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El Siglo XVIII Andino. Las Reformas Borbónicas PDF
El Siglo XVIII Andino. Las Reformas Borbónicas PDF
Capítulo 2
EL SIGLO XVIII ANDINO:
LAS REFORMAS BORBÓNICAS
Si el siglo XVII fue en el mundo andino un largo siglo de bastante más de cien años
de duración, que comienza con la aplicación de las medidas adoptadas por el virrey
Toledo a finales del siglo XVI y viene a terminar con las reformas borbónicas, el siglo
XVIII fue, en cambio, mucho más corto en el tiempo. Podemos situar su inicio en 1760-
1770, y su finalización hacia 1820-1825. De las reformas a la independencia: un siglo
de apenas sesenta-setenta años que parece comprimirse entre otros dos, el XVII y el
XIX, largos y densos, ante los cuales aparece casi como una coyuntura; muy impor-
tante, pero difícil de conocer en toda su complejidad y trascendencia a no ser que la
observemos, estudiemos y analicemos respecto a un antes y a un después. Desde lue-
go fueron años que conmovieron al mundo andino.
En su transcurso podemos afirmar que, en general, quedaron afianzadas las estructu-
ras de dominación colonial existentes en el interior de la compleja sociedad americana
ya establecidas con anterioridad. Pero esta afirmación necesita ser matizada, porque los
que detentaron y trazaron entonces estas relaciones de dominación estuvieron sujetos a
cambios profundos. Fue en este tiempo cuando los actores y gestores del orden colonial
interno y netamente andino, después de casi 250 años transcurridos desde la conquista,
comenzaron a transitar hacia una confrontación general con el sistema colonial impues-
to por la metrópoli y sus agentes, hasta llegar a una ruptura definitiva con el mismo.
El peso específico que había ido alcanzando este orden colonial, el estado real del
mundo andino, frente al sistema metropolitano, determinó que su importancia, su rea-
lidad y sus comportamientos vinieran a ser muy diferentes de los previstos en el vie-
jo plan toledano. El orden de las cosas en el interior de la colonia había ido impo-
niéndose lenta pero efectivamente sobre el sistema, entrando en confrontación con los
intereses de la metrópoli; una situación de la cual la monarquía borbónica era muy
consciente. Por ello, en el campo de batalla que fue este período se enfrentaron vio-
lentamente la imposición y el rechazo a las medidas administrativas que pretendieron
remozar y renovar el ya caduco sistema colonial. Fue la expresión de la confrontación
de intereses que ahora se producía entre el orden y el sistema.
La nueva política en que parecía empeñada la Corona española se basaba en un
conjunto de reformas conducentes a hacer saltar el viejo pacto colonial, establecido y
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Así planteado, el análisis de este período nos permite entender mejor por qué el
orden colonial transitó en estos años cruciales por una serie de situaciones y procesos
tan complejos y tan contradictorios, muchos de ellos de una extraordinaria violencia,
en perenne conflicto con el nuevo sistema que pretendían imponerle desde Madrid;
pero al mismo tiempo estableciendo con él una serie de alianzas, en la medida en que
algunas de sus propuestas y consecuencias podían serle de utilidad; y provechosas
para intereses particulares de grupo o de clase, tanto a escala regional como local.
Además hay que considerar que las profundas desigualdades en la textura interna de
este orden colonial, para nada homogéneo, y la ineficacia programática y efectiva del
reformismo borbónico, más las turbulencias en las que se vio envuelta la monarquía
española, sobre todo después de 1808, le llevó a la ruptura definitiva con el sistema.
Pero eso era difícil de imaginar en 1780, 1790 o incluso 1800.
Por otra parte, el análisis de estos años nos permite entender mejor por qué el sis-
tema colonial transitó igualmente por situaciones y procesos tan contradictorios como
los de su propio orden, del mismo modo impregnados de una violencia y una rotun-
didad difícil de explicar cuando decía pretender exactamente lo contrario. Un sistema
en el que se daban cita tendencias completamente divergentes, que generaron proyec-
tos a veces inconsistentes, en los que la tradición y la modernidad intentaban una con-
vivencia imposible. El resultado fue que, ante las dificultades halladas para sacar ade-
lante su proyecto, el sistema acabó por establecer con los actores y gestores del orden
colonial un conjunto de alianzas y pactos —explícitos e implícitos— a fin de desarro-
llar alguna de sus medidas de reforma. Alianzas y pactos establecidos unas veces a
escala virreinal, otras a escala regional, fluctuando en el corto tiempo, sin apenas con-
solidación, realizados bajo el poderoso influjo de las circunstancias. Los vaivenes
incontables, incontrolables, impredecibles, inexplicables por inexplicados, de la polí-
tica borbónica con respecto a América, sobre todo a partir de 1808, llevaron forzosa-
mente al orden colonial a la ruptura con el sistema.
Una ruptura que adquirió tempus y matices propios en cada fase del período; que
estableció diferencias subregionales verdaderamente importantes en función de las
diversas circunstancias en que se establecieron y evolucionaron —a nivel local o regio-
nal— las relaciones entre orden y sistema; matices, circunstancias y diferencias que
tuvieron como consecuencia posterior una no menos particular forma de proceder en
cada región a la hora de crear las naciones, de construir las repúblicas, de elaborar los
diversos conceptos de legalidad y ciudadanía, y de llevar a cabo la aplicación de los pre-
ceptos liberales resultantes del triunfo de la independencia. Una transición entre el sis-
tema colonial y el sistema republicano en la cual el orden colonial, precisamente por
lo sui géneris del proceso, por el peso de sus particularismos zonales y por su fuerte
incardinación en la realidad andina, sufrió escasas modificaciones y permaneció vi-
gente en multitud de aspectos durante el siglo XIX. Una herencia colonial muy pode-
rosa que en cada subregión andina adquirió tonalidades diferentes.
Porque si el siglo XVIII fue efectivamente un siglo de transición, en él se produjo
la articulación definitiva del espacio andino, en sí mismo y con respecto a otras áreas.
Las subregiones económicas que se fueron generando en su interior, cada vez mejor
constituidas, más integradas o relacionadas, poseyeron una enorme fuerza centrípeta
que las mantuvo unidas, enlazadas y articuladas. Subregiones que, si bien habían sur-
gido lentamente en el largo siglo XVII, fue ahora cuando se consolidaron, conforman-
do un gran ámbito de producción y de circulación de bienes, servicios y personas. Un
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cas y las trabas fiscales, deteniéndose en los mercados, en las fiestas patronales, en las
tabladas o las ramadas.
El siglo XVIII fue el conformador de esta realidad, una realidad que se construyó y
reconstruyó en cada una de las mutantes circunstancias y fracturas propias de una
coyuntura que sin duda necesita conocerse y explicarse con detalle para poder enten-
der la historia de la región andina hasta el presente.
esquema social colonial, cuando en realidad es ahora, entre 1750 y 1820, cuando cobra
toda su pujanza; no solamente atendiendo al poder de su número, sino por el impacto
que tuvo sobre los otros dos sectores, blancos e indios, y muy especialmente en las ciu-
dades, que es el nuevo escenario donde el siglo XVIII se manifiesta con mayor fuerza en
esta materia. Los famosos «cuadros del mestizaje», donde aparece reflejada sin rubor
e incluso con ironía la extraordinaria complejidad de los entrecruzamientos raciales
en las sociedades americanas, muestran una realidad en la que el factor étnico es de-
terminante para el posicionamiento social. Y así sería en adelante durante muchos
años. El mestizaje y su extensión cuantitativa, en lo político y lo social, significó un
cambio de gran trascendencia en la América colonial. Un cambio al que, como seña-
la Flores Galindo, el mestizaje aportó un nuevo utillaje mental. No se trató solo de una
asimilación de todo lo anterior, sino del triunfo de la innovación y la inventiva.
Otro proceso que debemos considerar fue la emigración española. De mayor impor-
tancia en lo social y lo económico que en lo cuantitativo, proporcionó en estos años la
cuota más alta de emigrantes de todo el período colonial. Personas del norte peninsular,
fundamentalmente vascos y montañeses, y en menor proporción gallegos, catalanes y
andaluces, cruzaron el mar en busca de un nuevo futuro como pequeños comerciantes o
dependientes y empleados de los grandes grupos de tratantes y mercaderes de los puer-
tos españoles (Cádiz y otros lugares que se abrieron al comercio con América). Estos
emigrantes, asentados en las principales ciudades, usaron sus buenos contactos con
España, su experiencia comercial y el crédito obtenido a través de sus redes familiares
de origen para establecerse prósperamente. Además, muchos de ellos realizaron afor-
tunados matrimonios con esposas pertenecientes a las élites locales tradicionales: en
pocos años formaron parte consustancial de los grupos de poder local y regional, ma-
nejando a veces con exclusividad ramos como el comercio, la minería o la agricultu-
ra, diversificando al mismo tiempo sus actividades económicas e instituyendo verda-
deras dinastías que se extendieron posteriormente a lo largo del tiempo republicano.
Otros grupos de emigrantes, de mayor número pero de menor impacto social que
los anteriores, estuvieron constituidos por humildes campesinos canarios, andaluces,
gallegos, menorquines y catalanes, que huyendo del hambre del campo se enrolaron
en las campañas de repoblación que puso en práctica el reformismo borbónico con el
propósito de ocupar áreas vacías o escasamente habitadas del continente. También
el ejército, llevando tropas más o menos forzadas desde la península con motivo de las
muchas guerras del período, contribuyó a aumentar el número de españoles en Amé-
rica. Si no puede hablarse ni mucho menos de una emigración masiva, y menos aún
destinada con exclusividad a la región andina, en las ciudades y en los núcleos mine-
ros sí tuvo mayor impacto la llegada de estos españoles.
En cuanto al aporte demográfico que significó la importación de esclavos proce-
dentes de África, las fuentes — a las que hay que tomar con todas las prevenciones
del caso— arrojan cifras para los años 1760-1810 y para todo el continente de
300.000 esclavos introducidos. Pero su distribución geográfica fue muy desigual: la
mayor parte quedó en el Caribe y pocos pasaron a la región andina, con lo que su apor-
te a la demografía de la zona no fue fundamental. En regiones como Antioquia, Popa-
yán y el Chocó, los esclavos fueron más numerosos, casi todos dedicados a las tareas
de extracción de oro; en Nueva Granada, de un total de 70.000 esclavos para finales
de siglo, más de la mitad estaban concentrados en estas áreas. En Perú, la mayoría de
los esclavos se encontraban en la costa y en la ciudad de Lima.
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Un último aspecto que necesita ser considerado para explicar la nueva demografía
de este período es el impacto que las migraciones internas tuvieron sobre la distribu-
ción regional de la población. Procedentes de regiones destruidas o deprimidas por el
hambre y las enfermedades, fueron muchas las familias que se desplazaron y asenta-
ron en áreas con mayores posibilidades de desarrollo agrario o minero; o en las ciu-
dades, cuyas condiciones de habitabilidad mejoraron también en estos años y donde
la demanda de mano de obra fue creciendo ininterrumpidamente.
De norte a sur, y en una rápida panorámica, la demografía andina de este perío-
do nos muestra los desequilibrios y potencialidades de las distintas áreas de la
región.
En Nueva Granada, la población censada o que figuraba en los repertorios fiscales
alcanzó la cifra de casi un millón de habitantes hacia 1800. La mayoría (más del 50
por 100) estuvo constituida por mestizos, sobre todo en las ciudades. La más alta den-
sidad demográfica se daba en la meseta cundiboyacense, aunque en las zonas donde se
dejó sentir una nueva dinámica de población (Antioquia y Santander, especialmente)
los campesinos libres y un artesanado en expansión constituyeron buena parte de los
pobladores. Los indígenas no debían sobrepasar el 20 por 100 del total neogranadino,
aunque en Cundinamarca y Boyacá se concentraban más del 60 por 100. También en
Popayán y Pasto eran numerosos los indígenas.
Pardos y castas conformaron otro grupo importante, especialmente en las costas
de los litorales Caribe y Pacífico. Los esclavos se concentraban en las zonas mineras
(Sur, Antioquia y el Chocó), y algunos en la costa norte, aunque en las minas la mano
de obra asalariada poco a poco ganó la partida a la esclavitud.
No obstante, lo anterior, las cifras para la demografía neogranadina han de poner-
se en entredicho pues la inmensa mayoría del territorio no fue colonizada oficialmen-
te y, por tanto, las cantidades totales pueden sufrir modificaciones. Es de señalar el
caso de Antonio de la Torre, un prohombre cartagenero que en la década de 1780 deci-
dió emprender una campaña de colonización de la Tierra Adentro de la gobernación
de Cartagena de Indias, hallando para su sorpresa más de cien mil personas sin cen-
sar ni tributar que no existían oficialmente para la administración: «gentes de todos
los colores, clase, condición y ocupaciones», «arrochelados en su libre albedrío»,
«viviendo como brutos», «sin otra religión que la que ellos mismos se daban», «espar-
cidos por montes, campos y ciénagas». Con todos ellos fundó más de cuarenta pue-
blos, lo que da una idea de cuánta población podía existir al margen de los cómputos
oficiales. Sobre la población indígena que habitaba el gigantesco oriente de la actual
Colombia, en los inmensos llanos y en los grandes ríos que descienden desde la cor-
dillera a la cuenca del Amazonas, la información demográfica que poseemos para este
período es prácticamente nula.
Las ocupaciones de las tierras del interior neogranadino, donde se mezclaban
blancos, mestizos, negros libres y esclavos huidos desde la época de los palenques, ni
se conocieron entonces ni se han estudiado a fondo por falta de información, pero fue-
ron corrientes y marcaron los inicios de la colonización republicana. Un proceso de
colonización que duró hasta el siglo XX, pero que ya, desde finales del siglo XVIII,
muestra la intensa regionalización del espacio en Nueva Granada. Regionalización
que ha caracterizando la zona a partir de lo demográfico, donde lo étnico, las formas
e intensidad de ocupación de las tierras, la ausencia de una regulación y presencia
estatal más allá de las ciudades, o la gestación de un conjunto de tradiciones propias,
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han constituido fuertes señas de identidad regional que no sólo no se han diluido, sino
que se han ido acrecentando. Y todo ello ya era observable en el siglo XVIII.
En el actual Ecuador, la costa aparecía poco poblada respecto de la sierra hacia la
década de 1770, pero inició un proceso de rápido crecimiento, especialmente en Gua-
yaquil y su entorno: primero por ser una de las ciudades más importantes en la cone-
xión Lima-Panamá, con un activo movimiento comercial y donde se construían des-
de antaño navíos y embarcaciones que servían el tráfico del Pacífico; y segundo por
el desarrollo agrícola que se fue generando en estos años en torno a la producción de
cacao, y que ejerció una fuerte demanda de mano de obra sobre las regiones serranas
vecinas (Guaranda, Riobamba y Ambato, principalmente).
En la sierra ecuatoriana, la población indígena creció mucho (un 34 por 100 entre
1750 y 1780, alcanzando cifras superiores a los 250.000 habitantes), sobre todo en el
área de Quito y en el sur cuencano. Los indígenas aquí eran la población mayoritaria.
El mestizaje se desarrolló lenta aunque efectivamente por el escaso volumen de la po-
blación blanca, encerrada en las principales ciudades y con fuertes prejuicios de cla-
se que impidieron una mestización más acelerada. La población esclava tampoco fue
muy abundante —se localizaba sobre todo en las plantaciones de cacao de la costa—
, aunque sí existió población de color en las minas de Esmeraldas y en algunas zonas
del interior (valle del Chota), donde fueron refugiándose negros libres huidos de las
haciendas y las minas, más o menos encimarronados, que se mezclaron poco con
los indígenas. En resumen, la demografía ecuatoriana muestra ya en esta época nota-
bles diferenciaciones entre la costa y la sierra: la primera poco poblada, aunque cre-
ciendo aceleradamente; la segunda, dotada de un perfil netamente indígena, concen-
traba a la mayor parte de la población, en la que destacaban el aumento continuado de
indígenas y mestizos y una población blanca que dominaba las ciudades. En estas
fechas, Quito era una de las capitales más grandes de América del Sur.
En Perú, la población también creció a un ritmo importante, duplicándose entre
1700 y 1800. Los indígenas (alrededor de 700.000) eran más del doble que los mesti-
zos (sobre 250.000), pero hay que señalar, como hacen algunos autores, que esta cifra
de indígenas debe ser corregida al alza porque muchos mestizos, aunque así figuran
en los censos, eran en realidad indígenas que vivían en pueblos de españoles o que tra-
bajaban en las haciendas huyendo de los tributos y mitas a que estaban sometidos en
sus comunidades de origen. Los blancos, según la documentación, venían a ser sobre
125.000, pero también deben revisarse estos datos porque en la sierra muchos mesti-
zos figuraron como «blancos de la tierra» o «españoles» (lo que venía a significar en
la nomenclatura local que no eran indios del común y que poseían bienes y un cierto
prestigio social). De manera que los mestizos eran más, y menos los realmente blan-
cos. Las estadísticas demográficas coloniales muestran la tendencia de la población
colonial andina a sobrevalorar su posición en los grupos o sectores en que se estrati-
ficaba la sociedad, por motivos económicos (dejar de tributar) o sociales (librarse de
algunas cargas y acceder a determinados privilegios). Así, hay indios que figuran
como mestizos, y mestizos que figuran como blancos.
Los blancos habitaban mayoritariamente en las tres ciudades principales: Lima,
Cuzco y Arequipa. La capital virreinal, Lima, creció como el resto de Perú: de 37.000
habitantes hacia 1750 a más de 60.000 para 1800; pero fueron mestizos, pardos y mu-
latos los que nutrieron este incremento poblacional, y en mucha menor medida los
blancos. Para 1800, casi la mitad de la población limeña era de color.
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Otra característica y al mismo tiempo un claro determinante del período que estu-
diamos fue la transformación del espacio americano en escenario de las diversas
guerras que enfrentaron a las monarquías europeas. En estos años América irrumpe,
o mejor dicho la irrumpen, en la geografía de los conflictos internacionales.
Conflictos que jalonan como una pesadilla todo el siglo XVIII: desde la guerra de
Sucesión a la Corona española en las dos primeras décadas del siglo, de importantes
consecuencias para América por el tratado de Utrecht; la del Navío de Permiso a fina-
les de los treinta y comienzos de los cuarenta; las guerras con Portugal en Uruguay y
Paraguay; las guerras motivadas por el cumplimiento de los «pactos de familia» entre
España y Francia, en los años sesenta, setenta y ochenta; la guerra contra la Francia
republicana y contra Inglaterra, ambas en los noventa; contra Inglaterra de nuevo a
principios del XIX, otra vez aliadas España y Francia; la guerra ahora contra la Fran-
cia napoleónica en la década siguiente… Si en Europa no dejó de tronar el cañón,
todas estas guerras tuvieron también importantes repercusiones en muchos ámbitos
de la política y de la economía americanas: se crearon virreinatos, se cerraron y abrie-
ron puertos, se multiplicó o se cegó el tráfico comercial, se emplearon ingentes can-
tidades de recursos que obligaron a recaudar nuevos impuestos, se movilizaron miles
de hombres, territorios completos en el continente americano cambiaron de bandera
canjeados como botín o como deudas de guerra… En definitiva, se tuvo la sensación
de que el mundo era mucho más pequeño que en el siglo anterior, cuando todo estaba
más lejos y el tiempo parecía transcurrir más lentamente.
Pero, a diferencia de lo que sucedió en el Caribe o en México, estas circunstancias
externas no inquietaron al espacio andino de una manera tan directa. No quiere decir
esto que no resultase afectado; sí lo fue y mucho, pero en circunstancias diferentes.
Desde el siglo XVI, el Pacífico había sido un mar español. Sólo a veces, algunos
atrevidos corsarios o navegantes extranjeros habían conseguido vencer el cansancio
de una travesía tan larga y peligrosa, costeando buena parte de América del Sur, cru-
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zando el cabo de Hornos, burlar las defensas costeras y asaltar y saquear los puertos
del Pacífico. Durante las últimas décadas del siglo XVII y las primeras del XVIII fueron
abundantes los navíos (franceses fundamentalmente) que se introdujeron por el Pací-
fico con productos de contrabando, pero no sólo no representaron un peligro militar,
sino más bien una tabla de salvación para el desabastecido comercio limeño.
Sin embargo, en la guerra de 1739, el comandante Anson, que no era ningún pira-
ta sino un almirante de la Armada Británica, penetró en el Pacífico por el estrecho de
Magallanes, asaltó varias ciudades del litoral y robó el tesoro de Panamá. Al mismo
tiempo, el almirante sir Edward Vernon voló por los aires las fortalezas de Portobelo,
en la costa atlántica del Istmo, y sitió Cartagena de Indias: Panamá, la conexión tra-
dicional del mundo andino con el Caribe y con Europa, mostraba toda su fragilidad.
Como consecuencia de este desastre, la flota anual de los galeones que comunicaba a
los comerciantes limeños con Cádiz se interrumpió definitivamente. No era el fin del
mundo, porque los británicos se marcharon pronto pero demostraron que, en adelante
la situación sería diferente. En 1762 volvió a demostrarse lo endeble que era el sis-
tema: La Habana, considerada hasta entonces como la plaza más inexpugnable de
América, era tomada por los británicos. Producto de la desazón que invadió a la admi-
nistración colonial al no saber dónde se produciría el siguiente ataque fue la orden
enviada al virrey de Lima, Manuel de Amat y Junjent, de poner en pie de guerra al
Virreinato de Perú: toda la costa del Pacífico desde Panamá hasta el archipiélago de Chi-
loé, más la desembocadura del Río de la Plata, debían ser puestas en estado de defen-
sa. No sucedió nada entonces, pero en esta guerra quedó aclarado que Lima y el
Virreinato peruano constituirían la gran retaguardia y el monedero del sistema defen-
sivo. Lima debía abonar los sueldos de las tropas, costear las fortificaciones y los per-
trechos de mar y tierra de toda la región, desde Panamá hasta Chiloé, contando con
ayudas puntuales de Quito (que pagaba a Guayaquil), o de Valparaíso (que se mante-
nía a sí misma con las cajas de Santiago). Incluso Buenos Aires y Montevideo debían
ser mantenidas con remisiones de plata desde las minas de Potosí.
Lima y el Virreinato de Perú en general se convirtieron en una gran caja, un gran
monedero, del que debían extraerse los caudales para cubrir los gastos de una defen-
sa tan gigantesca como imposible, y cuyos elevados montos llevaron a la Real Hacien-
da de Lima a declararse en quiebra en 1780 por la imposibilidad de seguir pagando
los casi dos millones de pesos anuales, entre pagos ordinarios y extraordinarios, que
exigía una guerra casi permanente.
Si el Pacífico, como hemos indicado, había sido anteriormente ese mar español
por el que pudieron transitar libremente las remesas de metal con destino a Europa,
procedentes de las minas peruanas, altoperuanas, chilenas y ecuatorianas, y las mer-
cancías europeas que se distribuían por toda América del Sur, la situación cambió
completamente en esta coyuntura del siglo XVIII. Existió una paulatina pero efectiva
traslación del eje económico desde el Pacífico al Atlántico en la medida que el
comercio europeo no esperó en sus puertos la llegada de los metales o de las mate-
rias primas procedentes de América, sino que fue a buscarlas directamente. La revo-
lución industrial europea y posteriormente la estadounidense, generaron tal deman-
da de productos primarios y de capitales metálicos (y a la vez entendieron que los
dominios americanos del rey de España constituían un mercado importantísimo para
sus manufacturas) que se lanzaron a la conquista de tales productos y de tales mer-
cados con la certeza de que los tiempos eran otros; azuzados además por la clara evi-
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dencia de que la producción española era incapaz de abastecer tan inmensos como
ávidos mercados.
Aquellas áreas cuya posición geográfica les permitió acceder en mejores condi-
ciones a las aguas atlánticas por donde circulaba el comercio internacional lograron
alcanzar un mayor grado de desarrollo. Así, el Caribe se transformó en un escenario
económico de primera magnitud, por ser colector de los metales de América del Sur
y de México en un momento de reactivación de la producción minera, a lo que se unía
su condición de productor de materias primas muy demandadas en los mercados
europeos (azúcar, tabaco, cacao, café, tintes, etc.). Ante este espectacular desarrollo
del Caribe, la región andina quedaba demasiado atrás, en una cierta situación de depen-
dencia comercial y de relegación. A pesar de su producción de metales, y de ser el
monedero del rey, Perú y el Alto Perú perdieron protagonismo económico en la coyun-
tura del siglo XVIII.
La otra gran región atlántica que comenzó a tener un gran desarrollo fue el Río de
la Plata. Su irregular crecimiento hasta esas fechas había estado en buena medida pro-
vocado por el monopolio limeño que prohibía e impedía —en la medida de sus posi-
bilidades— el tráfico directo de mercancías desde el Plata hacia Europa. Estas nuevas
circunstancias atlánticas, la entrada en la economía mundo de Brasil y sus pretensio-
nes sobre las tierras situadas cerca de la cordillera andina por el oeste, tratando de
acercarse a la producción de metal altoperuana, abrieron el Atlántico Sur a la navega-
ción europea. La Corona española comenzó a considerar la necesidad de sacar del
ostracismo a aquella lejana región y atender al peligro portugués, especialmente tras
los reclamos, en los años cincuenta y sesenta, de los territorios misioneros paragua-
yos; reclamos apoyados por Inglaterra, que entendía la importancia de situar en el Río
de la Plata sólidas factorías comerciales para alcanzar los metales peruanos.
En la década de 1770, y con motivo de la nueva guerra de la monarquía española
contra las de Inglaterra y Portugal, la región del Plata se transformó en un escenario
bélico de primera importancia cuando los británicos, apoyados por los portugueses,
amenazaron toda la zona. Hasta allí fue destinada una enorme expedición española a
las órdenes del mariscal Pedro de Ceballos a fin de evitar una debacle militar y polí-
tica en el lejano Atlántico Sur. Semejante envío de tropas y soldados necesitó de in-
gentes cantidades de dinero para sufragar sus gastos, que fueron atendidos desde Lima
mediante remisiones de plata potosina. Una plata que, en vez de aceitar la economía
peruana como tradicionalmente había hecho, debía tomar ahora el camino del Tucu-
mán y descender hacia Buenos Aires.
Las campañas militares en esta región, cada vez más exitosas para los españoles,
enardecieron los ánimos, requirieron más tropas y pertrechos, y los costes crecieron
año tras año. A esta decisión militar y financiera siguió otra de índole política: el terri-
torio del Plata se había revelado tan estratégico que no podía abandonarse. Desde
Madrid decidieron fundar en Buenos Aires el cuarto virreinato americano en 1776 y,
para pagarlo, se le adscribió la plata del Alto Perú, liberalizando además el comercio
del Río de la Plata que ahora podría tratar directamente con Europa. Otro golpe fatal
para Lima y su monopolio comercial.
Si en 1739, con motivo de la guerra, Lima debió aceptar la creación del Virreina-
to de Nueva Granada, con capital en Santa Fe de Bogotá, perdiendo el control sobre
los puertos del Caribe y sobre la producción minera neogranadina, también ahora, por
otra guerra, se la obligaba a desprenderse de los territorios del Plata y, lo que era peor,
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de la producción del Alto Perú, lo que significaba renunciar a buena parte de la mine-
ría andina.
Las protestas limeñas no se hicieron esperar, pero fueron vanas. La producción de
la actual Argentina, incluso la de Chile vía Mendoza, y más de la mitad de la plata del
Alto Perú, giraron ciento ochenta grados y se orientaron hacia el puerto de Buenos
Aires. Y las mercancías europeas, tanto legales como ilegales ingresadas por el Río de
la Plata, comenzaron a inundar el inmenso mercado sudamericano constriñendo las
producciones andinas a las áreas donde Lima pudiera seguir ejerciendo su monopo-
lio; áreas que, obviamente, cada vez fueron menos porque los productos locales no
podían competir ni en precio ni en calidad con las mercancías extranjeras introduci-
das por Buenos Aires. En este ambiente general de crisis, los conflictos internos esta-
llaron en toda la región. La sierra se incendió a partir de 1780 y el Virreinato perua-
no entró en colapso.
Nunca se tomaron las medidas que pidieron haber solucionado todos estos pro-
blemas, como por ejemplo, lograr productos más competitivos en el interior andino,
dando alas a los sectores más dinámicos de la sociedad; mejorando la producción
minera de la sierra ecuatoriana o del Perú Central; perfeccionando la extracción y ven-
ta del azogue de Huancavelica, del que de alguna manera era dependiente toda la mi-
nería andina; reinvirtiendo más inteligentemente los beneficios del comercio o los
mayores ingresos de la recaudación fiscal; disminuyendo la fuga de capitales vía
pagos oficiales o las remisiones incontroladas de particulares; aminorando la presión
sobre el campesinado, incrementando así la circulación interna que era la que gene-
raba riqueza. Por el contrario, a toda nueva medida de reforma siguió una contribu-
ción especial, lo que la transformaba automáticamente en odiosa e inaplicable. Nada
o casi nada se hizo ni sirvió para reactivar una economía peruana cuya gigantesca
inercia sólo se utilizó para mantener el esplendor del Virreinato durante unas décadas,
pero en el que todos los indicadores apuntaban ya a la quiebra y a la ruina.
Las soluciones que las diversas subregiones andinas comenzaron a encontrar a
estos problemas fueron adoptadas por iniciativa de los grupos de poder locales: así,
Guayaquil comenzó a transformarse en un núcleo comercial y productor muy impor-
tante, arrastrando en su estela a buena parte de la economía de la sierra quiteña y
cuencana. Tumbes y Trujillo focalizaron en el norte peruano buena parte de la pro-
ducción regional y del comercio, especialmente en torno a los valles azucareros del
norte peruano. En el sur, la élite comercial arequipeña pretendió —y en buena medi-
da logró— mantener sus relaciones con el Alto Perú, especialmente con su plata,
intentando que no toda ella fuera a parar a Buenos Aires y desarrollando la costa de
Moquegua. Arica se convirtió en un puerto de salida y entrada de metales y mercan-
cías, muchas de ellas descaradamente contrabandeadas, pero que dieron vida nueva al
comercio altoperuano. Y Chile, con sus exportaciones de trigo a Perú y su conexión
directa con Buenos Aires vía Mendoza, se fue transformando cada vez más en una
subregión bastante autónoma que veía al monopolio limeño como una cadena de la
que debía liberarse cuanto antes.
Esta actividad regional estuvo sujeta, además, a los vaivenes del rosario de guerras
del período en las que, por cierto, la Corona española no salió precisamente bien para-
da. Independientemente de los resultados bélicos —que no fueron acordes con los
costes—, cada guerra significó la interrupción del tráfico oficial y, obviamente, la
ostensible e irremediable escalada del contrabando; cada guerra originó también un
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nuevo aprieto a la Real Hacienda, una nueva subida de impuestos, un aumento del
malestar por estos ajustes y otro motivo de protesta general por los tumbos aparente-
mente alocados y sin sentido —observados desde Lima— de la política metropolita-
na, puesto que siempre eran otros los que se beneficiaban (en el Caribe o en el Río de
la Plata) de los bolsillos y de los sudores andinos, afirmaban mientras ponían el grito
en el cielo. Por tanto, ante el colapso del tráfico y el incremento impositivo, especial-
mente con la guerra de 1779, la mayor parte de los metales y mercancías salieron o
entraron ilegalmente por la vía del contrabando, que nunca faltó y siempre estuvo dis-
puesto hasta hacerse consustancial con cualquier operación mercantil.
La situación se volvió más complicada cuando, tras la batalla de Cabo San Vicen-
te y luego tras la de Trafalgar en 1803, la Corona perdió la flota de guerra que podía
impedir que los buques europeos navegasen los mares americanos como propios. Ade-
más, el litoral suratlántico (Colonia de Sacramento, Montevideo, Buenos Aires, Las
Malvinas, incluso la Patagonia) se transformaron en zonas de conflicto armado don-
de los buques ingleses podían (como hicieron) desembarcar unidades de infantería e
intentar conquistar territorios completos. Ante estas calamidades, la Corona españo-
la, sabiendo que sus colonias se atiborraban cotidianamente de mercancías ilegales
porque era incapaz de abastecerlas, autorizó en 1797, en un gesto agónico, el llama-
do «Comercio con países neutrales», aunque los productos iban y venían desde sus
puertos de origen sin pasar por puertos españoles como estaba ordenado, lo que nadie
en América parecía capaz de evitar ni dispuesto a impedir. Cada vez fueron más los
barcos extranjeros que cargaron y descargaron mercancías en los puertos americanos,
alcanzando hasta un 80 por 100 del tráfico, mientras los buques españoles apenas arri-
baban con regularidad sino a algunos puntos vitales. En esas condiciones, el mono-
polio comercial sobre el Pacífico, que desde el siglo XVI conformaba la mayor parte
de la actividad del comercio de Lima, se derrumbaba a ojos vistas.
Por tanto, parece lógico que los grupos de comerciantes regionales, en los puertos
señalados y en otros que se fueron abriendo, se vieran en la disyuntiva de seguir ope-
rando monopólicamente con Lima o descubrir otras posibilidades, tratando directa-
mente con los suministradores europeos. Este mirar de las élites hacia fuera comenzó
a constituir el modo más común de operar, estando más atentos a las coyunturas del
mercado subregional al que atendían que a los mecanismos tradicionales heredados
de siglos anteriores, donde el Consulado de Comerciantes de Lima marcaba las direc-
trices a seguir en todos los puertos del Pacífico. Ese tiempo había pasado.
En resumen, la gran región andina nos aparece en este período como un espacio
económico en transición, salpicado además por intentos desde el interior de los terri-
torios de revertir un proceso que se descalabraba por momentos; y en el cual eran
muchos los grupos que deseaban intervenir (hacendados, mineros, cabildos de ciuda-
des, empresarios y trajinantes de productos… tanto a escala regional como local) y
pocos los que podían hacerlo, bajo la mirada y el dictamen implacable del Consulado
y del Virreinato limeño, los dos pilares del antiguo régimen en el Perú. Pilares ancla-
dos en un tiempo pasado que, definitivamente, acabaron por derrumbarse muy pocos
años después, cuando se los llevó por delante el gran huaico, la gran torrentera, el
gran tropel que fue la independencia en la región andina.
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ción, tan extendidas como antiguas, especialmente en el ramo del tributo indígena
de cuyo cobro se encargaban los corregidores; así como perseguir la evasión de los
impuestos al comercio y, en general, combatir el soborno, que parecía ser el principal
mecanismo de sustento del funcionariado en cualquiera de sus categorías. La venta de
cargos públicos y los remates de muchos impuestos, como por ejemplo los estancos
(la mayor parte de ellos arrendados a particulares), habían hecho disminuir el volu-
men de lo recaudado a cantidades consideradas inadmisibles por la administración en
Madrid. En esta materia, las reformas borbónicas se dirigieron a reforzar el control
sobre los ramos tributarios y depurar por completo al funcionariado.
Tanto en una como otra dirección debemos concluir que, efectivamente, aquí sí se
cumplieron los objetivos de la reforma fiscal. Dejaron de venderse los cargos pú-
blicos, o al menos no en la misma proporción e intensidad que antes. Los estancos se
extendieron: primero el tabaco y luego el aguardiente, la pólvora, el mercurio, la sal,
los naipes… Las alcabalas empezaron a ser cobradas con mayor efectividad al tiem-
po que se incrementaron. El aumento de los impuestos junto con una más eficaz
recaudación aportaron mayores cantidades a la Real Hacienda, pero conllevaron la
protesta e incluso la rebelión de buena parte de los sectores afectados. Tributos, alca-
balas, estancos, significaron tal elevación de la extorsión fiscal que los sectores pro-
ductivos y consumidores consideraron haber alcanzado un punto insoportable, espe-
cialmente cuando las alcabalas se extendieron a productos propios de la economía
natural indígena, antes exentos, cuando se impuso la obligación de entregar guías de
comercio en el espacio del trajín, y cuando fueron considerados tributarios otros sec-
tores como forasteros, mestizos y castas, hasta entonces exentos de tales cargas. Esta
reforma tributaria, por tanto, originó la mayor parte de los conflictos surgidos en el
interior del mundo andino durante este período, tanto en las ciudades como en el me-
dio rural.
No obstante, el éxito fiscalizador hizo que otros rubros disminuyeran: la interrup-
ción del tráfico motivada por los conflictos bélicos originó puntuales aunque notables
reducciones en los ingresos aduaneros, que se hicieron crónicos conforme avanzó la
década de 1790 y especialmente a partir de 1800.
Puede afirmarse, por tanto, que en las cajas de la Real Hacienda de la región se
incrementaron los ingresos a partir de 1780, sobre todo los ramos de alcabalas y tri-
buto indígena, como si se hubiera vencido de alguna manera el fraude consolidado de
sus recaudaciones y el incremento de la presión sobre las masas campesinas hubiera
surtido efecto. Las alcabalas de Perú subieron a casi un millón de pesos, y el tributo
indígena sobrepasó con creces esta cantidad. La reorganización administrativa permi-
tió que en las últimas décadas del siglo XVIII se alcanzara la cifra más alta de recau-
dación fiscal general jamás lograda en Perú, más de cinco millones de pesos anuales:
una cuarta parte procedía de la minería y otra cuarta parte del tributo indígena. El
Virreinato del Río de la Plata, que incluía al Alto Perú, recaudaba casi cuatro millo-
nes de pesos, procedentes en su mayor parte de los impuestos sobre la minería, el tri-
buto indígena y las aduanas. La Nueva Granada obtenía por impuestos más de cuatro
millones de pesos por aduanas, minas y tabacos, y escasamente 200.000 pesos anua-
les por tributo indígena. Así pues, que en el mejor momento (años ochenta y noven-
ta), el aporte fiscal de la región andina podía ascender a casi quince millones de pesos
anuales. Pero, aunque aportaba al erario público de la monarquía en valores absolutos
mucho menos que México (casi la mitad), su contribución al gasto defensivo era por-
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centualmente más elevada (el 80 por 100, mientras que el de México se mantenía en
el 70 por 100).
Este fuerte incremento de la presión fiscal tuvo graves consecuencias. Los visita-
dores fiscales enviados especialmente a la región (Areche, Escobedo, Piñeres, etc.)
fueron incapaces de ver o entender los acuerdos más o menos explícitos existentes en
el nivel local o regional entre administradores y administrados, y generaron roces y
conflictos de todo tipo que menoscabaron aún más la autoridad real en la región y aca-
baron por incendiarla. Una autoridad que parecía asentarse sólo en la aplicación de
medidas de fuerza y coacción. La presencia de funcionarios más allá de las ciudades
fue casi nula, y el proyecto de creación de un Estado colonial ni siquiera pudo formu-
larse seriamente. La administración colonial aparecía cada vez más a los ojos de los
americanos como una maquinaria exclusivamente fiscal, depredadora y extranjera.
Las utilidades de los ingresos fiscales nunca se vieron, ni retornaron en forma de
inversión o de fomento de la economía. El sistema colonial ni siquiera pareció inten-
tarlo, en opinión de las élites locales.
Semejante esfuerzo fiscal sirvió, por tanto, para abordar el gasto militar y para
poco más. Fue evidente el abandono de la necesaria política de inversiones publicas,
de creación de una infraestructura material tan inexistente como fundamental para
el desarrollo agrícola, minero o industrial. Sólo algunos ejemplos, muy repartidos
por el mapa americano, dan muestras de estas escasas inversiones: algún colegio de
minería, algunos puentes, algunos palacios gubernativos, alguna casa de la moneda,
alguna aduana, alguna red de agua o alcantarillado… poco relevantes en comparación
con el sacrificio fiscal que realizó el continente. En cambio, la «obra colonial» por
excelencia, visible entonces y que ha llegado hasta nuestros días, consistió en una co-
lección enorme de fortalezas, ciudadelas, recintos abaluartados, murallas con fosos y
contraescarpas, a cual más grande y monumental, desde Florida al sur chileno: todo
para defender a cañonazos un mundo que así no tenía defensa posible. Y lo que no fue-
ron fortificaciones fue realizado por los actores y gestores del orden colonial, no del
sistema: palacios familiares de la élite, iglesias y conventos (a veces también elevados
con donaciones de particulares), catedrales (construidas con las aportaciones de los
fieles) y otras obras públicas mandadas ejecutar por los cabildos de las ciudades: ala-
medas, paseos, teatros, fuentes. La imagen de la ciudad, el paisaje urbano del siglo XVIII
americano, se corresponde con la imagen que el orden colonial quiso exponer de sí
mismo, no con la del sistema. La plata de la Real Hacienda no sirvió tampoco para eso.
Con la aplicación de las reformas fue el conservadurismo económico el que per-
maneció instalado en el poder, anclado en los viejos patrones monopolísticos y exclu-
sivos, demostrando su incapacidad para modernizarse y eliminar lo que desalentaba
la actividad productiva: arcaísmo institucional, anacrónicos monopolios, códigos
vetustos, derechos de propiedad añejos, una Iglesia propietaria y conservadora, una
falta absoluta de fomento del ahorro y de la inversión, o el mantenimiento de patro-
nes sociales basados en la posesión de la tierra y de la mano de obra, títulos nobilia-
rios y bienes suntuosos.
A través del análisis de los ingresos fiscales descubrimos cómo se produjeron
desarrollos desiguales. Hubo regiones que resultaron mucho más beneficiadas que
otras: unas porque en ellas no se aplicaron las reformas, otras porque se aplicaron con
un excesivo pragmatismo; unas porque fueron expoliadas con el aumento de la pre-
sión fiscal, otras porque en ella se ejecutó el gasto. Las reformas se aplicaron territo-
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Aparte del fiscal, otro aspecto en el que las reformas tuvieron una especial inci-
dencia fue el de la reordenación administrativa del espacio colonial, intentando des-
centralizar los dos mayores virreinatos (excesivamente grandes en opinión de los pla-
nificadores metropolitanos), y mejorando el funcionamiento de la burocracia. En
ambos sentidos tampoco se tuvieron en cuenta las opiniones de los sectores afectados.
Los cambios fueron importantes en la región andina. Ya hemos comentado que en
1739, y en plena guerra con Inglaterra, crearon a toda prisa desde Madrid el Virrei-
nato de Nueva Granada a fin de atender las necesidades defensivas del norte andino
en su fachada hacia el Caribe, demasiado lejos de Lima. Al nuevo Virreinato se le
asignaron los territorios de las actuales Colombia, Ecuador, Venezuela y Panamá. El
Virreinato del Río de la Plata fue creado también a toda prisa con motivo de otra
guerra, en 1776, señalándole jurisdicción sobre los territorios de la actual Argentina,
el Alto Perú, el Paraguay y la Banda Oriental.
También en este período se crearon nuevas audiencias: la de Buenos Aires, Cara-
cas y Cuzco en la década de 1780. Venezuela y Chile fueron elevados a la condición
de capitanías generales (década de 1770), logrando una relativa autonomía de sus res-
pectivos virreinatos, aunque más efectiva que jurídica. En definitiva, en escasamente
veinte años se llevó a cabo una profunda desmembración de territorios de sus viejas
adscripciones, asignándoles nuevas cabeceras administrativas, lo que originó la pér-
dida de importancia política y de privilegios del viejo y antaño todopoderoso Virreina-
to de Perú, y una regionalización o provincialización de notables repercusiones.
La reordenación administrativa más importante y significativa del reformismo
borbónico en los Andes fue la aplicación del régimen de intendencias: el intento más
claro de la administración central por lograr una estructura racional y efectiva. Cada
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Océano
Atlántico
Capitanía General
de Venezuela
(1777)
Virreinato
del la Nueva
Granada
(1739) 1
2
3
Intendencias
1 Quito
Virreinato 4 2 Cuenca
5
del Perú 6 7 8 22 3 Trujillo
9
10 4 Taruma
11 23
12 5 Lima
6 Huancavelica
13 7 Huamauga
14 8 Cuzco
9 Puno
10 Arequipa
15 17
11 La Paz
Capitanía General 24 12 Cochabamba
de Chile 16 13 La Plata
25 14 Potosí
19
18 15 Salta
16 Córdoba
20 17 Asunción
18 Buenos Aires
19 Santiago
20 Concepción
21 Virreinato del
Río de la Plata Gobiernos
(1776)
21 Chiloé
Océano 22 Mojos
Pacífico 23 Chiquitos
24 Mistones
25 Montevideo
una de las intendencias conformaría una provincia, con bastante autonomía de gobier-
no respecto de los virreinatos, dependiendo en muchas cuestiones directamente de
Madrid para reforzar la centralización de los territorios americanos respecto de la cor-
te. Al frente de estas provincias se situaría un intendente y éstos serían los grandes
agentes de las reformas, los ejecutores de la política absolutista del monarca.
El Virreinato de Perú fue dividido en siete intendencias en 1784 por el visitador
Jorge Escobedo (Arequipa, Cuzco, Huamanga, Huancavelica, Tarma y Trujillo, con la
superintendencia en Lima). En Chile se crearon dos en 1786, una en Santiago y la otra
en Concepción. En el Río de la Plata se instituyeron nueve en 1782, incluyendo el Alto
Perú (Córdoba, Salta, Asunción, Potosí, La Plata, Cochabamba, La Paz y Puno, con la
superintendencia en Buenos Aires). Otra se creó en Venezuela, con sede en Caracas,
en 1776. Sin embargo, la reforma no se aplicó en la corazón de Nueva Granada por-
que allí el sistema de corregimientos, al que intentaba sustituir, no parecía arrostrar
críticas tan severas como en Perú: la población indígena era menor, el control de los
cabildos efectivo y el esquema de gobernaciones extenso y experimentado. En el ac-
tual Ecuador sólo se creó una intendencia, la de Cuenca. Puno fue desgajada del Río
de la Plata en 1796 y anexionada de nuevo a Perú.
Los intendentes que se pusieron al frente de estos gobiernos provinciales eran fun-
cionarios asalariados, nombrados por la Corona, aunque tanto virreyes como visi-
tadores tuvieron una importante participación en su elección. Su primera función era
la de reordenar los ramos fiscales. Al suprimirse y sustituir a los corregidores, serían
los que cobrarían los impuestos, rindiendo cuentas al superintendente general situado
en la capital virreinal. Debían encargarse, además de supervisar las tropas y los per-
trechos en su jurisdicción, de cuidar la policía y convivencia en sus distritos, y eran
responsables de lograr el crecimiento económico favoreciendo la agricultura, la mi-
nería y las industrias. Desempeñaban también funciones judiciales (presidían la corte
provincial) y eran vicepatronos de la Iglesia en sus respectivas jurisdicciones.
Con la implantación de las intendencias, el sistema deseaba eliminar o al menos
restringir el poder de los grupos locales en la maquinaria gubernativa, donde la mayor
parte de los cargos públicos habían sino detentados tradicionalmente por miembros de
las élites criollas. Ahora se pretendía que las nuevas intendencias quedasen en manos
de peninsulares, preferiblemente mandados exprofeso hacia sus jurisdicciones, con
poco contacto con las capas freáticas locales. Éste es el motivo por el que la mayor
parte de los intendentes andinos fueron militares, y por el que los criollos escasearon
inicialmente en estos cargos.
En las ciudades cabeceras de intendencias presidieron sus cabildos locales, lo que
originó sonoras protestas de sus miembros al apreciar que parte de sus atribuciones
habían sido acaparadas por los intendentes, sobre todo en lo referente a rentas muni-
cipales. Y aunque los conflictos entre éstos, alcaldes y regidores fueron numerosos,
hay que señalar que las ciudades situadas en las cabeceras de intendencias ampliaron
mucho sus ámbitos de influencia sobre sus respectivos marcos regionales.
Otra de las tareas asignadas a los intendentes fue la de elaborar informes sobre el
estado de sus jurisdicciones, debiendo visitar personalmente el territorio; información
que originó no pocos problemas, dentro y fuera del organigrama administrativo. Den-
tro, porque de estas visitas se deduciría la efectividad —comparativamente con otras
zonas— de la labor de tal o cual intendente, visitador o virrey. No era bueno, opina-
ba algún alto cargo virreinal, que en Madrid se supiera demasiado sobre el estado real
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de las cosas. Y fuera, porque buena parte de los encuestados o censados se negaron a
ofrecer estas informaciones, a sabiendas que acarrearían nuevos impuestos, o que al
ser detectadas las numerosas grietas que existían tradicionalmente en el aparato fiscal
acabarían por repararlas. Los intentos de mejoras en la información sobre los admi-
nistrados fue motivo de alborotos y revueltas al negarse éstos a ser empadronados, o
a aportar datos reales sobre sus bienes y producciones, o sobre sus tratos y contratos,
en cuanto se temían —con razón— de los nuevos censos y matrículas consecuentes
aumentos impositivos, o un mayor control sobre la población para ampliar el número
de tributarios, reforzar las mitas y extender a nuevos sectores el alistamiento en las
milicias.
Un análisis más detallado de la implantación del régimen de intendencias en los
Andes nos muestra las fragilidades del sistema.
Si calculamos el tiempo de permanencia en el mando de los intendentes del cen-
tro y sur de Perú, deducimos que la mayor parte de ellos estuvieron relativamente
pocos años en el cargo y conocieron escasamente la realidad de sus distritos, o no
tuvieron plazo suficiente para adoptar medidas que necesitaban un mínimo de tiempo
para su ajuste y ejecución. Como muestra John Fisher, de los 24 intendentes peruanos
durante los cuarenta años en que se mantuvieron las intendencias en Perú, práctica-
mente todos eran nuevos en la región (siete llegaron directamente desde España y
entre los ocho criollos casi ninguno conocía directamente sus distritos). Sólo ocho
estuvieron más de siete años en el cargo, y el resto o murió pronto en su desempeño
(ocho), o fueron removidos (dos), o trasladados a otros puestos en la administración
(seis). Seis intendentes claves estuvieron en condiciones de conocer a fondo sus pro-
vincias porque estuvieron en sus empleos el tiempo suficiente: uno en Cuzco, tres en
Arequipa y dos en Huamanga. Pero conocer a fondo la realidad también significó que
acabaran identificándose con ella.
Por otra parte y como ya hemos indicado, la mayoría de los intendentes (casi el 70
por 100) procedían de la carrera militar. Aunque el nombramiento de oficiales milita-
res para el desempeño de cargos administrativos tenía como objeto mejorar la admi-
nistración, muchos de ellos no tenían experiencia ni política ni burocrática. No obs-
tante, opinaban en Madrid que, desprendiendo el cuerpo administrativo de un
funcionariado secularmente corrupto, la responsabilidad del gobierno político, fiscal
y militar debía depositarse sobre un colectivo que gozaba, o parecía gozar, de la con-
fianza de la Corona y de sus ministros: y éste era la oficialidad militar, a priori con un
nivel de formación superior al de los cuerpos burocráticos tradicionales, sujetos ade-
más a una jerarquización y disciplina más efectiva a la hora de su control. Y, también
en teoría, con menos intereses creados en los distritos.
Pero el hecho de que buena parte de esta oficialidad fuera de origen y formación
peninsular no hizo sino rebrotar un viejo fuego nunca extinguido. La irrupción en las
provincias de este nuevo funcionariado y su actitud ante los problemas que encontra-
ron (los lógicos del enfrentamiento entre el orden y el sistema colonial), originaron
forzosamente un haz de conflictos, acaloradas disputas y actitudes irreconciliables
entre los distintos ámbitos de poder. En aquellas zonas donde las élites criollas y estos
nuevos funcionarios lograron algún tipo de entendimiento, reparto de funciones o res-
peto en las diferentes parcelas del poder local y regional, la situación permaneció
estable en el seno de un acuerdo tácito que posibilitaba emprendimientos comunes:
las reformas se consolidarían si no cuestionaban ni afectaban a los fundamentos del
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orden colonial. En muchos casos, estos roces y conflictos tuvieron solución tras esta-
blecerse alianzas familiares que tendieron a identificar cuando no a integrar ambos
sectores. (Hay que señalar que casi la totalidad de los intendentes peruanos nacidos
en España se casaron con criollas pertenecientes a la élite local, y sus hijos fueron
militares, miembros de la administración y del patriciado andino.)
En cambio, en aquellas otras zonas donde por razones de coyuntura, o incluso
cuestiones de ambición personal o grupal, este entendimiento, alianza o integración
no fue posible, se sembraron los vientos que poco después se transformaron en tem-
pestades.
Estos roces jurisdiccionales afloraron pronto. Por una parte, los virreyes no acep-
taron de buena gana la implantación y extensión del régimen de intendencias, en
cuanto significaba un recorte importante a su autoridad, y dieron escasas facilidades
a los nuevos funcionarios. A los consabidos problemas que tuvieron estos virreyes con
los visitadores generales —Areche primero y Escobedo después, en el caso perua-
no— se sumaron ahora los conflictos con los intendentes. El virrey Gil y Lemos, por
ejemplo, llegó a proponer sustituirlos por gobernadores militares bajo su mando
directo, lo que desde luego no fue aceptado en Madrid.
Otro roce importante se suscitó con los eclesiásticos, y no sólo por cuestiones de
protocolo —los obispos, especialmente en la Sierra, estaban acostumbrados a ser la
máxima autoridad local—. La acción de los intendentes como vicepatronos de la Igle-
sia en sus jurisdicciones afectaba a temas más que sensibles: nombramiento y disci-
plina de curas y doctrineros, disputas entre cabildos catedralicios y obispos, sínodos,
obenciones, diezmos, reparos de templos, creación de nuevas parroquias y doctrinas…
Problemas que normalmente, salvo escándalo mayúsculo que intentaba evitarse por
todos los medios, apenas si eran conocidos porque no salían normalmente fuera de los
claustros o de los despachos episcopales. Ahora, en cambio, debían seguir el procedi-
miento administrativo ordinario, lo que resultaba intolerable para las autoridades ecle-
siásticas. Una de las quejas más comunes y motivos de conflictos entre intendentes,
obispos, párrocos y frailes fue el excesivo poder que, según los funcionarios, tenían
curas y doctrineros sobre sus feligresías. Manifestado no sólo en los abusos que come-
tían con los indígenas y mestizos, cobrándoles onerosas tasas por bautizos, matrimo-
nios o entierros, y por los sermones y misas de las fiestas patronales, sino también por
la cantidad de mano de obra que extraían de las comunidades para sus «granjerías» y
negocios particulares. Negocios que fueron tachados por algún intendente como
«exorbitantes», porque tenían «con el título de gente de iglesia, a sacristanes, canto-
res y acólitos que no eran sino pongos, mitayos, muleros, ovejeros y guancamayos,
incluso alguno con el insólito destino de guardián de gallinas». Todo esto, en su opi-
nión, dejaba exhaustas a las poblaciones para el pago de los tributos ordinarios, lo que
iba en detrimento de las arcas del rey.
Entre intendentes y cabildos de las ciudades surgieron problemas similares, espe-
cialmente en las más grandes y antiguas de la tierra. La personalidad y circunstancias
de cada uno de estos nuevos altos funcionarios (entre las que cabe destacar si poseían
o no experiencia de gobierno en América, y su nivel de entendimiento con las gran-
des familias del patriciado limeño o local) permitieron establecer o un relativo con-
senso o una despiadada guerra entre las partes. El hecho de que ahora el intendente
presidiera las reuniones del cabildo de la capital provincial y fuera el encargado de
confirmar la elección de alcaldes y regidores, significaba, a los ojos del patriciado ur-
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El reino peruano parecía más la porción heredada de los conquistadores que la posesión
justa del Monarca … Aquellos lo dividían entre sí haciendo de señores sobre sus gentes y
sobre sus riquezas, y la magnificencia del Soberano, aplicada siempre a compensar los ser-
vicios, autorizaba por entonces sus decisiones con el título de Encomiendas. Los indios, no
esclavos, pero sujetos a la servidumbre con el nombre de yanaconas, habían desfigurado la
idea de su Rey y señor natural … Entre tanto, se había ordenado ya la división de las pro-
vincias colocando en ellas unos jefes de justicia que con el nombre de Corregidores pudie-
sen gobernarlas… [quienes] pasaron hasta el exceso de ser unos comerciantes disfrazados
con la investidura de jueces. Su empeño no era otro que el logro en sus repartimientos. Ni
archivos ordenados, ni rentas arregladas, ni propios establecidos, ni pueblos o visitados o
civilizados, ni causas substanciadas y finalizadas, ni oficinas planificadas, ni casas a bene-
ficio del Rey o del público erigidas, ni cosa alguna de las que pueden contribuir al cumpli-
miento de las sabias providencias con que procuraba España la civilización de estos pue-
blos; pues corriendo todo al fin de los propios intereses de estos particulares, cualquier otra
diligencia se consideraba odiosa para asegurar las pagas del indio deudor … Una conducta
tan irregular no podía sostenerse sino por las fuerzas de muchos protectores, que interesa-
dos también en las ganancias, oscureciesen la verdad y entorpeciesen el recurso de los cla-
mores al trono. De aquí es el uso de una libertad viciada que se ha creído siempre como
propiedad de la Nación Peruana. La verdad desconocida, la buena fe desterrada y los tri-
bunales casi sin fuerzas para proveer de remedio a tantos males, la causa del Rey sin el debi-
do apoyo y la religión misma, parecían resfriarse en los ánimos de los neófitos y aún de los
veteranos … Era entonces aquel estilo pernicioso que hasta hoy pretende viciar los regla-
mentos del reino.
El ocio, flojera y desidia de los naturales clama y les obliga al pronto remedio; ella es
tal que sólo se puede conseguir desterrarla compeliéndoles al trabajo … Desde que por jus-
tos motivos y maduras reflexiones tuvo por conveniente nuestro Monarca extinguir los
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repartos por los abusos y tiranías con que se ejecutaban en tiempo de Corregidores y poner
el gobierno de este reino reformado en el nuevo Plan de Intendencias … ha llegado a más
la inacción de los indios. Y así, para evitar este daño que ellos mismos no conocen aún pal-
pando sus miserias, me parece oportuno que al socorro de ellas se les diese, no en calidad
de reparto, ni con las estrecheces que lo hicieron odioso en tiempos pasados, sino con títu-
lo de habitación o socorros, mulas, hierro y ropa de la tierra a precios proporcionados a
todos sus costes, bien suplidos por la Real Hacienda o por el Real Tribunal del Consulado,
según el proyecto del señor don Jorge Escobedo … y más en los pueblos de la comprensión
de esta provincia donde la industria se compone de arriería y labranza, para cuyo fomento
y convalecencia expresaré lo que conceptúo necesitan los naturales indios de cada partido.
sacar partido del cargo, con lo que los «españoles de la tierra» llevaban mucha venta-
ja para desempeñarlo adecuadamente. El fraude planeó siempre sobre ellos, y el resul-
tado fue que, en general, lo que se pretendía fuera una ruptura con el régimen corrup-
to de los corregidores se convirtió en poco tiempo en una continuación del mismo. Es
decir, el orden colonial absorbió fácilmente al nuevo tejido administrativo creado por
el sistema de intendencias precisamente para controlarlo. En este paisaje de finales de
siglo, el zorro siguió guardando a las ovejas.
Y no sólo por cuestiones impositivas, sino también por los amplios poderes que
estos subdelegados tuvieron como jueces de distrito. Muchos de estos subdelegados y
segundas eran propietarios y comerciantes, y aparte de cobrar impuestos, vender mer-
cancías y atender las causas judiciales y, como luego veremos, fueron además los jefes
de las milicias locales: adquirieron así un poder casi omnímodo en sus jurisdicciones
que les colocó en una muy ventajosa posición para controlar el universo de lo local.
Así se entienden el carácter sórdido y la violencia desatada entre los distintos grupos
de poder de cada distrito y estos «funcionarios», cuyo resultado fue la constitución de
un único núcleo duro de amos, dueños y señores de tierras, almas y cuerpos al inte-
rior de la sierra. Fueron los «mistis», como les llamaron los campesinos, «españoles»,
ya para siempre en el imaginario colectivo, aunque fueran mestizos y tan serranos
como los mismos cerros. El gamonalismo, el poder absoluto de los grandes hacenda-
dos del largo siglo XIX, acababa de nacer.
Los más conscientes de la realidad de entre estos intendentes entregados a la cau-
sa de las reformas comprendieron en poco tiempo que mucho de su esfuerzo era inútil.
Álvarez y Jiménez había comenzado sus años como funcionario en Arequipa
explicando su entusiasmo por el proyecto de intendencias:
… No soy yo, Señor Excelentísimo, el que pueda dar una idea justa de lo que ha de dar
este proyecto tan general y benéfico … Hablo de tantas ciudades civilizadas, de tantos cami-
nos allanados y embellecidos y de tantas sociedades instituidas, de la agricultura restau-
rada, del comercio arreglado y de las arquitecturas ilustradas; de aquella Marina aumenta-
da, de los cuerpos militares ordenados, de los nuevos canales rasgados, de los puertos
resguardados y de tantas fortificaciones o elevadas o reparadas, de esas Universidades re-
formadas, de esos Colegios plantificados y de tantas casas de piedad, de economía y de giro
que aseguren la educación, la salud, y los intereses de la Corona.
Pero unos años después, tras conocer la realidad de su provincia y estrellarse con-
tra una maquinaria política y burocrática que, tanto en Lima como en Madrid, daba
al traste una y otra vez con la aplicación del programa de reformas, anotaba: «Por más
visitas o revisitas que se repitan o practiquen, siempre habrá de tropezarse con el labe-
ríntico, confuso desorden y general trastorno en que, de presente, se han encontrado
estos pueblos y en el que habrán de mantenerse por no ser adoptable medio alguno
que siquiera provisionalmente los repare…».
Los primeros intendentes, y mucho más los de segunda y tercera generación, sin-
tieron desfallecer el inicial «espíritu pionero» con que comenzaron su trabajo. Con el
transcurso del tiempo tuvieron cada vez menos interés en modificar las circunstancias.
Hay que considerar que los intendentes de finales de los noventa y de las primeras
décadas del siglo XIX terminaron por integrarse en el orden colonial, mostrándose
menos seguros del «poder de las medidas reformadoras» y más convencidos de que
sólo la posición (política, social, económica) que adquirieran y mantuvieran en sus
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jurisdicciones, pactando con los actores del orden, garantizaría el éxito de su manda-
to y la permanencia en el cargo o su traslado a otro de mayores vuelos. Lejos quedaba
el ansiado control pretendido sobre los grupos de poder locales. Ante los problemas
que cada día surgían ante ellos, agravándose como por ensalmo, parecía importarles
menos la política dictada desde Madrid y destinada a aquellos lejanos dominios de Su
Majestad. Las reformas mostraban su inutilidad y los intendentes se aplicaban, como
máxima aspiración, a mantener sus jurisdicciones a salvo de la insurgencia general
que se extendía como un incendio devastador por toda la región conforme acababa
el siglo.
Además de a los intendentes, las reformas alcanzaron —o pretendieron alcanzar—
al resto del funcionariado en las diferentes parcelas de la administración. Para presidir
las audiencias que no estuvieran situadas en capitales virreinales, fueron nombrados
juristas peninsulares como regentes de las mismas, a fin de que aportaran una mayor
seguridad al sistema judicial. El propósito era organizar una carrera judicial y buro-
crática más eficaz en cada distrito audiencial y, hasta donde se pudiera, intentar que la
justicia fuera impartida lo más independientemente posible de los grupos de poder
locales, premiando a los mejores funcionarios. Las reacciones no se hicieron esperar:
buena parte de la burocracia tradicional se quejó de las «intromisiones» de «extraños»
en los asuntos locales, para cuya correcta y cabal resolución, alegaban, era necesario
conocer muy bien los entornos sociales de cada caso. Estas quejas evidencian que, con
el nombramiento de peninsulares, lo que se estaba produciendo era el cierre del paso
de las élites criollas a las escalas superiores del poder local y provincial. La prohibi-
ción de vender los cargos judiciales, una de las líneas prioritarias de las reformas en
esta materia, generó fuertes protestas por idéntico motivo. Las medidas inicialmente
tuvieron sus efectos. Según algunos autores, los criollos pasaron de ser el 52 por 100
de los oidores en las audiencias en 1750 al 12 por 100 a principios de los años ochen-
ta. Luego volvieron a ascender al 30 por 100 en los siguientes años, y a algo más en
1810. Con el tiempo todo regresaba a la normalidad, porque no era fácil traer funcio-
narios directamente desde España, sobre todo después de 1808. Y porque, ante el
agravamiento de los conflictos internos en muchas jurisdicciones, la participación de
los poderes locales era el único modo que tenía el régimen para sobrevivir.
En los cabildos de las ciudades, el ámbito por excelencia de poder y de represen-
tación de las oligarquías locales durante todo el período, las reformas no consiguie-
ron sustanciales avances. En todo caso, los intendentes intentaron someter a los cabil-
dos a su autoridad, y obligarles a cumplir las nuevas ordenanzas y disposiciones que
se iban emitiendo desde Madrid o desde el Virreinato. En general, fueron campo abo-
nado para profundas pugnas y disputas jurisdiccionales y personales, pero hay que
indicar que la nueva organización provincial les dio un nuevo auge. Crecieron en
importancia política e incluso en ámbitos competenciales, y sirvieron como el princi-
pal bastión del criollismo local en su resistencia a las reformas administrativas y fis-
cales. Desde esta posición, se transformaron en breve tiempo en el mayor y más
importante foco de enfrentamiento —o espacio de los de pactos— entre los poderes
locales y las autoridades metropolitanas. Fueron el principal escenario del juego polí-
tico entre orden y sistema coloniales. Prueba de ello sería el importante papel que
estos cabildos representaron en 1808 y durante todo el proceso de independencia.
Descendiendo en la escala jerárquica del funcionariado colonial, y conformando
una nube más extensa cuanto más en su base, saturada de escribientes, ayudantes,
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Si sumamos a esta cantidad los gastos militares del Virreinato de Nueva Granada
(más de un millón de pesos anuales entre pagos a la tropa y costes de las fortificacio-
nes de Cartagena de Indias, que abonaban Santa Fe de Bogotá y Quito; los cien mil
pesos a las tropas de Quito y Guayaquil; el más de medio millón para tropas y fortifi-
caciones en Venezuela); y los gastos de la defensa del Virreinato del Río de la Plata
(más de un millón de pesos anuales en esta década), podremos deducir que el mante-
nimiento de esta enorme estructura defensiva representó una sangría económica para
la región andina imposible de sostener.
Los «situados» (cantidades anuales fijas que debían remitirse para gastos defensi-
vos desde una caja real a otra que no tenía con qué sufragarlos) enviados desde Lima
a Chile y Panamá, significaron un esfuerzo importante para la Hacienda peruana. Es
cierto, como ya indicamos, que estos gastos militares fueron inferiores a los de Méxi-
co, cuyos situados fueron más y de mayor volumen; pero también es verdad que com-
parativamente, el monto de la recaudación fiscal era menor en Perú, con lo que el
esfuerzo fue aquí más importante.
Para comprender la entidad y dispersión de estos gastos, baste mostrar un desglo-
se de los mismos:
Sta. Fe de Bogotá
Popayán
Quito
Guayaquil
Fra. Tarma
Callao-Lima
Cuzco
Océano
Fra. Chaco
Pacífico
Buenos Aires
Concepción
Montevideo
Fra. Luján
Fra. Bio-Bio
Valdivia
Océano
Chiloé
Atlántico
MAPA 2.2. DISTRIBUCIÓN DE LAS UNIDADES DEL EJÉRCITO DE DOTACIÓN. SIGLO XVIII
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Cantidades que crecieron a medida que aumentaron las tropas y los lugares pues-
tos en defensa.
En la década de 1750, las tropas regulares eran escasas. Existían las compañías del
Callao, unos 500 soldados, agrupadas en un batallón fijo según el reglamento que dic-
tó el virrey Manso de Velasco en 1753, con pequeños destacamentos en Tarma (Chan-
chamayo) y en Cuzco. En Chile, también en este año, se regularon las tropas de la
frontera, organizándose diez compañías de infantería y seis de caballería, repartidas
por los fuertes de Chachao, Calbuco, Arauco, Colcurá, Concepción, San Pedro, Tu-
capel, Purén, Santa Juana, Talcamavida, Los Ángeles, Nacimiento y Yumbel. Además
se crearon las compañías de Valparaíso y Santiago. En Valdivia se aumentaron las for-
tificaciones (castillos de Niebla y Corral) y se creó un batallón fijo con casi 500 pla-
zas. En Buenos Aires se organizó otro batallón fijo y se fortificó la ciudad.
Al norte, en el actual Ecuador, se crearon las compañías fijas de Guayaquil para
defender el puerto, y en Nueva Granada se fortificaron y dotaron con guarnición
reglada todas las plazas de la fachada del Caribe (Cartagena de Indias, Santa Marta,
Maracaibo, Puerto Cabello, La Guaira-Caracas, Cumaná, Margarita y Trinidad). En
Panamá y Portobelo se levantó un batallón fijo y varias compañías de artillería. Pero
si así dicho parece una enormidad, en la práctica todo se reducía aproximadamente a
unos cuatro mil soldados efectivos, cuya misión era defender todo el subcontinente; una
cantidad irrisoria habida cuenta el objetivo a cubrir.
Las guerras posteriores de los años sesenta, setenta y ochenta, obligaron a aumen-
tar las tropas y a mejorar las fortificaciones en las costas. No sólo con vistas a repeler
los ataques del enemigo exterior; ahora, tras la cantidad de sublevaciones, motines y
alzamientos que sacudieron las regiones del interior, desde Venezuela al Alto Perú,
todas las jurisdicciones fueron puestas en «estado de defensa». El batallón fijo del
Callao fue ampliado a regimiento, triplicando las plazas de su dotación. Igual en
Chile, donde se crearon nuevos regimientos de caballería y de infantería. Y en Nueva
Granada, el batallón fijo de Cartagena pasó también a ser regimiento, se creó el fijo
de Caracas, se ampliaron las compañías en los puertos de la costa, aumentaron las tro-
pas en Panamá, Portobelo y Santa Marta, se estableció un regimiento fijo en Bogotá,
el «Auxiliar de Santa Fe», para cubrir la defensa del interior neogranadino, junto con
otras compañías fijas establecidas en Popayán y en Quito.
Se tuvo incluso la idea de eliminar toda la tropa americana y sustituirla íntegra-
mente por unidades regulares enviadas desde España a relevar cada cierto tiempo.
Después del desastre de 1762, con la conquista de La Habana por los británicos, y tras
las inspecciones generales de Alejandro O’Reilly en Cuba y Juan de Villalba en Méxi-
co, los técnicos militares ilustrados de Madrid pronosticaron que una defensa basada
en unidades militares netamente americanas, controladas por una oficialidad criolla y
cuyas tropas eran fundamentalmente los vecinos de las ciudades, estaba condenada al
fracaso. En su opinión, su falta de profesionalidad y el peso de los intereses particu-
lares en las unidades militares de las ciudades y puertos americanos «expuestos a
invasión» las hacía enteramente inútiles. Según estos planes, regimientos completos
deberían cruzar el mar, conformando, de nuevo sobre el papel, el llamado Ejército de
Campaña, compuesto por los regimientos de guardias españolas, Lombardía, Galicia,
Saboya, Zamora, Sevilla, Irlanda, Ultonia, España, Aragón, Granada, Murcia, infan-
tería ligera de Cataluña, dragones de La Reina, de Sagunto, de Numancia y diez
escuadrones de caballería.
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El edificar todas las obras de fortificación que se proyectan en América como indispen-
sables, enviar las tropas que se piden para cubrir los parajes expuestos a invasión, y com-
pletar las dotaciones de pertrechos de todas las plazas, sería una empresa imposible aún
cuando el Rey de España tuviese a su disposición todos los tesoros, los ejércitos y los alma-
cenes de Europa. La necesidad obliga a seguir un sistema de defensa acomodado a nues-
tros medios.
Y para acomodarse a los medios, el proyecto de enviar toda esta tropa peninsular
quedaba, cuando menos, aparcado. No obstante, en algunos lugares, los regimientos
y batallones fijos americanos fueron sustituidos por tropas llegadas desde España,
pero los resultados de estas medidas fueron penosos: se duplicaron los gastos sin con-
seguir ninguna ventaja, puesto que a los seis meses de llegada la tropa desde España
ya había muerto o desertado la mitad de los efectivos y, de nuevo, las unidades debí-
an ser completadas con reclutas locales; los pocos soldados que quedaban no hacían
sino reclamar el regreso y el abono de sus sueldos. A los pocos años era necesario
enviar nuevas unidades de refuerzo o volver a refundar los viejos fijos. El mariscal
O’Reilly, escribía lastimero al inspeccionar estas tropas: «Los nuevos siguieron las
industrias de los antiguos, y en poco tiempo cada uno compra y lleva lo que quiere, y
los más visten sombrero de paja y calzón corto, entregando su prest [sueldo] a quien
le alimenta, viviendo cada soldado con una mulata».
En Panamá, donde también se remitieron tropas peninsulares para evitar el colapso
del Istmo y con él el del Virreinato peruano, el gobernador Güill informaba a Madrid:
Las tropas de refuerzo enviadas desde España a la región andina con motivo de
estas guerras y sublevaciones, no fueron abundantes ni resultaron efectivas: en los
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CUADRO 2.1. TROPAS ENVIADAS A QUITO CON MOTIVO DE LAS REVUELTAS DE LOS AÑOS SESENTA.
REGRESO A ESPAÑA DE LAS MISMAS
Regimiento de Murcia 50 — 2 46 — 2
Regimiento de Nápoles 50 2 2 25 5 16
TOTAL 100 2 4 71 5 18
años setenta se enviaron a Quito y en los ochenta a Lima unos mil quinientos solda-
dos en total, aunque su destino fue desaparecer rápidamente engullidos por la vorági-
ne económica y social en que vivían: la falta de pagas y el promisorio horizonte que
se abría para estos soldados por su condición de «españoles» en las ciudades andinas
disolvió las unidades porque la deserción de todos ellos fue casi inmediata.
Un ejemplo de ello puede ser lo sucedido con las compañías enviadas temporal-
mente a Quito con motivo de las revueltas (véase el cuadro 2.1).
Este estado de cosas y la imposibilidad material y económica de semejante plan
de renovación del ejército hicieron desistir del mismo a los planificadores ilustrados,
por lo que optaron por una vía intermedia. El ejército de América seguiría estando
conformado por las unidades fijas, es decir, de dotación, contando básicamente con
recluta local, y se enviarían —en caso de peligro— unidades peninsulares como
«refuerzo». Se reglamentaba el acceso a la oficialidad, limitándola a los nobles o hijos
de militares, y para las plazas de soldados sólo se permitiría el ingreso a los «españo-
les» y «blancos de reconocidas calidades». Todo esto quedaría, como luego veremos,
también en papel mojado.
A pesar de este despliegue de planes y estrategias, hacia 1790, la tropa reglada de
América del Sur no debía sobrepasar los diez mil hombres, a unos costes, además, ele-
vadísimos. Si calculamos el gasto en defensa de los tres virreinatos en casi ocho
millones de pesos al año, el costo anual de un soldado se situaba por encima de los
800 pesos, una cantidad exorbitante si consideramos que el sueldo de un soldado era
de 96 pesos al año y el de un oficial 360. Lo demás se iba en otros conceptos y, sobre
todo, en gastos financieros. Las reformas borbónicas, en este aspecto de lo militar que
tantos ríos de tinta generó, fue una reforma más sobre el papel que sobre la realidad.
Pero los costes de este aparato bélico no cesaron de crecer.
Intentando explicar este proceso, hay que considerar que el sistema de pagas re-
sultaba anticuado y su ejecución caótica. Desde las cajas reales emisoras, los «situa-
distas» (o «comisionistas», personas encargadas de transportar los situados y que
cobraban una comisión sobre lo transportado) llevaban estas cantidades hasta los pun-
tos de destino. Allí, los oficiales de la Real Hacienda local se hacían cargo del dinero
para su distribución entre oficiales y tropa, según lo estipulado en los reglamentos
correspondientes. Todos los meses estos oficiales de Hacienda, en calidad de «comi-
sarios de Guerra», debían pasar revista a las compañías en presencia del comandante
de la guarnición, con objeto de ajustar sus haberes respectivos, «según el número de
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la tropa el año en curso. Debían volverse a firmar nuevas libranzas, de manera que la
plata de la Real Hacienda, y la de los situados remitidos, pasaba directamente a manos
de los comerciantes: la liquidez del sistema quedó, pues, bajo su control, y toda la
guarnición endeudada con ellos.
Por estas razones se comprende mejor que la tropa peninsular no podía sobrevivir
en América; en cambio, las unidades de dotación, conformadas por oficiales america-
nos (en muchos casos los mismos comerciantes que prestaban la plata) y una tropa
constituida por los vecinos de las ciudades, con otro oficio o actividad económica
además de la de soldados, soportaban mejor los embates de este deficiente sistema de
pagas. El resultado fue que cuanto más se incrementaban los gastos militares más
aumentaba la deuda, y más se engrasaban los mecanismos del crédito local: la plata
del rey quedaba en manos del comercio. Así puede explicarse que la deuda de la Real
Hacienda con los particulares creciese sin parar: al fin y al cabo, por este sistema, los
cuatro millones anuales del gasto militar en Perú, por ejemplo, quedaban en manos de
los comerciantes. La liquidez proporcionada por los situados en los lugares donde
se realizaba el gasto militar era la liquidez del comercio local, y éste crecía conforme
creciera aquél. Por eso no hubo grandes protestas contra la ampliación del aparato
militar, excepto en las cajas reales matrices, ya que de ellas emanaba el capital que se
marchaba a producir riqueza a otro lugar. Éste era el caso de Lima.
Algo similar sucedía con los costes de los pertrechos, fundamentalmente la arti-
llería, la pólvora y los uniformes. Los técnicos ilustrados en la corte dictaminaron que
todas las piezas de artillería debían remitirse desde España para evitar que existieran
fabricas de cañones en América. La adquisición, fabricación y envío de estos pesados
armatostes significó otro descalabro económico; ante la falta de caudales, las peticio-
nes de cañones nunca se cubrieron al completo. Hay que considerar que una plaza
como Cartagena de Indias, por ejemplo, necesitaba entre trescientas y trescientas cin-
cuenta piezas para cubrir las enormes fortificaciones construidas: eso significaba más
de medio millón de pesos. Siempre faltaron cañones en todas las plazas, y cuando
alguno se estropeaba su reposición era imposible. Los de bronce llegaron desde Sevi-
lla, y su coste de fabricación y transporte era tal que se necesitó el envío de partidas
extraordinarias desde las cajas reales o de nuevos empréstitos del comercio. La muni-
ción también fue otro problema: el número de balas o «pelotas de hierro» necesarias
para sostener un sitio enemigo en una plaza de tipo medio (unos cien cañones) ascen-
dían a mil o mil quinientas, suponiendo unos diez o quince disparos por pieza, lo cual
era un número bajísimo para una batalla de la época, en las que la exactitud del tiro
no era precisamente una de sus características. Además, las pelotas eran de muy va-
riado tamaño y peso: existieron más de doce calibres distintos en la artillería de orde-
nanza, lo que transformó los almacenes en un laberinto contable, resultando que siem-
pre faltaban balas para los cañones de calibre más usual y sobraban para los demás.
Muchas veces, los cañones y las balas se compraron a los navíos que recalaban en los
puertos o, en tiempos de paz, a buques de otras banderas que en la siguiente guerra
podían ser los enemigos.
Con la pólvora sucedió igual: casi toda se remitía en botijas desde España, que lue-
go se conservaba en almacenes donde acababa estropeándose con frecuencia debido
a la humedad y había que «asolarla» durante meses. Si pensamos que con la técnica
artillera de la época las necesidades de una plaza media ascendían a seis o siete tone-
ladas de pólvora, para poder asegurar veinte tiros por pieza (sin contar los necesarios
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El resultado fue la adscripción de las élites locales al aparato militar (lo que algu-
nos autores han denominado la «militarización de la sociedad colonial»), aunque el
uso que del mismo hicieron quedó bien lejos de lo pretendido con la reforma: los
hacendados y poderosos miembros del patriciado local de cada jurisdicción, incluso
subdelegados de intendentes y «segundas», hicieron participar a sus milicias en las
pugnas y conflictos desatados en la sierra, no sólo con motivo de las sublevaciones
indígenas y mestizas sino en los desacuerdos entre ellos mismos, utilizando sus peones
como tropa de combate a la hora de dirimir pleitos por la posesión de la tierra o para
intimidar a díscolos y disconformes con su poder. Los poderes locales, sobre todo en
las áreas alejadas de los centros políticos, se vieron muy robustecidos y con un impor-
tante aparato de presión en sus manos. Constituyeron en sus distritos, con este nuevo
instrumento, un poder armado casi inapelable. El gamonalismo serrano contó así con
otro importante pilar sobre el que sustentarse.
Varios contemporáneos a estos hechos hablan del interior de lo que hoy es Colom-
bia como una tierra fraccionada y desorganizada en señoríos casi feudales, donde los
hacendados —ahora jefes de las milicias— actuaban como patriarcas incontestables,
con todo el poder y toda la fuerza proporcionadas por sus partidas de milicianos,
administrando su justicia y cobrando sus impuestos, extendiendo sus propiedades a
costa de los colonos libres y sometiendo a la población campesina a sus dictámenes
inapelables. Durante décadas, en muchas regiones americanas, el término de «coro-
nel» fue sinónimo de patrón y terrateniente. En la sierra, surcolombiana, ecuatoriana,
peruana o boliviana, los hacendados dispusieron, desde estas fechas y gracias al sis-
tema de milicias, de un extraordinario poder en sus provincias que les transformó en
representantes de una autoridad que ellos consideraron única y excluyente. Y ello en
la medida que derrocharon una autoridad difícil de discutir desde el poder central y
capitalino, a sabiendas de que allí eran los únicos que podían garantizar un mínimo
cumplimiento de las leyes —aunque fuera en su provecho—, asegurar la tranquilidad
de los distritos y aparentar siquiera la existencia del Estado (fuera colonial o republi-
cano) que ellos personificaban. En adelante los términos «misti», «español» o «gamo-
nal» fueron sinónimos de poder económico, social, político, judicial y militar.
Alexander von Humboldt, buen observador de la realidad en la región, anotaba a
finales del período colonial:
1 2 Océano
3
11 Atlántico
4 12
10 13
5 6 14
15
7
8 9 16
18
17
19 22 25
23 24
21 26
20
27
28
Océano 29
30
Pacífico 31
32
33
1 Sonora 25 Coro
34 35 36
2 Linares 26 Guayana
3 Durango 27 Antioquia
37 38
4 Guadalajara 28 Santa Fe de Bogotá
39
5 Michoacán 29 Popayán
6 México 30 Quito 40
7 Puebla 31 Cuenca
8 Oaxaca 32 Mainas
9 Chiapas 33 Trujillo 41
10 Yucatán 34 Lima 42
11 La Habana 35 Huamanga 43
12 Santiago de Cuba 36 Cuzco
13 Concepción de la Vega 37 Arequipa
14 Santo Domingo 38 La Paz
15 Puerto Rico 39 Santa Cruz de la Sierra 44
45
16 Verapaz 40 Charcas
17 Guatemala 41 Asunción 46
18 Comayagua 42 Salta 47
19 Nicaragua 43 Tucumán
20 Antigua Panamá 44 Buenos Aires
21 Cartagena de Indias 45 Santiago de Chile
22 Santa Marta 46 La Imperial
23 Mérida de Maracaibo 47 Concepción
24 Caracas
que éste se desenvolvía fue objeto de fuertes críticas por parte de los reformadores,
insistiendo en la necesidad de establecer una piedad más intima y menos social, más
acorde con una austera espiritualidad neoclásica que con las vueltas y revueltas de la
voluptuosidad barroca. Estas medidas fueron rechazadas en general por la población,
que las entendió como un ataque frontal a sus tradiciones, y alegaron que acarrearían
la ira y la cólera de vírgenes y santos, manifestada en mil y un castigos que recae-
rían sobre ellos: terremotos, sequías, inundaciones, erupciones de volcanes… Cada
una de estas manifestaciones de la naturaleza andina fue entendida como un exabrup-
to de la divinidad frente a cualquier innovación en las manifestaciones del culto. Las
medidas reformadoras tuvieron, por tanto, muy poco efecto. Cofradías, procesiones,
vía crucis, novenas, triduos, desfiles de imágenes, romerías, cultos a los apus y a los
santos patronos, continuaron desarrollándose con todo su esplendor tradicional, natu-
ralmente con el obispo, el cura o el doctrinero al frente.
Otro aspecto cuestionado en los sínodos provinciales fue la aplicación de la Real
pragmática de Carlos III sobre los matrimonios. Para evitar la unión entre desiguales
(fundamentalmente por cuestiones étnicas y económicas) se ordenaba la obligato-
riedad de la autorización paterna para la celebración de los matrimonios, antepuesta
al derecho de los contrayentes a solicitar el sacramento directamente a un sacerdote.
Evidentemente, con ello se pretendía la consolidación de la sociedad de castas basa-
da en la estanqueidad racial. La medida fue bien acogida por las élites, en la medida
que aseguraba las estrategias matrimoniales y cerraba los huecos a través de los cuales
ciertos sectores intermedios (mestizos o mulatos) podían introducirse en los cerrados
entornos familiares de las oligarquías locales; pero en la compleja sociedad multiét-
nica andina, produjo roces y enquistamientos de difícil reparo: aumentaron las unio-
nes consensuales y la ilegitimidad de los hijos, especialmente en las ciudades, donde
la sociedad de castas se cubrió de un manto de marginalidad que no correspondía con
su número y su importancia. La sociedad andina se hizo, de alguna manera, más racis-
ta y clasista que antes. La familia se encerró en sí misma, y en su caparazón quedó
comprimida buena parte de la libertad individual de hombres y mujeres.
En líneas anteriores hemos dejado reseñado que uno de los propósitos de la refor-
ma de la Iglesia —si no el más explicitado casi el más importante— era controlar las
rentas eclesiásticas; seguramente, después de la Real Hacienda, el más complejo y
nutrido aparato financiero de la América colonial.
En primer lugar estaba el problema de los diezmos, el principal impuesto ecle-
siástico basado en la obligación de entregar a la Iglesia la décima parte de la produc-
ción anual familiar. Un impuesto que, en cada obispado, se sacaba a remate quinque-
nalmente y que constituía la más importante fuente de recursos del clero secular.
Entre las obligaciones del monarca estaba la de financiar a la Iglesia americana, por
lo que, teóricamente, el rey debía recibir un porcentaje de estos diezmos (las dos nove-
nas partes, los llamados «novenos reales») para ayudar en su mantenimiento. Si los
diezmos de una diócesis no alcanzaban para financiarla, entonces el rey debía abonar
la diferencia: eran los llamados «obispados de caja», porque sus gastos salían de la
caja real; eran casi la mitad del total de los obispados americanos. Como los «nove-
nos» no alcanzaban para cubrir los costes de la Iglesia, ésta resultaba muy onerosa a
la Real Hacienda, máxime cuando la otra mitad de los obispados, que sí se sufraga-
ban con sus diezmos, vivían en una gran opulencia. Fue uno de los aspectos a refor-
mar, obligando a entregar los «novenos» y a equilibrar las cuentas. Poco de esto se
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logró, pero desató las protestas de los obispados porque, opinaban, el nuevo control
económico llevado a cabo por la administración —especialmente en cuanto al cobro
y distribución de los diezmos— había hecho menguar las rentas eclesiásticas, ponien-
do en peligro el funcionamiento de instituciones claves para la feligresía como hos-
pitales, orfanatos, seminarios, casas de recogidas… Además, alegaban, la fábrica de
nuevas iglesias y catedrales, tan necesarias para la extensión del culto, se hallaban
muy retrasadas.
Otras rentas eclesiásticas intervenidas por la Corona fueron las capellanías y las
mandas y obras pías, seguramente las fuentes de ingresos más importantes —aparte
de los diezmos— no sólo de la Iglesia sino, sobre todo, de los eclesiásticos. Con el
dinero que recibían por decir misas personalizadas, disponer de capellanes adscritos
a las familias, o para la redención de pecados y salvación de las almas, y para ayuda
a pobres y menesterosos, muchas parroquias, conventos y curatos se transformaron en
las instituciones financieras más importantes de cada región, concediendo créditos
mediante «censos» (una especie de hipoteca sobre una propiedad por una cantidad
fijada) a intereses que oscilaban entre el 5 o el 10 por 100 anual. Evidentemente,
muchas de estas fincas acabaron, por falta de pago, en manos de la Iglesia; se calcula
que, en estos años, más del 70 por 100 de las propiedades se encontraban endeudadas
en mayor o menor grado por este sistema de censos.
Por eso no es de extrañar que en el plan de reformas se tomaran medidas para evi-
tar la proliferación de estas deudas y, después del recrudecimiento de la crisis finan-
ciera de la Real Hacienda, se dictara el famoso «decreto de consolidación» de 1804,
mediante el cual, y alegando los derechos del rey sobre la Iglesia americana, fueron
confiscados todos los fondos benéficos eclesiásticos, que debían ser remitidos sin
dilación a España. Se obtuvieron más de doce millones, en una operación sin prece-
dentes que, sin embargo, causó un daño terrible a la producción americana puesto que
el crédito privado prácticamente desapareció. Además, buena parte de los eclesiásti-
cos que vivían de este negocio quedaron empobrecidos y arruinados, sin otro medio
de subsistencia, sintiéndose ultrajados por la intolerable intromisión del rey en sus
asuntos, declarándose los más acérrimos enemigos del monarca español y de sus re-
formas. Malestar que supieron transmitir a sus feligresías, extendiendo a buena parte
de la población el sentimiento de haber sido objeto del pillaje real.
Del mismo modo, la administración quiso controlar la enorme cantidad de pro-
piedades en poder de la Iglesia consideradas como «bienes de manos muertas», reci-
bidas en testamentos o para sufragar misas, muchas de ellas improductivas. Los inten-
tos de llevar a cabo la desamortización de estos bienes también chocaron directamente
con los eclesiásticos.
Con el clero regular, los frailes de las órdenes, vino a suceder algo similar. Las
reformas insistieron en culminar un largo proceso que llevaba décadas iniciado: la
secularización de las doctrinas. Resultado del proceso de conquista y evangelización,
todavía en la segunda mitad del siglo XVIII las iglesias de muchos pueblos aún no
habían pasado a depender de los obispos respectivos, sino que seguían siendo «doc-
trinas» de las órdenes religiosas. Por más que los obispos insistieron, los frailes se
negaban a secularizarlas, alegando sus derechos de primacía en el lugar y los muchos
años que llevaban al frente de las mismas. En multitud de casos, doctrina y pueblo de
indios eran inseparables; se conocía a éste por aquélla. En realidad, este asunto escon-
día notables intereses económicos, puesto que muchas de estas doctrinas eran cabe-
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los jesuitas fueron sacados de sus colegios, doctrinas y misiones, y como presos
comunes encaminados hacia los puertos donde los embarcaron hacia Europa. La
mayor parte de los expulsados eran criollos (sólo un 25 por 100 españoles). De los
aproximadamente 5.000 jesuitas que debían existir en toda América, unos 2.500 toma-
ron el camino del exilio, hacia Italia especialmente. Otros desaparecieron, se mezcla-
ron con la población, abandonaron los hábitos o se refugiaron en sus familias.
Sus colegios fueron cerrados y las iglesias, doctrinas y misiones encargadas a
otras órdenes, fundamentalmente a los franciscanos. La educación en América sufrió
un duro revés, y aunque se abrieron nuevos colegios a cargo de otras órdenes, puede
afirmarse que las élites americanas, cuyos hijos se educaban en estos centros de
enseñanza jesuíticos, quedaron en la necesidad de reconstruir un nuevo sistema edu-
cativo.
Otro motivo de la Corona para decretar la expulsión —no explicitado pero impor-
tante— fue apoderarse de los bienes jesuíticos, y tuvo también profundas repercu-
siones; como todo en las reformas, diferentes de las previstas. Los ministros del rey
habían calculado obtener buenos réditos y a tal fin se establecieron en cada distrito
las llamadas Juntas de Temporalidades, cuya misión era evaluar las propiedades y
proceder a su pública subasta, adscribiendo las cantidades obtenidas a la Real
Hacienda.
¿Cuál fue el resultado? Los bienes efectivamente eran muchos, tanto muebles
como inmuebles, y tanto rústicos como urbanos, esclavos, trapiches, molinos, obra-
jes, ganados… Las Juntas de Temporalidades establecieron profusos y detallados
inventarios y comenzaron a publicitarlos. El problema estuvo en que, al sacar al mer-
cado todas las propiedades a la vez, su valor menguó extraordinariamente. Nadie
quería comprar sino cuando, a fuerza de rebajar los precios, éstos alcanzaran valores
mínimos. La corrupción, el clientelismo y el amiguismo reinante en el interior de
estas juntas hicieron que muchas propiedades fueran adjudicadas directamente a los
compradores y a precios muy por debajo de su valor real. Las consecuencias fueron
dos, y ambas no deseadas por la administración: se recaudó mucho menos de lo espe-
rado, y se produjo una gran acumulación de estos bienes por parte de los que podían
adquirirlos, es decir los grupos de poder locales, los únicos que poseían el suficien-
te capital como para abonar las cantidades (siquiera mínimas) de los remates; y la
influencia necesaria para quedarse con los mejores lotes. Los grandes hacendados y
terratenientes, los comerciantes y los financistas concentraron aún más la propiedad
rural y urbana en toda la región. Por último, y a nivel político, los jesuitas expulsa-
dos constituyeron desde el exilio el grupo crítico más activo y efectivo contra la
monarquía española en América, denunciando sus abusos, la rigidez de su régimen y
el expolio a que tenían sometidos a sus países de origen; una opinión que se exten-
dió por toda la Europa de la Ilustración. Criollismo, antimonarquismo y nacionalis-
mo americano tuvieron en estos jesuitas un factor de desarrollo de gran importancia
hacia el futuro.
En este clima de presión es como hay que entender la postura de la Iglesia dio-
cesana, dócil y silenciosa ante el regalismo, y que, bajo los auspicios de la Corona,
creció mucho frente al decaimiento de la importancia de las órdenes. Se crearon nue-
vas diócesis, lo que no sucedía desde principios del siglo XVII. En 1820 existían siete
sedes metropolitanas (arzobispados), cuatro de ellas en América del Sur: Caracas
(creada en 1804), Bogotá, Lima y Charcas (La Plata). En la región se erigieron ade-
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más los obispados de Cuenca (1769), Mérida (1778), Guayana (1790), Mainas (1803),
Antioquia (1804) y Salta (1806). De las 43 diócesis que existían en toda América, en
la región que estudiamos había 26: aparte de las ya citadas, Cartagena de Indias, San-
ta Marta, Panamá, Popayán, Quito, Trujillo, Huamanga —Ayacucho—, Cuzco, Are-
quipa, La Paz, Santa Cruz de la Sierra, Córdoba del Tucumán, Asunción, Santiago de
Chile, Concepción y Buenos Aires. Entre 1775 y 1820 estuvieron al frente de las mis-
mas 62 prelados.
Muestra del cuidado que la administración puso en los nombramientos de estos
obispos con respecto a períodos anteriores fue la disminución sustancial de las dióce-
sis vacantes: si en algunos momentos del siglo XVII las sedes vacantes podían alcan-
zar a más del 30 por 100 de los obispados, en 1750 todas las diócesis estaban ocupa-
das y en 1790 sólo dos estaban sin obispo. Poco tiempo después, las sedes vacantes
volvieron a aumentar y en 1816 ya eran diez las sedes sin ocupar.
En cuanto al origen geográfico de los prelados, las cifras muestran procesos simi-
lares a los ya estudiados para otras parcelas de poder en la región andina. En 1750,
españoles y americanos estaban equilibrados; en 1780 predominaban los peninsula-
res (60 por 100); y en 1810 la situación era la inversa (60 por 100 criollos), ascen-
diendo hasta el 70 por 100 en 1820. Pero hay que señalar, para entender mejor estos
datos, que la mayoría de los obispos españoles ocupaban normalmente las archidió-
cesis o, en el otro extremo, los obispados de fronteras y de misión. En las capitales de
provincias, cabeceras de intendencias o de audiencias, los criollos eran mayoritarios.
Criollos que, además, eran originarios de la misma región donde se habían ordenado,
donde habían estudiado, donde desarrollaron su carrera eclesiástica y, finalmente, don-
de ocuparon su sede. Fue, por tanto, una Iglesia local, comenzando por sus prelados
y, como luego veremos, continuando por los cabildos eclesiásticos y el clero en ge-
neral. El 36 por 100 del total de los obispos criollos de toda América eran peruanos,
el 24 por 100 de Nueva Granada, el 6 por 100 del Río de la Plata y el 5 por 100 de
Charcas. Un 71 por 100 del total. Esto da una idea de la fuerza de los criollos en la
Iglesia andina.
Además, los obispos se habían desplazado geográficamente muy poco: el 53 por
100 del total de los prelados de las diócesis andinas sólo ocuparon una diócesis. Una
vez nombrados no se movieron más, allí quedaron hasta su muerte. El 37 por 100 ocu-
pó dos diócesis, una de tránsito y la definitiva, normalmente en su tierra natal. Sólo
un escaso 10 por 100 ocupó una tercera, casi todos españoles. Los peninsulares o bien
regresaban a España (28 por 100 del total de los obispos) o estaban dispuestos a
moverse, normalmente desde una diócesis de misión a una de mayor importancia o
a un arzobispado. Y aquí de nuevo el análisis de otra variable nos aporta más infor-
mación sobre el carácter y circunstancias de estos prelados: los procedentes del clero
secular fueron mayoría (casi el 70 por 100), consecuencia del retraimiento que tuvie-
ron las órdenes en este período (en el siglo XVII, los obispos-frailes eran más del 60
por 100), pero los españoles eran mayoritarios entre los frailes (destinados en zonas
de misión). Todo ello nos indica la existencia de una Iglesia diocesana cuyos prelados
(excepto casos muy señalados) se mostraron muy vinculados con sus diócesis: por
motivos sociales (el 70 por 100 de los criollos eran de extracción social elevada —no-
bles, titulados, procedentes de «familias de reconocido prestigio»—, mientras que el
total de los de «calidad buena» y «humilde» eran peninsulares); por su carrera ecle-
siástica (más del 70 por 100 de los obispos procedían de los cabildos eclesiásticos y
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habían ascendido desde canónigos a deanes, en algunos casos en las mismas diócesis
de las que luego serían obispos); o por motivos económicos (estos prelados, como
miembros de las familias más notorias de las ciudades donde se levantaban sus sedes,
tenían importantes intereses patrimoniales en ellas y en sus jurisdicciones).
En un alto número fueron representantes directos del orden colonial. Así se entien-
de que sus relaciones con la administración reformista fueran similares a la del resto
del grupo social, político y económico en el que se insertaban y al que pertenecían.
Acataron las reformas pero, sin especiales alharacas, las diluyeron en la costumbre y
en los modos de actuar tradicionales. Algunos obispos peninsulares, de especial talan-
te anticriollo y españolista, tuvieron serios y agrios problemas con los grupos locales
de poder, sobre todo después de 1810, siendo expulsados de sus diócesis. En cambio,
los obispos españoles en diócesis situadas en tierras de misión continuaron al frente
de las mismas sin mayores dificultades después de la independencia. Estos caracteres
tan diferentes entre prelados españoles y criollos, entre «extranjeros» y locales, expli-
can comportamientos tan opuestos como por ejemplo el del arzobispo de Bogotá,
Antonio Caballero y Góngora, andaluz, defensor de las reformas y a quien no le tem-
bló el pulso para reprimir, como si fuera un virrey, a los comuneros sublevados en
1781; y el de Juan Manuel Moscoso y Peralta, obispo de Cuzco, sutilmente partidario
y defensor de los sublevados con Túpac Amaru en 1780.
Descendiendo en la escala jerárquica, los cabildos catedralicios estuvieron con-
formados por criollos en más del 90 por 100; fueron, como hemos indicado, el prin-
cipal trampolín desde el que muchos de ellos consiguieron alcanzar un obispado du-
rante este período. Además, la mayor parte de sus miembros pertenecían o estaban
íntimamente relacionados con los grupos de poder locales, pues apenas si se movie-
ron de estas ciudades donde consiguieron sus beneficios canónicos salvo para estudiar
en las universidades importantes, normalmente Lima, Santa Fe o Charcas. Los con-
flictos abundaron en el interior de los Cabildos, por cuestiones de ascenso (de canó-
nigo a tesorero, chantre, maestrescuela, arcediano o deán), de protocolo (la ubicación
en las grandes ceremonias era motivo de innumerables pleitos, en la medida en que
era el prestigio de la familia era el que estaba en juego), en los nombramientos de vi-
cario general o provisor del obispado, o cuando la sede estaba vacante, cuando era
el cabildo el que quedaba al frente de la misma. Otra buena cantidad de problemas se
suscitaron entre el cabildo catedralicio con su obispo: si éste último era español, y si
se mostraba muy reformista, o deseaba introducir novedades en la administración de
la diócesis (especialmente visitando las parroquias y curatos, y sometiendo a su auto-
ridad al clero local), los pleitos estaban servidos; si éste era criollo, pero pertenecía a
una familia de otra jurisdicción (por ejemplo, entre cuzqueños y arequipeños) también
había problemas, en la medida en que las disputas se entendían como competencias
entre grupos provinciales rivales; pero si el obispo, español o criollo, sólo permane-
cía en la diócesis en espera de otro nombramiento, bien para regresar a España o bien
para marchar a su distrito de origen, estos conflictos menguaban sobremanera, y
entonces se decía que la diócesis «estaba en paz».
Existieron otros roces jurisdiccionales importantes que, como ya hemos comenta-
do, se hicieron cotidianos: con los intendentes, con los cabildos de las ciudades, con
las audiencias, con los jefes militares… La Iglesia, especialmente su jerarquía, era la
institución más visiblemente poderosa a nivel local y provincial en la región andina.
Por tanto, todo lo que menoscabara su autoridad era entendido como una afrenta y
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causa de guerra en defensa de sus privilegios más o menos consagrados por las leyes
y, sobre todo, por la tradición. Pero el control social, económico y político que tuvie-
ron y ejercieron sobre su feligresía fue incuestionable. En este terreno, las reformas
también demostraron su incapacidad para cambiar las cosas.
En el otro extremo de la pirámide jerárquica de la Iglesia secular, los párrocos,
curas y sacerdotes, constituían igualmente otra autoridad. Y en el medio rural prác-
ticamente la única autoridad. Se calculan unos 15.000 eclesiásticos para la región
andina a finales de siglo, aunque muchos de ellos concentrados en las ciudades, espe-
cialmente en las sedes virreinales y audienciales. Desde luego, no todos poseían un
beneficio eclesiástico (una parroquia o un curato, por ejemplo): las familias más pu-
dientes tenían incorporados a muchos de sus miembros como «curas» o capellanes (de
ahí la extensión de las capellanías, para asegurar un futuro a estos clérigos). En las
familias numerosas de la élite, algunos de sus miembros tenían forzosamente que se-
guir la carrera eclesiástica, sobre todo por la extensión de la costumbre de otorgar toda
la herencia al primogénito y evitar así la división de la propiedad.
Ingresar en un cabildo eclesiástico, o conseguir mediante influencias en los mis-
mos o ante el obispo una parroquia o un curato, era una de las aspiraciones más comu-
nes entre los clérigos. No sólo daban para vivir, sino que en muchos casos eran sine-
curas fabulosas, constituyéndose a partir de ellas grandes fortunas en bienes y
propiedades, sobre todo si estos párrocos y curas conseguían manejar a su favor la
mano de obra de sus feligresías. De ahí los comunes enfrentamientos con intendentes
y subdelegados, cuando éstos no se avenían a respetar el estado de las cosas.
Las reformas, sobre todo las administrativas, que obligaron a estos curas a reca-
tarse —siquiera sobre el papel— en la exposición de sus bienes y en el control que
ejercían sobre la grey puesta a su cuidado, normalmente las comunidades indígenas,
y que los hicieron súbditos de la jurisdicción ordinaria, eliminando sus privilegios y
fueros, generaron un fuerte descontento en el clero. Los curas locales se sintieron pro-
vocados, y quisieron ver en este asalto a sus inmunidades y costumbres una clara
intromisión en los asuntos eclesiásticos, por lo que trenzaron una sólida alianza con-
tra el reformismo y contra el rey, difundiendo entre su feligresía un espíritu primero
contestatario (los reformadores querían acabar con la religión, anunciaban desde el
púlpito) y luego claramente insurgente contra cualquier medida que significara inno-
vación y monarquismo. Una Iglesia local que, por su origen social y junto con los ele-
mentos que ya hemos analizado, constituyó en la sierra un sólido bastión y un re-
currido apoyo del gamonalismo.
En cuanto al clero regular, es necesario realizar otro tipo de observaciones. Su
número era ligeramente inferior al de seculares (un cálculo aproximado de frailes en
la región andina nos aproxima a la cifra de entre trece y quince mil a finales del pe-
ríodo colonial). Aparte de las cinco órdenes clásicas —franciscanos, dominicos, agus-
tinos, mercedarios y jesuitas (hasta su expulsión)— existieron otras como las de San
Juan de Dios, bethlemitas o capuchinos, dedicados a tareas hospitalarias y a las misio-
nes en zonas de frontera.
Todas vivieron un fuerte proceso de criollización que en los años que estudiamos
superó el 70-80 por 100 en algunas órdenes, aunque ésta alcanzaba mayor concentra-
ción en los conventos del interior, donde la cifra de americanos se elevaba al 100 por
100. La alternativa, es decir, la alternancia de criollos y peninsulares como superiores
conventuales, fue seguida durante muchos años como único modo de calmar las ten-
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