
citos en la serie más allá del cual pueda decirse que no hay más cardinales
españoles: por el contrario, hay cardinales españoles que no tendríamos tiem
po de pronunciar, ni siquiera si empleásemos para ello cada segundo de la vida
de cada miembro de la especie humana.
Si la sintaxis se ocupa de explicar la gramaticalidad de las oraciones, dan
do cuenta de la sistematicidad (y la productividad) de esa propiedad, l a semán
tica se ocupa de otra propiedad, también productiva, de las oraciones. Más
específicamente: distingamos, de entre las oraciones, los enunciados. ‘¿Cierra
Víctor la puerta?’, ‘¡Víctor, cierra la puerta!’ y ‘Víctor cierra la puerta’ son
todas ellas oraciones, pero sólo la tercera es un enunciado. Un enunciado es
una oración respecto de la cual podemos preguntamos si es verdadera o falsa,
una oración que se utiliza convencionalmente para efectuar actos lingüísticos
tales como aseveraciones. Los enunciados “dicen” algo. Diferentes enunciados
pueden “decir” lo mismo: ‘Víctor cerró la puerta’ y ‘Víctor closed the door’
son diferentes enunciados, pero “dicen” lo mismo. El mismo enunciado puede
“decir” cosas distintas; así ocurre con ‘yo cerré la puerta’, cuando lo usan
diferentes personas, o con ‘vi a Juan con los. prismáticos’, que puede utilizar
se para decir que la persona que habla, valiéndose de unos prismáticos, vio a
Juan, o que la persona que habla vio a Juan llevando unos prismáticos. A eso
que los enunciados “dicen” — sin preguntamos más por el momento acerca de
su naturaleza, de la que habremos de ocuparnos por extenso en páginas suce
sivas— le llamaremos proposición.
Pues bien, expresar una proposición es una propiedad semántica funda
mental de los enunciados. Y es también una propiedad sistemática y producti
va. La introducción de la nueva palabra ‘implementar’ no sólo daría lugar a
un sinnúmero de nuevas oraciones gramaticales, sino que también produciría
un sinnúmero de nuevos enunciados, cada uno de los cuáles expresaría una
determinada proposición. No sólo será ‘Sergi implemento el programa’ una
nueva oración gramatical, por el mero hecho de haber sido introducida la nue
va palabra, sino que esta oración expresará una determinada proposición.
Debemos concluir, pues, que un enunciado expresa una cierta proposición en
virtud de que el enunciado está compuesto, de ciertos modos, de unidades sig
nificativas más pequeñas, y de que esas unidades más pequeñas tienen ciertas
propiedades. Una teoría semántica aspira a hacer explícitas tales regularidades.
La misma tesis se puede justificar invocando esta vez la productividad con la
misma serie que antes, ‘el amigo de Juan es chino’, ‘el amigo del amigo de
Juan es chino’, ‘el amigo del amigo del amigo de Juan es chino’, etc., esta vez
desde el punto de vista semántico: cada una de esas oraciones expresa una cier
ta proposición, y no parece razonable poner un límite al número de oraciones
en esa serie, cada una de las cuales expresa una proposición distintiva.
La sistematicidad de propiedades lingüísticas como ser gramatical y
expresar una determinada proposición constituye la razón fundamental por la
que buscamos teorías sintácticas y semánticas. Los lingüistas contemporáneos
influidos por Chomsky insisten frecuentemente en que nuestro conocimiento
del lenguaje es creativo, en que a cada momento realizamos la hazaña de
entender oraciones que nunca antes habíamos oído y de proferir oraciones que
nunca nadie había dicho. Y esto es sin duda cierto. Se apunta con ello a algo
más básico, que explica nuestra indudable creatividad lingüística: a saber, que
nuestro conocimiento del lenguaje es el conocimiento de propiedades siste
máticas, y de su sistematicidad. Es así que podemos ir “más allá” de las ora
ciones que oímos cuando aprendimos nuestra lengua. Podemos ir más allá, en
■el sentido de que podemos decir y entender oraciones que no estaban entre
aquellas que nos sirvieron para aprender a usar las lenguas que dominamos.
No podemos ir más allá, en el sentido de que no podemos trascender la
sistematicidad ya presente en ese corpas de partida: no podemos producir ni
comprender más oraciones que aquellas que las reglas del español permiten
construir con significados específicos, a partir de las unidades cuyo significa
do está determinado por enumeración. La creatividad lingüística consiste en el
hecho de que un Zeus que hubiera llevado a cabo la tarea a nosotros vedada
de aprender de memoria la lista infinita de las oraciones gramaticales del espa
ñol con su significado, no sabría sin embargo lo que nosotros sabemos del
español. Esta ignorancia se pondría de manifiesto con la mera introducción de
una nueva palabra: Zeus no sabría construir nuevas oraciones significativas
combinando la nueva palabra con las viejas; nosotros sí. (A menos, claro está,
[que Zeus supiese algo más que la mera lista, es decir, que a partir de la lista
(hubiese inferido las reglas sintácticas y semánticas que la determinan.) Las teo
rías sintácticas y semánticas aspiran a hacer explícito ese conocimiento nues
tro, la estructura del lenguaje.
El hecho que plantea_ej problema fundamental que las teoría^ lingüísticas
pretenden explicar es, pues, el de ía sistematicidad del significado de las ora
c io n e s Una unidad léxica es la unidad mínima con significado dé’üñTengua-
je; el significado de las unidades léxicas está dado por enumeración. El signi
ficado de las unidades léxicas es, pues, una propiedad asistemática. Los crite
rios que ya conocemos ponen de manifiesto la sistematicidad del significado
de las oraciones. Si se ampliase un lenguaje natural (o el idiolecto de una per
sona), añadiendo una nueva unidad léxica, y dotándola de significado, existi
rían muchas oraciones no expresamente contempladas al llevar a cabo la amplia
ción —oraciones formadas por la nueva unidad, en combinación con viejas uni
dades léxicas— que tendrían ipso fa d o significados específicos. Esto sería inex
plicable si el significado de las oraciones de los lenguajes naturales no estuvie
ra determinado por reglas. Análogamente, la eliminación de una unidad léxica
de un lenguaje natural (por desuso, o por otro motivo) o del idiolecto de una per
sona (por olvido quizás) tiene como consecuencia la eliminación de muchas ora
ciones en que esa unidad se combina con otras que permanecen en el lenguaje.
Obsérvese que, si bien cabe decir que se ha eliminado del lenguaje por desuso
(o del idiolecto por olvido) la unidad léxica, no cabe decir igualmente que se
han dejado de usar en el lenguaje las oraciones removidas al eliminar la uni
dad, pues quizás no se habían usado nunca; ni cabe decir que el hablante del
De modo que ahora ya no hay lugar a la equivocidad, por cuanto los sujetos
de (1) y (2') no sólo nombran cosas distintas, sino que son también ellos mis
mos palabras distintas.
En este trabajo hemos seguido hasta ahora la convención de entrecomillar
mediante comillas simples las expresiones cuando queremos mencionarlas, en
lugar de usarlas del modo habitual. Será útil que examinemos más de cerca esta
convención. Ningún recurso lingüístico parece tan simple como el de las citas.
Y, ciertamente, se trata de un mecanismo simple, en comparación con otros.
Pero, como ,se puede ver examinando el próximo capítulo, ya aquí el desa
cuerdo teórico es significativo: alguien podría pensar que en los párrafos
anteriores se ha dicho todo lo que es preciso decir sobre ellas, pero ese pensa
miento sería ingenuo. Cualquier investigación sobre el lenguaje conlleva cons
tantemente la mención de expresiones. Un mayor grado de explicitud en nues
tro dominio de esta herramienta redundará en una mejor disposición a evitar
frecuentes confusiones que su uso provoca.4
Dos aspectos de la distinción entre el uso y la mención de una expresión
requieren comentario, uno sintáctico y otro semántico. El aspecto sintáctico es
que las expresiones entrecomilladas son nombres (o sintagmas nominales,
como dicen los gramáticos), sea cual fuere la función sintáctica de las ex
presiones flanquedas por las comillas en las oraciones en que tienen su uso
habitual. En el ejemplo anterior, la expresión flanqueada por las comillas era
también un nombre, pero, en general, la expresión mencionada puede pertene
cer a cualquier categoría: un verbo, un adjetivo, una oración completa, como
en (5), o incluso una expresión que ni siquiera es una palabra; en cualquiera
de esos casos, la expresión resultante de entrecomillarlas es, sintácticamente,
un nombre:
4. En esta sección expongo la teoría de las citas que yo mismo considero correcta. Esta teoría se propuso ori
ginalmente con el fin de superar los problemas de las teorías que se examinan en el próximo capítulo.
de palabras. Del mismo modo, la expresión flanqueada por comillas en (5) itie-
ne usualmente la función de expresar un aserto sobre el precio de una; cierta
especia; pero tal función semántica no tiene nada que ver con su papel en (5),
que no trata en absoluto de economía ni de especias.
Una cita, pues, consta en el lenguaje escrito de una expresión de cualquier
tipo flanqueada de comillas, y el todo constituye sintácticamente un nombre.
La única función semántica de las expresiones que aparecen flanqueadas de
comillas en una oración (esto es, mencionadas), sea cual sea la función que tie
nen habitualmente (cuando están usadas), es, por así decirlo, la de exhibirse a
sí mismas. La teoría más simple de las citas que se nos ocurre formularía la
regla semántica para las citas de este modo: dada una expresión-tipo cual
quiera, la expresión-tipo que la contiene flanqueada por un par de comillas es
una nueva expresión que nombra a la primera. Denominemos la teoría natu
ral a esta caracterización del significado de las citas.
La teoría natural, sin embargo, no parece ser correcta, por la siguiente
razón: como vimos en la sección primera, un mismo ejemplar puede ejempli
ficar muchos tipos distintos. Pues bien, entrecomillando un ejemplar de una
expresión, podemos referimos a cualquiera de los tipos que ese ejemplar ejem
plifica. « ‘Excalibur’», en «‘Excalibur’ nombra una espada famosa», por un
lado, y en « ‘EXCALIBUR’ sólo contiene letras mayúsculas», por otro, no
designa la misma expresión-tipo. Esta es, pues, una razón empírica para recha
zar la teoría natural. Pues esa teoría presupone que las citas son unívocas, refi
riendo siempre al tipo más abstracto ejemplificado por la expresión entreco
millada. Una teoría más ajustada a los hechos (a la que denominaremos teoría
davidsoniana) formularía la regla así: dada una expresión cualquiera, el resul
tado de incluir entre comillas un ejemplar suyo es una nueva expresión que se
usa para mencionar alguno de los tipos ejemplificados por el ejemplar; el con
texto debe determinar cuál. El problema ahora es que la regla no especifica,
por sí sola, qué designa una cita. Son factores contextúales (el contexto lin
güístico en el ejemplo anterior, el contexto extralingüístico en otros casos) los
que acaban de determinar a cuál de los varios tipos ejemplificados por la expre
sión citada queremos referimos. Pero el defecto no está en la teoría; tales pare
cen ser los hechos semánticos sobre el uso de las comillas.5
La teoría davidsoniana no toma en consideración para nada la función
semántica usual de la expresión flanqueada por las comillas; la expresión pue
de no tener ninguna. La regla sólo menciona la expresión misma. Esta es una
nueva virtud de la teoría, pues cuando decimos “ ‘urububú’ no es una palabra
castellana” la expresión mencionada no tiene ninguna función semántica. Eñ
una expresión entrecomillada, las comillas están para decimos que la función
semántica de la expresión flanqueada por ellas en el todo no es la usual (qui
zás la expresión en cuestión ni siquiera tiene una función semántica usual
mente). La cita toda (la expresión entrecomillada y las comillas) tiene la fun
5. La explicación aquí ofrecida del funcionamiento de las comillas está tomada de Donald Davidson, “Quo-
tation”.
ción de mencionar una expresión. Y la función de la expresión que va dentro de
las comillas es la de permitimos determinar— con ayuda del contexto— cuál es
la expresión mencionada en ese caso particular. Las expresiones entrecomilladas
funcionan semánticamente en cierto modo como los jeroglíficos. En éstos, el sig
no guarda con su significado una relación de similitud —y no una meramente
convencional, como la que existe entre la palabra ‘Barcelona’ y la ciudad. En las
expresiones entrecomilladas, el ejemplar que aparece flanqueado por las comi
llas nos permite inferir el significado de la expresión entrecomillada completa en
virtud también de relaciones no convencionales; en este caso, la relación que-
existe entre el tipo al que la cita hace referencia, y el ejemplar que se ofrece, den
tro de las comillas, para que la audiencia infiera por sí misma aquél.
El lector puede comprobar que la regla mediante la que la teoría davidso-
niana recoge el funcionamiento semántico de las citas determina un mecanis
mo semántico productivo. Ello se debe a que se trata de una regla semántica
recursiva, es decir, una regla que se aplica a los resultados de aplicarla. Pues,
como una expresión entrecomillada es ella misma una expresión, puede a
su vez ser mencionada a través del mismo expediente del entrecomillado, ca
racterizado por la regla, y así sucesivamente: ‘Excalibur’, “ Excalibur” ,
‘“Excalibur” ’... . O, mejor, cambiando estratégicamente mientras sea posible
la tipografía de las comillas, para evitar confusiones cuando la expresión entre
comillada es ella misma la cita de otra expresión (como hemos hecho ya ante
riormente, y continuaremos haciendo en adelante): ‘Excalibur’, «‘Excalibur’»,
“«‘Excalibur’»”, etc.-Nuestra única regla asigna a cada una de estas expresio
nes (y a cada una de las que podemos construir de modo similar) un signifi
cado preciso (y uno diferente en cada caso). Esta es, por consiguiente, una nue
va virtud de esta modesta teoría.
Si contamos las comillas entre las letras de nuestro alfabeto, podemos
decir: ‘Excalibur’ es un nombre de Excalibur, la espada de Artús, y tiene nue
ve letras: ‘E ’, ‘x’, ... y ‘r’. «‘Excalibur’», por otra parte, es un nombre de la
palabra ‘Excalibur’ — a su vez un nombre de la espada de Artús—■y tiene once
letras: ‘E’, ..., ‘r’ y La teoría davidsoniana permitirá al lector descifrar
este aparente galimatías. La productividad de nuestro mecanismo semántico
para la cita tiene esta virtud: si el único medio de que dispusiéramos para men
cionar expresiones fuese ponerlas en cursiva, no tendríamos un mecanismo
productivo. Con este sistema tendríamos tantos nombres de expresiones como
expresiones, ni uno más. No podríamos, por ejemplo, referimos a uno de nues
tros nombres de expresiones; no podríamos citar una cita. Este ejemplo pone
también de manifiesto algo que antes se estableció de modo general, a saber,
que la productividad de una propiedad (el significado de las citas, en este caso)
implica su sistematicidad. De hecho, si nuestro mecanismo para construir
nombres de expresiones es productivo es porque es también sistemático, por
que las citas tienen estructura semántica. Si la teoría es correcta, en los casos
más simples las citas constan por un lado de las comillas y por otro de la expre
sión-ejemplar que aparece flanqueada por ellas. Ambas partes tienen una fun
ción semánticamente distinta, que la teoría describe.
Muchos chistes se apoyan en confusiones de uso y mención. “— ¿Qué sig
nifica pourquoi? en francés?” “— ‘¿Por qué?’” “—No, por nadag^or-saberlo.”
En la respuesta, naturalmente, se menciona la expresión ‘¿por <|ti^f^ao.se usa.
La respuesta es una abreviación de este enunciado más prolijo: .'“^ iir q u o i? ’
significa en francés lo mismo que ‘¿por qué?’ en español ” Ferb'.iá; falta de
comillas en el lenguaje hablado provoca que quien formuló la: pregunta no lo
entienda así: confunde por tanto la mención de una expresión con su uso. Es
preciso advertir que el lenguaje contiene muchos casos en que; si bien las
expresiones no están usadas como usualmente, tampoco están mencionadas,
en el sentido que acabamos de exponer. Una teoría completa dé todos los
fenómenos lingüísticos análogos al de la mención habrá de ser, por increíble
que a priori hubiera resultado, terriblemente complicadá. Otro chiste lo ilus
tra: El pianista está tocando ‘As Time Goes B y \ El mono del pianista arro
ja al suelo, repetidamente, la bebida del cliente. El cliente pregunta enojado
al pianista: — Oiga, ¿sabe por qué el mono derrama mi cuba-libre? El pia
nista: —No, pero si me la tararea ... .E l pianista entiende (o pretende enten
der) que las palabras ‘¿por qué el mono derrama mi cuba-libreT están usa
das para nombrar una canción; el cliente, en cambio, las había usado con su
sentido usual. En adelante, seguiré la práctica de poner en cursivas las expre
siones que, si bien no tienen su sentido más usual, tampoco están menciona
das. Así ocurre, por ejemplo, cuando se usan los primeros versos dé una can
ción o una poesía no con su significado usual, sino para referirse a la can
ción o poesía; o cuando se dice “el concepto caballo”. Él término ‘caballo’,
en el último caso, no está usado para hablar de caballos; pero tampoco está
mencionado.
A modo de resumen, una cita del excelente “diccionario filosófico inter
mitente” de Quine, extraída de la entrada uso contra mención:.
En esta sección discutiremos una dificultad que suscita la tesis que veni
mos defendiendo, a saber, que el estudio del lenguaje permite elaborar teorías
explicativas.
El propósito d e ja s teorías^ semánticas es ofrecer explicaciones io b re jo s
significados de las palabras. AhoriTblen^ e x p lic a r^ d e c is , sea lo que sea ade-
mas7 para explicar Tiernos de emplear sígn'o's^ En el próximo~cápítuío iíustrare-
~mós, describiendo exhaustivamente el casó de las citas, cómo las teorías se
mánticas intentan explicar fenómenos semánticos (el funcionamiento de las
citas) formulando leyes o reglas semánticas; enunciando los significados de las
unidades léxicas (como las comillas) y, especialmente, el modo sistemático en
que los significados de expresiones complejas (las citas) se obtienen a partir de
la contribución semántica de las partes. Ahora bien, si las teorías semánticas
intentan ofrecer información de este tipo, ellas mismas deben estar formuladas
en un lenguaje; un lenguaje en que se mencionen las expresiones complejas,
en que se diga en qué consiste su complejidad, cuáles son sus partes, cuáles
sus significados respectivos, etc. Distingamos el lenguaje cuya semántica que
remos explicar del lenguaje que, necesariamente, hemos de usar en la explica
ción, denominando lenguaje-objeto al primero y metalenguaje — meta’, por
su carácter de lenguaje usado para hablar sobre el lenguaje— al segundo. (La
distinción vale también cuando estamos intentando ofrecer explicaciones sin
tácticas o pragmáticas, exactamente por las mismas razones.) En ocasiones
ocurre que el lenguaje-objeto y el metalenguaje difieren completamente; por
ejemplo, puedo ofrecer una teoría semántica para el latín en español. Pero la
posibilidad de ofrecer explicaciones semánticas no puede depender de que len-
guaje-objeto y metalenguaje difieran de este modo: dado que el único lengua
je hablado sobre la capa de la tierra podría ser, por ejemplo, el swahili, si es
posible construir una teoría semántica para el swahili, debe ser posible cons
truirla en swahili — o, con mayor precisión, en un lenguaje estrechamente rela
cionado: swahili ampliado con los términos teóricos de que una teoría semán
tica haya de proveerse.
Esto es, justamente, lo que la objeción que estamos presentando discute;
según esta objeción, es imposible ofrecer genuinas explicaciones semánticas
para el swahili en swahili (ni en swahili ampliado). Se seguiría de esto, por lo
que acabamos de decir, que la semántica, como una disciplina genuinamente
explicativa, es imposible. Este es un esbozo del argumento que se aduce para
defender este punto de vista. Para que un fragmento lingüístico me proporcio
ne información, su contenido tiene que resultarme novedoso; antes de conocer
la información en cuestión, yo debía desconocerla. Ahora bien, ¿cómo puede
ser esto posible, en lo que respecta a la información que una teoría semántica
del swahili formulada en swahili intenta proporcionarme? Si yo no poseo esa
información, es que no entiendo el swahili; y, en tal caso, no estoy en disposi
ción de entender la propia teoría, que está formulada precisamente en swahili.
Y si poseo la información necesaria para entender la teoría, es que ya entien
do swahili; esto es, ya conozco la semántica del swahifi-,; y por tanto va conoz
co aquello que la teoría pretende proporcionarme.
Una definición circular es una definición que, por estarxforrnulada explí
cita o implícitamente en términos de aquello que se intenta definir, no podría
servir a nadie que no entendiera ya la expresión definida para aprender su sig
nificado. Dado que las teorías semánticas constan esencialmente de explica
ciones del significado de términos, pueden verse como un conjunto de defini
ciones. Así, la teoría davidsoniana de las citas define las comillas. La dificul
tad que se apunta en esta objeción es entonces la de que las teorías semánticas
son necesariamente circulares. Son, por tanto, explicativamente tan inadecua
das como las definiciones circulares. El siguiente texto contiene un razona
miento de este tipo:
Este argumento es especioso. Pero, antes de mostrar que lo es, haré dos
observaciones, cuyo objeto es hacer patente que todo argumento como éste tie
ne que ser falaz. Mostraré, primero, que la conclusión es increíble. Y, en segun
do lugar, que la presunta excepción que el texto hace respecto de los signos
definidos por ostensión no existe: si la conclusión del argumento fuese válida,
tampoco las definiciones ostensivas serían informativas. Sólo después explica
ré por qué el argumento no es válido, y cómo tanto las definiciones ostensivas
como las lingüísticas pueden ser informativas.
La primera observación es que la conclusión del argumento es una para
doja. Una paradoja es o bien un argumento aparentemente plausible del que
se sigue una consecuencia que contradice una proposición que también nos pa
rece plausible, o bien un par de argumentos plausibles con conclusiones con
tradictorias. Los argumentos de Zenón para tratar de establecer la inexistencia
del movimiento son paradojas. Que el argumento que estamos considerando
aquí constituye una paradoja lo podemos ver de varios modos. Uno es con
trastar la conclusión con un hecho obvio, a saber, que una discusión exhausti
va como la que a propósito de las citas se lleva a cabo en el próximo capítulo
nos proporciona información: la teoría davidsoniana, que se propondrá como
la empíricamente más adecuada, constituye una explicación satisfactoria, e in
formativa, de la semántica de las citas. Antes de conocer una discusión así,
difícilmente hubiésemos sido capaces de proponer una teoría similar sobre
7. En Pieter A. M. Seuren, O perators and Nucleiis, Cambridge: Cambridge University Press, 1969. Citado
por Gareth Evans y John M cDowell en su “Inlroduction” a Truth and Meaning. Essays on Semantics, del que son edi
tores.
cómo significan las citas. Un segundo modo de apreciar lo paradójico del ar
gumento es observar que sus conclusiones se habrían de extender a la sintaxis.
Una teoría sintáctica para el español presentada en español estará formulada
mediante oraciones que, ellas mismas, tendrán la sintaxis de las oraciones del
español. Quien no conozca ya ía sintaxis del español, por tanto, no estará
siquiera en disposición de saber si las oraciones que formulan la teoría son gra
maticales o no, y por tanto no podrá entenderlas. Quien sea capaz de enten-
derlas, por otro lado, ya conoce aquello que la teoría le intenta explicar: la sin
taxis del español. Sin embargo, y en contraste con esta conclusión, parece
obvio que las teorías sintácticas para el español (o para fragmentos del espa
ñol) que hemos aprendido a lo largo de nuestra vida son informativas. (Y esta
ban formuladas en español, ampliado con los términos teóricos necesarios para
la sintaxis: sería absurdo requerir que una teoría sintáctica del español estu
viese formulada en latín para que fuese informativa.)
La segunda observación concierne a la vía de escape que se ofrece en el
texto para algunas expresiones; se trata de una vía de escape que se le ocurre
a casi todo el mundo que ha encontrado alguna vez plausible un argumento
como el que^estamos aquí considerando. Esta vía de escape la proporcionan las
llamadas definiciones ostensivas. Una definición ostensiva es la explicación del
significado de una expresión a través de la demostración, como cuando le
explicamos a un niño qué significa ‘rojo’ señalando a una superficie roja, o qué
significa ‘elefante’ señalando a un elefante en el zoo. En el texto se indica que
ei problema no afecta a aquellas expresiones cuyos significados se pueden defi
nir ostensivamente; y muchos pensarían que tenemos una salida al problema
aquí, pues los significados de todas las expresiones del lenguaje se pueden
definir, directa o indirectamente, a través de definiciones ostensivas. Es ésta
una idea cara a la filosofía empirista tradicional, como veremos en el capítu
lo IV. Pues bien, la segunda observación consiste en apreciar que esto es un
grave error. Como mostrara Ludwig Wittgenstein, si la objeción fuese válida,
afectaría también a las definiciones ostensivas. Inmediatamente después mos
traremos que la objeción no es válida; pero es conveniente apurar el carácter
paradójico de la objeción antes de refutarla, poniendo claramente de manifies
to que la salida a través de la ostensión que contempla quien la suscribe no
existe en realidad.
Las explicaciones semánticas son objetables, según el argumento que esta
mos considerando, porque para explicar el funcionamiento semántico de una
expresión o de una estructura se usan otras expresiones. La presunta ventaja de
las explicaciones por ostensión, frente a ellas, estribaría en que en las explica
ciones ostensivas se correlacionan las expresiones o estructuras directamente
con sus significados, sin la mediación de signos que habrían de ser entendidos
previamente para que se pueda entender la explicación. En las explicaciones
no ostensivas se correlacionan en realidad los signos con sus significados
mediante el uso de otros signos, cuyos significados habrían de ser descritos a
su vez; en las ostensivas, se correlacionan directamente los signos con sus sig
nificados. Sin embargo, y por plausible que esto suene, las cosas no son así.
En las explicaciones ostensivas se conrelacionan los signos con sus significa
dos también a través de otros signos — signos de una naturale^^eculiar a los
que llamaremos signos ostensivos. Y si, como sostiene el qitfe así razona, las
definiciones no ostensivas son circulares —porque las mismas razones que
existían para requerir una explicación de los signos cuyos significados se pre
tende explicar mediante ellas, existen también para requerir una explicación de
los signos que usamos en la explicación— , resulta que las ostensivas, no están
en una situación mejor, porque las mismas razones existen también para exigir
una explicación del funcionamiento de los signos ostensivos.
Una explicación no ostensiva del significado de ‘río Guadiana’ (el expía-
nandum) podría ser: ‘río español que nace en los Ojos del Guadiana y desem.r
boca en el Atlántico a la altura de Ayamonte’ (el explanans). Aquí el expía-,
nans está sujeto a la objeción anterior; usamos palabras, de modo que cualquier
razón que tuviéramos para querer una explicación del significado del expía-
nandum es también una razón para querer una explicación de cada una de las
palabras usadas en el explanans. Supongamos, sin embargo, que explico osten
sivamente el significado del explanandum, señalando a un cierto río. “El río
Guadiana es este río.” ¿He correlacionado aquí el explanandum directamente
con su significado? Claramente no. Lo que he hecho es usar para mi explica
ción las palabras ‘este río’, el acto de señalar, y lo señalado; lo señalado, ade
más, no es el río significado por ‘río Guadiana’, sino — en el mejor de los
casos— un fragmento de él. Adviértase que alguien que entienda la expresión
‘río Guadiana’ debe saber que la misma se aplica a un objeto que incluye par
tes situadas en lugares distintos a aquel en el que señalo —de modo, por ejem
plo, que si digo ‘el río Guadiana tiene una anchura máxima de 25 m etros',
fragmentos del río situados en lugares distintos a aquel en el que me encuen
tro son pertinentes para determinar la verdad o falsedad de lo que digo; y debe
saber también que la expresión se aplica a un objeto que presumiblemente exis
tió en momentos anteriores y presumiblemente seguirá existiendo en momen
tos posteriores a aquel en el que se produce la ostensión — de modo, por ejem
plo, que si digo ‘el caudal medio anual máximo del río Guadiana es de
15 m3/s’, la verdad o falsedad de mi aseveración depende del caudal del río en
momentos de tiempo distintos a aquel en el que se produce la ostensión. Mi
audiencia tiene que inferir el significado a partir del fragmento señalado, y a
partir de los significados de las palabras ‘este’ y ‘río’.
Obsérvese también que la relación entre el fragmento de río señalado y el
significado de ‘río Guadiana’ es distinta a la relación entre lo mostrado y
ei significado en otras definiciones ostensivas. Así, si defino ‘rojo’ diciendo ‘el
rojo es este color’ mientras señalo a un tomate, lo que demuestro es meramente
ei rojo de un cierto tomate, mientras que lo que significo es una propiedad de
muchos objetos —de modo que es apropiado predicar la misma palabra ‘rojo’,
sin cambiar con ello el significado así definido, al color de otros objetos. Es
patente que la relación entre el rojo demostrado y la propiedad significada por
‘rojo’ es muy distinta a la relación entre el fragmento del río señalado y el río.
La relación es distinta también si explico el significado de ‘Juan Pablo II’
diciendo ‘Juan Pablo II es ese señor’, mientras señalo a un cierto individuo.
Aquí lo demostrado es Juan Pablo II, tal como aparece en un cierto instante de
isu vida, mientras que el significado es la persona a lo largo de toda su exis
tencia — de modo que tiene sentido decir ‘Juan Pablo II nació en Bilbao’, cuya
verdad o falsedad depende de sucesos alejados en el tiempo respecto del
momento de la ostensión. La relación entre ambas entidades es distinta a la
relación implicada en los dos casos anteriores.
Esta discusión (como la discusión del mismo tema en los parágrafos §§ 23-
37 de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein, en que la presente está
inspirada) no pretende mostrar que la definición ostensiva sea imposible.. Nues
tra conclusión será que el argumento que estamos considerando es incorrecto,
y que los significados de las palabras se pueden explicar sin circularidad algu
na, tanto mediante explicaciones ostensivas como mediante explicaciones no
ostensivas; que se puede explicar informativamente tanto el funcionamiento
semántico de los signos (no ostensivos) que usamos en las definiciones no os
tensivas y el de los signos (ostensivos) que usamos en las definiciones ostensi
vas. Lo que éstamos intentando mostrar ahora es sólo que el supuesto de que
las definiciones ostensivas son inmunes al argumento — el supuesto que hace
parecer a sus defensores el argumento que queremos refutar menos paradójico
de lo que realidad es— se apoya en una confusión: si el argumento afectase a
las explicaciones no ostensivas del significado, también afectaría a las ostensi
vas; no podríamos ofrecer explicaciones informativas sobre , el lenguajeni
mediante el lenguaje mismo, ni mediante actos de ostensión.
Digamos que un signo ostensivo es un signo compuesto de entidades lin
güísticas (un pronombre demostrativo, y, opcionalmente, un sintagma nominal)
y entidades no lingüísticas, un objeto u objetos concretos señalados por el
demostrativo, tal que su significado es una entidad que guarda alguna relación
natural con ei objeto u objetos señalados; Una relación naturales una relación
transparente a alguien con las capacidades cognoscitivas de un ser humano nor
mal; una relación que un ser humano normal colige sin que se le indique expre
samente.
Si digo de viva voz: ‘Pronuncia este sonido: urububu , la expresión que
indica el sonido a pronunciar es un signo ostensivo, compuesto de las palabras
‘este sonido’ y el sonido-ejemplar pronunciado a continuación; el significado
del signo ostensivo es un sonido-tipo, y la relación natural que es necesario
conocer para entender el signo ostensivo es la que existe entre los ejemplares
y sus tipos.8 En las explicaciones ostensivas mencionadas a modo de ejemplo
en el párrafo anterior se empleaban signos ostensivos. Las relaciones naturales
entre los objetos demostrados y los significados pretendidos de los signos
ostensivos eran, respectivamente: la que hay entre un fragmento espacial de un
8. Los seres humanos poseemos la capacidad cognoscitiva de “abstraer" un tipo a partir de sus ejemplares,
bien sea porque los tipos los crean esos m ism os procesos cognoscitivos — com o dicen los nom inalistas— , bien por
que esos procesos cognoscitivos nos proporcionan la capacidad de descubrirlos — como sostienen los realistas. Cf. IV,
§ 3 para la distinción entre realismo y nominalismo sobre los universales.
objeto y el objeto (en el caso del río); la que hay entre una propiedad ejem
plificada en un objeto y la propiedad (en el caso del color), y la que hay entre
un aspecto temporal de un objeto y el objeto (en el caso de la.persona).*
En las definiciones ostensivas, así pues, no se correlacionar!'los expla
nando, directamente con sus significados, sino que la correlación se establece
utilizando para ello otros signos, en este caso signos ostensivos. La única dife
rencia entre el explanans de una definición ostensiva (como “este río”, dicho
en Ja presencia del oportuno pedazo de río) y el de una no ostensiva (como “el
Guadiana es un río español que nace en los Ojos del Guadiana y desemboca
en el Atlántico a la altura de Ayamonte”) estriba en que la relación entre sig
no y significado es totalmente convencional en el segundo caso, pero parcial
mente natural en el primero.
Una consecuencia de esta diferencia es que los seres humanos estamos
cognoscitivamente bien dotados para entender sin más ni más las definiciones
ostensivas; mientras que entender las no ostensivas requiere entrenamiento lin
güístico. Es esta diferencia la que confunde a los que razonan como el autor
del argumento anteriormente citado. Pero es fácil ver que esta diferencia no es
relevante para la cuestión de si las definiciones ostensivas son inmunes al argu
mento de la circularidad. Porque es evidente que, por las mismas razones que
requerimos una explicación de cómo funcionan semánticamente los signos
convencionales (tanto el explanandum como los que aparecen en el explanans
de las explicaciones no ostensivas), podríamos requerir también una explica
ción del funcionamiento semántico de los signos ostensivos.
Veámoslo. Lo que sabemos de los signos convencionales es cómo usarlos
en situaciones concretas; pero no sabemos dar cuenta de eso que sabemos. Si
quisiéramos explicarle a un extraterrestre inteligente qué convenciones rigen el
funcionamiento semántico de las palabras, o si quisiéramos construir un robot
que fuese capaz de entenderlas, no sabríamos por dónde empezar. La exhaus
tiva discusión de las citas en el próximo capítulo probará suficientemente esta
afirmación. Las citas son uno de los mecanismos aparentemente más simples
del lenguaje; y veremos cómo autores inteligentes e informados han propues
to explicaciones de su funcionamiento que resultan ser claramente inade
cuadas. Es más, no tenemos ninguna certidumbre de que la teoría davidsonia
na que nosotros hemos adoptado no se revele finalmente inadecuada, por ra
zones que ahora somos incapaces de entrever. Exactamente lo mismo ocurre
con los signos ostensivos. Si al extraterrestre, por su peculiar naturaleza cog
noscitiva, las relaciones en que nos apoyamos no le resultan naturales — si, por
ejemplo, se muestra incapaz de pasar del fragmento espacia] del río al río com
pleto, meramente a partir de nuestro apuntar al primero— , si hubiésemos de
decirle expresamente qué ha de hacer para obtener el significado a partir del
9. De acuerdo con la teoría davidsoniana de las citas que propusimos antes, y defenderemos en el próximo
capítulo, las citas son también signos ostensivos, en los que la relación implicada es de la misma naturaleza que la
existente entre el sonido-ejemplar pronunciado com o ejemplo y el significado en el signo ostensivo 'este sonido: uru-
bttbu del ejemplo anterior.
signo, tampoco sabríamos por dónde empezar. Lo mismo lo muestra el caso de
la construcción del robot: no tenemos la más remota idea de qué información
habría que incorporar en una máquina, para que la máquina sea capaz de enten
der los signos ostensivos como lo hacemos nosotros.
Por tanto, la ostensión no nos ofrece ninguna vía de escape. Si las defini
ciones no ostensivas son circulares, y por tanto inaceptables según el especio
so argumento que estamos examinando; si las explicaciones semánticas no
ostensivas (o las lingüísticas) no explican nada, exactamente lo mismo ocurre
con las explicaciones ostensivas. Por fortuna, el argumento carece de fuerza
tanto para las unas como para las otras.
Es pertinente un comentario final a propósito del texto de Seuren. El autor
parece pensar que “agrupar expresiones sinónimas en clases” es una alternati
va al trabajo semántico — si bien no una tan atractiva como, antes de conside
rar la objeción de la circularidad, habíamos pensado que sería la semántica. Es
importante apreciar, empero, que tal actividad no tiene nada que ver con lo que
esperamos de la semántica. Pues alguien puede conocer todas las agrupaciones
posibles de expresiones del latín sinónimas con expresiones del francés sin
entender nada en absoluto de francés ni de latín. Una teoría que se limite a
agrupar expresiones sinónimas de diferentes lenguas, o de una misma lengua,
no dice nada expresamente sobre el significado de las expresiones; por lo tan
to, es ajena a los objetivos explicativos de una teoría sem ántica— que preten
de explicar, ni más ni menos, los significados de las expresiones de un len
guaje, exhibiendo al hacerlo el modo sistemático en que su determinación está
interrelacionada.
Examinemos finalmente de un modo crítico el argumento (la paradoja) de
la necesaria circularidad de toda explicación, del significado, ahora que cono
cemos su verdadero alcance. La falacia consiste en no apreciar que la palabra
‘saber’ se emplea en dos sentidos bien distintos. Uno es el de saber-cómo, o
conocimiento tácito. Otro es el de sáber-que, o conocimiento explícito. El pri
mero está constitutivamente vinculado a la acción de un modo muy distinto a
como lo está el segundo. Es en ese sentido de ‘saber' que un buen bailarín sabe
bailar el tango. El conocimiento tácito que un buen bailarín del tango tiene, sea
lo que sea, es algo que explica que el bailarín baile el tango, algo que consti-
tuye su capacidad para hacerlo. Sin embargo, ese mismo buen bailarín puede
ser completamente incapaz de describir de un modo razonablemente apropia
do en qué consiste bailar el tango, qué pasos hay que dar en según qué cir
cunstancias musicales. Le falta, entonces, conocimiento explícito del baile,
aunque posea un buen conocimiento tácito del mismo. Cuando decimos, y
entendemos, ‘hay una esfera roja ante mí’, tenemos conocimiento explícito de
que hay una esfera roja ante nosotros. El conocimiento explícito es, en una pri
mera aproximación, conocimiento enunciado mediante el lenguaje de manera
suficientemente perspicua. Es claro que alguien que tenga un conocimiento
explícito perfecto del tango puede muy bien no saber bailarlo sino de un modo
muy torpe. El conocimiento explícito de algo, pues, no está constitutivamente
vinculado a aquello que ese conocimiento tácito permite hacer; no explica que
alguien haga eso, pues alguien puede tener el conocimiento explícito sin tener
la capacidad constituida por el conocimiento tácito así explicitado. No es que
el conocimiento explícito de las reglas del tango no permita hacer nada; po
seer conocimiento explícito es poseer una caracterización teórica de algo, y una
, caracterización teórica permite hacer cosas: por ejemplo, ofrecer descripciones
y explicaciones a otros, hacer aseveraciones sobre aquello, etc. Lo que ocurre
más bien es que el conocimiento explícito de algo, por sí mismo, no permite
hacer aquello para lo que capacita el conocimiento tácito explicitado en ese
conocimiento; permite hacer otras cosas. Alguien que tenga conocimiento
explícito de los mecanismos cognoscitivos que permiten bailar el tango puede,
naturalmente, ser un excelente bailarín de tango; pero para ello debe poseer
además conocimiento tácito del tango.
Esta misma distinción, exactamente en estos mismos términos, se aplica
en el caso del lenguaje; pero (a causa de una confusión en todo análoga: a la
confusión entre uso y mención), la similitud en este caso existente entre el
conocimiento explícito y el conocimiento tácito por él explicitado explica que
la pasemos por alto. Nosotros tenemos, como hablantes competentes de nues
tras lenguas, conocimiento explícito de los significados de las emisiones lin
güísticas en contextos concretos de uso; y ese conocimiento debe estar basa
do, por las razones que hemos examinado en este capítulo —fundamental
mente, por la sistematicidad y la productividad de ese conocimiento— en un
conocimiento tácito de su sintaxis y de su semántica. Es ese conocimiento táci
to el que necesitamos también para entender una teoría de la sintaxis o de la
semántica de nuestras lenguas formulada en esas mismas lenguas, y para enun
ciarlas en ellas. Por otra parte, tales teorías intentan damos conocimiento explí
cito de las mismas. La discusión de las citas pondrá de manifiesto que, pre
viamente a la teorización semántica, carecemos de conocimiento explícito del
conocimiento tácito de las reglas sintácticas y semánticas de nuestro lenguaje
del que hacemos uso en cada acto de comprensión.
Naturalmente, las nociones de conocimiento tácito y conocimiento explí
cito suscitan todo tipo de preguntas y perplejidades, muy especialmente a pro
pósito del lenguaje. Sobre ello volveremos en diferentes ocasiones a lo largo
de esta obra. Pero no cabe duda alguna sobre la existencia de los fenómenos
en cuestión y sobre su carácter distintivo; y eso es lo único que necesitamos
para disolver la paradoja de la circularidad. Nosotros tenemos conocimiento
tácito del funcionamiento de las citas. La teoría que propusimos antes, y defen-
deremos en el próximo capítulo, de ser correcta, hace explícita la naturaleza de
aquello que conocemos. Una buena teoría de las citas nos proporciona conoci
miento explícito de ese conocimiento tácito, conocimiento que sólo la reflexión
teórica (y no meramente nuestra capacidad para usar las citas) es capaz de pro
porcionamos. Además, el conocimiento explícito no servirá para hacer aquello
que permite hacer el conocimiento tácito por él explicitado. El conocimiento
explícito del mecanismo de las citas nos permite ofrecer caracterizaciones
razonables de qué hay que hacer para citar; pero, por sí mismo, no nos capa
cita para citar, ni para entender las citas del modo en que las entendemos habi
tualmente (incluidas aquellas que puedan aparecer en la enunciación explícita
de nuestro conocimiento tácito de las citas). Para eso hemos de tener además
el conocimiento tácito del mecanismo de las citas.
Las citas (las comillas y las expresiones que ellas encierran) son un
expediente semánticamente muy simple; explicar su funcionamiento parece
mucho más fácil que explicar el funcionamiento semántico de la mayoría de
las expresiones de que se han ocupado lingüistas y filósofos del lenguaje.
La semántica de las citas no puede a buen seguro compararse en compleji
dad con la de otras expresiones de las que nos ocuparemos a lo largo de las
páginas sucesivas; por ejemplo, con la de las expresiones que introducen lo
que se denomina ‘contextos indirectos’ ( ‘piensa que’, ‘dice que’, ‘desea
que’, etc.), de las que se trata en VI, § 3 y VII, § 5. Sin embargo, su exa
men ofrece el suficiente interés como para que la combinación de-ambos
factores, simplicidad e interés, justifique una reflexión sobre la función
explicativa de la semántica tomando diversas propuestas sobre las citas
como modelo.
En la sección 3 del capítulo anterior propusimos una primera explicación
tentativa del funcionamiento de las citas, la “teoría natural”, y la descartamos
mediante un argumento. La teoría describía el funcionamiento de las comillas
del siguiente modo: dada una expresión cualquiera, la expresión-tipo que la
contiene flanqueada por un par de comillas es una nueva expresión que nom
bra a la primera. El argumento en contra consistía en obtener una conse
cuencia de esta teoría incompatible con la evidencia empírica que nos pro
porcionan nuestras propias intuiciones. Según esta teoría de las comillas, la
cita de una determinada expresión-tipo debería designar siempre lo mismo;
pero, como vimos, éste no es el caso. La refutación de la teoría natural nos
llevó a proponer otra, la teoría davidsoniana, que se ajusta a los hechos hasta
el punto de lo que somos capaces de decir, y que por eso aceptamos tentati
vamente como verdadera: a saber, que, dada una expresión cualquiera, el
resultado de incluir entre comillas un ejemplar suyo es una nueva expresión
que se usa para mencionar uno de los tipos ejemplificados por el ejemplar.
Los hechos a que esta teoría se ajusta conciernen al mecanismo de las citas
en el lenguaje natural: en primer lugar, la productividad que este mecanismo
exhibe; en segundo, el que citando la misma expresión podamos mencionar
diferentes expresiones-tipo en distintos contextos, y por último el que median
te el mecanismo de la cita podamos mencionar expresiones que no pertene
cen propiamente al lenguaje.
A todas luces, este proceder no es, en lo metodológico, en nada diferente
al de cualquier otra disciplina científica. Un texto de Quine nos permitirá abun
dar en esta idea, mostrando cómo una tercera teoría sobre el funcionamiento
semántico de las citas que en ese texto defiende Quine tiene consecuencias que
son incompatibles con algunos de los hechos mencionados, y otros que la dis
cusión nos permitirá exhumar.
-Al final de una excelente sección sobre el uso y la mención de signos
incluida en su libro Lógica matemática, Quine construye un argumento desti
nado a justificar la siguiente afirmación:
La cita ... tiene una cierta característica anómala que exige precaución especial:
desde el punto de vista del análisis lógico la totalidad de cada cita debe ser con
siderada como un único vocablo o signo, cuyas partes no cuentan más que como
serifs o sílabas. ... El significado del todo no depende de los significados de los
vocablos que lo constituyen.1
2. Los serifs son adornos que embellecen las letras en algunos tipos de imprenta; por ejemplo, el tipo que se
usa en este escrito. Otros tipos más austeros son sans s e rif Ciertamente, los serifs son partes de las expresiones que
el análisis semántico no reconoce, porque no poseen significados que contribuyan de un modo sistemático al signifi
cado del todo. Lo mismo ocurre con la mayoría de las sílabas; por ejemplo, con las sílabas ‘len’, ‘te’ y ‘ja ’ en ‘len
teja’. Ni que decir tiene que algunas sílabas sí son componentes semánticamente significativos de las palabras en que
aparecen; por ejemplo, la sílaba ‘bi’ sí es un componente semánticamente significativo de ‘bisílabo’, que, por consi
guiente, es una expresión semánticamente articulada. En su referencia a las sílabas en el texto anterior. Quine sólo tie
ne en mente sílabas com o las que componen ‘lenteja’, no sílabas como ‘bi’ en ‘bisílabo’.
esto fue lo que me produjo el corte”. El cuchillo, junto con el significado de
la expresión demostrativa ‘el filo de esto \ nos da el significado de esa expre
sión en ese contexto. El ejemplar de ‘Excalibur’, junto con el significado de
las comillas, nos da el significado de la cita « ‘Excalibur'».
La conclusión de Quine rechaza que el significado de las citas dependa
sistemáticamente de una cierta contribución realizada por las comillas y de una
cierta contribución realizada por lo que aparece entre las comillas; rechaza, por
tanto, que las comillas tengan un significado independiente, un significado que
contribuya sistemáticamente al significado global de las citas. Así lo indica la
alusión implícitamente contenida en su referencia a los serifs (a los que las
comillas se parecen): los serifs no tienen un significado independiente, ni rea
lizan contribución semántica alguna a la determinación dei significado de las
expresiones en que aparecen; las comillas, que se parecen mucho a los serifs,
son en este aspecto —nos sugiere Quine— como ellos.
Así lo indica también el cotejo con un texto en el mismo sentido de Alfred
Tarski, en una^ discusión sobre las citas en el primer parágrafo de su famoso
artículo “El concepto de verdad en los lenguajes formalizados”— discusión
que sin duda Quine tenía presente al escribir Mathematical Logic. En ese tex
to, Tarski contrasta dos tipos de propuestas teóricas sobre las citas. Una las
considera expresiones semánticamente estructuradas, siendo las comillas uno
de los dos elementos; tanto la teoría natural como la teoría davidsoniana son
propuestas de ese tipo. Tarski ofrece entonces varios argumentos contra cual
quier propuesta en esa línea; uno de ellos es, esencialmente, el mismo que ofre
ce Quine para justificar la tesis que estamos ahora tratando de interpretar. (El
argumento será expuesto y discutido en la próxima sección.) En cuanto a la se
gunda propuesta teórica que considera Tarski, éste tampoco la adopta expresa
mente; con una cautela que en él es habitual, sólo dice que “es la más natural”
y que “parece estar de acuerdo con nuestro empleo de las citas”. Pero parece
seguirse de su discusión, y de estos calificativos, que es la que Tarski adopta
ría. Esta segunda propuesta es precisamente ia misma que le estoy atribuyen
do a Quine:
Las citas pueden ser tratadas como unidades del vocabulario de un lenguaje,
esto es, como expresiones sintácticamente simples. Las unidades constituyen
tes de estos nombres — las comillas y las expresiones que aparecen entre
ellas— cumplen la misma función que las letras y los complejos de letras suce
sivas en las unidades léxicas. De aquí que no puedan poseer significado inde
pendiente. Cada cita es entonces un nombre específico invariante de una cier
ta expresión (la expresión incluida entre las comillas), de hecho un nombre del
mismo tipo que el nombre propio de un hombre. ... esta interpretación ... pa
rece ser la más natural y estar por completo de acuerdo con el modo habitual
de usar las citas.3
3. Alfred Tarski, “The Concept o f Truth ia Formalized Languages". Este artículo se publicó originalmente
en 1936.
Pues bien, podemos afirmar categóricamente que la teoría de Tarski, la
misma de Quine si la interpretación que he hecho de ella es correcta, es falsa,
que en absoluto está “por completo de acuerdo con ei modo habitual de usar
las citas”. La primera razón es que, como ya hemos hecho notar antes, el sig
nificado de las citas es productivo y, por tanto, también sistemático. (La pro
ductividad de una propiedad implica su sistematicidad, aunque no a la inver
sa.) Un número ilimitado de citas tienen significado: ‘Cicerón7, “ Cicerón” ,
“ ‘Cicerón’” , ... Si las citas carecieran de articulación alguna (de la articu
lación que revelan tanto la teoría natural como la davidsoniana), si fueran .
semánticamente átomos del léxico —como lo son los nombres propios de per
sonas— , esta productividad sería inexplicable.
Donald Davidson utiliza una consideración relacionada para refutar esta
teoría de Quine-Tarski: si las citas carecieran de articulación, como Quine pre
tende (en especial, si las comillas no hicieran una contribución sistemática al
significado de la expresión entrecomillada completa en la que aparecen), care
cería de explicación el hecho de que seres con las limitaciones psíquicas de
que adolecemos nosotros sean capaces de adquirir una capacidad potencial
mente ilimitada, como parece serlo nuestra capacidad para entender citas (repá
rese en que somos capaces de comprender la función semántica de la cita de
cualquier expresión que se nos presente: éste es un síntoma de la sistematici
dad de una propiedad). Si Quine y Tarski tuvieran razón, y las citas carecieran
de articulación, si fueran “unidades sintácticamente simples”, “nombres del
mismo tipo que el nombre propio de un hombre”, su significado tendríamos
que aprenderlo como aprendemos el significado de las partes semánticamente
atómicas del lenguaje — las “unidades léxicas”— , a saber, uno a uno. Pero en
ese caso, nuestra capacidad no sería potencialmente ilimitada: estaría limitada
al número de citas cuyo significado hubiésemos aprendido. Ciertamente, nues
tra capacidad de entender las unidades léxicas de nuestro vocabulario es limi
tada. Por el contrario, si las citas tuvieran la articulación que tanto Ja teoría
natural como la davidsoniana les atribuyen, el hecho de nuestro aprendizaje del
significado de las citas tendría una explicación sencilla: basta suponer que lo
que aprendemos es la regla que una de esas teorías propone, para entender que
tengamos una capacidad potencialmente ilimitada.4
(P2) La única explicación de que PS falle dentro de las citas es que el sig
nificado de las expresiones que aparecen dentro de las comillas sea
semánticamente (Quine dice “lógicamente”) ajeno al significado del
enunciado completo en que aparece la cita.
Una palabra como ‘Excalibur’ puede nombrar una espada, o puede nom
brarse a sí misma. Sin las comillas, puede no estar completamente claro si en
(1) nombra la espada (y el enunciado es patentemente falso) o se nombra a sí
misma (y entonces es verdadero). Las comillas, según esta teoría, se limitan a
eliminar la ambigüedad, poniéndole una especie de marca distintiva a la pala
bra cuando funciona como un nombre de sí misma. Pero si el contexto deja
suficientemente claro qué significado tiene la palabra, entonces son innecesa
rias. Lo característico dé esta cuarta teoría es que no es la cita completa (comi
llas más expresión entrecomillada) la expresión designadora cuando se men
ciona una expresión (como ocurría en las tres teorías precedentes), sino la
expresión que aparece dentro de las comillas: tal como se dijo, según la teoría
fregeana esa expresión se autodesigna. Quizás esta teoría sea aún más “natu
ral” que la teoría natural, a juzgar por las dificultades con que todos tropeza
mos cuando queremos atenemos estrictamente a la exigencia de usar comillas
siempre que queremos mencionar una expresión. El hecho de que en el len
guaje hablado los correlatos de las comillas —un cierto énfasis, gestos con los
dedos que sugieren las comillas— se ignoren con mucha mayor frecuencia de
lo que pasamos por alto el uso de las comillas en el lenguaje escrito habla tam
bién en favor de la “naturalidad” de la teoría fregeana.
Si ésta fuese la correcta teoría de las citas, la segunda premisa del argu
mento de Quine sería falsa. El significado de la expresión que aparece dentro
de las comillas (a saber, la expresión misma) es tan esencial para determinar
el significado del todo como lo es el de ‘Cicerón’ en ‘Cicerón denunció a Cati
lina’. ¿Por qué falla entonces el principio de sustituibilidad, en casos como los
que venimos considerando? Es muy sencillo: por lo mismo que fallaría si tra
tásemos de inferir de la verdad de ‘Cicerón es el perro de mi /vecina” junto con
la verdad de ‘Cicerón denunció a Catilina’ que ‘el. perro de mi /vecina denun
ció a Catilina’ es verdadero. Es un criterio general que se debe respetar al apli
car cualquier principio de inferencia a enunciados que contienen expresiones
ambiguas —expresiones con varios significados— el que esas expresiones
deben tener el mismo significado en todas las premisas; de otro modo, ra
zonaremos falazmente. Este principio es el que violamos en la inferencia que
acabamos de hacer, dado que ‘Cicerón’ es ambiguo: en la segunda premisa es
un nombre del senador romano, pero en la primera es un nombre del perro de
mi vecina. Y ésa es la explicación de que, según la teoría fregeana de las citas,
falle el principio en casos como el que se describe en ( P l ) — si bien en estos
casos la ambigüedad es más sutil. En ‘Tulio es (idéntico a) Cicerón’, y en
“Tulio’ tiene cinco letras’, ‘Tulio’ tiene dos significados distintos.
Si esta teoría es verdadera, por tanto, P2 es falsa. La explicación del fallo
de PS a que se alude en (Pl) que Quine proporciona en (P2) no es la única
posible ni tampoco la correcta. Si la teoría fregeana de las citas es verdadera,
en el mismo sentido en que lo que el enunciado ‘Cicerón denunció a Catilina'
dice depende del significado de ‘Cicerón’, a saber, Cicerón, el senador romano,
lo que el enunciado “ ‘Cicerón’ tiene siete letras” dice depende del significado
de la misma expresión ‘Cicerón’, que ahora aparece en el enunciado dentro de
comillas. Pues tal significado no es en este caso el senador romano, sino la
expresión misma, ‘Cicerón’: las comillas indican que la ambigüedad de la
expresión debe decidirse aquí de modo que lo mencionado sea la expresión
misma, y no el senador romano. Y, ciertamente, lo que el segundo enunciado
expresa depende de que el sujeto refiera a la expresión en cuestión.
La teoría fregeana, por tanto, nos da una razón por la que el argumento de
Quine no es aceptable. La teoría no requiere siquiera poner restricciones espe
cíficas al principio de sustituibilidad; la razón por la que la aplicación de este
principio dentro de las citas no funciona no tiene que ver con una limitación
propia del mismo, sino con un requisito general para aplicar principios de infe
rencia lógicos a razonamientos en lenguaje natural. La falacia de inferir de la
verdad de ‘todos los bancos son instituciones de crédito’ y la verdad de ‘todos
los objetos de piedra en el Parque de las Descalzas son bancos’, la falsedad
‘todos los objetos de piedra en el Parque de las Descalzas son instituciones de
crédito’ no requiere imponer limitaciones específicas al modo de razonar cono
cido como silogismo en Barbara, ejemplificado por ese argumento (todo B es
C, todo A es B, por tanto, todo A es C).
Gottlob Frege, que sugirió esta teoría de las citas en su clásico artículo .
“Sobre sentido y referencia”, proporcionó una explicación similar de los (según
él, también meramente aparentes) fallos del principio de sustituibilidad en con
textos intensionales. De acuerdo con esta explicación, las palabras son, al
menos, triplemente ambiguas: ‘Cicerón’, por ejemplo, no sólo puede servir
para mencionar al senador romano (en contextos ordinarios) y para mencio
narse a sí misma (cuando aparece dentro de comillas), sino que también pue
den servir para designar una entidad a la que él denominó “modo de presenta
ción” o “sentido” y que, según él, cualquier teoría semántica del lenguaje debe
contemplar. ‘Tulio’ y ‘Cicerón’ irían asociados con diferentes modos de pre
sentación del mismo objeto, en este caso un objeto físico; igualmente ocurriría
con ‘el número de los planetas’ y ‘9 ’, que conllevarían diferentes modos de
pensar en un mismo número. Según Frege, los contextos gobernados por
expresiones de actitud proposicional son contextos en los que las expresiones
significan estos modos de presentación y no los objetos que usualmente desig
nan. Lo mismo podría decirse de los contextos modales, aunque Frege no se
ocupó expresamente de ellos. De ahí que PS falle también, al menos en apa
riencia, en ‘necesariamente, nueve es idéntico a cinco más cuatro’ y en ‘Buf-
falo Bill deseaba que Mark Twain fuese vecino suyo': como en el caso de las
citas, el fallo es según Frege meramente aparente, pues lo que ocurre es que
en esos contextos ‘el número de los planetas’ y ‘Mark Twain’ no designan ni
al número nueve ni al escritor, sino a “modos de presentar'’ esos objetos que,
presumiblemente, son distintos a los asociados con ‘9’ y ‘Samuel Clemens’.
La noción fregeana de modo de presentación y su ingeniosa teoría semántica
de los contextos intensionales serán presentadas y examinadas detenidamente
en los capítulos VI-VIL
Sin embargo, la teoría fregeana de las citas que nos ha servido para poner
en cuestión la segunda premisa del argumento de Quine, a saber, la teoría
según la cual las comillas son un mecanismo para indicar la autodesignación,
tampoco puede ser una buena teoría de las citas, por razones que ya hemos
considerado anteriormente a lo largo de esta discusión. Un argumento a consi
derar en contra de ella es que ei mecanismo de las comillas que esta teoría pro
pone no parece ser productivo, mientras que el mecanismo existente en el len
guaje natural sí lo es. Otro es que la teoría fregeana tiene el mismo defecto que
la teoría natural: según la teoría fregeana, diferentes citas de ‘Excalibur' ha
brían de nombrar lo mismo, la expresión-tipo ‘Excalibur’; mientras que, como
vimos, con el mecanismo habitual de la cita podemos nombrar cualquiera de
los muchos tipos de que una misma expresión-ejemplar participa. Demos,
pues, por buena la segunda premisa del argumento de Quine, y busquemos la
falacia del mismo en otra parte.
De las dos premisas hasta ahora sentadas, P1 y P2, se sigue lo siguiente:
6. Pero ¿por qué “segunda”, si en la oración no había aparecido antes ningún ejemplar de « ‘la’»? (Había
aparecido un ejemplar de ‘la '. pero no uno de « ‘la’».) Supongo que hay un error en el texto, y que debería decir:
“... contarás también la segunda ‘la’ como parte de
dad lingüística donde, cuando se señala a un objeto a la vez que se utiliza un
nombre común v con el fin de dejar más claro el objeto al que se señala (papel
que cumple ‘casa* en (2), y ‘cuchillo’ en el ejemplo anterior), el acto lingüís
tico efectuado no es acerca del objeto señalado por el hablante que cae bajo v,
sino acerca del objeto que cae bajo v y que está más próximo al que se seña
la. Esta regla es muy poco natural para nosotros, pero es una regla perfecta
mente posible. Análogamente, podemos imaginar una comunidad en que no
existe la práctica de señalar a objetos, con el fin de significar ciertas cosas rela
cionadas con ellos: ellos mismos, o propiedades que tienen, etc. Ambas posi
bilidades ponen de manifiesto lo siguiente, a propósito del objeto señalado
durante la proferencia de (2): (i) Es esencial para determinar qué acto lingüís
tico se ha efectuado con (2); no en virtud de relaciones convencionales (esta
mos hablando de un objeto concreto, por consiguiente algo no repetible, de
modo que mal puede haber convenciones que establezcan cómo “significa” la
casa señalada), sino en virtud de una relación cognoscitivamente “natural” para
los seres humanos (en el sentido de que no es preciso establecer convenciones
al respecto), (ii) Otras relaciones análogas, no “naturales” para nosotros pero
que podrían serlo para otros individuos, harían que el acto lingüístico efectua
do hubiese sido diferente. Por tanto, parece razonable decir que la casa seña
lada al proferir (2) — como el cuchillo, en el ejemplo anterior— es también una
“herramienta del lenguaje”, un signo. No es, desde luego, un signo convencio
nal (no pertenece al “lenguaje de las palabras”), sino un signo natural.1
Volvamos ahora al argumento de Quine. C l no es.la conclusión que Qui
ne busca (según la interpretación de su tesis propuesta en la sección anterior).
La conclusión que la teoría Quine-Tarski necesita es más bien esta:
7. El lector habrá reconocido la relación entre esta discusión y la de I, § 4 sobre la ostensión. Lo que allí lla
mamos ‘signos ostensivos' se caracteriza por incluir signos naturales.
mántica que el conjunto formado por la expresión ‘en una casa como ésa’ y la
casa señalada. Las comillas corresponden a la expresión, y tienen significado
convencionalmente, y lo que aparece en el interior de la cita, flanqueado por
las comillas más externas, corresponde a la casa, constituyendo el objeto del
que el oyente ha de inferir las características mencionadas en la expresión
demostrativa. (En el caso de las citas, la expresión-tipo a la que el hablante se
quiere referir.) Se trata, pues (en este contexto), de un signo natural. "
La teoría de las citas de Davidson nos ayuda a resolver un célebre acerti
jo; la resolución del acertijo nos permitirá acabar de comprender lo distintivo
de esta teoría de las comillas, frente a la de Frege y a la de Tarski-Quine. (3)
presenta problemas a la aplicación del principio de sustituibilidad similares a
los que hemos encontrado hasta aquí, pero el diagnóstico de los problemas no
parece sencillo:
9. Más adelante, en Vil, § 4, corregiremos esta propuesta sobre el funcionamiento de las expresiones deícti-
cas. De acuerdo con la propuesta final allí defendida, el único ‘'signo natural" que es preciso suponer de manera gene
ral es la emisión concreta que ejemplifica la oración tipo.
aparecen flanqueadas por ellas no tienen su función semántica habitual, sino
que se autodesignan. Pero esta teoría no explica la ambigüedad en nuestro
uso de las comillas, ni quizás tampoco su productividad. El primer defecto
lo comparte con la primera teoría que consideramos, la teoría natural, que
sostenía que la cita completa es un nombre de la expresión-tipo que aparece
flanqueada por las comillas. Por estas razones, hemos decidido inclinamos
por la teoría de Davidson, como la más ajustada a los hechos semánticos
observados.
No obstante, esta aceptación, como la de cualquier otra hipótesis científi
ca, es provisional: confrontada con datos que ahora no ,somos capaces de vis
lumbrar, quizás esta teoría haya de ser abandonada finalmente.' Adoptamos la
teoría davidsoniana porque nos ha parecido que sus virtudes superan a las de
sus rivales. Pero hemos de recordar que éstas también cuentan con razones que
las favorecen, frente a la elegida. En especial, la teoría fregeana se adecúa
mucho mejor que la davidsoniana al dato innegable de que, en muchas oca
siones, omitimos las comillas. Razón de más para dejar abierta la posibilidad
de que nuevos datos empíricos relevantes y ahora impensados acaben incli
nando la balanza en favor de una teoría diferente a la que nos parece más razo
nable.
Es precisamente la estrecha similitud entre la argumentación en semán
tica y la argumentación científica lo que queríamos enfatizar con esta discu
sión. En los términos que expusimos en la introducción, hemos tratado de
mostrar, en una primera aproximación, que la semántica es una actividad
intelectual teórica. Con la visión que la elaboración teórica nos proporciona
podemos enunciar, ex post facto, el problema teórico que en este caso se pre
tende resolver: ¿Por qué las citas tienen significado, en los lenguajes natura
les, productiva y sistemáticamente? ¿Por qué la cita de una misma expresión
puede tener diferentes significados, en diferentes contextos? ¿Por qué pueden
citarse significativamente expresiones que no pertenecen al lenguaje? Todas
estas preguntas presuponen hechos en el ámbito problemático, hechos que
nuestras intuiciones lingüísticas evidencian. Así, sabemos que las citas tie
nen significado productivamente porque nuestras intuiciones manifiestan que
podemos ir entrecomillando sucesivamente una misma expresión, de modo
tal que después de añadir cada nuevo par de comillas obtenemos una nueva
expresión significativa. Sabemos que las citas tienen significado sistemática
mente porque bastaría añadir una nueva expresión al lenguaje para que, ipso
fa cto , su cita tuviese un significado bien determinado. Y son sin duda nues
tras intuiciones lingüísticas las que nos dicen tanto que « ‘Excalibur'» puede
usarse para referir al tipo ‘Excalibur’ en cursiva, y también a la expresión-
tipo ‘Excalibur’ en abstracto, con independencia de cómo esté escrita, como
que expresiones no pertenecientes al lenguaje, como ‘urububú’, pueden ser
citadas significativamente. La explicación que soluciona estos problemas teó
ricos es la teoría davidsoniana. La teoría la justificamos inductivamente sobre
la base de estos datos empíricos, pues ofrece la mejor explicación conocida
para los mismos. Una buena consideración al respecto reside en que no se
hubiera reparado en algunos de los datos empíricos, de no ser justamente gra
cias a la teoría.10
Hay una razón más sutil por la que la teoría de Tarski-Quine no puede ser
correcta, y será útil completar la discusión del fenómeno de las citas median
te su examen. Enunciaremos así un nuevo problema, un nuevo hecho empírico
sobre el uso de las citas que cualquier teoría razonable debe explicar. Las
expresiones son también entidades, y nada nos impide bautizarlas; es decir, re
ferimos a ellas mediante nombres ad hoc, éstos sí del mismo tipo que los nom
bres propios de personas. Las expresiones no son entidades que centren nues
tro interés cotidiano, y eso quizás explique que no acostumbremos a ponerles
nombres propios, como se los ponemos a los seres humanos, a las batallas, a
las películas o a los cines que las proyectan. Pero no hay ninguna razón teóri
ca por la qué no podamos hacerlo. Podríamos, por ejemplo, bautizar a la expre
sión ‘Excalibur’ con el nombre ‘Heathcliff’, tal como se sugirió en una sec
ción anterior. En ese caso, (5) sería verdadero:
10. Este aspecto no ha sido puesto de manifiesto en la exposición precedente debido a que..en lugar de expo
ner las teorías en el orden en que fueron históricamente propuestas, hubimos de explicar y defender ya al com ienzo
la davidsoniana. Hemos sacrificado este elemento en aras de aligerar la presentación inicial del problema del uso y la
mención de signos.
se le atribuye; si lo que me dicen es ‘Alexius me proporciona los mejores
momentos del día’, y no conozco la convención que correlaciona el nombre pro
pio ‘Alexius’ con un cierto objeto, en este caso aún tengo menos información-
no sé si me hablan de una persona, un animal doméstico, una galaxia, un pro
grama de televisión o un álgebra de Boole. Sólo sé que alguien o algo a que el
hablante se refiere con ‘Alexius’ proporciona al hablante agradables momentos.
Del mismo modo, si alguien me dice (5), y yo sé que está usando ‘Heath
cliff’ como un nombre propio de una expresión, pero no sé de qué expresión
se trata, lo más que puedo entender es que una cierta expresión, a la que el
hablante menciona utilizando para ello el nombre ‘Heathcliff’, tiene cuatro
sílabas. Yo mismo no puedo saber de qué expresión se trata simplemente a par
tir de (5), ni por tanto estoy en disposición de comprobar si lo que se dice sobre
ella es verdadero o falso. Con las citas, sin embargo, no ocurre así. Si el
hablante hubiese utilizado el nombre habitual de una expresión, a saber, su cita,
en lugar del nombre introducido mediante una convención especial de que se
sirve en (5) — es decir, si hubiese proferido (6) en lugar de (5)—
II. Lewis Carroll, Alice's Adventures in Wonderland and Through the Looking Glass, 218.
Consideremos enunciados similares a los que aparecen en el texto pero a
propósito de un caso menos susceptible de provocar confusión inicial, una ciu
dad (como decía Quine en el texto citado al final de la sección tercera, hay
pocas cosas menos parecidas a una ciudad que un nombre; mas una canción
— ella misma un objeto lingüístico— se parece algo más a un nombre de lo
que lo hace una ciudad), (i) La ciudad es [a] Boston: (ii) La ciudad se llama
[b] 'Boston7: (iii) El nombre de la ciudad es ‘Boston’, y (iv) El nombre de la
ciudad se llama [c] « ‘Boston7», (ii) y (iii) son sinónimos (aunque Carroll pare
ce pretender otra cosa), así que podemos olvidamos de uno de ellos. (*) En la
posición [a] hemos de usar un nombre de la ciudad, pues queremos mencionar
la ciudad; es así que usamos.‘Boston7. En la posición [b] queremos mencionar
un nombre de la ciudad; usamos para ello la cita «‘Boston7», (f) En ía posi
ción [c], por último, queremos mencionar la cita, el nombre del nombre de la
ciudad, y usamos para ello “«‘Boston7»77.
Si ponemos a un lado las expresiones lingüísticas y a otro las demás cosas
(personas, batallas, películas, canciones...) podemos efectuar la siguiente cla
sificación de los nombres: diremos que están en el nivel 0 las expresiones que
nombran entidades no lingüísticas; en el nivel 1 las que nombran expresiones
lingüísticas de nivel 0; en el nivel 2 las que nombran expresiones lingüísticas
de nivel 1, y así sucesivamente. El nivel.de una expresión, en un lengua
je correcto, se determina contando el número de pares de comillas que flanque
an su núcleo sin comillas: si no tiene es de nivel 0, etc. Entonces, en [a] he de
usar una expresión de nivel 0; en [b] una de nivel 1, y en [c] una de nivel 2.
De acuerdo con esto, en mis afirmaciones sobre las expresiones que ocupan
cada una de esas posiciones, por otro lado, tengo que usar una expresión de un
nivel superior en uno al nivel de la expresión en cuestión. Es por eso que en
mi afirmación (*) sobre la expresión que ocupa la posición [a]— una expre
sión de nivel 0, como acabamos de ver— usé una expresión de nivel 1; y es
por eso que en mi afirmación (i) sobre la expresión que ocupa la posición [c]
—una expresión de nivel 2— hube de usar una expresión de nivel 3. Como las
expresiones de nivel 0 no llevan comillas, las (citas) de nivel 3 llevan tres pares
de comillas, que según una convención introducida anteriormente en este capí
tulo distinguimos tipográficamente para aliviar algo el innegable berenjenal.
Ahora bien, en lugar de usar citas, y citas de citas, como hago en los enun
ciados (i)-(iv), no cabe duda de que podría usar nombres introducidos ad hoc,
del mismo tipo que ‘Heathcliff7 con respecto a la expresión ‘Excalibur7. Eso
es lo que hace el Caballero, en todos los enunciados correspondientes a (i)-(iv).
El problema es que hacer tal cosa induce a confusión a quien no está sobre avi
so (como no lo está Alicia). Normalmente suponemos que los nombres de
expresiones lingüísticas que usamos en nuestro discurso son citas, o citas de
citas. La razón es obvia, y ha sido comentada ya. Cuando pregunto, al encon
trarme en un cine cuyo nombre desconozco, “¿Cómo se llama este cine?77, lo
que quiero es que me den un nombre que yo pueda usar después para hablar
del cine en mi uso habitual del lenguaje. Si me dan como respuesta “el cine se
llama ‘Verdi 777, eso me basta para en adelante poder efectuar asertos como “el
Verdi es un cine estupendo”, o “ayer estuve en el Verdi\ Lo mismo ocurre si
me dicen, pongamos por caso, “el nombre del cine se llama «‘Verdi’»”, Por
contra, si un travieso acomodador usa ‘Belerofonte’ como un nombre de la
expresión ‘Verdi’, y me ofrece “El cine se llama Belerofonte” como respuesta,
su respuesta, aunque verdadera, no me da a mí ningún modo de referirme al
Verdi. (A menos que conozca su particular convención.) Precisamente por eso,
tenderé a pensar que lo que me ha dicho es “El cine se llama ‘Belerofonte’”,
y a decir a continuación “Ayer vi una película estupenda en el Belerofonte”.
Dada la convención del acomodador, que determina el significado de ‘Belero-
fonte’, mi aserto es absurdo: dice que vi una película en una expresión.. .
El Caballero de Carroll es como el acomodador travieso. Por eso, ningu
no de los nombres que, en el texto citado, se usan en las posiciones corres
pondientes a [a], [b] y [c] en mis ejemplos, es una cita: cada uno de ellos es
un nombre propio ordinario, gobernado por una estipulación ad hoc (que qui
zás solo el Caballero conoce). Cada una de esas expresiones es un nuevo pri
mitivo semántico, una nueva unidad léxica. En mi traducción del texto, los he
puesto en cursiva siguiendo la convención de usar cursivas para las expresio
nes que ni tienen su sentido usual ni designan expresiones lingüísticas; ni que
decir tiene que el significado usual de las palabras de que están compuestos no
contribuye a determinar su significado en esos-contextos. ‘Modos y medios’
es, simplemente, un nombre de la expresión ‘Sentado sobre una cerca’ — o qui
zás de otro nombre de la canción; no podemos saberlo.:El significado habitual
de ‘modos’ o el de ‘y ’ no tienen nada que ver con este hecho, del mismo modo
que el significado usual de ‘árboles’ es irrelevante para comprender la función
semántica de esa expresión en ‘Arboles abolidos es uno. de los poemas de Blas
de Otero que más me gustan’.
¿Cuál es la intención del texto de Carroll? El propósito de muchos textos
de Carroll en- Alicia en el País de las Maravillas y en A través del espejo es
pedagógico; Carroll quiere establecer con ellos (mediante divertidos ejemplos
chocantes, en lugar de abstrusas consideraciones teóricas como las que habitan
en este capítulo) hechos lógicos, o semánticos. Tengo la impresión de que en
este caso es la teoría Tarski-Quine de las citas lo que Carroll intenta estable
cer; Carroll quiere indicar que el funcionamiento de los engañosos nombres de
expresiones que su Caballero utiliza es exactamente el de las citas ordinarias.
Carroll querría así ilustrar la tesis de que no hay en las citas ordinarias ninguna
articulación semántica, como no la hay en los nombres propios de personas;
que no hay más relación entre ellas y las entidades que designan que la exis
tente entre el nombre de una persona y la persona misma. Si esta conjetura fue
se correcta, la anterior discusión nos autoriza a aseverar que Carroll estaba aquí
equivocado.
El objeto de ser cuidadosos en la distinción entre uso y mención es evitar
ciertos malentendidos filosóficos. Sin embargo, no hemos ofrecido hasta aquí
ningún ejemplo de esos presuntos malentendidos. Concluiremos esta sección
saldando esta deuda. En una glosa del texto que acabamos de comentar men
ciona Martin Gardner (sin indicar que lo haga aprobatoriamente) una crítica a
Carroll debida a alguien llamado ‘Holmes’: «El profesor Holmes ... cree que
Carroll nos toma el pelo cuando hace decir al Caballero Blanco que la canción
es Sentado sobre una cerca. Evidentemente, ésta no puede ser la canción mis
ma, sino otro nombre. “Para ser coherente”, concluye Holmes, “el Caballero
Blanco, al decir que la canción es... lo que debería hacer es empezar a cantar
la canción propiamente dicha ”» 12
Esta descarriada “corrección”, sin embargo, es el producto de la confu
sión entre el uso y la mención de los signos. La “coherencia”, medida por
los estándares de Holmes, me obligaría a colocar a Boston, con todas sus
casas — frente al “incoherente” pero indudablemente más cómodo recurso
usual de usar un nombre de Boston— , en los puntos suspensivos a continua
ción: ‘Esta ciudad e s ...’, y a Mark Twain, en toda su estatura — en lugar de
un nombre suyo— en los de ‘Samuel Clemens e s ...’. Por fortuna, nada de
esto es necesario. Para decir de Barcelona que es idéntica con la ciudad don
de se celebró la Olimpíada de 1992 no necesitamos usar a Barcelona; basta
con que usemos ‘Barcelona’, así: ‘La ciudad donde se celebró la Olimpíada
de 1992 es Barcelona’; y para decir de Mark Twain que es idéntico con
Samuel Clemens, no necesito utilizar a Mark Twain, me basta con utilizar
‘Mark Twain’, así: ‘Samuel Clemens es Mark Twain’. (Esto es sumamente
conveniente cuando queremos hablar de personas con mal genio, que no se
prestarían de buen grado a dejarse usar cuando queremos hablar de ellos mis
mos; y mucho más conveniente aún cuando queremos hablar de individuos
que ya no están en disposición de rehusar ser usados en las curiosas “ora
ciones” que Holmes contempla.) Para decir algo de ios cuchillos hemos de
utilizar expresiones; para cortar, usamos los cuchillos. Y si utilizamos cuchi
llos (o canciones) para decir, es que mediante alguna relación convencional
o de otro tipo los hemos convertido en “herramientas del lenguaje”. No hay
aquí misterios profundos (a algunos filósofos franceses contemporáneos
parece suscitarles enorme perplejidad el que nuestra relación con el mundo
esté “mediada por los signos”), sólo trivialidades. Si, como estos filósofos
franceses parecen creer, la necesaria “mediación” de los signos para el decir
fuese una desventura metafísica, deberíamos generalizar el abismo: también
nuestras relaciones cortantes con el mundo están mediadas por objetos afila
dos. Cualquier cosa con la que mencionamos cosas para hablar de ellas,
hacer asertos acerca de ellas, etc., es un signo; pues son signos esos instru
mentos con los que mencionamos las cosas.
El apócrifo Holmes (quienquiera que sea) supone que el signo de iden
tidad sólo puede colocarse entre las cosas mismas que son idénticas; pero
esto traiciona una confusión, manifiesta en cuanto se enuncia explícitamen
te. El signo de idéntidad se coloca con verdad entre nombres que designan
lo mismo. (Como el signo ‘< ’ se coloca con verdad entre nombres que desig
nan números, respectivamente el primero menor que el segundo.) Dice Gard-
ner, “Holmes ... cree que Carroll nos toma el pelo cuando hace decir al
1. El problem a de la intencionalidad
1. Para el concepto que aquí se expresa con 'intem ism o' se emplea generalmente el término ‘internalism o’
Éste, sin embargo, me parece un anglicism o injustificado, a cuya institucionalización convencional cabe aún opo--
nerse. ‘Nacionalism o’ es correcto, porque el adjetivo es ‘nacional’; pero a partir de ‘extrem o’ derivamos ‘extre
m ism o’. y no ‘extrem alism o’, de ‘se x o ’ ‘sex ism o ’, de ‘m acho’ ‘m achism o’. etc. Sim ilares consideraciones susten
tan el uso de ‘externism o’ en vez de ‘externalism o', ‘m ínim ísm o’ en vez de ‘m inim alism o’, ‘cognoscitivo' en vei
de lc o g n itiv o \ etc.
las dos secciones sucesivas presentaremos la teoría filosófica explicativa de
los mismos propuesta por Locke, el realismo por representación (una teoría
presente también en la obra de muchos otros filósofos, desde Descartes a John
Searle).
Así como la oración ‘hay una estrella haciendo explosión en Alpha Cen-
tauri’ asevera la existencia de un estado de cosas de naturaleza “astronómica”
—un estado de cosas que tiene lugar en una cierta galaxia en un cierto momen
to de tiempo— , la oración ‘yo creo que Robert Browning es un poeta poco leí
do’ asevera la existencia de lo que llamaremos un estado mental. Los estados
mentales, como los estados astronómicos, se dan (cuando se dan, porque las
oraciones que aseveran su existencia pueden ser falsas) en ciertos momentos
de tiempo. Las oraciones mediante las que aseveramos Inexistencia de estados
mentales tienen, típicamente, la siguiente estructura: ((i) ;ima expresión para
indicar la persona que está en el estado mental en cuestión, el sujeto del mis
mo: ‘yo’, en el ejemplo anterior, ‘Pere Gimferrer’ en ‘Pere Gimferrer cree que
Robert Browning es un poeta poco leído’, ‘el alcalde de Barcelona’ en ^el
alcalde de Barcelona cree que Robert Browning es un poeta poco leído’/(ii) ,
Una expresión para indicar el tipo de estado mental: ‘creo’/ ‘cree’, en los ejercí
píos anteriores, ‘deseo’ en ‘yo deseo que Robert Browning^ sea un poeta más
leído’, ‘ve’ en ‘el alcalde de Barcelona ve cómo els Joglars interpretan Mi tío
de América en Terrassa’. Opiniones, creencias, conocimientos, percepciones,
deseos, intenciones, .etc., son tipos de estados mentales. Por último, ((iii) una
expresión para indicar el contenido del estado mental. Son expresiohes^para
indicar el contenido ‘.que Robert Browning es un poeta poco leído’, ‘cómo els
Joglars interpretan Aíi tío de América en Terrassa’ en los ejemplos anteriores,
‘que el periódico de hoy anuncia la publicación de una obra de Robert Brow
ning' en ‘yo sé que el periódico de hoy anuncia la publicación de una obra de
Robert Browning’.
En el capítulo primero introdujimos la noción de proposición como aque
llo distinto de los enunciados que, intuitivamente, los enunciados “dicen” o
“expresan”, y e n virtud de expresar lo cual son los enunciados verdaderos o
falsos. Amparándonos por ahora en la misma comprensión preteórica de la
naturaleza de las proposiciones, daremos un paso más. Es natural pensar que
también los estados mentales “expresan” proposiciones, y que eso que hemos
llamado en el párrafo precedente el contenido de los estados mentales es pre
cisamente la proposición que “expresan”. Un enunciado expresa una proposi
ción, dijimos en el capítulo anterior, y no se debe confundir el enunciado con
la proposición, entre otras cosas porque enunciados distintos (e. g., ‘Robert
Browning es un poeta poco leído’ y ‘Robert Browning is a poet few people
read’) pueden expresar la misma proposición. Es en virtud de la proposición
que expresan que los enunciados representan el mundo como siendo de un
modo o de otro; y es en virtud de cómo lo representan (esto es, de la proposi
ción que expresan) —y, naturalmente, de cómo de hecho es el mundo— que
el enunciado es verdadero o falso. Así, por ejemplo, dado que ios dos enun
ciados precedentes representan el mundo como incluyendo pocos lectores de
Browning en el momento presente, y dado que tal número es ciertamente esca
so de hecho, ambos enunciados son verdaderos.
En el mismo sentido cabe decir que las opiniones, las percepciones, ios
conocimientos, los deseos o las intenciones representan el mundo como sien
do de un cierto modo, y que es en virtud de cómo lo representan, y de cómo
de hecho es el mundo, que las opiniones y las percepciones son verdaderas o
falsas. En cuanto a los deseos, preferencias e intenciones, es cierto que no deci
mos de ellos que son verdaderos o falsos; pero decimos algo similar, a saber,
que son satisfechos o insatisfechos, y el que lo sean o no depende por un lado
de qué ocurra de hecho y por otro de cómo los deseos o las intenciones repre
senten el rniindo, de su contenido. Porque el contenido de la opinión atribuida
a Pere Gimferrer en Tere Gimferrer cree que Robert Browning es un poeta
poco leído’ y el contenido del deseo que me atribuyo en ‘yo prefiero que
Robert Browning sea un poeta poco leído’ son esa misma proposición expre
sada por ios dos enunciados mencionados en el párrafo anterior, esos dos esta
dos mentales representan el mundo de un cierto modo (el mismo en ambos
casos); como el mundo de hecho es así, la opinión de Pere Gimferrer es ver
dadera y mi preferencia resulta satisfecha.
Esta asimilación del contenido de los estados mentales a las proposiciones
se expresa a veces diciendo que los estados mentales (al menos estados men
tales como los utilizados hasta aquí a modo de ejemplo) son actitudes propo
sicionales, esto es, diferentes actitudes (desear que se realicen, creer que se
realizan, etc.) tomadas por el sujeto de los mismos "hacia proposiciones.
Siguiendo esta terminología — acuñada por Bertrand Russell— nos referiremos
a las oraciones del tipo de todas las que hemos utilizado hasta aquí para intro
ducir la noción de estado mental como oraciones de actitud proposicional.
Lo que estamos diciendo, pues, es que los estados mentales “significan” o
representan el mundo, tal como lo hacen los enunciados. Que los estados men
tales “expresan” proposiciones, esto es, que representan el mundo de un cier
to modo, es el contenido de una famosa tesis debida al filósofo austríaco Franz
Brentano (maestro de filósofos de este siglo tan importantes como Edmund
Husserl y Alexius Meinong) sobre qué tienen de característico ios estados
mentales frente a otro tipo de estados — como los estados físicos, los esta
dos que describen los astrónomos, etc.: ¿qué diferencia a una creencia o un
deseo de una explosión en Alfa Centauri? Brentano sostenía que lo distintivo
de los estados mentales es su intencionalidad; mi creencia de que Robert
Browning es un poeta poco leído posee esta característica, mientras que el esta
do de cosas consistente en una estrella haciendo explosión en Alpha Centauri
carecería de ella:
Este texto contiene la Tesis de Brentano. La tesis sostiene que lo que dis
tingue a un estado mental de un estado no mental es que el primero, pero nc
el segundo, está “dirigido” hacia algo, está relacionado con algo (el objeto del
estado mental) que, sin embargo, “no es una realidad”, sino que es “inmanen-
te” al estado mental, en tanto que el objeto “inexiste” — este término no sig-
lüífíca aquí no existe, sino existe en— en el estado mental en cuestión. Eluci
daremos después ía Tesis de Brentano de la manera específica en que lo haría
Locke. Nuestro objetivo es clarificar, mediante la explicación específica que de
ello hace Locke, algo que revelan todos los adjetivos que Brentano enfatiza.(el
objeto intencional no “es una realidad”, meramente “inexiste”, es “inmanen
te”), a saber, que la tesis va más allá de la simple afirmación de que es distin
tivo de los estados mentales que en ellos se establezcan ciertas relaciones con
otras cosas (sus objetos intencionales). Pues también otros estados que no son
mentales mantienen relaciones con otras cosas. Por ejemplo, la explosión de
una estrella en Alfa Centauri sucede simultáneamente con la muerte de César:
suceder simultáneamente con es sin duda una relación, entre la explosión, que
a buen seguro es un estado no mental, y una cosa diferente de ella misma.
Las relaciones de que se habla en la Tesis de Brentano. pertenecen a una
variedad muy particular, la de las relaciones intencionales. Por anticipar bre
vemente lo que vamos a desarrollar después, lo que distingue a estas relacio
nes de todas las demás, y las hace tan peculiares como hemos sugerido, se cen
tra en dos hechos, que nuestras intuiciones^sobre el modo en que hablamos de
los estados mentales ponen de manifiesto^ (i) ^falibilidad: el objeto intencional
puede no existir, sin que la relación intencional deje por ello de darse. Es como
si un estado intencional pudiera quedarse en un mero intento frustrado de “atra
par” a su objeto, sin que el fracaso del intento conlleve que la relación no se
da. El fracaso conlleva sin duda algún tipo de apertura a la censura, o recusa
ción, del estado mental; pero no reduce al estado a la inexistencia. Otras rela^
ciones, como la de ser simultáneo con o la de golpear a no pueden quedarse
de este modo frustradas: una explosión no puede darse simultáneamente con
algo que no existe, ni se puede golpear a algo que no existe./(ii)^Intensionali-
dad:2 el objeto intencional no basta para individuar al estado mental; dos esta
dos mentales diferentes pueden sin embargo “tender hacia” el mismo objeto.
La simultaneidad de la explosión en Alfa Centauri con la muerte de César es
un caso diferente de simultaneidad que la simultaneidad de esa misma explo
2. Franz Brentano: Psychologie vom empirischen Standpunkt, págs. 124-125. El término intencionalidad' pro
viene del verbo latino 'intendere', cuyo sentido es "estar dirigido a", "tender hacia". Obsérvese que, en este sentido,
todos los estados mentales son “intencionales”, no sólo aquellos que comúnmente llamamos ‘intenciones’.
3. Nótese la Y que distingue ‘intencionalidad’ de ‘intensionalidad’, términos que, com o se verá, expresan
conceptos diferentes (aunque relacionados entre sí).
sión con algún otro suceso diferente que ocurriera en Marte a. la vez. Pero la
simultaneidad de la explosión con la muerte de César no es un caso diferente
que la simultaneidad de la explosión con el asesinato de César a manos de Bru
to y de otros senadores romanos. Sin embargo, el objeto intencional del esta
do mental de un sujeto puede ser la muerte de César, sin serlo el asesinato de
César por Bruto. Un sujeto puede conocer la muerte de César (en virtud de su
saber que César murió) sin conocer por ello el asesinato de César por Bruto y
otros (ese mismo sujeto, digamos un romano que ha oído de fuentes fiables la
noticia de la muerte de César, ignora aún que César fue asesinado por Bruto y
otros senadores romanos).
Éstos son sólo datos intuitivos, que nos permiten ofrecer una caracteriza
ción a la vez introductoria y general (compatible con diferentes explicaciones
teóricas) de la naturaleza de los estados intencionales. Son los dos criterios que
utilizaremos, a lo largo de todo el libro, para atribuir un carácter intencional o
representacional (utilizaremos los dos términos como meras variantes estilísti
cas) a algo, por ahora a los estados mentales. No constituyen empero, por sí
solos, explicaciones del carácter intencional de algo; antes bien, en vista de que
representar es una relación, y en vista de la diferencia que los dos criterios
revelan con respecto a las relaciones más usuales, los criterios manifiestan que
las relaciones intencionales requieren una explicación filosófica. La teoría de
las ideas de Locke constituye una elucidación particular de estos hechos; se tra
ta de la primera teoría de la intencionalidad que examinaremos en esta obra.
Es una versión bien desarrollada de una teoría (el realismo por representación,
o representacionalismo) esencialmente motivada por ciertas consideraciones
sobre la naturaleza del conocimiento. Sus partidarios la presentan como una
corrección necesaria (y la única apropiada) de una concepción contrapuesta, a
la que los representácionaíistas acostumbran a referirse como realismo inge
nuo, que se atribuye al sentido común. Podríamos resumir la esencia de la teo
ría de Locke del siguiente modo: (i) Los objetos intencionales inmediatos de
los estados mentales no son objetos reales ni sus propiedades, sino entidades
mentales (ideas) (ii) que representan en virtud de relaciones causales a los
objetos de la realidad y sus propiedades. En lo que queda de sección, y en las
dos sucesivas, trataremos de elucidar esta tesis y de indicar las razones de Loc
ke en su favor.
Comenzaremos introduciendo las consideraciones epistemológicas que
están en la base de teorías representacionalistas como la teoría de las ideas de
Locke. Enunciados como (1) y (2) expresan proposiciones cuya verdad cree
mos conocer
4. Un punto de vista en epistemología que ha sido desarrollado fundamentalmente por filósofos contemporá
neos, entre los que Fred Dretske es quizás el mejor conocido, conviene con el sentido común en que, efectivamente,
podemos conocer directamente la verdad del enunciado mencionado. Este realismo directo rechaza las dos tesis de la
epistemología cartesiana. Sostiene, en primer lugar, que el conocim iento no es, salvo en casos derivados, cierto, sino
que es generalmente recusable-, en los casos básicos, la pretensión de conocer es siempre corregible, incluso cuando
la mantiene un sujeto reflexivo en condiciones epistémicas ideales. Además, y en contra del fundacionalismo carte
siano, la relación entre unos y otros conocim ientos no es lineal, sino (parcialmente) de coherencia.
observaciones de fósiles en el caso de (1) y observaciones experimentales en
el caso de (2).
2. Lo objetivo y lo subjetivo
5. Como se explicará más adelante (V, § 6), la fisicidad de los acaecimientos no tiene por qué conllevar que
todo sea “reducible” a lo físico, cuando menos no en ciertos sentidos de ‘reducible’.
6. Ésta es una versión propia de la época de la ciencia ficción de la historia cartesiana del Genio Maligno,
debida a Hilary Putnam (cf. su Razón, verdad e historia); la función de ambos ejemplos es la misma. El mérito de la
versión moderna reside en que la situación que se nos presenta es más accesible intuitivamente que la concebida por
Descartes. Su defecto es que el mundo descrito no puede ser tan disímil de la realidad tal y com o la suponem os, cuan
do contiene al menos un cerebro en el que cabe producir estados alucinatorios por el mismo procedimiento por el que,
suponemos, se pueden producir en cerebros humanos.
posibilidades, favoritas de filósofos como Locke o Descartes, las alucinaciones
no son (en contra de lo que a veces se dice) cosas extravagantes que sólo suce
den a algunos individuos en situaciones excepcionales; el lector puede “pade-
cer” unas cuantas si adquiere uno de esos libros (El ojo mágico, N.E. Thing™
Enterprises, 1994, Barcelona: Ediciones B) en que ciertas configuraciones pro
ducidas por ordenador producen, si se contemplan durante un cierto tiempo,
imágenes tridimensionales con una soiprendente apariencia de realidad. Y, al
parecer, un neurocirujano podría producirle vivencias de sus canciones favori
tas, experimentadas con tanta realidad como si se estuviesen interpretando real
mente, y sentidas como “ocurriendo fuera” tanto como si realmente se estu
viese produciendo el sonido, con sólo poner electrodos en ciertos lugares de su
cerebro.
En cualquiera de esos casos, parece razonable pensar que el contenido pro
posicional de mi estado mental sería el mismo que si la situación fuese como
suponemos que es normalmente. La función principal del contenido proposi
cional de un estado representacional es indicar cuál es el objeto intencional de
ese estado; en este caso, cuál es el acaecimiento del que depende que el esta
do sea, en efecto, una percepción, o que sea más bien una alucinación. Si la
situación real fuese una de las descritas, y estuviésemos advertidos de ello, no
la describiríamos como lo hemos hecho. No diríamos que estoy percibiendo
que la esfera es roja, sino diciendo quizás “es como si la esfera fuese roja” o
“me parece estar percibiendo que la esfera es roja”, porque, como se dijo más
arriba, percibir que p implica la verdad de p. Pero intrinsicamente no habría
diferencia alguna si hubiese realmente una esfera roja ante mí que si estuvie
se padeciendo una alucinación; pues nada en el contenido de mi estado me per
mitiría distinguir una situación de la otra. El contenido sería en ambos casos
el mismo, por tanto. Pero, en tal caso, el contenido proposicional del estado no
puede caracterizarse en’términos de su objeto intencional, del presunto acaeci
miento objetivo de cuyo darse o no darse depende que el enunciado mediante
el que lo expresaría, ‘hay una esfera roja ante m f , sea verdadero o falso. Pues
ese objeto podría no existir, sin que el estado difiriese por ello en su conteni
do representacional. Y, si es lógicamente coherente conjeturar que somos cere
bros en una vasija o creaciones del Genio Maligno, entonces el contenido pro
posicional no puede caracterizarse en términos de ningún constituyente de
acaecimientos. No puede caracterizarse en términos de nada objetivo.
í(b))La camara de Amos, o el argumento de las ilusiones. La cámara de
Ambs^és una habitación en la que “en realidad” hay dispuestos de un modo
aparentemente caótico varios bastones, todos separados entre sí, ocupando pla
nos muy distintos. Sin embargo, contemplada desde un cierto ángulo, lo que
cualquier ser humano normal ve es... una silla. Este es un típico caso de ilu
sión perceptiva. Las dos líneas del mismo tamaño que en cierto contexto pare
cen tener diferente tamaño en la ilusión de Müller-Lyer, el palo que medio
sumergido en agua nos parece roto, el tamaño relativo de la Luna o del Sol
cuando están justo sobre el horizonte, son otros tantos ejemplos de ilusiones.
Hay otras ilusiones perceptivas más subjetivas, propias no necesariamente de
todo ser humano normal, que podrían servir al mismo propósito; por ejemplo,
la percepción de la temperatura externa como cálida cuando se está haciendo
ejercicio físico, o cuando se ha ingerido alcohol, pese a que sea “en realidad”
relativamente fría. Lo que estos ejemplos parecen mostrar es que el contenido
de nuestros estados mentales se ve grandemente afectado por “lo que pasa den
tro” de nosotros, por aspectos por completo independientes de cómo sea real-
mente el mundo. (Las explicaciones conocidas de las ilusiones perceptivas
comunes a todos ios seres humanos tienen que ver con diferentes peculiarida
des del funcionamiento de nuestro sistema cognoscitivo.) Y la conclusión es la
misma que antes: aquello necesario para caracterizar el contenido de esos esta
dos no puede ser nada “objetivo”; no son características de las cosas que “están
ahí” independientemente de nuestras representaciones mentales de las mismas.
(Aunque en este caso no se siga que puedan ser completamente “fabricados”
por nosotros, como parecía seguirse de los argumentos resumidos bajo el epí
grafe anterior; de ahí que aquéllos sean más radicales.)
((c) La ¿distancia de las estrellas, o el argumento del lapso temporal. Éste
puede''verse cóm olirfcaso de~ío anterior, como una ilusión que afecta a todos
nuestros estados perceptuales. En mi descripción anterior del contenido de mi
percepción he omitido la referencia temporal; pero el contenido proposicional
de mi estado mental también incluye aspectos temporales. Yo me represento la
esfera como siendo roja ahora, en el momento en que- estoy teniendo la per
cepción, simultáneamente con ella. Este elemento temporal es fuente de noto
rias ilusiones, las más conocidas de las cuales tienen que ver con las estrellas:
ese cuerpo luminoso que yo percibo situado relativamente cerca de Orion qui
zás ha dejado de existir hace millares de años. Pero no es esta ilusión especí
fica la base del argumento que estamos considerando. Lo que el caso de la per
cepción de una estrella pone manifiestamente de relieve es algo que, por lo
demás, se da igualmente en todo caso de percepción de un modo menos paten
te — incluidos aquellos en que la percepción es verídica y completamente
fiel— ; a saber, la existencia de un lapso temporal entre la situación real obje
to de la percepción y la percepción misma.
El argumento para esto se apoya en una explicación bastante natural.de lo
que queremos decir aquí con “la situación real objeto de la percepción”, la que
ofrece la teoría causal de la percepción. Según esta teoría, la idea de que la
percepción nos presenta generalmente de modo verídico una situación objeti
vamente existente está relacionada con la idea de que 1a percepción (por ejem
plo, la percepción de que la esfera es roja) está causada por ia situación que
constituye el contenido de la misma (la esfera, de tai y cual tamaño y situada
en tal lugar relativamente ai que yo ocupo, siendo roja). Este elemento causal
permite entender, entre otras cosas, la idea de que lo percibido es objetivo e
independiente del acto específico de percepción. La causa, en general, no debe
su existencia ni sus características al efecto; la causa (la esfera siendo roja)
hubiera estado allí, con sus mismas características, aunque el efecto (la per
cepción de que la esfera es roja) no se hubiese dado. Del mismo modo, el dis
paro que mató a Kennedy podría haberse dado, con todas sus características
(dirección y velocidad del proyectil! etc.) inmutadas, aunque Kennedy se
hubiese apartado casualmente de la trayectoria y su muerte no se hubiese pro
ducido.
Ahora bien, supuesta esta teoría causal de la percepción, es fácil ver que
el caso de la estrella meramente ilustra de modo extremo lo que ocurre en toda
percepción. Pues la causa es temporalmente anterior al efecto. Así que, inclu
so si mi percepción de que la esfera es roja es verídica, aquello externo qué le
corresponde es un acaecimiento que bien podría haber dejado de existir en el
momento en que yo tengo la percepción, sin que las características de ésta
variasen un ápice. Por tanto, incluso cuando todo va bien y mi percepción es
verídica, no tiene sentido identificar su contenido, digamos, “inmediato”, ni los
elementos de ese contenido, con propiedades presentes en la situación externa
que le corresponde. Lo más que podemos decir es que el contenido de la per
cepción “se parece” a la situación real presentada. Dicho de otro modo, el color
y la forma de la estrella experimentados visualmente tienen que ser numérica-
mente distintos7 del color y la forma de la estrella real (aunque quizás aquéllos
“se parezcan” a éstos), porque los primeros están presentes a mi mente ahora,
y los segundos quizás no existan ya. Pero lo mismo ocurre con todas las per
cepciones — aunque no de un modo tan patente.
Estos tres argumentos apuntan a la conclusión que extrae el representa-
cionalista; la introduciremos primero mediante un ejemplo más sencillo que el
que venimos considerando, para extenderla después a los casos más complejos
(no sea que parezca que la plausibilidad de la propuesta representacionalista
sobreviene a la simplicidad del ejemplo). Un individuo con una hernia discal
puede experimentar, pongamos por caso, dolores enteramente análogos a fuer
tes calambres en una pierna. Su médico le hará saber que los dolores son “ima
ginarios” o “fantasmales” . En otro sentido, por supuesto, los dolores son tan
reales en un caso como en el otro; pueden incluso ser, en la experiencia de
nuestro sujeto, S, exactamente del mismo tipo (a S “le duelen” igual). En el
sentido en que los dolores son tan reales en uno como en otro caso, hablamos
del dolor “como sensación” o “como vivencia”. Por otro lado, el sentido en que
el dolor producido por la hernia discal, pero no el producido por el calambre,
es “fantasmal” es éste: a diferencia de lo que ocurre en el caso de los calam
bres ordinarios, no existe — en el lugar de su cuerpo donde el paciente de her
nia discal S siente los dolores— ninguna condición anómala que cause el
dolor-como-vivencia. Lejos de causar el dolor-como-vivencia de S una cierta
condición anómala de su pierna izquierda, la causa la protuberancia de un dis
co intervertebral presionando sobre un nervio cuya misión es, entre otras,
transmitir al cerebro condiciones anómalas de la pierna izquierda. Este dolor
7. Decimos que dos cosas son “la misma” en dos sentidos distintos. Decimos, por ejemplo, que Juan lleva
hoy la misma corbaia que llevaba ayer (cómo se ve porque la mancha de vino no ha sido lavada); y decim os que Juan
y Pedro llevan hoy la misma corbata (aunque una está manchada y la otra no). Distinguimos estos dos sentidos como
si numérico y el especifico de la identidad: dos corbatas del mismo modelo son específicamente idénticas, pero numé
ricamente distintas. La identidad en sentido numérico es identidad de ejem plares, mientras que la identidad en sentí-
jo especifico es identidad de f/'/wí. Véase í, § I.
(el dolor “como acaecimiento objetivo”) es, por tanto, diferente del dolor-como-
vivencia. A diferencia del dolor-como-vivencia, el dolor-como-acaecimiento
está claramente ubicado en el espacio externo (un lugar específico en el cuer
po); puede no existir, incluso aunque exista el dolor-como-vivencia; cuando
existe, causa normalmente el dolor-como-vivencia; dada su virtualidad causal,
posee, posiblemente, una caracterización física. Tenemos, así, dos “dolores”: el
dolor-como-acaecimiento objetivo, existente en el sujeto que padece el calam
bre pero no en el sujeto que padece hernia discal, y el dolor-como-vivencia.
Consideremos ahora una situación en que S experimenta un dolor del tipo
indicado. Llevado por el realismo ingenuo, S puede sentirse inclinado a supo
nerse conociendo directamente un acaecimiento objetivo (aquel del que depen
de que su experiencia sea correcta o más bien “imaginaria”). Ciertamente, sen
timos la experiencia de un dolor como poniéndonos directamente en relación
con una condición objetiva de nuestro organismo. (Ello es aún más claro en el
caso de las experiencias visuales, como las del ejemplo que hemos venido con
siderando hasta aquí; pero limitamos ahora al más sencillo ejemplo presente,
pese a este inconveniente —que en seguida remediaremos— tiene la ventaja de
que nos permite una exposición inicial más fácilmente comprensible.) La obje
ción del representacionalista, sin embargo, parece inatacable: mientras que S
sabe con certidumbre (sabe, por tanto, dada la explicación cartesiana de qué es
saber) de la existencia del dolor-como-vivencia que siente, no puede pretender
conocer con esa certidumbre (la certidumbre de lo conocido directamente) de
la existencia de;un dolor-como-acaecimiento. Pues, como hemos visto, sería
compatible con que tuviera la. sensación que tiene el que sus supuestos sobre
el dolor-como-acaecimiento se revelasen completamente infundados. La exis
tencia de estos supuestos sobre la ubicación del dolor-como-acaecimiento, etc.,
evidencia que, por el contrario, ese dolor s6 conoce indirectamente. Un estado
mental cuyo objeto intencional se conozca directamente, por consiguiente, sólo
puede estar dirigido a entidades análogas a los dolores-como-sensación.
Para referirme de manera generala lo que, en esta sencilla ilustración pre
liminar, he llamado “dolor-como-sensación” y distinguirlo de los acaecimien
tos, usaré ‘vivencias’. Las vivencias tienen en común con los acaecimientos lo
siguiente: (1) como algunos acaecimientos, son particulares: suceden a u n indi
viduo en un momento concreto; (2) intervienen en la caracterización del con
tenido de estadps mentales, y (3) son generalmente complejas (tienen diversos
elementos “constituyentes”): una vivencia visual o auditiva (a diferencia de un
dolor) es típicamente muy rica. La diferencia respecto de los acaecimientos
está en que los constituyentes de las vivencias son entidades de naturaleza
“subjetiva”. Locke denomina ideas simples a entidades de esa naturaleza. Otros
les han llamado fenómenos —del término griego para apariencias. El filósofo
británico de principios de siglo George Moore introdujo para ellos el término
sense-data, o datos sensibles, que utilizaron después filósofos contemporá
neos como Bertrand Russell o Ayer. Quizás el término contemporáneo más
extendido sea cualidades sensibles, o sus correspondientes latinos quale (en
singular) o qualia (en plural). Utilizaré en adelante estos términos indistinta
mente, aunque los supuestos teóricos que los filósofos indicados asocian con
esas expresiones son seguramente distintos entre sí, y distintos de los míos. El
sentido que tienen en mi uso es el que voy a explicar a continuación.
Las vivencias son paradigmáticamente “eso” que tendríamos ante nosotros
incluso si no estuviésemos percibiendo nada real, sino padeciendo una aluci
nación. “Eso” manifiestamente fabricado por nuestra mente (con la ayuda de
la imagen bidimensional producida por el ordenador, en el caso de las aluci
naciones tridimensionales producidas por las imágenes de libros como El ojo
mágico, o la del electrodo del neurocirujano) es una vivencia. En el sentido
puramente espacial de la palabra ‘externo’, las vivencias son tan “externas”
como los acaecimientos; pues entre los constituyentes de algunas vivencias hay
no sólo características sensoriales tales como color, sonido, etc., sino también
características espaciales (las imágenes alucinatorias que acabo de mencionar
son tridimensionales — al menos las mías; en lo que a vivencias concierne, la
introspección es la fuente privilegiada d eco nocimiento^- y se perciben en el
espacio “extemó”ra"u ñ á cierta distancia de nuestros ojos, etc.) y temporales
(los sonidos producidos por el electrodo tienen duración; nos los representa
mos, por muy alucinatorios que sean, como formando parte de un cierto “cur
so” en el que distinguimos un antes y un después, un “ya ocurrido” de un “por
venir”, etc.). Es justamente a propósito de esto que el ejemplo del dolor era
excesivamente simple (aunque, como he indicado, también los dolores los sen
timos a veces como ubicados en el espacio “externo”, en una parte de nuestro
cuerpo). Tanto las características sensoriales correspondientes en las vivencias
a los colores, como las que corresponden a propiedades espaciales o tempora
les, son qualia, cualidades sensibles.
El realismo ingenuo del sentido común se manifiesta, entre otras cosas, err
que no tenemos términos que, inequívocamente, hagan referencia a un estado
mental cuyo contenido concierna a una vivencia y no a un acaecimiento.8 Por
eso, para exponer con claridad una teoría del contenido proposicional de los
estados mentales como la de Locke —una teoría representacionalista de la
intencionalidad— necesitamos un nuevo término técnico que, sin ambigüedad,
haga referencia a un estado mental que se dirija a vivencias y no a estados de
cosas. Utilizaré ‘notar’ para este fin, y hablaré de notares para referirme a actos
o estados mentales en que un individuo nota las características de una de sus
vivencias. El término que he elegido quiere sugerir la propiedad central de
estos estados mentales, a ojos de filósofos como Locke o Descartes: se trata de
estados característicamenteconscientes: estados cuyo objeto conoce el sujeto
de un modo inmediato por introspección. Notar las características de una
vivencia es paradigma de un estado consciente.
Locke reconoce que se hace difícil mantener estrictamente la distinción
8. Sólo los términos que utilizamos para referirnos a emociones y a sensaciones muy poco específicas (la
ansiedad, el júbilo, la rabia, ciertos tipos de placer o de malestar general) parecen referir inequívocamente a viven
cias. Se trata precisamente de los términos que utilizamos para caracterizar el contenido de estados mentales que ponen
en cuestión la validez genera! de la tesis de Brentano, pues no parecen tener objeto intencional.
entre una vivencia y sus constituyentes y un acaecimiento y sus constituyen
tes, y admite oj]e usa muchas veces la palabra ‘idea’ para referirse a las propie
dades objetivas de las cosas que causan las ideas y de las que las ideas son
“signos” o representantes, como veremos enseguida, en virtud de esa relación
causal:
to. El ejemplo del murciélago lo desarrolla Thomas Nagel en “What Is It Like To Be A Bat?". El de la cien
tífica encerrada en un mundo incoloro, Frank Jackson en “What Mary Didn’t Know".
tente también con los datos a que se apela en los cuatro argumentos en favor
del representacionalismo. Enunciaremos a continuación las características que
distinguen a las vivencias y sus constituyentes de los acaecimientos, sin pre
juzgar por tanto al hacerlo la cuestión en favor del representacionalismo. Pre
tendemos que aceptar la existencia de vivencias en el sentido que definimos a
continuación sea compatible con el tipo de realismo que se irá elaborando en
páginas sucesivas. De acuerdo con este realismo extemista, no sería correcto
rechazar la existencia de vivencias ni de estados (conscientes) de notar sus
características; no lo sería tampoco rechazar el papel de la. conciencia en un
análisis satisfactorio de la intencionalidad, la capacidad que tienen la mente y
el lenguaje de representar el mundo. El error está en la tesis lockeana de que
los estados que representan características de estados de cosas se infieren a par
tir de notares. Lejos de ser todo posible contenido proposicional reducible a
características de vivencias, como Locke quiere, son éstas las que — como
explicaremos— individualizamos más bien por el papel que desempeñan en
ciertos estados con contenidos trascendentes.
Las vivencias no son objetivas; carecen de las cuatro propiedades en que
hicimos consistir la objetividad de los estados de cosas. La no-objetividad de
las vivencias se traduce en que poseen cuatro propiedades opuestas a las cons
titutivas de la objetividad de los estados de cosas/ ('^ Privacidad. Una persona
puede sentir vivencias similares a las que siente o trampero es~5ETsurdo decir que
dos personas notan la misma vivencia. Dos individuos pueden oír, literalmente,
el mismo sonido objetivo, pero no pueden sentir el mismo dolor ni experi
mentar la misma sensación sonora.{(lij-Transpacmcia^ No hay vivencias que
se den realmente sin ser notadas; seVparaTIas^vivencias, es ser notado. Estas
dos primeras características se originan en que, tal como hemos dicho, las
vivencias son esencialmente correlatos de estados conscientes, y los estados
conscientes los pensamos como necesariamente articulados, a través de diver
sas relaciones, en un todo que conforma una mente. Un estado consciente es
un recuerdo, porque forma parte de la misma mente constituida también por
ciertas experiencias anteriores; otros son la confirmación de una expectativa, o
la constatación de la satisfacción de una intención, porque conforman la mis
ma mente de la que son también parte la expectativa o la intención anteriores;
otro es una conclusión obtenida inferencialmente, porque-forma parte de la
misma mente a la que pertenecen también las premisas.; (iii) jIrreducibilidad.
Hay al menos un sentido natural de “conocer” tal que, típTcaménfeTninguna
descripción en términos científicos permitiría “precisar” las características de
las vivencias de modo que, así precisadas, serían mejor conocidas. El modo
propio de conocerlas es notarlas; y, notándolas, uno las conoce tan perspicua
mente como las vivencias pueden ser conocidas. Conocer las propiedades de
las vivencias es conocer un modo de la experiencia consciente o de la subjeti
vidad, y no hay otro procedimiento para “conocer” modos de la experiencia
consciente que experimentarlos uno mismo: todo el conocimiento científico
que podamos adquirir sobre las experiencias que su particular aparato senso
rial proporciona a los murciélagos (suponiendo que se las proporcione) no nos
aproxima un ápice a conocer las propiedades de las vivencias que los murcié
lagos notan en tales experiencias/(iv) Incorregibilidad. Típicamente, las viven
cias no constituyen una norma parar'eváíuar con respecto a la misma algunos
notares como incorrectos. (Ni, por tanto, para evaluar con respecto a la misma
los restantes como correctos, pues donde no existe la posibilidad del error no
cabe hablar tampoco de corrección.) No hay notares frustrados; no hay nota
res incorrectos, discemibles de los correctos por relación a las características
“reales” de las vivencias notadas.11
Tal como he dicho antes, las vivencias paradigmáticas, como los hechos,
son “moleculares”: poseen “elementos” o constituyentes, en el sentido de que
un sujeto capaz de representarse un hecho o una vivencia es capaz de repre
sentarse otros hechos o vivencias que tienen en común alguno de ios constitu
yentes con aquéllos. El argumento fundamental para atribuir constituyentes a
unos y a otros es que tanto los estados mentales cuyos objetos intencionales
son acaecimientos, como los notares, son sistemáticos en el sentido expuesto
anteriormente (I, § 2). Una persona capaz de percibir una esfera roja ante sí es,
típicamente, capaz también de percibir una esfera verde de otro tamaño a una
distancia de sí diferente. Lo mismo ocurre con los notares. Y la aprehensión
de una nueva idea simple (un color que no habíamos experimentado antes) per
mite experimentar nuevas vivencias resultantes, en modos predecibles, de la
combinación de la nueva sensación con otras viejas (esferas de ese color ante
nosotros). En ciertas situaciones, un notar puede tener por objeto una vivencia
relativamente simple (un dolor, por ejemplo; pero en ciertas situaciones pare
ce que es incluso posible experimentar un color sin ubicación espacial). Los
representacionalistas piensan generalmente en experiencias de este tipo, cuyos
objetos son lo que Locke llama ideas simples. (Kant, por ejemplo, presume una
“multiplicidad de sensaciones”.) Es conveniente recordar que las vivencias
paradigmáticas no son tales “multiplicidades” caóticas, sino que son comple
jas estructuras articuladas; a las “ideas simples” llegamos mediante el análisis,
por abstracción teórica, sobre la base de consideraciones de sistematicidad
como las apuntadas.
11. Las cuatro características de las vivencias han sido formuladas de modo compatible con la posibilidad de
que las vivencias sean un cieno tipo de acaecimientos (en lugar de pertenecer a una clase disjunta con la de los acae
cimientos). Por ejemplo, lo que he llamado ‘privacidad’ no se opone a que podamos saber que las cualidades sensibles
notadas por otros individuos sean exactamente del mismo tipo que las notadas por nosotros. Lo que he llamado ‘irce-
ducibilidad’ no se opone a que las características de las vivencias puedan, también ellas, ser descritas de un modo más
perspicuo por la ciencia (por ejemplo, en términos neuroftsiológicos). Sólo se opone a que — en el sentido de ‘cono
cer’ apropiado para las vivencias, es decir, en el de ser consciente de ellas— tales descripciones ayuden a “conocer
las” mejor. Y lo que he llamado ‘incorregibilidad’ no pretende oponerse a que en algunos casos estemos dispuestos a
aceptar rectificaciones en la identificación fina del tipo de nuestras sensaciones. (Por ejemplo, puedo aceptar, sobre la
base combinada de datos químicos y datos neurofisiológicos, que, después de todo, el sabor que he notado en esta cer
veza es el mismo que el de la que bebí ayer — aunque al notarlo me pareció algo diferente— si se me convence de que
la cerveza es químicamente idéntica a la de ayer, y de que la parte relevante de mi cerebro estaba en el mismo estado
en que estaba ayer al notar el sabor.) La irreducibilidad y la incorregibilidad de las vivencias se opone a que uno pue
da confundir un dolor con un color, un dolor de cabeza con uno de muelas o el #rojo# con el #verde#.
Usaremos cosa o entidad objetiva para designar a los constituyentes de ios
acaecimientos, e idea o entidad subjetiva para designar a los constituyentes
de vivencias. Se usan ambos términos, ‘cosa’ e ‘idea’, de manera completa
mente genérica: pueden aplicarse indistintamente a inviduos concretos (Sha
kespeare, una ejempliñcación concreta de la sensación de dolor de muelas)
o a características repetibles (y, entre éstas, tanto a propiedades, como a
géneros, etc.).
Sin duda habéis visto la necesidad de utilizar un bastón para guiaros cuando
caminabais sin luz por lugares difíciles por ía noche. Así mismo, os habréis per
catado de que mediante el extremo del bastón podéis apreciar la existencia de
diversos objetos que se encuentran a vuestro alrededor, e incluso que podéis dis
tinguir si son árboles, piedras, arena, agua, hierba, barro o algún otro objeto
semejante. Verdad es que esta forrría de sentir es un poco oscura y confusa para
aquellos que no han tenido una gran práctica. Pero si consideráis el constante
ejercicio de aquellos que, habiendo nacido ciegos; se han servido de tal medio
durante toda su vida, entonces la encontraréis tan perfecta y tan exacta que
podríamos afirmar que ven por sus manos o que su bastón es el órgano de un
sexto sentido, que les ha sido dado al carecer de la vista. Para establecer una
comparación a partir de esto, deseo que penséis que la luz no es otra cosa en
los cuerpos, que son llamados luminosos, que un cierto movimiento o una
acción muy rápida y muy viva que se dirige a nuestros ojos a través del aire y
de los otros cuerpos transparentes, de igual forma que el movimiento o la resis
tencia de los cuerpos que encuentra este ciego llega a su mano a través del bas
tón. Tal consideración os impedirá encontrar extraño ... que por medio de la luz
podamos ver toda clase de colores, así como que estos colores no sean otra cosa
en los cuerpos, sino las diversas formas en que los mismos reciben y reflejan la
luz contra nuestros ojos, si consideráis que las diferencias constatadas por un
ciego entre diversos árboles, piedras, agua y cosas semejantes por medio de su
bastón no le parecen menores de lo que son para nosotros aquellas que existen
entre el rojo, el amarillo, el verde y todos los otros colores. Y sin embargo,
todas aquellas diferencias no son otra cosa en todos esos cuerpos que las diver
sas formas de mover este bastón o de resistir a sus movimientos [...] no es nece
sario suponer que haya nada en estos objetos que sea semejante a las ideas o
sentimientos que de ellos tenemos, de la misma forma que [...] la resistencia o
movimientos de esos cuerpos, que es la única causa de los sentimientos que [el
ciego] tiene, no es en nada semejante a las ideas que concibe (i b i d 61-62).
La explicación que Locke podría dar del error que llamamos “realismo
ingenuo” está en que, siendo la inferencia de las ideas directamente conocidas
a sus causas completamente habitual, la hacemos de un modo tan automático
que incluso nos olvidamos de que la hacemos. La naturaleza de la inferencia
queda perfectamente reflejada con el símil de Descartes, particularmente si nos
imaginamos a nosotros mismos — no habituados a utilizar el bastón como se
describe— utilizando las sensaciones táctiles obtenidas por medio del bastón
para hacemos conjeturas sobre las cosas “externas”. No hay aquí error posible:
lo que conocemos directamente son las sensaciones transmitidas por el bastón.
Quizás, una vez habituados (como el ciego de nacimiento) a hacer la inferen
cia, daríamos en el error del realismo ingenuo. La reflexión filosófica nos
recuerda la existencia de tales inferencias.
Estamos ahora en disposición de comprender las ideas expresadas en el
texto de Brentano citado en 1a sección primera, que sintetizan una concepción
análoga a la defendida por Locke. En los términos del texto de Brentano, el
objeto intencional al que los estados mentales hacen referencia, y al que están
dirigidos, no es una “realidad” ; es decir, el objeto intencional de un estado
mental prototípico no tiene por qué existir. Esta era la primera de las caracte
rísticas de los estados intencionales, su falibilidad. Se trata de una falibilidad1
extrema, pues el representacionalista supone que hipótesis escépticas radicales
como la del Genio Maligno son lógicamente coherentes: cabe dudar de todas
nuestras convicciones sobre el mundo de los acaecimientos objetivos. De lo
único de que no cabe dudar es de que tenemos esas convicciones, con esos
objetos intencionales. Los representacionalistas precisan explicar esto postu
lando, para dar cuenta del contenido proposicional de uno cualquiera de estos
estados, exclusivamente entidades que no son constituyentes de acaecimientos,
sino sólo de vivencias; entidades, en suma, que sólo existen inmanentemente
al estado mental. La característica central de los estados mentales, según esta
concepción, es su ser (como los notares) estados de conciencia:
El contenido proposicional de todos los estados intencionales que repre
sentan acaecimientos objetivos es, según el representacionalista, expresable
enteramente en términos de características subjetivas en el sentido en que lo
son. las vivencias. Esta es una teoría de la representación, porque ofrece una
explicación de las dos características distintivas de los estados representacio-
nales. Según las misma, los elementos constituyentes de las proposiciones que
expresan el contenido de nuestros estados intencionales son todos ellos inter
nos. No son internos en el sentido espacial del término; como hemos tratado
de dejar claro, algunas vivencias (las vivencias visuales, pero también las
auditivas) tienen características espaciales y temporales en virtud de las cuales
bien pueden ser descritas como espacio-temporalmente “externas”. Son más
bien internos por oposición a objetivos, donde ‘objetivo’ debe entenderse abre
viando las cuatro características de las propiedades de los estados de cosas que
antes enumeramos, intersubjetividad, sustantividad, fisicidad y normatividad.
Los elementos que identifican los contenidos proposicionales de nuestros esta
dos intencionales son, por contra — según filósofos como Locke o Brentano— ,
todos ellos privados, transparentes, irreducibles e incorregibles.
Tenemos así una explicación del primer elemento distintivo de los estados
representacionales, su falibilidad. El término ‘inmanentes’ que Brentano utiliza
recoge esta explicación: el objeto intencional del estado que expreso mediante
‘hay una esfera roja ante mí’ es “inmanente”, en el sentido de que puede ser carac
terizado exclusivamente en términos de entidades con las cuatro características de
las vivencias. No hay, por tanto, ningún misterio: las relaciones intencionales nos
relacionan con entidades que podrían no existir sólo indirectamente, poniéndonos
primero en contacto para ello con entidades cuya existencia está garantizada, dada
la existencia misma del estado intencional. Usaremos el término ‘trascendente’
para referimos a objetos intencionales determinados por contenidos que no púe-,
den ser caracterizados sin suponer la existencia de entidades objetivas. '
12. Cf. “Empiricism and the Philosophy ot' Mind”, en su Science. Percepñon and Recdity.
13. Cf. B ogh ossian ,‘‘Content and Self-Knowledge”.
tesis más ambiciosa; a saber, que eí contenido de los estados cuyos objetos
intencionales son entidades no observadas consiste enteramente en relaciones
inferenciales, de fundamentación racional, que remiten en último extremo a
otros estados cuyos objetos intencionales son entidades observadas. Así, el
representacionalismo postula una base de estados (correspondiente a mis nota
res) cuyo contenido proposicional los hace dirigidos a vivencias (este es el pri
mer estadio), y presenta el contenido de todos los demás como consistiendo en
los vínculos inferenciales de fundamentación racional a través de los cuales se
relacionan con la base; éste es el segundo estadio. E! modelo del representa
cionalismo es el mismo que aplicaríamos a los enunciados que tratan de enti
dades teóricas: entenderlos (es decir, conocer su significado) es conocer las
relaciones inferenciales que vinculan causal-explicativamente a las conjetura
das entidades teóricas con entidades observables (cf. V, §§ 1-2), en el supues
to de que lo único que “observamos” son las afecciones sensibles subjetivas de
que somos conscientes.
Se ve en este breve sumario cómo es fundamental para garantizar el
intemismo perseguido por el representacionalismo que haya estados cuyos
objetos intencionales son vivencias, y que esos estados estén, epistémica
mente, en la base racional que determina el significado de todos los demás;
aceptando, desde luego, que en la fenomenología subjetiva los juicios sobre
eí mundo externo no son percibidos como dependiendo racionalmente de ju i
cios sobre nuestras sensaciones. Todas las dificultades del representaciona-
íismo (las que dan pie al argumento que Jleva al fenomenalismo y al solip
sismo, cf. V, § 4 y X, § 5, y las que elabora el argumento contra la posibili
dad de un lenguaje privado, cf. XI, § 7) derivan de esta característica decisir
va. Por contra, en la alternativa de inspiración sellarsiana que he bosquejado
brevemente, las vivencias no son los objetos intencionales de los estados
epistémicamente más básicos. Los objetos intencionales de estos estados son
ya acaecimientos objetivos; los estados básicos no serían los que son si tuvie
sen objetos intencionales distintos a los que tienen. Las vivencias son sólo
objetos intencionales de estados que, como el de aquellos dirigidos a acaeci
mientos teóricos, tienen contenidos constituidos por relaciones inferenciales
con los básicos.
Ciertamente (y en esto reside la principal dificultad para hacer defendible
esta propuesta), las vivencias desempeñan ya un papel en los estados episté
micamente básicos. He sugerido que su papel es análogo al de los “modos de
presentación” o sentidos fregeanos que se introducirán más adelante (cf. VI-
VII). No cabe estar en estados intencionales dirigidos de manera suficiente
mente bien definida a acaecimientos objetivos (como lo son ya los racional
mente básicos), sin “saber” cosas sobre uno mismo, sin sentir conscientemen
te las propias vivencias. Pero este “saber” de uno mismo no es un estado inten
cional, ni desempeña un papel de fundamento racional en la posesión de esta
dos dirigidos al mundo externo. Es un modo de saber sui generis, primitivo e
irreducible, sobre el que ciertamente se pueden decir todas las cosas que esta
mos diciendo (en especial, que desempeña en la representación el papel que le
estamos atribuyendo), y que en parte cada uno de nosotros conoce por su pro
pio caso. La diferencia fundamental entre el representacionalismo y la posición
aquí bosquejada está por tanto en que, como hemos visto, para el representa
cionalismo los notares son estados intencionales epistémicamente básicos; son
estados que desempeñan por sí mismos un papel de justificación racional. En
la concepción bosquejada, los notares son sólo subsidiarios coadyuvantes en la
posesión de estados epistémicamente básicos dirigidos a acaecimientos obje-
tivos.
De aquí derivan, en esta concepción, las cuatro características de las
vivencias que resumimos calificándolas de subjetivas (§ 2). No es que
las vivencias sean entidades en sí mismas distintas de los acaecimientos; las
vivencias son, presumiblemente, acaecimientos consistentes en estados de
nuestros cerebros. Estos acaecimientos son “subjetivos” sólo en la medida en
que, siendo notados, desempeñan el papel de modos de presentación de acae
cimientos objetivos en los estados representacionales racionalmente más
básicos. Algo que en sí mismo es un acaecimiento objetivo es también una
vivencia subjetiva en cuanto desempeña un cierto papel en un sistema repre
sentacional. Ser una vivencia es como ser viudo, o como ser doblemente
grande; es una propiedad que se tiene en virtud de mantener relaciones con
otras cosas.
Cabría decir que la posición bosquejada es también “representacionalista”,
ya que comparte con el representacionalismo la idea de que conocemos el
mundo externo en virtud de nuestro acceso consciente a las afecciones sensi
bles sobre nuestra mente. Mas en esta objeción se juega de manera teórica
mente inaceptable con las palabras; pues, si se quiere que esta afirmación
caracterice correctamente la propuesta anterior, debe darse a £en virtud de’ un
significado crucialmente diferente al que tiene en la formulación del represen
tacionalismo. En este último caso, significa la relación de fundamentación
racional. En la propuesta anterior, sin embargo, significa algo más cercano a lo
que significa cuando decimos que percibimos el mundo externo en virtud de
que nuestro cerebro está en ciertos estados. Aquí, la relación es meramente de
fundamentación causal-explicativa: nadie pensaría que, comúnmente, inferi
mos juicios sobre el mundo externo a partir de juicios sobre los estados de
nuestro cerebro. La objeción ignora, en definitiva, la ciertamente sutil, pero
profunda diferencia entre las dos propuestas. En razón de ella la posición bos
quejada es extemista, con lo que está libre de las graves objeciones que el
representacionalismo debe afrontar; por otra parte, también se debe a la dife
rencia que la posición de inspiración sellarsiana parece contraponerse a lo que
de razonable hay en la intuición de que podemos conocer, de manera privile
giada, el contenido de nuestros estados mentales. La sutileza de estas distin
ciones, dicho sea de paso, es la que cabe esperar de las propuestas filosóficas.
En definitiva, en la concepción analítica el objetivo de tales propuestas es per
mitimos hablar con propiedad, ayudándonos a describir correctamente hechos
que rehúsan obstinadamente dejarse describir de manera coherente, clara y dis
tinta.
4. M odalidades semánticas, epistémicas y metafísicas
(4) 7 + 5 = 12.
Esta definición no recoge todas las connotaciones del término latino ‘a prio
ri \ que significa “previamente”. Pero podemos recoger parte de esas connota
ciones tomando en cuenta además que las proposiciones conocidas a priori están
de algún modo involucradas, por su generalidad, en la articulación de cualquier
cuerpo de conocimiento a posteriori. Una parte del conjunto de proposiciones
cognoscibles a priori constituye la provincia de la filosofía; en la medida en que
sean verdaderos, enunciados como ‘el efecto sucede temporalmente a la causa\
o ‘todo objeto tiene propiedades esenciales que determinan condiciones necesa
rias de su identidad’ serían también cognoscibles a priori. Debe resultar com
prensible la atracción que el epistemólogo cartesiano experimenta hacia el cono
cimiento a priori; pues este conocimiento parece, tanto como el conocimiento
consistente en notar una vivencia, paradigmáticamente cierto, en el sentido pre
viamente definido: conocimiento que un sujeto reflexivo puede atribuirse con
fiadamente, sabiendo que esa atribución no podrá ser ya recusada.15
14. El Fedro de Platón contiene una demostración análoga a esta de que el área de un cuadrado cuyo lado es
la diagonal de otro es dos veces el área de éste.
15. Tanto los empiristas como los racionalistas tradicionales tenían proyectos epistem ológicos igualmente
fundacionalistas: asentar el conocimiento en una base cierta, incorregible. Los primeros (com o Locke) se apoyan en
proposiciones empíricas, conocidas a po sterio ri; los segundos, en proposiciones conocidas a priori.
El problema del conocimiento a priori lo suscita la (aparente) existencia,
entre las proposiciones cuya verdad conocemos, de proposiciones — como (3)
y (4)— conocidas a priori. Si existe conocimiento a priori (si, por el contra
rio, las apariencias engañan, y ni los ejemplos propuestos ni ningún otro can
didato son, después de todo, enunciados cognoscibles a priori, entonces el pro
blema quedaría disuelto) la dificultad está en lo siguiente. (3) y (4), al igual
que (2), tienen validez objetiva general: (3) y (4), al igual que (2), enuncian
hechos que valen de modo general en la realidad constituida por acaecimien
tos objetivos. Del mismo modo que la verdad de (2) nos hace esperar que toda
barra con la que nos podamos tropezar se dilate si se calienta,: la verdad de (3)
nos hace esperar que todo triángulo rectángulo real (un campo de labranza con
la forma de un triángulo rectángulo, o un triángulo rectángulo de madera) con
el que podamos tropezamos sea pitagórico. (Es precisamente porque (3) tiene
validez objetiva que existen también justificaciones inductivas para él.) La ver
dad de (4), por su lado, nos hace esperar que siempre que sumemos siete obje
tos y cinco objetos, el resultado de contar el total de objetos sumados arrojará
un cómputo de doce objetos; por ejemplo, que siempre que tomemos siete
manzanas, tomemos cinco manzanas más, y contemos el resultado de juntar los
dos grupos de manzanas, el total incluirá doce manzanas.
Ahora bien, pese a que también puedan suscitarse ciertas dificultades filo
sóficas al respecto (el llamado problema de la inducción, del que trataremos
en V), no parece especialmente difícil de explicar que tengamos conocimiento
con validez objetiva general (como el ilustrado mediante (2)) cuando este
conocimiento es a posteriori. A grandes rasgos, la explicación que el sentido
común ofrecería sería la siguiente: el mundo de los acaecimientos objetivos no
está sólo conformado por individuos, por objetos concretos, sino también por
rasgos generales que se ejemplifican repetida y sistemáticamente en individuos
diversos. Estos rasgos generales están nómicamente relacionados entre sí; es
decir, se dan objetivamente leyes naturales en virtud de las cuales los rasgos
generales del mundo se ejemplifican de un modo regular y ordenado. A través
de nuestros sentidos, y de nuestra capacidad de raciocinio, somos capaces de
identificar los rasgos generales del mundo y de construir teorías sobre las rela
ciones nómicas que los vinculan. Es el conocimiento de tales teorías (que
incluirían afirmaciones como (2)) el que nos permite trascender el conoci
miento de lo particular que nos dan nuestros receptores sensoriales.
Para muchos filósofos, esta historia (cercana en muy buena medida a la
metafísica aristotélica) no es más que una fábula. Pero lo que nadie puede decir
es que se trate de un dislate patente. Consideremos, por contraste con esta
explicación — sea o no fabulosa— el conocimiento a priori. Tal conocimiento
también tiene validez objetiva general, como hemos visto: las proposiciones
conocidas a priori tienen aplicación general al dominio de los acaecimientos
objetivos. Ahora bien, en su justificación no interviene ninguna proposición
empírica, ningún hecho particular constatado perceptualmente. ¿Cómo es esto
posible? ¿Cómo es posible que conozcamos hechos generales que se dan en el
mundo objetivo, sin que necesitemos recurrir para establecer la corrección de
tal conocimiento a información proporcionada por los sentidos? Estas pregun
tas carecen de una respuesta que tenga al menos el grado de plausibilidad que
tiene la explicación aristotélica bosquejada antes de por qué tenemos conoci
miento a posteriori con validez objetiva general.
Es importante reparar en que la pregunta no es: “¿cómo es posible que
hayamos adquirido conocimiento sin utilizar los sentidos?”. Aunque resulta
natural tomar a priori en el sentido temporal de “anterior a la adquisición de
conocimiento empírico”, éste no es un sentido útil. Una razón es que las cues
tiones relativas a la adquisición del conocimiento son, en muchos casos,
epistémicamente irrelevantes. Sólo si se pudiera mostrar que, en este caso, las
cuestiones relativas a la adquisición poseen significación para la cuestión de la
justificación serían epistémicamente relevantes. Una segunda razón es que,
puesto que podría haber conocimiento a priori en el sentido que hemos dado
al término (no relativo a la prioridad temporal en la adquisición, sino a la inde
pendencia en la justificación), pero no haberlo en el sentido temporal, afumar
la existencia de conocimiento a priori en el sentido aquí definido es menos
comprometido de lo que lo es afirmar la existencia de conocimiento a priori
en el sentido temporal. Quizás no poseamos conocimiento a priori en este sen-i
tido temporal. Quizás para estar en disposición de conocer a priori la verdad
de una proposición como (3), por ejemplo, sea necesario previamente poseer
información facilitada por los sentidos. Sin ir más lejos, para estar siquiera en
disposición de entender (3) y (4) es preciso adquirir el lenguaje, y la adquisi
ción del lenguaje entraña ciertamente elementos empíricos. (Este problema se
evita en la filosofía tradicional al soslayar el método analítico que aquí segui
mos, presentando los problemas y los conceptos haciendo referencia al len
guaje.) Sin embargo, incluso concediendo todo esto, los ejemplos (3) y (4)
seguirían mostrando que parece haber conocimiento a priori en el sentido
—relativo a la posibilidad de la justificación a priori de conocimiento con vali
dez general en el mundo objetivo, y no a la de su adquisición “a priori”— que
hemos dado al término. Ahora bien, la pregunta no es menos problemática
cuando se plantea en estos términos; de modo que es más útil considerar las
discusiones sobre la adquisición como irrelevantes para nuestro problema.16
Quizás contribuya a acrecentar la sensación de perplejidad que quiero
infundir formular de un modo muy burdo — tanto que resultará quizás insul
tante para sus partidarios— las que parecen ser las soluciones de dos de los
filósofos que con mayor penetración se ocuparon de esta cuestión, Platón y
Kant. Según el primero, el conocimiento a priori es posible porque el mun
do de los acaecimientos objetivos fue dispuesto por un ser racional, que des
pués nos hizo a nosotros (o a nuestras almas inmortales) el favor de “antici
parnos” algunos de los rasgos que había puesto en su disposición, ahorrán
donos así el esfuerzo de descubrirlos. Según.el segundo, el conocimiento a
16. Tomar a priori en el sentido temporal parece estar detrás de una de las “demostraciones” platónicas de la
inmortalidad del alma.
p rio ri es posible porque el mundo “real” no es en verdad real; en algunos
aspectos — aquellos precisamente que podemos conocer a p rio ri, particular
mente su estructura espacial y temporal— es una fabricación de nuestra m en
te (por otra parte, que tenga estos aspectos es necesario para que tenga cua
lesquiera otros). Estas “explicaciones” sí son meras fábulas, ininteligibles si
se toman literalmente; por eso, no son verdaderas explicaciones en absoluto:
no alivian en un ápice nuestra perplejidad. Lo mismo ocurre, en mi opinión,
con las verdaderas propuestas de Kant y Platón, incluso cuando se toman con
todos sus matices.
El enunciado (5) ilustra un tipo de proposición cuya verdad también cono
cemos a priori, la posibilidad de cuyo conocimiento, según Kant, no suscita
sin embargo perplejidades:
(5) es una verdad analítica. Según Kant, una verdad analítica es una pro
posición “cuyo, predicado está contenido en su sujeto”. La idea de Kant es ésta:
una proposición consta de un concepto-predicado y de un concepto-sujeto.
Algunos conceptos son complejos; están “constituidos” por otros conceptos, un
conjunto de “notas características” (al modo en que las moléculas están “com
puestas” de átomos). Por ejemplo, el concepto de soltero está “constituido” por
los conceptos p erso n a , n o -ca sa d a . La metáfora molecular de la constitución de
unos conceptos por otros se puede eliminar, expresando la idea literalmente: se
trata en definitiva de que quien posee la capacidad de aplicar un concepto com
plejo a un individuo o posee necesariamente con ello también la capacidad de
inferir que a o se aplican también los conceptos constituyentes. Si, analizando
en sus constituyentes un concepto complejo que aparece como sujeto en una
proposición, se topa uno con el concepto que aparece como predicado en la
proposición, la proposición es analítica. (5) es un ejemplo, y la proposición
expresada por 4todo cuerpo es extenso’ proporciona otro —en el supuesto de
que el concepto cuerpo incluya las notas características o b je to , extendido en el
e sp a cio , extendido en el tiempo.
Con su definición de ‘verdad analítica’, Kant no trataba meramente de
introducir una estipulación arbitraria. Por el contrario, Kant trataba de enunciar
con precisión un rasgo que (5) tiene en común con otros enunciados; por ejem
plo, (6), (7) y (8):
(8) Si los caballos son animales, las cabezas de caballos son cabezas de
animales.
En opinión de Gottlob Frege (formulada en Los fundamentos de-.la'arit
mética, de 1884), sin embargo, Kant fracasó al definir ese rasgo común a (5>;
(8). La idea de que lo característico de este tipo de proposiciones es que bas
ta analizar el sujeto para ver si aparece el predicado es inaplicable a (6)-(8),
porque, incluso si hallamos una estructura sujeto-predicado en las proposicio
nes que expresan esos enunciados (lo que siempre es posible, de modos más o
menos artificiosos), no podríamos dar cuenta de su verdad por el procedi
miento de analizar el predicado y buscar entre sus notas el sujeto. Lo que ver
daderamente tienen en común (5)-(8), según Frege, es que, o bien son-verda
des lógicas, o bien pueden convertirse en verdades lógicas sustituyendo térmi
nos que poseen una definición por las expresiones, que los definen. (Así, (5) se
convierte en una verdad lógica sustituyendo ‘soltero5 por ‘persona no-casada’.)
Ésta es la definición de verdad analítica que proporciona Frege como alterna
tiva a la defectuosa definición kantiana.
Una verdad sintética, tanto para Kant como para Frege, es simplemente
una verdad que no es analítica. Tanto las proposiciones de la geometría
—como (3)— como las de la aritmética —como (4)— son sintéticas, según
Kant. Como se dijo antes, Kant no pensaba que la posibilidad del conocimiento
a priori de verdades analíticas fuese problemática. Es el hecho de que haya
proposiciones sintéticas cognoscibles a priori — como (3) y (4)— lo que Kant
consideraba fuente de perplejidad. Frege, por su parte, conjeturó que, si bien
Kant estaba en lo cierto en cuanto al carácter sintético de las proposiciones
geométricas, el erróneo análisis kantiano del concepto de analiticidad le hizo
clasificar incorrectamente las de la aritmética. La empresa a la que Frege dedi
có todo su empeño a lo largo de muchos años fue la de mostrar que las pro
posiciones aritméticas verdaderas son analíticas y no sintéticas como Kant pre
tendió.
Que las proposiciones aritméticas son analíticas significa, dada la defini
ción fregeana de ‘verdad analítica’ que se acaba de exponer, que existen defini
ciones de las nociones característicamente aritméticas (los conceptos de cada
número, el cero, el uno, el dos, etc., el concepto general de número natural, el
de la relación de orden entre los números, los de las operaciones aritméticas,
suma, resta, exponenciación, etc.) tales que, una vez los términos definidos son
sustituidos por los términos que expresan sus definiciones, las verdades arit
méticas se revelan verdades lógicas. (En el sentido en que (5) se convierte en
una verdad lógica cuando se sustituye ‘soltero’ por ‘adulto no casado’, que
podría servir para definirlo.) Se conoce como programa logicista a esta tesis,
a cuya justificación fehaciente dedicó Frege la mayor parte de su actividad
intelectual. Con el fin de desarrollar el programa logicista, Frege elaboró un
sistema lógico muy preciso, en el que pretendía demostrar paso a paso — a par
tir de verdades lógicas y definiciones de las nociones aritméticas en términos
puramente lógicos-— típicas verdades aritméticas, de un modo tan detallado
que no cupiera duda alguna de que tanto las proposiciones de partida como
cada uno de los pasos eran puramente lógicos. Desde el punto de vista de la
consecución de éste, su objetivo principal, el programa teórico de Frege con
cluyó en uno de los más famosos fracasos que registra la historia del pensa
miento; Bertrand Russeil le indujo a ver -en 1903, después de la publicación
de la obra en que Frege creía haber llevado a término su objetivo, G rundge-
setze d e r A r ith m e tik - que el sistema de axiomas pretendidamente lógicos que
había elaborado para demostrar proposiciones aritméticas era inconsistente. (Es
de justicia recordar aquí que, en el desarrollo de su proyecto, Frege hizo apor
taciones a la lógica y a la semántica contemporáneas que harían com
pletamente injusto considerar su trabajo enteramente baldío. Algunas de esas
aportaciones se exponen en el capítulo VI.)
Incluso si el proyecto de Frege hubiese tenido éxito (o si lo tuviese, en
alguna versión distinta a la del propio Frege), sin embargóles más que dudo
so que, por sí solo, hubiese contribuido a resolver, o al menos aliviar, el pro
blema del conocimiento a p rio ri . La razón no es, únicamente, que seguiríamos
sin saber a qué atenemos en lo que respecta a las proposiciones geométricas
como (3). La razón más profunda es que, aunque todas las verdades cognosci
bles a p r io r i (no sólo las aritméticas, sino también las geométricas o cua
lesquiera otras) fuesen verdades analíticas (verdades lógicas, o verdades lógi
cas dadas las definiciones de algunos términos), seguiríamos sin tener una
explicación satisfactoria de cómo es posible un conocimiento a p rio ri con vali
dez objetiva general. No, cuando menos, hasta tanto no dispusiésemos de un
análisis satisfactorio de la noción de verdad a n a lítica que despejase nuestra
perplejidad. Pues las verdades lógicas no tienen menos el carácter de proposi
ciones con validez general objetiva de lo que lo tienen proposiciones como (3)
o (4). En rigor, cabe censurar que Kant no encontrase igualmente problemáti
co el carácter a p rio ri de nuestro conocimiento de las verdades analíticas. Qui
zás explique esto el que las verdades analíticas, según la definición de Kant,
sean verdades casi triviales, manifiestas “a simple vista”. Pero que se pueda
explicar así que Kant pasara por alto el problema no justifica que lo hiciera.
En cualquier caso, nada comparable puede decirse de las verdades analíticas
según la definición de Frege; en la mayoría de los casos, sólo complejos argu
mentos nos convencen de su carácter de tales verdades. (Piénsese sólo que el
último teorema de Fermat, que el matemático de Princeton K. Wilkes sostiene
haber probado recientemente mediante una prueba que dista de haber sido
aceptada por sus colegas, sería una verdad analítica si el programa logicista
fuese acertado y el teorema verdadero.)
Frege sugiere en algunos pasajes de su obra que la pretensión de dar una
explicación de la naturaleza de la analiticidad, o de la verdad lógica, ha de que
dar necesariamente insatisfecha. El problema estaría, según él, en que una
explicación así sería necesariamente circular: pues la lógica es tan básica, que
estaría presupuesta en la presunta explicación. Tanto él como Russell — tam
bién partidario del programa logicista, y significado contribuyente a su desa
rrollo— ofrecieron, sin embargo, algunas indicaciones sobre la naturaleza de
la verdad lógica. Todas ellas eran, ajuicio del joven Wittgenstein, insatisfac
torias; una de las motivaciones fundamentales del Tractatus (publicado en
1921) fue la de ofrecer una explicación alternativa de la naturaleza de la ver
dad analítica en el sentido de Frege (el propio Wittgenstein usa generalmente
‘lógico’ como sinónimo de ‘analítico’ en el sentido de Frege). Una explicación
así tiene como objetivo fundamental asegurar algo que, según él, no consiguen
las indicaciones al respecto de Frege y Russell: “la correcta elucidación de las
proposiciones lógicas debe asignarles un lugar único entre todas las proposi
ciones” (Tractatus, 6.112). Esta explicación serviría también, de ser correcta,
como explicación de la naturaleza del conocimiento a priori; o, al menos, de
la parte del mismo que coincide con las verdades analíticas. Las propuestas de
Wittgenstein a este respecto se exponen en el capítulo IX.
Puesto que los términos que hemos introducido hasta aquí, ‘analítico’ (o
‘lógico’), ‘sintético’, ‘cognoscible a priori', ‘cognoscible a posteriori’, cuali
fican la verdad de un enunciado o una proposición (esto es, describen ti modo
en que lin enunciado o proposición son verdaderos), tos conceptos que expre
san se conocen como modalidades. Los dos primeros conceptos constituyen las
modalidades semánticas (pues dependen de propiedades semánticas de los
enunciados o proposiciones), los segundos las modalidades epistémicas. Debe
mos introducir para completar la exposición las modalidades restantes, a saber,
las modalidades metafísicas, usualmente significadas con ‘necesario’, ‘posible’
y ‘contingente’.
Existe una diferencia entre enunciados cómo (9) y enunciados como (10)
apreciable intuitivamente. Una primera manifestación de la misma consiste en
que, si bien ambos enunciados son verdaderos, intuitivamente hablando, el pri
mero no podría ser falso, o no es concebible su falsedad, mientras que el
segundo podría haber sido falso, o es concebible su falsedad:
(10) El día en que asesinaron a César había más de diez cm3 de agua en
el Mediterráneo.
17. En la película de Frank Capra ¡Qué bello es vivir!, cuando el personaje que interpreta Jaméis Siewart está
a punto de suicidarse, un ángel le muestra cómo hubiera sido el mundo sin él -convenciéndole así de que, vistas las
cosas desagradables que hubiesen acaecido si su presencia no lo hubiera evitado, quizás merezca la pena, después de
todo, esperar por si hubiere otras en el futuro. En la terminología anterior, el ángel le muestra algunos aspectos de
otros mundos posibles.
tricción es clara: si no la hacemos, el carácter convencional del lenguaje garan
tiza que ningún enunciado será necesariamente verdadero. Ahora bien, quizás
¿so sea así; por razones que examinaremos en el capítulo XII, el filósofo con
temporáneo W. V. O. Quine ha sostenido que las modalidades metafísicas son
tan confusas, que no establecen ninguna distinción razonable: no habría por
tanto enunciados necesariamente verdaderos, por oposición a otros que sólo
contingentemente son verdaderos. Pero, si esto es así, debe haber razones filo-,
sóficamente profundas para ello: no podemos establecer trivialmente la tesis de
Quine adversa a la existencia de las distinciones modales, por el simple pro
cedimiento de pasar por alto la observación de que efectuar distinciones moda
les requiere mantener fijo el significado de las expresiones. Esta restricción
debe sobreentenderse, por tanto, cuando nos preguntamos si algo es o no nece
sariamente el caso.18
Algo similar podemos decir de la diferencia entre las inferencias lógicas
y las otras. En el caso de las inferencias lógicas, si las premisas son verdade
ras, necesariamente la conclusión también lo es; no hay mundos posibles en
que las premisas sean verdaderas y la conclusión no lo sea. No hay mundos
posibles en que ‘los caballos son animales’ sea verdadero y ‘las cabezas de
caballos son cabezas de animales’ no lo sea (manteniendo fijo el significado
de las palabras). Pero sí hay mundos posibles en que ‘todos los cuervos de que
tenemos noticia son negros’ es verdadero, mientras que ‘todos ios cuervos son
negros’ no lo es.
18. Si ‘pata’ se aplicase también a las colas, ¿cuántas patas tendrían los caballos? Según lo anterior, cuatro.
Pues, incluso cuando hablamos de un mundo posible en que las palabras no se usan com o nosotros usamos las nues
tras, las palabras que nosotros utilizamos al hablar preservan el significado que nosotros les damos.
cepción, etc.) y su objeto intencional. En una concepción internista, todos estos
elementos deben poder ser caracterizados de tal manera que el sujeto pueda
inteligiblemente formularse conjeturas escépticas radicales. Esto conlleva que,
en una concepción asi; los objetos inmediatos de los pensamientos hayan de
ser vivencias, entidades directamente accesibles a la conciencia (§ 3). La nece
sidad de contemplar vivencias y los objetos fenoménicos que las conforman
—junto a los acaecimientos objetivos y las cosas que los conforman que el sen
tido común presupone— se justifica, independientemente de la motivación para
el intemismo, mediante los argumentos tradicionales a partir de la existencia
de ilusiones perceptuales y alucinaciones, pero sobre todo en virtud de la plau-
sibiiidad tanto de la teoría causal de la percepción, como de la existencia de
un acceso privilegiado por un sujeto a las cualidades sensibles de las que es
consciente (§ 2). Este representacionalismo constituye una teoría de la inten
cionalidad: una teoría explicativa de las dos peculiaridades de las relaciones
intencionales, su falibilidad y su intensionalidad (§ 1).
El intemismo que hemos estudiado aquí (el realismo por representación de
Descartes y Locke) no apostata de la existencia de un mundo de acaecimien
tos objetivos, que determina en último extremo la verdad o falsedad de creen
cias como las cuestionadas por las conjeturas escépticas radicales. Lo que hace
este intemismo es asegurarse de que ni los acaecimientos mi sus constituyen
tes intervengan esencialmente en la identificación de los pensamientos. La idea
de un mundo objetivo es la conjetura de algo que explica nuestras vivencias
(siendo, así, significado naturalmente por ellas, § 3). Tanto a Locke, como a
Descartes, les parecían las conjeturas escépticas radicales implausibles (a Des
cartes le parecía demostrablemente falsa; pero su argumento, basado en la pre
misa de la “bondad” divina, no ha conseguido convencer a muchos), en lo que
respecta al menos a las propiedades, en suma, mensurables: (paradigmática
mente, las espaciales). Pero a ambos les parecía prima facie inteligible. ¡
En el examen de las cuestiones filosóficas relativas al lenguaje es inevitable
el recurso a nociones modales: nociones tales como que algo es necesario o con
tingente, esencial o accidental, cognoscible a priori o a posteriori (§ 4). Por un
lado, el hecho mismo de que las expresiones tengan significado parece conllevar
que algunos enunciados sean necesariamente verdaderos: aquellos que son ver
daderos simplemente en virtud de los significados de las palabras que contienen,
las verdades analíticas. (Enunciados tales como ‘si algo corre, se mueve’.) Par
ticularmente preeminentes entre las verdades analíticas son las verdades lógicas,.
tales como ‘o 7 + 5 = l 2 o 7 + 5 ^ 1 2 ’. Determinar la naturaleza de los signifi
cados conlleva así determinar la naturaleza de las verdades analíticas, y vicever-.
sa. Pero, además, es inevitable verse impelido a recurrir a conceptos modales ;
para expresar las tesis distintivas de las concepciones filosóficas sobre el lenguaje
que en un estudio de esta naturaleza es crucial clarificar y contrastar: extemismo
e intemismo, realismo y antirrealismo. Nuestra definición provisional de inter-
nismo (§ 2), por ejemplo, está expresada en términos modales: el intemismo es
la tesis de que los objetos intencionales del lenguaje y el pensamiento son carac
terizables sin presuponer la existencia de entidades objetivas.
Los conceptos modales son, a mi juicio, los más escurridizos para el análi
sis filosófico. Creo que ello se debe a que se trata de nociones muy abstractas.
Para evaluar propiamente cualquier propuesta al respecto hemos de tener a la vis
ta un vasto panorama de ejemplos y contraejemplos todos ellos igualmente per
tinentes, desde enunciados matemáticos hasta enunciados éticos y estéticos,
pasando por enunciados científicos. Como nos falta la habilidad para tener a la
vista un ámbito así de extenso de una manera pese a todo ordenada, olvidamos
fácilmente que, también aquí, sólo de nuestras intuiciones sobre ejemplos con
cretos (pero sobre ejemplos de todos los tipos relevantes) depende en último
extremo la corrección o incorrección de las conjeturas filosóficas y caemos así
en el error de hablar en el vacío. Por esa razón, iremos acercándonos a una
correcta comprensión de los mismos mediante aproximaciones sucesivas. En este
. capítulo nos hemos limitado a introducir su uso.
Un representacionalista-eontemporáneo cuyas ideas puede ser útil con
trastar con las de Locke es John Searte. Véase, en particular, su Inientionality
traducción castellana con el' título Intencionalidad en Tecnos, Madrid. El libro
de Fred Dretske, Knowledge ancTífié^Flow o f Information (traducción castella
na como Conocimiento e Información, Salvat) presenta de una manera muy
clara una concepción epistemológica anticartesiana. La presentación del exter-
nismo que se hizo en § 3 está inspirada en el artículo de John McDowell “Sin
gular Thought and the Extent of ínner Space”.
C a p í t u lo IV
l. Al comienzo de las Investigaciones filosóficas, Wittgenstein atribuye a san Agustín el tomar el modelo
nombre propio-objeto nombrado como paradigma de la relación de significado, y denomina en adelante concepción
agustiniana a cualquier propuesta que se base en alguna generalización de ese modelo. (Los calificativos ‘burda’ y
— posteriormente— ‘depurada1 los añado yo; es el propio Wittgenstein, sin embargo, quien considera las dos versiones
de la concepción agustiniana de que se habla en el texto, y quien sugiere que a la versión ‘depurada’ se llega al tomar
en cuenta objeciones a la versión ‘burda’ como las que aparecen en el texto.)
agustiniana burda, empero, pues ¿en lugar de qué “cosa” están ‘pero’ o ‘todos’
—palabras que sin duda tienen significado— ?
Cuando se intenta responder a estas preguntas y objeciones tratando de
preservar el paradigma nombre propio-objeto nombrado como modelo del sig
nificar, es fácil dar en la concepción agustiniana depurada, una versión primi
tiva de la concepción del lenguaje que nos presenta Locke. En la concepción
agustiniana burda, las palabras significan estando en lugar de cosas-físicas. En
la concepción depurada se quiere distinguir los tipos de cosas que diferentes
expresiones pueden nombrar, que pueden ser al menos, como acabamos de ver,
objetos, especies y propiedades; y, típicamente, por falta de un lugar mejor, se
ubican todas estas cosas en la mente de quienes usan adecuadamente las expre
siones. Las palabras significan estando en lugar de cosas, también en la con
cepción agustiniana depurada. Pero las “cosas” significadas por las palabras
son ahora ideas. Podemos encontrar esta versión primitiva en un fascinante
pasaje de Cien años de soledad, la ya clásica novela de García Márquez. El
contexto ¿s co p o sigue: los habitantes de Macondo han contraído comunal
mente la enfermedad del insomnio, enfermedad que tiene como consecuencia
la pérdida de la memoria:
Resulta, por tanto, que las palabras son las señales o signos de las ideas del
hablante, y nadie puede aplicarlas directamente como señales a nada que no
sean las ideas que él mismo tiene; pues ello supondría hacerlas signos de sus
propias concepciones, y, sin embargo, aplicarlas a otras ideas distintas, lo que
equivaldría a hacerlas al mismo tiempo signos y no signos de sus ideas, y a que,
de hecho, carecieran por completo de significación. Siendo las palabras signos
. voluntarios, no pueden ser signos voluntarios impuestos por él a las cosas que
desconoce. Ello supondría hacerlas signos de nada, sonidos sin significación.
Un hombre no puede hacer de sus palabras los signos de las cualidades de las
cosas ni de las concepciones en la mente de los otros hombres, si él mismo no
tiene concepciones de estas cosas. Hasta el momento en que él no tenga algu
nas ideas propias, no puede suponer que correspondan a las concepciones de
otro hombre, ni podrá usar signos para ellas: pues en tal caso serían signos de
lo que desconoce, lo que es en verdad tanto como ser signos de nada. Pero
cuando se representa a sí mismo las ideas de otros hombres mediante algunas
suyas propias, si consiente en darles los mismos nombres que otros hombres,
no por ello deja de darles esos nombres a sus propias ideas, a las ideas que tie
ne, no a las que no tiene.4
4. Essay, libro ik, cap. n, § 2. En la edición preparada por Sergio Rábade y Esmeralda García para Editora
Nacional se traduce la oración que yo he traducido com o no pueden ser signos voluntarios impuestos por él a las
cosas que desconoce' por ‘no pueden ser signos voluntarios impuestos por el que desconoce las cosas', y la que yo
he traducido com o ‘Un hombre no puede hacer de sus palabras los signos de las cualidades de las cosas ni de las con
cepciones en la mente de los otros hombres' por ‘Un hombre no puede hacer de sus palabras los signos o cualidades
de las cosas, o de las concepciones en la mente de los otros hombres’. Ambas traducciones son flagrantemente erró
neas. como se puede comprobar contrastando el original inglés. Pero lo peor es que, especialmente la segunda, tergi
versan el texto de modo sustancial cuando éste trata cuestiones fundamentales. ¿Qué es eso de “hacer de sus palabras
los signos o cualidades de las cosas”? ¿Se están contemplando aquí dos alternativas, en una de las cuales las pala
bras son cualidades de las cosas? ¿O es más bien que se r una cualidad es una variante de ser un signo? Ambas posi
bilidades son igualmente absurdas.
El texto es sin duda un tanto retorcido. Para seguirlo es preciso tener en
cuenta que ‘concepciones’ es una variante estilística de ‘ideas’, y recordar que
son cualidades las propiedades objetivas de las cosas que causan las ideas
(véase el texto citado en III, § 2). El argumento es una reducción al absurdo
(relativa a la teoría lockeana del conocimiento, justificada a su vez por argu
mentos como los (a)-(d) de III, § 2) de la pretensión de que las palabras sig
nifican inmediatamente algo otro que jas ideas de aquel que las usa significati
vamente. Aquí considera como candidatos posibles a ese “algo otro” primor
dialmente Jas ideas en las mentes de otros usuarios del lenguaje, aunque tam
bién se refiere brevemente a las propiedades objetivas de las cosas. Como, se
gún los argumentos de las alucinaciones, las ilusiones, el lapso temporal, etc.,
entender ‘negro’ requiere poseer una idea de ese color, la pretensión de usar
significativamente ‘negro’ directamente para designar una propiedad de las
cosas o una idea en la mente de otros hombres es una contradicción en los tér
minos: pues para que ‘negro’ tenga significado para mí, debe estar conectado
con algo que yo conozco; pero los argumentos (a)-(d) de III, § 2 ponen de
manifiesto que yo sólo conozco directamente mis ideas. De modo que para que
yo pueda entender ‘negro’, la palabra debe estar conectada directamente con
una idea mía, incluso si quiero derivativamente usar esa palabra para referime
a Ja propiedad objetiva que produce en m í esa idea, o a la idea que esa pro
piedad objetiva produce en otros hombres. En cualquiera de ambos casos, pues,
el signo debe ser también (y primariamente) un signo de mi idea, si es que ha
de tener un significado para mí.
Intuitivamente diríamos que las palabras significan aspectos del mundo, de
la realidad objetiva extralingüística. Las propiedades semánticas de las palabras
son esas propiedades en virtud de las cuales las palabras se relacionan con
aspectos de la realidad extralingüística, y son capaces de representarla. Es difí
cil articular teóricamente esta convicción propia del sentido común (para refe
rimos a la cual, y por analogía con la noción de extemismo previamente intro
ducida, acuñaremos el término ‘extemismo semántico’; cuando el contexto
deje claro que la doctrina concierne ai lenguaje omitiré ‘semántico’), pero no
és en absoluto difícil indicar en qué se sustenta. Se sustenta en’hechos tan coti
dianos como éstos. Estando en Barcelona, alguien me pregunta el modo de lle
gar a la plaza de Cataluña, y yo le contesto con una serie de indicaciones: ‘en
el tercer semáforo gire noventa grados a la izquierda por paseo de Gracia;
encontrará la plaza de Cataluña después de tres manzanas más’. Mis indica
ciones pueden ser correctas o incorrectas; serán correctas o incorrectas en vir
tud de cómo representan las cosas. Y esta capacidad que tienen mis palabras
de representar las cosas correcta o incorrectamente requiere que estén en rela
ciones semánticas con las cosas mismas: no con mis vivencias, sino con obje
tos reales.
Dicho en los términos que acuñamos en el capítulo precedente, la posibi
lidad de que mi respuesta sea incorrecta requiere tomar mis palabras como
caracterizando un acaecimiento, y no mis vivencias. A mi interlocutor no le
importan en absoluto la naturaleza de mis vivencias del paseo de Gracia, de la
plaza de Cataluña o de las calles de Barcelona; lo que le importa es la distri
bución objetiva de las calles y plazas en la ciudad. Del mismo modo, si le doy
a alguien el siguiente mandato: ‘tráeme el ejemplar del Tractatus que está
sobre la mesa del seminario’, mi orden puede ser cumplida o quedar incum
plida. Que ocurra una cosa u otra depende de que se dé o no una cierta situa
ción objetiva, que involucra a mi interlocutor, una acción suya, un ejemplar del
Tractatus y la mesa de una cierta habitación: todos ellos elementos constitu
yentes de los acaecimientos que conforman la realidad, no de mis vivencias.
La persona a quien doy el mandato poco puede hacer en relación con mis
ideas: que cumpla o incumpla mi mandato ha de tener que ver con las cosas
mismas. I^con^iG G ión-extem ista .deLs^ntidq^ común tiene que ver con estos
hechos ordinarios sobre el modo en que funciona_e;lienguaje_en circunstancias
p é ñ e c t ^ é W cotidiáñásT ef lenguaje es, esencialmente, una institución social,
úná'hefrámierita de uso mutuo por los miembros de' una comunidad cuyas
'“características céntrales ío relacionan con el mundo común a esos‘individuos.
nCocke nó"dispüta~‘estos_ hechos, péro insiste en que hacen referencia a un
sentido secundario de ‘significar’. Primariamente, mis palabras (en los dos
casos anteriores como en cualesquiera otros) significan mis ideas. Si, ulterior
mente, consiguen conectar con una realidad independiente (o con las ideas de
otros individuos), ésta es una cuestión secundaria; secundaria respecto de la
relación semántica fundamental, que vincula palabras e ideas de quien las usa.
Es esta teoría, a mi juicio contraintuitiva, la que está contenidaenJa.tesis._cm-
cial de Loeke,la sp q la b ra s, en sil significación primaria, no están sino por_
Ideas en la mente d e jjuien ías usa. Para apreciarla cabalmente, quizás se deba
senfirTíastaqué punto es contraintuiti^Pué's_Lacke_aceptaríar'de'buen_p á d ó '
quífsü concepción del lenguaje es contraintuitiva. Lo coincidente con nuestras
intuiciones es el realismo ingenuo; y la idea de que las palabras significan direc
tamente aspectos de la realidad objetiva va de suyo con el realismo ingenuo del
sentido común. Sin embargo, los argumentos (a)-(d) de III, § 2, diría Locke,
prueban bien a las claras que el realismo ingenuo es insostenible; el abandono
del extemismo semántico es una consecuencia del abandono del realismo inge
nuo. Denominaremos intemismo semántico a concepciones del lenguaje de las
que la de Locke nos sirve de modelo paradigmático, según las cuales la signi-
ficációri primaria de ías palabras son ideas en la mente dequien las usa y no
elementos de lajrealidad extralingüística —que, a lo sumo, se vinculan con las
'palabras secundariamente, a través de sus vínculos naturales con las ideas.
5. Lewis Carroll, A tice’s Adventures itt W onderland and Through the Louking Giass, 190.
Pero, en cualquier caso, crear una práctica social no es tan sencillo como
Humpty Dumpty pretende. Ese parece ser también el sentido del pensamiento
de Augusto,
Sin embargo, Locke no puede interpretar así este pensamiento. Para Loc
ke, la convencionalidad del lenguaje no puede consistir en algo muy distinto
de aquello que Humpty Dumpty parece tener en mente cuando dice “cuando
yo uso una palabra, esa palabra significa exactamente lo que yo escojo que sig
nifique”; a saber, en la arbitrariedad que me asiste al asociar una expresión
con un significado. Y es así como de hecho interpreta Locke el pensamiento
de Augusto; a las palabras antes citadas en que expone ese pensamiento suce
den éstas: “que es tanto como decir que no quedaba a su arbitrio [el de Augus
to] determinar de qué idea había de ser signo un sonido cualquiera en las bocas j
y en el lenguaje común de sus súbditos”. Es cierto que estas palabras parecen
apuntar no sólo al elemento de arbitrariedad que destaco como su modo de
entender la convencionalidad lingüística, sino también al elemento social; y
este mismo elemento parece estar presente en la siguiente afirmación del mis
mo texto: “Es cierto que el uso común, a través de un acuerdo tácito, hace
corresponder en todos los lenguajes ciertos sonidos a ciertas ideas, limitando
de modo tal la significación del sonido que un hombre no habla con propiedad
a menos que lo aplique a la misma idea; y me permitiré añadir que, a menos
que las palabras del hablante provoquen en su audiencia las mismas ideas que!
aquellas por las que él las hace estar, no habla inteligiblemente ” Pero se apun
ta un matiz adversativo en esta concesión de Locke al “uso común”; este matiz
se hace explícito en la última frase del parágrafo: “Pero cualesquiera que sean!
las consecuencias del hecho de que un hombre use sus palabras de modo dife-j
rente, ya sea del significado común, ya sea del sentido particular de la persona;
que se dirige a él, es bien cierto que su significado, en el uso que él hace dei
ellas, se limita a sus ideas, y que no pueden ser signos de ninguna otra cosa.j
La convencionalidad lingüística, pues, consiste puramente en la libertad que
me asiste de asignar a un sonido una cualquiera de mis ideas; pues la signifi
cación de las palabras descansa en último extremo en estas asociaciones que
cada hablante realiza entre ellas y sus particulares ideas. La convencionalidad
del lenguaje, tal como entendemos ordinariamente esta noción, reside en que
usamos las palabras con la intención de atenemos al hacerlo a una práctica
común; una práctica común que, necesariamente, suponemos comúnmente
conocida. Para Locke, tal convencionalidad consiste en algo bien distinto; con
siste exclusivamente en que las palabras son “signos voluntarios” y no natura
les, signos relacionados con sus significados primarios por la imposición arbi
traria de cada usuario.
Quizás parezca excesiva la afirmación de que Locke no puede interpretar
la convencionalidad del lenguaje en los términos sociales en que intuitivamen
te entendemos esa idea. Podría decirse (y ése parece ser eí sentido de las pala
bras del propio Locke) que, incluso admitiendo que la convencionalidad lin
güística consista primero en la libertad de cada hablante para asociar palabras
con ideas, ulteriormente Locke puede recoger el aspecto social en términos de
la exigencia de que los hablantes de un mismo lenguaje asocien las mismas
jpalabras con las mismas ideas. Eso es precisamente lo que sugiere en los tex-
¡tos precedentes: compartir un lenguaje, comunicarse mediante él, consiste en
que los hablantes “impongan” de hecho las mismas palabras a las mismas
ideas. En la concepción del lenguaje de Locke, los lenguajes son necesaria
mente idiolectos: pues las propiedades semánticas esenciales de las expresio
nes lingüísticas las vinculan con entidades esencialmente subjetivas, según
hemos explicado con detalle. Las propiedades semánticas esenciales de las
palabras no pueden ser compartidas por diferentes individuos. Ahora bien, aun
que dos individuos no pueden compartir las mismas vivencias-ejemplar, cabe
que tengan vivencias con caracerísticas similares. Lo que sí parece accesible a
Locke — y lo que él mismo parece sugerir en los textos citados— es definir, a
partir de su noción fundamental de lenguaje como el idiolecto de un individuo,
el lenguaje como una entidad social. En ese sentido social, las palabras podrí
an quizás significar tipos que se suponen compartidos por las vivencias de los
diferentes hablantes.
Hay aún, sin embargo, una dificultad sutil, pero grave en esto. Lo sutil de
la dificultad explica que la pasemos por alto fácilmente. En mi opinión, es
innegable que hay vivencias, con cualidades sensibles de las que somos cons
cientes, caracterizadas por las cuatro propiedades que enunciamos en III, § 2.
Pero la tesis crucial de la filosofía de Locke va más allá de la mera consta
tación de la existencia de qualia. La tesis'crucial:—que desarrollamos en III,
§ 3— es más bien que el contenido de todo estado intencional está constitui
do por estas entidades. Sólo nuestras vivencias nos son directamente conoci
das, y nuestro concepto de cualquier cosa distinta de nuestras vivencias (los
estados de cosas que presuntamente las causan, o las vivencias que los pre
suntos estados de cosas presuntamente causan en otros) se puede expresar sin
residuo alguno haciendo exclusivamente referencia a nuestras vivencias. Es
esta tesis, y sus implicaciones, lo que tendemos a pasar fácilmente por alto:
Nada más natural, pues es realmente difícil perseverar en tenerla presente. Uno
examina los argumentos que la sustentan, le parecen razonables, la “siente” por
un momento... y se olvida de ella en cuanto deja de “filosofar”. Hay una bue
na razón para ello. Como expusimos en ID, § 3, cabe aceptar la existencia de
vivencias y sus cualidades sensibles invirtiendo sin embargo la tesis central de
Locke: en lugar de constituir los estados cuyo contenido concierne al mundo
externo inferencias implícitas basadas en actos de notar nuestras vivencias, son
más bien los estados cuyos objetos intencionales son vivencias los que inferimos
a partir de aquéllos. La concepción de las vivencias en las que éstas juegan un
papel como el que se acaba de bosquejar es mucho más plausible que la de Loc
ke; es una concepción así la que, sin apreciarlo, confundimos con la suya.
Al caer en esa confusión, perdemos de vista las verdaderas implicaciones
de la teoría de Locke; entre ellas, una pertinente para esta discusión. Desde el •
punto de vista de Locke, sólo puede ser una hipótesis, que en ningún caso pue- i
de constituir conocimiento, el que otros hombres tengan vivencias del mismo
tipo que las mías. El propio Locke formuló la célebre hipótesis del espectro
invertido, que pone de manifiesto bien a las claras la privacidad epistémica de
los objetos fenoménicos (el hecho de que las características de mis vivencias
sólo a mí me son conocidas, que los demás sólo pueden formular hipótesis
sobre su naturaleza).6 Podría ocurrir que la idea que en mí producen las super
ficies que denomino rojas fuese producida en otros hombres por las que de
nomino violeta; y que lo mismo ocurriese sistemáticamente con todos los colo
res que figuran en el espectro entre estos dos. Si así fuese, convendríamos en
qué ocasiones ‘esta esfera es roja’ es verdadera, y aun así ‘#rojo#’ designaría
diferentes características de nuestras vivencias. Convendríamos también — si la
inversión fuese apropiadamente sistemática— en todas las aseveraciones sobre
relaciones entre colores, y aun así entenderíamos de modo sistemáticamente di-.,
ferente esas asociaciones. Convendríamos en que ‘se obtiene verde combinan
do azul y amarillo’, pero los otros asociarían con los términos de color en ese
enunciado cualidades sensibles distintas de las que yo asocio con ellos. En este
caso, sólo aparentemente habría comunicación entre nosotros; en verdad yo
hablaría un lenguaje distinto al que hablan los demás. De los puntos de vista
de Locke sobre la relación entre las vivencias, los estados de cosas, y sus
características respectivas, se sigue que el lenguaje que cada uno de nosotros
habla es epistémicamente privado: es imposible saber si, en su significación
primaria, las palabras significan para nosotros lo mismo que significan para los
demás. No podemos saber si hablamos en realidad el mismo lenguaje. De
modo que Locke no puede reconstruir la noción de un mismo lenguaje con-¡
vencionalmente compartido, a partir de su noción básica de idiolecto. Cuando
menos, no puede hacerlo si el aspecto social en la noción de convención pre
supone que los individuos que participan de una misma convención comparten
su conocimiento.
Lo que aquí hemos hecho no ha sido propiamente formular un argumentos
contra Locke, sino meramente tratar de hacer manifiesta una cierta perplejidad.
La perplejidad es en suma la siguiente. El lenguaje es social, pensamos; hablar
un lenguaje es participar de una práctica común.7 Compartir un lenguaje con
siste en que el lenguaje sea conocimiento mutuo entre sus usuarios: cada usua
rio conoce el significado de las palabras, conoce que los demás asignan ese
mismo significado a las palabras, y conoce también que los demás esperan lo
mismo respecto de él; por consiguiente, compartir un lenguaje implica saber
que atribuimos los mismos significados a las mismas expresiones. Podemos]
convenir con Locke en que los hablantes actuales del español no podemos dej
hecho saber con certidumbre que hablamos exactamente el mismo lenguaje,'
por cuanto quizás cada hablante asocie con expresiones para significar qualiá
(expresiones como ‘#rojo#’ o 4#cosquilleo placentero#’) referentes ligeramente
8. Cf. Essay, libro tu. cap. vi, §§ 48-49; libro ui, cap. IX. § 13; libro m, cap. x, § 19. El argumento de la Bitie
rra procede de Hilary Putnam, “El significado de ‘significado”'. En este artículo Putnam recupera la idea de Locke
de que los términos de género natural se aplican com o si significasen esencias reales (pero discrepa de la tesis de Loc
ke de que no deberían usarse así). Ideas similares se encuentran en El nom brar y la necesidad, de SauL Kripke.
empero que debemos corregir estas intuiciones y usarlos de acuerdo con su
propia teoría. En rigor, él piensa que la propuesta alternativa presupuesta por
el sentido común es incoherente. Este es su argumento. En la mayoría de los
casos usamos términos de género natural aun cuando las presuntas esencias
reales características de esos géneros nos son desconocidas (piénsese, sin ir
más lejos, en ‘tigre’ o ‘hombre’). Por todo lo que sabemos, podría ocurrir que
las presuntas esencias reales ni siquiera existieran, que no hubiese ninguna
constitución interna común a todos los tigres; análogamente, podría no haber
habido ninguna constitución interna común a todas las partes del oro o del
agua, sin que ello hubiese afectado al uso que los hablantes del español ha
cían de esos términos antes deí descubrimiento de las que ahora consideramos
esencias reales de esos géneros naturales.9 Tenemos ejemplos de ello. Los tér
minos para enfermedades se usan como los términos de género natural, y nues
tras intuiciones respecto a su uso permitirían elaborar consideraciones simila
res a las anteriores. (Supóngase conocido el proceso bioquímico constitutivo
de lo que llamamos ‘SIDA’, e imagínese un planeta lejano en que una enfer
medad tiene la'misma esencia nominal que el SIDA, pero el proceso bioquí
mico que explica esa esencia nominal —esos síntomas— es completamente
distinto. De nuevo, nuestras intuiciones apuntan a que la enfermedad no sería
un caso del SIDA.) Pero el uso de la palabra ‘cáncer’ ha resistido el descubri
miento de que bajo esa palabra se esconden muchas “constituciones internas”
muy distintas entre sí. (Por el momento, cerca de las trescientas.) Parece que
en ese caso hemos decidido usar el término de acuerdo con la propuesta de
Locke.
La cuestión del significado de los términos de género natural nos permite
apreciar mejor el intemismo característico de la concepción del lenguaje de
Locke, porque aquí vemos que no se trata, ni mucho menos, de una propuesta
inocua. La convicción intuitiva que Locke pone de relieve, según ía cual los
términos de género natural significan esencias reales, es un aspecto más del
extemismo que caracteriza a la representación preteórica que nos hacemos de
las propiedades semánticas de las palabras. Por contra, la tesis nominalista de
Locke — según la cual esos términos sólo pueden significar esencias nomina
les— es una consecuencia del intemismo de su concepción del lenguaje. Acep
tar que los significados de los términos de género natural sean esencias reales
(esencias reales que en la mayoría de los casos son meramente hipotéticas)
contradice a juicio de Locke su tesis semántica fundamental según la cual las
palabras significan inmediatamente ideas en la mente de quien las usa. Siendo
las esencias reales hipotéticas, es claro que no tenemos ideas de ellas. El con
flicto entre ía propuesta implícita en él uso'cómúh, de acuerdo con la cual las
esencias nominales no son más que meros indicadores falibles de los verdade
ros significados, y la concepción del significado de Locke deriva de dos con
secuencias de la concepción “intuitiva” de los términos de género natural. Una
9. Cf. Essay, libro m, cap. vi, §§ 8-9; libro m, cap. vi, § 49-50; libro ni, cap. !X, § 13; libro m, cap. x, § 20.
es que algo puede pertenecer a un género natural sin que nosotros estemos nun
ca en disposición de determinar que ello es asi, por favorables que sean las cir
cunstancias epistémicas; otra, que algo puede no pertenecer al género natural
aunque nosotros, en las más favorables circunstancias cognoscitivas, decidiría
mos que sí pertenece a él.
El lector puede estarse preguntando por qué piensa Locke que existe una
incompatibilidad entre la tesis de que sólo la esencia real constituye las con-
diciones necesarias y suficientes para la aplicación de un término de género
natural y su concepción del significado. Locke admite que una palabra como
'rojo’ significa indirectamente una propiedad objetiva de las cosas, la propie
dad causalmente responsable de la idea. Del mismo modo, una palabra como
‘tigre’ significa indirectamente una esencia nominal, el conjunto de propieda
des causaimente responsables de las ideas simples que constituyen la idea com
pleja directamente significada por la expresión. ¿Por qué no decir que esa idea
compleja significa de modo natural, no la esencia nominal, sino la esencia real?
Ello permitiría a Locke decir que ‘tigre’ significa indirectamente esa esencia
real, la constitución interna de los tigres. Y la propuesta parece estar perfecta
mente en la línea de las ideas de Locke, porque del mismo modo que la esen
cia nominal causa la idea compleja, por hipótesis la esencia real (caso de que
exista) causa la esencia nominal, y, por ende, la idea compleja. Que el agua
esté constituida por moléculas de HLO explica, entre otras cosas, que el
agua tenga las propiedades que causan en mí ideas de objeto incoloro, inodoro,
insípido, calmante de la sed, etc. Los rasgos genéticos característicos de los
tigres explican causalmente que los tigres tengan (típicamente) una cierta for
ma, un cierto color, etc., es decir, una esencia nominal, y a su vez que esa esen
cia nominal se me manifieste como una cierta idea compleja.
La razón por la que Locke éncuentra esta propuesta incompatible con su
epistemología y su concepción de la representación (de las expresiones lin
güísticas así como de los estados mentales) ha sido ya apuntada, pero hacerla
completamente explícita nos permitirá apreciar mejor las consecuencias de esta
concepción deí lenguaje. El problema está en que suponer la existencia de
esencias reales es epistémicamente arriesgado, mientras que (según Locke) no
lo es suponer la existencia de propiedádes que¿ típicamente,, corresponden a
nuestras ideas simples. Las ideas simpíes son, por decirlo así, diáfanas. El rojo,
por ejemplo, como propiedad de las cosas, es un "poder” para producir en mí
cierta idea (cf. V, § 2). Como tal, no puede darse que algo me parezca rojo (que
yo tenga en su presencia la idea de rojo) en circunstancias epistémicamente
propicias y, sin embargo, no haya algo rojo ante mí. Lo único que se requiere
para que mi juicio de que hay ahora ante mí no sólo mi idea #rojo#, sino algo
rojo, es que haya algo que causa esa idea.
Las ideas de propiedades primarias, como #cúbico#, no son tan “diáfanas”.
Las ilusiones perceptivas muestran que es posible que algo parezca un cubo a
un ser humano normal y, sin embargo, no sea un cubo. Pese a ello, es parte
fundamental de las ideas epistemológicas de Locke la creencia de que también
las ideas de propiedades primarias son “diáfanas”, en el sentido de que se pue
de dar una explicación de la noción de condiciones normales tal que si algo le
parece cúbico a un ser cognoscitivamente equipado como un ser humano nor
mal en circunstancias normales, es cúbico (y ser cúbico es parecerle cúbico a
un ser humano normal en circunstancias normales). La determinación de qué
son condiciones normales se haría de tal modo que quedarían excluidas las
circunstancias en que se producen ilusiones perceptivas. Las ideas complejas
de esencia, sin embargo, entendidas como ideas de esencias reales, de acuerdo
con la propuesta anterior, serían completamente distintas en este respecto; la
presencia de la idea compleja, por muy normales que fuesen las circunstancias,
podría no estar acompañada de la presencia de la esencia, y viceversa. Natural
mente, todo esto puede ser objetado, y además puede serio desde los mismos
supuestos de Locke: se pueden utilizar consideraciones similares a las esgrimi
das por Locke contra las esencias reales en contra de las presuntas “cualidades”
correspondientes a las ideas simples. Eso es precisamente lo que hicieron Ber-
keley y Hume; en X, § 5 ofreceremos una versión particularmente poderosa
(debida a Wittgenstein, en su período fenomenalista) de los argumentos tradi
cionales que llevan del realismo por representación al fenomenalismo.
En opinión de Locke, en cualquier caso, un aspecto de la realidad extra-
mental (como por ejemplo una propiedad objetiva) puede considerarse la sig
nificación secundaria de una palabra cuando la inferencia que lleva a su exis
tencia no es epistémicamente anriesgada; es decir, cuando la separación entre
apariencia y realidad, entre parecer y ser, no es — y me disculpo por la vague
dad— excesiva. ‘Rojo’ y ‘cúbico’ significan (secundariamente) propiedades
objetivas de las cosas, porque, aunque pueden darse casos (alucinaciones, ilu
siones, etc.) en que a un individuo le parece que esas propiedades se ejemplifi
can sin que ése sea el caso (o viceversa: casos en que le parece que no se ejem
plifican aunque se ejemplifiquen de hecho), en circunstancias epistémicamen
te propicias apariencia y realidad coinciden. Si ‘tigre’ significa una esencia"
nominal, lo mismo sigue siendo el caso; pero no así si significa una esencia
real. Recuérdese que la aseveración central del realismo por representación loe-
keano es que el contenido de todos nuestros estados mentales es “inmanente”:
conciernen directamente a características de nuestras vivencias. Notamos regu
laridades en estas vivencias, y en virtud de esas regularidades notadas en ellas
las tomamos como signos naturales de características objetivas de estados de
cosas; es decir, las suponemos nómicamente conectadas con un mundo objeti
vo, cuya naturaleza colegimos a partir de la estructura de nuestras vivencias.-
En la medida en que sea legítimo suponer que la presencia de cierta caracte
rística en mis vivencias va generalmente acompañada de cierta característica
objetiva, es razonable suponer que la característica de las vivencias es un sig
no de la característica objetiva. Éste sería el caso, si las ideas complejas '
de género natural significasen esencias nominales: por hipótesis, somos
razonablemente competentes en la identificación de esencias nominales. Pero,
igualmente por hipótesis, esta condición no se cumpliría, conspicuamente, si
las ideas complejas de género natural significaran esencias reales. Pues, como
hemos señalado, en circunstancias perfectamente normales, dos individuos
pueden tener las mismas vivencias y estar ante géneros naturales distintos. Ésta
es la razón profunda por la que Locke propone corregir al sentido común en
este aspecto; es esto lo que indica cuando insiste en que de las esencias reales
“no tenemos ideas”: lo que quiere decir es, en suma, que nuestra experiencia
consciente no nos proporciona representantes fidedignos de las esencias reales.
Es importante reparar en los elementos antirrealistas presentes ya en las"
ideas semánticas de Locke, independientemente de los extremos a que sus
sucesores fenomenistas las llevaron.10 Dijimos anteriormente que la idea de que
los términos de género natural significan esencias reales es un aspecto del
extemismo semántico que caracteriza a nuestras intuiciones sobre los sig
nificados. Cuando digo ‘esto es agua’, pensamos, la verdad o falsedad de m i:
aserto depende de que eí liquido acerca deí que habió pertenezca, objetiva- ;
mente, al mismo género a] que pertenecían ios líquidos que venimos llam ando;
así. Todos esos líquidos tienen, objetivamente (es decir, independientemente de ■
que yo y mis semejantes estemos aquí para clasificarlos, y de que estemos en
disposición de tomar constancia de ello), “algo en común”; independiente
mente de nuestras prácticas clasificatorias, las cosas están ya, naturalmente,
clasificadas en géneros. ‘Agua’ significa esa esencia real que comparten.
Precisamente porque la esencia real es objetiva, llegar a conocerla con preci
sión puede ser difícil; los indicios que utilizamos como muestra de la presen
cia de la esencia cuando introducimos el término pueden ser engañosos. Por
eso puedo creer que ‘esto es agua’ es verdadero, aunque de hecho sea falso;
puede parecerme que el líquido es agua, sin que lo sea en realidad (o vice
versa). Esto sólo es posible si el significado de ‘agua' (lo que hace que ‘agua’
se aplique o no verdaderamente a algo) es una entidad objetiva, independiente
del lenguaje y del pensamiento humanos. En esta concepción, el significado de
un término de género natural es una entidad decididamente externa al pensa
miento y al lenguaje, no determinada por ellos.
Este extemismo semántico del sentido común, que se pone claramente de
manifiesto en la teoría semántica de los términos de género natural que nues
tras intuiciones apoyan, va asociado a una actitud realista. El realismo es la
creencia (propia de/ sentido común) de que el mundo que representan el len
guaje y el pensamiento humanos es un mundo objetivo, independiente de la
mente y del lenguaje que lo representan.
Una consecuencia del realismo (que podemos tomar como definitoria de una acti
tud realista) es la siguiente: puede haber enunciados cuyo significado entendemos
plenamente y cuyo valor de verdad no seríamos capaces de determinar, ni siquie
ra en situaciones cognoscitivamente ideales; enunciados, por ejemplo, que son de
hecho verdaderos, pese a que no podríamos establecer que lo son.
10. Usamos 'antirrealismo' para referimos en general a las doctrinas filosóficas contrarias al realismo,
siguiendo de este modo a Michael Dummett. El término es más neutro que ‘idealism o’, que agraviaría a algunos de
los filósofos cuyas doctrinas queremos clasificar con él.
Si la realidad que los enunciados representan es objetiva, parece per
fectamente posible que en algún caso no dispongamos de los recursos cognos
citivos necesarios para determinar la verdad o falsedad de un enunciado. La
actitud extemista sobre los términos de género natural, según la cual significan
esencias reales, no sólo es perfectamente compatible con el realismo así enten
dido, sino que lo conlleva. Por ejemplo, puede ocurrir que ‘esto es un tigre’,
dicho de un animal cuya apariencia no hace pensar que haya de ser un tigre,
sea verdadero (en el supuesto de que ‘tigre’ designa una esencia real, digamos
un conjunto de rasgos genéticos característicos de los tigres) y que nunca (ni
siquiera en las condiciones epistémicas más propicias) estemos en disposición
de saber que lo es (porque, pongamos por caso, determinar cuáles son esos ras
gos sea tan complejo como para hacerlo una tarea cognoscitivamente fuera del
alcance de los seres humanos).
El antirrealismo, por contra, es la idea — perversa, para el sentido
común— de que lo que llamamos “la realidad” es en verdad una fabricación
nuestra (una fabricación privada, en el fenomenismo solipsista y en otras ver
siones clásicas del idealismo, o social, como ocurre en concepciones contem
poráneas de la ciencia y el conocimiento).
1. El uso de ‘participación’ quiere poner de relieve que el ‘e s ’ en una característica afirmación de esta rela
ción, “e es c ”, no expresa estrictamente la relación de identidad. Un caso análogo lo encontramos cuando decim os que
una determinada estatua “es" el bronce de que está hecha. La estatua no se identifica estrictamente con el material,
porque ese mismo material fue quizás una campana antes que estatua, y quizás será una estatua diferente cuando ésta
ya no exista. Pero la estatua es, en parte, el material; pues si el escultor hubiese hecho una estatua con la misma for
ma a partir de otro material, y el material con el que de hecho fabricó la estatua permaneciese informe en su estudio,
la estatua presente no hubiera existido: la estatua fabricada sería otra estatua, aunque una con la misma forma que
ésta. Análogamente, sin el movimiento de Marte y de la Tierra no existiría el movimiento aparente de puntos lumi
nosos desde la Tierra, así que el movimiento aparente es, en parte al menos, el movimiento de Marte y la Tierra en
torno al Sol; y, sin la presencia de cienos genes, no aparecería tampoco cierto rasgo fenotípico. Pero, en mi opinión,
no cabe identificar estrictamente el movimiento real de los planetas con el movimiento aparente de los puntos lumi
nosos, ni el rasgo fenotípico con la presencia de los genes. Pues, por considerar sólo el caso planetario, quizás el movi-
Lo que corresponde a (iv), en este caso, es más bien esto:
(iv‘) La relación de participación es cognoscitivamente asimétrica: el aca
ecimiento participante es conocido más indirectamente que el acaecimiento
participado, en parte a través de la relación de acaecimientos de su mismo tipo
con acaecimientos del tipo del acaecimiento participado, tal como una deter
minada teoría científica establece tal relación.
En la introducción ofrecimos una caracterización inicial de la naturaleza
de esta relación epistémica a través del paradigma de las actividades intelec
tuales teóricas, la práctica científica. Según esa caracterización inicial, estas
actividades se distinguen por ofrecer soluciones conceptualmente aumentativas
(es decir, que introducen conceptos propios, teóricos) para ciertos problemas
cognoscitivamente independientes de la solución ofrecida. La verdad de las
explicaciones se defiende mediante un “argumento en favor de la mejor expli
cación”, apelando al mayor poder de la propuesta teórica (relativamente al de
sus rivales conocidos) para predecir hechos como los que constituyen el pro
blema; particulármente, hechos imprevisibles sin ayuda de la explicación y de
su específico material conceptual teórico.
Los conceptos introducidos en los capítulos previos permiten abundar en
esta caracterización. Los problemas que las disciplinas teóricas persiguen
resolver, así como las predicciones mediante las que las defendemos o las refu
tamos (incluidas las predicciones que no podríamos haber efectuado sin ayuda
de la teoría) son relativos todos ellos a proposiciones empíricas. El realismo
ingenuo del sentido común supone que las proposiciones empíricas aseveran ia
existencia de acaecimientos objetivos directamente observables: en las dos ilus
traciones que ofrecimos en la introducción, respectivamente, acaecimientos
relativos a los movimientos aparentes desde nuestra posición en la Tierra de
objetos luminosos en el firmamento (en el caso de la cinemática celeste coper-
nicana), o acaecimientos relativos a la transmisión, a través de la reproducción
sexual, de ciertos rasgos fenotípicos (en el de la genética mendeliana). Pro
puestas como las efectuadas por la cinemática copemicana o la genética men
deliana aseveran, sin embargo, proposiciones teóricas.
Las proposiciones teóricas son análogas a proposiciones no empíricas;
pero el origen de su carácter no empírico es diferente al indicado antes para
ios ejemplos de proposiciones de este tipo anteriormente considerados. No se
trata sólo de que las propuestas teóricas hagan aseveraciones sobre tiempos en
que no había observadores y sobre espacios extensos, que ningún observador
Me observar directamente; ni de que hagan aseveraciones generales, válidas
'acción temporal. Se trata más bien de que en ellas se asevera la exis-
'aecimientos que involucran esencialmente constituyentes teóricos,
Ck<
/s ó lo sea definible por relación a la existencia de observadores con ciertas natu-
iracterización de ese acaecimiento observable requiera, por ejemplo, clasificacio-
les / .s que sólo tienen sentido dada la naturaleza del aparato sensorial de los seres huma-
m ienta j s imaginar mundos posibles en que no se dan hechos cognoscitivos, en los que se
«nfn real de los planetas sin que se hubiese dado ningún movimiento aparente.
sólo conocidos gracias a la propia explicación: planetas, en el sentido copemi
cano del término, o genes, respectivamente, en las ilustraciones' de la intro
ducción. La existencia de estos acaecimientos, sin embargo, es cognoscitiva
mente independiente de la existencia de los acaecimientos observables que se
supone que explican. Por consiguiente, las proposiciones en cuestión no pue
den ser empíricas. Su verdad no se puede constatar directamente a partir de
información sensorial; por el contrario, su falsedad es compatible con el cono
cimiento sensorialmente obtenido de que disponemos. Sólo inferencias basa-
das en un “argumento en favor de la mejor explicación” nos permiten aseverar
justificadamente su verdad.
Una perplejidad muy natural que nos asalta cuando pensamos sobre la
relación de participación es ésta: ¿cómo pueden ofrecer verdaderas explicacio
nes las prácticas teóricas, si introducen su propio material conceptual para ello
(los conceptos teóricos)? ¿No podrían entonces introducir ese material, por así
. decirlo, fraudulentamente, de modo que no fuese posible que resultasen ser
incorrectas? ¿Cómo puede el explicans ser, después de todo, cognoscitivamen
te independiente del explicanduml (Es decir, ¿cómo es posible concebir que el
explicans sea falso, pese a ser verdadero el explicanduml) Si no lo fuese, no
cabría considerarlas genuinamente explicativas: contendrían sólo, por así decir
lo, verdades por definición. Pero, por supuesto, no podemos explicar nada
meramente introduciendo terminología.
Para remover la perplejidad, consideremos lo que ocurre en casos concretos
en que decimos que una propuesta teórica es falsa, por más que la propuesta con
lleva la introducción de elementos teóricos. Un caso bien conocido es el del
supuesto planeta Vulcano; otro, el de la sustancia llamada ‘flogisto’ o ‘calórico’.
‘Vulcano’ es el término utilizado por Le Verrier para denominar a un planeta o
gran asteroide, situado entre Mercurio y el Sol, que explicaría, de manera com
patible con la dinámica celeste newtoniana, las alteraciones observadas (con res
pecto a las predichas por esa teoría) en la órbita de Mercurio. (El mismo Le Verrier
había bautizado ‘Neptuno’ a otro planeta, entonces desconocido, postulado por él
para explicar análogas alteraciones en la trayectoria observada de Urano, que fue
descubierto por Galle posteriormente más o menos donde Le Verrier había calcu
lado.) En cuanto a ‘flogisto’, es el término utilizado por una teoría predominante
en los siglo xvn y xvm para explicar fenómenos tales como la combustión, la
herrumbre y el temple por fundición de metales. Según esta teoría, el flogisto es
una sustancia presente en todos los cuerpos que pueden sufrir esos procesos, y
constitutiva por tanto de su materia; los procesos indicados la eliminan parcial o
totalmente, dando lugar así a cuerpos con menor peso. Tanto ‘Vulcano’ como ‘flo
gisto’ introducen nociones teóricas, según lo explicado antes. Sin embargo, ni
Vulcano ni el flogisto existen; las teorías que los introducen son falsas. Las “alte
raciones” de la órbita de Mercurio con respecto a lo esperado se deben a la inco
rrección de la teoría que da lugar a las expectativas (la teoría newtoniana); y, como
Lavoisier estableció, cuando se estudian de manera experimentalmente cuidadosa
fenómenos como los antes indicados se observa que en ellos los cuerpos no pier
den materia constituyente, sino que toman algo (oxígeno) de su entorno.
Para dar cuenta de estos datos, diremos que el significado de las nociones
teóricas incluye dos aspectos: una descripción, y una aplicación. La aplicación
consiste en una especificación de los acaecimientos observables concretos que
se pretende explicar causalmente introduciendo las entidades teóricas. Esta
especificación debe remitir a acaecimientos concretos ya sucedidos, y debe
permitir reconocer nuevos acaecimientos del mismo tipo. Por ejemplo, en el
caso de la teoría del flogisto, la aplicación estaba implicada al decir que se pre
tende explicar con la teoría casos de combustión, herrumbre, etc. Presumimos
al hablar así que ha habido casos concretos de tales procesos, y que somos
capaces de reconocer nuevos casos independientemente de la teoría del flogis
to. Del mismo modo, en el caso de Vulcano, la aplicación remite a la presen
cia, en el firmamento nocturno, del objeto luminoso que corresponde a Mer
curio, y a sus movimientos aparentes respecto de otros objetos luminosos (el
Sol, y los restantes planetas). La descripción, por otro lado, consiste en una
caracterización del modo en que, según la teoría, la existencia de la entidad
teórica explicaría los acaecimientos indicados por ia aplicación. En el caso de
Vulcano, la descripción consiste en que se trata de un planeta, que posee las
propiedades que se atribuyen a los planetas en la dinámica celeste newtoniana,
y se comporta con respecto a otros como se dice en esa teoría. En el caso del
flogisto, que se trata de una materia presente en los cuerpos combustibles,
suceptibles de herrumbrarse, o de ser templados, que se elimina parcialmente en
esos procesos.2 He presentado la caracterización anterior en el marco del realis
mo ingenuo; la misma idea puede aplicarse al realismo por representación, sus
tituyendo, en la especificación del significado de los términos teóricos, la refe
rencia a acaecimientos observados por referencias a vivencias notadas.
Bajo el supuesto crucial de la concepción de la verdad analítica y del
conocimiento a priori que se defenderá más adelante (XII, § 3), según la cual
una y otro pueden ser corregibles, podemos ahora explicar cómo es posible
refutar las teorías (y contemplar la falsedad del explicans incluso en el supues
to de la verdad del explicandum). Lo que quiere decirse cuando se afirma que
las entidades teóricas postuladas en una propuesta explicativa no existen es que
los acaecimientos constitutivos de la aplicación de esos términos no consisten
en acaecimientos con las características enunciadas en la descripción. Esto
parece estar de acuerdo con los datos intuitivos sobre los ejemplos considera
dos. La teoría que postulaba Vulcano era falsa; no hay un planeta entre Mer
curio y el Sol que dé lugar a las variaciones en los movimientos aparentes des
de la Tierra del objeto luminoso al que llamamos ‘Mercurio’. Estos movi
mientos, dicho de otro modo, no consisten en los acaecimientos que la teoría
de Galle postulaba. Y lo mismo ocurre con la teoría del flogisto: nada que se
elimine de los cuerpos que se queman, o se herrumbran, explica esos casos.
Todos ellos son procesos de oxidación.
2. Esta descripción está influida por la “concepción semántica’’ de las teorías científicas. El libro de Giere que
se mencionó en la introducción ofrece una excelente iniciación. Véase también B. van Fraassen, The Scientific Ima
ne, y C. U. Moulines, Exploraciones m etacientificas.
Vemos así cómo los restantes tres criterios (i)-(iii) utilizados para carac
terizar las relaciones causales son aplicables también a las relaciones de par
ticipación, uno por uno: relacionan acaecimientos objetivos concretos; si el
acaecimiento participante no se hubiese dado, tampoco podría haberse dado
el acaecimiento participado; y, en condiciones parejas, si se diese un acaeci
miento del tipo del participante, se daría uno del tipo del participado. Ade
más, la independencia cognoscitiva del acaecimiento explicado respecto del
que lo explica en las relaciones de participación, garantiza también la objeti
vidad de estas relaciones. Las relaciones causales, las relaciones de participa
ción (ambas entre acaecimientos-ejemplar), junto con las relaciones entre
tipos que una y otras presuponen según el criterio (iii), constituyen las rela
ciones nómicas.
3. Los términos ‘imagen manifiesta' e ‘imagen científica’ los acuñó Wilfrid Sellars. Véase su Ciencia, p ercep
ción y realidad, Tecnos. La imagen m anifiesta es la representación del mundo que nos ofrece el sentido común —
según la cual el mundo físico está compuesto de objetos de tamaño medio, impenetrables, coloreados, etc. La imagen
científica es la que nos ofrece la ciencia — según la cual el mundo físico está compuesto de entidades invisibles a sim
ple vista, carentes de color, etc., o quizás de campos' electromagnéticos y otras entidades cuya naturaleza aún somos
menos capaces de comprender en términos intuitivos.
dades que explican causalmente la existencia de las ideas). Ahora bien, dice
Locke para explicar la diferenciadla propiedad objetiva que causa la idea #línea
recta de aprox. un palmo# “se parece” a esa idea, mientras que la propiedad
que causa la idea #rojo# “no se parece” a esa idea. (El lector recordará que
Descartes, en el texto citado en III, § 3, dice algo similar a propósito de los
colores: “no es necesario suponer que haya nada en estos objetos que sea seme
jante á las ideas o sentimientos que de ellos tenemos”.) Úna caracterización
alternativa de la diferencia la ofrece Locke diciendo que las propiedades secun
darias, a diferencia de las primarias, son meros “poderes” para producir en
nosotros las ideas correspondientes.
Ninguna de las dos elucidaciones ofrecidas por Locke es, por sí misma,
particularmente clara. En lo que sigue, ofrezco una propuesta interpretativa.
Comencemos con el concepto de “mero poder”. Las propiedades objetivas a
las que Locke califica así son las que hoy se llaman disposiciones. Contempo
ráneamente se contrastan las propiedades disposicionales con las propiedades
categóricas. En una primera aproximación, la distinción concierne al modo en
que se definenunas y otras: las propiedades disposicionales se definen esen
cialmente en subjuntivo, en términos de lo que podría acaecer en ciertos casos
mejor o peor especificados a los objetos a que se aplican; las propiedades
categóricas, en cambio, se definen en términos de lo que acaece realmente a
esos objetos. La propiedad de ser soluble, o ia de ser elástico, son dispo
siciones. Decir de un objeto que es soluble en mercurio, pongamos por caso,
es describirlo en términos de la característica disolverse en mercurios sin
embargo, predicar la solubilidad del objeto no implica que se esté de hecho
disolviendo en mercurio, o que se haya disuelto de hecho en mercurio alguna
vez, o que se vaya a disolver en mercurio en algún momento durante su exis
tencia. Lo mismo cabe decir a propósito de la elasticidad, relativamente a su
manifiestación (que podríamos formular así: extenderse un cuerpo ocupando
un espacio superior al que ocupa normalmente, cuando se le somete a ciertas
fuerzas). Decir de un objeto que es soluble en mercurio sólo conlleva que si se
le pusiera en un líquido, se disolvería, o que si se le hubiese puesto en un líqui
do se habría disuelto. Las propiedades disposicionales, en suma, son propie
dades definidas subjuntivamente, en términos de rasgos (las manifestaciones de
1a disposición) que cabe no se apliquen de hecho a los objetos, pero se aplica
rían a ellos si se diesen ciertas condiciónes elas condiciones de manifestación
de la disposición). Las propiedades categóricas, por otro lado, son propiedades
definidas en términos de rasgos que se aplican de hecho a los objetos que las
tienen. Buenos ejemplos de propiedades categóricas son masa y líquido; ense
guida se entenderá por qué lo son.
Supongamos que llamamos ‘oxidabilidad’ a una entidad caracterizada deí
siguiente modo: se trata de algo, cualquier cosa que ello sea, que explica cau
salmente la combustión, ía herrumbre y el temple de los metales, en el bien
entendido de que puede ser algo diferente en los tres tipos de casos, e incluso
algo diferente en algunos acaecimientos concretos de los tipos indicados. Ésta
es una propiedad puramente disposicional: la oxidabiiidad es algo que haría
que, en las circunstancias pertinentes, un objeto entrase en combustión, se
herrumbrase o fuese templado mediante fundición. Además, atribuir oxidabili-
dad a un objeto es hablar meramente de lo que podría ocurrirle; pues un obje
to oxidable no tiene por qué estarse de hecho quemando, o siendo templado, o
herrumbrándose. ‘Oxidabilidad’ ha sido por tanto caracterizado casi sin des
cripción; por consiguiente, afirmar que algo posee oxidabilidad es decir algo
tan poco sustantivo, como poco arriesgado. Sólo podríamos concluir que la
oxidabilidad no existe, si nos convenciésemos de que los procesos concretos a
que hemos hecho referencia carecen de explicación causal: pasan por que sí,
sin más. Si el flogisto existiera, por otro lado, no sería una propiedad disposi
cional, sino categórica; pues su definición sí contiene aspectos descriptivos:
gracias a la distinción aplicación/descripción, como vimos antes, podemos ase
verar que no existe eí flogisto. Al decir de un objeto que contiene flogisto, no
decimos meramente que contiene algo que le haría quemarse, etc., sobre lo que
no sabemos absolutamente nada más que esto. Estamos diciendo que posee una
sustancia común a todos los objetos combustibles, susceptibles de herrumbrar
se y de ser templados, que se elimina en esos procesos. Por tanto, estamos
haciendo algo más que hablar de lo que podría ocurrir en ciertos casos; esta
mos atribuyendo al objeto propiedades que, si la teoría del flogisto fuese
correcta, tendrían de hecho los objetos combustibles, etc., incluso cuando no
están siendo sometidos a uno de esos procesos.
En resumen: tanto las propiedades disposicionales como las categóricas
son propiedades teóricas: propiedades introducidas para significar aquello en
lo que consisten ciertos acaecimientos observacionalmente constatables. La
diferencia entre unas y otras reside en que el concepto de las propiedades dis
posicionales es muy pobre, y el de las categóricas más rico. Es así que ‘masa’
es un ejemplo paradigmático de propiedad categórica: es una propiedad teóri
ca, ricamente caracterizada, invocada para describir cómo están constituidos
algunos acaecimientos observables, cuya existencia aceptamos. Decir de un
objeto que tiene masa es decir mucho más que decir m eram en te que tiene algo
que íe haría comportarse de tales y cuales modos observables en tales y cua
les circunstancias; es comprometemos con un buen número de hechos sobre la
naturaleza teórica de esa propiedad. Una buena aproximación a esos hechos
que describen la masa la ofrecen los axiomas de la dinámica newtoniana, aun
que, estrictamente, no sean verdaderos.
Si un objeto tiene una propiedad disposicional, tendemos a pensar.que hay
una propiedad categórica suya, ahora desconocida, que explica que tenga la
predisposición a comportarse del modo invocado en la caracterización de la
disposición. A esa propiedad se la denomina la base de la disposición. Si un
objeto es soluble, es razonable pensar que tiene realmente, en el momento en
que le atribuimos la disposición (incluso aunque no la esté “ejerciendo” en este
momento, es decir, incluso aunque no se esté disolviendo) algunas propieda
des categóricas, digamos una cierta constitución interna, química o física,
propiedades categóricas que explican la disposición; esto es, que explican que
si el objeto se pusiera en agua se disolvería.
Veamos ahora cómo aplicar esta explicación para hacer más clara la dis
tinción de Locke entre propiedades primarias y propiedades secundarias. La
propuesta que sigue parece la más razonable compatible con sus ideas. No se
encuentra en estos términos en el propio Locke, pero sí en los escritos de par
tidarios posteriores del realismo por representación (como Hermann Helm-
holtz).4 Según Locke, tanto ‘línea recta de aprox. un palmo' como ‘rojo’ están
definidos primariamente en términos de ideas, #línea recta de aprox. un pal
mo# y #rojo#, respectivamente. Ahora bien, las id ea s— los objetos fenoméni
cos en general— no son entidades aisladas, sino que mantienen relaciones
estructurales con otras ideas. Lo que queremos decir con esto es que conocer
una idea no es, meramente, “tenerla presente distintivamente” (con respecto a
otros objetos que se tienen igualmente presentes), en contra de lo que supone
quien está bajo el dominio de la concepción agustiniana. Conocer una idea
requiere bastante más que eso (aunque requiera eso como mínimo): requiere
conocer relaciones del objeto fenoménico con otros objetos fenoménicos. Estas
relaciones, por lo demás, son ellas mismas también entidades subjetivas, cog
noscibles por introspección. (Deben serlo, o, de otro modo, la concepción deja
ría de ser internista.) Por ejemplo, cuando notamos un color que nos es fami
liar, no sólo notamos el color, sino también su carácter familiar: es decir, su
similitud a otros notares de ese mismo color-tipo que hemos tenido antes.
Nuestro estado consciente involucra, por así decirlo, tanto nuestro notar pre
sente, como nuestro reconocer el color como uno ya conocido; involucra, por
así decirlo, una “imagen” del color conservada en la memoria.5 Un sujeto nota
las diferentes ejemplificaciones concretas de #rojo#, en diferentes vivencias
(quizás una vivencia que el sujeto se supone teniendo ahora, y otras que se
recuerda habiendo tenido anteriormente), como similares entre sí, o, para ser
más precisos, como ejemplificaciones de la misma idea; y lo mismo ocurre con
las ejemplificaciones de #línea recta de aprox. un palmo#, etc.
Existen otras relaciones entre las ideas. Así, por ejemplo, las diferentes
sensaciones cromáticas conforman un grupo, reconociblemente diferente (nota
blemente diferente, en nuestro sentido técnico de ‘notar’) para un sujeto capaz
de tenerlas, pongamos por caso, respecto de las sensaciones de dolor, o de las
sensaciones acústicas. Además, algunas sensaciones, como por ejemplo
sensaciones cromáticas, conforman un “espacio”, en el sentido de que un
malquiera capaz de tenerlas puede ordenar de mayor a menor sus sensa-
consistentemente, con arreglo a una serie de “dimensiones” (tres:
Y
matiz, saturación, brillo). En este espacio cromático, los diferentes matices de
#naranja# están notable mente más próximos a matices de #rojo# de lo'que lo
están a matices de #azul#. Algo similar ocurre con las sensaciones acústicas,
que somos capaces de ordenar por su intensidad y por su altura. Igualmente,
el grupo de sensaciones espaciales al que pertenece #línea recta de aprox. un
palmo# conforma, en este caso hablando literalmente, un espacio. En el caso
de esta última sensación, es preciso tomar en consideración además una impor
tante relación ulterior entre diferentes vivencias: la existente entre el quale
#línea recta de aprox. un palmo# tal como se nota mediante la visión, y el aná
logo (pero fenoménicamente diferente) quale que se puede notar mediante el
tacto (superponiendo la mano abierta sobre un objeto que quizás ni siquiera se
ve). Todas estas relaciones, que se dan entre fenómenos y pertenecen plena
mente al mundo de los fenómenos, están constitutivamente vinculadas a las
ideas en cuestión: nada sería la idea #rojo# o #línea recta de aprox. un palmo#,
si no mantuviese esas relaciones fenoménicamente apreciables con otros obje
tos fenoménicos; consiguientemente, no cabe decir de un sujeto que nota esos
objetos fenoménicos, si no es capaz de relacionarlo con otros objetos fenomé
nicos de modos como los descritos.
La epistemología cartesiana se caracteriza, como dijimos en DI, § 1, por
dos supuestos centrales: el conocimiento es cierto, y está inferencialmente fun
dado en una base conocida “intuitivamente”. Para ios empiristas, la base está
constituida por proposiciones empíricas, que enuncian la naturaleza de viven
cias que notamos. Lo que acabamos de decir constituye una corrección parcial
al segundo supuesto. En la base del conocimiento no puede haber proposicio
nes “aisladas”; para saber algo, hay que poseer la capacidad de saber muchas
otras cosas. Para saber que noto una sensación de #rojo#, debo saber que es
una sensación del mismo tipo que otras que he experimentado, que es muy dis
tinta de una sensación de #fa# y también de una de #verde#, que mantiene una
cierta relación con esta última sensación pero no con la de #fa#, etc. Incluso
en el nivel básico, intuitivo, es por tanto preciso, para conocer una proposición,
poseer la capacidad de inferir de ese conocimiento el conocimiento de otras
proposiciones. Esto es tanto como negar que haya un nivel básico, una funda
ción; al menos, en la concepción más simple de la misma. Los partidarios de
la concepción del conocimiento como coherencia defienden esta idea (en dife
rentes grados); hemos intentado hacer plausible una versión moderada de la
misma, de lo que se conoce como holismo epistémico.
Un modo conveniente de pensar en las relaciones entre los diferentes cons
tituyentes de las vivencias es suponerlos expresamente enunciados, en la for
ma de una serie de proposiciones sobre las entidades en cuestión: #rojo#,
ttverde#, ... son colores, mientras que #do#, #fa#, ....no son colores sino soni
dos; #ro]o# precede a #verde# en tal y cual dimensión cromática, y así suce
sivamente. Puesto que estas proposiciones sintetizan las características esen
ciales de las sensaciones en cuestión, podemos considerarlas axiomas de los
campos específicos de sensaciones. Para el caso de las sensaciones espaciales,
los axiomas serían, estrictamente hablando, axiomas geométricos; pues axio
mas como los de la geometría euclídea enuncian de un modo convenientemente
breve las relaciones a que estamos haciendo referencia entre el grupo de sen
saciones al que pertenece #línea recta de aprox. un palmo#. Naturalmente, sería
muy implausible atribuir necesariamente a cualquier sujeto capaz de tener sen
saciones espaciales algo tan preciso, y que costó tanto elaborar, como los axio
mas de Euclides. Para resultar plausible, una afirmación como la que estamos
haciendo debe entenderse de un modo más vago. Digamos, meramente, que las
proposiciones axiomáticas descriptivas de la naturaleza de sensaciones en un
cierto grupo se caracterizan porque todo sujeto reflexivo y que comprende lo
que se le pide, si es capaz de tener las sensaciones en cuestión, debe poder
reconocer inmediatamente (sin necesidad de llevar a cabo ningún razonamien
to) la verdad de las mismas cuando se presupone que tratan acerca de esas sen
saciones, al modo en que reconocemos la verdad de los axiomas de la geome
tría euclídea. Las proposiciones serán también análogas a los axiomas de una
geometría en tanto que han de ser suficientes para expresar de modo compac
to un gran número de relaciones entre las diferentes sensaciones (#esférico#,
#cúbico#, #triangular#) que el sujeto es capaz de establecer, no de modo inme
diato sino deductivamente.
Todas estas relaciones con otros objetos fenoménicos que están esencial
mente vinculadas a ideas como las que estamos considerando, nos ofrecen el
elemento que necesitamos para aplicar la explicación anteriormente ofrecida de
la distinción entre propiedades disposicionales y categóricas para clarificar la
distinción lockeana entre propiedades secundarias y primarias. Unas y otras*
debe entenderse, son cosas (III, § 2): propiedades objetivas constituyentes de
acaecimientos. Una propiedad primaria, como la propiedad designada por
‘línea recta de aprox. un palmo’, se “parece’’’ a #línea recta de aprox. un pal
mo# en tanto que mantiene, con los objetos reales significados naturalmente
por otras ideas, relaciones análogas a las que mantiene #línea recta de aprox.
un palmo# con éstas y son constitutivas o esenciales de la naturaleza de esa
sensación, #línea recta de aprox. un palmo#. Es decir: (en condiciones apro
piadas), cada vez que un individuo reconoce por introspección una #línea rec
ta de aprox. un palmo# en sus vivencias, el acaecimiento que causa esas viven
cias “contiene” una misma propiedad objetiva, responsable causal de ese
aspecto reconocido por el sujeto en sus vivencias. Además, si dos sensaciones
espaciales mantienen entre sí una de las relaciones derivadas de los axiomas
geométricos de que hablábamos más arriba (por ejemplo, una #línea recta de
aprox. un palmo# es notada como doblemente larga que una #línea recta
de aprox. dos palmos#), las propiedades reales correspondientes mantienen
entre sí una relación estructuralmente análoga. Dicho de otro modo, también
las propiedades objetivas correspondientes cumplen axiomas geométricos.6
Por otra parte, una propiedad secundaria, como lo es supuestamente la
6. Los axiomas pueden ser exactamente los mismos, sustituyendo simplemente las designaciones de aspectos
de las vivencias por designaciones de las propiedades reales correspondientes.
designada por ‘rojo’, no se “parece” a #rojo#, en tanto que no mantiene con
las cosas que causan otras ideas relaciones análogas a las que #rojo# mantie
ne con esas ideas. Esto significa lo siguiente. Cuando un sujeto insiste en que
ha experimentado dos vivencias exactamente de la misma cualidad #rojo#, las
propiedades objetivas que en cada caso han producido una y otra vivencia son
distintas entre sí; y esto no es algo que ocurre como una excepción explicable,
sino de modo general. Análogamente, resulta que, por cualquier criterio de
parecido razonable, la propiedad objetiva que causa una sensación de N aran
ja# se parece más a una que causa una de #azul# que a una que causa una de
#rojo#. Si sustituimos, en los “axiomas” de la “cromatología”, las designacio
nes de las sensaciones por designaciones de las propiedades objetivas que las
causan, los axiomas pasan a ser falsos. O, por dar un último ejemplo ilustrati
vo, mientras que un sujeto agrupa claramente en diferentes clases #rojo# y
#fa#, no resulta haber ningún modo análogo de clasificar las propiedades de
las cosas que causan esas sensaciones. Y así sucesivamente, con las diversas
relaciones definitorias de las sensaciones.
De acuerdo con esta explicación, las propiedades secundarias son (como
dice Locke) “meros poderes”, propiedades disposicionales, porque son propie
dades esencialmente caracterizadas en términos de las ideas o cualidades sen
sibles que los objetos producirían si un aparato perceptivo en condiciones
apropiadas de funcionamiento estuviera presente en una situación propicia. Las
propiedades primarias son propiedades categóricas. Las propiedades secunda
rias, por otro lado, son meros poderes para producir en nosotros las ideas
correspondientes; las propiedades categóricas que constituyen sus bases son
ciertas combinaciones de propiedades primarias, que no mantienen entre sí las
relaciones estructurales distintivas de las ideas que causan.
Para el realista por representación, como hemos expuesto anteriormente,
las proposiciones empíricas tratan de vivencias notadas, no de acaecimientos
observados. Todas las entidades objetivas (III, § 2), incluidas aquellas de que
se habla en lo que el realista ingenuo considera proposiciones empíricas, son
entidades teóricas. Por consiguiente, el elemento del significado de los térmi^
nos teóricos a que denominamos en la sección anterior ‘aplicación’ hace refe
rencia, para el representacionalista, a vivencias: enuncia qué vivencias notadas
y potenciales se suponen explicadas postulando las entidades teóricas en cues
tión. Las propiedades secundarias son propiedades de las que sólo sabemos que
causan ciertos aspectos que se reproducen en nuestras vivencias (ideas simples
de color, de olor, etc.). Las propiedades primarias, en cambio, son aquellas de
las que sabemos algo más: aquello que expresan el elemento de los significa
dos de términos como ‘esférico’ (aplicable a cualidades de las cosas) al que
denominamos antes ‘descripción’. Ese “algo más”, por otra parte, debe estar
caracterizado en términos aceptables para el intemismo del representacionalis
ta. En los párrafos precedentes hemos tratado de explicar en qué consiste: se
trata de relaciones que establecemos primero entre los constituyentes de las
vivencias, y atribuimos después a sus presuntas causas objetivas.
En breve: conocemos directamente, por introspección, las relaciones
estructurales que distinguen unas sensaciones de otras; usamos después tácita
mente esas relaciones para construir una teoría descriptiva de la naturaleza de
las propiedades objetivas que causan nuestras sensaciones. La distinción entre
propiedades primarias y propiedades secundarias es la distinción entre propie
dades respecto de las que es razonable creer la verdad de esta teoría descripti
va, y propiedades respecto de las que no. Las propiedades primarias son aque
llas de las que es razonable creer que no sólo se limitan a causar ideas especí
ficas, sino que mantienen entre sí relaciones análogas a las que mantienen entre
sí las ideas que causan. Las propiedades secundarias son propiedades prima
rias hipotéticas de las que sabemos muy poco: sólo, que causan ciertas sensa
ciones, pese a no mantener entre sí las relaciones estructurales características
de las sensaciones que causan.
Lo único que hace a ‘rojo’ aplicable a un acaecimiento objetivo (la pre
sencia de una esfera) es — según la presente propuesta interpretativa de la tesis
de Locke— que en ese acaecimiento se da algo que produciría en un observa
dor normal la idea o cualidad sensible #rojo#, si se diesen las circunstancias
de luz, posición del perceptor, etc., apropiadas. Ese “poder” o cualidad que
produciría esos efectos, por lo demás, no tiene por qué tener ningún rasgo
correspondiente a las relaciones definitorias de #rojo#: quizás la propiedad
categórica base de ese “poder” en los tomates no se parece en nada al poder
similar en los semáforos, o quizás ni siquiera se parezca en dos tomates que
producen la misma sensación, o en el mismo tomate en momentos sucesivos;
ni mantiene con “poderes” para producir otras sensaciones cromáticas relacio
nes análogas a las que mantienen las sensaciones entre sí, etc. Es. así que ‘rojo’,
aplicado a objetos reales, está esencialmente definido en términos de una
característica (que el objeto cause que alguien note #rojo#). que no tiene por
qué darse nunca de hecho. No ocurre lo mismo, sin embargo, con ‘línea recta
de aprox. un palmo’; pues, en este caso, la cualidad objetiva no sólo está carac
terizada por su capacidad para producir #línea recta de aprox. un palmo# en
un observador adecuado, sino también por todas las otras relaciones que man
tiene esa propiedad real con otros objetos reales, análogas á las que mantiene
#línea recta de aprox. un palmo# con otros objetos fenoménicos; y un objeto
a que se aplica ‘línea recta de aprox. un palmo’ tiene de hecho todas esas otras
propiedades definitorias del concepto expresado por ese término.
¿Por qué piensa Locke que es razonable creer de términos como ‘línea rec
ta de aprox. un palmo’ que significan propiedades primarias? Esencialmente
por la misma razón que mantenemos creencias teóricas: en virtud de constata
ciones inductivas. Helmholtz lo expresa muy claramente en este texto:
9. En este párrafo recurro a la notación lógica usual por razones de simplicidad expositiva. El lector no fami
liarizado puede encontrar una exposición de sus elementos centrales en VI, § 6.
de hacerlo por una razón fundamental, que es preciso tener bien presente
durante la discusión posterior. Al partidario del análisis humeano, como a cual
quier empirista, le motiva un proyecto ilustrado. Lejos de pretender conven
cemos de que todo vale en materia de asertos causales, lo que busca es utili
zar su doctrina para eliminar la superstición; pretende describir claramente
aquello que separa las afirmaciones causales “científicas”, positivas, de las que
hacen ios amigos del oscurantismo.10 (Es saludable a este respecto leer, por
ejemplo, el capítulo X del Inquiry Concerning Human Understanding de
Hume, “Of Miracles”.) Quedaría, por tanto, en muy mal lugar si su análisis
conllevase que también los asertos causales que hacemos de la manera empí
ricamente más cuidadosa (los que aceptamos a partir de los datos que nos pro
porciona ia investigación científica responsable) tienen, después de todo, ei
mismo estatuto que, pongamos por caso, la creencia en la concepción virginal
no asistida por procedimientos refinados de fecundación.
Pero eso es lo que ocurriría, si no se modifica la definición. Para empezar,
en la mayoría de las afirmaciones causales empíricamente mejor contrastadas
la causa y el efecto no tienen correlatos empíricamente verificables espacio-
temporalmente contiguos (sólo hay que pensar en las causas socialmente más
notorias del alumbramiento); además, en la mayoría de los casos las afirma
ciones causales no se apoyan en generalizaciones empíricas estrictas. (Ni todos
los que fuman contraen cáncer de pulmón, ni sólo los que fuman lo hacen, y,
sin embargo, por todo lo que sabemos, fumar causa cáncer de pulmón; de
modo que hay casos concretos en que el proceso de fumar una cierta cantidad
de tabaco durante un cierto tiempo causa el desarrollo de un cáncer de pulmón
concreto.) La definición tentativa, pues, no nos da una condición necesaria:
hay relaciones causales que no la cumplen. Además, si no se cualifica sustan-
cialmente el concepto de generalización empírica cognoscitivamente acepta
ble, la definición (incluso tal como está, sin debilitarla como es preciso hacer
— en vista de lo anterior— para obtener una condición necesaria) no nos da
una condición suficiente. Después (§ 6) examinaremos la razón para esto.
La inapropiada propuesta inicial, sin embargo, es muy adecuada para
hacer patente algo que las correcciones posteriores no modificarán un ápice; a
saber, el carácter antirrealista de la propuesta humeana con respecto a la cau
salidad — y, cuando se generaliza a todas las relaciones nómicas, con respecto
también a los objetos teóricos introducidos a través de relaciones de participa
ción. En rigor, existen dos interpretaciones de la concepción humeana de la
causalidad, ambas igualmente antirrealistas, una más radical que la otra. Tam
bién para comprender la diferencia entre ambas es conveniente considerar ini-
cialmente la propuesta inaceptablemente simple. Estas dos variedades de anti
rrealismo causal corresponden a dos tipos genéricos de antirrealismo, adopta-
10. Esto también vale para Wittgenstein (a quien en X, § 4 presentamos com o un caso claro de partidario del
análisis humeano radical), pese a que sus preocupaciones no tenían nada de ilustradas ni ‘"positivas”. Su peculiar nihi
lism o ético, del que algo diré después, requiere que haya relaciones “causales” humeanas, coincidentes con las que
establecem os com o tales mediante la práctica científica.
bles a propósito de ámbitos diferentes del discurso y no sólo a propósito del
discurso causal.
La variedad más radical de antirrealismo es el reductivismo eliminatorio.
Consideremos el discurso de algunos sobre las brujas. No me refiero a quienes
piensan y hablan como si hubiese personas que se creen brujas, practican bru
jerías, etc, pues nada hay que objetar al respecto. Me refiero a quienes piensan
y hablan como si hubiese personas que son brujas, que tienen el poder de cau
sar enfermedades o curarlas, etc., haciendo hechizos y exorcismos. O conside
remos el discurso de quienes piensan y hablan como si hubiese gafes. De nue
vo, no me refiero a quienes hablan de personas a quienes suceden más des
gracias que al ser humano medio, pues tampoco hay nada que objetar a esto;
sino a los que piensan y hablan como si hubiese personas que tienen alguna
cualidad misteriosa que “atrae” las desgracias. La mayoría de nosotros sería
mos reductivistas eliminatorios a propósito del discurso sobre brujas y gafes,
en los sentidos indicados. Es decir, diríamos que no hay tales cosas.
1 1. Naturalmente, el reductivista tiene perfecto derecho a llamar ‘relaciones causales' a las que satisfacen su
definición. Hume no dice que no haya relaciones causales, sino que no hay relaciones causales “reales”; él mantiene
el uso del término para las relaciones definidas según su propuesta.
causales. Durante algún tiempo se pensó que el consumo inmoderado de café
causa el cáncer de pulmón. Sin embargo, ahora se sabe que no lo hace: quizás
sea un epifenómeno, una “sombra”, de algo otro (un rasgo de carácter, ponga
mos por caso) que causa también el consumo inmoderado de tabaco, este sí
causalmente relacionado con el cáncer de pulmón. De aquí que sea una falacia
inferir una relación causal (propter quó) de una relación de precedencia tem
poral (post quó). Estas consideraciones muestran que, como sostuvimos, toma
mos intuitivamente a las relaciones causales como objetivas: incluso un ser
empíricamente omnisciente, después de examinar todos los casos empíricos
pertinentes, podría confundir un mero epifenómeno con un efecto genuino.
Veamos ahora cómo adoptar la definición humeana, en esta interpretación
radical, conlleva no sólo abandonar la actitud realista (cosa que acabamos de
mostrar), sino también que lo que consideramos relaciones causales satisfagan
los criterios los criterios (ii) y (iii). Imagine el lector que se ha pulsado un cier
to número de veces la tecla k, y en todos los casos ha aparecido un disco rojo
en la pantalla; y que sólo ha aparecido un disco rojo cuando se ha pulsado
antes k. Por grande que sea el número de veces que se ha repetido este proce
so, es claro que los datos observados son compatibles con esta posibilidad: pul
sar k pone en marcha un proceso genuinamente aleatorio, como resultado del
cual el ordenador dibuja un disco de un color de entre 256 posibles. El proce
so es “aleatorio” en el sentido puramente frecuencial de la probabilidad; es
decir, “a la larga” la generalización empírica correcta incluye un número igual
de casos en que, después de pulsar k, aparece un disco de cada uno de esos
colores. Un ser empíricamente omnisciente podría constatarlo así. Según la
concepción humeana, la verdad o falsedad de una afirmación causal depende
exclusivamente de la generalización empírica que sea de hecho verdadera.
Ahora bien, es claro que, por grande que sea el número de casos de la gene
ralización que hemos observado, ese número no basta para saber cuál es la
generalización correcta. De hecho, en comparación con el número de casos que
la generalización abarca, el número de los observados será, con seguridad, ridi
culamente pequeño.
Por tanto, si entendemos las afirmaciones causales según la propuesta
humeana reductivista, no existe una relación entre acaecimientos concretos
cuyo conocimiento justifique hacer generalizaciones a casos no observados. La
relación a la que el humeano, en esta interpretación, pretende reducir la rela
ción causal no puede ser aseverada de un caso particular, a menos que se
conozca ya la generalización completa. Además, incluso un ser empíricamen
te omnisciente, que conociese la generalización pertinente, no estaría por ello
en disposición de hacer afirmaciones sobre lo que ocurriría en casos que, por
ser contrafácticos, no pueden haber sido observados. La generalización que
conoce es meramente fáctica, y permite tan poco hacer afirmaciones contra-
fácticas como lo permite el conocimiento de una generalización fáctica. Supon
gamos que hemos establecido que, casualmente, los cien mil asistentes al par
tido llevaban corbata a rayas. Es claro que esto no permite decir que, si Pau,
que no asistió de hecho al partido, hubiese asistido, habría llevado una corba
ta a rayas. Pero este ejemplo es un paradigma de generalización meramente
fáctica. Los humanos corrientes y molientes, en todo caso, ni siquiera estare
mos nunca en posesión del conocimiento a disposición del ser empíricamente
omnisciente, de modo que ni siquiera podemos hacer generalizaciones causa
les. (ii) y (iii) son, pues, también falsos. Este es el “problema de la inducción”,
en los términos en que se presenta al humeano reductivista; y es claro que, en
esos términos, el problema es irresoluble.
El humeano reductivista, naturalmente, admite que hacemos inferencias
causales. Es irracional hacerlo, según su explicación, porque todo lo que pue
de haber detrás de una afirmación causal es una generalización empírica, y la
verdad de una generalización empírica sólo puede establecerse racionalmente
conociendo todos sus casos particulares. Pero es indudable que las hacemos.
La definición tentativa incluye ya los elementos precisos para explicar por qué
cometemos este error. (Se trata de la que hubiera ofrecido el propio Hume, si
es que de hecho él era un reductivista eliminatorio. EL análisis refinado que se
da en § 6 permitirá ofrecer una explicación más certera. Mas, como vengo
insistiendo, el refinamiento no afecta a la cuestión metafísica.) Nuestra consti
tución psíquica nos lleva a considerar nómicas ciertas generalizaciones empí
ricas, confirmadas por los casos pasados, y no otras. El predicado ‘verojo\ que
aquí introduzco por estipulación, se aplica a algo en los siguientes= casos: si ha
sido observado hasta ahora, y era rojo, o si no ha sido observado hasta ahora,
y es verde.12 Consideremos ahora la generalización siguiente: en circunstancias
parejas, si se pulsase ^ aparecería un disco verojo. Es claro que esta generali
zación empírica, #C(k)# «-> #E(vefojo)#, está tan bien confirmada por los hechos
conocidos como #C(k)# <-> #E(rojo)#. Es igualmente claro que, psíquicamente,
encontramos aceptable proyectar los datos en la forma de la segunda generali
zación empírica y no en la forma de la primera. Pues es un dato psíquico, cono
cido por instrospección, que esperamos que aparezca un disco rojo cuando pul
semos k la próxima vez, pero no esperamos que aparezca uno verde (como lo
haríamos, si la generalización que considerásemos confirmada a partir de los
datos fuese #C(k)# #E(VCfojo)#). Nuestra sorpresa, si aparece un disco verde,
confirma este dato psíquico.
El humeano puede mencionar estos hechos, pues son perfectamente com
patibles con el intemismo; como he enfatizado, estos son hechos de los que
somos conscientes, no menos de lo que lo somos de nuestro conocimiento de
qué vivencias notamos y qué regularidades hemos observado. Ahora bien, estos
datos meramente explican por qué nos vemos llevados a generalizar de ciertos
modos y no de otros; pero (supuesto el análisis reductivista) no pueden justi
ficar que lo hagamos. Dado lo que las relaciones causales son, sólo el conoci
miento de todos los casos nos permitiría hacer afirmaciones causales de mane
ra justificada. Por todo lo que sabemos, tan verdadero podría ser que pulsar /:
12. El predicado está inspirado en ‘glue’, que Nelson Goodman introdujera para enunciar su justamente c é le
bre “nuevo enigma" de la inducción en “The New Riddle o f Induction". Pero el problema que presento ahora no es
el “nuevo enigm a”; éste se expone después.
en la situación indicada causó la aparición de un disco rojo, como que, en rea
lidad, pulsar k en la situación indicada causó más bien la aparición de uno
verojo.
Si el reductivismo eliminatorio sobre las relaciones causales se generaliza
a las relaciones de participación (como es coherente hacer, pues los problemas,
derivados de la exigencia cartesiana de certidumbre, son exactamente los mis
mos en ambos casos), el resultado es la eliminación de los objetos teóricos: no
hay planetas copemicanos, ni genes, etc., sólo entidades empíricamente cons
tatabas y generalizaciones empíricas sobre las mismas.13 En el marco inter
nista, el resultado es necesariamente el fenomenalismo: la tesis de que sólo
existen las vivencias y sus constituyentes. (El solipsismo es la tesis de que úni
camente existen mis vivencias y sus constituyentes.) Los objetos reales, las
cosas, sólo pueden definirse, compatiblemente con el supuesto internista de
que no pueden ser “componentes esenciales” de los significados, mediante
relaciones de participación con respecto a objetos “internos” (ideas), relacio
nes especificadas a partir de relaciones igualmente “internas” entre objetos
internos. Ahora bien, si no hay ni relaciones causales, ni relaciones de partici
pación; si sólo hay vivencias que notamos y generalizaciones fácticas sobre
vivencias no pueden existir objetos externos.
Esto parece absurdo; el dato de que distinguimos los sueños y las aluci
naciones de las percepciones “reales” es innegable. La idea de que el pensa
miento y el lenguaje poseen “objetos intencionales” que determinan si, ponga
mos por caso, estamos percibiendo, o meramente padeciendo una alucinación,
debe ser incorporada en cualquier explicación de la naturaleza de la represen
tación, mental o lingüística. Sin embargo, el fenomenalismo dispone de un
modo conveniente de explicar esto, sin abandonar su supuesto fundamental: a
saber, recurrir al concepto de generalización nómica. Un “acaecimiento obje
tivo” es, simplemente, uno consistente con las generalizaciones empíricas ver
daderas. Esta definición hace posible que los acaecimientos incluyan a las
13. No podemos extendem os aquí en explicar de manera detallada la forma precisa que podría adoptar un
análisis humeano de las relaciones de participación. Lo esencial es que también estas relaciones se reduzcan a gene
ralizaciones empíricas; por tanto (en el marco internista), a relaciones entre ¡deas. Una propuesta tentativa para ana
lizarlas es ésta: e es (está constituido por) c (donde *c’ y ‘e ’ están por acaecimientos concretos) significa lo siguien
te: c es de un tipo C, caracterizado por una cierta teoría T; el correlato empíricamente verificable de e, #ett, es de tipo
#E#f y se da en circunstancias empíricamente veriíicables de tipo #CÍ#; hay al. menos una generalización nómica
estricta que vincula #C l# y #E tt, que puede ser lógicamente deducida de la teoría T a partir del darse de C ( ‘CI’ abre
via ‘condiciones iniciales’). Esto es. cabe decir que un acaecimiento observable a explicar (el “efecto”) consiste en un
cierto acaecimiento teórico (la “causa”) cuando la teoría que describe al acaecimiento teórico implica una generaliza
ción nómica estableciendo que en ciertas circunstancias observables (las “condiciones iniciales" en que se dio el “efec
to") se dan acaecimientos observables com o el “efecto” observable. Así, por ejemplo, ‘el movimiento aparente de tal
y cual objeto luminoso rojizo durante el intervalo temporal entre t y t' es (está constituido por) el movimiento X de
Marte y el movimiento Y de la Tierra en tomo al Sol en ese mismo intervalo temporal’ dice que la teoría por rela
ción a la cual describimos el tipo del acaecimiento-participante — la teoría copemicana— com o uno consistente en
los movimientos de planetas copem icanos (la Tierra incluida) en tomo al Sol permite deducir una generalización
nómica, confirmada en este caso com o en casos anteriores. La generalización nómica será algo así com o esto: cuan
do (y sólo cuando) se observa en un momento dado tal y cual objeto luminoso rojizo en tal y cual disposición,con
respecto a otros objetos luminosos celestes, se observa después de un intervalo temporal de tal y cual duración (igual
a la diferencia entre t y t') al objeto rojizo en tal y cual otra disposición. - ■
vivencias, y estén constituidos por los mismos “materiales” que las vivencias.
Los acaecimientos a que llamamos “objetivos” son aquellos coherentes con
otros que notamos (rememoramos, anticipamos, etc.), relativamente a las gene
ralizaciones que consideramos nómicas: confirmadas por casos notados, y
“proyectables”. Si una vivencia no es coherente con otras que notamos, recor
damos, etc., relativamente a las generalizaciones nómicas en que creemos,
decimos de ella que es alucinatoria, o que es un sueño, etc. Éste es todo el con
cepto de objetividad que el fenomenalista puede permitirse. En cierto modo,
las alucinaciones son tan reales como las verdaderas percepciones: todo lo que
hay es, en ambos casos, una vivencia notada. La diferencia que establecemos
concierne sólo a la coherencia de la primera con las generalizaciones nómicas
en que creemos.
El siguiente pasaje de Borges trata de caracterizar la visión fenomenalista
del mundo; aunque es literalmente imposible describir coherentemente una
visión fenomenalista del mundo (puede parecer que lo acabo de hacer, pero,
como se verá, las apariencias engañan), Borges se aproxima a hacerlo tanto
como es posible:
14. Quizás esta sea. contemporáneamente, la concepción más popular de la ciencia. En muchas ocasiones,
este punto de vista se defiende de modos intelectualmente risibles. (D e acuerdo con los proponentes de la “construc
ción social de la ciencia”, son los funcionarios ministeriales quienes deciden qué teorías son empíricamente acepta
bles, al conceder y rechazar recursos para la investigación.) Pero no siempre ocurre así, desgraciadamente para quie
nes tenemos convicciones realistas. La obra de Bas van Fraassen es, a mi juicio, la más significativa a este respecto.
Véase su The Scientific Iniage.
mente ser un realismo fingido respecto de las relaciones nómicas en general (y;
por tanto, debe aceptar también el instrumentalismo sobre las entidades teóri
cas, incluidas para el internista entre ellas los objetos reales). Para el repre
sentacionalista, como hemos visto, las relaciones nómicas son entidades reales
y objetivas, tanto como puedan serlo los genes o Venus. Por consiguiente, su
intemismo requiere que acepte que deben ser entidades enteramente caracteri
zables en términos puramente internos. La única caracterización aceptable de
ese tipo es la humeana, sea la versión inicial presentada en la sección previa o
la más refinada propuesta finalmente al final de § 6. Ahora bien, si friese así
como conocemos las relaciones nómicas, entonces sería al menos posible que
las cosas fuesen como las presenta el fenomenalista; es decir, sería al menos
concebible que no hubiese relaciones causales, ni relaciones de participación
reales y objetivas. Que esa posibilidad se diese realmente, sin embargo, no
afectaría a nuestras prácticas cognoscitivas relativas a las relaciones nómicas:
seguiríamos aceptando y rechazando las que de hecho aceptamos y rechaza
mos, sobre las mismas bases, con independencia de ello. Pues nuestro conoci
miento de las relaciones nómicas es puramente interno: es un conocimiento del
tipo caracterizado por el humeano. Por consiguiente, las relaciones nómicas
reales y objetivas que supone el realista por representación son, a efectos de la
justificación de nuestros asertos nómicos, un adorno tan irrelevante como las
entidades teóricas en la concepción instrumentalista.
A mi juicio, este argumento es irreprochable. Es esencial advertir que de
él no se sigue la refutación del realismo por representación (para ello es pre
ciso añadir consideraciones como las de Wittgenstein que se presentan en X,
§ 5). En contra del fenomenalismo, un realista por representación que aprecie
la validez del argumento insistirá aún, como Bellarmino respecto de nuestras
afirmaciones astronómicas, en que la verdad o la falsedad estricta y literal de
nuestras afirmaciones sobre relaciones causales y de participación (a diferen
cia de su justificación, o adecuación empírica) no depende sólo de cuestiones
subjetivas. Es más, al igual que Bellamino mantenía, sobre la base de su jui
cio más ponderado, que de hecho el mundo es geocéntrico, el representacio
nalista puede decir, sobre la base de su mejor ponderado juicio, que de hecho
hay un mundo de entidades teóricas (incluidas entre ellas los objetos reales, las
cosas), relacionados por relaciones causales y de participación. No solamente
niega Bellarmino que existan sólo los movimientos aparentes que observamos
directamente, y nuestras creencias subjetivas sobre cómo calcularlos de la
manera más simple posible; sino que dice que la verdad misma es muy distin
ta a lo que los copemicanos concluyen, sobre la base de lo que observamos
directamente y de nuestras actitudes sobre cómo predecir lo que observa
mos directamente de la manera más simple posible. El realista por representa
ción, igualmente, insistirá contra el fenomenalista en que no hay solamente
regularidades empíricas que consideramos “proyectables” confirmadas por los
casos observados, sino que hay además un mundo de cosas reales objetiva
mente interconectado por relaciones nómicas reales. Pero lo que no puede
negar es que, como el fenomenalista muestra, ese mundo es, por así decirlo,
empíricamente ficticio: lo que aceptamos y lo que rechazamos sobre las rela
ciones nómicas no puede depender de él. (A menos, naturalmente, que pro
ponga un análisis internista de las relaciones nómicas distinto del humeano;
pero la literatura no registra ninguno.)
Si Descartes y Locke son ejemplos ilustrativos del representacionalismo
tradicional, y Hume es un ejemplo ilustrativo del fenomenalismo tradicional,
Kant constituye el mejor ejemplo ilustrativo tradicional del representacionalis
mo refinado, “despertado de su sueño dogmático” por la profunda exploración
sobre la compatibilidad de los supuestos causales del representacionalismo con
el intemismo llevada a cabo por el fenomenalista. También debe quedar ahora
claro que, desde un punto de vista preteórico, este realismo fingido del realis
mo por representación es casi tan inaceptable como el fenomenalismo. Del
argumento de Wittgenstein que presentaremos en X, § 5 se seguiría que el rea
lismo fingido no sólo no es intuitivamente aceptable, sino que no es aceptable.
Ese argumento dejaría entonces sólo dos opciones: el fenomenalismo, y el
abandono del intemismo. En la próxima sección presentamos la versión menos
radical de la concepción humeana; es una concepción aún antirrealista de las
relaciones nómicas, pero una intuitivamente (y filosóficamente) más aceptable.
15. Éste es el verdadero “nuevo enigma” de la inducción presentado por Goodman. Saúl Kripke enfatiza su
conexión con el argumento central de las Investigaciones, en su libro sobre esta obra del que hablaremos en XI.
menalista se seguiría, la inconsistencia antes apuntada; pues es claro que predi
cados del tipo de ‘verojo\ siempre se pueden definir, de manera que resulte impo
sible que se dé una situación que dé lugar a una verdadera refutación de una afir
mación causal. Pero donde no es posible la refutación, tampoco es posible la
corroboración: carece de sentido distinguir corrección e incorrección respecto de
ello. Dejaremos aquí sólo apuntado este argumento, que se elabora con más deta
lle en el capítulo dedicado a las Investigaciones Filosóficas de Wittgenstein.
Dificultades como ésta llevan a una versión más sutil del antirrealismo, el
proyectivismo sobre las relaciones nómicas. Esta forma de antirrealismo es
compatible con el énfasis en lo subjetivo de fenomenalistas y representaciona
listas, como trataré de mostrar; pero resulta más natural en el marco de una
concepción defendida por la mayoría de los filósofos contemporáneos, “conti
nentales” y “analíticos”, filósofos profesionales y meros aficionados. Aun limi
tándonos a los filósofos profesionales analíticos, la lista es impresionante:
Goodman, el segundo Wittgenstein, Quine, Sellars, Davidson, el Putnam más
reciente, Dummett... Con alguna malevolencia —pero (como trataré de mos
trar en páginas sucesivas) sin falsedad literal— denominaré ‘intemismo comu
nitario’ a este punto de vista. La etiqueta es sin duda malévola, porque en un
sentido muy claro estos filósofos no son internistas: todos ellos creen que hay
un mundo no ficto de acaecimientos que, si no son plenamente objetivos, sí
son, al menos, intersubjetivamente accesibles.
Para presentar esta concepción comienzo una vez más describiendo la
naturaleza general de esta forma de antirrealismo, y para ello el tipo de situa
ción en que la corrección que comporta sería aceptable sin mayor discusión.
Consideremos términos tales como ‘comicidad’ y su opuesto, ‘gravedad’ o
‘seriedad’, dichos de situaciones, obras de arte, etc. Muchos seres humanos, en
algún momento de su aprendizaje (y algunos durante toda su vida) cometen el
error consistente en creer que estos términos atribuyen propiedades objetivas.
(Serían entidades paradigmáticamente objetivas los géneros naturales signifi
cados por ‘tigre’ o ‘agua’, si fuese correcta la concepción realista de los mis
mos presentada en IV, § 3 — de acuerdo con la cual son esencias reales— , las
propiedades naturales que constituyen esas esencias reales, y las sustancias que
los ejemplifican.) El error consiste en pasar por alto que, a diferencia de las
esencias reales, cosas tales como la comicidad o la gravedad son géneros cuyos
especímenes no existirían si su presencia no produjese ciertas reacciones en los
seres humanos. Este hecho tiene cuatro manifestaciones características, que
muestran que términos como ‘comicidad’ funcionan de manera muy distinta a
como el realista supone que lo hacen términos como ‘tigre’. (Que el realista
esté o no en lo cierto sobre estos últimos términos es irrelevante para nuestro
objetivo, limitado a distinguir claramente las propiedades distintivas de los pri
meros.) Las características difieren ligeramente, en función de que se adopte
una variante individualista del proyectivismo o se adopte más bien una varian
te comunitaria. En el primer caso, importan sólo las reacciones de un indivi
duo dado; en el segundo, importan las reacciones de un grupo seleccionado
dentro de una comunidad dada de individuos.
(i) Verificabilidad garantizada: es absurdo decir que podría haber situa
ciones que^ct'i objetivamente cómicas o graves, aunque ni siquiera en cir
cunstancias cognoscitivamente ideales seríamos capaces de reconocerlas como
tales. En la variante comunitaria, puede decirse que una situación es cómica,
aunque no se lo parece así ni se lo parecería nunca a una persona dada (una,
digamos, cuya falta de sentido del humor hace aconsejable excluirlo del grupo
dentro de la comunidad por relación a cuyas reacciones se determina en qué
casos se aplica ‘cómico’ correctamente). Incluso en la variante individualista
cabe decir que a un individuo no le parece cómico, en un caso dado, algo que
lo es realmente (porque ha tenido un mal día, etc.). En ambos casos, sin embar
go, la comicidad y la gravedad están definidas por relación a las reacciones de
ciertos individuos, de modo que es absurdo suponer objetivas a estas propie
dades, en el sentido realista. Pues lo característico del realismo sobre un cier
to ámbito es, precisamente, la falibilidad (incluso en condiciones cognosciti
vamente ideales) de los enunciados sobre ese ámbito.
Debe apreciarse que estamos entendiendo aquí ‘verificabilidad’ en un sen
tido fuerte: un acaecimiento es verificable si puede constatarse que se da con
certidumbre. ‘Verificabilidad’ es verificabilidad garantizada. Esta condición
parece cumplirse a propósito de las propiedades que estamos aquí consideran
do. Si alguien sólo habituado a leer best-sellers juzga que El hombre sin atri
butos o La montaña mágica son aburridos, su juicio es erróneo: uno puede juz
gar erróneamente que una novela es aburrida, porque para ser un buen juez de
si una novela es o no aburrida hay que someterse a un proceso de entrena
miento, leerla cuando uno puede concentrarse en la lectura, etc. Pero es absur
do decir que una novela es entretenida y a la vez que podría ser que ningún
individuo estuviera nunca en disposición-de apreciarlo con garantías. Para que
una novela sea entretenida o aburrida, debe haber situaciones perfectamente
accesibles a un lector potencial de novelas en las que parecer es ser.
(ii) Terceros no excluibles. Si nos atenemos al significado ordinario de
‘calvo’ o ‘montón de garbanzos’, es claro que la realidad podría ponemos en
situaciones límite: puede haber entidades de las que no está bien determinado
si son calvos o no lo son, o si son o no montones de garbanzos; y no es que
ignoremos cuál sea el caso, porque no hay nada que ignorar o conocer. El ori
gen de estos casos ordinarios de vaguedad parece estar simplemente en que no
hemos adoptado instrucciones semánticas precisas. Manteniendo aquello que
con arreglo al significado ordinario de los términos son casos claros de calvi
cie, y casos claros de lo contrario, podríamos — si lo encontrasémos conve
niente— refinar el significado del término hasta cubrir todos los casos reales
con precisión (estableciendo un número definido de pelos o garbanzos). En el
caso de la comicidad y su opuesto, tal cosa no tiene por qué ser posible (sal
vo por el procedimiento arbitrario de identificar la gravedad con la no-comici
dad). Hay situaciones y obras artísticas que, simplemente, ni son cómicas ni
dejan de serlo, y sería un error (que traicionaría justamente la confusión que
parece razonable corregir en estos casos) proceder a refinar el significado de
los términos para cubrirlas.
(iii) Divergencias ineliminables, o relativismo. En la concepción indivi
dualista de estas propiedades es perfectamente posible que dos individuos dis
crepen sobre la comicidad de una situación, sin que sea posible ponerles de
acuerdo: simplemente, tienen diferentes estándares de comicidad. Lo mismo
puede ocurrir én la concepción comunitaria, si el grupo por relación a cuyos
estándares se determina la aplicación del término se especifica razonablemen
te; es decir, si se señala ateniendo a nuestras prácticas reales, y no de una
manera absurda y vacuamente idealizada. Puede haber una situación cómica
para un individuo de una comunidad que no lo es para un individuo de otra,
sin que exista manera razonable de hacerles llegar a un acuerdo, y sin que ten
ga sentido intentarlo. Naturalmente, ello no ocurrirá si definimos ‘cómico’ y
‘grave’ por relación a los estándares de individuos cuya sonrisa sea un “per
fecto indicador de la comicidad”. Pero es dudoso que podamos hacer esto lo
suficientemente preciso para saber de qué estamos hablando, y, aunque pudié
ramos hacerlo, está por ver de qué serviría.
(iv) Temporalidad. Tanto en la concepción individualista, como en la
comunitaria (siempre que, como antes, esta última se presente de manera razo
nable), una situación puede ser cómica en un momento, y dejar de serlo tiem
po después.
En los comentarios a las características (ii)-(iv) he enfatizado algo que
quiero realzar ahora. Lo distintivo de las entidades “dependientes de la reac
ción” con respecto a las objetivas — y lo que las hace atractivas al internista
comunitario— es su verificabilidad garantizada. (La analogía entre el intemis
mo comunitario y el intemismo tradicional, en virtud de la cual la etiqueta que
he escogido no es enteramente malévola, consiste justamente en la común pre
tensión de reducir aquello que existe —o al menos aquello que constituye la
norma respecto a la cual juzgamos el acierto y el desacierto de nuestras acti
vidades cognoscitivas— a entidades que podemos conocer con certeza.) En el
caso de estas propiedades, esta verificabilidad se da incluso en un sentido fuer
te del término: que algo sea cómico o grave, aburrido o entretenido puede ser
constatado con certeza, en situaciones bien definidas. Como he venido dicien
do, el realista no puede negar que haya entidades internas, tanto en el sentido
tradicional como en el comunitario; su tesis es que hay también otras, que
determinan las condiciones para la verdad de algunas de las proposiciones que
aseveramos y juzgamos. Ahora bien, en la medida en que las propiedades
dependientes de la respuesta son garantizadamente verificables, tienen también
las otras tres características. Si fuese cierto que algo es o no un tigre, en función
de lo que establezcan al respecto ciertos expertos en tigres en ciertas circunstan
cias, entonces parece inevitable que haya entidades de las que no sea el caso que
son tigres ni que no lo son (aquellas respecto de las cuales tanto los criterios
positivos como los negativos de los expertos permanecen mudos), que lo que en
una comunidad cuente como un tigre no cuente como tal en otra, y que lo que
en un momento cuente como un tigre no cuente en otro. Pero esas son, justa
mente, las características que no parecen tener las entidades para las que el rea
lista reclama el estatuto de objetivas, precisamente en razón de su objetividad.
Para evitar entrar en conflicto con el sentido común en este punto, algu
nos internistas comunitarios recurren a veces a la estrategia del astrólogo.I6
Cuando el astrólogo predice que el futuro hijo de Julia “nacerá en el Sol”, pare
ce estar haciendo una predicción sustantiva. Pronto reparamos en que ello no
es así. Pues el astrólogo estaría a buen seguro pronto a considerar confirmada
su predicción si el hijo de Julia naciera en un día soleado; pero también si, aun
que ello no fuera así, naciera en California, porque ya se sabe que California
es muy soleada; o en México, porque culturas indígenas mantuvieron un culto
al Sol, y así sucesivamente. Es decir, la predicción se entendía de manera tan
general, que no hay posiblemente ninguna circunstancia real que no se pueda
hacer coincidir con ella. Eso muestra que tenía el mismo contenido que ‘el pri
mer día del siglo xxi la temperatura en Barcelona alcanzará los 20 °C, o no lo
hará’: es decir, ninguno. Análogamente, cabe especificar la naturaleza de la
comunidad por relación a cuyos juicios se determina cuándo se da y cuando
no una propiedad dependiente de la reacción con una imprecisión tai, que pue
da ponerse en cuestión que la propiedad tenga realmente los rasgos (ii)-(iv). Lo
que quiero destacar es que tal maniobra, además de ser objetable por la razón
genérica'que ío es la estrategia del astrólogo (a saber, que estamos intelectual
mente obligados a enunciar nuestros juicios con la suficiente precisión para
que tenga algún interés presentarlos a otros), no se compadece bien con la
intención de que la propiedad definida tenga la característica buscada, (i). Pues
en los casos en que una propiedad tiene claramente la propiedad (i), precisa
mente por rillo tiene también las propiedades (ii)-(iv).
Las propiedades relacionadas con las normas y los valores, prototípica-
mente, dan lugar al error que pretende corregir la tesis proyectivista, insis
tiendo en que estas propiedades son dependientes de la reacción en ciertos
seres racionales, y tienen por tanto las características (i)-(iv). Como hicieran
notar los sofistas, por alguna razón bien asentada en la naturaleza cognosci
tiva de los seres humanos, es habitual cometer el error de confundir lo que
propiamente es nomos con la physis. Un cierto provincianismo nos lleva a
pensar que un alimento es objetivamente repugnante, que una situación en el
proceso educativo de un niño es una en que es objetivamente obligado darle
una bofetada, que la situación en que un semáforo está en rojo es una en que
está objetivamente prohibido atravesar la calle, o que /o objetivamente indi
cativo del asentimiento es mover la cabeza de un cierto modo. Pero, natural
mente, nada de esto es verdad. Para unos individuos ío que es repugnante es
agradable, en ciertas comunidades se asiente haciendo lo que para otros es
negar, y el único superviviente al desastre ecológico que destruirá la civili
zación, puesto ante un desolado semáforo en rojo, ni tiene ni deja de tener Ja
obligación de esperar: en una situación tal las normas han dejado de estar en
vigor.
16. Ésta es una maniobra habitual en los escritos del período “realista interno” de Hílary Putnam. Véase su
Razón, verdad e historia.
Obsérvese que ni el reductivismo eliminatorio ni el realismo, fingido-.son?
propuestas razonables respecto de estas propiedades prescriptivas, cuya.aplii
cación es “sensible a la reacción”. El reductivismo eliminatorio parece aquí por
completo fuera de lugar: ¿sobre qué base podríamos decir que no hay propie
dades evaluativamente cargadas? Suponer estas propiedades es perfectamente
compatible con el intemismo más radical; y no parece que ninguna concepción
razonable del pensamiento y del lenguaje humanos pueda ser compatible con
la remoción de los valores. El realista fingido insistiría en que algo, que no
podemos conocer y por tanto no afecta a nuestras prácticas, pero que existe de
todos modos objetivamente, determina la verdad o la falsedad últimas de una
atribución de comicidad. Pero esto es tan absurdo como considerar a estas pro
piedades objetivas.
17. Como dice Gilbert Ryle — un notorio partidario de esta concepción— en afortunada metáfora, los con-
trafácticos implicados por las afirmaciones causales otorgan según el proyectivismo “licencias para inferir'’.
18. Ésta es la solución, o “disolución", del problema de la inducción a manos de los huméanos refinados que
Goodman describe con su habitual claridad en (as primeras secciones de su “New Riddle”; es la solución que Popper
y sus seguidores parecen 110 comprender. Popper es un humeano reductivista (cf. Conocimiento objetivo), que no pue
de acabar de creerse las radicales conclusiones de sus razonamientos. Eso le lleva al especioso problema de definir la
“verosimilitud"; pero, en la medida en que le veo algún interés, el proyecto de definir “verosimilitud" lleva a adop
tar la concepción proyectivista, que la presunta “solución” popperiana al problema de la inducción le impide adoptar
consistentemente. Es una cuestión históricamente controvertida cómo imerpretar las propuestas del m ism o Hume.
Unos pocos textos, y la intención manifiestamente ilustrada de su discusión, sugieren — com o Goodman indica— la
concepción proyectivista. Literalmente tomados, sin embargo, la mayoría de los textos proponen la concepción reduc
tivista, como explica muy bien Mackie en el primer capítulo de su excelente The Cement o f the Universe.
19. incluidas en su libro sobre Wittgenstein, Wittgenstein on Rules and Prívate Language.
mente sinceras: B se comporta así porque cree estar enamorado de Á, siente
ciertas emociones en su presencia, etc. Sin embargo, insiste A, todo esto es
compatible con que B no le ame “de verdad”/Q uizás B se hubiera comporta
do exactamente igual, y habría tenido las mismas actitudes psicológicas (o
incluso más profundas), hacia otra persona, distinta de A, si la ocasión propi
cia hubiera surgido. Quizás incluso, con el tiempo, sus sentimientos hacia A se
enfríen, y análogos sentimientos se dirijan hacia otra persona. Alternativamen
te, alguien con esta concepción puede verse llevado a pensar que B está ena
morado de él (en este supersentido), incluso aunque sus manifestaciones psi
cológicas y conductuales apunten justamente a lo contrario: le rehuye, da indi
cios de encontrar aburridísima su conversación (y de hecho la encuentra), etc.
Naturalmente, esta concepción del amor es fuente de angustiosas dudas escép
ticas en quien la abriga; pues ningún dato que pudiera reunir (ni siquiera “leer
los pensamientos” de B) le va a llevar a pensar que se da el hecho (el super-
estado de enamoramiento en B hacia A) que tanto desea.
Para los adultos, la condición de A revela una confusión metafísica. No es
que no haya estados de enamoramiento, ni es que éstos sean reducibles a ciertas
manifestaciones conductuales o psicológicas, naturalmente; por supuesto que los
hay. Pero se trata de estados que se dan sólo en la medida en que se den las reac
ciones indicadas (conductuales y psicológicas), y que no se dan cuando se dan
reacciones conductuales y psicológicas de otro carácter. Para el adolescente, los
indicios del super-amor se dan, en circunstancias apropiadas, a causa de la pre
sencia del estado de (super-)amor: si B estuviera enamorado de A, porque lo
está, se comportaría como lo hace y tendría las actitudes psicológicas que tiene.
Pero también es posible que se dé el efecto sin aquello que lo explica, o aquello
que lo explica sin el efecto; de ahí sus dudas irresolubles. Para el adulto, por otro
lado, A está enamorado de B porque se comporta de un cierto modo, y tiene cier
tas actitudes psicológicas, que son constitutivas de estar enamorado; no hay,
pues, lugar a la duda en un caso claro como éste. Es sin duda cierto, como sos
pecha el adolescente, que B podría haber estado enamorado (incluso más satis
factoriamente enamorado) de otras personas, y también que quizás lo esté en el
futuro; pero así son las cosas en este ámbito. La alternativa que el adolescente
busca (que aquel a quien ama esté super-enamorado de él) no existe, porque es
una ilusión creer que exista un estado como el imaginado por el adolescente. Es
una ilusión que traiciona también una confusión conceptual: ‘estar enamorado
de’ no funciona como el adolescente cree. No designa un estado que es la cau
sa de las manifestaciones psicológicas y conductuales del enamoramiento;; sino
un estado que, por definición, se da cuando se dan las manifestaciones psicoló
gicas y conductuales del enamoramiento.
El proyectivismo sobre las relaciones causales, ías relaciones de participa
ción, las entidades teóricas (y, por tanto, en el marco internista, los objetos usua
les del mundo externo) es la tesis de que vale para todas esas entidades el mismo
tipo de corrección que los adultos encontramos razonable hacer a la concepción
adolescente del amor. No es que un efecto nómico de la existencia de relaciones
causales, de participación, y de las cosas involucradas en ellas sea el que dispon
gamos de criterios epistémicos para determinar cuándo se dan (faliblemente, dada
su naturaleza de meros resultados nómicos), tales como la facultad de construir
generalizaciones empíricas a partir de los casos observados, distinguiendo como
nómicas algunas generalizaciones de otras. Es al revés: porque tenemos esas
facultades y es parte de nuestra constitución cognoscitiva que hacemos tales dis
tinciones, hay relaciones nómicas, etc. Pues, por definición (sostiene el proyecti
vista), son nómicas las relaciones que se adecúan a esos patrones cognoscitivos.
Esta reversión del orden explicativo (no: porque B está enamorado de A,
B se comporta de tal modo hacia A y tiene ciertas actitudes hacia él; sino:
porque B se comporta de ciertos modos hacia A y tiene ciertas actitudes
hacia A, B está enamorado de A) tiene el efecto saludable de reducir la ansie
dad escéptica. (Como es propio de las propiedades “sensibles a la reacción”,
de verificabilidad garantizada.) Pero, justamente en esa media, no hace ju s
ticia a nuestras intuiciones sobre las relaciones nómicas. De acuerdo con el
proyectivismo, si suponemos empíricamente omnisciente a uno de esos suje
tos en función de cuyas reacciones (en este caso, en función de cuyos juicios
sobre relaciones nómicas) se define qué relaciones nómicas se dan y cuáles
no, entonces, por definición, los juicios de un sujeto así, en estas circunstan
cias cognoscitivamente ideales, establecen con total garantía qué relaciones
nómicas se dan y cuáles no se dan. Sin embargo, de acuerdo con las intui
ciones que pusimos de manifiesto a propósito de casos de bifurcación causal
en la sección tercera, incluso un sujeto así podría errar en sus juicios. Esto,
por supuesto, no és 'por sí solo un argumento contra el proyectivismo: tam
poco la propuesta adulta hace justicia a las intuiciones adolescentes sobre el
amor.
Las consecuencias contraintuitivas del proyectivismo suelen morigerarse
en las versiones comunitarias, que, como dije, resultan generalmente de apre
ciar las dificultades del intemismo radical común a fenomenalistas y represen
tacionalistas a propósito de la normatividad. Las versiones ,comunitarias son
tanto más naturales cuando, en lugar de considerar el análisis humeano sim
plista que hemos tenido en cuenta hasta aquí, se consideran los análisis más
complejos, inclusivos de las modificaciones necesarias para afrontar sus obvios
problemas. Presentaré para concluir una propuesta más plausible para el análi
sis humeano de las relaciones nómicas.
22. £1 análisis simplista ilel concepto de participación ofrecido en una nota anterior debería revisarse acor
demente. utilizando el concepto de condición NS en lugar de) concepto de generalización estricta. Dicho sea de paso,
uno cualquiera de los eslabones en una relación causal puede ser un acaecimiento puramente teórico; en la cadena que
lleva de la ingestión por una persona del aceite de colza al desarrollo de ios síntomas del síndrome, muchos de los
eslabones serán de esta naturaleza. Naturalmente, no puede haber objeción alguna de principio a incluir, entre los
acaecimientos teóricos, acaecimientos causales. Como en el caso de acaecimientos teóricos sim ples, cada uno de estos
eslabones teóricos, c d-causa ¿. debe estar en la relación de constitución con acaecimientos potencialmcnte observa
bles. Es decir, debería ser posible diseñar experimentos en que se comprueba que se da una generalización empírica
mente determinable, que puede ser lógicamente deducida deJ darse el suceso teórico de que c d-causa e a partir de la
teoría que caracteriza este hecho teórico.
de los síntomas característicos del síndrome y de su desarrollo), y se intenta
establecer experimentalmente vínculos teóricos entre ellos.21
La práctica científica “seria” que la concepción humeana busca caracteri
zar, pues, aconseja incluir en la idea de nomicidad algo más que los dos
elementos en que pensaba Hume (la confirmación en casos pasados, y la apa
riencia subjetiva de que la generalización es “proyectable” o “simple”). Es
preciso añadir la idea de integración con otras regularidades (incluidas regula
ridades teóricas). Una generalización nómica (sea estricta o NS) es una gene
ralización cuyos casos particulares son acaecimientos observables de los que
participan acaecimientos teóricos a su vez causalmente relacionados; en último
extremo, por acaecimientos descritos en términos físicos. Expresado de la
manera más simple posible, el requisito de unificación o integración quedaría
por tanto así: una generalización nómica es una cuyos casos particulares son
acaecimientos constituidos por acaecimientos físicos, a su vez causalmente
relacionados en virtud de leyes físicas. Así expresado, este requisito que aña
dimos a la idea de nomicidad es una versión sólo moderadamente exigente de
lo que a veces se conoce como fisicismo. Este requisito sería necesario, inclu
so aunque fuese posible, ignorando las dos objeciones a la necesidad del aná
lisis simplista previamente discutidas, mantener la exigencia humeana original
de que toda afirmación causal esté sustentada por generalizaciones empíricas
estrictas. Una generalización no “unificable” con el resto de las generalizacio
nes nómicas aceptadas habría de ser considerada “accidental” , no nómica, por
muy estricta que fuese. (De ahí que insistiésemos en que el análisis simplista,
incluso tal y como estaba antes de modificarlo para remediar su cíuicter no-
necesario, tampoco ofrecía una condición suficiente.)
Es posible que este análisis más complejo no sea aún enteramente correc
to; pero, dado que no está entre nuestros fines ofrecer una explicación com
pletamente satisfactoria del concepto de causa, podemos contentamos con él.
Lo que importa finalmente es apreciar que la complejidad añadida no modifi
ca en nada lo sustancial: a saber, el carácter antirrealista de la concepción
humeana, tanto en la interpretación reductívista como en la proyectivista.
El análisis depurado ha sido presentado en el marco de la interpretación
reductiva; así entendido, el análisis muestra cómo eliminar las relaciones cau
sales y de participación, en favor de generalizaciones fácticas, ahora NS. Sigue
siendo el caso, en esta versión más compleja, que no es legítimo hacer infe
rencias causales (a menos que conozcamos todos los casos de las generaliza
ciones pertinentes, en cuyo caso no sería preciso hacer inferencias), y que no
es legítimo afirmar contrafácticos basados en afirmaciones causales.
La interpretación proyectivista (que el lector puede inferior a partir de la
exposición previa de esta interpretación basada en el análisis simplista) no tie-
23. Por ejemplo, experimentando con animales. De manera un lanío confusa e incierta (com o era de esperar,
dado que la adulteración del aceite de colza no consistió en un único proceso químico, ni se sabía muy bien en qué
consistió), este criterio estableció que fue el aceite adulterado la causa del síndrome. Véase A. Pestaña (ed.), 1983,
Pro¡>reúna del CSIC p ara el estudio del síndrom e tóxico. Trabajos reunidos y comunicaciones solicitadas.
ne estas consecuencias tan implausibles; sin embargo, en contra del sentido
común, hace aún a los asertos nórmeos garantizadamente verificables. Es
decir, hay circunstancias cognoscitivamente ideales en que la verdad o false
dad de un aserto causal o de participación habría sido establecida sin error
posible. En una versión precisa de la concepción proyectivista (en la que real
mente se asimilan las relaciones nómicas a propiedades dependientes de la res
puesta), los juicios que establecen qué asertos nómicos son verdaderos y cuá
les no pueden ser los de individuos con buenos hábitos de inferencia causal
(cualquiera que haya hecho un buen curso de metodología científica), posee
dores de toda la información empírica disponible en el momento en que se
hace el aserto. Así, si un avezado científico del siglo xx empíricamente omnis
ciente (es decir, conocedor de todas las regularidades NS empíricamente deter
minabas confirmadas hasta hoy y de sus relaciones interteóricas) estableciera
que c(k) =í> e(rDjo), la verdad de este enunciado habría quedado determinada (por
definición) más allá de toda duda concebible. Intuitivamente, sin embargo, ello
no es así; no obstante el juicio de este científico avezado, este enunciado (como
expliqué anteriormente) podría, intuitivamente, ser falso.
Una consecuencia adicional de la interpretación proyectivista — si se pre
senta, como en esta propuesta, sin recurrir a la maniobra del astrólogo— es
que los enunciados nómicos tendrían las características (ii)-(iv) de los enun
ciados sobre propiedades prescriptivas. En. el supuesto de que son los juicios
de un científico avezado del siglo xx, conocedor de todas las proposiciones
empíricas pertinentes, los que establecen la verdad y la falsedad de las afir
maciones causales, es claro que puede haber enunciados causales (no es pre
ciso pensar en casos altamente “teóricos”: considérese la conjetura de que la
causa de que Pau soñase ayer con su abuela fue que una imagen vista por la
tarde en un programa de televisión le recordó a su abuela) que no son ni ver
daderos ni falsos: quizás toda la información empírica que podamos recopilar
no baste para establecer una cosa, ni su contrario. Igualmente, un marciano y
un ser humano pueden discrepar sobre una afirmación causal, sin que sea
posible eliminar la discrepancia (porque son diferentes las capacidades cog
noscitivas por relación a las cuales se define qué es empírico y qué no, así
como qué métodos de inferencia causal determinan la nomicidad). Finalmen
te, incluso sin modificar los cánones de inferencia causal, el paso del tiempo
sí puede modificar ía distinción entre lo que es empíricamente constable y lo
que no lo es (y de hecho lo hace, en virtud de la invención de nuevos apara
tos), y puede hacer así que un caso en que no se daba una relación causal sea
uno en que sí se da, o al revés.
Los partidarios de la concepción proyectivista suelen tratar de aliviar estas
consecuencias —contradichas por nuestras más firmes intuiciones sobre usos
perfectamente ciaros de los conceptos en cuestión— mediante el recurso a Ja
estrategia del astrólogo. Un recurso socorrido es apelar, para determinar las
condiciones de verdad y falsedad de los asertos nómicos, ai juicio de los seres
cognoscentes del “límite ideal” hacia el que — en la descripción del filósofo
americano del siglo xix Charles S. Peirce— avanza la ciencia. Ya advertí ante-
nórmente contra esta estrategia: es dudoso que la propuesta tenga un conteni
do suficientemente preciso como para que la idea tenga las virtudes que todos
quienes, de un modo u otro, simpatizamos con el proyecto de Hume recono
cemos en él. El proyecto, no se olvide, es poner coto, si no a lo inteligible, sí
a lo que está justificado juzgar, distinguiendo claramente las aseveraciones cau
sales “serias” de las que sólo lo parecen (entre ellas las de las astrólogos). No
parece que definir el contenido de las aseveraciones causales por relación a los
cánones metodológicos y al conocimiento empírico de individuos sobre cuyos
cánones metodológicos y sobre cuyas capacidades sensoriales la definición
rehuye ofrecemos la más remota idea sea el camino indicado para ello.
22. Por simetría con ‘realismo fingido’, sería de esperar que utilizásemos algún epíteto para cualificar esta
concepción. Sucede, sin embargo, que todos los epítetos apropiados han sido utilizados para etiquetar concepciones
que no tienen nada de realistas. (Kant, por ejemplo, utiliza ‘realismo empírico’ para referirse a lo que no es sino una
forma de realismo fingido, y Putnam ‘realismo interno’ para una versión astrológicamente imprecisa del proyectivis
mo.) La actitud verdaderamente realista carece — com o Ulrich, el inolvidable personaje creado por Musil— de “epí
tetos" o ‘atributos"; no pretende imponer preconcepciones a lo que es.
El realismo considera a las relaciones nómicas relaciones modales objetiva
mente existentes (“dadas” con independencia de nuestras prácticas cognosci
tivas tanto como pueda serlo Venus), que conocemos (mejor o peor) del
modo que el humeano explica, es decir, en virtud de nuestro conocimiento
inductivo de generalizaciones NS empíricas de carácter nómico, y pueden así
constituir la norma por relación a la cual juzgamos el acierto o el desacierto
de esas prácticas cognoscitivas a ellas dirigidas.
23. En la literatura analítica. Quine y Goodman han presentado el debate tradicional entre nom inalism o y rea
lismo com o haciendo referencia a si hay entidades repetibles, tipos, o só lo hay particulares. A sí presentado, el deba
te carece a mi juicio de interés. Pues, por razones puramente lógicas, no puede no haber tipos; hablar y pensar pre
supone proposiciones elementales, articuladas com o mínimo con la estructura predicativa S es P. Así, el nominalista
tradicional de la variedad conceptualista (el propio Locke) necesita, com o mínimo, tipos de sensaciones, además de
sensaciones concretas; y el nominalista de la variedad propiamente nominalista (Hobbes) necesita com o mínimo tipos
de nombres, además de nombres-ejemplar. N o es de extrañar que Quine concluya que el nominalismo es falso. Sin
embargo. Quine es un nominalista, en el sentido expuesto en el texto.
al representacionalismo, requiere abandonar uno de los dos elementos de la
concepción cartesiana, el fundacionalismo. En la base del conocimiento el
internista supone estados de consciencia dirigidos a entidades subjetivas, inter
nas; hemos comprobado (§ 2) que el conocimiento privilegiado que tenemos
de nuestras propias vivencias es, hasta cierto punto, “holista”: conocer una
vivencia y sus características requiere conocer muchos otros hechos sobre
vivencias. Esto es también necesario para poder caracterizar inmanentemente
los objetos intencionales de nuestros asertos y juicios mediante relaciones de
“significación natural”. Más adelante veremos que el otro elemento funda
mental de la concepción cartesiana del conocimiento, la idea de que el cono
cimiento es cierto, es igualmente objetable; el rechazo de esta idea es decisi
vo para poder hacer teóricamente defendible el realismo sobre las relaciones
nómicas junto con una concepción extemista del significado.
La comprensión contemporánea de la cuestión del realismo, tal y como
aquí ha sido expuesta, se debe a Michael Dummett. Además de la cartografía
del problema, Dummett defiende lúcidamente concepciones proyectivistas
(particularmente en filosofía de las matemáticas). Un buen lugar en que
comenzar es su artículo “What Is a Theory of Meaning? 11”, aunque la versión
más elaborada se encuentra por el momento en su The Logical Basis o f
Metaphysics. El libro de Mackie The Cement o f the Universe contiene una muy
profunda discusión de la causalidad. Un clásico sobre las dificultades de la
concepción humeana, escrito por uno de sus más fervientes partidarios, es “The
New Riddle of Induction”, de Goodman. Por último, The Scientific Image, de
Bas van Fraassen, es una excelente discusión del problema del realismo cien
tífico, y contiene Ja más lúcida defensa que yo conozco del realismo fingido
sobre las entidades teóricas.
C a p í tu l o VI
1. Frege sí formula en sus artículos tardíos — particularmente en “Composición de pensam ientos” .(en sus
Investigaciones lógicas)— ideas muy cercanas a las que se han expuesto. Para entonces, sin embargo, se había
entrevistado con el joven Wittgenstein y había mantenido alguna correspondencia con él, de modo que es difícil deter
minar la autoría de las ideas tal com o aquí han sido expuestas.
distintas con cada expresión: la expresión de un sen tid o (‘Sinn’, en el alemán
de Frege) y la referencia a un referente (‘Bedeutung’).2 (En adelante, reserva
ré ‘significado’ para lá noción preteórica de pro p ied a d sem á n tica de una ex
presión, en abstracción de si, de acuerdo con la tesis de Frege, debe ser sepa
rada en dos componentes distintos o no.)
El significado de las expresiones de una categoría dada es su contribu
ción semántica a las oraciones en las que aparecen, según el Principio del
Contexto. Entre las oraciones, los enunciados (las oraciones susceptibles de
ser evaluadas como verdaderas o falsas, que utilizamos para hacer asevera
ciones, I, § 2) ocupan un lugar privilegiado. Una justificación provisional
para esto puede encontrarse en la siguiente idea. Las expresiones lingüísticas
sirven a ciertos propósitos; algunos de estos propósitos son esenciales, cons
titutivos de su naturaleza lingüística: algo que no sirviese a esos propósitos
no sería una expresión lingüística. Las expresiones lingüísticas se utilizan de
ana manera regular; pero si se utilizan de una manera regular, es justamente
a consecuencia de que su uso permite satisfacer ciertas necesidades. Entre
tales propósitos c o n stitu tiv o s del lenguaje está el de tra n sm itir in fo rm a c ió n .
Pero esto es lo que se hace típicamente con e n u n c ia d o s , oraciones suscepti
bles de ser evaluadas como verdaderas o falsas. Podemos, por consiguiente,
restringir el contenido d tl Principio dei Contexto diciendo que ei significado
de un término cualquiera es su contribución al significado de los enunciados
en los que puede aparecer.
Pareciera así que cualquier investigación sobre la naturaleza del significa
do efectuada bajo la guía del Principio del Contexto debería comenzar con el
examen del significado de los enunciados. En su famoso artículo “Sobre sen
tido y referencia”, sin embargo, Frege comienza justificando para los términos
singulares mediante un conocido argumento su tesis de que los significados
constan de dos ingredientes conceptualmente distintos (sentidos y referencias),
para extenderla después a expresiones de otras categorías (los enunciados entre
ellas). No hay ninguna contradicción con el Principio del Contexto en esta
estrategia, siempre que se observe la recomendación de “no preguntarse por el
significado de las expresiones aisladamente”. Para observarla, sin embargo,
debemos contar con una caracterización previa, siquiera que sea puramente
intuitiva, de la naturaleza del significado de los enunciados. Desde el punto de
3. Si, suponiendo que los hechos están determinados, un mismo enunciado puede ser evaluado com o verda
dero y com o falso, el enunciado es ambiguo y tiene al menos dos conjuntos de condiciones de verdad distintos. ‘Vi
a Sergi con unos prismáticos' puede ser evaluado como verdadero y com o falso, aun suponiendo que los hechos en
cuanto a si Sergi llevaba o no unos prismáticos (no los llevaba), y a si yo lo vi con ayuda de unos prismáticos o no
(sí lo hice), han quedado fijados. Ello se debe a que el enunciado es ambiguo, y cabe interpretarlo atribuyéndole dos
conjuntos distintos de condiciones de verdad: puede significar que con ayuda de unos prismáticos vi a Sergi, o que vi
a Sergi, quien llevaba unos prismáticos.
contenido del juicio expresado convencionalmente por ellos, la información
transmitida por los mismos.4
Relativamente a esta comprensión preteórica del significado de los enun
ciados, expondremos en el resto de esta sección el argumento inicial de Frege
para “descomponer” los significados de los términos singulares en sentidos y
referencias. Este será, en lo sucesivo, el argumento central de Frege (abrevia
damente, ACF). Tal como lo expondré, ACF presenta una paradoja: se enun
cian tres proposiciones, aparentemente inconsistentes entre sí, cada una de ellas
altamente plausible. Se ofrece entonces la distinción entre sentido y referencia,
que posibilita una sutil interpretación de las proposiciones eliminadora de su
aparente inconsistencia; y se concluye la necesidad de establecer la distinción
como el único modo razonable de sojucionar la paradoja.
La primera proposición de ACF es una tesis sobre el significado de los
términos singulares. Los términos singulares incluyen, como se dijo,
las descripciones definidas (‘el actual presidente del Gobierno de España’), los
nombres propios ( ‘Felipe González’) y deícticos como ‘él’, ‘aquí’, ‘ayer’, ‘yo’
(la enumeración no pretende ser exhaustiva). Para reflexionar sobre el signifi
cado de un término singular debemos preguntamos cuál es su contribución a
los enunciados en los que el término puede aparecer. Siguiendo a Frege, tome
mos como ejemplo la descripción ‘el lucero del alba’. Algunos días del año,
en la madrugada, en el horizonte por donde el Sol está a punto de salir, cuan
do la luz del Sol impide ya que los otros luceros sean visibles, puede verse aún
uno; es a este objeto al que designamos con ‘el lucero del alba’. El término ‘el
lucero del alba’ aparece en enunciados como éstos: ‘el lucero del alba es visi
ble al amanecer’; ‘el lucero del alba es un planeta’; ‘el diámetro del lucero del
alba es inferior al de Mercurio’; ‘hay cráteres y volcanes en la superficie
del lucero del alba’; ‘la atmósfera del lucero del alba es respirable por un ser
humano’, etc. El significado de una expresión es su contribución semántica al
significado de los enunciados en que pueda aparecer; esto es, el significado de
un término singular como ‘el lucero del alba’ es su contribución semántica a
las condiciones de verdad de enunciados como los precedentes. Examinando
nuestras intuiciones sobre estos ejemplos a la luz de esta guía teórica abstrac
ta, ¿podríamos concretar algo más qué es tal significado?
Los enunciados que hemos ofrecido como ejemplo, como enunciados que
son, son evaluables como verdaderos o falsos: algunos son verdaderos, otros
son falsos.5 Que sean verdaderos o falsos depende de los hechos relativos a un
4. En rigor, el significado de un enunciado no puede identificarse exclusivamente con sus condiciones de ver
dad. El significado debe incluir también lo que en XIII, § 2 denominaremos fuerza ilocutiva, ‘Venus es una estrella’
y ‘¿Es Venus una estrella?’ tienen las mismas condiciones de verdad, pero diferente fuerza ilocutiva; es obvio que su
significado, en el sentido preteórico de la noción, difiere. Concentrándonos en los enunciados, podemos hacer abs
tracción por el momento de lo que concierne a la fuerza.
5. Incluyo de modo regular entre los ejemplos que ofrezco enunciados falsos, con el fin de que el lector no
olvide que el significado de un término es su contribución al significado de los enunciados en que aparece; esta contri
bución se hace independientemente de que los enunciados sean verdaderos o falsos (y es, en verdad, condición pre
via a que sean evaluables com o verdaderos o falsos).
cierto objeto extralingüístico (y extramental) al que nos dirige el término ‘el
lucero del alba’: es en función de si ese objeto es visible al amanecer o no, de
cuál es su diámetro, de si tiene cráteres o no, una atmósfera respirable o no,
etc., que los enunciados anteriores son verdaderos o falsos. Ese objeto está cla
ramente involucrado en la configuración de las condiciones de verdad de los
enunciados. En la terminología desarrollada en DI, § 2, la entidad en cuestión
es una de las cosas: una entidad objetiva, un constituyente de acaecimientos.
Ateniéndonos a estas intuiciones, podemos precisar algo más la naturaleza de
lo que sin duda constituye un elemento fundamental del significado de un tér
mino singular. Dado que el objetivo del argumento es mostrar que no hay tal
cosa como “el” significado, sino que lo que llamamos así se descompone en
dos aspectos, denominemos a este intuitivamente indudable elemento del sig
nificado de un término singular con una expresión diferente a ‘significado’,
para no prejuzgar la cuestión que está en litigio. Frege denomina a este aspec
to fundamental del significado la referencia del término. Esta es la definición
inicial: la referencia de un término singular es esa entidad objetiva por rela
ción a la cual se evalúa la verdad o falsedad de los enunciados en que el tér
mino aparece y que contribuye a configurar sus condiciones de verdad.
Con esta caracterización, y con la información de que hoy disponemos,
podemos concretar todavía más en casos particulares cuál es la referencia de
un término singular; por ejemplo, podemos decir que la referencia de ‘el luce
ro del alba’ es un planeta del Sistema Solar, Venus. Un conjunto de conside
raciones similares servirían para concluir que la referencia de un nombre pro
pio como ‘Londres’ es una cierta ciudad, fundada en una cierta fecha, ubicada
en cierto lugar, etc.: piénsese en cuál es la entidad por relación a la cual se ha
bría de determinar la verdad o falsedad de ‘los nazis bombardearon Londres
durante la II guerra m undial’, ‘la sede la la ONU está en Londres’, ‘Lon
dres tenía menos de cincuenta mil habitantes en la primera mitad del siglo
x iv ’, etc. Los términos singulares no sólo significan objetos materiales; con
sideraciones similares a las anteriores nos llevan a atribuir una referencia
definida al término ‘9 \ a saber, un número.
La primera proposición de ACF es una consecuencia de esta caracteriza
ción abstracta de lo que sin duda es, cuando menos, un componente del signi
ficado de los términos singulares, la referencia de un término singular. Pese a
su carácter abstracto, la caracterización implica una identificación precisa de la
referencia de algunos términos singulares: la referencia de cel lucero del alba’,
por ejemplo, es Venus. La primera premisa de ACF, pues, sostiene que térmi
nos singulares como ‘el lucero del alba’ tienen como referencia, en enuncia
dos como los que hemos venido considerando, una entidad objetiva (el plane-
ta Venus, en este caso): por tanto (bajo el supuesto semántico monista que el
argumento de Frege pretende refutará tienen una entidad objetiva como signi
ficado. El término ‘objetivo’ tiene aquí el sentido que elaboramos detallada
mente en III, § 2.
La segunda proposición es la observación de que un enunciado resultante
de sustituir en otro un término singular por otro diferente, pero con la misma
¡•¿frrencia. puede tener diferente valor cognoscitivo que el primero pam nn
jT^jinrín competente del lenguaje en el que ambos enunciados están formula-
dos. Para ilustrar esto, sigamos con ei ejemplo de Frege. Algunos días del año,
al final del día, en el horizonte por donde el Sol acaba deponerse, cuando la
luz del Sol impide todavía que los otros luceros sean visibles, hayuno que ya
es claramente visible; es a este objeto al que designamos con ‘el lucero ves
pertino’. La referencia de ‘el lucero vespertino’ es ese objeto por relación al
cual se debe determinar el valor veritativo de enunciados como ‘el lucero
vespertino es el objeto más luminoso en el cielo nocturno’, ‘el lucero vesper
tino es en ocasiones visible hasta tres horas después de la puesta del Sol’, ‘la
sonda Mariner 4 tomó en 1965 imágenes del lucero vespertino’, etc. Con la
información de que disponemos ahora podemos concretar más ésta caracteri
zación abstracta: la referencia de ‘el lucero vespertino’ es también el planeta
Venus. Consideremos ahora los enunciados (1) y (2):
(3) y (4) ilustran, ciertamente, el mismo hecho que ilustran (1) y (2). Sin
embargo, presentar la segunda proposición de ACF considerando exclusiva
mente enunciados de identidad puede inducir al error de buscar soluciones a la
paradoja que sólo valen para este tipo de enunciados, y que resultan inacepta
bles una vez que reparamos en la generalidad del problema (error este del que
en § 4 se ofrecerá un ejemplo). Tampoco es esencial a la dificultad el hecho
de que (1) y (3) sean cuasi-analíticos, es decir, que baste con la información
necesaria para entender las palabras para saber que son verdaderos. (5) y (6)
ilustran por igual el problema:
' Bien puede ocurrir que un usuario competente del lenguaje acepte (5)
como verdadero y, sin embargo, no acepte (6); o, dicho de otro modo, bien
puede ocurrir que si le dijésemos (5) no le daríamos información que nó tuvie
ra ya, mientras que si le d ijésem o s (6) — y aceptase nuestras palabras— sí le
daríamos información que no tenía previamente. El elemento fundamental de
la segunda proposición del argumento de Frege es que, si bien a un individuo
que aceptase (1), (3) y (5) pero rechazase (2), (4) y (6) le faltaría información
astronóm ica , a un individuo así no tendría por qué faltarle información lin
güística: un individuo así podría por lo demás entender perfectamente los seis
enunciados.
La tercera y última proposición dei argumento de Frege es que las dife
rencias en valor cognoscitivo entre enunciados que acabamos de ilustrar sólo
p u ed en ser explicadas atrib u yen d o a las expresiones en qu e lo s e n u n cia d o s
difieren diferencias en su s sig n ifica d o s. Naturalmente, bajo el supuesto monis
ta la inclusión de esta proposición produce, junto a las dos anteriores, una con
tradicción. Reflexionando sobre la naturaleza del significado de un término
singular, hemos identificado un aspecto del mismo con su referencia, y, tras
ofrecer una caracterización abstracta del concepto de referen cia , hemos encon
trado buenas razones para identificar las referencias, y por tanto —por lo dicho
hasta aquí— los significados, de ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino’.
La segunda y la tercera premisa, conjuntamente, conllevan sin embargo que los
significados de esas expresiones (y, por tanto, las referencias, si los significa
dos son las referencias) son diferentes.
De nuevo, sin embargo, cuando se tiene a la vista la justificación para la
misma la tercera premisa parece enteramente plausible. La premisa excluye
posibles explicaciones de los fenómenos presentados en la segunda, distintas
de la explicación consistente en que las palabras en que difieren los enuncia-
dos en cuestión tengan diferentes significados. Aquí sólo consideraré las dos
explicaciones alternativas más inmediatas que se nos podrían ocurrir, para jus
tificar la tercera premisa. La primera que discutiré atribuye las diferencias esta
blecidas en la segunda premisa a las obvias diferencias puramente formales en
las expresiones utilizadas; la segunda la atribuye más bien a diferencias prag
máticas.
Comencemos con la primera. Podría argumentarse que existe una confu-
síóíi én la definición que hemos ofrecido anteriormente de ‘referencia’. El
supuesto monista de partida que Frege pretende cuestionar es que la referencia
■és el significado de una expresión; por consiguiente, la referencia es una rela
ción entre la expresión y algo otro, porque el significado es una relación entre
expresiones y otras cosas. En ese caso, no es razonable considerar la referen
cia a “aquello por relación a lo cual se evalúa la verdad o falsedad” de los
enunciados en que aparece la expresión; podríamos reservar el término ‘refe
rente’ para esto. La referencia debería ser, más bien, el vínculo semántico entre
la expresión y el referente. Pero, en ese caso, las referencias de ‘el lucero del
alba’ y de ‘el lucero vespertino’ son diferentes, sencillamente porque la refe
rencia es la relación entre expresión y referente, y las expresiones son aquí
diferentes.
Parte de lo que la tercera proposición pretende excluir es una explicación
de este tipo. Como se verá, la solución final de Frege recoge la idea de que la
referencia no se debe identificar con el referente, sino con una relación entre
la expresión y el mismo; de modo que podemos conceder la existencia de una
distinción significativa entre referencia y referente. Pero de eUo no se sigue que
la explicación sugerida sea aceptable. Invocando esta misma distinción entre
referencia y referente, la tercera premisa sostiene que las diferencias en valor
cognoscitivo antes ilustradas deben ser explicadas en términos de diferencias
en los significados de las palabras que son relativas a los referentes, y no a las
referencias. Pues el mero hecho de que los pares de enunciados mediante los
que hemos ilustrado la segunda proposición difieran en contener expresiones
diferentes no explica las diferencias en valor cognoscitivo. Esto es claramente
cierto. Por ejemplo, (1) y (1’) también difieren en las expresiones que los for~
man, y, sin embargo, un usuario competente de los mismos no puede aceptar
uno y dejar en suspenso el juicio sobre el otro. Dicho de otro modo, cualquier
persona que entienda ambos enunciados obtendrá exactamente la misma infor
mación a partir de ellos:
6. Quizás este sea un rasgo necesariamente asociado a la noción de objeto. Tradicionalmente, un objeto
— entre los cuales se encuentran prominentemente lo que en IV. § 3 caracterizamos como sustancias— es algo que exis
te por sí mismo, “independientemente". Ahora bien, ¿en qué consiste esta independencia? Se habla tradicionalmente
de “existencia independiente"; pero la existencia de lo que ordinariamente llamamos "objetos" no es independiente,
en un sentido claro: la existencia del descendiente depende, pongamos por caso, de la de sus progenitores, o de la
existencia de los gametos a partir de los cuales se ha desarrollado. Esta explicación de la “independencia” de los obje
tos llevó a algunos filósofos del pasado a recorrer las sendas aventuradas de la teología: ¿acaso sólo Dios sea una
“sustancia"? El tipo de actividad que nosotros denominamos ‘filosofía’ es ajeno a tales consideraciones. Una alterna
tiva razonable es explicar la independencia característica de los objetos como independencia de nuestro pensam iento.
Es éste el principio que permite reproducir ACF respecto de cualquier tér
m ino singular, por el siguiente procedimiento. Primero, asedamos claramente
con un término singular lo que Frege denomina un modo de presentación —un
conjunto de características que identifican distintivamente una cosa de entre
todas las demás. Considérese esta historia.7 Pedro ha aprendido que ‘Londres’ es
el nombre de la capital del Reino Unido; aunque nunca ha estado allí, ha visto
fotos de la Torre de Londres, del Big Ben, el Palacio de Buckingham y otros lu
gares pintorescos. (Diferentes cuestiones relativas a la naturaleza de los sentidos
de los nombres propios se discuten en el próximo capítulo.) Sobre la base de ese
conocimiento, y de otras cosas que infiere, Pedro aceptaría la verdad de (9):
Una manifestación distinta de la independencia respecto de nuestro pensamiento del objeto o, al que identificamos
mediante el conjunto de características individuativas O. sería entonces que o sea potencialmente identificable y distinr
guible de modos alternativos, a través de un conjunto de características individuativas diferente de Otra (de la que
nos haremos eco más adelante, en lo que respecta a las ideas de Frege) que nuestra creencia de que hay un o al que
las características individuativas i) identifican de hecho, por más firme y justificada que sea, puede revelarse inco
rrecta. El lector puede apreciar que ambas características son correlatos específicos de las dos características distinti
vas de las relaciones intencionales (III, § I); por consiguiente, resulta por razones prácticas conveniente centrar la dis
cusión de las diferentes teorías de la intencionalidad (internistas y extemistas) sobre la discusión de las diferentes teo
rías del significado de términos con las dos características que hemos indicado. Así procederemos en lo sucesivo.
7. El ejemplo procede de uno de Saúl Kripke. Véase su “A Puzzle about B e lie f’.
Algún lector podría sentirse tentado a negar esto, a solventar ACF recha
zando que Pedro,ss& ¿m usuario competente del lenguaje. Pero ésta es una pro
puesta inaceptable; porque es fácil advertir que, si se impone como requisito
para ser un usuario competente en el uso de un término singular el que este tipo
de situaciones no puedan producirse, ello nos obligaría a concluir que ninguno
de nosotros es un usuario competente en el uso de ningún término singular de
los que empleamos habitualmente. Sea cual sea el objeto designado por un tér
mino singular respecto de cuyo uso nos creemos competentes, basta un poco de
imaginación para describir una situación en que aceptaríamos un enunciado in
cluyendo ese término, y rechazaríamos sin embargo otro que incluyese en su
lugar otro término con el mismo referente.8 Basta con que cada uno de los dos
términos singulares sea asociado con conjuntos distintos de características indi
viduativas o modos de presentación de un objeto, características que de hecho
identifican la misma entidad, pero que un usuario por lo demás competente del
lenguaje podría asociar coherentemente con objetos distintos.
Así, Pedro asocia con ‘Londres’ el modo de presentación capital del Rei
no Unido, en la que se hallan la famosa Torre de Londres, el Big Ben y el Pala
cio de Buckingham. Este conjunto de características ciertamente identifican a
Londres entre todas las demás cosas. Pero también lo hace el modo de pre
sentación que Pedro asocia con ‘London’, a saber, ciudad en la que llevo tres
meses trabajando, donde habitan mayoritariamente individuos de procedencia
pakistaní o hindú y en la que nació mi amigo Mohammed, en cuya calle
Casaubon se halla elpub “The Crown’s A rm s”junto a la tintotería “My Beau-
tifiil Laundrette”.9 Y Pedro no puede imaginarse que ambos conjuntos de
características identifican uno y el mismo objeto.
Una vez identificado el principio que permite reproducir arbitrariamente
ejemplos del tipo de los utilizados para justificar la segunda proposición en el
argumento de Frege, ¿qué conclusión hemos de extraer entonces del argu
mento? Es natural sentirse inclinado a concluir que la primera proposición era
falsa después de todo, que los términos singulares no significan en realidad
cosas tales como planetas o ciudades, sino más bien modos de presentación o
características individuativas. Pero esto sería un error, en opinión de Frege.10
8. Incluso si el término singular es uno que nos designa a nosotros mismos, nuestro nombre propio incluido:
las grandes obras literarias suministran una gran cantidad de casos que nos permitirían construir ejem plos asi. com en
zando con el de Edipo.
9. Las características aquí asociadas a ‘London’ son ficticias; cualquier coincidencia con la realidad es
accidental.
10. Es éste uno de los lugares en que conviene tener presente que ‘significación’ sería una mejor traducción cas
tellana para ‘Bedeutung’ que ‘referencia’. Lo que Frege llama Bedeutmgen no son entidades en su opinión prescindibles o
relegables en una caracterización semántica completa del funcionamiento del lenguaje: son la significación de los términos
singulares, en el sentido de que el propósito convencionálmente supuesto a quien los usa es introducir en el discurso sus
Bedeutungen. De hecho, lo único que realmente le importaba a Frege eran precisamente las referencias. Para el desarrollo
de sus objetivos filosóficos — centrados en tomo al llamado "programa logicista”— son éstas las relevantes; en la obra que
el propio Frege consideraba su principal logro intelectual, los Grtüulgesetze d er Anthmetik, los scnddps son mencionados
en las páginas iniciales para desaparecer después por completo. Es posible que, desde el punto de vista de sus principales
objetivos intelectuales. Frege introdujese la distinción entre senddo y referencia sólo para justificar sus peculiares puntos de
vista sobre los significados de las expresiones que realmente le importaban, a saber, los términos generales.
Las intuiciones que justificaban la primera proposición son totalmente correc
tas. Sigue siendo el caso que la verdad o falsedad de ‘Londres tiene más de
diez siglos de antigüedad’ y ‘London tiene más de diez siglos de antigüedad’,
‘Londres tendrá más de veinte millones de habitantes a mediados del próxi
mo siglo’ y ‘London tendrá más de veinte millones de habitantes a mediados
del próximo siglo’, etc., (dichos por Pedro) se debe evaluar por relación al
objeto individualizado a través del conjunto de características que él asocia,
respectivamente, con ‘Londres’ y con ‘London’ (es decir, con la ciudad mis
ma, la misma entidad en ambos casos), y no con los conjuntos de caracterís
ticas individuativas en sí mismos. Los enunciados que contienen ‘Londres’ y
‘London’ tratan acerca de la ciudad de Londres, no acerca de los modos de
presentación de que Pedro se sirve para identificarla (del mismo modo que
los enunciados antes examinados que contenían ‘el lucero del alba’ y ‘el
lucero vespertino’ trataban acerca de Venus y no acerca de diversas mani
festaciones o aspectos de Venus). Londres mismo debe intervenir en la espe
cificación de las condiciones de verdad de los enunciados que contienen
‘Londres’. Por esta razón no puede ocurrir que un enunciado que inclu
ya ‘Londres’ sea (tal y como Pedro lo entiende) verdadero, y otro que sólo
difiera del primero en contener ‘London’ donde el primero contenía ‘Lon
dres’ sea fa ls o — o viceversa.
Una segunda consideración que muestra bien a las claras por qué no sería
correcto negar la primera proposición es ésta: aunque Pedro cree que Londres
no es idéntico a London, é l — y nosotros— interpreta los términos de tal modo
que tiene cuando menos sentido que él se cuestione si Londres no será, des
pués de todo, idéntica a London. Esta posibilidad sería ininteligible si los tér
minos significasen los modos de presentación, y no los objetos presentados a
través de ellos. Imagine el lector que es un astrónomo babilonio ignorante de
que el lucero del alba es el lucero vespertino; imagine que tiene la profunda
convicción de que hay vida inteligente en el lucero del alba. Imagine ahora
que conjetura si el lucero del alba es la misma cosa que el lucero vespertino.
¿No conllevaría el que aceptase que lo es, dadas sus otras creencias, que
habría de creer eo ipso también que hay vida inteligente en el lucero ves
pertino? Pero si lo conllevaría, ha de ser necesariamente porque ‘el lucero del
alba’, en el enunciado que expresa su convicción anterior, ‘hay vida inteli
gente en el lucero del alba’, significa la cosa misma y no el aspecto bajo el
que se le presenta.
La primera proposición es, pues, inamovible. La segunda la justifica
simplemente la posibilidad de historias como las que hemos ofrecido a efec
tos ilustrativos, y la tercera la hemos justificado anteriormente al defender la
competencia semántica de hablantes con dificultades como las de Sergi.
¿Qué opción queda? Formulamos la tercera proposición así: diferencias en
valor cognoscitivo como las que ilustran las diferentes actitudes de Sergi res
pecto de los enunciados (9) y (10) sólo pueden ser explicadas atribuyendo a
las expresiones en que los enunciados difieren diferencias en los significados
relativas a sus referentes. Desde el punto de vista de Frege, la dificultad está
aquí: pues la distinción entre sentido y referencia revela una ambigüedad en
la idea que aquí se expresa. Para que las tres proposiciones sean contradic
torias es preciso interpretarla así: las diferentes actitudes sólo pueden ser
explicadas atribuyendo a las expresiones relaciones de referencia con dife
rentes entidades. Dijimos al justificar la tercera proposición que las meras
diferencias de forma entre las expresiones ‘Londres’ y ‘London’ no bastan
para dar cuenta de las diferencias en valor cognoscitivo que hemos venido
ilustrando; y tampoco se pueden explicar estas diferencias sobre la base de
diferencias en las connotaciones evaluativas pragmáticamente asociadas con
las palabras. Las diferencias en valor cognoscitivo que hemos ilustrado indi
can más bien que los hablantes, pese a ser usuarios competentes, y pese a
que los enunciados sólo difieren en contener expresiones que significarían lo
mismo si el significado fuese el referente, entienden diferentes cosas — pues
es coherente con su competencia lingüística la suposición de que la verdad
de los enunciados (9) y (10) depende de que se den o no diferentes situacio
nes objetivas. Hemos supuesto que esto implica que las referencias mismas
deben ser distintas, lo que produce una inconsistencia patente con la primera
proposición (y nos forzaría a rechazarla, sosteniendo — en contra de las con
sideraciones que se acaban de ofrecer— que los referentes de ‘el lucero del
alba’ y ‘el lucero vespertino’ son diferentes; por consiguiente, que no puede
tratarse de Venus en ninguno de los dos casos, pues si no es Venus el refe
rente de una d ejas expresiones no hay razón alguna para pensar que lo sea
de la otra).
Sin embargo, el principio general que permite construir los ejemplos que
ilustran la segunda proposición apunta a una interpretación distinta de la ter
cera proposición, una de acuerdo con la cual no hay inconsistencia entre las
tres — y con ello a una solución, o quizás disolución, del problema. Hemos
comprobado cómo los referentes de los términos singulares son entidades obje
tivas, que sólo pueden, ser conocidas mediante el conocimiento de modos de
presentación que las identifican distintivamente; y hemos comprobado también
cómo diferentes modos de presentación pueden sin embargo identificar la mis
ma entidad. La conclusión que Frege extrae de ACF se apoya en esto: según
Frege, un hablante competente sólo puede conocer la referencia o de un tér
mino singular x conociendo un modo de presentación $ que (i) está también
semánticamente asociado con x, y (ii) identifica unívocamente a o. Las dife
rencias en valor cognoscitivo ejemplificadas por los pares (l)-(2), etc., se expli
can entonces porque los distintos términos singulares están asociados lingüís
ticamente con diferentes modos de presentación que los vinculan con la
misma referencia. Podemos aceptar ahora la distinción entre la referencia y el
referente que sugería el proponente de la primera de las explicaciones de las
diferencias en valor cognoscitivo excluidas por la tercera proposición de ACF;
la referencia es el vínculo semántico entre la expresión y el referente. Pero,
para obtener una explicación correcta de las diferencias en valor cognoscitivo,
hemos de añadir que ese vínculo pasa a través de una relación semántica pre
via entre la expresión y su sentido. La referencia es el vínculo semántico entre
la expresión y el referente mediado por la relación semántica de la expresión
con un sentido.11
Dado que los sentidos (que así llama técnicamente Frege a los modos de
presentación o conjuntos de características individuativas asociados a un tér
mino singular) son indispensables para “llegar” a las referencias o para de
terminarlas, esta explicación es compatible con las consideraciones que sus
tentaban la tercera proposición. Frege sostiene que ningún usuario competente
del lenguaje puede conocer “directamente” la referencia de ‘Londres’ o de ‘el
lucero del alba’, la contribución de estas expresiones a las condiciones de ver
dad de los enunciados que las incluyen; se conoce la referencia de estas expre
siones a través del conocimiento de ciertos sentidos que “nos dirigen” a ellas
(de ahí que constituya una metáfora muy apropiada llamarles sentidos), indi
vidualizándolas. Por consiguiente, la “diferencia en las referencias” que esta
blece la tercera proposición puede consistir, no en una diferencia en las enti
dades significadas, sino más bien en una diferencia en la manera en que se
accede a ellas. En cierto modo, pues, las diferencias en valor cognoscitivo entre
‘Londres’ y ‘London’, ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino’ son dife
rencias relativas al referente, como establece la tercera proposición; pero no
consisten en que los referentes sean distintos (lo que estaría en contradicción
con la primera), sino en que los sentidos vinculados semánticamente con las
expresiones y necesarios para acceder a las entidades referidas son distintos.
Ésta es también una diferencia relativa a los referentes, pues sin la mediación
de los sentidos no habría referencias: no sólo no conoceríamos referencias,
sino que no habría referencias para nuestras palabras. Una caracterización
completa de la contribución de los términos singulares a las condiciones de
verdad de los enunciados en que aparecen debe hacer mención no sólo de su
referencia, sino también del sentido que la especifica. No apreciar la distinción
entre sentido y referencia nos impide advertir la ambigüedad de la idea de
“diferencias relativas a los referentes”.
No hay, pues, inconsistencia entre las proposiciones; la impresión opues
ta la producía un cierto monismo semántico que teníamos como supuesto
tácito: el supuesto de que las expresiones tienen una única propiedad semán
tica. ACF nos fuerza, según el propio Frege, a adoptar una actitud más. plu
ralista, atribuyendo a los términos singulares dos tipos de propiedades
semánticas: un sentido y una referencia. Hacerlo así revela como meramen
te aparente la inconsistencia; pero — esto es crucial— sólo porque el sentido
y la referencia de una expresión no son independientes: sólo así podemos
mantener la verdad de la tercera proposición, reinterpretada apropiadamente
una vez hacemos la distinción entre sentido y referencia. Las referencias de
los términos singulares están determinadas por sus sentidos, en la medida en
11. La referencia de una expresión es, así, su vinculación semántica con una determinada entidad, y no la
entidad con la que esta semánticamente vinculada (el referente). En ocasiones, sin embargo, se evita ana excesiva pro
lijidad en la expresión hablando com o si la referencia fuese esto último. Tener presente la definición oficial debe bas
tar para prevenir confusiones.
que los sentidos son modos de presentación o conjuntos de características
que individualizan el referente, y sin la asociación con los cuales las pala*
bras no tendrían referencia.
La exposición que se ha hecho de la distinción entre sentido y referencia
ha dejado varios cabos sueltos — como el examen crítico que efectuaremos en
§§ 1-3 del próximo capítulo mostrará. Hemos tratado de exponer el núcleo
mínimo de la concepción fregeana que puede ser aceptado desde perspectivas
teóricas muy distintas entre sí, sin cuestionar, por ejemplo, cuál pueda ser la
verdadera naturaleza de los sentidos de nombres propios como ‘Londres’ y
‘London’. Esta relativa generalidad nos permitirá exponer en las tres próximas
secciones otros aspectos relacionados de las ideas semánticas de Frege, de
modo que sean igualmente atractivos desde diferentes perspectivas.
12. A estas alturas, el lector puede muy bien estarse preguntando lo siguiente: si la referencia de las palabras
en contextos indirectos no es la usual, sino que es inás bien el sentido que esas mismas palabras tienen en contextos
usuales, ¿qué ocurre con los sentidos de las palabras en contextos indirectos? ¿Son los mismos que en contextos usua
les, o son también otros? Dado el papel teórico de los sentidos, parece que deberían ser otros; pues el sentido deter
mina la referencia, y dado que la referencia de las palabras difiere en contextos indirectos respecto de la que tienen
en contextos usuales, habría que concluir que los sentidos son también distintos. Por otro lado, dado que un contex
to indirecto puede contener incrustado otro contexto indirecto ( ‘Víctor piensa que Sergi cree que la pelota es roja'),
esa decisión parece conllevar la necesidad de asignar un número potencialmente ilimitado de sentidos diferentes aúna
misma palabra. Los escritos de Frege no permiten resolver la cuestión; diferentes fregeanos han ofrecido diferentes
respuestas a la misma.
(El motivo para elegir esta tipografía es sugerir una analogía entre las
ideas de Locke y las de Frege que probablemente ya ha pasado por las mien
tes al lector; la analogía se discute explícitamente en VII, § 1. Naturalmente,
Locke nunca desarrolló una teoría del discurso indirecto; y Frege nunca pensó
seriamente en los sentidos de expresiones como ‘rojo’ o ‘línea de aprox. un
metro’, ni en la necesidad -—ajuicio de alguien con puntos de vista como los
de Locke— de incluir vivencias en su caracterización.) Estrictamente hablan
do, estas convenciones son, según Frege, innecesarias: el contexto ya deja cla
ro que se ha producido un cambio en la referencia de las palabras, y la gra
mática indica en este caso bastante bien cuáles son los límites del contexto lin
güístico en que las palabras mudan sus referencias. Pero atenerse a la conven
ción puede solventar dudas, y evitaría perplejidades como aquella con la que
comenzamos esta sección. Como las expresiones flanqueadas por ‘# ’ refieren
a sus sentidos, y el sentido de ‘el lucero vespertino’ es distinto del sentido de
‘el lucero del alba’, es inmediato que ambas expresiones no pueden ser inter
cambiadas en (14') — por más que sí puedan serlo en (11). Supuesto que ‘el
lucero vespertino’ y ‘Héspero’ tengan el mismo sentido, ambas expresiones sí
son intercambiables salva veritate en (14'); como son expresiones distintas, no
lo son en (13').
Esta exposición del tratamiento fregeano del discurso indirecto ha tratado
del discurso indirecto en el sentido estricto de los gramáticos. No es inmedia
to que las mismas tesis que valen para (14) hayan de aplicarse a (12) — que no
hace alusión, directa ni indirecta, a ningún texto: uno puede tener creencias sin
revestirlas de ninguna forma lingüística—■. La conjetura de Frege es que Ja
explicación de la no sustituibilidad de expresiones coa la misma referencia
usual pero diferente sentido en enunciados como (12) es la misma que la que
acabamos de justificar para enunciados del’tipo de (14). Podemos hacer la ana
logía mucho más inmediata si suponemos, con algunos filósofos medievales
y otros contemporáneos, la existencia de un “lenguaje del pensamiento”
(no necesariamente un lenguaje natural: quizás un lenguaje cuyos “caracteres”
serían análogos a los que manipulan los ordenadores, estadós consistentes en
la activación o desactivación de una serie de unidades representabas median
te numerales en notación binaria) en que se formularían todos nuestros estados
intencionales.^ Si, además, existieran razones para extender la distinción fre
geana entre sentido y referencia a las expresiones de este “lenguaje del pensa
miento”, bajo estos supuestos, las palabras que aparecen en contextos indirec
tos gobernados por verbos de actitud proposicional, en oraciones como (12),
tendrían literalmente la misma función que tienen las palabras en contextos
indirectos como el de (14): servirían para hacer referencia a las palabras en un
cierto texto (escrito en el “lenguaje del pensamiento”), en el entendido de que
13. Véase Jerry Fodor, El lenguaje del pensamiento, así com o el apéndice “¿Por qué debe haber aún un len
guaje del pensamiento?" a su Psicosem ántica. La idea de un “lenguaje del pensamiento" se justifica también en mis
trabajos «El funcionalismo», en el volumen La Mente Humana de la Enciclopedia iberoam ericana de Filosofía, y
‘T h e Philosophical Import o f Connectionism: A Critical Notice o f Andy Clark’s Associative Engines".
lo que se busca es indicar el sentido de esas palabras y no su “literalidad” for
mal (que, naturalmente, nadie conoce por ahora). Pero sea lo que fuere de esta
analogía, lo cierto es que la propuesta de Frege da cuenta de intuiciones semán
ticas que cualquier teoría debe explicar; a saber, que ‘el lucero vespertino5 es
intuitivamente sustituible salva veritate por ‘el lucero del alba’ en enunciados
como (11), pero no lo es en enunciados como (12).
Es importante no confundir la teoría fregeana del discurso indirecto, pre
sentada en esta sección, con la tesis fregeana de que las expresiones tienen sen
tido además de referencia, presentada en la anterior. La segunda es indepen
diente de la primera. La distinción entre sentido y referencia se justifica inde
pendientemente de la teoría del discurso indirecto, mediante las consideracio
nes suscitadas por el argumento al que denominamos ‘ACF’, Si cabe, la
distinción entre sentido y referencia se ve confirmada por su aplicación a la
solución del problema que plantea el discurso indirecto; pues disponer de
la distinción nos permite ofrecer una explicación plausible de unos hechos
semánticos de los que cualquier teoría semántica debe dar cuenta, que no se
nos hubiera ocurrido siquiera de no poseer previamente la distinción. Pero la
distinción entre sentido y referencia es una tesis teóricamente independiente de
tal solución y lógicamente anterior a ella.
Con ayuda de las teorías fregeanas del discurso directo y del discurso indi
recto podemos ahora poner de manifiesto la confusión a la que puede dar lugar
el presentar ACF, como Frege hace, exclusivamente atendiendo a enunciados
de identidad. Como dijimos al exponer ACF en § 2, Frege no presenta el argu
mento utilizando parejas de enunciados como los pares (1) y (2) o (5) y (6),
sino que lo hace considerando enunciados como (3) y (4), que repito a conti
nuación para comodidad del lector:
(3') ‘el lucero del alba’ codesigna con ‘el lucero del alba’
(4’) ‘el lucero vespertino’ codesigna con ‘el lucero del alba’
(3") #el lucero del alba# copresenta con #el lucero del alba#
(4") #el lucero vespertino# copresenta con #el lucero del alba#
Church sólo presupone que los enunciados tienen referencia (quizás sobre
la base del argumento que hemos ofrecido en el párrafo inicial de esta sección);
está todavía indeterminado qué son esas referencias. Su argumento concluye
que, sean lo que sean las referencias de los enunciados, (i) y (iv) han de tener
la misma. Ahora bien, ¿qué pueden tener esos dos enunciados en común, apar
te del valor veritativo (ambos son verdaderos)? Parece que nada; por lo tanto,
sólo los valores veritativos pueden ser las referencias de los enunciados.
Para concluir que (i) y (iv) deben tener la misma referencia, sean lo que
sean las referencias de los enunciados, Church usa dos premisas. La primera
es que, si dos enunciados sólo difieren en contener términos singulares que tie
nen la misma referencia (como (1) y (2), o (3) y (4), o (5) y (6)), entonces los
enunciados mismos deben tener ia misma referencia. Éste es un principio que
se sigue deí modo en que definimos qué es la referencia de un término singu
lar, al presentar la primera proposición de ACF. Ahora bien, según este princi
pio, los pares (i)-(ii), (iii)-(iv) deben tener la misma referencia. Obsérvese que
su estructura es análoga a la de (3) y (4): son enunciados de identidad, que sólo
difieren en que contienen términos singulares con la misma referencia. (Res
pectivamente, ‘el autor de W averley ’ y ‘la persona que escribió las 29 novelas
W averley \ en el primer caso, y ‘el número de novelas W averley escrito por sir
Walter Scott' y ‘el número de condados en U tah\ en el segundo.) La segunda
premisa que invoca Church es la siguiente: si dos enunciados son, intuitiva
mente, “sinónimos” (analíticamente equivalentes), entonces deben tener la mis
ma referencia. De nuevo, esta premisa parece sumamente plausible. En virtud
de la misma, (ii)-(iii) tienen la misma referencia. De aquí se sigue la conclu
sión indicada en el párrafo anterior.14
El argumento de Church es objetable sobre la base de que..^e apoya en un
ejemplo particular; no tenemos razones para pensar que pueda ser generaliza
do. Kurt Gódel construyó una versión completamente general, que parte sólo
de premisas análogas a las de Church.15 De modo que tenemos aquí un argu
mento muy poderoso, por su simplicidad, para establecer la conclusión busca
da por Frege: las referencias de los enunciados son sus valores veritativós. Lo
que esto tiene de sorprendente es que, preteóricamente, hubiésemos esperado
que aquello que es a un enunciado (como ‘hay una esfera roja ante mí’) como
Venus es a ‘el lucero del alba’ fuese algo como lo que en III, § 2 llamábamos
aca ecim ien to s ; y es natural pensar que los acaecimientos referidos por enun
ciados como ‘hay una esfera roja ante mí’ y ‘hay un cubo verde ante mí’, inclu
so si ambos enunciados son verdaderos, son distintos. Algo así merecería pro
piamente ser considerado la condición para la verd a d del enunciado, aquello
de cuyo darse o no darse depende la verdad del enunciado.
Si, por otro lado, persistimos en considerar a la referencia de un enuncia
do su “condición de verdad” — aquello que lo hace verdadero— , el argumento
Frege-Church-Gódel nos fuerza a decir que todos los enunciados verdaderos tie
nen la misma “condición de verdad”, y lo mismo con todos los enunciados fal
sos. Según esto, hay una única gran condición, un único gran acaecimiento, que
de hecho se da y de cuyo darse depende a la vez la verdad de todos los enun
ciados verdaderos; podemos pensar en este referente único de todos los enun
ciados — la Verdad— como análogo quizás a lo que Parménides llamó el Ser.
Algo similar ocurre con todos los enunciados falsos; su falsedad la determina
el no darse de otro gran acaecimiento —digamos, el No-ser— . A lo sumo, estas
entidades comparten con la idea intuitiva de una condición para la verdad de un
enunciado (tal y como ía presentamos al comienzo del capítulo) su carácter con
tingente. (El Ser podría haber sido otro, imagino, si otros mundos posibles
hubiesen sido reales; hay un mundo posible en que el No-ser, íntegramente, es,
y mundos posibles según los cuales el Ser combina aspectos de lo que en el.
mundo real es el Ser y de lo que es el N o-ser.) Pero difieren de los acaeci
mientos, tal y como los pensamos intuitivamente, en su carácter global.
Una cuestión relacionada, sobre la que nos importa decir algo brevemen
te, es la del tratamiento fregeano de las llamadas “expresiones lógicas”: expre
siones como ‘n o \ ‘y’, ‘s i __entonces . .. ’, ‘o b ien __ o bien . . . \ ‘algo’, ‘todo’.
La aplicación del Principio dei Contexto, junto con las tesis sobre la referen
cia de enunciados y términos generales que acabamos de mencionar, permiten
a Frege una explicación muy plausible de cómo funcionan estas expresiones en
el lenguaje natural. La sintaxis y la semántica de estas expresiones en el len
guaje natural, sin embargo, es muy compleja. (Piénsese sólo en las po
sibilidades sintácticas que admite el fenómeno semántico de la negación: ‘Juan
no es competente’, ‘No es el caso que Juan sea competente', -Juan es incom
petente’.) Por ello, para caracterizar el funcionamiento de esas expresiones,
estipularemos un lenguaje artificial, mucho más simple que el lenguaje natu
ral, que contenga expresiones análogas en lo esencial a las expresiones lógicas
del lenguaje natural. La idea es presentar un modelo abstracto, en que los fac
tores que meramente complicarían la explicación sin afectar (pensamos) .sus
tancialmente a lo que queremos decir han sido omitidos.
Ésta es una técnica útil, y perfectamente en consonancia con la práctica
científica usual. La idea es similar a la de describir el comportamiento físico
de un objeto en un mundo “sin fricción”: en el mundo real, por supuesto, exis
te la fricción; y es la física del mundo real la que nos interesa describir. Des
cribir un modelo abstracto no es un modo de olvidamos de nuestro interés en
la física del mundo real, sino, por el contrario, un modo de seleccionar los
aspectos del mundo real que nos interesan para poder describirlos con la mayor
claridad posible. Lo mismo sucede en nuestro caso; el que describamos la
semántica de un lenguaje artificial no debe hacemos olvidar que el mismo se
propone como un modelo abstracto que preserva y pone de relieve lo sustan
cial de los aspectos semánticos en que estamos teóricamente interesados del
lenguaje cuyo funcionamiento nos interesa comprender, a saber, el lenguaje
natural.
Las expresiones análogas a ‘no’, ‘y’, ‘si _ entonces ...’, ‘o __o
‘algo’ y ‘todo’, cuya semántica fregeana describiremos bajo el supuesto que se
acaba de indicar, son, respectivamente: ‘-V, ‘ a ’ , ‘v ’, ‘3 ’, ‘V’.Su sintaxis
está bien determinada: la sintaxis de nuestro lenguaje artificial está estipulada
de modo que el conjunto de las oraciones gramaticales está bien determinado,
y de modo que no hay oraciones sintácticamente ambiguas.16 Desde un puntó
de vista sintáctico, las expresiones lógicas se distinguen por los dos hechos
siguientes: (i) Existe una parte “primitiva” o “básica” del lenguaje, conforma
da por expresiones que se utilizan para construir enunciados “atómicos”; por
ejemplo, enunciados en que se predica algo de un objeto, o se establece una
relación entre objetos, etc. (ii) Las expresiones lógicas se utilizan para cons
truir enunciados más complejos, “moleculares” por seguir con la metáfora quí
mica, a partir, en último extremo, de enunciados atómicos, siguiendo un
proceso de construcción bien definido del que depende su aportación a las con
diciones de verdad de estos enunciados complejos. (Un proceso que la estruc
tura sintáctica superficial de los lenguajes naturales generalmente oculta, lo
que constituye 1a principal razón para centrarse en un modelo artificialmente
construido en el que tal cosa no ocurre.)
Aquí limitaré la exposición a los aspectos de la semántica de las expre
siones lógicas más relevantes para nuestro estudio. (Aunque la exposición que
sigue no coincide en todos los detalles con las propuestas originales de Frege,
sí es coincidente en lo esencial.) El hecho fundamental sobre la semántica fre
geana de las expresiones lógicas que queremos destacar es este: (iii) La con
tribución de las expresiones lógicas a las condiciones de verdad de los enun
ciados en que aparecen es sensible sólo a lo que Frege considera la referencia
de los enunciados atómicos y de las expresiones que aparecen en ellos; es
decir, a propiedades semánticas tan poco distintivas como el objeto que un tér
mino singular designa, el conjunto de objetos del universo del discurso al que
se aplica un predicado o el valor de verdad de un enunciado.17 (El contraste
cuando se dice de estas propiedades que son “poco distintivas” lo ofrecen los
sentidos fregeanos de las mismas expresiones; pues muchas expresiones que
comparten su referencia difieren en sentido, y, por consiguiente, en lo que un
usuario competente comprende cuando las entiende.)
*—»’ es una conectiva proposicional monádica; se combina con un enun
ciado cualquiera o para formar un enunciado más complejo ->cr. Su semánti
ca es muy simple; se puede especificar de un modo muy general, haciendo
referencia sólo al valor veritativo del enunciado de partida, cr, independiente
mente de qué sea aquello de lo que trate (es decir, de cuál sea su sentido),
mediante la siguiente regla: si eres verdadero, -r<Jes falso; si eres falso, -rcr
es verdadero. Conocer esta regla es todo lo necesario para saber usar correc
tamente ‘V . Repárese en que la regla vale tanto para ‘~i la nieve es blanca’
como para 7 + 5 = 12’; trate de lo que trate el enunciado de partida, diga
16. Las ideas semánticas de Frege forman pane del bagaje de conocim ientos que conforman ia lógica con
temporánea, y, com o tal, se encuentran expuestas en cualquier texto introductorio. El tratamiento de las. expresiones
de cuantificación en el de Benson Mates, Lógica Elemental (Tecnos, Madrid, 1974) se encuentra particularmente pró
ximo a los puntos de vista de Frege.
17. Las tres observaciones precedentes sobre las expresiones lógicas (dos sintácticas y una semántica) se ela-
boran con mucho más detalle en el capítulo ÍX. § 4, en el marco de (a exposición de las ideas del Tractatus', pues,
como se verá, esta obra desarrolla de un modo sumamente interesante las ideas de Frege.
este enunciado lo que diga, el enunciado resultante de negarlo dice que lo que
el enunciado de partida decía no se cumple, ‘a ’, >’ y ‘v ’ son conectivas p ro -
posicionales diádicas : se combinan con dos enunciados, a y p, para formar
un enunciado más complejo, (cr a p), ( a —> p) o (o v p). Pero su semántica
es igualmente simple y general, como la del signo para la negación, ( a a p)
es verdadero si tanto a como p lo son, y falso en cualquier otro caso, (cr —>
p) es verdadero si cr es falso o si p es verdadero, y falso en cualquier otro
caso, ( a v p) es falso si tanto crcomo p lo son, y verdadero en cualquier otro
caso.
Se advertirá que las explicaciones precedentes del significado de las
conectivas se atienen escrupulosamente al Principio del Contexto: explicamos
el significado de esas expresiones indicando cómo contribuyen a las condicio
nes de verdad de los enunciados en que aparecen. Es esto lo que hace que esta
explicación del funcionamiento de las “partículas” sea mucho más plausible
que la sugerida por Locke en la sección séptima del libro tercero del Essay, en
términos de actitudes mentales de rechazo, suposición, “reserva mental”, etc.
El problema de la explicación de Locke está en que Locke da por supuesto que
el significado de las expresiones se puede explicar “separadamente”, indican
do algo (una entidad mental) que la expresión “nombra”. Obsérvese también
que la idea de que la referencia de los enunciados es su valor veritativo adquie
re una cierta entidad cuando se toma en consideración el hecho de que la con
tribución semántica de expresiones como ‘a ’ y a las condiciones de verdad
de enunciados complejos (cr a p) o i c r e s sólo relativa al valor veritativo de cr
y p (y no a los aspectos semánticos más específicos de ese enunciado que
recoge su sentido).
Nos queda, por último, explicar el funcionamiento semántico de las
expresiones cuantificacionales, ‘3 ’, ‘V’ — correlatos de ‘algo’ y ‘todo’ en
nuestro modelo abstracto del lenguaje natural. A una oración como ‘algo
es visible al atardecer’ le corresponderá en nuestro modelo una como 3 x
x es visible al atardecer’ (se lee: “hay al menos un x tal que x es visible ál
amanecer”), y a una como ‘todos m urieron’, una como ‘V x x m urió’ (“para
todo x, x murió”). Vemos así que las expresiones cuantificacionales van
seguidas de una variable (una letra como ‘x \ ‘y ’, ‘z ’ en cursiva), y, típi
camente, de una expresión con la estructura de un enunciado, salvo que en
el lugar que podría ocupar un término singular aparece de nuevo la va
riable. Este hecho hace más complicada la tarea de explicar su funciona
miento semántico, bajo el supuesto de que se trata de expresiones que se
usan para construir enunciados moleculares a partir, en último extremo, de
enunciados atómicos; pues no son, en rigor, enunciados lo que está en la
base del proceso de construcción de enunciados que incluyen cuantifica-
ción, sino, por así decirlo, protoenunciados en los que una o varias varia
bles ocupan posiciones de término singular. Frege ofrece una idea para
mantener el supuesto de que en la base de la construcción siempre hay
enunciados atómicos, que hemos incorporado en el artificio al que vamos
a recurrir: suponer que podemos ampliar el lenguaje con un número arbi
trario de nombres facticios, ad hoc. Entenderemos que a(x) indica unalpro-
to-oración en la que aparece la variable V en algún lugar donde, si colóV
camos un término singular, se obtiene una verdadera oración. Así, podemos
describir la sintaxis de las expresiones cuantificacionales diciendo que a
partir de una proto-oración c(x) forman una oración compleja, 3x o(x):o
V xú(x).
Cuando proferimos un enunciado que contiene expresiones cuantificacio-
nales, como ‘todos murieron’ (imagínese dicho en el curso de la narración
periodística de un accidente), suponemos típicamente un universo o dominio
del discurso: no estamos diciendo que toda cosa habida y por haber muriera,
sino que la muerte acaeció a todo aquello de lo que estamos hablando. Del mis
mo modo, si digo ‘en mi cartera falta algo’, no echo en falta simplemente al
guna de las cosas que ha habido o habrá en el cosmos; para que lo que digo
sea verdad, en mi cartera debe faltar algún objeto de los que componen un cier
to universo más restringido. (Típicamente, el universo del discurso no se decla
ra explícitamente, sino que se determina, con mayor o menor vaguedad, en el
contexto extralingüístico.) Para especificar el significado de las expresiones de
cuantificación siguiendo las ideas de Frege, supondremos que disponemos de
un número ilimitado de nombres ad hoc, ‘a / , ‘a2’, etc., distintos de cualquier
nombre previamente existente en el lenguaje. Con ^ [a J x Y nos referiremos a
la oración que resulta de sustituir la variable V , en todas sus apariciones en
la proto-oración o(x), por el pseudo-nombre ad hoc ‘a,.]. Suponemos que a
cada uno de estos pseudo-nombres introducidos ad hoc les ha sido asignada
una referencia específica en el universo o dominio del discurso dado; de modo
que el pseudo-nombre nombra, por así decirlo, “transitoriamente” a este refe
rente. Suponemos, además, que se ha introducido un pseudo-nombre para cada
objeto del universo. Estos pseudo-nombres no poseen sentido, sólo la referen
cia que les ha sido asignada. De ahí que sean pseudo-nombres; pues un nom
bre genuino lleva necesariamente asociado un modo de presentación de su refe
rencia. Los pseudo-nombres son sólo un artificio que utilizamos para mostrar
cómo también la contribución semántica de las expresiones cuantificacionales
a las oraciones moleculares construidas mediante ellas es relativa, en último
extremo, al valor veritativo de oraciones atómicas. Por ejemplo,-si en el domi
nio del discurso hay tres objetos, la máquina de escribir, el armario y la máqui
na de coser, hay tres pseudo-nombres que podrían ocupar el lugar de la varia
ble en la proto-oración ‘xperteneció a mi abuela’, digamos ‘a / , ‘a^’ y ‘a3’ res
pectivamente.
Estamos ahora en condiciones de explicar el funcionamiento semántico de
las expresiones cuantificacionales de nuestro modelo abstracto. Las reglas
semánticas fregeanas para las expresiones de cuantificación son las siguientes.
Supuesto un cierto universo del discurso, U, 3x a(x) es verdadero si hay algún
pseudo-nombre ai con referente en U tal que o[a/x] es verdadero; 3x o(x) es
falso si no hay un pseudo-nombre tal. Vx o(xJ, por otra parte, es verdadero si
no hay ningún pseudo-nombre ai tal que rfajx] es falso; Vx o(x) es falso si
hay un pseudo-nombre tal.
Los comentarios anteriores sobre la generalidad de la semántica de las
conectivas proposicionales se aplican también a las expresiones cuantifica-
cionales. ‘3 ’ se comporta exactamente igual en ‘3x x perteneció a mi abue
la’ que en ‘3x x es par’, aunque ‘x perteneció a mi abuela’ y 4x es par’ no
pueden “tratar” de cosas más distintas. Similarmente, la tesis de Frege según
la cual la referencia de los predicados es una entidad extensional, análoga al
conjunto de las entidades a las que se aplica, se hace algo más plausible
cuando se aprecia que, si la semántica fregeana para las expresiones de cuan-
tifícación es correcta, su contribución a las condiciones de verdad de los
enunciados en que aparecen es sólo sensible a la extensión de los predicados
en el universo del discurso. El expediente de los pseudo-nombres (cuya úni
ca propiedad semántica es la referencia que se les estipula en cada asigna
ción, en ausencia de modos de presentación de la misma) persigue recoger el
hecho (defendido por Frege frente a explicaciones tradicionales de la cuanti-
fícación) de que ía contribución de ‘3 ’ y ‘V ’, respectivamente, a las condicio
nes de verdad de 3x a(x) y Vx o(x) es sólo sensible a la extensión de o(x)
en el universo del discurso. Para entender 3x o(x) (para conocer sus condi
ciones de verdad) no es preciso representarse de ningún modo específico los
objetos de los que depende la verdad o falsedad del enunciado: es posible
entenderlo (conociendo una regla como la antes descrita), sin tener la capa
cidad de identificar de ningún modo a los objetos del universo del discurso
en cuestión. Por consiguiente, el comportamiento de las expresiones de cuan-
tiñcación es puramente extensional: si p(x) se aplica exactamente a las mis
mas cosas que a(x)t el valor de verdad de 3x a(x) y el de 3x p(x) necesa
riamente coinciden.
Las regías anteriores dan significado también a enunciados que incluyen
varias expresiones cuantificacionales, como ‘3jc 3y x ocupó el desván cuan
do también lo ocupaba y \ ‘Vx 3y x ocupó el desván cuando también lo ocu
paba y ’ o ‘3y Vx x ocupó el desván cuando también lo ocupaba y \ (En una
estimación razonable, la mayor aportación de Frege a la teoría lingüística fue
la construcción de un modelo abstracto del lenguaje natural — su “Concep-
tografía”— en que se elucida correctamente el comportamiento lógico-
semántico de las expresiones de cuantificación en enunciados donde — como
en los anteriores— aparece más de una variable. Estos aspectos de la apor
tación fregeana, sin embargo, quedan demasiado alejados de los problemas
en que la presente exposición se centra.) De manera general, las reglas-
semánticas para las “expresiones lógicas” en nuestro modelo abstracto han
sido presentadas de tal modo que las mismas permiten entender también
enunciados en que aparecen varias de ellas, como, por ejemplo, ‘3 r -i x per
teneció a mi abuela’ o *3x (x perteneció a mi abuela Vy x ocupó el des-
ván cuando también lo ocupaba y)’.
En el lenguaje natural utilizamos con mayor frecuencia “cuantificadores
restringidos”, como ‘algún cuerpo celeste’ en ‘algún cuerpo celeste es visible
al atardecer’ o ‘todo cuerpo celeste’ en ‘todo cuerpo celeste es visible al atar-
rierer\ Es éste uno de los aspectos en que el modelo se revela realmente “abs
tracto”, apartado de los modos del objeto real del que es una maqueta simplifi
cada. Expresaremos en nuestro modelo abstracto el contenido de enunciados
como éstos con la ayuda de conectivas proposicionales, de modo que la traduc
ción del primero sena ‘3 x (.x es un cuerpo celeste a jc es visible al atardecer)’ y
la del segundo *Vx (re s un cuerpo celeste x es visible al atardecer)7. De modo
general, traduciremos un enunciado cualquiera eren el que aparezca la expresión
cuantiñcacional algún tv, o{algún 7T), por 3x (t^x)a o(x))y y traduciremos cátodo
7t) por Vx (tü(x)—> o(xj). (Utilizaremos V siempre que esta variable no aparez
ca ya en ero 7T, y una variable diferente en otro caso; o(x) indica el resultado
de colocar la variable en la posición que ocupaba la expresión cuantiñcacional
algún k (o todo it) en cr. El lector debe comprender que estas reglas no produ
cen traducciones apropiadas de un modo mecánico, y que es preciso ejercitarse
en su uso para adquirir la habilidad de traducir apropiadamente.)
2. Frege denomina 'conceptos' a las referencias de los términos generales, no a sus sentidos. Su uso, sin
embargo, es reconocidamente excéntrico: de acuerdo con este uso, cualesquiera dos predicados coextensionales ( ‘ani
mal con corazón’ y ‘animal con hígado’, ‘es agua’ y ‘es H:0 ’) significarían el mismo concepto. El uso de ‘intuición’
para significar conceptos de individuos no es infrecuente en la literatura.
ceptos, las referencias de las partes del enunciado— sus condiciones de ver
dad. Los enunciados, como los pensamientos, poseen la característica a la que
Brentano denomina intencionalidad: representan entidades objetivas, que pue
den darse o no. Estos objetos intencionales son aquello de lo que depende la
verdad o falsedad de los enunciados. La proposición expresada por el enun
ciado codifica, por así decirlo, cuáles son los objetos intencionales del enun
ciado, aquello de lo que depende que el enunciado sea verdadero o falso: sus
condiciones de verdad. Y lo hace de manera estructurada, composicional y
contextualmente.3
Considérese ahora la referencia de ‘el autor de Madame Bovary’ en (1),
es decir, Gustave Flaubert. ¿Puede ser tal entidad idéntica a la intuición que es
uno de los dos constituyentes del pensamiento expresado por (1)? Al sostener
en su polémica con Russell que entidades como el Mont-Blanc o Flaubert no
son “parte componente” de los pensamientos, Frege defiende una respuesta
negativa a esta cuestión. La discusión del capítulo precedente nos permite ofre
cer una reconstrucción obvia de su justificación para la misma. Los sentidos
han sido introducidos teóricamente, para dar cuenta del valor cognoscitivo de
las expresiones, en vista del argumento que venimos denominando ‘ACF’.
Ahora bien, (1) y (2) pueden muy bien tener diferente valor cognoscitivo para
un hablante competente, pese a que las referencias de los términos singulares
en ambos son una y la misma, a saber, Flaubert. (El conferenciante de nuestra
historia bien podría haber utilizado (2) en lugar de (1), esta vez bajo el supues
to de que las personas en su audiencia saben quién es el amante de Louise
Colet.)
3. Pese a que, com o sabemos (VI. § 5), el argumento Church-Frege pretende concluir que aquello de lo que
depende la verdad de todos los enunciados verdaderos es idéntico para todos ellos, y aquello de lo que depende la fal
sedad de todos los enunciados falsos es, igualmente, idéntico para todos ellos (y diferente, por supuesto, de lo ante
rior). Esta cuestión, sin embargo, no afecta a la discusión de este capítulo.
catión, ACF permite rechazar esta tesis; pues, como se recordará (VI, § 2),
ACF puede construirse utilizando exclusivamente nombres propios (recuérde
se el ejemplo de Pedro, ‘Londres’ y ‘London’). La posibilidad de un argumento
como ACF no depende del tipo de término singular que utilizamos, sino sólo
de la objetividad de las referencias.
Lo que acabamos de apreciar es que, en el marco específicamente lin
güístico que ahora estamos considerando, ACF elabora una de las dos caracte-
rísticas de las relaciones intencionales, a saber, su intensionalidad (DI, §1). (1)
y (2) están relacionados con el mismo objeto intencional; pero son cognosciti
vamente diferentes, por lo que su objeto intencional no puede servir, por sí
solo, para identificar la proposición que expresan. Más concretamente (dado
que las proposiciones estás sistemáticamente construidas a partir de sentidos
pertenecientes a diferentes categorías), la “parte” del objeto intencional apor
tada por el término singular (su referencia) no puede servir para identificar la
intuición expresada por esos términos singulares, los sujetos gramaticales de
(1) y (2). Aunque los sujetos gramaticales son sustituibles salva veritate, no
son sustituibles salva significatione.4
Al sostener que las referencias usuales de las palabras — como el Mont-
Blanc o Flaubert— no pueden ser una parte componente de los pensamientos,
pues, Frege defiende que no se puede identificar la intuición que el sujeto de
(1) aporta al pensamiento expresado por esa oración con Flaubert; y ACF
muestra por qué. Sin embargo, parece que Frege asevera algo más: él quiere
concluir que las referencias no tienen ningún papel en la especificación de los
pensamientos, ni por tanto en la de las intuiciones que forman parte de ellos.
¿Qué puede querer decir esto? ¿Qué significa que las referencias no tengan
ningún papel en la identificación de los sentidos? Mi propuesta interpretativa
desarrolla la ya avanzada en IV, § 2. Lo que significa es que las referencias,
los objetos intencionales de los enunciados, desempeñan un papel accidental
en la especificación de los contenidos proposicionales, en el sentido en el que
Federico Martín Bahamontes parece desempeñar un papel accidental en la
especificación del significado lingüístico de ‘el primer español en ganar el Tour
de Francia’. Los sentidos (intuiciones y conceptos) son puramente internos, en
cuanto que son especificables sin indicar para hacerlo cosas (ID, § 2), ningu
na entidad objetiva constituyente de acaecimientos.
Supongamos que dos individuos profieren ‘el primer español en ganar el
Tour de Francia nació en Toledo’, el uno en el mundo real, el otro en una cir
cunstancia imaginaria en que Federico Martín Bahamontes sufrió una caída
4. Técnicamente, se aplica el término ‘intensional' a contextos lingüísticos en los que expresiones que en con
textos usuales (VI, § 3) son intercambiables salva veritate no lo son. Así, son intensionales los contextos indicados
por los puntos suspensivos en ‘Víctor cree que ... ’ y en ‘es necesariamente verdadero que ... '. ( ‘es necesariamente
verdadero que el lucero vespertino sea visible al atardecer’ es verdadero, pero 'es necesariamente verdadero que el
lucero del alba sea visible al atardecer' es falso.) Mi uso de ‘intensional’ aplicado a las relaciones intencionales no es
meramente analógico, sino que puede definirse en términos de este sentido técnico. Estas relaciones son intensiona
les porque una expresión lingüística que pretenda identificar su contenido proposicional (com o ‘decir que') crea un
contexto intensional. en el sentido que acabamos de explicar.
que le impidió ganar el Tour de 1959, de modo que fue en realidad Luis Oca-
ña el primer español en ganar el Tour. En ese caso, el primero dice la verdad,
el segundo dice algo falso. Pero esta diferencia no conlleva, por sí sola, que
los dos individuos estén hablando lenguajes diferentes. Por todo lo que hemos
dicho, podrían estar utilizando las mismas palabras con los mismos significa
dos.L a tesis de Frege, según la presente propuesta interpretativa, es una gene
ralización de esta idea. Basta para que dos individuos que aseveran el mismo
enunciado estén hablando el mismo lenguaje que sus enunciados expresen el
mismo pensamiento fregeano, que las partes del enunciado expresen los mis
mos sentidos. Las referencias son lingüísticamente accidentales, en cuanto que
dos individuos pueden estar utilizando las mismas palabras con los mismos
significados lingüísticos, incluso si (por “habitar” diferentes situaciones, reales
o imaginarias, donde los acaecimientos realmente sucedidos difieren) las refe
rencias de sus palabras son diferentes, e incluso si, a consecuencia de ello, los
valores veritativos de los enunciados que aseveran difieren. Las referencias no
son un componente esencial del significado.
Ahora bien, ACF no basta para concluir esto, pues la única conclusión que
podemos extraer válidamente del mismo es que no se puede identificar refe
rencias e intuiciones (como Russell pretende, cuando la referencia ha sido
aportada al discurso por un nombre propio). Nada en ACF nos obliga a con
cluir que las referencias de los términos singulares en (1) y (2) no puedan inter
venir esencialmente en la individuación de los pensamientos que esos enun
ciados expresan. ACF sólo requiere que no sean sólo las referencias objetivas
las que intervengan en los pensamientos como los constituyentes aportados por
los términos singulares. Dicho de otro modo, ACF nos lleva a concluir que las
entidades en que piensa Frege como sentidos de los términos singulares son
necesarias para determinar la naturaleza de los pensamientos expresados; pues
son ellas las que distinguen (1) y (2). Pero ACF, por sí solo, no permite con
cluir que esas entidades sean suficientes; y es esto lo que Frege pretende
concluir, al sostener que las referencias “no pueden ser parte componente” de
los pensamientos. Sería consistente con ACF sostener que las referencias
de los términos singulares, además de los sentidos fregeanos, intervienen en la
especificación de los pensamientos expresados.
Digamos que un sentido en general, o, más específicamente, una intuición
(el componente de un pensamiento como el expresado por (1) aportado por el
término singular) es mixta o russelliana cuando es necesario, para especificar
de qué intuición se trata, hacer mención expresa a referentes fregeanos (es
decir, entidades “objetivas” en el sentido expuesto en II, § 3). Y digamos que
es puramente conceptual o fregeana si no lo es. Si algunas palabras expresan
intuiciones mixtas, no basta que dos individuos asocien los mismos sentidos
a las mismas expresiones para que estén utilizando el mismo lenguaje: tam
bién las refencias deben ser las mismas. Sí bastaría, si los sentidos de todas
las palabras fuesen puramente conceptuales. En estos términos, lo que hemos
visto es que ACF es compatible con que las intuiciones sean mixtas; mientras
que Frege (según la interpretación que estoy proponiendo de la metáfora de
que las referencias no son “parte componente” de los pensamientos) sostiene
que han de ser puramente conceptuales. Frege parece pensar que sólo intui
ciones puramente conceptuales podrían satisfacer Jos requisitos exigibles de
los sentidos, derivados del papel que la conclusión de ACF les asigna. Pero
en lo visto hasta aquí no encontramos ninguna justificación para esta creen
cia: las intuiciones mixtas podrían, por iodo lo que hasta aquí hemos visto,
cumplir ese papel.
Tanto si concluimos que los sentidos pueden ser mixtos, como si resultan
ser puramente conceptuales, han de tener — en vista deí argumento de Frege
que justifica la distinción entre sentido y referencia— ciertas propiedades que
conviene enunciar explícitamente- Se trata de las siguientes: (i) carácter pre
dicativo, (ii) intersubjetividad y (iii) diafanidad cognoscitiva.
(i) Carácter predicativo. El sentido de un término singular es un modo de
identificar la referencia, de definirla; para ello, debe involucrar una caracterís
tica, aspecto, o propiedad distintiva de la presunta referencia. Dicho en térmi
nos lingüísticos, una expresión capaz de expresar este elemento del sentido de
un término singular debe ser, lógicamente, un predicado. Esto puede resultar
paradójico, dado que ios sentidos individualizan las referencias; pero un poco
de reflexión muestra que no lo es: ‘menor número primo’, o 'satélite de la Tie
rra' son predicados, y, sin embargo, permiten individualizar objetos. La nece
sidad de contemplar entidades con esta primera característica se deriva de la
cónsigna, de inspiración fregeana, popularizada por Quine: ninguna entidad sin
identidad. No cabe atribuir a un sujeto pensamientos acerca de un objeto deter
minado, a menos que ese individuo sea capaz de distinguirlo de otros; y, para
ello, debe conocer propiedades que identifican a ese objeto.
(ii) Intersubjetividad. Frege insiste en que ios pensamientos (y, por consi
guiente, los sentidos que los componen) son comunicables: un individuo pue
de conocer, sin género de dudas, el pensamiento expresado por otro. Una
justificación para esto puede derivarse de la discusión sobre el carácter con
vencional del lenguaje al final de IV, § 2. Obsérverse que la teoría del discur
so indirecto de Frege presupone la intersubjetividad de los sentidos. De acuer
do con esta teoría, cuando atribuyo a otro un pensamiento, o cuando expreso
el contenido de sus palabras, con las mías me refiero al sentido de las suyas.
¿Cómo podrían los términos que un sujeto utiliza en contextos indirectos para
atribuir actitudes proposicionales a otros sujetos tener una referencia determi
nada, si — de acuerdo con la teoría de Frege— esas palabras en esos contextos
significan sentidos, pero los sentidos de ías palabras de un individuo no fue
sen accesibles a otros? La referencia de una expresión depende de los propó
sitos comunicativos de quien la profiere, según venimos suponiendo con Fre
ge; mas un sujeto no podría tener las intenciones requeridas por la teoría del
discurso indirecto de Frege si ios sentidos no fuesen intersubjetivamente cog
noscibles.
(iii) Diafanidad cognoscitiva. Los sentidos han sido introducidos por
medio de ACF, para dar cuenta deí valor cognoscitivo de las oraciones. Bas
ta que un sujeto capaz de conocimiento pueda razonablemente adoptar acti-
tudes epistemicas distintas (juzgarlo verdadero; creerlo probable, etc.)ihaciá-
el pensamiento p, constituido por la intuición i v y eí concepto %, respectó déí
las que adopta hacia el pensamiento q, constituido por la intuición i2 y el con
cepto para concluir que los pensamientos p y q (y, por tanto, las intuición
nes ij y i 2) son diferentes. Dicho en términos lingüísticos, basta que un indi
viduo lingüísticamente competente pueda tomar actitudes cognoscitivas dife
rentes (aceptar uno, no aceptar el otro; recibir información al aceptar uno, no
recibirla al aceptar el otro, etc.) hacia dos enunciados que sólo difieren en
contener términos singulares x x y x2 diferentes, para concluir que ambos tér
minos singulares expresan diferentes intuiciones. Los sentidos han sido intro
ducidos porque las referencias (que tenemos razones independientes para
adscribir a las palabras) no nos son cognoscitivamente manifiestas. Se sigue
de esto que los sentidos mismos sí deben ser cognoscitivamente manifiestos:
de otro modo, crearían el mismo problema cuya introducción persigue sol
ventar. Los sentidos deben ser, por tanto, epistémicamente transparentes:
deben estar manifiestamente asociados con los términos que los expresan
para cualquier usuario competente de esos términos, y deben ser ellos mis
mos manifiestos, en cuanto que debe ser inmediato para un usuario compe
tente del término reconocer las condiciones constitutivas del sentido de un
término.
Podría pensarse que bastarían consideraciones de simplicidad para com
pletar el argumento de Frege en contra de hacer de las referencias “parte” de
los sentidos, elementos necesarios de su identidad. Pues, ¿por qué habríamos
de incluir también las referencias como elemento necesario para identificar los
pensamientos expresados? Las entidades en que piensa Frege (características
individuativas asociadas a los términos por sus usuarios competentes) son,
como sabemos, necesarias; si no existe ninguna razón en contra, es razonable
suponer que también son suficientes para determinar cuándo dos enunciados
expresan el mismo pensamiento.
Esta consideración de simplicidad muestra que un partidario de las intui
ciones mixtas, por tanto, necesita alegar algo positivo en su favor. Es verdad
que Frege sólo ha mostrado que los sentidos no pueden identificarse con refe
rencias, pero no que las referencias no puedan ser-un dem ento necesario de la
naturaleza de los sentidos; es responsabilidad ahora del partidario de las intui
ciones mixtas aducir alguna razón en su favor. Una primera razón que podría
invocarse, por sí sola inadecuada, es la siguiente. Nótese que el término sin
gular en (2) presenta la referencia a través de una relación con otro objeto,
Louise Coiet, al que se hace referencia mediante un nombre propio. Parece por
tanto, a primera vista, que en un caso así la intuición aportada al pensamiento
por el término singular serta mixta, incluyendo a Louise Colet misma como
uno de sus elementos. Pero esta razón no es buena. Pues las consideraciones
que conforman ACF se aplican a los términos singulares también cuando éstos
aparecen como parte de otros términos singulares, y no directamente como
sujetos de la oración. Así, un hablante competente deí español, que entiende
cabalmente todos los términos que aparecen en (3) y (4), puede muy bien acep
tar uno pero no el otro (o recibir información al aceptar uno pero no al acep
tar el otro, etc.):
5. Los internistas contemporáneos (com o JerTy Fodor en “M ethodological Solipsism Considered as a Rese
arch Strategy in Cognitive Psychology” y en P sicostm ántica, o com o Hartry Field en "Logic. Meaning and Concep
tual Role” y en “Mental Representation”). advertidos de (os poderosos argumentos en contra de la utilidad de las
vivencias para construir una teoría internista que examinaremos a partir del capítulo undécimo, hacen propuestas apa
rentemente internistas y aparentemente ajenas a las sensaciones. Tales propuestas son, en sí mismas, irremediable
mente vagas: dejan sin respuesta casi todas las preguntas que podemos formular. (Véase, a este respecto, los siguien
tes trabajos de R. Stainaker: “Narrow Contení" y “How to Do Semantics for the Language o f Thought”.) Si produ
cen la impresión de comprensión, es, me temo (aquí hablo sólo por experiencia propia), porque en último extremo se
tiene en mente una concepción análoga a la de Locke.
que el sentido de un nombre propio está constituido por la información acerca
del referente que asociamos con un uso del nombre. Esta idea, sin embargo,
presenta diferentes problemas. Un problema inmediato es que, en contra de lo
que parece ser el caso, bastaría con que una mínima parte de las opiniones
sobre un individuo que asociamos a un nombre suyo sea incorrecta para que el
nombre careciera de referencia. Si el autor de la Metafísica, discípulo de Pla
tón, etc., no fue en realidad maestro de Alejandro Magno, ‘Aristóteles’ care
cería de referencia cuantas veces se usase con el sentido sugerido por Frege.
Seguidores posteriores de Frege (como J. Searie) han defendido que el sentido
de un nombre propio estaña más bien constituido por una descripción que
exprese varias disyuntivas, cada una de las cuales recogería diferentes aspec
tos de la información poseída sobre el referente: ‘el maestro de Alejandro, o
discípulo de Platón, o autor de la Metafísica, o El objetivo de esta com
plicación es dejar abierta la posibilidad de que parte de la información sea
incorrecta, sin que ello conlleve que el nombre carezca de referencia. Los pro
blemas que a continuación se indican afectan igualmente a esta elaboración
más compleja de la sugerencia de Frege.
El primer problema es que, si el sentido está constituido por la informa
ción acerca de un individuo que asociamos con un nombre suyo, diferentes
hablantes adscribirán diferentes sentidos al mismo nombre. Esto ocurre ya en
eLcaso de nombres de personajes famosos, como ‘Aristóteles’, y mucho más
aún en el caso de: la mayoría de los nombres propios que utilizamos en la vida
cotidiana; en rigor, la misma persona, en diferentes etapas de su formación,
asignará diferentes sentidos a un mismo nombre. Esta dificultad puede corres
ponder a lo que Russell tenía en mente, cuando objeta a Frege (en el texto
sobre las nieves del Mont-Blanc): “En el caso de un nombre propio, como
‘Sócrates’ ... sólo veo la idea, que es psicológica, y el objeto.”
En El nombrar y la necesidad, Saúl Kripke pone de manifiesto otros pro
blemas de la propuesta que estamos considerando. Si el sentido de ‘Aristóte
les’ fuese, en los usos que S hace durante cierto período, el de ‘el maestro de
Alejandro Magno y discípulo de Platón’, entonces ‘Aristóteles fue discípulo de
Platón’ debería ser, para S al menos, una proposición cuya verdad S conoce
meramente en virtud de su conocimiento del lenguaje: una verdad analítica, en
uno de los sentidos tradicionales del término. Ahora bien, las verdades analí
ticas son el paradigma de verdades conocidas a priori; pero la proposición en
cuestión no parece, en absoluto, una que nadie conozca a priori. Las proposi
ciones analíticas son también el paradigma de las verdades necesarias; mas
tampoco parece la proposición indicada una necesariamente verdadera: Aris
tóteles podría no haber sido discípulo de Platón, ni maestro de Alejandro; y
éstas son posibilidades que S puede contemplar inteligiblemente, incluso si
toda la información que asocia con Aristóteles es la expresada por ‘el maestro
de Alejandro Magno y discípulo de Platón’.
La dificultad principal puesta de manifiesto por Kripke, sin embargo, está
en que esta primera propuesta no resuelve el problema inicial, que era, como
se recordará, la insuficiencia de las intuiciones puramente conceptuales para
determinar las referencias que intuitivamente tienen Las expresiones en cues
tión. Pues, si en lugar de pensar en ejemplos de personajes tan conocidos como
Aristóteles, tomamos otros igualmente posibles, se reproduce la dificultad
observada cuando tomábamos como sentido de los nombres propios el sugeri
do por la parábola fócida. La información que cualquiera que no sea un afi
cionado al ciclismo puede asociar con ‘Luis Ocaña’ en un contexto común es
quizás ciclista español, ganador de un Tour de Francia\ ciertamente, nada sufi
ciente para individualizar al referente del término. David Kaplan proporciona
un delicioso ejemplo que pone crudamente de relieve la dificultad: según infor
ma Kaplan, la entrada para ‘Ramsés VIIT en un cierto diccionario es “uno de
entre varios faraones sobre quienes nada se sabe”.
Estas dificultades muestran bien a las claras que los sentidos de los nom
bres propios no pueden ser los que Frege parece haber contemplado; es decir,
que no pueden estar constituidos por información generalmente asociada con
el término, del tipo de la información que Frege indica a propósito de ‘Aristó
teles’ — ni por disyunciones construidas a partir de esa información. (Informa
ción sobre “gestas conspicuas” del objeto significado.) Aquí, probablemente,
Frege se dejó extraviar por una característica enteramente peculiar a sus ejem
plo típicos, ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero verpestino’ (o los sinónimos ‘Fós
foro’ y ‘Héspero’); pues estos nombres propios poseen accidentalmente un ras
go que muy pocos otros nombres propios poseen, a saber, que existe informa
ción — del tipo “gestas conspicuas” del referente— que, de nfecho, la mayoría
de usuarios competentes de los términos asocia con ellos. Los ejemplos de
‘Luis Ocaña’ y ‘Ramsés VIH’ ilustran patentemente que éste no es, en abso
luto, un rasgo lingüísticamente necesario de los nombres propios.
Frege, quien tenía opiniones muy negativas sobre el valor del lenguaje
natural como herramienta para la expresión de pensamientos, argumentaría
posiblemente que estos problemas no se tendrían por qué presentar en un
supuesto “lenguaje ideal” , diseñado quizás para promover una comunicación
perspicua. En un lenguaje así, se introduciría siempre por estipulación un nom
bre propio asociado a información suficiente para identificar a su referente.
Conviene apreciar, sin embargo, que una razón que Frege proporciona para ju s
tificar esta displicencia respecto del lenguaje común no es muy coherente con
sus otras propuestas. El propósito de quien utiliza un término singular es intro
ducir en el discurso un cierto individuo: la referencia, como sabemos, del tér
mino. Dice Frege que no importa mucho que en el lenguaje común hablante y
oyente asignen diferentes sentidos al mismo término singular, en la medida en
que la referencia identificada a través de.ellos sea la misma; pues el propósito
comunicativo fundamental del hablante quedará en todo caso salvaguardado.
ACF pone de manifiesto, desde luego, que no habría verdadera comunicación
en un caso así; pues se sigue de ese argumento que no basta conocer la refe
rencia de un término singular para comprender cabalmente un enunciado en el
que el término aparece. Lo que es peor, el intemismo fregeano requiere, como
vimos en la sección anterior, que las referencias no sean un componente esen
cial del significado. Pero el objetivo fundamental del hablante quedaría sufi-
que han sido de hecho utilizadas (es por eso que son expresiones deícticas o
indéxicas).
Algo similar cabe decir respecto de los nombres propios. Una fábula me
permitirá sugerir una explicación plausible de su función en el lenguaje omi
tiendo una discusión teórica —que habría de ser más larga y compleja de lo
que es apropiado aquí. A y B son biólogos que tienen a su cargo el seguimiento
de una población de focas. Si, cuando desean comunicarse proposiciones acer
ca de focas determinadas, hubieran de invocar para identificarlas las caracte
rísticas que Ies vienen más fácilmente a las mientes, se verían sin duda en gra
ves apuros. Aseveraciones tales como ‘la foca grande con la piel moteada de
azabache y el hocico enorme está enferma’ difícilmente permitirían transmitir
una proposición acerca de una foca determinada, en contra de las intenciones
del hablante. Recurrir a deícticos, por otro lado, no es generalmente posible,
porque en las ocasiones en que A y B deben transmitirse información no siem
pre resulta suficientemente prominente la foca de la que quieren hablar. Una
solución es introducir características tan diáfanas cognoscitivamente para A y
B como la^ que inútilmente se invocan en la tentativa anterior (el color, el
tamaño, la enormidad del hocico, etc.), que, como ellas, sean poseídas de
manera suficientemente estable con independencia del contexto de uso, pero
que, a diferencia de ellas, sean realmente individuativas (al menos en la situa
ción en que A y B se comunican). Pueden, por ejemplo, poner una etiqueta con
un adjetivo cardinal a cada foca— un adjetivo diferente para cada una— ase
gurándose de que las etiquetas permanezcan adjuntas a la foca con ellas ini
cialmente etiquetada. *1.235 está enferma’ sirve ahora sin dificultad para trans
mitir un pensamiento definido. El término singular ‘1.235’ tiene como refe
rencia en el lenguaje que A y B utilizan una foca determinada; la intuición
puramente conceptual asociada con el término es algo así como foca etiqueta
da con un ejemplar de la expresión-tipo ‘1.235’. Si esta parábola recoge los
elementos centrales de la función de los nombres propios en el lenguaje natu
ral, cabe concluir (apoyándonos en la lógica de las parábolas) que el sentido
fregeano del sujeto de (1”) sería persona “etiquetada” con un ejemplar de la
expresión-tipo ‘Gustave Flaubert'.1
Supuesto que una explicación que siga las líneas sugeridas en la parábola
7. “Etiquetar” a una persona es algo mucho más complicado que etiquetar a una foca; queremos aludir con
ese término a prácticas tan complejas y tan diversas com o eí bautismo, la inscripción de un nombre en registros ecle-
siales o jurídicos, la introducción y el uso de motes, apelativos familiares, etc. En el caso de las calles, cines o luga
res geográficos, las prácticas a que aludimos con ‘etiquetar’ son más afines a las ilustradas con la parábola, pero inclu
yen también la existencia de mapas, guías, etc., en las que reaparecen las “etiquetas". La virtud principal de la pará
bola es precisamente la de ahorramos ía difícil tarea de proporcionar una descripción precisa de los aspectos rele
vantes de estas prácticas. Lo común a todas ellas (lo esencial de la institución de los nombres propios, si la concep
ción aquí sugerida es correcta) es esto: el objetivo de etiquetar es hacer que los objetos a que queremos referimos
adquieran y mantengan, gracias ai etiquetaje, una propiedad distintiva, intersubjetivamente accesible y cognoscitiva
mente diáfana. La propiedad en cuestión es lingüística; la posibilidad de darle este uso peculiar a los signos requiere,
por consiguiente. ía existencia independiente de la institución del lenguaje. Si la referencia a particulares es esencial
a la institución del lenguaje (com o yo creo que es), entonces los nombres propios no pueden ser el único m ecanismo
para ello, ni tampoco el más básico. (Los deícticos y las descripciones definidas son las expresiones apropiadas para
cumplir ese papel, a mi juicio.)
sea correcta, resulta patente que la intuición puramente conceptual convencio
nalmente asociada a un nombre propio, que sirve de modo de presentación de
la referencia, es tan poco capaz de determinarla como lo es la de una expresión
deíctica. Así lo muestra esta ampliación de nuestra parábola: sucede que dos
comunidades distintas de biólogos han dado con la misma idea para comuni
carse información, instrucciones, etc., acerca de las diferentes poblaciones de
focas de que, respectivamente, se cuidan. Ignorantes de la existencia de la otra
comunidad, cada una ha iniciado su serie de etiquetas a partir del primer nume
ral.8 Cuando se profiere ‘1.235 está enferma’ en una y otra comunidad, la refe
rencia de ‘1.235’ es distinta, pese a ser el mismo el modo de presentación aso
ciado. Es obvio, por otro lado, que este aspecto ulterior de.nuestra parábola se
da también, análogamente, en el caso de los nombres propios cotidianos. Per
sonas “etiquetadas” con un ejemplar de ‘Gustave Flaubert’ hay, o puede haber,
más de una; por no hablar de ‘John Smith’ o ‘Manuel Pérez García’. Al igual
que ocurre con las expresiones deícticas, pues, los modos de presentación que
cabe atribuir a los nombres propios, por sí solos, no determinan la referencia;
contribuyen, ciertamente, a remitir el discurso a ella, pero sólo en conjunción
con elementos contextúales.
A lo largo de esta discusión he adoptado dos supuestos: (i) que los modos
de presentación de los términos singulares habrían de estar asociados conven
cionalmente con los mismos; y (ii) que deben determinar un referente defini
do para las expresiones-tipo con las que están convencionalmente asociados.
Éste es el modo más natural de interpretar el segundo de los requisitos fre
geanos sobre los sentidos, eí de intersubjetividad. Ahora bien, no es eí único;
y la evidencia textual (constituida por una nota a pie de página en “Sobre sen
tido y referencia”, donde Frege considera el caso de los nombres propios, y por
el artículo tardío “El pensamiento”, donde discute los problemas presentados
por las expresiones deícticas) sugiere que Frege podría acogerse a una de dos
soluciones al problema que hemos presentado. Una (la sugerida por la nota en
“Sobre sentido y referencia”) es abandonar el supuesto de que los sentidos
están, en el lenguaje común, convencionalmente asociados con las expresiones.
Como veremos enseguida, esta idea no es por sí sola muy prometedora. La
segunda idea es abandonar el supuesto de que son las expresiones-tipo las que
tienen referencia. Esta segunda idea, como defenderé en la sección § 4, resuel
ve la dificultad; pero parece conllevar que los sentidos no pueden ser, como
Frege quiere, internos.
En lo que resta de sección examinaré la primera posibilidad, el recurso
más usual de los partidarios de las ideas de Frege. En la nota mencionada, Fre
ge indica que el sentido de ‘Aristóteles’ podría ser el de la descripción ‘el
maestro de Alejandro Magno y discípulo de Platón’. La idea aquí implícita es
8. En el caso de los nombres propios más usuales, lo que ocurre más bien es que está ausente la necesidad
de evitar ambigüedades (dado que nunca dos miembros de diferentes "comunidades'’ de usuarios de un nombre pro
pio precisan hablar de los respectivos referentes), o, simplemente, que se confía a la manifestación contextual de las
intenciones del hablante la eliminación de la ambigüedad cuando esa necesidad surge.
piedades y los géneros a que pertenecen tienen un sentido también caracteri
zable en términos internos. Estas tres proposiciones, por lo que yo soy capaz
de ver, son inconsistentes.
Precisamente por esa razón, presenté las ideas representacionalistas de
Locke antes de exponer las de Frege, con la intención de conjugar mediante
i as aportaciones de ambos una versión plausible y suficientemente inteligible
de la concepción del lenguaje y de la mente a primera vista más atractiva, el
representacionalismo. Esta es mi justificación para forzar del modo en que lo
estoy haciendo las propuestas fregeanas. Por otra parte, internistas contempo
ráneos, como J. Searle, B. Loar o C. McGinn, no pararían mientes en consi
derar a las características de las vivencias como elementos privilegiados de
sentidos fregeanos. A mi juicio, las declaraciones de Frege en contra de una
interpretación como la que estoy proponiendo sólo se explican por la ausencia
en su obra de una reflexión profunda sobre los sentidos de expresiones no
directamente relevantes para su interés principal, el desarrollo del programa
logicista. Es cierto que ia intersubjetividad de los sentidos es necesaria para la
la teoría fregeana del discurso indirecto; por ello, puede parecer poco consis
tente identificarlos, en algunos casos, con componentes de vivencias. Pero este
problema sólo pone de manifiesto una tensión fundamental en el representa
cionalismo, a la que ya aludimos en el capítulo sobre Locke (IV, § 2).
Una diferencia entre Frege y Locke relacionada con la anterior está en ios
argumentos a que uno y otro dan más relevancia. El de Frege, como hemos vis
to, se apoya en la posibilidad de que enunciados que sólo difieren en expre
siones con la misma referencia tengan diferentes valores cognoscitivos para un
hablante competente en su uso. El argumento principal de Locke, por otro lado,
es el desarrollado a partir de la posibilidad de contemplar coherentemente
situaciones escépticas radicales: si las palabras deben significar primariamente
ideas es porque no tengo la misma garantía de la existencia de significaciones
secundarias que garantía tengo de que mis palabras tienen significado; pues ‘la
esfera ante mí es roja' tendría una interpretación precisa —-y no distinguible
de la que tiene primariamente si mi representación es verídica— incluso si no
hubiese esfera real alguna.
Sin embargo, hemos comprobado que Frege pretende extraer de su argu
mento privilegiado, ACF, una conclusión que no se sigue del mismo: a saber,
que las referencias no son “parte componente” de los pensamientos. Es intere
sante constatar finalmente que la conclusión sí parece seguirse de un argu
mento distinto de ACF, que hasta aquí hemos reservado pero quizás el lector
tuviera presente. Este argumento es análogo al de Locke; Frege lo utiliza como
un argumento secundario en favor de la distinción entre sentido y referencia.
Este argumento secundario de Frege se apoya en la existencia de enunciados
con sentido que incluyen términos carentes de referencia. Una historia ya
expuesta antes (V, § 2) sirve de trasfondo a (5), que ilustra el caso. Con el fin
de explicar determinadas alteraciones en la órbita de Mercurio — alteraciones
con respecto a la trayectoria predicha por la teoría de Newton— , Le Venier
postuló la existencia de un planeta hasta entonces desconocido, al que llamó
‘Vulcano’, que, situado entre Mercurio y el Sol, causaba tales alteraciones; Siii
embargo, las anomalías que llevaron a conjeturar la existencia de :V ulc¿:Q;;nQ
las causaba ningún planeta, sino la incorrección de la teoría newtonianar
(5) Vulcano tiene la más corta órbita entre los planetas del Sistema Solar;
(5) contiene una expresión sin referencia: no existe objeto alguno, asocia-;
do con ‘VulcanoY por relación al cual podamos evaluar la verdad o falsedad
de (5). Por esa razón, según Frege, (5) carece de valor veritativo: no es verda
dero ni falso. Sin embargo, (5) no es en absoluto asimilable a esos enunciados
—del tipo de los que componen el poema-galimatías ‘Jabberwocky’ en Alicia
a través del espejo— que contienen expresiones sin ningún sentido. (5), en opi
nión de Frege, tiene perfecto sentido. El monismo semántico produciría aquí
una paradoja. El pluralismo de Frege le permite disolverla: aunque ‘Vulcano’
no tiene dé hecho referencia, sí tiene sentido. No hay nada extraño, según él,
en que un conjunto de características individuativas en realidad no identifique
nada. Puede apreciarse la similitud de este argumento secundario con respecto
a las consideraciones de Locke basadas en las alucinaciones.
Lo interesante de este argumento es que nos permite elaborar razones de
las que sí parece seguirse que la identificación de los sentidos no debe depen
der de las referencias objetivas; es decir, que las referencias no son “parte com
ponente” de los pensamientos. Un usuario competente del lenguaje no es capaz
de distinguir la proposición que entiende cuando oye (5) de la que entiende
cuando oye (1) o (2). Parece, por consiguiente, que “lo” que capta debe tener
la misma “naturaleza”. De acuerdo con una teoría que postulase intuiciones
mixtas, russellianas, sin embargo, las proposiciones expresadas por (1) y (2) no
pueden ser más diferentes a la expresada por (5): las primeras incluyen intui
ciones mixtas, y, por consiguiente, la referencia; en el caso de la segunda, no
hay referencia alguna que pueda jugar ese papel. (Una teoría russelliana sería
análoga a la propuesta extemista que bosquejamos en III, § 3, para estados per
ceptuales.) La razón última por la que las referencias no pueden ser “parte” de
los pensamientos (es decir, según la interpretación que ofrecimos, lá razón por
la que las referencias deben desempeñar un papel meramente accidental en la
individuación de los sentidos) está en estas consideraciones a partir de [<xfa li
bilidad de las relaciones intencionales. Pues lo que un hablante competente
comprende cuando oye o profiere un enunciado es, en sus aspectos esenciales,
el significado del enunciado. Las referencias, pues, no pueden nunca ser un
componente esencial del significado. Pues, precisamente porque las referencias
son esencialmente objetivas, el caso de Vulcano podría darse a propósito de
cualesquiera referencias.
A mi juicio, hay que buscar en estas consideraciones el verdadero argu
mento de Frege para su afirmación de que el Mont-Blanc, con todas sus nie
ves, no es parte componente de ningún pensamiento. En virtud de ellas, su teo
ría del significado es internista exactamente en el sentido en que lo era la de
Locke (definido en ííí, § 3, y IV, § 2). Los aspectos objetivos, externos (la refe-
renda) son un aspecto semántico importante, pero accidental en el sentido pre
ciso que se ha venido exponiendo, tanto en aquella sección como en esta. Los
aspectos semánticos esenciales, aquellos que caracterizan plenamente la com
prensión que un hablante competente posee, son internos. Una teoría russellia-
na sería, por contra, una teoría extemista, pues asigna un papel esencial a ele
mentos objetivos. El talón de Aquiles de una teoría extemista así está en el
argumento que acabamos de bosquejar con (5) como ilustración. (Y la línea de
réplica en defensa del extemismo es la bosquejada al final de IQ, § 3, junto a
las consideraciones que siguen.)
(O Él nació en Rouen.
7. “Etiquetar" a una persona es algo mucho más complicado que etiquetar a una foca; queremos «iludir con
ese término a prácticas tan complejas y tan diversas com o el bautismo, la inscripción de un nombre en registros ecle-
siales o jurídicos, la introducción y el uso de motes, apelativos familiares, etc. En el caso de las calles, cines o luga
res geográficos, las prácticas a que aludimos con ‘etiquetar’ son más afines a las ilustradas con la parábola, pero inclu
yen también la existencia de mapas, guías, etc., en las que reaparecen las “etiquetas”. La virtud principal de la pará
bola es precisamente la de ahorramos la difícil tarea de proporcionar una descripción precisa de los aspectos rele
vantes de estas prácticas. Lo común a todas ellas (lo esencial de la institución de los nombres propios, si la concep
ción aquí sugerida es correcta) es esto: el objetivo de etiquetar es hacer que los objetos a que queremos referimos
adquieran y mantengan, gracias al etiquetaje, una propiedad distintiva, intersubjetivamente accesible y cognoscitiva
mente diáfana. La propiedad en cuestión es lingüística; la posibilidad de darle este uso peculiar a los signos requiere,
por consiguiente, la existencia independiente de la institución del lenguaje. Si la referencia a particulares es esencial
a la institución del lenguaje (com o yo creo que es), entonces los nombres propios no pueden ser el único m ecanismo
para ello, ni tampoco el más básico. (Los deícticos y las descripciones definidas son las expresiones apropiadas para
cumplir ese papel, a mi juicio.)
sea correcta, resulta patente que la intuición puramente conceptual convencio
nalmente asociada a un nombre propio, que sirve de modo de presentación de:
la referencia, es tan poco capaz de determinarla como lo es la de una expresión
deíctica. Así lo muestra esta ampliación de nuestra parábola: sucede que dos
comunidades distintas de biólogos han dado con la misma idea para comuni
carse información, instrucciones, etc., acerca de las diferentes poblaciones de
focas de que, respectivamente, se cuidan. Ignorantes de la existencia de la otra
comunidad, cada una ha iniciado su serie de etiquetas a partir del primer nume
ral.8 Cuando se profiere ‘1.235 está enferma* en una y otra comunidad, la refe
rencia de ‘1.235’ es distinta, pese a ser el mismo el modo de presentación aso
ciado. Es obvio, por otro .lado, que este aspecto ulterior de nuestra parábola se
da también, análogamente, en el caso de los nombres propios cotidianos. Per
sonas “etiquetadas” con un ejemplar de ‘Gustave Flaubert’ hay, o puede haber,
más de una; por no hablar de ‘John Smith’ o ‘Manuel Pérez García’. Al igual
que ocurre con las expresiones deícticas, pues, los modos de presentación que
cabe atribuir a los nombres propios, por sí solos, no determinan la referencia;
contribuyen, ciertamente, a remitir el discurso a ella, pero sólo en conjunción
con elementos contextúales.
A lo largo de esta discusión he adoptado dos supuestos: (i) que los modos
de presentación de los términos singulares habrían de estar asociados conven
cionalmente con los mismos; y (ii) que deben determinar un referente defini
do para las expresiones-tipo con las que están convencionalmente asociados.
Éste es el modo más natural de interpretar el segundo de ios requisitos fre
geanos sobre los sentidos, el de intersubjetividad. Ahora bien, no es el único;
y la evidencia textual (constituida por una nota a pie de página en “Sobre sen
tido y referencia”, donde Frege considera el caso.de los nombres propios, y por
el artículo tardío “El pensamiento”, donde discute los problemas presentados
por las expresiones deícticas) sugiere que Frege podría acogerse a una de dos
soluciones al problema que hemos presentado. Una (la sugerida por la nota en
“Sobre sentido y referencia”) es abandonar el supuesto de que los sentidos
están, en el lenguaje común, convencionalmente asociados con las expresiones.
Como veremos enseguida, esta idea no es por sí sola muy prometedora. La
segunda idea es abandonar el supuesto de que son las expresiones-tipo las que
tienen referencia. Esta segunda, idea, como defenderé en la sección § 4, resuel
ve la dificultad; pero parece conllevar que los sentidos no pueden ser, como
Frege quiere, internos.
En lo que resta de sección examinaré la primera posibilidad, el recurso
más usual de los partidarios de las ideas de Frege. En la nota mencionada, Fre
ge indica que el sentido de ‘Aristóteles* podría ser el de la descripción ‘el
maestro de Alejandro Magno y discípulo de Platón’. La idea aquí implícita es
8. En el caso de los nombres propios más usuales, lo que ocurre más bien es que está ausente la necesidad
de evitar ambigüedades (dado que nunca dos miembros de diferentes “comunidades" de usuarios de un nombre pro
pio precisan hablar de los respectivos referentes), o, simplemente, que se confía a la manifestación contextuai de las
intenciones del hablante la eliminación de la ambigüedad cuando esa necesidad surge.
que el sentido de un nombre propio está constituido por la información acerca
del referente que asociamos con un uso del nombre. Esta idea, sin embargo,
presenta diferentes problemas. Un problema inmediato es que, en contra de lo
que parece ser el caso, bastaría con que una mínima parte de las opiniones
sobre un individuo que asociamos a un nombre suyo sea incorrecta para que el
nombre careciera de referencia. Si el autor de la Metafísica, discípulo de Pla
tón, etc., no fue en.realidad maestro de Alejandro Magno, ‘Aristóteles’ care
cería de referencia cuantas veces se usase con el sentido sugerido por Frege.
Seguidores posteriores de Frege (como J. Searle) han defendido que el sentido
de un nombre .propio estaría más bien constituido por una descripción que
exprese varias disyuntivas, cada una de las cuales recogería diferentes aspec
tos de la información poseída sobre el referente: lel maestro de Alejandro, o
discípulo de Platón, o autor de la Metafísica, o . . / . El objetivo de esta com
plicación es dejar abierta la posibilidad de que parte de la información sea
incorrecta; sin que ello conlleve que el nombre carezca de referencia. Los pro
blemas que a continuación se indican: afectan igualmente a esta elaboración
más compleja de la sugerencia de Frege. .
El primer problema es que, si el sentido está constituido por la informa
ción acerca de un individuo que asociamos :con un. nombre suyo, diferentes
hablantes adscribirán diferentes sentidos al mismo nombre. .Esto ocurre ya en
el caso de nombres de personajes famosos, como. ‘Aristóteles’, y mucho más
aún en el caso de la mayoría de los nombres propios que utilizamos en la vida
cotidiana; en rigor, la misma persona, en diferentes etapas: de su formación,
asignará diferentes sentidos a un mismo nombre. Esta dificultad puede corres
ponder a lo que Russell tenía en mente, cuando objeta a Frege (en el texto
sobre las nieves del Mont-Blanc): “En el caso der un nombre propio, como
‘Sócrates’ ... sólo veo la idea, que es psicológicas y el objeto.” . ■
En El nombrar y la necesidad, Saúl Kripke pone de manifiesto otros pro
blemas de la propuesta que estamos considerando. Si el sentido de ‘Aristóte
les’ fuese, en los usos que S hace durante cierto, período, el de ‘el maestro de
Alejandro Magno y discípulo de Platón’, entonces ‘Aristóteles fue discípulo de
Platón’ debería ser, para S al menos, una proposición cuya verdad S conoce
meramente en virtud de su conocimiento del lenguaje: una verdad analítica, tn
uno de los sentidos tradicionales del término. Ahora, bien, las verdades analí
ticas son el paradigma de verdades conocidas a priori; pero la proposición en
cuestión no parece, en absoluto, una que nadie conozca a priori. Las proposi
ciones analíticas son también el paradigma de las verdades necesarias; mas
tampoco parece la proposición indicada una necesariamente verdadera: Aris
tóteles podría no haber sido discípulo de Platón, ni maestro de Alejandro; y
éstas son posibilidades que S puede contemplar inteligiblemente, incluso si
toda la información que asocia con Aristóteles es la expresada por ‘el maestro
de Alejandro Magno y discípulo de Platón’.
La dificultad principal puesta de manifiesto por Kripke, sin embargo, está
en que esta primera propuesta no resuelve el problema inicial, que era, como
se recordará, la insuficiencia de las intuiciones puramente conceptuales para
determinar las referencias que intuitivamente tienen las expresiones en cues
tión. Pues, si en lugar de pensar en ejemplos de personajes tan conocidos como
Aristóteles, tomamos otros igualmente posibles, se reproduce la dificultad
observada cuando tomábamos como sentido de los nombres propios el sugeri
do por la parábola fócida. La información que cualquiera que no sea un afi
cionado al ciclismo puede asociar con ‘Luis Ocaña’ en un contexto común es
quizás ciclista español, ganador de un Tourde Francia; ciertamente, nada sufi
ciente para individualizar al referente del término. David Kaplan proporciona
un delicioso ejemplo que pone crudamente de relieve la dificultad: según infor
ma Kaplan, la entrada para ‘Ramsés VIH’ en un cierto diccionario es “uno de
entre varios faraones sobre quienes nada se sabe”.
Estas dificultades muestran bien a las claras que los sentidos de los nom
bres propios no pueden ser los que Frege parece haber contemplado; es decir,
que no pueden estar constituidos por información generalmente asociada con
el término, del tipo de la información que Frege indica a propósito de ‘Aristó
teles’ —ni por disyunciones construidas a partir de esa información. (Informa
ción sobre “gestas conspicuas” del objeto significado.) Aquí, probablemente,
Frege se dejó extraviar por una característica enteramente peculiar a sus ejem
plo típicos, ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero verpestino’ (o los sinónimos ‘Fós
foro’ y ‘Héspero’); pues estos nombres propios poseen accidentalmente un ras
go que muy pocos otros nombres propios poseen, a saber, que existe informa
ción — del tipo “gestas conspicuas” del referente— que, de hecho, la mayoría
de usuarios competentes de los términos asocia con ellos. Los ejemplos de
‘Luis Ocaña’ y ‘Ramsés VHT ilustran patentemente que éste no es, en abso
luto, un rasgo lingüísticamente necesario de los nombres propios.
Frege, quien tenía opiniones muy negativas sobre el valor del lenguaje
natural como herramienta para la expresión de pensamientos, argumentaría
posiblemente que estos problemas no se tendrían por qué presentar en un
supuesto “lenguaje ideal”, diseñado quizás para promover una comunicación
perspicua. En un lenguaje así, se introduciría siempre por estipulación un nom
bre propio asociado a información suficiente para identificar a su referente.
Conviene apreciar, sin embargo, que una razón que Frege proporciona para jus
tificar esta displicencia respecto del lenguaje común no es muy coherente con
sus otras propuestas. El propósito de quien utiliza un término singular es intro
ducir en el discurso un cierto individuo: la referencia, como sabemos, del tér
mino. Dice Frege que no importa mucho que en el lenguaje común hablante y
oyente asignen diferentes sentidos al mismo término singular, en la medida en
que la referencia identificada a través de ellos sea la misma; pues el propósito
comunicativo fundamental del hablante quedará en todo caso salvaguardado.
ACF pone de manifiesto, desde luego, que no habría verdadera comunicación
en un caso así; pues se sigue de ese argumento que no basta conocer la refe
rencia de un término singular para comprender cabalmente un enunciado en el;
que el término aparece. Lo que es peor, el intemismo fregeano requiere, cómo
vimos en la sección anterior, que las referencias no sean un componen te ésén-!
cial del significado. Pero el objetivo fundamental del hablante quedaría sufi--
cientemente preservado, sostiene Frege, si su audiencia se ve al menos dirigi
da a captar la referencia que quiere dar a sus palabras.
Esta consideración, sin embargo, es incompatible con uno de los aspectos
más atractivos de las ideas de Frege, su teoría del discurso indirecto (VI, § 3).
Según Frege, hay ocasiones en que la referencia misma de un término es su
sentido usual: aquellas en que un término singular aparece en un contexto indi
recto. Ahora bien, si A no puede estar seguro de asignar el mismo sentido a x
que B, ¿cómo puede entonces proferir significativamente ‘B cree que ... t _ ’?
En los casos en que una persona utiliza un término singular dentro de un con
texto indirecto,, en un enunciado sobre las actitudes o el discurso de otra per-
sona, el sentido que el primero asigna al término debería coincidir con el que
le asigna el segundo. No parece que tal cosa sea posible, de modo general, si
el sentido de un nombre propio es el que Frege sugiere.
(6) Un ciudadano español cuyo D.N.I. tiene un número primo de siete dígi
tos es portador del virus Ebola. '
9. Dada su tesis según la cual la distinción entre sentido y referencia se aplica a las descripciones pero no a
los nombres propios, Russell sostendría 1o mismo para (1), y para cualquier enunciado que incluya una descripción;
también ( l) expresa una proposición con contenido general. Esta cuestión se discutirá por extenso en el próximo capí
tulo. Com o allí se verá, nada de lo dicho en el texto se opone, estrictamente, a la opinión de Russell sobre la gene
ralidad del contenido de ( l) . Todo lo que sostenem os es que, proferidos en los contextos extralingüísticos que se han
descrito, (I) expresa un pensamiento singular mientras que (7) expresa un pensamiento general. Pero éste puede ser
un fenómeno pragm ático, compatible con la tesis de que semánticam ente, (1), al igual que (7), expresa un pensamiento
general. (En rigor, también ( 6) puede usarse, en un contexto distinto de aquel en el que se ha propuesto, para expre
sar un pensamiento singular. Un contexto así sería uno en que el fundamento epistémico del hablante que profiere ( 6)
sólo puede ser su conocim iento de una persona concreta con el virus Ebota.)
¿Qué argumento podría ofrecer Russell para defender la existencia de pro
posiciones singulares russellianas? A lo largo de la discusión en la sección pre
cedente hemos observado que, bajo el supuesto de que son las expresiones-tipo
las que tienen referencia, parece imposible encontrar características indivi-
duativas asociadas con los términos singulares de (T) y (1") que basten para
hacer de los pensamientos expresados por esos enunciados proposiciones sin
gulares fregeanas. Esta dificultad es la justificación que el texto de Russell nos
ofrece para la existencia de proposiciones russellianas. Las referencias, como
sabemos, son objetivas. Ésta era, de hecho, la primera proposición de ACR La
cuestión a la que las dificultades que hemos puesto de manifiesto apuntan es
ésta: ¿cómo, de modo general, podrían bastar las intuiciones puramente con
ceptuales fregeanas para determinar unívocamente referencias objetivas para
nuestros términos? Dado un conjunto cualquiera de características que po
drían configurar una intuición puramente conceptual, ¿qué garantía podemos
tener de que exclusivamente un objeto las reúne?
Existe un principio muy debatido en metafísica que es pertinente mencio
nar aquí, el Principio de Identidad de los Indiscernibles. El principio se pue
de formular así: si a y b comparten todas las propiedades, entonces a = b. (Se
trata del principio converso al Principio de Sustituibilidad, o Principio de
Indiscernibilidad de los Idénticos, con el que de ningún modo se debe con
fundir: si a - b, entonces a y b comparten todas las propiedades.1Este último
principio, lejos de. ser. polémico, es la ley lógica fundamental que rige el uso
de la relación de identidad.) Así enunciado, el principio admite diferentes inter
pretaciones. Una cuestión central es qué se entienda por ‘propiedad’. Una pro
piedad podría ser, simplemente, una entidad de carácter predicativo, en el sen
tido expuesto al enunciar en la sección anterior la primera de las tres
características de los sentidos fregeanos. En ese caso, el principio es trivial
mente verdadero. Porque los predicados ‘ocupar la región espaciotemporal. defi
nida por las coordenadas C ’ o, simplemente, ‘ser idéntico a César’, significan
propiedades en ese sentido; y no cabe duda de. que si ¿z y b coinciden incluso
en ese tipo de propiedades, a = b. Típicamente, sin embargo, quien defiende el
principio de identidad de los indiscernibles lo hace con el propósito de defen
der una tesis reductiva interesante; por ejemplo, la de que los objetos “no son
más que” conjuntos de propiedades.10 Para este propósito, propiedades como
las indicadas anteriormente no son aceptables; pues ellas mismas ya involucran
objetos (las regiones espaciotemporales presentan, presumiblemente, los mis
mos problemas metafísicos que harían deseable una reducción de los objetos
como César a propiedades). El partidario del principio de identidad de los indis
cernibles que lo concibe como una tesis reductivista, por consiguiente, se ve
impelido a formularlo mediante una noción más estricta de ‘propiedad’. Diga
mos que una propiedad intrínseca es una propiedad (en el sentido genérico
antes expuesto) que podría ser reproducida, copiada o duplicada perfectamente
11. Ésta es una versión paralela — para términos singulares— del argumento de Putnam para términos de
género natural presentado en IV, § 3. Es también una versión, puesta en los términos de Putnam. del argumento cen
tral de El nom brar y la necesidad, de Kripke.
Venus lo hace en tomo al Sol, presentando una apariencia similar desde la
Bitierra, y las configuraciones estelares visibles en el firmamento nocturno
de la Bitierra, pese a estar conformadas por estrellas distintas a las visibles
desde la Tierra, pueden también presentar una apariencia similar. Si la refe
rencia de nuestros usos de ‘el lucero del alba’ hubiera de estar determinada
exclusivamente por modos de presentación fregeanos, el que nuestros usos
de ese término tuvieran efectivamente una referencia definida estaría
expuesto al avatar de que esta historia fuese verdadera. Pero, de nuevo, eso
es absurdo; aunque existiera la Bitierra, nuestros usos de ‘el lucero del alba’
remitirían a Venus — y los suyos a otro planeta. El que las posibilidades que
hemos descrito sean más o menos fabulosas no viene al caso; lo relevante
es que son posibles, aunque el que se diesen realmente no afectaría en lo
más mínimo a la referencia de los términos singulares implicados en nues
tros usos de los mismos.
Ésta es, en resumen, la crítica contenida en el texto de Russell, que
hemos venido elaborando largamente desde la sección precedente. El pensa
miento expresado por (7) representa el paradigma fregeano de proposición
singular. Empero, cuando tratamos de buscar aspectos individualizadores
puramente conceptuales asociados a los sujetos de (T) y (1") (y también al
de (1), si nos paramos un poco a pensarlo), que ofrezcan garantías de iden
tificar una referencia, determinada, no somos capaces de encontrarlos. Los
que encontramos, en-ia medida en que poseen las características de los sen
tidos fregeanos, no ofrecen garantías de individualizar una única referencia.
Sin embargo (y ésta es la diferencia crucial de (!'), (1M ), y también de (1),
tal como se usa en el contexto que venimos suponiendo, con respecto a (7)),
los términos singulares usados en esos enunciados tienen una referencia
determinada, y e l que la tengan no está expuesto a los avatares (al avatar de
que los aspectos individualizadores fregeanos que seamos capaces de discer
nir identifiquen de hecho un único objeto). Ninguna de las siguientes posi
bilidades — certidumbres más que “posibilidades” en algunos casos— entra
ña que los sujetos de (1), (1') y (1") carezcan de una referencia determinada,
o que la aseveración efectuada al proferir esos enunciados sea errónea: que
haya más de un individuo “etiquetado” con la expresión ‘Flaubert’, o más de
uno con los aspectos puramente generales asociados contextualmente con el
uso de ese término en el contexto supuesto a (1'’); que haya más de un indi
viduo (hay millones, a buen seguro) que son el objeto animado de género
masculino prominente en un contexto u otro, o más de uno con los aspectos
puramente generales contextualmente asociados con el uso de ‘él’ en el con
texto supuesto a (1‘); que haya más de un autor de una obra configurada por
las mismas palabras-tipo que Madame Bovary, o con cualesquiera aspectos
puramente generales contextualmente asociados con el uso de ‘el autor de
Madame Bovary1 en el contexto supuesto de (1). Si (7) constituye el para
digma fregeano de proposición singular, entonces hay proposiciones singula
res que escapan a este paradigma: proposiciones singulares russellianas,
como las expresadas por (1), (!') y (1").
4. Una propuesta neo-fregeana sobre los sentidos
de nombres propios e indéxicos
12. Existe una gran controversia sobre la interpretación conrecta de las propuestas de Frége sobre JoV-défctf-
cos. Véase Perry, “Frege on Demonstratives”, Evans, “Understanding Demonstratives”, y KünneV^'Hybrid Proper
Ñames”. La que sigue es mi propia versión de lo que parecen ser las ideas de Frege; y la propuesta que se desarrolla
después sobre los nombres propios es enteramente mía; nada en los textos de Frege la sugiere. ' •
deícticos (o nombres propios, como se verá enseguida). Pues la referencia del
enunciado depende de la de sus partes; pero sólo los ejemplares de las expre
siones deícticas (o, como se verá, de los nombres propios) tienen una referen
cia determinada. Por consiguiente, sólo las proferencias concretas de enuncia
dos-tipo tienen referencia, cuando éstos contienen defcticos. Dado que el tiem
po del verbo es, generalmente, un elemento deíctico, esta conclusión afecta a
la inmensa mayoría de los enunciados del lenguaje natural. Sólo de las “ora
ciones, eternas” como ‘2 + 2 = 4 ’ cabe decir que tienen referencia.13
, Esta propuesta puede extenderse a los nombres propios, con la ayuda de
las ideas sobre el sentido de estas expresiones bosquejadas en § 2 mediante la
parábola fócida. También en el caso de los nombres propios son los ejempla
res que aparecen en proferencias concretas los que tienen referencia; y también
en este caso determinan los sentidos el referente esencialmente por relación al
espécimen mismo. La peculiaridad del sentido de los nombres propios es,
como vimos, que constan de elementos metalingüísticos. Por ejemplo, el sen
tido de ‘1.235’ sería propiamente expresable de este modo: dada una profe
rencia K en que aparece un ejemplar de ‘1.235’, el referente de ese ejemplar
es el objeto cuyo “etiquetado” mediante algún ejemplar de esa expresión-tipo
es relevante en el contexto en que se ha emitido K. El lector puede comprobar
por sí mismo cómo esta propuesta sí permite suponer un referente bien deter
minado para ‘Ramsés VIII’, pese a que no poseamos otra información sobre el
referente que la de que se trata de un individuo “etiquetado” mediante ejem
plares de la expresión ‘Ramsés VIH’. (O, para ser más precisos, mediante
ejemplares de una expresión fonéticamente emparentada a la así representada
gráficamente en nuestro alfabeto.) En cada proferencia concreta de un nombre
propio, por supuesto, hablantes y oyentes pueden asociar ulterior información
identificatoria con un nombre propio. Cuando dos aficionados al cine hablan
utilizando el término ‘Pasolini’, asocian a buen seguro una gran cantidad de
información compartida con el nombre. Sin embargo, esta asociación no se
produce como parte de su conocimiento del lenguaje. Nuestra propuesta busca
identificar los modos de presentación del referente que conocemos exclusiva
mente como parte de nuestro conocimiento lingüístico.
El hecho de que, según esta propuesta, tanto los indéxicos como los nom
bres propios son espécimen-reflexivos no implica que los nombres propios
sean, estrictamente, expresiones deícticas. Existe una diferencia importante,
que la fábula fócida buscó respetar: mientras que la referencia de una expre
sión deíctica puede variar con cada contexto particular en que se usa, la refe
rencia de un nombre propio es mucho más estable. Fijada una comunidad de
13. Ni siquiera ‘la nieve es blanca’ es una oración eterna, según mis puntos de vista, aunque el verbo carez
ca aquí de un indéxico temporal implícito. Los términos de género natura] del lenguaje común, com o ‘nieve’, tienen
también un componente indéxico, análogo al de los nombres propios. Un término como ‘tigre’ podría ser utilizado en
otro planeta, asociado con los mismos rasgos observacionales vinculados a la expresión en castellano, para designar
una especie distinta de la designada por los ejemplares de lá expresión que usamos los hablantes del español. Lo que
determina una única especie como referente para nuestro término es el hecho de que asociamos esos rasgos observa
cionales a los ejemplares de la expresión-tipo que nosotros mismos usamos. ■
uso, y establecido el pertinente proceso de “etiquetado”, la referencia^ dé los
ejemplares del nombre permanece generalmente estable en todas las prófeíén-
cias que se hacen en esa comunidad. La referencia de los deícticos depende del
contexto en el sentido usual de ‘contexto’, uno según el cual los contextos son
situaciones pasajeras y de muy breve duración. La referencia de los nombres
propios depende del “contexto” en un sentido distinto, uno según el cual los
contextos son situaciones más estables. Esta diferencia queda recogida en los
diferentes sentidos que hemos asignado a unos y otros. Los sentidos de los
indéxicos determinan el referente de sus ejemplares relativamente a caracterís
ticas que varían de proferencia a proferencia: el lugar y el tiempo en que se
efectúa la proferencia, la persona que la emite, su audiencia, etc. Los sentidos
metalingüísticos de los nombres propios determinan el referente de sus espe
címenes relativamente a características más estables.
Los sentidos que esta propuesta asigna a las expresiones espécimen-refle
xivas — como los nombres propios e indéxicos— poseen las tres característi
cas requeridas por ACF (son predicativos, intersubjetivos y cognoscitivamente
diáfanos), y son suficientes para determinar el referente de aquello que, tam
bién según la propuesta, tiene realmente referencia (las expresiones-ejemplar).
La objeción principal de Kripke a la idea de determinar el sentido de Los nom
bres propios y deícticos mediante información del tipo “gestas conspicuas” del
referente, no asociada convencionalmente con las expresiones, era que, en
muchos casos (el de ‘Ramsés VIII’ es uno exacerbado), los usuarios de los
nombres propios no conocen información de este tipo, bastante para determi
nar el referente. ¿Qué razón hay para pensar que los usuarios dé nombres pro
pios e indéxicos conocen los sentidos que les hemos atribuido nosotros? El lec
tor debe tener presente que es esencial a las ideas fregeanas que los sentidos
de los términos sean conocidos por los usuarios de los mismos; deben ser, de
hecho, mejor conocidos (conocidos más inmediatamente) que las referencias.
De otro modo, no podrían desempeñar el papel que les atribuimos en la disolu
ción de la paradoja constituida por ACF. Ahora bien, ¿qué sentido tiene atribuir
a los usuarios del lenguaje conocimiento de una propuesta como la precedente
— una propuesta que, incluso si es verdadera, es sumamente “teórica”— ?
Esta objeción se revela basada en un malentendido ya familiar. Cierta
mente, los sentidos deben ser “conocidos” por los usuarios; pero la tesis de que
éstos los conocen no puede refutarse meramente haciendo notar que es preci-
. sa una buena dosis de teoría para reconocer nuestra práctica lingüística en una
propuesta como la anterior. Los sentidos están aquí enteramente a la par con
las vivencias, en el esbozo de propuesta extemista que hicimos en III, § 3.
Nuestra pretensión es ofrecer una caracterización teórica de los sentidos de los
términos singulares, que sólo tácitamente conocemos. Anteriormente (III, § 2)
resumimos mediante un breve argumento el núcleo verdadero, que toda teoría
correcta del pensamiento debería aceptar, de los argumentos representaciona
listas en favor de la existencia de las vivencias, y de la mayor inmediatez de
nuestro conocimiento de ellas relativamente al de los objetos reales de los que
son signos naturales. Ese argumento nos puede ahora servir de modelo para
resumir las análogas razones en favor de la existencia de sentidos como los
antes: propuestos para nombres propios e indéxicos, y de que son conocidos por
los usuarios competentes de esas expresiones de una manera más “diáfana" a
como conocen las referencias.
Considérense estos tres casos, (i) Pedro oye una proferencia de ‘él es un
genio filosófico’, cuyo contexto no puede identificar por cualesquiera razones,
emitida a propósito de Saúl Kripke. (ii) Pedro oye exactamente los mismos
sonidos que antes; podemos incluso pensar que consideramos una variante ima
ginaria del caso anterior, en que la emisión que Pedro oye es no sólo específi
ca, sino numéricamente ia misma. En esta variante contrafáctica, ios sonidos
reproducen una grabación, producida al sintetizar en una-única varias proferen-
cias grabadas en diferentes ocasiones, a diferentes individuos, en contextos en
los que el referente del indéxico era diferente. Todos hablaban en serio, y de
alguien bien definido; pero, por supuesto, el ejemplar de ‘él’ en la proferencia
que escucha Pedro carece de referente, (iii) Pedro oye una proferencia de ‘Saúl
Kripke es un genio filosófico’, emitida por un filósofo analítico contemporáneo.
El argumento compendia convenientemente los hechos sobre la falibilidad
y la intensionalidad de la contribución de los términos singulares a la determi
nación dei objeto intencional de las proferencias en que aparecen, elaborados
anteriormente mediante ACF y mediante ejemplos como el de ‘Vulcano’. Es
éste: (i) y (iii) comparten algo semánticamente fundamental; a saber, la condi
ción para su verdad-es la misma, (ii) difiere de ambos en eso que (i) y (iii)
comparten. Sin embargo, (i) y (ii) también comparten algo semánticamente
fundamental, que les diferencia de (iii). Lo que comparten (i) y (ii), por supues
to, es el pensamiento fregeano; en especial, la intuición que el término singu
lar que hace de sujeto en la proferencia aporta al pensamiento es la misma.
Además, una teoría correcta del lenguaje tiene también que recoger ese aspec
to, pues está esencialmente involucrado en la determinación de las condiciones
de verdad de los enunciados: que la condición para la verdad de (i) sea la que
es (y que pueda decirse de (ii) que carece de una condición para su verdad)
viene determinado por el sentido de esas proferencias. La teoría de los deícti
cos que hemos elaborado en las páginas precedentes da cuenta precisamente
de ese aspecto común a (i) y (ii), mejor que cualquier teoría rival; y son nues
tras intuiciones lingüísticas las que nos fuerzan a reconocerlo así. Por lo tanto,
como usuarios competentes de nuestro lenguaje conocemos los sentidos pos
tulados por la teoría de los deícticos según la cual son expresiones espécimen-
reflexivas, incluso cuando, sin saber nada de esa teoría, comprendemos una
proferencia como la de (i) y (ii). Los conocemos en el sentido de que, si nos
volvemos reflexivamente sobre la naturaleza de nuestro conocimiento tácito del
lenguaje con el fin de elaborar una articulación teórica explícita del mismo,
nuestras intuiciones lingüísticas sobre casos claros justifican una propuesta
como la anterior.
Es fácil construir un caso similar para obtener la conclusión análoga para
los nombres propios, invirtiendo las proferencias en (i) y (iii), y reemplazando
el caso contrafáctico (ii) por uno como el siguiente. La proferencia correspon
diente a la de (ii) es ahora una de ‘Saúl Kripke es un genio filosófico’. Pero, en
la situación contrafáctica, la etiqueta ‘Saúl Kripke’ no designa. (Al menos, no lo
hace en contextos como ei que estamos suponiendo, en que se pretende referir a
Kripke, el gran filósofo analítico contemporáneo; pues, naturalmente, puede
haber un camarero Saúl Kripke, etc.) Las obras de Kripke las ha producido en
realidad, en esa situación imaginaria que estamos suponiendo, un equipo de filó
sofos de Alfa Centauri, deseosos de revelamos verdades profundas sobre el len
guaje sin herir excesivamente nuestro orgullo. El peculiar “individuo” que, bajo
ese nombre, da clases en Princeton y participa en ocasiones en acaloradas dis
cusiones en congresos es, en realidad, una alucinación colectiva creada por los
marcianos mediante técnicas muy avanzadas de realidad virtual, etcétera.
La presente propuesta explica de una manera natural nuestro conocimiento
de proposiciones singulares russellianas. Lo que tiene referencia no es una expre
sión-tipo, sino sus ejemplares en proferencias concretas. El sentido de las expre
siones problemáticas determina la referencia de ejemplares de esas expresiones,
en función de ciertas relaciones con esos mismos especímenes: quién los ha pro
ferido, dónde, en qué lugar, suponiendo qué “etiquetados”. De acuerdo con esto,
el sentido de los sujetos de los enunciados (1), (1') y (1M ) es una intuición mix
ta, compuesta de aspectos individualizadores “puros” o fregeanos (la regla
semántica asociada con la expresión-tipo, que indica qué tipo de relación con el
espécimen determina el referente) y del ejemplar mismo. Mas lo que hace a las
intuiciones mixtas no es el que contengan una parte de una proferencia por rela
ción a la cual se presenta al referente. Es más bien que, como explicaremos ense
guida, suponemos a las intuiciones teóricamente identificadas por medio del refe
rente en los casos afortunados en que lo hay — los casos (i) en los ejemplos ante
riores— , por el papel funcional que desempeñan en la determinación de los mis
mos. En lugar de pretender reducir el conocimiento de objetos externos a un
mítico conocimiento privilegiado de entidades internas, nos suponemos conoce
dores de objetos externos para, supuesto este conocimiento, explicarlo postulan
do un acceso sui generis a los modos de presentación mixtos descritos.
La tesis atribuida a Russell en esta reconstrucción, que recogemos repre
sentando los sentidos de algunos términos singulares mediante intuiciones mix
tas, se puede formular sucintamente así: hay un modo de comprender proposi
ciones singulares, y por tanto de conocer objetos, que es distinto al que Frege
tiene en mente. (El propio Russell lo expresaría de una manera más radical: el
modo que Frege tiene en mente no es un modo de comprender proposiciones
verdaderamente singulares, sino un modo de comprender contenidos generales,
lógicamente del mismo tipo que el expresado por (6).) Siguiendo a Russell,
denominemos conocimiento por descripción al modo de comprender proposi-
ciones singulares, y por tanto de conocer objetos, ilustrado por la comprensión
cabal de (7) proferido en el contexto antes propuesto. Se conoce un objeto por
descripción cuando se entiende una proposición singular fregeana: se conocen
ciertos aspectos generales, asociados de modo manifiesto para cualquier usua
rio competente con el uso del término, y se piensa en el objeto como aquello
único que reúne esos aspectos. Si no hay una única cosa que de hecho tiene
esos aspectos, entonces la proposición conocida es falsa, o incorrecta de algún
otro modo. Y si, aunque de hecho hay una única entidad con esas característi
cas, contemplamos una situación imaginaria en que alguna otra es aquella que
las satisface únicamente, entonces este otro objeto es, relativamente a esa situa
ción imaginaria, la referencia del término.
En el caso del conocimiento por descripción, atribuir referencia al ejem
plar es innecesario. (7) funciona semánticamente de tal modo que es la expre-
sión-tipo que hace de sujeto gramatical en ese enunciado la encargada de deter
minar un referente. A todos los efectos, (7) es una “oración eterna”, con con
diciones de verdad independientes del contexto en que se profiere. El modo
alternativo de conocer objetos inspirado por las consideraciones de Russell
involucra también el conocimiento de aspectos generales que contribuyen a la
identificación de los objetos; en esto radica nuestra discrepancia con Russell.
Los aspectos en cuestión, sin embargo, pueden ser compartidos por diferentes
objetos, y de hecho lo son en muchos casos; y, sin embargo, la proposición
conocida concierne de modo definido a un único objeto, y concerniría a ese
único objeto en cualquier situación imaginaria que describamos con ayuda del
término. Por tanto, comprender una proposición singular que requiera conocer
un objeto de este modo no puede consistir en lo mismo en que consiste com
prender una proposición singular fregeana. Siguiendo también a Russell, deno
minemos familiarización o conocimiento por contacto a este modo alternativo
de conocer objetos (el término de Russell es ‘knowledge by acquaintance’).14
Es éste el modo de conocimiento involucrado en la comprensión de proposi
ciones russellianas, de las que ciertos objetos reales (los especímenes de las
expresiones-tipo) son partes componentes; (1), (!') y (l")To ilustran.
¿Cómo se comprenden las proposiciones russellianas? Simplemente, identi
ficando el espécimen relevante, y conociendo la relación con ese espécimen que
determina al referente. Cuando alguien emite una proferencia concreta n de ‘yo
soy un genio filosófico’, sabemos quién es el referente del sujeto identificando
la parte pertinente de n y gracias a que nuestro conocimiento de las convenciones
del castellano nos dice que el referente es la persona que ha proferido tc. Pode
mos no saber mucho de ese individuo; quizás hemos oído n proviniendo de una
habitación a oscuras, a cuyos ocupantes no podemos ver. Pero nuestro acceso a
k (junt0 con el conocimiento de las convenciones lingüísticas pertinentes) nos
permite establecer el oportuno “contacto” con el referente. Si oímos una profe
rencia de ‘ese árbol es más joven que ese árbol’, identificamos el referente del
primer ejemplar de ‘ese árbol’ en virtud de una relación con esa parte específi
ca de la proferencia (por “contacto” con esa parte), y el referente del segundo
ejemplar de la misma expresión en virtud de la misma relación con esa otra par
te de la proferencia. Estas intuiciones mixtas son diferentes, pues sus partes obje
14. ‘Knowledge by acquaintance’ se traduce a veces al español como conocim iento directo. Las connotacio
nes de esa traducción castellana hubiesen agradado a Russell, en la medida en que sugieren que en el caso del conoci
miento por “acquaintance” no hay conocim iento de características generales de lo conocido (es decir, sugieren que el
conocim iento por contacto de. o la familiarización con, un objeto no involucra sentidos fregeanos). En esa misma
medida, la traducción no resulta aceptable cuando queremos usarlo sin presuponer esa idea.
tivas lo son; así se explica que una proferencia como la indicada no sea tautoló
gica, incluso en un contexto en el que (sin que el hablante lo haya advertido, por
que apuntaba en cada caso a una parte distinta de un mismo árbol extraordina
riamente grande y retorcido) los dos términos singulares refieren al mismo árbol.
Tomemos el enunciado ‘1.235 está enferma’, proferido por A para trans
mitir cierta información a B en el contexto de la parábola sobre la naturaleza
de los nombres propios propuesta en la sección anterior. La intuición pura
mente conceptual fregeana asociada convencionalmente con el sujeto, ‘1.235’
es objeto cuyo etiquetado con el numeral ‘1.235’ es relevante en el contexto
en que se ha emitido el ejemplar de 41.235'. Quizás en el contexto de profe
rencia existan otros aspectos puramente generales no asociados convencional
mente con el término, pero que también ayudan a. identificar el referente en
este uso específico; por ejemplo, que el objeto es una foca, que la foca referi
da es una foca enferma, con una cierta apariencia, etc. Estos aspectos indivi-
duativos no identifican al referente; una comunidad encargada del estudio de
otra población de focas puede utilizar un sistema similar para referir a las
focas, y quizás la etiquetada con un ejemplar del mismo numeral esté también
enferma y tenga un aspecto parecido. Incluso si ello fuese así, el término sin
gular ‘1.235’, en el contexto de la proferencia que consideramos, tiene una
referencia definida; porque el referente se determina en parte por relación con
el ejemplar específico utilizado en la proferencia.15
Si bien se piensa, lo que en todos estos casos determina la referencia
—dado que los modos de presentación puramente freganos asociados sólo con
tribuyen a ello pero no son suficientes— es, pues, el hecho de que el uso del
espécimen concreto (de ‘1.235’ o de uu deíctico) que estamos considerando,
asociado con los modos de presentación indicados, se ha producido en con
tacto causal-explicativo con el referente (y no, pongamos por caso, con la foca
de la otra población) y con el propósito de producir efectos que afectan al refe
rente (y no a la foca de la otra población). El uso que se hace de ‘1.235’ en la
comunidad que estamos imaginando remite al etiquetado de una foca concreta
(una relación de contacto causal), y a la satisfacción de los propósitos de los
miembros de esa comunidad relativos a la foca en cuestión — lo que requiere,
dicho sea de paso, no sólo el “bautismo” o etiquetado original, sino también,
por ejemplo, la preservación en buenas condiciones de las etiquetas.16 Estas
complejas relaciones, aquí meramente apuntadas, sí parecen suficientes para
determinar un objeto con precisión.
15. Obsérvese que, incluso si de hecho sólo un objeto reúne las características en cuestión, el término con
serva esa referencia definida cuando lo utilizamos para describir situaciones imaginarias en las que son otros los obje
tos que las reúnen. Esto resulta patente si consideramos afirmaciones como ésta: “ayer estuve a punto de cambiar las
etiquetas, aunque al final no Jo hice; a 1.235 le hubiese correspondido ‘3 .4 2 1 ’ si lo hubiese hecho como pensaba" L9
que identifica al referente es que está etiquetado con ‘ 1.235’ en el mundo real, incluso cuando hablamos de situacio
nes imaginarias en que está etiquetado de otro modo.
16. El artículo de Gareth Evans “The Causal Theory o f Ñames" pone en cuestión el carácter casi mágico que
algunos lectores de Kripke conceden al “bautismo original’’ del objeto mediante el nombre, y enfatiza la importancia
de las prácticas posteriores. Las referencias en el texto a los efectos que se consiguen con el uso d e l nómbre se hocen
atendiendo a los problemas expuestos por Evans. vrví ^ ;i:
Supongamos que, en la presencia destacada de una foca, A dice ‘esa foca
está enferma’. De nuevo, ni los modos de presentación fregeanos convencio
nalmente asociados al deíctico-tipo ‘esa foca’ (foca contextiialm ente p ro m i
nente), ni los asociados contextualmente al uso (la apariencia de la foca, por
ejemplo) bastan para identificar la referencia; y, sin embargo, ‘esa foca’ tiene
una referencia bien precisa. Y, de nuevo, está claro qué la determina: el que
ese uso del ejem p la r concreto del térm ino, asociado con esos m o d o s de p r e
sentación, se ha pro d u cid o en co ntacto ca u sa l (perceptual en este ca so ) con el
objeto significado, y con el prop ó sito de p ro m o v er cierto s efectos relativos a l
m ism o. (Y no a cualquier otra foca con similar apariencia e igualmente pro
minente en algún contexto posible de comunicación.)
Algo similar cabe decir a propósito de los sujetos gramaticales de (1), (F)
y (1"). El uso que se hace de ‘Flaubert’ en este último enunciado, asociado con
los modos de presentación fregeanos que el lector puede fácilmente colegir de
la analogía anterior, se produce en contacto causal y funcional con un cierto
individuo. El “contacto” es mucho más complejo que el ilustrado antes, en la
misma medida en que el “etiquetado” de una persona es algo mucho más
complicado que el etiquetado de las focas. Pero el mecanismo es similar. Dada
la información que el conferenciante asocia manifiestamente con el término
‘Flaubert’ (además de la información de que se trata de un individuo llama
do ‘Flaubert’, que en sí mismo, aunque poco, algo dice), su uso de ese ejem
plar del término remite quizás al que se hace en una serie de libros y artículos
que el conferenciante ha leído, en lecciones que ha escuchado, etc.; esos otros
usos remiten a otros similares, etc., así hasta llegar a una cierto personaje del
siglo xix, foco común de la gran mayoría de esos usos.17 También son rele
vantes aquí los efectos relativos a Flaubert que espera producir el conferen
ciante con su uso de un ejemplar de ‘Flaubert’ en (1"), tales como los estados
de información sobre Flaubert que la conferencia tiene la capacidad de produ
cir en la audiencia. En cuanto a (1) y (F), este mismo tipo de factores (el com
plejo contacto causal a través de una cadena de comunicación; el papel en los
efectos que el hablante se propone producir) son también los pertinentes tanto
para dar cuenta de la referencia de ‘él’ en (F) (no son, ciertamente, elementos
perceptuales los que juegan un papel en la determinación de la referencia de
ese deíctico) como de la descripción ‘el autor de M ad a m e B o v a ry ’ en (1).
Este modo de entender las proposiciones russellianas es propio de una
concepción extemista, enteramente análoga a la bosquejada anteriormente (III,
§ 3) a propósito de estados perceptuales. Incluso aunque, “desde dentro”, por
17. La idea de que lo decisivo para determinar la referencia de los nombres propios es una cadena causal de
comunicación procede de Kripke; véase El nom brar y la necesidad. En general, procede de esta obra la idea de la
importancia de la relación causal en los usos de términos singulares que producen proposiciones russellianas. Ideas
análogas (defendidas por Kripke y Putnam) pueden utilizarse para justificar la tesis defendida en IV, § 3, según la
cual la extensión de los términos de género natural está constituida por los objetos que comparten una cierta esencial
real (y no por los que comparten la esencia nominal asociada al término). En una discusión de la semántica de los tér
minos generales (que aquí hemos decidido omitir) se reproducirían muchos de los aspectos de la que hemos desarro
llado en las dos últimas secciones.
así decirlo, un hablante no puede determinar si una proferencia.- de ;él ies iiiri
genio filosófico’ (o ‘Saúl Kripke es un genio filosófico’) se ha^producido en
una situación del tipo de (i) en el ejemplo anterior, o más bien en una del. tipo
(ii), lo expresado es muy distinto en ambos casos. En el primero, se trata.de
una proposición que contiene una intuición mixta, de la que el referente mis
mo es una “parte componente”, un elemento individualizados En la situación
de tipo (ii), sin embargo, no puede haberse expresado una proposición así, pues
no hay referente. Supuesta una concepción falibilista del conocimiento, el
hecho de que no podamos estar ciertos de si hemos expresado (o comprendi
do) una proposición singular, o estamos más bien ante uno de esos casos frus
trados, no nos fuerza a adoptar la visión internista que identifica los conteni
dos en los casos de tipo .(i)-y en los casos de tipo (ii).
Desgraciadamente para los que preferirían un argumento sencillo en favor
del extemismo, la verdad es que los argumentos que hemos enunciado no son
en absoluto concluyentes, al menos no por lo dicho hasta aquí. Recuérdese la
típica maniobra del representacionalista, cuando el realismo ingenuo postula
acaecimientos reales directamente conocidos: retrotraerse un estadio, y utilizar
entidades convenientemente internas (vivencias) para los mismos fines. Donde
el realista ingenuo supone que percibimos directamente un acaecimiento
—como, por ejemplo, la proferencia de una oración-tipo— , el representacio
nalista sólo ve el resultado de una inferencia problemática a partir de otras enti
dades igualmente concretas (concretas porque tienen una ubicación temporal,
y suceden a un sujeto determinado: estos dos parámetros bastan para ubicar
las), pero no objetivas, sino subjetivas, y cuya existencia sí es conocida con la
necesaria certidumbre: a saber, vivencias de esas (supuestas) proferencias,
notadas por un sujeto. Supuesto que la introducción de vivencias, en el marco
representacionalista, sea en sí misma razonable, la explicación que acabamos
de ofrecer del modo en que se determinan los objetos intencionales de las pro
posiciones expresadas por (1), (1*) y (1"), así como del carácter “singular” de
estas proposiciones (por oposición al carácter “general” de la proposición
expresada por (7)) valdría exactamente igual si, en lugar de incluir en las intui
ciones “mixtas” partes de proferencias reales, incluimos más bien partes de las
vivencias que las representan. En estos términos, las proposiciones resultantes
son, una vez más, convenientemente internas. Sus (presuntos) objetos inten
cionales son acaecimientos objetivos; pero la identificación de los componen
tes proposicionales no requiere suponer la existencia de nada objetivo.
La única conclusión válida de la discusión precedente, pues, es que las
proposiciones fregeanas, en las que los sentidos de los términos singulares son
intuiciones puramente conceptuales, no permiten dar cuenta cabal del conoci
miento de proposiciones singulares russellianas que los datos revelan. No se
puede tener, únicamente “por descripción”, un conocimiento de objetos tan
determinado como el que creemos tener; las caracterizaciones a través de las
cuales conocemos objetos deben incluir la referencia a algún particular, sin que
esta referencia sea eliminable. Sin embargo, esta conclusión es compatible de
un modo sutil con un punto de vista esencialmente acorde con las intuiciones
internistas. Se admiten, de acuerdo con la conclusión del argumento, intuicio
nes que incluyen particulares; pero el único elemento particular no descriptivo
incluido en ellas es el “yo” y sus vivencias concretas. De acuerdo con la con
cepción internista, se supone que el referente externo, si lo hay, no es esencial
para individualizar estos modos de presentación; tales intuiciones, pues, no son
“mixtas” en el sentido que le damos al término. Según esta propuesta^ si nos
limitamos a los aspectos esenciales del significado, las proferencias en los
casos (i) y (ii) de los ejemplos anteriores tienen el mismo significado. También
en estos casos, por tanto, el objeto extemo (cuando lo hay) se conoce por des
cripción.
Como se dijo, a Frege nunca se le hubiera ocurrido defender en estos tér
minos su tesis de que las referencias (esto es, los constituyentes de acaeci
mientos objetivos) no pueden ser “parte” de los sentidos. Pero eso sólo cabe
achacarlo a sus propias deficiencias filosóficas; a que nunca pensase seria
mente los problemas relativos a la percepción y al conocimiento del mundo
externo de los -acaecimientos objetivos. Ciertamente, un representacionalista
como Locke nunca hubiese pensado que se. pudiera determinar de un modo
puramente general los objetos intencionales de todos nuestros pensamientos.
Un punto de vista análogo aparece sugerido en la obra de filósofos contempo
ráneos como John Searle y David Lewis.18 Como se verá, el Wittgenstein del
Tractatus (de manera más explícita, el de los escritos del “periodo intermedio”)
defiende una variante fenomenalista de una concepción internista así. Las con
sideraciones en esta sección y la precedente no permiten concluir, por sí solas,
la falsedad de este intemismo sutil.
Frege explica este dato empírico, por analogía con lo que ocurre en con
textos directos (los mismos términos tampoco son intercambiables salva veri
tate en (10)), sosteniendo que en contextos indirectos las palabras modifican
su referencia, al igual que lo hacen según él en contextos directos: sólo que,
mientras en los segundos pasan a significarse a sí mismas, en contextos indi
rectos pasan a tener como referencia lo que en contextos usuales es su sentido.
(12) Raúl cree que #3x(x es ciudadano americano a x es portador del virus
Ebola)#
(13) B^(.x es ciudadano americano a Raúl cree que #x es portador del virus
Ebola#)
19. Éste es el sentido técnico de ‘intensionalidad’. cuyas relaciones con el sentido que aquí hemos venido
dándole al término se expusieron anteriormente, en la nota 4 de este capítulo.
míentos. Es patente que ‘Ja amante de su marido’ no refiere en (14) —en su
interpretación más natural— al sentido a través del cual Julia se representa a
esa persona que es su mejor amiga, sino que tiene su referencia usual: refiere
a una persona, un objeto real; es, en este caso, un objeto real su contribución
a aquello respecto a lo cual ha de evaluarse el valor veritativo de (14). Es por
eso que la posición es, en este caso, extensional: podemos sustituir salva veri
tate por ese término cualquier otro que designe a la misma persona, y es váli
do generalizar existencialmente esa posición.
Tal y como explicamos en el capitulo anterior (VI, § 3), la intensionalidad
de los contextos indirectos es un dato poderoso en favor de la teoría fregeana
de las proposiciones, incluida la distinción entre sentido y referencia. La teo
ría fregeana postula la distinción entre sentido y referencia por razones inde
pendientes. Una vez que tenemos a la vista la teoría, reparamos en la anoma
lía que constituye la intensionalidad de ios contextos indirectos. La anomalía
es un dato empírico para la semántica, que toda teoría debe explicar; a prime
ra vista, sin embargo, el dato refuta la teoría de Frege (pues, dada la definición
de ‘referencia’, los términos singulares correferenciales deberían ser intercam
biables salva veritate en todos los contextos). Sin embargo, gracias a que la
teoría ya postula, independientemente, la existencia de sentidos, Frege puede
servirse de la analogía con los contextos de cita directa para explicar el dato
mediante su teoría de la referencia cambiante. Como la solución apela preci
samente a ios sentidos, confirma indirectamente la semántica fregeana. La con
firma exactamente del modo en que confirma la existencia de entidades teóri
cas el uso de esas entidades (independientemente introducidas) para explicar
datos empíricos inexplicables sin ellas.20
Vemos ahora, sin embargo, que los datos sobre los contextos indirectos
son más complejos de lo que suponen los fregeanos: estos contextos no siem-
pre son intensionales. En un reverso singular de fortunas, la extensionalidad
ocasional de algunas posiciones en esos contextos apoya la propuesta milliana
de Russell. El paladín de los millianos contemporáneos, Saúl Kripke, constru
yó un sutil argumento basado en los datos intuitivos que manifiestan la exis
tencia de atribuciones de re, destinado a establecer una conclusión análoga,
aunque menos ambiciosa. Kripke no pretende concluir que las intuiciones lin
güísticas que revelan la existencia de atribuciones de re confirmen una posi
ción milliana como la de Russell. Su argumento establece sólo que los fre
geanos no están legitimados para utilizar (al modo indicado en el párrafo ante
rior) los éxitos parciales de su teoría en lo que respecta a la semántica de los
contextos indirectos; pues éste es un ámbito en el que nuestras intuiciones lin
güísticas son muy poco firmes, bordeando en lo incoherente.
Tomemos el caso de Pedro, ‘Londres’ y ‘London’, que introdujimos en VI,
20. Como dice I. Hacking (Representing and Iniervening), “si puedes rociarlos, existen”. La mejor prueba de
(a existencia de entidades teóricas la tenemos cuando las usamos, particularmente para fines insospechados cuando se
introdujeron. Que podamos “bombardear" experimentalmente cuerpos con electrones quita sustancia efectiva a las
dudas escépticas sobre la existencia de electrones.
§ 2. (El ejemplo es del propio Kripke.) Un principio plausible y básico qúfe-iítfc
lizamos para atribuir a un sujeto actitudes proposicionales es el siguiente:'Si
acepta la verdad de una proposición que él expresa con el enunciado de su leri^
guaje a, si tenemos además las mejores razones disponibles para pensar qué'ST
es sincero, entiende perfectamente bien a , etc., y si el enunciado de nuestro;
lenguaje p ofrece una buena traducción del contenido proposicional aceptado
por S, entonces la siguiente atribución de actitud proposicional, expresada en
nuestro lenguaje, es verdadera: S cree que p. Ahora bien, como se recordará,
Pedro acepta (con sinceridad, entendiendo lo que dice, etc.) las proposiciones
que él expresaría así: (i) ‘Londres tiene parajes lindos’, y (ii) ‘London no tie
ne parajes lindos’. La mejor traducción de (i) a nuestro lenguaje la ofrece ese
mismo enunciado; y la mejor traducción de (ii) a nuestro lenguaje la ofrece
‘Londres no tiene parajes lindos’ (pues la ciudad a la que Pedro quiere refe
rirse con ‘London’ no es otra que Londres). De modo que, sobre la base del
poco discutible principio anterior, parece que hemos de aceptar ía verdad de
‘Pedro cree que Londres tiene parajes lindos’ y también la de ‘Pedro cree que
Londres no tiene parajes lindos’. Es decir, hemos de atribuir a Pedro creencias
contradictorias. Pero esto parece absurdo; Pedro no parece hallarse en la inin
teligible condición de quien cree a la vez que hay vida en Marte y que no la
hay. Su tesitura puede muy bien ser la nuestra, a propósito de otros objetos;
¿hemos de creer de nosotros mismos sólo por eso que tenemos opiniones con
tradictorias? La situación es aún peor. Pues un principio que también utiliza
mos generalmente es éste: es válido inferir de S [act. prop.] que no a lo
siguiente: S no [act. prop.] que cr. Así, si es verdad ‘Sergi cree que no hay vida
en M arte’, también lo es ‘Sergi no cree que haya vida en M arte’. Según este
principio, ‘Pedro cree que Londres no tiene parajes lindos’ implica ‘Pedro no
cree que Londres tenga parajes lindos’. Y ahora somos nosotros, no sólo Pedro,
los que nos contradecimos: principios aparentemente razonables nos llevan a
mantener a la vez ‘Pedro cree que Londres tiene parajes lindos’ y ‘Pedro no
cree ^ue Londres tenga parajes lindos’.21
Este es un argumento serio, y su cauta conclusión debe sin duda ser acep
tada. Pisamos un terreno resbaladizo, en el que las intuiciones lingüísticas no
tiene una validez apodíctica. Por lo demás, (como ilustramos en el segundo
capítulo mediante el examen pormenorizado de las teorías de las citas), ésta
debería ser nuestra actitud en general hacia los datos empíricos para las teo
rías lingüísticas, si las tesis metodológicas que vengo defendiendo desde la
introducción sobre la semántica y la filosofía son válidas. Las intuiciones lin
güísticas desempeñan exactamente el papel de los datos empíricos en la cien
cia; y, como es familiar a estas alturas para todo el mundo, las teorías intere
santes no se atienen ciegamente a los datos empíricos, sino que están legiti
madas incluso para corregirlos drásticamente.
Hemos ofrecido abundantes razones para no aceptar la conclusión millia-
na; tampoco las intuiciones que manifiestan la existencia de atribuciones de re
Todos los términos que aparecen dentro de las “comillas para mencionar
sentidos” refieren ahora a sentidos, como debe ser el caso según la teoría fre
geana del discurso indirecto. La presencia de una variable que “varía” sobre
sentidos (y debe ser sustituida, al aplicar las reglas semánticas para la cuanti-
ficación de VI, § 6, por pseudo-nombres que refieran a sentidos) ligada a un
cuantificador existencial pone de manifiesto la relativa ignorancia con que el
hablante se representa a sí mismo en cuanto al componente en cuestión del
pensamiento de Julia. El término ‘la amante de su marido’ aparece ahora en
una posición perfectamente extensional, y la referencia explícita a la relación
de “significación natural” entre el sentido indefinido y el objeto real pone de
relieve la manera oblicua mediante la que el hablante caracteriza ese sentido:
sólo dice de él que es un sentido que, a través del “contacto” con su compo
nente concreto, presenta a Julia a quien de hecho es la amante de su marido.
En los mismos términos, el contenido de los otros dos ejemplos que hemos
ofrecido en esta sección de atribuciones de re podría ser representado, de
manera enteramente compatible con la teoría fregeana del discurso indirecto,
en los siguientes términos:
(18) 3 a (Pedro cree que # a tiene parajes lindos a a no tiene parajes lin
dos# a A(a, Londres)).
(19) 3 a 3(3 (Pedro cree que # a tiene parajes lindos a (3 no tiene parajes
lindos# a A(a, Londres) a A((3, Londres)).
Por otro lado, si bien, en virtud del principio arriba indicado, que permite
pasar de “cree que no” a “no cree”, (17) implica (20), (16) y (20) no son en
absoluto contradictorios, exactamente por la misma razón que no lo son
‘alguien bailó con Pau’ y ‘alguien no bailó con Pau’:
23. Dudo, sin embargo^ de que la conclusión pretendida en último extremo por Kripke (en contraste con la
explícitamente defendida por él) sea tan modesta. La impresión que uno tiene es que Kripke sí desea defender indi
rectamente la concepción milliana.
sólo mediante recursos teóricos cabe formularla. A mi juicio, es intuitivamen
te muy satisfactoria, pero su justificación no reside meramente en lo que nues
tras intuiciones manifiesten. Su justificación depende de la explicación-que la
teoría en la que está inscrita, globalmente, proporcione para los datos empíri
cos conocidos, en comparación con la proporcionada por otras explicaciones:
(4) Un cliente vino esta mañana. Ya cuando entró, vi que pasaba algo raro.
2. Esta manera indirecta de introducir la idea de aportación general es sólo un recurso conveniente. Es con
veniente, porque nos evita presentar un lenguaje artificial mediante el cual caracterizar de un m odo más directo, y más
realista, las condiciones de verdad de enunciados com o ( 2), y definir de una manera precisa qué es, para una expre
sión. hacer una aportación general a las condiciones de verdad. El carácter poco realista de la propuesta se pone de
manifiesto en que hemos de introducir, en la traducción lógica, conectivas (la conjunción, en el caso de la cuantifi-
cación existencia!, y el condicional, en el caso del universal) que no estaban presentes en el enunciado traducido. No
resulta inmediato imaginar (y puede mostrarse que 110 es posible) cóm o habríamos de traducir enunciados españoles
estructuralmente análogos, en los que las expresiones de cuantificación son ‘la mayoría', ‘m uchos’, ‘unos pocos', etc.
Existen propuestas en la literatura que permitirían formulaciones más directas y precisas. Sin embargo, las ventajas
indudables que tendría una caracterización más precisa y realista palidecen ante la dificultad de que la exposición
requeriría un buen número de páginas, y obligaría al lector a familiarizarse con una serie de recursos técnicos com
plejos. Por lo demás, tal com plicación expositiva no parece necesaria para nuestros fines: la familiarización con la téc
nica de la representación en primer orden y el conocim iento de la semántica de estos lenguajes bastan para una co m
prensión suficientem ente precisa de lo que queremos exponer. Un lenguaje que permitiría dar una explicación más
realista de la semántica de las expresiones de cuantificación y definir de un modo riguroso el concepto de aportación
general de una expresión es el que se utiliza para dar cuenta de la cuantificación generalizada. Véase Neale, D e s
criptions.
Cuando ‘perla’ se usa no-literalmente en un poema, con el propósito-dei h'acéí:
referencia a los dientes de la amada del poeta y sugerir su perfección;^ íTiantie^
ne su significado convencional; pues es sólo porque ‘perla’ mantiene táiribién
su significado literal, que el hablante consigue expresar a su audiencia- ése
determinado significado no-literal. Análogamente, si el uso referencial deTuü
7C’ fuese no-literal, la expresión mantendría su significado convencional (servir
para hacer una determinada aportación general) incluso cuando se usa no-lite-
ralmente para hacer una aportación singular.
Consideremos un ejemplo claro de usos no-literales que se dan regular
mente. Casi siempre que alguien profiere en cierto tono las palabras ‘el jefe
tiene hoy una cita con una mujer’ (o palabras al mismo efecto), con ‘una
mujer’ quiere decir una mujer distinta de su madre, su hermana o su esposa.
Sin embargo, esto no parece bastante para concluir que, convencionalmente,
‘una mujer’ significa tal cosa en esos casos. La razón básica es que esta con
clusión conlleva postular que la expresión ‘una mujer’ es semánticamente
ambigua, dado que, claramente, muchas otras veces ‘una mujer’ no significa
eso. Pero, como explicaremos en detalle más adelante (XIV, § 3), no toda regu
laridad es una convención. Educar a los hijos, por ejemplo, es algo que los
seres humanos hacen regularmente, pero no es un fenómeno convencional. Una
convención es una regularidad que se preserva en virtud de un mecanismo
complejo; esencialmente, una regularidad que se mantiene en virtud de la exis
tencia de una serie de expectativas entre los miembros de una comunidad sobre
las acciones de los demás. Es bastante razonable creer que existe una conven
ción lingüística que determina el significado usual de ‘una mujer’, según el
cual basta para que alguien “tenga una cita con úna mujer” que tenga una cita
con una persona de sexo femenino (sea o no su madre, etc.). Si, además, exis
te un modo de explicar la regularidad en virtud de la cual ‘una mujer’ “signi
fica” en ciertas situaciones una mujer distinta de su madre, su hermana o su
esposa, sin que la explicación presuponga la existencia de una convención lin
güística específica al efecto, ello es bastante para concluir que la presunta
ambigüedad no existe. Similarmente, es seguro que existe una convención lin
güística tal que ‘perla’ tiene un significado en virtud del cual no se aplica a los
dientes. Si podemos explicar, sin postular para ello la existencia de una regu
laridad con las características necesarias para constituir una convención lin
güística, cómo es que en ocasiones un hablante puede conseguir que se apli
que a los dientes, entonces no es razonable postular que ‘perla’ sea semánti
camente ambigua en español.
Es indudable que las descripciones indefinidas hacen, en muchos casos,
aportaciones generales, y que hay en juego en esos casos un recurso conven
cional. Si, además, existiera un modo de explicar cómo es que, en algunas
ocasiones, las descripciones indefinidas son usadas para hacer aportaciones
singulares — un modo que no conllevase la existencia de un mecanismo con
vencional— , ello seria una buena razón para no suscribir la hipótesis de la
ambigüedad. Más adelante (XIII, § 3) explicaremos las ideas de Grice (a quien
se debe el ejemplo de ‘una mujer’) sobre qué condiciones debe cumplir, en
general, una explicación de ese tipo. Baste ahora indicar que, al describir ante
riormente la situación en que se profiere (4), ya hemos sugerido el núcleo de
la explicación para este caso específico. Como hemos dicho, se trata de una
situación en-que el hablante manifiestamente quiere comunicar proposiciones
singulares,, pero no es razonable pensar que comparta con su audiencia los
recursos necesarios para expresarla a la manera convencional (utilizando, por
ejemplo, un deíctico, o un nombre propio). Si, por otro lado, el hablante pue
de pensar que su audiencia va a apreciar la dificultad en que se encuentra,
entonces puede esperar razonablemente que ese receptor o receptores, cono
ciendo el significado convencional que la descripción indefinida tiene tam bién
en este caso (a saber, exactamente el mismo que tiene el término determinado
‘un cliente’ en (2), donde claramente hace una aportación general), aprecie que
el hablante pretende usarla aquí de modo no-literal: no para expresar conteni
dos generales, sino como una conveniente herramienta a d hoc para “traer al
discurso” al individuo de quien quiere hablar. Y no es descabellado suponer
que esas condiciones se cumplen en los casos en que las descripciones defini
das se usan para hacer aportaciones singulares. (Naturalmente, no hace falta
caer en el absurdo de pensar que los hablantes se dicen explícitamente todo lo
anterior; basta suponer que lo saben “implícitamente”, en el sentido de que
serían capaces de hacerse explícito este razonamiento si tuviesen el tiempo y
la paciencia como para reflexionar sobre ello.)
Semánticamente; la contribución de ‘un cliente’ en (2) es tal que el enun
ciado dice: hay al menos un individuo x tal que x es cliente, y x se ha marcha
do sin pagar. No hay aquí referencia a un individuo particular: no tiene senti
do preguntar al hablante a quién se refería, y, si en el universo del discurso pre
supuesto, nadie pertenece al género “cliente”, (2) posee el tipo de infortunio
de los enunciados lisa y llanamente falsos. Según la presente propuesta, exac
tamente lo mismo ocurre con el primer enunciado coordinado en (4); semánti
camente dice: hay al menos un individuo x tal que x es cliente y x vino esta
mañana. Semánticamente hablando, no tiene sentido inquirir ulteriormente por
un supuesto referente, y, en las condiciones antes descritas (el género de ,los
clientes no cuenta con ningún espécimen en el universo del discurso presu
puesto) se ha dicho algo lisa y llanamente falso. Pragmáticamente, las cosas
son distintas aquí. Es manifiesto que el hablante desea hablar de un individuo
particular; por consiguiente, relativamente a lo que el hablante quiere, d e c ir (no
a lo que las palabras que usa, semánticamente, significan) sí tiene sentido
hablar de referencia a un individuo particular. Pero este es un fenómeno prag
mático, del que una teoría semántica debe despreocuparse. Este significado
específico del h a blan te , además, se consigue gracias a que las p a la b ra s que
usa mantienen su significado puramente genérico incluso en este caso. Pues el
hablante “espera” (tácitamente) que sus oyentes razonen más o menos así:
“Estas palabras significan, convencionalmente, una proposición puramente
general: que hay al menos un individuo x tal que x es cliente y x vino esta
mañana. Ahora bien, llevar a cabo esta aseveración puramente general no pare
ce muy pertinente en este caso. Yo ya puedo imaginarme por mí mismo que
esta mañana vino al menos un cliente. (A diferencia, obsérvese, de lo que ocu
rre en el contexto de (2).) Quizás, por tanto, lo que el hablante quiere en rea
lidad es decirme algo sobre un inviduo en particular, que él tiene en mente, y
no puede indicarme quién es ese individuo específico.”
3. Russell, probablemente, estaba presuponiendo la concepción agustiniana a que el Principio del Contexto
fregeano se opone. Una “expresión completa”, seguramente, es una expresión subenunciativa que tiene significado
independientemente del contexto oracional: los nombres propios sedan el paradigma de “expresiones completas". La
lección de Frege es que no hay expresiones completas, en este sentido. Todas las expresiones subenunciativas a las
que cabe asignar significado lo tienen com o una contribución específica al significado de los enunciados en que pue
den aparecer. N o hay, pues, diferencia entre los nombres propios y las expresiones de cuantificación.
aplica a términos singulares como los nombres propios. Después volveremos
sobre esto. Vimos también cómo Russell aceptaba la distinción para otros tér
minos singulares, las descripciones definidas. Al comienzo de la sección ante
rior explicamos las razones por las que se veía obligado a hacerlo. Según Rus
sell, entender un verdadero término singular requiere familiarización con el
referente; y tal familiarización no puede existir si no existe el objeto. Pero es
obvio que ninguna de esas condiciones son exigibles para comprender un enun
ciado, como (5), que contenga una descripción definida. Vemos ahora cómo la
teoría de las descripciones permite solventar el problema, sin requerir para ello
atribuir a las descripciones una distinción entre sentido y referencia. Las des
cripciones definidas, simplemente, no son términos singulares; son expresiones
incompletas — en el sentido antes expuesto— con un funcionamiento semánti
co análogo al de las descripciones indefinidas. Para explicar su funcionamien
to no es preciso suponer el dualismo semántico fregeano, sino que basta tomar
en consideración su complejidad.
También es posible apreciar con lo visto hasta aquí la relevancia filosófi
ca de la teoría de Russell. Se podría argumentar que, si entendemos un enun
ciado compuesto de un término singular y un término predicativo, y si el enun
ciado tiene un valor de verdad (verdadero o falso), entonces el término singu
lar debe designar.algo. Quizás no algo “existente”, en vista de que ‘el actual
rey de Francia es calvo’, ‘el cuadrado redondo es inexistente’ y ‘el ser omni
potente superior a todos los seres es pensable’ cumplen todos ellos, aparente
mente, la condición impuesta, y parece lisa y llanamente increíble que haya
mos de concluir de consideraciones meramente lingüísticas que sus sujetos
gramaticales designan algo existente. (Bastaría entonces ser un usuario com
petente y reflexivo del lenguaje para creer en la existencia de cualquier tipo de
divinidad.) Pero sí debe designar, al menos, algo “subsistente”, o poseedor de
algún tipo de “entidad”. Ya a primera vista, estos argumentos parecen suponer
un procedimiento algo fraudulento para establecer la “entidad” de algo. Pero
no es nada fácil decir en dónde radica su carácter falaz. La teoría de Russell
señala claramente un posible lugar: las descripciones definidas no son verda
deros términos singulares. (La teoría fregeana, naturalmente, sirve al mismo
propósito: no basta que un término tenga sentido, para concluir que tiene refe
rencia.)
¿Qué justificación cabe dar de la teoría de las descripciones de Russell?
Russell la defiende en “Sobre la denotación” por su capacidad para dar cuen
ta, satisfactoriamente, de tres “rompecabezas”: (i) la no sustituibilidad de des
cripciones “correferenciales” en contextos indirectos; (ii) las aparentes excep
ciones al principio del tercero excluido (dado un enunciado, o bien es verda
dero o bien lo es su negación) constituidas por los enunciados que contienen
descripciones definidas sin “referente”, como ‘el actual rey de Francia es cal
vo’; y (iii) el hecho de que los enunciados de existencia negativos, como ‘el
actual rey de Francia no existe’, tengan significado.
La soluciones ofrecidas por la teoría de las descripciones a estos rompe
cabezas pueden fácilmente ser inferidas de lo que ya sabemos. Brevemente: (i)
Un enunciado en que se atribuye una actitud proposicional (‘Jorge IV quería
saber si Scott era el autor de Waverley’) establece una relación entre :ei sujeto
y una proposición. Como las descripciones definidas no son términos singular
res, no cabe pensar que al intercambiar dos descripciones que describen, al mis
mo individuo (o una descripción y un término singular que refiere al único
objeto descrito por la descripción) las proposiciones resultante sean idénticas.
Por eso no es aceptable sustituir ‘el autor de Waverley’ por ‘Scott’ en la atri
bución precedente, para obtener ‘Jorge IV quería saber si Scott era Scott. (ii)
Si leemos la negación en ‘el actual rey de Francia no es calvo’ como abarcan
do a todo el enunciado,4 el enunciado es verdadero, (iii) ‘el actual rey de Fran
cia existe’ es equivalente a: hay al menos un individuo x tal que x es en el pre
sente rey de Francia y sólo hay un individuo x tal.5 Esto es, naturalmente, fal
so. Su negación es expresada en el lenguaje natura 1 mediante ‘el actual rey de
Francia no existe’; este enunciado es, por consiguiente, verdadero.
El problema de la defensa de Russell está en que depende esencialmente
de que no haya una teoría alternativa que explique mejor esos rompecabezas.
Pero sí la hay: es precisamente la teoría fregeana, con la que la teoría de Rus
sell rivaliza, según la cual las descripciones son términos singulares con senti
do y referencia. La teoría fregeana explica mejor los rompecabezas, porque los
tres se producen no sólo a propósito de descripciones definidas, sino también
de nombres propios. Como veremos, Russell puede dar cuenta de esto, pero
necesita para ello una maniobra que puede parecer ad hoc: postular que los
nombres propios usuales son “descripciones encubiertas”. Además, la solución
fregeana es más acorde con nuestras intuiciones en lo que respecta al segundo
rompecabezas. En ese caso, dado que aparece un término sin referencia, los
enunciados carecen de valor veritativo. Russell no considera a la teoría fre
geana un rival relevante, porque, como dije antes, cree haberla refutado mos
trando que produce un “enredo inextricable”; pero, en vista de que su propio
argumento es un enredo inextricado, las consideraciones relativas a los “rom
pecabezas” parecen inclinar la disputa más bien en contra de Russell.
En mi opinión, existe un buen argumento en defensa de la teoría de Rus
sell, que el propio Russell también sugiere en “Sobre la denotación”. Como he
mostrado hasta aquí, es indudable que la teoría da cuenta de muchos usos per
fectamente cotidianos de las descripciones, usos que he ejemplificado con (5).
Hay muchos otros casos como ése; los más claros conciernen a descripciones
que aparecen en oraciones sintácticamente más complicadas que las examina
das hasta aquí, en las que aparecen también otros términos sincategoremáticos.
En VII, § 3 ofrecí algunos ejemplos así: ‘el despacho de cada parlamentaria
oscense tiene una lámpara halógena’; ‘el alcalde de esta ciudad, fuese cual fue
4. Es decir, si damos “intervención secundaria” (cf. nota 6) a la descripción respecto del negador.
5. La aplicación directa de la teoría de las descripciones a un enunciado de la forma ‘el K no existe.’, supo
niendo ‘‘intervención secundaria” (cf. nota 6) a la descripción, produce ‘no es el caso que haya un único k , y que (ello)
exista’. Por otra parte, según Russell, ‘existir’ no es un verdadero predicado, sino que es una forma variante del cuan-
tificador existencial ‘hay al menos un’; de modo que, en el caso indicado, ‘y que (ello) exista’ es redundante.
se su opción política, siempre ha estado sometido a la presión de la especula
ción del suelo’; ‘si, en efecto, hay una persona y sólo una con tales caracterís
ticas, el jugador de la NBA de menor estatura es más alto que yo’. Simple
mente echando mano de los dos criterios intuitivos que introdujimos para
diferenciar prima facie a los términos que hacen aportaciones singulares, es
claro que los términos subrayados no las hacen. La teoría de Russell explica
muy bien cómo funcionan las descripciones en todos estos casos, de un modo
perfectamente compatible con los datos constituidos por nuestras intuiciones
semánticas.6 La primera consideración del argumento en favor de la teoría de
Russell es, pues, la existencia de usos que la teoría explica mejor que las teo
rías alternativas. Frege, claramente, piensa en los casos en que las descripcio
nes definidas se comportan como términos singulares; pero en todos estos
casos, las descripciones no son, manifiestamente, términos singulares. Además,
estos usos son, a todas luces, perfectamente convencionales; sólo cabría decir
que usos de las descripciones como los ilustrados son “no-literales” exten
diendo el sentido de ‘significado no-literal’ hasta quitarle todo interés a su apli
cación. Un usuario competente del español, sólo en virtud de su conocimiento
de las reglas convencionales que constituyen ese lenguaje, es capaz de enten
der enunciados como los propuestos en las ilustraciones precedentes. Por con
siguiente, al menos la siguiente afirmación está bien contrastada: la teoría de
Russell es correcta respecto del funcionamiento semántico de algunas descrip
ciones definidas.
Por otro lado, es indudable que existen usos de las descripciones definidas
en que, juzgando por los dos criterios que venimos considerando, las descrip
ciones hacen aportaciones individuales. Y es igualmente indudable que estos
usos son muy frecuentes. Son estos usos los que tienen en mente quienes,
como Frege, consideran a las descripciones términos singulares; cuando se tie
nen en mente estos usos, las explicaciones ofrecidas por Russell sobre sus tres
6. Una de las lim itaciones que hemos asumido al no introducir un lenguaje artificial apropiado mediante el
que exponer de un modo técnicamente preciso la teoría de Russeil es la de no poder elaborar ahora ulteriormente esta
afirmación. Tampoco podemos explicar con precisión, en consecuencia, la distinción de Russell entre las interven
ciones prim arías y las intervenciones se cm d a ría s de las descripciones. Digamos, brevemente, que se trata de un caso
particular de las bien conocidas “ambigüedades de alcance" existentes en el lenguaje natural. Un enunciado com o
'todos los filósofos admiran a un lingüista’ tiene dos sentidos posibles, que podemos representar asignándole dos tra
ducciones diferentes a un lenguaje de primer orden: una de la forma Vx 3 y (xRy), en la que el cuantificador existen
cial queda bajo el alcance del universal, y otra de la forma By Vx (xRy), en la que ocurre lo opuesto. En el segundo
caso, la verdad del enunciado requiere que haya un mismo lingüista admirado por todos los filósofos; en el primero,
no lo requiere. Una descripción tiene “intervención primaria" cuando aparece en un enunciado que contiene otro ope
rador poseedor de alcance, y la descripción se interpreta de modo que queda bajo el alcance de éste; tiene “interven
ción primaria” cuando ocuríe a la inversa. Dado que ‘no’ es un operador poseedor de alcance, ‘el actual rey de Fran
cia no es calvo’ es un enunciado así. Si la descripción tiene intervención primaria, el enunciado dice (según la teoría
de Russell) que hay un único rey en Francia ahora, y no es calvo; es, por tanto, falso. Si tiene intervención secunda
ria. el enunciado niega que haya ahora un único rey en Francia, y sea calvo. En ei segundo caso, el enunciado es ver
dadero, con independencia de la calvicie del rey de Francia, simplemente porque no se cumple la condición de uni
cidad en la clasificación", sería igualmente verdadero si el predicado fuese ‘tiene una buena cabellera’, en lugar de ‘es
calvo’. Esta última sería la lectura que deberíamos darle al enunciado en ‘el actual rey de Francia no es calvo, por*
que no hay ningún rey en Francia', para dar cuenta de la intuición de que este enunciado es verdadero. Dado que un
enunciado puede contener, además de la descripción, dos o más operadores con alcance, la distinción de Russeil pre*
cisa de una formulación convenientemente general: puede haber “intervenciones temarías”, “cuaternarias”, etc.
“rompecabezas” resultan intuitivamente muy implausibles. Siguiendo a Kéith
Donnellan (que llamó la atención recientemente sobre estos casos), denomina-,
remos uso s referenciales a estos usos.7 En el capítulo anterior discutimos poí
extenso uno de ellos, que aquí repetimos como (6). El contexto deja claro que
el hablante utiliza la descripción como una alternativa estilística al uso de: ¡un
nombre propio u otro término singular, bajo el supuesto de que su audiencia
dispone de la información necesaria para, con ayuda de la descripción, identi
ficar al individuo de quien habla.
Los dos próximos capítulos están dedicados al examen del Tractatus Logi-
co-Philosophicus de Ludwig Wittgenstein (1921). La obra contiene, argumen
tada con el mayor vigor que yo conozco, la tesis más simple que puede ofre
cerse sobre la modalidad (III, § 4). Se trata de la tesis de que, en el fondo, todas
las nocione^moHaíes se reducen a una: verdad lógica. Esta*eTuna tesis que
muchos filós<rfosTíáñ~man^ aquellos con inclinaciones
“empíricas” o “positivas”, desde Hume a Camap. Pero el Tractatus la presen
ta de la manera a mi juicio más convincente. Desgraciadamente, esta tesis sim-
plificadora -^-cuya verdad aliviaría indudablemente nuestras preocupaciones—
esífalsa) Lejos de reducirse todas las nociones modales a una, el tratamiento
adecuado de los problemas fundamentales de la filosofía del lenguaje requiere
multiplicarlas más allá de lo que Wittgenstein hubiese podido siquiera imagi
nar cuando redactó el Tractatus.
En este capítulo expondremos las ideas del Tractatus pertinentes para esta
cuestión. Además de exponer la teoría tractaríana de la modalidad, examinare
mos las ideas sobre la naturaleza del lenguaje en que se sustenta. Entre ellas,
la aportación de la obra a la comprensión del fenómeno de la estructura lin
güística —que subyace a los principios fregeanos de Composicionalidad y del
Contexto— de cuyo fundamento Wittgenstein ofreció una atractiva explica
ción: su “teoría fig^ativa’j i e l significado, de acuerdo con la cual la significa
ción conlíevaTríecesariamente elementos icónicos. Profundizaremos también en
la comprensión de la noción de condiciones de verdad, ya examinada ante
riormente.
La estructura del Tractatus (observaciones numeradas de modo tal que las
n.x supuestamente conciernen a la observación n, para elucidarla, ampliarla,
etc., las n.nvc a la n.m, y así sucesivamente) no facilita una exposición simple.
A algunos lectores conocedores de la obra puede incluso haberles sorprendido
mi referencia a los poderosos “argumentos” de\ Tractatus; pues su modo de
composición no revela que los haya. Los epígrafes contienen observaciones
lapidarias, sin que sea nada claro que exista una estructura argumentativa. Cier
tamente, el autor del Tractatus no era muy amigo de hacer explícitos sus argu-
mentos. En respuesta a la petición de aclaraciones sobre un aspecto de sus
“Notas sobre lógica” que le hace Russell, Wittgenstein replica: “le ruego que
piense Vd. mismo sobre esta materia, es i n t o l e r a b l e para mí repetir por escri
to una explicación que incluso la primera vez la di con la mayor repugnancia”.
(Carta a Russell, noviembre o diciembre de 1913.) Discrepo, sin embargo, del
juicio contenido en la última oración de este texto: “Probablemente deba estu
diarse el Tractatusy y no meramente por quienes tienen interés en la historia de
la filosofía de este siglo. Sin embargo, opino que su valor no está en lo que
dice, sino en ciertas cosas a las que apunta. [...] Digo ‘apunta’ en vez de
‘sugiere’ porque éstos no son sino apuntes: todo el trabajo queda por hacer. Y
pienso que alguien que se proponga hacerlo haría mejor empezando por su
cuenta en lugar de lanzarse a la caza de iluminación en el Tractatus ”J El Trac
tatus contiene ideas muy interesantes sobre la modalidad, y justificaciones
plausibles para las mismas. La reflexión sobre las mismas es un punto de par
tida excelente para el estudio de esas cuestiones.
Dadas las dificultades hermenéuticas que presenta el estilo de la obra, me
limitaré a exponer lo que considero son sus ideas centrales, sin sustentar mis
propuestas interpretativas con el acopio de datos que sería necesario. El texto
está salpicado de referencias — en la notación de la obra— a epígrafes del
Tractatus, que he introducido cuando lo que se dice debería bastar para clari
ficar los epígrafes referidos. Limitaciones de espacio hacen imposible ofrecer
una exégesis detallada, en que se justifiquen exhaustivamente esas propuestas.
3. Lenguajes figurativos
2. Los partidarios de la “interpretación nominalista” del Tractatus (defendida, por ejemplo, en Anscombe, An
Intruduction to W ittgenstein's Tractatus, por lo demás uno de los mejores libros sobre la obra) toman literalmente
‘nombre’ y ‘objeto’ en el Tractatus, sosteniendo que los nombres son todos propios y los objetos todos individuos
particulares. Nosotros suponemos la interpretación opuesta, con Stenius.
entre los objetos incluimos, además de los particulares, géneros, relaciones y
propiedades, quizás entre otras cosas. Todos los nombres pertenecientes -Wun
lenguaje figurativo son “nombres propios genuinos”, en el sentido de Russell'
por más que pertenezcan a diferentes categorías. Diremos también que los sénw
tidos representados por los signos proposicionales son hechos; atómicos en el
caso de los signos proposicionales elementales, moleculares en el de los no-
elementales.3 El uso de la palabra ‘hecho’ no debe sugerir que el término se
aplique a entidades que se dan realmente. Un hecho (como corresponde al sig
nificado de un signo proposicional) es una entidad que puede darse o no dar
se; una entidad contingente-si-se-da-y-posible-si-no-se-da. Llamando ‘hecho’ a
lo representado por los signos proposicionales enfatizamos que en la concep
ción tractariana del lenguaje un signo proposicional representa aquello que (si
se diera) haría verdadero a un enunciado de ese signo: un signo proposicional
representa a su hacedor de verdad.
Los signos proposicionales no-elementales se distinguen de los elementa-j
les por incluir, entré las palabras que las componen, algunas que pertenecen a;
un grupo especial: las constantes lógicas. Estas palabras se distinguen de los!
nombres porque no subrogan objetos. Ello no supone que no “signifiquen”; loí
hacen, en el sentido de que contribuyen de una manera específica a la deter^'
minación del sentido del signo proposicional. Pero significan de un modo espej
cial, que explicaremos más adelante; las constantes lógicas se distinguen por
poseer un significado puramente lógico. También las palabras que conforman
los signos proposicionales elementales, los nombres, poseen significados lógú
eos. Un lenguaje figurativo se atiene así, eminentemente, a los dos principios!
fregeanos, el Principio de Composicionalidad y el Principio del Contexto (ID,1
§ 1). Un lenguaje figurativo está constituido, como hemos dicho, por enuncia
dos. El significado de los enunciados no está dado por enumeración, sino que
está determinado por los significados de las palabras que los componen: por(
las relaciones de subrogación, que vinculan los nombres con sus referencias,!
y por los significados lógicos de los nombres — y los de las constantes lógi-j
cas, si las hay— (Principio de Composicionalidad). El significado de las pala-;
bras, por otro lado, sí está dado por enumeración. Pero las palabras no cons-'
tituyen el lenguaje, sino que lo hacen los enunciados; y los enunciados no son
meras listas de nombres, sino que están necesariamente conformados por
nombres de diferentes categorías lógicas, de maneras determinadas por las
categorías lógicas en cuestión, de modo que las palabras sólo tienen signifi
cado en el contexto de los signos proposicionales en los que aparecen (Prin
cipio del Contexto).
3. Utilizo las siguientes traducciones de los términos cuasi-técnicos del Tractatus: ‘Sachverhalt’, ‘acaeci
miento’; ‘Sachlage’, ‘hecho’; ‘Tatsache’, ‘hecho que se da’ (o ‘que es el caso’, ‘que acaece’, ‘que existe’); ‘abbilden’,
‘figurar’; ‘B ild’, ‘figura’; ‘vertreten’, ‘subrogar a’ o ‘ser vicario d e’; ‘dar/vor-stellen’, ‘representar’ o ‘presentar’;
‘Satz1, ‘proposición’ — hay que advertir que el sentido wittgensteiniano de esta expresión difiere del que se le da
contemporáneamente y vengo utilizando hasta aquí: una “proposición" tractariana no es lo que un signo proposicio
nal d ic e .s ino el signo proposicional interpretado— ; ‘Satzzeichen’, ‘signo proposicional’ o ‘enunciado’; ‘Bedeutung’,
‘referencia’; ‘Sinn’, ‘sentido’; ‘sagen’, 'aseverar’; ‘zeigen’, ‘aufweisen’, ‘mostrar’, ‘exhibir’.
Nada de lo que hemos dicho hasta aquí revela el carácter icónico de un
lenguaje figurativo. Para ponerlo de manifiesto debemos atender, finalmente, a
los significados lógicos de las expresiones. En este punto, resultará convenien
te concretar la exposición abstracta que hemos seguido hasta aquí introducien
do un lenguaje figurativo específico, con una sintaxis y una semántica. Esto es
algo que el propio Wittgenstein no hace en el Tractatus , y contribuye decisi
vamente a la dificultad del libro. La verdad es que existe una muy buena razón
para no hacerlo. Por un lado, el ejemplo que propongamos habría de servir para
ilustrar la tesis central de un metafísico descriptivo como Wittgenstein: a saber,
que los lenguajes naturales son lenguajes figurativos que no parecen serlo. Des
graciadamente, no hay, ni puede haber, un ejemplo de lenguaje figurativo así
(por razones que se expondrán después). O bien hemos de contentamos, pues,
con ilustraciones ficticias, inútiles para sugerir siquiera cómo alguien podría
pensar que todo lo que decimos puede expresarse en un lenguaje figurativo; o
bien habríamos de recurrir a falsas ilustraciones, utilizando lenguajes no figu
rativos. (O bien podríamos renunciar a ofrecer ilustración alguna, como Witt
genstein hace; pero descarto esta posibilidad porque dificulta enormemente la
comprensión.) En la tesitura, he escogido una ilustración a medio camino entre
la ficción y la falsedad. El lenguaje que propongo no es burdamente ficticio,
pues contiene la suficiente riqueza como para indicar qué podría tener en men
te el autor del T ractatus ; por otra parte, su falsedad no es obvia; podría pasar
por figurativo, si no se examina muy de cerca.
El propio Wittgenstein se representa a sí mismo, posteriormente, como
habiendo contemplado un lenguaje como el que voy a caracterizar: «Anterior
mente, yo mismo hablé de un “análisis completo’1; pensaba,que la filosofía
había de proporcionar una disección definitiva de las proposiciones con el fin
de establecer claramente todas sus conexiones'y de eliminar toda posibilidad
de malentendido. Hablé como si hubiese un cálculo en el cual tal disección fue
se posible. Tenía vagamente en mente algo como la definición que Russell
había dado para el artículo definido, y pensaba que, de manera similar, po
drían usarse impresiones visuales, etc., para definir el concepto, digamos, de
esfera, exhibir así de una vez por todas las conexiones entre los conceptos y
poner de manifiesto la fuente de todos los malentendidos, etc. En la raíz de
todo esto estaba una representación falsa e idealizada del uso del lenguaje»
(P hilosophical G ram m a r , 211). Se trataba de un “cálculo” al que, dice, “extra
viado como estaba por una falsa idea de reducción, pensé que el entero uso de
las proposiciones debería ser reducible” (ibid .). Nótese que las expresiones de
este cálculo designan cosas tales como “impresiones visuales”; es decir, obje
tos fenoménicos (III, § 2). Por esa razón, Wittgenstein se refiere a un lengua
je como el que tenía en mente en el T ractatus como un ‘lenguaje fenomenoló-
gico’: “Pensaba anteriormente que existía el lenguaje cotidiano que todos
hablamos comúnmente y un lenguaje primario que expresaría lo que realmen
te sabemos, a saber, fenómenos” (Waismann, 45). “No tengo ya en mente como
objetivo el lenguaje fenomenológico— o ‘lenguaje primario’, como acostum
braba a llamarlo—•” (P hilo so p h isch e B em erku n g en , § l).
Los nombres de nuestro lenguaje figurativo ideal, LFI, designarániobjétós
fenoménicos. En el Tractatus, Wittgenstein está dispuesto a contem plarííppsP
bilidad de que el número de nombres (y el de proposiciones elementales com
siguientemente) de LFI sea infinito (4.2211). Podría pensarse que esto entra en
conflicto con la idea de que los nombres de LFI designan objetos fenoméni
cos; pero no lo creo así. Recordemos lo que hicimos notar cuando introduji
mos el concepto de vivencia; a saber, que las vivencias incluyen también aspec
tos espaciales y temporales. Las sensaciones visuales se nos presentan, predo
minantemente, en un “campo visual”, un “espacio” puramente fenoménico
(“puramente fenoménico” en el sentido de que este espacio tiene las cuatro
características que atribuimos a los objetos fenoménicos en HI, § 2). Las sen
saciones auditivas se nos presentan predominantemente en un tiempo pura
mente fenoménico; etc. Podemos contemplar la idea de vivencias que se dan
sin elementos espaciales o temporales; en ciertas situaciones, podemos experi
mentar vivencias con elementos espaciales o temporales peculiares (por ejem
plo, colores en un espacio completamente bidimensional); pero no es así como
se nos presentan usualmente las vivencias. Supuesto esto, las mismas razones
que pudieran llevamos a considerar al espacio o al tiempo físicos compuestos
de un número infinito de puntos o instantes podrían llevamos igualmente a
suponer al campo visual o al tiempo fenoménicos así constituidos.
Propongo, pues, la siguiente descripción de LFI. Los nombres de particu
lares son cuádruplas ‘< e p e2, e3, t > ’ que significan regiones — o quizás pun
tos— del campo visual (especificadas mediante e p e2 y e3 relativamente a un
eje de coordenadas apropiado) en un tiempo t. AI origen de las coordenadas ^
espaciotemporales se le designa apropiadamente con un término singular ubicuo
en LFI: ‘aquí-y-ahora-para-S\ Los dígitos pueden ser tanto números reales como
intervalos; que hayan de ser una u otra cosa depende de la finura del análisis,
aspecto éste con el que no queremos comprometemos. Los predicados atribuyen
cualidades fenoménicas a estos particulares: colores, formas espaciales, solidez,
penetrábilidad o impenetrabilidad, altura sonora (presumo que las propiedades
acústicas, como el tono, se atribuyen a una fuente ubicada espacialmente), o esta
blecen relaciones entre ellas, como relaciones de intensidad sonora, de saturación
cromática, etc. Los signos proposicionales elementales tienen esta apariencia:
‘SóIido<k, í, m, n > \ ‘Rojp<k’,T, m’, n’> \ ‘<k", 1”, m”, n”>una-octava-más-alto-
que<k"\ 1"', m'", n,M> \ ‘Angustia aquí-y-ahora-para-S’, ‘Dolor-de-cabeza aquí-y-
ahora-para-S’, ‘<k", 1", m", n”>frente-a aquí-y-ahora-para-S’. Estos signos pro
posicionales elementales, pues, representan vivencias.
Me apresuro a constatar —antes de pasar a examinar los significados lógi
cos de las expresiones de LFI— que esto puede resultar paradójico. El modo
en que presentamos la distinción entre acaecimientos y vivencias anteriormen
te sugiere una contraposición ontológica: acaecimientos y vivencias serían
entidades de naturaleza distinta y disjunta. Es así como interpreta la distinción
el realismo por representación. Los acaecimientos son entidades contingentes,
que causan las vivencias y son por tanto causal-explicativamente independien
tes de ellas; la existencia de los acaecimientos que se dan puede ser coheren-
temente puesta en cuestión (como se hace en las conjeturas escépticas radica
les). Las vivencias, por contra, son entidades cuya existencia conocemos con
certidumbre. Tal y como hemos introducido LFI, sin embargo, resulta que, por
un lado, los signos proposicionales elementales (como todos los signos prepo
sicionales) representan “hechos” (pues así decidimos antes denominar a lo
representado por los signos proposicionales); por otro, que estos “hechos”
están constituidos por los mismos materiales que constituyen las vivencias.
Para el representacionalista, cabe propiamente llamar “hechos” sólo a los
objetos intencionales de los enunciados y pensamientos, que para él están cons
tituidos por acaecimientos objetivos. Desde luego, dado que los objetos inten
cionales de nuestros "pensamientos podrían no darse (incluso del modo
hiperbólico contempládo en las conjeturas escépticas radicales), estos objetos
intencionales deben estar por entero inmanentemente caracterizados mediante
entidades internas. Pero, como hemos venido insistiendo, el representaciona
lista mantiene los acaecimientos objetivos como el referente externo que, en
definitiva, determina si las conjeturas escépticas son correctas o (como parece
razonable creer, o incluso pretender que sabemos a través de complicadas infe
rencias) no lo son. En LFI, sin embargo, lo representado por los signos pro
posicionales es, directamente, el objeto intencional de los mismos; pero (en
sintonía con lo que hemos dicho antes sobre los referentes wittgensteinianos
de las^unidades léxicas) está íntegramente constituido por objetos fenoménicos.
Desde luego, este objeto intencional es contingente-si-se-da-y-posible-si-no-se-
da; pero obsérvese que las vivencias (incluso las vivencias cuyo darse conoce
mos con certidumbre) ya tienen esta propiedad: incluso la vivencia de #esfera
roja aquí# que noto ahora, y sé por tanto con certidumbre que se da, podría no
haberse dado; es enteramente coherente imaginar que yo podría haber tenido,
en este mismo momento, una vivencia espacial muy distinta a la que de hecho
tengo. Pero el objeto intencional de los signos proposicionales de LFI no es
“real”, en el sentido del representacionalista, y en el sentido natural del térmi
no: no es un acaecimiento que causa mis vivencias, uno que podría no darse
por más cierto que esté de que se da.
No hay en esto una contradicción, sino más bien la presentación de una
ontoíogía alternativa a la del realismo (sea el realismo “por representación” o
o el realismo a secas). La metafísica del Tractatus no es la del realismo por
representación, sino la del solipsismo; y, en esta ontoíogía, los acaecimientos
objetivos que tanto el realismo por representación como el realismo directo
reconocen han sido eliminados. Abordaremos con más detalle estas cuestiones
en el próximo capítulo. Pasemos ahora a examinar, con relación a LFI, los sig
nificados lógicos de las expresiones y, con ello, el carácter ¿cónico de este len
guaje. El carácter icónico de los signos proposicionales en los ejemplos ofre
cidos en la sección anterior, según la explicación que allá atribuimos a Witt
genstein, consistía en lo siguiente. Los signos proposicionales pertenecían a
sistemas de tales signos, construidos de acuerdo con reglas formales de cons
trucción; estas reglas tenían un carácter cromático, espacial o temporal, en tan
to que las reglas formales de construcción que determinaban cada uno de los
sistemas atendían a relaciones cromáticas, espaciales o temporales entre algu^i
nos elementos de los signos. Los elementos de los signos proposicionales, a sik
vez, subrogaban objetos. Estas relaciones de subrogación se habían establecí-7
do de modo tal que a cada signo proposicional construible le correspondiese
un hecho determinado, su específico “hacedor de verdad”. De este modo, los
hechos representados por los signos proposicionales mantienen entre sí rela
ciones isomorfas a aquellas que mantienen los signos proposicionales. Nuestro
problema ahora es que nada análogo parece poder decirse de los lenguajes en
general; en particular, no parece existir ninguna isomorfía entre los signos pro
posicionales de LFI y los hechos que queremos hacerles significar. Los signos
proposicionales de LFI no tienen características cromáticas ni temporales; y
sus características espaciales son aquí enteramente irrelevantes. Son “irrele
vantes” exactamente como lo eran, en el lenguaje cromático de la sección ante
rior, el tamaño de la muestra concreta de color o el material de que estaba
hecha: estos no son elementos esencialmente significativos, pues pueden variar
sin que varíe lo representado. Análogamente, podemos representar lo mismo
que representamos con LFI en un lenguaje sin características espaciales (en un
lenguaje de sonidos, por ejemplo), sin que lo representado tenga por qué variar.
Wittgenstein reconoce la dificultad: “A primera vista, no parece ser la propo
sición (tal y como, por ejemplo, aparece impresa en el papel) una figura de la
realidad de la que trata” (4.011).
Consideremos las reglas formales que legitiman en LFI la construcción de
los signos proposicionales elementales. Para enunciar las reglas de construc
ción es preciso clasificar a los nombres en categorías; recordemos que LFI
satisface eminentemente el Principio del Contexto fregeano. La clasificación se
hace por enumeración. Así, tenemos la categoría de los nombres propios, cons
tituida por ‘<k, 1, m, n>’ y 4<k', 1', m1, n’> \ etc.; la categoría de los nombres
predicativos monádicos, constituida por ‘Sólido’, ‘Rojo’, etc.; la categoría de
los nombres predicativos diádicos, constituida por ‘una-octava-más-alto-que’,
etc. Pensemos ahora en una regla de construcción prototípica para signos pro
posicionales elementales: la .regla de las predicaciones diádicas.4 La regla
podría ser enunciada así: “Es legítimo construir un signo proposicional conca
tenando un nombre propio, un nombre predicativo diádico y otro nombre pro
pio (el mismo, o uno distinto) Esta regla ilustra el hecho básico sobre las
reglas de construcción de signos elementales en LFI. A saber, que toman en
consideración uno de estos dos tipos de datos: datos sobre la identidad y la
diferencia de los nombres (a saber, que ‘<k, l, m, n>’ y ‘<k’, 1', m', n'>’ son
expresiones diferentes, como también lo son ‘<k", 1", m", n">’ y ‘una-octava-
más-alto-que’, mientras que ¿<k, 1, m, n>’ y ‘<k, I, m, n>’ son la misma expre
sión); y, adicionalmente, datos sobre la identidad y diferencia de categoría
(como que ‘<k", 1", m", n’V y ‘una-octava-más-alto-que’ no sólo son expre-
4. Al ilustrar el isom orfismo lógico entre el lenguaje y el mundo mediante esta regla de construcción, segur-,
mos una sugerencia de Wittgenstein: “Es evidente que percibimos una proposición de la forma ‘aRb’ com o una figu
ra. Aquí el signo dene manifiestamente un parecido con lo designado” (4.012).
siones diferentes, cosa que también ocurre con ‘<k, 1, m, n>’ y ‘< k \ 1\ m \ n '> \
sino que, a diferencia de lo que ocurre en este caso, son expresiones de dife
rente categoría: v~
Debemos exponer aquí la distinción que Wittgenstein hace entre signo y
símbolo. Las reglas de construcción como la que hemos enunciado son reglas
sintácticas: son reglas que determinan qué signos proposicionales son oracio
nes sintácticamente bien formadas. En el sentido usual de “sintaxis”, es claro
que ni ‘<k, I, m, n><k', \\ m ’, n'>una-octava-más-alto-que’ ni ‘Rede*, f, % /> ’
son oraciones sintácticamente bien construidas de LFI. La primera contiene
dos nombres propios y un nombre predicativo diádico pertenecientes a LFI,
pero en ella las expresiones no están dispuestas en el orden espacial apropia
do. La segunda contiene expresiones que podrían servir, exactamente igual que
las de LFI, para formar un signo proposicional en el que se combinan un nom
bre predicativo monádico y un nombre propio; pero son dos expresiones dife
rentes a las que integran las categorías de LFI. Las expresiones-tipo que ejem
plifican, simplemente, no pertenecen a LFI. El objetivo de la distinción de
Wittgenstein entre signo y símbolo es hacer claro que, si bien los hechos lógi
cos sobre las expresiones en que se apoyan las reglas lógicas de construcción
de signos proposicionales son hechos sintácticos, lo son en un sentido más abs
tracto que; él sentido usual a que nos acabamos de referir. “La proposición
posee rasgos esenciales y accidentales. Son accidentales los rasgos que depen
den^ del modo particular en que la oración se profiere. Son esenciales aquellos
sin los cuales la proposición no estaría capacitada para expresar su sentido. Lo
esencial en la proposición es, por consiguiente, aquello que tienen en común
todas las proposiciones que pueden expresar el mismo sentido” (3.34-3.341)
De acuerdo con la estipulación en 3.31(a-b), es justamente a estos rasgos esen
ciales :que Wittgenstein denomina ‘símbolos’. En general, “lo esencial en el
símbolo es aquello que tienen en común todos los símbolos que pueden servir
a un mismo propósito” (3.341). Ciertas propiedades sintácticas de un lenguaje
particular se identifican con las propiedades igualmente sintácticas de muchos
otros sistemas de notación, por lo demás muy distintos sintácticamente. Éstas
son, “propiedades simbólicas”. Las propiedades lógicas no son sólo propieda
des sintácticas de un cierto lenguaje, sino también propiedades simbólicas.
Siempre consideramos algún lenguaje específico, con una sintaxis especí
fica; por ejemplo, uno como LFI, en que un signo proposicional elemental con
un predicado diádico se escribe como ‘<k, 1, m, n>una-octava-más-alto-que<k’,
T, m', n V y no como ‘<k, 1, m, n x k ', 1\ m’, n'>una-octava-más-alto-que\ y
en el que ‘Rojo<k\ 1’, mr, n'>’ es un signo proposicional construido con signos
del lenguaje, mientras que no lo es ‘Rede*1, f , T, JV . Sin embargo, las reglas
lógicas de construcción (por oposición a las reglas específicamente sintácticas)
consideran sólo los aspectos simbólicos de la notación: aquellos que estarían
presentes en cualquier notación con la que podríamos expresar lo mismo. En
el caso del signo proposicional ‘<k, I, m, n>una-octava-más-alto-que<k\ T, m \
n’> \ los aspectos simbólicos a que hacen referencia las reglas lógicas de cons
trucción son: que haya un nombre predicativo diádico, y dos nombres propios
diferentes del primero y diferentes entre sí. Estos aspectos son: más abstractos*
que los aspectos “sígnicos” a que hacen referencia las reglas sintácticas :de lo¿
gramáticos, en tanto que estarían presentes también en signos proposicionales.
pertenecientes a otros lenguajes; por ejemplo, ‘<k, 1, m, n x k ', 1', m ', -;n¿>unaé
octava-más-alto-que’, o *<*', f , /'>una-octava-más-aIto-que<*, t, <J[, />A;,0-
dicho de otro modo, desde un punto de vista signíco, esto es, “sintáctico” en
el sentido usual del término, estos signos pertenecen a diferentes lenguajes;
Desde un punto de vista simbólico, todos ellos podrían pertenecer a lo que es,
esencialmente, el mismo lenguaje.
Obsérvese que es esencial para la expresión del sentido que queremos dar
le a ‘<k, 1, m, n>una-octava-más-alto-que<k', 1', m', n'>’ no sólo que ‘<k, 1, m,
n>’ y ‘<k\ T, m', n’> ’ difieran en categoría de ‘una-octava-más-alto-que’, sino
también que sean nombres diferentes. De otro modo, la diferencia entre ‘<k, 1,
m, n>una-octava-más-alto-que<k', \\ m', n’> ’ y ‘<k, 1, m, n>una-octava-más-
alto-que<k, 1, m, n>’ no sería esencial para la expresión del sentido de estas
oraciones, y, por tanto, podríamos expresar el mismo sentido con cualquiera de
ellas. Como esto no es así, hemos de incluir la diferencia de tipo entre expre
siones de la misma categoría entre los elementos simbólicos. (Pero no el hecho
de que esa diferencia se establezca mediante las diferencias entre *<k,l, m, n>’
v ‘<k\ T, m', n V , que es propiamente sintáctico; ‘<*\ t', T» !’> ’ y ‘<*> t> %
J>’ podrían haber servido al mismo fin.) Es por eso que “el símbolo caracteri
za una forma y un contenido” (3.31). La diferencia entre ‘<k, 1, m, n>’ y ‘una-
octava-más-alto-que’ es una diferencia de forma y de contenido. La diferencia
entre ‘<k, 1, m, n>’ y ‘<k', 1', m \ n’> ’ no es una diferencia de forma, pero sí
es, como hemos visto, una diferencia que constituye necesariamente parte del
símbolo; como lo que esa diferencia indica es que los referentes de ‘<k, I, m,
n>’ y 4<k', T, m', n V podrían ser distintos, Wittgenstein se refiere a ella como
una de “contenido”. Cualquier signo capaz de expresar el mismo significado
que ‘<k, 1, m, n>una-octava-más-alto-que<k', 1', m', n'>’ debe recoger también
la diferencia entre ‘<k, 1, m, n>’ y ‘<k', l', m', n V ; así, el símbolo en ‘<k, 1,
m, n>una-octava-más-alto-que<k', 1', m', n’> ’ caracteriza no sólo “formas”, sino
también “contenidos”.5
En resumidas cuentas: los hechos en que se apoyan reglas de construcción
como la que, siguiendo la sugerencia de Wittgenstein (4.012), estamos consi
derando a efectos ilustrativos — la regla de las predicaciones diádicas, “es legí
timo construir un signo proposicional concatenando un nombre propio, un
nombre predicativo transitivo y otro nombre propio (el mismo, o uno distin
to)”— son, necesariamente, hechos formales\ pueden ser enunciados sin hacer
referencia alguna al significado de los signos. Además, son hechos que deter
5. ‘Contenido’ tiene el mismo uso en la exposición de la ontoíogía al inicio del Tractatus. El mundo tiene
una sustancia, una forma fija: “esta forma fija está constituida por los objetos” (2.023); “tos objetos conforman la sus
tancia del mundo" (2.021). En la próxima sección examinaremos porqué tiene que haber algo “sustancial" en el mun
do. Tal sustancia “es forma y contenido" (2.025). La forma fija es así forma y contenido. Esto significa que no sólo
constituye lo sustancial en el mundo la existencia de diferencias en forma o categoría lógica, sino también la de dife
rencias que distinguen objetos de una misma forma. .
minan qué signos proposicionales han sido bien construidos. Por ambas razo
nes, cabe decir que son hechos sintácticos. Sin embargo, sería un error con
cluir de esto que se trata de los hechos necesarios para caracterizar la sintaxis
de un lenguaje específico, en el sentido usual de “lenguaje” y “sintaxis”. Pues
to que, como veremos, lo que los hace hechos lógicos es que determinan qué
se puede juzgar y aseverar (y qué se ha de juzgar o aseverar, dado que se ha
juzgado o aseverado ya algo otro), hay que verlos como hechos sintácticos
relativamente abstractos, ejemplificados en lenguajes por lo demás diferentes
entre sí. El mismo hecho lógico que en un lenguaje se expresa ubicando el ver
bo transitivo entre el sujeto y el objeto directo, se expresa en otro recurriendo
al orden espacial inverso, mientras que en un tercero las diferencias no se esta
blecen mediante el orden espacial en absoluto, sino a través de ciertas desi
nencias (“declinaciones”) que se colocan al final de las palabras, etc.
Tenemos ahora todos los elementos para comprender qué es ese parecido
común a los signos proposicionales de cualquier lenguaje posible (incluido a
los que puedan constituir nuestros pensamientos) y a la realidad por ellos
representadaXLa idea central de la teoría figurativa del Tractatus es ésta: la sin
taxis lógica dé un lenguaje, como LFI, establece qué signos se pueden utilizar
en el caso mínimo (signos proposicionales elementales) invocando para ello o
bien diferencias de categoría (diferencias de forma y contenido), o bien dife
rencias entre las expresiones de una misma categoría (diferencias sólo de con
tenido), entre los nogibres del lenguaje) Estas reglas establecen, por ejemplo,
que la expresión ‘<k', I, m, n>’ no se puede escribir sola, sino que debe escri
birse junto con otra como ‘Rojo’, o junto con una como 4una-octava-más-alto
que’ y otra de la misma categoría que ‘<k, 1, m, n>’, ella misma o una distin
ta, etc. Correlativamente, ‘una-octava-más-alto-que’ no puede escribirse sola,
ni ‘Rojo’ sola, sino que deben ser “completadas” por expresiones como ‘<k, 1,
m, n>’ o ‘<k’, 1', m’, n’> ’ (la primera por dos, la segunda por una). Todos estos
son hechos lógico-sintácticos sobre las expresiones. Ahora bien, a ellos corres
ponden, uno por uno, hechos sobre sus significados; corresponden tan estre
chamente, que unas y otras propiedades (las que determinan las diferencias de
“contenido” y las que determinan las diferencias de “forma”) son las mismas.
Es decir, al igual que ocurría en las ilustraciones de la sección anterior, las rela
ciones de subrogación entre los nombres y sus referencias se han establecido
de modo tal que, necesariamente, existe una isomorfía entre los signos propo
sicionales y los hechos que éstos representan. La isomorfía es en este caso más
abstracta que las isomorfías cromática, espacial o temporal en los ejemplos de
la sección anterior. Es una isomorfía lógica.
Así, isomorfamente a lo que ocurre con las expresiones, la referencia de
‘una-octava-más-alto-que’ es algo que no se puede dar “solo”, sino que se ha
de dar en hechos, relacionando pares de cosas como las referidas por ‘<k, 1, m,
n>’ o ‘<k’, 1’, m 1, n’> \ Lo mismo pasa con el referente de ‘Rojo’. Y el refe
rente de ‘<k, 1, m, n > \ por su parte, no se da “solo”, sino que es el tipo de
entidad que necesariamente ejemplifica propiedades como las significadas por
‘Rojo’ (es decir, propiedades monádicas), o está con otras de su misma cate
goría en relaciones como la referida por ‘una-octava-más-alto-que’.. (Dicho de
otro modo, no hay objetos particulares “desnudos” de toda propiedad y toda
relación; existir, para un particular, es darse en algún hecho: darse con alguna
propiedad, o darse en alguna relación consigo mismo o con otros particulares,
etc. Repárese en que esto vale también para los objetos fenoménicos.) EL pare
cido “lógico” entre el lenguaje y el mundo consiste en esta isomorfía entre los
hechos lógico-sintácticos sobre los símbolos que establecen qué signos propo
sicionales están lógicamente bien construidos en cualquier lenguaje posible, y
hechos análogos relativos a los objetos subrogados por los nombres.
Esta exposición nos da la clave para comprender la metáfora de la cadena
(2.03). Esta es la glosa que Wittgenstein hizo del texto posteriormente: «[...]
una proposición no es dos cosas conectadas por una relación. “Cosa” y “rela
ción” están al mismo nivel. Los objetos penden, por así decirlo, como en una
cadena» (Lee, 120). De acuerdo con la explicación del Tractatus, todas las
expresiones en ‘aR b \ V , ‘R* y ‘b \ son nombres; ‘a’ y ‘b ’ tienen, sin embar
go, diferente forma lógico-sintáctica que *R\ Los poderes de combinación
determinados por las reglas lógico-sintáctica de construcción para cada una de
esas expresiones, por s í solos, dan a ‘aRb’ su contingencia, su articulación, su
capacidad para ser un hecho figurativo. La diferencia lógica de categoría entre
‘a ’ y ‘R ’ consiste exclusivamente en las diferencias que las reglas lógico-sin
tácticas de construcción establecen entre ellas, al determinar qué signos pro
posicionales pueden ser legítimamente construidos con las expresiones de LFI.
Esta estructura no depende de nada más; en particular, no es precisa ninguna
relación adicional que “una” ‘a ’, ‘b’ y 4R \ (Y, si la necesitásemos, estaríamos
perdidos, pues habríamos comenzado un regreso al infinito.) Exactamente lo
mismo ocurre con los objetos subrogados por las expresiones, en razón del
isomorfísmo existente (según la teoría figurativa) entre el lenguaje y el mun
do. (jEl isomorfísmo postulado por el Tractatus consiste en que los objetos
subrogados por los nombres se comportan unos respecto de otros exactamente
como lo hacen los nombres, dada su sintaxis lógica.;
P
m!
m2 0
m 3 1 o
m4 0 o
Lo que mejor corresponde en LFI a cada uno de los tres signos proposi
cionales posibles en el lenguaje espacial de la segunda ilustración en la sec
ción tercera es, por consiguiente, cada una de las filas de esta tabla; es decir,
cada una de las descripciones exhaustivas posibles que podemos obtener yux
taponiendo signos proposicionales elementales. Cada una de ellas ofrece una
descripción exhaustiva, e incompatible con la que ofrecen los demás, de aque
llo que LFI permite describir. En virtud de la presumida isomorfía lógico-sin-
táctica entre signos proposicionales elementales lógico-sintácticamente permi
tidos, por un lado, y los hechos que significan, por otro, del mismo modo que
cada signo proposicional puede ser o no construido, cada hecho significado
puede darse o no. Análogamente, del mismo modo que cada signo proposicio
nal elemental puede pertenecer a una yuxtaposición exhaustiva lógico-sintácti-
camante permitida, con independencia de que los demás pertenezcan o no a
ella, el hecho que significa puede o no existir, con independencia de la exis-
tencia o no existencia de los demás.6 Cada una de las filas representa tam b i®
por consiguiente una posibilidad exhaustiva de existencia y no existencia de los^
hechos representados por los signos proposicionales elementales (4.27).¿Aho3
ra bien, en lugar de hablar de la existencia y no existencia de los hechos átcP
micos correspondientes a los signos proposicionales elementales, podríamos'
hablar simplemente de la verdad o la falsedad de los signos proposicionales
elementales; pues un signo proposicional elemental es verdadero si el hecho
que representa existe, y sólo en ese caso (4.25). Si utilizamos ‘V ’ para verdad
y ‘F’ para falsedad, obtenemos entonces (en nuestro pequeño modelo) la
siguiente tabla, isomorfa a la anterior:
P Q
mt V V
m2 F V
m3 V F
m4 F F
6. Ésta es la afirmación que sería preciso corregir si las proposiciones elementales no son independientes entre
sí. En ese caso, no todo signo proposicional elemental pertenece a una yuxtaposición permitida por las reglas lógico-
sintácticas. Las reglas de construcción de yuxtaposiciones permisibles, dicho de otro modo, no son puramente estruc
turales; no son sólo relativas a la categoría de las expresiones. Pues, presumiblemente, ‘Rojo’, ‘Verde’ y ‘Esférico’
pertenecen a la misma categoría, pero mientras que la yuxtaposición de ‘Rojo<k, I, m, n>’ y ‘Verde<k, I, m, n>' no
es permisible, sí lo es la de la ‘Rojo<k, I, m, n>’ y ,Esfcrico<k, 1, m, n>’. Es decir, ya no es un sim ple asunto de com
binatoria determinar cuáles son los mundos posibles representables mediante LFI. Alternativamente, puede introdu
cirse un sentido distinto, a d hoc, de “categoría”; pero, en ese caso, una parte muy importante del atractivo del Trac
tatus (el acuerdo con ciertos datos intuitivamente aceptables sobre la form a lid a d de un cierto subconjunto de las ver
dades analíticas, las propiamente lógicas) se perdería.
completa (al nivel de completitud que las proposiciones elementales ofrezcan)
efectuada presentando todas las proposiciones elementales de LFI, e indican
do cuáles de ellas son verdaderas. Los mundos posibles en este sentido están
completamente determinados, de un modo puramente combinatorio, por
hechos lógico-sintácticos que son independientes de las relaciones de subroga
ción entre nombres y objetos, “anteriores’’ a ellas.
Wntgenstein utiliza aquí otra metáfora sugestiva, denominando espacio
lógico al conjunto de todos los mundos posibles, así entendidos; las dos tablas
precedentes constituyen un pequeño modelo ilustrativo de lo que habría de ser
una representación de tal espacio. El espacio lógico es el ámbito total de posi
bilidad “permitido” a la realidad por los hechos lógico-sintácticos que deter
minan el sistema de los signos proposicionales elementales de LFI (y las yux
taposiciones permitidas, que supuesto el postulado de independencia son todas
las posibles), dada la presumida isomorfía lógica entre el lenguaje y lo que
representa. Si LFI permitiese realmente expresar todo lo que un ser humano
puede juzgar, considerar, esperar, desear, etc., en un momento dado, entonces
el espacio lógico delimita el ámbito de lo que es pensable por ese sujeto en ese
momento. Las coordenadas de este espacio (3.41) son los objetos, junto con
sus categorías lógico-sintácticas; pues unos y otros son un trasunto de los nom
bres que los subrogan en LFI junto con sus idénticas categorías. Los primeros
determinan la totalidad de los hechos atómicos posibles, los segundos la tota
lidad de las proposiciones elementales bien construidas; el resto es pura
combinatoria, presumido el postulado de independencia. “Cada cosa está, por
así decirlo, en un espacio de hechos atómicos posibles. Este espacio puedo
pensarlo vacío, pero no puedo pensar la cosa sin el espacio” (2.013). Las cosas
y los nombres que las subrogan tienen, necesariamente, categorías lógico-sin
tácticas en común; estas categorías determinan simultáneamente la totalidad de
las proposiciones elementales bien construidas de LFI y la totalidad de los
hechos atómicos por ellas representados. Son, pues, las “coordenadas” que
determinan el espacio lógico.
El espacio geométrico se subdivide en regiones; el espacio es la región
máxima. Dado que el espacio lógico es la totalidad de' ios mundos posibles,
cualquier subconjunto de esta totalidad es una “región” de este espacio, un
“lugar” . En la siguiente tabla representamos, a la derecha de la tabla anterior,
el espacio lógico (naturalmente, restringido a nuestro minúsculo modelo) jun
to con otras regiones más pequeñas; indicamos con ‘S f y ‘N o’ junto a una fila
si el mundo posible en cuestión pertenece o no a la región:
p o, <*3 <*5
m, V v Sí Sí Sí No Sí
m2 . F V Sí No Sí Sí No
m3 V F Sí Sí No No No
m4 F F Sí No No Sí No
El espacio geométrico es un receptáculo que puede ser ocupadoMótál-¿
parcialmente por particulares físicos, y también lo son sus párteselas regiones
o lugares (3.411). ¿Qué corresponde a esta idea en el símil del espació lógico
y sus regiones? Naturalmente, la posibilidad de “ocupación”, tanto dei espació
lógico como de sus regiones, por el mundo que corresponde íntegramente'¿í
mundo real. El espacio lógico contiene necesariamente, como uno de sus ele
mentos, al mundo posible representado por esa única fila que describe com
pletamente (al nivel de completitud posible mediante proposiciones elementa
les de LFI) la realidad. Y cualquier otra “región” del espacio lógico es
susceptible de incluir entre los mundos posibles que la constituyen (los que
pertenecen a ella) al mundo real, como cualquier región del espacio geométri
co es susceptible de ser ocupada por objetos físicos.
Podemos ahora apreciar la idea quizás más importante e influyente del
Tractatus. Los signos proposicionales elementales expresan un sentido, en tan
to que representan un hecho atómico. En tanto que representando un hecho, no
son meros signos proposicionales, sino proposiciones. El hecho que represen
tan estas proposiciones elementales es, esencialmente, una entidad contingen-
te-si-se-da-y-posible-si-no-se-da. Esa característica modal fundamental de los
hechos representados por las proposiciones viene reproducida en la articula
ción de los signos proposicionales, determinada por las reglas lógico-sintácti
cas. Enfatizamos el carácter modal de los hechos representados por los signos
proposicionales (es decir, del sentido expresado por esos signos), y no perde
mos nada, pensando en los hechos como regiones del espacio lógico: el con
junto de todos los mundos posibles en que se dan. Ésta es la definición oficial
del sentido de la proposición que ofrece el Tractatus: “El sentido de la propo
sición es su acuerdo y desacuerdo con las posibilidades de existencia y no exis
tencia de hechos atómicos” (4.2). Dado que “las posibilidades de existencia y
no existencia de hechos atómicos son significadas por las posibilidades de ver
dad y falsedad de las proposiciones elementales” (4.3), es decir, por los mun
dos posibles, un modo equivalente de expresar la definición anterior del senti
do representado por una proposición es éste: “La proposición es la expresión
dei acuerdo y desacuerdo con las posibilidades de verdad y falsedad de las pro
posiciones elementales” (4.4). Algunas regiones del espacio lógico (cr2, a 3)
constituyen por tanto lo representado por las proposiciones que hasta ahora
conocemos (respectivamente, p y q): “La proposición determina un lugar en el
espacio lógico” (3.4).
La metáfora espacial tiene una aplicación adicional, no menos interesan
te, que permite abundar en la propiedad de la identificación del sentido de una
proposición con un conjunto de mundos posibles. Podríamos pensar en ia
acción de describir una región del espacio geométrico como dirigida a carac
terizar esa región como estando parcialmente ocupada por un objeto físico.
Describir una región del espacio lógico (esto es, especificar un conjunto de
mundos posibles) equivaldría entonces a caracterizar esa región como conte
niendo el mundo real; describir la región a 3 sería, por tanto, equivalente a ase
verar la proposición que tiene como sentido esa región (a saber, q). Esta es la
explicación que ofrece Wittgenstein del concepto lógico de aseveración. Debe
recordarse que este concepto es más genérico que el que usualmente se expre
sa con el mismo término. Aseverar es, aquí, meramente presentar algo como
verdadero, entendiendo ‘verdadero’ en el sentido genérico que se expuso en
§ 2. Es decir, se “asevera”, en el sentido del Tractatus, no sólo cuando se hace
un aserto, sino también cuando se hace una propuesta, una sugerencia, cuando
se da una orden, incluso cuando se hace una pregunta (en este último caso,
naturalmente, no se presenta algo como verdadero, pero se presenta algo sobre
cuya verdad se inquiere): “Un pensamiento puede ser un deseo o una orden.
La verdad y la falsedad consisten entonces en que las órdenes sean obedecidas
o desobedecidas. [...] La esperanza, el temor y la duda son formas de pensa
miento” (Lee, p. 24).
No debe confundirse el sentido que una proposición representa — la región
del espacio lógico con la que está semánticamente asociada— con la asevera
ción de ese sentido. El signo proposicional p tiene el mismo sentido, tanto
cuando es usado para hacer una aseveración, como cuando forma parte de un
signo proporcional complejo, -»p, por ejemplo; pero en este último caso no
está aseverado. Esto es lo que expresa Wittgenstein cuando distingue mostrar
el sentido de una proposición de decirlo (4.022). La proposición p muestra su
sentido en los dos casos anteriores, pero sólo se dice o enuncia en el primero.
Por otro lado, la poslesión de sentido es una condición necesaria para la posi
bilidad de la aseveración. (Wittgenstein lo explica en 4.063 mediante una ana
logía introducida ‘para aclarar el concepto de verdad\ )
Hasta aquí hemos venido considerando signos proposicionales elementa
les. La propuesta de Wittgenstein es, en resumen, identificar los “hacedores de
verdad” o condiciones de verdad por ellos representados con una selección del
conjunto de todos los mundos posibles determinados por la totalidad de las
proposiciones elementales: “Las condiciones de verdad determinan el ámbito
que la proposición deja abierto a los hechos. (La proposición, la figura, el
modelo, son en un sentido negativo como un cuerpo sólido, que limita la liber
tad de movimientos de los otros; en un sentido positivo, como el espacio limi
tado por la sustancia sólida, dentro del cual hay lugar para un cuerpo)” (4.463).
En sentido negativo, una proposición excluye mundos posibles; en sentido
positivo, deja al hacerlo abierto un espacio para que sea ocupados por el mun
do real. Si se me dice ‘Clinton ganará las elecciones del 96 en USA’, podemos
pensar que lo que se hace es excluir que el mundo sea uno de entre ciertos
mundos posibles; se imponen ciertas condiciones que, por lo demás, dejan
muchas cosas abiertas que somos igualmente capaces de contemplar. (La pro
posición aseverada con 'Clinton ganará las elecciones del 96 en USA’ deja
muchas posibilidades abiertas: es compatible con mundos en los que Aznar ha
ganado antes las elecciones de ese mismo año en España, y también con mun
dos en los que no; con mundos en los que ha habido un gran terremoto en San
Francisco, y con mundos en los que no, etc.) La metáfora de 4.463, pues,
sugiere que éste es un modo intuitivamente razonable de explicar la idea de
condiciones de verdad: “Las posibilidades de verdad y falsedad de las propo-
siciones elementales constituyen las condiciones de verdad y falsedad de las
proposiciones” (4.41); “La expresión del acuerdo y desacuerdo, con las:pósibi¿
lidades de verdad y falsedad de las proposiciones elementales expresa las con-í
diciones de verdad de la proposición” (4.43J).^
Esta propuesta permite comprender lo que Wittgenstein califica en diver->
sos lugares como su ¡idea central: “Mi pensamiento fundamental es que las
«constantes lógicas» rio subrogan;'que la lógica de los hechos no se deja subror-
gar” (4.0312); “No hay «objetos lógicos»”, 4.441; “no hay «objetos lógicos»,
«constantes lógicas» (en el sentido de Frege y Russell)” (5.4). ‘Subrogar’ (‘ver-
treten’) es lo que hacen los nombres que conforman los signos proposicionales
elementales; es la relación semántica en que se encuentra el nombre y el obje
to del que el primero oficia como vicario en los signos proposicionales. Según
Wittgenstein, sólo los nombres subrogan; es por eso que dice que no hay cons
tantes lógicas, en el sentido de Frege y Russell. Naturalmente, en otro sentido
sí las hay: nuestro lenguaje cotidiano incluye expresiones correspondientes a
las constantes lógicas, y es obvio que Wittgenstein no puede negarles algún
significado (y uno específico para cada una: ‘y’ no significa lo mismo que ‘o ’).
Lo que es más importante, LFI ha de contenerlas también, como se verá ense
guida. ¿De qué modo, pues, significan las constantes lógicas? ¿Qué las distin
gue de los nombres?
Como constantes lógicas podemos pensar (después diremos por qué) en
las mismas cuyo funcionamiento semántico explicara Frege (VI, § 6): la nega
ción, la conjunción, el cuantificador universal, etc. Es más, las reglas semánti
ca que entonces propusimos sirven perfectamente bien para dar cuenta también
de cuál es su significado en LFI. Pero la interpretación de esas reglas es, en
este contexto, muy diferente. Según la explicación de Frege, las constantes
lógicas operan sobre la referencia de los signos proposicionales, en último
extremo sobre las referencias de los signos proposicionales elementales del
lenguaje. Ahora bien, las referencias de los signos proposicionales, elementa
les o no, son según Frege los valores veritativos de estos signos. En LFI, sin
embargo, las expresiones sólo tienen un tipo de propiedad semántica; los sig
nos proposicionales elementales, en particular, no tienen sentido *y referencia.
Esta única propiedad semántica de un signo proposicional elemental, según
Wittgenstein, no es, en absoluto, un valor veritativo; es el hecho que represen
ta, que, como hemos visto, cabe identificar con un selección de los mundos
posibles que conforman el espacio lógico. Por ambas razones, Wittgenstein uti
liza “sentido” en lugar de “referente” y “expresar un sentido” en lugar de “refe
rencia” cuando trata de signos proposicionales.
Las reglas para las constantes lógicas, por tanto, son las que ya conoce
mos; pero estas reglas operan ahora, en último extremo, con el sentido de los
signos proposicionales elementales, con regiones del espacio lógico. ¿Qué fun
ción desempeñan ahora ‘-v ‘ a ’ y ‘3 ’, tal y como aparecen en proposiciones
como, pongamos por caso, ‘-iRojo<k\ 1’, m’, n’> \ ‘(Rojo<k’, 1\ m’, n’> a
Rojo<k, 1, m, n>)’ o ‘3x Rojo x’? El sentido de una proposición elemental de
LFI (‘Rojo<k’, T, m’, n’> ’) es un conjunto de mundos posibles; sus condicio-
nes de verdad las caracteriza la “expresión del acuerdo y desacuerdo con las
posibilidades de verdad y falsedad de las proposiciones elementales” (4.431).
Supuesto esto,: ¿qué ocurre con ‘->Rojo<k’, I', m V n V ? Es fácil ver que las
reglas semánticas dadas en VI, § 6 transforman condiciones de verdad así
entendidas en nuevas condiciones de verdad; asignan a los conjuntos de mun
dos posibles determinados por las proposiciones a que se aplican nuevos con
juntos de mundos posibles. Así, por ejemplo, según la regla semántica ofreci
da para la negación en VI, § 6, la negación de una proposición produce un con
junto de mundos posibles, a partir del conjunto representado por la proposición
negada: el conjunto complementario con el seleccionado por el signo proposi
cional que se niega. La proposición p (= ‘Rojo<k\ T, m’, n V ), en nuestro
modelo reducido, era idéntica a la región g 2, { m ,^ } ; su negación, ‘-iRojo<k’,
1', m \ n’> \ es simplemente la región g 4, {m2,m4}. Si el sentido de una propo
sición no es más que la especificación de un conjunto de mundos posibles, si
“la expresión del acuerdo y desacuerdo con las posibilidades de verdad y fal
sedad de las proposiciones elementales expresa las condiciones de verdad de
la proposición” (4.431), entonces, ciertamente, a 4 es una proposición tan legí
tima como la expresada por p, G2. De acuerdo con la regla que dimos en VI,
§ 6 para la conjunción, ‘(Rojo<k’, ^ n»> A R0jo<k, 1, m, n>)’ representa la
región del espacio lógico a 5 en la tabla de más arciba (como se recordará, q =
‘Rojo<k, 1, m, n>’), ( m j . Por último, y en virtud igualmente de la regla que
dimos para la cuantificación existencial en VI, § 6, el signo proposicional ‘3x
Rojo x ’ caracteriza en nuestro reducido espacio lógico la región {mlT m2,.m3}.
“Supongamos que me fueran dadas todas las proposiciones elementales.
Entonces cabe considerar simplemente qué proposiciones puedo construir a
partir de ellas. Y ésas son todas las proposiciones, y están i l i m i t a d a s ” (4.51).
El sentido de una proposición es una región del espacio lógico determinado por
las proposiciones elementales; por tanto, hay proposiciones no expresadas por
proposiciones elementales. Esas otras proposiciones no expresadas por ningu
na proposición elemental (denominémoslas ‘complejas’), sintácticamente
hablando, las construimos con ayuda de las constantes lógicas; junto con las
elementales, constituyen todas las proposiciones. Podemos decir, con expre
sión afortunada de Ian Hacking,7 que las constantes lógicas son ‘subproductos
del sistema de representación’. Lo esencial para que haya un sistema de repre
sentación son las relaciones de subrogación entre los nombres y sus referentes
y las propiedades lógico-sintácticas de los nombres que determinan qué pro
posiciones elementales (y yuxtaposiciones de las mismas) son permisibles. La
existencia de las constantes lógicas es subsiguiente a la de las relaciones
semánticas de subrogación y al isomorfismo entre nombres y cosas en que con
siste el “parecido” lógico entre el lenguaje y el mundo.
De modo general, por consiguiente, una proposición es una función veri-
tativa de proposiciones elementales (5); pues cada región del espacio lógico
7. En “What is Logic?".
puede verse como una función (en el sentido matemático del término) qué úsioil
na un ‘S f o un ‘N o’ a cada combinación posible de los valores veritativós dé
. las proposiciones elementales. Por las razones combinatorias que dimos antesH
si hay n proposiciones elementales, habrá 2n combinaciones diferentes de valo-'
res veritativós para ellas; por esas mismas razones, si 2n = ¿, habrá 2* proposi
ciones diferentes (4.42). En nuestra pequeña maqueta ilustrativa hay cuatro
combinaciones diferentes de valores veritativós para las dos proposiciones ele
mentales, y 16 funciones veritativas o regiones del espacio lógico diferentes;
entre ellas, las cinco representadas en la tabla. Cada función veritativa es una
proposición, y todas ellas constituyen la totalidad de las proposiciones dife
rentes expresables en un lenguaje con esas dos proposiciones elementales.
Todas las constantes lógicas que precisamos son las necesarias para significar
todas las regiones posibles del espacio lógico, todas las proposiciones posibles.
Desde un punto de vista lógico, un lenguaje figurativo ideal es, según
Wittgenstein, un lenguaje de primer orden, cuyo universo del discurso contie
ne entidades de diferente categoría. Wittgenstein no lo dice en esos términos,
porque la distinción entre lenguajes de diferentes órdenes (tal y como se
entiende contemporáneamente) no se había hecho en su época. Wittgenstein
habla de lenguajes como ios del los Grungesetze de Frege o los Principia Mat-
hematica de Russell y Whitehead (3.325). Los signos proposicionales elemen
tales de esos lenguajes contienen expresiones para designar entidades de dife
rentes “tipos” : particulares de particulares y relaciones entre particulares,
propiedades de propiedades del primer tipo y relaciones entre ellas (y quizás
también con particulares), etc.8 Es sabido que las conectivas lógicas usual
mente empleadas en los lenguajes de primer orden son interdefmibles; la nega
ción y la conjunción, por ejemplo, bastan por sí solas para expresar todas las
funciones veritativas, y ‘todo es IT puede expresarse como ‘no es el caso que
algo no sea 17*. La negación, la conjunción y el cuantificador existencia! ser
virían por tanto para expresar todos los sentidos distintos permitidos por LFI.
Elegantemente, Wittgenstein propone reducir todas las constantes lógicas
(incluidas los cuantificadores) a una sola, que expresa con la letra ‘N ’ (5.5).
No viene aquí al caso que expliquemos cómo Wittgenstein consigue expresar
todo lo que se puede expresar en un lenguaje usual de primer orden con su úni
ca constante lógica.9
Sobre la base de la concepción semántica que se acaba de exponer, Witt
genstein dice que p y -»/? “tienen sentidos contrapuestos”, pero “les corres
ponde una y la misma realidad” (4.0621); les corresponde una y la misma rea-
8. En la concepción del Tractatus, sin embargo, todos los objetos (incluidas las propiedades, relaciones, etc.)
son nom brables’, por lo tanto, aunque se puede cuantificar sobre propiedades, relaciones, etc., al hacerlo no se cuan-
tifica sobre subconjuntos arbitrarios de los objetos particulares del universo. Por eso un lenguaje figurativo es, esen
cialmente. uno de primer orden. En un lenguaje de segundo orden se cuantifica sobre subconjuntos arbitrarios de las
entidades que conforman el universo del discurso. Cuantificar sobre propiedades es. en el Tractatus. simplemente
cuantificar sobre uno de los tipos de objeto que conforman el universo.
9. Fogelin negó esto en su Wittgenstein, pero Geach y Soames mostraron que sus argumentos no son con
vincentes. Véase Milter, “Tractarian Semantics for Predícate Logic", para un resumen accesible de los hechos.
lidad, porque la realidad que les corresponde está enteramente constituida por
los objetos subrogados por los nombres y sus posibilidades de combinación.
Esto es lo que quiere decir Wittgenstein con su afirmación de que “las cons
tantes lógicas no subrogan”, que “en la realidad no corresponde nada al sig
no ‘-i’”. Podemos resumir el punto de vista de Wittgenstein así. Para poder
establecer representaciones simbólicas que pueden ser entendidas tanto si son
verdaderas como si son falsas, no basta con establecer relaciones semánticas
de subrogación entre signos y referencias — aunque es necesario hacerlo— .
Es preciso también que las expresiones que hacen de vicarios de objetos ten
gan propiedades lógico-sintácticas en común con sus significados; estas pro
piedades, que han de ser compartidas por las expresiones y las cosas, son “for
males”, es decir, deben ser poseídas por los signos mismos con independen
cia de cuál sea su referencia. Así, una vez que éstas están dadas — una vez
que están dadas todas las proposiciones elementales— , están dadas además
otras proposiciones, cuyo sentido puede ser determinado a partir del sentido
de las proposiciones elementales mediante aplicaciones sucesivas de reglas
como la de la negación.
La contribución de las constantes lógicas al sentido de las proposiciones,
por consiguiente, no requiere suponer que subroguen objetos extralingüísticos,
como lo hacen los nombres. Requiere apreciar que en la base hay proposicio
nes elementales que,ya tienen sentido, y que la contribución semántica de las
constantes lógicas es-en último extremo relativa al sentido de las proposicio
nes elementales: “[...] no puede entenderse el sentido de «-ip» a menos que se
entendiera ya de antemano el sentido de «p»” (5.02). “La proposición que nie
ga determina un lugar lógico con ayuda del lugar lógico de la proposición
negada, pues lo describe como situado fuera de éste” (4.0641). Por esta razón,
Wittgenstein critica la teoría fregeana de la referencia de las proposiciones (VI,
§ 5). Frege argumenta que las proposiciones tienen como referencia su valor
veritativo, y que las constantes lógicas operan sobre esa referencia. Según esto,
si p es una proposición elemental, la negación es una función que opera sobre
su valor veritativo. Pero “la explicación del concepto de verdad ofrecida por
Frege es falsa: si «lo Verdadero» y «lo Falso» fuesen realmente objetos, y fiie-
sen los argumentos eri -^p, etc., entonces, según la explicación de Frege, el sen
tido de «->p» no estaría en modo alguno determinado” (4.431). Según la expli
cación de Wittgenstein, la negación de una proposición elemental opera sobre
el sentido de la proposición, no sobre su valor veritativo; por esta razón, el sen
tido de ‘-iSólido<k, 1, m, n>’ y el de ‘-iRojo<k\ 1', m', n'>’ serán presumi
blemente distintos, incluso si los valores veritativos de ‘Sólido<k, 1, m, n>’ y
4Rojo<k', 1', m', n'>’ son los mismos. Frege, desde luego, pensaba que las ora
ciones tienen sentido, además de referencia; él habría protestado que, incluso
aunque ‘Sólido<k, 1, m, n>’ y ‘Rojo<k\ 1', m', n’> ’ tengan la misma referen
cia, bien pueden tener diferente sentido. Pero esto no nos aclara cómo se pro
duce la diferencia de sentido entre ‘-<Sólido<k, I, m, n>’ y ‘-iRojo<k', 1\ m',
n'> \ La queja de Wittgenstein es que la explicación de Frege deja indetermi
nada cuál es la contribución de la negación al sentido de una proposición como
‘->Rojo<k:', 1', m', n'>’; la definición que Frege da del significado de la nega
ción es correcta, sólo que es esencial apreciar (en contra dé Fr«ge) que con lo
que se opera es, en último extremo, con el sentido de las proposiciones ele
mentales — y no con su referencia fregeana, común a proposiciones con senti
dos muy diferentes— :
Tiene que hacerse evidente en nuestros símbolos que lo que se conecta, por
medio de V ’, ‘ a ’ , etc., han de ser proposiciones. Y ello es así, pues el símbo
lo en «p» y «q» presupone ya V , ‘-i\ etc. Si el signo «p» en «p v q» no estu
viera en lugar de un signo complejo, entonces, por sí solo, no podría tener sen
tido; en ese caso, tampoco podrían tener sentido los signos «p v p», «p a p»,
etc., que tienen el mismo significado que «p». Pero si «p v p» no tiene senti
do, tampoco puede tenerlo «p v q» (5.515).
Para que exista significado, en el caso más básico, debe haber un signo
complejo, un signo proposicional articulado de acuerdo con ciertas reglas
lógico-sintácticas. De ahí que, según Wittgenstein, un signo proposicional no
pueda nunca ser un nombre, ni tener referencia. El caso básico es el de los
signos proposicionales elementales; y, como hemos visto, que tengan senti
do conlleva inmediatamente que lo tengan también otras proposiciones,
expresables sólo con ayuda de las constantes lógicas (“el símbolo en «p» y
«q» presupone ya V , ‘-i\ etc.”). “Donde hay composición, hay argumento
y función; y donde ellos están, están todas las constantes lógicas” (5.47).
Donde hay composición (en la proposición, por más que sea elemental), hay
articulación, expresiones de diferente categoría lógica (“argumento y fun
ción”). Esta articulación determina el espacio lógico, y, con él, la función de
toda constante lógica. “Se podría decir: la única constante lógica es lo que
todas las proposiciones, dada su esencia, deben tener en común. Pero esto es
la forma general de la proposición” (ibid.). En esencia, una proposición es
algo susceptible de verdad o falsedad, algo que representa una entidad con
tingente-si-real-y-posible-si-irreal; por consiguiente, el signo mismo que la
expresa tiene una articulación lógica en común con las cosas significadas.
Pero la existencia de esta articulación común a los signos y a las cosas con
lleva la existencia de todos los recursos necesarios para expresar cualquier
sentido posible.
10. En las Investigaciones Filosóficas, y en el curso de ío que considero un examen crítico sistemático de las
doctrinas del Tractatus, pone Wittgenstein en boca de su “yo" anterior una queja: que, ai hacer sus propuestas alter
nativas, ef autor de las Investigaciones está pasando por alto el problema fundamental, la “gran cuestión" que le ocu
pó en la fase anterior: “Podría objetarse: «¡Tú cortas por lo fácil! Hablas de tocios los juegos del lenguaje posibles,
pero no has dicho en ninguna parte qué es lo esencial de un juego del lenguaje y, por tanto, del lenguaje. Qué es
común a todos esos procesos y los convierte en lenguaje. Te ahorras, pues, justamente la parte de la investigación que
te fia dado en su tiempo ios mayores quebraderos de cabeza, a saber, la tocante a la form a general de la proposición
y del lenguaje.» Y eso es verdad.”
son permisibles, rigen también para los objetos por ellos referidos, especifi
cando ahora qué hechos atómicos son posibles. El sentido de un signo propo
sicional elemental es, así — como el signo que lo expresa, y por las mismas
razones— algo contingente-si-se-da-y-posible-si-no-se-da.
(iv) (Postulado de independencia) Las reglas lógico-sintácticas determinan
también qué aseveraciones de signos proposicionales elementales son compa
tibles entre sí. La aseveración de un signo proposicional elemental no es
incompatible con la aseveración de cualquier otro signo proposicional elemen
tal; pueden, por tanto, yuxtaponerse aseveraciones de cualesquiera signos pro
posicionales. Una yuxtaposición exhaustiva consiste en una indicación, para
cada signo proposicional elemental, de si se asevera o queda en suspenso su
aseveración. Las yuxtaposiciones exhaustivas son incompatibles entre sí.
(v) En vista de (iv), eí sencido de un signo proposicíonai elementa] se iden
tifica con una región del espacio lógico constituido por todas las yuxtaposi
ciones exhaustivas posibles. Esta región se identifica a su vez con una función
veritativa de las proposiciones elementales: a saber, la función que selecciona
toda yuxtaposición exhaustiva de la que forma parte la aseveración del signo
proposicional. Hay regiones de este espacio — funciones veritativas de propo
siciones elementales, y, por tanto, sentidos potenciales— no expresadas por
ninguna proposición elemental. Las constantes lógicas son operaciones que
transforman funciones veritativas en funciones veritativas, permitiendo expre
sar todos los sentidos potenciales: todos los hechos contingentes-si-se-dan-y^
posibies-si-no-se-dan determinados conjuntamente por las reglas semánticas
icónicas y ostensivas.
Wittgenstein aduce tres consideraciones en favor de la tesis de que estos
rasgos constituyen la “esencia del lenguaje”: (a) La tesis explica la sistemad'
cidad de la propiedad semántica fundamental, la de expresar un acto lingüísti
co una cierta proposición, (b) La tesis resuelve el problema de la intencionali
dad, en eí caso de los enunciados (que, según él, es el único en el que el
problema surge); es decir, explica cómo es que entendemos lo que los actos
lingüísticos básicos expresan, pese a que puede no darse realmente, (c) La tesis
asigna un lugar único a las proposiciones lógicas entre todas las proposiciones;
es decir, explica la naturaleza de la verdad analítica (que coincide-con la ver
dad cognoscible a priori y la verdad necesaria). Desarrollamos a continuación
los dos primeros puntos, y en la siguiente sección el tercero.
(a) Una aseveración de la teoría figurativa se encuentra en 4.01: “la pro
posición es una figura de la realidad”. La justificación para esa aseveración se
da en 4.02: “Esto se ve a partir del hecho de que podemos entender el sentido
de un enunciado sin que nos sea explicado de antemano”.11 Un comentario
ulterior a esto es: “es una característica esencial de los enunciados ei que con
ellos se nos puede comunicar nuevos sentidos” (4.027). Es claro que aquí Witt-
11. El demostrativo ‘esto’ refiere a lo que se dice en el parágrafo que le precede inmediatamente en él orden
da. prefación determ inado p o r la numeración de la obra, esto es. 4.01, y no a lo que se dice en eí parágrafo qué fe
precede inmediatamente en el orden en que están impresos, a saber, 4.016.
genstein nos llama la atención, con el fm de justificar la teoría figurativa, sobre
el dato ya familiar de la sistematicidad del significado de los enunciados:
mientras que los significados de las unidades léxicas con las que no estamos
familiarizado nos los tienen que explicar de antemano, para que seamos capa
ces de entenderlas, no ocurre así con los enunciados: somos capaces de enten
der enunciados que nunca antes habíamos encontrado; y esto no es una casua
lidad, sino que pertenece a la esencia del lenguaje. “Los significados de los
signos simples (las palabras) nos deben ser explicados, para que podamos enten
derlos. Con las proposiciones nos entendemos por nosotros mismos” (4.026).
Los principios fregeanos del Contexto y de Composicionalidad (VI, §1)
nos permitieron profundizar en la idea de la sistematicidad lingüística. Adver
timos entonces que en la idea de que el lenguaje posee estructura hay dos ele
mentos separables: por un lado, hay propiedades lingüísticas que no se esta
blecen caso por caso, sino por reglas que toman en consideración en último
extremo propiedades, ellas sí, determinadas por enumeración; esto es lo que
propiamente venimos llamando ‘sistematicidad’. Por otro, hay propiedades lin
güísticas que sólo se ejemplifican contextualmente, contribuyendo a la ejem-
plificación de otras propiedades. La teoría figurativa también recoge este
segundo elemento: entender una palabra requiere no sólo saber en lugar de qué
está, sino también cuál es el poder combinatorio común a la palabra y a su sig
nificado, es decir, saber cómo se combina ía palabra con otras palabras para
formar oraciones. “Sólo la oración tiene sentido; sólo en el contexto de la pro
posición tiene un nombre significado” (3.3). 2.0122 proporciona el correlato
ontológico.12
El Principio del Contexto no es en el Tractatus meramente una guía meto
dológica, como lo era en Frege. Se fundamenta en el carácter icónico de todo
lenguaje; esto, a su vez, explica los dos datos que vamos a examinar a conti
nuación, el carácter intencional, y, por tanto, falible, de las relaciones semán
ticas fundamentales (las que vinculan los enunciados a los sentidos que aseve
ran) y la existencia de verdades analíticas, cognoscibles a priori y necesarias.
Pero ambas son propiedades esenciales del lenguaje; de modo que, si la teoría
figurativa es verdadera, no preguntarse por el significado de las unidades léxi
cas separadas de los signos proposicionales en los que pueden aparecer es
mucho más que una conveniencia metodológica. Es algo que viene exigido por
la estructura lógica del mundo, que todo lenguaje necesariamente reproduce.
El que nuestras intuiciones lingüísticas revelen el carácter estructurado del
12. Dicho sea de paso, en esto reside la razón última por la que “el mundo es la totalidad de los hechos, no
de las cosas” (I.I); com o el mismo Wittgenstein glosara a Lee: “Lo que el mundo es se da por descripción, y no
mediante una lista de objetos. Del mismo modo, las palabras no tienen sentido excepto en las proposiciones, y la pro
posición es la unidad del lenguaje” (Lee, 119). Es esencial a una palabra aparecer en una u otra oración, aunque no
en ninguna específica; análogamente, es necesario a las cosas constituir unos u otros hechos, aunque no ningún hecho
específico. Por tanto, una lista de palabras sólo remite a todos los enunciados que se pueden construir con ellas, y
entre ellos los habrá verdaderos y los habrá falsos; análogamente, una lista de cosas sólo remite a los hechos que pue
den constituir, y entre ellos los podrá haber que se dan y podrá haberlos que no se dan. Así, un intento de describir
el mundo dando una lista de cosas lo deja todo indeterminado. Para describir el mundo hemos de hacer más: hemos
de aseverar hechos.
lenguaje, en los dos sentidos indicados confirma, por consiguiente, la tesis del
Tractatus.
(b) La idea central de la teoría figurativa, tal y como la hemos expuesto
en las secciones precedentes, consiste en que existe una isomorfía profunda y
esencial entre cualquier sistema de representación y lo que el sistema repre
senta, análoga a la que observamos en los ejemplos de § 2; todo lenguaje inclu
ye, necesariamente, un elemento icónico. Wittgenstein lo expresa así: “Para
que la figura tenga siquiera la posibilidad de figurar lo figurado, algo debe ser
idéntico en la una y lo otro” (2.161). Según Wittgenstein, pues, hay algo pecu
liar que hace difícil a las figuras “figurar lo figurado”; por ello, la figuración
sólo puede “lograrse” si existe-una isomorfía entre signos y cosas. Entre otros
muchos textos, 2.17 y 2.18 ponen de manifiesto' cuál es esa peculiaridad; Witt
genstein lo expresa poco después así: “No se puede saber si la figura es ver
dadera o falsa sólo por ella misma” (2.224). Lo mismo dice respecto de los
enunciados en 4.024: “Entender un enunciado significa saber qué es el caso si
es verdadero. (Puede entenderse, por tanto, sin que se sepa si es verdadero.)”
Es manifiesto que los actos lingüísticos ordinarios tienen esta característica:
representan algo que no tiene por qué darse realmente. Eso ocurría ya con las
tres ilustraciones ofrecidas a modo de ejemplo de signos intuitivamente icóni-
cos en § 2, y ocurre con la primera proferencia “normal” que se nos ocurra.
Lo que tenemos aquí no es más que uno de los criterios indicativos de la pecu
liaridad de las relaciones intencionales, su falibilidad (III, § 1).
La teoría figurativa da cuenta de esto, generalizando la explicación que
presentamos al final de § 2 para los casos intuitivamente icónicos allí conside
rados. Wittgenstein dice (2.1511): “Es así que la figura está ligada a la reali
dad; llega hasta ella”, en un contexto que deja claro que con ‘así’ no se refie
re — como las glosas de algunos intérpretes sugieren— meramente a la corres
pondencia en virtud de la cual los nombres subrogan a sus representados. El
contexto indica con claridad que con ‘así’ se refiere más bien a ese “algo idén
tico” que deben compartir los enunciados y lo que representan, a que Witt
genstein denomina la “forma lógica”. El texto dice que la figura “llega” a la
realidad en virtud de que tiene la misma forma que la realidad; es decir, en vir
tud de que los modos de combinación de los nombres son idénticos a los
modos de combinación de los objetos nombrados. “La proposición nos parti
cipa un hecho; por tanto, debe estar esencialmente conectada con el hecho. Y
la conexión es, justamente, que la proposición es la figura lógica del hecho”
(4.03).
Lo que la teoría figurativa propone, pues, es una solución al problema de
la intencionalidad alternativa a la ofrecida por los representacionalistas (III,
§ 3), Si los enunciados pueden representar hechos no existentes, es porque los
hechos representados están necesariamente compuestos de objetos, con pro
piedades lógicas (la posibilidad de combinarse de ciertos modos, entre ellos el
simbolizado en el enunciado), y estas posibilidades lógicas de las cosas que
dan reproducidas por las posibilidades de combinación de los signos antece
dentemente conocidas. Wittgenstein excluye así una explicación como las de
Locke o Frege, para quienes la posibilidad de representar lo que no existe se
explica porque la conexión de las palabras con las cosas es indirecta. En el pró
ximo capítulo examinaremos las razones de Wittgenstein contra el representa-
cionalismo.
(c) Aunque no ocurre así con los que proferimos usualmente, hay enun
ciados que no podrían ser falsos; uno paradigmático en LFI podría ser
‘-i(Rojo<k, 1, m, n> a -»Rojo<k, 1, m, n>)’. Este enunciado es una tautología
(4.46); su sentido es el conjunto de todos los mundos posibles— en el peque
ño modelo de la sección anterior, la región G,— . Si aseverar una proposición
es seleccionar una región del espacio lógico, con la intención de “capturar” al
hacerlo el mundo real, entonces aseverar una tautología es la manera menos
arriesgada de hacerlo: no excluimos al hacerlo ninguna posibilidad, de modo
que no podemos equivocamos. Pero una aseveración es más informativa cuan
tas más posibilidades excluye, cuanto más probable es su falsedad; por consi
guiente, aseverar una tautología es aseverar algo completamente falto de poder
informativo. La proposición negada por nuestro ejemplo, ‘(Rojo<k* 1, m, n> a
-iRojo<k, 1, m, n > )\ por otra parte, es una contradicción: representa la región
a la que ningún mundo pertenece. Esta proposición es hasta tal punto “infor
mativa”, en el sentido anterior (es decir, excluye tantas posibilidades), que no
puede ser verdadera. Tampoco puede cumplir ninguna función usual aseverar
este “hecho”.
Tautologías y contradicciones son, pues, proposiciones cuya aseveración
no tiene objeto; son proposiciones “sin sentido” (4.461). Pero en un lenguaje
como LFI su existencia es necesaria. Lo que es más, su existencia está nece
sariamente garantizada por las propiedades (i)-(v), que el Tractatus pretende
son esenciales a todo sistema de representación. La existencia de las tautolo
gías y de las contradicciones se sigue inmediatamente de la existencia de reglas
semánticas icónicas, que son las que explican la intencionalidad de la repre
sentación y las que conllevan la sistematicidad de las representaciones. Pues
estas reglas permiten identificar el hecho representado por un signo proposi
cional con una región del espacio lógico (un conjunto de mundos posibles), y
a toda región del espacio lógico con un sentido potencialmente representable
en el lenguaje dado. Las reglas conllevan de este modo la necesidad de que el
lenguaje contenga signos proposicionales complejos, y las constantes lógicas
con las que construirlos a partir de signos proposicionales elementales; y entra
ñan así ipsofacto la existencia de tautologías y contradicciones. Tautologías y
contradicciones, por consiguiente, no son batiburrillos sólo en apariencia inte
ligibles de expresiones lingüísticas, sino enunciados inteligibles (4.4611).
Las reglas icónicas entrañan también, necesariamente, la existencia de la
siguiente relación entre conjuntos de enunciados (“premisas”) y enunciados
(“conclusiones”):- la relación consistente en que el conjunto de los mundos
posibles en que son verdaderas a la vez todas las premisas, pertenecen también
al conjunto de mundos posibles en que es verdadera la conclusión. Esta rela
ción (la relación de consecuencia lógica, 5.11) se da, por ejemplo, entre el con
junto de premisas constituido sólo por ‘Rojo<k, 1, m, n>’ (que en el modelo de
§ 4 representaba la región {m1(m2|) y la conclusión ‘3x Rojo x ’ (que repre
sentaba la región {m,, m2, m3}); y se da también entre el conjunto constituido
por ‘-i(-iRojo<k, 1, m, n> a ->Sólido<k', 1\ m', n’> )’ y por SSólido<k', T, m',
n’> \ y la conclusión 4Rojo<k, 1, m, n>’. Determinadas tautologías (por ejem
plo, ‘Rojo<k, 1, m, n> —> 3x Rojo x ') sirven para expresar relaciones de con
secuencia entre enunciados perfectamente significativos. De hecho, toda rela
ción de consecuencia, en la medida en que el número de las premisas sea fini
to, puede expresarse mediante una tautología de estas características. Dado que
el objetivo de la lógica es sistematizar todas las relaciones de consecuencia
lógica entre proposiciones enteramente significativas, la lógica consiste así en
un conjunto de tautologías (6.1221, 6.1201, 6.1264, 6.1).
El principal objetivo filosófico de Wittgenstein al emprender la investiga
ción que llevaría al Tractatus era dar cuenta de la singularidad de la verdad
lógica y de las relaciones de consecuencia lógica (6.112), por oposición a la
verdad empírica y a las relaciones de inferencia que establecemos sobre fun
damentos empíricos. La teoría figurativa da cuenta de esta singularidad, en los
siguientes términos: “La marca característica de las proposiciones lógicas es
que su verdad puede reconocerse en el símbolo sólo, y este hecho encierra en
sí la totalidad de la filosofía de la lógica” (6.113). Para apreciar cabalmente
esta concepción —evitando el error común de confundirla con otra— es pre
ciso comprender el papel recíproco desempeñado por los dos tipos de reglas
semánticas necesariamente presentes en todo lenguaje figurativo, las reglas
ostensivas y las icónicas. Wittgenstein recoge esta diferencia mediante su dis
tinción entre la “lógica” y la “aplicación de la lógica”.
La lógica de un lenguaje está determinada por el conjunto de reglas
semánticas icónicas; la aplicación de la lógica a un lenguaje dado está deter
minada además por el conjunto de las reglas semánticas ostensivas. La con
cepción wittgensteiniana de la singularidad de la lógica se puede resumir así:
la lógica es siempre lógica aplicada; no hay lógica, sin que haya una aplicar
ción. Pues el lenguaje es icónico en tanto que las propiedades lógico-sintácti
cas de los nombres (su necesitar ser completada con nombres de determinadas
categorías para dar lugar a signos proposicionales) es compartida por el signi
ficado subrogado por el nombre; para que este significado sea icónico, por tan
to, la unidad debe también poseer un significado no icónico, una referencia.
Las expresiones no pueden tener significados icónicos, por consiguiente, a
menos que tengan también significados ostensivos. Mas, por otro lado, cada
aplicación particular es lógicamente irrelevante. No es necesario entender nin
gún conjunto específico de nombres, para comprender los significados icónir
eos relevantes; diferentes nombres, con diferentes significados específicos, ser
virían para el propósito. Ningún conjunto particular de significados ostensivos
es necesario, para que las expresiones posean significados icónicos.
Ambas ideas son absolutamente cruciales para comprender la concepción
que el Tractatus ofrece de la lógica, y no confundirla con otras relacionadas
(por ejemplo, con la concepción convencionalista defendida por los positivis
tas lógicos y por el propio Wittgenstein posteriormente, desde sus escritos del
período intermedio). El siguiente pasaje de Philosophical Grammar (la prime
ra obra que a mi juicio ya no pertenece al período intermedio, sino que está
plenamente en el universo de las Investigaciones) cuestiona precisamente este
aspecto fundamental de la concepción del Tractatus: “Uno se siente inclinado
a hacer una distinción entre reglas gramáticas que establecen “una conexión
entre el lenguaje y la realidad” y aquellas que no lo hacen. Una regla del pri
mer tipo es ‘este color se llama “rojo”’; una del segundo tipo es «p = p \
En esta distinción hay un error muy común; el lenguaje no es algo a lo que
primero se da una estructura y que después se ajusta a la realidad” (PG, 89).
(‘Gramática7 y ‘gramática lógica’ son otras expresiones que Wittgenstein
emplea frecuentemente para las reglas que determinan las verdades analíticas
de un lenguaje.) Según el Tractatus, por el contrario, el lenguaje sí es algo que
“antes” tiene, una estructura (una estructura lógico-sintáctica) y “después” se
aplica a la realidad (a través de relaciones de subrogación). ‘Antes’ y ‘después’
no tienen aquí un sentido temporal; pues, como hemos visto, las reglas “estruc
turales” presuponen relaciones de subrogación. Únicamente pretenden enunciar
el carácter subordinado de cada aplicación concreta de la lógica a la lógica
misma (que, sin embargo, presupone una u otra aplicación). Elaboro a conti
nuación con más cuidado la distinción crucial entre lógica y aplicación de la
lógica en el Tractatus.
La lógica es independiente de cada aplicación particular. Las propieda
des constitutivas de la forma lógica eran, como vimos, la identidad de cada sig
no y la categoría a la que pertenece. Es claro que el número y naturaleza de
las categorías lógicas diferentes, así como el número de signos distintos nece
sarios en cada categoría, ha de variar con la aplicación, y no puede, por con
siguiente, ser establecido por la lógica. “Debemos ahora responder a priori la
pregunta sobre todas las formas posibles de las proposiciones elementales. Las
proposiciones elementales constan de nombres. Como no podemos indicar el
número de nombres con significados diferentes, no podemos tampoco indicar
cuál es la composición de la proposición elemental” (5.55). “Uno se ve a
menudo tentado a preguntar, desde una perspectiva a priori: ¿cuáles pueden ser
las formas únicas de las proposiciones atómicas?, y a responder, por ejemplo,
proposiciones sujeto-predicado y relaciónales con dos o más términos; además,
quizás, proposiciones en que se relacionan predicados y relaciones, etc. Pero
esto, en mi opinión, no es más que un juego de palabras. Un hecho atómico no
se puede prever. Y sería sorprendente que los fenómenos reales no tuvieran
nada que enseñamos sobre su estructura. Nuestro lenguaje común, que usa la
forma sujeto-predicado y la forma relacional, nos lleva a tales conjeturas sobre
la estructura de las proposiciones atómicas. Pero en esto nuestro lenguaje nos
extravía” (“Some Remarks on Logical Form”, 163-164). Está claro, pues, que
no se puede decir, desde un punto de vista lógico, qué formas específicas tie
nen las proposiciones elementales. No se puede responder desde la lógica, por
ejemplo, a la cuestión de si hay proposiciones elementales en que se establece
que se da una relación de veintisiete términos entre veintisiete objetos (5.554-
5.5542). Las cuestiones de este tipo se determinan en la aplicación concreta
que se hace de la lógica (5.557); dependen de cómo sea de hecho el mundo
con el que nos hemos tropezado —de qué entidades específicas contenga, y en
qué número.
Esta independencia de las verdades lógicas, y consiguientemente de las
relaciones de consecuencia lógica, respecto de cada conjunto particular de rela
ciones referenciales, garantiza a la lógica un tipo esencial de generalidad
(6.1232). Supóngase un “cálculo fenomenológico” potencial, un mero casca
rón sintáctico sin interpretar lo suficientemente rico como para expresar con él
todo lo que un ser racional dado puede pensar en un momento dado. Sea M un
conjunto de relaciones referenciales para los nombres de un cascarón sintácti
co cualquiera así, apropiado para hacerlo un verdadero “cálculo fenomenoló-
gico” con significado; por tanto, uno que preserva la isomorfía que presupone
el Tractatus (a nombres diferentes se asignan objetos diferentes; a nombres de
una categoría, se asignan objetos de la misma categoría). M e s un modelo. La
independencia de la lógica respecto de la aplicación garantiza que las mismas
verdades lógicas y relaciones de consecuencia lógica se dan relativamente a
muchos modelos diferentes. Cuál sea el modelo que determina un lenguaje par
ticular depende de hechos no-lógicos, que pueden variar de lenguaje a lengua
je. Una verdad lógica, pues, lo es dado cualquier modelo, no sólo en aquel que
de hecho asigna las referencias correctas a los nombres en el lenguaje. Y, si p
es consecuencia lógica de las premisas pertenecientes al conjunto T, entonces
no sólo (a) p es verdadera (relativamente al modelo que de hecho asigna las
referencias correctas a los nombres en el lenguaje) si lo son todas las premisas
en r (relativamente al mismo supuesto); y no sólo (b) p sería verdadera (rela
tivamente al mismo supuesto) en todos los mundos posibles en que lo fuesen
todas las premisas en F (relativamente al mismo supuesto), sino que también
(c) para cada modelo M que da lugar a una interpretación diferente para los sig
nos proposicionales en T tal que todas ellas resultan ser enunciados verdaderos,
M hace al signo proposicional p también verdadero.13 Es en este preciso senti
do que la verdad lógica es esencialmente general. Que lo es, está garantizado
en definitiva por el isomorfísmo lógico entre los hechos representacionales y los
hechos representados; el lector puede comprobar que los significados de las
constantes lógicas fueron expresados, de un modo compatible con esta genera
lidad, sin descansar en absoluto en un modelo específico.
13. He elegido el término ‘m odelo’ con el fin de sugerir una importante relación entre la concepción trácta-
riana de la lógica y la concepción contemporánea, debida a Tarski. Nótese que los modelos no son mundos posibles;
son sólo interpretaciones posibles del lenguaje, que determinan diferentes conjuntos de mundos posibles. Y, por tan
to, diferentes mundos; pues “el mundo” es uno de los mundos posibles. Sólo relativamente a una aplicación concre
ta de la lógica, a un lenguaje específico, cabe remitirse definidamente a “el” mundo; Wittgenstein sigue esa práctica:
(Como veremos en el próximo capítulo, “el" mundo del Tractatus es el mundo de un.sujeto en un momento dado.)
Por otra parte, la lógica presupone una u otra aplicación: si bien cada
aplicación particular es lógicamente irrelevante, la lógica es siempre lógica
aplicada; cabe hablar de verdad lógica y de consecuencia lógica sólo relativa
mente a la existencia de uno u otro modelo para los nombres del lenguaje. La
lógica sistematiza y expone las proposiciones lógicamente verdaderas, las tau
tologías, y con ello también los argumentos lógicamente válidos. No presupone
ninguna aplicación particular. Es decir, no presupone que los nombres que apa
recen en las proposiciones lógicas mantienen tales y cuales relaciones semán
ticas ostensivas, por oposición a tales y cuales otras. Sin embargo, las propo
siciones lógicas sí “presuponen que los nombres tienen significado y las
proposiciones elementales sentido; y ésta es su conexión con el mundo. Es
manifiesto que algo tiene que indicar sobre el mundo el que determinadas com
binaciones de símbolos — a los que es esencial poseer un determinado carác
ter— sean tautologías” (6.124). Que determinadas combinaciones de símbolos
sean tautologías revela algo sobre el mundo: pues sólo en virtud de que, a tra
vés de unas u otras correlaciones irrelevantes en su especificidad, el mundo y
los símbolos comparten algo —justamente esa forma que constituye el “carác
ter determinado” de cada símbolo— , hay tautologías y relaciones de conse
cuencia lógica.
Ésta es la clave para entender dos de los pasajes a mi juicio más oscuros
del Tractatus, 5.552 y 5.5521; son también éstos los pasajes donde con más
firmeza se argumenta en el Tractatus que la lógica presupone una u otra apli
cación. “La «experiencia» que necesitamos para entender la lógica no es la de
que algo se comporta de tal y cual modo, sino la de que algo es. Pero ésta,
justamente, no es una experiencia. La lógica precede a cada experiencia, de
que algo es i . Es anterior al cómo, no al qué” (5.552). Una experiencia pro
piamente dicha es un tipo de pensamiento; y un pensamiento es en esencia
como una proposición: es algo que, pese a tener la capacidad de “llegar” a la
realidad, podría ser falso. Una experiencia propiamente dicha es, por tanto, la
experiencia de que algo es así; esto presupone que ese algo que se experimenta
como siendo así, podría ser de otro modo. Hemos dicho antes que, para cono
cer las propiedades lógicas, no es necesario saber qué referencias específicas
se han asignado a los nombres; pues esto también depende de la experiencia.
(La lógica es independiente de cada aplicación.) Pero hemos dicho también
que la lógica no puede ser independiente de todas las aplicaciones. Entender
la lógica, por tanto, requiere saber que los nombres tienen referencias (no
importa cuáles). Pero esto es tanto como decir que entender la lógica requiere
saber que hay cosas, que hay entidades extralingüísticas (unas u otras, no
importa cuáles, ni de qué tipos) que han sido correlacionadas con signos, a tra
vés de correlaciones que preservan la forma lógica. Que haya cosas, pues, que
haya un mundo, es —desde el punto de vista del Tractatus— tan necesario como
necesaria pueda ser la verdad de cualquier proposición lógicamente verdadera.
Por otra parte, como hemos de ver, es una consecuencia de la tesis del
Tractatus que ninguna proposición propiamente dicha puede expresar lo que,
sin ser una tautología, es necesariamente el caso. No es sólo que las proposi
ciones sean figuras, y gracias a ello puedan ser entendidas incluso si son fal
sas; es que, dado que las proposiciones son figuras, toda proposición propia
mente dicha que no sea una tautología o una contradicción debe poder ser fal
sa. Por tanto, ninguna proposición propiamente dicha puede expresar que hay
cosas; y, como una experiencia es esencialmente una proposición (un pensa
miento), no hay una experiencia propiamente dicha de que hay cosas, de que
hay mundo. Aunque eso es verdadero — es más, es necesariamente verdade
ro— , una experiencia de ello es, necesariamente, sólo una “experiencia” entre
comillas, una presunta experiencia.
Esta interpretación se ve confirmada por la que se ofrece a continuación
para el aún más oscuro epígrafe que sucede al anterior, 5.5521, en que clara
mente se pretende ofrecer un argumento para la afirmación -de que la lógica no
es anterior al qué. “Y si esto no fuese así, ¿cómo podríamos aplicar la lógica?
Se podría decir: si habría lógica incluso si no hubiese un mundo, ¿cómo pue
de haber lógica, dado que hay un mundo?” Si las propiedades lógicas fuesen
meramente formales; si no fuese parte de la explicación que proporciona una
teoría lógica el que las propiedades lógicas son propiedades de los signos y
también de las cosas correlacionadas con esos mismos signos a través de rela
ciones referenciales, entonces esas propiedades serían inútiles para explicar
cómo las proposiciones cotidianas, con el significado que cotidianamente tie
nen (parte del cual está necesariamente constituido por las referencias de algu
nas palabras, y por tanto presupone la existencia de una realidad extra-
lingüística) se siguen lógicamente de otras. En ese caso, existiría otra expli
cación de que unas proposiciones con significado pleno (proposiciones
ordinarias sobre el mundo externo determinado por las referencias de los nom
bres) se sigan de otras, ajena a la que nosotros ofrecemos bajo la rúbrica
‘lógica’; pero como ésa es justamente la explicación que buscamos, en tal
caso nuestra “lógica” no existiría (hablando más propiamente: sería teórica
mente prescindible).
Las propiedades lógico-sintácticas no son pues, en absoluto, propiedades
meramente formales para Wittgenstein. Es esencial que sean también propie
dades del mundo con el que las referencias de los nombres nos ponen en con
tacto. La concepción “formalista”, que puede ser atribuida a algunos de los
filósofos que elaboraron explicaciones de la naturaleza de la lógica inspirán
dose en el Tractatus (particularmente a Camap), y al propio Wittgenstein en el
período de transición del Tractatus a las Investigaciones, es completamente
ajena a las ideas del Tractatus. La lógica no es convencional, sino trascenden
tal, un “espejo” del mundo (6.124, 6.13): “‘¿Estás hablando entonces de “mera
convención”, de mera convención en el sentido en que las reglas del ajedrez o
de otros juegos son “mera convención”?’ La gramática no es meramente, des
de luego, las convenciones de un juego en este sentido, el juego del lenguaje.
Lo que distingue al lenguaje de un juego en este sentido es la aplicación a te
realidad”, y “la aplicación depende de cómo es el mundo” (Lee, págs. 12 y, 18),
Las verdades lógicas (y las relaciones de consecuencia lógica) son cognosci
bles a priori y son necesarias, porque descansan en hechos puramente forma
les, dados con independencia de cada conjunto específico de relaciones de
subrogación: “La marca característica de las proposiciones lógicas es que su
verdad puede reconocerse en el símbolo sólo, y este hecho encierra en sí la
totalidad de la filosofía de la lógica” (6.113). Sin embargo, esto pudiera inter
pretarse en el sentido formalista o convencionalista de que estos hechos sobre
la estructura del lenguaje, de algún modo, se imponen arbitrariamente “des
pués” a los hechos propiamente constitutivos de la realidad extralingíiística.
Sea lo que fuere de esta idea, no corresponde en absoluto al punto de vista del
Tractatus. Pues los hechos en cuestión son elementos significativos icónicos,
hechos compartidos por las palabras y las cosas a las que refieren; sólo así pue
den intervenir en la explicación de la intencionalidad recogida por la justifica
ción (b) de la sección anterior.
El Tractatus pone más bien las cosas al revés respecto de como las ve el
convencionalista. Las verdades lógicas son necesarias, y cognoscibles a prio
ri, porque dependen de propiedades que tiene el lenguaje con independencia
de cada conjunto específico de relaciones referenciales. Pero es esencial que la
lógica esté aplicada a una realidad independiente, a través de uno u otro con
junto de relaciones referenciales. No es una casualidad, ni una convención aje
na a como son las cosas, que todo lenguaje tenga necesariamente las caracte
rísticas que determinan las verdades lógicas y las relaciones de consecuencia
lógica. Si todo lenguaje tiene esas propiedades, es porque cada realidad con la
que un lenguaje sé'puede relacionar a través de relaciones referenciales posee
objetivamente, en sus aspectos más abstractos, los rasgos lógicos que los len
guajes reflejan. El siguiente texto del período posterior ironiza sobre esta con
cepción tractariana; así lo manifiesta el uso de la expresión “la estructura lógi
ca del mundo”, característica del Tractatus (cf. 6.12, 6.124, 5.511):
Mas, ¡uno sólo debe inferir lo que se sigue realmente! - ¿Pretende esto signi
ficar: sólo lo que se sigue, ateniéndose a las reglas de inferencia; o pretende
significar: sólo lo que se sigue, ateniéndose a reglas de inferencia tales que
corresponden de algún modo a algún (tipo de) realidad? Lo que aquí tenemos
en mente de una manera vaga es que esta realidad es algo muy abstracto, muy
general, y muy rígido. La lógica es una suerte de ultra-física, la descripción de
la “estructura lógica” del mundo, que percibimos a través de una suerte de
ultra-experiencia (con el entendimiento, etc.) (Remarles on the Foundations of
Mathematics, I, § 8).
1. Wittgenstein señalaría después “que ni Russell ni él mismo habían sido capaces de ofrecer ejem plos de
‘proposiciones atómicas', y dijo que esto revelaba algún tipo de error" (Moore: “W ittgenstein’s Lectures, 1930-33”,
p. 297).
Los imperativos hipotéticos, o condicionales, no constituyen contraejem
plos a (i). Representaremos un imperativo en la forma ‘p es deseable’; como
sabemos, desde el punto de vista del Tractatus esto también es un “enuncia
do”, en la medida en que represente algo que puede darse o no darse (incluso
cuando, como en este caso, la representación no se hace con objeto de infor
mar, o aseverar, sino con la de requerir a que se realice lo representado). Si
‘p es deseable’ es un imperativo hipotético, la deseabilidad de p es condicio
nal a algo otro; por lo tanto, es perfectamente posible no formar la intención
de que p se realice, si uno no tiene el objetivo para cuya realización p se pro
pone como un buen medio. Es coherente, pues, contemplar — a la vez que se
asevera la deseabilidad de p— que haya situaciones posibles en que p no se
realiza; en ese sentido, un imperativo condicional de que p sí deja a la reali
dad dos posibilidades. ‘Viaja con la compañía X' (es la mejor para ir a Y). Es
perfectamente coherente con su enunciación que este imperativo quede incum
plido: puede haber, por ejemplo, una situación posible en que el sujeto a quien
se da esta instrucción no la cumple, simplemente porque, después de todo, no
quería ir a Y. Sin embargo, parece haber también imperativos categóricos;
éstos no pueden, razonablemente, ser rechazados porque no se desea un obje
tivo subsecuente para el que la instrucción se ofrecería como el mejor medio
en las circunstancias. Son enunciados así aquellos que expresan valores abso
lutos, éticos o estéticos: ‘tratarás al prójimo como tú mismo quieres ser trata
do’, ‘no matarás’. Wittgenstein creía que existen tales proposiciones, aunque
su concepción del valor (la única consistente con su fenomenalismo) le haría
rechazar los ejemplos anteriores.2 Sin embargo, estos enunciados de la forma
‘p es deseable’ no dejan a la realidad más que una opción, aquella en la que
se cumplen. No es coherente, en estos casos, a la vez aseverar la deseabilidad
(o indeseabilidad) absoluta de esas situaciones y contemplar que, supuesto que
no se buscasen ciertas objetivos ulteriores, lo que representan podría no darse
(o darse, en el caso de los valores negativos): pues se trata de imperativos
incondicionales. Pero, ciertamente, no son tautologías (ni contradicciones); no.
son enunciados verdaderos en todos los “modelos” (IX, § 6).
Wittgenstein recurre a dos estrategias para acomodar estos y otros aparen
tes contraejemplos a (i), (a) Los enunciados problemáticos no son en realidad
elementales, sino que deben ser “analizados”; una vez analizados, sí resultan
ser tautologías o contradicciones, (b) Los enunciados pretenden decir lo que no
se puede decir; son, por ello, ininteligibles. Pero muestran algo “verdadero”.
En el resto de esta sección se discute la primera estrategia; la segunda se expo
ne en la sección siguiente.
2. Véase su “Lecture on Eihics”. Dos ejemplos que allf proporciona de circunstancias con valor absoluto posi
tivo (sintomáticos del “narcisismo axiológico” que acompaña a la actitud solipsista defendida en ei Tractatus) son las
experiencias de que "hay cosas” (de la “existencia del mundo”) y de “sentirse a salvo”. Su ejem plo de valor absolu
to negativo es la experiencia de “culpa”. El narcisismo axiológico de que hablo se fundamenta en su reductivismo eli-
minatorio hacia la causalidad, com o se expone después. A consecuencia de que no existen “verdaderas” relaciones
causales, no hay que buscar el valor en los efectos de nuestras intenciones (porque los “efectos” 'de nüéstrás inten
ciones no son cognoscibles). Si acaso, hay que buscarlo en la intención misma. (El uso de ‘narcisismo’ para referir
me a esta ética se justifica más adelante.)
(a) La primera estrategia la ilustra el tratamiento de un tipo de contrae
jemplo que ya habíamos mencionado, ios contraejemplos al postulado de inde
pendencia. ‘Juan es padre de sí mismo’ o ‘el dos es mayor que él mismo’ tie
nen la forma de enunciados elementales, pero son necesariamente falsos. ‘La
superficie A es enteramente roja y es también verde’ es necesariamente falso,
pero no es una contradicción lógica. Wittgenstein considera este último ejem
plo (el caso de la exclusión de los colores) en 6.3751. Lo que allí dice es esto:
dado que ‘A es enteramente rojo’ (donde ‘A’ nombra una región específica de
mi campo visual en un momento concreto) y CA es verde’ son contradictorios,
no pueden ser enunciados elementales. Por consiguiente ‘rojo’ y ‘verde’ deben
ser analizables. Un término “analizable” es, para Wittgenstein, uno definido en
términos de otros; el análisis consiste en hacer explícita la definición primero,
y reemplazar después el término definido por la expresión que lo define.
Consideremos, por ejemplo, ‘Sergi es hermano de Víctor y Víctor no es
hermano de Sergi’; se trata de un enunciado intuitivamente contradictorio, pero
no lógicamente contradictorio en el sentido explicado en IX, § 6. (Si lo fuese,
habría de ser verdad en todos los modelos; pero podemos fácilmente pensar en
modelos para un signo proposicional de la forma aRb a -»bRa en que el enun
ciado resultante es verdadero. Basta interpretar ‘R’ como la relación de amar.)
Supongamos sin embargo que la relación ‘x es hermano de / está definida del
siguiente modo: “x e, y descienden de los mismos progenitores”. En ese caso,
tras reemplazar en el enunciado problemático el término definido por su defini
ción, obtenemos ‘Sergi y Víctor descienden de los mismos progenitores, y Víc
tor y Sergi no descienden de los mismos progenitores’. Esto sí podría contar
como una contradicción puramente lógica.3 Así, la primera estrategia de Witt
genstein para solventar los casos problemáticos consiste en matizar la tesis del
Tractatus, recurriendo al concepto fregeano de verdad analítica (ID, § 4). Para
Frege, como dijimos, una verdad analítica'es o bien una verdad lógica, o bien
una que puede convertirse en una verdad lógica con ayuda de definiciones. La
tesis de Wittgenstein no es que todos los enunciados necesariamente verdade
ros del lenguaje natural sean tautologías, sino que son verdades analíticas, en el
sentido de Frege. O, dicho de otro modo, su tesis es que una vez analizados,
todos los enunciados del lenguaje natural satisfacen los postulados de la teoría
figurativa: son tautologías, contradicciones, o enunciados contingentes. Esto es
aún compatible con su concepción descriptiva y no correctiva de la metafísica.
“Todas las proposiciones de nuestro lenguaje común están ya, tal y como están,
en perfecto orden lógico” (5.5563), “toda proposición posible está correcta
mente construida” (5.4733); pero “el lenguaje disfraza el pensamiento. Hasta tal
punto, que de la forma extema del ropaje no puede deducirse la forma del pen
samiento que está por debajo”; “es humanamente imposible extraer de él inme
3. Abreviando ‘.r es progenitor de y con ‘P(.r, y)', ‘Sergi’ con ‘a’ y ‘Víctor’ con ‘b’. su forma lógica podría
representarse aproximadamente así: 3x3y(P(x,a) a P(y.a) a x * y) a 3x3y(P(x,b) a P(y,b) A X í y ) V xV y(P(x.a)
P(y,b)) a 3x(P(x,a) a -’P(x.b)). Ningún modelo puede hacer que un enunciado con esta forma sea verdadero.
diatamente la lógica del lenguaje” (4.002). La lógica del lenguaje no se puede
colegir “inmediatamente”, sino mediatamente, a través del análisis.
Para resolver el problema de la exclusión de los colores mediante esta estra
tegia necesitamos las pertinentes definiciones para los términos cromáticos del
lenguaje común. 6.3751 sugiere que la definición hará de los colores propieda
des cuantitativas, mensurables, como lo son las propiedades primarias. Pero esto
no ayuda en nada; pues tal procedimiento no lleva más que a la reproducción
del problema en otro punto: ‘A es una línea de aproximadamente un palmo de
longitud’ excluye conceptualmente ‘A es una línea de aproximadamente dos
palmos de-longitud\ El tono categórico de 6.3751 puede llevamos a pensar que
su autor sabía cómo resolver el problema, aunque se expresa de manera tan
oscura que somos incapaces de deducir la solución a partir de lo que dice. Pero
“Some Remarks on Logical Form” (y la sección vm de las Philosophische
Bemerkungen, T B ’ en lo sucesivo, que incluye el mismo material) desvela que
no era así: él tampoco lo sabía. Pues la idea que en esos textos se atribuye a sí
mismo cuando redactó 6.3751 es claramente inservible; es el tipo de idea que
basta formular explícitamente para que se vea que no puede funcionar. (No me
detengo aquí en explicarla.) Este caso traiciona, así, que Wittgenstein era tam
bién dado a la pequeña deshonestidad intelectual que todos cometemos: dejar
para más adelante una reflexión seria sobre cómo afrontar, consistentemente con
el resto de nuestras creencias, dificultades conocidas suscitadas por tesis que
nos son caras. Conviene tener esto presente, porque el tono áulico (de “ucases
del zar” los motejó acertadamente Russell) de sus asertos tienen en nosotros el
curioso efecto de ponerlos más allá de la critica.
En resumen, el problema de la exclusión de los colores sugiere que no todas
las verdades analíticas son verdades lógicas, en el sentido del Tractatus: verda
des en virtud de rasgos muy abstractos compartidos por cualquier lenguaje y el
mundo que representa. La segunda filosofía de Wittgenstein, que presentamos en
XI, hace de este reconocimiento un elemento muy importante para proponer una
nueva concepción del lenguaje. Las Investigaciones diagnostican que el error
fundamental del Tractatus estaba precisamente aquí, en la identificación de las
verdades analíticas con verdades “puramente” lógicas (IF, § 107). Si por ‘lógi
ca’ entendemos el estudio de las verdades en virtud del significado, y de los argu
mentos válidos, entonces el problema de la exclusión de los colores sugiere que
la lógica no puede ser tan pura como el Tractatus indica. Nosotros reservaremos
el término ‘lógica’ para lo que el Tractatus identifica como tal, y utilizaremos en
adelante ‘verdad analítica’ y ‘argumento analíticamente válido’ bajo el supuesto
de que estos conceptos pueden muy bien no poderse reducir a los de verdad lógi
ca y argumento lógicamente válido, en contra del Tractatus.
2. Decir y mostrar
5. La revisión de las ideas habituales en la comunidad filosófica sobre la modalidad (que ni siquiera eran las
del Tractatus, sino una versión convencionalista —o aguada de algún otro modo— de las m ism as, en que la idea de
una modalidad objetiva no tenía lugar) es quizás la más profunda aportación de la obra filosófica más incisiva e influ
yente de los últimos años. El nom brar y la necesidad, de Saúl Kripke. La revisión de Kripke supone un cam bio de
rumbo tan considerable, que hay que volver a los escritos de Aristóteles para encontrar una idea simiiarmente opues
ta a todo reductivismo de la modalidad. Todas las propuestas de este trabajo en el sentido de que es crucial, para com
prender correctamente los problemas fundamentales relativos al lenguaje, refinar considerablemente las distinciones
modales, están en ultimo término inspiradas en las ideas de Kripke; incluso cuando se utilizan para afirmar tesis que
Kripke no suscribiría.
dejaría abierta la posibilidad de que la necesidad de los enunciados que dicen
lo que todo enunciado muestra no se identifique tampoco con la analiticidad,
ni siquiera con la cognoscibilidad a priori. En la misma línea, es razonable
proponer una corrección adicional al argumento de Wittgenstein: rechazar la
identificación de verdad lógica con verdad cierta. Como sugerí en el capítulo
anterior, en cualquier sentido razonable las verdades ciertas (aquellas que nin
gún dato nos haría corregir) son sólo un subconjunto propio de las verdades
lógicas, como éstas lo son de las verdades analíticas. Puede muy bien haber
verdades lógicas que sabemos de manera incierta; en estos casos, estaríamos
dispuestos a corregir nuestro juicio en ciertas situaciones. Hay teoremas mate
máticos que se aceptan provisionalmente, sobre la base de demostraciones tan
complicadas, que ningún ser humano puede sentirse razonablemente cierto de
su conocimiento. Lo mismo puede ocurrir con verdades puramente lógicas. Es
incluso concebible que se impugne la creencia en un teorema así provisional
mente establecido sobre la base de datos empíricos. (Por ejemplo, resultados
obtenidos utilizando ordenadores, programados de tal modo que no somos
capaces de determinar a priori que las pruebas que realicen serán válidas.)6 Me
parece que la definición previa de decir sólo es razonable si se utiliza la moda
lidad con extensión más limitada, la certeza: estrictamente hablando, sólo deci
mos aquello de cuyo darse no podemos estar ciertos; aquello tal que es conce
bible que nos viéramos en la tesitura de corregir nuestro juicio previo sobre su
verdad. En cualquier caso, la discusión precedente refuta ei especioso argu
mento que hemos atribuido a Wittgenstein, de la manera más inmediata
posible.
8. Dado que la filosofía no puede consistir en d ecir cosas (pues las verdades filosóficas conciernen a lo que
se muestra, pero no se puede decir), el Tractatus identifica la filosofía con la práctica de esta actividad de analizar las
proposiciones del lenguaje común reemplazando los términos definidos por los que los definen, con el fin de elim i
nar los malentendidos (4 .1 1 1). Quizás lo único común al Tractatus.y a las Investigaciones esté aquí: el autor de ambas
obras recomienda a los filósofos tareas aburridas; tareas, por cierto, que él mismo se ahorra, dedicándose en lugar de
ello a la mucho más interesante actividad de justificar sus recomendaciones. Ello requiere examinar todos los proble
mas filosóficos de que, de atenerse a sus recomendaciones, después de cada una de las obras de Wittgenstein los demás
filósofos habnan de olvidarse.
objetiva (ID, § 2) puede ser un simple! La Luna, pongamos por caso, no pue
de ser un simple^,pues podemos describir coherentemente situaciones en que
nos convencemos de que ‘la Luna’ carece después de todo de significación:
«Lo que designan los nombres dei lenguaje tiene que ser indestructible:
pues se tiene que poder describir el estado de cosas en el que se destruye todo
lo que es destructible. Y en esta descripción habrá palabras; y lo que les corres
ponde no puede entonces destruirse, pues de lo contrario las palabras no ten
drían significado.» No debo serrar la rama sobre la que estoy sentado. (.Inves
tigaciones, § 55).
[...] se siente la tentación de hacer una objeción contra lo que ordinaria
mente se llama «nombre»; y se puede expresar así: que el nombre debe desig
nar realmente un simple. Y esto quizás pudiera fundamentarse así: Un nombre
propio en sentido ordinario es, pongamos por caso, la palabra «Nothung». La
espada Nothung consta de partes en una determinada configuración. Si se com
binasen de otra manera, no existiría Nothung. Ahora bien, es evidente que la
oración «Nothung tiene un tajo afilado» tiene sentido tanto si Nothung está aún
entera como si ya está hecha pedazos. Pero si «Nothung» es el nombre de un
objeto-, ese objeto ya no existe cuando Nothung está hecha pedazos; y como
ningún objeto correspondería al nombre, éste no tendría significado. Pero
entonces en la oración «Nothung tiene un tajo afilado» figuraría una palabra
que no tiene significado y por ello la oración sería un sinsentido. Ahora bien,
tiene sentido; por tanto, debe corresponder algo a las palabras de las que cons
ta. Así pues, la palabra «Nothung» debe desaparecer con el análisis del senti
do y en su lugar deben entrar palabras que nombran simples. A estas palabras
las llamaremos con justicia los nombres genuinos (Investigaciones, § 39).
9. Confróntense igualmente las consideraciones sobre los diferentes tipos de composición de una figura visual
en las Investigaciones, § 47 (justamente después de una referencia explícita al Tractatus).
gencia de respetar (al final del análisis) el principio de bivalencia. Sin embar
go, sí incluye afirmaciones que sólo cabe interpretar (si las1-¿ornamos literal
mente) supuesta la corrección de ia única interpretación razonablemente clara
que, por lo demás, parece capaz de pasar la condición límite que la obra sí
impone. En mi opinión, es claro que los simples deben ser objetos fenoméni
cos, constituyentes de las vivencias subjetivas que experimentamos en estados
conscientes (notares, como los llamé en DI, § 2) independientemente de que
lo experimentado corresponda a algo que se da realmente o no. Nada habría de
extraño en esto si el Tractatus contemplase algo análogo a la distinción de los
representacionalistas entre los objetos intencionales objetivos de nuestros pen
samientos y proposiciones, y las entidades internas que permiten especificar
los — sin compromiso alguno con la existencia de nada objetivo— . Pero, en el
contexto del Tractatus, decir que los referentes de los nombres son entidades
fenoménicas implica que los hechos atómicos existentes (los representados en
proposiciones elementales verdaderas, 4.21), la totalidad de los cuales consti
tuye el mundo (2.04), son entidades con el estatuto ontológico de las vivencias.
Los “hechos” del Tractatus no tienen así nada que ver con lo que en El, § 2
denominamos “acaecimientos”: noSon objetivos:^
| Si esta interpretación es correcta, la metafísica del Tractatus es fenome
nalista. Naturalmente, es necesario cualificar la identificación de los hechos
con vivencias. Como vimos en V, § 3, también ios fenomenalistas reconocen
que, en algún sentido, los objetos intencionales de las proposiciones y los pen
samientos verdaderos — ios que constituyen “el mundo”— son hechos “obje
tivos”; pues también ellos deben reconocer una diferencia entre las alucinacio
nes y los sueños, por un lado, y la “realidad”, por otro. En V, § 3, vimos cómo
hacen los fenomenalistas esta distinción, recurriendo al concepto de generali
zación nómica; Wittgenstein la traza en los mismos términos.1
( Sobre la base de que el libro no da ningún ejemplo específico de simples,
algunos comentaristas han concluido que Wittgenstein no tenía ideas definidas
al respecto: sabía que debe haber simples, y no le importaba no tener ningún
ejemplo. Esto es, hasta cierto punto, verdadero; Wittgenstein no podía dar con
ningún ejemplo compatible con el postulado de independencia, a su vez nece
sario para pretender siquiera identificar todas las verdades analíticas con ver
dades lógicas. Pero una cosa es que no pudiera dar ejemplos concretos, y otra
muy distinta que no tuviera ideas definidas sobre el estatuto ontológico de los
simples, y sobre las consecuencias metafísicas de sus propuestas semánticas!
Esto es sin duda falso, como en las páginas sucesivas muestro con un buen aco
pio de datos.
10. Lo que sí es posible, desde luego (como muestra el ejemplo de Wittgenstein) es la confusión filosófica
que lleva a pretenderlo. Aunque no es éste el lugar apropiado en que abundar sobre estas cuestiones, observaré que
hay raiones para juzgar también moralmente extraviada a la ilusión que lleva a practicar la ética recomendada por
Wittgenstein. (Esta ¡dea es la que quiero sugerir al describir com-) '‘narcisismo" filosóficamente articulado la propuesta
ética del Tractatus.) A mi juicio, la fascinación que producen las ideas éticas del Tractatus esta fuera de lugar. Son
¡deas absurdas, cuya aceptación puede muy bien tener consecuencias negativas.
A la misma conclusión nos lleva el examen de puntos de vista análogos:
los defendidos por Russell, así como por Wittgenstein en el período interme
dio. Russell vincula explícitamente con su aplicación filosófica de la teoría de
las descripciones — con la idea de que hay “nombres genuinos”— tesis feno-
menalistas. Los nombres genuinos, sostiene Russell explícitamente en di
ferentes escritos (a partir de la segunda mitad de la primera década del siglo
en adelante), son ‘esto’ y ‘yo’; el primero, utilizado para designar mis propios
datos sensibles. Sus significados son entidades cognoscibles “por contacto”
(iacquaintance), no por descripción; es decir, teniéndolas inmediatamente pre
sentes ante nuestra consciencia. Desde 1918, Russell abandona la idea de que
‘yo’ sea un tal nombre genuino, adoptando lo que él llama “monismo neutral”:
la tesis de que el mundo “real” y el sujeto están “fabricados”, por así decirlo,
a partir de los mismos materiales — ordenados con arreglo a criterios diferen
tes— . Tal monismo neutral se aproxima al solipsismo del Tractatus, aunque no
coincide con él (pues, misteriosamente, Russell pensaba que las vivencias no
tienen necesariamente las propiedades de la privacidad y la transparencia, Eü,
§ 2). Ahora bien, sabemos (por el Tractatus, y especialmente por los diferen
tes comentarios al respecto de Russell, en cartas, etc.) que Wittgenstein criticó
durante el período que nos ocupa (a veces ferozmente) muchas ideas de Rus
sell. Pero no hay ninguna constancia de que criticase ésta. Por otra parte, cuan
do en las Investigaciones discute la tendencia de Los filósofos a tomar ‘esto’
como el verdadero nombre propio (§§ 38-46), son tanto el Tractatus como los
puntos de vista de Russell los que están explícitamente en cuestión.
Existen suficientes datos que manifiestan la simpatía de Wittgenstein
durante la época de la redacción del Tractatus hacia puntos de vista fenome-
nalistas. Así, Russell explica a su amante Ottoline Morrell en una carta de 1912
que Wittgenstein “admite que si no existe la materia, entonces no existe nadie
salvo él mismo, pero dice que tal cosa no es problemática, porque la física y
la astronomía y todas las otras ciencias podrían aún ser interpretadas de modo
que fuesen verdaderas”. En una carta de Frege fechada en 1920, en que éste
replica a observaciones de Wittgenstein sobre su artículo “El pensamiento”
(artículo que contiene una crítica filosóficamente no muy sutil del idealismo),
se presupone que Wittgenstein había hablado de un “fundamento profundo
para el idealismo” que Frege habría pasado por alto. En el curso de la exposi
ción que del Tractatus hizo a Ramsey en 1923 le dijo que “carece de sentido
creer en algo no dado en la experiencia” (M. y J. Hintikka, Investigating Witt
genstein, 77). Según el testimonio de Moore, “en lo que respecta al idealismo
y al solipsismo, dijo que a menudo él mismo había estado tentado a decir ‘todo
lo que es real es la experiencia del momento presente’ o ‘todo lo que es cier
to es la experiencia del momento presente’; y que cualquiera que se ve tenta
do de algún modo a defender el idealismo o el solipsismo conoce la tentación
de decir ‘la única realidad es la experiencia presente’ o ‘la única realidad es
mi experiencia presente’. De los dos últimos dijo que ambos eran igualmente
absurdos, pero que, pese a que eran falaces ambos, ‘la idea que expresan es de
enorme importancia’” (Moore, 311). Que las tesis solipsista y fenomenalista
sean para Wittgenstein “absurdas” o “falaces” es compatible con que las sus
criba; pues (como después mostraré a propósito del solipsismo) las suscribe
como parte de lo que se muestra; lo absurdo es sólo decirlas. El fenomenalis
mo y el solipsismo cuentan entre los arcanos del Tractatus; que sean arcanos
no significa que sean falsos, pues, como hemos visto, para él hay arcanos “ver
daderos” y arcanos que no lo son.
Los escritos del “periodo intermedio” anteriores a Philosophische Gram-
matik, particularmente las Philosophische Bemerkungen, pero también las no
tas tomadas por Lee de las clases de Wittgenstein entre 1930 y 1931, los
recuerdos de Moore de esas mismas clases y las conversaciones con Wais-
mann, incluyen textos del siguiente cariz: “Los datos sensibles son la fuente de
nuestros conceptos [...]. En el sentido primario, uno no ve con sus ojos; la
correlación es contingente. Uno ve lo que sueña, pero no con sus ojos” (Lee,
81). “Un fenómeno no es un síntoma de algo otro: es la realidad. Un fenóme
no no es un síntoma de algo otro, que sería lo que haría verdadera o falsa la
proposición: es ello mismo lo que verifica la proposición” (PB, § 225). “Los
idealistas tenían razón en cuanto que nunca trascendemos la experiencia. Men
te y materia son distinciones dentro de la experiencia” (Lee, 80). (Esto es, en
sustancia, la tesis central del “monismo neutral” de Mach y Russell.) “Resulta
peculiar que aquellos que adscriben realidad sólo a las cosas y no a nuestras
ideas transiten por el mundo como idea sin ponerlo en cuestión — y que nun
ca se alejen lo suficiente como para escapar de él— . [...] [Eso que damos por
supuesto, la vida, se considera algo accidental, subordinado; y, por otro la
do, algo que normalmente no entra en mi cabeza, la realidad!” (PB, 80). Los
“idealistas tenían razón” al poner en cuestión de este modo la actitud realista;
según Wittgenstein, la actitud de los realistas se caracteriza por el absurdo
según el cual “aquello más allá de lo cual no podemos ni queremos ir no sería
el mundo” (ibid). Eso más allá de lo cual no podemos ni queremos ir,; el ver
dadero mundo, la “vida”, son nuestras vivencias.
La concepción defendida por Wittgenstein a partir de los escritos del perío
do intermedio no es, no obstante lo que pueda parecer meramente a partir de los
textos que acabo de citar, fenomenalista; es una forma de proyectivismo, un pri
mer paso (posiblemente una forma aún individualista de proyectivismo, V, § 5)
hacia el intemismo comunitario que defendería Wittgenstein en adelante, y se
expone en XI. La diferencia entre el proyectivismo que caracteriza los puntos de
vista de Wittgenstein sobre las relaciones nómicas a partir de los años treinta y
. el Tractatus se ponen de manifiesto, en estos textos, en su admisión de que “el
mundo que vivimos es el mundo de los datos sensibles; pero el mundo de que
hablamos es el mundo de los objetos físicos” (Lee, 82). “Los realistas vieron que
una hipótesis no es meramente una proposición sobre la experiencia” (Lee, 80).
Seguramente como resultado de su reflexión sobre el problema de la exclusión
del color, Wittgenstein ya no cree que sea posible analizar todo lo que decimos
mediante un cálculo fenomenológico, cuyas proposiciones elementales tratan
directamente de la experiencia. El lenguaje común no requiere análisis; lo que
decimos no puede reducirse a proposiciones sobre sensaciones.
Habíamos visto anteriormente que, según el Tractatus, todo lo que deci
mos (exactamente lo mismo que ya decimos en el lenguaje natural) puede
expresarse en un “cálculo” especialmente diseñado con el fin de evitar malen
tendidos lógicos, en el que la forma lógica de lo que decimos resulta perfecta
mente perspicua. Este cálculo constituye la lógica aplicada a través de un
modelo específico. Wittgenstein se refiere a un cálculo tal cuando menciona,
en diferentes pasajes de los escritos del período intermedio, su creencia an
terior en la existencia de un “lenguaje primario”: “Pensaba anteriormente que
existía el lenguaje cotidiano que todos hablamos comúnmente y un lenguaje
primario que expresaría lo que realmente sabemos, a saber, fenómenos” (Wais-
mann, 45). “No tengo ya en mente como objetivo el lenguaje fenomenológico
— o ‘lenguaje primario’, cómo acostumbraba a llamarlo— ” (PB, § 1). “No
existe —como yo creía antes— un lenguaje primario en contraste con nuestro
lenguaje común, el «secundario»” (PB, § 53).
En la concepción del Tractatus, todas las proposiciones que no son tauto
logías o contradicciones tienen un valor de verdad definido. Una vez analiza
da, una proposición acerca de particulares objetivos (una acerca de Venus) se
reduce a una compleja función veritativa de proposiciones sobre datos sensi
bles. Combinando lo que hemos visto hasta aquí, podemos decir que se redu
ce (aplicando la teoría russelliana de las descripciones) a una generalización
sobre puntos luminosos en el firmamento visible notados en el pasado, sobre
los notables en el presente, y sobre las configuraciones que cabe esperar adop
ten en el futuro, dados los supuestos incorporados en nuestro lenguaje sobre
qué generalizaciones es razonable hacer, a partir de los datos observados.
Caracteriza el proyectivismo de las ideas posteriores la tesis de que algunas
proposiciones —como las que tratan acerca de objetos físicos, que ya no es
razonable suponer reducibles a proposiciones sobre fenómenos— son “hipóte
sis”, en tanto que no pueden ser plenamente verificadas o refutadas: “el senti
do de que hablemos de datos sensibles y de la experiencia inmediata es que
buscamos una descripción que no contenga nada hipotético. Si una hipótesis
no puede ser verificada definitivamente, no puede ser verificada en absoluto, y
no hay verdad y falsedad para ella” (PB, 283).
La posición del período intermedio es aún antirrealista, sin embargo. Las
hipótesis no son genuinas proposiciones, aunque remiten lógicamente a pro
posiciones genuinas: como ven los idealistas, “una hipótesis no es algo fuera
de la experiencia”. “Los realistas tenían razón en protestar que las sillas exis
ten realmente. Sus problemas se deben a la idea de que los datos sensibles y
los objetos físicos están relacionados causalmente” (Lee, 80). Desde el punto
de vista común a reductivistas y proyectivistas sobre las relaciones nómicas,
no están relacionados causalmente, sino conceptualmente. Para el reductivista,
un objeto físico es un complejo “compuesto” de datos sensibles; o, dicho con
mayor propiedad, la expresión que designa un objeto físico abrevia una com
plicada descripción en que sólo se hace referencia a sensaciones. Para el pro-
yectivista, los términos que designan particulares objetivos no pueden reducir
se de este modo a constituyentes de vivencias, pero sí designan entidades “pro
yectadas” a partir, en último extremo, de constituyentes de vivencias. ‘Todas
las leyes causales se conocen a partir de la experiencia. Por consiguiente, no
podemos conocer cuál es la causa de la experiencia. Si das una explicación
científica de lo que sucede, por ejemplo, cuando ves, estás de nuevo descri
biendo una experiencia. Todas las proposiciones sobre causación se conocen a
partir de datos sensibles. Por consiguiente, ninguna proposición puede tratar de
la causa de los datos sensibles” (Lee, 81).
No intentaré caracterizar aquí ulteriormente el proyectivismo de los escri
tos intermedios; será suficiente con que examinemos en XI el de las Investi
gaciones. Lo importante es constatar que si los textos citados son compatibles
con una concepción proyectivista, no fenomenalista, es sólo porque Wittgens
tein había abandonado el proyecto del análisis y el reductivismo consiguiente.
En el marco del Tractatus, afirmaciones como las citadas en favor de los ide
alistas sólo son compatibles con el fenomenalismo; y, en vista de la continui
dad en sus ideas al respecto, no hay razón alguna para pensar que Wittgens
tein no las hubiera suscrito en el período del Tractatus.
11. En la traducción castellana se omite traducir la frase correspondiente a la última en mi paráfrasis, “Más
bien, la situación posible Además, la frase anterior a ésa, que es la más importante en el texto, se traduce de un
modo que se presta a confusión.
12. Ese razonamiento aparece casi explícitamente en Lee. pp. 9 y 30. Este texto del período intermedio se
aparta en algunos aspectos de las ideas del Tractatus, pero no en éste.
go el mismo sentido, si es verdadera es justamente la situación representada)■
y no nada “intermedio”, lo que la hace verdadera y, por tanto> lo que ocurre
en la realidad. Un realista por representación hace depender la verdad o false
dad de un enunciado de que haya o no ciertas propiedades objetivas que cau
sen las vivencias involucradas (o sean causadas por ellas, si el enunciado fun
ciona como una propuesta o una orden más que como una aseveración). El pro
blema con esto está en que, según este análisis, no es necesario para entender
el enunciado que uno sepa en qué circunstancias sería verdadero. Un análisis
como el que hemos bosquejado “considera que la relación entre la proposición
y el hecho es una relación externa; esto no es correcto. Es una relación inter
na” (Lee, p. 9).
En el párrafo que sigue en § 194 al citado más arriba, y en un contexto en
que Wittgenstein está claramente exponiendo por qué esa “sombra” misterio
samente ligada al hecho real que es el hecho representado no puede ser una
mera “figura” del hecho real, Wittgenstein dice lo que, continuando con
mi paráfrasis del ejemplo de la máquina que él utiliza, corresponde a esto:
“... nunca discutimos si el hecho real que corresponde a este hecho repre
sentado es este o más bien aquel: «así que el hecho representado está con el
hecho real en una relación singular; más estrecha que la de la figura con su
objeto»; pues puede dudarse que ésta sea la figura de este o más bien de aquel
hecho real”. La tesis que Wittgenstein está oponiendo aquí a la representacio
nalista es la de que la relación entre el contenido del enunciado y el hecho real
que lo haría verdadero es interna. Es imposible que alguien comprenda un
enunciado, y no sepa sin embargo qué condiciones deben darse para que sea
verdadero. En la concepción representacionalista, sin embargo, la relación
entre el hecho representado —el objeto intencional de un estado mental, indi
rectamente el de un enunciado— y el hecho real que le corresponde (esto es,
el hecho real que lo causa, o el que el estado interno contribuye a causar) su
puesto que el estado mental sea verdadero es externa.
Se dice que una relación es interna cuando se da necesariamente entre sus
términos; se dice que es externa cuando ello no es así. La relación ser mayor
que, entre dos números, es interna; ser más alto que, entre dos personas, es
externa. Según Wittgenstein, si el enunciado o es verdadero, entonces, necesa
riamente, s es el hecho que lo hace verdadero si y solamente si el contenido
de a se identifica con la aseveración de que s es el caso. Pero esto no es así
en la concepción inspirada en Locke. El contenido de mi presunta percepción
de que la esfera ante m í es roja (digamos c) está íntegramente caracterizado
en términos de mis vivencias. Lo que hace que sea una percepción, por otra
parte, es su dependencia causal respecto de una situación real independiente,
digamos s: que hay un objeto en tal y cual posición espacial, con tales y cua
les propiedades físicas, que absorbe los rayos de luz incidente de tales y
cuales longitudes de onda en tales y cuales proporciones, etc. Pero la relación
entre s y c es, según este análisis, externa, contingente: es una relación causal,
a determinar empíricamente; por tanto, el presunto percipiente puede no saber
en qué consiste, ni en qué casos se da. Es más: es compatible con la existen
cia de presuntas percepciones que no se dé en realidad una relación así. Como
indicamos en V, § 4, en el marco internista, el representacionalismo tiene que
ser un realismo fingido sobre las relaciones nómicas y sobre los objetos teóri
cos definidos mediante ellas. Y, para el representacionalista, entre los objetos
“teóricos” están los objetos usuales del mundo externo, Venus, el ordenador en
que escribo esto, etc.
Alguien que propone un análisis como el de Locke saca, según el Witt
genstein del Tractatus,Conclusiones erróneas de la posibilidad — inherente a
toda forma de representación— de representarse lo que no es el caso, y nos
deja “con nuestros significados a medio camino del hecho”, haciéndonos echar
mano de un espúreo elemento causal para dar cuenta de lo que ocurre cuando
la representación es correcta. Las razones por las que ese elemento es espúreo
son las razones por las que lo representado no puede identificarse con “las
condiciones empíricas de que se dé la situación real” que Wittgenstein men
ciona en el texto de § 194 citado antes, a saber, que “la cosa podría desde lue
go imaginarse de otro modo”. En el análisis lockeano, la verdad de la propo
sición depende de que se dé una relación externa, a determinar a posteriori,
entre la “sombra” intermedia y la realidad. Esta relación se supone externa a
consecuencia del intemismo que motiva el representacionalismo. Mi compren
sión de ‘hay una esfera roja ante m f no requiere que conozca la situación que
hace de hecho verdadero a este enunciado, ni qué relación existe entre una y
otro. Mi comprensión sería la misma, incluso si aquello que lo hiciera verda
dero fuese distinto, y la relación otra.
Esto parece erróneo, como Wittgenstein indica. En este análisis “uno nece
sita un tertium quid entre [la proposición] y el hecho que la hace verdadera;
así, si [se asevera x] y x se da, alguna cosa adicional es necesaria, algo que
sucede en mi cabeza, para conectar la proposición aseverada y su realización.
Pero, ¿cómo sé yo que se trata del algo apropiado?”.13 En el análisis represen
tacionalista, uno puede entender una proposición sin saber en qué condiciones
sería verdadera, como puede estar en un estado perceptual sin saber qué habría
de ocurrir para que el estado fuese en realidad una percepción. Me digo: “hay
una esfera roja ante m f’. Lo que digo podría ser falso; podría no haber ningu
na esfera roja ante mí, por más seguro que crea estar de ello. No sólo eso, sino
que podría no haber nada esférico, ni rojo, en el mundo real; el mundo real
podría ser radicalmente diferente a como lo concibo. Para dar cuenta de estos
supuestos hechos, el representacionalismo postula un sentido o significación
primaria, constituido por entidades internas, que conozco con certidumbre; y
una referencia o significación secundaria, sólo nómicamente relacionada con la
anterior, que por tanto, qua sujeto que entiende el lenguaje, puedo muy bien
desconocer.
El realista por representación, por tanto, ha de ser un realista fingido; ha
13. Lee. 9. Wittgenstein considera en el texto una conjetura sobre el futuro, o expectativa, en tugar de una
aseveración; he cambiado ‘expectativa' por ‘proposición’ para mantener la consistencia con la discusión precedente.
de aceptar que aquello que constituye la condición de cuyo darse o no depende
que lo que digo sea verdadero o falso sea una pieza suelta en el engranaje de
nuestras prácticas cognoscitivas. Es el carácter de pieza ajena al engranaje
lo que Wittgenstein critica. La crítica la podríamos sintetizar recurriendo a una
idea que Tarski hizo célebre a partir de su famoso texto.de 1934, “El concep
to de verdad en los lenguajes formalizados”; se trata de una idea que, en lo
fundamental, también suscribe el Tractatus. Sea L mi idiolecto en este momen
to, el entero lenguaje que yo entiendo. Imaginemos una lis** rnnrip.np rnrinc
las ejemplificaciones posibles del siguiente esquema:
(V) S es V en L si y solamente si p,
14. Lina salvedad crucial, necesaria para hacer creíble que aquí tenemos una explicación de la verdad, es mos
trar cómo evitar las paradojas semánticas. Pues, sin salvedad alguna, es manifiesto que el criterio propuesto es incon
sistente. (La aplicación del esquema (V) al enunciado ( l ) , '() ) es falso', produce una contradicción en el supuesto de
que el predicado definido sea ‘ser verdadero’.) Tarski mostró cóm o solucionar este problema, haciendo así prim a facía
plausible una concepción de la verdad que dé una importancia fundamental al esquema (V). CC su “The Concept of
Tnith in Formalized Languages”.
15. El Tractatus identifica a todas las oraciones con enunciados, e identifica la fuerza asenórica con la pre
dicación de la verdad; es por eso que se dice que un signo para indicar la fuerza asenórica sería redundante (4.442):
'p ‘ es verdadera = p.
La lección de este argumento es que aquello que constituye la condición
para la verdad de un enunciado no puede estar relacionado con el enunciado
de una manera meramente nómica. Cualquier cosa que merezca considerar
como las condiciones de verdad de un enunciado debe necesariamente ser algo
conocido por sus usuarios competentes. En el marco epistemológico esencial
mente cartesiano en que se desenvuelve la reflexión del Tractatus, la conse
cuencia de esto es el fenomenalismo. Queda por ver si es posible aceptar la
lección sin concluir tal cosa. Para ello necesitamos abrimos a una concepción
epistemológica menos intuitivamente plausible que el cartesianismo, pero más
razonable.
16. “¿Y ha de morir contigo el mundo mago / donde guarda el recuerdo / los hálitos más puros de la vida, /
la blanca sombra del amor primero. / la voz que fue a tu corazón, la mano / que tú quenas retener en sueños, / y todos
los amores / que llegaron al alma, al hondo cielo? / ¿Y ha de morir contigo el mundo tuyo, / la vieja vida en orden
tuyo y nuevo? / ¿Los yunques y crisoles-de tu alma / trabajan para el polvo y para el viento?" Para el fenomenalista,
el mundo está fabricado a partir de los m ism os materiales que el "mundo mago" de Machado; no es de extrañar que
corra igual suerte con la muerte.
nos que subrogan simples, aunque no es una cuestión lógica cuáles sean éstos?
y la totalidad de las relaciones referenciales determina (junto con las reglas-
lógico-sintácticas) todo lo que se puede expresar en ese lenguaje. La aplicación
de la lógica delimita pues qué proposiciones son verdaderas, determinando qiié
proposiciones son construibles. Esto es lo que especifica el modelo. No se pue
de decir, porque es necesariamente verdadero, aunque no sea lógicamente ver
dadero: no podría ser de otro modo; por esto “se muestra”.
Ahora bien, según Wittgenstein, al delimitar a qué cosas me puedo refe
rir, delimito también el mundo: “[l]os límites de mi lenguaje señalan los lími
tes de mi mundo” (5.6). Y esta es, precisamente, la justificación a la que ape
la para afirmar que “lo que el solipsismo pretende decir es enteramente correc
to”: “Que el mundo es mi mundo se muestra en que los límites del lenguaje
(del único lenguaje que yo entiendo) señalan los límites de mi mundo” (5.62).
A mi juicio, esto sólo puede entenderse en el supuesto fenomenalista de que el
“mundo” así delimitado está fabricado a partir de sensaciones, de constituyen
tes de vivencias. No se me ocurre si no cómo cuáles sean los objetos para los
que uno dispone en su idiolecto de unidades léxicas que los subrogan pueda
“limitar” el mundo del que depende la verdad o falsedad de lo que decimos.
El contexto del fragmento que cito a continuación hace explícito que “el mun
do” es en él “el mundo como idea”, “la vida”: “Una vez y otra se hace el inten
to de usar el lenguaje para limitar el mundo y ponerlo de relieve —pero no pue
de hacerse. La evidencia del mundo se expresa a sí misma en el hecho de que
el lenguaje sólo puede referir a él, y así lo hace. Porque, dado que sólo a par
tir de su significado, del mundo, deriva el lenguaje el modo en que significa,
no es concebible ningún lenguaje que no represente este mundo.” (PB, 80) En
resumidas cuentas: el conjunto de objetos fenoménicos con que estoy familia
rizado, y que pueden ser referentes para las unidades léxicas de mi lenguaje en
un momento dado, delimita el mundo: aquello de lo que depende la verdad o
falsedad de mis juicios, deseos, etc. Tratar de decir esto sugeriría que ello
podría ser de otro modo; por eso no puede decirse. Pero es así.
Es bien cierto que Wittgenstein también dice: “el solipsismo, llevado a sus
últimas consecuencias, coincide con el realismo” (5.64). Pero esto no contra
dice lo anterior sino que, como vamos a ver, lo reafirma. Las vivencias, como
dijimos al introducirlas, son necesariamente de un sujeto, y de un único suje
to: las vivencias son privadas y transparentes. Según el Tractatus, todos los
términos no lógicos del “cálculo fenomenológico” en el que cabe expresar todo
lo expresable en el único lenguaje que yo entiendo significan vivencias mías;
y es un hecho necesario que tales significados son vivencias mías. “Cuando
me apeno por alguien con dolor de muelas, me pongo en su lugar. Pero me
pongo a m í mismo en su lugar” (PB, § 63). Esto es, son mis propias vivencias
las que están siempre, necesariamente, en juego. No hay nombres de mi len
guaje que refieran a cosas que no sean constituyentes de vivencias potenciales,
pero tampoco los hay que refieran a las vivencias de otros. “Si digo ‘A tiene
dolor de muelas’, uso la imagen de sentir dolor del mismo modo en que uso,
pongamos por caso, la imagen del flujo cuando hablo del flujo de la corriente
eléctrica. Las dos hipótesis, que los demás tienen dolor de muelas, y que se
comportan como yo pero no tienen dolor de muelas, tienen posiblemente el
mismo sentido” (PB, § 64). Consiguientemente, no digo nada susceptible de
verdad o falsedad (nada que pudiera ser de otro modo) cuando digo que los
nombres de mi lenguaje significan vivencias mías. “En el sentido de la expre
sión ‘datos sensibles’ en el que sería inconcebible que algún otro los tuviera,
no se puede decir, por esa misma razón, que algún otro no los tiene. Por ello
mismo carece de sentido decir que yo , en contraste con algún otro, los tengo”
(PB, § 61).
Como no puede ser de otro modo que todos los objetos de que hablo son
mis vivencias, tampoco puede ser expresable mediante una proposición genui-
na. Por otra parte, no es algo lógicamente verdadero. Wittgenstein elucida esto
diciendo que el término ‘yo’ (o ‘m i’) no funciona aqilí como, por ejemplo,
cuando decimos: ‘yo calzo el 42’, o ‘yo peso 75 kilos’. Estas oraciones per
miten enunciar, ciertamente, proposiciones genuinas; en ellas, ‘yo’ refiere a un
objeto del mundo físico, del mismo modo que lo hacen ‘la Luna’ y ‘Julio
César’ (o ‘A’ en ‘A tiene dolor de muelas’). En cambio, cuando pretendemos
expresar el solipsismo diciendo que el mundo es mi mundo, el término ‘m i’ no
refiere a un objeto. “Dijo que «del mismo modo que ningún ojo (físico) está
involucrado en ver, ningún ego está involucrado en pensar o en tener dolor de
muelas»; y citó, con aparente aprobación, el dicho de Lichtenberg «en vez de
‘yo pienso’ habríamos de decir ‘se piensa’» (donde ‘se’ se usa, dijo, como ‘E s’
se usa en ‘Es blitzet’); y creo que diciendo esto quería expresar algo similar a
lo que dijo acerca del «ojo del campo visual» cuando dijo que no es algo que
esté en el campo visual” (Moore, 309). (Cf. el pasaje de ID, § 2, donde expli
camos por qué no hay que confundir estados de consciencia como los notares
con estados de awtoconsciencia.) El “yo” que es sujeto de mis vivencias no es
algo que podamos contrastar con ningún otro objeto, porque, necesariamente,
todos los objetos son constituyentes de mis vivencias: entre ellos no encuentro
a ese sujeto para referirme a él —y distinguir, pongamos por caso, algunas
vivencias que son suyas de otras que son de otro— , como no encuentro al ojo
que ve en el campo visual. (Cf. 5.631.)
Representacionalistas cómo Locke intentan explicar la atribución de sen
saciones a otros por analogía con las que conocemos por introspección en
nuestro propio caso. El solipsismo encuentra esta idea profundamente inco
rrecta. El Wittgenstein del Tractatus hubiese suscrito plenamente esta crítica de
las Investigaciones a esa concepción representacionalista de las “otras mentes”:
“Es como si yo dijese: «Tú ciertamente sabes lo que quiere decir ‘son las cin
co en punto aquí’; luego sabes también lo que quiere decir que son las cinco
en punto en el Sol. Quiere decir que allí es la misma hora que aquí cuando
aquí son las cinco en punto.»— La explicación mediante la identidad no fun
ciona aquí. Pues yo sé, naturalmente, que se puede llamar «la misma hora» a
las cinco aquí y las cinco allí; pero lo que no sé es en qué casos se debe hablar
de identidad de momentos de tiempo aquí y allí” (Investigaciones, § 350). Si
supiéramos que se puede decir que son “las cinco” aquí y “las cinco” allí,
entonces entenderíamos que es la misma hora aquí y allí; pero lo que está éri.
cuestión es esa precondición. Si supiéramos en qué condiciones se pueden
aplicar expresiones para las mismas ideas a nosotros y a los demás, entende
ríamos también qué es para los otros “tener las mismas ideas” que yo; pero no
debemos pensar, automáticamente, que porque entendemos ‘dolor de cabeza’
o ‘idea de rojo’ dicho de mí, podemos entender también la expresión cuando
se aplica a otro. Pues puede haber un aspecto esencial al significado de ‘dolor
de cabeza' que haga que ‘dolor de cabeza’ signifique algo completamente dis
tinto cuando se aplica a otros, del mismo modo que, dado que la posición rela
tiva del Sol al lugar al que aplicamos nuestras expresiones horarias es esencial
al significado de esas expresiones, aplicarlas al Sol carece de significado.
Podríamos ciertamente darle algún significado a esos términos cuando se dicen
del Sol, pero sería uno distinto, y haría ociosa la explicación en términos de la
identidad.
Algo similar es, en realidad, lo que ocurre con los términos para las sen
saciones privadas. Para el solipsista, que yo tengo dolor de cabeza o una idea
de rojo no son hechos contingentes; es esencial al dolor de cabeza y a la
idea de rojo que sean míos. El dolor de cabeza o la idea de rojo del solipsista
no podrían ser de otro. Y no sólo este particular dolor de cabeza', uno de mis
dolores de cabeza, en el sentido del solipsista, es el tipo de cosa que no podría
ser de otro. Yo puedo* ciertamente, imaginarme tus muelas produciendo dolor;
puedo imaginarme que cuando toco tus muelas duele, cuando masticas un dul
ce duele más, cuando las extraen deja de doler, etc.; pero el dolor en cuestión
sería también “mi” dolor: lo que así imaginaría sería, propiamente, que me due
len tus muelas, en lugar de, como habitualmente, las mías. Una vez más:
“Cuando me apeno por alguien con dolor de muelas, me pongo en su lugar.
Pero me pongo a m í mismo en su lugar” (PB, § 63). Esto no significa que ‘a
Julio César le duelen las muelas’ carezca de sentido; pero su sentido no tiene
nada que ver con el que promete la explicación analógica de Locke, a saber,
que Julio César tiene una idea como la mía. Su sentido tiene exclusivamente
que ver con las sensaciones que “yo” puedo tener; es decir, con la conducta de
Julio César que puedo percibir visualmente, con sus aullkios de dolor que pue
do oír, etc. Para el fenomenalista, las atribuciones de estados internos a otros
han de entenderse de un modo estrictamente conductual.
¿Qué significa, pues, ‘yo’ o ‘m i’ en las expresiones del solipsismo? Witt
genstein propone, como Hume antes que él, y como Russell (en la etapa del
“monismo neutral”), que este sujeto del solipsismo se identifica, si con algo,
con el conjunto de las vivencias: “Yo soy mi mundo (el microcosmos)” (5.63),
hecho que “está conectado con que [...] todo lo que podemos describir podría
ser de otro modo” (5.634). (Que las vivencias a que me refiero sean mías no
podría ser de otro modo; que si “yo” soy algo, soy la totalidad de mis viven
cias, es consecuencia de que ello no podría ser de otro modo.) Por supuesto,
el mundo que es la totalidad de los hechos atómicos existentes y “mi” mundo
(la “vida”, 5.621) no son la misma cosa. Pero están construidos, por así decir
lo, a partir de los mismos materiales. “Mi” mundo son todas las vivencias que
tengo: las que noto, las que rememoro, las que anticipo, las que imagino, las
que conjeturo, etc.; es el “mundo mago” de Machado. “El” mundo es la tota
lidad de los hechos que configuran la realidad, construidos igualmente a partir
de constituyentes de vivencias, y dispuestos de acuerdo con las generalizacio
nes nómicas verdaderas: las vivencias que estoy cierto de que se dan (bien a
través de la percepción o de la memoria), junto con hechos que guardan con
éstas ciertas relaciones generales de carácter regular bien confirmadas que
constituyen las leyes naturales.
Es sólo en este sentido que “el solipsismo, llevado a sus últimas conse
cuencias, coincide con el realismo”. El solipsismo que Wittgenstein rechaza es
el que pretende enunciarse. La verdad del solipsismo no puede decirse (según
la teoría figurativa), sino que se muestra: es una condición necesaria para la
representación. Pues es una condición necesaria para la representación que
haya nombres que subrogan simples que son la sustancia del mundo; y tales
cosas sólo pueden ser constituyentes de las vivencias de un sujeto en un
momento dado. Todo lo que ese sujeto en ese momento puede representarse
(incluido aquello que haría verdadera a una de las descripciones exhaustivas
que pueden hacerse mediante proposiciones elementales, es decir, el mundo)
está necesariamente construido a partir de esos objetos fenoménicos, necesa
riamente suyos. Por eso, ‘y o \ en las afirmaciones del solipsista, designa un
parámetro vacuo. Las afirmaciones del solipsista presuponen (para excluirlo)
que los objetos que constituyen el mundo podrían no ser suyos; mas, tanta
razón tiene el solipsista, que esto es una imposibilidad (aunque no una contra
dicción lógica). “El yo del solipsismo se reduce a un punto inextenso, y que
da la realidad por él coordinada” (5.64). La exposición muestra hasta qué pun
to es poco “realista” esta tesis. Sigue siendo el caso que todos los términos no
lógicos del cálculo en el que se puede expresar todo lo que yo digo significan
sensaciones mías, y que aquello que determina la verdad o falsedad de lo que
digo está constituido por sensaciones mías. Esto no tiene nada que ver con el
realismo, en el sentido usual del término. El verdadero realismo se caracteriza
por suponer un mundo de entidades objetivas que son conceptualmente inde
pendientes de nuestras vivencias, y las causan; un mundo que no cambia con
los cambios en la experiencia fenoménica de un sujeto, y al que no se puede
hacer “crecer o decrecer” adoptando una cierta actitud ética.
Tanto este enunciado como el juicio que expresa tienen como objeto inten
cional un acaecimiento “objetivo”: este es un dato de partida. Ahora bien, no
cabe decir que conozco directamente tal acaecimiento “objetivo”, pues su
“objetividad” consiste, mínimamente, en que quizás no se dé de hecho un
acaecimiento como el que describo. Quizás esté padeciendo la ilusión conoci
da como fenómeno phi, y todo lo que ha ocurrido realmente es que se ha ilu
minado un disco rojo inmóvil, iluminándose después de 35 milisegundos, tam
bién brevemente, un disco verde igualmente inmóvil situado a mi derecha, a
1,4° de distancia del primero respecto del centro de perspectiva. Por tanto, si
éste fuese un caso de presunto conocimiento directo, incluso si se da realmen
te el acaecimiento descrito en (1) habría que concluir que no sé. Pues simple
mente por el hecho de tener esa convicción basada en lo que creo percibir/no
puedo excluir que ésta sea una situación en que mi juicio es incorrecto.
Sin embargo, parece que este mismo caso nos ofrece un ejemplo del tipo
de conocimiento que busca el cartesiano (lo que mostraría que su definición de
conocimiento es razonable). Pues cabe decir que sí hay algo en la situación que
conozco directamente (simplemente por el hecho de estar en ese estado de
conocimiento): conozco cuál es mi propio estado mental. Sé que es un juicio,
y sé cual es su contenido. Sé, igualmente, que (1) expresa un juicio con ese
contenido. Para que esto sea así, para que realmente tenga conocimiento direc>
ío y cierto de cuál es mi estado mental, el contenido del juicio ha de ser carac
terizable sin compromiso alguno con la existencia del acaecimiento objetivo,
meramente presunto. Es más, por todo lo que yo sé directamente en este
momento, la situación real podría ser incluso mucho más radicalmente dife
rente a como la juzgo. No es sólo que podría estar padeciendo una ilusión muy
concreta, que se da por lo demás en un mundo real suficientemente similar a
como, en otros respectos, me lo represento; es que quizás — por todo lo que sé
directamente— yo sea un cerebro en una vasija en Alfa Centauri, o una men
te inmaterial juguete del humor del Genio Maligno. Quizás el mundo “real”
comenzó a existir hace un segundo, y cese en su existencia dentro de un segun
do. Por tanto, el contenido proposicional de mi juicio, y del enunciado que lo
expresa, debe poder ser caracterizable sin compromiso alguno con la existen
cia de nada objetivo; porque la intuición de partida me dice que sí hay algo
que conozco directamente, a saber, que tengo estados mentales con ciertos con
tenidos, y que los podría expresar con ciertas oraciones con ciertos sentidos.
Todo esto es inmune a las consideraciones escépticas.
Estos párrafos describen los supuestos comunes a todos los partidarios del
intemismo que hemos estudiado hasta aquí; representacionalistas, como Locke
y Frege (en este último caso, con todas las puntualizaciones sobre la clasifica
ción de Frege como un representacionalista que hicimos en VII, § 1), y feno-
menalistas como el Wittgenstein del Tractatus. Estos supuestos caracterizan los
rasgos comunes del mentalismo sobre el significado (IV), que combina una
concepción internista de la mente con la tesis de la prioridad del pensamiento
sobre el lenguaje:
I. Como nuestro interés reside en la Filosofía del lenguaje, y no en la filosofía de la mente, el ejemplo no con
cierne a la adquisición del concepto suma meramente, sino a la adquisición del significado de la palabra ‘V . Ambas
cosas están obviamente relacionadas, pero no es menos obvio que son diferentes. Nada se opone en principio a que
alguien posea el concepto de suma, y sin embargo no entienda el significado de ninguna expresión (de un lenguaje
público) que signifique la suma.
ciña desde su casa. Quizás la “recuperación”, teniendo bien perfilado qué es lo
que así se recupera, no sea tarea sencilla, ciertamente; quizás fuese necesario
para ello una reflexión filosófica tan compleja como las mismas del Ensayo de
Locke o del Tractatus; pero puede hacerse. Eso al menos es esencial a los sig
nificados en una concepción mentalista del lenguaje.
Del mismo modo, si la palabra cuyo significado ha aprendido el niño es
‘rojo', y ahora le presentamos una superficie roja y le preguntamos “¿es roja?”,
el significado que ha aprendido y es capaz de asociar con la palabra determi
na que responder “sí” es actuar correctamente, responder “no” es actuar inco
rrectamente. Y sí la palabra es ‘cubo’ y ahora le presentamos un tetraedro, el
significado que ha aprendido y es capaz de asociar con la palabra determina
que responder “sí” es en este caso actuar incorrectamente, responder “no” es
actuar correctamente. En estos ejemplos, los casos de aplicación de las pala
bras son nuevos para el niño; supongamos que lo mismo ocurre en el caso arit
mético anterior, que ni durante su aprendizaje ni posteriormente se enfrentó al
caso particular de ‘68.+ 57’. Wittgenstein dice que, en la concepción menta-
lista, los significados “anticipan su aplicación futura de modos misteriosos”.
Ciertamente, es increíble que cuando en el pasado el niño utilizó las palabras
‘+ \ ‘rojo’ y ‘cubo’, una vez que ya había aprendido su significado, pensó
explícitamente o era al menos capaz de pensar explícitamente en los casos de
esta superficie que ahora le presentamos, este tetraedro que ahora le presenta
mos, o ‘68 + 57’, decidiendo entonces la aplicación de las respectivas palabras
en esos casos. Y, si pensó en ellos, fácilmente podemos proponer ejemplos
nuevos, en cada uno de los casos. ¿Qué eran, pues, esos significados, que esta
ban o podían estar explícitamente en la mente del niño cuantas veces usó las
palabras significativamente, y determinaban el uso futuro?
Esos significados no pueden ser, simplemente, una enumeración de los
casos anteriores en que el niño había aplicado la palabra correctamente. Por
que estos casos, por sí solos, no determinan ninguna aplicación futura: el que
el resultado correcto de ‘1 + 1’ sea ‘2 \ el de ‘1 + 2’ sea ‘3 ’, y así sucesiva
mente —coincidiendo con los resultados de la suma hasta llegar, digamos, a
‘56 + 56 ’— es compatible con que V no signifique en todos esos casos la
operación suma, sino la operación parasuma. La parasuma es una operación
aritmética cuyos valores para cualquier par de números son los mismos que
para la suma, excepto para los números 68 y 57 ; para este par de números, el
resultado correcto es 5. Así que una lista con todas las aplicaciones pasadas
correctas de V (o una con las correctas, y otra con las incorrectas) no puede
ser el significado, porque una tal lista no determina una distinción en circuns
tancias nuevas entre casos correctos y casos incorrectos. La lista es compatible
con que decir “ 125” en respuesta a “¿68 + 57?” sea correcto y decir “5” inco
rrecto (si V significaba la operación suma), pero también con lo opuesto (si
significaba más bien la operación parasuma); y es obvio que hay interpreta
ciones posibles del signo V en los ejemplos contenidos en la lista tales que
cualquier acción imaginable es compatible con la regla supuesta en la inter
pretación en cuestión: la lista, pues, por sí sola, no es ninguna norma.
Exactamente lo mismo cabe decir de una enumeración de todos los casos
en que se aplicó correctamente la palabra ‘rojo’ en el pasado. Si en ellos íá
palabra ‘rojo’ significaba la rojez, la respuesta ahora correcta es “sí” . Pero es!
compatible con los casos pasados el que en todos ellos ‘rojo' significara la^
pararojeZy la propiedad que tiene una superficie si es roja antes de ayer o azul
después; y en ese caso, la respuesta correcta ahora es “no”. Y algo similar vale;
para ‘cubo'. La serie de los casos pasados de aplicación, ciertamente, puede de
algún modo ser susceptible de “estar presente a la mente del niño” cuando usa
una palabra; pero esa serie no puede constituir el significado, porque, por sí
sola, no delimita los casos correctos de los incorrectos (pues es compatible con
cualquier secuencia posterior).
Una vez más, ¿qué eran, pues, esos significados, que estaban o podían
estar explícitamente en la mente del niño cuantas veces usó las palabras signi
ficativamente, y determinaban el uso futuro? La discusión anterior indica el
camino; los casos pasados, hemos dicho, “por sí solos”, no determinan la apli
cación futura de los términos, porque ios términos pueden en ellos ser “inter
pretados” de cualquier modo. Lo que nos falta, pues, es una especificación de
la “interpretación” correcta; eso es, sin duda, lo que el niño tiene o puede tener
en mente, quizás junto con la lista de algunos de los casos pasados. Mas, ¿qué
son tales “interpretaciones”? Wittgenstein propone que se trata de enunciados
o definiciones explícitas de la regla a seguir; una “interpretación” de la regla
implícita en la lista de usos pasados es un enunciado de esa regla. En el caso
de V la interpretación podría ser ésta: “Para sumar los números n y m prové
ete de un montón suficientemente grande de garbanzos, piedras u otros obje
tos; cuenta n objetos del montón y ponlos a un lado; cuenta m objetos del mon
tón inicial y únelos al segundo montón así formado; si te has quedado antes de
llegar aquí sin objetos en el montón inicial, toma un montón más grande y
vuelve a empezar; cuenta finalmente el segundo montón; ése es el resultado.”
En el caso de ‘rojo’ y ‘cubo’, las interpretaciones pueden ser definiciones
ostensivas a través de “muestras mentales”: una “idea” de rojo mentalmente
asociada con la palabra ‘rojo', una imagen de un cubo mentalmente asociada
con la palabra ‘cubo’.
Hay quien lee a Wittgenstein como si él se opusiera a la existencia de imá
genes mentales o de ideas. Esta interpretación puede apoyarse en una variante
de sus argumentos contra la concepción mentalista. Una vez que ha mostrado
claramente que la lista de los casos pasados de aplicación no puede constituir
el significado, utilizando el argumento central (“todo curso de acción es com
patible con la regla, entendida como la enumeración de los casos pasados, con
lo que no hay aquí división entre los cursos correctos y los incorrectos”), él
sugiere aquí y allá que eso basta para mostrar que la concepción mentalista
debe ser errónea, porque en muchas de las ocasiones en que decimos correc
tamente de alguien que entiende el significado de una palabra —en muchas
ocasiones en que lo decimos de nosotros mismos— no h a y nada m á s que una
lista de los casos p a sa d o s ca p a z de se r a so cia d o con scien tem en te con la p a la
bra. La introspección revela esto en nuestro caso particular; en muchas oca-
siones en que empleamos correctamente una palabra, no como loros, sino sig
nificándola,, no tenemos nada “en mente” que pueda constituir el significado
que el mentalista busca, y lo único que es razonable decir que podríamos
“tener” es una lista de los casos pasados. Los significados, entendidos de
acuerdo con la concepción mentalista, no son n ecesa rio s para la significación:
puede haber significación sin significados mentalistas. Por tanto, los significa
dos no son los significados mentalistas.
Este argumento, sin embargo, no es por sí solo muy convincente. A buen
seguro el mentalista insistirá en que los significados están a h í cuantas veces
hay significación, sólo que a veces se hace difícil “extraerlos”, hacerlos explí
citos (“el lenguaje disfraza el pensamiento ...”). Después de todo, ¿qué, si no,
nos diferencia de los loros? ¿Qué nos justifica cuando decimos que la respuesta
correcta — correcta de acuerdo con lo que siempre habíamos querido decir
cuando usamos V en el pasado— a “¿68 + 57?” es “ 125”, qué razón tenemos
para dar esa respuesta? Porque sin duda lo que nos diferencia del loro, inclu
so cuando el loro da esa misma respuesta, es que nosotros ten em o s una ra zó n ,
mientras que el loro acierta p o r casualidad.
Wittgenstein es bien consciente de estas consideraciones del mentalista
(son las suyas propias de tiempo atrás), de modo que no ofrece el argumento
mencionado más que como elemento adicional para apuntalar su propia posi
ción y para resquebrajar los cimientos de la del contrario. Como tal argumen-
to,subsidiario, e f lector puede considerarlo de nuevo una vez que tenga a la vis-
tá~el argumento principal de Wittgenstein con toda su fuerza. El mismo no se
opone a la existencia de imágenes mentales; por el contrario, repite una y otra
vez que es muy posible que las haya, incluso que sean un auxiliar necesario
(al menos en el caso de los seres humanos) para el uso del lenguaje. Lo que
dice es que tales entidades, en contra del mentalista, no son n i p u e d e n s e r los
significados.
En lo que respecta a la invocación de imágenes mentales (y, en general, a
la naturaleza de esas “interpretaciones” que han de servir para fijar los signi
ficados desde el punto de vista mentalista), a lo que Wittgenstein sí se opone
es a convertirlas en objetos misteriosos. De admitir tal maniobra, el argumen
to no puede continuar, porque no sabemos cuál es la naturaleza de las entida
des postuladas. Por el contrario, Wittgenstein propone “objetivar” las imáge
nes. En la medida en que la introspección ciertamente revela imágenes menta
les como auxiliares para la significación (en casos como el de ‘rojo’ y ‘cubo’),
tales entidades no son distintas de m uestras físic a s. Igual que tuvimos una
barra patrón para determinar la aplicación correcta de la expresión ‘un m etro’,
bien podríamos tener muestras de color para determinar la aplicación correcta
de las palabras de color. (De hecho, existen tales muestras, aunque no para el
uso cotidiano.) Tales muestras consistirían en manchas de color consideradas
paradigmáticas, asociadas con palabras. La “asociación” tampoco ha de ser
misteriosa; puede consistir, por ejemplo, en escribir un ejemplar de la palabra
debajo de cada una de las muestras. Wittgenstein propone que, en la medida
en que la introspección revela un proceso real, es asimilable la invocación de
una imagen mental asociada con una palabra (“mirar la rojez con el ojcrcle tá
mente”) al ir a buscar en un libro una muestra de color debajo de la cuál
escrita una palabra. Y lo mismo para ‘cubo’. En cuanto a las palabras corno
V , cuya interpretación no invoca muestras, Wittgenstein sostiene igualmente
que el único modo razonable de entender la propuesta mentalista es asimilar
su “interpretación” a una definición explícitamente efectuada con ayuda de
otras palabras, como la que se propuso arriba para ‘+ \ La “interpretación”
sería aquí la serie de palabras que constituye la definición, tal y como podría
aparecer en un diccionario. Wittgenstein repite que la introspección, el instru
mento privilegiado por el mentalista, sólo revela entidades de esta naturaleza
que estén, o pudieran estar al menos — “recuperadas” quizás mediante el aná
lisis filosófico— , inmediatamente presentes en la consciencia del usuario de las
expresiones mediante ellas “interpretadas”.
Esta propuesta es esencial para la viabilidad del argumento de Wittgens
tein. El mentalista podría alegar aquí que se comete una petición de principio;
que es fundamental para su punto de vista el que las muestras sean epistémi-
camente privadas. El “argumento contra el lenguaje privado” tiene la función
de refutar esta pretensión. Pero ese argumento sólo se puede comprender bien
cuando se conocen ya las tesis negativas y positivas de Wittgenstein sobre el
significado en particular y la naturaleza de las normas en general. Lo que hare
mos será ocupamos por el momento de exponer esas tesis, dando por supues
to que, si hay imágenes mentales, éstas pueden asimilarse a objetos iñtersub-;
jetivos como las muestras de color. Intentaremos convencer con ello, si no al ;
mentalista filosóficamente refinado, al menos al mentalista ingenuo que surge;
en cada uno de nosotros, cuando nos detenemos, sin parar por mucho tiempo i
mientes en ello, a reflexionar sobre los significados. Después expondremos el j
argumento contra el lenguaje privado, y entonces el lector podrá por sí mismo
juzgar si en este punto Wittgenstein está facilitándose de un modo inaceptable
la tarea, al dotarse de una hipótesis que en rigor le está vedada.
Así pues, las “interpretaciones” que (quizás junto con la enumeración de
los casos correctos pasados) constituyen para el mentalista los significados son
definiciones explícitas, bien mediante el uso de palabras (como en el caso de
la definición de V ) , bien mediante el uso de muestras de color, muestras de
figuras geométricas, etc. Las definiciones del segundo tipo son definiciones
ostensivas.
Ahora el lector puede anticipar el curso del argumento. El significado pro
puesto por el mentalista para V no es más que un montón de signos, que, a
su vez, admiten cualquier interpretación. 'Contar’, en la definición anterior
mente proporcionada de V , quizás signifique contar, y en ese caso la res
puesta correcta a “¿68 + 57?” es 125; pero quizás signifique más bien para-
contar, una operación similar en todo a contar excepto en que para montones
de ciento veincinco objetos arroja como resultado cinco. Es decir: dos perso
nas pueden suscribir exactamente las palabras antes ofrecidas como definición
de V , la una aplicarla consistentemente de modo que preguntado “¿68 + 57?”
responde “ 125” y la otra aplicarla consistentemente de modo que su respuesta
es “5”. “¡Pero eso es sólo porque interpretan la palabra ‘contar’ de modo dis
tinto!”, protesta nuestro espíritu mentalista. Muy bien; entonces a la inicial
“interpretación” debe añadírsele una interpretación adicional de las palabras
empleadas en la primera. Mas si las nuevas interpretaciones son, a su vez,
correlaciones de palabras con palabras, es manifiesto que este camino no lleva
a ninguna parte.
“Si las nuevas interpretaciones son, a su vez, correlaciones de palabras con
palabras ...” Pero el mentalista no piensa que lo sean. “AI final del camino”
hay para él, debe haber, interpretaciones del segundo tipo, definiciones osten
sivas. La suma, diría Locke, es una idea compleja; como tal, está construida a
partir de otras más simples. La definición de V puede invocar otras palabras,
y éstas, a su vez, otras más. Pero ai final tenemos palabras que significan
ideas simples; éstas se definen mediante su correlación directa con las palabras
que significan. Lo mismo, vimos, pensaba en último extremo el Wittgenstein
del T ractatus — si bien él mantuvo puntos de vista más complejos que los de
Locke sobre los significados de las partículas lógicas y de las expresiones
matemáticas— . “En el T ractatus yo estaba confundido en cuanto al análisis
lógico y a las definiciones ostensivas. Pensaba entonces que existía un engan
che entre el lenguaje y la realidad” ( C o n versa cio n es con W aism ann).
El lector que recuerde la discusión sobre los signos ostensivos y las defi
niciones ostensivas en I, § 4 sabe ya por qué estaba Wittgenstein confundido
en el T ractatus , por qué no hay aquí una escapatoria real para el mentalista.
Pues los signos ostensivos son también signos, como las palabras, y pueden,
como ellas, ser interpretados de cualquier modo. La diferencia con las palabras
radica únicamente en que los seres humanos tendemos a interpretarlos, de
manera natural, de un cierto modo. (Otro error típico de los lectores de Witt
genstein es pensar que él negaría esto. Por el contrario, como veremos, insis
tir en ello es un elemento esencial de su propia concepción del significado.)
Pero esto es inesencial respecto de la cuestión que nos ocupa. Si los signos
ostensivos pueden interpretarse de cualquier modo (aunque, de hecho, no sean
interpretados de cualquier modo por los seres humanos), las muestras (menta
les o físicas) correlacionadas con las palabras en las definiciones ostensivas no
pueden ser tampoco los significados de esas palabras.
Consideremos una definición de ‘rojo’ a través de una muestra, una man
cha roja. Ciertamente, un ser humano típico aplicará esta definición del modo
esperado. Pero un venusino podría aplicar esta m ism a d efin ició n de modo tal
que, consistentemente, confrontado con una superficie verde y preguntado “¿es
rojo?” responde “s f \ y confrontado con una muestra de cualquier otro color
dice “no”. O podría aplicar esa m ism a d efin ició n de tal modo que si se le pre
gunta hasta antes de ayer, responde como nosotros, pero a partir de hoy res
ponde “sí” - sólo cuando la superficie es verde. (Eso sí, en ambos casos,
después de abrir el cajón, examinar la definición, y comparar atentamente la
muestra con la superficie.) Y. es obvio que lo mismo podría ocurrir si la mues
tra fuese puramente mental. En cualquiera de ambos casos, ciertamente, no
diríamos que el marciano da el mismo significado que nosotros a ‘rojo’. Pero
la definición que utiliza, esta vez una ostensiva, es la misma que nosótrds uti
lizamos. Asi pues, las muestras, mentales o físicas, no son los significados'
(como en el caso de V no podían serlo las palabras que dábamos como^defi-
ñición), porque las mismas muestras son compatibles con distintos significa
dos. O incluso con la ausencia de significado: eso es lo que habría que decir
si el marciano “aplicara” la definición sin ningún orden, sin ninguna regulari
dad, ahora a cosas rojas, depués a cosas azules, luego a cosas añil, etc. La
“aplica” sólo en el sentido de que, por ejemplo, antes de decir “sí” o “no”, mira
atentamente la muestra, vuelve la cabeza repetidamente del objeto presentado
a la muestra y viceversa, y cuando no tiene a mano la muestra simplemente se
encogiera de hombros. Pero lo que hace después no es una verdadera “aplica
ción”, porque no hay orden alguno discemible en ello.
Quizás sea esclarecedor ver el problema fundamental que esta discusión"
revela desde otro ángulo, que ya apuntamos en V, §5. En un texto de Borges /
que citamos en V, § 3 con el fin de expresar la visión fenomenalista del mun-í
do, decía Borges que el mundo del fenomenalista “es sucesivo, temporal”. Estol
es así, en dos sentidos diferentes; el segundo es el que provoca el problema. El!
mentalista debe considerar que un lenguaje sólo está bien definido si nos res-1
tringimos al idiolecto de un individuo en un momento determinado. En el caso
del solipsista tractariano, las proposiciones elementales de este lenguaje tienen;
el carácter que Borges describe; caracterizan un mosaico de acaecimientos des
hilvanados, lógicamente independientes entre sí. Este es el sentido no relevan
te. El problema está en que también la sucesión de idiolectos de un mismo
individuo, de momento a momento, queda deshilvanada. Sin embargo, la nor
matividad de los significados requiere que estén hilvanados. Para que lo que
decido ahora muestre que aplico correcta o incorrectamente una regla que he
seguido antes, no es importante qué recuerdo ahora sobre mis decisiones ante
riores. Lo importante es qué significado, de hecho, daba antes a los términos.
Como el sujeto cognoscente es la única autoridad, y el sujeto cognoscente es
el usuario de uno de los idiolectos deshilvanados, no se ve cómo efectuar la
diferenciación básica entre parecer y ser que requiere la normatividad del sig
nificado.
En resumen, tanto si definimos las palabras mediante otras palabras, como
si las definimos mediante signos ostensivos, las definiciones (las “interpreta
ciones”) no pueden ser los significados, porque no determinan una distinción
entre cursos de acción correctos y cursos de acción incorrectos. Por ello, no
recogen el aspecto normativo esencial a los significados: cualquier curso de
acción es compatible con ellas, según alguna “interpretación”. Y suponer que/
se resuelve el problema añadiendo las interpretaciones de los términos
que pueden ser interpretados de diferentes modos no nos lleva a ninguna par
te, porque tales “interpretaciones”, en el marco de la concepción mentalista,
serán a su vez nuevos signos que pueden ser aplicados de cualquier modo.
Nada de lo que razonablemente podamos decir que podría estar consciente
mente presente en mi mente cuando empleo un signo con significado es bas
tante para ser el significado.
3. Lo que las reglas son
Esta era nuestra paradoja: una regla no podía determinar ningún curso de
acción, porque todo curso de acción puede hacerse concordar con la regla. La
reacción era: si todo puede hacerse de acuerdo con la regla, entonces también
puede hacerse en desacuerdo. De donde no habría concordancia ni desacuerdo.
Que hay aquí un malentendido se muestra en que en el curso de estos pen
samientos proponemos interpretación tras interpretación; como si cada una nos
satisficiese al menos por un instante, hasta que pensamos en una interpretación
que de nuevo está detrás de ella. Lo que con ello mostramos es que hay una
aprehensión de una regla que no es una interpretación, sino que se pone de
manifiesto, de caso en caso de aplicación, en lo que denominamos “seguir la
regla” y en lo que denominamos “contravenirla” (Investigaciones, § 201).
“Así pues, ¿cualquier cosa que yo haga es compatible con la regla?”— Per
mítaseme preguntar esto: ¿Qué tiene que ver la expresión de la regla — el indi
cador de caminos, por ejemplo— con mis acciones? ¿Qué clase de conexión
existe ahí?— Bueno, quizás ésta: he sido adiestrado para una determinada reac
ción a ese signo y ahora reacciono así.
Pero con ello sólo has indicado una conexión causal, sólo has ofrecido una
explicación de cómo ha llegado a darse el que nos guiemos por el indicador de
caminos, mas no en qué consiste propiamente ese seguir-el-signo. No; he indi
cado también que alguien se guía por el indicador de caminos sólo en la medi
da en que exista un uso estable, una costumbre (Investigaciones, § 198).
2. Este comentario concierne a la interpretación “comunitaria” del argumento de Wittgenstein propuesta por
Kripke en el (excelente) libro recomendado al final, criticada por McGinn y Budd en las obras mencionadas al final.
En e\ tondo de la cuestión, Kñpfce no e s ti. me parece a mí, equivocado. Como se veri, la posibilidad de un único
usuario de un lenguaje requiere la existencia de regularidades en su uso; y aquí ‘regularidad’ quiere decir regulan-
d ad desde nuestro punto de vista — aunque Wittgenstein indicaría que la coletilla “desde nuestro punto de vista" es
superflua y provoca confusión, porque no tiene sentido suponer siquiera otro: una regularidad que no lo es para noso
tros no es una regularidad.
los significados mismos, las normas mismas, serían menos vagos de lo que en-
realidad lo son si la concepción mentalista fuese correcta. (Tal como se indicó
antes, en el T ractatus Wittgenstein se vio obligado a defender, para sostener la
teoría de la figura, que en realidad la vaguedad no existe, que nuestros signi
ficados están perfectamente determinados.) Pero las normas son vagas. ¿Cuen
ta como una infracción a la regla que prohíbe pasarse un semáforo en rojo
pasarse uno en rojo en una ciudad abandonada, donde sólo el semáforo en
cuestión parece funcionar? ¿Cuenta como una tal infracción pasarse un semá
foro en rojo después de esperar cinco minutos sin que cambie de color? ¿Cuán
to tiempo hay que esperar para no cometer una infracción? Los significados
parecen ser así de vagos. ¿Sería una silla algo con apariencia de silla que apa
rece y desaparece cada cinco minutos durante una hora?
La principal consideración en favor de una concepción mentalista del sig
nificado es una apelación racionalista, una apelación que el lector puede
retrospectivamente descubrir en algunos de los pasajes en que anteriormente
tratamos de hacer plausibles puntos de vista como los de Locke o el de Witt
genstein en el Tractatus. Un loro que dijese ‘rojo’ ante una superficie roja lo
haría p o r causalidad, accid en ta lm en te. Un ser humano, en cambio, tiene una
razón. Y ¿qué puede ser una razón sino una formulación de la regla a seguir
que el ser humano puede tener conscientemente ante sí?
Wittgenstein utiliza la palabra ‘razón’ en ese preciso sentido del mentalista;
una razón es una razón co nsciente , o una razón que p u e d e se r consciente. Invo
cando ese sentido, y en completa coherencia con lo anterior, rechaza el raciona
lismo (el racionalismo, en este caso, de Locke, y el suyo propio anterior). En los
casos básicos, aplicamos los términos sin razones, seguimos las reglas sin razo
nes. (Puede haber una explicación causal de lo que hacemos, pero una explica
ción causal no es una razón en el sentido indicado.) La diferencia entre el loro
y el ser humano no está en que el segundo tenga razones. (Estoy pensando aquí
en casos básicos; tal como advertí anteriormente, Wittgenstein admite la obvie
dad de que muchos términos adquieren sentido a través de definiciones explíci
tas a partir de otros; en la aplicación de esos términos sí puede decirse con pro
piedad que atendemos a razones .) La diferencia está meramente en la regulari
dad en las acciones de los seres humanos, inexistente en el caso del loro. Por
supuesto, sería igualmente absurdo decir que cuando aplicamos uno de estos
términos “básicos” examinamos acciones pasadas a la busca de la regularidad
seguida, para que ella nos justifique en la aplicación presente; eso sería, de nue
vo, intentar buscar una razón que complaciera al mentalista, ahora modelada de
acuerdo con la concepción del significado propuesta por el segundo Wittgens
tein. La cuestión es, simplemente: somos tales que aplicamos la palabra ‘rojo’
de este modo regular, sin tener ninguna razón consciente para ello; hacerlo así
está en nuestra naturaleza. (Este naturalismo antirracionalista es común a los
puntos de vista de Wittgenstein sobre el significado y a los de Hume sobre la
causalidad y sobre los valores, como Kripke enfatiza en la obra recomendada al
final. Es un aspecto de la actitud proyectivista que tratamos de poner de relieve
en V, § 5 con el ejemplo de la concepción adolescente del amor.)
“Lo instruyas como lo instruyas para que prosiga la serie [...] — ¿cómo puede
saber cómo tiene que continuar por sí mismo?” — Bueno, ¿cómo lo sé y o l — Si
esto quiere decir “¿Tengo razones?”, la respuesta es: las razones pronto se me
agotan. Y entonces actuaré sin razones (§211).
“Cómo puedo seguir una regla?” — si ésta no es una pregunta por las cau
sas, entonces lo es por la justificación de que actúe así siguiéndola.
Si he agotado los fundamentos, he llegado a roca dura y mi pala se retuer
ce. Estoy entonces inclinado a decir: “Así simplemente es como actúo” (§ 217).
La comunicación por medio del lenguaje requiere no sólo acuerdo en las defi
niciones, sino también (por extraño que esto pueda sonar) acuerdo en los ju i
cios. £sto parece suprimir la lógica, pero no la suprime. — Una cosa es descri
bir los métodos de medida, y otra hallar y enunciar resultados de mediciones.
Pero lo que llamamos “medir” está también determinado por una cierta cons
tancia en los resultados de las mediciones (§ 242).
Vimos antes (§¿:. 241) que la verdad o falsedad de las “opiniones” rio se
resuelve según Wittgenstein por medio del acuerdo entre los hombres, pero que
la posibilidad de expresar opiniones susceptibles de verdad o falsedad requie
re el acuerdo “en el lenguaje”; vemos ahora que el acuerdo en el lenguaje es
una coincidencia en definiciones, pero también en los juicios. Los “juicios”
que son parte de la conformidad lingüística,, so pena de contradicción, no pue
den, por tanto, ser las “opiniones” de § 241. Pero no hay ninguna dificultad en
interpretar a Wittgenstein: está claro que los “juicios” aquí en cuestión son esos
actos de aplicación de términos, muestras, etc., que no tienen ni pueden tener
fundamento racional (en especial, que no tienen como fundamento un “atender
a definiciones”), cuya única justificación está en nuestra naturaleza, y que
constituyen, en virtud de su regularidad, esas costumbres, esas técnicas, en
definitiva esas disposiciones que son en último análisis los significados.
Como se recordará (X, § 5), rechazado el representacionalismo, el único
argumento del Tractatus para motivar el fenomenalismo consistía en que “el
que una proposición tenga sentido no puede depender de que otra sea verda
dera” (T, 2.0211). La tesis de las Investigaciones que estamos examinando es
la opuesta: para que una proposiciones tengan sentido, otras (los “juicios”) tie
nen que ser verdaderas. Esto parece abolir la lógica y la semántica, o, mejor,
disgregarlas entre las ciencias — el estudio de qué enunciados son verdaderos,
de cuáles son los hechos. Pues los hechos lógicos no son ahora sólo aquellos
que tienen toda la apariencia de ser independientes del mundo, cómo que todos
los cuerpos son extensos o que si todos los griegos son mortales y Sócrates es
griego, entonces Sócrates es mortal. También lo que tiene toda la apariencia de;
lo fáctico, como q u e este o b jeto es rojo o se p a rece a esta m uestra son, 'según"
el nuevo punto de vista de Wittgenstein, hechos lógicos. Una concepciónrde te
lógica como la del T ra cta tu s , según la cual la lógica es “algo sublime’’^álgo>
completamente independiente de los hechos y previo a los hechos, es incbriib
patible con ello. Esto no es sólo una cuestión de apariencias. En un sentido, al
menos, los juicios son “fácticos”: son recusables. Ni un individuo ni una comu
nidad lingüística pueden estar ciertos de que algo que toman por un juicio, y
que por tanto determina el significado de algunos términos, no habrá de ser
abandonado un día.
La propuesta de Wittgenstein conlleva, por tanto, el abandono de los
supuestos cartesianos sobre el conocimiento que recordamos al comienzo. Los
juicios son verdades analíticas, cognoscibles a p rio ri, y, por tanto, cuentan
entre aquello que conocemos mejor. Sin embargo, podemos contemplar situa
ciones en que habríamos de abandonarlos. “La verdad de mis enunciados es el
criterio de mi co m p ren sió n de esos enunciados” (Ü b er G ew issh eit , § 80). “La
verdad de ciertas proposiciones empíricas pertenece a nuestro marco de refe
rencia” (ibid., § 83). “Podemos imaginar que algunas proposiciones, con la for
ma de proposiciones empíricas, se han solidificado y funcionan como canales
para aquellas otras proposiciones empíricas que no se han solidificado sino que
permanecen fluidas; y que esta relación se alterara con el tiempo, en tanto que
algunas proposiciones fluidas se solidificaran, y otras antes solidificadas se
hicieran fluidas” (i b i d § 96). El símil debe interpretarse así: “solidificado” se
aplica a proposiciones la a ceptación de c u ya .verd a d es co n stitu tiva del sig n i
fic a d o , “fluido” a proposiciones cuya fa lse d a d p u e d e se r co n tem p la d a sin que
ello im plique un cam bio de sig n ifica d o . Los grandes cambios científicos ofre
cen ejemplos ilustrativos de lo que Wittgenstein describe aquí. ‘La Tierra no
es un planeta' es, en el marco geocéntrico, una de esas proposiciones solidifi
cadas, que establecen el marco de referencia. En el marco heliocéntrico, sin
embargo, se toma como una fluida, que puede ser rechazada (y lo es).
Pero sigue cabiendo, según Wittgenstein, una distinción entre un estudio
de los significados, y un estudio de la verdad de los en.iinciad.os que, supues
tos los significados, podemos formular; sigue cabiendo una distinción entre la
lógica y la ciencia. “Pero si alguien dijera: «por tanto, la lógica es una ciencia
empírica», estaría equivocado. Esto, sin embargo, es cierto: la misma proposi
ción puede ser tratada en un momento como algo a contrastar con los datos
empíricos, y en otro como una regla para el contraste empírico” (Ü b er G ew iss
h eit , § 98). Para justificar que puede haber lógica incluso supuesta su concep
ción del lenguaje, Wittgenstein apela a una analogía. Cabe distinguir la for
mulación de un procedimiento de medida (y el estudio de ello) de la determi
nación de mediciones con ayuda del procedimiento, aun cuando, en contra de
lo que algún filósofo podría pensar, las dos tareas no son completamente inde
pendientes. “A p rio ri ” podríamos quizás utilizar como “reloj” el eorazón del
Papa; la unidad de medida del tiempo sería el período que ocupa un latido de
su corazón, en lugar, digamos, del ciclo diario del Sol. Si no lo hacemos es
dad filosófica “adquiere su finalidad” (y por tanto su valor) “de los problemas
filosóficos” (§ 109), esto es, de los berenjenales en q u e —por falta de una
visión suficientemente abarcante— nos metemos cuando reflexionamos sobre
el funcionamiento de algunos de nuestros términos.
Es por esta razón que Wittgenstein rechazaría la objeción del partidario de
la filosofía correctiva a su apelación a que en el lenguaje común atribuimos
normatividad a los significados. Que podamos definir una noción no normati
va de. ‘significado’, y que quizás esa noción sea útil para ciertos propósitos, es
totalmente irrelevante con respecto a la tarea de desmontar los castillos en el
aire del mentalista. Lo que aquí procede es una descripción correcta de nues
tro uso de la palabra ‘significar’, efectuada de tal modo que se pueda llamar la
atención del mentalista a todo lo que su simplista descripción ha dejado fuera.
Pese a las grandes diferencias filosóficas entre el Tractatus y las Investí-
gaciones, la concepción de la filosofía en una y otra obra guarda cierta rela
ción. Tienen además en común el ser igualmente increíbles, y el quedar igual
mente refutadas por el ejemplo mismo de la obra en que se defienden. En el
Tractatus se nos prohíbe decir lo que sólo se puede mostrar; es decir, las ver
dades analíticas pero no lógicas cuya enunciación interesa a la filosofía. Pese
a ello, su autor se las arregla para decimos algunas. En las Investigaciones se
insiste en que no merece la pena hacer afirmaciones filosóficas verdaderas,
porque ello equivaldría a enunciar trivialidades. Pero las afirmaciones filosófi
cas qüe hace la obra están bien lejos de ser triviales; son, como estamos vien
do, sumamente controvertidas.
A mi juicio, persiste a lo largo de toda la obra de Wittgenstein un error
básico, con el que comenzamos ya a enfrentamos en la discusión sobre el
carácter informativo de las teorías lingüísticas al comienzo mismo (I, § 4). La
vinculación del significado al uso que hace Wittgenstein, así como el falibilis-
mo epistemológico con el que va asociada, son a mi juicio enteramente correc
tas: son también parte de una concepción extemista. Es cierto que el conoci
miento tácito que tenemos del lenguaje y del contenido de nuestros juicios está
esencialmente vinculado al uso; y es cierto también que los casos claros de
ejercicio de ese conocimiento han de ser perfectamente obvios. Es obvio, por
ejemplo, que quien asevera el enunciado (1) al comienzo podría aseverar lo que
no es el caso. Pero una enunciación explícita de tal conocimiento (aquello
que persiguen las teorías lingüísticas en general, y la filosofía en particular), ela
borada tomando como datos esos casos obvios, no tiene por qué tener nada de
obvio. De hecho, sabemos ya que no va a serlo. No sólo a partir del ejemplo ini
cial de las citas (II), o de todos los problemas semánticos que hemos discutido en
este libro: modalidades, oraciones de atribución de actitudes proposicionales, etc.
Sino, por encima de todo, a partir de lo tremedamente enrevesado que se está
revelando el problema que más interesa a la filosofía del lenguaje: clarificar las
relaciones entre las palabras, las ideas y las cosas. Sólo pasamos esto por alto por
que nos ocultamos el verdadero problema (a saber, caracterizar correctamente de
manera explícita la sistemadcidad de las propiedades lingüísticas), por el proce-
; dimiento de discutir ejemplos aislados tales como ‘añil’ o ‘cubo’.
Describir el objetivo de la filosofía como el de ofrecer una enunciación
“sinóptica” de los hechos sobre el uso no cambia un ápice este diagnóstico.
También la economía trata de ofrecer una enunciación sinóptica de los inter
cambios económicos, y la sintaxis una de las reglas sintácticas, y eso no las
hace menos explicativas, ni menos complicadas, ni menos necesitadas de uti
lizar el mismo método inductivo que emplean también lós físicos.
El error básico que persiste a lo largo de toda la obra de Wittgenstein es
el de proyectar características de aquello en lo que consiste el conocimiento
tácito del significado, sobre las enunciaciones teóricas de ese conocimiento
tácito. Este error básico está también, curiosamente, en la raíz del mentalismo
tradicional. Una cosa es que para poder tener representaciones de acaecimien
tos objetivos deba “conocer” directamente (no intencionalmente, m , § 3) esta
dos internos míos. Esto, como argumentamos antes (X, §2), parece ser así. Otra
muy distinta, que quepa trasladar las propiedades de este conocimiento (en par
ticular, su carácter d irecto , que es consiguiente al hecho de que se trate de un
conocimiento no-intencional, esencialmente distinto al conocimiento intencio
nal que tenemos por medio suyo de entidades objetivas) a los estados inten
cionales en que me los represento explícitamente. Esto dista de ser correcto:
los conceptos a partir de los cuales tenemos acceso intencional a nuestras
vivencias introducen estas entidades por su contribución como modos de pre
sentación en la representación de entidades objetivas. A mi juicio, esta falacia
está en la base de las doctrinas filosóficas que se oponen al realismo sin epí
tetos: de las diversas formas de antirrealismo, y también de los diversos rea
lismos fingidos. En la próxima sección volveremos sobre esto.
3. Ponerlo así de manifiesto es el gran acierto de Kripke (y no se trata del tínico acierto).
ticas esenciales — si estamos contemplando la variante representacionalista— ,
o en lo que respecta a las referencias mismas — si contemplamos más bien la
solipsista o el proyectivismo individualista— , el lenguaje que de hecho usaba
en t, y el que uso ahora pueden ser totalmente distintos. Yo, en ^ soy la úni
ca autoridad sobre las propiedades semánticas esenciales de ‘#dolor-cpi#’ tal
como lo uso en t^ Supongamos que creo, sinceramente, que se dan las condi
ciones para registrar correctamente ‘#dolor-cpi#\ ¿Cómo puedo excluir la
posibilidad de que sólo me parezca tal cosa, de que realmente, al pensarlo así,
estoy cambiando el sentido del término, tal y como lo usaba en tt?
Parece que de ningún modo: en cualquiera de sus variantes, la concepción
mentalista, coherentemente sostenida, nos lleva a decir que cualquier cosa que
a mí me parezca ahora sobre las condiciones de aplicación correcta de un tér
mino (dados, sin duda, mis recuerdos ahora y mis expectativas ahora) define
qué es lo correcto. Pero esto es inconsistente con lo que entendemos por d is
tin g u ir correcto e in co rrecto : “[mediante una definición ostensiva privada] me
imprimo la conexión del signo con la sensación. — «Me la imprimo», no obs
tante, sólo puede querer decir: este proceso hace que yo me acuerde en el futu
ro de la conexión correcta. Pero en nuestro caso yo no tengo criterio alguno
de corrección. Se querría decir aquí: es siempre correcto lo que me parezca
correcto. Y esto sólo quiere decir que aquí no puede hablarse de ‘correcto’ ”
(IF, § 258; cf. también § 265).
Un lenguaje, un conjunto de expresiones con significados, entendido tal y
como Wittgenstein argumenta que debemos entenderlo, podría ser el lenguaje
de un solo individuo. Un Robinson venido a parar a la isla que sólo él habita
podría crear un lenguaje propio, antes incluso de aprender uno comunitario,
para anotar el paso de los días, los sucesos relevantes, etc. El argumento ante
rior no cae en el absurdo de pretender refutár esto (§ 243). Como hemos indi
cado, lo esencial es que haya regularidad en el modo en que usa las expresio
nes de. ese. lenguaje. Quizás Robinson aplique algunas de las expresiones de su
lenguaje de acuerdo con ra zo n es ; esto es, quizás_disponga para su aplicación
de una definición o enunciación de la regla. Quizás algunos de los signos que
utilice en los d efin iens de esas definiciones los aplique a su vez de acuerdo con
razones , de acuerdo con definiciones explícitas. Y quizás incluso algunos de
estos signos últimos utilizados para definir otros signos no sean palabras, sino
“signos naturales”, incluyendo entre ellos sensaciones. Pero, en último extre
mo, debe haber signos, lingüísticos o naturales, que, simplemente, esté en su
naturaleza usar de un modo discern ib lem e n te regular. Y lo que determina el
significado de unos y otros es esta conducta regular.
El argumento de Wittgenstein (muy especialmente, los dos parágrafos
mencionados antes, §§ 258 y 265) se censura generalmente por verificacionis-
ta.4 Pero una cosa es que la propia propuesta de Wittgenstein sea verificacio
nista (cosa que sin duda es), y que ello sea objetable, y otra muy distinta que
5 Entiendo la posición de Dennett, por ejemplo, en “On the Absence o f Phenomenology". N o la entiendo, en
cambio, en su reciente La conciencia explicada. No la entiendo porque la obra incluye afirmaciones que me parecen
inconsistentes.
cada, según Wittgenstein, por nuestras muy ligeras reflexiones sobre nuestros
modos de hablar. Pero si examinamos atentamente nuestro lenguaje, veremos
que lo que queremos decir cuando hablamos de significados o de la mente no
requiere suponer tales entidades. Por supuesto que hay significados, conceptos
y estados conscientes; pero son enteramente manifiestos: cualquiera los puede
observar, desperdigados en nuestra conducta.
“El significado de una palabra ya no es para nosotros un objeto que le
corresponde” (Moore, 261) Ya hemos visto cómo, en lo que respecta a los
enunciados sobre el mundo externo, el proyectivismo comunitario de Witt
genstein implica la identificación de condiciones de verdad y condiciones de
constatación; no hay, pues, referentes objetivos correspondientes a algunas uni
dades léxicas — tales como las esencias reales del nominalista sobre los térmi
nos de género natural, o las sustancias aristotélicas que las ejemplifican— que
constituyan condiciones de verdad que pueden quizás trascender lo que pode
mos constatar. Necesariamente, hay circunstancias perfectamente ordinarias en
que podríamos constatar si ‘esto es un tigre’ es verdadero o no lo es, pues ‘esto
es un tigre’ significa un conjunto de condiciones de constatación: condiciones,
accesibles a los usuarios competentes de esa oración, que se dan en circuns
tancias consideradas por los usuarios competentes de la expresión apropiadas
para ello.
Exactamente lo mismo ocurre con los enunciados sobre estados conscien
tes. Es esto lo que Wittgenstein quiere decir cuantas veces rechaza construir Ja
semántica de términos para los estados internos — como ‘#dolor-cpi#’— sobre
el modelo nombre-objeto (como en el famoso texto sobre la caja con el esca
rabajo, § 293). ‘#dolor-cpi#’ significa una disposición humeana a la conducta
observable en circunstancias observables, igual que ‘#rojo#’, etc. Es compati
ble con la concepción humeana de las disposiciones que, en cada caso par
ticular en que la disposición se ejercita (cada vez que juzgamos, correcta o-
incorrectamente, sobre la base del criterio cuasi-infalible que nos da sentir elr
dolor, que tenemos un calambre en la pierna, o que nos comportamos mani
festándolo así), lo que causa que se produzca la manifestación'de la disposi-.
ción sea algo distinto a lo que lo causa en las ocasiones anteriores. Es inclusó:
compatible con la concepción humeana que nada “cause” la manifestación (te
la disposición, que no haya nada más que la regularidad observable. “«Imagí
nate un hombre que no pudiera retener en la memoria qué significa la palabra
‘dolor’ — y que por ello llamase así constantemente a algo diferente— ¡pero
que no obstante usase la palabra en concordancia con los indicios y presupo
siciones ordinarios del dolor!» —que la usase, pues, como todos nosotros.
Aquí quisiera decir: no pertenece a la máquina una rueda que puede hacerse .
girar, sin que con ella se mueva el resto” (§ 271; cf. también § 270). Este hom
bre usaría ‘dolor’ exactamente con el mismo significado que nosotros; su posi
bilidad muestra que la existencia de una sensación objetiva es irrelevante para
entender nuestro uso del término.
Estas conclusiones chocan patentemente con nuestras intuiciones. Para
reparar en ello, basta observar que suponen atribuir a los objetos externos y a
los estados de consciencia las cuatro propiedades distintivas de las propieda
des dependientes de la reacción (V, § 5). No sólo la virtuosa verificabilidad,
perseguida por el ánimo ilustrado que motiva la propuesta, con el que pode
mos simpatizar: a buen seguro, los caracteres zodiacales del astrólogo son
“ruedas que pueden hacerse girar” de las que podemos prescindir sin que ello
afecte a nuestras prácticas cognoscitivas sobre las personas. Sino también las
restantes características, viciosas de acuerdo con nuestras intuiciones: la posi
bilidad de terceros no excluibles, de divergencias ineliminables, la temporali
dad. .
Putnam inventó unos “superespartanos”, individuos que sufren dolor igual
que nosotros, pero asignan un valor tan grande a mostrar una apariencia estoi
ca, que no manifestan el dolor más que mediante el lenguaje: dicen ‘tengo
un dolor de muelas terrible’, con la más apaciguada de las sonrisas.6 Éstos
podrían ser terceros no excluibles: algunos de nuestros criterios para la aplica
ción de ‘#dolor de muelas#’ apuntan a atribuírselo a los superespartanos, otros
apuntan en la dirección contraria; y no hay nada fuera de nuestros criterios para
decidir la cuestión. En el mismo trabajo, Putnam imagina unos “super-super-
espartanos”, 'que prescinden incluso de la manifestación verbal del dolor.
Resulta haber, sin embargo, una manifestación observable de la presencia de
un estado del cerebro que, en los seres humanos, acompaña siempre al dolor
de muelas (una cierta medición en un “cerebroscopio”). Una vez descubierta,
puede convertirse en un nuevo criterio para la adscripción de ‘#dolor de mue
las#’; y, según ella, resulta que ios super-superespartanos tienen esta sensación,
pues el cerebroscopio manifiesta el estado del cerebro en las circunstancias en
que los demás tenemos dolor de muelas. Un caso así manifestaría la tempora
lidad de las adscripciones correctas de estados de consciencia, en la concep
ción wittgensteiniana. Antes de descubrir el criterio, era verdadero que los.
super-superespartanos no tenían dolor de muelas (ha.de insistirse en que, en
una concepción verificación isla, verdadero = constatado en las condiciones
apropiadas); después, ha pasado a ser falso. Análogamente, podemos imaginar,
a unos seres capaces de percibir directamente lo que nosotros sólo podemos
detectar a través del cerebroscopio. Previamente a que nosotros sepamos del
cerebroscopio, pues, existirían divergencias ineliminables entre estos indivi
duos y nosotros en cuanto a si los super-superespartanos tienen o no dolor.
Todo esto, me parece, es intuitivamente inaceptable; el mentalista tiene
razón al quejarse de que una concepción como la de Wittgenstein, después de
todo, sí niega los estados conscientes: les niega su objetividad. Tampoco sería
para el realista científico ningún consuelo que Wittgenstein le dijera que él no
niega las esencias reales, las sustancias, ni los objetos teóricos. No las niega,
en tanto que no pretende reducirlas a entidades directamente observables, a
diferencia del reductivista eliminatorio. Pero, en la comprensión realista de
estas cosas, sí las niega, negándoles ia objetividad. Por otro lado, el mentaíis-
I. El libro de Ramón Cirera Caniap i el Cercle de Viena mencionado entre la bibliografía secundaria reco
mendada constituye una excelente introducción a los diversos puntos de vista defendidos por los miembros del
Círculo de Viena. Quine dedicó Palabra y O bjeto a Camap, y es de destacar también que sus ideas están estrecha
mente emparentadas con las de otro miembro del Círculo, Otto Neurath, creador de la sugerente imagen hecha cele
bre desde que Quine hiciera de ella su lema en Palabra y Objeto: “Som os com o marineros que se ven obligados a
reparar su barco en alta mar, sin poder nunca desmantelarlo en un puerto y aparejarlo de nuevo con materiales mejo
res." (El barco representa en la metáfora a nuestro conocim iento. El sentido de la metáfora es que no podemos nunr
ca corregir completamente nuestras teorías; estamos condenados a llevar a cabo só lo correcciones parciales, contra el
trasfondo de la aceptación de la mayoría de nuestras creencias.)
es una actividad por completo independiente del estudio de los hechos extra-
lingüísticos, que puede llevarse a cabo lejos del laboratorio. Le muestra así el
filósofo al científico cómo comprobar la verdad de una afirmación sobre
quarks es comprobar la verdad de ciertas afirmaciones enteramente expresa-
bles en términos de ideas. Además, quizás, el filósofo legitima las afirmacio
nes bien justificadas de los científicos, al mostrar cómo las afirmaciones en que
se basan cualesquiera de ellas (las afirmaciones sobre la existencia de propie
dades que corresponden a las ideas simples que estamos teniendo) son verda
deras.
Quine sintetiza los supuestos que sustentan la creencia en la filosofía pri
mera en dos tesis, cuyo carácter injustificado, meramente dogmático, va a
intentar mostrar a lo largo del artículo: se trata justamente de los “dos dog
mas”. La primera es la existencia de una distinción no de grado, sino de cua
lidad, entre verdades só lo en virtu d de los sig n ifica d o s (o de los co n ce p to s),
verdades analíticas, y verdades que a dem ás lo son en virtu d de los h ech o s
(extralingiiísticos), verdades sintéticas. Esto se sigue de la tesis in tern ista del
filósofo mentalista, según la cual qué significados o conceptos sean expresa
dos por las' palabras no depende en nada de qué hechos extralingüísticos se
den, y justifica la distinción tajante entre la actividad científica y la actividad
filosófica que se expresó en el párrafo anterior. La imagen cartesiana del Genio
Maligno refleja este supuesto: incluso aunque el mundo sea radicalmente dis-
tintó a como me^lo represento; incluso aunque la mayoría de mis creencias
sean falsas, los significados de mis palabras (y de mis estados mentales) se
rían justamente los que son. Por ejemplo, de acuerdo con Locke, ‘el oro es
amarillo’, supuesto que la propiedad correspondiente a la idea de amarillo sea
parte de la esencia nominal del oro, es una verdad analítica: no se justifica esa
verdad apelando al color de los pedazos de oro que hemos encontrado en el
pasado y a la inducción, sino a qué idea compleja hemos correlacionado como
su significado con ‘oro’. Por otra parte, la verdad de ‘llovió en Roma el día en
que asesinaron a César.’ .depende de las condiciones meteorológicas en Roma
ese día,-y* por supuesto, de los significados; de las palabras. (Aunque lloviera
en Roma el día en cuestión, el enunciado podría ser falso si ‘llover’ significa
ra nevar.)
El segundo “dogma” es el fundacionalismo. El contenido de algunos de
nuestros enunciados (los que expresan p ro p o sicio n es em p írica s) está entera
mente formulado en términos relativos a la experiencia sensible; en la termi
nología lockeana, se trata de los enunciados que hablan explícitamente de
ideas simples: hay una idea de rojo cubriendo completamente la superficie
determinada por una idea de esfera situada en tal lugar de mi espacio visual
(igualmente “ideal”). Otros no parecen tratar de la experiencia inmediata:
hablan de Julio César, o del oro, o de los genes. El “dogma” fundacionalista
de los empiristas concierne a estos últimos; lo que esta tesis, según Quine dog
mática, asevera es que cada uno de estos enunciados “en realidad” trata tam
bién, sólo que de un modo complicado, de la experiencia sensible.
Este dogma está estrechamente relacionado con el anterior; la idea es que,
mediante el análisis semántico, se pueden sustituir las palabras que apareééif
en esos enunciados por otras de ig ual significado de modo que ¿ fmaí óbtéí
nemos un enunciado que trata sólo de la experiencia sensible. Esto es, comó'
vimos en IV, § 3, lo que sostenía Locke, diciendo, en sus propios términos, que
las ideas de géneros naturales son en realidad ideas de “esencias nominales”;
esto equivale a decir que el significado de ‘oro’ se puede expresar mediante un
enunciado que describe un conjunto de ideas simples. Lo mismo ocurre, según
Locke, con las ideas de sustancias; de nuevo, esto equivale a decir que el sig
nificado de ‘Julio César’ se puede expresar mediante una expresión que sólo
menciona ideas simples. Este punto de vista similar se defiende mucho más
explícitamente en el Tractatus. Las diferencias metafísicas entre el representa-
cionalismo coherente y el solipsismo conciernen solamente a si se postula un
mundo de referentes objetivos causalmente relacionados con los constituyentes
del mundo interno, o si se selecciona más bien, designándoles como “objeti
vos”, un subconjunto de vivencias potenciales. La concepción de los significa
dos “primarios” de representacionalistas y solipsistas no difiere.
El dogma fundacionalista no es más que la formulación del aspecto
semántico del empirismo. No es sólo que para comprobar la verdad de un
enunciado sobre Julio César, sobre el oro o sobre los genes haya que compro
bar la verdad de enunciados sobre la experiencia (como sostiene el aspecto
metodológico de la tesis empirista); es que lo que querem os d e c ir cuando
hablamos de esas entidades concierne en realidad a la experiencia sensible.
Esta tesis constituye una versión especialmente clara del principio verificacio-
nista del significado, que formulamos anteriormente: dos enunciados no pue
den diferir en significado sin diferir en lo que aseveran sobre experiencias posi
bles. Cuando hablamos significativamente, todo lo que en definitiva decimos
concierne (al menos “primariamente”) a nuestra experiencia sensible. El feno
menalismo es la forma extrema de esta tesis.
. Obsérvese que el énfasis puesto anteriormente en la formulación de la tesis
que Quine califica de dogmática no está en la idea verifica cio n ista , que cual
quier afirmación es en último término una afirmación sobre la .experiencia.
Como ya advertí, Quine está plenamente de acuerdo con esto. Los puntos de
vista de Quine son los de alguien con simpatías fenomenalistas, que se ha con
vencido de que el proyecto reductivista característico del fenomenalismo (V,
§3) no se puede llevar a cabo, y ha adoptado una posición p ro yectivista en su
lugar (V, § 5). El énfasis está en que la reducción del contenido aparente de un
enunciado a contenidos de experiencia explícitos pueda hacerse enunciado a
enunciado. El propio Quine acepta un cierto fundacionalismo; pero, como
veremos, tal fundacionalismo es holista. Lo que se puede y se debe poder redu
cir a la experiencia no es un enunciado que no parezca tratar de ella, sino la
totalidad de los en un cia d o s de un lenguaje.
“Dos Dogmas” no contiene ningún argumento conclusivo contra las dos
tesis criticadas, nada como por ejemplo una reducción al absurdo de las mis
mas. La estrategia de Quine consiste más bien en mostrar que ninguna de las
propuestas que se han efectuado para justificarlas es aceptable. De esto con-
cluye que las tesis son. dogmáticas, en el sentido de que sus partidarios las
creen por un acto.de fe y no por tener buenas razones para ello; y también que
quizás los problemas encontrados para justificarlas se deban a que son falsas.
Después, en las páginas finales, esboza un marco conceptual que explicaría su
falsedad, y a la vez sugiere una alternativa. La “indeterminación de la traduc
ción” resulta de adoptar esa alternativa. Puede pensarse que esta estrategia
argumentativa deja al adversario de Quine considerable espacio para la manio
bra; incluso aceptando sus argumentos críticos, el partidario de la distinción
analítico/sintético puede simplemente sostener que hay algún modo de formu
larla distinto a los examinados por Quine. Y así es. Sin embargo, esta estrate-
gia no se ha probado nada fácil; es justo reconocer que no se ha propuesto nada
generalmente aceptado en ese sentido. De ahí la gran influencia del artículo.
3. Describir la segunda tarea com o “la del científico” sólo es usar un sinécdoque ilustrativo. Cada ser huma
no es un buscador de verdades, aunque se trate de modestas verdades que sólo conciernan a cuál e s la mejor pelícu
la hoy en la cartelera o a si es peligroso cruzar ahora; en cada ser humano, pues, se pueden separar las tareas “analí
tica” y “empírica", el análisis de conceptos y la constitución de creencias.
lo demás, esta segunda creencia está estrechamente emparentada con la pri
mera (la .creencia en una distinción cualitativa entre analítico y sintético), pues
una “filosofía: primera”, esa enunciación de un saber “sublime”, no empírico y
condición de posibilidad de lo empírico, sería precisamente la enunciación de
verdades analíticas, en el sentido del término que no hemos sido capaces de
definir.
Cuando Quine escribe sus obras clásicas, el mentalismo no es ya la
influencia predominante que había sido en la primera mitad de siglo, entre
otras causas por influencia de las críticas del segundo Wittgenstein. Por eso,
aunque aquí y allá pueden encontrarse en esas obras de Quine críticas al “mito
del museo” en la línea de Wittgenstein, no es tanto el mentalismo en sí mismo
como las dos creencias que acabamos de mencionar, la existencia de una dis
tinción cualitativa analítico/sintético y el fundacionalismo, las que él ataca.
Supongo que su razón para ello es que, aunque la concepción mentalista de los
significados ciertamente es el punto de vista que de modo más inmediato e
intuitivo alimenta esas dos creencias, Quine piensa que otras concepciones del
significado podrían por su parte tratar igualmente de justificarlas. O quizás
peor, alguien podría abandonar el mentalismo, a causa de críticas como las que
hemos considerado en el capítulo precedente, sin abandonar por ello ni la
creencia en una distinción cualitativa analítico/sintético ni la creencia en una
“filosofía primera”.
' En contra de ello, Quine propone abandonar las dos creencias alimentadas
por la concepción mentalista. En el capítulo anterior observamos que se seguía
de la concepción positiva del significado del segundo Wittgenstein la no exis
tencia de una distinción cualitativa entre verdades analíticas y verdades sinté
ticas: comprender el significado de una expresión requiere aceptar la verdad de
ciertos juicios. Estos juicios no son meras definiciones, sino que son sustanti
vos. Una manifestación de que lo son es que son susceptibles de impugnación:
son corregibles. Una consecuencia de esto, apta para poner claramente de relie
ve las diferencias, es que la formulación de hipótesis escépticas radicales como
la del Genio Maligno resulta imposible. La falsedad radical de mis creencias
es incompatible con la existencia de las mismas. Sin que ello conlleve suscri
bir los detalles de la concepción wittgensteiniana de los significados como dis
posiciones comunitariamente compartidas a la conducta observable en cir
cunstancias observables, Quine propone aceptar esa misma tesis wittgenstei
niana. Quizás la razón de que los partidarios de la existencia de una distinción
cualitativa analítico/sintético hayan sido incapaces de formularla sin utilizar
implícitamente términos tan suspectos como los que intentaban explicar es que
la presunta distinción no existe. Quizás la posesión de significados por las
expresiones del lenguaje requiera la verdad de algunos de los enunciados que
se pueden formular con ellas. La propuesta es: aceptemos, siquiera que sea
como hipótesis, este supuesto, que explicaría el fracaso de ios intentos defini-
torios de los partidarios de la distinción, y examinemos sus consecuencias: al
examinarlas encontraremos razones para creer la verdad del supuesto.
¿Se sigue de esto la falsedad de la otra creencia, la creencia en la exis
tencia de una “filosofía primera”? En el sentido tradicional, sí; pero, hay un
cierto sentido en que ello no tiene por qué seguirse, y conviene aclarar esta
cuestión ahora. Como expusimos en el capítulo anterior, el Wittgenstein de las
Investigaciones defendía, pese a todo, la existencia de una distinción cualitati
va entre la actividad filosófica y la actividad científica o empírica. Ahora bien
esto no quería decir que la filosofía pudiera proponer graneles tesis, de algún
modo fundamentadoras de la práctica empírica. Por el contrario, sólo quería
decir que la actividad filosófica es meramente “descriptiva” y no “explicativa”,
está limitada a la formulación de trivialidades que todo el mundo sabe. Lo úni
co “interesante” que le queda al filósofo es la práctica terapéutica de desbro
zar malentendidos conceptuales. Wittgenstein, como vimes, no rechaza la exis
tencia de una cierta distinción analítico/sintético. El parágrafo 242 de las Inves
tigaciones, que se comentó largamente en XI, § 4, lo destinaba Wittgenstein a
justificar que no se sigue de su concepción de los significados ia imposibilidad
de una “ciencia” distintiva de los significados, la lógica, como él le llama, o la
semántica, como le llamamos nosotros. Y las verdades de una ciencia tal son
precisamente las verdades analíticas.
No hay aquí empero ninguna contradicción con lo que hemos venido
diciendo. Si, con el partidario de la concepción mentalista, consideramos un
aspecto necesario de la existencia de la distinción analítico/sintético el que las
verdades analíticas no dependan de nada contingente —de que el mundo de los
acaecimientos objetivos esté organizado de ciertos modos— y sean por consi
guiente el paradigma de verdad incorregible, entonces tanto Quine como Witt
genstein están de acuerdo en que tal distinción no existe. Es ese aspecto el que
he querido enfatizar hasta aquí describiendo la tesis que Quine cuestiona como
la de que existe una “distinción cualitativa analítico/sintético”; es bien cierto
que la palabra enfatizada, ‘cualitativo’, no deja meridianamente clara la distin
ción que se pretende establecer con ella, pero espero que esta discusión sí lo
haya hecho. En el caso de Wittgenstein, el aspecto en cuestión queda rechaza
do por la exigencia, para la comunicación por medio del lenguaje (es decir,
para compartir significados) no sólo de un acuerdo en las definiciones, sino
también de un acuerdo en los juicios; esto es, en lo que es verdadero y falso.
Sin embargo, puede formularse la distinción analítico/sintético de un
modo tal que ese aspecto, consustancial a la concepción mentalista de los sig
nificados, no sea necesario. Podríamos considerar, alternativamente, que la
esencia de la distinción radica en que las verdades analíticas sean verdades “tri
viales”, que aceptamos sin más ni más, sin llevar a cabo indagación empírica
alguna y sin precisar para ello de ninguna justificación o razón, como parte de
lo que nos cualifica como usuarios competentes de un lenguaje. Esta distinción
es bien diferente de la anterior. Las verdades analíticas, como las verdades sin
téticas, atribuyen determinadas características al mundo objetivo, y, en conse
cuencia, es concebible que en ciertas situaciones hubiésemos de recusar su
aceptación anterior. Dado que una verdad analítica es, paradigmáticamente,
una conocida a priori (III, § 4), resulta así que, en esta concepción, el falibi-
lismo de la epistemología anticartesiana contemporánea se ha llevado incluso
al reducto sagrado del racionalismo cartesiano. Ni siquiera conocemos con cer-
tidumbre las verdades a p rio ri , porque incluso para las proposiciones que acep
tamos y, si fuesen verdaderas, serían conocidas a p r io r i , podrían existir situa
ciones que nos forzarían a corregimos. Las verdades analíticas, así entendidas,
se diferencian de las sintéticas en que las características que atribuyen al mun
do son aquellas que en cualquier caso es preciso conocer para poder siquiera
formular conjeturas sobre otras características más interesantes, y cuestiona
bles, del mundo. Una consecuencia es que la distinción, entendida al modo
wittgensteiniano, no es tajante, sino gradual y vaga. Tal y como puso de mani
fiesto nuestro comentario en el capítulo anterior, es en este segundo sentido
que Wittgenstein acepta la distinción, y que distingue la semántica (y la filo
sofía con ello), meramente “descriptiva”, del resto de las ciencias, genuina-
mente explicativas. Era parte de esta concepción wittgensteiniana de la filoso
fía que ésta no puede ser correctiva; el filósofo, a diferencia del científico, no
puede venimos con novedades, no puede traemos la buena nueva de que “se
puede pensar esto y lo otro en contra de nuestros prejuicios” (In vestig a cio n es,
§109).
¿Qué opinión tiene Quine sobre este segundo modo de entender la distin
ción? El rechazo de la distinción cualitativa analítico/sintético pone al filósofo
en el mismo tren que el científico; no hay “filosofía primera”. Y una de las
máximas metodológicas centrales que usan los pasajeros de ese tren es el c o n
servadurism o epistém ico. Es esto lo que la famosa metáfora de Neurath, tam
bién viajera, invocada por Quine como lema de P alabra y O b jeto , intenta poner
de relieve: “Somos como marineros que se ven obligados a reparar su barco en
alta mar, sin poder nunca desmantelarlo en un puerto y aparejarlo de nuevo con
materiales mejores.” No podemos poner en cuestión en un mismo momento la
totalidad de nuestras creencias; en cada momento podemos revisar algunas,
pero sólo con respecto a la aceptación de la mayoría de las otras. Hasta aquí
está Quine dispuesto a aceptar la idea de. Wittgenstein;. pero esto no es mucho,
porque el conservadurismo es común ai filósofo y al científico. En lo esencial,
Quine también discrepa de Wittgenstein, y de ahí que su rechazo de la distin
ción analítico/sintético sea aún más radical, que valga también cuando la dis
tinción se toma en el sentido wittgensteiniano. Es tan legítimo para el filósofo
como para el científico traemos novedades; la filosofía bien puede ser correc
tiva. En el curso del tiempo, según Quine, la totalidad de nuestras creencias en
un momento dado puede cambiar, incluidas aquellas que constituyen las “ver
dades analíticas”, aquellas que configuraban los significados de las palabras.
De hecho, como veremos, en su concepción del significado no existe diferen
cia cualitativa alguna entre un cambio de significados y un cambio de creen
cias. Este es uno de los aspectos más sorprendentes del h olism o se m á n tic o qui-
neano que discutiremos más adelante.
La epistemología tradicional se opone a utilizar en su indagación infor
mación procedente, por ejemplo, de la psicología o la biología; de acuerdo con
ella, utilizar tal información sería circular: ¿cómo puede la epistemología, que
intenta entre otras cosas justificar el conocimiento científico, usar en su justi
ficación parte de ese conocimiento? Tanto el epistemólogo tradicional raciona
lista (Descartes, por ejemplo) como el empirista (Locke, por ejemplo) dan por
supuesto que tenemos opiniones, cuyos contenidos proposicionales son expre-
sables en términos de entidades subjetivas independientes del mundo objetivo,
y se preguntan después qué condiciones deben cumplir las opiniones para
constituir conocimiento. Todas estas tareas pueden (y deben) llevarse a cabo a
priori, examinando meramente el contenido de nuestra idea de saber.
El rechazo de la distinción tradicional analítico/sintético implica el recha
zo del supuesto común al epistemólogo tradicional, racionalista o empirista.
Que ‘rojo’ se aplique correctamente a algo significa que, en condiciones que
admitimos como apropiadas, un usuario competente convendría en aplicarle el
término ‘rojo’. Si estoy ante algo a lo que juzgo que se aplica ‘rojo’, algo tan
patentemente rojo que lo podría utilizar para enseñar el uso del término a un
niño, en circunstancias apropiadas para ello, entonces sé, simplemente en vir
tud de mi conocimiento del lenguaje, que eso es rojo. Por tanto, lo sé a prio
ri. Similarmente, las creencias constitutivas de lo que antes denominamos la
“descripción” usada en la caracterización del significado de los términos teó
ricos de aquellas de nuestras teorías que sean verdaderas son, igualmente,
conocidas a priori. Y, sin embargo, puedo perfectamente concebir la posibili
dad de que me equivoque, de que hubiera de recursar mi juicio. Algo similar
cabe decir de enunciados que expresan la exclusión de los colores, de verda
des geométricas básicas, etc., entendiendo en todos los casos que hablamos del
mundo “externo” y no de nuestras vivencias subjetivas. La epistemología witt-
gensteiniana, empresa conceptual, tendría ahora que ver con las condiciones
paradigmáticas de aplicación del término ‘saber’ en casos reales, y con las ver
dades “triviales” constitutivas del significado de la expresión.
El punto de vista de Quine es similar, con la salvedad de lo que resulta de
sus discrepancias con Wittgenstein en cuanto a la distinción wittgensteiniana
analítico/sintético. La epistemología, según Quine, no tiene por qué limitarse a
la enunciación de las “verdades triviales” sobre la aplicación del concepto de
saber. Pues la práctica científica (en este caso, la práctica psicológica y socio
lógica) no es más que una extensión mejorada de esas verdades, una extensión
que bien puede resultar en su corrección. De modo que es perfectamente apro
piado echar mano de los resultados sobre el saber que la psicología, la biolo
gía o la sociología puedan proporcionar, o, siendo como son escasos por el
momento, a los que quepa esperar que proporcionen teniendo en cuenta sus
supuestos y sus métodos presentes. A la epistemología así entendida le llama
Quine “epistemología naturalizada”.
La epistemología tradicional deriva sus objetivos fundamentadores de los
supuestos consecuentes a la concepción mentalista cuestionados por Wittgens-
téin.y Quine: la existencia de una “filosofía primera” y la distinción cualitati
va analítico/sintético. Supuestos estos objetivos, la epistemología naturalizada
no puede ser una empresa más vana: fundamentar, entre otras cosas, la psico
logía, utilizando información proveniente de la psicología. Estos objetivos fun
damentadores, por tanto, no pueden formar parte del proyecto de la epistemo-
logia naturalizada. (Y, naturalmente, tanto a Quine como a Wittgenstein les
parece perfectamente justificado abandonarlos, pues a su juicio se apoyan en
una ilusión.) Una vez abandonados, no hay circularidad. El problema de dar
una respuesta al escéptico (el problema de explicar cómo al menos algunos de
nuestros enunciados y de nuestras opiniones pueden ser verdaderos) se ha reve
lado un pseudoproblema: algunos de nuestros enunciados y de nuestras opi
niones tienen que ser verdaderos, para que haya enunciados y opiniones. (En
realidad, para que haya significado, o contenido, pero es esencial que haya sig
nificado o contenido para que haya enunciados o opiniones.) Dada esa falta de
pretensión fundamentadora, nada hay de malo en que las teorías psicológicas
expliquen, entre otras cosas, cómo se elaboran y se justifican las teorías psi
cológicas.
La epistemología tradicional es normativa; pretende distinguir opiniones
que son conocimiento de otras que no lo son. Pudiera pensarse que la episte
mología naturalizada, sea en la versión “de sentido común” de Wittgenstein o
en la versión “científica” de Quine, debe necesariamente perder de vista esta
dimensión. Pero como Quine indica, ello no es así. La ciencia misma (o más
simplemente,' y en el espíritu de Wittgenstein, los hechos metodológicos tri
viales constitutivos de nuestro concepto de saber) es la que muestra que los
adivinos, astrólogos y otros individuos de similar pelaje, no poseen el conoci
miento que pretenden. Es la ciencia misma (o esos principios metodológicos)
la que muestra que no tenemos otro conocimiento del futuro que el que pode
mos obtener del pasado, justificando mediante observaciones, experimentos y
la apelación al principio de inducción (o al principio de inferencia en favor de
la mejor explicación) enunciados que aseveran leyes, y aplicando esas leyes a
lo observado en el presente para inferir el futuro; y que las opiniones de los
individuos como los mencionados no se dejan justificar de estos modos. Es la
ciencia misma (o, de nuevo, principios metodológicos de sentido común) la
que justifica el principio empirista de que todo nuestro conocimiento se apoya
en último término en la información que nuestros sentidos nos proporcionan.
Quienes esgrimen la objeción de la normatividad contra la naturalización
de la empresa filosófica que resulta de la concepción del significado de Quine
y el segundo Wittgenstein, en otras palabras, no han calado apropiadamente en
su naturaleza. El significado de una expresión está constituido no sólo por defi
niciones, sino también por juicios (verdades recusables, que aceptamos inme
diatamente como triviales, en el caso de Wittgenstein; verdades igualmente
recusables que aceptamos como resultado de la investigación científica, en el
caso de Quine). Pero la aceptación de estos juicios tiene, tanto para Quine
como para Wittgenstein, la misma dimensión normativa que tenía aceptar defi
niciones para el filósofo tradicional. La aceptación de tales juicios es requeri
da para contar, en un momento dado y en una cierta comunidad, como un usua
rio competente dél lenguaje.
Un resultado de la epistemología naturalizada, al que se acostumbra a
denominar ‘tesis de Duhem’ en honor de su enunciador primero, es el holismo
epistémico (‘holismo1 proviene de una palabra griega para todo), la tesis de que
nuestro saber es global: la justificación de un enunciado sobre un “tema”, diga
mos sobre la causa del síndrome tóxico, puede depender de hecho de la justi
ficación de enunciados sobre “temas” aparentemente muy dispares, por ejem
plo sobre procesos químicos. La justificación de enunciados físicos puede
depender de hecho de la justificación de enunciados psicológicos, enunciados
sobre las capacidades observacionales de seres humanos, por ejemplo. El holis
mo epistémico es la tesis de que no se justifican los enunciados aisladamente,
o por “temas”, sino que lo que está o no justificado es la totalidad de nuestro
saber en un momento dado. En V, § 2 argumentamos en favor de una versión
débil de esta tesis.
El holismo epistémico, junto con el principio verificacionista del signifi
cado, tiene por consecuencia el holism o se m á n tic o : la tesis opuesta al segundo
de los dogmas discutidos por Quine en “Dos Dogmas”, esto es, al dogma fun-
dacionalista. En una forma aparentemente inocua, la tesis dice que no se pue
de tomar un enunciado dado, aisladamente, y expresar su contenido en térmi
nos puramente empíricos. Es decir, no se puede expresar el contenido de un
enunciado mediante una proposición empírica equivalente. El principio verifi-
cacionista establece que el significado de los enunciados son las condiciones
en que se justificaría su verdad; el holismo epistémico dice que la verdad de
los enunciados no se justifica uno a uno; la conclusión es que los enunciados
no tienen significado empírico uno a uno, sino que sólo la totalidad de
los enunciados de un lenguaje lo tiene. Por consiguiente, es imposible reducir los
enunciados uno a uno a enunciados sobre la experiencia sensible, como pre
tende el dogma fundacionalista. Así, el supuesto de que la distinción cualitati
va analítico/sintético no existe lleva también al rechazo del segundo dogma del
empirismo.
Incluso aquellos que no han adoptado el conductismo como filosofía están obli
gados a guiarse por el método conductista en ciertas prácticas científicas; y la
teoría lingüística es una práctica tal. Un científico d e l lenguaje es, por el hecho
de serlo, un conductista ex officio. Cualquiera que eventualmente resulte ser la
mejor teoría de los mecanismos internos del lenguaje, debe conformarse al
carácter conductual del aprendizaje lingüístico, a la dependencia de la conduc
ta lingüística respecto de la observación de la conducta lingüística. Un lengua
je se adquiere mediante la emulación social y mediante la información obteni
da de la reacción social a la propia conducta, y estos controles ignoran cual
quier idiosincrasia en las imágenes o en las asociaciones del individuo que no
tengan manifestación en su conducta. Las mentes son indiferentes para el len
guaje en la medida en que son conductualmente inescrutables.4
M, M, Mi
hay un único conejo hay una única parte no hay un único estadio de
aquí separada de conejo aquí conejo aquí
Las oraciones que los tres manuales ofrecen como traducción de <Jl y a 2
son oraciones observacionales; además, son oraciones observacionales con
diferente significado estimulativo (para cualquier hablante del español). Por
ejemplo, en condiciones normales, una situáción en que mi retina está estimu
lada por un conejo habría de provocar mi asentimiento a la traducción que M 1
ofrece de a Ly mi disentimiento a la traducción que M2 ofrece de la misma ora
ción. Una situación en que mi retina está estimulada primero por un dedo seña
lando a la cabeza de un conejo y después por el dedo señalando a una pata del
conejo habría de provocar, en condiciones normales, mi asentimiento a la tra
ducción que Mi ofrece de c 2 y mi disentimiento a la traducción que M2 ofre
ce de la misma oración. Una situación en que mi retina es estimulada primero
por un conejo y después por lo que parece el mismo conejo (no ha habido
movimiento audible en el intervalo, el segundo conejo está en el mismo lugar
que el primero, etc.) habría de provocar, en condiciones normales, mi asenti
miento a la traducción que M, ofrece de o, y mi disentimiento a la traducción
que M3 ofrece de la misma oración. Por tanto, un poco de imaginación y bue
na fortuna permitirá llevar a cabo un número de experimentos suficiente como
para poder decidir cuál de los tres manuales satisface el primer criterio. En
cualquier caso, podemos asegurar que los tres manuales asignan diferente sig
nificado a la misma oración. Por otra parte, la traducción que M t ofrece de cí3
es una oración estimulativamente analítica en español, mientras que las ofreci
das por los otros dos manuales son oraciones estimulativamente contradictorias
(analíticamente falsas). Basta ver si oyes-una u otra cosa en el lenguaje nati
vo para rechazar, en virtud del tercer criterio, alguno de los manuales. Corno
antes, incluso si no conseguimos arreglárnoslas para resolver esta cuestión
empíricamente, podemos estar seguros de que los manuales difieren en el sig
nificado que asignan a una oración de la lengua nativa, no sólo cuando ‘signi
ficado’ lo entendemos en el sentido mentalista, sino también cuando lo enten
demos en el sentido naturalista que hemos reconstruido en la. sección anterior
Hay muchísimos manuales de traducción de una lengua a otra, diferentes
en tanto que correlacionan una misma oración de la lengua a traducir con dife
rentes oraciones de la lengua a que se hace la traducción, y que, sin embargo,
no difieren en “sustancia”. Hay una gran laxitud sintáctica en todo lenguaje
humano; no tiene mucho sentido buscar diferencias de “sustancia” en dos
manuales que sólo difieran en que traducen una misma oración inglesa por, res
pectivamente, ‘el escritor escribía a máquina con su torso casi volcado sobre
la máquina de escribir’ el uno y por ‘con su torso casi volcado sobre la máqui
na de escribir, el escritor escribía a máquina’ el otro. Ciertamente, cabe ima
ginar propósitos para los que elegir una u otra de las traducciones resultaría
significativo (por ejemplo, la reproducción de cierto efecto poético); pero, para
cualquier propósito imaginable, siempre habrá manuales igualmente válidos
(todos ellos tan buenos como sea posible conseguir) que difieran en aspectos
como el ejemplificado. Para algunos propósitos no hay diferencia de sustancia
entre traducir un mismo enunciado inglés por ‘el plumífero le daba a la tecla
amorrado sobre su instrumento’ y traducirlo por ‘el escritor escribía a máqui
na con su torso casi volcado sobre la máquina de escribir’, pese a que el “regis
tro” de ambos enunciados es distinto y, para otros propósitos (por ejemplo, en
la traducción de una novela negra), manuales que difirieran.de ese modo sí
diferirían en “sustancia”.
La tesis de la indeterminación de la traducción radical postula la existen
cia de manuales de traducción de la lengua nativa al español diferentes, pero
todos ellos igualmente compatibles con los criterios (i)-(iv) de la sección ante
rior. Con ‘las disposiciones lingüisticas’ nos referimos en adelante a todas las
disposiciones a la conducta lingüística de los nativos que responden a los cri
terios (i)-(iv), y no sólo a las de hecho observadas por el antropólogo. La tesis
de la indeterminación, entonces, establece la existencia de manuales de tra
ducción de la lengua nativa al español diferentes, aunque igualmente compati
bles todos ellos con las disposiciones lingüísticas. Ahora bien, la tesis de la
indeterminación no puede simplemente aseverar la existencia de manuales
“diferentes” en el sentido descrito en el párrafo anterior; es decir, manua
les diferentes que no difieren en la “sustancia”. Pues de otro modo la tesis care
cería de interés: no necesitábamos para justificarla de ningún argumento ela
borado, construido a partir de la supuesta necesidad de revisar en términos con
ductistas nuestra noción intuitiva de significado. La tesis, entendida de ese
modo, es trivialmente verdadera.
Es así que, cuando enuncia la tesis, Quine enfatiza que no se trata de que
los manuales en cuestión sean “diferentes” en el sentido en que lo son los
manuales de traducción que no difieren en “sustancia” de dos párrafos más
arriba. A tal fin, Quine acostumbra a cargar las tintas en la naturaleza de la
diferencia; donde más Jas carga es en la siguiente cita:
£_/ hay un x (J hay una suma de r(_) hay una suma de x(_)8
Las traducciones ofrecidas por los tres manuales M ,,M 2. y M 3. de las tres
oraciones que utilizamos anteriormente para poner de relieve las diferencias
empíricas entre los tres manuales anteriores, M t, M2 y M3, serían ahora las
M, M2.
hay un conejo aquí hay una suma de partes no hay una suma de estadios
separadas de conejo aquí de conejo aquí
8. ‘Suma’ abrevia aquí “suma m ereológica”. La M ereología — inventada por el lógico polaco Lesniewski—
es una teoría formal comparable a la teoría de conjuntos en su aspiración a ser “la" teoría más fundamental. Si en la
teoría de conjuntos la relación fundamental es la de pertenencia, entre objetos y conjuntos, en la mereología la rela
ción fundamental es la de s e r p arte de, entre objetos y sumas. Una diferencia está en que mientras que un conjunto
de objetos espaciotemporaies es una entidad de distinto tipo, “abstracta”, una suma m ereológica de objetos espado-
temporales es ella misma un objeto espaciotemporal. intuitivamente, la suma mereológica de dos objetos es un nue
vo objeto del que los primeros son panes. La suma mereológica de dos semiesferas concretas es una esfera igualmente
concreta.
ciones que los diferentes manuales ofrecen de las mismas expresiones de la
lengua nativa son diferentes. El ejemplo ilustra la laxitud de los criterios; pare
ce claro que Jo que el ejemplo ilustra se puede generalizar a manuales com
pletos, para la totalidad de la lengua nativa.
Lo así ejemplificado no es la tesis de la indeterminación de la traducción,
sino una tesis más débil. La tesis de la indeterminación de la traducción es la
tesis .de que manuales de traducción compatibles con las disposiciones lin
güísticas producirán oraciones con significados sustancialmente diferentes;
pero, como los ejemplos ilustran, nuestros tres manuales de traducción produ
cen oraciones que son analíticamente equivalentes entre sí. Quine se refiere a
la tesis más débil alternativamente como la inescrutabilidad de la referencia y
la relatividad ontológica. Si la tesis de la indeterminación afecta a oraciones,
la tesis de la inescrutabilidad afecta a expresiones en general, oraciones y tér
minos subenunciativos. Es por eso que la tesis de la inescrutabilidad es lógi
camente más débil que la tesis de la indeterminación. La tesis de la inescruta
bilidad de la referencia (o de ía relatividad ontológica) dice que hay manuales
de traducción'alternativos, compatibles con todas las disposiciones lingüísticas
(no sólo las observadas, sino todas las posibles), que traducen una misma
expresión (término u oración) de la lengua a traducir por otros de la lengua a
la que se hace la traducción que difieren en referencia.
Digamos que dos términos singulares (nombres propios, demostrativos,
descripciones definidas) difieren en referencia si el objeto que designan es dis
tinto. Digamos que dos términos generales difieren en referencia si los con
juntos de objetos a que se aplican son distintos. Entonces, M p M2. y M3. ilus
tran la tesis de la inescrutabilidad, pues son compatibles igualmente con la
totalidad de las disposiciones lingüísticas y, sin embargo, asignan diferente
referencia a ‘gavagai’, a la relación que M, traduce como la identidad, etc.
Nuestros ejemplos no han incluido ningún término singular; pero es claro que
si cierta expresión de la lengua nativa refiriera, según M,, a un determinado
conejo, según otro manual igualmente compatible con la totalidad de las dis
posiciones lingüísticas podría referir a una entidad distinta (por ejemplo, a un
conjunto de estadios de conejo, con lo que el término no seria considerado un
término singular por este manual). Esta diferencia se compensaría con dife
rencias apropiadas en la traducción de otros términos.
El que la referencia de un término de la lengua nativa sea “inescrutable”
consiste, pues, en que los criterios naturalistas de aceptabilidad para traduc
ciones no nos permiten determinar su referencia; no nos permiten determinar
si refiere a un conejo particular, o a un conjunto de estadios de conejos, o a un
conjunto de partes no separadas de conejo, etc. Esto equivale según Quine a
que la ontología supuesta por una lengua es relativa a qué manual de traduc
ción se escoja. Según como traduzcamos a los nativos, podemos atribuirles
nuestra familiar ontología de objetos de tamaño medio que duran unos años en
el tiempo; pero podemos atribuirles también ontologías extrañas, habitadas
sólo por fugaces estadios de nuestros más familiares objetos, por partes espa
ciales de los mismos, o quizás por ejemplificaciones de entidades abstractas
por un único “objeto”, el espacio-tiempo. Podríamos incluso atribuirles?®^
ontología explícitamente solipsista, como la que el Tractatus supone eri nues
tro lenguaje. Todo ello, de modos igualmente compatibles con todos los crite
rios aceptables de traducción. ■-
En un artículo muy notable, “Identity and Predication”, Gareth Evans
muestra que estas ilustraciones quineanas de la tesis de la inescrutabilidad de
la referencia carecen dé plausibilidad. Ciertos datos empíricos sobre combina
ciones de predicados y términos generales con constantes lógicas en la lengua
nativa para formar predicados complejos (es un no-(p\ es un (p-y-y) — que aquí
no podemos detallar— permitirían excluir algunos de los manuales que dan
lugar a oraciones estimulativamente sinónimas (“conejea a q u f frente a “hay
un conejo aquí”). Por otra parte, consideraciones generales de simplicidad (las
mismas que nos llevan a excluir, pongamos por caso, una explicación del movi
miento de los planetas en términos de la intención por parte de los planetas de
moverse de acuerdo con las leyes de Newton) serían suficientes para, en ausen
cia de datos empíricos del tipo indicado — que requerirían atribuir a la lengua
nativa el concepto de parte no separada de un objeto, o el de estadio de un
objeto— , excluir los manuales M2. y M3. en favor de M r A mi juicio, sin
embargo, la corrección de la crítica de Evans requiere que nos situemos en una
concepción realista de las disposiciones a la conducta constitutivas del signifi
cado, como la que se presume en los dos capítulos sucesivos. La indetermina
ción de la traducción y la inescrutabilidad de la referencia no son consecuen
cias de la identificación quineana de los significados con disposiciones al com
portamiento, sino del antirrealismo proyectivista (compartido, como vimos, por
el segundo Wittgenstein) que caracteriza el modo en que Quine concibe las pro
piedades teóricas en general y las disposiciones en particular. Tanto en Quine
como en Wittgenstein este antirrealismo resulta, a su vez, del verificacionismo
que aún queda en ellos de sus pasados fenomenalistas. Las críticas de Evans son
correctas, pero resultan del abandono de estos supuestos verificacionistas.
Nos falta sólo ilustrar mediante un ejemplo la posibilidad más extrava
gante de todas, la de la indeterminación de la traducción: que dos manuales
igualmente compatibles con la totalidad de las disposiciones lingüísticas tra
duzcan una misma oración de la lengua nativa por dos oraciones de la lengua
del traductor que puedan diferir incluso en valor veritativo. Naturalmente, una
oración ilustrativa no puede ser una oración observacional, pues en ese caso el
primero de los criterios determinaría que los manuales no son igualmente com
patibles con las disposiciones lingüísticas. Las observaciones del párrafo pre
cedente son necesarias para comprender el tipo de ilustración que Quine tiene
en mente.
Observamos anteriormente que las hipótesis científicas interesantes están
infradeterminadas por la experiencia empírica de hecho recogida; dijimos que,
desde una perspectiva realista sobre el contenido de tales hipótesis, están inclu
so infradeterminadas por la totalidad de la experiencia empírica posible. La
infradeterminación consiste en que hipótesis diferentes son sin embargo com
patibles con la misma experiencia sensible de alguien con las capacidades sen-
sitivas de un ser humano normal. La razón de la infradeterminación es la
creencia realista de que realmente hay entidades no observables que determi
nan los fenómenos observables, y nuestras hipótesis tratan de caracterizar. Si
realmente hay tales entidades, si qué sea o no observable es sólo relativo a
caprichosas consecuencias de la evolución de seres inteligentes, mientras que
el mundo observable está determinado por entidades y características más
“fundamentales” y no directamente observables, entonces cabe realmente pen
sar que dos hipótesis distintas sobre lo no observable tengan las mismas con
secuencias observacionales (no sólo sobre lo observado de hecho, sino sobre
todo lo que podría ser observado) mientras que sólo una de ellas es de hecho
verdadera. Ésta es la posibilidad que Quine toma en consideración para cons
truir su ejemplificación más radical de la tesis de la indeterminación.
Supongamos —contrafácticamente— que las hipótesis de que el sistema
solar es ptolemaico y la de que es copemicano ilustran la posibilidad de la
infradeterminación de las teorías científicas. Supongamos que ambas hipótesis
están construidas de tal modo que tienen las mismas consecuencias observa
cionales: los mismos puntos luminosos han de estar en las mismas configura
ciones en el firmamento en cada momento de cada día del año. Ahora bien, en
la lengua nativa, como en el español, podrá haber enunciados que expresen una
u otra de las hipótesis. Pues bien, dos manuales pueden diferir tan sólo en que
el uno traduce una oración nativa, digamos p, por ‘el sistema solar es ptole
maico’; y.el otro traduce la misma oración por ‘el sistema solar es copemica
no’, y sin embargo ambos manuales pueden ser igualmente compatibles con la
totalidad de las disposiciones lingüísticas. El primer manual traduce la oración
por una oración falsa, y el segundo la traduce por una oración verdadera, así
que esto ilustra la versión más radical de la tesis de la indeterminación.
Cómo puede ocurrir esto es claro. El tercer y cuarto criterios son aquí irre-
levantes: suponemos que la oración p no es estimulativamente analítica ni con
tradictoria, como no lo son sus respectivas contrapartidas castellanas, porque
muchos hablantes del español no responderían ni afirmativa ni negativamente
a la cuestión de si el sistema solar es copemicano o ptolemaico. (Si el ejem
plo no resulta particularmente plausible en este respecto, piénsese que se trata
sólo de un ejemplo ilustrativo, e imagínense reemplazado por otras alternativas
teóricas aún más recónditas para el “hombre de la calle”.) Los únicos criterios
relevantes son, pues, los que conciernen a la traducción de las constantes lógi
cas proposicionales, que presumiblemente conectan la oración p con oraciones
observacionales (en las contrapartidas en la lengua nativa de oraciones como
“si el sistema solar es copemicano y tales y cuales puntos luminosos estaban
ayer a las diez de la noche en tal y cual posición respectiva, entonces tales y
cuales puntos luminosos estarán hoy a la misma hora en tales y cuales posi
ciones respectivas”), y el que concierne a la traducción de las oraciones obser
vacionales. Pero, dada nuestra hipótesis de que las oraciones teóricas en cues
tión tienen las mismas consecuencias observacionales, los dos manuales
pueden coincidir completamente en la traducción de unas y otras, y aun así
diferir en la traducción de la oración en cuestión, p.
Hay una vieja intuición, característica del empirismo: la intuición de que
podemos establecer una separación entre lo “dado”, lo objetivo e independien
te de nuestro trabajo de elaboración conceptual, y lo “impuesto”, lo arbitrario
y relativo a nuestros hábitos de conceptualización. Lo “dado” es el material
proporcionado por nuestros sentidos; lo “impuesto”, nuestro subjetivo esque
ma conceptual. Quine comparte esa intuición empirista, de una manera una vez
más depurada. Lo “dado” son ahora las disposiciones a la conducta lingüísti
ca, relativamente al estado de estimulación de nuestros receptores sensoriales;
lo “impuesto”, la ontología y la teoría elaborada a partir de ello. Lo “dado”
constituye los significados comunes a las expresiones de aquellos que pueden
comunicarse entre sí; lo “impuesto” queda al arbitrio de cada uno. En la medi
da en que lo “dado” sea común a las expresiones del nativo y a las que el antro
pólogo elige para traducirle, en lo “impuesto” pueden diferir tanto como sea
imaginable. Quizás el uno vive en un mundo de objetos de tamaño medio que
duran unos años en el tiempo, y el otro en un mundo berkeleyano, salvajes
ambos mundos el uno a la luz de los puntos de vista del que no lo comparte y
viceversa. Quizás, más modestamente, el uno vive en un mundo ptolemaico y
el otro en uno copemicano; el uno en un mundo indeterminista, el otro en un
mundo determinista con variables ocultas, etc.
Antes de examinar críticamente la tesis de la indeterminación, y para con
cluir la parte expositiva, comprobemos cómo la concepción quineana del sig
nificado es bolista. Dijimos anteriormente que el holismo epistémico o “tesis
de Duhem” es la tesis de que nuestro saber es global: no se justifican los enun
ciados aisladamente, o por “temas”, sino que lo que está o no justificado es la
totalidad.de nuestro saber en un momento dado. Por otra parte, el principio
verificacionista del significado establece que el significado de un enunciado
son las condiciones empíricas que justificarían la creencia en su verdad. Obsér
vese que la noción de significado reconstruida en las dos últimas secciones
incoipora este principio verificacionista. Pues el significado quineano de una
expresión es aquello en virtud de lo cual, en una situación de traducción radi
cal, una expresión de otra lengua sería una buena traducción de la primera a
esa otra lengua. Y, como hemos podido comprobar ai examinar las condicio
nes de aceptabilidad para la traducción radical, dos oraciones cuyas condicio
nes empíricas de constatación son las mismas tienen el mismo significado, en
el sentido de ‘significado’ que se acaba de indicar: aquello en virtud de lo cual
una oración de otra lengua sería una buena traducción de la primera es lo mis
mo que aquello en virtud de lo cual una oración de otra lengua sería una bue
na traducción de la segunda.
Ahora bien, si las condiciones empíricas que justificarían la creencia en un
enunciado no dependen sólo de ese enunciado, sino de la totalidad de los otros
enunciados aceptados, traten del “tema” que traten (tesis de Duhem), y el sig
nificado son las condiciones empíricas de constatación (principio verificacio
nista), el significado de un enunciado debe depender del significado de todos
los demás. Este es el holismo semántico. Y podemos comprobar inmediata
mente cómo la concepción quineana del significado es holista. Que un enun
ciado de la, lengua nativa signifique algo sobre conejos o que signifique más
bien algo sobre estadios de conejos, etc., depende de qué significados atribu
yamos a otros enunciados de la lengua nativa; de hecho, depende de qué sig
nificados atribuyamos a la totalidad de los otros enunciados de la lengua nati
va. Que un enunciado de la lengua nativa signifique que el sistema solar es
heliocéntrico o que signifique más bien que es geocéntrico depende también de
qué significado tengan otras expresiones de la lengua en cuestión. El signifi
cado de una expresión depende del significado de todas las demás expresiones.
De ahí que, en la concepción del significado de Quine, el dogma fundaciona-
lista del empirismo (que el contenido de los enunciados se puede reducir uno
por uno a proposiciones empíricas) sea falso.
Nuestra ventaja cuando tratamos con un compatriota es que, con escasas des
viaciones, la hipótesis de la traducción automática u homofónica ... cumple la
tarea. Si fuéramos retorcidos y agudos podríamos arruinar también esa hipóte
sis y arbitrar otras hipótesis analíticas que atribuyeran a nuestro compatriota
opiniones inimaginadas, pese a recoger al mismo tiempo todas sus disposicio
nes a la respuesta verbal a toda estimulación posible. El basarnos en la traduc
ción radical de .lenguajes exóticos nos ha servido para presentar de un modo
vivo los factores; pero la lección principal que hay que aprender de todo esto
se refiere a la laxitud empírica de nuestras propias creencias.9
[...] puede afirmarse que dos sistemas de hipótesis analíticas son globalmente
equivalentes, mientras no haya comportamiento lingüístico que las diferencia;
y que si ofrecen traducciones al español aparentemente discrepantes, es que el
aparente conflicto lo es sólo entre partes vistas fuera de contexto. Esta expli
cación es bastante digna de fe, dejando a un lado la ligereza con que trata el
tema de la significación; y ayuda, por otra parte, a formular el principio de la
indeterminación de la traducción de un modo que choque menos y parezca
menos paradójico. Cuando dos sistemas de hipótesis analíticas satisfacen y
recogen la totalidad de las disposiciones lingüísticas con la misma perfección
y, sin embargo, entran en conflicto en sus traducciones de ciertas sentencias,
entonces el conflicto lo es precisamente entre partes vistas sin los todos. El
principio de la indeterminación de la traducción debe tenerse en cuenta preci
samente porque la traducción procede poco a poco, y las sentencias se conci
ben aisladamente portadoras de significación.10
10. Palabra y objeto, pp. 91-92. En este caso, he modificado ligeramente la traducción castellana.
ca: hay hechos eñ virtud de los cuales el sistema solar es ptolémaido :ó
copemicano (admitamos una vez más, en contra de lo que es el casc> que
éste es un buen ejemplo de infradeterminación), pero los datos empíricos
accesibles a los seres humanos nunca nos permitirá saber cuál es la verdadí
La indeterminación de la traducción no representa una limitación del mis
mo tipo, insiste Quine; no expresa límites epistémicos, sino límites ónticos;
No es que haya hechos en virtud de los cuales el nativo quiere decir con
un término conejo o más bien partes no separadas de conejo, o con una
oración que el mundo es geocéntrico o más bien que es copemicano, aun
que las limitaciones epistémicas del lingüista no van a permitirle nunca
saber cuál es la verdad. Admitir esto sería conceder al mentalista sus pre
juicios. Sería conceder que los cuatro criterios representativos de las “dis
posiciones lingüísticas” no agotan todo lo relativo a los significados; con
ceder, en definitiva, que los significados son algo más que las disposicio
nes lingüísticas. Esto es algo que Quine no puede admitir; el siguiente
texto zanja la cuestión:
ELEMENTOS DE PRAGMÁTICA
1: L a acción racional
1. N o podemos examinar aquí la relación entre esta forma de materialismo y el problema cuerpo-mentó.
nen, siguiendo a su maestro, que la relación entre creencias y deseos, por un
lado, y la acción, por otro, no puede ser la relación causal; para los seguidores
de Wittgenstein, la relación entre los estados mentales y la acción es mera
mente definicional, no causal. Es aquí que reside la principal disparidad entre
una concepción conductista de los estados mentales y una que no lo es Los
wittgensteinianos invocan en defensa de su tesis una idea de Hume. Hume
escribió que en una genuina relación causal, la causa y el efecto han de ser
“existencias distintas”, queriendo decir con ello que la relación entre la causa
y el efecto tiene que ser tal que “podría no haberse dado”: la causa podría
haber existido sin el efecto (y viceversa). Causa y efecto deben ser cognosci
tivamente independientes.
Y parece intuitivamente razonable que ello es así; intuitivamente, el fin del
martes no causa el comienzo del miércoles, ni la muerte de Sócrates la viude
dad de Xantipa, pues la relación entre las presuntas causas y efectos en ambos
casos es conceptual y no empírica: necesariamente (con la necesidad de lo con
ceptualmente necesario), el fin del martes no puede existir sin el comienzo del
miércoles, ni la muerte de Sócrates sin el enviudamiento de Xantipa. La exis
tencia de la relación causal entre la ingestión del aceite y el síndrome nos per
mite aseverar de un cierto individuo que de hecho contrajo el síndrome que, si
no hubiese ingerido el aceite, no habría contraído el síndrome; pero la justifi
cación de esta afirmación modal es una relación contingente entre la ingestión
del aceite y el síndrome. Muy de otro tipo es la relación que entre la muerte
de Sócrates y la viudedad de Xantipa que nos permite decir que si Sócrates no
hubiese muerto, Xantipa no habría enviudado: aquí la relación es puramente
conceptual. Lo que queremos decir es, simplemente, que si Sócrates no hubie
se muerto, el concepto ser viuda no se aplicaría a Xantipa, pues viuda signifi
ca mujer cuyo marido ha muerto. El argumento de los discípulos de Wittgens
tein es que la relación entre el movimiento corporal y las creencias y deseos
que lo racionalizan es igualmente conceptual. Y, ciertamente, así parece serlo;
pues tenemos un cierto movimiento corporal a racionalizar, <E>, y la raciona
lización consiste básicamente en indicar que el agente quiere $ y cree que O
es un medio para t3. Parece que la única razón por la que sería verdad que si
no hubiese querido $ y creído que O es un medio para $ no habría hecho O
es que si no hubiese llevado a cabo esta acción no habríamos descrito sus esta
dos mentales de ese modo.
La fuerza de esta objeción desaparece cuando se adopta en lugar de la con
cepción conductista de la mente la concepción funcionalista. Recordemos el
célebre sarcasmo de Moliere sobre la virtualidad explicativa de las explicacio
nes causales de los aristotélicos, según las cuales la píldora causa el adorme
cimiento de quien la toma porque tiene “virtus dormitiva”, poder para dormir.
La gracia parece estar en que una explicación de este tipo no sería una expli
cación causal genuina, precisamente por la razón discutida anteriormente: la
relación entre la propiedad que supuestamente explica lo sucedido, tener vir
tus dormitiva, y las características a explicar, la somnolencia del paciente, sería
conceptual, necesaria y no contingente.
Desde una concepción funcionalista de las disposiciones, el carácter c o n
ceptual de la relación es compatible con su contingencia. La propiedad de tener
virtus dormitiva es una propiedad disposicional, una propiedad definida por:
sus efectos en ciertas circunstancias observables (V, §2). Ahora bien, las dis^
posiciones pueden entenderse no en el sentido humeano, sino en el sentido rea*
lista (XII, § 3). Así entendidas, decir que la píldora tiene virtus dormitiva es;
decir que la píldora tiene una cierta propiedad, descriptible probablemente en;
términos más básicos, a saber, una cierta “constitución interna”, que, en cir
cunstancias normales, causa somnolencia. Y explicar el hecho de que en un;
cierto caso particular haya producido somnolencia atribuyéndolo a la virtud
dormitiva de la píldora es entonces decir algo que podría ser falso: a saber, qué*
esas píldoras tienen una estructura interna que causa somnolencia, y que en
este caso particular esa estructura interna es responsable de la somnolencia.'
explicada. Así entendida, la posesión de virtus dormitiva por la pastilla es com-:
patible con que no se hubiera producido, en este caso particular, la somnolen-:;
cia. La explicación es poco informativa, porque los términos en que describid
mos la propiedad causalmente responsable no nos dicen cómo se produce, el?
efecto, sólo lo asimilan a otros casos en que se produce un efecto similar. Pero;
no es conceptualmente verdadera, precisamente en virtud de su generalidad: :lar
propiedad no está definida en términos de la somnolencia que produce en el:
caso particular a explicar, sino de la somnolencia que produce generalmentey?
cuando se dan las, condiciones cceteris paribus relevantes.
La misma defensa podemos hacer de la propuesta de Davidson frente a la
objeción de inspiración wittgensteiniana. Decir que el deseo de 1} y la opinión
de que <$> es un medio para $ causaron la acción es informativo, contingen*
te y no conceptual, si entendemos que lo que estamos diciendo es que (i).esqs
deseos y opiniones admiten también otras .descripciones más “básicas”,, que
ahora somos quizás incapaces de ofrecer, que (ii) bajo estas descripciones, en
condiciones normales, explican causalmente la producción de movimientos
corporales de ese tipo, y que (iii), de hecho, en este caso, esas propiedades des
critas en otros términos son ahora causalmente responsables del movimiento^
Y es perfectamente posible que el individuo hubiese tenido esas creencias y
deseos (es decir, esas propiedades quizás neurofisiológicas que típicamente
producen ese movimiento corporal) sin que en este caso tales propiedades
hubiesen producido su efecto habitual, por las razones que fuese. Vistas así las
cosas, la existencia de otras descripciones (por ejemplo, neurofisiológicas) de
las propiedades causalmente relevantes, que discutimos anteriormente como un
posible problema del análisis davidsoniano, constituye más bien un elemento
necesario para su defensa.
Por último, podemos defender directamente el análisis justificando la
necesidad del elemento causal. Davidson lo hace con un ejemplo que se ha uti
lizado frecuentemente. El siguiente parece un escenario perfectamente posible:
dos alpinistas escalan una pared; uno cae, quedando pendiente de la sujeción
del otro. Éste tiene serios motivos para odiar al hombre cuya vida depende en
ese momento de él, imagine el lector los que quiera; por su cabeza pasan ine
vitables el deseo de la muerte del odiado rival, y la certera.creencia de que bas
taría soltar un instante la cuerda para que la muerte fuese un hecho. La fuerza
invisible de la constricción moral, sin embargo, nunca le permitiría abrir la
mano; mas, fatigado, la mano se abre exactamente como se hubiese abierto si
se hubiese tratado de una acción racional producida por las oscuras intencio
nes antes descritas, provocando así la muerte del desafortunado alpinista.
Intuitivamente, está claro que, si la situación fue como la acabamos de
describir, el movimiento de la mano liberando la sujeción de los dos escalado
res no es una acción racional del sujeto, sino algo “que le pasa”; sin embargo,
no sólo se trata de un movimiento corporal racionalizare mediante el deseo de
la muerte del rival y la creencia de que abriendo la mano, así produciría la
muerte, sino que, de hecho, el sujeto tenía tal deseo y tal opinión un momen
to antes de producirse el movimiento. La única razón por la que el movimien
to corporal no es en este caso una acción, como intuitivamente creemos que no
es, tiene que ser que la opinión y el deseo no “operaron” en su producción, que
quedaron “inactivos” en el trasfondo de su mente. Pero “operar” aquí es otro
modo de decir “causar”.2
2. Una cierta variación sobre el ejemplo muestra también que “causar” en el análisis debe ser complementa
do. Porque el ejemplo podna ser consuuido de m odo que es precisamente el descubrirse a sí mismo capaz de alber
gar tales deseos y conjeturas lo que causa un cien o trastorno psíquico inomentá/ieo en el sujeto, trastorno que causa
compulsivamente la fatal liberación de la sujeción. En este escenario. la creencia y el deseo causan el movimiento
corporal — y sin duda lo racionalizan, com o antes— , pero el movimiento corporal no es tampoco una acción, sin o ;.de
nuevo, algo que al sujeto “le pasa". Está claro cóm o se debe enmendar el análisis: hay que decir que. en las genuinas
acciones, las creencias y deseos que las racionalizan deben causarlas “directamente" o “a través de una cadena cau
sal no desviada"; pero explicar ulteriormente estos términos se ha revelado difícil.
deseos; y, en último término, las creencias deben hacer mención de la virtua-
lidad de los movimientos corporales para el fin propuesto. Mi deseo de beber
agua, por sí solo, no explica que me levante y me dirija a la nevera. Podría
tener ese deseo, tan acuciante como se quiera, y aun así seguiría escribiendo,
si no tuviese también la creencia de que hay agua en la nevera (y la de que
moviendo mi cuerpo de ciertos modos alcanzaré la nevera). Mi creencia de que
hay agua en la nevera, por otro lado, tampoco explica por sí sola que me diri
ja a la nevera; tener esa creencia sería perfectamente compatible con mi inmo
vilidad, si careciese del deseo de beber agua.
La segunda advertencia es que “deseo” y “creencia” se utilizan como abre
viaturas de las dos grandes categorías en que encontramos conveniente clasifi
car los estados mentales. La tradición y la facilidad mnemotécnica nos llevan
a ello, pero sería seguramente menos dado a engaño utilizar términos técnicos,
tales como “estados conativos” en lugar de deseos y “estados doxásticos” para
hablar de creencias. Pues, en el uso cotidiano, los deseos son simplemente uno
más de los diferentes tipos de estados que motivan la acción, junto a intencio
nes, propósitos', obligaciones, impulsos, apetencias, caprichos, etc. Y lo mismo
con las creencias: en el uso cotidiano de la expresión, son sólo uno más de los
estados que, en virtud de su capacidad representacional, causan la acción, jun
to a recuerdos, saberes, convicciones, conjeturas, juicios, percepciones, visio
nes, certidumbres, etc. Cualquier explicación medianamente sutil de una acción
racional requeriría entrar en los detalles que omite la árida clasificación filo
sófica; pero esta última, por supuesto, es la adecuada para nuestros fines.
3. Que los puntos de vista de Searle son representacionalisias ya estaba claro en sus obras iniciales, pero resul
ta particularmente manifiesto en su producción más reciente. Véase su Intencionalidad, especialmente el cap. 6.
damental, qué era el de oponerse a la concepción proposicionalista. Una vez
formulada correctamente la tesis, ese interés se manifiesta en su insistencia én
que preferencias como la de ‘yo le ordeno al cabo que cierre la puerta’, efec
tuada en las mismas circunstancias en que se podría haber proferido en su lugar
‘¡cabo, cierre la puerta!’, no son aseveraciones sino mandatos. Al final del
capítulo sostendremos que Austin estaba equivocado en esto, hasta cierto pun
to. Mantendré sin embargo que Austin estaba en lo cierto en la tesis central
que perseguía sustentar mediante estas estrategias inadecuadas, a saber, que
existe un elemento esencialmente pragmático y no proposicional del significa
do de las preferencias.
La tesis de Austin, pues, es que la excesiva ocupación filosófica con la
representación del mundo ha hecho que se pase por alto ése aspecto necesario
de las preferencias lingüísticas a que hemos convenido en denominar su fu e r
za. Como se ha de ver enseguida, esto es tanto como decir que la obsesión con
la representación nos ha hecho pasar por alto la naturaleza esencialmente prác
tica del lenguaje — pues ese aspecto omitido, la fuerza, es precisamente aque
llo que coloca al lenguaje bajo la categoría más general de la acción racional.
Este énfasis austiniano en la no reducibilidad de la fuerza de las preferencias
lingüísticas a elementos preposicionales, que nos ha de llevar a una concep
ción del lenguaje en que la acción juega un papel muy importante, es análogo
en su función estratégica antimentalista al énfasis wittgensteiniano en la natu
raleza normativa dél lenguaje.
El mejor modo de ilustrar la distinción a que Austin se ve finalmente lle
vado es considerar preferencias con distinta fuerza y el mismo contenido. Los
actos imaginados de preferir las oraciones ‘Sergi cierra la puerta’, ‘jSergi, cie
rra la puerta!’ y ‘¿cierra Sergi la puerta?’, en la misma situación, tienen, intui
tivamente, aspectos comunes y aspectos distintos. Podríamos describir lo que
tienen en común (sin atender a ciertas sutilezas temporales que nos obligarían
a complicar el ejemplo sin alterar lo sustancial) del siguiente modo: los tres
“remiten” al mismo aspecto del mundo: que Sergi cierra la puerta (una deter
minada puerta), en un cierto intervalo temporal, más o menos coincidente con
el intervalo en que se hace la preferencia (digamos, a las doce de la mañana
del veinticinco de mayo de 1993). Puesto que “remitir”, en la frase anterior, es
simplemente otro modo de decir “representar” , este aspecto común es el con
tenido proposicional de los tres actos imaginados. El aspecto en cuestión lo
podemos entender, tal como hemos propuesto en otras ocasiones, en términos
de la idea de condiciones de verdad: cada una de esas oraciones impone cier
tas condiciones al mundo, las mismas en los tres casos, para estar en corres
pondencia con él; si el mundo fuese de ciertos modos corresponderían a él, si
el mundo fuese de otros modos, no. Por ejemplo, si a las doce de la mañana
del veinticinco de mayo de 1993 Sergi cierra la puerta con la mano, tanto como
si la cierra de una patada, serían verdaderas; si la puerta permanece abierta,
sería falsas.
Como advertí antes, resulta extraño hablar de la “verdad” de una orden o
de la de una pregunta, mientras que resulta natural hablar de la verdad de una
aseveración, Podríamos reservar verdad y falsedad paro, asertos, y usar cum
plimiento e incumplimiento para requerimientos y susceptible de respuesta
afirmativa y susceptible de respuesta negativa para preguntas. Hablaríamos
entonces de condiciones de verdad para el contenido de las aseveraciones, de
condiciones de cumplimiento para el contenido de las órdenes y de condicio
nes de asentimiento para el contenido de las preguntas, pues la relación que
existe entre el mundo y el contenido de una aseveración cuando la aseveración
es verdadera es la misma que existe entre el mundo y el contenido de una orden
cuando la orden resulta cumplida y la misma que existe entre el mundo y el
contenido de una pregunta cuando resulta correcto asentir a ella; es esta co
munidad entre aseveraciones, órdenes y preguntas la que tratamos de recoger:
a saber, que en nuestros tres casos, el mundo cumpliría las condiciones de ver
dad, satisfacción o asentimiento que constituyen el contenido común de las tres
proferencias exactamente en las mismas circunstancias. Utilizaremos el térmi
no genérico “condiciones de correspondencia”, para referimos indistintamente
a todas ellas evitando suspicacias. Paralelamente, la relación que existe entre
el mundo y el contenido de una aseveración cuando la aseveración es falsa es
la misma que existe entre el mundo y el contenido de una orden cuando la
orden resulta insatisfecha y la misma que existe entre el mundo y el conteni
do de una pregunta cuando resulta correcto disentir de ella; en nuestro ejem
plo, el mundo incumpliría las condiciones de correspondencia que constituyen
el contenido común de las tres proferencias exactamente en las mismas cir
cunstancias.
Los dos párrafos precedentes conciernen a aquello en lo que nuestras tres
proferencias coinciden, el contenido proposicional, cuya misión consiste en la
especificación de las condiciones de correspondencia.4 ¿Qué es, pues, lo que
las distingue? Lo que las distingue es, en parte, aquello que hace natural utili
zar ‘verdad7‘falsedad’ para aseveraciones,’‘satisfacciónV^nsatisfacción’ para
órdenes y ‘asentimientoVMisentimiento’ para el caso de las preguntas. Lo que
las distingue es que la acción que, relativamente a las mismas condiciones de
correspondencia constitutivas del contenido de las palabras que utiliza, llevaría
a cabo el hablante si pusiese por obra las proferencias imaginadas, sería una
acción de distinto tipo en cada caso. ¿Qué distinguiría tales acciones? Puesto
que, en cada caso, se trataría de acciones racionales del agente, el hablante en
este caso, y las acciones racionales son sucesos (en nuestro caso, emisiones de
sonidos o inscripciones gráficas) causados por creencias y deseos que los
racionalizan, lo que las distinguiría necesariamente han de ser algunas de las
características de las creencias y los deseos típicamente responsables de cada
una de esas proferencias.
4. Una teoría razonable del contenido proposicional no puede identificarlo con las “condiciones de corres
pondencia”. Las razones son las ofrecidas por Frege (VI, § 2, y V il, § l): ‘Héspero es un planeta’, y ‘Fósforo es un
planeta’ tienen las mismas condiciones de correspondencia, pero difieren en algo que no es tampoco la fuerea ilocu
tiva. El contenido proposicional debe incluir, además de las condiciones de correspondencia, un sentido que las deter
mina.
De manera introductoria, podemos indicar, grosso modo, en qué consisten:
las diferencias en fuerza en los casos anteriores. Típicamente, una aseveración;
se emite con la intención de producir en la audiencia un estado doxástico con
el contenido de que el mundo cumple las condiciones de correspondencia cons
titutivas del contenido de la aseveración; una orden, con la intención de que el
mundo, a través de la intervención de la audiencia, cumpla las condiciones á t
correspondencia constitutivas del contenido de la orden, y una pregunta, con la
intención de llegar a conocer, a través de la intervención de la audiencia, si el
mundo cumple las condiciones de correspondencia constitutivas del contenido
de la pregunta. Diferencias de esa naturaleza caracterizan la fuerza de “actos
del habla” más específicos, como conjetura^ pedir, apostar, interpretar, actuar,
contar chistes, bautizar o casarse.
Cada una de las intenciones antes descritas caracteriza ios rasgos distinti
vos de las fuerzas aquí estudiadas, la de los asertos, la de los mandatos y la de
las cuestiones. El hecho de que las preferencias lingüísticas posean una deter
minada fuerza está esencialmente relacionado, como se acaba de ver, con el
hecho de que las preferencias lingüísticas son un cierto tipo de acciones racio
nales. Puesto que lo distintivo de las acciones racionales, tal como explicamos
en la primera sección el concepto, es su estar causadas, por ciertos fines del
agente y por ciertas creencias suyas en el sentido de que determinados medios
que él es capaz de poner por obra son conducentes a ellos, se entiende que cla
sifiquemos las acciones racionales, normativamente, en términos de éxito y fra
caso, de conclusión feliz o infeliz. Las acciones son, esencialmente, entidades
de naturaleza teleológica; son entidades producidas con ciertos fines o propó
sitos (a saber, las intenciones que las causan). Ahora bien, en general especi
ficamos propiedades teleológicas (funciones, fines, propósitos) indicando las
circunstancias en que se realizan satisfactoriamente. Entendemos cuál es la
función del limpiaparabrisas, pensando en las circunstancias en que esa fun
ción se desarrolla satisfactoriamente. (Sin que ello implique que los limpiapa
rabrisas sean siempre capaces de desarrollar con éxito su función.) Indicar las
condiciones en que una acción racional resultaría “afortunada” y las posibles
explicaciones de su fracaso o término infeliz es otro modo de indicar las inten
ciones que típicamente la animan. Así, pues, dado que las diversas fuerzas son
diversos tipos de propósitos o finalidades, podemos especificarlas en términos
de condiciones de ejecución afortunada, como especificamos los diversos con
tenidos en términos de condiciones de verdad.
Es en estos términos que Austin clasifica las diversas fuerzas; y su prue
ba de que algunos aspectos de las preferencias lingüísticas (los “actos del
había”) pueden clasificarse también en términos de condiciones de feliz ejecu
ción, y no sólo en términos de condiciones de verdad, es el elemento principal
en la defensa de su tesis de que es esencial al lenguaje su naturaleza práctica,
el estar constituido por acciones racionales. Pues si las preferencias lingüísti
cas tienen condiciones de éxito y fracaso, además de tener condiciones de ver
dad, ello debe ser porque son acciones racionales. Quizás a consecuencia de su
propia confusión inicial, ya comentada, sobre la verdadera naturaleza de la teo
ría de los actos del habla, Austin fijó su atención en acciones lingüísticas como
las mencionadas a modo de ejemplo unos párrafos más arriba, bautizos, matri
monios, apuestas o decisiones judiciales, acciones lingüísticas a la vez some
tidas a rígidos criterios convencionales y, en un sentido fundamental que se
explicará después, altamente derivativas: acciones que no podrían darse si no:
se dieran ya otras acciones lingüísticas menos sofisticadas. Si Austin centró su
interés en ellas es quizás porque sugieren mejor que otras la errónea distinción
entre proferencias con significado puramente pragmático y proferencias con
significado puramente proposicional que él parecía interesado en establecer
inicialmente; ‘sí, quiero’ no parece tener un gran contenido proposicional.
Austin propone un marco general para la especificación de las condicio
nes de ejecución afortunada características de cada una de las fuerzas ilocuti
vas y para construir una taxonomía de las mismas, claramente motivado por
esos ejemplos ritualizados y derivativos. Austin divide las condiciones de eje
cución afortunada en tres categorías: condiciones de tipo A, condiciones de
tipo B y condiciones de tipo C. Cuando las condiciones de los dos primeros
tipos no se cumplen, no se ha llevado a cabo un acto del tipo pretendido. Cuan
do se cumplen éstas, pero no las de tipo C, sí diríamos que se ha llevado a cabo
el acto, pero se ha llevado a cabo de un modo impropio. Cada una de las tres
categorías está subdividida a su vez en dos subcategorías. A (i): Debe existir
un procedimiento convencional. Por ejemplo, decir tres veces ‘te repudio’ el
marido a la mujer en determinadas comunidades constituye un repudio; pero
decirlo en España no lo constituye, porque no existe un procedimiento con
vencional que incluya la proferencia de esa oración en tres ocasiones. A (ii):
Las circunstancias y las personas deben ser las adecuadas, relativamente al pro
cedimiento convencional en cuestión. Por ejemplo, que alguien que no es
sacerdote diga ‘te bautizo “Laura” no constituye un bautizo, como tampo
co el que lo diga un sacerdote en presencia del niño equivocado. B (i): El pro
cedimiento se debe ejecutar correctamente. Decir el novio “Vale” en respues
ta a la pregunta del.sacerdote “¿Quieres a fulanita ...? ” en el curso de una
ceremonia matrimonial invalida el carácter matrimonial del acto lingüístico. B
(ii): El procedimiento se debe ejecutar completamente. Por ejemplo, para que
las palabras “va una cena a que los nacionalistas catalanes no se alian con la
derecha” constituyan una apuesta, el acto debe ser completado mediante una
aceptación de la misma por parte de la audiencia.
Como se dijo, las condiciones de éxito/fracaso del tercer tipo tienen un
carácter distinto; su violación no invalida, en cada caso particular, la existen
cia misma de los presuntos actos, sino que los hace de algún modo inapropia
dos. Las condiciones que Austin clasifica como C (i) tienen que ver con la pre
sencia de ciertos estados mentales por parte del hablante; en el caso de las pro
mesas, la intención de cumplirlas, en el caso de las aserciones, la creencia en
su verdad, en el caso de los consejos, la creencia de que su cumplimiento bene
ficiará a la audiencia, etc. C (ii) tiene que ver con la realización de ciertas
acciones posteriores, como el cumplimiento de la promesa, etc. Austin tenía
especial interés en hacer notar que el cumplimiento de las condiciones de tipo
C (i) en ningún modo agota la naturaleza de las acciones lingüísticas enxües^
tión, y ni siquiera es necesario para que se den las mismas. Una promesa no"
es simplemente la intención de cumplirla, ni una aseveración la creencia en la;
verdad del contenido aseverado, pues se puede llevar a cabo una promesa siíi
tener la intención de cumplirla o una aseveración sin creer en lo que se aseve
ra. Este énfasis de Austin es un elemento más de su batalla contra los puntos
de vista “mentalistas”, contra la teoría proposicionalista de los actos lingüísti
cos; una vez más, como veremos en el próximo capítulo, se revelará un recur
so inadecuado para un fin loable.
Tal y como he indicado anteriormente, el hecho de que sean acciones lin
güísticas altamente ritualizadas como los bautismos, las legaciones testamén
tales o los matrimonios aquellas que exhiben con más claridad la distinción
entre condiciones de verdad y fuerza, y aquellas en las que la fuerza se deja
analizar más fácilmente exponiendo las condiciones de felicidad asociadas al
tipo de fuerza ilocutiva analizado, no debe hacemos olvidar que la distinción
entre condiciones de verdad y condiciones de éxito está presente también en
los casos más básicos de los mandatos y las aseveraciones. También los man
datos y las aseveraciones deben entenderse como acciones racionales de un
cierto tipo, que en virtud de su carácter de acciones racionales comparten con
todas las acciones, lingüísticas y no lingüísticas, el poseer condiciones de éxi
to o fracaso y que en virtud de su carácter específicamente lingüístico poseen
condiciones de verdad;
Sin embargo, respecto de la comprensión de la naturaleza de las fuerzas
ilocutivas en estos casos más centrales, la clasificación que Austin llevó a cabo
de las condiciones de felicidad en general no nos ayuda mucho. Lo que es más
importante, con respecto al objetivo último de defender la teoría austiniana de
los actos del habla, la clasificación obstaculiza más de lo que ayuda. Por ejem
plo, Austin simplemente da por supuesto en su clasificación de las. condicio
nes de ejecución afortunada (v. la condición A (i)) que las acciones en que se
producen significados son acciones convencionales. Esta idea, pese a lo difun
dida que se halla entre filósofos contemporáneos de muy diferentes orienta
ciones (Quine y Wittgenstein, como vimos, la suscribirían, pero también lo
harían muchos filósofos franceses), no parece intuitivamente aceptable. No
parece ser esencial a la existencia de actos de significación (de actos en que se
presenta un cierto contenido con determinada fuerza ilocutiva) el que los mis
mos estén gobernados por convenciones. En el próximo capítulo justificaremos
esta intuición a través del examen del programa de Grice. Pero la distinción
entre fuerza ilocutiva y contenido proposicional que Austin estaba interesado
en hacer, frente a los partidarios de la tesis contrapuesta, ya debe estar presente
en esos casos de significado no regido por convenciones. Estos dos problemas
(las dudas sobre el carácter convencional del significado que implica la clasi
ficación de Austin, y la escasa capacidad de la clasificación austiniana de las
condiciones de feliz ejecución para acomodar razonablemente las fuerzas ilo
cutivas lingüísticamente importantes) pueden llevar a poner en cuestión la te
sis central de Austin, la teoría austiniana de ios actos del habla. A partir de ide
as tomadas de Grice, en el próximo capítulo mostraremos cómo las dudas pue
den resolverse de modo compatible con esa teoría. Resolverlas nos llevará a
proponer una explicación de la fuerza ilocutiva alternativa a la de Austin, pero
capaz igualmente de sustentar su tesis central — la necesaria presencia de ele
mentos pragmáticos en el significado— .
La célebre conclusión que Austin extrae de su investigación epitoma la
teoría austiniana de los actos del habla: “El acto lingüístico total, en la situa
ción lingüística total, constituye el único fenómeno real que, en última instan
cia, estamos tratando de elucidar” (Palabras y acciones, 196). Este “acto
lingüístico total” tiene características que podemos y debemos abstraer con
ciertos fines teóricos. Por ejemplo, tiene el conjunto de características a que
Austin denomina “acto locutivo”, características que incluyen: (i) ciertas carac
terísticas sonoras (Austin se refiere a estos aspectos del acto locutivo como
“acto fonético”), que la fonética y la fonología estudian en abstracción de otros
aspectos; (ii) ciertas características morfológicas y gramaticales (a las que Aus
tin se refiere con la expresión “acto fático”), que la sintaxis estudia en abs
tracción de otros aspectos, y (iii) ciertas características proposicional es, ciertas
condiciones de,verdad (a las que Austin se refiere con la expresión “acto réti-
co”), que la semántica estudia haciendo abstracción de otros aspectos. Los filó
sofos tradicionales se han interesado exclusivamente por estas características,
locutivas, del “acto lingüístico total, en la situación lingüística total”, parti
cularmente por las del tercer tipo. Pero han olvidado con ello otros aspectos de
ese “acto lingüístico total” no menos esenciales a él, a saber,, lo que Austin
denomina “acto ilocutivo”. Tales características ilocutivas se centran en las
condiciones de realización afortunada del tipo de acto lingüístico en cuestión.
Tomar en consideración ese aspecto pragmático es importante no sólo en sí
mismo, sino que es necesario para comprender correctamente la naturaleza del
otro elemento, el contenido proposicional; pues la plausibilidad de la concep
ción que venimos denominando intemismo semánticodesaparece por comple
to cuando tenemos a la vista una correcta comprensión del elemento pragmá
tico. Son estas ideas las que trataremos de defender en lo sucesivo, aun a
costa de abandonar muchas de las propuestas mediante las que Austin quería
defenderlas.
La elección del término ‘acto’ para referirse a lo que yo he llamado
“aspectos” resulta en mi opinión un tanto extraña, aunque sin ninguna duda
puede ser justificada. La extrañeza proviene de que cuando proferimos una
expresión no hacemos, en rigor, más que una cosa; no llevamos a cabo una plu
ralidad de actos, fonético, fático, rético, ilocutivo. De ahí mi propia elección
de términos como “características” o “aspectos”.
Austin distingue, además de los actos locutivo e ilocutivo, el acto perlo
cutivo, constituido por intenciones que bien pueden estar asociadas al “acto lin
güístico total en la situación lingüística total”, pero que no cabe considerar
esenciales desde el punto de vista lingüístico. Por ejemplo, bien puede ser la
intención última del hablante al aseverar lo nefasto que un escritor está resul
tando para el armonioso desarrollo de su religión, en presencia de un fanático
seguidor de la misma, que el oyente liquide al peligroso sujeto, o al m e n iq u e
el oyente resulte persuadido de que sería bueno que se le liquidase. Estas.inten^
ciones, como las intenciones constitutivas de las fuerza ilocutiva, y como todal
las intenciones presentes en cualquier acción racional, pueden también especi
ficarse en términos de “condiciones de realización afortunada”. : --.j-;
Austin, sin embargo, no explica muy bien en qué consiste la diferencia
entre actos ilocutivos y perlocutivos. La diferencia entre los aspectos ilocuti
vos y los aspectos perlocutivos del “acto lingüístico total” parece estar en que
las primeros son esenciales para la existencia del acto lingüístico como tal acto
lingüístico, mientras que los segundos no. Así, mi acto lingüístico, como tal,
puede bien conseguir su pleno propósito (es decir, puede resultar plenamente
afortunado qua acto lingüístico) aunque el oyente no liquide al peligroso escri
tor, incluso aunque no resulte el oyente persuadido del peligro del mismo.
Mientras que si, quizás porque no me oye bien, mi audiencia no forma al
menos la creencia de que yo pienso que el escritor es peligroso, sí cabe decir
que mi acción ha resultado fallida en sus aspectos propiamente lingüísticos. De
ahí la elección de las preposiciones latinas “in” y “per” por Austin para refe
rirse a los dos aspectos, /locutivo y perlocutivo del “acto lingüístico total en la
situación lingüística total”. La fuerza ilocutiva está constituida por las inten
ciones típicamente presentes en un acto lingüístico, que son constitutivas de su
naturaleza lingüística. El potencial perlocutivo está constituido por los propó
sitos constitutivos de otras intenciones que también pueden estar presentes,
pero que no son esencialmente lingüísticas; son aquellos objetivos que el
hablante puede esperar conseguir ¿z través de su acto lingüístico. Austin no
quería que su insistencia en los aspectos ilocutivos del lenguaje llevase al error
opuesto al de los filósofos tradicionales (prestar atención sólo a los aspectos
locutivos), a saber, incluir aspectos perlocutivos en la elucidación de la natu
raleza del lenguaje.
Austin ofrece un criterio para distinguir el acto perlocutivo del ilocutivo.
En general, los lenguajes naturales disponen de verbos mediante los cuales
podemos hacer explícita la fuerza ilocutiva de una proferencia; así, como ya
vimos, para dar una orden podemos decir ‘yo te ordeno que cierres la puerta’,
en lugar de ‘¡cierra la puerta!’. Como dije antes, este es el hecho que invocan
los partidarios de la teoría proposicionalista de los actos del habla para opo
nerse a la teoría austiniana; pues el primer enunciado tiene la forma de una ase
veración. Austin, por su parte, sostiene que, aunque los verbos para expresar
la fuerza tienen un uso propiamente aseverativo (por ejemplo, en ‘yo te orde
né que cerraras la puerta’, o si digo ‘yo te ordeno que cierres la puerta’, pon
gamos por caso, después de anunciar: ‘imagínate esta situación: Juan te orde
na que cierres la puerta, y luego, . . . ’), en el uso antes indicado no son aseve
raciones sino mandatos: son mandatos explícitos. Ese uso se puede distinguir
porque se puede colocar ‘en virtud de este acto’ o ‘por este acto’ (‘hereby’)
después del verbo en primera persona: ‘yo te ordeno, en virtud de sste acto,
que cierres la puerta’. Sea lo que fuere de esta tesis de Austin (ya anuncié que
en mi opinión es falsa, y así lo argumentaré al final del capítulo), el criterio
sirve para distinguir los efectos perlocutivos de los ilocutivos. En el primer
caso, el enunciado en que pretendemos hacerlos explícitos resulta desafortuna
do: ‘yo, por este acto, te persuado de que tal escritor debe ser liquidado’.
Pese a que, indudablemente, el criterio parece dar lugar a una distinción
que somos capaces de reconocer, hay aquí una tercera dificultad para las pro
puestas específicas de Austin. Austin insiste en que, para la realización afortu
nada de un acto lingüístico, debe producirse una cierta “recepción” del mismo
en la audiencia, y lo ejemplifica con el caso de las apuestas: para que se rea
lice felizmente una apuesta es necesario que la audiencia la “tome” o “acep
te”. (Todos los términos entre comillas pretenden traducir el término de Aus
tin, ‘uptake’.) Según la teoría austiniana de los actos del habla, la “recepción”
por la audiencia debe producirse también en el caso de los más centrales actos
lingüísticos: órdenes, promesas, preguntas y aseveraciones. La afortunada rea
lización de los mandatos, por ejemplo, requiere que se “reciban” satisfactoria
mente por la audiencia; algo similar cabe decir de promesas, asertos, pregun
tas, etc. Por ello, como las discusiones a que este tema ha dado lugar ponen de
manifiesto, seria necesario disponer, más que de un criterio, de una definición
precisa que permita distinguir los efectos en la audiencia puramente per
locutivos, no esenciales para la identificación del acto lingüístico, de los que sí
lo son. De hecho, los defensores de la teoría proposicionalista de los actos del
habla, como Searle, mantienen que todos los efectos en la audiencia, excepto
quizás el de “comprender”, son igualmente “perlocutivos” -n o siendo precisa
ninguna recepción por parte de la audiencia otra que la comprensión para que
se produzca la ejecución feliz de un acto del habla-. Desde el punto de vista
austiniano, esto es una confusión; pero Austin no nos da ningún principio que
nos permita justificar que lo es. Su distinción entre efectos perlocutivos y efec
tos ilocutivos se apoya en la intuición de que'algunos efectos son lingüística
mente esenciales y otros accidentales; pero los partidarios de los puntos de vis
ta que él trataba de combatir tienen intuiciones diferentes. El examen.de las
ideas de Grice en el próximo capítulo, aquí como en el caso de las dificulta
des antes notadas, nos ayudará a clarificar la cuestión.
3. Significados no literales
5. Y también de lo que Grice llamaba im plicaturas convencionales, un fenómeno nunca bien definido pero
que parece aproximarse, a juzgar por los ejemplos que Grice proporciona, al fenómeno de las presuposiciones. Si. q
expresa una presuposición de p (por ejem plo, que Alberto golpeaba a su mujer anteriormente, en el caso de ‘Alberto
ha dejado de golpear a su mujer’, o que hay un único rey de Francia, en el cas o de ‘el rey de Francia es calvo', según
la teoría de las descripciones definidas de Strawson), entonces, según los teóricos del fenómeno, si bien p implica q,
q no es pane de lo que p, semánticamente, “dice”. En esto las presuposiciones se parecen a las implicaturas: no son
implicaciones lógicas del contenido de la proposición que las conlleva. Pero, a diferencia de las implicaturas, las pre
suposiciones están semánticamente determinadas. Por eso, como las implicaciones lógicas, y a diferencia en esto de
las implicaturas conversacionales, no son cancelables. ‘Alberto ha dejado de golpear a su mujer, y no es el caso que
la golpeara antes’ y ‘el rey de Francia es calvo, y no hay un único rey de Francia’ son tan impropios com o una con
tradicción sensu stricto.
bien cierto que, como sostuviera Austin, “el acto lingüístico total, en la situa
ción lingüística total, constituye el único fenómeno real que, en última instan
cia, estamos tratando de elucidar.” Pero eso no invalida una tesis quizás cerca
na a la que los lingüistas designan como “la autonomía de la sintaxis respecto
de la semántica”. La tesis en cuestión, en una versión simplista, sostendría que
los aspectos sintácticos de los “actos lingüísticos totales” son independiente de
sus aspectos semánticos. Una justificación para esto está en la convencionali-
dad de la sintaxis: diversas sintaxis (no digamos ya diversas fonologías, etc.)
hubiesen servido en principio de vehículos para la transmisión de los mismos
significados (de los mismos “actos del habla”, combinaciones de fuerza y con
tenido). Análogamente, lo que la tesis de la autonomía de la semántica respecto
de la pragmática sostiene es que los aspectos semánticos convencionales del
“acto lingüístico total” (la fuerza ilocutiva y el contenido proposicional con-
vencionalmente asociados con las expresiones) son independientes de los
aspectos “pragmáticos” (la ñierza ilocutiva y el contenido que el hablante con
sigue dar en la ocasión concreta de uso a sus palabras), sea el que convencio
nalmente tienen o sea uno creado por él, mediante mecanismos como los que
acabamos de estudiar.
Jim Higginbotham hizo en cierta ocasión una observación inteligente en
favor de la autonomía de la semántica respecto de la pragmática. Existen infi
nidad de ejemplos de oraciones que, convencionalmente, admiten ciertos sig
nificados con la siguiente peculiaridad: aunque, con paciencia e imaginación,
se puede convencer a cualquier hablante competente de que esas oraciones tie
nen convencionalmente ese significado, por sí solos nunca hubieran reparado
en ello. Nunca hubieran reparado en ello porque, “pragmáticamente” (es decir,
atendiendo a todos esos factores, por ejemplo conversacionales, que hacen de
esperar que la gente diga ciertas cosas en ciertos contextos y no otras), esas
oraciones nunca o casi nunca podrían haber sido proferidas con esos significar
dos. Mas, como decía, los tienen. Un ejemplo (como digo, entre infinidades):
además del significado que el hablante inferirá, la oración ‘me llevé el cesto
que contenía la merluza’ tiene (convencionalmente) este significado: me llevé
un cesto que había estado contenido en una merluza. (Compárese la oración
con ésta, en que el significado correspondiente se obtiene “a la primera”,
igualmente por razones pragmáticas: ‘me llevé la caja que contenía el coche’.)
En relación con esto examinaré para concluir dos problemas muy debati
dos. Parece razonable pensar que existen indicadores convencionales de algu
nas fuerzas ilocutivas, al menos de las más fundamentales para explicar la ins
titución del lenguaje: informes, aseveraciones, órdenes, preguntas, promesas,
etc. Los indicadores obvios son los llamados “modos”: indicativo, imperativo,
interrogativo, etc. Sin embargo, es un hecho manifiesto sobre el uso que ha
cemos del lenguaje el que, en muchas ocasiones, los modos en cuestión se usan
para llevar a cabo actos del habla distintos de los asociados convencionalmen
te con ellos. ‘¿Puedes pasarme la sal?’ o ‘la sal está a tu lado’ no son, típica
mente, una pregunta o una aseveración, sino una petición o un mandato. ‘Des
pués de responder a la primera pregunta, responderéis a la tercera’ no es tam-
poco una aseveración predictiva, sino, de nuevo, una orden, etc. Se'dénbminav
“actos del habla indifeetos,, a los casos de esta naturaleza. La discusión preces
dente basta para que el lector dé por sí mismo con el modo de reconciliar l?a>
hipótesis de la asociación convencional entre ciertos recursos sintácticos y cier^
tas fuerzas ilocutivas y los hechos sobre ios actos del habla indirectos: el meca
nismo griceano de las implicaturas conversacionales es suficiente para ello. De
hecho, el lector puede observar que el ejemplo que hemos discutido constituía
uno de estos actos del habla indirectos: según la forma convencional de las
palabras, la proferencia de Begoña era una confirmación, pero su acto era en
realidad una advertencia. Una razón para justificar esta afirmación es que un
hablante competente sabe que ‘¿querrías pasarme la sal?’ es, convencio
nalmente, una pregunta, y ‘la sal está a tu lado’ una aseveración. Esto se ve
porque somos capaces de responder, en una situación en que se profieren con
la intención de hacer una petición, simplemente, ‘sí, nada me lo impide’, o ‘ya,
lo advertí en cuanto me senté a la mesa’, respectivamente. (Para hacer una bro
ma, o por cualquier otra razón.)
En contra de la explicación griceana de los actos del habla indirectos, se
hace notar la ubicuidad de estos fenómenos; ‘¿puedes pasarme la sal?’ es el
mandato generalmente más apropiado en ciertos contextos. La respuesta a esto
es que no se debe confundir generalidad con convencionalidad. Existen expli
caciones naturales de por qué en muchas ocasiones damos una orden median
te una pregunta. Para que otro acepte nuestro deseo de que algo suceda como
motivo para que él mismo lo lleve a efecto debe existir alguna relación entre
ambos que justifique que “nuestros deseos sean órdenes” para él. Típicamen
te, se trata de una relación de autoridad. Ahora bien, es claro que en muchas
ocasiones en que necesitamos que otros hagan algo que nosotros queremos que
se lleve a cabo, no tenemos autoridad sobre él. Sería imperdonable que nos su
pusiéramos implícitamente con ella, utilizando recursos convencionales sólo
justificados cuando la relación se da, por más que se trate de los recursos con
vencionales que nos convendría utilizar en la situación. Hacemos entonces algo
directamente menos comprometido, como preguntar a nuestra audiencia si tie
ne la capacidad de hacer lo que queremos que haga. (Esperando que, .como
existe conocimiento mutuo de que tiene esa capacidad, y como él comprende
mis dudas en cuanto a darle una orden directamente, aprecie qué es lo que en
realidad quiero hacer.) Esta explicación es sumamente general, así que explica
que, en muchas ocasiones distintas, hagamos peticiones indirectamente. Pero,
por general que sea, el mecanismo no es aún uno convencional. Esto puede
verse por la razón dada al final del párrafo anterior, seguimos entendiendo la
pregunta como una pregunta.
Ciertamente, la decisión sobre si un determinado significado regularmen
te asociado a una expresión constituye una implicatura conversacional genéri
ca:, o es más bien uno de los significados que tiene convencionalmente esa
expresión, no puede llevarse a cabo simplemente sobre la base de nuestras
intuiciones. Tampoco son suficientes los criterios de la derivabilidad y de la
cancelabilidad. Pues, si una oración S (‘vi a Juan junto al banco’) tiene,
convencionalmente, dos significados posibles, p y q, y en un contexto deter
minado lo natural es tomarla con el primero de ellos, entonces que p y no q es
el significado expresado en ese contexto será probablemente derivable a partir
de las máximas de la conversación. Y el hecho de que la oración S puede
entenderse significando q garantizará que Sf y no es el caso que p, no sea con
tradictorio. La decisión, por tanto, ha de ser teórica.
La explicación que daremos en el próximo capítulo de la naturaleza de las
convenciones indica qué tipo de argumento hemos de ofrecer. Una convención
es, como se verá, algo mucho más complicado que una mera regularidad.
Supongamos que: (i) podemos explicar, mediante el mecanismo prágmatico
descrito antes, cómo es que regularmente ‘¿puedes pasarme la sal?’ sirve para
expresar la petición de que se pase la sal, sin apelar a otras convenciones que
aquellas en virtud de las cuales la oración en cuestión expresa la petición de
información sobre la capacidad de la audiencia de pasar la sal, mientras que,
por contra,, (ii) no podemos explicar cómo la oración puede entenderse tam
bién como una interrogación, sólo bajo la hipótesis de que tiene convencional
mente el sentido de una petición. Estos dos hechos proporcionan entonces una
razón excelente para no atribuir a la oración otro significado convencional que
el literal, por más que su significado literal la haga pragmáticamente inade
cuada en general y por tanto infrecuente en el uso. La razón no es otra que una
aplicación del principio de economía que se conoce como “la navaja de
Occam”, que propugna no postular explicaciones que invocan mecanismos
complejos, cuando disponemos de otras que invocan mecanismos más simples.
Es el mismo principio en virtud del cual no encontramos razonable explicar
cómo se mueven los planetas, atribuyéndoles la intención de cumplir con las
leyes, de Newton.
Esta discusión da lugar a una corrección a las tácticas de Austin (compa
tible con la aceptación de sus objetivos estratégicos). Un dato que el partida
rio de la teoría proposicionalista de los actos lingüísticos utiliza, es, como se
dijo antes, la posibilidad de hacer explícito el significado de cualquier profe-
renciaT incluida su fuerza ilocutiva, mediante una proferencia cuya forma es
asertórica: así, en lugar de ‘¡cabo, haga limpiar las letrinas!’, podemos decir
‘yo le ordeno a usted, cabo, por el presente acto, que haga limpiar las letrinas’.
Austin argumenta que este hecho no apoya la tesis proposicionalista, pues la
segunda proferencia es un mandato tanto como la primera. De acuerdo con las
consideraciones precedentes, sin embargo, parece razonable decir que, si bien,
ciertamente, lo que el hablante pretende generalmente hacer mediante la
segunda proferencia es un mandato y no una aseveración, esto es una impRca-
tura conversacional genérica y no el significado literal de las palabras que uti
liza. Literalmente, las palabras que utiliza constituyen una aseveración. Pues,
de otro modo, tendríamos que complicar nuestra semántica: no cabe duda algu
na de que ‘yo le ordené a Vd., cabo, por aquel acto, que hiciese limpiar las
letrinasV expresa una aseveración y no un mandato, de modo que tendríamos
que clasificar las formas de expresión comunes a esta segunda proferencia y a
la anterior como significando convencionalmente a veces una aseveración y a
veces un mandato. Y la complicación es innecesaria, pues podemos explicar-a
través del mecanismo descrito por Grice cómo, generalmente, ‘yo le ordenóla
usted, cabo, por el presente acto, que haga limpiar las letrinas’ se usa para, dar
una orden y no para hacer una aseveración.
Conceder al proposicionalista la victoria en esta batalla no es concederle-la
victoria final. Lo que hemos de pensar claramente es si el hecho de que et sig
nificado de una proferencia — incluida en el significado la fuerza ilocutiva— sea
representable mediante una aseveración hace al significado proposicional. Bas
ta enunciarlo, para ver que hay aquí un caso patente de la falacia de la expli-
citación (XI, § 5). La tesis austiniana es que un caso de significación no se ago
ta en su contenido proposicional, sino que es también una acción; la fuerza ilo
cutiva especifica qué tipo de acción en particular es. Una explicitación teórica
de significado, por otra parte, no tiene por qué poseer ella misma el mismo
potencial práctico, por más acertada que sea. Antes bien; dado que una expli
citación teórica será lingüística, si la tesis de Austin es correcta habrá de pose
er, ella misma, algún potencial ilocutivo. Pero es absurdo esperar, o exigir, que
su potencial ilocutivo sea el de aquello de lo que intenta ser una adecuada
caracterización teórica. El potencial ilocutivo de una articulación teórica será,
en general, el de las aseveraciones (explicaciones, etc.). Ese potencial no tiene
que coincidir con el de aquellos actos de significación que persigue caracteri
zar, al igual como una caracterización teórica del conocimiento que permite ser
un buen bailarín de tango no tiene por qué tener los mismos efectos prácticos
que el conocimiento caracterizado.
EL PROGRAMA DE GRICE
Las tres primeras premisas del razonamiento que H planea que A lleve a
cabo son exactamente las antes; las diferencias se cifrarían en las dos siguien
tes y en la conclusión, que podrían resumirse así:
(d') En tal caso, lo que debe estar intentando conseguir es algo como lo que
los razonamientos producen, juicios o intenciones. Y en este contexto,
dado lo que encender los cuatro intermitentes ordinariamente significa
y dado que lo hace mientras frena, lo que está intentando conseguir es
que yo me dé cuenta de que él quiere que yo forme la intención de
detener mi propio vehículo; quiere, en otras palabras, que yo advierta
su deseo de que yo forme la intención de detener mi vehículo.
(e') La única razón sensata para que quiera que yo advierta su deseo de que
yo forme la intención de detener mi vehículo, en este caso, es que él
va a detener de inmediato completamente su vehículo, y quiere evitar
una colisión (lo que está en su interés tanto como en el mío);.haciendo;
que yo detenga el mío. Pero evitar una colisión está, efectivamente-tánri
to en su interés como en el mío. Lo mejor que puedo hacer en esta
situación es, pues, detener mi vehículo.
(1) H cree que llevar a cabo S es un medio para producir {el juicio/la inten
ción} de que p en A, y H quiere producir (el juicio/la intención} de
que p en A, y
(2) H quiere que su intención de producir {el juicio/la intención} de que p
en A sea reconocida por A, y
(3) H quiere que el reconocimiento por parte de A de su intención de pro
ducir en él (el juicio/la intención} de que p sea para A una razón, y no
meramente una causa, para la satisfacción de su intención, es decir,
para que A forme {el juicio/la intención} de que p.
La tesis de Grice es que cada una de las tres condiciones del analysans es
necesaria, y juntamente son suficientes para el analysandum. Examinemos la
justificación de esta tesis. La primera condición sirve para distinguir significa
do no natural de significado natural; para que haya significado no natural debe
haber acción racional. Por ejemplo, un modo en que se puede producir en
alguien el juicio de que yo encuentro indecente que me expliquen historias
lúbricas es a través de mi violento enrojecimiento. Mi enrojecimiento, el pre
sunto signo aquí, es un signo natural de mi encontrar indecente que me expli
quen esas historias; pero, según Grice, no es un signo con las características de
los signos lingüísticos. La justificación más interesante de la necesidad de la
primera condición está en excluir estos signos: mi enrojecimiento no es un sig
no como lo son los signos lingüísticos, dice la primera condición, porque no
es una acción mía, sino algo que me pasa.
Otro modo en que puedo provocar en alguien el juicio de que yo encuen
tro indecente que me expliquen historias lúbricas (y ésta sí es una acción racio
nal mía) es mediante-la colocación disimulada (es decir, sin que el otro advier
ta lo que hago) en algún lugar bien visible de una cartulina con un adagio sobre
las virtudes de la castidad impreso en ella. Tampoco esto sería, intuitivamente,
un signo que yo le hago a mi audiencia; al menos, no sería un signo tan pro-
totípico como lo es la activación de los cuatro intermitentes en el ejemplo ante
rior. Lo que lo excluye es la segunda condición: aunque yo pretendo producir
con mi acción un estado mental en alguien, no quiero que esa intención mía
sea reconocida por la persona en cuestión.
La más importante justificación de la necesidad de la segunda condición,
sin embargo, proviene, naturalmente, de su invocación en la tercera. Esta ter
cera condición es la más característica de la concepción del lenguaje de Grice.
Lo que dice es que, para que quepa hablar de un signo, el hablante no debe
querer que su intención sea satisfecha de cualquier modo, sino precisamente a
través del “procedimiento griceano”, es decir, de un modo racional, mediante
una argumentación teórica o práctica por parte de la audiencia, cuya conclusión
conlleve la producción del efecto esperado, y una de cuyas premisas esencia
les sea justamente el reconocimiento por parte de la audiencia de la intención
significativa del hablante expresada en la segunda condición. En los dos ejem
plos anteriores hemos reproducido ejemplos de “procedimientos griceanos”, de
esos raciocinios a que se apela en la tercera condición. En ambos casos, la
cuarta premisa — (d), (d')— contenía expresamente el reconocimiento por par
te de la audiencia de la intención del hablante expresada en la segunda condi
ción. Los ejemplos pretenden precisamente justificar la necesidad de la terce
ra condición, y poner de manifiesto el modo en que se pretende que funcione
en la producción de significados, ilustrándolo con dos casos paradigmáticos de
aplicación del “procedimiento griceano”.
Grice justifica la necesidad de la tercera condición con ejemplos en los
que, aunque el agente tiene la intención de producir un cierto suceso psíquico
en la audiencia, y aunque quizás quiera también que su intención sea recono
cida (o al menos no tiene ninguna razón para no quererlo), no puede querer
que el reconocimiento de su intención sea una parte esencial de un proceso ra
cional que lleve a su satisfacción porque existe un modo mucho más simple de
satisfacerla. Su famoso ejemplo es el de Salomé presentando la cabeza del
Bautista a Herodes. El presunto signo es la presentación de la cabeza; el pre
sunto significado, la aseveración de la muerte del Bautista; y la razón de que
la tercera condición no se cumpla, que es patente para Salomé la existencia de
un razonamiento muy simple que llevará a Herodes a formar el juicio de que
el Bautista ha muerto sin pasar en absoluto por el reconocimiento de la inten
ción de Salomé, a saber: “he aquí la cabeza del Bautista; si alguien no tiene la
cabeza, ese alguien está muerto; por lo tanto, el Bautista ha muerto”. Salomé,
pues, no puede (sensatamente) querer que el reconocimiento de su intención de
que Herodes crea que el Bautista ha muerto juegue un papel esencial en la for
mación de esa creencia por parte de Herodes.
Esta discusión es suficiente para poner de relieve lo esencial de los puntos
de vista de Grice sobre los casos básicos de significación ocasional41‘no-natural”:;
En los casos prototípicos, un signo es el resultado de una acción racional llevas-
da a cabo por el agente con el fin de producir un juicio o una intención en otro'
ser racional por el método de estimular en él un proceso racional que dé lugar, al
juicio o a la intención precisamente a partir del reconocimiento del deseo ;dei
agente: “éste quiere que yo advierta su deseo de que yo juzgue que p, y yo* así
lo advierto; pero la única razón que puede existir en este caso para que quiera tal¡
cosa es que /?; por lo tanto, p es verdadera.” O: “Éste quiere que yo advierta: su
deseo de que yo quiera que p\ pero la única razón que puede existir en este caso
para que desee tal cosa es que hacer p es bueno para mí; por lo tanto, p es bue
no.” Ésto es lo característico de lo que llamaremos intenciones comunicativas.
En muchas ocasiones, cuando los seres racionales intentan producir estados
mentales, juicios e intenciones, en otros seres racionales, sus intenciones son
aviesas. El marido intenta que su esposa crea que tiene una amante — lo que
dista de ser el caso— , para así depertar su interés poniéndola celosa, poniendo
en su traje colonia femenina y cabellos de color distinto a los de ella. El juga
dor de poker desea que sus oponentes, creyendo que tiene una mano muy bue
na, formen la intención de pasar, porque de hecho no la tiene, y hace para ello
gestos aparentemente inadvertidos de irreprimible alegría que les lleven a pen
sar que tiene una mano muy buena. Los juicios e intenciones que así desean
producir son, como en este caso, falsos en el primer caso, y no particularmen
te buenos para las personas en que quieren producirlos en el segundo. Es carac
terístico de estos casos el que sus aviesos agentes no quieren que sus intencio
nes sean reconocidas. En los casos prototípicos de significación, por otro lado,
los hablantes esperan que sus intenciones de producir en sus audiencias ciertos
estados psíquicos sean plenamente reconocidas, justamente porque esperan que
sea tal reconocimiento el que lleve a la satisfacción de esas intenciones. Esto se
explica, en último extremo, porque es un hecho sobre los seres humanos el que,
en ciertas situaciones, la mejor razón que podemos tener para juzgar algo es que
otro quiere que lo juzguemos, y la mejor razón que podemos tener para hacer
algo es que otro quiere que lo hagamos. Las intenciones comunicativas explotan
este hecho: se trata de intenciones en el sentido de que otro forme un cierto es
tado psíquico, que, a diferencia de otras (especialmente de intenciones “aviesas”
como las descritas antes) se persigue satisfacer justamente en virtud de su reco
nocimiento. Un signo es, según el análisis de Grice, el resultado de una acción
que se lleva a cabo con el fin de satisfacer intenciones comunicativas. Tal
acción no tiene por qué estar gobernada por convenciones, aunque, como vere
mos en una sección posterior, la existencia de convenciones posibilita la efi
ciente realización de intenciones comunicativas sumamente refinadas.
2. Una situación del tipo “dilema del prisionero” es la siguiente. Dos participantes en un crimen, A y B. han
sido detenidos. N o pueden comunicarse entre sí. y no tienen especial confianza el uno en el otro. Ambos pueden con
fesar que cometieron el crimen, o no hacerlo. Si uno de ellos confiesa, y el otro no, el que confiesa recibirá una con
dena de un año, y el que no 1o hace, una de diez. Si ambos confiesan, recibirán ambos una condena de cinco años. Si
ninguno confiesa, quedarán ambos libres por falta de pruebas. Es claro que esta última es [a circunstancia preferible
para ambos. Pero, en una situación de incertidumbre com o la descrita, parece que la estrategia racional es elegir el
curso de acción que, ocurra lo que ocurra con los factores que no están bajo nuestro control, dará lugar al resultado
menos malo de todos los posibles. Ahora bien, desde el punto de vista de A, esa estrategia exige confesar (el resul
tado de no confesar sería, en el peor de los c a s o s — que B confiese— mucho peor de lo que sería el resultado de con
fesar, también en él peor de los casos — que B confiese, una vez más— ); y lo mismo ocurre con B. Así que, como
resultado de sus estrategias racionales combinadas, A y B producirán una situación menos deseable que otra, que en
principio también está a su alcance.
dades conductuales”, sino genuinas acciones racionales producidas de modo
regular, sustentadas por complejas creencias y deseos y creencias y deseos
sobre las creencias y deseos de los demás. Además, como hemos visto, el aná
lisis no utiliza el concepto de lenguaje; las convenciones así definidas pueden
haber sido introducidas mediante el lenguaje, pero tal cosa no es una condición
necesaria impuesta por el análisis. Hemos mencionado un ejemplo de cómo es
compatible con el análisis que una convención se instituya sin mediación lin
güística. Lo que necesitamos ahora es explicar las convenciones propiamente
lingüísticas en este marco.
Para hacerlo, debemos determinar qué tipo de regularidades en la acción
son las convenciones lingüísticas, qué es lo que, convencionalmente, hacen los
que toman parte en ellas. En la sección primera hemos explicado la naturale
za de las emisiones de signos, no necesariamente convencionales, petitorias e
informacionales, cómo adquieren su fuerza y su contenido en virtud del par
ticular tipo de acciones racionales que son, según el análisis de Grice. La idea
central era que un signo es el producto de una acción movida por intenciones
comunicativas. La generalización al caso convencional consiste, esencialmen
te, en lo siguiente: las convenciones lingüísticas son regularidades consistentes
en la puesta por obra de intenciones comunicativas, que se autopreservan a tra
vés del mecanismo descrito por Lewis, sustentadas por el interés general en la
realización satisfactoria de tales intenciones comunicativas. Un signo lingüís
tico, un signo convencional, es un recurso cuyo uso regular para la satisfacción
de determinadas intenciones comunicativas es conocimiento recíproco com
partido entre los miembros de un grupo de individuos; tal conocimiento mutuo,
junto con el interés del grupo en la realización de esas intenciones, explica que
el uso regular se mantenga. Describir las convenciones lingüísticas es por con
siguiente describir qué intenciones comunicativas son satisfechas mediante el
mecanismo descrito por Lewis. Esto es tanto como decir que hay tantos tipos
de convenciones lingüísticas, como tipos de fuerzas ilocutivas diferentes cuen
tan con recursos convencionales para su satisfacción. No cabe esperar, en prin
cipio, que podamos recoger mediante una fórmula simple en qué consisten las
convenciones lingüísticas —-es decir, qué acciones llevamos regularmente a
cabo mediante el empleo de signos lingüísticos.
Las convenciones lingüísticas consisten en la puesta en práctica y feliz eje
cución de intenciones comunicativas mediante recursos que se utilizan regular
mente. S, pongamos por caso, es un signo indicativo cuyo significado conven
cional es ser un informe de que p siempre que existe una regularidad tal que
(a) cuando los miembros de la comunidad, creyendo que /?, quieren que su
audiencia juzgue que p y emiten para ello S (esperando que su audiencia, cono
cedora de esta práctica, reconozca esa intención suya de que juzguen que p, y
que lo juzguen como consecuencia de su reconocimiento); mientras que (b)
cuando otro miembro emite S ello les lleva a reconocer la intención del emi
sor de que juzguen que p y y a formar el juicio de que p en consecuencia. Y S
es un signo imperativo cuyo significado convencional es ser una petición de
que p siempre que existe una regularidad tal que (a) cuando los miembros de
la comunidad desean que otro forme la intención de que /?, emiten para ello S
(esperando que su audiencia, conocedora de esa práctica, reconozca esa inten-;
ción suya de que formen la intención de que p, y que eso les lleve a formarla;
de hecho; mientras que (b) cuando otro miembro emite S, ello les lleva a reco
nocer la intención del emisor de que formen la intención de que /?, y a formar
la intención de que p en consecuencia. Y la conformidad con estas regulari
dades se autopreserva por el mecanismo de las convenciones, es decir, en vir
tud de la existencia de un objetivo común (a saber, un interés común en saber
cosas que otros saben pero uno mismo no estaría en disposición de saber, y un
interés común en coordinar las acciones para alcanzar fines que no podrían
alcanzar por sí solos: en breve, un interés común en la comunicación) y del
conocimiento mutuo de la existencia de la regularidad.
Haciendo gala de su mucho ingenio, David Lewis ha propuesto una des
cripción genérica de las convenciones lingüísticas, que expongo a continua
ción. Pero es dudoso que la descripción tenga otro interés que el de permitir
nos contar con una fórmula mnemotécnicamente eficiente. Lo sustancial es lo
que acabamos de decir; como veremos, un uso rígido de la fórmula de Lewis
podría tener el efecto indeseado de hacérnoslo pasar por alto. Será convenien
te, una vez más, tener a la vista un ejemplo; el anteriormente ofrecido bien pue
de servimos aquí, pues, de hecho, poner en marcha los cuatro intermitentes al
tiempo que se frena cuando se circula a gran velocidad por la autopista se ha
convertido, con la repetición, en una convención lingüística. (Una, además, con
toda seguridad introducida sin ayuda del lenguaje: después de que uno o varios
conductores tuvieran la feliz idea, sus audiencias utilizaron probablemente el
recurso en circunstancias similares, hasta que, a fuerza de repeticiones, la prác
tica pasó a adquirir un carácter convencional.) Como antes, podemos conside
rarla alternativamente una convención petitoria o una informacional. La cues
tión es: ¿qué es lo que hablantes y oyentes convencionalmente hacen en este
caso? ¿Cuál es la acción regular de cada uno de ellos, que constituye esa con
vención lingüística?
Inspirándose en parte en Grice y en parte en el artículo de Stenius “Mood
and Language-game”, Lewis ofrece la siguiente respuesta. Supongamos que
tomamos al signo (encender los intermitentes) como uno informacional. En
este caso, lo que los miembros de la comunidad hacen regularmente cuando
ofician de hablantes es ser veraces: a saber, poner en marcha los intermitentes
sólo cuando piensan que van a detener completamente sus vehículos; y lo que
hacen, cuando ofician de audiencia, es ser confiados: juzgar que el conductor
de delante va a detener completamente su vehículo. Supongamos ahora que
consideramos al signo uno petitorio. En ese caso (estirando un poco el sentido
de las palabras, con el fin de tener etiquetas, como se ha dicho, mnemotécni
camente convenientes), lo que los miembros de la comunidad de conductores
de la autopista hacen regularmente cuando ofician de hablantes es confiar en
que sus audiencias detendrán el vehículo, y lo que hacen cuando ejercen de
audiencia es ser veraces deteniendo sus vehículos.
En resumen, podemos decir brevemente que las convenciones lingüísticas.
son convenciones de veracidad y confianza, entendiéndose estas nociones de
modos apropiados según la fuerza ilocutiva en juego. En el caso de los infor
mes, el emisor es veraz al emitir el signo que regularmente se usa para que la
audiencia juzgue que p , sólo cuando efectivamente cree que p\ el receptor, por
su parte, es confiado al juzgar que p cuando recibe un signo que regularmente
se usa con esa intención comunicativa. En el caso de los signos petitorios, el
emisor es confiado al emitir el signo que regularmente se emplea con la inten
ción de que la audiencia lleve a cabo p cuando quiere que p se lleve a efecto;
y el receptor es veraz cuando, al recibir un signo que regularmente se usa con
esa intención comunicativa, forma el propósito de llevar a efecto la acción ade
cuada. Para ilustrar la idea, veamos cómo el minilenguaje de la autopista cum
ple la definición general de convención, aplicada al caso particular de las con
venciones lingüísticas entendidas como Lewis propone. Con el fin de facilitar
la discusión, tomemos el ejemplo como una proferencia convencionamente
petitoria; es decir, lo que hacemos es justificar que, en el sentido definido, exis
te entre los conductores de la autopista un lenguaje convencional constituido
por un único signo imperativo, la activación de los cuatro intermitentes cuan
do se circula que expresa convencionalmente la petición de que el que
sigue a quien lo usa detenga su vehículo.
(i) Todo miembro de C se atiene a R. Es decir, los miembros de ía comu
nidad son regularmente confiados (cuando ponen en marcha los intermitentes
quieren que el de atrás detenga su vehículo) y veraces (cuando el conductor
que les precede enciende los cuatro intermitentes forman la intención de dete
ner su vehículo). Recuerdo al lector que la generalidad se entiende aquí y en
las restantes cláusulas restringida a “condiciones parejas”: existen todo tipo de
excepciones compatibles con la verdad de (i).
(ii) Todo miembro de C cree que todo miembro de C se atiene a R. Los
conductores esperan que los otros pongan los cuatro intermitentes cuando de
sean que paren, y que formen la intención de detenerse cuando son ellos los
que los ponen en marcha. Lo esperan así a partir de su experiencia con casos
pasados de la regularidad.
(iii) La creencia de que todo miembro^de C se atiene a R constituye para
cada miembro de C una razón para atenerse él mismo a R. Esta condición con
tiene implícitamente el “proceso griceano”. La “razón” ha de entenderse como
un argumento, teórico o práctico, cuya conclusión consiste precisamente en el
estado mental que constituye el atenerse a la convención, la “veracidad” o la
“confianza” que la convención les pide. Por ejemplo, si soy el candidato a ha
blante, pienso que voy a detener mi vehículo, veo a otro conductor tras de mí
y reparo en lo peligroso de la situación, como conozco la convención y creo
que los demás se atienen a ella, razono que si pongo ios cuatro intermitentes,
el conductor que me sigue va reconocer mi intención, y eso le va a llevar a ate
nerse a la convención, siendo “veraz”, es decir, formando la intención de dete
nerse; y eso me da una razón justamente para atenerme yo mismo a ella, pues
esto me da una razón para poner los intermitentes en marcha en esta situación,
que es precisamente lo que constituye ser aquí confiado, Y si soy la audiencia,
la creencia de que el de delante se atiene a la convención, es decir, que es; con-
fiado, me da una razón, al reconocer su intención, para formar yo entoncesla;
intención de detener mi vehículo (que es lo que constituye atenerse a la con
vención en este caso, ser veraz)- Es así que, dada la existencia del interés
común en la comunicación (el interés por parte del que va a detenerse de que;
el conductor que le sucede se detenga, y el interés del que le sucede en hacer
lo así), la convención se autopreserva: produce actos que constituyen nuevos
casos de conformidad con la misma, y contribuye así a que se produzcan nue
vos casos en el futuro.
(iv) Todo miembro de C prefiere que todo miembro de C se atenga a R a
que todos salvo uno (quizás él mismo) se atengan a R. En Ja situación indica
da, nadie tiene interés en “viajar gratis”, en ser un “free rider” humeano. Todos
prefieren que todos, incluidos ellos mismos, sean veraces o confiados, según
lo que les corresponda: se juegan la vida en cada caso. Si voy a detener mi
vehículo, me interesa ser confiado y poner los intermitentes, y que mi audien
cia sea veraz. Si otro los pone, me interesa ser veraz y formar la intención de
detenerme, tanto o más de lo que me interesa que el hablante que se dirige a
mí sea confiado.
(v) Existe al menos una regularidad alternativa, R', que serviría a los mis
mos fines a que sirve R. Hay muchas otras regularidades de veracidad y con
fianza que hubieran servido al mismo fin: sacar el brazo de ciertos modos por
la ventanilla, exhibir una banderita llevada ad hoc en la guantera, etc.
(vi) Existe conocimiento mutuo entre los miembros de C de lo que las
cláusulas anteriores establecen: todos las conocen, conocen que los demás
las conocen, conocen que los demás conocen que ellos las conocen, etc. (Casos
como los que discutimos cuentan entre las situaciones que paradigmáticamente
requieren coordinación; la necesidad de incluir esta condición se justifica como
en casos similares anteriormente discutidos.)
La propuesta de Lewis (las convenciones lingüísticas son convenciones de
veracidad y confianza) es, como dijimos antes, mnemotécnicamente útil. Sin
embargo, lo importante es comprender el mecanismo a que se hace referencia
con estos términos: la existencia de recursos que regularmente subvienen a la
satisfacción de intenciones comunicativas, en circunstancias- de conocimiento
recíproco compartido e interés común en que tal regularidad se autopreserva a
través del mecanismo lewisiano. Pues, para poder recoger dentro de la fórmu
la de Lewis las diversas acciones que llevamos a cabo con recursos tan com
plejos como los que ofrecen los lenguajes naturales, es preciso extender tanto
los sentidos usuales de ‘veracidad’ y ‘confianza’, que resulta más que dudoso
que la fórmula sea en rigor descriptivamente adecuada. Quizás no sea excesi
vamente impropio describir lo que los hablantes hacemos con los recursos
convencionales para prometer o para interrogar en términos de “veracidad” o
“confianza”; por ejemplo, parece natural pensar que en las interrogaciones,
como en los requerimientos en general, el papel del veraz corresponde. al
receptor y el del confiado al emisor. Pero, incluso supuesto que quepa hablar
de veracidad y confianza también en lo que respecta a proferencias de ‘[H ola'’.-
o ‘¡Lo siento tanto!’, ¿son tales términos útiles para comprender el mecanismo
que preserva el uso de tales expresiones? Al suscitar estas dudas no pretendo
negar la utilidad de la definición de Lewis, sólo asignarle su verdadera función.
Ciertamente, las regularidades en la acción constitutivas de las convencio
nes lewisianas tienen poco que ver con las reglas entendidas al modo conduc-
tista; antes bien, Ja sospecha es que este punto de vista no es una genuina alter
nativa al mentalismo, dado lo complejo de los estados mentales que se postu
lan como condiciones necesarias de la existencia de convenciones lingüísticas.
El análisis no presupone la noción de lenguaje, como queríamos, de modo que
su uso para explicar el lenguaje no es viciosamente circular. Y parece permi
timos tratar de un modo intuitivamente adecuado casos simples, como el del
lenguaje de la autopista. Naturalmente, quedan cuestiones fundamentales sobre
las que no hemos dicho nada. Las más importantes son relativas a ía posibili
dad de entender un lenguaje natural como el castellano (en contraste con una
mera señal aislada, como la que constituye el lenguaje de la autopista) como
un sistema de convenciones lewisianas de veracidad y confianza. A este res
pecto, es esencial recordar las razones, expuestas a lo largo de este trabajo, por
las que es necesario aceptar que el significado de las emisiones lingüísticas está
estructurado — en los dos sentidos que, según hemos visto, tiene el lenguaje
estructura: el significado de las proferencias está sistemáticamente determina
do a partir de expresiones cuyo significado es asistemático, pero que, por su
pane, sólo tienen significado en determinados contextos— . (Cf. I, § 2; VI,
§ 1; y IX, §§ 3-6.) Para acomodar estos hechos, una caracterización apropiada
del sistema de convenciones que constituye un lenguaje natural ha de ser, ine
vitablemente, mucho más complicada que la caracterización del “lenguaje de
la autopista”. Y nadie está por el momento en disposición de llevar a cabo una
tarea similar. Nuestro objetivo no podía ser otro que el de indicar las líneas
generales de una caracterización tal, y sus consecuencias conceptuales más
abstractas.
3. Una preferencia de ‘¡Hola1.' es uno de esos casos periféricos. En mi opinión, incluso en estos casos hay
contenido proposicional. (Mediante este signo, el hablante expresa determinadas emociones relativas a ciertas sitúa'
ciones.) En todo caso, se trata de casos marginales, cuya naturaleza no es pertinente discutir aquí.
puede haber tantas fuerzas ilocutivas como intenciones comunicativas pueda
haber; y es obvio que no podemos prever cuáles son éstas. Puede muy bien
haber intenciones comunicativas que aún no se nos ha ocurrido ejercitar, y que
quizás en el futuro cuenten incluso con recursos lingüísticos convencionales
para su ejercicio. Sin embargo, hay fuerzas ilocutivas que son tan importantes
como para encontrarse sistemáticamente representadas mediante recursos con
vencionales para su realización en los lenguajes naturales: ordenar, inquirir',
aseverar, etc. Una clasificación razonable de los componentes más genéricos
de las mismas, así como una taxonomía razonable de tales fuerzas ilocutivas
regularmente expresadas convencionalmente, debe obtenerse a partir de un
examen pragmático de la naturaleza de las intenciones comunicativas. Tal aná
lisis debe hacerse, naturalmente, atendiendo a los intereses humanos y a su
naturaleza, pues son esos intereses los que determinan qué intenciones en el
sentido de producir en otro un determinado estado psíquico cabe esperar satis
facer, simplemente a partir de su reconocimiento.
Conviene tener presente que un elemento del significado de una proferen
cia (como, por ejemplo, su fuerza ilocutiva) puede estar determinado por con
venciones, incluso 'aunque no exista un signo o recurso sintáctico regularmen
te utilizado para tal fin. Sólo las fuerzas ilocutivas más fundamentales cuentan
con recursos sintácticos convencionalmente utilizados para su expresión, como
los modos indicativo o imperativo, la forma interrogativa determinada por la
entonación o la sintaxisf'etc. Otras fuerzas ilocutivas más específicas, sin
embargo, pueden ser convencionalmente expresadas en virtud de rasgos
contextúales más o menos variables. Por ejemplo, una proferencia de 4te lo
traeré mañana’ — en réplica a la solicitud de devolución de un libro p re s ta d o -
no expresa convencionalmente una predicción sobre lo que ocurrirá en el futu
ro, sino que su fuerza ilocutiva es la de una promesa; pero no existen conven
ciones que vinculen específicamente elementos sintácticos de esa oración con
la expresión de promesas.
No es éste el lugar apropiado en que llevar a cabo una elucidación de los
elementos constitutivos de los potenciales ilocutivos en general, y menos aún
una taxonomía de los mismos. Trataré únicamente de ilustrar la fecundidad del
análisis precedente mediante el examen de los casos fundamentales. Con los
ejemplos estudiados de “condiciones de feliz ejecución” pretendemos mera
mente indicar el tipo de investigación que debe hacerse para elucidar las fuer
zas ilocutivas, siguiendo las líneas de Grice, así como qué tipo de principios
habría de dar lugar a una taxonomía de las mismas.4
Para empezar, el aspecto más inmediato de las intenciones comunicativas
es que persiguen producir estados psíquicos en la audiencia. Dado que hay
dos tipos de estados psíquicos en general, estados doxásticos y estados cona-
tivos, no puede extrañar que haya también dos tipos genéricos de fuerzas ilo-
4. Stephen Schiffer ofrece una muy elegante derivación de muchas de las fuerzas ilocutivas más característi-
cas en el marco griceano, y una consiguiente taxonomía, en Meaning, 92-104.
cutivas, las que corresponden a lo que venimos denominando ‘informes’ (que
persiguen producir estados doxásticos) y a lo que venimos denominando
requerimientos o peticiones (que persiguen producir estados conativos). Las
propiedades que diferencian a unas de otras corresponden a las que distinguen
los tipos de estado psíquico que en uno y otro caso se pretende producir, y
constituyen uno de los elementos que diversos autores han señalado como un
componente característico de las condiciones de realización afortunada dis
tintivas de las diversas fuerzas ilocutivas. Se trata de la contrapuesta “direc
ción del ajuste” o de correspondencia entre el contenido proposicional del
acto lingüístico (sus condiciones de “correspondencia”, más específicamente)
y el mundo. (El que utilicemos ‘verdadero’.para las aseveraciones correctas y
‘satisfecho o ‘realizado’ para los mandatos correctos está probablemente en
función de la diferente “dirección de correspondencia” que percibimos en
unas y otros.)
Esta asimetría da lugar a la primera gran clasificación de las fuerzas ilo
cutivas, entre todas aquellas fuerzas cuya dirección de ajuste es como la de los
informes (a las que podríamos denominar, en general, constataciones), entre
las que incluimos además acciones lingüísticas convencionales tales como ase
verar, enunciar, asegurar, inferir, estimar, explicar, decir, recordar, etc., y aque
llas cuya dirección de ajuste es como la de las peticiones (a las que podríamos
denominar, en general, ejecuciones), que incluye además preguntar, ordenar,
aconsejar, rogar, etc.5 Las ejecuciones se hacen con el objetivo genérico de que
el mundo corresponda a su contenido proposicional, lo que no ocurriría (en el
caso de ejecuciones afortunadamente realizadas) si no se produjese el acto lin
güístico, la ejecución. La realidad que corresponde al contenido de la ejecu
ción, si la misma se hace con éxito, depende del estado psíquico producido por
la ejecución: esa realidad no se habría dado si no se hubiese llevado a cabo el
acto lingüístico. Las constataciones, por el contrario, se hacen con el objetivo
genérico de producir estados psíquicos cuyo contenido proposicional coires-
ponde a cómo son las cosas; las constataciones afortunadamente realizadas no
se habrían hecho si su contenido no se diese, independientemente, en el mun
do. En este caso, son ios estados psíquicos producidos por la aseveración los
que, si la constatación se hace felizmente, dependen de la realidad que corres
5. Al emplear los términos ‘constataciones’ y ‘ejecuciones’ (que sugieren los términos de Austin, ‘constati-
ves’ y ‘performatives’), quiero indicar que la distinción que Austin tenía originalmente en mente pudiera quizás corres
ponder a esta distinción entre las tuerzas con arreglo a Ins dos direcciones de ajuste. Searle distingue otros tres gran
des géneros, además de estos dos: el de las promesas, el de los actos expresivos (saludar, congratularse, lamentarse,
alegrarse, etc.), y el de los actos ritualizados (bautizar, apostar, declarar culpable, etc.); cf. “Lina, taxonomía de los
actos ilocucionarios". En mi opinión, todos ellos caen bajo uno de los dos indicados. Por ejemplo, las promesas están
en el grupo de las peticiones, en ío que respecta a la dirección del ajuste; se distinguen de otras fuerzas en ese grupo
por otros aspectos, como quién es el que ha de encargarse de la realización del contenido, si el hablante o el oyente,
etc. Muchas expresiones de em ociones están en el grupo de las aseveraciones. (El hecho de que el conocim iento pri
vilegiado que tenemos de nuestras propias emociones garantice que, en condiciones de realización afortunada, estas
proferencias sean siempre verdaderas, no las priva — en contra de lo que Searle sugiere— de la dirección desajuste
de las aseveraciones.) De nuevo, lo que, en esas condiciones, tes da una función en el lenguaje, y también lo que las
distingue de otras aseveraciones, son otros aspectos distintivos de su fuerza, principalmente el papel que desempeña
en su función lingüística la transmisión empalica de emociones.
ponde a su contenido preposicional: el estado psíquico no se habría producido
si la realidad que corresponde a su contenido no se hubiese dado.6
Consiguientemente, una condición de realización afortunada específica de
las ejecuciones que depende de la dirección de ajuste entre contenido proposi-
cional y realidad que las caracteriza es que el contenido proposicional de una
ejecución no se realizará a menos que la audiencia forme la intención de cum
plirla. Un mandato de que p , efectuado en una circunstancia en que p se ha de
dar independientemente, es un mandato desafortunado. (Análogamente, desear
únicamente aquello cuya satisfacción está garantizada, porque ya se da, es un
tipo de irracionalidad singularmente asociado a los estados conativos.) Una
condición correspondiente para los informes, relacionada con la dirección de
ajuste que les es propia, es que el hablante es fiable. Un informe de que p , efec
tuado en una circunstancia en que el único vínculo entre el hablante y el hecho
de que p consiste en el deseo por parte del hablante de que se dé p es, igual
mente, uno particularmente desafortunado. (Análogamente, juzgar que se d a lo
que uno desea que se dé, únicamente porque uno lo desea, es un tipo de irra
cionalidad singularmente asociado a los estados doxásticos.)
En el Tractatus, 4.062, Wittgenstein se pregunta: “¿No podríamos enten
demos con enunciados falsos, tal como ahora nos entendemos con enunciados
verdaderos? Bastaría con que supiésemos que son aseverados falsamente.”
Wittgenstein responde negativamente a su pregunta, pese a lo aparentemente
plausible de la sugerencia. Mi interpretación de la (oscura) justificación que
ofrece a continuación es ésta: “Quien encuentra plausible esta sugerencia no
está contemplando la modificación que se sugiere, sino una distinta. La modi
ficación que se contempla es una modificación del lenguaje; particularmente,
que el signo que ahora se utiliza para la negación, se utilice para la afirmación,
y viceversa. Así, introducida esta modificación, el contenido que aseveraríamos
al decir ‘mi edición del Tractatus es la de 1987’ sería el que ahora aseverara^
mos al decir ‘mi edición del Tractatus na es la de 1987’, y viceversa. Pero esto
no sería “pasar a entenderse con falsedades”; por el contrario, si, introducida
la modificación, digo ‘mi edición del Tractatus es la de 1987', y mi edición
del Tractatus es la de 1973, lo que he dicho es verdadero, y si es la de 1987,
falso. Seguiríamos entendiéndonos con verdades, como hasta ahora, sólo que
expresadas en un lenguaje distinto, un lenguaje en el que las convenciones que
guían el uso de ‘no* son opuestas a las que rigen ahora.” Esta explicación pare
6. Esta asimetría no es, de modo general, ni temporal ni causal; no es que las constataciones afortunadas se
hagan a causa de que su contenido se da en el mundo (ni. menos aún, después de la realización de tai contenido),
mientras que el contenido de las ejecuciones afortunadas se realice a causa de que se haya llevado a efecto la ejecu
ción. ‘Limpiarás las letrinas esta tarde’ puede ser una constatación (una predicción) o una ejecución (una orden); en
ambos casos, el contenido proposicional concierne a un suceso que, si se da, se da posteriormente a la proferencia.
La asimetría que distingue el que sea una predicción de que sea un mandato es más sutil: com o se ha expresado en
el texto, se trata de una asimetría de dependencias. Si es una predicción feliz, la proferencia debe depender d el esta
do de cosas que realizaría su contenido; si es una orden afortunadamente ejecutada, el estado de cosas que realiza el
contenido depende de la inferencia. Puede no entenderse cóm o puede depender algo que se hace ahora de lo que, si
ocurre, ocurrirá después. Existe esa dependencia, hablando laxamente, si hay una “ley” en virtud de la cual, dados
hechos presentes, se ha de dar el hecho futuro aseverado, y (a aseveración se hace sobre la base del conocim iento de
la misma.
ce, una vez propuesta, intuitivamente satisfactoria. Lo que no hace'és exp®
camos por qué no es posible “entenderse con falsedades”. La explicación antér
rior de ia “dirección de ajuste” característica de la fuerza ilocutiva de las:cons
tataciones nos da la explicación que faltaba. La v era cid a d es constitutiva de
constatar. No puede haber tal cosa como una comunidad lingüística de menti^
rosos, una comunidad de constatadores de la falsedad. No hace falta ningún
“Principio de Caridad” asociado a la traducción radical para garantizar esto; es
una consecuencia de la función o propósito constitutivo de las constataciones.
Entre las constataciones, nos hemos ocupado hasta aquí exclusivamente de
lo que venimos denominando ‘informes', y, entre las ejecuciones, de las peti
ciones. La razón de ello es ia creencia de que una y otras constituyen casos
prototípicos de significación, en el sentido expuesto en la discusión metodoló
gica de § 2. Sin embargo, es manifiesto que ni los informes agotan la clase de
las constataciones, ni agotan las peticiones la clase de las ejecuciones. Carac
terizar las otras fuerzas que se agrupan en cada uno de los dos grandes géne
ros requiere describir sus específicas condiciones de realización afortunada.
Los mandatos se ejecutan felizmente en circunstancias en las cuales el que
ciertos individuos hagan manifiesto su deseo de que se haga algo es una exce
lente razón para que otros formen la intención de hacerlo. Lo que tienen en
común esas circunstancias es que el individuo en cuestión tiene una cierta auto
ridad sobre los otros: sabe mejor que los otros lo que hay que hacer en esas
circunstancias para obtener algo que a todos les interesa, etc. Así, que quien
ordena tiene una cierta autoridad sobre quien recibe1la orden es uno de los ele
mentos de las condiciones de feliz ejecución características de los mandatos en
general. Sin embargo, hay situaciones en que queremos que otro haga algo, y
no estamos investidos de esa autoridad (ni siquiera en el sentido laxo con que
la palabra se emplea aquí). En tales casos podemos quizás sup licar, advertir,
aconsejar, etc. No parece que el “mecanismo griceano” esté operando en estos
casos; es decir, no parece que estemos tratando de que el otro forme la inten
ción de hacer lo que queremos, simplemente a partir del reconocimiento de
nuestra intención. Para empezar, ni siquiera cabe decir que el que nuestra
audiencia forme una cierta intención sea necesario para la realización afortu
nada de esos actos lingüísticos. Queremos sin duda que advierta que nosotros
queremos que forme esa intención, mediante su reconocimiento de nuestra
intención de que así lo advierta, y quizás también de nuestro convencimiento
de que formar él mismo esa intención es conveniente para él, o mostraría con
sideración hacia nosotros, etc. Del mismo modo, y pasando ahora a actos del
género constatar, cuando recordam os algo a alguien no queremos que juzgue
que aquello es el caso a partir del reconocimiento de nuestra intención de que
así lo haga, sino a partir del recuerdo de que él mismo lo pensaba en un
momento anterior. Cuando a severam os no tenemos por qué tener más inten
ción que la de que nuestra audiencia sepa que nosotros mismos somos de una
cierta opinión, sin preocupamos en absoluto de si ello ha de llevar a la otra
persona a formar el juicio consiguiente.
Naturalmente, una teoría satisfactoria de las fuerzas ilocutivas representa
das en los lenguajes naturales debe analizar también todos estos casos. Si Ja
discusión metodológica de § 2 es correcta, sin embargo, podría constituir un
error proponer, sobre la base de los mismos, análisis de la significación en que
se dejara de lado el papel prototípico de los informes y las peticiones en el con
cepto ordinario de significación. Es precisamente esto lo que hacen los parti
darios de la teoría proposicionalista de los actos del había, como Searle, según
los cuales la intención de producir efectos en la audiencia no es nunca un ele
mento de la fueraa ilocutiva de las preferencias lingüísticas.7 Según los propo
sicionalista, todo lo que esencialmente hacemos mediante el lenguaje es repre
sentar nuestras propias actitudes proposicionales. La propuesta que estoy
defendiendo insiste en el carácter prototípico de informes y peticiones, y evita
caer en el error de contentarse con una caracterización suficientemente genéri
ca —del tipo de la caracterización proposicionalista— como para incluir a la
vez todos los casos, incluidos los que acabamos de describir; pues una carac
terización así, precisamente por su carácter genérico, nos haría pasar por alto
los rasgos distintivos de los casos prototípicos de significación.
Examinemos finalmente la solución griceana a la tercera dificultad que
pusimos de manifiesto en el análisis de Austin. La objeción consistía en que el
análisis austiniano rio nos ofrecía un principio claro para distinguir las inten
ciones constitutivas de las fuerzas ilocutivas de otras intenciones meramente
perlocutivas. La propuesta de Grice ofrece una respuesta particularmente con
vincente aquí.8 Un efecto ilocutivo es uno que, dados los hechos sobre la natu
raleza humana de los que dependen la existencia de intenciones comunicativas,
cabe esperar realizar, en condiciones de ejecución afortunada, a través del
mecanismo griceano; es decir, a través del reconocimiento de la intención de
producirlos por parte de aquellos en quienes se espera producirlos- Una, inten
ción perlocutiva, y un efecto perlocutivo (el efecto producido si la intención
perlocutiva se realiza) es uno que, dados esos mismos hechos, no es razonable
esperar producir así. Las intenciones perlocutivas son aquellas que, si bien pue
den estar asociadas a la producción de signos lingüísticos, no son intenciones
comunicativas. Si son “efectos secundarios”, o “no esenciales” al acto lingüís
tico —como Austi/) indica— es precisamente porque los actos lingüísticos
involucran, necesariamente, intenciones comunicativas. Por ejempló, la inten
ción de alardear, o impresionar a nuestra audiencia, que muchos tenemos cuan
do usamos el lenguaje, es una perlocutiva, y el efecto conseguido cuando la
intención se realiza, uno perlocutivo; la razón es que, de hecho, los seres huma
nos no nos dejamos impresionar sólo porque reconozcamos en otro la inten
ción de impresionamos. La intención de convencer es igualmente perlocutiva,
7. La fórmula uniformizadora de Lewis. según la cual las convenciones lingüísticas son convenciones de
veracidad y confianza, podría tener un efecto similar al de las propuestas de Searle. Si. en el caso de las constatacio
nes en general, lo que el hablante hace es ser veraz, entonces parece que la buena fortuna de uno cualquiera de tales
actos lingüísticos (incluidos lo que llamamos informes) sólo depende de que el hablante exprese lo que cree verdadero,
dé su audiencia en creerlo o no.
8 . El análisis que sigue se debe a Strawson. Véase “Intention and Conventíon in Speech Act”.
por una razón similar: no nos basca reconocer en otro la intención de cóhven-
cemos de que p y para que nos demos por convencidos de que p. Naturalméñ2
te, es de esperar que la distinción entre efectos ilocutivos y perlocutivos sea:
vaga, y haya casos en que no esté claro ante qué estamos. Pero esto mismo
ocurre con calvo/no calvo, y con la mayoría de los conceptos con que hace
mos las distinciones que más útiles nos resultan cotidianamente. Lo importan
te es que una clasificación no sea irremediablemente vaga: que haya un prin
cipio, quizás de difícil formulación, relativamente al cual existen casos claros
que ejemplifican cada uno de los conceptos en cuestión.
Esta cuestión está relacionada con los contraejemplos a la necesidad del
análisis griceano del significado, mencionados en la segunda sección (solilo
quios, exámenes, etc.), que los proposicionalistas tienen especialmente en men
te. De acuerdo con un análisis como el de Searle, las intenciones esencialmente
lingüísticas nunca van más allá del hablante. La intención distintivamente lin
güística con la que el hablante lleva a cabo una constatación no seria nunca la
de producir un juicio en la audiencia, sino sólo la de representarse él mismo
como teniendo una creencia. La intención con que los hablantes hacen ejecu
ciones no sería nunca la de que la audiencia forme una intención, sino sólo la
de representarse a sí mismos como teniendo un deseo. En consecuencia, todos
los efectos que pueda desearse producir en la audiencia, o de hecho se pro
duzcan, son perlocutivos; ninguno de ellos es esencial al lenguaje, constitutivo
de los potenciales ilocutivos de los signos.
Lo que está en cuestión en este debate es justamente, como era de espe
rar, el pivote sobre el que gira el argumento de Wittgenstein en las Investiga
ciones contra el mentalismo, a saber* la naturaleza de las normas constitutivas
de lo que llamamos significados. Como indiqué en XÍIÍ, § 2, Austin distingue,
entre sus condiciones de feliz realización, las A y B de las C. La violación de
las primeras daría lugar a que no se hubiese producido el acto en cuestión; la
violación de las segundas, en cambio, sólo constituye un “abuso”. Esta distin
ción era parte de la estrategia de Austin, destinada precisamente a oponerse a
la teoría proposicionalista de los actos lingüísticos; pues entre las condiciones
de tipo C se encuentran las que tienen que ver con la presencia u ausencia de
los estados mentales que el proposicionalista considera lingüísticamente esen
ciales. Tomemos el caso de un hablante que emite ‘la plaza de Catalunya está
a dos manzanas en esa dirección7, en un contexto en que su proferencia cuen
ta convencionalmente como un informe. La clasificación de Austin persigue
defender la tesis plausible de que, en un caso así, con respecto a la determina
ción de la corrección o incorrección de la acción lingüística no es esencial la
presencia o ausencia en el hablante, pongamos por caso, de creencias en el sen
tido de que la plaza de Catalunya está en la ubicación indicada. Si no lo cree,
su acción será un abuso; sin embargo, si, de hecho, la plaza está en la ubica
ción que ha indicado, su acción puede haberse ejecutado felizmente. Pese a
compartir los objetivos finales de Austin, nosotros hemos rechazado recurrir a
su estrategia; pues esa estrategia pasa por la exigencia de la convencionalidad
del significado, mientras que nosotros hemos insistido en que puede hacerse
un informe, o un requerimiento, sin que medien convenciones específicas que
así lo posibiliten. La estrategia antimentalista de Austin le lleva por caminos
similares a los recorridos por Wittgenstein: ambos descansan en la naturaleza
social de las normas. . :
Con Grice, nosotros discrepamos de este punto de partida; como vimos
en los capítulos XI y XII, esta estrategia traiciona un intemismo comunitario
de consecuencias intuitivamente casi tan poco aceptables como las del inter-
nismo sensu estricto. Hemos concedido a Austin que quizás existan condi
ciones constitutivas, necesarias para que se produzca un acto de significación,
tales como que el productor del signo y su audiencia sean seres racionales,
cuyos aparatos cognoscitivos estén en buen estado, etc. Pero estas condicio
nes son demasiado genéricas para que sirvan de mucha ayuda. Los elementos
distintivos de las diversas fuerzas ilocutivas, necesariamente, tendrán el esta
tuto de las condiciones de tipo C de Austin; esto es, el de condiciones de rea
lización afortunada de las que cabe “abusar”. En cada caso particular,, puede
llevarse a cabo una constatación o una ejecución, aun violándose las condi
ciones de realización .afortunada definitorias de las mismas. Pero esto es com
patible con que las condiciones en cuestión sean un elemento esencial,.d.efi-
nitorio del tipo de acto lingüístico. Por tanto, que la ausencia en el: hablante
de las creencias indicadas en el ejemplo anterior constituya un mero “abuso-
no es bastante para obtener de ello las consecuencias antimentalistas buscadas
por Austin.
La estrategia antimentalista que aquí se ha venido proponiendo pasa por
una concepción alternativa a la de Austin y Wittgenstein de los elementos tefe-
ológicos o normativos asociados a la noción de significado. Muchas veces,
cuando se defiende el punto de vista proposicionalista, se hace a partir de un
razonamiento erróneo. Se hace notar, por ejemplo, que podemos hacer un
informe, o dar una orden, sin que nuestra audiencia acepte la primera o haga
caso de la segunda. Esto es, naturalmente, verdadero; pero es irrelevante, por
que tanto la teoría griceana como la teoría proposicionalista así lo contemplan.
Lo que está en cuestión más bien es si en esos casos el informe o la orden se
han llevado a cabo felizmente o no. Lo que determina que un informe o una
petición no se han llevado a cabo felizmente si los oyentes no forman los jui
cios e intenciones pertinentes, según el análisis griceano del significado con
vencional presentado en la sección precedente, es que las prácticas lingüísticas
convencionales que constituyen la institución del lenguaje no se autopreserva-
rían en tal caso. Es el éxito de prácticas tales como las de informar, aseverar,
requerir, hacer promesas, etc., entendidas de acuerdo con el análisis original de
Grice, el que parece explicar la pervivencia de la institución deL lenguaje, la
reproducción de sucesos destinados a garantizar tales fines. La institución del
lenguaje consiste precisamente en la regular puesta por obra con éxito de tales
prácticas, en circunstancias en que tales regularidades constituyen convencio
nes. (Una consideración similar apoya el punto de vista según el cual el uso
del lenguaje en soliloquios, exámenes, etc., es derivativo o parasitario. Gra
cias a que hay prácticas tales como informar o pedir, hay también prácticas
como el soliloquio o los exámenes; por otro lado, las primeras podrían darse
por sí solas, en ausencia de las segundas^)
En la propuesta de Wittgenstein, la normatividad proviene del hecho de
que los significados son disposiciones en cuanto a las que existe coincidencia
entre los miembros de nuestra comunidad. Las consideraciones precedentes
sugieren una explicación alternativa de la normatividad, de la que está ausen
te el proyectivismo característico de la explicación wittgensteiniana. De acuer
do con esa explicación alternativa, los significados son funciones o propósitos
naturales de las preferencias. Hay objetos que tienen funciones o prepósitos
artificiales, en tanto que han sido específicamente diseñados para satisfacerlos;
así ocurre, por ejemplo, con los limpiaparabrisas, y con los instrumentos y
herramientas en general. Sin embargo, no decimos de un corazón que tiene la
función de bombear sangre porque haya sido diseñado para ello. Una explica
ción razonable de lo que queremos decir cuando adscribimos una función o
propósito natural F a un objeto o a un acaecimiento es la siguiente. En primer
lugar, el objeto o acaecimiento tiene rasgos que le capacitarían para llevar a
cabo F, en las circunstancias apropiadas. Es decir, una función es, en primer
lugar, una disposición, en el sentido realista del término (V, § 2). Hasta aquí,
el elemento normativo está ausente. En segundo lugar, el que el objeto o aca
ecimiento tengan esos rasgos se explica precisamente porque los rasgos le
capacitan para llevar a cabo F, en circunstancias apropiadas. Así, por ejemplo,
en el caso del corazón, la teoría de la evolución por selección natural propone
(simplificando mucho, con el fin de enfatizar los aspectos relevantes) que la
posesión por el corazón de rasgos que le capacitan para bombear sangre expli
ca la existencia de corazones con esos rasgos; pues esa capacidad da cuenta de
la supervivencia y reproducción de organismos que los poseen.9
El mecanismo de autopreservación característico de las convenciones no
tiene mucho que ver con el mecanismo de la selección natural; pero tiene,
igualmente, el efecto de dar lugar a funciones o propósitos naturales, en el sen
tido expuesto. Una preferencia de la oración-tipo l a plaza de Cataluña está a
dós manzanas en dirección sur’ tiene un cierto significado (es un informe con
un determinado contenido), porque (i) tiene rasgos (ejemplifica ciertos tipos,
dispuestos de ciertos modos) que le capacitarían, en circunstancias apropiadas,
para satisfacer ciertas intenciones comunicativas (producir un juicio con un
cierto contenido en la audiencia, a través del reconocimiento de la intención
del hablante), y (ii) tiene esos rasgos precisamente porque la posesión de los
mismos le capacitaría para satisfacer tales intenciones comunicativas, (ii) se
justifica en este caso apelando a la naturaleza de las convenciones, expuesta en
la sección anterior; en especial, apelando a la satisfacción de la tercera condi
9. Este análisis de las funciones se debe a Larry Wright. Véase su Teleological Explanation. Ruth Millikan
ofrece una explicación análoga en los dos primeros capítulos de su Langiiage, Thought and O ther Biological Cate-
gories. A mi juicio, la explicación de Millikan es defectuosa en varios respectos. Un defecto es que, cuando menos,
sugiere que todas las funciones naturales son propiedades biológicas, o reducibles a propiedades biológicas. Uno más
grave es su rechazo del elem ento disposicionai de las funciones.
ción en la definición de Lewis: si se ha producido una proferencia de esa
oración-tipo es porque existe una regularidad tal que ... . Sin duda, la expli
cación que debe reemplazar a los puntos suspensivos ha de ser muy compleja,
entre otras cosas porque es preciso articular la estructura de un lenguaje como
el español para hacerlo. Pero no veo razón alguna para desesperar de que,
algún día, estemos en disposición de proporcionarla, esencialmente de acuer
do con la propuesta griceana.
En el sentido explicado, un objeto puede ser un corazón, y tener la fun
ción de bombear sangre, incluso cuando no puede servir transitoriamente a ese
propósito (por no estar en el lugar apropiado en el organismo apropiado, o por
causa de alguna' malformación,, enfermedad, etc.). Análogamente, una profe
rencia puede ser un informe de que la plaza de Cataluña está a dos manzanas
hacia el sur, incluso aunque no tenga la capacidad de informar de tal cosa (por
que no existe el debido vínculo entre los juicios del hablante y la situación de
la plaza de Cataluña, porque la audiencia no confía en el hablante y no está
dispuesta a formar el juicio pertinente, etc.). La objeción de dos párrafos más
arriba está, pues, mal concebida. No puede refutarse una tesis como la que
hemos venido proponiendo por el simple procedimiento de mostrar que se pue
de hacer un informe o una petición sin que se den las condiciones de realiza-
ción afortunada constitutivamente asociadas a estos significados. Pues la tesis
es que los significados son propiedades teleológicas, en el sentido que hemos
descrito. La tesis es que, cuando intuitivamente nos parece que una cierta pro
ferencia tiene un determinado significado, la proferencia se ha producido por
que tiene rasgos que le permitirían, en determinadas circunstancias, la realiza
ción de determinadas intenciones comunicativas. Esta explicación puede, sin
duda, verse refutada mediante una combinación de contraejemplos apropiados
y reflexión teórica. Pero no es inmediato que haya de serlo.
Capítulo I
Capítulo n
Capítulo III
Fundamentos epistemológicos:
el problema de la intencionalidad
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
C a p ítu lo v m
C a p ít u l o IX
C a p ítu lo X
C a p ít u l o X I
C apítulo XII
Capítulo x m
Elementos de pragmática
Capítulo XIV
El programa de Grice