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Capítulo 2
EL SIGLO XVIII ANDINO:
LAS REFORMAS BORBÓNICAS

2.1. UN ESPACIO EN TRANSICIÓN

Si el siglo XVII fue en el mundo andino un largo siglo de bastante más de cien años
de duración, que comienza con la aplicación de las medidas adoptadas por el virrey
Toledo a finales del siglo XVI y viene a terminar con las reformas borbónicas, el siglo
XVIII fue, en cambio, mucho más corto en el tiempo. Podemos situar su inicio en 1760-
1770, y su finalización hacia 1820-1825. De las reformas a la independencia: un siglo
de apenas sesenta-setenta años que parece comprimirse entre otros dos, el XVII y el
XIX, largos y densos, ante los cuales aparece casi como una coyuntura; muy impor-
tante, pero difícil de conocer en toda su complejidad y trascendencia a no ser que la
observemos, estudiemos y analicemos respecto a un antes y a un después. Desde lue-
go fueron años que conmovieron al mundo andino.
En su transcurso podemos afirmar que, en general, quedaron afianzadas las estructu-
ras de dominación colonial existentes en el interior de la compleja sociedad americana
ya establecidas con anterioridad. Pero esta afirmación necesita ser matizada, porque los
que detentaron y trazaron entonces estas relaciones de dominación estuvieron sujetos a
cambios profundos. Fue en este tiempo cuando los actores y gestores del orden colonial
interno y netamente andino, después de casi 250 años transcurridos desde la conquista,
comenzaron a transitar hacia una confrontación general con el sistema colonial impues-
to por la metrópoli y sus agentes, hasta llegar a una ruptura definitiva con el mismo.
El peso específico que había ido alcanzando este orden colonial, el estado real del
mundo andino, frente al sistema metropolitano, determinó que su importancia, su rea-
lidad y sus comportamientos vinieran a ser muy diferentes de los previstos en el vie-
jo plan toledano. El orden de las cosas en el interior de la colonia había ido impo-
niéndose lenta pero efectivamente sobre el sistema, entrando en confrontación con los
intereses de la metrópoli; una situación de la cual la monarquía borbónica era muy
consciente. Por ello, en el campo de batalla que fue este período se enfrentaron vio-
lentamente la imposición y el rechazo a las medidas administrativas que pretendieron
remozar y renovar el ya caduco sistema colonial. Fue la expresión de la confrontación
de intereses que ahora se producía entre el orden y el sistema.
La nueva política en que parecía empeñada la Corona española se basaba en un
conjunto de reformas conducentes a hacer saltar el viejo pacto colonial, establecido y
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mantenido a lo largo de muchos años, entre las antiguas autoridades metropolitanas y


los poderes locales andinos, cada vez más poderosos, y sustituirlo por una nueva polí-
tica, el llamado reformismo borbónico: una serie de medidas administrativas y guber-
nativas mediante las cuales la monarquía española deseaba —y necesitaba con urgen-
cia— reencauzar, redirigir y controlar al orden colonial, fuertemente instalado y
guarnecido en el tiempo y el espacio. Medidas trazadas en procura de obtener mayo-
res beneficios de los territorios americanos para la metrópoli y sus agentes.
El nuevo sistema colonial construido desde las reformas borbónicas —como ire-
mos viendo, un deseo más que una realidad— pretendía someter al orden colonial (a
juicio de los ministros del rey en Madrid excesivamente autónomo y fuera de control)
a las directrices emanadas de la administración metropolitana, redefiniendo los viejos
reinos de Indias como «territorios de Ultramar», empleando parámetros más moder-
nos de gobierno, intentando aplicar medidas eficaces a fin de percibir y extraer mayo-
res y más regulares beneficios económicos y políticos para la monarquía española;
debiendo ser considerado el mundo americano como un espacio netamente colonial
en su condición de «dominios de Su Majestad en Ultramar». Una especie de recon-
quista donde debía imperar el pragmatismo. Así pues, la propia administración fue la
primera en perturbar los viejos equilibrios.
Por su parte, el orden colonial trató de zafarse de esta nueva situación, oponién-
dose en lo que pudo; y pactando o al menos aprovechando aquellos elementos que le
interesaran para sus fines, que no eran otros que los de seguir amplificándose y des-
arrollándose, para lo cual necesitaba impedir el fortalecimiento del sistema metro-
politano.
El resultado fue a medias un pacto y una guerra. Un pacto porque, mal que bien,
ambas partes tuvieron que avenirse poco a poco a alcanzar un entente en defensa de
comunes intereses, en la medida en que ninguno de los dos, ni el orden ni el sistema,
se sabía lo suficientemente poderoso como para derrotar por completo al adversario;
ni a ninguno interesaba trastocar los entresijos de unas relaciones de dominación sóli-
damente establecidas desde décadas atrás sobre la población andina, en las que ambos
basaban su poder y su preeminencia. Pero también una guerra, anunciada y como ser-
vida en la mesa, porque el sistema colonial entendía que los poderes regionales ame-
ricanos estaban conculcando gravemente los principios de autoridad y los intereses de
la monarquía y debían someterse obligatoria y definitivamente a los mismos; mientras
que, del otro lado, lo que la metrópoli concebía como una política de desarrollo racio-
nal del continente fue entendido por las élites locales y todas sus redes de poder y
clientelismo como un grave ataque a sus intereses personales y de grupo. En esta con-
frontación, los actores y gestores del orden colonial por una parte, y los agentes del
sistema por otra, a fin de reducir o acabar con el adversario, terminaron por abrir la
caja de Pandora que contenía la esencia de esas relaciones de dominación sobre las que
se elevaba el mundo colonial andino. Y ello sucedió aunque muchos, por ambas par-
tes, fueran conscientes de que abrir la caja que guardaba los desequilibrios, las injus-
ticias, la opresión y las iniquidades con que orden y sistema tenían sometida a la po-
blación andina, era dejar vientos, truenos y tempestades sueltos por los Andes. Una
acción de consecuencias imprevisibles. Vientos, truenos y tempestades que efectiva-
mente sacudieron la región con toda la fuerza de una afrenta de siglos. Parecía fácil
abrirla. Cerrarla, mucho más difícil. No quedaría sino sellarla a sangre y a fuego, que
fue lo que ambos, orden y sistema, acabaron haciendo.
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Así planteado, el análisis de este período nos permite entender mejor por qué el
orden colonial transitó en estos años cruciales por una serie de situaciones y procesos
tan complejos y tan contradictorios, muchos de ellos de una extraordinaria violencia,
en perenne conflicto con el nuevo sistema que pretendían imponerle desde Madrid;
pero al mismo tiempo estableciendo con él una serie de alianzas, en la medida en que
algunas de sus propuestas y consecuencias podían serle de utilidad; y provechosas
para intereses particulares de grupo o de clase, tanto a escala regional como local.
Además hay que considerar que las profundas desigualdades en la textura interna de
este orden colonial, para nada homogéneo, y la ineficacia programática y efectiva del
reformismo borbónico, más las turbulencias en las que se vio envuelta la monarquía
española, sobre todo después de 1808, le llevó a la ruptura definitiva con el sistema.
Pero eso era difícil de imaginar en 1780, 1790 o incluso 1800.
Por otra parte, el análisis de estos años nos permite entender mejor por qué el sis-
tema colonial transitó igualmente por situaciones y procesos tan contradictorios como
los de su propio orden, del mismo modo impregnados de una violencia y una rotun-
didad difícil de explicar cuando decía pretender exactamente lo contrario. Un sistema
en el que se daban cita tendencias completamente divergentes, que generaron proyec-
tos a veces inconsistentes, en los que la tradición y la modernidad intentaban una con-
vivencia imposible. El resultado fue que, ante las dificultades halladas para sacar ade-
lante su proyecto, el sistema acabó por establecer con los actores y gestores del orden
colonial un conjunto de alianzas y pactos —explícitos e implícitos— a fin de desarro-
llar alguna de sus medidas de reforma. Alianzas y pactos establecidos unas veces a
escala virreinal, otras a escala regional, fluctuando en el corto tiempo, sin apenas con-
solidación, realizados bajo el poderoso influjo de las circunstancias. Los vaivenes
incontables, incontrolables, impredecibles, inexplicables por inexplicados, de la polí-
tica borbónica con respecto a América, sobre todo a partir de 1808, llevaron forzosa-
mente al orden colonial a la ruptura con el sistema.
Una ruptura que adquirió tempus y matices propios en cada fase del período; que
estableció diferencias subregionales verdaderamente importantes en función de las
diversas circunstancias en que se establecieron y evolucionaron —a nivel local o regio-
nal— las relaciones entre orden y sistema; matices, circunstancias y diferencias que
tuvieron como consecuencia posterior una no menos particular forma de proceder en
cada región a la hora de crear las naciones, de construir las repúblicas, de elaborar los
diversos conceptos de legalidad y ciudadanía, y de llevar a cabo la aplicación de los pre-
ceptos liberales resultantes del triunfo de la independencia. Una transición entre el sis-
tema colonial y el sistema republicano en la cual el orden colonial, precisamente por
lo sui géneris del proceso, por el peso de sus particularismos zonales y por su fuerte
incardinación en la realidad andina, sufrió escasas modificaciones y permaneció vi-
gente en multitud de aspectos durante el siglo XIX. Una herencia colonial muy pode-
rosa que en cada subregión andina adquirió tonalidades diferentes.
Porque si el siglo XVIII fue efectivamente un siglo de transición, en él se produjo
la articulación definitiva del espacio andino, en sí mismo y con respecto a otras áreas.
Las subregiones económicas que se fueron generando en su interior, cada vez mejor
constituidas, más integradas o relacionadas, poseyeron una enorme fuerza centrípeta
que las mantuvo unidas, enlazadas y articuladas. Subregiones que, si bien habían sur-
gido lentamente en el largo siglo XVII, fue ahora cuando se consolidaron, conforman-
do un gran ámbito de producción y de circulación de bienes, servicios y personas. Un
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proceso de articulación regional en el interior de todo el espacio andino que perduró


en buena medida también a lo largo del siglo XIX, a pesar de las posteriores tensiones
nacionales que procuraron disgregar este gran espacio en beneficio de las nuevas eco-
nomías nacionales.
Muchos elementos característicos de la sociedad y la economía regional andinas
contemporáneas crecieron y se trabaron en estos años del siglo XVIII, y durante mucho
tiempo, incluso hasta bien avanzado el siglo XX, fue posible visualizar estos elemen-
tos y estas subregiones definidas en el período que estudiamos: diferenciadas entre sí,
pero conectadas y enlazadas por mil y una ligazones económicas, sociales, culturales,
étnicas o lingüísticas; subregiones diferentes a las trazadas posteriormente por las
fronteras nacionales, encabalgadas sobre ellas en muchos casos, pero visibles a poco
que nos introduzcamos con mirada atenta en el interior de este mundo andino. Ni las
incontables guerras fronterizas, ni las presiones ejercidas desde las capitales por las
oligarquías nacionales, ni las aduanas y controles de policías o gendarmerías, consi-
guieron fácilmente disociar del todo a estas regiones que, desde el sur colombiano
hasta el Chile Central o Cuyo, en Argentina, mantuvieron sus conexiones y contactos
a través de la cordillera. Durante muchos años fue posible reconocer en los merca-
dos del sur productos procedentes de las lejanas regiones del norte; y al revés: la mo-
neda de plata del sur andino se utilizó para los pagos corrientes muchos kilómetros al
norte y a lo largo de más de un siglo, de mano en mano, atravesando impávidamente
todas las fronteras, todas las aduanas, todas las alcabalas.
Desde este siglo XVIII en adelante, el trajín articuló espacios y generó redes de
todo tipo, y las caravanas, tropas de mulas o ganado en pie desafiaron los riesgos
de larguísimas jornadas; las «doñas merchantas» por los caminos, las «gateras» en
los mercados, las mestizas vendedoras, los tratantes y arrieros, a lomo de mula o de
llama, luego en camión o en flota, cargaron, compraron y vendieron sus mercancías
a media y a larga distancia, conociendo y reconociéndose en los mismos puntos de
venta y de abasto durante décadas; transitaron las mismas huellas, coronaron las mis-
mas abras, costearon o cruzaron el gran lago, los inmensos salares; coimearon a
idénticos funcionarios, coloniales o republicanos; burlaron los mismos peligros;
mezclaron viejos y nuevos productos; mantuvieron las seculares redes familiares de
tíos, primos, sobrinas, nietas, compadres y comadres, sobre cuya palabra de pago
descansó la seguridad del crédito necesario para las operaciones de compraventa;
trocaron bienes y mercancías en la seguridad de que sus operaciones se ajustaban a
los valores adecuados arriba o abajo de la cordillera… En definitiva, articularon cada
día todo un universo a lo largo de miles de kilómetros, y ello durante muchos, mu-
chos años.
Luego, las fronteras nacionales creadas funcionaron para ellos como «aduanas
secas», como puntos de cobro de alcabalas que, si era posible, se burlaban. Y no hubo
grandes diferencias entre 1790, 1840, 1920, o incluso 1940. Tan lejos de las capitales,
y aparentemente tan lejos también de los designios de la economía internacional, este
mundo andino, forjado en este pequeño pero intenso siglo XVIII, creció y bulló en el
interior de los valles, en las punas y en los contrafuertes andinos, casi sin hacer ruido
pero extraordinariamente vivo. Ganados, mulas, yerba mate, coca, charqui, plata, cue-
ros y sebo, sal, lanas, papas, quinua, añu, pescados salados, vinos y aguardientes,
arequipes y panes de azúcar, textiles y mil productos más, propios, trocados o contra-
bandeados, transitaron ininterrumpidamente el espacio a pesar de las dificultades físi-
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cas y las trabas fiscales, deteniéndose en los mercados, en las fiestas patronales, en las
tabladas o las ramadas.
El siglo XVIII fue el conformador de esta realidad, una realidad que se construyó y
reconstruyó en cada una de las mutantes circunstancias y fracturas propias de una
coyuntura que sin duda necesita conocerse y explicarse con detalle para poder enten-
der la historia de la región andina hasta el presente.

2.2. UN DETERMINANTE DEL PROCESO: LA RECUPERACIÓN DEMOGRÁFICA

Una primera característica fundamental de este corto siglo XVIII es la recuperación


demográfica que se produjo en la región. A pesar de las epidemias que todavía se
extendieron por diversas áreas y de numerosos desastres naturales, la población
comenzó a crecer y, en algunas zonas, tan rápidamente que alcanzó incluso a las cifras
de finales del siglo XVI. Nicolás Sánchez Albornoz muestra cómo aumentaron los na-
cimientos y bajó contundentemente la mortalidad; si no de una manera general, sí al
menos en áreas concretas, que crecieron y atrajeron población procedente de otras. En
sus propias palabras, «la muerte dominaba, pero la vida comenzaba a levantar cabeza».
Las causas de este crecimiento demográfico general hemos de encontrarlas en la
disminución de las epidemias que tradicionalmente habían azotado la región, por lo
menos a partir de 1770; y en la inmunización natural que paulatinamente fue logran-
do la población andina contra las enfermedades más dañinas, aunque al coste de entre-
gar millones de vidas. La vacuna contra la viruela, inoculada en una gran expedición
científica llegada desde España a finales de siglo, debió ejercer también alguna
influencia.
Nos situamos ante una población que para todo el marco andino pudo oscilar entre
los cuatro o cuatro millones y medio de habitantes. Una cifra de habitantes que si la
comparamos con la de, por ejemplo, España o Inglaterra en esa misma época, venía a
ser la mitad. El contraste entre las densidades de población a uno y otro lado del At-
lántico era extraordinario: América del Sur aparecía como un continente vacío, mucho
menos poblado que el Virreinato de México. Esto da una mejor idea de la catástrofe
demográfica ocurrida entre los siglos XVI y XVII, y del gran esfuerzo de recuperación de
las poblaciones andinas, de ninguna manera realizado en las mejores condiciones. Amé-
rica creció, en general, con una tasa del 0,6 por 100 en estos años, que, comparada con
la europea (en torno a un 0,4 por 100), significa un gran avance; pero era mucha la
distancia a recorrer, mucho el terreno a recuperar. Frente a los aproximadamente 16 mi-
llones de habitantes que poblaban el continente americano en 1800, el área andina
venía a representar poco más de la cuarta parte.
Consecuencia importante de este proceso de mejora demográfica fue la consoli-
dación del mestizaje, o viceversa. El mestizaje fue el elemento que modificó al alza la
tendencia demográfica, haciendo crecer la población, sobre todo en las ciudades. Los
mestizos representaron el sector más dinámico de las sociedades andinas, a pesar de
su pésima ubicación en la estructura social, donde ni blancos ni indios permitieron
encuadrarlos en el interior de sus rígidos esquemas. Los mestizos (y en los lugares don-
de la población negra era importante también los mulatos) originaron el crecimiento y
robustecimiento de una sociedad interracial, hasta hacerla característica de la sociedad
urbana. Muchas veces situamos a la sociedad de castas en el período formativo del
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esquema social colonial, cuando en realidad es ahora, entre 1750 y 1820, cuando cobra
toda su pujanza; no solamente atendiendo al poder de su número, sino por el impacto
que tuvo sobre los otros dos sectores, blancos e indios, y muy especialmente en las ciu-
dades, que es el nuevo escenario donde el siglo XVIII se manifiesta con mayor fuerza en
esta materia. Los famosos «cuadros del mestizaje», donde aparece reflejada sin rubor
e incluso con ironía la extraordinaria complejidad de los entrecruzamientos raciales
en las sociedades americanas, muestran una realidad en la que el factor étnico es de-
terminante para el posicionamiento social. Y así sería en adelante durante muchos
años. El mestizaje y su extensión cuantitativa, en lo político y lo social, significó un
cambio de gran trascendencia en la América colonial. Un cambio al que, como seña-
la Flores Galindo, el mestizaje aportó un nuevo utillaje mental. No se trató solo de una
asimilación de todo lo anterior, sino del triunfo de la innovación y la inventiva.
Otro proceso que debemos considerar fue la emigración española. De mayor impor-
tancia en lo social y lo económico que en lo cuantitativo, proporcionó en estos años la
cuota más alta de emigrantes de todo el período colonial. Personas del norte peninsular,
fundamentalmente vascos y montañeses, y en menor proporción gallegos, catalanes y
andaluces, cruzaron el mar en busca de un nuevo futuro como pequeños comerciantes o
dependientes y empleados de los grandes grupos de tratantes y mercaderes de los puer-
tos españoles (Cádiz y otros lugares que se abrieron al comercio con América). Estos
emigrantes, asentados en las principales ciudades, usaron sus buenos contactos con
España, su experiencia comercial y el crédito obtenido a través de sus redes familiares
de origen para establecerse prósperamente. Además, muchos de ellos realizaron afor-
tunados matrimonios con esposas pertenecientes a las élites locales tradicionales: en
pocos años formaron parte consustancial de los grupos de poder local y regional, ma-
nejando a veces con exclusividad ramos como el comercio, la minería o la agricultu-
ra, diversificando al mismo tiempo sus actividades económicas e instituyendo verda-
deras dinastías que se extendieron posteriormente a lo largo del tiempo republicano.
Otros grupos de emigrantes, de mayor número pero de menor impacto social que
los anteriores, estuvieron constituidos por humildes campesinos canarios, andaluces,
gallegos, menorquines y catalanes, que huyendo del hambre del campo se enrolaron
en las campañas de repoblación que puso en práctica el reformismo borbónico con el
propósito de ocupar áreas vacías o escasamente habitadas del continente. También
el ejército, llevando tropas más o menos forzadas desde la península con motivo de las
muchas guerras del período, contribuyó a aumentar el número de españoles en Amé-
rica. Si no puede hablarse ni mucho menos de una emigración masiva, y menos aún
destinada con exclusividad a la región andina, en las ciudades y en los núcleos mine-
ros sí tuvo mayor impacto la llegada de estos españoles.
En cuanto al aporte demográfico que significó la importación de esclavos proce-
dentes de África, las fuentes — a las que hay que tomar con todas las prevenciones
del caso— arrojan cifras para los años 1760-1810 y para todo el continente de
300.000 esclavos introducidos. Pero su distribución geográfica fue muy desigual: la
mayor parte quedó en el Caribe y pocos pasaron a la región andina, con lo que su apor-
te a la demografía de la zona no fue fundamental. En regiones como Antioquia, Popa-
yán y el Chocó, los esclavos fueron más numerosos, casi todos dedicados a las tareas
de extracción de oro; en Nueva Granada, de un total de 70.000 esclavos para finales
de siglo, más de la mitad estaban concentrados en estas áreas. En Perú, la mayoría de
los esclavos se encontraban en la costa y en la ciudad de Lima.
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Un último aspecto que necesita ser considerado para explicar la nueva demografía
de este período es el impacto que las migraciones internas tuvieron sobre la distribu-
ción regional de la población. Procedentes de regiones destruidas o deprimidas por el
hambre y las enfermedades, fueron muchas las familias que se desplazaron y asenta-
ron en áreas con mayores posibilidades de desarrollo agrario o minero; o en las ciu-
dades, cuyas condiciones de habitabilidad mejoraron también en estos años y donde
la demanda de mano de obra fue creciendo ininterrumpidamente.
De norte a sur, y en una rápida panorámica, la demografía andina de este perío-
do nos muestra los desequilibrios y potencialidades de las distintas áreas de la
región.
En Nueva Granada, la población censada o que figuraba en los repertorios fiscales
alcanzó la cifra de casi un millón de habitantes hacia 1800. La mayoría (más del 50
por 100) estuvo constituida por mestizos, sobre todo en las ciudades. La más alta den-
sidad demográfica se daba en la meseta cundiboyacense, aunque en las zonas donde se
dejó sentir una nueva dinámica de población (Antioquia y Santander, especialmente)
los campesinos libres y un artesanado en expansión constituyeron buena parte de los
pobladores. Los indígenas no debían sobrepasar el 20 por 100 del total neogranadino,
aunque en Cundinamarca y Boyacá se concentraban más del 60 por 100. También en
Popayán y Pasto eran numerosos los indígenas.
Pardos y castas conformaron otro grupo importante, especialmente en las costas
de los litorales Caribe y Pacífico. Los esclavos se concentraban en las zonas mineras
(Sur, Antioquia y el Chocó), y algunos en la costa norte, aunque en las minas la mano
de obra asalariada poco a poco ganó la partida a la esclavitud.
No obstante, lo anterior, las cifras para la demografía neogranadina han de poner-
se en entredicho pues la inmensa mayoría del territorio no fue colonizada oficialmen-
te y, por tanto, las cantidades totales pueden sufrir modificaciones. Es de señalar el
caso de Antonio de la Torre, un prohombre cartagenero que en la década de 1780 deci-
dió emprender una campaña de colonización de la Tierra Adentro de la gobernación
de Cartagena de Indias, hallando para su sorpresa más de cien mil personas sin cen-
sar ni tributar que no existían oficialmente para la administración: «gentes de todos
los colores, clase, condición y ocupaciones», «arrochelados en su libre albedrío»,
«viviendo como brutos», «sin otra religión que la que ellos mismos se daban», «espar-
cidos por montes, campos y ciénagas». Con todos ellos fundó más de cuarenta pue-
blos, lo que da una idea de cuánta población podía existir al margen de los cómputos
oficiales. Sobre la población indígena que habitaba el gigantesco oriente de la actual
Colombia, en los inmensos llanos y en los grandes ríos que descienden desde la cor-
dillera a la cuenca del Amazonas, la información demográfica que poseemos para este
período es prácticamente nula.
Las ocupaciones de las tierras del interior neogranadino, donde se mezclaban
blancos, mestizos, negros libres y esclavos huidos desde la época de los palenques, ni
se conocieron entonces ni se han estudiado a fondo por falta de información, pero fue-
ron corrientes y marcaron los inicios de la colonización republicana. Un proceso de
colonización que duró hasta el siglo XX, pero que ya, desde finales del siglo XVIII,
muestra la intensa regionalización del espacio en Nueva Granada. Regionalización
que ha caracterizando la zona a partir de lo demográfico, donde lo étnico, las formas
e intensidad de ocupación de las tierras, la ausencia de una regulación y presencia
estatal más allá de las ciudades, o la gestación de un conjunto de tradiciones propias,
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han constituido fuertes señas de identidad regional que no sólo no se han diluido, sino
que se han ido acrecentando. Y todo ello ya era observable en el siglo XVIII.
En el actual Ecuador, la costa aparecía poco poblada respecto de la sierra hacia la
década de 1770, pero inició un proceso de rápido crecimiento, especialmente en Gua-
yaquil y su entorno: primero por ser una de las ciudades más importantes en la cone-
xión Lima-Panamá, con un activo movimiento comercial y donde se construían des-
de antaño navíos y embarcaciones que servían el tráfico del Pacífico; y segundo por
el desarrollo agrícola que se fue generando en estos años en torno a la producción de
cacao, y que ejerció una fuerte demanda de mano de obra sobre las regiones serranas
vecinas (Guaranda, Riobamba y Ambato, principalmente).
En la sierra ecuatoriana, la población indígena creció mucho (un 34 por 100 entre
1750 y 1780, alcanzando cifras superiores a los 250.000 habitantes), sobre todo en el
área de Quito y en el sur cuencano. Los indígenas aquí eran la población mayoritaria.
El mestizaje se desarrolló lenta aunque efectivamente por el escaso volumen de la po-
blación blanca, encerrada en las principales ciudades y con fuertes prejuicios de cla-
se que impidieron una mestización más acelerada. La población esclava tampoco fue
muy abundante —se localizaba sobre todo en las plantaciones de cacao de la costa—
, aunque sí existió población de color en las minas de Esmeraldas y en algunas zonas
del interior (valle del Chota), donde fueron refugiándose negros libres huidos de las
haciendas y las minas, más o menos encimarronados, que se mezclaron poco con
los indígenas. En resumen, la demografía ecuatoriana muestra ya en esta época nota-
bles diferenciaciones entre la costa y la sierra: la primera poco poblada, aunque cre-
ciendo aceleradamente; la segunda, dotada de un perfil netamente indígena, concen-
traba a la mayor parte de la población, en la que destacaban el aumento continuado de
indígenas y mestizos y una población blanca que dominaba las ciudades. En estas
fechas, Quito era una de las capitales más grandes de América del Sur.
En Perú, la población también creció a un ritmo importante, duplicándose entre
1700 y 1800. Los indígenas (alrededor de 700.000) eran más del doble que los mesti-
zos (sobre 250.000), pero hay que señalar, como hacen algunos autores, que esta cifra
de indígenas debe ser corregida al alza porque muchos mestizos, aunque así figuran
en los censos, eran en realidad indígenas que vivían en pueblos de españoles o que tra-
bajaban en las haciendas huyendo de los tributos y mitas a que estaban sometidos en
sus comunidades de origen. Los blancos, según la documentación, venían a ser sobre
125.000, pero también deben revisarse estos datos porque en la sierra muchos mesti-
zos figuraron como «blancos de la tierra» o «españoles» (lo que venía a significar en
la nomenclatura local que no eran indios del común y que poseían bienes y un cierto
prestigio social). De manera que los mestizos eran más, y menos los realmente blan-
cos. Las estadísticas demográficas coloniales muestran la tendencia de la población
colonial andina a sobrevalorar su posición en los grupos o sectores en que se estrati-
ficaba la sociedad, por motivos económicos (dejar de tributar) o sociales (librarse de
algunas cargas y acceder a determinados privilegios). Así, hay indios que figuran
como mestizos, y mestizos que figuran como blancos.
Los blancos habitaban mayoritariamente en las tres ciudades principales: Lima,
Cuzco y Arequipa. La capital virreinal, Lima, creció como el resto de Perú: de 37.000
habitantes hacia 1750 a más de 60.000 para 1800; pero fueron mestizos, pardos y mu-
latos los que nutrieron este incremento poblacional, y en mucha menor medida los
blancos. Para 1800, casi la mitad de la población limeña era de color.
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Negros y castas sumaban en Perú aproximadamente 100.000 personas a finales de


siglo, concentrados en la costa y en la capital, donde aparte de dedicarse a tareas agrí-
colas y domésticas desarrollaron con eficacia muchas parcelas del sector artesanal ur-
bano. Los esclavos estaban muy concentrados en las zonas productoras de caña de la
costa (90 por 100) y en los empleos domésticos de las ciudades, sobre todo en Lima.
En el Alto Perú, la actual Bolivia, la división étnica también era evidente: españo-
les y mestizos en las ciudades e indígenas en el Altiplano y valles andinos. Hacia 1800
la población casi alcanzó a las cifras de finales del siglo XVI (en torno a los 800.000
indígenas). La gran ciudad de Potosí había visto menguar su vecindario a menos de
un tercio del que llegó a tener a principios del siglo XVII, pero en 1780 comenzaba ya
a remontar. Otras ciudades como La Paz, Cochabamba, La Plata y Oruro también cre-
cieron, a partir del alto número de mestizos civiles y de la atracción que los mercados
urbanos ejercieron sobre los productores campesinos. Los esclavos negros fueron
escasos por su difícil aclimatación a las alturas de la sierra, y los pardos y mulatos
(morenos) se ubicaron en las haciendas de los valles más templados. Constituyeron el
6-8 por 100 del total de la población.
Hay que reseñar que en estos años se produjo, tanto en la sierra peruana como en
el Altiplano boliviano, un importante crecimiento de los indígenas «tasados»; es decir,
sujetos a tributación, que comienzan a aparecer en las fuentes. No es que así tenga ex-
plicación una demografía al alza, pero es una cuestión que hay que tener en cuenta por
lo que significa de cambio sobre la situación anterior. «Forasteros» o «agregados», y
«yanaconas» (indios empleados en las haciendas como «trabajadores») no sólo emer-
gen a la luz, sino que crecen cuantitativamente. Todos fueron incorporados a las ma-
trículas de empadronamiento en las comunidades y pueblos, o en las haciendas de
«españoles». Precisamente porque crecieron mucho y muy rápidamente, la adminis-
tración colonial incluyó a los «forasteros» en las listas de tributarios, a fin de obtener
ingresos de ellos, aunque asignándoles una tasa menor que a los «originarios» porque
no poseían tierras. Los censos muestran su veloz crecimiento por encima de cualquier
otro grupo. Los «yanaconas» también aumentaron, a medida que se extendieron y mul-
tiplicaron las haciendas y demandaron más mano de obra. Según Herbert Klein, a
finales del siglo XVIII, la población tributaria en la Intendencia de La Paz, una de las
más ricas de los Andes en cuanto a recaudación fiscal, estaba constituida en más de
un 40 por 100 de yanaconas, casi un 35 por 100 de forasteros y un 25 por 100 de indí-
genas originarios de sus comunidades. El crecimiento anual de los forasteros fue del
1,3 por 100, frente al 0,5 por 100 de los yanaconas y el 0,2 por 100 de los comuneros.
Así pues, no sólo se produjo un importante aumento demográfico, sino que la pobla-
ción indígena se reubicó, sobre todo los «forasteros» y los «yanaconas». Según datos
aportados por Sánchez Albornoz, más de la mitad de los indígenas de los obispados de
La Paz y La Plata a principios del siglo XIX eran inmigrantes de otras zonas o descen-
dientes directos de ellos; cifras que también eran altas en Cuzco (37 por 100), en Truji-
llo (30 por 100), en Lima (23 por 100), y casi el 20 por 100 en Huamanga y Arequipa.
Las comunidades también crecieron, pero aumentaron mucho más los peones li-
bres contratados en las haciendas, o los indígenas reestablecidos en pueblos situados
en zonas más fértiles. Estos cambios muestran cómo la población indígena serrana
se encaminaba ya en estas fechas hacia la formación de un nuevo campesinado andino,
diferente del anterior, aunque su crecimiento no fuera uniforme en función de las di-
versas categorías y circunstancias que lo conformaban y determinaron.
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40 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

En Chile, la población aumentó al norte de la frontera del río Bío-Bío, alcanzan-


do los 500.000 habitantes, a los que habría que sumar unos 100.000 indígenas situados
al sur de la frontera. La mayor parte era blanca-mestiza, y constituyó el gran factor
del crecimiento demográfico chileno. El desarrollo agrario que adquirió la región con
sus exportaciones a otros espacios vecinos amplió sus expectativas. Los realmente blan-
cos eran cuantitativamente pocos y concentrados en las ciudades: Santiago, Concep-
ción, La Serena, Valparaíso o Valdivia. Los negros no alcanzaron grandes cifras, pues-
to que la esclavitud apenas si había sido necesaria ante la existencia de una abundante
mano de obra mestiza que habitaba los pueblos esparcidos por el campo (algunos no
eran sino meros rancheríos) o las estancias y puestos trashumantes del ganado. En la
frontera del sur, el mestizaje había generado grupos humanos bien particulares donde
era difícil distinguir comportamientos y actitudes sociales y culturales entre los que
vivían a uno y otro lado de la misma. Más al sur, en número difícil de cuantificar con
exactitud, los indígenas desarrollaron sus tradicionales formas de vida, a caballo lite-
ralmente de la cordillera, desde el litoral pacífico hasta las pampas argentinas que
recorrían habitualmente en sus malocas estivales.

2.3. OTRO DETERMINANTE: LA NUEVA COYUNTURA INTERNACIONAL

Otra característica y al mismo tiempo un claro determinante del período que estu-
diamos fue la transformación del espacio americano en escenario de las diversas
guerras que enfrentaron a las monarquías europeas. En estos años América irrumpe,
o mejor dicho la irrumpen, en la geografía de los conflictos internacionales.
Conflictos que jalonan como una pesadilla todo el siglo XVIII: desde la guerra de
Sucesión a la Corona española en las dos primeras décadas del siglo, de importantes
consecuencias para América por el tratado de Utrecht; la del Navío de Permiso a fina-
les de los treinta y comienzos de los cuarenta; las guerras con Portugal en Uruguay y
Paraguay; las guerras motivadas por el cumplimiento de los «pactos de familia» entre
España y Francia, en los años sesenta, setenta y ochenta; la guerra contra la Francia
republicana y contra Inglaterra, ambas en los noventa; contra Inglaterra de nuevo a
principios del XIX, otra vez aliadas España y Francia; la guerra ahora contra la Fran-
cia napoleónica en la década siguiente… Si en Europa no dejó de tronar el cañón,
todas estas guerras tuvieron también importantes repercusiones en muchos ámbitos
de la política y de la economía americanas: se crearon virreinatos, se cerraron y abrie-
ron puertos, se multiplicó o se cegó el tráfico comercial, se emplearon ingentes can-
tidades de recursos que obligaron a recaudar nuevos impuestos, se movilizaron miles
de hombres, territorios completos en el continente americano cambiaron de bandera
canjeados como botín o como deudas de guerra… En definitiva, se tuvo la sensación
de que el mundo era mucho más pequeño que en el siglo anterior, cuando todo estaba
más lejos y el tiempo parecía transcurrir más lentamente.
Pero, a diferencia de lo que sucedió en el Caribe o en México, estas circunstancias
externas no inquietaron al espacio andino de una manera tan directa. No quiere decir
esto que no resultase afectado; sí lo fue y mucho, pero en circunstancias diferentes.
Desde el siglo XVI, el Pacífico había sido un mar español. Sólo a veces, algunos
atrevidos corsarios o navegantes extranjeros habían conseguido vencer el cansancio
de una travesía tan larga y peligrosa, costeando buena parte de América del Sur, cru-
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zando el cabo de Hornos, burlar las defensas costeras y asaltar y saquear los puertos
del Pacífico. Durante las últimas décadas del siglo XVII y las primeras del XVIII fueron
abundantes los navíos (franceses fundamentalmente) que se introdujeron por el Pací-
fico con productos de contrabando, pero no sólo no representaron un peligro militar,
sino más bien una tabla de salvación para el desabastecido comercio limeño.
Sin embargo, en la guerra de 1739, el comandante Anson, que no era ningún pira-
ta sino un almirante de la Armada Británica, penetró en el Pacífico por el estrecho de
Magallanes, asaltó varias ciudades del litoral y robó el tesoro de Panamá. Al mismo
tiempo, el almirante sir Edward Vernon voló por los aires las fortalezas de Portobelo,
en la costa atlántica del Istmo, y sitió Cartagena de Indias: Panamá, la conexión tra-
dicional del mundo andino con el Caribe y con Europa, mostraba toda su fragilidad.
Como consecuencia de este desastre, la flota anual de los galeones que comunicaba a
los comerciantes limeños con Cádiz se interrumpió definitivamente. No era el fin del
mundo, porque los británicos se marcharon pronto pero demostraron que, en adelante
la situación sería diferente. En 1762 volvió a demostrarse lo endeble que era el sis-
tema: La Habana, considerada hasta entonces como la plaza más inexpugnable de
América, era tomada por los británicos. Producto de la desazón que invadió a la admi-
nistración colonial al no saber dónde se produciría el siguiente ataque fue la orden
enviada al virrey de Lima, Manuel de Amat y Junjent, de poner en pie de guerra al
Virreinato de Perú: toda la costa del Pacífico desde Panamá hasta el archipiélago de Chi-
loé, más la desembocadura del Río de la Plata, debían ser puestas en estado de defen-
sa. No sucedió nada entonces, pero en esta guerra quedó aclarado que Lima y el
Virreinato peruano constituirían la gran retaguardia y el monedero del sistema defen-
sivo. Lima debía abonar los sueldos de las tropas, costear las fortificaciones y los per-
trechos de mar y tierra de toda la región, desde Panamá hasta Chiloé, contando con
ayudas puntuales de Quito (que pagaba a Guayaquil), o de Valparaíso (que se mante-
nía a sí misma con las cajas de Santiago). Incluso Buenos Aires y Montevideo debían
ser mantenidas con remisiones de plata desde las minas de Potosí.
Lima y el Virreinato de Perú en general se convirtieron en una gran caja, un gran
monedero, del que debían extraerse los caudales para cubrir los gastos de una defen-
sa tan gigantesca como imposible, y cuyos elevados montos llevaron a la Real Hacien-
da de Lima a declararse en quiebra en 1780 por la imposibilidad de seguir pagando
los casi dos millones de pesos anuales, entre pagos ordinarios y extraordinarios, que
exigía una guerra casi permanente.
Si el Pacífico, como hemos indicado, había sido anteriormente ese mar español
por el que pudieron transitar libremente las remesas de metal con destino a Europa,
procedentes de las minas peruanas, altoperuanas, chilenas y ecuatorianas, y las mer-
cancías europeas que se distribuían por toda América del Sur, la situación cambió
completamente en esta coyuntura del siglo XVIII. Existió una paulatina pero efectiva
traslación del eje económico desde el Pacífico al Atlántico en la medida que el
comercio europeo no esperó en sus puertos la llegada de los metales o de las mate-
rias primas procedentes de América, sino que fue a buscarlas directamente. La revo-
lución industrial europea y posteriormente la estadounidense, generaron tal deman-
da de productos primarios y de capitales metálicos (y a la vez entendieron que los
dominios americanos del rey de España constituían un mercado importantísimo para
sus manufacturas) que se lanzaron a la conquista de tales productos y de tales mer-
cados con la certeza de que los tiempos eran otros; azuzados además por la clara evi-
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dencia de que la producción española era incapaz de abastecer tan inmensos como
ávidos mercados.
Aquellas áreas cuya posición geográfica les permitió acceder en mejores condi-
ciones a las aguas atlánticas por donde circulaba el comercio internacional lograron
alcanzar un mayor grado de desarrollo. Así, el Caribe se transformó en un escenario
económico de primera magnitud, por ser colector de los metales de América del Sur
y de México en un momento de reactivación de la producción minera, a lo que se unía
su condición de productor de materias primas muy demandadas en los mercados
europeos (azúcar, tabaco, cacao, café, tintes, etc.). Ante este espectacular desarrollo
del Caribe, la región andina quedaba demasiado atrás, en una cierta situación de depen-
dencia comercial y de relegación. A pesar de su producción de metales, y de ser el
monedero del rey, Perú y el Alto Perú perdieron protagonismo económico en la coyun-
tura del siglo XVIII.
La otra gran región atlántica que comenzó a tener un gran desarrollo fue el Río de
la Plata. Su irregular crecimiento hasta esas fechas había estado en buena medida pro-
vocado por el monopolio limeño que prohibía e impedía —en la medida de sus posi-
bilidades— el tráfico directo de mercancías desde el Plata hacia Europa. Estas nuevas
circunstancias atlánticas, la entrada en la economía mundo de Brasil y sus pretensio-
nes sobre las tierras situadas cerca de la cordillera andina por el oeste, tratando de
acercarse a la producción de metal altoperuana, abrieron el Atlántico Sur a la navega-
ción europea. La Corona española comenzó a considerar la necesidad de sacar del
ostracismo a aquella lejana región y atender al peligro portugués, especialmente tras
los reclamos, en los años cincuenta y sesenta, de los territorios misioneros paragua-
yos; reclamos apoyados por Inglaterra, que entendía la importancia de situar en el Río
de la Plata sólidas factorías comerciales para alcanzar los metales peruanos.
En la década de 1770, y con motivo de la nueva guerra de la monarquía española
contra las de Inglaterra y Portugal, la región del Plata se transformó en un escenario
bélico de primera importancia cuando los británicos, apoyados por los portugueses,
amenazaron toda la zona. Hasta allí fue destinada una enorme expedición española a
las órdenes del mariscal Pedro de Ceballos a fin de evitar una debacle militar y polí-
tica en el lejano Atlántico Sur. Semejante envío de tropas y soldados necesitó de in-
gentes cantidades de dinero para sufragar sus gastos, que fueron atendidos desde Lima
mediante remisiones de plata potosina. Una plata que, en vez de aceitar la economía
peruana como tradicionalmente había hecho, debía tomar ahora el camino del Tucu-
mán y descender hacia Buenos Aires.
Las campañas militares en esta región, cada vez más exitosas para los españoles,
enardecieron los ánimos, requirieron más tropas y pertrechos, y los costes crecieron
año tras año. A esta decisión militar y financiera siguió otra de índole política: el terri-
torio del Plata se había revelado tan estratégico que no podía abandonarse. Desde
Madrid decidieron fundar en Buenos Aires el cuarto virreinato americano en 1776 y,
para pagarlo, se le adscribió la plata del Alto Perú, liberalizando además el comercio
del Río de la Plata que ahora podría tratar directamente con Europa. Otro golpe fatal
para Lima y su monopolio comercial.
Si en 1739, con motivo de la guerra, Lima debió aceptar la creación del Virreina-
to de Nueva Granada, con capital en Santa Fe de Bogotá, perdiendo el control sobre
los puertos del Caribe y sobre la producción minera neogranadina, también ahora, por
otra guerra, se la obligaba a desprenderse de los territorios del Plata y, lo que era peor,
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de la producción del Alto Perú, lo que significaba renunciar a buena parte de la mine-
ría andina.
Las protestas limeñas no se hicieron esperar, pero fueron vanas. La producción de
la actual Argentina, incluso la de Chile vía Mendoza, y más de la mitad de la plata del
Alto Perú, giraron ciento ochenta grados y se orientaron hacia el puerto de Buenos
Aires. Y las mercancías europeas, tanto legales como ilegales ingresadas por el Río de
la Plata, comenzaron a inundar el inmenso mercado sudamericano constriñendo las
producciones andinas a las áreas donde Lima pudiera seguir ejerciendo su monopo-
lio; áreas que, obviamente, cada vez fueron menos porque los productos locales no
podían competir ni en precio ni en calidad con las mercancías extranjeras introduci-
das por Buenos Aires. En este ambiente general de crisis, los conflictos internos esta-
llaron en toda la región. La sierra se incendió a partir de 1780 y el Virreinato perua-
no entró en colapso.
Nunca se tomaron las medidas que pidieron haber solucionado todos estos pro-
blemas, como por ejemplo, lograr productos más competitivos en el interior andino,
dando alas a los sectores más dinámicos de la sociedad; mejorando la producción
minera de la sierra ecuatoriana o del Perú Central; perfeccionando la extracción y ven-
ta del azogue de Huancavelica, del que de alguna manera era dependiente toda la mi-
nería andina; reinvirtiendo más inteligentemente los beneficios del comercio o los
mayores ingresos de la recaudación fiscal; disminuyendo la fuga de capitales vía
pagos oficiales o las remisiones incontroladas de particulares; aminorando la presión
sobre el campesinado, incrementando así la circulación interna que era la que gene-
raba riqueza. Por el contrario, a toda nueva medida de reforma siguió una contribu-
ción especial, lo que la transformaba automáticamente en odiosa e inaplicable. Nada
o casi nada se hizo ni sirvió para reactivar una economía peruana cuya gigantesca
inercia sólo se utilizó para mantener el esplendor del Virreinato durante unas décadas,
pero en el que todos los indicadores apuntaban ya a la quiebra y a la ruina.
Las soluciones que las diversas subregiones andinas comenzaron a encontrar a
estos problemas fueron adoptadas por iniciativa de los grupos de poder locales: así,
Guayaquil comenzó a transformarse en un núcleo comercial y productor muy impor-
tante, arrastrando en su estela a buena parte de la economía de la sierra quiteña y
cuencana. Tumbes y Trujillo focalizaron en el norte peruano buena parte de la pro-
ducción regional y del comercio, especialmente en torno a los valles azucareros del
norte peruano. En el sur, la élite comercial arequipeña pretendió —y en buena medi-
da logró— mantener sus relaciones con el Alto Perú, especialmente con su plata,
intentando que no toda ella fuera a parar a Buenos Aires y desarrollando la costa de
Moquegua. Arica se convirtió en un puerto de salida y entrada de metales y mercan-
cías, muchas de ellas descaradamente contrabandeadas, pero que dieron vida nueva al
comercio altoperuano. Y Chile, con sus exportaciones de trigo a Perú y su conexión
directa con Buenos Aires vía Mendoza, se fue transformando cada vez más en una
subregión bastante autónoma que veía al monopolio limeño como una cadena de la
que debía liberarse cuanto antes.
Esta actividad regional estuvo sujeta, además, a los vaivenes del rosario de guerras
del período en las que, por cierto, la Corona española no salió precisamente bien para-
da. Independientemente de los resultados bélicos —que no fueron acordes con los
costes—, cada guerra significó la interrupción del tráfico oficial y, obviamente, la
ostensible e irremediable escalada del contrabando; cada guerra originó también un
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nuevo aprieto a la Real Hacienda, una nueva subida de impuestos, un aumento del
malestar por estos ajustes y otro motivo de protesta general por los tumbos aparente-
mente alocados y sin sentido —observados desde Lima— de la política metropolita-
na, puesto que siempre eran otros los que se beneficiaban (en el Caribe o en el Río de
la Plata) de los bolsillos y de los sudores andinos, afirmaban mientras ponían el grito
en el cielo. Por tanto, ante el colapso del tráfico y el incremento impositivo, especial-
mente con la guerra de 1779, la mayor parte de los metales y mercancías salieron o
entraron ilegalmente por la vía del contrabando, que nunca faltó y siempre estuvo dis-
puesto hasta hacerse consustancial con cualquier operación mercantil.
La situación se volvió más complicada cuando, tras la batalla de Cabo San Vicen-
te y luego tras la de Trafalgar en 1803, la Corona perdió la flota de guerra que podía
impedir que los buques europeos navegasen los mares americanos como propios. Ade-
más, el litoral suratlántico (Colonia de Sacramento, Montevideo, Buenos Aires, Las
Malvinas, incluso la Patagonia) se transformaron en zonas de conflicto armado don-
de los buques ingleses podían (como hicieron) desembarcar unidades de infantería e
intentar conquistar territorios completos. Ante estas calamidades, la Corona españo-
la, sabiendo que sus colonias se atiborraban cotidianamente de mercancías ilegales
porque era incapaz de abastecerlas, autorizó en 1797, en un gesto agónico, el llama-
do «Comercio con países neutrales», aunque los productos iban y venían desde sus
puertos de origen sin pasar por puertos españoles como estaba ordenado, lo que nadie
en América parecía capaz de evitar ni dispuesto a impedir. Cada vez fueron más los
barcos extranjeros que cargaron y descargaron mercancías en los puertos americanos,
alcanzando hasta un 80 por 100 del tráfico, mientras los buques españoles apenas arri-
baban con regularidad sino a algunos puntos vitales. En esas condiciones, el mono-
polio comercial sobre el Pacífico, que desde el siglo XVI conformaba la mayor parte
de la actividad del comercio de Lima, se derrumbaba a ojos vistas.
Por tanto, parece lógico que los grupos de comerciantes regionales, en los puertos
señalados y en otros que se fueron abriendo, se vieran en la disyuntiva de seguir ope-
rando monopólicamente con Lima o descubrir otras posibilidades, tratando directa-
mente con los suministradores europeos. Este mirar de las élites hacia fuera comenzó
a constituir el modo más común de operar, estando más atentos a las coyunturas del
mercado subregional al que atendían que a los mecanismos tradicionales heredados
de siglos anteriores, donde el Consulado de Comerciantes de Lima marcaba las direc-
trices a seguir en todos los puertos del Pacífico. Ese tiempo había pasado.
En resumen, la gran región andina nos aparece en este período como un espacio
económico en transición, salpicado además por intentos desde el interior de los terri-
torios de revertir un proceso que se descalabraba por momentos; y en el cual eran
muchos los grupos que deseaban intervenir (hacendados, mineros, cabildos de ciuda-
des, empresarios y trajinantes de productos… tanto a escala regional como local) y
pocos los que podían hacerlo, bajo la mirada y el dictamen implacable del Consulado
y del Virreinato limeño, los dos pilares del antiguo régimen en el Perú. Pilares ancla-
dos en un tiempo pasado que, definitivamente, acabaron por derrumbarse muy pocos
años después, cuando se los llevó por delante el gran huaico, la gran torrentera, el
gran tropel que fue la independencia en la región andina.
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2.4. LA REORGANIZACIÓN ADMINISTRATIVA: UNA NUEVA FISCALIDAD

Probablemente la característica más evidente de la reorganización administrativa


llevada a cabo por el reformismo borbónico en los territorios coloniales fue su extre-
ma parcialidad: en su planificación (y en muchos casos en su ejecución o intentos de
ejecución) se tuvieron en cuenta casi exclusivamente los intereses de la monarquía y
escasamente los generales de los territorios administrados. Resultó difícil de ocultar
el hecho de que las reformas consideraran sólo los intereses del sistema, y rara vez
(cuando no les quedó otra alternativa) los del orden colonial.
Las colonias españolas, con estas reformas mal emprendidas y peor desarrolladas,
perdieron así la oportunidad de incorporarse a las grandes corrientes modernizadoras
del mundo occidental seguidas por Gran Bretaña y los Países Bajos, e incluso por la
Francia prerrevolucionaria. Mediante reorganizaciones del aparato estatal, del orde-
namiento jurídico y de los ámbitos económicos y administrativos, sus gobiernos crea-
ron dispositivos renovadores que abrieron nuevas perspectivas y horizontes. Una mo-
dernización forjada en el seno del capitalismo europeo del que, obviamente España
quedaba fuera.
En las colonias españolas en general, y en la América andina en particular, los dis-
positivos «modernizadores» aplicados fueron, contradictoriamente con lo que en teo-
ría se buscaba, antiguos y poco eficaces, obteniendo resultados opuestos a los pre-
tendidos: la consolidación de la sociedad estamental y de castas, la adscripción de las
élites locales al aparato administrativo, una carga tributaria tan onerosa como inútil
para el desarrollo por falta de inversiones, el desánimo de los sectores emprendedo-
res para realizar cualquier actividad productiva, y la pervivencia de arcaicos sistemas
de tenencia de la tierra y de regulación de la mano de obra. Las reformas borbónicas,
tibias al principio, vacilantes después, acabaron finalmente abandonando el camino de
la modernización.
No desmantelaron, en lo fundamental, la antigua estructura administrativa, sino
que superpusieron nuevas figuras sobre las anteriores, creando entre ambas una con-
vivencia tan inarmónica como forzada que generó mil y un conflictos. Una estructura
que ni siquiera estuvo claramente definida ni tuvo continuidad en los rangos superio-
res de la administración: a veces las responsabilidades y los problemas de América re-
cayeron en Madrid sobre Secretarías de Despacho específicamente dispuestas para
ello, copiando el modelo francés, pero en otras ocasiones fueron diluidas entre diver-
sas secretarías generales y un obsoleto Consejo de Indias. Las pugnas por el poder
entre los diferentes ministros nombrados por el rey a lo largo del período (Arriaga
contra Esquilache, Aranda contra Floridablanca o Gálvez contra todo el gabinete, por
citar algunos ejemplos) adquirieron caracteres dramáticos, y sus enfrentamientos
políticos y personales, cruentos y despiadados, acabaron con muchos de ellos en el
exilio o tras los muros de una prisión.
Además, buena parte de las reformas estuvieron sujetas al carácter del monarca, o
a sus alteraciones, quitando o poniendo ministros, dejándose someter o imponiéndo-
se sobre diversas opiniones y variados criterios. El pulso de las reformas siempre fue
muy irregular y sufrió continuos desmayos. Hay que señalar asimismo que el impac-
to de la Revolución francesa sobre los monarcas españoles, especialmente tras la de-
capitación de la corona francesa, dio al traste con lo poco que se había adelantado en
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46 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

materia de reformas políticas. Si los vaivenes y mudanzas de la corte de Madrid, los


recelos y oposición de la nobleza más arcaica o de la Iglesia más conservadora, el
miedo a los «excesos de la revolución», o los cada vez más crecidos gastos de una
política exterior mal desarrollada, acabaron con el reformismo peninsular, la política
reformista en América le fue a la zaga, siendo finalmente rematada desde los poderes
locales o regionales americanos porque ni participaron de ella ni entendieron como
propias unas necesidades que no consideraron suyas.
Observado el proceso desde Madrid, la defensa de las posesiones coloniales frente
a las pretensiones de otras potencias europeas, y consiguientemente el mantenimien-
to a ultranza del monopolio, fue una preocupación básica de la política reformadora.
Luego se le uniría el problema de la seguridad interior. Así, la defensa y, consecuen-
temente, la recaudación fiscal para financiarla, constituyeron las dos columnas del
reformismo en América, hasta tal punto que acabaron confundiéndose: era fundamen-
tal extender el poder absoluto de la monarquía para aumentar la fiscalidad y, sin ésta,
era imposible el control del continente.
El extraordinario incremento de los costes defensivos en estos años, comparados con
los del siglo XVII, obligó a elevar en la misma proporción la recaudación fiscal y, no sólo
la de los impuestos tradicionales, sino también los indirectos. Las alcabalas acabaron
por duplicarse y el tributo indígena peruano, por ejemplo, mediante su cobro más exten-
sivo e intensivo, superó las expectaciones de recaudación a finales de siglo. Todos estos
ingresos se dirigieron especialmente a costear una enorme estructura militar que se
reveló como un pozo sin fondo. Según Tepaske, los costes defensivos se duplicaron
entre 1750-1800; los de la administración ascendieron del 6 al 11 por 100, mientras
las remisiones a España tuvieron que disminuirse del 39 al 14 por 100. Los costes de
la defensa ocuparon más de la mitad del gasto realizado en las colonias y salió ínte-
gramente del esfuerzo fiscal americano. Mientras, parecía no llegar nunca la tan dese-
ada reactivación económica que habría de producirse con los beneficios de las refor-
mas —la fiscal, la administrativa o la política— y con las inversiones que se llevarían
a cabo. Esta infructuosa espera generó un profundo malestar general, porque casi nin-
guna de las expectativas de los diferentes grupos y regiones acabó concretándose.
Las guerras internacionales, tan abundantes, todas tan vitales y trascendentales
para la monarquía, habían obligado además a la creación de nuevos impuestos
extraordinarios: impuestos de guerra sobre la plata, para la defensa del Caribe y
Armada de Barlovento, préstamos y contribuciones forzosas y otras suscripciones
extraordinarias (exigencias de donaciones a las familias más ricas de cada jurisdic-
ción, a veces superiores a los 100.000 pesos, préstamos de cabildos y consulados),
que contrastaban con el hecho de que a los americanos nunca se les consultara sobre
la política exterior de la Corona, que tantas y tan graves consecuencias tenía para
ellos. El ministro José de Gálvez sostenía que para defender América no se contaban
con más apoyos que los que quisieran aportar sus naturales, por lo que había que per-
suadirles de que la defensa de los intereses del rey estaba ligada con la de «sus fami-
lias, su religión, sus intereses, su patria y su felicidad». Seguramente no debió de con-
vencerlo porque, pocos años después, el mexicano fray Servando Teresa de Mier
escribía: «Nosotros [los criollos] no tenemos necesidad sino de guardar neutralidad y
seremos felices».
Junto con el aumento impositivo, otro de los objetivos de la reorganización admi-
nistrativa de la Real Hacienda en la región andina fue evitar las prácticas de corrup-
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EL SIGLO XVIII ANDINO: LAS REFORMAS BORBÓNICAS 47

ción, tan extendidas como antiguas, especialmente en el ramo del tributo indígena
de cuyo cobro se encargaban los corregidores; así como perseguir la evasión de los
impuestos al comercio y, en general, combatir el soborno, que parecía ser el principal
mecanismo de sustento del funcionariado en cualquiera de sus categorías. La venta de
cargos públicos y los remates de muchos impuestos, como por ejemplo los estancos
(la mayor parte de ellos arrendados a particulares), habían hecho disminuir el volu-
men de lo recaudado a cantidades consideradas inadmisibles por la administración en
Madrid. En esta materia, las reformas borbónicas se dirigieron a reforzar el control
sobre los ramos tributarios y depurar por completo al funcionariado.
Tanto en una como otra dirección debemos concluir que, efectivamente, aquí sí se
cumplieron los objetivos de la reforma fiscal. Dejaron de venderse los cargos pú-
blicos, o al menos no en la misma proporción e intensidad que antes. Los estancos se
extendieron: primero el tabaco y luego el aguardiente, la pólvora, el mercurio, la sal,
los naipes… Las alcabalas empezaron a ser cobradas con mayor efectividad al tiem-
po que se incrementaron. El aumento de los impuestos junto con una más eficaz
recaudación aportaron mayores cantidades a la Real Hacienda, pero conllevaron la
protesta e incluso la rebelión de buena parte de los sectores afectados. Tributos, alca-
balas, estancos, significaron tal elevación de la extorsión fiscal que los sectores pro-
ductivos y consumidores consideraron haber alcanzado un punto insoportable, espe-
cialmente cuando las alcabalas se extendieron a productos propios de la economía
natural indígena, antes exentos, cuando se impuso la obligación de entregar guías de
comercio en el espacio del trajín, y cuando fueron considerados tributarios otros sec-
tores como forasteros, mestizos y castas, hasta entonces exentos de tales cargas. Esta
reforma tributaria, por tanto, originó la mayor parte de los conflictos surgidos en el
interior del mundo andino durante este período, tanto en las ciudades como en el me-
dio rural.
No obstante, el éxito fiscalizador hizo que otros rubros disminuyeran: la interrup-
ción del tráfico motivada por los conflictos bélicos originó puntuales aunque notables
reducciones en los ingresos aduaneros, que se hicieron crónicos conforme avanzó la
década de 1790 y especialmente a partir de 1800.
Puede afirmarse, por tanto, que en las cajas de la Real Hacienda de la región se
incrementaron los ingresos a partir de 1780, sobre todo los ramos de alcabalas y tri-
buto indígena, como si se hubiera vencido de alguna manera el fraude consolidado de
sus recaudaciones y el incremento de la presión sobre las masas campesinas hubiera
surtido efecto. Las alcabalas de Perú subieron a casi un millón de pesos, y el tributo
indígena sobrepasó con creces esta cantidad. La reorganización administrativa permi-
tió que en las últimas décadas del siglo XVIII se alcanzara la cifra más alta de recau-
dación fiscal general jamás lograda en Perú, más de cinco millones de pesos anuales:
una cuarta parte procedía de la minería y otra cuarta parte del tributo indígena. El
Virreinato del Río de la Plata, que incluía al Alto Perú, recaudaba casi cuatro millo-
nes de pesos, procedentes en su mayor parte de los impuestos sobre la minería, el tri-
buto indígena y las aduanas. La Nueva Granada obtenía por impuestos más de cuatro
millones de pesos por aduanas, minas y tabacos, y escasamente 200.000 pesos anua-
les por tributo indígena. Así pues, que en el mejor momento (años ochenta y noven-
ta), el aporte fiscal de la región andina podía ascender a casi quince millones de pesos
anuales. Pero, aunque aportaba al erario público de la monarquía en valores absolutos
mucho menos que México (casi la mitad), su contribución al gasto defensivo era por-
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48 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

centualmente más elevada (el 80 por 100, mientras que el de México se mantenía en
el 70 por 100).
Este fuerte incremento de la presión fiscal tuvo graves consecuencias. Los visita-
dores fiscales enviados especialmente a la región (Areche, Escobedo, Piñeres, etc.)
fueron incapaces de ver o entender los acuerdos más o menos explícitos existentes en
el nivel local o regional entre administradores y administrados, y generaron roces y
conflictos de todo tipo que menoscabaron aún más la autoridad real en la región y aca-
baron por incendiarla. Una autoridad que parecía asentarse sólo en la aplicación de
medidas de fuerza y coacción. La presencia de funcionarios más allá de las ciudades
fue casi nula, y el proyecto de creación de un Estado colonial ni siquiera pudo formu-
larse seriamente. La administración colonial aparecía cada vez más a los ojos de los
americanos como una maquinaria exclusivamente fiscal, depredadora y extranjera.
Las utilidades de los ingresos fiscales nunca se vieron, ni retornaron en forma de
inversión o de fomento de la economía. El sistema colonial ni siquiera pareció inten-
tarlo, en opinión de las élites locales.
Semejante esfuerzo fiscal sirvió, por tanto, para abordar el gasto militar y para
poco más. Fue evidente el abandono de la necesaria política de inversiones publicas,
de creación de una infraestructura material tan inexistente como fundamental para
el desarrollo agrícola, minero o industrial. Sólo algunos ejemplos, muy repartidos
por el mapa americano, dan muestras de estas escasas inversiones: algún colegio de
minería, algunos puentes, algunos palacios gubernativos, alguna casa de la moneda,
alguna aduana, alguna red de agua o alcantarillado… poco relevantes en comparación
con el sacrificio fiscal que realizó el continente. En cambio, la «obra colonial» por
excelencia, visible entonces y que ha llegado hasta nuestros días, consistió en una co-
lección enorme de fortalezas, ciudadelas, recintos abaluartados, murallas con fosos y
contraescarpas, a cual más grande y monumental, desde Florida al sur chileno: todo
para defender a cañonazos un mundo que así no tenía defensa posible. Y lo que no fue-
ron fortificaciones fue realizado por los actores y gestores del orden colonial, no del
sistema: palacios familiares de la élite, iglesias y conventos (a veces también elevados
con donaciones de particulares), catedrales (construidas con las aportaciones de los
fieles) y otras obras públicas mandadas ejecutar por los cabildos de las ciudades: ala-
medas, paseos, teatros, fuentes. La imagen de la ciudad, el paisaje urbano del siglo XVIII
americano, se corresponde con la imagen que el orden colonial quiso exponer de sí
mismo, no con la del sistema. La plata de la Real Hacienda no sirvió tampoco para eso.
Con la aplicación de las reformas fue el conservadurismo económico el que per-
maneció instalado en el poder, anclado en los viejos patrones monopolísticos y exclu-
sivos, demostrando su incapacidad para modernizarse y eliminar lo que desalentaba
la actividad productiva: arcaísmo institucional, anacrónicos monopolios, códigos
vetustos, derechos de propiedad añejos, una Iglesia propietaria y conservadora, una
falta absoluta de fomento del ahorro y de la inversión, o el mantenimiento de patro-
nes sociales basados en la posesión de la tierra y de la mano de obra, títulos nobilia-
rios y bienes suntuosos.
A través del análisis de los ingresos fiscales descubrimos cómo se produjeron
desarrollos desiguales. Hubo regiones que resultaron mucho más beneficiadas que
otras: unas porque en ellas no se aplicaron las reformas, otras porque se aplicaron con
un excesivo pragmatismo; unas porque fueron expoliadas con el aumento de la pre-
sión fiscal, otras porque en ella se ejecutó el gasto. Las reformas se aplicaron territo-
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EL SIGLO XVIII ANDINO: LAS REFORMAS BORBÓNICAS 49

rial pero no simultáneamente, alcanzando diversos grados de efectividad, lo que ori-


ginó peculiaridades que tuvieron que ver con un proceso de regionalización andina
cada vez más acentuado. Los impuestos, por ejemplo, no fueron homogéneos, sino
que existieron notables diferencias regionales. Las reformas intentaron homogenei-
zarlos pero, en general, no fue posible. Arequipa, Cuenca, La Paz, por ejemplo, apor-
taron cifras muy elevadas de recaudación fiscal, pero en ramos diferentes. En Chile,
en cambio, el gasto militar por habitante fue de los más altos de América.
También hay que considerar que la política fiscal abrió abismos difíciles de salvar.
No gravó especialmente a las operaciones de intercambio comercial entre las colonias
y los puertos españoles: ni las de importación de sus productos al interior del mundo
americano (para no hundir aún más las difíciles introducciones de manufacturas espa-
ñolas frente al contrabando) ni las de exportación, porque hubieran originado la sali-
da ilícita de los bienes americanos, especialmente del metal, disminuyendo conse-
cuentemente la recaudación aduanera. El peso más grande de la carga fiscal, como
hemos comentado, recayó sobre los territorios y jurisdicciones con mayor población
indígena, vía tributo personal (que se amplió también a los llamados «indios foraste-
ros»), y sobre los intercambios al interior del espacio americano mediante las alcaba-
las, o sobre las industrias locales, ámbitos controlados por criollos y mestizos que
encontraron solución a este aumento impositivo encareciendo los productos. De modo
que la presión fiscal vino finalmente a incidir, directa e indirectamente, sobre la gran
masa de la población americana, tanto productores como consumidores; es decir, los
menos favorecidos por el régimen colonial. El reformismo no sólo fue extraordina-
riamente exactivo sobre el mundo andino, sino que desalentó cualquier expectativa so-
bre el necesario progreso económico, sobre la producción y los intercambios, y agravó
los desequilibrios en el seno de la sociedad colonial ya de por sí muy acusados.
Y todo este esfuerzo, observando los sesenta años que estudiamos, resultó además
inútil. La Corona española estaba en bancarrota a finales de siglo, y la recuperación
fiscal americana, lograda con tanto esfuerzo, no fue suficiente para remediar la situa-
ción: la deuda pública española se cuadruplicó entre 1750 y 1800. El ingreso de las
colonias representaba alrededor del 20 por 100 del erario de la monarquía, pero las re-
misiones ordinarias (no las extraordinarias) bajaron mucho con las guerras de finales
de la década de 1790 y aún más después de 1800, de manera que los conflictos inter-
nacionales y el gasto defensivo americano acabaron por ahogar la respuesta a las cada
vez más apremiantes peticiones de metal que realizaban desde España.
El esfuerzo resultó agónico para la monarquía en su conjunto. A veces se olvida
que ésta era un cadáver económico y fiscal cuando Napoleón invadió Madrid. Estaba
completamente quebrada. La Real Hacienda americana murió también en el intento
de salvarla. La combinación letal de gasto militar, presupuestación del déficit y remi-
siones a España, resultó una enfermedad que de crónica pasó ser crítica, hasta acabar
matando al paciente. La deuda de las cajas reales de México y Perú era insostenible e
impagable a partir de 1790; la crisis final, inevitable.
La Real Hacienda peruana estaba en serias dificultades desde 1780, dado el esfuer-
zo de recaudación que tuvo que realizar —un esfuerzo que costó miles de muertos—
y la enorme cantidad de efectivo que debía repartir por todo el subcontinente. Gasta-
ba en defensa más de un millón y medio de pesos en la década de 1790, lo que equi-
valía a la mitad de sus ingresos, y todavía debía remitir a España casi dos millones
más. La necesidad obligó a iniciar una política, ya a corto plazo inmanejable, de en-
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50 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

deudamiento público: con el Consulado de Mercaderes, con el Tribunal de Minería,


con los juzgados de testamenterías, con la Iglesia (conventos, monasterios y cofra-
días), con los monopolios del tabaco o del azogue, incluso con algunos cabildos de
ciudades; deudas establecidas a intereses que, según los casos, oscilaban entre el 3 y
el 8 por 100. También se emitieron bonos, se usaron los fondos reservados de pensio-
nes, se utilizaron los depósitos de la tesorería de personas particulares, se recurrió
incluso a los ramos de temporalidades de los jesuitas expulsados. Cuando todo ello
fue insuficiente, dejaron de pagarse sueldos a militares y funcionarios, de abastecer a
los navíos y a las fortificaciones (con lo que muchos puntos de defensa quedaron
abandonados a su suerte y tuvieron que ingeniárselas para su supervivencia), se echó
mano de cualquier rubro que contuviera metal, siempre argumentando y prometiendo
que todo se devolvería y abonaría cuando la situación mejorase, lo que nunca sucedió.
En estas condiciones, las reformas y todo su universo se vinieron estrepitosa y defi-
nitivamente abajo como un formidable castillo de naipes después de 1800, arrastran-
do consigo a los restos del sistema fiscal. Para el caso de Perú (en valores absolutos
inferior a la de México pero a su escala un verdadero suicidio), la deuda de la Real
Hacienda se fue incrementando de los dos millones de pesos en 1790 a los ocho millo-
nes en 1810, alcanzando los veinte millones en 1820. Cuando se produjo la indepen-
dencia, la Hacienda peruana no sólo era humo, sino un agujero sin fondo.

2.5. LA REORGANIZACIÓN ADMINISTRATIVA: LAS INTENDENCIAS ANDINAS

Aparte del fiscal, otro aspecto en el que las reformas tuvieron una especial inci-
dencia fue el de la reordenación administrativa del espacio colonial, intentando des-
centralizar los dos mayores virreinatos (excesivamente grandes en opinión de los pla-
nificadores metropolitanos), y mejorando el funcionamiento de la burocracia. En
ambos sentidos tampoco se tuvieron en cuenta las opiniones de los sectores afectados.
Los cambios fueron importantes en la región andina. Ya hemos comentado que en
1739, y en plena guerra con Inglaterra, crearon a toda prisa desde Madrid el Virrei-
nato de Nueva Granada a fin de atender las necesidades defensivas del norte andino
en su fachada hacia el Caribe, demasiado lejos de Lima. Al nuevo Virreinato se le
asignaron los territorios de las actuales Colombia, Ecuador, Venezuela y Panamá. El
Virreinato del Río de la Plata fue creado también a toda prisa con motivo de otra
guerra, en 1776, señalándole jurisdicción sobre los territorios de la actual Argentina,
el Alto Perú, el Paraguay y la Banda Oriental.
También en este período se crearon nuevas audiencias: la de Buenos Aires, Cara-
cas y Cuzco en la década de 1780. Venezuela y Chile fueron elevados a la condición
de capitanías generales (década de 1770), logrando una relativa autonomía de sus res-
pectivos virreinatos, aunque más efectiva que jurídica. En definitiva, en escasamente
veinte años se llevó a cabo una profunda desmembración de territorios de sus viejas
adscripciones, asignándoles nuevas cabeceras administrativas, lo que originó la pér-
dida de importancia política y de privilegios del viejo y antaño todopoderoso Virreina-
to de Perú, y una regionalización o provincialización de notables repercusiones.
La reordenación administrativa más importante y significativa del reformismo
borbónico en los Andes fue la aplicación del régimen de intendencias: el intento más
claro de la administración central por lograr una estructura racional y efectiva. Cada
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EL SIGLO XVIII ANDINO: LAS REFORMAS BORBÓNICAS 51

Océano
Atlántico
Capitanía General
de Venezuela
(1777)

Virreinato
del la Nueva
Granada
(1739) 1
2

3
Intendencias
1 Quito
Virreinato 4 2 Cuenca
5
del Perú 6 7 8 22 3 Trujillo
9
10 4 Taruma
11 23
12 5 Lima
6 Huancavelica
13 7 Huamauga
14 8 Cuzco
9 Puno
10 Arequipa
15 17
11 La Paz
Capitanía General 24 12 Cochabamba
de Chile 16 13 La Plata
25 14 Potosí
19
18 15 Salta
16 Córdoba
20 17 Asunción
18 Buenos Aires
19 Santiago
20 Concepción
21 Virreinato del
Río de la Plata Gobiernos
(1776)
21 Chiloé
Océano 22 Mojos
Pacífico 23 Chiquitos
24 Mistones
25 Montevideo

MAPA 2.1. VIRREINATOS, CAPITANÍAS GENERALES, INTENDENCIAS Y GOBIERNOS EN LA REGIÓN


ANDINA TRAS LAS REFORMAS
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52 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

una de las intendencias conformaría una provincia, con bastante autonomía de gobier-
no respecto de los virreinatos, dependiendo en muchas cuestiones directamente de
Madrid para reforzar la centralización de los territorios americanos respecto de la cor-
te. Al frente de estas provincias se situaría un intendente y éstos serían los grandes
agentes de las reformas, los ejecutores de la política absolutista del monarca.
El Virreinato de Perú fue dividido en siete intendencias en 1784 por el visitador
Jorge Escobedo (Arequipa, Cuzco, Huamanga, Huancavelica, Tarma y Trujillo, con la
superintendencia en Lima). En Chile se crearon dos en 1786, una en Santiago y la otra
en Concepción. En el Río de la Plata se instituyeron nueve en 1782, incluyendo el Alto
Perú (Córdoba, Salta, Asunción, Potosí, La Plata, Cochabamba, La Paz y Puno, con la
superintendencia en Buenos Aires). Otra se creó en Venezuela, con sede en Caracas,
en 1776. Sin embargo, la reforma no se aplicó en la corazón de Nueva Granada por-
que allí el sistema de corregimientos, al que intentaba sustituir, no parecía arrostrar
críticas tan severas como en Perú: la población indígena era menor, el control de los
cabildos efectivo y el esquema de gobernaciones extenso y experimentado. En el ac-
tual Ecuador sólo se creó una intendencia, la de Cuenca. Puno fue desgajada del Río
de la Plata en 1796 y anexionada de nuevo a Perú.
Los intendentes que se pusieron al frente de estos gobiernos provinciales eran fun-
cionarios asalariados, nombrados por la Corona, aunque tanto virreyes como visi-
tadores tuvieron una importante participación en su elección. Su primera función era
la de reordenar los ramos fiscales. Al suprimirse y sustituir a los corregidores, serían
los que cobrarían los impuestos, rindiendo cuentas al superintendente general situado
en la capital virreinal. Debían encargarse, además de supervisar las tropas y los per-
trechos en su jurisdicción, de cuidar la policía y convivencia en sus distritos, y eran
responsables de lograr el crecimiento económico favoreciendo la agricultura, la mi-
nería y las industrias. Desempeñaban también funciones judiciales (presidían la corte
provincial) y eran vicepatronos de la Iglesia en sus respectivas jurisdicciones.
Con la implantación de las intendencias, el sistema deseaba eliminar o al menos
restringir el poder de los grupos locales en la maquinaria gubernativa, donde la mayor
parte de los cargos públicos habían sino detentados tradicionalmente por miembros de
las élites criollas. Ahora se pretendía que las nuevas intendencias quedasen en manos
de peninsulares, preferiblemente mandados exprofeso hacia sus jurisdicciones, con
poco contacto con las capas freáticas locales. Éste es el motivo por el que la mayor
parte de los intendentes andinos fueron militares, y por el que los criollos escasearon
inicialmente en estos cargos.
En las ciudades cabeceras de intendencias presidieron sus cabildos locales, lo que
originó sonoras protestas de sus miembros al apreciar que parte de sus atribuciones
habían sido acaparadas por los intendentes, sobre todo en lo referente a rentas muni-
cipales. Y aunque los conflictos entre éstos, alcaldes y regidores fueron numerosos,
hay que señalar que las ciudades situadas en las cabeceras de intendencias ampliaron
mucho sus ámbitos de influencia sobre sus respectivos marcos regionales.
Otra de las tareas asignadas a los intendentes fue la de elaborar informes sobre el
estado de sus jurisdicciones, debiendo visitar personalmente el territorio; información
que originó no pocos problemas, dentro y fuera del organigrama administrativo. Den-
tro, porque de estas visitas se deduciría la efectividad —comparativamente con otras
zonas— de la labor de tal o cual intendente, visitador o virrey. No era bueno, opina-
ba algún alto cargo virreinal, que en Madrid se supiera demasiado sobre el estado real
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EL SIGLO XVIII ANDINO: LAS REFORMAS BORBÓNICAS 53

de las cosas. Y fuera, porque buena parte de los encuestados o censados se negaron a
ofrecer estas informaciones, a sabiendas que acarrearían nuevos impuestos, o que al
ser detectadas las numerosas grietas que existían tradicionalmente en el aparato fiscal
acabarían por repararlas. Los intentos de mejoras en la información sobre los admi-
nistrados fue motivo de alborotos y revueltas al negarse éstos a ser empadronados, o
a aportar datos reales sobre sus bienes y producciones, o sobre sus tratos y contratos,
en cuanto se temían —con razón— de los nuevos censos y matrículas consecuentes
aumentos impositivos, o un mayor control sobre la población para ampliar el número
de tributarios, reforzar las mitas y extender a nuevos sectores el alistamiento en las
milicias.
Un análisis más detallado de la implantación del régimen de intendencias en los
Andes nos muestra las fragilidades del sistema.
Si calculamos el tiempo de permanencia en el mando de los intendentes del cen-
tro y sur de Perú, deducimos que la mayor parte de ellos estuvieron relativamente
pocos años en el cargo y conocieron escasamente la realidad de sus distritos, o no
tuvieron plazo suficiente para adoptar medidas que necesitaban un mínimo de tiempo
para su ajuste y ejecución. Como muestra John Fisher, de los 24 intendentes peruanos
durante los cuarenta años en que se mantuvieron las intendencias en Perú, práctica-
mente todos eran nuevos en la región (siete llegaron directamente desde España y
entre los ocho criollos casi ninguno conocía directamente sus distritos). Sólo ocho
estuvieron más de siete años en el cargo, y el resto o murió pronto en su desempeño
(ocho), o fueron removidos (dos), o trasladados a otros puestos en la administración
(seis). Seis intendentes claves estuvieron en condiciones de conocer a fondo sus pro-
vincias porque estuvieron en sus empleos el tiempo suficiente: uno en Cuzco, tres en
Arequipa y dos en Huamanga. Pero conocer a fondo la realidad también significó que
acabaran identificándose con ella.
Por otra parte y como ya hemos indicado, la mayoría de los intendentes (casi el 70
por 100) procedían de la carrera militar. Aunque el nombramiento de oficiales milita-
res para el desempeño de cargos administrativos tenía como objeto mejorar la admi-
nistración, muchos de ellos no tenían experiencia ni política ni burocrática. No obs-
tante, opinaban en Madrid que, desprendiendo el cuerpo administrativo de un
funcionariado secularmente corrupto, la responsabilidad del gobierno político, fiscal
y militar debía depositarse sobre un colectivo que gozaba, o parecía gozar, de la con-
fianza de la Corona y de sus ministros: y éste era la oficialidad militar, a priori con un
nivel de formación superior al de los cuerpos burocráticos tradicionales, sujetos ade-
más a una jerarquización y disciplina más efectiva a la hora de su control. Y, también
en teoría, con menos intereses creados en los distritos.
Pero el hecho de que buena parte de esta oficialidad fuera de origen y formación
peninsular no hizo sino rebrotar un viejo fuego nunca extinguido. La irrupción en las
provincias de este nuevo funcionariado y su actitud ante los problemas que encontra-
ron (los lógicos del enfrentamiento entre el orden y el sistema colonial), originaron
forzosamente un haz de conflictos, acaloradas disputas y actitudes irreconciliables
entre los distintos ámbitos de poder. En aquellas zonas donde las élites criollas y estos
nuevos funcionarios lograron algún tipo de entendimiento, reparto de funciones o res-
peto en las diferentes parcelas del poder local y regional, la situación permaneció
estable en el seno de un acuerdo tácito que posibilitaba emprendimientos comunes:
las reformas se consolidarían si no cuestionaban ni afectaban a los fundamentos del
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54 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

orden colonial. En muchos casos, estos roces y conflictos tuvieron solución tras esta-
blecerse alianzas familiares que tendieron a identificar cuando no a integrar ambos
sectores. (Hay que señalar que casi la totalidad de los intendentes peruanos nacidos
en España se casaron con criollas pertenecientes a la élite local, y sus hijos fueron
militares, miembros de la administración y del patriciado andino.)
En cambio, en aquellas otras zonas donde por razones de coyuntura, o incluso
cuestiones de ambición personal o grupal, este entendimiento, alianza o integración
no fue posible, se sembraron los vientos que poco después se transformaron en tem-
pestades.
Estos roces jurisdiccionales afloraron pronto. Por una parte, los virreyes no acep-
taron de buena gana la implantación y extensión del régimen de intendencias, en
cuanto significaba un recorte importante a su autoridad, y dieron escasas facilidades
a los nuevos funcionarios. A los consabidos problemas que tuvieron estos virreyes con
los visitadores generales —Areche primero y Escobedo después, en el caso perua-
no— se sumaron ahora los conflictos con los intendentes. El virrey Gil y Lemos, por
ejemplo, llegó a proponer sustituirlos por gobernadores militares bajo su mando
directo, lo que desde luego no fue aceptado en Madrid.
Otro roce importante se suscitó con los eclesiásticos, y no sólo por cuestiones de
protocolo —los obispos, especialmente en la Sierra, estaban acostumbrados a ser la
máxima autoridad local—. La acción de los intendentes como vicepatronos de la Igle-
sia en sus jurisdicciones afectaba a temas más que sensibles: nombramiento y disci-
plina de curas y doctrineros, disputas entre cabildos catedralicios y obispos, sínodos,
obenciones, diezmos, reparos de templos, creación de nuevas parroquias y doctrinas…
Problemas que normalmente, salvo escándalo mayúsculo que intentaba evitarse por
todos los medios, apenas si eran conocidos porque no salían normalmente fuera de los
claustros o de los despachos episcopales. Ahora, en cambio, debían seguir el procedi-
miento administrativo ordinario, lo que resultaba intolerable para las autoridades ecle-
siásticas. Una de las quejas más comunes y motivos de conflictos entre intendentes,
obispos, párrocos y frailes fue el excesivo poder que, según los funcionarios, tenían
curas y doctrineros sobre sus feligresías. Manifestado no sólo en los abusos que come-
tían con los indígenas y mestizos, cobrándoles onerosas tasas por bautizos, matrimo-
nios o entierros, y por los sermones y misas de las fiestas patronales, sino también por
la cantidad de mano de obra que extraían de las comunidades para sus «granjerías» y
negocios particulares. Negocios que fueron tachados por algún intendente como
«exorbitantes», porque tenían «con el título de gente de iglesia, a sacristanes, canto-
res y acólitos que no eran sino pongos, mitayos, muleros, ovejeros y guancamayos,
incluso alguno con el insólito destino de guardián de gallinas». Todo esto, en su opi-
nión, dejaba exhaustas a las poblaciones para el pago de los tributos ordinarios, lo que
iba en detrimento de las arcas del rey.
Entre intendentes y cabildos de las ciudades surgieron problemas similares, espe-
cialmente en las más grandes y antiguas de la tierra. La personalidad y circunstancias
de cada uno de estos nuevos altos funcionarios (entre las que cabe destacar si poseían
o no experiencia de gobierno en América, y su nivel de entendimiento con las gran-
des familias del patriciado limeño o local) permitieron establecer o un relativo con-
senso o una despiadada guerra entre las partes. El hecho de que ahora el intendente
presidiera las reuniones del cabildo de la capital provincial y fuera el encargado de
confirmar la elección de alcaldes y regidores, significaba, a los ojos del patriciado ur-
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bano, una grave intromisión en sus asuntos; máxime viniendo de un extranjero o de


alguien del que podría suponerse representara a la competencia de otras jurisdiccio-
nes, especialmente en la coyuntura peruana de los años ochenta y noventa, si es que
el intendente nombrado procedía de una región diferente, como sucedió entre arequi-
peños y cuzqueños. La mayor parte de los problemas entre intendentes y cabildos deri-
varon de la obligación de los primeros de conocer la cantidad de tierra del rey o de las
comunidades indígenas que hubieran sido usurpadas y usufructuadas sin permiso,
para ser restituidas a sus legítimos dueños. Fue un tema tabú que muchos intendentes
quisieron soslayar para evitar males mayores. Y los que entraron en él encontraron
motivos para arrepentirse.
Conocemos por la pluma de uno de estos intendentes militares, Antonio Álvarez y
Jiménez, recién llegado a Arequipa en 1785, cuál era su opinión sobre el estado de las
cosas y los males de Perú: los corregidores son los grandes culpables y la corrupción
generalizada su consecuencia:

El reino peruano parecía más la porción heredada de los conquistadores que la posesión
justa del Monarca … Aquellos lo dividían entre sí haciendo de señores sobre sus gentes y
sobre sus riquezas, y la magnificencia del Soberano, aplicada siempre a compensar los ser-
vicios, autorizaba por entonces sus decisiones con el título de Encomiendas. Los indios, no
esclavos, pero sujetos a la servidumbre con el nombre de yanaconas, habían desfigurado la
idea de su Rey y señor natural … Entre tanto, se había ordenado ya la división de las pro-
vincias colocando en ellas unos jefes de justicia que con el nombre de Corregidores pudie-
sen gobernarlas… [quienes] pasaron hasta el exceso de ser unos comerciantes disfrazados
con la investidura de jueces. Su empeño no era otro que el logro en sus repartimientos. Ni
archivos ordenados, ni rentas arregladas, ni propios establecidos, ni pueblos o visitados o
civilizados, ni causas substanciadas y finalizadas, ni oficinas planificadas, ni casas a bene-
ficio del Rey o del público erigidas, ni cosa alguna de las que pueden contribuir al cumpli-
miento de las sabias providencias con que procuraba España la civilización de estos pue-
blos; pues corriendo todo al fin de los propios intereses de estos particulares, cualquier otra
diligencia se consideraba odiosa para asegurar las pagas del indio deudor … Una conducta
tan irregular no podía sostenerse sino por las fuerzas de muchos protectores, que interesa-
dos también en las ganancias, oscureciesen la verdad y entorpeciesen el recurso de los cla-
mores al trono. De aquí es el uso de una libertad viciada que se ha creído siempre como
propiedad de la Nación Peruana. La verdad desconocida, la buena fe desterrada y los tri-
bunales casi sin fuerzas para proveer de remedio a tantos males, la causa del Rey sin el debi-
do apoyo y la religión misma, parecían resfriarse en los ánimos de los neófitos y aún de los
veteranos … Era entonces aquel estilo pernicioso que hasta hoy pretende viciar los regla-
mentos del reino.

Aunque la reforma administrativa no escatimó críticas al sistema toledano y a los


abusos de corregidores y caciques, no por ello se pensó en la posibilidad de eliminar
los repartos, ni aun los forzosos; eso sí, cambiando su nombre por el eufemístico de
«socorros». Los repartos siguieron realizándose en todos los partidos de los Andes,
de la mano de intendentes, subdelegados, ayudantes y curacas. El intendente Álvarez
y Jiménez aclara que, en su opinión, eran necesarios:

El ocio, flojera y desidia de los naturales clama y les obliga al pronto remedio; ella es
tal que sólo se puede conseguir desterrarla compeliéndoles al trabajo … Desde que por jus-
tos motivos y maduras reflexiones tuvo por conveniente nuestro Monarca extinguir los
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56 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

repartos por los abusos y tiranías con que se ejecutaban en tiempo de Corregidores y poner
el gobierno de este reino reformado en el nuevo Plan de Intendencias … ha llegado a más
la inacción de los indios. Y así, para evitar este daño que ellos mismos no conocen aún pal-
pando sus miserias, me parece oportuno que al socorro de ellas se les diese, no en calidad
de reparto, ni con las estrecheces que lo hicieron odioso en tiempos pasados, sino con títu-
lo de habitación o socorros, mulas, hierro y ropa de la tierra a precios proporcionados a
todos sus costes, bien suplidos por la Real Hacienda o por el Real Tribunal del Consulado,
según el proyecto del señor don Jorge Escobedo … y más en los pueblos de la comprensión
de esta provincia donde la industria se compone de arriería y labranza, para cuyo fomento
y convalecencia expresaré lo que conceptúo necesitan los naturales indios de cada partido.

Si era necesario aumentar la fiscalidad, el trato a la población indígena debía con-


tinuar desarrollándose —como mínimo— en los mismos términos que antes. No sólo
se les siguió repartiendo forzadamente, sino que, igual que los corregidores, los inten-
dentes siguieron señalando qué se repartía y a qué precio. Además, con el Consulado
de Lima de por medio.
Obviamente, estos trabajos de recaudación, reparto o visita, no fueron realizados
por la propia mano de los intendentes. Se les permitió el nombramiento de «subdele-
gados de intendencia» situados en otras ciudades importantes de su provincia, que
actuaban además como jueces de primera instancia; éstos, a su vez, podían elegir a
otros colaboradores conocidos como «segundas». Ninguno de ellos cobraba salario,
sino que recibían una comisión sobre la recaudación obtenida. Como es de imaginar,
si ésta aumentó, la extorsión también, y las quejas, sobre todo de los indígenas, inun-
daron los juzgados. Allí les esperaban estos jueces-comerciantes enarbolando leyes y
decretos en su contra. El círculo se fue cerrando y las reformas actuaron como un
arma letal contra los sectores populares.
De los nombramientos de estos subdelegados y de sus ayudantes o «segundas» co-
nocemos muy poco; cada caso parece encerrar un mundo, pero muestran la intrinca-
da madeja que constituían la política y la sociedad andinas. Subdelegados y segundas
fueron normalmente el resultado de pactos y alianzas establecidos entre virreyes,
intendentes, audiencias, obispos y grupos de poder local, curacas y caciques incluidos,
cuando no fueron cargos que se compraron directamente. Así, la buena marcha de
los asuntos en el interior de las provincias dependía en muchos casos de que estas
autoridades delegadas no cometieran demasiadas tropelías, y del control a que el
intendente los tuviera sometidos o de los pactos que entre ellos hubieran establecido;
o de que el virrey no supiera lo que sucedía, o que ignorase o se hiciera el ignorante
del dominio que los intereses locales ejercían sobre intendentes y subdelegados. Igno-
rancia que también podía aplicarse a los intendentes respecto de los nombramientos
de subdelegados que hacían por su cuenta los virreyes. Una madeja.
El número de criollos y «españoles de la tierra» fue muy crecido entre los subde-
legados y, sobre todo, entre los «segundas»: comerciantes locales, trajinantes, ricos
curacas mestizados, miembros de las parentelas y de las redes clientelares de los
hacendados, incluso algún antiguo corregidor o, como señala la documentación,
«hombres de fortuna» relacionados con el anterior sistema de repartos… Pocos penin-
sulares de prestigio aceptaron un cargo de «españoles entre indios», que no tenía sala-
rio fijo, sino en función del tributo recaudado, para lo cual era necesario proveerse de
recaudadores locales subcontratados que conociesen y manejasen con soltura y fir-
meza el negocio de la extorsión. Había que entender muy bien la realidad local para
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EL SIGLO XVIII ANDINO: LAS REFORMAS BORBÓNICAS 57

sacar partido del cargo, con lo que los «españoles de la tierra» llevaban mucha venta-
ja para desempeñarlo adecuadamente. El fraude planeó siempre sobre ellos, y el resul-
tado fue que, en general, lo que se pretendía fuera una ruptura con el régimen corrup-
to de los corregidores se convirtió en poco tiempo en una continuación del mismo. Es
decir, el orden colonial absorbió fácilmente al nuevo tejido administrativo creado por
el sistema de intendencias precisamente para controlarlo. En este paisaje de finales de
siglo, el zorro siguió guardando a las ovejas.
Y no sólo por cuestiones impositivas, sino también por los amplios poderes que
estos subdelegados tuvieron como jueces de distrito. Muchos de estos subdelegados y
segundas eran propietarios y comerciantes, y aparte de cobrar impuestos, vender mer-
cancías y atender las causas judiciales y, como luego veremos, fueron además los jefes
de las milicias locales: adquirieron así un poder casi omnímodo en sus jurisdicciones
que les colocó en una muy ventajosa posición para controlar el universo de lo local.
Así se entienden el carácter sórdido y la violencia desatada entre los distintos grupos
de poder de cada distrito y estos «funcionarios», cuyo resultado fue la constitución de
un único núcleo duro de amos, dueños y señores de tierras, almas y cuerpos al inte-
rior de la sierra. Fueron los «mistis», como les llamaron los campesinos, «españoles»,
ya para siempre en el imaginario colectivo, aunque fueran mestizos y tan serranos
como los mismos cerros. El gamonalismo, el poder absoluto de los grandes hacenda-
dos del largo siglo XIX, acababa de nacer.
Los más conscientes de la realidad de entre estos intendentes entregados a la cau-
sa de las reformas comprendieron en poco tiempo que mucho de su esfuerzo era inútil.
Álvarez y Jiménez había comenzado sus años como funcionario en Arequipa
explicando su entusiasmo por el proyecto de intendencias:
… No soy yo, Señor Excelentísimo, el que pueda dar una idea justa de lo que ha de dar
este proyecto tan general y benéfico … Hablo de tantas ciudades civilizadas, de tantos cami-
nos allanados y embellecidos y de tantas sociedades instituidas, de la agricultura restau-
rada, del comercio arreglado y de las arquitecturas ilustradas; de aquella Marina aumenta-
da, de los cuerpos militares ordenados, de los nuevos canales rasgados, de los puertos
resguardados y de tantas fortificaciones o elevadas o reparadas, de esas Universidades re-
formadas, de esos Colegios plantificados y de tantas casas de piedad, de economía y de giro
que aseguren la educación, la salud, y los intereses de la Corona.

Pero unos años después, tras conocer la realidad de su provincia y estrellarse con-
tra una maquinaria política y burocrática que, tanto en Lima como en Madrid, daba
al traste una y otra vez con la aplicación del programa de reformas, anotaba: «Por más
visitas o revisitas que se repitan o practiquen, siempre habrá de tropezarse con el labe-
ríntico, confuso desorden y general trastorno en que, de presente, se han encontrado
estos pueblos y en el que habrán de mantenerse por no ser adoptable medio alguno
que siquiera provisionalmente los repare…».
Los primeros intendentes, y mucho más los de segunda y tercera generación, sin-
tieron desfallecer el inicial «espíritu pionero» con que comenzaron su trabajo. Con el
transcurso del tiempo tuvieron cada vez menos interés en modificar las circunstancias.
Hay que considerar que los intendentes de finales de los noventa y de las primeras
décadas del siglo XIX terminaron por integrarse en el orden colonial, mostrándose
menos seguros del «poder de las medidas reformadoras» y más convencidos de que
sólo la posición (política, social, económica) que adquirieran y mantuvieran en sus
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58 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

jurisdicciones, pactando con los actores del orden, garantizaría el éxito de su manda-
to y la permanencia en el cargo o su traslado a otro de mayores vuelos. Lejos quedaba
el ansiado control pretendido sobre los grupos de poder locales. Ante los problemas
que cada día surgían ante ellos, agravándose como por ensalmo, parecía importarles
menos la política dictada desde Madrid y destinada a aquellos lejanos dominios de Su
Majestad. Las reformas mostraban su inutilidad y los intendentes se aplicaban, como
máxima aspiración, a mantener sus jurisdicciones a salvo de la insurgencia general
que se extendía como un incendio devastador por toda la región conforme acababa
el siglo.
Además de a los intendentes, las reformas alcanzaron —o pretendieron alcanzar—
al resto del funcionariado en las diferentes parcelas de la administración. Para presidir
las audiencias que no estuvieran situadas en capitales virreinales, fueron nombrados
juristas peninsulares como regentes de las mismas, a fin de que aportaran una mayor
seguridad al sistema judicial. El propósito era organizar una carrera judicial y buro-
crática más eficaz en cada distrito audiencial y, hasta donde se pudiera, intentar que la
justicia fuera impartida lo más independientemente posible de los grupos de poder
locales, premiando a los mejores funcionarios. Las reacciones no se hicieron esperar:
buena parte de la burocracia tradicional se quejó de las «intromisiones» de «extraños»
en los asuntos locales, para cuya correcta y cabal resolución, alegaban, era necesario
conocer muy bien los entornos sociales de cada caso. Estas quejas evidencian que, con
el nombramiento de peninsulares, lo que se estaba produciendo era el cierre del paso
de las élites criollas a las escalas superiores del poder local y provincial. La prohibi-
ción de vender los cargos judiciales, una de las líneas prioritarias de las reformas en
esta materia, generó fuertes protestas por idéntico motivo. Las medidas inicialmente
tuvieron sus efectos. Según algunos autores, los criollos pasaron de ser el 52 por 100
de los oidores en las audiencias en 1750 al 12 por 100 a principios de los años ochen-
ta. Luego volvieron a ascender al 30 por 100 en los siguientes años, y a algo más en
1810. Con el tiempo todo regresaba a la normalidad, porque no era fácil traer funcio-
narios directamente desde España, sobre todo después de 1808. Y porque, ante el
agravamiento de los conflictos internos en muchas jurisdicciones, la participación de
los poderes locales era el único modo que tenía el régimen para sobrevivir.
En los cabildos de las ciudades, el ámbito por excelencia de poder y de represen-
tación de las oligarquías locales durante todo el período, las reformas no consiguie-
ron sustanciales avances. En todo caso, los intendentes intentaron someter a los cabil-
dos a su autoridad, y obligarles a cumplir las nuevas ordenanzas y disposiciones que
se iban emitiendo desde Madrid o desde el Virreinato. En general, fueron campo abo-
nado para profundas pugnas y disputas jurisdiccionales y personales, pero hay que
indicar que la nueva organización provincial les dio un nuevo auge. Crecieron en
importancia política e incluso en ámbitos competenciales, y sirvieron como el princi-
pal bastión del criollismo local en su resistencia a las reformas administrativas y fis-
cales. Desde esta posición, se transformaron en breve tiempo en el mayor y más
importante foco de enfrentamiento —o espacio de los de pactos— entre los poderes
locales y las autoridades metropolitanas. Fueron el principal escenario del juego polí-
tico entre orden y sistema coloniales. Prueba de ello sería el importante papel que
estos cabildos representaron en 1808 y durante todo el proceso de independencia.
Descendiendo en la escala jerárquica del funcionariado colonial, y conformando
una nube más extensa cuanto más en su base, saturada de escribientes, ayudantes,
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recibidores, procuradores, receptores, oficiales mayores y menores, sobrestantes,


alguaciles o porteros, circunscrita a las ciudades cabeceras de virreinatos, audiencias
o capitanías generales, los criollos habían sido mayoritarios hasta la década de los
ochenta. Luego lo siguieron siendo, pero ahora sintieron la presión de algunos penin-
sulares, casi todos licenciados del ejército, que obtuvieron estos empleos conforme la
política de reformas alcanzó a estas esferas de la administración. Fue una batalla sor-
da que, al fin y a la postre, no tuvo las consecuencias esperadas. Porque estos penin-
sulares, completamente acriollados y en comunión de intereses con los anteriores, no
sólo no llevaron a cabo la limpieza prevista de los actos administrativos, sino que se
arrojaron con más ímpetu si cabe que los anteriores en el pozo de las corruptelas. La
mayor parte de ellos no poseía otros ingresos que el magro salario que obtenían por
el desempeño de sus empleos, por lo que debían incrementarlos ilegalmente a fin de
mantener un nivel de vida adecuado a su condición de «españoles», en una sociedad
tan clasista como era la finicolonial; por el contrario, los criollos usaron estos cargos
normalmente no como medio de vida sino como peanas desde las que mejorar su posi-
cionamiento social. Algunos visitadores o pasajeros que transitaron por el mundo
andino, sobre todo las capitales, afirmaban que la administración colonial del perío-
do, a pesar o quizá por obra de las reformas, se había convertido en una auténtica
«sentina de corrupción».
La toma de conciencia de las diferencias existentes entre americanos y peninsula-
res se acrecentó con el desarrollo de las reformas. Entre otras razones porque sus ob-
jetivos fueron cada vez más disímiles y las ideas de unos y otros más divergentes. Era
opinión muy extendida entre los criollos que los españoles, para obtener estos emple-
os, sólo tenían que alegar su condición de tales, aunque fueran «rústicos e ignoran-
tes», de trato «despótico» y «desabrido» hacia todo lo americano, como si no hubie-
ra más bondad y belleza que «lo español» o la de «Las Españas», sin otro argumento
que «el ordeno y mando», sacando a relucir sus galones de antiguas «sargentías» en
la milicia. Mientras los criollos, normalmente más preparados y conocedores de la
realidad de su propia tierra, tenían que demostrar valías sin cuento y soportar los des-
plantes y «soberbias» de los primeros. Evidentemente hay que distinguir: existieron,
tanto entre los sectores superiores como entre los inferiores de ambos grupos, nume-
rosos puntos de contacto y una sólida comunidad de intereses. Las Reformas, sin
embargo, abrieron un tajo en estas relaciones a nivel del funcionariado, haciendo sen-
tir a los americanos, como nunca desde la conquista, que la administración era el ins-
trumento de una potencia de ocupación. Si en algo estuvieron todos o casi todos de
acuerdo fue que las reformas administrativas se habían aplicado en función de los
intereses exclusivos de un lejano monarca, y muy poco en función de las necesidades
americanas. Y que el resultado no podía haber sino otro del que fue.

2.6. OTRA REFORMA IMPORTANTE: EL EJÉRCITO

La defensa del continente, ya lo indicamos, constituyó una obsesión de la Corona


en estos años. Las infinitas guerras europeas de la monarquía española originaron que
América fuera escenario de todas ellas, y para atender a los crecidos gastos defensi-
vos americanos se generaron en buena medida las reformas fiscales que, al cabo, aca-
baron ahogando a la administración colonial.
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60 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

Crecidos gastos directamente relacionados con la extensión de la defensa a escala


continental. Si en épocas anteriores ésta podía reducirse (en lo que al ámbito del
virreinato peruano se refiere) a una serie de plazas fuertes situadas en las costas, aho-
ra los conflictos internacionales obligaron a la creación de unidades militares apres-
tadas y dispuestas a una defensa territorial. Unidades que debían situarse en múltiples
lugares, con carácter permanente, bien pagadas, regladas a la europea y pertrechadas
adecuadamente.
Las guerras del período implicaron la multiplicación del gasto militar en las cajas
reales peruanas. Así, el gasto medio anual de la Caja de Lima en la década de 1780
ascendía a más de cuatro millones de pesos:

• Gastos militares de Perú (Tropa Regular de Lima-Callao,


milicias del Virreinato, tropas del refuerzo peninsular en-
viada con motivo de la sublevación de Túpac Amaru) 1.426.504 pesos
• Situado de Valdivia 51.531 pesos
• Situado de Chiloé 39.710 pesos
• Situado del reino de Chile 201.113 pesos
• Situado de Panamá 393.145 pesos
• Remitidos en conceptos de pagos extraordinarios fuera y
dentro de la jurisdicción 2.245.009 pesos

Total remitido anualmente 4.357.012 pesos

Si sumamos a esta cantidad los gastos militares del Virreinato de Nueva Granada
(más de un millón de pesos anuales entre pagos a la tropa y costes de las fortificacio-
nes de Cartagena de Indias, que abonaban Santa Fe de Bogotá y Quito; los cien mil
pesos a las tropas de Quito y Guayaquil; el más de medio millón para tropas y fortifi-
caciones en Venezuela); y los gastos de la defensa del Virreinato del Río de la Plata
(más de un millón de pesos anuales en esta década), podremos deducir que el mante-
nimiento de esta enorme estructura defensiva representó una sangría económica para
la región andina imposible de sostener.
Los «situados» (cantidades anuales fijas que debían remitirse para gastos defensi-
vos desde una caja real a otra que no tenía con qué sufragarlos) enviados desde Lima
a Chile y Panamá, significaron un esfuerzo importante para la Hacienda peruana. Es
cierto, como ya indicamos, que estos gastos militares fueron inferiores a los de Méxi-
co, cuyos situados fueron más y de mayor volumen; pero también es verdad que com-
parativamente, el monto de la recaudación fiscal era menor en Perú, con lo que el
esfuerzo fue aquí más importante.
Para comprender la entidad y dispersión de estos gastos, baste mostrar un desglo-
se de los mismos:

1) Sueldos de la oficialidad y tropa de las unidades regulares en las plazas suje-


tas a reglamento.
2) Sueldos de la oficialidad y tropa de las unidades militares enviadas desde
España como refuerzo con motivo de las guerras o sublevaciones. Se inclu-
yen las raciones del viaje (a veces más de seis meses) y los sueldos desde el
embarque en España.
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EL SIGLO XVIII ANDINO: LAS REFORMAS BORBÓNICAS 61

Santa Pto. Margarita Regimiento infantería


Marta Cabello La Guaira
Batallón infantería
Caracas
Chagres Portobelo Compañías infantería
Trinidad
Unidades caballería
Maracaibo Cumana
Escuadrón caballería
Cartagena Guayana
Panamá

Sta. Fe de Bogotá

Popayán

Quito

Guayaquil

Fra. Tarma

Callao-Lima
Cuzco

Océano
Fra. Chaco
Pacífico

Valparaiso Santiago Fra. Sacramento

Buenos Aires
Concepción
Montevideo
Fra. Luján
Fra. Bio-Bio

Valdivia
Océano
Chiloé
Atlántico

MAPA 2.2. DISTRIBUCIÓN DE LAS UNIDADES DEL EJÉRCITO DE DOTACIÓN. SIGLO XVIII
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62 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

3) Sueldos a oficiales regulares destinados al adiestramiento de las Milicias y


ayudas de costas si tenían que desplazarse fuera de la jurisdicción.
4) Sueldos de los Estados Mayores de las plazas, incluidas las autoridades polí-
tico-administrativas.
5) Sueldos y raciones a la oficialidad y tropa de la Marina embarcada y en
tierra.
6) Sueldos de inválidos y retirados, y gastos de las «plazas muertas» concedidas
a viudas e hijos de militares.
7) Sueldos de empleados de la administración militar: escribientes, contadores,
sobrestantes de obras, delineantes, armeros, herreros…
8) Gastos de fortificaciones, según los «Planes de Obras» y los «Planes de De-
fensa», señalados en remisiones «fijas» llamadas «Asignaciones de Fortifica-
ción» por un número de años concreto, enviadas junto al Situado ordinario.
9) Gastos de vestuario. (El primer uniforme de las tropas era abonado por la
Real Hacienda)
10) Gastos de mantenimiento de los Hospitales Militares, bien los propios o los
contratados, y de las Reales Boticas.
11) Gastos de adquisición, construcción y remisión a sus destinos de armas y per-
trechos: cañones, pólvora, municiones, fusiles, sables, cureñas, herramientas
y útiles de la artillería, monturas, caballos, carros…
12) Gastos de construcción naval de los buques para la defensa costera y avisos
por el Pacífico, desde Panamá, hasta Chiloé, con bases en Panamá, Guaya-
quil, Túmbez, Callao, Arica, Valparaíso, Valdivia y Juan Fernández. Aprestos
y mantenimiento de los mismos. Artillado y amunicionamiento.
13) Gastos de raciones de comida a la tropa (regular, milicias y marina) en cam-
paña.
14) Gastos de cuarteles y alojamiento de las tropas (adquisición, alquiler, mante-
nimiento, iluminación, mobiliario, etc…)
15) Gastos de los gabinetes de ingenieros: instrumentos de medición, de dibujo,
pruebas de materiales…
16) Gastos de las academias de cadetes (regimentales), de las Academias de
Matemáticas (de guarnición) y de las Escuelas Prácticas de Artillería para las
Milicias (espaldines, pólvora, piezas, munición…)
17) Gastos de compra y manutención de los esclavos del rey para las obras de for-
tificación.
18) Gastos de gratificación a la tropa por premios de años de servicios, o a los
capitanes por tener al completo sus compañías y navíos.
19) Gastos de construcción o alquiler y mantenimiento de almacenes de pertre-
chos, viviendas de «sujetos oficiales» y casas para morada de los oficiales
destacados en destinos fuera del recinto de la plaza.
20) Gastos de las fiestas religiosas: misas de difuntos, capilla de las unidades,
entierros y procesiones en Semana Santa, Corpus o días de los Santos Patro-
nes.
21) Gastos de los víveres almacenados para casos de sitio, según se establecía en
los «Planes de Defensa».
22) Gastos de expediciones regulares a las zonas de frontera, en misión de vigi-
lancia o patrullaje, y de los navíos de línea convoyando a mercantes.
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EL SIGLO XVIII ANDINO: LAS REFORMAS BORBÓNICAS 63

Cantidades que crecieron a medida que aumentaron las tropas y los lugares pues-
tos en defensa.
En la década de 1750, las tropas regulares eran escasas. Existían las compañías del
Callao, unos 500 soldados, agrupadas en un batallón fijo según el reglamento que dic-
tó el virrey Manso de Velasco en 1753, con pequeños destacamentos en Tarma (Chan-
chamayo) y en Cuzco. En Chile, también en este año, se regularon las tropas de la
frontera, organizándose diez compañías de infantería y seis de caballería, repartidas
por los fuertes de Chachao, Calbuco, Arauco, Colcurá, Concepción, San Pedro, Tu-
capel, Purén, Santa Juana, Talcamavida, Los Ángeles, Nacimiento y Yumbel. Además
se crearon las compañías de Valparaíso y Santiago. En Valdivia se aumentaron las for-
tificaciones (castillos de Niebla y Corral) y se creó un batallón fijo con casi 500 pla-
zas. En Buenos Aires se organizó otro batallón fijo y se fortificó la ciudad.
Al norte, en el actual Ecuador, se crearon las compañías fijas de Guayaquil para
defender el puerto, y en Nueva Granada se fortificaron y dotaron con guarnición
reglada todas las plazas de la fachada del Caribe (Cartagena de Indias, Santa Marta,
Maracaibo, Puerto Cabello, La Guaira-Caracas, Cumaná, Margarita y Trinidad). En
Panamá y Portobelo se levantó un batallón fijo y varias compañías de artillería. Pero
si así dicho parece una enormidad, en la práctica todo se reducía aproximadamente a
unos cuatro mil soldados efectivos, cuya misión era defender todo el subcontinente; una
cantidad irrisoria habida cuenta el objetivo a cubrir.
Las guerras posteriores de los años sesenta, setenta y ochenta, obligaron a aumen-
tar las tropas y a mejorar las fortificaciones en las costas. No sólo con vistas a repeler
los ataques del enemigo exterior; ahora, tras la cantidad de sublevaciones, motines y
alzamientos que sacudieron las regiones del interior, desde Venezuela al Alto Perú,
todas las jurisdicciones fueron puestas en «estado de defensa». El batallón fijo del
Callao fue ampliado a regimiento, triplicando las plazas de su dotación. Igual en
Chile, donde se crearon nuevos regimientos de caballería y de infantería. Y en Nueva
Granada, el batallón fijo de Cartagena pasó también a ser regimiento, se creó el fijo
de Caracas, se ampliaron las compañías en los puertos de la costa, aumentaron las tro-
pas en Panamá, Portobelo y Santa Marta, se estableció un regimiento fijo en Bogotá,
el «Auxiliar de Santa Fe», para cubrir la defensa del interior neogranadino, junto con
otras compañías fijas establecidas en Popayán y en Quito.
Se tuvo incluso la idea de eliminar toda la tropa americana y sustituirla íntegra-
mente por unidades regulares enviadas desde España a relevar cada cierto tiempo.
Después del desastre de 1762, con la conquista de La Habana por los británicos, y tras
las inspecciones generales de Alejandro O’Reilly en Cuba y Juan de Villalba en Méxi-
co, los técnicos militares ilustrados de Madrid pronosticaron que una defensa basada
en unidades militares netamente americanas, controladas por una oficialidad criolla y
cuyas tropas eran fundamentalmente los vecinos de las ciudades, estaba condenada al
fracaso. En su opinión, su falta de profesionalidad y el peso de los intereses particu-
lares en las unidades militares de las ciudades y puertos americanos «expuestos a
invasión» las hacía enteramente inútiles. Según estos planes, regimientos completos
deberían cruzar el mar, conformando, de nuevo sobre el papel, el llamado Ejército de
Campaña, compuesto por los regimientos de guardias españolas, Lombardía, Galicia,
Saboya, Zamora, Sevilla, Irlanda, Ultonia, España, Aragón, Granada, Murcia, infan-
tería ligera de Cataluña, dragones de La Reina, de Sagunto, de Numancia y diez
escuadrones de caballería.
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64 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

Contra esta alternativa se plantearon numerosos inconvenientes, siendo el más


importante su elevadísimo costo, así como la imposibilidad de incrementar la recluta
de soldados en España y la negativa de gran parte de la oficialidad peninsular a mar-
char a América por períodos indefinidos de tiempo. Además, a nadie se le escapaba la
dificultad que representaba la complejidad de tales envíos de tropas, no sólo a través
del Atlántico, sino su distribución por el continente. Las experiencias anteriores desa-
lentaban el intento: los buques para el transporte eran privados, el costo de su arrien-
do muy elevado y la navegación pesada y azarosa. En las guerras de los cuarenta y en
los sesenta, sólo un tercio de las tropas enviadas habían llegado a sus destinos, aun-
que con poca puntualidad; otro tercio desembarcó a una zona diferente de la prevista;
y otro tercio nunca salió de puerto o se perdió en el camino.
El ministro José de Gálvez entendió que tal movilización era un imposible y así lo
comunicaba a los virreyes que, angustiados por el peligro británico, no hacían sino
pedirles más soldados:

El edificar todas las obras de fortificación que se proyectan en América como indispen-
sables, enviar las tropas que se piden para cubrir los parajes expuestos a invasión, y com-
pletar las dotaciones de pertrechos de todas las plazas, sería una empresa imposible aún
cuando el Rey de España tuviese a su disposición todos los tesoros, los ejércitos y los alma-
cenes de Europa. La necesidad obliga a seguir un sistema de defensa acomodado a nues-
tros medios.

Y para acomodarse a los medios, el proyecto de enviar toda esta tropa peninsular
quedaba, cuando menos, aparcado. No obstante, en algunos lugares, los regimientos
y batallones fijos americanos fueron sustituidos por tropas llegadas desde España,
pero los resultados de estas medidas fueron penosos: se duplicaron los gastos sin con-
seguir ninguna ventaja, puesto que a los seis meses de llegada la tropa desde España
ya había muerto o desertado la mitad de los efectivos y, de nuevo, las unidades debí-
an ser completadas con reclutas locales; los pocos soldados que quedaban no hacían
sino reclamar el regreso y el abono de sus sueldos. A los pocos años era necesario
enviar nuevas unidades de refuerzo o volver a refundar los viejos fijos. El mariscal
O’Reilly, escribía lastimero al inspeccionar estas tropas: «Los nuevos siguieron las
industrias de los antiguos, y en poco tiempo cada uno compra y lleva lo que quiere, y
los más visten sombrero de paja y calzón corto, entregando su prest [sueldo] a quien
le alimenta, viviendo cada soldado con una mulata».
En Panamá, donde también se remitieron tropas peninsulares para evitar el colapso
del Istmo y con él el del Virreinato peruano, el gobernador Güill informaba a Madrid:

Pero señor Excelentísimo, V. E. desconoce cuánto consumen dos Regimientos en este


reino. Voy experimentando cada día más … que la tropa del Rey muda mucho con solo
venir a América del sistema con que sirve en esos reinos, y que es de la mayor importancia
se les asista puntualmente y sin la menor demora con cuanto tiene asignado, y lo mucho que
conviniera que los mismos oficiales que la traen a su cargo fuesen los que la sacasen de sus
Regimientos, pues … envían mucha parte de la que viene de mala calidad, reclutas y
muchos viciosos … como tengo ya bastantes ejemplares.

Las tropas de refuerzo enviadas desde España a la región andina con motivo de
estas guerras y sublevaciones, no fueron abundantes ni resultaron efectivas: en los
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EL SIGLO XVIII ANDINO: LAS REFORMAS BORBÓNICAS 65

CUADRO 2.1. TROPAS ENVIADAS A QUITO CON MOTIVO DE LAS REVUELTAS DE LOS AÑOS SESENTA.
REGRESO A ESPAÑA DE LAS MISMAS

Tropa Quedaron Hospital Desertaron Murieron Volvieron


embarcada en Quito

Regimiento de Murcia 50 — 2 46 — 2
Regimiento de Nápoles 50 2 2 25 5 16

TOTAL 100 2 4 71 5 18

FUENTE: J. Marchena, Ejército y milicias en el mundo colonial americano, Madrid, 1992.

años setenta se enviaron a Quito y en los ochenta a Lima unos mil quinientos solda-
dos en total, aunque su destino fue desaparecer rápidamente engullidos por la vorági-
ne económica y social en que vivían: la falta de pagas y el promisorio horizonte que
se abría para estos soldados por su condición de «españoles» en las ciudades andinas
disolvió las unidades porque la deserción de todos ellos fue casi inmediata.
Un ejemplo de ello puede ser lo sucedido con las compañías enviadas temporal-
mente a Quito con motivo de las revueltas (véase el cuadro 2.1).
Este estado de cosas y la imposibilidad material y económica de semejante plan
de renovación del ejército hicieron desistir del mismo a los planificadores ilustrados,
por lo que optaron por una vía intermedia. El ejército de América seguiría estando
conformado por las unidades fijas, es decir, de dotación, contando básicamente con
recluta local, y se enviarían —en caso de peligro— unidades peninsulares como
«refuerzo». Se reglamentaba el acceso a la oficialidad, limitándola a los nobles o hijos
de militares, y para las plazas de soldados sólo se permitiría el ingreso a los «españo-
les» y «blancos de reconocidas calidades». Todo esto quedaría, como luego veremos,
también en papel mojado.
A pesar de este despliegue de planes y estrategias, hacia 1790, la tropa reglada de
América del Sur no debía sobrepasar los diez mil hombres, a unos costes, además, ele-
vadísimos. Si calculamos el gasto en defensa de los tres virreinatos en casi ocho
millones de pesos al año, el costo anual de un soldado se situaba por encima de los
800 pesos, una cantidad exorbitante si consideramos que el sueldo de un soldado era
de 96 pesos al año y el de un oficial 360. Lo demás se iba en otros conceptos y, sobre
todo, en gastos financieros. Las reformas borbónicas, en este aspecto de lo militar que
tantos ríos de tinta generó, fue una reforma más sobre el papel que sobre la realidad.
Pero los costes de este aparato bélico no cesaron de crecer.
Intentando explicar este proceso, hay que considerar que el sistema de pagas re-
sultaba anticuado y su ejecución caótica. Desde las cajas reales emisoras, los «situa-
distas» (o «comisionistas», personas encargadas de transportar los situados y que
cobraban una comisión sobre lo transportado) llevaban estas cantidades hasta los pun-
tos de destino. Allí, los oficiales de la Real Hacienda local se hacían cargo del dinero
para su distribución entre oficiales y tropa, según lo estipulado en los reglamentos
correspondientes. Todos los meses estos oficiales de Hacienda, en calidad de «comi-
sarios de Guerra», debían pasar revista a las compañías en presencia del comandante
de la guarnición, con objeto de ajustar sus haberes respectivos, «según el número de
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66 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

la gente efectiva y de actual ejercicio que se hubiese presentado en dicha revista».


Cada unidad tenía un libro de filiación donde se hacían constar todos estos detalles:
número de plazas efectivas, bajas, jubilaciones o nuevas reclutas. Una vez ajustados
los sueldos, los oficiales de Hacienda entregaban su importe a los capitanes de cada
compañía «para que exactamente éstos administren el socorro diario que correspon-
de a los sargentos, cabos y soldados». Ocho pesos al mes por soldado, de los que
se descontarían la «masita» para el cambio de vestuario y el dinero del rancho (si co-
mían en el cuartel), o los gastos de hospital (si estaba enfermo).
En la realidad esto no funcionaba así. Como la Caja Real matriz (Lima, sobre
todo) que debía emitir los situados no podía completar las cantidades anuales, envia-
ba sólo partidas parciales y el resto sería añadido al situado del año siguiente. De ma-
nera que al no llegar a las cajas reales receptoras las partidas completas, tampoco
podían abonarse los sueldos por entero, sino que debía optarse entre tres posibilida-
des: no pagar, entregar libranzas o pedir fiado.
Si no se le pagaba, la tropa desertaba, lo que elevó las estadísticas de deserción
en las unidades militares peninsulares a tasas superiores al 80 por 100 anual. O, peor
aún, la tropa se sublevaba: entre 1740 y 1790 se contabilizan más de treinta subleva-
ciones de unidades militares por falta de pago; sublevaciones que incluían la toma de
rehenes (sus propios oficiales o incluso virreyes, como fue el caso del de Nueva Gra-
nada, Sebastián de Eslava, en 1745), amenazas de incendiar la ciudad, entregársela
directamente al enemigo o saquear los almacenes reales. El motín duraba hasta que se
les satisfacía lo debido, lo que sólo podía realizarse solicitando urgentemente a la Caja
Real matriz el envío de un situado extraordinario. Esto significaba devorar las parti-
das del año en curso y comenzar a deberles el siguiente: un círculo cerrado. Normal-
mente, las tropas sublevadas eran «perdonadas» por el rey (no rendían las armas hasta
asegurarse una cédula de «perdón real») porque no había otras con qué sustituirlas.
Hay que anotar aquí que en estas sublevaciones casi nunca participaron las unidades
de dotación, los fijos, sino siempre las de refuerzo peninsular, lo que da una idea del
control que sobre las primeras ejercía su oficialidad (criolla casi toda) tanto en lo polí-
tico como en lo económico, y el descontento en que vivían los soldados llevados des-
de España, muchos de ellos engañados o castigados.
Otra solución era entregar a los soldados vales o libranzas de la Real Contaduría,
que cobrarían una vez llegaran los caudales con el siguiente situado. Era también una
mala solución puesto que la tropa no podía vivir del aire y si los envíos se retrasaban
(como comenzó a suceder con más asiduidad en la medida que el incremento de los
gastos hizo cada vez más difícil la remisión de situados completos desde la cajas rea-
les matrices) la deuda se iba acumulando, de manera que los soldados no cobraban
nunca sus sueldos al completo. Lo que sucedía después es que los comerciantes de la
ciudad aceptaban estos vales o libranzas para que los soldados adquiriesen productos
en sus tiendas, obviamente a un precio mayor, o se les abonaban en efectivo, normal-
mente a la mitad, a la cuarta o incluso a la décima parte de su valor nominal. Era el
comercio el que se quedaba con el líquido de los situados.
La tercera solución, la más socorrida, era que la Real Hacienda local pidiera un
crédito al comercio de la ciudad, entregando las libranzas a los comerciantes, y reci-
biendo de éstos el metálico con qué abonar puntualmente a las tropas. La que queda-
ba prisionera del comercio era entonces la Real Contaduría pues, al llegar el nuevo
situado los comerciantes cobraban las libranzas y de nuevo no había con qué pagar a
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la tropa el año en curso. Debían volverse a firmar nuevas libranzas, de manera que la
plata de la Real Hacienda, y la de los situados remitidos, pasaba directamente a manos
de los comerciantes: la liquidez del sistema quedó, pues, bajo su control, y toda la
guarnición endeudada con ellos.
Por estas razones se comprende mejor que la tropa peninsular no podía sobrevivir
en América; en cambio, las unidades de dotación, conformadas por oficiales america-
nos (en muchos casos los mismos comerciantes que prestaban la plata) y una tropa
constituida por los vecinos de las ciudades, con otro oficio o actividad económica
además de la de soldados, soportaban mejor los embates de este deficiente sistema de
pagas. El resultado fue que cuanto más se incrementaban los gastos militares más
aumentaba la deuda, y más se engrasaban los mecanismos del crédito local: la plata
del rey quedaba en manos del comercio. Así puede explicarse que la deuda de la Real
Hacienda con los particulares creciese sin parar: al fin y al cabo, por este sistema, los
cuatro millones anuales del gasto militar en Perú, por ejemplo, quedaban en manos de
los comerciantes. La liquidez proporcionada por los situados en los lugares donde
se realizaba el gasto militar era la liquidez del comercio local, y éste crecía conforme
creciera aquél. Por eso no hubo grandes protestas contra la ampliación del aparato
militar, excepto en las cajas reales matrices, ya que de ellas emanaba el capital que se
marchaba a producir riqueza a otro lugar. Éste era el caso de Lima.
Algo similar sucedía con los costes de los pertrechos, fundamentalmente la arti-
llería, la pólvora y los uniformes. Los técnicos ilustrados en la corte dictaminaron que
todas las piezas de artillería debían remitirse desde España para evitar que existieran
fabricas de cañones en América. La adquisición, fabricación y envío de estos pesados
armatostes significó otro descalabro económico; ante la falta de caudales, las peticio-
nes de cañones nunca se cubrieron al completo. Hay que considerar que una plaza
como Cartagena de Indias, por ejemplo, necesitaba entre trescientas y trescientas cin-
cuenta piezas para cubrir las enormes fortificaciones construidas: eso significaba más
de medio millón de pesos. Siempre faltaron cañones en todas las plazas, y cuando
alguno se estropeaba su reposición era imposible. Los de bronce llegaron desde Sevi-
lla, y su coste de fabricación y transporte era tal que se necesitó el envío de partidas
extraordinarias desde las cajas reales o de nuevos empréstitos del comercio. La muni-
ción también fue otro problema: el número de balas o «pelotas de hierro» necesarias
para sostener un sitio enemigo en una plaza de tipo medio (unos cien cañones) ascen-
dían a mil o mil quinientas, suponiendo unos diez o quince disparos por pieza, lo cual
era un número bajísimo para una batalla de la época, en las que la exactitud del tiro
no era precisamente una de sus características. Además, las pelotas eran de muy va-
riado tamaño y peso: existieron más de doce calibres distintos en la artillería de orde-
nanza, lo que transformó los almacenes en un laberinto contable, resultando que siem-
pre faltaban balas para los cañones de calibre más usual y sobraban para los demás.
Muchas veces, los cañones y las balas se compraron a los navíos que recalaban en los
puertos o, en tiempos de paz, a buques de otras banderas que en la siguiente guerra
podían ser los enemigos.
Con la pólvora sucedió igual: casi toda se remitía en botijas desde España, que lue-
go se conservaba en almacenes donde acababa estropeándose con frecuencia debido
a la humedad y había que «asolarla» durante meses. Si pensamos que con la técnica
artillera de la época las necesidades de una plaza media ascendían a seis o siete tone-
ladas de pólvora, para poder asegurar veinte tiros por pieza (sin contar los necesarios
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68 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

ejercicios y prácticas), el volumen de pólvora a guardar y trasegar era muy grande, y


su costo elevado, sobre todo el transporte. Existieron en América asentistas de pólvo-
ra que, al cobrar tan irregularmente, la encarecieron tanto que resultaba más costosa
que la procedente de España. Con los uniformes vino a suceder algo similar; los paños
americanos, que pudieron ser usados para vestir a estas tropas, intentaron ser sustitui-
dos por tejidos españoles de mayor costo y menos uso, aunque sujetos a ordenanza: en
el calor de los puertos, por ejemplo, nadie quería usar las pesadas y terribles casacas
de barracán importadas de Castilla. Los asentistas de vestuario, comerciantes locales,
acabaron por encargarse de vestir a las tropas, en muchos casos con tejidos importa-
dos vía contrabando pero más baratos.
Sin embargo, más que los sueldos de las tropas y el costo de los pertrechos, las for-
tificaciones fueron las que absorbieron las mayores cantidades de plata. Casi todos los
situados extraordinarios fueron dirigidos a costear tan inmensas como eternas obras.
Cualquier castillo, mediano o pequeño, venía a concluirse a un costo superior a los
quinientos mil pesos. Los gastos en los grandes fuertes de Cartagena, por ejemplo, o
las obras en el Real Felipe del Callao, ascendieron en estos años a millones de pesos.
Estas obras, aunque delineadas por los ingenieros militares y supervisadas en Madrid,
eran levantadas en la práctica por maestros de obras y asentistas locales que, al recibir
muy retrasadamente los pagos, trabajaban mediando libranzas de las contadurías, con
lo que conocer el costo real de estas obras fue, y es, una empresa quimérica. Nunca
estaban terminadas, siempre en continua reparación, de manera que algún virrey
pudo escribir: «Es en la construcción de fortificaciones donde más sufre el real era-
rio, y donde encuentran los gobernadores e ingenieros infinitos pretextos para volar la
plata del Rey». Estos caudales entraron igualmente en los circuitos locales del comer-
cio, porque los sueldos de la mano de obra (los ingenieros explicaban que —a dife-
rencia de lo que podría suponerse— los salarios de estos operarios en América eran
superiores a los de España) y los materiales necesarios (piedra, cal, argamasa, made-
ras…) fueron adelantados y suministrados por estos constructores locales, normal-
mente miembros del comercio, que encarecieron las obras en la medida que fueron
recibiendo los pagos con mucho retraso. Según las cuentas de las tesorerías locales,
cualquier castillo americano vino a resultar a un coste superior al doble o al triple del
presupuestado, entregado en plazos muy demorados y siempre pendientes de nuevas
refacciones.
Así, el gran esfuerzo fiscal realizado para soportar los inmensos gastos de esta
estructura defensiva sirvió para atender unos gastos que no hicieron sino crecer a lo
largo de estos años. Lo interesante es observar cómo la mayor parte de este expendio
se realizó en la ciudades, filtrándose por las hendijas del comercio, caminando por los
entresijos del crédito privado y robusteciendo la capitalización de los grupos de poder
local. En este sentido podemos afirmar que la reforma del ejército americano, de tan-
tas vinculaciones con la reforma fiscal, resultó tan contraria a los intereses metropoli-
tanos como positiva para las oligarquías regionales. No sólo al nivel de lo económico
sino, como veremos, también en cuanto a su posicionamiento social y político.
El análisis de la composición de la oficialidad de estas tropas regulares nos mues-
tra que, aunque estaba establecida la preferencia de españoles para mandarlas, ello no
fue posible porque no hubo suficientes candidatos. Además, al crecer la estructura y
el número de estas unidades, cada vez fueron necesarios más oficiales: en Perú se pasó
de 27 oficiales a finales de la década de 1750 a 144 en 1810. En cuanto a su origen
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geográfico, la situación también mutó: si en 1770 los españoles eran 49 frente a 22


criollos, en 1810 eran 56 los peninsulares y 88 los americanos. Criollos que, además,
en un 95 por 100 eran naturales de la misma plaza donde servían; es decir, su movili-
dad era nula. Y en cuanto a su origen social, dados los requisitos de nobleza para
ingresar a la oficialidad, prácticamente todos los «titulados» entre los oficiales eran
criollos (limeños en concreto, que habían comprado los títulos), al no haber «nobles
auténticos» entre los oficiales españoles; otros dos tercios del total de «nobles» (no-
bles de «vida y condición») eran también criollos. Los peninsulares, por contra,
procedían de sectores de «calidad conocida» o eran «hijos de militares»; es decir,
habían cursado la carrera de las armas, en muchos casos ascendiendo desde soldados
o sargentos y, por tanto, su edad media casi duplicaba a la de los criollos. Para 1810,
la escasa oficialidad peninsular era de edad provecta.
En Nueva Granada, donde llegaron más unidades del refuerzo peninsular, el núme-
ro de españoles era más alto, pero en seguida se habían identificado con las élites loca-
les. El 80 por 100 de los oficiales españoles tenía una esposa criolla, y, dados los
requisitos establecidos para los esponsales de la oficialidad, ésta sólo podría pertene-
cer a familia de muy distinguido linaje y de probados bienes materiales. Para 1810, la
mayor parte de la oficialidad era natural de la misma plaza donde servía; hijo de mili-
tar peninsular y perteneciente a la clase de propietario (por la familia materna) o a la
del comercio por su padre.
En Chile, las diferencias eran más acusadas. Si en las ciudades como Santiago o
Valparaíso la situación era muy similar a la descrita, en la frontera del sur o en Valdi-
via todavía el peso de la tradición militar era muy fuerte. La mayor parte de los ofi-
ciales eran descendientes de militares y se mantenían básicamente de su sueldo, aun-
que gozaban de todas las preeminencias sociales.
En cuanto a la tropa, la reforma militar sólo había conseguido mantener, a pesar
de las actuaciones emprendidas para lograr exactamente lo contrario, a un escaso 11
por 100 de soldados peninsulares en las compañías. La inmensa mayoría estaba com-
puesta por tropa americana, nacida y residente en las mismas ciudades donde servía,
sobreviviendo en las condiciones que antes describimos, con una segunda dedicación
(normalmente el artesanado o el pequeño comercio) y absolutamente mixturada con
los sectores populares urbanos. A pesar de la estricta normativa referente a que los
soldados de la tropa reglada habían de ser todos de la clase de «blancos españoles»,
era común entre los visitadores militares exponer que «la tropa de este Regimiento es
de un color común muy tostado». La dificultad para completar las compañías, en un
ambiente de pagas tan irregular, obligaba a los jefes a admitir «lo que hubiere y no lo
que se desease». Los escasos españoles existentes en estas unidades o bien se halla-
ban completamente integrados entre los sectores populares de las sociedades urbanas,
o eran desertores del ejército peninsular castigados a servir varios años en las colonias.
El ejército regular americano pecó así de un localismo que lo hizo inoperante para
campañas de más alcance, y el control al que estaba sometido por parte de los gru-
pos de poder local —no sólo por su financiación, sino también por su composición—
hizo de él un poderoso instrumento para la defensa de sus intereses. En 1810, la mayo-
ría de estas unidades militares manifestaron su apoyo incondicional a quienes les
pagaban y mandaban, es decir, al patriciado local. Es así como hay que entender las di-
versas posturas que mantuvieron los regimientos del rey a favor o en contra de las jun-
tas locales o provinciales. Cuando las opiniones de éstas no coincidían con las de las
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70 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

autoridades metropolitanas, el Ejército de América luchó contra los jirones de la auto-


ridad real, como por ejemplo en Buenos Aires, en Cartagena o en Bogotá. Cuando eran
coincidentes, los virreyes tenían tropas sobre las que mandar, como por ejemplo en
Lima o en Guayaquil.
Pero donde más se detectan estos problemas del plan de reformas militares, y de
más serias consecuencias cara al futuro, fue en la organización de las milicias terri-
toriales.
Las milicias habían existido desde el siglo XVII, considerándolas una responsa-
bilidad de los cabildos, corregimientos y encomenderos. Obedecían al viejo espíritu
de obligatoriedad de los súbditos del rey para acudir en defensa del monarca cuando
éste lo requiriese. El virrey Amat y Junjent fue el encargado de reformarlas en el Perú
de los años sesenta, atendiendo a las instrucciones que recibió de Madrid.
Se le ordenó encuadrar en unidades de milicias a grandes sectores de la población
masculina, agrupada por etnia y por jurisdicciones, entre los 15 y los 45 años, dotán-
dolas de instrucción militar y cuadros de oficiales para su movilización en caso nece-
sario, constituyendo un cuerpo disuasorio para el enemigo. Estarían sujetas al fuero
militar y sólo cobrarían cuando se las enviara a combatir. Amat levantó unidades por
todo el Virreinato, y Messia de la Cerda hizo lo mismo en Nueva Granada. Así, cerca
de doscientas mil personas quedaron encuadradas en estas fabulosas (por lo que tuvie-
ron de fábula) unidades milicianas, dispersas desde la frontera de Chile hasta el Cari-
be. Fueron encuadradas en milicias de blancos, pardos y cuarterones, según el color
de la población en cada distrito, y eran tanto urbanas como rurales, aunque en la sie-
rra mestizos e indios libres fueron los que las compusieron mayoritariamente.
El virrey Amat convocó a conformar la oficialidad de estas unidades a los distin-
guidos caballeros del virreinato, los notables de Trujillo, Huamanga, Lima, Cuzco o
Arequipa, y a los mineros y hacendados altoperuanos… Los más ricos, poderosos y
encumbrados patricios locales conformarían la oficialidad, teniendo derecho al uso de
uniforme, tratamientos, preeminencias y distinciones en los actos locales y exencio-
nes impositivas y judiciales; debían aportar a sus peones, yanaconas, o gentes de los
barrios y pueblos de sus jurisdicciones para conformar las tropas de su mando. Más
de 100.000 hombres fueron levados en Perú y Alto Perú, cerca de 50.000 en Nueva
Granada y casi diez mil en Chile, conformando no menos de trescientas unidades
militares, obviamente todas sobre el papel, cuyo número creció todavía más en la
década de 1780 cuando las sublevaciones populares obligaron, ante la falta de tropa
reglada, a usar las milicias.
Lo interesante de este plan miliciano es que otorgó un extraordinario poder a las
élites locales —en la sierra, pero también en la costa— sobre sus subordinados, los
sectores populares de cada distrito, tanto urbanos como campesinos. El fuero militar
les garantizaba que sólo podían ser encausados por tribunales castrenses que ellos
controlaban, y tratar a sus peones, empleados o vecinos como súbditos de su jurisdic-
ción militar. Así pues, a los tradicionales mecanismos de dominación de las élites
sobre los sectores populares se unía ahora la subordinación del mando, la disciplina
castrense y la justicia militar.
Así, los patricios urbanos o los hacendados aparecieron ahora como coroneles de
estas unidades; sus hijos eran los capitanes; sus mayordomos o caporales, los sargen-
tos; y sus peones, colonos y siervos, los soldados. El esquema social andino aparece
así robustecido y solidificado en este plan miliciano.
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El resultado fue la adscripción de las élites locales al aparato militar (lo que algu-
nos autores han denominado la «militarización de la sociedad colonial»), aunque el
uso que del mismo hicieron quedó bien lejos de lo pretendido con la reforma: los
hacendados y poderosos miembros del patriciado local de cada jurisdicción, incluso
subdelegados de intendentes y «segundas», hicieron participar a sus milicias en las
pugnas y conflictos desatados en la sierra, no sólo con motivo de las sublevaciones
indígenas y mestizas sino en los desacuerdos entre ellos mismos, utilizando sus peones
como tropa de combate a la hora de dirimir pleitos por la posesión de la tierra o para
intimidar a díscolos y disconformes con su poder. Los poderes locales, sobre todo en
las áreas alejadas de los centros políticos, se vieron muy robustecidos y con un impor-
tante aparato de presión en sus manos. Constituyeron en sus distritos, con este nuevo
instrumento, un poder armado casi inapelable. El gamonalismo serrano contó así con
otro importante pilar sobre el que sustentarse.
Varios contemporáneos a estos hechos hablan del interior de lo que hoy es Colom-
bia como una tierra fraccionada y desorganizada en señoríos casi feudales, donde los
hacendados —ahora jefes de las milicias— actuaban como patriarcas incontestables,
con todo el poder y toda la fuerza proporcionadas por sus partidas de milicianos,
administrando su justicia y cobrando sus impuestos, extendiendo sus propiedades a
costa de los colonos libres y sometiendo a la población campesina a sus dictámenes
inapelables. Durante décadas, en muchas regiones americanas, el término de «coro-
nel» fue sinónimo de patrón y terrateniente. En la sierra, surcolombiana, ecuatoriana,
peruana o boliviana, los hacendados dispusieron, desde estas fechas y gracias al sis-
tema de milicias, de un extraordinario poder en sus provincias que les transformó en
representantes de una autoridad que ellos consideraron única y excluyente. Y ello en
la medida que derrocharon una autoridad difícil de discutir desde el poder central y
capitalino, a sabiendas de que allí eran los únicos que podían garantizar un mínimo
cumplimiento de las leyes —aunque fuera en su provecho—, asegurar la tranquilidad
de los distritos y aparentar siquiera la existencia del Estado (fuera colonial o republi-
cano) que ellos personificaban. En adelante los términos «misti», «español» o «gamo-
nal» fueron sinónimos de poder económico, social, político, judicial y militar.
Alexander von Humboldt, buen observador de la realidad en la región, anotaba a
finales del período colonial:

No es el espíritu militar de la nación sino la vanidad de un pequeño numero de familias


cuyos jefes aspiran a títulos de coronel o de brigadier lo que ha fomentado las milicias en
las colonias españolas … Asombra ver, hasta en las ciudades chicas de provincias, a todos
los negociantes transformados en Coroneles, en Capitanes y en Sargentos Mayores …
Como el grado de Coronel da derecho al título de Señoría, que repite la gente sin cesar en
la conversación familiar, ya se concibe que sea el que más contribuye a la felicidad de la
vida domestica, y por el que los criollos hacen los sacrificios de fortuna más extraor-
dinarios.

Las reformas emprendidas y desarrolladas en esta materia sirvieron para conso-


lidar a las élites locales en el manejo (financiero, social y militar) del aparato de-
fensivo; precisamente, y como hemos explicado, lo que en Madrid querían evitar a
toda costa.
No se trata de una visión a posteriori emanada del análisis de los datos. Las pro-
pias autoridades coloniales fueron bien conscientes de esta situación. El virrey de
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72 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

Nueva Granada, Messia de la Cerda, explicitaba sus temores en su Memoria de go-


bierno: «La obediencia de los habitadores no tiene otro apoyo en este reino… que la
libre voluntad y arbitrio con que ejecutan lo que se les ordena, pues siempre que fal-
te su beneplácito no hay fuerza, armas ni facultades para que los superiores se hagan
respetar y obedecer; por cuya causa es muy arriesgado el mando… obligando esta pre-
cisa desconfianza a caminar con temor y a veces sin entera libertad, acomodándose
por necesidad a las circunstancias».
El virrey Cruillas escribía al secretario de Indias en Madrid, después de las su-
blevaciones: «Medite V. E. si las cosas están ahora en tan crítico estado, si la plebe
desarmada y desunida se halla ya insolentada y va a acabando de perder el temor y el
respeto, ¿Cuál será la suerte de este reino cuando a esta misma plebe de que se han de
componer las tropas milicianas se le ponga el fusil en la mano y se le enseñe el modo
de hacerse más temible?».
Para terminar con Gil y Lemos, virrey de Nueva Granada, que anotaba también
en su Memoria de gobierno: «Vivir armados entre semejante gente … y conservarse en
un continuo estado de guerra, es enseñarles lo que no saben; es hacerles que piensen
en lo que de otro modo jamás imaginan: es ponerlos en la precisión de medir sus fuer-
zas … De modo que, si además de los gastos indispensables que el Rey debe hacer
para la seguridad de estos dominios respecto de un enemigo exterior, se pone en se-
mejante pie de defensa interior, la posesión de ellos no solo llegará a ser inútil sino
gravosa».
Posesiones inútiles y gravosas, una descarnada definición del resultado de las
reformas.

2.7. EL REGALISMO BORBÓNICO Y LA REFORMA DE LA IGLESIA ANDINA

En el plano de lo ideológico, seguramente el punto más avanzado en la exten-


sión del absolutismo regio sobre el mundo colonial fue la aplicación de la doctrina
regalista. Según el regalismo borbónico, el rey de España tenía el derecho y el deber
de actuar como vicario general de Dios sobre la Iglesia, tanto la española como la
americana. Por Real Cédula de 1765, se decretaba que la autoridad del papa había
sido transmitida al rey para que pudiera ejercerla sobre todos los aspectos de la juris-
dicción eclesiástica. Vicariato y regalismo fueron la culminación de la monarquía
absoluta.
Excepto la facultad para ordenar sacerdotes, el monarca español tenía derecho a
controlar, a través de los obispos y de los superiores de las órdenes religiosas, la con-
ducta de los clérigos, la administración de la Iglesia y la asignación de los cargos ecle-
siásticos.
El ministro Campomanes, siguiendo las indicaciones que el jurista panameño
Manuel José de Ayala había ido recogiendo en un documento de 1769 —verdadero
vademécum de las reformas en esta materia, denominado «Tomo Regio»— comenzó
a poner en práctica un conjunto de medidas de profundas repercusiones.
Se trataba ante todo de aumentar el control de la administración sobre los asuntos
eclesiásticos con objeto de disminuir la inmunidad eclesial, sometiendo al clero a la
jurisdicción ordinaria, proclamándose el fin de los fueros eclesiásticos. En palabras de
Campomanes, quería terminarse con «tantas inmunidades como existen en el reino».
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1 2 Océano
3
11 Atlántico
4 12
10 13
5 6 14
15
7
8 9 16
18
17
19 22 25
23 24
21 26
20

27
28

Océano 29
30
Pacífico 31

32
33

1 Sonora 25 Coro
34 35 36
2 Linares 26 Guayana
3 Durango 27 Antioquia
37 38
4 Guadalajara 28 Santa Fe de Bogotá
39
5 Michoacán 29 Popayán
6 México 30 Quito 40
7 Puebla 31 Cuenca
8 Oaxaca 32 Mainas
9 Chiapas 33 Trujillo 41
10 Yucatán 34 Lima 42
11 La Habana 35 Huamanga 43
12 Santiago de Cuba 36 Cuzco
13 Concepción de la Vega 37 Arequipa
14 Santo Domingo 38 La Paz
15 Puerto Rico 39 Santa Cruz de la Sierra 44
45
16 Verapaz 40 Charcas
17 Guatemala 41 Asunción 46
18 Comayagua 42 Salta 47
19 Nicaragua 43 Tucumán
20 Antigua Panamá 44 Buenos Aires
21 Cartagena de Indias 45 Santiago de Chile
22 Santa Marta 46 La Imperial
23 Mérida de Maracaibo 47 Concepción
24 Caracas

MAPA 2.3. OBISPADOS AMERICANOS A FINALES DEL SIGLO XVIII


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74 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

Aunque el regalismo afectó a todos los territorios de la monarquía, en América


tuvo un impacto especial porque se sumaba a un conjunto de reformas aplicadas todas
a la vez, con muy irregulares resultados como vamos viendo, creándose un estado de
conmoción que, cuando afectó a una institución tan delicada, extendida y poco cues-
tionada como era la Iglesia americana, levantó auténticas oleadas de preocupación y
rechazo. Esta preocupación se entiende mejor si explicamos que la Iglesia americana,
y la andina en particular, se había convertido en uno de los bastiones del orden colo-
nial. Difícilmente puede analizarse alguna faceta de la realidad americana del período
donde la Iglesia no tenga algo que ver o que decir. Una Iglesia poderosa de recios
mimbres locales, anclada en una superposición de preceptos tradicionales, con enor-
mes intereses creados en cada obispado, provincia, parroquia o curato, fuertemente
penetrada por las élites locales y cuyo poder económico y social constituía el más sóli-
do de los pilares del orden colonial. En el medio rural, esta presencia de la Iglesia era
todavía más efectiva: no sólo por la cantidad de bienes que poseía, sino por su imbri-
cación en el sistema de dominación colonial sobre las sociedades indígenas. Como
decía el viejo refrán, «cura, curaca y corregidor, lo peor». Si las reformas emprendi-
das por la administración pretendían hacer regresar al ámbito de la autoridad real a
esta Iglesia andina, el conflicto estaba servido, con la propia Iglesia y con todo su
gigantesco marco de influencias.
El plan de Campomanes exigía el envío de visitadores a cada uno de los grandes
arzobispados americanos, no sólo para convencer de la necesidad de las reformas,
sino para tomar noticias e informaciones sobre el estado de las cosas. Visitadores a los
que muy pronto se les encargó que comenzaran a aplicar con mano dura el conjunto
de medidas aprobadas, y metieran en cintura a cuanto obispo, cabildo eclesiástico,
provincial de las órdenes, cura, fraile o doctrinero se les opusieran. La creación de las
intendencias, cuyos ámbitos territoriales eran casi coincidentes con los obispados, fue
también una buena ocasión para apretar el cíngulo a los eclesiásticos, en cuanto los
intendentes fueron nombrados vicepatronos de la Iglesia en sus jurisdicciones, con
amplios poderes sobre su administración.
El programa general de la reforma eclesiástica comprendía aspectos legislativos y
administrativos que afectaban al clero americano, con especial incidencia en los asun-
tos económicos, porque las rentas eclesiásticas constituían un fondo muy sustancioso
del que la Corona quería apropiarse.
El primer paso fue utilizar el orden jerárquico de la Iglesia para, verticalmente,
obligar al acatamiento de las nuevas normas. Para ello se ordenó la celebración de un
concilio en cada Virreinato, al que habían de acudir todos los obispos de la jurisdic-
ción. Así, entre 1770 y 1774, se celebraron estos cónclaves en Lima, Santa Fe de
Bogotá, Charcas (La Plata) y México.
El objetivo era la aplicación en todas las archidiócesis de lo dispuesto en el Tomo
Regio de 1769. Estos concilios virreinales tuvieron un éxito relativo. Sus resolucio-
nes se movieron en un ambiente general de pretendida vaguedad, porque no se cono-
cía el impacto que tendrían las medidas conciliares ni sobre el clero ni sobre la feli-
gresía en general. Después de tantos años en los que la jerarquía eclesiástica había
sido la autoridad indiscutible en cada una de sus jurisdicciones (desde un arzobispa-
do a un curato perdido en la sierra) era difícil prever qué alcances tendrían ahora
medidas como la eliminación de las inmunidades eclesiásticas, el control de las ren-
tas, el nombramiento de dignidades y prebendados, e incluso la nueva normativa
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EL SIGLO XVIII ANDINO: LAS REFORMAS BORBÓNICAS 75

sobre el culto. La vaguedad de las resoluciones conciliares y la abierta oposición de


Roma al regalismo español, hicieron que éstas no fueran aprobadas por el papa. En
América todo quedó en un tira y afloja entre el clero y la administración que final-
mente fue depositándose en el olvido, sobre todo cuando menguó el espíritu reformis-
ta vistas sus consecuencias, cuando aumentaron las dificultades de todo tipo y cuando
la independencia se echó encima y la monarquía española se volvió más conserva-
dora y antiliberal que nunca, contando con el apoyo de la Iglesia. Pero la conmoción
que creó esta política de intromisión borbónica en asuntos eclesiásticos duró casi cin-
cuenta años y, a la larga, conllevó el establecimiento de un claro espíritu antiespañol
y antimonárquico en la Iglesia americana.
Los obispos, mal que bien, aceptaron la doctrina regalista y el Vicariato Regio por-
que, al fin y al cabo, en el nombramiento episcopal siempre había intervenido el rey.
Ahora, si este intervencionismo aumentaba y se extendía a todas las dignidades, era
preferible la convivencia al enfrentamiento. Pero hay que entender también que los
obispos de origen peninsular (que eran un buen número) normalmente deseaban
regresar a una diócesis en España; y los obispos de origen andino pretendían alcanzar
un arzobispado o una diócesis de mayores rentas en su tierra. Si la única manera de
ascender u obtener una nueva diócesis en España o en América era mediante nom-
bramiento real, una postura medianamente crítica frente al regalismo conllevaría el
ser eliminado de las ternas para los nombramientos o ascensos episcopales. Por su
parte, los provinciales de las órdenes religiosas, secularmente enfrentadas con los obis-
pos por cuestiones de jurisdicción, sintieron cierto alivio al ver menguadas las facul-
tades episcopales y quisieron entenderse directamente con la administración. Además,
después de la expulsión de los jesuitas, las órdenes comprendieron que cualquier
cuidado que tuvieran con las autoridades políticas podía ser poco.
Una de las escasas disposiciones conciliares que se pusieron en práctica fue la ce-
lebración de sínodos provinciales en cada uno de los obispados, para descender en la
aplicación de las reformas a escala diocesana y parroquial. Muchos se celebraron, y
también la vaguedad acabó imperando en casi todos ellos. Quiso emprenderse, por
ejemplo, la reforma de los monasterios y conventos de monjas, tan numerosos en las
principales ciudades andinas; un tema espinoso desde mucho tiempo atrás. Normal-
mente eran escenarios de enfrentamientos entre los obispos y las colectividades mo-
nacales. Los primeros, porque querían someterlas a su autoridad; las segundas, por-
que deseaban mantener su independencia. Y en ayuda de éstas acudieron las élites
locales. Al fin y al cabo, la mayor parte de estos conventos y monasterios eran el refu-
gio de buena parte de las hijas (legítimas o ilegítimas), solteras y viudas de las fa-
milias más pudientes de cada lugar, antes que cenobios donde reinaran la devoción y
la contemplación. Además, muchos de ellos contaban con suculentas rentas que los
hacían extraordinariamente poderosos —y necesarios— en cuanto se convirtieron en
entidades financieras que concedían préstamos, créditos y fianzas a personas situadas
en el interior de sus entornos familiares. Familias poderosas que se opusieron con toda
la fuerza de la tradición y de su preeminencia política y social a la implantación de las
reformas, evitando que afectaran gravemente a los monasterios y a sus intereses. En
algunas ocasiones movilizaron incluso al vecindario de las ciudades, invocando vie-
jas devociones y tradiciones, para lograr la inviolabilidad de los cenobios.
En los sínodos se estudiaron también las disposiciones emanadas de Madrid refe-
rentes a reformar las manifestaciones externas del culto. El excesivo barroquismo con
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que éste se desenvolvía fue objeto de fuertes críticas por parte de los reformadores,
insistiendo en la necesidad de establecer una piedad más intima y menos social, más
acorde con una austera espiritualidad neoclásica que con las vueltas y revueltas de la
voluptuosidad barroca. Estas medidas fueron rechazadas en general por la población,
que las entendió como un ataque frontal a sus tradiciones, y alegaron que acarrearían
la ira y la cólera de vírgenes y santos, manifestada en mil y un castigos que recae-
rían sobre ellos: terremotos, sequías, inundaciones, erupciones de volcanes… Cada
una de estas manifestaciones de la naturaleza andina fue entendida como un exabrup-
to de la divinidad frente a cualquier innovación en las manifestaciones del culto. Las
medidas reformadoras tuvieron, por tanto, muy poco efecto. Cofradías, procesiones,
vía crucis, novenas, triduos, desfiles de imágenes, romerías, cultos a los apus y a los
santos patronos, continuaron desarrollándose con todo su esplendor tradicional, natu-
ralmente con el obispo, el cura o el doctrinero al frente.
Otro aspecto cuestionado en los sínodos provinciales fue la aplicación de la Real
pragmática de Carlos III sobre los matrimonios. Para evitar la unión entre desiguales
(fundamentalmente por cuestiones étnicas y económicas) se ordenaba la obligato-
riedad de la autorización paterna para la celebración de los matrimonios, antepuesta
al derecho de los contrayentes a solicitar el sacramento directamente a un sacerdote.
Evidentemente, con ello se pretendía la consolidación de la sociedad de castas basa-
da en la estanqueidad racial. La medida fue bien acogida por las élites, en la medida
que aseguraba las estrategias matrimoniales y cerraba los huecos a través de los cuales
ciertos sectores intermedios (mestizos o mulatos) podían introducirse en los cerrados
entornos familiares de las oligarquías locales; pero en la compleja sociedad multiét-
nica andina, produjo roces y enquistamientos de difícil reparo: aumentaron las unio-
nes consensuales y la ilegitimidad de los hijos, especialmente en las ciudades, donde
la sociedad de castas se cubrió de un manto de marginalidad que no correspondía con
su número y su importancia. La sociedad andina se hizo, de alguna manera, más racis-
ta y clasista que antes. La familia se encerró en sí misma, y en su caparazón quedó
comprimida buena parte de la libertad individual de hombres y mujeres.
En líneas anteriores hemos dejado reseñado que uno de los propósitos de la refor-
ma de la Iglesia —si no el más explicitado casi el más importante— era controlar las
rentas eclesiásticas; seguramente, después de la Real Hacienda, el más complejo y
nutrido aparato financiero de la América colonial.
En primer lugar estaba el problema de los diezmos, el principal impuesto ecle-
siástico basado en la obligación de entregar a la Iglesia la décima parte de la produc-
ción anual familiar. Un impuesto que, en cada obispado, se sacaba a remate quinque-
nalmente y que constituía la más importante fuente de recursos del clero secular.
Entre las obligaciones del monarca estaba la de financiar a la Iglesia americana, por
lo que, teóricamente, el rey debía recibir un porcentaje de estos diezmos (las dos nove-
nas partes, los llamados «novenos reales») para ayudar en su mantenimiento. Si los
diezmos de una diócesis no alcanzaban para financiarla, entonces el rey debía abonar
la diferencia: eran los llamados «obispados de caja», porque sus gastos salían de la
caja real; eran casi la mitad del total de los obispados americanos. Como los «nove-
nos» no alcanzaban para cubrir los costes de la Iglesia, ésta resultaba muy onerosa a
la Real Hacienda, máxime cuando la otra mitad de los obispados, que sí se sufraga-
ban con sus diezmos, vivían en una gran opulencia. Fue uno de los aspectos a refor-
mar, obligando a entregar los «novenos» y a equilibrar las cuentas. Poco de esto se
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logró, pero desató las protestas de los obispados porque, opinaban, el nuevo control
económico llevado a cabo por la administración —especialmente en cuanto al cobro
y distribución de los diezmos— había hecho menguar las rentas eclesiásticas, ponien-
do en peligro el funcionamiento de instituciones claves para la feligresía como hos-
pitales, orfanatos, seminarios, casas de recogidas… Además, alegaban, la fábrica de
nuevas iglesias y catedrales, tan necesarias para la extensión del culto, se hallaban
muy retrasadas.
Otras rentas eclesiásticas intervenidas por la Corona fueron las capellanías y las
mandas y obras pías, seguramente las fuentes de ingresos más importantes —aparte
de los diezmos— no sólo de la Iglesia sino, sobre todo, de los eclesiásticos. Con el
dinero que recibían por decir misas personalizadas, disponer de capellanes adscritos
a las familias, o para la redención de pecados y salvación de las almas, y para ayuda
a pobres y menesterosos, muchas parroquias, conventos y curatos se transformaron en
las instituciones financieras más importantes de cada región, concediendo créditos
mediante «censos» (una especie de hipoteca sobre una propiedad por una cantidad
fijada) a intereses que oscilaban entre el 5 o el 10 por 100 anual. Evidentemente,
muchas de estas fincas acabaron, por falta de pago, en manos de la Iglesia; se calcula
que, en estos años, más del 70 por 100 de las propiedades se encontraban endeudadas
en mayor o menor grado por este sistema de censos.
Por eso no es de extrañar que en el plan de reformas se tomaran medidas para evi-
tar la proliferación de estas deudas y, después del recrudecimiento de la crisis finan-
ciera de la Real Hacienda, se dictara el famoso «decreto de consolidación» de 1804,
mediante el cual, y alegando los derechos del rey sobre la Iglesia americana, fueron
confiscados todos los fondos benéficos eclesiásticos, que debían ser remitidos sin
dilación a España. Se obtuvieron más de doce millones, en una operación sin prece-
dentes que, sin embargo, causó un daño terrible a la producción americana puesto que
el crédito privado prácticamente desapareció. Además, buena parte de los eclesiásti-
cos que vivían de este negocio quedaron empobrecidos y arruinados, sin otro medio
de subsistencia, sintiéndose ultrajados por la intolerable intromisión del rey en sus
asuntos, declarándose los más acérrimos enemigos del monarca español y de sus re-
formas. Malestar que supieron transmitir a sus feligresías, extendiendo a buena parte
de la población el sentimiento de haber sido objeto del pillaje real.
Del mismo modo, la administración quiso controlar la enorme cantidad de pro-
piedades en poder de la Iglesia consideradas como «bienes de manos muertas», reci-
bidas en testamentos o para sufragar misas, muchas de ellas improductivas. Los inten-
tos de llevar a cabo la desamortización de estos bienes también chocaron directamente
con los eclesiásticos.
Con el clero regular, los frailes de las órdenes, vino a suceder algo similar. Las
reformas insistieron en culminar un largo proceso que llevaba décadas iniciado: la
secularización de las doctrinas. Resultado del proceso de conquista y evangelización,
todavía en la segunda mitad del siglo XVIII las iglesias de muchos pueblos aún no
habían pasado a depender de los obispos respectivos, sino que seguían siendo «doc-
trinas» de las órdenes religiosas. Por más que los obispos insistieron, los frailes se
negaban a secularizarlas, alegando sus derechos de primacía en el lugar y los muchos
años que llevaban al frente de las mismas. En multitud de casos, doctrina y pueblo de
indios eran inseparables; se conocía a éste por aquélla. En realidad, este asunto escon-
día notables intereses económicos, puesto que muchas de estas doctrinas eran cabe-
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ceras de haciendas y propiedades de las órdenes, y obtenían de la feligresía rentas,


obenciones e incluso mano de obra gratuita o semigratuita para trabajarlas, o impor-
tantes cantidades en concepto de alquiler de tierras, molinos y obrajes. Como ha seña-
lado Bernard Lavallé, muchas de estas doctrinas eran empresas familiares donde el
doctrinero recogía y engordaba a toda su parentela. Felipe Guamán Poma de Ayala
anota en su Nueva corónica y buen gobierno una conversación figurada entre un
matrimonio de indígenas en la que el esposo anima a su esposa diciéndole que todos
sus hijos habrán de ser frailes doctrineros, y así muy ricos, enviándoles todo tipo de
alimentos, bienes e indios de servicio, porque no hay mejor oficio que «ser doctrinante
y rico y habeis de veros con mucho tesoro». Además, en su condición de bienes de las
órdenes, las doctrinas no pagaban diezmo a los obispados. El rey alegaba que, al estar
mucha de la mejor tierra productiva en esta situación, sus «novenos» menguaban
mientras los costes de la Iglesia americana subían más y más. Por ello apoyó a los
obispos en su lucha contra las órdenes por secularizar las doctrinas, un proceso que
en estas fechas adquirió especial intensidad aunque con desiguales resultados.
Proceso que significó un duro golpe para la economía de los conventos. Como ale-
garon que éstos no podrían mantenerse si se les quitaban las rentas de las doctrinas,
una de las medidas adoptadas por las reformas fue reducir su número, prohibiendo
todos aquellos que tuvieran menos de ocho frailes, lo que afectó a más de la mitad de
los conventos americanos. Los obispos quedaron satisfechos, pero los frailes encon-
traron también un motivo de rechazo frontal a las medidas reformadoras.
Aunque, de todas las órdenes, los jesuitas fueron sin duda los más afectados por
la política borbónica.
La medida no se fraguó en América, pero la expulsión de los jesuitas de los terri-
torios de la monarquía española decretada en 1767 (una medida que ya se había lle-
vado a cabo en otros reinos europeos) tuvo en la región andina una especial repercu-
sión. Sobre este tema han corrido verdaderos ríos de tinta, en especial sobre las
razones que motivaron la expulsión y sus consecuencias en España y América. Aun-
que en su momento se alegaron razones estrictamente políticas y de orden público
(por ejemplo, su participación en las revueltas antigubernamentales conocidas gené-
ricamente como el «motín de Esquilache» de 1766), tales razones parecen poco con-
vincentes a la luz de las nuevas investigaciones sobre el tema. Es más probable que se
considerase a la Compañía de Jesús un serio obstáculo a la implantación de la doctri-
na regalista; al fin y al cabo, los más relevantes autores jesuíticos se habían mostrado
como grandes opositores al derecho divino de los reyes, y el iusnaturalismo cobraba
en sus obras una fuerza arrolladora frente al pensamiento escolástico tradicional. Sus
fundamentos eran de peso, y como doctrina resultaba muy peligrosa para la monar-
quía absoluta, planteando cuestiones como el origen del poder e incluso el derecho de
los pueblos a remover los gobiernos injustos. Se les acusó de laxismo moral, insubor-
dinación, soberbia corporativa y relajación de la pobreza. El impacto social, eco-
nómico y educativo de la Compañía de Jesús sobre la sociedad española y americana
era tan grande que se la consideraba la más seria oposición a la causa de las reformas
y a la extensión del poder del monarca.
El decreto de expulsión de 1767 originó una gran conmoción en el mundo andino.
Fue seguramente el momento en el que con mayor fuerza se manifestó el poder real.
No sólo la Iglesia tembló; el orden colonial en su conjunto pensó que, ahora sí, las
reformas iban a ser aplicadas con toda su contundencia. En dramáticas circunstancias,
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los jesuitas fueron sacados de sus colegios, doctrinas y misiones, y como presos
comunes encaminados hacia los puertos donde los embarcaron hacia Europa. La
mayor parte de los expulsados eran criollos (sólo un 25 por 100 españoles). De los
aproximadamente 5.000 jesuitas que debían existir en toda América, unos 2.500 toma-
ron el camino del exilio, hacia Italia especialmente. Otros desaparecieron, se mezcla-
ron con la población, abandonaron los hábitos o se refugiaron en sus familias.
Sus colegios fueron cerrados y las iglesias, doctrinas y misiones encargadas a
otras órdenes, fundamentalmente a los franciscanos. La educación en América sufrió
un duro revés, y aunque se abrieron nuevos colegios a cargo de otras órdenes, puede
afirmarse que las élites americanas, cuyos hijos se educaban en estos centros de
enseñanza jesuíticos, quedaron en la necesidad de reconstruir un nuevo sistema edu-
cativo.
Otro motivo de la Corona para decretar la expulsión —no explicitado pero impor-
tante— fue apoderarse de los bienes jesuíticos, y tuvo también profundas repercu-
siones; como todo en las reformas, diferentes de las previstas. Los ministros del rey
habían calculado obtener buenos réditos y a tal fin se establecieron en cada distrito
las llamadas Juntas de Temporalidades, cuya misión era evaluar las propiedades y
proceder a su pública subasta, adscribiendo las cantidades obtenidas a la Real
Hacienda.
¿Cuál fue el resultado? Los bienes efectivamente eran muchos, tanto muebles
como inmuebles, y tanto rústicos como urbanos, esclavos, trapiches, molinos, obra-
jes, ganados… Las Juntas de Temporalidades establecieron profusos y detallados
inventarios y comenzaron a publicitarlos. El problema estuvo en que, al sacar al mer-
cado todas las propiedades a la vez, su valor menguó extraordinariamente. Nadie
quería comprar sino cuando, a fuerza de rebajar los precios, éstos alcanzaran valores
mínimos. La corrupción, el clientelismo y el amiguismo reinante en el interior de
estas juntas hicieron que muchas propiedades fueran adjudicadas directamente a los
compradores y a precios muy por debajo de su valor real. Las consecuencias fueron
dos, y ambas no deseadas por la administración: se recaudó mucho menos de lo espe-
rado, y se produjo una gran acumulación de estos bienes por parte de los que podían
adquirirlos, es decir los grupos de poder locales, los únicos que poseían el suficien-
te capital como para abonar las cantidades (siquiera mínimas) de los remates; y la
influencia necesaria para quedarse con los mejores lotes. Los grandes hacendados y
terratenientes, los comerciantes y los financistas concentraron aún más la propiedad
rural y urbana en toda la región. Por último, y a nivel político, los jesuitas expulsa-
dos constituyeron desde el exilio el grupo crítico más activo y efectivo contra la
monarquía española en América, denunciando sus abusos, la rigidez de su régimen y
el expolio a que tenían sometidos a sus países de origen; una opinión que se exten-
dió por toda la Europa de la Ilustración. Criollismo, antimonarquismo y nacionalis-
mo americano tuvieron en estos jesuitas un factor de desarrollo de gran importancia
hacia el futuro.
En este clima de presión es como hay que entender la postura de la Iglesia dio-
cesana, dócil y silenciosa ante el regalismo, y que, bajo los auspicios de la Corona,
creció mucho frente al decaimiento de la importancia de las órdenes. Se crearon nue-
vas diócesis, lo que no sucedía desde principios del siglo XVII. En 1820 existían siete
sedes metropolitanas (arzobispados), cuatro de ellas en América del Sur: Caracas
(creada en 1804), Bogotá, Lima y Charcas (La Plata). En la región se erigieron ade-
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más los obispados de Cuenca (1769), Mérida (1778), Guayana (1790), Mainas (1803),
Antioquia (1804) y Salta (1806). De las 43 diócesis que existían en toda América, en
la región que estudiamos había 26: aparte de las ya citadas, Cartagena de Indias, San-
ta Marta, Panamá, Popayán, Quito, Trujillo, Huamanga —Ayacucho—, Cuzco, Are-
quipa, La Paz, Santa Cruz de la Sierra, Córdoba del Tucumán, Asunción, Santiago de
Chile, Concepción y Buenos Aires. Entre 1775 y 1820 estuvieron al frente de las mis-
mas 62 prelados.
Muestra del cuidado que la administración puso en los nombramientos de estos
obispos con respecto a períodos anteriores fue la disminución sustancial de las dióce-
sis vacantes: si en algunos momentos del siglo XVII las sedes vacantes podían alcan-
zar a más del 30 por 100 de los obispados, en 1750 todas las diócesis estaban ocupa-
das y en 1790 sólo dos estaban sin obispo. Poco tiempo después, las sedes vacantes
volvieron a aumentar y en 1816 ya eran diez las sedes sin ocupar.
En cuanto al origen geográfico de los prelados, las cifras muestran procesos simi-
lares a los ya estudiados para otras parcelas de poder en la región andina. En 1750,
españoles y americanos estaban equilibrados; en 1780 predominaban los peninsula-
res (60 por 100); y en 1810 la situación era la inversa (60 por 100 criollos), ascen-
diendo hasta el 70 por 100 en 1820. Pero hay que señalar, para entender mejor estos
datos, que la mayoría de los obispos españoles ocupaban normalmente las archidió-
cesis o, en el otro extremo, los obispados de fronteras y de misión. En las capitales de
provincias, cabeceras de intendencias o de audiencias, los criollos eran mayoritarios.
Criollos que, además, eran originarios de la misma región donde se habían ordenado,
donde habían estudiado, donde desarrollaron su carrera eclesiástica y, finalmente, don-
de ocuparon su sede. Fue, por tanto, una Iglesia local, comenzando por sus prelados
y, como luego veremos, continuando por los cabildos eclesiásticos y el clero en ge-
neral. El 36 por 100 del total de los obispos criollos de toda América eran peruanos,
el 24 por 100 de Nueva Granada, el 6 por 100 del Río de la Plata y el 5 por 100 de
Charcas. Un 71 por 100 del total. Esto da una idea de la fuerza de los criollos en la
Iglesia andina.
Además, los obispos se habían desplazado geográficamente muy poco: el 53 por
100 del total de los prelados de las diócesis andinas sólo ocuparon una diócesis. Una
vez nombrados no se movieron más, allí quedaron hasta su muerte. El 37 por 100 ocu-
pó dos diócesis, una de tránsito y la definitiva, normalmente en su tierra natal. Sólo
un escaso 10 por 100 ocupó una tercera, casi todos españoles. Los peninsulares o bien
regresaban a España (28 por 100 del total de los obispos) o estaban dispuestos a
moverse, normalmente desde una diócesis de misión a una de mayor importancia o
a un arzobispado. Y aquí de nuevo el análisis de otra variable nos aporta más infor-
mación sobre el carácter y circunstancias de estos prelados: los procedentes del clero
secular fueron mayoría (casi el 70 por 100), consecuencia del retraimiento que tuvie-
ron las órdenes en este período (en el siglo XVII, los obispos-frailes eran más del 60
por 100), pero los españoles eran mayoritarios entre los frailes (destinados en zonas
de misión). Todo ello nos indica la existencia de una Iglesia diocesana cuyos prelados
(excepto casos muy señalados) se mostraron muy vinculados con sus diócesis: por
motivos sociales (el 70 por 100 de los criollos eran de extracción social elevada —no-
bles, titulados, procedentes de «familias de reconocido prestigio»—, mientras que el
total de los de «calidad buena» y «humilde» eran peninsulares); por su carrera ecle-
siástica (más del 70 por 100 de los obispos procedían de los cabildos eclesiásticos y
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habían ascendido desde canónigos a deanes, en algunos casos en las mismas diócesis
de las que luego serían obispos); o por motivos económicos (estos prelados, como
miembros de las familias más notorias de las ciudades donde se levantaban sus sedes,
tenían importantes intereses patrimoniales en ellas y en sus jurisdicciones).
En un alto número fueron representantes directos del orden colonial. Así se entien-
de que sus relaciones con la administración reformista fueran similares a la del resto
del grupo social, político y económico en el que se insertaban y al que pertenecían.
Acataron las reformas pero, sin especiales alharacas, las diluyeron en la costumbre y
en los modos de actuar tradicionales. Algunos obispos peninsulares, de especial talan-
te anticriollo y españolista, tuvieron serios y agrios problemas con los grupos locales
de poder, sobre todo después de 1810, siendo expulsados de sus diócesis. En cambio,
los obispos españoles en diócesis situadas en tierras de misión continuaron al frente
de las mismas sin mayores dificultades después de la independencia. Estos caracteres
tan diferentes entre prelados españoles y criollos, entre «extranjeros» y locales, expli-
can comportamientos tan opuestos como por ejemplo el del arzobispo de Bogotá,
Antonio Caballero y Góngora, andaluz, defensor de las reformas y a quien no le tem-
bló el pulso para reprimir, como si fuera un virrey, a los comuneros sublevados en
1781; y el de Juan Manuel Moscoso y Peralta, obispo de Cuzco, sutilmente partidario
y defensor de los sublevados con Túpac Amaru en 1780.
Descendiendo en la escala jerárquica, los cabildos catedralicios estuvieron con-
formados por criollos en más del 90 por 100; fueron, como hemos indicado, el prin-
cipal trampolín desde el que muchos de ellos consiguieron alcanzar un obispado du-
rante este período. Además, la mayor parte de sus miembros pertenecían o estaban
íntimamente relacionados con los grupos de poder locales, pues apenas si se movie-
ron de estas ciudades donde consiguieron sus beneficios canónicos salvo para estudiar
en las universidades importantes, normalmente Lima, Santa Fe o Charcas. Los con-
flictos abundaron en el interior de los Cabildos, por cuestiones de ascenso (de canó-
nigo a tesorero, chantre, maestrescuela, arcediano o deán), de protocolo (la ubicación
en las grandes ceremonias era motivo de innumerables pleitos, en la medida en que
era el prestigio de la familia era el que estaba en juego), en los nombramientos de vi-
cario general o provisor del obispado, o cuando la sede estaba vacante, cuando era
el cabildo el que quedaba al frente de la misma. Otra buena cantidad de problemas se
suscitaron entre el cabildo catedralicio con su obispo: si éste último era español, y si
se mostraba muy reformista, o deseaba introducir novedades en la administración de
la diócesis (especialmente visitando las parroquias y curatos, y sometiendo a su auto-
ridad al clero local), los pleitos estaban servidos; si éste era criollo, pero pertenecía a
una familia de otra jurisdicción (por ejemplo, entre cuzqueños y arequipeños) también
había problemas, en la medida en que las disputas se entendían como competencias
entre grupos provinciales rivales; pero si el obispo, español o criollo, sólo permane-
cía en la diócesis en espera de otro nombramiento, bien para regresar a España o bien
para marchar a su distrito de origen, estos conflictos menguaban sobremanera, y
entonces se decía que la diócesis «estaba en paz».
Existieron otros roces jurisdiccionales importantes que, como ya hemos comenta-
do, se hicieron cotidianos: con los intendentes, con los cabildos de las ciudades, con
las audiencias, con los jefes militares… La Iglesia, especialmente su jerarquía, era la
institución más visiblemente poderosa a nivel local y provincial en la región andina.
Por tanto, todo lo que menoscabara su autoridad era entendido como una afrenta y
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causa de guerra en defensa de sus privilegios más o menos consagrados por las leyes
y, sobre todo, por la tradición. Pero el control social, económico y político que tuvie-
ron y ejercieron sobre su feligresía fue incuestionable. En este terreno, las reformas
también demostraron su incapacidad para cambiar las cosas.
En el otro extremo de la pirámide jerárquica de la Iglesia secular, los párrocos,
curas y sacerdotes, constituían igualmente otra autoridad. Y en el medio rural prác-
ticamente la única autoridad. Se calculan unos 15.000 eclesiásticos para la región
andina a finales de siglo, aunque muchos de ellos concentrados en las ciudades, espe-
cialmente en las sedes virreinales y audienciales. Desde luego, no todos poseían un
beneficio eclesiástico (una parroquia o un curato, por ejemplo): las familias más pu-
dientes tenían incorporados a muchos de sus miembros como «curas» o capellanes (de
ahí la extensión de las capellanías, para asegurar un futuro a estos clérigos). En las
familias numerosas de la élite, algunos de sus miembros tenían forzosamente que se-
guir la carrera eclesiástica, sobre todo por la extensión de la costumbre de otorgar toda
la herencia al primogénito y evitar así la división de la propiedad.
Ingresar en un cabildo eclesiástico, o conseguir mediante influencias en los mis-
mos o ante el obispo una parroquia o un curato, era una de las aspiraciones más comu-
nes entre los clérigos. No sólo daban para vivir, sino que en muchos casos eran sine-
curas fabulosas, constituyéndose a partir de ellas grandes fortunas en bienes y
propiedades, sobre todo si estos párrocos y curas conseguían manejar a su favor la
mano de obra de sus feligresías. De ahí los comunes enfrentamientos con intendentes
y subdelegados, cuando éstos no se avenían a respetar el estado de las cosas.
Las reformas, sobre todo las administrativas, que obligaron a estos curas a reca-
tarse —siquiera sobre el papel— en la exposición de sus bienes y en el control que
ejercían sobre la grey puesta a su cuidado, normalmente las comunidades indígenas,
y que los hicieron súbditos de la jurisdicción ordinaria, eliminando sus privilegios y
fueros, generaron un fuerte descontento en el clero. Los curas locales se sintieron pro-
vocados, y quisieron ver en este asalto a sus inmunidades y costumbres una clara
intromisión en los asuntos eclesiásticos, por lo que trenzaron una sólida alianza con-
tra el reformismo y contra el rey, difundiendo entre su feligresía un espíritu primero
contestatario (los reformadores querían acabar con la religión, anunciaban desde el
púlpito) y luego claramente insurgente contra cualquier medida que significara inno-
vación y monarquismo. Una Iglesia local que, por su origen social y junto con los ele-
mentos que ya hemos analizado, constituyó en la sierra un sólido bastión y un re-
currido apoyo del gamonalismo.
En cuanto al clero regular, es necesario realizar otro tipo de observaciones. Su
número era ligeramente inferior al de seculares (un cálculo aproximado de frailes en
la región andina nos aproxima a la cifra de entre trece y quince mil a finales del pe-
ríodo colonial). Aparte de las cinco órdenes clásicas —franciscanos, dominicos, agus-
tinos, mercedarios y jesuitas (hasta su expulsión)— existieron otras como las de San
Juan de Dios, bethlemitas o capuchinos, dedicados a tareas hospitalarias y a las misio-
nes en zonas de frontera.
Todas vivieron un fuerte proceso de criollización que en los años que estudiamos
superó el 70-80 por 100 en algunas órdenes, aunque ésta alcanzaba mayor concentra-
ción en los conventos del interior, donde la cifra de americanos se elevaba al 100 por
100. La alternativa, es decir, la alternancia de criollos y peninsulares como superiores
conventuales, fue seguida durante muchos años como único modo de calmar las ten-
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EL SIGLO XVIII ANDINO: LAS REFORMAS BORBÓNICAS 83

siones en el interior de los claustros. No obstante, éstas continuaron entre superiores


y provinciales, puesto que muchos de estos últimos fueron españoles, y partidarios de
las reformas, si bien de una manera sutilmente pactada con las autoridades coloniales.
Los enfrentamientos con los obispos fueron comunes, sobre todo por la secularización
de las doctrinas, y la mayor parte de los problemas con la administración se produje-
ron a raíz de la captación forzosa de sus bienes, bien incautándoles bienes raíces, bien
con los decretos de consolidación. Este último asunto marcó una fuerte inflexión en
las relaciones entre las órdenes y la autoridades coloniales. A partir de entonces, los
frailes, al igual que el clero secular, entraron a formar parte del campo opositor al sis-
tema colonial.
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