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Capítulo 5 : El Experimentalismo en La Música Cinematográfica
Capítulo 5 : El Experimentalismo en La Música Cinematográfica
El experimentalismo en la música cinematográfica
María de Arcos
Capítulo 5 ‐ pp. 63‐81
El pilar de los referentes tonales en
la música cinematográfica
A lo largo del pasado siglo y aún en la actualidad, cuando abundan las grabaciones discográficas de bandas sonoras
y millones de usuarios de Internet, saltándose la estructura comercial de mercado, acceden cada día a las mismas,
podemos garantizar sin riesgo a equivocarnos que la gran mayoría de la producción de música cinematográfica se
concibe, armónicamente hablando, en términos tonales. Está afirmación no resultaría tan drástica si al finalizar el
siglo XIX no se hubiera producido semejante crisis del sistema tonal clásico; si al analizar las tendencias estéticas de la
música del siglo XX se obviaran todos los movimientos radicales de ruptura; si no se hubiera llegado, como se llegó, a
la recta final de la emancipación de la disonancia.
La música cinematográfica, neófita adoptada por la autónoma no sin cierta indiferencia, halló en un lenguaje
pasado y de manera natural su medio de expresión. Aferrada desde sus comienzos a un sistema tradicional y, por
ende, fácilmente comprensible, hizo de la tonalidad el más firme pilar de un estilo compositivo que fue
configurándose a lo largo del siglo. Víctima, por otra parte, de un racismo musical debido a su calidad de aplicada, ha
seguido sin contemplaciones un camino independiente y voluntario que la ha conducido, hoy por hoy, a una creciente
e imparable notoriedad, alcanzando unas cotas de difusión inimaginables en sus comienzos.
Tras un siglo de cine y de música de cine, ésta no ha renunciado al lenguaje tonal como sello distintivo (aunque los
progresos de las últimas décadas en el campo de la electrónica hayan dado lugar a avanzadas experimentaciones). En
el presente apartado expondré las posibles causas originales o circunstanciales de este hecho, no sin antes hablar de
factores determinantes en la naturaleza de la música cinematográfica, como pueden ser su carácter funcional y la
conformación de un estilo propio.
La música como elemento prioritariamente funcional dentro de la película
Fueran o no las primeras intervenciones musicales en el cine destinadas a tapar los ruidos del proyector1, lo cierto
es que la música ha sido utilizada, desde un principio, con fines estrictamente funcionales.
El concepto utilitario de la música había quedado definitivamente forjado en el siglo XX bajo la filosofía de la
Gebrauchsmusik, término que podría traducirse como «música para usar». La Gebrauchsmusik procedía a su vez del
movimiento Neue Sachlichkeit (Nueva Objetividad), muy difundido en Alemania en los años veinte y treinta.
Propugnaba un retorno a las formas prerrománticas, aligerando las texturas instrumentales y evitando en lo posible la
complejidad. Paul Hindemith fue su principal representante2, y entre sus adeptos están Ernst Krenek, Kurt Weill,
Hanns Eisler o Paul Dessau. La Gebrauchsmusik trataba dé salvar la distancia entre compositor y público, o incluso
entre intérprete y público (ya que suponiendo que se pudiera apreciar la música contemporánea, el aficionado medio
no la podía tocar, debido a su dificultad técnica). Se trabajaba de manera artesanal y práctica, como para entregar un
encargo en un plazo previsto: Bach, con sus cantatas eclesiásticas compuestas dos siglos atrás a ritmo semanal, era
tomado como modelo.
Inteligible y ejecutable para la mayoría, esta música doméstica rendía tributo a los temas cotidianos y de interés
general: máquinas, deportes, music‐hall, jazz, opereta, radio y, naturalmente, el cine. En efecto, la música creada para
el cine comenzó a considerarse como una muestra más de Gebrauchsmusik, en la que participaban distinguidos
compositores, movidos en aquel momento por tal concepto. Copland en América y Milhaud en Francia absorbieron
este pensamiento; Britten desde Inglaterra lo manifestó igualmente en sus creaciones, tanto para el cine como para
los programas de radio. Ello no impidió que también surgieran detractores («Basta de hacer ejecutar un trabajo de
aprendices por obreros muy especializados: ¡qué conmovedor es ponerse así al alcance de las masas laboriosas!»;
Boulez, 2001: 46).
1 Hipótesis formulada por Kurt London (1970: 27-28) y refutada por Siegfried Kracauer (1996: 176-177) o Noel Burch (1999: 234-235), entre otros.
28. Entre sus contribuciones a la Gebrauchsmusik, a la que también se llamaba Sing-und-Spiel- musik (Música para tocar y cantar) están su obra Lehrstück
(Pieza didáctica, 1929) y su ópera infantil Wir bauen eine Stadt (Construimos una ciudad, 1930). Anteriormente y en la misma línea había compuesto la música
para la película muda Felix der Kater (Félix el Gato, 1927).
1
Junto con la Musique d'Ameublement acuñada por Satie y Milhaud en 1920, la Gebrauchsmusik afinaba la
característica esencial de la joven música cinematográfica: su funcionalidad. Pero hay que advertir que en la Musique
d'Ameublement se potenciaba una funcionalidad de tipo inconsciente con respecto al espectador, mediante una
noción aparentemente decorativa de la música y la ubicación de ésta en un plano secundario, casi inaudible. Sin
embargo, desde el espíritu de la Gebrauchsmusik, el espectador es consciente ‐en la mayoría de los casos y a un nivel
práctico— de la propia utilidad de la música, ya que ésta es empleada por los responsables del film con el fin de
facilitar el entendimiento (describiendo, ornamentando, subrayando, suavizando errores) y hacer más agradable el
visionado.
En cualquier caso, no hay que olvidar que ambos movimientos ‐Gebrauchsmusik y Musique d'Ameublement‐
dimanan del ámbito de la música autónoma en Francia y Alemania, y que ésta a su vez se vio influenciada por la
innovadora actitud que adoptaron otras corrientes artísticas, ya en los últimos años de la Primera Guerra Mundial. Las
flamantes tendencias arquitéctónicas lideradas por Walter Gropius en Alemania y Le Corbusier en Francia estaban
enfocadas hacia la objetividad, la claridad y el orden, otorgando gran importancia al papel práctico y Social del arte:
Si el objetivo de los monumentos arquitectónicos anteriores fue el de resaltar la belleza sobre la utilidad, resulta
innegable que siguiendo un orden mecánico, el objetivo principal actual sea el de la utilidad, estrictamente la utilidad
(Fernand Léger, 1924; cit. por Morgan, 1994: 177).
La comunión entre conceptos artísticos y funcionales, destinada a sufragar las necesidades de una sociedad,
rechazó en consecuencia la tradicional diferenciación entre artes puras y aplicadas. La música se contagió de manera
natural de estas tendencias, dando luz a los movimientos antes mencionados para atajar una accesibilidad elitista,
reservada tan sólo a los más instruidos. La aparición del cine, como vehículo de expresión para una música heteróno‐
ma, ofrecía la configuración idónea para el cumplimiento de todas estas premisas. La música cinematográfica acogió,
sin reparos y a perpetuidad, el trasvase de esta cualidad funcional.
La música de cine como lenguaje musical independiente
Vistos los caminos recorridos por la música autónoma y cinematográfica a lo largo del pasado siglo, con
trayectorias diferenciadas y básicamente antagónicas (trazadas por su propia concepción y por el destino final que les
es adjudicado), es interesante observar que la música cinematográfica ha adquirido en su evolución un estilo propio,
perfilado por sus cometidos funcionales. Al utilizar el término estilo me refiero a la utilización genérica de una serie de
procedimientos técnicos compositivos y no a una estética de la música de cine, que es más bien lo que parece indicar
Michel Chion al negar la existencia de un estilo:
Atrevámonos a decirlo sin la menor intención crítica ni expresión de reproche: no existe un estilo de música
cinematográfica propiamente dicho. Esta música bebe de todas las fuentes, del mismo modo que un compositor de músi‐
ca de concierto o de ópera. La diferencia está en que este último, en principio, puede escoger con toda libertad cómo
crear su estiló personal, no sólo a partir de lo que inventa, sino también de lo que toma de otros (1997: 252).
Despojada de la aspiración a ser obra de arte en sí misma, la música cinematográfica necesita, no obstante,
estrategias que eleven a rango artístico su actual estado de dependencia. Estas tácticas se amoldan a los
requerimientos impuestos por el cine hasta tal punto que la música parece distanciarse de su propia naturaleza:
La forma de la música de cine no es puramente musical, sino que es la del propio film. Nos enfrentamos a una forma
literaria, no musical (Leonard Rosenman, cit. por Burt, 1994: 5).
En consecuencia, teóricos como Sergio Miceli ponen en entredicho cualquier aproximación de esta música al arte
puro, partiendo de su carácter estrictamente funcional:
Dado que la música aplicada es un típico producto nacido de una praxis artesanal, sólo se debería preguntar, en cada
caso, si funciona, si cumple dignamente con el papel que se le ha asignado. La búsqueda de otros valores, más allá de la
mera eficacia de su aplicación, puede verse como el fruto de un malentendido de fondo, que tiende, por una especie de
vicio histórico, a dar al objeto de estudio un valor absoluto, atribuyéndole responsabilidades y objetivos a los que no
quiere ni puede responder (1997: 352).
Pero lo cierto es que la música cinematográfica, supeditada a las exigencias cronométricas y a las obligaciones
funcionales para con la imagen, ha desarrollado de manera natural un lenguaje compositivo particular, propiciando
2
además su valoración estética. Sus restricciones temporales, establecidas en el spotting3, constituyen ya una
distinción sustancial respecto a la concepción de la música autónoma. El compositor se ve obligado a crear
fragmentos muy cortos de música, sin perder de vista en todo momento la consideración del film en su globalidad, así
como la relación de todos sus elementos aislados. Sobre este tema sugieren Eisler y Adorno algunas pautas:
Lo que es realmente «cinematográfico» en las formas breves, esquemáticas, rapsódicas o aforísticas, es la
irregularidad, la fluidez y la ausencia de repeticiones internas y de codas. [...] La limitación a formas musicales breves
afecta también a sus elementos constitutivos. Todo debe ser independiente o ha de ser rápidamente desarrollado; la
música del cine no puede «esperar» (1981: 118‐119).
Esta supuesta «cortapisa» compositiva puede llevar a pensar en la destrucción del talante artístico al no dar
cabida, como piensan Valls Gorina y Padrol, a «la inspiración musical propalada por los tópicos del romanticismo»
(1990: 17). Más allá de eso, los autores, que hablan de una «música marginal (en sentido socioconcertístico) al no
tener entrada en el mundo de la composición en alto sentido cultural ilustrada», concluyen que «la música
cinematográfica no aspira a la perennidad de la obra de arte y limita su contenido a las múltiples funciones
subalternas que se le pueden asignar en el film» (1990: 19). Pero si bien es cierto que la grabación del trabajo
realizado por el compositor cinematográfico no trasciende del área de la sala de proyección (salvo contadas excep‐
ciones y refiriéndonos sólo a que forme parte del repertorio concertístico), también lo es que dicho trabajo, cuando
puede alcanzar una valía imperecedera a nivel artístico es precisa y únicamente en su estado definitivo de integración
con la imagen y el sonido. La recreación posterior de esta música como autónoma, grabada o en concierto, supone
otra cuestión (equivalente, por ejemplo, a la lectura de un guión cinematográfico publicado). Y en cualquier caso, la
contemplación individual de estos medios de expresión fuera del contexto para el que han sido creados no tiene por
qué eximir de un gratificante placer (en contra de lo que puedan pensar tantos «puristas»)4.
La resolución de problemas planteados en el curso de la elaboración de una banda sonora, aunque sean dictados
por las necesidades del film y no por el libre albedrío compositivo de su autor, supone siempre una búsqueda selecti‐
va de recursos que conlleva una expresión personal creativa. En una entrevista
realizada por Joan Padrol, el mismo Valls Gorina admite a este respecto:
Uno de los problemas que tiene el compositor es poner fragmentos brevísimos que no duran ni un minuto; intento
que lo que hago tenga suficiente consistencia para que tenga una unidad estructural en el curso de ios 50 ó 60 segundos
que dura, es decir, que sea una música que sacada del contexto de la película tenga un interés, aunque sólo dure un
minuto (1998: 272).
El carácter funcional de esta música contribuye claramente a la conformación del estilo compositivo. Por poner un
ejemplo:
Las exigencias dramáticas pueden implicar que varios movimientos deban sucederse al mismo ritmo, pero que, como
en las antiguas suites, se diferencien entre sí a través de sus caracteres (Adorno/Eisler, 1981: 128).
Por otra parte, aunque Adorno y Eisler opinen con un gesto displicente que muchas de las formas tradicionales
han de ser pura y simplemente excluidas, la cuestión rió estriba aquí en el arsenal compositivo utilizado, sino en el
enfoque sistemático de este material. Es obvio que los procedimientos, sean tradicionales o contemporáneos, varían
en cuanto a su uso en la música autónoma. Esto puede dar lugar a veces a una cierta confusión entre los composi‐
tores que abordan los dos campos profesionalmente:
Para el compositor de música de conciertos, el cambiar al medio del celuloide le tiende ciertas trampas especiales.
Por ejemplo, la invención melódica, tan apreciada en la sala de conciertos, a veces puede constituir sólo una distracción
en ciertas situaciones cinematográficas. Aun frasear a la manera del concierto, lo que normalmente subraya la
independencia de las distintas líneas contrapuntísticas, puede ser toda una distracción si se aplica al acompañamiento de
la pantalla. En la orquestación hay muchas sutilezas de timbre ‐distinciones que, se espera, serán escuchadas por su
propia cualidad expresiva en una sala‐, que resultan un desperdicio en la banda de sonido (Copland, 1992: 193‐194).
El propio Copland nos habla en su libro Cómo escuchar la música, partiendo de su experiencia personal, acerca de
nuevas posibilidades «como compensación por estas pérdidas», que incluyen procedimientos «inimaginables» en el
campo de la composición autónoma, tales como la superposición de dos orquestas, una de cuerdas y otra normal, con el
3 Procedimiento por el cual se establecen las entradas y duraciones exactas de los distintos «bloques musicales» que componen la banda sonora de la
película.
4 Carmelo Bernaola, por ejemplo, durante una conferencia en el marco del I Curso de Composición de Bandas Sonoras en Zarautz (Guipúzcoa, julio
2000) declaró estar en contra de las ediciones discográficas de música de cine.
3
fin de obtener una textura más expresiva y conveniente a la imagen (1992: 194; el ejemplo se refiere a la película de
William Wyler La heredera, de 1949).
La adecuación del lenguaje musical ‐ya preexistente— al entorno cinematográfico no sólo ha dado origen a un
nuevo estilo, sino también a una nueva especialización profesional (aunque esta sea, en teoría, una ramificación más
del oficio compositivo). La posibilidad de adaptación a este estilo de ciertos procedimientos propios de la música
autónoma, insuficientemente explorados en la cinematográfica, es lo que se tratará en el capítulo II de este estudio.
4
Clichés y estandarización
Dentro del estilo «concertado» para la música cinematográfica y a raíz precisamente del carácter
funcional de ésta, se presenta un aspecto característico a observar: el uso sintomático de clichés
musicales, vehículo de estandarización y blanco de numerosas críticas entre los compositores de música
autónoma. Afortunada o desafortunadamente, el cliché ha pasado a formar parte de la composición
cinematográfica desde sus comienzos. Ya en la era del cine mudo se catalogaban las emociones, para
poner a disposición de los pianistas de turno y directores de orquesta un ramillete musical de prácticas
traducciones anímicas en concordancia con la imagen.
Kurt London nos habla en su ensayo Film Music sobre las compilaciones de la Kinothek (abreviatura
de Kinobibliothek o biblioteca cinematográfica) de Giuseppe Becce, publicada en Berlín en 1919 (v.
Apéndice, fig. 4). Se trataba de un conjunto de piezas breves, arregladas de los clásicos u originalmente
escritas, que contenían «todos los estados del hombre y de los elementos, todas las reacciones al
destino humano; descripciones musicales de la naturaleza y de los animales, de gentes y de países»
(1970: 54‐55). Becce no fue el primero: en Norteamérica ya se había publicado, en 1913, The Sam Fox
Moving Picture Music Volumes, por J. S. Zamecnik (v. Apéndice, fig. 3). En su catalogación, Zamecnik
establecía sorprendentes distinciones:
El Volumen I de Sam Fox Moving Picture Music clasifica tres tipos diferentes de escenas de guerra: En
el Campamento Militar; Fuera de la Batalla; y La Batalla. Hay cuatro tipos de Música Apresurada: Música
Apresurada, Música Apresurada (para combates), Música Apresurada (para duelos) y Música Apresurada
(para multitudes o escenas de fuego) (Kalinak, 1982: 44).
La forma musical de estas pequeñas piezas no podía tener complejidad alguna, ya que cualquier
atisbo de sofisticación corría el riesgo de dejar en el camino su esencia emotiva. Ni siquiera la sencilla
forma ternaria de canción (A‐B‐A), como refiere London, era recomendable. El autor nos habla de un
carácter uniforme, con un llano y único tema y una tonalidad homogénea, como configuración
apropiada para estas piezas.
Durante la época del cine mudo fueron también publicados diversos manuales para pianistas qué
acompañaban la pantalla, entre los cuales destaca el de George Benyon: Musical Presentation of
Motion Pictures (1921). Benyon dictaminaba, implacable: «Nunca describas musicalmente una emoción
contraria a la representada en la pantalla» (cit. por Kalinak, 1982: 44). Ante esta rigidez de ideas y con
un sistema tan estandarizado, poco le restaba por hacer a la figura incipiente del compositor
cinematográfico, cuya aportación se limitaba a elegir las piezas entre las distintas posibilidades y
someterlas, si acaso, a ligeras variaciones.
Las hojas de entrada o cue sheets de Max Winkler, aparecidas en 1912, aparte de ofrecer un
inventario de variadas piezas, desarrollaban un rudimentario sistema para delimitar los bloques
musicales (sistema que sentaría las bases de ciertos aspectos técnicos y estructurales del oficio). Pero lo
cierto es que tanto Becce como Benyon, Zamecnik o Winkler, además de hacer negocio, estaban
instaurando una estética que repercutiría en la era del sonoro, y se trataba de una estética basada en el
estereotipo. El hecho era reconocido y tácitamente aprobado, en pro de su funcionalidad. Kurt London,
refiriéndose a estos procedimientos, sostiene:
No es de extrañar que un catálogo elaborado sobre tales líneas esquemáticas pudiera volverse
fácilmente estereotipado; esta desventaja, desde el punto de vista artístico, estaba más que compensada
por su aplicación, rápida y muy efectiva (1970: 57).
El catálogo de clichés empleados en música de cine, en especial los que persiguen una respuesta
emocional en el espectador, proviene en realidad de convenciones largamente aceptadas en el lenguaje
de la música autónoma occidental. Como indica Russell Lack a partir del trabajo realizado en este
campo por Lehrdal y Jackendoff (A Generative Theory of Tonal Music, 1983), «estas reglas
profundamente arraigadas pueden explicar por qué, como oyentes, no necesitamos aprender una
gramática musical desde cero. Muchos conceptos musicales parecen estar ya cableados dentro de
nosotros» (1999: 240). Los protocolos aceptados en música cinematográfica son extensibles a prácti‐
camente todos los parámetros de la técnica compositiva. Pierre Boulez, autónomo, explica que
«cuando nos ponemos a componer, nos entregamos a un acto que supone una gran cantidad de
convenciones establecidas, convenciones mentales, estéticas o puramente prácticas» (2001: 35). Se
trata de asociaciones de tipo rítmico, melódico, armónico o de instrumentación, que a fuerza de un uso
reiterado han devenido estereotipos musicales dentro de la cultura occidental. Es lo que Leonard B.
Meyer denomina connotación:
Las connotaciones son el resultado de las asociaciones que se producen entre ciertos aspectos de la
organización musical y la experiencia extramusical. Dado que son interpersonales, no sólo debe ser
común el mecanismo de la asociación al grupo cultural dado, sino que el concepto de imagen debe estar
hasta cierto punto estandarizado en el pensamiento cultural [...]. En Occidente, por ejemplo, la muerte
aparece descrita generalmente por medio de tempi lentos y registros graves, mientras que en ciertas
tribus africanas se retrata por medio de una actividad musical frenética (2001: 263).
Si escuchamos, por ejemplo, una melodía construida sobre la escala pentatónica*, nos suscita de
inmediato el lejano Oriente. Los ritmos asimétricos del tipo 5/8 ó 7/8, agrupados según una
acentuación irregular (3 + 2/8; 3+4/8, etc.), evocan la Europa Balcánica. El ritmo de vals inspira
ambientes relativos a la decadente aristocracia en general, mientras que él de tango sugiere escenarios
latinos. España, en particular, se reserva el flamenco como cliché honorífico (a través de la explotación
de la escala arábigo‐andaluza*). De la misma forma, una armonía por cuartas* o quintas paralelas
puede servir de comodín para secuencias medievales o de la antigüedad clásica.
Guy Maneveau realiza un interesante experimento en su ensayo Música y educación (1993: 72‐74),
cuyo objetivo es mostrar hasta qué punto las tradiciones culturales arraigan en el individuo medio,
condicionando su respuesta. El autor interpreta al piano a un grupo de alumnos el siguiente fragmento
melódico (se trata de un modo mayor, tono de «re» o de «sol» para los oídos occidentales) :
A continuación les pregunta si esta melodía les sugiere algo, a lo que los oyentes contestan ‐
unánime pero algo dudosamente‐ que «nada concreto». Maneveau les interpreta entonces esta célula:
La única modificación consiste en transformar el intervalo* de segunda mayor existente entre los
sonidos 2 y 3 en intervalo de segunda aumentada, pero la totalidad de los alumnos responde sin dudar
que el fragmento les sugiere «Oriente» (40%) o «el mundo árabe» (60%). Finalmente, se vuelve a
interpretar la primera fórmula. Tras la misma pregunta (y en comparación inmediata con la anterior),
los alumnos contestan acorde y espontáneamente: «Europa». Maneveau destaca cómo un mínimo
fragmento melódico puede significar «toda una cultura, que cada auditor delimita toscamente por
indicaciones de orden geográfico o étnico», ya que sus respuestas no proceden de inclinaciones
personales («en ningún momento es cuestión de una idea o de un sentimiento»).
El número de clichés referido al terreno de la instrumentación es igualmente extenso. La sección de
cuerdas es empleada con asiduidad en las secuencias melodramáticas; los metales, vinculados al
heroísmo y la solemnidad, en escenas militares o caballerescas. Los instrumentos de percusión, por su
parte, para incrementar el suspense. Las técnicas de ejecución e interpretación también nos remiten a
estereotipos: trémolos* sobre el puente en instrumentos de cuerda, ampulosidad en el piano,
arpegios* evanescentes en el arpa, apasionados crescendi en toda la orquesta; y así podríamos seguir
indefinidamente enumerando convenciones, muchas de ellas consagradas en el Hollywood de la era
dorada. En su ensayo y dentro del capítulo dedicado a «Prejuicios y malas costumbres», Adorno y Eisler
se pronuncian contra la utilización indiscriminada de clichés, exponiendo como principal razón la
previsibilidad que ello supone en el curso de la acción dramática del film. Los autores opinan que la
estandarización contribuye a un adocenamiento del lenguaje musical cinematográfico, y reivindican
ciertos cambios:
La exigencia más importante dentro del actual estado de cosas es la ruptura del automatismo de las
asociaciones, que consiste en que para una secuencia dada se recurre siempre al mismo tipo de música
ya familiar según el esquema «let's have some...» («Y ahora un poco de...»). Si uno consigue sustraerse a
esta coacción, hasta la música más infame será mejor que otra más. hábil que se someta a ella (1981:
177).
Stravinsky, en su Poética musical, advierte también sobre los riesgos de usar clichés: «El peligro no
está, pues, en adoptar un cliché... El peligro está en fabricarlos y en imponerles fuerza de ley, tiranía
que nú es sino manifestación de un romanticismo decrépito» (1981: 82). Kracauer, por su parte, está de
acuerdo con Adorno y Eisler cuando se refiere al «efecto cegador» producido por «las partituras
arregladas sobre la base de melodías con significados fijos», pero acepta la presencia de «esas melodías
archiconocidas» cuando «pueden justificarse como breves insertos en casos en que, de no ser por ellos,
serían precisas fastidiosas disertaciones para hacer avanzar la acción» (1996: 185‐186). Desde luego,
partiendo de un punto de vista estrictamente funcional (y no estético), los clichés constituyen una
activación de códigos culturales en. el espectador. Por consiguiente, su uso puede facilitar una
respuesta acorde a las intenciones del realizador; sin olvidar, al mismo tiempo, el matiz de
manipulación que ello supone:
Los procedimientos musicales concretos ‐las figuras melódicas, las sucesiones armónicas o las
relaciones rítmicas‐ se vuelven fórmulas que indican un estado de ánimo o un sentimiento codificados
culturalmente. Para aquellos a quienes les son familiares, dichos signos pueden ser poderosos factores en
el condicionamiento de las respuestas (Meyer, 2001: 271).
La estandarización en la música cinematográfica no ha dejado de existir hasta nuestros días. Como
indica el musicólogo Massimo Mila, hasta «el más modesto compositor de partituras posee un
formulario de efectos expresivos convencionales que sirven para describir infaliblemente los más
variados sentimientos» (cit. por Valls Gorina/Padrol, 1990: 29).5
Razones para una evolución ajena a la desintegración tonal
Con el nacimiento del cine sonoro en los tardíos años veinte y la previa eclosión de vanguardias
musicales y artísticas en general, el compositor se vio inmerso en un dilema estético: cómo expresarse
con la música cinematográfica en términos nuevos sin perjudicar a la estructura narrativa del film.
Dicho de otro modo, cómo adaptar sus inquietudes estéticas a las necesidades del lenguaje
cinematográfico. Esta controvertida cuestión arribó, por fin, a un puerto donde prácticamente la
totalidad de sus embarcaciones estaban ancladas en convencionalismos, y el ancla más pesada
fondeaba sobre el sistema encargado de vertebrar un lenguaje institucionalizado con el tiempo: la
tonalidad. La perspectiva era mostrada con crudeza por Adorno y Eisler: «Hasta la fecha, la música
cinematográfica no ha evolucionado según una serie de reglas propias» (1981: 65). Los autores
descartan, en consecuencia, la existencia de una «auténtica historia de la música cinematográfica». Su
argumentación es la siguiente:
Solamente se. acepta como música de cine aquello que se considera como absolutamente eficaz, es
decir, aquello que ya se ha revelado como inductor de un efecto perfectamente determinado y probado
en situaciones perfectamente definidas. Como, por razones económicas reales o fingidas, no se puede
asumir ningún riesgo, la búsqueda se limita a lo que ya ha sido consagrado por el mercado: la dirección
artística del monopolio se remite al veredicto estético emitido por la última fase de la libre concurrencia.
Esto explica el estancamiento (1981: 76).
Este punto de vista sociológico es realmente determinante para justificar la evolución de la música
cinematográfica, una evolución al margen de la desintegración tonal que se extendía, de manera tan
inevitable como lógica, por casi todos los recovecos de la música occidental. Es necesario, en primer
lugar, buscar las raíces de este hecho consumado en el alejamiento de un público mayoritario que no
sintoniza con las tendencias rupturistas de la música autónoma. Este factor, cuyas razones analizaremos
en el capítulo siguiente, influía claramente en un sistema de producción cinematográfica en aras de la
comercialidad, por lo que Hollywood perseveró en elaborar un idioma adecuado a las exigencias de la
comunicación de masas. En consecuencia, sus pasos se encaminaron hacia una apuesta segura: el
entramado musical decimonónico, de múltiples adeptos entre el público.
5 En España, el ambientador musical Rafael Beltrán nos ofrece su particular tabla de asociaciones anímicas (v. Apéndice, fig. 18), o
como lo llamaría Kracauer, «correspondencias psicofísicas» (1996: 99-100).
Pero Adorno y Eisler no achacan esta postura convencional sólo a la desidia intelectual de la masa.
Para ellos, tienen gran parte de culpa los propios músicos:
Entre ellos está el ansia de gustar aun a costa de renunciar a sí mismos, y que se refleja en el traje
excesivamente elegante, pero también en su excesiva complacencia con el público; el conformismo de los
concertistas resulta para la producción una traba mayor que la que supone la pasividad de los espectado‐
res. [...] Son precisamente estos rasgos los que favorecen la tendencia musical de la cultura de masas [...]:
los músicos saben por sí mismos qué es lo que interesa en la industria de la cultura (1981: 68).
Por otra parte, el impacto de la música popular, sin requerimientos de ningún tipo para una
comprensión directa, ha supuesto siempre una baza a favor del empleo del lenguaje tonal, tan
arraigado en dicha música y en detrimento de cualquier experimentación que pudiera poner en la
cuerda floja un fructuoso marketing. Chion incluso se arriesga a sentenciar:
Desde sus principios, la historia de la música de cine está estrechamente ligada a la de las músicas
populares, y lo estará en tanto que dure el séptimo arte (1997: 180).
La cuestión, en suma, es que Hollywood adoptó un lenguaje musical tradicional y romántico, fiado
del siglo XIX y consecuentemente anacrónico, plasmado en el Sinfonismo Clásico, que sirvió de modelo
para la música cinematográfica durante décadas y que, tras un desbancamiento temporal debido a la
febril irrupción de la música ligera en las pantallas, volvió con renovada fuerza en los años setenta.
Caryl Flinn, que asigna una función utópica a la música cinematográfica de los años 30 y 40 («La música
tiene la peculiar habilidad de optimizar la existencia social predominante y ofrece, de una u otra forma,
la impresión de algo mejor»; 1992: 9) opina que, para cumplir este cometido, Hollywood se serviría del
modelo institucional decimonónico, cuyas características descritas calaron profundamente en la
mentalidad de la época dorada. Christopher Palmer atribuye personalmente este hecho a la
importancia del teatro en el entorno hollywoodiense («El teatro musical era la cuna de la música de
Hollywood, y el idioma musical del teatro siempre ha sido conservador»; 1990: 22). Pero en esta
disquisición, Kathryn Kalinak propone una visión más pragmática: la adopción de este lenguaje por
parte de Hollywood no tiene otro misterio que la raigambre musical de sus propios compositores. Esta
hipótesis se sostiene, especialmente, por la magnitud de la influencia de Max Steiner y Erich Wolfgang
Korngold en la música de cine de la época dorada hollywoodiense. Educados en una Viena de cambio
de siglo que se dejaba embriagar por las operetas al estilo de Offenbach o Gilbert y Sullivan, estos
compositores rechazaban de plano cualquier alejamiento del idioma tonal. Mark Evans comenta a este
respecto que «ambos habían crecido escuchando las óperas de Wagner, Strauss y Puccini y las sinfonías
de Mahler», así como que «los dos tenían preferencia por las grandes orquestas sinfónicas, con
recargadas y exuberantes armonías, abundantes doblamientos de partes individuales y expresivas
líneas melódicas» (1975: 22). De Korngold, en particular, escribe Tony Thomas:
Hablaba cáusticamente sobre los giros atonales y antisentimentales de la composición moderna.
Mucha gente lo contemplaba como el último maestro metodista entre tos compositores de este siglo
[...]. Tenía la convicción de que el sistema tonal era inagotable, de que había infinitas melodías y
combinaciones armónicas esperando ser descubiertas. Comparaba el proceso de creación artística con la
naturaleza, una fuente de renovación continua; pero añadía, con un guiño en sus ojos: «No le pidas peras
al olmo» (1973: 140).
Por su parte, Steiner se limitaba a no opinar sobre la música contemporánea, alegando que «no
podía criticar aquello que no entendía». En una línea similar se hallaban Dimitri Tiomkin, Alfred
Newman o Bronislau Kaper; todos ellos en el panorama musical cinematográfico desde los dorados
años treinta; todos ellos, brillantes metodistas. Junto al alemán Franz Waxman, el húngaro Miklós Rózsa
podía considerarse, en formación y convicciones, algo más cercano a las corrientes europeas del
temprano siglo XX. Su testimonio nos da idea del horizonte musical en el Hollywood de entonces:
El lenguaje en general era conservador y meretriz en extremo. Introduje ciertas asperezas en el ritmo
y una armonía que a nadie familiarizado con el mundo de la música seria habría hecho ni pestañear. Al
director musical de la Paramount la partitura le pareció insoportable desde el principio, y así me lo
comunicó. [...] En su opinión, el lugar para tales excentricidades era Carnegie Hall y no un estudio de cine.
[...] La historia da cierta idea de lo difícil que era mantener un nivel de integridad musical mínimamente
decente en el Hollywood de aquellos días (cit. por Lack, 1999: 180‐181).
La intensa adicción a la melodía por parte de todos estos compositores, como vía de expresión
natural del leitmotiv, supuso también una garantía de adscripción al sistema tonal. En una era ‐para
muchos‐ posromántica y lírica por naturaleza, no era extraño que los compositores de una «música
para las masas» (tal como la llamaba Dimitri Tiomkin) se acogieran pertinazmente a los últimos residuos
de una melodía, más que en proceso de extinción, en proceso de radical transformación. La utilización
de un lenguaje melódico arrastraba tras de sí una estructura armónica estrechamente ligada a la tona‐
lidad6. Nuestra tradición musical, fuertemente arraigada en los siglos XVIII y XIX, concede extremada
importancia a que una melodía sea fácilmente cantable. Esta cantabilidad queda asegurada, de una
manera sencilla, mediante la claridad rítmica y una armonía tonal. Ante la perspectiva, Adorno y Eisler
no vacilan en puntualizar:
La exigencia de lo melodioso a cualquier precio y en cualquier ocasión ha frenado más que cualquier
otra cosa la evolución de la música de cine. La exigencia contraria no sería, ciertamente, lo no melódico;
sino precisamente la liberación de la melodía de sus trabas convencionales (1981: 23).
Pero al margen de la desestimación de estos autores por la herramienta melódica, a la que juzgan
como metástasis del lenguaje musical cinematográfico, y de las teorías hasta aquí planteadas, cabe
considerar además la hipótesis contraria; es decir, que este lenguaje haya adoptado rasgos melódicos
clásicos como medio idóneo de discurso sobre la base de unas necesidades funcionales concretas. No
en vano ha sido formulada, en un apartado anterior, la prioridad del carácter funcional de esta música.
Michel Chion, por ejemplo, opina que el empleo de la tonalidad contribuye a una correcta
temporalización de la secuencia cinematográfica:
Una música escrita en un estilo tonal y en un cuadro de compases determinado da lugar a una
anticipación sobre el momento en que ésta va a terminar o va a hacer una pausa, y dicha anticipación se
incorpora a nuestra percepción de la imagen. Así, la música ayuda y contribuye a estructurar el tiempo de
una secuencia cinematográfica, no sólo por las pulsaciones rítmicas, sino también por el fenómeno de
expectativa de la cadencia* (1997: 212‐213).
Russell Lack, a su vez, reconoce la capacidad de la música tonal para registrar «ordenadamente el
presente perpetuo del tiempo cinematográfico, ya que desarrolla y define nuestra percepción del
tiempo visual», y afirma que «la música tonal está orientada a un fin» (1999: 357). Sin embargo, es
interesante observar ‐como veremos más adelante‐ que Chion desconfía abiertamente de las
posibilidades de un lenguaje atonal, mientras que Lack manifiesta una amable transigencia al respecto7.
De todos modos, la anterior hipótesis (referida a la capacidad del sistema tonal para emitir una
significación que contribuya de manera enriquecedora a la temporalización de la secuencia) tiene su
lógica, desde el punto de vista de que tanto la música como el cine son artes temporales, cuyo nexo
común es el ritmo. El sistema tonal, que contempla un orden jerárquico de las notas sobre el
pentagrama, tiene la facultad de conducir al oyente ‐a través de estructurados procesos cadenciales‐
hacia acontecimientos futuros. Si nos detenemos a observar, por ejemplo, la sonata clásica*, sus
movimientos existen con el fin de espaciar los acontecimientos importantes de la composición que
transcurren en el tiempo, y lo que denominamos tema no es otra cosa que el elemento que existe de
forma real en el presente musical. Christopher Small lo expone de la siguiente manera:
Una de las funciones de la compleja articulación temporal de la obra clásica y la compuesta en el siglo
XIX es evitar que quien la escuche se pierda en el tiempo, que no sepa dónde está en relación con el
comienzo y el final de la música. A tal fin se disponen las introducciones, las recapitulaciones y todas las
estructuras temporales como sonata, rondó, aria da capo, que sirven para ayudar al auditor en su
orientación en el tiempo (1989: 95).
6 En Berlín se había publicado en 1923 el tratado La Melodía de Ernst Toch, donde se realiza un estudio analítico de la melodía en un
ámbito tonal, partiendo de conceptos tradicionalistas e incompatibles con los pensamientos de ruptura que ya germinaban (obsérvense,
por ejemplo, sus referencias irónicas a Schönberg en las págs. 121-125). Emst Toch trabajó también para el cine, a partir de 1935.
7 De hecho, el teórico francés aboga sin rodeos por el modelo hollywoodiense: «Evidentemente, una música pensada para coexistir
con los diálogos debe adoptar un estilo más de fondo,
En efecto, esta potestad direccional de la tonalidad, que permite al oyente seguir el discurso trazado
de manera casi instintiva, puede obtener un provechoso rendimiento en la expresión cinematográfica.
El film ‐como movimiento visual organizado en el tiempo‐ se serviría así de la música para facilitar, a
expensas de las intenciones narrativas del director, determinadas informaciones al espectador. Sin
embargo, más adelante podremos advertir que esta acción es factible también desde un lenguaje más
experimental; sirva esta cita de Francisco Ramos como avance:
En una composición [...] de música atonal, el compositor, al seleccionar una masa de sonidos capaces
de relacionarse entre sí de muy distintas maneras, rompe el orden, el cerrado esquema de la
probabilidad tonal, y nos sirve un mundo sonoro en el que propone nuevos módulos de organización
capaces de generar un campo más amplio de mensajes, de significantes (1994: 14).
más liviano y por ello, evidentemente, el recitativo instrumental wagneriano es el modelo privi‐
legiado» (1997: 112).
Finalmente, en lo que respecta a la influencia de los compositores del sinfonismo clásico
norteamericano sobre el asentamiento de un estilo tonal en la música de cine, hay que señalar un
aspecto complementario: el desinterés ‐o incluso la deserción de este área‐ por parte de otros muchos
compositores de música autónoma. Escépticos ante las restricciones artísticas impuestas por la
composición para la imagen (o directamente desengañados por fallidos intentos en la industria del
cine), grandes clásicos como Schönberg, Stravinsky, Debussy o Bartók, verdaderas puntas de lanza de
las innovaciones que convulsionaron la música del siglo XX, no han vinculado sus nombres al negocio
fílmico8. Cabría preguntarse, en el caso contrario, hasta qué punto habría sido alterado el curso de la
historia músico‐cinematográfica.
Las razones hasta aquí expuestas tienen capacidad de sostenerse por su coherencia empírica, lo que
no ocurre con argumentos del tipo:
Cuando yo hago cine siempre hago música al uso. El cine es reflejo de la vida y en la vida hay una
música, nosotros no podemos hacer una música que esté fuera del contexto en que nos movemos
normalmente (Carmelo Bemaola refiriéndose a su habitual uso de música tonal al componer para el cine,
en Evolución de la Banda Sonora en España: Carmelo Bemaola; VV.AA., 1986: 163).
En realidad, Michel Chion tiene parte de razón ‐admitámoslo o no— al decir que «las convenciones
del cine reflejan también la evolución de nuestra escucha, de nuestra sensibilidad» (1997: 180); o
cuando con cierta inquina, a propósito de Adorno y Eisler, comenta que:
El tema de las convenciones, tanto en música cinematográfica como en otros aspectos del llamado
cine comercial, suscita en muchos teóricos e investigadores una actitud ligeramente hipócrita, producida
por una especie de bochornosa fascinación: se finge condenar, reprobar, ironizar, pero al mismo tiempo
se consagra un importante número de páginas a reproducir, con deleite, los catálogos de «músicas para
la imagen» de los años veinte. Los dos autores del libro a menudo citado como referencia estética y
moral sobre este tema, Eisler y Adorno, tampoco resistieron a esta tentación, y en su librito la proporción
de páginas consagradas a los estereotipos a evitar, en comparación con las dedicadas a las alternativas
propuestas, es bastante elocuente (1997: 249).
A su favor relata Kathryn Kalinak que Eisler trabajó durante una corta temporada en Hollywood y
«su labor, aunque interesante, sonaba a menudo como las bandas sonoras clásicas que estaba tratando
de evitar» (1992: 34). De todas formas, es sin duda en la radicalidad del punto de vista de Adorno y
Eisler (pasado por el tamiz del pensamiento marxista) sobre la «ética» de los múltiples
convencionalismos musicales aplicados a la pantalla donde estriba el rechazo que le suelen profesar los
especialistas en la materia, aun sin dejar de ser para todos ellos punto de referencia elemental.
Russell Lack ‐como es habitual en él— abre inicialmente una puerta al afirmar que, debido a los
adelantos tecnológicos en la grabación del sonido a partir de los años sesenta, «la banda sonora, a
través de un proceso de fragmentación tecnológica y de fusión entre sonido cinematográfico y música
8 Existe un film de Fernand Léger (en 16 mm) con música de Béla Bartók (una orquesta de percusiones) sobre los móviles de Calder, realizado
en Estados Unidos entre 1943-1944, pero no se sabe a ciencia cierta si se trató de una música escrita expresamente para la película. Las tentativas
(frustradas) de Schönberg y Stravinsky en cine serán comentadas en el capítulo II, apartado 6. Respecto a Debussy, su música se ha utilizado en la
pantalla en infinidad de ocasiones, pero no se le conoce ninguna composición expresa para el cine, aunque sí una opinión favorable sobre éste, ya
que afirmaba que «el cine permitiría la perfecta creación de poesía, visión y sueños» (Thomas, 1991: 176).
cinematográfica, se ha liberado de las limitaciones de la vieja ideología romántica» (1999: 352). No
obstante, él mismo asocia esta tendencia a una estética del cine revolucionaria e independiente,
señalando que el cine comercial y mayoritario no ha variado sus esquemas arquetípicos desde sus
comienzos. Parece ser, pues, que Kurt London erró en sus profecías al respecto cuando escribía en
1936:
Muerto está el romanticismo que se cernía sobre el músico del siglo XIX. En la figura del compositor
de cine, podemos ver también el prototipo del artista futuro. El desarrollo de la música de cine nos
permite una profética ilustración de los tiempos venideros, con su reevaluación radical de todos los
valores... (1970: 162).
En los albores del siglo XXI, la música cinematográfica continúa aún cobijándose a la sombra del
romanticismo.