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Ética de la virtud

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18/02/18
Contenido
ACERCA DE LA VIRTUD EN LA REFLEXIÓN ÉTICA DE PEDRO ABELARDO .................. 3
De la ley a la virtud: EL GOBIERNO DEL DERECHO Y LA ÉTICA DE LAS VIRTUDES .... 4
La cuestión a tratar y sus raíces ................................................................................................ 4
Tomás de Aquino y el rule of law ............................................................................................... 5
Gobierno del derecho y ética de las virtudes ........................................................................... 6
La responsabilidad profesional y ética en la experimentación .................................................. 7
Con animales: una mirada desde la prudencia como virtud* ................................................ 7
Responsabilidad ética y profesional .......................................................................................... 7
Denuncias ...................................................................................................................................... 9
Valores y virtudes en medicina y Ética ......................................................................................... 9
REVISANDO LA ETICA DE LA HOSPITALIDAD EN DANIEL INNERARITY ...................... 10
La Ética de la Hospitalidad. ...................................................................................................... 10
Riesgo y Control. ........................................................................................................................ 12
Todo huésped es un enviado del azar. ................................................................................... 13
Deseo y verificación. La estructura fundamental de la ética, EUNSA, Pamplona ............... 14
Regresar al Bien ......................................................................................................................... 15
EL PERIODISMO Y LA ÉTICA: UN ANÁLISIS DESDE LA PERSPECTIVA DE LA ÉTICA
DE LA VIRTUD ............................................................................................................................... 17
PARADOJAS DEL PERIODISMO BRITÁNICO .................................................................... 17
NUEVAS PERSPECTIVAS DE LA VIRTUD EN LA MORAL CONTEMPORÁNEA ............ 19
LAS VALORACIONES DEL DESEO: FELICIDAD, LEY NATURAL Y VIRTUDES EN
TOMAS DE AQUINO ..................................................................................................................... 21
La perspectiva de la ética de las virtudes para la toma de decisiones médicas .................. 23
Aristóteles y la ética del bien .................................................................................................... 25
ACERCA DE LA VIRTUD EN LA REFLEXIÓN ÉTICA DE PEDRO ABELARDO

Los términos adecuados de esta reflexión son los que hemos ido mencionando a lo
largo de la reflexión sobre la ética: felicidad, bien supremo y virtud, entre otros.
Sobre las virtudes y los vicios, el filósofo hará una explicación que se asemeja en
gran parte al inicio de su Ethics Seu, Nosce te ipsum. Esta explicación contiene las
siguientes afirmaciones:
1. La virtud es un hábito óptimo de la mente y, el vicio, un hábito pésimo de la mente.
2. La virtud no es natural, sino que se adquiere con esfuerzo y dedicación.
3. Sócrates, al igual que Platón, distingue cuatro virtudes: la prudencia, la justicia,
la fortaleza y la templanza. Éstas son las mismas virtudes que los cristianos han
tomado como punto de referencia para el buen obrar.
4. Lo que hace un acto moralmente bueno o malo es la intención. La capacidad de
discernir sobre la intención se llama prudencia.
5. En cuanto a la justicia, hay que admitir que ésta es la virtud por la que se da a
cada uno lo que le es debido.
6. Respecto a la fortaleza y a la templanza, son las que preservan la justicia cuando
ésta se encuentra presionada por causas externas. La fortaleza hace frente al miedo
y la templanza a la concupiscencia.
7. Las virtudes anteriores, deben estar asistidas por la esperanza, puesto que ella
posibilita al hombre alcanzar su realización en el bien.
8. La virtud de la justicia se subdivide en cuatro virtudes: i) la reverencia que es la
capacidad de rendir a cada uno la veneración que le es debida. A Dios se lo venera
a través de la religión, y a los hombres por medio de la observancia o de la
obediencia. ii) La beneficencia que es la disposición a prestar la debida asistencia
a las necesidades de los hombres, prefiriendo a los más necesitados. iii) La
veracidad, afán por cumplir las promesas con quienes las contrajimos, salvo en el
caso de haber prometido algo malo. iv) La vindicación que es el firme deseo de
castigar a quienes hayan cometido crímenes, siempre atendiendo, no el interés
propio, sino el bien común.
9. La justicia, además, puede ser natural y positiva: hay un derecho natural y un
derecho positivo. El derecho natural es la razón misma. Es un don natural
permanente en todos y que nos impulsa a venerar a Dios, a amar a los padres y a
castigar a los malhechores. El derecho de la justicia positiva es el instituido por los
hombres; por ejemplo: el derecho romano, la ley mosaica, entre otros. Las mismas
leyes contenidas en la Biblia tienen tanto del derecho natural como del derecho
positivo.
10. La virtud de la fortaleza consta de magnanimidad y abnegación. La primera, es
la disposición de asumir tareas arduas cuando hay una razón que lo amerita. La
segunda, es la perseverancia firme en el cumplimiento de lo propuesto.
11. La virtud de la templanza se relaciona con la humildad, la frugalidad, la
mansedumbre, la castidad y la sobriedad. La humildad modera el deseo de la
vanagloria. La frugalidad pone freno a los excesos. La mansedumbre frena la ira; la
castidad, la lujuria y, la sobriedad, la gula. La justicia hace bueno al hombre; la
fortaleza y la templanza lo hacen capaz.

De la ley a la virtud: EL GOBIERNO DEL DERECHO Y LA ÉTICA DE LAS


VIRTUDES

La cuestión a tratar y sus raíces

Uno de los problemas centrales que ha ocupado a la filosofía política y jurídica ha


sido desde siempre el de evitar el ejercicio arbitrario y discrecional del poder político
por parte de los gobernantes; es decir, el de conjurar el peligro de la tiranía. Son
muchos los artificios pensados a lo largo de la historia para escapar de ese flagelo,
pero entre ellos, el que aparece con mayor persistencia y continuidad en el tiempo
es el del denominado "gobierno del derecho", o "imperio de la ley" o, en las
versiones más decimonónicas, “Estado de Derecho".

Esta idea del gobierno del derecho tiene sus raíces principales en las ideas de la
Ilustración y sus concreciones más adecuadas en aquellas sociedades que
siguieron la línea del constitucionalismo racional-normativo propio de la revolución
francesa. Según esta versión, la sujeción del poder político a la ley tiene por finalidad
principal resguardar la autonomía de los individuos para elaborar sus planes de vida,
y sus instrumentos centrales son las declaraciones de derechos y la división del
poder del Estado en tres órganos distintos y recíprocamente contrabalanceados y
limitados. Es decir, se trata de una versión principalmente individualista y
procedimental del gobierno del derecho. Ahora bien, esta presentación liberal, si
bien ha sido la que ha alcanzado mayor difusión en los últimos dos siglos y la que
se considera la opción por defecto cada vez que se menciona la idea del gobierno
de las leyes, no es ni la primera históricamente ni, menos aún, la única en la historia
del pensamiento. En efecto, muchos siglos antes de que Montesquieu redactara De
l'esprit des lois, esa idea había sido propuesta por pensadores tan disímiles de los
ilustrados como Platón y Aristóteles.
En el período romano, se destaca en este punto la figura de Cicerón, quien, en
varios pasajes de La República y de Las Leyes, sostiene la doctrina del gobierno de
las leyes por sobre los magistrados, quienes, si no se someten al derecho, se
trasforman en déspotas, es decir, en "la más asquerosa y repelente criatura que
pueda ser imaginada". Y en Las Leyes, el Retor sostiene que "como los magistrados
están sujetos a las leyes, el pueblo está sujeto a los magistrados. De hecho, es
verdadero decir que el magistrado es una ley hablante, y la ley un magistrado
silencioso". Es verdad que como lo sostiene Brian Tamanaha, "para Cicerón el
estatus supremo de las leyes gira en torno a su consistencia con la ley natural",
cuestión esta última que aparece de modo bastante difuso y hasta ambiguo en el
pensamiento del ateniense y del macedonio.

Pero tal como lo sostiene el recién citado Tamanaca, la tradición del gobierno del
derecho recién se solidificó en la Edad Media, a través de un lento, complejo y en
parte espontáneo proceso, sin una fuente única ni un punto de partida precisamente
determinable10. Pero pareciera que el primer teórico del derecho en desarrollar y
formular esa idea fue un clérigo inglés, casi contemporáneo de Tomás de Aquino,
Henry de Bracton. En su monumental obra On the Laws and Customs of England,
este canciller de la catedral de Exeter y miembro de la Corte del Rey (King's Court)
escribió que el rey debía "atemperar su poder por la ley, que es la rienda del poder,
vivir de acuerdo con las leyes, porque la ley de la humanidad ha decretado que sus
propias leyes obligan al legislador. Nada es más ajustado para un soberano que
vivir según las leyes, ni hay mayor soberanía que la de gobernar conforme a la ley,
porque la ley es la que le hace rey”.

Tomás de Aquino y el rule of law

El Aquinate trata de esta cuestión principalmente en la Prima Secundae de la


Summa Theologiae, en las cuestiones 95 y 96, que se refieren respectivamente a
la Ley humana y al Poder de las leyes humanas. Allí sostiene —respecto del
gobierno del derecho— las siguientes tesis: (i) que la autoridad política está sujeta
al poder de las leyes humanas en cuanto a su vis directiva, i.e., a su autoridad moral,
aunque no a su vis coactiva, o sea a la capacidad fáctica de imponerlas por la fuerza;
(ii) que la sujeción de los gobernantes a la ley positiva se justifica, en definitiva, en
la derivación de esta última de la ley natural, con lo cual el fundamento del gobierno
del derecho radica raigalmente en la ley natural jurídica o derecho natural; (iii) que
el gobierno de la ley sobre la autoridad política abarca no solo ciertos aspectos
formales que el Aquinate detalla, sino también la ordenación constitutiva de las
normas jurídicas al bien común político, i.e., que su concepción abarca también y
principalmente aspectos de carácter sustantivo o de contenido; (iv) que la tiranía
puede por lo tanto definirse, desde este punto de vista, como aquel gobierno sin ley
o que no obedece a las normas jurídicas; y, finalmente, (v) que la desobediencia por
parte del gobierno a la ley natural o a las leyes divinas (Ley Divina Positiva), conduce
a la liberación en el segundo caso sin excepción— de la sujeción de los ciudadanos
a la autoridad política.
De lo precedentemente expuesto, se sigue claramente que en la obra del Aquinate
se encuentran los elementos de una concepción completa del rule of law, tanto de
forma como de contenido, concepción que trasciende sobradamente los límites de
su contexto histórico inmediato. Según ella, los gobernantes legítimos no tiránicos
están sujetos a las directivas de la legislación positiva de su comunidad, de la que
deben respetar sus exigencias constitutivas formales: sanción por la autoridad
competente, promulgación o publicación previa, practicabilidad, universalidad,
igualdad en el trato, estabilidad, etc., así como sus requerimientos de contenido, en
especial la ordenación al bien común, la adecuación a los criterios de la justicia
distributiva y el respeto de los derechos de los ciudadanos18. Se trata por supuesto,
en este caso, de una concepción claramente iusnaturalista del gobierno del derecho,
lo que da la razón a la conocida frase de Hans Kelsen, según la cual el Estado de
Derecho se reduciría a un simple "prejuicio iusnaturalista"19. Evidentemente, no se
trata de un "prejuicio", pero sin dudas es integralmente "iusnaturalista".
Cabe destacar que esta concepción del gobierno del derecho reviste, como todo lo
que tiene que ver con la praxis humana y su dirección al bien ético, un carácter
claramente analógico, i.e., que ha de aplicarse conforme a la lógica de un analogado
principal o caso central y de varios analogado secundarios o casos periféricos20.
Conforme a esta lógica, existiría un caso principal y una significación focal del
concepto y del nombre "gobierno del derecho", en el que las notas formales y
sustantivas mencionadas se darán de un modo pleno e integral, y casos
secundarios o significaciones periféricas, en las que ese concepto y ese nombre se
aplicarán de modo diluido, incompleto, defectivo o marginal.

Gobierno del derecho y ética de las virtudes

Esta referencia a las virtudes humanas hace propicia una consideración acerca de
las relaciones, en la sistemática tomista, entre el gobierno del derecho y la ética de
las virtudes, en especial a partir de la afirmación, bastante difundida, de que en el
caso de la ética tomista se está en presencia de una ética al menos en gran medida
de virtudes. Respecto de esta relación, Francesco Viola ha sostenido que si
“miramos no tanto a la ley positiva considerada en sí misma, sino al proceso de su
formación y de su implementación concreta, entonces la ética de las virtudes tiende
a asumir toda su centralidad", por lo que es necesario "retener que las buenas leyes
presuponen un cierto grado de práctica política de la ética de las virtudes". En otras
palabras, no es suficiente con la realización de los requisitos del rule of law para
alcanzar en concreto la justicia de las leyes, sino que es necesario al menos una
cierta medida de virtud moral para lograrla.
Y esto resulta indispensable, toda vez que, tal como lo ha precisado Leonardo Polo,
las virtudes cumplen una función de causalidad eficiente y formal de los actos
buenos, razón por la cual, sin ellas, resulta muy difícil, si no imposible, no solo
cumplir efectivamente las acciones ordenadas al bien, sino también determinar en
qué consisten esas acciones.
En efecto, con referencia a las acciones humanas, que son la materia de la moral,
los bienes cumplen la función de causas finales; las normas de causas ejemplares
y eficientes non eficiencia deóntica aunque remota de esas acciones; y las virtudes
realizan la tarea propia de las causas eficientes próximas y formales. Esto significa
que, sin virtudes, en especial sin prudencia, no solo no tendrían lugar los actos
buenos/justos que son arduos y complejos, sino que resultaría muy difícil determinar
en concreto en qué consiste la bondad/justicia de esos actos.
Todo esto resulta confirmado por la experiencia cotidiana de la praxis jurídica y
política, toda vez que las meras fórmulas legales, privadas de la virtud de quienes
las formulan y las aplican, no ofrecen garantías de rectitud en el nivel de las
conductas y soluciones concretas.

La responsabilidad profesional y ética en la experimentación

Con animales: una mirada desde la prudencia como virtud*


En la experimentación con animales se requiere de profesionales que hagan de sus
investigaciones actos racionales y que propendan por acciones concretas, lógicas
y mediadas por la prudencia (phrónesis); de esta virtud intelectual, habla Aristóteles
en su Ética Nico maquea, que consiste en la recta deliberación de la actuación
humana.
De acuerdo con Aristóteles, el hombre bueno es el que realiza acciones virtuosas;
existen unos hábitos que hacen a la persona de naturaleza intelectual como son el
entendimiento, la ciencia, la sabiduría y la prudencia. Esta última se refiere a la
capacidad que tiene una persona, de deliberar bien acerca de las cosas que son
buenas y que conducen a la buena vida en general. Esta virtud intelectual, aplicada
a la responsabilidad ética de los profesionales que experimentan con animales, es
el objeto del presente escrito donde se expondrán las actuaciones prudentes de los
seres humanos desde el pensamiento aristotélico; además, se propondrán algunos
elementos de la responsabilidad ética profesional y se aplicarán los anteriores
presupuestos a una bioética para la experimentación con animales que tenga como
fuente de trabajo la virtud de la prudencia. Es esta virtud de la phrónesis la que
permitirá que el hombre de ciencia, y en este caso especial, el experimentador que
hace uso de los animales para fines científicos, tenga acciones éticas deliberativas
donde su último fin sea el de hacer el bien y ser mejor ser humano.

Responsabilidad ética y profesional

La responsabilidad se ha convertido en un concepto clave en ámbitos de la


deontología profesional; ésta ha cobrado protagonismo en la actualidad respecto de
“cómo debería” manejarse un profesional hoy para establecer que su acción haya
sido responsable. Una acción es responsable para Aristóteles solo si es la acción
voluntaria de una criatura capaz de deliberación.
Las profesiones han de entenderse, desde el punto de vista ético, como
instituciones que están al servicio de la sociedad de la que forman parte, y en última
instancia están al servicio de la humanidad en su conjunto, a ella se deben.
La finalidad del trabajo profesional es el bien común. Toda persona al ejercer su
profesión, además de contar con los conocimientos necesarios de su campo, debe
contar con valores morales que tienen como finalidad buscar y tratar de garantizar
el bien común. Para Martínez una profesión es “una actividad humana social
mediante la cual se presta un servicio específico a la sociedad. De los profesionales
se espera que no ejerzan su profesión solo por afán de lucro, ya que se trata de un
tipo de actividad encaminada a favorecer a la colectividad”.
Adela Cortina define la profesión como “una actividad social cooperativa, cuya meta
interna consiste en proporcionar a la sociedad un bien específico e indispensable
para su supervivencia como sociedad humana, para lo cual se precisa el concurso
de la comunidad de profesionales que como tales se identifican ante la sociedad”.
Para Ibarra, en el contexto mundial, la tendencia dominante en la formación
profesional es la propuesta de una formación integral que comprenda las
capacidades y competencias para acceder al mundo del trabajo, pero también los
valores y las actitudes que moldean la personalidad del sujeto y que contribuyen al
logro de un desempeño comprometido y eficaz de su profesión, así como un
ejercicio responsable de la ciudadanía. Hoy se vive una especial sensibilidad y una
demanda social de ética con respecto a los profesionales. Se insiste con mayor
frecuencia en la importancia de incorporar elementos éticos en su formación y en el
ámbito de la investigación científica y social.
Todo profesional debe tener una capacidad moral que es su valor como persona, lo
cual da dignidad, seriedad y nobleza a su trabajo, de allí su trascendencia, esto es,
su aptitud para abarcar, así como traspasar su esfera profesional
en un horizonte mucho más amplio, que le hace valer como persona fuera y dentro
de su trabajo; debe desarrollar aquellos valores que le permitan ejercer su profesión
dignamente para llegar a ser una persona íntegra: justicia, responsabilidad,
discreción y honestidad.
Para Fuentes, la ética profesional es un conjunto de principios, valores y normas
que indican cómo debe comportarse un profesional para que su ejercicio sea
considerado digno, estableciendo los mejores criterios, conceptos y actitudes para
guiar la conducta de sí mismo por razón de los más elevados fines que puedan
atribuirse a la profesión que ejerza.
La ética es necesaria en la formación profesional, porque constituye un soporte del
desarrollo de la personalidad y del carácter del sujeto, elementos estos que
actualmente se consideran componentes estructurales de las capacidades
profesionales. La ética coadyuva a moldear la personalidad y el carácter del
profesional al dotarlo de principios y valores morales que norman su
comportamiento y que posibilitan un proceder ético en su quehacer profesional.
Asimismo, le proporciona el criterio y el juicio ético que también contribuyen a
fortalecer sus capacidades profesionales, puesto que tienen un papel activo en la
toma de decisiones. La ética se necesita como una reflexión constante para poder
orientar nuestro actuar con libertad y responsabilidad hacia una finalidad que debe
ser la realización del ser humano, así como para saber si nuestras acciones son
buenas o malas; además, lleva implícitos valores que son necesarios para una sana
convivencia y para frenar las tendencias destructivas del ser humano frente a la
naturaleza y a él mismo.
Para Martínez, la ética juega un papel importante en las profesiones, así: “una ética
de las profesiones que pretenda estar a la altura de la conciencia moral alcanzada
por nuestra época ha de ser un discurso coherente y capaz de orientar la acción de
las personas interesadas en ser buenos profesionales en el sentido completo del
término, esto es, profesionales técnicamente capaces y moralmente íntegros en el
desempeño de su labor profesional”. La ética en la profesión garantiza la serenidad
y la tranquilidad de haber realizado lo que se cree que se tiene que hacer, se
relaciona directamente con la calidad del quehacer y permite vivir la experiencia del
desinterés.

Denuncias

Las continuas denuncias que ha tenido la investigación científica y en especial el


tema de la experimentación con los animales han puesto en evidencia el abandono
de las virtudes por parte del científico y en especial la de la prudencia, entendida,
de acuerdo con Aristóteles, como una propiedad de la razón práctica por medio de
la cual el sujeto moral es capaz de deliberar rectamente sobre lo que es bueno y
conveniente.
La responsabilidad ética de los profesionales que hagan objeto de experimentación
a los animales debe estar presente en las prácticas experimentales.
El investigador debe contar con un discernimiento de sus acciones para saber qué
es lo más beneficioso para los seres vivos que habitan el planeta. Es por esto que
un investigador que experimente con los animales debe ser un hombre con virtudes
que hagan de sus actos, cosas buenas y dignas de alabanza, y no de reprobación.
Es así como el cuidado de los animales debe ser de importancia para la bioética en
los tiempos actuales; por tanto, la experimentación con animales continuará en el
debate de los años por venir, porque será necesario ajustar el cuidado de los sujetos
de experimentación a las nuevas oportunidades y los retos que surjan, pero será
importante que el propio investigador se mantenga a la avanzada del proceso. Nadie
deberá estar más interesado que el propio científico en el bienestar de sus animales
de experimentación.

Valores y virtudes en medicina y Ética

En la tarea de alcanzar los fines del ejercicio profesional médico es inevitable


contemplar preguntas acerca de la dignidad, la autonomía, la relación personal
médico-paciente en contextos como el final de la vida, el sufrimiento, el dolor y la
muerte.
Este primer grupo transfuncional se ha impuesto la tarea en nuestro medio de
vincular los dos paradigmas sobresalientes del ejercicio profesional médico en el
presente siglo: la medicina basada en evidencias y la medicina basada en valores.
A pesar de los índices que resultan comparativamente de la búsqueda de las
publicaciones en revistas con factor de impacto en los últimos años, en uno y otro
campo, es incuestionable que los temas abordados en las dos publicaciones
implican una revisión exhaustiva de los programas a nivel de pregrado y en las
especialidades médicas, en donde resulta indispensable fortalecer en la formación
de los futuros colegas los aspectos relacionados con los valores y las virtudes de la
medicina.
Un hecho que deseo resaltar de este primer grupo transfuncional es que algunos de
sus miembros han contribuido al desarrollo de campos científicos de enorme
relevancia en la investigación biomédica como son la proteómica y la metabólica y
que, por otra parte, han amalgamado sus tareas científicas con la invitación a
jóvenes formados en el campo de la salud de distintas universidades para
reflexionar conjuntamente sobre las necesidades de un cambio profundo en el
quehacer médico y en los campos de ciencias de la salud en general en el país.
En este sentido, es interesante recalcar el concepto principal que se trata a lo largo
del texto en el cual se afirma que la medicina basada en evidencias se ha centrado
en la enfermedad, mientras que se ha descuidado la dimensión médica basada en
valores centrada en el paciente, y en el hecho de que el avance científico
tecnológico de los últimos años ha llevado a una "deshumanización" del ejercicio
médico.
Permítanme reflexionar, que si bien en las ciencias la primera mitad del siglo XX
correspondió al desarrollo de la física, la segunda mitad sin duda correspondió al
desarrollo de la genética que, a partir del descubrimiento de la estructura molecular
del ADN, desembocó en el impresionante desarrollo de la genómica que llevó a la
implementación del proyecto más ambicioso que jamás contempló la humanidad en
biomedicina, el Proyecto del Genoma Humano.
La meta de esta iniciativa, completar la secuenciación de los tres mil millones de
bases nitrogenadas del genoma haploide humano, se alcanzó con años de
antelación a lo previsto.
Cabe resaltar que este proyecto destinó una proporción importante de sus recursos
financieros para el estudio de sus repercusiones éticas, legales y sociales.
Una aplicación inherente a este prodigioso desarrollo científico, que profundiza en
nuestra más íntima constitución genética, es devolver la mirada técnico-científica
centrada en el paciente y su familia, con el advenimiento de la medicina
personalizada. Con esta nueva dimensión es indudable que la medicina basada en
valores recupera una posición que nunca debiera haber dejado de tener y en donde
se hace imperioso reforzar en la formación de los colegas a nivel de pregrado, pero
también en las especialidades médicas, la enorme trascendencia de los valores
morales y de la atención médica de excelencia con calidez y calidad.

REVISANDO LA ETICA DE LA HOSPITALIDAD EN DANIEL INNERARITY

La Ética de la Hospitalidad.

El trabajo en revisión considera la idea que la vida humana se inserta en un continuo


de dos valencias antagónicas, el miedo representado como la falta total de
“referencias” necesarias para ratificar nuestra identidad, y la estupidez, referenciada
como una “inmensa tautología”.
La modernidad tardía, siguiendo el desarrollo de U. Beck, agregar Innerarity, se
caracteriza por la administración de fragilidades institucionales e individuales que
llevan a la fragmentación social. La ética de la hospitalidad, en un sentido amplio,
advierte una doble dialéctica ya que la introducción de un huésped es un acto de
confianza a la vez que requisito para un aumento de la vulnerabilidad. La necesidad
desmesurada de protección de las personas frente a la vida política sugiere retornar
a una “ética” de la hospitalidad en donde la incertidumbre no sea motivo de
cerrazón. En palabras textuales de su autor “la fragilidad de la sociedad se traduce
en que la incertidumbre se impone sobre los destinos individuales. Las trayectorias
vitales son cada vez más caóticas y discontinuas, truncadas por acontecimientos
perturbadores: la emigración, la ruptura familiar, la degradación profesional, la
pérdida del empleo, la experiencia de la precariedad, la soledad.
Para una mejor comprensión y lectura de este trabajo, es necesario remitirse a la
raíz del pensamiento patético en la filosofía de Innerarity. El hombre se encuentra
sujeto a mucho más que su acción voluntaria. La idea de una acción pura es
altamente criticable, desde el momento en que las acciones resultan de dos
condiciones, la pasividad del ser frente al mundo, y el advenimiento de la historia.
Ambos movimientos determinan que “los hechos” suceden sin voluntad del hombre.
En tanto, que estos hechos le son dados, la categoría de riesgo (como construcción
futurible y probable) debe ser puesta en tela de juicio. Es cierto que el avance
tecnológico se esmera por hacer del mundo un lugar más seguro, pero no menos
cierto es que, inversamente, esa necesidad de controlar ciertos riesgos abre otros
mucho más nefastos.
En consecuencia,” nosotros mismos somos responsables de los riesgos que
provocamos, pero la mayoría son más bien huéspedes no invitados. Son aspectos
inevitables de la vida en un mundo incierto y a veces hostil. Las tragedias han
descrito la complejidad de estas situaciones con una belleza que a veces nos hace
olvidar que forman parte de nuestra situación cotidiana”.
Siguiendo este desarrollo, se lee que la naturaleza de cada catástrofe es el
aprendizaje mismo y la mejor forma de criticar a la tesis de la razón pura, tal como
es planteada por I. Kant.
Por lo tanto, la historia no sería un proceso constante de negociaciones individuales,
sino el devenir de hechos involuntarios que afectan y moldean la psicología de las
personas. No podemos estudiar la historia ya que ella nos estudia a nosotros. El
pensamiento intenta encapsular el destino, esgrimiendo un discurso falso y
manifestándose optimista acerca de las propias posibilidades del sujeto de
protegerse ante la incertidumbre, pero tarde o temprano termina imponiéndose.
Cualquier intento por tercer el rumbo de la “fortuna”, es transformar la ética (que
deviene de ethos) en una simple técnica. Pero a diferencia de Beck, Innerarity
comprende que el riesgo debe ser entendido como una “condición de la vida” que
sujeta a la acción humana frente a un escenario incierto favorece la flexibilidad
enriqueciendo el mundo cultural. La historia es en parte una síntesis, una
vulgarización de relaciones complejas y dinámicas que sucedieron y evolucionaron
de diversas formas. La lógica instrumental propia del capitalismo, nos ha hecho
creer no solo que podemos congelar el pasado administrando hechos en
compartimentos estancos, como si habláramos de un archivo, sino que podemos
hacer lo mismo con el futuro por medio de la planificación y el avance tecnológico.
Si todo futuro, por incierto, despierta temor, entonces es necesario anularlo.
Occidente, por desgracia, se ha abocado en las últimas décadas en anular el temor
y el riesgo para hacer de la vida algo predecible, domesticable.
El avance técnico intenta, por varios modos, controlar la incertidumbre hasta el
punto de potenciar la idea en una seguridad total.
Este postulado no solo se hace imposible de alcanzar sino que anula toda condición
humana. En este sentido, Innerarity introduce su propia concepción de la
hospitalidad, entendida como la aceptación de lo desconocido (riesgo) aún a
sabiendas que en dicho acto de aceptación uno mismo puede encontrar la muerte
(ser asesinado por el huésped). Precisamente, buscamos y nos reconocemos en
los otros por acción de nuestra propia vulnerabilidad. Para llegar a un mejor
desarrollo en las páginas siguientes, este párrafo es de particular interés: “frente a
los ideales de una vida asegurada contra todo riesgo, frente a la ilusión de que
resulta posible vivir orillando razonablemente el infortunio, la idea de hospitalidad
nos recuerda algo peculiar de nuestra condición: nuestra existencia quebradiza y
frágil, necesitada y dependiente de cosas que no están a nuestra absoluta
disposición, expuesta a la fortuna. Por eso, sufrimos penalidades, necesitamos de
los otros, buscamos su reconocimiento, aprobación o amistad”.
A diferencia de Huizinga quien consideraba a toda cultura como una constante entre
fuerzas antagónicas que llevan al hombre a la competencia (lucha agonal), para el
filósofo español, éste es un verdadero homo ludens que requiere de rituales para
recobrar el control de las cosas. El sentido de la competencia es un intento por hacer
más habitable un mundo totalmente controlado por la instrumentalidad.
Las zonas seguras deben ser contrarrestadas con lugares inhóspitos, inseguros,
peligrosos y riesgosos. Dadas las presentes introducciones generales a la obra, nos
preparamos para examinar en detalle los aciertos y limitaciones del argumento
expuesto en La Ética de la Hospitalidad.

Riesgo y Control.

Si lo más importante de la vida no puede ser controlado, ello sugiere la noción que
los eventos del mundo circundantes tal y como son percibidos nos son dados (como
acepta la tesis de la recepción kantiana). Ahora bien, las civilizaciones se han
reconstruido del acontecimiento. Aun cuando la técnica sea parte importante para
aumentar la previsibilidad de los hechos, la historia se construye por un devenir de
acontecimientos azarosos, los cuales impactan sobre la cosmología humana. Por lo
sugerido, uno debe comprender que la dialéctica de la hospitalidad
anfitrión/huésped se encuentra presente en todas las esferas de la vida. No huelga
decir que dicha dialéctica constituye las identidades de las personas. La relación
entre el huésped y el anfitrión es por demás interesante ya que confiere a ambos
una dependencia sin recurrir a la enajenación. Este vínculo no es ni estático ni
mecánico debido a que puede ser cancelado en cualquier momento, de hecho,
ambos se encuentran sujetos a una relación contingente, ya que cualquier acción
iniciada por uno impacta en el otro. El huésped no conoce ni las intenciones, ni la
biografía del anfitrión y viceversa, por ende su relación debe basarse en una especie
de confianza mutua.
En cierta forma y aun cuando el autor no lo ponga en esos términos, se puede
afirmar que la hospitalidad se asocia a una creciente ambigüedad de status en
donde los actores juegan al “como si”, figuran un papel o rol que les confiere una
identidad temporal. La fragmentación vincular que caracteriza la vida social
moderna se explica por medio del rol individual del ciudadano, el cual ha pasado a
ser un constructor activo de sus contextos sociales.
A diferencia de otras épocas, en la actualidad, elegimos nuestros pares, amigos y
hasta familiares, cambiamos nuestra identidad incluso si no estamos a gusto con
ella. Toda orientación genealógica se encuentra sujeta a un constante escrutinio.
Esta dinámica implica un efecto negativo sobre la forma ontológica de percibir la
seguridad. Si se parte de la base que las instituciones confieren seguridad y
protección a los individuos, intentar crear el propio destino (diseño) es en parte
renunciar a la estabilidad que ellas brindan. Abierta la libertad para el sujeto,
abiertos también los canales de riesgo e incertidumbre.
El hombre tiene cada vez más temor por las cosas simplemente porque ha
comprado las promesas de la liberación. En este contexto, la movilidad es funcional
al desapego del sujeto por las instituciones. A mayor desapego, mayor sentimiento
de incertidumbre. A lo largo de su llevadera prosa, Innerarity explica que toda
amenaza lleva a formas de “asociarse” con otros, por lo cual se articulan formas
políticas de lucha y liderazgo frente a los peligros del mundo exterior. El estado nace
de la necesidad de combinar los beneficios del capital con la estabilidad laboral. Por
lo tanto, la inseguridad “biográfica” parece ser un resultado inevitable del proceso
de individualización por medio del cual se gana independencia e igualdad, a la vez
que aumenta la incertidumbre. Las instituciones tienen como función regular y
garantizar la libertad del sujeto, y cuidarlo de sí mismo. Poniendo como ejemplo el
caso de Ulises, Innerarity dice que sabiendo del peligro que representan las sirenas,
la verdadera libertad es aquella que garantiza nuestra decisión en pleno uso de
facultades, incluso si fuera restrictiva, como el hecho de pedir ser atado al mástil del
barco para no sucumbir a los propios deseos. ¿Por qué relacionar a la hospitalidad
con el riesgo?

Todo huésped es un enviado del azar.

Al igual que un mensajero o un profeta, el huésped no siempre es bienvenido. Uno


debe hacer un ejercicio de tolerancia para aceptar a una persona de la cual poco se
sabe. La incertidumbre funciona en forma similar a un huésped, ya que no solo
interpela sino desafía los procesos de control del anfitrión. El huésped, similar al
fantasma, es una extraña permanencia que estructura toda la idea o diseño
Occidental de lo que es la soberanía. Cerrarse al extraño y negarle hospitalidad es
un acto similar a intentar controlar el riesgo hasta eliminarlo completamente, anula
la propia identidad.
Deseo y verificación. La estructura fundamental de la ética, EUNSA,
Pamplona
La obra del Prof. Alfredo Cruz Prados (en adelante, ACP) objeto de esta reseña
representa el resultado, sin duda, imponente, de un sostenido esfuerzo de reflexión
que, guiado por algunas intuiciones básicas claramente identificables, aborda con
lucidez y rigor una amplísima gama de temas y problemas de central importancia
histórica y sistemática. El punto de partida de la posición que la obra busca
desarrollar y defender se encuentra en un contraste entre dos modos, alejadamente
irreconciliables para el autor, de enfrentar la problemática nuclear de la ética
filosófica, a saber: por un lado, el propio de la que ACP denomina una “ética legalista
e intelectualista”, característica de la Modernidad, y, por otro, el propio de la “ética
de la virtud y la racionalidad práctica”, tal como ésta fue elaborada en la tradición
aristotélica.
Ésta última es la que, a juicio de ACP, hay que recuperar, frente a lo que sería el
fracaso del enfoque moderno, el cual no lograría integrar adecuadamente la
dinámica tendencial que está en el centro de mira de la ética clásica de la virtud,
con la consecuencia de conducir a lo que sería una tensión irreconciliable entre
“cientificismo” –se entiende, de la normatividad, es decir, en el plano de la
justificación, para decirlo en mis propios términos– y “ascetismo voluntarista” –en el
sentido preciso de un ascetismo de la voluntad, vale decir, situado en el plano de la
motivación–, que dislocaría, en definitiva, la unidad de la agencia, para decirlo
nuevamente en términos que no son del autor, pero que, espero, no desfiguran su
posición.

A juicio de ACP, todo intento de reconciliación de los dos tipos de enfoque debe
verse como forzado, por la sencilla razón de que la diferencia de los puntos de
partida sería tan radical que afectaría, de modo insuperable, a todo el repertorio de
categorías puesto en juego en los intentos de explicación desarrollados en uno y
otro caso. En particular, serían vanos los intentos de (re)introducir elementos
eudemonológicos propios de la ética clásica de la virtud en el conjunto de modelos
que parten de asunciones deontológicas. Los intentos de conciliación tendrían aquí
el insalvable problema de sacrificar la coherencia interna de ambos tipos de planteo
(p. 12). Personalmente he defendido, en diversas ocasiones, el punto de vista
exactamente opuesto al que acabo de referir, a la hora de caracterizar las relaciones
entre la ética antigua y la moralidad moderna. Por lo mismo, tanto más
aleccionadora y admirable me parece la claridad con la que ACP expone su posición
al comienzo mismo de la obra, la cual se presenta entonces como un intento de
defensa, sin compromisos, del tipo de aproximación que prescribe su propio punto
de partida radicalmente incompatibilista. Naturalmente, la respuesta a la cuestión
de si se está aquí verdaderamente en presencia de modos radicalmente
inconciliables de abordar la problemática nuclear de la ética filosófica depende, en
medida decisiva, de la caracterización misma de las posiciones que se pretende
comparar.
Pero mi intención no es ni puede ser aquí la de proporcionar una interpretación
alternativa a la propuesta por ACP que permitiera poner en duda el alcance de su
severo veredicto de incompatibilidad. Por el contrario, me limitaré a reflejar algunos
de los aspectos centrales de la interpretación que el propio ACP desarrolla, con gran
rigurosidad y notable penetración, convencido como estoy de que, incluso en el
disenso sobre algunas cuestiones de fondo, y tal vez en mayor medida justamente
en razón de tal disenso, se puede aprender muchísimo de una obra que ofrece una
amplísima gama de elementos de indudable valor.

Regresar al Bien

Presenta la visión de conjunto de ACP sobre el problema planteado en la


introducción. Partiendo de un discutible diagnóstico de E. Tugendhat, según el cual
la diferencia entre ética antigua y moralidad moderna sería el desplazamiento del
eje desde el bien propio al bien ajeno, ACP adopta, aunque no sin matices críticos,
la contraposición establecida por G. E. M. Anscombe entre lo que sería el legalismo
criptoteísta de la Modernidad, resultante de la degradación de las morales de la “Ley
Divina” de la tardía Edad Media, por un lado, y lo que podría llamarse la “inocencia
deontológica” de la ética antigua, especialmente, aristotélica, orientada a partir de
la idea del bien humano y la virtud.
ACP concuerda con el diagnóstico de Anscombe acerca del dominio irrestricto de la
concepción legalista, de corte criptoteológico, en la Modernidad y acerca de su
decisiva influencia en las confusas derivas contemporáneas del discurso ético.
Pero ACP va incluso más allá: la influencia distorsiva del enfoque legalista se
extiende también al ámbito del pensamiento tomista, allí donde éste reformuló su
propia identidad a partir de la confrontación con los representantes paradigmáticos
del legalismo, en particular, Kant.
Frente a la incoada tendencia al legalismo presente ya en la Segunda Escolástica
(esp.Suárez), en Tomás de Aquino, en cambio, las nociones de ley y de obligación
jugarían todavía un papel sólo secundario, mientras que su concepción de la ley
natural como participación de la ley eterna en el hombre apuntaría, por el contrario,
a hacer justicia al carácter natural, es decir, tendencialmente anclado, del
conocimiento moral que subyace a la agencia, el cual no debe ser erróneamente
identificado con su eventual, y siempre posterior, esclarecimiento reflexivo. Sobre
esta base, ACP apunta a una conexión esencial entre voluntarismo y legalismo, que
se concentra en la cuestión relativa a la motivación última del obrar moral, y que
conduce finalmente a un rechazo de la idea según la cual los imperativos de la
moralidad deben poseer un carácter categórico, y no hipotético: la resistencia a
admitir que todo imperativo sea de carácter hipotético no sería, en definitiva, más
que un signo exterior del profundo arraigo del planteamiento legalista.
Una consecuencia ulterior del proceso de creciente “juridificación” de la ética,
impulsado por la concepción legalista, reside, a juicio de ACP, en una tendencia
externalizante que desemboca, en último término, en la concesión de un indebido
privilegio a la perspectiva de la tercera persona, convertido incluso en pauta de
interpretación de la relación práctica que el agente individual ha de mantener
también consigo mismo. Análoga es la posición que ACP adopta al abordar el
problema de la conexión entre legalismo y justificación natural de la moralidad: sólo
el punto de partida en el bien (y la felicidad) permite dar cuenta de la motivación
última del obrar moral, sin acudir a ningún tipo de sobreañadido externo, mientras
que el punto de partida en la representación de la ley no permite dar una respuesta
satisfactoria a este mismo problema.
En todo esto, se deja sentir claramente la influencia del planteamiento elaborado
por A. MacIntyre, pero ACP añade todo un conjunto de argumentos y valoraciones
altamente originales, que merecerían toda una discusión detallada. Sobre la base
así elaborada, ACP ofrece una batería de argumentos contra los intentos, modernos
y contemporáneos, de caracterizar lo moral como una especie o subclase dentro
del ámbito de lo práctico, por caso, como opuesto a lo meramente prudencial (pp.
55 y ss.) y discute, con cierto detenimiento, las posiciones elaboradas por Grisez y
Finnis, en la medida en que pretenden incorporar distinciones análogas dentro de
un marco de tratamiento que pretende ser de inspiración tomista (pp. 68 y ss.).
Finalmente, ACP discute la posición de Kant, con especial atención al modo en que
plantea la cuestión del punto de partida de la ética.
La tesis crucial aquí es que las teorías deontológicas, incluso allí donde pretenden
presentarse al modo de una “fenomenología de la conciencia moral”, no constituyen
“auténticas teorías morales”, por cuanto el “fenómeno deontológico” no “agota” ni
“caracteriza de manera esencial” nuestra “experiencia moral”.
Lo que sigue, en el caso de Kant, es una consideración sumaria del modo en el que
en Grundlegung y Kritik der praktischen Vernunft se presenta el principio de la
moralidad y se tematiza el problema de la motivación del obrar moralmente bueno.

La conclusión es rotunda: Kant no logra dar razón de la experiencia moral, porque


ésta no consiste en lo que Kant toma como punto de partida, a saber: el “valor
absoluto del obrar por deber, el fenómeno deontológico”. No puedo entrar en el
detalle de esta discusión de la posición de Kant, aunque no podría ocultar que
constituye uno de los puntos en los que a mayor distancia me encuentro de la
interpretación desarrollada por ACP. Me limito a señalar un único punto exegético
básico: si de lo que se trataba era de mostrar de qué modo concibe Kant la
experiencia moral, parece claro que el punto de partida no podía venir dado por el
tratamiento del principio de la moralidad en las dos obras mencionadas, al menos,
no primaria ni mucho menos exclusivamente.
Lo aconsejable hubiera sido, más bien, partir de una consideración detenida de los
textos –lamentablemente bastante dispersos, pero también bastante abundantes y,
como lo ha puesto de relieve la investigación más reciente, sistemáticamente muy
ricos–, en los que Kant tematiza específicamente el peculiar tipo de (auto)
experiencia que tiene de sí el agente, en cuanto sujeto a las exigencias de la
moralidad. Para ello, hubiera sido necesario tomar en consideración no sólo la
controvertida, pero importantísima doctrina del Faktum de la razón pura práctica,
sino también, y muy especialmente, el amplio tratamiento kantiano de la “conciencia
moral” (Gewissen) y, en conexión con ella, también el tratamiento del sentimiento
moral y su proyección en la doctrina de la virtud, donde se pone de relieve que en
este ámbito no todo es auto distanciamiento y autocensura, sino que también es
posible la identificación consigo mismo, en el modo del genuino.
Contento consigo mismo y el recto aprecio de sí. Todo ello podría haber dado lugar,
seguramente, a una reconstrucción algo más diferenciada y tal vez también algo
más simpatética de la posición de conjunto elaborada por Kant, tan compleja y
matizada como es.

EL PERIODISMO Y LA ÉTICA: UN ANÁLISIS DESDE LA PERSPECTIVA DE LA


ÉTICA DE LA VIRTUD

Los mismos periodistas justifican sus decisiones y acciones apelando a principios


morales. Hablan del “derecho a ser informado”, de informar para “el interés público”
dando a los ciudadanos lo que quieren” y de la importancia de “la noticia”. La
práctica diaria de informar se sustenta sobre toda suerte de reglas tácitas y el trabajo
del periodista lleva necesariamente consigo una reflexión sobre su buen hacer. En
efecto, la afirmación de que los periodistas habitan un universo moral diferente,
donde se aplica un código ético distinto para quienes trabajan en los medios de
comunicación es en sí misma un argumento ético. No se puede eludir la cuestión
de la ética en el periodismo.
Por otra parte, el papel autoproclamado de los medios de comunicación como
protectores de la sociedad que ponen al descubierto la corrupción y las fechorías
en beneficio del pueblo lleva a preguntarse si las prácticas de los medios de
comunicación son de fiar. Su omnipresencia y su aparente poder colocan a los
periodistas en el candelero.
Esto sin negar el hecho de que la libertad del periodista puede ser restringida o
incluso eliminada por las estructuras de poder y por los intereses que conforman el
mundo en el que tiene que actuar.
La literatura británica sobre los medios de comunicación ha tratado estas cuestiones
de manera extensa.1 Sin embargo, la consideración sobre el valor, la elección, el
significado de la buena y de la mala práctica en el periodismo es un campo
relativamente nuevo en el Reino Unido. En su valiosa evaluación sobre los estudios
en este campo, Kenneth Starck concluyó, entre otras cosas, que “un aspecto
inquietante de la ética del periodismo -en la práctica o en la investigación- es la
desconexión entre la aplicación y la teoría”3. Establecer una conexión entre estos
dos puntos es un objetivo principal de esta investigación.

PARADOJAS DEL PERIODISMO BRITÁNICO


Al contrario que en el resto de Europa y en los Estados Unidos, en Gran Bretaña
no se confía en los periodistas.
Sólo el 15% de la población británica confía en su veracidad, en comparación con
el 43% de los norteamericanos.
Es decir, el 85% de los británicos cree que los periodistas no dicen la verdad. Por
contraste, el 73% confía en la veracidad de los presentadores de televisión. Estos
resultados fueron confirmados en otro sondeo realizado por el grupo MORI en 2000

Para muchos, en el Reino Unido el periodista es poco más que un gacetillero que -
en palabras de un periodista británico- requiere sólo “unos modales correctos, la
astucia de una rata y un poco de aptitud literaria”. La imagen reptiliana del periodista
alcanzó su apoteosis en el año de la muerte de Diana, Princesa de Gales, en 1997.
Tanto la presencia y el comportamiento de los paparazzi en el lugar del accidente
como la acusación pública por parte de su hermano, el conde Spencer, de que “los
directores [de los periódicos] tienen sus manos manchadas de sangre –siempre
creyó que al final la prensa le mataría-”, marcaron el peor momento para el
periodismo británico.
El mismo año de la muerte de Diana, un antiguo corresponsal de la BBC consiguió
un escaño en el Parlamento como candidato no oficial contra la corrupción.
Presentaba al periodista como la imagen de la integridad, el campeón de la verdad
que desvela los crímenes de los poderosos, el paradigma del Watergate. La prensa
Escrita y la BBC representan las dos caras del periodismo británico en la percepción
pública. En el Reino Unido, pues, los periodistas repelen y atraen. En el siglo XXI
son el equivalente de doctor Jekyll y mister Hyde.
A pesar de la poca estima que los periodistas suscitan en el Reino Unido, este país
es, junto con Alemania y los países escandinavos, uno de los lugares donde más
periódicos se compran y donde más telediarios se ven. En un día normal, los
británicos compran doce millones de periódicos de prensa nacional, comparados a
los casi dos millones que se adquieren en Francia y al millón y medio de España8.
Según las estadísticas de la Unión Europea, el 47% de la población lee un periódico
cada día, el 16% varias veces por semana y otro 16% una o dos veces por semana.
Además, aproximadamente el 71% de la población británica vcada día las noticias
de televisión y el 16% lo hace varias veces a la semana. De media, se ven unas 26
horas de televisión cada semana.
Para los británicos, el periodista es tanto un informador como un bufón que hace
reír con historias de ricos y famosos. En efecto, los periodistas británicos tienen, en
palabras del editor político de Sky News, Adam Boulton, “un poco más del mundo
de los escritores de pacotilla” que sus equivalentes norteamericanos o europeos.
También por eso los periodistas británicos han tenido menores pretensiones de
convertirse en un Cuarto Poder. Según esta visión nada romántica, el periodismo
es un oficio, no una profesión, y los periodistas son reporteros.
El escepticismo sobre el papel del periodismo no crea una industria pasiva. Nadie
queda a salvo de las atenciones de la prensa.
El mismo periódico que una semana lanzó una campaña para desenmascarar a los
pedófilos, unos meses después organizó una trampa a la nuera de la reina Isabel,
con periodistas disfrazados de jeques árabes, para revelar cómo aprovechaba su
estatus real en sus actividades comerciales. En el Reino Unido el periodismo es
todo menos aburrido.
Sin embargo, como indican los datos arriba citados sobre la confianza, el
escepticismo sobre el papel del periodismo y del periodista tiene un precio. En un
clima donde no se fomenta la reflexión sobre los principios y las prácticas del
periodismo, las consecuencias pueden ser serias. Por citar algunos ejemplos: en
2001 el director del Sunday Mirror perdió su trabajo por informar de manera
perjudicial sobre un juicio; The Sun perdió gran parte de sus lectores de Liverpool
por el tono de su cobertura de la tragedia de Hillsborough, en la que murieron
muchos de los hinchas de la ciudad; una productora de televisión perdió la
posibilidad de hacer programas por falsificar escenas. Como declaró un periodista
de The Times: “promocionar y hablar sobre los estándares altos y la ética en los
periódicos no es un capricho para los aficionados a la filosofía moral o para
periodistas con una psique sensible: es un asunto muy práctico que afecta a las
relaciones con los clientes, la mejora del producto y las ganancias”.
Desde luego, también es cierto que en muchos sentidos los periodistas tienen
menos poder de lo que a veces imaginamos. Salvo unos cuantos privilegiados, la
mayoría de los periodistas tiene condiciones laborales precarias. En su
investigación sobre el papel del sindicato británico de periodistas (The National
Union of Journalists) en el planteamiento de cuestiones éticas, Harcup afirma con
razón que “no se puede separar la ética periodística de realidades económicas
cotidianas como la falta de personal, la seguridad en el empleo, los contratos
eventuales y el uso de la prepotencia y las prerrogativas ilimitadas de las que goza
la dirección”
Todo lo dicho es verdad. Sin embargo, nadie aceptaría el argumento “no podía
hacerlo de otra manera” como justificación de una mala acción. El político
conservador Alan Clark, a menudo blanco de la atención mediática, lo expresó de
una manera más gráfica: “es imposible sobreestimar el grado de saña que se
fomenta en el trabajo de los periodistas. Pero no hay que hacerles mucho caso
porque, como los guardias de los campos de concentración, sólo actúan bajo
órdenes”.

NUEVAS PERSPECTIVAS DE LA VIRTUD EN LA MORAL CONTEMPORÁNEA

Debido al proceso de secularización y sus exigencias de «no interferencia», la ética


moderna1 carece de una visión unitaria y global de la vida. Sus intereses y objetivos
son parciales. No está bien visto hablar de plenitud humana, porque significaría
pretender violar la sagrada libertad personal y la configuración del propio proyecto
de vida, sin más parámetros que el bienestar y la utilidad. Desaparece casi por
completo toda intención de proponer un ideal de vida. Gran parte de la moral es una
ciencia pragmática, de límites reducidos a las normas de colaboración social,
indispensables para la convivencia social pacífica.

Por otra parte, es muy conocido el estilo que siguió la Teología Moral desde el siglo
XVII hasta las nuevas perspectivas que abrió el Concilio Vaticano II. La Teología de
estos siglos intenta seguir la doctrina moral tomista, sin embargo varía bastante no
sólo su estructura, sino sobre todo su forma de entender la dinámica del acto
humano. Si Santo Tomás tomó la virtud como centro de la vida moral, la Teología
posterior se centró en la determinación racional de la ley moral, en su aplicación
subjetiva por la conciencia, y por motivos pastorales en la determinación concreta
de los pecados y su gravedad.

Percibiendo esta crisis de la virtud, a Max Scheler no le faltaba razón cuando


afirmaba, en un célebre ensayo publicado en 1913, que la que en la época clásica
fue una jovencita «sumamente grácil, atrayente y colmada de encantos» se había
convertido en una «vieja solterona, refunfuñona y desdentada».
Salvo algunas distinciones elementales para una mejor comprensión, nuestra
investigación se circunscribe al concepto de virtud, dejando de lado cuestiones
clásicas como el organismo, la clasificación, la educación, el crecimiento de las
virtudes, etc.; aspectos ciertamente muy interesantes, pero que escapan al objetivo
de la tesis. Por otra parte, aunque usamos varios ejemplos para clarificar algunas
cuestiones, no glosamos ninguna virtud en particular, sino que siempre nos
mantenemos dentro de la teoría general de la virtud con la intención de individuar
algunos aspectos esenciales que los autores contemporáneos tratan de resaltar.
No perseguimos de ninguna manera hacer un tratado de la virtud, ni siquiera un
esquema del mismo, sino la presentación sucinta del debate actual sobre el
concepto y la función de las virtudes. A través de sus cinco capítulos la investigación
presenta un panorama general y un status quaestionis sobre la nueva forma de
interpretar la virtud.
Los dos primeros capítulos buscan reflejar el contexto filosófico y teológico de un
cambio de perspectiva, y el debate subsiguiente en el que reaparece la virtud. En el
tercer, cuarto y quinto capítulo se persigue describir la virtud en sí desde un enfoque
novedoso.
Igualmente es importante advertir al lector que, a lo largo del trabajo, con el término
«virtud» queremos referirnos en general a la virtud moral. Las eventuales
referencias a las virtudes intelectuales tienen como finalidad poner de relieve
determinadas características específicas de las morales.
En el primer capítulo de nuestra investigación veremos cómo hoy en día, dentro del
movimiento de reforma de la moral al que asistimos, a cierta forma extrínseca e
impersonal de concebir la vida moral se le denomina, con distintos matices, ética de
la tercera persona, moral desde el observador imparcial o del juez, moral legalista,
etc. Sin cargarlas tintas en descrédito de toda esta tradición precedente, es
necesario destacar la presencia de una corriente que trata de presentar la moral
desde el punto de vista del sujeto agente, o desde la primera persona.
Después de un breve recorrido por la ciencia moral desde Ockham hasta la ética de
colaboración social de Hobbes, pasando por la moral de los manuales y la de Kant,
veremos las críticas a aquella forma legalista de proponer es estudio de la
moralidad.

En el ámbito filosófico, en 1958, la filósofa católica Elizabeth Anscombe, dirige duras


críticas al concepto de deber, proponiendo, para reemplazarlo, una vuelta a la virtud
aristotélica. Esta propuesta fue el inicio del debate sobre el enfoque que debe regir
la ética y particularmente sobre el papel de la virtud. Más adelante, la obra Tras la
virtud de Alasdair MacIntyre, publicada en 1981, será el inicio de un enorme interés
por la virtud, reflejado en la explosión bibliográfica angloamericana de los años
ochenta. Muchos autores emprendieron, junto con MacIntyre, la batalla por el
retorno de la virtud. Entre otros destacan Philippa Foot, Edmund Pincoffs, Iris
Murdoch, Martha Nussbaum, Michael Stocker, etc.
Por otra parte, el Concilio Vaticano II recogió las aspiraciones de muchos teólogos
que venían trabajando por un cambio de perspectiva en la Teología Moral;
perspectiva que finalmente fue recogida por Juan Pablo II en la Encíclica Veritatis
Splendor.
Dentro de esta renovación, como uno de hechos más destacados, se sitúa el
redescubrimiento de la virtud. Tanto en la filosofía como en la Teología Moral,
aunque con menos difusión en ésta última, la virtud es actualmente uno de los temas
de mayor interés. Al parecer, la vieja «solterona, refunfuñona y desdentada» de
inicios de siglo, ha rejuvenecido y recuperado su belleza y atractivo originales. Esta
joven «sumamente grácil y atrayente» se ha puesto de moda. Muestra de ello es la
ingente cantidad de publicaciones sobre la virtud en general y sobre «nuevas»
virtudes, que han visto la luz en los últimos veinte años. Títulos como Politeness as
a virtue o A Return To Modesty, no sólo son títulos cada vez más frecuentes en la
literatura ética, sino en muchas ocasiones verdaderos éxitos editoriales3. Junto con
la virtud, una terminología específica ha sido introducida como parte de la
investigación. Expresiones como «disposiciones», «rasgos de carácter»,
«formación de la personalidad», «crecimiento interior» (flourishing); son nuevas
categorías que merecen atención en el ámbito académico.
No obstante, como veremos, no basta con incorporar la virtud, con darle un papel,
dentro de un sistema moral basado en la obligación, el deber, o la utilidad. La
naturaleza de la virtud exige una sistematización propia, un sistema de virtudes en
el cual conceptos como deber moral u obligación devienen secundarios. La «Ética
de la virtud», como se la denomina en círculos filosóficos, está estructurada con una
finalidad que trasciende con mucho la observancia de normas o la solución de
determinados dilemas morales. La virtud no es ayuda o refuerzo de la voluntad para
cumplir la ley, sino la perfección misma de la persona.
Para que la virtud sea la protagonista de la vida moral, se precisa un cambio hacia
la perspectiva del sujeto que actúa, fijando la atención en la persona y en sus más
profundas aspiraciones de felicidad.
Este enfoque resulta atractivo a buena parte de los moralistas, porque es un moral
más cercana al agente. El estudio «objetivo» y distante de los actos humanos, que
en su tiempo dio tanto prestigio a Kant y al utilitarismo, ya no es una buena tarjeta
de presentación para las teorías éticas. Antes que la justificación racional de
normas, se prefiere la búsqueda de la vida buena, tal como la concibió Aristóteles,
porque es más cercana, concreta y humana.

LAS VALORACIONES DEL DESEO: FELICIDAD, LEY NATURAL Y VIRTUDES


EN TOMAS DE AQUINO

Este articulo muestra sintéticamente la actualidad de la ética de Tomás de Aquino.


Su antropología unitaria permite una estrecha conexión entre inclinaciones,
principios de la ley natural, virtudes y felicidad. No cualquier inclinación es objeto de
la ley natural, la ley natural es obra {opus) de la razón práctica, no hay deducción
desde los principios de la ley sino florecimiento de las virtudes a partir de los
primeros principios ("semillas de las virtudes"), el deseo de felicidad juega un papel
sintético. La vida del hombre crece en virtud y felicidad beatuco imperfecta (es decir
en el orden de la razón práctica) en la medida que se deja fascinar por los
verdaderos bienes y finalmente por el Bien que es Dios. La discusión de Tomás
sobre el objeto de la felicidades importante también para la ética en un contexto
Postcristiano.
Por ley natural no se entiende solamente la existencia de normas morales con
validez universal (esto es común a muchas concepciones éticas), sino también el
hecho de que la dimensión normativa se arraiga en la dimensión natural
psicocorpórea y deseante del hombre. En particular: voy a subrayar el nexo entre
psíquico y físico, razón y deseo en la antropología unitaria de Tomás, que en esto
se destaca respecto a la antropología moderna. El fundamental presupuesto
antropológico de la ética de Tomás, que emerge sobre todo cuando se la confronta
con la ética moderna en general (desde el empirismo a Kant) es la estrecha unidad
y sinergia, también en la distinción de los planos, de alma y corporeidad, razón
especulativa y razón práctica, razón y pasiones, razón y voluntad, razones y
motivaciones, materia y fin de la acción, moralidad y felicidad, ley y virtud, etc. En
síntesis: se interpreta correctamente la ética de Tomás de Aquino cuando se
comprende cómo ella supera de hecho "aborigine" determinadas escisiones que
distinguen la antropología, la teoría de la acción y la ética de los precedentes y de
los sucesores'.
¿Por qué interesarse por el tema de la ley natural hoy? Si queremos criticar las leyes
positivas y fundar los derechos, podemos hacerlo de manera adecuada sobre la
base de la ley natural, en cuanto se funda en lo que el hombre es (su naturaleza),
sobre todo porque no podemos fácilmente aceptar la existencia de una profunda
división entre antropología y deseo por una parte, y normas por otra parte. La
normatividad plantea problemas.
Para saber "¿quién es el hombre?" tengo que responder a la pregunta: ¿cuál es su
fin? La modernidad ha tenido que afirmar, a menudo y con dificultad, una
normatividad sin antropología y sin naturaleza (Kant) por una parte, o una naturaleza
sin normatividad (Hobbes) por otra parte, buscando, si posible, conciliarías en un
segundo momento.
Además, sin nexo entre la ley moral y la naturaleza deseante del hombre, parece
difícil justificar, por ejemplo, la bondad moral de la procreación y de la educación y,
en general, dar razón, no sólo de la justificación, sino también de la motivación de
la moral.
Es importante subrayar que hay una importante distinción entre la experiencia de la
ley natural por un lado y su justificación en filosofía por otro. Puede haber acuerdo
de hecho sobre el primer nivel, pero no sobre el segundo. A menudo hay diferentes
justificaciones o también ninguna justificación del mismo juicio moral.

Hay, sin embargo, dificultades para admitir la ley natural: se puede afirmar
demasiado o demasiado poco (riesgo de falta de realismo o de la violencia por una
parte, riesgo de la irrelevancia por otra).
Objeciones a la ley natural: parecería que hoy no hay consenso sobre la ley natural.
Pero ésta no es para Tomás, en primer lugar, el mínimo común denominador entre
los hombres (como a menudo lo es para los modernos, preocupados por la unidad
del estado después de las "guerras de religión" y fascinados por el ideal de la "nueva
ciencia"). En cambio, en Tomás hay la exigencia de fundar la moralidad sobre la
naturaleza (sobre su ser psico corpóreo).
Se piensa que hay oposición entre ley natural y libertad, pero la libertad negativa
(libertad en particular respecto al estado y a sus leyes positivas) implica una cierta
concepción de la naturaleza humana y de su dignidad, es verdad que no podemos
actuar sin libertad o contra la libertad (Kant y el mismo Tomás^), sin embargo, no
podemos actuar sin reconocer bienes humanos básicos y sin jerarquía entre ellos.
De otro modo, la libertad sería una idea vacía (con el riesgo del nihilismo como
éxito).
Para elegir (libertad) tengo que reconocer bienes básicos entre los cuales elegir.
Recordemos el esquema de Suma teológica I-II dedicada a la moral: el verdadero
fin del hombre (beatitud perfecta e imperfecta), los actos humanos (filosofía de la
acción el mismo acto puede tener diferentes significados desde el punto de vista
moral), bondad y malicia de los actos humanos (el bien deriva de una causa integral:
fin, objeto y circunstancias el fin y las circunstancias no cambian necesariamente el
objeto del acto)'*, las pasiones, las virtudes (principios interiores de los actos
humanos).
Como se puede apreciar ya observando el esquema de la Suma teológica I-II, la ley
natural no es según Tomás una evidencia desde la cual partir en la reflexión moral.
En cambio se asciende hacia ésta desde las acciones, las virtudes y los vicios del
carácter, desde las leyes positivas, pidiendo el por qué, el fundamento de aquel
comportamiento o de aquella norma. La ley natural tiene una acepción mínima
/primeros principios prácticos de I-II, 94,2 y una máxima (comprende de alguna
manera toda la moral de Tomás).
La ley natural presupone en Tomás armonía entre la racionalidad práctica (natura
ut ratio - que es la única racionalidad en cuanto finalizada al fin del hombre) y las
fundamentales inclinaciones humanas (no cualquiera inclinación, sino la inclinación
hacia bienes perfectos) ‘‘.
El deseo humano (simplex voluntas) es unitario^; está informado por la razón ("dene
ojos"), reconoce el bien ontológico y la racionalidad práctica es siempre también
especulativa, pues conoce la realidad.

La perspectiva de la ética de las virtudes para la toma de decisiones


médicas
El estudio formal de la bioética como ética aplicada a la vida, y específicamente a
la medicina, tuvo inicio en la década de 1970, pautado, sobre todo, por la teoría del
principialismo. Desde entonces, acostumbrados a tal lenguaje, pocos profesionales
reconocen la existencia de otros referentes teóricos para esta área de estudio.

Según la teoría del principialismo de Childress y Beauchamp, las decisiones


prácticas cotidianas o las discusiones de casos dilemáticos y relaciones
profesionales deben basarse en la observación y en el respeto a cuatro principios
prima facie (no absolutos): beneficencia, no maleficencia, autonomía y justicia. A
pesar de no existir una jerarquía entre ellos, y porque la no maleficencia (primum
non nocere) es intuitiva para los profesionales, habiéndose originado a partir del
juramento de Hipócrates, la teoría se concentra especialmente en los principios de
respeto a la autonomía y de beneficencia, esta última como concepto de hacer el
bien al otro, tanto en las relaciones como, especialmente, en las conductas
profesionales.
¿Pero qué serían, exactamente, los principios?
Podríamos intentar definirlos como reglas y deberes, normas universales para la
orientación de las conductas de los seres humanos. Para van Hooft, serían
generalizaciones formuladas por la inducción de decisiones morales pasadas de
individuos ejemplares. Es importante destacar, entonces, que los principios vienen
de afuera, es decir, son exógenos. La beneficencia, como principio, sería la
obligación moral del médico y de los demás profesionales de la salud de hacer el
bien o, incluso, de realizar lo que es mejor para el paciente. Pero otra posibilidad es
“hacer el bien del paciente” no por principio, sino con la virtud de la benevolencia.
Pensando en las virtudes como internas al tomador de decisiones, la benevolencia
(refiriéndose a una característica constitutiva del agente, más que de la acción o del
comportamiento) sería, en este contexto, la disposición que un individuo, el
profesional de salud, tiene para hacer el bien, para hacer bien a otro, al paciente.

Virtud viene del latín “virtus”, pero es del término griego “areté” que emerge el
significado de excelencia cumplimiento del propósito o de la función a la que el
individuo se destina, realización de la propia esencia, refiriéndose, finalmente, a las
capacidades y habilidades que tornan bueno a su poseedor. Según Rachels, virtud
es un trazo característico, manifestado en una acción habitual, que es bueno que la
persona posea.
En realidad, los conceptos de virtud y principio no son distantes entre sí, estando
ambos vinculados a valores que formulamos en los contextos social y cultural.
Porque son exactamente esas valoraciones las que nos hacen definir nuestras
acciones y conductas, nuestra vida moral, en consonancia con reglas aceptadas en
la comunidad o a partir de la disposición para actuar y construirse virtuosamente.

Considerando esta breve presentación, el objetivo de este trabajo es, antes que
diferenciar principios y virtudes, destacar la posibilidad de otro abordaje de la ética,
de la bioética, que también tiene en sus bases las nociones de hacer el bien y de
alteridad, no como obligación, regla o deber, sino como habilidad y constitución de
un carácter particular que es perseguido voluntariamente por un individuo para la
vida personal y también para fines prácticos en sus actividades profesionales.
El filósofo Immanuel Kant estableció que las reglas universales deberían seguirse
por los individuos de forma independiente a sus deseos o intenciones, y
orientarse al interés general. Para él, existía un único principio moral en el cual todos
los deberes morales se basaban: el imperativo categórico, cuya máxima es que las
acciones de los individuos deben ser tomadas considerando que puedan tornarse
leyes universales, aplicables a todos.

Es a partir de la ética kantiana, más específicamente de una propuesta


deontológica, que se fundamenta la bioética principialista. No obstante, los
principios fijos y rígidos, que no admiten excepciones o consideraciones de
casos particulares, limitan el alcance y la profundidad de las conduc tas. A
veces, incluso, estos principios o reglas son de aplicación compleja y se revelan
conflictivos entre sí (en el caso del principialismo). La otra gran crítica está en el
extremo racionalismo, que no considera la participación de las emociones, las
necesidades y las voluntades en el proceso de toma de decisiones, aunque formen
parte de la naturaleza humana. Para Kant, la razón tiene una finalidad en sí misma.

Otro abordaje de la ética de la modernidad es el utilitarismo, que considera las


consecuencias, no los medios. No es exactamente una ética del deber, pero
también establece reglas que restringen los intereses individuales en pos de
los intereses de otros, generales.
En esta teoría, la respuesta a la pregunta “¿qué debo hacer?” está en la mejor
consecuencia para el mayor número de personas, lo que es referido como la
maximización del placer y de la utilidad. Habiendo indicaciones de buenas
consecuencias, se establecen reglas de acción, independientemente de la
motivación.
El procedimiento de decisión práctica, sin embargo, de pesar placeres y dolores,
parece simplista y es criticado como un algoritmo de cálculo frío, en el cual no hay
siquiera una definición exacta de aquello que sería lo mejor. Así como en la
referencia kantiana, las decisiones morales, para los utilitaristas, deben ser
imparciales y universales.

El utilitarismo falla, por lo tanto, en respetar los derechos individuales; es la


principal crítica en la cual se basó el propio Kant cuando inició su cuerpo teórico
sobre el valor intrínseco de un individuo, que debe ser siempre respetado. El
utilitarismo también falla en no incluir valores y preferencias, lo que es descripto
como una concepción igualitaria y neutra, a pesar de las adaptaciones de John
Stuart Mill a la teoría original de Bentham.

Aristóteles y la ética del bien

Las reglas que no admiten excepciones, el análisis general que no considera las
particularidades, las decisiones racionales que no pasan por la ponderación
valorativa y las acciones en pos de una mayor felicidad indefinida se muestran
insuficientes para lidiar con los problemas contemporáneos, incluso en salud.
Tal vez, en una consideración atemporal, ese conjunto de acciones inflexibles
no sea incluso la mejor manera de orientar las conductas y las decisiones.
El debate moral de la actualidad se caracteriza por la pluralidad de valores
y principios, que lo tornan inconmensurable. No parece haber una única corriente
de pensamiento que tenga status para tornarse unánimemente aceptada y, por lo
tanto, la respuesta exclusiva a la pregunta de cómo actuar en determinada situación.

En este caso, una propuesta posible es el retorno a la ética de Aristóteles, con


la conversión de la pregunta sobre cómo actuar o qué hacer en cada situación hacia
la pregunta sobre cómo constituirse, cómo formar el propio carácter y, asociado a
eso, ser capaz de tomar decisiones de la vida de forma sabia, prudente. Esto porque
la ética aristotélica, o la ética del buen vivir, comienza con la pregunta amplia e
inclusiva de cómo el ser humano debe vivir la vida moral (y la no moral), la
llamada filosofía del buen vivir. Así, en contraposición a las éticas del deber (de
hacer lo que por convención se considera correcto), este abordaje es denominado
“ética del bien”, del actuar para el bien, que es la finalidad determinada de la vida
y de las actividades humanas. Por esto, es una ética teleológica.

Para Aristóteles, el fin último del ser humano, hacia el cual convergen todas sus
actividades, principalmente aquellas que se refieren a su función en la comunidad,
está en el Bien, en la búsqueda de la eudaimonia del griego eu (bien/bueno) y
daimon (espíritu). El término ha sido traducido como “felicidad” o “florecimiento”,
pero no se relaciona con sentimientos temporales, sino con la noción de la plena
realización de la vida. La Eudaimonia se refiere también a actividades del alma
de acuerdo con formas de excelencia o virtudes. De ahí surge otra denominación
del referente ético aristotélico, “Ética de las Virtudes”.

Las virtudes son, entonces, características del agente moral que lo conducen a
actuar para el bien, persiguiendo determinados fines – fines últimos del ser humano
o de sus prácticas. Aristóteles divide a las virtudes en intelectuales y morales,
y explica que su adquisición, mediante el esfuerzo, se da por la instrucción y por
su práctica, respectivamente.
Finalmente, Aristóteles enfatiza ese esfuerzo para adquirir virtudes o para
practicar actos virtuosos, dado que la disposición de hacerlo es una
manifestación del alma, así como las emociones y las facultades. En este caso,
la vocación por las virtudes morales conduce a buenas elecciones,
perfeccionando la parte apetitiva (de la voluntad) del alma, que la inclina a
perseguir determinados fines. Y es la virtud moral de la prudencia (del griego
phrónesis) la que, para él, tiene mayor importancia.

La prudencia, sin embargo, no está asociada a la neutralidad – distorsión de sentido


sufrida por la palabra a lo largo de los años, sino que propone un análisis cuidadoso
de la circunstancia tendiendo a la acción con mejor resultado. Favorece el cálculo
de aquello que es mejor para el ser humano en las cosas pasibles de ser alcanzadas
por la acción; de ahí carácter inminentemente práctico. Este cálculo es, sobre
todo, acertado, correcto y sabio. La prudencia es justamente sabiduría práctica,
percepción de la voluntad conforme al deseo correcto, que culmina en la buena
elección.

La elección correcta en la medicina es abordada directamente por Aristóteles


en su “Ética a Nicómano” .Lo adecuado depende de las consideraciones de cada
caso particular no hay generalizaciones. Las deliberaciones se dan respecto a los
medios, pero se desean los fines, que en la medicina se refieren a la salud de los
pacientes. Y como la medicina no presenta fines en sí misma, Aristóteles no la
considera un arte, contrariando el dicho popular. El filósofo no hace comentarios
adicionales, pero podemos pensar que la medicina es ciencia y ética, ya que es
justamente la ética que lidia con conductas en relaciones interpersonales y con
el carácter del agente que toma decisiones.
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