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Siglo XII. San Juan de Acre resiste el asedio de los cruzados. Los
sarracenos llevan años soportando el ataque aunque sus tropas están al
borde de la extenuación. En el campo cristiano, la lucha entre los principales
barones amenazan con romper la frágil coalición.
Lucas de Tarento, un caballero templario, recibe una sagrada misión que
puede cambiar para siempre el destino de Tierra Santa. Los líderes de la
cruzada le encomiendan la búsqueda del Espejo de Salomón. Aquel que lo
posea podrá obtener el favor divino en el combate y ganar, por fin, la
guerra.
En compañía de su escudero, una bella dama elfa y un joven noble, el
protagonista atravesará el mundo conocido y se enfrentará a los míticos
dragones que custodian la clave necesaria para usar la antigua reliquia. En
su travesía, deberán enfrentarse a oscuros poderes y viajar, en una
frenética carrera contra el tiempo, hasta los más lejanos confines de la
tierra.
Nuestra memoria, nuestra tradición, está llena de referentes mágicos no
explicados. Los monstruos y los dioses de antiguas mitologías nos parecen
cercanos, reales. Los dragones eran temidos por todos los pueblos de
Europa. Desde nuestras catedrales, legiones de gárgolas nos observan. No
es posible tanta casualidad, tanta coincidencia en las leyendas y en los
imaginarios.
Juan Eslava Galán
Los dientes del dragón
Prólogo
En esta editorial, hace mucho tiempo que discutimos acerca de los mundos
fantásticos hijos de Tolkien y su Tierra Media. Como lectores apasionados de El
señor de los anillos, La muerte de Arturo o La Ilíada que somos, hemos llenado
muchísimas tardes de asueto impresionándonos los unos a los otros con absurdos
conocimientos de mitología; sosteniendo tesis peregrinas acerca de los mundos de
fantasía, de espada y brujería y lanzándonos a la cabeza argumentos fuera de
contexto extraídos de los textos recitados por Elminster, El Ratonero Gris o Gildor
Inglorion.
Algunas veces, cuando acabo de leer un libro de fantasía heroica tengo la
impresión de que aquella historia había sucedido en realidad. Aquí, en el planeta
Tierra. Sólo con el tiempo he descubierto que esta percepción era compartida por
legiones de lectores de todo el mundo. ¿Qué extraña alquimia hay en
determinados libros?
A menudo, un grupo de aventureros logra tocar nuestros corazones porque el
relato de su misión estaba inspirado en la esencia de los mitos que conforman
nuestra civilización, la europea. Las ley endas, los dioses, la lucha del bien y el
mal, la magia arcana, la magia salvaje, los monstruos grandes como dragones o
pequeños y cotidianos como los duendes.
Siempre me han dicho que todo eso no son más que mitos, soluciones del
pueblo llano a preguntas sin respuesta, historias de viejas y opio del pueblo.
Pero todos hemos crecido, de un modo u otro, alrededor de estos cuentos. Los
hemos escuchado de nuestros may ores, los hemos leído en los libros y
contemplado en nuestras catedrales y en nuestros museos. La historia verdadera
estaba ahí. ¿Cómo podíamos ser tan ciegos? De pronto, nuestras charlas de café
giraron en torno a una hipótesis: ¿Y si los mundos de fantasía no hicieran más que
contarnos la verdad? Eso explicaría tantas cosas…
¿Sería posible que alguien, en algún momento de la historia moderna,
decidiera borrar de un plumazo la historia verdadera? Si san Jorge no existió, ¿por
qué es venerado en toda Europa? Si los dragones no existieron ¿por qué tanto
relato y tantas coincidencias? ¿Sería posible que Jorge de Capadocia fuese un
aventurero que dedicara su vida a acabar con estas bestias a lo largo y ancho de
Europa? ¿Acaso se le consideró santo porque no se podía borrar su recuerdo?
Algo o alguien nos quiso robar la magia. Y, de algún modo, lo consiguió.
Los hechos de los antiguos dioses quedaron destruidos y convertidos en mitos
paganos, las razas de seres mágicos que poblaron los bosques de la vieja Europa
fueron reducidos a la categoría de razas maléficas y desterradas a los cuentos de
niños. Incluso las reliquias sagradas y mágicas como la Tabla redonda, el Espejo
de Salomón o el Grial se tornaron ley endas con las que jugaron los románticos.
La historia del mundo se convirtió en materia reservada, en cuentos secretos, en
Fábula Arcana.
Desde estas líneas realizamos un acto de apostasía académica y renunciamos
a creer en la historia tal y como nos la han explicado. Este libro es el primero de
una colección de fantasía heroica que no pretende otra cosa que recuperar
nuestra historia real. El ejemplar que tiene entre sus manos significa para Devir
el fin de una aventura, y quizás el inicio de otra. Nuestra aventura ha sido
encontrar un autor tan ilustrado en la Fábula Arcana como Juan Eslava, que
revelara los hechos que ocultaban nuestras ley endas. Esperamos que en Los
dientes del dragón disfrute de nuestra, hasta hoy, historia oculta.

Joaquim Dorca
Editor
CAPÍTULO I

Estaba la mar dormida. Un oleaje tranquilo balanceaba la barca. El caballero de


la barba canosa y su escudero dejaron los remos y contemplaron, a lo lejos, las
luces de San Juan de Acre, el puerto de Tierra Santa.
—Si seguimos pueden descubrirnos —advirtió el caballero—. Ahora toca
nadar.
Sacaron los remos de sus chumaceras y los depositaron en el fondo de la
embarcación.
—Echa el ancla —ordenó el caballero.
El escudero levantó el pesado disco de piedra atado con una soga por su
agujero central y lo soltó en el agua, cuidando de no hacer ruido. La soga se
deslizó rápidamente y se detuvo cuando quedaban a bordo apenas dos brazas.
—¿Sire, crees que cuando regresemos podremos orientarnos para encontrar
la barca? —preguntó el escudero con cierta aprensión. Procedía de la judería de
Praga y no estaba habituado a las artes de la navegación.
—Eso sólo Dios lo sabe —respondió el caballero—. Si no podemos
agenciarnos en el puerto otra barca mejor más nos valdrá encontrar esta.
El escudero asintió resignado. Se despojó de la camisola negra y dejó al
descubierto su torso moreno, delgado y fibroso. Anudado a la cabeza hasta
cubrirle la frente llevaba un pañuelo rojo del que jamás se despojaba. Quizá
ocultaba la fea cicatriz de una herida o la marca infamante de un hierro al rojo
vivo. El caballero se quitó la camisola y también se quedó desnudo. Era
musculoso sin exageración y bien proporcionado. La piel atezada de los brazos y
el rostro contrastaba con la palidez del cuerpo, en el que se distinguían las señales
cárdenas de antiguas cicatrices.
Los dos hombres se anudaron a la cintura sendas bolsas.
—¡Ahora al agua, sin alborotar! —ordenó el caballero.
Cada uno descendió por un costado de la barca. El agua no estaba demasiado
fría. Nadaron vigorosamente en dirección a las luces del puerto hasta que, a
doscientos pasos del farallón exterior, señalado por una cinta de espuma donde
rompían las olas, el caballero, que iba delante, dejó de bracear y siguió nadando
despacio, con las manos bajo el agua, silenciosamente. El criado lo imitó.
Parpadeaban las luces de Acre. No muchas, porque la hambrienta población
había consumido y a el aceite lampante y hasta el sebo de las velas.
Acre, la ciudad sitiada por los cruzados, emplazada sobre una pequeña
península del golfo de Haifa, en la costa de Tierra Santa, era un hueso duro de
roer. Por el sur y por el oeste el mar lamía los sólidos fundamentos de una
muralla levantada sobre la roca viva. Por el este, el puerto se abría al resguardo
de un espinazo rocoso coronado de fuertes muros almenados que se elevaban
hasta un cerro rematado por un formidable castillo, la Torre de las Moscas. Al
este y al norte había otras dos líneas de murallas que confluían en ángulo recto en
la Torre Maldita.
Acre había sido la ciudad más rica de los cruzados, su puerto comercial más
próspero, la meta de las caravanas llegadas de lejanas tierras que rendían viaje
frente a los combos navíos procedentes de toda la Cristiandad. Pero eso era antes,
cuando los francos señoreaban la ciudad. Ahora estaba de nuevo en manos de los
sarracenos, los cristianos la asediaban y la guerra se dilataba de día en día sin que
se adivinara el fin.
Los intrusos pasaron nadando a la sombra de la Torre de las Cigüeñas, que
vigilaba el espigón del puerto, sin que la guardia los detectara. Extremando las
precauciones, se acercaron al antiguo muelle de piedra. Había tres navíos de
transporte, panzudos, enormes y oscuros, y dos galeras ligeras de guerra con el
fanal de popa encendido. Se veían las siluetas de varios centinelas en sus puestos
de cubierta.
Se deslizaron bajo las tablas del muelle supletorio, en el que flotaban algunos
esquifes y otras embarcaciones menores. El caballero evaluó las posibilidades
marineras de cada una y se decidió por la que parecía menos mala.
—Esta nos servirá —informó al criado.
Al final del muelle había una escalera de piedra. Nadaron hasta ella y
salieron del agua pringosa, en la que flotaban desperdicios. Agazapados en los
últimos peldaños examinaron el muelle. Estaba despejado. Tampoco se veía a
nadie delante de los edificios, en el abigarrado conjunto de barracones y
cobertizos de almacenamiento. Después de meses de asedio, hacía tiempo que
los animales habían desaparecido en los estómagos de la hambrienta población.
El caballero y su escudero se pusieron las botas ligeras de fieltro que llevaban
en las bolsas.
—Vamos allá.
Un buhonero que traficaba entre los campamentos sarraceno y cristiano,
había revelado que Isbela de Merens, estaba encerrada en el palacio de las
Cadenas, residencia del capitán de corsarios Muley Osmán. Hacía un mes que la
habían capturado en la galera La Delfina Impetuosa que la llevaba a Chipre. El
maestre de los templarios Robert de Sablé, amigo de su padre, había conseguido
que el rey Ricardo enviara a un hombre para rescatarla.
—La Casa de las Cadenas está por ahí —susurró el caballero, que había
vivido en la ciudad—. Tenemos que cruzar el antiguo barrio de los genoveses. Si
los sarracenos han cerrado las tabernas, para cumplir el discutible mandamiento
del Profeta, no será difícil llegar hasta allí.
Tampoco iba a ser fácil. Una patrulla de centinelas apareció de improviso tras
los fardos y se dirigió hacia ellos. ¿Habrían oído algo? Sumidos en las sombras,
aguardaron con las dagas prevenidas. Los guardias pasaron cerca de ellos,
charlando animadamente. Cuando las voces se alejaron, el criado asomó la
cabeza y comprobó que la explanada estaba desierta de nuevo.
—Despejado, sire. —¡Vamos allá!
Cruzaron corriendo la distancia que los separaba de los primeros barracones.
Desde allí, se internaron en el antiguo barrio genovés procurando ocultarse bajo
los soportales en sombra, donde en tiempos más tranquilos los mercaderes
colgaban sus mercancías. Tras algunos rodeos y después de esquivar otra ronda,
llegaron a una plazuela dominada por un sólido edificio de piedra de cuy as
paredes pendían cadenas procedentes de las galeras conquistadas al enemigo por
el constructor de la casa, el patricio Doménico Astolfi. Desde la caída de Acre, la
casa pertenecía a Muley Osmán, un antiguo capitán de corsarios al que Saladino
había nombrado almirante.
Dos linternas de aceite y brea, a ambos lados de la puerta principal,
iluminaban la fachada. La enorme puerta guarnecida de planchas de hierro
permanecía cerrada.
—Ahí está la muchacha —susurró el caballero desde las sombras.
—¿Cómo entraremos, sire? —preguntó el escudero.
—Detrás hay un pequeño huerto. Por allí será más fácil. Bordearon la plaza
bajo las sombras y se internaron por un callejón lateral que conducía a la parte
posterior del edificio. El muro era tan alto que un hombre de pie sobre un caballo
no podría alcanzarlo. Había una puerta falsa, una poterna chapada de hierro, pero
parecía más sólida aún que la puerta principal.
—¿Qué hacemos ahora? —inquirió el caballero en sordina.
—Abrir, por supuesto.
—¿Tiene cerradura?
No tiene, pero se abrirá de todos modos.
El escudero sacó de su bolsa una palanqueta y pasó la palma de la mano por
su hoja plana. Apoy ó el hombro izquierdo en la pesada poterna y empujó con
firmeza al tiempo que introducía el extremo afilado del hierro en la rendija, entre
el dintel y la puerta. Hizo fuerza hasta que se escuchó un clic apagado.
—Ya tenemos la primera —susurró.
Después repitió la operación tres veces a distintas alturas.
—Ya está, sire.
—¿Has levantado las aldabas? —preguntó el caballero.
—Algo así —dijo el criado—. Entremos.
No había atacado la puerta por el lado del cerrojo, sino por el de las bisagras
de capucha. El cerrojo quedaba intacto con su dobladillo de seguridad, en el
extremo contrario de la puerta.
El caballero movió la cabeza con resignación.
—Pedro, no sé si alegrarme de que sigas actuando como el ladrón que fuiste.
—Sire, estas cosas nunca se olvidan, pero ahora pongo mi ciencia al servicio
de Dios.
—Sí, eso sí —convino el caballero.
Pedro el Raposo tenía una larga historia llena de sombras. Había crecido
huérfano en Praga hasta que el rabino Baruj Meir lo recogió de la calle y lo crió
como al hijo que nunca tuvo. El rabino era un reputado cabalista. En su vejez
quiso visitar a otro cabalista, Isaac Abranel, de Toledo, con el que a lo largo de su
vida había intercambiado tres cartas. Se puso en camino y cruzó Europa con
Pedro el Raposo, que se había convertido en un muchacho robusto, no demasiado
alto, pero despierto y servicial. En Toledo los dos rabinos exploraron ciertos
subterráneos que Abranel conocía y en una de esas visitas Meir cogió un
enfriamiento que lo llevó a la tumba. Pedro el Raposo enterró a su amo y en
lugar de regresar a Praga se quedó en Castilla viviendo a salto de mata, unas
veces como criado; otras, como ladrón. Lucas de Tarento, después de abandonar
la orden templaria, de paso por Toledo, lo adoptó como escudero y se esforzó en
conducirlo por el buen camino. Pedro era listo y aprendía pronto. En pocos años
se había convertido en un hábil guerrero.
Después de entrar, el antiguo ladrón volvió a encajar la puerta.
Permanecieron unos instantes inmóviles, al acecho, escudriñando en la oscuridad
del jardín. Palmeras y árboles de diversas especies, frutales y de sombra,
cubrían el espacio hasta ocultar el cielo. El escudero olfateó el aire. Aspiraba los
aromas de la vegetación descompuesta y en su sensible nariz detectaba cualquier
indicio de vida animal.
—Ratas solamente, sire —informó—. Podemos seguir.
El escudero se movió con destreza por la jungla espesa del jardín para abrirle
paso a su amo. Llegaron hasta la parte trasera de la casa. Varios peldaños de
gastado granito conducían a una puerta, también de hierro. El caballero esperaba
que su acompañante recurriera de nuevo a la palanqueta. Se sintió un poco
decepcionado cuando le señaló la parra que trepaba por el muro, apoy ada en un
entramado de madera. Treparon hasta la primera ventana, a una altura
considerable del suelo, y entraron en la casa.
Estaban en un pasillo estrecho, largo y oscuro. El escudero extrajo la
palanqueta, la acarició y la hoja se iluminó con un fulgor lechoso que permitía
distinguir los perfiles de un par de arcones y varias jamugas distribuidas a lo
largo del corredor.
—Adelante, sire, y cuidado con tropezar con algún mueble —susurró.
Avanzaron con precaución dejando atrás varias puertas cerradas.
¿En cuál de ellas estaría confinada la cautiva? Al final se percibía una ray a de
luz. Aplicaron el oído. Dentro conversaban dos hombres en el idioma sarraceno
que tanto el criado como el caballero comprendían.
—… Resistir más de una o dos semanas —decía una de las voces—. El
pueblo tiene hambre y cuando no podamos dar ni un tazón de gachas a los
hombres que defienden la muralla tendremos que entregar la ciudad a los
francos.
—Y, mientras tanto, mi primo Saladino no hace nada —respondió otra voz
levemente gangosa—. Está esperando que sus emisarios regresen de la entrevista
con el Viejo de la Montaña. Le ha ofrecido un reino si le revela dónde se oculta el
Espejo de Salomón.
—¿Un reino a cambio de un espejo? —Se asombró la primera voz—.
Esperaba más de la prudencia de Saladino.
—No es un espejo cualquiera, Hasid. Es un talismán que nos permitirá
expulsar a los francos de estas tierras para siempre.
El brillo de la palanqueta comenzaba a apagarse. El escudero la frotó y se
reavivó el fulgor. El caballero se llevó un dedo a los labios y le indicó que lo
siguiera. Al fondo del pasillo se abría una escalera de caracol que descendía
hacia el piso inferior. Bajaron por ella. En el piso bajo encontraron otro pasillo
similar al de arriba. Junto a una de las puertas, un guarda dormitaba sobre una
estera de oración, con la espada desenvainada sobre los muslos. El escudero lo
golpeó en la sien con el extremo grueso de su herramienta. El hombre se
desplomó hacia un lado sin exhalar un gemido.
La puerta tenía un cerrojo por fuera. El caballero lo descorrió con cuidado y
observó el interior de la habitación. Estaba débilmente iluminada con un par de
mariposas de aceite. Sobre una tarima ricamente adornada con colchas y paños
damascenos y acía una persona. Los dos intrusos se acercaron. Una muchacha
dormía inquieta, arrebujada en una colcha que dejaba al descubierto su rubia
cabellera. A la vacilante luz amarilla parecía muy bella: la nariz recta, los labios
perfilados y bermejos, los ojos grandes, orlados de largas pestañas, las orejas
delicadas ligeramente puntiagudas que delataban sangre elfa.
Los dos hombres se miraron. El criado asintió.
El caballero le tapó la boca con una mano al tiempo que la sujetaba con la
otra. La muchacha despertó sobresaltada y abrió los bellos ojos con una mirada
desencajada por el pánico.
—Isbela de Merens, cálmate —le susurró el caballero al oído—. Soy Lucas
de Tarento y este es Pedro el Raposo, mi criado. Somos cristianos. Nos envía el
rey Ricardo para liberarte. ¿Me has entendido?
La muchacha dejó de debatirse como un animal atrapado en una red y se
tranquilizó un poco.
—¿Has entendido? —repitió Lucas de Tarento. Ella asintió con la cabeza.
—Ahora te soltaré. Cálmate. Si los sarracenos nos descubren nos degollarán.
Isbela estaba desconcertada, pero se hacía cargo de la situación. El caballero
le retiró la mano de la boca. La beldad, sentada sobre la cama, respiró
profundamente. Sus bellos ojos elfos se esmaltaron de lágrimas.
—¡Gracias a santa María, me habéis liberado!
—Todavía es pronto para alegrarse —observó el Raposo—. Ahora falta lo
peor, que es volver.
No perdieron un instante. La muchacha se calzó unas sandalias y se echó un
manto por los hombros. El guardián seguía tendido en el pasillo.
—Si despierta dará la alarma —objetó el criado—. ¿Lo degollamos?
—Toda vida es preciosa —susurró el caballero—. Átalo.
El criado se inclinó sobre el sarraceno, lo despojó del cinturón y lo maniató
con él. Después lo amordazó con el cordón de faltriquera que el sarraceno
llevaba al cinto, tras vaciarla y guardarse su contenido con la rutina del
saqueador profesional.
—Salgamos —dijo Lucas.
Iluminados por la palanqueta, que emitía su leve fosforescencia azul,
descendieron hasta el piso inferior de la mansión. El enorme mastín que
dormitaba junto a la puerta abrió un ojo y se incorporó con un gruñido
amenazador, pero la muchacha extendió la mano y bisbiseo un conjuro. El
animal depuso su actitud y acudió dócil a lamer la mano de Isbela. Ella le
acarició la enorme cabeza.
—Buen chico.
—¿Eres maga? —susurró el Raposo, asombrado—. ¿Qué más sabes hacer?
—Otras cosas —murmuró Isbela sonriendo por primera vez. Era una sonrisa
capaz de caldear el corazón de cualquiera.
El Raposo levantó la poderosa retranca de hierro que cerraba la puerta, la
sacó de su encaje cuidando de no hacer ruido y la depositó a lo largo del muro.
Todavía quedaban dos cerrojos gruesos como la muñeca de un hombre. Estaban
bien engrasados. Los descorrieron silenciosamente.
El criado entreabrió la puerta y observó la plaza con precaución.
—No se ve a nadie, sire —murmuró volviéndose.
—Vamos allá.
Corrieron hasta las sombras de los soportales vecinos. Después, evitando
encuentros desagradables, regresaron al puerto.
—¿Sabes nadar? —le preguntó el Raposo a Isbela.
—Esta vez no será necesario —intervino el caballero—. Regresaremos en
una de esas embarcaciones.
—Los guardias que custodian la torre de las Cigüeñas nos verán salir del
puerto —objetó el escudero—. Tendrán tiempo de sobra para asaetearnos con sus
balistas.
—Por supuesto que nos verán, pero nos dejarán pasar sin daño —dijo el
caballero—. ¿Ves aquel cobertizo?
—Sí.
—Cuando pasamos junto a él, percibí el olor del aceite de nafta.
—¿Nafta? —preguntó el Raposo—. ¿Qué es nafta?
—Uno de los ingredientes del fuego griego. Ahí es donde guardan los
sarracenos la nafta con la que equipan sus barcos de guerra. Organizaremos unos
bonitos fuegos artificiales.
El Raposo forzó la entrada del barracón. Dentro, a la luz azulada de la
palanca, descubrieron una pila de barriles de roble y otra de tinajas de barro.
Lucas comprobó el contenido: polvos de azufre y nitrato en los barriles; nafta, un
líquido oleoso, en las tinajas.
—Excelente —murmuró aprobador—. Esto es cuanto necesitamos. Abramos
las puertas de par en par y saquemos un par de barriles. Con ay uda del Raposo e
Isbela, el caballero vació sobre el suelo cuatro barriles de azufre y otros tantos de
nitrato y mezcló los polvos amarillos con los blancos con una pala de madera
hasta conseguir un tono intermedio. Después destapó varias tinajas de nafta y
arrojó paletadas del polvo nitrosulfúrico a su interior. El líquido rebosaba y se
derramaba sobre el montón de azufre y nitrato del suelo. Cuando calculó que las
proporciones eran las correctas tapó herméticamente las tinajas con sus cierres
de madera y con ay uda del escudero, las hizo rodar hasta el exterior. El cobertizo
distaba treinta pasos del lugar del atracadero de las galeras de guerra, cuy as
bordas apenas llegaban a la altura del muelle. El empedrado descendía en ligera
pendiente hacia el mar, para evitar que en los días de galerna el oleaje alcanzara
los depósitos y barracones. Aquella inclinación favorecía los designios del
caballero.
—Ahora viene lo difícil: atended. Yo hago rodar las tinajas para que caigan al
mar entre las galeras. Cuando el líquido empiece a arder prendéis fuego al
barracón, corréis al esquife, lo desamarráis y me esperáis con la vela lista.
—¿Sire, vas a arrojar las tinajas al agua? —se asombró el Raposo—. Se
apagarán.
—No se apagarán —lo tranquilizó Lucas—. El fuego griego contiene una
magia que le permite arder sobre del agua.
—Pero los guardianes de la Torre de las Cigüeñas nos verán huir por la
bocana y nos cazarán con sus flechas —objetó todavía el escudero.
—Tranquilo. Dentro de nada saldrán al mar abierto todos los barcos que no
estén ardiendo. Los patrones de todas esas embarcaciones querrán ponerlas a
salvo fuera del puerto. Nosotros nos disimularemos entre ellas. ¿Alguna pregunta
más?
—No.
—¿Sabes cómo encender un fuego?
—Claro, pero aquí no hay apaños.
—En ese estante, junto a la entrada, hay y esca, pedernal y un candil. Cuando
oigas voces de alarma, vacías un par de tinajas más de nafta y le prendes fuego
a todo. Nos veremos en el esquife.
El caballero enfiló cuidadosamente el primer barril hacia las galeras de
guerra y lo impulsó poderosamente, haciéndolo rodar sobre el empedrado. El
recipiente ganó velocidad y se estrelló contra la columna de bronce a la que se
amarraban las dos galeras. Antes de lanzar el segundo barril raspó con su daga un
trozo de pedernal. Cuando las chispas prendieron el volátil aceite de nafta que
embadurnaba la madera, lanzó el barril en llamas con un violento impulso, y
detrás los tres barriles restantes. Sólo uno se desvió de su objetivo, pero el Raposo
corrió tras él y lo reintegró a la tray ectoria prevista. Para entonces, varios
centinelas de las galeras se habían alertado con el traqueteo de los barriles y
tocaban alarma con sus cornetas de latón.
Demasiado tarde: uno tras otro, los barriles se estrellaron contra la columna
del amarre. El fuego griego prendió violentamente y se derramó sobre las
galeras y sobre las aguas circundantes. En un santiamén, la noche se pobló de
resplandores, de gritos y de carreras. Sonaron por todo el puerto las bocinas. La
explanada se llenó de hombres semidesnudos arrancados del sueño que no sabían
adónde acudir.
—¡Fuego, fuego!
Las llamas prendían vorazmente en las maderas calafateadas con pez y
alquitrán. Algunos corrían a buscar cubos para socorrer a las galeras, otros
intentaban salvar las embarcaciones que todavía no estaban afectadas. Media
docena de esquifes largaron atropelladamente sus velas triangulares y enfilaron
la bocana del puerto, entre ellos el que transportaba a los intrusos y a la bella
pasajera. Otras embarcaciones más pesadas pugnaban por apartarse del muelle
impulsadas desesperadamente por las pértigas de sus marineros. Las pesadas
urcas de transporte llevaron la peor parte: incapaces de moverse con la celeridad
necesaria fueron, una tras otra, presa de las llamas que saltaban de bordas a
aparejos y prendían en el cordaje. La urca más alejada del incendio casi se
salvó, pero las llamas la persiguieron sobre el agua, siguiendo la ancha estela que
su desplazamiento iba dejando, y la atraparon en medio del puerto. Los
marineros, incapaces de controlar el fuego, optaron por lanzarse al agua y
regresar al muelle a nado.
Con Isbela tumbada en el fondo de la barca y oculta bajo un lienzo, Lucas de
Tarento y el Raposo pasaron ante la torre de las Cigüeñas disimulados entre los
esquifes que huían. En la terraza almenada de la torre, las enormes balistas
apuntaban al cielo, desarmadas y cubiertas con sus lienzos protectores, mientras
que sus servidores contemplaban el incendio desde las almenas del lado opuesto.
Cuando los fugitivos alcanzaron el mar abierto, en lugar de girar hacia los
puertos de la Muna y Kafú, como hacían las otras embarcaciones, mantuvieron
el rumbo y se adentraron en la oscuridad del mar.
En el puerto, en medio de la confusión, el almirante Muley Osmán —rodeado
de esclavos con garrotes y lanzas— buscaba a los fugitivos y, enfurecido,
descargaba latigazos en todas las espaldas que se ponían a su alcance, incluso en
las de un sargento de bajeles, chipriota renegado, antiguo conocido suy o.
—¡Almirante, que duele! —se quejó el chipriota frotándose el brazo.
—¡Más me duele a mí que he perdido el virgo de una princesa y el chal de
Kíos que se ha llevado la muy ladrona!
Lejos de Acre, el incendio del puerto no era más que una burbuja luminosa
en la oscuridad de la noche. Lucas dispuso la vela al sesgo, para navegar de
bolina en dirección norte, paralelos a la costa.
—Ahora sólo tenemos que aguardar a que claree un poco antes de regresar,
porque si nos equivocamos podemos desembarcar ante las narices de Saladino.
El Raposo no lo oy ó. Se había dormido, sentado como estaba al timón, y
roncaba ruidosamente.
—Está bien —se dijo el caballero—. Habrá que velar, no sea que tengamos
un mal encuentro.
Pensó en Leviatán, el monstruo de las profundidades, y un escalofrío le
recorrió la espalda.
CAPÍTULO II

La Fogosa está jodida, sire —informó el sargento—. Veinte prestaciones en una


mañana es demasiado. Además, los hombres también necesitan un descanso.
—Asígnale hombres de refresco, y que no descanse hasta que y o lo ordene
—replicó Guy de Forbes, el ingeniero del rey Ricardo.
—Nos la vamos a cargar, sire —insistió el sargento.
—Tú eres el que te las vas a cargar, si das la tabarra.
El sargento se encogió de hombros y regresó al foso donde doce hombres
desnudos, fornidos y sudorosos, se empleaban con La Fogosa.
—Duro con ella —ordenó—, que el senescal no quiere que descanse. —La
vamos a desgraciar— advirtió uno de los guerreros.
—Mejor a ella que no a mí: no quiero que me corten las orejas por
desobedecer —replicó el sargento—. Duro con ella y no desmay éis. Dos
hombres musculosos tirando de sendas sogas tumbaron el tronco de palmera que
formaba la pértiga de la mangonela La Fogosa. Cuando el extremo tocó el suelo,
lo afirmaron con un trinquete. Mientras tanto otros trepaban por las escaleras
laterales y descargaban piedras en el cajón del contrapeso. Cuatro hombres en
cada lado trabajando a buen ritmo tardaban dos avemarías en llenar el cajón.
Mientras tanto, el ingeniero del rey Ricardo, un hombrecillo enteco que se
resguardaba del sol abrasador con un sombrero ancho de viaje, supervisaba a los
operarios. Unos fijaban con mazos las cuñas del ingenio; otros ay udaban al
engrasador que vertía pez y alquitrán en el engranaje central. El mecanismo
humeaba al recibir la mezcla aceitosa.
—Está muy caliente, sargento —advirtió el engrasador.
—Hay que seguir disparando. Ya has oído al ingeniero.
La Fogosa era una de las siete máquinas emplazadas frente a la muralla de
Acre, a prudente distancia de la Torre Maldita, a salvo de las catapultas
sarracenas. La Fogosa y sus compañeras eran capaces de lanzar piedras de
cincuenta kilos a doscientos pasos de distancia. Unos tiros certeros contra la
esquina de la torre que parecía más débil habían conseguido desencajar los
sillares. En aquel momento, la torre amenazaba ruina y a cada nuevo impacto
sus defensores se asomaban con preocupación a las almenas. Un destacamento
de mercenarios turcopolos que aguardaban, a prudente distancia, apostados tras
manteletes rodantes. Cuando la torre se derrumbara, treparían por sus ruinas,
irrumpirían en la ciudad, abrirían una puerta al ejército de los cruzados y Acre
volvería a ser cristiana.
En uno de los manteletes avanzados, el aprendiz de caballero Guido de Sant
Bertevin, llegado en la última hornada de franceses, se informaba sobre la
situación.
—Tenéis suerte —le decía un veterano compatriota—; habéis llegado justo
para participar en el botín, porque Acre es una fruta madura a punto de caer. Os
habéis ahorrado los meses de duro asedio, hambre y miserias que llevamos
pasados. Y piojos, ni os cuento.
—¿Es rica la ciudad? —se interesó Guido.
—¿Rica? La más rica de esta tierra, más rica que Jerusalén. Por eso el rey de
Jerusalén, Guido de Lusignan prefiere recuperarla y que Jerusalén siga en manos
de Saladino.
—¿Crees que Saladino levantará el asedio si tomamos la ciudad? El veterano
se encogió de hombros. Esa predicción era más difícil. La situación era delicada.
Guido de Lusignan, había cometido la locura de sitiar el puerto y la ciudad de San
Juan de Acre con menos tropas de las que la ciudad contenía. Saladino, por su
parte, había sitiado a los sitiadores. Cristianos y sarracenos formaban dos anillos
concéntricos en torno a la ciudad, una situación bastante comprometida para los
cristianos porque, si los sitiados atacaban, podían verse atrapados entre dos
fuegos. Solamente los considerables refuerzos llegados de la cristiandad europea
les permitían prolongar el asedio.
—¿Cuál es la situación aquí? —preguntó el joven Guido mientras
mordisqueaba un trozo de pan sobre el que había extendido una loncha de tocino.
—Peculiar. Los cristianos de Tierra Santa están divididos en dos bandos: los
que apoy aban a Guido de Lusignan, al que sostiene el rey de Inglaterra, y los
partidarios de su rival y enemigo Conrado de Montferrato, el defensor de Tiro,
cuy a candidatura al trono apoy a el rey de Francia. Yo creo que los dos son
meros muñecos de los rey es. Felipe de Francia y Ricardo de Inglaterra, en lugar
de enfrentarse directamente prefieren hacerlo a través de sus respectivos
monigotes.
Guido miró al cielo y vio que el sol comenzaba a declinar. Iba sintiendo cierto
desasosiego en el estómago. Hora de cenar. Se despidió del soldado, se echó la
ballesta alemana sobre el hombro y se dirigió a las tiendas del rey de Francia a
través del vasto campamento. Además de los « peludos» , como los europeos
llamaban a los cristianos nacidos en Tierra Santa, descendientes de los primeros
cruzados allí afincados, en el campamento había mesnadas de distintos orígenes:
normandos, daneses, ingleses, frisones, flamencos, sajones y hasta gentes
venidas de regiones más remotas, contingentes de mercenarios y guerreros de
fortuna que hablaban ásperas lenguas y miraban con recelo a los nobles que
comandaban el ejército cristiano. Más alejados estaban los cuarteles de los
mercenarios turcopolos y cerca de ellos los de hospitalarios y templarios que los
contrataban.
Para detener a Saladino y recuperar Jerusalén, el papa había enviado a
Tierra Santa tres ejércitos al mando de tres rey es. El primero en acudir fue
Federico Barbarroja de Alemania, que escogió el camino terrestre porque un
mago le había avisado del peligro que le acechaba en el agua. Sin embargo, se
ahogó al atravesar el río Salef en Cilicia y nunca llegó a Tierra Santa; los otros
dos, Felipe Augusto de Francia y Ricardo Corazón de León, de Inglaterra,
hicieron el viaje por mar. Se odiaban mutuamente y desconfiaban el uno del otro.
De hecho habían aplazado la partida durante meses porque ninguno de ellos
quería abandonar sus tierras el primero por temor a que el otro aprovechara su
ausencia para atacarlas.
Cuando Guido de St. Bertevin llegó a las tiendas de su mesnada, su tutor, el
caballero Lucas de Tarento, estaba vistiéndose con la ay uda de Pedro el Raposo,
su escudero. Parecía un rey con su manto de fiesta y la espada de los desfiles al
cinto.
—¿Dónde te metes? —le reprochó—. Vístete de bonito, que hay trabajo.
—Pero sire, ¿y la cena?
—Cenarás cuando se pueda.
Guido ay udó al escudero a ensillar el caballo con la silla damascena,
minuciosamente adornada con hilos de plata embutidos en el cuero brillante.
Después cubrieron, y cubrió al animal con una rica gualdrapa bordada en la que
destacaba la torre de plata coronada con el brazo que empuñaba una espada.
Cuando lo tuvo todo dispuesto Guido ay udó a subir a su tutor y lo acompañó,
llevando las riendas, hasta la capilla del campamento, una amplia tienda de listas
blancas y rojas en la que los rey es se reunían.
Estaban todos: Ricardo Corazón de León, fuerte y membrudo, con su melena
y su barba pelirroja; Felipe Augusto de Francia, delgado y nervioso, jugando con
los eslabones de la gruesa cadena de oro que adornaba su pecho, la barba negra
escasa, recortada; Aimery de Limoges, patriarca de Antioquia, solemne e
investido con su manto de seda bordado y todos sus abalorios religiosos. Lo
acompañaban dos clérigos, que permanecían apartados, pendientes del prelado.
Unos pajes con la librea de Francia acabaron de servir las copas de hidromiel y
se retiraron. Cada rey llevaba un séquito de tres caballeros que aguardaban fuera
de la tienda.
—Saladino no tiene fuerzas para derrotarnos y nosotros no tenemos fuerzas
para derrotar a Saladino —informó Ricardo—. Esos son los hechos desnudos. Sin
embargo, el tiempo corre a su favor. Saladino está en su tierra, sólo tiene que
sentarse a esperar tiempos mejores. Nosotros, por el contrario, procedemos del
otro lado del mar. Cuando no hay a botín que repartir, los barones que nos han
seguido se despedirán y regresarán a sus posesiones. Ya ha ocurrido otras veces
en las cruzadas anteriores. La Cristiandad está cada vez menos interesada en
sacrificios por los Santos Lugares. La fe y a no es lo que era.
—Eso que dices es cierto, pero ¿qué propones? —replicó Felipe Augusto.
—Los dos hombres que rescataron a Isbela de Merens espiaron la
conversación de dos jefes sarracenos. Saladino está buscando un talismán que le
dará la victoria.
—¿Un talismán? ¿Qué talismán?
—Los sarracenos lo llaman el Espejo de Salomón —concluy ó Ricardo—. El
patriarca de Antioquía, aquí presente, quizá nos pueda explicar de qué se trata.
El patriarca, de venerable barba blanca y profundas ojeras, se aclaró la voz
antes de decir:
—A pesar de la incultura que disculpa vuestra condición de nobles, quizá
hay áis oído hablar de Salomón, el sabio rey de Israel que gobernó estas tierras en
los Tiempos de los Caudillos, mil años antes del nacimiento de Cristo. Salomón
era rey, pero también era un mago poderoso. Después de la Abominación, la
raza de los hombres se debatía en la oscuridad de la ignorancia y buscaba a Dios.
Algunos pueblos seguían al sol; otros, a la luna, pero ninguno encontraba el
sendero que conduce al sol y a la luna conjuntamente. En esta tierra que
pisamos, el sol de los judíos, Yavé, pugnaba con la diosa de los antiguos cananeos,
Ashera, la sabiduría. Salomón los unió, por eso lo tenemos por espejo de sabios,
y, al unirlos, descubrió la mecánica de la creación, entendió el Shem
Shemaforash y lo plasmó en ese talismán que pretende conseguir Saladino, el
Espejo de Salomón o Mesa de Salomón.
—¿En qué quedamos es un espejo o es una mesa? —se impacientó Felipe
Augusto.
El anciano sonrió ante la impaciencia del joven.
—Es las dos cosas, sire: tiene el aspecto de una mesa circular baja, pero en su
superficie se dibujan los siete cielos y puede verse la Creación, por eso lo llaman
espejo. Quien sepa leerlo descubrirá en él la Palabra Suprema, el Shem
Shemaforash.
—¿El Shem Shemaforash? —preguntó el rey Ricardo—. ¿Qué demonios
significa?
—Es hebreo —respondió el patriarca—. Significa el Nombre del Poder. La
Mesa de Salomón contiene el Nombre Secreto de Dios, el Shem Shemaforash, un
conjuro más poderoso que todos los conjuros conocidos por los magos, la palabra
de la que Dios se sirvió para crear el mundo.
Se hizo un profundo silencio sólo turbado por el chisporroteo de un trozo de
sándalo en un pebetero. El patriarca humedeció sus pálidos labios con un sorbo de
hidromiel y continuó:
—El poder de los magos más poderosos palidece ante el poder de ese conjuro
que contiene el nombre secreto de Dios. De hecho, la magia consiste en el
dominio de las fuerzas ocultas de la naturaleza. Desde antes de la Abominación,
los magos han desarrollado diversos conjuros de los que se obtienen resultados
parciales. El hombre que domine el Shem Shemaforash dominará la Creación.
Ese es el conjuro máximo.
Ricardo asintió. Felipe Augusto, desde su sitial, adornado de lises, observaba
atentamente a su primo. ¿Cómo podía odiarlo tanto?
¿Por simple envidia, porque era rico, hermoso y valiente o por el resquemor
que le producía su propia inferioridad?
Felipe Augusto era endeble, cobarde y poco agraciado. A veces, mirándose al
espejo, se preguntaba por qué sus padres no lo golpearon contra un muro al
nacer, como era costumbre hacer con los neonatos deformes o enfermos.
Estaban tan deseosos de un heredero que lo conservaron. Lo metieron entre
algodones y se empeñaron en que viviera. Para colmo había heredado un reino
prestigioso, pero débil y con tendencia a desaparecer entre la ambición de los
Plantagenet, con los que limitaba por el oeste, y la del inmenso imperio
germánico, su vecino del este. Cuando Felipe Augusto se ensimismaba en estos
sombríos pensamientos, lo que ocurría con cierta frecuencia, tenía la manía de
mordisquear un mechón de su rala barbita.
—Shem Shemaforash, ¿eh? —saboreó las extrañas palabras al pronunciarlas
—. Y ese conjuro mágico ¿está escrito en la mesa de Salomón?
No exactamente —dijo el anciano—. Al parecer la Mesa sólo contiene una
serie de círculos y de ray as que forman estrellas y conjuntos geométricos, pero
un mago instruido puede deducir el Nombre del Poder a partir de esas señales.
Felipe Augusto asintió. Un mago experto. La Iglesia tiene magos expertos.
Después de todo es su oficio, administrar la magia, pero ¿dónde encontraría él un
mago experto? Se arrepintió de haber quemado a varios magos acusados de
hechicería por el arzobispo de París, antes de partir para la cruzada.
—En los tiempos del antiguo Israel —prosiguió el patriarca— el Shem
Shemaforash estaba custodiado por el Baal Shem o Maestro del Nombre, como
también se llamaba el Sumo Sacerdote. Una vez al año, el sumo sacerdote,
protegido por el pectoral de las doce facetas, penetraba en el Sancta Sanctorum
del Templo para pronunciar ese Nombre en voz baja en un rincón donde estaba
depositada el Arca de la Alianza. De este modo actualizaba la Alianza entre Dios
y la humanidad y renovaba la creación para que el mundo continuara existiendo.
Al construir la Mesa, Salomón aseguró la transmisión del secreto de la Alianza:
cada Baal Shem instruía a un discípulo que lo sucedía en el misterio del Shem
Shemaforash para que la tradición no se perdiera. Por tanto, los poseedores del
secreto eran siempre dos, aunque solamente uno compareciera en presencia del
Santísimo para la renovación de la Alianza.
—¿Y qué ha sido de ese Sumo Sacerdote? —preguntó Ricardo.
—Ahora los judíos no lo tienen. Perdieron su reino y están dispersos por el
mundo. Pero aquel que se haga con el Espejo y consiga arrancarle su conjuro
podrá proclamarse Rey Sagrado y reinar sobre la tierra. Ese será el tiempo de la
armonía universal, un solo pueblo con una sola religión bajo un solo caudillo, sin
guerras. Para ello no basta dar con la Mesa. El Baal Shem que conjure su poder
debe comparecer ante esta con el pecho cubierto con una lámina de oro en la
que se engasten las Doce Piedras del pectoral sagrado.
—¿Doce piedras?
—Sí. Son doce piedras dracontías, los cálculos terrosos duros como el
pedernal que crecen bajo la lengua de las dragonas, dentro de la glándula del
veneno. Cada piedra tiene su forma propia, su color y su textura. Son tan distintas
que incluso cada una tiene su nombre: la Fogosa; la Intrincada; las tres de san
Todaro, que se llaman Manchada, Luciente y Nuececita; la Templada; la
Reluciente; la Melada; la Peregrina; la Honda; la Granito y la Dolorida. El que
opere sobre el nombre divino en la Mesa debe llevarlas cosidas sobre el pecho.
Eso lo librará de la muerte porque la Mesa tiene tal poder que mata al que la
ilumina.
—¿Y esas piedras donde están?
—Dispersas por el mundo desde hace siglos, pero con el poder de los magos
del pontífice hemos conseguido conocer el paradero de casi todas ellas.
Los rey es de Francia y de Inglaterra intercambiaron una mirada. Ricardo
tenía treinta y cinco años y era un hombre curtido por la vida. Felipe Augusto
sólo veinticinco, aunque aparentaba diez más. Felipe Augusto no estaba contento
con la herencia de su padre. Sus dominios directos solo abarcaban París y un
reducido territorio de su entorno. Luego había una serie de provincias,
supuestamente sometidas a su autoridad, en las que apenas podía reclutar tropas o
recaudar impuestos. Ricardo sí era fuerte. Los dominios de la dinastía
Plantagenet no sólo abarcaban Inglaterra sino que, por medio de matrimonios y
alianzas, se había extendido por todo el este de Francia, Normandía, Bretaña,
Poitou y Aquitania. Paradójicamente, Ricardo, como duque de Normandía y de
Aquitania era nominalmente vasallo de Felipe Augusto, rey de Francia, pero si
Felipe Augusto le hubiera dado una orden se habría reído de él en sus barbas.
Felipe Augusto lo odiaba con toda su alma. Aquel hombre poseía en abundancia
todas las cualidades de las que él carecía: belleza, apostura, valor físico y sobre
todo, tierras y soldados.
El rey de Francia ahuy entó los malos pensamientos para atender al patriarca
de Antioquía.
—Os he mandado llamar porque esta mañana he recibido una bula papal en
la que el Santo Padre se pronuncia sobre la Mesa de Salomón. Ordena al Maestre
del Temple que indague sobre su paradero.
—¿Por qué el Maestre del Temple? —saltó Ricardo con su vehemencia
acostumbrada. Ricardo desconfiaba de los templarios. Los templarios tenían su
casa madre en París y cuando el rey de Francia estaba en apuros económicos,
que era casi siempre, le prestaban el dinero necesario. Sospechaba que, puestos a
escoger, favorecerían a Francia antes que a Inglaterra, aunque sólo fuera por
cobrar sus deudas.
—Los templarios son los únicos cristianos a los que el Viejo de la Montaña
respeta —explicó el patriarca—. Cuando sepamos dónde se encuentra la Mesa,
enviaremos a rescatarla a un grupo de hombres justos y puros que vosotros, los
jefes de la cruzada, designaréis. Ahora arrodillaos y recibid la bendición del
Señor.
Lo obedecieron y recibieron la bendición.
De regreso a su tienda, Felipe Augusto cavilaba: « Si y o pudiera hacerme con
ese talismán, el Espejo o la Mesa de Salomón, me proclamaría rey del mundo:
podría agregar a mis reinos los dominios de los Plantagenet y quizá las tierras del
imperio germánico» .
Felipe Augusto se detuvo en seco golpeado por una sospecha. Pero ¿y
Ricardo? ¿No ambicionaría, él también, el talismán? Por supuesto que sí. Un
Plantagenet no podría dormir tranquilo mientras sus posesiones lindaran con las
de otro rey. Aquellos malditos pelirrojos hijos de la melusina aspiraban a
poseerlo todo. Cuanto más tenían, más codiciaban. Habían ascendido en un par
de generaciones abriéndose paso a codazos entre las casas reales de Europa sin
saciarse jamás. El abuelo de Ricardo, Godofredo, se casó con la viuda del
emperador germánico, una mujer quince años may or que él, para conseguir la
corona de Inglaterra. Enrique, el padre de Ricardo, se casó con Leonor, la esposa
divorciada del anterior rey de Francia, para conseguir el ducado de Aquitania. El
taimado Ricardo Corazón de León estaría rumiando cómo hacerse con el
talismán. Felipe Augusto no podía fiarse del Plantagenet: llevaba en la sangre la
ambición desmedida. Seguramente estaba y a maquinando la manera de
apropiarse de la Mesa o el Espejo o lo que demonios fuera.
Al llegar a su tienda de lona azul tachonada de flores de lis blancas, Felipe
Augusto sintió un malestar en el estómago y vomitó saliva y bilis en su jofaina de
plata.
Su médico personal acudió a socorrerlo con una toalla mojada, que le aplicó
en la frente. Felipe Augusto respiraba pesadamente. —Esta maldita guerra va a
acabar conmigo— rezongó. —¡Maldito el día en que me metí a cruzado!
CAPÍTULO III

En Rissu, al oeste de Gizeh, no lejos de El Cairo, un hombre y un muchacho


caminaban por el pedregal en dirección a la cueva que llaman de las Serpientes.
Era mediodía y el sol caía a plomo sobre los cerros y ermos y las barrancas del
desierto.
—Tengo miedo, padre —dijo el muchacho. El hombre se detuvo y lo miró.
—¿Miedo?
—De las serpientes —dijo el muchacho.
—No temas. Las cobras no se acercarán a Asmodeo de Sinán. Siguieron
caminando en silencio. Asmodeo de Sinán vestía como un mendigo, con una
chilaba descolorida y manchada y un turbante corto de los que usan los pobres.
Era un hombre alto y delgado, con la cara larga y morena, los ojos hermosos y
oscuros, brillantes como si los devorara la fiebre, la boca grande, los labios finos
y pálidos, la barba negra con mechones grises hasta la mitad del pecho. El niño
era un ahijado de Asmodeo. Sus padres habían perecido en la hambruna de
Damieta, diez años antes, después de vender a su hijo de un año a un mercader,
acaso para salvarlo. Asmodeo lo adquirió por un besante bizantino de oro, por eso
lo llamaba así, Besante, « una palabra ni cristiana ni islámica que todo el mundo
aprecia» , le explicaba a su ahijado.
Los dos caminantes ascendieron con dificultad la duna de arena acumulada
junto a la boca de la cueva y penetraron en la umbría oquedad. Un ídolo de
piedra antiguo, carcomido por el tiempo y semienterrado se cruzaba en la
entrada, a la sombra. Asmodeo de Sinán se sentó en él y su hijo lo imitó.
Permanecieron en silencio, respirando con agrado el aire templado y refrescante
de la cueva después del paseo abrasador. Al cabo de un rato, el muchacho dijo:
—Ahora me alegro de haber venido, padre. Uno se siente aquí…
—¿Como eufórico? —lo ay udó Asmodeo.
—Sí, algo así. Muy tranquilo —dijo el muchacho. Sacó la calabaza de agua y
se la ofreció a Asmodeo, que bebió un corto trago. Después bebió el muchacho.
Asmodeo meditó un momento y después suspiró como si le costara tomar
una decisión, apoy ó su mano en el hombro del muchacho y dijo:
—Hubo un tiempo en que estas arenas estériles eran una tierra fértil cubierta
de bosques, de huertos con árboles frutales, de plantas de muchas clases y de
fresca hierba, en la que pastaban vacas y caballos, ovejas y cabras. Entonces
estas colinas pedregosas estaban llenas de vida: había leones, antílopes, elefantes
y pájaros de diversas especies que llenaban el cielo. Los hombres vivían
desnudos en su primitiva inocencia y no tenían que esforzarse para alcanzar el
sustento porque la tierra producía de sobra, sin necesidad de cultivarla. El mundo
estaba poblado por cuatro razas inteligentes: los elfos, los hombres, los gnomos y
los enanos, pero las comunidades eran tan pequeñas y dilataban tanto unas de
otras que apenas se relacionaban. Cuando se encontraban, cada cual seguía su
camino porque sobraba de todo y nadie quería poseer más de lo necesario para
sustentarse.
—¿Que son elfos, padre? Asmodeo miró al muchacho.
—Una raza de seres inteligentes. Nunca ha habido muchos. Suelen refugiarse
en rincones poco accesibles. Algunas veces se han mezclado con los hombres y
han producido semielfos.
Asmodeo guardó silencio durante unos minutos antes de proseguir:
—Hubo un tiempo, la Edad de Oro, en que los hombres vivían en armonía
entre ellos y con las otras razas del mundo, bajo la égida de la Diosa —explicó al
muchacho.
—¿Una diosa? —replicó el muchacho—. ¿Puede Dios ser hembra?
—Ese dios macho que hoy adoran los hombres de todas las religiones es un
usurpador. Al comienzo de los tiempos sólo había una diosa común para la
humanidad, una diosa amable y pródiga que velaba por sus criaturas, la Diosa.
Ella hacía germinar los campos, fertilizaba a los animales y llenaba de cálida
alegría el corazón del hombre. Después surgieron pueblos pastores que
despreciaban la naturaleza y sólo pensaban en esquilmarla. Adoraban a un dios
macho aficionado a la guerra y sediento de sangre. De ese Dios, que señoreó la
tierra, un dios terrible que aspira a la exterminación de sus rivales han surgido los
que hoy adoran los pueblos.
—Padre, ¿cómo sabes esas cosas que nadie conoce?
—Las sé —respondió el hombre.
Asmodeo raramente hablaba de su pasado. Había nacido cristiano al otro lado
del mar y había estudiado con los sacerdotes en la Sorbona de París y en Roma.
Cuando estaba a punto de ser el obispo más joven de la cristiandad, había sufrido
una crisis y se había apartado del mundo para hacerse ermitaño en el desierto de
la Tebaida. Un cuervo al que alimentaba con trocitos de pan le habló un día con
su ronca voz:
—Sí quieres saber, sígueme.
Lo siguió durante siete extenuantes días. Cuando el cuervo, que volaba
delante, lo sentía desfallecer, se posaba en una piedra y le daba un respiro. Al
séptimo día le ordenó: « Cava aquí» . Asmodeo cavó y cavó en la arena y
encontró una piedra con una argolla que cerraba la boca de un pozo antiguo.
Descendió por unos empinados peldaños y se encontró en los subterráneos del
templo de Pta. Recorrió las opresivas estancias de donde la vida había huido
hacía miles de años y encontró el archivo del templo con las crónicas de los
antiguos sacerdotes. A través de ellas había conocido los primeros pasos de la
Humanidad y se había convertido a la antigua religión de la Diosa, la que las
religiones del Libro denigran con el nombre de Abominación. Después había
frecuentado los centros del saber: Alejandría, Bagdad, París y había aprendido
magia en las antiguas escuelas que aún se mantenían.
—La Diosa dejó una preciosa herencia —dijo Asmodeo—, unos
conocimientos que nos permiten comprender la naturaleza y armonizarnos con
ella. Tú sabes que los seres vivos estamos sometidos a los ritmos de la vida: la
respiración, los latidos del corazón, el ciclo menstrual de las mujeres. Pues bien,
la naturaleza también tiene esos ritmos. El sol, la luna, las estrellas, las
constelaciones. Después de la primavera, viene el verano y después el otoño y el
invierno, a eso me refiero. Esta tierra que pisamos está recorrida por una energía
que el hombre puede aprovechar y que se manifiesta en determinados lugares.
En tiempos de la Diosa, los hombres percibían las vibraciones de la naturaleza, de
la tierra y del cielo y aprovechaban esa energía de las corrientes telúricas.
Asmodeo explicó a su ahijado la función de las pulsiones electromagnéticas,
(llamadas áy kfie en la antigua lengua de los iniciados) que recorren la tierra
concentrándose o dispersándose debido al relieve, a la conductibilidad del
terreno, a la existencia de fallas, la temperatura interior y la presencia de aguas
subterráneas. Le hizo ver que los dy kfie eran las terminaciones nerviosas por las
que la tierra irradiaba su energía.
—Los dy kfie suelen ser especialmente intensas en el interior de cavernas y
abrigos y en los berruecos rocosos.
—Por eso se está tan bien aquí, en esta cueva —dijo el muchacho. Asmodeo
sonrió.
—Por eso.
En tiempos de la Diosa los dy kfie se convirtieron en lugares sagrados, centros
de peregrinación, puertas del cielo, especialmente las Siete Puertas, y los
hombres levantaron en ellos sus santuarios a los que peregrinaban cuando la
posición de los astros mejoraba las condiciones del lugar. Visitarlos equivalía a
renovar la materia, a nacer de nuevo. También, con el mismo efecto, erigieron
enormes piedras aisladas, alineadas o en círculos, para aumentar la energía
natural de la tierra. Cuando los pueblos pastores impusieron sus dioses masculinos
y persiguieron a las sacerdotisas de la Diosa, usurparon estos santuarios y los
dedicaron a sus ídolos. Detrás de ellos llegaron otros cultos y así se han
transmitido hasta hoy en que muchos y acen debajo de las iglesias, de las
mezquitas y de las sinagogas.
CAPÍTULO IV

Una muchedumbre de cruzados a pie y a caballo, vestidos con camisotes de


malla o de perpuntes de diversas hechuras y armados de espadas, hachas y
mazas avanzaba hacia la ciudad al compás de los tambores y de las trompetas.
La torre de los Lamentos, bombardeada por los trabuquetes franceses y minada
por los enanos zapadores de Felipe Augusto, se había desplomado. Los cruzados
penetraban en la ciudad. Se luchaba en el barrio de los tejedores; en el mismo
corazón de Acre.
Lucas de Tarento se abrió paso entre la tropa que avanzaba. En aquel
momento decisivo el rey Ricardo lo había convocado a su tienda.
El may ordomo lo anunció inmediatamente. Ricardo estaba en el centro de la
estancia rodeado de escuderos y pajes que le abrochaban las correas de la
armadura.
—Acre se ha terminado para ti —le dijo con su característica brusquedad—.
La misión que te va a encomendar mi may ordomo es más importante que acudir
a la muralla para que una piedra o una flecha te desgracie. Capturaréis a los
embajadores que Saladino envía al Viejo de la Montaña.
—Sire, ¿no podemos esperar hasta que Acre caiga?
No podemos. Nadie sabe cuántos días de ventaja nos llevan los sarracenos.
Como no tienes de quién despedirte, saldrás esta misma mañana. Escoge seis
hombres, ni uno más.
La tienda de Ricardo estaba plantada sobre una eminencia del terreno a las
afueras del antiguo corral de las caravanas, a media legua de Acre. Desde el
tingladillo sombreado con ramas de palmera y a secas que hacía de vestíbulo,
Lucas divisó la ciudad. Se elevaban al cielo columnas de polvo blanco y de humo
negro. A ratos se percibía, con las rachas del viento favorable, el lejano rumor de
la guerra y los degüellos, parecido al que producen las olas nocturnas en las
play as pedregosas.
El may ordomo de Ricardo era un anciano de barba blanca y ojos cansados.
Lucas de Tarento se quedó a solas con él.
—Lucas, te conozco desde hace muchos años y te aprecio —comenzó el
anciano—, por eso me pesa que Ricardo te hay a escogido para este trabajo.
—Todos tenemos que cruzar el valle de lágrimas —dijo una voz a su espalda.
El anciano y el caballero se volvieron. El que había hablado era un clérigo
alto, enjuto y moreno, la cabeza rapada y la mirada enfebrecida de unos ojos
irritados por el estudio o por haber cabalgado en medio de una tormenta de
arena. Ascendía ágilmente, sin esfuerzo aparente, por el talud que conducía a la
tienda. Lo acompañaba el may ordomo del rey de Francia, un normando delgado
y anguloso, aguileño de nariz, con su tintero de plata en la cintura, y su navajita
de cortar caña de escribir colgando del cuello.
—Jorge Cantacuzanos —lo presentó el may ordomo francés—. Te
acompañará a la búsqueda de la Mesa. Es un sabio renombrado. Estudió cerca
del Papa y domina los arcanos del conocimiento.
—Nadie domina los arcanos del conocimiento —replicó el clérigo con voz
neutra—. Más bien son ellos los que nos dominan a nosotros.
—¿Cuando has llegado de Siria, Jorge Cantacuzanos? —inquirió el
may ordomo del rey Ricardo.
—Acabo de llegar —respondió el fraile—. Un paje real me ha indicado que
estabais aquí. ¿Cuándo salimos?
—Esta misma tarde —respondió el anciano—. Los criados y los escuderos
están terminando de cargar la recua.
No necesitamos un gran séquito —intervino Lucas de Tarento—. Cuantos
menos seamos, más desapercibidos pasaremos.
—Pero hay alguien que debe venir con nosotros —dijo Cantacuzanos:
Grontal.
—No lo conozco —dijo el caballero.
—Es el capataz de los enanos zapadores que sirven al rey Felipe de Francia.
Lucas de Tarento lo recordó. Unos meses antes, una cuadrilla de enanos se
había presentado en el campamento del rey de Francia con cartas de
recomendación de un conde bizantino. Formaban parte de un grupo más
numeroso que acompañaba a las tropas del emperador Federico. Cuando este se
ahogó al pasar un río, muchos de los enanos que lo acompañaban se volvieron a
sus cuevas de los Alpes pero unos pocos prosiguieron hasta Tierra Santa y se
emplearon con Felipe Augusto.
Los enanos vivían apartados, en un extremo del campamento galo, donde se
habían fabricado sus propias viviendas subterráneas, unas galerías de las que a
veces salía humo blanco. Podían excavar una mina en la tercera parte del tiempo
que empleaban los mineros más expertos, pero había que pagarles la soldada
diariamente y siempre en oro o piedras preciosas porque no se fiaban de las
promesas de los rey es, ni siquiera de los prestigiosos pagarés de los templarios.
Los enviados del may ordomo francés condujeron al enano Grontal ante
Jorge Cantacuzanos.
—Volvemos a vernos Grontal —dijo el clérigo. No había indicios de afecto en
sus palabras que delataran alegría alguna por encontrarlo de nuevo.
—Estás más viejo —lo saludó el enano.
—Es la gran cuita de los humanos: que envejecemos pronto. Tú, sin embargo,
no representas los ochenta años que tienes.
—Setenta y dos —corrigió el enano y sonrió con su ancho rostro terso, sin una
arruga, mostrando su perfecta dentadura—. ¿Para qué me necesitas?
—No te necesito y o. Te necesitan los señores de la Cruzada. Se trata de
atravesar el mundo para buscar un talismán sagrado. Puede que esté oculto en las
entrañas de la tierra. ¿Has oído hablar de la Mesa de Salomón?
El enano acarició su barbita rojiza.
—Ese talismán forma parte de las ley endas que nos cuentan los bardos en las
cavernas inferiores. Dicen que está guardado por Siete Puertas. ¿Podré sostenerlo
entre mis manos cuando lo encontremos? No es que ambicione nada, pero me
gustaría poder contárselo algún día a mis nietos. Por otra parte, algo me dice que
va a ser divertido. Las murallas de Acre están en el suelo y pronto los enanos no
seremos necesarios ¿Cuándo partimos?
—Ahora mismo —le respondió el may ordomo francés—. ¿No hablamos de
tu salario?
—Ya tengo suficiente oro y plata. Con la manutención y con ese rubí espinela
que lleváis en la gorra me doy por pagado.
El may ordomo se encogió instintivamente, mientras maldecía su ocurrencia
matinal de engalanar su gorra de terciopelo con aquella piedra. La tarde anterior
una dama de compañía de la princesa de Nevers, la suegra del rey Ricardo, una
cincuentona de buen ver, valiente de pechos, lo había mirado con insistencia y le
había tendido la mano para que la ay udara a descabalgar de su mula frisona.
En aquel momento apareció Ricardo.
—May ordomo, ¿podemos disponer de esa bagatela para el servicio de la
corona? —preguntó el rey, como quitando importancia al lance.
—Mi vida entera pertenece a su Majestad —respondió el aludido con una
breve inclinación, al tiempo que lanzaba al enano una mirada homicida.
El rubí espinela, que valía las rentas de un molino en la Etruria, cambió
rápidamente de dueño. El enano se retiró, con media sonrisa.
CAPÍTULO V

Asmodeo de Sinán chasqueó la lengua. El camello se detuvo al instante y se


arrodilló pesadamente. El mago descendió y pisó la arena caliente con sus
grandes pies descalzos. Apoy ado en el largo báculo de madera de acacia,
caminó lentamente hasta la línea de sombra que proy ectaba la gran pirámide y
se sentó en una piedra. Su ahijado Besante y los dos criados que lo acompañaban
se miraron. El mago podía permanecer cuatro o cinco horas inmóvil mientras
meditaba. Descabalgaron y llevaron sus camellos a la sombra, a una distancia
respetuosa del gran hombre.
El mago paseó su mirada por el desierto dorado y por las dunas redondeadas
en cuy as crestas se levantaban a veces pequeños torbellinos de arena. Se volvió a
contemplar la gran pirámide, la misteriosa montaña artificial que, de cerca,
semejaba una escalera de irregulares peldaños, apropiados para los gigantes.
Muchas generaciones antes, un antepasado suy o may ordomo del califa había
abierto un boquete a media altura por el que se accedía a la cámara del faraón.
Una nutrida cuadrilla de canteros de Faiún trabajó durante años con picos y
cinceles en la roca viva, retirando quintales de escombros. Cuando por fin
accedieron a la cámara sepulcral, en el centro mismo de la pirámide, solo
encontraron restos de palancas carcomidas con las que muchos siglos atrás los
saqueadores de la tumba habían abierto el gran sarcófago y robado el cadáver
del faraón. Se creía que las tripas del gran rey estaban recubiertas con escamas
de oro procedentes de los filtros mágicos que se tomaba para prolongar su vida.
Los saqueadores pensaron que el tesoro del faraón, formado por preciosos
muebles y objetos de oro, maderas preciosas y marfil, era el ajuar funerario que
acompañaba al difunto en la cámara mortuoria. Eran demasiado ignorantes para
descubrir el verdadero tesoro, las claves geométricas del legado iniciático
expresadas por los constructores del monumento. Sinán se levantó bruscamente
del asiento y llamó a Besante. —Subamos a la montaña— propuso el mago.
El muchacho había estado otras veces en la pirámide, aunque nunca había
penetrado en el pasadizo. Los hombres del desierto aseguraban que estaba
habitado por demonios y que la maldición del faraón era tan fuerte que ningún
violador de aquella tumba vivía más de un año. Sin embargo, Besante anhelaba
acompañar a su padre en la exploración de la montaña sagrada. Asmodeo de
Sinán era un mago reputado. Sabía conjurar los demonios con una magia más
potente que la de los faraones.
Escalaron la montaña de bloque en bloque, el muchacho iba delante y le
mostraba al mago el camino más fácil, hasta que llegaron a la pequeña meseta
en mitad de la ladera, en la que se abría la boca del pasadizo. Mientras
recuperaba el resuello, Sinán se volvió, una vez más, para contemplar el dilatado
paisaje de dunas. El sol levantaba pequeñas ondulaciones de aire caliente que los
habitantes del desierto tomaban por genios maléficos o djinns. Cuando sus ojos se
posaron en la cabeza de la esfinge, un mago antiguo con tocado faraónico y
cuerpo de leona, que permanecía sepulto entre las arenas, Asmodeo pronunció
una breve jaculatoria en la lengua secreta de los dioses y sintió que su corazón se
inundaba de paz. Entonces se volvió hacia la pirámide y se asomó al hueco de la
galería. El pasadizo descendía como un pozo oblicuo que se perdía en la
oscuridad del fondo. El techo estaba formado por grandes piedras de buena
cantería apoy adas en ángulo.
—Padre, ¿vamos a entrar? —preguntó el muchacho.
Sinán lo miró con sus ojos oscuros en los que brillaba la fiebre.
—La pirámide es el gran talismán —dijo como para sí, aunque se lo
explicaba al muchacho—. La proveedora de energía de los hombres que
habitaron el Nilo y crearon la magia del mundo. Ellos pasaron y sus huesos se
convirtieron en polvo en menos que nada, pero la magia está aquí, nos rodea y
nos obliga.
—Pero tú eres más poderoso que el faraón, padre —dijo el muchacho.
Asmodeo de Sinán no respondió. Miró la cabeza del muchacho, el pelo revuelto
en un remolino, que nunca cubriría el turbante de la edad adulta y sintió una
infinita piedad por él.
La noche de la víspera, en su palacio de El Cairo, en la terraza acariciada por
la brisa del Nilo y coronada por la cúpula celeste tachonada de estrellas,
Asmodeo había despedido a la esclava de servicio y se había quedado a solas con
Besante. Primero hablaron de las constelaciones, después el mago explicó los
arcanos de la historia.
—En tiempos de los adoradores del dios masculino, cuando sojuzgaron a los
siervos de la Diosa, los caudillos se extendieron y se multiplicaron por la tierra y
con ellos los robos y las guerras. Entonces un sacerdote de la diosa Naqar, al que
otros conocen por Daemon, organizó la resistencia y se enfrentó a pequeña
escala con los invasores. Daemon creó la magia libre, que algunos hombres
llaman negra, porque no acepta someterse al capricho de los dioses impuestos.
También nos llaman Abominación. Nos han perseguido por la faz de la tierra y
nos han enfrentado a los elfos. No siempre fuimos débiles y errantes como
ahora. Hubo un tiempo en que los rebeldes éramos poderosos y destruimos la
Atlántida. También inspiramos la libertad a los rebeldes en el tiempo de los
Caudillos, cuando se riñeron las guerras de los Pueblos, primero con flechas de
hueso y hachas de piedra, luego con armas de bronce y, finalmente, con armas
de hierro. Nos han excluido del disfrute de la tierra y pretenden exterminarnos.
Sólo nos queda la magia.
Asmodeo se volvió otra vez para contemplar las dunas doradas, el mar de
arena que se perdía en el horizonte brumoso, bajo el ardiente sol. Estaba a punto
de conjurar el último misterio. En tiempos del faraón de los dos Nilos, la
pirámide de Keops era la principal dispensadora de energía, de la que dependía
la armonía del país. Él, Asmodeo de Sinán, iba a desafiar a la muerte. Iba a
descender a la sala del sarcófago, el centro neurálgico de aquella máquina
estelar, pero el antiguo rito requería un sacrificio de propiciación que renovara la
alianza con la Diosa.
—Hoy te llamarás Isaac —le dijo al muchacho.
Besante miró a su padre adoptivo, que sostenía en la mano un arcaico cuchillo
de obsidiana. Sabía lo que iba a ocurrir y lo aceptaba. Se arrodilló mirando al sol
y se recogió el cabello, que le llegaba hasta el pecho, en una coleta. Quedó al
descubierto el cuello blanco surcado por una vena azul. Sinán le apoy ó una mano
en la cabeza, abarcándole el cráneo, y lo inclinó ligeramente hacia atrás para
tensar la piel de la garganta. Con un movimiento preciso degolló al muchacho. El
chorro de sangre humeante salpicó las piedras.
CAPÍTULO VI

Sven le Berg, detuvo el caballo y escuchó con atención, con el oído en la


dirección del viento. Había creído percibir un lejano rumor de voces. Descabalgó
y se aproximó a las rocas que ocultaban el camino. No se veía nada. Ató las
riendas a una zarza y trepó ágilmente hasta la parte más alta desde la que se
dominaba el resto del cañón.
A un cuarto de legua de distancia, en un ensanchamiento de la angostura, se
veía un breve palmeral y en él a una partida de hombres que jaleaban a dos
púgiles. Desde aquella distancia no se distinguía bien si eran camelleros o
guerreros.
Sven le Berg percibió un destello en una roca alta: un centinela con su
trompeta damascena. Examinó nuevamente al grupo y descubrió, entre las
palmeras, una tienda de piel de cabra con un adorno esférico y un penacho negro
en el extremo del mástil. El penacho echó a volar de repente, como asustado. Era
un grajo carnicero. Sven de Berg distinguió vagamente las facciones de la esfera:
una cabeza barbuda, sin ojos, con la boca negra, abierta.
Se agachó de nuevo y se sentó en el suelo.
—¡Trudentes! —murmuró—. Lo único que me faltaba para terminar el día.
Los trudentes veneraban las cabezas de los enemigos muertos. Las
conservaban en sal y las momificaban exponiéndolas al ardiente sol del mediodía
sobre los mástiles de sus tiendas. Creían que las cabezas de los muertos los
protegían de la muerte, un vestigio de antiguas religiones, y a olvidadas, de los
primeros trudentes, los que llegaron cien años atrás con la primera cruzada,
procedentes de las selvas brumosas del Danubio o de más allá.
Sven le Berg, como el resto de los cruzados europeos, detestaba a los
trudentes y procuraba mantenerse alejado de ellos. Se toleraban porque eran
excelentes guerreros y porque su mera presencia infundía pavor en los corazones
sarracenos. Los trudentes no daban cuartel durante la batalla y, cuando terminaba
el combate, después del saqueo, celebraban un festín en el que consumían la
carne de los enemigos sacrificados o la de algún prisionero que les pareciera
particularmente hermoso al que previamente sodomizaban en el transcurso de
una fiesta ritual. Los jefes de la cruzada toleraban esas costumbres bestiales. Al
fin y al cabo los clérigos que podían condenarlos no los consideraban personas y
se desentendían de ellos.
—Tengo dos caminos —se dijo Sven le Berg—. Uno, continuar hacia el norte
y pasar entre los trudentes. Con un poco de suerte puedo encontrarlos borrachos o
tan atiborrados de carne que me ignoren. El otro camino es regresar sobre mis
pasos hasta el sendero de la montaña y evitar el cañón.
No conocía el sendero de la montaña, pero podía imaginárselo áspero y
peligroso, orillando precipicios. Además, volver sobre sus pasos le acarrearía
cuatro horas de camino adicionales hasta salir de las gargantas.
La vida de Sven le Berg había sido una sucesión de encrucijadas en las que
casi siempre optó por lo peor. Pudo escoger la Luz, cuando era novicio templario
en la encomienda de Nemours y sin embargo, escogió la Abominación. Asesinó
al abad, vagó prófugo por las montañas, se enroló con la mesnada del conde
Amaro para Tierra Santa, desertó en Hattin, en plena batalla, y, tras nuevos
delitos, arrastraba una existencia de proscrito, y a definitivamente instalado en el
lado oscuro de la Abominación.
Arrancó una brizna de hierba seca y la mordisqueó. Dos caminos.
El sol estaba alto, calentaba el aire y las piedras con su baño de plomo
humeante. Volver o arriesgarse.
Dormitó un poco mientras rememoraba escenas feroces de su vida. Los
trudentes.
—Lo peor que me puede ocurrir es que me maten —se dijo—. Vivo no me
van a capturar. Y los muertos descansan.
Tomó el caballo de la rienda y prosiguió su camino hacia la muerte o hacia la
vida. Cuando rebasó la línea de las rocas inició un suave descenso hacia el
ensanchamiento donde estaba el palmeral. Cabía la posibilidad de tomar un
camino lateral pegado al muro liso del cañón, a cierta distancia de las palmeras.
Si cuidaba de no hacer ruido quizá pasaría inadvertido y saldría del cañón sin que
lo descubrieran los trudentes.
No obstante tomó sus precauciones. Detrás de la silla, asegurado con tres
correas, llevaba un hatillo liado en forma de cilindro. Lo liberó y lo extendió
sobre el suelo: una cota de malla enrollada en una camisola encerada que le
servía de protección. Se la metió por la cabeza e inmediatamente sintió su peso
tranquilizador sobre los hombros. Después se caló el almófar que sólo dejaba al
descubierto los ojos, la nariz y la boca. Antes de que el sol calentara las mallas se
cubrió con la camisola parda pespunteada de manchas de óxido. De esta guisa
prosiguió la marcha a pie, para reservar las fuerzas del caballo, por la ruta
alternativa que dejaba a un lado el oasis y a los trudentes.
Cuando estaba a punto de conseguir su objetivo un estridente toque de
trompeta reveló que los centinelas lo habían descubierto. Sven le Berg suspiró y
se encogió de hombros. Recordó las palabras de san Bernardo que había
aprendido a la sombra del claustro, en Nemours: la vida es milicia.
Le Berg a caballo, con la espada al cinto y la lanza bajo el brazo no esperó a
que apareciera el enemigo. Con la ira amarga en la boca, que precede al
combate, y la nube roja delante de los ojos, picó espuelas y avanzó al trote en la
dirección del bosquecillo de palmeras.
Los trudentes estaban ensillando sus caballos. Uno de los centinelas, un
hombre barbudo y feo, que lucía una terrible cicatriz de hacha en el rostro y el
cráneo calvo, le salió al paso con un chuzo. Sven le Berg se limitó a atropellarlo y
escuchó tronzarse los huesos bajo las afiladas herraduras del percherón. En la
espesura había otros cuatro trudentes de temible aspecto: el que parecía el jefe,
por el perpunte damasceno que vestía, tachonado de refuerzos de acero, estaba a
punto de cabalgar. La lanza de Sven le Berg penetró por un costado y asomó un
par de palmos por el otro. Sven abandonó la lanza inutilizada y echó mano de la
espada, que salió de su funda con un sonido metálico. Los tres trudentes restantes
lo rodeaban, dos por delante procurando distraerlo, para que el tercero lo atacara
por la espalda. Sven le Berg era joven, pero por su larga experiencia de combate
conocía aquella estratagema. Picó espuelas contra los dos trudentes y asestó un
tajo vertical al de su derecha que le abrió el tronco hasta la mitad del pecho. Se
volvió hacia el otro, que pataleaba en el suelo entre estertores, con la y ugular
abierta por una dentellada del caballo.
El trudente restante se abalanzaba con su lanza, ciego de ira. Sven le Berg, al
volverse, le lanzó la espada. El hierro se le clavó un palmo en el estómago
deteniendo bruscamente el avance. El herido dejó caer la lanza, asió con ambas
manos el hierro que horadaba sus entrañas y se lo arrancó sin un gemido. Una
sangre acuosa y oscura manó mansamente de la herida. Tenía los intestinos
perforados. El tajo era mortal de necesidad y le aseguraba una agonía larga y
dolorosa. Mejor que lo rematara aquel demonio. El trudente desenvainó la daga
y reanudó su ataque profiriendo un inarticulado grito de guerra. Sven le Berg, con
el mangual en la mano, comprendió que buscaba una muerte más clemente,
pero no estaba dispuesto a proporcionársela: lo golpeó en la zona de los riñones y
la piña espinosa que pendía de la cadena tronchó la columna vertebral del
atacante después de rodearle el tronco como un brazo enamorado. Tendido en
tierra boca abajo, paralizado de la cintura a los pies, el trudente se alzaba sobre
los brazos musculosos para maldecir al caballero.
Quedaban los centinelas ¿Cuántos? Sven le Berg supuso que sólo uno, el que
había visto en la alta peña vigilando el campamento. Pero la peña estaba desierta.
¿Había huido o se disponía a atacarlo? A caballo presentaba un blanco fácil para
un ballestero. Sven le Berg descabalgó, dejó que su caballo pastara en la fresca
hierba del oasis y se internó en el palmeral.
El trudente, con un cuchillo corto en la mano, acechaba al demonio que había
acabado con sus camaradas. Sven lo escuchó moverse con sigilo entre las
palmeras. Lo vio. Era más joven que los otros, todavía imberbe, con un say o de
piel Mal cosido al que le faltaba una manga. Sven apuntó con cuidado su ballesta
de arzón y, cuando lo tuvo a tiro, lo dejó clavado en el tronco de una palmera con
un virote corto que ni siquiera asomaba por la herida.
¿Eran todos?
Sven le Berg registró la tienda adornada con la cabeza sangrante. Nada. Sólo
un par de hatillos, un pellejo de agua y una alfombra raída. Con precaución,
recorrió el palmeral y las rocas cercanas, los lugares donde alguien podría
ocultarse. En medio de la espesura había un sarraceno anciano y desnudo, al que
los trudentes habían empalado sobre una estaca. Tenía las manos atadas a sendos
troncos de palmera, con una cuerda floja de manera que todo el peso del cuerpo
descansara sobre el palo clavado en el suelo cuy o extremo superior,
convenientemente afilado, le habían introducido por el ano. Era un milenario
suplicio de aquellas tierras, inventado quizá por los asirios, que los trudentes solían
practicar con sus prisioneros, por diversión.
El sarraceno silencioso e inmóvil debía haber muerto. Sven y a había visto
otros empalados por los trudentes. Con el paso de las horas su propio peso lo iría
clavando más y más en la estaca que se abriría paso por sus entrañas hasta brotar
por el lado del cuello o atorarse en los huesos de la cabeza.
Le Berg degolló, al pasar junto a él, al primer centinela herido, que se
arrastraba penosamente con las dos piernas rotas. Regresó al palmeral y cuando
se cercioró de que no quedaban más enemigos examinó a los trudentes: todos
muertos, excepto el herido en el vientre que gemía y maldecía a su enemigo
mientras se arrastraba como un león herido.
Hacía calor y el sol brillaba en todo lo alto. Con gesto cansado, Sven le Berg
se despojó del almófar y sacudió la cabeza hasta que su cabellera rubia se
desparramó por la espalda. El herido lo contemplaba con la mirada vidriosa casi
perdida.
—¿Quién eres? —balbució—. ¿Eres un ángel del cielo?
—No, soy un ángel del infierno.
—¿Cómo te llamas?
Sven le Berg ignoró la pregunta.
—¿Hay más trudentes por aquí? —preguntó a su vez—. Si me dices la verdad
quizá te remate y te evite sufrimientos.
—Adivínalo tú.
No hay más —concluy ó el guerrero—. Sólo veo ocho caballos: los seis
vuestros y otros dos, uno del sarraceno empalado y otro del que os sirvió de
almuerzo.
—Si crees en Dios y en el paraíso, mátame —insistió el agonizante.
—Lo siento. No creo en Dios ni en el paraíso. Tendrás que ofrecerme algo
mejor.
Sven le Berg penetró en la tienda y registró los equipajes de los trudentes. Lo
que encontró le alegró la jornada: una bolsa de besantes de oro bizantinos, una
perla del tamaño de una almendra, oculta en el dobladillo de un sombrero, más
de cien monedas sarracenas de plata y un puñal normando con una doble luna
heráldica en la cruz. Destapó el pomo del puñal. En el compartimiento interior
había un diente diminuto, muy blanco, seguramente una reliquia sagrada. Lo
devolvió a su lugar y colocó la tapa de nuevo antes de guardarse la daga.
Fuera, se despojó de la cota de malla, la tendió sobre la arena y la frotó en el
polvo hasta que desapareció todo rastro de sudor. Era una buena cota y no quería
que se oxidara. Después la tendió sobre una camisola limpia y seca que sacó de
sus alforjas, la enrolló nuevamente y devolvió el atadijo a su lugar, tras la silla
del caballo. En el breve manantial que regaba el oasis, bebió y se refrescó el
cuello, el rostro y los brazos. Al regresar a la espesura descubrió el almuerzo de
los trudentes: oculto bajo ramas frescas de palmera un cadáver decapitado al que
habían cortado lonchas de los muslos y de los glúteos. Una nube de moscas
negras cubría los lugares donde faltaba carne.
No convenía prolongar por más tiempo la estancia en aquel lugar. La
cuadrilla de trudentes podría ser sólo la avanzada de un grupo más numeroso. Lo
más prudente era continuar el camino y salir del cañón. Se disponía a hacerlo, y a
con el pie en el estribo, cuando percibió un lamento lejano.
Descabalgó y volvió sobre sus pasos. Era el empalado, que vivía todavía.
Sven le Berg arrancó la estaca del suelo, pero no del cuerpo del agonizante, cortó
las cuerdas, lo tendió en tierra y se dispuso a degollarlo.
—Lo siento amigo, lo único que puedo hacer por ti es aliviarte.
El sarraceno, con los ojos entreabiertos, parecía comprender. No obstante
hizo un supremo esfuerzo y habló antes de que el cuchillo lo silenciara para
siempre.
—El Tesoro de Salomón —murmuró.
—¿Qué has dicho? —preguntó Sven le Berg.
—El tesoro de Salomón… el Espejo… —murmuró el moribundo.
¡Agua!
Tenía los labios reventados por la sed y por la sangre perdida que empapaba
la tierra.
Sven le Berg mojó en su cantimplora la punta del pañuelo que llevaba al
cuello y humedeció los labios costrosos del sarraceno.
—¡Agua, agua!
—No puedo darte más. Si te llega al estómago, te mueres.
—¡Agua!
—Está bien, pero antes dime qué es eso del tesoro.
—El tesoro de Salomón… El Viejo de la Montaña sabe dónde está, en una
tierra lejana. Hay que atravesar Siete Puertas. Hay que tener las doce piedras
dragontías. El Viejo conoce la Primera Puerta, tiene la primera piedra. Saladino
nos enviaba a negociarlo. Escondí el salvoconducto en la peña enhiesta…
—¿Os enviaba a quiénes? ¿De quién hablas?
—¡Agua…!
—Te daré agua, pero antes dime lo que quiero saber. El sarraceno inclinó la
cabeza a un lado.
Había expirado.
Sven le Berg se incorporó y contempló el cadáver. ¿Deliraba o quiso
comunicar a su benefactor la causa última de su muerte?
El tesoro de Salomón.
En sus días de Tierra Santa, Sven le Berg había oído hablar del tesoro del
mítico rey de Israel, pero lo tenía por un cuento sin fundamento de los muchos
que circulaban entre los cruzados. Se decía que los templarios, en los y a lejanos
días de la fundación de la Orden, habían instalado sus cuarteles precisamente en
las ruinas del templo de Salomón para buscar la cámara secreta del legendario
tesoro. Incluso se rumoreaba que lo habían encontrado porque los templarios
eran inmensamente ricos. Sven le Berg sacudió la cabeza, incrédulo. Tenía
veinticinco años, pero había vivido tan intensamente que y a no creía en casi
nada. El espejismo de los tesoros sarracenos era una de las engañifas de las que
se servían los reclutadores para atraer cristianos a Tierra Santa. Si alguna vez
existieron tales tesoros, lo que era dudoso, era evidente que y a no los había, que
hacía tiempo que quien los tuviera, templarios o casa real, se habría gastado hasta
el último besante de oro para financiar aquella maldita guerra.
Sven le Berg escogió el caballo que le pareció mejor para transportar su
equipaje y liberó a los otros seis. Después reanudó su camino mientras los
cuervos y los buitres, que lo habían estado aguardando en los roquedales del
cañón, desplegaban sus vuelos majestuosos para acudir al festín.
A media legua de la salida del cañón, el guerrero encontró el resto de las
piezas que componían el rompecabezas: doce cadáveres sarracenos y doce
caballos desjarretados que relinchaban lastimeramente muriendo de sed. Sven le
Berg imaginó lo que había ocurrido: la embajada de Saladino que se dirigía al
norte para entrevistarse con el Viejo de la Montaña, se topó con una partida de
trudentes. El anciano empalado debía de ser el embajador.
—La peña enhiesta —murmuró Sven recordando las palabras del moribundo.
En la pelada desembocadura del cañón había muchas peñas, pero sólo una
parecía un hito sobre el terreno: la peña enhiesta. Se acercó a ella, descabalgó y
registró su base removiendo las piedras con precaución, pues en Tierra Santa
abundaban víboras secas, de picadura mortal, y negros escorpiones.
El salvoconducto estaba debajo de la piedra plana donde lo había ocultado el
embajador, antes de que lo capturaran. Era una lámina de cobre en forma de
puñal curvo, sin filos, que cabía en la palma de la mano. En la parte de la hoja,
cincelado, estaba el nombre de Ismael. En la empuñadura plana había un
pequeño orificio a través del cual pasaba un cordón carmesí. Sven le Berg se
pasó el cordón en torno la cabeza y se colocó el falso puñal sobre el pecho, como
una medalla. Aquel talismán preservaría a su portador de los sicarios del Viejo de
la Montaña.
—¿Te gusta mi medalla, Alain? —le dijo a su caballo mientras le palmeaba el
brillante pescuezo—. Ahora soy el embajador de Saladino que va al encuentro
del Viejo de la Montaña para conocer el paradero del tesoro de Salomón.
CAPÍTULO VII

Mohamed Habibi contempló el estropicio que acababa de perpetrar.


Había añadido por error medio saco de polvos del tinte rojo en lugar de los
amarillos que requería la tintada. La tina era de las grandes, de las de ochenta
cubas de capacidad, y estaba repleta de pieles. Calculando por lo bajo, habría
estropeado quinientas pieles de oveja curtidas y preparadas, lo que, a una
moneda de plata por piel, en el mercado may orista, ascendía a una cantidad en
la que era mejor no pensar porque era más de lo que su culo, el de Mohamed
Habibi, valía en el mercado de esclavos.
Cabía la posibilidad de recoger el tinte con una paleta de atizar calderas.
Quizá pudiera salvar la mitad, pero el resto se había disuelto y a en el agua. De
todas formas la carga estaba perdida y tampoco valía la pena esforzarse por
mitigar el desastre porque Ismael Ofrén era un amo severo y se negaría a
negociar media paliza: le daría una paliza entera.
Una paliza. Apenas llevaba una semana trabajando en las tenerías de Kalsa
por un sueldo mísero que sólo le daba para no morirse de hambre y y a Ismael
Ofrén le había propinado un par de bastonazos y media docena de patadas en el
culo, por errores mínimos o simplemente por rutina. Recordó los castigos de
Ismael Ofrén cuando el error era grave. Uno de los empleados jóvenes de la
tenería había cortado para cinturones y babuchas media docena de pieles de
superior calidad, de las que se destinaban a chalecos. Ismael Ofrén le había
propinado veinticinco bastonazos en las plantas de los pies. Cerraba los ojos
Mohamed y volvía a escuchar los alaridos de dolor del penitenciado.
—Eso es lo que me espera si me quedo aquí —se dijo acongojado. No lo
pensó dos veces. Mohamed era esa clase de personas que casi nunca reflexionan.
Toman una decisión y la ejecutan sobre la marcha. Miró a su alrededor. Era
temprano (había llegado el primero para congraciarse con el capataz) y nadie lo
había visto estropear una preciosa tintada de pieles. Se enjuagó las manos en una
de las tinas y, antes de abandonar las tenerías escogió una caldera de mediano
tamaño, la que le pareció mejor.
—¿Adónde vas con eso? —le preguntó el portero rutinariamente.
—Me manda el amo al zoco de los caldereros, a que le pongan un asa.
El portero se desentendió.
Mohamed apresuró sus pasos por las callejuelas de la medina hasta el zoco de
los caldereros, en el que reinaba el estruendo de más de cien artesanos
martilleando piezas de cobre, de latón o de bronce. Se dirigió a un calderero.
—¿Cuánto me das por esta?
—Uhmm —dijo el artesano rascándose la barba mientras observaba el
objeto, sin tocarlo—. Parece una buena caldera. ¿A quién se la has robado?
—No la he robado. Mi tío me envía a venderla, si me dan lo que él quiere por
ella.
—¿Tu tío, eh?
Después de un breve regateo, el calderero adquirió el recipiente. Mohamed
compró un pan y un bolsillode dátiles secos en el zoco y apresuró sus pasos hacia
la puerta este de la ciudad, Bab Mansur-el Laila. Pasado el fielato de los guardias,
y a en el exterior, se apoy ó en una palmera, se despojó de sus babuchas y las
golpeó una contra otra. No quería llevarse el polvo de una ciudad en la que le
habían ocurrido tantas desgracias.
Mohamed había nacido en el seno de una familia pobre y delincuente en la
que el padre, un sargento de los guardas de Muley Sinán, bisojo, y aficionado al
trinque contra todo mandato coránico, golpeaba a la madre, y esta, que era de
mal conformar, se desfogaba pegándole a los hijos. Mohamed y sus hermanos se
habían criado en la calle, sin amparo de nadie. Al hermano may or lo habían
ahorcado por ladrón. Las dos hermanas se habían prostituido en los muelles de
Alejandría y no querían saber nada de él. Los padres cuidaban una tumba de
Baisa, a cambio de un sueldo mísero, que apenas les alcanzaba para subsistir, y
no querían saber nada de los hijos.
En El Cairo no le había ido bien. Un vecino alfarero lo había recogido todavía
niño para que ay udara en su negocio. No recibía paga, sólo alguna propinilla,
pero comía caliente y dormía bajo techo, en invierno arrimado a un horno,
calentito, y cuando hacía calor en la terraza de un tejar apagado. Podría haber
sido un buen alfarero porque tenía las manos grandes, ideales para el oficio, pero
estropeó una valiosa carga de cántaros que llevaba al Faiún y el alfarero lo
expulsó. Mohamed recordaba el percance. Un verdadero caso de infortunio. A
medio camino hacia Faiún había una casa arruinada con un muro alto a cuy a
sombra descansaban los caminantes. Mohamed dirigió su recua por el otro lado
del muro donde había visto otras veces un mechinal en el que entraban y salían
abejas. Sin pensárselo mucho tomó una caña larga y la introdujo por el agujero
hasta el fondo. Al momento brotó un chorro negro de abejas encolerizadas que se
dirigieron directamente a él. Perseguido por el enjambre corrió hasta una
acequia vecina en la que se tiró de cabeza. Después de todo, tuvo suerte y pudo
escapar de una muerte segura con sólo media docena de torterones en la cabeza
rapada. Las mulas de la recua fueron menos afortunadas: las abejas se
ensañaron con ellas y entre córcovos y pingos hicieron añicos los cántaros.
Después de aquello logró otro empleo como palanganero del prostíbulo El
Erizo Abierto, en Alejandreta, pero por más que se esmeró en el trabajo no
acertaba. Al tercer día se equivocó de habitación y entró, sin anunciarse, en la
cámara donde un negro sudanés contentaba por vía posterior al cadí may or del
puerto. El rufián de la mancebía lo despidió después de calentarle los mofletes
con una tanda de bofetadas y le aconsejó que se alejara del barrio hasta que el
indignado cadí olvidara el incidente.
No, decididamente, no iba a volver ni por aquel barrio ni por ninguno. Sus días
en El Cairo se habían acabado. Ahora le tocaba ver mundo. A las dos semanas de
camino solitario, pernoctando en pajares de las fondas y comiendo alguna sopa
que compraba en los mercadillos, se empleó con un revisor de norias. El trabajo
no era difícil y estaba bien remunerado. El técnico se descolgaba con sogas hasta
el fondo del pozo, al nivel del agua, y revisaba las cadenas del mecanismo, que
solían atorarse, mientras Mohamed, arriba, mantenía un palo entre dos
cangilones para inmovilizar la noria e iba soltando la cadena, de cangilón en
cangilón, mientras su amo, abajo, enderezaba los segmentos que salían del agua.
Al segundo día se equivocó de eslabón y el palo liberó un cangilón de hierro que
cay ó en el pozo golpeando las paredes —crac, crac— y finalmente la cabeza del
artesano —croc—. Mohamed, no se esperó a comprobar si lo había matado, sino
que, como sabía que acababa de perder el trabajo, robó lo que pudo de las
alforjas del amo y huy ó tras los rastros de las caravanas de suministros de
Saladino.
Un viernes por la tarde lo sorprendió una tormenta de arena a las afueras de
El Kubra, en el desierto del Sinaí, y se refugió en una tumba abandonada. Los
egipcios solían mantenerse alejados de las tumbas antiguas por temor a las
maldiciones de los magos faraónicos, pero aquella era una tumba modesta, una
simple cámara excavada en el escarpe de una rambla seca y la inscripción de la
entrada no parecía peligrosa: « Me cago en los muertos y en la puta madre del
que me robe» . Mohamed traspasó la entrada y penetró en una estancia de
regulares proporciones, pelada, con un altar de ofrendas esculpido en la roca del
fondo y restos desvaídos de pintura roja por techo y paredes. Mientras esperaba
pensó en el nuevo rumbo que debía darle a su vida. A los veinte años, más o
menos, no tenía oficio, ni beneficio, ni sabía hacer nada a derechas, si
exceptuamos la ensalada de dientes de león que le salía en su punto, con su
aceite, su sal, su zumo de limón y sus semillas de alcaravea. Lo de meterse a
soldado lo descartó enseguida, en cuanto recordó al veterano de Tierra Santa, con
un brazo menos, con el que había compartido el almiar de una fonda días atrás.
El mutilado le explicó a las claras lo que es ser soldado. Te dan de comer una
bazofia diaria para que no te falten las fuerzas, pero, por Alá, te muelen a palos,
te extenúan en los entrenamientos y luego te ponen delante de los cristianos
francos vestidos de hierro, unas malas bestias que cuando embisten con sus lanzas
son capaces de hacer un agujero en las murallas de Babilonia.
Lo mejor, concluy ó Mohamed, es hacerse religioso. Esos sí que viven bien
sin dar golpe, da igual de la religión que sean. En torno a Jerusalén había tantas
academias coránicas como en El Cairo, cerca de la marca que dejó el casco del
caballo del profeta antes de ascender al cielo en carne mortal.
Mohamed no tenía mucha memoria. Eso era lo malo. Porque los religiosos
deben memorizar el Corán y las ley es de los grandes exegetas y diversas
oraciones. A Mohamed le fallaba la memoria. También, hasta donde era capaz
de percibirlo, le fallaba el entendimiento. Muy listo no era. Lo único que no le
fallaba era la voluntad.
De esta andaba sobrado. Y era testarudo. Cuando se le metía una idea entre
las cejas, era difícil que la abandonara.
Cuando la tormenta cesó, reanudó su camino siguiendo los hitos de la ruta de
las caravanas.
—Quizá si me hago ermitaño, me gane bien la vida, porque y o en
asegurándome un par de platos calientes al día y algún que otro casquete con
alguna devota que acuda a mí en busca de consuelo espiritual, y a con eso vivo y
no tengo más ambiciones —discurría por la noche en un pajar, desvelado, con la
nuca apoy ada en las palmas de las manos, mientras contemplaba las estrellas.
En torno a Jerusalén había muchos ermitaños e iban en aumento pues
llegaban de todo el Islam deseosos de habitar algún agujero cerca de la mezquita
al-Aqsa, dando gracias a Dios y viviendo de las limosnas de los devotos. De
ermitaño podía hacerse famoso. Quizá tuviera el don de detener las hemorragias
de las doncellas, o de consolar la melancolía de las viudas, o de leer el destino de
los crey entes desorientados por las complejidades de la vida.
A la mañana siguiente, extendió su raída esterilla, rezó la oración, hizo sus
abluciones y tomó el camino de Jerusalén. Las caravanas daban un rodeo y
atravesaban el desierto, para evitar la costa infestada de cristianos. Tras la huella
de las caravanas, pero sin unirse a ninguna para que no le cobraran la capitación,
se encaminó a la Ciudad Santa.
En Jerusalén, frente a la humilde fonda La Chinche Laboriosa, a la sombra de
un sicómoro que se asomaba al valle de los profetas, un estudiante coránico le
habló de Hassan ibn Sabah, el Viejo de la Montaña.
—A esta tierra sagrada de nuestros padres llegan los cristianos de tierras
lejanas para arrebatarnos los Santos Lugares, mientras nuestros príncipes,
Saladino incluido, viven una existencia cómoda y despreocupada, entregados a
sus comilonas y a sus concubinas. Nuestros príncipes son indignos porque han
pactado con el maligno. La única esperanza es el Viejo de la Montaña. Él
restaurará el Islam y nos devolverá la antigua gloria. Él nos mostrará el camino.
El que lo siga disfrutará los goces eternos del Paraíso.
Mohamed no era practicante estricto. Aparte de las cinco oraciones y
abluciones diarias, que cumplía rutinariamente, no había visitado mucho la
mezquita ni escuchado a los ulemas en los frescos pórticos de las escuelas
coránicas. No obstante, las palabras de aquel joven, llenas de pasión y
convicción, le tocaron alguna fibra íntima del alma. ¿Entregarse al Islam en
cuerpo y alma? ¿Hacer del Islam su amo, un amo que no iba a golpearlo ni a
escatimarle el salario, que se lo iba a dar todo a cambio de su ciega obediencia?
No sonaba mal.
—¿Adónde hay que ir para conocer al Viejo de la Montaña? El estudiante
sonrió.
—Despacio, hombre, que no es tan fácil. Te llevaré ante un hombre santo que
lo conoce y quizá él quiera indicarte el camino.
CAPÍTULO VIII

Asmodeo de Sinán, con el trazo rojo de la sangre de su hijo sobre la frente,


extrajo de su seno una palmeta metálica con símbolos de los antiguos egipcios y
se internó por el pasadizo de la pirámide. El pasillo era más alto que un hombre y
descendía por gastados e irregulares peldaños, internándose en la oscuridad. La
palmeta se fue avivando con un fulgor azulado a medida que avanzaba por las
tinieblas. Irradiaba la luz suficiente para que el mago pudiese ver donde ponía los
pies.
Asmodeo descendió por el pasadizo con la ay uda de su báculo. No era la
primera vez que penetraba. Ya había hollado aquellas piedras desgastadas años
atrás, cuando era casi un niño y su padre adoptivo lo llevó en su exploración.
Conocía la disposición de la pirámide, sabía que el aire llegaba a la cámara
sagrada a través de dos canales excavados en las paredes norte y sur de la
montaña y que la energía del edificio ascendía de las losas. El faraón se
regeneraba absorbiendo el poder nacido de la tierra y de la forma del edificio.
La energía que los antiguos egipcios denominaban el Ka, el poder inmaterial que
anima cualquier forma de vida.
El pasadizo desembocaba en un vestíbulo frente a la cámara sagrada.
Asmodeo se detuvo allí, se sentó en una piedra en la que recordaba que se había
sentado su padre y respiró profundamente. Ante él, sobre el muro descarnado, se
adivinaba un bajorrelieve algo ajado, que representaba un ibis, el símbolo de la
justicia porque la longitud de su paso equivale al codo. Los egipcios y los atlantes
pensaban que el equilibrio de las fuerzas del mundo depende de la medida, su
gran arquitecto y agrimensor era Thot en el que se encarnaba cada faraón, y
después cada gran mago. Por eso el ibis era símbolo de Thot.
Era el momento. Asmodeo se incorporó y atravesó la estrecha abertura de la
cámara sagrada. En otro tiempo, cada año en la misma fecha, el faraón entraba
solo en la Gran Pirámide para recogerse ante el sarcófago de Keops. Allí, en el
corazón del monumento, el faraón recibía la potencia necesaria para unir las dos
tierras, el Alto y el Bajo Egipto y hacerlas prósperas.
Asmodeo contempló un momento el enorme sarcófago de piedra que parecía
destinado a contener el cadáver de un gigante. La tapa y acía sobre el suelo
polvoriento, rota por los saqueadores que violentaron la primera vez la tumba. El
aire enrarecido lo obligaba a jadear. Levantó las manos con las palmas vueltas
hacia el tragaluz que apuntaba a la estrella Sirio y pronunció en voz baja unas
fórmulas mágicas.
A medida que las decía, la luz de la estancia aumentaba hasta que los muros,
el techo y los rincones pudieron verse como si estuvieran a la luz del día.
Asmodeo sintió un escalofrío. Detrás de él se alzaba la poderosa presencia del
faraón en todo su esplendor, con la tiara dorada y los símbolos del Alto y del
Bajo Egipto, con el pectoral de oro y piedras, con el leve justillo que oprimía sus
caderas musculosas. Asmodeo se volvió y contempló la máscara de oro del
constructor y el codo de oro que sostenía en la mano, el cetro inspirador de su
acción. En la otra llevaba un papiro enrollado dentro de un rico estuche, el
testamento de los dioses que el faraón mostraba al país durante el ritual de su
regeneración.
El faraón lo miraba con las cuencas transparentes, donde miles de años antes
estuvieron sus ojos. Permaneció unos instantes llenando la cámara con su
presencia y después de transmitir al mago el camino arcano se fue disipando, al
mismo tiempo que se apagaba el brillo hasta que la estancia quedó nuevamente
sumida en la penumbra.
Ahora Asmodeo sabía que la Diosa, que otros llaman Abominación, le
señalaba el camino de Occidente, en la ribera de los atlantes, y que el Papa, los
príncipes y los templarios pretendían un secreto que solamente le pertenecía a
ella. Aquel que consiguiera el talismán que se oculta tras las Siete Puertas
alcanzaría el poder.
CAPÍTULO IX

Al tercer día de marcha acamparon junto al manantial de las Adelfas, en el valle


de Tirkut, y encendieron una hoguera al abrigo de unas rocas. A Lucas de Tarento
le extrañó que Jorge Cantacuzanos contemplara impasible cómo dos criados se
esforzaban una y otra vez en prender el fuego sobre un vellón de y esca húmedo.
Al clérigo le hubiera sido muy fácil extender un dedo y encender la hoguera con
su magia. Quizá era cierto lo que había oído en el campamento, que Jorge
Cantacuzanos había renunciado a la magia y vivía el resto de su vida como una
expiación. De hecho, las dos noches precedentes se había retirado a dormir
aparte del grupo y durante el viaje se mostraba poco comunicativo, abismado en
sus pensamientos. Sin embargo, esa noche, después de la cena, sostuvo
pensativamente entre dos dedos el escobajo del racimo que había comido y
habló:
—Conviene que sepáis algo sobre el Viejo de la Montaña. A la muerte del
profeta Mahoma su primo y y erno, Alí, y su suegro Abu Bakú se disputaron la
sucesión. Al final, el suegro alcanzó el poder y estableció el califato de Damasco,
pero Alí, y después sus sucesores, no cejaron en sus pretensiones al trono. Así fue
cómo el Islam quedó escindido en dos grandes sectas: los sunnitas y los chiitas o
ismaelitas.
—¿Lo mismo que los cristianos que nos dividimos en romanos y ortodoxos?
—intervino Guido de St. Bertevin.
—Algo parecido, sí —convino Cantacuzanos sin dar señales de molestia por la
interrupción—. Tiempo después, en Kerbala, un sicario enviado por los sunnitas,
uno que tenía una mancha en la cara y tartajeaba al hablar, asesinó, de un
espadazo en el cráneo, a Hussein, el hijo y sucesor de Alí. La sangre de Hussein
fue la semilla de la secta chiita. Desde entonces, la separación entre sunnitas y
chiitas se hizo más patente y los actos violentos menudearon. Cada año, al
aniversario de la muerte de Hussein, los chiitas más devotos peregrinan a
Kerbala, desenvainan las espadas y se autoinfligen heridas en la cabeza. Se
hacen unos cortes de hasta treinta puntos de sutura florentina, veintidós si la aplica
un galeno de la escuela bagdadí, acuden moscas al sabor de la sangre, cagan en
las heridas, se infectan y más de uno muere a causa de esta devoción.
—Una bizarra manera de celebrar al santo —comentó Lucas.
—Hace muchos años, no se sabe cuántos —prosiguió Cantacuzanos—, surgió
en las montañas del Líbano un predicador chiita llamado Hassan ibn Sabah, al
que conocemos por el Viejo de la Montaña. Este hombre fundó la orden de los
asesinos.
—¿Qué significa asesinos?
—Respiradores de hachís. Es una planta que queman para respirar el humo.
Eso los pone en trance y les infunde visiones paradisíacas, que les da fuerzas para
luchar y valor para morir.
—Debe de tener muchos años el Viejo de la Montaña —aventuró Pedro el
Raposo.
—Nunca se sabe. Del mismo modo que se van sucediendo los Papas de
Roma, en Alamut se suceden los Viejos de la Montaña, aunque ellos fingen ser
siempre el mismo y por eso adoptan el nombre del primero: Hassan ibn Sabah.
—¿Qué es Alamut? —quiso saber Guido.
—La residencia del Viejo de la Montaña, un castillo inexpugnable emplazado
sobre una cresta rocosa y rodeado de precipicios. Está en las montañas de Irán, a
un mes de camino. Ese castillo guarda la primera de las Siete Puertas.
Antes de proseguir, Cantacuzanos se contempló las manos grandes, fibrosas,
morenas, surcadas de pequeñas cicatrices que se anillaban en las muñecas como
pulseras:
—El Viejo de la Montaña exige a sus seguidores una obediencia ciega. La
doctrina es simple: lo que obedece a su deseo, conduce al Paraíso; lo que
contraría su voluntad, merece la muerte. Dentro de la secta hay tres categorías:
la más alta y cerrada es la de los maestros. Estos se esparcen por la faz de la
Tierra y predican las doctrinas de la secta; en segundo lugar están los
compañeros, que apoy an a los maestros, espían para ellos y sirven los designios
del Viejo de la Montaña desde sus oficios encumbrados o humildes. La orden es
secreta: un compañero puede ser visir de Saladino o puede ser mozo de establo
en el más humilde mesón del camino.
Ellos tienen sus señales secretas con las que se reconocen. En tercer lugar
están los muhaidines que son devotos procedentes de Arabia, Egipto, Persia,
Tierra Santa, Libia, Turquía o cualquier rincón del mundo islámico. Son personas
sencillas, algunas incluso faltas de luces, pero fanatizadas y entrenadas para
cumplir al pie de la letra las órdenes del Viejo de la Montaña, por absurdas que
sean. Se distinguen porque cuando van a perpetrar sus asesinatos visten túnicas
blancas y cinturón y babuchas rojas.
—Entonces será fácil reconocerlos.
No tan fácil: suelen llevar otra ropa por encima, para disimular el vestido de
la pureza.
—Me han dicho que matan a sabiendas de que van a morir, incluso entre
atroces torturas.
—Así es. No se detienen ante nada, ni temen nada porque anhelan abrirse las
puertas del Paraíso. Para eso los maestros de la doctrina se lo muestran
previamente.
—¿Cómo puede mostrarse el Paraíso si pertenece a la otra vida? —quiso
saber Pedro el Raposo.
Jorge Cantacuzanos lo miró con indulgente severidad.
—La magia y las drogas conocen caminos —respondió—. El Viejo de la
Montaña domina unos veinte castillos emplazados en peñascos de montañas
inaccesibles, encerrados entre torres y murallas, pero en medio de ese inhóspito
paisaje han conseguido recrear los verdores y las bellezas del paraíso en valles
secretos recorridos por rientes arroy os de frescas aguas en cuy as riberas crece
verde la hierba, las flores expanden su aroma y los pájaros su música, ocultos
entre tupidas arboledas. Ese es el Paraíso para cualquiera que hay a cruzado el
pedregal desierto bajo un sol abrasador, sin una sombra, con escorpiones y
víboras bajo cada guijarro.
Hablaron luego de distintas materias. Jorge Cantacuzanos se levantó
bruscamente y miró a Lucas de Tarento. El antiguo templario entendió. El clérigo
deseaba prolongar la conversación a solas, lo siguió.
—En ese paraíso natural —prosiguió Cantacuzanos—, oculto entre las
gargantas montañosas, el Viejo de la Montaña ha instalado palacetes y quioscos
de plata, en los que los muhaidines encuentran manjares deliciosos y frutas
frescas. Junto a las fuentes de aguas frías, hay mesas de metales preciosos
repletas de platos exquisitos y de jarras de hidromiel y leche recién ordeñada
que atractivas muchachas, expertas en los recursos de la lujuria, sirven al que
llega. Si una muchacha le apetece a un candidato a muhaidín, sólo tiene que
tomarla de la mano y llevársela a la espesura. Ella misma lo conducirá a algún
lugar escondido, donde encontrarán un quiosco más íntimo en el que no faltan las
gruesas alfombras y mullidos cojines bajo doseles de plata. Los muhaidines
pueden tener cuantas muchachas deseen. Todas son complacientes.
Antes del amor derraman perfumes sobre la cabeza de varón y le masajean
el miembro con gran pericia. Después de saciarlos con el fruto concupiscente, los
dejan dormir y se quedan al lado, espantando los insectos, hasta que despiertan
por si les apetece repetir.
—¿Y repiten? —preguntó el antiguo templario con expresión distraída. El
severo monje asintió:
—Cuantas veces quieran.
—Eso suena tentador.
—Por eso no he querido referirlo ante la chusma y los criados. Porque estos
descerebrados son capaces de cambiar la eterna salvación de su alma por el
falso paraíso del Profeta —explicó Cantacuzanos.
—Bien pensado —argumentó Lucas de Tarento—, es que nuestro paraíso no
parece tan atractivo.
—Ver perpetuamente el rostro magnificente de Dios Nuestro Señor, ¿no os
parece atractivo suficiente? —replicó, severo, el clérigo.
—He querido decir para una persona ignorante y sencilla —se excusó Lucas
de Tarento—. Por supuesto que para una persona de miras elevadas no hay duda
posible: el paraíso cristiano prevalece sobre el musulmán.
Pasearon un poco más en silencio. Luego el antiguo templario preguntó:
—¿Cómo haremos para llegar a Alamut? En un mes de camino por territorio
del Viejo de la Montaña nos pueden ocurrir muchas cosas. No traemos fuerza
para defendernos de un destacamento regular.
—No vamos a Alamut —reveló Cantacuzanos—. Allí nadie podría llegar sin
recurrir a medios mágicos. Nos dirigimos a otro de los castillos del Viejo de la
Montaña, a Massiat, en el Líbano, cerca de Trípoli.
—¿Es más fácil entrar en él?
No será nada fácil —suspiró el clérigo—. Está aislado al norte por una serie
de picachos coronados de fortalezas; al este, el litoral mediterráneo con sus
acantilados inaccesibles; al oeste, precipicios infranqueables; al sur, el río Adonis.
—¿Y qué tiene de particular ese castillo?
—Fue un antiguo santuario de Baal.
—¿Baal? —inquirió Lucas—. ¿Quién es Baal?
—¿No habéis oído hablar de los cultos de Baal? El antiguo templario negó con
la cabeza.
—Los fenicios que habitaban estas tierras en tiempos de los profetas de Israel
adoraban a un dios heredado de la Abominación. Los cultos de Baal se habían
conservado en estos valles aislados del mundo, cuando el Viejo de la Montaña
extendió su poder a esta comarca introdujo esos cultos y su magia en sus logias
secretas. También han heredado de los antiguos templos de Baal las recetas de
pócimas que nublan la voluntad de un hombre y le hacen sentirse en el paraíso.
« Estos jarabes preparados con extractos extraídos del cáñamo, con vino, opio
y hachís, se han mantenido en secreto desde la antigüedad en los templos de
Baal: te permiten cierto estado de consciencia, pero irreal. La pócima activa los
sentidos; los colores se perciben más vivos, los sonidos se ensanchan, la brisa que
agita las hojas de los árboles suena como música celestial. Además, en los
árboles cuelgan manojos de cuentas de cobre que al entrechocar producen
sonidos deleitosos que se mezclan con los armónicos procedentes de las cañas
huecas colocadas en los ventisqueros de las rocas. Todo ello produce una extraña
música que refuerza la sensación embriagadora de la bebida. A esto se suman los
perfumes de la vegetación, las fragancias de maderas exóticas que arden con
lenta brasa en invisibles pebeteros… Y luego están las muchachas, como huríes
del edén de pechos opulentos, firmes traseros y muslos como no los disfrutó
Salomón, el de la sulamita —Lucas de Tarento miró a Cantacuzanos con
extrañeza, pues aquella descripción demasiado viva de las apariencias de la
mujer parecía desdecir de su condición clerical, pero se abstuvo de interrumpirlo
—. Es conocido que la bebida es afrodisíaca, que empina el miembro y lo
endurece como si fuera un hueso —proseguía el clérigo— y además refuerza la
sensación de placer al copular. Cuando despiertan, los muhaidines creen que han
estado en el Paraíso de su fe y se obsesionan con regresar. Cada minuto que
pasan en el mundo les parece intolerable, después de haber conocido la gloria.
¿Dónde está el Jardín de las Delicias? se preguntan. Los maestros les tienen
preparada la respuesta. Si quieres regresar al Jardín de las Delicias y disfrutarlo
eternamente, debes primero merecerlo. Se gana con la obediencia y con el
sacrificio de la propia vida. Se está una vez vivo y para el resto de la eternidad
muerto por la causa» .
CAPÍTULO X

El enano Grontal contempló el valle pelado y pedregoso en el que no había un


arbusto que llegara a las rodillas. Sólo un potente cedro solitario señoreaba la
planicie desierta con su fronda verdeoscura.
—Si me permitís, me desviaré un poco para examinar ese árbol —dijo—.
Luego os adelanto.
Y torciendo las riendas abandonó al grupo y cruzó el erial calcinado por el sol
y poblado solamente por saltamontes y cigarras que brincaban al paso del
caballo.
Grontal descabalgó a la sombra oscura del cedro y rodeó el tronco
lentamente para apreciar su magnitud. Era un árbol portentoso, quizá milenario.
Las ramas, tan gruesas como árboles crecidos, brotaban perpendiculares del
enorme tronco y se elevaban hasta la robusta copa.
El enano apoy ó las dos manos sobre la nudosa corteza del árbol y pronunció
con voz potente:
—Wir dsphs ro hrmop wir otpy rhr srdy r stnpp.
Algo se removió en la base del cedro, como si algún animal pugnase por
escapar de una madriguera inadvertida. Apareció un agujero por el que se
colaba la tierra suelta y de él salió, no sin cierta dificultad, un enano más moreno
que Grontal, vestido con una túnica raída hasta los pies, descalzo, con un cuchillo
cachicuerno al cinto. Tenía una barbita negra azabache, sin una cana.
—¿Quién demonios eres tú que conoces el idioma de las cuevas? —le
preguntó en árabe.
—Un hombre de las cuevas —se presentó Grontal—. Me llamo Grontal, soy
de la estirpe de Hozam, de los nietos de Krisnor el de Himparir.
—He oído hablar de vosotros. Yo soy de los Abadán de Suppar.
—Entonces somos primos.
—¿También a vosotros os crían con leche de burra?
—También —respondió el enano—. Es la inmemorial costumbre de nuestra
familia. Una burra domitila, blanca, grandona, que nos hace hermanos de leche
y cuando a uno lo hieren se reparte el dolor entre docena y media, lo que lo hace
más llevadero.
—Eso es muy ventajoso.
—Si, pero los orgasmos también se reparten, por eso tenemos reputación de
insaciables, porque por mucho que nos esforcemos en la briega cony ugal, el
resultado siempre nos sabe a poco. Yo me consuelo pensando que peor es la
suerte del canario que se queda frito encima de la canaria porque tiene más
orgasmo que corazón.
—Sí, eso también es cierto.
Conversaron de asuntos variados, no sólo de mujeres. Grontal expuso las
dificultades de los enanos de los Alpes, los que habitan las fortalezas en las
montañas, de las querellas que mantienen con los emperadores germánicos y de
la creciente ingerencia de los duques de Austria y de la casa de Zubinga en sus
asuntos. Silenció que había tenido que alistarse en la Cruzada para borrar las
sospechas de haber apoy ado las insurrecciones helvéticas contra el imperio.
Después de charlar un rato, se despidieron. Grontal le preguntaba siempre a
los enanos locales y de esta manera iba descifrando el antiguo alfabeto de los
árboles, el que tuvieron en tiempos de la Abominación, cuando la vida de los
enanos no era tan complicada.
Durante varias horas, Lucas de Tarento, Guido de St. Bertevin, Pedro el
Raposo, Cantacuzanos y el enano Grontal cabalgaron a través del y ermo, bajo el
sol que caía sobre hombres y bestias como plomo derretido. A medida que
avanzaban, la vegetación raleaba, el matorral era más desmedrado; los árboles,
más escasos, mostraban sus troncos retorcidos, como aquejados por una extraña
enfermedad. Los únicos pájaros a la vista eran cuervos de pico duro posados en
las altas peñas o buitres que seguían a los intrusos esperando cebarse en sus
cadáveres.
—Esta tierra parece muerta —comentó con disgusto Lucas de Tarento—.
¿Estáis seguro de que caminamos en la dirección indicada?
—Absolutamente seguro —respondió Cantacuzanos, molesto—. Estamos en
los aledaños del Paraíso.
—Una vez hubo aquí un bosque —dijo Grontal saliendo de su mutismo—. Un
hermoso bosque de cedros, espeso y alto, que tapizaba la tierra. Lo habitaban
unos enanos, primos de los míos, que vivían felizmente con sus coros de canto,
sus cocinas, sus cultivos de setas y sus ferias, en las que los jóvenes casaderos
competían por ver quién la tenía más grande y los bardos cantaban las hazañas
de los antepasados.
—¿Y qué pasó? —preguntó Pedro el Raposo. Grontal se encogió de hombros:
—Los humanos talaron el bosque para construir extrañas naves redondas y
galeras ligeras con las que surcaban el mar en busca de metales.
—Fenicios —dijo Cantacuzanos—. Los mercaderes de la antigüedad. Los
griegos y los romanos los exterminaron y sólo quedaron sus santuarios y su
magia. Alamut es uno de ellos. Allí se practicaban los ritos de la Abominación.
Al segundo día, cuando comenzaba a atardecer, los jinetes llegaron a una
fuente de agua salobre que manaba al fondo de un pozo antiguo, de piedra,
ancho, al que se descendía por unos gastados peldaños.
—El Manantial del Olvido —dijo Cantacuzanos. Antes de beber debemos
tomar ciertas precauciones. Sujetad los caballos. Cantacuzanos descabalgó y
cedió las riendas del suy o a Grontal. Al hilo de la fuente crecían ciertas hierbas
espinosas con unas majoletas rojas. El clérigo cosechó un puñado de ellas
cuidando de no pincharse con las agudas espinas y las machacó sobre una piedra.
Después llenó un odre de agua y le agregó el jugo resultante junto a la pulpa
molida.
—Ahora podemos beber.
Bebieron y después llenaron de nuevo el odre para que bebieran los caballos.
Se disponían a acampar para pasar la noche cuando aparecieron las siluetas de
varios jinetes sobre la cresta que dominaba el valle.
—Tenemos compañía —anunció Lucas de Tarento con voz tranquila.
Cantacuzanos hizo visera con la mano y miró hacia el lugar que señalaba el
guerrero.
—¿Son muhaidines del Viejo? —preguntó. Lucas sacudió la cabeza.
—Orcos —dijo—. Me temo que nos han descubierto. Intentarán atacarnos
antes de que caiga la noche.
—Quizá no —observó Cantacuzanos—. Es posible que aguarden a que el agua
del olvido haga sus efectos y nos suma en un profundo sopor.
—En cualquier caso debemos prepararnos —dijo el caballero y tomó de la
grupa de su caballo el hatillo de su cota de malla. Grontal le ay udó a abrocharse
las correas antes de ponerse él mismo su loriga de cuero.
Los orcos no se movieron. Eran una docena, pero podía haber más ocultos.
Guido de St. Bertevin se colgó de la cintura el tahalí con su espada y despojó
su escudo triangular de la funda que lo cubría. Los ray os del sol arrancaban
cegadores destellos en la chapa. El Raposo sacó de sus alforjas la palanqueta. Al
empuñarla despidió un leve resplandor azulado. Grontal untaba con jugo de
adormidera su hacha de combate y recitaba ciertos conjuros sobre el filo.
—Esta noche talaremos un bosque de carne —le susurró al hacha, casi con
ternura.
Declinó el sol y en el horizonte rojo se veían las siluetas de los orcos sobre sus
caballos bajos y fornidos que piafaban inquietos. Después se fue oscureciendo,
hasta que se borraron por completo las formas de la tierra. Se oía manar el
Manantial del Olvido. Los viajeros se apartaron del regato y remontaron un
cerrete pelado que les ofrecía mejor defensa.
—Si esperan que durmamos, echémonos —propuso Lucas de Tarento.
Cantacuzanos estaba más sombrío que de costumbre. Llevaba horas sin articular
palabra. Se envolvió en su manto y se tendió sobre la tierra en posición fetal, para
que sus compañeros no advirtieran que temblaba. Era un hombre de estudio y no
estaba hecho a los azares de la vida en el campo. Quizá temía a los orcos o a su
propia magia, que de ningún modo pensaba usar contra los monstruos, aunque su
vida peligrara. Solamente una delgada línea lo separaba del abismo y no pensaba
atravesarla.
Lucas de Tarento se echó al lado del clérigo y apoy ó la cabeza sobre una
piedra plana que le permitía vigilar el acceso más fácil al cerrete. El enano
Grontal, al otro lado del clérigo, abrazó su hacha y se hizo un corcuño, no may or
que un mastín dormido.
Transcurrieron dos horas oscuras y silenciosas sobre la tierra muerta. En las
rocas que dominaban la hondonada se había posado una bandada de buitres
insomnes a la espera del festín.
Poco después aparecieron los orcos, cabezotas enormes, ojos amarillos bajo
el prominente hueso de las cejas, colmillos grandes, agudos y babeantes.
Caminaban con torpe precaución pero no podían evitar que la grava del suelo
resonara bajo sus pesadas plantas.
Blandían sus largas espadas de diversas formas, procedentes de saqueos de
tierras distantes, algunas antiquísimas, con viejas muestras de herrumbre, otras
no tanto, y cubrían sus cuerpos con perpuntes abiertos y mal remendados que un
día pertenecieron a humanos, piezas oxidadas cobradas a caudillos muertos en
lejanas batallas. El primero, que parecía el jefe de la horda, se protegía la
cabezota con una escafandra de hierro. La luna brotó detrás de unas nubes e
iluminó la visera del y elmo, artísticamente cincelada en forma de boca de
dragón.
—¡Warsb sienusia! —gruñó a sus hombres—. ¡Nsrsskia!
Los orcos se aproximaron con precaución, rodeando a los viajeros dormidos.
Los caballos se removieron inquietos, tirando de las riendas.
De pronto Grontal se incorporó y lanzó su cuchillo a la garganta del orco más
cercano. El orco lanzó un gemido gorgoteante y dejó caer una espada celta, que
resonó contra las piedras, antes de desplomarse.
—¡Nsrsskia! —gritó el orco jefe mientras pugnaba en vano por abatir la
visera de dragón de su casco. La articulación estaba oxidada y no lo consiguió.
Estaba intentándolo de nuevo, ajeno al peligro y no advirtió el tajo de la espada
de Lucas de Tarento que lo decapitó limpiamente. Detrás del caballero,
Cantacuzanos, con las rodillas temblando, enarbolaba su báculo más como una
defensa que como un arma y rezaba entre dientes una plegaria a san Jorge.
Los orcos se detuvieron un momento sorprendidos por los invasores a los que
creían dormidos, y sobre todo; al ver rodar la cabeza de su jefe. No obstante, se
animaron mutuamente y cargaron sobre sus enemigos profiriendo terroríficos
aullidos. Fue una lucha encarnizada y breve. Grontal hizo un molinete con su
hacha y le cercenó el brazo a uno de los monstruos. Mientras este se alejaba
aullando con su miembro cortado en la otra mano, el enano acertó con su hacha
en el centro del pecho del orco siguiente y deshizo la loriga de acero y el costillar
con un chasquido siniestro. Cuando giró sobre sus talones para encarar a otro
enemigo se encontró con que Lucas de Tarento había despachado a los tres
restantes de sendos tajos.
—¿Eran todos? —preguntó Cantacuzanos, temblando. Lucas de Tarento miró
alrededor.
—Eso parece. No obstante, mantendremos los ojos bien abiertos. Aquella
noche no durmieron mucho.
CAPÍTULO XI

Al descrestar la loma calcinada, Sven le Berg tiró de las riendas y se detuvo a


contemplar la montaña que se alzaba ante él. Una antigua senda pedregosa
discurría por el lomo calizo del peñasco pelado entre un muro pétreo casi vertical
y un precipicio. Recordó una precisión geográfica escuchada en un fuego del
campamento de Hattin: el Viejo de la Montaña vive en el fondo de una montaña
inaccesible, con sólo un camino de acceso tan estrecho y escarpado que un solo
hombre decidido podría defenderlo de todo un ejército.
Sven le Berg palmeó el pescuezo del caballo.
—Bien. Amigo Alain, ahora vamos a penetrar en la guarida del lobo y, si
Satanás nos acompaña, todo nos saldrá a pedir de boca. Aflojó las riendas, apretó
las rodillas y el obediente corcel prosiguió su camino hacia el paso. Sven tiró del
cordón en el que había ensartado el salvoconducto del Viejo de la Montaña
arrebatado a los trudentes y permitió que reluciera al sol en medio de su pecho.
El camino era suficientemente ancho al principio, pero luego cruzaba un
cauce seco y se internaba en la montaña por un sendero a trechos tallado en la
roca viva, no más ancho de lo necesario para que discurriera una acémila con
sus serones. Cada cierta distancia había un ensanchamiento para que dos
caballerías pudieran cruzarse. Sven le Berg remontó este camino durante una
hora sin escuchar otro sonido que el de los cascos de su caballo. El sol caía a
plomo. Iba a ser un día caluroso. De vez en cuando un lagarto o una sabandija
corría a esconderse. Aparte de las molestas moscas del desierto, no había otro
testimonio de vida. La vegetación era escasa y pobre.
A medio camino, Sven le Berg encontró una frondosa higuera que brillaba
con su verde intenso en medio del y ermo. Se acercó y descubrió una fuente casi
seca que goteaba sobre un pilar antiguo. El manantial era tan exiguo que
desaparecía a los pocos metros en medio de un chortal de juncos. El viajero
descabalgó y se acercó al pilar rebosante de agua clara. Antes de beber sacó de
su alforja una torre de ajedrez tallada en el cuerno de un unicornio y tocó el agua
con ella. La torre no cambió de color. Eso significaba que la fuente no estaba
emponzoñada. Sven le Berg hizo un cuenco con las manos y bebió unos sorbos.
Después mojó un pañuelo, se refrescó la cabeza y el cuello y se limpió el polvo
del camino. Permitió que su montura abrevara.
Un arquero muhaidín apareció sobre la alta roca que dominaba la fuente.
Sven le Berg calculó que habría otros observándolo. Se sacó del cuello el cordón
del que pendía el salvoconducto del Viejo de la Montaña y lo levantó en alto para
que lo vieran.
Al instante un grupo de muhaidines a caballo, armados con lanzas,
aparecieron por el camino y lo rodearon.
—Es la señal del Señor —dijo el que parecía el jefe al contemplar el pez de
cobre—. ¿Quién eres?
—Me envía mi señor Saladino.
—Síguenos.
Lo escoltaron el resto del camino, durante una hora, a lo largo del
despeñadero, hasta que salieron a un vallecillo verde y arbolado por cuy o centro
discurría, oculto entre la vegetación, un río que rendía sus aguas a un lago largo y
angosto. El camino discurría por una de las riberas, y la comitiva se reflejaba en
las aguas limpias, quietas y oscuras. Había árboles de todas clases, cultivados con
esmero por invisibles hortelanos, y plantaciones pequeñas y variadas con frutos y
hortalizas de especies que Sven le Berg nunca había visto. Entre la espesura se
columbraban antiguos monumentos paganos, columnas, escalinatas desgastadas,
trozos de frisos esculpidos entre los que crecía la hierba verde. El calor sofocante
de la mañana se había mitigado y una leve brisa refrescaba el ambiente.
—El paraíso terrenal —murmuró Sven le Berg.
El hombre que cabalgaba a su lado lo miró y no dijo nada. Durante un buen
rato siguieron el riachuelo. Entre la arboleda se abrían claros cultivados como
jardines, con extrañas plantas con forma de corazón, de hígado, de cerebro, unas
de color rojo, otras verdes, otras moradas, plantas que Sven le Berg desconocía.
Sólo distinguió las berenjenas, moradas, pedunculares, de la clase que los francos
llaman comúnmente el cojón del califa. Por un momento estuvo dispuesto a
pensar que el Viejo de la Montaña había conseguido el Paraíso, si eso no
contradijera la íntima incredulidad de un servidor de la Abominación.
Tampoco estaba seguro de servir a la Abominación. « Quizá servimos a la
Abominación los que nos servimos a nosotros mismos —razonó—, los que nos
hemos rebelado contra el orden establecido, contra las jerarquías, los papas, los
rey es, las ley es de los poderosos que nos oprimen y nos explotan a cambio de
una dudosa promesa de felicidad futura en el brumoso reino de Dios» .
La comitiva rebasó a un grupo de muchachas descalzas, con sus canastos de
ropa limpia sobre la cabeza. Una de ellas, joven y hermosa, cruzó la mirada con
Sven. Tenía los ojos de un azul profundo y los brazos morenos que llevaba
descubiertos, a usanza de las lavanderas, eran hermosos y torneados. Su mirada
azul se encontró con la del caballero, notó el pez de cobre que le pendía del pecho
y se ruborizó.
El sendero se bifurcaba para rodear una enorme palmera, de las que llaman
sanan¡. Sven le Berg nunca había visto un árbol como aquel, porque hacía tiempo
que las habían cortado los contendientes de Tierra Santa para fabricar
trabuquetes. Su tronco largo y flexible, a la par que robusto, permitía manejar
contrapesos capaces de enviar el proy ectil cincuenta pasos más lejos que un
tronco convencional.
El camino de la izquierda se internaba en la espesura de los árboles. El de la
derecha remontaba un sendero pedregoso hasta un risco plantado en medio del
valle, rodeado de vegetación, aunque pelado en sus pendientes y en su cima.
Sobre el risco, rodeándolo todo, había unas imponentes murallas, sin torres ni
puerta. Era el castillo mejor defendido que Sven le Berg había visto en su vida, si
es que aquello era un castillo y no una alucinación, porque era difícil de
comprender cómo se las habían ingeniado para subir hasta aquella altura los
mampuestos necesarios para levantar tales murallas.
—Selam —dijo el moro que custodiaba al correo de Saladino y volviéndose a
uno de los del séquito le hizo una señal. El otro, sacó de las alforjas una trompeta
de latón pulido, se la llevó a la boca, y emitió un trompetazo agudo que resonó en
el valle y se multiplicó en ecos por el laberinto de cortadas y torrenteras. Al
momento respondió otra trompeta remota en el castillo.
—Podemos seguir —dijo el adalid.
Remontaron el sendero de las piedras, hasta que llegaron, al cabo de un rato,
a una enorme higuera pegada a la roca viva del cerro.
—Descabalga, mensajero, porque y a hemos llegado —dijo el moro. Sven le
Berg descabalgó. El guía lo tomó familiarmente del brazo—. Ahora te guiaré a la
presencia del Santo. Debes dejar aquí la espada y el caballo. Ponte esto en la
cabeza.
Le tendía un capuchón de tela negra. Sven le Berg titubeó y se vio rodeado al
instante por cinco lanzas.
—El pez de cobre te protege —le dijo el guía con una sonrisa—. Si la verdad
habita en tu corazón y no le ocultas nada al anciano que todo lo ve, no tendrás
nada que temer.
El guerrero meditó la situación. Podía silbar al caballo y al instante irrumpiría
en medio del grupo atropellando por lo menos a dos lanceros. Podría desenvainar
su espada que colgaba del arzón y en un instante habría acabado con los
sarracenos que lo rodeaban. Quizá incluso podría escapar con vida de aquel valle
extraño abierto en medio del páramo, pero entonces la promesa del tesoro de
Salomón se esfumaría. Por el contrario, si proseguía quizá pudiera escapar con
vida y conseguir la fabulosa joy a que otorga poder ilimitado al que la posee.
—Está bien —dijo.
El guía le colocó la capucha y lo tomó de la mano.
—Confía en mí. Yo guiaré tus pasos.
Penetraron en el círculo de la higuera. Sven calculó que detrás de árbol debía
haber una puerta tallada en la roca. Se internaron por un pasadizo que horadaba
la roca, en el que resonaban los pasos de la escolta y las conteras de las lanzas
sobre la piedra. Olía a brea de antorcha y el aire era húmedo, surcado a veces
con corrientes más frías que cosquilleaban en el vello de los brazos. Caminaron
así durante más de cien pasos, Sven los iba contando para calcular las distancias,
hasta que llegaron a un ensanchamiento —lo percibió por los sonidos de la
escolta, que eran más agrupados. Se detuvieron. Cuatro brazos robustos auparon
al visitante a una plataforma de madera, en la que también subieron varios
miembros de la escolta.
—Vamos —dijo el guía.
Se produjo un rumor de poleas y un casi imperceptible temblor al tensarse las
sogas del artilugio. Después la caja se elevó, oscilando a veces, chocando contra
las paredes de piedra de la chimenea —Sven estaba seguro de que era una
chimenea, porque las corrientes ascendentes del aire eran perceptibles. Cuando
hubo contado treinta y dos, la plataforma se detuvo y se desplazó lateralmente.
Una compuerta se abatió. Otra vez manos robustas guiaron al invitado a través de
un pasillo que remontaba una serie de suaves escalones. Salieron a un clima más
seco y ventilado. El guía le retiró la capucha y dejó al descubierto los ojos del
embajador de Saladino.
Estaban en un lugar elevado, quizá la torre más alta del castillo, porque tras
los parapetos medio derruidos sólo se veían las cumbres de las montañas más
lejanas. Era una explanada irregular, con el piso de la misma laja de piedra
sobre la que se asentaba el castillo, con rodales empedrados con grandes losas.
En un extremo había un edificio de ruin aspecto, de adobe y ladrillos medio
desmoronados, con la fachada decorada con trazos de cal en zigzag. Sólo tenía
una puerta vulgar, como la casa de cualquier artesano, y dentro una sala amplia
sostenida por cuatro pilares de ladrillo, enjalbegada, el suelo cubierto de esteras
polvorientas de apagados colores. Al fondo aguardaba el Viejo de la Montaña,
sobre un escaño de madera, igualmente viejo y desvencijado, que custodiaban
seis inmóviles muhaidines vestidos de blanco y ceñidos con cíngulos rojos. El
Viejo de la Montaña estaba sentado al estilo oriental, con los pies plegados bajo
los muslos, sobre una amplia estera de oración que cubría una tarima de hierro
de la que, por un roto de la estera, le Berg alcanzó a distinguir una bisagra. ¿Un
cofre seguro? Quizá.
Sven le Berg observó al profeta de los muhaidines. Era un hombre de
mediana edad, flaco y alto, vestido con una chilaba sencilla, descalzo. El dueño
del paraíso terrenal, de los tesoros secretos, de la Mesa de Salomón, parecía muy
pobre. Se tocaba con un turbante ligero, de los que usan los artesanos, que se
cosen con un par de puntadas para librarse de componerlo cada pocos días: La
barba gris y puntiaguda, que le llegaba hasta la mitad del pecho, apenas
disimulaba el cadavérico hundimiento de las mejillas. El Viejo de la Montaña
contempló en silencio al visitante con sus ojos profundos y oscuros, orlados de
profundas ojeras cárdenas. Sven le Berg se preguntó si estaba enfermo. Tocó el
salvoconducto que pendía de su pecho el pez de cobre ensartado por el ojo.
—La paz de Alá sobre ti —dijo con voz profunda y musical, sin apenas
mover aquellos labios finos y resecos.
Sven le Berg tomó el pez de cobre y se inclinó en una leve reverencia. Por el
contrario, el guía que lo había acompañado se precipitó a arrodillarse y besó con
unción una babucha sucia, de las baratas, con suela de esparto, que había en
medio de la sala sobre un pequeño dosel de piedra.
—¿Por qué ha escogido Saladino a un franco para representarlo?
—No se fia de nadie, señor. Y y o lo he servido otras veces.
—¿Cómo te llamas?
—Me llaman Viento Impetuoso.
El Viejo de la Montaña asintió entrecerrando los ojos.
—Dame el mensaje —pronunció lentamente con su voz seca e intimidante.
Sven le Berg tomó el sobre de pergamino que llevaba en la cintura e hizo
ademán de entregárselo, pero al instante lo rodearon cinco lanzas. Sven dio un
paso atrás y mostró las palmas de las manos en señal de sumisión. Uno de los
muhaidines se adelantó, le arrebató el mensaje y se lo entregó a un moro cojo
que permanecía cerca del Viejo de la Montaña, al pie de la tarima. A pesar de las
trazas de mendigo, la chilaba raída llena de lamparones y los pies descalzos,
debía de ser el chambelán de aquella extraña corte porque metió la mano en el
seno y en lugar de rascarse sacó una daga curva con las cachas de madera con
la que hizo saltar los pespuntes de hilo carmesí que cerraban la misiva de
Saladino, desplegó el pergamino, que era grande como un pañuelo, y examinó su
contenido. Antes de leerlo lo examinó al trasluz, lo olfateó y pronunció un breve
conjuro.
Después ley ó el contenido de la misiva. Sven le Berg conocía los dialectos
más usuales del árabe tan bien como la lengua franca o la germana, pero no
pudo entender ni una palabra de lo que la carta contenía. Quizá, pensó, el hombre
que tenía que haberla entregado, el que empalaron los trudentes, era ducho en
esta lengua. Quizá sea una lengua mágica que sólo conocen o entienden los
iniciados. Intentó componer un gesto que denotara aplomo, como si entendiera lo
que el chambelán leía pero no pudo evitar el pensamiento de que quizá estaban a
punto de desenmascararlo. Al Viejo de la Montaña le había resultado inusual que
Saladino confiase su embajada a un franco incircunciso. ¿Qué haría si le hacía
preguntas en aquella extraña lengua? ¿Qué podría decir, por ejemplo, si le
preguntaba qué aspecto tiene Saladino, al que jamás había visto?
A Sven le Berg se le erizó el vello del cogote. Sintió el sudor viscoso que le
refrescaba el espinazo antes de los combates, el anuncio de la muerte. Se esforzó
por mantener la calma. Si lo descubrían, ¿qué podía hacer, desarmado como
estaba? Los muhaidines eran siete, jóvenes y nervudos, y portaban lanzas y
espadas cortas. Podría, si tomaba la iniciativa, sorprender a uno y arrebatarle su
lanza. Quizá, viniendo bien las cosas, pondría fuera de combate a los siete, quizá
entonces podría saltar sobre el Viejo de la Montaña y ponerle un cuchillo en la
garganta y abrirse camino hasta el desierto llevándolo como rehén.
No. No podría. De pronto se percató de que el Viejo de la Montaña no estaba
guardado por aquellos muhaidines, sino por la magia. En torno al estrado debía de
haber un círculo mágico. La sala estaba llena de moscas que se metían por los
ojos, los labios y los oídos de los presentes, pera cuando un insecto volaba en
dirección al estrado, al llegar a cierta altura, topaba con una barrera invisible y
alteraba su rumbo.
« Quizá esta vez he sido demasiado ambicioso» , —se recriminó en silencio el
guerrero. Y casi sin advertirlo elevó una breve jaculatoria a Satán, unas palabras
mágicas que pronunciaban los guerreros de la Abominación.
En aquel momento el chambelán terminó de leer la misiva y la plegó con
parsimonia. El Viejo de la Montaña, que había permanecido con los ojos
cerrados, los abrió. En ellos brillaba una extraña luz.
—Tendrás la respuesta mañana, cuando amanezca, Viento Impetuoso. Ahora
retírate, come, duerme y vive.
El chambelán cojo y desastrado le indicó el camino. Afuera, el guía le colocó
de nuevo la capucha en la cabeza y lo condujo de regreso al valle.
—Eres el huésped del Bendito. Te mostraré tu posada para esta noche.
Sven recuperó su caballo y siguió al guía por la arboleda espesa hasta una
casa solitaria que la fronda ocultaba. Era uno de los pabellones donde los nuevos
muhaidines conocían los goces del paraíso. El olor del hashish impregnaba las
paredes y las esteras del suelo, más lujosas y limpias que las que había visto en el
aposento del Viejo de la Montaña. Le habían reservado una habitación espaciosa
con un poy o de piedra y dos esteras gruesas que hacían de colchón bajo un
amplio dosel de madera pintado de vivos colores del que pendían gasas que
mantenían alejados a los insectos. Dos mujeres de hermosas caderas,
treintañeras en su punto exacto de sazón, vestidas a la sarracena con zaragüelles
y chalequillo, los pies desnudos adornados con tintineantes ajorcas de plata, le
trajeron una bandeja con alimentos y una cantarilla de agua fría que depositaron
sobre el poy o.
Cuchichearon algo entre ellas, se rieron y se retiraron a un ángulo de la
estancia. Sven le Berg les mostró su agradecimiento con una sonrisa. La comida,
un muslo de cordero en salsa de frambuesa y almendras, parecía apetitosa
¿estaría drogada? El guerrero podía pasarse sin ella, pero entonces acentuaría las
sospechas de los muhaidines. Por otra parte, desfallecía de hambre después de
los trabajos pasados y de haberse alimentado de carne seca y pan duro en su
travesía del desierto. Comió con avidez mientras las mujeres lo observaban
divertidas.
Cuando dejó la bandeja limpia y eructó educadamente, según la regla de
cortesía oriental, las mujeres retiraron el servicio y lo dejaron solo. No sabía qué
iba a encontrarse a la mañana siguiente. Le convenía descansar y recuperar
fuerzas. Atrancó la puerta, que era de doble hoja, con lo único que le vino a
mano, la misma tarima de madera sobre la que se alzaba la cama, y se dispuso a
dormir.
Estaba en el primer sueño cuando una presencia cercana lo sobresaltó. A la
tenue luz de la luna distinguió las formas de las dos mujeres. Ahogando risitas se
le metieron en la cama, una a cada lado y comenzaron a masajearlo como las
más expertas prostitutas de Los Tres Agujeros, el famoso burdel para caballeros
y comerciantes solventes del puerto de Haifa.
—Ya veo que el Viejo de la Montaña sabe tratar a sus huéspedes —suspiró el
guerrero.
Pero lo había dicho en lengua de los francos y ellas no lo entendieron. Se
limitaron a hacer su trabajo. Sven notó que ponían un entusiasmo difícil de
encontrar en las pupilas de Los Tres Agujeros, a pesar de que eran maestras en
el arte de fingir.
Sven no era indiferente a la belleza femenina ni a los goces que proporciona.
Sin embargo, su designio para aquel día era distinto. El Viejo de la Montaña vivía
en una morada mezquina, sentado sobre un cofre plano. Sospechaba que su poder
radicaba en el cofre, quizá la clave de la Mesa de Salomón por la que Saladino,
según las trazas, estaba dispuesto a pagar cualquier cosa, incluso compartir el
dominio del mundo.
Sven le Berg golpeó la nuca de una de las mujeres, que se desplomó sin
sentido y ahogó el grito de alarma de la otra rompiéndole el cuello entre sus
manos potentes. Después buscó a tientas el lugar por el que las mujeres habían
entrado, una puertecilla disimulada al fondo de la estancia que daba directamente
a la orilla del río. No había vigilancia. Salió a la noche y se metió entre los
árboles, evitando los caminos donde pudieran descubrirlo y moviéndose con
cautela por si había centinelas o escuchas. A medio camino, al apartar unas
ramas, se topó de bruces con unas ruinas antiguas, una especie de templete de
mármol cuy as columnas sostenían un verde y espeso emparrado. Dentro había
un lecho con dosel de pámpanos en el que un aspirante a muhaidín se disponía a
completar su tanda de gozos del Paraíso. En el lecho, desnuda y receptiva, una
mujer de singular belleza, morena, de firmes pechos y anchas caderas,
escanciaba hidromiel en una copa de plata mientras el muhaidín, moreno y
enteco, con una barbita escasa, se disponía a penetrarla cuando la aparición del
forastero lo inmovilizó en una actitud ridícula, desnudo con el culo al aire y una
erección todavía morcillona en la mano. Sven le Berg se hizo cargo de la
situación: y a lo habían visto. Si los dejaba en paz, antes de que hubiera caminado
veinte pasos sonaría alguna trompeta de latón alertando a la guardia del Viejo y
todos los muhaidines del mundo saldrían tras él. No había opción. Penetró en el
cobertizo y desmay ó al muhaidín de un puñetazo en la sien.
—Tómame —le dijo la mujer asustada cuando lo vio abalanzarse sobre ella
con el puño en alto.
Sven descargó el puño sobre el cráneo de la mujer, que crujió con un
chasquido de hueso quebrantado. Luego sopló sobre una lamparilla de aceite que
iluminaba la bandeja de las bebidas y prosiguió su camino. Al llegar al río,
remontó el curso de agua, hasta que reconoció, en la oscuridad, el higuerón que
ocultaba el acceso al castillo del Viejo. Detrás del ramaje se columbraban las
luces de un par de candiles y las siluetas de varios muhaidines que montaban
guardia charlando entre ellos relajadamente. El guerrero dio un rodeo hasta la
parte de la peña que le pareció más accesible y comenzó a trepar hasta un
respiradero de la montaña descubierto a varios cuerpos de altura. Desde allí,
forzando una corroída reja de hierro, entró en el pasadizo de la montaña. El aire
era pesado y mareante, debido a las antorchas. El intruso ascendió por una
empinada escalera hasta la explanada superior de la fortaleza, la morada del
Viejo de la Montaña. Había dos centinelas, sentados a la puerta del aposento, uno
de ellos dormitaba en el regazo del otro que, con la espalda en el muro,
contemplaba medio adormecido las estrellas. No vio llegar la sombra. Un golpe
seco en la tráquea y cay ó hacia delante. Otro golpe y el que dormía anticipó su
entrada en el paraíso de Mahoma.
Sven le Berg tomó una daga y forzó la puerta por el lado de las bisagras, que
eran de caperuza simple, no las dobles, inventadas por Nicacos de Bizancio. Los
hierros estaban bien aceitados, no produjeron sonido alguno al deslizarse. Como
una sombra, Sven le Berg saltó al interior del aposento. Esperaba encontrarse al
Viejo de la Montaña durmiendo sobre el cofre, pero el aposento estaba vacío. No
hubiera vacilado en estrangular al representante del mártir Alí, pero el Viejo de
la Montaña se había levantado a defecar, dado que prefería obrar de noche,
cuando sus servidores dormían. Como estaba algo estreñido tardó en subir de la
camareta baja donde tenía el agujero sobre el pozo negro. Sven le Berg, después
de palpar la esterilla y cerciorarse de que todavía estaba caliente, se apresuró.
Descubrió los dos cerrojos guarnecidos de candados y arrimando los labios hasta
percibir el acre sabor del óxido y del aceite rancio musitó el sortilegio que le
había enseñado, en otro tiempo, el mago Asmodeo:
—Sverw oei ki wy w nsd wuwesa.
Un chasquido suave acompañó la apertura simultánea de los dos candados. El
mercenario pasó los dedos bajo el batiente y levantó la pesada puerta. Debajo
había una especie de alacena polvorienta que guardaba varios libros antiguos,
desencuadernados, escritos en unas letras indescifrables, ni islámicas ni
cristianas, un odre lleno de ceniza, una vara de medir y un puñado de baratijas de
poco valor, entre las que sólo le llamó la atención un medallón de bronce con una
extraña piedra del tamaño de una bellota engastada en el centro. Tomó el
medallón y se lo puso al cuello.
« Ahora debo huir» , se dijo.
Dejó el arcón cerrado y el tapete encima, tal como lo había encontrado. Salió
del aposento y encajó los batientes de la puerta.
Tuvo que restregarse los ojos para creer lo que vio afuera.
CAPÍTULO XII

Desde que entraron en la tierra del Viejo de la Montaña, los viajeros avanzaron
por caminos poco transitados, evitando las aldeas, las caravanas y los pastores.
Al atardecer del sexto día, el enano Grontal se alejó, como solía, para
meditar bajo un pino que destacaba sobre un collado. Al regreso anunció:
—El castillo del Viejo de la Montaña está a dos jornadas de camino.
Cantacuzanos le dirigió una mirada encendida, pero no dijo nada.
Quizá le molestaba que otro miembro de la expedición indagase por su
cuenta. El experto en el Viejo de la Montaña era él.
—Tendremos que avanzar de noche y ocultarnos de día —determinó Lucas
de Tarento.
Aquella noche alimentaron con cebada a los caballos para fortalecerlos y los
dejaron de careo en un barranco angosto, mientras Pedro el Raposo vigilaba
sobre una peña, en previsión de sorpresas. Sonó lejos el grito de la hiena y más
cerca el vuelo apagado del búho. Guido cerró los ojos y apretó en la mano una
higa de marfil. El alma del que mira los ojos de un búho vaga siete años antes de
encontrar consuelo.
De noche se encaminaron al castillo en fila india y en silencio. Pedro el
Raposo iba delante, a buena distancia, explorando el terreno. Llevaban dos horas
de camino cuando volvió con malas noticias:
—Sire —le dijo a Lucas de Tarento— hay un puesto de vigilancia en aquellas
peñas.
—Si vendamos los cascos de los caballos, ¿podremos pasar sin que nos oigan?
—inquirió el caballero.
—Lo dudo, sire. Hay un poco de luna y el camino está a la vista. Lucas de
Tarento comprendió. Si los descubrían, las atalay as encenderían una luminaria de
alarma que trasmitiría la noticia a la siguiente atalay a y esta a la siguiente, hasta
el castillo más próximo.
Podían incluso comunicar el número de intrusos cubriendo la luz a intervalos
con un escudo. —Si avanzáramos de día, podríamos buscar otra senda— dijo
Grontal. Cantacuzanos llevaba todo el día taciturno, a veces retrasándose más de
lo prudente con su mansa mula parda. Tosió para aclararse la voz y dijo:
—Quizá si me esperáis y o pueda hacer algo por remediar la situación.
—¿Vos, eminencia? —se extrañó Lucas.
—Con la ay uda de Dios.
En los días pasados, Cantacuzanos había meditado largamente sobre su
cometido en aquella expedición. ¿Es lícito realizar actos reprobables si el fin
perseguido redunda en la may or gloria de Dios y de su Iglesia? En circunstancias
normales quizá la magia, o cierta clase de magia, fuese maldita, pero ¿lo era
también fuera del territorio de Cristo, en las tierras de los paganos? Por otra parte,
¿dónde estaba la delgada línea que separaba la magia diabólica de la divina, si las
dos procedían de una misma fuente, cuando ángeles y demonios pertenecían al
mismo linaje antes de la edad de la Abominación?
Cantacuzanos no se caracterizaba por su valor. En los momentos de peligro lo
habían visto temblar, aferrarse a su báculo hasta que los nudillos se le ponían
blancos. Toda su vida había vivido en monasterios e iglesias, entre libros. Se
orientaba mal y no sabía caminar por el campo. Era evidente que estaba
ofreciendo su magia, pero ¿cómo se iba a acercar a la atalay a a la distancia
suficiente para lanzar un conjuro a los muhaidines que guardaban el paso?
—Id con Dios —dijo Lucas de Tarento.
La mirada del clérigo brilló extrañamente. Tenía los ojos orlados de
profundas ojeras. Comenzó a caminar apoy ado en el báculo y a medida que se
alejaba parecía más ligero. Al final, cuando las tinieblas nocturnas se lo tragaron,
se movía con gran agilidad.
A los dos muhaidines de la atalay a les pareció escuchar un sonido pétreo
barranco abajo. Permanecieron un rato en silencio, expectantes, la mano en la
y esca de las ahumadas, por si el sonido se confirmaba. Después decidieron que
había sido una falsa alarma. Reanudaban la conversación, sobre los goces eternos
del Paraíso, cuando un lobo gris enorme apareció al pie de la torrecilla y los
contempló un momento con su mirada maligna. Uno de los muhaidines agarró el
arco y estaba armándolo con una flecha de hierro cuando el lobo, de un salto
portentoso, alcanzó el parapeto y se lanzó directamente sobre su y ugular,
desgarrándola con los fuertes colmillos. El otro muhaidín, aterrorizado, abandonó
la lanza e intentó huir, pero rodó las pinas escaleras de la atalay a y se rompió el
cuello contra el último peldaño.
Cantacuzanos regresó al campamento cojeando. —Podemos pasar— anunció
con voz quebrada.
Lucas de Tarento lo miró en la oscuridad. No le pareció que estuviera herido.
Quizá agotado del esfuerzo.
—En marcha —ordenó—. Cuando amanezca habremos atravesado el primer
cinturón de atalay as y estaremos dentro del territorio del Viejo de la Montaña.
Apenas habían reanudado la marcha cuando Pedro el Raposo cabalgó hasta
situarse al lado de su señor y le dijo, sin mirarlo:
—Nos siguen, sire.
—¿Quién nos sigue?
—No sé cuántos son —respondió el escudero—: quizá pocos. Sólo he visto
brillar un acero. Están detrás de aquella colina.
—No se lo digas a nadie. Quédate atrás, disimúlate y observa quiénes son.
—Oír es obedecer.
CAPITULO XIII

Sven le Berg se quedó inmóvil bajo las pausadas estrellas. Los centinelas habían
desaparecido y la plataforma rocosa estaba invadida de zarzas, sin trazas de
castillo, sin parapetos ni almenas. Sven le Berg musitó su conjuro contra la
brujería, y cerró los ojos un par de veces con la vana esperanza de restituir el
mundo que había dejado antes de entrar en el aposento del Viejo de la Montaña,
pero seguía sin aparecer. El medallón con la piedra, pensó. Se lo sacó de la
cabeza y lo depositó en el suelo. Pronunció nuevamente el conjuro, pero cuando
abrió los ojos el resultado era el mismo: el castillo del Viejo de la Montaña había
desaparecido. Miró atrás y el aposento cuy a puerta había forzado hacía unos
instantes tampoco estaba. Solamente la plataforma de piedra con una roca más
elevada en la que se apoy aba la tarima de hierro del Viejo.
Se asomó al escarpé de la alta roca: abajo, el río que vertía sus aguas en el
lago seguía espejeando a la luz de la luna, pero la vegetación no se limitaba a sus
riberas: se extendía, pujante, en oscuras masas de árboles, por los cerros y
montañas ady acentes donde a la luz del día sólo había visto rocas peladas y
barrancos pedregosos.
Sven le Berg rescató el medallón de bronce y se lo colocó en el pecho.
Después descendió la empinada roca, lo que le llevó algún tiempo pues era difícil
encontrar un buen apoy o para el pie entre la maraña de zarzas que crecía por
doquier. Cuando le faltaban pocas brazas para llegar a la base escuchó a su
caballo piafar alegremente, acercarse y escarbar con el casco potente sobre la
tierra negra. No había camino, no había chozas, no había pabellones del amor
desde los que los muhaidines pudieran atisbar el paraíso: solamente selva
enmarañada, árboles espesos de muchas especies altas y bajas y el profundo
olor de la naturaleza muerta bajo sus plantas, generaciones de hojas caídas en
otoño y podridas por las lluvias, el humus en el que crecían toda clase de plantas
antes de que la del hombre hollara aquellos parajes.
Sven le Berg montó su caballo y se abrió paso entre la maleza. Todas las
personas que vio la víspera habían desaparecido. Sin embargo, el mundo era el
mismo, aunque poblado de árboles silvestres, entre los que reconoció la higuera a
cuy a sombra había bebido de la clara fuente y la palmera samani, aunque ahora
no era una palmera solitaria, sino una más en medio de un espeso bosque de
palmeras. Dedujo que había regresado a la tierra antes de que los hombres
llegaran a ella, cuando el bosque primigenio la señoreaba. Comenzó a
comprender que el sentimiento de inefable paz que pugnaba por introducirse en
su corazón podía provenir de aquella mudanza. Quizá antes de los tiempos de la
Abominación no existía el rencor en los sentimientos de los hombres. Pero desde
entonces habían ocurrido muchas cosas y él tenía motivos sobrados para cobijar
su rencor.
El Viejo de la Montaña congregó a los hombres de su guardia. Anduvo entre
ellos, les miro los ojos uno a uno sin decir palabra y luego ordenó.
—¡Devolvedme los turbantes melados!
Era señal de muerte. La guardia personal del Viejo de la Montaña se
distinguía por llevar turbantes embadurnados con miel en los que se posaban las
moscas que de este modo dejaban en paz al profeta. Eran nueve, escogidos entre
los más forzudos y fanáticos después de suavizarles el examen de doctrina.
Dejaron, pues, los nueve turbantes ennegrecidos de las moscas sobre el poy o
desnudo de la estancia y miraron al Bendito aguardando la orden:
—La puerta del Paraíso —dijo el Viejo señalando el podio de piedra por
donde la plataforma se asomaba al precipicio.
La Puerta del Paraíso, también conocida como « La Madre de las
Costaladas» , era un despeñadero de treinta brazas o más de caída que terminaba
en una roca plana. Sonaron dos trompetas. En las huertas del valle, los
trabajadores hicieron un alto en la faena para asistir a la ceremonia, muchos con
su punto de envidia: « Ahí van los afortunados que dentro de un momento van a
gozar de las huríes y las mesas abastecidas de hidromiel, de carne, de frutas, de
almendras garrapiñadas» . Los guardias se fueron arrojando al vacío uno detrás
de otro, sin titubear. Volaban por el aire como muñecos, gritando jaculatorias
religiosas, y se estrellaban con un sonido apagado, chaf, aumentando el charco
de sangre, sesos y entrañas despanzurradas. Si alguno no moría inmediatamente
y rebullía, acudía un muhaidin con una maza de pino, de las que se utilizan para
clavar los postes campamentales, y lo remataba de un golpe en la sien derecha o
en el occipucio, según la postura.
El último muhaidín del turbante melado era Mohamed Habibi, el egipcio.
Cuando iba a saltar, el Viejo de la Montaña lo detuvo con un gesto y le preguntó:
—¿Tú viste el rostro del ladrón, el rubio que nos mandó Saladino?
—Lo vi, Bendito.
No morirás todavía. Toma las esparteñas coloradas, una talega de higos secos,
un puñal bendito y un queso. Busca al rubio en Occidente, en tierra de cristianos.
Barrunto que tomará ese camino. Lo matas, te matan y ganas el Paraíso.
—¡Oír es obedecer! —grito Habibi entusiasmado.
CAPÍTULO XIV

Pedro el Raposo caminó durante un buen rato a la zaga de los expedicionarios y a


la primera ocasión propicia se desvió en una encrucijada y desapareció.
Volviendo sobre sus pasos, se emboscó en unas rocas altas que dominaban el
sendero y se mantuvo al acecho. Quizá algunos orcos compañeros de los de la
patrulla que exterminaron días atrás los estaban siguiendo hasta el lugar
apropiado para tenderles una emboscada.
Una mariposa blanca, con manchas pardas en las alas, revoloteaba sobre la
hierba seca sin encontrar flor alguna.
Al rato apareció una figura por el camino: un joven caballero, delgado y alto,
que se protegía del sol con un enorme sombrero circular, como los de las
segadoras en Auvernia. Cabalgaba sobre un alazán brioso, con la cota detrás de la
montura, en su bolsa de cuero, y la espada filosa pendiendo del arzón. ¿Un joven
capitán de cruzados? ¿Qué hacía allí, tan lejos de las posiciones cristianas? ¿Y por
qué nos seguía? Podía ser un espía a sueldo de los turcos o un agente del Viejo de
la Montaña.
El camino atravesaba una rambla seca en la que crecían potentes las adelfas
con sus flores rojas y blancas. Pedro el Raposo acechó allí al solitario jinete, le
salió por la espalda de improviso y tomándolo del cinturón que ceñía su túnica, lo
descabalgó. El jinete saltó, casi antes de tocar el suelo, ágil como un gato y en un
instante la espada filosa brillaba en su mano enguantada. Pedro el Raposo
comprendió que estaba en apuros y empuñó la palanqueta terminada en pata de
cabra. ¿Por qué no había atacado el caballero? ¿De haber tajado con la misma
celeridad con que empuñó la espada, el escudero estaría ahora muerto? Sin
embargo, el caballero, aunque le apuntaba el pecho con su espada persa, no
parecía dispuesto a atacarlo.
—Pedro el Raposo, andas flojo de reflejos —le reprochó. Entonces reconoció
la voz y la sonrisa.
—¡Isbela de Merens! —exclamó bajando la palanqueta—. ¿Qué demonios
haces aquí? Este lugar es peligroso. Estamos en los dominios del Viejo de la
Montaña.
Ella se encogió de hombros, volvió a su caballo y envainó nuevamente la
espada.
—Quiero regresar a Ultramar por vía terrestre. Tengo entendido que os dirigís
a Ultramar. Iré con vosotros.
—¿Es que no ves los días con sus noches, el sol y las estrellas? —replicó el
antiguo ladrón—: Vamos hacia oriente, tanto como jamás ha llegado ningún
cristiano desde los tiempos de Alejandro. Sé de alguien a quien no le va a gustar
verte…
—Pues apresurémonos porque el cielo se está encapotando.
El Raposo comprobó que unas nubes negras y bajas cubrían el cielo y las
cimas de las montañas apenas se distinguían y a.
Cerca de ellos estalló un trueno e inmediatamente una centella iluminó el
firmamento.
—¿Una tormenta aquí, sobre este desierto? —preguntó incrédulo
Cantacuzanos.
Las primeras gotas gruesas se estrellaron contra los guijarros manchándolos
fugazmente antes de evaporarse. Comenzó a llover con tal fuerza que parecía
que el cielo había abierto sus esclusas. Olía agradablemente a tierra mojada. Los
hombres atrapados en medio del chaparrón abandonaron el camino y se
arrimaron al escarpe del cerro donde un saledizo rocoso brindaba protección.
Furiosos relámpagos iluminaban el cielo en rápida sucesión, como culebrillas de
luz. Las chispas, al caer, crujían a pocos estados del suelo como si un cuerpo
extraño las contuviera, a veces saltando vivas llamas que enseguida apagaba el
aguacero.
Cantacuzanos, aferrado a su bordón, ceñudo, intentaba comprender.
Rebuscaba casos en su memoria. Finalmente exhaló un suspiro y dijo como para
sí:
—La confusión de los tiempos. Alguien ha activado el conjuro de la Sulamita.
—¿El Conjuro de la Sulamita? —gritó Lucas de Tarento dominando el fragor
de la tormenta y del aguacero—. ¿De qué hablas, hombre de Dios? Quieres decir
que esta tormenta la provoca un hechizo.
El conjuro de la Sulamita. El Viejo de la Montaña posee una de las doce
piedras dragontías, la que perteneció a la Sulamita, engastada en un medallón de
bronce forjado por los antiguos demonios que Salomón sometió con el poder de
Dios. Se llama « de la Sulamita» en memoria de una sacerdotisa de los cultos
infernales que, a causa de esa piedra, reveló sus secretos al rey sabio. Cuando
alguien la maneja inadecuadamente, la piedra produce extraños conjuros y eso
se manifiesta en la confusión de los lugares, diluvia sobre el desierto y el sol
abrasador agosta los bosques y derrite las nieves de las regiones septentrionales.
Nunca supuse que lo vería.
En esta y otras conversaciones gastaron el día mientras avanzaban
penosamente por el desierto de riscos y zarzales secos. Por la noche descansaron
en una cueva con trazas de aprisco, cerca de un manantial de aguas salobres.
Pedro el Raposo ballesteó un hermoso conejo que asaron en una candelilla. A la
mañana siguiente vieron venir de lejos a unos mercaderes sirios con camellos
cargados de fardos y esclavos armados. El Viejo de la Montaña permitía que
algunos mercaderes cruzaran sus valles a cambio de un veinte por ciento de las
ganancias. De este modo se aseguraba el suministro de ciertos productos de los
que sus dominios carecían y, al mismo tiempo, vendía sus excedentes de queso y
dátiles. Lucas de Tarento salió al encuentro de los mercaderes haciéndose pasar
por un caballero extraviado.
—Esta tierra es peligrosa, hermano.
—Ya he notado que es algo inhóspita. El mercader sacudió la cabeza. No me
has entendido. Son dominios del Viejo de la Montaña, al que le molestan las
visitas. Si no tienes buenos presentes con los que agasajarlo, te aconsejo que
vuelvas sobre tus pasos. Además, en estos días los cristianos no sois
especialmente bienvenidos allá: un renegado a sueldo de Saladino le ha birlado
una joy a que tenía en mucho aprecio: la piedra Fogosa.
—¿Un renegado de Saladino?
—Sí, un cristiano rubio que se presentó con un pez de cobre que el Bendito le
había enviado a Saladino. Le ha robado el talismán y están rodando muchas
cabezas, angelitos al cielo. Por lo pronto a los melados de la guardia les ordenó
que se despeñaran hace cuatro días —hizo el signo de la reverencia llevándose la
mano al corazón y a la boca—. Derechos al Paraíso: a estas horas y a estarán
escocidos en sus partes de refocilarse con las huríes.
Lucas de Tarento no sabía como interpretar las palabras del mercader, si se
trataba de un cínico o de un crey ente. Se despidió:
—A la paz de Dios.
—Que Alá vay a contigo.
Antes de regresar a la cueva, aguardó a que los mercaderes abrevaran a sus
camellos en la fuentecilla y desaparecieran.
—Cambio de planes —informó—. Un guerrero rubio se nos ha adelantado y
le ha robado la piedra Fogosa al Viejo de la Montaña.
Cantacuzanos palideció.
—¿Es eso cierto?
—Eso cuentan los mercaderes.
—El que ha robado la piedra ¿para quién trabaja?
—No se sabe.
Cantacuzanos meditó un momento.
—Los que lo pueden descifrar están en Constantinopla.
CAPÍTULO XV

Los viajeros llegaron sin más incidencias al bullicioso puerto de Alejandreta,


salida natural al mar de Antioquía, frente a las costas de la Pequeña Armenia,
donde confluy en las caravanas que remontan el Tigris y el Éufrates por la región
de Edesa. Se alojaron en El Sueño sin Sobresaltos, una de las numerosas fondas
del lugar. Lucas de Tarento asentó el pasaje del grupo en una nave carguera, La
Golondrina Risueña, que zarpaba para Constantinopla, sin escalas intermedias,
cinco días después. Los viajeros aprovecharon este breve asueto para solazarse
en las viñas y las huertas que rodeaban la ciudad. Era el tiempo de las ciruelas
ambarinas, con su gotita de jugo irisado en la tersa piel. Guido de St. Bertevin no
perdía ocasión de escoger las más maduras para Isbela. Los primeros días, la
muchacha, que había vivido en un castillo apartado y estaba poco acostumbrada
a cortesanías, se avergonzaba un poco, pero luego fue entendiendo el ritual cortés
y hasta sonreía tímidamente al aceptar el obsequio. La actitud del clérigo
Cantacuzanos era totalmente distinta: fingía ignorar a la muchacha y cuando le
dirigía la palabra, evitaba mirarla y mantenía los ojos fijos en el suelo.
El día del embarque en La Golondrina Risueña, Guido se asombró al
comprobar que el barco con nombre del avecilla inquieta era una especie de
enorme barril flotante. En la cubierta, más alta que el campanario de una iglesia,
una chusma de marineros medio desnudos, con taparrabos que apenas les
cubrían las vergüenzas, se agolparon en la borda para observar a la doncella
Isbela y se daban con el codo e intercambiaban comentarios probablemente
salaces que encendieron la cólera de Guido.
Lucas de Tarento notó los nudillos pálidos del aspirante a caballero, el puño
apretado sobre el pomo de su espada.
—Las saetas lejanas no hieren —le dijo familiarmente—. Esos pobres
desgraciados son como perros hambrientos. Un caballero no debe tomarlos en
cuenta.
Guido se avergonzó de revelar tan claramente sus emociones.
—¿Vamos a embarcar en este tonel? —preguntó por cambiar de tema.
—En efecto —respondió el caballero, y contempló la nave como si se
enorgulleciera de ella—. Es el primer barco que sale para Constantinopla sin
demorarse en enfadosas escalas. Llegaremos antes a nuestro destino y quizá
pasemos desapercibidos. —Echó una ojeada a los curiosos congregados en el
muelle—. Aunque de esto último no estoy tan seguro.
La Golondrina Risueña pertenecía al mercader Antos Laporos, que
suministraba aceites de los olivares de Siria y sal de las canteras de Lixos a las
despensas y a los baños de Bizancio. Cuando los estibadores acabaron de llenar la
bodega de vasijas y fardos, el asentador indicó que embarcaran los caballos. El
alguacil del puerto, un gordo con la calva cubierta por un gorro colorado, símbolo
de la autoridad del visir, tocó su corneta para anunciar que salía nave gorda. Los
marineros se afanaron con los cabos, desatracaron, treparon a las jarcias,
largaron medio trapo y una suave brisa hinchó el velamen permitiendo que la
pesada nave abandonara la bahía y saliera a mar abierto.
La travesía duraba dos semanas con vientos favorables. Los pasajeros no
tenían gran cosa que hacer aparte de acodarse en la cubierta a contemplar la
costa de Cilicia, como una continuada cinta verdigrís a la derecha, el terroncito
pardo de Chipre a la izquierda, los lomos centelleantes de los delfines y las
bandadas de gaviotas que seguían el rastro de espuma esperando a que el
cocinero vaciase la basura en el mar.
Aquella calma era propicia para que se fueran anudando amistades. El enano
Grontal conversaba a menudo con Pedro el Raposo, cuy as historias de lances
amorosos y rey ertas tabernarias le hacían olvidar su pánico al mar. Grontal era
el único que no se asomaba a ver la inmensidad azul. Permanecía de espaldas y
si alguna vez giraba la cabeza era para comprobar si la costa seguía a sotavento
como decían los marineros. Lucas de Tarento, por su parte, conversaba a ratos
con Cantacuzanos. Aunque el clérigo no era muy comunicativo logró que le
explicara en qué consistían los misterios del Shem Shemaforash o Nombre
Inefable contenido en la Mesa de Salomón cuy a búsqueda les encomendaban el
Papa y los príncipes de la Cristiandad. Los cabalistas habían desarrollado ciencias
que recogían en libros misteriosos, la Ghemara, la Mishna, el Misdrashin, la
Gematría, el Notricón y la Temurah, « caminos celestes para cabalgar sobre la
luz del Conocimiento» , en palabras del griego, para lo que había que estudiar
largos años en academias místicas, quemándose los ojos sobre antiguas escrituras
expresadas en alfabetos místicos, Atbash, Albam, Atbach, Tashrak, Aiarbechar…
Una de estas academias estaba en la judería de Constantinopla, por concesión
especial del primer emperador Ángelo, al rabino Moshé ben Abra que había
curado a su hijo de una alferecía. Después de la desaparición de varios
cabalistas, que profundizaron tanto en el conocimiento que no volvieron a
aparecer, la academia había decaído. Cantacuzanos había estudiado cábala con
el último gran rabino, por concesión especial al anterior patriarca de
Constantinopla, Teodoro Akrites. En la promoción del clérigo había algunos
extranjeros, magos persas, eruditos alejandrinos, incluso un gallego llamado
Cunqueiro, que volaba con la ay uda de un anillo y evocaba a voluntad a
Alejandro y a las damas de antaño.
—Un concertador de espíritus —supuso Lucas de Tarento—. Espíritus no,
Cunqueiro los traía en carne y hueso, y era de ver la presencia marcial de
Alejandro que olía a sudor dulce de caballo y de hombre. Cada aparición trae
aparejado su perfume. Las damas de antaño, por ejemplo, huelen a violetas o a
rosas marchitas: Elena de Troy a cuando sedujo a Paris, en una camareta de
palacio, Esther, la judía, cuando salía del baño con la boca fresca y la mirada
honda de las mujeres de su raza.
Lucas y Jorge, el guerrero y el clérigo, conversaban hasta que lucían las
estrellas en la negra noche —la estela de la nave semejaba un reguero de plata—
y el cocinero llamaba a la cena. Una noche Lucas de Tarento cenó
distraídamente. Mientras en su entorno se avivaban las conversaciones, él tenía la
mente en otra cosa. Jorge le había confirmado que en las combinaciones del
Nombre que Dios reveló a Salomón, el mago puede crear vida, germinar una
flor, cubrir un huerto de rocío o hacer que el conejo salte de la boca de la
madriguera abandonada, en la que hace mucho tiempo que no hay conejos.
—Es una embriaguez de poder que no todo el mundo resiste —le había dicho
Cantacuzanos—. Por eso es tan fácil caer del lado de la Abominación.
Lucas de Tarento intuy ó el abismo al que se abrían sus ojos. Ahora el Papa y
los rey es habían depositado sobre sus hombros el pesado fardo de aquella misión:
atravesar las Siete Puertas, encontrar aquel tesoro que salvaguardaría los Santos
Lugares para siempre. Se sentía un débil mortal, más confuso que nunca, en
medio del mar, en compañía de un puñado de guerreros que lo esperaban todo de
él.
Al sexto día, costeando frente a Éfeso, y a pasadas Rodas y Creta, avistaron
una gran vela triangular que los venía siguiendo. Antos Laporos, el armador y
capitán de la nave, hizo visera con la mano y declaró:
—Es la capitana del corsario Muley Osmán. La conozco bien porque la pintó
de rojo para emular El Bucentauro, la gran galeaza de la señoría veneciana.
—¿Piratas tan al norte? —se extrañó Lucas de Tarento.
—Sí, sire. Desgraciadamente este mar está infestado de ellos, porque en las
islas griegas hay una infinidad de calas y ensenadas que les ofrecen cobijo, pero
no tenemos nada que temer. Yo pago un impuesto a Osmán y en cuanto se
percaten de que esta nave es La Golondrina Risueña nos dejarán seguir sin
molestarnos.
Lucas de Tarento no estaba tan seguro. Como guerrero experto estaba
habituado a considerar el peligro potencial de cualquier situación anómala.
Instintivamente buscó a Isbela con la mirada. La muchacha se había escapado de
Muley Osmán, que pretendía convertirla en su esposa. ¿Era una simple
coincidencia que ahora se toparan con su galera de guerra en medio del mar?
¿Buscaba Osmán a la muchacha? ¿Hasta qué punto podía confiar en Antos
Laporos? ¿No habría avisado él mismo al pirata para que abordara su nave y
recuperara a la fugitiva? Lucas de Tarento no tenía ningún motivo para confiar en
Laporos, más bien todo lo contrario. Un comerciante sirio vendería a su madre.
Para el sirio no habría mejor recompensa que un salvoconducto del corsario para
sus naves aceiteras.
Mientras el caballero Lucas sopesaba estas sospechas, la galera pirata
acortaba distancias y sus marineros, agolpados en el pasillo de abordaje, hacían
señales al pesado transporte para que sé detuviera. El mercader se alarmó:
—No lo entiendo. Están viendo el delfín amarillo que pende del mástil. Saben
que este navío pertenece a Antón Laporos, que goza de garantía.
—Es posible que no busquen tu carga, sino a tus pasajeros —musitó Lucas.
Los navíos estaban y a a menos de cuarenta brazas de distancia. En la galera,
el comando de abordaje, armado con machetes, hachas y garfios encordados,
mostraba claramente sus intenciones hostiles.
—¡Ay, señor, que tendremos que detenernos! —gimió Liporos—. Con esta
gente no valen parlamentos. Nos van a abordar. Quizá me quieran aumentar la
cuota, o quizá mi agente en Haifa se ha retrasado en el pago del impuesto.
—Fuerza las velas y continúa tu camino? le ordenó secamente Lucas de
Tarento.
—¡Sire —suplicó—, son gente de guerra y su galera nos va a interceptar de
un momento a otro! Mejor será bajar la vela y aguardar a ver lo que quieren.
Debe de tratarse de un malentendido.
Lucas de Tarento le dirigió una mirada iracunda.
—¿Olvidas que nosotros también somos gente de guerra? —Se dirigió a su
escudero y ordenó—: Pedro, tráeme el camisote y la espada. Que todos estén
prevenidos.
—¡Oír es obedecer! —respondió el Raposo y desapareció por la escotilla de
la bodega.
—¡Habrá muertos, señor! —auguró el capitán, temblando de miedo.
—Tú y tus hombres podéis refugiaros bajo cubierta. Nosotros nos
entenderemos con los piratas.
Llegó Pedro el Raposo con la malla de acero y ay udó a su señor a vestirla.
Los otros se armaron igualmente y se dispusieron para el combate.
La galera había acortado distancias. Estaba y a tan cerca que se distinguían los
rostros torvos de sus tripulantes. Dos docenas de piratas se agolpaban en la proa
enarbolando armas y profiriendo aullidos intimidatorios. El tambor del cómitre
sonaba en la cubierta baja como un corazón desbocado.
—Los remeros no podrán mantener ese ritmo extenuante —Observó Pedro el
Raposo que se había puesto su perpunte y empuñaba la palanqueta en forma de
pata de cabra que abría todo lo que tocaba, cráneos incluidos.
—No lo van a necesitar —comentó Lucas—. Dentro de un momento nos
cortarán el paso y nos lanzarán sus garfios de abordaje.
Muley Osmán, un moro gordo tocado con un turbante de seda azul, daba
órdenes desde un sillón recubierto de almohadones, bajo el palanquín de la
toldilla de popa. Cuando no hablaba con sus oficiales se llevaba a la nariz un
pañuelo empapado en perfume para neutralizar la peste a orines y sudor rancio
que ascendía de la cubierta de remeros.
El capitán de la galera corsaria, un hombre membrudo y moreno, se subió al
espolón de su nave para que Muley Osmán viera que arrostraba cualquier peligro
en su servicio. Como apenas le quedaba espacio para los pies tenía que agarrarse
con una mano al cordaje mientras hacía bocina con la otra:
—¡Ah de la carraca! —gritó en griego marítimo, el dialecto común en el
mediterráneo oriental—. Lleváis a bordo a una esclava fugitiva de mi señor
Muley Osmán, una franca rubia que se llama Isbela. Dádnosla y no os pasará
nada.
—¡La llevamos! —le confirmó Lucas de Tarento—, pero no es una esclava.
Es una señora y va a reunirse con su familia en Ultramar.
—Entregadla de todos modos. A mi señor Muley Osmán no le importa que y a
no sea virgen, como cuando él la compró, dado que es un hombre clemente que
sabe acomodarse a los reveses de la fortuna, pero no quiere más dilaciones ni
resistencias. Restituidla y salvaréis la vida.
—¿Qué vida? ¿La vuestra? —gritó farruco Guido de St. Bertevin.
—¡Ya estamos con la retórica alejandrina! —masculló el moro para sí.
¡Me cago en el niñato! ¿Qué vida va a ser mocoso? —gritó—: ¡La tuy a y la
de tus compañeros! ¿No ves que os superamos en número y que somos gente de
guerra?
—¡Si sois gente de guerra, a mí me la chupáis! —replicó el muchacho fuera
de sí. Llevaba varios días soportando las miradas lascivas que la marinería dirigía
a Isbela y le hervía la sangre con facilidad.
Lucas de Tarento le hizo con la mano una señal conciliadora para que se
calmara. Después se volvió a la galera roja:
—No hay trato —gritó haciendo bocina con las manos—. Nosotros también
somos gente de guerra. Será mejor que cada cual siga su camino y que hay a
paz, que luego pasa lo que pasa.
—¡Entregadnos a la muchacha y no os ocurrirá nada! —intervino el propio
Muley Osmán con ay uda de una gran bocina de plata—. De lo contrario, habrá
lucha y el que no muera acabará de esclavo en Alejandría. Yo mismo me
ocuparé de que se venda a un bujarrón que le arregle el pretérito.
—¿Qué es pretérito? —le preguntó Guido de San Bertevin a su mentor, el
caballero Lucas.
—Se refiere a lo de atrás, en este caso al culo.
—¿Al culo? —exclamó el doncel comprendiendo el alcance de la alusión—.
¡Pretérito el de tu madre! —gritó al del turbante de seda ¡Venid a buscar a la
muchacha si tenéis cojones!
Siguió el intercambio de insultos que, en los preliminares del enfrentamiento
requiere la batalla por norma bizantina en la que está permitido cagarse en los
muertos del adversario hasta la tercera generación y no más, a fin de evitar que
el insulto afecte a gente ajena al caso. Mientras los adalides verbalizaban,
procurando originalidad en la adjetivación, el resto aprestaba sus armas y se
colocaba en sus puestos de combate.
—¡Malhay a el momento en que aceptamos a esa mujer! —se lamentaba
Cantacuzanos. Se había parapetado detrás de unos cestos de mercancías y asistía
a la escena temblando como un azogado, la mano aferrada a una bolsita de
reliquias santas—. ¿Queréis que, por haceros los gallos, peligre una sagrada
misión bendecida por el Papa y auspiciada por los rey es de Francia y de
Inglaterra?
Lucas de Tarento iba a replicar algo cuando Muley Osmán levantó la mano y
la abatió bruscamente, la señal de que la batalla comenzaba. Dos de sus arqueros,
que se habían encaramado en la plataforma del mástil, lanzaron sendas saetas de
desafío, empeñoladas de rojo, que se clavaron temblando sobre la cubierta del
carguero.
—¡No hay trato! —gritó Lucas de Tarento.
En vista del cariz que tomaban los acontecimientos, los marineros de La
Golondrina Risueña, que hasta entonces habían asistido interesados a las
preliminares del combate, corrieron a refugiarse en la caseta de popa.
Cantacuzanos, después de una vacilación, asomó una mano fuera de su refugio y
bendijo atropelladamente la batalla que se aparejaba impetrando el auxilio
divino. Isbela no parecía asustada. Había asistido a las maniobras de
aproximación de la galera con más curiosidad que miedo y no se movía de la
cubierta.
Media docena de flechas se clavó en la obra muerta de la nave. Pedro el
Raposo acabó de armar su ballesta y apuntó cuidadosamente al capitán de la
galera. Este lo advirtió a tiempo y saltó al resguardo de una mampara. El virote
de hierro se clavó temblando en el mascarón de proa que representaba a la dama
de los vientos, con su clámide hinchada por el aire y sus pechos generosos
apuntando a las olas.
La galera se había adelantado y ahora cerraba sobre el camino de la nao. Los
piratas delanteros volteaban lentamente los garfios pendientes de sogas, prestos a
lanzarlos sobre la borda de La Golondrina.
Entre los hombres del comando de abordaje figuraba Mohamed Habibi, el
egipcio errante, ahora muhaidín del Viejo de la Montaña. Se había enrolado en el
puerto de Antioquía cuando supo que salían en persecución de los enviados del
rey Ricardo, con la esperanza de encontrar una pista que lo condujera al
caballero rubio que robó la piedra Fogosa engastada en el medallón de la
Sulamita. Mohamed Habibi no era un guerrero, pero estaba dispuesto a morir
como si lo fuera con tal de alcanzar el paraíso poblado de huríes de pechos
voluminosos, grávidos, de tacto suave y el pezón rugosillo y duro que se hincha y
se pone del tamaño de una bellota al estímulo de unos dedos expertos o de una
lengua acariciadora. Tomó un sable de asalto, probó la viveza del filo en una soga
(que inutilizó) y se situó, lo más castrense que pudo, sobre la tarima de asalto, en
el poco espacio que dejaban libre los lanzadores de garfios de abordaje. Al
moverse se lastimó la espinilla contra un palo que sobresalía entre dos sogas
tensas. Miró la causa de su daño. El palo le disputaba el escaso espacio disponible.
Sin pensárselo dos veces tiró de él extray éndolo de entre las cuerdas que lo
aprisionaban. Demasiado tarde advirtió que el palo no estaba allí por casualidad.
Era el trinquete de la maroma que sostenía el ancla, una pesada rueda de piedra
con un agujero en medio que pendía a un costado de la galera.
El ancla se zambulló violentamente en el mar, arrastrando su pesado atadero
que, al deslizarse por la borda, barrió los pies de media docena de piratas
lanzándolos al agua en una confusión de voces y lamentos. Mohamed Habibi se
apartó disimuladamente del estropicio. « Otro amo que pierdo» , pensó. Y
recordó las palabras de su anterior patrón, el cairota: « Habibi, tu problema es
que haces las cosas sin pensarlas primero: piensa antes de actuar, que el profeta
no quiere bobos irreflexivos en el Paraíso» .
El ancla, al precipitarse en el abismo sin encontrar fondo, descendió todo lo
que le permitió la maroma hasta que se detuvo en seco con un fuerte tirón que
hizo crujir la quilla de la galera. Como consecuencia del brusco frenazo, la nave
entera giró sobre el eje tenso del ancla y su popa describió un círculo de abanico
para estrellarse contra la sólida quilla del navío aceitero. El golpe quebrantó dos
cuadernas, la tablazón cedió y una gran vía de agua invadió la galera. Un clamor
de pánico se elevó del banco de los remeros:
—¡Nos vamos a pique!
La confusión se apoderó del navío. Los piratas abandonaron las armas. Muley
Osmán, el capitán y sus oficiales se pusieron a salvo en el esquife, abandonando
a sus hombres. La costa no estaba muy distante, pero casi ninguno sabía nadar.
Los facinerosos se disputaron media docena de toneles que podían usar como
salvavidas. Los remeros encadenados a los bancos tiraban de la cadena con
desesperación intentando liberarse de los grilletes antes de que la nave los
arrastrara al fondo del mar. Algunos lograron liberarse y atacaron a sus
carceleros. La confusión aumentó.
—Gracias a san Poseidón, Dios se ha apiadado de nosotros y confunde a esos
buitres —dijo Antos Liparos. Lucas de Tarento se giró y lo vio a su lado, la panza
cubierta por un gastado perpunte y una espada al cinto tan oxidada que
seguramente se necesitaría un forzudo para extraerla de la vaina.
—No podía dejaros solos —explicó, con desfachatez, el marino.
En el agua, con una algarabía de almadraba, los de la galera se debatían
angustiosamente por mantenerse a flote.
—¿Auxiliamos a los náufragos? —propuso Isbela. Su sangre elfa la inclinaba
a la piedad.
—De eso nada —repuso bruscamente Antos Liparos ajustándose el perpunte
sobre la barriga—. Que cada cual afronte su destino. ¿No querían matarnos? Pues
que se jodan.
La galera volteó y mostró su costado abierto. En la confusión del naufragio,
un orco de aspecto brutal que estaba encadenado al banco delantero pugnaba por
arrancar los grilletes, con el agua y a por la cintura, al tiempo que profería
bestiales alaridos.
—Ese titán tiene la cadena más gruesa que los otros —observó Guido—. Va a
morir.
—Déjalo que muera —dijo el Raposo—. ¿No ves que es un orco? Guido de
St. Bertevin contempló la desesperada lucha del orco por liberarse de la prisión.
Tiraba con una fuerza descomunal, los músculos de los brazos y los hombros
tensos como el parche de un tambor, pero la cadena no cedía. El agua le llegaba
y a por el pecho.
—Hay una manera de salvarlo —dijo Guido.
Pedro el Raposo lo miró con extrañeza. ¿A quién le importa salvar a un orco?
De la bolsa de costado del Raposo asomaba el extremo de pata de cabra de su
palanqueta. Guido la asió y, antes de que nadie pudiera evitarlo, se lanzó al agua.
Media docena de brazadas vigorosas lo acercaron a la proa de la galera que se
había alzado completamente vertical, a punto de desaparecer bajo las aguas. El
orco seguía aullando con el agua al cuello.
—Intentaré salvarte —le gritó el muchacho—. ¿Me entiendes?
El orco le devolvió una mirada de inmenso agradecimiento y asintió
vigorosamente con la cabeza.
Guido de St. Bertevin buceó con una mano en la cadena de gruesos eslabones
hasta que localizó el encastre, una anilla de hierro que los tirones del orco habían
deformado, pero que estaba lejos de ceder. Introdujo en ella el extremo de la
palanqueta y tiró con fuerza. Brilló la palanqueta con su luz azulada y la argolla
cedió fácilmente. El orco liberado asió a su salvador y tiró de él con su fuerza
descomunal justo en el momento en que la galera se iba a pique con su espolón
apuntando al cielo. Se aferraron a uno de los cabos que les lanzaban desde La
Golondrina Risueña.
—Este jovenzuelo descerebrado ha salvado a un orco —se quejó Liparos—.
No sé para qué, porque ahora tendremos que matarlo.
—Si se muestra pacífico, dejaremos que viva —repuso secamente Lucas de
Tarento.
—¡No admitiré a una de esas bestias a bordo de mi barco!
—Te pagaremos dos pasajes suplementarios y lo admitirás —advirtió el
caballero—. El muchacho no ha hecho más que aplicar las ley es de la caballería
cristiana.
Antos Liparos se alejó rezongando. Desde la escotilla de carga le gritó a sus
hombres, escondidos en las profundidades de la bodega.
—¡A ver, gallinas a cubierta, que la galera se ha hundido y el peligro ha
pasado! Volved como relámpagos, porque al último que suba le corto los huevos.
Los marineros subieron en tropel y cada cual se dirigió a su puesto, unos a la
vela y otros al cordaje.
—¡Todo el trapo —gritaba Liparos—, que el culo nos arde! Ay udaron a subir
a bordo a Guido y al orco. El orco se lanzó a los pies del muchacho y se los besó
llorando.
—Gorgo debe tú la vida —dijo en el torpe dialecto marino, híbrido de sintaxis
genovesa y palabras griegas.
—Pórtate bien y te dejaremos en Constantinopla —le dijo Lucas de Tarento.
Recordaba haber visto orcos al servicio de los asentadores del puerto, empleados
en la descarga de los navíos.
—Gorgo vende a sí para tú, joven nadador, gana recompensa —dijo el orco.
—¡Hombre, por lo menos tiene buena voluntad! —bromeó el Raposo—.
Recuerda que lo has liberado gracias a mi palanqueta y que me corresponde un
porcentaje.
Impulsada por una brisa favorable, la vela may or henchida, La Golondrina
Risueña se alejó del lugar del naufragio dejando atrás un rastro de tablas flotantes
y lamentos de los náufragos que intentaban mantenerse a flote.
CAPÍTULO XVI

En los tres días siguientes no ocurrió ningún suceso digno de mención. La


Golondrina Risueña navegaba con viento favorable a lo largo de las costas de
Asia Menor, dejando atrás Éfeso, Kíos, Esmirna y Lesbos. A veces se cruzaba
con otros mercantes venecianos, genoveses o bizantinos que regresaban de
Constantinopla e intercambiaban saludos con la mano, o con el gallardete de
señales. Guido de St. Bertevin vigilaba los paseos de Isbela por cubierta a la caída
de la tarde, cuando el sol atemperaba sus rigores y la fresca brisa marina
perfumada de y odo acariciaba las olas. El resto del tiempo, mientras la
muchacha permanecía en la camareta, bajo cubierta, el aspirante a caballero
recibía lecciones de Lucas de Tarento sobre estrategias y tácticas. El antiguo
templario era muy versado tanto en la milicia bizantina como en la islámica, así
como en las maneras de combatir de los orcos, de los búlgaros, de los mirdontes
y de los pueblos bárbaros de los confines de Asia. También le preguntaba al
caballero sobre cuestiones políticas como la enemistad entre el patriarca de
Constantinopla y el papa de Roma.
—Hace veinte generaciones, el Imperio Romano abarcaba el mundo y
brillaba como una estrella sobre las demás naciones —explicaba el caballero—,
pero después llegaron emperadores borrachos y vagos que confiaron el ejército
a los jefes bárbaros. Con eso y con la excesiva afición a los banquetes, a las
músicas y a la jodienda, las virtudes romanas decay eron, la caballería se
extingúió, la artesanía y el comercio se arruinaron, la policía se esfumó, las ley es
se despreciaron, cundió la inseguridad y el imperio se escindió en dos bloques, el
de Occidente, con capital en Roma y el de Oriente, con capital en Constantinopla,
cada cual con su emperador. Luego el de Occidente cay ó en manos de los
bárbaros y del Papa de Roma, mientras que el imperio oriental, el de
Constantinopla, obedecía a su propio Papa, que aquí llaman el patriarca. Hubo un
patriarca, un tal Focio, rebelde a Roma que acusó de herejía al Papa porque
admite que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo.
—¿Y de dónde procede? —preguntó el joven Guido.
—Yo no me meto en teologías —dijo Lucas—, pero, según los bizantinos
procede solamente del Padre. Nosotros pertenecemos a Roma y debemos
aceptar y defender sus doctrinas a puño cerrado aunque, si el Papa está en
buenos términos con el patriarca de Constantinopla, nosotros también.
Al quinto día, a la caída de la tarde, La Golondrina pasó frente al castillo de
las Palomas, la aduana del mar de Mármara, que al identificar la nave izó una
bandera amarilla autorizando el paso.
¡Mármara! ¡Las aguas verdes colmadas de secretos que surcaron los héroes
troy anos! Cantacuzanos, con lágrimas en los ojos, contemplaba paisajes
familiares que creía alejados para siempre tras la disensión teológica que lo
desterró de la corte bizantina y lo obligó a exiliarse en los dominios papales.
Ahora, el Papa y el nuevo patriarca de Constantinopla habían hecho las paces y
él podía regresar a Constantinopla sin daño de su persona, con credenciales
romanas.
—¡Ay, Constantinopla, centro del mundo! Qué cara vienes a mis ojos cuando
y a no te esperaba ver —suspiró sobre la borda hablando con las olas.
El caballero Lucas se acodó a su lado.
—Yo surqué una vez este mar, cuando era más joven y todavía albergaba
ilusiones en mi corazón —dijo mirando las oscuras ondas.
—Es difícil no pasar por aquí —dijo Cantacuzanos con orgullo bizantino—:
aquí se juntan y anudan los caminos del mundo. Una ruta asciende por los
Balcanes y los ríos de Tracia y Macedonia al valle del Danubio; la vía Ignacia
atraviesa de Dirraquio a Constantinopla uniendo el Adriático y el Bósforo, otras
van a los puertos de Crimea, a los ríos Dnieper y Don, otras a la Cólquida y a
Trebisonda. Constantinopla es, salvando Jerusalén, el ombligo del mundo.
Cay ó la noche y La Golondrina Risueña se deslizó lentamente por el mar
interior, con las luces movientes de las embarcaciones que surcaban sus aguas en
todas direcciones y las luces fijas de las aldeítas de pescadores, fincas y casas de
recreo de la costa, que parecían casi al alcance de la mano. Al amanecer, un
marinero encaramado en la alta gavia gritó:
—¡Brilla Santa Sofía!
Era la manera bizantina de anunciar que habían avistado Constantinopla.
Al clamor de los marineros, que prorrumpían en alaridos de gozo a la vista
del puerto e intercambiaban pullas y desafíos anticipando placeres, los viajeros
salieron de su toldilla y contemplaron, a lo lejos, la enorme cúpula dorada de
Santa Sofía. Refulgía al sol como una joy a, un hemisferio de oro que colgara de
una cadena invisible de lo más alto del cielo.
Contemplaban la costa desde una y otra borda, a barlovento Europa; a
sotavento, Asia, una cinta gris en la que se distinguían manchas blancas de
algunas residencias campestres, y verdes retazos de arboleda entre las calas
rocosas.
—Aquel brazo de agua que se Abre al Bósforo es el Cuerno de Oro —señaló
Antos Liparos—. Lo que queda entre las dos corrientes es Constantinopla, la
venerable ciudad, con sus torres y sus palacios, con sus iglesias y sus
monasterios, con su circo y su anfiteatro, con sus obras de arte y sus esplendores.
El ancho istmo del Cuerno de Oro está defendido por un triple recinto de murallas
inexpugnables, las más sólidas e imponentes que se conocen. Y al otro lado del
canal del Cuerno, en la costa tracia, se extiende el arrabal de Pera donde está la
pujante colonia genovesa con sus factorías, sus almacenes y sus prostíbulos de
lujo en los que reina la Perfumada, una belleza armenia que cobra a cien
besantes de oro la prestación, aunque en Jueves Santo se lo hace gratis a doce
mendigos en conmemoración de las tribulaciones de la Magdalena durante la
Pasión del Señor.
Cantacuzanos, ignorante del giro que había tomado la conversación, se unió al
grupo.
—¿Qué me dice de las putas de Pera, santo padre? —preguntó
intencionadamente el Raposo—. ¿Siguen practicando el númida como antaño?
Cantacuzanos no entendía de posturas sexuales, pero comprendió el sentido
general de la pregunta.
—Bueno, sí, tengo entendido que en la costa tracia hay muchos garitos, y las
malas mujeres, los adivinadores, y los juglares pululan por sus fondas y sus
lupanares. Constantinopla es un puerto de mar, el más potente y visitado del
mundo, y es inevitable que padezca estas lacras.
El enano Grontal le daba con el codo al semiorco, que no entendía muy bien
de qué estaban hablando y se limitaba a reír con su carcajada boba cuando los
demás reían.
Se cruzaron con un navío de carga veneciano de borda alta, con todo el trapo
suelto y la vela henchida, el león dorado flameando en la banderola de popa. Sus
marineros acodados en la borda parecían gorriones en el alero de un tejado.
Lucas de Tarento recordó una visita a Constantinopla, muchos años atrás,
cuando era un joven novicio templario de hábito pardo y barba negra y brillante.
Los turcos estaban conquistando las ciudades de Asia Menor después de derrotar
al ejército del basileo en Manzikert, pero la ciudad proy ectaba todavía su poder y
su prestigio como una sombra poderosa que abarcaba el mundo. Él, un
muchacho apenas, se sentía tan abrumado por la majestad y la cultura de aquel
emporio que no se atrevió a recorrer la ciudad por miedo a encontrar las señales
de decadencia que había visto en Roma, el otro imperio cristiano del pasado.
Compró una torta de almendra y ajonjolí a un vendedor ambulante del puerto y
permaneció en su galera hasta que el capitán regresó y ordenó zarpar. Desde
entonces habían ocurrido muchas cosas. Sus compañeros estaban todos muertos,
decapitados por los sarracenos en los Cuernos de Hattin, y él había abjurado de
sus votos.
—La ciudad más rica del mundo —explicaba Antos Laporos—. Más que
Roma. La única que desafía a los siglos. El emporio mercantil adónde acuden
caravanas y navíos de África, de Europa y de Asia. Aquí se compra y se vende
todo. Esclavos, especias, tejidos de oro y de seda, armas, marfiles, esmaltes,
vidrios, tapices, seda cruda, algodón en bruto, azúcar… lo que quieras, hasta
leche de hormiga.
—Ahora no es sombra de lo que era —comentó Cantacuzanos—. La dinastía
macedonia mantuvo los esplendores de Roma y hasta conquistó tierras y gloria
en Bulgaria, pero el esplendor y el prestigio de Constantinopla decay eron después
con los Commenos y los Ángelos. Últimamente la cosa ha ido de mal en peor
con los turcos en las fronteras del este y los bárbaros en las del norte.
Antos Liparos convino en que así era.
—Pero sigue siendo una ciudad rica, donde el besante de oro circula con
prodigalidad —replicó.
—La diferencia es que ahora el país se resiente de la anarquía —suspiró el
clérigo—: el comercio está en manos de los venecianos, de los genoveses y de
los pisanos. En medio de tanto desorden, los potentados mandan más que el Isaac
II, el basileo, y la amenaza de turcos y búlgaros no decrece.
CAPÍTULO XVII

Sven le Berg desembarcó en el Puerto Langa, frente a los graneros imperiales y


los distritos de Pisa y Amalfi. Cruzó el muelle veneciano con su caballo de reata,
entre montones de maderos, mercancías y aparejos que esclavos y orcos
llevaban y traían de las naves bajo la atenta mirada de los administradores y de
los contadores del fisco. Era la primera vez que el guerrero rubio visitaba
Constantinopla y quería salir de ella tan pronto como fuera posible, en el primer
barco que zarpara para Venecia. Se hospedó en una fonda del puerto, La Fortuna
Relampagueante, un edificio en forma de corral sin ventanas por fuera y con un
gran patio cuadrado al que daban los establos y almacenes de la planta baja y la
galería corrida de aposentos de la alta. En el centro del patio había un pozo de
agua fresca en torno al cual pululaban los aguadores y los vendedores que
pregonaban su mercancía y la ofrecían a los huéspedes: sopa de tortuga y
pasteles de carne o de miel.
Sven ocupó su habitación y se dirigió a los baños que había al fondo del foro
de los Sanguinarios. Se desnudó en el vestíbulo, dejó su ropa en una taquilla, al
cuidado del portero, atravesó un ancho pasillo donde el agua cubría hasta el
tobillo, entró en el caldarium y se sentó en la tercera grada, lejos de los corrillos.
Comenzó a sudar. Las gotas le descendían por las mejillas y la nariz. Un
hombre alto y nervudo, de penetrante mirada, se sentó a su lado como por azar.
Permaneció un rato sumido en sus pensamientos y después le preguntó sin
mirarlo:
—Esa medalla debe de ser muy antigua.
—Creo que sí —dijo Sven.
—Me interesa.
—No está en venta.
—Lo sé. No conoces su valor. Crees que con ella alcanzarás cuanto deseas,
pero desconoces el camino que conduce a lo que la medalla promete.
—No voy a vendértela.
—¿Quién te propuso comprártela? Sólo te estoy ofreciendo ay uda para
recorrer el camino.
—¿Qué camino?
—Quieres ir a Venecia, pero la medalla antes debe ir a otro lugar más
cercano. La medalla vale poco sin la piedra y la piedra vale poco sin sus once
hermanas, las dragontías.
Sven le Berg comprendió que aquel hombre tenía razón. Había estado
considerando la posibilidad de aguardar hasta que estuvieran solos y desnucarlo
de un puñetazo, pero rechazó la idea. Parecía muy enterado en lo tocante a las
piedras dragontías.
—¿Quién eres tú?
—Me llamo Asmodeo de Sinán y tú te llamas Sven le Berg.
—¿Adónde debo ir antes que a Venecia?
—A Delfos. Hay varias naves que zarpan mañana para el Pireo, el puerto de
Atenas. Desde allí, a cinco días de camino siguiendo el curso del sol por la
Hélade hacia Nikópolis encontrarás Delfos. Es un santuario arruinado de los
dioses antiguos.
—¿Qué debo hacer allí?
—Sólo ir. La diosa te indicará lo que debes hacer.
—¿Quién eres? ¿Sirves a la Abominación? Asmodeo sonrió tristemente.
—Hay cosas que no comprenderías aunque estuviéramos conversando hasta
el final de nuestros días. ¿Podrías hacer de mí un guerrero en dos jornadas? ¿No,
verdad? Tampoco y o puedo explicarte los arcanos que no podrías comprender.
Cada uno de nosotros necesita del otro para conseguir lo que quiere.
—¿Pretendes que comparta mi tesoro contigo, un desconocido, sólo porque
sabes cómo me llamo y conoces algunas cosas de mi pasado?
—También las sé de tu futuro —dijo el mago—. Por ejemplo ahora intentarás
mover tu mano derecha y no podrás.
Sven le Berg comprobó que era verdad.
—¡Hechizos de mago! Suéltame si no quieres que te estrangule ahora mismo.
—¿Con qué manos? —bromeó Asmodeo—. No puedes moverlas, ¿recuerdas?
Sven le Berg comprendió que estaba a merced del mago. Sus miembros no lo
obedecían.
No temas —dijo Asmodeo—. Soy amigo tuy o. Ya sabes: nos veremos en
Delfos.
El mago se levantó, hizo una leve reverencia, y pasó a la sala contigua. Sven
permaneció paralizado por unos instantes. Cuando recobró el dominio de sus
brazos se levantó y buscó al mago. Recorrió todas las dependencias de los baños,
sin hallarlo.
—¿Un armenio alto, con barba recortada? —dijo el bañero—. Ha salido hace
un momento.
En la calle bullía una multitud abigarrada. El mago se había esfumado.
CAPÍTULO XVIII

En su palacio de Constantinopla, el cónsul papal había recibido una carta púrpura


pontificia en la que el Santo Padre le ordenaba que alojara al caballero Lucas de
Tarento y a su séquito, al servicio de los rey es Ricardo y Felipe. Un nuncio del
cónsul, con su librea amarilla y blanca con las llaves de san Pedro en la gorra, se
abrió camino en los muelles del puerto Contoscalium, abarrotado de una
muchedumbre de mercaderes, cambistas, pícaros y porteadores, y condujo a los
recién llegados hasta una carroza que aguardaba en la explanada de las tabernas,
un armatoste de seis ruedas casi tan grande como una casa, tapizado
interiormente con tela púrpura y tirado por seis caballos castrados.
La carreta discurrió por amplias avenidas pavimentadas con losas de basalto
de las que partían callejones inmundos. La grandeza de Bizancio se manifestaba
en sus trescientas sesenta y cinco iglesias, una por cada día del año, y en las
impresionantes fachadas de los palacios que rivalizaban en mármoles de colores,
galerías, columnatas y esculturas. También en la variedad de las razas y
nacionalidades representadas en sus habitantes.
—La Babel de la cristiandad —señaló Lucas de Tarento al joven Guido—.
Constantinopla es el crisol en el que se mezclan y funden todas las etnias del
mundo.
Se veían asiáticos de nariz aguileña y cejas espesas, mardaítas de Siria y
Líbano, con sus largas camisas terminadas en flecos azules; turcos del Vadar, con
sus turbantes cónicos; babilonios de larga cabellera extendida en cascada por la
espalda; sirios con chalecos de carnero adornados con volutas de cuero; tracios
de espesos bigotes; búlgaros rasurados, con la cara brillante untada con grasa de
caballo que a medida que avanza el día apesta; rusos de largos mostachos
colgantes, despuntados cuando el sujeto tiene deudas; armenios de nariz
ganchuda; valacos llegados del Pindo, con sus tatuajes en el dorso de las manos,
por los que se distingue el clan al que pertenecen; eslavos de Tesalónica y de
Tesalia, de caras anchas y mirada afable; árabes del Éufrates que palpan con la
mirada los traseros de las paseantes; mujeres de Persia enfundadas en sus largos
mantos azules que sólo dejan al descubierto los ojos, negros, de mirada profunda;
jázaros y pechenegos; lombardos, genoveses, catalanes, písanos, vestidos cada
cual según la moda y costumbre de su nación. Paseando entre ellos, el visitante
puede oír, en sólo un día, cuantas lenguas pueblan el orbe. Un experto las
distingue de lejos por la gesticulación propia de cada una. Un mundo de colores,
de aromas, de sonidos que resume los pueblos del imperio, cada cual con sus
costumbres y con sus ley es, aunque todos sometidos a las del basileo.
La carreta salió de las avenidas y se internó por calles y barrios secundarios.
Las casas de varios pisos con las fachadas enfoscadas y pintadas de vivos colores
alternaban con los mármoles y los ladrillos vidriados. A Isbela le encantaron las
espesas celosías de madera que guardaban las ventanas de los aposentos
femeninos desde los que ojos invisibles observaban la calle. Pasaron por las
puertas de bulliciosas tabernas, todas con su sarmiento de vid sobre el dintel y el
suelo espolvoreado con serrín ahumado con retama de romero, que perfuma el
ambiente y estimula la sed. Pedro el Raposo le daba con el codo al enano
Grontal.
—Aquí se juntan las cocinas del mundo —decía—. Si es día de mercado y
nos dan licencia, hoy almorzaremos bien. Tenía y o ganas de catar el queso de
Bitinia, el que se cuaja removiendo en la leche un manojo de cardos carios.
El enano Grontal, otras veces tan hablador, no replicaba. En las grandes
aglomeraciones humanas añoraba la paz y el silencio de sus bosques.
Al fin llegaron a su residencia, el palacio de la Salomera, en el centro del
barrio antiguo, no lejos del hipódromo.
—¿Es este el famoso hipódromo? —preguntó Lucas al pasar por el llano
invadido de hierbas, entre las que sobresalían bloques de mármol de la espina
central, vestigios de la pasada grandeza del edificio.
—Sí —respondió el nuncio—, por fuera parece algo pero por dentro no es
nada. Ya apenas se dan carreras, han robado los mármoles y los bronces y los
y erbajos invaden las pistas. Pasó el tiempo dorado en que los azules y los verdes
dirimían en las carreras el futuro del mundo y enormes fortunas cambiaban de
manos. Todo vanidad.
Llegaron a una fachada imponente de mármol, con tres grandes ventanales
emplomados en el piso superior y abajo con un muro ciego decorado con
mosaicos que relataban la vida de Jesús.
—Hemos llegado —dijo el nuncio.
El cochero, un libio musculoso, descendió del pescante y abrió la puerta con
una enorme llave, que después entregó a Lucas de Tarento.
—Esta es vuestra mansión —indicó el nuncio—. No tiene muchos muebles
porque está deshabitada, pero es tranquila. Os sentiréis cómodos.
Lucas asintió. Le dio la sensación de que el nuncio no era del todo sincero.
Entraron, acomodaron los caballos en los establos y recorrieron el edificio.
Algunas estancias, expoliadas de sus ricos revestimientos de mármol, mostraban
al aire el ladrillo de los muros. A los ventanales que daban al patio les faltaban los
vidrios.
Los nuevos inquilinos ocuparon varios aposentos de la planta baja, en torno a
un patio invadido de y erbajos, con una fuente seca en el centro. En las cocinas
encontraron dos enormes mesas de mármol, en las que se podría abrir un
ternero, y una chimenea de piedra sostenida por cuatro pilares de granito, como
para asar un buey abierto. Todo el utillaje había desaparecido.
—No hay ni un mal cucharón —se quejó Pedro el Raposo.
—Los venecianos y los genoveses han sacado de Constantinopla barcos
enteros de obras de arte y muebles exquisitos —explicó Cantacuzanos en tono
indiferente.
Desde la arcada contemplaron el devastado jardín, los arriates secos, la
hierba crecida y marchita, los árboles enmarañados por falta de poda, algunos
troncos podridos. Al fondo, en una masa verde, crecían potentes los rosales.
—Una rara especie que da rosas azules —señaló el clérigo—. La cultivaba la
antigua dueña de la casa.
Aquella noche, Lucas de Tarento se desveló y salió al jardín. Era a comienzos
de verano, había luna llena y el aire se teñía de una pálida luz violeta. Lucas evitó
la parte más transitada, que daba a la entrada, donde roncaba fragorosamente el
semiorco y paseó en dirección opuesta. Al otro lado del claustro descubrió una
puerta baja, una fuerte plancha de acero sin remaches. La empujó. La puerta
cedió sin un sonido. Un estrecho y oscuro pasadizo comunicaba con otro patio
cuadrangular, quizá el de la casa contigua, en el que el perfume de la dama de
noche emanaba de los invisibles parterres y embalsamaba el aire. Al fondo había
una desgastada fuente de piedra que representaba la cabeza de un león. El
caballero estaba bebiendo del agua silenciosa en el cuenco de la mano cuando
percibió una presencia. Se volvió. Había una dama con una fina túnica bordada,
ceñida bajo el pecho, a la usanza bizantina, que la cubría del cuello a los pies.
Indiferente a la presencia del extraño, la dama cogía rosas azules mientras
cantaba una extraña melodía:

He tenido muchas formas


he sido la hoja de una espada
he sido una estrella brillante
he sido una gota en el aire
he sido una luz en un fanal,
he sido una palabra en un libro
he sido un puente para pasar Tres veintenas de ríos…

Tan dulce era su voz que Lucas de Tarento se quedó extasiado durante un rato,
pero después temió que la dama descubriera su presencia y sintiera violada su
intimidad. La canción no parecía entonada para combatir la soledad, sino para
evocar algo más profundo y quizá doloroso. Pensó que la que la señora se
sobresaltaría al descubrir a un intruso.
—Disculpad, señora… —comenzó a excusarse.
Ella dejó de cantar, se incorporó lentamente, lo miró a los ojos y le sonrió.
Jamás había visto a una mujer tan bella: alta, el cabello largo y rojizo, los ojos
melancólicos del color de la miel, la boca fresca, la nariz recta de los griegos
antiguos, la barbilla firme, el cuello largo y delicado.
La dama sonreía en silencio. Alargó una mano de largos y blancos dedos y le
tendió una rosa azul que Lucas aceptó y, con un gesto galante inconsciente, se
llevó a los labios.
La dama se alejó. No parecía caminar sino que a medida que se retiraba se
empequeñecía como en un sueño. Lucas intentaba prolongar el gozo del
encuentro:
—Señora, no os marchéis todavía…
Ella le sonreía, alejándose. El caballero quiso seguirla, pero los pies no lo
obedecieron.
No marchéis…
—Id al hipódromo —dijo ella, sonriendo, antes de desvanecerse en una nube
azul tan tenue que sólo era la ilusión que dejaba en el aire la túnica.
A la noche siguiente Lucas buscó de nuevo a la dama azul. La encontró
cuando los nubarrones oscuros ocultaban la luna junto al estanque central, en el
patio en sombras. La dama se descalzó y acercó sus pies al agua fría para sentir
el velo helado que ascendía lentamente por su piel. Esas sensaciones la ataban a
la tierra, a la vida, a pesar de los siglos y su naturaleza. En realidad no eran las
únicas señales. Aspiró la fragancia profunda de la rosa azul que llevaba en la
mano, cerró los ojos y algo crepitó en su interior. Trataba de callar las voces de
sus íntimos sueños, pero le recordaban el vínculo más fuerte que la unía
inexorablemente a lo humano.
Un pétalo se desprendió de la rosa y dibujó, antes de posarse, la silueta de un
corazón herido del que manaban unas gotas de sangre que se diluy eron en el
agua cristalina. El propio pecho de la dama se tiñó de rojo: la señal. No podía
abandonarse a aquella agradable laxitud. Su corazón, como la extraña flor, era
y a inalcanzable y estaba ajeno a ese atisbo de amor terrenal. Su presencia tenía
sólo un sentido y hacía él se encaminaba su acción. El viento, cómplice con sus
pensamientos, le agitó el cabello rojo y la empujó lejos de la orilla. Sólo
permaneció su imagen reflejada en el agua, ese rostro que buscaba más allá de
su misión el caballero de Tarento.
Lucas de Tarento sintió una extraña congoja que no había sentido nunca. No
recordó más de lo ocurrido aquella noche. A la mañana siguiente se despertó con
la cabeza pesada y, aunque recordaba perfectamente lo ocurrido la víspera,
pensó que todo había sido un sueño. Bajó al patio, donde y a Pedro el Raposo y el
enano Grontal preparaban unos buñuelos, y se encaminó al pasadizo que
comunicaba los dos patios. No lo encontró. El hueco del pasadizo aparecía
tapiado con un sólido muro de piedras y lodo que tenía todas las trazas de ser obra
antigua. Intentaba comprender lo ocurrido cuando los cocineros llamaron para
desay unar.
Guido de St. Bertevin, Isbela de Merens y Cantacuzanos se habían
acomodado en torno a una de las mesas de mármol de la cocina. El Raposo
colocó en el centro una humeante fuente de buñuelos recién fritos. Mientras los
jóvenes charlaban animadamente, Lucas guardaba silencio. Después subió a su
habitación para vestirse con el manto de ceremonia que le había enviado el
may ordomo imperial, pues debía presentar sus respetos al Rey de Rey es. Sobre
el hatillo de su equipaje encontró la rosa azul que la misteriosa dama le había
entregado unas horas antes.
La tomó y aspiró su perfume. Olía como la dama espectral de la víspera.
CAPÍTULO XIX

Un secretario imperial, con su uniforme rojo con galones dorados y la paloma en


el sombrero, aporreó solemnemente la puerta y solicitó acompañar a los
huéspedes al palacio de Blanquernas, donde Isaac II el Magnífico, el Providente,
el Rey de Rey es, el Dilucidador en persona se dignaría recibirlos.
Los viajeros aguardaban y a, vestidos con las galas que les habían prestado del
ropero imperial. Una esclava maquilladora se había encerrado en un aposento
alto con Isbela de Merens para adobarla a usanza bizantina.
—¿Tenéis sangre de los grandes? —le preguntó respetuosamente.
—Soy semielfa —respondió la muchacha sin disimular que esta circunstancia
la enorgullecía. Mi bisabuela tuvo un sueño junto a la fuente de las Lilas, en
Merens de Francia, y a los diez meses dio a luz un bebé dorado. Yo he perdido y a
ese lustre de la piel.
No lo habéis perdido —dijo la mujer acariciándole el brazo bien torneado—.
Sois muy hermosa.
Isbela sintió un ligero repeluco.
—Pero la hermosura es un don de Dios que tenemos la obligación de
conservar e incluso de acrecentar —continuó la esclava—. Dejadme que os
ay ude.
Isbela era una sencilla muchacha de la provincia francesa. Era hermosa,
pero ignoraba las artes del maquillaje, aunque más de una vez, en su corta
estancia en Tierra Santa, había envidiado a las mujeres que conocían los secretos
de la alheña con la que se teñían el pelo y las palmas de las manos, o se tatuaban
motivos geométricos en los brazos y, según se decía, en otros lugares más
íntimos. Por lo demás nunca se había afeitado el monte de Venus, que tenía
poblado de una pelusilla color azafrán.
La esclava la sentó en el banco de piedra de la ventana, donde daba la luz de
la creciente mañana, y colocó en su regazo la caja de palosanto con los trebejos
de su oficio. Primero le dibujó unos rabitos en el lagrimal, para realzar la belleza
de los ojos elfos almendrados, y le oscureció ligeramente el párpado, lo que
destacaría el intenso azul con reflejos verdosos de las pupilas elfas. Finalmente le
aplicó polvos de talco en la cara y colorete, lo que realzaba su hermosura sin
despojarla del todo de su hálito de virginal inocencia. Lo último fue peinarla con
un elaborado tocado alto que descubría el alto y fino cuello y las morbideces de
la cerviz, con su pelusilla oscura sobre la piel de nácar. El resultado fue
magnífico. Cuando Isbela compareció en la sala común, a sus compañeros les
costó trabajo reconocerla.
—Con razón Muley Osmán no puede olvidarte —le dijo Lucas de Tarento.
Cantacuzanos evitó mirarla, fuera por modestia clerical, fuera porque todavía
no estaba de acuerdo con que una mujer acompañara a la expedición que
buscaba la sagrada reliquia. « Y además —pensó con disgusto—, se nos ha
añadido un orco. ¡Ojalá Dios no lo tenga en cuenta!» .
Aquella beldad descubierta terminó por alborotar el sensible corazón de
Guido de St. Bertevin.
—Yo también os encuentro a vosotros magníficos —dijo Isbela sonrojándose.
Y lo estaban, ataviados con las galas del ropero imperial. El único que
conservaba su aspecto acostumbrado era Cantacuzanos, vestido con severa
sotana negra y tocado con un bonete que sólo le dejaba al descubierto el rostro
con la barba gris limpia y recortada y los ojos oscuros e inquisitivos.
Algunos extremos de la indumentaria cortesana no dejaron de sorprender a
los viajeros. Ante el emperador de Bizancio se comparece calzado de fino
tafilete, casi descalzo, pues en su presencia están prohibidos los tacones, las suelas
gruesas, y no digamos los coturnos de corcho. Al parecer este uso se incorporó a
la abultada reglamentación de la corte en tiempos de los Commenos, que era
bajitos y usaban calzas y peluca moñeada. La peluca la rechazaron sus
sucesores, pero no así los coturnos. Por eso otra manera de referirse a la
Majestad imperial es « el coturno dorado» . Los viajeros se habían vestido con
túnicas de lino crudo a las que estaba permitido añadir las joy as y abalorios que
cada cual tuviera. La cabeza había de llevarse descubierta, pero la gorra de
terciopelo figuraba en la mano con su tocado más o menos llamativo. Las plumas
de ave están prohibidas, pero en su lugar se puede componer un adorno de hojas
o flores.
En la calle principal, la avenida imperial, los aguardaba una carroza roja de
seis ruedas tirada por dos percherones blancos. El secretario se puso al pescante.
El cochero, un tracio breve, con las botas altas y tatuajes en el cogote que
denotaban su nación, arreó las caballerías. La vieja carroza crujió de sus
coy unturas y comenzó a rodar escoltada por cuatro caballeros con la librea del
emperador.
Por espacio de un kilómetro, o poco más, recorrieron la avenida franqueada
de columnas que une el foro de Constantino con el de Teodosio, y siguieron por la
avenida de los palacios, a cual más espectacular, todos con galería alta de arcos
de formas exquisitas. Cantacuzanos, más locuaz que de costumbre, señalaba las
residencias de la nobleza y mencionaba los linajes de cada cual que se
remontaban a los tiempos heroicos de Grecia. A partir de la iglesia de san
Poliecto la edificación se empobrecía y menudeaban los palacios cerrados,
precisados de pintura y con trazas de ruina.
—Estos son los palacios de mercaderes de la ciudad, arruinados por la
competencia italiana. Ahora son corrales de vecinos.
El cochero torció a la derecha y tomó un camino secundario por donde
terminaban las edificaciones y se extendían los campos de cultivo y los pastos. A
un lado y a otro se adivinaban ruinas de barrios desaparecidos cuando la ciudad
era más grande. Pasaron bajo el gran acueducto de doble arcada que llevaba el
agua a la cisterna de Teodosio, en la ciudad vieja, y penetraron en el barrio del
monasterio del Cristo Pantocrátor.
Mientras los otros estaban pendientes de la calle, de los jardines que
asomaban por encima de los muros y de las celosías pobladas de ojos invisibles,
Cantacuzanos y el caballero Lucas conversaban reservadamente, desentendidos
del resto.
—El emperador es una especie de autómata —explicaba el clérigo—. Cada
acto de su vida, incluso los más nimios como sonarse las narices o escupir, está
minuciosamente reglamentado por la etiqueta. Es un preso en una cárcel de oro,
vanas ceremonias y fiestas religiosas y civiles para cada día del año mientras las
fronteras ceden ante los bárbaros como un muro de tierra carcomido por una
riada. Todas las mañanas, el emperador recorre las habitaciones de palacio
seguido de su corte en solemne procesión, en lugar de sentarse con el senado a
discurrir los problemas de las fronteras. Cuanto más débil es Bizancio, más
refuerzan ese distanciamiento regio, que en el fondo sólo oculta nuestra debilidad.
El ejército está en manos de mercenarios alistados en todos los lugares del
mundo; la economía la dirigen los venecianos y las repúblicas italianas. Vivimos
en la opulencia, pero llevamos mucho tiempo tapando grietas. Cada vez somos
más débiles.
Pasaron ante la iglesia de Cristo Pantepoptes y dejaron atrás la cisterna
Aspar. Al otro lado de los trigales y de los allozares se veía la línea rojiza de las
murallas de Teodosio, el triple recinto de muros inexpugnables que guardaba la
ciudad y sus campos.
—Son impresionantes —comentó Lucas—. Ni Roma, ni Jerusalén, ni Acre
disponen de unas murallas semejantes.
—Sin embargo, algún día la ciudad caerá en manos de los bárbaros. ¡Que
Dios se apiade de ella! —dijo Cantacuzanos en tono lúgubre mientras se
persignaba a la manera griega.
Ya no hablaron más hasta que llegaron a la plaza de los Lirios, una amplia
explanada intramuros con el suelo de mármol rojo, excepto los caminos de
pedernal de los coches y las caballerías herradas. El cochero tiró de las riendas y
detuvo el carruaje cerca de la puerta.
Al otro lado de la explanada había una muralla guarnecida de altos torreones.
—Blanquernas —anunció el clérigo—. Detrás de esos muros están los
palacios del basileo y el santuario de la Virgen.
Un funcionario palatino los estaba aguardando. Al otro lado de la muralla
reinaba gran animación: guardias vestidos de rojo, carrozas doradas o plateadas
y un trajín de servidores y cocheros atendiendo a los caballos de los visitantes. El
palacio real tenía dos torres y una fachada triangular en medio. Estaba alicatado
de placas de mármol de diversos colores que formaban dibujos geométricos. En
el segundo cuerpo había una serie de arcos de dovelas alternantes de mármol
rojo y blanco de los que pendían alegres banderas y colchas en torno a un rico
tapiz que representaba a la Virgen como trono de majestad. Guido de St.
Bertevin, que no había visto jamás tamaña magnificencia, tomó distraídamente
la mano de Isbela, pero ella se la soltó al instante y se puso colorada como la
grana. El muchacho murmuró una excusa y observó con el rabillo del ojo si
alguien lo había advertido. Detrás de él, Pedro el Raposo sonreía.
Después de entregar las credenciales, un chambelán bajito y calvo, vestido
de rojo, que portaba en la mano un bastón ceremonial más alto que él, los
introdujo en un patio interior adornado magníficamente con mármoles de colores
que formaban diseños geométricos y mosaicos bajo los antepechos de las
ventanas que representaban escenas bíblicas.
Seis fornidos negros guardaban la puerta del fondo, que comunicaba con el
salón del trono, cada cual con su librea, los nervudos muslos al aire, con el sexo
protegido por una coca de bronce en forma de concha marina atada a la cintura
con cintas azules. Las damas observaban a los invitados desde las galerías del
patio y cuchicheaban entre risitas. Al avispado Cantacuzanos, que en sus tiempos
metropolitanos había sido director espiritual de algunas señoras, no se le escapó
que sus chácharas versaban principalmente sobre el contenido de las cocas de la
guardia negra.
Los viajeros llegaron a la sala de las cien columnas o salón del trono, donde
se agolpaba un gran gentío. Todos limpios y endomingados, con ropajes de vivos
colores, a la moda bizantina, y diversas clases de birretes y tocados. El trono del
basileo estaba en el centro, bajo un enorme baldaquino dorado, con adornos
rojos, que cobijaba una alta cúpula revestida de oro. En torno al primer escalón
del baldaquino posaban quince varegos de la guardia del basileo, altos como
palmeras, rubios y con los ojos azules. El siguiente círculo, a prudente distancia
de los varegos, lo constituían los altos dignatarios, dispuestos en el orden que la
etiqueta señalaba, los más importantes más cerca del basileo. Cantacuzanos
reconoció al logoteta de la Oreja de Oro, la mano derecha del rey de rey es, que
controla la policía y los espías, tiene la obligación de enterarse de cuanto sucede
en el imperio y fuera de él y recibe a los embajadores; al logoteta del tesoro
público, con las insignias de su dignidad al cuello, una cadena y una llave de oro;
al logoteta del Dromo, o árbitro de las carreras, que vela por los transportes y el
comercio; al logoteta de los rebaños, administrador de la fortuna del basileo,
cuy a insignia es un esclavo nubio que lleva un carnero en brazos. Los balidos del
carnero resonaban poderosos en la sala y de vez en cuando soltaba sobre el
pavimento un viaje de cagarrutas indiferente a la solemnidad del acto. Dos
esclavos nubios de túnica roja lo seguían, prevenidos con badil de plata y escoba
de crin, para retirar los excrementos. El boticario de palacio buscaba un
compuesto que estriñera al animal en vísperas de grandes ceremonias, pero aún
no lo había hallado. Cantacuzanos reconoció también al Gran Doméstico, capitán
general del ejército; al Gran Drongario, ministro de marina; y al enarca, o
gobernador de Constantinopla.
Más alejados se veían hasta cien ancianos vestidos de blanco, los senadores,
cada cual con el pectoral y los collares de sus rangos y las condecoraciones
obtenidas en lejanas campañas por tierra y por mar. Algunos más ancianos
tenían tantos que apenas podían acarrearlos y se hacían seguir por un esclavo,
llamado la sombra, el crisóforos, que llevaba en su mandilón de terciopelo las
condecoraciones del amo.
Había muchos otros cargos administrativos confundidos entre la nobleza de
sangre y la nobleza del dinero: magistrados, patricios, protoespatario,
espatarocandidato, espatario, y todos los demás.
Guido de Saint Bertevin prestaba poca atención a aquel esplendor. Estaba más
pendiente de su amada Isbela y sentía celos de que tantos mancebos de risueño
talle y seguramente de mejor linaje que el suy o palparan, con miradas táctiles,
las redondeces de su amada. Algunos incluso alardeaban de secretas potencias
llevándose a la nariz unas bolsitas de seda azul con rizomas de nenúfar que
llevaban prendidas de un cordón en el pecho.
—En Constantinopla el nenúfar es antiafrodisíaco y tranquilizante —explicó
Cantacuzanos—. Los pisaverdes de la corte lo llevan consigo no porque sean
virtuosos, sino para demostrar que están siempre encalabrinados, como caballos
de remonta, y que en las ocasiones solemnes tienen que refrenarse echando
mano del remedio.
En la espera todas las miradas se concentraban en el basileo. Isaac II parecía
cansado y enfermo. Era un joven, delgado y pálido, con profundas ojeras y la
piel descolorida y amarillenta, como toda persona que va de médicos. La
etiqueta de la corte le exigía que permaneciera inmóvil en su asiento de oro y
marfil, elevado sobre la sala por nueve peldaños de pórfido, un trono tan
espacioso que hubiesen cabido otros dos como él. A Isbela le pareció un joven
atractivo y pensó si llevaría una camisa y de qué color debajo de aquel manto de
pedrería que pesaba sobre sus hombros, más el añadida de la tiara y de las
insignias imperiales. Después de mucho esperar, cuando les llegó el turno, el
logoteta de la Oreja de Oro (que, efectivamente tenía la oreja derecha pintada
con tintura dorada) condujo a los enviados del papa y del rey Ricardo ante el
trono para que se postraran y tocaran el suelo con la frente, tal como exigía la
norma. Cantacuzanos, por su condición clerical, estaba exento y sólo tuvo que
arrodillarse y besar el Santo Prepucio de Cristo que le presentaba, dentro de un
rico relicario, el logoteta de las Santas Reliquias. El Santo Prepucio era un
curcuño de carne arrugada y amojamada dentro de una ampolla inserta en un
cuadro de oro bellamente cincelado. Una piadosa ley enda sostenía que las
dimensiones del cuadro —una cuarta y cuatro dedos de la mano de María de
Magdala— eran las de la Sacratísima Erección. Los abades archimandritas
estaban obligados a igualarla antes de ordenarse en el cargo porque, como había
dicho el santo Focio, la iglesia oriental no quiere eunucos.
Delante del trono imperial, a uno y otro lado, había dos leones dorados
articulados con ingenioso mecanismo para que rugieran al tiempo que meneaban
la melena y la cola. El rugido del león, cuando accionaba un resorte el logoteta
de la Oreja de Oro, marcaba inapelablemente el final de una audiencia.
Rugieron los leones, se retiró el representante de los mercaderes del plomo
tracios y le llegó el turno a nuestros viajeros que se adelantaron los quince pasos
de rigor hasta situarse a siete brazas del primer peldaño dorado.
El basileo carraspeó suavemente tres veces, como está reglamentado, antes
de dirigirse a los extranjeros.
—Nuestros hermanos, los rey es Felipe y Ricardo y el santo padre de Roma,
nos han pedido que os favorezcamos mientras permanezcáis bajo el sublime
techo imperial, lo que haremos con benevolencia y piedad —dijo repitiendo las
fórmulas de bienvenida acostumbradas.
—Ponemos nuestras manos en las vuestras, dignísimo basileo y Rey de
Rey es —respondió en griego Lucas de Tarento sin alzar la mirada.
Cantacuzanos notó, con disgusto, que Isaac II sonreía con benevolencia, una
licencia que los antiguos emperadores jamás se hubieran permitido. Después de
todo, pensó, no me estoy perdiendo tanto con haberme exiliado entre los
bárbaros.
Después de la formula salutatoria, la etiqueta bizantina imponía que el basileo
guardara silencio y cediera la palabra al logoteta de la Oreja de Oro, el cual,
adelantándose hasta el primer peldaño, se puso delante del rostro un aro dorado,
símbolo de que su boca era ahora la del Ángelo y a través de él preguntó.
—Tenemos entendido que peregrináis a Occidente en busca de una sagrada
reliquia. ¿Puedo preguntaros de qué reliquia se trata? Ningún lugar de la tierra
atesora tantas reliquias, salvados los Santos Lugares, como la sagrada
Constantinopla. Quizá los sabios de la ciudad puedan orientaros en vuestra
búsqueda.
—Señor de las Dos Tierras, el que apacienta los rey es del globo —dijo Lucas
de Tarento, mencionando dos de los títulos más recónditos del basileo para que la
corte viera que, aunque bárbaro, traía su lección aprendida—, la reliquia sagrada
que buscamos no nos ha sido otorgado revelarla. Ni siquiera sabemos de qué se
trata, solamente que por voluntad de Dios, si Él quiere, llegados al lugar se nos
otorgará para bien de la Cristiandad. Hasta entonces solo conocemos vagamente
el camino y sabemos que hemos de atravesar las Siete Puertas.
—¡Las Siete Puertas! —exclamó el del aro dorado—. ¿Por ventura se
encuentra alguna en el imperio del Rey de Rey es?
—Sí, gran señor, una de ellas, cruzando el istmo de Tarento, en un lugar que
llaman Delfos.
—Delfos —repitió el logoteta de la Oreja de Oro, esforzándose por disimular
sus emociones—. En Delfos sólo hay una aldea miserable cuy os habitantes viven
de las cabras y de unas olivas, pocas, aunque, eso sí, nada menos que de la
variedad kalamata. El esplendor de los tiempos paganos y a pasó. Sólo quedan
columnas abatidas entre las que crecen los jaramagos y las amapolas donde
estuvieron los templos de la Abominación.
—Allí hemos de buscar nuestra puerta.
El logoteta miró al basileo y le mostró las palmas de las manos. Violentaba el
protocolo que alguien se resistiera a admitir las razones del Rey de Rey es
enunciadas por la boca de oro del logoteta, pero aquellos bárbaros seguramente
lo ignoraban. En circunstancias normales el tratamiento debido hubiese sido la
decapitación ante la Puerta Regia, pero quizá hubiera resultado un modo
demasiado abrupto de corregir la ligereza de un embajador que representaba a
los rey es y al papa.
El basileo salvó la situación. Alzó su palmeta y dijo:
—Sin duda estáis equivocados, pero será mejor que lo comprobéis por
vosotros mismos. Mi logoteta del Dromo os facilitará los pasaportes necesarios y
viajaréis bajo la protección del Pesebre Porfirogénito mientras os mantengáis en
las tierras o en las aguas del imperio. Por lo demás, os daré una carta imperial
para mi hermano el Papa. Rugieron los leones mecánicos en señal de que la
audiencia había terminado. El introductor de embajadores se adelantó y los invitó
a salir, lo que hicieron ordenadamente, sin dar la espalda al Magnífico, hasta que
traspasaron el círculo de mármol carmesí que rodeaba el baldaquino, límite de la
presencia imperial. En las escuelas de protocolo los embajadores ordinarios
practicaban a este efecto quince pasos hacia delante cuando se marcha hacia el
trono y veinte pasos hacia atrás cuando se retira uno del trono con la audiencia
acabada.
CAPÍTULO XX

Mientras los humanos asistían a la audiencia del basileo, que duraba toda la
mañana, Grontal, el enano, y Gorgo, el semiorco, se marcharon, cada cual por
su lado, a dar una vuelta por la ciudad.
El enano se fue derecho al barrio de las putas. Durante la travesía había
trabado conversación con un marinero que le elogió mucho La Llave y la
Cerradura, un prostíbulo de los muelles italianos, en el Cuerno de Oro, frente a
Pera, a la derecha de la cadena que cierra la desembocadura del puerto, donde
sería bien recibido. Incluso le auguró que haría negocio, pues algunas damas
encopetadas pagaban al rufián may or para que les facilitara citas con clientes de
grueso calibre y, encima de entregárseles y regalarlos, les dejaban generosas
propinas. Llegado al prostíbulo, Grontal repasó la pizarra en la que las pupilas
anunciaban sus encantos y señalaban la tarifa. Después de examinar todas las
anotaciones se decidió por una tal Expira Candente que había escrito: « Rubia
cachonda. Viciosa. Trasero de trece palmos de latitud. Tetas espectaculares.
Chocho loco. Culo tragón. Lluvia dorada. Consolador. Chupo agujeros oscuros.
Trago leche. Me gustan grandes y gordas» .
Grontal entró. Era temprano y la casa era un remanso de paz, porque a los
bizantinos les gusta copular tarde, después de la misa de siete. Un tracio
musculoso con la cabeza rapada aguardaba detrás de un mostradorcillo con un
taco de tablillas en la mano. Miró a Grontal con cierto desprecio a causa de su
condición de enano.
—¿Qué? —le preguntó—. ¿Quieres jugar con alguna de mis chicas?
—De eso se trata, ¿no? —replicó Grontal—. Si quisiera otra clase de juego
habría ido a un garito. Quiero conocer tan profundamente como sea posible a esa
Expira Candente de la pizarra.
—¡Ah, viciosillo! —dijo el tracio riendo de buena gana, para lo cual cerraba
los ojos y los ponía como dos rajitas—. El servicio completo son dos de plata y la
voluntad.
Grontal abrió su faltriquera y aflojó dos de plata, sin voluntad. El tracio le
entregó una tablilla verde que significaba servicio completo.
—Sube la escalera y llama en la tercera puerta por la derecha.
Le abrió Expira Candente, en persona, una rubia exuberante, de buena alzada,
con una túnica azafranada transparente que revelaba una arquitectura corporal
densa y maciza, como nacida para el oficio.
—¡Ay, pero qué pequeñín tenemos aquí para abrir boca! —exclamó la
cortesana, cachonda, pellizcándole una mejilla.
Grontal sonrió simpaticote, sin darse por ofendido.
—¿Quieres que llame a mis amigas Holgada y Berrienda? —propuso la rubia
—. Por el mismo precio te lo haremos las tres.
—Bueno —concedió el enano.
Expira Candente taconeó por el pasillo moviendo el trasero y haciendo
posturitas. Llamó en las dos puertas contiguas.
—¡Holgada, Berrienda, acudid a mi cuarto, que tenemos a un enanito y nos
vamos a divertir con él!
Las tres amigas se reunieron entre risitas en el cuarto de Expira Candente. El
enano entró tras ellas, cerró la puerta y se guardó la llave.
Por su parte Gorgo, el semiorco, deambuló por la ciudad sin rumbo fijo, con
la boca abierta, mirándolo todo embobado, especialmente el bazar del gran
palacio. En el dédalo de pasajes cubiertos de la alcaicería recorrió las tiendas de
los caldereros, de los joy eros, de los orfebres, de los tintoreros, de los boticarios,
de los especieros y de los mercaderes de hilos y sedas. También observó los
puestos de los cambistas con sus montoncitos de dinero de diversas procedencias,
que trocaban por besantes de oro con altas comisiones. Casi sin advertirlo llegó a
Santa Sofía, la gran basílica.
Los no humanos tenían prohibida la entrada a las iglesias, bajo graves penas,
pero la ley era más flexible cuando se trataba de trabajar en ellas. Gorgo
encontró una cuadrilla de orcos suaves, como llamaban a los que se criaban en
cautividad, que solían emplearse como esclavos o como peones libres en trabajos
agotadores o peligrosos. La cuadrilla estaba accionando la rueda de la grúa que
subía bloques de piedra porosa y planchas de plomo para los reparos en el techo
de la basílica. El capataz contrató inmediatamente a Gorgo cuando vio sus
músculos y lo envió a las alturas a ay udar a otro semiorco que se hacía cargo de
las sogas y las cadenas del ingenio. Arriba, entre envío y envío, los dos semiorcos
se asomaron a una de las lucernas altas y contemplaron el interior de la basílica.
Santa Sofía, con todas las lámparas encendidas, era un ascua de luz. Al rebervero
de las llamas reflejadas en el oro de las paredes y en las intricadas decoraciones
de los altares, igualmente cubiertos de oro, diríase que aquel ámbito pertenecía a
un mundo superior o quizá al paraíso reproducido por los enormes mosaicos que
tapizaban los muros.
El semiorco observó con pasmo aquella sublime belleza que parecía
suspendida en un sueño. Bajo la elevada cúpula, el iconostasio de plata albergaba
un altar de oro en el que decía misa un sacerdote revestido de bordados y gemas.
El incienso administrado por donceles con incensarios de plata se elevaba a las
esferas junto con los cánticos de mil voces blancas que acompañaban a la
música de diez órganos con tubos de plata. Los armónicos temblaban en el aire
amplificados por las bóvedas del edificio.
—¿Y toda esa gente? —preguntó Gorgo señalando a la asamblea de los fieles.
—Son los devotos que asisten a misa —le explicó su compañero.
—¿Qué ceremonia? —inquirió el viajero—. No veo empalados por ninguna
parte, ni calderas de carne, ni barriles de licor.
—¡No, bestia! Las ceremonias de los humanos son distintas. ¿De dónde sales?
Esta es la ceremonia de su dios. Todos esos que ves ahí abajo han acudido para
que el sacerdote convoque a Jesucristo, el Redentor. Lo hacen cada pocos días.
—¿Y siempre acude?
—Siempre que un sacerdote lo convoca con el rito adecuado.
—Debe de ser un Dios muy ocupado —comentó Gorgo— porque sacerdotes
hay por todas partes. Son como una plaga. ¿Y qué pasa cuando viene Dios?
—Se lo comen y Él les perdona los pecados.
—¡Que se comen a Dios! —exclamó Gorgo, alarmado.
—Es complicado. Más vale que no intentes entenderlo. Yo hace veinte años
que vivo en esta ciudad y por más que lo pienso no me entra en la cabeza. Se ve
que los humanos son más inteligentes que nosotros.
—¿Pero ellos lo entienden?
—¡Claro! ¿Como iban a mantener a tantos clérigos ociosos si no entendieran
lo que les dicen?
—¿Y los pecados, qué son?
—Las cosas malas que han hecho. Dios es invisible pero Él lo ve todo y tiene
una lista de cosas que no se pueden hacer, cosas como comer cerdo los viernes o
mirarle el culo a la mujer de otro, no digamos y a follártela, cosas así. Si cometes
muchos pecados, al final de la vida vas al infierno, un lugar donde ardes entre
atroces tormentos.
—Muerte segura.
—No. Los condenados al infierno no se mueren. Sufren atroces tormentos por
los siglos de los siglos, pero no se mueren.
Gorgo se rascó el colodrillo. Había visto a los humanos cometer muchas
extravagancias, pero aquellas sobrepasaban la medida de su imaginación.
—¿Quieres decirme que hay un Dios tan cruel que te mete en la candela por
un quítame allá esas pajas y no te deja morirte jamás?
—Además, los muertos resucitan —añadió su compañero.
—¡Me cago en la puta! —exclamó Gorgo—. ¿Creen eso de verdad? Me
parece que me estás tomando el pelo.
—Es verdad. Al menos ellos lo creen. Naturalmente nosotros, los orcos, no
creemos una palabra. Nos falta inteligencia para entenderlo. Gorgo miró
nuevamente la ceremonia a través de la lucerna.
El hombre de la rica vestidura coloreada estaba levantando sobre su cabeza
una torta de pan.
—¿Y ahora qué hace?
—En este momento Dios baja a las manos del sacerdote.
—¿Cómo? ¿Baja a comerse una torta de manteca?
—¡No!, ¡qué simple eres! Esa torta no contiene manteca ni levadura. Cuando
la levanta al cielo es sólo harina amasada y cocida, después de que el sacerdote
recita su conjuro y la baja, y a es carne de Cristo-Dios.
—¿Quién es ese Cristo?
—¿De dónde sales tú que no lo sabes, si lo tienen por todas partes y están
arrasando el mundo en su nombre?
—He estado cinco años remando en una galera sarracena.
—¡Ah, eso lo explica todo! Pues este Cristo es el dios de los cristianos. Era un
hombre nacido de una Virgen al que mataron hace más de mil años. Dicen que
resucitó y subió al cielo.
—¿Me tomas el pelo? —replicó Gorgo mosqueado—. Yo soy un ignorante en
las cosas de los humanos, pero sé bien que nadie nace de una virgen y que la
gente, cuando se muere, no resucita, así que cuéntame otra historia.
—Yo te cuento lo que los humanos creen. Tú deberías pensar que la
inteligencia de un semiorco, sin ánimo de faltarnos al respeto, no está capacitada
para comprender ciertas cosas.
Gorgo asintió.
—¿Y se creen que eso sea su carne? —preguntó todavía—. ¿No advierten que
es sólo pan?
—No lo ven. Creen a pie juntillas que es carne. ¿Ves el jarro de oro que el
sacerdote tiene al lado?
—Lo veo.
—Contiene vino. ¿Ves que ahora lo levanta en alto?
—Sí, lo veo.
—Está realizando el mismo conjuro que hizo antes con el pan. Cuando lo
baje, será sangre de Jesucristo. No un símbolo, sino sangre verdadera.
—¿Y eso creen?
—Ese es el fundamento de su fe. Por si acaso, los sacerdotes, que son tan
astutos, no dan a beber el vino, sólo reparten el pan entre los adoradores del
Cristo. El vino se lo reservan para ellos.
En aquel momento chirrió la garrucha porque una nueva carga de piedras
subía por el cabrestante, y los dos semiorcos tuvieron que abandonar su mirador
y volver al trabajo.
CAPÍTULO XXI

Sven le Berg aflojó la rienda y permitió que su caballo se abrevara en la


corriente cristalina del arroy o. Estaba en un tupido bosque de árboles de una
especie que no conocía, altos como tres campanarios, puestos uno sobre otro, y
tan gruesos por abajo que diez hombres no bastarían para abrazarlos. La luz del
sol apenas llegaba al suelo, detenida en la fronda de las ramas altas. Entre la
selva de helechos casi tan altos como un hombre, discurría un sendero despejado
que serpeaba hacia el norte. Hacía dos días que el guerrero rubio se había
internado en el bosque después de atisbar una roca lisa, de aspecto rojizo, la
Montaña Peligrosa que crecía en su centro y descollaba sobre la arboleda. A
Asmodeo de Sinán, el maestro de magia, le habían indicado que el conocimiento
que buscaba se encontraba al pie de la Montaña Peligrosa.
El caballo terminó de abrevar y resopló sobre la clara superficie, con los
belfos grises manando hilillos de agua.
—Seguimos, Alain —dijo el caballero.
Caminó por el bosque, sin apartarse del sendero, durante otras cuatro horas,
hasta que la claridad que filtraban las copas de los árboles disminuy ó. Entonces
se detuvo junto a un árbol especialmente corpudo y trepó ágilmente de rama en
rama hasta su copa. Arriba pudo contemplar, sobre el océano de tupida
vegetación que lo rodeaba, la Montaña Peligrosa. Estaba a una media jornada de
camino. Ahora distinguía con may or precisión la roca pelada en forma de pan de
azúcar, de un rojo intenso que la luz del poniente encendía como un gigantesco
rubí. El guerrero no se cansaba de contemplarla. « Muy pocos hombres se han
atrevido a llegar hasta la montaña, desde el principio de los tiempos» , le había
advertido el maestro de magia Asmodeo de Sinán.
Sven descendió de su observatorio e instaló su humilde campamento al pie del
árbol. Todo estaba demasiado verde y húmedo como para hacer fuego, así que
se resignó a pasar sin una hoguera que ahuy entara las alimañas. Extendió la capa
de invierno sobre una mata de helechos, colocó la mochila de las armas en la
cabecera, la lanza de fresno apoy ada contra el árbol, y después de darle al
caballo su ración de cebada, cenó un trozo de carne seca, un par de tortas de trigo
cocidas dos veces y un puñado de pasas.
Había viajado una semana por mar, en una galera que regresaba de Rodas a
Corinto, en Grecia, cerca de Atenas. Allí había tomado el camino del norte, que
después de tres horas de andadura conduce al golfo de Patrás. Un pescador le
había indicado:
—¿Delfos? Todos sabemos donde está, sire. Cruzando esta lengua de mar, en
la costa que se ve allá enfrente, pero le advierto que es un lugar maldito donde
habitan los demonios paganos. —E hizo rápidamente la señal de la cruz sobre su
cabeza, a la manera griega, de izquierda a derecha, lo que produjo cierto
malestar a Sven.
Un lugar maldito poblado de demonios para un guerrero maldito que servía a
la Abominación. Era y a tarde y no encontró un barquero que quisiera cruzarlo al
otro lado del golfo. Se buscó una posada para pasar la noche y reponer fuerzas
con una buena cena. Estaba dando cuenta de un puré de garbanzos especiado con
comino y hierbas dulces cuando Asmodeo entró en la posada, alto, delgado,
vestido de negro, pálido, hermoso y joven de aspecto, aunque tenía el pelo blanco
y los ojos viejos y cansados. Tomó asiento en su mesa, cerca de él y se sirvió un
vaso de hidromiel.
—Por lo que veo estás dispuesto a llegar hasta el final. Sven le Berg asintió sin
dejar de comer.
—¡La Arcadia! —exclamó Asmodeo—. El refugio dorado de los elfos, donde
los pastores tocan la flauta, melodías dulcísimas, bajo los árboles que proveen
frutos, pan y todo lo necesario. Ese santuario se ha mantenido incontaminado. No
te será fácil penetrar en él.
Llegó el posadero con el plato de carne de ciervo que Asmodeo había pedido.
Dejó de hablar y la devoró ávidamente, sin modales. Sven comprobó que
aquellos dientecillos menudos como los de una doncella trituraban los huesos sin
dificultad. Cuando terminó rebañó la salsa con una sopa de pan de centeno.
—Me indicaste que fuera a Delfos.
—Y vas a ir, pero tendrás que atravesar primero la selva oscura de la
Montaña Tenebrosa.
—¿Dónde está esa selva?
—No tiene pérdida. Toma el camino que sale de la aldea por el norte y ella
vendrá a ti.
Ahora estaba cerca de la Montaña Peligrosa y sentía una vibración interior
parecida a la que se siente la víspera de una batalla, el espíritu alerta y los
músculos en tensión. No obstante, como guerrero disciplinado, se arrebujó en su
manta y realizó los ejercicios de concentración que le procurarían un sueño
profundo y reparador. Se durmió como un tronco y soñó con una dama antigua
que cortaba flores azules en un jardín florido.
Cuando amaneció, el guerrero se desperezó y llamó a su caballo con un
breve silbido. Recogió el campamento, desay unó un puñado de higos secos con
pan bizcocho y prosiguió su camino.
A doscientas brazas de la Montaña Peligrosa, la piedra roja con forma de pan
de azúcar, terminaban los árboles y el sendero y sólo quedaban helechos espesos
que tapizaban la llanura circular hasta la misma base de la roca. Sven le Berg tiró
de las riendas y contempló, desde el lindero del bosque, la piedra pelada que al
sol mañanero lucía como una joy a, aunque no de un rojo tan vivo como la tarde
anterior desde el árbol. Estaba surcada por una especie de barrancos que
descendían desde la altura verticalmente. Abajo, oscura y fresca, se descubría la
oquedad de una cueva. « Esa puede ser la puerta que ando buscando» , se dijo
Sven y apretó los muslos. Alain, obediente, echó a andar.
Sven no veía el suelo, pero notaba, por el sonido de los cascos de su montura,
que bajo los helechos había guijarros y ramas secas. Había llegado a la mitad del
llano, y a a poca distancia de la montaña y de la cueva, cuando acertó a ver lo
que estaba pisando: osamentas humanas, huesos pulidos de hombres que lo
precedieron y que, cómo él, pretendían arrancar su secreto a la Montaña
Peligrosa.
Sven le Berg comprendió. « La cueva es la entrada de la montaña y lo que
estoy buscando no se dará con facilidad» . El corazón comenzó a latirle con
fuerza, anunciando batalla. Descabalgó y soltó las correas del hatillo donde
llevaba la cota de malla. Desenvainó la espada y la clavó en el suelo, al lado de
la fuerte lanza de fresno, antes de vestir la cota, lo que era una operación lenta
cuando no se tenía un escudero que ay udara. Cuando estuvo armado, abrochadas
todas las correas, subió de nuevo al caballo y enristró la lanza antes de proseguir.
A veinte pasos de la cueva, que era, vista de cerca, grande como una iglesia,
cesaban los helechos y sólo había osamentas, algunas oscuras y todavía con
pingajos de carne que destacaban vivamente sobre el fondo de las pulidas y
blancas, más antiguas.
En la oscuridad azul de la cueva algo grande y tenebroso se movió sobre el
lecho de piedras y huesos.
—¿Quién va? —preguntó una voz cascada, tan potente que no podía proceder
de una garganta humana.
—Un hombre. Me llamo Sven le Berg. Sirvo a la Abominación. En el fondo
de su guarida, la dragona cerró los párpados que cubrían sus ojos cansados. Tenía
más de mil años y algunas partes de su lomo poderoso habían perdido su cubierta
de escamas dejando al descubierto una piel morada surcada de venas negras y
grietas y mataduras de las que manaba un líquido ambarino, fétido.
—Sé que has venido a matarme —tronó la poderosa voz de la dragona.
Silbaba por una mella entre dos dientes.
Sven Le Berg guardó silencio. Levantó el escudo triangular para cubrirse el
cuerpo en caso de que el monstruo escupiera fuego o veneno y abatió la pieza
nasal de su y elmo. La única carne que quedaba al descubierto eran los ojos.
Incluso las manos estaban protegidas por manoplas de anillos de acero.
Salió la dragona a la entrada de su madriguera y desplegó sus alas
membranosas de murciélago, tan grandes como las velas de un molino de viento.
La cabeza de sierpe dilató las mandíbulas en un bostezo intimidatorio. Aquella fila
de dientes y la poderosa lengua bífida bastaban para asustar al aventurero.
Latía el corazón de la dragona, acompasado, detrás de la piel escamosa que
recubría una caja torácica abultada, desproporcionada respecto al resto del
cuerpo, el largo cuello y la cabeza serpentina, como el aumento de una víbora
cornuda, la larga cola terminada en aguijón lanceolado, como un látigo que
chasqueaba amenazadoramente azotando el aire.
Sven Le Berg calculó la cabalgada. Estaba a unos veinte pasos de la bestia.
Tenía que sorprenderla antes de que elevara el vuelo. Apuntó la lanza al corazón
latiente, picó espuelas y se lanzó contra el reptil volador sin aguardar a que
terminara de exhibir sus potencias. La dragona se había alzado sobre sus patas de
pollo terminadas en garras de león, había extendido las alas, pero no llegó a
levantar el vuelo. Cuando la lanza penetró en su cuerpo y se fue directamente al
corazón, lanzó una vaharada potente de azufre y podredumbre.
Sven le Berg tiró de la rienda y huy ó por la derecha, a la florentina, sin mirar
atrás. De un momento a otro esperaba que se abatiera sobre él la negra sombra
del monstruo. Mientras cabalgaba desenvainó la espada y cuando alcanzó el
lindero del bosque se volvió dispuesto a defenderse.
La dragona no se había movido de la boca de la cueva. Estaba echada en el
suelo y aferraba con una de sus garras de águila el astil de la lanza clavada en su
abdomen.
—Acércate, Sven, y no temas —resonó en la distancia su voz potente. El
guerrero se aproximó con precaución. Quizá era sólo una argucia para atacarlo
con su aliento mortífero cuando lo tuviera a la distancia adecuada. El corazón de
los reptiles es más fuerte que el de los animales de sangre caliente. Tardan más
en morir.
La dragona adivinó los pensamientos del caballero.
—¿No te han dicho que tenías que matarme por la boca? —preguntó con voz
sobrehumana.
—Me lo advirtieron y lo había olvidado —respondió Sven.
—No temas —dijo el dragón—. Acércate y mátame por la boca. Sven
descabalgó y se acercó al monstruo abatido. La cabeza había tumbado los
helechos y sólo se le veía un ojo de pupila fija, húmedo y suplicante en su cerco
de duras escamas.
—Por la boca —le recordó en tono apagado.
El fétido aliento de la dragona empozoñaba el aire. Sven contuvo la
respiración y se aproximó con la espada dispuesta. La boca de la bestia
permanecía abierta, con una braza de lengua partida, oscura descansando sobre
la tierra. Sven pisó el extremo para evitar que lo envolviera con ella y asestó una
estocada profunda por las abiertas fauces, garganta abajo que segó la arteria que
alimentaba el cerebro. Al instante, la luz del ojo se apagó y el cuerpo del
monstruo se relajó.
Había matado a la dragona.
Sven se apartó unos pasos y contempló el cadáver inmóvil y el manantial de
sangre oscura, densa y pastosa que fluía lentamente de sus fauces abiertas. Un
baño en sangre del dragón hacía invulnerable al guerrero, había oído en las
tertulias de los campamentos, en torno a la hoguera, después de la cena. En los
campamentos de Tierra Santa se contaban muchos embustes.
¿Sería cierto lo de la sangre del dragón?
—En cualquier caso, y o no quiero ser invulnerable —se dijo en voz alta—.
Quiero sufrir, quiero morir como un hombre, sin ay uda de Dios ni de la magia.
Exploró la guarida de la dragona: un dilatado lecho de huesos viejos y de
cadáveres en distinto estado de consunción, no sólo de humanos sino, a juzgar por
las trazas, de animales grandes y de orcos. Había también fragmentos de lanzas,
espadas cubiertas de herrumbre, hierros corroídos por la poderosa orina del
reptil. Al fondo había una roca en forma de columna con una argolla de bronce
de la que pendía una cadena rota, el amarradero de la ofrenda. En tiempos de
Carlomagno, los humanos adoraban a la dragona y le ofrendaban, cada luna
nueva, una bella muchacha.
« En aquellos tiempos la dragona era joven y quizá no resultaba tan repulsiva
como ahora» , pensó Sven.
Detrás de la columna había un nido de helechos secos amalgamados con
saliva, lodo e intestinos humanos, que despedía un hedor insoportable. Dentro
había un huevo del tamaño de una sandía. La dragona estaba empollando. Sven
comprendió que había buscado la muerte porque se acercaba el momento del
nacimiento de su hijo. Cuando saliera del cascarón podría alimentarse del
cadáver de la madre hasta que creciera lo suficiente para valerse por sí mismo.
Sven registró la boca de la dragona. Bajo la lengua, en una bolsa oscura y
prominente había un objeto duro. Rasgó sus tegumentos con la daga y encontró
una piedra roja del tamaño de una nuez, la Intrincada. Se la embolsó y salió del
antro.
CAPÍTULO XXII

Aquella noche Lucas de Tarento no logró conciliar el sueño. Se levantó, se


escanció un vaso de vino y se detuvo junto a la ventana a contemplar el patio
dormido. Sus ojos escudriñaron las sombras de la arcada de piedra y la puerta
mágica que comunicaba a veces con el palacio de la Dama Azul. ¿Estaría
abierta? Se echó la túnica sobre los hombros y bajó a comprobarlo. Para su
decepción, la puerta seguía cegada a piedra y lodo. Lucas regresó lentamente a
su aposento. El recuerdo de la Dama Azul le recorría las venas como un licor
acuciante. Nunca había conocido el amor. Toda la vida se había consagrado a la
Iglesia y a la caballería, al servicio de los altos ideales del rey y de la
Cristiandad. A veces había asistido a justas poéticas y había despreciado a los
poetas y trovadores, aquellos holgazanes que vivían de divertir al vulgo o a las
mujeres desatendidas. Ahora comprendía, desde una nueva perspectiva, los
sentimientos que caben entre un hombre y una mujer, esos que cantan los poetas.
Pero, para su desgracia, aquella dama misteriosa, en la que había algo de
mágico, parecía no existir, podía ser solamente el producto de una alucinación, o
quizá el sueño infundido en su corazón por un mago maligno. Cantacuzanos le
había advertido que tendrían que enfrentarse a los magos de la Abominación. Y
la Abominación, él lo sabía, podía adoptar la envoltura corporal de la mujer para
tentar a sus víctimas.
Se tendió en la cama definitivamente desvelado e intentó dominar la desazón
que lo consumía. La Dama Azul había mencionado el hipódromo. ¿Era una cita?
¿Lo aguardaba allí? Las ruinas del hipódromo estaban cerca. Lucas saltó del
lecho, se metió por la cabeza la túnica de viaje, insertó la daga en su anilla del
cinto y descendió la desgastada escalinata cuidando de no hacer ruido. Gorgo, el
semiorco, agotado del rudo trabajo en las grúas de Santa Sofía, roncaba sobre las
losas del zaguán, junto a la puerta. Lucas tuvo que saltar por encima para
alcanzar la salida. El cerrojo chirrió al descorrerse.
La puerta tenía un picaporte de trinquete, que permitía cerrarla desde fuera
sin llave. Lucas de Tarento salió a la calle en tinieblas y tiró de la manija de la
puerta hasta que escuchó caer el pestillo. Luego se orientó en la oscuridad. La
luna estaba llena, pero el callejón era tan angosto que no dejaba pasar la luz. El
caballero echó a andar tanteando las paredes, olfateando para evitar las
lumbreras del alcantarillado, abiertas y sin tapas de protección. Cuando salió a
una calle más ancha y mejor iluminada orientó sus pasos hacia el hipódromo.
El hipódromo, el lugar de reunión de los romanos en los tiempos de la
grandeza imperial, había sido pista deportiva, ágora política, mercado, teatro, sala
de conciertos y paseo. En sus buenos tiempos, los antiguos basileos lo habían
adornado con trofeos y obras de arte esquilmadas a lo largo y ancho de un
imperio que abarcaba desde Persia hasta Iberia y desde Rusia a las arenas
africanas. Cuando Lucas de Tarento lo recorrió no era y a ni sombra de lo que
había sido. Las obras de arte las habían saqueado y transportado a otros palacios
de los alrededores de la ciudad, cuando no a Roma, a Venecia o a Sicilia. En el
centro del complejo destacaba la pista de carreras, alargada, con una espina
central, antes decorada con estatuas, y un graderío de piedra alrededor con
capacidad para cien mil espectadores. Todo eso estaba ahora en ruinas y
deshabitado. Nadie se atrevía a circular por allí de noche por miedo a los
salteadores. Lo único que quedaba en medio de la devastación y el abandono
eran piedras, y erbajos y algunos monumentos demasiado pesados para
transportarlos, el obelisco de Teodosio, la columna serpentina y la columna de
Constantino. Los pasos de Lucas lo llevaron a la columna serpentina, un bloque de
bronce que representaba a tres serpientes entrelazadas que ascendían hacia el
cielo.
Al pie de la columna crecía una solitaria rosa azul. Lucas se inclinó y aspiró
su perfume, con los ojos cerrados. Al instante sintió la presencia de la dama
misteriosa. Se volvió y allí estaba. Le sonrió a la luz de la luna, un leve azul
fosforescente iluminando la túnica bizantina y le susurró con su voz musical.
He sido una culebra moteada en una colina he sido una víbora en un lago, he
sido una estrella maligna, he sido una pesa en un molino junto a la corriente del
agua. Incesantemente.
Búscame.
Al fondo del hipódromo sonó un roce metálico. Lucas de Tarento se volvió y
escudriñó la oscuridad. El sonido familiar de un sable saliendo lentamente de su
vaina de cobre. De las sombras surgían varios guerreros de elevada estatura,
vestidos con pellotes y placas, a la manera de los bárbaros de las estepas, las
cabezas cubiertas por y elmos simples que dejaban ver rostros brutales cosidos de
cicatrices, la horrible imagen de la bestia.
Lucas de Tarento pensó en salvar a la señora, pero al volverse la Dama Azul
había desaparecido. Los asaltantes llegaban profiriendo gritos de guerra que
resonaban en la quietud de la noche y arrancaban ecos en las ruinas. Demasiado
tarde para huir y demasiado desproporcionadas las fuerzas, sin escudo, sin
espada, sin cota, para repeler la agresión. El caballero empuñó la daga y se
recogió el manto sobre el brazo para que le sirviera de escudo. Se situó de
manera que la columna serpentina le protegiera la espalda, dispuesto a morir.
El primer asaltante era más ágil y se había adelantado unos pasos respecto a
sus camaradas, deseoso de cosechar él solo los méritos del triunfo. Levantó su
espada para descargar un tajo sobre Lucas, pero el antiguo templario se adelantó
acortando el espacio. Mientras el sable de su adversario tajaba inútilmente el
aire, la daga corta de Lucas penetró profundamente en el sobaco del atacante por
encima del perpunte y le atravesó el corazón.
El que parecía más peligroso estaba eliminado, pero la situación distaba
mucho de ser favorable. Los otros sicarios se le echaban encima. Sin tiempo de
extraer la daga del tórax de su enemigo recogió en el aire la espada de su víctima
y se escudó tras el cadáver que recibió un par de tajos antes de desplomarse
sobre la hierba seca. Con la espada en la mano, Lucas se puso en guardia y
consideró la situación. Lo rodeaban cuatro malhechores de humilde condición, a
juzgar por las túnicas cortas y por los gritos descompuestos con que se azuzaban
animándose a vengar la muerte de su jefe. Lucas escogió el que le parecía más
vacilante y débil y le lanzó una finta a la altura de los ojos que él detuvo a duras
penas levantando el escudo, pero al hacerlo dejó al descubierto las rodillas. Lucas
le lanzó una patada lateral en la más adelantada y el hueso crujió con un
chasquido de madera tronzada. El malhechor se desplomó gimiendo y Lucas, al
saltar por encima, le clavó la espada en la parte del pecho que el escudo
descubría. Quedaban tres. Titubearon un poco e intercambiaron miradas antes de
atacar con renovada furia. Entonces sonó el silbido de un virote seguido del
característico chasquido de la ballesta. El proy ectil acertó a uno de los
malhechores en el centro del pecho. Mientras tanto, Lucas había dado cuenta de
otro con un tajo profundo que casi lo decapita. Se oy eron voces desde el extremo
del campo. El truhán restante dio la vuelta y se perdió en la noche.
La luna, que se había ocultado detrás de una nube, salió de nuevo iluminando
las ruinas y el y erbazal. Lucas de Tarento distinguió a sus amigos acercándose.
—¿Estáis bien, sire? —preguntó Pedro el Raposo con la ballesta cargada, lista
para disparar.
—Sí, estoy bien. Buen tiro.
—De milagro, porque no distinguía casi nada.
El enano Grontal apoy ó su hacha de combate en el suelo y examinó los
muertos. Olfateó al primero.
—Orcos —declaró incorporándose. Tanto alabar Bizancio, y ahora resulta
que la mierda de la tierra infesta la ciudad.
Pedro el Raposo los registró hábilmente. No tenían nada más que unos
perpuntes mal cosidos sobre los cuerpos peludos. Las espadas eran antiguas
franciscas con las empuñaduras reforzadas para que se adaptaran a las manos
demasiado anchas de los orcos. No traían nada aprovechable fuera de cinco
besantes de oro que el jefe llevaba en su faltriquera.
Llegó Cantacuzanos con su báculo de acacia.
—Ha sido una temeridad venir solo y de noche a este barrio tan cercano al
puerto —increpó al caballero—. Menos mal que esta criatura desdichada —
señaló al semiorco, sin mirarlo— se despertó y nos despertó a todos con su media
lengua.
Regresaron a palacio sin descuidar la guardia, por si había más orcos ocultos
en las ruinas. Cantacuzanos se retrasó adrede y retuvo a Lucas de Tarento:
—Esa es la columna serpentina —le susurró.
—¿Tiene algún significado? —inquirió el caballero.
—Tres serpientes que se levantan al cielo. El símbolo antiguo de la
Abominación. Constantino el Grande, el fundador del imperio, trajo ese bronce
maldito del santuario execrable de Delfos. Los bizantinos creen que conmemora
la victoria de los griegos sobre los persas hace mil seiscientos años, pero en
realidad es una representación idolátrica de la diosa maldita, de la Abominación.
La Diosa era triple, por eso las tres serpientes. ¿Por qué has venido precisamente
a ese bronce en medio de la noche? ¿Acaso has obedecido a un sueño?
—Algo así.
—Me temo que hay a sido un hechizo —advirtió Cantacuzanos—. En el gentío
de los cortesanos esta mañana había algunos magos. Quizá alguno se hay a
convertido a la Abominación y sirva a la diosa. Puede que quieran impedir que
lleguemos a su antiguo santuario.
—¿Qué santuario?
—Delfos. Es nuestra siguiente etapa en este viaje. Partiremos hacia allá en
cuanto el basileo nos entregue la carta para el Papa.
CAPÍTULO XXIII

El basileo Isaac II tardó bastante en redactar la misiva para el Papa.


Pasaban los días, se esfumaba el verano y el esperado correo del palacio
imperial no llegaba. En la forzosa inactividad, los viajeros procuraban
entretenerse con los mil espectáculos que la ciudad ofrecía. Cantacuzanos se
había vuelto algo más comunicativo, especialmente con Lucas de Tarento y con
Guido, al que intentaba inculcar los principios de un caballero cristiano. No
obstante evitaba mirar a Isbela y al semiorco, fuera por su condición de no
humanos o porque la semielfa era muy atractiva y no deseaba que le despertara
instintos dormidos. El semiorco, por su parte, con su horrible aspecto, le avivaba
íntimas dudas sobre la cordura de un Dios que había creado tales monstruos.
Cantacuzanos solía pasar las mañanas encerrado en su cuarto. A veces lo
veían pasear por el claustro con un libro en las manos. Algunas tardes se
ausentaba para visitar a antiguos conocidos, o iglesias, monasterios y lugares de
piedad.
Por su parte, Lucas de Tarento practicaba en una academia de esgrima en la
que había trabado amistad con el maestro de armas, un viejo conocido polaco
que tras asistir a la Cruzada y sobrevivir, como él, a la matanza de los Cuernos de
Hattin, se había establecido en Constantinopla y se ganaba la vida enseñando a los
pisaverdes.
El joven Guido, además de estar continuamente pendiente de Isbela, sin que
ninguna señal de la muchacha lo autorizara a pensar que había abierto brecha en
su indiferencia, asistía a las clases del colegio de estrategas donde aprendía, con
jóvenes de su edad, lo más granado de la nobleza bizantina, las tácticas de los
grandes capitanes de la antigüedad, Aníbal, Escipión, Belisario, Lixos de Taros y
otros.
Isbela de Merens, por su parte, aceptaba las invitaciones de algunas damas de
la alta sociedad, que la llevaban de compras por el laberinto de calles, galerías
cubiertas y callejuelas de los bazares, entre la plaza del Augusteon y la del Tauro,
los mostradores donde se exhiben los productos más exóticos de lugares que
nadie ha soñado visitar:
China, Ceilán, India, Alejandría, Etiopía y las tierras de los negros que adoran
ídolos de madera. Isbela, que había crecido en un castillo en medio del campo y
nunca había pisado una gran ciudad, contemplaba fascinada los ungüentarios de
vidrio que apresaban el arco iris, los magníficos bordados, el coral, el ámbar, el
marfil, el oro fino, las perlas, los diamantes, las esmeraldas, los rubíes, el jade,
los vinos, los perfumes, los cuernos de unicornio, las especias, las frutas
desconocidas, los manjares exquisitos, el hidromiel, el néctar de los dioses, las
esencias contenidas en tarros de cerámica vidriada, tapados con miel, llegados de
lejanas montañas a los tocadores de las damas bizantinas o a las despensas de las
casas principales para deleite de los paladares exquisitos en banquetes que
dilapidan un patrimonio en una noche. Por la tarde, las damas la invitaban a
sorbetes helados más que por desinteresada hospitalidad porque se aburrían en
sus palacios y querían examinar de cerca a la bárbara y catar sus prendas. La
muchacha, aún a sabiendas de que lo que aquellas taimadas mujeres buscaban
era temas de chismorreo, asistía con gusto a sus reuniones para escapar de la
monotonía de la Salomera. Aquel caserón inhóspito, hubiera parecido
deshabitado si no fuera por los certámenes de pedos y eructos que organizaban
en las cuadras Gorgo y Grontal.
Isbela observó que las damas bizantinas tenían el cutis muy fino. El secreto
consistía en untarse las noches de luna con aceite de oliva virgen extra mezclado
con leche de burra templada y después darse un baño de luna en la azotea de la
mansión, o en una parte despejada del jardín, el tiempo que se tarda en recitar
despacio el poema de Dimitros Lakrites Dormida y acía y el fauno me visitó. A
esta cosmética de las damas bizantinas achacaba el reputado estratega Homero
Kartenos la creciente debilidad de su caballería. Al parecer sus jinetes espiaban a
las damas de la vecindad las noches de luna desde los tejados de los cuarteles y
los calentones de aquellas vigilias les provocaban espermorrea. Además rompían
muchas tejas y cuando llovía las goteras mojaban por igual las literas de la tropa
y los caballos.
Por su parte, Pedro el Raposo, visitaba a una viuda tracia que tenía un puesto
de verduras en el mercado de la Puerta de san Romano y cuando la dejaba
contenta, y a hambreado, remataba la mañana y cantaba el ángelus en las
cocinas del palacio del Águila, junto al puerto Contoscalium, residencia del
logotetes de Nicomedia, con cuy o cocinero, Andros Marmitakos, había amistado.
Andros lo dejaba hurgar en las perolas y le enseñaba la coquinaria bizantina, las
perdices tracias rellenas de queso amargo, y tordos cazados con liga, el plato
favorito del basileo, de los que limpiaba unas cuantas docenas y luego les
introducía en la oquedad del vientrecillo una aceituna deshuesada, antes de
ensartarlos en una varilla y ponerlos a asar bien lejos de la llama, para que
tardaran toda una mañana y se fueran dorando y curruscando.
También aprendió los famosos rellenos bizantinos, con mucha salsa de
malvasías, hierbas y la pasta de hierbas de olor que junto con la pimienta iba
sustituy endo al garum en las mesas de los griegos. Unas veces recorría los
mercados acompañado por Grontal y otras solo. Uno de estos paseos solitarios lo
llevaron a la sinagoga vieja. En la puerta había un anciano con una bata negra
astrosa, que barría el jardincillo exterior. Se quedó mirándolo y le dijo.
—No pases de largo, hijo mío.
Pedro el Raposo se sentó en el banco de piedra, junto a la puerta. El rabino
dejó la escoba y lo contempló.
—Tienes una hermosa cabeza.
Se la palpó, por encima del pañuelo rojo que Pedro nunca se quitaba, y la
bendijo murmurando unas palabras hebreas. Pedro lo miró con sus ojos glaucos,
melancólicos y emitió un profundo suspiro. Después se levantó, besó la mano del
rabino y siguió su camino.
Gorgo, el semiorco, volvía cada día a las obras de Santa Sofía y cuando el
hambre le apretaba, lo que solía suceder a media mañana, reclamaba el salario
de lo trabajado y se iba a la plaza del Tauro o del Bous, a engullir tortuga de
macedonia, su plato favorito, en los tenderetes de comidas. Le gustaba ver cómo
los pinches sacaban la tortuga de un saco y la cortaban viva en dos mitades que
echaban a la caldera humeante al tiempo que sacaban unas cuantas mitades y a
cocidas y las ponían en una bandeja de cerámica donde las bañaban de pasta de
ajo blanco de almendras.
Grontal, el enano, no era muy callejero. Añoraba los bosques y las bullas de
Bizancio lo disgustaban. Sobre todo evitaba la mancebía, donde, al parecer, los
alguaciles buscaban a un enano que había inhabilitado por cinco semanas, eso
dijo el médico que cosió los desgarros, a las tres mejores coimas del cuñado del
jefe de policía, un rufián tracio a cuy o cuidado estaban la famosa cortesana
Expira Frígida (antes Expira Candente), y sus amigas la Holgada y la Berrienda.
—Con los datos que nos das y sin tenerlo fichado, difícil veo que le podamos
echar el guante —decía el comisario— porque en esta época del año, con las
ferias de san Teotecopopos, Constantinopla está llena de enanos forasteros.
—¿Qué más señas particulares queréis que el miembro viril que tiene este
delincuente? —protestaba el tracio—. Es de tales dimensiones que sobre esa
picha perchaban los siete halcones del emir Halufo.
—¿Percharon los siete? —se admiraba el jefe de la policía.
—¡No, hombre, no percharon, es una comparación! —se sulfuraba el tracio
—. ¿Cómo van a perchar en una picha sensible los siete halcones, con esos
garrones afilados que gastan?
Grontal se pasaba el día en el patio de la Salomera, conversando a ratos con
quien hubiera en casa o cuidando los arbustos del jardín. Alguna vez le avisaban
de que una dama de la buena sociedad requería sus masajes, pues se había
apuntado en la lista de los spiracos, como llamaban a los profesionales que
visitaban a domicilio a las damas de casas pudientes y palacios. El enano unas
veces acudía y otras cedía el turno al siguiente spiraco, según le tomara el
cuerpo, pero había señoras que lo preferían y se negaban a que las atendiera
otro.
Así discurrían los días, hasta que una mañana llegó al palacio un correo
imperial y solicitó entrevistarse con el monje Cantacuzanos. Cuando se quedaron
solos en el jardín, le dijo:
—Su Santidad quiere verte.
Un escalofrío recorrió el espinazo del clérigo. Su Santidad era Andronikos
Argos, el nuevo patriarca de Constantinopla, tercer sucesor del que había
procesado a Cantacuzanos.
—¿Qué quiere de mí? —repuso el clérigo—. Ahora pertenezco al séquito del
papa de Roma.
—No temas, porque no quiere perjudicarte. Es más, contempla tu caso con
piedad paternal.
Piedad paternal no significaba gran cosa. No obstante, el clérigo no podía
negarse a comparecer ante el patriarca. Andrónikos Argos era el hombre más
poderoso de Bizancio, quizá más que el basileo. El patriarca de Constantinopla
gobierna sobre cincuenta metrópolis y otros tantos arzobispados, sobre más de
quinientos obispados y sobre más de cinco mil monasterios y casas de oración,
un ejército de clérigos y monjas, y es más rico que el propio basileo.
—¿Cuándo quiere verme el patriarca? —preguntó Cantacuzanos.
—Ahora. Yo mismo te conduciré ante él. Tengo una carroza esperando.
Cantacuzanos hizo el viaje en silencio, sumido en sus pensamientos. El
camino hasta el monasterio donde el patriarca asistía a un retiro era largo. Tuvo
tiempo de rememorar algunos pasajes de su vida que había olvidado. En otro
tiempo había sido un clérigo brillante, uno de los más hábiles polemistas de
Bizancio, capaz de desmontar capa a capa las supercherías de los dogmas
romanos, el mejor defensor de la Iglesia ortodoxa, como en una ocasión lo
proclamó el patriarca. En su calidad de polemista tenía a su alcance los archivos
secretos del patriarcado, antiguos tratados compilados por los primeros padres de
la Iglesia, libros heréticos, tablillas, papiros y escrituras antiguas enviados a la
capital por los logotetes de las provincias y por los obispos de lejanas diócesis. El
ansia de saber lo perdió. Ley ó documentos inconvenientes que le revelaron
pasajes oscuros de la historia de la Iglesia y otras creencias más antiguas, mitos
paganos que eran algo más que historias fantásticas, ritos ancestrales que
hablaban al corazón del hombre más claramente que los enrevesados textos de
los Santos Padres. Al propio tiempo, como una rutina más de su formación,
Cantacuzanos asistió a las lecciones de magia blanca que todo clérigo de su nivel
debía conocer con la finalidad de romper hechizos, de sanar el mal de ojo, de
expulsar demonios de los cuerpos de sus catecúmenos. Lentamente, otros
conocimientos fueron asentándose en su corazón, saberes que, en su conjunto, lo
apartaban de la Iglesia. En lugar de ocultar sus dudas, las expuso valientemente a
una junta de teólogos que, tras desistir de atraerlo a la ortodoxia, puesto que
rebatía sus argumentos y los ponía en evidencia, aconsejaron al patriarca que lo
confinara en un monasterio lejano, a pan y agua, para que hiciera penitencia y
abjurara de sus errores. Cantacuzanos, incapaz de enfrentarse con ese futuro,
prefirió huir a Roma y se puso a disposición del Papa, a cuy o servicio seguía.
La carroza atravesó los barrios más poblados y salió al campo. Los segadores
iban amontonando sus haces de trigo a lo largo de la vía. Sucedieron parajes
solitarios y tranquilos en la escarpada ribera del Perión y finalmente el verde
valle del Licus por el que se extendían los monasterios de monjes y de monjas,
avisperos silenciosos. En la calzada se cruzaron con numerosas carrozas cerradas
en las que damas de alcurnia acudían a sus padres espirituales, monjes famosos
de los distintos monasterios, para despachar sus escrúpulos tocantes al dogma o
para negociar el perdón de sus más recientes pecados.
Llegaron por fin al retiro de Su Santidad. El patriarca estaba sentado en un
sillón sencillo, en el amplio hueco de una ventana abierta en la muralla, a
contraluz, de manera que sus visitantes no pudieran verle el rostro.
—Santidad —dijo Cantacuzanos al tiempo que se arrodillaba ante él y le
besaba el escarpín rojo bordado en oro. Una mano sarmentosa y morena se posó
sobre su cabeza.
—Levántate, hijo mío.
Cantacuzanos se levantó y, a una indicación del patriarca tomó asiento en un
escabel sin respaldo que le acercó un monje. Otro le ofreció una bandeja de
barbas hiladas, la versión bizantina del huevo hilado, que imitaba la barba de los
monjes y se hacía sobre bizcocho borracho relleno con una pasta de frutas en
almíbar. Cantacuzanos no era particularmente goloso, pero tomó uno de los
dulces y lo comió para demostrar agradecimiento. Estaba trasegando el último
bocado bajo la benévola mirada del patriarca cuando lo asaltó la sospecha de si
lo estarían drogando o hechizando. No pudo evitar hacer un conjuro que
contrarrestara los efectos de la posible ponzoña. Lo notó el patriarca y sonrió
brevemente.
—Eres un buen cristiano y aunque estés al servicio del Papa de Roma tienes
una conciencia y un corazón que pertenecen a la tierra griega.
—Eso es cierto, Santidad.
—Dentro de un tiempo, no mucho, regresarás con nosotros y es posible que
recompensemos tu devoción con una abadía, con un obispado, o quizá con algo
más.
¿Lo estaba sobornando? El patriarca, además de hombre de Iglesia, era
hombre de mundo, un magnate cuy o poder se extendía por la mitad de la
cristiandad. Los asuntos mundanos requerían procedimientos mundanos.
—Estoy al servicio del Papa de Roma que me acogió en los tiempos de la
tribulación —acertó a balbucir Cantacuzanos—. Estoy vinculado por un voto a la
salvación de mi alma.
—La salvación de tu alma —repitió el patriarca, y Cantacuzanos no supo si
había una sombra de ironía en su voz—. No es necesario que te diga lo que la
Mesa de Salomón significa, porque tú eres uno de los escasos hombres en el
mundo que sabes de ese asunto más que y o. La Mesa no puede caer en manos de
los latinos. Los bárbaros no harían un buen uso de ella. Por el contrario, si
volviera a Oriente, donde una vez estuvo y donde los ángeles la fabricaron,
entonces Bizancio podría librarse de sus miserias y brillar, una vez más, sobre el
mundo como el faro que irradia la verdadera doctrina.
—Santidad, Bizancio es grande. Lo único amenazado por los sarracenos son
los estados latinos de Tierra Santa. Sin el concurso del milagro, no prevalecerán.
No prevalecerían de todos modos, pero tú te equivocas cuando crees a salvo a
tu patria. Los venecianos y las ciudades mercantiles de Italia hace tiempo que
maquinan nuestra perdición, incluso y a circulan listas de bienes, de tierras y
catastros y hay disputas sobre a quién le corresponderá cada cosa cuando nos la
arrebaten. El peligro no está en los turcos, sino en los bárbaros latinos, nuestros
hermanos. Tú perteneces a los escogidos para buscar la Mesa, porque Dios
permitió que te desterraran. Te reservaba para esta alta ocasión de devolverle a
tu patria el talismán que la vuelva a la vida. Si quieres salvar tu alma del abismo,
debes entregársela a sus legítimos poseedores, a la Iglesia oriental. Esta es la
semilla que pongo en tu corazón con paternal amor. Ahora vuelve con los
bárbaros y no olvides a los tuy os. Esos poderes que te fueron otorgados por la
Hermandad del Misterio empléalos en restaurar el poder de Cristo en Bizancio.
Un cochero devolvió a Cantacuzanos al foro de Constantino. El resto del
camino lo hizo a pie. Cuando llegó al palacio de Solomera se encerró en su
aposento, se arrodilló a orar frente a la ventana y derramó amargas lágrimas por
el peso que Dios ponía sobre sus hombros.
CAPÍTULO XXIV

Pasadas las fiestas de la Koimesis de la Virgen, que en Constantinopla se celebran


con gran boato, pestiños de sartén y visitas a iglesias engalanadas, los viajeros
zarparon con rumbo a Grecia. Terminaba el verano, tras las tormentas y los
grandes calores, y la brisa ligera templaba las vides de los acantilados, las del
vino fuerte que sabe a mar, mientras en los monasterios del Bósforo los monjes
madrugaban para sembrar el alhelí celeste. La nave, una galera correo que el
basileo había puesto a disposición de los enviados, se deslizaba a lo largo de la
costa del mar de Mármara y, aprovechando las corrientes que el capitán conocía
por carta, sólo tardó un día en alcanzar el estrecho de los Dardanelos y salir al
mar Egeo frente a la isla de Lemnos, que dejaron a sotavento por la noche. En
los días siguientes navegaron con buen trapo, siempre con la costa de Macedonia
a la vista, y rodearon la península calcídica, con sus tres lenguas de tierra que se
internan en el mar, el llamado tridente de Neptuno, para enfilar el cabo
Artemisón, que rodearon dejando la isla Eubea a barlovento. Desembarcaron en
un amarradero triste y sucio de la Beocia, en una cala perdida donde había una
factoría del basileo dedicada a la salazón y a la limpieza de mineral.
—Delfos está a dos días de camino, hacia el sur, no tiene pérdida —indicó el
capitán de la nave.
El nuncio del basileo los provey ó de caballos y de bastimentos para varios
días, así como de los correspondientes salvoconductos con los que se socorrerían
mientras estuvieran bajo el amparo imperial.
Partieron. El camino subía rápidamente de la costa y se perdía en la
montaña, entre encinas, olivos y cipreses. El aire limpio olía a romero y tomillo.
Por senderos antiguos, a trechos hundidos en un túnel vegetal, a trechos
despejados, por calzadas empedradas, entre adelfas y laureles, caminaron
durante un día hasta que se les hizo de noche en un otero desde el que se
divisaban, al fondo, la mole gris del Helicón a la izquierda y el monte Parnaso,
blanco y patriarcal, a la derecha.
—Aquel es el monte Parnaso —señaló Cantacuzanos—, el hogar de los dioses
de la Abominación. —Trazó rápidamente el signo de un conjuro—. Delfos está al
otro lado.
Instalaron el campamento. Mientras el semiorco acarreaba agua de un
manantial cercano, Pedro el Raposo y el enano Grontal salieron de caza y
regresaron con un jabalí a rastras.
—No entramos en Grecia con mal pie —anunció jovialmente el Raposo.
Cantacuzanos se había apartado a rezar y volvió la cabeza con cara de pocos
amigos. El clérigo había recogido señales adversas. Un cuervo se había posado a
su izquierda, sobre el copete de una encina y le había advertido.
—Guárdate del camino de Delfos.
—¿Es que hay otro camino alternativo? —preguntó el clérigo.
El cuervo se despulgó el plumaje negro azulado del pecho mientras se
pensaba la respuesta.
—Hay nueve caminos. Guárdate de los nueve porque cada uno es peor que
los demás.
Y levantó el vuelo y se fue a donde los cuervos duermen.
Los viajeros cenaron de buen humor y se echaron a dormir después de
designar el turno de guardia. La tercera vigilia le tocó a Guido de St. Bertevin.
Aquella noche no ocurrió nada. El muchacho la pasó contemplando el bulto de
Isbela, dormida y arrebujada en su manta, cerca de la vacilante hoguera que se
iba extinguiendo a medida que avanzaba la noche. Habían colgado la piel del
jabalí en una encina, a la entrada del vallecillo, para mantener alejadas a las
alimañas.
Amaneció un día radiante de los del final del verano, y después de desay unar
Cantacuzanos señaló el camino y dijo:
—El sendero se escinde en tres ramales y hemos de recorrer los tres.
Propongo que nos dividamos en grupos y que nos encontremos al caer la tarde en
las faldas del monte Parnaso. Desde allí nos dirigiremos juntos a Delfos.
Una piedra señalaba la encrucijada de la que partían los tres caminos. Los
peregrinos se dividieron: Lucas de Tarento, Isbela y Cantacuzanos por el de la
izquierda; Guido de St. Bertevin con el semiorco Gorgo por el del centro y Pedro
el Raposo con el enano Grontal por el de la derecha.
El sendero que seguían Lucas de Tarento y sus dos acompañantes serpeaba
por una región de rocas graníticas entre las que crecían encinas, alcornoques y
acebuches. Iban delante el caballero y la doncella en animado coloquio y el
clérigo detrás, silencioso, abismado en sus pensamientos, de los que lo
arrancaban frecuentemente los sonidos del bosque, ramas que crujen, alimañas
que huy en, quejidos, cantos de pájaros, rumores de agua. A medida que
avanzaban, la naturaleza cambiaba. Al final los árboles de especies desconocidas,
más copudos y altos, con troncos arrugados y escamosos, sustituy eron a las
encinas y a los cipreses. El romero, la jara y las adelfas cedieron terreno a
helechos que al principio eran pequeños y apenas alcanzaban a la rodilla de los
caballos, pero más adelante habían crecido hasta la altura de un hombre.
—¿Vamos en la buena dirección? —preguntó Lucas, preocupado después de
mucho caminar.
Cantacuzanos se puso a la altura del caballero y escudriñó el cielo.
—Antes estaba despejado y ahora se ha puesto gris y el aire huele a
tormenta. Creo que estamos en los dominios de la Abominación. Esa era la
prueba que nos esperaba, según el cuervo me previno anoche. Se habían detenido
en un claro del bosque, un prado de helechos con unas ruinas antiguas al fondo.
En la espesura, al otro lado de las ruinas, las ramas altas se movían como si un
viento fuerte las azotara. Sin embargo donde ellos estaban no soplaba ni una leve
brisa.
—Tenemos compañía —dijo de pronto Lucas, y clavando la lanza en tierra
echó mano de la cota de mallas y se la metió por la cabeza tan rápido como
pudo.
Su instinto de guerrero le avisaba que se avecinaba lucha. No había acabado
de armarse cuando en el lindero de las ruinas se dibujaron nítidamente las
siluetas de una docena de hombres armados, todos a pie. Detrás de ellos, saliendo
como de la nada apareció un jinete vestido con una coraza alemana, negra, con
una creta emplumada en el y elmo. Montaba un caballo negro frisón de gran
alzada, un caballo de batalla descomunal, el pecho protegido con un peto de
acero del que pendían, a modo de adorno, las cabezas de cuatro enemigos
muertos, podridas y negras de moscas.
—¡Lucas de Tarento! —gritó el jinete con una voz ronca que resonaba como
una chasca de acero—. Estás profanando una tierra sagrada. Retírate y salvarás
la vida.
—Esta tierra pertenece al basileo de Constantinopla —respondió el caballero
—. Traemos cartas y salvoconductos suy os además de la bendición del patriarca.
Dejadnos pasar y hay a paz.
Sonó una risa siniestra y cascada parecida a un lento ladrido que heló la
sangre de la semielfa y de Cantacuzanos.
No lo has entendido, caballero —dijo la coraza negra—. Esta tierra pertenece
a la Abominación. Tus cartas no sirven aquí. Vuelve o morirás.
Cantacuzanos temblaba como si estuviese enfermo.
—« Nunca debimos traer a la mujer —protestó—. Esto no ocurriría si no la
hubiéramos traído» .
Lucas le lanzó una mirada severa.
—Apártate a un lado del camino y reza, porque es hora de pelea y no de
lamentos.
El clérigo, sin dejar de temblar, descabalgó y trazó con su báculo un amplio
círculo sobre la hierba al tiempo que murmuraba un conjuro. Al momento se
elevó una llama pálida que ardía sin consumir la vegetación.
—Protégela a ella —le ordenó Lucas perentoriamente.
A regañadientes el clérigo extendió la mano y la llama cesó para que Isbela
se incorporara al círculo.
Un alarido inhumano se elevó del lindero del bosque. Lucas de Tarento
atendió al de la coraza negra. Había iniciado el ataque, al galope, con la lanza
bajo el brazo apuntando al enemigo. Sus huestes lo seguían con un rumor de
perpuntes y corazas mal encajadas. Lucas embrazó su lanza, se protegió con su
escudo y picó espuelas contra el enemigo.
Todo había ocurrido tan rápidamente que no tuvo tiempo de considerar los
acontecimientos. En la cabalgada, con la imagen del enemigo que iba creciendo
en la punta de la lanza, consideró que quizá estaba viviendo el último día de su
vida, que quizá, después de todo, aquella cabalgada en una tierra desconocida,
sobre el y erbazal que crecería sobre sus huesos, era lo último que haría el antiguo
templario después de una existencia en la que las dudas superaban a las certezas.
Tenía muy buena edad para morir y reunirse con tantos viejos camaradas
caídos en Tierra Santa, las fila de templarios degollados por el matarife de
Saladino tras los Cuernos de Hattin. Cerró los ojos y atacó.
CAPÍTULO XXV

Guido de St. Bertevin avanzaba por el sendero que cruzaba un prado recorrido
por una maraña de arroy os cristalinos que no le impedían la marcha. Quizá
fueran los ramales de un mismo arroy o que no sabía bien su cauce al llegar a la
llanura. Había bebido agua y la había encontrado muy fría, como venida de las
montañas, quizá de las nieves del monte Parnaso, el blanco cono que se recortaba
en el cielo azul, al fondo de las montañas grises.
Gorgo, el semiorco, lo seguía a pie, procurando no separarse demasiado de la
cola del caballo de su amo. Cuando se quedaba retrasado se ponía a cuatro patas
y corría ágilmente hasta recuperar el terreno perdido. En un par de ocasiones,
Guido había intentado conversar con él, pero su dominio del idioma era tan
precario y su pronunciación, estorbada por la lengua gorda, tan torpe, que apenas
se podía entender lo que decía.
—Yo, amo Guido, la sangre santo —repetía a menudo.
Guido entendía que le estaba muy agradecido por haberle salvado la vida en
el asalto a La Golondrina Risueña. A esa pobre criatura, un semiorco, más bestia
que persona, su propia vida le parecía preciosa, como a cualquier humano y
sentía agradecimiento, como un humano, hacia la persona que se la salvó. « Bien
pensado, no todos los hombres somos agradecidos» , cavilaba Guido. Y esa
consideración le daba qué pensar. Quizá los orcos, en el fondo de sus cerebros
toscos, guardaran el tesoro del sentimiento mejor que muchas personas. No había
visto muchos orcos en su vida, como no había visto muchos osos o muchos
jabalíes. « Hay seres que cuando se ven hay que matarlos» —pensó tristemente.
Giró sobre su silla y miró al semiorco, que le devolvió su perpetua mirada
agradecida, babeante. Después de todo no le estorbaba, le daba compañía. Y
aquella abnegación ciega hasta le resultaba conmovedora. Lo había visto
haciendo guardia sin perder de vista al amo en los fuegos del campamento o en
las calles de Constantinopla, atento a su seguridad.
Cruzaron el valle ameno y entraron en un sendero más angosto que conducía
a las montañas. Atravesaron una corriente clara y tempestuosa por un viejo
puente de piedra. Al otro lado había volcado un carro cargado de leña. Una
anciana de pelo gris y repulsivo rostro, la boca desdentada y sumida, la piel
arrugada y sin lustre, los ojos casi ocultos por los pliegues fláccidos de los
párpados, se había sentado en una piedra. Cerca pastaba un caballo blanco
matalón, tan viejo como la dueña, con las costillas señaladas y los huesos de la
grupa queriendo romper el pellejo. El camino era suficientemente espacioso
para pasar de largo, pero el joven Guido se apiadó de la anciana y se detuvo
junto a ella.
—A los buenos días —saludó—. ¿Qué pasa, madre, se le ha volcado la carga?
—Ay, hijo, los tres somos demasiado viejos: el carro, el caballo y y o. Guido
reparó en que, en efecto, el carro era también demasiado viejo, un armatoste
con las ruedas macizas y la caja de corteza de abedul trenzada, de los que hacía
siglos que no se veían por los caminos de la cristiandad, desde que se inventó la
llanta radiada.
—Vamos a ay udarle, señora —dijo Guido.
—Ay, hijo, no es necesario, y a vendrá algún leñador del pueblo y me echará
una mano. Tienen que pasar varios a lo largo de la mañana.
—¿Y va usted a esperar mientras? —objetó el muchacho—. De ningún modo.
Nosotros le ay udamos. A ver, Gorgo, échame una mano.
El semiorco emitió un gruñido de conformidad y asiendo con sus poderosas
manos sendos haces de leña los sacó del carro y los depositó en el camino.
Aligerado el vehículo era más fácil de enderezar. La rueda izquierda se había
salido del eje, al caer. Gorgo tuvo que vaciarlo por completo antes de levantarlo
y apoy ar el eje sobre la horquilla de una encina siguiendo las indicaciones de
Guido. El muchacho le ay udó a poner la rueda en su lugar, ensartando el eje por
el agujero. Después le aplicó la arandela de hierro que sostenía el cubo y
martilleó con una piedra el pasador hasta que estuvo bien centrado.
La vieja seguía las operaciones desde su asiento.
—La pena es que no tengamos grasa a mano —dijo Guido—, que de tenerla
se lo dejábamos engrasado, porque este eje está muy seco. Debe chirriar
mucho, ¿eh?
—A mí me gusta que suene, como a Cafrune —dijo la vieja—. Me hace
compañía por esos caminos y en las arboledas oscuras ahuy enta al lobo.
—¿Hay lobos por aquí? —preguntó Guido un poco alarmado, mirando el
bosque.
La vieja asintió.
—Pero a ti no te atacarán, hijo —dijo pensativamente.
Guido miró a la vieja. De pronto le pareció menos desamparada que al
principio.
Mientras Gorgo entibaba nuevamente la carga, Guido recogió el caballo
esquelético y lo unció entre la horquilla del carro. Los atalajes de cuero estaban
tan cuarteados y gastados que era un milagro que no se rompieran al tirar de la
carga.
—Va siendo hora de cambiar estos atalajes —indicó Guido a la señora.
—¡Qué más quisiera y o, hijo mío, pero soy muy pobre! Soy una viuda sin
hijos ni nueras y lo único que hago es vivir como puedo en la tranquila espera de
la muerte.
—No hay que pensar en eso, señora —la animó el mancebo—. La vida es
muy hermosa. La vida es un esplendor.
Ella sonrió y Guido descubrió que había un remoto indicio de belleza en su
sonrisa desdentada. Quizá alguna vez había sido guapa, pensó el muchacho.
—La vida es como una mañana de pájaros —dijo la señora. Entonces salió el
sol de la nube que lo ocultaba e irradió sus colores en el valle y volaron pájaros
en todas direcciones y las flores levantaron sus corolas y extendieron una
pincelada añil, blanca, rosa, azul por la hierba que cubría los prados.
Guido y el semiorco se despidieron de la vieja y reanudaron su camino,
sendero adelante.
CAPÍTULO XXVI

Pedro el Raposo y el enano Grontal avanzaban por una vaguada entre higueras y
almendros. El sendero remontaba el curso de un arroy o profundo, de buen
caudal a pesar del estiaje. En un descanso, Pedro el Raposo trepó por el tronco de
una higuera frondosa para recoger las brevas de arriba. Había pasado y a la
estación y las brevas que quedaban estaban pasas.
—Ya es raro que no se las hay an comido los pájaros —comentó el Raposo
mientras se llevaba una a la boca, con su diminuta gotita de miel, y a seca, en la
corona.
Grontal miró en derredor, después miró al cielo.
—No hay pájaros.
—¿Cómo que no hay pájaros? —preguntó el escudero.
—No hay pájaros —repitió el enano.
El Raposo miró al cielo y comprobó que, en efecto, no había pájaros. Hacía
rato que no habían visto pájaros ni ningún otro animal.
El Raposo descendió de la higuera y dejó su varal apoy ado contra el tronco.
—¿Que crees tú? ¿Que esta tierra está encantada?
—Pudiera ser —respondió Grontal—. Por lo pronto, no hay pájaros y eso es
un feo indicio.
Se comieron unos cuantos higos, pensativos, y reanudaron el camino. Al cabo
de una hora de marcha silenciosa llegaron al pie de la misma higuera. El varal
que había utilizado el Raposo para alcanzar los higos de las ramas altas seguía
apoy ado en el tronco como él lo dejó y los rabos secos de los higos comidos
estaban en el suelo. La hierba seguía asentada donde descansaron las posaderas.
—Hemos caminado en círculo y hemos dado la vuelta como dos pardillos de
ciudad —dijo el escudero señalando el varal—. Es la primera vez que me pasa.
Yo solía ser el mejor rastreador de mi tierra. Se ve que me estoy haciendo viejo.
El enano estaba ensimismado. Habría jurado que caminaban en línea recta
hacia el monte Parnaso.
—Será mejor que en adelante nos fijemos más. Solamente a dos tontos se les
ocurre perderse de día. No lo diremos en el campamento para evitarnos las
burlas.
Caminaron por espacio de otra hora y llegaron a la misma higuera. El varal
de alcanzar los higos seguía donde lo dejaron.
—Otra vez hemos repetido el camino —dijo el Raposo. Grontal miró al cielo
y convino en que así era.
—Un encantamiento —dijo—. El camino está encantado. Nos podemos
morir sin dejar de caminar antes de llegar a nuestro destino.
El Raposo asintió gravemente.
—Será mejor que almorcemos, que y a va siendo hora, y pensemos con
calma lo que tenemos que hacer.
Se sentaron al pie de la higuera, sacaron las talegas, carne seca, bellotas, pan
y una frasca de vino rojo denso, que les alegró la pesadumbre del
encantamiento.
—Lo que tenemos que hacer es volver sobre nuestros pasos hasta la
encrucijada de la piedra derecha y seguir uno de los otros dos caminos —
propuso Pedro.
—Me temo que el camino no se dejará recorrer fácilmente —objetó el
enano—. Estamos en una redonda, en una senda embrujada. Si retrocedemos,
encontraremos lo mismo, esta higuera, pero viniendo de aquella otra parte.
—¿Como podemos escapar, entonces? ¿Volando?
—Esa es una solución —admitió el enano. Hablaba completamente en serio
—. Hay algunos conjuros que te permiten volar, pero me temo que y o no me sé
ninguno. Quizá alguien pueda ay udarnos. Aguarda aquí.
Grontal se incorporó y se alejó de la senda en dirección a una corpuda encina
cuy a copa sobrepasaba las de los árboles del entorno. Si había algún enano local
estaría allí, pensó. Cuando llegó a la encina la rodeo, admirando su porte. Puso
una mano en el tronco y convocó al enano.
—¿Sibsw wars wk sy wli sw wars wbxubs? —dijo.
Se removió la tierra bajo las hojas muertas y apareció una mano, seguida de
un brazo, de un tronco y finalmente el cuerpo entero de un enano joven, moreno,
con un birrete colorado y calzas de piel bastante gastadas. Miró a su convocante,
se sacudió la tierra que le había quedado adherida al jubón e inquirió:
—¿Sw wy w dsnukus wewa?
Grontal le explicó pormenorizadamente su familia y linaje y le hizo un breve
resumen de su vida y de sus peregrinaciones por el mundo a sueldo de los
humanos. El enano pertenecía a una comunidad muy aislada. No tenían idea de
las Cruzadas. Cuando veían pasar tropas, creían que la guerra de Troy a coleaba
todavía.
—El bosque está encantado, y no os va a ser fácil salir. Un primo mío,
Ramakos el Simple, se perdió hace cincuenta años y encontró el camino el año
pasado. La mujer lo mandó a comprar tres briznas de azafrán para el guisado y
se cansó de esperarlo.
—¿Y qué hizo?
—Puso el guisado sin azafrán.
No. Digo qué hizo Ramakos para volver.
—¡Ah! Al final el problema se lo resolvió un cuervo colirrojo que se amistó
con él porque le pasaba todos los días dos veces debajo del nido.
—Y ese primo tuy o, ¿podría presentarme al cuervo?
—Vamos a ver.
El enano se metió en su agujero y tras un buen rato volvió con su primo. Era
un enano algo más oscuro de piel, de todos los años que había vagado a la
intemperie sin encontrar la senda.
—¡Menos mal que habéis dado con nosotros! —dijo a guisa de saludo—. Yo
desde que me ocurrió lo de marras, sigo en muy buenas relaciones con el cuervo
y no le falta su pan con hierbas amargas, que le consuelan mucho el estómago.
—Miró las copas de los árboles más cercanos por si el cuervo escuchaba y
añadió confidencialmente—: Lo tiene estragado de comer ortigas y sabandijas.
Voy a buscarlo y os lo presento, a ver qué se puede hacer.
Ramakos el Simple se marchó, a través del bosque, hacia el nido del cuervo y
ellos aguardaron con el primo conversando tranquilamente sobre la república
enanil que mantenía aquel bosque. Al parecer no había mucha ingerencia de los
humanos, esa era la parte buena, porque había circulado la ley enda de que el
bosque estaba encantado desde que desapareció en él un batallón de persas, en
tiempos de Darío el Grande. Y desde entonces, las rutas de arriería y los correos
de los humanos lo evitan y prefieren descender hasta las costas del istmo de
Corinto o subir al norte, en busca de Elatea, hacia la Fócida. Mejor. Más
tranquilos. Ellos, en la superficie no tienen problemas. Y enanos superficiales,
aparte de su primo Ramakos, el escarmentado, hay pocos. Casi todos son
profundas.
A media tarde regresó Ramakos con el cuervo, negro, grande, revoloteando
con mucha suficiencia sobre la arboleda.
—Buenas tardes —saludó el ave perchando en la rama de una encina—. Aquí
el amigo Ramakos me ha contado el problema. ¿A quién se le ocurre meterse así,
tranquilamente, en el Bosque Tenebroso? Y dad gracias a Dios, o el que sea en el
que creéis, de que no os hay an ocurrido percances más desagradables todavía.
—¿Y cómo podemos salir?
—¿Confiaréis en mí?
Grontal y Pedro se miraron: ¡qué remedio!
—Sí, claro —dijo el Raposo.
—Pues entonces, seguidme, y o volaré y vosotros iréis exactamente por
donde y o vay a, aunque os parezca que os llevo por el mismo sitio y que os
vuelvo locos, porque el Bosque Tenebroso es un laberinto y sólo el que vuela por
encima de los árboles conoce la salida.
Se despidieron con muestras de afecto y agradecimiento de los enanos y
partieron en pos del cuervo.
El negro pájaro los condujo por senderos inexplorados, resbaladizos y secos;
por bancales de piedras; por cañaverales húmedos en los que los mosquitos se los
comían; por umbrías tan espesas que no se veía el cielo; por secarrales y por
charcas llenas de ranas y culebras. Caminaron y caminaron atravesando
lodazales pantanosos y desiertos, hasta que salieron, y a anocheciendo, a un
y erbazal parecido al que habían dejado en la piedra enhiesta, cuando se
separaron del resto del grupo.
—Aquí y a vais bien —dijo el cuervo—. Cuando amanezca veréis una senda
de cascajo colorado que sale de aquel arbolado del fondo. Ese es el camino de
Delfos. Si no os desviáis llegaréis al cabo de seis o siete horas.
—¿Como podremos pagarte el favor, cuervo? —dijo el Raposo.
—Ya me lo pagaréis —no te preocupes—. Nos tenemos que ver más.
—¿Cómo puedo llamarte?
—Llámame cuervo.
—No, me refiero a cómo puedo hacer que acudas en caso de necesidad.
—Yo acudo solo, no te preocupes.
—¿Sabes algo de la Puerta Misteriosa que hay por estos andurriales?
—Claro que sé: y a la habéis traspasado.
—Pues no me he dado cuenta.
—Por eso se llama Misteriosa, porque uno la traspasa sin advertirlo —dijo el
cuervo y echó a volar alejándose.
Renqueaba un poco del ala derecha.
CAPÍTULO XXVII

Las lanzas chocaron simultáneamente en los escudos y se hicieron trizas,


provocando una lluvia de pequeñas astillas, finas y afiladas que se clavaron en las
gualdrapas de los caballos, en sus carnes y en los acolchados de las sillas de
montar. Los dos jinetes se recompusieron sobre sus respectivos arzones,
conmocionados del impacto, y elevaron los escudos para equilibrarse antes de
volver a la carga. Lucas de Tarento refrenó la carrera de su caballo. Si
continuaba la cabalgada se metería directamente entre los aulladores que
acompañaban al de la coraza negra. Un jinete solitario era fácil presa de los
piqueros. Tiró de las riendas, desenvainó la espada, dio la vuelta y cargó
nuevamente contra el misterioso jinete.
El enemigo lo esperaba en el lindero del bosque, cerca del círculo de fuego
secreto que protegía al clérigo y a la doncella. Se había detenido cabizbajo y
parecía meditar. Cuando vio venir a Lucas desenvainó la espada y alzó el escudo,
presentando batalla, pero un segundo después dejó caer el arma y se inclinó
sobre el arzón. Estaba herido. Con movimientos torpes descabalgó o se dejó caer
al pie del caballo. Lucas, viéndolo fuera de combate, viró nuevamente dispuesto
a atacar a los infantes, antes de que se repusieran del desánimo de ver a su
campeón por los suelos. El antiguo templario profirió su alarido de guerra y cay ó
sobre ellos. Eran una veintena de orcos vociferantes, con ladridos de oso,
armados de cuchillos, de porras, de espadas rotas y mohosas, de lanzones
antiguos. Casi todos llevaban corazas de hierro oxidado, heredadas de campos de
batalla ignotos, algunas con los boquetes y los cortes de las lanzadas que mataron
al anterior propietario. Muchas no les ajustaban y las llevaban asentadas con
correas y cuerdas. El caballero cay ó sobre ellos y descabezó a los dos primeros
de un solo mandoble. Se alejó una veintena de metros y volvió sobre otro grupo
azuzando el caballo, que trituró un par de cráneos bajo los cascos ferrados al
tiempo que el jinete hendía con su espada un pecho y degollaba una garganta en
el mismo movimiento al sacar el hierro de la primera herida. Algunas flechas
silbaron cercanas y un par de ellas se prendieron en su cota de malla sin
ocasionarle más que rasguños. Afortunadamente, la ballesta era excesivamente
complicada para los orcos y el arco turco de tendón y láminas de tejo tampoco
lo dominaban pues cuando conseguían alguno solían— deteriorarlo rápidamente
por falta de cuidados.
La batalla campal duró unos minutos. Al final los orcos supervivientes, no
más de media docena, huy eron al bosque abandonando a sus congéneres heridos
o muertos. Lucas de Tarento descabalgó junto al caballero de la coraza negra. El
y elmo cerrado, con la visera cónica, ocultaba el rostro y lo protegía. Lucas de
Tarento extrajo con cuidado una larga astilla que había penetrado, como un
cuchillo, por una de las diminutas rendijas que figuraban los ojos. La punta estaba
manchada de sangre. Levantó despacio la visera. Dentro no había nada. Un
y elmo hueco. La cabeza había desaparecido. Entonces comprendió la extraña
laxitud que había encontrado en el cuerpo. Movió la armadura. Vacía. El cuerpo
también había desparecido. Sólo quedaba un traje de combate hueco,
deshabitado.
—Magia —murmuró Cantacuzanos a su lado—. Creo que y a adivino quien
nos está sembrando de obstáculos el camino. Esto tiene su sello.
—¿Alguien que sucumbió a la Abominación?
—Asmodeo de Sinán, un viejo conocido mío.
CAPÍTULO XXVIII

Declinando la tarde, los viajeros de la Mesa se reunieron en un valle florido que


aún retenía la primavera, aunque estaban al final del verano. Guido corrió a
saludar a Isbela como si hubieran estado mucho tiempo separados, quizá lo
estuvieron, y cada uno le contó al otro sus aventuras.
El cuervo, perchado en una encina que crecía en el centro del prado, se
despidió con un consejo.
—Delfos dista tres leguas de aquí, por el camino que atraviesa la Floresta
Umbría. Será mejor que pernoctéis al amparo de este árbol, donde no os ocurrirá
nada, y que prosigáis vuestro camino con la luz de la mañana. La vida del
hombre es como una rosa al sol del estío, pero esa misma brevedad la hace
sublime. Ahora me vuelvo a mi pajarera. Salud.
Echó a volar y se perdió en el bosque laberíntico.
Pedro el Raposo y el joven Guido armaron dos ballestas, se internaron en el
bosque y regresaron con un corzo joven. Antes habían avistado jabalíes pero se
abstuvieron de cazarlos porque el cuervo les había advertido que la muerte de un
jabalí acarrearía la ira de la Dama.
—¿La dama? ¿Quién coño es la dama? —replicó el Raposo.
—Es el origen de la Abominación —repuso serio Cantacuzanos—. Esta tierra
le pertenece.
El cuervo graznó, aprobador.
Gorgo, el semiorco y Grontal, el enano, encendieron una hoguera mientras
Pedro el Raposo armaba el espetón para asar el corzo.
La carne estaba exquisita. Cantacuzanos, mientras los demás comían
pronunció un conjuro y enterró bajo un montón de piedras la cabeza del animal.
No ocurrió nada más digno de mención. Si acaso que al término de la cena, el
semiorco tuvo la delicadeza de retirarse un centenar de metros para defecar (los
primeros días habían tenido problemas para hacerle comprender que ciertas
funciones orgánicas requieren intimidad y alejamiento) y fue el caso que soltó
un cuesco de tal magnitud que conmovió la selva y una bandada de alcaravanes
que dormía en la marisma alzó el vuelo en busca de una cama más tranquila y
voló en la dirección del santuario.
—Se dirigen a Delfos —observó Cantacuzanos—. Eso es un buen agüero.
Transcurrió la noche apacible, todos descansando a excepción del centinela.
Amaneció, desay unaron tortitas de aceite, que el Raposo coció en su sartén
de hierro, levantaron el campamento y reemprendieron la marcha a través del
bosque por un sendero antiguo, hundido, un camino que antes que ellos habían
transitado cien generaciones, desde los tiempos de la Arcadia feliz.
A medida que avanzaban, el olor de la verde naturaleza se enrarecía, hasta
que finalmente predominó una fetidez de cadáver que los obligaba a respirar por
la boca.
—Huele como un campo de batalla a los pocos días del degüello —comentó
Pedro el Raposo.
—Lo que huele es el cadáver de la dragona —dijo Cantacuzanos—. Cada
cierto tiempo un héroe tiene que matarla. Me parece que alguien nos tomó la
delantera.
—¿Por qué lo temes? —preguntó Lucas de Tarento.
—Eso indica que nos han allanado el camino.
—La dragona guardaba una de las Doce Piedras y una Puerta. Para acceder
a la Mesa de Salomón se necesita haber traspasado Siete Puertas y la Mesa sólo
se ilumina con las Doce Piedras. En Delfos hay una puerta y una piedra. Parece
que se nos han adelantado.
—¿Quién puede haber sido?
—El mismo que le arrebató la primera piedra al Viejo de la Montaña, Sven le
Berg.
Lucas de Tarento asintió en silencio. Sven le Berg, su viejo conocido, que un
día fue su discípulo cuando era novicio del Temple. Lo había adoptado como a un
hijo, se lo había enseñado todo, desde estrategia bizantina a la normanda, la
manera de combatir de los sarracenos, los trucos de los orcos y de las tribus
esteparias, esgrima de daga, de justa, de mano, todo. Era un joven valeroso,
excepcionalmente dotado para la guerra, sincero y fiel, pero sucumbió al pánico
en la terrible jornada de los Cuernos de Hattin y había caído del lado de la
Abominación.
A media mañana llegaron a Delfos, con sus praderas de trébol y sus bosques
de helechos.
El monte Parnaso, majestuoso, blanco y levemente gris en las sombras,
presidía el paisaje. En lo alto de su ladera sur la región de Delfos forma un
semicírculo. Los olivos y las encinas trepan por la ladera que remata en los
Peñascos Brillantes, una sierra imponente como una muralla obrada por gigantes.
Al otro lado del valle, el monte Cirfis cubierto de pinos que atemperan los vientos
procedentes del golfo de Corinto y del mar, los malos vientos del verano.
Los viajeros descansaron junto a la fuente Castalia, donde los antiguos
sacerdotes de Apolo se purificaban, antes de entrar en el valle del Plisto.
Cantacuzanos salió de su habitual mutismo para explicar ciertas cosas.
—Delfos fue un gran santuario en los tiempos paganos, pero ahora es sólo
unas ruinas solitarias pobladas de serpientes y de lagartos. En su esplendor las
sacerdotisas guardaban la tripa umblical del dios, por eso se llama, en las antiguas
escrituras, el Santuario Umbilical. La reina del santuario era la Triple Diosa.
Entonces todos los valles de Grecia estaban poblados por humanos que la
veneraban y acudían al santuario para adorarla y ordenar sus vidas. Estaban
divididos en cofradías, cada una encarnada en un animal o un pájaro. Cuando
uno pertenece a una determinada cofradía no debe comer la carne de su patrón,
el perro, el caballo, el jabalí, el tejón, la paloma, el lagarto, lo que sea, porque
esa carne le causará la muerte. Sin embargo en las ocasiones solemnes puede y
debe comerse la carne del patrón para entrar en comunicación con la diosa y
fortalecerse en ella.
—Es como una comunión, lo que hacemos los cristianos —intervino el joven
Guido.
Cantacuzanos le dirigió una mirada severa.
—Los hechos religiosos pueden parecerse, pero es muy desafortunado que
establezcas un paralelismo entre los ritos de la Abominación y los de nuestra
Santa Iglesia.
Guido se sonrojó y miró a Isbela. La muchacha le dedicó una sonrisa
solidaria.
—La cofradía abominable se rige por mandamientos precisos y rigurosos —
siguió diciendo Cantacuzanos—. Por ejemplo, no se puede tomar mujer u
hombre de la misma cofradía pues eso sería incestuoso.
Prosiguieron el camino ascendente entre acebuches y encinas y, después de
mediodía, llegaron a las ruinas de Delfos. Dejaron pastar a los caballos mientras
acampaban en la explanada de los juegos. El caballero Lucas se retiró a
conversar con Cantacuzanos. Guido e Isbela fueron a explorar las ruinas del
santuario.
—¿Qué son esas letras? —preguntó la muchacha mientras señalaba una
inscripción.
Eran unas palabras griegas, antiguas, que significaban: « Nada con exceso» .
Guido de St. Bertevin no sabía griego, sin embargo, el significado de la
inscripción se abrió paso en su corazón con absoluta certeza.
—Nada con exceso —dijo, asombrándose él mismo de su convicción.
El templo circular había perdido el techo. Algunas columnas estaban por los
suelos, un par de capiteles corintios formaban corro para asiento de pastores.
Entre las losas desparejadas y rotas crecía la hierba. Al fondo, a la sombra de
una higuera que cobijaba un frondoso laurel, encontraron una tumba blanca y
redonda con una gran grieta. Guido se sobresaltó al descubrir en medio de
aquella soledad a una muchacha bellísima vestida a la antigua moda de las
estatuas antiguas que había visto en los jardines de Constantinopla, con una túnica
de seda tan fina que señalaba las redondeces de los senos, las caderas y los
muslos. Era tan hermosa que al contemplarla el muchacho sintió una cálida
vaharada que le subía del estómago al corazón.
—¿Ves, como y o, a esa mujer o es un ángel? —preguntó a Isbela. Pero Isbela
había desaparecido.
La dama le dedicó una enigmática sonrisa. Hizo una pequeña inclinación de
cabeza y le indicó con la mano que se acercara. Guido obedeció movido por una
fuerza hipnótica que le anulaba la voluntad.
La dama estaba sentada en un trípode de bronce tan alto que los pies no le
llegaban al suelo y tenía que apoy arlos en un travesaño.
—Volvemos a vernos Guido de St. Bertevin —le dijo con una voz suave y
musical.
—¿Volvemos a vernos, decís? ¿Me conocéis, señora?
Ella ensanchó la sonrisa. Se le formaban dos hoy uelos en las mejillas.
Cualquier galán hubiera dado la vida por besar aquella boca fresca, fragante, con
labios gordezuelos, bermejos entre los que asomaba una hilera de dientecitos
blancos.
—Ay er me ay udaste a enderezar mi carga y el monstruo que te acompañaba
me arregló el carro.
Guido no daba crédito a sus oídos.
—¿Vos, la anciana del carro? ¿Aquella mujer decrépita érais vos?
—Demostraste nobleza de sentimientos al ay udar a una anciana tan repelente
—observó la muchacha, sonriendo de nuevo—. Por eso voy a concederte lo que
necesitas.
Guido pensó en Isbela. ¿Dónde estaba? Le hubiera gustado tenerla a su lado
para que viera a la resplandeciente muchacha de las ruinas. De pronto se percató
de que probablemente la maga la había hecho desaparecer. Iba a interesarse por
ella, pero antes de que pudiera formular la pregunta, la misteriosa dama se metió
en la boca tres hojas del laurel que crecía a su espalda y comenzó a masticarlas
con unción, con la mirada extraviada. El muchacho comprendió que no debía
molestarla.
El mundo se quedó en silencio. No corría la brisa. No volaban los pájaros.
Ante los ojos de Guido, una abeja se había quedado inmóvil, suspendida en el
aire en pleno vuelo. El único movimiento, en leguas a la redonda, era el de la
mandíbula de la maga masticando cuidadosamente las hojas de laurel. Después
de un tiempo, que Guido nunca supo decir si fue largo o corto, porque también el
sol se había detenido en su camino y sólo percibía el lento y acompasado tambor
de su corazón latiendo en sus sienes, la maga escupió el amasijo verde de las
hojas del laurel y dijo con una voz que parecía salir de las entrañas de la tierra:
—Guido de St. Bertevin, la piedra que buscas, la Intrincada, la tiene el
hombre que me mató hace tres días. Prosigue tu camino y no pierdas tu corazón.
—¿Que os mató a vos?
—Muero y renazco continuamente. Eso no te debe preocupar. Guido
comprendió que aquel paraje estaba hechizado y que cuando regresara al
campamento y explicara lo ocurrido a sus compañeros les resultaría difícil
creerlo.
—¿Quién sois, señora? —preguntó.
—Unos me llaman la Triple Madre y otros me llaman Abominación. En un
tiempo tuve la grata blancura de la cebada perlada, la de la leche, la de la nieve
en la cumbre virgen del Parnaso, la de las flores que crecen en la pradera del
trébol. Ahora algunos se esfuerzan en verme en la blancura horripilante del
cadáver, en el ojal llagado de la lepra, en la planta de flores blancas.
La abeja suspendida en el aire reanudó su vuelo con un zumbido y la
naturaleza se puso nuevamente en marcha, la brisa agitaba las hojas de la
higuera, los pájaros gorjeaban en sus ramas o surcaban el aire.
De pronto Isbela volvía a estar junto a su amigo. La había recuperado. El
joven hizo ademán de abrazarla, pero ella malinterpretó sus intenciones y se zafó
ágilmente.
—¡Las manos quietas! —advirtió—. ¿A qué viene esa efusión?
—Regresemos con los otros y escucha lo que tengo que contar. Encontraron a
sus compañeros conmocionados. Cantacuzanos había trazado con la contera de su
báculo un amplio círculo que los encerraba a todos y hacía las señales de un
conjuro al tiempo que murmuraba palabras mágicas y miraba a su alrededor
como si un gran peligro se cerniera sobre él. Cuando terminó, se apoy ó en el
báculo para dominar el temblor que agitaba sus miembros y dirigía miradas
encendidas al santuario mientras el joven Guido relataba su encuentro con la
maga de las ruinas:
—Esa mujer era la pitonisa —dijo Cantacuzanos—, una antigua servidora de
la Abominación. Las hojas de laurel que masticaba la ay udan a entrar en trance
oracular. En los tiempos paganos mucha gente peregrinaba a este santuario para
someterse al consejo de la pitonisa. Entonces no necesitaba laurel porque la
grieta del santuario despedía todavía gases hidrocarburos e hidrosulfuros,
principalmente metano, etano y etileno, que le provocaban el trance, y
pronunciaba frases sin sentido, palabras inconexas que un sacerdote de Apolo
anotaba cuidadosamente para extraer de ellas el mensaje. La planta de flores
blancas de la que te habló es la cicuta, la venenosa y abominable que en estos
prados y en estos bosques abunda mucho, así como el trébol. Estos tréboles que
nos rodean son la imagen de la Triple Diosa, de la Abominación, porque sus tres
hojas se unen en un mismo tallo.
—¿Qué haremos ahora? —dijo Lucas de Tarento.
—Proseguir nuestro camino. Me temo que una vez más se nos ha adelantado
el servidor de la Abominación. Él tiene la piedra Intrincada.
—¿Y la Puerta?
—El joven Guido la ha franqueado, de otro modo no se habría encontrado
con la sierva de la Abominación. Creo que ahora debemos proseguir nuestro
camino y escapar cuanto antes de estos parajes malditos. No estoy seguro de que
mi magia nos proteja en un lugar tan infecto.
Lucas de Tarento pensó que quizá el miedo obnubilaba la mente poderosa de
Cantacuzanos, pero se abstuvo de expresar sus dudas. El mago era el único que
podía interpretar la Mesa de Salomón, si un día conseguían rescatarla, pero, por
otra parte, no era la persona más adecuada para afrontar los peligros que
acarrearía la búsqueda de las Doce Piedras y de las Siete Puertas.
El antiguo templario salió a pasear en la soledad de la noche apacible. Cerca
de él la Dama de la Rosa Azul respiraba los efluvios vegetales del bosque con los
ojos cerrados, en extraña paz. La presencia del hombre a veces turbaba su
naturaleza y despertaba en ella recuerdos de emociones dormidas hacía siglos y
marcadas por una inmensa desazón. Tantas lunas desde entonces, tanta soledad
contenida en un instante, y ese saber que todo era un puro espejismo de luz en el
que los humanos a veces extraviaban la razón.
—Habladme de vos, de vuestro pasado, de vuestras tierras —rogó el antiguo
templario que deseaba prolongar aquella noche y no quería despertar.
La dama, jugueteando con una rosa azul entre sus dedos, esbozó una sonrisa.
—Desde el círculo de piedras veo, a través de la niebla, puntos de luz. Cierro
los ojos y al abrirlos, los difusos gigantes de piedra se pierden en la densa niebla.
Veo un paisaje verde y gris, un bosque lejano en el oeste, un baile de gigantes
petrificados en el norte, una lengua de hielo que desemboca en el mar brumoso.
Los druidas viajaban de un extremo a otro de las islas, desde los círculos, en las
tierras altas.
—El regato discurre colina abajo, plateado a la luz de la luna —la dama cerró
los ojos, evocando—. Sólo hay que escuchar los susurros de esas piedras, el canto
de la hierba, para sentir la protección de la poderosa luna, de las mismas entrañas
de la tierra de la que provengo, lo que soy.
Lucas de Tarento se sentía prendido en el susurro de aquellas palabras como
en una invisible red. Aquella presencia le proporcionaba paz inmediata en los
instantes de desaliento.
—En el difuso amanecer gris y violeta, ¿no sientes el incendio frío de la vida
devorando lo viejo, despertando lo nuevo, creciendo, incubando, sanando,
hiriendo, matando, pariendo, dando la vida, amamantando al mundo?
La dama y el guerrero caminaron unos pasos por la orilla del arroy o que un
claro de luna iluminaba como un camino. Se detuvieron frente a frente, en
silencio. Durante un instante infinito sus miradas se encontraron y el silencio los
rodeó con su abrazo mientras el caballero, impelido por una misteriosa fuerza,
acercaba lentamente sus labios sedientos a los de ella. Cuando apenas el espesor
de un pétalo separaba sus bocas, la presencia de la Dama Azul se desvaneció
dejando en el aire la suave inconfundible fragancia de la rosa.
—Buenas noches, mi estrella del alba, mi dama misteriosa —dijo Lucas de
Tarento.
En la oscuridad, en el sueño, sintió estremecerse su corazón.
CAPÍTULO XXIX

La taberna La Cogorza Vespertina tenía en la puerta un tablón con la silueta de un


barril, señal de que todavía quedaba vino de la cosecha del otoño anterior. El
establecimiento estaba situado a la entrada del pequeño puerto comercial de
Patrás, en un extremo del caserío que se cobijaba en la falda del cerro del
castillo.
Sven le Berg entregó su caballo a un mozo y penetró en el local, una sala
amplia como un granero, con columnas de madera, que sostenían un techo de
fuertes vigas sin desbastar. El salón era capaz de albergar a cien personas
distribuidas en mesas cuadradas y rectangulares. Bancos colectivos y taburetes
individuales complementaban el mobiliario. A aquella temprana hora sólo había
una docena de clientes, ruidosos marinos que bebían cerveza o hidromiel. Sven le
Berg se sentó en una mesa apartada, junto a la ventana, desde la que podría
vigilar el camino de acceso al castillo. Acudió una moza de mesón, joven, con la
cara llena de pecas, bien parecida, el justillo apretado para resaltar unos encantos
que formaban parte de la oferta del establecimiento.
—¿Qué tomará el caballero? preguntó con voz pastosa e insinuante. Dos
marineros algo beodos se dieron con el codo y atendieron a la petición del
forastero.
—¿Tienes vino?
—El mejor vino de Patrás, de los viñedos de los monjes del Megaspileion —
dijo la camarera santiguándose piadosamente al mencionar el monasterio. El
gesto devoto contrastaba con el tono insinuante de las palabras. Se había inclinado
un poco para que el viajero, que parecía pudiente, además de guapo, le
contemplara el canalillo.
—Tráeme una jarra de vino, ensalada con queso de cabra, un plato de carne
y una torta de pan —ordenó el caballero.
La camarera le sonrió y se retiró contoneándose. Al pasar cerca de los
marineros uno de ellos le intentó palmear las nalgas, que eran firmes y
apetitosas, pero ella le adivinó las intenciones y lo esquivó.
El marinero, que había fallado la palmada y al que además le había faltado
poco para perder el equilibrio y caer al suelo, se encaró con el caballero.
—¿La puta parece que se reserva para este potentado que bebe vino?
¿Comercias en alguna nave? ¿Dónde tienes a tu tripulación? El caballero no
contestó. Se limitó a mirar a la calle del castillo a través de los visillos encerados.
—¡Estoy hablando contigo! —gritó el marinero, impaciente—. ¿Es que eres
sordo?
Sven le Berg apartó la mirada de la ventana y examinó al que lo interpelaba.
No le respondió. Tan sólo sonrió enigmáticamente y continuó mirando a la calle.
Pasaron unos minutos. Regresó la camarera con la jarra de vino, la ensalada
y la fuente con la carne y el pan. El caballero le hizo una inclinación agradecida
y comió con apetito y corrección, sin escupir los huesos en el suelo, ni sorber
ruidosamente de la jarra. Es más, después de cada trago se limpiaba los labios
educadamente con el dorso de la manga.
Estas muestras de civilidad molestaron aún más al marinero camorrista, que
no le quitaba ojo de encima. Finalmente, no aguantó más y se levantó de un
brinco haciendo rodar el taburete.
—¡Te estoy hablando a ti, maldito hijo de puta! —gritó dirigiéndose a Sven.
—¡Dale, Rufus! —lo animó uno de sus camaradas, un pelirrojo enteco con la
voz beoda—. Que aprenda a respetar al contramaestre de La Libélula Dorada.
El tal Rufus era alto y fornido, con el cuello más ancho que la cabeza, el tórax
como, el de un toro y dos brazos como dos jamones que brotaban de su zamarra
sin mangas. La nariz partida de los púgiles y la boca grande y gruesa asentada
sobre un mentón ancho y prominente le conferían un aspecto brutal. Atravesó la
sala a grandes zancadas, que hicieron temblar los platos en los armarios; y se
plantó ante Sven.
—¿Me oy es ahora, mequetrefe?
El viajero rubio miró a la mole humana con expresión apacible.
—Te oigo, pero no tengo nada que decirte —respondió con voz tranquila—.
Déjame en paz.
Y continuó comiendo con buen apetito. El gigante abrió mucho los ojos y
boqueó un par de veces. Le costaba creer lo que había oído. El forastero lo
desafiaba delante de la peña en pleno y además lo estaba dejando en ridículo.
Aquello no podía quedar así. Adelantó una mano enorme, con dedos que
semejaban un manojo de pollas, introdujo el índice en el plato de Sven, lo
embadurnó bien en la salsa, se lo llevó a la boca y lo chupó con fruición. La
salsa, que era de almendras, con ajo, cebolla, pan frito machacado y un chorrito
de vino, estaba estupenda. El gigante repitió la operación. Los espectadores
estallaron en una carcajada al ver que Sven dejaba de comer y miraba el plato
con expresión de asco.
—Si tienes hambre puedo invitarte a un plato de carne —le dijo
tranquilamente.
—¡Quiero este! —dijo el gigante.
—¿El mío?
—El tuy o.
Los parroquianos se habían acercado y se partían de risa. Sven parecía
pensárselo.
—Está bien —dijo al cabo—. Adelante, si quieres, pero tendrás que
comértelo todo, huesos y plato incluidos.
Sven apartó el taburete y se levantó. De pie apenas llegaba a la barbilla al
gigante, que lo miraba con petulancia, con sus ojillos acerados mientras sonreía.
« Se lo va a comer crudo» , oy ó Sven a su espalda.
—Es mejor que lo dejemos ahora, antes de que nos hagamos daño —le
sugirió al gigante.
Rufus y sus amigos rieron a coro.
—¡Ten cuidado Rufus, que puede hacerte daño! —advirtió una voz. Una
nueva carcajada coral celebró la ocurrencia.
El forastero no parecía muy dispuesto a combatir, pero los amigos de Rufus
se habían situado a su espalda, para cortarle la huida. Rufus dejó de reír. De
repente se puso serio y adoptó la postura de los luchadores, las rodillas
ligeramente flexionadas y las manos listas a media altura. Su oponente parecía
algo intimidado.
—Anda —lo invitó con voz ronca—. Hazme tragar el plato.
El forastero no se hizo de rogar. Propinó un súbito cabezazo en la nariz del
gigante, que se partió con un chasquido de madera seca y comenzó a sangrar
abundantemente, y antes de que Rufus encajara el golpe aprovechó que había
abierto la boca para espetarle en ella el lebrillo de loza basta vidriada con tal
fuerza que saltaron los dientes delanteros, se rajaron las comisuras de los labios y
el borde del recipiente quebró las articulaciones de la mandíbula inferior, que
quedó colgando sobre el cuello en medio de un vómito de sangre. El gigante se
desplomó mugiendo como un toro herido y profiriendo lamentos ininteligibles.
—Te advertí que te tragarías el plato —le dijo Sven con una sonrisa
compasiva, y, desentendiéndose del herido, se volvió hacia los que lo jaleaban
justo a tiempo de sorprender a uno de ellos que se había adelantado e intentaba
apuñalarlo por la espalda.
—Si no te apartas morirás —le advirtió Sven.
El otro atacó ciegamente, con el arma por delante, pero el forastero esquivó
la cuchillada y zancadilleó a su agresor haciéndolo caer al suelo. El agresor
masculló una maldición e hizo por levantarse, pero recibió un puñetazo en la sien
que lo dejó tumbado e inmóvil.
El mesonero, que había asistido a la escena con indiferencia profesional, se
abrió paso entre los curiosos y vació un cubo de agua sobre la cabeza del caído.
—Despierta, Macaro.
Macaro no se movió.
El gigante Rufus, sentado en el suelo, lloriqueaba sosteniéndose la mandíbula
rota. Unos cuantos camaradas lo sacaron a la calle y lo acompañaron al
cirujano.
El caballero había vuelto a su mesa, se había sentado tranquilamente y se
había servido vino.
—Despierta, Macaro —insistía el posadero mientras abofeteaba al caído.
—No creo que puedas despertarlo: está muerto —dijo Sven.
Alguien le acercó un espejo a la nariz. Otro, le tomó el pulso. Macaro estaba
muerto. Los marineros se miraron entre ellos, enfurecidos.
—¡Ha matado a Macaro!
Salieron a relucir algunos cuchillos. Los marineros que estaban más lejos
apuraron sus cervezas y se aproximaron. Una docena de hombres decididos,
algunos de los cuales eran piratas bragados, estrechó el cerco en torno al
forastero que, al verlos venir, se puso de pie y desenvainó una daga corta y
gruesa que llevaba en la bota derecha.
—La muerte llama a la muerte —sentenció una voz profunda a la espalda del
grupo—. ¿Veo que algunos tienen prisa por morir?
Volvieron las cabezas. El que había hablado era un clérigo alto vestido
severamente de negro de la cabeza a los pies que sostenía un extraño báculo
terminado en forma de T. Llevaba en los hábitos el polvo del camino y de su
espalda colgaba de una cinta el sombrero de grandes alas de los viajeros. Sven
reconoció a Asmodeo de Sinán.
—¿Quiénes quieren morir? —repitió adelantándose hasta situarse en el centro
del grupo.
Los marinos percibieron claramente el olor de la muerte, dulzón, a flores
podridas, y vieron en la palidez del mago la señal de la Abominación. El que
parecía el jefe de la cuadrilla guardó su cuchillo y dijo:
—Este hombre es un guerrero, un soldado asalariado o un desertor. Ha venido
a nosotros con engaños, haciéndose pasar por un simple caminante y nos ha
asesinado a un hermano y malherido a otro con ardides. ¿Quién se hará cargo
ahora de la viuda y de los cinco huerfanitos que deja Macaro y de las curas y
boticas que necesitará Rufus?
Asmodeo se expresó con voz tranquila y profunda:
—En primer lugar, la viuda de Macaro que dices es una puta trajinera que se
ganará muy bien la vida sin ay uda del difunto. Del mismo modo, los huérfanos
es mucho suponer que sean hijos del muerto porque los pudo engendrar de
cualquiera de vosotros, excepto el menor que es de este pelirrojo que azuza a los
demás para disimular su cobardía. En segundo lugar, ese Rufus, que finalmente
ha encontrado la horma de su zapato, no precisa de cirujanos ni de boticas:
morirá dentro de tres días, cuando la lengua hinchada lo ahogue y vosotros
mismos lo degolléis para evitarle sufrimientos. Y ahora dejadnos en paz a este
hombre y a mí si no queréis que ocurran más desgracias.
Los marineros comprendieron que tenían delante a un ser maligno, a un
mago capaz de predecir el futuro con precisión y se amedrentaron. El grupo se
disolvió rápidamente. Algunos recordaron súbitamente quehaceres inaplazables y
otros se retiraron a las mesas del fondo, murmurando justificaciones para
disimular su cobardía.
Asmodeo acercó un taburete a la mesa de Sven y se sentó. Palmeó dos veces
y acudieron solícitos varios mozos del mesón. Les señaló al muerto y los mozos
lo levantaron y se lo llevaron a la corraliza trasera para alimentar a los cerdos,
según la incivil, pero higiénica costumbre del Peloponeso. Aunque sólo lo hacen
con los que mueren en pecado, sin confesión.
Sven le Berg, mientras tanto, desentendido de cuanto ocurría a su alrededor,
había solicitado un segundo plato de carne, que la camarera se apresuró a traerle,
y lo comía con apetito, rebañando la salsa especiada con sopas que pellizcaba de
la torta de trigo. El vino era rojo, oscuro y espeso, como suelen ser los caldos
egeos. Terminó de comer bajo la atenta mirada del clérigo y eructó débilmente.
Sólo entonces elevó sus ojos azules al visitante, como diciendo, qué se te ofrece.
No se alegraba de verlo.
—Ya sé que no has provocado esta rey erta —admitió Asmodeo—, pero
tampoco te has esforzado en evitarla. Sería mejor que fueses más prudente e
intentaras pasar desapercibido. Estamos en los dominios del basileo. Los
bizantinos tienen espías por todas partes. En el castillo hay una guarnición de
mercenarios sirios. Si alguien les diera un soplo no dudarían en venir por ti para
hacer méritos.
Sven le Berg asintió en silencio, pero su mirada era hostil.
—¿Tienes la piedra de Delfos? —preguntó Asmodeo suavizando el tono.
El guerrero asintió. Se palmeó la faltriquera que pendía de su cintura, pero no
hizo ademán de mostrar la Intrincada.
—¿Te resultó difícil?
Se encogió de hombros.
—Sven le Berg, brazo fuerte —suspiró Asmodeo resignado, pero en su
mirada gris había un brillo de verdadera admiración—. Mi buen amigo, crees
que has matado al dragón y en realidad has matado a la cautiva.
—No había cautiva alguna —replicó el guerrero—. Sólo el dragón en su
caverna y en la antesala las cadenas y el pilar de piedra donde la cautiva estaba
atada.
—El dragón mismo era la cautiva, la dragona que guarda la sabiduría y el
misterio de las aguas, la diosa, la cautiva desnuda y hermosa con sus ajorcas, sus
collares de coral, sus cadenas de oro, esas son las cadenas de la roca, los grilletes.
El caballero del sol que mata al dragón es un ciego ejecutor de lo que no
entiende.
—¿Qué puedo hacer ahora?
—Te has adelantado por segunda vez a Lucas de Tarento y a los sicarios del
Papa. Ahora ellos se dirigen a Venecia. En la capilla de las reliquias de san
Marcos los esperan las tres piedras siguientes. Debes adelantarte a ellos.
CAPÍTULO XXX

Los viajeros prosiguieron su viaje por el camino de Amfissa, una aldea de


pastores con pobres chozas de barro y paja donde pernoctaron en un cobertizo y
durmieron sobre mullidas zaleas de oveja que los pastores les proporcionaron. Al
día siguiente desay unaron un buen cuenco de gachas de cebada y bellota molida
con tropiezos de higos secos, antes de descender hasta el embarcadero de Ilea, en
el golfo de Patrás, donde los esperaba una galera con la enseña del basileo. El
capitán pareció decepcionado al verlos aparecer.
—¡Gracias a la Virgen de Blanquernas que estáis sanos y salvos! —exclamó
—. La señora ha escuchado mis plegarias porque por un momento pensé que no
regresaríais de Delfos, esa maldita tierra habitada de demonios, la madriguera de
la gran corrupia. Pensaba zarpar mañana, después de rezar un responso por
vuestras almas. El basileo, cuy a vida prolongue Dios muchos años, cree que
puede disponer a su antojo de los territorios sujetos a su dominio, pero allá donde
habita la Abominación no hay autoridad que valga y ha sido una temeridad que
viajarais a Delfos. ¿Habéis conseguido al menos lo que buscáis?
—Sí —mintió Cantacuzanos—. Ha sido un viaje muy provechoso.
Cantacuzanos no se fiaba del capitán, un tracio menudo con una oreja de cuero
que le cubría una antigua mutilación propia de ladrones, y un gorro cretense
encasquetado hasta los ojos con el que ocultaba el lirio florentino impreso con un
hierro al rojo en medio de la frente, que evidenciaba su pasado como esclavo de
la república del Arno.
Embarcaron enseguida y zarparon con rumbo a Patrás, el puerto que guarda
la entrada del golfo, donde el capitán les agenciaría una nave veneciana que los
condujese a Italia.
Fueron dos días de agradable viaje, impulsados por una ligera brisa, sin
perder de vista las tortuosas costas de la Fócida, a sotavento y de Acay a, a
barlovento. Algunas veces se cruzaban con otras embarcaciones menores,
cargueras de las salinas de Eupalión, o pesqueros cuy os tripulantes, medio
desnudos, se descubrían respetuosamente y saludaban la galera imperial.
El puerto estaba desierto. Sólo quedaba media docena de menudas
embarcaciones que se balanceaban lánguidamente amarradas al muelle de los
pescadores.
Mientras sus compañeros desembarcaban la impedimenta y los caballos,
Lucas de Tarento se adelantó para interrogar a uno de los pescadores viejos que
remendaban redes en la explanada.
—No tengo buenas noticias —comunicó de regreso—. Esta misma mañana
han partido dos carracas venecianas y una galera pisana. No esperan navío
may or hasta dentro de cuatro días.
—No es problema. Podemos esperar —dijo Cantacuzanos.
—El problema es que un guerrero rubio pasó por aquí hace dos días y mató a
un hombre y malhirió a otro. Luego se embarcó en uno de los navíos, el que iba a
Trotona y a Siracusa.
—¿Sven le Berg?
—Me temo que sí. Cantacuzanos se sumió en sus pensamientos.
—Siempre se nos adelanta —murmuró como para sí—. Ya tiene dos piedras,
que sepamos, la del Viejo de la Montaña y la de Delfos. En Venecia hay tres
piedras. Debe de ser su próximo objetivo. Si desembarca en Trotona, al pie de la
bota italiana, puede dirigirse al norte por tierra o, quizá más rápidamente por
mar, en uno de los bajeles que hacen la ruta del Adriático.
Lucas estuvo de acuerdo.
—En este caso —dijo—. Hay que darse prisa. Debemos llegar a Venecia
antes que él.
CAPÍTULO XXXI

El viento impulsaba a La Muchacha Sonriente, una carraca pisana de tres


mástiles, con velas triangulares, cargada de paños damascenos, cerámica
bizantina y cobre en lingotes con destino a Trotona. El capitán, Odón el Calvo, un
renegado tunecino a sueldo de los Fusta, la familia de armadores pisanos, había
aceptado embarcar a un germano rubio que estaba dispuesto a pagar una elevada
suma por su pasaje, cinco besantes de oro por él y tres por el caballo. No era la
primera vez que Odón el Calvo se aprovechaba de un viajero en apuros. De
hecho, los ocasionales viajeros que aceptaba en las escalas intermedias de su
buque raramente llegaban a su destino. El rubio era un caso claro de negocio
fácil y saneado. Parecía bastante pudiente y estaba lo suficientemente apurado
para comprar a buen precio un pasaje en el primer navío que había encontrado.
Le interesaba poner tierra, o agua, por medio porque había matado a un hombre
y malherido a otro en una rey erta tabernaria, en Patrás.
Odón el Calvo, acodado en la borda de su nave, se sonrió. Barruntaba las
ganancias, como las golondrinas barruntan la lluvia. Tenía un olfato tal que
mirando una nave o a una persona sabía el montante aproximado del oro o la
pimienta que transportaba. Era como un instinto, como un sexto sentido cuy a
oficina radicaba en algún punto de su ancha nariz: olía la ganancia. Otra
característica suy a era la absoluta falta de escrúpulos cuando venteaba una
oportunidad de aumentar sus ingresos. Por eso, en cuanto se hizo de noche
después del primer día de navegación, y a rebasadas las islas de Cefalonia e
Ítaca, cuando costeaban Leukas para enfilar el Adriático, se presentó con dos
hombres fornidos y armados de sables, ante la camareta que ocupaba el
pasajero, a la popa del navío. Primero llamó con cierta precaución, como si
temiera despertarle, y luego palmeo francamente la puerta para cerciorarse de
que la droga había surtido efecto. El guerrero rubio había adquirido una garrafa
de vino de Zakintos antes de embarcar y Odón el Calvo se había ocupado,
mediante una discreta señal, de que el tabernero le añadiera un potente narcótico
de destilaciones de beleño y mirra, el licor de Mantua, lo que le garantizaba un
profundo sueño.
Odón el Calvo intentó abrir la puerta, pero estaba atrancada por dentro. Se
apartó y le indicó a uno de sus hombres que la abriera. El esbirro tomó distancia
y embistió contra la puerta que cedió en sus goznes con un chasquido de maderas
rotas.
El pasajero dormía como un leño sobre el camastro.
—¿Lo degüello patrón? preguntó el que había hecho saltar la puerta. Odón el
Calvo le dirigió una mirada reprobatoria.
—No seas asno, ¿qué quieres, poner todo esto perdido de sangre? Tiradlo por
la borda y que alimente a los peces.
Los dos hombres levantaron al rubio, uno de las axilas y otro por los pies y lo
llevaron a cubierta. Mientras tanto, Odón el Calvo registró el equipaje de su
víctima con hábiles manos. Había un rollo pesado que contenía una buena cota de
malla y una camisa larga, el equipo de un guerrero en oriente. Quizá le dieran
por él quince besantes venecianos. Había una espada y dos dagas, lo que suponía
doce o trece besantes más, una silla de arzón, propia de guerrero franco, un par
de buenas botas, unas alforjas con dos camisas, una capa de invierno y un
cinturón azul. Por el caballo darían veinte besantes, en total vendiéndolo todo,
unos cincuenta y cinco besantes a los que cabía añadir los cinco que le habían
ofrecido los marineros de Patrás si lo eliminaba. ¿Y el oro? Odón el Calvo
registró nuevamente los enseres. Nada. Miró bajo la alfombra. Ni rastro del oro.
Volvió a la silla de montar y levantó la cobertera de cuero. Allí estaba. En un
compartimiento secreto había sesenta besantes de oro y dos piedras
semipreciosas. Se guardó el dinero y se quedó mirando las dos piedras en la
palma de la mano. « ¿Qué puede valer esto?» , se dijo. Las miró al trasluz. A
simple vista eran meros cristales llenos de impurezas, aunque la talla parecía
antigua. En realidad ni siquiera estaban talladas, si acaso pulidas. Quizá un joy ero
del Lido le diera un par de cobres por ellas, no más. Podrían servir para tallar la
falsa pedrería para el colgante de alguna cortesana.
En conjunto la eliminación del guerrero rubio no había sido tan buen negocio
como esperaba.
Los dos esbirros aparecieron nuevamente en la puerta.
—Ya acompaña a los peces, jefe.
CAPÍTULO XXXII

Después de cinco días de viaje a bordo de la galera especiera La Trajinera


Joy osa, con una breve escala en Split para embarcar plomo en barras, los
viajeros llegaron a Venecia.
Cuando avistaron Chioggia, Cantacuzanos señaló la línea de costa y explico:
—Ahí la tenemos, la Serenísima República, una islita ocupada totalmente por
los arsenales, los palacios, los talleres, y los inmuebles donde los ricos conviven
con los pobres y aún con los mendigos, como sardinas en barril. No veréis un
palmo de tierra: todo son construcciones de mármol, de ladrillo o de tierra,
muchas de ellas sin cimientos siquiera porque las levantan sobre un bosque de
maderos clavados en el barro de la laguna.
—¿Cómo puede ser una ciudad tan poderosa, si no tiene tierra? —pregunto
Guido—. ¿De dónde sacan los panes, las minas, la leche, las canteras y la carne?
—Les sobra dinero para comprar todo eso. Para los venecianos el mundo se
divide en dos partes: la Dominante, como llaman a su ciudad, y Terraferma, la
tierra firme, que es el resto. Dos rey es de la Terraferma pueden matarse por un
metro cuadrado de tierra; los venecianos no le dan a eso ninguna importancia.
Para ellos, lo único que vale la pena es el comercio, el dinero. La cristiandad está
llena de extensos reinos regidos por rey es arruinados y entrampados hasta las
cejas. En Venecia hay mercaderes más ricos que cualquier rey de las tierras,
más ricos que el Papa, más ricos que el califa de Bagdad, más que el basileo de
Constantinopla. Venecia domina el comercio, compra barato y vende caro. Su
red de agentes y puertos francos se extiende por todo el Mediterráneo y por otros
mares, incluso por tierra de infieles, y no me refiero sólo a la de los sarracenos,
sino a lo que hay más allá en las estepas habitadas por los orcos y en los confines
de Oriente, donde nace el árbol de la pimienta y labra su capullo el gusano de la
seda. El poder de Venecia reside en el mar. Su flota es más potente que el resto
de las flotas juntas. Cuando necesita un ejército para guerrear por tierra, lo
compra. Venecia sola puede enfrentarse con cualquier reino cristiano, por
poderoso que sea, y vencerlo, incluso sin verse en el campo de batalla. Los
embajadores venecianos conocen el arte de los sobornos y son muy capaces de
quebrantar voluntades con la caballería de la Serenísima.
Guido se mostró muy interesado.
—¿Entonces, tienen buena caballería?
—La mejor, sin cotas de malla que críen herrumbre, ni caballos a los que
alimentar.
—No os entiendo, padre Jorge.
Cantacuzanos le dedicó una de las sonrisas que raramente prodigaba. La
convivencia y los peligros comunes que habían sorteado últimamente parecía
haber limado algunas aristas de su carácter:
—¡El oro, muchacho! —exclamó—. Los sobornos. Si un rey guerrea contra
Venecia, sobornarán a su general en víspera de la batalla y si el general no se
deja, comprarán a sus coroneles o a los regimientos. Ningún rey con dos dedos
de frente osa enfrentarse a la Serenísima. Hasta el Papa se esfuerza por
congraciarse con ella.
—¿Compran a cualquier persona? —se escandalizó Guido.
—A cualquiera. Casi todo el mundo tiene un precio.
—¡Yo no me vendería por nada!
Lucas de Tarento se sonrió con tristeza.
—¿Estas seguro? —inquirió Cantacuzanos. El muchacho afirmó con
rotundidad.
—¿Y si te prometieran a la muchacha que amas? —preguntó malévolamente
el clérigo.
Guido titubeó. Se sonrojó hasta la raíz del cabello. No se lo había planteado,
pero probablemente haría cualquier cosa por conseguir el amor de Isbela.
—Todos tenemos un precio —sonrió Cantacuzanos—. La cuestión es dar con
él. No todo se paga en dinero. Y los espías de la Serenísima se especializan en
averiguar el precio de cada enemigo y de cada amigo.
La nave se deslizó por la desembocadura del Canal della Fundamenta camino
del puerto interior que llaman el Gran Arsenal. Decenas de embarcaciones
menores y de navíos de los más diversos tonelajes circulaban en una u otra
dirección, siguiendo corredores fluviales señalados con banderas flotantes. Lucas
de Tarento, que había servido un tiempo en las naves templarias de La Rochele,
le señalaba a Isbela las distintas clases de navíos venecianos:
—Aquel es el arsenal de la marina de guerra —explicaba—. Las galeras más
altas, con torre de madera para los arqueros, son las cuadrirremes; las más bajas
son trirremes.
—Son bastante feas —observó la muchacha—. ¿Por qué las parchean de
negro?
—Lo que parecen parches son placas de cuero tratado con una sustancia
ignífuga que protegen el maderamen del fuego griego.
Isbela recordó los devastadores efectos del fuego griego en las galeras
sarracenas del puerto de Acre, meses atrás, cuando el caballero Lucas de
Tarento la rescató del palacio de Muley Osmán. Desde entonces habían ocurrido
muchas cosas, había viajado y había visto mundo. No estaba muy segura de
querer acabar aquel viaje que forzosamente tendría que concluir en cuanto
llegaran a Provenza y la devolvieran a su padre.
—¿Y aquellas naves enormes? —preguntó Guido señalando una fila de
grandes navíos de alto bordo.
—Esos son los gatti. Son castillos flotantes provistos de catapultas, trabuquetes
y potentes balistas capaces de atravesar un árbol. Las maniobran doscientos
remeros, además de las velas. Los venecianos compran orcos en los mercados
de oriente para que remen en esos monstruos. Un hombre normal no podría
manejar un remo de doce metros de largo y cuarenta kilos de peso.
CAPÍTULO XXXIII

Sven cay ó al oscuro mar y se sumergió en las aguas del Adriático todavía
inconsciente a causa del narcótico. No obstante, el brusco contacto con el agua
helada lo reanimó y cuando salió a la superficie el instinto le dio fuerzas para
mover los entumecidos miembros y mantenerse a flote. La luna estaba en su
cuarto menguante, pero su luz le permitió divisar la popa del navío que se perdía
a lo lejos. Sven fue recobrando el conocimiento y comprendió que lo habían
drogado para robarlo y lo habían arrojado al agua. Miró las estrellas y, después
de orientarse, giró en derredor en busca de la costa. Crey ó ver en el horizonte
alguna luz, pero bien podría ser una alucinación de sus sentidos alterados por la
droga. Habían pasado varias horas de navegación y seguramente se encontraban
a demasiada distancia de la costa. Quizá cuando amaneciera pudiera ver algo.
Mientras tanto se limitó a mantenerse a flote, con leves movimientos de las
piernas y de los brazos, ahorrando energía.
Cuando amaneció estaba extenuado, pero vio venir a lo lejos una vela
triangular que aumentaba de tamaño a medida que se aproximaba. Después de
todo tenía suerte de que lo hubieran arrojado en la ruta habitual de navegación
entre Split y Ancona.
El vigía de La Rozagante Arbórea, una tarida veneciana con cargamento de
madera, avistó al náufrago y lo comunicó a su capitán, Giorgio Bonafede, un
albanés gordo y colorado, de los del cogote rollizo, un hombre de buen corazón
que al instante ordenó botar la chalupa para recoger al náufrago.
—¿Quién eres? —le preguntó Bonafede cuando lo tuvo en cubierta mientras
le abrigaba el cuerpo aterido con una manta.
—Me llamo Sven le Berg. Mi señor ha muerto en la toma de Acre y y o
regreso a Alemania para comunicárselo a su noble viuda. No estoy habituado a
navegar, salí a tomar el aire y debí de marearme y caer al mar. Me temo que
nadie a bordo ha advertido mi desgracia.
Bonafede sonrió y le palmeó el muslo.
No te preocupes. Dentro de tres días estarás en Venecia. Te inscribes en el
registro de los pobres, comes de balde unos días y en cuanto recobres tu vigor
podrás reanudar tu camino.
—No tengo con qué pagaros el pasaje —aventuró el guerrero.
—No hace falta que lo pagues. San Marcos nos favorecerá por esta buena
acción.
En esto llegó el cocinero con una taza de caldo caliente y unas sardinas secas
y Bonafede regresó a sus ocupaciones dejando al náufrago en paz.
Después de cenar, Sven, agotado por las emociones, se durmió como un leño.
Soñó que atravesaba una región devastada por la guerra, las aldeas quemadas, los
trigales incendiados, los árboles talados, los buitres hartos de carroña a lo largo de
los caminos, muerte y desolación por doquier bajo un sol abrasador. En su sueño,
Sven se moría de sed y lo asaltaba la certeza de un manantial fresco a la sombra
de una roca en algún lugar del horizonte. Con los pies sangrantes y los labios
agrietados e hinchados, el extraviado llegó por fin a la caverna profunda que
albergaba la fuente y arrojándose de bruces en el arroy o bebió del agua delgada
y fría hasta que sació su sed. Entonces, al levantar la mirada vio unos pies
descalzos delante de sus ojos. Se puso de pie y encontró la familiar figura de
Asmodeo de Sinán.
—Me alegro de verte Sven le Berg. He puesto en tu camino este navío que te
llevará a Venecia para que cumplas tu destino. En Venecia conocerás a la esposa
de Giorgio Querini, el secretario del dux. Esa dama, un putón desorejado que le
pone los cuernos al marido, que es paciente, lleva al cuello una llave mágica que
abre la arqueta secreta que está bajo la cama de Querini. En la arqueta secreta
están las tres piedras de san Todaro (las que los vénetos le entregarán a Lucas de
Tarento son falsas). Te haces con ellas, y sales de la ciudad por el camino de los
Alpes porque debes buscar las otras dos piedras, la Fogosa y la Intrincada, que te
arrebató Odón el Calvo.
Cuando despertó, lo recordó todo tan pormenorizadamente como si lo
acabara de vivir. Notaba un escozor en la mano, la abrió y sobre la palma
descubrió la marca de Asmodeo, el que lo había visitado en sueños.
CAPÍTULO XXXIV

Mientras Sven le Berg cavilaba sentado sobre un rollo de cordaje en la cubierta


de La Rozagante Arbórea y consideraba los cambiantes rumbos de la fortuna que
tan pronto te aúpa como te hunde, al otro lado del Adriático, el navío que
transportaba a Lucas de Tarento y los suy os atravesaba la Gran Dársena de
Venecia, el puerto mercantil de la ciudad, y enfilaba hacia su atracadero. A los
ojos de los viajeros se ofrecía un impresionante panorama: una aglomeración de
naves de transporte, las gombaria, las tarida, las bucius, como ninguno de ellos
había visto hasta entonces. Pedro el Raposo contó más de doscientas.
—¡Parece mentira que hay a en el mundo bosques suficientes para construir
tal cantidad de barcos y tan grandes! —exclamó el joven Guido.
Normalmente no hay tantas naves en Venecia —explicó Lucas de Tarento—.
Esta concentración ocurre dos veces al año, al comienzo del otoño y en
primavera, cuando la Serenísima decreta caravana magna. Una vez en alta mar
se dividen en caravanas más pequeñas que se dirigen a distintos destinos: la de la
Romanía, que va a Constantinopla; la de Alejandría, que va a Egipto; la de Siria;
la de Tana, en el mar Negro.
La nave atracó entre dos colosales bajeles. Un fornido semiorco, esclavo de
la Serenísima, del servicio del puerto, tendió la pasarela de tablas. Los pasajeros
desembarcaron con sus caballos de reata. En el muelle un funcionario de
aduanas, con su gorro rojo y su esclavo tracio que le portaba el quitasol, el tintero
y la carpeta, examinó cuidadosamente los pasaportes signados por la oficina del
Papa y por el canciller del basileo, con sus lacres y sus cintas. Cuando los dio por
buenos sacó el libro de Registro de Forasteros, que el esclavo llevaba en un zurrón
colorado, y anotó cuidadosamente los nombres de los viajeros. Jorge
Cantacuzanos admiró la caligrafía véneta, que es redondilla y con las
prolongaciones inferiores compactas, como indicando la ciudad palafítica.
—Ya sabéis que mientras permanezcáis en la ciudad estáis sujetos a las ley es
de la Serenísima —advirtió el funcionario formalmente—, y no hay
recomendación que valga si vulneráis las ordenanzas.
—Lo sabemos —dijo Lucas de Tarento.
El cagatintas lo miró con recelo. No hacía mucho que venecianos y
normandos de Sicilia se habían enfrentado por el dominio del Adriático.
Finalmente se habían impuesto los venecianos, pero muchos normandos no
habían dado el asunto por zanjado. Aquel normando no parecía ser una persona
tan pacífica como sus palabras mostraban.
El funcionario miró a Gorgo, vestido con un chaleco y unos zaragüelles
sarracenos, y no pudo reprimir una mueca de asco.
—¿A quien pertenece el orco? —preguntó.
—A nadie —intervino Guido con firmeza—. Es un hombre libre.
—No es un hombre, es un orco —corrigió el veneciano con una despectiva
sonrisa—. ¿Quién se responsabiliza de él?
—Yo —dijo Guido.
—Entonces debes saber que no puede circular solo por la ciudad. Si la guardia
lo ve solo, lo apresará, lo cargará de cadenas y lo meterá en los presidios del
arsenal para que reme en las galeazas.
Ante ellos cruzó una patrulla de guerreros vestidos con faldellines de mallas,
morenos, con profundas cicatrices en la cara, producto de las heridas que se
infligían durante los entrenamientos. Las cicatrices eran la marca de su fiereza y
las lucían con orgullo, como si fueran una parte de su uniforme. Los guardias
hedían a ajo y a sudor.
—Esos eran los schiavoni, los mercenarios albanos —explicó Lucas de
Tarento cuando pasaron—. En Albania, al otro lado del Adriático, muchas aldeas
miserables viven de las pagas de sus hombres enrolados en el ejército de la
Serenísima.
El aduanero enarcó una ceja algo molesto por las explicaciones del
normando.
—El orco no puede circular solo —repitió.
—Lo tendré en cuenta —dijo Guido.
—Ahora podéis marchar.
Cargaron con los equipajes y atravesaron el animado puerto, con los caballos
de reata, en dirección al consulado del Papa, al principio del Gran Canal. En el
puerto reinaba una frenética actividad. Cantacuzanos iba señalando los fardos,
cajas y barriles de variados productos que se amontonaban en los muelles:
—Hubo un tiempo en que Venecia competía con Constantinopla. Hoy
Constantinopla está en decadencia y Venecia tiene la primacía del comercio
cristiano. Por aquí pasan la sal de Dalmacia, el vino de Sicilia, el alumbre de
Focea, las pieles de Moscovia, la seda de Constantinopla, el algodón egipcio, la
plata del Harz, el oro de Silesia, el hierro de Corintia, los esclavos del mar Negro
que van a engrosar las guardias de Egipto y Túnez. Esas naves toman el azúcar
de Creta o de Chipre y la venden a may or precio en Inglaterra y cargan lana en
Inglaterra y en el viaje de vuelta surten los mercados de lana de Italia y Chipre
ganando el quinientos por cien. Aquí el oro, el marfil, las sedas, los perfumes,
abundan más que en cualquier otro lugar del mundo. Los venecianos son
maestros en el arte de abrir mercados y de arruinar a sus competidores usando
toda clase de artimañas. Son comerciantes y guerreros. Es muy difícil saber si
esas galeras son de comercio o de guerra porque sirven para las dos cosas y a
veces simultáneamente.
Cuando llegaron al palazzo Selvo, residencia de la nunciatura vaticana, un
may ordomo los condujo a sus aposentos, situados en el ala más reservada, sobre
la crujía donde se almacenaban los productos del comercio papal. Mientras sus
compañeros se instalaban, Cantacuzanos compareció ante su anfitrión, Angelo
Pisani, el legado papal ante la Serenísima República, al que le entregó las cartas e
informes para el Vaticano.
—El dux os recibirá hoy mismo —dijo el delegado—. La Serenísima ha
consentido en cedernos temporalmente, bajo ciertas condiciones, las tres piedras
dragontías que posee, la Manchada, la Luciente y la Nuececita. Naturalmente,
los venecianos no son de fiar, pero habrá que confiar en ellos al tiempo que
mantenemos los ojos bien abiertos. Tenemos, además, noticias del paradero de la
piedra séptima, la Templada, que los orcos robaron en Roma, y durante algún
tiempo adornó el pomo de la espada de Atila.
—¿Donde está? —inquirió Cantacuzanos—. ¿Podemos conseguirla? No va a
ser fácil. El médico moravo de Atila la sustrajo aprovechando el desconcierto de
la muerte del caudillo huno que, como sabéis, falleció del estallido de una arteria
en su noche de bodas. La Templada fue a parar a los orcos de Ormunka, unas
malas bestias itinerantes por las estepas del Pliza, quienes, a su vez, la cambiaron
por un barril de aguardiente a Lenudesen, el jefe de los vikingos de Gotland.
—¿Gotland? —se extrañó Cantacuzanos—. ¿No está eso en la Hiperbórea?
—Algo más cerca —repuso Ángelo Pisani—, pero en cualquier caso más allá
de donde Cristo dio las tres voces. Me temo que os espera un buen viaje.
—Demasiado lejos y demasiado complicado para que vay amos todos —
observó Cantacuzanos con desaliento—. Mis poderes mágicos son limitados, no
soy una agencia de viajes. En el septentrión hay muchas criaturas de los bosques.
Creo que es una tarea para Grontal.
—¿Grontal? —inquirió el legado pontificio.
—El maestro de magia del papa recomendó que se enrolara un príncipe
enano en la expedición.
—Debéis enviarlo.
Después de hablar con el nuncio, Cantacuzanos informó a Lucas de Tarento y
a Grontal del contenido de su conversación.
—Por mí no hay inconveniente —dijo Grontal—. No conozco el país, pero
creo que allí habita una de las ramas de mi familia, la del Horón. Me recibirán
bien. Lo malo es que los enanos comerciamos con piedras preciosas y oro y no
tenemos una cosa ni la otra en la cantidad necesaria para aspirar a esa piedra. No
obstante, partiré en su busca y Dios dirá.
Grontal abrazó a sus compañeros, incluido Gorgo, y se despidió. Oficialmente
partía para un breve viaje a Terraferma a arreglar un asunto privado. Embarcó
en una de las naves bajas que transportaban vajilla y cristalería hasta los
embarcaderos de la Laguna Baja. El resto de los viajeros se tomaron el día libre
para pasear por la ciudad. Isbela de Merens estaba excitadísima con todo lo que
veía, e insistió en visitar los mercados de las telas, las joy as y los perfumes.
Naturalmente, el joven Guido se ofreció a escoltarla, pues en vísperas de la
caravana de otoño la ciudad estaba atestada de forasteros y no parecía
conveniente que una muchacha decente anduviese sola por aquel dédalo de
callejones y canales. Gorgo, por su parte, no se separó de ellos ni el negro de una
uña. Anduvieron toda la mañana por los sucesivos mercados admirando los
variados productos de lujo que el mundo produce: los brocados teñidos de
púrpura, los bordados de oro y plata de Damasco y de Bagdad, los tapices, las
perlas, las piedras preciosas, las piezas de alfarería fina como la cáscara de un
huevo, los vidrios bellamente coloreados, el alumbre, el ámbar del Báltico, el
marfil de África, el oro de Centroeuropa o del Sudán, en fin, todas las minucias
que pueden encontrarse en un bazar.
En el mercado de los animales admiraron la variedad de raras especies de
mamíferos, de aves y de reptiles que llegaban desde los confines del mundo. A
Isbela la fascinó una pareja de leones que dormitaba en una jaula dorada. Se
había puesto de moda entre los potentados navieros mantener fieras africanas en
sus fincas de Terraferma. Deambulando entre los puestos vieron también perritos
del tamaño de un puño para compañía de las doncellas, y otros animales de
difícil clasificación, que parecían un cruce entre perro y gato, mansos, gordos y
con pliegues en la piel. Vieron peceras con extrañas clases de peces, entre ellos
los famosos peces-lengua del mar Negro, imprescindibles para las bañeras de las
damas elegantes a las que proporcionan gran placer. Había gran variedad de
canarios cantores, jilgueros, pintones y toda clase de pájaros exóticos traídos de
África o de las estepas de Asia. Y serpientes que mantenían la casa limpia de
ratas, que en Venecia abundaban debido a los canales. Atravesaron el mercado
de esclavos negros, en la plazuela de los tintoreros, junto al puente de piedra. Tres
africanos corpulentos, vestidos solamente con un paño de la modestia que les
bajaba hasta las rodillas para ocultar sus naturalezas (al tiempo que las
pregonaban) lucían músculos y mostraban a los posibles compradores las
dentaduras blanquísimas y sanas. Pasando las guirnaldas de telas de vivos y
variados colores que cruzaban la calle de los tintoreros, llegaron a las tiendas de
los alfareros, de los músicos y de los libreros. Isbela, fascinada, se preguntaba si
habría algo en el mundo que no pudiera encontrarse en Venecia. Allí había de
todo.
Mientras Isbela y sus acompañantes recorrían las tiendas, Lucas de Tarento,
Jorge Cantacuzanos y Pedro el Raposo descendieron a lo largo de la margen
izquierda del canal y lo cruzaron por el puente de la Paja, todavía de madera (un
siglo después lo sustituirían por otro de mármol) y llegaron a la Angarria, donde
afloraban los restos de la muralla que los venecianos erigieron el año 900 cuando
los húngaros asaltaron la ciudad. Venecia no necesitaba y a murallas. « Nuestras
murallas son de madera, pero más inexpugnables que las de Bizancio» gustaban
de decir los venecianos aludiendo a su invencible flota.
Los paseantes se encaminaron a la basílica de san Marcos, el corazón de
Venecia, frente a la intersección del Gran Canal y el Canal de la Giudecca. Antes
de la entrega oficial de las tres piedras de san Todaro, Lucas de Tarento deseaba
echar un vistazo a la capilla de las reliquias donde las piedras se guardaban.
En el palazzo Vechio, sede de la señoría de Venecia, el dux Enrique Dándolo
se apartó de la ventana desde la que había inspeccionado los preparativos de la
gran galera ducal, El Bucentauro. Dentro de dos días el dux saldría a la mar en
aquella magnífica embarcación, escoltado por un enjambre de galeras de guerra
ligeras adornadas con gallardetes y, en medio del estruendo de las trompetas, de
las chirimías y de los órganos, renovaría, como cada año, los esponsales de la
ciudad con el mar arrojando a las turbias aguas del Adriático un anillo de oro y
piedras de gran valor.
El dux era un hombre corpulento, y a anciano. Estaba ciego, a consecuencia
de un hechizo bizantino de años atrás, cuando era embajador de la Serenísima
ante el basileo, pero actuaba como si todavía pudiese ver. En cuanto amanecía se
asomaba a la ventana de su despacho a espiar la vida de su ciudad a través del
olfato y el oído. Podía detectar, según la hora del día, la subida o la bajada de las
mareas, y por el olor de la pez hervida procedente del arsenal conocía el
progreso de la construcción de las nuevas flotas. Aspiraba el olor salobre y a
y odo del mar, dependiendo del viento dominante, percibía el rumor de la
muchedumbre en la plaza de san Marcos o el chapoteo de los remos bajo su
ventana. Por los cantos alegres de los barqueros distinguía la corporación de
gondoleros a la que pertenecía el remero que desembocaba en el Gran Canal.
Enrique Dándolo vestía una túnica morada con los ribetes dorados y calzaba
escarpines de seda igualmente morados. Unas polainas de cuero adornado con
incrustaciones damascenas le cubrían las piernas y disimulaban la hinchazón de
la gota. Cojeaba algo al andar sobre los mosaicos de mármol de la sala ducal.
Aunque era un hombre de costumbres austeras, la estancia era un compendio de
los lujos de Oriente y Occidente, que mostraban al visitante la pujanza de la
ciudad: muebles de maderas preciosas con incrustaciones de nácar, traídos de la
remota China a lomos de camellos y ensamblados nuevamente en Venecia;
tapices florentinos; alfombras damascenas; armas alemanas…
El secretario de cartas latinas del dux, micer Giorgio Querini, vestido con la
ropilla negra y la gorra de terciopelo de los escribientes de la Serenísima, tiró de
la cinta azul que hacía sonar un cascabel de oro sobre la puerta de los Suspiros.
Así se llamaba una de las tres entradas del despacho del dux porque era la que
utilizaban los armadores que acudían a negociar las concesiones del año.
El dux pulsó el resorte que franqueaba la entrada. Entró Querini e hizo una
breve reverencia antes de adelantarse hasta el borde de la alfombra en la que se
representaba a Neptuno cabalgando un delfín.
—¿Qué noticias me trae, micer Giorgio?
—Excelencia, han llegado los enviados del papa y de los rey es. El embajador
del papa ha solicitado por escrito la entrega de las tres piedras de San Todaro,
según pactamos.
El dux asintió. San Todaro era el san Jorge local de Venecia, un santo que
mató al dragón o al cocodrilo que infestaba la laguna de los Juncos, antes de la
construcción de la ciudad.
—¿Y tú las has preparado?
—Sí excelencia. Tres copias de las piedras prácticamente idénticas. Aunque
los acompaña un mago experto, no creo que noten la diferencia.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Por lo que he sabido nunca han visto una piedra dragontía, excelencia. Han
pasado por Delfos, pero un misterioso caballero se les adelantó y arrebató la
Intrincada antes de que ellos llegaran.
—¿Quién? —se sorprendió Dándolo.
—Lo ignoramos, excelencia, pero la Oficina de los Avisos está indagando
sobre ello. Al parecer, un caballero germánico, quizá uno de esos locos que
andan por el mundo realizando hazañas para que las canten los trovadores. Nos
estamos preguntando si será el mismo que penetró en el castillo del Viejo de la
Montaña y le arrebató la piedra Fogosa. En ese caso, el guerrero tendría dos
piedras.
El dux consideró por un momento aquella información.
—No puede ser coincidencia.
—Eso hemos pensado en la oficina, excelencia.
—Buscadlo y rescatad esas piedras. Mientras tanto entregad a los enviados
del papa las tres falsas y que se marchen en buena hora.
—Así se hará, excelencia.
CAPÍTULO XXXV

Grontal llevaba una carta de Cantacuzanos a un mago milanés llamado Milotto


Bortanechi, que a la sazón asistía a una tanda de ejercicios espirituales en el
monasterio de la Conformitá, a pocas millas de Milán. El viaje a Milán, con
buenos caminos, antes de que empezaran las lluvias de otoño, duraba una
semana. Grontal, que padecía un poco de los pies, como todos los enanos a cierta
edad, de ahí que gusten de andar en pantuflas, pernoctó la primera noche en la
fonda del Rico Baco, en Terraferma y se ajustó con un carretero que lo llevaría a
Milán por tres escudos de plata. Aquella noche, cuando dormía en su aposento,
bajo las vigas del tejado, con las estrellas brillando a través del ventanuco de los
gatos, un leve resplandor iluminó la estancia y lo despertó sobresaltado, y a se
sabe que los enanos temen, más que a otra cosa, a los incendios. Una voz algo
engolada, como hecha a las disciplinas del coro religioso le habló y dijo:
—Hola Grontal, tengo entendido que deseas verme.
El enano empuñó su hacha que tenía prevenida junto a la cabecera y salto de
la cama dispuesto a defenderse, pero no veía al que le había hablado.
—¿Quien eres? —inquirió.
—Soy Milotto Bortanechi —respondió la voz—. ¡Menudo recibimiento!
¿No me buscabas?
—Sí —balbució el enano—, pero ¿dónde estás? No te veo.
—Yo sí te veo a ti —rió Milotto—, y por cierto es la primera vez que veo la
herramienta de un enano. Había oído hablar del asunto, pero no creía que fuera
tan grande.
—Es un hacha normal —dijo Grontal.
—No me refería al hacha —observó la voz de Milotto con una risita.
Grontal se puso colorado, soltó el hacha en la cama y se puso los calzones.
Cuando fue a recuperar el hacha encontró a Milotto, no may or que una
liebre, sentado en su mango.
—¿Eres tú el mago amigo de Cantacuzanos?
—Fuimos compañeros de curso en la escuela de alta magia del Vaticano. Ya
me ha comunicado que necesitas trasladarte al bosque hiperbóreo para buscar la
piedra de Atila.
—Así es.
—Muy bien. No vas a necesitar pasaje. Toma tu equipaje y sal al tejado.
Grontal acabó de vestirse, tomó el hatillo e hizo lo que el mago le proponía. El
tejado era de lajas de pizarra en seco y quebró un par de ellas antes de
afirmarse.
—¿Y ahora?
—Ahora viajarás por el aire. Adiós, amigo mío y que Dios te conserve esa
salud tan estupenda que tienes.
—¿Qué salud? —preguntó Grontal, por decir algo. La perspectiva de volar lo
entusiasmaba tan poco como la de navegar.
—Yo me entiendo —dijo Milotto.
El mago extendió los brazos, arrugó la frente y fijó los ojos en un punto del
vacío. Una vez concentrado pronunció con voz grave un conjuro en algún idioma
ancestral ininteligible. Después sopló sobre la palma de su mano derecha. Al
instante un viento huracanado arrebató al enano, arrancó de paso unas cuantas
láminas de pizarra, y se los llevó girando por los aires en el centro del torbellino.
CAPÍTULO XXXVI

Lucas y sus acompañantes penetraron en la basílica de san Marcos.


Desde los mármoles que decoraban el suelo y los muros hasta las altas
bóvedas que sostenían el techo, el templo aparecía cuajado de oro y de mosaicos
que destellaban iluminados por decenas de lámparas de cristal, de plata y de oro,
las ofrendas de generaciones de mercaderes enriquecidos que mostraban al santo
patrón su gratitud por favorecerlos en los negocios. Los visitantes pasaron ante el
altar may or, donde estaba el monumento de mármol en el que se guardan los
huesos de san Marcos Evangelista, traídos desde Alejandría en 828 por dos
mercaderes venecianos.
—En realidad ese cofre está vacío —indicó Lucas de Tarento a sus
compañeros—. Las reliquias de san Marcos son el paladión de la ciudad, el
amuleto mágico que la protege. Por eso permanecen ocultas en un lugar secreto
de la basílica.
Rodeando el trascoro llegaron a la capilla de las Reliquias, cuy os muros
estaban enteramente cubiertos por un retablo frontal y dos laterales recorridos
por cajoneras de maderas finas con incrustaciones de plata y marfil hasta el
arranque de las bóvedas. En aquella botica se guardaban las reliquias de más de
mil santos y santas de la cristiandad minuciosamente clasificadas y etiquetadas
con pequeños marbetes bellamente caligrafiados. Una alta verja de gruesos
barrotes dorados rematados en puntas de lanza cerraba la capilla. En el centro del
retablo frontal, tres puertecitas adornadas de espejuelos engastados en oro
guardaban las santas reliquias de Cristo (un trozo de prepucio, dos sagradas
espinas y tres pepitas de una sandía que se comió en Tiberiades tras el sermón de
la Montaña).
Lucas de Tarento repasó con los ojos las filas de anaqueles hasta que, con
cierta dificultad, pudo distinguir lo que buscaba, en un cajoncito a considerable
altura del retablo principal.
—Las piedras de san Todaro.
Allí se suponía que estaban la Manchada, la Luciente y la Nuececita, que
junto con sus compañeras, las otras nueve piedras dragontías, ay udarían al Baal
Shem o Maestro del Nombre a descifrar el nombre absoluto encerrado en la
Mesa de Salomón. De eso dependía el destino de la Cristiandad.
La Oficina de los Avisos era el servicio secreto de Venecia. Al principio había
tenido un origen meramente comercial, como casi todo en la Serenísima
República. Sus cónsules, distribuidos por los principales puertos del Mediterráneo,
informaban sobre la solvencia y honradez de los mercaderes extranjeros que
negociaban con Venecia. Inevitablemente, fueron informando de otras cosas,
incluidas las más íntimas y privadas. Estos cónsules mantenían confidentes en los
principales puertos y habían infiltrado agentes en las cancillerías extranjeras,
incluidas las islámicas. De ese modo, la Señoría de Venecia estaba al corriente no
sólo de los precios del trigo y de las subidas previstas en cualquier punto del
mundo, sino de las idas y venidas de mercaderes, correos y embajadores,
cualquier dato, por despreciable que pareciera, que pudiera redundar en
beneficio de los negocios de Venecia.
En el puerto de Chioggia, un marinero borracho de La Muchacha Sonriente le
contó a una camarera del mesón El Espolón del Negro, especialidad en atún
encebollado y vinos de la Verona, que el capitán de su nave, un tal Odón el Calvo,
había arrojado al mar a un caballero rubio al que había embarcado en Morea. El
agente de la Serenísima en Chioggia, que tenía a Odón el Calvo en la lista de
sujetos a los que la Serenísima quería vigilar, supo lo ocurrido e informó a
Venecia por paloma mensajera. Un funcionario de la Oficina de Avisos realizó
los cálculos pertinentes. La Rozagante Arbórea había recogido un náufrago y lo
había desembarcado en Venecia aquella misma mañana. Cabía la posibilidad de
que fuera el que se les adelantó matando a la dragona de Delfos. ¿Tendría en su
poder las piedras Fogosa e Intrincada? También podría ocurrir que fuera otro el
náufrago. En tal caso, el que cay ó por la borda de La Muchacha Sonriente se
encontraría en el estómago de los tiburones, pero era posible que las dos piedras
del dragón extraviadas siguieran en su equipaje, propiedad ahora de Odón el
Calvo.
La Muchacha Sonriente había fondeado dos días antes en Chioggia y al día
siguiente había proseguido viaje hacia Brindis¡. La Oficina de los Avisos envió
una paloma mensajera para apercibir a sus agentes en el puerto de destino.
Debían detener a Odón el Calvo en cuanto desembarcara y registrarían su
camarote hasta dar con dos piedras parecidas a un pegote de cera del tamaño del
dedo pulgar.
CAPÍTULO XXXVII

Odón el Calvo se hospedó en La Sirena Despatarrada, la mejor fonda del puerto


de Brindis¡, famosa por su cazón marinero en vino de la Apulia. Cuando subió a
su aposento para la siesta, después de un baño reparador y un opíparo almuerzo,
no encontró a la rubia frisia que había contratado para que le rascara la espalda,
sino a tres sicarios mal encarados, y uno de ellos bisojo, que lo maniataron, lo
amordazaron, le cubrieron la cabeza con un capuchón de tela negra, lo
descolgaron por una ventana trasera (sin ahorrarle costalada al llegar al suelo,
que era de guijarros), y lo condujeron a un coche cubierto que aguardaba frente
al callejón. El viaje, con mucho traqueteo, duró como una hora. Al final le
quitaron la capucha y Odón el Calvo se encontró en una sala espaciosa con las
paredes de piedra que rezumaban salitre y humedad. De una garrucha fija en el
techo pendía una soga. El único mueble era una mesa grande cubierta con un
tapete negro. Detrás había un escribiente delgado, vestido de negro. Sólo se oía el
rasgueo de la pluma sobre el papel. Los secuestradores le quitaron la mordaza y
le pasaron la soga por las ligaduras de las manos atadas a la espalda. No hacía
frío, pero en la habitación había un brasero de bronce con una barra de hierro no
más gruesa que el meñique de una monja dulcera hundida entre las brasas. El
bisojo la extrajo brevemente para comprobar que la punta estaba al rojo vivo.
Odón el Calvo comprendió que le iban a aplicar tormento.
Si se resistía a hablar.
¿Resistirse? ¿Quién pensaba en resistirse? Odón el Calvo era un hombre
razonable. Por otra parte, no tenía nada que ocultar, aparte de las cuatro
granujerías propias de un capitán mercante que mantiene una novia en cada
puerto, todas exigiendo regalos y preseas antes de abrirse de piernas. Quizá
últimamente se le había ido la mano y había perpetrado algún que otro asesinato,
pero siempre desconocidos, viajeros de poco lustre, aves de paso a las que nadie
iba a echar de menos. Se le ocurrió que la Confederación de Ciudades Marítimas
podía estar investigando las misteriosas desapariciones de los pasajeros que
admitía en La Muchacha Sonriente. Las ley es del mar eran estrictas y mucho
más cuando andaba Venecia de por medio. Eso podría costarle la horca.
Comenzó a sudar.
El hombre que estaba detrás de la mesa dejó de escribir y lo miró con una
expresión indescifrable, que lo mismo podía ser de asco que de pena.
—No tengo mucho tiempo que perder —enunció con una voz modulada—.
Por lo tanto te haré una pregunta y si me satisface tu respuesta te librarás del
tormento.
—No tengo nada que decir. —Probó Odón el Calvo, a mostrarse firme—.
Sólo que estáis interfiriendo en los negocios del mercader Paolo Fusta, a quien
sirvo. A vuestros jefes en la Serenísima no les va a hacer gracia recibir las quejas
de mi patrón, que tiene amistades en lo más alto de Venecia. Tengo una carga
que entregar y Paolo Fusta es un hombre exigente.
El inquisidor río por lo bajo con su voz cascada.
No te preocupes. Tu navío tiene y a un nuevo capitán y Paolo Fusta se ha dado
por satisfecho. De Cristo acá no hay nadie imprescindible en esta vida. ¿Quieres
tormento o prefieres desembuchar voluntariamente?
Odón el Calvo comprendió la gravedad de su situación.
—¡Diré lo que sea!
—Eso es ponerse en razón —comentó el interrogador con una sonrisa llena de
dientes menuditos—. Veamos: hace unos días arrojaste por la borda a un
caballero teutónico. ¿Qué había en el equipaje del caballero?
No le preguntaban por el caballero, sino por su equipaje. Quizá pudiera salvar
el pellejo después de todo. Odón el Calvo cantó de plano y en su confesión
incluy ó la descripción de las dos misteriosas piedras.
—¿Qué clase de piedras?
—Parecían de ámbar, o de resina del desierto. Intenté sacar una moneda de
plata por ellas pero sólo obtuve cuatro de cobre. ¿Qué importancia tienen? Eran
sólo baratijas.
—¿Quién las tiene ahora?
—Se las vendí a un mercader siciliano, un tal Tomasso Albino.
—¿Dónde?
—Me abordó cerca de Chioggia, en una galera rápida.
—Habrás dado parte en el puerto. La ley prohíbe sacar mercancías en el mar
y comerciar con piratas.
—Bueno. No dije nada porque el siciliano no me pareció peligroso. Era sólo
una galera rápida, sin mucha gente, y sólo quería un par de barriles de carne
salada. Temí que se rieran de mí si declaraba que nos abordó de noche mientras
el centinela dormía.
—¿Qué aspecto tenía el siciliano?
—Nervudo, con un parche en la mejilla.
—¿Has oído hablar de los espejos de Venecia? Los preparan para la Oficina
de Avisos unos magos en la isla de Cos. Por medio de uno de esos espejos hemos
visto a tu mercader. No era siciliano, sino sarraceno: el corsario Muley Osmán
que ha abandonado los mares del basileo donde tiene sus pesquerías y se ha
metido en el Adriático, en las mismas narices del león de Venecia, en busca de
esas dos jodidas piedras. ¿Sabes por qué se llama « serenísima» a la Serenísima?
—No, señor —respondió Odón el Calvo con humildad y abatimiento, pero
también con la conformidad del que se sabe irremisiblemente perdido.
—Serenísima quiere decir que nunca se descompone, que mantiene la calma
y el dominio cuando los rey es, los papas y los basileos bufan —lo ilustró el
agente—. La Serenísima no se descompone casi por nada, pero cuando una vela
extraña se mete sin su permiso en el Adriático, que es como si se metiera en su
bañera particular, eso nos toca los cojones a los venecianos, ¿captas la idea?
Odón el Calvo admiró la eficacia del lenguaje diplomático veneciano,
flexible y capaz de adaptarse a cada situación y a cada interlocutor.
—Capto, capto —murmuró, mostrando conformidad.
El emisario de la Serenísima se dio por satisfecho. Anotó en un folio los datos
facilitados por Odón el Calvo, espolvoreó un poco de arena sobre la tinta fresca,
sopló, dobló la cuartilla y la guardó en un bolsillo de su jubón.
Odón el Calvo meditaba sobre su delicada situación. Se le veía bastante
abatido.
—Si lo sabéis todo, ¿por qué me habéis secuestrado en lugar de perseguir al
pirata? Yo no tengo nada que pueda interesaros.
El secretario se rió en sordina, una risa cascada, desagradable, que se abría
paso de lado entre los dientecillos carniceros.
—Te equivocas. Todavía hay algo que puedes darnos y nos vas a dar. Tu piel.
El prestigio de Venecia se basa en su seriedad y la seriedad aconseja castigar al
delincuente. Has asesinado a tus pasajeros, has robado, te has metido en
trapicheos a espaldas de la Serenísima y nos has mentido. La Serenísima te
condena al lazo azul.
El estrangulador de la Serenísima era un tracio recio y bajito, de brazos
musculosos y un tatuaje en el hombro con la virgen de Blanquernas dentro de
una orla con la inscripción « No me desampares ni de noche ni de día» . Salió de
las sombras, hizo una leve venia al interrogador y sin más preámbulo realizó una
lazada en su cordón de seda sobre el cuello del prisionero, introdujo una vara
gruesa de avellano e hizo un torniquete.
Odón el Calvo intentó resistirse.
—No te preocupes, amigo, que esto va a ser visto y no visto —lo tranquilizó el
verdugo—. Y piensa que más sufren las mujeres cuando paren.
El emisario de la Serenísima abandonó la cámara seguido de los esbirros. Las
sentencias de la Serenísima eran inapelables. A Odón el Calvo no le quedó más
recurso que defecar en los calzones antes de morir. « Que se joda el que los
aproveche» .
CAPÍTULO XXXVIII

Sonaba el toque de cubrefuegos en la iglesia de san Giovanni y Paolo de Venecia,


cuando La Rozagante Arbórea atracó en el Canale delle Galeaze. Sven le Berg se
despidió del capitán Giorgio Bonafede y desembarcó. Después de cumplimentar
el cuestionario del Registro de Pobres, se guardó la cedulilla que le daba derecho
a tres días de sopa boba en la beneficencia del palacio Ducal y se encaminó al
puente de la Ca de Oro, el barrio de las putas, donde al anochecer paseaban las
carrozas cubiertas y las sillas de mano de los libertinos en busca de carne nueva.
También acudían señoras insatisfechas a contratar jóvenes robustos; mulatos
musculosos; palafreneros que olían a cuadra o fornidos barqueros que olían a
sudor. Los que se ofrecían merodeaban por el puente y sus alrededores y
adoptaban posturas viriles o delicadas, dependiendo del cliente al que se dirigiera
la oferta. De vez en cuando una carroza o una silla de manos cubierta se detenía,
una mano apartaba la cortina y llamaba a uno de los putos. El elegido se
aproximaba, cuchicheaba un momento con quien requería sus servicios y, si
llegaban a un acuerdo, sólo tenía que seguir al vehículo a prudente distancia hasta
alguna casa apartada, con patio interior débilmente iluminado por una linterna
sorda, donde el misterioso pasajero se apeaba y subía unas escaleras hasta un
aposento alquilado, seguido por el hombre escogido. Al cabo de un cierto tiempo,
quizá de varias horas, el joven salía con unos cuantos ducados venecianos en la
faltriquera, pasaba ante el cochero medio dormido sin mirarlo y se perdía en las
sombras de la noche. La persona a la que había satisfecho retomaba su carroza y
regresaba a su residencia o acudía a sus devociones nocturnas, a las que tan
aficionados eran los venecianos, en la iglesia o convento de un barrio lejano.
Sven le Berg sonrió ante la perspectiva de aprovechar en su beneficio esta
depravada costumbre de los buenos cristianos de Venecia, los que en sus
plegarias se declaraban enemigos de la Abominación, sin considerar hasta qué
punto la servían. El uso de máscaras en las excursiones nocturnas para
asegurarse el anonimato había comenzado varias generaciones antes, cuando la
ciudad era todavía una aldea habitada por devotos palurdos. Al principio fue un
modo de preservar la modestia de los fieles que acudían de noche a las iglesias,
por mortificación, y querían evitar que su actitud se tomara por alarde de piedad.
Corrompida la intención primordial, la máscara ocultaba la identidad de los
disolutos y, especialmente, de las disolutas, cuy a afición al sexo extracony ugal
era bien conocida.
Sven examinó los putos que se ofrecían en el puente o sus inmediaciones.
Algunos eran jovenzuelos imberbes, casi niños, cabezas teñidas de oro que lucían
a la luz de los fanales como crisálidas nocturnas; otros eran talludos y
musculosos, vestidos para satisfacer los gustos de la variada clientela. Sven
destacaba entre ellos por su altura y su apostura. El tosco say o de marinero que
vestía quizá no podía compararse con los ceñidos atuendos de sus competidores,
pero dejaba adivinar una espalda ancha, unos hombros redondos, un cuello de
toro y unos bíceps espléndidos. A los pocos minutos, un coche se detuvo a su lado
y una mano enguantada lo llamó. Sven caminó despacio hasta el vehículo.
—¿Eres nuevo?
Era una cálida voz de mujer.
—Sí, señora. Acabo de llegar a la ciudad.
—Por lo tanto, no tienes amiga —dedujo la voz.
—No, señora. No tengo a nadie.
—Sigue a mi carruaje y no te arrepentirás.
La dama agitó una campanita de plata. El carruaje reanudó su marcha por
las callejuelas solitarias y puentes voladizos sobre oscuros canales, hacia Santa
María de Frari. Cuando hubieron recorrido una milla, penetraron en un enorme
patio rodeado de espectrales cipreses. Del pescante se apeó un negro gigantesco
que extendió la escalera articulada bajo la portezuela del vehículo. Una figura
embozada en un amplio manto de viaje, la cabeza cubierta con la capucha,
descendió y cuchicheó brevemente al oído del gigante. Después indicó a Sven
que la acompañara.
CAPÍTULO XXXIX

Era de noche y el vuelo mágico del enano Grontal por los cielos de la
Cristiandad, a no más de cien pies de altura, remontando cuando era menester
para esquivar montañas, árboles o campanarios, lo llevó sobre Treviso, con sus
tejados de pizarra inclinados; Saint Moritz, con sus siete campanarios blancos;
Ulm, con sus puentes de piedra adornados de berracos de granito; Manheim, con
sus prados donde crece el trébol y nieva en invierno; Kassel, la de las minas de
hierro y Goslar, al lado de una laguna donde un pez antiguo canta vísperas con
voz de tenor aguachinado. Llegando a este punto de la región magderburguiana,
donde retorna el viento de poniente, el torbellino que transportaba al enano torció
a la derecha y sobrevoló Postdam, donde, por broma, se llevó de un tendedero
las bragas de la señora del prefecto imperial y con ellas y Grontal avistó el
Báltico frío y gris por Swinemunde, que sobrevoló hasta la isla de Gotland. En
este punto, el vendaval campanero desaceleró y se redujo a torbellino y el
torbellino a viento y el viento a brisa que depositaron suavemente al enano
Grontal y las bragas de la gobernadora sobre un prado herboso en el que
pastaban varias vacas pintas. Grontal como llegaba sediento del viaje, por la
emoción y por el aire seco que se respira en las esferas, lo primero que hizo fue
llegarse a una de las vacas y darle unas cuantas mamadas en las ubérrimas
ubres. La vaca lo dejó hacer, comprensiva y maternal. En ello estaba, con los
ojos cerrados por deleite, cuando llegó zumbando la pedrada de un pastor que no
le acertó de milagro.
—Con que robándome la leche de la Gustosa, ¿eh? Y luego querrás follártela.
El que hablaba era un vikingo arrebujado en una manta de pelo trenzado, con
un gorro de lana en la cabeza, polainas en los pies y una honda en la mano.
Grontal no conocía el idioma vikingo, pero se introdujo en la boca la hoja de
abedul que le había entregado Cantacuzanos para que pudiera hablar y entender
cualquier idioma, si bien la dicción le salía algo gangosa a consecuencia de la
hoja.
—Me llamó Grontal —se presentó en vikingo, que era un dialecto alto-alemán
—. Vengo en son de paz —se apresuró a añadir al ver que el pastor había
colocado otra peladilla en el cazo de la honda. La primera pedrada había sido
para tomar puntería y la segunda lo podía descalabrar—. Me envía el Papa de
Roma para un asunto de mucha importancia para la Cristiandad.
—A nosotros la Cristiandad nos la suda —respondió el vikingo mostrándose
algo más amistoso—. Si tienes hambre mama un poco más de leche, pero no me
vay as a vacilar con grandezas, que me conozco y cuando me cabreo soy
peligroso. Los enanos sois unos liantes y lo que vais buscando es bebernos la
leche de las búfalas y enlecharnos a las mujeres.
Grontal comprendió que los enanos de aquellos parajes no resultaran
simpáticos a los humanos.
—Yo no soy de por aquí —se apresuró a aclarar—. Vengo de la Romanía en
son de paz y traigo credenciales. ¿Hay por aquí alguna comunidad cristiana?
—Los Noorgen, nuestros vecinos, están un poco cristianados por unos monjes
misioneros que vienen de Dinamarca y les cuentan unas trolas tremendas de un
dios que nació de una Virgen y su Padre celestial permitió que lo crucificaran
para redimir a la humanidad por un pecado colectivo que, por lo visto, había
cometido un antepasado y que consistió en robar una ciruela de un árbol
prohibido. ¡La repera, pero ellos se lo creen!
—Y esos Noorgen, ¿se pueden ver?
—¿No se van a poder ver? En cuando amanezca, porque estas no son horas.
Cuando amaneció, el vikingo de las pedradas condujo a Grontal al valle
cercano donde habitaban los Noorgen. Había en el centro de un pradillo verde
una docena de cabañas de madera y techo de paja y en el extremo más
ventilado del pueblo una iglesia de piedra en construcción.
—Aquí estaba antes la peña de los Suspiros —indicó el pastor cuando pasaron
ante la iglesia— donde nos reuníamos mozos y mozas a copular alegremente
para asegurar la fertilidad de los campos, según la religión de Odín, pero ahora,
los monjes cristianos han convencido a los Noorgen de que eso es pecado y lo
que hay que hacer es rezar y sacar en procesión una cruz con un difunto
ensangrentado colgando. Yo no digo ni que sí ni que no, pero desde que no
podemos echarles un casquete a las Noorgen, y a verá usted qué mozas tan
aparentes son, y a no llueve como antes ni paren por derecho las vacas, eso va a
misa.
Klaus Noorgen, un hombre alto, rubio y afable, recibió a Grontal en la cocina
de su casa y después de ofrecerle unas gachas de almorta y manteca escuchó su
embajada y miró las credenciales vaticanas y reales que el enano aportaba. No
entendió nada de ellas, porque Noorgen era analfabeto. No obstante, envió a un
hijo a que llevara al visitante y los papeles a la misión en el valle contiguo, junto
a la costa de Wisby, donde había varios monjes.
Los religiosos recibieron al enano llegado por los aires con cierto recelo y lo
remitieron al rey Turmon Noorgen en la Nueva Roma, una aldea fangosa en el
centro de la isla. El rey habitaba en un castillo de madera, nada más que
mediano, en medio de un fangal.
—Esa piedra que dices, la Templada, la recibí de mi padre que a su vez la
recibió del suy o. Es emblema de la realeza y dadora de salud. Basta pasarla por
un herpes para que desaparezca la culebrilla y si el paciente se la mete en la
boca se le van las fiebres, por eso se llama la Templada. A ella le gusta curar. A
mi abuelo le alivió el asma y él, agradecido, le escrituró un molino con sus
campos circundantes. Otros pacientes aliviados de diversos males le han dejado
varias mandas en los testamentos. Es una piedra bastante rica.
—Veo que la tienen en mucho aprecio —dijo Grontal—. El Papa sólo desea
que la utilicemos en cierta cura que es necesaria para la salud del orbe cristiano.
Luego la devolverá con muchas bendiciones para ti y para tu pueblo.
Noorgen dirigió una mirada triste al enano.
—El daño está —suspiró— en que la piedra, que y o vi por última vez de niño,
no sé dónde estará ahora. Le hemos perdido la pista.
—¿Que le han perdido la pista? —preguntó Grontal incrédulo.
—Eso he dicho. La ley enda sostiene que algún día aparecerá un guerrero
intrépido que vencerá al gigante Antulfas. Entonces la piedra Templada, donde
quiera que esté, saltará de alborozo y se dejará ver.
El gigante Antulfas vivía en la isla Oland, también llamada de la Espada a
causa de su forma alargada, frente al Colmar. Los suecos, que habitaban la costa
vecina, habían abandonado la isla a causa del gigante, al que creían invencible,
pero los vikingos de Gotland aspiraban a recuperar sus ricos pastizales. Hasta que
el gigante apareció, hacía de eso unas nueve generaciones, la costumbre era que
al final del verano, cuando los barbechos de Gotland estaban medio agotados,
algunos rebaños de ovejas y vacas se trasladaran a Oland para aprovechar la
hierba. Además, aquella hierba tiene mucho salitre y hace la carne esponjosa y
la leche cremosa.
—Así que llego, venzo al gigante Antulfas, la piedra Templada reaparece y
me la entregáis como recompensa.
—Si sometes al gigante, ese es el trato —convino Turmon Noorgen.
—Bueno.
Para llegar a la morada de Antulfas había que atravesar el Báltico. A Grontal
no le entusiasmaba la idea de embarcarse, aunque fuera para un viaje corto y
tranquilo. Aquella noche, en el aposento del castillo de Nueva Roma que Noorgen
le había asignado, poco más que un barracón con las paredes y el techo de
troncos, Grontal atrancó la puerta, sacó el espejo que Cantacuzanos le había
entregado y recitó el hechizo.
La voz de Cantacuzanos y una leve sombra de su figura se personaron en el
aposento.
—¿Qué hay, amigo Grontal? —saludó.
—Tengo que matar a un gigante en la isla Oland y pretenden que viaje en
barco. Lo del gigante y a me parece mucho, pero desde luego lo de viajar en
barco es demasiado. Me niego en redondo.
—Te tiembla la barba, ¿eh?
—A los enanos no nos gusta el agua, tú lo sabes.
—No podemos abusar de la magia. Si hago el hechizo de la
teletransportación, tendrás menos recursos para enfrentarte al gigante.
—¿Tan duro de pelar es?
—Lo es. Los suecos no han podido con el. Tú viajarás por agua y cada poco
rato irás cogiendo una muestra de agua de mar hasta llenar un tonel de cinco
arrobas que llevarás hasta el collado del Viento y allí esperarás al gigante y lo
retarás a pelear. Cuando lo tengas encima en lugar de propinarle un hachazo se lo
das al barril.
—De acuerdo —aceptó Grontal—. Supongo que tú sabrás lo que haces.
—Lo sé —respondió Cantacuzanos.
—Espero no hacer el tonto atacando al barril cuando el gigante intente
aplastarme —objetó todavía el enano.
—Pierde cuidado —respondió Cantacuzanos antes de disiparse en el aire.
Grontal permaneció un rato meditando sobre el asunto, boca arriba en la
cama, con las manos bajo la nuca, hasta que sonó un cuerno de caza en el patio,
que convocaba a la cena. Se vistió y bajó al salón. Una chimenea central
albergaba un asador enorme del que los vikingos tomaban carne según categorías
y clanes en buena paz y compañía y sin muchos formalismos. Cuando lo vio
aparecer, el rey Noorgen lo llamó a su lado e hizo traer un par de mantas
dobladas como asiento supletorio para que Grontal alcanzara cómodamente la
mesa. Un cocinero franco, raptado en un monasterio de Irlanda, le puso delante
una gruesa rebanada de pan, que le serviría de plato, y encima de ella una
humeante tajada de ciervo en salsa de hígados y trufas al vino dulce. Grontal
tenía el suficiente mundo como para no preguntar qué hacía un cocinero francés
en una isla perdida del Báltico. Ya no se organizaban expediciones como en los
viejos tiempos, cuando los normandos eran todavía paganos, pero, no obstante,
algunos mantenían la costumbre de dejarse caer cada pocos años por las costas
de Europa a ver lo que rapiñaban. Los tataranietos de los grandes vikingos que
devastaban regiones enteras se limitaban ahora a violar a las morenas, a robar las
bodegas y a secuestrar a los cocineros. « Ya que vivimos como cerdos —solía
decir Eric el Terrible— por lo menos que comamos y bebamos decentemente» .
—¿Y lo de las morenas?
—Es por el gusto que dan.
—También lo dan las rubias.
—Sí, pero rubias y a las tenemos aquí y todos los días el mismo menú, cansa.
Grontal comió carne con salsa especiada hasta la saciedad y bebió aguamiel
fermentada de la misma copa de Noorgen, lo que era un gran honor.
—Esto te coloca igual o más que el vino —le dijo Noorgen en confianza— y
no se avinagra aunque agiten el barril en la bodega del barco cien tormentas de
mil demonios, de esas que siembran de ballenas las cumbres de los montes.
Tras el banquete retiraron las tablas y los caballetes, despejaron la sala y
organizaron corrillos, tertulias, cantos y otras manifestaciones folklóricas. Ya de
madrugada, cuando el jolgorio se fue apagando y casi todos se habían retirado a
dormir, salvo unos cuantos borrachos que roncaban en los bancos, Noorgen se
levantó torpemente, agarró su manto de armiño, que había resbalado hasta el
suelo pringoso, se despidió de su invitado y se retiró a sus aposentos ay udado por
un par de guerreros.
Durante el banquete, Grontal le había echado el ojo a una camarera rubia,
Brunequilda Smudsen, una viuda cuarentona, frondosa, de firmes carnes, elevada
estatura y caracteres sexuales secundarios excelentemente marcados, eso
saltaba a la vista. En un aparte, cuando ella le llenaba la jarra, Grontal le había
acariciado el trasero con la mano tonta, como por descuido y ella había acogido
su atrevimiento con una amable sonrisa.
Brunequilda había despedido a sus compañeras y estaba barriendo la sala.
Grontal se le acercó por la espalda y le metió la mano bajo la enagua. La mujer
dio un repullo.
—¡Caramba con el huésped y qué atrevido es! —lo riñó divertida.
—¡Ya quisiera que la anfitriona fuera tan caritativa como y o atrevido! —dijo
Grontal en tono triste—. Perdona que te importune, mujer, pero mañana pudiera
estar muerto, la fiesta se ha extinguido, cada mochuelo se ha ido a su olivo y y o
no quisiera pasar esta noche, que puede ser la última, solo como un perro.
Brunequilda se enterneció.
—Quizá te doy asco porque soy enano —añadió Grontal melancólico. Nada
de eso— replicó la viuda: —todos somos hijos de Odín, enanos, humanos, elfos…
incluso puede que los orcos.
—Los oreos no sé —respondió Grontal—, pero desde luego los enanos
tenemos una sensibilidad la mar de grande.
—Eso es lo que importa —dijo la camarera—, la sensibilidad. El tamaño de
la persona no importa.
Grontal enarcó una ceja.
—¿De veras crees que el tamaño no importa? La rubia asintió solemnemente.
—Eso creo.
Grontal la tomó de la mano y la condujo a su aposento. Dos bebedores medio
borrachos se dieron con el codo e intercambiaron pícaros guiños.
Grontal y Brunequilda pasaron la noche juntos y al día siguiente, cuando las
banderas del día estaban bien levantadas, sonaron los cuernos que convocaban la
expedición contra el gigante Antulfas. Grontal saltó de la cama, tomó su hacha de
combate y se despidió de Brunequilda con un beso en la frente. Ella, sudorosa,
satisfecha y escocida, remoloneó un poco antes de abandonar la cama. Quería
regodearse con el recuerdo reciente de lo vivido y sentido.
—¿Volverás?
—¿Sigues pensando que el tamaño no importa? —preguntó el enano. Ella
sonrió satisfecha.
—¡Vay a si importa!
La besó otra vez y se fue. En el puerto, los remeros, todos jóvenes, rubios y
esforzados, habían ocupado sus puestos y aguardaban con los remos levantados.
El pueblo había bajado a aclamar al enano que se enfrentaría con el monstruo
Antulfas. Grontal avanzó por el pasillo que formaba la muchedumbre todos
muchísimo más altos que él, recibiendo parabienes y golpecitos amistosos en el
hombro, además de algún que otro pescozón accidental. « Así habrán despedido a
otros héroes que no regresaron» , pensó mientras lo jaleaban.
El drakar se hizo a la mar y se perdió en dirección a Oland, la isla de la
Espada.
CAPÍTULO XL

Mientras el enano Grontal gozaba de las mieles del amor antes de enfrentarse a
su incierto destino, a tres mil kilómetros de distancia, en Venecia, Lucas de
Tarento no conseguía conciliar el sueño, la mirada perdida en los altos y
elaborados artesonados de la nunciatura apostólica. El verano se resistía a
despedirse y el día había sido caluroso, con el calor húmedo agobiante que
caracteriza a la ciudad de las lagunas. Definitivamente desvelado, el antiguo
templario se levantó y se acodó en la ventana. La luna en su cuarto creciente
difundía una pálida luz sobre las aguas del gran canal surcadas por las sombras de
silenciosas embarcaciones. En la orilla opuesta brillaban algunas luces amarillas
en ventanas y puertas de tabernas y palacios.
Del canal ascendía una suave fetidez producto de la putrefacción fluvial,
porque la retirada de la marea dejaba al aire el fango del fondo y los vertidos de
las cloacas. Lucas, ensimismado en sus pensamientos, dio en pensar en otra
noche, semanas atrás, en el palacio de la Salomera de Constantinopla, cuando lo
visitó la Dama de la Rosa Azul. Desde entonces no había apartado de sus
pensamientos la espectral visión, el bello fantasma. El guerrero no sabía descifrar
la agradable congoja, si era un atisbo absurdo de amor o la simple conmoción del
deseo carnal.
Aquella noche, Lucas de Tarento conoció una sensación nueva. No era el
recuerdo de la Dama de la Rosa Azul asaltándolo como otras veces, sino algo
más próximo. Era que, sin advertirlo apenas, el perfume de las extrañas flores
del patio lejano había sustituido paulatinamente a la fetidez del canal. El caballero
presintió la inminente presencia de la misteriosa dama y al volverse, sintiendo
que no estaba solo, la encontró en el centro de su alcoba, enigmática y sonriente
después de la prolongada ausencia.
—¡Señora! —murmuró.
Un golpe de viento abrió la ventana de par en par y apagó las velas. Afuera
comenzó a descargar una tormenta. En la penumbra de la habitación la única luz
era una leve fosforescencia que se desprendía, como un halo gaseoso, de los ojos
de la Dama. Ella posó una mano de porcelana sobre la leve cicatriz de su cuello.
El caballero Lucas, con una creciente opresión en el pecho, la observaba en
silencio.
—Una vez tú y y o estuvimos en el acantilado, como ahora ¿no lo recuerdas?
—dijo la dama en el dulce dialecto veneciano—. El viento furioso lo arrastraba
todo a su paso. Subía el mar afilado, enojado, hambriento de sacrificios y todas
las palabras fueron menos que nada, ni todo el amor del mundo… El abismo
como una fiera hambrienta…
Era hermosa a la luz que ella misma desprendía, la luz que se adensaba en la
habitación envolviendo con un halo mágico al caballero Lucas, a su espada sobre
un sillón, a su cota de malla envuelta en la camisa, sobre la mesa, a los variados
objetos que la estancia contenía.
La Dama hablaba moviendo apenas los labios, en un susurro que la soledad y
el silencio acrecían y Lucas, quieto, aturdido, miraba fascinado aquellos labios
tocados de un extraño carmín semejante a la sangre.
—Corrí desesperada a tu encuentro. Demasiado tarde. De pie, mirando al
vacío, pensé en seguirte pero una fuerza misteriosa detuvo mi cuerpo inclinado.
Tu destino es otro. De su cuello —dijo, rozando levemente el suy o— emanó luz
azul, éter y aguamarina… —la dama guardó silencio un instante… y quedé de
rodillas en la noche, el cabello azotado al viento, desnuda, la voz rota
pronunciando tu nombre…
La túnica se deslizó lentamente hasta el suelo con un siseo de seda. Estaba
desnuda y su cuerpo, hermoso hasta el dolor, brillaba con aquella extraña luz
interior que se desbordaba por los ojos.
—Escuchad a vuestro corazón. El os guiará.
Desprendió de su cuello una cadena de la que pendía una aguamarina y la
colocó alrededor del cuello de Lucas de Tarento sin dejar de mirarlo a los ojos.
—Su corazón es de éter —añadió—, y participa del alma del mundo y de su
materia. Os acompañará.
Lucas sintió el reflejo del mar y del cielo, del agua corriente de las fuentes,
del agua dormida de los lagos y de los arroy os, el azul de la flor, la palabra y la
sabiduría.
Cesó la fosforescencia azul y la oscuridad se adueñó nuevamente de la
estancia. La dama se adelantó unos pasos hasta situarse en el claro de la
habitación donde la pálida luz lunar iluminaba sus rasgos.
—¡Señora! —Esta vez, cediendo a un impulso irrefrenable, Lucas de Tarento
se adelantó hacia ella y extendió sus manos. Lo que encontró no fue un fantasma,
sino un denso cuerpo desnudo de mujer, unas caderas firmes y redondeadas que
acogieron su contacto con un leve estremecimiento. Ella se apretó contra él,
hermosa y enigmática, y le ofreció los labios. Se fundieron en un beso
prolongado.
Eso fue todo lo que el guerrero recordó cuando despertó a la mañana
siguiente. Unos golpes en la puerta lo arrancaron del profundo sueño. Se levantó
y descorrió el cerrojo. Era un viejo criado de la casa que le traía el batido de
leche y vino dulce con el que los venecianos despertaban.
—¿Habéis dormido bien, sire? —preguntó el may ordomo.
—Creo que sí —respondió Lucas todavía conmocionado por la imagen de su
sueño.
—Me alegro. Este aposento es el más noble de la casa, y lo reservamos para
huéspedes de alcurnia, aunque algunos prefieren una estancia menos lujosa por
miedo a la Dama Azul.
—¿La Dama Azul?
—Así llamaban a la duquesa de Selvo, sire, porque cultivaba rosas azules.
Lucas de Tarento se mostró muy interesado.
—La duquesa de Selvo vivió hace ahora cien años, sire. Era una mujer muy
hermosa, a la veneciana, hermosa y alta, de erguidos andares, largo cuello,
facciones armónicas, ojos de mirada penetrante, labios carnosos y firmes,
barbilla voluntariosa, una mujer capaz de cautivar los corazones más templados.
Entonces los venecianos éramos menos refinados que ahora, y menos ricos. La
Dama Azul escandalizó a la sociedad de los canales porque usaba aguas
perfumadas, porque protegía sus manos con unos finos guantes de seda ó de
terciopelo, según la estación, se maquillaba con afeites traídos expresamente
para ella de Alejandría y de Bizancio y comía con una etiqueta desconocida,
pues usaba un tenedor de oro. Estas innovaciones que hoy son normales entre la
alta sociedad de los canales, entonces nos alarmaban. Éramos bastante bárbaros.
Los ciudadanos vieron con satisfacción como el cuerpo de la princesa empezó a
pudrirse debido a los perfumes que usaba. Se llenó de llagas supurantes, blancas,
fétidas, la lepra blanca. Los parientes y los criados huy eron de ella y murió
abandonada de todos. Ahora dicen que su sombra vuelve a recorrer los salones y
los corredores de este palacio.
—¡La lepra blanca! —Lucas de Tarento recordó que era una de las taras de
la Abominación, pero se abstuvo de comentarlo.
El criado se inclinó y salió del aposento cerrando la puerta tras de sí.
Así que la misteriosa dama, o el espectro de la dama, la Dama de la Rosa
Azul que se le había aparecido en Constantinopla, regresaba ahora en Venecia,
ligada a una terrorífica historia.
« Quizá estemos en manos de la magia» , pensó, pero se abstuvo de
comunicar a sus compañeros las sospechas. ¿Había sido un sueño?
¿Había soñado con el contacto de sus manos en torno a las caderas de la
Dama Azul?
CAPÍTULO XLI

Sven cruzó el patio en pos de la sombra y luego franqueó una puerta y recorrió
un largo corredor iluminado con lámparas de aceite. Al fondo ascendió unos
peldaños y penetró en un vasto salón débilmente iluminado por una sola vela. Los
únicos muebles eran una enorme cama doselada, un arcón y un repostero sobre
el que una mano previsora había dispuesto los viáticos que reponen del desgaste
amoroso: una jarra de plata con vino dulce y bandejas con dulces de almendra y
miel y tocinillos de cielo.
La dama se despojó de la capa, la dejó caer sobre el arcón y se acercó a la
vacilante luz de la vela para que Sven contemplara su cuerpo desnudo. Era una
señora de cierta edad, pero aún apetecible, una mujer dispuesta a recuperar
avaramente la vida, a sacar todo el partido posible al esplendor último de su
belleza.
—Pórtate bien conmigo, hazme todo lo que sepas hacer y te recompensaré
debidamente —le dijo con la voz enronquecida por el deseo. Sven se acercó a la
mujer, alargó las manos y oprimió ligeramente sus pechos grandes y firmes,
grávidos, ligeramente caídos. Se inclinó y chupó los pezones erectos, grandes
como aceitunas, que emergían de las areolas oscuras. Contempló el bello rostro
de la dama y vio, asomada a los ojos alcoholados, ligeramente cansados, esa
llamarada de pasión que precede a las tristes cenizas de la vejez.
Ella comprendió.
—Eres hermoso y maligno —susurró con su sabiduría antigua. Sven volvió a
chupar los pezones con violencia para ocultar la mirada. La contempló
nuevamente. Era bella la dama. Los afeites no lograban desvirtuar la pureza de
sus grandes ojos almendrados, orlados de largas pestañas. Al compás de la
entrecortada respiración se movían las aletas de su nariz fina y recta, como de
marfil. Las mejillas algo carnosas, en el punto exacto de la madurez que precede
a la decadencia, se arrebolaban de deseo. El hombre mordisqueó las orejas
pequeñas y cálidas, lo que arrancó un suspiro lúbrico a la mujer, que se apretó
contra él y levantó un muslo.
Eso fue todo. A la placentera sensación de su sexo duro en la entrepierna
siguió la inconsciencia y la nada. Sven había tomado la cabeza femenina entre
sus fuertes manos y con una súbita torsión la había desnucado. Depositó el
cadáver sobre las losas de mármol, al pie de la cama y volviendo sobre sus pasos
salió al patio donde la carroza aguardaba. Llamó al cochero.
—Tu señora te necesita.
El negro recorrió el corredor a grandes zancadas y subió los peldaños de tres
en tres, con una agilidad que desmentía su corpulencia. La puerta de la alcoba
estaba abierta y la señora y acía en el suelo a la vacilante luz de las velas. El
hombre miró a Sven en demanda de explicación.
—¿Qué ha…?
No pudo terminar. El puño del rubio le golpeó la nuez. Se desplomó, como una
torre humana, sobre el cadáver de la señora. Sven le arrebató el cuchillo ancho y
corto que llevaba a la cintura y lo degolló. Después lo cacheó. Sólo encontró unos
cobres en la faltriquera y una oreja de Diana, el amuleto mágico que
supuestamente afina la inteligencia de los lerdos.
—No te he servido de mucho —le reprochó.
Registró a la dama y la despojó de sus joy as: siete valiosos anillos, un collar
de perlas de tres vueltas, unos pendientes turcos con piedras preciosas engastadas
y un puñado de ducados de oro en un bolsillo secreto de la capa. Suficiente para
comprar un buen caballo, una cota de malla y una espada y para vivir una buena
temporada. Asmodeo se había referido a una llave. Sven registró nuevamente las
ropas de la señora hasta que dio con otro bolsillo secreto, en el corpiño. La
llavecita de plata que abría el cofre de su esposo, el secretario del dux, Giorgio
Querini.
—Las piedras de San Todaro están en el palazzo Lucca —le había dicho
Asmodeo.
Sven salió a la Ruga san Giacomo. ¿A dónde dirigirse? Propinó una patada al
pie descalzo de uno de los mendigos que dormían bajo los soportales de la iglesia.
El hombre despertó enfurruñado, pero se calmó inmediatamente en cuanto
vio la moneda de plata que Sven había puesto delante de sus narices.
—Llévame al palazzo Lucca.
Anduvieron un buen rato por callejas y atravesaron un par de canales
malolientes antes de salir al campo Morosini.
—Aquel es el palazzo —dijo el mendigo señalando un caserón enorme que
ocupaba una manzana entera.
Sven le entregó la moneda y le dijo adiós. Cuando se quedó solo, paseó por la
plaza desierta estudiando las trazas del palazzo. El primer piso carecía de
ventanas y no presentaba más abertura que la enorme puerta cerrada. En el
segundo había algunas ventanas provistas de fuertes rejas. El tercer piso era una
galería de gráciles columnas y azulejos dorados.
Mientras meditaba el modo de entrar en el edificio, se detuvo y fingió rezar
frente a una hornacina esquinera en la que recibía culto una pequeña imagen de
san Marcos. Sobre el altarcillo había un soporte de hierro que sostenía el farol de
aceite. Las esquinas del edificio eran de sillares almohadillados. Un hombre
suficientemente ágil podría escalarlos hasta la hornacina y si apoy aba un pie en
el vástago de hierro del farol podría auparse hasta la galería de las columnas.
Sven trepó como un gato ay udándose del cuchillo arrebatado al negro, cuy a hoja
introducía en las desmoronadas junturas de los sillares. A la galería del piso
tercero daban varias puertas de madera. Probó con cada una de ellas hasta que
encontró una suficientemente débil que descerrajó con la hoja del cuchillo.
Una vez dentro del edificio, descendió por unas escaleras de caracol tan
angostas que con dificultad podía recorrerlas un hombre de su corpulencia. En el
piso de abajo había otro largo corredor débilmente iluminado por una candelilla.
Sacó la llave que había encontrado en el cadáver de la dama y la suspendió
en el aire sosteniéndola por su cordoncito azul mientras recitaba el conjuro de
Asmodeo. Al instante la llave flotó en el aire y se desplazó. Sven la siguió hasta
una puerta cerrada. La llave se había detenido en el aire, en medio de un aura
vagamente azul. El guerrero empujó la puerta. Se encontró en una sala pequeña
y oscura. La llave avanzaba iluminando el entorno con un leve resplandor. Se
detuvo frente a la panoplia que exhibía las armas arrebatadas a los orcos por
Doménico Matteo, el fundador de la dinastía Mocénigo, en la campaña de
Polonia.
En el centro de la panoplia había un escudo de madera con refuerzos de
metal, casi tan grande como la rueda de un carro. Sven lo descolgó cuidando de
no desbaratar las armas que lo adornaban. En la pared, detrás del escudo,
apareció una puertecita. La llave penetró en la cerradura y giró como si una
mano misteriosa la rigiera. Sonó un leve clic metálico. Sven abrió la puerta.
Había un objeto tapado con un pañuelo de lino. Levantó el pañuelo. Allí estaban
las tres piedras de san Todaro, las verdaderas, la Manchada, la Luciente y la
Nuececita, alineadas dentro de un relicario de madera de acacia con tres
celdillas de terciopelo en las que las tres piedras encajaban a la perfección.
Sven envolvió las piedras en el pañuelo, se las guardó en la faltriquera y
abandonó el edificio por el mismo camino que había utilizado para entrar. Cuando
llegó al puente Comer, la vaga claridad del amanecer comenzaba a perfilar el
cielo gris de la ciudad. « La policía no es tonta —pensó Sven— especialmente en
esta isla. Relacionarán el asesinato de la dama y del criado negro con el robo de
las piedras del palazzo Lucca» . En un instante toda la policía de la ciudad
buscaría al vagabundo rubio al que la dama contrató en el puente de la Paja.
Hallar a un hombre rubio en una ciudad en la que predominaban los morenos
no iba a ser difícil. Debía abandonar Venecia lo antes posible. En el canal de la
Viña había un embarcadero. Por una moneda de plata un gondolero lo cruzó al
otro lado de la lengua de agua y lo desembarcó en Terrafirma. Sven se dirigió
inmediatamente al Fondaco dei Tedeschi, la fonda de los tudescos, un sombrío
edificio en medio de un descampado convertido en estercolero. En torno a la
fonda, en establos provisionales, de madera con techo de paja, había cientos de
mulos y caballos llegados de Hungría y de Alemania para cargar la sal de Istria.
Los trabajos pasados y la falta de sueño habían agotado a Sven. Alquiló una
cama y durmió hasta media mañana. Después desay unó media hogaza de pan
empapada en mantequilla fundida y cuando hubo repuesto fuerzas se dirigió a las
cuadras y compró un buen caballo.
—¿Cómo se llama? —le preguntó al vendedor.
—Viento.
—Muy bien, Viento —le dijo mientras le acariciaba el fino pescuezo—.
Espero que seas tan veloz como tu nombre.
Salió de la fonda tudesca por el camino de Roma, pero apenas había
caminado media milla cuando se cruzó con un viajero que traía la cabeza tapada
con una capucha para resguardar los oídos del viento frío de la mañana. El
caminante se apoy aba en un báculo rematado en una raíz semejante a una mano
sarmentosa. Lo reconoció y tiró de las riendas.
—Sven le Berg, nuevamente nos encontramos —saludó el caminante casi con
cordialidad.
—Asmodeo de Sinán, ¿qué haces respirando el polvo de los caminos? Creía
que andabas por el aire.
—¿Tienes las piedras de san Todaro? —preguntó el mago.
Sven le Berg le lanzó un atadijo de tela que Asmodeo atrapó al vuelo. Lo
sopesó antes de abrirlo. El mago contempló las piedras de san Todaro, la
Manchada, la Luciente y la Nuececita. Rió con su risa cortada.
—Los papistas se quedarán con un palmo de narices cuando descubran que
los han timado —comentó Sven.
—Celebro que estés de buen humor —dijo el mago—. Me temo que tendrás
que regresar a la ciudad.
—¿Por qué? Los schiavoni me buscan para colgarme.
—Odón el Calvo le ha vendido las piedras dragontías que te arrebató a Muley
Osmán, el corsario sarraceno.
—¿Dónde están ahora?
—En la torre Catalina, en el castillo de la isla Inquieta. El pirata va a ofrecerle
un trato a Lucas de Tarento: las piedras a cambio de la chica que lleva consigo,
Isbela de Merens. Dadas las circunstancias, el templario aceptará, si no tiene más
remedio, porque debe anteponer los intereses de la cristiandad a los particulares,
por muy caballero que sea.
—¿Y nosotros qué podemos hacer?
—Tú regresas a Venecia y raptas a Isbela. De ese modo Lucas de Tarento
queda al margen y Muley Osmán negociará con nosotros. De ese modo
recuperaremos la Fogosa y la Intrincada.
A Sven le Berg no le entusiasmaba la perspectiva. Venecia se había
convertido en un peligro mortal. No obstante estaba ligado a Asmodeo por un
juramento de sangre que implicaba el sometimiento a sus conjuros. Asmodeo lo
había sacado de la fila de novicios templarios que aguardaba turno frente al
degollador de Saladino tras la batalla de los Cuernos de Hattin. Sven le Berg le
debía obediencia ciega hasta la muerte.
CAPÍTULO XLII

La entrega de las tres piedras de san Todaro a los enviados del Papa se realizó de
la manera más discreta, para evitar que el populacho de Venecia se amotinara si
se divulgaba que iban a sacarlas de la ciudad. La Serenísima temía que no se
entendiera cabalmente que el gobierno de Venecia cediese aquellas veneradas
reliquias al odiado Papa de Roma o a los rey es de Occidente, aunque fuera
temporalmente y a cambio de beneficios.
Los enviados de la Señoría aguardaron pacientemente a que los últimos
devotos despejaran la basílica. Al anochecer, tras el toque de cubrefuegos en el
campanile de San Marcos, los claveros cerraron las puertas de bronce del templo
tras asegurarse de que no quedaba nadie dentro. Un momento después,
depositaron las antiguas llaves en manos del sacristán may or y este las entregó a
su vez al emisario del Patriarca.
En el templo desierto, los esplendidos mosaicos dorados y llenos de vivos
colores brillaban espectrales a la luz de las lámparas de aceite y de las velas
contrastando con las zonas oscuras y mal iluminadas.
El perfecto silencio reinó sobre el enorme edificio hasta que un leve
chasquido perturbó la quietud de su nave central. En el muro occidental, junto al
relieve de los desposorios de la virgen, en la parte que representa la Puerta Áurea
de Jerusalén, la tabla fingida giró sobre sus secretos goznes mostrando ser una
puerta verdadera que comunicaba con un pasadizo oculto. Giorgio Querini,
secretario del dux, levantó una lámpara que iluminó las losas de mármol de la
basílica e invitó a sus acompañantes a seguirlo. Detrás de él comparecieron
Cantacuzanos, Lucas de Tarento y Pedro el Raposo.
Sin pronunciar palabra, Querini indicó a los otros el camino y encabezó una
improvisada procesión hasta el ambulatorio donde estaba la capilla de las
reliquias.
—Las mejores reliquias de la Cristiandad —musitó Querini mientras abría la
verja dorada con una llave de bronce. Una vez dentro, depositó el fanal sobre el
altar y despabiló la llama. Al instante huy eron las sombras del gran retablo y
Querini, fiel a su papel de cicerone, señaló a los visitantes el contenido de los
diminutos compartimentos: una redomita de leche de la virgen, el prepucio de
Cristo, una esquina de mármol del pesebre de Belén, una losa de Getsemaní, un
clavo de la sandalia del señor, perdido en una jornada de pesca en Tiberiades, un
pelo de la burra políglota de Balaam, la copa derecha del sujetador de la reina de
Saba…
Lucas de Tarento intercambió una mirada nerviosa con Cantacuzanos.
—… Y las tres piedras de San Todaro que hemos venido a buscar —dijo por
fin Querini.
Cantacuzanos asintió. Les urgía terminar la operación. Querini acercó una
escalera de mano forrada de terciopelo negro disimulada en un lateral del altar,
la apoy ó sobre uno de los largueros dorados del retablo de las reliquias y trepó
por ella hasta la tabla que representaba a san Todaro alanceando la boca de un
enorme cocodrilo. No se apreciaba ninguna cerradura convencional. Querini
sacó del bolsillo una espiga de bronce y la insertó en un agujero disimulado entre
el cañaveral del que brotaba el cocodrilo. Sonó un clic metálico y el cuadro, que
resultó ser una puertecita disimulada, se abrió dejando a la vista una cajita.
Querini la tomó solemnemente y la besó antes de descender de la escalera.
—Este es el relicario de san Todaro —murmuró con un quiebro emocionado
en la voz.
Sobre el altar may or, a la luz de los fanales y las lámparas votivas, abrió la
cajita. Dentro, acomodadas en tres huecos que se amoldaban a sus formas
irregulares, había tres piedrecitas no may ores que un dedo pulgar.
—Las piedras de san Todaro.
Cantacuzanos hizo ademán de recogerlas, pero Querrini cerró rápidamente la
cajita con una helada sonrisa.
—¡Disculpad, monseñor, pero antes debéis cumplimentar los documentos!
Los documentos eran tres diplomas con el borde dorado y los sellos del Papa
y de los compromisarios del rey Felipe y el rey Ricardo, por los que hipotecaban
valiosas tierras y puertos de mar que quedarían en poder de la señoría de
Venecia en caso de que no se devolvieran las piedras en un plazo de dos años a
partir de la firma.
—Pensé que a los venecianos no les interesaban las tierras —comentó Lucas
de Tarento.
—Y no nos interesan —dijo Querini—. Pero cuando somos dueños de ellas
podemos venderlas o cederlas a un vecino molesto y eso no les conviene ni al
Papa ni a los rey es.
CAPÍTULO XLIII

El callejón de los Gatos era una ratonera. Recorrido por un lado por la hosca
fachada trasera, sin puertas ni ventanas, del palazzo Stéfano y del otro por el
fangoso canale dei Barcarola, los venecianos lo evitaban y desde luego estaba
desierto a la hora en que Isbela, Guido y Gorgo regresaban por él. Un mendigo
de la cofradía de san Esteban, que agrupaba a la gente de mal vivir de la ciudad,
los había vigilado desde que salieron del palazzo Selvo por la mañana. Los
salteadores venecianos seguían al forastero pudiente por el dédalo de callejas y
canales con la certeza de que andar por su ciudad era tan complicado que, casi
con seguridad, el visitante regresaría a su alojamiento desandando el camino.
Solo había que esperarlo en el lugar adecuado y despojarlo de cuanto llevara
encima y, si se terciaba, matarlo. El cadáver desaparecía fácilmente en las
turbias y pestilentes aguas del canal más próximo.
Aquella tarde Isbela estaba de buen humor porque, después de marear a sus
acompañantes en cien tiendas, había adquirido un vestido sarraceno, largo hasta
los tobillos, sin entallar, cerrado por el cuello con un elaborado bordado que
descendía por el escote dividiendo y resaltando sus encantos. Isbela y Guido
regresaban al palazzo Selvo conversando animadamente de trovadores y de las
fiestas de Merens, el castillo occitano del padre de Isbela. Detrás de la joven
pareja, a unos respetuosos pasos de distancia, Gorgo caminaba con oscilaciones
simiescas, muy a su sabor, sin cuidarse de disimular aquellos penosos andares de
los orcos suaves puesto que no había a la vista ningún humano que pudiera
mofarse de él.
Se equivocaba. Al otro lado del canal, disimulado detrás del pilar de piedra
que sostenía un voladizo, los acechaba el mendigo de san Esteban que los había
seguido durante todo el día. Cuando llegaron al callejón, el mendigo levantó su
muleta y un grupo de facinerosos que aguardaban a la vuelta de la calleja se
puso en movimiento. Al propio tiempo, otros que habían seguido de lejos a los
viandantes se disponían a cortarles la huida.
Guido los vio aparecer a cuarenta metros de distancia, armados con porras y
cuchillos. Se percató de que habían caído en una trampa.
—¡Isbela, detrás de mí! —ordenó a la muchacha al tiempo que se adelantaba
y desenvainaba su espada.
Los forajidos, cinco hombres malcarados, intercambiaron miradas irónicas.
—¡Huy qué miedo, el caballerete tiene una espada! —dijo el jefe, uno que se
tocaba con una gorrilla negra de marinero.
Los otros le rieron la gracia. Desplegados en abanico, golpeándose
impacientes la palma de la mano libre con los garrotes y con los cuchillos,
componían un cuadro que hubiera amedrentado a cualquier doncel menos
fogueado que Guido.
El muchacho, vestido con su mejor gala, aquella túnica dorada que le regaló
el basileo, parecía un pisaverde incapaz de enfrentarse a nadie. Quizá los
bandidos no se hubieran sentido tan confiados si hubieran reparado en su tez
tostada por el sol y en su forma de caminar, un poco vacilante, que denotaban la
experiencia militar en campo abierto del hombre que, aunque joven, había
luchado y a en varias campañas y conoce el sabor de la sangre.
Gorgo, alertado por su instinto, giró la cabezota y descubrió que otro grupo de
tres facinerosos los atacaba por la espalda. El jefe de la partida era un hombre de
mediana edad que empuñaba una espada ancha y un broquel. Gorgo no poseía
grandes conocimientos tácticos pero sabía que la primera cabeza que hay que
partir en una pelea es la del jefe. Lo malo era que Guido le había ordenado que
dejara su garrote en casa por no alarmar a los pacíficos venecianos que no
estaban muy habituados a ver orcos en libertad fuera de los muelles.
—Si os desnudáis por completo quizá salgáis bien parados de esta —advirtió el
atracador del gorro negro—. Sólo queremos vuestras bolsas, vuestros vestidos y
aquí, mis compadres Baltassare y Enrico, quieren también follarse a la
muchacha, que la han visto pasar esta mañana y les han entrado ganas.
—Me temo que tendréis que pelear —respondió Guido con voz serena y
varonil—, pero eso no debe importaros porque seguramente sois muy valientes.
Los facinerosos se miraron un tanto sorprendidos. El del gorro negro se
encogió de hombros.
—Démosle gusto al muchacho y acabemos. Y se lanzaron contra él.
Mucho antes de que los bandidos lo alcanzaran, Guido les había tomado las
medidas. Ninguno llevaba escudo, solamente las capas enrolladas en el brazo
izquierdo, por lo tanto, si lanzaba un tajo tendido a las cabezas se cubrirían los
rostros instintivamente ocultando la visión del enemigo durante breves instantes.
Guido lanzó el tajo, ellos se cubrieron como había previsto y aprovechó para
enlazar en la finta falsa un golpe verdadero, el llamado de la comba en esgrima
florentina, que se dirige a las rodillas del adversario. Lo hizo con tal ímpetu que el
del gorro negro se desplomó aullando como un cochino tras perder pie. El tajo
del presunto petimetre, al que un instante antes menospreciaba, le había
seccionado limpiamente la pierna izquierda a la altura de la articulación. Un
chorro de sangre brotaba del muñón mientras la pierna sangraba un poco menos
a un paso de distancia.
Los otros cuatro facinerosos se impusieron al natural deseo de huir y cerraron
filas contra el forastero rogando a santa Engracia y a todos los santos que aquello
hubiera sido un golpe de suerte, la suerte del principiante.
No, no lo había sido. Ahora el petrimetre avanzaba hacia ellos una zancada
por la izquierda y cuando lo esperaban por el lado del brocal saltaba ágilmente a
la derecha y asestaba una estocada en el pecho al contrincante más cercano. El
hombre, herido en el pulmón y en las arterias superiores, soltó su estaca y se
agarró a su compañero más próximo, estorbándolo. En un combate con rufianes,
un caballero no estaba obligado a observar regla alguna. Guido aprovechó la
circunstancia para tajar verticalmente al impedido, cuy a cabeza se abrió como
una sandía. Los dos bandidos se desplomaron en un mismo charco de oscura
sangre.
Guido recuperó su espada del amasijo de sesos y huesos. Aprovechando el
impulso, le propinó un tajo al bandido siguiente, que había quedado paralizado por
la sorpresa. El hombre consiguió esquivarlo, pero impactó con el pretil del canal
con tal ímpetu que volteó de espaldas y cay ó al río fangoso desde cuatro metros
de altura. Para su desgracia, la marea estaba baja y sólo había un par de cuartas
de agua. Se clavó de cabeza en el barro, las piernas sarnosas coceando el aire, y
así permaneció un buen rato hasta que se ahogó en la inmundicia y quedó
inmóvil.
Guido se volvió hacia el único asaltante que quedaba, pero este y acía en el
suelo, malherido, con un temblor de agonía en los miembros y la garganta
abierta.
Isbela de Merens limpiaba su daga en el musgo del muro.
—¿Tú? —preguntó Guido incrédulo.
La muchacha pestañeó con la may or inocencia.
—En Merens mi padre se ocupó de que aprendiera otras cosas, además de
bordar y rezar.
El joven emitió un suave silbido de admiración.
—El degollador de Saladino no lo habría hecho mejor.
Por el lado del frente no había que temer. Guido atendió entonces a su
espalda, a la pelea que sostenía Gorgo con los otros tres facinerosos. Uno y acía
inmóvil en el suelo, a otro le estaba arrancando en aquel momento la cabeza por
el procedimiento de darle vueltas hasta que la desprendió del tronco y el tercero,
el hombre maduro, había puesto pies en polvorosa y se perdía el doblar la
esquina.
Guido acudió en auxilio de Gorgo.
—Gracias amigo ¿estás bien?
Gorgo gruñó y se encogió de hombros.
Lo había llamado amigo. El semiorco con la espalda acribillada de profundas
cicatrices de látigo sintió un revuelo de mariposas en el estómago y se restregó,
con el dedo peludo y una uña como una almeja, rematada en negra cenefa, una
lágrima gruesa que le había acudido al ojo.
Entonces se volvieron a Isbela.
—Isbela —dijo Guido. Iba a añadir algo, pero se quedó mudo. La muchacha
había desaparecido.
CAPÍTULO XLIV

Dos fornidos vikingos acompañaron a Grontal hasta el valle de la isla de Oland,


donde el gigante Antulfas habitaba. La isla, a pesar de ser montuosa, estaba
recorrida por anchas navas en las que crecía espesa y mullida la hierba, pero su
suelo rocoso carecía de la profundidad necesaria para que arraigaran árboles de
cierto porte. Sólo había arbustos que crecían entre las rocas al resguardo de los
vientos dominantes.
Caminaron durante toda la mañana, con un breve descanso para reponer
fuerzas, hasta que llegaron a una llanada alta sobre un cerrillo a la vista de una
cordillera gris en la que se abría, como un enorme bostezo, la caverna de
Antulfas.
—Allí es donde vive la criatura —señaló uno de los vikingos—. De aquí no
pasamos. Ea, adiós.
Y antes de que Grontal pudiera reaccionar, le dieron la espalda y
comenzaron a desandar el camino con tantas prisas que parecía que huían.
Grontal se vio solo, con un barril de agua y su hacha inseparable. En la
mochila llevaba carne seca y pan para dos días. ¿Qué hacer? No podía moverse
de allí porque él solo no podía cargar con el tonel y Cantacuzanos le había
advertido que cuando el gigante llegara sobre él debía golpear el barril con su
hacha. Seguramente había un hechizo del mago que dependía de la rotura del
recipiente. Grontal no se cuestionaba los hechizos de los humanos. La experiencia
le había enseñado que por absurdos que sean dan resultado si los prepara un
mago experimentado.
Se sentó a esperar al gigante.
No se estaba mal allí. La hierba era mullida, lucía un sol radiante que
calentaba la tierra y contrarrestaba la fría brisa del norte. Pájaros de varias
plumas cruzaban el cielo azul y hasta se posaban en los arbustos que coronaban el
cerro para deleitar con sus trinos al insólito visitante. Grontal se quedó dormido y
cuando el frío lo despertó, por que una sombra se había abatido sobre él
tapándole el sol, se encontró debajo del gigante Antulfas que se erguía sobre él
como una torre y lo observaba con cierta curiosidad desde su altura.
El gigante mediría unos veinte metros, quizá más. Vestía unos zaragüelles
moriscos hasta las rodillas y una zamarra hecha con las pieles de un numeroso
rebaño de ovejas. La enorme cabeza se tocaba con un gorro de lienzo
confeccionado con las velas de una nave hanseática que perdió el rumbo y
encalló en la isla. Las sandalias eran tales que en cualquiera de ellas hubieran
cabido, sin estrecheces, Grontal y un primo suy o.
El gigante se había inclinado ligeramente y observaba a la pequeña criatura
con más curiosidad que hostilidad, o eso le pareció a Grontal.
—¿Quién eres y qué haces en mi isla? —le preguntó con una voz que resonó
como un trueno hasta los farallones de la cordillera y que el eco devolvió
pausada y solemne.
—Me llamo Grontal —respondió el enano incorporándose despacio. El hacha
seguía donde la dejó, sobre el tonel, a dos pasos de distancia—. Soy enano del
clan de los Norm que tienen su morada en los bosques de Ulka, en la Selva
Encontrada. Mi madre se murió y me enrolé de minador en el ejército del
emperador Barbarroja que iba a las Cruzadas.
—¿Todavía siguen con las Cruzadas? —se extrañó el gigante con su trueno de
voz—. ¡Menuda tozudez! Esos borricos de los condes y los rey es haciéndole la
olla gorda a los mercaderes italianos. Y los sarracenos a pelearse entre ellos, que
es lo suy o.
A Grontal le extrañó que el gigante, en su aislamiento, estuviese enterado de
la política internacional.
—Veo que estás informado.
—¡A ver! De vez en cuando se deja caer por aquí un humano, sobre todo en
invierno, cuando los barcos naufragan cerca de la costa y siempre sobrevive
alguno que me pone al tanto. Algunas veces he juntado hasta veinte humanos que
me han proporcionado carne para todo el invierno.
—¿Te… te… los comes? —acertó a preguntar el enano. El gigante se encogió
de hombros.
—Ya me dirás, si no, de donde saco y o las proteínas que necesita este
corpachón mío en esta isla pelada. Hay algunas cabras, más listas que el diablo,
y de vez en cuando cazo alguna, pero de todas formas necesito un suplemento de
carne para mantenerme.
Sólo entonces descubrió Grontal que del bolso de costado del gigante
asomaban las piernas de un hombre. Antulfas notó que el enano le miraba el
bolso.
—Lo que llevo aquí son dos vikingos que he matado en el collado de ahí
abajo. ¿Venían contigo acaso? Los pobretes desenvainaron la espada cuando me
vieron. Desgraciados.
Grontal miró su hacha. Si andaba listo podría quizá empuñarla antes de que el
gigante se le adelantara. Era evidente que, a pesar de su escasa chicha, Antulfas
lo iba a apreciar más por su carne que por su conversación.
—Por cierto, se me ha olvidado preguntarte a qué has venido a mi isla,
porque pinta de náufrago no tienes.
Grontal miró al gigante. No parecía persona que se dejara engañar
fácilmente. Mejor irse derecho a la verdad y desarmarlo y ganarse su voluntad
con la sinceridad de una criatura subterránea y selvática todavía no maleada con
las intrigas y las mentiras de los hombres, así que echó mano del hacha y deshizo
de un certero golpe el barril de agua que, al abrirse, dejó escapar su contenido.
Antulfas con los pies mojados, palideció visiblemente.
—¡Ay, cuitado! ¡Por qué me he fiado de ti, que eres como los hombres, sólo
que más pequeñito! —clamó el gigante al cielo con genuina compunción al
tiempo que levantaba un pie, se arrancaba la sandalia y se llevaba a la planta
callosa las manos presa de un gran dolor. Después bajó el pie, con un pisotón que
conmocionó la tierra, y se despojó de la sandalia del otro para acariciarse la
planta mojada y dolorida de la que se desprendían humeantes grumos de barro
color carne. Así obró varias veces, aliviándose con el frotamiento, hasta que en
una de ellas, perdió el equilibrio y cay ó de espaldas conmocionando la tierra con
el golpe. Aun así, sentado en el y erbazal, el gigante no cejaba en sus lamentos y
se frotaba los pies alternativamente, despidiendo de ellos polvo y barro. Grontal,
que había huido asustado al amparo de unas rocas, se sobrepuso al miedo y
asomó la cabeza para ver qué pasaba con el gigante.
—¡Cuitado y ladrón! —le dijo Antulfas—. ¿Qué te he hecho y o para que me
maltrates así? ¡Me has mojado los pies! Ahora tardaré meses en reponerme. ¿Es
que no sabes lo que es un gigante con los pies de barro?
—Lo había oído, pero no sabía que se refiriera a ti. Un mago amigo mío me
pidió que rompiera el barril cuando estuvieras cerca.
—¡Ay, ay, ay ! —se lamentaba el gigante mientras gruesos torterones de piel
se le desprendían de las plantas. Yo no iba a provocarte daño alguno, enano del
demonio. Mi guerra particular es con los humanos, que en cuanto me ven quieren
matarme.
—Lo siento —se excusó Grontal—. Yo venía con la idea de que tenía que
matarte para conseguir la piedra Templada.
—¿La Templada? ¡Me cago en Satanás! Haber empezado por ahí. ¿Y para
qué quieres la Templada, si puede saberse?
—Mis jefes la quieren por mandato del Papa de Roma, para cierto hechizo
contra los sarracenos.
—¡Están jodidos tus jefes con los sarracenos! Los sarracenos le darán por el
culo a la Cristiandad por los siglos de los siglos, si no al tiempo. Bueno, ahora me
has derrotado y soy tu prisionero.
—¿Cómo que eres mi prisionero?
—Sí, en el código de honor de los gigantes se especifica que los duelos son a
primera sangre o cuando el vencido toca el suelo con las posaderas, como es el
caso.
—Pero este duelo no ha sido legal —objetó el enano—. Te he sorprendido a
traición.
—En nuestro código no hay traición que valga. Cuando un gigante es tan
gilipollas que se fía de un humano, de un enano, de un elfo, de un orco o de
cualquier otra criatura menuda, y por lo tanto maligna, que lo único que acarrean
son problemas, entonces merece lo que le pasa. Me has derrotado y estoy a tu
disposición.
—Yo sólo quiero la piedra Templada. Dámela y quedarás en paz y libertad.
—¿De veras?
—Sí.
—Acompáñame a mi cueva.
La mojadura no había sido demasiado grave. En cuanto se le orearon y
secaron al sol las doloridas plantas, Antulfas se puso en pie y se dirigió a su cueva
dando cojetadas seguido de Grontal. La cueva era una caverna profunda,
ocupada en parte por un gigantesco lecho de hierba seca y apelmazada donde el
gigante dormía. Al fondo de la cueva había una oquedad natural y en ella,
disimulada debajo de unas tablas, un cofre rescatado de algún naufragio en el
que el gigante guardaba abalorios, espejos, astrolabios, puñales, jarros de peltre,
collares, dados y toda suerte de quincalla. Antulfas vació sobre una manta el
contenido del cofre y rebuscó entre los objetos hasta que encontró la piedra. No
era may or que un huevo de codorniz.
—Ahí la tienes, cógela: la Templada.
Grontal la contempló sobre la palma de su mano. Era rojiza, con leves motas
azuladas en la superficie irregular.
—La Templada. ¿Puedes prestármela?
—Te la regalo. Ya estaba un poco harto de custodiarla. Es una grave
responsabilidad, ¿sabes?, porque debes cuidar que no caiga jamás en manos del
mal. De otro modo resucitará el dragón del que procede.
—¿Procede de un dragón?
—Todas las Doce Hermanas proceden de un dragón, por eso se llaman
dragontías o piedras de dragón. Esta la tenía un nieto de Sigfrido que se extravió
en la Montaña de la Nieve y murió congelado. El cadáver lo encontró otro
gigante que un día vivió en esta isla, Briareo, que era muy famoso y mucho más
alto que y o.
Olía mal, a muerte y podredumbre en la caverna de Antulfas, así que Grontal
se despidió de él lo antes posible. Regresó a la play a, y a entrada la noche, y
encontró a los vikingos del drakar deliberando sobre si convenía irse o quedarse,
tras aceptar por unanimidad que más valía cenar un rancho frío que encender un
fuego que pudiera atraer al gigante.
Zarparon inmediatamente y regresaron a la isla de Gotland.
CAPÍTULO XLV

A Sven no le convenía callejear mucho por la ciudad donde las patrullas de


schiavoni buscaban a un tipo rubio y fornido que había asesinado a la esposa del
secretario Querini. Contempló el muelle de san Giacomo, en el Canale della
Giudecca, frente al promontorio oscuro de la isla de san Giorgio Maiore. Allí
solía haber contrabandistas y barqueros que, por una tarifa aceptable, se
olvidaban de preguntar si las mercancías o los pasajeros habían pasado por el
registro de la Serenísima.
En la oscuridad oscilaban las barcas oscuras golpeando de vez en cuando las
piedras del embarcadero.
Un barquero se había tendido en un fardo de velas y contemplaba el
firmamento, con las manos detrás del cuello.
—Necesito una barca —le dijo Sven.
El hombre enarcó una ceja. ¿Enviaba a paseo al inoportuno forastero o
aceptaba el trabajo?
—¿Cuánto y a dónde? —inquirió.
—A Terraferma. Un ducado de oro.
—Dos ducados.
—Está bien.
El equipaje era una muchacha amordazada y atada como un fardo. El
barquero la miró con indiferencia cuando el caballero rubio la llevó en brazos y
la depositó en el fondo maloliente de la embarcación. A él sólo le interesaban los
dos ducados. Desatracaron y la barca diestramente guiada se dirigió a la cinta
oscura que algunas distantes luces de las casas de campo señalaban como
Terraferma.
Estaban en el centro de la lengua de mar, a mitad de camino cuando Sven le
ordenó al barquero.
—Arma la vela.
—¿La vela, señor? No es necesaria y podría atraer a los corchetes de
aduanas. Cuando se despliega se ve desde muy lejos.
No te preocupes por eso. Arma la vela. El barquero se resistió.
—Señor, y a he visto que lleva a una muchacha secuestrada. ¿Usted sabe el
castigo por ese delito? Nos colgarán a los dos por el cuello en el campo del
Carmini.
—Le tienes apego a la vida, ¿eh?
El barquero se alarmó. ¿Había subido en su barca a un loco o a un enamorado
desesperado? Guardó silencio mientras meditaba. Si conseguía reducirlo y liberar
a la muchacha podría cobrar alguna recompensa de la Serenísima, o incluso de
la familia de la muchacha. Los vestidos de la secuestrada parecían buenos. Y la
muchacha tenía el cabello claro. Era muy posible que perteneciera a una buena
familia, quizá a los Pisani o a los Cornaro. Devolverla sana y salva después de
matar al secuestrador podía suponerle una buena bolsa de ducados, quizá un
empleo estable en las cocinas de una gran familia. Abandonaría aquella vida de
miseria, los dolores de lomos de remar todo el día, de apalear fango por un
mísero sueldo.
—Voy a levantar la vela —dijo—, pero tendrá que ay udarme, señor. El
barquero abandonó los remos y se dirigió al centro de su embarcación para izar
el mástil. Sven se dispuso a ay udarle.
—¿Me alcanza ese palo, señor?
Sven le dio la espalda. El barquero empuñó un cuchillo cachicuerno e intentó
apuñalarlo.
No contó con el sexto sentido del guerrero. Sven había olfateado el miedo o lo
había percibido en algún menudo matiz de la voz. Detuvo la puñalada
interponiendo el brazo y estrelló su puño en el costillar del agresor. Después,
mientras el barquero pugnaba por tomar aire, le aprisionó la cabeza con ambas
manos y se la giró bruscamente. Crujieron las vértebras y el barquero se
desplomó, cadáver. Sven lo arrojó al mar.
Isbela había asistido a la escena con los ojos desencajados.
—Tranquilízate —le dijo Sven.
La muchacha vio como su secuestrador izaba la vela y afirmaba el rumbo
antes de sacar de su bolsa de costado una cajita de pasta vítrea, de las que las
damas venecianas usan en el tocador. La cajita contenía el viento boreal, que
Asmodeo le había entregado:
« Él solo te llevará a la isla Inquieta» , había añadido.
La Isla Inquieta. En el Mar Tenebroso, más allá de los confines de Portugal y
de Inglaterra había islas vivas. Algunas, aunque tuvieran arboleda y play as, sólo
eran los lomos de enormes criaturas marinas que flotaban en el mar a la deriva
de las grandes corrientes. Otras eran islas flotantes de piedra y vegetal, sujetas a
magia. Muley Osmán, el corsario, había conseguido de los magos hiperbóreos
una isla menor, la isla Inquieta, y la había trasladado al Mediterráneo. De este
modo podía contar con una base y un refugio incluso ante las mismas narices del
papa o de la Serenísima.
El viento boreal, contento de verse liberado después de muchos años de
cautividad, se extendió por la bahía e hizo girar, con un sonido lastimero, las
veletas mal engrasadas de la iglesia María Gloriosa del Frari antes de regresar al
mar e hinchar la vela de la barca de Sven.
—¿Sabes adónde nos dirigimos? —lo interpeló el guerrero mientras se
apartaba un mechón rebelde de la cara.
Una racha de viento lo despeinó nuevamente. Era el modo en que bóreas
asentía.
—Pues llévanos.
Y el viento produjo un torbellino de agua, una especie de caracola húmeda,
que se desplazó hacia el sur a velocidad de vértigo y arrastró la embarcación
hasta una play a de fina arena blanca bajo un cielo rojo intenso en el que no
brillaba sol alguno. Tampoco había olas. Era como si estuvieran en el centro de
un estanque tranquilo, aunque soplaba una suave y refrescante brisa otoñal.
—La isla Inquieta —reconoció Sven.
Saltó a tierra y empujó la barca hasta vararla en la play a luminosa. La play a
terminaba en unas rocas detrás de las cuales crecía feraz la arboleda, grandes
pinos, acacias, palmeras y un sotobosque de espesos helechos. Entre dos rocas un
guerrero moreno espiaba la llegada de la embarcación y cuando se cercioró de
que sólo eran un hombre y una mujer se llevó un cuerno a los labios y emitió un
largo y ronco trompetazo.
CAPÍTULO XLVI

—¿Dónde demonios te metes? —riñó Lucas de Tarento a su escudero.


Pedro el Raposo había visitado la sinagoga. Llegó a ella por casualidad,
cruzando canales. Obedeciendo a un impulso inexplicable empujó la puerta y se
sentó en la penumbra, en uno de los bancos postreros. Así estuvo toda la tarde, la
mirada en la lamparita del nicho donde se guardaban las Escrituras. Luego se
levantó y regresó junto a sus compañeros.
—He estado por ahí —dijo el escudero—. ¿Había algo que hacer? Caras
serias. No estaba el horno para bollos.
—¡Nos la escamotearon delante de nuestras propias narices! —se lamentó
Guido al tiempo que golpeaba la pared con el puño dejando señalados los nudillos
en el estuco—. ¡Nunca me lo perdonaré!
Estaban en la sala baja de la nunciatura papal, abatidos por la pérdida de
Isbela.
Cantacuzanos, hosco, guardaba concentrado silencio. Había otro problema
que sólo él conocía. Después de llegar al palazzo había examinado
cuidadosamente las piedras de San Todaro y, tras someterlas a ciertos conjuros,
había llegado a la conclusión de que eran falsas. Los habían timado. No sabía si
atribuir el fraude a una artera maniobra de los venecianos, que eran muy
capaces de ello, o, simplemente, al hecho de que las piedras que los venecianos
creían legítimas no lo eran y alguien, en algún momento de su historia, las había
sustituido por estas, meras imitaciones desprovistas de valor.
Cualquiera de las dos posibilidades significaba lo mismo: no tenían las piedras.
¿Dónde las buscarían ahora? Y para colmo, cuando se disponía a comunicar el
caso a sus compañeros, llegaron Guido y su semiorco con la noticia del rapto de
Isbela. Todo iba de mal en peor. Presentía que una magia superior a la suy a
estaba auxiliando a la Abominación. No podía explicarse de otro modo aquella
concatenación de desgracias. ¿Quién de la parte oscura podía ejercer una magia
tan poderosa para la Abominación?
Cantacuzanos no conocía a todos los magos, pero sí a bastantes, y todo aquel
asunto lo llevaba a sospechar de uno en concreto: Asmodeo de Sinán.
Mientras el clérigo se abismaba en sus pensamientos, Lucas de Tarento
meditaba sobre el rapto de Isbela.
—Estamos en Venecia —dijo—, la ciudad de los delatores y de los espías.
Quizá el nuncio Pisani nos pueda llevar ante el jefe de la hermandad de
maleantes y rescatemos a la muchacha, si es que sigue viva.
CAPÍTULO XLVII

Las olas batían contra las rocas al pie de la torre Catalina, en la isla Inquieta. La
torre era una construcción normanda, obra de un renegado irlandés, antiguo
arquitecto de campanarios, que había levantado una aguja de piedra en tres
cuerpos, decreciendo los muros por dentro, de manera que fuera flexible a los
vientos y al mismo tiempo no más gruesa de lo necesario para albergar una
escalera de caracol y nueve celdas superpuestas que se iban agrandando con la
altura a medida que se ganaba espacio al grosor de los muros. En el noveno
aposento, debajo de la terraza almenada, habían encerrado a Isbela de Merens.
La semielfa pasaba las horas en la ventana, oteando el mar por donde esperaba
que sus amigos vinieran a rescatarla, especialmente Guido de St. Bertevin, al que
amaba.
Desde su alto observatorio, Isbela había estudiado el terreno, por si se le
ofrecía alguna ocasión de fugarse. La isla parecía inexpugnable. Era solo una
roca rodeada de acantilados, en medio del mar. El castillo ocupaba la parte más
elevada, un recinto de siete torres, la más alta la Catalina, donde ella estaba
presa, un patio de armas y algunas casas y almacenes. Delante del castillo había
un prado redondo de doscientos pasos de diámetro, en el que pastaba un rebaño
de ovejas, y al otro lado del prado, detrás del escarpe, un acantilado más bajo
asomado a una pequeña ensenada en la que se guarecían las galeras del pirata
Muley Osmán.
La semielfa había venido de nuevo a las manos del odioso sarraceno.
—Te he buscado por todas partes, registrando la tierra y los profundos mares
—le había dicho Muley Osmán como bienvenida en tono más amable que
reprobador—. Esta vez serás mía para siempre. Nadie podrá empañar nuestra
felicidad.
Nuestra felicidad. El moro no desistía de su proy ecto de tomarla en
matrimonio. Quería a toda costa engendrar hijos rubios con una princesa de
estirpe franca.
Pasaban los días y con ellos se acrecentaba la impaciencia y el desánimo de
la muchacha. En tres ocasiones aparecieron velas en el horizonte y siempre
resultaron ser navíos de Muley Osmán que buscaban cobijo en la ensenada de la
isla o acudían a descargar el botín de sus rapiñas.
El cuarto día, Muley Osmán en persona visitó a la semielfa. Esta vez se hizo
preceder por cuatro esclavas libias, una de ellas experta en maquillaje, que
vistieron y adornaron a la cautiva hasta que su belleza natural resplandeció como
una perla sobre un paño de terciopelo. Entonces llegó Muley Osmán, fatigado por
la ascensión de tantos peldaños, enjugándose el sudor de la gruesa cerviz con un
pañuelo de seda.
Su rostro ancho y barbudo se dilató en una sonrisa no enteramente cruel.
—Hacia años que no subía a esta torre —suspiró recuperando el resuello—.
¡Jodido palomar! —Miró a la muchacha con arrobo y añadió—: El palomar
donde posa mi linda palomita.
Isbela se sentó en el hueco de la ventana, dispuesta a saltar al vacío si aquel
patán intentaba propasarse. Él le adivinó las intenciones.
—No temas, mi bella prometida —le dijo, recorriendo con una mirada
lasciva las gasas vaporosas que no conseguían ocultar las curvas de la muchacha
—. No te haré daño. Te he perdonado tu chiquillada cuando escapaste de Acre
con aquellos francos. Ahora estamos de nuevo juntos para no separarnos jamás.
Dentro de tres días, cuando la luna llena resplandezca, nos casaremos. Mientras
tanto, come muchos dulces, pues te prefiero un poco más gorda, que en las
carnes de la mujer se refleja si el marido es pudiente y y o voy camino de ser
más rico que el propio Saladino y que el sultán de Egipto. Te gustará nuestra
boda.
Lanzó al aire una almendra garrapiñada que cazó con la boca y después
bebió un largo trago de vino dulce directamente de la jarra de plata. Eructó
suavemente.
—Te aconsejo que no pienses en escapar —añadió—. Esa ventana, como el
resto del castillo, está protegida por un conjuro.
Para demostrarlo arrojó un pastelillo que se estrelló contra un obstáculo
invisible y cay ó, chafado, sobre el alféizar de la ventana.
—Ya lo ves. Ni siquiera tus amigos podrán rescatarte. Esta vez no. Esta vez
nadie se interpondrá entre nosotros, nadie te impedirá que seas feliz a mi lado
mientras me das una docena de robustos niños, rubios a ser posible.
—¡Nunca me casaré contigo! —gritó Isbela desesperada—. ¡Antes, la
muerte!
Muley Osmán rió en sordina como si hubiese oído algo muy gracioso y
arrimó su escabel al de ella. Isbela se pegó a la pared cuanto pudo para escapar
del aliento fétido del pirata.
—Por ese lado no tienes que temer nada, paloma mía —susurró el turco—. El
día de la boda vendrá la comadre Ismina de Túnez y te hará un conjuro de amor.
Me amarás como no has amado nunca y sentirás tan violenta atracción por mis
carnes que aquella noche me dejarás exhausto en el lecho.
Rió su propia gracia y palmeó el muslo de la muchacha con una mano
grande y peluda.
—Ahora tendrás que perdonarme —se excusó, poniéndose de pie—. Estoy
muy atareado atendiendo a los invitados y ocupándome de los detalles de la
ceremonia.
Salió y las comadres que habían aguardado en la escalera mientras Muley
Osmán visitaba a la novia, volvieron a entrar y despojaron a Isbela de sus
vestidos ceremoniales dejándola con los vestidos cristianos con que la habían
secuestrado.
Pasaron otros dos días. Isbela, desde su alta atalay a, contaba los navíos que
entraban en la ensenada. Ya había más de cuarenta. Todos los piratas del
Mediterráneo estaban invitados a su boda, así como representantes de Saladino,
del sultán de Egipto, del bey de Sardacia y otra docena de banderas que la
muchacha no supo identificar. Crecía su desesperación a medida que pasaban las
horas. Prisionera en aquella alta torre, perpetuamente vigilada por un oreo
sentado en el último peldaño al otro lado de la puerta, en medio de un mar
incógnito en el que la magia maligna de Asmodeo de Sinán evitaba la entrada de
navíos extraños, no veía ninguna posibilidad de rescate.
En el aposento inferior había una armería. Cuando la trajeron a la torre Isbela
había visto, al pasar, las ballestas cuidadosamente alineadas en sus perchas, los
arcos turcos, reforzados con láminas de cuerno y tendón en sus fundas de tafilete
y los barriletes de flechas alineados alrededor de los muros. Si pudiera alcanzar
uno de aquellos arcos, pensaba en sus largas horas de soledad, con aquella
inagotable provisión de flechas, se haría fuerte en la torre y podría resistir
durante algunos días a los hombres de Muley Osmán. Quizá así Lucas de Tarento
tuviera tiempo de rescatarla, como en Acre.
Pero cuando regresaba de las ensoñaciones y ponía de nuevo los pies en la
tierra se enfrentaba a la amarga certeza de que Lucas de Tarento ni siquiera
conocía su paradero.
El día fijado para la boda amaneció con chirimías y músicas. La orquesta de
viento y cuerda ensay aba al pie de la torre los monótonos gañidos característicos
de la música oriental. En la explanada, entre el puerto y el castillo, se levantaban
tiendas de campaña y carpas para albergar a los invitados. Habría juegos,
músicas, danzas y hasta un torneo a la moda de los cristianos con enfrentamiento
fingido de los más esforzados guerreros de Muley Osmán. El cielo estaba azul; el
sol lucía radiante. La jornada prometía ser memorable.
Entonces ocurrió. Un viento gris se levantó por el este y arrastró unas
nubecillas blancas a tal velocidad que todo el mundo abandonó sus quehaceres
para contemplarlas porque nadie recordaba haber visto cosa igual. Las nubecillas
cruzaron el cielo y se congregaron sobre la isla, deshiladas como briznas de
algodón.
—Es el palio que provee el mago Asmodeo al que he invitado a la ceremonia
—declaró Muley Osmán—. Ahora despreocupaos y volved a vuestras tareas —
ordenó a los criados que le habían avisado del portento:
Detrás de las nubecillas vinieron otras, oscuras, aborregadas, que se
congregaron encima de la isla hasta ocultar el sol, como si un retazo de invierno
se hubiera instalado sobre aquel islote fantasma mientras la primavera sonreía
luminosa en el mar del entorno.
Muley Osmán, vestido con las galas de novio, con la barba perfumada con
aceite de nardos, se asomó a la ventana de su alcoba con el ceño fruncido.
Aquello no parecía obra de Asmodeo de Sinán. Asmodeo era el maestro del mar.
Aquello parecía más bien propio del maldito mago del Papa, el clérigo
Cantacuzanos, cuy os conjuros dominaban el aire y el fuego.
—¡Alí! —gritó a su may ordomo—. ¡Quítame estas plumas mariconiles y
ponme la cota de malla, porque me parece que vamos a tener el día movido
antes de la boda!
Confirmando sus sospechas, una galera apareció por el lado de Italia con las
tres velas triangulares tan henchidas de viento que más que navegar diríase que
volaba por encima de las olas.
Muley Osmán lo reconoció al instante.
—La Pajarita Impertinente, la galera aduanera de Venecia. ¡Los cristianos
nos han descubierto! ¡Tocad a rebato y que todo el mundo se prepare para la
batalla!
—Pero, señor, en la explanada de los alardes no se puede, ni caminar, con
tanta tienda —objetó el may ordomo—. Recordad: la boda.
—¡A la mierda la boda! —se expresó el pirata—. Ya me cepillaré a esa
lechugina franca sin tanta ceremonia cuando termine esto. ¡Ahora todos a las
armas, que nos atacan!
CAPÍTULO XLVIII

Soplaba el viento simón, que procede del oeste y arrastra las semillas de la planta
kaf hasta los desiertos de Afganistán. La planta crece vigorosa y si un macho
cabrío come de ella, enloquece y hay que sacrificarlo porque su carne y su
semen transmiten la locura a los que se alimentan de él o a las cabras que
fecunda.
Era todavía era de noche cuando Asmodeo de Sinán llegó a Taka-i-Taq-dis, el
Trono de los Arcos, la antigua fortaleza-santuario edificada por el rey persa
Cosroes hacia el año 600. Se sentía cansado y enfermo. Había tenido que
atravesar montañas, ríos y desiertos poblados de demonios, serpientes y
escorpiones.
El mago nunca había estado en el Trono de los Arcos. Se sentó en una peña y
aguardó a que amaneciera sintiendo el rumor de las conversaciones de las cinco
piedras dragontías en el bolsillo de su chilaba. Cuando las luces del día clarearon
vio que estaba rodeado de plantas de kaf. La Abominación le había enseñado los
secretos de la planta. Tomó una ramita y la mordisqueó. El jugo estaba amargo,
pero al instante sintió que un nuevo vigor le recorría las venas. Se levantó, sin
sentir los pies lastimados por su larga peregrinación, y recorrió las estancias
vacías y derruidas del antiguo santuario.
El Trono de los Arcos era un castillo circular en medio del desierto habitado
por los vientos arenosos, por las matas de kaf y por las serpientes. En aquel lugar
remoto había nacido Zaratustra, el profeta del mazdeísmo. Cosroes se limitó a
rodear la colina con una muralla y a construir en su interior un santuario donde se
adoraba el fuego sagrado de la religión irania. En tiempos de la Abominación
aquel recinto recibía caravanas y devotos de todas las partes del mundo deseosos
de participar en los ritos fecundantes de la tierra. Cuando Cosroes conquistó
Jerusalén, en el año 614, se apoderó de los objetos sagrados del Templo y del
Santo Sepulcro, entre ellos la Vera Cruz de Cristo, y los depositó en el Trono de
los Arcos. Pero en el 629 Heraclio, el emperador de Bizancio, invadió Persia,
destruy ó el Trono de los Arcos y rescató las sagradas reliquias.
Asmodeo de Sinán penetró en la sala sagrada, ahora colmada de escombros
y arena. Contempló las bóvedas cubiertas de mosaicos azules que se prolongaban
por los muros en forma de plantas verdes y llamas rojas. Se sentó en una piedra,
sacó el envoltorio donde llevaba las piedras dragontías y se dispuso a realizar el
antiguo rito que renovaba el fuego.
El viento simón cesó y el sol, que y a remontaba su diario camino, se tiñó de
rojo a causa de las nubes de arena. Difundía una claridad anaranjada que daba a
los objetos un aspecto espectral. Asmodeo presintió una presencia extraña y se
sobresaltó al encontrar, a pocos pasos de él, a Cantacuzanos, el mago que un día
fue su camarada.
—Jorge de Cantacuzanos, ¿qué haces tan lejos de la púrpura y del boato del
Papa? —lo saludó sin cordialidad alguna.
—Asmodeo, sirviente del demonio y de la Abominación —respondió
secamente el mago—. ¿Hasta cuándo perseverarás en el mal?
—¿Te crees en posesión de la verdad y del bien? —le replicó Asmodeo—.
¿Crees que sigues el recto camino solamente porque la maligna Roma ha
depositado en tus manos el poder usurpado a la vieja religión? No eres más que
un esclavo al servicio de la inmundicia de los poderosos.
Cantacuzanos dio un paso adelante y se puso la mano en el pecho.
—Soy un buscador de la luz, lo que eras tú antes de pervertirte.
—¿La luz? —replicó sarcástico Asmodeo—. ¿Qué luz, ciego? La luz está en la
Abominación y tú y los tuy os vivís en medio de las tinieblas.
Ashtoreth es otro nombre del demonio.
—Sentémonos como en otro tiempo y el que convenza al otro tenga su
bendición —propuso Asmodeo.
—No quiero escucharte —se negó Cantacuzanos—, lo único que tienes son
silogismos del mal. Eres un saco de perdición.
—¿No has visto, acaso, la imagen del dios dual, el hombre que es una mujer,
la mujer que es un hombre?
—La he visto y la he rechazado.
—¿Buscas el secreto de Salomón? No comprendes que el sanctasanctórum
del Templo era la imagen de la caverna primitiva, la matriz de la diosa Ashtoreth.
—No existe tal diosa —replicó Cantacuzanos—. Sólo el culto al carnero
macho que Dios permitió a nuestros primeros padres antes de la iluminación de
su propia palabra.
—¡No te engañes! La Mesa de Salomón encierra los poderes de Ashtoreth: lo
que vosotros despreciáis como Abominación es, en realidad, el camino de luz, la
vía que reconciliará a la humanidad, lo que nos devolverá a la Edad de Oro, a la
Arcadia.
—Ese veneno que destila tu boca es locura y abominación —dijo
Cantacuzanos.
Asmodeo no se daba por vencido:
—Ashtoreth era la esposa de El, el dios masculino y su hija era Anath, la
reina de los cielos, y su hijo He, el rey de los cielos. Con el tiempo El y He —los
dos dioses masculinos, padre e hijo— se fundieron en un solo dios, Yaveh.
Mientras que Asherah y Anath se transformaron en Shekinah o Matronit, la
esposa de Yaveh.
—Tu boca profana el santuario —insistió Cantacuzanos.
—Mi boca habla la verdad y en el fondo de tu corazón alienta la duda, pero
intentas apagar el rescoldo de la inteligencia para abrazar el credo de los
fanáticos que envenenan el mundo. ¡Vuelve tus ojos a la libertad!
—¡No hay libertad fuera de Yaveh!
—¿No lo comprendes? —Asmodeo parecía desolado por el empecinamiento
de su antiguo camarada—. El nombre de Yaveh, las cuatro consonantes hebreas
representan a los cuatro miembros de la familia celestial: la Y representa al
padre El; la H a la madre Asherah; la W al hijo He; la segunda H a la hija Anath.
Cantacuzanos sintió con pavor que la semilla de la duda germinaba en su
pecho. Se arrepintió al instante de haber escuchado al esclavo de la Abominación
y levantando su báculo lanzó sobre él un conjuro.
Al instante el viento simón regresó de las montañas y aventó al mago
Asmodeo: lo arrebató como una mano poderosa e invisible y elevándolo sobre
sus pies lo estrelló contra la alta bóveda de la sala de las ofrendas. Al golpe se
desprendió una terrera de ladrillos y teselas. Asmodeo se levantó maltrecho en
medio de la polvareda.
—¡Que sea como tú quieres, Cantacuzanos! —dijo y lo apuntó con su báculo,
del que brotó una lengua de fuego que lo envolvió y lo consumió hasta las
cenizas.
Asmodeo se acercó a la pira y removió las cenizas calientes con la punta del
bastón.
—Lo siento viejo amigo —murmuró.
—¿Por qué lo sientes? —preguntó la voz del griego a su espalda.
¿Crees acaso que ese truco de magia puede hacerme daño? Yo domino los
vientos y la combustión.
El mago se volvió. Allí estaba Cantacuzanos con aquella mirada febril que
Asmodeo no había olvidado. Se sacudía la ceniza de su capa oscura y golpeaba
las suelas de las botas contra el suelo para acabar de apagarlas.
Asmodeo lanzó otro hechizo, esta vez un conjuro geométrico, sin intervención
del aire, una fórmula mágica capaz de reducir a una cárcel lineal a cualquier
enemigo compuesto de sangre y vísceras.
Cantacuzanos se comprimió hasta reducirse a un plano ilusorio que visto de
perfil era la nada y visto de frente conservaba la apariencia humana, sin relieve,
como una lámina. Fue un instante. Después el plano se redujo a una línea, la línea
a un punto, el punto se desvaneció en el aire.
—En esa región tendrás tiempo de meditar, Jorge —dijo Asmodeo de Sinán
—, y espero por tu bien que regreses de ella libre y sensato.
—¿De verdad crees que tus trucos prevalecerán contra mi? —preguntó
Cantacuzanos. Nuevamente había aparecido a la espalda del mago blanco, esta
vez sonriente, y mostraba en su mano el envoltorio con las cinco piedras
dragontías.
La sonrisa se borró del semblante del griego. Extendió su báculo y Asmodeo
sintió un ardor vegetal que le recorría las venas, una abrasadora pesadez de
plomo fundido en los miembros, una confusión invencible que le ofuscaba los
sentidos y lo sumía en un sueño de muerte. Ensay ó un contraconjuro, y después
otro, al tiempo que se sumía en un sopor mineral. Aturdido se sentó en el suelo,
pero los brazos se negaron a sostenerlo, se tendió exhausto y comprendió que el
mago negro había conseguido poderes ancestrales contra los que nada podía.
Reclinó la cabeza y se sumió en la nada.
Cantacuzanos contempló el cuerpo exánime de su antiguo amigo. Lo había
derrotado, pero no podía matarlo porque el último recurso de la magia impedía
ese desenlace. El poder de Asherah regresaba al servicio de la Abominación
para que la victoria del bien no fuera completa.
Cantacuzanos convocó a los vientos, incluido el rebelde bóreas, y regresó a la
nave Caminito de la Sardina rumbo a la isla Inquieta con el corazón roído por la
duda. Aquellos arcanos en los que no se atrevía a penetrar… quizá Asmodeo
había visto una luz que él no se aventuraba a mirar, quizá su antiguo amigo había
comido la manzana del árbol prohibido y era libre mientras que él había
aceptado su condición de esclavo y se sometía a un dios caprichoso y cruel que
sembraba el dolor en el mundo y exigía la ciega sumisión de sus criaturas. La
duda amarga le destilaba hiel en la garganta mientras a lomos del poder que
aquel dios le otorgaba, cabalgaba sobre las olas del mar interior dejando tras de sí
un rastro de espumas.
CAPÍTULO IL

Isbela de Merens supo que su liberación era inminente cuando despertó


sobresaltada por el ronco sonido de las trompas de guerra.
Se asomó al ventanuco de su celda y vio a un oreo de cara bestial sentado en
un peldaño de la escalera de caracol. Se hurgaba con un dedo en la monstruosa
nariz y se comía los mocos que se extraía, según el feo hábito de los orcos y de
algunos especímenes humanos.
Reprimiendo el asco que le producía, Isbela lo llamó:
—Oy e, buen mozo, ¿cómo te llamas? —la voz de la muchacha sonó
modulada e insinuante.
—¿Yo? —dijo el orco suspendiendo su exploración nasal: Nurgo.
—¡Nurgo, qué bonito nombre! —exclamó la semielfa—. Nurgo, tengo un
problema. Necesito que me ay udes a cortar esta vieja capa de viaje. Quiero
hacerla dos piezas que me sirvan para un vestido. Es una sorpresa que quiero
darle a nuestro amo y señor Muley Osmán.
—Bueno. ¿Y cómo lo vas a cortar? —preguntó Nurgo.
—Con tu cuchillo, claro.
—¡Yo no te puedo dar mi cuchillo! —protestó el orco.
—Pues entonces córtalo tu mismo. Yo te señalo la línea con un carboncillo y
tú cortas, ¿vale?
—Bueno.
—Lo malo es que no lo vas a cortar derecho —reflexionó la muchacha—,
pero si y o sostengo la tela, entre los dos podremos cortarla fácilmente. Yo la
atiranto desde los extremos y tú cortas por medio.
Nurgo no terminaba de verlo claro. Se rascaba el colodrillo peludo dudando.
Por otra parte se había acercado al ventanuco y la muchacha le había hablado a
pocos centímetros de sus anchas narices. Había percibido el olor de la hembra
mezclado con el perfume de agua de rosas. A Nurgo le gustaban mucho los
olores. Era lo que más le gustaba, aparte de hurgarse en las narices y más abajo.
No sé —titubeó—. Se pueden enfadar si abro la puerta.
—¿Quién se va a enterar? —preguntó la muchacha—. Ni tú ni y o lo vamos a
revelar, por la cuenta que nos tiene.
El tono de la muchacha era insinuante. Además, se había desabotonado un
par de trabillas de la blusa y el escote dejaba ver el hondo canalillo y la promesa
de dos tetas duras, altas y en sazón, como le gustaban a Nurgo. Las putas del
puerto con las que a veces iba, pagando el triple de la tarifa, dada su condición de
orco, tenían las tetas flojas y caídas del mucho uso. En su vida sólo había catado
dos tetas duras y firmes como las de la muchacha, cuando violó a una novicia en
un convento de la costa Toscana, donde desembarcó con Muley Osmán.
La fugaz visión de las tetas terminó de ofuscar el poco juicio de Nurgo. El
orco descorrió el cerrojo y abrió la puerta. Al otro lado de la breve estancia, la
prisionera le sonreía insinuante con el manto en las manos. Nurgo desenvainó el
cuchillo y avanzó dispuesto a cortar la tela y a servir a la muchacha en lo que
gustara mandar.
Ella sostuvo en alto el tejido, como un biombo entre los dos, y cuando Nurgo
se disponía a cortar se lo echó sobre la cabeza.
—¡Jo, jo! Tienes que sostenerla bien muchacha —dijo divertido por el juego
—. Se te ha escapado de las manos:
Pero cuando consiguió zafarse del manto, la muchacha no estaba donde tenía
que estar, entre él y la ventana. Había desaparecido. Angustiado, intentó
asomarse a la ventana y se golpeó la cabeza contra un muro invisible. Estaba
intentando comprender que por allí no podía haber saltado la prisionera cuando
oy ó correrse el cerrojo de la celda a su espalda. La chica había escapado y sus
bellos ojos azules lo contemplaban ahora desde el ventanuco, al otro lado de la
puerta cerrada.
Nurgo comprendió el juego. Ahora el preso era él y la muchacha era la
guardiana.
—¡Jo jo, qué juguetona eres! —rió de buena gana—. Ahora abre la puerta,
que sigamos cortando la capa. No vay a a subir alguien y le vay a a Muley
Osmán con el cuento de que somos amigos.
El rostro de la muchacha desapareció del recuadro y Nurgo percibió sus
leves pasos descendiendo la escalera de caracol.
—Niña, deja de jugar al escondite o me enfado y no te follo —advirtió el
orco.
No hubo respuesta. Nurgo comenzó a comprender que quizá no se trataba de
un juego, sino de un intento de fuga. Comprendió lo que siente un asno cuando el
aparejo se le viene a la barriga y desparrama la carga.
—Ahora vendrán los palos —pensó, resignado.
El depósito de armas no tenía candado, solamente un cerrojo bien engrasado
que se descorrió fácilmente. Isbela tomó uno de los arcos turcos, hechos de
madera, cuerno y tendones, e intentó encordarlo. Imposible. Se necesitaba la
fuerza de un hombre musculoso. Reparó en que en una de las cajas había media
docena de arcos galeses, de tejo, tan altos como una persona, toscos y efectivos.
Alguna vez había disparado con uno de estos. Apoy ó un extremo contra el muro,
lo presionó con el peso de su cuerpo y logró encordarlo. Después buscó las
flechas adecuadas. Casi todas las que había eran cortas, las propias de los arcos
turcos, o virotes de ballestas. Al fin, detrás de unos lienzos encerados encontró dos
barriles de flechas largas. Se echó uno al hombro y lo subió a la terraza
almenada de la torre. Luego bajó por el otro y repitió la operación. Al pasar por
delante del ventanuco de la celda, Nurgo la piropeó para comprobar si todavía
continuaba el juego. El orco había concebido la absurda esperanza de que la
prisionera lo estuviera excitando para hacer más sabrosa la entrega.
Isbela escuchaba los requiebros del orco con una sonrisa. Por nada del mundo
quería que se percatara de la verdadera situación y comenzara a alborotar.
Cuanto más tardara en cundir la alarma, mejor.
Con su reserva de flechas y dos arcos galeses en la terraza de la torre, la
semielfa estudió la situación. La torre solo tenía un acceso, una puerta baja que
se dominaba perfectamente desde el balcón amatacanado. Mientras cubriera con
sus tiros aquella puerta nadie podría penetrar en la torre. Cuando se le acabaran
las flechas estaría perdida.
¿Y el aire? La envoltura del conjuro que tapaba la ventana quizá afectaba
también al resto de la torre o, incluso, al castillo. Mejor comprobarlo. La
semielfa tomó una flecha del barrilete y tendió el arco. Apuntó al palo alto de un
gallinero, en el patio del castillo, tensó el arco y disparó. La larga flecha de tejo
fue a clavarse temblando en el centro del palo. No, el conjuro no afectaba a su
campo de tiro.
Entonces sonaron las roncas trompetas de alarma. Isbela levantó la mirada y
escrutó el mar. Vio venir a lo lejos, sin tocar las aguas, a La Pajarita
Impertinente, la galera negra de los aduaneros venecianos. El corazón le dio un
vuelco. ¡Sus amigos no la habían olvidado! ¡Acudían a rescatarla!
CAPÍTULO L

Mohamed Habibi, después de casi un año al servicio de Muley Osmán, llevaba


hundidas, por imprudencia o por ignorancia de las artes del mar, tres galeras de
su jefe. Dentro de su desgracia podía considerarse un hombre afortunado y a que,
en las tres ocasiones, sus errores se habían imputado a alguno de los muertos
provocados por el accidente.
Hacía un mes que Mohamed Habibi estaba a cargo de la intendencia de la
Isla Inquieta y a lo largo de ese tiempo había introducido sustanciales reformas
para optimizar el uso de los recursos y ganarse la estimación del amo. Había
desmontado las cuerdas de crin de caballo y nervios de las balistas de las torres y
las había sustituido por otras de cáñamo igualmente fuertes pero mucho más
baratas. Había trasvasado el contenido de los cántaros de fuego griego a otros
más pequeños y manejables y había apilado los envases antiguos a la entrada del
arsenal con idea de convertirlos en macetas y hacer un camino floral de la
ensenada al castillo que confiriera a la isla un aspecto más palaciego. De este
modo pensaba congraciarse la voluntad de Muley Osmán, cuy os gustos se
estaban volviendo más refinados a medida que se hacía más rico.
Cuando la galera negra veneciana apareció por el horizonte y los vigías de la
Isla Inquieta dieron la alarma, los piratas se prepararon para rechazar el ataque.
Los servidores de las catapultas echaron mano de los odres del fuego griego y
comenzaron a bombardear al invasor con cáscaras vacías, al tiempo que las
balistas lanzaban mortíferas jabalinas que, faltas de impulso, debido al cáñamo
humedecido por la brisa marina, caían sin fuerza sobre los barcos propios, los
refugiados en la ensenada, ocasionando desgracias.
Los orcos de la guardia de Muley Osmán salieron de las zahúrdas del castillo
y se reunieron en el prado gruñendo y golpeando furiosamente los escudos para
enardecerse según acostumbran en vísperas de una batalla. De pronto, el jefe de
ellos, que se distinguía por un y elmo cerrado grande como un cántaro, con un
penacho de plumas de faisán, se llevó la mano a la cerviz, dijo urg urg (ay, ay ) y
se desplomó, herido de muerte.
Sus ay udantes de campo se precipitaron a socorrerlo. Una flecha de aguda
punta le había entrado por el morrillo y le había atravesado el cuello, segándole
de camino la arteria carótida. El caudillo oreo sangraba como un cochino en la
mesa del matarife.
Los orcos intentaban dilucidar qué había ocurrido cuando una segunda flecha
atravesó el pecho de otro entrando por la parte blanda entre el peto de cuero y el
almófar que le protegía la cabeza. El orco se desplomó sobre el cadáver de su
jefe diciendo urg, urg. Mal asunto.
Cuando la cuenta de los muertos iba por cinco, uno de los orcos señaló la
Torre Catalina y gritó:
—¡Qkku warq kq oy rq hiuq ay w bia nqrq!
Miraron todos en la dirección que el señalaba el conmilitón y descubrieron a
Isbela de Merens, asomada a una almena, con el largo arco galés en la mano. El
rebaño de los orcos se disolvió al instante. Los más corrieron hacia el escarpe de
los precipicios, pero allí era difícil encontrar una roca tras la que guarecerse.
Otros corrían alocados en todas direcciones para ponerse a cubierto, lo que era
imposible en el prado liso. Muchos se precipitaron contra las escolleras (la marea
estaba baja) y otros se enzarzaron en agria disputa por una roca o un agujero tras
el que parapetarse. Mientras, la semielfa los seguía cazando muy a su sabor con
las plumadas flechas.
La nave negra veneciana se había aproximado a la isla. En la boca de la
ensenada, Cantacuzanos, con las cinco dragontías que reforzaban
considerablemente su poder, convocó dos vientos auxiliares que juntaron su
impulso con el simón y elevaron la nave por encima de los mástiles de las
galeras de Muley Osmán. Al sobrevolarlas Grontal y el Raposo, cada uno
asomado a una borda, las bombardeaban con frascos de fuego griego e iban
gritando los aciertos con infantil alborozo mientras dejaban atrás un rastro de
incendios que, con la alarma, nadie sofocaba. Finalmente, La Pajarita
Impertinente se deslizó sobre la hierba del pradillo y se detuvo, escorada, a las
puertas mismas de la fortaleza.
—La escala, Pedro —ordenó Lucas de Tarento—. ¡Al asalto!
Los piratas intentaban defender las almenas, pero malamente podían
concentrarse en rechazar el ataque cuando en cualquier momento podían recibir
una flecha en la espalda desde la Torre Catalina. Después de una breve
resistencia inicial no pudieron evitar que el enano Grontal, con su temible hacha,
señoreara un lienzo de muralla. Detrás de él subió Gorgo armado de una maza de
carpintero de ribera, con la que aplastó la cabeza de dos piratas que le salieron al
encuentro. Guido se deslizó escalera abajo, abatiendo a unos cuantos enemigos
que le salieron al paso, y abrió la puerta del castillo para que entrara Lucas de
Tarento. Cantacuzanos, sin abandonar la galera, tembloroso, convocaba a los
vientos para que las flechas de la semielfa no se desviaran de sus objetivos.
La lucha cesó en cuanto Muley Osmán salió del castillo vestido con su mejor
cota persa, el agudo alfanje en la mano, dispuesto a defender su isla. La semielfa
apuntó con cuidado y lo alcanzó con una flecha de aguda punta en el instante
mismo en que el jefe pirata intentaba encasquetarse el casco de acero.
Muley Osmán, con la flecha emplumada clavada en el cráneo, la punta
asomándole por el cogote, comprendió, de pronto, que aquel gafe de Mohamed
Habibi había sido la causa de todas las desgracias que menudeaban sobre él
desde que entró a su servicio. Ahora, en la sucesión de torpezas provocadas en
aquella jornada por su intendente —los búcaros del fuego griego que no ardían,
las balistas que no alcanzaban—, veía claro que aquel egipcio con cara de ratón
era el responsable de su ruina y, en última instancia, de su muerte. Muley Osmán
le dirigió una mirada asesina y pugnó por levantar la espada contra él, pero sus
miembros no lo obedecieron. Tirado como un saco de cebada en los irremisibles
brazos de la muerte, Muley Osmán concibió un acto de póstuma justicia: por lo
menos que aquel gafe recibiera su merecido. El verdugo experto en
decapitaciones a la turca estaba en su cabecera, hipando en un mar de lágrimas
por la desgracia de su amo. Antes de morir, Muley Osmán quería verlo ejercer
su oficio una última vez. Que decapitara a Habibi y le presentara su cabeza
chorreante. El rey de los piratas hizo un supremo esfuerzo y consiguió levantar
una mano para señalar a Habibi.
El egipcio podía ser torpe, pero no era lerdo. Comprendió lo que el pirata
quería decir, y, rápido de reflejos, se precipitó sobre él, le tomó la mano
acusadora y la beso diez veces seguidas con verdadera compunción, bañado en
lágrimas.
—¡Por Alá! ¿Lo habéis visto? —exclamó volviéndose hacia los testigos—.
¡Me ha señalado! ¡Me designa sucesor suy o! ¡Alá mío, señor, gracias! Este
caudillo victorioso, padre providente de todos nosotros —proclamó
solemnemente—, tendrá unos funerales que harán palidecer los de Alejandro el
Magno. Vuestro nombre, señor, brillará en boca de juglares, poetas y recitadores
por todos los puertos del Mediterráneo y en todas las cortes del mundo. Vuestro
harén quedará bajo mi amparo. Nadie que no sea y o en persona osará tocar un
pelo de vuestras mujeres y y o mismo me abstendré de ellas durante los tres días
de luto oficial que en este instante promulgo.
Muley Osmán, agonizante, al escuchar las torcidas razones de aquel
marrullero, y especialmente cuando llegó a lo de quedarse y usar en su provecho
el escogido harén que el difunto dejaba, sintió la garra negra de la apoplejía
surgir de lo más hondo de sus entrañas y repartirse por todo el cuerpo, helada y
punzante, para concentrarse en la parte de atrás del cerebro, por donde la flecha
de la semielfa dolía. Tuvo un golpe de tos y sangre y expiró.
—¡Tres días de luto oficial! —proclamaba solemnemente Mohamed Habibi
al tiempo que se encasquetaba el turbante de su amo muerto con la esmeralda
del tamaño de un huevo de paloma.
¡Que nadie tema por su paga! ¡Cada oficial seguirá en su puesto! No hay
responsables por la derrota de hoy : pelillos a la mar. Para honrar la memoria del
gran Muley Osmán promulgo una recompensa especial de diez dinares de oro de
sargento para arriba y de tres dinares de sargento para abajo.
La perspectiva de la paga extraordinaria sofocó rápidamente los llantos y los
lamentos de los súbditos del difunto. Enjugaron las últimas lágrimas, murmuraron
razones equivalentes a la del muerto al hoy o y el vivo al bollo y, sin ponerse de
acuerdo, corrieron a celebrar el tránsito en la botica de la isla, el único lugar
donde se podía adquirir una bebida alcohólica —el anís, supuestamente
medicinal, no contradecía las ley es del Libro—. Olvidado de los suy os, el
cadáver de Muley Osmán permaneció en medio del prado hasta bien entrada la
noche, hasta que Mohamed Habibi, después de catar medio harén, baldado de las
agujetas, se concedió un descanso entre dos viudas y acordándose del difunto
envió a tres mozos de establo a que lo enterraran en el mismo lugar donde cay ó.
Mohamed Habibi, saciado de amor, como en los tiempos del Viejo de la
Montaña, comprendió que, esforzándose un poco, era posible alcanzar el paraíso
en la tierra. Se hizo firme propósito de olvidar el hachís y las querellas de Oriente
para dedicar sus cinco sentidos a administrar el harén y la flota de Muley
Osmán, o lo que quedaba de ella, que Alá ponía en sus manos de manera tan
providente.
Mientras tanto, la galera armada La Pajarita Impertinente con la bella
semielfa a bordo, felizmente rescatada de la torre Catalina, había puesto rumbo a
la Tierra Firme y avanzaba, no corta el mar sino vuela, impulsada por los vientos,
según la magia eólica del clérigo y mago Cantacuzanos.
CAPÍTULO LI

—Los dos hermanos acuden puntuales a su cita —dijo el capitán aspirando las
brisas marinas.
Se refería a los vientos de otoño en la costa provenzal, los dos hermanos
ímpetu y Oso, que juntos componen el Impetuoso y que tienen la peculiaridad de
que, cuando se ponen marineros, se dividen racionalmente el trabajo porque uno
sopla en una vela y el otro en la siguiente, o los dos en la misma, pero de través,
si la galera les cae simpática y navega de bolina. Los dos hermanos empujaron
la galera Caminito de la Sardina hasta las verdes costas de Francia, en el país
provenzal, donde la embarcación tocó tierra en un recóndito puerto de
pescadores, Le Lavandou. Allí los viajeros celebraron la buena travesía con un
cordero de los afamados de Sisteron, que Pedro el Raposo adobó con tomillo, ajo
y vino blanco y asó sobre unas piedras con mucho arte, sobre el propio
embarcadero, sin perder de vista la nave. Acudieron pescadores locales y
labriegos de más adentro por la curiosidad de ver a un orco, y Gorgo, al verse tan
admirado, hacía ruidos con los distintos orificios de su cuerpo, lo que provocaba
grititos en las mujeres y carcajadas en los hombres.
Aquella noche durmieron en un buen cobertizo, donde los pescadores sacan
sus barcas en invierno, y tuvieron que taparse con lienzos encerados porque de
madrugada cay ó un chaparrón. Guido veló sus amores contemplando el bulto
que hacía Isbela bajo la manta. El muchacho estaba triste porque la víspera,
cuando avistaron la cinta verde de la costa, su amada había dejado escapar dos
lágrimas mientras decía: « Ya huelo la chimenea de mi casa» . A Guido le
parecía que la doncella lo miraba menos y con indiferencia a medida que se
acercaba a sus lares, o como se mira a un hermano, no como a alguien que un
día te dio la mano y te hizo sonrojar.
Amaneció una mañana radiante con sus pájaros piadores y su cielo luminoso
y azul. Los viajeros zarparon de nuevo, y fueron costeando, de cabotaje, hasta
dejar la islas de Levante y de Cros a barlovento y también la de Porquelloras. Al
caer la tarde, la Caminito de la Sardina enfiló el estrecho que esta isla forma con
el cabo de la Torre Derretida.
A Lucas de Tarento le traían recuerdos aquellos parajes porque los había
recorrido en otro tiempo con una carraca templaria que cargaba vituallas para
Tierra Santa en el puerto de Tolón.
—En ese promontorio —informó— se refugió hace cincuenta años o más el
Carpón, un monstruo marino que se moría de viejo. Yo conocí a un perfumista
ciego que lo vió antes de perder la vista. Era grande como una iglesia, con unas
aletas may ores que la vela de un trirreme. El monstruo se abrazó a la torre vigía,
suplicando bautismo cristiano, que el obispo de la diócesis le negó por no ser
criatura, y allá murió y se pudrió, infestando con su hedor ponzoñoso a toda la
comarca. Cuando las alimañas se lo acabaron de comer y el cuerpo se quedó en
los huesos resultó que sus jugos eran tan ácidos que habían derretido la piedra de
la torre. Por eso la llaman la Torre Derretida.
—Ese monstruo que dices era un hijo de Leviatán —señaló Cantacuzanos—.
Cada mar tiene el suy o y cada ciento veinte años ponen un huevo y se mueren
pidiendo confesión. Ellos mismos se fecundan, porque entre ellos no hay distingos
de macho y hembra, lo que es un capricho de la Abominación. Por eso están
malditos de Dios.
—Sí que es un capricho —comentó el Raposo—. Si los hombres fuéramos a
la vez machos y hembras no sé qué sucedería. Más de la mitad se pasarían el día
dale que te pego, practicando el amor propio, y se descuidarían las cosechas y el
trabajo y el mundo caminaría al revés.
De allí prosiguieron costa arriba y aunque se apartaron algo de la línea
terrestre al pasar ante Marsella, se cruzaron con muchos barcos de varias
naciones y hechuras que iban o venían de aquel activo puerto. Navegaron un día
más y al amanecer del siguiente vieron que el mar se había tornado más gris que
verde.
—Ahí delante tenemos el Ródano —dijo Lucas de Tarento—. Esta agua que
navegamos es dulce.
Para demostrarlo lanzó el odre al agua, lo recogió y bebió de ella. La
encontró amarga, pero disimuló. « Nada es como se recuerda» —reflexionó
tristemente, y el pensamiento puso una sombra en su corazón. Había acumulado
demasiados recuerdos terribles en la bolsa de su memoria, tantos que incluso los
fugaces recuerdos felices se teñían de amargura, como el agua. Lo asaltó la
fugaz visión de un cruzado saliendo de una choza con un niño de pecho ensartado
en la sangrienta espada, en una aldea perdida, sin nombre, un día sin fecha, un
camino sin dirección, en la tierra maldita que llaman Tierra Santa.
Enfilaron la corriente fluvial, una desembocadura tan ancha que no se
distinguía de la costa. Cantacuzanos se fue a popa y con mucha reserva, dando la
espalda a los presentes, entreabrió su saquito de los vientos y conjuró al Mistral
para que soplara hacia el norte. El Mistral, violento, frío y seco, no es viento que
se haga mucho de rogar. Al instante hinchó la vela y empujó al barco corriente
arriba levantando espumas con el tajamar. De esta manera subieron el Ródano y
al día siguiente, martes de mercado, amanecieron en Arlés, donde
desembarcaron y almorzaron el famoso guiso de toro con aceitunas, el
gardianne, en la reputada bodega El Atracón del Canónigo.
—¡Arlés! —suspiró Cantacuzanos en la sobremesa—. Aquí es conveniente
encomendarse a san Trófimo, el santo que acompañó a las Tres Marías cuando
vinieron a estas tierras, tras la crucifixión de nuestro señor Jesucristo, y
evangelizó esta comarca, que antes adoraba a la Abominación, y la arrojó a los
infiernos.
—¿La Abominación era una persona? —quiso saber Guido.
—Hijo mío, la Abominación adquiere múltiples formas para engañar a los
humanos. La de Arlés se llamaba Venus y adoptaba la forma de una mujer
hermosa en su plenitud.
—¡Cómo me hubiera gustado verla! —dijo Pedro el Raposo mientras
apuraba un hueso de buey ante la mirada atenta de dos perros callejeros.
Cantacuzanos le dirigió una mirada severa.
—No digas necedades, escudero. El que la veía se prendaba de ella.
Su belleza irresistible era el recurso de Satanás para llevar al infierno a las
criaturas. Ahora la ciudad está libre de Abominación, pero no está libre de
pecado, me temo.
Lo decía porque cuando tocaron puerto y cesó el Mistral velero, habían
percibido las inequívocas notas de un laúd en la taberna del puerto y sobre más
de un balcón pendía un ramo verde, reclamo de las casas de lenocinio.
En Arlés sólo permanecieron una noche. Despidieron al amable capitán del
Caminito de la Sardina y prosiguieron el viaje con los seis buenos tordos de la
Camarga, que Lucas de Tarento había adquirido, después de mucho regatear,
pues los precios se habían disparado después de las últimas sacas de los
hospitalarios y de los mercaderes de Tierra Santa. Convenientemente
aprovisionados, tomaron la calzada del norte, que remonta el río por su margen
izquierda, camino de Beaucaire, el feudo familiar del padre de Isbela, Hugo de
Merens.
Cuando se acercaban por bosques y sendas de su infancia, Isbela no podía
disimular su alegría y señalaba tal cerro donde una vez un ray o escindió una roca
o tal encina corpulenta a cuy a sombra su tío Andrés mató un jabalí herido al que
encontraron engastado en un colmillo un anillo de oro, o tal fuente donde un día
abrevó su caballo san Martín.
Los viajeros entraron en el valle de Beaucaire, marcado por un peñasco
elevado en cuy a cima crecía con dificultad un frondoso almendro. Tras pasar el
primer bosquecillo, lo primero con lo que se toparon fue el molino de Trens, que
había ardido, y estaba sin techo y silencioso. Sólo quedaban las cuatro paredes
tiznadas y la maquinaria herrumbrosa estropeada del incendio.
Una corneja pasó graznando por el lado izquierdo. Cantacuzanos se inclinó
hacia Lucas de Tarento.
—La muchacha no va a encontrar a su familia —observó—. ¡Lo que nos
faltaba!
Se levantó una niebla espesa que borraba en el horizonte las torres del castillo
de Baucaire. Después de caminar otro rato, sin cruzarse con nadie, llegaron ante
una choza miserable, construida con troncos y barro. Al ruido de los caballos
salió un campesino que se asustó al ver a un grupo armado ante su vivienda.
—No temáis buen hombre —lo tranquilizó Isbela, cada vez más alarmada—.
¿Que ha ocurrido que no se ve a nadie?
—Princesa, ¿no me conoces? —dijo el campesino.
Isbela se fijó en aquel rostro rojizo, de barba rala y gris, en aquella boca
trémula y desdentada.
—¿Voisin? —aventuró. El viejo afirmó en silencio, con los ojos arrasados en
lágrimas—. ¿Qué te ha pasado? ¿Qué te han hecho?
—¡Ay, señora! —se lamentó el pobre hombre. Y se echó a llorar con
desconsuelo.
Lucas de Tarento levantó la mano para ordenar un alto. Descabalgaron y
rodearon al campesino.
—Fue hace año y medio —dijo el hombre—, unos meses después de vuestra
marcha, princesa. Una mañana llegaron los hermanos de Baux con sus mesnadas
y lo arrasaron todo. Vuestro padre intentó proteger sus estados, pero ellos traían
más gente además de diez oreos en traílla que les había alquilado un comerciante
de esclavos. El choque fue terrible, pero al final los de Baux desbarataron
nuestras tropas, mataron a mucha gente, cautivaron a otros y han dejado el valle
para pasto de ganado. De aquí al castillo solo veréis cabreros y pastores de los
Baux.
—¿Y qué fue de mi padre?
—Combatió como bueno, pero lo descabalgaron y lo hirieron. Cuando lo
llevaban prisionero, atado como un fardo sobre una mula, no cesaba de repetir:
« Un día volverá mi y erno con mi hija y os lo hará pagar caro!» .
Isbela disimuló su silencioso llanto. Ignoraba si su padre había muerto y en
cualquier caso, ella no se había casado en Ultramar. No existía y erno alguno que
pudiera defender su causa. Solamente un pretendiente al que, aunque había
demostrado ser bravo y guerrero, no se atrevía a pedir amparo puesto que
todavía no lo habían consagrado caballero.
Aquella noche, en el campamento, Cantacuzanos se reunió con Lucas.
—¿Qué haremos ahora? Hemos traído a la muchacha a su casa, pero la casa
y a no existe. Creo que deberíamos dejarla en el monasterio de Nimes. Allí las
monjas acogen a las muchachas nobles desamparadas. Debemos proseguir
nuestra misión sin más aplazamientos.
A Lucas de Tarento le disgustaron las palabras del clérigo.
—He estado meditando sobre ello y y o soy de la opinión de que el código de
la caballería nos obliga a restituirla a su padre.
—¡Su padre está preso en una mazmorra de los Baux, unos locos homicidas
que tienen a su servicio un batallón de orcos y no sé cuántos hombres de armas!
No podemos poner en peligro esta expedición, que es vital para la Cristiandad.
Cuando salimos de Tierra Santa y o sabía que la muchacha nos acarrearía
problemas.
—Asumiré esa responsabilidad —respondió Lucas—. Tampoco y o me ofrecí
voluntario para esta misión. En Tierra Santa advertí que buscar las piedras del
dragón y la Mesa de Salomón era superior a mis fuerzas. Desde entonces me ha
abrumado esta carga. Ahora quiero observar la noble ley de la caballería que me
obliga a defender a los desamparados.
—No contéis conmigo para esto —advirtió Cantacuzanos—. Si tan fuerte os
veis, hacedlo sin ay uda de la magia.
—Lo haremos como podamos.
Hablaban tan alto que Guido escuchó lo que decían y se entristeció al
comprobar que el clérigo odiaba a la muchacha. Gorgo le puso la mano en el
hombro y le enseñó los dientes. Era su forma de mostrarse agradecido y de
comunicarle que podía contar con él.
Gorgo miraba a Isbela, que se había retirado a orar a la capilla en ruinas. La
grácil figura de la muchacha se recortaba al trasluz sobre una sábana que había
tendido sobre el muro derruido para preservar su intimidad.
Guido tomó su caballo de la rienda y bajó al manantial de Nomeolvides. Un
caño de bronce vertía agua sobre la cantarera. Mientras el animal abrevaba en la
gran pila de piedra, el joven sentía su corazón inflamado de amor. Envidiaba
aquellos muros, aquellos árboles, aquellas aguas que habían acompañado a su
amada todos los años en que estuvo ausente de su vida. ¿Cómo pudo vivir sin ella
y sin embargo ser feliz? Ahora aquella ausencia le parecía insoportable.
—Te quiero y daré mi sangre por defenderte —murmuró.
La melusina que habitaba en el manantial escuchó estas palabras. El hada
antigua había acunado a la semielfa en su nacimiento, la había acompañado en
sus primeros pasos y en sus juegos y se había encariñado con ella. Al escuchar
las razones del mancebo enamorado se sonrió con ternura. El hada tenía el
aspecto de una adolescente rubia de largos cabellos, en todo semejante a una
muchacha excepto en que vestía una túnica pasada de moda y su cuerpo era
enteramente transparente. Tomó las palabras del muchacho antes de que se
disolvieran en el aire y las enrolló en su dedo índice.
La noche caía lenta sobre los árboles y los caminos.
La melusina llevó las palabras del enamorado al oído de su enamorada junto
con la brisa susurrante. Isbela, al oírlas, lo miró y permitió que, por un momento,
sus lágrimas brillaran a la luz de la luna.
Aquella noche pernoctaron en las ruinas. Durmieron un sueño intranquilo,
excepto Gorgo, que roncó, como siempre, en el prado donde tendió su camastro,
e Isbela, a la que la melusina de la fuente acunó con las canciones de su infancia
para que lograra un sueño reparador.
La mañana amaneció envuelta en una niebla algodonosa tan espesa que a
duras penas se veía la mano extendida. Tuvieron que llamarse a voces y tras
desay unar unas galletas con pasta de anchoas y aceite, la anchoiade, que el
Raposo había preparado, Lucas de Tarento convocó a la asamblea en el patio de
armas.
Carraspeó antes de hablar, como hacía en las declaraciones solemnes.
—He meditado las distintas opciones que se nos presentan y he decidido que
intentemos rescatar al noble Hugo de Merens y le restituy amos su estado. Sé que
esto nos aparta de nuestra misión principal, pero lo exigen las ley es de la
caballería, que son la orla que ennoblece a la cristiandad. Deberéis saber que no
contaremos con la magia, pues Jorge Cantacuzanos está en desacuerdo conmigo
y no quiere participar, una decisión que y o respeto, pero aun así lo intentaremos.
Cantacuzanos se había sentado en una almena caída en medio del patio y
miraba hacia otro lado aparentando indiferencia.
Guido no pudo ocultar su entusiasmo ante la idea de rescatar al padre de
Isbela, lo que, además, le permitiría prolongar sus días junto a la muchacha.
—Somos tres hombres de armas, cuatro contando a Gorgo —dijo— y y a
otras veces nos hemos batido con treinta y hemos vencido con la ay uda de Dios
y de las piedras del dragón.
—Somos cuatro hombres y una mujer de armas —intervino Isbela
decididamente—, pues llegado el caso combato como uno más. Guido la miró.
Estaba hermosa por la mañana, con el pelo recogido en una cola, con los
mechones rebeldes orlados de diminutas gotitas que depositaba en ellos la niebla.
La capa que cubría sus hombros y la preservaba de la humedad se había
entreabierto y dejaba ver el brial de paño ceñido marcando los dos pechos
separados y valientes: ¿Cómo no arriesgar la vida por aquella mujer?
—Esta vez las piedras no nos darán ventaja —decía Lucas de Tarento—
porque he decidido que se queden con Cantacuzanos. No podemos exponernos a
que nos las arrebaten si perdemos el combate. La alta misión de la Cristiandad
debe seguir sin nosotros. Si caemos, otros caballeros nos relevarán.
Pedro el Raposo miró a su señor con asombro. Ahora renunciaba a la ventaja
de las piedras dragontías. Él era un simple escudero, pero sabía algo de guerra y
uno de los principios más elementales del combate consistía en no desaprovechar
ventaja alguna. Nunca entendería las ley es de la caballería.
Ensillaron y partieron. Cantacuzanos, hosco y serio, convino en aguardarlos
tres días en las ruinas del castillo. Si no regresaban al cabo de ese plazo, se
presentaría ante el obispo de Marsella y pondría en sus manos las piedras del
dragón para que la Iglesia decidiera qué hacer con ellas.
Los expedicionarios tomaron el sendero que discurría hacia el este, las tierras
de los Baux. Durante tres horas caminaron por medio de bosques y prados sin ver
más allá de la grupa del caballo que los precedía. Después, la niebla comenzó a
disiparse y abrió paso a una mañana soleada con la hierba, los altos helechos y
los árboles salpicados de rocío. Los caminantes llegaron al lugar que llaman el
anfiteatro, donde una roca semicircular, que parece cortada a cuchillo, cobija
una fuente de agua fría y cristalina. En medio del prado había un carromato
pintado de vivos colores con escenas que figuraban a Mucio Scévola quemándose
una mano para demostrar el valor de los romanos, a Lucrecia suicidándose para
demostrar la honestidad de las romanas y a Alejandro Magno contemplando el
incendio de Persépolis tras derrotar a los persas. La viñeta estaba ejecutada con
tal maestría que los ateridos propietarios del carromato se estaban calentando a
su lado y extendían las manos hacia el incendio y se las frotaban. Cuando vieron
acercarse a un grupo de caballeros con lanzas y caballos de guerra no se
inmutaron. Había costumbre.
—¡Dios guarde! —saludó Lucas de Tarento—. ¿Venís de Baux?
—Sí, señor, somos juglares y saltimbanquis que venimos de la feria de Baux.
Aquello está bastante animado, pero hemos hecho poco negocio porque hay
muchos trovadores que nos hacen la competencia a los profesionales.
—¿Qué es lo que celebran?
—¿No lo sabéis? Celebran las bodas del menor de los Baux, el hermano tonto,
Blas, con la hija de Hugo de Merens.
Los visitantes se miraron asombrados.
—No sabía que tuvieras una hermana —dijo Guido.
—Y no la tengo —se apresuró a aclarar Isbela—. Soy hija única. Mi madre
murió cuando nací y o.
Lucas de Tarento miró a la muchacha.
—¿No tienes ninguna prima o pariente que se llame como tú?
—No. Yo soy la única Isbela de Merens. Lucas reflexionó.
—En ese caso, saben que nos dirigimos a sus tierras, lo han sabido quizá antes
que nosotros, y nos aguardan.
Pedro el Raposo interrogó a los juglares acerca de la fuerza de los hermanos
Baux. La información no era nada halagüeña. Los diez orcos alquilados seguían
con ellos. Además, mantenían su mesnada de doce hombres de armas y seis
caballeros aliados habían acudido a las fiestas cuy a atracción principal era un
torneo con una jarra de plata como premio.
—A pesar de todo, perseveraremos en nuestro propósito —decidió Lucas de
Tarento. Espoleó su caballo y retomó la senda del este. Los demás lo siguieron.
—Los caballeros lo ven todo muy fácil —observó Pedro el Raposo hablando
consigo mismo—, pero a veces se meten en estacadas de las que salen con los
pies por delante para que los juglares canten su muerte heroica. Sin embargo, del
escudero que muere nadie se acuerda. Le sacan de la faltriquera lo que pueda
tener de valor, que nunca es mucho, y lo entierran bajo un palmo de tierra para
que lo desentierren los perros o los trudentes. Así es la vida. Si por lo menos
tuviéramos con nosotros a Grontal, el maldito enano con su hacha.
—¡Lo tenéis! —bramó una voz enanil a su espalda.
Se volvieron sorprendidos. Allí estaba Grontal, sobre un caballo lanudo de los
que se crían en los valles suizos.
—Nunca me he alegrado tanto de ver a un jodido enano —dijo Pedro el
Raposo abrazándolo.
El enano mostraba su risa poderosa y dejaba escapar un par de lagrimones
de los ojillos terrosos y arrugados.
—¿Íbais a meteros en danza sin mí? —riñó—. Aquí me tenéis de nuevo y
traigo un presente para nuestro capellán: la piedra Templada que guardaba el
gigante Antulfas.
—La verdad es que todos pensábamos en ti y te echábamos de menos —dijo
Isbela—. ¿Cuándo has llegado?
—Ya me estoy acostumbrando a volar —dijo Grontal—. Estaba tan tranquilo
en un pueblecito suizo donde la mujer de un panadero se disponía a mostrarme
ciertas preseas que guardaba en el arcón de su dormitorio y, de pronto, un viento
me ha arrebatado y me ha sacado por la ventana, con la bragueta desabrochada
y todo, tal como estaba. Viniendo por los aires me creció debajo este caballo que
se llama Impetuoso y he venido a caer entre vosotros. Parece cosa de brujería.
—No es brujería, es magia —dijo Guido—. Espero que Cantacuzanos esté
detrás de esto.
—Cantacuzanos quiere mantenerse al margen y no creo que cambie de
parecer —dijo Lucas de Tarento—. Más bien habría que achacárselo a la virtud
de la piedra Templada. Las piedras, según tengo entendido, tienen voluntad
propia. Quizá la Templada ha querido participar en esta aventura.
Prosiguieron el camino entre unos cañaverales espesos en los que se abría un
sendero ancho, realzado con losas, que los condujo al Ródano. Había un
embarcadero y una vieja choza de troncos en la que aguardaba el barquero, un
viejo encorvado por la edad.
—¿Queréis pasar al otro lado del río, je je? —rió—. ¿Sabéis por qué lo sé? Je
je, porque si no quisierais pasar no habríais escogido este camino, viene de Les
Antul derecho al río, no va a ninguna otra parte. Yo tenía diecisiete años cuando
mi mala cabeza me puso aquí por un pecado que cometí y desde entonces estoy
condenado al río.
No nos interesa tu historia —lo interrumpió Pedro el Raposo—. Dinos la
tarifa, te pagamos y nos pasas.
—¿La tarifa? Para vosotros, nada. Os pasaré de balde. —Trato hecho,
entonces— dijo el Raposo.
La barca era en realidad una balsa construida con viejos tablones con un
mecanismo de tracción servido por cuatro mulos que tiraban de una soga tendida
sobre el agua. El final de la soga eran unos pesebres situados a una distancia
conveniente. Cada vez que la barca se ponía en movimiento los mulos alcanzaban
unos bocados de cebada. Tras la cebada les entraba sed y regresaban al río a
beber, con lo que otra vez traían la balsa de regreso.
La barca con los viajeros y sus caballos cruzó el Ródano, que bajaba turbio y
caudaloso con las lluvias del otoño. Cuando llegaron al otro lado, Lucas de
Tarento le dijo al barquero:
—Acepta esta moneda por tus servicios. El viejo dio un paso atrás.
—No sire, no puedo aceptarlo.
—¿Acaso no eres pobre? ¿Por qué rechazas lo que te corresponde?
—Porque lleváis la muerte con vosotros y a la muerte no le cobro. De lo
contrario, Dios prolongaría mi ancianidad y ese el peor castigo que puede darme.
—Adelante —dijo. Su caballo echó a andar.
Los otros lo siguieron.
No hablaron mucho aquella tarde. Ese día pernoctaron en un collado, junto a
una fuente.
—Mañana entraremos en el Valle del Infierno —dijo Lucas—. Ahora
conviene que durmamos.
—¿No ponemos centinelas? —dijo Pedro el Raposo.
—No. No serán necesarios.
Pedro el Raposo no preguntó más. Llevaba algunos años sirviendo a su señor,
desde que era fraile templario, y nunca lo había visto proceder tan
descuidadamente. Procuró dormir poco y apostó a Gorgo, al que, de todas
formas, le costaba poco velar, al otro lado del campamento.
Aquella noche, Lucas de Tarento se desveló y salió a dar un paseo por el
claro del bosque donde brillaba la luna en todo su esplendor. La lechuza, perchada
en una rama alta, vigilaba con sus inmensos ojos. El caballero se sentó a
contemplar la luna desde una roca en torno a la cual crecía la hierba de la
desdicha. Al rato los efluvios de sus flores lo adormecieron. Soñó con la Dama de
la Rosa Azul, que lo tomaba de la mano y lo conducía a través de un bosque hasta
la alta peña en la que habitaba la dragona Tarasca.
—Señora —le dijo—, deteneos un momento para que pueda reflejar mis ojos
en los vuestros. Entonces la muerte podrá tomarme a su antojo. Dejadme calmar
esta sed devoradora, dad sentido a mi lucha, mostradme el camino de vuestros
labios.
Nevaban pétalos azules y el aire perfumado trastornaba los sentidos. En la
oscuridad, un aura espectral iluminaba el hermoso cuerpo de la dama envuelto
en flotantes gasas azules y blancas. El cabello al viento abrazaba la piel del
caballero. Alzó los ojos y vio su rostro, sus ojos, el bosque revivió en armoniosos
sones. La pajarería saludaba la aurora.
Ella, ahora en la distancia, le tendía una mano, humedecía sus labios de miel
templada y sonreía. Lucas hizo por alcanzarla, pero una fuerza misteriosa se lo
impidió. La roca inmensa roja anaranjada y gris se abría a su paso para tragarlo.
Luchaba por regresar alargando su mano hacia la que la Dama le ofrecía y,
cuando sus dedos se tocaban, brotaba la sangre impetuosa de miles de heridas
abiertas por las espinas de rosas azules engarzadas en un inextricable zarzal que lo
separaba de la Dama. Lenguas de fuego calcinaban los campos, los árboles, las
piedras. Se desplomaban los palacios, tronaban las tormentas, los hombres
luchaban y morían en la Desolación.
—Luchad. De vos depende —advirtió la dama, alejándose.
Era dulce como la miel, profunda como el océano, reluciente como la piedra.
Lucas de Tarento sintió el encontrado oleaje del desaliento y la esperanza.
—Os esperaré siempre en el reflejo del cielo azul, en el mar, en el agua
riente de los arroy os, de los lagos, de los ríos. Buscadme y me hallaréis.
La dama, blanca como la espuma, etérea como el aire, se acercaba
entregada y con un gesto suspendía la vida alrededor, el pájaro en el viento, la
hoja en su caída, la mariposa de plegadas alas. Con amor infinito acariciaba las
heridas del caballero, las sanaba, el tiempo detenido, el grano de arena
suspendido en la ampolleta, la gota de agua flotando en la clepsidra, ella
acercaba su boca a los labios sedientos del caballero, los ojos bien abiertos, para
dejar en ellos la humedad de un único beso, profundo y apasionado, un beso que
lo abrasaba y lo consolaba a un tiempo. Intentó abrazarla y se encontró despierto
y agitado en la soledad de su camastro.

Amaneció. Desay unaron unas gachas con ajo que preparó Pedro el Raposo
antes de proseguir su camino entre arboledas silenciosas, sin pájaros.
Sin pájaros. El bosque había enmudecido. Lucas de Tarento comprendió.
—Escuchad —dijo, volviéndose hacia sus compañeros—. No lejos de aquí
está la roca en la que habita la dragona Tarasca que custodia la piedra Reluciente.
Quizá si la conquisto los asuntos que nos esperan en la corte de los Baux se nos
presenten más favorables. Vale la pena intentarlo.
Los otros se ofrecieron a acompañarlo, pero él los rechazó.
—La dragona es asunto para un solo caballero. Esperadme aquí.
—Os aguardaremos aquí, sire —dijo Guido—, pero estaremos atentos al
toque del olifante para acudir en vuestro auxilio.
Partió Lucas de Tarento y los expedicionarios acamparon junto al arroy o
Zarzal, en cuy as aguas había oro en tiempos de la Abominación.
Después de esperar un día, el Misterio se les apareció en forma de un
chisporroteo que brotaba de la hoguera.
—Hugo de Merens está en peligro en el castillo de los Baux —les dijo—. No
hay tiempo que perder. La melusina madrina me envía para deciros que deberéis
continuar porque ella protegerá al amor de su ahijada.
Se deshicieron las chispas y quedaron las peladas llamas rojas amarillas y
azules que brotaban de los troncos de encina. Discutieron lo que convenía hacer.
No contaban con el consejo de Cantacuzanos, ni con su magia, ni tenían la
experiencia de mando de Lucas de Tarento, pero la angustia de Isbela por las
noticias de su padre los espoleaba a todos. Decidieron seguir adelante y tomaron
la senda de Baux. Delante de ellos se erguían unas rocas espectrales, como
dientes que surgieran de la tierra, con perfiles afilados y cortados entre los que el
viento soplaba inarmónico.
—Este es el Valle del Infierno —dijo Isbela—. Ya estamos en la tierra de los
Baux.
Tardaron más de cuatro horas en avanzar una legua por un laberinto de
peñascos que brotaban de la tierra como lomos erizados de animales
prehistóricos. A veces seguían un sendero encajados entre dos crestas rocosas y,
al cabo de un rato de andar, desembocaban en un callejón sin salida y tenían que
regresar sobre sus pasos para buscar otro camino. Otras veces, para salvar un
picacho, tenían que rodearlo durante un buen rato caminando en círculo y
cuando llegaban al final se encontraban casi en el punto de partida.
—Ahora entiendo por qué lo llaman el Valle del Infierno —dijo el Raposo.
El viento soplaba en los ventisqueros y emitía su lúgubre lamento.
—Dicen que son los suspiros del ejército de Atila, al que san Trófimo derrotó
en este lugar —dijo Isbela—. Otros dicen que el santo derrotó a un dragón.
Al caer la tarde descrestaron un picacho y vieron a sus pies un valle que
parecía más llano, con algunas huertas y arboledas continuas, pero para
alcanzarlo tuvieron que descender por un desfiladero pedregoso encajado entre
un muro rocoso y un abismo. Descabalgaron y prosiguieron a pie. De vez en
cuando un caballo resbalaba y los guijarros que desprendía daban tumbos por el
barranco oscuro.
Cuando salieron del Valle del Infierno, la noche los tomó en el centro de un
bosque recorrido por un arroy o. Trabaron los caballos para que pastaran y
encendieron una fogata para preparar la cena. Pedro el Raposo estaba
preocupado. Había visto rastros de gente armada a caballo y estaba seguro de
que los vigilaban.
—Os vigilan, pero no nos atacarán —dijo el Misterio chisporroteando en la
hoguera—. Sólo están escoltándoos para que lleguéis a tiempo a la ceremonia.
—¿A qué ceremonia? —quiso saber Guido.
—A la boda de Isbela con Blas de Baux, también conocido como Blas el
Bobo.
—¡Jamás me casaré con él! —saltó la muchacha—. Tiene los ojos
churretosos y el labio de abajo es como el de un mulo y babea.
¡Antes la muerte!
—Lo sé, niña. —El Misterio le acarició una mejilla, un gesto que provocó en
ella un estremecimiento porque el tacto era igual al de su padre, el noble Hugo,
llamado el Rey Pescador.
—Las cosas que tengan que ocurrir ocurrirán —dijo el Misterio—, y vosotros
estáis aquí para que ocurran.
Aquella noche, Lucas de Tarento, a treinta leguas de allí, pernoctó en un
bosquecillo de abedules. Desvelado se levantó para salir como otras veces al
encuentro de la Dama Azul, pero la dama no compareció esta vez.
CAPÍTULO LII

Cuando amaneció descubrieron que el semiorco había desaparecido.


—Se ha pasado al enemigo —supuso Pedro el Raposo, sin disimular su ira—.
Ya lo he visto otras veces. Los orcos viven en la manada. En cuanto ha olfateado
a otros orcos se ha unido a ellos. Les dirá cuántos somos y cómo peleamos y
llegado el caso será él mismo el que nos degüelle.
Guido salió en su defensa.
—No lo creo. Más bien habrá decidido no acompañarnos, por cualquier otra
causa y no se ha atrevido a decirlo. Ellos piensan a su manera y quizá no tienen
el alto concepto del amor o de la obediencia que nos lleva a los humanos a
despreciar el peligro antes que faltar a nuestro deber.
La mención de la muerte extendió una leve capa de pesimismo sobre los
viajeros. Nadie lo había dicho hasta entonces, pero probablemente caminaban
hacia ella. Se iban a enfrentar a un enemigo experto y más numeroso que
luchaba en su terreno y esta vez no contaban con la magia protectora de
Cantacuzanos.
Levantaron las tiendas y se internaron de nuevo en el monte de encinas, pinos
y alcornoques. A medida que avanzaban, los árboles eran más pequeños, debido
al suelo rocoso, y menudeaban los berruecos. A media mañana una muralla
natural les cortó el paso. El Raposo se adelantó a reconocer el terreno y regresó
con malas noticias. El único camino posible discurría por un barranco estrecho.
—Pasemos rápido —propuso el Raposo—, porque es el lugar ideal para
tender una emboscada.
Cuando llevaban un buen trecho, en lo más angosto del camino, se escuchó el
inequívoco rugido de Gorgo. Al instante lo acompañaron otros rugidos. El orco
padre, que mandaba en la manada, se lanzó contra Gorgo y lo abofeteó por
haberse precipitado. Aquel grito a destiempo los había delatado antes de que los
humanos llegaran al lugar preciso de la emboscada. El orco padre no podía
imaginar, debido a su limitada inteligencia, que Gorgo lo había hecho adrede,
para proteger a los humanos.
—¡Atrás, atrás! Nos están aguardando —gritó Guido de St. Bertevin—. Hacia
aquellos árboles. Hay que armarse.
Cabalgaron hacia el lindero del bosque. Guido se caló su cota de malla y
Pedro y Grontal sus perpuntes. Se ajustaron los y elmos con la celeridad que
aconsejaba el apurado trance. Mientras tanto, Isbela de Merens había encordado
su arco galés forzándolo contra el suelo sin ay uda de nadie. Se colocó la aljaba
en bandolera.
Guido y Pedro subieron a sus caballos.
—Recuerda Isbela: a los orcos hay que acertarles en el cuello o a la cara —
dijo Pedro—. En el pecho no sirve de nada.
Los orcos tienen las costillas anchas y tan fuertes que es como si llevaran una
coraza natural bajo la piel.
—¡Warw sbunsk bia gs swkarssi! —rugió el orco padre a la manada—. Sgies
gst wy w ue oie wkkia. ¡Sny werw!
Los orcos salieron de las rocas blandiendo sus mazas y corrieron contra los
invasores saltando de piedra en piedra. Guido y Pedro picaron espuelas y les
salieron al encuentro, el muchacho lanza en ristre y Pedro el Raposo con su
adarga sarracena y su palanqueta, que brillaba con un intenso azul luminoso al
reclamo de la sangre.
Guido se lanzó contra el orco padre, esquivó su maza y le asestó una lanzada
en el sobaco del brazo que sostenía el arma. La lanza penetró dos palmos de
través y atravesó el corazón, aunque del orco todavía tuvo fuerza para aferrarla
y partirla antes de desplomarse. En su carrera, el alazán que montaba Guido
había atropellado a un orco delantero. Sólo estaba aturdido, antes de que se
despabilara el muchacho le asestó un tajo que casi le separó la cabeza del tronco.
—Eso ha estado bien, alevín —le gritó el Raposo desde el otro extremo del
barranco. Había descargado su palanqueta en dos cráneos y los había abierto
como si fueran de mantequilla.
Los orcos supervivientes titubearon entre rugidos encolerizados. Habían
descubierto demasiado tarde que eran víctimas de una traición. Gorgo, el
semiorco fugitivo de un mercader de esclavos que se había unido a ellos, estaba
de parte de los humanos. Ya había degollado a tres de sus congéneres y se
disponía a atacar al cuarto.
El enano Grontal, mientras tanto, había eliminado a dos orcos con su temible
hacha. Sólo quedaban tres en condiciones de pelear.
Intentaron huir, pero uno se desplomó alcanzado en la garganta por una
flecha de Isbela y el otro anduvo unos pasos con el hacha de Grontal clavada en
la espalda antes de caer en tierra abatiendo de paso un pino joven.
—Hemos vencido en la primera batalla —anunció exultante Guido al ver
despejado el campo.
—Gracias a la ay uda de Gorgo —reconoció Pedro el Raposo.
Era la primera vez que el escudero pronunciaba su nombre. Hasta entonces
nunca se había dirigido a él. Gorgo dejó escapar una lágrima y respondió con un
gruñido agradecido.
Entones Isbela de Merens reparó en la sangre que goteaba por la mano
abatida del semiorco.
—¡Gorgo está herido!
Uno de los orcos le había acertado cerca del hombro con su maza guarnecida
de trozos de metal cortante y le había abierto una brecha.
—¿Donde está la botica? —reclamó la muchacha.
Pedro el Raposo descolgó de su arzón la bolsa de cuero que contenía las
curas. Palmeó cariñosamente el brazo sano del semiorco.
—Tendrás que disculpar que desconfiara de ti? le dijo. —Debo reconocer que
eres un guerrero honorable.
Algunos semiorcos desarrollan cualidades humanas. Gorgo desconocía las
exigencias del honor, pero sabía ser fiel aún a costa de su propia vida.
Isbela de Merens reprimió la repugnancia que producía la piel orca, formada
de costras terrosas de las que mana un efluvio a estiércol, y lavó la herida con
vinagre, antes de aplicarle manteca, cortezas cocidas, pasta de hierba cicatrizante
y un vendaje. Gorgo, con lágrimas en los ojos, disimulaba el dolor y se dejaba
hacer. De vez en cuando elevaba la mirada a Guido, como disculpándose por
causar aquella inconveniencia a su prometida.
—Uno de los orcos ha escapado —dijo el Raposo—. Me temo que irá con el
cuento al castillo.
Prosiguieron el camino y al caer la tarde llegaron al valle de Arpilles desde el
que se avista la ciudadela de los Baux, emplazada a gran altura entre los estratos
rocosos del valle, con el pueblo al pie de la roca atravesado por un riachuelo.
Entraron en el pueblo y a anochecido y tuvieron que dirigirse a varias
posadas, que encontraron llenas, antes de encontrar alojamiento en un hostal
modesto, El Sarraceno Cojo y Manco.
El mozo del mesón acompañó a Pedro el Raposo a las cuadras para
acomodar las cabalgaduras y darles cebada.
—¡Menudo nombrecito tiene el establecimiento! —comentó el escudero.
—En realidad el dueño le quería poner El Sarraceno, a secas, pero le encargó
el cartel a un pintor muy malo, por ahorrarse unos denarios, y el moro le salió
con una pierna más gorda que la otra y con un brazo más corto, así que cuando
vino el rotulista a poner debajo el nombre del mesón, el posadero estaba tan
cabreado por las bromas de los parroquianos que decidió que se llamara El
Sarraceno Cojo y Manco.
—¡Eso es un hombre! —alabó con sorna el escudero—: ¡Con dos cojones:
sostenedla y no enmendadla!
Después de refrescarse, llegada la hora de la cena, pasaron al comedor
donde degustaron el mejor plato de la casa, unos piedpaquets, o callos rellenos de
ajo, cebolla y hierbas aromáticas.
En la mesa de al lado había un trovador que había acudido a las justas
poéticas. Los Baux eran los señores más rudos, más crueles y más despiadados
de la Provenza, pero, al propio tiempo, Berenguer de Baux era aficionado a la
poesía occitana y se rodeaba de una caterva de trovadores, algunos buenos, otros
pasables y otros francamente malos. Muchos de ellos no reunían las mínimas
condiciones y sólo se habían dado al laúd para huir del trabajo.
El trovador Arnaut de Ventadour, pálido y enteco, vestido con un jubón raído
y unas calzas remendadas con esmero, con la barbita y el bigotillo recortados al
estilo de la corte de Aquitania, se estaba comiendo, con gran pulcritud y
ceremonia, dos berzas cocidas y una rebanada de pan. Masticaba lentamente
para que durara. Pedro el Raposo, viéndolo hambreado, le ofreció un cucharón
de callos de la fuente comunal. El trovador le quedó tan agradecido que le
prometió mencionarlo en una de sus endechas. Entablaron conversación. Arnaut
de Ventadour conocía todos los chismes relativos a las últimas generaciones de
los Baux. El abuelo había pasado a cuchillo a los habitantes de Courthézon; una
hermana suy a había descuartizado a su marido en prisión; un hijo de esta sitió el
castillo de una sobrina encinta con la que se había encaprichado.
La sobremesa fue larga y distendida. Los viajeros pidieron sidra joven e
invitaron al trovador, que se unió al grupo gustosamente. La conversación derivó
hacia el reciente invento de la poesía amorosa cortesana. En Provenza y
Occitania había decenas de poetas dedicados a la producción de toda clase de
endechas y poemas en los que declaraban su amor sin malicia, puro arrobo
platónico, a las más altas y famosas señoras, cuy os nobles maridos, lejos de
mosquearse, los obsequiaban con plumas de pavo real y alguna que otra moneda.
—La moda procede de los sarracenos de España que, a su vez, la han tomado
de oriente, de una tribu de Arabia, los Banu Udra, por eso lo llaman amor udrí —
explicaba Arnaut—. Consiste en perpetuar el deseo y no llegar nunca al
acoplamiento.
—O sea, que se dan un calentón, pero no follan —dedujo crudamente Pedro
el Raposo.
—Es un modo bastante basto de decirlo, pero por ahí va la cosa —reconoció
el trovador.
—Me parece una solemne mentecatez —opinó el Raposo.
—El amante prefiere la muerte a profanar el cuerpo del ser amado —
prosiguió Arnaut de Ventadour—. ¿No habéis notado esa laxitud, ese decaimiento
que sigue al coito, ese deseo de soledad, ese girarse en la cama y roncar? Es el
síntoma de que la realización del coito nos sume en la tristeza. El hombre es el
animal triste tras el coito, lo dijo Aristotil. Nosotros, los trovadores, tomando la
idea básica de los sarracenos, la hemos perfeccionado y hemos hecho a la mujer
imagen de Dios y, por lo tanto, inalcanzable. Lo bueno es adorarla, sin deseo
interpuesto. Por eso la comparamos con el sol, con las estrellas y con la Virgen
María, porque es un amor casto. El hombre tiene una visión total de la perfección
divina en el reflejo de la mujer. Y por eso escogemos como criatura del amor a
las esposas de nuestros protectores; ellos saben que por ese lado no hay nada que
temer, aparte de que, para subray ar la idea, vestimos como maricas, con
colorines y cascabeles, y tocamos el laúd en plan lánguido, para acompañar
nuestras endechas. Ellos, nobles y brutos como son, desprecian todo lo que no sea
partir un árbol de un mazazo, rajar un tronco de un mandoble o apagar un cirio
de un eructo. Esto que digo se verá mejor en un poema. ¿Os lo recito?
—Si no hay más remedio… —se resignó el Raposo. Arnaut tañó su laúd, lo
afinó y comenzó a cantar:
Aunque estaba dispuesta a entregarse a mí, me abstuve de ella y desobedecí
a Satanás, que me tentaba con su carne, porque no soy como las bestias sueltas y
destrabadas que toman los jardines como pasto y los ensucian con sus cagajones.
¿Qué os parece?
—Muy inspirada —dijo Guido.
—De lo más fino —comentó el Raposo.
—Bueno, en realidad no es mía —reconoció el trovador—. La composición
pertenece a un poeta sarraceno, un tal Ahmed ibn Farash de Jaén, pero y o la he
arreglado a mi manera y le he añadido el último verso, el de los ensucian con sus
cagajones, que, a mi juicio, presta una gran fuerza expresiva al resto del poema,
¿no os parece?
—En efecto —convino Guido—, le presta mucha fuerza expresiva. Pedro el
Raposo no acababa de entender el amor cortés.
—¿Y nunca se ha dado el caso de que un trovador pase de la poesía a las
veras? Quiero decir ¿no se enfadan estos señores porque os declaréis enamorados
de sus mujeres?
—Está admitido que la cosa va de finezas, sin pretensión carnal alguna. No
obstante, así en confianza, os diré que es mejor hacerse más fino de lo que uno
es. No sé si me entendéis.
Guido y el Raposo se miraron.
—No, no te entienden —gruñó Grontal.
Arnaut de Ventadour miró alrededor para cerciorarse de que sus confidencias
no saldrían del círculo de sus benefactores.
—Quiero decir que es mejor que sospechen que eres gay. De esta manera te
acercas a sus mujeres sin despertar recelo, no te vay a a pasar lo que al pobre
Guillem de Cabestanh.
—¿Qué le pasó? —preguntó el Raposo.
—Un buen amigo mío, pobrecillo. —Las lágrimas acudieron a los ojos de
Arnaut—. Lo tenía todo: tenía muy buena mano para la poesía amorosa; tenía
una manera de pulsar el laúd que imitaba el trino de la pajarería; tenía una voz
más armoniosa que la de los ángeles de los coros celestiales, pero también tenía
cuarta y mitad de miembro dentro de la bragueta y consiguió insertarlo en lo
más íntimo de la señora de este castillo.
—Lo natural —aprobó Pedro el Raposo—. ¿Y qué ocurrió?
—Esa fue su desgracia. Berenguer de Baux descubrió el asunto, lo hizo
detener, le rajó con sus propias manos el pecho, le arrancó el corazón palpitante
y se lo entregó a su cocinero para que preparara unos farcis de carne que le
sirvió calentitos a su esposa para la cena. Ella comió los canutillos sin advertir que
el relleno era el corazón de su amante. Cuando Berenguer de Baux se lo dijo,
esperando horrorizarla, la señora comentó, con su dulce voz, que jamás había
probado carne tan deliciosa ni esperaba volver a probarla. A continuación subió a
las almenas de la torre redonda y se arrojó al vacío.
—Y ese Berenguer, que por lo que veo es una mala bestia, ¿sigue mandando
aquí? —inquirió el Raposo.
—El mismo. Todos los días se solaza con mujeres y cuando sale de campaña
viola a las que puede, pero no ha vuelto a casarse desde que enviudó. Por eso va
a casar a su hermano Blas el Bobo con la princesa de Merens, para conseguir
descendencia que perpetúe la estirpe. La boda es mañana, pero, por lo que y o sé,
la novia todavía no ha comparecido. No obstante el mago Tomás de Ageu, que
está invitado en el castillo, ha asegurado que vendrá y ese hombre tiene fama de
no equivocarse nunca.
CAPÍTULO LIII

Lucas de Tarento había entrado en el valle Tenebroso y, después de seguir el


único camino posible, llegó a la ermita de san Martín, donde descansó junto a la
higuera que sombrea la fuente. El anciano ermitaño le contó la historia de la
Magdalena.
—Habréis de saber que en la crucifixión de Nuestro Señor Jesucristo, tres
mujeres acompañaron su agonía al pie de la cruz: María Magdalena, María
Jacobea y María Salomé, las tres Marías. María Magdalena tenía una hermana,
Marta, y un hermano, Lázaro el resucitado. María Magdalena, o María de
Magdala, era la esposa de Cristo, porque habéis de saber que Cristo, a pesar de su
carácter divino, en su afán de padecer las mismas limitaciones que cualquier
hombre, no se había sustraído a la calamidad del matrimonio. De hecho ningún
judío may or de veintidós años escapaba al casorio porque la religión mosaica los
obligaba a casarse y a reproducirse para obedecer el mandato divino de creced
y multiplicaos, aparte de que no habría mundo si no nos reprodujéramos, por eso
Dios, en su infinita sabiduría, ha puesto la vena del gusto en los respectivos
órganos sexuales del macho y de la hembra, que, al acoplarse y una vez
producidas las necesarias sacudidas pélvicas del macho, desencadenan un
orgasmo placentero y así lo hacemos cuantas veces se apareja con mucha
delectación. Ese gusto tan grande es, aunque los clérigos insistan en lo contrario,
el más bello canto con el que las criaturas pueden agasajar a su Creador.
Lucas de Tarento convino en que así era.
—Después de la muerte de Cristo —prosiguió el anciano—, los derechos
dinásticos de la Casa de David recaían en el niño que María Magdalena llevaba
en su vientre y era de temer que sus enemigos la mataran o mataran al niño al
nacer. Por lo tanto, María Magdalena huy ó de Judea para parir su hijo lejos,
donde pudieran vivir en paz, y se embarcó en secreto, junto con algunos
parientes y amigos, en una nave fletada por un rico mercader, José de Arimatea.
Cruzó el mar, impulsada por vientos favorables, y vino a la Provenza.
Con María Magdalena llegaron Marta y Lázaro y una criada egipcia, Sara,
que conocía los secretos de su pueblo. María Magdalena desembarcó en un lugar
de la Camarga llamado Santa María del Mar. Ahora hay un santuario dedicado a
las Tres Marías al que acuden los peregrinos a postrarse ante una talla de una
barcaza con dos mujeres de pie, las Marías.
—¿Dos y no tres? —preguntó Lucas de Tarento.
—Dos, porque se supone que María Magdalena vivió y murió toda la vida en
soledad en una cueva de los montes de Baume, a donde se retiró después de tener
su hijo, la Sangre Real, es decir, el vástago de Cristo, el rey del mundo.
En este punto la verdadera historia se entrevera con los relatos piadosos
inventados por los devotos. Han disimulado a la esposa de Cristo haciéndola pasar
por una prostituta que se arrimó al grupo apostólico y nos dicen que al llegar a
esta tierra hizo penitencia en una cueva de los montes del Bálsamo Santo
(Baume) durante los treinta y tres años que le quedaban de vida. El hijo de Cristo
y de la Magdalena fundó en Francia una estirpe judía vinculada a los sicambrios
y a los merovingios, los llamados « rey es de los cabellos largos» a « rey es
ociosos» porque no reinaban. El Papa y Roma no cejaron hasta que una nueva
estirpe, la de los carolingios, desplazó a la merovingia, la sangre de Cristo. Hoy la
orden secreta del Temple, no la que conocéis, sino otra más secreta que crece en
ella, se esfuerza en restaurar la Sangre Real.
El anciano habló de otras cosas, algunas de ellas confundidas en las nieblas de
la vejez y, al final, se quedó dormido al solecito tibio del otoño. Lucas de Tarento
le cubrió la cabeza calva con la capucha y tomando de reata el caballo prosiguió
su camino.
CAPÍTULO LIV

Habían instalado el palenque en un prado ameno que se abría entre una fila de
roquedos y el río. A un lado estaban las tiendas de los campeones, de planta
circular, más altas que anchas, rematadas en un aro de madera pintado de
brillantes colores y un mástil. Había una de listas blancas y negras, otra roja y
blanca, otra blanca con flores de lis, e incluso una negra con tréboles verdes
recortados y cosidos. No había dos del mismo color porque las lonas reproducían
los colores de cada casa. Delante de cada tienda estaba plantada la banderola del
campeón. Casi todas adornadas con leones rampantes, unicornios, ciervos con
muchas puntas, jabalíes y otros animales heráldicos.
Guido admiró los magníficos arreos de los caballeros, que se exhibían sobre
caballetes.
—Habrá que cuidarse del caballero que no tiene enseña —comentó Pedro el
Raposo señalando con un gesto a una tienda negra, sin adorno alguno, a cuy a
puerta ondeaba una banderola del mismo color.
Una empalizada de madera y cañas que llegaba a la cintura de un hombre,
discurría por el centro del prado, entre las peñas y el río. Los contendientes tenían
que partir de los extremos y galopar cada uno a un lado para embestirse a mitad
de camino, frente al palenque ducal. El que derribaba a su contrario vencía, pero
si los dos se derribaban mutuamente continuaban a espada o con las armas que
decidiera el rey de armas, un caballero anciano que arbitraba el torneo.
En el centro del prado, pegado a las rocas de la montaña, delante del lugar
donde chocaban los torneadores estaba la presidencia, un espacioso palco de
madera, cobijado por un palio de lona roja y adornado con paños de brillantes
colores, tapices y cortinas. Asistían al torneo los Baux y sus invitados más ilustres,
aliados de otros condados vecinos. La corte de los Baux resplandecía con todos
los refinamientos que Berenguer de Baux había traído de sus correrías por
Francia, corte real incluida. No faltaban mástiles con gallardetes adornando el
campo, ni guirnaldas de boscaje verde enroscadas en las empalizadas que
contenían a la vociferante y festiva multitud que se agolpaba en el prado para
asistir a los torneos, con la esperanza de ver manar la sangre.
En la tribuna condal, dos docenas de invitados ataviados con sus atuendos más
ceremoniales departían alegremente en espera del comienzo de los juegos. Les
habían traído sillones, jamugas y hasta un aparador en el que podían servirse pan,
vino y carne asada en los intervalos de los torneos.
Los campeones se alinearon en un extremo del campo. Llegó el momento de
hacer las presentaciones y demostrar los trofeos.
—¡Mi padre está en la tribuna! —señaló Isbela emocionada.
—¿Quién es? —le preguntó Guido.
—El anciano de la izquierda, el de la barba blanca y el semblante triste.
El muchacho reparó en la noble figura que parecía distraída y ajena a la
alegría que lo rodeaba.
—Tiene las manos encadenadas —observó Pedro el Raposo.
—Lo usan como reclamo para cazarnos.
—Porque me buscan a mí —dijo Isbela con la voz quebrada—. No soporto
que mi padre sufra por más tiempo.
La muchacha no pudo reprimir un sollozo. El secretario de cartas de los Baux,
que andaba examinando a la multitud en compañía de dos guardias reparó en los
forasteros y se acercó a ellos. Reconoció inmediatamente a la muchacha.
—¡Isbela de Merens, te esperábamos! —le dijo dedicándole una helada
sonrisa. Y volviéndose a su escolta ordenó—: ¡Guardias, prendedla!
CAPÍTULO LV

La hermana de María Magdalena, Marta, la contemplativa, la que se extasiaba


escuchando la palabra de Cristo, entendía mucho de plantas, raíces y jugos
vegetales, especialmente el santo muérdago, y sabía componer cocimientos,
tisanas y ungüentos que remediaban muchos males. Cuando llegó a Francia supo
del valle de la Peña Señalada donde abundaban plantas de muy distintas
naturalezas y quiso cosecharlas con su hocecita de plata, pero los naturales del
lugar le advirtieron que lo evitara porque estaba despoblado a causa de una
terrible dragona que lo había asolado. Marta no se arredró, fue a Tarascón y
entró en el valle. Los dos primeros días cosechó sus plantas sin que le ocurriera
nada, pero al tercero, cuando estaba recolectando el muérdago, una sombra
como de nube se abatió sobre ella ocultándole el sol. Marta se encontró con una
dragona de proporciones espantosas. Sus alas de murciélago abarcaban cien
pasos abiertas y el cuerpo, que era de serpiente escamosa, verde y gris por
arriba y blanquecino por abajo, no medía menos de treinta pasos y por la parte
del centro era grueso como el de un buey. En cuanto a la cola, era larga y fina
como un látigo y terminaba en un aguijón venenoso tan grande como la reja de
un arado. La cabeza la tenía grande como la de un mulo blanco aunque se
parecía más a la de una víbora cornuda, con los ojos saltones protegidos por una
cresta de hueso y la boca enorme guarnecida por tres filas sucesivas de dientes
blancos, agudos como puñales y una lengua negra dividida en dos que
proy ectaba más de un metro entre amenazadores silbos y gruñidos.
—¿Qué haces en mi valle? —rugió desde el cielo la Tarasca. Sus palabras
resonaron como un tableteo de cañas, que se extendió, magnificado, por los
montes aledaños.
—Recojo muérdago y flores medicinales —respondió Marta sin inmutarse.
—¿Ignoras que el que penetra en mi valle muere? —le preguntó la Tarasca,
mientras describía su vuelo coronado en círculos cada vez más cerrados, como
hace el buitre antes de abatirse sobre la carroña.
—Todos los que nacemos hemos de morir —respondió tranquilamente la
mujer—. Ni antes ni después de que llegue nuestra hora. La Tarasca voló un rato
en silencio, meditando la respuesta. Después se posó en la copa de una enorme
encina, que crujió bajo su peso, al tiempo que plegaba las alas. Para mantener el
equilibrio rodeó una roca cercana con su gruesa cola de serpiente. A esa roca la
llaman la Silla de la Tarasca. Van muchos curiosos a ver la marca de una cinta de
escamas que la rodea.
—Ya sé por qué no tienes miedo —dijo la Tarasca—. Porque eres la diosa
Diana.
—No soy ninguna diosa —replicó Marta—. Soy una herboristera judía que
recoge plantas para curar y animar a los humanos.
—Quizá no lo sepas, pero eres Diana —insistió el monstruo—. Hace siglos
que no te veo, pero estos ojos míos cansados te reconocen. Diana, la hermosa.
—Sin duda que tus ojos deben de estar cansados si me ves hermosa —
bromeó Marta—, porque nunca he sido guapa y y a no soy joven. Han salido las
primeras hebras de plata en mi negra cabellera.
—¡Diana la hermosa! —repitió la dragona—. Ahora debo devorarte para que
el mundo siga su curso habitual y amanezca y anochezca cada día.
—Haz lo que debas hacer.
La dragona saltó del árbol y se plantó en medio del pradillo, a escasos diez
pasos de Marta que percibió su aliento pútrido y abrasador. La mujer llevaba un
cestillo de flores medicinales que se mustiaron y ennegrecieron al instante.
—Te espero —dijo Marta.
La lengua viscosa de la dragona se disparó como la de un camaleón y se
enroscó en el talle de la herboristera, la atrajo lentamente al tiempo que la
fascinaba con la mirada anestésica de sus ojos. Cuando la tuvo a un palmo de los
espantosos hocicos la olisqueó un momento, abrió la boca desencajando la
mandíbula inferior, como hacen las serpientes convencionales, y se la tragó, con
báculo y todo. Luego levantó el vuelo y se perdió por el aire, entre berridos
satisfechos, camino de su guarida, una gruta que se abría al costado de una alta
roca pelada como un bostezo de la tierra. Llegó la Tarasca, posó en el reborde
rocoso de la cueva sus patas de águila peludas por abajo y escamosas en la unión
con el cuerpo de la serpiente y plegó sus alas. Luego se echó en su lecho de
huesos, musgo y retamas para morir porque, aunque todavía no se cumplían los
mil años de la vida de un dragón, conoció, por las señales, que su muerte era
inminente.
—¡Diana la hermosa, mátame! —murmuró con su acento pedregoso. De sus
ojos escaparon dos lágrimas que al rodar sobre el polvo se convirtieron en perlas.
—¡Mátame! —suplicó.
Marta se removió en el estómago de la Tarasca como se remueve un animal
encerrado en un saco. La barriga del monstruo se abombaba por un lado o por
otro según se removía Marta con su báculo. Finalmente la santa desgarró las
entrañas de la bestia y la piel escamosa y a través de la herida, que se iba
ensanchando, asomó primero una mano ensangrentada, luego la otra, luego la
cabeza y luego el cuerpo entero, como si se desprendiera de una envoltura
muerta. La dragona abierta en canal desplegó un ala y la elevó. A lo lejos
parecía la vela de un barco funerario, negra y enhiesta.
Marta salió de la dragona entre una confusión de vísceras e intestinos y tiró de
su manto que había quedado encajado en el píloro del monstruo. La dragona
agonizaba con una pálida luz en los ojos entreabiertos. Ya no acertaba a articular
palabra, pero entre los chorros de bilis que se le escapaban de la boca en medio
de los suspiros agónicos había un hálito creciente a rosas de primavera que
conseguía anular los hedores de la madriguera. Murió el monstruo y Marta bajó
al llano frente a la peña con su báculo de obispesa para trazar sobre la hierba, con
la sangre del monstruo, la planta de una iglesia. A los pocos días llegaron colonos
al valle y le ay udaron a construirla comenzando por la cripta honda, silenciosa y
oscura.
—¿Quién se sepultará aquí si no tenemos cuerpo santo? —preguntaba el
maestro de obras.
Nadie se sepultará —respondía Marta—, hacemos esta cripta para que la
habite el Misterio.
Era una mujer hermosa Marta. Andaba entre los canteros y los albañiles con
un cántaro a la cadera y les daba de beber. Ellos apagaban una sed, pero la
presencia de la mujer les acrecentaba la otra. Algunos tomaban un extremo de la
orla de su manto y la besaban murmurando una jaculatoria a la diosa Diana;
otros se ponían a su sombra que sanaba las calenturas y las ardentías.
Marta murió, anciana y hermosa, con el pelo gris y los ojos orlados de
oscuras ojeras, pero atractiva todavía, y las gentes del valle la llamaron santa
Marta y la representaron saliendo de la Tarasca, por el vientre reventado del
monstruo, con su báculo de obispo, el manto asomando por la boca de la dragona
para demostrar que se la había tragado.
CAPÍTULO LVI

Isbela de Merens le dirigió una mirada llena de odio al secretario de los Baux. Se
enjugó las lágrimas y compuso un semblante altivo.
—¡Sois repugnantes y tú más que ninguno, servidor de la hiena! El secretario
sonrió al cumplido.
—Soy feliz roy endo los huesos que la hiena desecha —contestó—. No te
replicaré porque hoy mismo serás mi señora. Bienvenida a Baux. Tu prometido,
Blas de Baux, te espera con impaciencia de enamorado y las Cortes de Amor
llevan una semana celebrando vuestro himeneo con encendidos versos.
Aquello era más de lo que Guido podía soportar. Se adelantó y propinó un
puñetazo al insolente. El secretario era más bien alfeñique y cay ó al suelo
sangrando por la boca y las narices.
—¡A mí la mesnada! —gritó.
No fue menester el aviso porque y a varios guardias armados habían rodeado
a los viajeros y los encerraban en un círculo de lanzas.
—¡Obispo! —gritó Guido dirigiéndose al prelado que lucía su atuendo
escarlata y su mitra en el palenque—. ¡Apelo a la tregua de Dios! Soy un
caballero que he venido en paz para participar en el torneo. El obispo cuchicheó
algo al oído de Berenguer de Baux.
—¡Hermano, es Isbela! ¡Es Isbela, más buena que el pan candeal! —señaló
Blas de Baux, babeando de gozo.
Berenguer dirigió a su hermano una mirada piadosa.
—Lo sé, Blas. Es Isbela. Aquí la tenemos como te prometí. Cuando termine el
torneo el obispo Bertrand os casará.
—¿Y podré llevármela entonces al castillo?
—Podrás.
—¿Y hacerla mía?
—Claro que sí. Será tu mujer.
—Me refiero a jugar con ella al animalito de las dos espaldas.
Los invitados reprimieron unas risas. No sabían si el humor de Berenguer
toleraba que se rieran de la simplicidad de su hermano.
Berenguer enrojeció ligeramente y sonrió un tanto avergonzado.
—Sí, hermano. Tendrás que consumar el matrimonio y engendrar en ella lo
antes posible un robusto Berenguerito que herede nuestros estados. Con la
bendición de la Iglesia todo será legal.
El obispo Bertrand asintió debidamente.
Mientras tanto, los guardias desarmaron a los viajeros y los condujeron hasta
el pie del palenque.
Isbela se zafó de los guardias y se abrazó a las piernas de su padre, el noble
Hugo de Merens, y le mojó los pies descalzos con sus lágrimas. El viejo intentaba
mantener la compostura, pero no pudo evitar que las lágrimas bañaran también
sus curtidas mejillas.
Berenguer de Baux contemplaba la escena con una sonrisa cruel. El bobo
Blas babeaba tasando los encantos de su prometida con mirada lujuriosa. La
saliva le goteaba por la pechera bordada del manto.
—¡Hola, Isbela! —saludó a la muchacha con su voz gangosa y le dedicó una
sonrisa llena de dientes podridos.
La muchacha escupió en el suelo por toda respuesta, y eso que se había
educado con las monjas.
Berenguer de Baux se volvió hacia sus invitados para mostrarles a la
muchacha. Algunos habían puesto en duda que compareciera para la boda, como
el mago Tomás de Agen había vaticinado.
—Isbela de Merens —dijo Berenguer con su voz de trueno—. Sube a este
tablado y siéntate al lado de tu prometido. Regocíjate porque lo que estamos
celebrando es el torneo de vuestras bodas.
Dos guardias tomaron a Isbela por los brazos y la obligaron a subir, pero una
vez arriba ella se zafó y corrió a abrazarse a su padre.
—Un encuentro enternecedor —observó Berenguer—. Padre e hija llevaban
dos años sin verse. Dejemos que lo disfruten puesto que quiero agradar a mi
consuegro y a mi futura cuñada.
—¿Me siento con ella? —preguntó el bobo—. ¿Puedo meterle mano y a?
—No, déjala tranquila con su padre —concedió el tirano—. Tiempo tendrás
de sentarte con ella y de acostarte con ella, hermano. Va a ser tuy a para toda la
vida, con la bendición del obispo Beltrand que representa al Señor. Ahora quizá
sea mejor que comience el torneo.
—¡Apelo a la caballería! —gritó Guido desde el cerco de los guardias.
CAPITULO LVII

Lucas de Tarento recorrió la calle maestra desierta y desembocó en la plaza


frente a la iglesia de santa Marta, un adusto edificio de piedra, sin ventanas,
hosco, con una espadaña torcida y sin campanas.
El caballero descabalgó y ató las riendas a una argolla del muro. La iglesia
estaba oscura como una cueva. Al fondo, dos velas de sebo apenas iluminaban el
altar, bajo una tosca talla de la santa pisando al monstruo. Los pasos del visitante
resonaron en las bóvedas desnudas. Se detuvo frente a la angosta escalera de
gastados peldaños que descendía hasta la cripta. ¿Qué invisible fuerza lo
empujaba a explorar aquel subterráneo? ¿Acaso el cuerpo de la santa podía
infundirle valor o experiencia para la prueba que se avecinaba? El antiguo
templario descendió unos peldaños salitrosos y se halló en una cámara
subterránea parecida a una caja de piedra. Olía a tierra mojada y a cadáver. Las
paredes destilaban regueros de humedad y salitre. Las gotas de humedad
condensada que se desprendían del techo habían formado un charco en el suelo.
Al remover con sus pisadas el barro del fondo se elevó un aroma a rosas frescas.
La Dama de la Rosa Azul.
Lucas de Tarento frotó un asperón y encendió un cabo de vela. La luz
vacilante le reveló una lápida cubierta con una inscripción antigua, y a ilegible.
—Marta y Diana, busco a la Tarasca —dijo Lucas de Tarento.
—La Tarasca está en su cueva de la montaña —susurró el Misterio, como un
eco, desde los cuatro ángulos de la cripta. Su voz era apenas audible, ronca y
asmática. Se trasladaba por las paredes describiendo ondas de sonido, y
convergía en la piedra central del techo, desde la que se derramaba en suspiros
hasta los oídos del caballero:
—Sal por el camino de la herrería y al llegar a la bifurcación, donde hay una
cruz de piedra a la que le falta el trozo de arriba, tomas el camino de la izquierda.
A medida que te internes en la montaña se irá estrechando, apenas una veredita
medio borrada por las hierbas.
Sigue a pesar de todo sin desviarte hasta la peña de la Muela y allí mismo
encontrarás la cueva.
Lucas de Tarento siguió la instrucciones, salió de la iglesia, atravesó el pueblo
dormido, pasó ante la herrería silenciosa, encontró la cruz decapitada y el
camino sin huellas que se perdía en la espesura de la montaña frente a la peña de
la Muela. Una vez allí se detuvo indeciso, sin saber por dónde seguir. Nuevamente
la voz le susurró al oído:
—Descabalga y camina hasta la peña.
Obedeció. La hierba y los helechos terminaban en la base de un farallón casi
vertical de peña viva. Miró hacia arriba. La vista se perdía sin ver la cumbre, en
la comba muralla de piedra compacta. Sólo piedra y cielo.
—¿Qué hago ahora? —se dijo.
Esta vez la voz permaneció muda. Lucas miró alrededor por si veía a alguien,
pero no había nadie en muchas leguas a la redonda. Anduvo unas docenas de
pasos hacia un lado y otro por ver si la peña tenía alguna cortada por donde
escalarla. Nada. Peña lisa imposible de escalar. Ni siquiera sabía con seguridad
que la guarida de la Tarasca estuviera arriba.
Estuvo todavía un buen rato cavilando hasta que recordó que en el arzón del
caballo estaba la pata de cabra de Pedro el Raposo. La tomó y golpeó con ella la
peña.
—¡Ábrete!
Un temblor agitó las hojas de los arbustos y conmovió la hierba, como si una
ráfaga de brisa la hubiese sacudido. La peña se hendió en una grieta tan ancha
que permitía el paso de un hombre. Dentro apareció una rampa suave que
invitaba a recorrerla. Lucas se guardó la pata de cabra y comenzó a ascender
por el camino mágico. La rampa serpeaba por el corazón de la peña elevando al
viandante. Ascendió por la cuesta internándose en el corazón de la roca. Sin
embargo, siempre tenía a la vista el paisaje circundante, como si la peña se
hubiera vuelto transparente y le permitiera ver el exterior, con el caballo que
pastaba en el prado y se iba empequeñeciendo a medida que el jinete ascendía,
los troncos de los árboles, luego las copas, el bosque a vista de pájaro y las
lejanas alquerías.
Después de un buen rato llegó a una gruta tan amplia que podría contener a
doscientos hombres, el bostezo de la montaña, la guarida de la Tarasca. La cueva
parecía deshabitada. Un techo de roca alto como el de una iglesia, con
estalactitas que pendían como los lagrimones de una vela y el suelo lleno de
ramas petrificadas, escombros humanos propios de un osario y basuras antiguas,
todo cubierto por una gruesa capa de polvo y tierra. En un extremo de la cornisa,
el intruso encontró un nido de águila con un polluelo del tamaño de una gallina,
cubierto de plumón. Al percibir su presencia lo confundió con la madre que le
traía la comida y se puso a chillar desaforadamente.
—¿Es aquí donde habita la Tarasca? —preguntó al aguilucho el caballero
Lucas.
CAPÍTULO LVIII

Guido se abrió paso entre la multitud y salió hasta la empalizada donde todos lo
vieran. Los espectadores contuvieron el aliento. El forastero se había dirigido de
manera insolente a Berenguer de Baux, un delito sobradamente merecedor de la
muerte. No obstante, como la ofensa se había inferido delante de sus súbditos y
de los invitados extranjeros, seguramente el tirano le reservaría alguna ejecución
pública especialmente refinada para que su justicia fuera ejemplar. La turba se
entusiasmó ante la perspectiva de una ejecución que no figuraba en el programa.
La mañana prometía.
De Baux miró al insolente muchacho con más curiosidad que cólera.
—¿Quién eres tú, castrador de puercos, para apelar a la caballería?
—Guido de St. Bertevin, de la sangre de los Foix. Mi padre tiene un castillo en
Bretaña.
—¿A qué apelas? —le preguntó el anciano de rey de armas.
—Apelo a un juicio de Dios —respondió Guido con aplomo—. Esa mujer me
ha hecho promesa sagrada de matrimonio y apelo a Dios para que en este
campo del honor, mediante torneo singular, demuestre que la razón y el derecho
me asisten.
Dos o tres invitados nobles juntaron las cabezas en conciliábulo. El may or de
ellos, que era también el de más autoridad, dijo:
—Berenguer de Baux, creemos que el muchacho dice la verdad. Los tres
hemos tratado a los Foix en otro tiempo y todos tenían ese mismo aspecto, anchos
de espalda y narigones. El derecho de sangre le asiste.
—Que hable el rey de armas —dijo de Baux.
El rey de armas era su compadre Alain de Monfra, conde de Pierrepertuse,
un hombre experimentado que se percató de la situación. Aquel mozalbete Guido
de St. Bertevin, estaba desafiando al prometido de Isbela, Blas de Baux, pero el
tonto de la baba no sabía levantar una espada, ni era capaz de tenerse en pie más
de un minuto.
Por lo tanto, era razonable que escogiera un campeón para que lo sustituy era
en la lucha.
—Decreto que un campeón luche por el caballero Blas de Baux. Cualquiera
de los caballeros que aquí concurren.
Berenguer de Baux se puso en pie.
—Y y o ofrezco una recompensa de cien monedas de oro al campeón que
defendiendo las armas de mi hermano en un duelo a muerte me traiga la cabeza
de este deslenguado.
Un duelo a muerte eran palabras may ores. Los siete campeones presentes
intercambiaron miradas.
—Yo me retiro —dijo uno—. No he venido a matar a nadie, sino a justar.
—Yo hago lo mismo. Bastante sangre he derramado y a —dijo el de la tienda
de ray as rojas y blancas.
Los otros titubeaban. Se miraban entre ellos o miraban al suelo. Cien monedas
de oro era más de lo que algunos habían visto o esperaban ver en su vida.
—¿No habrá un hombre al que no le tiemble la barba? —preguntó Berenguer
encolerizado a la muda muchedumbre.
—¡Yo lo haré!
Un misterioso caballero vestido con malla negra de doble anilla y un y elmo
que le ocultaba los rasgos de la cara se adelantó traspasando el cinturón de los
guardias.
Pedro el Raposo lo reconoció al instante: Sven le Berg.
El voluntario cruzó el prado hasta situarse frente al palenque condal. Se
levantó la celada y dedicó una sonrisa irónica a Guido de St. Bertevin cuando se
colocó a su lado. Era algo más alto que el muchacho y mucho más fornido.
—Sven le Berg, volvemos a encontrarnos —le dijo Pedro el Raposo.
—No hemos dejado de encontrarnos desde que salisteis de Tierra Santa, pero
estáis ciegos.
—Era un aspirante a templario que renegó de la Orden en los Cuernos de
Hattin —explicó el Raposo a Guido en voz baja—. Conoce todos los trucos y sabe
luchar. Será mejor que no te enfrentes a él.
—¿Qué pretendes? —preguntó Guido al caballero.
—Las cien monedas de oro.
—No creo que lo hagas por las cien monedas. Si nos has seguido y conoces la
misión que nos han encomendado no querrás interferir en ella, porque eso puede
acarrear la eterna condenación de tu alma.
—¿Mi alma? ¿Quién te ha dicho que quiero salvar mi alma? Yo sirvo a la
Abominación.
—Ya tenemos el campeón —anunció Berenguer de Baux satisfecho—. Blas,
querido, entrégale tu prenda.
El hermano bobo se adelantó babeante y ató su pañuelo rosa en el astil de la
lanza que Sven le Berg le tendía.
—Yo también tengo mi campeón —dijo Isbela levantándose—. Acercaos,
caballero.
Guido se aproximó al palenque para que Isbela anudara su pañuelo verde en
el astil de su lanza.
El rey de armas levantó la mano y un trompetero hizo sonar su instrumento,
castigando los tímpanos de los observadores más cercanos. Los pájaros
levantaron el vuelo en los árboles que ribeteaban el prado.
Tocaba sortear el campo. El rey de armas y los dos ancianos caballeros que
lo asistían comparecieron en el palco condal:
—La cara para el caballero negro, la cruz para el blanco —dijo Berenguer de
Baux.
El negro era Sven le Berg. Lanzaron la moneda al aire.
CAPÍTULO LIX

—Aquí es —respondió la voz susurrante al oído de Lucas—. La grieta del fondo


de la cueva es la boca cerrada del abismo.
El caballero se asomó a la grieta. Su anchura no excedía de un par de palmos
y su longitud equivaldría a diez zancadas de un hombre. No se veía nada dentro
porque un saledizo ocultaba el fondo. Lucas arrojó una piedra de buen tamaño y
percibió sus rebotes contra las rocas durante un buen trecho hasta que el sonido se
perdió en las profundidades de la montaña.
—¿Cómo es posible que la Tarasca habite aquí? —preguntó—. Un monstruo
tan poderoso no cabe por esta rendija.
—La Tarasca murió hace más de mil años, pero espera ahí abajo como la
crisálida de la mariposa espera en su capullo —dijo el Misterio—. No hay más
que despertarla.
—¿Cómo puedo despertarla?
—Enviándole la sangre de los animales que la componen: el murciélago, el
águila y la serpiente.
Al fondo de la cueva había una pequeña galería medio ocluida por los
escombros de cuy o techo pendía una nube de murciélagos dormidos. Lucas de
Tarento vació su bolsa de costado, la llenó de murciélagos y los fue cortando en
dos y arrojando a la sima de la Tarasca. Los animales agonizantes cay eron hasta
las profundidades.
—¿Donde encontraré una serpiente? —se preguntó el caballero. El Misterio
susurró a su oído.
—Si tu corazón es puro, Dios te proveerá.
Apenas lo había dicho cuando una sombra se abatió sobre la cueva y
apareció un águila real de gran envergadura, la que habitaba en la gruta, que
traía en el fuerte pico y en las garras una serpiente gruesa como la muñeca de un
leñador y más larga que un hombre.
El águila, al ver su gruta ocupada por un extraño, soltó el cadáver de la
serpiente sobre el nido y atacó al intruso. Lucas la esperó con la espada
desenvainada al fondo de la gruta, donde el techo se aplanaba y el vuelo del ave
sería más difícil. El águila enfurecida se arrojó sobre él avanzando las temibles
garras, el pico atento para romperle el cráneo, pero el caballero abatió su espada
y le cercenó limpiamente la cabeza y un ala.
Una garra hizo presa en el hombro y hundió las crueles uñas en la carne del
cruzado antes de que la muerte le infundiera laxitud y olvido.
Lucas arrebató la serpiente al aguilucho, que y a había comenzado a
picotearla, la troceó y la arrojó sangrante por la grieta, luego troceó el águila real
y arrojó sus cuartos al abismo.
En el interior de la rendija, a tres sogas de distancia dentro del corazón de la
peña, la angostura se ensanchaba en una especie de bolsa que era el final de
aquel intestino de la montaña. Allí reposaban en su sueño los restos momificados
de la Tarasca desde que santa Marta la mató, mil años atrás. Solamente quedaban
huesos recubiertos de una piel de serpiente reseca y unos pergaminos
desarbolados y rotos de lo que fueron las alas, con excrementos de murciélagos
y de restos más menudos de otras sabandijas caídas en aquellas oquedades.
Sobre aquellos vestigios del monstruo cay eron los cadáveres ensangrentados
de los murciélagos, de la serpiente y del águila. Las sangres se mezclaron y
siguieron filtrándose gota a gota entre la basura hasta que tocaron el cadáver
descompuesto de la dragona. En la perfecta oscuridad de la gruta se percibió,
entonces, un gorgoteo apagado, y un leve hervor seguido de un movimiento casi
imperceptible, como el de la masa de pan cuando la levadura hace su efecto y
comienza a hincharse. Así comenzó a hincharse el cadáver reseco de la Tarasca.
Sus huesos se removieron entre el polvo y se fueron concertando, sus tendones,
sus músculos y la piel conformaron lentamente el espantoso cuerpo, las escamas
de la serpiente cobraron vida y vigor, la cola terminada en cruel aguijón engordó
y se mostró nuevamente lozana e inquieta como un látigo. La Tarasca se
recompuso, levantó la cabeza guarnecida de duras placas córneas, extendió sus
fuertes alas membranosas y bostezó con su boca de aliento ponzoñoso
nuevamente guarnecida de tres filas de afilados dientes. Emitió un silbo y miró
hacia arriba desde donde se filtraba una remota ray a de luz, calculando su
posición.
CAPÍTULO LX

—El caballero blanco partirá de la izquierda —estableció el rey de armas.


—¡Silencio y comportarse, que comienza el torneo! —anunció el pregonero a
través de su bocina.
La muchedumbre lo jaleó con hurras y aplausos.
—Que cada contendiente ocupe su lugar —ordenó el rey de armas. Al
segundo toque de trompeta avanzad el uno contra el otro y que Dios ay ude al
vencedor.
Sven le Berg lanzó una mirada conmiserativa a Guido antes de tirar de la
rienda y espolear su caballo para dirigirse a su extremo del campo. Guido se
dirigió al suy o donde lo esperaban Pedro el Raposo, el enano y el semiorco.
—Cuidado con ese tipo —le advirtió Pedro el Raposo poniéndole una mano en
el muslo—. Conozco a Sven le Berg, lo he visto combatir y puedo asegurarte que
es un guerrero experimentado. Vigila sus tretas. Le Berg tiende a levantar
demasiado el escudo porque en un entrenamiento una astilla lo hirió en la frente.
Quizá sea esa herida la que a veces le causa ataques de locura. Debes
aprovechar esa debilidad. Lo mejor es que no apuntes con tu lanza al cuerpo ni al
escudo. Procura embestir más abajo, en la defensa delantera de su silla.
—Entonces puedo herir al caballo —objetó Guido.
—Hay muchos caballos en la Camarga —replicó Pedro el Raposo—. No te
preocupes por eso.
Sonó la segunda trompeta. Los dos caballeros espolearon los corceles y
partieron cada cual por su lado de la divisoria central. Isbela, con el corazón
encogido, no podía apartar la mirada de su amado, que se enfrentaba a la muerte
por ella. Hugo de Merens notó la desazón de su hija e intentó confortarla
rodeándola con el brazo, pero los grilletes que lo mantenían unido al palco se lo
impidieron.
Mientras tanto los jinetes se aproximaban a todo galope. El choque se produjo
un poco antes del palco presidencial. La lanza de Sven golpeó la mitad inferior
del escudo de Guido y se rompió en mil pedazos. Guido sintió como si un gigante
le hubiera propinado un mazazo. A pesar del respaldo de la silla de guerra se
dobló hacia atrás por los riñones y sintió un vivo dolor cuando su cota de mallas,
comprimida contra la madera, se le clavó en la cintura rompiéndole la piel y
haciéndole sangrar. No obstante salió bien parado y pudo recomponerse durante
el resto de la cabalgada.
La lanza de Guido había golpeado contra la defensa delantera de la silla de
Sven y se había tronzado después de saltar una de las dos cinchas del caballo, sin
daño alguno para el caballero.
Los contendientes regresaron al trote a sus respectivos puntos de partida para
romper la segunda lanza de las cuatro autorizadas.
El segundo encuentro fue aún más brutal que el primero puesto que los
caballos enardecidos se encontraron a galope tendido. Esta vez la lanza de Sven
hendió el escudo de su adversario dejándolo abarquillado e inservible. La de
Guido, nuevamente dirigida a la defensa de la silla, se quebró con un chasquido
siniestro sin causar daño aparente.
—No puedes cambiar de escudo y ese te sirve malamente —le advirtió
Pedro el Raposo—. Quizá debamos solicitar una tregua para negociar.
—¿Y dejar a Isbela en manos de esos malvados? —replicó el muchacho—.
¡Eso jamás! Prefiero morir. Si la razón nos asiste, Dios me protegerá.
El escudero asintió, miró al suelo y se guardó sus pensamientos:
« ¡Valiente majadería caballeresca! Dios asiste al más fuerte, nos guste o
no» .
Sonó la trompeta de la tercera lanza. Los caballos espoleados hasta la sangre
partieron echando espumarajos por la boca. Esta vez el que montaba Sven se
retrasaba y el caballero no parecía tan confiado.
—¡Le está fallando la silla! —señaló Grontal.
—Y nosotros vamos sin escudo —comentó, sombrío, Pedro el Raposo. El
encuentro fue tan brutal como los anteriores. Al impacto de la lanza de Guido,
nuevamente dirigida contra la silla, la cincha suplementaria del caballo de Le
Berg se rompió y su jinete cay ó al suelo con todos los arreos dando una gran
costalada frente al palco condal.
Su lanza había golpeado con menos fuerza que las otras veces el maltrecho
escudo de Guido, pero no obstante le descompuso la guardia y resbalando hacia
arriba le asestó un puntazo en el hombro izquierdo que rompió la cota de malla y
lo hizo sangrar.
El rey de armas se adelantó a donde Sven y acía en el polvo.
—¿Te declaras vencido?
Sven dirigió una mirada tan furiosa que el faraute dio un paso atrás.
—¡Nunca!
—Sea como quieres —declaró el rey de armas—. En ese caso, el duelo
prosigue a espada, pero el caballero blanco tiene derecho a combatir a caballo.
—Llevas ventaja —le advirtió Pedro el Raposo mientras le introducía un paño
untado de bálsamo sobre la herida del hombro—. Procura no perderla ahora. No
combatas a espada sino con el caballo. Échaselo encima y lleva previsto un
molinete a la derecha por si logra apartarse por ese lado.
Guido asintió.
El faraute hizo la señal de la tercera trompeta. Guido partió al galope en
busca de su adversario que lo aguardaba frente al palenque, las piernas
ligeramente separadas para afirmarse sobre el suelo, el escudo embrazado y el
brazo de la espada extendido apuntando al objetivo.
Isbela sintió que el corazón se le salía del pecho. Estaba a punto de
desmay arse cuando una mano fría se poso sobre la suy a. Abrió los ojos y miró
quien era. Le había parecido reconocer aquella frialdad confortadora. Era la
melusina del manantial de Merens que estaba a su lado y le sonreía con sus labios
azules. Isbela había visto a la melusina solamente tres veces en su vida, siempre
en vísperas de acontecimientos importantes. El hada de Merens había asistido a
su madre en el parto hacía y a dieciocho años, pero no había cambiado su aspecto
y a que las melusinas no envejecen o, al menos, lo hacen tan lentamente que los
humanos no aprecian señales de envejecimiento.
—Sé que tengo que verte cuando muera —le dijo Isbela—. ¿Es mi hora o es
la hora de mi amor? Si Guido muere por defendernos a mi padre y a mí, prefiero
no seguir viviendo.
—Vivirá y vivirás —dijo la melusina con una sonrisa melancólica—. No
temas por eso, niña.
Y tras apretar la mano de la muchacha se disolvió en el aire sin que nadie
notara su presencia.
El combate estaba en todo su apogeo. Guido lanzó su caballo a galope sobre
su contrincante, pero este adivinó su intención y esquivó el golpe hurtándose por
la derecha al tiempo que lanzaba su espada contra su enemigo. El molinete de
Guido quedó en el aire, pero la espada de Sven hirió al caballo en el pecho. El
noble animal dobló las patas delanteras y dio una voltereta lanzando al jinete por
las orejas. La multitud aplaudió.
—¡Ya están igual! —exclamó uno de los invitados de Berenguer de Baux—.
El negro mata al blanco.
El pueblo también aplaudía al campeón de los Baux.
Guido, sentado en tierra y conmocionado a consecuencia del golpe, miró a su
caballo que agonizaba boqueando sangre con el corazón traspasado. Su propia
espada había caído a diez pasos de distancia. Sven recuperó la suy a y se acercó a
su adversario caído para dale el golpe de gracia.
—¡El combate era a primera sangre! —protestó el noble Hugo de Merens—.
Nadie debe morir.
—¡Yo fijo las reglas del combate! —replicó Berenguer de Baux con su voz
potente. El faraute y los ancianos lo miraron, pero nadie osó protestar.
—¡El cómbate es a muerte! —proclamó el rey de armas—. Si el caballero
negro quiere matar al blanco, puede hacerlo.
Sven, el caballero negro, sonrió. Sin prisas se acercó a Guido, que seguía en el
suelo aturdido, y situándose sobre él levantó la espada con ambas manos para
impulsarla a través de la cota, directamente al corazón.
CAPÍTULO LXI

La dragona Tarasca reconocía el vientre de la montaña, las familiares rocas, la


oscuridad telúrica de la sima que había sido su sepulcro durante un milenio. No
podía volar, pero podía arrastrarse hasta el exterior con su naturaleza de
serpiente. Plegó las amplias alas de murciélago y las apretó contra el cuerpo
escamoso hasta que fueron dos delgadas láminas y comenzó a reptar
penosamente la peña arriba, caminando sobre las escamas erectas. A veces
enroscaba la cola en las estalactitas para impulsarse. De este modo ascendió
hasta el lugar donde la luz se filtraba débilmente del exterior.
Dilató los ollares de su hocico y respiró los aromas del aire que penetraba por
la grieta. Se encontraba a pocos pasos de la gruta donde había establecido su
antigua guarida. No era fácil salir por ella porque la angostura era tan estrecha
que sólo podría pasarla comprimiendo sus agudas costillas de serpiente y
desollándose la cabeza huesuda y poderosa contra las paredes. Percibió, entre los
variados olores del bosque, el olor humano. Allí afuera había un hombre. Por el
sudor del miedo, la dragona dedujo que se trataba del mismo que había lanzado a
la sima la sangre necesaria para resucitarla. Y aunque temía seguía allí y la
esperaba. ¿Por qué? Sólo cabía una explicación. Un caballero que se había
propuesto matarla por segunda vez, un enemigo astuto que la aguardaba. Salir de
la angosta grieta iba a ser difícil y mientras lo intentaba estaría a merced del
hombre. La Tarasca, con su astucia de reptil, sacó primero la ágil cola, aquel
poderoso látigo de carne escamosa rematado en aguijón y sacudiéndolo al aire
en todas direcciones palpó la oquedad de la gruta buscando a su enemigo. Lucas
vio el mortífero aguijón de escorpión, grande como la cabeza de un niño, con la
aguda punta goteando su veneno mortal y se refugió lejos de la grieta. Su
situación era comprometida. No llevaba la cota de malla ni el escudo, que habían
quedado abajo, junto al caballo, y en estas circunstancias estaba inerme frente al
látigo venenoso de la dragona. De repente se le ocurrió una idea. Agarró al
aguilucho huérfano, que no dejaba de rebullir y protestar, y lo depositó en el
centro de la gruta. Después volvió del revés el nido vacío y se resguardó debajo,
como en una choza. El aguijón del monstruo siguió tanteando la cueva entre
espantables silbos que brotaban de la grieta, hasta que encontró carne, la del
aguilucho gritador, y se clavó en ella e inoculó su veneno. La Tarasca,
convencida de que había matado al hombre que trataba de inmolarla, retrajo la
cola venenosa y se concentró en el trabajo de salir de la grieta comprimiendo su
abultado abdomen para hacerlo pasar por la hendidura. Solo cuando estaba a
mitad de camino, la cabeza encajada entre las dos peñas descubrió sobre ella la
mirada curiosa del hombre y la espada de mortal acero que empuñaba.
—¿No te ha matado el veneno? —le dijo—. ¿O es que érais dos?
—No éramos dos —respondió el guerrero—. Has matado a un aguilucho.
En los ojos vivos como ascuas de la Tarasca sólo había resignación. Hizo un
supremo esfuerzo, cerró los ojos y terminó de sacar la cabeza arrancándose en
el esfuerzo las escamas de las resecas y huesudas mejillas. El pescuezo largo y
poderoso brotó tras la cabeza tan largo como los brazos extendidos de un hombre.
Lucas saltó hacia atrás esquivando la primera dentellada y la puñalada venenosa
de su lengua bífida, al tiempo que atacaba con la espada. El certero tajo decapitó
al reptil antes de que pudiera liberar de la grieta el resto de su cuerpo. La cabeza
quedó en el suelo de la gruta y el resto desprovisto de vida tiró del pescuezo
cercenado y se precipitó nuevamente en las profundidades de la fosa ciega
donde había permanecido durante un milenio.
—En esa cabeza, bajo la lengua, en la bolsa donde guarda el veneno, está la
piedra Reluciente —había dicho Cantacuzanos.
Lucas de Tarento reprimiendo las arcadas de asco que le producía aquella
cabeza espantosa y la sangre maloliente que manaba del pescuezo, se dispuso a
explorar la bolsa del veneno. En vano intentó separar las fuertes mandíbulas. La
Tarasca había muerto apretando el receptáculo de su único tesoro.
Recurrió a la pata de cabra que todo lo abre, la extrajo de su zurrón y con ella
forzó las mandíbulas del monstruo desencajándolas, luego metió la garra
metálica bajo la lengua y removió la bolsa del veneno.
No encontró nada.
Volvió a intentarlo con más cuidado, más profundamente. Nada.
—Por un momento creí que la Tarasca acabaría contigo —le susurró el
Misterio al oído—. ¿Qué haces ahora?
—Busco la piedra Reluciente.
—¿Por eso has matado a la pobre bicha?
—¿Por qué si no? —se impacientó el caballero—. ¿Qué crees, que ando por el
mundo haciendo esto por deporte? Es que necesito esa jodida piedra.
—¡Alma de Dios, haber empezado por ahí y no habríamos tenido que montar
todo este número! —le regañó el Misterio sin perder su tono tranquilo y
susurrante—. ¿Crees que no tengo otra cosa que hacer que asistir a caballeros
pirados que no se informan debidamente?
—¿De qué me hablas?
—La pobre Tasrasca no tiene y a la piedra Reluciente. Santa Marta se la
arrebató.
—Entonces, ¿dónde demonios está la piedra?
—En Santa María del Mar, en la iglesia de las tres Marías, adornando la barca
que hay sobre el altar may or. Eso lo sabe todo el mundo; pero, como la piedra
parece un guijarro normal y corriente sin valor, nadie la roba.
CAPÍTULO LXII

Isbela profirió un alarido que resonó en todo el campo. Intentó acudir en socorro
de su amado, pero dos manos poderosas la mantuvieron fija en su asiento.
En el celaje oscuro de la seminconsciencia, Guido escuchó la angustiosa
llamada de Isbela. Entornó los ojos y vio a través de una neblina que Sven le
Berg se disponía a rematarlo.
Al propio tiempo escuchó la voz de Pedro el Raposo que con un alarido le
advertía:
—¡El turco Sarkis!
Era una alusión privada. En los ratos de asueto, Pedro el Raposo le había
enseñado al muchacho trucos de lucha escuderil que bajo ningún concepto usaría
un caballero. El golpe del turco Sarkis, una llave favorita de los turcopolos a
sueldo de los cruzados, consistía en patear los testículos del adversario. No servía
con los varegos castrados de la guardia del basileo, pero con cualquier enemigo
entero de sus partes resultaba bastante efectivo.
La espada de Sven inició su recorrido hacia el pecho de Guido, apuntando
entre las dos clavículas, pero en aquel momento la musculosa pierna del
muchacho se disparó como una catapulta. Sven, alcanzado en plena natura, cay ó
había atrás con un alarido de dolor y se revolcó por el suelo hecho un ovillo con
las manos en la parte lastimada.
—¡Ese golpe es innoble y propio de un sarraceno! —protestó Berenguer de
Baux.
—Un golpe innoble en un combate innoble, nada importa —replicó Hugo de
Merens—. También es innoble la traición, y tú la practicas.
Los otros nobles que ocupaban el cadalso permanecieron en silencio. Sabían
que el prisionero tenía razón.
Ahora era Guido de St. Bertevin el que había recuperado su espada y la
apoy aba sobre el cuello de su enemigo.
—¡Mátalo, mátalo! —le gritaba Pedro el Raposo.
El joven sacudió la cabeza disipando sus últimos mareos y, tras una breve
vacilación, apartó la espada de la nuez de su enemigo y la devolvió a su vaina.
Miró a Isbela que lloraba de alegría y su mirada se cruzó con la del noble Hugo
de Merens, que sonrió y asintió. Guido desanudó el pañuelo de la muchacha del
astil roto y lo pasó por la herida del costado antes de devolvérselo a su dueña,
teñido con su sangre. Los dedos temblones y sucios del guerrero acariciaron
brevemente los de la muchacha.
—¡Siempre amor! —suspiró Arnaut de Ventadour, el trovador, desde su
posición, en un carro de heno.
El faraute levantó el brazo y la trompeta tocó convocando al siguiente
encuentro.
Berenguer de Baux se levantó furioso del sillón.
—¡Aún no hemos decidido este torneo, faraute! ¿A quién corresponde el
arbitrio máximo en este asunto de acuerdo con las ley es de la caballería?
Los caballeros presentes intercambiaron miradas de asombro.
—Al rey o, en su defecto, al conde que preside el torneo.
—El conde soy y o y declaro vencedor al caballero negro, el que ha luchado
con arreglo a las ley es de la caballería con honor y denuedo. Por el contrario,
declaro deshonrado al caballero blanco que ha recurrido a una treta artera cual
es la execrable patada en los cojones, dicho sea con disculpa si ofendo a las
damas escuchantes, pero es que a uno lo ponen en tal disparadero que pierde
hasta los modales.
—¡Maldición e ignominia sobre ti, conde de Baux! —exclamó el anciano
Hugo de Merens—. ¡Acumulas infamia sobre infamia!
Atacaste a traición mis estados, me has cargado de cadenas contra todo
derecho y ahora intentas casar a mi hija, que es la flor de Provenza, con esa
mala bestia de tu hermano, un asno, un imbécil babeante, un follaburras, una
criatura de Dios que no acertaría a la boca con la mano. ¡Invoco a la santa
Magdalena y a su sagrada estirpe para que esta injusticia no se cometa!
En estas razones andaban cuando Pedro el Raposo, que se había abierto paso
hasta el pie de la tribuna real, sacó de su zurrón una maza de hierro, y, tras
desmay ar a un guardia que intentaba cerrarle el paso, saltó sobre el palenque y
haciendo palanca con el mango forzó los grilletes de Hugo de Merens y lo liberó.
—¡Vamos señor, que se nos hace tarde y tengo los caballos listos! —lo animó.
—No temas padre —le dijo Isbela—. Es amigo mío.
Berenguer de Baux llamó en su auxilio a la guardia al tiempo que pugnaba
por despojarse del manto ceremonial, pesado como una albarda, que le impedía
desenvainar la espada. Cuando lo consiguió, sus prisioneros habían huido. Hugo
de Merens, su hija y Pedro el Raposo se abrían camino entre la multitud seguidos
por el enano del hacha y el orco. Todo había ocurrido tan de súbito que los seis
hombres que guardaban el palenque no acertaron a reaccionar a tiempo y
cuando lo hicieron e intentaron detener a los fugitivos, el barullo de campesinos y
espectadores que huían cada uno por su lado, les impedía el paso. Cuando
escaparon de la marea humana, los fugitivos habían montado y a en sus caballos,
que el enano Grontal había prevenido detrás del palenque, y huían hacia el
bosque.
—¡Tomás de Agen, haz algo! —grito Berenguer volviéndose hacia su mago.
El mago comprendió que debía intervenir con toda la energía posible si quería
conservar el puesto. Se elevó de su silla de cuerno, levitando sin esfuerzo, y lanzó
un conjuro de los más poderosos contra los fugitivos.
—¡Ajada xad cadagadajabazaja ha ajadacadaja za jajadagafaza
kadafafadac!
El anciano conde, su hija, el enano, Guido y el orco casi habían alcanzado la
linde del bosque. De pronto, el galope tendido de sus caballos se ralentizó.
Avanzaban en medio de un aire denso como lodo. Cuando el brujo terminó el
conjuro se habían detenido y quedaron inmóviles.
—¡Ya son nuestros: ahora podemos degollar a esos malditos y el obispo me
casará con Isbela de Merens! —gritó jubilosamente Blas el Bobo—. ¡Prometo
preñarla a la primera!
—Antes de que nadie intervenga debo deshechizar a la muchacha —advirtió
el mago.
—¡Pues deshechízala! —le gritó Berenguer—. ¿A qué esperas?
El mago descendió del palenque por la escalera posterior. La muchedumbre
que había asistido al prodigio le abrió paso en respetuoso silencio.
Los fugitivos estaban a menos de doscientos metros.
—¡Guardias, acompañadlo por si os necesita —ordenó el tirano—. Y en
cuanto hay a realizado el conjuro me traéis las cabezas de esos malditos!
Allá fueron el mago y dos docenas de guardias.
Tomás de Agen, aunque había cursado con aprovechamiento los estudios de
la alta magia, carecía de experiencia. Antes de hallar acomodo en la corte de los
Baux, había servido en Roma y en París tras un noviciado largo en Egipto.
Algunas artes no las dominaba todavía.
Había algo en el aire que lo desconcertaba, como un flato a podrido. Se
detuvo a pensar. ¿Qué significa esto? Debería oler a agua de rosas que es el olor
natural de este conjuro sublime.
Pero olía a perro muerto, a cadáver.
—¿Qué es lo que apesta? —le preguntó al sargento de los guardias.
—Yo no huelo nada, señor —dijo el sargento.
El rudo militar ignoraba que la magia caldea se rige por olores que, a su vez,
se relacionan con el ordenamiento espacial de las moléculas que los provocan.
Cuando olemos una rosa no percibimos la química de su perfume, sino la
geometría de la disposición de sus moléculas. Si tomamos otras sustancias
químicas y las disponemos según el mismo esquema geométrico de las de la
rosa, el resultado es el mismo perfume.
Tomás de Agen olía una disposición contraria a su hechizo. El conjuro más
poderoso de que era capaz había ordenado la materia que regía el mundo a la
manera que el brujo deseaba, pero algún elemento se resistía y ahora el mundo
se desordenaba en su contra. Advirtió que, después de una vida de trabajo y
estudio, después de vender su alma y sus conocimientos por el oro de los
poderosos, la suerte suprema le fallaba y aquella limitación quizá le acarrearía la
muerte. Lo que olía era la premonición de su propio cadáver descompuesto. De
pronto comprendió que el enano no estaba tan petrificado como el resto de los
hechizados: una avispa le zumbó cerca de la nariz y había movido un músculo de
la cara para espantarla.
Cuando tuvo al brujo cerca, Grontal descabalgó parsimoniosamente del
percherón inmenso que montaba y descolgó su hacha del arzón.
—Uno de los forasteros se está moviendo —observó el secretario de cartas de
los Baux desde la tribuna.
—¡Ya veo que se mueve! —gruñó Berenguer.
—¿Por qué no te has hechizado como los otros, enano del diablo? —espetó el
mago. Junto al enano, el hedor a cadáver era y a tan insoportable que le hacía
saltar las lágrimas.
—¿No lo sabes tú que eres brujo y adivino? —repuso tranquilamente Grontal.
El mago comprendió:
—Ya entiendo. Llevas contigo una de las piedras del dragón que te protege de
los hechizos, la dragontía.
Grontal sonrió y se introdujo la mano en la faltriquera: Sacó la piedra
Templada y la sostuvo a la vista del brujo entre el pulgar y el índice.
—Has comprendido tarde —le dijo, levantando el hacha, y le descargó un
golpe que le entró por el hombro y lo abrió hasta más abajo del pecho. Los
intestinos del mago se derramaron como serpientes. Tomas de Agen se desplomó
y al tocar el suelo el cadáver y a parecía llevar muerto un mes.
Los guardias que seguían al mago retrocedieron horrorizados.
—No podemos luchar contra la magia —dijo el sargento bajando su arma.
El hechizo se deshizo y los fugitivos recobraron el movimiento. Se quedaron
indecisos en el límite del bosque sin saber muy bien qué ocurría, rodeados de
guardias que habían trocado la agresividad por mansedumbre.
—¡Sargento, te he ordenado que degüelles a los fugitivos y captures a Isbela
de Merens! —clamó Berenguer de Baux desde el palenque. El sargento no se
determinaba a obedecer. Los guardias lo miraban y tampoco se movían,
respetuosos con la cadena de mando. También porque sospechaban que el señor
de Baux no tenía mucho porvenir y pensaban que más les valía no significarse
hasta que se viera por dónde discurrían los acontecimientos.
Isbela había echado pie a tierra y con agilidad de gacela había encordado el
arco que llevaba en el arzón. Colocó una saeta emplumada, tendió el arma y
disparó. La saeta cruzó ante los ojos atónitos de la guardia, sobrevoló el campo
verde y las cabezas de la muchedumbre paralizada por los acontecimientos y se
clavó en la garganta de Berenguer de Baux, en el hoy uelo entre las dos
clavículas.
El tirano contempló con mirada incrédula aquella vara de fresno que le salía
de la garganta y le impedía hablar y respirar. De pronto se le nubló la vista.
Berenguer se llevó la mano al cogote y palpó la punta de hierro que le sobresalía
y que dejaba manar sobre la espalda un canalillo de sangre caliente. Antes de
perder el conocimiento comprendió que lo había matado Isbela de Merens, la
hija de su enemigo, la mosquita muerta, la dulce doncella que había deseado
carnalmente desde que la vio en una visita a Beaucaire, cuando ella tenía doce
años y los pechos pugnaces comenzaban a apuntarle bajo la túnica escarlata.
Había concebido hacerla su amante, cuando ella hubiese parido un par de hijos
de su hermano bobo que perpetuaran la estirpe. Aquellos sueños se desplomaban
como un castillo de naipes.
El tirano cay ó sobre el tablado alfombrado de juncia fragante. Antes de
morir acertó a murmurar:
—¡Ay, Blasillo, qué va a ser de ti!
—Entonces ¿y a no me caso con Isbela? —preguntaba Blas el Bobo al
secretario, más preocupado por satisfacer sus lujurias que por la muerte de su
hermano.
—Me parece que no, sire —le dijo un guardia—. Y con tu hermano muerto
me temo que tendrás que vagar por esos caminos de Dios mendigando un
mendrugo. Creo que tus días de comer caliente se han terminado.
Los invitados se apartaron del cadáver, cada uno con la mano en sus amuletos
particulares.
Alain de Cominges, señor de Lavet y decano de los nobles provenzales tomó
la palabra y dijo:
—Es el momento de que se imponga la sensatez y se depongan las armas.
Hemos acudido a esta fiesta como otros años, bajo la tregua de Dios y en aras de
la paz, pero a nadie se le oculta que el conde Berenguer, que Dios se apiade de su
alma, era un mal vecino y una mala persona que atropellaba a los débiles y
acrecentaba sus estados por medio de la rapiña, el engaño y la traición. Algunos
de nosotros hemos sido sus víctimas, otros, quizá, sus cómplices y aliados. Si
ahora empezamos a hacernos reproches y a alentar suspicacias quizá su muerte,
que debería ser para bien de todos, se convierta en la chispa que inicie una
hoguera de la que muchos saldremos chamuscados. Eso es lo que menos nos
conviene porque nos debilita y debilita los derechos divinos que nos asisten sobre
nuestras propiedades y feudos, así como los privilegios que detentamos por ser
nobles, particularmente el de apacentar a súbditos que trabajan para nosotros y
para los clérigos a cambio de seguridad para esta vida y de oraciones para la
otra. Ese es el orden natural de las cosas y no conviene apartarse de él, so pena
que, por nuestra mala cabeza, vengan tiempos peores y más trabajados.
La mención del trabajo provocó un escalofrío helado en los espinazos de los
nobles presentes, todos desacostumbrados a doblar la espalda como no fuera para
rematar a un jabalí herido en una cacería.
—¡Que el obispo decrete paz y perdón! propuso uno. Los más indecisos se
miraron.
—¿Y dejaremos sin castigo a los culpables? —dijo otro.
—¿De qué castigo hablas, Valery ? —replicó un tercero—. ¿No fue este
muerto que ves ahí el traidor que atacó alevosamente al noble Hugo de Merens,
le incendió su feudo porque lo codiciaba, asoló sus campos y se los apropió
contra todo derecho? ¿No proy ectaba casar a su hija, la doncella Isbela (espero
que siga doncella después de los ajetreos vividos en Ultramar), con este tonto de
la baba como un medio de legitimar el atropello? ¿No nos hemos sentido
avergonzados de tener ante nosotros al noble Hugo? ¿No hemos hurtado esta
mañana la mirada incapaces de sostener la suy a inquisitiva?
—Lo que dices está muy en razón —reconoció Valery. Los otros asintieron.
El obispo Bertrand se adelantó hasta situarse en medio de la concurrencia
dispuesto a asumir su papel, siempre al lado del vencedor.
—Esto que ha ocurrido hoy ha sido un juicio de Dios —declaró con suavidad
pastoral—. Dios ha determinado el castigo del réprobo y ha ensalzado al justo. Mi
bendición sobre vosotros. Ya no hay más culpables ni más víctimas. Volvemos a
la situación de hace dos años, conforme al derecho consuetudinario.
Hugo de Merens asistía a los razonamientos con el semblante resignado,
como persona que está de vuelta de todo y que prefiere callarse lo que piensa por
no complicar las cosas. Cuando escuchó al obispo comentó a su hija:
—Ya lo ves, Isbelilla, el obispo que iba a bendecir tu boda forzada con el bobo
Blas, se escabulle también de la justicia y se otorga el perdón.
Isbela asintió con un suspiro.
El asunto de la boda estaba olvidado. La muerte de Berengucr acarreaba
otros problemas.
—¿Quién nos empleará a nosotros a partir de hoy ? —dijo el sargento de los
Baux—. Porque el conde nos adeudaba la soldada de tres meses y nos tenía
prometidas ciertas cargas de cebada y vino para la próxima cosecha.
Los nobles se reunieron en conciliábulo. Algunos aprovecharon para exponer
ciertas reclamaciones. Un molino, para Carlos de Verdon, un olivar para Juan de
Venosque, dos aranzadas de viña para Conto de Brignoles… Los que lindaban con
Baux sacaron tajada del condado con la aquiescencia de la asamblea y los que
no lindaban acordaron repartirse el contenido del castillo hasta dejarlo en las
paredes mondas.
—¿Y a quién le otorgamos el feudo en el futuro? —inquirió el de Verdon.
—Al bobo no, que esta criatura no sabrá regirlo y en cualquier caso morirá
sin descendencia —opinó el de Brignoles.
—¿Qué me decís del monasterio de Riez? —propuso el obispo Bertrand—.
Que los buenos monjes lo tengan y cesarán las disputas por lindes y derechos.
—Sea —dijo el conde de Venosque. Los otros se mostraron de acuerdo.
Después se reanudaron las fiestas mientras dos guardias se llevaban el
cadáver de Berenguer de Baux y lo sepultaban en un estercolero cercano.
El bobo Blas, compuesto y sin novia, se sumó a un corro de alegres bebedores
que lo acogieron como a uno más. Había amanecido noble y poderoso en víspera
de su boda y esa noche no tendría techo bajo el que dormir, pero así es la vida.
Dos días después, los viajeros se trasladaron a Beaucaire, el feudo de Hugo
de Merens, y al entrar en sus tierras sus antiguos súbditos los recibieron con gran
alborozo.
—Veo que las noticias viajan rápido —comentaba el conde Hugo
complacido.
—Los trovadores lo van cantando por los caminos, sire.
Cuando llegaron al castillo encontraron a un grupo de antiguos siervos que
habían acudido con picos, palas y hachas dispuestos a restaurarlo en cuanto Hugo
de Merens les explicara las trazas. Entre ellos estaba también Jorge
Cantacuzanos, tan hosco como siempre, aunque le costó trabajo disimular la
alegría de ver a sus compañeros sanos y salvos.
—¡Lo que se ha perdido, paternidad! —le dijo jovialmente el enano Grontal.
—No me he perdido nada —replicó el clérigo—. He participado en todo con
mis oraciones y en las largas y solitarias noches he contendido con la
Abominación.
Grontal le entregó la Templada y él la guardó con las otras piedras en la
cajita que llevaba al costado.
—El caballero de Tarento mató a la Tarasca, pero no tenía la piedra —
informó el enano.
—Lo sé. Está en la barca del altar de Santa María del Mar —repuso
Cantacuzanos.
—¿Y no nos lo advirtió? —protestó Pedro el Raposo.
Nadie me lo preguntó. Estabais demasiado deseosos de hacer vuestra guerra
particular.
Había que reconstruir el castillo incendiado y aportillado. Hugo de Merens
había conseguido una crecida indemnización a cuenta del tesoro del difunto
conde Berenguer con la que podría acometer las obras y las del molino. La vida
regresaba al valle.
Aquella noche comieron ciervo asado y salchichas picantes. Durmieron poco
entre los jolgorios y los cánticos de la celebración. Al día siguiente los despertó el
sol contentos y satisfechos. Había que proseguir el camino. Los viajeros se
despidieron con grandes muestras de cariño de Hugo de Merens y de su hija, que
quedaba al amparo del padre. La doncella y Guido habían bajado la tarde
anterior a la fuente de la melusina y se habían prometido amor. Isbela incluso le
permitió a Guido que la abrazara brevemente, sin magreo, y que la besara en los
labios. Castamente, sin lengua.
—¿Me esperarás? —le preguntó el enamorado.
—Claro que sí —dijo Isbela—: Contaré los días.
—En cuanto cumplamos la misión correré a tu lado y pediré tu mano —le
prometió Guido.
Isbela tuvo que reprimir las lágrimas en la despedida.
Subieron a los caballos y se alejaron del feudo, esta vez tristes, porque Isbela,
la doncella a la que habían tomado tanto cariño, no los acompañaba.
Invirtieron dos días en descender el Ródano, que venía crecido con las lluvias
de otoño, y desembarcaron en un lugarejo de la Camarga, la extensa llanura de
y erbazales, lagunas y caballos. Tres días después llegaron a Santa María del Mar,
una iglesia de piedra oscura, levantada en la arena de una play a desolada. La
rodeaban media docena de cabañas de pescadores.
Entraron sin advertir que traspasaban una de las siete puertas. La iglesia
estaba en tinieblas. Había un tosco altar may or de piedra y sobre él una barca
antigua como y a no se veía en el mar, sobre la que habían dispuesto dos sencillas
imágenes que representaban a las dos Marías (la Magdalena estaba en su propio
santuario de Baume). Detrás de la barca, una figura más tosca y medio oculta
representaba a Sara la Goda, la esclava egipcia de María Magdalena, sobre una
esfera de piedra que los pescadores adoraban antes de la cristianización de
aquellas tierras.
La iglesia estaba desierta. Cantacuzanos, con las seis piedras dracontías en la
faltriquera, se acercó al altar may or llevando una lamparita de aceite en la mano
y recitó un conjuro.
Al instante, la piedra Reluciente, la que santa Marta arrancó a la Tarasca,
emitió una viva luz desde el cuerpo de la barca en la que estaba disimulada
figurando una cuña. El clérigo adelantó la mano y la piedra se desprendió sola y
vibró ligeramente en su palma.
—Bienvenida a mí, la luminosa —susurró el clérigo y la besó antes de
guardarla con las otras.
CAPÍTULO LXIII

—¿Tomarás mi bendición? —preguntó Jorge Cantacuzanos.


—Naturalmente, padre —dijo Guido arrodillándose ante él.
La víspera, Jorge Cantacuzanos había ay udado a decir misa al anciano
párroco de Santa María del Mar. Poca gente asistía al misterio. Sólo media
docena de viejas, viudas de pescadores, que acudían a dialogar con las almas de
sus difuntos. Mientras el párroco consagraba el pan, Cantacuzanos emitió un largo
sollozo y abandonó precipitadamente la ceremonia. Guido pensó que el Señor lo
dispensaría si dejaba la misa en el momento del misterio para confortar a su
compañero. Afuera la ventisca traía el olor del salitre y el mar. Cantacuzanos se
había sentado en una roca, detrás de la iglesia y miraba las olas violentas
restallando en la play a y salpicando de espumas la arena a sus pies. Lloraba
desconsoladamente. Después de una vacilación, el joven Guido se le acercó y le
puso una mano en el hombro.
—¿Qué sucede, paternidad? ¿Por qué abandonáis el misterio? Dios ha bajado
a esta humilde iglesia para consolar a sus pobres criaturas.
Cantacuzanos levantó sus ojos enrojecidos hacia el muchacho.
—¡Ay, Guido de St. Bertevin, mi buen amigo! ¡Cuántas cosas terribles
ignoras! No puedo presenciar el misterio porque no soy digno de él.
Guido no pudo disimular la perplejidad que le causaban aquellas palabras.
—Pero el Santo Padre de Roma os ha elegido a vos para liberar a la
Cristiandad —objetó—. Eso quiere decir que en el mundo no hay un clérigo más
digno ni más sabio.
—Ni un clérigo más carcomido por las dudas —replicó el sacerdote.
¡Ay, amigo mío! La sabiduría infiere dolor. Tú caminas por el mundo con
media docena de certezas y eres feliz. A mí me aquejan siete docenas de dudas,
a cual más mortificante. Esos poderes míos no sé si me los otorga el bien o su
enemigo. Soy una brizna de hierba en medio de un torrente arrastrado por
fuerzas superiores, perdido y angustiado y sin un confesor al que abrir mi
corazón.
—Podéis decir vuestras cuitas al ermitaño que custodia la Sara. Parece un
hombre sabio y comprensivo.
No puedo confiarme a nadie porque después de hablar conmigo él mismo no
estaría seguro de qué altar es el que contiene el misterio, si el de la Sara o el de la
cabecera del templo donde dice misa.
—No os comprendo, padre Jorge.
No sé si será mejor que no intentes comprenderme —dijo el clérigo—. Tu
inocencia es tu escudo y Dios, quienquiera que sea, resplandece en ella.
Ya Cantacuzanos se había serenado. Se levantó de la piedra y regresó al
templo seguido de Guido. La misa terminó y las mujerucas se agolparon en la
capilla de Sara, apenas una alacena en un muro renegrido por las velas, para
besar la piedra esférica que servía de peana a la imagen de la egipcia negra,
Sara de los gitanos.
Después de la misa, los viajeros regresaron al resguardo de la choza donde
acampaban. El semiorco había salido de caza y había capturado dos conejos y
una serpiente gruesa, que llevaba en el estómago una rata de pantano. Pedro el
Raposo desolló los conejos, los evisceró, los frotó con ajo y tomillo y los puso a
asar, abiertos, en la parrilla de los pescadores. Gorgo, por su parte, viendo que ni
los humanos ni el enano parecían entusiasmarse con la serpiente y la rata, se los
comió él mismo, crudos, después de sacarles la piel y las tripas. Le había
entristecido que le rechazaran aquel bocado que entre los orcos se considera
exquisito. Gorgo estaba acostumbrado a aceptar el desprecio, el asco y el miedo,
todo a un tiempo, que provocaba en los humanos, pero desde que estaba al
servicio de Guido había aprendido que también, en determinadas circunstancias,
pueden sentir afectos por las criaturas. Los había visto mimar a los caballos. ¿Por
qué no podían sentir el mismo afecto por él, que era medio humano? ¿Quizá
rechazaban esa mitad? Con su limitada inteligencia, el semiorco no comprendía
algunas cosas.
Después del desay uno, Cantacuzanos se levantó y dijo.
—El camino prosigue por el reino de Aragón, que está a siete jornadas de
aquí, pasando los montes Pirineos. Pero antes de llegar a la nueva Tierra Santa, el
Santo Reino, donde los cristianos contienden con los sarracenos, el doncel debe
recuperar las piedras anglias, la Melada y la Peregrina.
—Recuperar esas piedras no está exento de peligros —dijo Lucas—. Lo haré
y o.
—La piedra Melada es muy caprichosa —observó el clérigo—. Solo se
rendirá a un doncel, a un hombre virgen. Guido debe buscarla. Los rostros de los
viajeros se volvieron expectantes.
—¿Eres virgen? —preguntó Pedro el Raposo, sorprendido.
Guido no supo si había sorna en su pregunta, probablemente sólo sorpresa. Lo
había visto muy acaramelado con Isbela en la despedida de Beaucaire y daba
por hecho que lo habían consumado.
—Sí, soy virgen —reconoció Guido, sonrojándose. Y dirigiéndose a
Cantacuzanos preguntó:
—¿Qué debo hacer?
—Sólo ser tú mismo.
—¿Dónde debo buscar la piedra Melada?
—Ella misma te indicará el camino. Tú déjate llevar.
Pedro el Raposo le preparó el caballo y le colgó del arzón una talega con
carne seca y pan bizcocho, además de una cantimplora de vino fuerte del
barrilete que habían adquirido en Arlés.
El muchacho apoy ó el pie en el estribo y montó. El caballero Lucas, al
despedirlo, le puso una mano en el muslo.
—Con Dios.
—Gracias, sire. Con la ay uda de santa María tendré suerte.
—Que la santa María verdadera te guíe —le dijo Cantacuzanos.
—¿La santa María verdadera?
Cantacuzanos no respondió. Palmeó la grupa del caballo y el animal echó a
andar.
Guido invirtió toda la mañana en atravesar la llanura pantanosa de la
Camarga por la vía romana, hacia el norte. Al caer la tarde, después del
almuerzo, se encontró en un paisaje de colinas suaves, con manchas de bosque y
roquedos entre los que crecían zarzamoras. Según caminaba, tomaba frutas del
bosque maduras y oscuras, con granitos repletos de zumo, que se metía en la
boca y aplastaba con la lengua para chupar golosamente el licor. La vida era
bella, pero no podía apartar de su pensamiento a Isbela a la que no sabía cuándo
volvería a ver. Se había prometido buscarla cuando alcanzaran la Mesa de
Salomón, pero nadie sabía cuántos peligros y aventuras lo separaban de ella.
Declinaba el sol. Cantacuzanos le había entregado una bolsita de cuero para
que la abriera al ponerse el día.
—Aquí estoy joven Guido: tú dirás.
—Yo diré ¿qué? —dijo Guido, asustado, pues no había nadie en muchos pasos
a la redonda y la voz había sonado próxima, casi al oído.
—Tú sabrás —dijo la voz, despreocupándose—. Yo soy el viento Bóreas del
que hablan todos los jodidos poetas sin conocerme. Estoy a tu servicio.
—¿Y qué puedes hacer por mí?
—Llevarte prestamente a donde me pidas…
—El padre Cantacuzanos, con esa costumbre suy a de no aclarar nada, no me
indicó adónde debo ir —objetó Guido—. Me dijo que siguiera mis impulsos.
—Pues y o tampoco sé adónde tengo que llevarte —respondió el viento—. Si
quieres te levanto y te doy un garbeo y tú dirás dónde te poso. En eso consisten
mis servicios.
Guido titubeó. Un viaje por el aire. Había oído que las brujas viajaban por el
aire, pero nunca que un buen cristiano pudiera hacerlo, gracias al poder de un
mago. Viniendo del mago del Papa, pecado no sería. Por otra parte, el relato del
enano Grontal, que no se cansaba de contar su experiencia en las tertulias del
campamento, frente a la hoguera, lo había entusiasmado. Viajar por el aire y ver
la tierra a los pies. Como debían de verla los pájaros.
—¡Ea, vamos! —dijo el muchacho.
Bóreas lo levantó, con caballo y todo, y lo llevó a la altura de una elevada
montaña, desde donde veía a sus pies el valle con las redondas copas de los
árboles, las peñas diminutas como guijarros y los ríos y arroy os espejeando con
los últimos ray os del sol.
Guido notó un cosquilleo en el estómago, la angustia agradable de volar y ver
el mundo desde la altura de los ángeles y de los magos. El viento sonrió
enredando en sus largas barbas las brisas menores que acariciaban, como dedos
suaves el rostro casi lampiño del joven.
—¡Allá vamos! —dijo el bóreas.
Desde aquella altura se desplazó lateralmente. Dejaron a la derecha las luces
de Tolouse, como ascuas dispersas de una hoguera, cuando las campanas de St.
Sert tañían el toque de cubrefuegos. Sobrevolaron Clermont.
—¿Ves aquella plaza delante de la iglesia? —preguntó el viento.
—¡La veo! —gritó Guido para hacerse oír en medio del torbellino.
—Allí se juntaron el Papa y sus prelados vestidos de rojo hasta el suelo, y los
nobles y los rey es cuando declararon la guerra santa a los sarracenos. Clamaban
« ¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere!» , tan fuerte y tan alto que mis compañeros los
vientos esquivaban la ciudad y sufrió calma chicha durante un mes. Al final
enviamos un lebeehe perdido que estaba en prácticas y regresó diciendo: « De
esa plaza sube un hedor de sangre podrida al sol» .
« ¿Cómo de sangre? —se extrañó el maestro de los vientos—. Si la plaza está
desierta y la ciudad medio despoblada» .
« Pues huele a sangre —dijo el lebeche—. A sangre podrida» .
El maestro de los vientos envió una comisión de alientos para que exploraran
el lugar y efectivamente a ellos también les olió a sangre. Los vientos may ores,
que, como sabes, somos siete, tardamos veintidós días en ventilar la ciudad de su
hedor de muerte, turnándonos día y noche.
—Quizá el hedor de los sarracenos que los cruzados iban a degollar —
aventuró Guido.
—¡Ah, no sé, y o en eso no me meto! Solamente soy un viento. Sobrevolaron
Chinon. En las calles oscuras algunos fanales brillaban sobre los muros de piedra
blanca.
—¿Ves esa casa de ahí abajo? —indicó el viento.
—La veo.
—Ahí morirá Ricardo Corazón de León dentro de tres años.
—¡Cómo que morirá! —se extrañó el muchacho—. ¿No vamos a conseguir
la Mesa de Salomón? ¿No triunfará la Cristiandad?
—Todos tenéis que morir —dijo el viento—. Para eso sois humanos: agua
coloreada, humores, carne, tendones, huesos, pelos… Si conseguiréis la tabla de
las esmeraldas y despertaréis con ella la Mesa de Salomón es algo que ignoro.
Sólo soy un viento.
Sobre Chartres pasaron entre las dos agujas de la catedral y el viento se
arremolinó en la plaza, frente a los relieves de la portada.
—Siempre me acerco para acariciar el rostro de la Magdalena —se justificó.
Dejaron atrás el espejo del Loira y Caen y la península de Cotrentin a la
izquierda, con sus trigales salpicados de rocas graníticas que desde la altura
parecían ovejas paciendo en un prado.
En el canal el viento descendió hasta que la espuma del mar salpicó el rostro
del muchacho.
—¡Respira el olor de las algas y de la vida, Guido! —le decía—. Yo soy un
viento más de tierra adentro, pero cuando me sale un soplo por el mar no pierdo
ocasión de rizar espumas. ¿Ves aquello que brilla a la derecha, en la inmensidad
oscura del agua?
Guido miró hacia donde el viento le indicaba. Tuvo que hacer un esfuerzo
para distinguirlo.
—¡Sí, como una vestidura de plata! —exclamó ilusionado—. ¿Es una ondina?
—No, un banco de sardinas ¿quieres ves las ondinas?
—Si no es mucho pedir…
El viento sopló cerca de la isla de Wight. Media docena de doncellas peinaban
sus largas cabelleras sentadas en una roca gris frente a los acantilados.
—¡Lástima que tengan esos pelos verdes tan abundantes! —se lamentó el
viento—. Porque, si no fuera por ellos, les verías las tetas que las tienen grandes y
levantadas, con unos pezones como frambuesas que saben a percebe según
aseveran los que las han catado.
—¿Conoces a alguno que hay a estado con sirenas? —quiso saber Guido.
—A uno. Un marinero ciego que naufragó. Bueno, cuando naufragó veía,
pero estuvo nueve años con las sirenas y se quedó ciego de las profundas aguas.
Cuando lo encontraron en la play a, y a su viuda se había casado con otro, pero lo
recogió. El hombre creía que había estado con las sirenas una noche. Por lo visto
tienen la natura en la parte de pez, un poco fría, pero angosta y deleitosa.
El viento y Guido sobrevolaron una larga play a orlada por una cinta de
espumas blancas que brillaban a la luna y luego prados verdes, colinas, caminos,
riachuelos, caseríos, aldeas sin murallas.
—Esto es Albión —declaró el viento.
—¿Falta mucho para Inglaterra? —preguntó Guido. Empezaba a tomarle
gusto al viaje.
—Ya estamos en Inglaterra, criatura. Albión es el nombre fino de Inglaterra.
¿Tú es que no lees poesía?
No mucho —reconoció Guido—. Estoy preparándome para caballero y no
quiero que la lectura me gaste la vista.
—Pues has de saber que la pluma no es incompatible con la espada —señaló
el viento—. Cuando regreses de este viaje vas a conocer a un poeta. Habla con él
y aprende, a ver si te pule un poco.
Sobrevolaban una llanura moteada de pequeñas colinas, casi toda cubierta de
espesa arboleda, que alternaba con grandes claros de pastizales en los que se
veían alquerías con las chimeneas iluminadas.
—Esos bosques se llaman la Floresta Tenebrosa —dijo el viento— porque
apenas llega la luz al suelo, tan espeso es la enramada. Los propios árboles
muertos se sostienen sobre los vivos, sus troncos huecos sirven de madrigueras de
alimañas y a toda clase de insectos y seres. Ahí incluso viven los enanos trolls.
No quieren saber nada de los humanos cortadores de árboles. Se dedican al
cultivo de hongos en sus cuevas subterráneas y a recoger frutos silvestres. Una
comunidad feliz, no tiene mucho que hacer, todo el día pelándosela e imaginando
adivinanzas.
Sobrevolaron un círculo de grandes piedras verticales con otras encima.
—Las piedras de los gigantes —dijo el viento.
—¿Hay gigantes en Inglaterra? —preguntó Guido.
—No temas —lo tranquilizó el viento—. La estirpe de los gigantes emigró
hace muchos años al norte, cuando empezaron a llegar los humanos. Ya no queda
ninguno.
Cuando empezaba a amanecer, con la lívida luz de la aurora aclarando el
horizonte, avistaron una montaña negra de tierra y hierba y, un poco más allá,
una abadía con sus patios, sus edificios, sus cocinas, sus establos, su iglesia, sus
dormitorios, sus refectorios y todos las demás dependencias.
—Esa es Glastonbury, que antes del santo José se llamaba Avalon. Me refiero
a José de Arimatea, el rico hombre que acompañó a la Magdalena a Francia.
Luego vino a estas tierras, se estableció en la colina de Weary hall y edificó la
primera iglesia dedicada a la Virgen. Por cierto, que clavó su cay ado en la cima
y floreció un hermoso espino que todavía existe más robusto que cualquier árbol
de la Floresta Tenebrosa. Cada día de Navidad, el espino echa flores, en pleno
invierno, lo nunca visto.
El viento depositó a su pasajero en un descampado.
—Ea, adiós y que te vay a bien —dijo el viento—. Ahora abre tu bolsita para
que me eche.
Guido abrió la bolsita y el viento penetró en tromba, aunque la bolsita parecía
vacía y cabía en un puño.
Estaba a las afueras del pueblo. El lugar no parecía muy poblado, una calle
central empedrada con su mercado y su plaza y unas docenas de casas, algunas
en calles laterales de piso terrizo, embarrado a causa de las lluvias otoñales. Al
fondo, como una mole amedrentadora, se alzaba el monasterio.
El muchacho echó a andar. En algunas casas asomaba una rendija de luz por
debajo de las puertas porque la gente se estaba levantando. Mugían las vacas en
los establos con las tetas prietas, pidiendo ordeño. En medio de la plaza, junto a la
fuente y el abrevadero, había una picota de granito con un aro de hierro en la
parte superior del que pendían media docena de cadenas. Había un delincuente
en el cepo. Levantó la cabeza cuando sintió que alguien se acercaba.
—¡Agua, por el amor de Dios, agua! —suplicó.
—¿Cómo te la doy ? —dijo Guido.
—¡Con las manos hombre, que los jóvenes no tenéis iniciativa ninguna: junta
las manos en forma de cuenco y lo llenas en el pilón! Guido hizo lo que el
penitenciado le pedía.
—En el caño ¿eh? —le advirtió el condenado—. No vay as a dármela de la
pila, que tiene sanguijuelas.
—Descuida, hombre.
Guido dio de beber al sediento y le preguntó qué delito había cometido para
que lo pusieran en la picota.
—Poca cosa. Solté un cuesco en domingo, el día del Señor.
—¿En la iglesia?
—No, hombre, en la calle.
Si lo suelto en la iglesia me cortan las orejas. En este pueblo hay un sheriff
que no se anda con tonterías. Los desamparados echamos de menos al rey
Ricardo. Con él a lo mejor tampoco se comía, pero por, lo menos te podías peer
a gusto.
—Yo lo he conocido —lijo Guido con orgullo.
—¿Al rey Ricardo? Pero si está en Tierra Santa destripando sarracenos.
—Es que vengo de Tierra Santa.
—¿Y lo han visto tus ojos? —se interesó el hombre de la picota¿Cómo está?
—Fuerte como un león y valeroso, con una barba rubia en la que y a se le ven
algunas canas.
—Eso debe de ser de los disgustos que le da su hermano Juan, el regente.
¡Que Dios te lo pague! Me has alegrado el día. Por eso quiero darte lo único que
tengo de valor.
—No me tienes que dar nada —objetó Guido.
—Lo sé, pero, no obstante, quiero dártelo. Soy tan pobre que nada tengo, pero
quiero compartir contigo mi secreto. Hace muchos años, cuando estos brazos
eran más fuertes, era leñador. Una vez, en la Floresta Tenebrosa, me disponía a
abatir un roble de mucho porte cuando la tierra se removió bajo mis plantas y
salió el enano que cuidaba del árbol. No todos los árboles tienen un enano que los
cuide, porque los árboles son muchos y los enanos pocos, pero aquel roble era un
hermoso ejemplar y tenía su cuidador. Conque el enano salió, me llegaría por
debajo de la cintura, gordo, con la barba de raíces, la piel terrosa, los ojillos
diminutos, pero de mirada viva. Se encaró conmigo y me dijo: « ¡A ver si tienes
cojones de tocar este roble!» ; « ¿Qué dices? —le pregunté—. Tengo permiso del
administrador del conde para abatir cinco árboles este invierno a cambio de
entregar en el castillo la mitad de la leña. Si me pones pegas vuelvo al pueblo y el
administrador me pondrá una escolta de guardias para que nadie me moleste
mientras hago mi trabajo» . El enano se lo pensó y dijo: « Si traes una guardia y o
puedo traer a Krastig, conque tú veras lo que haces» .
—¿Quien es Krastig? —preguntó Guido.
—¿En qué mundo vives, muchacho? Cómo se nota que no eres de por aquí.
Krastig es un demonio encarnado en un jabalí verraco de más de diez pies de
largo que pesa lo que una vaca, puro músculo, y es tan fiero que la salud se le
desborda y va dejando un fétido rastro de semen descompuesto por donde pasa.
Todo el mundo teme a Krastig.
—Ya veo que debe de ser peligroso. « ¿Y si no corto el árbol, qué me das?» ,
le pregunté al enano. « Una palabra que amansa a Krastig» , me dijo el enano.
« ¡Venga, trato hecho, la palabra» , le dije. Al fin y al cabo me daba igual
cortar otro árbol que no tuviese enano protector.
—Me dijo la palabra, que en realidad son dos: Xwesur vinuri Con eso se
amansa el bicho. Así que te la entrego.
Guido notó que la palabra se quedaba impresa en su memoria.
—Te agradezco que hay as compartido conmigo tu secreto.
—No lo he compartido: te lo he entregado entero —precisó el penitente—. Yo
ahora he olvidado la palabra y si me encuentro a Krastig en la Floresta
Tenebrosa, Dios no lo quiera, me abrirá en canal.
—Si quieres te la devuelvo —ofreció Guido.
—No, quédatela, es una carga pesada y sospecho que a ti te hará falta antes
que a mí.
—¿Dónde puedo hospedarme?
—En la posada La Chinche Infatigable. No tiene pérdida. Está al final de la
calle, en el camino del monasterio.
CAPÍTULO LXIV

El forastero había desembarcado en Burnham al mediodía, después de una


semana de navegación en el mercante hanseático La Colipava Rumbosa, que
hacía la ruta entre La Rochele y Bristol con un cargamento de vino y lana. Sin
perder un momento Sven había adquirido un caballo, por el que pagó nueve libras
de oro, tras breve regateo, y se había encaminado a la Floresta Tenebrosa.
Cuando lo sorprendió la noche, en las inmediaciones de Highbridge, se acercó a
las primeras luces que vio cerca del camino, las de la única posada en varias
leguas a la redonda, Sin Pegar Ojo, un edificio destartalado y sombrío que se
alzaba en la confluencia. El forastero, que resultó ser el único huésped, pidió un
aposento alto, sin puta, sólo dormir, avena para el caballo y una cena como Dios
manda para él, un estofado de carne de ciervo, media hogaza de pan y una jarra
de cerveza.
La hambruna se había señoreado de Inglaterra desde que el buen rey Ricardo
la dejó. Muchos campesinos habían tenido que abandonar sus campos para
mendigar en las ciudades, al tiempo que aumentaba el número de forajidos que
vivían de la violencia, con la cabeza a precio, refugiados en los impenetrables
bosques del país. Sven le Berg, mientras consumía su cena con avidez,
resarciéndose de las dos semanas navales a tasajo y bizcocho revenido, parecía
ajeno al hecho de que tres viajeros, a los que había adelantado en las afueras de
Burnham, eran los mismos tipos ociosos que lo habían observado cuando
desembarcaba, y que lo habían seguido a las cuadras donde adquirió el caballo.
Los tres forajidos vivían de asaltar a los viandantes en medio del campo. Estaban
a punto de caer sobre él a medio camino de Highbridge cuando la presencia de
una partida de alguaciles que escoltaba a un rico comerciante de Wells les
aconsejó aplazar el atraco. Ahora estaban en la posada y ocupaban una mesa
cerca del forastero. No había ningún otro huésped en el local. El posadero,
antiguo compinche de los bandidos, había cerrado la puerta exterior con la doble
tranca y había prevenido a los criados para que desaparecieran en el momento
oportuno. El viajero rubio cenaba tranquilamente y con gran apetito. Ignoraba
que aquella podía ser su última cena y que había caído en una trampa mortal. En
el corral de la posada, detrás de una pila de palos donde no hozaran los cerdos, en
la galería de una antigua mina abandonada, habían recibido sepultura, en el curso
de los últimos tres años, hasta docena y media de viajeros solitarios.
Los facinerosos llevaban tanto tiempo en el oficio que se habían envilecido.
Ya no se conformaban con matar al viajero. Antes acostumbraban a divertirse
con él, hacerle sentir el miedo de la muerte.
Llegado el momento el jefe de los bandidos se levantó arrastrando el taburete
y se acercó al forastero.
—¿Vienes de muy lejos? —le preguntó colocando su bota enorme y enlodada
sobre el taburete contiguo.
Sven lo miró y no respondió. El que lo interpelaba era corpulento y
musculoso y vestía de matachín, con mucho cuero. Tenía una mirada feroz, dos
ojos hundidos oscuros en un rostro ancho, con una barba negra casi azulada en la
que brillaba la pringue pues tenía la costumbre de usarla como servilleta.
—¡Gracias por invitarme a beber! —dijo el bandido con su terrible vozarrón,
y tomando el jarro de Sven lo apuró hasta la ultima gota dejando que parte de la
cerveza le resbalara por las comisuras de los labios y le manchara el pecho.
—Creo que no te había invitado —apuntó Sven casi con humildad, sin dejar
de comer su asado de ciervo.
Sven sabía interpretar las señales. Observó que el posadero, un tipo de ruin
apariencia, con una cicatriz en la mejilla, que revelaba un anterior oficio menos
pacífico, le guiñaba un ojo a su pinche y que ambos se retiraban de la escena
apresuradamente. Sonó el cerrojo al correrse por fuera. Sven comprendió que
estaba encerrado con los tres facinerosos.
CAPÍTULO LXV

Al otro lado de la Floresta Tenebrosa, en Glastonbury, la posada de La Chinche


Laboriosa ocupaba una casona de ladrillo y vigas de madera. La puerta era
ancha, de dos hojas, y estaba abierta porque algunos viajeros madrugadores
salían temprano.
—En este cuarto dormirás como un rey —dijo el posadero y se echó a reír
como si acabara de decir un chiste muy gracioso. Al reírse la panza le temblaba
como un flan—. Aquí durmió el buen rey Eduardo durante una partida de caza.
—Tengo entendido que en el bosque hay un jabalí enorme —dijo Guido.
El posadero empalideció y se santiguó.
—Señor, vienes de lejanas tierras y sin embargo has oído hablar de la bestia.
Es el mismo diablo. Krastig: un jabalí, con un solo colmillo, afilado como la
cuchilla de un zapatero, un animal más astuto que los cazadores. Ha matado a
más de cien hombres. Les mete el colmillo por sus partes los raja hasta el
comienzo de las costillas de un sólo envío, los eviscera y luego, antes de que
mueran, se revuelca en las tripas del desgraciado y lo deja agonizante. Nuestro
buen rey Ricardo aumentó la recompensa por la piel de Krastig a cien piezas de
oro, pero hasta la presente nadie lo ha matado. Los cazadores entran en la
floresta para buscarlo y no advierten los desdichados que es Krastig el que los
caza a ellos. Algunos se hospedan aquí la noche de antes y dejan sus cosas.
Cuando pasa un mes y no han vuelto, las vendo, como permite la ley. Una vez
uno dejó un medallón con un rubí, en el fondo del zurrón, liado en un trapo. Me
dieron por él cinco piezas de oro.
Guido durmió algunas horas. Soñó que estaba en el claro de un bosque florido,
al lado de una fuente limpia y que recostaba su cabeza en el lomo de un león. El
animal era manso y servicial. De vez en cuando agitaba la cola ante su rostro
para espantarle las moscas. Estaba sintiéndose muy bien, feliz y tranquilo,
cuando, de pronto, se escuchó una música deleitosa que salía del bosque. Guido
vio venir a Isbela vestida con una túnica azul tachonada de estrellas sobre un león
enorme y detrás una dama igualmente bella sobre un dragón. Cuando despertó
no recordó este sueño. Se levantó, y a descansado, y descubrió sin sorpresa que
había decidido internarse en el bosque de la Floresta Tenebrosa a pesar del jabalí.
Al otro lado del bosque, le había dicho el viento, está el castillo de Tintagel,
muchos caballeros acuden allí.
—¿Por qué? —le había preguntado.
—No lo sé. Hace siglos que algunos caballeros solitarios van allí, aunque no
vive nadie. Hay un acantilado, con parapetos y torres ruinosos donde sólo habitan
murciélagos y culebras.
Recordó la recomendación de Cantacuzanos:
—Sigue tus impulsos.
Era cerca de mediodía y el sol debía estar alto, aunque no se veía porque el
cielo estaba encapotado. Guido se vistió y bajó al vestíbulo empedrado, donde
estaban las cocinas. Los huéspedes se habían marchado y a y sólo quedaba el
posadero trasegando vino de unos pellejos a las cubas con la ay uda de dos
criados.
—¿Cómo has dormido señor?
—Muy bien. Ahora continuaré mi camino.
—¿Insistís en cruzar la Floresta Tenebrosa?
—Sí.
—Entonces os aconsejo que aguardéis a mañana porque el bosque es tan
intrincado que se precisa un día entero para cruzarlo. No os conviene que os
sorprenda la noche en él.
No me importa —dijo Guido—. Saldré ahora.
Pagó su hospedaje y el del caballo y salió del pueblo. Un sendero conducía al
bosque a través de un ancho pastizal. Después el camino se internaba en la
arboleda y al cabo de un rato se iba desdibujando hasta que se perdía por
completo. Llegado a este punto, el viajero continuó entre los árboles espesos de la
Floresta Tenebrosa procurando evitar los barrancos donde el sotobosque crecía
más intrincado. Sus pasos lo condujeron a un lago de aguas turbias, quizá
profundo, rodeado de árboles. Estaba bordeándolo cuando, al pasar un macizo de
juncos, se encontró a un pescador que había lanzado la caña y aguardaba
pacientemente a que picara algún pez.
—¿Qué hay ? —le preguntó—. ¿Pican?
El pescador lo miró. Había una gran nobleza en sus rasgos, pero la ropa que
vestía era de la que los indigentes adquieren por una moneda de cobre en los
puestos de los ropavejeros. La llevaba limpia, eso sí, pero se le caía a pedazos.
Guido observó que sólo llevaba la calza de la pierna derecha. El otro muslo lo
tenía al aire y, por encima de la rodilla, tenía una llaga purulenta. El anciano vio
que el muchacho se la miraba con aprensión.
—¡Ay, amigo! Me he quitado la calza para ver si el aire del bosque y el sol
me la curan. Llevo siete años penando y la llaga no se cierra.
—¿La ha visto un médico? —preguntó Guido.
—La han visto todos los médicos y los curanderos del condado y la he untado
con el agua bendita de todas las iglesias y con la de unas pocas más que me han
traído de lejos. Sin resultado. La llaga sigue abierta y destilando el jugo de la
vida. En fin. —Miró al agua—. Parece que los peces se resisten a picar. Creo que
lo dejaré por hoy y volveré a mi choza.
El pescador recogió el anzuelo, lo ató en la caña e intentó levantarse, pero
tenía entumecida la pierna sana y cuando iba a alcanzar la tosca muleta que tenía
al lado, trastabilló y se cay ó. Guido saltó del caballo y lo ay udó a levantarse.
—¿Se ha hecho daño, buen hombre?
—Sólo se ha herido mi dignidad —dijo el pescador.
—Permítame que lo acompañe a su casa. Lo llevaré en el caballo.
—No se preocupe, joven. Mi casa está por ahí atrás, tendría usted que perder
toda la mañana.
Eso era cierto, pero Guido tenía buen corazón y no iba a permitir que aquel
pobre hombre hiciera el camino a pie.
—No importa. Luego desandaré el camino.
—Pero se le hará de noche y el bosque es peligroso.
No importa. Me quedaré a dormir donde me sorprenda la noche. Guido se
colocó el brazo del pescador sobre el hombro y lo ay udó a montar. Luego le
tendió los trebejos de pescar y una cesta con dos peces esmirriados, la pesca del
día.
—Vamos allá —dijo, tomando el caballo de reata—. Vos me indicaréis dónde
vivís.
Un noble joven y vigoroso, de buena estirpe, y aspirante a caballero llevaba
en su caballo a un viejo andrajoso impedido con una llaga maligna. Era una
visión bastante insólita, pero Guido se había criado lejos de la corte, en la aldea
de san Bertevin, hijo de una viuda que lo había educado en la caridad y en el
amor al prójimo y era un muchacho humilde y servicial, aunque a veces, ese
alejamiento de la sociedad también pudiera hacerlo parecer algo bobo.
Caminaron más de una hora en dirección opuesta a la que Guido llevaba hasta
que, por fin, llegaron a una humilde cabaña de troncos en un claro del bosque.
—¿Vives solo, buen hombre? —Así es.
—¿Y no te atacan las fieras? Me han dicho que hay un jabalí peligroso.
—Hasta la presente he tenido suerte. He vivido toda mi vida aquí.
—¿Y cómo puedes llegar tan lejos con esa pierna?
No faltan almas caritativas que me ay uden.
La cabaña se prolongaba en un pequeño establo con un pesebre, de los
tiempos en que el pescador tenía una mula.
—Ya murió de vieja —dijo— después de hacerme compañía durante más de
veinte años. Me conforta saber que vuelve a haber un animal en esta cuadra.
Guido pensó que podía regalarle el caballo. Con aquella herida supurante era
cruel que el anciano tuviera que caminar tan largo trecho para llegar al lago. Lo
pensó y tuvo que reprimirse. El caballero Lucas lo aleccionaba a veces sobre el
sentido de la caridad. « Nunca tienes nada, Guido, siempre lo estás regalando
todo. El vicio más feo es la avaricia, pero tu excesiva generosidad es también
censurable» .
En la cabaña sólo había una estrecha cama de hierba seca cubierta con una
manta agujereada. El pescador se la ofreció a su joven invitado.
—Yo soy viejo y puedo dormir en el suelo, delante de la chimenea.
—De ninguna manera —dijo Guido—. Yo estoy acostumbrado a dormir
sobre mi capa en suelos de piedra. Esta noche dormiré como un bendito sin
miedo a que el monstruo del bosque nos devore a mí o al caballo.
Cenaron sopa verde, de hierbas y ajo, con un corrusco migado de pan que
Guido traía en su talega y se echaron a dormir.
Guido tardó en conciliar el sueño. El viento susurraba sus misteriosas palabras
al deslizarse entre las copas de los árboles y por los intersticios de la cabaña.
Al final, el muchacho se durmió profundamente. Cuando despertó abrió los
ojos y por un momento pensó que estaba soñando. Los cerró y los abrió de
nuevo. Veía un techo perfectamente ensamblado de vigas de madera pintadas
que reproducían escudos, caballeros y escenas piadosas.
Saltó de la cama alarmado.
—¿Dónde estoy ?
Era una habitación desconocida, con los muros de piedra sillar bien
escuadrada. Había dormido en el suelo, pero a su lado había una cama ancha y
bien alhajada, con sábanas y una colcha damascena magnífica. En las paredes
había tapices de los caros. La ventana estaba cubierta con una gruesa cortina. Sé
asomó y comprobó que estaba en la torre redonda de un castillo, con su foso de
agua en el que nadaban cisnes.
¿Estaba prisionero? Corrió a la puerta y la encontró abierta. Recorrió un
pasillo de piedra adornado con una cenefa azul. Se asomó a varias habitaciones
bien amuebladas y desiertas. Descendió por una hermosa escalera circular, de
buenos peldaños canteados.
—¿Hay alguien aquí? —preguntó varias veces, al final casi gritando, pero
nadie le respondió.
CAPÍTULO LXVI

En la posada de Highbridge, el forastero rubio no se inmutó cuando el matón de


la mesa de al lado se bebió su vino. Pinchó tranquilamente otro trozo de ciervo, lo
embadurnó en la salsa del plato e iba a llevárselo a la boca cuando el bandido le
arrebató el cuchillo con el trozo de carne.
—¿Qué tal está el guisado? —preguntó con sorna—. A juzgar por el apetito
con el que comes debe de estar buenísimo.
Se lo llevó a la boca con el chiste preparado porque la escena se había
repetido otras veces con otras víctimas. Lo masticaría cuidadosamente, lo
tragaría con los ojos apreciativamente entrecerrados, chascaría la lengua y haría
cualquier comentario banal: « Estupendo, aunque con pimienta hubiera estado
mejor» . O bien, « No está mal, pero quizá debieran haberlo macerado en
vinagre y tomillo antes de guisarlo» .
Esta vez el facineroso no pudo completar el chiste. Cuando se llevó el cuchillo
a la boca, el forastero le propinó una fuerte palmada. La hoja de acero penetró
hacia arriba por detrás de los dientes superiores, atravesó el cerebro y la punta
salió por la cúpula del cráneo. Un chorro de sangre oscura parecido a un penacho
o una cresta brotó de la herida. El bandido puso los ojos en blanco y se desplomó
arrastrando un par de taburetes, la boca grotescamente abierta y la daga del
forastero inserta en ella hasta las guardas de la empuñadura.
Sven no se levantó. Se inclinó sobre el muerto, le puso un pie en el pecho, asió
la daga y tiró de ella con fuerza, desclavándola. Luego pinchó con ella,
ensangrentada como estaba, otro pedazo de carne y continuó con su cena
tranquilamente.
Los dos socios del facineroso se miraron estupefactos y, sin necesidad de
intercambiar pareceres, decidieron escapar cuanto antes. Se habían equivocado
de víctima. Se levantaron atropelladamente y corrieron a la puerta, que
encontraron cerrada.
La aporrearon llamando al posadero a grandes voces. Sven los miraba
tranquilo. El posadero estaba detrás de la puerta y a través de una mirilla había
presenciado la escena. Ahora estaba tan asustado como sus huéspedes y
paralizado por el miedo.
Sven terminó de apurar la salsa, rebañó el plato con un trozo de pan y se
chupó los dedos antes de levantarse. Los bandidos se volvieron a él suplicantes.
—¡Señor, por caridad! —dijo uno de ellos—. Somos dos padres de familia
que nos vemos obligados a robar para alimentar a nuestros hijos. Ese hombre,
Andrón, nos había llevado por el mal camino, pero ahora hemos visto la luz.
Regresaremos a nuestros hogares y, a partir de ahora, observaremos una
existencia irreprochable. Trabajaremos nuevamente los campos arando,
sembrando y talando y los domingos asistiremos a misa y comulgaremos.
Sven escuchó con reflexiva atención los buenos propósitos de los maleantes.
—No. Creo que no podréis hacer nada de eso —dijo al fin—; y creedme que
aprecio vuestras buenas intenciones.
—Lo haremos, señor-dijo uno. —Os juro por la eterna salvación de nuestras
almas que nos reintegraremos al buen camino.
—Y y o os digo que no os reintegraréis —replicó Sven.
—Señor insisto —dijo el bandido—. Somos sinceros.
—No dudo de vuestra sinceridad. De lo que dudo es de que tengáis ocasión de
realizar esos buenos propósitos, porque vais a morir ahora mismo.
Se miraron. Aquel loco hablaba en serio. Sería mejor intentar otro recurso.
—Señor, piensa que somos dos contra uno.
—Sé contar.
El forastero se les acercó: Los bandidos desenvainaron sus espadas cortas y
doblaron las capas sobre el brazo listos para defenderse.
El combate fue corto. Uno de los forajidos amagó una estocada que Sven
detuvo con la cruceta de su puñal al tiempo que le asestaba un pisotón en el
lateral de la rodilla. El hueso se salió de su sitio y el bandido se desplomó entre
ay es de dolor. El otro bandido, un joven de barba rala, mentón huidizo y larga
nariz aguileña, estaba tan asustado que reculó hasta apoy ar la espalda en la
puerta.
—¡No me mates, señor! Tengo dieciocho años y te juro que, si me perdonas
la vida, ingresaré en religión y oraré por tu alma lo que me quede de vida.
—Ese propósito te ha salvado —dijo Sven.
—¿Me perdonas la vida, señor? —preguntó, incrédulo.
No, quiero decir que ha salvado tu alma, que es lo importante —respondió el
guerrero—. La vida terrenal es un transitorio valle de lágrimas por el que
arrastramos nuestras pobres y pecadoras existencias para acceder a la celestial y
eterna.
—¡Señor, no me mates! —suplicó—. Te daré todo lo que tengo.
—Por eso no te preocupes —respondió Sven—. Tomaré, de todas formas,
todo lo que tienes.
El guerrero se acercó al muchacho y lo desarmó de un manotazo antes de
degollarlo con una breve herida en la y ugular.
El de la pierna rota seguía quejándose en el suelo. Sven se inclinó sobre él, le
arrebató la espada que aún tenía asida y se la clavó en el hombro verticalmente
de manera que le atravesó los pulmones y le llegó al estómago.
Después contempló por un momento la carnicería antes de llamar con los
nudillos en la puerta.
—¡Ábreme posadero!
—¡Señor, prométeme primero que no me harás daño! —dijo el posadero—.
Júramelo por santa María.
—Te juro por santa María que no te haré daño —dijo Sven—. He
comprendido que actuabas forzado por estos maleantes.
El posadero descorrió el cerrojo y entornó la puerta.
Sven salió. Su aspecto era amedrentador, con el rostro salpicado de la sangre
de sus víctimas.
—¡Señor, beso tu mano! —dijo el posadero aliviado y servil—. Te cederé mi
propio aposento. Llamaré a mi hija para que te sirva. Dormirás como un rey.
Sven pareció considerar la propuesta.
—Está bien. Envía a tu hija a esa habitación y dile que me espere desnuda.
El posadero envió al pinche a buscar a la muchacha que compareció
asustada, pero arreglándose el cabello, no del todo indispuesta con aquel hombre
tan guapo que acababa de matar a los tres bandidos. Sven le dirigió una mirada
admirativa. Era muy hermosa.
—Sube a la habitación de la cama grande y esperas al caballero desnuda —
ordenó el posadero—. Pórtate bien porque quiero que quede muy satisfecho.
La muchacha subió la escalera con más lentitud de la necesaria,
contoneándose un poco para que el caballero apreciara sus encantos. Quedaron
nuevamente solos el huésped y el posadero.
—¿Qué más puedo hacer por ti, señor?
Fueron sus últimas palabras. Sven tomó entre sus manos la temblorosa cabeza
y lo desnucó con un giro brusco. El pinche comprendió que tampoco iba a salir
con vida e intentó huir, pero antes de que alcanzara la puerta, la daga de Sven
silbó por el aire y se le clavó en el corazón por debajo del omoplato.
Sven subió lentamente las escaleras y penetró en el aposento del posadero.
Pasó allí la noche entretenido con la muchacha y le enseñó el arte de la felación,
bastante común en Oriente, entre bizantinos y sarracenos, pero todavía
desconocido en Inglaterra y las hiperbóreas. La muchacha mostró muy buena
disposición de aprender y Sven la necesaria paciencia para enseñarla a abrir la
boca y recibir el miembro hasta donde pudiera aguantarlo sin que le produjera
arcadas y a cerrar los labios y apretarlo mientras Sven lo sacaba, al tiempo que
le acariciaba circularmente el glande con la lengua. En esos juegos, y en
ensay ar las diversas posturas coitales que el guerrero traía de Oriente, estuvieron
gran parte de la noche, hasta que ella, que había sentido espasmos de placer diez
veces, suplicó una tregua y se quedó dormida. También Sven durmió algo antes
de rodear con sus manos la cabeza de la muchacha.
En cuanto amaneció, el guerrero rubio se vistió con la cota de malla, se puso
la espada al cinto, cubrió el cadáver aún caliente de la muchacha con la sábana,
bajó a la cocina, desay unó huevos y tocino, ensilló el caballo y retomó su
camino hacia la Floresta Peligrosa.
Después de tres horas de abrirse camino en el bosque intrincado, a veces con
ay uda de la espada, cuando el matorral espeso le cortaba el paso, observó que
una bandada de cornejas levantaba el vuelo de unos árboles vecinos. Algo
ocurría. Descabalgó y prosiguió a pie con la ballesta armada en la mano. En un
claro del bosque vio la escena: un muchacho atacado por un jabalí enorme.
Apuntó cuidadosamente y el virote de acero fue a clavarse en un ojo de la bestia
atravesando la enorme cabeza.
CAPÍTULO LXVII

Guido recorrió todas las dependencias del castillo, la sala, las cocinas, los
establos, el cuerpo de guardia, los calabozos, la bodega. No había nadie, pero todo
estaba dispuesto como si el edificio estuviera habitado.
En los arcones había ropa y vajillas de plata, en las despensas no faltaba de
nada y en los graneros había grano, aceite y carne adobada; los manojos de
cebollas se oreaban colgados en los altillos; las chimeneas estaban encendidas; en
el patio de armas había un tendedero con ropa; el horno de la panadería estaba
encendido; en el establo, con capacidad para treinta caballos, sólo estaba el suy o.
Se acercó y le palmeó el pescuezo.
—¿Tú puedes entenderlo, Andrés? —le preguntó—. Me acuesto en una
cabaña miserable y amanezco en un castillo bien abastecido.
—¿Habéis dormido bien? —preguntó la voz del pescador.
Guido giró la cabeza y vio detrás al mismo hombre que lo condujo a su
cabaña la víspera, aunque arreglado de distinta manera. Tenía la barba recortada
y peinada y vestía una principesca túnica de Damasco. Al cuello traía una gruesa
cadena de oro y en la cabeza una gorra adornada con un rubí de gran tamaño.
—Sire, ¿sois vos el mismo que encontré ay er? —preguntó Guido sin salir de
su asombro—. ¿Qué encantamiento es este?
—Soy el mismo —respondió el Rico Pescador— y este castillo es real, sin
encantamiento, aunque ay er, cuando hicisteis la caridad con el pobre, os pareció
cabaña. Sois joven y supongo que tendréis hambre, y a que ay er casi os
acostasteis sin cenar.
—Sí, sire, la verdad es que tengo hambre.
Los criados habían aparejado un banquete. Una tabla espaciosa abarrotada de
bandejas, platos, fuentes, cestas y cuencos de plata que contenían todo lo que un
hambriento pudiera soñar: carnes de diversos guisos, pescados, frutos frescos y
secos, fragante pan recién horneado, media docena de salsas, vino e hidromiel.
El Rico Pescador y su invitado se sentaron a la mesa, cada uno en un
extremo, y comieron las viandas que les servía un maestresala silencioso.
Del patio exterior llegaba una música dulce y acordada que parecía
complacer mucho al dueño del castillo, el Rico Pescador. Cuando iban por el
segundo plato, una carne adobada con su sangre, a la música de instrumentos se
añadió un coro de voces angélicas. Se abrió una puerta que hasta entonces había
permanecido cerrada, a la espalda del Rico Pescador, y entró en la sala un
muchacho en cuy o sereno rostro Guido reconoció sus propios rasgos, como si
fuera el hermano gemelo que nunca tuvo, vestido con una rica librea bordada
con hilos de oro y de plata. El muchacho sostenía con las dos manos una lanza
antigua enteramente blanca. De la punta del hierro, que era grande, se deslizaba
una gota de sangre que resbalaba el blanco astil abajo hasta alcanzar la mano
enguantada de blanco. Detrás de este paje venían otros dos, no tan ricamente
vestidos, que portaban sendos candelabros con diez cirios cada uno. La habitación
se iluminó como jamás había visto Guido estancia alguna. Los pajes precedían a
una doncella rubia, con el cabello desparramado por la espalda hasta la cintura
como una cascada de oro. Guido sintió el vuelco de su corazón cuando reconoció
en el rostro bellísimo de la doncella los familiares rasgos de Isbela. Era ella
misma, seria y solemne, con la túnica azul que le regaló el basileo. Entre sus
manos extendidas llevaba una copa preciosa de oro recamada con perlas, rubíes
y esmeraldas que parecía llena de sangre, aunque por encima del rojo líquido
asomaba un grumo que Guido, sin saber por qué, pensó que era un cordón
umbilical. Cuando la doncella entró en la estancia, el resplandor de su aura se
hizo tan intenso que palidecieron las antorchas, los cirios y hasta la luz del sol que
entraba a raudales por la ventana. Seguía a la muchacha una dama muy bella
que portaba una bandeja de plata. Llevaba el pelo recogido bajo una cofia de
perlas y vestía una severa túnica de terciopelo azul con bordados de plata. Una
cinta de terciopelo que le rodeaba el cuello ocultaba una cicatriz.
El cortejo apareció por una puerta, cruzó la sala y salió por la puerta del lado
opuesto, a espaldas de Guido.
Guido miró al Rico Pescador, esperando que le explicara el sentido de aquella
ceremonia, pero el señor del castillo seguía comiendo ajeno a lo que acababan
de ver. Quizá había sido una alucinación que sólo él había visto. En esa duda
estaba cuando se repitió el prodigio y desfilaron ante sus ojos nuevamente él
mismo con la lanza sangrante, la doncella que era Isbela y la Dama Azul. La
única variación fue que los cirios que sostenían los pajes eran más cortos, pues
habían consumido hasta la mitad, y la gota de sangre que se deslizaba por la lanza
llegaba y a al guante de la mano que la sostenía.
Guido miró al Rico Pescador, que bebía un trago de vino con expresión
tranquila y no parecía encontrar anómalo lo que ocurría ante sus ojos. Aun
atravesó la sala el extraño cortejo una tercera vez. La sangre se había deslizado
por los cuatro dedos y seguía su camino recto a lo largo del astil, mientras que las
velas de los candelabros estaban casi consumidas. Cuando se extinguió el
resplandor Guido reparó en que afuera había oscurecido. A través de la ventana
solo se veía la negrura del bosque en una noche sin luna.
—¿Has cenado bien? —preguntó el Rico Pescador.
—Muy bien, sire —respondió Guido distraídamente.
—¿Se se te ofrece algo? —se interesó su anfitrión—. ¿Tienes alguna
necesidad?
Guido sentía la necesidad apremiante de preguntar qué sentido tenía lo que
acababa de ver. ¿Quién era aquel doncel que tanto se le parecía?, ¿Quién era la
doncella que reproducía el rostro de su amada distante?, ¿Quién la dama que
había visto otras veces en circunstancias siempre misteriosas?, pero era tímido y
estaba tan perplejo por el misterio que no se atrevió a formular pregunta alguna.
El Rico Pescador, después de aguardar unos instantes a que su joven invitado
se decidiera, ordenó al maestresala que levantara los manteles y acompañó a su
invitado a sus aposentos. Cojeaba más que nunca a causa de la llaga abierta.
—Mañana partiré —dijo Guido.
—Marcharás con mis bendiciones —le respondió el señor del castillo—.
Buenas noches.
Después de tantas emociones, Guido durmió profundamente. Cuando
despertó se encontró nuevamente en la cabaña de troncos y barro, con techo de
paja. El castillo había desaparecido, así como el Rico Pescador, o el pobre
pescador, que parecían ser la misma persona. Aturdido, tomó su caballo y
reanudó su camino a través de la Floresta Tenebrosa, desandando la marcha que
había hecho dos días antes. Cuando alcanzó el lago interior, lo bordeó con la
esperanza de encontrarse nuevamente al misterioso tullido. Esta vez estaba
decidido a preguntarle quién era y qué significaba la visión que por tres veces
tuvo en el castillo o en la cabaña encantada, pero no había rastro del pescador.
Guido continuó su camino por la parte opuesta del lago y se internó nuevamente
en la espesura. Anduvo horas por el bosque y cuando sintió hambre descabalgó,
trabó el caballo para que roy era los musgos de los troncos y él se sentó sobre un
peñasco y abrió la talega. Iba a comenzar su almuerzo cuando crujieron las
ramas secas en la floresta contigua como si alguien se abriera paso a través de
ella. Miró con la esperanza de que fuera el Rico Pescador. Demasiado tarde
descubrió que era el jabalí Krastig, no podía ser otro, grande como un toro, con
aquel único colmillo babeante, los ojillos en los que brillaba la crueldad antigua
de las bestias con que la Abominación infectó la tierra. Ante aquella cuchilla con
la que el monstruo se disponía a embestir, Guido estaba inerme. La cota de malla
de doble tejido capaz de detener sablazos y flechas estaba en el arzón del caballo.
Ni siquiera podía defenderse. La espada pendía del arzón del animal, que se
había alejado unas docenas de pasos en busca de la hierba de un claro. Guido
estaba desarmado, a merced del jabalí que se había detenido a observarlo en el
lindero de los árboles. Todavía tenía el sortilegio. Un par de veces pronunció la
palabra que le confió el hombre de la picota, sin observar mengua de fiereza en
el monstruo. La gritó incluso, por si el jabalí era duro de oído, sin producir
cambio alguno. Entonces desenvainó lentamente la daga que llevaba al cinto y
sin perder de vista a la bestia se dirigió sin movimientos bruscos hacia su caballo.
Krastig escarbó un poco con el hocico y se echó una paletada de tierra y
hojas secas por el lomo acribillado de cicatrices de viejas heridas. Miró al
humano que, después de pronunciar las palabras de la mansedumbre que un día
detuvieron a su padre, se acercaba a su caballo a requerir la espada o la ballesta.
Krastig olfateó el peligro y arremetió contra el humano antes de que pudiera
armarse. Guido apenas pudo ponerse en guardia. Su cuchillada alcanzó al jabalí
detrás de la oreja. La hoja penetró profundamente y se trabó entre las vértebras
y la primera costilla. El muchacho sintió un golpe violento, como si un caballo al
galope lo hubiera arrollado, y cay ó de espaldas mientras el jabalí cerdoso, sucio
y maloliente le pasaba por encima. Le pareció que había escapado indemne del
primer ataque, pero cuando intentó levantarse sintió una viva quemadura en las
entrañas. Se miró el vientre. El jabalí lo había abierto en canal. La sangre le
brotaba a borbotones de una herida que le cruzaba todo el abdomen.
Guido sabía que las heridas en aquella parte son mortales de necesidad,
aunque a veces el herido tarda varias horas en morir, entre atroces dolores y
aquejado de una sed abrasadora. De hecho, en Tierra Santa muchos camaradas
degollaban al herido de muerte, después de trazar en al aire la señal de la cruz
con el puñal, para evitarle sufrimientos. Guido no tenía quien le evitara
sufrimientos. Cerró los ojos, en los que escocía el sudor mezclado con las
lágrimas, y se dispuso a morir.
El jabalí, mientras tanto, se frotaba contra un tronco para arrancarse el puñal.
Gruñía de dolor, pero no cejaba en su intento. Al final el arma cay ó al suelo y el
animal herido volvió sobre el rastro de la sangre de su enemigo humano,
dispuesto a ensañarse con él.
—Santa María de los Misterios: voy a morir —murmuró Guido.
El jabalí volvía al trote, la cabeza monstruosa ligeramente baja, la cuchilla
carnicera sobresaliendo del extremo de su hocico.
En ese momento se percibió el chasquido de un disparo de ballesta. El
proy ectil, grueso, corto, emplumado con dos aletas de cuero, con punta de acero,
se clavó en el ojo derecho de la bestia, atravesó su cerebro y se atoró en la
potente musculatura del pescuezo. El jabalí volteó en el aire y cay ó al lado de
Guido, las patas hacia arriba, espasmódicamente temblonas. Guido alcanzó a ver
su ojillo cruel en el que se apagaba la luz de la vida. En el morro abierto, dentro
de la cavidad monstruosa de la boca, asomó una lengua gorda y roja bañada en
sangre. Entre dos dientes Guido distinguió el grumo informe de la Peregrina, la
piedra oculta en la Floresta Tenebrosa. A su memoria acudieron las palabras de
Cantacuzanos:
—Y tú solo encontrarás lo que buscas.
La había encontrado, sí, pero al precio de su propia vida. Tomó la piedra
cuando la vista se le empezaba a nublar, como si un velo oscuro descendiera
sobre sus ojos. Instintivamente retrajo el brazo para plegarlo sobre el pecho, pero
el esfuerzo sólo lo llevó a medio camino, lo posó sobre el vientre abierto con los
intestinos al aire donde los insectos acudían a la sangre y perdió el conocimiento
en la antesala de la muerte.
Sven le Berg salió de la espesura y se acercó al jabalí precavidamente, con el
cuchillo en la mano. Como todo experto cazador, conocía la astucia de estas
bestias que, cuando están malheridas, fingen la muerte hasta que el cazador se
pone a su alcance y entonces, reuniendo sus últimas fuerzas, lo atacan
fieramente. Krastig no fingía. Estaba bien muerto.
Sven miró el rostro pálido como la cera y los labios sin color de Guido de St.
Bertevin. El muchacho tenía el abdomen abierto y se sostenía el paquete
intestinal con las dos manos. Si no lo remataba una mano piadosa le esperaba una
larga y dolorosa agonía. Sven enfundó su cuchillo después de limpiarlo en el
lomo hirsuto del jabalí y se sonrió.
—Ah, Guido de St. Bertevin, y a no me darás la revancha de aquel torneo de
la Provenza —se lamentó—. Amigo, ¿de qué te han servido los hechizos con que
me derrotaste? Mírate ahora a punto de morir y sumirte en la nada después de
tan breve vida.
Se preguntó cuánto le quedaba a él. En Tierra Santa había despreciado la vida
muchas veces. Ahora comenzaba a verla como una fuente de placer. Viajaba
solo, por espacios abiertos, bosques y mares, tomaba lo que quería y satisfacía
sus deseos. No temía a nadie, ni siquiera a Asmodeo de Sinán ni a la
Abominación a la que servía. Había descubierto que la felicidad radica en la
libertad y él era libre.
Tomó una piedra, rompió el colmillo de Krastig y se lo guardó. Después
registró la boca del animal para buscar la piedra Peregrina. Con la punta del
cuchillo exploró el hueco debajo de la lengua, levantando los tegumentos. No
encontró nada. Después hurgó en el resto de la boca. Nada. Al final, furioso,
cortó el morro hasta que la mandíbula inferior se desprendió. Sin resultado. Quizá
el jabalí se había tragado la piedra antes de morir. Lo abrió en canal y rebuscó en
el estómago de la fiera sin hallar nada.
—Parece que el jabalí no tenía la piedra —se dijo, al fin, abandonando la
búsqueda.
Se lavó en el arroy o los brazos ensangrentados, recuperó su caballo y se
marchó.
CAPÍTULO LXVIII

Pasaron dos horas y muchos pájaros por el cielo. La brisa movía levemente las
copas de los árboles que formaban una corona en torno al claro donde y acía
Guido. El muchacho comprendió que estaba viendo todo aquello: el cielo azul, los
árboles oscuros, los pájaros, una nube viajera en forma de alcuza, otra nube que
parecía una oveja. ¡Tenía los ojos abiertos y veía! ¡Estaba vivo!
De pronto recordó: el jabalí le había abierto el saco de las entrañas. Juntó
valor para levantar la cabeza y examinar su estómago. La camisa ensangrentada
y desgarrada dejaba ver un estómago sano, piel blanca, sin un rasguño sobre una
musculatura desarrollada. El jabalí y acía a su lado, muerto y destripado, con un
virote de ballesta profundamente clavado en el ojo. Algún misterioso benefactor
le había salvado la vida. Se miró otra vez al estómago ileso y esta vez vio la
piedra. La Peregrina estaba sobre su ombligo. La virtud de la piedra había
cerrado la espantosa herida y lo había salvado.
—¿Estoy vivo?
—Lo estás —dijo una voz armoniosa de mujer.
Guido, sobresaltado, abrió los ojos de nuevo. Esta vez no había una corona de
árboles, sino el rostro de una muchacha rubia, agraciada, de finos cabellos que
caían en cascada sobre su rostro, una muchacha que le sostenía la cabeza sobre
un regazo frío.
—¿Quién eres? —preguntó Guido—. ¿Acaso un ángel del cielo? Nuevamente
pensaba que estaba muerto y que sus anteriores impresiones eran un sueño en el
traspaso entre la vida y la muerte, cuando el ánima remolonea junto al cadáver
caliente antes de partir a unirse con el Creador. Los cruzados creían estas cosas.
Por eso a veces encomendaban sus asuntos terrenales al amigo recién muerto
con la esperanza de que se ocupara de sus asuntos en el Paraíso.
—No estás muerto —dijo la voz cantarina de la muchacha—. Vives gracias a
la piedra.
—¿Quién eres?
—Soy la Melusina de este arroy o.
—¿Cómo te llamas?
—Si conocieras mi nombre podrías cautivarme. Si quieres, llámame Olvido.
La melusina era una muchacha menuda, la piel transparente como el nácar y
una túnica sencilla de un tejido brillante como el limo que se le pegaba al cuerpo
como si estuviera mojado, resaltando sus muslos torneados, su vientre núbil, sus
pechitos redondos y sus pezones oscuros. Guido conocía historias de melusinas
que enamoran al caminante y lo retienen por espacio de un día para que sirvan
sus placeres. Cuando lo dejan, aunque el caminante crea que sólo ha pasado una
siesta con la celestial criatura, en realidad han pasado cien años y cuando regresa
a su pueblo lo encuentra habitado por gentes enteramente desconocidas,
descendientes de los que él dejó, y a viejos, y solo una vaga memoria de lo que él
fue en el mundo antes de desaparecer misteriosamente.
—Creía que el jabalí me había matado —dijo Guido.
—Y te había matado, pero depositaste la piedra Peregrina en la herida y su
virtud te sanó.
Guido hizo un esfuerzo y se puso en pie. Se sentía aturdido pero, por lo demás,
volvía a ser un joven vigoroso y lleno de energía.
La melusina le quitó la camisa y le acarició la extensión de la herida con sus
dedos suaves y fríos. Bajó con la caricia a la pelusilla púbica y le sopesó los
genitales en la palma de la mano con una sonrisa pícara.
—Parece que estás muy bien y que lo que los muchachos más apreciáis no
ha sufrido merma —bromeó.
Guido se sonrojó y las orejas se le pusieron como dos carbones encendidos,
aunque comprendía que la muchacha no era descarada. Entre las melusinas no
existen los pudores absurdos de los mortales. Las melusinas viven todavía en la
inocencia virginal de un mundo libre e incontaminado.
Mientras la melusina le lavaba la camisa en el arroy o (al inclinarse mostraba
un trasero redondo, firme, poderoso, que invitaba a la palmada galante, pero el
muchacho se abstuvo, por respeto), Guido le formuló algunas preguntas.
—¿Has estado en el Sitio Peligroso (así se llamaba el castillo del Rico
Pescador) y has visto la procesión del Grial? —dijo ella—. Eres un hombre
afortunado porque el Grial sólo se aparece a los puros y limpios de corazón.
¡Ojalá no pierdas esa pureza! La lanza que llevabas en la procesión es la
representación del Rey Sagrado que desvirga a la Diosa Madre. En los tiempos
antiguos, que los cristianos llamáis la Abominación, lo que se paseaba era un
pene erecto hecho de ramas verdes, hojas y flores. La sangre que destila es la de
la Diosa Madre. Gracias a esa ceremonia, con la Diosa Madre encarnada en una
sacerdotisa que copula con el Rey Sagrado sobre un surco sembrado, él debajo,
ella encima, se renueva la vegetación, germina el grano de trigo enterrado por
los sembradores, brota la espiga verde y potente, con el sol y la lluvia, y la vida
se prolonga de cosecha en cosecha. Para que el ciclo se renueve es necesario
que cuando la Diosa Madre se sienta embarazada, el Rey Sagrado muera y sea
sustituido por el hijo que ella engendra. A los dieciocho años preñará sobre el
surco a la nueva Diosa Madre y otra vez se repite el ciclo. Esa es la verdad
antigua, pero los cristianos la habéis sustituido por la lanza de Longinos, el romano
que atravesó el costado de Cristo, y decís que la sangre que destila es la de la
estirpe terrenal de Cristo, la Sang Real, oculta en Francia. Esa lanza hirió en el
muslo al Rico Pescador y sólo ella puede sanarlo para que devuelva la
prosperidad al reino y los pájaros que ahora pasan de largo vuelvan a anidar en
la Floresta Tenebrosa.
—¿Y la muchacha que portaba el Grial?
—Esa te interesa mucho, ¿eh? —bromeó la melusina—. Esa doncella que
viste en la forma y el semblante de tu enamorada Isbela representa a la Diosa
Madre cuando todavía es virgen. Lo que lleva en la mano es la sangre y el
cordón umblical del Rey Sagrado que nacerá en su seno, la promesa de la
renovación de la naturaleza. Tras ella viene la Diosa Madre cuando es matrona y
va envejeciendo en la espera de que crezca su hijo, que será el próximo Rey
Sagrado a los dieciocho años. La bandeja que lleva en la mano representa la
tierra que sostiene la vida. Cuando empezó este ritual los hombres creían que la
Tierra era plana. Ahora dicen que es redonda como una manzana o como las
piedras que en la edad arcaica representaban a la Diosa Madre.
—Esa mujer, la señora de la bandeja, la he visto en otros lugares, en
Constantinopla y en Venecia.
—Lo que has visto es su figura encarnada en otras mujeres. Se llama
Morgana o la Dama Blanca, la esposa de Arturo Pendragón, que antes fue reina
de Saba y enamoró a Salomón. En esa bandeja ofreció al rey de Israel las doce
piedras dragontías que ahora buscáis y gracias a ellas Salomón y sus sucesores
restablecieron el equilibrio del mundo.
—Mi maestro, el caballero Lucas de Tarento, piensa mucho en ella.
—El viejo caballero sufrirá por amor porque Morgana sólo puede ofrecer sus
cenizas frías, aunque se apiada de las criaturas porque en ella vive la memoria
antigua de cuando la humanidad era perfecta en el amor.
La melusina había lavado la camisa hasta dejarla inmaculadamente blanca.
La sacó del arroy o completamente seca y cosió el desgarrón con una aguja de
plata que de vez en cuando mojaba en la corriente para renovar el hilo. Cuando
terminó, contempló satisfecha su obra. La camisa había quedado como nueva,
sin señal alguna del remiendo. Se la devolvió a Guido.
La piedra Peregrina lo había sanado, pero se sentía muy débil. Permaneció
junto a la melusina unas horas, echado sobre la hierba, junto a la fuente, con la
cabeza en el regazo de ella. La muchacha le acariciaba las mejillas, en las que
y a comenzaba a brotar la barba rubia como una pelusilla de melocotón. La
melusina le explicó los enigmas de la Floresta Tenebrosa. En tiempos de los
druidas, hace muchas generaciones, Inglaterra y sus islas adoraban a la diosa de
la Tierra, la sembradora, la germinadora, la crecedora, a la que ahora llaman
Abominación. Eran sencillos y felices. Inglaterra estaba cubierta de bosques. Los
pueblos eran pocos y distantes, la gente vivía de manera sencilla: un poco de
caza, un poco de la recolección y en las fiestas acudían a las fuentes, adornaban
los árboles sagrados con cintas y copulaban a calzón quitado con alegría y
entusiasmo. Entonces la vida era más simple. Se gastaba más hierro en azadas
que en espadas.
La melusina se apartó un largo mechón de cabello rubio que la brisa de la
tarde deshilaba sobre su rostro. Se quedó un momento recordando con expresión
dolorida.
—Pero un día llegó una nave con trece hombres morenos, trece misioneros
del sol que trajeron el cristianismo. Uno de ellos era ese José de Arimatea que
buscas. José de Arimatea huía de él mismo.
—¿Porqué?
—Tenía sus motivos, que no hacen al caso. La Virgen lo envió en busca de
tres piedras dragontías, la Melada, la Peregrina y la Honda.
—¿Cómo habían llegado aquí?
—Un fugitivo de la guerra de Troy a, Antideo, las trajo en una nave fenicia.
Entonces estas islas se llamaban Casitérides y no figuraban en ningún mapa
porque los fenicios, muy celosos de sus mercados, no querían que se divulgara el
origen del estaño que vendían a altos precios a los soberanos de oriente. En
Oriente no había minas de estaño y y a sabes que el estaño es imprescindible para
fabricar bronce. En los tiempos de la Abominación, como vosotros los llamáis, o
en la Edad de Plata, como la llamamos nosotros, las armas eran de cobre o de
bronce. El mundo era relativamente apacible, aunque y a las comunidades élficas
se estaban retirando a sus ciudades secretas y les dejaban el mundo a los
humanos. Todavía no se conocían las armas de hierro.
—¿Y qué ocurrió?
—Antideo robó esas tres piedras del santuario troy ano de Neptuno el día que
los griegos irrumpieron en la ciudad y la incendiaron. Puso a salvo las tres
piedras con la esperanza de generar tres dragones que destruy eran a la dinastía
de Menelao, su enemigo, pero no conocía el secreto de la incubación de la piedra
y murió antes de conseguir su propósito.
—¿La incubación de la piedra?
—Las piedras dracontías, bajo ciertas condiciones, generan al dragón.
Cuando el dragón muere e incluso sus huesos se consumen, sólo queda la piedra
con esa capacidad de engendrar otro dragón, así hasta la eternidad.
—Esta Peregrina que me ha salvado ¿encierra también un dragón?
—Sí. Y además tiene la virtud de sanar las heridas del dragón. Ese jabalí
Krastig nació de un eructo del dragón Kragerstomir al que mató un ray o antes de
la llegada del troy ano.
—¿Y las otras dos piedras? ¿Dónde están ahora?
—La Melada está en la boca de Arturo Pendragón, en un sepulcro de Avalon.
La Honda está en la región fría, a cien días de distancia, cruzando estepas heladas
y mares de hielo.
—Tendré que ir a Avalon —dijo el muchacho poniéndose de pie. Su caballo
seguía pastando junto a los árboles donde lo dejó por la mañana.
—Querrás decir volver —corrigió la melusina—. Avalon es la abadía de
Glastonbury donde José de Arimatea, el anfitrión de la Santa Cena, fundó una
comunidad, alejada del mundo. A su muerte dejó el ministerio en manos de su
cuñado Bron, el Rico Pescador al que ay er socorriste cuando se te presentó bajo
la forma de un anciano tullido.
—¿Por qué se desterraron la Magdalena y José de Arimatea?
—Porque los discípulos de Cristo habían fundado una iglesia falsa, la que
ahora sostiene al Papa.
Guido se alarmó.
—Yo soy cristiano y obedezco al Papa —se apresuró a decir.
—Lo sé —respondió la melusina—. Si quieres, no te diré más, no sea que
peligre tu fe.
Guido permaneció un rato callado, sintiendo su propia respiración. Lo que le
dijera la melusina no iba a alterar su fe. Quizá valiera la pena oírlo.
—Dímelo.
—Hay una Iglesia falsa, la de Roma, y una Iglesia verdadera que es la de
Juan, el apóstol amado al que Cristo confió su secreto. Esa es la que encarnó José
de Arimatea. Por eso acompañó a la esposa de Cristo al exilio y fundó una
abadía en los confines del mundo, al otro lado de la Floresta Tenebrosa.
—¿Y eso no lo saben los doctores de la Iglesia?
—Algunos lo saben, pero no se atreven a proclamarlo; otros, lo ignoran. Esa
fue la causa de que Cantacuzanos anduviese errante por el mundo y la causa,
también, de que Lucas de Tarento abandonara la orden templaria. La verdad
turba, el que atisba la luz no puede vivir y a en la oscuridad y eso es, a veces, un
peso insoportable.
En estas pláticas cay ó la tarde hasta que oscureció por completo. Aquella
noche Guido durmió en el regazo maternal de la melusina y al día siguiente, en
cuanto amaneció, se despidió del hada y se puso en camino para atravesar la
Floresta Tenebrosa. Hubiera tomado por un sueño su encuentro con el hada si no
hubiera sido porque le dejó un mechón dorado en la nuca que brillaba en la
oscuridad como un ascua de oro. Guido tomó la costumbre de cubrirse la cabeza
con una gorra en cuanto entraba la noche para evitar las preguntas de los
curiosos.
Guido llegó a la abadía, al pie de la montaña negra, al caer la tarde. Junto al
camino había un ermitaño que labraba la tierra. Le ofreció agua y le preguntó el
motivo de su visita. Cuando lo supo, él mismo lo acompañó al lugar donde dos
años antes se habían encontrado los restos de Arturo y de Ginebra, su mujer. Allí
seguían, resguardados por un brocal alto y una cancela de hierro que el ermitaño
abrió.
—El esqueleto de Ginebra, el más pequeño, tenía sobre la tercera vértebra
del cuello un broche de plata en forma de serpiente con tres meandros —explicó
el ermitaño.
Guido pensó que era el mismo que sujetaba la cinta en torno al cuello de
Morgana en la procesión del Grial.
—La calavera de Arturo era más grande de lo normal —siguió diciendo el
ermitaño. Un ratoncito salió de una de sus cuencas vacías. Guido asintió.
—En esto quedamos, en habitáculo de roedores —comentó el ermitaño
melancólicamente. Entre el polvo, debajo de la quijada de Arturo, había dos o
tres muelas que se habían desprendido de sus alveolos y una piedrecita de
aspecto terroso del tamaño de un huevo de paloma.
—Esa es la Melada —dijo Guido:
—No quisimos tocarla hasta que vinierael doncel del mechón de oro que
anuncia el libro de Bron —concluy ó el ermitaño.
—¿El libro de Bron?
—Es un códice antiguo que se conserva en la abadía desde el tiempo de José
de Arimatea. Solo puede leerlo el abad. En él se especifica que la piedra Melada
aguardaría en la boca de Arturo hasta que tú aparecieras. Ahora los hermanos
están rezando por tu alma y me han designado a mí, que soy el más joven, para
que te acompañe. Esa piedra marcará el resto de tu vida, y si eres puro y la
mereces, conocerás el gozo eterno.
Guido tomó la piedra entre sus dedos. Estaba caliente. Le sopló el polvo de la
tumba y la guardó en la bolsa junto a la piedra Peregrina. Hacía más de mil años
que las piedras no estaban juntas. Se saludaron y comenzaron a charlar
animadamente.
—Creo que debo irme —dijo Guido.
—Ve con Dios, amigo —lo despidió el monje.
Lo acompañó fuera de la verja y lo despidió con un abrazo. Guido descendió
hasta el pueblo y se sentó en el poy o de piedra de la herrería.
—Es hora de regresar a Francia —se dijo.
Abrió la bolsa de los vientos y Bóreas no tardó en comparecer con su cortejo
de hojas secas y semillas voladoras y lo levantó hasta la altura de los tejados.
—¿Tienes y a las dos piedras? —sonó el susurro ronco del bóreas.
—Las tengo —respondió Guido—, pero me falta la tercera, la Honda.
—Me temo que esa se te ha escapado. Has estado con la melusina más de
tres meses y mientras tanto otro caballero ha viajado a la región de los hielos y
ha conseguido la Honda.
CAPÍTULO LXIX

Sven le Berg abandonó la Floresta Tenebrosa por el norte, siguiendo la antigua vía
romana que cruza Bath, donde pernoctó y se dio un baño reparador en la famosa
piscina termal. Allí conoció a un armador de Bristol que acudía a los baños para
aliviar el reuma, como tantos de su oficio que pasan media vida en el mar. El
armador le habló de un carguero varego que salía en una o dos semanas con un
cargamento de carne seca y cerámica rumbo a Bergen, en la costa atlántica de
Noruega. Sven lo tomó y en Bergen encontró otro barco que lo llevó a Narvik,
más al norte, en un mar helado donde la noche duraba seis meses, siempre con
una leve claridad en el horizonte como si probara a amanecer, aunque nunca
amanecía. Desde Narvik, ciudad de media docena de almacenes y un puñado de
pescadores, se embarcó en una nao ballenera que se dirigía al cazadero de
Svalbard, en una isla helada y desierta del ártico. Cuando llegaron a su objetivo
se dirigió al capitán y le dijo:
—¿Cuánto piensas ganar en este viaje?
El capitán se mostró bastante sorprendido de que el marinero franco le
preguntara por sus ingresos, pero no tuvo inconveniente en confesarlos.
—Después de pagar los gastos, saldremos por las trescientas piezas de oro.
—Yo te ofrezco cien más.
—¿Quién pagará esa suma? —preguntó el capitán escéptico. El falso
marinero le arrojó una bolsa sobre la mesa:
—Cuéntalos. Ahí hay cien más. El capitán los contó.
—¿Quien eres? —inquirió—. Desde luego no eres un simple marinero.
—Puedes asegurarlo —respondió Sven—. Quién soy no te importa. Ahí tienes
tus ganancias. Ahora el barco y su tripulación serán míos hasta el regreso.
El patrón miraba las monedas de oro sobre la mesa. Recelaba que aquella
ganancia le podía acarrear daño.
—¿Qué pretendes?
—Desembarcaremos en la isla del Hielo Ardiente. Vosotros aguardaréis una
semana en la play a. Si al cabo de siete días no he vuelto, regresad.
—La isla del Hielo Ardiente —meditó el capitán—. Llevó treinta años
navegando y nunca he puesto un pié en ella, aunque la he visto a lo lejos un par
de veces, con su penacho de humo… Tendré que comunicárselo a la tripulación.
El capitán reunió a sus siete hombres en cubierta.
Nuestro huésped nos ofrece cien monedas de oro si lo llevamos a la isla del
Hielo Ardiente. Y si al regreso cazamos alguna ballena será otra ganancia
suplementaria. ¿Qué decís?
Un marinero corpulento llamado Isak se levantó de la caja donde se había
sentado.
—En la isla del Hielo Ardiente hay un dragón enorme que echa humo y
llamas por la boca. De noche se ve a más de diez leguas de distancia. Me opongo
a ese viaje.
El capitán se volvió hacia Sven.
—Ya lo ves. Según las normas de la hermandad de pescadores sólo se puede
variar el rumbo si todos estamos de acuerdo.
—Solamente ha hablado Isak —dijo Sven—. ¿He de suponer que es el único
que desprecia mis cien monedas de oro?
Los compañeros de Isak agacharon la cabeza. La codicia era más fuerte que
el miedo.
—¿Por ese hijo de cien padres perderéis una ganancia segura? —preguntó
Sven arrastrando intencionadamente las palabras para agravar el insulto.
Isak era un hombre colorado y colérico. Cuando escuchó al forastero elogiar
la disposición amatoria de su madre sufrió un arrebato de cólera y se lanzó sobre
él, cuchillo en mano, para vengar la ofensa. Sven le sostuvo en alto el brazo
armado al tiempo que descargaba un fuerte rodillazo en sus partes más sensibles.
El gigante emitió un rugido de dolor seguido de un confuso gorgoteo cuando la
daga del guerrero, que había aparecido como por ensalmo, le segó la garganta.
Después de aquello nadie se opuso al viaje. Rezaron un responso, lanzaron el
cadáver al mar y tomaron rumbo norte en dirección a la isla.
Fueron cinco días de navegación peligrosa por un mar de aguas turbias en el
que flotaban enormes bloques de hielo a la deriva que debían esquivar. Al quinto
día, antes de que amaneciera, distinguieron una llama en el horizonte y una boca
roja, con venas negras, que vomitaba hacia el cielo el escupitajo candente.
—Allí está el dragón —señaló uno de los hombres.
Se agolparon en la borda en silencio y contemplaron en el horizonte la silueta
baja de la isla del Hielo Ardiente, una mancha blanca que se iba agrandando a
medida que se aproximaban a ella. De buena gana hubieran renunciado a la
ganancia con tal de no desembarcar en la isla del dragón, pero se acordaban de
la muerte del pobre Isak y el misterioso viajero que llevaban a bordo les parecía
más peligroso que cualquier fiera.
Desembarcaron, y Sven los dejó atados a una roca al pie de la play a.
—De este modo estaremos seguros de que no zarpáis sin mí —advirtió.
—¿Y si nos descubre el dragón? —gimió el capitán—. Rezad a san Brandán
para que no os descubra.
La isla era un enorme bloque de hielo con sus planicies, sus picachos, sus
ventisqueros y sus colinas, todo de hielo duro como la roca y blanco como el
armiño. Sven, arrebujado en su capa de piel, que había adquirido en Narvik antes
de zarpar, se encaminó al centro de la isla, de donde salía el fuego y la boca
candente del dragón subterráneo. A1 cabo de dos horas de camino, en una
llanura, se topó con el dragón que llevaba muerto y helado varios siglos. Era
solamente una piel descolorida y aplanada por las tormentas en la que
sobresalían, por diversos lugares, como de un saco roto, extremos de huesos y
fuertes costillas del tamaño de las cuadernas de un navío. Había sido un dragón
enorme. El guerrero caminó cien pasos del extremo de la cola a la cabeza, que
recordaba vagamente la del caballito de mar. La piedra Honda debía de estar
debajo de la lengua. Sven cavó en el duro hielo con ay uda de su espada. Le llevó
toda la mañana hacer un agujero mediano que llenó de piel y fragmentos de
hueso del dragón. Le prendió fuego y dejó que la hoguera ablandara la roca. Así
estuvo hasta la caída de la tarde, dando viajes por la anatomía de la bestia y
arrancando huesos y tiras de piel apergaminada para alimentar la hoguera.
Empezaba a descender la luz espectral de la noche cuando se escuchó un crujido
en el fondo de las brasas. Sven apartó los huesos humeantes y contempló la
piedra Honda, no may or que una bellota, oscura y rugosa. La tomó con
precaución. Estaba caliente. La guardó en su zurrón y volvió sobre sus pasos en
dirección al amarradero de la nave. La boca del dragón, en el centro de la isla,
continuaba lanzando escupitajos candentes contra el cielo.
Los marinos del ballenero recibieron con alborozo a Sven, pues y a se estaban
temiendo que, si el dragón lo devoraba, no tardarían en perecer de una muerte
incluso más horrible: De hecho, todos sufrían síntomas de congelación y uno de
ellos había muerto a media tarde. Le abrieron el vientre aún caliente e
introdujeron por turnos, en las entrañas humeantes, las manos y los pies ateridos
de los demás, hasta que la sangre volvió a circular por los miembros. Luego se
hicieron a la mar, izaron la vela y se alejaron de la isla.
—¿Has encontrado lo que buscabas? —preguntó el capitán al forastero.
—El dragón hace tiempo que está muerto —dijo Sven—. La que escupe
fuego en el interior de la isla debe de ser la dragona, pero no he llegado tan lejos.
CAPÍTULO LXX

Los guardias de la puerta del León de Tolouse condujeron a Guido hasta el


palacio del conde Trencavel, un bello edificio de piedra con un patio de columnas
en el que una docena de niños, hijos del conde y de los criados de la casa,
jugaban a liberar el Santo Sepulcro. Los hijos del conde, con cruces de trapo
cosidas al hombro, llevaban las de ganar, como es natural, y breaban a palos, con
sus espadas de madera, a los niños de la cara tiznada y él turbante de trapo. Ese
era el precio que pagaban las criaturas por codearse con lo más alto.
Era mediodía. De las cocinas emanaba un estimulante aroma a carne de
ciervo, rehogada en grasa de cerdo, que despertó el apetito de Guido.
El conde Trencavel era un hombre de mediana edad, enjuto, vestido con
elegante jubón a la moda lombarda, una cadena de oro al pecho y la calva
friolenta cubierta con una gorra de terciopelo. Estaba tocando la viola con un
maestro de música italiano. Cuando aparecieron los guardias con taconeo
marcial sobre las maderas del piso torció el gesto, molesto por la interrupción,
pero en cuanto supo que el mancebo que traían a su presencia era Guido de St.
Bertevin distendió el ceño y se deshizo en amabilidades.
—Bueno, maese Banqueri —le dijo al profesor—, dejemos la música por
hoy, y atendamos los graves asuntos de gobierno.
El italiano se inclinó y salió de la habitación. Los dos guardias lo imitaron.
—Así que vos sois Guido de St. Bertevin —dijo Trencavel ensanchando la
sonrisa—. ¡Por fin os dejáis ver! Hace meses que os esperaba. —Lo tomó del
brazo familiarmente y lo llevó a una de las ventanas del salón. Le ofreció asiento
a su lado en el banco de piedra abierto en el espesor del muro—. El caballero
Lucas y los demás se cansaron de esperaros y cuando supieron que andabais
liado con una ondina prosiguieron su viaje…
—¿Que y o andaba liado con una ondina? —exclamó el mancebo sin
disimular su asombro.
—Eso fue lo que entendió el mago Cantacuzanos después de consultar un
balde de agua bañada por la luna, que es oráculo infalible, pero tranquilizó a
Lucas de Tarento asegurándole que sólo era cosa de una temporada.
—¡Sólo estuve un día con ella!
—Lo sé, pero los días de las ondinas son trimestres nuestros. Guido asintió un
poco perplejo.
Trencavel se sonrió. Apretaba el brazo de su huésped con llaneza y
camaradería.
—Ejem, ¿puedo preguntaros si la ondina se dio bien? Debo confesaros que
tengo una poderosa razón personal que, abusando de vuestra amabilidad, me
anima a inmiscuirme en vuestra vida íntima. Creo que en mi jurisdicción, en la
fuente de Loeches, hay una ondina o ninfa o como la llamen. Yo no la he visto
todavía, pero aseveran que vive allí y que algunas veces se deja ver, con unas,
con unas… mamellas así. —Se colocó las manos a dos cuartas del pecho—. Y
que si se le canta una canción dulce al son de una viola, se enternece y se
entrega.
Guido comprendió la razón por la que el conde tomaba clases de viola.
No lo sé —repuso—. A la ondina inglesa no le tuve que cantar nada. Salió del
arroy o (en el buen sentido) sin magia ni arte…
—Y… ¿se dio bien? Quiero decir, ¿establecisteis con ella alguna clase de
interacción afectiva?
Guido se quedó pensando.
No señor, hasta donde y o recuerdo no hubo nada entre nosotros.
—Debe de ser que sin música no se dejan —suspiró Trencavel—. Bueno, en
ese caso parece que voy por el buen camino.
El conde se sumió en sus pensamientos. Guido le notó que, como todos los
obsesos, tenía cierta tendencia al ensimismamiento. Luego el conde sacudió la
cabeza y regresó al presente:
—Como os decía, el caballero Lucas y los otros abandonaron la ciudad
después de las Pascuas de Nuestro Señor, pero os dejaron por escrito el itinerario
que seguirán para que os unáis a ellos. Mi secretario os facilitará la carta con las
ciudades, los montes y los ríos.
—En ese caso partiré un día de estos —dijo Guido.
—Mi secretario os entregará pasaportes con el sello real que os librarán de
cargas y pontazgos, así como las cartas de presentación para que los alcaldes del
rey de Francia os ay uden por el camino. Ahora supongo que querréis descansar
de vuestro viaje.
Trencavel agitó una campanita de plata y al momento compareció un paje
vestido con librea dorada y roja, una calza de cada color, que condujo al invitado
a su aposento, en el piso alto. Cuando remontaban la escalera se volvió para
decirle:
—Señor, el escudero del caballero Lucas, un tal…
—Pedro el Raposo.
—Eso, Pedro el Raposo, un hombre muy simpático, me encomendó mucho
que os dijera que Isbela de Merens se ha unido nuevamente a los viajeros.
Guido se detuvo en seco, sin poder disimular su excitación.
—¿Isbela? ¿Vos la visteis?
—Sí, señor, que la vi: llegó a la ciudad disfrazada de muchacho, con jubón y
calzas, la daga al cinto, en un caballo enorme, con un baúl a la grupa, pero
cuando descendió por esta escalera para la cena y a se había cambiado y era una
doncella rubia, con su cofia encarnada, su vestido de corte azul, los pechitos
apretados… muy rica si se me permite la expresión, que quiere ser laudatoria y
no lúbrica.
Guido no estaba acostumbrado a un lenguaje tan alambicado. No entendía
« laudatorio» ni « lúbrico» . Puso cara de no entender.
—Quiero decir que estaba para follársela, señor —tradujo el paje al román
paladino—. No sé si me explico.
Guido se dio por enterado.
—Se puso triste cuando preguntó por vos y le dijeron que andabais en las
Inglaterras, al otro lado del mar —prosiguió el paje.
—Creo que no descansaré unos días —dijo Guido tomando una brusca
determinación—. El servicio de la Cristiandad me requiere. Saldré mañana
mismo.
Llegaron al aposento reservado al invitado, una habitación confortable con
una cama alta rodeada de un dosel y un brasero de latón en el centro, que en
invierno llenarían de ascuas para templar el cuarto. El paje se despidió. Guido
cerró la puerta por dentro y se tendió en la cama a descansar del viaje mientras
lo llamaban para el almuerzo.
Contemplando las vigas del techo decoradas con pinturas de escudos y
escenas de torneos se quedó dormido y soñó, una vez más, con Isbela. Unos días
atrás, en la posada había conocido a un trovador provenzal, un tal Chretien de
Troy es, con el que había compartido unas cuantas frascas de vino en sana
camaradería. Chretien le había explicado los misterios del amor cortés y lo había
catequizado a la nueva religión de la entrega absoluta y desesperada a una dama.
Desde entonces, por los caminos solitarios, en la florestas umbrías, sin más
compañía que los pájaros, el día y la noche, el amor había crecido en el pecho
juvenil y virgen de Guido de St. Bertevin. ¡El amor le rebosaba por las cinchas
del caballo!
Aquel mediodía almorzaron en la sala principal del palacio, frente a una
enorme chimenea de granito. Debido a la nueva moda galante, presidió la mesa
la esposa del castellano, una morena fea, metida en arrobas, con el labio superior
casi blanco de manteca de ballena porque se lo había lastimado al depilarse el
mostacho en honor al huésped. Mirando a la condesa, Guido comprendió que
Trencavel anduviera obsesionado por la ondina de la fuente de Loeches.
Fue una cena cortesana. El caldo de carne y pimienta, servido en una lujosa
escudilla de plata con las armas de Trencavel troqueladas; pasó de mano en
mano a la antigua usanza, cuidando cada comensal de posar los labios donde los
había puesto la dama de más honor, y luego siguieron las carnes asadas y
adobadas con distintas especias sobre la amplia rebanada de pan, servidas a la
borgoñona, los seis platos simultáneamente en fuentes capaces que el
maestresala presentaba a cada comensal. Antes de los postres entró maese
Banqueri tañendo su viola al frente de media docena de mimos y ministriles que
el conde Trencavel había convocado para honrar al ilustre invitado.
La cena fue más frugal y silenciosa porque asistía el anciano obispo de la
diócesis de Chalons, que se había empeñado en bendecir al mancebo del Papa y,
de paso, suplicaba que se le concediera la caridad de permitir que su médico
particular, un judío que acompañaba al prelado a todas partes, incluso al
excusado, pudiera presionar con las piedras dragontías cierto rodal de la cabeza
episcopal bajo el que sospechaba que le estaba creciendo un tumor. Guido se
apenó del anciano que no exigía desde su condición de obispo, sino que suplicaba
desde su condición de enfermo y tomando la daga se descosió el borde del manto
donde llevaba ocultas las dragontías.
—Te bendigo y te auguro un camino venturoso —le dijo el obispo antes de
retirarse—. Eres joven y pronto serás hombre: no dejes de practicar la caridad,
que es lo único que nos redime de esta vida miserable.
Aquella noche Guido durmió poco ante la expectativa del viaje que, ahora lo
sabía, lo llevaría al lado de Isbela. Para siempre. Estaba tan abrasado en la pasión
amorosa que no pensaba profesar más religión que la del amor a Isbela.
Amaneció y abrieron la puerta del León antes de la hora para que el conde
Trencavel acompañara el primer trecho de camino al comisionado papal. Era un
honor reservado a los más altos dignatarios, que Trencavel dispensaba al
mancebo Guido en su calidad de representante pontificio. De esta manera
pensaba alejar algunas nubes negras que se congregaban sobre su cabeza pues el
Papa de Roma no estaba nada satisfecho con la protección que el conde
dispensaba a los herejes cátaros que surgían como hongos en las tierras del
Languedoc.
Treneavel y sus cuatro guardias escoltaron al muchacho hasta pasado el
puente de Panetier, dejando atrás el hedor de la picota condal, una columna de
piedra de la que pendían los restos de un ahorcado. Un par de cuervos aletearon
sobre la carnaza cuando la comitiva pasó ante ellos.
Estaban en medio de un prado verde, brillante todavía de la rociada nocturna,
que el antiguo camino atravesaba:
—Recuerda, gentil amigo, que dejas un amigo en las Galias —dijo Trencavel
guiñando un ojo, e inclinándose hacia Guido para que no lo oy eran los guardias
añadió—. ¡Cuando regreses te diré si ha habido progresos con la viola!
Guido tomó el camino del sur, el que desciende por Pamiers. Foix, Aix les
Termes y Auriol. Prefería viajar en solitario, evitando ocasionales compañeros,
para solazarse en el pensamiento de Isbela. Silbaba mucho alegres melodías
aprendidas en los días de Beaucaire. También, a veces, cantaba a voz en grito los
himnos de batalla de Tierra Santa, algunos de ellos empedrados de palabras
gruesas que resonaban en la paz de los verdes campos con un eco muy extraño
después de haber crecido en los desiertos de piedra y alacrán de Palestina. Guido
se sentía contento con la vida. Otras veces, cuando el camino era bueno, picaba
espuelas y se daba una cabalgada soñando que cargaba contra una celada de
sarracenos que habían apresado a Isbela o que acechaban el paso distraído de su
señor Lucas de Tarento. En esos inocentes pasatiempos entretenía sus jornadas.
En algunas posadas Guido asistió a las predicaciones de los buenos hombres o
cátaros, que iban en parejas, barbudos, vestidos de negro, con un adusto ceñidor
de cuerda. Predicaban el amor, la tolerancia y la libertad, rechazaban la iglesia
del Papa y no creían en la encarnación de Cristo, puesto que la materia, eso
decían, es una creación satánica.
Guido, cuando escuchaba estas cosas, se encogía de hombros. Él era un
aspirante a caballero al servicio del Papa y de los rey es de la cristiandad y
prefería no saber de doctrinas. No obstante, en las vigilias, en las camas pobladas
de chinches de las posadas o en los pajares donde a veces pernoctaba, se
preguntaba si no serían esas extrañas doctrinas las que habían llevado a su señor
Lucas de Tarento a apartarse de la Orden después de haber profesado como
caballero templario.
CAPÍTULO LXXI

Sven y la piedra Honda navegaron durante dos meses en distintos navíos, siempre
proa al sur. El comienzo de la primavera con las gaviotas nuevas ejercitando sus
vuelos, los tomó en Setúbal. En el mesón portuario El Cerdo Risueño el guerrero
supo de la existencia de un viejo espadero ciego que vivía en la cuesta del castillo
y adivinaba el futuro por el filo de las espadas y por las cicatrices de la mano.
Fue a verlo a su casilla, poco más que un agujero abierto en el flanco de la
montaña, con una fragua apagada que le servía de alacena. El viejo estaba
sentado en una piedra a la puerta de su vivienda con las cuencas vacías de sus
ojos vueltas al primer solecito de la mañana. La sombra silenciosa de Sven cay ó
sobre él.
—Te estaba esperando —dijo el viejo en tortuoso latín.
—¿Sabes quién soy ?
—Un guerrero.
—Hay muchos guerreros —dijo Sven—. El mundo vive de las guerras.
—Un guerrero rubio, alto, fuerte, con un perpunte milanés de cuero y
remaches y una espada alemana de pomo recto.
Todo eso se lo podía haber dicho cualquiera de los contertulios de la taberna
que se le hubiera adelantado. El viejo adivinó las reservas del guerrero y añadió:
—Un hombre rubio que guarda en su macuto la piedra Honda.
—¿Cómo sabes eso? —inquirió Sven, sorprendido.
—Sé muchas cosas. Yo antes era el mejor espadero del reino. Venían
caballeros de muy lejos a ponerse en cola para conseguir una espada mía. Las
más las conocerás por la señal del triángulo cerca de la empuñadura. No son
inferiores a las espadas de la India, forjadas con sangre humana.
No me has contestado —se impacientó Sven—. ¿Cómo sabes que tengo la
piedra?
—Porque sirvo a Diana. Por eso me sacaron los ojos los pesquisidores del
obispo Pereira.
—¿Diana?
—Otros la llaman la Abominación. La diosa bella que nos invita al amor y a
la templanza. En mi familia éramos una casta de herreros que venía del principio
de los tiempos y siempre habíamos servido a Diana en el bosque de Parem, a las
orillas del Sado, en su santuario de piedra. Me sacaron los ojos por servirla y
entonces ella me otorgó la clarividencia. Dame tus manos.
Sven le tendió las manos. El viejo las cogió y las estuvo palpando
cuidadosamente por el dorso y por la palma. Se demoró en una amplia cicatriz
que cruzaba el pulpejo de la mano derecha.
—Asmodeo de Sinán ¿lo conoces? Te espera en la ermita del fin del mundo.
—¿Dónde está eso?
—A nueve jornadas de aquí, en el cabo de san Vicente. En cuanto te pongas
en camino los cuervos te guiarán al santuario. Que Diana te acompañe. Ahora, te
ruego que no me quites el sol.
CAPÍTULO LXXII

No era media mañana todavía y el sol probaba y a a derretir las piedras. Los
viajeros avanzaban silenciosos por el camino polvoriento, sin un árbol a la vista,
sin una sombra piadosa que los cobijara en los descansos. Hacía rato que
percibían un sonido parecido al de un trueno lejano, que a veces se perdía y a
veces sonaba más vivo, según los caprichos del viento.
—Parece que vamos a tener tormenta —dijo Cantacuzanos.
—No creo que sea tormenta —opinó Pedro el Raposo.
El ruido crecía a medida que caminaban. Los caballos estaban inquietos, con
las orejas aguzadas.
—¿Tambores? —dijo Grontal—. Como en Tierra Santa. En efecto. Eran
tambores.
Llegaron a un otero desde el que se dominaba un valle angosto lleno de
piedras y arbustos escuálidos. En el centro, en un pequeño claro, había un espacio
cuadriculado con piedras como la cabeza de un hombre, entre las que brillaba,
como un espejo, una delgada lámina de agua. Junto a las piedras había
montoncitos de tierra blanca que destellaban al sol.
—Una salina —señaló Pedro el Raposo—. He vivido en Castilla y tengo vistas
muchas. La gente de esta tierra no saca la sal de las minas, sino de los arroy os.
Los tambores sonaron más próximos. A un lado y a otro del valle, entre las
rocas graníticas, aparecieron dos mesnadas de hasta quince hombres cada una,
algunos a caballo y otros a pie, todos armados para la guerra. Detrás de cada
grupo venía media docena de auxiliares provistos de grandes tambores que
parcheaban sin cesar.
—He ahí el origen del ruido —dijo Lucas de Tarento.
A la derecha, en un berrocal herboso, un pastor joven con diez cabras se
disponía a asistir al enfrentamiento con visible satisfacción.
—¡Eh! Tú —lo llamó Pedro el Raposo—. ¿Quiénes son esos y por qué se
pelean?
El pastorcillo sufrió un sobresalto. Con el ruido de la tamborrada no los había
visto llegar.
—Señor, ¿sois bandidos?
—No temas —dijo el Raposo—. Somos gente de paz. Contesta a lo que se te
pregunta.
—Ese caballero que manda a los que salen por la izquierda es don Nuño
Puñonrostro del Berrueco y el que sale por la derecha es don Ordoño Matamoros
de la Peña Tajada. Son primos, pero hace tiempo que contienden a causa de esta
salina que el abuelo de entrambos, al testar; no aclaró a quién se la dejaba porque
en la agonía le vino un golpe de tos y no se le entendió si decía Nuño u Ordoño, e
incluso hay quien opina que lo que dijo fue « coño» .
—¿Y por esta mierda de salina se matan? —preguntó el Raposo.
—No es por la sal, señor, que sólo da un par de sacos al año, terrosa y mala,
sino porque, como llevan tanto tiempo contendiendo por ella, se han llamado
cosas muy gruesas y y a está el honor de por medio.
Los contendientes habían llegado cada uno a un extremo de la salina y se
habían detenido. Lucas de Tarento observó cómo formaban sus haces en cuña, la
infantería detrás, como si cada uno dispusiera de un gran ejército. Los arqueros
se habían quedado un poco más retrasados, al resguardo de unas peñas y
montaban sus arcos o clavaban las saetas en la tierra, delante de cada posición,
para tenerlas más a mano.
—¿Y suelen tardar mucho en dilucidar las diferencias? —preguntó Lucas de
Tarento.
El pastor se encogió de hombros.
—Algunas veces todo el día, señor, con un descanso en medio para comer y
sestear. Cuando hay unos cuantos muertos por cada lado y otros tantos heridos,
recogen el campo y se van sin decidir quién ganó, hasta otro año si viene bueno.
Si flojea la cosecha, ese año no pelean, por falta de fuerzas, no porque depongan
las enemistades.
Lucas comprendió. Después de reflexionar un momento le ordenó a Pedro el
Raposo.
—A ver, Pedro, que suene ese cuerno.
Pedro se llevó el olifante a la boca y soltó un trompetazo ronco que se
escuchó en todo el valle. Don Nuño Puñonrostro y don Ordoño Matamoros
miraron en su dirección y vieron gentes de armas.
Don Ordoño Matamoros gritó a su primo y enemigo:
—¡Tregua, primo, veo quiénes son y enseguida reanudamos el negocio por
donde lo dejamos!
El otro asintió. Matamoros abandonó su formación y cabalgó hacia el otero
donde se habían parado los visitantes. Después de dudarlo un momento, su primo
lo imitó, por no parecer menos. Se acercaron a Lucas de Tarento. Los dos eran
más bien chaparros, pero fornidos, cejijuntos y carirredondos, lo que les daba un
aire de familia.
—¿Quiénes sois y en contra de quién venís? —preguntó Matamoros.
—Somos cristianos de Tierra Santa que peregrinamos a las Españas por
encargo de su santidad el Papa y de los ilustres rey es de Francia y de Inglaterra
—informó Cantacuzanos.
—Nuestros primos —se ufanó Puñonrostro.
—Sí —afirmó Matamoros—. Somos parientes de los rey es de la Cristiandad,
por la bisabuela Jacoba que en gloria esté.
Los primos se santiguaron en memoria de la anciana.
Cantacuzanos los imitó.
—Sabemos que tenéis diferencias sobre esta salina y que el asunto ha hecho
correr mucha sangre —dijo Cantacuzanos—. Por eso, y en virtud de las
prerrogativas y poderes que mi cargo papal me confiere, estoy en disposición de
promulgar una tregua de Dios y una solemne y pontificia concordia perpetua
entre vosotros.
Los primos se miraron.
—¿Tú qué dices Nuño? —preguntó Ordoño.
—Hombre, viniendo del Papa de Roma… —opinó Puñonrostro.
—La concordia sólo tiene un artículo —prosiguió Cantacuzanos—. A partir de
hoy os turnaréis pacíficamente en la posesión y explotación de la salina, un año
Nuño y otro año Ordoño y lo mismo harán vuestros sucesores que la heredarán
conjuntamente hasta el final de los días, cuando suenen las trompetas del Juicio
Final y todos comparezcamos en el valle de Josafat.
—¿Y quién empieza primero? —preguntó Ordoño suspicaz.
—Este año le tocará explotarla —intervino Pedro el Raposo—, al que pague
el banquete de la concordia que se ha de dar en este mismo lugar y hora, que y a
va siendo la de almorzar.
Los dos primos se apearon y estuvieron un rato discutiendo, pues, en
caballería, cada uno le quería ceder el honor de pagar el banquete y empezar
con la salina al otro hasta que, al final, arbitraron echarlo a suertes y que
sufragara la comida el afortunado que sacara la pajita más corta. Le tocó a
Puñonrostro. Mientras su may ordomo discutía con el pastorcillo el precio de las
dos peores cabras del hato, las dos mesnadas se regocijaban de la concordia y se
juntaban en medio de la salina, pisoteando la sal, para abrazarse. El moro que
cuidaba de la industria se quitó el turbante, lo arrojó al suelo y lo pisoteó con
desesperación.
—Luego querréis la sal, paisa —se quejaba—. Todos los años lo mismo para
bueno o para malo… Me hacéis polvo las piletas y luego querréis la sal…
Los celebrantes instalaron el campamento a la sombra de unos higuerones,
tres o cuatro tiendas astrosas. Mientras unos mesnaderos cortaban leña, los
cocineros sacrificaron las cabras, las despellejaron, las evisceraron, las frotaron
con sal y hierbas aromáticas y las dispusieron sobre asadores improvisados. Dos
corredores con sendos asnos fueron a la aldea más próxima a comprar vino
sobre fiado.
Los dos primos, Puñonrostro y Matamoros competían por servir a Isbela y
hacían gala de gentilezas de las que nadie los hubiera creído capaces viéndolos un
rato antes, cuando proferían los insultos de ritual que preceden a la pelea,
mentándose a sus madres respectivas, de costumbres, al parecer livianas, y
manifestando dudas sobre la paternidad de los respectivos progenitores, así como
otras lindezas que salpicaban a la común difunta parentela.
—¡Pelillos a la mar! —proponía Puñonrostro llevándose un pellejo de vino a
la boca.
—¡Por el ánima de Jacoba, que nos bendice desde la derecha de Dios Padre!
—brindaba el otro primo.
En eso estaban, entre regocijos, cantos y confraternización, cuando el
escudero de Puñonrostro, un gordo que se había quejado de que dos cabras era
poca carne para tanta gente, miró al camino y dijo:
—Llega más personal. Me parece que deberíamos matar otra cabra… El que
llegaba era Guido, emborrizado con el polvo del camino, pues había cabalgado
toda la noche para abreviar la última etapa, deseoso de reencontrarse con Isbela.
Isbela profirió un grito de sorpresa cuando reconoció al recién llegado. Corrió
hacia él con los brazos abiertos y se fundieron en un apretado abrazo.
—Bien, bien, tórtolos, pero dejad algo para la boda —les gritó Pedro el
Raposo.
Cantacuzanos adoptó la expresión severa de quien desaprueba toda efusión
sentimental. El sabio clérigo, aunque versado en tantos saberes, no estaba al tanto
de la nueva moda amorosa, de la que Guido era novicio, después de las charlas
con el trovador Chretien de Troy es.
—Sé que has rescatado las dos piedras dragontías, la Melada y la Peregrina
—le dijo al muchacho después de los saludos.
Guido se las entregó.
No he podido conseguir la Honda, maestro Jorge. Está en el país de los hielos,
según me dijo una melusina.
Cantacuzanos asintió sombrío.
—La Honda es de naturaleza sociable. La más sociable de todas las
dragontías, por eso ocupa la esquina inferior izquierda en el pectoral sagrado. Se
las arreglará para reunirse con sus once hermanas cuando sepa que, después de
tanto tiempo, se vuelven a juntar.
Los viajeros del Papa permanecieron durante dos días en compañía de los
dos primos festejando la concordia y celebrando la nueva alianza. Al tercer día
se despidieron y prosiguieron su viaje.
Después de caminar durante varias horas llegaron al río Lobos y atravesaron
el cañón donde las encinas y las carrascas crecen entre los riscos en equilibrios
inverosímiles. Aquella noche acamparon en un recodo del río lento y claro, al
otro lado de la Cueva Negra, la vagina de la tierra.
—Os prohíbo que crucéis el río —advirtió Cantacuzanos—, porque en esa
cueva maldita se rendía culto a la Abominación.
De las rocas de la cueva partió un buitre leonado con su lento batir de alas y
fue a posarse en una cornisa del lado opuesto. Graznaban los buitrecitos en un
nido invisible, reclamando la cena.
Pedro el Raposo había ballesteado un ciervo. Un anciano y hambriento
ermitaño, que habitaba en una cueva alta, acudió al olor de la carne. Lo invitaron
a cenar.
—¿Cómo vives en este lugar de Abominación? —le preguntó Cantacuzanos.
—Este lugar es sagrado —dijo el ermitaño mientras clavaba el diente en su
tajada de carne—. Los templarios de Ucero están cortando la piedra para hacer
una ermita delante de la Cueva Negra, una ermita a san Bartolomé, el santo que
cambia de piel.
—Cambia de piel porque sus torturadores lo despellejaron —explicó
Cantacuzanos.
El ermitaño sacudió la cabeza.
—El santo cambia de piel, como la antigua serpiente que habitaba en la raja,
y él y Dios saben por qué lo hacen —dijo en un susurro apagado.
Cantacuzanos no replicó. Reconoció la sabiduría antigua en labios del anciano
y prefirió guardar silencio porque ciertas revelaciones no eran para los oídos de
sus compañeros. Aquella noche tomó a Lucas de Tarento aparte y estuvo
hablando con él sobre las piedras y sobre el destino del joven Guido de Saint
Bertevin.
—Es una señal de Dios que después de haber caminado por tantos senderos
peligrosos, sin amparo alguno, pernoctando en prostíbulos que creía posadas,
conserve inalterada su virginidad y su inocencia. Creo que ha llegado el
momento de nombrarlo caballero, antes de que se desgracie su inocencia, lo que
me temo que debe de estar al caer.
Lucas de Tarento convino en que, en lo que tocaba a las armas, el muchacho
estaba completamente preparado. La claridad de juicio y a se la daría la vida con
sus desengaños.
Terminaron de cenar, avivaron la candela para ahuy entar a los lobos y se
echaron a dormir. El ermitaño no dormía. Acompañó a Pedro el Raposo en la
guardia.
—Yo sé que tú tampoco duermes —le dijo—, aunque a veces lo finjas para
parecer más humano.
Pedro el Raposo lo miró en silencio y luego escrutó las estrellas. Fue una
noche larga y calurosa de primavera. Olía el campo y la felicidad de las
criaturas brillaba sobre los arroy os y en los nidos pletóricos.
Dos días después atravesaron unas chozas, en Berlanga, y a través de un
bosque de venerables encinas y viejos robles llegaron a una iglesia solitaria, una
escueta nave de piedra que se alzaba en un cerrete, a media ladera, de cara al
cierzo. Estaba rodeada de tumbas excavadas en la misma roca sobre la que se
asentaba el edificio. Un manantial brotaba a unos pasos de distancia.
—Este es el lugar —dijo Cantacuzanos. Lucas de Tarento asintió.
—Acamparemos aquí —dijo.
Salió a recibirlos el ermitaño que guardaba la iglesia, un antiguo sargento de
mesnada robusto, con la barba negra apenas moteada por algunas canas, con una
cicatriz que le partía la ceja y le recorría la mejilla izquierda.
—¿Sois los enviados del Papa? —preguntó—. Os esperaba. Hace tiempo que
está todo dispuesto.
Los viajeros entraron en la ermita por una puertecilla rematada con arco de
herradura.
Gorgo se había sentado en una peña, conocedor de que en los lugares
sagrados no se le permitía la entrada a los orcos, pero Pedro el Raposo reparó en
él y le puso una mano en el hombro.
—Anda, pasa conmigo, pero no toques nada ni te separes de mi lado.
El semiorco asintió emocionado y siguió al escudero.
—Petah Tikvah —murmuró Pedro el Raposo posando su mano en la piedra
del dintel.
Entraron. La ermita era oscura. Una docena de lamparillas distribuidas por
nichos y repisas, sumadas a una rendija de luz que se filtraba desde una saetera
orientada al Oriente, iluminaban apenas el interior. En el centro se elevaba una
gruesa columna de cuy o remate partían graciosamente, como ramas de
palmera, los nervios que sostenían la techumbre. A los pies de la iglesia, apoy ado
en la columna central, el coro alto se sostenía sobre dieciocho columnitas en tres
filas de seis y una de cuatro. A la escasa luz de las lamparillas de sebo que el
ermitaño les entregó, los visitantes admiraron los frescos de vivos colores que
decoraban los muros: el elefante, el dromedario, el oso pardo, los perros
rampantes, los animales extraños y desconocidos.
El ermitaño lo mostró todo elevando la linterna que sostenía en su mano
fuerte y morena.
—Este es el viandante —señaló una de las figuras—. ¿A quién se parece?
El personaje iba vestido con un ropaje ocre con amplia capucha alzada y
calzado de borceguíes azulados.
—¡Guido! —exclamó Isbela—. ¡Eres tú!
—Una simple coincidencia, aunque notable —reconoció Cantacuzanos. Otra
pintura retrataba a un guerrero de noble porte embrazando un escudo redondo,
antiguo, con borlas, y sosteniendo en la otra mano una delgada azagay a.
—Y este es mi señor Lucas —intervino Pedro el Raposo.
El ermitaño sonrió y acercó la luz al rostro de la pintura. El parecido era
asombroso, aunque aquel diseño de escudo hacía mucho que había dejado de
usarse. Lucas de Tarento sólo había conocido los escudos en cometa.
—Y este eres tú —dijo Isbela, entusiasmada, señalando el mural encima de
la puerta que representaba a un cazador que arco en mano perseguía a un ciervo
herido.
—Yo —convino el escudero—, sólo que ahora los ciervos se cazan con
ballesta.
Quedaba una figura en un friso extenso. Un cazador a caballo, con un largo
tridente en la mano, galopaba detrás de un podenco y dos galgos que perseguían
a dos liebres.
Lucas de Tarento reconoció los rasgos de su antiguo discípulo Sven le Berg, en
el tiempo de su mocedad, cuando aspiraba a ser un guerrero de Cristo, antes de
vender su espada y deshonrar su nombre.
—La última figura —dijo el ermitaño señalando a un joven a caballo que
sostenía jovialmente en su mano un halcón peregrino: el rey del Mundo, el que
traerá la concordia y superará los odios que emponzoñan la tierra.
—El Resh Galutha —murmuró Cantacuzanos.
El ermitaño se volvió hacia él y escrutó su rostro, como si las palabras
pronunciadas siguieran en su boca y pudiera leerlas. Guardó silencio y se dirigió
a un ángulo oculto por las columnitas que sostenían el coro.
—Aquí tenéis la cueva santa —señaló la entrada de una caverna en un ángulo
del muro.
Aquella noche, ante el fuego del campamento, el ermitaño contó la historia
de san Baudelio, el patrón del lugar. « Cuando estaba en el desierto venció a la
serpiente Groy a y la expulsó de esta cueva y sobre ella levantó esta iglesia. La
ermita permaneció mucho tiempo sin techo, sólo los muros, hasta que María
Magdalena se le apareció en un sueño y lo enseñó a levantar una palmera de
piedra en el centro, que sostuviera el mundo. Luego san Baudelio predicó contra
los druidas y derribó los ídolos de la antigua religión» .
El ermitaño excluy ó del relato la última parte, quizá porque la ignoraba,
cuando Baudelio interroga a un anciano druida, el último de Nimes, que le revela,
antes de morir, cocimientos arcanos que modificaron para siempre su vida y lo
movieron a retirarse a la soledad de los desiertos y hacerse ermitaño.
A día siguiente descansaron. Al atardecer, el caballero Lucas tomó aparte a
Guido y le dijo:
—Guido, hace años que tu madre te confió a mi cuidado para que velara por
ti en tu triste orfandad. Tu padre, que murió combatiendo a mi lado como un
buen caballero, me enseñó cosas que y o ignoraba y me dio la medida del
mundo. No puedo decir que el conocimiento me hiciera más feliz, pues en la
ignorancia en que vivía tenía menos cuidados, pero el conocimiento me ha hecho
más hombre al acercarme a la Verdad. Hay cosas que no puedo decirte porque
y o mismo no las comprendo cabalmente, pero esta noche te vas a hacer
caballero sobre la cueva santa, en la palmera de piedra que alberga a los
elegidos. Creerás soñar y en ese sueño vas a atisbar la verdad. Esta noche
mueres para que nazca otro que vive en ti y pugna por nacer. Ha llegado la hora.
En lo sucesivo servirás a tu corazón y tu corazón no te engañará. Llevas mi
bendición.
Se acercó Cantacuzanos. Guido se arrodilló y el clérigo le rodeó la cabeza
con sus manos mientras murmuraba unos conjuros.
—Ahora ve al ermitaño y que él te enseñe el camino.
El ermitaño lo esperaba a la puerta de la iglesia. Entraron y cerró la puerta
tras de sí. Llevaba una débil lamparilla de sebo que apenas alcanzaba a iluminar
un rodal de losas mal encajadas.
—Sígueme —le dijo.
Del otro lado de la columna central, en la parte más despejada del templo,
partía una escalera angosta que conducía al nivel superior del coro a la altura de
las ramas de palmera que sostenían la techumbre. Entre el arranque de dos
ramas había un agujero estrecho por el que apenas cabía una persona que no
fuera demasiado corpulenta. El ermitaño acercó la lamparilla.
—Ahí tienes la capilla donde debes velar toda la noche —dijo—, el ojo de
Dios, la tumba de Guido.
—¿Debo entrar?
El ermitaño asintió.
Guido se despojó de los zapatos y de la túnica parda y se quedó en camisa
blanca. De esa guisa entró en el habitáculo. No era más ancho que un ataúd, y
tan angosto que no permitía echarse como no fuera apoy ándose en la pared. El
ermitaño tomó una vasija del suelo y se la tendió al muchacho.
—Bebe.
Guido bebió un líquido denso y amargo.
—Es el agua de la vida que te ay udará en el tránsito —le dijo—. Mañana
serás un caballero profeso y un hombre nuevo. El mancebo que eres ahora se
queda aquí.
No habló más. Se fue llevándose la lamparilla y dejó a Guido en la más
absoluta oscuridad, a solas con sus confusos sentimientos. Aquella noche larga de
primavera floreció la violeta y rezumaron de verdor los prados, despertaron las
semillas de la adormidera, de la espuela del caballero, del basilisco y del
dondiego. Fuera de la ermita de san Baudelio la atmósfera estaba despejada,
aunque hacía un tiempo nublado, húmedo y borrascoso. Llegaban de África las
abubillas, nacían los primeros topos, despertaban en sus agujeros subterráneos las
culebras bastardas, la hembra del búho real incubaba sus huevos. Todo lo percibía
desde su nicho ciego Guido, el caballero, y sentía girar sobre sí los infinitos astros
del firmamento, el sabio búho sobre el tejado con los ojos vueltos a Egipto,
vigilantes de la noche. Salía de su nido la procesionaria del pino, los árboles
exudaban resina, cuajaban las habas en los huertos, la hembra del jabalí paría
entre las breñas, suspirando, mientras en el alto ciprés se conmovía el nido del
cárabo al romper el polluelo la cáscara del huevo. Venía la golondrina y el tordo
se marchaba. Guido lo percibía todo en la confusión de su alma, nubes y vientos,
la minuciosa geografía de un cuerpo de mujer que nunca había recorrido,
abrazado al corazón candente de la Abominación, comprendiendo, como
iluminado por un súbito relámpago, la mentira de las grandes verdades por las
que había jurado morir, por las que juraba ahora profesar las exigentes ley es de
la caballería.
Un ray o de sol entró por una alta piquera, se deslizó por las pinturas del muro
y fue a posarse en veloz carrera sobre la cabeza del muchacho que velaba sus
armas en el nicho de la palmera. Resonó la tranca de la puerta de la ermita al
descorrerse. El ermitaño subía la escalera del coro, con su paso poderoso, una
alcarraza de agua fría en las manos. El nuevo caballero apagó en ella su sed
prodigiosa.
—Ya es de día —dijo el ermitaño—. La ceremonia ha concluido. ¿Has
pasado una buena noche, señor?
La primera vez que lo llamaban señor. Guido estaba tan confundido que no
acertaba a articular palabra.
No te preocupes —dijo el ermitaño tendiéndole de nuevo la alcarraza de agua
fría—. Lo que tenías que saber y a lo sabes, en tu corazón más que en tu
memoria. Serás un buen caballero.
Afuera, delante de la hoguera que había alejado a los lobos, Cantacuzanos y
Lucas de Tarento velaron también toda la noche mientras los demás dormían.
Hablaron de muchas cosas, entre ellas algunas relativas a la Mesa de Salomón.
—Hace cuatrocientos años —explicó Cantacuzanos—, existía en la ciudad de
Susa, en Mesopotamia, una academia judía cuy a fundación se remontaba al
tiempo en que los romanos destruy eron Jerusalén. Durante muchas generaciones
aquella academia talmúdica veló celosamente por la transmisión de los secretos
de la Mesa de Salomón. No todos los discípulos de la academia perseveraban en
el estudio. A muchos, después de lustros de arduas lucubraciones, les ganaba la
desesperanza y abandonaban la empresa, persuadidos de que nunca existió tal
Mesa de Salomón, y decidían que se trataba tan solo de una ley enda talmúdica o
de una broma pesada ideada por algún rabino loco. Pero otros estaban
fervientemente convencidos de la existencia del misterioso objeto del que sólo
sabían que estaba en occidente.
Llegó un momento en que sólo quedaron en la academia cuatro ancianos
talmudistas, todos ellos notables por su sabiduría y piedad, pero los cuatro
ancianos y a no tenían ningún discípulo que los sucediera. Los cuatro ancianos
decidieron, de común acuerdo, partir para Occidente y buscar ellos mismos el
secreto de Salomón: Vendieron los escasos bienes que la academia poseía y con
el caudal que obtuvieron, sumado a las limosnas de gente caritativa, se
procuraron sendos pasajes en una caravana especiera que iba al mar.
Llegados a Haifa se embarcaron para Italia en un cóncavo bajel pues sabían
que los romanos habían llevado la Mesa a Roma junto con los otros tesoros del
Templo. Cuando y a avistaban las costas, la nave naufragó y tres de los sabios
perecieron ahogados. Al cuarto lo rescataron unos piratas y lo vendieron dentro
de un lote de esclavos, a Rumahis, el famoso almirante del califa de Córdoba. Así
fue como Moshé ben Hanok fue a parar a Córdoba donde la aljama, conocedora
de su sabiduría, lo adquirió y le encomendó la escuela talmúdica de la ciudad. El
sabio vivió todavía doce años, durante los cuales formó en la sabiduría a un
discípulo, Hasday ben Chaprut, que luego sería ministro del califa y gran visir.
Ese discípulo transmitió a otros la enseñanza secreta y así ha llegado hasta
nosotros.
Con las claras del día, el ermitaño rescató a Guido de su nicho en la alta
columna y lo devolvió al mundo y a transformado en caballero.
Afuera, en la pequeña explanada al pie de la iglesia, le habían preparado un
modesto banquete de celebración. Guido asistió al agasajo con amabilidad
ausente. Ni siquiera miró mucho a Isbela que había escogido para la ocasión su
capa bizantina, azul, con reflejos dorados, y se había alcoholado los ojos. El
nuevo caballero tenía la mirada perdida y estaba abstraído, lo que la muchacha
disculpó, un poco decepcionada, atribuy éndolo a la falta de sueño.
CAPÍTULO LXXIII

Sven caminó durante veinte días de sol a sol, siempre seguido por un cuervo que
unas veces se adelantaba y otras se retrasaba, y sólo desaparecía cuando se
acercaban a algún castillo o aldea. Algunas veces otros cuervos se unían al
primero e intercambiaban graznidos. Los cuervos de san Vicente lo trataban
como a un peregrino más de los que acudían al santuario.
Al cabo de muchos días llegó a un paraje desolado, tierras pedregosas
surcadas por arroy os secos en las que crecían algunos arbustos tumbados por los
vientos oceánicos. Olía a y odo y a mar, aunque no se veía el agua porque estaba
bajo los acantilados. Sven distinguió a lo lejos una bandada de cuervos que volaba
en círculos. Se dirigió hacia aquel lugar y llegó a una humilde cerca de piedra no
más alta que las rodillas de un hombre, derrumbada a trechos, a trechos sustituida
por matas de espino. Un hombre con chilaba y bordón esperaba sentado en una
de las dos grandes piedras que delimitaban la entrada. Al llegar Sven se levantó y
se echó hacia atrás la capucha que le cubría el rostro revelando los familiares
rasgos de Asmodeo, el mago.
—Llevaba tiempo sin verte —dijo Sven sin mucho entusiasmo—. Creía que te
habías olvidado de mí.
—No me he olvidado de ti ni de nuestro trato —respondió Asmodeo con voz
fatigada—. Sé que tienes la Honda.
Sven le entregó la piedra.
—Quédatela. A mí sólo me interesa la recompensa. Asmodeo la guardó.
—¿Qué debo hacer ahora? —preguntó el guerrero.
Los emisarios del Papa buscan las dos piedras que les faltan, la Granito y la
Dolida. Están en tierras de moros. Debes adelantarte y arrebatárselas.
—¿Dónde están? Asmodeo señaló al cielo.
—Los cuervos te guiarán.
Sven hizo ademán de retirarse, pero Asmodeo lo detuvo por el brazo. La
mano del mago quemaba como un cuchillo al sol.
—¿No quieres visitar el santuario?
Sven se encogió de hombros y se dejó conducir.
El santuario era un humilde morabito cubierto por una cúpula de media
naranja, todo blanqueado, que se asomaba al borde del acantilado batido por el
océano.
—Este es el Cabo Sagrado de Estrabón, un sabio antiguo que escribió de estas
tierras —dijo Asmodeo—. El santuario al que peregrinó el pagano Artemidoro
cien años antes de Cristo.
Salieron un grupo de peregrinos musulmanes y dos cristianos ataviados a la
italiana.
—¿Qué hacen esos cristianos en una mezquita? Asmodeo sonrió:
—¿Y quién te dice que es una mezquita? Es un lugar sagrado de la Diosa, más
antiguo que todas las mezquitas y que todas las iglesias. Los peregrinos que
acuden aquí dejan sus afanes y sus mezquindades religiosas donde tú has dejado
la espada.
Una puerta angosta, de madera tan reseca que parecía acribillada de
cuchilladas, conducía a un recinto cuadrado en cuy o centro había tres piedras
esféricas de una braza de diámetro. Los devotos vertían sobre ellas sus
cantimploras, mojaban las manos en el líquido que resbalaba por la piedra y se
untaban con él la cabeza, las llagas y los miembros enfermos. Un regato
conducía el agua sobrante al exterior, para irrigar el huertecillo del ermitaño.
—Esta ermita la destruy eron los almorávides —dijo Asmodeo—, pero sus
devotos la reconstruy eron.
Los cuervos se posaban sobre la blanca cúpula, graznaban y aleteaban.
—Míralos: parecen negros, pero si te fijas contienen los tres colores de la
Diosa, los colores de la luna: negro, rojo y blanco.
Sven no dijo nada. Todo aquello le parecía una pérdida de tiempo para
consuelo de gentes débiles y supersticiosas incapaces de regir sus vidas. Él sólo
fiaba de su espada. La recuperó a la salida del recinto, se despidió de Asmodeo y
se marchó sin volver la cabeza, tras el vuelo de un cuervo que lo llevaba hacia el
sur.
CAPÍTULO LXXIV

En los días siguientes no ocurrió nada digno de mención. El enano Grontal


divertía a Guido con el recuento de las aventuras vividas por el grupo en su
ausencia, entre ellas la de la abadesa de Conouvert. Las primeras jornadas a este
lado de los Pirineos las habían hecho por el camino habitual de los peregrinos que
acudían a la tumba del apóstol Santiago.
En la posada La Santa Almeja, cerca del Puente de la Reina, habían
coincidido con una abadesa francesa, cuarentona y risueña, que peregrinaba con
dos de sus novicias y un nutrido séquito de criados y acemileros. El paje que
servía a la abadesa cay ó enfermo de bubas y el posadero rogó a Grontal que
subiera un gran caldero de agua caliente donde la monja hacía sus abluciones. En
el baño, el vapor era tan denso y hacía tanto calor que la camisa del enano se le
pegó al cuerpo revelando sus intimidades.
—¡Alabado sea el señor que cuida de sus criaturas! —dijo la abadesa
conmocionada, y, con un guiño pícaro, le ordenó que le frotara la espalda.
Grontal atendió al mandado y ay udó a la eclesiástica en todo lo que fue
menester. Al día siguiente la abadesa envió a su administrador a Lucas de
Tarento.
—Señor caballero: vengo a comprarle el enano.
—No está en venta —dijo Lucas—. Aunque pertenezca a la raza de los
enanos, Grontal es hombre libre.
—Y pienso proseguir mi camino con mis compañeros, señor tesorero —
intervino el enano con firmeza—, aunque agradezco el interés de vuestra señora
por mi bienestar. Quizá, si Dios me da vida, la visite alguna vez en su monasterio,
puesto que para regresar a mis montañas tendré que atravesar forzosamente la
dulce Francia.
Pedro el Raposo había ensillado los caballos. Los viajeros proseguían su
camino. La abadesa abandonó sus oraciones y compareció en el patio para
despedirse de Grontal.
—Rezaré a santa María para que permita vuestro pronto regreso —le dijo
poniéndole disimuladamente una mano sobre el muslo—, y le pondré un cirio
bien gordo a santa Nefija porque todo el tiempo de vuestra ausencia lo viviré con
la esperanza de repasar nuevamente con vos los misterios Gozosos.
Cuando se apartaron, Gorgo preguntó a Grontal.
—¿Qué ha querido decir la monja con eso de los Misterios Gozosos?
—Se refería a estar todo el día liados como conejos.
Siempre hacia el sur, entraron en un páramo montuoso y atravesaron aldeas
miserables. En algunos caminos les salían guardias al paso y Lucas de Tarento
mostraba el salvoconducto firmado por el canciller del rey de Castilla. A la vista
del sello real, los guardias torcían el gesto, pues ello significaba que se les iba la
ganancia, pero los dejaban pasar.
—¿No entraremos en ninguna ciudad? —preguntaba Isbela.
—Me temo que no, muchacha —respondía el caballero—. Al menos no antes
de Calatrava, que es la última ciudad cristiana, asomada a las lindes sarracenas.
—El campo da centeno, albergue y batalla —citó Cantacuzanos—, pero la
ciudad da la letra, la cosa numeral que no se rige por las estrellas. Pedro el
Raposo solicitó y obtuvo permiso del caballero Lucas para desviarse y visitar
Toledo, donde quería honrar la memoria de su antiguo amo, el cabalista de
Praga, en el cementerio de los judíos. A los pocos días regresó y se unió al grupo.
Grontal intentó averiguar lo que había hecho, pero Pedro el Raposo desvió la
conversación. Eludía hablar de ciertas cosas.
La primavera se extinguía. Avanzaban por medio de sembrados raquíticos, de
arboledas diezmadas por los incendios, las talas de la guerra y las cabras. A
medida que profundizaban hacia el sur volvía a hacer calor, especialmente en los
mediodías y la tierra comenzaba a parecerse a los pedregales de Tierra Santa.
—¡Tierra de escorpiones y de sarracenos! —dijo Grontal.
—Sí, amigo, pero también de fuentes y jardines. Aquí los sarracenos están
bien instalados.
Caminando por una interminable llanura de pastizal y esparto, con ralas
arboledas, Lucas de Tarento explicaba la historia de aquellas tierras que había
recorrido en su juventud.
—Hace quinientos años, o más, estas tierras eran de los romanos y de los
godos, pero llegaron los sarracenos mataron al rey y conquistaron todo el país en
un año, todo menos unas cuevas en las montañas donde se refugiaron algunos
cristianos fugitivos. Con el tiempo esos cristianos crecieron y se fortalecieron
hasta formar pequeños reinos, León, Castilla, Navarra, Aragón… Luego se
extendieron hacia el sur aprovechando que los sarracenos habían dejado muchas
tierras despobladas. No hará dos siglos que el reino sarraceno de Córdoba se
fragmentó en un mosaico de pequeños principados y esto desequilibró la balanza,
porque entonces los cristianos invadían las tierras de los moros y les exigían
tributos. Así las cosas uno de los rey ezuelos sarracenos llamó en su auxilio a unas
tribus mahometanas feroces y numerosas que dominaban el norte de África, que
estaban deseando morir en combate.
—Ten en cuenta —intervino el Raposo— que el paraíso de Mahoma es más
apetecible que el cristiano. Mientras nosotros sólo tenemos la contemplación de
Dios en una especie de arrobo místico, a ellos se les ofrece un jardín con arroy os
de leche y miel y sesenta huríes por barba que hoy desvirgas una y mañana te la
encuentras virgen de nuevo, como si nada.
Guido pensó que aquello tenía que ser fatigoso, pero se abstuvo de opinar.
—Pues bien —prosiguió Lucas de Tarento—, los almorávides atravesaron el
estrecho y derrotaron a los cristianos, pero cuando vieron la riqueza de estas
tierras se lo pensaron mejor y se quedaron con ellas. Al-Andalus, como lo
llamaban, se incorporó a su dominio norteafricano, un imperio que se tardaba en
cruzar tres meses, con el mar y un desierto por medio.
—Parece mucho —dijo Guido.
—Más tierra que todos los estados cristianos juntos… Hazte cargo. Estaban en
esta conversación, con la tarde y a vencida, cuando divisaron un cerro amesetado
que se levantaba apenas unos metros sobre el llano.
—Aquello es Calatrava —dijo Lucas de Tarento—. ¿No querías una ciudad,
Isbela?
Isbela no lo escuchaba, se había quedado retrasada, como de costumbre, para
conversar con Guido, que iba a la zaga.
Se acercaron a la ciudad rodeada de un foso y un muro torreado, con un
castillo fuerte en el extremo más eminente. Un flanco estaba protegido por un río
manso y ancho, escaso de aguas, que formaba un extenso barrizal al derramarse
por el llano. Un par de norias de lento giro, sujetas a potentes corachas que
avanzaban hasta el centro del río, suministraban agua a la ciudad.
—Esta es la última ciudad importante antes de las montañas del Santo Reino
—dijo Lucas de Tarento—. Aquí se juntan las caravanas, los arrieros y los
mercaderes porque está a medio camino de Córdoba y Toledo, y de Mérida a
Calatay ud y a Cartagena.
Llegaron a las puertas de la ciudad. Lucas de Tarento le mostró al sargento de
la guardia las cartas pontificias y le pidió que lo condujera ante el alcaide. El
sargento llamó a dos pilluelos y les ordenó que llevaran a los viajeros al castillo.
Recorrieron una calle estrecha llena de tiendas de pañeros, en la que clientes y
mercaderes discutían ruidosamente, y desembocaron en una plazuela dominada
por el enorme arco monumental que separaba la ciudad de su fortaleza. Un
novicio calatravo se informó de la embajada y les franqueó el paso. Mientras los
demás esperaban, otro novicio condujo a Lucas de Tarento a través de un patio
interior ante el alcaide. Después de las presentaciones, el alcaide convocó a su
escribano, un judío moreno con los rizos de las sienes enmarcándole las mejillas
huesudas, que examinó el documento así como los sellos pontificios de plomo que
pendían de él.
—Es auténtico —dijo devolviéndolo al alcaide—. Del puño y letra del
protonotario apostólico.
—En los tiempos que corren toda precaución es poca —dijo el alcaide, al
tiempo que ofrecía asiento al visitante. Era un guerrero del que nadie hubiera
dicho que también era fraile de no verle las cuatro flores de lis de la cruz de
Calatrava.
Los dos veteranos de la frontera conversaron durante un buen rato, hablando
de conocidos comunes y de los avatares de la guerra en Tierra Santa y en la
frontera de Castilla. Un novicio compareció en medio de la conversación con una
jarra de vino manchego, áspero y corpudo. El alcaide agasajó a su huésped.
—¿Cómo piensas pasar a tierra de moros?
—Nos disfrazaremos de trajinantes.
El calatravo se encogió de hombros.
—Debes saber que es peligroso. Los almohades están preocupados por la
fuerza de Castilla y vigilan mucho los pasos. Recelan de espías. Ven exploradores
por todas partes. Detienen e interrogan a los caminantes.
—Lo tendré en cuenta.
Permanecieron dos días en la ciudad alojados en una de las casas de la
Orden. Calatrava estaba llena de comerciantes y caravaneros. Lo musulmán y lo
cristiano se mezclaban y confundían como en Tierra Santa. Guido paseó con
Isbela, por el zoco y al pie del foso fluvial en el que nadaban los patos. Sentados
en un jardincillo de la muralla, frente a la enorme noria que alimentaba las
fuentes, planeaban su futuro.
Pedro el Raposo ocupó su tiempo de manera distinta. En la judería preguntó
por un antiguo rabino y fue a verlo. El rabino lo reconoció al instante.
—¿Eres hijo de Baruj Meir?
—Sí, rabí —dijo el escudero.
—¿Cómo te sienta la vida?
El escudero se encogió de hombros. El judío le ofreció una silla. Le hizo
algunas preguntas sobre los países y las ciudades que había visto, sobre gentes
que había conocido, sobre sus sentimientos en tal o cual ocasión, pero evitó
referirse al asunto que lo traía tan lejos a la tierra de los moros occidentales: el
rescate de la Mesa de Salomón.
En un momento dado se levantó de su asiento y desató el pañuelo ocre que
cubría la frente del escudero. Sus dedos suaves recorrieron los relieves que el
pañuelo ocultaba. Cuando terminó su examen acarició paternalmente las ásperas
mejillas.
—Hay vida en ti —dijo, y le volvió a colocar el pañuelo—. Dentro de unos
días llegaréis a un lugar, Arjona. Busca allí a Baruj Chaprut y muéstrale tu
frente. Él sabe lo que tiene que hacer.
Pedro el Raposo asintió. Después se ajustó el pañuelo y salió.
CAPÍTULO LXXV

Sven desembarcó en el animado puerto de Almería tras recorrer la costa en una


nave almohade que recogía espadas y hierros de deshecho con destino a las
herrerías de Túnez. El rubio se hacía pasar por un mercenario turco del califa
almohade. Vestido de chilaba corta, con las musculosas piernas al aire, el pico del
turbante cruzado delante de la boca, dejó su impedimenta al cuidado del guarda
de los baños del Toro, detrás de la mezquita may or, y se dirigió al cercano
mercado, donde adquirió un buen caballo y un asno para las provisiones.
Abastecido de todo lo necesario, aquel mismo día tomó el camino del norte, el
que discurre por la hoy a de Baza, entre cerros pelados y valles verdes, y enlaza
con el curso fluvial del Guadiana Menor. Unos días después llegó a Tísear, entre
las montañas meridionales, y durmió en el santuario, junto al torrente de aguas
santas, confundido entre los peregrinos. Cuando amaneció atravesó el puerto de
montaña y se unió a una recua de trajinantes que se dirigía a la feria y mercado
anual de Quesada. Al día siguiente avistaron Cazorla y el guerrero se despidió de
los caravaneros.
Cazorla. Un peñasco gris en medio de un bosque verde y un castillo medio
derruido. Allí habitaba la dragona Tragantía, la dueña de la piedra Granito, en un
subterráneo tan escondido que nadie conocía su entrada. Desde un otero, bajo la
potente enramada de una encina que lo protegía de los rigores del sol, Sven
contempló los muros erosionados del castillo. Se extendía a todo lo largo de una
peña extensa que se asomaba a una cortada, En el hondón, casi oculto por la
arboleda, se escuchaba el murmullo de un río estrecho y caudaloso.
El guerrero estudió el territorio desde su altura, antes de aventurarse. No veía
ni la más ligera traza de cueva alguna que pudiera ocultar a la dragona. Sólo una
arboleda intrincada que tendría que explorar pacientemente hasta dar con la
guarida del monstruo.
Sven suspiró, resignado, palmeó el pescuezo de su caballo y reemprendió el
camino. Miró hacia atrás. El asno atado de reata los seguía cabizbajo con su
fardo de impedimenta sobre la albarda. El guerrero rubio volvió la cabeza para
mirarlo. Quizá atado frente a la boca de la cueva le pudiera servir de reclamo
para cazar a la dragona.
Bajó la cuesta y se detuvo. Aguzó el oído. Le había parecido percibir música
en la enramada. En efecto, los acordes de un laúd morisco se oían a través de la
muralla vegetal. El guerrero se abrió paso hacia ellos. En un claro del bosque,
junto a una alfaguara que manaba agua fría sobre un antiguo pilar de piedra,
había una gran tienda de campaña, blanca, circular, con el mástil central
adornado con tres esferas doradas, a la morisca, y, a su lado, un lujoso palanquín
de viaje, rojo, con las cortinas de cuero fogueado. En torno a la tienda se veía
hasta una docena de personas, entre subsaharianos armados, pajes, esclavas y
damas, cada cual ocupado en sus menesteres.
El guerrero abandonó el bosque y se acercó abiertamente a través del prado.
Dos subsaharianos le salieron al paso.
—¿Quién eres y adónde vas? —preguntó uno de ellos.
—Dejadlo que se acerque —dijo una dama desde la espesura.
Sven le Berg descabalgó y se aproximó a la mujer. Era morena y hermosa.
No aparentaba tener más de veinticinco años, aunque su mirada profunda y sabia
sugería más experiencia. Vestía calzones de seda, a usanza islámica, que se
ajustaban en la cintura resaltando su talle fino y sus caderas espléndidas. Encima
llevaba una camisa sencilla y un chaleco de tafilete que no lograba disimular la
hermosura de dos pechos grávidos y firmes, más bien la realzaba. Era tan
hermosa y las facciones de su rostro eran tan delicadas que Sven no pudo ocultar
la impresión que le causaba.
—¿Quién eres? —preguntó la dama con su voz de seda.
—Sólo un viajero que se dirige al norte, a una guarnición del califa, señora —
respondió Sven.
—Yo soy Sara la Goda —dijo ella—. Llevo las cenizas de mi difunto marido
a la Peña de Sirio, en Sierra Morena, donde las sepultaremos según su deseo. Me
he detenido en esta arboleda para refrescarme de los rigores del mediodía y
sestear. Si te place descansa junto a nosotros, come y restaura tus fuerzas antes
de proseguir tu camino. Veo, por tu acento, que procedes de lejanas tierras ¿quizá
del otro lado del mar? Me gustaría escuchar tu historia.
—No deseo otra cosa que servirte, señora —dijo Sven.
La dama lo tomó familiarmente de la mano y se adentró con él en la
arboleda mientras los criados subsaharianos se ocupaban del caballo y del asno.
Un camino antiguo, empedrado y medio invadido de malezas, discurría hacia
el castillo como un túnel verde. Algunos ray os de sol, abriéndose paso entre las
ramas, fingían manchas de oro sobre el oscuro pavimento. La vereda, en suave
cuesta, zigzagueaba siete veces antes de alcanzar la carcomida puerta de la
fortaleza. La dama remontó la senda en silencio con el guerrero de la mano.
Sven percibía de manera creciente el aroma a rosa densa que emanaba el
cuerpo femenino, un aroma que lo envolvía también a él y lo teñía de una suave
dulzura azul. Pensó que el marido de aquella señora, donde quiera que estuviese
su alma, debía de echarla de menos y sintió una violenta atracción por ella.
Miró atrás. Se habían alejado del campamento lo suficiente para que no
escucharan sus gritos. Podía tomar lo que deseaba allí mismo, sin estorbo de
nadie.
Entonces lo sorprendió la mirada de la dama, una mirada intensa y sensual.
Ella había percibido su deseo y parecía dispuesta a entregársele de buen grado.
Se aproximó a él y lo besó largamente, tomándole la cabeza entre las manos
delicadas y frías. Sven notó la lengua fina y cálida de la beldad explorando su
boca y encontró su saliva dulce y templada.
En el patio abandonado los helechos crecían espesos y mullidos, como un
camastro natural. Sven abrazó a Sara la Goda y la abatió lentamente sobre aquel
blando verdor que, al echarse, se cerró sobre ellos encerrándolos en un capullo
vegetal. La dama pesaba más de lo que aparentaba, lo que el guerrero atribuy ó a
las carnes densas y jóvenes. Se desnudaron sin dejar de besarse. Contempló con
deseo aquel cuerpo perfecto de piel delicada y brillante como el nácar, con un
pequeño tatuaje, una rosa azul, entre la cintura y el redondo trasero.
Sven recorrió con sus besos el cuerpo de Sara desde el meñique del pie
derecho hasta la nuca (ella se había despojado de todo menos del escarpín
dorado que protegía su pie izquierdo y de una cinta de tafilete morado que le
rodeaba el cuello). Después desandó nuevamente con la lengua el deleitoso
camino. Con el intercambio de caricias y besos, su erección era tan grande que
le dolía. Todavía se demoró en otras caricias más íntimas, con la lengua y con los
dedos, mareado por el olor a almizcle y rosas que la dama emanaba.
—Éntrame —suplicó ella con la voz descompuesta y ronca de un cisne suave.
La penetró delicadamente. Sara la Goda elevó las piernas, como dos
columnas vivas, al cielo vegetal de la pérgola arbolada y se abrazó con ellas al
amante al tiempo que lo hacía con los brazos, entre profundos suspiros y quedas
palabras de amor al oído.
Era la mujer más hermosa que había conocido jamás, y había conocido a
muchas mujeres, desde las rubias y pecosas de su tierra natal, dignas en público,
apasionadas en la intimidad, hasta una princesa siria de ojos insondables como la
noche y la piel tostada como la Sulamita que encantó a Salomón. También
prostitutas de alto rango y mozas de miserable mesón. Ninguna le había deparado
una pasión tan desaforada y repentina como aquella viuda de edad indefinible
que se le entregaba sin términos en las ruinas deshabitadas de un castillo.
Estaban desnudos y rodaban de un lado a otro de la cama de helechos según
los lances venéreos. Sven mientras penetraba a ritmo creciente en el cuerpo de la
dama, sentía el tacto frío y envolvente de las piernas femeninas aferradas a su
trasero, a sus muslos, a sus piernas, a sus pies, un tacto progresivamente helado
que le inmovilizaba los miembros con una fuerza que sin duda anunciaba la
inminencia del orgasmo. También él percibió el asalto de un espasmo largo y
copioso como no recordaba haber sentido hacía mucho tiempo. La dama se
mantenía boca contra boca entre jadeos y besos sobre el cuello, debajo de la
oreja. El guerrero esperaba la laxitud que sigue al placer, pero la presión de las
piernas femeninas en torno a las suy as no remitía. Además, percibía algo
anómalo en aquel contacto. Un pensamiento que antes había rechazado, en los
ardores del coito, volvió a asaltarlo ahora. La piel de la dama se había vuelto fría
y el abrazo de sus piernas seguía abarcando absurdamente su cintura, sus muslos,
sus propias piernas y hasta sus pies. Alarmado, Sven le Berg se desasió de la boca
insaciable de la mujer, volvió la cabeza y miró: no eran los muslos de la dama,
sino los anillos de una enorme serpiente lo que lo abrazaba y oprimía. En aquel
momento la boca de Sara se abrió hasta desencajarse, una boca monstruosa que
buscó la garganta del guerrero. Sven lo comprendió todo: aquella mujer era la
Tragantía. La dragona lo había hechizado para seducirlo con la forma de una
mujer deseable.
Sven apartó su y ugular de la boca de la espantosa criatura justo a tiempo de
evitar la afilada dentellada de unos colmillos agudos y sanguinolentos. Aullando
de asco y de miedo se zafó del abrazo de la serpiente sintiendo el frío del
monstruo en su miembro viril y mientras luchaba por escapar de la Tragantía
reparó en que seguía siendo una hermosa mujer de cintura para arriba, aunque
de las caderas para abajo se hubiera convertido en una serpiente gruesa, larga y
repugnante.
Sven había dejado su jubón, con la daga al cinto, en la cabecera. La hoja
escapó de la vaina con un lúgubre tintineo.
La cabeza de Sara, hermosa y sensual, pero con un brillo diabólico en los
ojos, volvía al ataque con sus colmillos de serpiente y su lengua de reptil larga y
bífida. Sven le lanzó una cuchillada al cuello y logro herirla superficialmente, lo
que provocó un silbido furioso del monstruo. Estaba a merced de ella, con las
piernas atrapadas entre los anillos que se las oprimían fuertemente, sin posibilidad
de zafarse.
La segunda cuchillada, más efectiva, alcanzó el rostro de la Tragantía, desde
el lóbulo de la oreja al final de la mandíbula.
Los silbidos aumentaron y la boca ensangrentada se distendió aún más hasta
desencajarse.
El tercer tajo seccionó la delicada garganta de la mujer y cortó la cinta de
tafilete que la adornaba. Al caer, dejó al descubierto una leve cicatriz circular,
como si aquella cabeza hubiese estado separada del tronco alguna vez.
Antes de sumirse en la noche eterna de la muerte, la Tragantía, serpiente y
mujer, lanzó la mirada oscura y terrible de sus monstruosas pupilas donde un
momento antes albergaba la belleza y el deseo. Quiso decir algo, pero solo emitió
un quejido inarticulado, con las cuerdas vocales seccionadas. Aflojó los
bellísimos brazos y la poderosa presa serpentina, y murió. Entre los labios
brillaba la piedra Granito. Sven le abrió la boca con precaución, usando el
cuchillo, rescató la piedra, se vistió y se marchó. Antes de abandonar el castillo
contempló el cadáver del monstruo. La serpiente provocaba escalofríos, pero la
otra mitad era la mujer más hermosa que había conocido.
Sven descendió el camino de las siete cuestas. Donde antes había dejado una
espesa arboleda, con la tienda blanca, el palanquín y los criados de Sara la Goda,
había ahora un pueblo pequeño con las casas encaladas y las puertas y ventanas
azules. Recuperó su caballo y su asno del pradillo donde pastaban y atravesó el
pueblo con ellos de reata. En la plazuela, junto a la mezquita y los baños había un
ciego, las sarmentosas manos apoy adas en el arco de una gancha. Sven le arrojó
en el regazo una moneda de plata, un dirham almohade cuadrado y fino como
una oblea.
—Dime hermano, el castillo de ahí arriba ¿quién lo habita? —le preguntó.
—Lo habita el alcalde de Cazorla, Mohamed ibn Firzi, un hombre esclarecido
que lleva toda la vida luchando contra los cristianos idólatras.
—Me habían hablado de Sara la Goda —dijo Sven. El ciego asintió.
—¡Ay, buen amigo! También ella lo habita. Una mujer bellísima que de
cintura para arriba es mujer y de cintura para abajo espantosa serpiente. Cuando
los musulmanes llegamos a estas tierras, hace veinte generaciones, el castillo
pertenecía a un conde cristiano que ocultó a su hija, Sara la Goda, en el
subterráneo secreto donde guardaba sus tesoros. Llegaron los musulmanes,
asaltaron el castillo, el conde murió en la pelea y nadie supo dar con la entrada
que conducía a la princesa y a los tesoros del cristiano. Pasó el tiempo y la
princesa condenada al horror del laberinto encantado, se transformó en una
serpiente espantosa que sólo come en la noche del día más corto del año. Ese día
abandonamos el pueblo y dormimos lejos, le dejamos ovejas y caballos al
monstruo para que los devore y calme su apetito hasta el año siguiente. Una vez,
un alcaide del castillo pensó que eran paparruchas de viejas y se quedó por la
noche en su fortaleza. Al día siguiente encontraron lo que quedaba de su cadáver,
menos de la mitad de un hombre.
Sven puso la mano en el hombro del ciego para despedirse y prosiguió su
camino. La última piedra dragontía estaba en Jaén, siete jornadas al sur.
CAPÍTULO LXXVI

Los viajeros remontaron las primeras estribaciones de Sierra Morena y


descendieron por las riberas del río Magaña, entre empinados riscos que se
erguían sobre sus cabezas como los pilares y los muros de una catedral. Los
acebuches, las encinas y las retamas se asomaban a los precipicios en equilibrios
vertiginosos.
El Magaña bajaba impetuoso y mineral, arrastrando algunos peces muertos.
—¿Peces muertos? —dijo Grontal—. ¿No es eso un mal agüero?
—Pudiera ser, si no encontramos la explicación natural aguas arriba —dijo
Cantacuzanos.
Mediando la mañana la encontraron. Una mujer gorda, mochilona
despatarrada en medio del arroy o se lavoteaba sus partes íntimas.
—¡Una ondina! —señaló Guido.
—¿Una ondina? —replicó Pedro el Raposo—. ¿Dónde has visto tú una ondina
gorda, con las mantecas al aire y el pelo blanco como la pus aunque lo tiña de
rojo para disimular?
—Eso es cierto —dijo Cantacuzanos—. Las ondinas son estilizadas y sutiles,
casi transparentes y sólo se dejan ver en camiseta mojada, nunca en sus cueros
tan groseramente como esta virago.
Grontal se adelantó con el hacha en la mano:
—¡Eh, tú, mujer o lo que demonios seas! ¿Quién eres?
La gorda, sorprendida por la súbita concurrencia de tantos mirantes, se tapó
las vergüenzas y, aunque al principio puso cara de pasmada, enseguida se
recompuso dado que lo que le sobra es jeta.
—Soy Pilara Palizón, la reina de los iberos —informó con suficiencia.
¡Ya estáis marchándoos de mis dominios!
—¡Vay a, hombre! —exclamó Cantacuzanos con fastidio—. ¡Hemos ido a dar
con ella!
—¿La conocéis? —preguntó Lucas—. ¿Quién es?
—Una vacaburra vanidosa que se cree la reina de estas tierras porque ahí
arriba en esas peñas, en el lugar del Collado de los Jardines, hubo un santuario de
la Abominación. Ahora y a no lo venera nadie y la magia se ha marchitado, pero
esta pirada, que sólo busca notoriedad, se empeña en resucitarlo.
—¿Qué hacemos con ella? —preguntó el semiorco.
—Darle de lado y seguir a lo nuestro. Ya digo que lo que busca es publicidad
y que se hable de ella. Le diremos que su nombre es famoso en toda la tierra y
dejará de molestar.
—¡Eh, tú! —le gritó Grontal—. ¡Nos postramos ante una mujer cuy o nombre
anda en boca de todos!
Pilara Palizón sonrió complacida, con la media sonrisa escorada de su boca
sin labios y ellos pasaron de largo, sin may or daño. Estaban impacientes por
llegar al lugar de las cuevas.
El semiorco la miró detenidamente al pasar junto a ella. Grontal lo advirtió y
le dio con el codo a Pedro el Raposo.
—Parece que la Pilara Palizón le gusta a Gorgo —observó.
—A Gorgo le gusta cualquier ser moviente que tenga buenas mantecas —
comentó el escudero—. La vulva alopécica de la gorda lo excita no por lujuria
sino porque se la imagina asada a la parrilla.
Faldearon la montaña dejando a la derecha el castillo y el poblado de Vilches
y tomaron una calzada que se abría hacia el este, a través de un bosque. Al
remontar un otero, el valle hermoso se ofreció a las miradas de los viajeros.
—Hemos llegado a Eritrea, la de los hermosos campos —avisó Lucas de
Tarento—. Un día estos parajes fueron las aguas del lago Ligustino hasta que un
terremoto lo abrió y lo vació en el mar. Todavía queda un lugar al que llaman el
Piélago, en recuerdo de aquello. Y eso que veis ahí delante es nuestro primer
destino: Giribaile o las Cuevas.
Los viajeros contemplaron una montaña no muy elevada, de bordes
escarpados. Reanudaron el camino charlando animadamente. La cercanía de la
meta les ponía alas en los pies y regocijo en los corazones. Incluso Cantacuzanos,
habitualmente tan parco en palabras, se mostraba optimista y hablador.
—Giribaile parece una montaña —dijo Lucas de Tarento—, pero también es
casi una isla, porque la rodean tres ríos, el Guadalimar, el Guadalén y el
Guarrizas, que se juntan para rendir sus aguas al Guadalquivir. En esa meseta de
Giribaile, entre los tres ríos, floreció en los tiempos de la Abominación la ciudad
de Tartessos, cuy o rey Argantonio vivió cientos de años. Ahora sólo queda un
montón de piedras y la ciudad y ace sepultada en el olvido. Por aquí discurre la
vía Heraclea, que une Roma con Cádiz, y el camino real de Toledo a Almería,
que pasa por Úbeda y Granada. Bajo estos campos, en la entraña de estos riscos,
crecen los minerales de Cazlona, la mina famosa de la que Aníbal sacaba la plata
para su ejército.
—¿No luchaban por el Paraíso, entonces? —quiso saber el enano Grontal.
—No, amigo mío, todavía no habían llegado las religiones monoteístas con sus
camelos.
A Cantacuzanos no le agradó el comentario. Se apresuró a desviar la
conversación.
—Giribaile significa « el lugar de Gerión» , el rey que había nacido junto a
las fuentes del río Tartessos, « de raíces argénteas» . La matriz que lo contuvo era
la peña forada o hueca, un santuario de la Abominación, al otro lado de la
montaña.
—Los tres cuerpos gigantescos que tenía —señaló Lucas—, son los tres ríos.
—En tiempos de la Abominación —prosiguió Cantacuzanos—, hubo un gran
terremoto seguido de un diluvio. Cuando se retiraron las aguas, los ríos estaban
colmatados de barro y habían dejado de ser navegables. Entonces Tartessos se
arruinó y cedió su importancia a una nueva ciudad surgida unas leguas más al
sur, Cástulo.
Remontaron una cuesta entre árboles centenarios y llegaron al monasterio de
Giribaile, unos humildes edificios apoy ados en el escarpe del cerro. Una cerca
de piedras sueltas evitaba que las ovejas invadieran el espacio empedrado que
precedía a los edificios. Una enorme higuera cobijaba una fuente junto a una
alberca antigua, de piedra, con su abrevadero y sus lavaderos.
Se abrió una puertecilla y salió un monje enteco y descalzo, vestido con un
tosco say al de estameña, al que no le hubiera venido mal un lavado, incluso dos.
—Selam malikum. ¿Qué se ofrece a los viajeros? —preguntó humildemente,
crey éndolos musulmanes.
—Que Dios te dé su paz —respondió en cristiano Cantacuzanos, al tiempo que
se echaba hacia atrás el sombrero de paja para mostrar su tez y sus facciones
occidentales.
El ermitaño abrió los ojos desmesuradamente y recogiéndose las faldas
corrió a llamar al abad. Unos instantes después, un hombre de barba canosa, no
menos enteco que el primero, se asomó por uno de los agujeros del acantilado, a
la altura de un tercer piso, y, al reconocer a los visitantes, bajó a recibirlos y
apareció por una de las puertecillas inferiores, todo amabilidad y afecto.
—¿Sois los peregrinos que estaba esperando? —preguntó—. Llevo meses
aguardándoos. ¿Qué os ha demorado tanto?
—Las dificultades de la vida —dijo Lucas al tiempo que descabalgaba.
—Soy el abad Singerico —se presentó el ermitaño al tiempo que daba la paz
besando en la boca a cada uno de los viajeros, excepto a Grontal, Gorgo e Isbela,
ante los cuales meramente se inclinó.
Los invitó a pasar a lo que parecía una humilde casilla apoy ada en el escarpe
de la montaña. Dentro encontraron una escalera tallada en la piedra que
conducía hasta el nivel superior, a través de varias habitaciones. La escalera
ascendía de nivel en nivel y llevaba a galerías y celdas excavadas en la roca
viva, a cincel, a lo largo de siglos, quizá de milenios. En el tercer nivel, el abad
Singerico los condujo por una galería jalonada de diversos aposentos, almacenes,
oratorios, dormitorios y hornacinas vaciadas con minuciosa paciencia. Al final
llegaron a un cuarto de forma circular, con un banco corrido en torno a una
mesa, también de piedra. Una hermosa ventana se asomaba al paisaje, al
bosque, al lago y a los montes azules.
—Esta es la sala capitular —explicó Singerico—. Tomad asiento, hermanos.
Apareció un lego joven con un cuenco de cremosa leche recién ordeñada.
Singerico le añadió un poco de sal, lo removió con un palo y lo hizo circular entre
los visitantes, que fueron sorbiendo por turnos. Guido, celoso, posó los labios
donde los había posado Isbela, para evitar que nadie catara la saliva de la amada.
Llegó la hora de la cena, a la que convocó una campanita lejana. De las
cuevas de la montaña fueron saliendo ermitaños para concurrir al ágape. Hacía
buen tiempo y lo tomaban fuera, en la lonja empedrada de la higuera. La
comida consistía en ajo blanco de habas secas, con su miga de pan, su ajo, su
aceite de oliva y su vinagre, acompañado de huevos duros, uno para cada dos
monjes, aunque a los visitantes les dieron uno por cabeza. Después circuló de
mano en mano una cestilla de higos secos y pan para que cada uno tomara un
puñado de higos y una rebanada.
Aquella noche durmieron sobre los humildes jergones de paja de las celdas
de los transeúntes. Cuando amaneció, mientras los monjes cantaban su gorigori,
los viajeros visitaron las cuevas talladas, con ventanas altas y bajas abiertas en la
pared de la montaña a distintas alturas.
Mientras desay unaban leche, pan e higos secos, Singerico explicó a sus
huéspedes las dos variantes del monacato cristiano, la anacorética y la
monástica.
—Los anacoretas se retiran a un despoblado o desierto para ay unar y
mortificarse; los monjes somos antiguos anacoretas que hemos decidido
agruparnos y aceptar una regla común. En Giribaile observamos la regla de san
Antonio, el primer anacoreta en el desierto de la Tebaida, el que se apartó de todo
contacto humano y perseveró en la virtud, a pesar de las tentaciones que le
enviaba el maligno en forma de mujeres hermosísimas que se le presentaban a
todas horas y le solicitaban cópula carnal.
—¿Qué es cópula carnal? —inquirió Gorgo.
—Follar —le aclaró Pedro el Raposo—. Y cállate que esto se está poniendo
interesante.
—¿Y san Antonio qué hacía en esa tesitura? —preguntó Grontal, el enano.
—¿Qué iba a hacer? —dijo el abad Singerico—: perseverar en la virtud,
castigar sus carnes con azotes y hasta, eso sostienen los libros piadosos, con
hierros al rojo vivo.
—¡Caramba! —exclamó el Raposo—. ¡Eso tiene que doler!
—¡Más duele el pecado! —repuso Singerico—. El monacato llegó a España
en tiempos de los visigodos, pero, como veis, perdura incluso bajo el dominio
sarraceno. Nuestro objetivo es alcanzar la apatheia o imperturbatio, una paz
profunda consecuencia de la aniquilación del deseo y al dominio de las pasiones
humanas. Por eso vivimos en la soledad del cenobio, para superar las tentaciones.
Habéis de saber que cada pecado proviene de una tentación y cada tentación
proviene de un demonio. El más peligroso de todos es el demonio del mediodía,
el que infunde dudas acerca de la sensatez de la vida ermitaña. A veces consigue
la inrationabilia confusio mentis o confusión irracional de la mente.
—¿Y qué ocurre cuando un monje sucumbe? —inquirió Isbela.
—Que ahorca los hábitos y se reintegra a la vida seglar, a las mujeres, al
vino, a los placeres, a la copulación en sus diversas posturas, a la parranda, a la
disolución de la virtud —el piadoso abad se santiguó tres veces al evocar tantos
peligros—. Entonces oramos y ay unamos durante tres meses por el desertor
Christi miles o el soldado desertor de Cristo.
—Los eremitas de la Tebaida observaban las costumbres de los reclusos o
katochoi de los templos de Serapis, en el antiguo Egipto —añadió Cantacuzanos—:
unos hombres obsesionados por la idea de combatir a los demonios.
A Singerico no le agradó que le recordaran el origen pagano de sus prácticas,
pero no replicó. Se despidió pretextando obligaciones ineludibles y los viajeros
continuaron su paseo explorando unas anchas estancias talladas en piedra que
penetraban profundamente en el interior de la montaña y se comunicaban por
pasillos laterales.
—Este es el santuario —dijo Cantacuzanos.
Junto a la cueva había una escalera excavada en la roca, con su pasamanos.
Ascendieron con precaución, pues algunos peldaños estaban muy gastados.
—La escalera termina aquí —observó Lucas de Tarento al llegar a una
meseta intermedia—. Falta un segundo tramo para alcanzar la parte superior.
—Es una escalera que no conduce a parte alguna porque en realidad conduce
al cielo —dijo Cantacuzanos—. Un oratorio para una sola persona. Esta mesetilla
es el habitáculo de la iniciación, como en San Baudelio.
Prosiguieron el paseo por un camino que ascendía suavemente a lo largo del
escarpe hasta la planicie de arriba. Allí había un enorme pastizal que había
crecido sobre los restos soterrados de la ciudad antigua. Un enorme
amontonamiento de piedras señalaba el lugar de la muralla.
Un monje joven y lampiño guardaba un rebaño de cabras. Se acercó a los
visitantes, lanzando furtivas miradas a Isbela, y les explicó:
—Aquel castillo que veis al fondo, donde ahora hay una guarnición de moros
(no hay cuidado con ellos, son buena gente, aunque aburrida, y se pasan el día
pelándosela), perteneció en su tiempo a un noble godo llamado Gil Baile. Cuando
llegaron los moros pactó con ellos y los ay udó, y ellos, a cambio, le entregaron el
castillo con la tierra que se divisara desde su almena más alta. Entonces Gil Baile
alargó la torre cuanto pudo, de manera que se quedó con toda la comarca. A la
entrada del castillo puso un letrero que decía:
De río a río todo es mío. Esta es la tierra de Gil Baile que no morirá ni de sed
ni de hambre.
—Era algo soberbio, el fulano —comentó el Raposo.
—Bastante soberbio —dijo el monje—, pero ahora viene lo bueno. Un día,
don Gil Baile andaba persiguiendo a un venado y su caballo se encontró de pronto
con la boca de una mina antigua, frenó en seco y despidió al jinete por las orejas.
Aquí tienes a don Gil Baile precipitándose en la bocamina y dando una gran
costalada en el fondo del pozo. Cuando el caballo regresó a sus cuadras, sin el
señor, los criados se preocuparon, es posible que tampoco mucho, según los
tratara, y salieron a buscarlo, pero las tierras de don Gil Baile eran tan extensas
que no dieron con él, hasta que, por casualidad, unos cazadores encontraron el
cadáver, años después, en el fondo del agujero. Por lo visto se había fracturado
las piernas al caer y no pudo salir.
—Al final murió de sed y de hambre.
—Exactamente. Lo contrario de lo que había pronosticado. Algunos dijeron
que sobre estos acantilados pesaba una maldición, pues el gigante Gerión, antes
de morir, maldijo a los que ocuparan sus tierras. Solamente los anacoretas, que
no tememos a la muerte, sino al pecado, nos hemos atrevido a vivir aquí desde
entonces.
Mientras el grupo escuchaba las explicaciones del monje pastor,
Cantacuzanos y Lucas de Tarento se apartaron para conversar y llegaron hasta el
otro lado de la meseta, donde una humilde vereda conducía a un antiguo oratorio
de la Abominación, apenas una concavidad en la roca con la esfera de piedra
que adoraban los paganos.
—¿Cómo podrás descifrar el Espejo de Salomón para que libere su poder? —
preguntó Lucas.
—Las piedras dragontías, cuando están juntas y debidamente ordenadas
sobre el pectoral del Sumo Sacerdote, lo defienden de los ray os divinos que la
Mesa irradia y le infunden la claridad de pensamiento necesaria para que
pronuncie sin temor la palabra absoluta. Hemos traspasado seis de las Siete
Puertas. Ahí adelante nos espera la séptima. Junto a cada una de ellas había un
árbol de una especie distinta.
Los nombres verdaderos primigenios de estos árboles los sabe el enano
Grontal, por eso lo reclamé para la expedición. Con la inicial de cada árbol se
compone la palabra terrible que debo pronunciar, como Sumo Sacerdote, para
que la Mesa realice su poder.
Paseando por la montaña, Cantacuzanos explicó a su amigo el sentido de una
sabiduría secreta, la Cábala, el legado espiritual transmitido a la sombra de las
sinagogas, aunque fuera de ellas porque no todos los rabinos la aprobaban.
No se trata de una enseñanza común, accesible a todos —advirtió—. La
Cábala conduce al conocimiento del mundo a través del lenguaje de Dios o su
escritura. La palabra de Dios está en las Escrituras reveladas. La inteligencia
infinita de Dios condesciende a plasmarse en un libro sagrado en el que, por venir
de Dios, no puede existir nada que sea casual. Es un mecanismo de infinitos
propósitos en el que caben los esquemas de la creación, sus razones, su
justificación y todos los elementos, por complejos que sean, de que se compone
el universo. Una emanación directa y voluntaria de Dios tiene que participar de
su propia perfección de su omnipotencia y de su infinitud. Por lo tanto si el
hombre lo estudia puede remontarse a la comprensión de la obra divina, pueda
trascender sus límites y levantarse hasta la inteligencia de Dios. Es una escalera
para ascender al Todopoderoso. La única duda que me queda, y que a veces me
atormenta, es la imperfección del mundo, el mal que contiene, la enfermedad y
la injusticia. Aunque, por otra parte, disculpo a Dios. Lo creó sólo en siete días.
Me parece que no se puede exigir más de lo que evidentemente fue un trabajo
temporal.
Así pasaron el nuevo día y al amanecer del siguiente se encaminaron hacia
su última etapa, más al sur, por caminos recónditos, cruzando dos ríos y algunas
florestas en las que anidaban muchas especies de pájaros y excavaban sus
madrigueras el inquieto conejo y el sangriento hurón.
—La ciudad de la seda —dijo Lucas de Tarento señalando en el horizonte.
Caía la tarde. Desde muy lejos contemplaron una fortaleza larga que
coronaba una peña gris recortada entre varias montañas de afilados perfiles que
el sol poniente doraba. La ciudad se extendía en la falda de la montaña ceñida
por las murallas blancas como un collar de perlas. El caserío era igualmente
blanco, con las manchas verdes de los huertos, de los cipreses y las higueras
despuntando por encima de los corrales.
—Nuestro último destino —dijo Lucas de Tarento con un asomo de
melancolía—: Jaén, la ciudad apacible, famosa por su seda, por sus moreras y
por sus manzanas de cera pequeñas, blancas y dulces, con un punto agrio. En la
parte más antigua de la ciudad hay una peña dura de la que brota un manantial
grueso como el cuerpo de un buey y en ese manantial habita el Lagarto que
guarda la piedra Dolorida.
Arrearon las monturas y se incorporaron al flujo de hortelanos y trajinantes
que acudían a la ciudad pues era víspera de mercado. Entraron por la puerta de
Martos, a la sombra del torreón imponente, y siguieron la calle maestra que
conducía al manantial y a la mezquita vieja y, atravesando la ciudad, llegaba
hasta la mezquita nueva.
Cerca de la puerta de Martos había una fonda grande, La alcaicería de
Poy agorda, el hornero de los Caños, rezaba el cartel. Penetraron en el amplio
zaguán y contemplaron el enorme patio empedrado rodeado de soportales, los
almacenes de los mercaderes, las cuadras en la planta baja y los aposentos de
alquiler arriba. Los viajeros pasaron allí la noche en paz y sosiego, cansados pero
satisfechos.
CAPÍTULO LXXVII

Al día siguiente, antes del amanecer, Lucas de Tarento despertó al joven Guido.
—Hoy serás mi escudero —le dijo.
—¿Y Pedro el Raposo? —preguntó el joven.
—Ha ido a encontrar su destino, como nosotros debemos prepararnos para el
nuestro. Ármate porque vamos a rescatar la piedra Dolorida.
Los dos guerreros se armaron con sus respectivas cotas de malla, cada uno
calzó y vistió al otro, como hacían los caballeros de antaño antes de la batalla, y
se ciñeron las brillantes espadas.
La guarida del Lagarto estaba en la misma gruta de la que brotaba el
manantial, frente a la mezquita vieja. Hacía mucho que la bestia dormía, pero,
de todos modos, los habitantes de los contornos realizaban cada año diversos ritos
y conjuros para evitar que despertara. Algunos creían que había muerto; otros,
que sólo estaba dormida, con ese extraño sopor que a veces mantiene la vida
latente de los grandes y misteriosos reptiles.
Lucas y Guido se adentraron en las entrañas de la montaña, después de beber
del fresco manantial. Al principio tuvieron que arrastrarse por un estrecho
pasadizo, después el espacio se ensanchó y, y a de pie, prosiguieron el camino,
alumbrándose con hachones de resina por una serie de cavernas que se
comunicaban. Encontraron osamentas de ovejas y de personas devorados por el
monstruo, ninguno reciente.
El monstruo dormitaba su profundo letargo en una honda grieta del cerro
interior. Parecía un lagarto, aunque de enorme tamaño, con una boca capaz de
engullir a un hombre a caballo. El cuerpo era verde claro, escamoso; los ojos,
saltones bajo los espesos párpados; el hocico, remachado y negro. Cuando
descubrió a los intrusos abrió la boca un par de veces, grande como la puerta de
una iglesia, mostrando las tres filas sucesivas de dientes que guarnecían sus
mandíbulas.
De las oscuras fauces exhalaba un pestífero aliento a carne podrida. Cuando
observó a los dos caballeros vestidos de hierro y armados de espadas, lo asaltó el
confuso recuerdo de viejos lances y supo que venían a matarlo. No era la
primera vez que se enfrentaba a hombres de armas. Los restos de cotas
mordisqueadas y de armas oxidadas y rotas alfombraban la cueva.
El Lagarto reptó ágilmente hasta situarse en una plataforma rocosa desde la
que dominaba a los dos hombres. Allí se agazapó y esperó. Por encima de la
roca sólo asomaba la dura ceja y la inmóvil pupila redonda y brillante. El saurio
calculó el salto. Cuando los guerreros cruzaran el arroy uelo que discurría por el
centro de la gruta, caería sobre ellos y los devoraría.
El Lagarto nunca había visto una ballesta. Contempló con su ojo brillante las
actuaciones del caballero, primero tensarla con el armatoste, un conjunto de
cuerdas, carruchas y manubrios que Lucas de Tarento accionó hasta que el arco
de acero estuvo listo y los nervios encordados sujetos por el trinquete o nuez. El
Lagarto asomó algo más la cabeza y vio que el caballero Lucas introducía en la
ranura del arma un virote con la punta de acero y las aletas de cuero. Luego lo
vio apuntar cuidadosamente en su dirección, la mejilla sobre el astil de palo, el
ojo izquierdo cerrado. Por encima de la roca el caballero sólo veía la ceja de
pedernal y el ojo del Lagarto. Contuvo la respiración y oprimió el disparador.
Zumbó la cuerda de nervio al liberarse de la nuez y el proy ectil silbó por el aire
y se clavó en el ojo de la bestia con tal fuerza que le atravesó el cerebro y asomó
más de un palmo por la cresta pétrea que le recorría la parte superior del cráneo.
El Lagarto rugió herido, se alzó sobre sus patas y saltó contra sus enemigos.
Los guerreros lo aguardaban empuñando las espadas.
El primer envite del Lagarto, chapoteando sobre el arroy o, quedó corto y sólo
consiguió quebrar una estalactita de un potente coletazo.
Rugiendo de dolor, pues se había lastimado la cola, el Lagarto fijó el ojo sano
sobre los intrusos y se lanzó contra el primero de ellos, el caballero Lucas. Este
esquivó la dentellada, que se cerró con un chasquido a pocos centímetros de su
cabeza, y atacó a su vez con la espada montante, larga y pesada, que sólo había
usado en contados duelos a pie. El primer mandoble rebotó sobre las escamas del
reptil y apenas le causó un corte superficial en el pescuezo. La cola enorme se
abatió sobre el caballero y de no ser por la interposición de una roca, que detuvo
el golpe, quizá lo hubiese aplastado. Lucas de Tarento comprendió que las duras
escamas guardaban al monstruo de las heridas filosas. Si quería acabar con él,
debía herirlo de punta. Se incorporó, miró a Guido que, parapetado tras otra roca,
esperaba órdenes, y emitió el grito de guerra.
—¡Sus!
Los dos caballeros atacaron simultáneamente. Guido consiguió clavar su
espada hasta la empuñadura en el ojo sano del lagarto al tiempo que su maestro
alcanzaba el corazón de la bestia entrándole en la piel blanda de la coy untura de
una de las patas delanteras.
Herido de muerte, el animal se desplomó y coleó lánguidamente mientras el
zócalo de roca se cubría de pequeños regatos de sangre. Lucas de Tarento
desenvainó el cuchillo de montero y lo hundió en la garganta de la bestia. Hurgó
un rato entre los tegumentos blanquecinos, bajo la lengua, hasta que topó con algo
duro. Metió la mano y la sacó ensangrentada con la piedra Dolorida.
—Creo que podemos regresar —le dijo a su compañero.
—Sire —dijo Guido al llegar a la boca de la cueva—, ¿no os ha parecido que
el Lagarto se ha defendido poco?
—Quizá —respondió Lucas—. Es posible que estuviera cansado de vivir. El
mundo es muy antiguo y algunas criaturas pudieran estar hartas.
CAPÍTULO LXXVIII

Baruj Chaprut era médico, de una antigua estirpe de médicos judíos entre los
cuales hubo también un ministro famoso en tiempos del califato. Ahora estaba
viejo y casi ciego y sólo ejercía su profesión con los pobres. Cuando Pedro el
Raposo se presentó ante él, lo contempló con sus ojos velados y lo reconoció.
—El muchacho de Praga. Ahora has crecido y eres un hombre.
—Sí, rabí.
—Desnúdate, hijo mío.
Pedro el Raposo se desnudó. Solo se dejó el pañuelo que le cubría la cabeza.
—Hijo mío, trae tus manos, que las acaricie —dijo Chaprut.
El escudero puso sus manos entre las del anciano y las encontró frías y
apergaminadas, pero muy suaves. Aquellas manos acariciaron delicadamente
las toscas manos del guerrero.
—Déjame que examine tu cabeza —dijo el anciano.
Pedro el Raposo se arrodilló e inclinó la cabeza. El médico le desanudó el
pañuelo, palpó la frente y recorrió los relieves impresos en ella con las sensibles
y emas de los dedos.
A1 término de su examen suspiró con amargura, como si se sintiera
abrumado por el peso del mundo.
—Es hora de morir, hijo —murmuró.
Pedro el Raposo escrutó el rostro del anciano. Un cuervo se posó sobre un
palo del tejado y miró al escudero. Pedro el Raposo lo reconoció. Era el cuervo
que le habló en Delfos. Comprendió que la vida llegaba a su fin.
—Rabí, ¿es necesario que muera tan pronto? —preguntó—. Soy joven y
vigoroso.
El viejo asintió en silencio.
—¡Ay, hijo mío! La vida es sólo un préstamo, somos menos perennes que el
verdor de las eras y cuando nuestra misión se cumple tenemos que marchar.
Consuélate. No conocerás las angustias de la decrepitud y la vejez. Te irás como
viniste, en el momento de tu esplendor y de tu fuerza. Has recorrido los caminos
del mundo, has amado, has peleado, has gozado, has vivido, pero tu misión,
ay udar a que las Piedras del Destino se congreguen de nuevo, ha concluido.
Ahora debes marchar.
—¿Cómo voy a morir? —preguntó el Raposo—. Mi padre nunca me lo dijo.
Esperaba perecer en la batalla, bajo el sol luciente, entre relinchos y trompetas;
que, al menos, quedara memoria de mi esfuerzo.
—Tu esfuerzo es de otra clase más callada —le dijo el anciano—. Tú eres el
golem. Llevas en la frente, grabada por el dedo del cabalista de Praga, la palabra
hebrea « vida» . Yo, en este acto, le borro un trazo a la primera letra y la
transformo en la palabra « muerte» .
El anciano había borrado el trazo.
Pedro el Raposo se desplomó a sus pies y se deshizo al instante. Sólo quedó un
montón de arcilla seca sin apariencia humana.
El cuervo miró el cadáver y enfoscó las plumas. Después levantó el vuelo y
regresó a sus moradas.
CAPÍTULO LXXIX

Aquella tarde, Lucas de Tarento tomó un puñado de la tierra que había sido Pedro
el Raposo y llevándoselo a los labios lo besó. Gorgo se apresuró a imitarlo. El
semiorco la olisqueó sin percibir nada particular, la besó y la devolvió al montón.
—¿Tú lo sabías? —preguntó Cantacuzanos. El antiguo templario asintió.
—La magia judía ha viajado entre nosotros emponzoñándolo todo —observó,
severo, el clérigo. Se sentía humillado porque, después de tantos meses
conviviendo con el hombre de barro, no había sido capaz de descubrirlo, lo que
demostraba que la magia judía era superior a la suy a.
—Pedro ha sido un buen escudero y un compañero abnegado —opinó Lucas
de Tarento—. Mientras estuvo entre nosotros se portó como bueno y sirvió a la
causa del Papa.
—Ya veremos a la causa que sirvió —replicó Cantacuzanos amenazador—.
Cuando regrese a Roma tendré que informar al Santo Oficio de todo esto.
Estaban fuera de la ciudad, en la floresta que llaman del Poy o y de la Ribera,
donde se abren los caminos de las huertas, entre norias fragorosas, sobre una
antigua ciudad sin nombre que y acía dos brazas bajo sus pies, con sus muros, sus
sembradíos y fosos concéntricos, un lugar misterioso y antiguo.
Al fondo del pradillo había una acacia tan vieja que parte de sus ramas se
habían descolgado hasta el suelo en busca de reposo. De sus agudas espinas,
ablandadas por el humus de la tierra, habían brotado nuevas raíces, la vida.
Debajo de la acacia, a su sombra, descansaba un caballero de elevada
estatura, vestido de cota tupida, el escudo breve y lobulado a la usanza alemana,
pintado de un negro desvaído, sin más adornos.
—Lucas de Tarento —gritó—. Ha llegado nuestra hora.
El antiguo templario reconoció la voz grave y juvenil de Sven le Berg.
Caminaron hasta el centro del terreno. Sven desenvainó la espada a diez pasos de
su adversario. Lucas de Tarento lo imitó.
—Nos vemos de nuevo, maestro —dijo el rubio con una media sonrisa. Lucas
de Tarento le había enseñado a luchar con la espada cuando Sven era un novicio
que aspiraba a ingresar en el Temple. Lo recordaba como un alumno aventajado
que pasó la fase de la lanza y el estafermo mucho antes que sus compañeros de
hornada. Por eso el maestro de armas de Chalons encomendó personalmente a
Lucas de Tarento que lo enseñara a combatir con la espada. El muchacho era
ágil y despierto. Lucas se empleó con él a fondo y en sólo tres meses consiguió
que fuera tan bueno como él. Ahora, después de los años y los combates, podía
ser incluso mejor. Lo comprobaría enseguida.
Lucas embrazó el escudo con una sensación de amargo fatalismo. No podía
apartar de su imaginación la imagen de Pedro el Raposo, el fiel escudero que se
había marchado sin despedirse para encontrar su destino. Estaba embargado en
estos pensamientos cuando Sven lo arrancó de ellos golpeando el pomo sobre su
escudo, al estilo bárbaro.
—¿Listo, maestro?
—Listo.
Se aproximaron hasta el centro del claro, levemente inclinados, bien
cubiertos, las piernas ligeramente abiertas, las espadas apuntando hacia fuera, los
brazos flexionados. De repente, a media distancia, Sven se arrancó, como un
relámpago, y descargó un tajo terrible que Lucas, alerta, detuvo con su escudo,
aunque sintió crujir la tabla central y el golpe le conmocionó el brazo.
Sven se retiró unos pasos para romper la línea de ataque de su adversario. Su
expresión a medio camino entre la sonrisa y la mueca expresaba una ferocidad
animal que helaba la sangre. Isbela, que contemplaba el duelo desde el amparo
del bosque, desvió la mirada y ocultó el rostro en el pecho de Guido. El
muchacho la acogió con un cálido abrazo.
—Tranquila —murmuró—, el caballero Lucas sabe lo que se hace. Los
luchadores se trabaron de nuevo. Cruzaron las espadas un par de veces con
terribles golpes que resonaban sobre los escudos como hachazos. Lucas
aprovechó que Sven se afirmaba para descargar el tajo vertical buscando
hendirle el escudo y le asestó un puntazo. La espada le entró lateral, alcanzando
de sesgo la cota, un golpe sin la fuerza necesaria para quebrantar el tupido tejido
de acero, pero capaz de dañarle el costado. Sven reculó tomando aire y se palpó
la zona afectada con el brazo que sostenía la espada. Fue un momento. Enseguida
reinició la pelea más agresivo que antes. Cruzaron las espadas media docena de
veces, en rápida sucesión de golpes y contragolpes, para quebrar la guardia del
adversario. Lucas era consciente de que si la pelea se prolongaba, él se agotaría
primero. Intentó romper la guardia de su antiguo discípulo con las fintas que
conocía, pero aquellos mismos trucos los había aprendido Sven de él. Era inútil.
En un par de ocasiones chocaron con los escudos, cuerpo a cuerpo, las
espadas trabadas a la altura de los ojos, empujando. Lucas encontró la mirada
fría y despiadada de los bellos ojos glaucos de su adversario.
—Vas a morir, maestro —le susurró entre dientes en una de aquellas
aproximaciones.
—Dios dispone nuestro destino.
Sven empujó para destrabarse con tal fuerza que Lucas trastabilló, perdió el
equilibrio y se desplomó de espaldas. El guerrero rubio no desaprovechó la
ocasión. Le lanzó un furioso hachazo vertical, que Lucas detuvo con su escudo
hendido y maltrecho. Sven repitió con un nuevo tajo que el viejo guerrero paró
con la espada. Enfurecido levantó el brazo y descargó un tercer tajo, más
violento que los anteriores. Esta vez Lucas giró sobre su cuerpo y hurtó el blanco.
La espada del guerrero rubio dio contra una piedra y se rompió en dos.
Hirviendo de ira, Sven arrojó lejos de sí el arma rota.
—¡Vas a morir, Lucas de Tarento!
El caballero se había puesto de pie y contemplaba el estropicio con el
semblante sereno: Jadeaba.
—Ve a por otra espada —le dijo a su antiguo alumno como si todavía
estuvieran en uno de los entrenamientos de Chalons—. Te espero. Sven llevaba en
su equipaje una espada francesa, algo más corta que la rota e igualmente buena,
pero prefirió armarse con un mangual, el látigo de guerra, una bola de hierro del
tamaño de un puño, erizada con una docena de punzones de acero y pendiente
del mango por medio de una cadena, un arma de difícil manejo, pero temible.
Aunque el escudo del adversario detenga el golpe, la cadena rodea el
obstáculo y la bola erizada descarga dentro del escudo, hiriendo el brazo que lo
sostiene o en la espalda del oponente. En los dos casos el golpe es mortífero y no
existe cota de malla capaz de contenerlo. La única defensa efectiva contra un
látigo de guerra es la rapidez. El mangual es un arma lenta y no siempre golpea
donde se quiere. El adversario avezado se puede adelantar con la espada.
Lucas de Tarento adelantó el escudo y la espada para mantener alejado a su
enemigo: A cierta distancia, el látigo de hierro perdía efectividad. Lucas descargó
un par de tajos, que el guerrero rubio detuvo sin dificultad. Sus fuerzas
menguaban. Se estaba cansando. El sudor le encharcaba la espalda, le bajaba de
la cofia de lino bajo el almófar y le escocía en los ojos. Parpadeó un momento.
A pesar de todo, apreciaba a Sven. Lo había educado como a un hijo, había
hecho de él un formidable guerrero. Quizá si conseguía desarmarlo, se rendiría y
abandonaría la Abominación.
En aquel momento Sven, como un ray o, aprovechó que el caballero había
distendido la guardia, distraído con estos pensamientos, para caer sobre él y
descargarle un golpe furioso que resonó en la espalda como un sordo tambor. El
tremendo impacto desgarró la cota de malla y hendió la carne. Las costillas y las
vértebras tronchadas resonaron con un chasquido de madera vencida. Lucas de
Tarento cay ó de rodillas, la mirada perdida, el velo negro sobre los ojos, a punto
de desvanecerse. Las fuerzas lo abandonaron y dejó caer el escudo, vencido.
Sven no se contentó con la victoria. Se revolvió furioso y descargó un segundo
trallazo sobre su enemigo, esta vez en el pecho, en el que abrió una segunda
herida detrás de la malla. El tercer golpe hendió el casco metálico que
resguardaba la cabeza y fracturó el cráneo, echándole los sesos fuera en medio
de un manantial de sangre. Lucas de Tarento cerró los ojos, pálido como la cera,
cay ó hacia delante y quedó tendido boca abajo. Muerto.
Morgana, la Dama Azul, contempló la escena desde la arboleda, la espina de
la rosa azul en su pecho y su aroma perfumando el aire. El goce y el deseo, un
fuego alimentado por un sentimiento sin lugar en el mundo, la sangre limpia
sellando su alianza. Una lágrima se deslizó por la mejilla de la dama hasta
humedecer sus labios.
—Como una mañana de pájaros, así es la vida del hombre —murmuró antes
de continuar su camino hacia el higueral de Sara la Goda.
Sven levantó la espada del adversario vencido, que le pertenecía como botín
de guerra, y profirió un grito de victoria que sonó tan inhumano como el rugido
de una fiera. Con la espada en alto se volvió hacia los enviados del Papa con una
sonrisa cruel y la mirada heladora de la fiera aún no saciada.
Era el turno de Guido. El joven caballero, que todavía no se había estrenado
en la lucha desde que veló sus armas, se desasió bruscamente del abrazo de
Isbela y desenvainó su espada. Parecía tranquilo, pero en su corazón lo consumía
la cólera y lo abrasaba la sed que sólo se calma con la sangre del enemigo.
—¿Estas dispuesto? —le gritó Sven, que ahora empuñaba su espada francesa.
El joven caballero embrazó el escudo y se adelantó, en guardia. Ya había
vencido a Sven una vez, en el torneo provenzal, aunque nunca supo si el mérito
era de Pedro el Raposo, que le había aconsejado aquellas mañas impropias de un
caballero. Ahora Pedro no estaba para auxiliarlo, pero quizá la suerte volviera a
sonreírle.
Los contendientes se alejaron del cadáver de Lucas de Tarento para que no
les estorbara el combate. El primer movimiento lo hizo Guido, que lanzó un
furioso tajo sobre el guerrero rubio. Sven, más tranquilo y más hábil, se desvió de
su tray ectoria e interpuso su espada en la diagonal para terminar de desviarlo. No
contraatacó. Simplemente sonrió mostrando sus dientes crueles y balanceó la
espada en espera del segundo ataque. Jugaba con Guido como con un niño.
El segundo tajo de Guido fue más directo y entró por la izquierda al tiempo
que empujaba con la punta de su escudo. Sven reculó, detuvo el ataque con el
escudo y aprovechando el impulso de su enemigo, que no le permitiría modificar
la tray ectoria, le lanzó un planazo por la derecha que acertó plenamente en el
costado de Guido. El joven caballero trastabilló y tuvo que apoy ar una rodilla en
tierra. Sven giró hacia el lado opuesto y propinó una patada lateral en la pierna de
su adversario que se mantenía erguida. La articulación de la rodilla chascó como
una rama seca pisada por un buey. Esta vez Guido se desplomó de espaldas con
una mueca de dolor. Sven le pisó la espada inmovilizándola y apoy ó la punta de
su arma bajo la barbilla del caído.
—Vas a morir, muchacho —dijo con voz tranquila. Guido le lanzó una mirada
furibunda.
—¡Vas a morir! —repitió al tiempo que lo presionaba ligeramente sobre la
tráquea.
Morgana se había alejado por el camino de la floresta, pero volvió la cabeza
y comprendió que Guido estaba a punto de morir como había muerto Lucas, su
señor. La Dama Azul se apiadó de Isbela, o quizá se apiadó del amor mismo, del
recuerdo del amor que abrasaba sus venas en otro tiempo.
Sven levantó la mirada hacia el cadáver de su antiguo maestro, con el que
había combatido en Hattin, al que había protegido y por el que se había sentido
protegido tantas veces en Tierra Santa. Ahora era un mercenario a punto de
cumplir su encargo: acabar con los enviados del Papa y arrebatarles las piedras
dragontías. Ese era el galardón del desafío por el que recibiría una cantidad de
oro que le permitiera vivir en la abundancia el resto de sus días. Había pensado
en regresar a Alemania y adquirir una finca junto a un lago, ver encañar el
centeno, ver dorarse las manzanas, ver a los gansos sacar a sus crías, a los
esclavos reproducirse mientras él se dedicaba a la caza, a extender su semilla en
las muchachas de la comarca y a entrenar halcones.
Todo eso dependía de que en aquel momento hiciera lo que se le había
encomendado. Ese era el pacto con Asmodeo de Sinán.
Lo que hizo fue levantar el acero y envainarlo. Se inclinó y ofreció su mano
al caído. Guido, incrédulo, se dejó ay udar.
—Apoy a tu mano en mi hombro —le dijo—. Esa pierna tendrá que
arreglarla un concertador de huesos. No es grave.
Grontal y Gorgo se acercaron para ay udar a su amigo. Acudió Isbela y
abrazó al muchacho con los ojos arrasados de lágrimas. La muchacha se volvió
hacia Sven.
—Gracias —le dijo—: Que santa María te lo premie.
El guerrero rubio se encogió de hombros. Clavó la espada de Lucas de
Tarento en tierra, les volvió la espalda y marchó. Sólo había caminado unos pasos
cuando recordó algo y se volvió hacia Cantacuzanos. Introdujo dos dedos en la
limosnera que pendía de su cintura y extrajo algo.
—Monseñor —dijo—, necesitarás esto para tu magia, ¿no?
Lanzó un pequeño objeto al aire. Cantacuzanos lo atrapó al vuelo. Era la
piedra Honda.
El clérigo tenía las doce piedras en su poder. Ahora podía componer el
Pectoral Sagrado. Estaba en condiciones de cumplir las funciones del Resh
Galutha, comparecer ante la Mesa de Salomón y evocar el Shem Shemaforash.
Imprimiría un quiebro en la historia, gracias a él la Cristiandad prevalecería
sobre el Islam. Ahora tenía en su poder la magia de Dios. La emoción le ahogó la
voz en la garganta. Iba a preguntarle al guerrero del mal por qué había
renunciado a la victoria, pero y a se había alejado a caballo en dirección al norte.
CAPÍTULO LXXX

Las piedras engastadas en el pectoral conducían al secreto escondite de la Mesa


de Salomón, el recóndito sanctasanctórum en el que la habían ocultado los
obispos Totila y Rufinus en tiempos de la invasión sarracena.
Los viajeros anduvieron cuatro leguas, con una parada en el manantial de
Regomello donde bebieron agua y permitieron abrevar a las bestias. Al final del
camino subieron las cuestas que conducen a la ciudad de Arjona, alta sobre un
cerro, una isla blanca en medio de un océano verde de olivos, higueras, allozares,
prados y campos de pan.
El hombre que guardaba las puertas los invitó a seguir sin preguntarles
quiénes eran o adónde iban, ni cobrarles fielato. Tomaron una calle pina,
empedrada, y se encaminaron a la parte alta del pueblo, a la alcazaba redonda.
Pegada a los muros de tapial y mampuesto se elevaba la antigua ermita
mozárabe de san Nicolás, el guardador de los tesoros, el patriarca que pastorea
las tres esferas.
Estaban en el lugar antiguo que había recibido cultos desde los tiempos de la
Abominación, como testimoniaba la esfera de piedra asentada junto a los muros
de la fortaleza, vestigio del antiguo templo matriarcal. Los viajeros ataron las
riendas de sus cabalgaduras en las argollas exteriores. La puerta ferrada de la
ermita chirrió al girar sobre sus goznes. El templo estaba desierto y en penumbra.
Bajo la supervisión de Cantacuzanos, Grontal y Gorgo empujaron la pesada losa
que coronaba el altar hasta desplazarla lateralmente. Debajo apareció la boca de
un pozo estrecho cerrada con una tapa de piedra con su argolla de bronce. La
asieron, tiraron de ella y abrieron el pozo. Ascendió un olor a humedad y a
verdín no del todo desagradable. Descolgaron un farol atado del extremo de una
cuerda. El pozo no era muy ancho, apenas lo suficiente para que por él
descendiera una persona no demasiado voluminosa. Estaba construido de
mampuestos en hileras, con algunas piedras planas saledizas a intervalos
regulares que servían de escalera.
En el fondo había agua, pero por encima de su nivel el farol alumbró una
bocamina cubierta con una bóveda. Descendieron, primero Guido, que cojeaba a
causa de su pierna lastimada y tras él, temblando de emoción o de miedo,
Cantacuzanos. Se internaron por un corredor salitroso y húmedo de techo tan
bajo que los obligaba a avanzar inclinados, el farol por delante, iluminando un
piso irregular, salitroso y crujiente que nadie había hollado desde hacía siglos.
Accedieron a una cámara algo más espaciosa, que tenía al fondo una escalera
con peldaños anchos y elevados, tan desgastados por el uso que les resultó difícil
escalarlos. Penetraron en una cueva contigua. A la luz de las lámparas
comprobaron que el final del túnel no era de mampostería, sino de piedra
arenisca excavada en la entraña del monte. Nuevos peldaños estrechos y
tortuosos se perdían en la oscuridad. Llegaron a un portal esculpido en la roca y
minuciosamente decorado con signos antiguos.
—La Séptima Puerta —murmuró Cantacuzanos mientras se santiguaba a la
bizantina.
La traspasaron. El aire era denso y en él flotaba un remoto efluvio de flor.
Las voces despertaban ecos lejanos. Guido levantó la lámpara: estaban en una
gruta natural inmensa, con estalactitas y estalagmitas, cuy os techos no
alcanzaban a iluminar. Prosiguieron la marcha tropezando a veces en el suelo
irregular, rodeando las enormes formaciones minerales que se alzaban como los
pilares de una catedral. A trechos, breves hilillos de agua resbalaban sobre los
muros. En otras partes goteaba el mineral formando delgadas columnas y
caprichosas figuras: El terreno descendía. Al fondo de la cuesta percibieron un
resplandor semejante al reflejo de la luz de antorchas en la lejanía. Quizá aquella
pendiente desembocaba en una charca o en una corriente subterránea que
recibía la luz del exterior. Las palabras se agrandaban en la gruta y volvían
magnificadas y rotas en mil susurros, emanaciones de la montaña misma.
Así llegaron al final de la cuesta y comprobaron que las luces que crey eron
percibir eran millones de insectos fosforescentes que pululaban sobre sus
cabezas.
Tres pasadizos les salieron al paso, como las tres ramas de un camino que se
abre. Cantacuzanos escogió el de la derecha. Lo siguieron unos cientos de pasos
hasta que desembocaron en otra gruta cubierta de alta bóveda en cuy o centro se
remansaba un lago de aguas quietas y transparentes.
Al otro lado del lago un pasadizo angosto los condujo a una chimenea por la
que se despeñaba un rumoroso manantial de aguas calientes que al estrellarse
con la roca viva de la base se deshacían en una nube de agua. Pasado el torrente
accedieron a una nueva gruta, may or que las precedentes, a juzgar por los ecos
que devolvía.
—Simurg, el castillo de la luz —dijo Cantacuzanos con la voz rota por la
emoción—, el lugar donde el hierro se torna del color de la carne.
En aquella sima no era la luz amarillenta mortecina de las lámparas de aceite
lo que los iluminaba, sino la luz limpia y clara que mana del prodigio. De pronto
otra luz se hizo en los corazones. Habían llegado a la última cámara, al lugar
donde el espíritu del Poder velaba el sueño de los siglos en la Mesa de Salomón.
Un vivísimo resplandor levemente azulado emanaba del centro y descubría
los ámbitos de la sala. No era la luz de un astro ni la de mil lucernas
laboriosamente encendidas, era una luz espectral y consistente, como niebla
fosforescente y tierna, que se derramara de un punto elevado, medio oculto entre
un semicírculo de enormes pilares semejantes a nervudos árboles que
elevándose del centro parecían sostener, como un palio, la inaccesible
techumbre. La luz se dispersaba por entre aquellas columnas y descendía hasta el
nivel del entorno algo más bajo, niebla encendida con la consistencia de un lento
venero de espectrales aguas.
Guido y Cantacuzanos permanecieron en un ángulo de la gruta contemplando
el prodigio, arrobados. La pierna de Guido había dejado de doler. Palpó la región
donde un rato antes lo atormentaban las punzadas, hundió los dedos entre los
huesos y comprobó que había sanado por completo.
Una alta gotera se desplomaba sobre un charco próximo y el rítmico sonido
que producía era como el cristal levemente tañido, lo que hería el silencio y
otorgaba extraña sonoridad al lugar.
—Jakim y Boaz —murmuró Cantacuzanos, y se postró sobre las piedras,
tembloroso.
Del zurrón que llevaba a la espalda sacó una vestidura de alba blanca que
Guido le ay udó a ponerse. Sobre ella, en el pecho, se ajustó la placa de oro en la
que se engarzaban las doce piedras dragontías: La Fogosa, la Intrincada, las tres
hermanas de san Todaro, la Manchada, la Luciente y la Nuececita; la Templada,
la Reluciente, la Melada, la Peregrina, la Honda, la Granito y la Dolorida.
Ataviado de esta guisa, se aminoraron un poco sus temblores.
—Así se acercaba al misterio el Resh Galutha —susurró, hablando consigo
mismo—. Toda la vida esperando este momento. ¡Gracias, Señor…!
Se levantaron y avanzaron con precaución, dejando atrás las inútiles
lámparas sobre el polvo. Llegaron al centro de la luz entre las columnas de piedra
que parecían la entrada, sobre tres gradas que no se distinguía bien si eran
talladas por la mano del hombre o naturales, tan desgastado estaba el antiguo
altar. La morada de la Mesa de Salomón.
Circular, liso, con una concavidad en el centro en la que brillaba una extraña
gema, un rubí grande como un huevo, rojo intenso, pero blando, como un
corazón de piedra roja, que latía acompasadamente, y a veces desaparecía bajo
su propio surtidor de oscura sangre.
Guido miró la placa de oro, la superficie minuciosamente decorada con
signos y letras en torno a una gran exalfa, el trabajo de tres ángeles metalúrgicos
y orfebres, según la tradición, que obraban para el rey Salomón.
Cantacuzanos había enmudecido. De rodillas, presa de temblores,
murmuraba sus conjuros o quizá rezaba.
Guido se mantuvo detrás, a respetuosa distancia. Después de un rato, el griego
se levantó, se acercó hasta el borde mismo del espejo y desplegó el saco de seda
en el que envolverían la venerable reliquia. El auxilio de la Cristiandad, pensó
Guido.
El resplandor que emitía el objeto creció como si mil soles se concentraran
en él y la palpitación de la joy a central, la Madre de las Sangres, se hizo más
rápida; el surtidor de sangre, más intenso. Guido cerró los ojos, deslumbrado por
la hiriente luz, y retrocedió unos pasos, desconcertado, con una sombra de pavor
en el pecho. Cantacuzanos, los ojos abiertos al borde del espejo, como de un
abismo, se inclinó sobre la reliquia y vio en la lámina de oro el reflejo de las
doce piedras dragontías que llevaba en el pecho. Comenzó a descifrar los
misteriosos arcanos.
Transcurrió una hora.
Guido, cegado por la intensa luz que crecía y llenaba la sala, se había retirado
a la entrada del pasadizo y desde allí, a través de un velo echado sobre sus
lastimados ojos, asistía al extraño portento: Cantacuzanos estaba ahora inmerso
en la luz, ardía en el centro de una hoguera de llamas frías que no parecían
consumirlo y continuaba sus operaciones, ajeno al mundo. Después de largo rato
se volvió hacia Guido y descendió los tres peldaños con el paso vacilante de un
autómata. El brillo del espejo lo había impregnado y lucía como si la luz brotara
de su interior, como si un halo de invisibles llamas azules surgieran de él y lo
ungieran. Su rostro y su persona se habían transfigurado. Parecía más limpio y
elevado, como un espíritu desprovisto de toda material sustancia.
—Amigo mío, tendrás que regresar solo —le dijo al muchacho—. Yo me
quedaré aquí velando la Mesa y la sabiduría. La Mesa está más allá de los
hombres, de los dogmas, de las guerras y de las mezquindades de los
gobernantes. Ante la inmensidad de los abismos que contiene no hay causa que
merezca la intercesión de su poder, por eso las cuitas del mundo que aquí nos han
convocado seguirán su curso y el Poder no intervendrá en ellas, ni el Nombre las
modificará.
Guido comprendió.
—Regresa y sé feliz —le dijo el clérigo posando su mano ardiente sobre la
cabeza a guisa de bendición.
Cantacuzanos regresó a la hoguera y se perdió en medio del resplandor.
Guido comprendió que era inútil prolongar la espera. El mago no iba a regresar.
Lanzó una última mirada al milagro y regresó solo a la superficie. Grontal y
Gorgo empujaron la piedra detrás de él, tapando nuevamente el pozo y sus
galerías.
Salieron al exterior, a la explanada del alcázar de Arjona, que estaba desierta.
Desde el mirador de la esfera de piedra contemplaron los campos que se
prolongaban hasta las montañas azules y grises del fondo, la Sierra Morena.
—Tenemos que despedirnos —dijo Guido. Sus compañeros asintieron con
tristeza.
Salieron de la ciudad y tomaron distintos caminos. Guido e Isbela hacia
Beaucaire, el lugar de la muchacha, donde vivirían felices el resto de sus vidas;
Gorgo y Grontal hacia las montañas del norte, donde los inviernos son largos y
los bosques espesos se cubren de nieve, aunque, si les pillaba de camino,
visitarían a la abadesa de Conouvert y pasarían a su amparo una temporada.
—Al Papa y a los rey es de la Cruzada no les hará ninguna gracia —observó
el enano.
El semiorco se rió con su risa franca y escandalosa.
—¡El jodío, cómo aprende! —reflexionó Grontal, palmeando la ancha
espalda, llena de cicatrices, de su amigo.

FIN
DRAMATIS PERSONAE

ABADÁN DE SUPPAR. Familia de enanos de Arabia, emparentada con la


estirpe de Hozam.
ABU BAKÚ. Suegro de Mahoma, seguido por los chütas.
AHMED IBN FARASH. Famoso poeta sarraceno de Jaén.
AIMERY DE LITMOGES. Patriarca de Antioquía.
ALAIN. Caballos de Sven le Berg. Era blanco ceniza, con una mancha negra en
la frente que Sven le acariciaba melancólico cuando recordaba algunos
lances de su juventud. Ya había renunciado al amor.
ALAIN DE COMINGES. Señor de Lavet y decano de los nobles provenzales que
visitan a los Baux. Solía cazar perdigones con liga y era de natural pacífico.
ALAIN DE MONFRA, conde de Pierrepertuse. Rey de armas de los Baux y
amigo de Berenguer.
ALEJANDRO MAGNO. Rey de Macedonia que cortó el nudo gordiano,
conquisto oriente hasta la India e incendió Persépolis, las malas lenguas dicen
que por capricho de una concubina, pero no es de creer.
ALÍ. Primo y y erno de Mahoma y rival de Abu Bakú. Seguido por los sunnitas.
AMARO. Conde cruzado, antiguo superior de Sven le Berg.
ANATH. La diosa reina de los cielos, hija de El y Ashtoreth.
ANDRÉS. El caballo de Guido de Saint Bertevin. Cuando se acercaba tormenta o
escuchaba el silbato de un castrador, arrimaba la grupa al muro más cercano
y no había quien lo despegara hasta que pasara el peligro. Por lo demás, era
manso.
ANDRÉS DE MERENS. Tío de Isabela, gran cazador.
ANDRÓN. Jefe de los forajidos que atacan a Sven le Berg en una posada de
Highbridge. Había sido aprendiz de carpintero, pero lo echaron porque ponía
bisagras en los dos lados de la puerta.
ANDRÓNIKO ARGOS. El nuevo patriarca de Constantinopla, « hinchado de
viento, como un fuelle» , lo describe el cronista Constantos Papatekos.
ANDROS MARMITAKOS. Cocinero del logotetes de Nicomedia y amigo de
Pedro el Raposo. Algunos autores lo consideran autor de la salsa chipriota,
precedente de la may onesa, que emulsionaba con leche de burra y unas
gotas de savia de higuera, lo que en los manuscritos bagdadíes se anota como
« leche del Pontífice» . Vay a usted a saber.
ÁNGELO. Primer emperador de Constantinopla. Permitió a Moshé ben Abra
construir su academia. Fundador de la dinastía de los Ángelos.
ÁNGELO PISANI. Legado papal en la Serenísima República de Venecia. Era
cojo del izquierdo y usaba coturno.
ÁNGELOS. Actual dinastía de los basileos, emperadores de Bizancio.
ARTÍSAL. Famoso caudillo cartaginés que conquistó gran parte de Italia y
derroto repetidamente a los romanos, aunque al final resultó derrotado en
Zama.
ANTIDEO. Fugitivo de la guerra de Troy a que llevó las piedras anglias a Albión.
ANTOS LAPOROS. Mercader, armador y capitán de La Golondrina
Risueña, en la que navegan Lucas y su grupo a Constantinopla.
ANTULFAS. Gigante que habita en la isla de Oland. Grontal debe matarlo para
que la Templada reaparezca. Lo más notable era el miembro viril que, según
las Eddas, lo tenía como un narval marino.
ARGANTONIO. Antiguo rey de Tartessos que se dice que vivió cientos de años
y amistó con los griegos.
ARISTOTIL. Famoso pensador griego también conocido como Aristóteles. Dijo
que la mosca tiene cuatro patas, y su prestigio era tan grande que nadie osó
contradecirlo en mil años, aunque es evidente que la mosca tiene seis patas.
ARNAUT DE VENTADOUR. Trovador del valle de los Baux. Se perfumaba
un poco más de la cuenta.
ARTEMIDORO. Pagano que peregrinó al famoso santuario del Cabo Sagrado y
dejó constancia de la adoración de las piedras.
ARTURO PENDRAGÓN. Legendario rey de Inglaterra. Sus cuescos olían a
almendra quemada, lo que entre los pictos es señal de realeza.
ASHERA. Diosa de la sabiduría de los cananeos. En sus templos se practicaba la
prostitución ritual. El rito exigía que una vez en su vida las devotas acudieran
de velo y misal y se sentaran a esperar en la antesacristía hasta que un
forastero ojeaba el género, entregaba una moneda de plata a la escogida, la
tomaba de la mano y la llevaba a un reservado donde copulaba con ella
según la norma fenicia, cinco culadas rápidas con la mujer debajo y el resto
del coito hasta el orgasmo rugidor con la mujer encima, las tetas sueltas que
se balanceen. Las más agraciadas cumplían el rito el mismo día, pero se
dieron casos de feas que tuvieron que aguardar meses.
ASHERAH. Otro nombre de la diosa Ashtoreth.
ASHTORETH. Diosa hebrea, anterior a Yaveh y esposa de El.
ASMODEO DE SINÁN. Mago y sabio armenio, practicante de la magia libre.
Padre adoptivo de Besante. Aliado con Sven le Berg, busca las piedras
dragontías para sus propios fines.
ATILA. Famoso caudillo huno, llevaba la piedra Templada en su espada. Se decía
que donde pisaba su caballo no volvía a crecer la hierba, lo que no está
probado. Le reventó la arteria carótida en su noche de bodas, incidente que
fue muy celebrado en toda la Romanía.
BAAL. Dios heredado de la Abominación y adorado por los fenicios.
BANQUERI. Profesor de música del conde Trencavel.
BANU UDRA. Tribu de Arabia donde se originó la moda del amor cortés.
Trataban las orquitis con aceite de romero untado en los pies.
BARUJ CHAPRUT. Famoso médico judío de Toledo, perteneciente a una larga
estirpe de estos. Es el poseedor del secreto de Pedro el Raposo.
BARUJ MEIR. Rabino y cabalista de Praga. Padre adoptivo de Pedro el Raposo.
BAUX, Los. Familia rival de los Merens que invade el feudo de estos y
secuestra a Hugo. Estaban considerados unas malas bestias.
BELISARIO. Famoso general bizantino que amplió considerablemente los
dominios del imperio. Era eunuco y cada vez que ganaba una batalla decía su
fórmula: « Echándole cojones» . Robert Graves escribió su biografía
novelada.
BERENGUER DE BAUX. Primogénito de los Baux. Hombre cruel y aficionado
a la trova. Mató a su esposa al enterarse de su infidelidad con Guillem de
Cabestanh. Quiere casar a Isabela con su hermano Blas.
BERRIENDA, LA. Prostituta de Pera, amiga de Expira Candente y de Holgada.
Se le atribuy e la invención del trentuno (copulación con treinta y un hombres
en una sola sesión de no más de doce horas).
BERTRAND. Obispo de la Provenza que visita a los Baux.
BESANTE. Hijo adoptivo de Asmodeo de Sinán, que este adquirió por un besante
bizantino, de ahí su nombre.
BLAS DE BAUX, EL BOBO. Hermano menor de los Baux. De cortas luces, cree
ser el prometido de Isabela de Merens. Terminó su vida de portero en un
convento donde lo mantenían de caridad. Sabía trenzar las ristras de ajos
como nadie.
BÓREAS. Uno de los vientos, el que transporta a Guido a Inglaterra.
BRIAREO. Gigante legendario que ocupó la isla de Otland antes de que llegara
Antulfas. Aparece en el Quijote.
BRON. Verdadera identidad del Rico Pescador. Cuñado de José de Arimatea,
herido accidentalmente con la lanza de Longinos.
BRUNEQUILDA SMUDSEN. Viuda vikinga, amante de Grontal. Era cariñosa y
agradecida y, cuando entraba en faena, se le ponía un sudorcillo viscoso por
la rabadilla y otro que le perlaba el bozo rubio. Muy reidora.
CARLOS DE VERDON. Uno de los nobles provenzales que visitan a los Baux.
Terminó sus días en el convento de Kalamata y fue el inventor del injerto de
tijereta. CARPÓN. Monstruo marino hermafrodita, hijo de Leviatán. Hay
uno en cada mar. El contramaestre de la fragata alemana Emdem divisó uno
y lo dibujó y describió, pero sus apuntes se perdieron cuando la flota inglesa
hundió el barco.
CASA DE DAVID, LA. Los descendientes del legendario rey de los hebreos. Se
cree que el rey Jesús tuvo un hijo póstumo que la reina María de Magdala
crió en Francia y por ahí se ha prolongado la estirpe, en secreto, hasta
nuestros días. CHRETlEN DE TROYES. Conocido trovador provenzal,
predicador del amor cortés. Escribió Perceval o el cuento del Grial.
COMMENOS. Antigua dinastía de los basileos, emperadores de Bizancio, rubios
azafranados.
CONRADO DE MONFERRATO. El defensor de Tiro y actual sitiador de San
Juan de Acre, candidato al trono apoy ado por el rey Felipe Augusto y rival de
Guido de Lusignan.
CONSTANTINO EL GRANDE. Fundador del Imperio de Bizancio. La capital
fue bautizada Constantinópolis en su honor.
CONTO DE BRIGNOLES. Uno de los nobles provenzales que visitan a los Baux.
CORNARO, Los. Poderosa familia veneciana. Traficaban en clavo, pimienta
y oro del Sudán.
COSROES. Rey persa de la antigüedad, constructor del Templo de los Arcos,
cuy a fama originó en Occidente las tradiciones del castillo del Grial.
CUNQUEIRO. Gallego, miembro de la academia de la cábala de Constantinopla.
Tiene el poder de hacer aparecer muertos ante su presencia. Se reencarnó en
el escritor Alvaro Cunqueiro muerto en Galicia en 1982. Me lo lean.
DAEMON. Sacerdote de la antigüedad, adorador de Nasaq y creador de la
llamada « magia libre» .
DAMA AZUL, LA. Misteriosa mujer que seduce a Lucas de Tarento. El
caballero Lucas, allá donde esté, espera algún día juntar los labios con los de
la dama. Se apareció por última vez en Jerez de la Frontera.
DAMA DE LA ROSA AZUL. Otro nombre de la Dama Azul.
DARÍO EL GRANDE. Famoso emperador persa que guerreó con las polis
griegas sin mucha fortuna.
DIANA. Diosa romana de la caza. Tiene mal pronto y donde pone el ojo pone la
flecha. Suele representársela con un pecho fuera, muy bonito.
DMITROS LAKRITES. Reputado poeta bizantino.
DIOS. Ser supremo, de carácter eminentemente viril. Representa la
masculinidad y la belicosidad. El culto a este, en sus diferentes aspectos,
reemplazó al de la Diosa.
DIOSA. Divinidad primigenia, eminentemente femenina. Representa la fertilidad
y la armonía con la Naturaleza. Fue depuesta y casi olvidada por el culto a
Dios, para desgracia de la Humanidad, que desde entonces anda de cabeza.
DIOSA MADRE, LA. La Diosa en su aspecto materno. Engendra hijos
cíclicamente con el Rey Sagrado.
DOMÉNICO ASTOLFI. Patricio, antiguo propietario de la casa de Muley Osmán
en San Juan de Acre.
DOMÉNICO MATEO. Famoso guerrero veneciano, fundador de la dinastía
Mocénigo. Le gustaban las empanadas de lamprea regadas con chianti de la
casa Rufino.
DUQUESA DE SELVO. Noble veneciana del pasado, y de gran belleza y gustos
refinados. Se dice que su fantasma es la Dama Azul.
EL. Antiguo dios hebreo, esposo de Ashtoreth.
ELENA DE TROYA. Bella mujer de la antigüedad, seducida por Paris. Muerta
eminente convocada por Cunqueiro.
ENRIQUE DÁNDOLO. Gran dux de Venecia. Quedó ciego por un conjuro.
ENRIQUE DE PLANTAGENET. Padre de Ricardo Corazón de León.
ERIC EL TERRIBLE. Conocido vikingo de Gotland.
ESCIPIÓN EL AFRICANO. Cónsul romano que derrotó a los cartagineses.
ESTHER. Heroína bíblica del pueblo de Israel. Muerta eminente convocada por
Cunqueiro.
ESTRABÓN. Famoso geógrafo e historiador griego.
EXPIRA CANDENTE. Prostituta de Pera visitada por Grontal.
EXPIRA FRÍGIDA. Nuevo nombre que recibe Expira Candente tras la visita de
Grontal.
FEDERICO BARBARROJA. Rey de Alemania, muerto accidentalmente al
atravesar el río Salef, camino de Tierra Santa.
FELIPE AUGUSTO. Rey de Francia. Primo y enemigo acérrimo del rey
Ricardo. FOCIO. Patriarca de Constantinopla que acusó de herejía al Papa de
Roma. FOIX. Familia noble de Bretaña.
FUSTA. Familia de armadores italianos.
GERIÓN. Gigante que habitó unos acantilados cercanos a Giribaile y maldijo
esas tierras antes de morir a manos de Hércules. Tenía tres cuerpos y tres
cabezas.
GIL BAILE. Noble godo que pactó con los moros. Propietario de un castillo
cercano a Giribaile, pereció en un desafortunado accidente y dejó viuda
trigueña en la edad de los sofocos y un par de hijos, a cual más vago.
GIORGIO BONAFEDE. Capitán albanés que recoge a Sven le Berg en la ruta a
Venecia tras ser este robado y echado por la borda. Cuando se retiró del mar
puso una casa de baños y un mesón especializado en salchichas chipriotas.
GIORGIO QUERINI. Secretario de cartas latinas del dux de Venecia. Guarda en
su alcoba las tres piedras verdaderas de san Todaro. La llave del cofre la
custodia su infiel esposa. Leía a Homero en griego y soñaba con ser Héctor,
el desgraciado.
GODOFREDO DE PLANTAGENET. Abuelo de Ricardo Corazón de León.
GORGO. Semiorco galeote al que rescata Guido de Saint Bertevin en un
naufragio. Se une al grupo de Lucas de Tarento. Era buena gente, pero
limitado.
GRONTAL. Enano de la estirpe de Hozam. Capataz de los zapadores del rey
Enrique, alistado a la fuerza por apoy ar las insurrecciones helvéticas.
Acompaña a Lucas de Tarento en su misión. Terminó su vida de portero de la
abadía de Conouvert, en Francia, por enchufe con la abadesa.
GUIDO DE LUSIGNAN. Sitiador de San Juan de Acre, candidato al trono
apoy ado por el rey Ricardo y rival de Conrado de Monferrato.
GUIDO DE SAINT BERTEVIN. Aprendiz de caballero recién llegado a San Juan
de Acre.
Discípulo de Lucas de Tarento, acompañará a este en su misión.
GUILLEM DE CABESTANH. Trovador de la Provenza y amante de la señora
de Baux. Berenguer lo mató al enterarse de sus amoríos.
GUY DE FORBES. Ingeniero del rey Ricardo. Inventó una polea con la que se
podía alzar el señor de Comingues, herniado de la ingle, hasta la altura del
percherón holandés que cabalgaba cuando salía a matar moros.
HASDAY BEN CHAPRUT. Discípulo del talmudista Moshé ben Hanok, llegó a
ser ministro del califa de Córdoba y gran visir.
HASID. Jefe sarraceno hospedado en la casa de Muley Osmán.
HASSAN IBN SABAH. Nombre propio del Viejo de la Montaña (véase). HE. El
dios hijo de El y Ashtoreth.
HERACLIO. Emperador de Bizancio que invadió Persia, destruy ó el Trono de los
Arcos y recuperó las sagradas reliquias.
HOLGADA, LA. Prostituta de Pera, amiga de Expira Candente y de Berrienda.
Cuando cumplió los cuarenta se retiró del oficio y halló empleo en las cocinas
del monasterio de Paros, donde atendía a sesenta y seis monjes y veinticuatro
novicios.
HOMERO KARTENOS. Reputado estratega bizantino.
HORÓN. Rama de la familia de Grontal que habita en Gotland.
HOZAM. Fundador de la estirpe de enanos a la que pertenece Grontal.
HUGO DE MERENS. Padre de Isabela y señor de Beaucaire. Murió feliz
rodeado de una caterva de nietos. Se le daba muy bien la jardinería.
HUSSEIN. Hijo y sucesor de Alí, asesinado por los sunnitas. ÍMPETU. Uno de
los dos hermanos que forma el viento Impetuoso.
IMPETUOSO. Un viento, sobre el que monta Grontal.
ISAAC. Último nombre que Asmodeo de Sinán da a Besante.
ISAAC ABRANEL. Reputado cabalista de Toledo, amigo de Baruj Meir.
ISAAC II EL MAGNÍFICO. Actual emperador de Bizancio, de la dinastía de los
Ángelos.
ISABELA DE MERENS. Maga semielfa francesa, nacida en Beaucaire, hija de
Hugo de Merens. Tenía la mirada dulce y unos ojos de color de la miel que
azuleaban por la noche. Raptada por Muley Osmán. Acompaña a Lucas de
Tarento en su misión. Gran flechadora.
ISAK. Marinero del ballenero que lleva Sven le Berg a la isla del Hielo Ardiente.
Se opone a este viaje y le dan matarile.
ISMINA DE TÚNEZ. Comadre famosa por sus conjuros de amor.
JACOBA. Bisabuela común de Ordoño Matamoros y Nuño de Puñonrostro. A
decir de estos, emparentada con los rey es de la Cristiandad.
JESÚS (o « Jesucristo» o « Cristo» ). El hijo de Dios para los cristianos. JORGE
CANTACUZANOS. Clérigo, polemista y mago griego huido de la Iglesia de
Oriente y al servicio del Papa. Acompaña a Lucas de Tarento en su misión.
JOSÉ DE ARIMATEA. Rico mercader hebreo, anfitrión de la última Cena. Fletó
la nave en que María Magdalena huy ó a la Provenza y fue con ella.
Posteriormente fundó la primera iglesia dedicada a esta María, en Inglaterra.
JUAN DE VENOSQUE. Conde, uno de los nobles provenzales que visitan a los
Baux.
Era un poco tartaja y sólo hablaba cuando no había más remedio.
JUAN SIN TIERRA. Regente y tirano de Inglaterra tras la partida a las Cruzadas
del rey Ricardo, su hermano.
KEOPS. Antiguo faraón, constructor de pirámides y rey de los dos Nilos.
KLAUS NOORGEN. Campesino que acoge a Grontal tras su aterrizaje en
Gotland.
KRAGERSTOMIR. Legendario dragón de Inglaterra, padre de Krastig.
KRASTIG Monstruoso jabalígigante, hijo de Kragerstomir y que vigila la
Floresta Tenebrosa.
KRISNOR EL DE HIMPARIR. Abuelo de Grontal.
LAGARTO, EL. Dragón que guarda la piedra Dolorida en un manantial de la
parte antigua de Jaén.
LÁZARO, EL RESUCITADO. Hermano de María Magdalena y Marta. Huy ó a
la Provenza con ellos.
LENUDESEN. Jefe de los vikingos que, en el pasado, adquirió la Templada de los
orcos.
LEONOR DE PLANTAGENET. Madre de Ricardo Corazón de León. Divorciada
del rey de Francia y casada con Enrique de Plantagenet.
LEVIATÁN. Monstruo de las profundidades, padre de Carpón.
LIXOS DE TAROS. Famoso estratega de la antigüedad al que se atribuy e el
perfeccionamiento de la gastafreta o ballesta griega.
LONGINOS. El legionario romano que alanceó el costado de Cristo y luego se
hizo cristiano. El centurión le retiró la paga.
LUCAS DE TARENTO. Caballero ex templario, antiguo maestro de Sven le Berg
y ahora tutor de Guido de Saint Bertevin. Rescata a Isabela de Merens y es
enviado por el rey Ricardo en busca de las piedras dragontías.
LUCRECIA. Famosa romana que se suicidó para demostrar la honestidad de sus
compatriotas mujeres.
MACARO. Marinero fanfarrón al que mata Sven le Berg en una taberna de
Patrás. MAHOMA. Profeta, fundador del Islam.
MARÍA DE MAGDALA. Otro nombre de María Magdalena. MARÍA
JACOBEA. Una de las Tres Marías.
MARÍA MAGDALENA. Una de las Tres Marías, esposa de Cristo y madre de la
Sangre Real. Huy ó de Judea y se estableció en la Provenza. MARÍA
SALOMÉ. Una de las Tres Marías.
MARTA. Hermana de María Magdalena y Lázaro. Huy ó a la Provenza con ellos.
MATRONIT. Otro nombre de la diosa Shekinah.
MENELAO. Griego que fue enemigo de Antideo.
MILOTTO BORTANECHI. Mago italiano, antiguo compañero de Jorge
Cantacuzanos. Transporta mágicamente a Grontal hasta Hiperbórea.
MOCÉNIGO, Los. Dinastía veneciana, descendientes de Doménico Mateo.
Inventaron el interés bancario al treinta por ciento.
MOHAMED IBN FIRZI. Alcalde de Cazorla. Vivía divinamente en aquel pueblo
tan hermoso.
MOHAMED HABIBI. Pícaro buscavidas que parte de Kalsa en busca del Viejo
de la Montaña. Posteriormente, muhaidín que entra al servicio de Muley
Osmán para dar con Sven le Berg. Era el patrón de los gafes, aunque nunca
se le levantó capilla por miedo a los terremotos y a los incendios.
MORGANA. Hechicera, esposa de Arturo Pendragón. También fue la reina de
Saba, que ofreció las doce piedras a Salomón, y la Dama Azul.
MOSHÉ BEN ABRA. Judío fundador de la academia de la cábala de
Constantinopla.
MOSHÉ BEN HANOK. Conocido talmudista mesopotámico que estuvo en la
corte de un antiguo califa de Córdoba. Maestro de Hasday ben Chaprut.
MUCIO SCÉVOLA. Famoso romano que se inmoló para demostrar su valor.
MULEY OSMÁN. Capitán de corsarios y almirante de Saladino. Enterró un
tesoro en una de las Islas Baleares en medio de una borrachera, y luego no
supo en cuál. MULEY SINÁN. Patrono del padre de Mohamed Habibi.
NAQAR. Uno de los aspectos de la Diosa en la antigüedad. NEPTUNO. Dios
romano del mar. Se le representa con un tridente.
NiCACOS. Inventor de Bizancio, famoso por sus bisagras de caperuza simple,
entre otros ingenios.
NOORGEN. Estirpe de cristianos vikingos que habita en Gotland.
NUÑO DE PUÑONROSTRO. Noble castellano enemistado con su primo,
Ordoño Matamoros, por la propiedad de una salina.
NURGO. Orco guardián de Isabela de Merens en la torre Catalina de la isla
Inquieta. La semielfa lo engañó miserablemente, lo que le costó el puesto.
ODÓN EL CALVO. Capitán tunecino a sueldo de los Fusta que roba a Sven le
Berg. ORDOÑO MATAMOROS DE LA PEÑA TAJADA. Noble castellano
enemistado con su primo, Nuño de Puñonrostro, por la propiedad de una
salina.
OSO. Uno de los dos hermanos que forma el viento Impetuoso. PAOLO FUSTA.
Patrón de Odón el Calvo.
PARIS. Hijo de rey de Troy a. Raptó a Elena, desencadenando la legendaria
guerra. Muerto eminente convocado por Cunqueiro.
PEDRO EL RAPOSO. Escudero de Lucas de Tarento. Ex ladrón y guerrero
originario de Praga.
PERFUMADA, La. Reina de las prostitutas del arrabal de Pera, Constantinopla.
PILARA PALAZÓN. Mujer de Sierra Morena que se cree la reina de los
iberos. Es gorda mochilona, tiene la sonrisa escorada y se tiñe el pelo de rojo.
PISANI, Los. Poderosa familia veneciana.
PLANTAGENET. Dinastía de los actuales rey es ingleses. PRINCESA DE
NEVERS. Suegra del rey Ricardo Corazón de León.
RAMAKOS EL SIMPLE. Enano que orienta a Grontal y al Raposo camino de
Delfos.
REY SAGRADO, EL. Representación de la masculinidad, muere cada vez que le
da un hijo a la Diosa Madre y se reencarna en este.
RICARDO CORAZÓN DE LEÓN. Hermano de Juan Sin Tierra y rey de
Inglaterra, venido a las Cruzadas. Enemigo de Saladino y de Felipe Augusto
de Francia. Abría una herradura con las manos. Murió de la forma más tonta,
de una rozadura infectada. RICO PESCADOR, EL. Enigmático rey que
habita en un castillo mágico y se aparece a los caballeros en forma de un
pobre pescador llagado.
ROBERT DE SABLÉ. Amigo de Hugo de Merens y maestre de los templarios.
RUFINUS. Junto a Totila, uno de los obispos que ocultó la Mesa de Salomón en
tiempo de la invasión sarracena del sur de la península ibérica.
RUFUS. Gigantón contramaestre que provoca y ataca a Sven le Berg en una
taberna de Patrás. Un desgraciado, oiga.
RUNTARIS. Famoso almirante de un antiguo califa de Córdoba.
SALADINO. Líder de los ejércitos sarracenos que han tomado San Juan de
Acre. SALOMÓN. Mago y sabio legendario, antiguo rey de Israel.
SAN BAUDELIO. Patrón de Berlanga y vencedor de la serpiente Groy a. Erigió
su iglesia con ay uda de María Magdalena. Acabó con la idolatría druídica de
la región y después se hizo ermitaño.
SAN NICOLÁS. Santo guardador de tesoros y patriarca de las tres esferas.
SAN TODARO. Santo muy venerado en Venecia, y de historia similar a la de
san Jorge.
SAN TRÓFIMO. Santo que acompañó a las Tres Marías, evangelizó parte de
Italia y derrotó a Atila.
SARA LA GODA. Esclava egipcia de María Magdalena que huy ó a la Provenza
con ella. Tiene una capilla en la iglesia de santa María y también se la conoce
como « Sara de los gitanos» . Con el mismo nombre y apodo, la hija maldita
de un conde cristiano que seduce a Sven le Berg en Cazorla.
SATANÁS. El demonio rey de los infiernos para los cristianos.
SERAPIS. Dios egipcio de la antigüedad, resultado de la unión de Apis, el dios
buey.
SHEKINAH. Diosa de los hebreos, esposa de Yaveh. Según los seguidores de la
Abominación, es el resultado de la unión entre las diosas Ashtoreth y Anath,
madre e hija.
SIGFRIDO. Famoso héroe germánico que mató a un dragón.
SINGERICO. Abad del monasterio de Giribaile. Inventó el chorrito de vinagre en
la y ema del huevo frito.
SULAMITA, La. Sacerdotisa de los cultos infernales, anterior poseedora de la
dragontía Fogosa. Amante de Salomón.
SVEN LE BERG. Ex novicio de los templarios y antiguo discípulo de Lucas de
Tarento. Caballero renegado seguidor de la Abominación. Va en busca de las
piedras dragontías por encargo de Asmodeo de Sinán. Una mujer enamorada
lo soñó con la cara verde y la boca roja.
TARASCA, LA. Dragona mítica de Tarascón que custodiaba la piedra Reluciente
y a la que mató Marta.
TEODORO AKRITES. Anterior patriarca de Constantinopla. TEODOSIO.
Antiguo emperador de Bizancio.
THOT. Dios egipcio, el arquitecto y agrimensor que se encarna en el faraón.
TOMÁS DE AGEN. Mago y adivino de la familia de Baux. Llegado de Roma
tras pasar por París y el noviciado en Egipto.
TOMASSO ALBINO. Mercader siciliano al que Odón el Calvo dice haber
vendido las piedras que robó a le Berg.
TOTILA. Junto a Rufinus, uno de los obispos que ocultó la Mesa de Salomón en
tiempo de la invasión sarracena del sur de la península ibérica.
TRAGANTÍA. Monstruo híbrido de dragona y mujer, poseedor de la piedra
Granito. Seduce a Sven le Berg bajo la forma de Sara la Goda.
TRENCAVEL. Conde de Tolouse. Acoge a Lucas de Tarento y su grupo y luego a
Guido, que les sigue la pista. Encaprichado de una ondina.
TRES MARÍAS, LAS. María Magdalena, María Jacobea y María Salomé, las
famosas mujeres que velaron a Cristo al pie de la Cruz.
TRIPLE MADRE, LA. Otro nombre de la Diosa.
TURMON NOORGEN. Rey de los Noorgen, afincado en Nueva Roma. Dice a
Grontal que conseguirá la Templada si este derrota al gigante Antulfas.
VALERY. Uno de los nobles provenzales que visitan a los Baux.
VENUS. Divinidad del amor, aspecto de la Diosa en Arlés entre otros sitios.
VIEJO DE LA MONTAÑA, EL. Figura legendaria, fundador de la secta islámica
de los asesinos. Sus diversos sucesores adoptan su nombre y título,
perpetuando la ley enda.
VIENTO. Nombre del caballo que Sven le Berg adquiere al huir de Venecia.
VIENTO IMPETUOSO. Nombre con el que se hace pasar Sven le Berg ante el
Viejo de la Montaña.
VIRGEN MARÍA. La madre de Dios, para los cristianos.
VOISIN. Anciano que estuvo al servicio de los Merens antes de la invasión de los
Baux.
YAVÉ(también parece con la grafía « Yaveh» ). Dios de los hebreos. Según los
seguidores de la Abominación, es el resultado de la unión entre los dioses El y
He, padre e hijo.
ZARATUSTRA. Profeta del mazdeísmo.
GLOSARIO

Abominación, la. Nombre que dan los seguidores de Dios a la Diosa y a cualquier
práctica relacionada con esta.
Al-Andalus. Nombre que los sarracenos dan a la península ibérica. Albión.
Nombre poético de Inglaterra.
Almorávide. Imperio africano formado por una confederación de tribus del
desierto que llegó a dominar las tierras de Al-Andalus.
Anacoreta. El practicante de una de las variantes del monacato cristiano.
Mortifica sus carnes y lucha contra las tentaciones demoníacas.
Anchoiade. Pasta de anchoas y aceite.
Apatheia. El objetivo de los anacoretas: la paz interior, consecuencia del dominio
de la pasión.
Arca de la Alianza. Objeto mágico que guarda el secreto de la alianza entre Dios
y la Humanidad.
Arcadia. Lugar mítico y paradisíaco, antiguo santuario de los elfos en la Edad de
Oro.
Asesinos. Orden secreta de seguidores fanáticos del Viejo de la Montaña (véase
maestros, compañeros y muhaidines).
Atlántida, la. Tierra mítica, y a desaparecida.
Avalon. Nombre dado a Glastonbury antes de la llegada de José de Arimatea.
Dicho nombre se lo siguen dando los iniciados en la Iglesia verdadera.
Baal Shem. Término hebreo para designar al Maestro del Nombre, el sumo
sacerdote del templo de Salomón.
Basileo. Emperador del Imperio Bizantino. Besante. Moneda bizantina.
Buenos hombres, los. Cátaros o albigenses. Grupo religioso opuesto al Papa de
Roma. Predican el amor, la tolerancia y la libertad y rechazan la autoridad
papal y la encarnación de Cristo. La Iglesia los consideró herejes y los
exterminó en una Cruzada.
Cábala, la. Conocimiento místico del mundo a través del lenguaje de Dios o Su
escritura.
Carolingios. Dinastía de rey es impuesta por el Papa de Roma en detrimento de
los merovingios.
Casitérides, las. Nombre dado por los fenicios a las islas Británicas. Castellano.
El natural de Castilla. También, el señor o responsable de un castillo.
Cátaros, los. Nombre despectivo que dan los papistas a los buenos hombres
(véase estos).
Comadre. La que hace de mediadora en relaciones amorosas, normalmente
prohibidas o mal vistas.
Compañeros. Miembros de la secta islámica de los asesinos. Siervos de los
maestros e informadores del Viejo de la Montaña.
Concertador. El que arregla huesos fracturados o desencajados. También, el que
tiene el poder de hablar con los espíritus o hacerlos aparecer.
Coquinaria. El arte de la cocina.
Corriente telúrica. Canal por el que fluy e la magia de la tierra. Cuadrirreme.
Galera con cuatro hileras de remos por costado.
Desertor Christi miles (soldado desertor de Cristo). El monje que cuelga los
hábitos por tentación del demonio.
Djinn. Genio maléfico propio de Oriente Medio. Dolorida. Una de las doce
piedras dragontías que componen el pectoral sagrado. Dominante, la.
Nombre que los venecianos dan a su ciudad.
Dykfie. Nombre que dan los iniciados a las pulsiones telúricas, origen de la
magia.
Edad de Oro. Época mítica en que las cuatro razas vivían en armonía bajo los
auspicios de la Diosa.
Edad de Plata. La edad de la Abominación.
Elfo. Miembro de una de las cuatro razas primigenias. De ojos almendrados y
orejas picudas, suelen refugiarse en zonas inaccesibles y guardan fuertes
vínculos con la Naturaleza y la magia que emana de esta.
Enano. Miembro de una de las cuatro razas primigenias, también llamados
« humanos de las cuevas» . Son bajos, corpulentos y peludos, gustan de vivir
en las profundidades y mantienen fuertes lazos familiares, en especial un
vínculo empático con los miembros de su propia camada.
E. profundo (o « de las profundidades» ). El que habita en las entrañas de la
tierra.
E. superficial (o « de la superficie» ). El que habita en la superficie de la tierra.
Espatario. Cargo bizantino, heredado del Imperio Romano. Portador ceremonial
de una espada.
Espejo de Salomón o Mesa de Salomón. Objeto mágico de gran poder en el que
el rey de Israel Salomón inscribió la fóruma del Shem Shemaforash o
Nombre del Poder que otorga al poseedor acceso directo al poder de Dios.
Pasó sucesivamente a romanos, visigodos y árabes y estuvo depositado en
Roma, Tolouse y Toledo. Los árabes lo enviaron al califa de Damasco pero se
perdió al pasar Sierra Morena en tierras de Jaén.
Fogosa. Una de las doce piedras dragontías que componen el pectoral sagrado.
Gatti. Naves de guerra venecianas, similares a castillos flotantes y provistas
de máquinas de asedio.
Gematría, la. Libro de la cábala. Ghemara, la. Libro de la cábala.
Gnomo. Miembro de una de las cuatro razas primigenias.
Golem. Ser mágico creado de arcilla, a imagen y semejanza del hombre. Es
producto de la magia de la cábala y lleva inscrita en la frente la palabra
hebrea « vida» .
Granito. Una de las doce piedras dragontías que componen el pectoral sagrado.
Honda. Una de las doce piedras dragontías que componen el pectoral
sagrado. Humano. Miembro de una de las cuatro razas primigenias, son como
los hombres de nuestro mundo.
Ibis. Ave zancuda egipcia, símbolo de Thot.
Iglesia falsa. La de los seguidores de Pedro y su representante en la Tierra, el
Papa.
Iglesia verdadera. La de los seguidores de san Juan apóstol.
Impertubatio. Otro nombre para la apatheia (véase esta).
Inrationabilia confusio mentis. Confusión irracional de la mente que a veces
consigue introducir el demonio en los ermitaños.
Intrincada. Una de las doce piedras que componen el pectoral sagrado.
Ismaelita. Otro nombre dado al chüta.
Justa. Lucha entre dos caballeros. También, competición poética. Ka, el.
Nombre que los egipcios dan al poder telúrico.
Kalamata. Una variedad de ovejas y de aceitunas.
Katochoi. Orden de reclusos de Serapis, en el antiguo Egipto, que combatían al
demonio. Fueron los precursores de la actual disciplina monástica católica.
Látigo de guerra. Véase mangual.
Libro de Bron. Códice antiguo, de carácter profético, que se conserva en Avalon.
Libro, el. La Biblia para los cristianos y el Corán para los musulmanes.
Licor de Mantua. Narcótico hecho de beleño y mirra.
Luciente. Una de las tres piedras dragontías de san Todaro y de las doce que
componen el pectoral sagrado.
Maestros. Miembros de los asesinos que se encargan de predicar las enseñanzas
del Viejo de la Montaña.
Magia. El dominio de las fuerzas ocultas de la Naturaleza, ejercido mediante
conjuros.
Magia blanca. La destinada a la curación del cuerpo o alma o a la protección de
estos.
Magia eólica. La destinada a controlar los vientos con diversos fines.
Magia libre. La practicada sin someterse al arbitrio de los dioses ni las ley es
humanas.
Magia negra. Nombre despectivo que dan algunos a la magia libre.
Mago. Practicante de la magia que no se somete a ninguna orden religiosa.
Manchada. Una de las tres piedras dragontías de san Todaro y de las doce que
componen el pectoral sagrado.
Mangual (o el « látigo de guerra» ). Arma consistente en una bola de hierro del
tamaño de un puño, erizada con una docena de punzones de acero y
pendiente del mango por medio de una cadena.
Mazdeísmo. Religión de la antigua Persia que adora a la divinidad suprema
Ahura Mazda.
Melada. Una de las dos piedras dragontías anglias y de las doce que componen el
pectoral sagrado.
Melusina. Hada de las aguas. Muchas de ellas tutelan a conocidas familias
nobiliarias.
Merovingios. La estirpe de Cristo, la Sangre Real, con derecho al trono.
Desbancados por los carolingios.
Mesa de Salomón. Otro nombre para el Espejo de Salomón (véase). Misdrashin,
el. Libro de la cábala.
Mishna, la. Libro de la cábala.
Mistral. Viento frío del norte.
Monje. Miembro de una orden religiosa. En sentido estricto, el que se recluy e
para evitar las tentaciones terrenales. Es una de las variantes del monacato
cristiano.
Montante. Espada grande que suele usarse con amabas manos. Muhaidines. Los
asesinos en sentido estricto. Guerreros fanáticos que, sabedores de que irán a
descansar en el Paraíso, dan su vida por el Viejo de la Montaña.
Notaricón, el. Libro de la cábala.
Nuececita. Una de las tres piedras dragontías de san Todaro y de las doce que
componen el pectoral sagrado.
Oreo. Miembro de una raza humanoide. Son belicosos, gregarios, fieros y
bastante primitivos.
O. padre. El jefe de una manada de orcos.
O. suave. El criado en cautividad y destinado a trabajos serviles.
Peludo (poilu). Apodo que dan los europeos a los cristianos nacidos en Tierra
Santa.
Peregrina. Una de las dos piedras dragontías anglias y de las doce que
componen el pectoral sagrado.
Piedra dragontía (o « dragonites» ). Cálculo terroso de gran poder mágico que
crece en la cabeza de los dragones. Doce de ellas componen el juego de
piedras del pectoral sagrado necesario para usar el Espejo de Salomón.
Pirámide. Edificio egipcio construido en un punto telúrico y desencadenante de la
magia de este.
Pócima. Bebedizo de poder curativo, mágico o similar.
Reluciente. Una de las doce piedras dragontías que componen el pectoral
sagrado. Rey de armas. Caballero veterano que arbitra un torneo.
Reyes de los cabellos largos. Otro nombre de los rey es ociosos.
Reyes ociosos. Sobrenombre de la Sangre Real, llamados así por su carencia de
trono.
Salomera, la. Caserón donde se hospedan Lucas de Tarento y su séquito durante
su estancia en Bizancio. Llamado así por su anterior propietaria.
Sangre Real. La estirpe de Cristo y María Magdalena.
Schiavoni. Los mercenarios albanos a sueldo de Venecia. Semielfo. Producto de
la unión entre un hombre y una ella, o un elfo y una mujer. En general,
cualquier humano con sangre de elfo.
Serenísima. Sobrenombre de la República de Venecia.
Shem Shemaforash. Término hebreo que designa al Nombre Secreto de Dios,
conjuro creador de máximo poder.
Silla de la Tarasca. Piedra de Tarascón marcada por la mítica dragona. Sirena.
Criatura fantástica, mitad mujer y mitad pez.
Spiraco. Masajista profesional, típico de Bizancio. Taka-i-Taq-dis. El Trono de los
Arcos.
Talmúdico o talmudista. Perteneciente o relativo al Talmud.
Tarida. Barco antiguo, propio del Mediterráneo. Usado normalmente para el
transporte de caballos y pertrechos.
Templada. Una de las doce piedras dragontías que componen el pectoral sagrado.
Templarios.
Temple, el. Orden de los caballeros templarios. En sentido estricto, orden secreta
dentro de la anterior que lucha por restaurar la Sangre Real. Temurah, la.
Libro de la cábala.
Terraferma. Nombre que los venecianos dan a cualquier lugar que no sea
Venecia, especialmente el continente.
Tiempos de los Caudillos. Época en que los diferentes pueblos riñeron entre sí.
Abarca la Edad de Piedra, la de Bronce y la de Hierro.
Trirreme. Galera con tres hileras de remos por costado.
Trudentes. Pueblo salvaje y caníbal, originario del Danubio, llegados a Tierra
Santa con la Primera Cruzada.
JUAN ESLAVA GALÁN nació en Arjona (Jaén) en 1948; se licenció en Filología
Inglesa por la Universidad de Granada y se doctoró en Letras con una tesis sobre
historia medieval. Amplió estudios en el Reino Unido, donde residió en Bristol y
Lichfield, y fue alumno y profesor asistente de la Universidad de Ashton
(Birmingham). A su regreso a España ganó las oposiciones a Cátedra de Inglés de
Educación Secundaria y fue profesor de bachillerato durante treinta años, una
labor que simultaneó con la escritura de novelas y ensay os de tema histórico. Ha
ganado los premios Planeta (1987), Ateneo de Sevilla (1991), Fernando Lara
(1998) y Premio de la Crítica Andaluza (1998). Sus obras se han traducido a
varios idiomas europeos. Es Medalla de Plata de Andalucía y Consejero del
Instituto de Estudios Giennenses.

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