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EL COLOR DE LOS SUEÑOS

Manuel Villar Raso


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Con mi agradecimiento a Ángela Olalla, Mauricio Pastor, Antonio


Orihuela, Paco Carrión, Cinthia Bitter, Paco Vidal, Alicia Relinque, Mani Villar,
Julio Recio y Alfonso Domingo, que me han acompañado en este viaje a Mali, e
igualmente a Juan Manuel Segade y Rafael López Guzmán, que han leído la novela y
me han dado consejos valiosos. Mi agradecimiento especial, finalmente, al pintor
Jesús Conde por sus inestimables charlas e historias, a lo largo de 1200 kms. por el
río Níger y el país Dogón, sin las esta novela no hubiera sido posible.
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No se puede comparar a la mariposa que busca el polen de las flores con


la mosca que se posa en las basuras. La primera es un pintor, la otra un mistificador
impúdico.

Benjamín Palencia

¿De dónde venimos? ¿Qué hacemos? ¿Adónde vamos?

Gauguin

Ninguna luna; sólo un corazón herido


concibe una obra de arte perdurable

Yeats
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El croar de millones de ranas se inició al anochecer y no cesó en toda la noche


hasta momentos antes del alba, cuando entraron en acción los mosquitos. Al parar,
estuvo largo tiempo esperando la luz y salió de la cabina a la hora justa de ver el
mundo, a medio camino entre la oscuridad y el alba, y en el mejor momento para ver
con lucidez y decidir si las cosas estaban o no estaban en su lugar. No podía ni
imaginar que su padre fuera un asesino y que la muerte de Marta le obligara a vagar
como un fantasma. Se sentó en un banco intentando expulsar la sensación de pánico
en el corazón; pero le seguía la angustia y se levantó. Hizo varios ejercicios
respiratorios, mientras se preguntaba qué hacer en un lugar tan absurdo e
inhumano, y volvió a sentarse. Estaba sola, absolutamente sola al fin, pero no tenía
ganas de llorar, y menos aquí y ahora.
El Tombuctou navegaba en silencio, o lo parecía, aguas abajo, y el río Níger se
veía todavía envuelto en sombras y en la mente, como lo había estado viendo aquella
larga noche de pesadilla, entre sombras monstruosas que se movían, se contoneaban
y consumían como si eso fuera todo lo que es el mundo. No había otro sonido que el
de la quilla cortando con suavidad el pastel sereno del agua, cuando inesperadamente
un gallo anunció dentro del barco la proximidad del alba; luego oyó el balido de una
oveja en la cubierta donde se amontonaban los nativos entre un sinfín desordenado
de animales y cachivaches inservibles. Al filo de la aurora, le pareció distinguir un
recodo, graciosamente delineado como una serpiente oscura, que se volvió marrón y
luego de un azul pálido, cuando la hinchazón plomiza de la luz en las lejanas dunas
puso un manto de color en las orillas. El barco navegaba por el centro del río y, sin
un solo objeto sobre el agua y con un kilómetro hasta sus riberas, el movimiento era
una ilusión y, sin embargo, había nubes de mosquitos que revoloteaban a su
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alrededor y, en la superficie, burbujas que iban corriente abajo más deprisa que el
barco. No había otra brisa que la que movía el barco, y era cortante y fría. Al alba,
una cierta palidez inundó de luz las planicies, salió el sol incendiando las dunas y el
frío de la noche y los mosquitos desaparecieron, dejando al descubierto casas de
adobe diseminadas por las orillas y toda aquella inmensa lámina de plata,
temblorosa, atemporal e inmutable de siglos, por la que el barco avanzaba sin
sonido. Aparecían pequeñas piraguas que se deslizaban a ras del agua cargadas de
enormes bultos y pasajeros. A los lejos, y entre islas de escasa vegetación y hierbas
amarillas, más piraguas con el barquero en popa hundiendo la pértiga hasta el
fondo, y avanzando. A ambos lados, un horizonte ilimitado de arenas abrasadas,
tierras rojas y amarillas, monte bajo y estepa, puntos negros de rocas calcinadas y un
cielo azul brumoso en la distancia.
El Tombouctou seguía corriente abajo en silencio, garzas solitarias en las
orillas, cormoranes negros por el centro formando uves, charranes y chorlitos
solitarios como los que en el mar vuelan veloces besando el agua, cabezas de
hipopótamos que resoplaban, lanzaban sus géiseres al aire en un segundo y
desaparecían. La cubierta superior se llenaba de turistas con cámaras, franceses en
su mayoría, conversaciones apenas audibles, un atildado monstruo americano de
notable altura y delgadez, con zapatos, sombrero y corbata, se dirigía a Tombuctú, la
ciudad mítica en los confines del mundo, para que le sellaran el pasaporte. Es todo lo
que le interesaba de esa ciudad antes de tomar el avión y regresar a América, donde
exhibirlo y entrar en un club exclusivo que exigía tal requisito; a su lado una pareja
de españoles en luna de miel, la muchacha envuelta en lágrimas debido tal vez a la
dureza del viaje, la mugre de los hoteles, las chinches, los mosquitos, la desilusión de
sus noches de amor, ¡quién sabe!, conversaciones por momentos lánguidas y por
momentos acaloradas, y que también querían coger el primer avión, eso al menos es
lo que él le prometía.
Sentada en el extremo del banco, cruzó las piernas para mejor rascarse las
ronchas y picaduras. Estaba sola y en medio de un mundo por el que no sentía la
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menor curiosidad y aquello no tenía vuelta atrás. ¿Dónde ir y cómo explicar el


enigma de su marcha? En Segou, Mopti y en Bamako, la capital, había descubierto
que todo el mundo conocía a su padre, el pintor español, y que cualquiera podía
llevarla hasta él, pero todas las tentativas habían fallado. Su padre acababa de salir,
nadie sabía dónde estaba y le aterraba la idea: no podía ni imaginar que su padre
fuera un asesino y que la muerte de Marta le obligara a vagar como un fantasma. Se
levantó del banco intentando expulsar la sensación de pánico que no la dejaba.
Segundos después volvió a sentarse y, tras expirar todo el aire del pecho, sacó el
paquete de cigarrillos, lo colocó a un lado y, sin dejar de rascarse y protegerse las
piernas con una mano, le puso la otra encima con suavidad.

1 ¿PODEMOS DEJAR DE AMAR?

Querido papá:
Esta es mi última carta y con ella te digo adiós para siempre. En una ocasión te pedí
que no te fueras y me dijiste que no querías irte; pero te fuiste y lloré mucho. En otra le pregunté al
abuelito si se iba a morir, porque estaba muy amarillo y no se levantaba de la cama, y me dijo que
no quería morir; pero ese mismo día se murió y al día siguiente le hicimos un funeral. Como no
paraba de llorar me dieron una medicina para que dejara de llorar y esa noche no lloré y en el
funeral tampoco. La gente decía, cuando volvíamos del cementerio, que nunca habían visto una niña
tan valiente, pero por la noche me dejaron sola y fue terrible. Oía pasos que se arrastraban por el
pasillo y veía un ojo en la ventana tan grande como la luna, y sombras y figuras negras con extrañas
manos que entraban y salían de mi habitación. Tuve que hacerme la muerta y, sin respirar ni
atreverme a llorar, me abracé a la muñeca que tú me regalaste y los pasos y las sombras
desaparecieron. Cuando se fue Sebastián, me compré un vestido negro muy bonito y no necesité
ninguna medicina. Todos os habéis ido para siempre y, aunque a menudo oigo voces, pasos, y veo
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ojos, sé que ni la luna ni las sombras ven y hablan, que los hombres-lobo no persiguen de noche a las
mujeres valientes; he tirado tu muñeca a la basura y ésta es mi última carta. Con ella te digo adiós
para siempre.

La gente se alejaba de la playa hablando y riendo. Era el centro del día.


Estaba cayendo el levante, y los olores del mar, de las algas arrastradas hacia la
playa y de la humedad se mezclaban con el perfume de los pinos y de los campos en
flor entre los pinos y la arena. El mar se hinchaba perezoso y formaba olas amplias
en la distancia que, al acercarse a la orilla, se enrollaban unas con otras, rompiendo
en pequeñas crestas de espuma que retrocedían lentamente como serpientes blancas.
Ni una carta de Salvador, ni una nota de despedida, nada; aunque como papá me lo
venía diciendo de mil maneras. Dejé a la niña en la duna y con los zapatos en la mano
me acerqué al agua y fui caminando por la orilla sin volver hacia ella la cabeza.
Ardía en deseos de nadar lejos y hasta donde ninguna mujer lo hubiera hecho antes,
tal vez hasta los confines de África, cuya barrera de montañas se presentía en la
lejanía. Tiré lejos los zapatos y entré vestida en el agua, dejando que el mar me
abrazara por la cintura y me abandoné a su albedrío con furia hasta que el silencio
de las olas me sobresaltó. Los petroleros y fragatas en la distancia me miraban como
si fuera un ratón, los congrios y las moreras de las profundidades afilaban sus
colmillos con ganas de tragarme, y entonces volví la vista atrás; me había adentrado
con furor desconocido y parecía una distancia excesiva incluso para una nadadora
experimentada. Me detuve en seco y, vuelta de espaldas, me hice la muerta para
recuperar fuerzas. Estaba sola, absolutamente sola en el mundo, la niña era apenas
una débil mota de color sobre la arena, pero necesitaba recuperar fuerzas y, por
encima de todo, serenarme y pensar.

Me había dejado sola con la niña. Se llamaba Salvador y amaba cabalgar a


lomos de las olas hasta el fondo del horizonte, donde el crepúsculo concluía
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abruptamente, pero siempre regresaba. Era guapo, alto y atlético. En la playa no


sentía ni los guijarros y caminaba como si no pisara el suelo. A veces salíamos los dos,
o los tres, a dar un corto paseo por la playa de Zahara y corríamos y nos
perseguíamos hasta caer extenuados en el agua con la niña encima, o sobre las dunas
que al anochecer podían ser las de cualquier desierto. Los recuerdos van y vienen con
sus perfumes; pero a veces arden y todo se desmorona. A Salvador, los vientos de
levante le recordaban el simún o yo qué sé qué vientos, porque no siempre sabía de
qué vientos me hablaba. Había cruzado el Sáhara en varias ocasiones y no siempre
sabía de qué país hablaba. Sabía que lo empujaba una locura desconocida y que
probablemente estaba tocado por algo parecido a una chifladura divina, porque era
infatigable cuando tomaba la palabra, mientras que yo a su lado era como un
helecho plantado en una maceta. Cuando me hacía el amor, sobre todo al principio
de casarnos, le gustaba sorprenderme a cualquier hora y del modo que a mí menos
me apetecía: en la cocina, en el suelo, o de rodillas en el lecho. Cuando soplaba el
levante, me lo hacía lenta y delicadamente; luego se echaba al hombro su tabla,
hubiera o no surfistas y estuviera o no alta la bandera del puerto, y se adentraba en
el mar hundiéndose en las olas hasta desaparecer de la vista como si no pensara
regresar. Quería escribir una historia, no sé qué historia, que no se hubiera contado
antes, algo que no se hubiera hecho o no se pudiera hacer, y nos fuimos a pasar el
verano a Tarifa, donde se dan vientos tan endemoniados que a la gente le vuela la
cabeza; llegó el invierno y acabamos quedándonos porque todavía estaba por venir el
levante loco capaz de tumbarlo. Yo nunca llegué a entenderlo, y cuando le hablaba
de irnos, él preguntaba mirando al infinito: ¿y adónde podemos ir?, como si sólo allí
esperara un golpe de suerte para marcharse y no regresar nunca. Lo cierto es que no
tenía una idea clara sobre lo que quería hacer o escribir y que unas veces pensaba
una cosa y otras, otra. Tenía claras las cosas que le gustaban, siempre opuestas a las
mías. Lo mío no era nada especial, ajena a su pasión carnal, siempre insaciable, y se
resumía en quedarme en casa, mirar la acuarela plácida del Estrecho, colocar unos
visillos de encaje en la ventana para suavizar la luz del sol, pasar el día en la
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habitación, y dejarme hacer a su manera lo más sencillo y repetido del mundo; luego
vagabundear por las calles paseando a la niña, sentarme en un banco, tomar con él
un aperitivo o cenar fuera y escuchar jazz cuando lo había, ¿qué otra cosa mejor
puede hacer una que morir lentamente? Pero soplaba por la noche el viento y por la
mañana había desaparecido. Salvador era un muchacho extraño, de ojos grises y
pelo ligeramente castaño, y no tanto porque su fuerte acento catalán lo asfixiara en
aquel ambiente andaluz. Estaba tocado por los vientos e iba a la caza de la Cruz del
Sur. Es la mejor definición que se me ocurre del héroe de aquellos surfistas y del
corto amor de mi vida, si es que puedo llamarlo amor; porque en nuestros gustos
había diferencias abismales y no llegué a corresponderle ni en el amor ni en la
aventura. Yo era abúlica y él se moría de ganas conmigo. Decía que mi cuerpo era su
territorio y que podía caminar por él a ciegas sin perderse, que le fascinaban mis ojos
y que necesitaba sentir mi piel, mi lengua, mi saliva, mis pechos, mi cosa, que
penetraba salvajemente y sin motivarme, como si estuviera hueca o anestesiada por
dentro; pero también le consumía la tristeza, cosa que nunca llegué a ver. Ahora lo sé
y lo veo, aunque entonces no me diera cuenta y lo aceptara porque desde niña había
visto a mi padre vivir a su manera y no me hacía a la idea de que hubiera otra forma
de ser hombre y, en cualquier caso y si la había, no la conocía. La violencia me
parecía tan connatural en ellos como el hambre en el tercer mundo, el cáncer, o la
vida resignada y plana en la mujer; de ahí que no aceptara muchachos de nalgas
blandas, pacíficas y sin imaginación.
Una mañana clara y luminosa de invierno amaneció un poniente claro y
exasperante en el que África se tocaba. Venía repitiéndose las últimas semanas, y
hacia las doce cambió a levante fuerte y apenas se veía el mar a quinientos metros de
la escollera. Se acercó a la ventana y sonrió satisfecho. Al fin un día hermoso. Se
sonrió satisfecho en el espejo. Estuvo mirándose largo tiempo y luego se afeitó, me
desnudó lenta y delicadamente y, al acabar, se puso su traje de surfista y, sin esperar
la comida, bajó a la playa y desapareció de mi vista. Siempre había esperado un
golpe de suerte para marcharse y no encontraba cómo hacerlo. Llevaba la aventura
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en la sangre y no hablaba más que de viajes raros. Tenía pensado montar una
agencia de viajes, era la idea que más le atraía, y hasta a mí misma me había llegado
a entusiasmar, en parte por apartarlo del mar. Recogíamos mapas, folletos de
acantilados, hoteles, villas, playas desiertas, santuarios naturales en Marruecos,
Mauritania o Senegal. En los últimos tiempos le habían hablado de una maravillosa
roca de gres, que se alzaba ochocientos metros sobre las planicies desérticas del
Gourma en el Malí, y soñaba con comprarse un par de todoterrenos para llevar allí a
los locos del parapente, que era su segunda gran afición después de la tabla; pero
carecíamos de dinero y no se atrevía a pedirme que vendiera la casa de mi padre en
la Atlanterra. Era un solitario tan huérfano como yo. Lo había conocido en
Barcelona y, a la muerte de sus padres, yo misma lo había traído a Tarifa, tras
vender su tienda de deportes. Creía que juntos podríamos curar las heridas que a los
dos nos había dejado la soledad y, aunque durante algún tiempo lo vi feliz, sucedió
todo lo contrario. Porque apareció la niña y su expresión cambió, contagiándome su
mal. No era exactamente culpa lo que sentía, pero sí la sensación de haber dado un
grave traspiés y en adelante sólo era simpático y divertido cuando bebía o cuando
regresaba del mar ebrio de fatiga, me hacía el amor de forma rápida y brutal,
bajábamos al pub y bebía y hablaba sin descanso hasta el alba sin importarle la
compañía. En los descansos del viento, sin embargo, se volvía taciturno y no había
quien le arrancara una palabra. Su tema favorito era el Sáhara, perderse en las
dunas de Mersuga y buscar, Dios sabe el qué, tal vez desaparecer del mapa y de lo
que para él era una vida excéntrica que nunca había previsto, pegado a las faldas de
dos mujeres. Es cierto que en algunas ocasiones me habló de volver a montar la
tienda de deportes, pero jamás insistí, en parte porque aquello no hubiera significado
otra cosa que volver atrás y reconocer su fracaso. Había algo en sus genes: una
inquietud enfermiza, una chifladura demoníaca e infatigable que le comía, un
rechazo visceral hacia todo lo que fuera una ocupación material, dinero y vida
sedentaria, que él llamaba en sus momentos ocurrentes y divertidos “mal vivir”.
No tenía el menor apego a las cosas. Carecíamos de dinero para llevar a cabo
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el proyecto transahariano y por algún tiempo anduvo metido en asuntos de


antigüedades. Traía de Londres pinturas, jarrones y relojes, con los que
sobrevivíamos holgadamente, y un buen día traspasó el negocio. A casa llegó con la
sonrisa más resplandeciente del mundo y me dijo que aquella forma de vivir era una
vulgaridad, y que ya nos arreglaríamos. Había que volver al proyecto de las
expediciones y, por algún tiempo, hasta la mañana en la que movió el levante fuerte,
acarició esa idea o sueño. Esa mañana se miró en el espejo largo tiempo, se afeitó con
cuchilla, como si fuéramos a una fiesta de gala, y luego me desnudó con delicadeza en
el sofá. ¿Por qué lloras?, me preguntó al acabar. Me has hecho muy feliz, le mentí.
Vivíamos del alquiler de la casa de mi padre y estaba muy decidida a fingir y a
decirle a todo amén, no fuera a desaparecer un día de mi vida repentinamente igual
que papá. Y ese día lo hizo.

El sol estaba en la ventana y el perro ladraba en el jardín. Cada mañana se


repetía la misma escena antes de despertar. Veía a mi padre en el jardín en mangas
de camisa y de pie, ligeramente inclinado sobre el lienzo; oía los ladridos del perro
pidiéndole la pelota y él le hablaba, dejaba el pincel sobre la paleta, se la tiraba y le
hablaba. Le gustaba hablar mientras trabajaba y no le molestaban ni las voces ni los
ladridos. Salté de la cama y, descalza y a medio vestir, bajé al jardín. Contra su
costumbre, esa mañana estaba sentado en un banco y, al verme, dijo que en cuanto
me vistiera y desayunara me llevaría a nadar como me había prometido. La criada
me urgía a las espaldas con un tazón de leche. Se oía el zumbido de las abejas en las
adelfas. El césped era una gran alfombra, y andar por él era como nadar en la
piscina o en el mar al lado de mi padre; parecida sensación de plenitud y libertad,
parecida ternura a la de sus ojos que, al sentir mi presencia, dejaba el pincel y me
miraba con un calor que despertaba los lugares más dormidos de mi alma. Cada
mañana era la misma escena y aun dormida imaginaba nuestro primer encuentro, su
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primera mirada en un silencio lleno de caricias que traicionaba su amor, pero


también su soledad, tal como lo descubro ahora; una soledad tan siniestra que lo
impulsaba al suicidio. También veía la mirada distraída y cortante de mi madre,
siempre perdida en algún jardín secreto, oculto para nosotros. El perro ladraba en el
jardín, la criada me urgía con el tazón de leche, y las abejas murmuraban su canción
secreta en las adelfas. Corrí a la habitación y segundos después cogí su mano helada
y marchamos en silencio hacia la playa, yo intentando como siempre imitar sus
pasos. Pero ni él ni yo cruzamos esa mañana una palabra. Sin entender del todo, lo
miraba con el rabillo del ojo y le apretaba la mano ligeramente, intentando darle
calor. Mamá se iba. Tenía hechas las maletas y se iría mientras nosotros salíamos
hacia la playa. Se iba sin decir adiós. La noche anterior había anunciado que nos
dejaba, que se iba a otra parte, a otra ciudad, tal vez a otro país; porque ni él ni yo
entendimos dónde ni las razones de su marcha. Papá debía saberlo porque no dijo
una palabra o, tal vez, no dijo una palabra porque le cogió de sorpresa y lo dejó sin
palabras, tan alelado como un gorrión en un mediodía manchego de verano. Por la
noche papá vino a mi habitación, se tumbó en la cama y dijo tan sólo la palabra
¡Dios!, como pidiendo socorro. Le cogí la mano todavía helada y por su falta de
respuesta supe que yo no sería suficiente consuelo. Tampoco lo sería Marta, su
segunda mujer, a pesar de que en un principio todo volvía a interesarle: las escenas
locales, el lápiz, la tiza, el carboncillo, las acuarelas, los óleos, y salía del estudio y
subía a las colinas que rodean Zahara a contemplar los azules y los rojos intensos del
atardecer, pintando luego por la noche hasta caer agotado. Papá aquel día que nos
dejó mamá perdió la palabra para siempre y ya nunca volvería a ser el mismo.

Era un náufrago igual que Salvador. Desde ese día él también hablaba de
marcharse, pero yo nunca llegué a creerlo, y una noche inesperadamente
desapareció. Retorcida en la cama, lo imaginaba junto a la pasarela de un barco:
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Veía un barco en el mar, en la noche una estrella, y de repente las olas. El barco
cabeceaba peligrosamente y lo arrojaba al agua que se deshacía en espuma cerca y
lejos. Lo veía un instante manotear el agua. Veía sus manos, el agua y la espuma,
pero no su cuerpo. Luego aparecía sobre una ola, gritaba mi nombre y desaparecía,
quedando la espuma cerca y el horizonte lleno de olas blancas. Hasta ese día todo
había sido cierto en mi vida; pero de repente el mundo dejó de crecer, y cada noche
regresaba al mismo sueño con la esperanza de volver a crecer. Soñaba que estaba
muerta y que una florida embarcación me llevaba por un río con palmeras hacia una
cueva, donde él me despertaba con un beso, pero todo lo que oía era el aullido hueco
del viento. Me ponía en pie tambaleando y me iba a su habitación. Rehacía la cama,
ahuecaba la almohada donde él dormía, y luego me sentaba, estrechándome las
piernas contra el pecho como hacen las aves con las alas.
Y cada amanecer era la misma pesadilla. Tras su marcha, desperté en un
hospital. Los barbitúricos no habían podido conmigo y mi psicólogo me hablaba de
un hijo. Decía que era importante tener un hijo y que con él encontraría la identidad,
pero me costaba un gran esfuerzo seguirlo porque yo siempre había sido la identidad
de otros. También me decía que era importante la ciudad, donde me sería fácil
olvidarlo y vivir a mis anchas. Con el tiempo llegué a pensar que aquella situación de
parálisis era normal en el ser humano y juré no tener miedo; pero me volvió el
pánico y abandoné Zahara. Alquilé la casa y nunca regresé por una playa que tanto
amábamos. En Granada cerraba puertas y ventanas. La casa era segura, pero se
respiraba en ella un aire subterráneo, casi carbonífero, y la soledad y el silencio me
desconcertaban. Encontraba la vida desbordante de tristeza y sin salida. Mi carácter
se volvía cada día más sombrío y apenas dirigía la palabra a nadie, abúlica hasta
para ordenar la casa, donde sus cuadros se amontonaban en total desorden.
Abandoné los estudios. A menudo oía sus pasos y sentía su voz, el beso suave y dulce
al despertar; luego oía el silencio del carmen al cerrar la puerta, al abrir y cerrar la
verja de la entrada. Había cerrado la verja a propósito como diciéndome que no
podía seguirlo donde él iba y, desde entonces, no tenía otro sueño. Nadie más
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habitaba mis sueños, ni siquiera la hija de mis entrañas que había intentado aceptar
de todas las maneras posibles. Lo que no debía hacer de ninguna de las maneras era
volver a Zahara. La solución, me decían, era un muchacho y no dejar los estudios,
un compañero que me ayudara a olvidarlo; pero todos mis príncipes habían perdido
su capa azul. No obstante encontré otro paciente dispuesto a ayudarme, y lo hizo
hasta el día en que salió de mi vida como un libro acabado, como uno de esos libros
que se regalan y se tiran sin leer, dejándome sola con la niña.

Al alba se abría la puerta y aparecía una niña regordeta y con ojos saltones, el
pelo rubio y suelto hasta la espalda. Sonreía al despertarme, se recogía el dobladillo
del camisón y saltaba a mi cama sin importarle mi clara expresión de fastidio, echaba
hacia atrás los brazos y abría las piernas de puro placer.
- ¿Cómo se llamaba el abuelito, mamá?
- Tu abuelito se llamaba Miguel.
- ¿ Y cómo era?
Cada mañana me hacía las mismas preguntas y seguía sorprendiéndome hasta
el punto de no saber responderle.
- El abuelito murió hace muchos, muchos años - le decía al fin haciendo un
gran esfuerzo.
- ¿Y cómo era?-, repetía.
- Alto, muy alto y fuerte, el pelo plateado y casi blanco, dos ojos muy grandes y
azules; pero se fue para siempre y ya no volverá con nosotras.
- Se fue, ¿adónde, mamá?
- A un mundo feliz.
Le respondía mecánicamente y nada de lo que le decía era verdad porque se lo
había llevado el mar y le decía aquello para que me dejara en paz. Se lo había llevado
el mar y yo había dejado de vivir al tirarse al agua y abandonarme, sin duda la
sensación más fuerte de mi vida; y de ahí que, al conocer a Salvador, yo ya estuviera
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muerta y nunca le diera mi intimidad. Estaba muerta aun antes de conocerlo y tuvo
que irse. Tuvo que hacerlo porque yo ya estaba muerta para entonces y nunca le di
mi amor.
- ¿Y dónde se fue, mamá? ¿Sabes dónde está?
- Sé donde está.
- Pues vamos las dos y lo traemos.
No le contestaba y ella se me venía encima, sepultando mi cara en su pelo. Su
pelo y el sudor brillante de Salvador cayéndome sobre el rostro, la respiración
sofocada, los dos ahogándonos. Me hablaba lleno de lascivia y no le contestaba.
Jamás le dije que lo quería, pero temerosa de fracasar como esposa tampoco me
quejaba aunque me mordiera los senos o me abrasara la entrepierna.
- Vamos y lo traemos, mamá -, insistía mi hija.
No le contestaba. Veía a mi padre caminar hacia la playa, ligeramente
combado de espalda, y yo lo seguía imitando su larga zancada con el corazón a saltos.
No era todavía una mujer, tenía más o menos la edad de mi hija, y no alcanzaba a
ponerle la mano en la cintura, pero miraba a un lado y otro con coquetería porque
iba de la mano de mi papá. En la tienda me compraba dulces y, una vez en casa, me
acostaba en la cama grande a su lado. Me cogía en brazos como la cosa más natural
del mundo y mi madre se enfadaba. Decía que la cama era suya y, sin malgastar
palabras, me echaba de la habitación y cerraba la puerta. Me decía que no debía
idealizarlo de aquella manera ni acaparar su atención y pensamientos; pero yo
siempre acababa apoderándome de su cama, igual que mi hija ahora, sólo que a él
nunca le molestaba y ni una sola vez que yo recuerde me hizo llorar.
Abrazo con violencia a mi hija y rompe a llorar: me haces daño mamá, dice, y
tiene razón. Nuestros brazos no se parecen y tampoco las manos. Su mano era
inmensa pero suave y tierna, y mi cuerpo cabía entero en ella. Sus recuerdos están
por todas partes. Sus cuadros se amontonan en los rincones y ni siquiera me atrevo a
tirar a la basura los papeles más insignificantes. Son sus huellas y lo están esperando
para cuando vuelva. También la casa lo espera. Yo entonces tenía la misma edad que
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mi hija y me hablaba como si fuera una mujer y yo a él como si fuera mi madre.


Hacía con él las veces de mi madre al dejarnos, y era feliz. Entendía su soledad y me
apretaba fuerte a él. Lo miraba a hurtadillas, le cogía la mano helada y con lágrimas
le decía que nunca estaría solo. Incluso cuando pintaba o estaba ausente lo miraba y
luego, al anochecer y sin una palabra, me metía en su cama y sonreía. Sonreía incluso
cuando dormía. Se estaba bien a su lado. Su cuerpo era un volcán tierno y dulce
cuando sonreía.

Papá desapareció el mismo día en el que Marta, su segunda mujer, fue


atropellada en la carretera de la costa que va de Zahara de los Atunes a la
Atlanterra, la urbanización de los alemanes donde teníamos la casa de verano. Las
ruedas le habían destrozado los dos pechos y yo creo que me alegré porque era muy
joven y ella hacía desgraciado a mi padre. Lo normal era que viniera alguien, no
siempre la misma persona, pitara desde la calle, y Marta saliera corriendo sin
decirnos dónde iba e, inmediatamente, mi padre se encerrara en su estudio y no
quisiera ni hablarme; por eso me alegré cuando vino la policía con la noticia. Fue al
día siguiente del suceso y papá ya no estaba. Se había ido la noche anterior sin
avisarme y ello sólo quería decir una cosa: Solía decirme que un día se iría para
siempre y yo nunca lo tomé en serio porque los motivos que daba no parecían
coherentes. En tiempos de mamá, le gustaba la calle, ir a los museos, leer libros y
charlar con pintores; le bastaba con tomar un color como punto de partida y la
paleta se le deshelaba. Decía que los colores cantaban, que su pintura marchaba a
pasos acelerados hacia la luz, y apenas tenía tiempo para comer. Hacía un
considerable número de dibujos, marinas, desnudos y cabezas de mujeres; pero al
irse mamá y llegar Marta, algo cambió y en vez de pintar arrojaba los colores con
pala sobre la tela y luego acuchillaba los dibujos, rehusaba incluso conversar con los
amigos y tan sólo pintaba autorretratos, uno tras otro: con el rostro contraído,
fumando en pipa, con expresión enérgica y dura, siempre interrogando su rostro e
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intentando descifrar el enigma de su destino. Fue por entonces cuando empezó a


decir que se había pasado la vida pintando cuadros que no eran suyos y que lo que
no era vivencia personal e invención no era nada; pero haga lo que haga, hija, no te
enfades conmigo ni desesperes mientras me veas trabajar. A su estudio vino una
antigua amiga. Quería un autorretrato bonito y la pintó sobre azul, con la piel llena
de amarillos. Parecía encantada y, al irse con el encargo de volver al día siguiente,
papá la llenó de rayones y rápidamente la convirtió en un desnudo sombrío y sin
belleza, con las caderas ensanchadas y un culo que ningún hombre podría abarcar, y
ella, al volver al día siguiente, se asustó tanto al verse que no quiso comprarlo. Esa no
soy yo, Miguel, y mi padre la sacó del brazo a la calle sonriente. Fue cuando por
primera vez me habló de irse. Nadie quiere ver cómo será en el futuro. No he
conseguido engañarla y ha hecho bien en no llevárselo. Tampoco a ti quisiera
engañarte, Marina. Si algún día pintas, tira a la basura lo que no te guste. Un cuadro
es una iluminación irrepetible, un meteoro, un proyectil que prepara a la gente para
sobrevivir, y ese no lo era. La mayoría de mis cuadros están sin acabar, son bocetos
para otros cuadros y no valen nada; así que no te importe deshacerte de ellos y
olvidarme, te dejo suficiente dinero, busca tu camino y vive. Eso me decía.

La vida con Marta era insoportable y cuando lo animé a echarla de casa, como
había hecho con su amiga, me dijo que si lo hacía ella encontraría una buena excusa
para quedarse. No la soportaba y a menudo estallaba en accesos de cólera, como si
hubiera en él dos hombres, uno atento, cariñoso y dulce, y el otro violento y
despiadado. Mi padre era un náufrago y los amores sólo le traían amargura; de ahí
el miedo a que hubiera matado a Marta y se convirtiera en un prófugo de la justicia
porque entonces nunca volvería, ni me llamaría. A Marta también la amenazaba con
irse, pero a ella no le importaba. ¿Y adónde irías tú?, le preguntaba despectiva e
incrédula. Lo llamaba chiflado y él nunca le contestaba. Empezó a llamarlo chiflado
cuando pintó en negro el jardín de Zahara. Era delgada y joven, casi mi edad, con
una melena suelta y rubia, y creo que guapa aunque a mí no me lo parecía, el culo
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trivial y demasiado plano para mi gusto, la voz excesivamente nasal y una vocación
uterina impúdica que encauzaba con sus amigos. Por fuerza tenía que odiarla. Y no
me gustaba además porque estando ella en casa nunca podía entrar en la habitación
de papá y era siempre desagradable. Le molestaba todo lo que viniera de mí y de
papá: que él llegara absolutamente abstraído y fuera incapaz de hacer cosas de la
casa; que yo acaparara su atención en las comidas, que lo acompañara en el estudio y
que saliera a pasear con él. Y la odiaba también porque, desde que ella vivía con
nosotros, a papá le fallaba la palabra conmigo, estando como estábamos tan unidos.
Si le reprochaba que no me hablara, decía levantando la vista del lienzo: hay
momentos, hija, en los que creo que el silencio es la única verdad; creo, Marina, que
me estoy volviendo loco. Por eso temía que nunca me escribiera y que, si alguna vez
lo hacía, fuera para darme pistas falsas por si intentaba buscarlo, seguro como
estaba de que lo intentaría más tarde o más temprano. Su vida había sido toda ella
una confusión. Lo llamaban genio y él nunca llegó a creérselo. Creía que sus pinturas
no eran ni sombra de las ideas que soñaba. La pintura, como la poesía, es una
búsqueda de lo inexplicable, y todo a mi alrededor es pequeño, mezquino y sin
misterio. Preveo una belleza insólita en tonalidades fuertes, una pintura figurativa
enteramente de la imaginación. La pintura, Marina, es un calmante espiritual que
aquí no tengo, y algo había en ello porque pintaba en trance y bajo una gran tensión
nerviosa. Demasiadas preocupaciones y dolores de cabeza. También lo alteraban las
discusiones con los amigos y por la noche ni dormía ni pintaba, cuando la noche le
parecía más bella y atractiva que el día. Comía poco y bebía mucho. Creía que
pesaba una maldición sobre él y, aunque vendía lo que quería sin necesidad de
exposiciones, en ningún momento le abandonaba el sentimiento del fracaso. Lo vi
claro desde un principio. Desde el día de su desaparición supe que no me mandaría
un solo mensaje ni aunque se creyera a salvo; por eso, y por miedo a que yo no lo
entendiera, no se había despedido, pero lo tenía decidido y yo no había querido
entenderlo. Lo había convertido en un dios y, ciega en todo lo que se refería a él, no
quería creerme esa historia de que necesitaba irse y, menos todavía, que su presencia
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me fuera a destruir. No te diré adiós sino hasta pronto, me dijo en cierta ocasión, y el
día que me vio crecida se marchó. Me iré cuando seas mayor. Y lo hizo. Esperó a
verme crecida y se fue como si yo fuera incapaz de soportar su mediocridad, cuando
era él quien no la soportaba. Pintó una ladera de almendros en flor. Fue su último
regalo. ¿Te gusta? ¿Te gusta a ti, papá? Me gusta porque estos almendros nunca
perderán la flor y quiero que tú seas como ellos. Quisiera recordarte así de bonita y
deslumbrante; eso me decía, y otro de sus últimos cuadros fue un árbol frondoso en
el que destacaba una rama amarilla, llena de pájaros. Esa rama también eres tú,
Marina; pero al día siguiente le añadió encima una especie de acacia sahariana sobre
terreno pedregoso, luego convirtió las hojas en murciélagos y al amarillo se lo llevó al
cielo, donde un sol hiriente inundaba de oros el paisaje. En mi corazón, hija, ya no
anidan los pájaros, tan sólo bandadas de murciélagos que cuelgan como ajusticiados.
Pintando era feliz. Decía que el arte era su religión y que podía prescindir de todo,
incluso de las mujeres, pero no de la pintura. Creo que miraba el mundo del mismo
modo en que un hombre mira a una mujer; de ahí que le entrara un humor de perros
si le desaparecía la visión. Soñaba con el mar y era la misma clase de visión: lo
llenaba de sirenas con un rostro borroso en la distancia que era el mío. ¿Por qué tan
borroso, papá? No lo sé, hija, últimamente sólo te veo con claridad mientras duermo,
pero cuando comienza el día todo se me emborrona.
No distinguía el arte de la vida y pintaba sin darse un respiro, pero desde que
se había casado con Marta vivía desorientado. A veces lo veía llorar. Veía sus ojos
esmaltados de odio, sus ojos amorosos decantándose hacia la ferocidad, sus ojos tan
sólo preparados para la belleza, engatusados, humillados y rendidos por ese coñito de
vida alegre que nos hacía todo el mal que podía y que queda en mi retina como una
mancha de cieno. Marta era mala y diabólica. A menudo se acercaba a mí tras una
de sus diabluras y me pedía que la perdonara. Perdóname, Marinita, eres un cielo y
no te lo mereces, decía frunciendo los labios con el anuncio de un beso, y yo le ofrecía
la mejilla consternada y luego corría al baño a quitarme el leve roce de sus labios en
mi piel, que me escocía como un rejón ardiente.
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Marta le había secado la imaginación y no se fue por mí. Cogía la pluma y las
manos me temblaban. Le escribí cientos de cartas que nunca echaba, por no saber
adónde. Tenía por tanto que hacerme a la idea de su muerte y no lo conseguía. A
menudo soñaba con el teléfono, convencida de que en ese instante iba a sonar y, como
nunca lo hacía, lo di por muerto. Tenía que estarlo por fuerza ya que, de estar vivo,
mi padre no hubiera dejado de llamarme. Habíamos estado tan unidos y habíamos
sido tan felices juntos que el no llamarme sólo podía significar que estaba tan muerto
como yo lo estaba.

La playa se había alejado en exceso. La niña era una débil mota de color sobre
la duna, las fragatas, los pulpos y los congrios me miraban expectantes desde las
profundidades, y me entró el pánico. La ropa pesaba tanto como la niña, o como el
deseo de librarme de la niña y abandonarla; que es lo que el mar de mil maneras me
había sugerido al abrazarme. No obstante, respirando despacio y con suavidad
regresé a la orilla, donde me quedé desnuda sin otro pensamiento que el silencio y la
multitud de palabras que el mar todavía me sugería al retirarse e, inesperadamente,
me sentí feliz sin saber por qué, feliz de estar viva y respirar, de exponer mi cuerpo
desnudo al sol y al calor lujurioso de una tarde en la que me encontraba tan sola,
mientras contemplaba enmudecida la veladura lánguida del mar sobre la playa.
Tenía que hacer algo urgente, vivir mi vida, poner tierra de por medio y conocer
lugares exóticos o, tal vez desempolvar los lienzos de mi padre y volver a mis
estudios. Lo que no podía era seguir de ama de casa, que ya no tenía ningún sentido.
La noche anterior había preparado la cena como si Salvador fuera a regresar a la
hora habitual y no lo hizo. Le di de comer a la niña y comí con ella; luego salimos a la
calle y nos acercamos a la playa, al lugar mismo en el que lo había visto montar en la
tabla y desaparecer. Salvador no había aparecido ese día. Tampoco lo hizo el
siguiente ni el siguiente. Despertaba esperanzada cada mañana y durante el día me
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apresaba el mismo desaliento. Pasaba la noche en vela y al amanecer, cuando caía


desaliñada y rendida por el sueño, la niña abría la puerta de nuestra habitación y se
acostaba a mi lado, yo la estrujaba hasta hacerla llorar y entonces le susurraba mil
veces que la quería, que podía abusar de mí tanto como ellos, y todo lo que quisiera;
porque, pasara lo que pasara, nunca la abandonaría. Seremos la una para la otra o
yo seré para ti. Cogeré para ti todas las mariposas de los sueños. Te daré todo lo que
esté en mis manos, mi misma vida, que no tiene ya la menor importancia.
No se oía otro sonido que el del mar y el calor del sol, que invitaban al
abandono, pero también a verme de una forma nueva y desconocida, con los dos
hombres de mi vida desaparecidos, la playa desierta y sin nadie a la vista, las
fragatas alejándose y yo sola, absolutamente sola al fin, y tan desnuda y desprotegida
como un ave con las alas rotas. Pero debí dormirme y cuando desperté el sol se
hundía. Me levanté tal como estaba y por primera vez dejé mi cuerpo a merced de la
brisa fresca de la noche. Cogí en brazos a la niña sin importarme la ropa y, con su
cabecita hundida en el cuello, caminé hacia el pueblo sin otro impulso que el deseo de
estrecharla fuerte y espantar el sueño salvaje de abandonarla.

Desde donde estaba sentada podía ver el mar y la larga duna al fondo en la
que papá había desaparecido de mi vista, hacía ya seis años; también el lugar exacto
en el que días atrás había visto a Salvador por última vez. El mar estaba en calma,
luminoso y azul. Cruzaba cerca de la costa un velero hacia el Mediterráneo con las
velas desplegadas y, más allá, un petrolero se abría paso entre barcos de pesca
apotalados, mientras de la orilla africana surgía el ferry que enlazaba Tánger con
Tarifa. Tenía que ir a la policía y dar cuenta de la desaparición, pasar el mal trago
cuanto antes y regresar a Granada, donde ya me avisarían si aparecía el cuerpo.
Nada pintaba allí, así que puse la niña en el carrito y me dirigí a la policía como una
sonámbula. Desde Granada llamaría a los abuelos de Salvador, de los que nada
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sabía. Jamás me había hablado de su familia, excepto una vaga referencia a sus
padres, muertos en accidente de carretera; pero ni una palabra de que tuviera
abuelos. Había descubierto su teléfono por casualidad entre los papeles de Salvador y
les avisaría para que le hicieran un funeral si querían. Yo no haría nada; bastante
tenía con sobrellevar en soledad una nueva y desconocida lasitud que, como las malas
heridas, no acababa de cicatrizar, y que me bloqueaba la mente impidiéndome
incluso levantarme del sillón, cuando más me urgía organizar mi vida y la de la niña.
El trámite resultó más largo de lo esperado. No se explicaban cómo el mar no había
devuelto su cuerpo, y querían saber por qué no les había avisado antes, quién era,
profesión, nacimiento, si había testigos, color del pelo, papeles de identidad y mi vida
con él, si lo había querido, si habíamos discutido; y les conté lo que quise. En apenas
diez días sobre sus facciones había caído un velo de sombra, se me habían borrado, y
me vi como una idiota describiendo a un desconocido. Más tarde, al pasar a detalles
íntimos y particulares, me sorprendí hablándoles de lo fuerte y vigoroso que era
papá. Seis años, y su fisonomía estaba más viva que la de Salvador, desaparecido
hacía tan sólo unos días. Ellos no salían de su asombro porque conocían la historia de
mi padre, y no acertaban a decidir si lo que tenían delante era una lunática que les
tomaba el pelo al hablarles de un fantasma desaparecido hacía tanto tiempo, en lugar
de mi marido. Sutilmente habían llevado la conversación hacia mi padre y me di
cuenta de que era él quien les interesaba, y no Salvador. Les interesaba mi padre y el
atropello de Marta, todavía un misterio por descubrir, y sólo me dejaron ir cuando
vieron que nada sabía. Al salir, callejeamos la niña y yo el pueblo y los extramuros
del pueblo sin acordarme de la cena hasta que Marina empezó a quejarse y
lloriquear.
Lloriqueaba igual que yo le hacía a mi padre cuando en contadas ocasiones me
negaba algo que quería desesperadamente, y no paraba hasta cansarlo. Me daba
todo lo que quería, pero ya una mujer llegué a preocuparle porque no tenía aficiones
definidas y nunca sabía qué quería hacer, a diferencia suya que había nacido con el
pincel en la mano. Hubo un año en el que apenas le dirigí la palabra, a resultas de su
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boda con Marta, allá por los quince o dieciséis, y llegó a tanto su preocupación que
llamó a un psicólogo amigo suyo, un hombre afable, arrollador y simpático, de pelo
blanco y una veintena de libros. Fuimos a verlo a Córdoba, donde vivía, y él insistió
en pasar el día con nosotros en Zahara de los Atunes.
- Entonces, Carlos, ¿qué le pasa a mi hija? - le preguntó mientras cenaban.
Había pasado la tarde hablándole de mi padre o, más bien, había sido él quien
había pasado la tarde hablándome de su familia y de sus matrimonios, de los
calaveras de sus hijos, dos de ellos drogatas, y yo haciéndole de psicóloga con no poca
fantasía, hasta sorprenderme tanto a mí misma que me callé desconcertada.
- A tu hija, Miguel, no le pasa nada.
Papá insistía incrédulo. Entonces, ¿por qué no me habla?
- A ti te adora y no va contigo. Lo que Marina necesita es amor - dijo al fin.
- ¡Qué basto eres, Carlos! - le respondió papá - ¿Para decirme eso has venido?
- ¿Te parece un diagnóstico equivocado?
- Me parece un diagnóstico idiota, y perdona la franqueza. Tú, yo y María
Santísima necesitamos amor. No me dices nada nuevo.
- ¿Qué te ha dicho don Carlos? - me preguntó mi padre a solas.
- Es un tío aburrido, papá. Me ha contado la historia de sus divorcios.
- ¿Y tú qué le has aconsejado?
- Que se vaya comprando un traje de novio. Tanto casarse y descasarse lo han
convertido en un “fan” del matrimonio.
Papá aprobó mi diagnóstico con una gran sonrisa. Lo curioso es que sus
mujeres siempre lo han llevado en lenguas, pregonando a los cuatro vientos lo buen
marido que es. No hay mujer que se cruce con él y no lo mire.¿A ti te resulta
atractivo?
- ¿Cómo puede un mediocre ser tan tonto y escribir tantos libros?
- Deberías hacerte psicóloga y descubrirlo - dijo papá divertido.
- Los psicólogos son unos desgraciados, papá. Buscan hacer felices a los demás
y ellos no se cuidan de serlo. No se soportan.
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- Carlos no es un caso general.


- Tu amigo, papá, está hecho un lío y no sabe lo que quiere. Es un viejo.
- El es viejo, yo soy viejo, y tú eres joven. Desearía que estuvieses muerta.
Fue el mayor jarro de agua fría que recibí de mi padre en vida, y de momento
perdí el habla, hasta que me di cuenta de que me lo tenía bien merecido por haberlo
abandonado igual que Marta, y que me había ganado a pulso aquel reproche
amargo, tras el que estuve a punto de tirarme de la muralla. Pero reaccioné a tiempo
y pudimos volver a la intimidad de siempre. ¿Cómo había sido capaz de pasar un año
sin hablarle? Admiraba su estilo, nuestra relación había sido mucho más fascinante
que la de cualquier hijo con su padre, y también había llegado a admirar a Salvador;
a los dos, a pesar de que vivían al filo de la navaja, pero los dos me habían engañado.
Me habían apartado de su vida sin contemplaciones y me habían abandonado.
Regresaría a Granada. Tenía una idea vaga de qué iba a hacer, pero muy claro de
que la playa no me interesaba. En la playa no había nada especial para mí y en esa
ciudad al menos nunca me había sentido sola y ahora tenía más motivos que nunca
para no sentirme sola. Tenía a la niña conmigo y la posibilidad de hacer lo que me
venía en gana, andar a la deriva como una sonámbula, vivir una vida licenciosa si me
apetecía, nuevas amistades, cualquier salida podía ser atractiva cuando todos los
modelos se te han roto. La cabeza se me llenaba de preguntas: ¿sería capaz de salir
adelante? Todos daban por descontado que yo no tenía capacidad alguna para soñar
y debía desmentirlos. Me habían tratado como una inválida, patrocinando mis gustos
e incluso los juegos, y les demostraría que yo también tenía un talento oculto para lo
inverosímil, aunque ello nada tuviera que ver con expediciones fantásticas por
territorios que apenas figuran en los mapas. Mis sueños serían de otra índole y tenía
toda la vida por delante para realizarlos. Le demostraría a Salvador que no tenía un
carácter tan apocado, y a mi padre que era capaz de olvidarlo. Me miré en el
pequeño espejo del bolso: ¿tú crees que soy una boba, una parásita, una cursi? Eres
guapa e inteligente, Marina. No pienses más en ellos.
La niña lloraba mientras mi imaginación fantaseaba. Quería hacer cosas, me
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saldría algún trabajo, y lo que desde luego no haría sería quitarme de en medio como
ellos, porque yo sí lo soportaría. He fracasado como esposa e hija; pero tengo que
hacer algo para salir de este túnel. Rodaría por la ciudad como si hubiera vivido en
ella mi adolescencia y lo haría con pasión, como la mocita que ensaya su capacidad
de seducir. Me haría periodista o rescataría los pinceles de papá, y viviría. Tenía
razones para vivir. Me iría a Madrid, llevaría a la niña a una guardería y sería una
superviviente de este particular naufragio colectivo de mi familia. Sería más sencillo
de lo que había imaginado. En alguna ocasión me había tentado la idea de recorrer
los lugares en los que había vivido mi padre: Barcelona, París, el inolvidable año en
Roma, Pisa, Florencia, y tal vez lo haría por si lo encontraba, sólo que nada que
tuviera que ver con él me interesaba de pronto. Vendería uno a uno sus cuadros,
hasta desprenderme de ellos por completo. Sus cuadros nunca habían valido
demasiado, pero podrían valer ahora que había desaparecido, y su venta me daría
una libertad inesperada; aunque sería prudente y dosificaría las ventas. Sería más
sencillo de lo que había imaginado.
Estábamos en la calle y, para probar mi repentina valentía, decidí cenar con la
niña en un restaurante y me regalé con vino. Al salir eufórica, entré en una cabina y
llamé a los abuelos de Salvador, les dije quién era y lo sucedido en el mar y, para mi
sorpresa, me conocían e iban a ayudarme. Me preguntaron el número de mi cuenta y
el banco. Querían conocernos, a mí y a la niña, y me pidieron que a no tardar los
visitara. La noche entraba sin ruidos, salvo una ligera brisa que no alcanzaba a alzar
las banderas, y la gente paseaba sin prisa disfrutando de un día inesperado de escaso
viento. Grupos de muchachas jóvenes cantaban la tonadilla de un radiocasete,
algunas con walkman, y luego reían. No las conocía. No conocía a nadie, pero de
pronto tuve la impresión de no estar sola en el mundo. Tenía a la niña y la promesa
de dos viejecitos que me habían hablado con simpatía ofreciéndome ayuda. Con
precisión mecánica saqué del bolso la barra de carmín y me retoqué los labios.
Decididamente me iría por la mañana. Las luces de Tánger destacaban en la
distancia con nitidez y no sería una huida precipitada. Tiré a la basura sin derramar
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una sola lágrima los recuerdos de Salvador, monedas, fósiles, minerales, planos,
mapas y demás curiosidades, acosté a la niña, puse la radio, y me dormí con música.
Por primera vez en muchos días tenía la impresión de que aquella noche no
necesitaría somníferos para dormir.

2 UN CUADERNO DE DIBUJOS

Primero recibí un cuaderno de ciento cincuenta y tres dibujos, con su


firma y estilo, y lo tiré al cuarto donde almacenaba sus cuadros y papeles. Algún
tiempo después, vi un documental de África sobre mi padre, en el que lo llamaban la
gran promesa de la pintura, y corrí a rescatar el cuaderno; finalmente hablé con un
cantante de aquel país, que era el Malí, y que lo conocía. Papá vivía. Sabía que vivía
desde el momento mismo de recibir aquel paquete sin remite al que de pura rabia no
le había hecho caso. Habían sido casi diez años sin dar señales de vida, y no podía ni
imaginarme qué lo había llevado a un mundo tan primitivo, cerrado y asfixiante,
hecho de normas, tribus y lenguas tan distintas, de tabúes, miedos, prejuicios y
enfermedades incurables, como la malaria o el sida, que a mí me producían pánico, y
sabía todavía menos qué hacer con mi vida cuando salir de casa por la noche me
aterraba; pero papá vivía y no podía seguir negándolo por más tiempo. África era lo
más alejado de mis gustos, tan convencionales, y más que una explicación de por qué
veía semejantes documentales, debía hablar de la suerte. En muy contadas ocasiones
encendía la televisión y, cuando lo hacía, era casi siempre para ver reportajes sobre
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África, por algo atávico y oscuro, e incluso entonces los veía de forma maquinal,
fijándome más en los espacios y colores ocre y oro, sin dejarme embriagar en ningún
momento por las románticas aventuras de Salvador; pero de pronto allí estaba papá,
un fantasma en un paisaje desolador de precipicios, casas de barro, desiertos y
roquedos, rodeado de otros fantasmas y de un inflado comentarista que lo llamaba el
pintor más representativo de la joven pintura española, agresivo, provocador,
figurativo, vanguardista y audaz, un Picasso en potencia del siglo XXI que pintaba la
pintura y que, desde su retiro eremítico en los roquedos del Malí, la revolucionaba en
cada cuadro sin aceptar beaterías, sin morirse de éxito y sin consentir salir de su
escondrijo. Rudi Fuch lo había descubierto, la galería Bruno Bischofberger de Suiza
le había comprado un par de cuadros; luego, y tras una reciente exposición en
Documenta 7 de Kassel, todas las galerías de Madrid, París, Barcelona, Londres y
Chicago se disputaban histéricamente la ácida soledad de su pintura y una visión, de
cromatismos albos deslumbrantes, que iba de lo minúsculo a lo cósmico.
No podía creerlo. No había querido creer al recibir el paquete que fuera de mi
padre y que estuviera vivo. Lo creía muerto y no me hacía a la idea de que, si estaba
vivo, nunca me hubiera enviado una nota justificativa o la explicación de por qué me
había abandonado, una dirección y una sencilla carta, que viniendo de él, hubiera
aceptado sin cuestionarme los motivos, por fantásticos que fuesen, pero no lo había
hecho. Estaba vivo y me había herido en lo que más me importaba. Se había
convertido en un ser desnaturalizado, precisamente en lo que jamás hubiera
imaginado; porque habría aceptado que fuera un repugnante fraude, un simulador
y un criminal, cualquier cosa antes que el hecho de posponerme a su arte. Es cierto
que me lo había advertido, que en muchas ocasiones me había dicho que se iría, y que
años después me había mandado aquel cuaderno de dibujos; pero no podía aceptar
que primero fuera la pintura y luego su hija; a no ser que hubiera algo más para
desaparecer con el sigilo y teatralidad con que lo había hecho en una noche tan
tormentosa y dramática, algo turbio y extraño, un problema grave con la policía, la
muerte de Marta tal vez, si es que él la había matado. Seguía no obstante
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resultándome incomprensible aquel silencio de años, casi una decena sin una nota,
sin una explicación: ¿tan poco valía su hija para él? Tenía que haber algo más.
Aquella mujer había convertido su vida en un infierno y, de seguir a su lado, lo
habría llevado al cementerio; pero también yo había sufrido lo mío y lo menos que
podía haber hecho era rescatarme. Le habría animado a pintar y a no malgastar su
vida, aunque eso no había sucedido a tenor del documental. Todos se hacían lenguas
de su genio y ése, por tanto, no era el problema. Se había marchado y, traducido en
palabras para mí, aquello quería decir que había encontrado el mundo que buscaba
y en el que yo nada tenía que ver, lo que era más que suficiente para odiarlo; no
obstante, me había enviado aquel cuaderno de dibujos.
A su lado un muchacho negro guapísimo, de ojos reidores, pelo planchado y
largo, ágil, atlético y delgado, todo un maniquí distinguido y desenvuelto. Junto a él,
mi padre con la frente despejada, los ojos algo más sombríos, y en la boca una mueca
traviesa y juvenil. Al fondo se veía un árbol gigantesco, un baobab por lo poco que
sabía de África, y más allá una tapia de piedra y un vacío, tal vez un valle. Había
matado a Marta sin duda. Había sido él. ¿Qué demonios, si no, le había hecho
desaparecer de escena de forma tan peliculera y con un mar y un cielo de pesadilla,
un barco hundiéndose? La distancia tiende a confundir realidad con fantasía, y todo
lo relativo a él me resultaba tan incomprensible y confuso como su aspecto risueño y
feliz, algo más encorvado de espaldas y con menos pelo, pero de parecida vivacidad.
Grabé el documental cuando ya estaba avanzado y lo vi y volví a ver despacio,
parando en él la imagen y, de repente, me vino el pensamiento de que no sabía nada
de mi padre y de que no había sido justa, tras recibir su cuaderno. Con él parecía
llamarme, y lo había arrojado con sus cuadros y papeles al desván. ¡Cómo me
gustaría ser partícipe del secreto de su vida y de su compañía, aunque fuera en el
mismísimo infierno! Pero había tardado casi diez años en dar señales de vida, y de su
conducta sólo sacaba la conclusión de mi insignificancia. No le había importado, y
nuestro amor no había sido otra cosa que la fantasía de una niña que sueña
imposibles. Tenía a mi hija sentada a mi lado y no le dije que aquel señor tan
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distinguido y apuesto de la pantalla era su abuelito. Llamé a la chica que la cuidaba


en mis salidas y, caída la noche, salí a la calle y vagabundeé por los alrededores de
Plaza Nueva, bebiendo y fumando con fantasmas y sonámbulos hasta casi el alba,
cuando desperté con un horrible dolor de cabeza al lado de un desconocido que me
llamaba Honey, en la cama de un hotel.

Tardé varios días en ir a la Facultad de Bellas Artes, y la mañana que lo hice


cautivé la atención de mis compañeros que vinieron a casa en grupo. El documental
había producido el milagro. Lo habían visto en clase y de repente todos lo llamaban
el divino y me miraban con envidia. Lo que mi padre había hecho, su forma libre de
vivir y de buscarse un paraíso particular es lo que cualquiera de ellos haría en sus
circunstancias, caso de tener su aparente genialidad. ¡Enhorabuena, querida!,
¡piensa en Gauguin! Todo el mundillo artístico de París creía que al irse a las islas
Tahití iba a los infiernos, y descubrió la Modernidad. No cabe otra explicación con tu
padre y, si se fue sin contemplaciones, lo hizo arrastrado por la llamada del arte y de
la vida, que en él parecían ser una misma cosa.
Los escuchaba en silencio, como era mi costumbre en todo tipo de discusiones,
reacia por instinto a las confidencias, o predispuesta desde la muerte de Marta al
doble juego de simular en público y cuestionarlo todo en mi interior. La puerta
claveteada de negro acentuaba el silencio del callejón. Abrí la verja, luego la puerta,
y al penetrar en la penumbra del salón, cesaron las conversaciones y Pablo, Sonia,
Dulce y Marga se quedaron en silencio como si entraran en un santuario en el que las
voces, la semi oscuridad, y los pasos en la tarima les atronaran la mente. De la noche
a la mañana y por obra y gracia de la televisión, mi padre se había convertido en
leyenda. Era el comentario favorito en la Facultad y en los cenáculos. Susurraban a
media voz, y a mí me hubiera gustado gritarles que su héroe, aquel héroe que estaba
por encima de la trivialidad del mundo, idealista y divino como lo llamaban, era un
degenerado que una vez, hacía mucho, había desaparecido de mi vida poniendo una
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bomba en mis afectos, que se había ido a un exilio, no sé si dorado, donde vivía en
compañía de gentes, tampoco sé si caníbales, pero sí asquerosas y primitivas. Esa,
cuando menos, era mi verdad, pero los vi tan cohibidos en la penumbra del santuario
que les dije:
- El no está aquí. Podéis hacer todo el ruido que queráis - y ellos siguieron
hablándose en susurro.
Abrí las contraventanas y la luz del sol incendió las lámparas, las cortinas de
muselina que las cubrían, la funda del clarinete de mi padre sobre la consola, su
retrato y su impresionante mirada, las paredes con media docena de cuadros: sus
cuadros de una primera época, rabiosamente realista, o de un “realismo bruto” como
lo definían, en los que la paja sobre el lienzo era paja, los insectos de los bodegones
eran insectos, los moluscos incrustados moluscos, y las colillas de los ceniceros eran
colillas tan reales como los fideos en el plato. Había sido un movimiento apenas
valorado y ellos escrutaban los cuadros en silencio, como si nada les dijeran. De
pronto, Pablo se sentó en un sillón frente al cuadro de los mejillones, frotándose las
manos entre los muslos. Es tan sugerente, dijo al fin con su cara de niño atiborrada
de helados y merengues, la pipa sin tabaco siempre en la mano, y todos estaban de
acuerdo enzarzándose en una acalorada conversación sobre la tontería de un siglo
que busca la post modernidad en imágenes de ordenador que no llevan a ninguna
parte: los medios polucionan el arte y nada relevante se descubre ya en los museos.
Hay que bajar a los bajos fondos y aprender a vivir entre las ruinas, los grandes
siempre lo han hecho así, decía Pablo, se han hundido en los burdeles con Toulouse-
Lautrec, en la locura con Van Gogh, en las cocinas con Apollinaire, que entre el
aperitivo y el postre mostraba revistas vanguardistas. Lo nuevo, para ser nuevo, debe
mantenerse en secreto por lo menos durante algún tiempo; y en los últimos veinte
años nos hemos acostumbrado a ver sacar a la luz todo tipo de vulgaridades y para
colmo las etiquetan. Hay que revisar las vanguardias, revisar a Gauguin y volver a
los orígenes o a los clásicos, como hace tu padre. Tu padre es un descubridor nato,
querida, un artista de frontera. Se apunta al realismo bruto con acierto y, en una
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época de comunicaciones como la nuestra, el acierto en los nombres lo es todo. Lo de


menos es si estos cuadros de juventud son geniales; lo hace para salir del anonimato,
pero pronto rompe con consignas tan simples y busca en soledad su camino. Tu
padre, querida, es un genio y no soporta que lo encasillen. Ha entendido como nadie
que el arte de finales de siglo tiene que ser un arte sin fronteras, y pinta como se le
pone en gana y lo que le da la gana, sin guardar la carne en la orza. Quiere pintar el
campo y lo pinta. Quiere pintar un mundo que no entiende y se marcha de él para
refugiarse en el silencio y encontrarle una explicación. Tu padre, querida, volverá,
no sé si podrido por la sífilis o el alcohol, pero convertido en un poeta maldito, no me
extrañaría, y con una pintura fulgurante que revivirá esa misma emoción que la
inmensidad del cosmos le produjo al primer cosmonauta desde su nave. Tu padre,
amor, finalizó con un grito de gaviota obesa, volverá con una pintura que dejará
pequeña la fantasía de Braque y de Toulouse-Lautrec, porque es un artista
químicamente puro.

Lo que tenía en mi casa eran las cosas de toda la vida, las cosas de mi padre, y
estaba tan acostumbrada a vivir entre ellas, que eran lo más normal para mí. Salimos
al exterior. El jardín olía a una mezcla de rosal, jazmín y hierbabuena, y era
agradable estar sentada entre amigos bajo el parterre de la buganvilla con un sol que
caía y llenaba la Alhambra de cobre y oro, mientras las sombras reptaban
lentamente como monstruos silenciosos por el césped. Hasta ese día mi jardín había
sido mi mejor compañía y en él había encontrado una cierta paz. Me especializaba en
restauraciones, pero también me gustaba el dibujo, y a menudo me sentaba con mi
bloc en las rodillas y dibujaba árboles, plantas y edificios, aunque lo que me producía
mayor satisfacción era ir con mi grupo a una iglesia o al Museo de Bellas Artes y
restaurar pinturas. Había colaborado en la limpieza de un San Bruno de la Cartuja y
todos me habían felicitado.
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Llegó la niña, con la tarde avanzada, la conversación era tan animada que no
le presté atención y ella tuvo que exigir su cena arrastrándome al interior de la
cocina, desde donde seguía oyéndolos hablar a la vez, con la voz de Pablo
sobresaliendo sobre el resto, haciendo hincapié en que la pintura de mi padre era la
más violenta y actual que se había hecho y que, de estar hoy muerto, estas sencillas
pinturas serían su testamento.
Fue un día, una tarde especial en la que me sentí feliz sin saber por qué, feliz
de estar viva, de respirar y de formar parte con todo mi ser de la luz, de los olores y
del lujurioso calor del día. Había descubierto que en este rincón soleado, en el que
nadie me molestaba, podía soñar a mi antojo, y que la soledad me gustaba. También
había días en los que me sentía desgraciada sin saber por qué; eran días en los que no
podía trabajar y no valía la pena ni estar triste ni alegre. Seguían deslumbrados por
la televisión. Pablo hablaba más fuerte que nadie y sin saber por qué deseaba que
aquella noche se quedara, que se marcharan mis amigas y que me pidiera acostarse
conmigo, e incluso casarme con él; aunque seguramente me negaría. Lo hizo, no
obstante, y, al irse horas después, no había sombras y la oscuridad no pesaba, la luz
de la luna caía sobre el alfeizar de mi ventana y sobre el mundo con el misterio y la
suavidad del sueño, aunque dejando la impresión, la sensación en mis sentidos de
algo inalcanzable más allá de mí.

Los nombres y direcciones del cuaderno de dibujos eran casi indescifrables.


La firma de mi padre, no obstante, era clara. A todas luces se trataba de un cuaderno
de trabajo con ciento cincuenta y tres dibujos, hechos a lápiz, en el que se podían leer
nombres de lugares y ciudades, que en un principio nada me decían, pero que
estaban en los mapas: Essaouira, Safi, Agadir, Banco de Arguin, Boutilimit, Oualata,
Nema, Nampala, que llevaban claramente hacia el Malí, pero con direcciones
borrosas y no siempre correctas, como dictadas de prisa y tomadas al azar, y que no
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parecían tener sentido a primera vista, hasta que me di cuenta de que aquel
cuaderno era la agenda de un viaje, del viaje que mi padre había hecho después de su
suicidio y de que con él me estaba pidiendo que lo buscara. No tenía cigarrillos, corrí
al estanco y regresé echando humo por las orejas.
El cuaderno había sido la primera noticia que me anunciaba su vida y, aunque
no estaba dispuesta a cambiar mi actitud de recelo y odio, vi el documental, luego leí
la prensa, que sacó a relucir su aventura, y finalmente hablé con un afamado músico
maliense, premio Grammy, que lo conocía. Había leído en El País el anuncio de su
recital en Sevilla y, sin pensármelo dos veces, compré su disco Talking Timbuctu, que
fui oyendo en el camino, y me presenté a él en la Cartuja, donde tenía lugar el recital.
Alí Farka Touré vivía en un poblado del río, en una casa de barro que él mismo se
había construido y, todavía un niño, una serpiente con una extraña marca en la
cabeza, que no era ni amarilla, blanca o negra, llamada Ghimbala y relacionada con
los espíritus del río, se le había enroscado en el cuello. Consiguió quitársela, pero
desde entonces entró en un mundo nuevo y dejó de ser la persona que era. Sufría
ataques epilépticos, no sentía ni el fuego ni el agua y lo llevaron al poblado del
Hombori a curarse y allí empezó a tocar y, al regresar curado, los espíritus lo
recibieron de nuevo y siguió creciendo y tocando con ellos. Entré en el camerino, me
presenté, le dije quién era y sonrió. Conocía a mi padre. Todo el mundo conocía a
Miguel Romero en su país, incluso mejor que él, pero si tenía paciencia y lo
acompañaba a tomar una copa, al acabar el recital, algo me diría.
No sabría adivinar su edad. Tenía el aire deportivo del que está habituado a
vivir al aire libre, la piel tostada y una dentadura blanquísima de pura porcelana, la
sonrisa también blanca, obsequiosa, y la rebuscada cortesía del que ha vivido en las
cloacas y no ha tenido más universidad que la calle. Venía del fondo de un país de
sombras de cuya existencia cualquiera dudaría, pero podía acostarme por primera
vez con un negro y lo acompañaría gustosa.
Alí Farka Touré era un hombre leyenda para los entendidos en blues, o lo que
aquello fuera. Tocó el djerkel, la njarka, el ngoni, la flauta, la guitarra y la batería.
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Conocía todos los instrumentos y, al final, le pidieron a gritos que tocara el djourkélé
y él lo hizo con sonrisa agradecida y gesto tan atractivo y digno, que al punto me
entró la duda de que su procedencia fueran las cloacas y la mierda. Era una guitarra
con una sola cuerda y le arrancó parecidos registros a los de una guitarra
convencional entre oleadas de aplausos. No sabía nada de su mundo, pero empezaba
a gustarme. Con mi padre se había visto en una ocasión: tu padre es tan escurridizo,
querida amiga, como yo; tenemos eso en común y otras muchas más cosas; los dos
huimos de forma parecida de la notoriedad, él oculto entre las rocas de Bandiagara y
yo en un poblado del río; en mi país, Miguel Romero es una leyenda tan grande o
más que Salif Keita, ¿conoces a Salif Keita? Carcajadas de felicidad al decirle que
había oído ese nombre: como a tu padre, a mí también quisieron llevarme a la
escuela, y me negué; como tu padre, siempre he pensado que el aprendizaje es una
especie de derrota que no conduce a lo sutil y significativo, que substituye las teorías
por los sentimientos y reemplaza lo maravilloso por la memoria, cosa que tiene poco
o nada que ver con el arte. El arte no es gratuito ni simple. El arte es talento y el
talento necesita de la astucia para combatir las normas y los códigos, los gestos
simples y las palabras cotidianas. Tu padre canta lo que le rodea, pinta sus deseos,
penas y recuerdos, juega con los colores igual que yo hago con la música,
distribuyendo el color por la superficie del lienzo como notas de un instrumento
tocado a golpe de pulmón. Es así como se construye una obra, con pasión, a golpe de
pulmón, y con los colores justos, que en tu padre son la arena, el agua y hasta los
olores del Sahel, y en el mío las palabras apropiadas que expresan emoción, dolor y
amores imposibles. El Malí es un país pobre y con un clima duro e impredecible,
pero si crees que es un país sin sensibilidad escucha su música. La canción última,
Terei Kongo, decía, te la volveré a cantar esta noche en inglés para que la entiendas:
I forget everything else when I see my beloved
Beautiful beloved, it´s on you that my eyes rest
Beautiful teeth, it´s on you that my eyes rest
I must see. I must see my beloved
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I must see. I must see my soul´s beloved


How sweet, how sweet, how sweet my heart´s beloved
- ¿Cree que mi padre me aceptaría si fuera a verlo?
- ¿Pero acaso no eres su hija? Tutéame con libertad.¡Ah, los occidentales! Sois
admirables. Entre nosotros la familia es tan sagrada que a nadie se le ocurriría esa
pregunta - y me miró de arriba abajo con mirada escrutadora y sonrisa afable.
- Creo que lo soy, pero no sé si él me considera su hija. Me abandonó siendo
muy niña y hasta hace medio año lo creía muerto.
- ¿Cuántos años tienes, veinticinco?
- Veintiocho.
- ¿Y de veras que nunca te ha dicho que vayas con él?
- Nunca.
- ¿Y tampoco sabes dónde está?
- Después de diez años recibí del Malí un bloc de dibujos pero sin dirección.
Supe así que estaba vivo.
- ¿Recibiste nada menos que un bloc con dibujos suyos y todavía no lo has
buscado? Tratándose de algo tan valioso y personal para un pintor, como sus
dibujos, sin duda lo ha hecho para que lo busques. Hazlo y a lo mejor descubres que
está muy solo, y tan perdido, o tan enfermo, que no ha sabido decírtelo de otra
manera.
- ¿Tan enfermo?
- El día que lo vi era un esqueleto. Había tenido la malaria y sufría el martirio
del vientre. Ahora bien, si quieres darme una carta yo se la haré llegar. ¿Y esos
dibujos son de Malí?
- De Marruecos, Mauritania, y el Malí, creo.
- Al menos no te ha dado pistas falsas, ¿cómo fue su ida?
- Desapareció en el mar.
- Simuló un suicidio para no herirte -dijo con una gran sonrisa y yo no le hablé
de Marta ni de las sospechas que caían sobre él; en cambio le dije:
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- ¿Por qué se aparta cuando te hablo?


- Es tu perfume, querida. Me marea un poco.
- Y usted sabes dónde está.
- Querida amiga, Mali es una pequeña familia, y sé tanto como cualquiera. Allí
lo conoce todo el mundo y a mí fue Ry Cooder, un amigo americano, quien me lo
presentó. Me cayó bien al instante. Me pareció un hombre tierno, simpático e
inteligente, al menos dijo algo sutil que me gustó. Dijo: tu música, Ali, domina el
ritmo de la vida. Ves que tenía que caerme bien después de aquello; pero es algo que
no dijo por complacerme tan sólo, sino por algo que a él también le quema, porque
luego vi sus cuadros en Sanga y me di cuenta de que es eso mismo lo que él intenta,
dominar el ritmo de la vida. Tu padre, querida amiga, no es de los que vacilan frente
a un cuadro. Tampoco es de los que buscan la vida encerrado en un taller, por eso tal
vez se fue de tu lado. Por eso y porque su vida es el arte y vive en éxtasis. Pinta
enanos que parecen gigantes y gigantes que parecen enanos. Pinta un teatro de
dimensiones gigantescas que se apoya en pequeñas columnas. Recuerdo un
autorretrato muy especial, con el cráneo partido y el ojo saliéndole de la hendidura.
- Lo he visto. Está en el cuaderno.
- No sé si eso se le habría ocurrido en Europa, pero lo que sí tengo claro
es que entre nosotros eso es tan normal como el no comer. Tu padre se fue a África
porque África no está pintada todavía y tiene mucho que enseñaros. Ahora bien, si
quieres saber más, búscalo. Ya has oído mi canción Bandalabourou:
Why run away?
This would shame us
Why don´t you stop from running away?
This would honor us
Ya ves que no puedo ayudarte más que con palabras. Lo siento.
- ¿Regresas a Mali?
- Allí tengo mi casa. Allí me retiraré a trabajar la tierra y a vivir con
sencillez. Si te interesa este tipo de vida, yo mismo haré una casa para ti.
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- ¿Estás casado, Alí?


- Sí.
- No podría vivir contigo.
- No es lo que crees. Tengo muchos hombres, mujeres y niños a mi
cargo. Soy el hermano décimo cuarto y, como todos están muertos, tengo muchas
bocas que alimentar. Es mi obligación, pero te haré una casa cómoda, con vacas,
gallinas y frutos. Allí se puede vivir prácticamente con nada.

Reuní a mi grupo para ver juntos unos documentales que una expedición de la
universidad de Granada habían hecho sobre las Ciudades Perdidas de Mauritania y,
al acabar, con una ola de terror subiéndome del estómago, les propuse la idea
descabellada de viajar al Malí siguiendo los dibujos de mi padre, pero sólo ellas la
aceptaron con no poco regocijo. La vasca Marga, a la que llamábamos Naomí por su
extraordinario parecido con la modelo británica, cuerpo sin grasa, cabellera
ensortijada y labios húmedos sin rouge, decía que estaba más que harta de recibir
órdenes de los batasunos y que las mujeres no deberíamos abrir más frentes que los
que ya teníamos. La habían enviado sus padres a la facultad de Bellas Artes de
Granada para alejarla de la violencia y repetía una y otra vez que nuestra guerra no
es su guerra, refiriéndose a sus antiguos compañeros. Sofía Dulce Trinidad iba a
casarse con un individuo que podía ser su padre, el único pretendiente que había
tenido y, antes de subir al altar, se paró a reflexionar y reía nerviosa. Fría, pasiva,
piel blanquecina e incontaminada de sol, como esas estatuas de la antigüedad, la
boda le producía escalofríos; pero sin más aventura en su vida que el pincel, tampoco
la habría desechado hasta que, de pronto, soltando una profunda bocanada de aire,
nos dice: de buena me has librado, Marina, voy contigo. El padre de Sonia, casi tan
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hermosa como Naomí, era un genio local: pintor, escultor, grabador, poeta, novelista,
editor y dueño de una veintena de librerías, repartidas por el país, a la par que ateo,
anarco, libertario, columnista del Ideal y cronista de la ciudad, decía de su padre que
nunca había disfrutado de un minuto de silencio en su vida y que ella jamás había
encontrado una razón para ser lo que él quería. Nunca entenderá que a mí me guste
vivir como una haragán y buscar lo que me place por el ancho mundo. Su padre
había hecho la guerra. Lo había conquistado todo en la posguerra y, a más que más,
no tiene otra obsesión que la de no dejar nada para los demás. No le basta con
disfrutar de sus conquistas y cada día se parece más a un ladrón de bancos. Vive en
el limbo, pero está listo si cree que va a hacer gavilla conmigo! Pablo declinó, y lo
sentí por lo que aquello tenía de ruptura y sabor amargo entre nosotros, después de
convencerme e irnos juntos a una Feria de Arte en el hotel Gramersy Park de Nueva
York, donde compartimos restaurantes, una tarde inolvidable en el MOMA, y
sesiones cinematográficas con sus noches en el hotel Manhattan. Si quieres vender
sus cuadros, iremos a Nueva York. Tu padre, Marina, no es nada de momento, pero
acabarán valorándolo los americanos; siempre sucede así con lo bueno; allí los
coleccionistas te los quitarán de las manos. Y así fue. Llevamos una docena de telas:
una serie de mendigos y prostitutas de su época de París, en la que ya había
abandonado el realismo bruto; y otra de bañistas, inspiradas en las playas de Zahara
- con una Marta inconfundible en las que aparecía con dedos y uñas larguísimas que
acababan en puntas de cuchillos -, y las vendimos bien; por eso me dolió tanto que
Pablo rehusara acompañarme, convencida de que necesitábamos un hombre con
nosotras y, casi al instante, sentí un raro bienestar y lo vi como agua pasada. Pablo,
guapo, varonil y con el pelo ondulado, era un tipo comodón y convencional que huía
de la aventura como de la peste. Con el tiempo se dejaría un bigotillo y sería un
magnífico marchante de objetos de arte y aun así lo hubiera aceptado, a pesar de su
pusilanimidad y de faltarle el valor de arrojarse al vacío conmigo. ¿Estás enamorada
de él, querida?, me pregunta Sonia. Eres un cielo, Sonia, ¿tú te hubieras casado con
un tipo así? ¡Ay, hija!, es un chico dulce y un buen conversador, pero le sobra morro
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y le faltan agallas; no acabaste de desvirgarlo en Nueva York y no nos hubiera


sacado de ningún mal percance.
Las palabras de Sonia me produjeron una rara sensación de libertad, porque
a la larga Pablo tampoco me hubiera apasionado, mientras que la idea de dejar la
ciudad, perderme y desaparecer, recuperar a mi padre y ser de nuevo una familia,
aunque nunca pudiera traerlo a casa, me embriagaba. ¿Por qué era tan importante
para mí recuperar a mi padre y empezar de nuevo, rehacer mi vida y hacerla como
tenía que haber sido? ¿De dónde me nacía la necesidad? Ni yo misma me entendía.
No me creía ni más ni menos atractiva que mis amigas y ellas no parecían
traumatizadas. Nos diferenciábamos tal vez en que no tenían ni morriña por el
pasado, ni miedo al presente, y del futuro mejor no hablar. En su momento vendría
alguien que las desearía y les cortaría las alas, pero mientras tanto a volar y a
disfrutar de lo lindo. Ahí es nada, niñas, Marruecos, Mauritania, el Malí. No se tiene
la oportunidad todos los días de que le digan a una: nena, ¿quieres venir conmigo
gratis al mismísimo corazón de las tinieblas? Desaparecer del coñazo de los estudios
y de la familia, tirar los pinceles y el mal pelo, cruzar media África en buena
compañía, buena conversación, hoteles de máxima e ínfima categoría, y la esperanza
de un buen polvo, ahí es nada. ¿Cuánto tiempo hace que no os han echado un buen
polvo, algo digno de contar para cuando seamos unas dulces abuelitas?
Pablo daba chupetones de biberón a su pipa vacía como siempre de tabaco.
Este no es un viaje para mujeres. No conocéis a los moros, más salidos que los monos.
- ¿Ah, sí? ¡qué bien! - comentó Sonia.
- ¡Que se atrevan! - añadió Naomí -. ¿Y tú, por qué lloras?
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Sin saber por qué, tal vez por el terror que me producía el viaje, el
agradecimiento a estas amigas y la posibilidad de encontrar a mi padre, había
conseguido al fin sentirme inundada por las lágrimas.
- ¿Y Marinita, qué vas a hacer con Marinita?
- La niña viene con nosotras. Tiene ya diez años - les dije y acabar de hablar y
oír pasos quedos en el pasillo fue todo uno. Pude observar la fugaz figura de mi hija
que probablemente nos había estado escuchando desde el cobijo de la puerta
entreabierta, y sentí un inmenso alivio. Nos había escuchado ciertamente y, aun sin
ver sus ojos, me vino a la memoria en un flash repentino la misma mirada de
desolación de la que arranca mi vida, tras la desaparición de mi padre, en una
simetría que no consentiría para el futuro de mi hija -. La niña viene con nosotras -,
repetí con la mente puesta en aquel momento crucial, que quedaría impreso a fuego
en su imaginación y en mi estómago como un dolor violento y reiterado. Estupendo,
¿por qué no? La cuidaremos entre todas. ¡La niña viene con nosotras!, ¡hurra!
Marinita estaba alborozadísima porque iba a ver a su abuelito, y vino. Atravesó el
Sáhara con nosotras y llegó hasta el río Níger, disfrutando por primera vez en su
vida de su madre y de un viaje terrible, en el que por la edad no podía prever
todavía el peligro.

3 HUELLAS

Rugieron los motores y a los pocos minutos el barco daba la vuelta al espigón,
cruzaba en exhalación la bahía de Algeciras pegado a Punta Europa, y poco después
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el mundo desaparecía. El barco ralentizaba la marcha, o lo parecía, avanzando


tranquilo como si le pesara la gravedad, ¡Dios mío!, exclamó Dulce con la mirada
brillante de un potro asustado al quedarnos sin horizontes ni puntos de referencia, y
hundirnos en la niebla del Estrecho. Íbamos tras las huellas de mi padre y, desde el
puente más alto, las gaviotas que nos seguían formaban anillos blancos que
ascendían, caían, y se perdían en la bruma. Era el primer dibujo del cuaderno:
“Anillos blancos” en movimiento y descomposición, atravesando velozmente el
espacio de la hoja. Venía fechado y luego sucedía un largo silencio de días. El
siguiente dibujo era un vidrio inacabado y transparente, a cuyo pie ponía su firma y
el nombre de la ciudad de Safi, titulado “Desnudo” como si del retrato de una
muchacha voluptuosa se tratara.
Dormimos en el hotel Minzah de Tánger y al día siguiente mis amigas
despertaron tarde y con resaca después de una noche de jarana entre golfos
simpáticos y el más fino puterío de la ciudad, según ellas. Habían bebido tanto que
apenas recordaban con precisión y cogí el volante del toyota. Naomí, con botas de
exploradora y unos pantalones entallados que algún sastre devoto le había
confeccionado, tenía el pulso como para conducir, pero coincidía con Sonia en que
en aquel país no cabía el más mínimo aburrimiento: ¡qué ambientazo en Los
Almohades, Marina!, ¡lo que te has perdido!, deja de llevarnos como una loca, amor,
tu padre no se va a largar del roquedo ese porque lleguemos unos días más tarde y es
demasiado, el amor sin compromisos es demasiado.
Parecían tres locas borrachonas y desgreñadas, que disfrutaban como si
hubieran perdido en un convento la juventud y gozaran de la alegría de una libertad
recién conquistada; porque comprometían a los viandantes a gritos y se lo pasaban
en grande sin tener que responder de nada ante nadie. Sonia, bellísima y sensual con
su gargantilla de oro al cuello, decía que la libertad en España era pura filfa; ¡por
muy golfos que sean los hombres nosotras somos más!; ¡la mujer es mucho más
puta!; ¡mi negro, anoche, Marina, qué milagro de anatomía! ¡Hijas, cómo sois!,
replicaba Dulce con aire mustio, como de virgencita de escayola, fingiendo melindres
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y castidad. Y Sonia, no somos mujeres desdichadas a las que les han extirpado el
clítoris para que no gocen. Somos mujeres liberadas, y comentarios parecidos que
les provocaban carcajadas interminables. Con estas amigas, ni los tuareg más
feroces se atreverían a intimidarnos, pensaba, y en consecuencia me hallaba
eufórica. Las regalé con angulas en la Casa de España de Larache y al anochecer
llegamos al hotel La Tour de Hassan de Rabat, donde se nos dijo que toda la
farándula estaba en la Corniche de Casablanca, cien kilómetros hacia el sur, y que
allí no valía la pena salir de noche. No se lo creyeron y regresaron pronto diciendo
que no había nada que hacer: esta ciudad no es buena ni para tomar copas, ¿cómo es
posible?, ¿no es esto la capital? La niña y yo, mientras tanto, nos habíamos quitado
el dolor de cabeza compartiendo un buen baño de agua caliente y, mientras Marinita
jugaba con el dinero y las tarjetas de crédito, me puse mis tiros largos, falda abierta
de brillante satén, y bajamos al hall a tomar un té, donde ellas nos encontraron y, a
los cinco minutos, ya estaban citadas. La caza del hombre es todo lo que les
interesaba, y a mí no me importó, ya que su compañía era todo lo que a mí me
importaba.
De la ciudad de Safi no me interesaba ni el puerto ni las murallas que
circundan la medina; tampoco la afamada e histórica capilla portuguesa de el
Jadida. Le dije a Naomí que fuera directamente al barrio de los alfareros y
ascendimos a la colina, frente a la Puerta Chaaba y la ciudad, desde donde se veían
los hornos de ennegrecidas bocas en descenso y a los alfareros hundidos y
enrojecidos por el barro hasta las cejas. ¿Qué le había llamado la atención a mi
padre de aquella ciudad tan sucia? Dios nos hizo con un poco de barro, pero hacía
falta imaginación para convertir el barro en arte. Tornos, espátulas, piletas llenas de
arcilla mojada, terrazas con las piezas recién torneadas al sol, platos, cuencos
amarillentos, ánforas y cántaros como el del dibujo. Aquellos embadurnados
alfareros metían el barro en un horno y, al pasarlo por el infierno, el color se volvía
más serio y grave. Mi padre, como el propio barro, había descendido a los infiernos
o se había remontado a los orígenes de la cultura fijando el instante el acto
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primigenio de la creación en aquel “Cántaro”, con un movimiento femenino y


sensual, tal como aparecía en el dibujo.
Decidimos levantarnos antes de ver el mundo tan polucionado como el humo
que salía de aquellos hornos, y en vaqueros, con mi Marina acomodada en los
asientos de atrás, observando con avidez, nos dirigimos siempre hacia el sur con un
amanecer difuso, pero limpio y ligeramente rosado, que se filtraba a través del
prehistórico argán y las ocasionales palmeras. Atrás dejábamos murallas, reatas de
burros, carromatos rudimentarios de dos ruedas, rígidos espectros, desvaídas
sombras, palmas y tumbas santas en desoladas colinas, que a mi padre no le habían
interesado. El paisaje, como recién sacado del horno, crujía y se despertaba con una
ingenuidad totalmente ajena a nuestra presencia, mientras los restos del sueño se
pegaban a los ojos de Marinita. Como nota exótica, Sonia buceaba aguas pasadas de
almohades y almorávides en la guía Michelín y Naomí decía que el hallazgo más
hermoso era la búsqueda en sí misma. Verdes huertas, olivares de plata y terciopelo,
crestas rocosas, campiñas y plásticos. A medio día comimos en Agadir y condujimos
toda la tarde hasta los bellos palmerales de Tiznit, con dunas en el horizonte de Tan
Tan, otro hallazgo tan hermoso que decidimos dormir en ellas. Desde aquellas dunas
a la frontera Mauritana, por el antiguo Sáhara español, el mundo venía al amanecer
como se sale del sueño, desperezándose con una ingenuidad ajena a la presencia
humana y una luz difusa pero limpia, que luego se rosaba y alargaba hacia las
planicies de arena y piedra, todavía dormidas e indiferentes. Más tarde el sol
imponía su ley y tomaba posesión lentamente del mundo, duna a duna y grano a
grano de una arena que a nuestros ojos se declaraba infinita.
Me hallaba iluminada de pura fascinación por la imagen de la luz, y no sólo
de la luz. Éste era el mar y el desierto vírgenes con más mensajes y figuras en el
cuaderno de mi padre: “Pez sin ojos”, en parecida composición al perro enterrado
en la arena de Goya, que asomaba la cabeza entre la ola y la playa; “Alga” con
cabeza de calavera que se expandía en un geométrico laberinto lleno de minúsculos
dientes; “Picasso” saliendo del agua y mirando la desolada planicie con ojos
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redondos e inmensos; “Mar” con brillo de azafrán; “Mar negro”lleno de platos con
apetitosos manjares del mar; olas que eran “Senos” rematados en girasoles; mar con
“Puerta” y peldaños hacia los infiernos; “Peces” saltando a tierra con sonrisa
maligna; ojo de cíclope o besugo parpadeando en el infinito, titulado “Eternidad”;
“Ramblas” pedregosas que entraban en el mar como ríos y se dirigían hacia el cielo.
Y así docenas de dibujos y cientos de kilómetros de extensas playas
interrumpidas por una plácida “Bahía”, por olas turbulentas encaramadas a
“Acantilados” que caían y retrocedían en cascada, saltaban y protestaban, se
escondían, retornaban, y formaban grandes “Oquedades”; oleaje en forma de
cabellera femenina azotada por los vientos y con la frase al pie “Sentir, que no
pensar”; “Odre” de piel de cabra, con la cabra muerta y despellejada al lado;
“Muchacha en negro” con estrellas por ojos, cargando a la espalda un niño muerto;
orinal en medio del desierto, con el título “Mente que brilla”; autorretrato en perfil
con “Sombrero”; “Camella y Burro” copulando.

Habíamos dejado el asfalto y, tras días de espera hasta formarse una


caravana de treinta vehículos, tomamos una enigmática pista minada por la que
había que circular en fila india, sin desviarnos un centímetro, y de esta forma
llegamos a la frontera y a Nouadhibou, donde no había nada que ver, salvo hierro
oxidado de barcos varados en la arena. De allí, tras una comida rápida y a una
velocidad de vértigo, al Banco de Arguin mauritano, porque le habíamos prometido
a Marinita que aquel día vería millones de pájaros y la comía la impaciencia tanto
como a mis amigas. En mi caso no eran sólo los pájaros de este inmenso parque de
doscientos kilómetros. Por la cantidad de dibujos, mi padre había divagado largo
tiempo por él e incluso diría que había vivido una aventura apasionante. La serie de
paisajes desérticos, marinas, aves y moluscos muertos sobre la arena era
espectacular, así como su colección de retratos sombríos y enigmáticos, la mayoría
con rostros cubiertos que parecían salirse literalmente del papel. Había en especial
51

un viejo de calvicie pronunciada que le hacía parecer más viejo, repulsivo y de


extrema delgadez, uno de los muchos que se habían cruzado en nuestro camino y
que, de haberme encontrado sola, me habría fulminado con su sonrisa de caimán y
ojos fríos de reptil. En Dakhla había sufrido mi gran bautismo de África, o así me lo
pareció entonces, cuando dos de estos tipos me empujaron literalmente al interior de
un tugurio donde, tras el consabido té, se afanaban con mis pechos y con los lugares
recónditos que más les apetecía; aunque encerrada en mi campana de cristal apenas
los sentí porque lo que de verdad me paralizaba eran los ojos entrecerrados, fríos e
inexpresivos, la sonrisa tigre del de las gafas negras. Para un primer encuentro con
África no estuvo mal, pero eran tan sólo dos aficionados. Pronto llegaron mis
amigas, Naomí con unos pendientes divinos para mi Marina, y no sucedió nada,
salvo un olor indescriptible en mi persona que desapareció cuando tiré mi ropa al
mar y me fui tras ella.
El día era claro, un hermoso día como siempre. Soplaba un ligero viento alisio
y nos cogió la noche mientras montábamos las dos tiendas en un pequeño rellano
terroso, al pie de una gran duna que venía a morir al agua. Enfrente el “Adaggio” de
infinitas islas, santuario de millares de colonias de pelícanos, espátula blanca,
cormoranes y flamencos rosa, que allí se reproducen después de haber anidado en
Doñana, la laguna de Antequera, la Camarga francesa, y la Siberia. Las dunas,
imbricadas unas sobre otras, formaban un gigantesco oleaje sobre cuyas crestas el
viento dejaba una espuma blanca y seca mientras, entre las islas, los canales tenían
todas las irisaciones del azul.
Al oscurecer, y como a golpe de gong, sobrevino un parloteo ensordecedor, y
de repente el vacío de un silencio de belleza sobrecogedora. El parloteo es la forma
atávica que tienen las espátulas para evitar que los chacales pasen a las islas con la
marea baja y se coman sus nidos. A contraluz, me pareció ver la mancha azul de un
hombre en lo alto de la duna; luego se oyeron los gritos de alabanza a Dios, el Único,
y concluí que no estábamos solas, pero no me importó porque allí también había
estado mi padre. Era el “Hombre azul” de uno de los dibujos del cuaderno y, al
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lado, el esqueleto de una “Orca criminal”, con cuerpo de escorpión, infinitas cabezas
de serpiente, y ojos de pulpo sobre el lomo, que perseguía un apretado banco de
peces, rayas, atunes, bonitos, y palometas. Entre abril y mayo, los pescadores
Imraguen de esta costa apalean el agua desde la orilla. El ruido atrae a orcas y
delfines y ellos, a su vez, arrastran por delante el pescado hacia la playa, donde
hombres, mujeres y niños lo esperan con canastas.
Le había prometido a la niña llevarla de paseo a las islas y, tras el desayuno,
Naomí y Sonia fueron en busca del poblado y de una barca. Las negociaciones
debieron ser lentas o el poblado estaba lejos, porque llegaron con el calor del
mediodía. Era una lancha de una sola vela, de las que allí llaman canarias, y
Marinita al verla dejó de jugar con el agua, y echó a correr descalza por la arena. La
lancha con Naomí, Sonia y dos hombres, uno de ellos joven y el otro con rostro
severo, barbado y grave, atracaba en la orilla y en ese instante oí el grito del viejo.
La cobra se había alzado sobre la cola y su cabeza tenía el grosor de un puño, pero
estuvo lenta o el muchacho fue más rápido con el remo, haciéndola huir velocísima.
En su huida, su cabeza tenía el grosor insignificante de un dedo, y su cuerpo dejó en
la arena el leve rastro en zigzag de la punta de un lápiz. Aquel día le di lo que quiso
al salvador de mi hija. Lo besé sin rubor y ellos en premio nos llevaron por islas
prohibidas al turismo, donde mi Marina disfrutó como nunca en su vida y vio
espátulas por millares anidando, cormoranes negros, y flamencos rosa. Al atardecer,
nos escoltaron a la playa un sinfín de delfines que se levantaban sobre sus aletas
traseras, y la saludaban.
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4. EL CAZADOR

Del Parque Nacional de Arguin a Nouakchott, la capital, no había más pista


en doscientos kilómetros que la que deja el mar entre la barrera de dunas y el filo
del agua, al bajar la marea, y la corrimos a velocidad de vértigo. Ya en la ciudad,
tuvimos una avería en el cárter que nos obligó a parar dos días, en los que nada
hicimos salvo visitar el mercado y el puerto improvisado sobre la misma arena,
donde a media mañana varaban las barcas al acabar la pesca. Parecía perseguirnos
la mala suerte y, ahora que vuelvo la vista atrás, parecía más imposible todavía que
ninguna de nosotras se percatara de que aquellos tres franceses, supuestos
arqueólogos, fuesen tres vulgares rufianes que habían urdido aquella patraña de la
arqueología para sacarnos los dientes.
- Y violarnos - decía Sofía Dulce Trinidad.
- Y atarnos a un árbol mientras decidían qué hacer con nosotras - añadía
Sonia sin quitarse la mano del aparatoso moratón en la frente.
- Será difícil olvidarlo. A mí, sin que yo querría, ni los etarras podían
conmigo. Los hombres no quieren de nosotras más que meterse entre nuestras
piernas - decía Naomí en su jerga vasca.
Nos venían siguiendo desde Nouakchott. Llevábamos horas viendo la nube de
arena que levantaban sus dos destartalados peugeot y nosotras tan felices. Era como
llevar un salvoconducto que avalaba la seguridad de andar sin problemas durante
los mil trescientos kilómetros que unen Nouakchott con el Malí por la llamada Ruta
de la Esperanza, amén de asegurarnos una animada tertulia y su recompensa. Nos
sacaron en una ocasión el toyota de las dunas. A mis amigas no le importaban los
guiños groseros, sólo el tiempo que hacía infinitos los kilómetros. Paramos en Aïoun
El Atrous y nos contaron, como de pasada, que se dirigían a Kumbi Saleh, capital
del antiguo imperio de Ghana: una oportunidad única para nosotras, unos días de
excavaciones antes de entrar en el Malí, donde pensaban vender los coches y
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regresar en avión. ¡Universitarias españolas!, ¡mujeres liberadas!, decían enseñando


sus dientes de nicotina. Si lo deseáis podéis estudiar sexo con nosotros, y todos
reíamos. Mis amigas andaban achispadas y eufóricas y no sólo por el vino: ¡qué
maravillosa Kumbi Saleh!, ¿capital del imperio de Ghana, decís?; sin caer en la
cuenta de que unos arqueólogos no irían equipados con la peor basura que puede
verse en un cementerio de coches.
No era la primera vez que nos veíamos con contrabandistas de tres al cuarto,
y en mí fue la desgana, tal vez el cansancio, la indolencia, y el lastre de un camino
tan largo, porque pregonaban lo que eran hasta el coscojón con infinitos detalles
vulgares: camisas con motivos hawaianos, llenas de lamparones, modales zafios,
acento rufianesco, y una conversación siempre chabacana y grosera. Dos de ellos
llevaban el pelo largo recogido en una coleta y se lo acariciaban como niñas
quinceañeras; el tercero con melena macarra y cara de lelo reía sin venir a cuento,
mientras sacaba de un frasco polvo de cocaína y nos ensuciaba con ellos los senos.
Marinita le tiró de la melena y él le dio tal manotazo que ni los chicles la consolaban.
Y me confundieron porque llevaban una vasija de gres esmaltada con dientes de león
en relieve, que concordaba con la imagen de arqueólogos, y tal vez fue eso lo que me
hizo perder el instinto del acecho. Hablamos de la vasija, de cuánto nos gustaba el
arte primitivo, y de nuestros asuntos privados por los que parecían particularmente
interesados; hasta que salió a relucir el nombre de mi padre y se me fueron las ganas
de seguir hablando o de añadir kilómetros innecesarios a un viaje que se hacía
interminable. Kumbi Saleh nada tenía que ver conmigo ni con mi padre, y el sueño y
el cansancio me abrumaban. Marinita con tanto lloro estaba reventada y nos
separamos cerca de Nema, sin sospechar yo misma que aquello fuera a terminar
como lo hizo. Querían llevarse mi coche por seguridad y me negué. No me
importaba retrasar unos días el viaje y que Sonia, Dulce y Naomí vivieran una
aventura que se les prometía hermosa, pero por nada del mundo pondría en peligro
el encuentro con mi padre.
Decían conocer el camino y, como ninguna de las tres daba muestras de
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cansancio, tomaron una pista hacia el oeste y esa noche cenaron con vino y se
intercambiaron parejas hasta el alba. Pero ni ellos conocían Kumbi Saleh ni les
interesaba. Con el día las saquearon y, al no encontrar dinero alguno, las golpearon
y abandonaron dándolas por muertas.

En los dibujos en los que estaba escrito Nema al pie de página, mi padre se
había hartado de pintar retratos sin misericordia alguna: rostros tristes, crueles y
estúpidos, que habían perdido la apariencia humana, o eran más insectos y
“Máscaras” que seres humanos, a los que no les quedaba otra salida que ahorcarse,
para terminar con su “Autorretrato”, un cráneo abierto por una hendidura en el
centro de la cara en la que aparecía un ojo, su ojo. Aquel primer día de espera tuve
la impresión, mientras observaba a la gente que pasaba frente al campement, que mi
padre no había hecho nada extraordinario y que se había limitado a abrir los ojos
para pintar lo que veía. Descendí con Marina al pueblo para corroborar la
impresión, y todo lo que veía me resultaba familiar. Una buena parte eran
refugiados huidos de la zona de Tombuctú, al parecer en guerra: ojos turbios,
rostros arrugados y deformes, dientes podridos en bocas siempre abiertas. Nos
detuvimos en un tenducho de antigüedades y de nuevo la misma impresión cuando el
marchante me ofreció su taburete y fue exponiendo uno a uno sus tesoros, tal como
habría hecho con mi padre años atrás a tenor de sus dibujos. Mi padre no había
huido por tanto. Como el cazador, había salido de caza y lo que había encontrado y
recogido en mi cuaderno de dibujos era la bella historia natural de la infamia.
En la memoria recuerdos, anécdotas y frases frescas. Le pedía a mi padre ir
al Prado porque quería, deseaba ardientemente, ir a Madrid para ver a un
muchacho que había conocido en la playa y lo tentaba con ésta o aquella galería
madrileña.
- Odio los museos, hija. Son sueños confinados en paredes y huelen a podrido.
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- Pero, papá, mil veces me has dicho que vea mucha pintura.
- Todo lo muerto huele a podrido, todo lo que se ve a través de ventanas o nos
viene filtrado por otras mentes, los libros, las películas, la televisión, huele a podrido.
Los jóvenes no os dais cuenta. Cogéis el pincel y no os dais cuenta de que sólo es real
lo nuevo, lo nunca vivido; que sólo cuando el sol sale surge el cuadro y cuando el sol
se pone el cuadro se oscurece.
En otra ocasión me pidió salir de paseo, siempre en busca de ese color que le
faltaba, de algo diferente que nunca se hubiera pintado, como el color de la mente o
el misterio de un hombre y de una mujer, y regresó asustado. La playa, la gente, y el
mismo Zahara olían a podrido, el verano apestaba. En casa lo esperaba una amiga,
a la que le sobraban arrobas por los cuatro costados. Venía con un autorretrato
suyo, vestido hasta el cuello, y le decía que cada día le resultaba más fácil pintar.
Papá la miró a los ojos y de reojo al cuadro.
- Dime que te gusta, Miguel, o me suicido hoy mismo. Dime que mi pintura
está cada vez más viva.
Papá le dijo de sopetón que abandonara la pintura porque el cuadro era
sucio, y su amiga no se enfadó de momento. No era un buen día para arrancarle una
opinión benévola y ella no debió insistir y obligarle a que le explicara por qué era
sucio el cuadro.
- Es peligroso dejar pintado lo que está mal pintado y no dice nada, podría
destruir el mundo, Isabel. La basura está destruyendo el mundo.
La pintora miraba a papá desde su escote frondoso, adornado con un collar
de perlas falsas, casi al borde de la histeria.
- Para ti es fácil decir esto está bien esto está mal, siempre arropado por la
crítica; yo pinto en mis ratos libres y sufro la más horrible incomprensión y soledad.
- ¿Quieres hacer algo nuevo, querida? Quítate la ropa y purifícate.
Ella estaba al borde de la histeria y no sabía si avergonzarse, insultarlo o
largarse.
- Te he dicho que te quites la ropa. Huele como si necesitase un baño.
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La pintora rompió a llorar y papá le dijo que no le había pedido que se


quitase la piel, sino la ropa.
- ¿Sabes? - me dijo ya a solas -, me ha pedido una opinión sincera y luego se
harta de llorar. Es preferible que llore antes de que sea tarde porque tiene toda la
razón del mundo para llorar. La gente cree que pintar es fácil y tiene razón. Es un
pasatiempo maravilloso, pero olvida que el noventa por ciento del problema es vivir
y el diez restante pintar. Y vivir con furia, despertar sin respiración en medio de la
noche y pintar hasta reventar envuelto en humo. Los jóvenes creéis que lo sabéis
todo, tenéis toda la información del mundo, pero ¿qué podéis saber sin conoceros a
vosotros mismos y sin tener nada que decir?
En los dibujos de Nema había ese despertar sin respiración y ese furor
ciclónico que entra por los ojos y se queda en la mente como un eco de la vida; como
un eco tan fuerte de la vida que termina traspasando el umbral de lo invisible.

Mis amigas no regresaron ni al día siguiente ni al segundo día, y la noche del


tercero me quedé absolutamente rígida de cintura para abajo. No era la primera vez
que me había sucedido algo parecido y, como el día que desapareció mi padre, mis
piernas perdieron toda movilidad. Tan sólo conseguía levantarlas con la mano y al
alba me arrastré hacia el exterior para ver el mundo por última vez. Marinita
lloraba. Tiraba de mí y yo no podía moverme. Era un bulto deforme apoyado en la
pared y a pocos metros había una escuela coránica de diez niños que me miraban
con curiosidad, todos sentados en la arena, con un maestro al frente blandiendo una
vara que hacía silbar en el aire a la menor distracción. La niña que llevaba la voz
cantante de las suras era rubia, de hermosas piernas y de parecida luz en los ojos
que mi Marina, y el resto eran niños negros. De vez en cuando la niña me miraba y
sonreía. Miraba a mi Marina invitándola a unirse al coro, ella lo hizo y al rato no
desentonaba. Miraba al resto de los niños y les indicaba el verso, siempre a tiempo
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de evitar que el maestro los golpeara. Me enamoré perdidamente de su ternura. Tres


de los niños llevaban el culo al aire y un trapo desgarrado y sucio por camisa. No
había nadie al cuidado del campement y, al tiempo de marcharse, le pedí ayuda al
maestro y, o no me entendió, o no quiso dármela.
Dormimos a cielo raso, bajo la infinita y gélida bóveda celeste en la que ni
siquiera parpadeaban las luces mortecinas de las casas ni el resplandor de los fuegos
en las calles, las dos metidas en un saco y apoyadas contra la pared, Marinita
sollozando.
- ¿Vendrán pronto, mamá?
-Vendrán pronto, hija.
- No quiero dormir aquí; tengo miedo, mamá.
- No puedo moverme, hijita, yo también tengo miedo.
-¿Tú también tienes miedo, mamá?, entonces no te preocupes, yo duermo
contigo.
- Gracias, amor.
A media mañana del cuarto día, pasó un peugeot por delante del campement
y no le presté atención; observaba en ese momento a una pareja de gorriones
amarillos que se me habían acercado en busca de comida y que, al no hallarla,
hacían el amor una y otra vez junto a mis piernas paralizadas, como si supieran que
ni ellas ni yo podíamos movernos. Marina regaba lejos unos arbolitos y, al rato, el
coche volvió a pasar de nuevo por delante. Dio la vuelta minutos después y, al cruzar
frente a nosotras, se detuvo. Me pareció reconocerlo, pero no podía ser y, no
obstante, me asusté. Me miraban rostros embozados desde el interior y no los
reconocí. Miraron al maestro y se largaron. Tenía que levantarme y ocultarnos.
Moriría si seguía expuesta al sol y a la luz, pero no conseguía moverme, el corazón
me latía irregularmente y respiraba mal. Lo sorprendente es que mis piernas
estaban bien; al menos no las tenía rotas y no acababa de entender qué les sucedía
en momentos de zozobra. Adelanté una de las rodillas; luego la otra hasta
enderezarlas. Finalmente luché por algún tiempo y conseguí sentarme contra la
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pared. Sentada, la mente se me aclaró. Junté los pies debajo de mí y trabé mi


espalda al muro, presionando contra él, primero la parte posterior de la cabeza y
luego la espalda, hasta conseguir levantarme; pero sentía desmayos y tuve que
volver a sentarme.
-¿Vendrán hoy, mamá?
- Seguro que hoy vienen, amor.
- Tengo hambre, mamá.
- Vendrán pronto, amor, y comeremos.
Esa tarde y toda la noche nos quedamos solas recostadas contra la pared y, al
día siguiente, regresaron los niños con el maestro, pero no se atrevieron a acercarse,
aunque me miraban de lejos y sonreían. La niña volvía el rostro y miraba a Marinita
con ternura, invitándola de nuevo, y ella se levantó y al rato recitaba suras a su lado.
Al marcharse, todos salieron de aquel patio vueltos de espalda para seguir
mirándome hasta desaparecer tras la valla. El cielo que había nacido limpio se
oscureció hacia el mediodía y todo era de una tristeza lúgubre, mientras sonaba a lo
lejos un brusco bombardeo, imposible de imaginar en el azul de la mañana. Sonaban
los truenos y, a continuación, infringiendo las leyes de la naturaleza, llegaban los
relámpagos, sobrecogiéndonos con su itinerario quebradizo y mortal, cada vez más
próximo. En el patio había media docena de acacias recién plantadas, con sus
alcorques perfectamente trabajados para recoger la lluvia, y al otro lado de la tapia
nacía el desierto, que no obstante la repentina oscuridad reflejaba una blancura
hiriente.
Al caer la tarde y, cuando los truenos y bramidos parecían salir de un cuento
de hadas, paró un camión en la cercana carretera, y de él bajaron mis amigas. Nos
abrazaron y levantaron, nos lavaron y quitaron de ropa, las mías de un pestazo
horrible; se lavaron, quitaron las vendas improvisadas en sus cabezas, y se
cambiaron sin dejar un segundo de llorar. Las habían robado, violentado, e
injuriado. Habían bajado al fondo de las cosas y regresaban exhaustas a la vida
pero, una vez frescas y limpias, bebían agua a chorro y reían como si acabaran de
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alcanzar el paraíso, dispuestas de nuevo a seguir el viaje contra viento y marea.


Estamos vivas, repetían una y otra vez, y luego reían y lloraban. ¿Y el coche?,
preguntó Naomí. Detrás del edificio, le dije. Detrás del edificio no hay nada, cariño,
nada. ¿Acaso dejaste puestas las llaves? ¡Dios mío! Después de cenar, les pedí que
me pusieran en pie y mis piernas andaban. Naomí, espléndida, ondulante y
sugestiva, con su gran masa de pelo recogido hacia atrás, estaba enfurecida y no
tanto por la herida en la sien que le dejaría de por vida un costurón encarnado.
Sonia, aparte del moratón, decía tener varias costillas rotas y Dulce reía sin control.
De vez en cuando pedía perdón por los nervios y seguía riendo. Ya acostadas en el
suelo, reinaba un gran silencio y en la fría quietud de la noche regresaron los
truenos y de nuevo un silencio previo a una lluvia torrencial y estruendosa en la
uralita del tejado, de parecido fragor al de los truenos, que ni a Marinita ni a mí nos
asustaba. Al amanecer, la tierra tenía el aspecto de un planeta desconocido con calles
y pistas anegadas, como si un río misterioso hubiera invadido la sabana obstruyendo
nuestro camino hacia el Malí. Nos quedamos paralizadas con los bultos a la espalda
sin saber qué hacer, pero a pesar de la pérdida del coche no me sentía abatida. La
mañana había recuperado su pureza y no obstante enmudecimos, Marinita
salpicando con sus botines los charcos. El encuentro había sido un milagro para las
dos, que con seguridad hubiéramos muerto ahogadas en aquel desierto.

Seguimos algún tiempo paralizadas con los bultos a la espalda y ese fue un
buen día y mejor el siguiente, cuando tuvimos la fortuna de que un camión nos
cruzara de noche la frontera del Malí, donde las formalidades aduaneras fueron
mínimas. La noche nos obligó a pedir refugio en una de las chozas cercanas a la
aduana, que era una cabaña de barro sin puertas, y allí dormimos muy juntas, con
los sacos pegados unos a otros. Al despertar, mi todoterreno estaba atascado en
medio de un barrizal frente al puesto aduanero. Naomí trepó a él con el barro hasta
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la cintura y por el cristal nos enseñó la pistola oculta bajo el asiento. Al regresar,
apretaba sus labios carnosos hasta reducirlos a una línea sin volúmenes, inspirada
por una decisión firme. El coche arrancaba, pero todos los intentos por sacarlo del
barrizal fueron inútiles. Por la razón que fuera, tal vez la proximidad de la policía,
los falsos arqueólogos lo habían abandonado antes de que ellos vinieran a ayudarles,
al quedar embarrados, y no faltaba nada excepto sacarlo de allí. Tras una larga
discusión con un grupo de curiosos, llegamos a un precio razonable y, ante la
imposibilidad de moverlo del lodazal, cada vez venían más hombres, hasta
conseguir sacarlo tras engancharle media docena de cebúes. Desechamos la idea de
contratar un guía y aquel día dormimos de nuevo en la choza, pero con el
todoterreno a la puerta. A la mañana siguiente, Sonia sacó de su bolso una chilaba y
se puso un turbante color arena. No irás a llevar eso, le dijimos todas a la vez. Y ella,
me siento así más cómoda, más segura, ¿de qué nos han servido los pantalones?
Naomí la miró con ganas de morderle un ojo, dudó unos segundos y enseguida tomó
la pista de Nampala a una velocidad de vértigo. Le brillaban los ojos y acariciaba la
pistola como si no viera el momento de descargarla ante el primer hombre que se le
cruzara y, cada vez que parábamos, sus gritos recorrían la pradera hasta montañas
imaginarias, de donde el eco regresaba a nuestros oídos con la misma nitidez que a
su partida. La espera le quemaba las entrañas y ni sentía el cansancio ni consentía el
descanso. Diría que el crimen la ponía cachonda y con frecuencia se rascaba sus
partes con codicia y como quien extrae agua de un pozo. Parecía inmunizada contra
el cansancio y, cada cinco segundos, aseguraba haber visto el coche de los
arqueólogos en la lejanía y disparaba pisotones de bala en el acelerador. Van
relajados por delante y no saben que les pisamos los talones. Estoy segura de que ni
lo sospecharían y me muero por ver su cara de sátiros emputecidos.
El sol caía redondo como un martillo pilón sobre la planicie. Desolación,
miseria, y maravilla. El efecto de las lluvias torrenciales había quedado atrás y el
polvo era invencible. Tuaregs acurrucados en sus tiendas; mujeres en los caminos
ataviadas con sus mejores galas, llenas de color, erguidas, fuertes y hermosas, con
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enormes bultos a la cabeza y sus hombres caminando detrás, libres de carga; Peules
arreando blandamente a sus vacas y cabras; llanuras pedregosas y vacías, arenales y
dunas, recios termiteros, montañas inhóspitas; un “Hombre” en los dibujos de papá
perdido en un territorio de pesadilla sólo apto para buscadores del infinito.
Desolación. El Malí era más grande, terrible, e inhóspito de lo que pensábamos. De
tarde en tarde una “Aldea” de chozas redondas anclada al borde del camino, y
cientos de burrillos grises con una raya negra sobre el cuello, campando a sus
anchas.
Al tercer día y tras media hora de vegetación algo más alta y verde, con
campos de sorgo y mijo, topamos con el milagro del río Níger y con docenas de
aldeas escondidas entre los árboles; pescadores bobos encerrados en sus casas de
adobe; mercados suntuosos y terribles en los que las moscas devoraban a las
“Cabrillas retadoras”, con ojos de un azabache líquido, colgadas de las patas en las
carnicerías de las calles. Mi padre había estado allí; alrededor, montañas de plumas
y basura, gallinas, corderos, perros, vacas, y por las calles cientos de burrillos grises
como los que habíamos visto sueltos por los campos, restaurantes improvisados en
los que se cocinaban cosas repugnantes como mondonguillos, hígado, lengua, sesos, y
un batiburrillo de tripas entre el culebrero de gusanos devorándolas felices. Era
Segú y el hedor que allí reinaba, de un espesor sólido, congestionaba las narices. Las
mujeres en perfectas hileras vendían cebollas cocinadas, albóndigas de cacahuete,
sopas, tripas de cordero asadas, pececillos resecos y de olor agobiante, plátanos y
naranjas, nueces de cola, jarras de dolo, algodón, cacerolas brillantes, ropa usada, y
todo lo más inverosímil que pueda imaginarse. Corrimos calles y hoteles en busca de
los coches de los aprendices de arqueólogo y los encontramos frente al Hotel de la
France, un recio edificio colonial, inundado de aguas residuales y descendido a
prostíbulo barato, de un color añil desvaído y con las persianas caídas de puro
podridas, en el que no paramos. Naomí dio rápidamente la vuelta a la manzana y
aparcó en el interior del hotel L’Esplanade, frente al río. Cogió la llave y corrió a la
habitación, oscura y pulgosa, a preparar su añorado desquite.
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5. PASE DE MODELOS

Antes del alba, un hombre se acercó al río con un bubú grana y, sin prestar
atención al frío de la mañana o a la corriente, se lo sacó por el cuello y se metió en el
agua, cerca del muelle. Luego salió y se enjabonó de los pies a la cabeza, volvió al río,
se secó, se puso el bubú al salir, y se marchó. La luz descubría lentamente el río y el
largo banco de arena que se extendía junto a la orilla y los campos verdes más allá,
en el límite de las huertas, donde una neblina blanca marcaba el principio de la
sabana.
- Hay un tipo bañándose en el río.
- Deberíamos irnos, Marina. Algo me dice que este lugar no nos va a gustar -
Era Sofía Dulce Trinidad desde la cama y tardé en contestarle. La niña dormía
plácidamente.
- Descansaremos todo el día y mañana nos iremos. Necesitamos todas un buen
descanso - le contesté mientras observaba mis facciones ajadas en el espejo.
- ¿Tampoco tú puedes dormir? ¿Qué hora es?
Era Dulce de nuevo desde la cama.
- Casi las ocho.
- ¿Hora de desayunar?
- Marinita duerme como un tronco y yo a estas horas soy un vegetal - le dije
mirando hacia su cama.
Seguía no obstante en la ventana y vi a Naomí envuelta en su grueso albornoz
rosa acercándose a la orilla con la toalla alrededor del cuello. La dejó sobre una
piedra, se tocó la herida y ahuecó el cabello; luego se desprendió del albornoz, miró
hacia el río y fue tentando el suelo arcilloso con repugnancia como si le costara
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romper con sus delgadas piernas la resistencia del agua. Al llegarle a los pechos, se
volvió hacia la orilla. Algo más arriba la miraban con furor un grupo de nativos y,
consciente de la blancura fofa de su cuerpo, les volvió despectivamente la espalda y
siguió adentrándose en el río hasta desaparecer, sin prestar atención a la herida
todavía fresca de su cabeza ni a la filariosis, contra la que no teníamos vacuna.
Al salir del agua, se secó y cogió el albornoz. Acababa de atracar una pinaza
en la orilla con dos hombres sentados, uno de ellos bajo el toldo de paja y el otro
junto al timón. Habló con ellos con naturalidad unos segundos, mientras se lo ponía,
y al acabar de ceñírselo se marchó. El sol, al crecer, convertía el desierto al otro lado
del río en un paisaje sin fronteras ni horizontes.
- Regreso a la cama - le dije a Dulce -. Yo a estas horas estoy clínicamente
muerta y no existo. Tú has lo que quieras. Si consigo dormirme veré las cosas menos
negras y jodidas.

Dulce bajó al comedor hacia las diez y todas las mesas estaban vacías, salvo
las que ocupaban Naomí y Sonia en un rincón, Naomí en vaqueros estrechos,
hermosa, delgada y desgarbada, la melena ensortijada como siempre, y Sonia con un
elegante traje largo, bien ajustado al cuerpo, los senos compactos y un collar de
gruesas perlas. El camarero que colocaba los platos para la comida la saludó en
italiano.
- Estoy enamorada de este hotel - dijo Sonia mirando vagamente la sala con
los ojos entornados y luego llevándose las manos al rostro -, me quema la cara.
- Dirás que estás enamorada de alguien en este hotel - le contestó Dulce.
- La gente es muy güay.
- ¡Ay, hija, cómo eres!
- ¿Te refieres a ese gorila negro? No está nada mal. No me negarás que es
guapo y simpático. ¡Qué morros tiene! Fijaos cómo nos mira. Debe tener una
hermosísima pinga.
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- ¡Qué burra eres, corazón! - dijo Dulce.


- Adoro el erotismo.
- Estás morenísima - le dijo Naomí.
- Sería divertido descansar aquí un par de días.
- Pues yo opino que deberíamos irnos cuanto antes - les espetó Dulce.
Hubo un silencio y Naomí, tras reflexionar unos segundos, le contestó con
sequedad: tú puedes irte cuando quieras. Yo no me voy.
- ¿Esperamos hasta mañana?- le preguntó Dulce.
- Esperaremos hasta hacer lo que habría que hacer - le contestó con parecida
sequedad.
Las dos callaron y, cuando al regresar a la habitación, Dulce me contó lo
sucedido, yo también callé por prudencia porque no tenía una amargura tan
punzante como la suya; pero en seguida me sobrevino una flojera tal que, tras
encomendarle la niña que despertaba, me acosté de nuevo y, ajena a voces y ruidos,
al hambre y a pensamientos propios y extraños, caí redonda como quien entra en un
sueño de cloroformo hasta bien entrada la tarde, cuando la claridad empezó a
teñirse de un esplendor sereno, tiznado de bronces. Subían de la calle voces, gritos y
palabras extrañas y yo seguía incapaz de moverme, contando tranquila los
mosquitos de la pared. De pronto sonaban fuertes pitidos en el exterior y me asomé a
la ventana. Corría una hermosa brisa que hacía hondear las banderas del hotel. El
cielo se teñía de rosa y el río fluía imperturbable en toda su extensión como al
amanecer del día. En el embarcadero anclaba el Tombouctou y el río cobraba vida.
La parte posterior del barco escupía golpes de humo negro. Tres hombres apoyaban
todo su peso en la pértiga y se esforzaban por separar la proa de la orilla mientras
los pasajeros esperaban a que acabara la maniobra para saltar. De repente,
hombres, mujeres y niños entraban y salían empuñando grandes fardos. El sol se
puso y, sin otras luces en la costa que ocasionales fuegos, el río se volvió una cinta de
plata y luego un débil reflejo de luz apenas perceptible. Me puse tiros largos, me
eché un jersey de hilo por los hombros para protegerme de los mosquitos, y fui en
66

busca de Dulce y Marinita a la habitación de Sonia. Naomí había desaparecido y


Sonia se aseguraba el maquillaje en el espejo del lavabo.
- Hay policía por todas partes. ¿Qué podemos hacer? - preguntaba Dulce
desde la cortina de la ventana.
- Nada. Las dos sabemos dónde está y nada podemos hacer mientras Naomí
no venga - le respondió Sonia.
- ¿Y dónde está? - pregunté.
- No vendrá mientras no acabe lo que se ha propuesto - dijo ella.
- ¿Y qué pasará entonces, Marina? - preguntó Dulce.
- No nos pongamos nerviosas - añadió Sonia mirándonos desde el espejo
mientras se maquillaba.
- ¿Pero qué es lo que se ha propuesto? - pregunté.
- ¡Hazte ahora la tonta! Deberíamos ir a buscarla y largarnos cuanto antes.
No debería hacernos esto y, si tú tuvieras autoridad, tampoco deberías consentirla.
Eres tú la que paga - dijo Dulce.
No le contesté y seguí callada.
- Todo depende - exclamó Sonia.
- ¿Todo depende, de qué?
- De cómo lo haga, si lo hace, y de la suerte. Sabe cómo hacer estas cosas. La
entrenaron en el País Vasco. Sé que lo está.
- ¿Cómo lo sabes? - pregunté entrando de lleno en el tema que nos angustiaba.
- Lo sé y eso es todo.
- No me gusta - dijo Dulce -. No me gusta nada todo esto. No conocemos el país
y nos meterá en un buen lío.
- ¡Vamos! - les dije mirándolas fijamente a las dos -. No nos pongamos
nerviosas. Será mejor quedarnos al margen y que sea lo que Dios quiera.
- Si está decidida, no hay nada que hacer. La conozco - dijo Sonia, dejando el
espejo con los ojos enrojecidos.
- ¿Te pasa algo? - me preguntó Dulce.
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- Nada. ¿Qué puede pasarme?


Mírate en el espejo.
-Los espejos nunca reflejan la realidad que es una. Son tan rencorosos como
un amante despechado.
- Estás pálida. ¿No estarás enferma?
- No lo creo. Me duele la cabeza, eso es todo.
- Pues yo no he pegado ojo en la siesta. Creo que estoy furiosa.
- Estás nerviosa - dijo Sonia.
- Todas deberíais estarlo. Sois unas inconscientes.
- Esperemos que no lo haga; pero, si lo hace, ¿qué hacemos? - preguntó Sonia.
- Salir pitando - le repliqué.
- Mamá, me has prometido ir mañana en barca - intervino Marinita por
primera vez.
- Acabemos de una vez - dije -. Mejor no pensar en ello hasta que vuelva. Sí,
amor, te he prometido un viaje en barca y lo haremos.

Al descender al hall en busca de la cena, la entrada del hotel estaba


abarrotada de gente, sobre todo de familias que atestaban las terrazas y el
restaurante. Había un coche de la policía aparcado en la entrada y dos parejas
paseando indiferentes. Naomí en vaqueros, gorrilla con visera, y el aspecto de quien
quiere pasar inadvertido, bebía, reía y charlaba en una mesa con un grupo de
pretendientes del lugar, a los que presentó como si fueran íntimos. No había nada
que temer y las tres soltamos a un tiempo el aliento. Tomamos asiento en taburetes
bajos y, al acercarse el camarero, pedimos cerveza y Marinita una cola. Sonia sacó
un cigarrillo y el camarero se lo encendió al instante desde la espalda, casi rozándole
la mejilla. Le dijo algo al oído, una posible invitación nocturna. Ella aspiró el humo
y luego se lo devolvió a la boca con una sonrisa resplandeciente. Gracias, hermoso,
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en otra ocasión, le contestó. Y él, de acuerdo, señorina.


- ¿Podemos cenar?
- ¿Es que tienes ganas de cenar? - preguntó Dulce.
- Marinita y yo nos morimos de hambre.
- Tenemos pescado y plátanos a la plancha, ¿quieren que les traiga la carta? -
preguntó el camarero que no perdía pespunte y sin entender entendía.
-Estás espléndida - me dijo Sonia.
- Tú también estás divina. Te has soltado el pelo.
- Me gusta sentir suelta la melena.
- ¿Tomarán las señorinas un aperitivo antes?
La gente que llenaba el hall y los jardines vestía colores vivos y luminosos de
los pies a la cabeza, jovencitas con flores exóticas en el pecho y en el pelo, medias
rojas, minifalda y ligueros, familias enteras, señoronas vestidas con lujosos Dakar,
guantes negros hasta el codo y floreados pañuelos en la cabeza, bolsos de serpiente y
cocodrilo, brazaletes, pendientes que parecían de oro y que de serlo debían pesar
medio kilo cada uno, personajes enigmáticos sacados de una mitología extraña que
no sabría definir, hombres con gafas oscuras y pitilleras doradas, que nos
desnudaban con los ojos, ¿os dais cuenta cómo nos miran?, ¿de dónde habrán salido
pájarracos tan raros? Al acabar la cena y salir al patio, Dulce me dijo al oído que
nos observaba un tipo raro.
- ¡No te pongas nerviosa! Es el portero. Tal vez le gustas.
- Tengo los nervios destrozados.
- ¡Cállate, leche! - le ordenó Naomí, mirándonos con ojos de insobornable
belleza. El sol de África había atemperado las aristas de su rostro con una luz como
de miel que hipnotizaba al sin fin de pretendientes insatisfechos.
En un descampado contiguo habían improvisado un anfiteatro y la orquesta
incompleta no se tomaba la molestia de tocar. Charlaban observando a la gente
descarada y coqueta que entraba y se acomodaba al azar. En las paredes
desconchadas, máscaras, fetiches, luces azules y rojas de discoteca y en el exterior
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del círculo farolas cicateras y anémicas entre la bruma y el humo. Esto apesta a
marihuana que da miedo, dije. Naomí nos informó, mientras buscábamos sillas, que
esa noche se elegía a Miss Rivera, esto, queridas, es la noche africana, noche
embrujada, modelos Dior, Chanel, Valentino, Lagerfeld, St. Laurent como en París
Y el misterio se aclaró. Frente a los músicos, una fila de cuatro hombres y dos
mujeres en fastuosos bubús. Eran el jurado. La fiesta y la noche acababan de
transformar el ataúd de basura y porquería que era Segú en una fantasía grotesca e
insultante de circo, imposible de imaginar minutos antes.
- En ninguna parte he visto más miseria y esplendor juntos - dijo Dulce.
- En todas partes hay miseria - comentó Sonia.
- Los pobres existirán siempre, ya lo dijo Jesucristo - les respondió Naomí con
fría indiferencia -. Yo preferiría antes a los pobres que a los degenerados.
No era, en consecuencia, una noche cualquiera y tampoco lo sería la
madrugada. Hacia las once y con la orquesta al completo, que hacía flotar sobre el
anfiteatro teñido de azules y rojos una música de jazz reconocible, subió a la tarima
un personaje de revista, cuarentón, alto y delgado, pantalón de cuero negro, el
paquete ajustadito y bien marcado con chaqueta de esmoquin impecable, y un
mechón blanco sobre la frente, sudando, jadeando, sonriendo, sacando pecho y
hablando tan envarado como si tuviera delante el público más exclusivo de París o
Londres. “Nada de problemas, nada de problemas esta noche, queridísimas y
queridísimos... He conocido a muchos negros tristes con dinero. ¿cómo es posible?,
¿negros con dinero y tristes?” Risas a reventar. “A todo el que esté triste esta noche
que se lo lleve el diablo”.Estás divino, corazón. Con qué estilazo mueve el culo, decía
Sonia con furor uterino irreprimible, fijaos con qué ganas nos mira. Es un machazo
y no me importaría tirármelo incluso sin condones. ¡Ay, chica, cómo eres!, le
respondía Dulce. La marca Ives St. Laurent patrocinaba la elección y, previamente,
había un pase de modelos con muchachas de ensueño traídas del Camerún y de
Bamako. Naomí tamborileaba con los dedos una botella de cerveza, para disimular
tal vez el temblor que acomete antes del asesinato, y al mirarnos sonreía. Al iniciarse
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el pase de modelos, había desaparecido y Dulce me miraba con los nervios


deshechos, sin atreverse ni a volver la cabeza. Había desaparecido de mi lado y por
primera vez tomé clara conciencia de que la venganza iba en serio. La gente seguía
entrando y saliendo. Las piernas me flaqueaban y debí ponerme pálida, casi verde.
- ¡Mamá!
- ¿Qué pasa, amor?
- Estás verde.
Me llevé las manos a la cara. Miré a un lado y otro, y Naomí seguía sin
aparecer. Aquellos tres franceses me traían al pairo, pero menudo lío para todas, en
especial para mí y para mi Marina, si les sucedía algo. Naomí había desaparecido y
Dulce y Sonia buscaban con los ojos entre la masa de gente. Se habían dado cuenta
igualmente y yo les sonreí aparentando indiferencia, como si la desaparición de
Naomí no me preocupara. Se intercambiaban miradas. Los nervios a Dulce la hacían
llorar sin pudor y Sonia, para calmarla, le propinaba pellizcos y puñetazos en los
muslos, exigiéndole entereza. De repente la música subió en intensidad, un reflector
blanco iluminó el escenario y del foco emergió una chica joven y bella con el pelo
suelto sobre los hombros, cantando en bambara. Hubo un griterío estruendoso al
acabar y empezó el desfile. Tras el pase de las modelos, vi a dos de los franceses
sentados al fondo, con gafas oscuras y una botella en la mano, junto a la gran sábana
blanca que separaba la sala de la barra del bar y allí no pasaba nada; salvo que
parecían estar al acecho de incautas como nosotras.
- ¡Tranquilas! No nos han visto y en cualquier caso aquí no nos pueden hacer
nada! - les dije sin la más mínima intranquilidad -, Marinita y yo nos vamos a
acostar.
- ¡Mamá!
- Es muy tarde, hija, y las niñas buenas tienen que estar a estas horas en la
cama.
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Dulce llegó a la habitación muy excitada, pasada la media noche. Decía que
todavía le zumbaban las moscas en los tímpanos tras ver lo que había visto. Diabalé,
su estrella local, cantaba y en el fragor de los aplausos, gritos, y saltos de sus fans,
volvió la cabeza y lo que vio, no lo que oyó, porque no oyó ninguna detonación salvo
el fragor de los aplausos, le cegó los ojos. Los dos franceses sentados en la última fila
tenían la cabeza hundida en el pecho y la cara oculta por los sombreros. Necesitaba
ir a los servicios y, aprovechando que el cuarentón del esmoquin entretenía al
público, salió al pasillo con las piernas temblándole, pero no de nervios sino de puro
miedo. Tras la sábana se abría un estrecho pasillo que iba a los aseos. Pasó a sus
espaldas y no se movieron, pero justo a la altura de sus cabezas había dos agujeros
negros en la sábana como si les hubieran disparado desde el pasillo. No podría hacer
nada, Marina, y me volví como una autómata casi al tiempo de ver a Naomí
acercarse con desenvoltura por el pasillo central, su rostro el de siempre. Le
brillaban los ojos y sus párpados se abrían y cerraban como si algo la hubiera
deslumbrado. Es todo lo que noté así al pronto, porque también se le habían
enrojecidos los huesos de las mejillas y emblanquecido los labios. Al sentarse junto a
Sonia le pidió el mechero y se encendió el cigarrillo con naturalidad. Era otra vez la
de siempre y yo no sabes cómo temblaba. Tan sólo se mordía los labios, intentando
llevarles sangre, y luego sonreía. Yo tenía las piernas devoradas por los mosquitos y
no hacía más que rascármelas. ¿Quieres lápiz de labios?, ¿qué ha pasado?, le
pregunta Sonia. Llevaba algo en las manos y era una botella de cerveza. Yo seguía
temblando y llorando de puro nerviosismo.
- Nada, queridas. He ido a los servicios. ¡Vaya asco de lugar, hijas!
- No habrás hecho una animalada - volvió a preguntar Sonia.
- ¡Tranquila, mujer!
- ¿Nos vamos?
- Nos quedamos donde estamos.
Según Dulce, la atmósfera era pesada y los olores indescriptibles, también los
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gritos y los aplausos de las fans de las distintas muchachas. Los músicos, ante tanto
alboroto, ni se tomaban la molestia de tocar y charlaban indiferentes. La multitud
rugía con cada nueva cantante de fama y a mí me palpitaba el corazón de forma
alocada, con un temblor de cuerpo y unos chorretones por la frente que no conseguía
controlar.
- ¿Qué te pasa? - me pregunta Naomí.
- Tengo frío.
- No seas estúpida. No va a pasar nada.
- Aún sigo teniendo las manos heladas. Tócalas, Marina.
Al tocárselas, tenían el mismo frío y sudor que las de mi padre la tarde en que
le cogí la mano y nos fuimos a dar un paseo para darle tiempo a mamá a que se
fuera. ¿Por qué tienes frío, papá? Le palpitaba el pulso y sudaba, pero no por el
calor sino por el frío. Le caía el sudor a chorretones por la frente, y sus manos eran
frías. Desde entonces cada vez que salíamos le cogía la mano. Le cogía la mano al
acostarse hasta de dormirse. Nuestras camas estaban tan cerca que le cogía la mano
y sentía su respiración en las mejillas. Se la cogía en tiempos de Marta, cuando ella
se iba de casa y mi padre bebía y sudaba a mares. Notaba sus idas por las botellas de
vino vacías, porque pintaba hasta caer rendido, y luego se tumbaba en la cama sin
quitarse los zapatos, envuelto en sudor, mientras sus manos eran puro hielo.
Desde la cama había seguido el fragor de los gritos y aplausos de la fiesta cada
vez que una nueva muchacha daba el paseíllo por la tarima y se enfrentaba al
jurado. No puedes figurarte los nervios, Marina. Volví la vista al dejar la pasarela la
última muchacha y los dos franceses seguían sentados al fondo de la sala, junto a la
gran sábana que dejaba un estrecho pasillo a su espalda. Tenían el sombrero puesto
y la cabeza hundida y boca abajo, como si durmieran. Volví azarada los ojos hacia
Naomí:
- Falta uno - le dije en susurro.
- El que falta es el asesino - me responde con naturalidad al verse descubierta.
- Tenemos que hablar - dice Sonia.
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- ¡Tranquilízaos las dos, leche! Aquí no ha pasado nada.


Al salir entre la muchedumbre, mis manos seguían heladas y daba traspiés
involuntarios como si la policía nos esperara a la puerta. No se veía rastro alguno de
sangre en ellos y Naomí a mis espaldas comentaba feliz y distendida la velada
mientras se retocaba los labios. Jamás he visto a una persona con la sangre más fría.
Es una asesina nata. En el exterior, frente al río, una masa grande de curiosos hacía
redondel y miraban al interior del círculo. Al lado estaba el coche de la policía y un
peugeot destartalado, uno de los suyos. ¿Qué será?, le pregunté y no me respondió.
Sonia se acercó a ver y se levantó sobre las punteras de los pies para mirar dentro.
Es uno de los franceses.., muerto y con la pistola asesina en una mano.
- Cariños - nos dice Naomí -. No podemos estar aquí plantadas toda la noche
como unas pasmarotas. Es tarde y yo al menos me iría a acostar. Mis manos todavía
siguen heladas, Marina. Había montones de policías siniestros dando vueltas y
ojeándonos uno a uno. Presiento otra larga noche sin dormir.

6. ME LLAMO MARINA ROMERO

- Es un viaje muy bonito. Gracias mamá.


- No hables, amor.
- ¿Iremos a la isla?
- Sí, amor.
- ¿Prometido, mamá?
- Sí, amor.
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- Es un viaje muy bonito, mamá.


- ¿Te duele mucho, amor?
- No me duele nada, mamá. ¿Está lejos la isla?
- No, amor. Está aquí mismo.
- No la veo.
- No hables. Te levantaré para que la veas.
- No la veo, mamá.
- Allí al fondo, ¿ves los pájaros?
- Los pájaros sí los veo, mamá.
Dulce lloraba y le hice un gesto brusco con la cabeza para que se retirara.
Sonia en silencio le pasaba un trapo mojado por la frente mientras Naomí le
enseñaba un pececillo vivo, recién cogido en la playa.
- ¿Para mí?
- Sí, cariño - le dijo y no sé si fue la palabra cariño en labios de Naomí lo que
me hizo volver la cabeza y secarme con las manos el borbotón repentino de lágrimas.
- Mamá, no te veo.
- Estoy aquí, nena.
- ¿Me enseñará el abuelito a tocar el clarinete?
- Sí, amor.
- ¿Le pedirás tú que me enseñe?
- Se lo pedirás tú misma.
- ¿Me enseñas su retrato?
Le pedí a Dulce que me lo trajera y se lo enseñamos.
- No lo veo bien, mamá.
- Éste es malo. Te enseñaré otro - le contesté y me cogió la mano para que no
me retirara. No parecía tener miedo sino curiosidad, y esto es para mí lo más
terrorífico y falta de sentido: que mi niña estuviera tan tranquila frente a la muerte,
como si hubiera vivido y madurado una vida entera en escasos segundos.
- Te amo, Marina -, dijo inesperadamente con mirada de infinita sabiduría y
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ancianidad, mirándome, y ella nunca me había llamado por mi nombre; luego


añadió: ¿Le dirás al abuelito que toque para mí el clarinete?
- Se lo dirás tú misma, amor.
- ¿Le dirás que lo quiero?
- Se lo dirás tú misma, amor.
Un segundo después miró con gran fijeza el cielo y sus ojos brillaron un
momento; luego ladeó la cabeza y cerró los ojos.
- Que lo quiero mu.. - susurró, y no volvió a hablar.
Habíamos salido a media mañana en una pinaza y al mediodía le pedí al
patrón una parada técnica, que es como llamábamos entre nosotras a estas paradas
imperiosas, para desaguar. Acercaron la pinaza a la duna con la pértiga y, justo
cuando acababa de encontrar el arbusto adecuado y en mitad de la faena, oí el grito.
Había sido una cobra y me enseñaron su leve rastro en zigzag sobre la arena. Cogí a
mi Marinita en brazos. Miré al barquero que había dado el grito y él se encogió de
hombros. El otro muy joven miraba al infinito, sacó un paquete de tabaco y
encendió un cigarrillo sin dejar de mirar al infinito. Le grité a Sonia que me trajera
un cuchillo y el hombre que había saltado de la barca analizó la picadura en una de
las venas del brazo; movió la cabeza y entornó los ojos.
Fueron apenas tres minutos y con el día avanzado la llevamos a una isla que
tenía tierra, algunas hierbas, y una extraña blancura donde, tras provocar una
alocada desbandada de cormoranes y flamencos rosa que oscureció los cielos, le
abrimos un hoyo con las manos y colocamos una piedra en la cabecera a falta de dos
sencillos maderos. Mis amigas estaban más afectadas que yo y todavía me sorprende
mi serenidad aquella tarde con la niña en brazos. Me dejé llevar como una tonta.
Eso fue todo, o casi todo.
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Mis amigas de tan asustadas insistían en romper mi silencio y en que comiera;


primero con suavidad y luego con una vehemencia acompañada de lágrimas que no
me afectaba. Nada exterior me afectaba o penetraba por los sentidos hacia la cálida
oscuridad interior en la que me había refugiado. Mi cerebro había arrojado el lastre
y yo flotaba sobre una tierra fronteriza y deliciosa al borde de la inconsciencia, por
un lugar encantado y feliz, inmersa en una tranquilidad increíble. Había matado las
voces. Veía a mi hijita increíblemente bella y la amaba con más pasión de la que
nunca le había demostrado en vida. La oía hablándose a sí misma, como era su
costumbre, y lo único desagradable y que no cuadraba eran los rostros de mis
amigas, sus manos frías y húmedas, y sus voces, hasta tener que pedirles que se
calmaran porque la niña estaba enferma e iban a ponérmela peor. Por el amor de
Dios, ¿queréis tranquilizaros? Sois un fastidio. Vais a conseguir que os coja manía.
Y volvía la cabeza para no verlas.
Pero mi mente se abrasaba. Sentía en ella unos martillazos horribles y me
daban mareos. Me habían desilusionado, ¡qué idioteces decían!, ¿cómo podían ser
tan decepcionantes? Quería huir de ellas, coger el coche y dejarlas en medio de aquel
vacío. Quería quitarme la ropa, me sobraba la ropa, salir de allí, salir de mi cuerpo y
de todo, matarlas o hacerlas correr hasta que no pudieran más, e incluso correr yo
misma hasta no poder más y caer sin sentido. Quería huir de allí y de todo, pero huir
a un lugar y hacia alguien o hacia algo que no alcanzaba a ver.
Mientras cenaban, con los dos hombres en silencio, las tres hacían planes en
voz baja y a mis espaldas para coger la mañana muy temprano y salir pitando hacia
Bamako con el fin de no levantar sospechas. Uno de los hombres, el viejo de la barba
blanca y turbante negro, con sayo azul índigo y zaragüelles también negros, tenía
una sola paleta en el centro de la boca y dos dientes en cada extremo, y era
repulsivo; comía con los dedos y luego se los chupaba uno a uno. Sus dedos eran
negros, las uñas largas y muy sucias. Era el que había dado el grito, y su aliento y
regüeldos olían a demonios. El otro era joven y musculoso. Rebosaba salud y no
había hecho otra cosa en todo el día que pasarse el dorso de la mano por la boca y
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mirar mis muslos de soslayo. Iba descalzo y vestía anorak amarillo y vaqueros. Me
fui a lo alto de la duna, donde el viejo me siguió, y ni siquiera se quitó los
zaragüelles. Era de una delgadez extrema y finalizó en segundos sin la menor
excitación. Al acabar, me abofeteó y luego me metió la lengua hasta la campanilla y
su boca destilaba una podredumbre ácida que ni siquiera hizo que me sintiera
mejor. Hacía calor en la duna, me tumbó de nuevo en la arena y, sin malgastar
tiempo, volvió sobre mí. Era repulsivo hasta un grado exasperante, pero ni sus
asquerosos dientes ni su olor hacían que me sintiera mejor. Mientras trabajaba
sobre mí, el más joven fumaba un cigarrillo tras otro al pie de la duna sin dejar de
mirarnos. Sonia y Dulce junto a la pinaza presenciaban el espectáculo enmudecidas
y como si se acercara el fin del mundo. La escena debía parecerles horriblemente
vulgar y triste, sobre todo después de intentar pararla y de impedírselo Naomí.
Hablaban entre ellas y nada decían. El viejo se dio la vuelta conmigo encima y no
tuvo necesidad de llamar a su compañero, que se quitó en un segundo la ropa, se
echó sobre mí con resoplidos de locomotora, y al fin me sentí mejor. Mis gritos
hacían eco en las dunas. El dolor era dulce y amargo, el sudor y el ahogo tan
insufribles que se me alborotó en el pecho el corazón y pude desbloquear la garganta
y gritar al fin ¡papá, papá!, envuelta en llanto.
Pero temía que algo se hubiera desgarrado en mi interior. Respiraba con
dificultad. No conseguía ponerme en pie y me moví a gatas por la duna hasta
encontrar un arbusto amplio, donde me escondí, abrazada a mis rodillas, de donde
mis amigas querían arrancarme por la fuerza. Les pedí que se fueran y me dejaran
sola. Podéis llevaros el coche y el dinero, podéis hacer lo que queráis pero por favor
dejadme sola, olvidad el viaje y regresad. No entendían nada. Dulce decía que había
que salir de allí como fuera y Sonia, a continuación, que se nos echaba encima la
noche y que no teníamos más remedio que salir pitando hacia Bamako, que si no lo
hacíamos de inmediato podían venir en busca nuestra y encarcelarnos. Decían éstas
y otras estupideces, como que se irían conmigo o sin mí, pero yo buscaba algo que no
acertaba a ver y las invité a que lo hicieran, a que se fueran, que yo todavía estaba
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viva y al amanecer me iría con aquellos hombres al poblado, donde intentaría


encontrar y llegar al fondo de aquello que no alcanzaba a ver.

Aquello que no alcanzaba a ver era que mi hija estaba viva y yo muerta, y que
para estar viva como ella tenía que llevarme un monstruo a los infiernos y pasar la
prueba del fuego, que es la que pasaron Cristo, Santa Teresa, y todos los héroes y
santos desde la más lejana antigüedad, con el fin de regresar a la vida y al mundo.
Era todavía noche, oí que el monstruo se acercaba y corrí a la pista, al otro lado de
la duna. Su enorme cabezota era la de la “Orca criminal”, solo que en lugar de
cuencas deshabitadas como en el dibujo, tenía dos ojillos maliciosos que
parpadeaban e intentaban asustarme. También Naomí, abandonando su silencio,
intentaba asustarme diciéndome que era un camión con muchos hombres y le sonreí
la necedad. Yo sé lo que es, le dije, y no me da miedo; parece mentira que seas tú
precisamente quien tenga miedo. Un brazo de pulpo me alzó a lo alto del lomo y me
sentó sobre unos sacos, en el centro de un grupo silencioso con los que también iba a
pasar la prueba del fuego. Sus rostros eran caricaturas en miniatura del rostro de la
orca, cada uno una copia exacta de su testuz, con idénticos dientes y ojos
parpadeantes que en un principio parecían desconcertados y pronto empezaron a
conversar y reír. La prueba había comenzado y todos se pusieron en fila. Me
recostaron en el saco y una cosa informe e irreconocible en la oscuridad, no sé si
pulpo u hombre, hundió sus rodillas en mi vientre y lo atravesó con un puñal; luego
abofeteó mi rostro hasta dejarme sin cabeza, piernas y brazos. Me llamo Marina
Romero, mi hija se llama Marinita y mi padre es Miguel Romero, y él reía. Los
demás observaban y esperaban. Vino otro, que parecía un huevo sin rostro, y no
pude vomitarlo porque era demasiado voluminoso y yo no tenía boca ni brazos para
poder gritar y defenderme. El siguiente parecía pequeño para ser un hombre o, en
todo caso, era un hombre muy viejo y arrugado. Tenía una mandíbula muy fea y
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tantas ganas de estrangularme que me alegré cuando alguien lo tiró al mar y luego
vino hacia mí, me acunó en su pecho y empezó a cantarme una nana apagada y
distante, que en un principio sólo oía a medias y luego con nitidez. Era la música que
a Salvador tanto le gustaba, una canción de Llach que hablaba de amor y libertad, y
recobré la cabeza y los brazos. Me llamo Marina Romero y tú eres Salvador,
¿vuelves conmigo? Te echaba mucho en falta, y él me invitó a pasear y le dije que me
dolían mucho las piernas. El entonces me llevó en brazos a la arena y, aunque
dormimos mal, ¡qué colores tan maravillosos y qué naturaleza tan hermosa! Mi
vestido sepia era deslumbrante y largo hasta los pies y por lo menos había un millón
de aves chillando a pulmón lleno, árboles frondosos y un refugio vacío al amparo de
los vientos, donde nos acostamos. Su traje de campesino brillaba al inclinarse hacia
mí. ¿Y ya no me dejarás? Dijo que nunca me dejaría y yo le contesté, llevándome la
mano al pelo muy avergonzada, que desde que me había abandonado me había
convertido en una vieja. Él sonrió: no pude evitar dejarte, pero conmigo serás la
jovencita de siempre. Me besó en los labios y lo creí. A mi lado tres chiquillas, una de
ellas comiéndose una sandía, y las tres riéndose. ¿No está estupenda?, miradla. Las
tres reían y yo no le encontraba sentido a su risa, pero sí una gran satisfacción en
que Salvador mirara con fascinación mis pechos, que yo creía desparramados y
fuera de mi cuerpo. Ya estoy aquí, les decía, y ellas, estás viva y a salvo, amor. Me
llamo Marina Romero, mi hija se llama Marinita. He estado en el fondo del mar y he
visto su sepultura; había una gran boca con peldaños, bajé a los infiernos por ella y
vi su sepultura; era muy blanca. Sí, has bajado a los infiernos, querida niña, dijo él,
pero ya estás de vuelta. Había monstruos horribles, Salvador. En la imaginación
siempre hay monstruos, amor, me contestó. Seguía estando de buen ver, alto y de
pelo negro peinado a raya. Se te ha vuelto el pelo negro, le dije, y él se llevó la mano
a la cabeza y dijo algo extraño: así que eres española. Soy española. También me
han dicho que eres pintora; y le contesté que el pintor era mi padre, ese algo
impreciso al fin, se llama Miguel Romero, ¿lo conoces? También tengo una hija que
se llama Marina y, justo al acabar de hablar, vi los ojos de mi niña y estaban vacíos
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como los de la orca en el dibujo. Vamos a dar un paseo, te sentará bien; estás viva de
puro milagro pero en cuanto hagas un poco de ejercicio verás que puedes andar, dijo
llevándome de la mano a un banco, donde me toqué la cabeza, las manos, las piernas
y reconocí a mis amigas, que reían y lloraban. El se había ido. ¿Qué estamos
haciendo aquí?, ¿dónde se ha ido?, no sé lo que me ha pasado, les dije. Y ellas, has
tenido un mal sueño, querida, pero este amigo te ha curado y al fin estás de vuelta
con nosotras. Tengo que deciros algo urgente. Tengo que deciros algo: He bajado a
los infiernos y he visto a mi Marina. Lo que pasó no pudimos evitarlo, me
replicaron. Y yo añadí: era una sepultura muy blanca y mi niña dormía, he visto a
mi niña y dormía, mi niña duerme al fin tranquila.
A unos pasos acababa de posarse un gorrión de color de arena, y me quedé
mirando sus movimientos, maravillada por lo mucho que disfrutaba agitando las
alas en el polvo. Era un manojillo de plumas y cómo velaba por su existencia,
moviendo las alas de un lado a otro a ritmo de vals. Al acabar su baño de arena,
golpeó el pico contra una tabla para limpiárselo, y de un salto se posó en una
buganvilla.

En el patio las ratas fornicaban y se apareaban en un guirigay de chillidos y


dentelladas que me partían la cabeza. Cogí la palangana de las abluciones y la arrojé
por la ventana, haciéndolas huir en desbandada hacia la alcantarilla, malogrando
sus coitos. Por una de las esquinas corría un regato de aguas fecales, rebosante de
mierda, que acababa en la alcantarilla hacia la que una muchacha llevaba la basura
a escobazos, mientras cantaba. La miré y ella me devolvió la mirada. Tenía una rata
entre las piernas y seguía barriendo y cantando sin hacerle caso. Tal vez no la veía, o
estaba tan familiarizada con las ratas que no la veía mientras avanzaba con la
escoba y con la rata debajo, caminando a su lado y entre sus piernas. Me alcé de
puntillas en la ventana para avisarla y alguien a mi lado dijo que me tranquilizara:
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vamos, no se azore y tranquilícese, tan sólo es una rata. Acuéstese. Y lo hice. Me


tumbé en la cama y la habitación estaba llena de ratas, el suelo y también el armario
de madera desportillada por el que trepaban hasta un agujero en la parte superior,
donde desaparecían. Salían por los huecos del desagüe del lavabo y eran una ratazas
gordas y enormes que daban miedo. ¿Usted no las ve? No son agresivas, me dijo. No
parecían agresivas y no seguí hablando de las ratas no fuera a pensar aquel tipo de
la bata y de la dentadura tan blancas, joven y muy negro, que estaba loca. Deseaba
preguntarle algo no obstante y me callé. Deseaba preguntarle dónde estaba porque
aquel cuartucho de azulejos igual podía ser la habitación de un hospital que un
depósito de cadáveres, al haber tantas ratas; pero me dio miedo de que fuera a
pensar que aquello era otra chifladura de las mías. Así que le dije algo estrafalario, y
por hablar, no fuera a marcharse, le dije sin mirarlo y como hablando para mí que
me gustaría andar a cuatro patas: Quiero andar como ellas a cuatro patas. Vaya, me
contestó él, es usted una bromista. Nunca me marcharé de aquí sin hacerlo. Me tocó
la frente y pensé indiferente, quiere acostarse conmigo. Sonreí e intercambiamos
miradas sin que me avanzara una proposición. Era joven y muy negro, pero tenía
dientes de batracio, grandes y blancos como los de un simio; y de ahí que sólo me
atreviera a mirarlo a la luz del día, porque de noche sólo vería sus dientes y me
darían pánico. Al levantarse con la clara intención de marcharse, le dije que tenía
una enfermedad incurable y él dijo: usted vivirá, descuide, está venciendo la
malaria. Pero no puede irse, añadí señalándole de nuevo las ratas. Él sonrió y dijo:
es usted toda una actriz, las ratas son otra de sus fantasías.
Al irse, entraron mis amigas y las ratas desaparecieron, pero seguía oyendo
sus chillidos dentro de la pared. No pude decirles que tenía ratas en la habitación
porque tampoco me creerían, y me paré a escucharlas. Hablaban de la ciudad como
algo imposible de olvidar y me contaban una historia extraordinaria sobre Naomí
que no conseguía entender. Hablaban de ella, la busqué con la mirada y sólo había
dos manchas brillantes y luminosas, una con cara de desamparo y la otra de asco.
Pero Naomí estaba allí y me hablaba desde el otro lado, sentada en la única silla
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metálica que había, y me tranquilicé. Ellas no la veían. Tampoco yo la veía con


claridad, pero volví a mirarla y su rostro no era una máscara grotesca como las
suyas. Estaba sentada frente a mí, con las piernas muy abiertas y la falda tan subida
que dejaba entrever el sexo mientras decía que la ciudad era la mierda más grande
que podía imaginarme. Repulsiva, Marina. ¿Cómo se puede vivir entre ratas? Se
están adueñando de la ciudad y son más numerosas que las putas, ¿me sigues,
cariño?, decía. Había ratas por tanto, ella las veía, y yo la seguía con la vista unas
veces en su sexo y otras en el agujero del armario por donde desaparecían,
sintiéndome sin miedo y de lo más güay porque ella estaba a mi lado. E iba a
levantar la mano para enseñárselas a Sonia y Dulce y en cambio me dirigí a Naomí,
aceptando al fin mi ración de suerte y sabiendo que ella sí me entendería: he bajado
a los infiernos y he visto a mi niña; dormía tranquila en una tumba blanca. Y ellas,
al instante: hay que salir de aquí en seguida, tal como decidimos anoche, y yo no
recordaba nada de la noche anterior, pero quedaba claro que querían llevarme a
algún sitio. Les dije que estaba bien, a pesar de las ratas, y que ellas se fueran si
querían. Naomí ha desaparecido con el coche, dijo de pronto Dulce, ¿qué quieres
que hagamos? No nos hemos atrevido a denunciarla sin consultarte. Miré hacia la
silla y Naomí no estaba. ¿Y adónde ha ido?, pregunté. No lo sabían. Anoche
habíamos decidido venderlo e irnos en tren a Dákar, cuando te pusieras bien,
naturalmente, pero ha desaparecido con el coche. El coche, sí, sí, el coche, quieren
venderlo, y las miré con desconfianza. Algo no marchaba allí y tenía que pensar con
rapidez porque decían ser mis amigas y querían vender mi coche. Naomí había ido a
vender mi coche para sacarme el dinero y dejarme sola. Siempre la misma historia.
Querían abandonarme y aquello olía a pillería. Todo el mundo en aquel viaje quería
sacarme algo, ¿y a dónde iremos? Pretendían regresar, escapar de la ciudad:
estamos metidas en un buen lío; nos persigue la mala suerte, Marina, y debemos
regresar, ¿entiendes? Yo no quería regresar, pero no sabía por qué, aunque quería
que se fueran porque la cabeza me dolía demasiado. La cabeza me va a estallar, les
dije, por favor, dejadme sola, y ellas se marcharon.
83

Desperté del sueño en un patio por el que paseaban gentes que habían muerto
hacía tiempo y huí despavorida por las calles, saltando montones de basura y
esquivando ratas, acosada por voces que querían llevarme a este o a aquel bar, a éste
o a aquel tenducho y, cuando me cansé de rechazarlos y de hablar conmigo misma,
una mano me volvió por la muñeca al patio muy cansada y allí pasé el día con los
muertos, que afortunadamente no se metían conmigo. El cielo, como en los dibujos
de mi padre, era una “Mancha” de un blanco hiriente; “El rostro” era una voz con
dientes de caballo que aparecía y desaparecía por una “Ventana redonda”,
compuesta de un laberinto de objetos rotos, muñecas sin cabeza, piezas de automóvil
y trozos de maniquíes con mejillas pintadas de colorete azul y rojo. También veía
una pared y un “Camino”, con un cebú vuelto hacia el cielo que parecía un alce, una
oveja comiendo piedras, y mujeres con calabazas en la cabeza y niños a la espalda;
más allá había un lienzo de gran tamaño, que parecía una “Cacerola” llena de
pulpos, cangrejos, chipirones, dos ojos saliendo de un calamar y, alrededor de la
cacerola, muchos pescados sin ojos preparados para el banquete. Las doce, conté con
los dedos de la mano. La sopa tenía un color malsano y repugnante. Despedía tal
olor agrio a alcantarilla que me negué a probarla, y el rostro de caballo pinchó mi
muñeca. Abrí los ojos, y las paredes eran desconchones hierro y ocre, por donde
paseé la mirada desconcertada.

Papá llegaba siempre tarde del taller. Yo solía cenar a mi hora acostumbrada
y mamá me acostaba. A veces me leía un cuento, pero la mayoría de las veces decía
estar muy cansada y caminaba nerviosa de la cocina al porche, se sentaba en el salón
a releer el periódico y fumaba ávidamente. Papá siempre llegaba tarde del taller y
un día mamá le dejó una nota junto al teléfono en la que le decía que en la nevera
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había comida y que no la esperara, que esa noche llegaría tarde. ¿Quién soy yo?
¿Una cualquiera? ¿Una imbécil? Mamá se sentía prisionera en casa. Se quejaba de
que en la casa había una atmósfera sofocante, en la que se mezclaba el olor a rancio
del óleo con el olor del magnesio de la pintura y el no menos repugnante olor del
tiempo detenido; se le subía la ira al rostro, como una congestión súbita, y se
marchaba al anochecer. Entonces papá se metía en la cama sin cenar y la esperaba
leyendo. A veces se dormía, pero si yo estaba despierta, papá se metía en mi cama y
dormía conmigo; aunque lo que más le gustaba era hablar y hablar hasta que me
dormía. Él entonces se iba a su cama y, si mamá llegaba y veía la luz apagada, se
desnudaba en el salón para no despertarlo y se metía desnuda en la cama (rara vez
usaba el camisón, nunca en verano). Al rato, papá hablaba con voz fuerte y airada y
mamá le contestaba, subía el tono, y lo acusaba de que no tenía más amor que la
pintura, que ni ella ni yo contábamos para él, que ella no era nada y que por eso
salía, tenía que salir porque la casa se le caía encima todo el día esperándolo: ¿Por
qué tienes que hacerme esto?, ¿qué soy yo?, ¿qué es tu hija?; pero después de mucho
hablar y discutir acababan abrazándose y lentamente volvía el silencio. Lo normal,
sin embargo, era que mamá lo esperara con la cena preparada, que a mí me
acostara, y que, al llegar papá tarde como siempre, discutieran, que uno de los dos
entrara en mi dormitorio para calmar al otro y que, al verme quieta, saliera sin
saber si tenía o no los ojos abiertos. Yo quería a mamá y tenía una fe tan ciega en
ella como en papá. Los quería a los dos por igual hasta que mamá empezó a dejarme
dormida y a salir todas las noches, primero al banco de la calle a fumar un cigarrillo
tras otro, y luego a sitios donde había música. En ocasiones iba por el taller, pero a
papá no le gustaba que lo interrumpiera. Tenemos que hablar, Miguel, decía mamá
en casa preparándose en voz alta y a solas el discurso; pero, una vez en el taller,
papá la cortaba en seco. Vuelve a casa y cuando llegue hablamos todo lo que quieras,
iré enseguida, y eso a mamá la hacía llorar. Es cuando cogí la costumbre de dormir
contra la pared y empecé a verla llena de desconchones.
85

Tenía un jardín delante, enfrente una montaña y me pasaba las horas sentada
viendo las plantas y las flores: bananos, el árbol del pan, una acacia color café, un
cocotero, la buganvilla café, y un pterocarpus en especial que por las tardes se
llenaba de murciélagos gigantes, herbívoros e inofensivos, que se colgaban en las
ramas cabeza abajo. Con ellos colgados por las patas, parecía un “árbol de
Navidad”, un abeto lleno de cajitas negras que papá pintó y le regaló a mamá en una
de sus horas altas.
Nada extraordinario sucedía en el jardín, salvo la música, que me rompía la
cabeza tanto como las visitas y unos cuantos viejos derrotados que esperaban la
muerte. Me sentaba como un buda, con las piernas cruzadas frente a la piscina y
cada pocos segundos gente estúpida y de animado aspecto se acercaba a venderme
algo. Eran incansables conmigo, mientras que a los viejos ni se acercaban. Me
dirigían una mirada escrutadora desde la puerta y en seguida se presentaban y,
tuvieras o no ganas, tenías que ver a la fuerza lo que te ofrecían porque era
extraordinario y un caso de vida o muerte para mí el comprarlo. De nada servía que
me mostrara fría y reservada. Tenía que verlo y dar un precio, y si no lo hacía
reventaban. Todos parecían copias exactas de sí mismos, y les movía el vender la
misma necesidad que el respirar.
Pero no tenía ni frío ni calor. Mis dos amigas estaban muy excitadas por el
revuelo político en el país y la inminente marcha. Se celebraba un aniversario de la
revolución o la caída del dictador Moussa y la llegada de la democracia, las calles
eran una fiesta, Sonia y Dulce hacían lo imposible por vestirme y arrancarme de la
clínica. Hay que marcharse cuanto antes, decían, y las corté en seco. Mi viaje no ha
hecho más que empezar y, si no me he muerto todavía, nada me impedirá seguir,
ahora que la vida empieza a ser grata y tengo a la niña conmigo y a mi padre cerca
esperándome.
86

El rostro del joven doctor, taciturno y enjuto, expresaba una permanente


tristeza que movía a compasión. Era quien más compañía me hacía y no acertaba a
entender si quería intimar o sacarme de aquella clínica en la que me encontraba tan
a gusto. Entraba en mi habitación cuando menos lo esperaba, cada vez con mayor
frecuencia, y me animaba a levantarme y a marcharme. Usted está bien, es libre de
irse o quedarse, amiga mía; pero coja el avión y en su país acabará de curarse sin
problema, yo en su caso lo haría. El había podido dejar el Malí y trabajar en
Francia, pero le ofrecieron un puesto en esta clínica y las oportunidades pasan;
luego le salió la dirección de un grupo teatral, que él mismo había llevado al hospital
para distraer a los enfermos, y ello al menos lo recompensaba. Si no me marchaba, le
gustaría que yo formara parte de su grupo de comediantes. Es usted toda una actriz.
Le dije para halagarlo que era un buen profesional y que me gustaba. Usted me
gusta, Adema, se lo digo de corazón. Es usted un buen profesional, pero temo
decepcionarlo, no sabría qué hacer, no domino la lengua y me iré mañana si no le
parece mal. Muy bien, pues, mañana.
- ¿Y cómo se llama su grupo de comediantes?
- Los Nyogolons. Hacemos comedias musicales, marionetas, máscaras, y teatro
hablado. Yo mismo compongo las piezas.
- ¿Y de qué tratan?
- Corremos el país con una camioneta que nos sirve de escenario y tratamos
temas como el sida, la ablación, la diarrea, el alcoholismo. Llamamos a golpe de
tambor y todos acuden. Tengo montadas treinta piezas y haría una especial para
usted. Sería una historia didáctica. Todas mis historias lo son. Se titularía el Dragón
y la Princesa y el tema, el alcohol, algo muy sencillo y con tan sólo dos personajes:
un marido borracho, disfrazado de sátiro, con rabo de trapo y cuernecillos en la
frente, barbas postizas y cara golfa, y su mujer, joven y bella, que lo acusa de
malgastar el dinero y de no poder comprar los alimentos del día; luego discutiríamos
el tema con el público, que sacaría la moraleja de no casar nunca a una hija con un
hombre que se da a la bebida, porque no es un hombre. Siendo usted blanca, amiga
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mía, sería una bomba.


- ¿Y por qué quieres una actriz blanca?
- Es más llamativo. A mi actriz principal solemos frotarle las entrepiernas y el
rostro con polvos de talco. Usted sería auténtica.
¡Qué maravilla, Adema! Un vodeville con un parlamento antidiluviano, sin
chicha ni limoná, mezcla de catecismo, frenesí feminista, literatura barata, y yo
disfrazada de Eva o de Cleopatra, tal vez en cueros, o con turbante, fular y broches
de pedrería falsa. Lo miré y esbozaba una sonrisa idiota, con ojos que reviraban a
derecha e izquierda picarones. Se me puso el vello tieso.
-Seguro que los hombres se correrían de gusto al verme.
Retrocedió ante la hostilidad de mis palabras y fue a caer en la silla.
- ¿Estás casado, Adema?
- Sí.
- Te deseo mucha suerte.
- ¿Se irá entonces mañana, mademoiselle Romero?
- Tal vez.
- ¿Romero? ¿No será usted familia de Miguel Romero?
- Hija.
- ¡Qué tonto! ¿Cómo no me he dado cuenta antes? ¿Me permitirá como
despedida que esta noche le enseñe Bamako la nuit? Iremos a cenar y a una
discoteca.
Ni el amor ni el sexo ocupaban lugar alguno en mis pensamientos, pero
mentiría si dijera que no era esa la reacción que esperaba y le dije que sí, a pesar de
la melancolía, de la cabeza que todavía me daba vueltas, y de una ciudad que me
producía un pánico brutal. Desde que tenía memoria, casi desde la marcha de mi
padre, mi vida había sido un embrollo, un tiempo muerto y anodino e incluso un
juego continuado de simulaciones e imposturas. ¿Cuánto tiempo hacía desde mi
última cita?
Resultaba elegante vestido a la europea y sus ojos encenagados de tristeza o
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fatalismo revivían con el tirón de mi carne blanca. Era maravilloso e increíblemente


ingenuo. Aquel rostro de batracio, con dientes sanos de caballo, escondía una
imaginación calenturienta y, al mirar mis muslos, sus ojos bizqueaban, se le
avivaban y encendían como brasas. Es lo que necesitaba mi cabeza para despejarse y
salir de la parálisis mental, de las telarañas y de aquel no entender nada de lo que
me sucedía. En las contadas ocasiones en las que había intentado salir, la calle me
había inmovilizado las piernas y ahora, a su lado, podría correr y saltar. Se iba de
mi lado y caía paralizada. Adema era de Tombuctú y su preocupación fuera de la
medicina era la mística, la poesía, y el teatro.
- Tombuctú es una ciudad de místicos, poetas, y pintores, la mayoría en el
cuerpo diplomático viviendo en el extranjero y en Francia.
Siempre decía Francia como si no fuera el extranjero. Le pasé la mano por la
rodilla y le dije que me gustaba mucho la poesía y que un día leería sus poemas. Su
rostro enseñó sus bellos y sanos dientes de caballo.
- Mi familia vive en Tombuctú y voy allí a menudo. ¿Irá usted a Tombuctú,
mademoiselle Romero?
- No lo sé.
- Podríamos citarnos allí. Presiento que irás y, caso de que lo hagas, te estaría
esperando.
Las farolas lucían como lunas cautivas en jaulas de cristal y un sistema
planetario de mosquitos girando alrededor. De vez en cuando aparecía la luna real,
disgregada en una claridad deshilachada de nubes, y otras, oscurecida por el humo
de los fuegos de las avenidas, iluminadas en todo el trayecto por lámparas de aceite y
gas sobre mesas improvisadas, siempre atestadas de gente, y al fin vi, sin miedo
gracias a Adema, aquel pozo de inmundicias, trapicheos, cloacas a cielo descubierto,
alcantarillas rebosantes de aguas fecales, y olores, que era Bamako. Gente
derrengada y tirada en las aceras, ratas enormes y rostros que en la noche eran
dientes y ojos que te saltaban a la cara; oscuros anuncios contra la ablación, el sida y
la muerte. Que mi padre no viva en Bamako, ¡Dios mío!, no pido mucho, tan sólo un
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lugar donde poder caminar de noche sin que me asalten las ratas.
Cenamos en el Santoro, con vino de Burdeos y un plato fuerte y nada místico - pez
capitán, rey del río - y mi cabeza empezó a serenarse, despejándose por completo
cuando me compró un bello bubú grana en la boutique del restaurante. Los
mosquitos se cebaban en mis piernas y no me molestaba en rascármelas. Al acabar el
vino, él entonces se acordó de que era un buen musulmán.
- ¿Podrías quererme?
- Tal vez, Adema.
- ¿Y casarte conmigo?
La discoteca se llamaba Evasión y era como todas las discotecas del mundo,
salvo por las negras deliciosas, de labios carnosos y pinta hombruna, y los negros
gigantones, junto a los que Adema se sentía incómodo por no ser tan guapera y no
saber bailar, no poder hablar y estar atrapado en una intimidad sofocante que lo
paralizaba. El aire tenía una temperatura de fragua y olía a cloacas remotísimas. El
puterío bailaba con arte y entusiasmo, con la falda hasta las ingles, pestañas largas
como ramas de baobab y culos con lustre de papayas, mientras se descoyuntaban
haciendo retemblar el suelo como si pisaran ratas o cucarachas. Con la boca en el
oído me preguntó si prefería el baile o escuchar jazz: hay un club a la espalda del
edificio pero, si prefieres la cama al jazz, dijo adelantándose a mis deseos... No
aguanto más. Prefiero respirar y ahogarme entre sábanas, le contesté.
Necesitaba pasar inadvertido en el hospital y abrió la puerta con mucha
cautela. Se quitó la camisa sin alzar los ojos, como si le diera vergüenza mirarme, y
yo misma le desabotoné los pantalones, dejándome arrastrar por mi fantasía y el
jalar demencial de Adema. Había desechado de golpe mi retranca y miraba su
cuerpo escuálido sin vergüenza. Deseaba vivir el presente y hacer el amor. Quería
que me deseara y, aunque no hubo besos, la habitación empezó a moverse y yo
tampoco me quedé quieta y paralizada, con ese desvalimiento en mí habitual, y al fin
sentí que los muebles perdían el equilibrio, que la lámpara se bamboleaba y que todo
en mí volvía a la vida. Zumbaba un martillo pilón en mi interior, que hacía eco en mi
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corazón, librando de brumas mi cabeza, y a punto estuve de perder la conciencia.


Marina había muerto hacía una semana y la vida seguía y aprisionaba mis piernas
como sargazos. Respiraba aire de montaña y a él, en cambio, el mucho jalar le
provocó tal acceso de tos que se llevó las manos a la boca. El dorso de su mano
rozaba mis labios, tal vez para que no sintiera su aliento, y la aparté; apreté los
puños y le besé la boca y aquellos dientes de caballo con más decisión de la que
imaginaba, con la aceptación final que da ver las cosas como únicas y verdaderas, y
la verdad de la muerte entre ellas, como la parte más auténtica. El mundo soy yo,
pensaba mientras tanto. La vida soy yo, me decía. Su mano descendió y se detuvo en
mis pechos, siguió descendiendo y se paró a la altura de mi sexo, donde la mía tenía
aprisionado el suyo. Aquel beso había sido la emoción más fuerte de mi vida. Adema
había llegado cuando ya pensaba que no me quedaba otra cosa que el vacío; y de
repente era otra. Todavía desnuda en la cama, cerró la puerta; más tarde volvió a
abrirla en busca de algo, o para decirme algo, y se marchó. Seguía desnuda al
amanecer y con los primeros rayos me levanté, hice la maleta y salí decidida a
marcharme de aquella ciudad.

7. EL ENCUENTRO

El África que yo conocía de niña, representada en los mapas por manchas


negras y blancas, tenía como biblia la obra de Conrad, El corazón de las tinieblas, y
se componía de una serie de países y gentes, ajenas al progreso y banalizadas por el
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cine. En el comienzo del libro, mi padre tenía subrayada la siguiente frase: “hora de
hacerse a la mar” y, bajo ella, “pero dudo encontrar como él un tema tan
grandioso”.
Un crítico de arte acusaba a papá de usar colores vivos y de dibujar con
soltura pero sin seguir las leyes de la naturaleza y él sonreía.
- ¿No está de acuerdo, Miguel?
- ¿Qué leyes son esas? - le preguntaba papá con la sonrisa en los labios, y luego
me miraba a mí aún con la sonrisa en los labios -. Las reglas de la belleza no residen
en las verdades de la naturaleza, aunque ésta sea la base. Es la imaginación la que
hace el cuadro y éste será arte, siga o no esas leyes de las que usted habla, si hay en él
algo inverosímil y emocionante.
- Pero usted pinta rostros horribles.
- No más que Bacon o Solana. Le diré lo que decía Giotto cuando lo acusaron
de pintar rostros bellos teniendo unos hijos tan horrorosos: mis hijos son obra de la
noche y mis cuadros son obras del día, y nadie acusaría a Giotto de desconocer esas
leyes que usted nombra. Yo tengo justo el hábito contrario. Trabajo por la noche y
mis hijos son obra del día.
- ¿Y por qué entonces esa sala del Louvre o esos cines con luces tan tenebristas
y encuadres tan largos y caprichosos? No me dirá que siguen las reglas matemáticas
ni las líneas de la perspectiva.
- Siguen las leyes de mi espalda, que me dolía horriblemente en ese momento y
sus colores no son más tenebristas que los que usaría si pintara un cementerio - le
contestó papá todavía sonriente.
- Para usted, entonces, ¿qué es el arte?
- Cuando usted habla de arte, ¿de qué habla?
- Los críticos no entienden nada, papá.
- Hija, la mayoría entiende lo que está en los cánones, lo que entra dentro de
los límites de lo verosímil. Los pocos que son capaces de entender lo que queda fuera
de esos límites son lo suficientemente vanidosos, maliciosos, o listos como para
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intentar hundir al artista porque eso vende prensa, que es lo que les interesa.
Querían acabar con papá y a él cada día le resultaba más enojoso defender su
pintura. Quería que lo olvidaran y dejaran en paz. Si lo que hago es una mierda el
tiempo lo dirá. El siglo acaba en la mayor desorientación, hija. El cubismo ya está
hecho y el impresionismo es una variedad más del realismo. Los simbolistas se
permitían la sana libertad de no copiar a nadie, pero usaban el color como si fuera
todo el sentido que hay. No se apartaron de lo verosímil y no creyeron en un paisaje
totalmente soñado. A éste le gustaba el azul y a aquel el rojo. Hermosos cuadros de
tono betún pálido, amarillo con sombras ceniza y violeta. Todos se preocupaban por
el color, pero cuando uno tímidamente quiere decir algo nuevo sobre la naturaleza o
volver a los primitivos y a los clásicos, los críticos te insultan.
Inesperadamente, papá se volvió de espaldas al crítico y se echó un pedo. El lo
llamó guarro y mi padre, sin sonreír, le dijo: tratar de explicarle mi pintura es echar
margaritas a los cerdos.

Al salir de la clínica con el despuntar del alba, el cielo parecía luminoso y libre
y, al coger un taxi en la calle principal, minutos después, estaba cubierto de nubes
opacas y esponjosas que amenazaban lluvia. Su aspecto sórdido no lo provocaba
aquel cielo sino la sucesión infinita de chabolas, talleres artesanales, humo de
asaderos de carne y de coches, e infinitas alcantarillas a cielo descubierto por las que
fluía un líquido verdoso y repugnante. Junto a ellas crecían bananos, buganvillas
moradas y de color tabaco, el árbol del pan con crestas rojas, y magnolios de flores
blancas y rosadas; el negro y el blanco de mi mapa africano. ¿Dónde vamos?,
preguntó el taxista. ¿Hay un hotel junto al río? Le Mandé, madamemoiselle, muy
exclusivo. Era el hotel de Salif Keita, famoso futbolista, y moví la cabeza
afirmativamente mientras el coche sorteaba motos, ciclistas, burros, y rebaños de
cabras sin molestarse en evitar los baches ni el polvo rojo de otros coches, igual de
chirriantes y destartalados. Toda la ciudad parecía haberse echado a la calle desde el
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alba, y la marea humana caminaba entre pitidos. En el cielo buitres, sobre la nube de
polvo a ras de tierra y la mancha opaca y esponjosa encima, que no era de lluvia sino
una mezcla de sudor, sangre, y melancolía. Y sin embargo aquella ciudad era
hermosa. Había colinas verdes, árboles frondosos, avenidas anchas en las que si una
olvidaba los agujeros, el polvo rojo, el barro, la falta de pintura en los edificios, los
olores, el estiércol, el desorden del tráfico, las nubes de mosquitos al anochecer y la
inmensa miseria, resultaba atractiva y podía salvarse gracias a la exquisita pulcritud
y colorido de las mujeres, con sus faldas largas y abultadas luciendo niños a la
espalda.
En el hotel, paredes blancas y limpias, teja árabe y un césped cuidado. Abrí la
ventana, y el Níger tenía el aire de una plácida laguna por la que discurría el agua sin
fuerza, como si le costase remontarse hacia el desierto, al que se dirigía. En el centro
había un islote rocoso, en el que garzas azuladas buscaban gusanos entre las hierbas,
y en las riberas un aire vago de nostalgia e intenso color carmesí. Me quité los
vaqueros y pasé el día en un deshabillé cómodo al borde del río, donde todo era
agradable, salvo los mosquitos. La brisa llegaba húmeda y templada. La sombra
plateada de una pareja de martines pescadores que tenían su agujero en un ribazo,
casi al borde del agua, se inmovilizaba un instante en el aire y luego golpeaba el río
sin descanso, como si tuviera una prole infinita que alimentar.
Salif Keita no estaba, y el director del hotel me dijo que él no sabría dónde
encontrar a mi padre; tal vez Abdullah Silla lo sepa, él lo sabe todo en Bamako. Y
cogió el teléfono: vive aquí al lado, vendrá volando en cuanto le diga que es usted la
hija del señor Romero. Minutos después, Abdullah entraba por la puerta. Era viril y
de escaso pelo, morros casi tan morenos como su rostro, pero seductor e inmaculado
en su bubú blanco, director de radio VRTEL, de la revista Tapama e impresor del
boletín oficial, Le Soir, Carrefour y media docena más de periódicos.
- ¿Tantos? - le pregunté mientras él comprobaba con la mano la dureza de mis
carnes.
- Tenemos en el país una veintena desde la democracia y quince radios. Así
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que hija de Miguel, en-can-tado, ¿se dice así?, ¿qué le gustaría visitar esta noche, una
boutique de viande grillée o probar la maravillosa cocina de mi mujer? Si se decide
por mi casa, ella se esmerará más que si se tratara de Alpha Aomar Konaré, nuestro
Presidente.
- Busco a mi padre.
- ¡No es posible! No necesita ni levantarse para verlo. Lo tiene delante. El
universo gobernado por tres días: “ayer, hoy y mañana”. Tres oscuridades y tres
luces, son palabras textuales de su padre. La oscuridad y la luz, la misma cosa; pero
repara en esos tres puntos luminosos, de cada oscuridad nace una luz que nos ayuda
a descubrir la vida. ¿Le gusta su padre, se-ño-rita..?
- Marina.
- Marina. Bello nombre de puerto, ¿no quiere comer? No me ha respondido
todavía. Lo que no entiendo es cómo Salif tiene el cuadro tan a la vista con tanto
ratero. Afortunadamente no conocen su valor.
Miré absorta el cuadro, no lo que significaba o el colorido, nuevos para mí, y
las lágrimas me brotaban salvajes como gotas de sudor. Resbalaban por mis mejillas.
Salían del fondo del cerebro y de la nariz y me obligaban a sacar un kleenex tras otro
para sonarme.
- ¿Llora? - preguntó sorprendido -. ¿Llora cada vez que ve un cuadro de su
padre?
La pregunta me provocó un aluvión de lagrimones y él me miraba sin
comprender nada.
- Vamos, deje de llorar - y al fin lo hice -. ¿Viande grillée o lo que Dios quiera
en mi casa?
- Viande grillée.
- ¿Y después?
- ¿Hay jazz en Bamako?
- ¡Mais, naturellement!
- Pues jazz.
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- ¿Y después?
Sonó un aldabonazo discreto en mi cabeza, ¿tiene que haber siempre un
después para una mujer?
- Abdullah, ¿podré encontrar pronto a mi padre?.
- Lo verá, querida niña, lo verá muy pronto.
- Pero no en su cama, querido amigo.
- ¿Qué le hemos hecho los hombres para que me responda así?
- Estoy sangrando.
- ¿Puedo ayudarla? No soy médico, pero conozco a un médico.
- Sangro por donde sangra la mujer.
- ¡Gracias a Dios!, Marina. Creí que me consideraba un viejo. ¿La recojo a las
ocho?
- ¿Y mi padre?
- Todo a su tiempo y hora, Marina. Lo verá y espero que pronto. Intentaré
encontrarlo cuanto antes.
El sol enrojecía en la cabecera del río y, tras desaparecer Abdullah, Sonia y
Dulce arrimaron sillas y me saludaron como a una náufraga.
- ¡Hija!, ¡qué susto! ¡Nos has tenido en vilo todo el día buscándote! ¿No sabías
que estábamos en el Grande Hotel?
Ni lo sabía ni me importaba, y las animé a librarse de la malaria, la fiebre
malta, el sida, y coger el primer avión. Sonia no acababa de entender el cuadro.
Misterioso. Vivir para ver, ¿qué es esto? ¿Símbolos totémicos? ¿Microbios?
¿Tubérculos? Parecen piedras volcánicas, ¿hierro fundido?, ¿trozos de árbol?, ¿una
máquina de follar?, ¿contra qué va? Parecen tres quijadas de asno en avanzado
estado de putrefacción. No me gusta. Tu padre, querida, se va a quemar las manos, la
cara, los cabellos, los ojos experimentando, y encima nos va a volver locas. Lo bueno
del arte actual es que es un saco en el que todo cabe; pero, ¿es que quieres librarte de
nosotras? ¿Acaso no vamos juntas? ¿Quién era el moro? Cuando nos despedimos, las
dos me abrieron los brazos con el gesto de quien está cargado de razón y dice adiós a
101

una cabra loca dispuesta a suicidarlas.

No nos cobraron a la entrada del club. ¿Nunca pagas, Abdullah? Sonríe


satisfecho. Se entraba por un patio sin pavimentar con una gruesa palmera en el
centro, y luego había que andar por un pasillo muy estrecho pintarrajeado de forma
horrible, cruzar una puerta blanca y, una vez en el interior, el local estaba lleno y el
piso de la sala era desigual, con cuadros de Bessie Smith, Miles Davis, Duke
Ellington, y otros sin marco en las paredes, y en el suelo una tarima con un piano en
el que estaba sentado un hombre de mirada oblicua, más flaco de lo que permite la
mera abstinencia. Había sillas para el resto de los “Músicos”, que en la distancia no
eran máscaras sino borrones descarnados de máscaras. Papá también había estado
allí. Había media docena de personas en la barra, una docena por los suelos con
vasos en la mano, y varios sofás vacíos que enseñaban sus tripas, donde nos
hundimos. La escasa luz creaba una atmósfera de lupanar lujoso. Paraditas en la
barra veo a Sonia y Dulce, que se nos unen con un fugaz beso, y supe al punto que
Abdullah había perdido todo interés por mí. No me miraba. Miraba a Sonia con
codicia y luego formulaba una sonrisa que tardaba un cuarto de hora en
desvanecerse. Espléndidas piernas, parecía pensar, su cuerpo un gran poema; le
gustaban las blancas sin disimulos. Sonia venía dispuesta a causar sensación y lo
había conseguido, pelo largo, rizado en amplios bucles, traje corto de hilo con
pedrería en el pecho y un gran escote en la espalda que resaltaba la línea de la
cintura, los senos y las caderas, brazaletes y anillos de falsos brillantes y zafiros;
Dulce, más recatada, llevaba el pelo recogido con una cinta de terciopelo y un vestido
de algodón estampado que le marcaba gloriosamente el culo y la curvita feliz de la
barriga. La camarera trajo dos vasos con hielo y se quedó hablando con Abdullah.
Nosotras les quitamos el hielo. Al micro un muchacho con las mejillas rasuradas y
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una perilla excesiva para un negro.


Tocaban piezas anacrónicas, pasadas de moda y tristes, de una
sentimentalidad extrema, propia de burgueses aburridos y solitarios. Sólo hay una
forma de animarlos, dijo Abdullah, y se levantó. Fue al del micro, le puso un fajo de
billetes en la mano, y la banda se desmelenó al instante con jazz africano. ¿Creíais
que no teníamos nuestro propio jazz? El jazz no es americano. Eso son tonterías. El
jazz no lo inventó ni el whisky, ni Jelly Roll Morton. Nació en Gambia y los primeros
blues, que aquí llamamos dairu, baudi, dondo o takamba, los hicimos nosotros. Me
inclino por el Malí porque, casi con toda seguridad, fue resultado de un piano al que
le faltaban teclas y a nosotros en África siempre nos faltan teclas y nos sobran
desgracias. ¿Veis el cantante?, el cantante ideal de blues es tullido, otra razón
importante para reclamar su procedencia.
´Woke this mornin´with an awful aching head
My man done gone left me
And I wish that I was dead.
-¿Preferís el jazz o el blues?
- La ventaja del jazz sobre otras músicas es que no tienes que escucharlo si no
quieres - dijo Sonia -. Mirad alrededor. La mayoría de la gente no lo escucha y los
que escuchan tampoco escuchan.
- Los músicos se alternan, es así cómo me gusta - dije-.
El cantante cogía el saxofón, luego el clarinete y el micro. Todos hacían todo.
- Esto no es jazz. Sobra la guitarra y falta el banjo - dijo Sonia sin molestarse
en apartarle la mano. Cuando un culito pide cariño, no se le puede defraudar,
cuestión de simple humanidad.
- Hasta yo misma podría cantar el bayón con esta orquesta.
- Amiga mía, hágalo. Tu turno - dijo Abdullah y me llevó del brazo a la tarima
sin resistencia, porque aquella noche me sentía bien, con una levedad de cuerpo en la
que parecía flotar, y tan mal, con un dolor tan incurable que podía hacer el ridículo
sin problemas. Mi hija había desaparecido y no había pasado nada, así de sencillo.
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La vida no necesita tener sentido. Se nace y se muere sin merecérselo y sin habérselo
ganado. Nadie me hablaba de ella y yo misma evitaba el tema cuando salía. No
entendía nada de lo que me sucedía. Me habían robado el coche y me sentía eufórica
y con ganas de llorar después de beberme un par de copas. A la luz del día me
moriría, pero eso sería por la mañana. Ahora estaba hastiada, confusa, abatida, y en
el lugar idóneo en el que era menos que nadie, y una cualquiera. Abdullah miraba
mis muslos con codicia y luego saltaba a los perlados pechos de Sonia y el brillo en
sus ojos no me producía ni envidia ni curiosidad. Aquel no entender nada, aquella
perplejidad, hacía que tuviera la cabeza despejada y con ganas de decir sandeces,
aunque sudaba y sudaba, ¡Dios, cómo sudaba!, me sudaba el alma, me sudaba la
frente, me sudaban las manos y, por despecho o desesperación, tenía ganas de
quedarme a vivir en esta hedionda ciudad. Y empecé a dejar que la música se me
metiera en el cuerpo y a improvisar la letra como a veces hacía con temas de ópera.
Cant love nothing cant cry
cant love nothing
nada nada nada nada
cant love I´m
dying agggeeeeooooo, aggrggrrgeeeeoo uuuuuu
- ¡Bravo!, ¡bravísimo! nada nada nada -, boca sensual, brillante de saliva,
lengua rojísima, labios gordezuelos y tan frondosos e inverosímiles como una selva
tropical en medio del desierto -, agggeeeooeeuuu ¿eso es español? Una lengua muy
dulce. Tu turno, bella Sonia.
Su mano en la rodilla, en las cachas de Sonia, sobando su hermoso culito, su
traje falsamente modesto cuando se la miraba por detrás, nalgatorio glorioso,
tentación absoluta de ser hombre, pechera brillante de la que nacían las luces de la
sala, atacando un swing a lo Duke Ellington, “I don´t mean a thing if it ain´t got that
swing”, que enloquecía a Abdullah y le hacía levantarse del asiento. Se movía
maravillosa, dándonos la espalda, moviendo gloriosamente el culito como una
lagartija, moviéndolo con arte y aplomo, dejándolo volar solo, dejándolo llevar por la
104

música entre el repentino silencio de la sala y unos ojos malandrines que lo miraban
como el mejor de los cielos.
Bleee, doooya doooblee roooo deedee wahada, wahadaaaaaa
- Cariño, lo haces tan bien que Dios no te dejará morir de hambre.
- ¿Lo crees de veras, Abdullah?¿Necesitas tocarme cuando hablas?
- ¿Puedo evitarlo?

Y Sonia sonreía satisfecha mientras él le besaba el cuello, la pedrería y los


senos, mientras le sugería, le proponía, le pasaba su mano blanquinegra que ha
tocado cientos de culitos y ella aceptaba encantada y feliz, tercera, cuarta o primera
mujercita, lo que fuera. Un solo de clarinete, jazz del más puro estilo Nueva Orleans,
y no tenemos marihuana, ¡qué rabia, Marina!, decía Dulce mirándome desolada
desde el otro lado de la mesa. Un solo de clarinete “I´m a ding dong daddy”, Louis
Armstrong, la trompeta sería lo suyo, pero el clarinete es soberbio y de tener una
botella de bourbon podría morirme esta noche, “I´m a ding dong daddy” y el corneta
wee wee wee wee wee usssss, “I´m a dig dong daddy, empecé a escuchar y lentamente
me di la vuelta, lentamente, y me quedé sola en la sala, sin nadie a mi alrededor, ni
detrás ni delante, sola en la sala, y lentamente levanté los ojos y los dirigí al
escenario, volviendo la cabeza lentamente hacia el escenario con un escalofrío en la
espalda y una zozobra repentina de pánico y de gozo, porque ahora sí que me
golpeaba fuerte el corazón y sudaba, mientras pensaba, no es posible, no puede ser él,
mientras miraba al tablao como el que no quiere mirar y no por miedo a la mente
sino al cuerpo, que me producía un nuevo desarreglo repentino de piernas, mientras
pensaba con tranquilidad, no puede ser, no es posible, pensándolo de forma sosegada
y sensata, aunque sudando a mares, no puede ser él, estoy viva y no es él, papá no
puede ser ese esqueleto de huesos, papá nunca había llevado una chaqueta de cuero,
demasiado rápido como quien tiene prisa en acabar, wee wee wee wee, ¡Dios mío!,
¡mis piernas!, tengo bloqueada la voz y los oídos, la vista nublada, y caso de ser él no
podré reconocerlo, y lo miré como a una persona a la que estás segura no puedes
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reconocer y tampoco puedes hablarle porque piensas que no es la que buscas o caso
de serlo y hablarle no va a entenderte, pero sudando a mares. Y levanté la cabeza
mientras la nube de mosquitos zumbaba y se arremolinaba a mi alrededor, sudando
a mares por un frío que me llegaba por los túneles de las venas, y no era él, todo lo
más era su sombra, la sombra misma de sí mismo como si la estuviera viendo en casa.
Era él con toda seguridad, algo más enjuto y alto, o lo parecía sobre el escenario, su
mismo rostro tranquilo y fatigado, hundido sobre el clarinete, la espalda encorvada
como siempre, pelo en punta y gris, y una mirada alucinante que traspasaba
poderosa el humo de la sala y se fijaba en mí, me hacía un guiño con el ojo derecho,
dejaba “I´m a ding dong daddy” sin acabar y allí estaba, sin que yo pudiera siquiera
sonreír o hacer una mueca. No había podido correr al escenario porque sabía que si
intentaba andar las piernas no me responderían; me levanté y no me moví. No podía
dominar el aliento y allí estaba ante mí, perfectamente rasurado y sonriente como
siempre. Diez años y ni sus ojos ni su figura habían cambiado ni en fuerza ni en
expresión. ¡Hija, déjame verte! ¡Cómo me alegro de que hayas venido! Déjame verte,
y nos dimos las manos, que a él le temblaban ligeramente mientras sus ojos ni
siquiera pestañeaban; y, luego sin saber por qué, porque esa no era mi intención, nos
abrazamos.
Al marcharnos con Dulce, Sonia estaba sentada sobre las rodillas de Abdullah
y él le acariciaba el cabello como quien acaricia las crines de un potro. Sus senos le
nutrían de metáforas dulces, como de leche condensada, y ella lo miraba con
docilidad de marioneta y languideces de mujer felizmente raptada, suscitando la
envidia de Dulce, a quien jamás nadie había raptado ni tal vez lo haría.
- Buenas noches, Miguel - saludó Abdullah.
Mientras mi padre dormía semi desnudo en el sofá de mi habitación, después
de una noche en vela sin cesar de hablar y sin exigirle respuestas, los dos con voz
tranquila y queda contándonos nuestras vidas, como dos compañeros de cama antes
de acostarse, me quedé mirándolo con esa melancólica pasividad tan mía, y no me
levanté a tocarlo, las manos temblonas como si fuera una anciana con parkinson.
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8. UN RÍO UNCA DECEPCIONA

Un río nunca decepciona, ni cuando una no encuentra lo que busca. En un


principio todo el entorno parecía desierto y sin vida animal a la vista; pero poco a
poco comenzaba a poblarse, primero con media docena de pequeños cubos de barro,
al borde mismo del agua, y luego con un poblado que iba desde la orilla hasta lo alto
de la ribera, donde se alzaba una mezquita. En el pequeño muelle, grupos de niños
saludando a todo el que se acercaba por el río; mujeres lavando, algunas con sostén
que ni se molestaban en levantar la cabeza, y muchachas con tan sólo la falda, que
dejaban de lavar y alzaban rectos sus hermosos senos.
De vez en cuando, el agua se estiraba por los campos y dejaba largas tiras
deshilachadas e inmóviles que brillaban en la lejanía como espejos. La pinaza
avanzaba a buena velocidad entre láminas grises, color acero, perfectamente
inmóviles y perfectamente fijas en el paisaje. Parecía un río casi inocente y que se
pudiese caminar y, sin embargo, no toda el agua era la misma. Había como tres
partes, separadas y distantes, dos en los extremos, untuosas, bajas, y lentas que
llevaban basura espumosa con el detritus de minúsculas hojas y, en el centro, el
primitivo cauce hondo que seguía imperturbable su rumbo como si marchara en
dirección opuesta. En las orillas, árboles brotando de la misma superficie y bajo el
agua, más allá pequeñas manchas de color: arbustos, acacias solitarias, y rocas
circunvaladas de arena; al fondo llanuras ilimitadas de piedra negra calcinada y, en
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ocasiones oleaje de dunas en la distancia.


Las mañanas eran decididamente frescas y el viento creaba olas parecidas a
las del mar, que obligaban a Mahamadou, el patrón, a buscar las orillas. El sol
brillaba un momento en las copas de los árboles, y en seguida se llevaba el frío y el
viento dejando el río quedo y manso como una laguna.

Habíamos tomado el último baño en el hotel y, tras el desayuno y la discusión


con la policía, que nos aconsejaba tomar uno de los barcos grandes, salimos con los
coches hacia Djennée. Los tuareg andaban en pie de guerra por la zona de Gao,
aguas abajo de Tombuctú, y papá quería autonomía para parar y pintar a su antojo.
No les hizo el menor caso. A Djennée es una maravilla, entre los ríos Bani y Níger: te
va a gustar, Marina, decía mi padre entusiasmado. Su idea era celebrar el encuentro
con un viaje inolvidable y al mediodía cruzábamos el Bani en transbordador. El sol
era ardiente y cegador. Sonia se había quedado con Adbullah en Bamako, secretaria
para todo de la empresa Silla, un viaje putamadre, gracias, Marina, y nos
acompañaban Dulce, con un enorme bolso de mano lleno de perfumes, Katie Djamie
su criada de Gogolí, y Fabrizzio, pintor y arquitecto italiano, amigo suyo.
Por primera vez no me encontraba sola. Toda mi vida había sido una soledad
completa y ni siquiera lo había sabido, igual que esos niños que por no haber
probado un dulce no sienten su carencia. Había estado completamente sola, pero al
fin había encontrado a mi padre, y eso me bastaba. Papá me había encontrado a mí y
a mi lado parecía otro, genuinamente conmovido por mi presencia, mientras que yo
dejaba atrás mi vida melancólica y mis recuerdos, y él decía sentir una desbordante
necesidad de afecto que mi presencia venía a solucionar. En el trasbordador le pasé
el brazo por la cintura y él a mí el suyo, y nos quedamos enlazados contemplando el
río mientras lo escuchaba en silencio, en un silencio tranquilo y de plenitud que por
primera vez no me dolía, a pesar de tener tan presente a mi Marina en el recuerdo.
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Me venía su imagen durante el día, cada minuto y cada segundo del día y en las
espesas nieblas de la noche, cuando a menudo me despertaba con una angustia en el
pecho que me ahogaba y, aunque sabía que nada curaría esa angustia, que no estaba
preparada para una pérdida así, tenía las estrellas tan cerca que podía tocarlas y
volaba como si fuera un águila que surca el cielo; tenía a mi padre al lado, enlazado
por la cintura, y tarde o temprano la amarga sensación del accidente acabaría por
diluirse como el agua entre los dedos.
Mi padre no era ya tan tierno, sus ojos no tenían ese movimiento nervioso de
antaño; pero yo tampoco era aquella muchacha vulnerable que lo buscaba día y
noche, de noche despierta como si soñara y de día dormida sin saber que era un
sueño. Es cierto que la idea de buscarlo había sido mía, ¿pero podía culparme?,
¿podía haber hecho otra cosa? Con su brazo en mi cintura, él vio que me resbalaba
una lágrima por la mejilla y, sin decirme nada, sacó el pañuelo y la limpió. Le había
contado la muerte de Marina - ni siquiera sabía que existía otra Marina -, y sentí la
fuerza de su brazo en mi cintura. No me moví ni lo miré mientras me limpiaba los
ojos. Había sido yo quien había ido en su busca, pero él me había invitado con aquel
cuaderno de dibujos y así me lo dijo, por si su culpa aliviaba mi pérdida, cosa difícil.
Somos como autómatas, hija; unos tienen el cuerpo roto; otros tenemos el alma
enferma y hecha añicos, pero lo importante es avanzar, me decía mientras me besaba
el hombro y yo me sentía flotar ingrávida en el espacio. Porque no siendo ni
aventurera ni artista, lo hubiera seguido hasta los mismísimos infiernos, lo hubiera
hecho igual aún a sabiendas del accidente o de que a mí misma me fuera a picar un
alacrán.
Katie junto a Dulce me miraba con envidia. No miraba ni saludaba a nadie, y
a Dulce se limitaba a contestarle con monosílabos. Pertenecía al séquito de mi padre,
no sé el grado de pertenencia, pero sus caderas hacían temblar los ojos de Fabrizzio,
de los barqueros, y de todos los hombres que llenaban el trasbordador. Llevaba un
vestido de una sola pieza, un amplio bubú rosa que dejaba su cuerpo libre a la
imaginación, y sus pechos sin sostén, sus nalgas gloriosas sin bragas y el bronce vivo
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de sus hombros eran pura vida y energía. El pelo le caía recto en mil trenzas sobre
los hombros. Tenía las mejillas hundidas y una mirada melancólica que deslumbraba
al sonreír. De vez en cuando se perfumaba las manos con esencia de flores. Era una
diosa. Sus labios carnosos y sus ojos enormes pregonaban que era una diosa, y hasta
mi imaginación femenina se disparaba al preguntarse por su relación con mi padre y,
sin embargo, me miraba con envidia.
A la salida del trasbordador, el mismo aire de miseria que en Bamako: negros,
negras, camellos, bastonazos a derecha e izquierda en un tono gutural que
desgarraba los oídos; niños con cabezas rapadas y barrigas hinchadas a la espera del
gran regalo que el blanco les debe; mi padre se volvió del revés los bolsillos del
pantalón mostrando un forro agujereado y vacío; senos que cuelgan hasta el vientre,
cabañas de palos contra el sol con grupos de hombres tirados por los suelos sobre
una estera de esparto o sobre la arena; platos azules de plástico con mandarinas,
plátanos o papayas, gritos, rumores, moscas, dos furgonetas llenas de gente con
cabras y gallinas que esperan coger el trasbordador de vuelta del mercado. El aire
era pegajoso y caliente, y una hora más tarde, tras cruzar una tierra sedienta y
esponjada por las inundaciones de estos dos ríos, nuestra caravana de dos coches
atravesaba un gran arco de barro, ascendía por una calle estrecha y polvorienta,
cruzaba la plaza de la gran mezquita, y se detenía dentro del campement, un
complejo de cabañas en semicírculo con un gran parasol de paja en el centro del
jardín, que hacía de bar-restaurante.
- Djennée es un lugar para estar solo, un sedante magnífico. Te gustará.
Amadou encargó y ajustó el precio de las habitaciones. Comimos bajo el gran
parasol sopa de cebolla y carne con tomate, y cada uno se retiró a su habitación a
echarse la siesta; yo con Dulce. A media tarde, el bello Amadou salió en su coche
hacia Mopti a alquilar la pinaza y papá y yo, seguidos de Dulce, Fabrizzio, y Katie
marchamos juntos a explorar la ciudad, toda ella de dos plantasen forma de cubos
perfectos rematados por almenas muy fálicas, dédalo de calles estrechas e
intrincadas.
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- ¿Qué te parece?
- ¿Puede no gustarme?
- No. ¿Qué me dices, Dulce?
- Que estoy impresionada por tanto símbolo machista.
- Nada tan llamativo y hermoso como esos falos sobre arcos y puertas, ¿te has
fijado en la forma de las puertas? Vaginal, vulgarmente coños, las llaman las guías
turísticas.
- ¿Es una enamorada tuya?
- ¿Quién?, ¿Katie? - Sonríe y contesta -. Sí, pero a medias.
- ¿Y eso qué quiere decir?
Me mira con sonrisa picarona y divertida.
- Quiere decir, hija..,que espero que no te molestes y que, veas lo que veas,
nunca olvides que esto es África.
- Ya soy mayorcita, papá.
- Eso espero. Sólo los cretinos se escandalizan, los que no sienten ni ven, los
que no piensan. En ocasiones me sirvo de las mujeres para estar vivo, ¿podría
soportarlo de otro modo?; pero te juro, Marina, que nada es comparable a tu
presencia, al privilegio de acariciar las duras conchas de estas mejillas.
Me da un ligero achuchón, retuerce ligeramente mi barbilla, y luego me mira
con una mirada tan profunda y enamorada que no le pido más explicaciones. Nos
acercamos a la gran mezquita, joya del estilo sudanés y envidia del mundo, según mi
padre. La luz dora sus muros de tierra y, a una sencilla señal de papá, Katie vuelve
sobre sus pasos, y al rato regresa con su caja de pinturas, un atril plegado, y una
silla. Papá se sienta frente a la mezquita, pidiéndonos que le retiremos a los niños,
entre ellos hay uno al que la polio obliga a caminar a cuatro patas y papá envía a
Katie a comprarle unos buñuelos; luego desenrolla una tela y pinta un toro, que
rápidamente se convierte en un mono, y más tarde en una mesa de futbolín
destartalado, que aparece tirado en un rincón de la plaza; finalmente le añade un
ligero toque de púrpura que presagia la mezquita. Parte de los futbolistas son falos y
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el resto manchas acarminadas.


Mientras cenamos sopa de cebolla y pollo asado, junto a un par de mesas de
hombres que gesticulan y se desgañitan, beben zumos de naranja y coca, pagan y se
marchan, nos quedamos solos, deslumbrados por el silencio de una noche en la que
cuelga bajo un millón de estrellas. En el bar hay de todo, menos vino, pero papá lleva
el suyo, el vino como la música no son buenos hasta la tarde, y, con un vaso en la
mano, mi padre es un borbotón incansable de palabras a las que Fabrizzio responde
mientras Dulce los sigue en silencio. Katie no entiende el español, pero su mirada
responde a su manera, se ablanda, sonríe o se endurece por los gestos y el tono de las
voces. Lleva al cuello un hermoso broche de oro que admiro mientras escucho. Es
una diosa de día y de noche sus ojos son diamantes igual de vivos y luminosos que las
estrellas. Yo callo y escucho. Estoy con mi padre y no necesito palabras, pero mi
cabeza se integra mentalmente en la conversación y habla, pregunta, y lo sigue con
una curiosidad que a mí misma me sorprende.
Nada importante sucede ni entre las paredes ni en las librerías ni en las
iglesias, son palabras de mi padre, ni mirando por las puertas o por las ventanas. Un
viaje en el espacio es un viaje en el tiempo; sin viaje no hay búsqueda; sin salir al
cosmos, el cosmos no existe; sin experiencias no hay vida; la experiencia es más
amplia que la realidad, por eso son tan interesantes los marinos y los borrachos. Hay
que salir en busca de caracolas marinas como ellos y trabajar lo exótico, que es
donde están los colores de la imaginación. ¿En España quién lo ha hecho? Picasso,
Dalí, Gris, Solana. Los demás se acuestan a las diez, todo lo más ven a través de la
ventana de un burdel y así nunca llegan a percibir ni el verde ni el púrpura ni el
azul; como mucho, el blanco de su habitación y el negro que se vislumbra desde la
ventana, que no es más que el filo de la realidad. Y no salen de casa porque les aterra
el negro, que es el color de la realidad, el único color verdadero.
Fabrizzio estaba y no estaba de acuerdo. Coincidía en que desde un burdel no
se veía el mundo, pero disentía en que fuera preciso salir del país o del interior de la
casa. Sólo tiene sentido salir para mirar dentro, vivimos en la mente, y eso lo puede
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hacer uno desde cualquier parte, ¿acaso Keefer ha salido alguna vez de su granja? Se
limita a examinar sus neuronas desquiciadas, y para eso da lo mismo un burdel que
el camastro familiar, ¿qué sentido tiene venir a Mali para pintar un futbolín
destartalado que puede verse en cualquier basurero de España? Y mi padre,
subiendo el tono, tiene precisamente el sentido de resaltar un objeto cotidiano que la
gente ni en España ni en ninguna parte ve cuando pasa por un basurero. El mundo
del pintor es el mundo que contempla. Pero nunca debe ser vulgar, le replicó
Fabrizzio.
Por el tono de su voz, papá parecía a punto de tirarle el vaso de vino en su
atildada camisa, llena de plátanos y cocoteros: Claro que no debe ser vulgar. Un
objeto como el futbolín no es símbolo de nada hasta que la imaginación no entra en
él. Un desierto no es nada y una metralleta tampoco. Un cuadro no necesita tener
significado, la mayoría de las cosas a menudo no lo tienen. Coloca una metralleta en
medio del desierto y habrás dado vida al desierto en virtud de la metralleta. Esa es la
gloria del artista. El desierto habrá dejado de ser un ente abstracto, estático y sin
vida en virtud de la percepción, del ojo que entra en ese escenario muerto porque la
realidad se adhiere a la imaginación y la imaginación no debe desprenderse de la
realidad. El arte es el hombre añadido a la naturaleza. Esa es mi filosofía.
Los dejé hablando y me retiré a la cabaña al sentir el primer escalofrío de la
noche en la espalda. En el espejo mis facciones eran juveniles, mi expresión fresca y
serena, como si volviera a ser niña de nuevo. Al rato entró Dulce y, aunque estaba
despierta y sabía que esa noche no podría dormir, ni me moví ni la miré ni dije nada
para que no me hablara. La habitación era una fiesta de chinches y mosquitos, y
tampoco le pedí que la perfumara para no destruir el hechizo y la relajada sensación
de bienestar, junto a mi padre. No había traído ni máquina de fotos ni papel para
escribir, tomar nota o dibujar. A medianoche debí dormirme unos minutos y al
instante desperté bañada en sudor y acribillada por los mosquitos; no obstante, seguí
sin moverme recreando la conversación de la cena. Me interesaba simplemente lo
que veía y oía, el fuego sagrado que mi padre transmitía. Seguía acribillada por los
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mosquitos y, aunque el escozor me impedía el reposo, decidí aguantar en aquella


posición hasta la mañana; pues nada había como la presencia de mi padre para
encarar el día con optimismo.

Fui la primera en salir a desayunar y en descubrir la tela que mi padre había


pintado al marcharse todos a dormir, a la luz de la lámpara endémica del parasol.
Era la misma que la del futbolín. Había vuelto a pintar encima y todavía le quedaban
rastros del marrón oro de la mezquita, convertido en rocas. Los locales, las mujeres
de la limpieza, y el muchacho que barría el bar paraban delante del caballete,
miraban la tela ladeando la cabeza a derecha e izquierda e incluso de abajo arriba, y
cuando adivinaban lo que era, reían socarronamente, levantando con sus voces
agudas a los gorriones rojos que picoteaban en el polvo. Los lagartos anaranjados
que corrían entre el seto y por los troncos de los árboles se levantaban sobre las
manos y se quedaban al acecho con la cabeza erguida. Debía haber trabajado toda la
noche hasta el agotamiento, porque salió de su cabaña a la hora de la comida,
seguido por Katie.
Dulce sonreía y Fabrizzio estaba desconcertado. El futbolín se había
convertido en un paisaje desértico y todo el fondo era un blanco ácido e hiriente con
grumos de pintura azul que simbolizaban rocas, y en el centro sobresalía una de ellas
transformada en falo y pintada con pasta gruesa de un denso color rojizo. Era un
falo majestuoso y abombado, bautizado “El creador”, y se imponía con brutal
franqueza en el paisaje.
Papá, en mangas de camisa, con la pipa apagada en la boca y el aire de estar
como al margen nuestro, miraba divertido pero en guardia hacia Fabrizzio, a la
espera de su dictamen.
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- Es una locura, Miguel - dijo al fin -. Te van a despellejar.


- Es un homenaje a Djennée - dijo Dulce.
- Sí, es un riesgo, ¡qué duda cabe! Reflexioné después de la discusión de anoche
y llegué a la conclusión de que el futbolín tenía tanto sentido como pintar un campo
de amapolas o de rosas; esto no es Holanda; en cambio el blanco, el rojo, y el azul
armonizan, y estoy muy decidido a seguir con ellos.
- Me refiero al falo, Miguel - dijo Fabrizzio -. Puro arte bruto y salvaje de
nuevo. Ese horrible falo crucifica el paisaje.
- Te diré un secreto, amigo Fabri. ¿Por qué pintar el paisaje si está ahí? El
artista no debe copiar la naturaleza, sino tomar sus elementos y crear su naturaleza.
El cuadro es naturaleza añadida por el artista.
- Es horroroso e impúdico. Tu público nunca lo admirará.
- No pinto para asustar y horrorizar. Me basta con que a mí me guste.
- Puede ser impúdico - intervino Dulce -; pero es lo que yo esperaría en esta
ciudad. Para vivir en ella, en este mundo, no digo ya en este desierto, hace falta eso y
más. La gente sencilla de Djennée lo ha comprendido a la perfección y lo ha llevado a
su arquitectura, llenando de falos los aleros de sus casas. Yo le hubiera añadido un
centenar de falos.
Papá la miró de abajo arriba, en una radiografía lenta que se detuvo en su
rostro. Gracias, querida, dijo comiéndosela amorosamente con la mirada.

Marchamos enlazados por las polvorientas calles de Mopti, mezcla de puerto y


mercado y, cuando Amadou y Ahmed cargaron la enorme maleta de mimbre, repleta
de lienzos, pinturas, pinceles, y papel, seguimos de pie en la proa de la pinaza,
expresamente preparada para que mi padre pintara si le apetecía. Estruendo
ensordecedor. Confusión de la vida en constante ebullición, docenas de barcazas,
115

estrechas, anchas y barrigudas, algunas con capacidad para medio centenar de


pasajeros, que entraban y salían con más de cien personas y todo tipo de animales,
bultos, y mercancías; vendedores ambulantes, pestazo a pescado seco, humo a carne
asada, bicicletas y motocicletas, muchachas quinceañeras con niños a la espalda y en
la mano, los senos vacíos por la lactancia. Me di una buena ración de colores
observando la limpieza y elegancia de los bubús de hombres y mujeres hasta que
apareció Katie en el último instante, cuando ya estábamos embarcados, y a media
tarde dejamos el gran estuario de esta ciudad, eje comercial del Níger, marchando
hacia la embocadura del río en medio de un espectáculo grandioso, y no sólo para
mí. No hay otro río parecido. El mar está lejos y lo echo en falta, pero aquí tengo una
naturaleza única y te tengo a ti, mi Marina, decía mi padre atrayéndome por la
cintura con brazo de hierro. ¿Y no echas en falta España, Granada, Andalucía?, le
pregunta Dulce. Y él, echo en falta Sevilla, Granada, Córdoba, Salamanca, París,
Londres, Santa Fe; toda mi vida hubiera querido vivir en Santa Fe y pintar las
Montañas de la Sangre de Cristo; también añoro el campo, la jara , el tomillo, la
vista y el olor del pino, el jilguero y la cardelina. No nací en el campo, pero mis
padres me llevaron a la Sierra con los abuelos y todavía siguen tirándome las ovejas
del abuelo y las cumbres de la Sierra. Bubión era un pueblo adonde me gustaba ir a
comer, ¡cómo lo recuerdo! Echo en falta tantas cosas, Marina, sentarme en un
parque, oír campanadas de iglesia y acostarme con una artista de circo, soy un fan
del circo, ¿lo sabías, hija? Echo todo eso en falta, aunque cada vez menos. Esta es mi
casa, mi mundo y mi puerto. Me vine buscando la luz y aquí la tengo. No hay
púrpuras y azules como éstos y el verde, por ser escaso, es tan limpio que mis sueños
se llenan de pavos reales. ¿Me has traído libros? Es lo que más echo en falta.
-Te he traído Escritos de un salvaje y dos biografías, Matisse, Van Gogh, y tres
libracos enormes sobre Picasso.
- ¿Eso has hecho? Gauguin, Matisse, Picasso. ¡Santísima Trinidad! Te quiero.
Siempre te he querido -, se acerca a abrazarme y luego estalla en carcajadas ruidosas
y contagiosas, que todavía oigo.
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Junto a la orilla, cabañas como palafitos, diminutas y abandonadas, con el


agua hasta sus puertas; más allá, casas en lo alto de la ribacera, en la brouse bajo las
ocasionales acacias y en dunas lejanas y en pequeños promontorios.
- ¿Te gusta África?
- ¿Te gusta a ti, papá?
- Me gusta la tierra en la que la más humilde planta es todo un acontecimiento.
Me gusta África. Espacios inmensos e ilimitados, espacios para soñar otras vidas.
Cuando baja el calor, las mujeres salen de las chozas y preparan la cena al aire libre.
El espectáculo es único. Son gentes sencillas que no se atormentan por problemas
existenciales, bozos en su mayoría, los pescadores tradicionales de este río, pero nadie
conoce como ellos las leyes de la hospitalidad. Se reirían de ti, pero te darían el mijo
que comen y luego te bailarían una de sus danzas. Sus mujeres son extraordinarias.
Barren los suelos con sus mejores vestidos y siempre están limpias, tienen una
obsesión senil por la higiene. Pero, querida mía, ¿qué estoy haciendo? Se me escapa
la luz, los pintores haraganes se conocen por sus escasos dibujos y yo no puedo
permitirme el lujo de ser haragán. Lo sabes de sobra, Marina, arriesgué mi vida y la
tuya por este trabajo.
- ¿Y no descansas nunca?
- Soy masoquista. Para ser pintor hay que emborronar muchos pliegues de
papel y trabajar como un galeote. Cada día me acuesto pensando que puede ser él
último. No puedo permitirme el descanso.

En la pinaza, se oye la voz de Fabrizzio, enamorado del país y amigo de papá.


Tiene un premio de pintura en una bienal de Venecia, pero le acaban de dar el
prestigioso Aga Khan por un hospital construido en Mauritania y le apasiona
revolucionar la arquitectura del África subsahariana. También le apasiona la
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pintura de papá, y en parte se vino al Malí para conocerlo y estudiarlo. Papá le


propuso en cierta ocasión que dejara ambas cosas, la pintura y la arquitectura, y
fuera su marchante, pero ahora le horroriza desprenderse de sus cuadros y no acaba
de decidirse. Los ve como fragmentos de un cuadro futuro, de una idea inasible que
persigue y no quiere ni oír hablar de venderlos, cosa que al parecer no le importa a
Fabrizzio. Aprovechando el viaje, se dirige al país Dogón a levantar un dispensario y
tiene en cartera proyectos importantes que le van a apartar del negocio de los
cuadros, tal vez de por vida: un mercado en Mopti, un complejo de viviendas en
Bamako, y una biblioteca; porque aquí todo está por hacer. No hay autoridad, nadie
trabaja y la gente roba a mansalva lo que puede. Son un desastre. En Mopti ha
montado una escuela, una ONG, para enseñar un tipo de arquitectura de barro,
adaptada al clima del Sahel, y desde ese momento la vida se le ha complicado. Me
vino la idea cuando vi el Banco Nacional de Bamako, frente a la catedral, hecho con
paneles de cristal, una de las tantas aberraciones como se hacen en África, con
cristales de importación que elevan la temperatura. Y no hablemos del polvo. Hay
que estar limpiándolos a todas horas con el gasto que eso supone. Cualquiera se
creería al verlos que estás en Bruselas o en Estocolmo. Viven en el sol y no se dan
cuenta de que la arquitectura nace del sol; por eso uso el barro, que es lo que le va a
esta tierra. Dulce lo escuchaba y respondía con monosílabos. Es un hombre atractivo,
un hombre blando, que a las mujeres nos cae de maravilla, amable, fino e impoluto
como sus camisas. Tan sólo bebe agua embotellada y antes de hacerlo examina el
vaso. Antes de hirmar la mano examina el lugar y le pasa un pañuelo. Lleva un
sombrero de los felices años veinte y ello añade un cálido halo lechoso a su figura.
Dulce escuchaba y respondía con gestos. Tan sólo sabe decir sí, bueno, excelente,
genial. Algunas tenemos bastante con escuchar. Ella y yo somos de esas, y por lo visto
ello no se arregla con la edad. Tenemos miedo de hablar en público, de sacar a la luz
nuestras debilidades. Tiene facciones de ángel prerrafaelista, pero sus caderas se le
han ensanchado y cobijan un pubis extenso y unos senos que necesitan sostenes.
Lleva media docena de cajas de preservativos - veo sus ojos clavados en los de
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Fabrizzio - y cada segundo se pregunta para qué. Ha tenido sus aventuras, pero
todavía está esperando su primer amor, y tiene ya veinticinco años. Dentro de poco
no buscará nada, pero no quiere ser eternamente joven. Es cada vez más asustadiza y
en seguida tendrá el corazón tan varado como el mío, y por eso está en este viaje.
Tenía que hacerlo. Tenía que salir de casa, de la mesa de camilla junto a sus padres,
de la tele y de la cama a las diez. Tenía que ir donde fuera y hubiera hombres,
aunque se tratara de un desierto, en busca de ruiseñores. Salir de casa y parar el
tiempo. En alguna parte alguien la espera, es aquello del refrán.., y no estaba de mal
ver aunque sí muy harta de amores ocasionales, que tal como le iban las cosas,
tampoco eran de desaprovechar.
No aparta los ojos de Fabrizzio. No sé si lo escucha y entiende; no sé siquiera si
oye lo que dice. De vez en cuando baja la cabeza y mira con disimulo el paisaje, saca
la mano, toca el agua y se la lleva a los labios como si fuera una flor. Cambio con ella
miradas de comprensión y, aunque desvía los ojos al sentirse descubierta, sonríe, se
repone al instante y sigue mirando a Fabrizzio. Me sorprende que el italiano no
repare en sus espléndidos muslos de amazona, casi tan morenos ya como su rostro, en
su culo ligeramente blando, en el sol derramado en su vientre y en sus ojos de mirada
verde y viva que están pidiendo comérselos a besos.
- ¿Un whisky?
Dulce se levanta como un rayo a preparárselo, pero Amadou se le adelanta.
Papá ha sacado de su caja de pinturas el bloc y lo tiene abierto entre las manos.
Lleva tiempo mirando el paisaje y, al oír la palabra whisky, levanta la voz y pide
vino. Es su debilidad: vino, amor y tabaco. Amadou le alarga el vaso a Fabrizzio y
Katie le coloca a mi padre el vino sobre la tabla, él le da un pequeño sorbo, enciende
la pipa y su mano derecha se dispara llenando en segundos la página de garabatos.
Lo miro trabajar mientras reflexiono. No debió marcharse como lo hizo, fue
un golpe bajo y no debió hacerlo. En lugar de esperar tanto tiempo y de mandarme
aquel cuaderno de dibujos a los diez años, podía haberlo hecho de otra manera y no
habría desgarrado mi carne a dentelladas. No debió hacerlo como lo hizo y cuando
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encuentre un momento oportuno hablaremos. No debió marcharse sin avisarme, sin


una nota de despedida y sin una mala dirección, dejándome como a una jovencita en
un burdel.

Pasamos Nimitongo, Madina Bangu y Uñaka, pueblos bozo, la bella mezquita


de Koeteka, y al salir buscamos una duna antes de caer la noche. Mahamadou había
comprado el pescado en una barca y, mientras prepara la cena, dentro de la pinaza,
Amadou y Katie montan las tiendas. La noche en el río se desploma con el estrépito
de un rinoceronte herido de bala y, al rato, Fabrizzio sale de su tienda con un pijama
rosa, que provoca las delicias de mi padre y su risa sardónica de niño grande
maleducado. El pijama en una expedición es cosa de maricas, dice, pero Fabrizzio ni
se inmuta; lo conoce bien y se limita a sonreír y más tarde, al salir papá de su tienda
con otro pijama de idéntico color, todos reímos. El viento agita y riza las aguas junto
a nuestra orilla mientras cenamos pescado con arroz y luego hablamos y bebemos,
nosotras té y ellos whisky y vino. No me importa el lugar, aunque a menudo el
Sáhara le ponía a una un nudo en la garganta. El sol volvía mi rostro de bronce
antiguo y, fuera noche o día, se estaba bien fuera, oliendo el humo de la pipa que mi
padre echaba por la boca y el cerebro, mientras escuchaba la conversación de los dos
hombres, a pesar de los mosquitos y del millón de ranas que se habían desperezado al
caer la tarde y croaban furiosas en las islas. Espacios vírgenes, inmensos e ilimitados,
en los que la imaginación se disparaba y soñabas otras vidas. Espacios para huir, no
sé si para echar raíces tratándose de una mujer, pero sí para aliviar el peso de la
inmensa apatía y recuperar el tiempo.
Esa noche, Dulce y yo dormimos juntas, Fabrizzio lo hizo solo y papá se metió
en su tienda con Katie. Eso fue la primera noche, porque la segunda, mientras
tomábamos el té, Dulce dijo, sin pizca de rubor y con tono meditado y tranquilo, que
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ella no había venido al Malí para dormir con mujeres y vi al punto el asombro en el
rostro de Fabrizzio y su rápida reacción invitándola a su tienda. También vi relucir
los ojos de mi padre y oí su voz cortante y baja con tono de macho avezado,
aconsejándole a Dulce elegir mejor compañía. Querida mía, un hombre te está
ofreciendo su tienda y debes elegir entre dormir con él o, si lo prefieres, rezar el
rosario con mi amigo Fabri. Y Dulce eligió a mi padre, al caballo fuerte, curtido,
ganador, y con derecho de pernada, como en el mundo animal, donde sólo los machos
fuertes se cubren de placer. Yo solté el aliento al ver que Fabrizzio no perdía la
sonrisa, ni se inmutaba lo más mínimo. No parecía contrariado y, si lo estaba, la
frustración le duró el tiempo que a mí ne costó decirle, sin deseo ni rencor, y con la
misma naturalidad con que mi padre había exigido la primera noche dormir con
Dulce, que yo dormiría con él. Me levanté y entré en su tienda, donde estuvimos
charlando, cada uno en su saco hasta casi el alba, cuando empezaban a oírse el
deslizar de las pinazas y las voces de las barqueros hacia los campos de algodón, y
entonces nos dormimos.
Fabrizzio era un hombre de mediana edad, con un mechón rebelde de pelo
gris, algo apocado de carácter y siempre complaciente. Pasó media hora acechando
mosquitos y posibles intrusos molestos, y cuando quedó satisfecho del examen se
metió en su saco y lo cerró hasta el cuello. Su cuerpo olía al perfume de almendro de
su crema bronceada.
- Siento que mi padre te haya ganado la partida.
- Está en su derecho. Supongo que has traído a Dulce para él.
- Supones mal. Yo no he traído a nadie para nadie. Dulce es dueña de sus actos
y la culpa no es mía. Has cedido demasiado pronto.
- No he perdido nada - dijo él - Te tengo a ti.
- Sí, me tienes a mí.
- Y no estoy vencido todavía - dijo al rato.
- Despiértame cuando te levantes.
Me di la vuelta y me dormí en seguida. Me despertaron una vez sus ronquidos
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y me levanté a desaguar. Las estrellas brillaban y el cielo estaba muy bajo. Al otro
lado del arbusto sonaba tan fuerte el ímpetu fluvial de otro pis que me asusté y a
punto estuve de pedir auxilio. Era Dulce y su sombra pasó a mi lado sin descubrirme.
Ya en la tienda, Fabrizzio roncaba con la cabeza apoyada en un brazo y al rato vi
que el sol había salido e intenté dormir. Me sentía pasiva, serena y a gusto,
dejándome arrastrar por la corriente. Debí dormirme muy tarde y, al abrir los ojos,
Fabrizzio no estaba, pero no me inquieté. Se estaba bien dentro del saco, lejos de una
misma y en medio del cosmos, mientras en el exterior se oían las voces quedas de mi
padre y de Fabrizzio charlando amigablemente. ¡Hombres!.

9. CUADROS DE UN SALVAJE

- ¿Cuántas mujeres tienes, Mahamadou?


- Tres.
- ¿Y dónde las tienes?
- Una en Mopti, otra en Tombuctú, y otra en Gao.
- ¿Te gustaría tener alguna más?
Esbozó una sonrisa, ladeó la cabeza dejando caer que tres ya eran
suficientemente costosas y de momento no respondió, luego dijo que su trayecto iba
de Mopti a Gao, dándome a entender que sólo recalaba en esas tres ciudades y que
no tenía lugar para más mujeres. Parecía conocer el río como la palma de la mano, y
era un hombre grande, diría que inmenso y lento, bajo el turbante y el bubú; porque
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cuando se los quitaba y se echaba al agua tenía la agilidad de una foca, la misma que
demostraba dirigiendo la pinaza con la palanca del motor. Con los clientes era dulce
y brutalmente seco con el muchacho, con menos carnes que un jilguero, que
mantenía el fuego del té, e igualmente con el joven pizpireto, Ahmed, de sonrisa
hambrienta y largas greñas, al cargo de la limpieza y de la pértiga, que flirteaba
descaradamente con Fabrizzio y le tocaba el culo a la menor ocasión.
Al montar en la pinaza esa mañana, mi padre se tumbó en uno de los bancos
que iban de babor a estribor, con la cabeza en el regazo de Dulce ocupándolo por
completo, mientras yo le hacía en voz alta a Mahamadou estas preguntas desde el
asiento más alejado de popa, al lado de Fabrizzio, para que mi padre me oyera, y no
sólo él. Dulce me miró sin aclararme sus pensamientos e instintivamente se tapó los
senos. Katie y el bello Amadou charlaban en otro banco ajenos y en su idioma. Nos
acercábamos al lago Debo, entre islas y hierbas altas y fuertes que se perdían en la
lejanía de colinas de piedra, que rompían la llanura; a la entrada del lago nos
cruzamos con pinazas repletas de mujeres y con pescadores, siempre en pareja, que
nos enseñaban sus pescados todavía vivos. Río abajo, el Níger se abría siempre
inmenso y el calor pegajoso tenía el encanto singular de dejarte la boca abierta. El
país del Senegal, en la cabecera del río, llevaba tres buenos años de aguas, y el
ganado y las gentes se recuperaban de la sequía atávica de años pasados. De cuando
en cuando, un mercado abarrotado a la orilla del río en el que abundaban los
camellos, los cebúes, las ovejas y las cabras, así como las pinazas y los niños, casi
todos bebés, jugueteando desnudos en la arena de la orilla. ¡Qué excitación de
cámaras a la vista de los camellos, las mezquitas y el colorido múltiple de las
mujeres! Amadou me pidió un cigarrillo, y al dárselo me fijé en las cicatrices de las
manos y del cuello. Le pregunté por ellas y me respondió con vaguedades. Fabrizzio
me aclaró que las torturas se habían cebado en los jóvenes en tiempos del dictador
Moussa.
- Esto en África, querida, es lo menos que te puede suceder. Lo normal e que a
los presos políticos los llevaran al desierto de Araouan y los dejaran desnudos hasta
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que morían, expuestos al sol y al frío de la noche. Amadou tuvo mejor suerte.
A mi padre de pronto no parecía interesarle ya el dibujo y, sin saber por qué,
llegué a creerme de verdad que había organizado este viaje para celebrar nuestro
encuentro. La noche lo había cambiado pero en un par de ocasiones, mientras
tomábamos el té que preparaba el niño y servía Amadou, vi que me miraba de forma
tan atrabiliaria que llegué a dudarlo y a pensar que mi persona no le hacía tan feliz.
No hablamos en toda la mañana y tampoco durante la comida, siempre de pescado
con arroz y, al acabar, volvió a tumbarse con la cabeza en el regazo de Dulce. Y no
estaba ya tan segura, o todo empezaba a parecerme confuso, y sin embargo el viaje
me gustaba, así como la tentación de seguir el mayor tiempo posible fuera del tiempo.
Aquella noche, ya lejos del lago y dentro de la tienda, muy cerca de Niafunké,
Fabrizzio empezó a tentar mi cuerpo, primero de forma casual y con delicadeza;
luego con mano experta, recorriendo mi cuello, hombro y espalda, y dirigiendo la
mano con lentitud y suavidad hacia mis senos, como valorando y sopesando su
firmeza y solidez.
Ese día Fabrizzio había dibujado como un loco, aprovechando cada parada e
incluso con la pinaza en marcha, sin que pareciera afectarle el movimiento. Parecía
hacerlo bien o a mí al menos me gustaba: piraguas repletas de mujeres sentadas
sobre grandes fardos de paja, piragua con una inmensa vela desplegada hecha de
sacos cosidos blancos y azules, horizonte con acacia, grupo de tres camellos a la orilla
del agua, mujeres lavando con la criatura a la espalda y, a media tarde, mientras
tomábamos el té, mi padre y él se enzarzaron en una discusión tan encendida que creí
llegarían a las manos. No entendía la rivalidad de estos dos hombres. Para mi padre
el arte era demasiado sublime como para ser tratado con ligereza, aludiendo
claramente a sus dibujos.
Fabrizzio había tenido la debilidad de enseñárselos en busca de aprobación y,
mientras mi padre los veía, le dijo que sólo pintaba para él, por puro placer estético y
no por dinero. Aquello fue la mecha que prendió la discusión. Mi padre levantó la
voz. Acusarlo de mercantilismo había sido ciertamente un golpe bajo que no podía
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pasar por alto, ni lo olvidaría. ¡Cómo te atreves! Yo jamás me he presentado a un


premio en mi vida. ¡Acusarme de mercantilista un imberbe y un inmaduro que se la
toca con papel de fumar y que como hombre no conoce más pasión que la arcilla!, ¿te
has acostado alguna vez con una africana, amigo Fabri?, ¿entonces cómo demonios
vas a saber lo que es África si desconoces a sus mujeres? Y siguió sin dejarle
responder y dando por descontado que no las conocía: El acto creativo y el
procreativo, amigo Fabri, son una misma cosa y quien falla en uno falla en el otro
porque el artista es un todo; lleva dentro una pasión infinita, que tú desconoces y
vive para pintar, no pinta para vivir; ya que arte y vida en él no se distinguen.
¡Acusarme de mercantilismo un imberbe inmaduro que se la toca con papel de
fumar!
Papá era un salvaje y Fabrizzio le respondió con una acritud que lo
provocaba todavía más: Permíteme que te diga que no entiendo que un artista pase
las horas tumbado sin contemplar ni este río ni este cielo. ¡Qué perdida de energía!
Los buenos pintores, Van Gogh, Cézanne, Picasso, antes se saltarían la tapa de los
sesos. ¡Qué venalidad! ¡Acusarme de imberbe y de marica! Que te creas el pintor
moderno más importante, es una cosa; que malgastes tu talento, es otra.
Ni siquiera estas últimas frases de halago, que tenía el propósito de replegar
velas y aplacarlo, calmaron a papá que seguía mirándolo de forma implacable y
desdeñosa, como rumiando su venganza, hasta que en sus ojos abultados apareció un
destello de luz y, aunque jamás abandonaba una buena discusión, algo lo distrajo.
Ahmed había atracado en la orilla, y Dulce y Katie saltaban de la barca. Todos se
bañaban. El patrón en el centro de la corriente, Dulce en la orilla paseando los pies
por el agua, a pesar de la filariosis, y Katie metida hasta la cintura, con el bubú
levantado por encima de las caderas, mientras se purificaba el sexo, se frotaba los
muslos y finalmente sorbía agua de la mano, se enjuagaba la boca y la tragaba o
tiraba lejos con una fuerza admirable. Los botones puntiagudos del seno marcaban
la tela, y en toda ella resplandecía la gracia y la flexibilidad de un animal joven y
poderoso. La discusión había acabado. Dulce y Katie, ésta en especial, había vuelto
125

las cosas a su sitio y yo fui a aliviarme a lo alto de la duna, agradeciendo aquella


parada técnica inesperada.
Al regresar, con la cabeza en la duna y en las serpientes, la parada técnica
continuaba. Mi padre les hacía repetir, a una el paseo y a la otra el baño, mientras
pintaba muy erguido y pegado al lienzo frente al caballete, sentado en una pequeña
silla a la orilla del río. Me acerqué sigilosa por la espalda. Fabrizzio caminaba en la
distancia, y mi padre, sin mirarme pero sabiendo que lo miraba, seguía con sus
pensamientos en voz alta mientras trabajaba. Ni siquiera como los niños, decía. Pinta
un realismo tontorrón, que hasta a un niño avergonzaría, y encima me acusa de
mercantilista. Fabrizzio, ajeno a sus palabras, tomaba fotos, primero de él, luego del
cuadro y más tarde del pintor y del cuadro.
Yo seguía inmóvil a su espalda y lo que en la tela había, con pinceladas sueltas
y extendidas a brochazos largos, era la silueta en negro de una serie de muchachas
desnudas que se echaban calabazas de agua en la cabeza. El fondo era el azul del río,
que rápidamente se transformó en un blanco espeso, y luego le añadió tonos
bermellón que simulaban la orilla desértica y daban a la tela una doble dimensión de
la que sobresalían las figuras. Al cabo de dos horas quedó satisfecho y se volvió hacia
mí.
- ¿Te gusta?
- Sí, papá; pero, ¿por qué el blanco en lugar del azul?
- Una de mis reglas es no seguir lo obvio.
- ¿Y ese bermellón tan fuerte?
- El azul para el río sería lo lógico y esperado, lo que mi amigo Fabri pintaría.
Incluso lo comercial.
Eran figuras vibrantes, y no hacía falta adivinar su satisfacción al levantarse,
mirar la tela de lejos, volver a preguntarme si me gustaba, y sentarse a retocar los
rojos con pequeñas manchas blancas y amarillas. No sabía si la discusión había sido
por mi culpa al hacer causa común con Fabrizzio, por dormir con él, o por sentarme
sencillamente a su lado; pero me gustó pensar que yo era la culpable. Durante la
126

cena hablamos de su cuadro y de la alegría que me había producido verlo pintar, de


la alegría que había sentido al verlo trabajar con auténtico gozo, y él sonreía. Fue
cuando salió a relucir que papá le había propuesto a Fabrizzio que dejara la
arquitectura y el dibujo, y se dedicara de por vida a ser su marchante.
- ¡Hacía tantos años!
Papá me sonreía y yo le devolvía la sonrisa. Por eso, tal vez, aquella noche
Fabrizzio tentó enrabietado mi espalda, primero con tímida delicadeza como si fuese
un objeto precioso a valorar y luego, volviéndose osado, a recorrer mis contornos y
llevar la mano a mis senos con avidez, con ganas de violación, diría, o tal vez de
revancha y desquite con mi padre, sopesando y valorando su solidez, tirando de ellos
con rapiña.
Pero sabía que no tenía que hacer ninguna escena para pararlo y
sencillamente le quité la mano y la guié hacia su cuerpo hasta metérsela en el saco.
No dijo nada y se mantuvo horas despierto, al igual que yo, porque esa noche no oí
sus ronquidos.

No sé qué me despertó tan temprano aquella mañana, tal vez la presión del
vientre y, al salir, con la luz del alba acercándose tímidamente, mi padre ya estaba en
su caballete frente al río. Ascendí a lo alto de la duna. Había un grupo de nativos que
esperaban nuestra marcha para apoderarse de la basura, y me alejé hacia las acacias
hasta encontrar un lugar seguro; luego volví y me senté a su lado en el suelo.
- ¿Te gusta la expedición?
- Me gusta estar contigo.
Me miró y posó su mano suavemente en mi rodilla. Dulce al lado lo miraba con
temor reverencial y el rubor de una colegiala ante el amor de su vida.
127

- Reventaría si no te lo dijera, padre, pero, ¿por qué me abandonaste sin una


nota, sin una sola palabra de despedida?
- Eso necesitaría una larga explicación, y en estos momentos quiero pintar.
- Te encantaba pintar mientras hablabas conmigo. Al menos antes era así.
- Es cierto. Tú nunca me has molestado.
- ¿Molestado, papá?
- No he sabido ser padre ni de ti ni de nada, excepto de mi pintura. Soy un
terrible egoistón, hija. Por ella he ido dejando en el camino a todos los que me habéis
amado.
- ¿Incluso a mamá?
- No, fue ella quien me dejó a mí, y creo que desde ese día no he querido a
nadie. Tal vez no he querido nunca a nadie. Dejé a mis padres muy niño. Los
escolapios solían castigarme por cualquier cosa, por no querer leer cuando sabía, por
no querer contar cuando sabía y me encerraban en una habitación por díscolo; la
llamábamos la cárcel, y para distraerme hacía infinidad de dibujos. Y no quería ni
contar ni leer porque me gustaba parecerme al abuelo, que no sabía ni leer ni contar
más allá de cien. Siempre he pensado que fueron los frailes quienes me enseñaron a
amar la pintura. En cierta ocasión, un verano en Almuñecar, vi a una mujer desnuda
en la playa. Era muy joven, estaba totalmente desnuda con el vello púbico al aire, y
con ella descubrí a la mujer. Era alta y morena, con una magnífica cabellera negra
que le caía por los pechos, sus ojos resplandecientes, sus cejas altas, arqueadas, y le
brillaba la piel como si fuera terciopelo mezclado con oro. No sé cuántos dibujos hice
de ella en la cárcel. Al descubrirlos, los frailes fueron con el cuento a mis padres y,
tras un buen tortazo, mi madre me prohibió pintar. La hubiera matado y no por el
tortazo que no me dolió, sino por el sacrificio de no poder pintar. Otro día
memorable fue el día en que se murió mi hermana, mi única hermana, que éramos
como gemelos en cuerpo y alma, y ese día triste decidí ser pintor para no morir como
ella. Se lo dije a mi padre así y él me animó a seguir pintando a escondidas: tu madre
es una buena mujer y lo entenderá con el tiempo; pero mi madre volvió a
128

descubrirme y no lo entendió. Tenía catorce o quince años y en esa edad el tiempo no


avanza, giraba estático en torno a la piedad y al rancho, y yo me ahogaba. Los
colegios apacientan borregos y lo que yo necesitaba era curtirme en la escuela de la
vida, que es una asignatura inabarcable. Se lo dije así a mi padre y él me dio algún
dinero, me fui a Madrid y por algún tiempo me gané la vida haciendo retratos, la
mayoría de pordioseros y enanos que no pagaban. Los hacía frente a las iglesias, y
una beata medio loca o medio santa, a la que dibujé a plumilla, me llevó a su casa y
me daba cama y comida. Tenía una criada de ojos voraces y una lealtad admirable
que posaba incansable para mí, pero nunca desnuda, y me cansé de ella. Pintarla así
era poco excitante. Dormí algún tiempo en el seminario con el tío Juan; luego me
marché a una pensión con otros estudiantes, uno de ellos pintor, que me llevaba con
él a la Academia, donde había mujeres excelentes que posaban al natural y allí me di
cuenta de lo importante que era la disciplina, el estudio, y los profesores. Corríamos
juntos los burdeles de la calle Pez y los cafés de la Gran Vía; dibujábamos rostros de
pordioseros, pícaros, vagabundos, revendedores, y hasta nos acercábamos por el
Prado a copiar a pintores célebres: él a Goya, y yo a Velázquez, mi favorito. Nunca
seremos como ellos, decía mi amigo, y yo me negaba a creerlo, porque soñaba con ser
pintor y me sentía desolado por no ser más que un pobre aprendiz. Casualmente me
habló de que los mejores pintores y academias estaban en Barcelona, y allí me fui.
Entré en la Llotja y exponía en las Ramblas. Quería la perfección. Me enamoré de
una mujer bastante mayor que yo y te juro que se me rompía la cabeza de tanto
amarla, siempre en silencio y sin ser correspondido; por eso tal vez pintaba con
vehemencia, con pinceladas al desgaire, y por la noche me acostaba tan rendido como
el mulo que ha pasado el día arando. ¡Cómo la devoraba con los ojos! ¡Cómo me
hubiera gustado aunque sólo fuera rozar sus senos! Cada vez que la veía la sangre se
me subía a la cabeza y me ahogaba. Mi corazón era un caos, un volcán, y tocarla lo
hubiera reventado. Ante su despecho, me preguntaba qué es lo que yo había venido a
hacer en este mundo. Únicamente una mujer podía congraciarme con la vida y ella
me abrió una cicatriz tan honda que sólo un tiro podía curarla. Cultivaba la
129

caricatura y el retrato sin éxito y llevaba una vida disipada de taberna en taberna.
Barcelona se había convertido en un desierto lúgubre, vacío y huero, y sólo creía en
la desgracia y en la muerte; luego me vino la sequía que suele suceder a una
actividad frenética, también el miedo de que mi amigo tuviera razón y nunca
consiguiera ser como aquellos pintores, la morriña, el deseo de mejorar las
relaciones con mi madre, el hambre; el caso es que Barcelona me ahogaba, y regresé
a mi Andalucía mísera y sufriente. Eso me salvó. Tenía diecisiete años y mamá
efectivamente no era tan mala. El rebelde era yo, que siempre chocaba frontalmente
con ella y la desaprobaba por completo; porque; sin más, me pagó la Academia en
Madrid donde empecé a pintar en serio y con disciplina. Me extasiaba en el examen
de las modelos y ya nunca volví por Granada hasta más tarde. Nunca estuve más de
dos años en el mismo sitio. El demonio de la pintura no me dejaba un momento de
reposo, ni en Roma, ni en Amsterdam, ni en Nueva York, ni siquiera en París. Sólo tu
madre me dio una casa, un ambiente, un puerto, y consiguió pararme diez años en el
mismo lugar. En poco tiempo hice grandes progresos; pero, después de ella, ni las
mujeres ni las escuelas me interesaban. Quería ser pintor, no tenía un céntimo, pero
no podía quedarme un momento más ni en Zahara ni en España. Descubrí el placer
absoluto de la pintura. Pintar es apoderarse del mundo, sentir que naces, creces,
vives, creas como Dios y eres inmortal. Fue así cómo empezó a obsesionarme la idea
de no vender nada -fue con Marta -, y de ser un artista sólo para mí. Hacerlo así
parecía un placer casi desmesurado; vivir aislado en un rincón oscuro y lejos del
mundo sin más recompensa que uno mismo, fumar y beber a mis anchas, descubrir
la razón de ser. No sé si esto responde algo a tu pregunta, hija.
Había dibujado sin trabajo alguno mientras hablaba un retrato extravagante
de Katie sentada en una silla, el cabello cayéndole por la espalda, las manos rectas y
hundidas y las piernas muy abiertas, el vello púbico sobresaliente y expresivo y en su
rostro un ojo claramente de Katie, y el otro el suyo. “Damas del río”, escribió al pie.
Arrancó y tiró el papel al suelo en el momento en el que el sol aparecía, y
rápidamente dibujó a Dulce en la misma posición, algo abultada de vientre, vestida y
130

con las faldas sobre las piernas, pero en vez de vello le puso el sol, irradiando
destellos. La composición le gustaba. Escribió de nuevo “Damas del río” en la parte
inferior y, tras arrancarlo y tirarlo al suelo con su firma, dibujó de nuevo la silla y
otra figura femenina, que empezó esta vez por los pies - podía empezar cualquier
dibujo por el sitio más inesperado -; luego delineó el cuerpo y finalmente el rostro
que no alcanzaba el borde superior de la silla, mi rostro de niña, un ojo que era el
mío, y el otro el suyo; trazó hacia abajo la línea del cuello y del vestido, que yo temía
se detuviese como el de Dulce sobre las rodillas; pero no fue así, lo hizo descender
más abajo y finalmente le añadió los pies, que dejó colgando sin tocar el suelo, y
breves toques indicando ligeramente los senos y el vientre. “Damas del río”.
- Gracias, papá - y le di un beso en la mejilla.
- Domino el dibujo mejor que el color y eso me aterra - dijo y sin más
comentarios inició, siempre en la misma silla, el boceto con fondo tenebrista de una
especie de enano de nariz aplastada y una cabeza de grandes dimensiones,
contemplando con ojos deslumbrados un quinqué en el suelo. Eran los ojos de quien
mira al sol cuando éste arranca con fuerza del horizonte y el rostro claramente el de
Fabrizzio.
- ¿Es impotente? - me preguntó.
- Creí que tú lo sabías - le contesté mientras él escribía al pie la palabra
“Genio”.
- Me refiero a si es fisiológicamente impotente.
- Es un hombre servil, ¿por qué te cebas en él?
- Es divertido. Se empeña en hacer siempre lo que no debe.
- Eres un caníbal, papá.
- Todos lo somos, Marina.

Nos acercábamos a Niafunké y media hora antes de la llegada cayó el sol; la


noche cerró el paisaje con un velo opaco que no dejaba ver ni las dunas de la ribera
131

ni el río a más de tres metros alrededor de la pinaza. Mahamadou buscaba un lugar


donde parar, siguiendo las órdenes de mi padre de detenernos antes del anochecer
con tiempo suficiente para montar las tiendas, y papá le preguntó si era peligroso
aquel tramo y si podía continuar sin peligro hasta el muelle. Podemos navegar toda
la noche si el patrón lo manda, respondió Mahamadou mirando a derecha e
izquierda con desconfianza. La última pinaza en pasar, de unos treinta metros de
eslora, atiborrada hasta los topes de arroz, mijo, y algodón, hacía tiempo que había
desaparecido, y la vida del río estaba muerta. ¿Seguro, Mahamadou? Conozco el río
como la palma de la mano, patrón, es mi vida. Muy bien, Mahamadou, adelante.
No se percibía ni la superficie del agua ni el leve declive de la orilla, y de
repente la pinaza se metió en unas hierbas de caña alta y fuerte que la detuvieron con
brusquedad. El patrón paró el motor, y Ahmed y él cogieron las pértigas y, a
forcejeos con los suelos, consiguieron sacar la pinaza fuera de las hierbas. Mi padre
volvió a hablar: ¿seguro Mahamadou que conoces de noche el río? Perdona, patrón,
puedo llevaros al muelle de Niafunké. Estamos cerca. Mi padre no volvió a hablar,
Mahamadou puso el motor en marcha, y la pinaza fue avanzando con lentitud,
mientras se hablaban él y Ahmed, que iba tumbado en proa con la cabeza casi
besando el agua. No había luces. No había llegado la electricidad todavía a
Niafunké; pero al rato olíamos a humo y vimos un fuego que se desplazaba con torpe
lentitud a nuestra izquierda. Aquello era Niafunké y el muelle, con un trasbordador
varado en la arena.
Paramos, y al instante una muchedumbre de niños y mayores se amontonaba
alrededor, curiosa y expectante ante el inesperado espectáculo. No se veía nada,
excepto sus dientes y ojos, como si una luna invisible los alumbrara. Amadou
preguntó por la casa de Alí Farka Touré, si él estaba en el poblado, y al punto una
improvisada procesión se puso en marcha delante y a nuestro alrededor, todos
hablándose a gritos y tocándonos. Ascendimos con lentitud la duna que caía sobre el
muelle y entramos por una calle interminable en la que no se percibían los hoyos del
suelo, pero sí la sombra de las casas de barro a derecha e izquierda. Media hora más
132

tarde estábamos frente a la tapia y la casa de piedra de una planta de Alí, que nos
esperaba a la puerta con un hermoso bubú blanco, rostro curtido y masculino, y un
gorro de tela del mismo color, como si conociera o le hubieran avisado nuestra
llegada. Era la única casa con generador eléctrico y una bombilla sobre el dintel de la
puerta; en el interior había más luces en un patio con arcadas que olía a carne asada
y especias. Cada uno fue presentándose, y a papá y a mí nos saludó con tres besos.
- Sabías que llegábamos. ¿Tienes antenas, Alí?
Mais, ouí, Migüel. Me lo había comunicado el río.
- Siempre he creído que los brujos habláis con Dios.
- Absolument. ¡Qué hermosísima hija tienes!, ¿Sabías que ella y yo nos
conocimos en Sevilla?
- ¿De veras eres autodidacta, Alí?- le pregunté porque era lo que más me
llamaba la atención sobre su leyenda.
- Absolument.
- Cuando alguien triunfa de forma tan rotunda y universal no lo creas, hija.
Alí es un mentiroso.
- Yo siempre creí que tú, Migüel, eras autodidacta.
- Absolument - le contestó papá. Ambos se echaron la mano al hombro, riendo
como niños grandes mientras ascendíamos a la terraza donde había una gran
alfombra roja y el samovar con el té.
- Por la mañana veréis el espectáculo más hermoso del mundo, con el río y mis
campos, trescientas cincuenta hectáreas alrededor de la casa, Migüel, y al lado el
desierto. De momento a comer y divertirnos, la noche es joven.
- La nuit est l’amour, amour de l’amour - era una de sus canciones.
- La conoces, Migüel. ¡Qué gran tipo eres!
- Y tú un hombre modesto, Alí. Sabes de sobra que soy uno de tus mejores
fans.
- Eso me hace muy feliz.
- Y sé también que eres el único hombre feliz sobre la faz de la tierra que
133

conozco.
- Porque no tengo deudas y vivo con la gente que quiero, Migüel.
- ¿Alguna vez aprenderás a decir bien mi nombre?
- Migüel, Migüel, ¡claro!
- ¿Y cómo es que no estás trabajando, grandísimo haragán?
- Viajar fuera le hace a uno amar la paz de su tierra, ¿no es eso lo que te ha
traído a ti al Malí?
- Eso y que éste es un buen país para vivir una soledad completa.
- ¡Ni hablar! El artista nunca está solo. Tiene la cabeza llena de fantasmas.
Los hombres se sientan juntos y las mujeres lo hacemos aparte, todos en el
suelo sobre la alfombra, y con los zapatos quitados.
- No me has hablado en dos días - me dice Dulce al oído.
- ¿Te gusta mi padre?
- Es una oportunidad única y no la pienso desaprovechar.
- Lo vas a tener difícil con Katie.
- No le tengo miedo - responde tratando de no mirar a la bella Dogón, más
hermosa y resplandeciente que nunca a la luz de las velas.
- Feliz tú. Debes estar haciéndolo bien.
- En cualquier caso estoy dispuesta a correr el riesgo.
Sirve uno de los hijos de Alí, primero un vaso de jengibre y luego dos enormes
bandejas, una para los hombres y otra para nosotras, con bolas de trigo cocidas al
vapor, salsa roja, y carne que hay que comer con los dedos. Alí explica que en casa se
usa el tenedor, pero que en las celebraciones emplean los dedos, y ésta ocasión es muy
especial.
Recostados sobre un brazo, el tiempo parecía interminable, hasta que empezó
a subir gente con instrumentos que se arremolinaba alrededor, y se detuvo. Mi padre
pidió un clarinete y, al tocar “When the Saints”, todos lo corearon con aplausos;
luego le largaron a Alí el acordeón y se dispararon. Cambió al djourkélé, y sonaba
tan nítido en el silencio que mi padre emocionado encendió la pipa y le pidió a
134

Ahmed el bloc, donde a plumilla dibujó con rapidez a Alí con el djourkélé, añadiendo
unos garabatos fáciles que eran sus músicos. Al acabar, lo enmarcó con el ruedo de
una plaza abarrotada de público, en la que Alí quedaba como el torero en el centro
de la arena. De su figura sobresalían los ojos, fácilmente reconocibles, y una forma
convencional poco habitual en su pintura, aunque del gusto del personaje.
- ¡Por una noche maravillosa! - le dijo al entregársela.
- Gracias, Migüel, no podré pagártela. Vas a hacerme famoso.
- Véndela si puedes - le contestó con sonrisa sardónica y maliciosa.
Al amanecer, cuando el frío en la espalda nos obligaba a las mujeres a
pasarnos el jersey por los hombros, mi padre se levantó con la intención de volver a
la pinaza, y Alí lo detuvo.
- He preparado unos colchones muy cómodos para todos. Está moviendo el
viento y os iréis cuando amaine.
- ¿Y no vamos a conocer a tu mujer? - le pregunté.
- No es costumbre que la mujer participe en cenas y fiestas formales. La
conocerás por la mañana.
- ¿Ha cocinado ella?
- ¿Te ha gustado? Es una artista en la cocina.
- Vamos, Alí. No seas de tu pueblo - intervino mi padre -. Las chicas quieren
conocerla.
La llamó y subió al rato. Era regordeta y entrada en años, pero de una mirada
tan dulce y atractiva que me cautivó. Me moriría si le hacía la competencia a una
persona tan sencilla, y le pedí a papá regresar de inmediato a la pinaza.

La mañana había sido relativamente tranquila aunque con viento.


Llegaríamos a Tombuctú por la noche y, a media tarde, cruzando Goundam, nos
135

sobrecogió un repentino harmatán y un rojo opaco que lo cubría todo, borrando


primero el horizonte, luego el río sobre el que el viento descargaba toneladas de
arena, y finalmente el mundo. Cuando llegó el harmatán todo se desvaneció,
desaparecieron las barcazas y los pájaros, los hombres se embozaron hasta las cejas,
y no se podía ni alzar la vista. Fabrizzio me colocó el fular hasta no dejar en mi cara
un resquicio para la arena. Sólo se oía el rugido de los guijarros y de la arena
recorriendo a ras de tierra la planicie y golpeando inmisericorde cualquier obstáculo.
Había que suspender el viaje, y Mahamadou, sin consultar a mi padre, acercó la
pinaza a la orilla junto a dos casuchas de barro sin puerta; a gritos nos ordenó a
todos que saltáramos y nos metiéramos en ellas; luego ató con clavos la barca, y él, el
niño y Ahmed entraron en una de las cabañas, y nosotros en la otra. El rugido del
viento era insoportable y siguió toda la noche y el día, sin dejarnos salir, sin poder
ver otra cosa que nuestros ojos que brillaban y reían, o nuestros dientes que
intentaban hablar y se cerraban al instante para evitar que la boca se llenara de la
arena que se colaba por la puerta. Hacia el mediodía sentí un deseo loco de salir, de
gritar, de mover las piernas y de orinar, todos apretados contra todos; pero el mundo
se había oscurecido y salir fuera amenazaba con volarnos la cabeza. Los hombres
salían no obstante y lo hacían a su manera y nosotras, sin salir, a la nuestra,
bajándonos las braguitas sin respirar y dejando que la arena embebiera el chorro
con dulzura.

Aquel harmatan me recordaba un levante en Zahara, con un ventarrón


parecido que hinchaba el vestido de mamá y nos arrastraba a ella, a mí, y a todo tipo
de cajas y papeles por la calle. Mamá se debatía intentando bajarse la falda y giraba
como una peonza; se quejaba y maldecía, no tanto por el viento, sino porque estaba
sola. Papá se había ido a París y, cuando estaba sola, le echaba a él la culpa de
cualquier cosa, hasta del viento. Yo me reía, el mundo era hermoso incluso con
136

aquellos levantes, y ella se volvió todavía con la falda en el pecho y, al verme reír,
gritó: ¿te ocurre algo, idiota? Y cuando se marchó para siempre y papá también se
fue, dejándome sola con la criada, una mujer mayor que vivía en la casa y nunca
salía, todo el día haciendo ganchillo excepto a la hora de la compra muy de mañana
mientras yo dormía, sentía un deseo loco de salir, de correr, de gritar, de irme a la
playa, y de recorrer las rocas buscando caracolas y erizos como las demás niñas. No
tenía amigas, permanecía el día entero en la ventana o en lo alto de la tapia viéndolas
jugar, deseando ir con ellas, y ella nunca me dejaba. No levantaba la vista del
ganchillo, rara vez reía, y yo no salía del jardín salvo cuando me escapaba. Había un
gran hoyo al otro lado de la tapia, y luego un bosquecillo de pinos que descendía con
suavidad al mar. Me escapaba y sentaba al borde del bosquecillo contando los barcos
grandes que cruzaban el Estrecho; contando sobre todo los veleros que aparecían y
desaparecían majestuosos, y daban la vuelta al mundo llevando a bordo mujeres
deslumbrantes que tomaban el sol tumbadas en la cubierta, mientras marineros de
blanco les servían coca-cola y pastas en bandejas que ellas cogían sin levantarse del
suelo, las comían, echaban un trago y seguían tumbadas sorbiendo el sol. Y pensaba,
al verlas, que cuando fuera mayor yo también iría en uno de aquellos veleros y el
capitán del barco me amaría y me llevaría a países lejanos y nunca dejaría de
amarme. No tenía amigas, y no me hubieran importado los levantes fuertes ni que
hiciera mucho calor, de haberlas tenido. Oía ladrar los perros y allí me quedaba,
sentada en el filo del bosquecillo, hasta que el cielo comenzaba a arder y se llenaba de
rojos, cuando al fin regresaba.
La casa era de color albero, tenía ocho naranjos en el patio de la entrada y
muchos árboles en el jardín, plantas raras, cuidadosamente podadas, y muchas
flores. Cada mañana venía un jardinero a cuidarlas y sola en mi habitación corría las
cortinas y lo miraba trabajar durante horas; cuando se iba, me dedicaba a rebuscar
en los armarios las ropas de mamá, me las ponía y miraba en el espejo; luego volvía a
la ventana. Un día vino el abuelo y todo cambió. Papá había escrito una carta desde
Nueva York, en la que decía que se acordaba mucho de mí, y la tiré a la basura. Ya
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no me importaba tanto vivir sola, sin papá y sin amigos. El abuelo y yo pasábamos el
día juntos, él se levantaba antes, me esperaba, me daba de desayunar, y salíamos a la
playa. Por la tarde me leía cuentos y, aunque hiciera levante fuerte, él nunca
perdonaba sus paseos por la playa. El mar, hiciera levante o poniente, era un
maravilloso juego de espejos, y el abuelo muy fuerte y lo que yo más amaba en el
mundo, porque me bastaba con estar con él, dentro o fuera de la casa. Era mi amigo,
los días a su lado estaban hechizados y no acababan nunca. A veces me llevaba a
Barbate y paseábamos por el puerto entre los barcos y él me señalaba los que
pescaban cerca y los que se iban a mares lejanos y misteriosos, de donde traían
aquellos gigantescos peces que también me enseñaba en la lonja. Al abuelo le gustaba
ir a la lonja más que al puerto, y por eso en ocasiones nos levantábamos muy
temprano; porque, de llegar tarde, sólo encontraríamos al hombre que pasaba la
manguera. Al abuelo le hubiera gustado ser pescador y vivir aventuras como las de
aquellos hombres andrajosos y miserables que sacaban los peces de las bodegas de
los barcos y los arrastraban con pinchos hasta el centro de la nave. El mar al otro
lado de la bocana era verde, inmenso y frío, pero al abuelo no le hubiera importado
vivir aventuras como ellos. No le tenía miedo ni al viento ni a las olas que se alzaban
gigantes contra las rocas. No le tenía miedo a nada y el mundo era hermoso con él.
Un día, y mientras yo hacía un hermoso castillo de arena, se sentó al borde de la
carretera; al rato vi mucha gente inmóvil a su alrededor y tuve miedo. El viento
soplaba como hoy y con mayor ruido que las olas en las rocas; me abrí paso, y un
hombre me dijo que el abuelo estaba mal y nos llevó a casa en su coche.
Desde ese día el abuelo parecía hechizado y nunca salíamos. Se pasaba el día
en la ventana mirando el jardín y el mar verde, el mar de olas blancas, el mar azul
como un espejo, el mar violeta en la distancia, y a mí no me importaba no salir de su
cuarto y pasar el día a su lado hablándole aunque no me respondiera. El abuelo era
lo que yo más quería en el mundo, y cuando se fue, otro día de levante fuerte, le
pregunté por la mañana si se iba a morir, y él me dijo que tenía mucho miedo a
morir. Tenía dos grandes perlas en los ojos, y ese día supe que siempre estaría sola.
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Tuve tanto miedo y lloraba tanto, que me dieron una medicina para que dejara de
llorar, y esa noche no lloré; y en el funeral al día siguiente tampoco.

10. UNA HUIDA INESPERADA

Tienes todo el derecho a ser dura conmigo. La indiferencia contigo no tiene


justificación y nada te reprocho, ¿cómo podría? No sé siquiera si puedo explicarte la
huida. Estaba completamente solo contigo y me ahogaba. Salí al mediodía a fumar
un cigarrillo y alguien me contó el accidente de Marta. Esa noche ya no dormí en mi
cama. Estuve toda la tarde oyendo los latidos del corazón, de una arritmia espantosa,
y me atraqué de pintura hasta que los vómitos la expulsaron. Quise matarme y no
pude. Cogí el barco y me fui a esconder a Arcila, en Marruecos, porque mi cabeza y
mi corazón eran un tormento. Hacía tiempo que mis manos no podían sostener el
pincel y no hacía otra cosa que mirar la tela en blanco. La muerte era preferible a
tener que soportar a Marta. Me daba asco de mí mismo. Me daba tanto asco que no
sentía el corazón y entonces alguien me contó el accidente y después de tragarme un
tarro de pintura, fui a esconderme en Arcila en la casa de un amigo. Mi vida no
había sido precisamente un lecho de rosas. Marta me engañaba. Su sola presencia
era un calvario y sólo pensaba en dejarla, en huir, en que dejaran de hablar de mí, de
nosotros dos. Para poner orden en mi cabeza tenía que marcharme porque el trabajo
se resentía y, no obstante, mi fama crecía como la espuma. Me iba tan bien que
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pronto estaría en lo alto de un pino cantando como una cacatúa. ¿De qué te quejas?,
me decían. Pero tenía que poner orden en mi cabeza y Arcila me sentó bien. Ninguno
de los pintores que admiraba vivía ya en Granada. José Guerrero se había ido a
Nueva York, Manuel Ribera se había marchado con el grupo El Paso de Madrid y
Manuel Ángel Ortiz se había unido a la Escuela de París. Previamente, también yo
había ido a esa ciudad en busca de Picasso y en el Museo Etnográfico vi una serie de
figuras africanas fascinantes. También había visto la colección africana de
Rockefeller, en el Antropológico de Nueva York, que había excitado mi curiosidad:
pómulos, ojos, curvas excesivas, la mirada franca del sufrimiento y una pasividad tan
horrorosa y alejada de mis sueños como las estrellas; bocas, culos, pechos grandes e
impasibles, que nada tenían que ver con la estúpida concepción europea de la belleza.
África era lo distinto; pero si algo me asustaba era este continente, que siempre había
desechado y que ahora se me venía encima con una insistencia que me angustiaba.
¿Crees en el arte?, me decía este amigo. El destino del artista es la soledad, acepta la
cosas como son. Eres un artista y tu obligación es convertir lo feo en hermoso. En
ninguna otra parte encontrarás un reto parecido. Explórala y, si tienes suerte, África
te perseguirá como una amante, te hará olvidar Europa, toda esa farfolla de la fama,
y nunca experimentarás gozos más intensos. Mi amigo era sincero y sentía una
auténtica pasión por África. Le hice caso, y en Safi descubrí algo nuevo e inédito en
la persona de una muchacha, flaca como un palo y de sobrecogedora hermosura.
Quise pintarla y, aunque le ofrecí dinero, ella lo rechazó a pesar de su pobreza. Podía
ser la mirada o el color de su piel, la voz o la sonoridad de su risa, tal vez aquella
lengua roja que contrastaba brutalmente con su piel, o sus rizos ásperos como un
matorral de brezo. A través de su vestido veía la forma de sus senos, ascendiendo y
bajando al ritmo de su respiración. Jamás había visto a ninguna mujer andar con su
prestancia. Decidí quedarme y por la tarde apareció por la pensión envuelta en
sedas, joyas, aros enormes en las orejas, y un vestido rojo chillón; la frente despejada
y el pelo recién planchado y liso. Ya no me pareció tan atractiva, natural e inocente;
pero el corazón me latía alocado y las manos me temblaban. Necesitaba tocarla y
142

acariciarla, abrazarla y hundir mi rostro en ella. No quería que la pintara, pero


accedió a venir a mi habitación y esa noche borró a Marta de mi vida. Trabajaba en
una alfarería, y por primera vez acaricié la idea de una vida sencilla, alejada de la
pintura y dedicada al barro. Si Dios había creado al hombre con un poco de barro,
¿por qué no podía hacerlo el artista? Siempre he amado manosear el barro,
manosearlo como hacía con su cuerpo, y pensé dedicarme a él, al arte primitivo de la
cerámica, revolucionar su técnica, las leyes de la composición. La cerámica no es una
banalidad y con un poco de lodo se pueden obtener metales preciosos - el arte es
único y lo bello siempre encuentra su sitio -. Ese debía ser mi fin, un fin que nacía de
la desesperación de ver mi vida como un caso terminal. Pero me levanté una mañana
y al encontrar desparramada su melena lisa y cuidada sobre la almohada no sentí
más que indiferencia. Si me quedaba más tiempo con ella me volvería cruel, tal vez le
haría daño, y decidí marcharme. Sólo me hacía feliz la idea de seguir buscando y, al
anunciarle que me iba, ni siquiera lloró. El deseo de aquella muchacha tan hermosa
no me había salvado y tampoco me había satisfecho la cerámica, hermana pobre del
arte en mis sueños. Pinté un jarrón con las curvas de su cuerpo y me marché solo y
con mucho miedo, pero solo, absolutamente solo al fin.

Seguí hacia el sur y el goce intenso del sol que se desperezaba anaranjado, la
arena ardiente en mis pies, y aquella extensa gama de azules marinos pronto me
hicieron olvidarla. Eran paisajes exóticos y los colores más puros que ningún otro, y
seguí avanzando. No buscaba mujeres. La mujer nada tuvo que ver con mi marcha.
Era otra cosa. Era un ahogo interior que me asfixiaba. Era el misterio de lo
desconocido e infinito, colores suntuosos, amarillos metálicos, rojos, azules que
nunca me había atrevido a pintar, puestas de sol formidables que llenaban mis ojos
de lágrimas. Tampoco buscaba la gloria. Buscaba la obra de arte que se me negaba y,
al entrar en Mauritania, supe que estaba en el buen camino. La intuición me decía
que lo estaba, que dejaba atrás lo familiar que tanto me horrorizaba. Dibujé marinas
y todo tipo de animales, pero lo que más me agradaba eran las figuras: hombres,
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niños y mujeres negras ataviadas con ricos colores. En Nouakchott pude comprar
telas y pinté una "jaula de hierro", con figuras entre barrotes que simbolizaban lo
viejo y la explotación de todo tipo, de la naturaleza y de las artes; al acabar el cuadro
me di cuenta de que cualquier pintor de tres al cuarto en Europa podía hacer lo
mismo. Tenía que buscar lo nuevo y exótico, y seguí hacia el sur. Sólo si conseguía
que la naturaleza fuera mi naturaleza llegaría a la pintura y podría salvarme. Sólo si
abandonaba los blancos y los negros, las teorías y los programas, podía salvarme y
para ello necesitaba vivencias, luces nuevas, la revelación de un primer beso, algo
complejo. El arte no puede ser simple después de tantos años de historia, ¿o lo es?
¿Lo complicado empobrece la pintura o la enriquece? Buscaba algo que no estuviera
en los museos y fuera irrepetible. Una mujer que me llevó a su burdel era irrepetible
y la pinté. También pinté mi rostro, que debía ser irrepetible y el más monstruoso de
todos. Irrepetible era aquello que no habían visto mis ojos ni tocado mis manos, lo no
vendible, lo que incita a la rebelión. Irrepetible era aquella muchacha angelical de
quince años en Walata, con cáncer. Lo vendible es todo aquello que incita a la
vulgaridad y a la sumisión, y que la gente compra: los museos, los libros, el cine, la
música. Saqué del coche todo lo que no me era imprescindible, salvo mis telas, el
agua, y una hogaza de pan, y lo dejé en la arena. Arrojé lejos el clarinete que aliviaba
mis noches de soledad, y le dije adiós al jazz porque es una música repetitiva y sin
textos, falsamente rebelde e ideal para el consumo, que no hace otra cosa que
graznar notas falsas, dirty notes. En adelante sólo buscaría lo verdadero que es lo
opuesto a lo existente. En adelante sólo buscaría lo bello, lo que para mí significara
una fuente de placer y satisfacción, no una fuente de honores. En lo existente no hay
más que sufrimiento y falsedad. Ya en Mali, viví en Segú algún tiempo, y la ciudad y
el río eran hermosos. Las cabras reían colgadas de las patas en las carnicerías de las
calles, “Cabras reidoras” las llamé, y no había más que pedir una pierna para
subsistir por nada. Mi arte tenía que ser como el baile de aquellas cabras: un baile en
un volcán, una risa en la tristeza, un juego con la muerte, pero sin el menor rastro de
pecado original. El río levantaba nieblas cada mañana y yo iba en busca de un sol
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joven y exuberante. Me dijeron que lo encontraría en el país Dogón, por ser el pueblo
más ingenuo y primitivo del mundo, y al punto metí mis cosas en el coche. El
patriarca de Bandiagara, el más anciano del lugar, me habló de Apolo y de Dionisio,
él los llamaba Amma y el Zorro, los dos pilares del mundo, el uno del ser y el otro del
conocer, los dos eternos como la vida y la muerte, como la luz y la sombra; y le pedí
que me dejara vivir con ellos. Me miró desde las cuencas vacías de sus ojos y luego
me preguntó qué buscaba. Una máscara tan perfecta y reveladora como tu rostro, le
dije sonriendo. Y él: los aviones que pasan sobre nuestras cabezas están vaciando de
sentido nuestras máscaras, pero busca y tal vez la encuentres, aunque es difícil. Ya
no existen prodigios y hasta los cielos se llenan de estrellas fugaces. Y ahora se me
acerca Fabrizzio con unos dibujos que ni un niño pintaría, y me pregunta qué me
parecen. Me pregunta luego qué significa mi pintura y ¿qué puedo responderle? Mi
pintura es muda, le digo con palabras del anciano. ¿Y eso qué quiere decir?, vuelve a
preguntarme. Quiere decir que ya jamás podrá responderse qué significa una obra
de arte. El arte oculta lo que quiere decir. Es algo que da miedo, como el amor.
¿Quién sabe responder ya qué es el amor, qué es la gloria, qué es la vida? Los
jeroglíficos egipcios intentaron hacerlo y perdieron su código. Tal vez ese código
perdido, su misma falta de sentido sea como en la obra de arte su sentido. Eso es lo
que me dijo el viejo de Bandiagara mientras me hablaba de Apolo, de Dionisio, y de
los aviones. Pero también me animó a seguir buscando, y me ofreció un refugio
confortable. Ya ves, hija, tu padre te dejó por nada, por buscar algo que tal vez no
encuentre. Pero tú lo tienes más fácil; tienes un amante tontorrón que no se hace
preguntas complicadas y que te ofrece la posibilidad de vivir, ¿qué más quieres?
Acéptalo. El monstruo de tu padre te aconseja que lo aceptes y que no te compliques
la vida, después de todo no hay nada más bello en la vida que la vida, y vivir de
acuerdo con la naturaleza, con la más sencilla naturaleza, sin forzar la vida como a
menudo hacemos los artistas. Creo que la felicidad posible reside ahí.
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11. DULCE TOMBUCTÚ

Finalmente Tombuctú, a medio camino entre Mopti y Gao, cuando el sol


estaba a punto de tocar el horizonte. Había un coche con matrícula española a la
puerta del suntuoso hotel Azalaï, que me produjo más impresión que si hubiera
encontrado a mi padre amancebado con una docena de africanas. También vi a
Adema en el hall, saludándome con sonrisa kilométrica. Sin hacerle caso, fui al
mostrador y pregunté por la dueña del coche y, antes de oír la respuesta, volví la
cabeza y saludé a mi amor africano con un guiño de ojos.
- Es de una mujer.
- ¿Sabe su nombre?
- Margarita Sanz, ¿y el suyo?
- Marina Romero. Margarita es amiga mía.
- Hizo especial hincapié en que lo cuidara hasta su llegada. No sé si vive aquí o
se iba al norte con los rebeldes tuareg , pero me dijo que usted llegaría a recogerlo.
Hizo especial hincapié en que lo cuidara hasta su llegada - repitió, y me quedé muda
preguntándome si oía bien y me hablaba en serio: ¿Has oído lo mismo que yo,
Dulce?, ¿has oído bien, Adema?, ¿también tú sabías que yo vendría a Tombuctú? El
brillo de sus dientes de caballo ilumina su rostro de oreja a oreja. Todo el mundo
sabía que vendría a Tombuctú a recoger mi coche robado, pero no era ninguna
novedad comparada con la noticia de que Naomí trabajaba con rebeldes, armada
hasta los dientes de pistolas y metralletas.
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- ¿Vas a ponerle una denuncia? - me pregunta Fabrizzio.


- Ni se me había ocurrido.
- Debes amarla mucho
- ¿A qué te refieres cuando dices amar?
- A quererla, a estar enamorada. Debes amarla mucho para no poner una
denuncia por algo tan preciado como un toyota en estas tierras.
- No estoy casada con ella y la amo menos que a Adema; ¿conoces a mi amor
africano?, se llama Adema. Tiene los dientes más hermosos de África y hace el amor
mejor que nadie - le respondí picada y con palabras maliciosas que parecían salirme
por boca de mi padre.
El pensó que no hablaba en serio.
- ¿Cómo puedes amarlo?, es horroroso - dijo, y por eso continué, de nuevo con
palabras que salían por boca de mi padre, aunque sentidas en mi corazón:
- No lo creas. Es fantástico, puro fuego y nervio. Tiene el pene mucho mayor
que el tuyo. De eso estoy segura. Los hombres blancos les ganáis en todo menos en
eso.
Fabrizzio me obsequió con una mueca de merecido desprecio y se marchó
hacia su habitación en busca del baño.

Habíamos hecho la última parte del viaje con un calor tórrido y un ligero
viento del este que todavía levantaba remolinos de arena, y cerca de Kabara, frente
al puerto de Koimouré, donde el río formaba una inmensa laguna con duna sobre el
agua, el patrón insistió en parar, hacer sus abluciones, y tomar un baño. Había
árboles y canales que se dirigían hacia los campos de arroz en la lejanía pero, con la
excepción de esos campos de un verde purísimo, todo era pobre de solemnidad. Más
allá de los arrozales, la llanura se extendía sin límites, con azules marinos que eran
espejismos de tierras tan blancas como las que se veían al otro lado del río en
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dirección al Gourma, gran desierto de matorral y monte bajo donde el patrón juraba
que había elefantes. Costaba trabajo imaginarlos desde la duna y con aquel sudor
que a Dulce y a mí nos bañaba por completo mientras nos arañábamos los brazos y
las piernas acribilladas por los mosquitos. Papá se bañó con Mahamadou, Ahmed,
Amadou y el niño; y desde el centro de la laguna chapoteaba, cantaba, y reía como
un bebé, sin dejar por un momento de burlarse de nuestra prevención en tocar el
agua por causa de esa elefantiosis, mortal para los blancos.
Ya en el puerto, los taxistas discutían, alzaban la voz, y por momentos creímos
que acabarían a cuchilladas; pero Mahamadou eligió a dos que no habían
intervenido en la discusión y, mientras nosotros nos íbamos, ellos seguían
discutiendo. El blanco arenal picado de acacias, que llevaba a Tombuctú y seguía por
el norte de la ciudad hacia el gran desierto de Araouan, era de una blancura tan
hiriente que inflamó la imaginación de mi padre. Quiso aprovechar las últimas luces
y, sin consentir un baño, pidió sus pinceles y se sentó junto a la entrada con la ciudad
al fondo y las dunas de cal elevándose inmensas hacia el norte.
- ¿Te ayudo?
- No me molestan - me respondió aludiendo al enjambre de chiquillos que le
tapaban la vista de la ciudad; y allí se quedó mientras nosotros salíamos en grupo a
explorarla. Allí seguía a la vuelta, envuelto casi en penumbra con la misma
chiquillería, y seguía al amanecer en el mismo lugar, aprovechando las primeras
luces e insistiendo en que no tuviéramos prisa porque íbamos a quedarnos varios
días. Esa mañana no se movió de la entrada ni mostró el menor interés por la ciudad,
que desde el hotel aparecía como un adocenado amontonamiento de casas de barro
con dos plantas. Lo veía trabajar y ya no me asombraba su extraordinaria fortaleza.
Casi se le traslucía la calavera del cráneo, pero gozaba de excelente salud y
disfrutaba trabajando. Sin levantar la cabeza, le pregunta a Dulce si le ha gustado la
ciudad.
- Has hecho bien en no venir, Miguel. No hay nada, salvo escombros y arena.
Ha dicho “Miguel” con tono tan familiar e íntimo que vuelvo la vista hacia
148

ella. En apenas cuatro días durmiendo con mi padre, parece otra, su culo más
recogido, la piel más brillante, los pechos más llenos, más deseables que nunca. Su
compañía no sólo no le ha hecho daño, también él parece rejuvenecido y con más
ganas de trabajar que nunca.
- Así que no te ha gustado, querida; pues estás equivocada - le responde sin
levantar la cabeza del lienzo -. Aquí y en cualquier lugar uno encuentra lo que quiere
encontrar. Averigua lo que puedas sobre su historia y empezarás a amarla. ¿De qué
os sirve tener un arquitecto de guía? ¿Fabri, tú tampoco has encontrado el oro de
Tombuctú?
- Era ya un desengañado antes de venir. Aquí sólo hay viento, calor y arena.
- Lo siento por ti. Yo sí creo que lo hay y no pienso moverme hasta
encontrarlo.
- Mi oro es el barro. También yo lo he encontrado en él.
- ¿Y tú, hija, has encontrado a tu amiga?
- Me gustaría mucho.
- Si tu amiga vive en Tombuctú habrá venido a esconderse. ¡Mal negocio!
Nadie con dos dedos de frente viviría en Tombuctú, ¿de qué huye? ¿Y tú, Dulce,
vivirías en Tombuctú?
- Tal vez.
- ¿Qué significa ese “tal vez”?
- “Tal vez” significa, si me das un hijo.
- En estas tierras las noches son largas y si la sangre no se me envenena
tendrás el hijo que deseas. No eres una mala mujer.
Sentada a su lado, contemplo los paisajes desolados que van saliendo de su
pincel mientras lo escucho y escribo estas notas. Sus naturalezas no son las que el ojo
percibe y sin embargo no son extrañas. Parecen impresiones y paisajes tan repetidos
que una ni siquiera mira al pasar, pero que al verlos en la tela son tan misteriosos
que te detienes y los miras. Cualquier cosa puede convertirse en un objeto hermoso,
dice mientras trabaja. Lo único que cuenta es el alma y el carácter del país y de sus
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gentes; por eso les doy este color carne tan vivo como el del cuerpo de una virgen
cuando la desnudas.
- No tienes remedio, padre, ¿por qué todo lo que haces tiene que relacionar
con el sexo?
- Porque sin él no hay vida, hija. Hasta en este desierto hay árboles y pájaros.
- Empiezo a entender a mamá. Tú nunca podrías vivir con la misma persona.
- Tal vez.
- Ni con una sola mujer.
- Tal vez sí, tal vez no.
Está comiendo y quiere pintar lo que come. Se baña en el río y luego pinta el
río.
- Eres un salvaje, padre.
- Pinto y amo todos los días porque quiero ser eterno. La vida es un reflejo del
arte y el arte es un reflejo de la vida. Los dos son para mí lo mismo. Cuando vengas a
mi casa de Sanga te voy a enseñar una serie de cuadernos con pinturas y dibujos
infantiles, que por lo que te voy conociendo te van a gustar. Son leyendas de este
país: “La hiena y los cultivadores de judías”, “el pez amigo de los leprosos”, “el
burro y la doncella”, “los funerales de un gato”, “el mono rojo y el tambor”, “los
sueños de la hiena”. Su estilo es elemental y primitivo, tal vez lo que voy buscando.
Ahora estamos en Tombuctú y lo que veo en el lienzo nada tiene de primitivo
e infantil, ni con las dunas que admiro en la distancia.
- ¿Ya está acabado?
- Definitivamente no. Acabar algo es morir y nada me aterra tanto.
De repente añade sobre el color carne, en trazos gruesos y negros, una fila de
mujeres regresando del mercado con sus cuencos de calabaza a la cabeza. A su lado,
profusión de huesos y unos perros que los lamen y mordisquean.
- Un cuadro debería acabarse con la vida de su autor, ¿para qué pintar más?
Rulfo lo entendió a la perfección y también me lo dio a entender un cartujo que
llevaba toda su vida monacal pintando un lirio. Fue en la cartuja de Valvidriera, y
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aquello para mí fue una revelación. Hoy por desgracia no hacemos más que mandar
mierdas a las exposiciones, y me duele el ridículo. Los descubrimientos no interesan a
nadie.
- ¿Y por qué siempre mujeres?
- Para ahuyentar la muerte, hija. ¿Alguna vez hizo Picasso otra cosa? Las
mujeres tenéis existencia propia. Sois el verdadero semen de la vida, y portáis esa
punta de malicia y erotismo que da sentido al mundo. Además soy un pintor religioso
y no puedo hacer otra cosa. Los pintores religiosos del pasado levantaban polvaredas
de sangre pintando vírgenes y eran magníficos. Yo intento imitarlos, pues hoy la
sangre fluye sin sonido como el agua del Níger y sólo el amor levanta un poco de
viento. Ya lo dijo Dostoievski: “sólo si amas descubrirás el misterio de las cosas.”

Habían pasado toda la noche discutiendo la existencia de Dios, papá bebiendo


como era su costumbre cuando andaba enzarzado en una buena discusión, y por la
mañana estaba borracho. El tío Juan había venido a despedirse. Se iba a las misiones
y ese día papá estaba desesperado por algo de Marta e intentaba descargar su
adrenalina en él. Le partía el corazón su amor por la humanidad: me partes el
corazón, hermano, ¡ah, la humanidad! Papá estaba borracho y, al intentar levantarse
para darle un abrazo de despedida, se cayó al suelo y los dos rodaron escaleras
abajo. El tío Juan se levantó primero y lo ayudó a ponerse en pie. Te aconsejo,
hermano, que dejes el tabaco y la bebida. Y yo te aconsejo, hermano, que les des pan
real y no el pan eucarístico; les sentaría mejor y todavía les haría mejor si en vez de
pan les das con una piedra en la cabeza para que aprendan a ganárselo. Papá estaba
borracho y cayó de bruces en el banco. El tío Juan lo agarró por el brazo, y los dos
volvieron a caer al suelo juntos y abrazados. Hermano, te estás destrozando. La
pintura no es ninguna salida. La salida debes buscarla en Dios. Dios es el camino y la
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vida. Papá tenía en la mano la piedra de un fósil y por momentos pensé que iba a
darle con ella en la cabeza y, en cambio, le dijo: la pintura no es solución para el que
no tiene talento. Dios es solución para el que lo tiene y acierta a verlo en el aire, en el
fuego, en la tierra, y en el agua. Y el tío Juan: por el amor de Dios, hermano, ¡calla y
no blasfemes!, ¡estás borracho! Y papá, estoy borracho, hermano, y tengo fiebre. Mi
cabeza es un horno de ideas.

A los tres días de nuestra llegada a Tombuctú, recibimos la visita de un grupo


Arma, descendientes de moriscos españoles que habían llegado a esta ciudad a finales
del siglo XVI y que desde entonces no habían hecho más que guerrear con todas las
etnias del río hasta que los franceses los calmaron, a finales del XIX; la
independencia del país, en 1960, les bajó los humos y los redujo a hidalgos
empobrecidos, esclavos de los bambara y sonrhai, antes sus esclavos. Eran tres y nos
invitaban a conocer la comunidad Arma, que al parecer seguía con sus sueños,
recuerdos, quimeras y ambiciones, en un paisaje con más heridas que las del alma y,
para sorpresa general, mi padre aceptó salir del hotel. El que los mandaba era un
hombre mofletudo y fuerte, con un bigote que se le comía la boca; vestía un bubú
muy blanco y limpio y levantaba la cabeza con orgullo al hablar. Se llamaba Ishmail
y nos llamaba hermanos en buen francés, pronunciando la palabra Tombuctú como
si todavía fuera la meca del oro y del saber. Nos aclara que, aunque pobre, la ciudad
sigue guardando tesoros y ocultando librerías que alimentan sabios, poetas, y
pintores. Al irse y quedar para una hora, mi padre emborrona una página en blanco
y lo pinta a carboncillo; luego le invade un relajamiento cósmico que le cierra los
ojos. Estamos en el hall del hotel Azalaï, hunde la cabeza en el borde superior del
sillón, avanza el cuerpo hasta poner los pies en el sillón opuesto y, cuando le pregunto
si le duele algo, Katie se me adelanta y le pasa la mano por la frente.
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- Rien, rien, très fatigué - dice, dándome a entender que a mi padre no le pasa
nada y que lo dejemos descansar para recuperar fuerzas.
El brillo de los ojos de Katie me deslumbra y obliga a bajar los míos. De lejos
llega el sonido de tambores, un latido sordo, continuado e implacable y, en medio del
fragor, un silencio intenso. Veo a Fabrizzio y a Dulce correr hacia el exterior, y
cuando les pregunto dónde van, nadie me responde, nadie me presta atención, pido la
llave y me voy a mi habitación a reponerme yo también de la fatiga.
Al atravesar el jardín, descubro a Adema en un banco, inmóvil como una
estatua que al acercarme se mueve y se levanta. Me siento a su lado y los dos
quedamos en silencio. Ha venido a mi encuentro desde Bamako y ¿qué le puedo
decir? Sus ojos me huyen y los míos le huyen. Parece enfermo y consumido por una
enfermedad que desconozco, mísero, atemorizado, ¿enloquecido? Sus ojos lo parecen
y está tan ido que tengo que sacarle las palabras una a una, y después de unas
cuantas preguntas me cuenta algo tan inverosímil como que está enamorado y quiere
venirse a Europa conmigo, aunque no con esas palabras; pero lo descubro en su
mirada perdida y huidiza. Me cuenta que ha dejado el trabajo, el teatro, la medicina,
y que quiere presentarme a sus padres. Eso me dice en lugar de hablarme de amor, y
lo silencio con los dedos en la boca para que no siga hablando pero sintiendo su
enorme dentadura; y luego los dos nos quedamos en silencio mirándonos. Imagino su
casa de adobe con el suelo de arena, a sus padres, a su esposa en Bamako y a sus tres
hijos, todos ellos con poco más que lo puesto, y no obstante le estoy agradecida.
Guardo de él un buen recuerdo, me ayudó a salir de la inmensa parálisis, tras la
muerte de mi hija, pero me pregunto qué pude decirle para que se haga estas
ilusiones. Lo miro, sonrío sin saber qué decir, y mi sonrisa en lugar de alegrarle lo
entristece. He sido una estúpida. Tal vez me aproveché de él. No hay nada tan
traumático como destruir un sueño, lo sé por experiencia, y no quiero herirlo más.
Tampoco quiero crearle expectativas que no puedo cumplir. Tengo que decírselo de
forma que lo entienda sin herirlo, y le cojo la mano. El sol está cayendo. Sopla una
ligera brisa y dentro de un par de horas vendrán a buscarnos para la fiesta.
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Se lo digo. Le digo que lo nuestro no puede resultar, y no quiere entenderme.


Se lo dije en Bamako y no quiso entenderme. Tal vez no se lo dije de forma rotunda,
y ahora es demasiado tarde para despacharlo con un desplante, con una palabra
amable y fácil de decir que le haría daño. Le cojo la mano y lo llevo a mi habitación.
Tengo una hora para decírselo con música.

Renuncié a encender la luz y abrí la contraventana para vestirme. El dormía o


simulaba que dormía y, de pronto, con la habitación en penumbra y frente al espejo,
el pelo alborotado y por los hombros, pensé con un estremecimiento que lo que mis
ojos veían era un fantasma y me asusté; pero volví a mirarme y era yo misma el
fantasma, o mejor, el fantasma que había visto inicialmente había desaparecido y mi
fantasma de repente me sonreía. Había visto el rostro de mi madre, los mismos
rasgos, ojos oscuros y algo achinados, el cabello negro y alborotado, la nariz más
chica para ser la mía, los labios más gruesos que los míos, y la sensación de una
fragilidad que no cuadraba con mi cuerpo más bien robusto, ni con la manera de
mover la mano en el aire unos instantes, antes de bajarla hacia los pechos, sus pechos
y los míos, para acariciarlos y medirlos aprobatoriamente con la mirada y el tacto de
mis dedos; pero el parecido era extraordinario y profundo, como si las dos
tuviésemos la misma piel y la misma mirada. Estaba tan sorprendida por la visión,
que la idea surgió como un relámpago y fui al armario en busca de algo negro: el
traje negro de su retrato, del retrato que mi padre había pintado al casarse y que
colgó algún tiempo de la cabecera de su cama hasta que lo mandamos al desván. En
el baño me peiné como ella, con el cabello recogido en aquel moño alto y algo
anticuado. El vestido me llegaba a la rodilla y no era el adecuado para una ciudad
tan puritana; por eso estuve largo tiempo mirándome indecisa en el espejo,
examinando la curva de las caderas y el vientre, maquillándome la boca hasta
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conseguir unos labios gruesos como los suyos e idéntica profundidad de ojos; luego
era tarde para volverme atrás y me perfumé con profusión los sobacos y las orejas.
De repente pensé que no sabría andar con tacones por la arena y me entró tal
temblor que a punto estuve de volver a mis ropas y peinarme a mi estilo, para no
hacer el ridículo y ponerme a salvo. Porque también me asustaba la posible acogida
de mi padre, que al irse mamá y abandonarlo debió quedar muy herido por dentro y,
aunque hoy gozaba de mayor libertad y tenía las mujeres que quería, posiblemente
no había vuelto a enamorarse, y no podía prever su reacción cuando viera en mí a la
mujer que tanto había deseado y luego odiado, tras su abandono. Porque podía muy
bien suceder que la odiara y que sólo odiándola hubiera podido seguir viviendo; y
que, al verme a mí ahora, disfrazada con su ropa y maquillaje, con la imagen
deslumbrante de mamá que a punto había estado de enloquecerlo, reaccionara en mi
contra.
Sonaba en el jardín un guirigay de ruidos que tamizaba las voces de mis
amigos y de repente me corría por el esófago una piedra que me había entrado por la
garganta y se solidificaba en mi estómago. Era oscura, negra, familiar, y su peso me
ahogaba. Mis amigos me llamaban desde el exterior y me senté frente al espejo hasta
que el corazón volviera a latirme con normalidad. Me llamaban y seguía indecisa e
inmóvil sin sentir los latidos en la sien. También a mí me había herido mamá, y
nunca había conseguido borrarla de la cabeza hasta que mi padre, pasado el estupor
y la infinita desidia que le acometió tras su marcha, volvió a mirarme y me sacó de la
habitación llevándome a su taller; pero yo no había llegado a odiarla. Comíamos
papá y yo juntos, luego dábamos un paseo y, por algún tiempo, él hizo conmigo de
padre y madre y ya no estaba sola, absolutamente sola en el mundo; y cuando se
acostaba yo me acostaba, cuando se levantaba venía a mi habitación y lo primero que
veía, al abrir los ojos, era su sonrisa. Con él no sentía ni el frío ni la soledad y
procuraba que él tampoco los sintiera. El mar era siempre azul, siempre había
barcos de vela y amaneceres limpios en el horizonte y éramos de nuevo una familia, a
pesar de ser dos y quedarnos solos y abandonados; por eso tenía ahora la cabeza
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confusa y esa piedra en el estómago que pesaba en mi corazón. El vestido, que no era
de mamá sino hecho a mi medida, de pronto me apretaba como si se tratara de uno
de esos corsés que una se pone para recomponer la figura. Era mío y me sentía
inmovilizada y sudorosa. La cabeza me dolía. Aquella transformación en mi madre
resultaba tan descarada que se fijaría en mí con toda seguridad y ello provocaría, si
es que todavía la odiaba, un total rechazo; ése era precisamente el temblor de manos,
el sudor frío y la piedra que pesaba en mi corazón, porque no lo soportaría.
Seguían sonando las voces, ahora en la puerta, apremiándome a que saliera, y
seguía hecha un lío sin acabar de ver con claridad si debía deshacer el peinado,
quitarme los horribles pantis, el vestido, y volver a mi desaliñado aspecto habitual.
Me levanté y con un buen temblor de piernas salí de puntillas para no despertar a
Adema, resuelta a pedirles cinco minutos para cambiarme; pero al abrir la puerta,
mi aspecto deslumbró a Amadou y me vi tan favorecida en los ojos de Fabrizzio que
deseché el cambio. Nos espera un taxi, dijo. Tu padre se ha ido con el Arma, Dulce, y
Katie. Estás preciosa, añadió, y no tuve el coraje de decirle que quería cambiarme, y
me dejé llevar por su prisa. Salí detrás de Amadou, con Fabrizzio siempre a mi
espalda hasta llegar al coche, y allí se adelantó a abrirme la puerta. Sentada a su lado
me observaba con el rabillo del ojo y las piernas muy cerradas, sin atreverse a
moverlas para no rozar mi vestido, y aquella repentina timidez de Fabrizzio me
devolvió la confianza. Después de tantas noches de dormir juntos, le sobrecogía mi
aspecto, y su miedo se llevó la piedra de mi estómago. Qué guapo estaba con su traje
blanco. Andaba buscando esposa y éste podía ser mi día de suerte, pensé como
compensación al incierto encuentro con mi padre.
Seguían los tambores y al interior del coche llegaba una vibración sorda y
apagada, identificada en mis sienes por una taquicardia y un martilleo ronco que me
las partía. La noche había caído, y en la oscuridad casi absoluta del trópico el
conductor se desahogaba en sonhrai, tamashek, bela, francés, y en todos los idiomas,
maldiciendo las sombras que se le cruzaban por delante de los faros sin mirar al
coche. La casa de barro tenía dos plantas, con las paredes exteriores forradas de
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piedra, y el que hacía de presidente de “L’Association d’Amitié avec le Monde


Ibérique”se llamaba Maiga Baba Mama. A la azotea se subía por unos escalones
desiguales y hundidos en el centro, como derrengados por el peso de los siglos, y allí
nos fue presentando a hombres ilustres de su etnia, entre los que había poetas y
pintores, que me saludaban hoscos con una inclinación de cabeza. Sentía la boca
pastosa. Mi padre me vio y siguió hablando sin prestarme atención. Los tambores,
que habían sonado con sordina toda la tarde y durante el trayecto, estaban dentro de
la casa, en el patio interior, y de repente su brusco martilleo ensordecía mi cerebro.
También me aturdían las atenciones de Fabrizzio, me miraba ya fijamente y no me
soltaba ni me abandonaba al arbitrio de docenas de ojos voraces que me
descuartizaban sin misericordia. Mi padre seguía hablando sin prestarme atención y,
de repente, descubrió en mí algo extraño, un rostro, unos ojos, una figura que le
resultaba remota pero familiar, y de cuando en cuando volvía la mirada como si no
acabara de creer. Me miraba con ojeras oscuras, sin acabar de decidirse si venir a
pisotearme como a un gusano o a darme un beso como a una buena chica; y me tenía
en vilo, la boca cada vez más seca. No acababa de ver lo que corría por su cabeza y
ya empezaba a desesperar de que me saludara siquiera, cuando se hizo luz en sus
ojos y se me acercó con una sonrisa resplandeciente; dejó el vaso de jengibre en el
suelo y me pasó una mano por la cintura y la espalda acariciando el vestido con los
dedos. No me atrevía a levantar la vista y a mirarlo. Me sentía tan acobardada que
no me atrevía a levantar la vista ni siquiera cuando me puso las dos manos en la
cintura y me apresó contra su cuerpo. No era vergüenza, no sé lo que era, y me limité
a descansar la cabeza en su pecho. Él entonces levantó mi cara con una mano,
sujetándome la barbilla con suavidad, y me obligó a mirarlo, me obligó a alzar los
ojos hacia él: eres un diablillo, hija, me dijo; y por el tono sereno y tierno de voz supe
que no había olvidado a mamá, y que no era el hombre disoluto que Fabrizzio creía,
porque no había olvidado a mamá o la había visto en mí y eso significaba, lo creí así
al menos, que no había vuelto a enamorarse. También supe que en adelante le
perdonaría cualquier cosa que hiciera, fuese lo que fuese, porque había sido mamá
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quien lo había abandonado y no fue culpa suya. Tampoco había sido de mamá.
Sencillamente no había podido soportar la competencia con la pintura. No podía
hablar y le besé la mejilla; luego me llevó de la cintura de grupo en grupo, cosa que
no hacía ni con sus amantes, y yo me dejé arrastrar por él, mientras lo miraba
directamente a los ojos, a la frente despejada, y a su perfil robusto y familiar, y le oía
presentarme con orgullo como su hija. El pulso de la sangre en las venas me
inundaba de un calor que no había conocido desde muy niña, desde el día en que se
casó con Marta, cuando las cosas empezaron a irle tan mal que rara vez paraba en
casa y, cuando lo hacía, no tenía ni tiempo ni humor para nadie. Nunca supe por qué
no llegó a entenderse con ella ni me entró jamás la sospecha, hasta este momento, de
que su amor por mi madre tuviera algo que ver con ello. Escuchaba cada una de sus
palabras. Fue una noche extraña, muy negra y muy brillante, a pesar de que al
dejarme con Fabrizzio me dijo mientras me besaba en la frente: hija, no acabo de
entender a ese apocado amante tuyo, ¡si yo no fuera tu padre!; y luego se fue con
Maiga, pero alejando a la vez de mí aquel vacío infinito que pesaba en mi corazón
como una losa tan grande que en ocasiones me ahogaba.
Había superado la prueba temida y esperada durante tanto tiempo, y me
había llamado hija, no una sino muchas veces, delante de todos, como si estuviera
orgulloso de mí y, ahora que al fin sabían que no era una descocada sino la hija de
Miguel Romero, todos me observaban con simpatía y miraban condescendientes mis
piernas. Las sonrisas a mi alrededor eran jubilosas y tan distendidas que sentí la
alegría inesperada de verme importante entre gente acogedora y amiga. Los hombres
se me acercaban y preguntaban si me agradaba el Malí y si me gustaba Tombuctú. A
todos les decía que Tombuctú era mucho más bonita de lo que había esperado y
sonreían agradecidos. Las mujeres seguían a los hombres, inclinaban ligeramente la
cabeza y con sonrisa picarona tocaban mi vestido, mis brazos, cogían mi mano y las
más blancas entre ellas comparaban su color con el mío. Me hablaban en sonhrai y
no las entendía. Mi vestido negro resultaba sobrio comparado con sus grandes
Dakar, mucho más espectaculares y vistosos; a una de ellas le ofrecí cambiarlos y
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sonrió tímida. Ella nunca podría llevarlo ni en el dormitorio de su esposo.


Y de la azotea descendimos por aquella escalera de peldaños derrengados
hacia una gran sala, donde había más de cincuenta personas sobre una inmensa
alfombra de lana con bermellón y colores negros. Nos ofrecen té, dátiles, y
cacahuetes. A mi padre lo habían sentado entre Maiga Baba y un anciano de barba
blanca, que debía ser el patriarca de la familia Arma y, a una señal de Maiga, todos
callan mientras habla en sonhrai y luego le da la palabra a mi padre que, en buen
francés y deteniéndose tras cada frase para que Maiga traduzca, les cuenta su propia
historia. No podía creer lo que oía. Mi padre les contaba su propia historia, cómo
habían llegado sus antepasados al Níger desde al-Andalus, bajo el mando de un
almeriense llamado Yuder, su gran victoria sobre el imperio sonhrai, entre
exclamaciones de júbilo y miradas de asombro. Creo que todos la conocían de sobra,
pero les asombraba oírla de labios de un extranjero de la importancia de Miguel
Romero, que les confirmaba sus mitos y leyendas, la existencia real de una Andalucía
de la que habían salido y que para ellos estaba tan alejada de los cielos como el
paraíso. ¿Cómo sabías todo eso, papá? Es una larga historia, hija. El escritor que la
escribió vino en cierta ocasión a nuestra casa de Zahara y se llevó un cuadro. De
regalo me dio su novela.
Fabrizzio tampoco salía de su asombro. Al acabar de hablar se baila el kullu,
un baile por parejas, lento y ceremonioso, cada pareja con el fular en ambas manos y
una sonrisa de oreja a oreja que recuerda los bailes palaciegos de las cortes europeas
del XVIII. Estoy a punto de morirme cuando mi padre se me acerca, inclina ante mí
la cabeza, me da un fular y me lleva de la mano delante de los músicos, donde hago el
ridículo y las delicias del público que me observa con beneplácito, celebrando mis
falsos pasos con risotadas, mientras mi padre parece haberse pasado la vida
ensayando aquellos giros y gestos rituales. Me siento morir al acabar y ver que
Fabrizzio se adelanta con el fular por encima de la cabeza, saluda al público y gira a
mi alrededor con la misma gracia que mi padre. ¿Desde cuándo sabías bailar esto?
Desde nunca. Voy a morirme, y sin embargo el mundo se llenó de repente de una luz
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suave, tibia y dulce, mientras nos movíamos y girábamos en perfecto compás. Lo


creía un melindre apocado y se movía con asombrosa naturalidad, diría que
encantado y aceptando el reto, como si hubiera hecho una apuesta con mi padre; y yo
deseaba que la hiciera. Los hombres de mi vida siempre habían sido muy masculinos
y violentos, pero por primera vez deseaba que se fijase en mí alguien de mirada
tierna y dulce, que no me llevara al galope por la vida, y que acabara con mis noches
de infierno, con la preocupación obsesiva de encontrar una nueva arruga cada
mañana ante el espejo, un hombre sencillo que me ofreciera una existencia apacible,
un camino llano, una vejez dulce en una playa de arenas suaves y amarillas.
Estaba a punto de llorar. Se me había encendido una luciérnaga en el corazón
por primera vez. Tenía delante por primera vez a un hombre tierno, puro en el
corazón, que podía ser mío, y no había sabido verlo; un hombre que aunque me
deseara con aparente frialdad fuera capaz de acabar con unas noches que se me
antojaban infinitas. ¡Qué guapo estaba mi Apolo con su traje blanco impecable y es
mío, mío! No me hubiera importado gritarlo a los cuatro vientos. Al último compás,
tiro el fular y hago como que voy a desplomarme en el suelo, y Fabrizzio me recoge
en sus brazos ante el estupor del público que no podía creer lo que veía, tal vez
porque nunca lo había visto antes. Luego descendemos de la mano por aquellos
inmensos escalones hacia el patio, donde la fiesta continuaría hasta el amanecer, pero
con un baile más vivo y joven, el takamba. Fabrizzio me llevaba de la mano y los
bajaba uno a uno, yo iba con el rostro iluminado y el coqueteo de quien escucha con
alborozo la marcha nupcial que la lleva al altar. Nunca había pensado que en aquel
desierto se encendería en mí la pasión, y menos con un hombre tan serio y formal; y
de pronto él era el rey de mis pensamientos. Me sentía otra, casi juvenil, y con el
corazón desbocado. Me notaba húmeda. Fabrizzio me había quitado años de encima
y podía haber bajado aquellos inmensos escalones de tres en tres como las cabras.
Podía besarlo delante de aquella gente tan púdica y reservada en público, y no lo
hago porque el gesto debía salir de él - siempre esa lucecita de aviso en mi cerebro -,
pero no le retiro la mano y él no retira la suya.
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Había encendido el fuego en mis entrañas y quería estar con él a solas. Me


sentía romántica, tierna, sensual. Esta noche no habría la más mínima precaución y
lo primero que haría sería quitarme los horribles pantis; luego lo desvestiría poco a
poco, le besaría cada parte del cuerpo que quedara desnuda, y no le haría esperar.
Lo besaría con pasión, un beso húmedo e infinito, explorando cada rincón de su boca,
porque no podía aguantar más y lo amaría hasta el infinito. Lléname de ti, soy tuya,
soy tuya. Me sentía otra, casi juvenil, y con el corazón desbocado. Me notaba húmeda
y con los pezones duros y grandes, cosa que sólo me ocurría cuando me excitaba.
Con el corazón desbocado marchamos al hotel, caminando por un océano
interminable de arena, en el que nos detuvimos un millón de veces a besarnos y
deleitarnos de forma alocada en el lenguaje del cuerpo, el más hermoso y verdadero.
Lo deseaba como una adolescente y, ya en la habitación, hicimos el amor sin tiempo
para deshacernos de la ropa, Fabrizzio a medio desvestir y yo a punto de ahogarme
de agonía, buscando cada uno el fondo del otro una y otra vez, hasta escuchar las
palabras que quería oír, esas palabras mágicas de amor eterno que una escucha con
emoción, con un nudo en la garganta y con lágrimas, porque son el final de un
camino de espinas y el principio de otro perfecto y deseado de rosas.
En la ventana la luz de un hermoso sol que patinaba sobre infinitas partículas
de polen que jugaban a perseguirse, convirtiendo el paisaje en una sandía rosa; y, de
pronto, una imagen que creía olvidada, la de mi madre llorando a lágrima viva con la
cabeza hundida en la almohada. El sol entraba por la ventana y jugaba con el polen
de forma parecida. La sandía era roja y le cogí la mano. Le pedí con el corazón
encogido que no llorara; pero se le subió la ira al rostro y sus lloros arreciaron. Fue
la noche previa a la mañana en la que papá me dio la mano y nos fuimos en silencio
hacia la playa a bañarnos. En la puerta había un coche con el maletero abierto y un
hombre apoyado en la carrocería al que mi padre ni miró ni dijo nada. Cuando
volvimos, ella ya no estaba y él había honrado su memoria sin volverse a enamorar;
tal vez mamá había honrado su memoria y la mía sin volverse a enamorar, porque se
marchó llorando, dando a entender que una sólo se entrega una vez por completo,
161

que una sólo se deja engañar una vez por los sentidos y le hace un guiño al tiempo,
deteniéndolo y paralizándolo, quedándose anclada para siempre en un punto, en un
momento deslumbrante, que será ya la eternidad en su vida.
No sabía si un día descubriría mi ingenua inocencia y lloraría como ella, pero
no me importaba porque al fin había trepado a la montaña alta que se me negaba, y
vivía ese momento de plenitud y placer que engancha al alma de manera definitiva.
Tumbada al lado de Fabrizzio me sentía blanda, sin peso y madura al fin. Ahora sí
que al fin podría afrontar con valentía las aventuras más arriesgadas y duras, con mi
amante al lado. Fabrizzio tenía la frente tan despejada y limpia como la de mi padre,
y su rostro era tan bello que obnubilaba el suyo, sus ojos azules eran infinitamente
superiores y más hermosos que los de Cristo. Debía estar hermosa para él cuando
despertara y, con cuidado de no hacer ruido, fui a arreglarme al baño; deseché los
pantalones, elegí un vestido que le gustara y me recogí el pelo en un moño bajo que
estaba segura de agradarle. Con piernas temblonas, esperé a que despertara y él no
hizo ningún comentario. Se limitó a preguntar:
- ¿Estás bien?
- Muy bien, ¿y tú?
- Volando sobre una nube.
Esperé a que se levantara, lavara, afeitara, y se vistiera, todo con gran
parsimonia; y al acabar salimos de la mano al comedor: una barrita de mantequilla -
lujo asiático para Tombuctú -, pan, dos cucharadas de mermelada, y un
descafeinado, como cada mañana. Mi padre, Dulce y Katie habían acabado y él les
dijo a los dos que se marcharan, y nos quedamos solos. Les dijo que se marcharan
porque quería hablar con Fabrizzio, aclarar las cosas, y yo en un principio no lo
entendía. No acababa de entender si lo fustigaba por deporte, como era su
costumbre, o si su invectiva y palabras de guerra eran una muestra de su buen
humor esa mañana. Su voz desde luego sonaba como un clarín de guerra, timbrada,
afilada y cortante; y su sonrisa era la de un general victorioso que disfruta pateando
vencidos. Se me encogió el estómago y no conseguía pasar el pan. Con mirada
162

terrible, y segundos después tierna, clavada en Fabrizzio, decía no entender que


hubiera venido al Malí en busca de una chica blanca, cuando no había nada como los
coños excisados de las negras, anchos y grandes como la vía acuática del Níger,
hechos al colchón y al trabajo, ¿o es que te huelen mal las negras? Las blancas en
cambio lo tienen estrechos y asfixian como una argolla al cuello, querido Fabri.
Sentía de nuevo la boca pastosa y se me quebró una uña al clavar los dedos en
el brazo del sofá. ¡Papá, por Dios!, dije casi en sollozo y como ahogándome, pero sin
ahogarme por orgullo, aunque sintiendo sus palabras como perdigones en la
garganta. Si es un chiste, pase, pero no me gusta, no tiene la menor gracia, añadí. Y
Fabrizzio, tranquilizándome con la mano en la rodilla: disfruta así, Marina; se cree
genial y con derecho al insulto, como si el genio estuviese reñido con la buena
educación. Me pregunto por qué sentiré debilidad por los pintores, ¡podías al menos
respetar a tu hija, Miguel!, es frágil. Porque Marina es frágil y es mi hija hablo así y
con brutalidad para que me entiendas. Los pintores somos unos pobres ingenuos en
manos de extorsionadores de guante blanco y no nos queda más remedio que
defendernos, y a cozes si es preciso como los mulos. Y Fabrizzio, sin perder la
compostura ni el tono de voz: ¡mira quién habla de amor paterno cuando tú la
abandonaste siendo una chiquilla!
A mi padre la sonrisa le oscureció los ojos y yo ni siquiera alzaba los míos
porque estaba avergonzada. Me sentía furiosa, acobardada e inmóvil, mientras mi
corazón latía enloquecido. No quería seguir escuchando. Éste no era mi padre, ¿qué
padre era aquel que podía pasar de la ternura a la crueldad? En su cabeza sólo había
sitio para él. Fabrizzio ni se inmutaba, lo miraba con las cejas arqueadas y el rostro
impasible.
- Tu hija y yo nos queremos. Hora de que vayas entendiéndolo.
- Por supuesto que lo entiendo. Es fantástico y si es para bien me alegro por ti,
Marina; pero entonces, querido Fabri, tengo que decirte algo que espero lo
comprendas y aceptes. No quiero marchantes en mi vida, no me interesa
desprenderme de ninguno de mis cuadros, mis pinturas no van a colgar en ninguna
163

asquerosa galería ni en ningún museo, antes las quemo. Quiero que tengas las ideas
claras por si te has hecho ilusiones y vas tras Marina por ellas; porque no vas a ver
nada, ¿cambia eso tus proyectos?
- Claro que no. No es nada que a mí me afecte, y mil veces te he dicho que
puedes meterte tus cuadros por...¡perdona, Marina! Fuiste tú quien me propuso ser
tu marchante, y yo te repito una vez más que el negocio de los cuadros no me
interesa.
- Estupendo, amigo Fabri, todo aclarado - dijo mi padre con una risita tonta
que descubría lo airado que estaba y que a mí me hizo volar la cabeza como si
recibiera una pedrada -¡Que seáis felices!
- De todos modos, ¿puede saberse de dónde sacas esa munición tan asquerosa?
- le preguntó Fabrizzio levantándose.
- No de los libros como la tuya, Fabri. Nací con un almacén de palabras en la
cabeza.
- Pues no tienen ni puñetera gracia, Miguel.
- Y eres odioso, papá - le dije besándole airada la mejilla -, eres peor que un
alacrán -, añadí dejándolos en la mesa y saliendo a respirar aire puro, porque no
podía seguir escuchando. El ambiente en el hall era tórrido y, como me ahogaba, me
fui dando un paseo hacia las dunas, donde a punto estuve de desmayarme.
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11. FILOSOFÍA DE UN LIBERTINO

“Basta con mirar la tierra y el horizonte de este país para saber que aquí sólo
se puede construir en ocres más o menos amarillentos, más o menos rojizos, más o
menos marrones, y que el material más vil, que es el barro, resulta ser el más
práctico y hermoso,” me decía Fabrizzio con su mano en mi mano, su aliento en mi
boca, y sus palabras en el oído de la mente. “Generaciones de albañiles han
trabajado con este material y con estos colores limitados, demostrando que es posible
transformar el barro en palacios, y escribir con tierra cocida una historia de siglos.
Esto pocos europeos lo entienden. Todos llegan a África intentado salvarla,
intentando revolucionar su hábitat, y traen materiales tan mal adaptados al clima
como el hierro y el asfalto, que son conductores rápidos del calor y que asfixian el
interior, mientras con la tierra cocida el calor queda fuera. Con el barro se pueden
hacer bóvedas y elementos rectos sin hierro. Con barro he levantado el centro
médico de Bandiagara, te va a gustar, cariño, los talleres de Baco Djikovoni,
inmuebles en Sikasso, y hasta un video-bar, que abriremos en febrero. Te van a
gustar, y luego iremos a Nápoles donde con dinero de la Unión Europea hemos
creado una escuela multidisciplinar para asiáticos, sudamericanos, y africanos,
donde enseñamos estas técnicas tan sencillas, baratas y afines con el medio. Te va a
gustar, amor,” su mano en mi mano, su aliento en mi aliento y sus palabras en el oído
de mi mente, diciéndome exactamente lo que quería oír y que escuchaba con la
emoción de quien oye una música que es puro sentimiento. “Es una construcción gris
y desnuda, pero habla un lenguaje social para un África moderna y se extenderá por
doquier, sea o no arte mayor como el de tu padre.”
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Papá se preciaba de conocer la tierra y sus gentes y trabajaba a todas horas


con colores vivos. El país era un libro abierto de luces y colores, el rojo flamboyán, el
amarillo karité, el rosa del manglar o los azules río y la gama de grises, verdes y
violetas de los campos Dogón. Se veía cargado de electricidad. Este país es para
enamorados del arte. Decía haber vivido adormecido hasta descubrir que seres y
objetos tienen el mismo valor, que lo imaginado y lo real son dos caras de naturaleza
opuesta, pero que dependen una de otra y son una combinación perfecta, como el día
y la noche, el invierno y la primavera, la música y el silencio; porque lo cierto era que
no despreciaba ningún color. Pintaba desde la imaginación y permanecimos dos días
más en Tombuctú hasta acabar su “Homenaje a la muerte”, una serie de figuras
ciegas masculinas en blanco, alineadas contra un fondo flamboyán, con el cadáver de
un caimán sobre sus rodillas comiéndose a un niño. Era un lienzo de incómodas
proporciones para el transporte y, cuando ya pensábamos que dejaríamos la ciudad,
desenrolló otro de proporciones mayores y, con fondo blanco de río y manglar en los
bordes, pintó su “Homenaje a Tombuctú”: cuarenta muchachas jóvenes, en atrevidos
violetas, marchando en una pinaza, como pago de la ciudad a uno de sus muchos
conquistadores. Sobre el blanco, a carboncillo, peces y panes alrededor de la pinaza;
y, sobre el manglar, e igualmente a carboncillo, gentes mudas y llorosas viéndolas
partir.
Se había venido al Malí buscando la soledad y ésta era tan grande que en el
último año había pintado más de cincuenta cuadros. Tenía el silencio que quería y
toda la tranquilidad del mundo. En el país dogón, la gente camina en silencio con los
pies desnudos, y ni siquiera oigo el piar de los pájaros. A las mujeres las encierran
entre paredes, en la Ginna o Casa Prohibida, durante la regla, y pasan cinco días en
silencio para que no contaminen el poblado. Los hombres se sientan en mi puerta y
pasan el día sin hablar. Tengo todos los modelos que necesito. Hubo un tiempo en el
que me pesaba tanto la soledad que pensé montar un falansterio de artistas en mi
166

casa de Sanga, pero me di cuenta de que había huido de occidente para encontrarme
conmigo mismo y deseché la idea de meter a ese occidente podrido en mi cama. Tenía
lo que quería y todos los modelos a mi alcance por una sencilla comida o un cadeau
sin valor, y la mayor colección de obras de arte. Cada poblado dogón es un museo de
máscaras, estatuillas, ídolos, mitos, y leyendas, todas a mi disposición; y las Evas
más hermosas e ingenuas o, en cualquier caso, allí estaba yo para fijar el canon de
una belleza irrepetible, porque su mundo también se está desmoronando. Mi lema,
como el de Gauguin y el de Poe, era y es “huir lejos”, huir hacia lo sencillo, primitivo
y sin influencia exterior, ésa es mi filosofía: describir el mundo desde lo primitivo;
huir hacia el enigma que ocultan esas estatuillas y también hacia la muerte, que es la
razón última de cualquier creación que se precie.

- ¿Desde cuándo usas boina?


- Me gusta recordar de dónde vengo. También tengo una buena colección de
sombreros de paja para cuando aprieta el calor.
- Eres un diablo, papá.
- ¿Tú crees, hija?
- Sí, papá. Sabes lo que pasa a tu alrededor y te haces el tonto.
- No soporto chismes cuando trabajo.
- Es más que chismes.
- De noche hablamos si quieres. Durante el día trabajo y no puedo permitirme
el lujo de distraerme.
- Eres un caso, papá, ¿lo sabías?
- Soy un hombre de carne y hueso y tengo la misma substancia que cualquiera.
Cada cosa tiene su momento y hora, como el día y la noche o los colores. Y nunca las
167

mezclo.
- Tendrás que hacerlo esta vez si quieres paz.
- No soporto que nadie tome decisiones por mí y tampoco me puedo consentir
debilidades. Das la mano y en seguida quieren controlar tu vida. Eso no me lo puedo
permitir.
- Pues tendrás que hacerlo y en seguida.
- La puerta de mi casa está abierta de par en par, hija. Esas dos mujeres
pueden quedarse o marcharse. No soy su dueño. No tengo más dueño que mi pintura.
Que ellas arreglen sus problemas.
Dulce y Katie armaban un guirigay de espanto en la puerta del hotel que
atraía la atención de los empleados y volvía loco a Amadou; Dulce con el cabello
alborotado y fuera de sí y Katie hablando con un calor y una firmeza que encendían
los ojos de Dulce, mientras Amadou se interponía entre las dos mujeres y trataba de
calmarlas. Me hallaba petrificada. Fabrizzio las miraba sonriente y tan divertido que
le di un codazo en el costado: como te vea sonreír lo vas a sentir, cariño, es mi padre
a pesar de todo. Perdona, querida.
Mi padre, fuera del complejo, acariciaba con la mano el lienzo, se levantaba y
se alejaba un par de metros, volvía a sentarse y sonreía. Dulce decía palabras duras
que nunca le había oído antes, mientras lloraba y manoseaba un pañuelo con el que
se secaba las lágrimas y se sonaba la nariz.
La había visto vagar por los alrededores del hotel como alma en pena, y me
había ablandado después de no dirigirle la palabra en varios días. Ahora el corazón
me pesaba de tristeza. Había conseguido controlar el rencor, pero no era un asunto
que me concerniera, y vivía envuelta en mi nube particular de dicha, sin enterarme
de lo que sucedía a mi alrededor. De pronto veía a Dulce sollozando por los rincones
como una niña pequeña, y a Katie, la criada equilibrada y siempre atenta al menor
deseo de mi padre, como si el demonio acabara de rajarle el vientre. Su rostro
moreno brillaba con blancura de muerte y traslucía una voluntad oscura y profunda
en la mirada que provocaba escalofríos, igual que cuando de jovencita yo quería
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abrirme las venas, a raíz de la boda de mi padre con Marta, porque él no tenía ojos
más que para ella y no contaba conmigo para nada. La llevaba a París y a Londres y
se pasaban las horas discutiendo qué hacer conmigo. Era un estorbo en sus vidas. Ni
siquiera me daba los buenos días, dejé de hablarle durante un año y empecé a
vestirme de negro como una viuda inconsolable. Pero cuanto más me dolía, más
zalamera se volvía Marta con él. Mi padre le echaba los brazos a la cintura y ella
descansaba la cabeza en su pecho y me miraba diabólica; lo besaba en la boca, me
sonreía triunfante, y yo corría a encerrarme en mi habitación. Deseaba que se
muriera, que ambos se murieran y desaparecieran de mi vida. Deseaba no haber
tenido nunca un padre, ese padre que ahora me abandonaba y dejaba sola con la
enormidad de un mundo que de repente era un vacío negro e infinito de tristeza, y
por algún tiempo añoré a mi madre. Rezaba por la noche para que ella volviera a
amarme y me llamara. Me sentaba en la ventana mirando el mar y los veleros que
cruzaban con velas hinchadas, soñando con aquellas mujeres que viajaban en ellos,
henchidas de amor y servidas por guapísimos marineros que les juraban amor
eterno; soñaba ir con ellos o con mi madre al fin del mundo, pero por más que la
añoraba, ella jamás volvió por la casa de Zahara o me mandó un mensaje; no dio
señales de vida y yo sentía una pena tan grande que le hubiera lamido los pies y le
hubiera pedido perdón por no haberla amado, como si la culpa fuera mía.
No era difícil imaginar la vida de las co-esposas en los poblados del río,
recluidas entre los muros de piedra y barro ocre de aquella ciudad sepultada en las
arenas, ni lo que corría por dentro de Dulce al ver su rostro pálido y compungido
bajo las enormes gafas negras que cubrían sus ojos; y por eso me hacía acercado a mi
padre. Tenía que hacerlo. No podíamos permanecer más tiempo en el hotel sin poner
orden en su casa, y así se lo dije. De la noche a la mañana, Katie había pasado de ser
una criada servicial a ser la leona que acosa a su presa con la melena airada de un
león; y Dulce, del éxtasis y del frenesí, a la desesperación del perro que se arrastra
humillado por los muchos palos; pero mi padre trabajaba y respondía con
monosílabos, perdido en sus pensamientos. Creo que no me escuchaba, como si el
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asunto nada tuviera que ver con él, y sólo al acabar sonrió un instante. En aquel
momento lo aborrecía. Se me puso tal pesadez en las sienes y en el pecho que no me
dejaba ni pensar ni respirar, y lo aborrecía. Quería odiarlo y no me explicaba cómo
había vivido tanto tiempo dominada, pisoteada y hechizada por él, porque no conocía
la ternura y la vida a su lado era distante y fría. Y no sólo para mí.
- ¿Quieres escucharme, padre?
Seguía mirando el cuadro y fingía no haberme oído. De pronto dijo:
- El día lo dedico al trabajo y la noche al ocio. Será el momento de hablar.
- Siempre has consentido que te interrumpa, ¿qué les das?, ¿no ves que van a
matarse?
Le gustó aquello de “qué les das” y dejó de mirar al cuadro.
- ¿Y qué quieres que yo haga?, son libres de marcharse o quedarse. No soy su
dueño y si quieren vivir conmigo deja que arreglen ellas su problema. Yo no tengo
ninguno.
- Eres un libertino, ¿lo sabías?.
- Quiero ser un héroe en el arte y no en la moral, ¿alguna vez me has oído
criticar la lujuria?
Aquella noche, Dulce no apareció en la cena y, mientras tomábamos unas
copas, Katie se sentó a su lado en el butacón y apoyó la cabeza en su hombro. Era la
primera vez que la veíamos hacerlo, y él cogió la pipa en una mano y le pasó la otra
por el hombro. Como ni Katie ni Amadou entendían, me sentí libre de hablar.
- No me importa que tengas más de una mujer, pero entiende que ni la más
tirada lo soportaría.
- Nunca tengo más de una mujer al mismo tiempo. Yo también creo en la
fidelidad. Me gusta la fidelidad, hija, y la respeto. Es civilizado.
Tenía los ojos a punto de las lágrimas y me clavé las uñas en la palma de la
mano para contenerlas. El bello Amadou enfrente, siempre con el fular al cuello, y de
nuevo con el pelo liso y planchado, sonreía y me miraba con socarronería. Rara vez
hablaba, pero era fácil adivinar que conocía a mi padre mejor que yo. A punto de
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continuar, sentí el pie de Fabrizzio bajo la mesa, y me contuve. No te metas donde no


te llaman, era una de sus frases favoritas, y si hablas con él de temas delicados hazlo
con inteligencia; por eso me contuve, y porque sabía que mi padre no consentía que
nadie tomara las decisiones por él.
- ¿Te apetece dar un paseo?-, me pregunta Fabrizzio.
- Estaba esperando que me lo pidieras. Esto está demasiado cargado.
Al doblar la puerta, Amadou se había sentado a su derecha y mi padre le
pasaba amorosamente la mano por el hombro. Mientras charlaban y reían, los tres
en amigable camaradería, Fabrizzio y yo nos fuimos alejando, yo con su brazo en mi
cintura y él con el mío en la suya, el aliento en el suyo, y descendimos por el océano
de arena hacia el canal de los Hipopótamos que en otros tiempos conectaba con el río.
Nos seguía un enano, al que Fabrizzio le había dado unos francos en el hotel, y que se
empeñaba en ser nuestro guía. No le hicimos caso y él seguía hablando a nuestra
espalda, convertido de repente en un perro ladrador e, instantes después, en una
jauría de perros que se hablaban y comunicaban desde todos los rincones de la
ciudad. Perseguidos por los ladridos, intentábamos andar y era como si no tuviese
fuerzas o mis pies echaran raíces.
- ¿Qué puede haber bajo la arena?
- ¿Te das cuenta de que no sirve de nada hablarle?
- Me estaba volviendo loca.
La oscuridad no era total y, aunque la tierra era una sima profunda y negra,
las estrellas clareaban nuestras cabezas y daban forma a las casas y a los niños que
corrían, a rostros contrahechos y a ojos enormes que aparecían y desaparecían
misteriosamente, a la penumbra de puertas de donde salían voces y risas en animada
charla. A veces nos seguía una linterna. Los enanos ladraban cada vez más fuerte y
sus voces se acercaban y alejaban, unas veces agudas y otras roncas, como si hicieran
eco en la lejanía y luego regresaran ahogadas por charcas pantanosas. Para huir de
ellas, nos refugiamos y sentamos en el hotel Bouctou, en una mesa iluminada por la
luz de una lámpara, adornada de mosquitos, donde, aislados del mundo y atada por
171

sus palabras, Fabrizzio me dijo todas esas cosas con las que una sueña noche tras
noche. Fue como si el tiempo se hubiera detenido o girara con un fluir lento y suave,
como si el mundo fuera hermoso o aquel antro fuera el café de la Opera de París y yo
una modelo que cruza la pasarela del enorme vestíbulo del hotel Ritz paseando trajes
de modistos afamados. Tenía en la mano un anillo y los ojos llenos de lágrimas que
me salían de lo más hondo del alma. Tenía el amor de un hombre delicado e
inteligente y no estaba sola. No estaba ya sola en el mundo y no tenía ganas de ir a
ninguna parte, porque como aquella noche no habría otra parecida. Era larga y
dulce, y yo me ofrecería con docilidad para hacerla interminable.

13. EL SUEÑO DE JACOB

La pinaza avanzaba hacia el este, profundizando en un desierto desnudo al sol


de arenas blancas, espacios abiertos, duna y luz, que afligía el pensamiento y hacía
añorar los escasos árboles hasta Tombuctú. De vez en cuando una pareja de martines
pescadores pintados, una garza real solitaria, y planicies inmensas, ninguna verde o
azul, ninguna extraña al blanco, al amarillo y al bermellón, salvo en pequeñas
manchas rocosas de color negro, cuidadosamente elegidas por el paisaje. Era como si
el río marchara hacia el silencio o la nada - ningún poblado a la vista, ninguna barca
al paso -, o como si el silencio y la nada, la nada más desnuda, fueran la verdad del
río, y éste no tuviera otro significado. La luz que se arrastraba por la superficie del
agua brillaba con amarillos y naranjas. El día era como arena y agua ancha sin
sonido, y, de pronto una bomba con una gruesa tubería de plástico que lo
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humanizaba, y veinte mujeres caminando en fila hacia los campos donde se


confundía el sol con los cultivos. Semejaban una procesión de carnaval por el bello y
extravagante colorido de sus trajes y por la línea serpenteante que definía los perfiles
de la orilla. El poblado debía estar más allá de los campos y de la duna, pero nada se
veía.
Pedimos una parada técnica y confraternizamos por señas con aquellas
mujeres que sólo hablaban sonhrai; y, al regreso, papá y Fabrizzio andaban
enzarzados en una viva discusión, como era su costumbre para quebrar la monotonía
del tiempo en la pinaza.
Fabrizzio defendía que papá tenía que exponer en la galería Bruno
Bischofberger o en el MOMA de Nueva York si quería un reconocimiento
internacional, y él sonreía con el vaso de vino en la mano. El MOMA no interesa a
nadie. O aliarse con las vanguardias. Las vanguardias son un quítate tú para
ponerme yo, un fracaso; ¡pueden irse todas al carajo!; de hecho ya se han ido y no
quedará de ellas ni rastro; quedarán los que hayan inventado algo, como Gauguin,
Van Gogh y Picasso en la pintura, Joyce, Lorca y Yeats en literatura; los que hayan
guerreado siempre solos y contra corriente.
- ¿Y no es eso mismo lo que han hecho las vanguardias?
- Pero por un camino erróneo. La gran pintura es la pintura figurativa de
siempre, igual que el buen vino.
- La pintura de siempre ya está hecha, Miguel, y hoy a cualquiera le bastarían
cinco años para pintar como Miguel Ángel.
- Y cien para pintar como un niño. Si no fuera porque trabajo por placer y
porque entreveo la posibilidad de descubrir algo distinto, no pintaría.
- ¿Estás diciéndome que el siglo XX no ha creado nada?
- Si te refieres a hiperrealistas, abstractos, y demás escuelas, decididamente no.
El impresionismo ha sido un movimiento cateto de endomingados que han salido a la
calle, Pissarro con un caballete, Renoir en busca de gente normal, como si eso fuera
el gran descubrimiento. ¿Qué hay de nuevo en ellos? Otros le tiran arena al cuadro e
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incluso estiércol, y el resultado es mierda. Nada nuevo en suma. Han intentado


reinventar el color, y ni eso han conseguido.
- ¿Tampoco Lucien Freud, Bacon, Keefer? Sus cuadros se cotizan por cientos
de millones.
- Esos sí están vivos. Hacen la guerra por su cuenta y el mercado cotiza lo que
vale.
- No estás contra el mercado. Me asombras.
- Gracias al mercado podemos vivir y pintar, ¿por qué estarlo? Yo intento
hacer lo que Freud, y vender un cuadro al año que me dé para vivir.
- ¿También está vivo Balthus?
- Me gusta la palpitación de la realidad en sus desnudos.
- ¿Y Bacca?
- De Bacca me gusta el rosa glande de sus maricones; pero es descarnado,
triste, miserable, y sin humor. Con Bacca el pito se me viene abajo.
- ¿Y con Miró?
- Miró es un monstruo de la repetición y vale más que todos los que lo siguen,
pero sigo pensando que hay que buscar en el origen sin abandonar al ser humano,
Picasso nunca lo abandona.
- ¿Y tu paisano José Guerrero?
- Ese pintaba para hacer exposiciones. Hizo el viaje de iniciación a Nueva
York, pero no hay nada nuevo. Repite lo que ya hicieron otros, y para eso ya están
ellos. Sin viaje a la destrucción y a la muerte, no hay proyecto. Y la vida es un
proyecto, un asunto de imaginación.
- Tampoco hicieron ese viaje ni Freud ni Bacon ni Keefer, que al parecer no ha
salido nunca de su granja.
- Hayan o no hecho el viaje, los genios son los genios. Como Rimbaud, Lucien
Freud lo era desde los dieciséis años y nunca se apartó un ápice del camino de la
destrucción. A los que seguimos no nos queda más remedio que imaginar la pintura
del siglo XXI si queremos estar vivos.
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- Sin pasar por Paris y Nueva York, nunca lograrás reconocimiento alguno.
Eres un ingenuo. Y no llegarás a ninguna parte si no te apartas de la botella y del
sexo. Los dos llevan a la destrucción, pero por una puerta tan falsa como la droga.
- Desconfía de quien no ama el vino y a las mujeres, ya lo decía mi padre.
Desconfía de los maricones con aspecto de garañón, aunque luego algunos como
Bacon sean geniales. Desconfía del artista en el que no esté presente la muerte. La
muerte es madre de la belleza.
- Pisas arenas movedizas.
- Las pisáis quienes marcháis por la vida con el pito flojo. El sexo es vida y no
hay nada más bello en la vida que la vida.
- ¿No puedes hablar sin insultar?
- ¿Puedes tú acaso?

Mientras comíamos aquel día bajo un sol de castigo y dentro de la pinaza,


pintó a pleno sol aquel campo y la fila de mujeres, con luces y colores limpios de
manglar, karité, flamboyán, y verdes, pero tan intensos que hacían pensar en la
extraordinaria pasión con que había visto la escena. A punto de partir, le añadió en
el rincón superior un desnudo rosa muy provocativo y visible que no pegaba en aquel
paisaje blanco de cielo. Es mi homenaje particular a la pobre imaginación de nuestro
amigo Fabri, dijo con ironía al ver nuestra extrañeza; y luego se tumbó feliz en el
regazo de Dulce.
Dormimos en una duna, cerca de Gourma-Rharous, y a media mañana nos
cruzó una pinaza con media docena de turistas, y no paramos. Nos limitamos a
levantar la mano y ellos la suya, pero al cruzar el gran estuario y la colina arenosa,
sobre la que se asienta el poblado, nos salió al paso otra pinaza, toda ella con nativos
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enfundados en su fular hasta las cejas; y en ella iba Naomí, tan indistinguible como el
resto. Fue ella quien primero se levantó de un salto gritando, se quitó el fular
dejando el cabello al descubierto, y entonces la reconocimos. Mahamadou giró en
redondo hasta ponerse al costado. Su rostro era mitad negro y mitad rojo, como si
tuviese dos caras, y nunca la hubiésemos reconocido. Pero era ella en efecto, surgida
de la noche de los tiempos como un espejismo en medio de la nada, la Naomí de ojos
grandes muy abiertos, boca de buzón de correos, senos altos y voz aguda, expresiva
y gutural, más firme y orgullosa, más diosa que nunca, mientras pasaba de un salto a
nuestra pinaza. ¿Vas huyendo, amor? No, cariño, aunque me han ocurrido cosas que
no serían fáciles de explicar; pero la buena estrella está conmigo. La buena estrella y
una serie de casualidades increíbles la habían llevado del desierto rebelde a un
campo de refugiados tuareg en Douentza, dirigido por canadienses y una
organización ONG, que la había rescatado. Llevaba al cuello un dibujo geométrico
tuareg, de ámbar y plata. Se lo quitó y me lo colgó del cuello, mientras me besaba con
la alegría irrefrenable de dos amigas íntimas que se encuentran. Por la faena del
coche, dijo, sin muestra alguna de arrepentimiento.
Si la hubiera buscado jamás habría dado con ella en un país tres veces la
extensión de España. Parecía absurdo, como si el mundo diera vueltas y más vueltas
y al final todo volviera a su lugar. Ha llovido desde la última vez, Naomí. No tanto,
querida. Pero ella no me escuchaba y, tras besar rápidamente a Dulce, abrazó por la
cintura a mi padre y le dio un beso de torniquete en la boca que casi le quita el
aliento. Tanto seguirte con tu hija, gran hombre, me siento tu hija y eso me daría
algún derecho, diría yo. Repitió el beso y como no lo soltaba, Dulce le preguntó si era
feliz. ¿Feliz? ¡qué pregunta, Dulce, amor!, respondió ella sin adivinar segundas
intenciones, senos altos, maduros y bellos, tan tensos y anhelantes que encendían los
ojos de mi padre. Soy feliz, muy feliz, me hace muy feliz veros con vida. Y como mi
padre tampoco la soltaba, se dirigió a él con sonrisa maliciosa: tú y yo, Miguel, lo
habríamos pasado en grande en otras circunstancias, ¿eh, gran hombre?, estoy
segura. Y mi padre, también yo, buena hembra, con la mano descaradamente en sus
176

nalgas. Y Naomí, risueña y feliz: pero por desgracia los caminos nos separan y eso
que me gustarías una jartá, gran hombre. Y él: ¿quieres dejar de llamarme gran
hombre?, soy un sencillo amante de la vida y confío en que así me recuerdes por si
hay una próxima vez, que debería de haberla, ¿sabes dónde vivo?
Los escuchaba conmovida y enferma de alegría. No puedes imaginarte lo feliz
que me has hecho devolviéndome el coche y viéndote tan animada. Pero con prisas,
hija, ¡qué absurdo!, ¿no? Y mi padre, absurdo por demás; en este país no existe la
prisa y los días duran meses, absurdo por demás, parémonos a comer y sigamos
profundizando en nuestra amistad, ¡me parte el corazón tu amor a la humanidad con
esos ojazos y lo buenota que estás! Pero no para ti, gran hombre, no para ti, ¿acaso
ves en mí algo especial? Tienes ojos de Sibila y veo en ellos un cielo de cadáveres y un
maravilloso infierno de arcángeles, ¿para quién los guardas? le respondió papá
abalanzándose sobre ella como un tigre. Parecía deslumbrado, como si tuviera ante sí
la revelación de un ideal femenino, largo tiempo buscado, y una rabia súbita le
invadiera las entrañas. En mi casa hay un lienzo en blanco esperándote y te podría
inmortalizar. Lo siento, gran hombre; ni siquiera los genios podríais amar a todas las
mujeres, ¡una lástima!; porque yo no persigo la eternidad y tengo que dejaros. Mis
amigos tienen prisa.
Naomí tenía una prisa real. ¿Sin contarnos nada? Nos tienes en ascuas, amor.
Tenía una prisa tan real que se ha ido a un campamento de refugiados donde hará de
enfermera, camarera, y transportista. No os podéis figurar cómo me ha cambiado
este país y su miseria, las enfermedades y la puñetera tragedia de estos amigos,
¿puedo ayudaros en algo?; no os podéis figurar lo feliz que me siento al veros y, por
favor, gran hombre, no tomes muy a mal la despedida; seguimos queriéndonos, ¡a
bientôt!,¿no es triste? Nuestros caminos se cruzan un instante y al instante siguiente
se separan para siempre.
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Y de repente ni los hipopótamos, ni las aves, ni los pescadores, ni la vida del


río, que tanto nos divertía fotografiar, le interesaban a mi padre; tal vez tampoco la
compañía. Quería volver cuanto antes a su casa de Sanga y empezó a meterle prisa a
Mahamadou. El calor del desierto lo agotaba y se encontraba cansado. Eso decía
como excusa, y también que en su casa lo esperaba una hijita a la que había
abandonado para ir a mi encuentro, y necesitaba regresar porque quería llevarla a
una guardería de monjitas en Bandiagara cuanto antes y volver a sus cuadros. Había
dejado escapar casualmente que tenía una hija de pocos años, y di un paso atrás en la
barca y me senté para no caerme, bañada por un repentino sudor. Sonaban
martillazos horribles en mi cabeza. Dulce debía saberlo porque no sentí en su rostro
ninguna reacción. No sé de qué me extrañaba conociendo su capacidad amorosa y
sus costumbres, pero es el caso que mi cabeza iba a estallar, y que ni siquiera sentía
la mano flexible y cariñosa de Fabrizzio en mi hombro. El paisaje era limpio y de
pronto lo veía cubierto de nubarrones amenazadores.
- No sé qué me pasa, Fabrizzio. Veo árboles negros.
- Los árboles de la mente son negros. Se te pasará.
La pinaza se detuvo a comprar pescado fresco, y mi padre aprovechó el
momento para saltar a mi banco y sentarse a mi lado con rostro sonriente. Una
palabra más sobre la niña y hubiera saltado de la barca o lo hubiera hecho saltar a
él. Cruzaba el río por encima de la pinaza un águila inmensa y negra, con las alas
extendidas, garganta de oro, y algo vivo en el pico, tal vez un pez moribundo que
sangraba por la boca; veía la sangre con absoluta claridad y también veía la luna con
el rostro convertido en una inmensa compuerta que arrastraba al río hacia ella. Miré
a mi padre y en sus ojos estaba retratada la niña de tez oscura que correteaba por el
jardín y jugaba entre sus cosas; la veía de pie a su lado mientras pintaba, frente a un
caballete hecho a su medida, intentando emularlo con el pincel en la mano, un ojo en
el papel y otro en su cuadro y en sus ojos, siempre amables y tan enamorados que si
ella reía él reía, si ella lloraba él dejaba de trabajar; la sentaba entre sus piernas y no
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volvía a levantarse. Y ella lo amaba más que a mamá y más que al mundo entero,
porque era su amigo, su padre, su amante, y hacía con él las veces de madre cuando
ella no estaba y también de esposa, y así durante mucho tiempo, en el que no se
separó en ningún momento de su lado hasta que se casó con Marta y le quitó el
corazón, y se lo dio a ella, y entonces supe que ya las cosas no serían como antes, que
no tendría a nadie a quien amar, y quería morirme. Acababa de cumplir los quince
años y, vestida de negro, me pasaba el día en la ventana, desnuda, despeinada y sola,
mirando el mar, terca e inconsolable con la criada, sin querer comer y salir a la calle,
hasta que ellos se fueron a París y entonces salté la tapia y me quedé toda la noche en
el bosquecillo que descendía a la playa sin dormir, esperando que el mar me tragara
o que alguien viniera y se me llevara, pero nada sucedió. Nadie se interesaba por mí y
opté por no salir de mi habitación, por negarme a comer y ver la luz, salvo la luz fría
de la luna que era mi madre; y entonces vino el abuelo, se sentó junto a mi cama, me
cogió la mano y poco a poco y sin decir nada, abrí los ojos y tuve ganas de comer, de
salir y de ver la luz del día.
Tenía prisa por llegar a su casa de Sanga porque durante varios cientos de
kilómetros todo era lo mismo y quería llevar la niña a una guardería. El desierto era
cada vez más yermo y en las orillas no había más que dunas blancas cayendo al agua
en vertical; y, sin embargo, de vez en cuando aparecía la cabezota potente y
majestuosa de un hipopótamo rompiendo el silencio con sus resoplidos y géiseres,
pero él tenía prisa por llegar y librarse de la niña, y nada de lo que veía le interesaba.
Nada de lo que Fabrizzio decía me interesaba. No tenía ninguna foto y no me atreví a
preguntarle si la niña era rubia, morena y bien parecida. Mi hija sí que era
guapísima, alta, rubia y vivaracha, pero su vida había sido muy corta, tan corta
como mi matrimonio, y cuando empezaba a gozar con ella se fue, hacía tan sólo días
que eran siglos, en un accidente sin importancia, como mi boda. Era otoño y nadie
asistió a mi boda salvo un par de surfistas. Nadie me había hablado antes de amor y
no creía en la ternura después de lo que me había sucedido. Sólo creía en la luna, con
rostro de esfinge, ojos vacíos e iluminada por velas, que se inclinaba hacia mí con la
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sonrisa fría de mi madre. Pero yo era tan fría como ella y a mi marido no le di amor,
y él hizo bien en dejarme porque nunca le di mi amor, aunque acudía a la cama
siempre que me llamaba. Mis labios y mi corazón habían perdido la ternura y
sencillamente no sabía quién era ni adónde iba.
Me llevó de la mano a proa, apartándome de Fabrizzio y, rodeándome la
cintura en falso abrazo, empezó a hacerme preguntas sobre esa serie de cosas
insignificantes que un padre le hace a una hija mayor, en tono neutro de voz, como si
mis planes nada tuvieran que ver con él o como si no hubiera entendido nada y le
fastidiara mi presencia, o como si mi viaje al Malí fuera poco menos que un viaje de
placer. Lo miré ansiosa, a punto del llanto, y él sonreía con rostro tan dulce que no le
dije lo que corría por mi cabeza, lo hijo de puta que había sido conmigo, y la pena
que me causaba esa niña tan pequeña a la que iba a abandonar igual que había
hecho con mi madre y conmigo, después de años de vivir tan unidos y de hacer juntos
castillos en la arena, de rebuscar conchas, monedas antiguas y piedras preciosas en la
playa, de pasar horas juntos en su estudio para aliviarle la soledad, él hablándome de
su pintura como a una persona mayor, de noches interminables contándome historias
hasta hacerme tan feliz y luego tan desgraciada e inútil. Lo miré ansiosa y sonreía, su
mano en mi hombro, apretándome tan fuerte que me hacía daño.
Sabía que detestaba las explosiones lacrimógenas de dolor y no lloré. Tampoco
tuve el valor de decirle lo que corría por mi cabeza, pero decidí igualmente no
contarle los planes que Fabrizzio y yo teníamos.
- Te agradezco mucho este viaje por el río, padre. Sé que tu tiempo es muy
valioso.
- Y yo siento alterar tus planes.
- Lo sé, lo sé, padre. Tienes mucho que pintar.
- De veras que me has hecho muy feliz viniendo. Son otras cosas las que me
alteran, que no es tanto pintar cuanto saber qué pintura hacer y para eso necesito
silencio, hija. En la cabecera de mi habitación, tengo “El sueño de Jacob” de Rivera.
He hecho varias versiones de ese cuadro. Rivera sugiere que el espíritu de la
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vanguardia ha muerto y que en este umbral del siglo XXI al artista no le queda más
salida que luchar consigo mismo. Es un sueño que no me deja dormir. No quedan
fronteras ni valores sociales que reivindicar. La pobreza de imaginación es extrema y
por eso todo anda descafeinado. No hay esperanza contra el fracaso, y la fama y el
éxito son una maldición. El sueño de Rivera me obsesiona y ésta es una lucha que en
mi caso viene agravada por mi fracaso como padre y como pintor. El artista y el
hombre son indivisibles, Marina. Y más no te puedo decir.
- No lo necesitas, padre. Me iré en cuanto acabe este viaje.
- Tú no me molestas, hija. Mis palabras no van por ahí.
- ¿No van por ahí, padre?
- Tú no empeoras el sueño. Tú y tu madre sois lo único que he querido de
verdad. Yo también sé lo que es estar solo.
- No quiero vivir a costa tuya, padre. Tú tienes tu sueño de Sísifo y yo tengo
mis estudios y mis proyectos.
Y no me preguntó qué estudios y proyectos eran. Cruzábamos frente a una
hilera de casuchas de barro, y había una fila de mujeres con los pies en el agua que
exhibían sus pechos al desnudo mientras se lavaban la cabeza y se salpicaban; al
vernos, hacían gestos obscenos y lanzaban gritos agudos y risas que sonaban como
castañuelas. Se quedó mirándolas y no me preguntó qué estudios eran esos, pero
juzgó que su mensaje me había llegado con claridad y volvió a su asiento entre Dulce
y Katie.
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14. UN IDILIO HERMOSO

Había imaginado tantas veces un mundo refulgente a su lado y de pronto mi


padre ya no era el ser soñado. Lo que tenía ante mis ojos era un sol hinchado y
horrible que me ahogaba, un padre egoísta y egocéntrico, un demonio de la
naturaleza que daba la espalda a todo lo que no fuera emborronar telas con índigos,
verdes, amarillos, rojos, y blancos. Como Simeón el Estilita, buscaba su dios entre las
dunas infinitas y los roquedos del país dogón, y estaba dispuesto a convertirse en
polvo o en monstruo con tal de que lo adoráramos. No sé qué me pasó al descubrirlo
en la proa de la pinaza. Tal vez me faltó valor para tirarlo al agua, tal vez lo amaba
demasiado, tal vez lo odiaba aunque no lo suficiente como para tirarme al agua y en
otras circunstancias, en las que me había creído al final de todo, tal vez lo hubiera
hecho; pero ahora algo me daba fuerzas. Tenía a Fabrizzio a mi lado y su mano
acariciaba mi mano. Se había abierto un resquicio en mi vida y no estaba dispuesta a
rendirme, porque tenía a Fabrizzio a mi lado y me cogía la mano y me masajeaba la
espalda riendo beatífico al ver retratado en mi rostro la desolación que me había
producido la charla con mi padre.
- ¿Qué esperabas?, ¿que te dijera con lágrimas que eres su hija amada,
perdida y hallada, que no había sido feliz hasta encontrarte y que espera que vivas
con él?
- Hubiera sido muy hermoso. Le hubiera costado muy poco hacerlo.
- No hubiera sido tu padre.
- Me da rabia el haber vivido como si no existiera más que él. ¡Mierda! He sido
una ingenua y también me da rabia no haber sido capaz de darle un puñetazo en el
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ojo.
- Tienes tiempo todavía.
- Si pudiera volver atrás y empezar mi vida, todo sería diferente. No he hecho
nada que valga la pena o que pueda llamar mío.
- ¿Cambiaría eso las cosas?
- Me gustaría poder reírme de mí misma. Eso sí cambiaría las cosas.
- Lo estás haciendo bien, cariño. Sin darte cuenta lo estás haciendo.
- ¿Tú crees?
- Y si para que rías con gana es preciso destruirlo, tijeretearle los cuadros o
abrirlo en canal, lo haremos juntos. Me había hecho la ilusión en este viaje de
escribir un libro sobre su pintura, pero puedo ignorarlo, ensalzarlo o hundirlo.
Depende de ti.
-No sé lo que me pasa, amor. Tengo ganas de vomitar.

Aquel día paramos cerca de un poblado con duna que caía sobre el agua.
Había cagadas de vaca por todas partes y el cielo era una inmensa nube negra de
mosquitos que palpitaba sobre nuestras cabezas hasta silenciarnos. El croar de las
ranas al anochecer, en las lejanas islas, era un estruendo tan ensordecedor que entre
ambos abortaron la conversación y nos obligó a acostarnos en silencio y a oscuras,
substituyendo el placer de mirarnos a los ojos por las caricias y las palabras dulces al
oído, y más tarde por la penetración húmeda y turgente, por la feroz violencia del
sexo descontrolado hasta caer rendidos. Solía acabar el día muy cansada y, sin
embargo, ¡cómo deseaba la noche para que Fabrizzio me abrazara, me frotara la
espalda y las nalgas, mezclara su saliva con la mía, y yo le abriera el sexo hasta
correrse en mi interior! Deseaba que se hiciera cada día más atrevido y ardiente, más
osado y violento, que me besara delante de mi padre, cosa que jamás hacía, y que le
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dijera que había encontrado a la mujer de su vida; que dejara el cuaderno en la


mochila y que no tomara más notas y bocetos; que no apuntara cada palabra que
salía de la boca del genio, y que dejara de llamarle genio.
Nos acercábamos a Gao donde nos esperaría Amadou, que había hecho el
trayecto en mi coche desde Tombuctú. A media mañana paramos en un mercadillo
junto al río, entre una docena de pinazas que habían traído cabras, ovejas, mijo, y
arroz desde las islas o desde los poblados cercanos, y Fabrizzio y yo saltamos de la
barca; luego fuimos ascendiendo la duna entre los puestos de venta y caminamos uno
al lado del otro sin oír el bullicio de los vendedores y los gritos de los niños, como si
fuéramos los dos únicos seres de la creación, y era hermoso. Mis pulmones aspiraban
y expulsaban el aire viciado desde la infancia sin el menor ahogo y con una levedad
de cuerpo y pies que me parecía flotar en la arena. Nunca había vivido el amor de
esta manera. Lo había soñado así de sobrecogedor y hermoso, pero sin vivirlo en
intensidad; y ahora Fabrizzio me hablaba de amor desde las primeras luces de la
mañana hasta caer rendida en la noche. Me hablaba de amor sin necesidad de
hablarme. Me cubría de besos con sus ojos y yo lo hacía con los míos, unidos por la
mirada y el corazón. Era enloquecedor y yo adoraba su figura, sus camisas
floreadas, su sombrero de los felices años veinte, el color rosado de su rostro, su voz,
y su sonrisa. Fabrizzio era algo mayor, casi la edad de mi padre, pero el cabello largo
lo rejuvenecía y sabía cómo hacer el amor. No era lo que mi padre decía
despectivamente, y todavía me cosquillea el fuego de su lengua en el paladar, sus
caderas en mis ingles y su pecho sobre el mío, ahogándonos los dos en perfecta
sincronía. Era inteligente, hermoso de rostro y abierto al mundo, sensible hacia los
necesitados; y no como mi padre, que sólo vivía para la pintura y jamás daba su
brazo a torcer ni decía “lo siento” cuando estaba equivocado, cosa que jamás
admitía.
Nos sentamos en lo alto de la colina. El río se expandía en la distancia,
formando islas y canales. Más allá arrancaba la planicie amarillenta, monótona e
infinita. No había árboles, pero sí bandadas de pájaros, que saltaban de isla en isla, y
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rumor de voces y gritos que ni él ni yo oíamos. El río era plateado y verde, y el cielo
no era azul sino una variada gama de blancos y amarillos que tomaba del desierto.
Fabrizzio y yo éramos los dos únicos seres del universo y, si alguna vez he creído en
el paraíso, fue esa mañana con Fabrizzio sentado a mi lado y sobre la duna, yo en
falda corta y con las piernas abiertas, y él con su mano, flexible, suave, y dulce entre
mis muslos.

En el lienzo de mi padre ese día, el cielo era negro y el río blanco, con animales
de una rigidez estatuaria en la orilla, y desconcertantes pinceladas rojas de trazo
rápido que eran bosquejos de mujeres bajando y subiendo la duna gris hacia el
mercado, único punto negro confundido con el cielo.
Eran colores dramáticos, tristes y extraños en un paisaje tan luminoso y
Fabrizzio andaba impresionado.
- Es cuando menos desconcertante - decía -. Si esperas, Miguel, que produzca
una sensación terrible lo has conseguido.
Mi padre sonreía. Tenía las manos sucias, los cañones blancos de la cara sin
afeitar y los ojos empequeñecidos por la luz y el cansancio. Dulce siempre a su lado.
Mi padre de vez en cuando le hurgaba por debajo del vestido o le manoseaba los
senos y ella sonreía o miraba simulando la lejanía con un mirar manso y lelo.
- Es distinto.
- Viniendo de ti es lo más grato y hermoso que me han dicho nunca.
Dulce no sabía explicarse y los animales le sugerían una tranquilidad severa y
misteriosa.
- Pero su forma es algo imprecisa, ¿no te parece?
- Cuanto menos armónico es el color menos precisa es la forma.
- Pero, ¿por qué arenas grises y no amarillas?
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- La realidad es la base, el trampolín. Lo amarillo, querida, es lo obvio.


¿Cuántas veces debo repetirlo?
- ¿Y esas mujeres en rojo? ¿Donde está lo natural?
El rojo simboliza la vida, contra el blanco y el negro que son la muerte.
- ¿Y no es arbitrario pintar un río blanco, padre?
- Desde los tiempos más lejanos, todo lo que hay dentro de los cuadros es
mental, convencional e intencionado, pero a la larga lo que vemos en la mente es para
nosotros tan real como lo que vemos con el ojo. Sería torpe usar los verdes y
amarillos.
Fabrizzio andaba impresionado y al oído me decía que el cuadro era genial,
estemos o no de acuerdo con tu padre. A mí al menos es uno de los pintores que hoy
día más me impresionan y tarde o temprano se reconocerá su valía.
- Pero, ¿no es una lástima que no expongas, Miguel?
- ¿Quieres saber qué ocurriría?
- Ocurriría lo que tiene que ocurrir. No conozco ningún pintor que pinte para
meter sus cuadros en una caja fuerte.
- Los sacarían al mercado como si fueran levy’s o camisetas, y a mí me interesa
el arte y no el comercio. Me harían un pintor que pinta alocadamente. Lo siento. Vas
a hacer poco dinero conmigo, querido Fabri. En el arte hay que sacrificarse y no
quiero que mi pintura se consuma ahora. Yo no pinto para mis contemporáneos
exclusivamente y lo importante en este mundo es mantener el espíritu en una región
elevada. Este cuadro además no es bueno. Los colores evocan el espacio, la
atmósfera, y cuando son puros crean la luz, a la manera de Dios, y aquí no hay luz.
Parecen colores pétreos y sin vibración musical. Delacroix, con marrones y grises
sombríos, lo hizo mejor. Además, apenas he trabajado en él un par de horas, y no
siempre obedece el pincel al cerebro. Dejémoslo como una curiosidad más del viaje.
- Pero, ¿me harás el favor de dejarme fotografiar lo que tienes en Sanga?
- ¿Piensas en una publicación?
- Un libro, tal vez.
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- Sería otra barbaridad. Estoy en el infierno y todavía no he pisado el fuego.


- Dejaste que te hicieran un documental.
- Fue tiempo perdido, aunque gracias a él vivimos unos cuantos meses. Ya
llegará tu momento.

- Cariño, ¿no es una maravillosa casualidad que nos hallamos encontrado?


- Siendo sincero no lo es, Marina. Conocía a tu padre desde hacía mucho
tiempo, aunque por puro accidente. Coincidimos en París, él iba por su segundo
matrimonio y yo estaba en mi viaje de novios. Nos veíamos por todas partes, en el
comedor del hotel, en el Moulin Rouge, en el Louvre. Su mujer le dijo a la mía que
Miguel era un gran pintor, y la mía, por no ser menos, le dijo de mí que yo también
lo era, y aquella noche se presentó en mi habitación. Era tarde para retractarme, y él
insistió hasta que le enseñé lo que tiene cualquier estudiante de Bellas Artes o de
Arquitectura, pura basura, un fajo de bocetos y de estudios al natural que no sé por
qué demonios llevaba conmigo. Él los fue viendo uno tras otro sin decir nada, pero
insistió en que desayunáramos juntos por la mañana en el café de la Ópera.
Entonces, tu padre era mucho más joven y de cara redonda, la piel muy blanca, las
mejillas y los labios rojos, los ojos azules y muy grandes, el cabello en punta. Lo
acompañaba como siempre su mujer, una chiquilla preciosa y jovencísima.
- Aquí está nuestro joven artista y su bella mujer -dijo de nosotros con no poca
sorna al entrar -. Perdón por el retraso.
- Acabamos de llegar - le contestó Marcella.
- ¿Qué os parece esta mañana mi Marta? - preguntó como el que enseña un
traje recién comprado.
- Como siempre, una monada.
- ¿No te dan ganas de pintarla, Fabrizzio? -me preguntó y no le respondí -. Si
188

tuviéramos tiempo te haría un retrato, Marcella. Tienes un rostro la mar de


interesante.
- Ni hablar - le contestó ella -. Soy muy corriente.
- Nada de corriente, y he visto a las mujeres más bellas. Tu rostro es una
tentación.
Se la había ganado. Marcella era muy normal, pero mientras desayunábamos
no le quitaba los ojos de encima y yo no acababa de entender aquel flirteo repentino,
salvo que fuera un Casanova redomado al que le perdían las faldas. Marcella además
iba de un discreto subido, el peinado muy sencillo y sin misterio; pero le agradó tanto
que un gran pintor se fijara en ella que, cuando tu padre desenrolló la tela que traía
y se la mostró, ella picó el anzuelo. No tenía ningún sentido crítico y el cuadro era
convencional y hecho a matacaballo, pero ni le discutió el precio. No veas las
demostraciones de afecto, el besuqueo de manos y las prisas de los dos en irse para
que yo no me arrepintiera. Se habían quedado sin blanca y lo había hecho aquella
misma mañana. El sabía que el precio era el timo de la estampita, un atraco a mano
armada, cuatro rayones con su firma, y por eso me dio su tarjeta. Si alguna vez venís
por mi taller os enseñaré mis cuadros. Y los despedí pensando que nunca nos
veríamos y que en cuanto llegara a Nápoles tiraría el lienzo a la basura; pero hice un
viaje al sur de España y me quedé prendado.
- Vengo a ver tus cuadros.
¿Para qué quiere verlos?
- Para comprar alguno, tal vez.
- No vendo - me contestó con sequedad dispuesto a cerrarme la puerta. Ni
siquiera se acordaba de mí o tal vez no quería acordarse o venderme nada.
- ¿Tengo que recordarte tu promesa? Veo que ya no tienes problemas de
dinero como en París - le dije, y entonces se le abrieron los ojos. No tenía ni un mal
asiento, un butacón, una silla donde sentarse, tan sólo un taburete; por la barba de
varios días le asomaban los cañones; parecía un pintor de brocha gorda con aquel
mono vulgar lleno de manchas; pero me llevó a un restaurante y descubrí el hombre
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duro que era. Le daba igual lo que comía, no le prestaba la menor atención, como si
estuviera acostumbrado a pasar como los chinos con pan y cebolla cruda; a mí en
cambio me aconsejó tomarme un jurel a la espalda.
- Son frescos y los hacen riquísimos. ¿Que te pareció aquel cuadro?
- Sencillamente malo, Miguel. Supongo que ahora puedo decírtelo - y sonrió.
- Gracias por callarte en aquel momento. Estaba desesperado y sin dinero
para regresar a España. La vida nocturna de París me había dejado sin blanca.
- Aquel cuadro podía ser bueno, malo, muy malo o muy bueno, pero en
cualquier caso me gusta mirarlo y lo he conservado. Creo que no es bueno y sin
embargo me dejaste una extraña inquietud por ver más cuadros tuyos y no he
parado hasta encontrarte. La belleza es algo misterioso e inexplicable, ¿no crees?.
Era malo de justicia y con todo había algo extraño. Había en él un pintor.
Según Fabrizzio, no había mucha diferencia entre aquel pintor y el de ahora.
Aquel pintaba con excesiva facilidad, eso es todo; pero era igual de poseso,
insatisfecho y soñador como el de ahora. No quería venderme sus cuadros porque no
le interesaban o porque no los veía acabados. Ha sido toda su vida así y si vendía era
para subsistir y comprar lienzos y pinceles.
- Quiero encargarme de tu pintura - le dije, y por los ojos vi que le acababa de
decir el mayor insulto; por eso añadí: Supongo que alguna vez te decidirás a tener un
marchante y montar exposiciones.
- No lo sé. No lo tengo decidido. Tal vez nunca lo haga.
- ¿Acaso no te interesa la fama? La fama es poder.
- La fama impone nombres, pero imponer no es descubrir.
- Y sin embargo debe de ser una sensación maravillosa ser famoso. Fíjate cómo
se agarran a ella los políticos.
- Primero tengo que estar seguro de que lo que hago es bueno.
-Eso tienen que decirlo los demás, los críticos, y los marchantes.
- ¿A ti te gusto?
- Eres demasiado alto y no das la imagen de pintor - le dije para hacerlo
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reaccionar porque había descubierto que con él no bastaba el lenguaje ordinario.


- ¿Cómo te las arreglas para ofenderme con cada palabra que dices? Siempre
lo he dicho, no eres ni hombre ni mujer, eres italiano.
- Eres un valor seguro, Miguel.
- No hay nada seguro, amigo Fabri. La única seguridad es la inseguridad, que
es lo que yo tengo, además de un follón de complicaciones, mujer, una hija, el colegio,
el teléfono, la televisión que me roban la paz y el silencio.
- ¿No las quieres?
- Sí, pero no dejan de serme un estorbo. Necesitaría un lugar solitario.
Entonces tal vez podría encontrarme y torturarme sin molestar a nadie,
emborracharme de soledad y de sexo como un animal, vivir sin necesidades, sin
teléfono, y ver el mundo de lejos, como Dios. No sé si me explico.
Sonrió con sequedad y no dijo más, pero por su sonrisa deduje que iba en
serio.
- Si alguna vez te decides a salir de tu covacha, dímelo. Seré un buen
marchante. Tengo conexiones con las mejores galerías. Puedes estar seguro - le dije,
y siguió callado pero, al mirarlo, vi en su rostro y en sus ojos cierta sonrisa diabólica.
Acepté el regalo de un dibujo, y me fui.

- ¿Cuántos años llevas casado?


- Diecisiete.
- ¿Y quieres todavía a tu mujer?
- No lo sé. Creo que sí.
- ¿Qué es ella?
- Médico.
- ¿Guapa?
- No es fea y tampoco es guapa.
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- Me siento como una tonta, ¿por qué no me lo dijiste antes?


- Hace años que no vivimos juntos.
- Pero todavía la quieres y yo no soy más que una aventura sin importancia.
Me pones enferma, ¿tenéis hijos?
- No.
- Y sin embargo quieres volver con ella después de lo nuestro. Dime
exactamente qué debo hacer.
- Volvería si ella estuviera dispuesta a olvidar el pasado. Debo saberlo antes de
decidirme.
- Es terrible. Lo dices con la naturalidad de quien se cambia un traje por otro.
Me lo pones peor de lo que pensaba.
- Soy sincero. Estoy seguro de que ella no querrá volver conmigo.
- ¿Y eso a mí dónde me deja? Al menos tienes la virtud de la sinceridad.
- No sé cómo explicarte, pero me alegro de que te lo tomes con esta calma. Eres
maravillosa.
- ¡Gracias! Yo soy maravillosa y tú un cabrón, ¿es eso tomármelo con calma?
- Lo siento, querida, pero tenía que decírtelo.
- ¿Y con tanta sinceridad no se te ocurrió pensar que al dejarla la hacías una
desgraciada, que a mí me harías una desgraciada?
- Fue ella quien me dejó.
- Y sin embargo esperas volver con ella.
- No, pero tengo que decírselo.
- Y quieres que yo espere mientras tanto.
- Sí.
- ¿En ningún momento se te ha ocurrido pensar que eres un monstruo?
- He pensado que eres una buena chica y que debía hablarte con total
sinceridad.
- ¿Para torturarme?
- Para empezar sin la menor sombra entre nosotros.
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- ¡Gracias! Los hombres no acabáis de asombrarme. Decís que nos amáis y sois
capaces de decir que todo se ha acabado con la frialdad de un extraño.
- Nada ha acabado con un poco de paciencia.
- Con un poco de paciencia te puedes ir al mismísimo infierno.
Nunca aprendería y me quedé callada y tragada por la tierra ante tan brutal
confesión, mientras observaba sus ojos brillantes y el azul mate sombrío del río, sin
poder pensar en otra cosa que en aquellas aguas que seguían una lógica implacable
hasta vaciarse en el océano, sin que el orden natural les permitiera el menor azar,
igual que a mí la vida, toda ella un doloroso plañido desde la infancia. Lo triste de
esta escena es que me parecía tan grotesca y patética que me daban ganas de reír.
Porque era un hombre simpático y sensible, todo un caballero, generoso y con mayor
gusto por la música, el arte, y la literatura que mi padre, con mayor educación que
él, y sin sus sarcasmos.
Mi padre nos seguía con la mirada desde el fondo de la pinaza. Debió entender
lo que pasaba entre nosotros y se acercó, casi llegando a Gao, y me dio un beso, uno
de aquellos besos largos que solía darme de niña y que tan feliz me hacían.
- Tengo una sorpresa para ti.
- Mi vida está llena de sorpresas, padre.
- Es tu retrato y quiero que sea tuyo.
- ¿Un regalo de despedida?
- No seas chiquilla.
- Si tiene los ojos enrojecidos me gustará.
- Lo he tenido desde siempre en mi habitación espantando el vacío de la casa.
Tiene los ojos rojos.
- Entonces me gustará.
193

15 EL FINAL DE TODO AQUELLO

El puerto de Gao se hallaba abarrotado de pinazas y de una muchedumbre


curiosa que nos bombardeaba a preguntas, de mercancías de todo tipo y de suciedad,
dentro y fuera del agua, de polvo y humo que venía del mercado y de las propias
pinazas en las que se hacían fuegos y se freía pescado y buñuelos. Todo era triste y
grotesco. Algunas mujeres, en su intento de vendernos comida, entraban en el río y
con el agua a la cintura metían sus bandejas de pescado, plátanos, y cacahuetes en la
pinaza. Otras lavaban ropa y todo tipo de cacharros de cocina a escasa distancia. Los
que comían se acercaban al agua y bebían.
Mi padre ordenó permanecer en la pinaza el tiempo de investigar el estado del
hotel Atlantide y salió por el tablón caminando muy recto y arrogante. Ya en la
arena, se volvió, buscó la mano de Dulce y ambos se abrieron paso entre el gentío
hacia el hotel.
Me moría por salir de la pinaza y desentumecer las piernas y el cerebro; y, de
repente, Ahmed me señaló mi coche, aparcado en la pared amarillenta de un edificio
gubernamental de dos plantas. Cogí mi mochila y la maleta; al pasar el tablón, una
docena de brazos me quitaron los bultos y, sin prestarles atención, me dirigí al coche.
Amadou dormía con la cabeza hundida en el volante, y le dije que me dejara el
asiento y que cargara los bultos en la baca. Al sentarme, un grupo de porteadores
improvisados traía el resto del equipaje hacia el coche.
- ¿Vas a conducir tú? - me preguntó Fabrizzio sorprendido.
194

- Es mi coche.

Cruzamos el Níger aguas abajo de Gao. Alcancé el Homborí anocheciendo y


seguí sin detenerme hasta las Manos de Fatma, diez kilómetros más adelante cuando
el monumento era una sombra imprecisa en el cielo. No era lo mismo dormir al raso
y dentro de una tienda que en el coche; y sin explicación alguna corrí los asientos,
hasta hacerlos cama, y me tumbé con una manta sin cenar y sin hacer la tertulia
acostumbrada tras la cena. Tampoco había hecho las paradas caprichosas que pedía
mi padre, aunque le había contestado siempre con el tono cariñoso habitual, y él y
Fabrizzio me miraban desconcertados. Amadou se acercó a preguntarme si quería
algo y le di las gracias con una mueca de sonrisa. Mi aversión y malhumor eran
notorios y se estratificaban en mis gestos mudos y en mis silencios, en un leve
alzamiento de hombros cuando me hablaban o en un meneo lateral de la cabeza.
Estaba indignada y ni yo misma me entendía porque no sabía qué hacer ni qué
pensar, y me concentraba en el volante y en la carretera para no pensar. Mi padre a
mi derecha me miraba intentando leer el pensamiento, y a cada pregunta suya me
limitaba a tartamudear, dándole a entender que dejara las cosas como estaban y que
no se molestara ni él ni nadie en preguntarme. De vez en cuando me mordía el labio y
aún la lengua para no llorar y disimular el llanto interior, porque no quería
compasión y estaba decidida a enfrentarme sola a la vida en adelante. En la guantera
había casetes de música maliense, cogí uno al azar y elevé el volumen para no oírlos.
Decían que vivía allí, en un poblado bajo el monumento natural de las Manos
de Fatma, la roca de gres de seiscientos metros de altura más famosa de Mali, un
español muy conocido en el país, que se dedicaba a traer turistas de España para
hacer parapente desde lo alto de esta roca solitaria de cinco dedos, y la historia no me
interesó; que estaba casado con una mujer peul, y ni quise escucharlos ni consentí
parar en su casa. Ese día entramos en una zona montañosa de inmensos roquedos
que tampoco me interesaban. Tenía que seguir sin saber adónde, a pesar de la
195

flojera, el sopor, y un ligero mareo que yo achacaba al olor del gasoil; porque lo que
importaba era hacer camino y parar la tristeza y el ronroneo de mi cabeza,
concentrada en el volante y en la carretera; y así lo hice hasta llegar a Douentza,
donde me detuve a echar gasóleo. Mi padre quería tomar una pista que desde allí
lleva a Sanga, para evitar el largo rodeo por Sevaré y, en su intento por
convencerme, decía que iba a descubrir un paisaje inédito e infinito, valles
inexplorados, cataratas, poblados primitivos jamás vistos por los turistas que el
tiempo no había conseguido cambiar, donde le gustaría hacer un alto y pintar.
Me miré en el espejo mientras se llenaba el tanque, y lo que vi no era la cara
fatigada, sucia, y ajada por el sol y los vientos, sino el rostro moreno de una niña muy
pequeña y triste con ojos redondos y muy negros llenos de lágrimas.
- Lo siento, padre. Iremos por Sevaré.
- No me hagas esta putada, Marina. Tengo mucho interés en ir por ese lugar.
- No es hacerte una putada, padre. Necesito descansar y coger una buena cama
esta noche.
No sabía si enfadarse conmigo o sonreír. No acababa de entender que yo
precisamente le contestara su autoridad y, de repente, la ira que estaba a punto de
reventarle los globos de los ojos se convirtió en serenidad, igual que si hubiera
tomado un sedante de efectos fulminantes. Me miró atónito y sonrió sin mueca
alguna de fastidio.
- Vas a volverme loco, hija. Se hará como tú quieras -. Y mi pecho pareció
liberarse del raro malestar que lo oprimía.
- Gracias, padre.
- ¿Estás segura de que puedes conducir? ¿Quieres que lo coja yo?
Era Fabrizzio, y sin contestarle me senté a la derecha del volante, desplazando
a mi padre al asiento de atrás donde, con los ojos cerrados, me encerré en mí misma
y fui disfrutando de una relajante laxitud hacia Sevaré.
Sentado entre Katie y Dulce, mi padre se mantuvo en silencio un par de horas
y, de repente y sin venir a cuento, empezó a hablar del encuentro con Fabrizzio en
196

París, de la gracia natural de su mujer, y de lo deliciosa y encantadora pareja que


hacían. ¿Lo decía para ofenderlo o para descubrirme el personaje retorcido que era?
- Cualquiera en su sano juicio pondría a una mujer así en un pedestal y la
adoraría de por vida aunque con el tiempo perdiera la esbeltez y la gracia, cosa que
dudo. A mujeres como Marcella no las marchita el tiempo, y hace falta no tener dos
dedos de frente para despreciar tal tesoro.
- Tengo entendido que tu primera mujer era tal como tú describes la mía - le
respondió Fabrizzio desde el volante sin inmutarse.
- Mi primera mujer no era humana. Quería tenerme bajo las faldas todo el
día. No era mujer para un artista y hubiera acabado colgándome de un pino. No
obstante vivimos un idilio hermoso.
- Reconoce que no soportas obligaciones de ningún tipo.
- Y tú reconoce que no eres humano. Si tuvieras sangre en las venas te
cabrearías conmigo y no me hablarías. Me pones enfermo. Creo que tengo fiebre.
Dulce al punto le cogió la muñeca, luego miró el reloj y estuvo contando las
pulsaciones.
- Setenta. Creo, amor, que no tienes fiebre.
- Y sin embargo estoy sudando. Toca la frente. Tócame el cuello, Amadou.
Mientras Dulce le tocaba la frente con las mejillas sonrojadas y el bello
Amadou el cuello, desde el asiento de atrás, los ojos de Katie parecían salirse de sus
órbitas. Daban ganas de reír y lo peor de todo era que me resultaba imposible no reír
ante una situación tan ridícula e hilarante, si no fuera porque mi padre tenía la cara
muy roja y le brillaba la frente, sudaba unos goterones por las patillas que le
desteñían el cabello, y a Katie los ojos parecían saltársele de las órbitas.
- Si te encuentras mal, debería verte un médico - dijo Dulce.
- Podemos llevarlo a un hospital. Seguro que hay alguno en el país - comentó
Fabrizzio.
- ¡Vete al infierno! ¿Os dais cuenta de que no desaprovecha la ocasión de
tentarme?
197

- ¡Maravilloso tema! Pinta las tentaciones de San Antonio en el desierto. Te


compraría con gusto ese cuadro aunque yo fuera el demonio.
- ¡Mi pobre amigo! No das su talla. ¿Tienes algo de beber ahí atrás, Amadou?
- Dale un vasito de leche y tú, Miguel, cuídate esa fiebre.
- La equivocación más grande de mi vida es haberle enseñado mis cuadros a
ese enamorado tuyo; ¿puedo llamarlo así?, ¿cómo quieres que lo trate? Desde
entonces lo llevo pegado al culo como una garrapata y no hay manera de arrancarla.
- Ya que no puedes librarte de él, padre, ¿por qué no lo tratas
civilizadamente? Difícilmente encontrarás un admirador más servil.
- Y más interesado, hija, ahí donde lo ves con formas tan corteses. Sólo de
verlo me duele la cabeza.
- Te gusta mi presencia y que estemos todos a tu alrededor sobándote el lomo.
No puedes disimularlo, a pesar de todo eres un gran actor y te aprecio.
- Y tú un cínico. Jamás encontrarás, hija, un admirador más sibilino y que le
guste tanto insultar. Cuidado con él.
- ¿Desde cuándo te has preocupado por tu hija?
- ¿Lo veis? No sólo me provoca sino que me insulta. Espero al menos que no
tenga la osadía de venir a mi casa de Sanga.
- Por desgracia para ti, padre, no podemos dejarlo tirado en estos andurriales.
- ¿También tú estas de su parte? No es humano, hija, y si me habla es por
puñetero interés.
- Lo que te aguanta a ti no se lo aguantaría a ningún otro, ¿no puedes hablarle
sin ironía, cariño?- dijo Dulce.
- ¿Necesitas que te defiendan las mujeres? Perdona, querida, precisamente
porque temo ofenderlo le hablo con ironía.
Repentinamente Fabrizzio se puso serio y le preguntó cuándo podía contar con
sus cuadros.
- Te hablo con sinceridad, Miguel. El mérito se reconoce por el éxito y si tus
cuadros no se ven no lo tendrás.
198

- ¿Es así cómo se reconoce el mérito?


- No hay otra forma.
- Tu adorador, Marina, acabará haciéndome un monumento.
- No encontrarías otro mejor que yo y tú lo sabes.
- Este tío está loco. Quiere hacerme famoso.
- Si no tuvieras humor, Miguel, no me interesarías.
- Te intereso porque sabes que soy un gran pintor.
- ¿Y cuándo te reconocerían?, ¿dentro de cincuenta, cien años? -Era de nuevo
Fabrizzio con la cara sonrosada por la excitación.
- Acabarás ablandándome.
- Eso espero.

Llegamos al hotel Sevaré y en la cena mi padre sacó de nuevo su vena


sarcástica y empezó a jurar que no quería hablar más con él porque acabaría
convirtiéndolo en un tonto y, de repente, Katie le puso la mano en la suya, se quitó el
hermoso broche de oro que le colgaba del cuello, lo dejó en la mesa y, sin la menor
violencia, le dijo a mi padre: Je ne suis pas ton épouse, Miguel. J’ai été outragée.
Maintenant, j’aimerais bien travailler dans cet hotel. Y mi padre, tu l’a pensé bien,
ma cherie? Oui, oui, Miguel. No sabíamos a qué se refería Katie, hasta que mi padre,
con idéntica naturalidad, llamó al camarero y en francés le dijo que quería hablar
con el dueño. Era un hombre mofletudo y rechoncho, que lo saludó efusivamente
como si se conocieran de toda la vida. ¿Puedes colocar a Katie en tu hotel?, y él le
contestó que le sobraban las chicas de servicio. Pero no las que son como Katie,
Yannick; Katie es única. Sabe cocinar, planchar, jamás encontrarías una muchacha
más hermosa y agradable, y todo quedó solucionado en cinco minutos. Salimos a
celebrarlo al pub, una especie de disco-restaurante al aire libre, con un gran parasol
para la pista de baile, adonde mi padre nos acompañó de mala gana y pronto
199

descubrimos la razón. Las tres call-girls, previendo un suculento estipendio,


corrieron a besarlo con los brazos abiertos, cosa que él evitó, seguramente por causa
de Dulce; porque lo conocían, sus mejillas habían palidecido y la cara, incluso sus
manos, eran de cera como si la sangre le hubiera desaparecido de la piel. Salvo una
curiosa mirada irónica a mi padre y a las chicas por parte de Fabrizzio ninguna
mostramos la menor sorpresa, ni siquiera Dulce que me miraba con ojos grises y en
apariencia indiferentes. Dos de las muchachas se sentaron, una en cada pierna,
desplazando a Dulce ligeramente, y la otra se quedó de pie a la espera del pedido. La
mirada de la esposa ultrajada era inexplicable, y unas veces tenía los ojos en el techo
y otras en mi padre, empeñado ya abiertamente en meterles mano sin quitarse la
pipa de la boca, hasta que inesperadamente Katie se levantó, y con la excusa de que
tenía mucho que hacer y que pensar, se dio la vuelta y caminó hacia la salida con la
prestancia de una reina. Aquello no me divertía y me resultaban igualmente
inexplicables los ojos amables y tontorrones de Dulce, que me miraba en un silencio
hosco, lleno de lágrimas internas. Al levantarse y excusarse por el mucho cansancio
del día, yo la acompañé como una colegiala en silencio al hotel y las habitaciones del
segundo piso, donde nos dimos las buenas noches.

Era una habitación horrible con una cama doble, una mesa, y un armario
viejo de madera, pero tan sucia que apagué la luz y me tumbé a oscuras, luchando
con una idea que se había apoderado de mí y que por primera vez no me parecía
absurda. Siempre había sido un pelele a merced de otros, pero ese capítulo de mi
vida se había cerrado. Entre todos me habían ayudado a enterrarlo, y le demostraría
a Fabrizzio que sabía nadar sola. No me había seguido al hotel y se había quedado
con mi padre, una vez más, dándome a entender lo que de verdad le importaba; pero
todavía no quería verlo y tenía que estar segura. Casi con total certeza, yo no era
más que una mera anécdota en su vida, un episodio trivial e interesado como mi
padre decía, y esa noche quería probarlo. No me había seguido, pero necesitaba
saber sus verdaderas intenciones y si era capaz de hacer el amor conmigo en aquellas
200

sábanas sucias y llenas de manchas rojas de chinches aplastados y lamparones


amarillos. Dejé la puerta abierta y lo esperé, presa de una gran excitación, y él no
tardó en subir. Apenas habían pasado cinco minutos cuando oí sus pasos y la llave en
la cerradura de su puerta, próxima a la mía, y renacieron mis esperanzas. Si de
verdad me amaba tardaría segundos en venir a mi habitación, el tiempo que le
costara examinar la cama, lavarse la boca y ponerse el pijama, como así fue. Oí de
nuevo su puerta y pasos hacia la mía, donde se mantuvo indeciso unos segundos, y
luego se volvió. Me quedé expectante e inmóvil sin saber qué hacer, esperando en lo
más hondo que mi padre no tuviera razón; pero la tenía. Dudó unos instantes ante mi
puerta y se marchó. Fabrizzio había aparcado la arquitectura y su interés real eran
los cuadros de mi padre. Hay hombres de personalidad doble o múltiple, cada una
con compartimentos estancos diferentes, capaces de desdoblarse sin el menor
trauma, y que aman a ratos mientras nosotras amamos todo el día. El era uno de
ellos. El amor era en él tan importante como el agua a las dunas y, no obstante, esta
noche hubiera querido no creerlo y ser generosa. Me apetecía serlo aunque fuera por
última vez. Esperé un rato, el suficiente para darle tiempo a dormirse, y entonces me
levanté. Al abrir mi puerta, me topé de frente con la sonrisa cautivadora del bello
Amadou, con clara intención de hacerme compañía y se lo agradecí con un beso. En
otro momento, amor, le dije. La he visto triste esta noche, madamemoiselle, me
contestó largándose con la misma sonrisa. Fabrizzio no había cerrado su puerta con
llave y, en la oscuridad, la única luz era la que entraba por el hueco de la ventana.
Bajo ella se veía una cama y un cuerpo tumbado e inmóvil contra la pared, como si
estuviera profundamente dormido o muerto. Me quedé paralizada en el centro de la
habitación. ¿Fabrizzio? No obtuve respuesta y, al volverme en busca del interruptor,
lo pensé mejor y, sin darle tiempo a reaccionar o a excusarse, levanté la sábana y me
acosté a su lado, apretándome a su espalda y obligándole con mano firme a volverse.
201

16. SANGA

Hacia la casa de mi padre en Sanga, muy de mañana, y antes de que


comenzara la música de la chicharra y el tábano, entramos en un bosque, que la
oscuridad volvía grandioso, de acacia, baobab, cocotero, palmera dunn, con
conglomerados de piedra ósea en las alturas de impresionante belleza y, todavía en el
umbral, el aire lánguido y melancólico de mi padre empezó a animarse, su voz grave
a vibrar y su cabeza a alejarse de nosotros hacia una maleza que nos miraba
primordial, silenciosa e inmóvil. Descubría poblados inexistentes para nosotros y,
mientras yo miraba indiferente aquel bosque adormecido, él hablaba solo como si
recitara algo ininteligible. De vez en cuando asomaba el barro entre la maleza, pero
no se veía señal alguna de vida, ni un alma en la pista, ni animal alguno entre los
matorrales. Todo estaba en penumbra, salvo los altos roquedos de carne cruda en la
distancia. De repente apareció un grupo de hombres en fila, seguido de otro de
mujeres también en fila y cargadas de cuencos de calabaza en la cabeza y niños en la
espalda, como si hubieran surgido de la sombra y la sombra se los comiera, sorbidos
por la espesura y el polvo. El volumen de su voz subía conforme ascendíamos y el
mundo alrededor se encendía de rojos y estelas de plata. Su rostro tenía el aspecto de
un iluminado, con los ojos girándole como platos a un lado y otro. De vez en cuando
señalaba algo: una colina que parecía un fuego, un camino liso y negro que se perdía
en el muro del bosque, el fetiche extraño de un pilar con chorretones de pintura
blanca, un pequeño campo de ajos y cebolla inusitadamente verde, una roca en la
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que le hizo parar el coche a Fabrizzio y a la que trepamos por una senda de tramos
largos, monótonos y llenos de arenisca y cantos. Al fondo había un poblado muy
apiñado en el que alternaban casas glande, graneros puntiagudos y terrazas, todos
ellos muy diminutos; y en la base de la roca una cueva con imágenes jeroglíficas en
rojo y blanco que, según mi padre, eran el esperma insondable e indescifrable de los
que nunca han inventado ni la pólvora ni la brújula ni el vapor ni la electricidad ni la
tierra ni el cielo, de los que no han inventado ni explorado nada y que, ajenos a la
vanidad, se agarran a la esencia de las cosas, a la exaltación del jabalí y de las
estrellas, de la carne, de la risa, y de todo lo que en el mundo anda y palpita.
Fabrizzio sacó a relucir sus dotes de arquitecto ilustrado e intentaba explicar
lo que según él era la noche de los tiempos cuando el hombre no conocía la muerte y
se fecundaba a sí mismo por ser doble y de ambos sexos. Señalaba estrellas que
giraban como peonzas de fuego, soles cocidos, cuerpos femeninos con hormigueros en
el sexo y termiteros en el clítoris, chacales de gesto obsceno, zorros y gallos, el semen
divino o la materia vital del mundo en forma de agua, serpientes con simbología de
personas, hombres con máscaras hasta los pies, la sangre menstrual en rojo, dos
siluetas, una masculina y otra femenina, el alma femenina del hombre instalada en el
prepucio y el alma masculina de la mujer situada en el clítoris, un lagarto negro y
blanco que servía de mortaja a los muertos, un animal en forma de escorpión con la
bolsa y el aguijón simbolizando el órgano y su veneno la sangre de la circuncisión.
Mi padre, cuando no pudo aguantar más el discurso, dijo:
- Hay gentes que se creen capaces de reconstruir a un hombre a partir de su
sonrisa. Yo procuro no abrir demasiado la boca para que no le entre el polvo de la
resina y borre las huellas de mis dientes.
Por las callejuelas subía un hombrecito de extraña y salvaje belleza con un
gran cayado, pantalones de amplios fondillos y túnica de color. Conservaba aún el
pelo y todos los dientes. Tenía las orejas pegadas a su pequeño cráneo, un amuleto
colgado al cuello, el rostro cruzado de arrugas como un palimpsesto de escritura
cuneiforme, y, al llegar a nuestra altura, levantó la cabeza para iniciar la fórmula del
203

saludo:
- ¡Dios os trae! ¡Dios os trae!
- ¡Salud!, ¿cómo está tu cuerpo? -, le preguntó mi padre, y todavía no habían
acabado el interminable saludo, en el que se peguntaban por sus antepasados,
padres, hijos y hermanos, cuando Fabrizzio se acercó a él, le tocó el amuleto, que era
una mujer de madera de grandes senos, y le preguntó el precio.
- No puede vendértelo, capullo - le dijo mi padre -. Sólo turistas degenerados
se atreven a traficar con cosas tan serias para ellos. Sería como vender su alma.
Fabrizzio se mordió el labio y luego sonrió.
- Era para tu hija.
- Mi hija tiene suficientes regaños como para no necesitarlo.

Atravesamos bajo los gigantescos baobabs del paseo de Sanga con el mediodía
encima, cruzamos el poblado y llegamos a su casa. Al descender del coche se puso la
pipa en la boca y se le iluminaron los ojos. Dentro de un cercado de piedra,
cuidadosamente trabajada y con total simetría, se veían dos edificios de aquella
misma piedra y con una sola planta, situados en los extremos del recinto; por encima
sobresalía un gigantesco baobab, con la hoja substituida por cientos de maracas. La
puerta de madera negra estaba esculpida con filas sucesivas de estatuillas femeninas
que alternaban con otras masculinas y máscaras zoomorfas, que evocaban un
panteón decorado por seres humanos y animales. A la derecha levantaba el bardal de
leña de la to-guna, lugar sagrado e ideal para la siesta y el descanso, al borde mismo
del roquedo que caía sobre el valle en cuyo fondo, a más de setecientos metros en
vertical, había otro poblado, un pequeño arroyo con vegetación frondosa, y más allá
la planicie ocre de tierra cocida con el baile de dunas que habíamos conocido en el
río. La casa era hermosa, pero lo que más me gustaba era su emplazamiento al borde
204

de aquellos farallones calcáreos y con vista aérea sobre el poblado, el curso violáceo
del arroyo, y las tierras y dunas que serpenteaban hasta perderse en el horizonte.
Se abrió la puerta y, con la certeza de encontrarme ante el umbral de una
emoción difícil de describir, apareció en el marco una figura femenina en un amarillo
deslumbrante, ojos verdes y pelo primorosamente peinado en mil trencitas hasta el
hombro, que saludó a Amadou con una ligera inclinación de ojos y le dio las dos
manos a mi padre. Era una belleza serena, escultural y tranquila, de juvenil
madurez; y el lugar, el propio que había imaginado para un artista como mi padre;
algo separado del poblado y sobrio y recogido, frente a un paraje excepcional.
Seguía mirándola desconcertada y ello me impidió fijarme en la niña que se
mantenía en pie, agarrada a su bubú. Nos miraba con la boca abierta y ojos
redondos y muy verdes que se le salían de la cabeza. Debía estar asustada, pero no se
le notaba demasiado el miedo a los blancos. Yo en cambio estaba tan impresionada
que me acerqué a ella, antes incluso que mi padre y, sin saludar a la mujer y en
cuchillas, le pregunté su nombre; me lo dijo, pero tan bajo que no pude entenderlo.
Estaba impresionada e irritada. Era la niña que iba a llevar al dispensario de
Bandiagara para quitarse sin piedad el engorro de encima, y sentí una abrumadora
compasión y un odio repentino hacia un padre, tan idealista en el arte como cruel,
despiadado, y egoísta en lo humano; hasta el punto de que durante algunos instantes
sólo pude pensar en cómo hacerle daño para vengarnos.
Al entrar en el recinto ya no me pareció el paraíso, con la cocina al aire libre y
los cacharros esparcidos alrededor de la barbacoa; pero seguía siendo un buen lugar
para vivir una vida recoleta y pintar sin ruido desde aquellas alturas desde las que
las cosas parecían estar quietas ocupando cada una un lugar preciso bajo el cielo.
- ¿Te gusta mi casa, hija?
- El paraje es ideal.
- Echo de menos muchas cosas, pero estoy feliz de encontrarme de nuevo en
casa, en mi sillón, en mi celda y en mi paisaje favorito. Aquí el sol brilla siempre, los
pájaros se arrullan como los enamorados y mi pintura avanza. Trabajo con
205

ferocidad, no veo a nadie, no leo ningún periódico y puedo gritar como un


energúmeno sin romper el silencio. ¡Si pudiera convencerte para que te quedaras!
- ¿Te gustaría, padre?
Sin responderme, fue a la niña, la cogió en brazos un instante, le dio un beso y
la dejó en el suelo. La mujer se llamaba Hala, nombre de un baile local. La casa tenía
dos habitaciones de estridente armonía cromática, amarillo en el suelo y paredes rosa
y azul, llenas de máscaras, lanzas, y estatuillas. En un rincón una gigantesca virgen
dogón de enormes senos y vientre, pies pequeños y encogidos; y dentro de la bañera
libros, un par de docenas en total desorden. No vi el retrato de la niña de ojos
enrojecidos por ninguna parte. El mobiliario del dormitorio se reducía a un colchón
y un somier construido con ladrillos. El estudio, al otro lado del recinto, era un gran
espacio abierto de grandes techos, cada pared de su color, y en el centro había un
caballete polvoriento que sostenía un lienzo, una consola del suelo al techo con
innumerables cajones muy estrechos donde mi padre sin duda guardaba sus telas con
exquisito orden, y una estantería con libros de arte. Al lado de los libros una puerta
que a todas luces parecía falsa. Se detuvo un instante, apenas unos segundos frente a
ellos: Rafael, Miguel Ángel, Velázquez, al que le tocó el lomo, el Greco, Rembrandt,
Sisley, Matisse, Manet,Van Gogh, Gauguin, y Picasso, los mismos libros que yo le
había traído, Miró, Brueghel el Viejo, que le iluminó los ojos al pasar, Keefer, Bacon,
Balthus. Luego levantó el trapo que cubría el lienzo y le pasó por encima la yema de
los dedos. Era un desnudo femenino. Era Hala tumbada sobre un terrible fondo
violeta, con el rostro petrificado en un rictus de dolor, las piernas muy abiertas y el
pecho hundido como si tuviera encima una enorme losa que se lo aplastara al tiempo
que le hinchaba el vientre. Alrededor, ídolos y jeroglíficos que daban a la escena una
grandeza enigmática y primitiva. En un recuadro, la cabeza cortada del pintor, él
mismo, mirando alucinado a la mujer de pupilas azuladas.
No podía adivinar por su rostro si le gustaba, pero no quitaba los ojos del
lienzo; y yo pasé del horror a no poder separar los míos del rostro de aquella mujer,
sola, indefensa y sin ayuda, en un momento tan crucial de la existencia, la cara y la
206

boca contraídas, los músculos en tensión y, como si regresara al momento de mi


propio parto, sentía su dolor y en mi cabeza resonaban los gritos, el esfuerzo de pujar
y pujar hasta volverme loca, y la putada, la putada de parir, que es lo que el rictus de
dolor de su rostro significaba hasta enloquecer y liberarme de pronto de la carga, de
la náusea y de la inmensa ansiedad que no te deja respirar, mientras esa gigantesca
losa en el pecho y dentro del vientre te hunde y ahoga.
Mi padre seguía mirando el lienzo y tocándolo con la yema de los dedos,
mientras los ojos calculadores de Fabrizzio relucían y se le hinchaban, como si
tuviese en ellos una bombilla, sonriendo y calculando su valor en el mercado,
calculando el tamaño de la doble página en el libro, los artículos de la prensa
especializada, los adjetivos de los críticos.
- ¿Qué te parece? - le preguntó mi padre.
- Es bueno, Miguel. A la Bruno le va a gustar.
- No me interesa.
- Es enigmático y emocionante.
- Pero no está acabado.
- A mí me lo parece.
- Vamos a comer y a beber algo - dijo del mejor humor del mundo -, y luego
nos damos un paseo y reservamos habitaciones en el campement.
Parecía feliz, tal vez porque al fin estaba en su casa y en unos días se quedaría
solo con sus personajes y su mundo, solo y sin que nadie lo molestara y le dijera lo
bueno que era o tratara de convencerlo de que tenía que exponer y morirse de éxito.
No quería morirse de éxito y salió silbando. Fabrizzio lo seguía mientras me hablaba
del cuadro, pero sus palabras eran incoherentes y retóricas. Lo encontraba turbador
y nuevo. Le había impresionado y se moría de rabia y de celos. ¿Te has fijado en la
apasionada sensualidad con que está pintada la carne de Hala? ¿La inefable ternura
con que expresa el dolor del nacimiento? Y hablando de todo, ¿cómo va a
arreglárselas con dos mujeres a un tiempo? ¿Cómo podríamos convencerlo?
- ¿De qué tenemos que convencerlo?
207

La comida consistía en un plato de arroz y una cerveza que cada uno se servía
antes de buscar un tronco de madera donde sentarse y, de pronto, la niña estaba
plantada ante mí y con una sonrisa amistosa y ojos verde cinabrio me retaba en
silencio a que le prestara atención. Levanté la cuchara llena de arroz hacia ella, y la
niña se acercó y se la comió; luego puso su pequeña mano en mi rodilla y nos fuimos
repartiendo el arroz, una cucharada para ella y otra para mí. Al acabar volví a
preguntarle el nombre y ahora sí que lo entendí.
- Marina - me respondió con voz nítida y fuerte.
- Yo también me llamo Marina - y al decirle mi nombre no pude evitar un
borbotón de lágrimas, cogerla en brazos, y sentarla en mi regazo.
Desde la barbacoa, Hala nos miraba, ¿treinta, treinta y cinco? Ajena a la
conversación de mi padre y de Fabrizzio sobre su pintura y a los ojos hinchados de
Dulce, no podía precisar su edad, pero su expresión seria y dramática ponía un nudo
en mi garganta. Por su aspecto singular, hermosa melena y dignidad altiva,
movimientos elegantes y la exquisita atención para con todos, debía pertenecer a una
clase noble, si es que tal cosa existía entre los dogón; y me hubiera levantado a hablar
con ella de no faltarme el valor y de no estar segura de que entre nosotros nada
tendríamos que decirnos. Su vocabulario parecía pequeño y se reducía a contestar
con gestos e interjecciones, como si fuera un animalito enjaulado y sin importancia
que sólo se ocupa de las cosas materiales de la casa. Pero también me parecía un
espíritu atormentado que quiere estar a nuestra altura y que, al no saber cómo
hacerlo, se inhibe y enmudece. Su preocupación por complacernos así lo indicaba,
pero dejaba intuir algo más. Era la madre de Marina, me miraba a hurtadillas, y a
mí las mejillas me ardían de rabia. Era la amante de mi padre y sospechaba que no
había el menor romance entre ellos, que sólo existía para él como criada, modelo, y
un instrumento ocasional de placer del que se había cansado. Posiblemente era
inteligente y una persona de instintos y pasiones violentas. La emoción con que
estaba pintada en el cuadro lo daba a entender y también el nerviosismo de mi padre
conforme nos acercábamos a la casa; aunque, por su indiferencia hacia ella y hacia
208

la niña, el nerviosismo y la atracción podían deberse tan sólo al lugar, a aquel


Montserrat totémico y espectacular en medio de la sabana que le ofrecía la
inspiración que su imaginación necesitaba.

Al acabar de comer mi padre tramaba algún plan al oído de Dulce entre


sonrisas; luego se dirigió a mí y dijo algo que por cogerme desprevenida me dejó
pasmada:
- ¿Nunca has hecho el amor después de comer, Marina?
¿Cómo podía hacer semejante pregunta a su propia hija?
- Algunas veces, padre - me vi forzada a decir.
Fabrizzio se le quedó mirando, sopesando si había oído bien.
- ¿Y tú Fabrizzio?
- Todos los días.
- ¿De veras? - siguió mi padre impertérrito -. En tal caso no hagamos perder
más tiempo a nuestros invitados. Nada debe empañar hoy su felicidad.
Me sentía como si el cielo se hubiese desplomado sobre mi cabeza, a Fabrizzio
le ocurría otro tanto, y los dos nos quedamos petrificados en el asiento mientras
continuaba:
- ¿Qué os pasa? ¿No os animáis?
- ¡Qué gracioso eres, padre! Es una broma, supongo.
- Supones mal. ¿Acaso no te gusta mi amigo Fabri? ¿O es que no funciona?
- Cada cosa a su momento, Miguel. No soy ningún atracador.
- ¿Seguro que no lo eres?
- Tengo demasiado respeto por un asunto tan delicado y personal.
- ¿Soy yo un atracador, Dulce?
209

- Eres un hombre tierno y te adoro.


- ¿Estás bien, padre?
- Nunca he estado mejor.
No podía ir en serio y seguíamos celebrando con sonrisa de circunstancias la
broma hasta que cogió la mano de Dulce y se dirigió a la casa, instándonos sin
ninguna vacilación de voz a seguirlo. Cuando estaba de buen humor, gastaba bromas
de este tipo y era imposible saber a qué atenerse. Parecía feliz y, como estrenando
una nueva luna de miel, besuqueaba a Dulce igual que un adolescente y ella cada
día parecía más bella, rejuvenecida y con mejor color, en un vestido floreado y por
encima de las rodillas que le daba aire de colegiala. Estaba ciertamente cambiada y
sus ojos habían pasado de un marrón pálido a un verde oliva; se veían más claros y
animados, casi chispeantes; ¿era la felicidad, la gratitud, el verse solicitada por
primera vez en su vida? Lo que fuera la había cambiado y se dejaba abrazar, y
también abrazaba con entusiasmo.
Los seguimos incrédulos a la primera habitación, que hacía de sala, pensando
que nada de lo que hiciera o dijera nos afectaría, y una vez allí Fabrizzio y yo nos
sentamos indiferentes mientras ellos entraban en el dormitorio en penumbra. Pero la
cosa iba en serio y ni siquiera en los días del río había visto algo tan descarnado; de
manera que sentí una punzada en el corazón al verlos caer abrazados sobre la cama.
En el río siempre había respetado la intimidad largándose a la tienda y en público se
había limitado a besuqueos ocasionales y a hirmar la cabeza en el regazo de Dulce.
Fabrizzio eligió un cojín dándoles la espalda y yo, evitando el sofá, me senté en el
otro desde el que tenía una visión perfecta del dormitorio.
Todo sucedió muy deprisa. En un principio y mientras charlaban no vi más
que un montón indistinguible, un lío de prendas. Luego los ojos de mi padre
empezaron a llamear en la penumbra y me di cuenta de que había un hombre dentro
de aquellas prendas. Mi padre llevaba una camisa blanca, tenía a Dulce cogida por
la cintura y ella, sin ofrecer la menor resistencia y sin que le importara mi
proximidad, le pasaba los brazos por el cuello y los dos se mecían mejilla con mejilla,
210

primero lentamente y luego de forma apasionada, incitándose con el roce de muslos y


de vientres. La alternativa en ese momento era levantarme y preguntarle qué quería
demostrarme con aquella burda exhibición o largarme. El habitáculo era pequeño y
estaba atiborrado de objetos, libros, y de toda clase de amuletos que llegaban hasta el
techo y se inclinaban un poco hacia adentro, como si al menor movimiento fueran a
caer sobre la cama. En un estante cúbico, plumas, lápices, hojas sueltas, cigarrillos,
una botella de vino y una lupa. La actitud de ambos no tenía nada de tibia y, al
comenzar los besos, volví la cabeza y vi reflejada la figura de Hala en el umbral. La
pregunta no tenía ya ningún sentido y daban ganas de gritar. Para sobrevivir con él
hacían falta las artimañas dialécticas de Scherezade y la cachaza de Fabrizio. Tan
sólo le apasionaba lo verdaderamente nuevo y extraordinario. Se había pasado la
mayor parte de su existencia inclinado sobre un pequeño rectángulo de madera,
sentándose, poniéndose de pie y dando pequeños paseos a su alrededor; pero esos no
eran los límites de su mundo. Mientras comíamos no había cesado de hablar de su
trabajo, que según él era lo único que daba sentido a su vida, y el asunto era no
cejar en su empeño de hacer la obra que soñaba. Fabrizzio lo escuchaba con seriedad
y lo vi con ganas de dejar de comer y tomar notas. Cualquier tema de conversación le
apasionaba. Todo lo que decía y comía, por sencillo que fuera, se convertía en un
festín. Era extravagante en todo. Le gustaba llevar boina y unos pantalones de pana
gruesa, y sin embargo España parecía ausente de sus preocupaciones. Hala estaba en
la puerta y me dieron ganas de gritar. Tenía ganas de hacerlo porque no entendía
por qué nos hacía esto a ella y a mí. La veía con el rabillo del ojo, alelada y muda en
el umbral, haciéndose tal vez la misma pregunta que yo me hacía, y mi padre seguía
mientras tanto indiferente. Apretaba con fuerza el cuerpo de Dulce y luego le
hablaba al oído, reían y se besaban sin el menor pudor, mientras Fabrizzio junto a la
estatua de la virgen dogón, adivinando lo que por mí corría, lo que sucedía en la
habitación de al lado, me miraba serio porque sabía que no me gustaba.
No me había importado que Dulce aceptara a mi padre tan de inmediato y que
hicieran el amor en la intimidad de la tienda; pero me desconcertaba verlo besar y
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acariciar a mi amiga en público con codicia. Con una mano le sobaba el espléndido
trasero, ladeándola a un lado y otro ligeramente, y con la otra le subía el vestido
hasta las caderas, dejando las nalgas al desnudo para explorarlas a placer. Dulce
hacía lo propio, mientras la mano de mi padre ascendía y descendía por sus muslos y
al rato se quedaba embelesada y tersa en sus bellas formas redondeadas.
Parecía, por el encaje perfecto de cuerpos, que hubieran hecho el amor toda la
vida. Debería sentirse ridículo y era yo la que me sentía ridícula. Al empezar a
desnudarla, mi curiosidad fue más fuerte que la buena educación y seguí
contemplándolos como una idiota. Lo hacían aun a sabiendas de que ellos sabían que
yo los observaba como quien mira un film pornográfico que le asquea. Porque si no
es lo mismo hacer el amor que observarlo, el ver a tu padre realizarlo con frialdad es
siempre obsceno. Creía que tras la pesadilla sufrida a la muerte de Marina ya nada
podría escandalizarme y allí estaba mi padre satanizando el último rescoldo de
idealismo que me quedaba. Le brillaban las pupilas, le vibraban las aletas de la nariz
y hasta los cartílagos de las orejas se le habían vuelto transparentes como el fuego,
mientras la miraba con ojos grandes de payaso.
Si las palabras son una forma de estar o de existir en el mundo, yo en ese
momento no existía porque me había quedado muda. Por el ventano entraba una
raya de luz pálida que brillaba en su camisa y en el vientre de Dulce. ¡Cómo me
había defraudado! ¡Sólo le faltaba sacar el tridente ¡y yo había venido con la idea de
recuperarlo y ser de nuevo una familia! Me sentía tan desconcertada que volví la
vista hacia Fabrizzio.
- Aquí sobramos -, me susurró por lo bajo indicándome con la mirada el
umbral de la puerta, donde seguía clavada la efigie helada de Hala.
Bajé los ojos hacia el suelo sin pronunciar palabra.
- Mejor dejar solos a ese par de tortolitos -, continuó y no me moví. Volví la
vista a la habitación en el preciso momento en el que Dulce me miraba con la
benevolencia de una estúpida tontorrona y sentí que me faltaba el aire, e incluso que
me fallarían las fuerzas si intentaba levantarme. Sus ojos relampagueaban en los
212

míos, mientras mi padre le alborotaba los mechones negros y los hacía resbalar entre
los dedos. Lo de menos es que estuviera molesta, perpleja y atolondrada; me sentía
ridícula hasta el punto de pensar que la escena podía dejarme muda y que si alguien
me preguntara algo en ese preciso momento sería incapaz de hablar. Podría reírme,
tal vez llorar. Algo impreciso atropellaba mi sangre en las venas y hacía sudar mis
manos y mis sienes a borbotones. Armándome de valor, había levantado la cabeza en
el instante en el que mi padre atraía hacía sí la cabeza de Dulce y ella husmeaba
como una perra en celo entre sus piernas. Volví la cabeza y Hala había desparecido.
Dulce se hallaba tendida boca abajo, con la cabeza hundida entre sus muslos, y
aquella postura trivializaba hasta el ridículo el acto del amor, que era lo que
atropellaba mi sangre en las venas provocando el sudor y la amarga posibilidad del
llanto.
No quise ver más, pero seguía inmovilizada e incapaz de levantarme. ¿Por qué
razón había insistido tanto en hacer el amor a aquella hora, recién llegados a su casa
y delante de Hala?, ¿por qué hacía el amor en mi presencia? Había querido decirnos
algo con claridad y lo que nos decía no era divertido; aunque sí tenía un motivo
definido. Mi padre podía ser vulgar, pero no simple. Había provocado aquella
situación insólita con un motivo claro: darme a entender que yo sobraba allí, que
Hala, la niña y yo sobrábamos; pero en tal caso, ¿por qué no me lo había dicho
abiertamente? Me sentía tan mareada, anonadada por la cólera e incapaz de
reaccionar, que Fabrizzio me tuvo que ayudar a levantarme. Al dirigirnos hacia el
exterior, Hala ya no estaba en la puerta. Se hallaba sentada en un rincón del patio,
con su Marina en el regazo, y ni siquiera nos miró. Pasé delante sin hablarle, para no
aumentar su embarazo, y me acerqué a la tapia que caía sobre el valle y el poblado
de Banani, con imperceptibles flecos de humo sobre sus casas, en busca de una
bocanada de aire fresco.
- Estás muy colorada, ¿qué ha pasado?
- Sabes lo que ha pasado. A mi padre se le han aflojado los tornillos.
- Tienes un concepto demasiado angelical de tu padre.
213

- No estoy de humor y no sé por qué sonríes.


- Pues está muy claro.
- ¿Está claro el qué?
- El mensaje.
- Sobro aquí, ya lo sé. He sido una estúpida.
- Sobramos todos. Los artistas como tu padre son gente complicada. No te lo
tomes a la tremenda. Ha pretendido darnos el espectáculo de un gran amor, pero tu
padre ha pasado la edad en que se ama como él desearía. Se limitará a dejarse lamer
sus heridas.
- No se lo perdonaré nunca.
- Eres una sentimental y tu padre, un consumado bromista. Puede no haber
otro motivo que una sencilla broma.
- Mi padre es un bromista y tú un cínico. ¿Qué os pasa a los hombres?

- Se está haciendo tarde y no quiero perder los buenos hábitos. Vosotros a


dormir y yo a trabajar. Seguro que estáis cansados -dijo mi padre al salir; mañana y
con tranquilidad veréis mis cuadros.
Marina se acercó a mí corriendo y, al cogerla en brazos, Hala me regaló una
sonrisa tan maravillosa, la primera y única, que me dieron ganas de besarla. Al
entregársela, ella me la devolvió. Seguía su sonrisa y me quedé tan cortada con la
niña en brazos, sin saber qué hacer, que se la entregué de nuevo y ella la colocó a
horcajadas en su costado, sosteniéndola con un brazo. Amadou había llevado el
equipaje en el coche al campement y todos, excepto ellas dos, cruzamos el
descampado y entramos en un laberinto de callejas, seguidos por un sinfín de niños y
la presencia en el recuadro de las puertas de hombres y mujeres que saludaban con
respeto a mi padre. También los dueños de las ocasionales butiques de arte Dogón
214

salían a la puerta al oír el bullicio, y le hablaban con cariño. En el camino nos enseñó
la casa del Hogón, especie de santón anacoreta, y la Ginna o Casa Prohibida, donde
se encierran las mujeres durante la menstruación, la primera recargada de símbolos
totémicos y la segunda una especie de torreón semi derruido, y a la entrada del
campement se dio la vuelta.
El campement de Sanga resultaba familiar por su parecido con el de Djennée.
Tenía las habitaciones alrededor de un patio en el que había un gran parasol de
madera y paja trenzada que servía de bar, y en él nos citamos para la cena. La
habitación se componía de una cama con mosquitero y una silla. La duchas eran
comunes y tanta era la fatiga del viaje que decidí tumbarme un rato y, al salir hacia
la ducha, despertada por las voces de un grupo de franceses, la noche entraba. Iba
con mi toalla al hombro cuando ocurrió algo inesperado que me dejó atónita. Me di
de bruces con Dulce que regresaba con la suya por la cabeza e iba envuelta en una
ligerísima tela que le dejaba los hombros al desnudo; tenía los ojos hinchados y el
pelo chorreando. Se paró ante mí muy pálida. Hacía gestos desesperados con la mano
libre, intentando hablarme, pero algo la enmudecía y no le salían las palabras.
Siempre había creído poder leerle el pensamiento, pero en esta ocasión su rostro era
un muro hermético. Parecía bloqueada por la ansiedad, y le eché la mano al hombro
para que se tranquilizara.
- ¿Quieres que entremos en la habitación?, ¿qué te pasa? Me estás asustando -
le dije, pero seguía mirándome aterrada e inesperadamente sonrió -. Si quieres nos
vemos dentro de veinte minutos en el bar y allí me cuentas más tranquila lo que te
ocurre.
Se alejó hacia su habitación sin responderme, rozándome el brazo con los
pezones.
Veinte minutos más tarde seguían sus ojos enrojecidos al venir en busca mía y
en un principio no lograba entenderla, aunque adivinaba que hablaba de mi padre.
Nadie, ni mis mejores amigas vais a entenderme, decía. Todas pensaréis que estoy
loca y no me importa porque creo que lo estoy, pero te aseguro que no ha sido
215

premeditado. Pidió agua y se bebió en unos instantes media botella. Volvió a


mirarme y entonces pensé que se había quedado embarazada. Es lo que cruzó por mi
cabeza al verla tan estresada, pero me sorprendía que en tan poco tiempo se le
hubiera retirado la regla, y tan de repente. Debía de ser eso, no obstante, aunque
podía no serlo porque pasaba de la alegría al llanto y seguía hablando de mi padre,
casi un viejo para ella.
- Pero no está mal y eso no es un inconveniente, ¿no crees?
- Creo que está muy bien.
- Este ha sido el lugar, la casa, y la ocupación con la que siempre he soñado, y
él el hombre de mi vida. No puedo dejar pasar la oportunidad, ¿comprendes? Espero
que lo entiendas. Ni tú ni yo somos ya unas crías.
- Claro que lo entiendo.
- Espero que entiendas que no he perdido la cabeza y que me haría muy feliz
ocuparme de la casa, de la plancha y de la cocina, hacerle la vida agradable, no dejar
que nada ni nadie lo moleste, que pueda trabajar a gusto. Tengo veinticinco y él
cincuenta y cinco, ¿crees que eso es un inconveniente?
- Claro que no, cariño.
- ¿Entonces lo apruebas?
- ¿Quién soy yo para aprobarlo o desaprobarlo?
- Me haces muy feliz, Marina. Nunca había sido tan feliz y no acabaré nunca
de agradecerte que me hayas traído. Voy a dejarlo todo por su pintura, es lo que
siempre he soñado, lo único que vale la pena, lo que siempre me hubiera gustado ser
de tener talento, y ahora voy a ser la mujer de un pintor genial. No me lo merezco y
estoy como loca. Me ha prometido dejar a esa mujer y llevar a la niña a un
dispensario para vivir él y yo solos, y al fin sé lo que debo hacer. Estoy tan
entusiasmada que tengo ganas de gritar y de abrazar a todo el mundo. Soy tan feliz
que lloro como una tonta, te lo juro, Marina, que es por eso. ¿Cuento contigo?
- Te deseo larga vida, Dulce.
Simulé besarle ambas mejillas y en ese momento el odio hacia mi padre arrasó
216

mis entrañas. Fue repentino y absoluto. No podía evitarlo. Me veía retratada en


aquella mujer y en aquella niña y sólo pensaba en el daño que iba a hacerles, en el
daño que su asquerosa alma iba a hacerme, a hacerle a esa niña por una compañía y
un amor tan necio como el de Dulce. Me sentía paralizada y sin aire en los pulmones
y, al levantarse y decirme que no la esperáramos para cenar, sentí que me volvía el
aire y respiraba.

-¿Esperamos a Dulce?- preguntó Fabrizzio.


- No vendrá. El amor le ha quitado el apetito.
- Lo dices con sarcasmo.
- Tiene más talento del que yo creía.
- Y eso no te divierte.
- Eso me enfurece. No seas simple.
- Deberías tener más sentido del humor. Tu padre es un ácrata, partidario del
amor universal, va a lo suyo y no se lo reprocho. Los grandes genios siempre han sido
así.
- En este momento me da igual lo genio que sea. Lo odio.
- No sé cómo dices eso y por qué te extraña. Lo habíamos visto venir. Dulce
además es tu amiga y una suerte para él conseguir una mujer europea y joven.
- Si no estás conmigo me echaré a llorar y me iré a la cama sin cenar.
- ¿Cómo puedes ser tan dura?
- No puedo evitarlo. Es por la niña.
- Míralo de otro modo entonces. Tu padre no es un hombre que pueda aceptar
responsabilidades familiares y hacer feliz a una mujer. No durará. Ni a él ni al arte
les conviene que dure y él lo sabe. No durará y no es crueldad por su parte. Además
qué importa que el mundo se derrumbe si el talento del artista sale ganando. Desde
217

que lo dejó tu madre su alma vaga por el universo y no tiene más amor que la
pintura. Nada le satisface salvo ella y tú y la niña estáis demás.
- ¿Es eso una ley general?
- Suele serlo.
- ¿También contigo?, ¿qué me dices de tu mujer?
- Yo soy un hombre corriente y vulgar. En cuanto vivan una temporada juntos
le dirá que se marche. Verás cómo mañana Hala no está. La ha pintado y ya no le
interesa. No tiene tiempo para el amor y esa es su grandeza y su debilidad. Necesita
una mujer, pero en cuanto satisface su pasión, en cuanto pinte a Dulce y ella intente
acaparar su alma no sólo la dejará sino que incluso llegará a odiarla. Yo no soy de
esa hechura.
- ¿Tan monstruoso lo crees?
- Tan artista y Dulce con el cerebro de un mosquito demasiado pequeño para
él.
- ¿No hay artistas fieles?
- Los hay, pero éste afortunadamente no es el caso de tu padre. Tu padre es
profundamente desgraciado y eso le la llevado a enamorarse de un ideal.
- ¿Y qué pasará con Marina?
- ¿Y eso qué importa?
- Serás corriente y vulgar, pero eres inhumano.
Se quedó callado unos segundos y en seguida recobró su ataraxia habitual y
me miró sonriente.
- ¿Soy tan abominable?
- A la niña no podemos abandonarla a su suerte.
- Tampoco podemos llevarla con nosotros. Nos espera Nápoles, el Perú, y
vuelta a Mali.
- ¿Cómo puedes ser tan frío?
- ¡Niños, no! ¡Qué horror! Ni me gustan ni puedo permitirme el lujo.
Estaba a punto de llorar y oculté el rostro entre las manos, presionando con
218

fuerza los ojos para evitar el llanto.


- Los niños son una parte importante del amor. No hay ternura que dure sin
ellos.
- Tal vez, pero eso cuando son los tuyos, caso que no es el presente. Debes ser
razonable.
- Tienes toda la razón. Es una idea tonta.
Empezaba a entenderlo y no quería entenderlo. Al fin lo entendía a la
perfección y no obstante estaba desconcertada. Las escuelas multi culturales para el
tercer mundo, que había fundado en Nápoles, admitían jóvenes africanos,
sudamericanos, y asiáticos, y ahora sin mover una ceja rechazaba a una niña
abandonada. Estaba desilusionada. A falta de vino, pidió una cerveza de litro y no
me molesté en brindar. Los ojos le ardían. Sacó de la mochila de mano su cuaderno
de notas dando el tema por zanjado y, mientras cenábamos el pollo consabido de
todos los días, pasaba las hojas en las que tenía anotado los cuadros que habíamos
visto hacer a mi padre, con cuidadas descripciones del color y un bosquejo fiel de
cada uno. También tenía anotados los dibujos que más le habían gustado del
cuaderno de viaje que mi padre me había enviado y que yo le había permitido
fotografiar. Era un hombre tranquilo, distinguido, y guapo. Sería una gran pérdida,
pero nunca puedes estar segura del hombre con el que duermes hasta que no vives
con él y, aunque habíamos hecho el amor, aunque ya no era una incógnita, seguía
siendo atractivo, jamás se inmutaba por nada, pero bajo tan finas formas trascendía
una frialdad terrible disfrazada de buenos modales que me paralizaba. De entre
todos los cuadros, los dos de Tombuctú - el del cocodrilo y el de las cuarenta vírgenes
-, y éste ahora del parto, eran sus preferidos; tres joyas destinadas a revolucionar la
pintura que urgía dar a conocer al mundo. Plantean los grandes enigmas de siempre,
¿te das cuenta?, los mismos que se plantearía cualquier pintor primitivo, los
antagónicos: vida-muerte, soledad, Eros-Tanatos, las claves del existir, el regreso a
los clásicos, una revelación para un final de siglo que se ha llevado todas las
revoluciones. Fabrizzio no había visto nada parecido y esperaba la mañana excitado,
219

expectante, y nervioso. Sospechaba por el secretismo de mi padre que su estudio era


la cueva Alí Babá y eso es lo que de verdad le obsesionaba. Si al menos le permitiera
hacer un reportaje fotográfico, una publicación, un sencillo catálogo. El arte, según
él, se había vuelto mercado y decoración, no era otra cosa; y mi padre se contentaba
con nada, con relaciones carnales con la pintura y con una tía que le calentara cada
noche la cama; para él el amor no es más que una agradable diversión, un alto en su
trabajo; su estupidez no tiene nombre; yo tengo un compromiso y no voy a poderlo
cumplirlo; tu padre me está volviendo loco. Fue así cómo descubrí que había firmado
un contrato con la galería Bruno Bischofberger de Zurich. Temía que mi padre no le
dejara ni tirar fotos y ahí entraba yo. Después de verlo trabajar y de conocer su
carácter atormentado y duro, su desprecio por la fama, Fabrizzio necesitaba que yo
le echara una mano. Y me miraba a los ojos tan desvalido y serio, tan angustiado que
a punto estuve de echarme a reír. La mañana era para él el gran día, pero para mí
había empezado a serlo la noche de Sevaré. El sueño había acabado definitivamente
porque ni su amor ni su amistad eran desinteresados, podía leerlo en el ardor
enfermizo de sus ojos.
- No hemos visto nada todavía, Marina. Tu padre, como Balthus, es un pintor
oculto, un devorador, un antropófago, un caníbal que ha huido de la vorágine de la
sociedad para fagocitarla a gusto y en soledad.
Lo escuchaba con las orejas muy abiertas. Lo había descubierto él. Había sido
el primero en avisar a Bruno Bischofberger, y mi padre le mandaba un cuadro cada
año, que es de lo que vivía. Figúrate. La gente se muere por un poco de fama y él no
quiere fotos ni honores ni fiestas ni espías ni gente alrededor. No quiere nada y se
limita a mandarle el peor cuadro que tiene. ¿Te figuras el golpe de fortuna que sería
llevarle al menos esos tres cuadros? Tan sólo esos tres cuadros bastarían, porque lo
que ha venido mandando hasta ahora es basura, y estoy seguro de que el oro lo
guarda en sus cajones. Lo hace a posta y es un crimen que un sencillo catálogo
descubriría para ponerlo en el pedestal que merece. Te lo digo muy en serio, Marina.
La idea me enloquece. Arriesgaría mi carrera, la arquitectura, y mi fortuna porque
220

me permitiera hacerlo. Y entonces me cogió la mano. Me dijo que era una buena
chica y me preguntó si lo quería. Le dije que sí. Tengo una casa maravillosa en la
bahía de Nápoles amueblada con un gusto exquisito. ¿Por Marcella? No quiso darse
por enterado, se levantó y se sentó a mi lado; y aunque tenía ganas de que me
abrazara y él lo hizo, de que me pasara la mano por la cintura y me sobara las nalgas
y él lo hizo, mi cuerpo se atiesó, mis pechos se volvieron rígidos, tensos, hostiles, y le
retiré la mano. No deberías ir por la vida jugando con mujeres ingenuas, ya no tienes
edad para aventuras, le dije; y él me respondió que yo era el amor de su vida y que
soñaba las veinticuatro horas conmigo, que me amaba y le volvían loco nuestras
noches, que amarme era lo más caro en su vida. ¿Y el catálogo y los cuadros? Los
quería pero en un grado distinto. ¿Mayor, menor?, ¿estás jugando conmigo?, ¿qué
hacemos con Marcella? Mi mujer es sencilla y sólo vive para ella y su trabajo, lo
entenderá. Le dije que le agradecía tanta felicidad como me había dado en este viaje
por el río, y le di las buenas noches con un beso.

17 EL CANÍBAL

- Era muy bonita - dije con lágrimas en los ojos.


- No estaba mal.
- Y discreta.
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- Nunca la oí hablar. Me pregunto si hablaba francés.


- Había dramatismo en su cara y en sus ojos. Lo que iba a hacer lo tenía
decidido.
- ¡Las mujeres tenéis la mente chata! El amor lo es todo para vosotras-, dijo
Fabrizzio y esbozó una sonrisa divertida y desafiante.
- No veo nada divertido en eso, y no todas somos tontas. Tampoco faltan
suicidas entre los hombres.
- El amor es como tirarse a una piscina. Hay que saber nadar para no
ahogarse.
- Cuando le di la niña y volvió a entregármela simbólicamente, supe que algo
iba a pasar. Estaba pálida y desencajada.
- Nunca lo hubiera imaginado en una africana.
- Para muchas personas, africanas o no, el amor es toda la realidad que hay.
Una deja de ser una, un individuo, y te sometes a un yugo extraño que, si no
corresponde tu amor, se vuelve frío, intolerante, y cruel.
- Tu padre no podía amarla. No puede amar a nadie. Ya hemos discutido eso.
Tu padre ha escogido a Dulce porque lo que necesita es una amante maternal,
disponible y sin personalidad.
Mientras desayunaba con Fabrizzio se había acercado un muchacho a la mesa.
Había venido corriendo y hacía gestos con la boca y los brazos intentando decirnos
algo. Le puse la mano en el hombro y le pedí que se tranquilizara. Fabrizzio llenó un
vaso de agua y se lo dio, pero él no lo cogió y al fin dijo:
- Se cayó de la roca.
- ¿Quién se cayó de la roca? -, le pregunté y no sé por qué lo hice ya que sabía
la respuesta.
- Ella, Hala.
- ¿Y dónde está ahora? -, preguntó Fabrizzio.
- En Bananí.
- ¿Muerta? ¡Dios mío!
222

- Eso le aclara el camino a Dulce -, dijo Fabrizzio y apreté el puño para


controlar la irritación.
- ¿Cómo puedes ser tan frío?
- ¿He dicho algo improcedente?
Me quedé mirándolo un minuto y juré por dentro que no olvidaría lo que
acababa de oír y que antes de perdonarle un comentario tan trivial me daría de
cabezadas contra un muro.
- Deberíamos ir cuanto antes -, dije.
- Miguel dice que no vayas esta mañana -, dijo el muchacho y se fue corriendo
como había venido.
- ¿Qué pasa?
Era Dulce de largo, violeta y gris, empolvada y lista, el pelo cayéndole por los
hombros, que acababa de llegar al comedor.
- Hala ha muerto -, le dijo Fabrizzio -. ¿Te apetece desayunar o nos vamos?
Salimos a medio desayunar, Dulce sin probar bocado, y la gente nos miraba
con clara hostilidad mientras cruzábamos las callejuelas del poblado. La puerta
estaba cerrada y nos acercamos al filo del desfiladero. La vida en Bananí, al fondo
del valle, parecía la habitual, frondosa abstracción, una mujer subiendo por los
infinitos escalones con la calabaza en la cabeza y el bebé a la espalda, humo en una
de las cabañas, un ganado de cebúes junto al arroyo, y diminutas mujeres en fila
regresando con leña de los campos.
Nos sentamos lejos del borde de la roca porque la altura volaba el
pensamiento; y la figura de Hala y la mirada azul de la niña, la imagen desvalida de
ambas, me producían una zozobra y una angustia insoportables. Intentaba desviar su
imagen, como si fuera algo que no me concerniera, pero ésta se convertía en una
punzada y un dolor en el pecho que me ahogaba. Hacia el mediodía vimos ascender a
mi padre por los peldaños con el bello Amadou, y lo fui siguiendo en silencio
mientras aparecía y desaparecía entre las rocas por las que se abría paso la senda.
Iba a ser un día tenso. Llevaba boina, un pantalón verde oliva, y los tres lo recibimos
223

enmudecidos. Dulce se le acercó primera y lo besó en la boca. Fabrizzio le dio la


mano y yo le besé ambas mejillas.
- Ya sabéis la noticia. Estoy aturdido -, dijo, y al rato -. Se ha suicidado justo
desde donde estáis.
No sabíamos quién se había hecho cargo del cadáver y no habló de la familia,
ni del cementerio, ni si le iban a hacer o no funerales. Estábamos a varios metros del
filo de la roca, porque la caída en vertical cortaba el aliento, y el solo pensamiento de
su decisión parecía intolerable. Abrió la puerta y lo seguimos a la casa. Busqué a la
niña con los ojos y no estaba. Sobre la mesa había varias cartas, traídas esa misma
mañana, todas con remite impreso de galerías, museos, y nombres extranjeros, que
Dulce repasaba una a una bajo la mirada celosa de Fabrizzio, y luego se las metió en
el bolso. Mi padre parecía tan deprimido y desorientado que fue Dulce quien le
ordenó a Amadou comprar unos pollos y preparar comida para todos.
Inesperadamente mi padre cogió un cuchillo y se dirigió al estudio. La intención era
clara. Iba a desgarrar el lienzo de Hala a cuchilladas y no sé qué me sucedió. La
emoción me impedía hablar, y Fabrizzio se me adelantó y por segundos perdí la
oportunidad de mi vida.
- Sería un crimen, Miguel. Es una obra maravillosa. Lo mejor que te he visto
hasta el momento.
- No creeréis que ha sido culpa mía. ¿Por qué ha tenido que hacerme eso? Me
ha dejado un gran vacío en el corazón. No quiero verla más.
- Si no te importa, me quedo con el cuadro.
- Es tuyo - dijo, y Fabrizzio tardó segundos en enrollarlo.
Tampoco se habló de la niña y, mientras nosotros disfrutábamos en silencio de
un excelente asado regado con vino francés, él no probó bocado y, en medio de la
comida, se levantó llorando histéricamente, se vino hacia donde yo estaba y me
abrazó, pidiéndome perdón por haber matado a mi madre, a Marta y a aquella
mujer.
- ¿Lo has hecho tú, padre?
224

- Directa o indirectamente -, y dibujó una mueca de sonrisa en el rostro, pero


en sus ojos no había el menor arrepentimiento o compasión y, no obstante, parecía
desconcertado, triste y fuera de sí, como si se tratara de un niño abandonado; por eso
me dejé abrazar. Es uno de mis defectos no saber rechazar a nadie que se acerca a mí
en busca de compasión y simpatía, por muy bestia que sea. Lo consolé como pude,
con palmaditas en el hombro, y tampoco me atreví a pedirle la niña o preguntarle
dónde estaba, porque lo sabía.
- ¿Lo hizo sin más ni más, padre?
Sacó un papel del bolsillo y me lo entregó. No había más que una única frase y
la leí en silencio varias veces: selement ton amour me faisait vivre. Hala.
- Le he dedicado más tiempo que a nadie y me abandona, ¿por qué lo ha
hecho?
- ¿Debo explicártelo, padre?
- Nada funciona a mi alrededor, hija. No sé qué me pasa. No veo más que
desgracias; pero por favor no te vayas todavía y si te vas ven de vez en cuando a
verme, ¿lo harás? - y me miró con mirada perdida y ausente.
- Tú a mí siempre puedes encontrarme y me iré cuando me eches -, le respondí
con frialdad porque intuí que con esa pregunta final me estaba diciendo que me
fuera; no obstante, tenía la cara blanca, lágrimas azules en los párpados y un
temblor de labios que delataba desorientación, temor y angustia.
Al dejar mis brazos, dijo que esa tarde necesitaba descansar, que le ahogaba la
angustia, y que posponía enseñarnos sus cuadros para el día siguiente, dándonos a
entender que sobrábamos. Ya en la puerta, Dulce sacaba del bolso las cartas y, sin
abrirlas, repasaba una a una las direcciones.
225

Muy de mañana, mi padre nos sacó de la habitación con la noticia de que


debíamos apresurarnos para llegar a tiempo a uno de los poblados de la roca donde
se celebrarían los funerales de Hala. Era un acontecimiento único en el que iban a
participar todas las mujeres y apenas nos dio tiempo a lavarnos y a desayunar.
Amadou nos esperaba fuera al volante del coche para llevarnos al borde del roquedo,
desde donde era necesario descender a pie, y lo sorprendente al montarnos fue que
mi padre no sólo no nos acompañaba, sino que estaba impaciente porque saliéramos
en seguida. Decía como excusa que los funerales le daban pánico y que para nosotros
sería una ocasión única poder presenciarlos en vivo; que sólo se celebraban danzas
para la mujer cuando ésta nacía durante la circuncisión masiva de los varones, y que
ése había sido el caso de Hala. Al salir hacia el paseo de los Baobab, mi padre
marchaba hacia su casa como si lo persiguieran.
El puntilloso Fabrizzio sospechaba que nos mandaba a ese poblado para
quitarnos de en medio y ocultar las obras que no le interesaba que viéramos, e iba
furioso. El poblado se llamaba Ireli y jamás habíamos visto tanta mujer junta
dirigiéndose a él por la senda que muy de mañana las subía a los altos campos de
cultivo de ajos y cebollas, de donde regresaban a la llamada del tam tam. Nosotros no
oíamos los tambores por causa del coche y Amadou paró un instante el motor.
Desde el borde del roquedo no se distinguía el poblado, situado seiscientos
metros en vertical al fondo del valle. Se veían manchas negras al pie del farallón,
pero llamaba la atención el fragor encarnizado de los tambores, que el viento subía
del valle, la escalera de pedruscos irregulares por los que había que descender, y la
miniatura de casitas glande que iban apareciendo junto a las manchas negras que
eran rocas calcinadas y desprendidas del farallón. Mis piernas después de unos
minutos de saltar de roca en roca eran dos bloques de cemento y fue un alivio que los
niños me dieran la mano y me ayudaran a bajarlas. Surgían inesperadamente y en
tropel como fantasmas, asediándonos a ritmo de silbato y tam tam. Algunos llevaban
máscaras con remates fálicos y parecían demonios salidos del infierno. Bajo la to-
guna o bardal de leña en el que celebran los consejos, un grupo de viejos se pasaba de
226

mano en mano un cuenco de cerveza en el que hundían sus babas. Las bocas sin
dientes, sus ojos que podían matar a una mujer con la mirada y sus rostros
cadavéricos bordeaban los límites del humor negro; pero hacía demasiado calor para
rechazar el ofrecimiento de la cerveza. Fabrizzio declinó con gesto de pánico.
Amadou no lo hizo y yo tampoco.
- Está buena - dije alargándole el cuenco.
- ¡Qué horror!
Se quitó el sombrero y empezó a abanicarse las moscas. Apenas le salían las
palabras para indicarme el desprecio que aquella cerveza y aquellos hombres le
producían; los observaba sin mediar palabra; pero eran de una amabilidad extrema
y la cerveza un milagro de frescor en la garganta que me hizo repetir, a pesar de
estar caliente.
Las danzas tenían lugar en una pequeña plazoleta entre grandes bloques de
piedra con un baobab en un extremo, bajo el que estaba el cuerpo de Hala envuelto
en una sábana. Tumbada y con la larga sábana cubriéndola hasta los pies, parecía
mucho más alta y bella que cuando vivía. Junto a su cabeza, manzanas, peras con
rabillo, apetitosas rajas de melón, y moscas. Sobre una de las rocas, un hombre con el
codo en la piedra y el puño en el mentón miraba absorto e inmóvil el cadáver. Vestía
un bubú azul y sus ojos de pájaro eran redondos y diminutos, su nariz fálica dividía
su rostro en dos; sus orejas gigantescas tenían forma de mandala. Bajo la roca, había
un grupo de hombres con máscaras de aspecto trágico y, en el centro de la plaza, una
multitud compacta de mujeres bailaba una danza enloquecida a ritmo de silbato y
tam tam, tocados por dos hombres. Los niños seguían la danza desde lo alto de otras
rocas y cuando se les acercaba un enmascarado, que podía ser el Hogón o el brujo,
echaban a correr ladera arriba. Ello explicaba su temor a los poderes ocultos de
aquella máscara y a lo que allí sucedía. No obstante, ni los rostros de las mujeres ni
sus vestidos de colores vivos sugerían luto; más bien, un ballet alegre y deslumbrante
como si, en lugar de celebrar el paso de la muerte, celebraran la liberación definitiva
de la vida. Las muchachas que danzaban eran jóvenes y se alternaban. Iniciaban por
227

parejas el baile con lentitud y sus pies descalzos acababan en un frenesí que
levantaba nubes de polvo. Saltaban fuera del círculo, entraban otras nuevas y era la
gracia y la teatralidad de sus movimientos, su belleza salvaje y su risa estentórea al
finalizar lo que sugería una fiesta de carnaval y no el funeral de Hala.
- ¿Puedes verlos solos, viviendo en este mundo un día y un año tras otro? - me
pregunta Fabrizzio.
- Trabaja todos los días. Eso es lo único que puede salvarlo - le contesté.
- Ningún pintor por bueno que sea consigue plasmar sus sueños. Acabará
cansándose.
- A no ser que esté desesperado y él lo está - le respondí.
- Se encontrará demasiado solo.
- Tiene a Dulce y ya sabe lo que es estar solo, y le gusta.
- Dulce no le durará. Es una cocinera horrible, que yo sepa.
- Dale tiempo. Tiene otras virtudes.
- ¿Las tiene?
- Para lo que pienso le sobra talento y nadie se separa porque su pareja no
sepa cocinar.
- ¿Quieres que te diga lo que pienso? Dulce cree que podrá convertirse en su
esposa y en cuanto le pida amor está perdida.
- Lo sentiré por ella y por mi padre. En el fondo es una buena chica.
Al acabar los bailes subieron a Hala con cuerdas, zarandeándola contra la
roca hasta colocarla dentro de un hueco, que parecía demasiado estrecho incluso
para un muerto, y allí la abandonaron a los buitres.
En el cuadro titulado: “Adiós a Hala”, iniciado aquel mismo día y todavía sin
acabar, su frágil cuerpo ajeno a la gravedad y adornado con flores se disolvía en una
superficie de verde claro y rojo sangre, de encendido cromatismo; a su alrededor las
tinieblas grises de un desierto de lápidas en las que su cuerpo, como si fuera el alma,
se difuminaba en un sueño violeta y gris. El rostro, realizado con un sencillo perfil de
impecable belleza, era dulce y sus pechos algo indescriptible: un delirio sexual y una
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mezcla armoniosa de carne y espíritu; pero el dramatismo de la escena no lo daba la


muerta sino un personaje solitario que la miraba despavorido, con el codo izquierdo
apoyado en la roca y el puño en el mentón, en actitud reflexiva y absorta, sugiriendo
una relación que había ido más allá de la pasión. Sus ojos de pájaro, diminutos y
brillantes, taladraban el cuerpo de Hala como barrenas, indicando la fascinación, la
ternura, y la soledad que sentía después de haber vivido con ella la verdadera
naturaleza del amor. Con el cabello en punta, la boca cerrada y sin palabras era mi
padre, su vivo retrato o alter ego, deformado por la amargura; y la compasión se
apoderaba del espectador. El fondo casi negro agravaba el estado de ánimo que
emanaba del cuadro, sugiriendo que el dolor y la muerte son para los que quedan y
presencian mudos el espectáculo; los vivos venían representados por numerosos
puntos bermellón, negro, rojo, y violeta.
Al marcharnos, el sol caía con una explosión escarlata, flamboyán y cereza. La
roca era rosa y, bajo el horizonte había una raya de oro y flecos de color púrpura
que se mezclaban con el sol e iban disolviéndose lentamente en el azul oscuro de la
noche. En el aire, mientras ascendemos, quedaba un sol interior, el sol del alma o del
arte, y una hermosa noche con luna.

- Según se mire, esto puede ser un destierro. En cierta ocasión se me acercó un


turista y me preguntó cómo podía vivir en un lugar tan solitario. Es evidente que
usted no sabe lo que es ser artista, amigo mío, le dije; nadie es pintor a no ser que le
guste pintar más que nada en el mundo y el medio es lo que menos importa. También
yo soy artista, me respondió, y se marchó convencido de que mi conducta era
inexplicable. Según se mire esto no es tan excitante como las calles de Madrid o
Barcelona, las movidas de nuestras ciudades, los cines, los restaurantes. Echo de
menos las comidas de España, el aceite de oliva, las lentejas y los garbanzos, pero a
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cambio no tengo que soportar los ataques viciosos de un mundillo tan gregario como
el nuestro, que para colmo me envidia, y encima vivo como quiero, dedicado a la
pintura que es mi vida.
- ¿Qué quieres decir con según se mire, padre?
Al entrar en su taller estaba limpiando la paleta. Acababa de retirar el “Adiós
a Hala” y tenía en el caballete la horrenda cabeza muerta de un toro, sin piel y de
perfil. Nos quedamos atónitos al verlo porque el ojo saltón, claramente el de
Fabrizzio, tenía la astucia sardónica de un timador y debía haberlo pintado aquella
misma mañana, tras reflexionar sobre el atraco del cuadro del “Parto” que Fabrizzio
le había arrancado en un momento de debilidad.
- Según se mire quiere decir que esto es más excitante que la vida en Europa y
que aquí me siento como el hombre que ha amado a gusto y siente un cansancio que
lo embriaga. Es delicioso pintar y vivo rodeado de cientos de criaturas, todas mías.
Soy además un vicioso de estos paisajes. Nunca olvidaré mi primera visión del río,
los colores al atardecer, el silencio intenso de la noche, y el perfume de millones de
flores invisibles que el viento trae de los vacíos infinitos del desierto, el contraste de
duna, azul y verde, los ocres, rosa y bermellones, la gracia de las palmeras y de los
cocoteros, ¿conoces la ensalada de coco, amigo Fabri? Tengo que hacerte una antes
de que te marches.
- No me gusta - dijo Fabrizzio, y pensé en un principio que se refería a la
ensalada y no al cuadro.
- Llévatelo - le dijo mi padre -. No significa nada para mí y con el tiempo te
alegrará tenerlo. A lo mejor, al reflexionar sobre lo que somos, te das cuenta del
tesoro que era el amor de tu mujer e intentas recobrarla.
A mi padre le gustaba tomar el pelo y hacer con los amigos este tipo de
diabluras excéntricas. Era un bribón, lleno de encanto, irónico, alegre, sentimental
en ocasiones, e irascible en otras.
- Es repulsivo.
- Si no te gusta, lo mandas a la galería, y el “Parto” se lo das a Marina, que sí
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le gusta. Consígueme un buen precio.


La proposición había llegado tarde porque aquella misma mañana Fabrizzio
me había pedido el coche y se había ido a Mopti con las primeras luces para enviarlo
urgente a Suiza. Temía que mi padre cambiara de opinión, como así había sido.
- Este cuadro, amigo Fabri, se presta a la meditación. Es un still-life, y, como
bien sabes, el arte emana de la muerte. Nadie sabe tanto de ella como los dogón, para
quienes los vivos son los muertos -, siguió con ácida ironía. - Hazme caso y quédate
con él. En ningún otro cuadro encontrarías una filosofía más contundente y
profética. Aquí la vida es una mezcla de aroma de convento y de hospital venéreo, y
todo es pecado y muerte, hasta el sexo. A las mujeres se lo cortan y desde muy niñas
las hacen máquinas de sufrimiento, las encierran en la Ginna para que el perfume de
la menstruación no infecte de pecado los poblados, y las matan a trabajar. En pocos
años parecen brujas ajadas, enjutas, y sifilíticas.
Dejó la paleta en el suelo, quitó del caballete el retrato de Fabrizzio y abrió un
cajón, mientras Dulce entraba, y a renglón seguido nos ordenó sentarnos en el suelo.
- Hace unos años vino un rufián suizo, un tipo rechoncho, bajo y preguntón,
muy interesado, decía, por mi pintura hasta que descubrió que vivía sin blanca y me
ofreció un contrato leonino. Exigía el derecho de elegir entre mis cuadros. Esos
cuadros que usted desprecia los persiguen las mejores galerías y marchantes del
mundo, le dije, y luego lo mandé a la mierda. Dos días después regresó pidiéndome
excusas y, como a ti en París, le di el timo de la estampita. Hazme caso, amigo Fabri,
y llevátelo, no todos los días estoy de buen humor.
Parecía otro, muy recuperado de la muerte de Hala, y me quedé con ganas de
decirle lo que Fabrizzio había hecho aquella mañana; pero él sin duda lo adivinó por
conocerlo demasiado.
Todos los cuadros de aquel cajón eran sobre el país Dogón, y había cientos de
dibujos, cada carpeta con un tema. El primer lienzo era Hala de nuevo y, como si no
hubiera esperado ese lienzo, al instante lo volvió y dejó sobre el mueble. Era Hala con
una piel de boa al cuello, la cabeza de la serpiente entre las piernas y la boca abierta
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del animal configurándole el sexo. El siguiente era una prisión, “Ginna” o agujero
sórdido, lleno de bichos, con un grupo de desnudos femeninos repantigadas en el
suelo, poses medio yacentes medio sentadas, piernas entreabiertas, ojos saltones,
gigantescas orejas, mandíbulas pronunciadas, bocas mínimas. Le faltaba por pintar
un tercio del lienzo en blanco y lo miró hipnotizado, cogió el pincel y sin decir
palabra lo cargó de amarillo y pintó mi retrato, algo más grande que aquellas
figuras y de cintura para arriba, labios grandes y caídos, párpados cargados de
asombro y el labio inferior rematado en un cuchillo.
- ¿Te gusta?
- Me encanta, padre.
- Soy débil y regalo más cuadros de los que vendo. No me gusta la gente que
viene mendigándome un dibujo, pero tú, Marina, eres mi chica favorita y la única
modelo que no me ha exigido nunca nada. Recuérdame que te regale algo. Tú menos
que nadie deberías quedarte al margen.
El siguiente cuadro, asombrosamente festivo, era otro grupo de mujeres de
aspecto felino, en gesto de plegaria o de “ofrenda”, llevando frutas en sus calabazas
al tótem, la pose estilizada y los miembros, brazos y piernas, tan alargados como en
El Greco. Y así, bocetos de monstruos, llaves y cerraduras, dibujos y más dibujos
femeninos, que sin duda había pintado en directo y con un aspecto agradable que
sorprendía: figuras abstractas regando, portando leña o lavando, los ojos y mejillas
sin vida, pero de llamativo poder erótico, a pesar de la carga de humillación y
miseria que indicaban.
- ¿Siempre pintas mujeres, padre?
- Siempre. No hay pasión más tiránica que la del amor y el sexo y, cuando no
lo hago, es porque no bebo la bebida suficiente o no uso el perfume adecuado. A
veces pienso que la violencia del mundo nace por haber abandonado el hombre su
lado femenino. Las llaves y las cerraduras son sus órganos sexuales e indican que la
vida, se mire como se mire, está en sus manos. La mujer lo es todo, hija. Sólo me he
enamorado una vez y a veces desearía que tu madre volviera. Es más, si pudiera
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elegir mi muerte, y no veo por qué no - la muerte es la cruz más ligera que me queda
por soportar -, elegiría morir a manos de tu madre y en medio de un ataque sexual.
Eso sí, le opondría una dura resistencia hasta que gritara mi nombre.
Su lenguaje particular de la muerte, o “Emoción de la nada”, venía
representado por el funeral de otra joven, cuyo delicado cuerpo contrastaba con la
tumba negra en la roca. A un lado, un grupo danzante de hombres en colores vivos y,
al otro, viejas en negro, arracimadas y con la cabeza y los brazos hundidos hasta el
suelo, contemplando el delicado desnudo violáceo de la joven que va a ser izada a un
agujero negro, lleno de calaveras y huesos blanquecinos. Al fondo una gran falla
vertical, repleta de escondrijos aéreos, adonde los dogón suben con cuerdas los
cadáveres; brujas en los nichos. Los hombres llevan pechos de mujer y máscaras de
animales, perros, zorros, y jabalíes. En un rincón la sombra del Hogón, su jefe
espiritual, con máscara de buitre, a la espera como Saturno de que las brujas y los
danzantes se marchen para devorar su presa.
- Los Dogón viven en apariencia una existencia simple e inocente, pero en
ninguna parte encontraríais un mundo más apasionante para un pintor. Habéis
bajado ese enorme roquedo y es posible que no hayáis visto nada. Podéis tratar a los
hombres como si fueran perros y seguro que os saludarían con la cabeza baja; pero
su vida es dura y se desquitan torturando a sus mujeres. Para este cuadro he
dibujado cinco cuadernos con más de quinientas láminas, y sigo sin verlo. Lo he
titulado “Emoción de la nada”, pero no es bastante, y tampoco sé lo que es. Lo he
abandonado, he vuelto a él en numerosas ocasiones y sigue incompleto. Su mundo es
emocionante, pero tan secreto, hermético e inhumano, que no consigo analizarlo y me
fallan las palabras. Parecen haber encontrado en el lenguaje del horror las claves de
la vida, como Poe, pero las palabras no sirven. Griaule lo intentó también
inútilmente.
- Lo tuyo no son las palabras sino la pintura -, dice Fabrizzio - y sin embargo
me encantan tus explicaciones.
- No estoy seguro. Ninguno de mis cuadros descubre sus claves. Son pura
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basura y su mundo un tormento. A menudo celebran fiestas y me invitan. Desciendo


esa infernal senda y me emborracho de cerveza con los hombres. Fumamos y
charlamos mientras en el silencio de la noche escucho ese extraño tam tam que
enmudece. Las mujeres hacen sus bailes de la muerte por un lado y los hombres por
otro, alrededor de una cuba abierta de cerveza de mijo. Son noches tan bellas que
apenas puedo soportar la prisión del cuerpo. A veces matan un cerdo, lo comemos al
amanecer y siguen bailando, bebiendo y cantando a la muerte todo el día; cuando no
pueden más, se sientan a hablar y a fumar y, sin pensar en dormir, los hombres se
marchan como Sísifo a subir cestas de tierra del valle a la roca, donde Griaule les
construyó una presa para el agua y donde las mujeres riegan los ajos y las cebollas;
pero a mí me tienen que llevar en hombros y vuelvo a casa sin haber entendido nada.
Me gustaría quemar estos cuadros y no sé por qué no lo hago. No acabo de entender
su mundo y creo que viviré o moriré aquí hasta entenderlo.
Le caían ligeras gotas de sudor por las mejillas y nos quedamos en silencio
unos instantes mientras sacaba la pipa, le metía tabaco y la encendía. Dulce se
levantó y, sin decirle nada, le pasó la mano por la espalda, acariciándola con
delicadeza.
- Encontraremos juntos ese cuadro, Miguel.
- ¿No es genial? Tengo al fin la mujer que me entiende.
Parecía no obstante atormentado y sin embargo le gustaba el lugar, y el hecho
de que la gente le hablara con respeto; ir a pescar al río de vez en cuando con sus
amigos de Mopti, hacer con Amadou grandes excursiones por las pistas arenosas de
Burkina-Fasso y Níger,llegarse a las selvas de Arli o pasear por el filo de la roca sin
hacer nada.
- ¿Sin hacer nada, Miguel? -, le preguntó Fabrizzio.
Por no hacer nada entendía hacer lo esencial, descubrir esa visión que le
negaba la mente y que debía responder a la pregunta más elemental, la misma que se
había hecho Gauguin y había dejado de testamento en el lienzo: ¿De dónde venimos?
¿Qué somos? ¿A dónde vamos?; y como él, quería pintarlo aunque fuera lo último
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que hiciera. Quería un cuadro, uno tan solo, algo tan innovador como Giotto,
Matisse, y Picasso, un cuadro que sirviese a los artistas del siglo XXI a ver el mundo
con ojos nuevos, con mente nueva y una sensibilidad nueva sin precedentes, algo que
desafiara, excitara, conmocionara, y lo quería anegado de tintes sombríos y de oros,
que representaran la belleza de la vida y su miseria.
- Y ese algo está aquí, en este mundo primitivo. Lo tengo delante de mis
narices; busco su verdad con estos ojos y no la veo.
- Ser original no significa ser primitivo, Miguel. Todo artista tiene padres
múltiples y no tiene por qué avergonzarse de ellos.
Mi padre lo miró airado y no le respondió. Estaba poseído por Dios y el diablo
y de repente me sucedió algo inexplicable. Aquel hombre que tanto había amado y
que tanto me había hecho sufrir era mi padre y no lo era. Era algo más que mi padre.
Era un héroe del espíritu y trabajaba febrilmente por encontrar las claves del
universo, un santón, un loco, un obseso como Kurtz, como el capitán Ahab, algo
inexplicable que dejaba sin sentido todas mis reacciones aniñadas de amor y odio,
todo eso que para mí tenía tanto sentido o sin sentido, como la felicidad.
Hubo un momento de silencio e impulsivamente me levanté a darle un beso.
- Me has hecho feliz esta mañana, padre -, le susurré al oído y al instante vi
algo horrible en sus ojos. Vi la luz violeta del que se halla en el umbral de un
descubrimiento, y también el ridículo que acababa de hacer porque todo eso de la
felicidad no tenía para él ningún sentido. Sencillamente me había entrometido en su
camino, en su vida y al fin comprendía -. Me he alegrado mucho de encontrarte tan
en forma -, le dije y en ese momento era sincera y no sólo sentía una pena honda y
real; me sentía ligera y como si me hubiera liberado de un peso hondo que venía
ahogándome.
- Mientras trabajo estoy bien, hija, ¿y tú?
- Me ha hecho mucho bien este viaje. Soy otra. A mí no conseguirás matarme.
- Eso hay que celebrarlo.
- Debes hacerlo hoy, esta noche. Mañana me voy.
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- Todavía no has visto mis cuadros.


- Me encantaría verlos antes de irme.
- Lo celebraremos ahora mismo y luego seguimos viéndolos.

Había tenido momentos febriles en los que había hecho hasta dos cuadros al
día y pintado seis al mismo tiempo, siempre en formatos pequeños, y un número
indeterminado de dibujos, en los que se reflejaba prisa en la ejecución, pero con el
mismo genio amargo y la misma brillantez y seguridad que en los del río; el color
estaba en todos los temas, en el mundo mágico dogón cuyas mujeres parecían
pequeñas bestias abriéndose paso entre rocas y arbustos espinosos; en las cruentas
cabezas de animales sacrificados; en los abrevaderos con cebúes, camellos y burros;
en los retratos de viejos sin cuello, omoplatos desnudos y mentón de mono que nunca
sonríen; en los estridentes colores de figuras femeninas de ojos desorbitados,
entregadas en cuerpo y alma al trabajo; en la carismática mirada de los escritores y
artistas de su devoción, algunos como Quevedo y su propio y siniestro autorretrato
de un tenebrismo mórbido; e incluso en el crudo horror de su colección de muertos,
en los que alternaba la lírica de la mujer con lo grotesco del hombre, hermanados
ambos por una única mascara. En la serie de acuarelas sobre el río, de exquisita
finura, casi todos eran desnudos femeninos: los había con poses provocativas y otros
tumbados boca abajo con la cabeza levantada y ojos saltones, mirando hacia la nada;
también se veían mujeres deambulando melancólicas por la orilla, reducidas a
envoltorios de ropa con bebés en la mano o a la espalda, que no obstante daban a la
desolación del paisaje un halo románticamente aceptable; niños que luchaban y
jugaban en el barro; hombres pescando.
- De cada serie puedes llevarte el cuadro que más te guste - me dijo. Y
Fabrizzio al oírlo me miraba enloquecido, contando los cuadros y su valor; pero mi
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desilusión no obstante hacia mi padre era tanta que tenía los nervios destrozados. Ni
una sola pintura sobre la niña y no se me iba de la cabeza la imagen solitaria de
Marina, a la que Amadou había llevado por la mañana al dispensario de Bandiagara;
y me veía a mí misma, casi con su edad, reflejada en ella; y era horroroso. El
monstruo, el devorador de todo tipo de seres animados e inanimados, no se privaba
del placer de devorar a su niña, igual que había hecho conmigo; pero con la
particularidad de que mi media hermana apenas tenía tres años.
- ¿No te gustan?
- Me encantan, padre.
Y cuando creíamos que había terminado, se dirigió a la puerta, que a todas
luces parecía falsa, y nos indicó con un gesto que lo siguiéramos. Nadie entra aquí,
pero hoy es un día especial. Es mi celda y algo más, tal vez mi mausoleo, dijo al
abrirla. Los escalones descendían en vertical a una sala cuadrada del tamaño del
estudio, con una inmensa esterilla de esparto, varios pufes, una mesa con cajas de
pintura, y a un lado una ventana enrejada sobre el valle. Los ojos tardaron un
tiempo en hacerse a la penumbra. Las dunas en las distancia tenían una luminosidad
tan fuerte que, al incendiar la roca en la que estábamos, creaban por contraste esa
penumbra que en un principio nos había dejado ciegos y, sólo segundos después,
inundaban de oro y magia las paredes. En una de ellas, un gran lienzo en blanco y en
el suelo acuarelas, guaches, tablas, esculturas, cerámica, y un sinfín de objetos
apilados unos encima de otros: máscaras y estatuas primitivas, toscas y horribles, de
las mitologías dogón, tywara, minianka, y senufo; guitarras, joyas, y pendientes peul,
calaos, cerraduras, estelas, y todo lo que había recogido en aquellos diez años. Los
cuadros se amontonaban en los rincones. Un pálido cuerpo de color terracota se
fundía en una luz nebulosa de tonos rosáceos y dorados. Era una imagen de ojos
almendrados. Era Hala, de nuevo, y sus rasgos partidos y el pelo estaban
configurados mediante delicados toques rosa, ocre y bermellón. ¡Dios mío! Su
producción era incontable: autorretratos: vestido en diferentes disfraces y desnudo,
en los que se volcaba en sus horas bajas, cuando andaba falto de ideas y como
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ejercicio contra la rutina; algunos aterradores: uno de ellos era de proporciones


gigantescas y desafiantes, como el del que está dispuesto a todo, otro observaba las
nalgas de una muchacha desnuda, otro acechaba a un grupo de mujeres que se
bañan; el que aterrorizaba con cabeza de fauno y una formidable dentadura a unas
niñas producía una sensación terrible de asco.
- Es pura fantasía, hija, sueños tan sólo; no dejes que te asusten. El artista es
caprichoso, horrible, violento, y tierno como la propia naturaleza, pero todavía no he
comido carne humana y vivo de ensaladas y pan mojado con vino. La carne la
pruebo cuando tengo invitados y eso sucede en contadas ocasiones. No desconfíes
nunca del artista porque vive de los restos que dejan los cerdos, y tiene el corazón
blando de un bebé. Su objetivo único es la vida.
- Pero son terribles, padre.
- La fealdad humana es abrumadora. En ninguna parte se siente como aquí,
pero yo quiero hacer de esa fealdad algo bello para la humanidad.
Entre las sorpresas más llamativas, y envuelta en un trapo lleno de polvo, una
serie sorprendente y muy bonita dedicada a su madre; sorprendente porque en más
de una ocasión ella le había hinchado un ojo y ese ojo ahora la descubría en la
distancia dulce y tierna: como una madona campesina sosteniendo amorosamente un
niño en brazos, que era él mismo, con bastón y mantilla yendo a misa, frente a la
jaula del canario, durmiendo en la mecedora o agonizando en su cama. Su memoria
visual era asombrosa. La odiaba profundamente, nos dice; tenía gustos de criada,
pero nunca le perdí el respeto. Era intolerante, y una magnífica parlanchina.
¿Quieres que te confiese una cosa? Creo que sin saberlo he estado secretamente
enfermo desde su muerte y cada vez que el estómago me hace bramar de dolor me
acuerdo de ella. Del abuelo no tenía un solo retrato y siempre había sentido por él un
calor hondo. Se lo hice notar y me contestó que el abuelo tenía que esperar porque
quería que su retrato fuera definitivo. Tampoco tenía retrato alguno de su hermana,
y se había hecho pintor por ella, o eso al menos creía hasta contarnos la anécdota de
Picasso. Era más que una religión para mí. Fui a verlo a su casa de Notre-Dame-de-
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Vie, siendo todavía un mozalbete, y no me recibió. Me había aventurado en Francia


sin un duro y, tras dos días sin comer otra cosa que basura y fruta robada, Picasso no
me recibió. Ese día juré que sería tan bueno como él.
- Deberías bajar a la arena de las exposiciones. Nunca serás bueno con un solo
cuadro, Miguel - insistía obsesivamente Fabrizzio.
- No tengo noticia de que Dios hiciera otra cosa que el mundo.
- Tal vez, pero ¿por qué no puede el mundo ver tu obra?
- Hay dos clases de artistas, los del mercado y los inconformistas. Estos son los
que hacen crecer la historia.
- Duchamp decía que sin espectador no hay arte. ¿No será que te da miedo
exponer al lado de otros?

- Si tuviera a mano una pistola cuidarías tus palabras. Amigo Fabri, no has
entendido nada. El viaje a la inmortalidad es penoso e intrincado, porque la
celebridad no sacia y el éxito me parece más un resultado que una meta. Mi objetivo
es mejor. Tengo en mi cabeza una manera de pintar y una perfección que alcanzar, y
de momento tan sólo soy un pintor que vive retirado del mundo, ocupándose de la
pintura, sin pedir nada a nadie, ni honor ni estima. Te diré lo que decía Flaubert,
otro tan bárbaro como yo: no busco llegar a puerto sino a alta mar y si naufrago os
dispenso el luto. Me recuerdas, Fabri, a aquel zafio marchante con orejas, hocico, y
cabeza de cerdo; por ahí debo tener una caricatura suya. No le gustaba mi obra
porque no hacía las cosas como el resto de los artistas. No era tan subversivo, salvaje,
y revolucionario como Picasso, Gris, o Kandinsky; y eso me encendió la sangre. ¿A
usted le gusta Kandinsky? Venga mañana y tendrá el cuadro vanguardista que
quiere. Esa noche imité el estilo de uno de sus lienzos, y se fue encantado. Es lo más
caro que he vendido en mi vida, y me costó menos de dos horas de trabajo. Y no
puedo ser tan revolucionario como ellos porque las vanguardias han topado con un
muro que les impide evolucionar, y ya no son camino. Esa es la tortura. Hay que
239

buscar temas nuevos y frescos, inspirados en la vida; y para este lienzo en blanco
tengo la impresión de que no he vivido lo bastante. Todos los días bajo a verlo, me
siento frente a él y me asusto porque no acabo de verlo. Me compré un generador
para poder trabajar por las noches cuando nadie me molesta, convencido de que la
luz del día hay que verla de noche. Amo apasionadamente la noche, que aquí es
negra como la tinta y me produce una gran serenidad. Me compré una pipa y ni
envuelto en una nube de hachís, apio o láudano, consigo ver el tema. Con el hachis
veía el lado bueno de las cosas, pero la vida va más lejos. Fue cuando entró Hala en
esta casa y nunca he sido tan feliz hasta que se quedó en estado. Era tierna, amable y
ardorosa, pero no quería posar, decía que le quitaría el alma si lo hacía; entonces
tuve que traer modelos, y es cuando empezaron los problemas. Si no se hubiera
tirado de la roca, tendría que haberla tirado yo mismo porque la vida era un infierno
a su lado. Tengo esos portafolios llenos de bocetos: mujeres de rodillas y hombres con
la cabeza cuadrada castigándolas, brujas, diablos, ángeles desnudos, y todo es una
mierda. Me falta dar con una alegoría de relevancia universal; algo de significado
misterioso que haya tenido en jaque a la humanidad desde el principio del mundo y
que hable por sí mismo, pero no la veo. A veces me convenzo de que la respuesta está
en la guerra de todos contra todos como en Goya, en Picasso, y en ese tema de la
Ginna que he tomado y abandonado tantas veces. Esas mujeres viven bloqueadas y
traumatizados por el sexo. Los poetas han generalizado su situación, pero aunque las
lleno de máscaras, no acabo de verlo. El mundo es una gran mentira y las máscaras
son el mayor símbolo de la mentira que todos llevamos puesta; pero tampoco es eso.
Hay mañanas en las que al despertar me invade una dicha intensa. Hoy voy a
empezar ese cuadro. Todo brilla a mi alrededor. Las cosas son un destello
instantáneo, un juego: el juego de un niño que al igual que el pintor juega a
modificar el mundo. Hoy voy a empezar ese cuadro. Lo veo en la mente pero no en el
dibujo y en el color. Quiero pintar la luz y pinto ciegos mirando la oscuridad; quiero
pintar el sonido y los guitarristas son sordos al mundo. Me aterra pensar que el día
menos pensado coja el sida, la sífilis, o me quede impotente sin haber logrado la obra
240

que busco. Lo importante, me digo no obstante, es olvidarse del tiempo, hacer arte
para uno mismo y no para el público; la prisa está por demás y con suerte puedes
vivir un milenio. Repaso lo que tengo hecho sobre los dogón. A los hombres les asusta
la mujer y por eso la maltratan. A las mujeres les asuntan los hombres y por eso les
gusta encerrarse en la Ginna. El bestiario familiar con el que adorno sus máscaras no
es suficiente para ese cuadro y tal vez deba recurrir a tigres y panteras. También me
obsesiona pintar el paraíso, solo que mi cielo estaría representado por miles de
gusanos royendo cadáveres. Todo es una contradicción y sé que tampoco es eso.
Podría hacer un cuadro sobre nada, un cuadro lírico y reflexivo que se mantuviera
por la fuerza interna del color. La nada es un sueño de mi adolescencia, que me
devuelve el interés por la pintura, y desde entonces soy de los convencidos de que las
obras más hermosas son aquellas en las que hay menos materia; pero no acabo de
decidirme y en mi cabeza bailan todo tipo de temas: restaurantes en los que sólo se
come mierda, burdeles gigantescos sobre el mapa de África, el continente más
podrido, en los que metería a los varios cientos de mujeres a las que he desnudado
hasta los talones. Sería divertido. Hay que divertirse un poco antes de reventar,
amigo Fabri, pero no es eso y todo me da vueltas. Me vine buscando
desesperadamente la luz y, aunque la tengo, a veces el silencio es tan opresivo que ni
los paseos por estas rocas, la pesca, y los vagabundeos por las desoladas orillas del
Níger consiguen aclarar mis ideas. El viajar me divierte enormemente y hay
momentos en los que experimento la sensación de que mi vida acaba de nacer. Me
imagino como un artista absolutamente nuevo, que sea el compendio de todos los
artistas anteriores, y para estimular mi imaginación me doy baños de agua fría.
Enseñé a Amadou, entonces un golfillo famélico, a jugar al ajedrez, y pasamos ratos
deliciosos sentados en la estera sin hablar. A veces dormimos entre fetiches. Es tierno
y encantador. Es totalmente mío. El perro más fiel que he encontrado en mi vida.
Con él no cabe ni la soledad ni la tristeza; para documentarme viajamos de aldea en
aldea, visitamos mezquitas, engullo carne y pescado hasta reventar, es el único
momento en el que me permito excesos; río a calzón quitado, él no participa conmigo
241

de estas explosiones de vida, es un buen musulmán y a veces me indignan tanto sus


rezos que me gustaría romperle su piedra negra en la cabeza mientras besa el suelo;
pero me contengo y lleno cuadernos de dibujos, porque lo mío es otra cosa. Sigo en la
duda de si voy por buen camino y de si no me habré dejado algo importante detrás,
como por ejemplo a los clásicos. Ellos sí supieron, cada uno en su estilo, investigar el
mundo y la vida humana. Sus cuadros semejan la sorpresa de quien abre una puerta,
esperando encontrar un paisaje nevado y descubre palmeras. Ese sin duda debe ser
el cuadro, me digo, algo tan humano como un grupo de musas, de rostro jovial,
danzando en la niebla de estas montañas o, mejor aún, un cuadro que represente el
reino de los muertos, encogidos como fantasmas al otro lado del umbral de la vida
mientras un viejo, el hombre más viejo del mundo, disfruta bajo la sombra de una
techumbre verde, negándose a atravesarlo. Lo titularía “Segunda vida” o, tal vez,
“Sueño eterno”. Con Amadou y los clásicos he descubierto que cuanto más vive uno
más importante es la vida, y ese podría ser mi cuadro, aunque me aterra empezarlo.
- ¿Amas a ese muchacho?
- ¿Vuelta a las andadas, amigo Fabri? Prefiero las putas. Soy un acérrimo
partidario del amor universal.
- ¿Y no te encuentras muy solo?
- Tan solo que podría matarte.
- ¿Pero es posible decir ya algo nuevo en pintura?
- Esa es la pregunta que me hace bailar los sesos y mi respuesta es sí. Debe ser
posible, aunque me veo enfrentado a dos cumbres y temo caer en Picasso o en un
Matisse mironizado; por eso me aterra empezarlo. El tema debe ser moderno y
antiguo, de simplicidad primitiva, una alegoría universal. Creo que estoy dando
palos de ciego.
- Me parece que sí, padre, y sin embargo todo lo que nos han enseñado es el
mismo tema. Te fascinan los dogón porque su vida es un milagro, un esfuerzo titánico
por sobrevivir casi tan grande como el tuyo. Ahí tienes una alegoría universal, el
milagro de la vida, ¿acaso esperas mejor tema? Mira con audacia dentro de ti y no
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sólo a tu alrededor; en la vida de los dogón, pero sobre todo en ti mismo y en tus
impresiones y emociones ante esta naturaleza descarnada. Tú mismo has dicho que el
objetivo del artista es la vida. Aquí cualquier cosa es tema.
Se quedó mirándome en silencio, como si acabara de oír una revelación.
- Esos hombres y mujeres viven con nada - añadí -; no tienen nada y viven. Tú
mismo, padre, vives con nada. Me encanta la idea de ese anciano milenario
negándose a cruzar el umbral de la muerte.
Siguió mirándome como quien oye una revelación. Tenía la cara hinchada y
violácea, como si el corazón de pronto le latiera irregularmente y no consiguiera
respirar.
- Si pintara, hija, con el pensamiento, ¡qué pintor sería!, pero no soy filósofo -
dijo al rato -, y sólo hay un paso de lo sublime a lo ridículo. No es tan sencillo y creo
que todavía no le ha llegado la hora de pintarlo. Sin embargo, me he preparado este
sofá para la ensoñación y estoy dispuesto a bajar cada noche a esta cámara de
torturas y no levantarme hasta la mañana. Hago docenas de bocetos, los detalles más
triviales me asustan y no debo tener prisa. Aquí no llega ni un suceso, ni un ruido. Es
la nada total y puedo oír cómo hierve mi cabeza. Espero, Dulce, que puedas soportar
mis silencios y que no te enfades conmigo si alguna vez me escapo con Amadou a
Mopti o a Bamako para distraerme. Deberás tener paciencia hasta que lo acabe;
luego me tendrás todo el tiempo que quieras y viajaremos juntos donde tú quieras.
El último cuadro en enseñar lo titulaba “Dunas” y parecía un estudio inocente
de la naturaleza. Lo había pintado desde el interior de su celda, y la ventana tenía un
leve toque flamboyán que humanizaba la brutalidad amarillenta del paisaje. Apenas
había distancia entre la ventana y las dunas. En primer plano, y como si se tratara de
un homenaje a Adán y Eva, la figura de Amadou con un brazo en la cintura de la
muchacha, uno de sus tantos modelos; al fondo un paisaje de dunas en forma de
montañas, de una presencia tan misteriosa, primitiva y aterradora, que cortaba el
aliento. Los ojos del joven las miran con espanto. Era un paisaje nada lírico que se
imponía poderosamente y, sin embargo, la muchacha, con los brazos levantados,
243

contempla las dunas con la decisión de quien descubre un jardín florido, un Edén,
reflejando una firmeza en la mirada y una voluntad de vivir que emocionaba. El aire
entre la ventana y las dunas era bruma y oro en movimiento. Las mismas dunas,
sobre las que caía un sol inmisericorde, parecían palpitar y temblar, como si fueran
senos móviles o los propios pechos tiernos de la muchacha. Era sin duda el mundo
primitivo y mágico de belleza inhumana que mi padre había buceado desde su
llegada. Era la expresión más completa de su espíritu y de su imaginación. Lo
descubrí en los ojos enfebrecidos de Fabrizzio, y no sé si era su cuadro más
importante, pero a él se lo parecía y a mí también. En aquel lienzo había puesto todo
el color de su mente y todo el calor del alma, todo lo que sabía de la vida y del arte. El
temblor y el eco de la vida traspasaban el umbral de lo invisible y de un mundo que
se extendía más allá del marco del cuadro. Los ojos huían de la muchacha hacia las
dunas y éstas eran una llamarada sobrecogedora de vida que a mi padre parecía
haberle pasado desapercibida.
Al marcharnos, el último rayo de sol se perdía en el horizonte al tiempo que la
luz blanquísima de las dunas del cuadro se teñían de rojo, igual que las del
crepúsculo, mientras el fondo de la celda se hundía en una repentina oscuridad que
envolvía todos sus objetos.

18 NO AMES DEMASIADO

Or you will grow out of fashion


Like an old song
244

Yeats

- Me habías prometido un cuadro de cada serie, padre.


Se encogió de hombros y, tras reflexionar unos instantes, enrolló uno a uno los
cuadros de la abuela en el trapo que los cubría, y me los dio.
- Hoy me has cogido en una de mis horas bajas, hija. Los otros son fragmentos
de ese cuadro futuro y los puedo necesitar - dijo pasándome cariñosamente la mano
por el hombro; pero su voz hosca e indiferente me dejó tan perpleja que no supe
reaccionar a tiempo y, ya en la salida del estudio, adonde me había ayudado a subir
empujándome ligeramente por la cintura, como si quisiera librarse de mí cuanto
antes, reiteró que algún día los tendría.
- ¿Piensas regresar? - le pregunté.
- ¿Regresar? El tiempo apremia y todos los ángeles de mi juventud se habrán
convertido en amas de casa con cientos de chiquillos mocosos. Tal vez muera aquí, en
mi Sanga.
Cruzamos el recinto en un silencio tenso e interrumpido por Dulce que hizo la
despedida soportable. Mi amiga parecía vivir un cuento de hadas y hacía de
anfitriona como si fuera algo maravilloso y connatural en ella.
- Por si no nos vemos, padre, quiero ese último cuadro.
Se quedó sin habla unos momentos, como reflexionando, y al fin dijo:
- Temía que no me lo pidieras, hija, y ya me empezabas a desilusionar. Ha
estado en mi celda demasiado tiempo y es hora de librarme de él o no conseguiré salir
del atolladero. Es tuyo, pero con la condición de que no lo vendas.
Me cogió de las manos el rollo que llevaba bajo el brazo y al verlo regresar a la
celda para embalarlo con el resto las lágrimas me resbalaban por las mejillas. Mi
alegría era tanta como la desilusión de Dulce, que también se había dado cuenta de la
importancia del cuadro y le había desaparecido la luz de los ojos, como si en vez de
esposa se considerara ya la viuda que está contando su inminente herencia. Las dos
245

nos quedamos en silencio sin mirarnos y sin saber qué decir. Era lo más conseguido y
completo que le había visto, y me moría por tenerlo en mis manos. Fuera de la casa y
con mis cuadros bajo el brazo, oí que Fabrizzio le pedía a Marinita, dándole a
entender que nuestro compromiso matrimonial era un hecho consumado: estará
mejor con nosotros que en ese dispensario, Miguel; y al punto se me cortó la
respiración. Acababa de escuchar la petición más obscena del viaje y necesité tiempo
para serenar la turbación repentina, la cólera, y la indignación que sus palabras me
habían producido; porque sólo podían tener un sentido: este cuadro y la promesa
vaga de nuevos cuadros le había decidido a dejar al fin a su mujer y vivir conmigo.
- Sí, creo que estará mejor con vosotros.
- Vamos y les decimos a esas monjitas que nos llevamos a Marina. ¿Así de
sencillo, padre?
- Basta con que les digáis que eres mi hija.
- ¿Necesitas algo? -, le preguntó Fabrizzio.
- De una forma o de otra me llegan las noticias del mundo. No hace falta que
me mandes más libros y periódicos.
- Me cuesta muy poco hacerlo, Miguel.
Sabíamos que nunca nos volveríamos a ver. Mi padre me dio dos besos en las
mejillas y, tan proclive como siempre al sentimentalismo, lo abracé con una
lagrimita y al oído le dije: has sido muy amable conmigo por darme ese cuadro, por
tener el talento que tienes y por quererme un poco. No me contestó y, temerosa de
tropezar en las piedras, le di la mano a Fabrizzio y los dos fuimos caminando en
silencio hacia el campement. Al entrar en las callejuelas de Sanga, me di cuenta de
que no me había despedido de Dulce, y quise volver. Fabrizzio me lo impidió con
buen criterio, y a punto estuve de gritarle que era un cerdo; pero me di cuenta de
que no valía la pena, que él mismo me había enseñado a desconfiar de él mismo, y
seguí caminando a su lado siempre en silencio.
Era una noche hermosa y de intenso calor. Mientras caminábamos y le oía
hablar, una voz interior me gritaba tan fuerte la palabra “cerdo”, que casi me
246

extrañaba de que él no la oyera. Decía cosas increíbles. Decía que había que
celebrarlo y que había sido una visita más interesante de lo esperado; “más
lucrativa”, le faltaba decir, como si los cuadros fueran de los dos, y esa noche lo
celebramos con vino y vela, ricamente ataviados, yo con mis mejores galas y él
aderezado como para una fiesta. ¡Qué lista has sido, querida! Tampoco tú has estado
mal con el cuadro del “Parto”. Pero tú me has ganado, has sido más lista, decía, y la
frase la repitió tantas veces que me convenció de lo lista e inteligente que había sido,
y no le llevé la contra. Al acabar la cena le dije que quería tomar el aire sola, salí
hacia el paseo de los baobab, totalmente a oscuras, y en seguida oí unos pasos
conocidos a mis espaldas. Ahora que tenía cuadros tan valiosos me propondría
matrimonio a no tardar; no podía dejarme ir así como así, ahora menos que nunca;
me cogió el brazo y su mirada era tan poderosa que tampoco intenté desarmarlo.
Sencillamente le dejé que se hiciera todas las ilusiones del mundo, que me besara
todo lo que quisiera, y luego regresamos sobre nuestros pasos al campement donde,
fingiendo un cansancio infinito, quedamos en salir tarde a la mañana siguiente y nos
acostamos cada uno en su habitación. Pero la agitación en mi interior seguía y era
tan grande que no podía dormir, y estuve oyendo el ladrido de los perros hasta que se
me vino encima la mañana sin darme cuenta del tiempo que llevaba pensando junto a
la ventana, dándole vueltas y más vueltas a las cosas, y sin saber si gritar o irme.
Tenía claro que ser yo no había sido suficiente para nada, que no había sido nada
para mi padre, que ni siquiera me había permitido pasar unos días con él en su casa,
y menos que nada para Fabrizzio. ¡Cómo me habían engañado! Primero mi padre y
luego Fabrizzio, a cuyo lado había pasado el pájaro de la felicidad sin rozarme.
Había parecido amor en un principio y, aunque no lo olvidaría, se había quedado en
nada, y ese era el segundo descubrimiento. Hacia las tres, el diablo caminaba a mi
lado y me tentaba. Estaba sola en el mundo como a los quince, como a los diecisiete
años; tan sola y desconcertada como entonces; sólo que esta vez tomaría una decisión
y no me equivocaría como con Sebastián. Siempre me había equivocado con los
hombres y ahora veía que la culpa no era sólo de ellos. Siempre en el aire la gran
247

pregunta de qué hacer con mi vida, siempre metida en un túnel, siempre cansada y
ahogándome, siempre posponiendo la decisión definitiva. El viaje, con el ajetreado ir
y venir de ideas y encuentros, no me dejaba dormir porque al fin veía la luz. A las
tres pude dormirme y, aunque fue un sueño ligero e intranquilo, en el que no dejé de
oír el ladrido de los perros, me desperté al alba con la convicción de que mi vida
había dado un giro radical. La decisión estaba tomada, y salté del camastro
cantando. Iba a hacer lo que tenía que hacer. Iba a ser yo misma al fin, y mi cabeza
se llenó de canciones:
“I love my baby, she is my baby..
No tengo a nadie en el mundo más que a mí misma.
Marina no tiene a nadie en el mundo más que a mí”
y media hora más tarde salía en mi coche como una exhalación, sin poder contener
los latidos del corazón:
I love my baby, she is my baby and my baby loves me
acariciando la idea de darles una lección de humanidad, de rescatar a Marinita, de
coger el barco y de huir, de desaparecer con el único ser que me necesitaba, y de
rezar y rezar. La idea no me había dejado dormir en toda la noche y hacia las seis
dejaba atrás como una exhalación el paseo de los baobab, Sanga, y las planicies
rocosas de los Dogón en dirección hacia Bandiagara y mi Marina.

El orfanato, pegado al hospital, era una construcción provisional de cabañas


con techo de paja, unos postes de soporte y esterillas en el suelo, donde dormían
medio centenar de niños y niñas, algunos con síntomas claros de desnutrición.
- ¿Ustedes, hermanas, siempre dicen la verdad?
- Siempre, hija.
- ¿Y no pueden decir una mentirijilla piadosa para salvar a dos mujeres
248

desvalidas?
- ¡Hija! Eso es distinto.
- Vendrá a no tardar el arquitecto del hospital, don Fabrizzio, ¿ustedes lo
conocen?
- ¿Y qué debemos decirle?
- Que hemos cogido el avión en Mopti rumbo a Europa esta misma mañana.
- No podemos darte a Marinita.
- Vamos a ver si me entienden, hermanas. Tengo el permiso de mi padre.
- Tu padre, hija, es un alma de Dios, una gran ayuda; pero id con Dios si ese es
su deseo.
- ¡Gracias, hermanas! Os dejaré el coche en el puerto. Podéis quedaros con él.

El Tombouctou navegaba en silencio por el centro del río aguas arriba,


envuelto en sombras y sin otro sonido que el de su quilla cortando como un cuchillo
el pastel sereno del agua. De vez en cuando, ecos de tambores metálicos que salían de
poblados y casas enanas y sin luz, a los que era imposible no prestar atención porque
su sonido movía las planchas de la grasienta máquina. Luego sobrevino el canto
nupcial de las ranas que dio paso a nubes de mosquitos y a un paisaje sin vida en el
que se respiraba el incienso de la muerte. De vez en cuando un cerco amarillento,
formado por pequeños fuegos en la rala espesura, que no podía competir con las
estrellas. Marina dormía en mis brazos. La noche anterior había dormido abrazada a
mí en la cama del hotel, y por la tarde la había llevado al barco con la cabeza
hundida entre mis pechos como si estuviera mamando. Su bubú le venía pequeño y le
compré media docena. Le compré un camello de paja, un silbato de madera, dulces,
un collar de pelo de camello. Le compré todo lo que quiso, sin soltarla de la mano, y,
cuando el barco empezó a alejarse lentamente de la orilla, ella me preguntó por su
249

madre. ¿Mamá? Le dije que su mamá vendría pronto a verla: elle viendra te voir.
¿Demain? Mañana no, amor, mais, dans quelque jour. Ahora yo soy tu mamá, elle
m’a dit de t’amener avec moi et d’être ta mamá, tu veus? Oui, oui, tu ma mamá, me
decía con ojos cándidos y confiados mientras me ahogaba con sus abrazos. Cogía mi
mano como si sostuviera en sueños una mariposa. Entre mi hermanita y yo había un
lapsus de veinticuatro años, pero aunque éramos tan diferentes como la tiza y el
queso, ella cazaría mariposas para mí y yo para ella. Sentada en la tercera cubierta,
se oían las voces y los gritos de los nativos, los balidos de las ovejas en la primera
cubierta, y las voces de un grupo de franceses que bebían y se hablaban también a
gritos. Estuvieron bebiendo hasta entrada la noche y a intervalos me miraban con
sonrisa compasiva, mientras a mí las lágrimas me resbalaban silenciosas por las
mejillas. No eran lágrimas de melancolía. Sabía que nunca volvería y que un capítulo
de mi vida se había cerrado; pero me sentía más cerca de la vida que nunca. Con el
dedo en la boca les pedí que bajaran la voz, ma fille dorme, les dije, y ellos, al
retirarse, siguieron lanzándome miradas sonrientes y compasivas. Mi niña tenía casi
la misma edad que mi Marina, y dormía. Sus muslos eran fuertes y largos. Su piel
tostada era fea para otros pero hermosa para mí, y tenía unos ojos verdes tan
grandes como los de su madre, unas pestañas larguísimas, unos labios gordezuelos, y
una boca maravillosa que, cuando reía, enseñaba unos dientes preciosos. De todos los
regalos de mi padre éste era el mejor. También me había hecho el regalo de
descubrirme quién era yo, y la saliva fluía suave hacia mi boca. Había salido de su
casa arrastrándome como una hormiga por los esputos de su garganta, y al fin me
bastaba con ser yo misma; me sentía más segura, más sabia, más responsable y
dispuesta a lavar mi mala conciencia con mi hija en la persona de esta nueva hija, y a
él lo veía tal como era: burlón, encantador, sencillo, un artista voraz de sensaciones,
y un cerebro de hierro pobre de sentimientos e incapaz de querer a nadie, un
monstruo del espíritu, un genio con una inteligencia diabólica, un ojo inmenso en la
hendidura de un cráneo entreabierto con el que miraba a todo el mundo y sólo veía el
color de sus sueños. Lo siento por ti, padre, no has podido querernos, pero me has
250

hecho mucho bien. Me has descubierto quién soy, y me has dado tu mejor regalo.
El único verde al amanecer estaba en el agua, entre los caballos que pacían en
las márgenes del río. Más allá el mundo antiguo aparecía a los ojos absoluto e
inalterable, como fuera una vez antes de la aparición de la linfa y la savia. El aire que
encendía la yesca daba paso en las planicies al viento, y a una arena de ojos
amarillos siempre cambiante que caía sobre los poblados sin más sueño que el polvo,
a una naturaleza yerma, triste, encendida, y sin salida. Al igual que aquel desierto en
llamas, mi padre era una zarza que ardía sin consumirse, pero haría falta más de un
rayo en su cabeza de piedra para crear una ruina tan hermosa.

Querido padre:
Ésta es mi última carta y con ella te digo adiós para siempre. Hemos llegado felizmente a
término, y el mismo día he enmarcado tu cuadro de las Dunas; luego he abierto las ventanas y, bajo
la atenta mirada de Marinita, lo he colocado en mi dormitorio; al instante la habitación se ha
inundado de oros. Al día siguiente hemos comenzado nuestras actividades: Marinita en la guardería
y yo en la Facultad de Bellas Artes, de donde he traído a un grupo de compañeros y de profesores -
no he podido remediarlo -, a ver tu cuadro. Tampoco he podido negarme a exponerlo en la Facultad
y no ha pasado un mes y ya he recibido ofertas de coleccionistas privados y de media docena de
galerías, la noticia se ha expandido como el fuego: de la Bruno Bishofberger, carta en la que se ve la
mano de Fabrizzio; de la Stefan Röpke de Colonia; de la Mec-Mec de Barcelona; de la Caixa de
Madrid; de la Yvon Lambert de París; y de la Anina Nosei de Nueva York. Ya ves, eres un
monstruo, padre. Todos se encandilan al verlo, pero descuida que tus Dunas no saldrán de mi
habitación. He descubierto en él que eres más sentimental de lo que imaginaba. Lo tengo delante de
mí y sobrecoge lo que una ve en los ojos decididos de la muchacha. La miro día y noche, y descubro
con emoción que has pensado en mí más de lo que imaginaba, y eso me ha conmovido. No sé si soy
como ella o si ella es como tú esperas que yo sea, pero sus ojos son los míos y su larga cabellera de
fuego es la mía. Casi lo juraría. También me dicen que te has enfrentado en ese cuadro no sólo con
dogmas y escuelas sino contra todo lo antiguo y oficial. ¡Qué monstruo eres, padre! Me lo confirman
los que lo ven, mis compañeros y profesores, la prensa y los especuladores. Según ellos es una obra
definitiva que te consagra; pero eso lo dicen porque no saben que tu sueño es otro y está en ese gran
251

lienzo en blanco, con el que vas a iniciar la pintura del siglo XXI; y yo celebraré que así sea aunque
te destruyas. Es tu deber intentarlo y me desilusionarías si no lo hicieras.
De niña, padre, todo era color de rosa a tu lado y no se me ocurría otro color. Jugaba,
saltaba, cogía flores, disfrutaba de la vida como una loca, como cualquier niña de mi edad; luego
empecé a andar por un camino teñido de azul con extrañas pigmentaciones rojas y me asusté porque
ya no había flores. En mis noches de insomnio he hecho examen de aquello y de todo lo que he visto y
vivido a tu lado y, aunque en tus comportamientos hay cosas terribles y como padre no interesas - los
padres sois deprimentes -, y ya no me asusta ser tu hija. Lo he meditado a fondo y he comprendido
que ser un artista superior exige atreverse a todo, bajar a los infiernos, conocer los secretos del arte,
y dedicarles la vida.
¡Que seas feliz si es que puedes y te importa! Marinita y yo vamos a intentarlo.
Marina Romero
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INDICE

1. POR QUÉ DEJAMOS DE AMAR.............................................................. 7


2. UN CUADERNO DE DIBUJOS................................................................. 34
3. HUELLAS................................................................................................... 50
4. EL CAZADOR........................................................................................... 57
5. PASE DE MODELOS................................................................................ 69
6. ME LLAMO MARINA ROMERO........................................................... 81
7. EL ENCUENTRO..................................................................................... 100
8. UN RÍO NUNCA DECEPCIONA............................................................ 111
9. CUADROS DE UN SALVAJE.................................................................. 128
10. UNA HUIDA INESPERADA................................................................. 146
11. DULCE TOMBUCTÚ............................................................................ 152
12. FILOSOFÍA DE UN LIBERTINO........................................................ 172
13. EL SUEÑO DE JACOB.......................................................................... 181
14. UN IDILIO HERMOSO........................................................................ 192
15. EL FINAL DE TODO AQUELLO...................................................... 205
16. SANGA................................................................................................... 214
17. EL CANÍBAL......................................................................................... 236
18. NO AMES DEMASIADO.................................................................... 262

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