Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Benjamín Palencia
Gauguin
Yeats
4
alrededor y, en la superficie, burbujas que iban corriente abajo más deprisa que el
barco. No había otra brisa que la que movía el barco, y era cortante y fría. Al alba,
una cierta palidez inundó de luz las planicies, salió el sol incendiando las dunas y el
frío de la noche y los mosquitos desaparecieron, dejando al descubierto casas de
adobe diseminadas por las orillas y toda aquella inmensa lámina de plata,
temblorosa, atemporal e inmutable de siglos, por la que el barco avanzaba sin
sonido. Aparecían pequeñas piraguas que se deslizaban a ras del agua cargadas de
enormes bultos y pasajeros. A los lejos, y entre islas de escasa vegetación y hierbas
amarillas, más piraguas con el barquero en popa hundiendo la pértiga hasta el
fondo, y avanzando. A ambos lados, un horizonte ilimitado de arenas abrasadas,
tierras rojas y amarillas, monte bajo y estepa, puntos negros de rocas calcinadas y un
cielo azul brumoso en la distancia.
El Tombouctou seguía corriente abajo en silencio, garzas solitarias en las
orillas, cormoranes negros por el centro formando uves, charranes y chorlitos
solitarios como los que en el mar vuelan veloces besando el agua, cabezas de
hipopótamos que resoplaban, lanzaban sus géiseres al aire en un segundo y
desaparecían. La cubierta superior se llenaba de turistas con cámaras, franceses en
su mayoría, conversaciones apenas audibles, un atildado monstruo americano de
notable altura y delgadez, con zapatos, sombrero y corbata, se dirigía a Tombuctú, la
ciudad mítica en los confines del mundo, para que le sellaran el pasaporte. Es todo lo
que le interesaba de esa ciudad antes de tomar el avión y regresar a América, donde
exhibirlo y entrar en un club exclusivo que exigía tal requisito; a su lado una pareja
de españoles en luna de miel, la muchacha envuelta en lágrimas debido tal vez a la
dureza del viaje, la mugre de los hoteles, las chinches, los mosquitos, la desilusión de
sus noches de amor, ¡quién sabe!, conversaciones por momentos lánguidas y por
momentos acaloradas, y que también querían coger el primer avión, eso al menos es
lo que él le prometía.
Sentada en el extremo del banco, cruzó las piernas para mejor rascarse las
ronchas y picaduras. Estaba sola y en medio de un mundo por el que no sentía la
6
Querido papá:
Esta es mi última carta y con ella te digo adiós para siempre. En una ocasión te pedí
que no te fueras y me dijiste que no querías irte; pero te fuiste y lloré mucho. En otra le pregunté al
abuelito si se iba a morir, porque estaba muy amarillo y no se levantaba de la cama, y me dijo que
no quería morir; pero ese mismo día se murió y al día siguiente le hicimos un funeral. Como no
paraba de llorar me dieron una medicina para que dejara de llorar y esa noche no lloré y en el
funeral tampoco. La gente decía, cuando volvíamos del cementerio, que nunca habían visto una niña
tan valiente, pero por la noche me dejaron sola y fue terrible. Oía pasos que se arrastraban por el
pasillo y veía un ojo en la ventana tan grande como la luna, y sombras y figuras negras con extrañas
manos que entraban y salían de mi habitación. Tuve que hacerme la muerta y, sin respirar ni
atreverme a llorar, me abracé a la muñeca que tú me regalaste y los pasos y las sombras
desaparecieron. Cuando se fue Sebastián, me compré un vestido negro muy bonito y no necesité
ninguna medicina. Todos os habéis ido para siempre y, aunque a menudo oigo voces, pasos, y veo
7
ojos, sé que ni la luna ni las sombras ven y hablan, que los hombres-lobo no persiguen de noche a las
mujeres valientes; he tirado tu muñeca a la basura y ésta es mi última carta. Con ella te digo adiós
para siempre.
habitación, y dejarme hacer a su manera lo más sencillo y repetido del mundo; luego
vagabundear por las calles paseando a la niña, sentarme en un banco, tomar con él
un aperitivo o cenar fuera y escuchar jazz cuando lo había, ¿qué otra cosa mejor
puede hacer una que morir lentamente? Pero soplaba por la noche el viento y por la
mañana había desaparecido. Salvador era un muchacho extraño, de ojos grises y
pelo ligeramente castaño, y no tanto porque su fuerte acento catalán lo asfixiara en
aquel ambiente andaluz. Estaba tocado por los vientos e iba a la caza de la Cruz del
Sur. Es la mejor definición que se me ocurre del héroe de aquellos surfistas y del
corto amor de mi vida, si es que puedo llamarlo amor; porque en nuestros gustos
había diferencias abismales y no llegué a corresponderle ni en el amor ni en la
aventura. Yo era abúlica y él se moría de ganas conmigo. Decía que mi cuerpo era su
territorio y que podía caminar por él a ciegas sin perderse, que le fascinaban mis ojos
y que necesitaba sentir mi piel, mi lengua, mi saliva, mis pechos, mi cosa, que
penetraba salvajemente y sin motivarme, como si estuviera hueca o anestesiada por
dentro; pero también le consumía la tristeza, cosa que nunca llegué a ver. Ahora lo sé
y lo veo, aunque entonces no me diera cuenta y lo aceptara porque desde niña había
visto a mi padre vivir a su manera y no me hacía a la idea de que hubiera otra forma
de ser hombre y, en cualquier caso y si la había, no la conocía. La violencia me
parecía tan connatural en ellos como el hambre en el tercer mundo, el cáncer, o la
vida resignada y plana en la mujer; de ahí que no aceptara muchachos de nalgas
blandas, pacíficas y sin imaginación.
Una mañana clara y luminosa de invierno amaneció un poniente claro y
exasperante en el que África se tocaba. Venía repitiéndose las últimas semanas, y
hacia las doce cambió a levante fuerte y apenas se veía el mar a quinientos metros de
la escollera. Se acercó a la ventana y sonrió satisfecho. Al fin un día hermoso. Se
sonrió satisfecho en el espejo. Estuvo mirándose largo tiempo y luego se afeitó, me
desnudó lenta y delicadamente y, al acabar, se puso su traje de surfista y, sin esperar
la comida, bajó a la playa y desapareció de mi vista. Siempre había esperado un
golpe de suerte para marcharse y no encontraba cómo hacerlo. Llevaba la aventura
10
en la sangre y no hablaba más que de viajes raros. Tenía pensado montar una
agencia de viajes, era la idea que más le atraía, y hasta a mí misma me había llegado
a entusiasmar, en parte por apartarlo del mar. Recogíamos mapas, folletos de
acantilados, hoteles, villas, playas desiertas, santuarios naturales en Marruecos,
Mauritania o Senegal. En los últimos tiempos le habían hablado de una maravillosa
roca de gres, que se alzaba ochocientos metros sobre las planicies desérticas del
Gourma en el Malí, y soñaba con comprarse un par de todoterrenos para llevar allí a
los locos del parapente, que era su segunda gran afición después de la tabla; pero
carecíamos de dinero y no se atrevía a pedirme que vendiera la casa de mi padre en
la Atlanterra. Era un solitario tan huérfano como yo. Lo había conocido en
Barcelona y, a la muerte de sus padres, yo misma lo había traído a Tarifa, tras
vender su tienda de deportes. Creía que juntos podríamos curar las heridas que a los
dos nos había dejado la soledad y, aunque durante algún tiempo lo vi feliz, sucedió
todo lo contrario. Porque apareció la niña y su expresión cambió, contagiándome su
mal. No era exactamente culpa lo que sentía, pero sí la sensación de haber dado un
grave traspiés y en adelante sólo era simpático y divertido cuando bebía o cuando
regresaba del mar ebrio de fatiga, me hacía el amor de forma rápida y brutal,
bajábamos al pub y bebía y hablaba sin descanso hasta el alba sin importarle la
compañía. En los descansos del viento, sin embargo, se volvía taciturno y no había
quien le arrancara una palabra. Su tema favorito era el Sáhara, perderse en las
dunas de Mersuga y buscar, Dios sabe el qué, tal vez desaparecer del mapa y de lo
que para él era una vida excéntrica que nunca había previsto, pegado a las faldas de
dos mujeres. Es cierto que en algunas ocasiones me habló de volver a montar la
tienda de deportes, pero jamás insistí, en parte porque aquello no hubiera significado
otra cosa que volver atrás y reconocer su fracaso. Había algo en sus genes: una
inquietud enfermiza, una chifladura demoníaca e infatigable que le comía, un
rechazo visceral hacia todo lo que fuera una ocupación material, dinero y vida
sedentaria, que él llamaba en sus momentos ocurrentes y divertidos “mal vivir”.
No tenía el menor apego a las cosas. Carecíamos de dinero para llevar a cabo
11
Era un náufrago igual que Salvador. Desde ese día él también hablaba de
marcharse, pero yo nunca llegué a creerlo, y una noche inesperadamente
desapareció. Retorcida en la cama, lo imaginaba junto a la pasarela de un barco:
13
Veía un barco en el mar, en la noche una estrella, y de repente las olas. El barco
cabeceaba peligrosamente y lo arrojaba al agua que se deshacía en espuma cerca y
lejos. Lo veía un instante manotear el agua. Veía sus manos, el agua y la espuma,
pero no su cuerpo. Luego aparecía sobre una ola, gritaba mi nombre y desaparecía,
quedando la espuma cerca y el horizonte lleno de olas blancas. Hasta ese día todo
había sido cierto en mi vida; pero de repente el mundo dejó de crecer, y cada noche
regresaba al mismo sueño con la esperanza de volver a crecer. Soñaba que estaba
muerta y que una florida embarcación me llevaba por un río con palmeras hacia una
cueva, donde él me despertaba con un beso, pero todo lo que oía era el aullido hueco
del viento. Me ponía en pie tambaleando y me iba a su habitación. Rehacía la cama,
ahuecaba la almohada donde él dormía, y luego me sentaba, estrechándome las
piernas contra el pecho como hacen las aves con las alas.
Y cada amanecer era la misma pesadilla. Tras su marcha, desperté en un
hospital. Los barbitúricos no habían podido conmigo y mi psicólogo me hablaba de
un hijo. Decía que era importante tener un hijo y que con él encontraría la identidad,
pero me costaba un gran esfuerzo seguirlo porque yo siempre había sido la identidad
de otros. También me decía que era importante la ciudad, donde me sería fácil
olvidarlo y vivir a mis anchas. Con el tiempo llegué a pensar que aquella situación de
parálisis era normal en el ser humano y juré no tener miedo; pero me volvió el
pánico y abandoné Zahara. Alquilé la casa y nunca regresé por una playa que tanto
amábamos. En Granada cerraba puertas y ventanas. La casa era segura, pero se
respiraba en ella un aire subterráneo, casi carbonífero, y la soledad y el silencio me
desconcertaban. Encontraba la vida desbordante de tristeza y sin salida. Mi carácter
se volvía cada día más sombrío y apenas dirigía la palabra a nadie, abúlica hasta
para ordenar la casa, donde sus cuadros se amontonaban en total desorden.
Abandoné los estudios. A menudo oía sus pasos y sentía su voz, el beso suave y dulce
al despertar; luego oía el silencio del carmen al cerrar la puerta, al abrir y cerrar la
verja de la entrada. Había cerrado la verja a propósito como diciéndome que no
podía seguirlo donde él iba y, desde entonces, no tenía otro sueño. Nadie más
14
habitaba mis sueños, ni siquiera la hija de mis entrañas que había intentado aceptar
de todas las maneras posibles. Lo que no debía hacer de ninguna de las maneras era
volver a Zahara. La solución, me decían, era un muchacho y no dejar los estudios,
un compañero que me ayudara a olvidarlo; pero todos mis príncipes habían perdido
su capa azul. No obstante encontré otro paciente dispuesto a ayudarme, y lo hizo
hasta el día en que salió de mi vida como un libro acabado, como uno de esos libros
que se regalan y se tiran sin leer, dejándome sola con la niña.
Al alba se abría la puerta y aparecía una niña regordeta y con ojos saltones, el
pelo rubio y suelto hasta la espalda. Sonreía al despertarme, se recogía el dobladillo
del camisón y saltaba a mi cama sin importarle mi clara expresión de fastidio, echaba
hacia atrás los brazos y abría las piernas de puro placer.
- ¿Cómo se llamaba el abuelito, mamá?
- Tu abuelito se llamaba Miguel.
- ¿ Y cómo era?
Cada mañana me hacía las mismas preguntas y seguía sorprendiéndome hasta
el punto de no saber responderle.
- El abuelito murió hace muchos, muchos años - le decía al fin haciendo un
gran esfuerzo.
- ¿Y cómo era?-, repetía.
- Alto, muy alto y fuerte, el pelo plateado y casi blanco, dos ojos muy grandes y
azules; pero se fue para siempre y ya no volverá con nosotras.
- Se fue, ¿adónde, mamá?
- A un mundo feliz.
Le respondía mecánicamente y nada de lo que le decía era verdad porque se lo
había llevado el mar y le decía aquello para que me dejara en paz. Se lo había llevado
el mar y yo había dejado de vivir al tirarse al agua y abandonarme, sin duda la
sensación más fuerte de mi vida; y de ahí que, al conocer a Salvador, yo ya estuviera
15
muerta y nunca le diera mi intimidad. Estaba muerta aun antes de conocerlo y tuvo
que irse. Tuvo que hacerlo porque yo ya estaba muerta para entonces y nunca le di
mi amor.
- ¿Y dónde se fue, mamá? ¿Sabes dónde está?
- Sé donde está.
- Pues vamos las dos y lo traemos.
No le contestaba y ella se me venía encima, sepultando mi cara en su pelo. Su
pelo y el sudor brillante de Salvador cayéndome sobre el rostro, la respiración
sofocada, los dos ahogándonos. Me hablaba lleno de lascivia y no le contestaba.
Jamás le dije que lo quería, pero temerosa de fracasar como esposa tampoco me
quejaba aunque me mordiera los senos o me abrasara la entrepierna.
- Vamos y lo traemos, mamá -, insistía mi hija.
No le contestaba. Veía a mi padre caminar hacia la playa, ligeramente
combado de espalda, y yo lo seguía imitando su larga zancada con el corazón a saltos.
No era todavía una mujer, tenía más o menos la edad de mi hija, y no alcanzaba a
ponerle la mano en la cintura, pero miraba a un lado y otro con coquetería porque
iba de la mano de mi papá. En la tienda me compraba dulces y, una vez en casa, me
acostaba en la cama grande a su lado. Me cogía en brazos como la cosa más natural
del mundo y mi madre se enfadaba. Decía que la cama era suya y, sin malgastar
palabras, me echaba de la habitación y cerraba la puerta. Me decía que no debía
idealizarlo de aquella manera ni acaparar su atención y pensamientos; pero yo
siempre acababa apoderándome de su cama, igual que mi hija ahora, sólo que a él
nunca le molestaba y ni una sola vez que yo recuerde me hizo llorar.
Abrazo con violencia a mi hija y rompe a llorar: me haces daño mamá, dice, y
tiene razón. Nuestros brazos no se parecen y tampoco las manos. Su mano era
inmensa pero suave y tierna, y mi cuerpo cabía entero en ella. Sus recuerdos están
por todas partes. Sus cuadros se amontonan en los rincones y ni siquiera me atrevo a
tirar a la basura los papeles más insignificantes. Son sus huellas y lo están esperando
para cuando vuelva. También la casa lo espera. Yo entonces tenía la misma edad que
16
La vida con Marta era insoportable y cuando lo animé a echarla de casa, como
había hecho con su amiga, me dijo que si lo hacía ella encontraría una buena excusa
para quedarse. No la soportaba y a menudo estallaba en accesos de cólera, como si
hubiera en él dos hombres, uno atento, cariñoso y dulce, y el otro violento y
despiadado. Mi padre era un náufrago y los amores sólo le traían amargura; de ahí
el miedo a que hubiera matado a Marta y se convirtiera en un prófugo de la justicia
porque entonces nunca volvería, ni me llamaría. A Marta también la amenazaba con
irse, pero a ella no le importaba. ¿Y adónde irías tú?, le preguntaba despectiva e
incrédula. Lo llamaba chiflado y él nunca le contestaba. Empezó a llamarlo chiflado
cuando pintó en negro el jardín de Zahara. Era delgada y joven, casi mi edad, con
una melena suelta y rubia, y creo que guapa aunque a mí no me lo parecía, el culo
18
trivial y demasiado plano para mi gusto, la voz excesivamente nasal y una vocación
uterina impúdica que encauzaba con sus amigos. Por fuerza tenía que odiarla. Y no
me gustaba además porque estando ella en casa nunca podía entrar en la habitación
de papá y era siempre desagradable. Le molestaba todo lo que viniera de mí y de
papá: que él llegara absolutamente abstraído y fuera incapaz de hacer cosas de la
casa; que yo acaparara su atención en las comidas, que lo acompañara en el estudio y
que saliera a pasear con él. Y la odiaba también porque, desde que ella vivía con
nosotros, a papá le fallaba la palabra conmigo, estando como estábamos tan unidos.
Si le reprochaba que no me hablara, decía levantando la vista del lienzo: hay
momentos, hija, en los que creo que el silencio es la única verdad; creo, Marina, que
me estoy volviendo loco. Por eso temía que nunca me escribiera y que, si alguna vez
lo hacía, fuera para darme pistas falsas por si intentaba buscarlo, seguro como
estaba de que lo intentaría más tarde o más temprano. Su vida había sido toda ella
una confusión. Lo llamaban genio y él nunca llegó a creérselo. Creía que sus pinturas
no eran ni sombra de las ideas que soñaba. La pintura, como la poesía, es una
búsqueda de lo inexplicable, y todo a mi alrededor es pequeño, mezquino y sin
misterio. Preveo una belleza insólita en tonalidades fuertes, una pintura figurativa
enteramente de la imaginación. La pintura, Marina, es un calmante espiritual que
aquí no tengo, y algo había en ello porque pintaba en trance y bajo una gran tensión
nerviosa. Demasiadas preocupaciones y dolores de cabeza. También lo alteraban las
discusiones con los amigos y por la noche ni dormía ni pintaba, cuando la noche le
parecía más bella y atractiva que el día. Comía poco y bebía mucho. Creía que
pesaba una maldición sobre él y, aunque vendía lo que quería sin necesidad de
exposiciones, en ningún momento le abandonaba el sentimiento del fracaso. Lo vi
claro desde un principio. Desde el día de su desaparición supe que no me mandaría
un solo mensaje ni aunque se creyera a salvo; por eso, y por miedo a que yo no lo
entendiera, no se había despedido, pero lo tenía decidido y yo no había querido
entenderlo. Lo había convertido en un dios y, ciega en todo lo que se refería a él, no
quería creerme esa historia de que necesitaba irse y, menos todavía, que su presencia
19
me fuera a destruir. No te diré adiós sino hasta pronto, me dijo en cierta ocasión, y el
día que me vio crecida se marchó. Me iré cuando seas mayor. Y lo hizo. Esperó a
verme crecida y se fue como si yo fuera incapaz de soportar su mediocridad, cuando
era él quien no la soportaba. Pintó una ladera de almendros en flor. Fue su último
regalo. ¿Te gusta? ¿Te gusta a ti, papá? Me gusta porque estos almendros nunca
perderán la flor y quiero que tú seas como ellos. Quisiera recordarte así de bonita y
deslumbrante; eso me decía, y otro de sus últimos cuadros fue un árbol frondoso en
el que destacaba una rama amarilla, llena de pájaros. Esa rama también eres tú,
Marina; pero al día siguiente le añadió encima una especie de acacia sahariana sobre
terreno pedregoso, luego convirtió las hojas en murciélagos y al amarillo se lo llevó al
cielo, donde un sol hiriente inundaba de oros el paisaje. En mi corazón, hija, ya no
anidan los pájaros, tan sólo bandadas de murciélagos que cuelgan como ajusticiados.
Pintando era feliz. Decía que el arte era su religión y que podía prescindir de todo,
incluso de las mujeres, pero no de la pintura. Creo que miraba el mundo del mismo
modo en que un hombre mira a una mujer; de ahí que le entrara un humor de perros
si le desaparecía la visión. Soñaba con el mar y era la misma clase de visión: lo
llenaba de sirenas con un rostro borroso en la distancia que era el mío. ¿Por qué tan
borroso, papá? No lo sé, hija, últimamente sólo te veo con claridad mientras duermo,
pero cuando comienza el día todo se me emborrona.
No distinguía el arte de la vida y pintaba sin darse un respiro, pero desde que
se había casado con Marta vivía desorientado. A veces lo veía llorar. Veía sus ojos
esmaltados de odio, sus ojos amorosos decantándose hacia la ferocidad, sus ojos tan
sólo preparados para la belleza, engatusados, humillados y rendidos por ese coñito de
vida alegre que nos hacía todo el mal que podía y que queda en mi retina como una
mancha de cieno. Marta era mala y diabólica. A menudo se acercaba a mí tras una
de sus diabluras y me pedía que la perdonara. Perdóname, Marinita, eres un cielo y
no te lo mereces, decía frunciendo los labios con el anuncio de un beso, y yo le ofrecía
la mejilla consternada y luego corría al baño a quitarme el leve roce de sus labios en
mi piel, que me escocía como un rejón ardiente.
20
Marta le había secado la imaginación y no se fue por mí. Cogía la pluma y las
manos me temblaban. Le escribí cientos de cartas que nunca echaba, por no saber
adónde. Tenía por tanto que hacerme a la idea de su muerte y no lo conseguía. A
menudo soñaba con el teléfono, convencida de que en ese instante iba a sonar y, como
nunca lo hacía, lo di por muerto. Tenía que estarlo por fuerza ya que, de estar vivo,
mi padre no hubiera dejado de llamarme. Habíamos estado tan unidos y habíamos
sido tan felices juntos que el no llamarme sólo podía significar que estaba tan muerto
como yo lo estaba.
La playa se había alejado en exceso. La niña era una débil mota de color sobre
la duna, las fragatas, los pulpos y los congrios me miraban expectantes desde las
profundidades, y me entró el pánico. La ropa pesaba tanto como la niña, o como el
deseo de librarme de la niña y abandonarla; que es lo que el mar de mil maneras me
había sugerido al abrazarme. No obstante, respirando despacio y con suavidad
regresé a la orilla, donde me quedé desnuda sin otro pensamiento que el silencio y la
multitud de palabras que el mar todavía me sugería al retirarse e, inesperadamente,
me sentí feliz sin saber por qué, feliz de estar viva y respirar, de exponer mi cuerpo
desnudo al sol y al calor lujurioso de una tarde en la que me encontraba tan sola,
mientras contemplaba enmudecida la veladura lánguida del mar sobre la playa.
Tenía que hacer algo urgente, vivir mi vida, poner tierra de por medio y conocer
lugares exóticos o, tal vez desempolvar los lienzos de mi padre y volver a mis
estudios. Lo que no podía era seguir de ama de casa, que ya no tenía ningún sentido.
La noche anterior había preparado la cena como si Salvador fuera a regresar a la
hora habitual y no lo hizo. Le di de comer a la niña y comí con ella; luego salimos a la
calle y nos acercamos a la playa, al lugar mismo en el que lo había visto montar en la
tabla y desaparecer. Salvador no había aparecido ese día. Tampoco lo hizo el
siguiente ni el siguiente. Despertaba esperanzada cada mañana y durante el día me
21
Desde donde estaba sentada podía ver el mar y la larga duna al fondo en la
que papá había desaparecido de mi vista, hacía ya seis años; también el lugar exacto
en el que días atrás había visto a Salvador por última vez. El mar estaba en calma,
luminoso y azul. Cruzaba cerca de la costa un velero hacia el Mediterráneo con las
velas desplegadas y, más allá, un petrolero se abría paso entre barcos de pesca
apotalados, mientras de la orilla africana surgía el ferry que enlazaba Tánger con
Tarifa. Tenía que ir a la policía y dar cuenta de la desaparición, pasar el mal trago
cuanto antes y regresar a Granada, donde ya me avisarían si aparecía el cuerpo.
Nada pintaba allí, así que puse la niña en el carrito y me dirigí a la policía como una
sonámbula. Desde Granada llamaría a los abuelos de Salvador, de los que nada
27
sabía. Jamás me había hablado de su familia, excepto una vaga referencia a sus
padres, muertos en accidente de carretera; pero ni una palabra de que tuviera
abuelos. Había descubierto su teléfono por casualidad entre los papeles de Salvador y
les avisaría para que le hicieran un funeral si querían. Yo no haría nada; bastante
tenía con sobrellevar en soledad una nueva y desconocida lasitud que, como las malas
heridas, no acababa de cicatrizar, y que me bloqueaba la mente impidiéndome
incluso levantarme del sillón, cuando más me urgía organizar mi vida y la de la niña.
El trámite resultó más largo de lo esperado. No se explicaban cómo el mar no había
devuelto su cuerpo, y querían saber por qué no les había avisado antes, quién era,
profesión, nacimiento, si había testigos, color del pelo, papeles de identidad y mi vida
con él, si lo había querido, si habíamos discutido; y les conté lo que quise. En apenas
diez días sobre sus facciones había caído un velo de sombra, se me habían borrado, y
me vi como una idiota describiendo a un desconocido. Más tarde, al pasar a detalles
íntimos y particulares, me sorprendí hablándoles de lo fuerte y vigoroso que era
papá. Seis años, y su fisonomía estaba más viva que la de Salvador, desaparecido
hacía tan sólo unos días. Ellos no salían de su asombro porque conocían la historia de
mi padre, y no acertaban a decidir si lo que tenían delante era una lunática que les
tomaba el pelo al hablarles de un fantasma desaparecido hacía tanto tiempo, en lugar
de mi marido. Sutilmente habían llevado la conversación hacia mi padre y me di
cuenta de que era él quien les interesaba, y no Salvador. Les interesaba mi padre y el
atropello de Marta, todavía un misterio por descubrir, y sólo me dejaron ir cuando
vieron que nada sabía. Al salir, callejeamos la niña y yo el pueblo y los extramuros
del pueblo sin acordarme de la cena hasta que Marina empezó a quejarse y
lloriquear.
Lloriqueaba igual que yo le hacía a mi padre cuando en contadas ocasiones me
negaba algo que quería desesperadamente, y no paraba hasta cansarlo. Me daba
todo lo que quería, pero ya una mujer llegué a preocuparle porque no tenía aficiones
definidas y nunca sabía qué quería hacer, a diferencia suya que había nacido con el
pincel en la mano. Hubo un año en el que apenas le dirigí la palabra, a resultas de su
28
boda con Marta, allá por los quince o dieciséis, y llegó a tanto su preocupación que
llamó a un psicólogo amigo suyo, un hombre afable, arrollador y simpático, de pelo
blanco y una veintena de libros. Fuimos a verlo a Córdoba, donde vivía, y él insistió
en pasar el día con nosotros en Zahara de los Atunes.
- Entonces, Carlos, ¿qué le pasa a mi hija? - le preguntó mientras cenaban.
Había pasado la tarde hablándole de mi padre o, más bien, había sido él quien
había pasado la tarde hablándome de su familia y de sus matrimonios, de los
calaveras de sus hijos, dos de ellos drogatas, y yo haciéndole de psicóloga con no poca
fantasía, hasta sorprenderme tanto a mí misma que me callé desconcertada.
- A tu hija, Miguel, no le pasa nada.
Papá insistía incrédulo. Entonces, ¿por qué no me habla?
- A ti te adora y no va contigo. Lo que Marina necesita es amor - dijo al fin.
- ¡Qué basto eres, Carlos! - le respondió papá - ¿Para decirme eso has venido?
- ¿Te parece un diagnóstico equivocado?
- Me parece un diagnóstico idiota, y perdona la franqueza. Tú, yo y María
Santísima necesitamos amor. No me dices nada nuevo.
- ¿Qué te ha dicho don Carlos? - me preguntó mi padre a solas.
- Es un tío aburrido, papá. Me ha contado la historia de sus divorcios.
- ¿Y tú qué le has aconsejado?
- Que se vaya comprando un traje de novio. Tanto casarse y descasarse lo han
convertido en un “fan” del matrimonio.
Papá aprobó mi diagnóstico con una gran sonrisa. Lo curioso es que sus
mujeres siempre lo han llevado en lenguas, pregonando a los cuatro vientos lo buen
marido que es. No hay mujer que se cruce con él y no lo mire.¿A ti te resulta
atractivo?
- ¿Cómo puede un mediocre ser tan tonto y escribir tantos libros?
- Deberías hacerte psicóloga y descubrirlo - dijo papá divertido.
- Los psicólogos son unos desgraciados, papá. Buscan hacer felices a los demás
y ellos no se cuidan de serlo. No se soportan.
29
saldría algún trabajo, y lo que desde luego no haría sería quitarme de en medio como
ellos, porque yo sí lo soportaría. He fracasado como esposa e hija; pero tengo que
hacer algo para salir de este túnel. Rodaría por la ciudad como si hubiera vivido en
ella mi adolescencia y lo haría con pasión, como la mocita que ensaya su capacidad
de seducir. Me haría periodista o rescataría los pinceles de papá, y viviría. Tenía
razones para vivir. Me iría a Madrid, llevaría a la niña a una guardería y sería una
superviviente de este particular naufragio colectivo de mi familia. Sería más sencillo
de lo que había imaginado. En alguna ocasión me había tentado la idea de recorrer
los lugares en los que había vivido mi padre: Barcelona, París, el inolvidable año en
Roma, Pisa, Florencia, y tal vez lo haría por si lo encontraba, sólo que nada que
tuviera que ver con él me interesaba de pronto. Vendería uno a uno sus cuadros,
hasta desprenderme de ellos por completo. Sus cuadros nunca habían valido
demasiado, pero podrían valer ahora que había desaparecido, y su venta me daría
una libertad inesperada; aunque sería prudente y dosificaría las ventas. Sería más
sencillo de lo que había imaginado.
Estábamos en la calle y, para probar mi repentina valentía, decidí cenar con la
niña en un restaurante y me regalé con vino. Al salir eufórica, entré en una cabina y
llamé a los abuelos de Salvador, les dije quién era y lo sucedido en el mar y, para mi
sorpresa, me conocían e iban a ayudarme. Me preguntaron el número de mi cuenta y
el banco. Querían conocernos, a mí y a la niña, y me pidieron que a no tardar los
visitara. La noche entraba sin ruidos, salvo una ligera brisa que no alcanzaba a alzar
las banderas, y la gente paseaba sin prisa disfrutando de un día inesperado de escaso
viento. Grupos de muchachas jóvenes cantaban la tonadilla de un radiocasete,
algunas con walkman, y luego reían. No las conocía. No conocía a nadie, pero de
pronto tuve la impresión de no estar sola en el mundo. Tenía a la niña y la promesa
de dos viejecitos que me habían hablado con simpatía ofreciéndome ayuda. Con
precisión mecánica saqué del bolso la barra de carmín y me retoqué los labios.
Decididamente me iría por la mañana. Las luces de Tánger destacaban en la
distancia con nitidez y no sería una huida precipitada. Tiré a la basura sin derramar
31
una sola lágrima los recuerdos de Salvador, monedas, fósiles, minerales, planos,
mapas y demás curiosidades, acosté a la niña, puse la radio, y me dormí con música.
Por primera vez en muchos días tenía la impresión de que aquella noche no
necesitaría somníferos para dormir.
2 UN CUADERNO DE DIBUJOS
África, por algo atávico y oscuro, e incluso entonces los veía de forma maquinal,
fijándome más en los espacios y colores ocre y oro, sin dejarme embriagar en ningún
momento por las románticas aventuras de Salvador; pero de pronto allí estaba papá,
un fantasma en un paisaje desolador de precipicios, casas de barro, desiertos y
roquedos, rodeado de otros fantasmas y de un inflado comentarista que lo llamaba el
pintor más representativo de la joven pintura española, agresivo, provocador,
figurativo, vanguardista y audaz, un Picasso en potencia del siglo XXI que pintaba la
pintura y que, desde su retiro eremítico en los roquedos del Malí, la revolucionaba en
cada cuadro sin aceptar beaterías, sin morirse de éxito y sin consentir salir de su
escondrijo. Rudi Fuch lo había descubierto, la galería Bruno Bischofberger de Suiza
le había comprado un par de cuadros; luego, y tras una reciente exposición en
Documenta 7 de Kassel, todas las galerías de Madrid, París, Barcelona, Londres y
Chicago se disputaban histéricamente la ácida soledad de su pintura y una visión, de
cromatismos albos deslumbrantes, que iba de lo minúsculo a lo cósmico.
No podía creerlo. No había querido creer al recibir el paquete que fuera de mi
padre y que estuviera vivo. Lo creía muerto y no me hacía a la idea de que, si estaba
vivo, nunca me hubiera enviado una nota justificativa o la explicación de por qué me
había abandonado, una dirección y una sencilla carta, que viniendo de él, hubiera
aceptado sin cuestionarme los motivos, por fantásticos que fuesen, pero no lo había
hecho. Estaba vivo y me había herido en lo que más me importaba. Se había
convertido en un ser desnaturalizado, precisamente en lo que jamás hubiera
imaginado; porque habría aceptado que fuera un repugnante fraude, un simulador
y un criminal, cualquier cosa antes que el hecho de posponerme a su arte. Es cierto
que me lo había advertido, que en muchas ocasiones me había dicho que se iría, y que
años después me había mandado aquel cuaderno de dibujos; pero no podía aceptar
que primero fuera la pintura y luego su hija; a no ser que hubiera algo más para
desaparecer con el sigilo y teatralidad con que lo había hecho en una noche tan
tormentosa y dramática, algo turbio y extraño, un problema grave con la policía, la
muerte de Marta tal vez, si es que él la había matado. Seguía no obstante
33
resultándome incomprensible aquel silencio de años, casi una decena sin una nota,
sin una explicación: ¿tan poco valía su hija para él? Tenía que haber algo más.
Aquella mujer había convertido su vida en un infierno y, de seguir a su lado, lo
habría llevado al cementerio; pero también yo había sufrido lo mío y lo menos que
podía haber hecho era rescatarme. Le habría animado a pintar y a no malgastar su
vida, aunque eso no había sucedido a tenor del documental. Todos se hacían lenguas
de su genio y ése, por tanto, no era el problema. Se había marchado y, traducido en
palabras para mí, aquello quería decir que había encontrado el mundo que buscaba
y en el que yo nada tenía que ver, lo que era más que suficiente para odiarlo; no
obstante, me había enviado aquel cuaderno de dibujos.
A su lado un muchacho negro guapísimo, de ojos reidores, pelo planchado y
largo, ágil, atlético y delgado, todo un maniquí distinguido y desenvuelto. Junto a él,
mi padre con la frente despejada, los ojos algo más sombríos, y en la boca una mueca
traviesa y juvenil. Al fondo se veía un árbol gigantesco, un baobab por lo poco que
sabía de África, y más allá una tapia de piedra y un vacío, tal vez un valle. Había
matado a Marta sin duda. Había sido él. ¿Qué demonios, si no, le había hecho
desaparecer de escena de forma tan peliculera y con un mar y un cielo de pesadilla,
un barco hundiéndose? La distancia tiende a confundir realidad con fantasía, y todo
lo relativo a él me resultaba tan incomprensible y confuso como su aspecto risueño y
feliz, algo más encorvado de espaldas y con menos pelo, pero de parecida vivacidad.
Grabé el documental cuando ya estaba avanzado y lo vi y volví a ver despacio,
parando en él la imagen y, de repente, me vino el pensamiento de que no sabía nada
de mi padre y de que no había sido justa, tras recibir su cuaderno. Con él parecía
llamarme, y lo había arrojado con sus cuadros y papeles al desván. ¡Cómo me
gustaría ser partícipe del secreto de su vida y de su compañía, aunque fuera en el
mismísimo infierno! Pero había tardado casi diez años en dar señales de vida, y de su
conducta sólo sacaba la conclusión de mi insignificancia. No le había importado, y
nuestro amor no había sido otra cosa que la fantasía de una niña que sueña
imposibles. Tenía a mi hija sentada a mi lado y no le dije que aquel señor tan
34
bomba en mis afectos, que se había ido a un exilio, no sé si dorado, donde vivía en
compañía de gentes, tampoco sé si caníbales, pero sí asquerosas y primitivas. Esa,
cuando menos, era mi verdad, pero los vi tan cohibidos en la penumbra del santuario
que les dije:
- El no está aquí. Podéis hacer todo el ruido que queráis - y ellos siguieron
hablándose en susurro.
Abrí las contraventanas y la luz del sol incendió las lámparas, las cortinas de
muselina que las cubrían, la funda del clarinete de mi padre sobre la consola, su
retrato y su impresionante mirada, las paredes con media docena de cuadros: sus
cuadros de una primera época, rabiosamente realista, o de un “realismo bruto” como
lo definían, en los que la paja sobre el lienzo era paja, los insectos de los bodegones
eran insectos, los moluscos incrustados moluscos, y las colillas de los ceniceros eran
colillas tan reales como los fideos en el plato. Había sido un movimiento apenas
valorado y ellos escrutaban los cuadros en silencio, como si nada les dijeran. De
pronto, Pablo se sentó en un sillón frente al cuadro de los mejillones, frotándose las
manos entre los muslos. Es tan sugerente, dijo al fin con su cara de niño atiborrada
de helados y merengues, la pipa sin tabaco siempre en la mano, y todos estaban de
acuerdo enzarzándose en una acalorada conversación sobre la tontería de un siglo
que busca la post modernidad en imágenes de ordenador que no llevan a ninguna
parte: los medios polucionan el arte y nada relevante se descubre ya en los museos.
Hay que bajar a los bajos fondos y aprender a vivir entre las ruinas, los grandes
siempre lo han hecho así, decía Pablo, se han hundido en los burdeles con Toulouse-
Lautrec, en la locura con Van Gogh, en las cocinas con Apollinaire, que entre el
aperitivo y el postre mostraba revistas vanguardistas. Lo nuevo, para ser nuevo, debe
mantenerse en secreto por lo menos durante algún tiempo; y en los últimos veinte
años nos hemos acostumbrado a ver sacar a la luz todo tipo de vulgaridades y para
colmo las etiquetan. Hay que revisar las vanguardias, revisar a Gauguin y volver a
los orígenes o a los clásicos, como hace tu padre. Tu padre es un descubridor nato,
querida, un artista de frontera. Se apunta al realismo bruto con acierto y, en una
36
Lo que tenía en mi casa eran las cosas de toda la vida, las cosas de mi padre, y
estaba tan acostumbrada a vivir entre ellas, que eran lo más normal para mí. Salimos
al exterior. El jardín olía a una mezcla de rosal, jazmín y hierbabuena, y era
agradable estar sentada entre amigos bajo el parterre de la buganvilla con un sol que
caía y llenaba la Alhambra de cobre y oro, mientras las sombras reptaban
lentamente como monstruos silenciosos por el césped. Hasta ese día mi jardín había
sido mi mejor compañía y en él había encontrado una cierta paz. Me especializaba en
restauraciones, pero también me gustaba el dibujo, y a menudo me sentaba con mi
bloc en las rodillas y dibujaba árboles, plantas y edificios, aunque lo que me producía
mayor satisfacción era ir con mi grupo a una iglesia o al Museo de Bellas Artes y
restaurar pinturas. Había colaborado en la limpieza de un San Bruno de la Cartuja y
todos me habían felicitado.
37
Llegó la niña, con la tarde avanzada, la conversación era tan animada que no
le presté atención y ella tuvo que exigir su cena arrastrándome al interior de la
cocina, desde donde seguía oyéndolos hablar a la vez, con la voz de Pablo
sobresaliendo sobre el resto, haciendo hincapié en que la pintura de mi padre era la
más violenta y actual que se había hecho y que, de estar hoy muerto, estas sencillas
pinturas serían su testamento.
Fue un día, una tarde especial en la que me sentí feliz sin saber por qué, feliz
de estar viva, de respirar y de formar parte con todo mi ser de la luz, de los olores y
del lujurioso calor del día. Había descubierto que en este rincón soleado, en el que
nadie me molestaba, podía soñar a mi antojo, y que la soledad me gustaba. También
había días en los que me sentía desgraciada sin saber por qué; eran días en los que no
podía trabajar y no valía la pena ni estar triste ni alegre. Seguían deslumbrados por
la televisión. Pablo hablaba más fuerte que nadie y sin saber por qué deseaba que
aquella noche se quedara, que se marcharan mis amigas y que me pidiera acostarse
conmigo, e incluso casarme con él; aunque seguramente me negaría. Lo hizo, no
obstante, y, al irse horas después, no había sombras y la oscuridad no pesaba, la luz
de la luna caía sobre el alfeizar de mi ventana y sobre el mundo con el misterio y la
suavidad del sueño, aunque dejando la impresión, la sensación en mis sentidos de
algo inalcanzable más allá de mí.
parecían tener sentido a primera vista, hasta que me di cuenta de que aquel
cuaderno era la agenda de un viaje, del viaje que mi padre había hecho después de su
suicidio y de que con él me estaba pidiendo que lo buscara. No tenía cigarrillos, corrí
al estanco y regresé echando humo por las orejas.
El cuaderno había sido la primera noticia que me anunciaba su vida y, aunque
no estaba dispuesta a cambiar mi actitud de recelo y odio, vi el documental, luego leí
la prensa, que sacó a relucir su aventura, y finalmente hablé con un afamado músico
maliense, premio Grammy, que lo conocía. Había leído en El País el anuncio de su
recital en Sevilla y, sin pensármelo dos veces, compré su disco Talking Timbuctu, que
fui oyendo en el camino, y me presenté a él en la Cartuja, donde tenía lugar el recital.
Alí Farka Touré vivía en un poblado del río, en una casa de barro que él mismo se
había construido y, todavía un niño, una serpiente con una extraña marca en la
cabeza, que no era ni amarilla, blanca o negra, llamada Ghimbala y relacionada con
los espíritus del río, se le había enroscado en el cuello. Consiguió quitársela, pero
desde entonces entró en un mundo nuevo y dejó de ser la persona que era. Sufría
ataques epilépticos, no sentía ni el fuego ni el agua y lo llevaron al poblado del
Hombori a curarse y allí empezó a tocar y, al regresar curado, los espíritus lo
recibieron de nuevo y siguió creciendo y tocando con ellos. Entré en el camerino, me
presenté, le dije quién era y sonrió. Conocía a mi padre. Todo el mundo conocía a
Miguel Romero en su país, incluso mejor que él, pero si tenía paciencia y lo
acompañaba a tomar una copa, al acabar el recital, algo me diría.
No sabría adivinar su edad. Tenía el aire deportivo del que está habituado a
vivir al aire libre, la piel tostada y una dentadura blanquísima de pura porcelana, la
sonrisa también blanca, obsequiosa, y la rebuscada cortesía del que ha vivido en las
cloacas y no ha tenido más universidad que la calle. Venía del fondo de un país de
sombras de cuya existencia cualquiera dudaría, pero podía acostarme por primera
vez con un negro y lo acompañaría gustosa.
Alí Farka Touré era un hombre leyenda para los entendidos en blues, o lo que
aquello fuera. Tocó el djerkel, la njarka, el ngoni, la flauta, la guitarra y la batería.
39
Conocía todos los instrumentos y, al final, le pidieron a gritos que tocara el djourkélé
y él lo hizo con sonrisa agradecida y gesto tan atractivo y digno, que al punto me
entró la duda de que su procedencia fueran las cloacas y la mierda. Era una guitarra
con una sola cuerda y le arrancó parecidos registros a los de una guitarra
convencional entre oleadas de aplausos. No sabía nada de su mundo, pero empezaba
a gustarme. Con mi padre se había visto en una ocasión: tu padre es tan escurridizo,
querida amiga, como yo; tenemos eso en común y otras muchas más cosas; los dos
huimos de forma parecida de la notoriedad, él oculto entre las rocas de Bandiagara y
yo en un poblado del río; en mi país, Miguel Romero es una leyenda tan grande o
más que Salif Keita, ¿conoces a Salif Keita? Carcajadas de felicidad al decirle que
había oído ese nombre: como a tu padre, a mí también quisieron llevarme a la
escuela, y me negué; como tu padre, siempre he pensado que el aprendizaje es una
especie de derrota que no conduce a lo sutil y significativo, que substituye las teorías
por los sentimientos y reemplaza lo maravilloso por la memoria, cosa que tiene poco
o nada que ver con el arte. El arte no es gratuito ni simple. El arte es talento y el
talento necesita de la astucia para combatir las normas y los códigos, los gestos
simples y las palabras cotidianas. Tu padre canta lo que le rodea, pinta sus deseos,
penas y recuerdos, juega con los colores igual que yo hago con la música,
distribuyendo el color por la superficie del lienzo como notas de un instrumento
tocado a golpe de pulmón. Es así como se construye una obra, con pasión, a golpe de
pulmón, y con los colores justos, que en tu padre son la arena, el agua y hasta los
olores del Sahel, y en el mío las palabras apropiadas que expresan emoción, dolor y
amores imposibles. El Malí es un país pobre y con un clima duro e impredecible,
pero si crees que es un país sin sensibilidad escucha su música. La canción última,
Terei Kongo, decía, te la volveré a cantar esta noche en inglés para que la entiendas:
I forget everything else when I see my beloved
Beautiful beloved, it´s on you that my eyes rest
Beautiful teeth, it´s on you that my eyes rest
I must see. I must see my beloved
40
Reuní a mi grupo para ver juntos unos documentales que una expedición de la
universidad de Granada habían hecho sobre las Ciudades Perdidas de Mauritania y,
al acabar, con una ola de terror subiéndome del estómago, les propuse la idea
descabellada de viajar al Malí siguiendo los dibujos de mi padre, pero sólo ellas la
aceptaron con no poco regocijo. La vasca Marga, a la que llamábamos Naomí por su
extraordinario parecido con la modelo británica, cuerpo sin grasa, cabellera
ensortijada y labios húmedos sin rouge, decía que estaba más que harta de recibir
órdenes de los batasunos y que las mujeres no deberíamos abrir más frentes que los
que ya teníamos. La habían enviado sus padres a la facultad de Bellas Artes de
Granada para alejarla de la violencia y repetía una y otra vez que nuestra guerra no
es su guerra, refiriéndose a sus antiguos compañeros. Sofía Dulce Trinidad iba a
casarse con un individuo que podía ser su padre, el único pretendiente que había
tenido y, antes de subir al altar, se paró a reflexionar y reía nerviosa. Fría, pasiva,
piel blanquecina e incontaminada de sol, como esas estatuas de la antigüedad, la
boda le producía escalofríos; pero sin más aventura en su vida que el pincel, tampoco
la habría desechado hasta que, de pronto, soltando una profunda bocanada de aire,
nos dice: de buena me has librado, Marina, voy contigo. El padre de Sonia, casi tan
43
hermosa como Naomí, era un genio local: pintor, escultor, grabador, poeta, novelista,
editor y dueño de una veintena de librerías, repartidas por el país, a la par que ateo,
anarco, libertario, columnista del Ideal y cronista de la ciudad, decía de su padre que
nunca había disfrutado de un minuto de silencio en su vida y que ella jamás había
encontrado una razón para ser lo que él quería. Nunca entenderá que a mí me guste
vivir como una haragán y buscar lo que me place por el ancho mundo. Su padre
había hecho la guerra. Lo había conquistado todo en la posguerra y, a más que más,
no tiene otra obsesión que la de no dejar nada para los demás. No le basta con
disfrutar de sus conquistas y cada día se parece más a un ladrón de bancos. Vive en
el limbo, pero está listo si cree que va a hacer gavilla conmigo! Pablo declinó, y lo
sentí por lo que aquello tenía de ruptura y sabor amargo entre nosotros, después de
convencerme e irnos juntos a una Feria de Arte en el hotel Gramersy Park de Nueva
York, donde compartimos restaurantes, una tarde inolvidable en el MOMA, y
sesiones cinematográficas con sus noches en el hotel Manhattan. Si quieres vender
sus cuadros, iremos a Nueva York. Tu padre, Marina, no es nada de momento, pero
acabarán valorándolo los americanos; siempre sucede así con lo bueno; allí los
coleccionistas te los quitarán de las manos. Y así fue. Llevamos una docena de telas:
una serie de mendigos y prostitutas de su época de París, en la que ya había
abandonado el realismo bruto; y otra de bañistas, inspiradas en las playas de Zahara
- con una Marta inconfundible en las que aparecía con dedos y uñas larguísimas que
acababan en puntas de cuchillos -, y las vendimos bien; por eso me dolió tanto que
Pablo rehusara acompañarme, convencida de que necesitábamos un hombre con
nosotras y, casi al instante, sentí un raro bienestar y lo vi como agua pasada. Pablo,
guapo, varonil y con el pelo ondulado, era un tipo comodón y convencional que huía
de la aventura como de la peste. Con el tiempo se dejaría un bigotillo y sería un
magnífico marchante de objetos de arte y aun así lo hubiera aceptado, a pesar de su
pusilanimidad y de faltarle el valor de arrojarse al vacío conmigo. ¿Estás enamorada
de él, querida?, me pregunta Sonia. Eres un cielo, Sonia, ¿tú te hubieras casado con
un tipo así? ¡Ay, hija!, es un chico dulce y un buen conversador, pero le sobra morro
44
Sin saber por qué, tal vez por el terror que me producía el viaje, el
agradecimiento a estas amigas y la posibilidad de encontrar a mi padre, había
conseguido al fin sentirme inundada por las lágrimas.
- ¿Y Marinita, qué vas a hacer con Marinita?
- La niña viene con nosotras. Tiene ya diez años - les dije y acabar de hablar y
oír pasos quedos en el pasillo fue todo uno. Pude observar la fugaz figura de mi hija
que probablemente nos había estado escuchando desde el cobijo de la puerta
entreabierta, y sentí un inmenso alivio. Nos había escuchado ciertamente y, aun sin
ver sus ojos, me vino a la memoria en un flash repentino la misma mirada de
desolación de la que arranca mi vida, tras la desaparición de mi padre, en una
simetría que no consentiría para el futuro de mi hija -. La niña viene con nosotras -,
repetí con la mente puesta en aquel momento crucial, que quedaría impreso a fuego
en su imaginación y en mi estómago como un dolor violento y reiterado. Estupendo,
¿por qué no? La cuidaremos entre todas. ¡La niña viene con nosotras!, ¡hurra!
Marinita estaba alborozadísima porque iba a ver a su abuelito, y vino. Atravesó el
Sáhara con nosotras y llegó hasta el río Níger, disfrutando por primera vez en su
vida de su madre y de un viaje terrible, en el que por la edad no podía prever
todavía el peligro.
3 HUELLAS
Rugieron los motores y a los pocos minutos el barco daba la vuelta al espigón,
cruzaba en exhalación la bahía de Algeciras pegado a Punta Europa, y poco después
47
y castidad. Y Sonia, no somos mujeres desdichadas a las que les han extirpado el
clítoris para que no gocen. Somos mujeres liberadas, y comentarios parecidos que
les provocaban carcajadas interminables. Con estas amigas, ni los tuareg más
feroces se atreverían a intimidarnos, pensaba, y en consecuencia me hallaba
eufórica. Las regalé con angulas en la Casa de España de Larache y al anochecer
llegamos al hotel La Tour de Hassan de Rabat, donde se nos dijo que toda la
farándula estaba en la Corniche de Casablanca, cien kilómetros hacia el sur, y que
allí no valía la pena salir de noche. No se lo creyeron y regresaron pronto diciendo
que no había nada que hacer: esta ciudad no es buena ni para tomar copas, ¿cómo es
posible?, ¿no es esto la capital? La niña y yo, mientras tanto, nos habíamos quitado
el dolor de cabeza compartiendo un buen baño de agua caliente y, mientras Marinita
jugaba con el dinero y las tarjetas de crédito, me puse mis tiros largos, falda abierta
de brillante satén, y bajamos al hall a tomar un té, donde ellas nos encontraron y, a
los cinco minutos, ya estaban citadas. La caza del hombre es todo lo que les
interesaba, y a mí no me importó, ya que su compañía era todo lo que a mí me
importaba.
De la ciudad de Safi no me interesaba ni el puerto ni las murallas que
circundan la medina; tampoco la afamada e histórica capilla portuguesa de el
Jadida. Le dije a Naomí que fuera directamente al barrio de los alfareros y
ascendimos a la colina, frente a la Puerta Chaaba y la ciudad, desde donde se veían
los hornos de ennegrecidas bocas en descenso y a los alfareros hundidos y
enrojecidos por el barro hasta las cejas. ¿Qué le había llamado la atención a mi
padre de aquella ciudad tan sucia? Dios nos hizo con un poco de barro, pero hacía
falta imaginación para convertir el barro en arte. Tornos, espátulas, piletas llenas de
arcilla mojada, terrazas con las piezas recién torneadas al sol, platos, cuencos
amarillentos, ánforas y cántaros como el del dibujo. Aquellos embadurnados
alfareros metían el barro en un horno y, al pasarlo por el infierno, el color se volvía
más serio y grave. Mi padre, como el propio barro, había descendido a los infiernos
o se había remontado a los orígenes de la cultura fijando el instante el acto
49
redondos e inmensos; “Mar” con brillo de azafrán; “Mar negro”lleno de platos con
apetitosos manjares del mar; olas que eran “Senos” rematados en girasoles; mar con
“Puerta” y peldaños hacia los infiernos; “Peces” saltando a tierra con sonrisa
maligna; ojo de cíclope o besugo parpadeando en el infinito, titulado “Eternidad”;
“Ramblas” pedregosas que entraban en el mar como ríos y se dirigían hacia el cielo.
Y así docenas de dibujos y cientos de kilómetros de extensas playas
interrumpidas por una plácida “Bahía”, por olas turbulentas encaramadas a
“Acantilados” que caían y retrocedían en cascada, saltaban y protestaban, se
escondían, retornaban, y formaban grandes “Oquedades”; oleaje en forma de
cabellera femenina azotada por los vientos y con la frase al pie “Sentir, que no
pensar”; “Odre” de piel de cabra, con la cabra muerta y despellejada al lado;
“Muchacha en negro” con estrellas por ojos, cargando a la espalda un niño muerto;
orinal en medio del desierto, con el título “Mente que brilla”; autorretrato en perfil
con “Sombrero”; “Camella y Burro” copulando.
lado, el esqueleto de una “Orca criminal”, con cuerpo de escorpión, infinitas cabezas
de serpiente, y ojos de pulpo sobre el lomo, que perseguía un apretado banco de
peces, rayas, atunes, bonitos, y palometas. Entre abril y mayo, los pescadores
Imraguen de esta costa apalean el agua desde la orilla. El ruido atrae a orcas y
delfines y ellos, a su vez, arrastran por delante el pescado hacia la playa, donde
hombres, mujeres y niños lo esperan con canastas.
Le había prometido a la niña llevarla de paseo a las islas y, tras el desayuno,
Naomí y Sonia fueron en busca del poblado y de una barca. Las negociaciones
debieron ser lentas o el poblado estaba lejos, porque llegaron con el calor del
mediodía. Era una lancha de una sola vela, de las que allí llaman canarias, y
Marinita al verla dejó de jugar con el agua, y echó a correr descalza por la arena. La
lancha con Naomí, Sonia y dos hombres, uno de ellos joven y el otro con rostro
severo, barbado y grave, atracaba en la orilla y en ese instante oí el grito del viejo.
La cobra se había alzado sobre la cola y su cabeza tenía el grosor de un puño, pero
estuvo lenta o el muchacho fue más rápido con el remo, haciéndola huir velocísima.
En su huida, su cabeza tenía el grosor insignificante de un dedo, y su cuerpo dejó en
la arena el leve rastro en zigzag de la punta de un lápiz. Aquel día le di lo que quiso
al salvador de mi hija. Lo besé sin rubor y ellos en premio nos llevaron por islas
prohibidas al turismo, donde mi Marina disfrutó como nunca en su vida y vio
espátulas por millares anidando, cormoranes negros, y flamencos rosa. Al atardecer,
nos escoltaron a la playa un sinfín de delfines que se levantaban sobre sus aletas
traseras, y la saludaban.
53
4. EL CAZADOR
cansancio, tomaron una pista hacia el oeste y esa noche cenaron con vino y se
intercambiaron parejas hasta el alba. Pero ni ellos conocían Kumbi Saleh ni les
interesaba. Con el día las saquearon y, al no encontrar dinero alguno, las golpearon
y abandonaron dándolas por muertas.
En los dibujos en los que estaba escrito Nema al pie de página, mi padre se
había hartado de pintar retratos sin misericordia alguna: rostros tristes, crueles y
estúpidos, que habían perdido la apariencia humana, o eran más insectos y
“Máscaras” que seres humanos, a los que no les quedaba otra salida que ahorcarse,
para terminar con su “Autorretrato”, un cráneo abierto por una hendidura en el
centro de la cara en la que aparecía un ojo, su ojo. Aquel primer día de espera tuve
la impresión, mientras observaba a la gente que pasaba frente al campement, que mi
padre no había hecho nada extraordinario y que se había limitado a abrir los ojos
para pintar lo que veía. Descendí con Marina al pueblo para corroborar la
impresión, y todo lo que veía me resultaba familiar. Una buena parte eran
refugiados huidos de la zona de Tombuctú, al parecer en guerra: ojos turbios,
rostros arrugados y deformes, dientes podridos en bocas siempre abiertas. Nos
detuvimos en un tenducho de antigüedades y de nuevo la misma impresión cuando el
marchante me ofreció su taburete y fue exponiendo uno a uno sus tesoros, tal como
habría hecho con mi padre años atrás a tenor de sus dibujos. Mi padre no había
huido por tanto. Como el cazador, había salido de caza y lo que había encontrado y
recogido en mi cuaderno de dibujos era la bella historia natural de la infamia.
En la memoria recuerdos, anécdotas y frases frescas. Le pedía a mi padre ir
al Prado porque quería, deseaba ardientemente, ir a Madrid para ver a un
muchacho que había conocido en la playa y lo tentaba con ésta o aquella galería
madrileña.
- Odio los museos, hija. Son sueños confinados en paredes y huelen a podrido.
56
- Pero, papá, mil veces me has dicho que vea mucha pintura.
- Todo lo muerto huele a podrido, todo lo que se ve a través de ventanas o nos
viene filtrado por otras mentes, los libros, las películas, la televisión, huele a podrido.
Los jóvenes no os dais cuenta. Cogéis el pincel y no os dais cuenta de que sólo es real
lo nuevo, lo nunca vivido; que sólo cuando el sol sale surge el cuadro y cuando el sol
se pone el cuadro se oscurece.
En otra ocasión me pidió salir de paseo, siempre en busca de ese color que le
faltaba, de algo diferente que nunca se hubiera pintado, como el color de la mente o
el misterio de un hombre y de una mujer, y regresó asustado. La playa, la gente, y el
mismo Zahara olían a podrido, el verano apestaba. En casa lo esperaba una amiga,
a la que le sobraban arrobas por los cuatro costados. Venía con un autorretrato
suyo, vestido hasta el cuello, y le decía que cada día le resultaba más fácil pintar.
Papá la miró a los ojos y de reojo al cuadro.
- Dime que te gusta, Miguel, o me suicido hoy mismo. Dime que mi pintura
está cada vez más viva.
Papá le dijo de sopetón que abandonara la pintura porque el cuadro era
sucio, y su amiga no se enfadó de momento. No era un buen día para arrancarle una
opinión benévola y ella no debió insistir y obligarle a que le explicara por qué era
sucio el cuadro.
- Es peligroso dejar pintado lo que está mal pintado y no dice nada, podría
destruir el mundo, Isabel. La basura está destruyendo el mundo.
La pintora miraba a papá desde su escote frondoso, adornado con un collar
de perlas falsas, casi al borde de la histeria.
- Para ti es fácil decir esto está bien esto está mal, siempre arropado por la
crítica; yo pinto en mis ratos libres y sufro la más horrible incomprensión y soledad.
- ¿Quieres hacer algo nuevo, querida? Quítate la ropa y purifícate.
Ella estaba al borde de la histeria y no sabía si avergonzarse, insultarlo o
largarse.
- Te he dicho que te quites la ropa. Huele como si necesitase un baño.
57
Seguimos algún tiempo paralizadas con los bultos a la espalda y ese fue un
buen día y mejor el siguiente, cuando tuvimos la fortuna de que un camión nos
cruzara de noche la frontera del Malí, donde las formalidades aduaneras fueron
mínimas. La noche nos obligó a pedir refugio en una de las chozas cercanas a la
aduana, que era una cabaña de barro sin puertas, y allí dormimos muy juntas, con
los sacos pegados unos a otros. Al despertar, mi todoterreno estaba atascado en
medio de un barrizal frente al puesto aduanero. Naomí trepó a él con el barro hasta
61
la cintura y por el cristal nos enseñó la pistola oculta bajo el asiento. Al regresar,
apretaba sus labios carnosos hasta reducirlos a una línea sin volúmenes, inspirada
por una decisión firme. El coche arrancaba, pero todos los intentos por sacarlo del
barrizal fueron inútiles. Por la razón que fuera, tal vez la proximidad de la policía,
los falsos arqueólogos lo habían abandonado antes de que ellos vinieran a ayudarles,
al quedar embarrados, y no faltaba nada excepto sacarlo de allí. Tras una larga
discusión con un grupo de curiosos, llegamos a un precio razonable y, ante la
imposibilidad de moverlo del lodazal, cada vez venían más hombres, hasta
conseguir sacarlo tras engancharle media docena de cebúes. Desechamos la idea de
contratar un guía y aquel día dormimos de nuevo en la choza, pero con el
todoterreno a la puerta. A la mañana siguiente, Sonia sacó de su bolso una chilaba y
se puso un turbante color arena. No irás a llevar eso, le dijimos todas a la vez. Y ella,
me siento así más cómoda, más segura, ¿de qué nos han servido los pantalones?
Naomí la miró con ganas de morderle un ojo, dudó unos segundos y enseguida tomó
la pista de Nampala a una velocidad de vértigo. Le brillaban los ojos y acariciaba la
pistola como si no viera el momento de descargarla ante el primer hombre que se le
cruzara y, cada vez que parábamos, sus gritos recorrían la pradera hasta montañas
imaginarias, de donde el eco regresaba a nuestros oídos con la misma nitidez que a
su partida. La espera le quemaba las entrañas y ni sentía el cansancio ni consentía el
descanso. Diría que el crimen la ponía cachonda y con frecuencia se rascaba sus
partes con codicia y como quien extrae agua de un pozo. Parecía inmunizada contra
el cansancio y, cada cinco segundos, aseguraba haber visto el coche de los
arqueólogos en la lejanía y disparaba pisotones de bala en el acelerador. Van
relajados por delante y no saben que les pisamos los talones. Estoy segura de que ni
lo sospecharían y me muero por ver su cara de sátiros emputecidos.
El sol caía redondo como un martillo pilón sobre la planicie. Desolación,
miseria, y maravilla. El efecto de las lluvias torrenciales había quedado atrás y el
polvo era invencible. Tuaregs acurrucados en sus tiendas; mujeres en los caminos
ataviadas con sus mejores galas, llenas de color, erguidas, fuertes y hermosas, con
62
enormes bultos a la cabeza y sus hombres caminando detrás, libres de carga; Peules
arreando blandamente a sus vacas y cabras; llanuras pedregosas y vacías, arenales y
dunas, recios termiteros, montañas inhóspitas; un “Hombre” en los dibujos de papá
perdido en un territorio de pesadilla sólo apto para buscadores del infinito.
Desolación. El Malí era más grande, terrible, e inhóspito de lo que pensábamos. De
tarde en tarde una “Aldea” de chozas redondas anclada al borde del camino, y
cientos de burrillos grises con una raya negra sobre el cuello, campando a sus
anchas.
Al tercer día y tras media hora de vegetación algo más alta y verde, con
campos de sorgo y mijo, topamos con el milagro del río Níger y con docenas de
aldeas escondidas entre los árboles; pescadores bobos encerrados en sus casas de
adobe; mercados suntuosos y terribles en los que las moscas devoraban a las
“Cabrillas retadoras”, con ojos de un azabache líquido, colgadas de las patas en las
carnicerías de las calles. Mi padre había estado allí; alrededor, montañas de plumas
y basura, gallinas, corderos, perros, vacas, y por las calles cientos de burrillos grises
como los que habíamos visto sueltos por los campos, restaurantes improvisados en
los que se cocinaban cosas repugnantes como mondonguillos, hígado, lengua, sesos, y
un batiburrillo de tripas entre el culebrero de gusanos devorándolas felices. Era
Segú y el hedor que allí reinaba, de un espesor sólido, congestionaba las narices. Las
mujeres en perfectas hileras vendían cebollas cocinadas, albóndigas de cacahuete,
sopas, tripas de cordero asadas, pececillos resecos y de olor agobiante, plátanos y
naranjas, nueces de cola, jarras de dolo, algodón, cacerolas brillantes, ropa usada, y
todo lo más inverosímil que pueda imaginarse. Corrimos calles y hoteles en busca de
los coches de los aprendices de arqueólogo y los encontramos frente al Hotel de la
France, un recio edificio colonial, inundado de aguas residuales y descendido a
prostíbulo barato, de un color añil desvaído y con las persianas caídas de puro
podridas, en el que no paramos. Naomí dio rápidamente la vuelta a la manzana y
aparcó en el interior del hotel L’Esplanade, frente al río. Cogió la llave y corrió a la
habitación, oscura y pulgosa, a preparar su añorado desquite.
63
5. PASE DE MODELOS
Antes del alba, un hombre se acercó al río con un bubú grana y, sin prestar
atención al frío de la mañana o a la corriente, se lo sacó por el cuello y se metió en el
agua, cerca del muelle. Luego salió y se enjabonó de los pies a la cabeza, volvió al río,
se secó, se puso el bubú al salir, y se marchó. La luz descubría lentamente el río y el
largo banco de arena que se extendía junto a la orilla y los campos verdes más allá,
en el límite de las huertas, donde una neblina blanca marcaba el principio de la
sabana.
- Hay un tipo bañándose en el río.
- Deberíamos irnos, Marina. Algo me dice que este lugar no nos va a gustar -
Era Sofía Dulce Trinidad desde la cama y tardé en contestarle. La niña dormía
plácidamente.
- Descansaremos todo el día y mañana nos iremos. Necesitamos todas un buen
descanso - le contesté mientras observaba mis facciones ajadas en el espejo.
- ¿Tampoco tú puedes dormir? ¿Qué hora es?
Era Dulce de nuevo desde la cama.
- Casi las ocho.
- ¿Hora de desayunar?
- Marinita duerme como un tronco y yo a estas horas soy un vegetal - le dije
mirando hacia su cama.
Seguía no obstante en la ventana y vi a Naomí envuelta en su grueso albornoz
rosa acercándose a la orilla con la toalla alrededor del cuello. La dejó sobre una
piedra, se tocó la herida y ahuecó el cabello; luego se desprendió del albornoz, miró
hacia el río y fue tentando el suelo arcilloso con repugnancia como si le costara
64
romper con sus delgadas piernas la resistencia del agua. Al llegarle a los pechos, se
volvió hacia la orilla. Algo más arriba la miraban con furor un grupo de nativos y,
consciente de la blancura fofa de su cuerpo, les volvió despectivamente la espalda y
siguió adentrándose en el río hasta desaparecer, sin prestar atención a la herida
todavía fresca de su cabeza ni a la filariosis, contra la que no teníamos vacuna.
Al salir del agua, se secó y cogió el albornoz. Acababa de atracar una pinaza
en la orilla con dos hombres sentados, uno de ellos bajo el toldo de paja y el otro
junto al timón. Habló con ellos con naturalidad unos segundos, mientras se lo ponía,
y al acabar de ceñírselo se marchó. El sol, al crecer, convertía el desierto al otro lado
del río en un paisaje sin fronteras ni horizontes.
- Regreso a la cama - le dije a Dulce -. Yo a estas horas estoy clínicamente
muerta y no existo. Tú has lo que quieras. Si consigo dormirme veré las cosas menos
negras y jodidas.
Dulce bajó al comedor hacia las diez y todas las mesas estaban vacías, salvo
las que ocupaban Naomí y Sonia en un rincón, Naomí en vaqueros estrechos,
hermosa, delgada y desgarbada, la melena ensortijada como siempre, y Sonia con un
elegante traje largo, bien ajustado al cuerpo, los senos compactos y un collar de
gruesas perlas. El camarero que colocaba los platos para la comida la saludó en
italiano.
- Estoy enamorada de este hotel - dijo Sonia mirando vagamente la sala con
los ojos entornados y luego llevándose las manos al rostro -, me quema la cara.
- Dirás que estás enamorada de alguien en este hotel - le contestó Dulce.
- La gente es muy güay.
- ¡Ay, hija, cómo eres!
- ¿Te refieres a ese gorila negro? No está nada mal. No me negarás que es
guapo y simpático. ¡Qué morros tiene! Fijaos cómo nos mira. Debe tener una
hermosísima pinga.
65
del círculo farolas cicateras y anémicas entre la bruma y el humo. Esto apesta a
marihuana que da miedo, dije. Naomí nos informó, mientras buscábamos sillas, que
esa noche se elegía a Miss Rivera, esto, queridas, es la noche africana, noche
embrujada, modelos Dior, Chanel, Valentino, Lagerfeld, St. Laurent como en París
Y el misterio se aclaró. Frente a los músicos, una fila de cuatro hombres y dos
mujeres en fastuosos bubús. Eran el jurado. La fiesta y la noche acababan de
transformar el ataúd de basura y porquería que era Segú en una fantasía grotesca e
insultante de circo, imposible de imaginar minutos antes.
- En ninguna parte he visto más miseria y esplendor juntos - dijo Dulce.
- En todas partes hay miseria - comentó Sonia.
- Los pobres existirán siempre, ya lo dijo Jesucristo - les respondió Naomí con
fría indiferencia -. Yo preferiría antes a los pobres que a los degenerados.
No era, en consecuencia, una noche cualquiera y tampoco lo sería la
madrugada. Hacia las once y con la orquesta al completo, que hacía flotar sobre el
anfiteatro teñido de azules y rojos una música de jazz reconocible, subió a la tarima
un personaje de revista, cuarentón, alto y delgado, pantalón de cuero negro, el
paquete ajustadito y bien marcado con chaqueta de esmoquin impecable, y un
mechón blanco sobre la frente, sudando, jadeando, sonriendo, sacando pecho y
hablando tan envarado como si tuviera delante el público más exclusivo de París o
Londres. “Nada de problemas, nada de problemas esta noche, queridísimas y
queridísimos... He conocido a muchos negros tristes con dinero. ¿cómo es posible?,
¿negros con dinero y tristes?” Risas a reventar. “A todo el que esté triste esta noche
que se lo lleve el diablo”.Estás divino, corazón. Con qué estilazo mueve el culo, decía
Sonia con furor uterino irreprimible, fijaos con qué ganas nos mira. Es un machazo
y no me importaría tirármelo incluso sin condones. ¡Ay, chica, cómo eres!, le
respondía Dulce. La marca Ives St. Laurent patrocinaba la elección y, previamente,
había un pase de modelos con muchachas de ensueño traídas del Camerún y de
Bamako. Naomí tamborileaba con los dedos una botella de cerveza, para disimular
tal vez el temblor que acomete antes del asesinato, y al mirarnos sonreía. Al iniciarse
70
Dulce llegó a la habitación muy excitada, pasada la media noche. Decía que
todavía le zumbaban las moscas en los tímpanos tras ver lo que había visto. Diabalé,
su estrella local, cantaba y en el fragor de los aplausos, gritos, y saltos de sus fans,
volvió la cabeza y lo que vio, no lo que oyó, porque no oyó ninguna detonación salvo
el fragor de los aplausos, le cegó los ojos. Los dos franceses sentados en la última fila
tenían la cabeza hundida en el pecho y la cara oculta por los sombreros. Necesitaba
ir a los servicios y, aprovechando que el cuarentón del esmoquin entretenía al
público, salió al pasillo con las piernas temblándole, pero no de nervios sino de puro
miedo. Tras la sábana se abría un estrecho pasillo que iba a los aseos. Pasó a sus
espaldas y no se movieron, pero justo a la altura de sus cabezas había dos agujeros
negros en la sábana como si les hubieran disparado desde el pasillo. No podría hacer
nada, Marina, y me volví como una autómata casi al tiempo de ver a Naomí
acercarse con desenvoltura por el pasillo central, su rostro el de siempre. Le
brillaban los ojos y sus párpados se abrían y cerraban como si algo la hubiera
deslumbrado. Es todo lo que noté así al pronto, porque también se le habían
enrojecidos los huesos de las mejillas y emblanquecido los labios. Al sentarse junto a
Sonia le pidió el mechero y se encendió el cigarrillo con naturalidad. Era otra vez la
de siempre y yo no sabes cómo temblaba. Tan sólo se mordía los labios, intentando
llevarles sangre, y luego sonreía. Yo tenía las piernas devoradas por los mosquitos y
no hacía más que rascármelas. ¿Quieres lápiz de labios?, ¿qué ha pasado?, le
pregunta Sonia. Llevaba algo en las manos y era una botella de cerveza. Yo seguía
temblando y llorando de puro nerviosismo.
- Nada, queridas. He ido a los servicios. ¡Vaya asco de lugar, hijas!
- No habrás hecho una animalada - volvió a preguntar Sonia.
- ¡Tranquila, mujer!
- ¿Nos vamos?
- Nos quedamos donde estamos.
Según Dulce, la atmósfera era pesada y los olores indescriptibles, también los
72
gritos y los aplausos de las fans de las distintas muchachas. Los músicos, ante tanto
alboroto, ni se tomaban la molestia de tocar y charlaban indiferentes. La multitud
rugía con cada nueva cantante de fama y a mí me palpitaba el corazón de forma
alocada, con un temblor de cuerpo y unos chorretones por la frente que no conseguía
controlar.
- ¿Qué te pasa? - me pregunta Naomí.
- Tengo frío.
- No seas estúpida. No va a pasar nada.
- Aún sigo teniendo las manos heladas. Tócalas, Marina.
Al tocárselas, tenían el mismo frío y sudor que las de mi padre la tarde en que
le cogí la mano y nos fuimos a dar un paseo para darle tiempo a mamá a que se
fuera. ¿Por qué tienes frío, papá? Le palpitaba el pulso y sudaba, pero no por el
calor sino por el frío. Le caía el sudor a chorretones por la frente, y sus manos eran
frías. Desde entonces cada vez que salíamos le cogía la mano. Le cogía la mano al
acostarse hasta de dormirse. Nuestras camas estaban tan cerca que le cogía la mano
y sentía su respiración en las mejillas. Se la cogía en tiempos de Marta, cuando ella
se iba de casa y mi padre bebía y sudaba a mares. Notaba sus idas por las botellas de
vino vacías, porque pintaba hasta caer rendido, y luego se tumbaba en la cama sin
quitarse los zapatos, envuelto en sudor, mientras sus manos eran puro hielo.
Desde la cama había seguido el fragor de los gritos y aplausos de la fiesta cada
vez que una nueva muchacha daba el paseíllo por la tarima y se enfrentaba al
jurado. No puedes figurarte los nervios, Marina. Volví la vista al dejar la pasarela la
última muchacha y los dos franceses seguían sentados al fondo de la sala, junto a la
gran sábana que dejaba un estrecho pasillo a su espalda. Tenían el sombrero puesto
y la cabeza hundida y boca abajo, como si durmieran. Volví azarada los ojos hacia
Naomí:
- Falta uno - le dije en susurro.
- El que falta es el asesino - me responde con naturalidad al verse descubierta.
- Tenemos que hablar - dice Sonia.
73
mirar mis muslos de soslayo. Iba descalzo y vestía anorak amarillo y vaqueros. Me
fui a lo alto de la duna, donde el viejo me siguió, y ni siquiera se quitó los
zaragüelles. Era de una delgadez extrema y finalizó en segundos sin la menor
excitación. Al acabar, me abofeteó y luego me metió la lengua hasta la campanilla y
su boca destilaba una podredumbre ácida que ni siquiera hizo que me sintiera
mejor. Hacía calor en la duna, me tumbó de nuevo en la arena y, sin malgastar
tiempo, volvió sobre mí. Era repulsivo hasta un grado exasperante, pero ni sus
asquerosos dientes ni su olor hacían que me sintiera mejor. Mientras trabajaba
sobre mí, el más joven fumaba un cigarrillo tras otro al pie de la duna sin dejar de
mirarnos. Sonia y Dulce junto a la pinaza presenciaban el espectáculo enmudecidas
y como si se acercara el fin del mundo. La escena debía parecerles horriblemente
vulgar y triste, sobre todo después de intentar pararla y de impedírselo Naomí.
Hablaban entre ellas y nada decían. El viejo se dio la vuelta conmigo encima y no
tuvo necesidad de llamar a su compañero, que se quitó en un segundo la ropa, se
echó sobre mí con resoplidos de locomotora, y al fin me sentí mejor. Mis gritos
hacían eco en las dunas. El dolor era dulce y amargo, el sudor y el ahogo tan
insufribles que se me alborotó en el pecho el corazón y pude desbloquear la garganta
y gritar al fin ¡papá, papá!, envuelta en llanto.
Pero temía que algo se hubiera desgarrado en mi interior. Respiraba con
dificultad. No conseguía ponerme en pie y me moví a gatas por la duna hasta
encontrar un arbusto amplio, donde me escondí, abrazada a mis rodillas, de donde
mis amigas querían arrancarme por la fuerza. Les pedí que se fueran y me dejaran
sola. Podéis llevaros el coche y el dinero, podéis hacer lo que queráis pero por favor
dejadme sola, olvidad el viaje y regresad. No entendían nada. Dulce decía que había
que salir de allí como fuera y Sonia, a continuación, que se nos echaba encima la
noche y que no teníamos más remedio que salir pitando hacia Bamako, que si no lo
hacíamos de inmediato podían venir en busca nuestra y encarcelarnos. Decían éstas
y otras estupideces, como que se irían conmigo o sin mí, pero yo buscaba algo que no
acertaba a ver y las invité a que lo hicieran, a que se fueran, que yo todavía estaba
78
Aquello que no alcanzaba a ver era que mi hija estaba viva y yo muerta, y que
para estar viva como ella tenía que llevarme un monstruo a los infiernos y pasar la
prueba del fuego, que es la que pasaron Cristo, Santa Teresa, y todos los héroes y
santos desde la más lejana antigüedad, con el fin de regresar a la vida y al mundo.
Era todavía noche, oí que el monstruo se acercaba y corrí a la pista, al otro lado de
la duna. Su enorme cabezota era la de la “Orca criminal”, solo que en lugar de
cuencas deshabitadas como en el dibujo, tenía dos ojillos maliciosos que
parpadeaban e intentaban asustarme. También Naomí, abandonando su silencio,
intentaba asustarme diciéndome que era un camión con muchos hombres y le sonreí
la necedad. Yo sé lo que es, le dije, y no me da miedo; parece mentira que seas tú
precisamente quien tenga miedo. Un brazo de pulpo me alzó a lo alto del lomo y me
sentó sobre unos sacos, en el centro de un grupo silencioso con los que también iba a
pasar la prueba del fuego. Sus rostros eran caricaturas en miniatura del rostro de la
orca, cada uno una copia exacta de su testuz, con idénticos dientes y ojos
parpadeantes que en un principio parecían desconcertados y pronto empezaron a
conversar y reír. La prueba había comenzado y todos se pusieron en fila. Me
recostaron en el saco y una cosa informe e irreconocible en la oscuridad, no sé si
pulpo u hombre, hundió sus rodillas en mi vientre y lo atravesó con un puñal; luego
abofeteó mi rostro hasta dejarme sin cabeza, piernas y brazos. Me llamo Marina
Romero, mi hija se llama Marinita y mi padre es Miguel Romero, y él reía. Los
demás observaban y esperaban. Vino otro, que parecía un huevo sin rostro, y no
pude vomitarlo porque era demasiado voluminoso y yo no tenía boca ni brazos para
poder gritar y defenderme. El siguiente parecía pequeño para ser un hombre o, en
todo caso, era un hombre muy viejo y arrugado. Tenía una mandíbula muy fea y
79
tantas ganas de estrangularme que me alegré cuando alguien lo tiró al mar y luego
vino hacia mí, me acunó en su pecho y empezó a cantarme una nana apagada y
distante, que en un principio sólo oía a medias y luego con nitidez. Era la música que
a Salvador tanto le gustaba, una canción de Llach que hablaba de amor y libertad, y
recobré la cabeza y los brazos. Me llamo Marina Romero y tú eres Salvador,
¿vuelves conmigo? Te echaba mucho en falta, y él me invitó a pasear y le dije que me
dolían mucho las piernas. El entonces me llevó en brazos a la arena y, aunque
dormimos mal, ¡qué colores tan maravillosos y qué naturaleza tan hermosa! Mi
vestido sepia era deslumbrante y largo hasta los pies y por lo menos había un millón
de aves chillando a pulmón lleno, árboles frondosos y un refugio vacío al amparo de
los vientos, donde nos acostamos. Su traje de campesino brillaba al inclinarse hacia
mí. ¿Y ya no me dejarás? Dijo que nunca me dejaría y yo le contesté, llevándome la
mano al pelo muy avergonzada, que desde que me había abandonado me había
convertido en una vieja. Él sonrió: no pude evitar dejarte, pero conmigo serás la
jovencita de siempre. Me besó en los labios y lo creí. A mi lado tres chiquillas, una de
ellas comiéndose una sandía, y las tres riéndose. ¿No está estupenda?, miradla. Las
tres reían y yo no le encontraba sentido a su risa, pero sí una gran satisfacción en
que Salvador mirara con fascinación mis pechos, que yo creía desparramados y
fuera de mi cuerpo. Ya estoy aquí, les decía, y ellas, estás viva y a salvo, amor. Me
llamo Marina Romero, mi hija se llama Marinita. He estado en el fondo del mar y he
visto su sepultura; había una gran boca con peldaños, bajé a los infiernos por ella y
vi su sepultura; era muy blanca. Sí, has bajado a los infiernos, querida niña, dijo él,
pero ya estás de vuelta. Había monstruos horribles, Salvador. En la imaginación
siempre hay monstruos, amor, me contestó. Seguía estando de buen ver, alto y de
pelo negro peinado a raya. Se te ha vuelto el pelo negro, le dije, y él se llevó la mano
a la cabeza y dijo algo extraño: así que eres española. Soy española. También me
han dicho que eres pintora; y le contesté que el pintor era mi padre, ese algo
impreciso al fin, se llama Miguel Romero, ¿lo conoces? También tengo una hija que
se llama Marina y, justo al acabar de hablar, vi los ojos de mi niña y estaban vacíos
80
como los de la orca en el dibujo. Vamos a dar un paseo, te sentará bien; estás viva de
puro milagro pero en cuanto hagas un poco de ejercicio verás que puedes andar, dijo
llevándome de la mano a un banco, donde me toqué la cabeza, las manos, las piernas
y reconocí a mis amigas, que reían y lloraban. El se había ido. ¿Qué estamos
haciendo aquí?, ¿dónde se ha ido?, no sé lo que me ha pasado, les dije. Y ellas, has
tenido un mal sueño, querida, pero este amigo te ha curado y al fin estás de vuelta
con nosotras. Tengo que deciros algo urgente. Tengo que deciros algo: He bajado a
los infiernos y he visto a mi Marina. Lo que pasó no pudimos evitarlo, me
replicaron. Y yo añadí: era una sepultura muy blanca y mi niña dormía, he visto a
mi niña y dormía, mi niña duerme al fin tranquila.
A unos pasos acababa de posarse un gorrión de color de arena, y me quedé
mirando sus movimientos, maravillada por lo mucho que disfrutaba agitando las
alas en el polvo. Era un manojillo de plumas y cómo velaba por su existencia,
moviendo las alas de un lado a otro a ritmo de vals. Al acabar su baño de arena,
golpeó el pico contra una tabla para limpiárselo, y de un salto se posó en una
buganvilla.
Desperté del sueño en un patio por el que paseaban gentes que habían muerto
hacía tiempo y huí despavorida por las calles, saltando montones de basura y
esquivando ratas, acosada por voces que querían llevarme a este o a aquel bar, a éste
o a aquel tenducho y, cuando me cansé de rechazarlos y de hablar conmigo misma,
una mano me volvió por la muñeca al patio muy cansada y allí pasé el día con los
muertos, que afortunadamente no se metían conmigo. El cielo, como en los dibujos
de mi padre, era una “Mancha” de un blanco hiriente; “El rostro” era una voz con
dientes de caballo que aparecía y desaparecía por una “Ventana redonda”,
compuesta de un laberinto de objetos rotos, muñecas sin cabeza, piezas de automóvil
y trozos de maniquíes con mejillas pintadas de colorete azul y rojo. También veía
una pared y un “Camino”, con un cebú vuelto hacia el cielo que parecía un alce, una
oveja comiendo piedras, y mujeres con calabazas en la cabeza y niños a la espalda;
más allá había un lienzo de gran tamaño, que parecía una “Cacerola” llena de
pulpos, cangrejos, chipirones, dos ojos saliendo de un calamar y, alrededor de la
cacerola, muchos pescados sin ojos preparados para el banquete. Las doce, conté con
los dedos de la mano. La sopa tenía un color malsano y repugnante. Despedía tal
olor agrio a alcantarilla que me negué a probarla, y el rostro de caballo pinchó mi
muñeca. Abrí los ojos, y las paredes eran desconchones hierro y ocre, por donde
paseé la mirada desconcertada.
Papá llegaba siempre tarde del taller. Yo solía cenar a mi hora acostumbrada
y mamá me acostaba. A veces me leía un cuento, pero la mayoría de las veces decía
estar muy cansada y caminaba nerviosa de la cocina al porche, se sentaba en el salón
a releer el periódico y fumaba ávidamente. Papá siempre llegaba tarde del taller y
un día mamá le dejó una nota junto al teléfono en la que le decía que en la nevera
84
había comida y que no la esperara, que esa noche llegaría tarde. ¿Quién soy yo?
¿Una cualquiera? ¿Una imbécil? Mamá se sentía prisionera en casa. Se quejaba de
que en la casa había una atmósfera sofocante, en la que se mezclaba el olor a rancio
del óleo con el olor del magnesio de la pintura y el no menos repugnante olor del
tiempo detenido; se le subía la ira al rostro, como una congestión súbita, y se
marchaba al anochecer. Entonces papá se metía en la cama sin cenar y la esperaba
leyendo. A veces se dormía, pero si yo estaba despierta, papá se metía en mi cama y
dormía conmigo; aunque lo que más le gustaba era hablar y hablar hasta que me
dormía. Él entonces se iba a su cama y, si mamá llegaba y veía la luz apagada, se
desnudaba en el salón para no despertarlo y se metía desnuda en la cama (rara vez
usaba el camisón, nunca en verano). Al rato, papá hablaba con voz fuerte y airada y
mamá le contestaba, subía el tono, y lo acusaba de que no tenía más amor que la
pintura, que ni ella ni yo contábamos para él, que ella no era nada y que por eso
salía, tenía que salir porque la casa se le caía encima todo el día esperándolo: ¿Por
qué tienes que hacerme esto?, ¿qué soy yo?, ¿qué es tu hija?; pero después de mucho
hablar y discutir acababan abrazándose y lentamente volvía el silencio. Lo normal,
sin embargo, era que mamá lo esperara con la cena preparada, que a mí me
acostara, y que, al llegar papá tarde como siempre, discutieran, que uno de los dos
entrara en mi dormitorio para calmar al otro y que, al verme quieta, saliera sin
saber si tenía o no los ojos abiertos. Yo quería a mamá y tenía una fe tan ciega en
ella como en papá. Los quería a los dos por igual hasta que mamá empezó a dejarme
dormida y a salir todas las noches, primero al banco de la calle a fumar un cigarrillo
tras otro, y luego a sitios donde había música. En ocasiones iba por el taller, pero a
papá no le gustaba que lo interrumpiera. Tenemos que hablar, Miguel, decía mamá
en casa preparándose en voz alta y a solas el discurso; pero, una vez en el taller,
papá la cortaba en seco. Vuelve a casa y cuando llegue hablamos todo lo que quieras,
iré enseguida, y eso a mamá la hacía llorar. Es cuando cogí la costumbre de dormir
contra la pared y empecé a verla llena de desconchones.
85
Tenía un jardín delante, enfrente una montaña y me pasaba las horas sentada
viendo las plantas y las flores: bananos, el árbol del pan, una acacia color café, un
cocotero, la buganvilla café, y un pterocarpus en especial que por las tardes se
llenaba de murciélagos gigantes, herbívoros e inofensivos, que se colgaban en las
ramas cabeza abajo. Con ellos colgados por las patas, parecía un “árbol de
Navidad”, un abeto lleno de cajitas negras que papá pintó y le regaló a mamá en una
de sus horas altas.
Nada extraordinario sucedía en el jardín, salvo la música, que me rompía la
cabeza tanto como las visitas y unos cuantos viejos derrotados que esperaban la
muerte. Me sentaba como un buda, con las piernas cruzadas frente a la piscina y
cada pocos segundos gente estúpida y de animado aspecto se acercaba a venderme
algo. Eran incansables conmigo, mientras que a los viejos ni se acercaban. Me
dirigían una mirada escrutadora desde la puerta y en seguida se presentaban y,
tuvieras o no ganas, tenías que ver a la fuerza lo que te ofrecían porque era
extraordinario y un caso de vida o muerte para mí el comprarlo. De nada servía que
me mostrara fría y reservada. Tenía que verlo y dar un precio, y si no lo hacía
reventaban. Todos parecían copias exactas de sí mismos, y les movía el vender la
misma necesidad que el respirar.
Pero no tenía ni frío ni calor. Mis dos amigas estaban muy excitadas por el
revuelo político en el país y la inminente marcha. Se celebraba un aniversario de la
revolución o la caída del dictador Moussa y la llegada de la democracia, las calles
eran una fiesta, Sonia y Dulce hacían lo imposible por vestirme y arrancarme de la
clínica. Hay que marcharse cuanto antes, decían, y las corté en seco. Mi viaje no ha
hecho más que empezar y, si no me he muerto todavía, nada me impedirá seguir,
ahora que la vida empieza a ser grata y tengo a la niña conmigo y a mi padre cerca
esperándome.
86
lugar donde poder caminar de noche sin que me asalten las ratas.
Cenamos en el Santoro, con vino de Burdeos y un plato fuerte y nada místico - pez
capitán, rey del río - y mi cabeza empezó a serenarse, despejándose por completo
cuando me compró un bello bubú grana en la boutique del restaurante. Los
mosquitos se cebaban en mis piernas y no me molestaba en rascármelas. Al acabar el
vino, él entonces se acordó de que era un buen musulmán.
- ¿Podrías quererme?
- Tal vez, Adema.
- ¿Y casarte conmigo?
La discoteca se llamaba Evasión y era como todas las discotecas del mundo,
salvo por las negras deliciosas, de labios carnosos y pinta hombruna, y los negros
gigantones, junto a los que Adema se sentía incómodo por no ser tan guapera y no
saber bailar, no poder hablar y estar atrapado en una intimidad sofocante que lo
paralizaba. El aire tenía una temperatura de fragua y olía a cloacas remotísimas. El
puterío bailaba con arte y entusiasmo, con la falda hasta las ingles, pestañas largas
como ramas de baobab y culos con lustre de papayas, mientras se descoyuntaban
haciendo retemblar el suelo como si pisaran ratas o cucarachas. Con la boca en el
oído me preguntó si prefería el baile o escuchar jazz: hay un club a la espalda del
edificio pero, si prefieres la cama al jazz, dijo adelantándose a mis deseos... No
aguanto más. Prefiero respirar y ahogarme entre sábanas, le contesté.
Necesitaba pasar inadvertido en el hospital y abrió la puerta con mucha
cautela. Se quitó la camisa sin alzar los ojos, como si le diera vergüenza mirarme, y
yo misma le desabotoné los pantalones, dejándome arrastrar por mi fantasía y el
jalar demencial de Adema. Había desechado de golpe mi retranca y miraba su
cuerpo escuálido sin vergüenza. Deseaba vivir el presente y hacer el amor. Quería
que me deseara y, aunque no hubo besos, la habitación empezó a moverse y yo
tampoco me quedé quieta y paralizada, con ese desvalimiento en mí habitual, y al fin
sentí que los muebles perdían el equilibrio, que la lámpara se bamboleaba y que todo
en mí volvía a la vida. Zumbaba un martillo pilón en mi interior, que hacía eco en mi
95
7. EL ENCUENTRO
cine. En el comienzo del libro, mi padre tenía subrayada la siguiente frase: “hora de
hacerse a la mar” y, bajo ella, “pero dudo encontrar como él un tema tan
grandioso”.
Un crítico de arte acusaba a papá de usar colores vivos y de dibujar con
soltura pero sin seguir las leyes de la naturaleza y él sonreía.
- ¿No está de acuerdo, Miguel?
- ¿Qué leyes son esas? - le preguntaba papá con la sonrisa en los labios, y luego
me miraba a mí aún con la sonrisa en los labios -. Las reglas de la belleza no residen
en las verdades de la naturaleza, aunque ésta sea la base. Es la imaginación la que
hace el cuadro y éste será arte, siga o no esas leyes de las que usted habla, si hay en él
algo inverosímil y emocionante.
- Pero usted pinta rostros horribles.
- No más que Bacon o Solana. Le diré lo que decía Giotto cuando lo acusaron
de pintar rostros bellos teniendo unos hijos tan horrorosos: mis hijos son obra de la
noche y mis cuadros son obras del día, y nadie acusaría a Giotto de desconocer esas
leyes que usted nombra. Yo tengo justo el hábito contrario. Trabajo por la noche y
mis hijos son obra del día.
- ¿Y por qué entonces esa sala del Louvre o esos cines con luces tan tenebristas
y encuadres tan largos y caprichosos? No me dirá que siguen las reglas matemáticas
ni las líneas de la perspectiva.
- Siguen las leyes de mi espalda, que me dolía horriblemente en ese momento y
sus colores no son más tenebristas que los que usaría si pintara un cementerio - le
contestó papá todavía sonriente.
- Para usted, entonces, ¿qué es el arte?
- Cuando usted habla de arte, ¿de qué habla?
- Los críticos no entienden nada, papá.
- Hija, la mayoría entiende lo que está en los cánones, lo que entra dentro de
los límites de lo verosímil. Los pocos que son capaces de entender lo que queda fuera
de esos límites son lo suficientemente vanidosos, maliciosos, o listos como para
97
intentar hundir al artista porque eso vende prensa, que es lo que les interesa.
Querían acabar con papá y a él cada día le resultaba más enojoso defender su
pintura. Quería que lo olvidaran y dejaran en paz. Si lo que hago es una mierda el
tiempo lo dirá. El siglo acaba en la mayor desorientación, hija. El cubismo ya está
hecho y el impresionismo es una variedad más del realismo. Los simbolistas se
permitían la sana libertad de no copiar a nadie, pero usaban el color como si fuera
todo el sentido que hay. No se apartaron de lo verosímil y no creyeron en un paisaje
totalmente soñado. A éste le gustaba el azul y a aquel el rojo. Hermosos cuadros de
tono betún pálido, amarillo con sombras ceniza y violeta. Todos se preocupaban por
el color, pero cuando uno tímidamente quiere decir algo nuevo sobre la naturaleza o
volver a los primitivos y a los clásicos, los críticos te insultan.
Inesperadamente, papá se volvió de espaldas al crítico y se echó un pedo. El lo
llamó guarro y mi padre, sin sonreír, le dijo: tratar de explicarle mi pintura es echar
margaritas a los cerdos.
Al salir de la clínica con el despuntar del alba, el cielo parecía luminoso y libre
y, al coger un taxi en la calle principal, minutos después, estaba cubierto de nubes
opacas y esponjosas que amenazaban lluvia. Su aspecto sórdido no lo provocaba
aquel cielo sino la sucesión infinita de chabolas, talleres artesanales, humo de
asaderos de carne y de coches, e infinitas alcantarillas a cielo descubierto por las que
fluía un líquido verdoso y repugnante. Junto a ellas crecían bananos, buganvillas
moradas y de color tabaco, el árbol del pan con crestas rojas, y magnolios de flores
blancas y rosadas; el negro y el blanco de mi mapa africano. ¿Dónde vamos?,
preguntó el taxista. ¿Hay un hotel junto al río? Le Mandé, madamemoiselle, muy
exclusivo. Era el hotel de Salif Keita, famoso futbolista, y moví la cabeza
afirmativamente mientras el coche sorteaba motos, ciclistas, burros, y rebaños de
cabras sin molestarse en evitar los baches ni el polvo rojo de otros coches, igual de
chirriantes y destartalados. Toda la ciudad parecía haberse echado a la calle desde el
98
alba, y la marea humana caminaba entre pitidos. En el cielo buitres, sobre la nube de
polvo a ras de tierra y la mancha opaca y esponjosa encima, que no era de lluvia sino
una mezcla de sudor, sangre, y melancolía. Y sin embargo aquella ciudad era
hermosa. Había colinas verdes, árboles frondosos, avenidas anchas en las que si una
olvidaba los agujeros, el polvo rojo, el barro, la falta de pintura en los edificios, los
olores, el estiércol, el desorden del tráfico, las nubes de mosquitos al anochecer y la
inmensa miseria, resultaba atractiva y podía salvarse gracias a la exquisita pulcritud
y colorido de las mujeres, con sus faldas largas y abultadas luciendo niños a la
espalda.
En el hotel, paredes blancas y limpias, teja árabe y un césped cuidado. Abrí la
ventana, y el Níger tenía el aire de una plácida laguna por la que discurría el agua sin
fuerza, como si le costase remontarse hacia el desierto, al que se dirigía. En el centro
había un islote rocoso, en el que garzas azuladas buscaban gusanos entre las hierbas,
y en las riberas un aire vago de nostalgia e intenso color carmesí. Me quité los
vaqueros y pasé el día en un deshabillé cómodo al borde del río, donde todo era
agradable, salvo los mosquitos. La brisa llegaba húmeda y templada. La sombra
plateada de una pareja de martines pescadores que tenían su agujero en un ribazo,
casi al borde del agua, se inmovilizaba un instante en el aire y luego golpeaba el río
sin descanso, como si tuviera una prole infinita que alimentar.
Salif Keita no estaba, y el director del hotel me dijo que él no sabría dónde
encontrar a mi padre; tal vez Abdullah Silla lo sepa, él lo sabe todo en Bamako. Y
cogió el teléfono: vive aquí al lado, vendrá volando en cuanto le diga que es usted la
hija del señor Romero. Minutos después, Abdullah entraba por la puerta. Era viril y
de escaso pelo, morros casi tan morenos como su rostro, pero seductor e inmaculado
en su bubú blanco, director de radio VRTEL, de la revista Tapama e impresor del
boletín oficial, Le Soir, Carrefour y media docena más de periódicos.
- ¿Tantos? - le pregunté mientras él comprobaba con la mano la dureza de mis
carnes.
- Tenemos en el país una veintena desde la democracia y quince radios. Así
99
que hija de Miguel, en-can-tado, ¿se dice así?, ¿qué le gustaría visitar esta noche, una
boutique de viande grillée o probar la maravillosa cocina de mi mujer? Si se decide
por mi casa, ella se esmerará más que si se tratara de Alpha Aomar Konaré, nuestro
Presidente.
- Busco a mi padre.
- ¡No es posible! No necesita ni levantarse para verlo. Lo tiene delante. El
universo gobernado por tres días: “ayer, hoy y mañana”. Tres oscuridades y tres
luces, son palabras textuales de su padre. La oscuridad y la luz, la misma cosa; pero
repara en esos tres puntos luminosos, de cada oscuridad nace una luz que nos ayuda
a descubrir la vida. ¿Le gusta su padre, se-ño-rita..?
- Marina.
- Marina. Bello nombre de puerto, ¿no quiere comer? No me ha respondido
todavía. Lo que no entiendo es cómo Salif tiene el cuadro tan a la vista con tanto
ratero. Afortunadamente no conocen su valor.
Miré absorta el cuadro, no lo que significaba o el colorido, nuevos para mí, y
las lágrimas me brotaban salvajes como gotas de sudor. Resbalaban por mis mejillas.
Salían del fondo del cerebro y de la nariz y me obligaban a sacar un kleenex tras otro
para sonarme.
- ¿Llora? - preguntó sorprendido -. ¿Llora cada vez que ve un cuadro de su
padre?
La pregunta me provocó un aluvión de lagrimones y él me miraba sin
comprender nada.
- Vamos, deje de llorar - y al fin lo hice -. ¿Viande grillée o lo que Dios quiera
en mi casa?
- Viande grillée.
- ¿Y después?
- ¿Hay jazz en Bamako?
- ¡Mais, naturellement!
- Pues jazz.
100
- ¿Y después?
Sonó un aldabonazo discreto en mi cabeza, ¿tiene que haber siempre un
después para una mujer?
- Abdullah, ¿podré encontrar pronto a mi padre?.
- Lo verá, querida niña, lo verá muy pronto.
- Pero no en su cama, querido amigo.
- ¿Qué le hemos hecho los hombres para que me responda así?
- Estoy sangrando.
- ¿Puedo ayudarla? No soy médico, pero conozco a un médico.
- Sangro por donde sangra la mujer.
- ¡Gracias a Dios!, Marina. Creí que me consideraba un viejo. ¿La recojo a las
ocho?
- ¿Y mi padre?
- Todo a su tiempo y hora, Marina. Lo verá y espero que pronto. Intentaré
encontrarlo cuanto antes.
El sol enrojecía en la cabecera del río y, tras desaparecer Abdullah, Sonia y
Dulce arrimaron sillas y me saludaron como a una náufraga.
- ¡Hija!, ¡qué susto! ¡Nos has tenido en vilo todo el día buscándote! ¿No sabías
que estábamos en el Grande Hotel?
Ni lo sabía ni me importaba, y las animé a librarse de la malaria, la fiebre
malta, el sida, y coger el primer avión. Sonia no acababa de entender el cuadro.
Misterioso. Vivir para ver, ¿qué es esto? ¿Símbolos totémicos? ¿Microbios?
¿Tubérculos? Parecen piedras volcánicas, ¿hierro fundido?, ¿trozos de árbol?, ¿una
máquina de follar?, ¿contra qué va? Parecen tres quijadas de asno en avanzado
estado de putrefacción. No me gusta. Tu padre, querida, se va a quemar las manos, la
cara, los cabellos, los ojos experimentando, y encima nos va a volver locas. Lo bueno
del arte actual es que es un saco en el que todo cabe; pero, ¿es que quieres librarte de
nosotras? ¿Acaso no vamos juntas? ¿Quién era el moro? Cuando nos despedimos, las
dos me abrieron los brazos con el gesto de quien está cargado de razón y dice adiós a
101
La vida no necesita tener sentido. Se nace y se muere sin merecérselo y sin habérselo
ganado. Nadie me hablaba de ella y yo misma evitaba el tema cuando salía. No
entendía nada de lo que me sucedía. Me habían robado el coche y me sentía eufórica
y con ganas de llorar después de beberme un par de copas. A la luz del día me
moriría, pero eso sería por la mañana. Ahora estaba hastiada, confusa, abatida, y en
el lugar idóneo en el que era menos que nadie, y una cualquiera. Abdullah miraba
mis muslos con codicia y luego saltaba a los perlados pechos de Sonia y el brillo en
sus ojos no me producía ni envidia ni curiosidad. Aquel no entender nada, aquella
perplejidad, hacía que tuviera la cabeza despejada y con ganas de decir sandeces,
aunque sudaba y sudaba, ¡Dios, cómo sudaba!, me sudaba el alma, me sudaba la
frente, me sudaban las manos y, por despecho o desesperación, tenía ganas de
quedarme a vivir en esta hedionda ciudad. Y empecé a dejar que la música se me
metiera en el cuerpo y a improvisar la letra como a veces hacía con temas de ópera.
Cant love nothing cant cry
cant love nothing
nada nada nada nada
cant love I´m
dying agggeeeeooooo, aggrggrrgeeeeoo uuuuuu
- ¡Bravo!, ¡bravísimo! nada nada nada -, boca sensual, brillante de saliva,
lengua rojísima, labios gordezuelos y tan frondosos e inverosímiles como una selva
tropical en medio del desierto -, agggeeeooeeuuu ¿eso es español? Una lengua muy
dulce. Tu turno, bella Sonia.
Su mano en la rodilla, en las cachas de Sonia, sobando su hermoso culito, su
traje falsamente modesto cuando se la miraba por detrás, nalgatorio glorioso,
tentación absoluta de ser hombre, pechera brillante de la que nacían las luces de la
sala, atacando un swing a lo Duke Ellington, “I don´t mean a thing if it ain´t got that
swing”, que enloquecía a Abdullah y le hacía levantarse del asiento. Se movía
maravillosa, dándonos la espalda, moviendo gloriosamente el culito como una
lagartija, moviéndolo con arte y aplomo, dejándolo volar solo, dejándolo llevar por la
104
música entre el repentino silencio de la sala y unos ojos malandrines que lo miraban
como el mejor de los cielos.
Bleee, doooya doooblee roooo deedee wahada, wahadaaaaaa
- Cariño, lo haces tan bien que Dios no te dejará morir de hambre.
- ¿Lo crees de veras, Abdullah?¿Necesitas tocarme cuando hablas?
- ¿Puedo evitarlo?
reconocer y tampoco puedes hablarle porque piensas que no es la que buscas o caso
de serlo y hablarle no va a entenderte, pero sudando a mares. Y levanté la cabeza
mientras la nube de mosquitos zumbaba y se arremolinaba a mi alrededor, sudando
a mares por un frío que me llegaba por los túneles de las venas, y no era él, todo lo
más era su sombra, la sombra misma de sí mismo como si la estuviera viendo en casa.
Era él con toda seguridad, algo más enjuto y alto, o lo parecía sobre el escenario, su
mismo rostro tranquilo y fatigado, hundido sobre el clarinete, la espalda encorvada
como siempre, pelo en punta y gris, y una mirada alucinante que traspasaba
poderosa el humo de la sala y se fijaba en mí, me hacía un guiño con el ojo derecho,
dejaba “I´m a ding dong daddy” sin acabar y allí estaba, sin que yo pudiera siquiera
sonreír o hacer una mueca. No había podido correr al escenario porque sabía que si
intentaba andar las piernas no me responderían; me levanté y no me moví. No podía
dominar el aliento y allí estaba ante mí, perfectamente rasurado y sonriente como
siempre. Diez años y ni sus ojos ni su figura habían cambiado ni en fuerza ni en
expresión. ¡Hija, déjame verte! ¡Cómo me alegro de que hayas venido! Déjame verte,
y nos dimos las manos, que a él le temblaban ligeramente mientras sus ojos ni
siquiera pestañeaban; y, luego sin saber por qué, porque esa no era mi intención, nos
abrazamos.
Al marcharnos con Dulce, Sonia estaba sentada sobre las rodillas de Abdullah
y él le acariciaba el cabello como quien acaricia las crines de un potro. Sus senos le
nutrían de metáforas dulces, como de leche condensada, y ella lo miraba con
docilidad de marioneta y languideces de mujer felizmente raptada, suscitando la
envidia de Dulce, a quien jamás nadie había raptado ni tal vez lo haría.
- Buenas noches, Miguel - saludó Abdullah.
Mientras mi padre dormía semi desnudo en el sofá de mi habitación, después
de una noche en vela sin cesar de hablar y sin exigirle respuestas, los dos con voz
tranquila y queda contándonos nuestras vidas, como dos compañeros de cama antes
de acostarse, me quedé mirándolo con esa melancólica pasividad tan mía, y no me
levanté a tocarlo, las manos temblonas como si fuera una anciana con parkinson.
106
Me venía su imagen durante el día, cada minuto y cada segundo del día y en las
espesas nieblas de la noche, cuando a menudo me despertaba con una angustia en el
pecho que me ahogaba y, aunque sabía que nada curaría esa angustia, que no estaba
preparada para una pérdida así, tenía las estrellas tan cerca que podía tocarlas y
volaba como si fuera un águila que surca el cielo; tenía a mi padre al lado, enlazado
por la cintura, y tarde o temprano la amarga sensación del accidente acabaría por
diluirse como el agua entre los dedos.
Mi padre no era ya tan tierno, sus ojos no tenían ese movimiento nervioso de
antaño; pero yo tampoco era aquella muchacha vulnerable que lo buscaba día y
noche, de noche despierta como si soñara y de día dormida sin saber que era un
sueño. Es cierto que la idea de buscarlo había sido mía, ¿pero podía culparme?,
¿podía haber hecho otra cosa? Con su brazo en mi cintura, él vio que me resbalaba
una lágrima por la mejilla y, sin decirme nada, sacó el pañuelo y la limpió. Le había
contado la muerte de Marina - ni siquiera sabía que existía otra Marina -, y sentí la
fuerza de su brazo en mi cintura. No me moví ni lo miré mientras me limpiaba los
ojos. Había sido yo quien había ido en su busca, pero él me había invitado con aquel
cuaderno de dibujos y así me lo dijo, por si su culpa aliviaba mi pérdida, cosa difícil.
Somos como autómatas, hija; unos tienen el cuerpo roto; otros tenemos el alma
enferma y hecha añicos, pero lo importante es avanzar, me decía mientras me besaba
el hombro y yo me sentía flotar ingrávida en el espacio. Porque no siendo ni
aventurera ni artista, lo hubiera seguido hasta los mismísimos infiernos, lo hubiera
hecho igual aún a sabiendas del accidente o de que a mí misma me fuera a picar un
alacrán.
Katie junto a Dulce me miraba con envidia. No miraba ni saludaba a nadie, y
a Dulce se limitaba a contestarle con monosílabos. Pertenecía al séquito de mi padre,
no sé el grado de pertenencia, pero sus caderas hacían temblar los ojos de Fabrizzio,
de los barqueros, y de todos los hombres que llenaban el trasbordador. Llevaba un
vestido de una sola pieza, un amplio bubú rosa que dejaba su cuerpo libre a la
imaginación, y sus pechos sin sostén, sus nalgas gloriosas sin bragas y el bronce vivo
109
de sus hombros eran pura vida y energía. El pelo le caía recto en mil trenzas sobre
los hombros. Tenía las mejillas hundidas y una mirada melancólica que deslumbraba
al sonreír. De vez en cuando se perfumaba las manos con esencia de flores. Era una
diosa. Sus labios carnosos y sus ojos enormes pregonaban que era una diosa, y hasta
mi imaginación femenina se disparaba al preguntarse por su relación con mi padre y,
sin embargo, me miraba con envidia.
A la salida del trasbordador, el mismo aire de miseria que en Bamako: negros,
negras, camellos, bastonazos a derecha e izquierda en un tono gutural que
desgarraba los oídos; niños con cabezas rapadas y barrigas hinchadas a la espera del
gran regalo que el blanco les debe; mi padre se volvió del revés los bolsillos del
pantalón mostrando un forro agujereado y vacío; senos que cuelgan hasta el vientre,
cabañas de palos contra el sol con grupos de hombres tirados por los suelos sobre
una estera de esparto o sobre la arena; platos azules de plástico con mandarinas,
plátanos o papayas, gritos, rumores, moscas, dos furgonetas llenas de gente con
cabras y gallinas que esperan coger el trasbordador de vuelta del mercado. El aire
era pegajoso y caliente, y una hora más tarde, tras cruzar una tierra sedienta y
esponjada por las inundaciones de estos dos ríos, nuestra caravana de dos coches
atravesaba un gran arco de barro, ascendía por una calle estrecha y polvorienta,
cruzaba la plaza de la gran mezquita, y se detenía dentro del campement, un
complejo de cabañas en semicírculo con un gran parasol de paja en el centro del
jardín, que hacía de bar-restaurante.
- Djennée es un lugar para estar solo, un sedante magnífico. Te gustará.
Amadou encargó y ajustó el precio de las habitaciones. Comimos bajo el gran
parasol sopa de cebolla y carne con tomate, y cada uno se retiró a su habitación a
echarse la siesta; yo con Dulce. A media tarde, el bello Amadou salió en su coche
hacia Mopti a alquilar la pinaza y papá y yo, seguidos de Dulce, Fabrizzio, y Katie
marchamos juntos a explorar la ciudad, toda ella de dos plantasen forma de cubos
perfectos rematados por almenas muy fálicas, dédalo de calles estrechas e
intrincadas.
110
- ¿Qué te parece?
- ¿Puede no gustarme?
- No. ¿Qué me dices, Dulce?
- Que estoy impresionada por tanto símbolo machista.
- Nada tan llamativo y hermoso como esos falos sobre arcos y puertas, ¿te has
fijado en la forma de las puertas? Vaginal, vulgarmente coños, las llaman las guías
turísticas.
- ¿Es una enamorada tuya?
- ¿Quién?, ¿Katie? - Sonríe y contesta -. Sí, pero a medias.
- ¿Y eso qué quiere decir?
Me mira con sonrisa picarona y divertida.
- Quiere decir, hija..,que espero que no te molestes y que, veas lo que veas,
nunca olvides que esto es África.
- Ya soy mayorcita, papá.
- Eso espero. Sólo los cretinos se escandalizan, los que no sienten ni ven, los
que no piensan. En ocasiones me sirvo de las mujeres para estar vivo, ¿podría
soportarlo de otro modo?; pero te juro, Marina, que nada es comparable a tu
presencia, al privilegio de acariciar las duras conchas de estas mejillas.
Me da un ligero achuchón, retuerce ligeramente mi barbilla, y luego me mira
con una mirada tan profunda y enamorada que no le pido más explicaciones. Nos
acercamos a la gran mezquita, joya del estilo sudanés y envidia del mundo, según mi
padre. La luz dora sus muros de tierra y, a una sencilla señal de papá, Katie vuelve
sobre sus pasos, y al rato regresa con su caja de pinturas, un atril plegado, y una
silla. Papá se sienta frente a la mezquita, pidiéndonos que le retiremos a los niños,
entre ellos hay uno al que la polio obliga a caminar a cuatro patas y papá envía a
Katie a comprarle unos buñuelos; luego desenrolla una tela y pinta un toro, que
rápidamente se convierte en un mono, y más tarde en una mesa de futbolín
destartalado, que aparece tirado en un rincón de la plaza; finalmente le añade un
ligero toque de púrpura que presagia la mezquita. Parte de los futbolistas son falos y
111
hacer uno desde cualquier parte, ¿acaso Keefer ha salido alguna vez de su granja? Se
limita a examinar sus neuronas desquiciadas, y para eso da lo mismo un burdel que
el camastro familiar, ¿qué sentido tiene venir a Mali para pintar un futbolín
destartalado que puede verse en cualquier basurero de España? Y mi padre,
subiendo el tono, tiene precisamente el sentido de resaltar un objeto cotidiano que la
gente ni en España ni en ninguna parte ve cuando pasa por un basurero. El mundo
del pintor es el mundo que contempla. Pero nunca debe ser vulgar, le replicó
Fabrizzio.
Por el tono de su voz, papá parecía a punto de tirarle el vaso de vino en su
atildada camisa, llena de plátanos y cocoteros: Claro que no debe ser vulgar. Un
objeto como el futbolín no es símbolo de nada hasta que la imaginación no entra en
él. Un desierto no es nada y una metralleta tampoco. Un cuadro no necesita tener
significado, la mayoría de las cosas a menudo no lo tienen. Coloca una metralleta en
medio del desierto y habrás dado vida al desierto en virtud de la metralleta. Esa es la
gloria del artista. El desierto habrá dejado de ser un ente abstracto, estático y sin
vida en virtud de la percepción, del ojo que entra en ese escenario muerto porque la
realidad se adhiere a la imaginación y la imaginación no debe desprenderse de la
realidad. El arte es el hombre añadido a la naturaleza. Esa es mi filosofía.
Los dejé hablando y me retiré a la cabaña al sentir el primer escalofrío de la
noche en la espalda. En el espejo mis facciones eran juveniles, mi expresión fresca y
serena, como si volviera a ser niña de nuevo. Al rato entró Dulce y, aunque estaba
despierta y sabía que esa noche no podría dormir, ni me moví ni la miré ni dije nada
para que no me hablara. La habitación era una fiesta de chinches y mosquitos, y
tampoco le pedí que la perfumara para no destruir el hechizo y la relajada sensación
de bienestar, junto a mi padre. No había traído ni máquina de fotos ni papel para
escribir, tomar nota o dibujar. A medianoche debí dormirme unos minutos y al
instante desperté bañada en sudor y acribillada por los mosquitos; no obstante, seguí
sin moverme recreando la conversación de la cena. Me interesaba simplemente lo
que veía y oía, el fuego sagrado que mi padre transmitía. Seguía acribillada por los
113
Fabrizzio - y cada segundo se pregunta para qué. Ha tenido sus aventuras, pero
todavía está esperando su primer amor, y tiene ya veinticinco años. Dentro de poco
no buscará nada, pero no quiere ser eternamente joven. Es cada vez más asustadiza y
en seguida tendrá el corazón tan varado como el mío, y por eso está en este viaje.
Tenía que hacerlo. Tenía que salir de casa, de la mesa de camilla junto a sus padres,
de la tele y de la cama a las diez. Tenía que ir donde fuera y hubiera hombres,
aunque se tratara de un desierto, en busca de ruiseñores. Salir de casa y parar el
tiempo. En alguna parte alguien la espera, es aquello del refrán.., y no estaba de mal
ver aunque sí muy harta de amores ocasionales, que tal como le iban las cosas,
tampoco eran de desaprovechar.
No aparta los ojos de Fabrizzio. No sé si lo escucha y entiende; no sé siquiera si
oye lo que dice. De vez en cuando baja la cabeza y mira con disimulo el paisaje, saca
la mano, toca el agua y se la lleva a los labios como si fuera una flor. Cambio con ella
miradas de comprensión y, aunque desvía los ojos al sentirse descubierta, sonríe, se
repone al instante y sigue mirando a Fabrizzio. Me sorprende que el italiano no
repare en sus espléndidos muslos de amazona, casi tan morenos ya como su rostro, en
su culo ligeramente blando, en el sol derramado en su vientre y en sus ojos de mirada
verde y viva que están pidiendo comérselos a besos.
- ¿Un whisky?
Dulce se levanta como un rayo a preparárselo, pero Amadou se le adelanta.
Papá ha sacado de su caja de pinturas el bloc y lo tiene abierto entre las manos.
Lleva tiempo mirando el paisaje y, al oír la palabra whisky, levanta la voz y pide
vino. Es su debilidad: vino, amor y tabaco. Amadou le alarga el vaso a Fabrizzio y
Katie le coloca a mi padre el vino sobre la tabla, él le da un pequeño sorbo, enciende
la pipa y su mano derecha se dispara llenando en segundos la página de garabatos.
Lo miro trabajar mientras reflexiono. No debió marcharse como lo hizo, fue
un golpe bajo y no debió hacerlo. En lugar de esperar tanto tiempo y de mandarme
aquel cuaderno de dibujos a los diez años, podía haberlo hecho de otra manera y no
habría desgarrado mi carne a dentelladas. No debió hacerlo como lo hizo y cuando
119
ella no había venido al Malí para dormir con mujeres y vi al punto el asombro en el
rostro de Fabrizzio y su rápida reacción invitándola a su tienda. También vi relucir
los ojos de mi padre y oí su voz cortante y baja con tono de macho avezado,
aconsejándole a Dulce elegir mejor compañía. Querida mía, un hombre te está
ofreciendo su tienda y debes elegir entre dormir con él o, si lo prefieres, rezar el
rosario con mi amigo Fabri. Y Dulce eligió a mi padre, al caballo fuerte, curtido,
ganador, y con derecho de pernada, como en el mundo animal, donde sólo los machos
fuertes se cubren de placer. Yo solté el aliento al ver que Fabrizzio no perdía la
sonrisa, ni se inmutaba lo más mínimo. No parecía contrariado y, si lo estaba, la
frustración le duró el tiempo que a mí ne costó decirle, sin deseo ni rencor, y con la
misma naturalidad con que mi padre había exigido la primera noche dormir con
Dulce, que yo dormiría con él. Me levanté y entré en su tienda, donde estuvimos
charlando, cada uno en su saco hasta casi el alba, cuando empezaban a oírse el
deslizar de las pinazas y las voces de las barqueros hacia los campos de algodón, y
entonces nos dormimos.
Fabrizzio era un hombre de mediana edad, con un mechón rebelde de pelo
gris, algo apocado de carácter y siempre complaciente. Pasó media hora acechando
mosquitos y posibles intrusos molestos, y cuando quedó satisfecho del examen se
metió en su saco y lo cerró hasta el cuello. Su cuerpo olía al perfume de almendro de
su crema bronceada.
- Siento que mi padre te haya ganado la partida.
- Está en su derecho. Supongo que has traído a Dulce para él.
- Supones mal. Yo no he traído a nadie para nadie. Dulce es dueña de sus actos
y la culpa no es mía. Has cedido demasiado pronto.
- No he perdido nada - dijo él - Te tengo a ti.
- Sí, me tienes a mí.
- Y no estoy vencido todavía - dijo al rato.
- Despiértame cuando te levantes.
Me di la vuelta y me dormí en seguida. Me despertaron una vez sus ronquidos
121
y me levanté a desaguar. Las estrellas brillaban y el cielo estaba muy bajo. Al otro
lado del arbusto sonaba tan fuerte el ímpetu fluvial de otro pis que me asusté y a
punto estuve de pedir auxilio. Era Dulce y su sombra pasó a mi lado sin descubrirme.
Ya en la tienda, Fabrizzio roncaba con la cabeza apoyada en un brazo y al rato vi
que el sol había salido e intenté dormir. Me sentía pasiva, serena y a gusto,
dejándome arrastrar por la corriente. Debí dormirme muy tarde y, al abrir los ojos,
Fabrizzio no estaba, pero no me inquieté. Se estaba bien dentro del saco, lejos de una
misma y en medio del cosmos, mientras en el exterior se oían las voces quedas de mi
padre y de Fabrizzio charlando amigablemente. ¡Hombres!.
9. CUADROS DE UN SALVAJE
cuando se los quitaba y se echaba al agua tenía la agilidad de una foca, la misma que
demostraba dirigiendo la pinaza con la palanca del motor. Con los clientes era dulce
y brutalmente seco con el muchacho, con menos carnes que un jilguero, que
mantenía el fuego del té, e igualmente con el joven pizpireto, Ahmed, de sonrisa
hambrienta y largas greñas, al cargo de la limpieza y de la pértiga, que flirteaba
descaradamente con Fabrizzio y le tocaba el culo a la menor ocasión.
Al montar en la pinaza esa mañana, mi padre se tumbó en uno de los bancos
que iban de babor a estribor, con la cabeza en el regazo de Dulce ocupándolo por
completo, mientras yo le hacía en voz alta a Mahamadou estas preguntas desde el
asiento más alejado de popa, al lado de Fabrizzio, para que mi padre me oyera, y no
sólo él. Dulce me miró sin aclararme sus pensamientos e instintivamente se tapó los
senos. Katie y el bello Amadou charlaban en otro banco ajenos y en su idioma. Nos
acercábamos al lago Debo, entre islas y hierbas altas y fuertes que se perdían en la
lejanía de colinas de piedra, que rompían la llanura; a la entrada del lago nos
cruzamos con pinazas repletas de mujeres y con pescadores, siempre en pareja, que
nos enseñaban sus pescados todavía vivos. Río abajo, el Níger se abría siempre
inmenso y el calor pegajoso tenía el encanto singular de dejarte la boca abierta. El
país del Senegal, en la cabecera del río, llevaba tres buenos años de aguas, y el
ganado y las gentes se recuperaban de la sequía atávica de años pasados. De cuando
en cuando, un mercado abarrotado a la orilla del río en el que abundaban los
camellos, los cebúes, las ovejas y las cabras, así como las pinazas y los niños, casi
todos bebés, jugueteando desnudos en la arena de la orilla. ¡Qué excitación de
cámaras a la vista de los camellos, las mezquitas y el colorido múltiple de las
mujeres! Amadou me pidió un cigarrillo, y al dárselo me fijé en las cicatrices de las
manos y del cuello. Le pregunté por ellas y me respondió con vaguedades. Fabrizzio
me aclaró que las torturas se habían cebado en los jóvenes en tiempos del dictador
Moussa.
- Esto en África, querida, es lo menos que te puede suceder. Lo normal e que a
los presos políticos los llevaran al desierto de Araouan y los dejaran desnudos hasta
123
que morían, expuestos al sol y al frío de la noche. Amadou tuvo mejor suerte.
A mi padre de pronto no parecía interesarle ya el dibujo y, sin saber por qué,
llegué a creerme de verdad que había organizado este viaje para celebrar nuestro
encuentro. La noche lo había cambiado pero en un par de ocasiones, mientras
tomábamos el té que preparaba el niño y servía Amadou, vi que me miraba de forma
tan atrabiliaria que llegué a dudarlo y a pensar que mi persona no le hacía tan feliz.
No hablamos en toda la mañana y tampoco durante la comida, siempre de pescado
con arroz y, al acabar, volvió a tumbarse con la cabeza en el regazo de Dulce. Y no
estaba ya tan segura, o todo empezaba a parecerme confuso, y sin embargo el viaje
me gustaba, así como la tentación de seguir el mayor tiempo posible fuera del tiempo.
Aquella noche, ya lejos del lago y dentro de la tienda, muy cerca de Niafunké,
Fabrizzio empezó a tentar mi cuerpo, primero de forma casual y con delicadeza;
luego con mano experta, recorriendo mi cuello, hombro y espalda, y dirigiendo la
mano con lentitud y suavidad hacia mis senos, como valorando y sopesando su
firmeza y solidez.
Ese día Fabrizzio había dibujado como un loco, aprovechando cada parada e
incluso con la pinaza en marcha, sin que pareciera afectarle el movimiento. Parecía
hacerlo bien o a mí al menos me gustaba: piraguas repletas de mujeres sentadas
sobre grandes fardos de paja, piragua con una inmensa vela desplegada hecha de
sacos cosidos blancos y azules, horizonte con acacia, grupo de tres camellos a la orilla
del agua, mujeres lavando con la criatura a la espalda y, a media tarde, mientras
tomábamos el té, mi padre y él se enzarzaron en una discusión tan encendida que creí
llegarían a las manos. No entendía la rivalidad de estos dos hombres. Para mi padre
el arte era demasiado sublime como para ser tratado con ligereza, aludiendo
claramente a sus dibujos.
Fabrizzio había tenido la debilidad de enseñárselos en busca de aprobación y,
mientras mi padre los veía, le dijo que sólo pintaba para él, por puro placer estético y
no por dinero. Aquello fue la mecha que prendió la discusión. Mi padre levantó la
voz. Acusarlo de mercantilismo había sido ciertamente un golpe bajo que no podía
124
No sé qué me despertó tan temprano aquella mañana, tal vez la presión del
vientre y, al salir, con la luz del alba acercándose tímidamente, mi padre ya estaba en
su caballete frente al río. Ascendí a lo alto de la duna. Había un grupo de nativos que
esperaban nuestra marcha para apoderarse de la basura, y me alejé hacia las acacias
hasta encontrar un lugar seguro; luego volví y me senté a su lado en el suelo.
- ¿Te gusta la expedición?
- Me gusta estar contigo.
Me miró y posó su mano suavemente en mi rodilla. Dulce al lado lo miraba con
temor reverencial y el rubor de una colegiala ante el amor de su vida.
127
caricatura y el retrato sin éxito y llevaba una vida disipada de taberna en taberna.
Barcelona se había convertido en un desierto lúgubre, vacío y huero, y sólo creía en
la desgracia y en la muerte; luego me vino la sequía que suele suceder a una
actividad frenética, también el miedo de que mi amigo tuviera razón y nunca
consiguiera ser como aquellos pintores, la morriña, el deseo de mejorar las
relaciones con mi madre, el hambre; el caso es que Barcelona me ahogaba, y regresé
a mi Andalucía mísera y sufriente. Eso me salvó. Tenía diecisiete años y mamá
efectivamente no era tan mala. El rebelde era yo, que siempre chocaba frontalmente
con ella y la desaprobaba por completo; porque; sin más, me pagó la Academia en
Madrid donde empecé a pintar en serio y con disciplina. Me extasiaba en el examen
de las modelos y ya nunca volví por Granada hasta más tarde. Nunca estuve más de
dos años en el mismo sitio. El demonio de la pintura no me dejaba un momento de
reposo, ni en Roma, ni en Amsterdam, ni en Nueva York, ni siquiera en París. Sólo tu
madre me dio una casa, un ambiente, un puerto, y consiguió pararme diez años en el
mismo lugar. En poco tiempo hice grandes progresos; pero, después de ella, ni las
mujeres ni las escuelas me interesaban. Quería ser pintor, no tenía un céntimo, pero
no podía quedarme un momento más ni en Zahara ni en España. Descubrí el placer
absoluto de la pintura. Pintar es apoderarse del mundo, sentir que naces, creces,
vives, creas como Dios y eres inmortal. Fue así cómo empezó a obsesionarme la idea
de no vender nada -fue con Marta -, y de ser un artista sólo para mí. Hacerlo así
parecía un placer casi desmesurado; vivir aislado en un rincón oscuro y lejos del
mundo sin más recompensa que uno mismo, fumar y beber a mis anchas, descubrir
la razón de ser. No sé si esto responde algo a tu pregunta, hija.
Había dibujado sin trabajo alguno mientras hablaba un retrato extravagante
de Katie sentada en una silla, el cabello cayéndole por la espalda, las manos rectas y
hundidas y las piernas muy abiertas, el vello púbico sobresaliente y expresivo y en su
rostro un ojo claramente de Katie, y el otro el suyo. “Damas del río”, escribió al pie.
Arrancó y tiró el papel al suelo en el momento en el que el sol aparecía, y
rápidamente dibujó a Dulce en la misma posición, algo abultada de vientre, vestida y
130
con las faldas sobre las piernas, pero en vez de vello le puso el sol, irradiando
destellos. La composición le gustaba. Escribió de nuevo “Damas del río” en la parte
inferior y, tras arrancarlo y tirarlo al suelo con su firma, dibujó de nuevo la silla y
otra figura femenina, que empezó esta vez por los pies - podía empezar cualquier
dibujo por el sitio más inesperado -; luego delineó el cuerpo y finalmente el rostro
que no alcanzaba el borde superior de la silla, mi rostro de niña, un ojo que era el
mío, y el otro el suyo; trazó hacia abajo la línea del cuello y del vestido, que yo temía
se detuviese como el de Dulce sobre las rodillas; pero no fue así, lo hizo descender
más abajo y finalmente le añadió los pies, que dejó colgando sin tocar el suelo, y
breves toques indicando ligeramente los senos y el vientre. “Damas del río”.
- Gracias, papá - y le di un beso en la mejilla.
- Domino el dibujo mejor que el color y eso me aterra - dijo y sin más
comentarios inició, siempre en la misma silla, el boceto con fondo tenebrista de una
especie de enano de nariz aplastada y una cabeza de grandes dimensiones,
contemplando con ojos deslumbrados un quinqué en el suelo. Eran los ojos de quien
mira al sol cuando éste arranca con fuerza del horizonte y el rostro claramente el de
Fabrizzio.
- ¿Es impotente? - me preguntó.
- Creí que tú lo sabías - le contesté mientras él escribía al pie la palabra
“Genio”.
- Me refiero a si es fisiológicamente impotente.
- Es un hombre servil, ¿por qué te cebas en él?
- Es divertido. Se empeña en hacer siempre lo que no debe.
- Eres un caníbal, papá.
- Todos lo somos, Marina.
tarde estábamos frente a la tapia y la casa de piedra de una planta de Alí, que nos
esperaba a la puerta con un hermoso bubú blanco, rostro curtido y masculino, y un
gorro de tela del mismo color, como si conociera o le hubieran avisado nuestra
llegada. Era la única casa con generador eléctrico y una bombilla sobre el dintel de la
puerta; en el interior había más luces en un patio con arcadas que olía a carne asada
y especias. Cada uno fue presentándose, y a papá y a mí nos saludó con tres besos.
- Sabías que llegábamos. ¿Tienes antenas, Alí?
Mais, ouí, Migüel. Me lo había comunicado el río.
- Siempre he creído que los brujos habláis con Dios.
- Absolument. ¡Qué hermosísima hija tienes!, ¿Sabías que ella y yo nos
conocimos en Sevilla?
- ¿De veras eres autodidacta, Alí?- le pregunté porque era lo que más me
llamaba la atención sobre su leyenda.
- Absolument.
- Cuando alguien triunfa de forma tan rotunda y universal no lo creas, hija.
Alí es un mentiroso.
- Yo siempre creí que tú, Migüel, eras autodidacta.
- Absolument - le contestó papá. Ambos se echaron la mano al hombro, riendo
como niños grandes mientras ascendíamos a la terraza donde había una gran
alfombra roja y el samovar con el té.
- Por la mañana veréis el espectáculo más hermoso del mundo, con el río y mis
campos, trescientas cincuenta hectáreas alrededor de la casa, Migüel, y al lado el
desierto. De momento a comer y divertirnos, la noche es joven.
- La nuit est l’amour, amour de l’amour - era una de sus canciones.
- La conoces, Migüel. ¡Qué gran tipo eres!
- Y tú un hombre modesto, Alí. Sabes de sobra que soy uno de tus mejores
fans.
- Eso me hace muy feliz.
- Y sé también que eres el único hombre feliz sobre la faz de la tierra que
133
conozco.
- Porque no tengo deudas y vivo con la gente que quiero, Migüel.
- ¿Alguna vez aprenderás a decir bien mi nombre?
- Migüel, Migüel, ¡claro!
- ¿Y cómo es que no estás trabajando, grandísimo haragán?
- Viajar fuera le hace a uno amar la paz de su tierra, ¿no es eso lo que te ha
traído a ti al Malí?
- Eso y que éste es un buen país para vivir una soledad completa.
- ¡Ni hablar! El artista nunca está solo. Tiene la cabeza llena de fantasmas.
Los hombres se sientan juntos y las mujeres lo hacemos aparte, todos en el
suelo sobre la alfombra, y con los zapatos quitados.
- No me has hablado en dos días - me dice Dulce al oído.
- ¿Te gusta mi padre?
- Es una oportunidad única y no la pienso desaprovechar.
- Lo vas a tener difícil con Katie.
- No le tengo miedo - responde tratando de no mirar a la bella Dogón, más
hermosa y resplandeciente que nunca a la luz de las velas.
- Feliz tú. Debes estar haciéndolo bien.
- En cualquier caso estoy dispuesta a correr el riesgo.
Sirve uno de los hijos de Alí, primero un vaso de jengibre y luego dos enormes
bandejas, una para los hombres y otra para nosotras, con bolas de trigo cocidas al
vapor, salsa roja, y carne que hay que comer con los dedos. Alí explica que en casa se
usa el tenedor, pero que en las celebraciones emplean los dedos, y ésta ocasión es muy
especial.
Recostados sobre un brazo, el tiempo parecía interminable, hasta que empezó
a subir gente con instrumentos que se arremolinaba alrededor, y se detuvo. Mi padre
pidió un clarinete y, al tocar “When the Saints”, todos lo corearon con aplausos;
luego le largaron a Alí el acordeón y se dispararon. Cambió al djourkélé, y sonaba
tan nítido en el silencio que mi padre emocionado encendió la pipa y le pidió a
134
Ahmed el bloc, donde a plumilla dibujó con rapidez a Alí con el djourkélé, añadiendo
unos garabatos fáciles que eran sus músicos. Al acabar, lo enmarcó con el ruedo de
una plaza abarrotada de público, en la que Alí quedaba como el torero en el centro
de la arena. De su figura sobresalían los ojos, fácilmente reconocibles, y una forma
convencional poco habitual en su pintura, aunque del gusto del personaje.
- ¡Por una noche maravillosa! - le dijo al entregársela.
- Gracias, Migüel, no podré pagártela. Vas a hacerme famoso.
- Véndela si puedes - le contestó con sonrisa sardónica y maliciosa.
Al amanecer, cuando el frío en la espalda nos obligaba a las mujeres a
pasarnos el jersey por los hombros, mi padre se levantó con la intención de volver a
la pinaza, y Alí lo detuvo.
- He preparado unos colchones muy cómodos para todos. Está moviendo el
viento y os iréis cuando amaine.
- ¿Y no vamos a conocer a tu mujer? - le pregunté.
- No es costumbre que la mujer participe en cenas y fiestas formales. La
conocerás por la mañana.
- ¿Ha cocinado ella?
- ¿Te ha gustado? Es una artista en la cocina.
- Vamos, Alí. No seas de tu pueblo - intervino mi padre -. Las chicas quieren
conocerla.
La llamó y subió al rato. Era regordeta y entrada en años, pero de una mirada
tan dulce y atractiva que me cautivó. Me moriría si le hacía la competencia a una
persona tan sencilla, y le pedí a papá regresar de inmediato a la pinaza.
aquellos levantes, y ella se volvió todavía con la falda en el pecho y, al verme reír,
gritó: ¿te ocurre algo, idiota? Y cuando se marchó para siempre y papá también se
fue, dejándome sola con la criada, una mujer mayor que vivía en la casa y nunca
salía, todo el día haciendo ganchillo excepto a la hora de la compra muy de mañana
mientras yo dormía, sentía un deseo loco de salir, de correr, de gritar, de irme a la
playa, y de recorrer las rocas buscando caracolas y erizos como las demás niñas. No
tenía amigas, permanecía el día entero en la ventana o en lo alto de la tapia viéndolas
jugar, deseando ir con ellas, y ella nunca me dejaba. No levantaba la vista del
ganchillo, rara vez reía, y yo no salía del jardín salvo cuando me escapaba. Había un
gran hoyo al otro lado de la tapia, y luego un bosquecillo de pinos que descendía con
suavidad al mar. Me escapaba y sentaba al borde del bosquecillo contando los barcos
grandes que cruzaban el Estrecho; contando sobre todo los veleros que aparecían y
desaparecían majestuosos, y daban la vuelta al mundo llevando a bordo mujeres
deslumbrantes que tomaban el sol tumbadas en la cubierta, mientras marineros de
blanco les servían coca-cola y pastas en bandejas que ellas cogían sin levantarse del
suelo, las comían, echaban un trago y seguían tumbadas sorbiendo el sol. Y pensaba,
al verlas, que cuando fuera mayor yo también iría en uno de aquellos veleros y el
capitán del barco me amaría y me llevaría a países lejanos y nunca dejaría de
amarme. No tenía amigas, y no me hubieran importado los levantes fuertes ni que
hiciera mucho calor, de haberlas tenido. Oía ladrar los perros y allí me quedaba,
sentada en el filo del bosquecillo, hasta que el cielo comenzaba a arder y se llenaba de
rojos, cuando al fin regresaba.
La casa era de color albero, tenía ocho naranjos en el patio de la entrada y
muchos árboles en el jardín, plantas raras, cuidadosamente podadas, y muchas
flores. Cada mañana venía un jardinero a cuidarlas y sola en mi habitación corría las
cortinas y lo miraba trabajar durante horas; cuando se iba, me dedicaba a rebuscar
en los armarios las ropas de mamá, me las ponía y miraba en el espejo; luego volvía a
la ventana. Un día vino el abuelo y todo cambió. Papá había escrito una carta desde
Nueva York, en la que decía que se acordaba mucho de mí, y la tiré a la basura. Ya
139
no me importaba tanto vivir sola, sin papá y sin amigos. El abuelo y yo pasábamos el
día juntos, él se levantaba antes, me esperaba, me daba de desayunar, y salíamos a la
playa. Por la tarde me leía cuentos y, aunque hiciera levante fuerte, él nunca
perdonaba sus paseos por la playa. El mar, hiciera levante o poniente, era un
maravilloso juego de espejos, y el abuelo muy fuerte y lo que yo más amaba en el
mundo, porque me bastaba con estar con él, dentro o fuera de la casa. Era mi amigo,
los días a su lado estaban hechizados y no acababan nunca. A veces me llevaba a
Barbate y paseábamos por el puerto entre los barcos y él me señalaba los que
pescaban cerca y los que se iban a mares lejanos y misteriosos, de donde traían
aquellos gigantescos peces que también me enseñaba en la lonja. Al abuelo le gustaba
ir a la lonja más que al puerto, y por eso en ocasiones nos levantábamos muy
temprano; porque, de llegar tarde, sólo encontraríamos al hombre que pasaba la
manguera. Al abuelo le hubiera gustado ser pescador y vivir aventuras como las de
aquellos hombres andrajosos y miserables que sacaban los peces de las bodegas de
los barcos y los arrastraban con pinchos hasta el centro de la nave. El mar al otro
lado de la bocana era verde, inmenso y frío, pero al abuelo no le hubiera importado
vivir aventuras como ellos. No le tenía miedo ni al viento ni a las olas que se alzaban
gigantes contra las rocas. No le tenía miedo a nada y el mundo era hermoso con él.
Un día, y mientras yo hacía un hermoso castillo de arena, se sentó al borde de la
carretera; al rato vi mucha gente inmóvil a su alrededor y tuve miedo. El viento
soplaba como hoy y con mayor ruido que las olas en las rocas; me abrí paso, y un
hombre me dijo que el abuelo estaba mal y nos llevó a casa en su coche.
Desde ese día el abuelo parecía hechizado y nunca salíamos. Se pasaba el día
en la ventana mirando el jardín y el mar verde, el mar de olas blancas, el mar azul
como un espejo, el mar violeta en la distancia, y a mí no me importaba no salir de su
cuarto y pasar el día a su lado hablándole aunque no me respondiera. El abuelo era
lo que yo más quería en el mundo, y cuando se fue, otro día de levante fuerte, le
pregunté por la mañana si se iba a morir, y él me dijo que tenía mucho miedo a
morir. Tenía dos grandes perlas en los ojos, y ese día supe que siempre estaría sola.
140
Tuve tanto miedo y lloraba tanto, que me dieron una medicina para que dejara de
llorar, y esa noche no lloré; y en el funeral al día siguiente tampoco.
pronto estaría en lo alto de un pino cantando como una cacatúa. ¿De qué te quejas?,
me decían. Pero tenía que poner orden en mi cabeza y Arcila me sentó bien. Ninguno
de los pintores que admiraba vivía ya en Granada. José Guerrero se había ido a
Nueva York, Manuel Ribera se había marchado con el grupo El Paso de Madrid y
Manuel Ángel Ortiz se había unido a la Escuela de París. Previamente, también yo
había ido a esa ciudad en busca de Picasso y en el Museo Etnográfico vi una serie de
figuras africanas fascinantes. También había visto la colección africana de
Rockefeller, en el Antropológico de Nueva York, que había excitado mi curiosidad:
pómulos, ojos, curvas excesivas, la mirada franca del sufrimiento y una pasividad tan
horrorosa y alejada de mis sueños como las estrellas; bocas, culos, pechos grandes e
impasibles, que nada tenían que ver con la estúpida concepción europea de la belleza.
África era lo distinto; pero si algo me asustaba era este continente, que siempre había
desechado y que ahora se me venía encima con una insistencia que me angustiaba.
¿Crees en el arte?, me decía este amigo. El destino del artista es la soledad, acepta la
cosas como son. Eres un artista y tu obligación es convertir lo feo en hermoso. En
ninguna otra parte encontrarás un reto parecido. Explórala y, si tienes suerte, África
te perseguirá como una amante, te hará olvidar Europa, toda esa farfolla de la fama,
y nunca experimentarás gozos más intensos. Mi amigo era sincero y sentía una
auténtica pasión por África. Le hice caso, y en Safi descubrí algo nuevo e inédito en
la persona de una muchacha, flaca como un palo y de sobrecogedora hermosura.
Quise pintarla y, aunque le ofrecí dinero, ella lo rechazó a pesar de su pobreza. Podía
ser la mirada o el color de su piel, la voz o la sonoridad de su risa, tal vez aquella
lengua roja que contrastaba brutalmente con su piel, o sus rizos ásperos como un
matorral de brezo. A través de su vestido veía la forma de sus senos, ascendiendo y
bajando al ritmo de su respiración. Jamás había visto a ninguna mujer andar con su
prestancia. Decidí quedarme y por la tarde apareció por la pensión envuelta en
sedas, joyas, aros enormes en las orejas, y un vestido rojo chillón; la frente despejada
y el pelo recién planchado y liso. Ya no me pareció tan atractiva, natural e inocente;
pero el corazón me latía alocado y las manos me temblaban. Necesitaba tocarla y
142
Seguí hacia el sur y el goce intenso del sol que se desperezaba anaranjado, la
arena ardiente en mis pies, y aquella extensa gama de azules marinos pronto me
hicieron olvidarla. Eran paisajes exóticos y los colores más puros que ningún otro, y
seguí avanzando. No buscaba mujeres. La mujer nada tuvo que ver con mi marcha.
Era otra cosa. Era un ahogo interior que me asfixiaba. Era el misterio de lo
desconocido e infinito, colores suntuosos, amarillos metálicos, rojos, azules que
nunca me había atrevido a pintar, puestas de sol formidables que llenaban mis ojos
de lágrimas. Tampoco buscaba la gloria. Buscaba la obra de arte que se me negaba y,
al entrar en Mauritania, supe que estaba en el buen camino. La intuición me decía
que lo estaba, que dejaba atrás lo familiar que tanto me horrorizaba. Dibujé marinas
y todo tipo de animales, pero lo que más me agradaba eran las figuras: hombres,
143
niños y mujeres negras ataviadas con ricos colores. En Nouakchott pude comprar
telas y pinté una "jaula de hierro", con figuras entre barrotes que simbolizaban lo
viejo y la explotación de todo tipo, de la naturaleza y de las artes; al acabar el cuadro
me di cuenta de que cualquier pintor de tres al cuarto en Europa podía hacer lo
mismo. Tenía que buscar lo nuevo y exótico, y seguí hacia el sur. Sólo si conseguía
que la naturaleza fuera mi naturaleza llegaría a la pintura y podría salvarme. Sólo si
abandonaba los blancos y los negros, las teorías y los programas, podía salvarme y
para ello necesitaba vivencias, luces nuevas, la revelación de un primer beso, algo
complejo. El arte no puede ser simple después de tantos años de historia, ¿o lo es?
¿Lo complicado empobrece la pintura o la enriquece? Buscaba algo que no estuviera
en los museos y fuera irrepetible. Una mujer que me llevó a su burdel era irrepetible
y la pinté. También pinté mi rostro, que debía ser irrepetible y el más monstruoso de
todos. Irrepetible era aquello que no habían visto mis ojos ni tocado mis manos, lo no
vendible, lo que incita a la rebelión. Irrepetible era aquella muchacha angelical de
quince años en Walata, con cáncer. Lo vendible es todo aquello que incita a la
vulgaridad y a la sumisión, y que la gente compra: los museos, los libros, el cine, la
música. Saqué del coche todo lo que no me era imprescindible, salvo mis telas, el
agua, y una hogaza de pan, y lo dejé en la arena. Arrojé lejos el clarinete que aliviaba
mis noches de soledad, y le dije adiós al jazz porque es una música repetitiva y sin
textos, falsamente rebelde e ideal para el consumo, que no hace otra cosa que
graznar notas falsas, dirty notes. En adelante sólo buscaría lo verdadero que es lo
opuesto a lo existente. En adelante sólo buscaría lo bello, lo que para mí significara
una fuente de placer y satisfacción, no una fuente de honores. En lo existente no hay
más que sufrimiento y falsedad. Ya en Mali, viví en Segú algún tiempo, y la ciudad y
el río eran hermosos. Las cabras reían colgadas de las patas en las carnicerías de las
calles, “Cabras reidoras” las llamé, y no había más que pedir una pierna para
subsistir por nada. Mi arte tenía que ser como el baile de aquellas cabras: un baile en
un volcán, una risa en la tristeza, un juego con la muerte, pero sin el menor rastro de
pecado original. El río levantaba nieblas cada mañana y yo iba en busca de un sol
144
joven y exuberante. Me dijeron que lo encontraría en el país Dogón, por ser el pueblo
más ingenuo y primitivo del mundo, y al punto metí mis cosas en el coche. El
patriarca de Bandiagara, el más anciano del lugar, me habló de Apolo y de Dionisio,
él los llamaba Amma y el Zorro, los dos pilares del mundo, el uno del ser y el otro del
conocer, los dos eternos como la vida y la muerte, como la luz y la sombra; y le pedí
que me dejara vivir con ellos. Me miró desde las cuencas vacías de sus ojos y luego
me preguntó qué buscaba. Una máscara tan perfecta y reveladora como tu rostro, le
dije sonriendo. Y él: los aviones que pasan sobre nuestras cabezas están vaciando de
sentido nuestras máscaras, pero busca y tal vez la encuentres, aunque es difícil. Ya
no existen prodigios y hasta los cielos se llenan de estrellas fugaces. Y ahora se me
acerca Fabrizzio con unos dibujos que ni un niño pintaría, y me pregunta qué me
parecen. Me pregunta luego qué significa mi pintura y ¿qué puedo responderle? Mi
pintura es muda, le digo con palabras del anciano. ¿Y eso qué quiere decir?, vuelve a
preguntarme. Quiere decir que ya jamás podrá responderse qué significa una obra
de arte. El arte oculta lo que quiere decir. Es algo que da miedo, como el amor.
¿Quién sabe responder ya qué es el amor, qué es la gloria, qué es la vida? Los
jeroglíficos egipcios intentaron hacerlo y perdieron su código. Tal vez ese código
perdido, su misma falta de sentido sea como en la obra de arte su sentido. Eso es lo
que me dijo el viejo de Bandiagara mientras me hablaba de Apolo, de Dionisio, y de
los aviones. Pero también me animó a seguir buscando, y me ofreció un refugio
confortable. Ya ves, hija, tu padre te dejó por nada, por buscar algo que tal vez no
encuentre. Pero tú lo tienes más fácil; tienes un amante tontorrón que no se hace
preguntas complicadas y que te ofrece la posibilidad de vivir, ¿qué más quieres?
Acéptalo. El monstruo de tu padre te aconseja que lo aceptes y que no te compliques
la vida, después de todo no hay nada más bello en la vida que la vida, y vivir de
acuerdo con la naturaleza, con la más sencilla naturaleza, sin forzar la vida como a
menudo hacemos los artistas. Creo que la felicidad posible reside ahí.
145
Habíamos hecho la última parte del viaje con un calor tórrido y un ligero
viento del este que todavía levantaba remolinos de arena, y cerca de Kabara, frente
al puerto de Koimouré, donde el río formaba una inmensa laguna con duna sobre el
agua, el patrón insistió en parar, hacer sus abluciones, y tomar un baño. Había
árboles y canales que se dirigían hacia los campos de arroz en la lejanía pero, con la
excepción de esos campos de un verde purísimo, todo era pobre de solemnidad. Más
allá de los arrozales, la llanura se extendía sin límites, con azules marinos que eran
espejismos de tierras tan blancas como las que se veían al otro lado del río en
147
dirección al Gourma, gran desierto de matorral y monte bajo donde el patrón juraba
que había elefantes. Costaba trabajo imaginarlos desde la duna y con aquel sudor
que a Dulce y a mí nos bañaba por completo mientras nos arañábamos los brazos y
las piernas acribilladas por los mosquitos. Papá se bañó con Mahamadou, Ahmed,
Amadou y el niño; y desde el centro de la laguna chapoteaba, cantaba, y reía como
un bebé, sin dejar por un momento de burlarse de nuestra prevención en tocar el
agua por causa de esa elefantiosis, mortal para los blancos.
Ya en el puerto, los taxistas discutían, alzaban la voz, y por momentos creímos
que acabarían a cuchilladas; pero Mahamadou eligió a dos que no habían
intervenido en la discusión y, mientras nosotros nos íbamos, ellos seguían
discutiendo. El blanco arenal picado de acacias, que llevaba a Tombuctú y seguía por
el norte de la ciudad hacia el gran desierto de Araouan, era de una blancura tan
hiriente que inflamó la imaginación de mi padre. Quiso aprovechar las últimas luces
y, sin consentir un baño, pidió sus pinceles y se sentó junto a la entrada con la ciudad
al fondo y las dunas de cal elevándose inmensas hacia el norte.
- ¿Te ayudo?
- No me molestan - me respondió aludiendo al enjambre de chiquillos que le
tapaban la vista de la ciudad; y allí se quedó mientras nosotros salíamos en grupo a
explorarla. Allí seguía a la vuelta, envuelto casi en penumbra con la misma
chiquillería, y seguía al amanecer en el mismo lugar, aprovechando las primeras
luces e insistiendo en que no tuviéramos prisa porque íbamos a quedarnos varios
días. Esa mañana no se movió de la entrada ni mostró el menor interés por la ciudad,
que desde el hotel aparecía como un adocenado amontonamiento de casas de barro
con dos plantas. Lo veía trabajar y ya no me asombraba su extraordinaria fortaleza.
Casi se le traslucía la calavera del cráneo, pero gozaba de excelente salud y
disfrutaba trabajando. Sin levantar la cabeza, le pregunta a Dulce si le ha gustado la
ciudad.
- Has hecho bien en no venir, Miguel. No hay nada, salvo escombros y arena.
Ha dicho “Miguel” con tono tan familiar e íntimo que vuelvo la vista hacia
148
ella. En apenas cuatro días durmiendo con mi padre, parece otra, su culo más
recogido, la piel más brillante, los pechos más llenos, más deseables que nunca. Su
compañía no sólo no le ha hecho daño, también él parece rejuvenecido y con más
ganas de trabajar que nunca.
- Así que no te ha gustado, querida; pues estás equivocada - le responde sin
levantar la cabeza del lienzo -. Aquí y en cualquier lugar uno encuentra lo que quiere
encontrar. Averigua lo que puedas sobre su historia y empezarás a amarla. ¿De qué
os sirve tener un arquitecto de guía? ¿Fabri, tú tampoco has encontrado el oro de
Tombuctú?
- Era ya un desengañado antes de venir. Aquí sólo hay viento, calor y arena.
- Lo siento por ti. Yo sí creo que lo hay y no pienso moverme hasta
encontrarlo.
- Mi oro es el barro. También yo lo he encontrado en él.
- ¿Y tú, hija, has encontrado a tu amiga?
- Me gustaría mucho.
- Si tu amiga vive en Tombuctú habrá venido a esconderse. ¡Mal negocio!
Nadie con dos dedos de frente viviría en Tombuctú, ¿de qué huye? ¿Y tú, Dulce,
vivirías en Tombuctú?
- Tal vez.
- ¿Qué significa ese “tal vez”?
- “Tal vez” significa, si me das un hijo.
- En estas tierras las noches son largas y si la sangre no se me envenena
tendrás el hijo que deseas. No eres una mala mujer.
Sentada a su lado, contemplo los paisajes desolados que van saliendo de su
pincel mientras lo escucho y escribo estas notas. Sus naturalezas no son las que el ojo
percibe y sin embargo no son extrañas. Parecen impresiones y paisajes tan repetidos
que una ni siquiera mira al pasar, pero que al verlos en la tela son tan misteriosos
que te detienes y los miras. Cualquier cosa puede convertirse en un objeto hermoso,
dice mientras trabaja. Lo único que cuenta es el alma y el carácter del país y de sus
149
gentes; por eso les doy este color carne tan vivo como el del cuerpo de una virgen
cuando la desnudas.
- No tienes remedio, padre, ¿por qué todo lo que haces tiene que relacionar
con el sexo?
- Porque sin él no hay vida, hija. Hasta en este desierto hay árboles y pájaros.
- Empiezo a entender a mamá. Tú nunca podrías vivir con la misma persona.
- Tal vez.
- Ni con una sola mujer.
- Tal vez sí, tal vez no.
Está comiendo y quiere pintar lo que come. Se baña en el río y luego pinta el
río.
- Eres un salvaje, padre.
- Pinto y amo todos los días porque quiero ser eterno. La vida es un reflejo del
arte y el arte es un reflejo de la vida. Los dos son para mí lo mismo. Cuando vengas a
mi casa de Sanga te voy a enseñar una serie de cuadernos con pinturas y dibujos
infantiles, que por lo que te voy conociendo te van a gustar. Son leyendas de este
país: “La hiena y los cultivadores de judías”, “el pez amigo de los leprosos”, “el
burro y la doncella”, “los funerales de un gato”, “el mono rojo y el tambor”, “los
sueños de la hiena”. Su estilo es elemental y primitivo, tal vez lo que voy buscando.
Ahora estamos en Tombuctú y lo que veo en el lienzo nada tiene de primitivo
e infantil, ni con las dunas que admiro en la distancia.
- ¿Ya está acabado?
- Definitivamente no. Acabar algo es morir y nada me aterra tanto.
De repente añade sobre el color carne, en trazos gruesos y negros, una fila de
mujeres regresando del mercado con sus cuencos de calabaza a la cabeza. A su lado,
profusión de huesos y unos perros que los lamen y mordisquean.
- Un cuadro debería acabarse con la vida de su autor, ¿para qué pintar más?
Rulfo lo entendió a la perfección y también me lo dio a entender un cartujo que
llevaba toda su vida monacal pintando un lirio. Fue en la cartuja de Valvidriera, y
150
aquello para mí fue una revelación. Hoy por desgracia no hacemos más que mandar
mierdas a las exposiciones, y me duele el ridículo. Los descubrimientos no interesan a
nadie.
- ¿Y por qué siempre mujeres?
- Para ahuyentar la muerte, hija. ¿Alguna vez hizo Picasso otra cosa? Las
mujeres tenéis existencia propia. Sois el verdadero semen de la vida, y portáis esa
punta de malicia y erotismo que da sentido al mundo. Además soy un pintor religioso
y no puedo hacer otra cosa. Los pintores religiosos del pasado levantaban polvaredas
de sangre pintando vírgenes y eran magníficos. Yo intento imitarlos, pues hoy la
sangre fluye sin sonido como el agua del Níger y sólo el amor levanta un poco de
viento. Ya lo dijo Dostoievski: “sólo si amas descubrirás el misterio de las cosas.”
vida. Papá tenía en la mano la piedra de un fósil y por momentos pensé que iba a
darle con ella en la cabeza y, en cambio, le dijo: la pintura no es solución para el que
no tiene talento. Dios es solución para el que lo tiene y acierta a verlo en el aire, en el
fuego, en la tierra, y en el agua. Y el tío Juan: por el amor de Dios, hermano, ¡calla y
no blasfemes!, ¡estás borracho! Y papá, estoy borracho, hermano, y tengo fiebre. Mi
cabeza es un horno de ideas.
- Rien, rien, très fatigué - dice, dándome a entender que a mi padre no le pasa
nada y que lo dejemos descansar para recuperar fuerzas.
El brillo de los ojos de Katie me deslumbra y obliga a bajar los míos. De lejos
llega el sonido de tambores, un latido sordo, continuado e implacable y, en medio del
fragor, un silencio intenso. Veo a Fabrizzio y a Dulce correr hacia el exterior, y
cuando les pregunto dónde van, nadie me responde, nadie me presta atención, pido la
llave y me voy a mi habitación a reponerme yo también de la fatiga.
Al atravesar el jardín, descubro a Adema en un banco, inmóvil como una
estatua que al acercarme se mueve y se levanta. Me siento a su lado y los dos
quedamos en silencio. Ha venido a mi encuentro desde Bamako y ¿qué le puedo
decir? Sus ojos me huyen y los míos le huyen. Parece enfermo y consumido por una
enfermedad que desconozco, mísero, atemorizado, ¿enloquecido? Sus ojos lo parecen
y está tan ido que tengo que sacarle las palabras una a una, y después de unas
cuantas preguntas me cuenta algo tan inverosímil como que está enamorado y quiere
venirse a Europa conmigo, aunque no con esas palabras; pero lo descubro en su
mirada perdida y huidiza. Me cuenta que ha dejado el trabajo, el teatro, la medicina,
y que quiere presentarme a sus padres. Eso me dice en lugar de hablarme de amor, y
lo silencio con los dedos en la boca para que no siga hablando pero sintiendo su
enorme dentadura; y luego los dos nos quedamos en silencio mirándonos. Imagino su
casa de adobe con el suelo de arena, a sus padres, a su esposa en Bamako y a sus tres
hijos, todos ellos con poco más que lo puesto, y no obstante le estoy agradecida.
Guardo de él un buen recuerdo, me ayudó a salir de la inmensa parálisis, tras la
muerte de mi hija, pero me pregunto qué pude decirle para que se haga estas
ilusiones. Lo miro, sonrío sin saber qué decir, y mi sonrisa en lugar de alegrarle lo
entristece. He sido una estúpida. Tal vez me aproveché de él. No hay nada tan
traumático como destruir un sueño, lo sé por experiencia, y no quiero herirlo más.
Tampoco quiero crearle expectativas que no puedo cumplir. Tengo que decírselo de
forma que lo entienda sin herirlo, y le cojo la mano. El sol está cayendo. Sopla una
ligera brisa y dentro de un par de horas vendrán a buscarnos para la fiesta.
153
conseguir unos labios gruesos como los suyos e idéntica profundidad de ojos; luego
era tarde para volverme atrás y me perfumé con profusión los sobacos y las orejas.
De repente pensé que no sabría andar con tacones por la arena y me entró tal
temblor que a punto estuve de volver a mis ropas y peinarme a mi estilo, para no
hacer el ridículo y ponerme a salvo. Porque también me asustaba la posible acogida
de mi padre, que al irse mamá y abandonarlo debió quedar muy herido por dentro y,
aunque hoy gozaba de mayor libertad y tenía las mujeres que quería, posiblemente
no había vuelto a enamorarse, y no podía prever su reacción cuando viera en mí a la
mujer que tanto había deseado y luego odiado, tras su abandono. Porque podía muy
bien suceder que la odiara y que sólo odiándola hubiera podido seguir viviendo; y
que, al verme a mí ahora, disfrazada con su ropa y maquillaje, con la imagen
deslumbrante de mamá que a punto había estado de enloquecerlo, reaccionara en mi
contra.
Sonaba en el jardín un guirigay de ruidos que tamizaba las voces de mis
amigos y de repente me corría por el esófago una piedra que me había entrado por la
garganta y se solidificaba en mi estómago. Era oscura, negra, familiar, y su peso me
ahogaba. Mis amigos me llamaban desde el exterior y me senté frente al espejo hasta
que el corazón volviera a latirme con normalidad. Me llamaban y seguía indecisa e
inmóvil sin sentir los latidos en la sien. También a mí me había herido mamá, y
nunca había conseguido borrarla de la cabeza hasta que mi padre, pasado el estupor
y la infinita desidia que le acometió tras su marcha, volvió a mirarme y me sacó de la
habitación llevándome a su taller; pero yo no había llegado a odiarla. Comíamos
papá y yo juntos, luego dábamos un paseo y, por algún tiempo, él hizo conmigo de
padre y madre y ya no estaba sola, absolutamente sola en el mundo; y cuando se
acostaba yo me acostaba, cuando se levantaba venía a mi habitación y lo primero que
veía, al abrir los ojos, era su sonrisa. Con él no sentía ni el frío ni la soledad y
procuraba que él tampoco los sintiera. El mar era siempre azul, siempre había
barcos de vela y amaneceres limpios en el horizonte y éramos de nuevo una familia, a
pesar de ser dos y quedarnos solos y abandonados; por eso tenía ahora la cabeza
155
confusa y esa piedra en el estómago que pesaba en mi corazón. El vestido, que no era
de mamá sino hecho a mi medida, de pronto me apretaba como si se tratara de uno
de esos corsés que una se pone para recomponer la figura. Era mío y me sentía
inmovilizada y sudorosa. La cabeza me dolía. Aquella transformación en mi madre
resultaba tan descarada que se fijaría en mí con toda seguridad y ello provocaría, si
es que todavía la odiaba, un total rechazo; ése era precisamente el temblor de manos,
el sudor frío y la piedra que pesaba en mi corazón, porque no lo soportaría.
Seguían sonando las voces, ahora en la puerta, apremiándome a que saliera, y
seguía hecha un lío sin acabar de ver con claridad si debía deshacer el peinado,
quitarme los horribles pantis, el vestido, y volver a mi desaliñado aspecto habitual.
Me levanté y con un buen temblor de piernas salí de puntillas para no despertar a
Adema, resuelta a pedirles cinco minutos para cambiarme; pero al abrir la puerta,
mi aspecto deslumbró a Amadou y me vi tan favorecida en los ojos de Fabrizzio que
deseché el cambio. Nos espera un taxi, dijo. Tu padre se ha ido con el Arma, Dulce, y
Katie. Estás preciosa, añadió, y no tuve el coraje de decirle que quería cambiarme, y
me dejé llevar por su prisa. Salí detrás de Amadou, con Fabrizzio siempre a mi
espalda hasta llegar al coche, y allí se adelantó a abrirme la puerta. Sentada a su lado
me observaba con el rabillo del ojo y las piernas muy cerradas, sin atreverse a
moverlas para no rozar mi vestido, y aquella repentina timidez de Fabrizzio me
devolvió la confianza. Después de tantas noches de dormir juntos, le sobrecogía mi
aspecto, y su miedo se llevó la piedra de mi estómago. Qué guapo estaba con su traje
blanco. Andaba buscando esposa y éste podía ser mi día de suerte, pensé como
compensación al incierto encuentro con mi padre.
Seguían los tambores y al interior del coche llegaba una vibración sorda y
apagada, identificada en mis sienes por una taquicardia y un martilleo ronco que me
las partía. La noche había caído, y en la oscuridad casi absoluta del trópico el
conductor se desahogaba en sonhrai, tamashek, bela, francés, y en todos los idiomas,
maldiciendo las sombras que se le cruzaban por delante de los faros sin mirar al
coche. La casa de barro tenía dos plantas, con las paredes exteriores forradas de
156
quien lo había abandonado y no fue culpa suya. Tampoco había sido de mamá.
Sencillamente no había podido soportar la competencia con la pintura. No podía
hablar y le besé la mejilla; luego me llevó de la cintura de grupo en grupo, cosa que
no hacía ni con sus amantes, y yo me dejé arrastrar por él, mientras lo miraba
directamente a los ojos, a la frente despejada, y a su perfil robusto y familiar, y le oía
presentarme con orgullo como su hija. El pulso de la sangre en las venas me
inundaba de un calor que no había conocido desde muy niña, desde el día en que se
casó con Marta, cuando las cosas empezaron a irle tan mal que rara vez paraba en
casa y, cuando lo hacía, no tenía ni tiempo ni humor para nadie. Nunca supe por qué
no llegó a entenderse con ella ni me entró jamás la sospecha, hasta este momento, de
que su amor por mi madre tuviera algo que ver con ello. Escuchaba cada una de sus
palabras. Fue una noche extraña, muy negra y muy brillante, a pesar de que al
dejarme con Fabrizzio me dijo mientras me besaba en la frente: hija, no acabo de
entender a ese apocado amante tuyo, ¡si yo no fuera tu padre!; y luego se fue con
Maiga, pero alejando a la vez de mí aquel vacío infinito que pesaba en mi corazón
como una losa tan grande que en ocasiones me ahogaba.
Había superado la prueba temida y esperada durante tanto tiempo, y me
había llamado hija, no una sino muchas veces, delante de todos, como si estuviera
orgulloso de mí y, ahora que al fin sabían que no era una descocada sino la hija de
Miguel Romero, todos me observaban con simpatía y miraban condescendientes mis
piernas. Las sonrisas a mi alrededor eran jubilosas y tan distendidas que sentí la
alegría inesperada de verme importante entre gente acogedora y amiga. Los hombres
se me acercaban y preguntaban si me agradaba el Malí y si me gustaba Tombuctú. A
todos les decía que Tombuctú era mucho más bonita de lo que había esperado y
sonreían agradecidos. Las mujeres seguían a los hombres, inclinaban ligeramente la
cabeza y con sonrisa picarona tocaban mi vestido, mis brazos, cogían mi mano y las
más blancas entre ellas comparaban su color con el mío. Me hablaban en sonhrai y
no las entendía. Mi vestido negro resultaba sobrio comparado con sus grandes
Dakar, mucho más espectaculares y vistosos; a una de ellas le ofrecí cambiarlos y
158
que una sólo se deja engañar una vez por los sentidos y le hace un guiño al tiempo,
deteniéndolo y paralizándolo, quedándose anclada para siempre en un punto, en un
momento deslumbrante, que será ya la eternidad en su vida.
No sabía si un día descubriría mi ingenua inocencia y lloraría como ella, pero
no me importaba porque al fin había trepado a la montaña alta que se me negaba, y
vivía ese momento de plenitud y placer que engancha al alma de manera definitiva.
Tumbada al lado de Fabrizzio me sentía blanda, sin peso y madura al fin. Ahora sí
que al fin podría afrontar con valentía las aventuras más arriesgadas y duras, con mi
amante al lado. Fabrizzio tenía la frente tan despejada y limpia como la de mi padre,
y su rostro era tan bello que obnubilaba el suyo, sus ojos azules eran infinitamente
superiores y más hermosos que los de Cristo. Debía estar hermosa para él cuando
despertara y, con cuidado de no hacer ruido, fui a arreglarme al baño; deseché los
pantalones, elegí un vestido que le gustara y me recogí el pelo en un moño bajo que
estaba segura de agradarle. Con piernas temblonas, esperé a que despertara y él no
hizo ningún comentario. Se limitó a preguntar:
- ¿Estás bien?
- Muy bien, ¿y tú?
- Volando sobre una nube.
Esperé a que se levantara, lavara, afeitara, y se vistiera, todo con gran
parsimonia; y al acabar salimos de la mano al comedor: una barrita de mantequilla -
lujo asiático para Tombuctú -, pan, dos cucharadas de mermelada, y un
descafeinado, como cada mañana. Mi padre, Dulce y Katie habían acabado y él les
dijo a los dos que se marcharan, y nos quedamos solos. Les dijo que se marcharan
porque quería hablar con Fabrizzio, aclarar las cosas, y yo en un principio no lo
entendía. No acababa de entender si lo fustigaba por deporte, como era su
costumbre, o si su invectiva y palabras de guerra eran una muestra de su buen
humor esa mañana. Su voz desde luego sonaba como un clarín de guerra, timbrada,
afilada y cortante; y su sonrisa era la de un general victorioso que disfruta pateando
vencidos. Se me encogió el estómago y no conseguía pasar el pan. Con mirada
162
asquerosa galería ni en ningún museo, antes las quemo. Quiero que tengas las ideas
claras por si te has hecho ilusiones y vas tras Marina por ellas; porque no vas a ver
nada, ¿cambia eso tus proyectos?
- Claro que no. No es nada que a mí me afecte, y mil veces te he dicho que
puedes meterte tus cuadros por...¡perdona, Marina! Fuiste tú quien me propuso ser
tu marchante, y yo te repito una vez más que el negocio de los cuadros no me
interesa.
- Estupendo, amigo Fabri, todo aclarado - dijo mi padre con una risita tonta
que descubría lo airado que estaba y que a mí me hizo volar la cabeza como si
recibiera una pedrada -¡Que seáis felices!
- De todos modos, ¿puede saberse de dónde sacas esa munición tan asquerosa?
- le preguntó Fabrizzio levantándose.
- No de los libros como la tuya, Fabri. Nací con un almacén de palabras en la
cabeza.
- Pues no tienen ni puñetera gracia, Miguel.
- Y eres odioso, papá - le dije besándole airada la mejilla -, eres peor que un
alacrán -, añadí dejándolos en la mesa y saliendo a respirar aire puro, porque no
podía seguir escuchando. El ambiente en el hall era tórrido y, como me ahogaba, me
fui dando un paseo hacia las dunas, donde a punto estuve de desmayarme.
164
“Basta con mirar la tierra y el horizonte de este país para saber que aquí sólo
se puede construir en ocres más o menos amarillentos, más o menos rojizos, más o
menos marrones, y que el material más vil, que es el barro, resulta ser el más
práctico y hermoso,” me decía Fabrizzio con su mano en mi mano, su aliento en mi
boca, y sus palabras en el oído de la mente. “Generaciones de albañiles han
trabajado con este material y con estos colores limitados, demostrando que es posible
transformar el barro en palacios, y escribir con tierra cocida una historia de siglos.
Esto pocos europeos lo entienden. Todos llegan a África intentado salvarla,
intentando revolucionar su hábitat, y traen materiales tan mal adaptados al clima
como el hierro y el asfalto, que son conductores rápidos del calor y que asfixian el
interior, mientras con la tierra cocida el calor queda fuera. Con el barro se pueden
hacer bóvedas y elementos rectos sin hierro. Con barro he levantado el centro
médico de Bandiagara, te va a gustar, cariño, los talleres de Baco Djikovoni,
inmuebles en Sikasso, y hasta un video-bar, que abriremos en febrero. Te van a
gustar, y luego iremos a Nápoles donde con dinero de la Unión Europea hemos
creado una escuela multidisciplinar para asiáticos, sudamericanos, y africanos,
donde enseñamos estas técnicas tan sencillas, baratas y afines con el medio. Te va a
gustar, amor,” su mano en mi mano, su aliento en mi aliento y sus palabras en el oído
de mi mente, diciéndome exactamente lo que quería oír y que escuchaba con la
emoción de quien oye una música que es puro sentimiento. “Es una construcción gris
y desnuda, pero habla un lenguaje social para un África moderna y se extenderá por
doquier, sea o no arte mayor como el de tu padre.”
165
casa de Sanga, pero me di cuenta de que había huido de occidente para encontrarme
conmigo mismo y deseché la idea de meter a ese occidente podrido en mi cama. Tenía
lo que quería y todos los modelos a mi alcance por una sencilla comida o un cadeau
sin valor, y la mayor colección de obras de arte. Cada poblado dogón es un museo de
máscaras, estatuillas, ídolos, mitos, y leyendas, todas a mi disposición; y las Evas
más hermosas e ingenuas o, en cualquier caso, allí estaba yo para fijar el canon de
una belleza irrepetible, porque su mundo también se está desmoronando. Mi lema,
como el de Gauguin y el de Poe, era y es “huir lejos”, huir hacia lo sencillo, primitivo
y sin influencia exterior, ésa es mi filosofía: describir el mundo desde lo primitivo;
huir hacia el enigma que ocultan esas estatuillas y también hacia la muerte, que es la
razón última de cualquier creación que se precie.
mezclo.
- Tendrás que hacerlo esta vez si quieres paz.
- No soporto que nadie tome decisiones por mí y tampoco me puedo consentir
debilidades. Das la mano y en seguida quieren controlar tu vida. Eso no me lo puedo
permitir.
- Pues tendrás que hacerlo y en seguida.
- La puerta de mi casa está abierta de par en par, hija. Esas dos mujeres
pueden quedarse o marcharse. No soy su dueño. No tengo más dueño que mi pintura.
Que ellas arreglen sus problemas.
Dulce y Katie armaban un guirigay de espanto en la puerta del hotel que
atraía la atención de los empleados y volvía loco a Amadou; Dulce con el cabello
alborotado y fuera de sí y Katie hablando con un calor y una firmeza que encendían
los ojos de Dulce, mientras Amadou se interponía entre las dos mujeres y trataba de
calmarlas. Me hallaba petrificada. Fabrizzio las miraba sonriente y tan divertido que
le di un codazo en el costado: como te vea sonreír lo vas a sentir, cariño, es mi padre
a pesar de todo. Perdona, querida.
Mi padre, fuera del complejo, acariciaba con la mano el lienzo, se levantaba y
se alejaba un par de metros, volvía a sentarse y sonreía. Dulce decía palabras duras
que nunca le había oído antes, mientras lloraba y manoseaba un pañuelo con el que
se secaba las lágrimas y se sonaba la nariz.
La había visto vagar por los alrededores del hotel como alma en pena, y me
había ablandado después de no dirigirle la palabra en varios días. Ahora el corazón
me pesaba de tristeza. Había conseguido controlar el rencor, pero no era un asunto
que me concerniera, y vivía envuelta en mi nube particular de dicha, sin enterarme
de lo que sucedía a mi alrededor. De pronto veía a Dulce sollozando por los rincones
como una niña pequeña, y a Katie, la criada equilibrada y siempre atenta al menor
deseo de mi padre, como si el demonio acabara de rajarle el vientre. Su rostro
moreno brillaba con blancura de muerte y traslucía una voluntad oscura y profunda
en la mirada que provocaba escalofríos, igual que cuando de jovencita yo quería
168
abrirme las venas, a raíz de la boda de mi padre con Marta, porque él no tenía ojos
más que para ella y no contaba conmigo para nada. La llevaba a París y a Londres y
se pasaban las horas discutiendo qué hacer conmigo. Era un estorbo en sus vidas. Ni
siquiera me daba los buenos días, dejé de hablarle durante un año y empecé a
vestirme de negro como una viuda inconsolable. Pero cuanto más me dolía, más
zalamera se volvía Marta con él. Mi padre le echaba los brazos a la cintura y ella
descansaba la cabeza en su pecho y me miraba diabólica; lo besaba en la boca, me
sonreía triunfante, y yo corría a encerrarme en mi habitación. Deseaba que se
muriera, que ambos se murieran y desaparecieran de mi vida. Deseaba no haber
tenido nunca un padre, ese padre que ahora me abandonaba y dejaba sola con la
enormidad de un mundo que de repente era un vacío negro e infinito de tristeza, y
por algún tiempo añoré a mi madre. Rezaba por la noche para que ella volviera a
amarme y me llamara. Me sentaba en la ventana mirando el mar y los veleros que
cruzaban con velas hinchadas, soñando con aquellas mujeres que viajaban en ellos,
henchidas de amor y servidas por guapísimos marineros que les juraban amor
eterno; soñaba ir con ellos o con mi madre al fin del mundo, pero por más que la
añoraba, ella jamás volvió por la casa de Zahara o me mandó un mensaje; no dio
señales de vida y yo sentía una pena tan grande que le hubiera lamido los pies y le
hubiera pedido perdón por no haberla amado, como si la culpa fuera mía.
No era difícil imaginar la vida de las co-esposas en los poblados del río,
recluidas entre los muros de piedra y barro ocre de aquella ciudad sepultada en las
arenas, ni lo que corría por dentro de Dulce al ver su rostro pálido y compungido
bajo las enormes gafas negras que cubrían sus ojos; y por eso me hacía acercado a mi
padre. Tenía que hacerlo. No podíamos permanecer más tiempo en el hotel sin poner
orden en su casa, y así se lo dije. De la noche a la mañana, Katie había pasado de ser
una criada servicial a ser la leona que acosa a su presa con la melena airada de un
león; y Dulce, del éxtasis y del frenesí, a la desesperación del perro que se arrastra
humillado por los muchos palos; pero mi padre trabajaba y respondía con
monosílabos, perdido en sus pensamientos. Creo que no me escuchaba, como si el
169
asunto nada tuviera que ver con él, y sólo al acabar sonrió un instante. En aquel
momento lo aborrecía. Se me puso tal pesadez en las sienes y en el pecho que no me
dejaba ni pensar ni respirar, y lo aborrecía. Quería odiarlo y no me explicaba cómo
había vivido tanto tiempo dominada, pisoteada y hechizada por él, porque no conocía
la ternura y la vida a su lado era distante y fría. Y no sólo para mí.
- ¿Quieres escucharme, padre?
Seguía mirando el cuadro y fingía no haberme oído. De pronto dijo:
- El día lo dedico al trabajo y la noche al ocio. Será el momento de hablar.
- Siempre has consentido que te interrumpa, ¿qué les das?, ¿no ves que van a
matarse?
Le gustó aquello de “qué les das” y dejó de mirar al cuadro.
- ¿Y qué quieres que yo haga?, son libres de marcharse o quedarse. No soy su
dueño y si quieren vivir conmigo deja que arreglen ellas su problema. Yo no tengo
ninguno.
- Eres un libertino, ¿lo sabías?.
- Quiero ser un héroe en el arte y no en la moral, ¿alguna vez me has oído
criticar la lujuria?
Aquella noche, Dulce no apareció en la cena y, mientras tomábamos unas
copas, Katie se sentó a su lado en el butacón y apoyó la cabeza en su hombro. Era la
primera vez que la veíamos hacerlo, y él cogió la pipa en una mano y le pasó la otra
por el hombro. Como ni Katie ni Amadou entendían, me sentí libre de hablar.
- No me importa que tengas más de una mujer, pero entiende que ni la más
tirada lo soportaría.
- Nunca tengo más de una mujer al mismo tiempo. Yo también creo en la
fidelidad. Me gusta la fidelidad, hija, y la respeto. Es civilizado.
Tenía los ojos a punto de las lágrimas y me clavé las uñas en la palma de la
mano para contenerlas. El bello Amadou enfrente, siempre con el fular al cuello, y de
nuevo con el pelo liso y planchado, sonreía y me miraba con socarronería. Rara vez
hablaba, pero era fácil adivinar que conocía a mi padre mejor que yo. A punto de
170
sus palabras, Fabrizzio me dijo todas esas cosas con las que una sueña noche tras
noche. Fue como si el tiempo se hubiera detenido o girara con un fluir lento y suave,
como si el mundo fuera hermoso o aquel antro fuera el café de la Opera de París y yo
una modelo que cruza la pasarela del enorme vestíbulo del hotel Ritz paseando trajes
de modistos afamados. Tenía en la mano un anillo y los ojos llenos de lágrimas que
me salían de lo más hondo del alma. Tenía el amor de un hombre delicado e
inteligente y no estaba sola. No estaba ya sola en el mundo y no tenía ganas de ir a
ninguna parte, porque como aquella noche no habría otra parecida. Era larga y
dulce, y yo me ofrecería con docilidad para hacerla interminable.
- Sin pasar por Paris y Nueva York, nunca lograrás reconocimiento alguno.
Eres un ingenuo. Y no llegarás a ninguna parte si no te apartas de la botella y del
sexo. Los dos llevan a la destrucción, pero por una puerta tan falsa como la droga.
- Desconfía de quien no ama el vino y a las mujeres, ya lo decía mi padre.
Desconfía de los maricones con aspecto de garañón, aunque luego algunos como
Bacon sean geniales. Desconfía del artista en el que no esté presente la muerte. La
muerte es madre de la belleza.
- Pisas arenas movedizas.
- Las pisáis quienes marcháis por la vida con el pito flojo. El sexo es vida y no
hay nada más bello en la vida que la vida.
- ¿No puedes hablar sin insultar?
- ¿Puedes tú acaso?
enfundados en su fular hasta las cejas; y en ella iba Naomí, tan indistinguible como el
resto. Fue ella quien primero se levantó de un salto gritando, se quitó el fular
dejando el cabello al descubierto, y entonces la reconocimos. Mahamadou giró en
redondo hasta ponerse al costado. Su rostro era mitad negro y mitad rojo, como si
tuviese dos caras, y nunca la hubiésemos reconocido. Pero era ella en efecto, surgida
de la noche de los tiempos como un espejismo en medio de la nada, la Naomí de ojos
grandes muy abiertos, boca de buzón de correos, senos altos y voz aguda, expresiva
y gutural, más firme y orgullosa, más diosa que nunca, mientras pasaba de un salto a
nuestra pinaza. ¿Vas huyendo, amor? No, cariño, aunque me han ocurrido cosas que
no serían fáciles de explicar; pero la buena estrella está conmigo. La buena estrella y
una serie de casualidades increíbles la habían llevado del desierto rebelde a un
campo de refugiados tuareg en Douentza, dirigido por canadienses y una
organización ONG, que la había rescatado. Llevaba al cuello un dibujo geométrico
tuareg, de ámbar y plata. Se lo quitó y me lo colgó del cuello, mientras me besaba con
la alegría irrefrenable de dos amigas íntimas que se encuentran. Por la faena del
coche, dijo, sin muestra alguna de arrepentimiento.
Si la hubiera buscado jamás habría dado con ella en un país tres veces la
extensión de España. Parecía absurdo, como si el mundo diera vueltas y más vueltas
y al final todo volviera a su lugar. Ha llovido desde la última vez, Naomí. No tanto,
querida. Pero ella no me escuchaba y, tras besar rápidamente a Dulce, abrazó por la
cintura a mi padre y le dio un beso de torniquete en la boca que casi le quita el
aliento. Tanto seguirte con tu hija, gran hombre, me siento tu hija y eso me daría
algún derecho, diría yo. Repitió el beso y como no lo soltaba, Dulce le preguntó si era
feliz. ¿Feliz? ¡qué pregunta, Dulce, amor!, respondió ella sin adivinar segundas
intenciones, senos altos, maduros y bellos, tan tensos y anhelantes que encendían los
ojos de mi padre. Soy feliz, muy feliz, me hace muy feliz veros con vida. Y como mi
padre tampoco la soltaba, se dirigió a él con sonrisa maliciosa: tú y yo, Miguel, lo
habríamos pasado en grande en otras circunstancias, ¿eh, gran hombre?, estoy
segura. Y mi padre, también yo, buena hembra, con la mano descaradamente en sus
176
nalgas. Y Naomí, risueña y feliz: pero por desgracia los caminos nos separan y eso
que me gustarías una jartá, gran hombre. Y él: ¿quieres dejar de llamarme gran
hombre?, soy un sencillo amante de la vida y confío en que así me recuerdes por si
hay una próxima vez, que debería de haberla, ¿sabes dónde vivo?
Los escuchaba conmovida y enferma de alegría. No puedes imaginarte lo feliz
que me has hecho devolviéndome el coche y viéndote tan animada. Pero con prisas,
hija, ¡qué absurdo!, ¿no? Y mi padre, absurdo por demás; en este país no existe la
prisa y los días duran meses, absurdo por demás, parémonos a comer y sigamos
profundizando en nuestra amistad, ¡me parte el corazón tu amor a la humanidad con
esos ojazos y lo buenota que estás! Pero no para ti, gran hombre, no para ti, ¿acaso
ves en mí algo especial? Tienes ojos de Sibila y veo en ellos un cielo de cadáveres y un
maravilloso infierno de arcángeles, ¿para quién los guardas? le respondió papá
abalanzándose sobre ella como un tigre. Parecía deslumbrado, como si tuviera ante sí
la revelación de un ideal femenino, largo tiempo buscado, y una rabia súbita le
invadiera las entrañas. En mi casa hay un lienzo en blanco esperándote y te podría
inmortalizar. Lo siento, gran hombre; ni siquiera los genios podríais amar a todas las
mujeres, ¡una lástima!; porque yo no persigo la eternidad y tengo que dejaros. Mis
amigos tienen prisa.
Naomí tenía una prisa real. ¿Sin contarnos nada? Nos tienes en ascuas, amor.
Tenía una prisa tan real que se ha ido a un campamento de refugiados donde hará de
enfermera, camarera, y transportista. No os podéis figurar cómo me ha cambiado
este país y su miseria, las enfermedades y la puñetera tragedia de estos amigos,
¿puedo ayudaros en algo?; no os podéis figurar lo feliz que me siento al veros y, por
favor, gran hombre, no tomes muy a mal la despedida; seguimos queriéndonos, ¡a
bientôt!,¿no es triste? Nuestros caminos se cruzan un instante y al instante siguiente
se separan para siempre.
177
volvía a levantarse. Y ella lo amaba más que a mamá y más que al mundo entero,
porque era su amigo, su padre, su amante, y hacía con él las veces de madre cuando
ella no estaba y también de esposa, y así durante mucho tiempo, en el que no se
separó en ningún momento de su lado hasta que se casó con Marta y le quitó el
corazón, y se lo dio a ella, y entonces supe que ya las cosas no serían como antes, que
no tendría a nadie a quien amar, y quería morirme. Acababa de cumplir los quince
años y, vestida de negro, me pasaba el día en la ventana, desnuda, despeinada y sola,
mirando el mar, terca e inconsolable con la criada, sin querer comer y salir a la calle,
hasta que ellos se fueron a París y entonces salté la tapia y me quedé toda la noche en
el bosquecillo que descendía a la playa sin dormir, esperando que el mar me tragara
o que alguien viniera y se me llevara, pero nada sucedió. Nadie se interesaba por mí y
opté por no salir de mi habitación, por negarme a comer y ver la luz, salvo la luz fría
de la luna que era mi madre; y entonces vino el abuelo, se sentó junto a mi cama, me
cogió la mano y poco a poco y sin decir nada, abrí los ojos y tuve ganas de comer, de
salir y de ver la luz del día.
Tenía prisa por llegar a su casa de Sanga porque durante varios cientos de
kilómetros todo era lo mismo y quería llevar la niña a una guardería. El desierto era
cada vez más yermo y en las orillas no había más que dunas blancas cayendo al agua
en vertical; y, sin embargo, de vez en cuando aparecía la cabezota potente y
majestuosa de un hipopótamo rompiendo el silencio con sus resoplidos y géiseres,
pero él tenía prisa por llegar y librarse de la niña, y nada de lo que veía le interesaba.
Nada de lo que Fabrizzio decía me interesaba. No tenía ninguna foto y no me atreví a
preguntarle si la niña era rubia, morena y bien parecida. Mi hija sí que era
guapísima, alta, rubia y vivaracha, pero su vida había sido muy corta, tan corta
como mi matrimonio, y cuando empezaba a gozar con ella se fue, hacía tan sólo días
que eran siglos, en un accidente sin importancia, como mi boda. Era otoño y nadie
asistió a mi boda salvo un par de surfistas. Nadie me había hablado antes de amor y
no creía en la ternura después de lo que me había sucedido. Sólo creía en la luna, con
rostro de esfinge, ojos vacíos e iluminada por velas, que se inclinaba hacia mí con la
179
sonrisa fría de mi madre. Pero yo era tan fría como ella y a mi marido no le di amor,
y él hizo bien en dejarme porque nunca le di mi amor, aunque acudía a la cama
siempre que me llamaba. Mis labios y mi corazón habían perdido la ternura y
sencillamente no sabía quién era ni adónde iba.
Me llevó de la mano a proa, apartándome de Fabrizzio y, rodeándome la
cintura en falso abrazo, empezó a hacerme preguntas sobre esa serie de cosas
insignificantes que un padre le hace a una hija mayor, en tono neutro de voz, como si
mis planes nada tuvieran que ver con él o como si no hubiera entendido nada y le
fastidiara mi presencia, o como si mi viaje al Malí fuera poco menos que un viaje de
placer. Lo miré ansiosa, a punto del llanto, y él sonreía con rostro tan dulce que no le
dije lo que corría por mi cabeza, lo hijo de puta que había sido conmigo, y la pena
que me causaba esa niña tan pequeña a la que iba a abandonar igual que había
hecho con mi madre y conmigo, después de años de vivir tan unidos y de hacer juntos
castillos en la arena, de rebuscar conchas, monedas antiguas y piedras preciosas en la
playa, de pasar horas juntos en su estudio para aliviarle la soledad, él hablándome de
su pintura como a una persona mayor, de noches interminables contándome historias
hasta hacerme tan feliz y luego tan desgraciada e inútil. Lo miré ansiosa y sonreía, su
mano en mi hombro, apretándome tan fuerte que me hacía daño.
Sabía que detestaba las explosiones lacrimógenas de dolor y no lloré. Tampoco
tuve el valor de decirle lo que corría por mi cabeza, pero decidí igualmente no
contarle los planes que Fabrizzio y yo teníamos.
- Te agradezco mucho este viaje por el río, padre. Sé que tu tiempo es muy
valioso.
- Y yo siento alterar tus planes.
- Lo sé, lo sé, padre. Tienes mucho que pintar.
- De veras que me has hecho muy feliz viniendo. Son otras cosas las que me
alteran, que no es tanto pintar cuanto saber qué pintura hacer y para eso necesito
silencio, hija. En la cabecera de mi habitación, tengo “El sueño de Jacob” de Rivera.
He hecho varias versiones de ese cuadro. Rivera sugiere que el espíritu de la
180
vanguardia ha muerto y que en este umbral del siglo XXI al artista no le queda más
salida que luchar consigo mismo. Es un sueño que no me deja dormir. No quedan
fronteras ni valores sociales que reivindicar. La pobreza de imaginación es extrema y
por eso todo anda descafeinado. No hay esperanza contra el fracaso, y la fama y el
éxito son una maldición. El sueño de Rivera me obsesiona y ésta es una lucha que en
mi caso viene agravada por mi fracaso como padre y como pintor. El artista y el
hombre son indivisibles, Marina. Y más no te puedo decir.
- No lo necesitas, padre. Me iré en cuanto acabe este viaje.
- Tú no me molestas, hija. Mis palabras no van por ahí.
- ¿No van por ahí, padre?
- Tú no empeoras el sueño. Tú y tu madre sois lo único que he querido de
verdad. Yo también sé lo que es estar solo.
- No quiero vivir a costa tuya, padre. Tú tienes tu sueño de Sísifo y yo tengo
mis estudios y mis proyectos.
Y no me preguntó qué estudios y proyectos eran. Cruzábamos frente a una
hilera de casuchas de barro, y había una fila de mujeres con los pies en el agua que
exhibían sus pechos al desnudo mientras se lavaban la cabeza y se salpicaban; al
vernos, hacían gestos obscenos y lanzaban gritos agudos y risas que sonaban como
castañuelas. Se quedó mirándolas y no me preguntó qué estudios eran esos, pero
juzgó que su mensaje me había llegado con claridad y volvió a su asiento entre Dulce
y Katie.
182
ojo.
- Tienes tiempo todavía.
- Si pudiera volver atrás y empezar mi vida, todo sería diferente. No he hecho
nada que valga la pena o que pueda llamar mío.
- ¿Cambiaría eso las cosas?
- Me gustaría poder reírme de mí misma. Eso sí cambiaría las cosas.
- Lo estás haciendo bien, cariño. Sin darte cuenta lo estás haciendo.
- ¿Tú crees?
- Y si para que rías con gana es preciso destruirlo, tijeretearle los cuadros o
abrirlo en canal, lo haremos juntos. Me había hecho la ilusión en este viaje de
escribir un libro sobre su pintura, pero puedo ignorarlo, ensalzarlo o hundirlo.
Depende de ti.
-No sé lo que me pasa, amor. Tengo ganas de vomitar.
Aquel día paramos cerca de un poblado con duna que caía sobre el agua.
Había cagadas de vaca por todas partes y el cielo era una inmensa nube negra de
mosquitos que palpitaba sobre nuestras cabezas hasta silenciarnos. El croar de las
ranas al anochecer, en las lejanas islas, era un estruendo tan ensordecedor que entre
ambos abortaron la conversación y nos obligó a acostarnos en silencio y a oscuras,
substituyendo el placer de mirarnos a los ojos por las caricias y las palabras dulces al
oído, y más tarde por la penetración húmeda y turgente, por la feroz violencia del
sexo descontrolado hasta caer rendidos. Solía acabar el día muy cansada y, sin
embargo, ¡cómo deseaba la noche para que Fabrizzio me abrazara, me frotara la
espalda y las nalgas, mezclara su saliva con la mía, y yo le abriera el sexo hasta
correrse en mi interior! Deseaba que se hiciera cada día más atrevido y ardiente, más
osado y violento, que me besara delante de mi padre, cosa que jamás hacía, y que le
184
rumor de voces y gritos que ni él ni yo oíamos. El río era plateado y verde, y el cielo
no era azul sino una variada gama de blancos y amarillos que tomaba del desierto.
Fabrizzio y yo éramos los dos únicos seres del universo y, si alguna vez he creído en
el paraíso, fue esa mañana con Fabrizzio sentado a mi lado y sobre la duna, yo en
falda corta y con las piernas abiertas, y él con su mano, flexible, suave, y dulce entre
mis muslos.
En el lienzo de mi padre ese día, el cielo era negro y el río blanco, con animales
de una rigidez estatuaria en la orilla, y desconcertantes pinceladas rojas de trazo
rápido que eran bosquejos de mujeres bajando y subiendo la duna gris hacia el
mercado, único punto negro confundido con el cielo.
Eran colores dramáticos, tristes y extraños en un paisaje tan luminoso y
Fabrizzio andaba impresionado.
- Es cuando menos desconcertante - decía -. Si esperas, Miguel, que produzca
una sensación terrible lo has conseguido.
Mi padre sonreía. Tenía las manos sucias, los cañones blancos de la cara sin
afeitar y los ojos empequeñecidos por la luz y el cansancio. Dulce siempre a su lado.
Mi padre de vez en cuando le hurgaba por debajo del vestido o le manoseaba los
senos y ella sonreía o miraba simulando la lejanía con un mirar manso y lelo.
- Es distinto.
- Viniendo de ti es lo más grato y hermoso que me han dicho nunca.
Dulce no sabía explicarse y los animales le sugerían una tranquilidad severa y
misteriosa.
- Pero su forma es algo imprecisa, ¿no te parece?
- Cuanto menos armónico es el color menos precisa es la forma.
- Pero, ¿por qué arenas grises y no amarillas?
186
duro que era. Le daba igual lo que comía, no le prestaba la menor atención, como si
estuviera acostumbrado a pasar como los chinos con pan y cebolla cruda; a mí en
cambio me aconsejó tomarme un jurel a la espalda.
- Son frescos y los hacen riquísimos. ¿Que te pareció aquel cuadro?
- Sencillamente malo, Miguel. Supongo que ahora puedo decírtelo - y sonrió.
- Gracias por callarte en aquel momento. Estaba desesperado y sin dinero
para regresar a España. La vida nocturna de París me había dejado sin blanca.
- Aquel cuadro podía ser bueno, malo, muy malo o muy bueno, pero en
cualquier caso me gusta mirarlo y lo he conservado. Creo que no es bueno y sin
embargo me dejaste una extraña inquietud por ver más cuadros tuyos y no he
parado hasta encontrarte. La belleza es algo misterioso e inexplicable, ¿no crees?.
Era malo de justicia y con todo había algo extraño. Había en él un pintor.
Según Fabrizzio, no había mucha diferencia entre aquel pintor y el de ahora.
Aquel pintaba con excesiva facilidad, eso es todo; pero era igual de poseso,
insatisfecho y soñador como el de ahora. No quería venderme sus cuadros porque no
le interesaban o porque no los veía acabados. Ha sido toda su vida así y si vendía era
para subsistir y comprar lienzos y pinceles.
- Quiero encargarme de tu pintura - le dije, y por los ojos vi que le acababa de
decir el mayor insulto; por eso añadí: Supongo que alguna vez te decidirás a tener un
marchante y montar exposiciones.
- No lo sé. No lo tengo decidido. Tal vez nunca lo haga.
- ¿Acaso no te interesa la fama? La fama es poder.
- La fama impone nombres, pero imponer no es descubrir.
- Y sin embargo debe de ser una sensación maravillosa ser famoso. Fíjate cómo
se agarran a ella los políticos.
- Primero tengo que estar seguro de que lo que hago es bueno.
-Eso tienen que decirlo los demás, los críticos, y los marchantes.
- ¿A ti te gusto?
- Eres demasiado alto y no das la imagen de pintor - le dije para hacerlo
190
- ¡Gracias! Los hombres no acabáis de asombrarme. Decís que nos amáis y sois
capaces de decir que todo se ha acabado con la frialdad de un extraño.
- Nada ha acabado con un poco de paciencia.
- Con un poco de paciencia te puedes ir al mismísimo infierno.
Nunca aprendería y me quedé callada y tragada por la tierra ante tan brutal
confesión, mientras observaba sus ojos brillantes y el azul mate sombrío del río, sin
poder pensar en otra cosa que en aquellas aguas que seguían una lógica implacable
hasta vaciarse en el océano, sin que el orden natural les permitiera el menor azar,
igual que a mí la vida, toda ella un doloroso plañido desde la infancia. Lo triste de
esta escena es que me parecía tan grotesca y patética que me daban ganas de reír.
Porque era un hombre simpático y sensible, todo un caballero, generoso y con mayor
gusto por la música, el arte, y la literatura que mi padre, con mayor educación que
él, y sin sus sarcasmos.
Mi padre nos seguía con la mirada desde el fondo de la pinaza. Debió entender
lo que pasaba entre nosotros y se acercó, casi llegando a Gao, y me dio un beso, uno
de aquellos besos largos que solía darme de niña y que tan feliz me hacían.
- Tengo una sorpresa para ti.
- Mi vida está llena de sorpresas, padre.
- Es tu retrato y quiero que sea tuyo.
- ¿Un regalo de despedida?
- No seas chiquilla.
- Si tiene los ojos enrojecidos me gustará.
- Lo he tenido desde siempre en mi habitación espantando el vacío de la casa.
Tiene los ojos rojos.
- Entonces me gustará.
193
- Es mi coche.
flojera, el sopor, y un ligero mareo que yo achacaba al olor del gasoil; porque lo que
importaba era hacer camino y parar la tristeza y el ronroneo de mi cabeza,
concentrada en el volante y en la carretera; y así lo hice hasta llegar a Douentza,
donde me detuve a echar gasóleo. Mi padre quería tomar una pista que desde allí
lleva a Sanga, para evitar el largo rodeo por Sevaré y, en su intento por
convencerme, decía que iba a descubrir un paisaje inédito e infinito, valles
inexplorados, cataratas, poblados primitivos jamás vistos por los turistas que el
tiempo no había conseguido cambiar, donde le gustaría hacer un alto y pintar.
Me miré en el espejo mientras se llenaba el tanque, y lo que vi no era la cara
fatigada, sucia, y ajada por el sol y los vientos, sino el rostro moreno de una niña muy
pequeña y triste con ojos redondos y muy negros llenos de lágrimas.
- Lo siento, padre. Iremos por Sevaré.
- No me hagas esta putada, Marina. Tengo mucho interés en ir por ese lugar.
- No es hacerte una putada, padre. Necesito descansar y coger una buena cama
esta noche.
No sabía si enfadarse conmigo o sonreír. No acababa de entender que yo
precisamente le contestara su autoridad y, de repente, la ira que estaba a punto de
reventarle los globos de los ojos se convirtió en serenidad, igual que si hubiera
tomado un sedante de efectos fulminantes. Me miró atónito y sonrió sin mueca
alguna de fastidio.
- Vas a volverme loco, hija. Se hará como tú quieras -. Y mi pecho pareció
liberarse del raro malestar que lo oprimía.
- Gracias, padre.
- ¿Estás segura de que puedes conducir? ¿Quieres que lo coja yo?
Era Fabrizzio, y sin contestarle me senté a la derecha del volante, desplazando
a mi padre al asiento de atrás donde, con los ojos cerrados, me encerré en mí misma
y fui disfrutando de una relajante laxitud hacia Sevaré.
Sentado entre Katie y Dulce, mi padre se mantuvo en silencio un par de horas
y, de repente y sin venir a cuento, empezó a hablar del encuentro con Fabrizzio en
196
Era una habitación horrible con una cama doble, una mesa, y un armario
viejo de madera, pero tan sucia que apagué la luz y me tumbé a oscuras, luchando
con una idea que se había apoderado de mí y que por primera vez no me parecía
absurda. Siempre había sido un pelele a merced de otros, pero ese capítulo de mi
vida se había cerrado. Entre todos me habían ayudado a enterrarlo, y le demostraría
a Fabrizzio que sabía nadar sola. No me había seguido al hotel y se había quedado
con mi padre, una vez más, dándome a entender lo que de verdad le importaba; pero
todavía no quería verlo y tenía que estar segura. Casi con total certeza, yo no era
más que una mera anécdota en su vida, un episodio trivial e interesado como mi
padre decía, y esa noche quería probarlo. No me había seguido, pero necesitaba
saber sus verdaderas intenciones y si era capaz de hacer el amor conmigo en aquellas
200
16. SANGA
que le hizo parar el coche a Fabrizzio y a la que trepamos por una senda de tramos
largos, monótonos y llenos de arenisca y cantos. Al fondo había un poblado muy
apiñado en el que alternaban casas glande, graneros puntiagudos y terrazas, todos
ellos muy diminutos; y en la base de la roca una cueva con imágenes jeroglíficas en
rojo y blanco que, según mi padre, eran el esperma insondable e indescifrable de los
que nunca han inventado ni la pólvora ni la brújula ni el vapor ni la electricidad ni la
tierra ni el cielo, de los que no han inventado ni explorado nada y que, ajenos a la
vanidad, se agarran a la esencia de las cosas, a la exaltación del jabalí y de las
estrellas, de la carne, de la risa, y de todo lo que en el mundo anda y palpita.
Fabrizzio sacó a relucir sus dotes de arquitecto ilustrado e intentaba explicar
lo que según él era la noche de los tiempos cuando el hombre no conocía la muerte y
se fecundaba a sí mismo por ser doble y de ambos sexos. Señalaba estrellas que
giraban como peonzas de fuego, soles cocidos, cuerpos femeninos con hormigueros en
el sexo y termiteros en el clítoris, chacales de gesto obsceno, zorros y gallos, el semen
divino o la materia vital del mundo en forma de agua, serpientes con simbología de
personas, hombres con máscaras hasta los pies, la sangre menstrual en rojo, dos
siluetas, una masculina y otra femenina, el alma femenina del hombre instalada en el
prepucio y el alma masculina de la mujer situada en el clítoris, un lagarto negro y
blanco que servía de mortaja a los muertos, un animal en forma de escorpión con la
bolsa y el aguijón simbolizando el órgano y su veneno la sangre de la circuncisión.
Mi padre, cuando no pudo aguantar más el discurso, dijo:
- Hay gentes que se creen capaces de reconstruir a un hombre a partir de su
sonrisa. Yo procuro no abrir demasiado la boca para que no le entre el polvo de la
resina y borre las huellas de mis dientes.
Por las callejuelas subía un hombrecito de extraña y salvaje belleza con un
gran cayado, pantalones de amplios fondillos y túnica de color. Conservaba aún el
pelo y todos los dientes. Tenía las orejas pegadas a su pequeño cráneo, un amuleto
colgado al cuello, el rostro cruzado de arrugas como un palimpsesto de escritura
cuneiforme, y, al llegar a nuestra altura, levantó la cabeza para iniciar la fórmula del
203
saludo:
- ¡Dios os trae! ¡Dios os trae!
- ¡Salud!, ¿cómo está tu cuerpo? -, le preguntó mi padre, y todavía no habían
acabado el interminable saludo, en el que se peguntaban por sus antepasados,
padres, hijos y hermanos, cuando Fabrizzio se acercó a él, le tocó el amuleto, que era
una mujer de madera de grandes senos, y le preguntó el precio.
- No puede vendértelo, capullo - le dijo mi padre -. Sólo turistas degenerados
se atreven a traficar con cosas tan serias para ellos. Sería como vender su alma.
Fabrizzio se mordió el labio y luego sonrió.
- Era para tu hija.
- Mi hija tiene suficientes regaños como para no necesitarlo.
Atravesamos bajo los gigantescos baobabs del paseo de Sanga con el mediodía
encima, cruzamos el poblado y llegamos a su casa. Al descender del coche se puso la
pipa en la boca y se le iluminaron los ojos. Dentro de un cercado de piedra,
cuidadosamente trabajada y con total simetría, se veían dos edificios de aquella
misma piedra y con una sola planta, situados en los extremos del recinto; por encima
sobresalía un gigantesco baobab, con la hoja substituida por cientos de maracas. La
puerta de madera negra estaba esculpida con filas sucesivas de estatuillas femeninas
que alternaban con otras masculinas y máscaras zoomorfas, que evocaban un
panteón decorado por seres humanos y animales. A la derecha levantaba el bardal de
leña de la to-guna, lugar sagrado e ideal para la siesta y el descanso, al borde mismo
del roquedo que caía sobre el valle en cuyo fondo, a más de setecientos metros en
vertical, había otro poblado, un pequeño arroyo con vegetación frondosa, y más allá
la planicie ocre de tierra cocida con el baile de dunas que habíamos conocido en el
río. La casa era hermosa, pero lo que más me gustaba era su emplazamiento al borde
204
de aquellos farallones calcáreos y con vista aérea sobre el poblado, el curso violáceo
del arroyo, y las tierras y dunas que serpenteaban hasta perderse en el horizonte.
Se abrió la puerta y, con la certeza de encontrarme ante el umbral de una
emoción difícil de describir, apareció en el marco una figura femenina en un amarillo
deslumbrante, ojos verdes y pelo primorosamente peinado en mil trencitas hasta el
hombro, que saludó a Amadou con una ligera inclinación de ojos y le dio las dos
manos a mi padre. Era una belleza serena, escultural y tranquila, de juvenil
madurez; y el lugar, el propio que había imaginado para un artista como mi padre;
algo separado del poblado y sobrio y recogido, frente a un paraje excepcional.
Seguía mirándola desconcertada y ello me impidió fijarme en la niña que se
mantenía en pie, agarrada a su bubú. Nos miraba con la boca abierta y ojos
redondos y muy verdes que se le salían de la cabeza. Debía estar asustada, pero no se
le notaba demasiado el miedo a los blancos. Yo en cambio estaba tan impresionada
que me acerqué a ella, antes incluso que mi padre y, sin saludar a la mujer y en
cuchillas, le pregunté su nombre; me lo dijo, pero tan bajo que no pude entenderlo.
Estaba impresionada e irritada. Era la niña que iba a llevar al dispensario de
Bandiagara para quitarse sin piedad el engorro de encima, y sentí una abrumadora
compasión y un odio repentino hacia un padre, tan idealista en el arte como cruel,
despiadado, y egoísta en lo humano; hasta el punto de que durante algunos instantes
sólo pude pensar en cómo hacerle daño para vengarnos.
Al entrar en el recinto ya no me pareció el paraíso, con la cocina al aire libre y
los cacharros esparcidos alrededor de la barbacoa; pero seguía siendo un buen lugar
para vivir una vida recoleta y pintar sin ruido desde aquellas alturas desde las que
las cosas parecían estar quietas ocupando cada una un lugar preciso bajo el cielo.
- ¿Te gusta mi casa, hija?
- El paraje es ideal.
- Echo de menos muchas cosas, pero estoy feliz de encontrarme de nuevo en
casa, en mi sillón, en mi celda y en mi paisaje favorito. Aquí el sol brilla siempre, los
pájaros se arrullan como los enamorados y mi pintura avanza. Trabajo con
205
La comida consistía en un plato de arroz y una cerveza que cada uno se servía
antes de buscar un tronco de madera donde sentarse y, de pronto, la niña estaba
plantada ante mí y con una sonrisa amistosa y ojos verde cinabrio me retaba en
silencio a que le prestara atención. Levanté la cuchara llena de arroz hacia ella, y la
niña se acercó y se la comió; luego puso su pequeña mano en mi rodilla y nos fuimos
repartiendo el arroz, una cucharada para ella y otra para mí. Al acabar volví a
preguntarle el nombre y ahora sí que lo entendí.
- Marina - me respondió con voz nítida y fuerte.
- Yo también me llamo Marina - y al decirle mi nombre no pude evitar un
borbotón de lágrimas, cogerla en brazos, y sentarla en mi regazo.
Desde la barbacoa, Hala nos miraba, ¿treinta, treinta y cinco? Ajena a la
conversación de mi padre y de Fabrizzio sobre su pintura y a los ojos hinchados de
Dulce, no podía precisar su edad, pero su expresión seria y dramática ponía un nudo
en mi garganta. Por su aspecto singular, hermosa melena y dignidad altiva,
movimientos elegantes y la exquisita atención para con todos, debía pertenecer a una
clase noble, si es que tal cosa existía entre los dogón; y me hubiera levantado a hablar
con ella de no faltarme el valor y de no estar segura de que entre nosotros nada
tendríamos que decirnos. Su vocabulario parecía pequeño y se reducía a contestar
con gestos e interjecciones, como si fuera un animalito enjaulado y sin importancia
que sólo se ocupa de las cosas materiales de la casa. Pero también me parecía un
espíritu atormentado que quiere estar a nuestra altura y que, al no saber cómo
hacerlo, se inhibe y enmudece. Su preocupación por complacernos así lo indicaba,
pero dejaba intuir algo más. Era la madre de Marina, me miraba a hurtadillas, y a
mí las mejillas me ardían de rabia. Era la amante de mi padre y sospechaba que no
había el menor romance entre ellos, que sólo existía para él como criada, modelo, y
un instrumento ocasional de placer del que se había cansado. Posiblemente era
inteligente y una persona de instintos y pasiones violentas. La emoción con que
estaba pintada en el cuadro lo daba a entender y también el nerviosismo de mi padre
conforme nos acercábamos a la casa; aunque, por su indiferencia hacia ella y hacia
208
acariciar a mi amiga en público con codicia. Con una mano le sobaba el espléndido
trasero, ladeándola a un lado y otro ligeramente, y con la otra le subía el vestido
hasta las caderas, dejando las nalgas al desnudo para explorarlas a placer. Dulce
hacía lo propio, mientras la mano de mi padre ascendía y descendía por sus muslos y
al rato se quedaba embelesada y tersa en sus bellas formas redondeadas.
Parecía, por el encaje perfecto de cuerpos, que hubieran hecho el amor toda la
vida. Debería sentirse ridículo y era yo la que me sentía ridícula. Al empezar a
desnudarla, mi curiosidad fue más fuerte que la buena educación y seguí
contemplándolos como una idiota. Lo hacían aun a sabiendas de que ellos sabían que
yo los observaba como quien mira un film pornográfico que le asquea. Porque si no
es lo mismo hacer el amor que observarlo, el ver a tu padre realizarlo con frialdad es
siempre obsceno. Creía que tras la pesadilla sufrida a la muerte de Marina ya nada
podría escandalizarme y allí estaba mi padre satanizando el último rescoldo de
idealismo que me quedaba. Le brillaban las pupilas, le vibraban las aletas de la nariz
y hasta los cartílagos de las orejas se le habían vuelto transparentes como el fuego,
mientras la miraba con ojos grandes de payaso.
Si las palabras son una forma de estar o de existir en el mundo, yo en ese
momento no existía porque me había quedado muda. Por el ventano entraba una
raya de luz pálida que brillaba en su camisa y en el vientre de Dulce. ¡Cómo me
había defraudado! ¡Sólo le faltaba sacar el tridente ¡y yo había venido con la idea de
recuperarlo y ser de nuevo una familia! Me sentía tan desconcertada que volví la
vista hacia Fabrizzio.
- Aquí sobramos -, me susurró por lo bajo indicándome con la mirada el
umbral de la puerta, donde seguía clavada la efigie helada de Hala.
Bajé los ojos hacia el suelo sin pronunciar palabra.
- Mejor dejar solos a ese par de tortolitos -, continuó y no me moví. Volví la
vista a la habitación en el preciso momento en el que Dulce me miraba con la
benevolencia de una estúpida tontorrona y sentí que me faltaba el aire, e incluso que
me fallarían las fuerzas si intentaba levantarme. Sus ojos relampagueaban en los
212
míos, mientras mi padre le alborotaba los mechones negros y los hacía resbalar entre
los dedos. Lo de menos es que estuviera molesta, perpleja y atolondrada; me sentía
ridícula hasta el punto de pensar que la escena podía dejarme muda y que si alguien
me preguntara algo en ese preciso momento sería incapaz de hablar. Podría reírme,
tal vez llorar. Algo impreciso atropellaba mi sangre en las venas y hacía sudar mis
manos y mis sienes a borbotones. Armándome de valor, había levantado la cabeza en
el instante en el que mi padre atraía hacía sí la cabeza de Dulce y ella husmeaba
como una perra en celo entre sus piernas. Volví la cabeza y Hala había desparecido.
Dulce se hallaba tendida boca abajo, con la cabeza hundida entre sus muslos, y
aquella postura trivializaba hasta el ridículo el acto del amor, que era lo que
atropellaba mi sangre en las venas provocando el sudor y la amarga posibilidad del
llanto.
No quise ver más, pero seguía inmovilizada e incapaz de levantarme. ¿Por qué
razón había insistido tanto en hacer el amor a aquella hora, recién llegados a su casa
y delante de Hala?, ¿por qué hacía el amor en mi presencia? Había querido decirnos
algo con claridad y lo que nos decía no era divertido; aunque sí tenía un motivo
definido. Mi padre podía ser vulgar, pero no simple. Había provocado aquella
situación insólita con un motivo claro: darme a entender que yo sobraba allí, que
Hala, la niña y yo sobrábamos; pero en tal caso, ¿por qué no me lo había dicho
abiertamente? Me sentía tan mareada, anonadada por la cólera e incapaz de
reaccionar, que Fabrizzio me tuvo que ayudar a levantarme. Al dirigirnos hacia el
exterior, Hala ya no estaba en la puerta. Se hallaba sentada en un rincón del patio,
con su Marina en el regazo, y ni siquiera nos miró. Pasé delante sin hablarle, para no
aumentar su embarazo, y me acerqué a la tapia que caía sobre el valle y el poblado
de Banani, con imperceptibles flecos de humo sobre sus casas, en busca de una
bocanada de aire fresco.
- Estás muy colorada, ¿qué ha pasado?
- Sabes lo que ha pasado. A mi padre se le han aflojado los tornillos.
- Tienes un concepto demasiado angelical de tu padre.
213
salían a la puerta al oír el bullicio, y le hablaban con cariño. En el camino nos enseñó
la casa del Hogón, especie de santón anacoreta, y la Ginna o Casa Prohibida, donde
se encierran las mujeres durante la menstruación, la primera recargada de símbolos
totémicos y la segunda una especie de torreón semi derruido, y a la entrada del
campement se dio la vuelta.
El campement de Sanga resultaba familiar por su parecido con el de Djennée.
Tenía las habitaciones alrededor de un patio en el que había un gran parasol de
madera y paja trenzada que servía de bar, y en él nos citamos para la cena. La
habitación se componía de una cama con mosquitero y una silla. La duchas eran
comunes y tanta era la fatiga del viaje que decidí tumbarme un rato y, al salir hacia
la ducha, despertada por las voces de un grupo de franceses, la noche entraba. Iba
con mi toalla al hombro cuando ocurrió algo inesperado que me dejó atónita. Me di
de bruces con Dulce que regresaba con la suya por la cabeza e iba envuelta en una
ligerísima tela que le dejaba los hombros al desnudo; tenía los ojos hinchados y el
pelo chorreando. Se paró ante mí muy pálida. Hacía gestos desesperados con la mano
libre, intentando hablarme, pero algo la enmudecía y no le salían las palabras.
Siempre había creído poder leerle el pensamiento, pero en esta ocasión su rostro era
un muro hermético. Parecía bloqueada por la ansiedad, y le eché la mano al hombro
para que se tranquilizara.
- ¿Quieres que entremos en la habitación?, ¿qué te pasa? Me estás asustando -
le dije, pero seguía mirándome aterrada e inesperadamente sonrió -. Si quieres nos
vemos dentro de veinte minutos en el bar y allí me cuentas más tranquila lo que te
ocurre.
Se alejó hacia su habitación sin responderme, rozándome el brazo con los
pezones.
Veinte minutos más tarde seguían sus ojos enrojecidos al venir en busca mía y
en un principio no lograba entenderla, aunque adivinaba que hablaba de mi padre.
Nadie, ni mis mejores amigas vais a entenderme, decía. Todas pensaréis que estoy
loca y no me importa porque creo que lo estoy, pero te aseguro que no ha sido
215
que lo dejó tu madre su alma vaga por el universo y no tiene más amor que la
pintura. Nada le satisface salvo ella y tú y la niña estáis demás.
- ¿Es eso una ley general?
- Suele serlo.
- ¿También contigo?, ¿qué me dices de tu mujer?
- Yo soy un hombre corriente y vulgar. En cuanto vivan una temporada juntos
le dirá que se marche. Verás cómo mañana Hala no está. La ha pintado y ya no le
interesa. No tiene tiempo para el amor y esa es su grandeza y su debilidad. Necesita
una mujer, pero en cuanto satisface su pasión, en cuanto pinte a Dulce y ella intente
acaparar su alma no sólo la dejará sino que incluso llegará a odiarla. Yo no soy de
esa hechura.
- ¿Tan monstruoso lo crees?
- Tan artista y Dulce con el cerebro de un mosquito demasiado pequeño para
él.
- ¿No hay artistas fieles?
- Los hay, pero éste afortunadamente no es el caso de tu padre. Tu padre es
profundamente desgraciado y eso le la llevado a enamorarse de un ideal.
- ¿Y qué pasará con Marina?
- ¿Y eso qué importa?
- Serás corriente y vulgar, pero eres inhumano.
Se quedó callado unos segundos y en seguida recobró su ataraxia habitual y
me miró sonriente.
- ¿Soy tan abominable?
- A la niña no podemos abandonarla a su suerte.
- Tampoco podemos llevarla con nosotros. Nos espera Nápoles, el Perú, y
vuelta a Mali.
- ¿Cómo puedes ser tan frío?
- ¡Niños, no! ¡Qué horror! Ni me gustan ni puedo permitirme el lujo.
Estaba a punto de llorar y oculté el rostro entre las manos, presionando con
218
me permitiera hacerlo. Y entonces me cogió la mano. Me dijo que era una buena
chica y me preguntó si lo quería. Le dije que sí. Tengo una casa maravillosa en la
bahía de Nápoles amueblada con un gusto exquisito. ¿Por Marcella? No quiso darse
por enterado, se levantó y se sentó a mi lado; y aunque tenía ganas de que me
abrazara y él lo hizo, de que me pasara la mano por la cintura y me sobara las nalgas
y él lo hizo, mi cuerpo se atiesó, mis pechos se volvieron rígidos, tensos, hostiles, y le
retiré la mano. No deberías ir por la vida jugando con mujeres ingenuas, ya no tienes
edad para aventuras, le dije; y él me respondió que yo era el amor de su vida y que
soñaba las veinticuatro horas conmigo, que me amaba y le volvían loco nuestras
noches, que amarme era lo más caro en su vida. ¿Y el catálogo y los cuadros? Los
quería pero en un grado distinto. ¿Mayor, menor?, ¿estás jugando conmigo?, ¿qué
hacemos con Marcella? Mi mujer es sencilla y sólo vive para ella y su trabajo, lo
entenderá. Le dije que le agradecía tanta felicidad como me había dado en este viaje
por el río, y le di las buenas noches con un beso.
17 EL CANÍBAL
mano en mano un cuenco de cerveza en el que hundían sus babas. Las bocas sin
dientes, sus ojos que podían matar a una mujer con la mirada y sus rostros
cadavéricos bordeaban los límites del humor negro; pero hacía demasiado calor para
rechazar el ofrecimiento de la cerveza. Fabrizzio declinó con gesto de pánico.
Amadou no lo hizo y yo tampoco.
- Está buena - dije alargándole el cuenco.
- ¡Qué horror!
Se quitó el sombrero y empezó a abanicarse las moscas. Apenas le salían las
palabras para indicarme el desprecio que aquella cerveza y aquellos hombres le
producían; los observaba sin mediar palabra; pero eran de una amabilidad extrema
y la cerveza un milagro de frescor en la garganta que me hizo repetir, a pesar de
estar caliente.
Las danzas tenían lugar en una pequeña plazoleta entre grandes bloques de
piedra con un baobab en un extremo, bajo el que estaba el cuerpo de Hala envuelto
en una sábana. Tumbada y con la larga sábana cubriéndola hasta los pies, parecía
mucho más alta y bella que cuando vivía. Junto a su cabeza, manzanas, peras con
rabillo, apetitosas rajas de melón, y moscas. Sobre una de las rocas, un hombre con el
codo en la piedra y el puño en el mentón miraba absorto e inmóvil el cadáver. Vestía
un bubú azul y sus ojos de pájaro eran redondos y diminutos, su nariz fálica dividía
su rostro en dos; sus orejas gigantescas tenían forma de mandala. Bajo la roca, había
un grupo de hombres con máscaras de aspecto trágico y, en el centro de la plaza, una
multitud compacta de mujeres bailaba una danza enloquecida a ritmo de silbato y
tam tam, tocados por dos hombres. Los niños seguían la danza desde lo alto de otras
rocas y cuando se les acercaba un enmascarado, que podía ser el Hogón o el brujo,
echaban a correr ladera arriba. Ello explicaba su temor a los poderes ocultos de
aquella máscara y a lo que allí sucedía. No obstante, ni los rostros de las mujeres ni
sus vestidos de colores vivos sugerían luto; más bien, un ballet alegre y deslumbrante
como si, en lugar de celebrar el paso de la muerte, celebraran la liberación definitiva
de la vida. Las muchachas que danzaban eran jóvenes y se alternaban. Iniciaban por
227
parejas el baile con lentitud y sus pies descalzos acababan en un frenesí que
levantaba nubes de polvo. Saltaban fuera del círculo, entraban otras nuevas y era la
gracia y la teatralidad de sus movimientos, su belleza salvaje y su risa estentórea al
finalizar lo que sugería una fiesta de carnaval y no el funeral de Hala.
- ¿Puedes verlos solos, viviendo en este mundo un día y un año tras otro? - me
pregunta Fabrizzio.
- Trabaja todos los días. Eso es lo único que puede salvarlo - le contesté.
- Ningún pintor por bueno que sea consigue plasmar sus sueños. Acabará
cansándose.
- A no ser que esté desesperado y él lo está - le respondí.
- Se encontrará demasiado solo.
- Tiene a Dulce y ya sabe lo que es estar solo, y le gusta.
- Dulce no le durará. Es una cocinera horrible, que yo sepa.
- Dale tiempo. Tiene otras virtudes.
- ¿Las tiene?
- Para lo que pienso le sobra talento y nadie se separa porque su pareja no
sepa cocinar.
- ¿Quieres que te diga lo que pienso? Dulce cree que podrá convertirse en su
esposa y en cuanto le pida amor está perdida.
- Lo sentiré por ella y por mi padre. En el fondo es una buena chica.
Al acabar los bailes subieron a Hala con cuerdas, zarandeándola contra la
roca hasta colocarla dentro de un hueco, que parecía demasiado estrecho incluso
para un muerto, y allí la abandonaron a los buitres.
En el cuadro titulado: “Adiós a Hala”, iniciado aquel mismo día y todavía sin
acabar, su frágil cuerpo ajeno a la gravedad y adornado con flores se disolvía en una
superficie de verde claro y rojo sangre, de encendido cromatismo; a su alrededor las
tinieblas grises de un desierto de lápidas en las que su cuerpo, como si fuera el alma,
se difuminaba en un sueño violeta y gris. El rostro, realizado con un sencillo perfil de
impecable belleza, era dulce y sus pechos algo indescriptible: un delirio sexual y una
228
cambio no tengo que soportar los ataques viciosos de un mundillo tan gregario como
el nuestro, que para colmo me envidia, y encima vivo como quiero, dedicado a la
pintura que es mi vida.
- ¿Qué quieres decir con según se mire, padre?
Al entrar en su taller estaba limpiando la paleta. Acababa de retirar el “Adiós
a Hala” y tenía en el caballete la horrenda cabeza muerta de un toro, sin piel y de
perfil. Nos quedamos atónitos al verlo porque el ojo saltón, claramente el de
Fabrizzio, tenía la astucia sardónica de un timador y debía haberlo pintado aquella
misma mañana, tras reflexionar sobre el atraco del cuadro del “Parto” que Fabrizzio
le había arrancado en un momento de debilidad.
- Según se mire quiere decir que esto es más excitante que la vida en Europa y
que aquí me siento como el hombre que ha amado a gusto y siente un cansancio que
lo embriaga. Es delicioso pintar y vivo rodeado de cientos de criaturas, todas mías.
Soy además un vicioso de estos paisajes. Nunca olvidaré mi primera visión del río,
los colores al atardecer, el silencio intenso de la noche, y el perfume de millones de
flores invisibles que el viento trae de los vacíos infinitos del desierto, el contraste de
duna, azul y verde, los ocres, rosa y bermellones, la gracia de las palmeras y de los
cocoteros, ¿conoces la ensalada de coco, amigo Fabri? Tengo que hacerte una antes
de que te marches.
- No me gusta - dijo Fabrizzio, y pensé en un principio que se refería a la
ensalada y no al cuadro.
- Llévatelo - le dijo mi padre -. No significa nada para mí y con el tiempo te
alegrará tenerlo. A lo mejor, al reflexionar sobre lo que somos, te das cuenta del
tesoro que era el amor de tu mujer e intentas recobrarla.
A mi padre le gustaba tomar el pelo y hacer con los amigos este tipo de
diabluras excéntricas. Era un bribón, lleno de encanto, irónico, alegre, sentimental
en ocasiones, e irascible en otras.
- Es repulsivo.
- Si no te gusta, lo mandas a la galería, y el “Parto” se lo das a Marina, que sí
230
del animal configurándole el sexo. El siguiente era una prisión, “Ginna” o agujero
sórdido, lleno de bichos, con un grupo de desnudos femeninos repantigadas en el
suelo, poses medio yacentes medio sentadas, piernas entreabiertas, ojos saltones,
gigantescas orejas, mandíbulas pronunciadas, bocas mínimas. Le faltaba por pintar
un tercio del lienzo en blanco y lo miró hipnotizado, cogió el pincel y sin decir
palabra lo cargó de amarillo y pintó mi retrato, algo más grande que aquellas
figuras y de cintura para arriba, labios grandes y caídos, párpados cargados de
asombro y el labio inferior rematado en un cuchillo.
- ¿Te gusta?
- Me encanta, padre.
- Soy débil y regalo más cuadros de los que vendo. No me gusta la gente que
viene mendigándome un dibujo, pero tú, Marina, eres mi chica favorita y la única
modelo que no me ha exigido nunca nada. Recuérdame que te regale algo. Tú menos
que nadie deberías quedarte al margen.
El siguiente cuadro, asombrosamente festivo, era otro grupo de mujeres de
aspecto felino, en gesto de plegaria o de “ofrenda”, llevando frutas en sus calabazas
al tótem, la pose estilizada y los miembros, brazos y piernas, tan alargados como en
El Greco. Y así, bocetos de monstruos, llaves y cerraduras, dibujos y más dibujos
femeninos, que sin duda había pintado en directo y con un aspecto agradable que
sorprendía: figuras abstractas regando, portando leña o lavando, los ojos y mejillas
sin vida, pero de llamativo poder erótico, a pesar de la carga de humillación y
miseria que indicaban.
- ¿Siempre pintas mujeres, padre?
- Siempre. No hay pasión más tiránica que la del amor y el sexo y, cuando no
lo hago, es porque no bebo la bebida suficiente o no uso el perfume adecuado. A
veces pienso que la violencia del mundo nace por haber abandonado el hombre su
lado femenino. Las llaves y las cerraduras son sus órganos sexuales e indican que la
vida, se mire como se mire, está en sus manos. La mujer lo es todo, hija. Sólo me he
enamorado una vez y a veces desearía que tu madre volviera. Es más, si pudiera
232
elegir mi muerte, y no veo por qué no - la muerte es la cruz más ligera que me queda
por soportar -, elegiría morir a manos de tu madre y en medio de un ataque sexual.
Eso sí, le opondría una dura resistencia hasta que gritara mi nombre.
Su lenguaje particular de la muerte, o “Emoción de la nada”, venía
representado por el funeral de otra joven, cuyo delicado cuerpo contrastaba con la
tumba negra en la roca. A un lado, un grupo danzante de hombres en colores vivos y,
al otro, viejas en negro, arracimadas y con la cabeza y los brazos hundidos hasta el
suelo, contemplando el delicado desnudo violáceo de la joven que va a ser izada a un
agujero negro, lleno de calaveras y huesos blanquecinos. Al fondo una gran falla
vertical, repleta de escondrijos aéreos, adonde los dogón suben con cuerdas los
cadáveres; brujas en los nichos. Los hombres llevan pechos de mujer y máscaras de
animales, perros, zorros, y jabalíes. En un rincón la sombra del Hogón, su jefe
espiritual, con máscara de buitre, a la espera como Saturno de que las brujas y los
danzantes se marchen para devorar su presa.
- Los Dogón viven en apariencia una existencia simple e inocente, pero en
ninguna parte encontraríais un mundo más apasionante para un pintor. Habéis
bajado ese enorme roquedo y es posible que no hayáis visto nada. Podéis tratar a los
hombres como si fueran perros y seguro que os saludarían con la cabeza baja; pero
su vida es dura y se desquitan torturando a sus mujeres. Para este cuadro he
dibujado cinco cuadernos con más de quinientas láminas, y sigo sin verlo. Lo he
titulado “Emoción de la nada”, pero no es bastante, y tampoco sé lo que es. Lo he
abandonado, he vuelto a él en numerosas ocasiones y sigue incompleto. Su mundo es
emocionante, pero tan secreto, hermético e inhumano, que no consigo analizarlo y me
fallan las palabras. Parecen haber encontrado en el lenguaje del horror las claves de
la vida, como Poe, pero las palabras no sirven. Griaule lo intentó también
inútilmente.
- Lo tuyo no son las palabras sino la pintura -, dice Fabrizzio - y sin embargo
me encantan tus explicaciones.
- No estoy seguro. Ninguno de mis cuadros descubre sus claves. Son pura
233
que hiciera. Quería un cuadro, uno tan solo, algo tan innovador como Giotto,
Matisse, y Picasso, un cuadro que sirviese a los artistas del siglo XXI a ver el mundo
con ojos nuevos, con mente nueva y una sensibilidad nueva sin precedentes, algo que
desafiara, excitara, conmocionara, y lo quería anegado de tintes sombríos y de oros,
que representaran la belleza de la vida y su miseria.
- Y ese algo está aquí, en este mundo primitivo. Lo tengo delante de mis
narices; busco su verdad con estos ojos y no la veo.
- Ser original no significa ser primitivo, Miguel. Todo artista tiene padres
múltiples y no tiene por qué avergonzarse de ellos.
Mi padre lo miró airado y no le respondió. Estaba poseído por Dios y el diablo
y de repente me sucedió algo inexplicable. Aquel hombre que tanto había amado y
que tanto me había hecho sufrir era mi padre y no lo era. Era algo más que mi padre.
Era un héroe del espíritu y trabajaba febrilmente por encontrar las claves del
universo, un santón, un loco, un obseso como Kurtz, como el capitán Ahab, algo
inexplicable que dejaba sin sentido todas mis reacciones aniñadas de amor y odio,
todo eso que para mí tenía tanto sentido o sin sentido, como la felicidad.
Hubo un momento de silencio e impulsivamente me levanté a darle un beso.
- Me has hecho feliz esta mañana, padre -, le susurré al oído y al instante vi
algo horrible en sus ojos. Vi la luz violeta del que se halla en el umbral de un
descubrimiento, y también el ridículo que acababa de hacer porque todo eso de la
felicidad no tenía para él ningún sentido. Sencillamente me había entrometido en su
camino, en su vida y al fin comprendía -. Me he alegrado mucho de encontrarte tan
en forma -, le dije y en ese momento era sincera y no sólo sentía una pena honda y
real; me sentía ligera y como si me hubiera liberado de un peso hondo que venía
ahogándome.
- Mientras trabajo estoy bien, hija, ¿y tú?
- Me ha hecho mucho bien este viaje. Soy otra. A mí no conseguirás matarme.
- Eso hay que celebrarlo.
- Debes hacerlo hoy, esta noche. Mañana me voy.
235
Había tenido momentos febriles en los que había hecho hasta dos cuadros al
día y pintado seis al mismo tiempo, siempre en formatos pequeños, y un número
indeterminado de dibujos, en los que se reflejaba prisa en la ejecución, pero con el
mismo genio amargo y la misma brillantez y seguridad que en los del río; el color
estaba en todos los temas, en el mundo mágico dogón cuyas mujeres parecían
pequeñas bestias abriéndose paso entre rocas y arbustos espinosos; en las cruentas
cabezas de animales sacrificados; en los abrevaderos con cebúes, camellos y burros;
en los retratos de viejos sin cuello, omoplatos desnudos y mentón de mono que nunca
sonríen; en los estridentes colores de figuras femeninas de ojos desorbitados,
entregadas en cuerpo y alma al trabajo; en la carismática mirada de los escritores y
artistas de su devoción, algunos como Quevedo y su propio y siniestro autorretrato
de un tenebrismo mórbido; e incluso en el crudo horror de su colección de muertos,
en los que alternaba la lírica de la mujer con lo grotesco del hombre, hermanados
ambos por una única mascara. En la serie de acuarelas sobre el río, de exquisita
finura, casi todos eran desnudos femeninos: los había con poses provocativas y otros
tumbados boca abajo con la cabeza levantada y ojos saltones, mirando hacia la nada;
también se veían mujeres deambulando melancólicas por la orilla, reducidas a
envoltorios de ropa con bebés en la mano o a la espalda, que no obstante daban a la
desolación del paisaje un halo románticamente aceptable; niños que luchaban y
jugaban en el barro; hombres pescando.
- De cada serie puedes llevarte el cuadro que más te guste - me dijo. Y
Fabrizzio al oírlo me miraba enloquecido, contando los cuadros y su valor; pero mi
236
desilusión no obstante hacia mi padre era tanta que tenía los nervios destrozados. Ni
una sola pintura sobre la niña y no se me iba de la cabeza la imagen solitaria de
Marina, a la que Amadou había llevado por la mañana al dispensario de Bandiagara;
y me veía a mí misma, casi con su edad, reflejada en ella; y era horroroso. El
monstruo, el devorador de todo tipo de seres animados e inanimados, no se privaba
del placer de devorar a su niña, igual que había hecho conmigo; pero con la
particularidad de que mi media hermana apenas tenía tres años.
- ¿No te gustan?
- Me encantan, padre.
Y cuando creíamos que había terminado, se dirigió a la puerta, que a todas
luces parecía falsa, y nos indicó con un gesto que lo siguiéramos. Nadie entra aquí,
pero hoy es un día especial. Es mi celda y algo más, tal vez mi mausoleo, dijo al
abrirla. Los escalones descendían en vertical a una sala cuadrada del tamaño del
estudio, con una inmensa esterilla de esparto, varios pufes, una mesa con cajas de
pintura, y a un lado una ventana enrejada sobre el valle. Los ojos tardaron un
tiempo en hacerse a la penumbra. Las dunas en las distancia tenían una luminosidad
tan fuerte que, al incendiar la roca en la que estábamos, creaban por contraste esa
penumbra que en un principio nos había dejado ciegos y, sólo segundos después,
inundaban de oro y magia las paredes. En una de ellas, un gran lienzo en blanco y en
el suelo acuarelas, guaches, tablas, esculturas, cerámica, y un sinfín de objetos
apilados unos encima de otros: máscaras y estatuas primitivas, toscas y horribles, de
las mitologías dogón, tywara, minianka, y senufo; guitarras, joyas, y pendientes peul,
calaos, cerraduras, estelas, y todo lo que había recogido en aquellos diez años. Los
cuadros se amontonaban en los rincones. Un pálido cuerpo de color terracota se
fundía en una luz nebulosa de tonos rosáceos y dorados. Era una imagen de ojos
almendrados. Era Hala, de nuevo, y sus rasgos partidos y el pelo estaban
configurados mediante delicados toques rosa, ocre y bermellón. ¡Dios mío! Su
producción era incontable: autorretratos: vestido en diferentes disfraces y desnudo,
en los que se volcaba en sus horas bajas, cuando andaba falto de ideas y como
237
- Si tuviera a mano una pistola cuidarías tus palabras. Amigo Fabri, no has
entendido nada. El viaje a la inmortalidad es penoso e intrincado, porque la
celebridad no sacia y el éxito me parece más un resultado que una meta. Mi objetivo
es mejor. Tengo en mi cabeza una manera de pintar y una perfección que alcanzar, y
de momento tan sólo soy un pintor que vive retirado del mundo, ocupándose de la
pintura, sin pedir nada a nadie, ni honor ni estima. Te diré lo que decía Flaubert,
otro tan bárbaro como yo: no busco llegar a puerto sino a alta mar y si naufrago os
dispenso el luto. Me recuerdas, Fabri, a aquel zafio marchante con orejas, hocico, y
cabeza de cerdo; por ahí debo tener una caricatura suya. No le gustaba mi obra
porque no hacía las cosas como el resto de los artistas. No era tan subversivo, salvaje,
y revolucionario como Picasso, Gris, o Kandinsky; y eso me encendió la sangre. ¿A
usted le gusta Kandinsky? Venga mañana y tendrá el cuadro vanguardista que
quiere. Esa noche imité el estilo de uno de sus lienzos, y se fue encantado. Es lo más
caro que he vendido en mi vida, y me costó menos de dos horas de trabajo. Y no
puedo ser tan revolucionario como ellos porque las vanguardias han topado con un
muro que les impide evolucionar, y ya no son camino. Esa es la tortura. Hay que
239
buscar temas nuevos y frescos, inspirados en la vida; y para este lienzo en blanco
tengo la impresión de que no he vivido lo bastante. Todos los días bajo a verlo, me
siento frente a él y me asusto porque no acabo de verlo. Me compré un generador
para poder trabajar por las noches cuando nadie me molesta, convencido de que la
luz del día hay que verla de noche. Amo apasionadamente la noche, que aquí es
negra como la tinta y me produce una gran serenidad. Me compré una pipa y ni
envuelto en una nube de hachís, apio o láudano, consigo ver el tema. Con el hachis
veía el lado bueno de las cosas, pero la vida va más lejos. Fue cuando entró Hala en
esta casa y nunca he sido tan feliz hasta que se quedó en estado. Era tierna, amable y
ardorosa, pero no quería posar, decía que le quitaría el alma si lo hacía; entonces
tuve que traer modelos, y es cuando empezaron los problemas. Si no se hubiera
tirado de la roca, tendría que haberla tirado yo mismo porque la vida era un infierno
a su lado. Tengo esos portafolios llenos de bocetos: mujeres de rodillas y hombres con
la cabeza cuadrada castigándolas, brujas, diablos, ángeles desnudos, y todo es una
mierda. Me falta dar con una alegoría de relevancia universal; algo de significado
misterioso que haya tenido en jaque a la humanidad desde el principio del mundo y
que hable por sí mismo, pero no la veo. A veces me convenzo de que la respuesta está
en la guerra de todos contra todos como en Goya, en Picasso, y en ese tema de la
Ginna que he tomado y abandonado tantas veces. Esas mujeres viven bloqueadas y
traumatizados por el sexo. Los poetas han generalizado su situación, pero aunque las
lleno de máscaras, no acabo de verlo. El mundo es una gran mentira y las máscaras
son el mayor símbolo de la mentira que todos llevamos puesta; pero tampoco es eso.
Hay mañanas en las que al despertar me invade una dicha intensa. Hoy voy a
empezar ese cuadro. Todo brilla a mi alrededor. Las cosas son un destello
instantáneo, un juego: el juego de un niño que al igual que el pintor juega a
modificar el mundo. Hoy voy a empezar ese cuadro. Lo veo en la mente pero no en el
dibujo y en el color. Quiero pintar la luz y pinto ciegos mirando la oscuridad; quiero
pintar el sonido y los guitarristas son sordos al mundo. Me aterra pensar que el día
menos pensado coja el sida, la sífilis, o me quede impotente sin haber logrado la obra
240
que busco. Lo importante, me digo no obstante, es olvidarse del tiempo, hacer arte
para uno mismo y no para el público; la prisa está por demás y con suerte puedes
vivir un milenio. Repaso lo que tengo hecho sobre los dogón. A los hombres les asusta
la mujer y por eso la maltratan. A las mujeres les asuntan los hombres y por eso les
gusta encerrarse en la Ginna. El bestiario familiar con el que adorno sus máscaras no
es suficiente para ese cuadro y tal vez deba recurrir a tigres y panteras. También me
obsesiona pintar el paraíso, solo que mi cielo estaría representado por miles de
gusanos royendo cadáveres. Todo es una contradicción y sé que tampoco es eso.
Podría hacer un cuadro sobre nada, un cuadro lírico y reflexivo que se mantuviera
por la fuerza interna del color. La nada es un sueño de mi adolescencia, que me
devuelve el interés por la pintura, y desde entonces soy de los convencidos de que las
obras más hermosas son aquellas en las que hay menos materia; pero no acabo de
decidirme y en mi cabeza bailan todo tipo de temas: restaurantes en los que sólo se
come mierda, burdeles gigantescos sobre el mapa de África, el continente más
podrido, en los que metería a los varios cientos de mujeres a las que he desnudado
hasta los talones. Sería divertido. Hay que divertirse un poco antes de reventar,
amigo Fabri, pero no es eso y todo me da vueltas. Me vine buscando
desesperadamente la luz y, aunque la tengo, a veces el silencio es tan opresivo que ni
los paseos por estas rocas, la pesca, y los vagabundeos por las desoladas orillas del
Níger consiguen aclarar mis ideas. El viajar me divierte enormemente y hay
momentos en los que experimento la sensación de que mi vida acaba de nacer. Me
imagino como un artista absolutamente nuevo, que sea el compendio de todos los
artistas anteriores, y para estimular mi imaginación me doy baños de agua fría.
Enseñé a Amadou, entonces un golfillo famélico, a jugar al ajedrez, y pasamos ratos
deliciosos sentados en la estera sin hablar. A veces dormimos entre fetiches. Es tierno
y encantador. Es totalmente mío. El perro más fiel que he encontrado en mi vida.
Con él no cabe ni la soledad ni la tristeza; para documentarme viajamos de aldea en
aldea, visitamos mezquitas, engullo carne y pescado hasta reventar, es el único
momento en el que me permito excesos; río a calzón quitado, él no participa conmigo
241
sólo a tu alrededor; en la vida de los dogón, pero sobre todo en ti mismo y en tus
impresiones y emociones ante esta naturaleza descarnada. Tú mismo has dicho que el
objetivo del artista es la vida. Aquí cualquier cosa es tema.
Se quedó mirándome en silencio, como si acabara de oír una revelación.
- Esos hombres y mujeres viven con nada - añadí -; no tienen nada y viven. Tú
mismo, padre, vives con nada. Me encanta la idea de ese anciano milenario
negándose a cruzar el umbral de la muerte.
Siguió mirándome como quien oye una revelación. Tenía la cara hinchada y
violácea, como si el corazón de pronto le latiera irregularmente y no consiguiera
respirar.
- Si pintara, hija, con el pensamiento, ¡qué pintor sería!, pero no soy filósofo -
dijo al rato -, y sólo hay un paso de lo sublime a lo ridículo. No es tan sencillo y creo
que todavía no le ha llegado la hora de pintarlo. Sin embargo, me he preparado este
sofá para la ensoñación y estoy dispuesto a bajar cada noche a esta cámara de
torturas y no levantarme hasta la mañana. Hago docenas de bocetos, los detalles más
triviales me asustan y no debo tener prisa. Aquí no llega ni un suceso, ni un ruido. Es
la nada total y puedo oír cómo hierve mi cabeza. Espero, Dulce, que puedas soportar
mis silencios y que no te enfades conmigo si alguna vez me escapo con Amadou a
Mopti o a Bamako para distraerme. Deberás tener paciencia hasta que lo acabe;
luego me tendrás todo el tiempo que quieras y viajaremos juntos donde tú quieras.
El último cuadro en enseñar lo titulaba “Dunas” y parecía un estudio inocente
de la naturaleza. Lo había pintado desde el interior de su celda, y la ventana tenía un
leve toque flamboyán que humanizaba la brutalidad amarillenta del paisaje. Apenas
había distancia entre la ventana y las dunas. En primer plano, y como si se tratara de
un homenaje a Adán y Eva, la figura de Amadou con un brazo en la cintura de la
muchacha, uno de sus tantos modelos; al fondo un paisaje de dunas en forma de
montañas, de una presencia tan misteriosa, primitiva y aterradora, que cortaba el
aliento. Los ojos del joven las miran con espanto. Era un paisaje nada lírico que se
imponía poderosamente y, sin embargo, la muchacha, con los brazos levantados,
243
contempla las dunas con la decisión de quien descubre un jardín florido, un Edén,
reflejando una firmeza en la mirada y una voluntad de vivir que emocionaba. El aire
entre la ventana y las dunas era bruma y oro en movimiento. Las mismas dunas,
sobre las que caía un sol inmisericorde, parecían palpitar y temblar, como si fueran
senos móviles o los propios pechos tiernos de la muchacha. Era sin duda el mundo
primitivo y mágico de belleza inhumana que mi padre había buceado desde su
llegada. Era la expresión más completa de su espíritu y de su imaginación. Lo
descubrí en los ojos enfebrecidos de Fabrizzio, y no sé si era su cuadro más
importante, pero a él se lo parecía y a mí también. En aquel lienzo había puesto todo
el color de su mente y todo el calor del alma, todo lo que sabía de la vida y del arte. El
temblor y el eco de la vida traspasaban el umbral de lo invisible y de un mundo que
se extendía más allá del marco del cuadro. Los ojos huían de la muchacha hacia las
dunas y éstas eran una llamarada sobrecogedora de vida que a mi padre parecía
haberle pasado desapercibida.
Al marcharnos, el último rayo de sol se perdía en el horizonte al tiempo que la
luz blanquísima de las dunas del cuadro se teñían de rojo, igual que las del
crepúsculo, mientras el fondo de la celda se hundía en una repentina oscuridad que
envolvía todos sus objetos.
18 NO AMES DEMASIADO
Yeats
nos quedamos en silencio sin mirarnos y sin saber qué decir. Era lo más conseguido y
completo que le había visto, y me moría por tenerlo en mis manos. Fuera de la casa y
con mis cuadros bajo el brazo, oí que Fabrizzio le pedía a Marinita, dándole a
entender que nuestro compromiso matrimonial era un hecho consumado: estará
mejor con nosotros que en ese dispensario, Miguel; y al punto se me cortó la
respiración. Acababa de escuchar la petición más obscena del viaje y necesité tiempo
para serenar la turbación repentina, la cólera, y la indignación que sus palabras me
habían producido; porque sólo podían tener un sentido: este cuadro y la promesa
vaga de nuevos cuadros le había decidido a dejar al fin a su mujer y vivir conmigo.
- Sí, creo que estará mejor con vosotros.
- Vamos y les decimos a esas monjitas que nos llevamos a Marina. ¿Así de
sencillo, padre?
- Basta con que les digáis que eres mi hija.
- ¿Necesitas algo? -, le preguntó Fabrizzio.
- De una forma o de otra me llegan las noticias del mundo. No hace falta que
me mandes más libros y periódicos.
- Me cuesta muy poco hacerlo, Miguel.
Sabíamos que nunca nos volveríamos a ver. Mi padre me dio dos besos en las
mejillas y, tan proclive como siempre al sentimentalismo, lo abracé con una
lagrimita y al oído le dije: has sido muy amable conmigo por darme ese cuadro, por
tener el talento que tienes y por quererme un poco. No me contestó y, temerosa de
tropezar en las piedras, le di la mano a Fabrizzio y los dos fuimos caminando en
silencio hacia el campement. Al entrar en las callejuelas de Sanga, me di cuenta de
que no me había despedido de Dulce, y quise volver. Fabrizzio me lo impidió con
buen criterio, y a punto estuve de gritarle que era un cerdo; pero me di cuenta de
que no valía la pena, que él mismo me había enseñado a desconfiar de él mismo, y
seguí caminando a su lado siempre en silencio.
Era una noche hermosa y de intenso calor. Mientras caminábamos y le oía
hablar, una voz interior me gritaba tan fuerte la palabra “cerdo”, que casi me
246
extrañaba de que él no la oyera. Decía cosas increíbles. Decía que había que
celebrarlo y que había sido una visita más interesante de lo esperado; “más
lucrativa”, le faltaba decir, como si los cuadros fueran de los dos, y esa noche lo
celebramos con vino y vela, ricamente ataviados, yo con mis mejores galas y él
aderezado como para una fiesta. ¡Qué lista has sido, querida! Tampoco tú has estado
mal con el cuadro del “Parto”. Pero tú me has ganado, has sido más lista, decía, y la
frase la repitió tantas veces que me convenció de lo lista e inteligente que había sido,
y no le llevé la contra. Al acabar la cena le dije que quería tomar el aire sola, salí
hacia el paseo de los baobab, totalmente a oscuras, y en seguida oí unos pasos
conocidos a mis espaldas. Ahora que tenía cuadros tan valiosos me propondría
matrimonio a no tardar; no podía dejarme ir así como así, ahora menos que nunca;
me cogió el brazo y su mirada era tan poderosa que tampoco intenté desarmarlo.
Sencillamente le dejé que se hiciera todas las ilusiones del mundo, que me besara
todo lo que quisiera, y luego regresamos sobre nuestros pasos al campement donde,
fingiendo un cansancio infinito, quedamos en salir tarde a la mañana siguiente y nos
acostamos cada uno en su habitación. Pero la agitación en mi interior seguía y era
tan grande que no podía dormir, y estuve oyendo el ladrido de los perros hasta que se
me vino encima la mañana sin darme cuenta del tiempo que llevaba pensando junto a
la ventana, dándole vueltas y más vueltas a las cosas, y sin saber si gritar o irme.
Tenía claro que ser yo no había sido suficiente para nada, que no había sido nada
para mi padre, que ni siquiera me había permitido pasar unos días con él en su casa,
y menos que nada para Fabrizzio. ¡Cómo me habían engañado! Primero mi padre y
luego Fabrizzio, a cuyo lado había pasado el pájaro de la felicidad sin rozarme.
Había parecido amor en un principio y, aunque no lo olvidaría, se había quedado en
nada, y ese era el segundo descubrimiento. Hacia las tres, el diablo caminaba a mi
lado y me tentaba. Estaba sola en el mundo como a los quince, como a los diecisiete
años; tan sola y desconcertada como entonces; sólo que esta vez tomaría una decisión
y no me equivocaría como con Sebastián. Siempre me había equivocado con los
hombres y ahora veía que la culpa no era sólo de ellos. Siempre en el aire la gran
247
pregunta de qué hacer con mi vida, siempre metida en un túnel, siempre cansada y
ahogándome, siempre posponiendo la decisión definitiva. El viaje, con el ajetreado ir
y venir de ideas y encuentros, no me dejaba dormir porque al fin veía la luz. A las
tres pude dormirme y, aunque fue un sueño ligero e intranquilo, en el que no dejé de
oír el ladrido de los perros, me desperté al alba con la convicción de que mi vida
había dado un giro radical. La decisión estaba tomada, y salté del camastro
cantando. Iba a hacer lo que tenía que hacer. Iba a ser yo misma al fin, y mi cabeza
se llenó de canciones:
“I love my baby, she is my baby..
No tengo a nadie en el mundo más que a mí misma.
Marina no tiene a nadie en el mundo más que a mí”
y media hora más tarde salía en mi coche como una exhalación, sin poder contener
los latidos del corazón:
I love my baby, she is my baby and my baby loves me
acariciando la idea de darles una lección de humanidad, de rescatar a Marinita, de
coger el barco y de huir, de desaparecer con el único ser que me necesitaba, y de
rezar y rezar. La idea no me había dejado dormir en toda la noche y hacia las seis
dejaba atrás como una exhalación el paseo de los baobab, Sanga, y las planicies
rocosas de los Dogón en dirección hacia Bandiagara y mi Marina.
desvalidas?
- ¡Hija! Eso es distinto.
- Vendrá a no tardar el arquitecto del hospital, don Fabrizzio, ¿ustedes lo
conocen?
- ¿Y qué debemos decirle?
- Que hemos cogido el avión en Mopti rumbo a Europa esta misma mañana.
- No podemos darte a Marinita.
- Vamos a ver si me entienden, hermanas. Tengo el permiso de mi padre.
- Tu padre, hija, es un alma de Dios, una gran ayuda; pero id con Dios si ese es
su deseo.
- ¡Gracias, hermanas! Os dejaré el coche en el puerto. Podéis quedaros con él.
madre. ¿Mamá? Le dije que su mamá vendría pronto a verla: elle viendra te voir.
¿Demain? Mañana no, amor, mais, dans quelque jour. Ahora yo soy tu mamá, elle
m’a dit de t’amener avec moi et d’être ta mamá, tu veus? Oui, oui, tu ma mamá, me
decía con ojos cándidos y confiados mientras me ahogaba con sus abrazos. Cogía mi
mano como si sostuviera en sueños una mariposa. Entre mi hermanita y yo había un
lapsus de veinticuatro años, pero aunque éramos tan diferentes como la tiza y el
queso, ella cazaría mariposas para mí y yo para ella. Sentada en la tercera cubierta,
se oían las voces y los gritos de los nativos, los balidos de las ovejas en la primera
cubierta, y las voces de un grupo de franceses que bebían y se hablaban también a
gritos. Estuvieron bebiendo hasta entrada la noche y a intervalos me miraban con
sonrisa compasiva, mientras a mí las lágrimas me resbalaban silenciosas por las
mejillas. No eran lágrimas de melancolía. Sabía que nunca volvería y que un capítulo
de mi vida se había cerrado; pero me sentía más cerca de la vida que nunca. Con el
dedo en la boca les pedí que bajaran la voz, ma fille dorme, les dije, y ellos, al
retirarse, siguieron lanzándome miradas sonrientes y compasivas. Mi niña tenía casi
la misma edad que mi Marina, y dormía. Sus muslos eran fuertes y largos. Su piel
tostada era fea para otros pero hermosa para mí, y tenía unos ojos verdes tan
grandes como los de su madre, unas pestañas larguísimas, unos labios gordezuelos, y
una boca maravillosa que, cuando reía, enseñaba unos dientes preciosos. De todos los
regalos de mi padre éste era el mejor. También me había hecho el regalo de
descubrirme quién era yo, y la saliva fluía suave hacia mi boca. Había salido de su
casa arrastrándome como una hormiga por los esputos de su garganta, y al fin me
bastaba con ser yo misma; me sentía más segura, más sabia, más responsable y
dispuesta a lavar mi mala conciencia con mi hija en la persona de esta nueva hija, y a
él lo veía tal como era: burlón, encantador, sencillo, un artista voraz de sensaciones,
y un cerebro de hierro pobre de sentimientos e incapaz de querer a nadie, un
monstruo del espíritu, un genio con una inteligencia diabólica, un ojo inmenso en la
hendidura de un cráneo entreabierto con el que miraba a todo el mundo y sólo veía el
color de sus sueños. Lo siento por ti, padre, no has podido querernos, pero me has
250
hecho mucho bien. Me has descubierto quién soy, y me has dado tu mejor regalo.
El único verde al amanecer estaba en el agua, entre los caballos que pacían en
las márgenes del río. Más allá el mundo antiguo aparecía a los ojos absoluto e
inalterable, como fuera una vez antes de la aparición de la linfa y la savia. El aire que
encendía la yesca daba paso en las planicies al viento, y a una arena de ojos
amarillos siempre cambiante que caía sobre los poblados sin más sueño que el polvo,
a una naturaleza yerma, triste, encendida, y sin salida. Al igual que aquel desierto en
llamas, mi padre era una zarza que ardía sin consumirse, pero haría falta más de un
rayo en su cabeza de piedra para crear una ruina tan hermosa.
Querido padre:
Ésta es mi última carta y con ella te digo adiós para siempre. Hemos llegado felizmente a
término, y el mismo día he enmarcado tu cuadro de las Dunas; luego he abierto las ventanas y, bajo
la atenta mirada de Marinita, lo he colocado en mi dormitorio; al instante la habitación se ha
inundado de oros. Al día siguiente hemos comenzado nuestras actividades: Marinita en la guardería
y yo en la Facultad de Bellas Artes, de donde he traído a un grupo de compañeros y de profesores -
no he podido remediarlo -, a ver tu cuadro. Tampoco he podido negarme a exponerlo en la Facultad
y no ha pasado un mes y ya he recibido ofertas de coleccionistas privados y de media docena de
galerías, la noticia se ha expandido como el fuego: de la Bruno Bishofberger, carta en la que se ve la
mano de Fabrizzio; de la Stefan Röpke de Colonia; de la Mec-Mec de Barcelona; de la Caixa de
Madrid; de la Yvon Lambert de París; y de la Anina Nosei de Nueva York. Ya ves, eres un
monstruo, padre. Todos se encandilan al verlo, pero descuida que tus Dunas no saldrán de mi
habitación. He descubierto en él que eres más sentimental de lo que imaginaba. Lo tengo delante de
mí y sobrecoge lo que una ve en los ojos decididos de la muchacha. La miro día y noche, y descubro
con emoción que has pensado en mí más de lo que imaginaba, y eso me ha conmovido. No sé si soy
como ella o si ella es como tú esperas que yo sea, pero sus ojos son los míos y su larga cabellera de
fuego es la mía. Casi lo juraría. También me dicen que te has enfrentado en ese cuadro no sólo con
dogmas y escuelas sino contra todo lo antiguo y oficial. ¡Qué monstruo eres, padre! Me lo confirman
los que lo ven, mis compañeros y profesores, la prensa y los especuladores. Según ellos es una obra
definitiva que te consagra; pero eso lo dicen porque no saben que tu sueño es otro y está en ese gran
251
lienzo en blanco, con el que vas a iniciar la pintura del siglo XXI; y yo celebraré que así sea aunque
te destruyas. Es tu deber intentarlo y me desilusionarías si no lo hicieras.
De niña, padre, todo era color de rosa a tu lado y no se me ocurría otro color. Jugaba,
saltaba, cogía flores, disfrutaba de la vida como una loca, como cualquier niña de mi edad; luego
empecé a andar por un camino teñido de azul con extrañas pigmentaciones rojas y me asusté porque
ya no había flores. En mis noches de insomnio he hecho examen de aquello y de todo lo que he visto y
vivido a tu lado y, aunque en tus comportamientos hay cosas terribles y como padre no interesas - los
padres sois deprimentes -, y ya no me asusta ser tu hija. Lo he meditado a fondo y he comprendido
que ser un artista superior exige atreverse a todo, bajar a los infiernos, conocer los secretos del arte,
y dedicarles la vida.
¡Que seas feliz si es que puedes y te importa! Marinita y yo vamos a intentarlo.
Marina Romero
252
INDICE