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San Martin Javier Teoria de La Cultura PDF
San Martin Javier Teoria de La Cultura PDF
DE LA CULTURA
J a v ie r S a n M a rtín Sa la
EDITORIAL
SINTESIS
Di s e ñ o g r á f i c o
fílliL-r m o rc illo • fe m a n d o c.ilirum
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Valleliennoso 34
280.15 MnJriil
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IS B N ; 84-773S-659-5
D epósito Legal: M . 1 9 .0 2 2 -1 9 9 9
Im p re so un E sp a ñ a - P rinletl in S p .iin
El mundo no es ni materia ni alma sino espíritu.
Introducción ............................................................................ 9
/
3 Clases y ámbitos de la cultura.................................
3.1. Los tipos de cultura............................................
3.1.1. Distinciones previas, 194. 3.1.2. Cultura
técnica o insmunental, 199. 3.1.3. Objetos enca
denados y objetos libres: la cultura ideal, 2 0 2 .
3.1.4. la cultura práctica, 2 1 1 .
3.2. Escenarios o espacios culturales........................
3.2.1. Consideraciones previas, 216. 3-2.2. El
ser humano en la naturaleza: el trabajo, 219.
3.2.3. E l ser humano con los otros: la familia y
la política, 222. 3.2.4. El ser humano y los limi
tes: la muerte, 230. 3.2.5. E l ser humano en
relación a lo posible: el juego, 236.
4 El ideal de cultura...................................................
4.1. La estructura axiológica de la cultura...............
4.2. El comportamiento ético como condición de
posibilidad del ideal de cultura.........................
4.3. Cultura fáctica y cultura auténtica: el ideal de
cultura....................................................................
Bibliog}'afía
s
Introducción
xo
Pues bien, posiblemente lo que acompañaba al abandono del
tema después de la Segunda Guerra Mundial era nada menos que
ja duda sobre la legitimidad misma de una filosofía de la culcura.
Por eso es ése el primer punco que hay que discutir. Puesto que los
antropólogos culturales hablaban legítimamente de la cultura, eran
ellos los que decían a los filósofos qué es la cultura. A éstos, enton
ces, ya no les correspondía decir nada más ai respecto. Este rema,
el declive y reaparición de la filosofía de la cultura, es, pues, el pri
mer punto que es preciso considerar. Porque ahí se ocultan o con
densan muchas otras cosas; la primera, y no la menos importante,
la legitimidad ¿le la fdosofia para abordar un concepto que desde
mitades del siglo pareció reservado a los antropólogos sociales.
¿Por qué la filosofía puede y debe estudiar este tema? Cuando
se abandona en las manos de los antropólogos ¿qué pasa con la
filosofía? ¿Por qué la filosofía se retira de un ámbito tan reivindi
cado en las primeras décadas? Está claro, y así lo veremos, que su
recuperación a finales del siglo está en función de ios problemas
que el abandono filosófico ha generado, cales como no saber cómo
abordar filosóficamente la pluralidad de las culturas y el hecho
indiscutible de Ja unidad cultural en muchos ámbitos, por ejem
plo, en el tecnológico, el económico, el deportivo, el artístico, el
de las diversiones y no menos en el político. Así, cuando se extien
de por el mundo una marea unificadora -que a muchos aterra; a
mí me aterró ver en una película un dancing t n Mongolia donde
se bailaba igual que en cualquier discoteca de no importa qué ciu
dad europea—, resulta que la reivindicación de las diferencias cul
turales y el cuestionamiento de la cultura europea, que es la que
ha provocado la unificación, produce nada menos que el título
con el que conocemos Ja filosofía de fin de siglo. La posmoder
nidad es el fin de la Ilustración, la cual, si algo buscaba, era la
extensión de la cultura europea por el mundo. Ahora que “esa”
cultura se ha extendido, la filosofía certifica el fin de la Ilustra
ción, el fin de la modernidad. No se repara en que la moderni
dad tenía varios rostros, alguno de íos cuales pudiera haber que
dado en el camino, pero otros quizá más ocultos y tal vez más
siniestros se han podido perpetuar.
Fue precisamente Ortega y Gasser, en La rebelión de las masas,
quien hizo ese diagnóstico. Dice ahí que, si Ja filosofía del siglo XX
era no m odern a —por canco posm odern a, digo yo—, el m odo de
vida del siglo
O XX es de algún
O m odo resultado de la m odernidad.
Por eso, en cierta medida, es la modernidad la que ha triunfado.
La unificación planetaria es el triunfo de la modernidad, por lo
menos de uno de los rostros o aspectos de la modernidad; y aun
que ciertamente no es el triunfo de la filosofía ilustrada de la madu
rez, sí lo es de otros matices de la Ilustración, la cual avanzaba
como un río en el que iban juntos materiales llegados de muchos
suelos diversos.
La diferencia existente entre el proclamado fin de la moder
nidad y una unificación cultural innegable ha descolocado a todos.
La primera consecuencia sintomática es que se ha llevado por
delante a los mismos antropólogos culturales. Se ha estado enten
diendo que eran ellos los especialmente investidos de autoridad
para monopolizar el estudio de la cultura, arrebatando ese tema
a la filosofía; durante los últimos tiempos ellos fueron los máxi
mamente competentes para exponer la diversidad de las culturas,
elevando esa pluralidad a dogma absoluto e inconmovible. Como
contrapartida, desde que consiguieron la hegemonía en esos temas
o el prestigio social para el estudio de la cultura, la filosofía se
batió en retirada, porque, sin más, pasó a ser una mínima y pre
suntuosa manifestación de la cultura europea, sin otra relevancia
que la de una mala literatura provinciana. La disolución antropo
lógica de la filosofía es lo que ha preparado la posmodernidad y la
que ha engendrado o, en todo caso, alimentado una filosofía de
fin de siglo que llevaba en su seno su disolución.
Pero, desgraciadamente para la propia antropología, una ambi
güedad ignorada ha sido compañera suya desde el principio. Por
un lado proclamaba la disolución antropológica de la filosofía, a
caballo de la diversidad radical de las culturas; mas, por otro,
simultáneamente se proclamaba a sí misma como la ciencia uni
taria de la cultura. Además -y aquí tenemos un ejemplo de la cara
trágica de lo humano-, el mismo hecho de su existencia, con todo
su ritual epistemológico, observación participante, recogida de
datos, análisis etnológico y teorización, proclamaba la tendencia
unificadora que era la única que le permitía ir a “antropologizar”.
En una situación de radical diversidad y aislamiento no son posi
bles antropólogos que se enteren de las “intimidades” de los otros.
Nadie, dueño absoluto de su destino, tendría obligación de dejar
a extranjeros husmear en sus vidas. La misma ejecución de la
antropología cultural es la primera refutación práctica cleí relati
vismo cultural extremo, por lo menos ese que asegura la diversi
dad radical de las culturas, aunque sea por la trágica realidad de
que el antropólogo pertenece al pueblo colonizador, el que ha
arrebatado la autonomía a los otros. La antropología es hija de lo
que niega que exista: la unidad de aspectos elementales de las cul
turas. Es por ello que la pos modernidad es hija de la disolución
antropológica de la filosofía, si bien en realidad es una mala filo
sofía que confiesa, filosóficamente -aunque sea de modo subrep
ticio-, no ser filosofía.
Esta situación de perplejidad, de una filosofía que se sitúa en
la diferencia radical pero que no puede hacerlo más que asen
tándose en un inconfesado suelo común, creo que es la que obli-
£j a la filosofía a reflexionar de nuevo sobre la cultura, tema aban-
ra
donado justo cuando, después de la Segunda Guerra Mundial,
aparecen y se popularizan ios grandes trabajos de la antropología
cultural y social con su autoridad sobre cualquier otro tipo de
reflexión. Naturalmente, en esos momentos siempre había esta
do en juego el concepto mismo de filosofía, porque no se sabía
muy bien cuál podía ser su legitimidad para acercarse a un tema
sobre el que los antropólogos parecían decirlo todo.
Sin embargo, yo llevo mucho tiempo advirtiendo que la diso
lución antropológica de la filosofa, que es el lecho de Procrusto de
la postmodernidad, es muy traidora, porque lleva consigo la diso
lución filosófica de la antropología, y no menos de la misma pos
modernidad. Ambas, proclamando el reino de la diferencia abso
luta, lo hacen desde el púlpito de la uniformidad más aburrida,
diciendo los mismos tópicos en París que en Madrid, en Roma
que en Tokio o en los EE U U de América. La situación de la
antropología termina siendo tan curiosa que la uniformización
ha acabado por llevársela consigo. Si al principio sus aportacio
nes eran escuchadas por doquier y despertaban gran interés, aho
ra apenas lo hacen porque la sustancia de los pueblos ha pasado
de la diversidad y diferencia a la igualdad, ya que gran parce de
los problemas que preocupan a los seres humanos a finales de este
siglo son los mismos en nuestro entorno que en Japón, América
o Nueva Zelanda; son problemas Fúndamenraimen ce de orden
económico y de integración en el gran Organismo planetario.
Este es ei contexto desde eí que se ha impuesto ía vueíta ai
estudio de la filosofía de la cultura, lo que supone la reafirmación
de la filosofía como modo autónomo de acercamiento. Eso si^-
nifica reconocer automáticamente que lo que las ciencias socia
les dicen sobre la cultura no es suficiente. En este punto se encar
na toda la problemática que debemos despejar precisamente en
este momento, ya que es, en mi modesta opinión, lo que queda
menos aclarado en las aportaciones de los cuatro autores antes
mencionados. En todas ellas se habla de una filosofía de la cul
tura, pero ninguna parte de esta situación, de Jo que en elía está
impJicado, con Ja seriedad y consecuencias necesarias. Porque,
dado que lo que estudia la antropología cultural como su campo
privilegiado es la cultura, uno de los temas básicos de una filoso
fía de la cultura es, sea cual fuere su orientación, legitimarse como
saber, legitimar su modo de aproximación. Porque siempre supo
ne que las ciencias no io dicen todo, o que no tienen la última
palabra, como decía Husserl (1994b: 174; San Martín, 1994b:
201 s.).
En el umbral de una filosofía de la cultura esta “deducción”,
en sentido kantiano, de la filosofía de la cultura me parece fun
damental, necesaria y el primer paso de la misma. La filosofía "tie
ne, por así decirlo, que ganarse la vida desde la cuna” (Ortega,
XII: 489). De entrada no podemos dar por descontado que ya
tiene legitimidad; eso se puede hacer en trabajos sectoriales, pero
no en un ensayo de cierto alcance. Esta es una de las carencias
que se detectan en las cuatro aportaciones susodichas que en rela
ción a ese tema han aparecido en nuestro país. Ninguna clarifica
ni “deduce” la filosofía de la cultura, aun cuando su propia eje
cución supone que Jas ciencias no lo dicen todo. Ahora bien, esa
carencia pudiera implicar dar como válido el propio concepto de
cultura utilizado por las ciencias. Ai no plantear con claridad las
insuficiencias de las ciencias sociales, tal vez por cierto complejo
ante ellas, Jas aceptan como suficientes, con lo que, al contentar
se con ese concepto, viven de él. Quizá sea ésta la mayor caren
cia de esas aportaciones españolas. Si hubieran echado una ojea
da a las contribuciones de Ortega a la filosofía de la cultura, se
habrían dado cuenta ele las insuficiencias de las ciencias sociales
en el tratamiento de la cultura, insuficiencias que han llevado a
los atolladeros conceptuales surgidos en la posmodernidad, como
se ha visto en las páginas anteriores.
Así las cosas, nuestro objetivo en esta introducción es ante
codo detectar las insuficiencias del concepto usual de cultura
manejado por las ciencias sociales; eso supone que no lo dicen
todo, quizá ni lo más decisivo, por lo que no tienen la última pala-
bra. A ía vez, es también objetivo nuestro proponer el modo de
acercamiento a la filosofía de ía cultura, con lo que quedaría expli
cado el título con el que inicialmente había pensado denominar
esta obra: “La cultura como realidad y como ideal” , y que ade
lanta, en extracto, la filosofía fenomenológica de la cultura.
En efecto, una de las preocupaciones clave de la fenomenolo
gía ha sido siempre mantener la legitimidad de la visión filosófi
ca. Frente a las ciencias naturales y a las ciencias sociales -saberes
perfectamente legitimados en su práctica y objetivos, a los que en
lo que concierne a la cientificidad la fenomenología no tiene nin
gún reparo que oponer-, ésta, sin embargo, insiste en que hay un
ámbito, en el que esos saberes se asientan, que no les correspon
de, ya que no tienen instrumentos para estudiarlo, puesto que lo
presuponen, y cuyo alcance les desborda. En el caso de la física,
el hecho mismo de la relación de la naturaleza del físico con la
experiencia directa de un mundo del que el físico prescinde, pero
al que acude para verificar sus propuestas. En el caso de las cien
cias sociales, fundamentalmente la contradicción patente entre la
realidad descrita como omniabarcante por la ciencia social res
pectiva, que lo relativiza todo en función de esa realidad, y el
hecho de que ella misma parece excluirse de esa realidad omnia
barcante. Por ejemplo, en el caso de la antropología cultural, la
contradicción existente entre la relatividad de las culturas, o de
cada elemento cultural, y la existencia de una antropología que
no lo sería; o dicho de otro modo, Ja relatividad de cada elemen
to a su mundo cultural y la pretensión de la antropología de des
cribir sus logros transrelativamente diciendo que todo es relati
vo. Igualmente en la sociología, la dependencia asegurada del
individuo respecto a la sociedad, donde aquél obtendría las pau
tas del pensar, estimar y actuar, hace que el saber sea también rela-
tivo al ambiente, con lo que la propia sociología se embarca en
ciertas dificultades para comprender su situación. No ocurre de
modo muy distinto en la historia: cuando los historiadores van
mas allá de recopilar, relacionar y explicar hechos históricos y
pasan a proponer la historia como matriz que codo lo relativiza,
de manera que todo se puede rehacer históricamente, empiezan
a moverse en un terreno resbaladizo en el que ya no saben qué es
el saber al que aspiran y que ejercen.
En todos estos casos, lo que está en juego es la teoría de la
racionalidad, como ahora se llama. Yo diría que lo que está en
juego es sencillamente los conceptos de razón, verdad y eviden
cia, tres conceptos básicos en la ciencia, que los científicos supo
nen aunque no analizan porque no son sus temas, pero a los que
sus teorías fácilmente terminaban por afectar, ya que, a poco que
se salgan de sus objetos estrictos, se excienden en amplías inter
pretaciones sobre los tres. Todas las ciencias asumen de antema
no un ámbito de la realidad como constituido, ya dado, y se apres
tan a descubrir y consignar los hechos que ocurren en ese ámbito,
mostrando sus estructuras. El problema está en que dan por
supuesto ese ámbito; lo que quiere decir que no lo problemati-
zan; a lo sumo, para saber a qué se refieren, lo identifican con un
nombre y con unas definiciones de carácter descj'iptivo que sirven
para orientar hacia el campo al que dirigen sus preocupaciones,
pero no pasan de esa dt'fmición descriptiva; una vez bien orienta
dos respecto a su ámbito gracias a esas definiciones descriptivas,
empieza su trabajo científicamente riguroso.
En el caso de la antropología cultural, cuyo objetivo es la des
cripción y explicación de la diversidad cultural —por tanto, la
descripción de la cultura-, se utiliza de un modo ya convencio
nal la definición que Tylor propuso en sil conocida obra Primi-
tive Culture de un “todo complejo” . Esta definición se impuso
no porque Tylor descubriera o inventara realmente algo, sino
porque en su definición describe ese ámbito que los antropólo
gos culturales, en especial en América e Inglaterra, se estaban
esforzando por describir. El desarrollo de la antropología cultu
ral mantuvo esa línea de estudiar en los diversos pueblos ese “todo
complejo ’, para intentar, después, formular teorías más amplias,
bien por áreas geográficas, por nichos ecológicos o zonas pro
ductivas, bien por correlaciones estadísticas, y siempre tratando
de encontrar uniformidades culturales o los llamados universa
les culturales.
Pero la comprensión del modo de ser de lo cultural apenas
había avanzado un ápice más allá de la descripción primera de
Tylor. Como en esa descripción hay un conglomerado de ele
mentos heterogéneos, aquellos antropólogos un poco más preo
cupados por entender la naturaleza de su práctica se han esforza
do por aclarar los aspectos heterogéneos del “todo complejo” de
Tylor y han discutido si la cultura es esto o lo otro, pero, en rea
lidad, sin salirse de Tylor. Lo único que hacían, aunque no es
poco, era introducir en la definición cierto orden o, como G. Bue
no, profundizar en la “estructura de red” que pertenece al todo
complejo. Pero en ningún caso se cuestiona en ellos el carácter de
la definición, sino que se toma como buena y suficiente esa defi
nición descriptiva, que queda de ese modo como punto de arran
que de las ampliaciones aludidas.
Al abandonar los filósofos la filosofía de la culcura, se dan tam
bién por satisfechos con la definición de Tylor, universalmente
asumida, sin preguntarse sí una definición meramente descripti
va es suficiente. Pero una vez aceptado el principio, dan a la antro
pología cultural la última palabra, lo que inicialmente no había
sido pretensión de esa ciencia. Incluso el propio Tylor es muy pru
dente con su definición, pues afirma: “Cultura o civilización, enten
dida en su amplio sentido etnográfico”. Es decir, Tylor se limita a
lo que los antropólogos van a describir, a ese tipo de cosas que lla
mamos cultura y que es lo que debe interesar a los antropólogos
en la primera tarea de recogida de datos, es decir, cuando actúan
como etnógrafos. Pues bien, que los filósofos hayan tomado esa
mera descripción como la última palabra del saber sobre la cultu
ra, y que, en cualquier caso, marque el punto de partida insupe
rable de la reflexión, no deja de extrañar. Y sólo cuando esa legi
timación de las ciencias sociales como primera y última palabra
ha llevado a serios problemas, ha vuelto la filosofía por sus fueros,
preguntándose, de nuevo, por la cultura; con lo cual ha vuelto a
la filosofía de la cultura. Sin embargo, curiosamente, al menos en
nuestro país, la filosofía de la cultura no inicia esta reflexión por
la “deducción” de esa filosofía, es decir, por su legitimación.
Ahora bien, si no se hace esto o se procede ingenuamente -dan-
do por supuestos problemas no resueltos-, o no se avanza sobre
lo que dicen las ciencias sociales más que para clarificar los tér
minos de la definición de Tylor, o realmente se pierde uno en un
constructo confuso de corrientes, de modo que al final nos que
daremos sin saber en una filosofía de la cultura qué es la cultura
más allá de lo que dicen íos antropólogos o de lo que decía Tylor.
Entonces ya no sabremos si hemos alcanzado el nivel de la filo
sofía de la cultura.
Por eso es absolutamente imprescindible empezar nuestra refle
xión con la insuficiencia o limitación del concepto de cultura de
las ciencias sociales, enmarcando ese concepto en una tradición
mucho más amplia del concepto de cultura, que sirva para seña
larnos, por acotamiento de ese campo más amplio, la limitación
que la cultura en sencido etnográfico ha introducido en el con
cepto de cultura. Así, el primer capítulo lo dedicaré a explicirar
todo el ámbito semántico del concepto, con el objetivo funda
mental de mostrar que no podemos ni debemos tomar como pun
to de partida el concepto de “cultura en sentido etnográfico”, por
que éste no pasa de mostrar unos rasgos descriptivos para decirnos
a qué se va a dedicar el antropólogo, sin ir en ningún caso más
allá de esa pura descripción. SÍ el antropólogo no va más allá y se
atiene a los elementos descriptivos, no se producirán problemas.
Ahora bien, el hecho de que los filósofos hayan dado rango onto-
lógico a lo que sólo es descriptivo ha generado serios problemas
teóricos cuando no de orientación política muy graves. El obje
tivo, pues, del primer capítulo es “deducir” la filosofía de la cul
tura, si bien esa deducción tiene como preparación el estudio de
los límites del concepto de cultura manejado por los sociólogos,
biólogos y, en nuestro caso, por jesús Mosterín y especialmente
por Gustavo Bueno.
El amplio tratamiento del libro de G. Bueno se debe a varios
motivos. Por un lado, creo que no debo caer en el mismo error
en el que caemos continuamente, a saber, el de ignorar lo que
hacemos aquí mismo. Segundo, la oferta filosófica del profesor
Bueno ha encontrado en España un gran eco, del que su filoso
fía de la cultura también ha participado. Tercero, en su propues
ta hay una filosofía de la cultura que, por ser profundamente alter
nativa a la fenomenológica, creo que debía ser expuesta con rigu
rosidad y amplitud. Cuarto, creo que en su discusión aprendere
mos mucho sobre la cultura, lo que, sin lugar a dudas, facilitará
la comprensión de los capítulos siguientes. Aunque he procura
do, por mi parte, hacer la discusión lo más asequible posible, los
conceptos de Gustavo Bueno son bastante concentrados, por lo
que aun con la mejor voluntad no resultará del todo fácil seguir
ía. De todas maneras, quien esté más interesado en la propuesta
fenomenológica que en la discusión de las tesis del profesor Bue
no, puede pasar directamente al epígrafe quinto.
Una vez asentados “legítimamente” en la filosofía de la cultu
ra, el capítulo o parte segunda debe elegir el modo de tratamien
to más adecuado. Personalmente creo que la fenomenología es el
acercamiento más idóneo y además el que ha aportado elementos
más profundos a la hora de comprender qué es la cultura. Como
preparación a una filosofía de la cultura bosquejada sistemática
mente se expondrá la filosofía de la cultura en Ortega, Husserl y
Heidegger, tres autores, y en ese orden, que hacen contribuciones
significativas. Llamará seguramente la atención la inclusión de
Ortega en esta terna, pero es que la introducción a Meditaciones
del Quijote, «Lector...», y su «Meditación preliminar» son todo un
tratado, espontáneo y vivaz, sobre el concepto de cultura. De hecho,
el primer libro de Ortega sólo es inteligible desde ese contexto y
como una contribución a la filosofía de la cultura (San Martín,
199 8 : 17 ss. y 66 ss.). En el caso de Husserl quizá parezca a algu
nos poco justificada su inclusión, pero su contribución al concepto
fenomenológico de cultura es clave para una filosofía de ia cultu
ra; en realidad, ya lo he dicho alguna vez, la obra de Husserl está
atravesada por una columna vertebral: el tópico NaturlGeist, natu
raleza/espíritu. Dicho así esto, tal vez parezca que poco puede apor
tar en relación a las preocupaciones de este momento, pero todo
cambia sí relacionamos la palabra Geist, no con espíritu en el sen
tido tradicional metafísico medieval con que siempre lo pensamos
en las lenguas románicas, sino con eí sentido que late en la pala
bra alemana Geisteswissenschafien, que se refiere a las ciencias de la
cultura, o con el sentido estrictamente husserliano, que es el de
Xa persona actuando en el mundo cultural humano. De acuerdo con
este sentido husserliano, naturaleza/espíritu significa sin más natu-
raleza y persona, o bien, naturaleza y cultura —sólo que la consi
deración fenomenológica impide hipostasiar la cultura en un domi
nio al margen de las personas. Por canto, la columna vertebral de
la obra de Husserl se convierte en “naturaleza y persona o cultu
ra”. Por eso, el verdadero sentido de la frase de Ortega, puesta como
lema al principio, es que el mundo no es ni materia ni alma, ni
realidad física ni realidad psíquica, sino espíritu, es decir, un modo
de ver y actuar. Eso es el espíritu. Y ésa es la aportación husserlia-
na a la fenomenología de la cultura, aparte de otros elementos que
también consideraremos. En cuanto a Heidegger, hay que decir
ya desde ahora que su descripción del mundo en Ser y tiempo es
una excelente descripción de lo que es el mundo cultural en que
vivimos, de manera que considero que una filosofía de la cultura
no debe prescindir de esa aportación. Además en su estudio del
mundo afloran o se amplían los conceptos de “significatividad”,
“adecuación” o “conformidad” (Beiuandtnis) como estructuras bási
cas del mundo cultural.
Una vez que hayamos expuesto esa fenomenología de la cul
tura, nos aprestaremos a ver los tipos irreductibles de cultura, es
decir, las especies de cultura que podamos derecrar: la cultura téc
nica, la cultura ideal y la cultura práctica. Sólo entonces estaremos
en la situación de estudiar y exponer los ámbitos o escenarios en
que aparece la cultura. Y frente a las varias posibilidades existen
tes, por ejemplo, el tratamiento que hace G. Bueno de las tres capas
que él detecta en la cultura —la hasal, la cortical y ía conjuntiva
yo creo que, para detectar los escenarios en que aparece la cultu
ra, es más clarificador utilizar lo que con Fink llamó los fenóme
nos fundamentales de la vida humana, y que son los grandes nú
cleos de actividad o experiencia en que siempre nos encontramos
a lo iargo de la vida: el trabajo, el amor, el poder, el juego y la muer
te. En estos fenómenos de la vida humana aparece la cultura, en
general los tres tipos de cultura mencionados, pues en todos ellos
hay elementos técnicos, ideales y prácticos, así como en todos ellos
actúan aspectos basales, corticales y conjuntivos. Al distinguir espe
cies de cultura y ámbitos o escenarios de la cultura creo que, coin
cidiendo en ciertos aspectos con el enfoque de Carlos París, tam
bién me distancio de él. Carlos París habla, en efecto, de “zonas
de cultura” (1994: 77) para señalar las tres especies de cultura, la
técnica, el saber y la orientación de la conducta (homo faber, homo
sapiens y homo proyector), —división esta que coincide global
mente con los tres tipos de cultura antes señalados-.
Por fin, la última parte estará dedicada a la exploración de los
aspectos axiológicos de la cultura para tratar de exponer el núcleo de
un ideal de cultura, puesto que, si la cultura incluye elementos apo
lógicos, entre éstos es plausible detectar un orden o jerarquía. Has
ta dónde podemos llevar ese orden es una pregunta acuciante. Como
consecuencia de esa parte, deberíamos detenernos en lo que podrí
amos llamar la crítica de la cultura, donde habría que comparar la
realidad concreta cultural con el ideal de cultura diseñado. Dejamos
aquí sugerida una dirección de estudio muy fecunda, en la que se
vislumbran las patologías de la cultura con el malestar en la cultura
que nos atenaza hoy día, así como algunos de los problemas básicos
del mundo contemporáneo en relación a la filosofía de la cultura, si
bien los límites de la colección obligan a dejar esa parte para otro
momento. De todas maneras ya en este lugar me parece interesan
te dejar constancia de la dirección sistemática emprendida. Para la
crítica de la cultura, ineludible haber elucidado antes qué es la cul
tura y no darla por supuesta más que en lo imprescindible.
El trabajo que presento me parece que supone una cierta nove
dad, ya que su articulación, siendo rigurosa, resulta innovadora.
Sólo en la última parte -en concreto, en los apartados 4.2. y 4.3-
he preferido renunciar a mi propia propuesta, para hacer la de
Husserl; ciertamente un Husserl que sonará a profundamente
nuevo, por desconocido. En nuestro ámbito filosófico la vertien
te práctica y ética de la fenomenología no ha sido casi nunca toma
da en serio, mucho menos centrándose en Husserl. Sólo se pue
den citar los muy recomendables trabajos de Urbano Ferrer (1992a
y 1992b), aunque sólo considera escritos husserlianos de antes de
la Primera Guerra Mundial y no relaciona los valores con el mun
do de la cultura, por no ser ése, obviamente, el objetivo de su
investigación. Pues bien, tomar en cuenta las aportaciones de Hus
serl para una consideración axiológica y ética de la cultura a par
tir de textos de después de la Guerra es la novedad de la última
parte de este ensayo.
Por otro lado, la filosofía de la cultura podía haber sido trata
da con mucha más bibliografía, con otros muchos autores, por
ejemplo, de principios o mitad del siglo, como Cassirer, contan
do mucho más con su contribución; o con otros más recientes,
como Deleuze o Baudrillard; pero creo que en los aquí elegidos
hay una aportación sistemática que posiblemente recoge muchas
o algunas de las tesis de todos ellos, de manera que, en mi opi
nión, el sistema que aquí se propone abre un marco para situar
las contribuciones, sin lugar a duda ricas, de muchos otros filó
sofos. En realidad este trabajo no pasa de ser un comienzo de arti
culación que espero seguir yo mismo, o que puede ser retomado
por otros u otras. Después de muchos años de hibernación, jus
to ahora empieza la filosofía de la cultura a ser otra vez reivindi
cada. Mas tendrá que pasar bastante tiempo hasta que hayamos
consolidado la estructura con la que pensar las diversas vertien
tes que constituyen la cultura. Este ensayo no es más que una
pequeña contribución para pensar en esa estructura.
Quiero expresar mi máximo agradecimiento, ante todo, a mi
querida amiga María Luz Pintos, que ha leído el texto con gran
cuidado y atención, haciéndome innumerables sugerencias no
sólo de estilo sino también de contenido, siempre acertadas, como
suelen ser todas las suyas. Igualmente quiero mostrar mi más sin
cero agradecimiento a los directores de la colección de Filosofía
de la Editorial Síntesis, profesores Juan Manuel Navarro Cordón,
Manuel Maceiras y Ramón Rodríguez, por haberme dado la opor
tunidad de realizar este ensayo, que sin su invitación no hubiera
sido escrito.
El concepto de cultura
desde los diversos
campos del saber
up
no, por tanto, estaríamos de lleno en la antropología filosófica.
En cuanto al resto de los capítulos, que son ya estudios concre
tos de formas culturales, actúa de modo muy parecido, dentro de
las muy diferentes tradiciones de ambos, como Cassirer en la
segunda parce de su libro.
Precisamente el tipo de filosofía de la cultura, que Cassirer ofre
ce en esa segunda parte y que antes había desarrollado ya en su
Filosofía de las formas simbólicas, me obliga a alguna consideración
sobre su propuesta para compararla con la fenomenológica. Según
Cassirer, en su obra Filosofa de lasformas simbólicas ha tratado de
«descubrir [una] nueva vía» para hacer una filosofía antropológi
ca. Como se dice en el prólogo de esta última obra, en ella se tra
ta de ampliar el campo de trabajo de Kant a ámbitos que éste no
había considerado. La revolución del pensamiento de Kant con
siste, fundamentalmente, en invertir la relación usual entre el cono
cimiento y lo conocido; en lugar de partir de lo conocido, nos
debemos ocupar de las condiciones del conocer mismo (Cassirer,
1964, I: 10 ). Kant, como se sabe, no se queda en las condiciones
del conocer, sino que considera también las condiciones de la
actuación ética y del juicio estético. Pero la pregunta decisiva con
siste, sigue Cassirer, en saber sí captamos la función desde lo pro
ducido en ella o al revés. Pues bien, de lo que se trata en el giro
kantiano es de primar la función sobre el objeto, el conocer sobre
lo conocido. A esto llama Cassirer el «principio fundamental del
pensamiento crítico». Ahora bien, ese principio adquiere una for
ma diferente según el ámbito, de manera que se debe procurar
formular la función no sólo del conocimiento sino del lenguaje,
de la intuición estética y del pensamiento mítico religioso. Pero
¿cómo estudiar esas funciones sino desde los productos mismos,
desde su modo de ser? Con este planteamiento, dice Cassirer, «la
crítica de la razón se convierte en crítica de la cultura». En este
enfoque se toma una decisión muy importante, porque si el mun
do o, en general, los objetos del conocimiento pueden parecer o
ser pensados como desvinculados del sujeto, el contenido de lo
cultural no se deja separar de su producción: «aquí el “ser” no es
comprensible de otro modo qiie en un “hacer”» (1964,1: 11 ). En
esa medida el nuevo objetivo estará en recorrer los diversos pro
ductos de la actividad de cara a comprenderlos como momentos
de una tarea unitaria de la vida humana. Con este giro a partir de
Kant, Cassirer cree dar la respuesta correcta a la pregunta de qué
es el hombre, por tanto, cree abrir una nueva vía para la filosofía
del hombre.
El mismo planteamiento aparece al principio de la segunda
parte de su Antropología filosófica. Y no es casual el lugar en que
se expone esa teoría, exactamente después de haber avanzado
mucho en la respuesta a la pregunta de qué es el hombre. Ahora
tiene que justificar por qué el estudio sigue con la investigación
de las obras de los hombres, lo que quiere decir que la primera
parte es un modelo de antropología filosófica ejecutada antes de
estudiar las formas culturales, exactamente lo mismo que le pasa
a Geertz, aunque éste no considera salirse de la reflexión cientí
fica. Por eso la afirmación de Cassirer de que «una filosofía del
hombre sería, por tanto, una filosofía que nos proporcionara una
visión de la estructura fundamental de cada una de esas activida
des humanas y que, al mismo tiempo, nos permitiera entender
las como todo orgánico» (1977: 108) no implica hacer equiva
lentes filosofía del hombre y filosofía de la cultura ni hacer a ésta
el paso o acceso a aquélla. La filosofía del hombre no debe ser
pensada como equivalente a una filosofía de la cultura. Y sin que
ahora me detenga en ello, al menos dejo enunciado, aunque sea
como hipótesis problemática, que deberíamos abordar sin dar por
supuesta su solución, que la filosofía de la culcura es un desarro
llo dentro de la antropología filosófica. Esto significa que el modo
de ser de la cultura no es el modo de ser el ser humano, por más
que este modo de ser haya sido fundamentalmente resultado de
vivir en un medio cultural.
Con esto expreso también mis reparos a algunas de las afir
maciones de Pérez Tapias al respecto (1995: 14). En mi opinión
la filosofía deí hombre no necesita de la filosofía de la cultura
para establecerse legítimamente, porque hay muchos temas filo
sóficos sobre el ser humano que ni han requerido ni requieren de
una filosofía de la cultura. La estructura del libro de Cassirer o
la del libro mismo de Pérez Tapias, por no volver a aludir a Geertz,
lo manifiestan. ¿Cómo entender, si no fuera así, el espacio dedi
cado a las condiciones de posibilidad de la cultura tanto en el pri
mero como en los otros dos? Hay momentos en la filosofía de la
culcura en que sólo podremos avanzar desde una filosofía del ser
humano, por ejemplo, para determinar el idea! de culcura o inclu
so la estructura axiológica del mundo. En ese caso no estudiare
mos la cultura sino el modo de ser humano, es decir, cómo es el
ser humano. Como veremos más adelante (capítulo 4), el modo
de vida de cada uno es la condición para que podamos hablar de
ideal de cultura. Pero en el resto de los casos, damos por supues
tas las condiciones de posibilidad de la culcura y nos simamos ya
en ella. Nuescro modo de proceder es cenerarnos en un caso de
culcura para analizar codos los elementos que en él podemos dis
tinguir. Después veremos qué otros cipos de culcura se dan, veri
ficando en qué medida se cumplen en ellos todos los elementos
descubiertos en el caso modelo y, en caso de hacerlo, en qué medi
da se diferencian del caso modelo. Por eso la fenomenología de
la cultura aquí propuesta es anterior al momento en que empie
za la reflexión de Cassirer. Anees de analizar formas concretas cul-
eurales, hay que hacer una fenomenología de la culcura en gene
ral y de los cipos específicos de culcura. Sólo entonces podríamos
abordar con cierta seguridad las posibildiades que en cada ámbi
to se abren. Esta carea me parece que es lo que íalta en Cassirer.
Por eso la fenomenología de la cultura que aquí se va a desarro
llar no entra en competición con la que Orth llama «fenomeno
logía noemática» (Orch, 1987: 138, n. 10 ) que Cassirer practica
en su Filosofía de las formas simbólicas, sino más bien en una rela
ción de complementariedad, aunque es también obvio que el
paso de los años ha podido convertir muchas de las tesis de Cas
sirer en anticuadas, por ejemplo muy posiblemence todo lo que
concierne al llamado pensamiento mítico o primitivo, respecto
al cual en la actualidad tenemos investigaciones muy rigurosas
por parte de los antropólogos culturales, de las que Cassirer no
disponía.
La fenomenología de la cultura que aquí se propone no es
-diríamos—“pura” fenomenología, sino una combinación de dos
procedimientos: uno que se basa en la autoridad, pues utilizo
masivamente las aportaciones de fenomenólogos tales como Orte
ga, Husserl y Heidegger; el otro procedimiento, que es ya más
estriccamenee fenomenológico, es un ejercicio más descripcivo de
los casos cornados como ejemplo, aunque siempre después de
tener unas claras nociones de cómo aquellos tres aurores han abor
dado estos fenómenos.
Ahora quisiera comentar un aspecto que ya nos ha salido pero
que aún no he desarrollado. Quería “deducir” la filosofía de la
culcura. En cierto modo algo he insinuado a lo largo del debate
sobre los límites de la aproximación naturalista; me parece bas
tante patente la limitación de una mirada naturalista, que se acer
ca a los comportamientos desde friera. La principal objeción que
se le puede hacer es que se le escapa el ámbito del significado; des
de fuera no se puede comprender la conducta “ intencional”. Una
conducta can sencilla como ir a beber agua se le puede escapar al
naturalisca que sea incapaz de ponerse del lado del sujeto. Si veo
que una persona va a donde hay agua y bebe, induzco que su com
portamiento está “orientado” hacia el agua, pero sólo situándo
me en su perspectiva puedo decir que iba a beber agua. Así, la
actitud naturalista a lo más que puede llegar, siendo consecuen
te, es a definir la cultura como “rutinas vencedoras” , aludiendo a
aquellos comportamientos que en la selección se han impuesto
como se ha impuesto el color oscuro de las falenas del abedul. Es
cierto que la insistencia en la parte subjetual de la cultura podría
hacer pensar en la superación de esa actitud, pero depende de
cómo se interprete la parte subjetual.
Pero dejemos esta actitud naturalista y centrémonos ahora en
la práctica concreta de aquellos antropólogos culturales que no se
sitúan sólo en la actitud naturalisca sino que tratan de exponer qué
es verdaderamente la cultura, el caso, por ejemplo, de Ralph Lin-
con o de Homer G. Barnert. Este último aún va más allá que Lin-
ton, al añadir a los cuatro puncos de ésce un quinco fundamencal
para comprender la cultura: el principio en base al cual la forma se
puede aplicar a un uso (1942; 1953). De ese modo explica (o com
prende) Barnett el hecho cultural en su emergencia y en su tras
misión. La pregunta es si, asumiendo que ambos fueran antropó
logos culturales, aún habría que ir más allá y formular una filosofía
de la cultura. Por supuesto, una pregunta semejante tendríamos
que hacer si tomamos como referencia los trabajos de Leach o los
de Geertz.
Pero en mi opinión, al hacer esas propuestas, todos estos antro
pólogos están transcendiendo las exigencias metodológicas o epis
temológicas de la antropología cultural, para adentrarse en el terre
no de una antología de la cuitara. Es obvio que no se contentan
con la definición de Tylor -Geertz alude a los límites de esa defi
nición en la primera página de su libro (19S7: 19)—y que pro
fundizan más en el hecho cultural. También me parece claro que
no se desenvuelven a nivel científico estricto, describiendo los
hechos señalados con el distintivo cultural (lo aprendido en el
seno social), y formulando teorías explicativas que den cuenta de
la forma de esos hechos. Cuando Linton y Barnett exponen qué
es un rasgo cultural, van mucho más allá, no están en sentido
estricto en ese ámbito sino en otro que lo trasciende. Para ello se
han salido del trabajo científico, para adentrarse en el oncológi
co o filosófico; sólo que, siendo antropólogos culturales, lo hacen
meditando sobre el tipo de objetos con los que tratan en su tra
bajo antropológico. Su trabajo en ese sentido inicia una filosofía
de la cultura, si bien al hacerla instrumental para la antropología
cultural no la desarrollan hacia arriba, es decir, de cara a formu
lar una filosofía del ser humano desde la que comprender la tota
lidad humana, o para enmarcarse ella misma en la totalidad. Es
muy posible que el trabajo de Geertz vaya mucho más allá que el
de los anteriores antropólogos, pareciéndose más al de Cassirer
que al de ios antropólogos convencionales, sólo que, a diferencia
de Cassirer, dispone de material de interpretación mucho más fia
ble que el de Cassirer, que estaba en gran medida mediado por
una filosofía evolucionista superada. D e todas maneras, no se
plantea explícita y metodológicamente llevar a cabo una filosofía
de la cultura, lo que puede acarrearle las dificultades que pueden
provenir de hablar filosóficamente sin las exigencias de rigor con
ceptual que debe caracterizar al pensamiento filosófico. En cual
quier caso, no creo que esté cerrado el tema del lugar que una
obra como la de Geertz ocupa en relación a la ciencia y a la filo
sofía antropológicas.
Aquí nos situamos directamente en el campo filosófico. En
relación a las ciencias la filosofía se desenvuelve en el terreno de
la autonomía y propende a la pantonomía, como muy bien lo expre
só Ortega. Cualquier científico que profundice en las exigencias
del primer capítulo de su obra, de la definición del objeto de su
materia, más allá del primer rasgo indicativo, está en los aledaños
de la filosofía o, sencillamente, en ella, sólo que no la sigue en el
aspecto pantonímico o de totalidad, que también es característi
co de la filosofía. Nuestra obligación, por contra, es ésa, no que
darnos en aquellas primeras, posiblemente, decisivas aportacio
nes de los antropólogos culturales que piensan los rasgos
on to íó g ic o s de la materia que describen, sino referir la cultura a
la totalidad, de ahí que para nosotros, para una filosofía de la cul
tura, la imagen del ser humano en ella implícita, su concepción
del mundo y su puesto en él, no sean indiferentes.
Ahora bien, ¿no pretende también ía antropología cultural una
perspectiva global, incluso —se dice—holista? Aquí creo que se des
liza el error bastante frecuente de confundir la perspectiva holista
con que la etnología accede a las comunidades que tradicional
mente ha estudiado, comando, por tanto, la cultura en sentido dis
tributivo, y la perspectiva de totalidad que caracterizaría a la antro
pología general, y que no tiene nada que ver con la anterior. En
efecto, la perspectiva holista es el intento plenamente legítimo de
comprender las diversas partes de la cultura de un puebio de un
modo unitario o interrelacionado. Este intento puede o no tener
éxito, lo que depende de la naturaleza de la cultura que se estudia.
No siempre ía economía encuentra un fiel reflejo en la ideología o
en el parentesco, porque pueden tener orígenes distintos, o haber
seguido una evolución o desarrollo diferentes. Otras veces, en cam
bio, se podrá demostrar la correlación entre los diversos segmentos
culturales. En todo caso, es una cuestión de investigación empíri
ca, que el antropólogo suele acometer. Poco tiene que ver esa pers
pectiva con una interpretación globalizadora de la cultura, ío que
sólo sería posible en unas circunstancias nuevas, que, por otro lado,
pueden ser las que se estén generando en la actualidad en la era de
la globaüzación. Cuando la aldea global sea una realidad con una
mayor profundidad temporal, es muy posible que la ciencia social
de esa aldea global se pregunte por la relación de los diversos seg
mentos de la cultura de esa aldea global, trasladando la perspecti
va holista de la antropología cultural al estudio de la aldea global.
Ese ensayo puede tener o no tener éxito, pero como escrategia de
investigación es posible. La perspectiva global de la antropología
cultural está más en las exigencias ontológicas que en cuanto cien
cia de la cultura conlleva y en los supuestos a priori que implica
que en los intentos de buscar correlaciones entre ios diversos seg
mentos de la cultura.
Pero con esto podemos pasar ya a la exposición de la fenome
nología de la cultura porque sólo desde su realización podremos
decir si nuestro objetivo tenía consistencia o si era un puro fan
tasma ilusorio.
2
Fenomenología
de la cultura
N
o es fácil iniciar el proyecto de una fenomenología de la
cultura, por lo aparentemente novedoso y lo dispar de su
objeto. La cultura es un término sumamente abstracto, ya
que abarca cosas tan dispares como un plato de cocina, un ritual
determinado, un saludo perdido en un paseo o la realidad de una
catedral. Encontrar el punto de vista adecuado para que todos estos
“objetos”, —llamémoslos así formalmente, como fórmula—muestren
su aspecto cultural, es difícil. Pero como, por otro lado, la fenome
nología no nace hoy, y aun asumiendo que la filosofía, al menos en
la orientación fenomenológica, es ante todo saber autónomo, tam
poco creo que sea pérdida filosófica rememorar o exponer ordena
damente las reflexiones de algunos fenomenólogos al respecto. Con
esta exposición no se trata de evitar el esfuerzo del análisis sino de
no presentar como propio lo que otros han dicho. Cuando ellos lo
han dicho explícitamente, conviene exponer lo que han dicho. Así
contribuiremos a destapar lo que permanece oculto, a saber, que en
los grandes de la fenomenología hay una importantísima reflexión
sobre la cultura o sobre aspectos que bastaba flexionarlos un poco
para convertirlos en una filosofía de la cultura. En mi opinión, en
todos los fenomenólogos existe esa filosofía de la cultura; pero creo
que en los tres que he elegido se dan aportaciones sustanciales a esa
filosofía fenomenológica.
Expongo a Ortega, Husserl y Heidegger en ese orden, porque
en él se dan sus aportaciones, aunque muchos datos se terminen
cruzando, y sobre todo aunque no sea ése el orden definitivo en
el que se sitúan sus contribuciones básicas a la fenomenología de
la cultura. De todas maneras, llamará la atención que sitúe en pri-
mer término a Ortega, pero es que en una Fecha tan temprana
como 1914, en Meditnciones del Quijote, Ortega propone una
filosofía de la cultura, cuyo alcance nos llega hasta hoy. En reali
dad, como lo he mostrado en otro lugar (San Martín, 1998: 17
y ss.), la filosofía de Ortega se configura desde una filosofía de la
cukura de modo explícito. En ese sentido hay que lamentar el
desconocimiento de la obra de Ortega en que nos hemos man
tenido. Igualmente, hay que lamentar de manera especial que,
cuando en España se vuelve a la filosofía de la cukura de modo
expreso, las propuestas de Ortega no presidan la reflexión ai res
pecto. Hubiera bastado, por otro lado, haber atendido al primer
capítulo del libro de Pedro Cerezo (1984) sobre Ortega, donde
hay importantísimos apuntes sobre la cukura en Ortega.
En segundo lugar, creo que Husserl merece un reconocido
puesto. Sus aportaciones resultarán claves y decisivas. Como vere
mos, él está también detrás de Ortega. A partir de él creo que la
fenomenología de la culcura cobra todo su alcance, siendo deci
siva también para la antropología y la filosofía de la historia, pues
las tres vertientes de la filosofía beben del mismo impulso. En ter
cer lugar, creo que no se deben despreciar las aportaciones de Hei-
degger, sobre todo en Ser y tiempo, que es donde me centraré, por
que su exposición sobre el carácter del mundo alcanza cotas
difícilmente superables. Llama también la atención que no se haya
reparado en que las descripciones heideggerianas así como la pro
fundidad de su concepto de Bewandtnis representan un pilar bási
co de una filosofía de la cukura. Por nuestra parte, ya con estos
preparativos en torno a lo más granado que la fenomenología nos
ofrece, podremos formular de un modo relativamente rápido la
propuesta de una fenomenología de la cukura.
i,8
en las tareas cotidianas, en un entorno sabido en una visión cau
telosa, que cuenta con las cosas, eso es estar en el mundo, en un
contexto de familiaridad, de confianza con las cosas con que con
tamos, que sólo se rompe o se interrumpe en los fallos.
Y ahora comienza Heidegger a estudiar ese contexto o esa tota
lidad de referencias, en cuya familiaridad nos movemos en las
tareas ordinarias, y que, cuando se rompen los cursos de acción,
aparece explícitamente. Lo que Heidegger busca es la mundani
dad del mundo, aquello que hace al mundo mundo, ei sentido
del mundo. Pues bien, lo constitutivo de la mundanidad y, por
tanto, el sentido del mundo, es la referencia, la remisión o la tota
lidad de remisiones. Por eso, sólo estudiando ésta se puede abor
dar el carácter o sentido del mundo. Es sabido que Heidegger
toma como modelo privilegiado el signo, porque el signo es un
instrumento, una “cosa”, un objeto que sólo tiene sentido por la
remisión, ya que por su propia naturaleza remite a otro. Todo ins
trumento es así, pero un martillo tiene una entidad mostrenca
aunque no sirva para martillear, mientras que un signo sólo exis
te en la referencia. El ejemplo que utiliza Heidegger es la señal de
tráfico, en concreto, el intermitente de los coches, en la época de
Ser y tiempo una flecha roja que salía del costado de los coches
para indicar en un cruce si el coche iba a girar a izquierda o dere
cha. Pues bien, es una señal, primero, utilizada por el conductor,
que es quien regula la posición de la flecha, pero comprendida,
después, fundamentalmente por los peatones y otros conducto
res, que así saben a qué atenerse con el conductor, es decir, cuen
tan con que el conductor va a hacer lo que indica. Está claro que
ese signo sólo tiene sentido en el conjunto de los aparatos e ins
trumentos de los medios y reglas de circulación.
Ahora bien, si Heidegger propone el análisis del signo antes de
centrarse en el estudio del sentido del mundo, es porque para él
en las tareas en que solemos andar con el signo, con el instrumento
signo, éste tiene «un empleo preferente.» (pp. 79/92); empleo que
aparece con claridad en la señal de tráfico: el intermitente nos
orienta sobre la dirección que tenemos que seguir, nos dice si debe
mos pararnos, esquivar el coche o seguir en nuestra dirección; en
resumen, con la señal nos orientamos en el mundo, en nuestra cir
cunstancia. De este modo, nos da una característica espacial del
mundo, en el que estamos ocupados en nuestras tareas. La señal
nos da, por tanto, «una vista general [ Übersicht] explícita» del entor
no, de nuestra circunstancia; por eso en ella, para el conocimien
to propio de las tareas [la Umsicht], se destaca una totalidad ins
trumental, de manera que ahí se anuncia la mundanidad de lo “a
mano”, de los instrumentos que pertenecen a esa circunstancia,
que son elementos de la circunstancia. Con ello nos muestra don
de vivimos, en qué momento está nuestra tarea, y «con lo que nos
“conformamos”, que es como traduce Gaos la frase de Heidegger
i ¿vichi Bewandtnis es daniit hat (p. 80, lín. 11 /trad. esp. 94). Fijé
monos que aquí sale por primera vez la palabra Bewandtnis (p. 80,
lín. 11). En inglés dicen: what sort o f involvement tbere ist with
something. En francés en unos sitios la han traducido por tournu-
re (1986: 117), mientras la mayor parte de las veces la traducen
como conjointnre, contexto, “conjuntura” (o.c.: 120 yss.). Pues
bien, el signo nos indica dónde vivimos, dónde estamos, en qué
tarea y en qué momento de la tarea estamos, en el sentido de dar
nos cuenta de en qué momento del curso de la acción estamos.
Por tanto, el signo es un instrumento que, en su carácter instru
mental, muestra la estructura ontológica de lo “a mano”, su esen
cial carácter referencial, la totalidad referencial y así la mundani
dad. De ahí la preferencia que Heidegger da al signo, pues ahora
ya puede pasar al estudio de la mundanidad del mundo, que va
cifrar en la Bewandtnis y en la significatividad.
Conviene distinguir los cuatro sentidos en que según Hei
degger se emplea la palabra mundo. Como anota Dreyfus (1994:
89), dos de esos sentidos se refieren a lo que podemos llamar sen
tido cósmico, y los otros dos al sentido existencia/, o como yo le
llamaría, fenomenológico. En aquél no está implicado el ser huma
no, en éste lo está. En primer lugar, siguiendo la diferencia que
Heidegger establece entre óntico y ontológico podemos tener dos
sentidos: mundo cósmico ónticamente considerado y mundo cós
mico ontológicamente considerado. El primero es el conjunto de los
seres que se encuentran en el mundo; esa totalidad de seres es el
mundo. Dreyfus amplía este sentido a cualquier mundo particu
lar, por ejemplo, el mundo matemático o físico es la totalidad de
los objetos matemáticos o físicos. Esta aclaración sirve para com
prender mejor este sentido cósmico desde una perspectiva onto-
lógica. Oncológico se refiere a la interpretación del ser, es decir,
sencido de ser que algo cieñe. Dreyfus lo aclara de una mane
ra muy apropiada, aludiendo al eidos husserliano. La compren
sión oncológica del sencido ancerior se refiere a aquello peculiar
que hace que un objeto pertenezca a la cocalidad respectiva. Por
e j e m p l o , cuando decimos la totalidad de los seres que componen
el mundo, cabe preguntar por el tipo de ser que cienen esos seres
para percenecer al mundo; o, de modo más claro, cuando habla
mos de mundo matemático, se da por supuesto que los objetos de
ese mundo cienen una peculiaridad, un rasgo o ser por el cual son
incluidos en ese mundo. Lo mismo ocurre con el mundo de la lice-
racura: lo licerario además de ser una realidad óncica, cieñe un sen
cido que lo define oncológicamente. El mundo de la literatura alu
de a la idea de ser que define el marco de pertenencia; eso es lo
que Heidegger llama «el ser del ente mencionado en el número 1»
{pp. 64/77). Mundo es el nombre de la región que abarca una
multiplicidad de entes, por ejemplo, el mundo del matemático,
«la región de los objetos posibles de la macemácica» (pp. 65/78).
El sencido fenomenológico del mundo es algo diferente -por
cierto un concepto fundamenral en las ciencias sociales, por más
que sólo a parrir de la fenomenología haya sido descubierco o
fijado terminológicamence-: es el mundo como ámbico de la
vida humana, y en esce sencido el mundo es «aquello en que un
ser humano concreto vive». Este mundo tiene dos sentidos: o el
público, es decir, el mundo de nuestra comunidad, o se trata de
mi mundo más inmediato, «el mundo circundante [Umwelt]
propio’ e inmediato (familiar)» (ib.). Obviamente, Heidegger
está aludiendo al conjunto del mundo de las ciencias sociales, de
la historia, de la antropología, y es el concepto de mundo al que
siempre se refiere la fenomenología. Este mundo - y es ésta una
apreciación importante de Heidegger—, tiene dos dimensiones,
la pública y la particular o propia, que viene definida por su
inmediatez, cercanía o familiaridad doméstica. No sería muy
arriesgado adelantar ya que el mundo en que vivimos no es otro
sino el marcado por la cultura respectiva; y que si es el concep
to de mundo propio de las ciencias sociales, el estudio del sen
tido de ese mundo no debería haber dejado indiferentes a las
ciencias sociales. Precisamente, el cuarto sencido de mundo, ade-
más el que interesa a Heidegger y el que se va a dedicar a estu
diar, es el sentido ontológico de ese mundo, lo que llama la mun
danidad del mundo, qué es el mundo en que vivimos, cómo es
su estructura, aquello por lo que el mundo en sentido fenome-
nológico es mundo. Al hacer esto, y tomar Heidegger explícita
mente como punto de partida el mundo en que vivimos, es decir,
nuestro mundo cultural e histórico, el estudio de su estructura
no puede menos de ser una aportación directa a una filosofía de
la cultura. Heidegger, al menos en este texto, no explora la rela
ción entre el mundo público, que sería el efectivamente cultu
ral, y el particular, este mundo propio inmediato que está a nues
tro alrededor. En la exposición de la estructura del mundo por
parte de Heidegger se da una necesaria ambigüedad, porque, por
una parte, la “sustancia” del mundo, por decirlo de algún modo,
tiene que ser la pública, la que proviene del mundo social públi
co, pero la —llamémosla así—, “instanciación” de ese mundo a la
que Heidegger se acoge para describirlo es siempre la propia.
Heidegger describe la estructura de un mundo propio, sin que
por otro lado se plantee el problema del paso del mundo públi
co al propio.
Después de Ja preparación de los epígrafes anteriores, el § 18
de Ser y tiempo es el encargado de exponer la mundanidad del
mundo, el sentido de ser del mundo, lo que hace al mundo ser
mundo. Heidegger procede en tres acometidas. En primer lugar,
profundiza en la estructura de los entes “a mano”, de los instru
mentos, de los que ya ha hablado por extenso en las páginas ante
riores. La estructura de estos “entes a mano” es la Beiuandtnis, el
ajuste, la adecuación, el encaje, la conformidad, palabras todas
ellas que podrían traducir esta palabra clave de la filosofía de la
cultura de Heidegger y, más allá de ella, de gran parte de la filo
sofía heideggeriana. El segundo paso es comprender el sentido de
la Beiuandtnis como sentido del mundo: el mundo es la “totali
dad de ajuste” de los instrumentos. Tercero, un punto que en este
párrafo queda muy corto, porque será ampliamente desarrollado
en otros lugares de Ser y tiempo', la «totalidad de ajuste», la
BewandtnisganzJjeit, que constituye el mundo, tiene su condición
de posibilidad en la significatividad, que implica apertura y com
prensión. Aún hay una cuarta parte de este importante epígrafe,
en la que Heidegger rechaza, aunque muy por encima, que al
determinar la mundanidad del mundo como un “contexto de
referencias” o de remisiones ( Verweisttngsganzheit) -las de la sig-
nificatividad que mantienen la posibilidad de la totalidad de ajus
te-, se haya disuelto el mundo en puro pensamiento. Tenemos,
pues, un progreso, del “ser a mano” a la totalidad de ajuste
{Bewandtnisganzheify de ésta al mundo; y, por fin, la estructura
de mundo como signiftcatwidad. Simultáneamente Heidegger
insiste en este epígrafe en el carácter a priori del mundo, del mun
do como estructura. Creo, por otro lado, que en Heidegger se
puede detectar cierto progreso en el análisis de la estructura del
mundo precisamente con la introducción de la palabra Bewandt-
nis, que apenas aparece en las lecciones del semestre de verano de
1925 (1979: 251), a las que siguió la inmediata elaboración de
Ser y tiempo, libro que toma partes casi Iiceraíes de esas lecciones.
En los análisis preparatorios Heidegger ha mostrado que en
nuestras tareas nos las tenemos que ver con objetos instrumenta
les, cuya característica fundamental es el referirse a ocros elementos
de un contexto. En segundo lugar, en el análisis de las perturba
ciones del funcionamiento se hace patente que el contexto es pre
vio al uso del enser; sólo porque ese contexto de referencia es ante
rior podemos notar la falta de algo o su mal funcionamiento. Por
estos dos hechos empieza ahora Heidegger. Primero, cómo es posi
ble esa donación previa del contexto de referencia. Segundo, es
preciso fijarse con más detenimiento en el contexto de referen
cia, en la Verweisiingsganzheit. Y aquí es donde introduce Hei-
degger la palabra Bewandtnis, porque por su propia estructura
sintáctica hace patente que un instrumento sólo existe en un con
texto de referencia. En efecto, un instrumento siempre implica
una referencia a algo; en él tenemos siempre dos elementos: el
instrumento y aquello a lo que se refiere. Esta dualidad es lo que
Heidegger tiene presente en la construcción sintáctica de la
Bewü7idtnis. Esta palabra es el abstracto de la construcción es
bewenden lassen mit etivcis bei etwas, es decir, considerar algo como
suficiente, darse por satisfecho con algo en un contexto determi
nado. Aplicada esa expresión a un instrumento quiere decir que
el instrumento es suficiente o adecuado para algo, que me doy
por satisfecho con ese instrumento; por ejemplo, para clavar cía-
vos es suficiente con un marrillo de tal peso. Esta estructura de
“para... con” es lo que se indica en la palabra alemana Bewandt-
nis. Para que un martillo sea suficiente para clavar clavos, o para
que con un martillo nos demos por satisfechos para clavar clavos,
el martillo tiene que ser adecuado y apropiado. Este carácter de
adecuación, ajuste, encaje, es lo más importante de la palabra
Bewandtnisy lo que Heidegger indica al elegir la palabra Bewandt-
nis para señalar el carácter de instrumento. Lo que ocurre es que
el carácter instrumental, es decir, la adecuación de cualquier ins
trumento, siempre se da en el seno de otra adecuación a la que
sirve o a la que se somete. Por ejemplo, el marrillo es para clavar
clavos, pero clavamos clavos para hacer una mesa, para colocar
un cuadro, etc.; la mesa hecha es para sentarnos a comer, para tra
bajar, etc. Por tanto, en toda estructura de instrumentalidad antes
o después aparece una posibilidad humana, que ella misma no es
instrumental; y es lo que Heidegger llama un Wontm, un “para
qué”, o un Umwillen, un “ en aras de” : la mesa es para comer o
para trabajar. Es obvio que tanto lo uno como lo otro son posi
bilidades humanas, modalidades de la vida que tienen un carác
ter distinto de la serie instrumental a su servicio.
Pues bien, para Heidegger el mundo en que vivimos es la tota
lidad de las estructuras de adecuación,7 la Bewandtnismnzbeiten
la que se desenvuelven nuestras tareas. La estructura del mundo,
la mundanidad del mundo es precisamente este carácter referen-
cial que está proyectado de antemano, antes de que se dé el uso
concreto de cualquier instrumento; y por eso el mundo como
conjunto de las estructuras de adecuación, de ajuste o encaje de
las series instrumentales, es un «a priori perfecto», es decir, es un
presente ya hecho; siempre volvemos a nosotros mismos y deci
dimos algo a partir de él. Es interesante subrayar la naturaleza de
este “Perfecto”: el mundo como proyecto está terminado, es una
estructura de referencia; mejor aún, es el conjunto de estructuras
de referencia, o de estructuras de adecuación, llamadas de ante
mano, “perfectas” . Por eso el mundo está dado de antemano; es
la circunstancia fáctica en la que nos desenvolvemos, diríamos en
términos orteguianos.
Ahora bien, Heidegger aún da un paso más, aunque en este
número lo toque sólo de pasada. Para que esa estructura de ade
cuación sea eficaz, para que permita que en ella puedan darse
enseres, instrumentos, tiene que ser comprendida; la estructura
de adecuación es en realidad el tema de la comprensión ( Verstand-
nis), y como la estructura de adecuación es una estructura de refe
rencia, en ella los elementos están animados de una indicación,
llevan a otros. Esto es lo que Heidegger quiere señalar con la pala
bra alemana be-deaten. Deuten es indicar; con el prefijo ‘be’ se
señala que esa indicación es una acción transitiva del que está
implicado en esa actividad, como por ejemplo beseelcn es animar
algo; bedetiten es tomar algo como una indicación y esto es “sig
nificar”. Por eso la estructura del mundo, la mundanidad, ya onto-
lógicamente, es una estructura de significatividad, la Bedeutsam-
keit. Mundanidad equivale a significatividad; todo lo mundano
está enmarcado en una significatividad. La significatividad es la
sustancia de la comprensión. De esa manera el mundo es el ámbi
to de significatividad de nuestro entorno, de nuestra circunstan
cia, que conecta todas las cosas en referencias mutuas, remitidas
en última instancia a las posibilidades humanas.
Creo que no es difícil darse cuenta de que la descripción de
Heidegger no es otra cosa sino la descripción formal de la cultu
ra concreta en que vive cada persona; y si nos atenemos a que ese
mundo, como lo había dicho antes, era o el mundo público, es
decir, el mundo común, o el propio, basta con adoptar una u otra
perspectiva para describir bien la cultura de un grupo bien cómo
una persona vive esa cultura. Heidegger se sitúa más en este terre
no, el del mundo de cada una de las personas, porque no se pue
de hablar de “comprensión” más que en el caso de personas con
cretas. Lo mismo ocurre con la Umsicht, el conocimiento precavido
del entorno: la colectividad no puede ver nada, vemos cada uno
de nosotros.
Sin embargo, el análisis de Heidegger deja algunos flancos sin
atender, por lo que aceptando su valor, nos obliga a seguir en nues
tra exposición. En primer lugar, y teniendo en cuenta ya todo lo
que hemos dicho antes, destaca eí carácter que el mundo muestra
de “hecho”: el mundo cultural está predonado al individuo; la estruc
tura de significatividad es un a priorí perfecto. Por tanto, Hei
degger se sitúa en la perspectiva del antropólogo cultural, aunque
describe, desde una comprensión ontoíógica, lo que éste enfoca,
pero Heidegger no da cuenca ni de la emergencia ni de los cambios
de la estructura. En segundo lugar, hay un aspecto todavía más
importante porque de éí depende la postura filosófica de Heideg
ger. He insistido en la palabra Beiuandtnis que utiliza Heidegger,
porque en ella se expone impersonalmente algo que es personal:
“Para clavar clavos es suficiente iin martillo de tal peso” o, habría
que traducir correctamente “La razón del martillo es clavar clavos,
siempre que el martillo tenga tal peso”. Beiuandtnis significa exac
tamente razón (Grimm, J. y W, 1991, L 1767). El carácter de “sufi
ciente”, “adecuado” está bien descrito con la Beiuandtnis, pero se
trata de una tarea, de una acción de alguien; el carácter de suficiente
es para mí, yo me doy por satisfecho con el martillo para esa tarea,
y me doy por satisfecho porque e1 martillo cumple los requisitos
necesarios, tiene unas propiedades concretas sm Jas cuales yo no podría
aplicarlo. La estructura de significacividad incluía la presencia, la
conciencia de que el martillo tiene unas cualidades determinadas,
al menos en el modo de contar con esas cualidades. Más aún, para
su uso hubo que haberlas tenido en cuenta, muy especialmente
cuando se inició ese uso por primera vez.
Pero aún hay otro problema mayor. Es cierto que todo ins
trumento sólo tiene sentido para una comunidad en la estructu
ra de significatividad, pero también es cierto que dentro de esa
estructura de significatividad en cada elemento una parte fun
damental de su sentido viene de la adecuación para la tarea con
creta, por ejemplo, el martillo para clavar clavos o romper una
cosa; puede ser que sólo se clave clavos para algo concreto, por
ejemplo, hacer una mesa, pero también se podría clavar clavos
para otras cosas, como para crucificar a una persona. Entre los
romanos el sentido del martillo estaba vinculado al menos a esas
dos cosas, para nosotros, en cambio, de ninguna manera lo está
para crucificar; eso significa que el sentido del martillo no depen
de tanto de la totalidad de la estructura de adecuación como de
la tarea precisa para lo que vale. Clavar clavos es para juntar dos
realidades materiales, sean del tipo que sean; el sentido de clavar
clavos no depende totalmente del uso que en un pueblo se haga
de clavar clavos, sino que tiene cierta independencia, aunque en
un momento determinado tal independencia esté como ador
mecida. Al postular Heidegger que un elemento, un enser, sólo
cieñe sencido en una cotalidad de significado, en una “totalidad
de adecuación” , escá ignorando esta relativa independencia de
cada elemento de una serie; sin embargo, esce tema es crucial para
la descripción de la culcura en sus aspeccos particulares y en sus
aspectos generales. Si es prácticamente imposible que dos cocali
dades de significado y de adecuación coincidan, es decir, que los
mundos concretos de los pueblos coincidan, es obvio que entre
dos mundos concretos diferentes en muchos aspectos hay tam
bién numerosos elementos comunes, que la concepción de Hei
degger tiende a ignorar. Tomemos una totalidad de escruccuras
de adecuación, una Beivandtnisganzbeit, por ejemplo, “marrillo,
clavar clavos, hacer una mesa, comer”. El sencido del martillo en
una culcura determinada consta de tres elementos: uno, el que le
viene de martillear; otro, el que le viene del uso concreto de mar
tillear en relación a la tarea final de comer; pero hay un tercero
que no podemos ignorar: la realidad natural del objeto martillo,
a la que se inviste de la ucilidad de martillear. Pero está claro que
cada uno de los elementos de la serie tiene cierta independencia
en relación a la totalidad de la serie, pues ni el comer está ligado
al martillo, ni el martillo al comer. Si esto es así, la fenomenolo
gía de la cultura derivada de Ser y tiempo de Heidegger es limi
tada. Por eso debemos profundizar en una dirección distinta a la
de Heidegger, aun teniendo en cuenta la penetración de su tra
bajo analítico.
La importancia de discinguir los tres elementos mencionados
es crucial. Es obvio que el uso del martillo es la forma usual en
que yo encuentro o me doy cuenta del martillo, como instru
mento para martillear; este uso sólo se da en el contexto de una
tarea profesional o de bricolage. Pero esa realidad del mundo cul
tural no debe ocultar su fundamentadón en una presencia ‘a ni
m al’ del objeto investido como martillo, objeto cuya presencia en
una forma determinada, con una tersura precisa y con un peso
también fijo, se me da en una presencia aún no cultural, cuyo
sentido, por tanto, no viene de la serie de significatividad, de la
Beivandtnisganzbeit en cuya urdimbre tiene el martillo su pleno
sentido. De ahí que un planteamiento correcco de qué es la cul
cura obligue, en primer lugar, a precisar los diversos niveles de un
objeto cultural, sin pasar por alto ninguno de ellos. Sí ese primer
elemento, siempre presente en lo cultural, en los enseres, depen
de de mi presencia corporal y su valor es precultural, muy bien
puede ser intercultural, y así trascender a la cultura particular.
Segundo, aún hay que sacar de nuestro análisis otra consecuen
cia muy importante. Si la razón del martillo está en martillear y
este sentido es ya un sentido cultural pero independiente de la
totalidad concreta de la significatividad, o sea, del uso que de ese
elemento se haga en una cultura, es muy posible, y así ocurre, que
ese elemento adquiera rápidamente un valor transferible a otra
cultura; por lo cual se hace, o era ya, un elemento no étnico, es
decir, su sentido no dependía de la totalidad de significados de
su uso -totalidad que generalmente es étnica, particular—, sino
que su sentido es independiente de esa totalidad, y por ello no es
étnico. Es cultural, porque el martillo no está dado en la natura
leza, pero es un tipo de cultura no limitada a un contexto de uso
preciso y generalmente particular. Con esto debemos pasar a una
fenomenología de la cultura en la que ya hemos avanzado un buen
trecho.
Pero antes quisiera aludir a un punto del análisis heideggeria-
no que en la filosofía de la cultura derivada de su teoría del mun
do o mundanidad está presente pero apenas mencionado y que,
siendo el tema a mi modo de ver fundamental, o al menos uno
de los fundamentales, el escaso peso que Heidegger le da en Ser
y tiempo hace que prácticamente pase desapercibido. Como Hei
degger lo menciona, no quiero dejar de aludir a él.
Hemos visto que al término de toda serie instrumental hay
siempre un “para qué”. Toda serie instrumental, cuya totalidad o
conjunto constituye la mundanidad, está al servicio de las posi
bilidades humanas. Precisamente la vida humana, el ser huma
no, lo que Heidegger llama el Dasein, es tal que en su ser le va su
ser. Este ser del que el ser-ahí, el Dasein, se preocupa, se cuida, es
el que está detrás de ese “para qué” de toda serie instrumental,
cuyo conjunto constituye el mundo. El jorque constituye la pre
ocupación del ser humano, su ser, es el punto final de la instru
mental idad. Heidegger no ha analizado en Ser y tiempo demasia
do esta faceta —en sentido estricto sólo en el § 41—y, sin embargo,
es clave porque ella es la que hace que la mundanidad no sea una
pura facticidad de remisiones; las remisiones cobran un nuevo
sentido en vistas a ese “para qué” de la serie. Lo que hace que la
mundanidad sea más que puros hechos encajados unos en otros,
aunque sea en la Forma de la Bewandtnis, del ajuste de acciones,
es que en última instancia son tareas humanas para el ser huma
no, por el cual nos preocupamos. De ese modo el mundo cultu
ral adquiere un valor de cara al ser humano. Heidegger, que nos
pone en la pisca de esa faceta axiológica del mundo, desde su pro
pia descripción, sin embargo, prácticamente ni la roza, porque
muy pronto su exégesis se orientará hacia el estudio de los dos
modos que el ser humano tiene de preocuparse por su ser, el modo
de la autenticidad y la inaucendcidad, de manera que no vemos
la conexión esencial de la mundanidad con el valor. Debo a Wolf-
gang Orth haberme llamado la atención sobre la conexión entre
el “ser” y el carácter axiológico “ético” de la cultura, aunque como
dice el mismo Orth «Heidegger modifica este motivo» (1997: 7).
2 .4 . F en o m en o lo gía de la cultura
E
n las páginas anteriores hemos dado un gran paso para com
prender la cultura; pero hemos permanecido en un plano aún
bastante general, de manera que no sabemos en que medida
se aplica esa definición a elementos o tipos de cultura que pudieran
estar alejados del modelo que nos ha servido para describir y anali
zar la cultura, la realidad y el uso de una silla. ¿En qué se parece esa
realidad cultural a lo que hace un matemático cuando explica mate
máticas?, ¿o a un futbolista cuando juega al fútbol?, ¿o a un espec
tador que ve jugar a ese mismo futbolista? Es necesario dar un paso
más y estudiar, en primer término, los diversos tipos de cultura y lue
go los ámbitos o escenarios en que la cultura se manifiesta.
Antes de seguir quiero hacer una reflexión retrospectiva sobre
un aspecto que habrá llamado la atención del lector. Después de
haber rechazado en la primera parte el punto de vista de las cien
cias sociales como el determinante de la aproximación que el filó
sofo debe hacer a la cultura, a la hora de describirla fenomenoló-
gicamente, para elegir una realidad cultural he preferido apoyarme
expresamente en las ciencias sociales. Así, he tomado como punto
de partida el convencimiento de que una realidad cultural es aque
llo que se transmite socialmente. Pues bien, no quiero que se vea
ninguna contradicción entre este recurso al criterio de las ciencias
sociales y lo defendido sobre los límites de su perspectiva. La trans
misión social es un criterio heurístico que nos sitúa en el lugar de
investigación, pero no quiere decir que nos hayamos contentado
con él. Precisamente el análisis tanto estático como genético nos
sirvió para percibir el superior alcance del tratamiento filosófico.
En ese criterio asoma, por otro lado, un aspecto de la cultura ya
pensado en el mico: su contraposición a la naturaleza, su trascen
dencia de la naturaleza. Esto no quiere decir que lo cultural sea aje
no a la misma, más bien hemos visto que es instauración de un sen
tido en la naturaleza, ya que debe incorporarse a la misma, tomar
cuerpo, sedimentarse en ella, y, en tercer lugar, ser aceptado solida
riamente por el grupo.
Ahora bien, aunque este criterio de oposición a la naturaleza nos
ha servido para la fenomenología, ésta no podía avanzar más en la
exploración de los tipos de cultura basándose únicamente en ese cri
terio. Es por ello que ahora, ya desde la fenomenología, vamos a
profundizar en el aspecto de instauración de un sentido, para poder
circunscribir sus posibilidades. Esto quiere decir que en esta parte
se estudia otra facera del concepto de cultura no atendida en las pági
nas anteriores: el hecho de que, al instaurar un sentido en la natu
raleza, ésta queda elaborada, trabajada y, en definitiva, cultivada.
Con esto estamos en la otra fuente de la configuración del sentido
de cultura más cercano al clásico. Cultura es cultivo dei espíritu o
■cuerpo humanos, es decir, introducción de un orden en la vida huma
na. Pues bien, el modo como se introduzca ese orden, ese sentido,
ese cultivo, nos dará los diversos tipos de cultura.
Esta parte tercera constará de dos subaparcados, en el primero
se expondrán los tipos fundamentales de cultura; en el segundo los
escenarios en que aparecen esos tipos de cultura. El primer suba-
partado profundizará en lo que podríamos llamar aspectos onto-
lógicos básicos de la cultura, mientras que en el segundo se inten
tará una aproximación filosófica a lo que es la vida humana, la cual
siempre lo es en un contexto cultural. Antes de iniciar el estudio
de los tipos de cultura despejaré algunos malentendidos en el uso
de la palabra ‘cultura, para centrarme después en el estudio de lo
que es básico en la ontología de la cultura.
3 . 1 . L o s tipo s de cultura
3 . 1 . 1. Distinciones previas
El epígrafe que aquí se inicia tal vez debiera haber sido colo
cado mucho antes, incluso al principio; pero desde una perspec-
ti va didáctica hubiera podido ser contraproducente. Ahora que
ya sabemos bastante sobre la cultura, sin duda resultará mucho
más asimilable. En estas páginas, antes de abordar el difícil tema
de los tipos básicos de cultura, voy a intentar despejar el camino
de la cantidad de obstáculos que pudieran presentarse. Porque
cuando hablo de tipos básicos de cultura me refiero a tipos irre
ductibles entre sí; pero hay que diferenciarlos de otras denomi
naciones usuales, en concreto de aquellas que podrían dar la sen
sación de ofrecer una especie de taxonomía de la cultura. Pensemos
que el término cultura es uno de los que más adjetivaciones admi
te. En esta misma obra hemos utilizado ya varias, por ejemplo,
cultura descriptiva, cultura normativa, cultura superior-lo que
supone una inferior—, cultura étnica, cultural no étnica, particu
lar y no particular. Es hora, pues, antes de pasar al estudio de los
tipos básicos, de mencionar siquiera las calificaciones más fre
cuentes, para no confundir planos.
En primer lugar voy a referirme a ciertas consecuencias del capí
tulo anterior. Desde él tenemos algunas distinciones de la cultura
que, sin embargo, no dan lugar a elementos clasificables como
especies o tipos de cultura, que es lo que a mí me interesa en este
capítulo; y no son especies porque se dan conjuntamente. Por
ejemplo, en el caso que hemos analizado, claramente se diseña una
cultura étnica y una cultura no étnica, es decir, una cultura parti
cular y una cultura no particular. El contenido de la primera son
los elementos que proceden de la totalidad de la cadena de senti
do que un elemento tiene en un momento y espacio determina
dos y que ío “encadenan” a ese momento y lugar, por lo que no es
transferible a otro momento. El contenido de la segunda, que en
mi opinión se da simultáneamente, configurando el rasgo cultu
ral, son los elementos que, perteneciendo también al 'sentido’ y
siendo, por tanto, resultado de una instauración creadora, no están
vinculados a un tiempo y lugar precisos, por lo que son com
prensibles y transferibles a otros momentos. En los ejemplos de
cultura que hemos utilizado, he tratado de mostrar ese elemento
no étnico, no particular, en ese sentido, universal, al menos res
pecto a nuestro mundo conocido y a los seres humanos.
Simultáneamente, utilizando el mismo ejemplo de la silla y de
su uso o sentido, podemos ver plasmadas unas diferencias que,
aun siendo importan res en la cultura, están lejos de lo que —corno
veremos—son especies de cultura. La silla es una realidad objetiva
que, como tal, se “compone” electivamente con las realidades cíe
su entorno; es decir, relacionada con esas realidades produce efec
tos, los que sean. Pero como, por otra parte, !a silla es una reali
dad cultural, ante ella nos hallamos frente a un ejemplo de cul
tura objetiva, es decir, a un ámbito de realidad mundana. Sin
embargo, al no ser sólo realidad mundana, sino ser ‘cultura’, la
silla remite, si queremos entenderla y saber qué es, a una com
prensión de su sentido; pues su carácter cultural radica en que las
personas a cuyo mundo pertenece sepan qué hacer con ella. En
esas personas tiene que darse el saber usar la silla. Ese saber usar
la silla —el cual es, en definitiva, saber qué es la siiía, aunque no
se sepa expresarlo—, ese “saber cómo”, es la adtura subjetiva, o sub
jetual, la cual por necesidad acompaña o da contenido a la cul
tura objetiva. Cultura objetiva y cultura subjetiva no son especies
de cultura sino los vectores o elementos necesarios del hecho cul
tural. No hay cultura que no sea objetiva y subjetiva o subjetual.
En el caso de la cultura objetiva, también se puede hablar, y así
se hace muchas veces, de cultura material, e incluso de cultura
extrasomática si el carácter objetivo real consiste en una realidad
desvinculada del cuerpo. Por otro lado, en la cultura, desde el
momento en que se ponga el sencido de algo en un uso determi
nado -com o es el caso del ejemplo utilizado—, esa cultura inclu
ye siempre un rasgo somático, se remite al cuerpo; se trata de una
adtura somática. Posiblemente, este aspecto se halla presente en
toda cultura, dado que toda cultura es instauración de un sentido
en una realidad material; pero a veces esta realidad material será
el propio cuerpo, y entonces podremos decir que esa cultura no
trasciende [a realidad corporal hasta convertirse en una cultura
objetiva. De todas maneras, con las denominaciones cultura obje
tiva, somática y subjetual o subjetiva no estamos describiendo
tipos o especies culturales.
Lo mismo tenemos que decir con el uso popular del término
cultura en la Administración política, aunque aquí ya se debe intro
ducir algún atisbo de sospecha. En efecto, en el habla popular se
distingue una persona “de cultura” o “con cultura” de una persona
“sin cultura”. Es obvio que este segundo caso no es viable; se trata,
por tanto, de una denominación inadecuada. No hay personas sin
cultura. Pero en ese caso se alude a personas que han asimilado
la cultura superior de un momento y a personas que no participan
de esa cultura superior, por tanto, que se mantienen en ios niveles
imprescindibles de la cultura. Y cuando se habla de Ministerio de
Cultura, cultura se refiere ahí más bien a aquellos elementos -si no
a todos al menos a algunos-, que constituyen el contenido de esa
cultura superior, sin que se ponga en duda que la cultura inferior
sea cultura. He dicho que, en principio, aquí no estamos hablando
de especies de cultura, aunque también he mencionado que prefe
ría dejar caer un atisbo de sospecha, porque si es cierto que supe
rior e inferior no son especies, tal denominación podría muy bien
apurar a un elemento específico. En principio lo superior e inferior
no supone ninguna diferencia específica. Un caballo que corre no
es superior a un caballo que corre menos. La música clásica puede
ser considerada cultura superior, y así tener derecho a ser tutelada
por el Ministerio de Cultura, trente a la música ligera o a la músi
ca popular, que no necesitan de esa tutela. No se hacen Auditorios
para la música ligera, pero sí para los conciertos de orquesta, pese a
que ambos tipos de música pertenecen a la misma especie de cul
tura. Sin embargo, quiero dejar planteada la pregunta de si en la
circunscripción que se hace de la cultura (cultura circunscrita) cuan
do se habla de cultura superior ~y que más o menos coincide con
lo que suele ser tutelado, fomentado o regulado por los Ministerios
de Cultura, cuando los haya-, no se esconde un elemento específi
co que la diferencia así específicamente de lo que pudiéramos lla
mar en relación a ella cultura inferior. Pero para responder a esto
necesitamos antes elaborar los tipos o especies de cultura.
También quiero aludir a ía distinción establecida por Gusta
vo Bueno, de la que ya hemos tratado, entre cultura atributivay
cultura distributiva, que es una distinción que, como ya sabemos,
juega un gran papel en su filosofía de la cultura, aunque me temo
que sea de un alcance más limitado en una aproximación feno-
menológica; y no porque no sea válida, sino porque se sitúa en el
terreno de las ciencias sociales, lo que la hace más una distinción
epistemológica que ontológica, que sirve, por tanto, más para
comprender el modo de operar las ciencias sociales que para hacer
nos profundizar en la comprensión filosófica de la cultura.
La cultura distributiva se refiere al “rodo” que define Tyjor y
que se halla distribuido en cada grupo o comunidad humana. En
ese sentido está muy cerca de lo que yo he llamado, desde una
perspectiva distinta, cultura étnica. Partiendo de la enumeración
de elementos culturales que hace Tylor, el antropólogo encuen
tra grupos humanos concretos, vinculados a una historia y a un
espacio determinados que hacen que esos elementos del “todo”
de Tylor deban ser pensados como distribuidos en cada uno de los
grupos humanos. El antropólogo sociocultural empieza ante todo
describiendo los elementos del “todo” de Tylor en un grupo y lue
go en cada uno de los grupos. Así tenemos la cultura hopi, vas
ca, mexicana, alemana, africana, o la que queramos, cultura refe
rida siempre a una totalidad humana que debe ser separable de
otras totalidades del mismo nivel. La cultura alemana no se com
pone con la africana, sino con la rusa, española, inglesa, etcétera;
la africana es una totalidad que se opone/compone con la ameri
cana, europea, asiática, etcétera; la vasca se opone/compone con
la aquitana, la catalana, la gallega, la alemana, celta, etcétera y la
hopi con las correspondientes de su mundo o de otros mundos
previos a la industrialización. Cada una de escás totalidades, deter-
minable empíricamente hasta cierto punto, tendrá su propia cul
tura, es decir, realizará eí “todo” de Tylor de una manera deter
minada. Esta forma de considerar la cultura es una forma
distributiva, pero se observará que no transcendemos eí carácter
descriptivo que pueda tener el concepto de Tylor.
Algo parecido nos ocurre con la otra dirección de la investi
gación, que da como resultado la cultura atributiva. Aquí, en lugar
de ver la cultura distribuida en cada uno de los grupos humanos,
podemos verla de otro modo, aislando cada uno de los rasgos
nombrados por Tylor y estudiándolos en cada uno de los grupos,
como una categoría específica; entonces ya 110 hablaremos de la
cultura hopi, vasca o alemana, sino de la cultura religiosa, cultu-
ra musical, cultura familiar, etcétera.
SÍ la cultura distributiva equivale a la étnica, no podemos equi
parar sin reservas la cultura atributiva de G. Bueno a la cultura
no étnica que ha sido deducida del análisis fenomenológico de la
parte anterior, aunque una cosa es cierta: si podemos establecer
en los diversos grupos un estudio transversal de los rasgos men-
ció nucios por Fylor, es porque en ellos se insinúan elementos que
siendo culturales son comunes, es decir, trascienden la particula
ridad, la etnicidad del grupo y permiten, por tanto, a la antro
pología social superar la mera recopilación enciclopédica de los
saberes sobre los diversos grupos, y así aspirar al estudio de los
elementos comunes de la vida humana. Una prueba más de esta
dirección está en lo que he anunciado sobre la dinámica cultural:
el carácter particular de lo cultural, lo étnico, no se transmite; la
difusión está vinculada a los elementos no étnicos de la cultura;
esos elementos son fundamentales para la antropología, y pue
den constituir el núcleo del concepto de cultura atributiva. De
codas maneras, estos dos conceptos de cultura tampoco consti
tuyen especies o tipos de culcura sino un buen punto de visca
sobre la cultura, en todo caso con un interés epistemológico. Por
eso es hora ya de pasar al estudio de los tipos básicos o especies
fundamentales de la cultura.
Una vez que hemos visto hasta qué punto la cultura incorpo
ra rasgos valorativos es necesario dar un paso más, con ei fin de
determinar las “valencias” de esa cultura, de determinar si en esa
estructura axiológica hay momentos más importantes que otros,
elementos a los que podamos asignar un valor superior a otro.
Nuestra meta, como lo hemos anunciado en la introducción, es
tratar de establecer un ideal de cultura. Para ello, repasemos, hemos
empezado por mostrar que la culcura ofrece ideales, que la cul
tura transmite o representa valores. Hemos constatado ese carác
ter axiológico de la culcura en los tres tipos de cultura que hemos
establecido, si bien de acuerdo a su estructura, ha aparecido cla
ramente la subordinación de la cultura cécnica a la culcura prác
tica. En cuanto a la cultura ideal, en ella hemos determinado un
valor medial, en lo que se asemeja a la cultura técnica; pero tam
bién le hemos asignado un valor por sí misma, como valor de ver
dad en la medida en que en ella hay una donación originaria de
objetos. En cuanto a la cultura práctica sólo hemos dicho que
toda sociedad establece una jerarquía en ciertas posiciones; por
ejemplo, el llegar a ser adulto reproductor de la especie es un valor
superior para la mayoría de los grupos humanos. En relación aí
otro núcleo del grupo de cultura práctica, las profesiones, sólo
hemos explicado la función que cumplen en la cultura y en la
sociedad, incluso se ha adelantado que en ellas se transmite un
ideal humano, pero nada se ha comentado sobre la posibilidad o
no de establecer jerarquías sobre el ideal humano trasmitido por
ías profesiones, por tanto, entre las mismas profesiones. Pues bien,
éste es ahora nuestro siguiente objetivo: ver en qué medida nos
basta el ideal humano de un modo u otro trasmitido e implícito
en las profesiones, es decir, si de cara a establecer un ideaí de cul
tura el ideal humano trasmitido en las profesiones es indepen
diente y autónomo, si no necesita, pues, ser él mismo medido por
otro ideal.
En efecto, podríamos decir que sobre la base de ese ideal huma
no unas profesiones son más elevadas que ocras, de manera que
pusiéramos el ideal de cultura precisamente en esas profesiones.
Incluso podríamos decir que el ideal humano y, por canco, el ide
al de cultura filosóficamente íegitimable, es el que se nos trasmi
te en las profesiones y en las posiciones, de manera que el ideal
es lograr realizar lo mejor posible ia profesión y ía posición. Pero
no es difícil darse cuenta de la insuficiencia de ese criterio, por Ja
sencilla razón de que la profesión o cualquiera de las posiciones
estimadas o desestimadas por la sociedad y, por tanto, situadas en
un Jugar determinado de la estructura axiológica de la cultura, no
afectan más que a una parte de la vida, por muy importante que
tal parte sea, y, por tanto, que el ideal humano establecido median
te ese criterio no puede ser sino un ideal parcial.
Supongamos que uno es un padre excelente y que como tal
es ideal, ya que para una sociedad determinada un padre exce
lente es un ideal humano. Lo que no se puede decir es que ése es
el ideal humano para todos los individuos de esa sociedad y, yen
do más allá, el ideal humano que merezca la pena promocionar;
esto no se puede decir sobre todo porque uno puede ser un padre
excelente, pero, a la vez, un pésimo ciudadano, un pésimo tra
bajador o sencillamente una mala persona. Ahora bien, lo mis
mo nos pasa con cualquier otra profesión: por más abarcadora
de Ja vida que Ja profesión sea, es decir, por más fuerza regula
dora que conlleve para la vida, nunca abarcará la totalidad de
ésta; por eso la profesión y su ideal no pueden ser el criterio para
establecer un posible ideal humano o un posible ideal cultural de
carácter general y válido para todos. Eso no quiere decir que no
haya profesiones en las que resulte realmente difícil cumplir el
ideal humano que se puede proponer como núcleo de la cultu
ra auténtica. Pero todo esto significa que las profesiones no son
medidas por sí mismas, sino por cumplir más o menos eí ideal o
los ideales humanos.
Pues bien, en el artículo antes citado, Husserl pretende esta
blecer los criterios de un ideal humano que sirva para evaluar a las
personas y a las culturas según su cumplimiento o acercamiento
a ese ideal. En efecto, dice Husserl, las formas de vida que hasta
ahora hemos considerado, las profesiones, «abarcan ciertamente a
la totalidad de la vida, pero no de manera que regulen y determi
nen cada una de las acciones, aportando a cada una de ellas una
configuración normativa que tenga su fuente originaria en la volun
tad general que impuso esa regla», es decir, en aquella decisión que
la voluntad hubo de tomar cuando se decidió por esa profesión.
Por más que la profesión de médico afecte y regule la vida de un
médico, no toda acción de su vida queda sometida a la profesión
médica. La profesión sólo regula las actividades profesionales
(Hua XXVII: 29). La profesión únicamente nos da lo que debe
mos hacer en el marco profesional. Pero en ese contexto operamos,
dice Husserl, dentro de cierta ingenuidad, porque aceptamos las
tareas impuestas por la profesión sin dudar de que los valores en
ella supuestos sean valores “definitivos”, inmunes a 1a crítica, sufi
cientes para garantizar ¿qué?, ahí está la cuestión: ¿qué me garan
tiza la profesión? En la decisión por la que optamos en la vida ser
de una profesión determinada se ve claramente que «falta la inten
ción habitual de una crítica de los objetivos y de los caminos que
llevan a ellos así como en lo que concierne a que sean asequibles,
adecuación a la meta, y a que sean transitables, y a ia validez axio
lógica y a su autenticidad valorativa» (ib. 30). En la profesión no
tenemos ninguna garantía de que, logrados los objetivos profesio
nales, el trabajo dedicado a ellos no sea inútil. Con un ejemplo
entenderemos esto mejor. Situémonos en la profesión médica. Uno
decide hacerse médico para ayudar a los demás, pero en eí trabajo
de la profesión tiene que realizar tal cantidad de actividades en las
que apenas ayuda a los demás, que muy bien puede preguntarse en
un momento de su vida si realmente el ideal humano de ser un
hombre que ha puesto su vida al servicio de los otros lo ha cum
plido en su profesión o no. Si llega a la conclusión de que no lo ha
cumplido, los éxitos profesionales muy bien pueden representar
una frustración respecto a la meta que orientó su decisión. Por con
tra, si cumple el objetivo profesional de ayudar a los demás, com
prueba que esta meca es la que sigue dando sentido a su vida. Esto
nos indica que, por encima deí éxito o logros profesionales, hay
siempre una conciencia, una evaluación distinta de la profesión
como tal que se refiere a valores que no coinciden exactamente con
los de la propia profesión. ¿Por qué? Pues porque lo que está enjue
go es la propia vida.
En este contexto utiliza Husserl la misma palabra que Hei
degger para definir la situación en ese momento o, como dice
éste, para definir incluso el ser del Dasein. Para Heidegger eí ser
humano es cuidado, Sorge, cuidado de su ser. Como ya se ha insi
nuado (apartado 3.1.3.), la expresión de Heidegger es ambigua,
porque no sabemos si el cuidado, que es el ser del Dasein, es a la
vez el ser del que se cuida. Por eso parece una expresión un tan
to ambigua, por no decir inexacta. Heidegger suscituye el carác
ter intencional de la vida humana por el cuidado, la Sorge. El aná
lisis fenomenológico de Husserl me parece, en cambio, más pre
ciso. La vida humana es tendencia a una vida plenamente cum
plida y, por tanto, satisfecha, perfecta. Todos queremos ser
plenamente felices y para ello utilizamos las posibilidades que el
medio social pone a nuestro alcance, a saber, el resultado de una
determinada tradición, en la que se incluye una cultura técnica y
unas profesiones concretas, es decir, unos marcos de actuación
predeterminados que utilizaremos para aquel objetivo. Pero la
penosa experiencia de la desvalorización y la consiguiente decep
ción implican, para Husserl, un cuidado, una «preocupación acu
ciante» {hedríingende Sorge) (XXVII: 38 lín. 12) por aspirar a unos
valores, a unas metas seguras, a salvo de las desvalorizaciones, y
que me den la garantía de que su logro es inmune a la penosa
experiencia de que no ha valido la pena.
En realidad, esto que acabamos de exponer es precisamente el
punto de partida de Husserl. La estructura tendencia! de la vida
humana no es hacia la verdad sino hacia la autoconservación, en
la que se incluye la identidad del individuo, es decir, la perma
nencia de sus objetivos y de su logro, Y es ahí, en esa tendencia
donde, teniendo en cuenta las frecuentes decepciones, se enraíza
la preocupación. Preocupación, satisfacción y decepción son las
tres palabras claves que se conjugan con la característica de la vida
humana de ser tendencia. Si la vida es tendencia, es tendencia al
cumplimiento, eí cual conlleva la sensación o sentimiento de satis
facción o felicidad. Pero, simultáneamente, en la raíz de la ten
dencia existe una preocupación de que no llegue a término, una
preocupación por ía decepción. Hans Rainer Sepp ha comenta
do los numerosos textos manuscritos en que Husserl expone esta
estructura de la vida humana. Pues bien, el breve texto husser-
íiano sobre Renovación utiliza esta misma estructura para llegar a
la propuesta de una vida ética. Veámosío. Empecemos admitien
do que las metas de ía vida, como dice Husserl, los valores a cuya
realización tendemos, no son independientes unos de los otros.
La vida es vida activa, es decir, tendencia a algo. El algo al que se
tiende en cada momento está en relación con los objetivos de
otros momentos. Entre los objetos deseados porque los estima
mos hay una o múltiples relaciones. Si yo quiero escribir un libro
tengo que efectuar una serie ordenada de acciones sometidas al
objetivo final. Pero a veces los valores son concurrentes; yo pue
do querer escribir un libro, pero a la vez debo ser docente. Inves
tigación directa y docencia, por ejemplo, en los primeros cursos
de universidad, en los que hay que exponer el saber ya institui
do, pueden concurrir y oponerse. Hay casos en que el valor supe
rior puede absorber al inferior; pero otras veces sencillamente los
valores pueden concurrir y oponerse. De codas maneras la lógica
de la elección implica elegir lo mejor.
Pero la satisfacción y la felicidad no se logran con la obten-
ción o realización de un valor, sino «con la certeza de una satis
facción que dure lo máximamente posible en la totalidad de la
vida». Es decir, la vida feliz no se consigue por haber logrado una
meta parcial, sino sólo si se tiene «la certeza evidente de poder
realizar la vida en acciones logradas en la mayor medida posible,
y en las cuales estemos seguros, en relación a sus presupuestos y
metas, frente a desvalorizaciones». En definitiva, se trata de estar
seguro de manera evidente de que no me voy a reprochar el haber
configurado mi vida de ese modo (o.c.: 32).
Entonces, si ése es el criterio, por lo general ninguno de los
grupos de cultura práctica que hemos citado aparece como autó
nomo. En realidad, la mayor parte de ellos son modos de “ganar
se la vida”, es decir, ante todo son formas de poder insertarse en
la reproducción social y, una vez llegados a la madurez, poder
cumplir con ese requisito social de participar en la vida social.
Según la evaluación que en su momento se haga se tomará una
decisión u otra; pero en principio la profesión es un modo de
ganarse la vida. Y ahí es donde debemos empezar. Hay modos
más penosos que otros, que conllevan un esfuerzo y, por tanto,
una tensión corporal o psíquica superior a otros; en ese sentido
podrían representar un ideal inferior, un modo de vida inferior;
a pesar de que ese modo todavía podría hacerse deseable si hubie
ra algún tipo de compensación. D e todas maneras, el grado de
satisfacción en la vida no depende sólo del logro profesional o de
cumplir satisfactoriamente lo que nuestra posición nos exige, pues
la profesión, y no menos la posición, terminan siendo sólo una
parte de la vida. La felicidad depende de otros muchos factores,
entre los cuales la profesión es uno más, por muy importante que
sea.. En realidad, el criterio global es que, teniendo en cuenca de
cara ai futuro las posibles decepciones que generen insatisfacción
-decepciones que nos pueden hacer ver que nuestra vida no ha
merecido la pena—, desde esa experiencia el ideal de conducta prác
tica no es una profesión u o era, una posición u o era, sino una
acción que esté fundada en consideraciones evidentemente racio
nales que «impliquen la garantía de su derecho» (ib.). Por eso lla
ma Husserl a este nivel el de la «profesión universal de la vida»
(cfr. Sepp, o.c.: notas 179 y 185)-
Esa experiencia de una acción que lleva incorporada la segu
ridad de haber actuado en justicia, en rectitud, en la posibilidad
de responder de la acción, por tanto en plena responsabilidad,
eso es la conciencia moral. Por esos mismos años, nos da en otro
lugar la siguiente definición de ella: «relación retrospectiva y refle
xiva como toma de postura anímica del yo en relación a sí mis
mo, que frecuentemente se convierte en un juicio sobre uno mis
mo, un juicio sobre el valor de uno mismo» (Hua VIII: 105). Una
regulación de la vida desde esa experiencia moral va mucho más
allá de la vida profesional y en realidad abarca como posibilidad
a toda la vída. Así, el objetivo fundamental en la conducta prác
tica es configurar coda la vida «en el sencido de la razón». Aquí se
diseña «la forma de vida humana ideal», que nace de la estructu
ra de la vida humana, de la estructura tendencíal, que tiende al
cumplimiento, con la satisfacción y felicidad consiguientes, pero
que está atravesada también por la preocupación de la desvalori
zación futura. Partiendo de ahí, el ideal de vida humana es actuar
en la vida, en toda vida activa, persiguiendo «lo prácticamente
racional en general y de una manera pura por su valor absoluto»,
es decir, por metas que estén a salvo de desvalorizaciones futuras,
porque el valor o la meca están dados en sí mismos en su valor
(o.c.: 33). Como nos dice después en unas importantes aclara
ciones, todas las profesiones han de ser evaluadas desde este cri
terio, por tanto, preguntándose en qué medida en ellas se puede
cumplir ese objetivo de regular la vida desde principios raciona
les. Y esto es para Husserl el imperativo categórico, el único impe
rativo categórico que debe regir la vida humana, porque todos los
demás son imperativos condicionales o hipotéticos, sometidos
por tanto al categórico; éste es el que mide todas las demás deci
siones. Con escás explicaciones se comprenderá el acierto de la
formula de James Harc para describir la filosofía fenomenológi-
ca de la culcura: de la racionalidad de la cultura a la cultura de la
racionalidad (1992b).
En la autoevaluación surge una «gradualidad esencial de la
perfección humana» (o.c.: 35), que es la fuente de todo ideal. De
esa fuente hay que hacer surgir todo ideal humano. Lo que ahí
está en juego no es este u otro valor, este u otro ideal, sino el ser
humano mismo, su esencia; esta esencia es el ideal para uno mis
mo, su esencia en su plenitud. Lo ideal es la esencia humana mis
ma, porque lleva inscrita una plenitud de perfección diseñada en
el límite de modo absoluto, lo que sería sencillamente la idea de
Dios, es decir, la perfección absoluta que todo ser humano ético
lleva en sí como un horizonte humano de posibilidad práctica.
Ese ideal de perfección absoluta lo llevamos como a priori de
nosotros mismos y no es sino nuestro «verdadero y mejor yo».
Hay, pues, de este ideal dos versiones, una absoluta y otra relati
va. Esta es medida por aquélla, y si aquel ideal es la idea de la per
fección absoluta en el ser humano —es decir, Dios en nosotros—,
en cuanto seres humanos lo que nos orienta es el ideal humano t
un ideal relativo frente a aquél, pero en desarrollo y evolución
hacia el ideal absoluto.
El imperativo categórico es entonces muy sencillo: «Sé un ver
dadero ser humano y lleva una vida que puedas justificar intuiti
vamente, una vida desde la razón práctica» (o.c.: 36), es decir, una
vida cuyas mecas se ofrezcan en su valor de modo intuitivo, de
forma que esté asegurada frente a desvalorizaciones futuras. Unos
años antes había definido la fórmula del que llama imperativo
categórico del siguiente modo: «Haz en cada momento lo mejor
entre lo alcanzable en el conjunto de la esfera sometida al ámbi
to de influencia razonable». Para Husserl ésta es la fórmula de
Brentano, que aunque «sea un poco recargada [iiberfüllt\ ... no
puede ser mejorada» (Hua XXVIII: 350; ver Sánchez-Migallón,
1996: 249 y ss.).
Desde ese momento, desde el momento en que el sujeto huma
no decide someter su vida a ese imperativo categórico, es sujeto
de sus actos éricos, pero a la vez su vida se va haciendo una vida
écica. Puesto que su vida es objeto de su acción, se va configu-
rancio a sí misma; por ello es sujeto y objeto de su tendencia. Sus
actos son racionales y su vida está realizada racionalmente. En la
medida en que esto es necesariamente un proceso desde estadios
de imperfección o, al menos, desde momentos en los que eí móvil
no son valores inatacables por la decepción y en un proceso cuyo
límite es la personalidad perfecta—meta esta sólo situada en el
infinito-, la vida humana es una «vida del método», del método
para ana humanidad ideal Más aún, «la estructura ideal de la vida
auténticamente humana se muestra como un “panmetodismo”»,
según el cual roda la vida humana sólo puede llegar a la felicidad
y satisfacción plenas como «autorregulación y autocultura» (Hua
XXVII: 39).
Si aquí estamos hablando de una autoconfiguración y auto-
cultura, es porque ya contamos, como fondo, con un concepto
de adtura individual ética, o si se prefiere, con un «concepto indi
vidual ético de cultura». Cultura es aquí autocultivo\ y lo auto-
cultivado es la vida misma de uno. La vida es la vida activa que
como vida activa está sometida a las reglas de la razón, de buscar
objetivos, metas, valores sometidos a la crítica razonable sobre su
legitimidad. Como el objeto de la posible acción es la totalidad
de lo conocido como objeto de acción posible, todo eso «está
sometido, de una manera individualmente variable, a la volun
tad y a una elaboración de acuerdo a metas. La totalidad de los
bienes subjetivos (en eí caso especial, los bienes auténticos) logra
dos en las acciones personales (especialmente en las racionales)
podría ser denominado como el reino de su cultura individual y,
en especial, de su cultura auténtica. El mismo es entonces a la vez
sujeto de ía cultura y objeto de la misma» (o.c.: 41).
En ese momento no sigue Husserl desarrollando más estos pun
tos. En realidad en su propuesta, como muy acertadamente dice
H. R. Sepp en el comentario a estas páginas, no se presenta nin
guna prescripción concreta, ni siquiera los marcos para decisiones
éticas. Sólo ofrece una «morfología fenomenológica, es decir, los
posibles pasos motivadonales en el desarrollo de un ser humano
hacia un ser humano racional» (1997: 165). Pero eso no quiere
decir que, en la propuesta de la necesidad de tomar la decisión de
ser una persona ética -es decir, de someterse al imperativo categó
rico, de actuar en cada momento lo mejor posible—, no estén impli-
cados ciertos elementos axiológicos decisivos, que darían, podría
mos decir, cierto contenido a la propuesta husserliana. Husserl mis
mo especifica que los elementos racionales se refieren a todos los
ámbitos de la vida, a la verdad, a la valoración y a la acción. En la
medida en que la ética es la teoría de ía actuación racional, a su
campo pertenecerían tanto ía íógica {como acción dirigida a la ver
dad) como la axiología y la práctica. La verdad es una meca racio
nal del impulso cognitivo, que, una vez puesto en marcha como
actuación, está sometido a normas éticas como cualquier otra acción.
En esa acción también existe la posibilidad de la decepción y, por
tanto,’ se da también ía exigencia
O de una dedicación conscienzuda
al logro de verdades definitivas, fundadas, y sólo a darse por satis
fecho en ese momento. Además, mezclar en la búsqueda de la ver
dad otros intereses es faltar a la norma écica fundamental.
Pero aún hay más. En la última frase de Husserl que he cita
do se habla de “acciones personales y, en especial, de las acciones
racionales y de los bienes subjetivos logrados en esas acciones per
sonales” . Para los objetivos éticos de Husserl está claro que los
valores subjetivos que se proponen como metas que hay que lograr
cuentan más que el valor de verdad, que también es un valor.
Valores subjetivos son los que cultivan a la propia persona, que
configuran la propia personalidad, y cuyo logro escá regido por
la exigencia racional, es decir, que se dan en intuición evidente.
En un texto recientemente publicado (1997), que proviene de
febrero de 1923, Husserl, después de haber expuesco su teoría éti
ca, se pregunta que cuáles son íos «valores superiores». De entrada,
ratifica una tesis fundamental: no hay valores más que como corre
latos de las personas, en consecuencia, una cosa sólo tiene valor en
relación a lo que signifique para el sujeto. Con esto no hace más que
expresar la tesis clave de toda su axiología, que, por otro lado, está
bajo eí patrocinio de Fichte, de quien cita una sentencia básica:
«Nada tiene valor y significado absoluto más que la vida; todo el res
to, el pensamiento, ía poesía, el saber, sólo valen en la medida en
que de algún modo se refieran a la vida, procedan de ella y tengan
la intención de retomar ella» (Hua XXV: 278). Pero, ¿cuáles son
entonces los valores superiores? En principio, los de ía subjetividad
en cuanto tal y, principalmente, los de aquella subjetividad dirigida
a lo mejor posible.
Naturalmente que todo esto no es fácil de determinar. Hay que
tener en cuenta que siempre hablamos de objetivos estimados, de
metas que generalmente son acciones o comportamientos en rela
ción a nosotros o a los otros, es decir, que no se trata de llevar a cabo
acciones para lograr bienes materiales. Pues bien, hay muchos valo
res que entran en concurrencia entre sí, incluso puede ser difícil
compararlos para saber qué es lo mejor que debo hacer. Esta es la
objeción que le puso a Husserl el fenomenólogo Geiger (Hua
XXVIII: 419). Lo que está claro para Husserl es que lo mejor es ene
migo de lo bueno, pero no en el sentido político usual de que si ele
gimos lo mejor corremos el riesgo de perder también lo bueno. El
sentido ético es que si hay dos bienes o dos comportamientos, uno
mejor que otro, éste se convierte en moralmente malo. Sin embar
go, hay muchas veces valores absolutos incomparables y concu
rrentes, entre los que hay que elegir. Cuando nos vemos en esos casos
habla Husserl de la «tragedia de la voluntad», que debe sacrificar y
abandonar valores nobles a los que el corazón puede estar muy ape
gado en favor de otros; y cita un ejemplo: «abandono de un bie
nestar seguro para otro en favor de una tarea vital propia». Posible
mente este caso sea el más frecuente en los grandes dilemas que
afrontamos en la vida muchos profesionales: el bienestar de las per
sonas que uno tiene a su lado o la profesión. Y entonces habla Hus
serl de «resolución de esas disonancias trágicas en la idea de una
teleología social» (Hua XXVIII: 420).
Aquí está la clave decisiva de la ética husserliana, ya que la teleo
logía social es el elemento fundamental de esa ética, que culmina
aquella frase heideggeriana con la que comprendíamos la estructura
axiológica del mundo: el ser humano, el Dasein, es un ente al que le
va su ser, que se preocupa por su ser. Desde Husserl, el ser que que
remos ser no es sólo un ser profesional, la profesión por la que deci
dimos ser un determinado tipo social; más bien lo que debemos que
rer ser es ser lo mejor posible. Pero el ser que en todo caso somos es
un ser generativo y social, un ser-con; por tanto, Jo social está siem
pre en la entraña de la consideración de los valores superiores que
deben determinar toda decisión. La ética husserliana, que lleva al
autocultivo como un deber, como la única forma de realizar el ideal
humano, el verdadero ser humano, no nos encierra en un yo solip-
sista que pusiera su autocultivo como objetivo prioritario, porque
en el autocultivo escán implicados los otros como personas. Por eso
el párrafo en el que se pregunta por ios valores superiores termina
diciendo: el mejor mundo posible, el mundo que constituiría el valor
superior porque permitiría realizar Jo mejor posible, sería un mun
do «que ofreciera las mayores posibilidades para la realización de los
mayores valores. Este permitiría la máxima socialización y, de esta
forma, la posibilidad de la realización de valores de la forma máxi
ma, valores de la sociabilidad, valores de la comunidad de amor»
(1997: 221 ). Esta es, en definitiva, la que da sentido a aquella tele
ología social, sólo en la cuaJ podemos resolver, seguramente no sin
dolor, io que Husserl llama, “disonancias trágicas”.
Pero al llegar a este punto de nuestra exposición, conviene pre
guntarse por el objetivo de esta sección. En ella nos hemos dedicado
fundamentalmente a algunas consideraciones sobre la ética, en las cua
les sólo me he esforzado en llevar, de la mano de Husserl, la estructu
ra de la vida a su expresión. Para esta tarea la fenomenología es posi
blemente el método más adecuado. Ahora bien, gracias a la
fenomenología de la cultura ya conocemos los elementos que definen
lo cultural. Así pues, con el ideal de cultura, es decir, con los aspectos
axiológicos de la cultura, ha de ocurrir lo mismo que con los ocros
niveles de la cultura: que se remiten a los individuos concretos y que,
del mismo modo que no hay una cultura más que desde un indivi
duo que la haya creado y una colectividad que reciba solidariamente
lo creado por los individuos, sólo puede haber una cultura auténtica
si hay personas en un grupo social que vivan éticamente, que se plan
teen su vida desde la decisión ética. Por eso termina Husserl el tercer
artículo sobre Renovación con el concepto individual ético ¿le cultura:
para que podamos hablar de ideal de cultura debemos concar previa
mente con individuos que hayan descubierto el “ideal ético”, que hayan
formulado como su propio ideal el ideal ético. Y es que aquí estamos
en un caso muy peculiar, porque los valores éticos, el ideal de las per
sonas o la persona ideal no puede estar en nada exterior, en una exte
rioridad objecíva, como otros elementos culturales. Por eso ha sido
necesario decir que los valores superiores son en todo caso los de las
personas, los de la subjetividad. No hay un ideal de cultura externo,
como así ocurre, en cambio, en otros aspectos culturales, por ejem
plo, en la culcura cécnica y en la culcura ideal, ya que ambos son posi
bles como cultura objetiva, Pero no es posible un ideal de cultura sin
personas que se lo hayan apropiado, aunque sea -tocio hay que decir
lo—, en la historia pasada de un pueblo y escancio consignada en la cul
tura ideal de ese pueblo, es decir, en el acervo tradicional oral o escri
to. En todo caso el ideal de cultura se remitirá al ser humano ideal, al
ideal de persona humana. Por eso dice Husserl: sólo es posible cultu
ra verdadera o auténtica como autocultura auténtica y en el en ese
marco ético de ésta, que es el que le da las normas. Con esto podemos
pasar ya al ideal de cultura.