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TITULO:
Congelarse para vivir

BAJADA:

El bioquímico argentino Rodolfo Goya firmó un acuerdo con un Instituto de Detroit para
que cuando muera lo enfríen. Creyendo que en algún momento la ciencia podrá devolverle
la vida, ya pagó una parte del costo del tratamiento. ¿Loco o adelantado? La cronista
Ángeles Muro Garlot y el biólogo doctor en química Patricio Santagapita entrevistaron y
discutieron con este científico que de chico leía las aventuras de Gilgamesh el Inmortal.

1.

Ese líquido viscoso y amarillento que reposa en el enorme frasco de vidrio está lejos de ser
el elixir de la inmortalidad. El laboratorio no es distinto a cualquier otro. Los mismos
azulejos blancos, las bachas de aluminio, las computadoras de escritorio, los tubos de
ensayo y el cartel: “Con las dificultades no se puede pactar: las vencemos o nos vencen”.
— En ciencia, decir que algo es imposible es muy peligroso. Muchas cosas que han
parecido remotas se han concretado —dice el bioquímico Rodolfo Goya—. Si en 1900
hablábamos de viajar a la luna, muchos hubiesen dicho que era una fantasía de Julio Verne.
Ni hablar de clonar o volar, una locura. A la criónica también le toca esa resistencia.
Rodolfo Goya tiene 61 años y un laboratorio común.
Lo que lo diferencia de otros bioquímicos no es que no quiere morir.
Lo que lo diferencia de otros es que cree que puede vencer a la muerte.

2.

No es una amenaza ni una suposición, es la única certeza con la que contamos desde que
nacemos. A pesar de que lo neguemos día a día, sin excepción: todos vamos a morir.
Aún así, la inmortalidad parecería ser una de las grandes preocupaciones del hombre.
“Alcanzar la inmortalidad es la máxima aspiración del poder”, dijo Michel Foucault en una
entrevista que Jerry Bauer le hizo en 1978. “El hombre sabe que es destructible y
corruptible. Se trata de taras que ni siquiera la mente más lógica podría racionalizar. Por eso
el hombre se vuelve hacia otras formas de comportamiento que lo hacen sentir
omnipotente”.
La idea de que la muerte es un sueño profundo, un descanso en paz y el paso a mejor vida,
vuelve un tanto más tolerable el miedo de la finitud. Las promesas de la religión son, en
este caso, el bálsamo fundamental para calmar la angustia existencial: a cristianos y
musulmanes los espera un paraíso, los hindúes reencarnarán (en el peor de los casos en otra
cosa que no sea un cuerpo humano), los budistas nacerán de nuevo, otra vida, otra instancia
de tránsito que se repetirá hasta llegar al Nirvana.
En 1900 la gente vivía aproximadamente hasta los 50 años. En septiembre de 2012, la
Organización Panamericana de Salud anunció que el promedio actual de expectativa de
vida en la Argentina es de 78 años. A partir de esa cantidad de años, uno tiende a organizar
su vida: la definición misma del hombre y su especie se constituye en relación a esta idea.
Si eso cambiara, ya nada sería igual: ni la proyección mental de nuestra trayectoria ni el
sentido de la nostalgia, nada. La relativa brevedad de nuestro paso por el mundo cobra
significado en relación a los límites a los que debemos ajustarnos, pero ¿qué pasaría si uno
pudiera congelar un cuerpo enfermo y reanimarlo una vez que la ciencia descubriera la cura
de esa enfermedad? Si pudiéramos vivir para siempre: ¿Los proyectos se volverían menos
ambiciosos? ¿La nostalgia sería un sinsentido? ¿El amor perdería su intensidad?

3.

En el mundo, hay 250 personas congeladas. Personas que creían en ser enfriados después
de muertos hasta que en algún momento la ciencia pudiera volverlos a la vida.
El tratamiento criopreservador consiste, básicamente, en restaurar la circulación sanguínea
de manera artificial y evitar la coagulación luego de una parálisis cerebral o total. No todos
los pacientes mueren en las condiciones ideales para ser crionizados, por lo tanto, cuando se
está llegando a una situación terminal (generalmente una persona muy vieja, internada y
que no puede respirar por sus propios medios) un grupo de técnicos y médicos integrantes
del centro criónico se pone en situación de stand by cerca de la cama del paciente hasta que
sea declarado legalmente muerto. De lo contrario, sería un homicidio.

Lo primero que se hace es perfundir o inyectar una solución fisiológica para lavar la sangre.
Luego, se hace lo mismo con una solución crioprotectora -compuesta por sacarosa,
etilenglicol y dimetilsulfóxido (que evita que los cristales de hielo rompan las células)- a
través de una vena o una arteria con una distribución generosa para llegar más rápido al
resto del cuerpo. Mientras tanto, una bomba externa hace las veces de ‘corazón’ para que la
solución circule.
Los criónicos sostienen que el cuerpo es secundario y que todos los esfuerzos están
concentrados en preservar el cerebro, ya que se supone que las tecnologías que sean
capaces de recuperar las memorias, van a ser capaces también de generar un cuerpo
artificial, incluso mucho mejor que el biológico.
Así, por si se produce alguna falla eléctrica o de cualquier tipo que afecte la parte superior
del criostato, los cuerpos son sumergidos en el nitrógeno líquido cabeza abajo.
Los estudiosos basan sus investigaciones en el comportamiento de unos animales de sólo
dos milímetros de tamaño que viven en el desierto y se llaman tardígrados. A pesar de su
tamaño ínfimo, estos animales cuentan con seis patas y un sistema nervioso. Cuando en el
desierto sube la temperatura hasta límites insoportables, los tardígrados producen trehalosa,
una sustancia preservadora (un azúcar) que se une a los principales componentes que las
células forman para no deteriorarse cuando se deshidratan, reemplazando las uniones de
estos componentes con el agua que se pierde paulatinamente. Los tardígrados no se
congelan, sino que se desecan: otra forma de preservarse. Es decir, se convierten en una
piedra.
Cuando llueve se rehidratan, recuperan sus facultades y, como si fueran conscientes que lo
que acaban de hacer roza lo increíble, corren, corren como endemoniados.

En el mundo hay tres centros de criónica. Además del Instituto de Criónica de Detroit, en
Arizona se encuentra la Alcor Life Extension Foundation, el más caro y el más conocido de
los tres por albergar al beisbolista Ted Williams en uno de sus criostatos. Del otro lado del
Atlántico, en Moscú, funciona KrioRus, el más nuevo y el que cuenta con menos
‘pacientes’.
Las organizaciones tienen alrededor de 40 años, es decir, hay gente que hace 40 años que
está congelada y más o menos mitad y mitad se encuentran en los dos primeros. En
Latinoamérica sólo unas cuatro o cinco personas están vinculadas formalmente con la
criónica y donde hay más gente interesada es en Estados Unidos; también en Canadá,
Australia, Reino Unido, Alemania y España.

La criónica tiene muy convencidos seguidores, aunque los detractores sean más y la
comunidad cuente, por ahora, con pocos miembros: redondeando para arriba, apenas llegan
a mil. El contacto entre ellos es principalmente a través de internet donde cuelgan noticias,
estadísticas y relatan sus experiencias en foros, páginas webs y perfiles de Facebook.
Los criobiólogos, es decir los científicos mainstream, no reconocen a la criónica como una
rama de la criobiología. Y no sólo eso, la ningunean: a ninguna persona que la practique le
permiten ser miembro de la sociedad criobiológica.
Casi un tabú. A pesar de eso, hay dos mil interesados en ser congelados.
Uno de ellos, el único argentino, es Rodolfo Goya.

De hábitos muy estrictos, los sábados Goya lee en el café de la Catedral de La Plata. Los
domingos le toca visitar a su madre. Todas las noches corre 45 minutos en cinta mientras
mira algún documental o serie de corte científico en el televisor conectado a una
computadora con internet. De noche se desvela y contesta los mails en una franja horaria
que va de las 3 a las 5 de la mañana. Disfruta más del café con algo dulce después del
almuerzo que del almuerzo mismo y siempre prefiere sentarse cerca de una ventana.
Fue estudiante en La Plata de los ‘70 y eligió bioquímica porque en ese momento (a los 18,
durante ‘los años del idealismo’, como los llama él) pensaba que el secreto de la vida y el
envejecimiento se alojaba en las moléculas de la vida y en el ADN.

“Desde chico me preocupaba ver que mis padres y seres queridos iban a envejecer. Pensaba
en que los iba a perder. El ser vivo es algo maravilloso y me parecía una tragedia que una
cosa tan maravillosa muriera”, recuerda sentado en un bar, frente a la Catedral de La Plata.

Fantaseaba con conseguir la inmortalidad cuando leía las aventuras de Gilgamesh el


Inmortal en la revista Dartagnan.
“De joven, cuando nada te parece imposible, tenía esos pensamientos. Así que decidí que
iba a dedicar mi vida a vencer el envejecimiento. Quizás por mi genética vasca fue que, de
adulto, seguí sin cambiar ese objetivo”.

Apenas se recibió de bioquímico, visitó los laboratorios preguntando si había alguien


trabajando en biología del envejecimiento. Luego de recibir varias negativas, le quedó muy
claro que en Argentina nadie lo hacía. “Era un caso raro”, dice y toma un sorbo de café.

En el ‘85 consiguió una beca para estudiar en Estados Unidos y durante tres años se
contactó con la investigación gerontológica. Goya se enteró sobre la criónica en Michigan
cuando recibió un folleto sobre las posibilidades que ofrecía la congelación. “En aquel
momento yo tenía 30 años. A medida que fue pasando el tiempo y la muerte se volvió algo
más cercano, me fui informando más. Ya de vuelta en La Plata, en un viaje que hice a
Estados Unidos, me decidí y tomé contacto con el Instituto de Criónica de Detroit”.

Firmó un acuerdo con el Instituto en el que manifiesta expresamente su deseo de


criopreservarse en ciertas condiciones técnicas que detalla el documento. También firmaron
su mujer y otros testigos que se comprometieron a autorizar al centro de Detroit a hacerse
cargo de su cuerpo.

Para él, la única respuesta posible es la criónica.”El riesgo más grande es despertar en un
mundo hitleriano y que te usen para experimentos dolorosos y difíciles. Ahí vas a pensar
pucha, me hubiese dejado morir”, aclara.

Goya está convencido de que aquel que pueda vivir para siempre, lo va a hacer.

Su confianza en la ciencia y sus avances le dan los argumentos necesarios para creer que es
posible y, por más que esa segunda oportunidad de vivir sea remota, ya es ‘algo’. Es una
especie de militante de la ciencia. Ateo confeso (está convencido que ser científico y creer
en Dios es una inconsistencia), simpatizante de las izquierdas -es capaz de relatar con
detalle el accionar del Che Guevara y, entre sus explicaciones sobre la evolución del
hombre y los avances de la robótica, mechar citas de Facundo Cabral y Víctor Heredia- y
un interlocutor más que agradable. Habla mucho, pero mucho, y sin embargo no abruma. Al
momento de explicar, considera las variables A, B y C y apela a teorías propias para
especificar cuál es su punto de vista por si no quedó claro. Goya se hace preguntas y se las
contesta. Una mezcla entre verborragia y generosidad.

¿Son estos los fundamentos de una nueva fe basada en la capacidad del hombre de generar
ciencia y tecnología y no ya en la espiritualidad, la reencarnación, la vida eterna, la
salvación de las almas? ¿La decisión de Goya es un acto de entrega hacia los avances
tecnológicos que están por venir?

En la actualidad, la criónica es calificada como una disciplina pseudocientífica porque es


incapaz de demostrar las hipótesis que sostiene. De esta manera, la teoría crionicista estaría
faltando al principio positivista de cualquier ciencia: su actividad científica no puede
efectuarse en el marco de análisis de los hechos reales verificados por la experiencia. No
existen documentos que certifiquen que alguna vez alguien, en nombre de la ciencia, se
haya sometido al proceso de criónica para ver si funcionaba. Las organizaciones se cuidan
mucho de alentar la eutanasia o el suicidio porque las leyes les caerían encima. Ningún
gobierno – ni siquiera a partir de la ley de muerte digna - permite al ciudadano acabar con
su vida para preservarse en mejores condiciones (si elige hacerlo cuando aún es joven) y
ningún organismo de criónica podría apoyarlo oficialmente. A Goya todavía le sorprende
que los criobiólogos, que conocen tan bien el potencial de la preservación, puedan rechazar
de plano a la criónica como posibilidad futura.

“Yo no pagué todavía”, aclara antes de darle el último sorbo al café. “Sólo deposité U$S
1300 para ser miembro permanente y vitalicio y recibir unas yapas como la suscripción de
por vida a Long Life, la revista que edita el Instituto de Criónica. Ellos no exigen que se
pague todo de una vez porque si uno lo hace, no puede pedir que le devuelvan el monto en
el caso de que no se pueda concretar el traslado y el posterior tratamiento del cuerpo”.
Goya tiene sus dudas al respecto ya que, viviendo en Argentina, es difícil que llegue a
tiempo. Para los crionicistas lo más importante es conservar la memoria y la personalidad
del paciente: él está abierto a la posibilidad de preservar solo el cerebro, que es mucho más
fácil de transportar.

“En las explicaciones se gastan bastante texto en decir que no garantizan reanimación y te
indican los límites”, cuenta. “Hay gente que te pregunta: ¿Y qué garantías tenés? No, no
hay garantías. ¿Y por qué hacerlo entonces? Porque si vos vas a tierra o te creman, tus
posibilidades de revivir - salvo que sea por vía religiosa - son cero. El acuerdo explica el
costo y que se pagará antes de mi muerte, pero no dice cuándo. Eso es condición sine qua
non: si yo me muero y no pagué, no me criopreservan”.

El discurso de Goya no tiene fisuras. Él tiene sus teorías para explicar las cosas y se basa en
paralelismos con lo cotidiano en lo que se refiere a la sociología de la ciencia y tecnología.
Simplifica sus postulados, los vuelve asibles, familiares y absolutamente lógicos. Su
razonamiento es: quiero vivir y no quisiera irme de este mundo sin luchar.

Hasta 1965 la palabra “criónica” aún no había sido pronunciada y se usaba ‘extensión de
vida’ para referirse a lo mismo. El activista Evan Cooper, autor del libro Inmortality:
Physically, Scientifically, Now, fue el primero en intentar crear un movimiento criónico
organizado cuando fundó Life Extension Society. A Cooper se le atribuye la creación del
slogan ‘Congelar, esperar, reanimar’, pero a pesar de que su entusiasmo parecía inmortal,
acabó por abandonar la promoción de la criónica y dedicarse a la navegación. En el 1983 se
perdió en el mar y de sus últimos años sólo se sabe que publicó un libro que se llamó algo
así como Salta por Jesús.
El primer ser humano congelado con intenciones de resucitación fue James Bedford el 12
de enero de 1967. La crionización de Bedford, emérito profesor de psicología de la
Universidad de California, estuvo a punto de ser tapa de una edición limitada de la revista
Life antes de que se pararan las rotativas para informar, en cambio, sobre el incendio del
Apollo I y la consecuente muerte de su tripulación.

Diez años después, en 1977, el Cryonics Institute recibió a su primera paciente: Rhea, la
madre de su fundador Robert Ettinger, autor de El Prospecto de la Inmortalidad. Si Ettinger
es considerado el padre de la criónica, Rhea Ettinger vendría a ser una orgullosa abuela con
una fe tan grande en su hijo que lo creyó capaz de devolverla a la vida a través de
procedimientos aún no comprobados. Además de Rhea, Ettinger congeló también a sus dos
ex mujeres, Elaine y Mae, y en 2011, él mismo ingresó a los 92 años con el número 106 y
luego de ser declarado legalmente muerto por una afección cardiopulmonar.

En El Prospecto de la Inmortalidad Ettinger asegura: "Es un hecho. Es posible conservar, a


muy bajas temperaturas, a personas muertas sin deterioro alguna, de forma indefinida. Sólo
tenemos que disponerlo todo para, que, una vez muertos, se puedan almacenar los cuerpos
en refrigeradores adecuados hasta que la ciencia pueda ser capaz de ayudarnos. No importa
lo que nos mate, tarde o temprano nuestros amigos del futuro podrán revivirnos y
curarnos".

En el mismo año en que el presidente Lyndon Johnson recibió los poderes para atacar
Vietnam, Martin Luther King, el premio Nobel de la Paz y Bob Dylan les convidó
marihuana por primera vez a los Beatles, Ettinger se hizo mundialmente conocido a partir
de su libro, publicado en Estados Unidos en 1964. Amor libre, inmortalidad y guerra fría en
el país de las libertades individuales.

La idea de que sólo multimillonarios como Walt Disney o Elvis Presley podrían acceder a
esta tecnología es un mito (además de una fábula, ya que fueron cremados). En el Instituto
de Criónica de Detroit, por unos 28 o 35 mil dólares, uno ya puede preservar el cuerpo
entero. En KrioRus, por 10 mil congelan la cabeza y un animal de compañía, dependiendo
de su tamaño, sale la mitad.

Alcor es el más caro, algo así como el centro VIP: el cuerpo entero tiene un costo de - como
mínimo- 200 mil dólares y la cabeza 80 mil, en un solo pago.

Con los primeros pacientes el sistema consistía en que los familiares abonaran una cuota
mensual para el mantenimiento del cuerpo o la cabeza en el criostato. En algunos casos,
después de tres meses o un año, se cansaban y dejaban de pagar, por lo tanto se
descongelaba al paciente y no se cumplía su voluntad. Este resultado fue traumático y
desprestigió a las instituciones nacientes de criónica. A partir de estas experiencias se
decidió que el paciente tiene que asegurar en vida que el dinero se destine a la organización,
por lo tanto implementaron el siguiente método: el interesado compra un seguro de vida
(mientras más jóven, más barata la póliza) y consigna al centro como beneficiario único e
irrevocable.
Para las organizaciones, sus pacientes no están vivos, pero tampoco están muertos: están en
tránsito, suspendidos. La figura legal con la que trabajan es la de una funeraria o un
cementerio, ya que para poder sumergir los cadáveres en nitrógeno líquido a 196 grados
bajo cero se necesita un certificado en el que un perito de constancia de la defunción.

Ben Best, actual presidente del Instituto de Criónica de Detroit, se refiere al servicio como
una “ambulancia” hacia el futuro que permitiría al paciente viajar criopreservado hasta un
tiempo en el que se haya descubierto el secreto de la juventud eterna o la medicina sea
capaz de curar la enfermedad que causó su muerte. Mientras tanto - él mismo lo explica en
su página web- un día típico en la oficina del Instituto consiste en atender el teléfono y
contestar mails. Andrew Zawacki, uno de los doce directores que integran la junta, llena
algunos criostatos dos veces por semana y otros, una sola vez por semana. Best –‘el mejor’-
se encarga de las cuentas, de pagar los impuestos y actualizar la web. Cuando llega un
paciente, toda la atención se centra alrededor de él y gran parte del tiempo lo dedican a la
investigación y la escritura. “Los dos grandes males de la vida son la vejez y la muerte. La
vida es buena y la muerte es mala”, simplifica Best.

6.

Amén del halo de filantropía y la fe en el avance de las tecnologías, pensándolo fríamente:


el negocio de la criónica es redondo. Si el tratamiento no llegara a funcionar, nadie puede
iniciar juicios ni hacer reclamos ya que, aunque el cliente siempre tiene la razón, el cliente
está muerto y mientras vivía estaba de acuerdo con que no hubiera garantías de que el
procedimiento iba a funcionar.
Excéntricos, freaks o ingenuos y demasiado optimistas, los crionicistas son tildados incluso
de charlatanes y fraudulentos, ya que estarían comercializando con la ilusión de una
segunda vida que no están condiciones, todavía, de garantizar. Sin embargo, ¿qué es lo peor
que le puede pasar a los que apuestan por esta tecnología? ¿Morirse?
En el caso de la criónica, la posibilidad de revivir en un futuro no se basa en un criterio
religioso, ni en la esperanza de otro mundo, sino en algo que tiene -según Goya- grandes
pretensiones de logro: la ciencia y la tecnología.

— Tengo algo en común con el Papa… Él también cree en la ciencia y la tecnología —


dice Goya, juega con la cucharita y mira de reojo, por la ventana, hacia donde está
la Catedral—. Si un día se levanta con un fuerte dolor en el pecho, ¿va a ir a rezar a
la Capilla Sixtina? ¿O va a pedir que lo lleven a la mejor clínica cardiovascular de
Roma? ¿Vos que creés?

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