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Los Dientes Del Dragon - Juan Eslava Galan PDF
Los Dientes Del Dragon - Juan Eslava Galan PDF
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Joaquim Dorca
Editor
CAPÍTULO I
Desde que entraron en la tierra del Viejo de la Montaña, los viajeros avanzaron
por caminos poco transitados, evitando las aldeas, las caravanas y los pastores.
Al atardecer del sexto día, el enano Grontal se alejó, como solía, para
meditar bajo un pino que destacaba sobre un collado. Al regreso anunció:
—El castillo del Viejo de la Montaña está a dos jornadas de camino.
Cantacuzanos le dirigió una mirada encendida, pero no dijo nada.
Quizá le molestaba que otro miembro de la expedición indagase por su
cuenta. El experto en el Viejo de la Montaña era él.
—Tendremos que avanzar de noche y ocultarnos de día —determinó Lucas
de Tarento.
Aquella noche alimentaron con cebada a los caballos para fortalecerlos y los
dejaron de careo en un barranco angosto, mientras Pedro el Raposo vigilaba
sobre una peña, en previsión de sorpresas. Sonó lejos el grito de la hiena y más
cerca el vuelo apagado del búho. Guido cerró los ojos y apretó en la mano una
higa de marfil. El alma del que mira los ojos de un búho vaga siete años antes de
encontrar consuelo.
De noche se encaminaron al castillo en fila india y en silencio. Pedro el
Raposo iba delante, a buena distancia, explorando el terreno. Llevaban dos horas
de camino cuando volvió con malas noticias:
—Sire —le dijo a Lucas de Tarento— hay un puesto de vigilancia en aquellas
peñas.
—Si vendamos los cascos de los caballos, ¿podremos pasar sin que nos oigan?
—inquirió el caballero.
—Lo dudo, sire. Hay un poco de luna y el camino está a la vista. Lucas de
Tarento comprendió. Si los descubrían, las atalay as encenderían una luminaria de
alarma que trasmitiría la noticia a la siguiente atalay a y esta a la siguiente, hasta
el castillo más próximo.
Podían incluso comunicar el número de intrusos cubriendo la luz a intervalos
con un escudo. —Si avanzáramos de día, podríamos buscar otra senda— dijo
Grontal. Cantacuzanos llevaba todo el día taciturno, a veces retrasándose más de
lo prudente con su mansa mula parda. Tosió para aclararse la voz y dijo:
—Quizá si me esperáis y o pueda hacer algo por remediar la situación.
—¿Vos, eminencia? —se extrañó Lucas.
—Con la ay uda de Dios.
En los días pasados, Cantacuzanos había meditado largamente sobre su
cometido en aquella expedición. ¿Es lícito realizar actos reprobables si el fin
perseguido redunda en la may or gloria de Dios y de su Iglesia? En circunstancias
normales quizá la magia, o cierta clase de magia, fuese maldita, pero ¿lo era
también fuera del territorio de Cristo, en las tierras de los paganos? Por otra parte,
¿dónde estaba la delgada línea que separaba la magia diabólica de la divina, si las
dos procedían de una misma fuente, cuando ángeles y demonios pertenecían al
mismo linaje antes de la edad de la Abominación?
Cantacuzanos no se caracterizaba por su valor. En los momentos de peligro lo
habían visto temblar, aferrarse a su báculo hasta que los nudillos se le ponían
blancos. Toda su vida había vivido en monasterios e iglesias, entre libros. Se
orientaba mal y no sabía caminar por el campo. Era evidente que estaba
ofreciendo su magia, pero ¿cómo se iba a acercar a la atalay a a la distancia
suficiente para lanzar un conjuro a los muhaidines que guardaban el paso?
—Id con Dios —dijo Lucas de Tarento.
La mirada del clérigo brilló extrañamente. Tenía los ojos orlados de
profundas ojeras. Comenzó a caminar apoy ado en el báculo y a medida que se
alejaba parecía más ligero. Al final, cuando las tinieblas nocturnas se lo tragaron,
se movía con gran agilidad.
A los dos muhaidines de la atalay a les pareció escuchar un sonido pétreo
barranco abajo. Permanecieron un rato en silencio, expectantes, la mano en la
y esca de las ahumadas, por si el sonido se confirmaba. Después decidieron que
había sido una falsa alarma. Reanudaban la conversación, sobre los goces eternos
del Paraíso, cuando un lobo gris enorme apareció al pie de la torrecilla y los
contempló un momento con su mirada maligna. Uno de los muhaidines agarró el
arco y estaba armándolo con una flecha de hierro cuando el lobo, de un salto
portentoso, alcanzó el parapeto y se lanzó directamente sobre su y ugular,
desgarrándola con los fuertes colmillos. El otro muhaidín, aterrorizado, abandonó
la lanza e intentó huir, pero rodó las pinas escaleras de la atalay a y se rompió el
cuello contra el último peldaño.
Cantacuzanos regresó al campamento cojeando. —Podemos pasar— anunció
con voz quebrada.
Lucas de Tarento lo miró en la oscuridad. No le pareció que estuviera herido.
Quizá agotado del esfuerzo.
—En marcha —ordenó—. Cuando amanezca habremos atravesado el primer
cinturón de atalay as y estaremos dentro del territorio del Viejo de la Montaña.
Apenas habían reanudado la marcha cuando Pedro el Raposo cabalgó hasta
situarse al lado de su señor y le dijo, sin mirarlo:
—Nos siguen, sire.
—¿Quién nos sigue?
—No sé cuántos son —respondió el escudero—: quizá pocos. Sólo he visto
brillar un acero. Están detrás de aquella colina.
—No se lo digas a nadie. Quédate atrás, disimúlate y observa quiénes son.
—Oír es obedecer.
CAPITULO XIII
Sven le Berg se quedó inmóvil bajo las pausadas estrellas. Los centinelas habían
desaparecido y la plataforma rocosa estaba invadida de zarzas, sin trazas de
castillo, sin parapetos ni almenas. Sven le Berg musitó su conjuro contra la
brujería, y cerró los ojos un par de veces con la vana esperanza de restituir el
mundo que había dejado antes de entrar en el aposento del Viejo de la Montaña,
pero seguía sin aparecer. El medallón con la piedra, pensó. Se lo sacó de la
cabeza y lo depositó en el suelo. Pronunció nuevamente el conjuro, pero cuando
abrió los ojos el resultado era el mismo: el castillo del Viejo de la Montaña había
desaparecido. Miró atrás y el aposento cuy a puerta había forzado hacía unos
instantes tampoco estaba. Solamente la plataforma de piedra con una roca más
elevada en la que se apoy aba la tarima de hierro del Viejo.
Se asomó al escarpé de la alta roca: abajo, el río que vertía sus aguas en el
lago seguía espejeando a la luz de la luna, pero la vegetación no se limitaba a sus
riberas: se extendía, pujante, en oscuras masas de árboles, por los cerros y
montañas ady acentes donde a la luz del día sólo había visto rocas peladas y
barrancos pedregosos.
Sven le Berg rescató el medallón de bronce y se lo colocó en el pecho.
Después descendió la empinada roca, lo que le llevó algún tiempo pues era difícil
encontrar un buen apoy o para el pie entre la maraña de zarzas que crecía por
doquier. Cuando le faltaban pocas brazas para llegar a la base escuchó a su
caballo piafar alegremente, acercarse y escarbar con el casco potente sobre la
tierra negra. No había camino, no había chozas, no había pabellones del amor
desde los que los muhaidines pudieran atisbar el paraíso: solamente selva
enmarañada, árboles espesos de muchas especies altas y bajas y el profundo
olor de la naturaleza muerta bajo sus plantas, generaciones de hojas caídas en
otoño y podridas por las lluvias, el humus en el que crecían toda clase de plantas
antes de que la del hombre hollara aquellos parajes.
Sven le Berg montó su caballo y se abrió paso entre la maleza. Todas las
personas que vio la víspera habían desaparecido. Sin embargo, el mundo era el
mismo, aunque poblado de árboles silvestres, entre los que reconoció la higuera a
cuy a sombra había bebido de la clara fuente y la palmera samani, aunque ahora
no era una palmera solitaria, sino una más en medio de un espeso bosque de
palmeras. Dedujo que había regresado a la tierra antes de que los hombres
llegaran a ella, cuando el bosque primigenio la señoreaba. Comenzó a
comprender que el sentimiento de inefable paz que pugnaba por introducirse en
su corazón podía provenir de aquella mudanza. Quizá antes de los tiempos de la
Abominación no existía el rencor en los sentimientos de los hombres. Pero desde
entonces habían ocurrido muchas cosas y él tenía motivos sobrados para cobijar
su rencor.
El Viejo de la Montaña congregó a los hombres de su guardia. Anduvo entre
ellos, les miro los ojos uno a uno sin decir palabra y luego ordenó.
—¡Devolvedme los turbantes melados!
Era señal de muerte. La guardia personal del Viejo de la Montaña se
distinguía por llevar turbantes embadurnados con miel en los que se posaban las
moscas que de este modo dejaban en paz al profeta. Eran nueve, escogidos entre
los más forzudos y fanáticos después de suavizarles el examen de doctrina.
Dejaron, pues, los nueve turbantes ennegrecidos de las moscas sobre el poy o
desnudo de la estancia y miraron al Bendito aguardando la orden:
—La puerta del Paraíso —dijo el Viejo señalando el podio de piedra por
donde la plataforma se asomaba al precipicio.
La Puerta del Paraíso, también conocida como « La Madre de las
Costaladas» , era un despeñadero de treinta brazas o más de caída que terminaba
en una roca plana. Sonaron dos trompetas. En las huertas del valle, los
trabajadores hicieron un alto en la faena para asistir a la ceremonia, muchos con
su punto de envidia: « Ahí van los afortunados que dentro de un momento van a
gozar de las huríes y las mesas abastecidas de hidromiel, de carne, de frutas, de
almendras garrapiñadas» . Los guardias se fueron arrojando al vacío uno detrás
de otro, sin titubear. Volaban por el aire como muñecos, gritando jaculatorias
religiosas, y se estrellaban con un sonido apagado, chaf, aumentando el charco
de sangre, sesos y entrañas despanzurradas. Si alguno no moría inmediatamente
y rebullía, acudía un muhaidin con una maza de pino, de las que se utilizan para
clavar los postes campamentales, y lo remataba de un golpe en la sien derecha o
en el occipucio, según la postura.
El último muhaidín del turbante melado era Mohamed Habibi, el egipcio.
Cuando iba a saltar, el Viejo de la Montaña lo detuvo con un gesto y le preguntó:
—¿Tú viste el rostro del ladrón, el rubio que nos mandó Saladino?
—Lo vi, Bendito.
No morirás todavía. Toma las esparteñas coloradas, una talega de higos secos,
un puñal bendito y un queso. Busca al rubio en Occidente, en tierra de cristianos.
Barrunto que tomará ese camino. Lo matas, te matan y ganas el Paraíso.
—¡Oír es obedecer! —grito Habibi entusiasmado.
CAPÍTULO XIV
Tan dulce era su voz que Lucas de Tarento se quedó extasiado durante un rato,
pero después temió que la dama descubriera su presencia y sintiera violada su
intimidad. La canción no parecía entonada para combatir la soledad, sino para
evocar algo más profundo y quizá doloroso. Pensó que la que la señora se
sobresaltaría al descubrir a un intruso.
—Disculpad, señora… —comenzó a excusarse.
Ella dejó de cantar, se incorporó lentamente, lo miró a los ojos y le sonrió.
Jamás había visto a una mujer tan bella: alta, el cabello largo y rojizo, los ojos
melancólicos del color de la miel, la boca fresca, la nariz recta de los griegos
antiguos, la barbilla firme, el cuello largo y delicado.
La dama sonreía en silencio. Alargó una mano de largos y blancos dedos y le
tendió una rosa azul que Lucas aceptó y, con un gesto galante inconsciente, se
llevó a los labios.
La dama se alejó. No parecía caminar sino que a medida que se retiraba se
empequeñecía como en un sueño. Lucas intentaba prolongar el gozo del
encuentro:
—Señora, no os marchéis todavía…
Ella le sonreía, alejándose. El caballero quiso seguirla, pero los pies no lo
obedecieron.
No marchéis…
—Id al hipódromo —dijo ella, sonriendo, antes de desvanecerse en una nube
azul tan tenue que sólo era la ilusión que dejaba en el aire la túnica.
A la noche siguiente Lucas buscó de nuevo a la dama azul. La encontró
cuando los nubarrones oscuros ocultaban la luna junto al estanque central, en el
patio en sombras. La dama se descalzó y acercó sus pies al agua fría para sentir
el velo helado que ascendía lentamente por su piel. Esas sensaciones la ataban a
la tierra, a la vida, a pesar de los siglos y su naturaleza. En realidad no eran las
únicas señales. Aspiró la fragancia profunda de la rosa azul que llevaba en la
mano, cerró los ojos y algo crepitó en su interior. Trataba de callar las voces de
sus íntimos sueños, pero le recordaban el vínculo más fuerte que la unía
inexorablemente a lo humano.
Un pétalo se desprendió de la rosa y dibujó, antes de posarse, la silueta de un
corazón herido del que manaban unas gotas de sangre que se diluy eron en el
agua cristalina. El propio pecho de la dama se tiñó de rojo: la señal. No podía
abandonarse a aquella agradable laxitud. Su corazón, como la extraña flor, era
y a inalcanzable y estaba ajeno a ese atisbo de amor terrenal. Su presencia tenía
sólo un sentido y hacía él se encaminaba su acción. El viento, cómplice con sus
pensamientos, le agitó el cabello rojo y la empujó lejos de la orilla. Sólo
permaneció su imagen reflejada en el agua, ese rostro que buscaba más allá de
su misión el caballero de Tarento.
Lucas de Tarento sintió una extraña congoja que no había sentido nunca. No
recordó más de lo ocurrido aquella noche. A la mañana siguiente se despertó con
la cabeza pesada y, aunque recordaba perfectamente lo ocurrido la víspera,
pensó que todo había sido un sueño. Bajó al patio, donde y a Pedro el Raposo y el
enano Grontal preparaban unos buñuelos, y se encaminó al pasadizo que
comunicaba los dos patios. No lo encontró. El hueco del pasadizo aparecía
tapiado con un sólido muro de piedras y lodo que tenía todas las trazas de ser obra
antigua. Intentaba comprender lo ocurrido cuando los cocineros llamaron para
desay unar.
Guido de St. Bertevin, Isbela de Merens y Cantacuzanos se habían
acomodado en torno a una de las mesas de mármol de la cocina. El Raposo
colocó en el centro una humeante fuente de buñuelos recién fritos. Mientras los
jóvenes charlaban animadamente, Lucas guardaba silencio. Después subió a su
habitación para vestirse con el manto de ceremonia que le había enviado el
may ordomo imperial, pues debía presentar sus respetos al Rey de Rey es. Sobre
el hatillo de su equipaje encontró la rosa azul que la misteriosa dama le había
entregado unas horas antes.
La tomó y aspiró su perfume. Olía como la dama espectral de la víspera.
CAPÍTULO XIX
Mientras los humanos asistían a la audiencia del basileo, que duraba toda la
mañana, Grontal, el enano, y Gorgo, el semiorco, se marcharon, cada cual por
su lado, a dar una vuelta por la ciudad.
El enano se fue derecho al barrio de las putas. Durante la travesía había
trabado conversación con un marinero que le elogió mucho La Llave y la
Cerradura, un prostíbulo de los muelles italianos, en el Cuerno de Oro, frente a
Pera, a la derecha de la cadena que cierra la desembocadura del puerto, donde
sería bien recibido. Incluso le auguró que haría negocio, pues algunas damas
encopetadas pagaban al rufián may or para que les facilitara citas con clientes de
grueso calibre y, encima de entregárseles y regalarlos, les dejaban generosas
propinas. Llegado al prostíbulo, Grontal repasó la pizarra en la que las pupilas
anunciaban sus encantos y señalaban la tarifa. Después de examinar todas las
anotaciones se decidió por una tal Expira Candente que había escrito: « Rubia
cachonda. Viciosa. Trasero de trece palmos de latitud. Tetas espectaculares.
Chocho loco. Culo tragón. Lluvia dorada. Consolador. Chupo agujeros oscuros.
Trago leche. Me gustan grandes y gordas» .
Grontal entró. Era temprano y la casa era un remanso de paz, porque a los
bizantinos les gusta copular tarde, después de la misa de siete. Un tracio
musculoso con la cabeza rapada aguardaba detrás de un mostradorcillo con un
taco de tablillas en la mano. Miró a Grontal con cierto desprecio a causa de su
condición de enano.
—¿Qué? —le preguntó—. ¿Quieres jugar con alguna de mis chicas?
—De eso se trata, ¿no? —replicó Grontal—. Si quisiera otra clase de juego
habría ido a un garito. Quiero conocer tan profundamente como sea posible a esa
Expira Candente de la pizarra.
—¡Ah, viciosillo! —dijo el tracio riendo de buena gana, para lo cual cerraba
los ojos y los ponía como dos rajitas—. El servicio completo son dos de plata y la
voluntad.
Grontal abrió su faltriquera y aflojó dos de plata, sin voluntad. El tracio le
entregó una tablilla verde que significaba servicio completo.
—Sube la escalera y llama en la tercera puerta por la derecha.
Le abrió Expira Candente, en persona, una rubia exuberante, de buena alzada,
con una túnica azafranada transparente que revelaba una arquitectura corporal
densa y maciza, como nacida para el oficio.
—¡Ay, pero qué pequeñín tenemos aquí para abrir boca! —exclamó la
cortesana, cachonda, pellizcándole una mejilla.
Grontal sonrió simpaticote, sin darse por ofendido.
—¿Quieres que llame a mis amigas Holgada y Berrienda? —propuso la rubia
—. Por el mismo precio te lo haremos las tres.
—Bueno —concedió el enano.
Expira Candente taconeó por el pasillo moviendo el trasero y haciendo
posturitas. Llamó en las dos puertas contiguas.
—¡Holgada, Berrienda, acudid a mi cuarto, que tenemos a un enanito y nos
vamos a divertir con él!
Las tres amigas se reunieron entre risitas en el cuarto de Expira Candente. El
enano entró tras ellas, cerró la puerta y se guardó la llave.
Por su parte Gorgo, el semiorco, deambuló por la ciudad sin rumbo fijo, con
la boca abierta, mirándolo todo embobado, especialmente el bazar del gran
palacio. En el dédalo de pasajes cubiertos de la alcaicería recorrió las tiendas de
los caldereros, de los joy eros, de los orfebres, de los tintoreros, de los boticarios,
de los especieros y de los mercaderes de hilos y sedas. También observó los
puestos de los cambistas con sus montoncitos de dinero de diversas procedencias,
que trocaban por besantes de oro con altas comisiones. Casi sin advertirlo llegó a
Santa Sofía, la gran basílica.
Los no humanos tenían prohibida la entrada a las iglesias, bajo graves penas,
pero la ley era más flexible cuando se trataba de trabajar en ellas. Gorgo
encontró una cuadrilla de orcos suaves, como llamaban a los que se criaban en
cautividad, que solían emplearse como esclavos o como peones libres en trabajos
agotadores o peligrosos. La cuadrilla estaba accionando la rueda de la grúa que
subía bloques de piedra porosa y planchas de plomo para los reparos en el techo
de la basílica. El capataz contrató inmediatamente a Gorgo cuando vio sus
músculos y lo envió a las alturas a ay udar a otro semiorco que se hacía cargo de
las sogas y las cadenas del ingenio. Arriba, entre envío y envío, los dos semiorcos
se asomaron a una de las lucernas altas y contemplaron el interior de la basílica.
Santa Sofía, con todas las lámparas encendidas, era un ascua de luz. Al rebervero
de las llamas reflejadas en el oro de las paredes y en las intricadas decoraciones
de los altares, igualmente cubiertos de oro, diríase que aquel ámbito pertenecía a
un mundo superior o quizá al paraíso reproducido por los enormes mosaicos que
tapizaban los muros.
El semiorco observó con pasmo aquella sublime belleza que parecía
suspendida en un sueño. Bajo la elevada cúpula, el iconostasio de plata albergaba
un altar de oro en el que decía misa un sacerdote revestido de bordados y gemas.
El incienso administrado por donceles con incensarios de plata se elevaba a las
esferas junto con los cánticos de mil voces blancas que acompañaban a la
música de diez órganos con tubos de plata. Los armónicos temblaban en el aire
amplificados por las bóvedas del edificio.
—¿Y toda esa gente? —preguntó Gorgo señalando a la asamblea de los fieles.
—Son los devotos que asisten a misa —le explicó su compañero.
—¿Qué ceremonia? —inquirió el viajero—. No veo empalados por ninguna
parte, ni calderas de carne, ni barriles de licor.
—¡No, bestia! Las ceremonias de los humanos son distintas. ¿De dónde sales?
Esta es la ceremonia de su dios. Todos esos que ves ahí abajo han acudido para
que el sacerdote convoque a Jesucristo, el Redentor. Lo hacen cada pocos días.
—¿Y siempre acude?
—Siempre que un sacerdote lo convoca con el rito adecuado.
—Debe de ser un Dios muy ocupado —comentó Gorgo— porque sacerdotes
hay por todas partes. Son como una plaga. ¿Y qué pasa cuando viene Dios?
—Se lo comen y Él les perdona los pecados.
—¡Que se comen a Dios! —exclamó Gorgo, alarmado.
—Es complicado. Más vale que no intentes entenderlo. Yo hace veinte años
que vivo en esta ciudad y por más que lo pienso no me entra en la cabeza. Se ve
que los humanos son más inteligentes que nosotros.
—¿Pero ellos lo entienden?
—¡Claro! ¿Como iban a mantener a tantos clérigos ociosos si no entendieran
lo que les dicen?
—¿Y los pecados, qué son?
—Las cosas malas que han hecho. Dios es invisible pero Él lo ve todo y tiene
una lista de cosas que no se pueden hacer, cosas como comer cerdo los viernes o
mirarle el culo a la mujer de otro, no digamos y a follártela, cosas así. Si cometes
muchos pecados, al final de la vida vas al infierno, un lugar donde ardes entre
atroces tormentos.
—Muerte segura.
—No. Los condenados al infierno no se mueren. Sufren atroces tormentos por
los siglos de los siglos, pero no se mueren.
Gorgo se rascó el colodrillo. Había visto a los humanos cometer muchas
extravagancias, pero aquellas sobrepasaban la medida de su imaginación.
—¿Quieres decirme que hay un Dios tan cruel que te mete en la candela por
un quítame allá esas pajas y no te deja morirte jamás?
—Además, los muertos resucitan —añadió su compañero.
—¡Me cago en la puta! —exclamó Gorgo—. ¿Creen eso de verdad? Me
parece que me estás tomando el pelo.
—Es verdad. Al menos ellos lo creen. Naturalmente nosotros, los orcos, no
creemos una palabra. Nos falta inteligencia para entenderlo. Gorgo miró
nuevamente la ceremonia a través de la lucerna.
El hombre de la rica vestidura coloreada estaba levantando sobre su cabeza
una torta de pan.
—¿Y ahora qué hace?
—En este momento Dios baja a las manos del sacerdote.
—¿Cómo? ¿Baja a comerse una torta de manteca?
—¡No!, ¡qué simple eres! Esa torta no contiene manteca ni levadura. Cuando
la levanta al cielo es sólo harina amasada y cocida, después de que el sacerdote
recita su conjuro y la baja, y a es carne de Cristo-Dios.
—¿Quién es ese Cristo?
—¿De dónde sales tú que no lo sabes, si lo tienen por todas partes y están
arrasando el mundo en su nombre?
—He estado cinco años remando en una galera sarracena.
—¡Ah, eso lo explica todo! Pues este Cristo es el dios de los cristianos. Era un
hombre nacido de una Virgen al que mataron hace más de mil años. Dicen que
resucitó y subió al cielo.
—¿Me tomas el pelo? —replicó Gorgo mosqueado—. Yo soy un ignorante en
las cosas de los humanos, pero sé bien que nadie nace de una virgen y que la
gente, cuando se muere, no resucita, así que cuéntame otra historia.
—Yo te cuento lo que los humanos creen. Tú deberías pensar que la
inteligencia de un semiorco, sin ánimo de faltarnos al respeto, no está capacitada
para comprender ciertas cosas.
Gorgo asintió.
—¿Y se creen que eso sea su carne? —preguntó todavía—. ¿No advierten que
es sólo pan?
—No lo ven. Creen a pie juntillas que es carne. ¿Ves el jarro de oro que el
sacerdote tiene al lado?
—Lo veo.
—Contiene vino. ¿Ves que ahora lo levanta en alto?
—Sí, lo veo.
—Está realizando el mismo conjuro que hizo antes con el pan. Cuando lo
baje, será sangre de Jesucristo. No un símbolo, sino sangre verdadera.
—¿Y eso creen?
—Ese es el fundamento de su fe. Por si acaso, los sacerdotes, que son tan
astutos, no dan a beber el vino, sólo reparten el pan entre los adoradores del
Cristo. El vino se lo reservan para ellos.
En aquel momento chirrió la garrucha porque una nueva carga de piedras
subía por el cabrestante, y los dos semiorcos tuvieron que abandonar su mirador
y volver al trabajo.
CAPÍTULO XXI
Guido de St. Bertevin avanzaba por el sendero que cruzaba un prado recorrido
por una maraña de arroy os cristalinos que no le impedían la marcha. Quizá
fueran los ramales de un mismo arroy o que no sabía bien su cauce al llegar a la
llanura. Había bebido agua y la había encontrado muy fría, como venida de las
montañas, quizá de las nieves del monte Parnaso, el blanco cono que se recortaba
en el cielo azul, al fondo de las montañas grises.
Gorgo, el semiorco, lo seguía a pie, procurando no separarse demasiado de la
cola del caballo de su amo. Cuando se quedaba retrasado se ponía a cuatro patas
y corría ágilmente hasta recuperar el terreno perdido. En un par de ocasiones,
Guido había intentado conversar con él, pero su dominio del idioma era tan
precario y su pronunciación, estorbada por la lengua gorda, tan torpe, que apenas
se podía entender lo que decía.
—Yo, amo Guido, la sangre santo —repetía a menudo.
Guido entendía que le estaba muy agradecido por haberle salvado la vida en
el asalto a La Golondrina Risueña. A esa pobre criatura, un semiorco, más bestia
que persona, su propia vida le parecía preciosa, como a cualquier humano y
sentía agradecimiento, como un humano, hacia la persona que se la salvó. « Bien
pensado, no todos los hombres somos agradecidos» , cavilaba Guido. Y esa
consideración le daba qué pensar. Quizá los orcos, en el fondo de sus cerebros
toscos, guardaran el tesoro del sentimiento mejor que muchas personas. No había
visto muchos orcos en su vida, como no había visto muchos osos o muchos
jabalíes. « Hay seres que cuando se ven hay que matarlos» —pensó tristemente.
Giró sobre su silla y miró al semiorco, que le devolvió su perpetua mirada
agradecida, babeante. Después de todo no le estorbaba, le daba compañía. Y
aquella abnegación ciega hasta le resultaba conmovedora. Lo había visto
haciendo guardia sin perder de vista al amo en los fuegos del campamento o en
las calles de Constantinopla, atento a su seguridad.
Cruzaron el valle ameno y entraron en un sendero más angosto que conducía
a las montañas. Atravesaron una corriente clara y tempestuosa por un viejo
puente de piedra. Al otro lado había volcado un carro cargado de leña. Una
anciana de pelo gris y repulsivo rostro, la boca desdentada y sumida, la piel
arrugada y sin lustre, los ojos casi ocultos por los pliegues fláccidos de los
párpados, se había sentado en una piedra. Cerca pastaba un caballo blanco
matalón, tan viejo como la dueña, con las costillas señaladas y los huesos de la
grupa queriendo romper el pellejo. El camino era suficientemente espacioso
para pasar de largo, pero el joven Guido se apiadó de la anciana y se detuvo
junto a ella.
—A los buenos días —saludó—. ¿Qué pasa, madre, se le ha volcado la carga?
—Ay, hijo, los tres somos demasiado viejos: el carro, el caballo y y o. Guido
reparó en que, en efecto, el carro era también demasiado viejo, un armatoste
con las ruedas macizas y la caja de corteza de abedul trenzada, de los que hacía
siglos que no se veían por los caminos de la cristiandad, desde que se inventó la
llanta radiada.
—Vamos a ay udarle, señora —dijo Guido.
—Ay, hijo, no es necesario, y a vendrá algún leñador del pueblo y me echará
una mano. Tienen que pasar varios a lo largo de la mañana.
—¿Y va usted a esperar mientras? —objetó el muchacho—. De ningún modo.
Nosotros le ay udamos. A ver, Gorgo, échame una mano.
El semiorco emitió un gruñido de conformidad y asiendo con sus poderosas
manos sendos haces de leña los sacó del carro y los depositó en el camino.
Aligerado el vehículo era más fácil de enderezar. La rueda izquierda se había
salido del eje, al caer. Gorgo tuvo que vaciarlo por completo antes de levantarlo
y apoy ar el eje sobre la horquilla de una encina siguiendo las indicaciones de
Guido. El muchacho le ay udó a poner la rueda en su lugar, ensartando el eje por
el agujero. Después le aplicó la arandela de hierro que sostenía el cubo y
martilleó con una piedra el pasador hasta que estuvo bien centrado.
La vieja seguía las operaciones desde su asiento.
—La pena es que no tengamos grasa a mano —dijo Guido—, que de tenerla
se lo dejábamos engrasado, porque este eje está muy seco. Debe chirriar
mucho, ¿eh?
—A mí me gusta que suene, como a Cafrune —dijo la vieja—. Me hace
compañía por esos caminos y en las arboledas oscuras ahuy enta al lobo.
—¿Hay lobos por aquí? —preguntó Guido un poco alarmado, mirando el
bosque.
La vieja asintió.
—Pero a ti no te atacarán, hijo —dijo pensativamente.
Guido miró a la vieja. De pronto le pareció menos desamparada que al
principio.
Mientras Gorgo entibaba nuevamente la carga, Guido recogió el caballo
esquelético y lo unció entre la horquilla del carro. Los atalajes de cuero estaban
tan cuarteados y gastados que era un milagro que no se rompieran al tirar de la
carga.
—Va siendo hora de cambiar estos atalajes —indicó Guido a la señora.
—¡Qué más quisiera y o, hijo mío, pero soy muy pobre! Soy una viuda sin
hijos ni nueras y lo único que hago es vivir como puedo en la tranquila espera de
la muerte.
—No hay que pensar en eso, señora —la animó el mancebo—. La vida es
muy hermosa. La vida es un esplendor.
Ella sonrió y Guido descubrió que había un remoto indicio de belleza en su
sonrisa desdentada. Quizá alguna vez había sido guapa, pensó el muchacho.
—La vida es como una mañana de pájaros —dijo la señora. Entonces salió el
sol de la nube que lo ocultaba e irradió sus colores en el valle y volaron pájaros
en todas direcciones y las flores levantaron sus corolas y extendieron una
pincelada añil, blanca, rosa, azul por la hierba que cubría los prados.
Guido y el semiorco se despidieron de la vieja y reanudaron su camino,
sendero adelante.
CAPÍTULO XXVI
Pedro el Raposo y el enano Grontal avanzaban por una vaguada entre higueras y
almendros. El sendero remontaba el curso de un arroy o profundo, de buen
caudal a pesar del estiaje. En un descanso, Pedro el Raposo trepó por el tronco de
una higuera frondosa para recoger las brevas de arriba. Había pasado y a la
estación y las brevas que quedaban estaban pasas.
—Ya es raro que no se las hay an comido los pájaros —comentó el Raposo
mientras se llevaba una a la boca, con su diminuta gotita de miel, y a seca, en la
corona.
Grontal miró en derredor, después miró al cielo.
—No hay pájaros.
—¿Cómo que no hay pájaros? —preguntó el escudero.
—No hay pájaros —repitió el enano.
El Raposo miró al cielo y comprobó que, en efecto, no había pájaros. Hacía
rato que no habían visto pájaros ni ningún otro animal.
El Raposo descendió de la higuera y dejó su varal apoy ado contra el tronco.
—¿Que crees tú? ¿Que esta tierra está encantada?
—Pudiera ser —respondió Grontal—. Por lo pronto, no hay pájaros y eso es
un feo indicio.
Se comieron unos cuantos higos, pensativos, y reanudaron el camino. Al cabo
de una hora de marcha silenciosa llegaron al pie de la misma higuera. El varal
que había utilizado el Raposo para alcanzar los higos de las ramas altas seguía
apoy ado en el tronco como él lo dejó y los rabos secos de los higos comidos
estaban en el suelo. La hierba seguía asentada donde descansaron las posaderas.
—Hemos caminado en círculo y hemos dado la vuelta como dos pardillos de
ciudad —dijo el escudero señalando el varal—. Es la primera vez que me pasa.
Yo solía ser el mejor rastreador de mi tierra. Se ve que me estoy haciendo viejo.
El enano estaba ensimismado. Habría jurado que caminaban en línea recta
hacia el monte Parnaso.
—Será mejor que en adelante nos fijemos más. Solamente a dos tontos se les
ocurre perderse de día. No lo diremos en el campamento para evitarnos las
burlas.
Caminaron por espacio de otra hora y llegaron a la misma higuera. El varal
de alcanzar los higos seguía donde lo dejaron.
—Otra vez hemos repetido el camino —dijo el Raposo. Grontal miró al cielo
y convino en que así era.
—Un encantamiento —dijo—. El camino está encantado. Nos podemos
morir sin dejar de caminar antes de llegar a nuestro destino.
El Raposo asintió gravemente.
—Será mejor que almorcemos, que y a va siendo hora, y pensemos con
calma lo que tenemos que hacer.
Se sentaron al pie de la higuera, sacaron las talegas, carne seca, bellotas, pan
y una frasca de vino rojo denso, que les alegró la pesadumbre del
encantamiento.
—Lo que tenemos que hacer es volver sobre nuestros pasos hasta la
encrucijada de la piedra derecha y seguir uno de los otros dos caminos —
propuso Pedro.
—Me temo que el camino no se dejará recorrer fácilmente —objetó el
enano—. Estamos en una redonda, en una senda embrujada. Si retrocedemos,
encontraremos lo mismo, esta higuera, pero viniendo de aquella otra parte.
—¿Como podemos escapar, entonces? ¿Volando?
—Esa es una solución —admitió el enano. Hablaba completamente en serio
—. Hay algunos conjuros que te permiten volar, pero me temo que y o no me sé
ninguno. Quizá alguien pueda ay udarnos. Aguarda aquí.
Grontal se incorporó y se alejó de la senda en dirección a una corpuda encina
cuy a copa sobrepasaba las de los árboles del entorno. Si había algún enano local
estaría allí, pensó. Cuando llegó a la encina la rodeo, admirando su porte. Puso
una mano en el tronco y convocó al enano.
—¿Sibsw wars wk sy wli sw wars wbxubs? —dijo.
Se removió la tierra bajo las hojas muertas y apareció una mano, seguida de
un brazo, de un tronco y finalmente el cuerpo entero de un enano joven, moreno,
con un birrete colorado y calzas de piel bastante gastadas. Miró a su convocante,
se sacudió la tierra que le había quedado adherida al jubón e inquirió:
—¿Sw wy w dsnukus wewa?
Grontal le explicó pormenorizadamente su familia y linaje y le hizo un breve
resumen de su vida y de sus peregrinaciones por el mundo a sueldo de los
humanos. El enano pertenecía a una comunidad muy aislada. No tenían idea de
las Cruzadas. Cuando veían pasar tropas, creían que la guerra de Troy a coleaba
todavía.
—El bosque está encantado, y no os va a ser fácil salir. Un primo mío,
Ramakos el Simple, se perdió hace cincuenta años y encontró el camino el año
pasado. La mujer lo mandó a comprar tres briznas de azafrán para el guisado y
se cansó de esperarlo.
—¿Y qué hizo?
—Puso el guisado sin azafrán.
No. Digo qué hizo Ramakos para volver.
—¡Ah! Al final el problema se lo resolvió un cuervo colirrojo que se amistó
con él porque le pasaba todos los días dos veces debajo del nido.
—Y ese primo tuy o, ¿podría presentarme al cuervo?
—Vamos a ver.
El enano se metió en su agujero y tras un buen rato volvió con su primo. Era
un enano algo más oscuro de piel, de todos los años que había vagado a la
intemperie sin encontrar la senda.
—¡Menos mal que habéis dado con nosotros! —dijo a guisa de saludo—. Yo
desde que me ocurrió lo de marras, sigo en muy buenas relaciones con el cuervo
y no le falta su pan con hierbas amargas, que le consuelan mucho el estómago.
—Miró las copas de los árboles más cercanos por si el cuervo escuchaba y
añadió confidencialmente—: Lo tiene estragado de comer ortigas y sabandijas.
Voy a buscarlo y os lo presento, a ver qué se puede hacer.
Ramakos el Simple se marchó, a través del bosque, hacia el nido del cuervo y
ellos aguardaron con el primo conversando tranquilamente sobre la república
enanil que mantenía aquel bosque. Al parecer no había mucha ingerencia de los
humanos, esa era la parte buena, porque había circulado la ley enda de que el
bosque estaba encantado desde que desapareció en él un batallón de persas, en
tiempos de Darío el Grande. Y desde entonces, las rutas de arriería y los correos
de los humanos lo evitan y prefieren descender hasta las costas del istmo de
Corinto o subir al norte, en busca de Elatea, hacia la Fócida. Mejor. Más
tranquilos. Ellos, en la superficie no tienen problemas. Y enanos superficiales,
aparte de su primo Ramakos, el escarmentado, hay pocos. Casi todos son
profundas.
A media tarde regresó Ramakos con el cuervo, negro, grande, revoloteando
con mucha suficiencia sobre la arboleda.
—Buenas tardes —saludó el ave perchando en la rama de una encina—. Aquí
el amigo Ramakos me ha contado el problema. ¿A quién se le ocurre meterse así,
tranquilamente, en el Bosque Tenebroso? Y dad gracias a Dios, o el que sea en el
que creéis, de que no os hay an ocurrido percances más desagradables todavía.
—¿Y cómo podemos salir?
—¿Confiaréis en mí?
Grontal y Pedro se miraron: ¡qué remedio!
—Sí, claro —dijo el Raposo.
—Pues entonces, seguidme, y o volaré y vosotros iréis exactamente por
donde y o vay a, aunque os parezca que os llevo por el mismo sitio y que os
vuelvo locos, porque el Bosque Tenebroso es un laberinto y sólo el que vuela por
encima de los árboles conoce la salida.
Se despidieron con muestras de afecto y agradecimiento de los enanos y
partieron en pos del cuervo.
El negro pájaro los condujo por senderos inexplorados, resbaladizos y secos;
por bancales de piedras; por cañaverales húmedos en los que los mosquitos se los
comían; por umbrías tan espesas que no se veía el cielo; por secarrales y por
charcas llenas de ranas y culebras. Caminaron y caminaron atravesando
lodazales pantanosos y desiertos, hasta que salieron, y a anocheciendo, a un
y erbazal parecido al que habían dejado en la piedra enhiesta, cuando se
separaron del resto del grupo.
—Aquí y a vais bien —dijo el cuervo—. Cuando amanezca veréis una senda
de cascajo colorado que sale de aquel arbolado del fondo. Ese es el camino de
Delfos. Si no os desviáis llegaréis al cabo de seis o siete horas.
—¿Como podremos pagarte el favor, cuervo? —dijo el Raposo.
—Ya me lo pagaréis —no te preocupes—. Nos tenemos que ver más.
—¿Cómo puedo llamarte?
—Llámame cuervo.
—No, me refiero a cómo puedo hacer que acudas en caso de necesidad.
—Yo acudo solo, no te preocupes.
—¿Sabes algo de la Puerta Misteriosa que hay por estos andurriales?
—Claro que sé: y a la habéis traspasado.
—Pues no me he dado cuenta.
—Por eso se llama Misteriosa, porque uno la traspasa sin advertirlo —dijo el
cuervo y echó a volar alejándose.
Renqueaba un poco del ala derecha.
CAPÍTULO XXVII
Sven cay ó al oscuro mar y se sumergió en las aguas del Adriático todavía
inconsciente a causa del narcótico. No obstante, el brusco contacto con el agua
helada lo reanimó y cuando salió a la superficie el instinto le dio fuerzas para
mover los entumecidos miembros y mantenerse a flote. La luna estaba en su
cuarto menguante, pero su luz le permitió divisar la popa del navío que se perdía
a lo lejos. Sven fue recobrando el conocimiento y comprendió que lo habían
drogado para robarlo y lo habían arrojado al agua. Miró las estrellas y, después
de orientarse, giró en derredor en busca de la costa. Crey ó ver en el horizonte
alguna luz, pero bien podría ser una alucinación de sus sentidos alterados por la
droga. Habían pasado varias horas de navegación y seguramente se encontraban
a demasiada distancia de la costa. Quizá cuando amaneciera pudiera ver algo.
Mientras tanto se limitó a mantenerse a flote, con leves movimientos de las
piernas y de los brazos, ahorrando energía.
Cuando amaneció estaba extenuado, pero vio venir a lo lejos una vela
triangular que aumentaba de tamaño a medida que se aproximaba. Después de
todo tenía suerte de que lo hubieran arrojado en la ruta habitual de navegación
entre Split y Ancona.
El vigía de La Rozagante Arbórea, una tarida veneciana con cargamento de
madera, avistó al náufrago y lo comunicó a su capitán, Giorgio Bonafede, un
albanés gordo y colorado, de los del cogote rollizo, un hombre de buen corazón
que al instante ordenó botar la chalupa para recoger al náufrago.
—¿Quién eres? —le preguntó Bonafede cuando lo tuvo en cubierta mientras
le abrigaba el cuerpo aterido con una manta.
—Me llamo Sven le Berg. Mi señor ha muerto en la toma de Acre y y o
regreso a Alemania para comunicárselo a su noble viuda. No estoy habituado a
navegar, salí a tomar el aire y debí de marearme y caer al mar. Me temo que
nadie a bordo ha advertido mi desgracia.
Bonafede sonrió y le palmeó el muslo.
No te preocupes. Dentro de tres días estarás en Venecia. Te inscribes en el
registro de los pobres, comes de balde unos días y en cuanto recobres tu vigor
podrás reanudar tu camino.
—No tengo con qué pagaros el pasaje —aventuró el guerrero.
—No hace falta que lo pagues. San Marcos nos favorecerá por esta buena
acción.
En esto llegó el cocinero con una taza de caldo caliente y unas sardinas secas
y Bonafede regresó a sus ocupaciones dejando al náufrago en paz.
Después de cenar, Sven, agotado por las emociones, se durmió como un leño.
Soñó que atravesaba una región devastada por la guerra, las aldeas quemadas, los
trigales incendiados, los árboles talados, los buitres hartos de carroña a lo largo de
los caminos, muerte y desolación por doquier bajo un sol abrasador. En su sueño,
Sven se moría de sed y lo asaltaba la certeza de un manantial fresco a la sombra
de una roca en algún lugar del horizonte. Con los pies sangrantes y los labios
agrietados e hinchados, el extraviado llegó por fin a la caverna profunda que
albergaba la fuente y arrojándose de bruces en el arroy o bebió del agua delgada
y fría hasta que sació su sed. Entonces, al levantar la mirada vio unos pies
descalzos delante de sus ojos. Se puso de pie y encontró la familiar figura de
Asmodeo de Sinán.
—Me alegro de verte Sven le Berg. He puesto en tu camino este navío que te
llevará a Venecia para que cumplas tu destino. En Venecia conocerás a la esposa
de Giorgio Querini, el secretario del dux. Esa dama, un putón desorejado que le
pone los cuernos al marido, que es paciente, lleva al cuello una llave mágica que
abre la arqueta secreta que está bajo la cama de Querini. En la arqueta secreta
están las tres piedras de san Todaro (las que los vénetos le entregarán a Lucas de
Tarento son falsas). Te haces con ellas, y sales de la ciudad por el camino de los
Alpes porque debes buscar las otras dos piedras, la Fogosa y la Intrincada, que te
arrebató Odón el Calvo.
Cuando despertó, lo recordó todo tan pormenorizadamente como si lo
acabara de vivir. Notaba un escozor en la mano, la abrió y sobre la palma
descubrió la marca de Asmodeo, el que lo había visitado en sueños.
CAPÍTULO XXXIV
Era de noche y el vuelo mágico del enano Grontal por los cielos de la
Cristiandad, a no más de cien pies de altura, remontando cuando era menester
para esquivar montañas, árboles o campanarios, lo llevó sobre Treviso, con sus
tejados de pizarra inclinados; Saint Moritz, con sus siete campanarios blancos;
Ulm, con sus puentes de piedra adornados de berracos de granito; Manheim, con
sus prados donde crece el trébol y nieva en invierno; Kassel, la de las minas de
hierro y Goslar, al lado de una laguna donde un pez antiguo canta vísperas con
voz de tenor aguachinado. Llegando a este punto de la región magderburguiana,
donde retorna el viento de poniente, el torbellino que transportaba al enano torció
a la derecha y sobrevoló Postdam, donde, por broma, se llevó de un tendedero
las bragas de la señora del prefecto imperial y con ellas y Grontal avistó el
Báltico frío y gris por Swinemunde, que sobrevoló hasta la isla de Gotland. En
este punto, el vendaval campanero desaceleró y se redujo a torbellino y el
torbellino a viento y el viento a brisa que depositaron suavemente al enano
Grontal y las bragas de la gobernadora sobre un prado herboso en el que
pastaban varias vacas pintas. Grontal como llegaba sediento del viaje, por la
emoción y por el aire seco que se respira en las esferas, lo primero que hizo fue
llegarse a una de las vacas y darle unas cuantas mamadas en las ubérrimas
ubres. La vaca lo dejó hacer, comprensiva y maternal. En ello estaba, con los
ojos cerrados por deleite, cuando llegó zumbando la pedrada de un pastor que no
le acertó de milagro.
—Con que robándome la leche de la Gustosa, ¿eh? Y luego querrás follártela.
El que hablaba era un vikingo arrebujado en una manta de pelo trenzado, con
un gorro de lana en la cabeza, polainas en los pies y una honda en la mano.
Grontal no conocía el idioma vikingo, pero se introdujo en la boca la hoja de
abedul que le había entregado Cantacuzanos para que pudiera hablar y entender
cualquier idioma, si bien la dicción le salía algo gangosa a consecuencia de la
hoja.
—Me llamó Grontal —se presentó en vikingo, que era un dialecto alto-alemán
—. Vengo en son de paz —se apresuró a añadir al ver que el pastor había
colocado otra peladilla en el cazo de la honda. La primera pedrada había sido
para tomar puntería y la segunda lo podía descalabrar—. Me envía el Papa de
Roma para un asunto de mucha importancia para la Cristiandad.
—A nosotros la Cristiandad nos la suda —respondió el vikingo mostrándose
algo más amistoso—. Si tienes hambre mama un poco más de leche, pero no me
vay as a vacilar con grandezas, que me conozco y cuando me cabreo soy
peligroso. Los enanos sois unos liantes y lo que vais buscando es bebernos la
leche de las búfalas y enlecharnos a las mujeres.
Grontal comprendió que los enanos de aquellos parajes no resultaran
simpáticos a los humanos.
—Yo no soy de por aquí —se apresuró a aclarar—. Vengo de la Romanía en
son de paz y traigo credenciales. ¿Hay por aquí alguna comunidad cristiana?
—Los Noorgen, nuestros vecinos, están un poco cristianados por unos monjes
misioneros que vienen de Dinamarca y les cuentan unas trolas tremendas de un
dios que nació de una Virgen y su Padre celestial permitió que lo crucificaran
para redimir a la humanidad por un pecado colectivo que, por lo visto, había
cometido un antepasado y que consistió en robar una ciruela de un árbol
prohibido. ¡La repera, pero ellos se lo creen!
—Y esos Noorgen, ¿se pueden ver?
—¿No se van a poder ver? En cuando amanezca, porque estas no son horas.
Cuando amaneció, el vikingo de las pedradas condujo a Grontal al valle
cercano donde habitaban los Noorgen. Había en el centro de un pradillo verde
una docena de cabañas de madera y techo de paja y en el extremo más
ventilado del pueblo una iglesia de piedra en construcción.
—Aquí estaba antes la peña de los Suspiros —indicó el pastor cuando pasaron
ante la iglesia— donde nos reuníamos mozos y mozas a copular alegremente
para asegurar la fertilidad de los campos, según la religión de Odín, pero ahora,
los monjes cristianos han convencido a los Noorgen de que eso es pecado y lo
que hay que hacer es rezar y sacar en procesión una cruz con un difunto
ensangrentado colgando. Yo no digo ni que sí ni que no, pero desde que no
podemos echarles un casquete a las Noorgen, y a verá usted qué mozas tan
aparentes son, y a no llueve como antes ni paren por derecho las vacas, eso va a
misa.
Klaus Noorgen, un hombre alto, rubio y afable, recibió a Grontal en la cocina
de su casa y después de ofrecerle unas gachas de almorta y manteca escuchó su
embajada y miró las credenciales vaticanas y reales que el enano aportaba. No
entendió nada de ellas, porque Noorgen era analfabeto. No obstante, envió a un
hijo a que llevara al visitante y los papeles a la misión en el valle contiguo, junto
a la costa de Wisby, donde había varios monjes.
Los religiosos recibieron al enano llegado por los aires con cierto recelo y lo
remitieron al rey Turmon Noorgen en la Nueva Roma, una aldea fangosa en el
centro de la isla. El rey habitaba en un castillo de madera, nada más que
mediano, en medio de un fangal.
—Esa piedra que dices, la Templada, la recibí de mi padre que a su vez la
recibió del suy o. Es emblema de la realeza y dadora de salud. Basta pasarla por
un herpes para que desaparezca la culebrilla y si el paciente se la mete en la
boca se le van las fiebres, por eso se llama la Templada. A ella le gusta curar. A
mi abuelo le alivió el asma y él, agradecido, le escrituró un molino con sus
campos circundantes. Otros pacientes aliviados de diversos males le han dejado
varias mandas en los testamentos. Es una piedra bastante rica.
—Veo que la tienen en mucho aprecio —dijo Grontal—. El Papa sólo desea
que la utilicemos en cierta cura que es necesaria para la salud del orbe cristiano.
Luego la devolverá con muchas bendiciones para ti y para tu pueblo.
Noorgen dirigió una mirada triste al enano.
—El daño está —suspiró— en que la piedra, que y o vi por última vez de niño,
no sé dónde estará ahora. Le hemos perdido la pista.
—¿Que le han perdido la pista? —preguntó Grontal incrédulo.
—Eso he dicho. La ley enda sostiene que algún día aparecerá un guerrero
intrépido que vencerá al gigante Antulfas. Entonces la piedra Templada, donde
quiera que esté, saltará de alborozo y se dejará ver.
El gigante Antulfas vivía en la isla Oland, también llamada de la Espada a
causa de su forma alargada, frente al Colmar. Los suecos, que habitaban la costa
vecina, habían abandonado la isla a causa del gigante, al que creían invencible,
pero los vikingos de Gotland aspiraban a recuperar sus ricos pastizales. Hasta que
el gigante apareció, hacía de eso unas nueve generaciones, la costumbre era que
al final del verano, cuando los barbechos de Gotland estaban medio agotados,
algunos rebaños de ovejas y vacas se trasladaran a Oland para aprovechar la
hierba. Además, aquella hierba tiene mucho salitre y hace la carne esponjosa y
la leche cremosa.
—Así que llego, venzo al gigante Antulfas, la piedra Templada reaparece y
me la entregáis como recompensa.
—Si sometes al gigante, ese es el trato —convino Turmon Noorgen.
—Bueno.
Para llegar a la morada de Antulfas había que atravesar el Báltico. A Grontal
no le entusiasmaba la idea de embarcarse, aunque fuera para un viaje corto y
tranquilo. Aquella noche, en el aposento del castillo de Nueva Roma que Noorgen
le había asignado, poco más que un barracón con las paredes y el techo de
troncos, Grontal atrancó la puerta, sacó el espejo que Cantacuzanos le había
entregado y recitó el hechizo.
La voz de Cantacuzanos y una leve sombra de su figura se personaron en el
aposento.
—¿Qué hay, amigo Grontal? —saludó.
—Tengo que matar a un gigante en la isla Oland y pretenden que viaje en
barco. Lo del gigante y a me parece mucho, pero desde luego lo de viajar en
barco es demasiado. Me niego en redondo.
—Te tiembla la barba, ¿eh?
—A los enanos no nos gusta el agua, tú lo sabes.
—No podemos abusar de la magia. Si hago el hechizo de la
teletransportación, tendrás menos recursos para enfrentarte al gigante.
—¿Tan duro de pelar es?
—Lo es. Los suecos no han podido con el. Tú viajarás por agua y cada poco
rato irás cogiendo una muestra de agua de mar hasta llenar un tonel de cinco
arrobas que llevarás hasta el collado del Viento y allí esperarás al gigante y lo
retarás a pelear. Cuando lo tengas encima en lugar de propinarle un hachazo se lo
das al barril.
—De acuerdo —aceptó Grontal—. Supongo que tú sabrás lo que haces.
—Lo sé —respondió Cantacuzanos.
—Espero no hacer el tonto atacando al barril cuando el gigante intente
aplastarme —objetó todavía el enano.
—Pierde cuidado —respondió Cantacuzanos antes de disiparse en el aire.
Grontal permaneció un rato meditando sobre el asunto, boca arriba en la
cama, con las manos bajo la nuca, hasta que sonó un cuerno de caza en el patio,
que convocaba a la cena. Se vistió y bajó al salón. Una chimenea central
albergaba un asador enorme del que los vikingos tomaban carne según categorías
y clanes en buena paz y compañía y sin muchos formalismos. Cuando lo vio
aparecer, el rey Noorgen lo llamó a su lado e hizo traer un par de mantas
dobladas como asiento supletorio para que Grontal alcanzara cómodamente la
mesa. Un cocinero franco, raptado en un monasterio de Irlanda, le puso delante
una gruesa rebanada de pan, que le serviría de plato, y encima de ella una
humeante tajada de ciervo en salsa de hígados y trufas al vino dulce. Grontal
tenía el suficiente mundo como para no preguntar qué hacía un cocinero francés
en una isla perdida del Báltico. Ya no se organizaban expediciones como en los
viejos tiempos, cuando los normandos eran todavía paganos, pero, no obstante,
algunos mantenían la costumbre de dejarse caer cada pocos años por las costas
de Europa a ver lo que rapiñaban. Los tataranietos de los grandes vikingos que
devastaban regiones enteras se limitaban ahora a violar a las morenas, a robar las
bodegas y a secuestrar a los cocineros. « Ya que vivimos como cerdos —solía
decir Eric el Terrible— por lo menos que comamos y bebamos decentemente» .
—¿Y lo de las morenas?
—Es por el gusto que dan.
—También lo dan las rubias.
—Sí, pero rubias y a las tenemos aquí y todos los días el mismo menú, cansa.
Grontal comió carne con salsa especiada hasta la saciedad y bebió aguamiel
fermentada de la misma copa de Noorgen, lo que era un gran honor.
—Esto te coloca igual o más que el vino —le dijo Noorgen en confianza— y
no se avinagra aunque agiten el barril en la bodega del barco cien tormentas de
mil demonios, de esas que siembran de ballenas las cumbres de los montes.
Tras el banquete retiraron las tablas y los caballetes, despejaron la sala y
organizaron corrillos, tertulias, cantos y otras manifestaciones folklóricas. Ya de
madrugada, cuando el jolgorio se fue apagando y casi todos se habían retirado a
dormir, salvo unos cuantos borrachos que roncaban en los bancos, Noorgen se
levantó torpemente, agarró su manto de armiño, que había resbalado hasta el
suelo pringoso, se despidió de su invitado y se retiró a sus aposentos ay udado por
un par de guerreros.
Durante el banquete, Grontal le había echado el ojo a una camarera rubia,
Brunequilda Smudsen, una viuda cuarentona, frondosa, de firmes carnes, elevada
estatura y caracteres sexuales secundarios excelentemente marcados, eso
saltaba a la vista. En un aparte, cuando ella le llenaba la jarra, Grontal le había
acariciado el trasero con la mano tonta, como por descuido y ella había acogido
su atrevimiento con una amable sonrisa.
Brunequilda había despedido a sus compañeras y estaba barriendo la sala.
Grontal se le acercó por la espalda y le metió la mano bajo la enagua. La mujer
dio un repullo.
—¡Caramba con el huésped y qué atrevido es! —lo riñó divertida.
—¡Ya quisiera que la anfitriona fuera tan caritativa como y o atrevido! —dijo
Grontal en tono triste—. Perdona que te importune, mujer, pero mañana pudiera
estar muerto, la fiesta se ha extinguido, cada mochuelo se ha ido a su olivo y y o
no quisiera pasar esta noche, que puede ser la última, solo como un perro.
Brunequilda se enterneció.
—Quizá te doy asco porque soy enano —añadió Grontal melancólico. Nada
de eso— replicó la viuda: —todos somos hijos de Odín, enanos, humanos, elfos…
incluso puede que los orcos.
—Los oreos no sé —respondió Grontal—, pero desde luego los enanos
tenemos una sensibilidad la mar de grande.
—Eso es lo que importa —dijo la camarera—, la sensibilidad. El tamaño de
la persona no importa.
Grontal enarcó una ceja.
—¿De veras crees que el tamaño no importa? La rubia asintió solemnemente.
—Eso creo.
Grontal la tomó de la mano y la condujo a su aposento. Dos bebedores medio
borrachos se dieron con el codo e intercambiaron pícaros guiños.
Grontal y Brunequilda pasaron la noche juntos y al día siguiente, cuando las
banderas del día estaban bien levantadas, sonaron los cuernos que convocaban la
expedición contra el gigante Antulfas. Grontal saltó de la cama, tomó su hacha de
combate y se despidió de Brunequilda con un beso en la frente. Ella, sudorosa,
satisfecha y escocida, remoloneó un poco antes de abandonar la cama. Quería
regodearse con el recuerdo reciente de lo vivido y sentido.
—¿Volverás?
—¿Sigues pensando que el tamaño no importa? —preguntó el enano. Ella
sonrió satisfecha.
—¡Vay a si importa!
La besó otra vez y se fue. En el puerto, los remeros, todos jóvenes, rubios y
esforzados, habían ocupado sus puestos y aguardaban con los remos levantados.
El pueblo había bajado a aclamar al enano que se enfrentaría con el monstruo
Antulfas. Grontal avanzó por el pasillo que formaba la muchedumbre todos
muchísimo más altos que él, recibiendo parabienes y golpecitos amistosos en el
hombro, además de algún que otro pescozón accidental. « Así habrán despedido a
otros héroes que no regresaron» , pensó mientras lo jaleaban.
El drakar se hizo a la mar y se perdió en dirección a Oland, la isla de la
Espada.
CAPÍTULO XL
Mientras el enano Grontal gozaba de las mieles del amor antes de enfrentarse a
su incierto destino, a tres mil kilómetros de distancia, en Venecia, Lucas de
Tarento no conseguía conciliar el sueño, la mirada perdida en los altos y
elaborados artesonados de la nunciatura apostólica. El verano se resistía a
despedirse y el día había sido caluroso, con el calor húmedo agobiante que
caracteriza a la ciudad de las lagunas. Definitivamente desvelado, el antiguo
templario se levantó y se acodó en la ventana. La luna en su cuarto creciente
difundía una pálida luz sobre las aguas del gran canal surcadas por las sombras de
silenciosas embarcaciones. En la orilla opuesta brillaban algunas luces amarillas
en ventanas y puertas de tabernas y palacios.
Del canal ascendía una suave fetidez producto de la putrefacción fluvial,
porque la retirada de la marea dejaba al aire el fango del fondo y los vertidos de
las cloacas. Lucas, ensimismado en sus pensamientos, dio en pensar en otra
noche, semanas atrás, en el palacio de la Salomera de Constantinopla, cuando lo
visitó la Dama de la Rosa Azul. Desde entonces no había apartado de sus
pensamientos la espectral visión, el bello fantasma. El guerrero no sabía descifrar
la agradable congoja, si era un atisbo absurdo de amor o la simple conmoción del
deseo carnal.
Aquella noche, Lucas de Tarento conoció una sensación nueva. No era el
recuerdo de la Dama de la Rosa Azul asaltándolo como otras veces, sino algo
más próximo. Era que, sin advertirlo apenas, el perfume de las extrañas flores
del patio lejano había sustituido paulatinamente a la fetidez del canal. El caballero
presintió la inminente presencia de la misteriosa dama y al volverse, sintiendo
que no estaba solo, la encontró en el centro de su alcoba, enigmática y sonriente
después de la prolongada ausencia.
—¡Señora! —murmuró.
Un golpe de viento abrió la ventana de par en par y apagó las velas. Afuera
comenzó a descargar una tormenta. En la penumbra de la habitación la única luz
era una leve fosforescencia que se desprendía, como un halo gaseoso, de los ojos
de la Dama. Ella posó una mano de porcelana sobre la leve cicatriz de su cuello.
El caballero Lucas, con una creciente opresión en el pecho, la observaba en
silencio.
—Una vez tú y y o estuvimos en el acantilado, como ahora ¿no lo recuerdas?
—dijo la dama en el dulce dialecto veneciano—. El viento furioso lo arrastraba
todo a su paso. Subía el mar afilado, enojado, hambriento de sacrificios y todas
las palabras fueron menos que nada, ni todo el amor del mundo… El abismo
como una fiera hambrienta…
Era hermosa a la luz que ella misma desprendía, la luz que se adensaba en la
habitación envolviendo con un halo mágico al caballero Lucas, a su espada sobre
un sillón, a su cota de malla envuelta en la camisa, sobre la mesa, a los variados
objetos que la estancia contenía.
La Dama hablaba moviendo apenas los labios, en un susurro que la soledad y
el silencio acrecían y Lucas, quieto, aturdido, miraba fascinado aquellos labios
tocados de un extraño carmín semejante a la sangre.
—Corrí desesperada a tu encuentro. Demasiado tarde. De pie, mirando al
vacío, pensé en seguirte pero una fuerza misteriosa detuvo mi cuerpo inclinado.
Tu destino es otro. De su cuello —dijo, rozando levemente el suy o— emanó luz
azul, éter y aguamarina… —la dama guardó silencio un instante… y quedé de
rodillas en la noche, el cabello azotado al viento, desnuda, la voz rota
pronunciando tu nombre…
La túnica se deslizó lentamente hasta el suelo con un siseo de seda. Estaba
desnuda y su cuerpo, hermoso hasta el dolor, brillaba con aquella extraña luz
interior que se desbordaba por los ojos.
—Escuchad a vuestro corazón. El os guiará.
Desprendió de su cuello una cadena de la que pendía una aguamarina y la
colocó alrededor del cuello de Lucas de Tarento sin dejar de mirarlo a los ojos.
—Su corazón es de éter —añadió—, y participa del alma del mundo y de su
materia. Os acompañará.
Lucas sintió el reflejo del mar y del cielo, del agua corriente de las fuentes,
del agua dormida de los lagos y de los arroy os, el azul de la flor, la palabra y la
sabiduría.
Cesó la fosforescencia azul y la oscuridad se adueñó nuevamente de la
estancia. La dama se adelantó unos pasos hasta situarse en el claro de la
habitación donde la pálida luz lunar iluminaba sus rasgos.
—¡Señora! —Esta vez, cediendo a un impulso irrefrenable, Lucas de Tarento
se adelantó hacia ella y extendió sus manos. Lo que encontró no fue un fantasma,
sino un denso cuerpo desnudo de mujer, unas caderas firmes y redondeadas que
acogieron su contacto con un leve estremecimiento. Ella se apretó contra él,
hermosa y enigmática, y le ofreció los labios. Se fundieron en un beso
prolongado.
Eso fue todo lo que el guerrero recordó cuando despertó a la mañana
siguiente. Unos golpes en la puerta lo arrancaron del profundo sueño. Se levantó
y descorrió el cerrojo. Era un viejo criado de la casa que le traía el batido de
leche y vino dulce con el que los venecianos despertaban.
—¿Habéis dormido bien, sire? —preguntó el may ordomo.
—Creo que sí —respondió Lucas todavía conmocionado por la imagen de su
sueño.
—Me alegro. Este aposento es el más noble de la casa, y lo reservamos para
huéspedes de alcurnia, aunque algunos prefieren una estancia menos lujosa por
miedo a la Dama Azul.
—¿La Dama Azul?
—Así llamaban a la duquesa de Selvo, sire, porque cultivaba rosas azules.
Lucas de Tarento se mostró muy interesado.
—La duquesa de Selvo vivió hace ahora cien años, sire. Era una mujer muy
hermosa, a la veneciana, hermosa y alta, de erguidos andares, largo cuello,
facciones armónicas, ojos de mirada penetrante, labios carnosos y firmes,
barbilla voluntariosa, una mujer capaz de cautivar los corazones más templados.
Entonces los venecianos éramos menos refinados que ahora, y menos ricos. La
Dama Azul escandalizó a la sociedad de los canales porque usaba aguas
perfumadas, porque protegía sus manos con unos finos guantes de seda ó de
terciopelo, según la estación, se maquillaba con afeites traídos expresamente
para ella de Alejandría y de Bizancio y comía con una etiqueta desconocida,
pues usaba un tenedor de oro. Estas innovaciones que hoy son normales entre la
alta sociedad de los canales, entonces nos alarmaban. Éramos bastante bárbaros.
Los ciudadanos vieron con satisfacción como el cuerpo de la princesa empezó a
pudrirse debido a los perfumes que usaba. Se llenó de llagas supurantes, blancas,
fétidas, la lepra blanca. Los parientes y los criados huy eron de ella y murió
abandonada de todos. Ahora dicen que su sombra vuelve a recorrer los salones y
los corredores de este palacio.
—¡La lepra blanca! —Lucas de Tarento recordó que era una de las taras de
la Abominación, pero se abstuvo de comentarlo.
El criado se inclinó y salió del aposento cerrando la puerta tras de sí.
Así que la misteriosa dama, o el espectro de la dama, la Dama de la Rosa
Azul que se le había aparecido en Constantinopla, regresaba ahora en Venecia,
ligada a una terrorífica historia.
« Quizá estemos en manos de la magia» , pensó, pero se abstuvo de
comunicar a sus compañeros las sospechas. ¿Había sido un sueño?
¿Había soñado con el contacto de sus manos en torno a las caderas de la
Dama Azul?
CAPÍTULO XLI
Sven cruzó el patio en pos de la sombra y luego franqueó una puerta y recorrió
un largo corredor iluminado con lámparas de aceite. Al fondo ascendió unos
peldaños y penetró en un vasto salón débilmente iluminado por una sola vela. Los
únicos muebles eran una enorme cama doselada, un arcón y un repostero sobre
el que una mano previsora había dispuesto los viáticos que reponen del desgaste
amoroso: una jarra de plata con vino dulce y bandejas con dulces de almendra y
miel y tocinillos de cielo.
La dama se despojó de la capa, la dejó caer sobre el arcón y se acercó a la
vacilante luz de la vela para que Sven contemplara su cuerpo desnudo. Era una
señora de cierta edad, pero aún apetecible, una mujer dispuesta a recuperar
avaramente la vida, a sacar todo el partido posible al esplendor último de su
belleza.
—Pórtate bien conmigo, hazme todo lo que sepas hacer y te recompensaré
debidamente —le dijo con la voz enronquecida por el deseo. Sven se acercó a la
mujer, alargó las manos y oprimió ligeramente sus pechos grandes y firmes,
grávidos, ligeramente caídos. Se inclinó y chupó los pezones erectos, grandes
como aceitunas, que emergían de las areolas oscuras. Contempló el bello rostro
de la dama y vio, asomada a los ojos alcoholados, ligeramente cansados, esa
llamarada de pasión que precede a las tristes cenizas de la vejez.
Ella comprendió.
—Eres hermoso y maligno —susurró con su sabiduría antigua. Sven volvió a
chupar los pezones con violencia para ocultar la mirada. La contempló
nuevamente. Era bella la dama. Los afeites no lograban desvirtuar la pureza de
sus grandes ojos almendrados, orlados de largas pestañas. Al compás de la
entrecortada respiración se movían las aletas de su nariz fina y recta, como de
marfil. Las mejillas algo carnosas, en el punto exacto de la madurez que precede
a la decadencia, se arrebolaban de deseo. El hombre mordisqueó las orejas
pequeñas y cálidas, lo que arrancó un suspiro lúbrico a la mujer, que se apretó
contra él y levantó un muslo.
Eso fue todo. A la placentera sensación de su sexo duro en la entrepierna
siguió la inconsciencia y la nada. Sven había tomado la cabeza femenina entre
sus fuertes manos y con una súbita torsión la había desnucado. Depositó el
cadáver sobre las losas de mármol, al pie de la cama y volviendo sobre sus pasos
salió al patio donde la carroza aguardaba. Llamó al cochero.
—Tu señora te necesita.
El negro recorrió el corredor a grandes zancadas y subió los peldaños de tres
en tres, con una agilidad que desmentía su corpulencia. La puerta de la alcoba
estaba abierta y la señora y acía en el suelo a la vacilante luz de las velas. El
hombre miró a Sven en demanda de explicación.
—¿Qué ha…?
No pudo terminar. El puño del rubio le golpeó la nuez. Se desplomó, como una
torre humana, sobre el cadáver de la señora. Sven le arrebató el cuchillo ancho y
corto que llevaba a la cintura y lo degolló. Después lo cacheó. Sólo encontró unos
cobres en la faltriquera y una oreja de Diana, el amuleto mágico que
supuestamente afina la inteligencia de los lerdos.
—No te he servido de mucho —le reprochó.
Registró a la dama y la despojó de sus joy as: siete valiosos anillos, un collar
de perlas de tres vueltas, unos pendientes turcos con piedras preciosas engastadas
y un puñado de ducados de oro en un bolsillo secreto de la capa. Suficiente para
comprar un buen caballo, una cota de malla y una espada y para vivir una buena
temporada. Asmodeo se había referido a una llave. Sven registró nuevamente las
ropas de la señora hasta que dio con otro bolsillo secreto, en el corpiño. La
llavecita de plata que abría el cofre de su esposo, el secretario del dux, Giorgio
Querini.
—Las piedras de San Todaro están en el palazzo Lucca —le había dicho
Asmodeo.
Sven salió a la Ruga san Giacomo. ¿A dónde dirigirse? Propinó una patada al
pie descalzo de uno de los mendigos que dormían bajo los soportales de la iglesia.
El hombre despertó enfurruñado, pero se calmó inmediatamente en cuanto
vio la moneda de plata que Sven había puesto delante de sus narices.
—Llévame al palazzo Lucca.
Anduvieron un buen rato por callejas y atravesaron un par de canales
malolientes antes de salir al campo Morosini.
—Aquel es el palazzo —dijo el mendigo señalando un caserón enorme que
ocupaba una manzana entera.
Sven le entregó la moneda y le dijo adiós. Cuando se quedó solo, paseó por la
plaza desierta estudiando las trazas del palazzo. El primer piso carecía de
ventanas y no presentaba más abertura que la enorme puerta cerrada. En el
segundo había algunas ventanas provistas de fuertes rejas. El tercer piso era una
galería de gráciles columnas y azulejos dorados.
Mientras meditaba el modo de entrar en el edificio, se detuvo y fingió rezar
frente a una hornacina esquinera en la que recibía culto una pequeña imagen de
san Marcos. Sobre el altarcillo había un soporte de hierro que sostenía el farol de
aceite. Las esquinas del edificio eran de sillares almohadillados. Un hombre
suficientemente ágil podría escalarlos hasta la hornacina y si apoy aba un pie en
el vástago de hierro del farol podría auparse hasta la galería de las columnas.
Sven trepó como un gato ay udándose del cuchillo arrebatado al negro, cuy a hoja
introducía en las desmoronadas junturas de los sillares. A la galería del piso
tercero daban varias puertas de madera. Probó con cada una de ellas hasta que
encontró una suficientemente débil que descerrajó con la hoja del cuchillo.
Una vez dentro del edificio, descendió por unas escaleras de caracol tan
angostas que con dificultad podía recorrerlas un hombre de su corpulencia. En el
piso de abajo había otro largo corredor débilmente iluminado por una candelilla.
Sacó la llave que había encontrado en el cadáver de la dama y la suspendió
en el aire sosteniéndola por su cordoncito azul mientras recitaba el conjuro de
Asmodeo. Al instante la llave flotó en el aire y se desplazó. Sven la siguió hasta
una puerta cerrada. La llave se había detenido en el aire, en medio de un aura
vagamente azul. El guerrero empujó la puerta. Se encontró en una sala pequeña
y oscura. La llave avanzaba iluminando el entorno con un leve resplandor. Se
detuvo frente a la panoplia que exhibía las armas arrebatadas a los orcos por
Doménico Matteo, el fundador de la dinastía Mocénigo, en la campaña de
Polonia.
En el centro de la panoplia había un escudo de madera con refuerzos de
metal, casi tan grande como la rueda de un carro. Sven lo descolgó cuidando de
no desbaratar las armas que lo adornaban. En la pared, detrás del escudo,
apareció una puertecita. La llave penetró en la cerradura y giró como si una
mano misteriosa la rigiera. Sonó un leve clic metálico. Sven abrió la puerta.
Había un objeto tapado con un pañuelo de lino. Levantó el pañuelo. Allí estaban
las tres piedras de san Todaro, las verdaderas, la Manchada, la Luciente y la
Nuececita, alineadas dentro de un relicario de madera de acacia con tres
celdillas de terciopelo en las que las tres piedras encajaban a la perfección.
Sven envolvió las piedras en el pañuelo, se las guardó en la faltriquera y
abandonó el edificio por el mismo camino que había utilizado para entrar. Cuando
llegó al puente Comer, la vaga claridad del amanecer comenzaba a perfilar el
cielo gris de la ciudad. « La policía no es tonta —pensó Sven— especialmente en
esta isla. Relacionarán el asesinato de la dama y del criado negro con el robo de
las piedras del palazzo Lucca» . En un instante toda la policía de la ciudad
buscaría al vagabundo rubio al que la dama contrató en el puente de la Paja.
Hallar a un hombre rubio en una ciudad en la que predominaban los morenos
no iba a ser difícil. Debía abandonar Venecia lo antes posible. En el canal de la
Viña había un embarcadero. Por una moneda de plata un gondolero lo cruzó al
otro lado de la lengua de agua y lo desembarcó en Terrafirma. Sven se dirigió
inmediatamente al Fondaco dei Tedeschi, la fonda de los tudescos, un sombrío
edificio en medio de un descampado convertido en estercolero. En torno a la
fonda, en establos provisionales, de madera con techo de paja, había cientos de
mulos y caballos llegados de Hungría y de Alemania para cargar la sal de Istria.
Los trabajos pasados y la falta de sueño habían agotado a Sven. Alquiló una
cama y durmió hasta media mañana. Después desay unó media hogaza de pan
empapada en mantequilla fundida y cuando hubo repuesto fuerzas se dirigió a las
cuadras y compró un buen caballo.
—¿Cómo se llama? —le preguntó al vendedor.
—Viento.
—Muy bien, Viento —le dijo mientras le acariciaba el fino pescuezo—.
Espero que seas tan veloz como tu nombre.
Salió de la fonda tudesca por el camino de Roma, pero apenas había
caminado media milla cuando se cruzó con un viajero que traía la cabeza tapada
con una capucha para resguardar los oídos del viento frío de la mañana. El
caminante se apoy aba en un báculo rematado en una raíz semejante a una mano
sarmentosa. Lo reconoció y tiró de las riendas.
—Sven le Berg, nuevamente nos encontramos —saludó el caminante casi con
cordialidad.
—Asmodeo de Sinán, ¿qué haces respirando el polvo de los caminos? Creía
que andabas por el aire.
—¿Tienes las piedras de san Todaro? —preguntó el mago.
Sven le Berg le lanzó un atadijo de tela que Asmodeo atrapó al vuelo. Lo
sopesó antes de abrirlo. El mago contempló las piedras de san Todaro, la
Manchada, la Luciente y la Nuececita. Rió con su risa cortada.
—Los papistas se quedarán con un palmo de narices cuando descubran que
los han timado —comentó Sven.
—Celebro que estés de buen humor —dijo el mago—. Me temo que tendrás
que regresar a la ciudad.
—¿Por qué? Los schiavoni me buscan para colgarme.
—Odón el Calvo le ha vendido las piedras dragontías que te arrebató a Muley
Osmán, el corsario sarraceno.
—¿Dónde están ahora?
—En la torre Catalina, en el castillo de la isla Inquieta. El pirata va a ofrecerle
un trato a Lucas de Tarento: las piedras a cambio de la chica que lleva consigo,
Isbela de Merens. Dadas las circunstancias, el templario aceptará, si no tiene más
remedio, porque debe anteponer los intereses de la cristiandad a los particulares,
por muy caballero que sea.
—¿Y nosotros qué podemos hacer?
—Tú regresas a Venecia y raptas a Isbela. De ese modo Lucas de Tarento
queda al margen y Muley Osmán negociará con nosotros. De ese modo
recuperaremos la Fogosa y la Intrincada.
A Sven le Berg no le entusiasmaba la perspectiva. Venecia se había
convertido en un peligro mortal. No obstante estaba ligado a Asmodeo por un
juramento de sangre que implicaba el sometimiento a sus conjuros. Asmodeo lo
había sacado de la fila de novicios templarios que aguardaba turno frente al
degollador de Saladino tras la batalla de los Cuernos de Hattin. Sven le Berg le
debía obediencia ciega hasta la muerte.
CAPÍTULO XLII
La entrega de las tres piedras de san Todaro a los enviados del Papa se realizó de
la manera más discreta, para evitar que el populacho de Venecia se amotinara si
se divulgaba que iban a sacarlas de la ciudad. La Serenísima temía que no se
entendiera cabalmente que el gobierno de Venecia cediese aquellas veneradas
reliquias al odiado Papa de Roma o a los rey es de Occidente, aunque fuera
temporalmente y a cambio de beneficios.
Los enviados de la Señoría aguardaron pacientemente a que los últimos
devotos despejaran la basílica. Al anochecer, tras el toque de cubrefuegos en el
campanile de San Marcos, los claveros cerraron las puertas de bronce del templo
tras asegurarse de que no quedaba nadie dentro. Un momento después,
depositaron las antiguas llaves en manos del sacristán may or y este las entregó a
su vez al emisario del Patriarca.
En el templo desierto, los esplendidos mosaicos dorados y llenos de vivos
colores brillaban espectrales a la luz de las lámparas de aceite y de las velas
contrastando con las zonas oscuras y mal iluminadas.
El perfecto silencio reinó sobre el enorme edificio hasta que un leve
chasquido perturbó la quietud de su nave central. En el muro occidental, junto al
relieve de los desposorios de la virgen, en la parte que representa la Puerta Áurea
de Jerusalén, la tabla fingida giró sobre sus secretos goznes mostrando ser una
puerta verdadera que comunicaba con un pasadizo oculto. Giorgio Querini,
secretario del dux, levantó una lámpara que iluminó las losas de mármol de la
basílica e invitó a sus acompañantes a seguirlo. Detrás de él comparecieron
Cantacuzanos, Lucas de Tarento y Pedro el Raposo.
Sin pronunciar palabra, Querini indicó a los otros el camino y encabezó una
improvisada procesión hasta el ambulatorio donde estaba la capilla de las
reliquias.
—Las mejores reliquias de la Cristiandad —musitó Querini mientras abría la
verja dorada con una llave de bronce. Una vez dentro, depositó el fanal sobre el
altar y despabiló la llama. Al instante huy eron las sombras del gran retablo y
Querini, fiel a su papel de cicerone, señaló a los visitantes el contenido de los
diminutos compartimentos: una redomita de leche de la virgen, el prepucio de
Cristo, una esquina de mármol del pesebre de Belén, una losa de Getsemaní, un
clavo de la sandalia del señor, perdido en una jornada de pesca en Tiberiades, un
pelo de la burra políglota de Balaam, la copa derecha del sujetador de la reina de
Saba…
Lucas de Tarento intercambió una mirada nerviosa con Cantacuzanos.
—… Y las tres piedras de San Todaro que hemos venido a buscar —dijo por
fin Querini.
Cantacuzanos asintió. Les urgía terminar la operación. Querini acercó una
escalera de mano forrada de terciopelo negro disimulada en un lateral del altar,
la apoy ó sobre uno de los largueros dorados del retablo de las reliquias y trepó
por ella hasta la tabla que representaba a san Todaro alanceando la boca de un
enorme cocodrilo. No se apreciaba ninguna cerradura convencional. Querini
sacó del bolsillo una espiga de bronce y la insertó en un agujero disimulado entre
el cañaveral del que brotaba el cocodrilo. Sonó un clic metálico y el cuadro, que
resultó ser una puertecita disimulada, se abrió dejando a la vista una cajita.
Querini la tomó solemnemente y la besó antes de descender de la escalera.
—Este es el relicario de san Todaro —murmuró con un quiebro emocionado
en la voz.
Sobre el altar may or, a la luz de los fanales y las lámparas votivas, abrió la
cajita. Dentro, acomodadas en tres huecos que se amoldaban a sus formas
irregulares, había tres piedrecitas no may ores que un dedo pulgar.
—Las piedras de san Todaro.
Cantacuzanos hizo ademán de recogerlas, pero Querrini cerró rápidamente la
cajita con una helada sonrisa.
—¡Disculpad, monseñor, pero antes debéis cumplimentar los documentos!
Los documentos eran tres diplomas con el borde dorado y los sellos del Papa
y de los compromisarios del rey Felipe y el rey Ricardo, por los que hipotecaban
valiosas tierras y puertos de mar que quedarían en poder de la señoría de
Venecia en caso de que no se devolvieran las piedras en un plazo de dos años a
partir de la firma.
—Pensé que a los venecianos no les interesaban las tierras —comentó Lucas
de Tarento.
—Y no nos interesan —dijo Querini—. Pero cuando somos dueños de ellas
podemos venderlas o cederlas a un vecino molesto y eso no les conviene ni al
Papa ni a los rey es.
CAPÍTULO XLIII
El callejón de los Gatos era una ratonera. Recorrido por un lado por la hosca
fachada trasera, sin puertas ni ventanas, del palazzo Stéfano y del otro por el
fangoso canale dei Barcarola, los venecianos lo evitaban y desde luego estaba
desierto a la hora en que Isbela, Guido y Gorgo regresaban por él. Un mendigo
de la cofradía de san Esteban, que agrupaba a la gente de mal vivir de la ciudad,
los había vigilado desde que salieron del palazzo Selvo por la mañana. Los
salteadores venecianos seguían al forastero pudiente por el dédalo de callejas y
canales con la certeza de que andar por su ciudad era tan complicado que, casi
con seguridad, el visitante regresaría a su alojamiento desandando el camino.
Solo había que esperarlo en el lugar adecuado y despojarlo de cuanto llevara
encima y, si se terciaba, matarlo. El cadáver desaparecía fácilmente en las
turbias y pestilentes aguas del canal más próximo.
Aquella tarde Isbela estaba de buen humor porque, después de marear a sus
acompañantes en cien tiendas, había adquirido un vestido sarraceno, largo hasta
los tobillos, sin entallar, cerrado por el cuello con un elaborado bordado que
descendía por el escote dividiendo y resaltando sus encantos. Isbela y Guido
regresaban al palazzo Selvo conversando animadamente de trovadores y de las
fiestas de Merens, el castillo occitano del padre de Isbela. Detrás de la joven
pareja, a unos respetuosos pasos de distancia, Gorgo caminaba con oscilaciones
simiescas, muy a su sabor, sin cuidarse de disimular aquellos penosos andares de
los orcos suaves puesto que no había a la vista ningún humano que pudiera
mofarse de él.
Se equivocaba. Al otro lado del canal, disimulado detrás del pilar de piedra
que sostenía un voladizo, los acechaba el mendigo de san Esteban que los había
seguido durante todo el día. Cuando llegaron al callejón, el mendigo levantó su
muleta y un grupo de facinerosos que aguardaban a la vuelta de la calleja se
puso en movimiento. Al propio tiempo, otros que habían seguido de lejos a los
viandantes se disponían a cortarles la huida.
Guido los vio aparecer a cuarenta metros de distancia, armados con porras y
cuchillos. Se percató de que habían caído en una trampa.
—¡Isbela, detrás de mí! —ordenó a la muchacha al tiempo que se adelantaba
y desenvainaba su espada.
Los forajidos, cinco hombres malcarados, intercambiaron miradas irónicas.
—¡Huy qué miedo, el caballerete tiene una espada! —dijo el jefe, uno que se
tocaba con una gorrilla negra de marinero.
Los otros le rieron la gracia. Desplegados en abanico, golpeándose
impacientes la palma de la mano libre con los garrotes y con los cuchillos,
componían un cuadro que hubiera amedrentado a cualquier doncel menos
fogueado que Guido.
El muchacho, vestido con su mejor gala, aquella túnica dorada que le regaló
el basileo, parecía un pisaverde incapaz de enfrentarse a nadie. Quizá los
bandidos no se hubieran sentido tan confiados si hubieran reparado en su tez
tostada por el sol y en su forma de caminar, un poco vacilante, que denotaban la
experiencia militar en campo abierto del hombre que, aunque joven, había
luchado y a en varias campañas y conoce el sabor de la sangre.
Gorgo, alertado por su instinto, giró la cabezota y descubrió que otro grupo de
tres facinerosos los atacaba por la espalda. El jefe de la partida era un hombre de
mediana edad que empuñaba una espada ancha y un broquel. Gorgo no poseía
grandes conocimientos tácticos pero sabía que la primera cabeza que hay que
partir en una pelea es la del jefe. Lo malo era que Guido le había ordenado que
dejara su garrote en casa por no alarmar a los pacíficos venecianos que no
estaban muy habituados a ver orcos en libertad fuera de los muelles.
—Si os desnudáis por completo quizá salgáis bien parados de esta —advirtió el
atracador del gorro negro—. Sólo queremos vuestras bolsas, vuestros vestidos y
aquí, mis compadres Baltassare y Enrico, quieren también follarse a la
muchacha, que la han visto pasar esta mañana y les han entrado ganas.
—Me temo que tendréis que pelear —respondió Guido con voz serena y
varonil—, pero eso no debe importaros porque seguramente sois muy valientes.
Los facinerosos se miraron un tanto sorprendidos. El del gorro negro se
encogió de hombros.
—Démosle gusto al muchacho y acabemos. Y se lanzaron contra él.
Mucho antes de que los bandidos lo alcanzaran, Guido les había tomado las
medidas. Ninguno llevaba escudo, solamente las capas enrolladas en el brazo
izquierdo, por lo tanto, si lanzaba un tajo tendido a las cabezas se cubrirían los
rostros instintivamente ocultando la visión del enemigo durante breves instantes.
Guido lanzó el tajo, ellos se cubrieron como había previsto y aprovechó para
enlazar en la finta falsa un golpe verdadero, el llamado de la comba en esgrima
florentina, que se dirige a las rodillas del adversario. Lo hizo con tal ímpetu que el
del gorro negro se desplomó aullando como un cochino tras perder pie. El tajo
del presunto petimetre, al que un instante antes menospreciaba, le había
seccionado limpiamente la pierna izquierda a la altura de la articulación. Un
chorro de sangre brotaba del muñón mientras la pierna sangraba un poco menos
a un paso de distancia.
Los otros cuatro facinerosos se impusieron al natural deseo de huir y cerraron
filas contra el forastero rogando a santa Engracia y a todos los santos que aquello
hubiera sido un golpe de suerte, la suerte del principiante.
No, no lo había sido. Ahora el petrimetre avanzaba hacia ellos una zancada
por la izquierda y cuando lo esperaban por el lado del brocal saltaba ágilmente a
la derecha y asestaba una estocada en el pecho al contrincante más cercano. El
hombre, herido en el pulmón y en las arterias superiores, soltó su estaca y se
agarró a su compañero más próximo, estorbándolo. En un combate con rufianes,
un caballero no estaba obligado a observar regla alguna. Guido aprovechó la
circunstancia para tajar verticalmente al impedido, cuy a cabeza se abrió como
una sandía. Los dos bandidos se desplomaron en un mismo charco de oscura
sangre.
Guido recuperó su espada del amasijo de sesos y huesos. Aprovechando el
impulso, le propinó un tajo al bandido siguiente, que había quedado paralizado por
la sorpresa. El hombre consiguió esquivarlo, pero impactó con el pretil del canal
con tal ímpetu que volteó de espaldas y cay ó al río fangoso desde cuatro metros
de altura. Para su desgracia, la marea estaba baja y sólo había un par de cuartas
de agua. Se clavó de cabeza en el barro, las piernas sarnosas coceando el aire, y
así permaneció un buen rato hasta que se ahogó en la inmundicia y quedó
inmóvil.
Guido se volvió hacia el único asaltante que quedaba, pero este y acía en el
suelo, malherido, con un temblor de agonía en los miembros y la garganta
abierta.
Isbela de Merens limpiaba su daga en el musgo del muro.
—¿Tú? —preguntó Guido incrédulo.
La muchacha pestañeó con la may or inocencia.
—En Merens mi padre se ocupó de que aprendiera otras cosas, además de
bordar y rezar.
El joven emitió un suave silbido de admiración.
—El degollador de Saladino no lo habría hecho mejor.
Por el lado del frente no había que temer. Guido atendió entonces a su
espalda, a la pelea que sostenía Gorgo con los otros tres facinerosos. Uno y acía
inmóvil en el suelo, a otro le estaba arrancando en aquel momento la cabeza por
el procedimiento de darle vueltas hasta que la desprendió del tronco y el tercero,
el hombre maduro, había puesto pies en polvorosa y se perdía el doblar la
esquina.
Guido acudió en auxilio de Gorgo.
—Gracias amigo ¿estás bien?
Gorgo gruñó y se encogió de hombros.
Lo había llamado amigo. El semiorco con la espalda acribillada de profundas
cicatrices de látigo sintió un revuelo de mariposas en el estómago y se restregó,
con el dedo peludo y una uña como una almeja, rematada en negra cenefa, una
lágrima gruesa que le había acudido al ojo.
Entonces se volvieron a Isbela.
—Isbela —dijo Guido. Iba a añadir algo, pero se quedó mudo. La muchacha
había desaparecido.
CAPÍTULO XLIV
Las olas batían contra las rocas al pie de la torre Catalina, en la isla Inquieta. La
torre era una construcción normanda, obra de un renegado irlandés, antiguo
arquitecto de campanarios, que había levantado una aguja de piedra en tres
cuerpos, decreciendo los muros por dentro, de manera que fuera flexible a los
vientos y al mismo tiempo no más gruesa de lo necesario para albergar una
escalera de caracol y nueve celdas superpuestas que se iban agrandando con la
altura a medida que se ganaba espacio al grosor de los muros. En el noveno
aposento, debajo de la terraza almenada, habían encerrado a Isbela de Merens.
La semielfa pasaba las horas en la ventana, oteando el mar por donde esperaba
que sus amigos vinieran a rescatarla, especialmente Guido de St. Bertevin, al que
amaba.
Desde su alto observatorio, Isbela había estudiado el terreno, por si se le
ofrecía alguna ocasión de fugarse. La isla parecía inexpugnable. Era solo una
roca rodeada de acantilados, en medio del mar. El castillo ocupaba la parte más
elevada, un recinto de siete torres, la más alta la Catalina, donde ella estaba
presa, un patio de armas y algunas casas y almacenes. Delante del castillo había
un prado redondo de doscientos pasos de diámetro, en el que pastaba un rebaño
de ovejas, y al otro lado del prado, detrás del escarpe, un acantilado más bajo
asomado a una pequeña ensenada en la que se guarecían las galeras del pirata
Muley Osmán.
La semielfa había venido de nuevo a las manos del odioso sarraceno.
—Te he buscado por todas partes, registrando la tierra y los profundos mares
—le había dicho Muley Osmán como bienvenida en tono más amable que
reprobador—. Esta vez serás mía para siempre. Nadie podrá empañar nuestra
felicidad.
Nuestra felicidad. El moro no desistía de su proy ecto de tomarla en
matrimonio. Quería a toda costa engendrar hijos rubios con una princesa de
estirpe franca.
Pasaban los días y con ellos se acrecentaba la impaciencia y el desánimo de
la muchacha. En tres ocasiones aparecieron velas en el horizonte y siempre
resultaron ser navíos de Muley Osmán que buscaban cobijo en la ensenada de la
isla o acudían a descargar el botín de sus rapiñas.
El cuarto día, Muley Osmán en persona visitó a la semielfa. Esta vez se hizo
preceder por cuatro esclavas libias, una de ellas experta en maquillaje, que
vistieron y adornaron a la cautiva hasta que su belleza natural resplandeció como
una perla sobre un paño de terciopelo. Entonces llegó Muley Osmán, fatigado por
la ascensión de tantos peldaños, enjugándose el sudor de la gruesa cerviz con un
pañuelo de seda.
Su rostro ancho y barbudo se dilató en una sonrisa no enteramente cruel.
—Hacia años que no subía a esta torre —suspiró recuperando el resuello—.
¡Jodido palomar! —Miró a la muchacha con arrobo y añadió—: El palomar
donde posa mi linda palomita.
Isbela se sentó en el hueco de la ventana, dispuesta a saltar al vacío si aquel
patán intentaba propasarse. Él le adivinó las intenciones.
—No temas, mi bella prometida —le dijo, recorriendo con una mirada
lasciva las gasas vaporosas que no conseguían ocultar las curvas de la muchacha
—. No te haré daño. Te he perdonado tu chiquillada cuando escapaste de Acre
con aquellos francos. Ahora estamos de nuevo juntos para no separarnos jamás.
Dentro de tres días, cuando la luna llena resplandezca, nos casaremos. Mientras
tanto, come muchos dulces, pues te prefiero un poco más gorda, que en las
carnes de la mujer se refleja si el marido es pudiente y y o voy camino de ser
más rico que el propio Saladino y que el sultán de Egipto. Te gustará nuestra
boda.
Lanzó al aire una almendra garrapiñada que cazó con la boca y después
bebió un largo trago de vino dulce directamente de la jarra de plata. Eructó
suavemente.
—Te aconsejo que no pienses en escapar —añadió—. Esa ventana, como el
resto del castillo, está protegida por un conjuro.
Para demostrarlo arrojó un pastelillo que se estrelló contra un obstáculo
invisible y cay ó, chafado, sobre el alféizar de la ventana.
—Ya lo ves. Ni siquiera tus amigos podrán rescatarte. Esta vez no. Esta vez
nadie se interpondrá entre nosotros, nadie te impedirá que seas feliz a mi lado
mientras me das una docena de robustos niños, rubios a ser posible.
—¡Nunca me casaré contigo! —gritó Isbela desesperada—. ¡Antes, la
muerte!
Muley Osmán rió en sordina como si hubiese oído algo muy gracioso y
arrimó su escabel al de ella. Isbela se pegó a la pared cuanto pudo para escapar
del aliento fétido del pirata.
—Por ese lado no tienes que temer nada, paloma mía —susurró el turco—. El
día de la boda vendrá la comadre Ismina de Túnez y te hará un conjuro de amor.
Me amarás como no has amado nunca y sentirás tan violenta atracción por mis
carnes que aquella noche me dejarás exhausto en el lecho.
Rió su propia gracia y palmeó el muslo de la muchacha con una mano
grande y peluda.
—Ahora tendrás que perdonarme —se excusó, poniéndose de pie—. Estoy
muy atareado atendiendo a los invitados y ocupándome de los detalles de la
ceremonia.
Salió y las comadres que habían aguardado en la escalera mientras Muley
Osmán visitaba a la novia, volvieron a entrar y despojaron a Isbela de sus
vestidos ceremoniales dejándola con los vestidos cristianos con que la habían
secuestrado.
Pasaron otros dos días. Isbela, desde su alta atalay a, contaba los navíos que
entraban en la ensenada. Ya había más de cuarenta. Todos los piratas del
Mediterráneo estaban invitados a su boda, así como representantes de Saladino,
del sultán de Egipto, del bey de Sardacia y otra docena de banderas que la
muchacha no supo identificar. Crecía su desesperación a medida que pasaban las
horas. Prisionera en aquella alta torre, perpetuamente vigilada por un oreo
sentado en el último peldaño al otro lado de la puerta, en medio de un mar
incógnito en el que la magia maligna de Asmodeo de Sinán evitaba la entrada de
navíos extraños, no veía ninguna posibilidad de rescate.
En el aposento inferior había una armería. Cuando la trajeron a la torre Isbela
había visto, al pasar, las ballestas cuidadosamente alineadas en sus perchas, los
arcos turcos, reforzados con láminas de cuerno y tendón en sus fundas de tafilete
y los barriletes de flechas alineados alrededor de los muros. Si pudiera alcanzar
uno de aquellos arcos, pensaba en sus largas horas de soledad, con aquella
inagotable provisión de flechas, se haría fuerte en la torre y podría resistir
durante algunos días a los hombres de Muley Osmán. Quizá así Lucas de Tarento
tuviera tiempo de rescatarla, como en Acre.
Pero cuando regresaba de las ensoñaciones y ponía de nuevo los pies en la
tierra se enfrentaba a la amarga certeza de que Lucas de Tarento ni siquiera
conocía su paradero.
El día fijado para la boda amaneció con chirimías y músicas. La orquesta de
viento y cuerda ensay aba al pie de la torre los monótonos gañidos característicos
de la música oriental. En la explanada, entre el puerto y el castillo, se levantaban
tiendas de campaña y carpas para albergar a los invitados. Habría juegos,
músicas, danzas y hasta un torneo a la moda de los cristianos con enfrentamiento
fingido de los más esforzados guerreros de Muley Osmán. El cielo estaba azul; el
sol lucía radiante. La jornada prometía ser memorable.
Entonces ocurrió. Un viento gris se levantó por el este y arrastró unas
nubecillas blancas a tal velocidad que todo el mundo abandonó sus quehaceres
para contemplarlas porque nadie recordaba haber visto cosa igual. Las nubecillas
cruzaron el cielo y se congregaron sobre la isla, deshiladas como briznas de
algodón.
—Es el palio que provee el mago Asmodeo al que he invitado a la ceremonia
—declaró Muley Osmán—. Ahora despreocupaos y volved a vuestras tareas —
ordenó a los criados que le habían avisado del portento:
Detrás de las nubecillas vinieron otras, oscuras, aborregadas, que se
congregaron encima de la isla hasta ocultar el sol, como si un retazo de invierno
se hubiera instalado sobre aquel islote fantasma mientras la primavera sonreía
luminosa en el mar del entorno.
Muley Osmán, vestido con las galas de novio, con la barba perfumada con
aceite de nardos, se asomó a la ventana de su alcoba con el ceño fruncido.
Aquello no parecía obra de Asmodeo de Sinán. Asmodeo era el maestro del mar.
Aquello parecía más bien propio del maldito mago del Papa, el clérigo
Cantacuzanos, cuy os conjuros dominaban el aire y el fuego.
—¡Alí! —gritó a su may ordomo—. ¡Quítame estas plumas mariconiles y
ponme la cota de malla, porque me parece que vamos a tener el día movido
antes de la boda!
Confirmando sus sospechas, una galera apareció por el lado de Italia con las
tres velas triangulares tan henchidas de viento que más que navegar diríase que
volaba por encima de las olas.
Muley Osmán lo reconoció al instante.
—La Pajarita Impertinente, la galera aduanera de Venecia. ¡Los cristianos
nos han descubierto! ¡Tocad a rebato y que todo el mundo se prepare para la
batalla!
—Pero, señor, en la explanada de los alardes no se puede, ni caminar, con
tanta tienda —objetó el may ordomo—. Recordad: la boda.
—¡A la mierda la boda! —se expresó el pirata—. Ya me cepillaré a esa
lechugina franca sin tanta ceremonia cuando termine esto. ¡Ahora todos a las
armas, que nos atacan!
CAPÍTULO XLVIII
Soplaba el viento simón, que procede del oeste y arrastra las semillas de la planta
kaf hasta los desiertos de Afganistán. La planta crece vigorosa y si un macho
cabrío come de ella, enloquece y hay que sacrificarlo porque su carne y su
semen transmiten la locura a los que se alimentan de él o a las cabras que
fecunda.
Era todavía era de noche cuando Asmodeo de Sinán llegó a Taka-i-Taq-dis, el
Trono de los Arcos, la antigua fortaleza-santuario edificada por el rey persa
Cosroes hacia el año 600. Se sentía cansado y enfermo. Había tenido que
atravesar montañas, ríos y desiertos poblados de demonios, serpientes y
escorpiones.
El mago nunca había estado en el Trono de los Arcos. Se sentó en una peña y
aguardó a que amaneciera sintiendo el rumor de las conversaciones de las cinco
piedras dragontías en el bolsillo de su chilaba. Cuando las luces del día clarearon
vio que estaba rodeado de plantas de kaf. La Abominación le había enseñado los
secretos de la planta. Tomó una ramita y la mordisqueó. El jugo estaba amargo,
pero al instante sintió que un nuevo vigor le recorría las venas. Se levantó, sin
sentir los pies lastimados por su larga peregrinación, y recorrió las estancias
vacías y derruidas del antiguo santuario.
El Trono de los Arcos era un castillo circular en medio del desierto habitado
por los vientos arenosos, por las matas de kaf y por las serpientes. En aquel lugar
remoto había nacido Zaratustra, el profeta del mazdeísmo. Cosroes se limitó a
rodear la colina con una muralla y a construir en su interior un santuario donde se
adoraba el fuego sagrado de la religión irania. En tiempos de la Abominación
aquel recinto recibía caravanas y devotos de todas las partes del mundo deseosos
de participar en los ritos fecundantes de la tierra. Cuando Cosroes conquistó
Jerusalén, en el año 614, se apoderó de los objetos sagrados del Templo y del
Santo Sepulcro, entre ellos la Vera Cruz de Cristo, y los depositó en el Trono de
los Arcos. Pero en el 629 Heraclio, el emperador de Bizancio, invadió Persia,
destruy ó el Trono de los Arcos y rescató las sagradas reliquias.
Asmodeo de Sinán penetró en la sala sagrada, ahora colmada de escombros
y arena. Contempló las bóvedas cubiertas de mosaicos azules que se prolongaban
por los muros en forma de plantas verdes y llamas rojas. Se sentó en una piedra,
sacó el envoltorio donde llevaba las piedras dragontías y se dispuso a realizar el
antiguo rito que renovaba el fuego.
El viento simón cesó y el sol, que y a remontaba su diario camino, se tiñó de
rojo a causa de las nubes de arena. Difundía una claridad anaranjada que daba a
los objetos un aspecto espectral. Asmodeo presintió una presencia extraña y se
sobresaltó al encontrar, a pocos pasos de él, a Cantacuzanos, el mago que un día
fue su camarada.
—Jorge de Cantacuzanos, ¿qué haces tan lejos de la púrpura y del boato del
Papa? —lo saludó sin cordialidad alguna.
—Asmodeo, sirviente del demonio y de la Abominación —respondió
secamente el mago—. ¿Hasta cuándo perseverarás en el mal?
—¿Te crees en posesión de la verdad y del bien? —le replicó Asmodeo—.
¿Crees que sigues el recto camino solamente porque la maligna Roma ha
depositado en tus manos el poder usurpado a la vieja religión? No eres más que
un esclavo al servicio de la inmundicia de los poderosos.
Cantacuzanos dio un paso adelante y se puso la mano en el pecho.
—Soy un buscador de la luz, lo que eras tú antes de pervertirte.
—¿La luz? —replicó sarcástico Asmodeo—. ¿Qué luz, ciego? La luz está en la
Abominación y tú y los tuy os vivís en medio de las tinieblas.
Ashtoreth es otro nombre del demonio.
—Sentémonos como en otro tiempo y el que convenza al otro tenga su
bendición —propuso Asmodeo.
—No quiero escucharte —se negó Cantacuzanos—, lo único que tienes son
silogismos del mal. Eres un saco de perdición.
—¿No has visto, acaso, la imagen del dios dual, el hombre que es una mujer,
la mujer que es un hombre?
—La he visto y la he rechazado.
—¿Buscas el secreto de Salomón? No comprendes que el sanctasanctórum
del Templo era la imagen de la caverna primitiva, la matriz de la diosa Ashtoreth.
—No existe tal diosa —replicó Cantacuzanos—. Sólo el culto al carnero
macho que Dios permitió a nuestros primeros padres antes de la iluminación de
su propia palabra.
—¡No te engañes! La Mesa de Salomón encierra los poderes de Ashtoreth: lo
que vosotros despreciáis como Abominación es, en realidad, el camino de luz, la
vía que reconciliará a la humanidad, lo que nos devolverá a la Edad de Oro, a la
Arcadia.
—Ese veneno que destila tu boca es locura y abominación —dijo
Cantacuzanos.
Asmodeo no se daba por vencido:
—Ashtoreth era la esposa de El, el dios masculino y su hija era Anath, la
reina de los cielos, y su hijo He, el rey de los cielos. Con el tiempo El y He —los
dos dioses masculinos, padre e hijo— se fundieron en un solo dios, Yaveh.
Mientras que Asherah y Anath se transformaron en Shekinah o Matronit, la
esposa de Yaveh.
—Tu boca profana el santuario —insistió Cantacuzanos.
—Mi boca habla la verdad y en el fondo de tu corazón alienta la duda, pero
intentas apagar el rescoldo de la inteligencia para abrazar el credo de los
fanáticos que envenenan el mundo. ¡Vuelve tus ojos a la libertad!
—¡No hay libertad fuera de Yaveh!
—¿No lo comprendes? —Asmodeo parecía desolado por el empecinamiento
de su antiguo camarada—. El nombre de Yaveh, las cuatro consonantes hebreas
representan a los cuatro miembros de la familia celestial: la Y representa al
padre El; la H a la madre Asherah; la W al hijo He; la segunda H a la hija Anath.
Cantacuzanos sintió con pavor que la semilla de la duda germinaba en su
pecho. Se arrepintió al instante de haber escuchado al esclavo de la Abominación
y levantando su báculo lanzó sobre él un conjuro.
Al instante el viento simón regresó de las montañas y aventó al mago
Asmodeo: lo arrebató como una mano poderosa e invisible y elevándolo sobre
sus pies lo estrelló contra la alta bóveda de la sala de las ofrendas. Al golpe se
desprendió una terrera de ladrillos y teselas. Asmodeo se levantó maltrecho en
medio de la polvareda.
—¡Que sea como tú quieres, Cantacuzanos! —dijo y lo apuntó con su báculo,
del que brotó una lengua de fuego que lo envolvió y lo consumió hasta las
cenizas.
Asmodeo se acercó a la pira y removió las cenizas calientes con la punta del
bastón.
—Lo siento viejo amigo —murmuró.
—¿Por qué lo sientes? —preguntó la voz del griego a su espalda.
¿Crees acaso que ese truco de magia puede hacerme daño? Yo domino los
vientos y la combustión.
El mago se volvió. Allí estaba Cantacuzanos con aquella mirada febril que
Asmodeo no había olvidado. Se sacudía la ceniza de su capa oscura y golpeaba
las suelas de las botas contra el suelo para acabar de apagarlas.
Asmodeo lanzó otro hechizo, esta vez un conjuro geométrico, sin intervención
del aire, una fórmula mágica capaz de reducir a una cárcel lineal a cualquier
enemigo compuesto de sangre y vísceras.
Cantacuzanos se comprimió hasta reducirse a un plano ilusorio que visto de
perfil era la nada y visto de frente conservaba la apariencia humana, sin relieve,
como una lámina. Fue un instante. Después el plano se redujo a una línea, la línea
a un punto, el punto se desvaneció en el aire.
—En esa región tendrás tiempo de meditar, Jorge —dijo Asmodeo de Sinán
—, y espero por tu bien que regreses de ella libre y sensato.
—¿De verdad crees que tus trucos prevalecerán contra mi? —preguntó
Cantacuzanos. Nuevamente había aparecido a la espalda del mago blanco, esta
vez sonriente, y mostraba en su mano el envoltorio con las cinco piedras
dragontías.
La sonrisa se borró del semblante del griego. Extendió su báculo y Asmodeo
sintió un ardor vegetal que le recorría las venas, una abrasadora pesadez de
plomo fundido en los miembros, una confusión invencible que le ofuscaba los
sentidos y lo sumía en un sueño de muerte. Ensay ó un contraconjuro, y después
otro, al tiempo que se sumía en un sopor mineral. Aturdido se sentó en el suelo,
pero los brazos se negaron a sostenerlo, se tendió exhausto y comprendió que el
mago negro había conseguido poderes ancestrales contra los que nada podía.
Reclinó la cabeza y se sumió en la nada.
Cantacuzanos contempló el cuerpo exánime de su antiguo amigo. Lo había
derrotado, pero no podía matarlo porque el último recurso de la magia impedía
ese desenlace. El poder de Asherah regresaba al servicio de la Abominación
para que la victoria del bien no fuera completa.
Cantacuzanos convocó a los vientos, incluido el rebelde bóreas, y regresó a la
nave Caminito de la Sardina rumbo a la isla Inquieta con el corazón roído por la
duda. Aquellos arcanos en los que no se atrevía a penetrar… quizá Asmodeo
había visto una luz que él no se aventuraba a mirar, quizá su antiguo amigo había
comido la manzana del árbol prohibido y era libre mientras que él había
aceptado su condición de esclavo y se sometía a un dios caprichoso y cruel que
sembraba el dolor en el mundo y exigía la ciega sumisión de sus criaturas. La
duda amarga le destilaba hiel en la garganta mientras a lomos del poder que
aquel dios le otorgaba, cabalgaba sobre las olas del mar interior dejando tras de sí
un rastro de espumas.
CAPÍTULO IL
—Los dos hermanos acuden puntuales a su cita —dijo el capitán aspirando las
brisas marinas.
Se refería a los vientos de otoño en la costa provenzal, los dos hermanos
ímpetu y Oso, que juntos componen el Impetuoso y que tienen la peculiaridad de
que, cuando se ponen marineros, se dividen racionalmente el trabajo porque uno
sopla en una vela y el otro en la siguiente, o los dos en la misma, pero de través,
si la galera les cae simpática y navega de bolina. Los dos hermanos empujaron
la galera Caminito de la Sardina hasta las verdes costas de Francia, en el país
provenzal, donde la embarcación tocó tierra en un recóndito puerto de
pescadores, Le Lavandou. Allí los viajeros celebraron la buena travesía con un
cordero de los afamados de Sisteron, que Pedro el Raposo adobó con tomillo, ajo
y vino blanco y asó sobre unas piedras con mucho arte, sobre el propio
embarcadero, sin perder de vista la nave. Acudieron pescadores locales y
labriegos de más adentro por la curiosidad de ver a un orco, y Gorgo, al verse tan
admirado, hacía ruidos con los distintos orificios de su cuerpo, lo que provocaba
grititos en las mujeres y carcajadas en los hombres.
Aquella noche durmieron en un buen cobertizo, donde los pescadores sacan
sus barcas en invierno, y tuvieron que taparse con lienzos encerados porque de
madrugada cay ó un chaparrón. Guido veló sus amores contemplando el bulto
que hacía Isbela bajo la manta. El muchacho estaba triste porque la víspera,
cuando avistaron la cinta verde de la costa, su amada había dejado escapar dos
lágrimas mientras decía: « Ya huelo la chimenea de mi casa» . A Guido le
parecía que la doncella lo miraba menos y con indiferencia a medida que se
acercaba a sus lares, o como se mira a un hermano, no como a alguien que un
día te dio la mano y te hizo sonrojar.
Amaneció una mañana radiante con sus pájaros piadores y su cielo luminoso
y azul. Los viajeros zarparon de nuevo, y fueron costeando, de cabotaje, hasta
dejar la islas de Levante y de Cros a barlovento y también la de Porquelloras. Al
caer la tarde, la Caminito de la Sardina enfiló el estrecho que esta isla forma con
el cabo de la Torre Derretida.
A Lucas de Tarento le traían recuerdos aquellos parajes porque los había
recorrido en otro tiempo con una carraca templaria que cargaba vituallas para
Tierra Santa en el puerto de Tolón.
—En ese promontorio —informó— se refugió hace cincuenta años o más el
Carpón, un monstruo marino que se moría de viejo. Yo conocí a un perfumista
ciego que lo vió antes de perder la vista. Era grande como una iglesia, con unas
aletas may ores que la vela de un trirreme. El monstruo se abrazó a la torre vigía,
suplicando bautismo cristiano, que el obispo de la diócesis le negó por no ser
criatura, y allá murió y se pudrió, infestando con su hedor ponzoñoso a toda la
comarca. Cuando las alimañas se lo acabaron de comer y el cuerpo se quedó en
los huesos resultó que sus jugos eran tan ácidos que habían derretido la piedra de
la torre. Por eso la llaman la Torre Derretida.
—Ese monstruo que dices era un hijo de Leviatán —señaló Cantacuzanos—.
Cada mar tiene el suy o y cada ciento veinte años ponen un huevo y se mueren
pidiendo confesión. Ellos mismos se fecundan, porque entre ellos no hay distingos
de macho y hembra, lo que es un capricho de la Abominación. Por eso están
malditos de Dios.
—Sí que es un capricho —comentó el Raposo—. Si los hombres fuéramos a
la vez machos y hembras no sé qué sucedería. Más de la mitad se pasarían el día
dale que te pego, practicando el amor propio, y se descuidarían las cosechas y el
trabajo y el mundo caminaría al revés.
De allí prosiguieron costa arriba y aunque se apartaron algo de la línea
terrestre al pasar ante Marsella, se cruzaron con muchos barcos de varias
naciones y hechuras que iban o venían de aquel activo puerto. Navegaron un día
más y al amanecer del siguiente vieron que el mar se había tornado más gris que
verde.
—Ahí delante tenemos el Ródano —dijo Lucas de Tarento—. Esta agua que
navegamos es dulce.
Para demostrarlo lanzó el odre al agua, lo recogió y bebió de ella. La
encontró amarga, pero disimuló. « Nada es como se recuerda» —reflexionó
tristemente, y el pensamiento puso una sombra en su corazón. Había acumulado
demasiados recuerdos terribles en la bolsa de su memoria, tantos que incluso los
fugaces recuerdos felices se teñían de amargura, como el agua. Lo asaltó la
fugaz visión de un cruzado saliendo de una choza con un niño de pecho ensartado
en la sangrienta espada, en una aldea perdida, sin nombre, un día sin fecha, un
camino sin dirección, en la tierra maldita que llaman Tierra Santa.
Enfilaron la corriente fluvial, una desembocadura tan ancha que no se
distinguía de la costa. Cantacuzanos se fue a popa y con mucha reserva, dando la
espalda a los presentes, entreabrió su saquito de los vientos y conjuró al Mistral
para que soplara hacia el norte. El Mistral, violento, frío y seco, no es viento que
se haga mucho de rogar. Al instante hinchó la vela y empujó al barco corriente
arriba levantando espumas con el tajamar. De esta manera subieron el Ródano y
al día siguiente, martes de mercado, amanecieron en Arlés, donde
desembarcaron y almorzaron el famoso guiso de toro con aceitunas, el
gardianne, en la reputada bodega El Atracón del Canónigo.
—¡Arlés! —suspiró Cantacuzanos en la sobremesa—. Aquí es conveniente
encomendarse a san Trófimo, el santo que acompañó a las Tres Marías cuando
vinieron a estas tierras, tras la crucifixión de nuestro señor Jesucristo, y
evangelizó esta comarca, que antes adoraba a la Abominación, y la arrojó a los
infiernos.
—¿La Abominación era una persona? —quiso saber Guido.
—Hijo mío, la Abominación adquiere múltiples formas para engañar a los
humanos. La de Arlés se llamaba Venus y adoptaba la forma de una mujer
hermosa en su plenitud.
—¡Cómo me hubiera gustado verla! —dijo Pedro el Raposo mientras
apuraba un hueso de buey ante la mirada atenta de dos perros callejeros.
Cantacuzanos le dirigió una mirada severa.
—No digas necedades, escudero. El que la veía se prendaba de ella.
Su belleza irresistible era el recurso de Satanás para llevar al infierno a las
criaturas. Ahora la ciudad está libre de Abominación, pero no está libre de
pecado, me temo.
Lo decía porque cuando tocaron puerto y cesó el Mistral velero, habían
percibido las inequívocas notas de un laúd en la taberna del puerto y sobre más
de un balcón pendía un ramo verde, reclamo de las casas de lenocinio.
En Arlés sólo permanecieron una noche. Despidieron al amable capitán del
Caminito de la Sardina y prosiguieron el viaje con los seis buenos tordos de la
Camarga, que Lucas de Tarento había adquirido, después de mucho regatear,
pues los precios se habían disparado después de las últimas sacas de los
hospitalarios y de los mercaderes de Tierra Santa. Convenientemente
aprovisionados, tomaron la calzada del norte, que remonta el río por su margen
izquierda, camino de Beaucaire, el feudo familiar del padre de Isbela, Hugo de
Merens.
Cuando se acercaban por bosques y sendas de su infancia, Isbela no podía
disimular su alegría y señalaba tal cerro donde una vez un ray o escindió una roca
o tal encina corpulenta a cuy a sombra su tío Andrés mató un jabalí herido al que
encontraron engastado en un colmillo un anillo de oro, o tal fuente donde un día
abrevó su caballo san Martín.
Los viajeros entraron en el valle de Beaucaire, marcado por un peñasco
elevado en cuy a cima crecía con dificultad un frondoso almendro. Tras pasar el
primer bosquecillo, lo primero con lo que se toparon fue el molino de Trens, que
había ardido, y estaba sin techo y silencioso. Sólo quedaban las cuatro paredes
tiznadas y la maquinaria herrumbrosa estropeada del incendio.
Una corneja pasó graznando por el lado izquierdo. Cantacuzanos se inclinó
hacia Lucas de Tarento.
—La muchacha no va a encontrar a su familia —observó—. ¡Lo que nos
faltaba!
Se levantó una niebla espesa que borraba en el horizonte las torres del castillo
de Baucaire. Después de caminar otro rato, sin cruzarse con nadie, llegaron ante
una choza miserable, construida con troncos y barro. Al ruido de los caballos
salió un campesino que se asustó al ver a un grupo armado ante su vivienda.
—No temáis buen hombre —lo tranquilizó Isbela, cada vez más alarmada—.
¿Que ha ocurrido que no se ve a nadie?
—Princesa, ¿no me conoces? —dijo el campesino.
Isbela se fijó en aquel rostro rojizo, de barba rala y gris, en aquella boca
trémula y desdentada.
—¿Voisin? —aventuró. El viejo afirmó en silencio, con los ojos arrasados en
lágrimas—. ¿Qué te ha pasado? ¿Qué te han hecho?
—¡Ay, señora! —se lamentó el pobre hombre. Y se echó a llorar con
desconsuelo.
Lucas de Tarento levantó la mano para ordenar un alto. Descabalgaron y
rodearon al campesino.
—Fue hace año y medio —dijo el hombre—, unos meses después de vuestra
marcha, princesa. Una mañana llegaron los hermanos de Baux con sus mesnadas
y lo arrasaron todo. Vuestro padre intentó proteger sus estados, pero ellos traían
más gente además de diez oreos en traílla que les había alquilado un comerciante
de esclavos. El choque fue terrible, pero al final los de Baux desbarataron
nuestras tropas, mataron a mucha gente, cautivaron a otros y han dejado el valle
para pasto de ganado. De aquí al castillo solo veréis cabreros y pastores de los
Baux.
—¿Y qué fue de mi padre?
—Combatió como bueno, pero lo descabalgaron y lo hirieron. Cuando lo
llevaban prisionero, atado como un fardo sobre una mula, no cesaba de repetir:
« Un día volverá mi y erno con mi hija y os lo hará pagar caro!» .
Isbela disimuló su silencioso llanto. Ignoraba si su padre había muerto y en
cualquier caso, ella no se había casado en Ultramar. No existía y erno alguno que
pudiera defender su causa. Solamente un pretendiente al que, aunque había
demostrado ser bravo y guerrero, no se atrevía a pedir amparo puesto que
todavía no lo habían consagrado caballero.
Aquella noche, en el campamento, Cantacuzanos se reunió con Lucas.
—¿Qué haremos ahora? Hemos traído a la muchacha a su casa, pero la casa
y a no existe. Creo que deberíamos dejarla en el monasterio de Nimes. Allí las
monjas acogen a las muchachas nobles desamparadas. Debemos proseguir
nuestra misión sin más aplazamientos.
A Lucas de Tarento le disgustaron las palabras del clérigo.
—He estado meditando sobre ello y y o soy de la opinión de que el código de
la caballería nos obliga a restituirla a su padre.
—¡Su padre está preso en una mazmorra de los Baux, unos locos homicidas
que tienen a su servicio un batallón de orcos y no sé cuántos hombres de armas!
No podemos poner en peligro esta expedición, que es vital para la Cristiandad.
Cuando salimos de Tierra Santa y o sabía que la muchacha nos acarrearía
problemas.
—Asumiré esa responsabilidad —respondió Lucas—. Tampoco y o me ofrecí
voluntario para esta misión. En Tierra Santa advertí que buscar las piedras del
dragón y la Mesa de Salomón era superior a mis fuerzas. Desde entonces me ha
abrumado esta carga. Ahora quiero observar la noble ley de la caballería que me
obliga a defender a los desamparados.
—No contéis conmigo para esto —advirtió Cantacuzanos—. Si tan fuerte os
veis, hacedlo sin ay uda de la magia.
—Lo haremos como podamos.
Hablaban tan alto que Guido escuchó lo que decían y se entristeció al
comprobar que el clérigo odiaba a la muchacha. Gorgo le puso la mano en el
hombro y le enseñó los dientes. Era su forma de mostrarse agradecido y de
comunicarle que podía contar con él.
Gorgo miraba a Isbela, que se había retirado a orar a la capilla en ruinas. La
grácil figura de la muchacha se recortaba al trasluz sobre una sábana que había
tendido sobre el muro derruido para preservar su intimidad.
Guido tomó su caballo de la rienda y bajó al manantial de Nomeolvides. Un
caño de bronce vertía agua sobre la cantarera. Mientras el animal abrevaba en la
gran pila de piedra, el joven sentía su corazón inflamado de amor. Envidiaba
aquellos muros, aquellos árboles, aquellas aguas que habían acompañado a su
amada todos los años en que estuvo ausente de su vida. ¿Cómo pudo vivir sin ella
y sin embargo ser feliz? Ahora aquella ausencia le parecía insoportable.
—Te quiero y daré mi sangre por defenderte —murmuró.
La melusina que habitaba en el manantial escuchó estas palabras. El hada
antigua había acunado a la semielfa en su nacimiento, la había acompañado en
sus primeros pasos y en sus juegos y se había encariñado con ella. Al escuchar
las razones del mancebo enamorado se sonrió con ternura. El hada tenía el
aspecto de una adolescente rubia de largos cabellos, en todo semejante a una
muchacha excepto en que vestía una túnica pasada de moda y su cuerpo era
enteramente transparente. Tomó las palabras del muchacho antes de que se
disolvieran en el aire y las enrolló en su dedo índice.
La noche caía lenta sobre los árboles y los caminos.
La melusina llevó las palabras del enamorado al oído de su enamorada junto
con la brisa susurrante. Isbela, al oírlas, lo miró y permitió que, por un momento,
sus lágrimas brillaran a la luz de la luna.
Aquella noche pernoctaron en las ruinas. Durmieron un sueño intranquilo,
excepto Gorgo, que roncó, como siempre, en el prado donde tendió su camastro,
e Isbela, a la que la melusina de la fuente acunó con las canciones de su infancia
para que lograra un sueño reparador.
La mañana amaneció envuelta en una niebla algodonosa tan espesa que a
duras penas se veía la mano extendida. Tuvieron que llamarse a voces y tras
desay unar unas galletas con pasta de anchoas y aceite, la anchoiade, que el
Raposo había preparado, Lucas de Tarento convocó a la asamblea en el patio de
armas.
Carraspeó antes de hablar, como hacía en las declaraciones solemnes.
—He meditado las distintas opciones que se nos presentan y he decidido que
intentemos rescatar al noble Hugo de Merens y le restituy amos su estado. Sé que
esto nos aparta de nuestra misión principal, pero lo exigen las ley es de la
caballería, que son la orla que ennoblece a la cristiandad. Deberéis saber que no
contaremos con la magia, pues Jorge Cantacuzanos está en desacuerdo conmigo
y no quiere participar, una decisión que y o respeto, pero aun así lo intentaremos.
Cantacuzanos se había sentado en una almena caída en medio del patio y
miraba hacia otro lado aparentando indiferencia.
Guido no pudo ocultar su entusiasmo ante la idea de rescatar al padre de
Isbela, lo que, además, le permitiría prolongar sus días junto a la muchacha.
—Somos tres hombres de armas, cuatro contando a Gorgo —dijo— y y a
otras veces nos hemos batido con treinta y hemos vencido con la ay uda de Dios
y de las piedras del dragón.
—Somos cuatro hombres y una mujer de armas —intervino Isbela
decididamente—, pues llegado el caso combato como uno más. Guido la miró.
Estaba hermosa por la mañana, con el pelo recogido en una cola, con los
mechones rebeldes orlados de diminutas gotitas que depositaba en ellos la niebla.
La capa que cubría sus hombros y la preservaba de la humedad se había
entreabierto y dejaba ver el brial de paño ceñido marcando los dos pechos
separados y valientes: ¿Cómo no arriesgar la vida por aquella mujer?
—Esta vez las piedras no nos darán ventaja —decía Lucas de Tarento—
porque he decidido que se queden con Cantacuzanos. No podemos exponernos a
que nos las arrebaten si perdemos el combate. La alta misión de la Cristiandad
debe seguir sin nosotros. Si caemos, otros caballeros nos relevarán.
Pedro el Raposo miró a su señor con asombro. Ahora renunciaba a la ventaja
de las piedras dragontías. Él era un simple escudero, pero sabía algo de guerra y
uno de los principios más elementales del combate consistía en no desaprovechar
ventaja alguna. Nunca entendería las ley es de la caballería.
Ensillaron y partieron. Cantacuzanos, hosco y serio, convino en aguardarlos
tres días en las ruinas del castillo. Si no regresaban al cabo de ese plazo, se
presentaría ante el obispo de Marsella y pondría en sus manos las piedras del
dragón para que la Iglesia decidiera qué hacer con ellas.
Los expedicionarios tomaron el sendero que discurría hacia el este, las tierras
de los Baux. Durante tres horas caminaron por medio de bosques y prados sin ver
más allá de la grupa del caballo que los precedía. Después, la niebla comenzó a
disiparse y abrió paso a una mañana soleada con la hierba, los altos helechos y
los árboles salpicados de rocío. Los caminantes llegaron al lugar que llaman el
anfiteatro, donde una roca semicircular, que parece cortada a cuchillo, cobija
una fuente de agua fría y cristalina. En medio del prado había un carromato
pintado de vivos colores con escenas que figuraban a Mucio Scévola quemándose
una mano para demostrar el valor de los romanos, a Lucrecia suicidándose para
demostrar la honestidad de las romanas y a Alejandro Magno contemplando el
incendio de Persépolis tras derrotar a los persas. La viñeta estaba ejecutada con
tal maestría que los ateridos propietarios del carromato se estaban calentando a
su lado y extendían las manos hacia el incendio y se las frotaban. Cuando vieron
acercarse a un grupo de caballeros con lanzas y caballos de guerra no se
inmutaron. Había costumbre.
—¡Dios guarde! —saludó Lucas de Tarento—. ¿Venís de Baux?
—Sí, señor, somos juglares y saltimbanquis que venimos de la feria de Baux.
Aquello está bastante animado, pero hemos hecho poco negocio porque hay
muchos trovadores que nos hacen la competencia a los profesionales.
—¿Qué es lo que celebran?
—¿No lo sabéis? Celebran las bodas del menor de los Baux, el hermano tonto,
Blas, con la hija de Hugo de Merens.
Los visitantes se miraron asombrados.
—No sabía que tuvieras una hermana —dijo Guido.
—Y no la tengo —se apresuró a aclarar Isbela—. Soy hija única. Mi madre
murió cuando nací y o.
Lucas de Tarento miró a la muchacha.
—¿No tienes ninguna prima o pariente que se llame como tú?
—No. Yo soy la única Isbela de Merens. Lucas reflexionó.
—En ese caso, saben que nos dirigimos a sus tierras, lo han sabido quizá antes
que nosotros, y nos aguardan.
Pedro el Raposo interrogó a los juglares acerca de la fuerza de los hermanos
Baux. La información no era nada halagüeña. Los diez orcos alquilados seguían
con ellos. Además, mantenían su mesnada de doce hombres de armas y seis
caballeros aliados habían acudido a las fiestas cuy a atracción principal era un
torneo con una jarra de plata como premio.
—A pesar de todo, perseveraremos en nuestro propósito —decidió Lucas de
Tarento. Espoleó su caballo y retomó la senda del este. Los demás lo siguieron.
—Los caballeros lo ven todo muy fácil —observó Pedro el Raposo hablando
consigo mismo—, pero a veces se meten en estacadas de las que salen con los
pies por delante para que los juglares canten su muerte heroica. Sin embargo, del
escudero que muere nadie se acuerda. Le sacan de la faltriquera lo que pueda
tener de valor, que nunca es mucho, y lo entierran bajo un palmo de tierra para
que lo desentierren los perros o los trudentes. Así es la vida. Si por lo menos
tuviéramos con nosotros a Grontal, el maldito enano con su hacha.
—¡Lo tenéis! —bramó una voz enanil a su espalda.
Se volvieron sorprendidos. Allí estaba Grontal, sobre un caballo lanudo de los
que se crían en los valles suizos.
—Nunca me he alegrado tanto de ver a un jodido enano —dijo Pedro el
Raposo abrazándolo.
El enano mostraba su risa poderosa y dejaba escapar un par de lagrimones
de los ojillos terrosos y arrugados.
—¿Íbais a meteros en danza sin mí? —riñó—. Aquí me tenéis de nuevo y
traigo un presente para nuestro capellán: la piedra Templada que guardaba el
gigante Antulfas.
—La verdad es que todos pensábamos en ti y te echábamos de menos —dijo
Isbela—. ¿Cuándo has llegado?
—Ya me estoy acostumbrando a volar —dijo Grontal—. Estaba tan tranquilo
en un pueblecito suizo donde la mujer de un panadero se disponía a mostrarme
ciertas preseas que guardaba en el arcón de su dormitorio y, de pronto, un viento
me ha arrebatado y me ha sacado por la ventana, con la bragueta desabrochada
y todo, tal como estaba. Viniendo por los aires me creció debajo este caballo que
se llama Impetuoso y he venido a caer entre vosotros. Parece cosa de brujería.
—No es brujería, es magia —dijo Guido—. Espero que Cantacuzanos esté
detrás de esto.
—Cantacuzanos quiere mantenerse al margen y no creo que cambie de
parecer —dijo Lucas de Tarento—. Más bien habría que achacárselo a la virtud
de la piedra Templada. Las piedras, según tengo entendido, tienen voluntad
propia. Quizá la Templada ha querido participar en esta aventura.
Prosiguieron el camino entre unos cañaverales espesos en los que se abría un
sendero ancho, realzado con losas, que los condujo al Ródano. Había un
embarcadero y una vieja choza de troncos en la que aguardaba el barquero, un
viejo encorvado por la edad.
—¿Queréis pasar al otro lado del río, je je? —rió—. ¿Sabéis por qué lo sé? Je
je, porque si no quisierais pasar no habríais escogido este camino, viene de Les
Antul derecho al río, no va a ninguna otra parte. Yo tenía diecisiete años cuando
mi mala cabeza me puso aquí por un pecado que cometí y desde entonces estoy
condenado al río.
No nos interesa tu historia —lo interrumpió Pedro el Raposo—. Dinos la
tarifa, te pagamos y nos pasas.
—¿La tarifa? Para vosotros, nada. Os pasaré de balde. —Trato hecho,
entonces— dijo el Raposo.
La barca era en realidad una balsa construida con viejos tablones con un
mecanismo de tracción servido por cuatro mulos que tiraban de una soga tendida
sobre el agua. El final de la soga eran unos pesebres situados a una distancia
conveniente. Cada vez que la barca se ponía en movimiento los mulos alcanzaban
unos bocados de cebada. Tras la cebada les entraba sed y regresaban al río a
beber, con lo que otra vez traían la balsa de regreso.
La barca con los viajeros y sus caballos cruzó el Ródano, que bajaba turbio y
caudaloso con las lluvias del otoño. Cuando llegaron al otro lado, Lucas de
Tarento le dijo al barquero:
—Acepta esta moneda por tus servicios. El viejo dio un paso atrás.
—No sire, no puedo aceptarlo.
—¿Acaso no eres pobre? ¿Por qué rechazas lo que te corresponde?
—Porque lleváis la muerte con vosotros y a la muerte no le cobro. De lo
contrario, Dios prolongaría mi ancianidad y ese el peor castigo que puede darme.
—Adelante —dijo. Su caballo echó a andar.
Los otros lo siguieron.
No hablaron mucho aquella tarde. Ese día pernoctaron en un collado, junto a
una fuente.
—Mañana entraremos en el Valle del Infierno —dijo Lucas—. Ahora
conviene que durmamos.
—¿No ponemos centinelas? —dijo Pedro el Raposo.
—No. No serán necesarios.
Pedro el Raposo no preguntó más. Llevaba algunos años sirviendo a su señor,
desde que era fraile templario, y nunca lo había visto proceder tan
descuidadamente. Procuró dormir poco y apostó a Gorgo, al que, de todas
formas, le costaba poco velar, al otro lado del campamento.
Aquella noche, Lucas de Tarento se desveló y salió a dar un paseo por el
claro del bosque donde brillaba la luna en todo su esplendor. La lechuza, perchada
en una rama alta, vigilaba con sus inmensos ojos. El caballero se sentó a
contemplar la luna desde una roca en torno a la cual crecía la hierba de la
desdicha. Al rato los efluvios de sus flores lo adormecieron. Soñó con la Dama de
la Rosa Azul, que lo tomaba de la mano y lo conducía a través de un bosque hasta
la alta peña en la que habitaba la dragona Tarasca.
—Señora —le dijo—, deteneos un momento para que pueda reflejar mis ojos
en los vuestros. Entonces la muerte podrá tomarme a su antojo. Dejadme calmar
esta sed devoradora, dad sentido a mi lucha, mostradme el camino de vuestros
labios.
Nevaban pétalos azules y el aire perfumado trastornaba los sentidos. En la
oscuridad, un aura espectral iluminaba el hermoso cuerpo de la dama envuelto
en flotantes gasas azules y blancas. El cabello al viento abrazaba la piel del
caballero. Alzó los ojos y vio su rostro, sus ojos, el bosque revivió en armoniosos
sones. La pajarería saludaba la aurora.
Ella, ahora en la distancia, le tendía una mano, humedecía sus labios de miel
templada y sonreía. Lucas hizo por alcanzarla, pero una fuerza misteriosa se lo
impidió. La roca inmensa roja anaranjada y gris se abría a su paso para tragarlo.
Luchaba por regresar alargando su mano hacia la que la Dama le ofrecía y,
cuando sus dedos se tocaban, brotaba la sangre impetuosa de miles de heridas
abiertas por las espinas de rosas azules engarzadas en un inextricable zarzal que lo
separaba de la Dama. Lenguas de fuego calcinaban los campos, los árboles, las
piedras. Se desplomaban los palacios, tronaban las tormentas, los hombres
luchaban y morían en la Desolación.
—Luchad. De vos depende —advirtió la dama, alejándose.
Era dulce como la miel, profunda como el océano, reluciente como la piedra.
Lucas de Tarento sintió el encontrado oleaje del desaliento y la esperanza.
—Os esperaré siempre en el reflejo del cielo azul, en el mar, en el agua
riente de los arroy os, de los lagos, de los ríos. Buscadme y me hallaréis.
La dama, blanca como la espuma, etérea como el aire, se acercaba
entregada y con un gesto suspendía la vida alrededor, el pájaro en el viento, la
hoja en su caída, la mariposa de plegadas alas. Con amor infinito acariciaba las
heridas del caballero, las sanaba, el tiempo detenido, el grano de arena
suspendido en la ampolleta, la gota de agua flotando en la clepsidra, ella
acercaba su boca a los labios sedientos del caballero, los ojos bien abiertos, para
dejar en ellos la humedad de un único beso, profundo y apasionado, un beso que
lo abrasaba y lo consolaba a un tiempo. Intentó abrazarla y se encontró despierto
y agitado en la soledad de su camastro.
Amaneció. Desay unaron unas gachas con ajo que preparó Pedro el Raposo
antes de proseguir su camino entre arboledas silenciosas, sin pájaros.
Sin pájaros. El bosque había enmudecido. Lucas de Tarento comprendió.
—Escuchad —dijo, volviéndose hacia sus compañeros—. No lejos de aquí
está la roca en la que habita la dragona Tarasca que custodia la piedra Reluciente.
Quizá si la conquisto los asuntos que nos esperan en la corte de los Baux se nos
presenten más favorables. Vale la pena intentarlo.
Los otros se ofrecieron a acompañarlo, pero él los rechazó.
—La dragona es asunto para un solo caballero. Esperadme aquí.
—Os aguardaremos aquí, sire —dijo Guido—, pero estaremos atentos al
toque del olifante para acudir en vuestro auxilio.
Partió Lucas de Tarento y los expedicionarios acamparon junto al arroy o
Zarzal, en cuy as aguas había oro en tiempos de la Abominación.
Después de esperar un día, el Misterio se les apareció en forma de un
chisporroteo que brotaba de la hoguera.
—Hugo de Merens está en peligro en el castillo de los Baux —les dijo—. No
hay tiempo que perder. La melusina madrina me envía para deciros que deberéis
continuar porque ella protegerá al amor de su ahijada.
Se deshicieron las chispas y quedaron las peladas llamas rojas amarillas y
azules que brotaban de los troncos de encina. Discutieron lo que convenía hacer.
No contaban con el consejo de Cantacuzanos, ni con su magia, ni tenían la
experiencia de mando de Lucas de Tarento, pero la angustia de Isbela por las
noticias de su padre los espoleaba a todos. Decidieron seguir adelante y tomaron
la senda de Baux. Delante de ellos se erguían unas rocas espectrales, como
dientes que surgieran de la tierra, con perfiles afilados y cortados entre los que el
viento soplaba inarmónico.
—Este es el Valle del Infierno —dijo Isbela—. Ya estamos en la tierra de los
Baux.
Tardaron más de cuatro horas en avanzar una legua por un laberinto de
peñascos que brotaban de la tierra como lomos erizados de animales
prehistóricos. A veces seguían un sendero encajados entre dos crestas rocosas y,
al cabo de un rato de andar, desembocaban en un callejón sin salida y tenían que
regresar sobre sus pasos para buscar otro camino. Otras veces, para salvar un
picacho, tenían que rodearlo durante un buen rato caminando en círculo y
cuando llegaban al final se encontraban casi en el punto de partida.
—Ahora entiendo por qué lo llaman el Valle del Infierno —dijo el Raposo.
El viento soplaba en los ventisqueros y emitía su lúgubre lamento.
—Dicen que son los suspiros del ejército de Atila, al que san Trófimo derrotó
en este lugar —dijo Isbela—. Otros dicen que el santo derrotó a un dragón.
Al caer la tarde descrestaron un picacho y vieron a sus pies un valle que
parecía más llano, con algunas huertas y arboledas continuas, pero para
alcanzarlo tuvieron que descender por un desfiladero pedregoso encajado entre
un muro rocoso y un abismo. Descabalgaron y prosiguieron a pie. De vez en
cuando un caballo resbalaba y los guijarros que desprendía daban tumbos por el
barranco oscuro.
Cuando salieron del Valle del Infierno, la noche los tomó en el centro de un
bosque recorrido por un arroy o. Trabaron los caballos para que pastaran y
encendieron una fogata para preparar la cena. Pedro el Raposo estaba
preocupado. Había visto rastros de gente armada a caballo y estaba seguro de
que los vigilaban.
—Os vigilan, pero no nos atacarán —dijo el Misterio chisporroteando en la
hoguera—. Sólo están escoltándoos para que lleguéis a tiempo a la ceremonia.
—¿A qué ceremonia? —quiso saber Guido.
—A la boda de Isbela con Blas de Baux, también conocido como Blas el
Bobo.
—¡Jamás me casaré con él! —saltó la muchacha—. Tiene los ojos
churretosos y el labio de abajo es como el de un mulo y babea.
¡Antes la muerte!
—Lo sé, niña. —El Misterio le acarició una mejilla, un gesto que provocó en
ella un estremecimiento porque el tacto era igual al de su padre, el noble Hugo,
llamado el Rey Pescador.
—Las cosas que tengan que ocurrir ocurrirán —dijo el Misterio—, y vosotros
estáis aquí para que ocurran.
Aquella noche, Lucas de Tarento, a treinta leguas de allí, pernoctó en un
bosquecillo de abedules. Desvelado se levantó para salir como otras veces al
encuentro de la Dama Azul, pero la dama no compareció esta vez.
CAPÍTULO LII
Habían instalado el palenque en un prado ameno que se abría entre una fila de
roquedos y el río. A un lado estaban las tiendas de los campeones, de planta
circular, más altas que anchas, rematadas en un aro de madera pintado de
brillantes colores y un mástil. Había una de listas blancas y negras, otra roja y
blanca, otra blanca con flores de lis, e incluso una negra con tréboles verdes
recortados y cosidos. No había dos del mismo color porque las lonas reproducían
los colores de cada casa. Delante de cada tienda estaba plantada la banderola del
campeón. Casi todas adornadas con leones rampantes, unicornios, ciervos con
muchas puntas, jabalíes y otros animales heráldicos.
Guido admiró los magníficos arreos de los caballeros, que se exhibían sobre
caballetes.
—Habrá que cuidarse del caballero que no tiene enseña —comentó Pedro el
Raposo señalando con un gesto a una tienda negra, sin adorno alguno, a cuy a
puerta ondeaba una banderola del mismo color.
Una empalizada de madera y cañas que llegaba a la cintura de un hombre,
discurría por el centro del prado, entre las peñas y el río. Los contendientes tenían
que partir de los extremos y galopar cada uno a un lado para embestirse a mitad
de camino, frente al palenque ducal. El que derribaba a su contrario vencía, pero
si los dos se derribaban mutuamente continuaban a espada o con las armas que
decidiera el rey de armas, un caballero anciano que arbitraba el torneo.
En el centro del prado, pegado a las rocas de la montaña, delante del lugar
donde chocaban los torneadores estaba la presidencia, un espacioso palco de
madera, cobijado por un palio de lona roja y adornado con paños de brillantes
colores, tapices y cortinas. Asistían al torneo los Baux y sus invitados más ilustres,
aliados de otros condados vecinos. La corte de los Baux resplandecía con todos
los refinamientos que Berenguer de Baux había traído de sus correrías por
Francia, corte real incluida. No faltaban mástiles con gallardetes adornando el
campo, ni guirnaldas de boscaje verde enroscadas en las empalizadas que
contenían a la vociferante y festiva multitud que se agolpaba en el prado para
asistir a los torneos, con la esperanza de ver manar la sangre.
En la tribuna condal, dos docenas de invitados ataviados con sus atuendos más
ceremoniales departían alegremente en espera del comienzo de los juegos. Les
habían traído sillones, jamugas y hasta un aparador en el que podían servirse pan,
vino y carne asada en los intervalos de los torneos.
Los campeones se alinearon en un extremo del campo. Llegó el momento de
hacer las presentaciones y demostrar los trofeos.
—¡Mi padre está en la tribuna! —señaló Isbela emocionada.
—¿Quién es? —le preguntó Guido.
—El anciano de la izquierda, el de la barba blanca y el semblante triste.
El muchacho reparó en la noble figura que parecía distraída y ajena a la
alegría que lo rodeaba.
—Tiene las manos encadenadas —observó Pedro el Raposo.
—Lo usan como reclamo para cazarnos.
—Porque me buscan a mí —dijo Isbela con la voz quebrada—. No soporto
que mi padre sufra por más tiempo.
La muchacha no pudo reprimir un sollozo. El secretario de cartas de los Baux,
que andaba examinando a la multitud en compañía de dos guardias reparó en los
forasteros y se acercó a ellos. Reconoció inmediatamente a la muchacha.
—¡Isbela de Merens, te esperábamos! —le dijo dedicándole una helada
sonrisa. Y volviéndose a su escolta ordenó—: ¡Guardias, prendedla!
CAPÍTULO LV
Isbela de Merens le dirigió una mirada llena de odio al secretario de los Baux. Se
enjugó las lágrimas y compuso un semblante altivo.
—¡Sois repugnantes y tú más que ninguno, servidor de la hiena! El secretario
sonrió al cumplido.
—Soy feliz roy endo los huesos que la hiena desecha —contestó—. No te
replicaré porque hoy mismo serás mi señora. Bienvenida a Baux. Tu prometido,
Blas de Baux, te espera con impaciencia de enamorado y las Cortes de Amor
llevan una semana celebrando vuestro himeneo con encendidos versos.
Aquello era más de lo que Guido podía soportar. Se adelantó y propinó un
puñetazo al insolente. El secretario era más bien alfeñique y cay ó al suelo
sangrando por la boca y las narices.
—¡A mí la mesnada! —gritó.
No fue menester el aviso porque y a varios guardias armados habían rodeado
a los viajeros y los encerraban en un círculo de lanzas.
—¡Obispo! —gritó Guido dirigiéndose al prelado que lucía su atuendo
escarlata y su mitra en el palenque—. ¡Apelo a la tregua de Dios! Soy un
caballero que he venido en paz para participar en el torneo. El obispo cuchicheó
algo al oído de Berenguer de Baux.
—¡Hermano, es Isbela! ¡Es Isbela, más buena que el pan candeal! —señaló
Blas de Baux, babeando de gozo.
Berenguer dirigió a su hermano una mirada piadosa.
—Lo sé, Blas. Es Isbela. Aquí la tenemos como te prometí. Cuando termine el
torneo el obispo Bertrand os casará.
—¿Y podré llevármela entonces al castillo?
—Podrás.
—¿Y hacerla mía?
—Claro que sí. Será tu mujer.
—Me refiero a jugar con ella al animalito de las dos espaldas.
Los invitados reprimieron unas risas. No sabían si el humor de Berenguer
toleraba que se rieran de la simplicidad de su hermano.
Berenguer enrojeció ligeramente y sonrió un tanto avergonzado.
—Sí, hermano. Tendrás que consumar el matrimonio y engendrar en ella lo
antes posible un robusto Berenguerito que herede nuestros estados. Con la
bendición de la Iglesia todo será legal.
El obispo Bertrand asintió debidamente.
Mientras tanto, los guardias desarmaron a los viajeros y los condujeron hasta
el pie del palenque.
Isbela se zafó de los guardias y se abrazó a las piernas de su padre, el noble
Hugo de Merens, y le mojó los pies descalzos con sus lágrimas. El viejo intentaba
mantener la compostura, pero no pudo evitar que las lágrimas bañaran también
sus curtidas mejillas.
Berenguer de Baux contemplaba la escena con una sonrisa cruel. El bobo
Blas babeaba tasando los encantos de su prometida con mirada lujuriosa. La
saliva le goteaba por la pechera bordada del manto.
—¡Hola, Isbela! —saludó a la muchacha con su voz gangosa y le dedicó una
sonrisa llena de dientes podridos.
La muchacha escupió en el suelo por toda respuesta, y eso que se había
educado con las monjas.
Berenguer de Baux se volvió hacia sus invitados para mostrarles a la
muchacha. Algunos habían puesto en duda que compareciera para la boda, como
el mago Tomás de Agen había vaticinado.
—Isbela de Merens —dijo Berenguer con su voz de trueno—. Sube a este
tablado y siéntate al lado de tu prometido. Regocíjate porque lo que estamos
celebrando es el torneo de vuestras bodas.
Dos guardias tomaron a Isbela por los brazos y la obligaron a subir, pero una
vez arriba ella se zafó y corrió a abrazarse a su padre.
—Un encuentro enternecedor —observó Berenguer—. Padre e hija llevaban
dos años sin verse. Dejemos que lo disfruten puesto que quiero agradar a mi
consuegro y a mi futura cuñada.
—¿Me siento con ella? —preguntó el bobo—. ¿Puedo meterle mano y a?
—No, déjala tranquila con su padre —concedió el tirano—. Tiempo tendrás
de sentarte con ella y de acostarte con ella, hermano. Va a ser tuy a para toda la
vida, con la bendición del obispo Beltrand que representa al Señor. Ahora quizá
sea mejor que comience el torneo.
—¡Apelo a la caballería! —gritó Guido desde el cerco de los guardias.
CAPITULO LVII
Guido se abrió paso entre la multitud y salió hasta la empalizada donde todos lo
vieran. Los espectadores contuvieron el aliento. El forastero se había dirigido de
manera insolente a Berenguer de Baux, un delito sobradamente merecedor de la
muerte. No obstante, como la ofensa se había inferido delante de sus súbditos y
de los invitados extranjeros, seguramente el tirano le reservaría alguna ejecución
pública especialmente refinada para que su justicia fuera ejemplar. La turba se
entusiasmó ante la perspectiva de una ejecución que no figuraba en el programa.
La mañana prometía.
De Baux miró al insolente muchacho con más curiosidad que cólera.
—¿Quién eres tú, castrador de puercos, para apelar a la caballería?
—Guido de St. Bertevin, de la sangre de los Foix. Mi padre tiene un castillo en
Bretaña.
—¿A qué apelas? —le preguntó el anciano de rey de armas.
—Apelo a un juicio de Dios —respondió Guido con aplomo—. Esa mujer me
ha hecho promesa sagrada de matrimonio y apelo a Dios para que en este
campo del honor, mediante torneo singular, demuestre que la razón y el derecho
me asisten.
Dos o tres invitados nobles juntaron las cabezas en conciliábulo. El may or de
ellos, que era también el de más autoridad, dijo:
—Berenguer de Baux, creemos que el muchacho dice la verdad. Los tres
hemos tratado a los Foix en otro tiempo y todos tenían ese mismo aspecto, anchos
de espalda y narigones. El derecho de sangre le asiste.
—Que hable el rey de armas —dijo de Baux.
El rey de armas era su compadre Alain de Monfra, conde de Pierrepertuse,
un hombre experimentado que se percató de la situación. Aquel mozalbete Guido
de St. Bertevin, estaba desafiando al prometido de Isbela, Blas de Baux, pero el
tonto de la baba no sabía levantar una espada, ni era capaz de tenerse en pie más
de un minuto.
Por lo tanto, era razonable que escogiera un campeón para que lo sustituy era
en la lucha.
—Decreto que un campeón luche por el caballero Blas de Baux. Cualquiera
de los caballeros que aquí concurren.
Berenguer de Baux se puso en pie.
—Y y o ofrezco una recompensa de cien monedas de oro al campeón que
defendiendo las armas de mi hermano en un duelo a muerte me traiga la cabeza
de este deslenguado.
Un duelo a muerte eran palabras may ores. Los siete campeones presentes
intercambiaron miradas.
—Yo me retiro —dijo uno—. No he venido a matar a nadie, sino a justar.
—Yo hago lo mismo. Bastante sangre he derramado y a —dijo el de la tienda
de ray as rojas y blancas.
Los otros titubeaban. Se miraban entre ellos o miraban al suelo. Cien monedas
de oro era más de lo que algunos habían visto o esperaban ver en su vida.
—¿No habrá un hombre al que no le tiemble la barba? —preguntó Berenguer
encolerizado a la muda muchedumbre.
—¡Yo lo haré!
Un misterioso caballero vestido con malla negra de doble anilla y un y elmo
que le ocultaba los rasgos de la cara se adelantó traspasando el cinturón de los
guardias.
Pedro el Raposo lo reconoció al instante: Sven le Berg.
El voluntario cruzó el prado hasta situarse frente al palenque condal. Se
levantó la celada y dedicó una sonrisa irónica a Guido de St. Bertevin cuando se
colocó a su lado. Era algo más alto que el muchacho y mucho más fornido.
—Sven le Berg, volvemos a encontrarnos —le dijo Pedro el Raposo.
—No hemos dejado de encontrarnos desde que salisteis de Tierra Santa, pero
estáis ciegos.
—Era un aspirante a templario que renegó de la Orden en los Cuernos de
Hattin —explicó el Raposo a Guido en voz baja—. Conoce todos los trucos y sabe
luchar. Será mejor que no te enfrentes a él.
—¿Qué pretendes? —preguntó Guido al caballero.
—Las cien monedas de oro.
—No creo que lo hagas por las cien monedas. Si nos has seguido y conoces la
misión que nos han encomendado no querrás interferir en ella, porque eso puede
acarrear la eterna condenación de tu alma.
—¿Mi alma? ¿Quién te ha dicho que quiero salvar mi alma? Yo sirvo a la
Abominación.
—Ya tenemos el campeón —anunció Berenguer de Baux satisfecho—. Blas,
querido, entrégale tu prenda.
El hermano bobo se adelantó babeante y ató su pañuelo rosa en el astil de la
lanza que Sven le Berg le tendía.
—Yo también tengo mi campeón —dijo Isbela levantándose—. Acercaos,
caballero.
Guido se aproximó al palenque para que Isbela anudara su pañuelo verde en
el astil de su lanza.
El rey de armas levantó la mano y un trompetero hizo sonar su instrumento,
castigando los tímpanos de los observadores más cercanos. Los pájaros
levantaron el vuelo en los árboles que ribeteaban el prado.
Tocaba sortear el campo. El rey de armas y los dos ancianos caballeros que
lo asistían comparecieron en el palco condal:
—La cara para el caballero negro, la cruz para el blanco —dijo Berenguer de
Baux.
El negro era Sven le Berg. Lanzaron la moneda al aire.
CAPÍTULO LIX
Isbela profirió un alarido que resonó en todo el campo. Intentó acudir en socorro
de su amado, pero dos manos poderosas la mantuvieron fija en su asiento.
En el celaje oscuro de la seminconsciencia, Guido escuchó la angustiosa
llamada de Isbela. Entornó los ojos y vio a través de una neblina que Sven le
Berg se disponía a rematarlo.
Al propio tiempo escuchó la voz de Pedro el Raposo que con un alarido le
advertía:
—¡El turco Sarkis!
Era una alusión privada. En los ratos de asueto, Pedro el Raposo le había
enseñado al muchacho trucos de lucha escuderil que bajo ningún concepto usaría
un caballero. El golpe del turco Sarkis, una llave favorita de los turcopolos a
sueldo de los cruzados, consistía en patear los testículos del adversario. No servía
con los varegos castrados de la guardia del basileo, pero con cualquier enemigo
entero de sus partes resultaba bastante efectivo.
La espada de Sven inició su recorrido hacia el pecho de Guido, apuntando
entre las dos clavículas, pero en aquel momento la musculosa pierna del
muchacho se disparó como una catapulta. Sven, alcanzado en plena natura, cay ó
había atrás con un alarido de dolor y se revolcó por el suelo hecho un ovillo con
las manos en la parte lastimada.
—¡Ese golpe es innoble y propio de un sarraceno! —protestó Berenguer de
Baux.
—Un golpe innoble en un combate innoble, nada importa —replicó Hugo de
Merens—. También es innoble la traición, y tú la practicas.
Los otros nobles que ocupaban el cadalso permanecieron en silencio. Sabían
que el prisionero tenía razón.
Ahora era Guido de St. Bertevin el que había recuperado su espada y la
apoy aba sobre el cuello de su enemigo.
—¡Mátalo, mátalo! —le gritaba Pedro el Raposo.
El joven sacudió la cabeza disipando sus últimos mareos y, tras una breve
vacilación, apartó la espada de la nuez de su enemigo y la devolvió a su vaina.
Miró a Isbela que lloraba de alegría y su mirada se cruzó con la del noble Hugo
de Merens, que sonrió y asintió. Guido desanudó el pañuelo de la muchacha del
astil roto y lo pasó por la herida del costado antes de devolvérselo a su dueña,
teñido con su sangre. Los dedos temblones y sucios del guerrero acariciaron
brevemente los de la muchacha.
—¡Siempre amor! —suspiró Arnaut de Ventadour, el trovador, desde su
posición, en un carro de heno.
El faraute levantó el brazo y la trompeta tocó convocando al siguiente
encuentro.
Berenguer de Baux se levantó furioso del sillón.
—¡Aún no hemos decidido este torneo, faraute! ¿A quién corresponde el
arbitrio máximo en este asunto de acuerdo con las ley es de la caballería?
Los caballeros presentes intercambiaron miradas de asombro.
—Al rey o, en su defecto, al conde que preside el torneo.
—El conde soy y o y declaro vencedor al caballero negro, el que ha luchado
con arreglo a las ley es de la caballería con honor y denuedo. Por el contrario,
declaro deshonrado al caballero blanco que ha recurrido a una treta artera cual
es la execrable patada en los cojones, dicho sea con disculpa si ofendo a las
damas escuchantes, pero es que a uno lo ponen en tal disparadero que pierde
hasta los modales.
—¡Maldición e ignominia sobre ti, conde de Baux! —exclamó el anciano
Hugo de Merens—. ¡Acumulas infamia sobre infamia!
Atacaste a traición mis estados, me has cargado de cadenas contra todo
derecho y ahora intentas casar a mi hija, que es la flor de Provenza, con esa
mala bestia de tu hermano, un asno, un imbécil babeante, un follaburras, una
criatura de Dios que no acertaría a la boca con la mano. ¡Invoco a la santa
Magdalena y a su sagrada estirpe para que esta injusticia no se cometa!
En estas razones andaban cuando Pedro el Raposo, que se había abierto paso
hasta el pie de la tribuna real, sacó de su zurrón una maza de hierro, y, tras
desmay ar a un guardia que intentaba cerrarle el paso, saltó sobre el palenque y
haciendo palanca con el mango forzó los grilletes de Hugo de Merens y lo liberó.
—¡Vamos señor, que se nos hace tarde y tengo los caballos listos! —lo animó.
—No temas padre —le dijo Isbela—. Es amigo mío.
Berenguer de Baux llamó en su auxilio a la guardia al tiempo que pugnaba
por despojarse del manto ceremonial, pesado como una albarda, que le impedía
desenvainar la espada. Cuando lo consiguió, sus prisioneros habían huido. Hugo
de Merens, su hija y Pedro el Raposo se abrían camino entre la multitud seguidos
por el enano del hacha y el orco. Todo había ocurrido tan de súbito que los seis
hombres que guardaban el palenque no acertaron a reaccionar a tiempo y
cuando lo hicieron e intentaron detener a los fugitivos, el barullo de campesinos y
espectadores que huían cada uno por su lado, les impedía el paso. Cuando
escaparon de la marea humana, los fugitivos habían montado y a en sus caballos,
que el enano Grontal había prevenido detrás del palenque, y huían hacia el
bosque.
—¡Tomás de Agen, haz algo! —grito Berenguer volviéndose hacia su mago.
El mago comprendió que debía intervenir con toda la energía posible si quería
conservar el puesto. Se elevó de su silla de cuerno, levitando sin esfuerzo, y lanzó
un conjuro de los más poderosos contra los fugitivos.
—¡Ajada xad cadagadajabazaja ha ajadacadaja za jajadagafaza
kadafafadac!
El anciano conde, su hija, el enano, Guido y el orco casi habían alcanzado la
linde del bosque. De pronto, el galope tendido de sus caballos se ralentizó.
Avanzaban en medio de un aire denso como lodo. Cuando el brujo terminó el
conjuro se habían detenido y quedaron inmóviles.
—¡Ya son nuestros: ahora podemos degollar a esos malditos y el obispo me
casará con Isbela de Merens! —gritó jubilosamente Blas el Bobo—. ¡Prometo
preñarla a la primera!
—Antes de que nadie intervenga debo deshechizar a la muchacha —advirtió
el mago.
—¡Pues deshechízala! —le gritó Berenguer—. ¿A qué esperas?
El mago descendió del palenque por la escalera posterior. La muchedumbre
que había asistido al prodigio le abrió paso en respetuoso silencio.
Los fugitivos estaban a menos de doscientos metros.
—¡Guardias, acompañadlo por si os necesita —ordenó el tirano—. Y en
cuanto hay a realizado el conjuro me traéis las cabezas de esos malditos!
Allá fueron el mago y dos docenas de guardias.
Tomás de Agen, aunque había cursado con aprovechamiento los estudios de
la alta magia, carecía de experiencia. Antes de hallar acomodo en la corte de los
Baux, había servido en Roma y en París tras un noviciado largo en Egipto.
Algunas artes no las dominaba todavía.
Había algo en el aire que lo desconcertaba, como un flato a podrido. Se
detuvo a pensar. ¿Qué significa esto? Debería oler a agua de rosas que es el olor
natural de este conjuro sublime.
Pero olía a perro muerto, a cadáver.
—¿Qué es lo que apesta? —le preguntó al sargento de los guardias.
—Yo no huelo nada, señor —dijo el sargento.
El rudo militar ignoraba que la magia caldea se rige por olores que, a su vez,
se relacionan con el ordenamiento espacial de las moléculas que los provocan.
Cuando olemos una rosa no percibimos la química de su perfume, sino la
geometría de la disposición de sus moléculas. Si tomamos otras sustancias
químicas y las disponemos según el mismo esquema geométrico de las de la
rosa, el resultado es el mismo perfume.
Tomás de Agen olía una disposición contraria a su hechizo. El conjuro más
poderoso de que era capaz había ordenado la materia que regía el mundo a la
manera que el brujo deseaba, pero algún elemento se resistía y ahora el mundo
se desordenaba en su contra. Advirtió que, después de una vida de trabajo y
estudio, después de vender su alma y sus conocimientos por el oro de los
poderosos, la suerte suprema le fallaba y aquella limitación quizá le acarrearía la
muerte. Lo que olía era la premonición de su propio cadáver descompuesto. De
pronto comprendió que el enano no estaba tan petrificado como el resto de los
hechizados: una avispa le zumbó cerca de la nariz y había movido un músculo de
la cara para espantarla.
Cuando tuvo al brujo cerca, Grontal descabalgó parsimoniosamente del
percherón inmenso que montaba y descolgó su hacha del arzón.
—Uno de los forasteros se está moviendo —observó el secretario de cartas de
los Baux desde la tribuna.
—¡Ya veo que se mueve! —gruñó Berenguer.
—¿Por qué no te has hechizado como los otros, enano del diablo? —espetó el
mago. Junto al enano, el hedor a cadáver era y a tan insoportable que le hacía
saltar las lágrimas.
—¿No lo sabes tú que eres brujo y adivino? —repuso tranquilamente Grontal.
El mago comprendió:
—Ya entiendo. Llevas contigo una de las piedras del dragón que te protege de
los hechizos, la dragontía.
Grontal sonrió y se introdujo la mano en la faltriquera: Sacó la piedra
Templada y la sostuvo a la vista del brujo entre el pulgar y el índice.
—Has comprendido tarde —le dijo, levantando el hacha, y le descargó un
golpe que le entró por el hombro y lo abrió hasta más abajo del pecho. Los
intestinos del mago se derramaron como serpientes. Tomas de Agen se desplomó
y al tocar el suelo el cadáver y a parecía llevar muerto un mes.
Los guardias que seguían al mago retrocedieron horrorizados.
—No podemos luchar contra la magia —dijo el sargento bajando su arma.
El hechizo se deshizo y los fugitivos recobraron el movimiento. Se quedaron
indecisos en el límite del bosque sin saber muy bien qué ocurría, rodeados de
guardias que habían trocado la agresividad por mansedumbre.
—¡Sargento, te he ordenado que degüelles a los fugitivos y captures a Isbela
de Merens! —clamó Berenguer de Baux desde el palenque. El sargento no se
determinaba a obedecer. Los guardias lo miraban y tampoco se movían,
respetuosos con la cadena de mando. También porque sospechaban que el señor
de Baux no tenía mucho porvenir y pensaban que más les valía no significarse
hasta que se viera por dónde discurrían los acontecimientos.
Isbela había echado pie a tierra y con agilidad de gacela había encordado el
arco que llevaba en el arzón. Colocó una saeta emplumada, tendió el arma y
disparó. La saeta cruzó ante los ojos atónitos de la guardia, sobrevoló el campo
verde y las cabezas de la muchedumbre paralizada por los acontecimientos y se
clavó en la garganta de Berenguer de Baux, en el hoy uelo entre las dos
clavículas.
El tirano contempló con mirada incrédula aquella vara de fresno que le salía
de la garganta y le impedía hablar y respirar. De pronto se le nubló la vista.
Berenguer se llevó la mano al cogote y palpó la punta de hierro que le sobresalía
y que dejaba manar sobre la espalda un canalillo de sangre caliente. Antes de
perder el conocimiento comprendió que lo había matado Isbela de Merens, la
hija de su enemigo, la mosquita muerta, la dulce doncella que había deseado
carnalmente desde que la vio en una visita a Beaucaire, cuando ella tenía doce
años y los pechos pugnaces comenzaban a apuntarle bajo la túnica escarlata.
Había concebido hacerla su amante, cuando ella hubiese parido un par de hijos
de su hermano bobo que perpetuaran la estirpe. Aquellos sueños se desplomaban
como un castillo de naipes.
El tirano cay ó sobre el tablado alfombrado de juncia fragante. Antes de
morir acertó a murmurar:
—¡Ay, Blasillo, qué va a ser de ti!
—Entonces ¿y a no me caso con Isbela? —preguntaba Blas el Bobo al
secretario, más preocupado por satisfacer sus lujurias que por la muerte de su
hermano.
—Me parece que no, sire —le dijo un guardia—. Y con tu hermano muerto
me temo que tendrás que vagar por esos caminos de Dios mendigando un
mendrugo. Creo que tus días de comer caliente se han terminado.
Los invitados se apartaron del cadáver, cada uno con la mano en sus amuletos
particulares.
Alain de Cominges, señor de Lavet y decano de los nobles provenzales tomó
la palabra y dijo:
—Es el momento de que se imponga la sensatez y se depongan las armas.
Hemos acudido a esta fiesta como otros años, bajo la tregua de Dios y en aras de
la paz, pero a nadie se le oculta que el conde Berenguer, que Dios se apiade de su
alma, era un mal vecino y una mala persona que atropellaba a los débiles y
acrecentaba sus estados por medio de la rapiña, el engaño y la traición. Algunos
de nosotros hemos sido sus víctimas, otros, quizá, sus cómplices y aliados. Si
ahora empezamos a hacernos reproches y a alentar suspicacias quizá su muerte,
que debería ser para bien de todos, se convierta en la chispa que inicie una
hoguera de la que muchos saldremos chamuscados. Eso es lo que menos nos
conviene porque nos debilita y debilita los derechos divinos que nos asisten sobre
nuestras propiedades y feudos, así como los privilegios que detentamos por ser
nobles, particularmente el de apacentar a súbditos que trabajan para nosotros y
para los clérigos a cambio de seguridad para esta vida y de oraciones para la
otra. Ese es el orden natural de las cosas y no conviene apartarse de él, so pena
que, por nuestra mala cabeza, vengan tiempos peores y más trabajados.
La mención del trabajo provocó un escalofrío helado en los espinazos de los
nobles presentes, todos desacostumbrados a doblar la espalda como no fuera para
rematar a un jabalí herido en una cacería.
—¡Que el obispo decrete paz y perdón! propuso uno. Los más indecisos se
miraron.
—¿Y dejaremos sin castigo a los culpables? —dijo otro.
—¿De qué castigo hablas, Valery ? —replicó un tercero—. ¿No fue este
muerto que ves ahí el traidor que atacó alevosamente al noble Hugo de Merens,
le incendió su feudo porque lo codiciaba, asoló sus campos y se los apropió
contra todo derecho? ¿No proy ectaba casar a su hija, la doncella Isbela (espero
que siga doncella después de los ajetreos vividos en Ultramar), con este tonto de
la baba como un medio de legitimar el atropello? ¿No nos hemos sentido
avergonzados de tener ante nosotros al noble Hugo? ¿No hemos hurtado esta
mañana la mirada incapaces de sostener la suy a inquisitiva?
—Lo que dices está muy en razón —reconoció Valery. Los otros asintieron.
El obispo Bertrand se adelantó hasta situarse en medio de la concurrencia
dispuesto a asumir su papel, siempre al lado del vencedor.
—Esto que ha ocurrido hoy ha sido un juicio de Dios —declaró con suavidad
pastoral—. Dios ha determinado el castigo del réprobo y ha ensalzado al justo. Mi
bendición sobre vosotros. Ya no hay más culpables ni más víctimas. Volvemos a
la situación de hace dos años, conforme al derecho consuetudinario.
Hugo de Merens asistía a los razonamientos con el semblante resignado,
como persona que está de vuelta de todo y que prefiere callarse lo que piensa por
no complicar las cosas. Cuando escuchó al obispo comentó a su hija:
—Ya lo ves, Isbelilla, el obispo que iba a bendecir tu boda forzada con el bobo
Blas, se escabulle también de la justicia y se otorga el perdón.
Isbela asintió con un suspiro.
El asunto de la boda estaba olvidado. La muerte de Berengucr acarreaba
otros problemas.
—¿Quién nos empleará a nosotros a partir de hoy ? —dijo el sargento de los
Baux—. Porque el conde nos adeudaba la soldada de tres meses y nos tenía
prometidas ciertas cargas de cebada y vino para la próxima cosecha.
Los nobles se reunieron en conciliábulo. Algunos aprovecharon para exponer
ciertas reclamaciones. Un molino, para Carlos de Verdon, un olivar para Juan de
Venosque, dos aranzadas de viña para Conto de Brignoles… Los que lindaban con
Baux sacaron tajada del condado con la aquiescencia de la asamblea y los que
no lindaban acordaron repartirse el contenido del castillo hasta dejarlo en las
paredes mondas.
—¿Y a quién le otorgamos el feudo en el futuro? —inquirió el de Verdon.
—Al bobo no, que esta criatura no sabrá regirlo y en cualquier caso morirá
sin descendencia —opinó el de Brignoles.
—¿Qué me decís del monasterio de Riez? —propuso el obispo Bertrand—.
Que los buenos monjes lo tengan y cesarán las disputas por lindes y derechos.
—Sea —dijo el conde de Venosque. Los otros se mostraron de acuerdo.
Después se reanudaron las fiestas mientras dos guardias se llevaban el
cadáver de Berenguer de Baux y lo sepultaban en un estercolero cercano.
El bobo Blas, compuesto y sin novia, se sumó a un corro de alegres bebedores
que lo acogieron como a uno más. Había amanecido noble y poderoso en víspera
de su boda y esa noche no tendría techo bajo el que dormir, pero así es la vida.
Dos días después, los viajeros se trasladaron a Beaucaire, el feudo de Hugo
de Merens, y al entrar en sus tierras sus antiguos súbditos los recibieron con gran
alborozo.
—Veo que las noticias viajan rápido —comentaba el conde Hugo
complacido.
—Los trovadores lo van cantando por los caminos, sire.
Cuando llegaron al castillo encontraron a un grupo de antiguos siervos que
habían acudido con picos, palas y hachas dispuestos a restaurarlo en cuanto Hugo
de Merens les explicara las trazas. Entre ellos estaba también Jorge
Cantacuzanos, tan hosco como siempre, aunque le costó trabajo disimular la
alegría de ver a sus compañeros sanos y salvos.
—¡Lo que se ha perdido, paternidad! —le dijo jovialmente el enano Grontal.
—No me he perdido nada —replicó el clérigo—. He participado en todo con
mis oraciones y en las largas y solitarias noches he contendido con la
Abominación.
Grontal le entregó la Templada y él la guardó con las otras piedras en la
cajita que llevaba al costado.
—El caballero de Tarento mató a la Tarasca, pero no tenía la piedra —
informó el enano.
—Lo sé. Está en la barca del altar de Santa María del Mar —repuso
Cantacuzanos.
—¿Y no nos lo advirtió? —protestó Pedro el Raposo.
Nadie me lo preguntó. Estabais demasiado deseosos de hacer vuestra guerra
particular.
Había que reconstruir el castillo incendiado y aportillado. Hugo de Merens
había conseguido una crecida indemnización a cuenta del tesoro del difunto
conde Berenguer con la que podría acometer las obras y las del molino. La vida
regresaba al valle.
Aquella noche comieron ciervo asado y salchichas picantes. Durmieron poco
entre los jolgorios y los cánticos de la celebración. Al día siguiente los despertó el
sol contentos y satisfechos. Había que proseguir el camino. Los viajeros se
despidieron con grandes muestras de cariño de Hugo de Merens y de su hija, que
quedaba al amparo del padre. La doncella y Guido habían bajado la tarde
anterior a la fuente de la melusina y se habían prometido amor. Isbela incluso le
permitió a Guido que la abrazara brevemente, sin magreo, y que la besara en los
labios. Castamente, sin lengua.
—¿Me esperarás? —le preguntó el enamorado.
—Claro que sí —dijo Isbela—: Contaré los días.
—En cuanto cumplamos la misión correré a tu lado y pediré tu mano —le
prometió Guido.
Isbela tuvo que reprimir las lágrimas en la despedida.
Subieron a los caballos y se alejaron del feudo, esta vez tristes, porque Isbela,
la doncella a la que habían tomado tanto cariño, no los acompañaba.
Invirtieron dos días en descender el Ródano, que venía crecido con las lluvias
de otoño, y desembarcaron en un lugarejo de la Camarga, la extensa llanura de
y erbazales, lagunas y caballos. Tres días después llegaron a Santa María del Mar,
una iglesia de piedra oscura, levantada en la arena de una play a desolada. La
rodeaban media docena de cabañas de pescadores.
Entraron sin advertir que traspasaban una de las siete puertas. La iglesia
estaba en tinieblas. Había un tosco altar may or de piedra y sobre él una barca
antigua como y a no se veía en el mar, sobre la que habían dispuesto dos sencillas
imágenes que representaban a las dos Marías (la Magdalena estaba en su propio
santuario de Baume). Detrás de la barca, una figura más tosca y medio oculta
representaba a Sara la Goda, la esclava egipcia de María Magdalena, sobre una
esfera de piedra que los pescadores adoraban antes de la cristianización de
aquellas tierras.
La iglesia estaba desierta. Cantacuzanos, con las seis piedras dracontías en la
faltriquera, se acercó al altar may or llevando una lamparita de aceite en la mano
y recitó un conjuro.
Al instante, la piedra Reluciente, la que santa Marta arrancó a la Tarasca,
emitió una viva luz desde el cuerpo de la barca en la que estaba disimulada
figurando una cuña. El clérigo adelantó la mano y la piedra se desprendió sola y
vibró ligeramente en su palma.
—Bienvenida a mí, la luminosa —susurró el clérigo y la besó antes de
guardarla con las otras.
CAPÍTULO LXIII
Guido recorrió todas las dependencias del castillo, la sala, las cocinas, los
establos, el cuerpo de guardia, los calabozos, la bodega. No había nadie, pero todo
estaba dispuesto como si el edificio estuviera habitado.
En los arcones había ropa y vajillas de plata, en las despensas no faltaba de
nada y en los graneros había grano, aceite y carne adobada; los manojos de
cebollas se oreaban colgados en los altillos; las chimeneas estaban encendidas; en
el patio de armas había un tendedero con ropa; el horno de la panadería estaba
encendido; en el establo, con capacidad para treinta caballos, sólo estaba el suy o.
Se acercó y le palmeó el pescuezo.
—¿Tú puedes entenderlo, Andrés? —le preguntó—. Me acuesto en una
cabaña miserable y amanezco en un castillo bien abastecido.
—¿Habéis dormido bien? —preguntó la voz del pescador.
Guido giró la cabeza y vio detrás al mismo hombre que lo condujo a su
cabaña la víspera, aunque arreglado de distinta manera. Tenía la barba recortada
y peinada y vestía una principesca túnica de Damasco. Al cuello traía una gruesa
cadena de oro y en la cabeza una gorra adornada con un rubí de gran tamaño.
—Sire, ¿sois vos el mismo que encontré ay er? —preguntó Guido sin salir de
su asombro—. ¿Qué encantamiento es este?
—Soy el mismo —respondió el Rico Pescador— y este castillo es real, sin
encantamiento, aunque ay er, cuando hicisteis la caridad con el pobre, os pareció
cabaña. Sois joven y supongo que tendréis hambre, y a que ay er casi os
acostasteis sin cenar.
—Sí, sire, la verdad es que tengo hambre.
Los criados habían aparejado un banquete. Una tabla espaciosa abarrotada de
bandejas, platos, fuentes, cestas y cuencos de plata que contenían todo lo que un
hambriento pudiera soñar: carnes de diversos guisos, pescados, frutos frescos y
secos, fragante pan recién horneado, media docena de salsas, vino e hidromiel.
El Rico Pescador y su invitado se sentaron a la mesa, cada uno en un
extremo, y comieron las viandas que les servía un maestresala silencioso.
Del patio exterior llegaba una música dulce y acordada que parecía
complacer mucho al dueño del castillo, el Rico Pescador. Cuando iban por el
segundo plato, una carne adobada con su sangre, a la música de instrumentos se
añadió un coro de voces angélicas. Se abrió una puerta que hasta entonces había
permanecido cerrada, a la espalda del Rico Pescador, y entró en la sala un
muchacho en cuy o sereno rostro Guido reconoció sus propios rasgos, como si
fuera el hermano gemelo que nunca tuvo, vestido con una rica librea bordada
con hilos de oro y de plata. El muchacho sostenía con las dos manos una lanza
antigua enteramente blanca. De la punta del hierro, que era grande, se deslizaba
una gota de sangre que resbalaba el blanco astil abajo hasta alcanzar la mano
enguantada de blanco. Detrás de este paje venían otros dos, no tan ricamente
vestidos, que portaban sendos candelabros con diez cirios cada uno. La habitación
se iluminó como jamás había visto Guido estancia alguna. Los pajes precedían a
una doncella rubia, con el cabello desparramado por la espalda hasta la cintura
como una cascada de oro. Guido sintió el vuelco de su corazón cuando reconoció
en el rostro bellísimo de la doncella los familiares rasgos de Isbela. Era ella
misma, seria y solemne, con la túnica azul que le regaló el basileo. Entre sus
manos extendidas llevaba una copa preciosa de oro recamada con perlas, rubíes
y esmeraldas que parecía llena de sangre, aunque por encima del rojo líquido
asomaba un grumo que Guido, sin saber por qué, pensó que era un cordón
umbilical. Cuando la doncella entró en la estancia, el resplandor de su aura se
hizo tan intenso que palidecieron las antorchas, los cirios y hasta la luz del sol que
entraba a raudales por la ventana. Seguía a la muchacha una dama muy bella
que portaba una bandeja de plata. Llevaba el pelo recogido bajo una cofia de
perlas y vestía una severa túnica de terciopelo azul con bordados de plata. Una
cinta de terciopelo que le rodeaba el cuello ocultaba una cicatriz.
El cortejo apareció por una puerta, cruzó la sala y salió por la puerta del lado
opuesto, a espaldas de Guido.
Guido miró al Rico Pescador, esperando que le explicara el sentido de aquella
ceremonia, pero el señor del castillo seguía comiendo ajeno a lo que acababan
de ver. Quizá había sido una alucinación que sólo él había visto. En esa duda
estaba cuando se repitió el prodigio y desfilaron ante sus ojos nuevamente él
mismo con la lanza sangrante, la doncella que era Isbela y la Dama Azul. La
única variación fue que los cirios que sostenían los pajes eran más cortos, pues
habían consumido hasta la mitad, y la gota de sangre que se deslizaba por la lanza
llegaba y a al guante de la mano que la sostenía.
Guido miró al Rico Pescador, que bebía un trago de vino con expresión
tranquila y no parecía encontrar anómalo lo que ocurría ante sus ojos. Aun
atravesó la sala el extraño cortejo una tercera vez. La sangre se había deslizado
por los cuatro dedos y seguía su camino recto a lo largo del astil, mientras que las
velas de los candelabros estaban casi consumidas. Cuando se extinguió el
resplandor Guido reparó en que afuera había oscurecido. A través de la ventana
solo se veía la negrura del bosque en una noche sin luna.
—¿Has cenado bien? —preguntó el Rico Pescador.
—Muy bien, sire —respondió Guido distraídamente.
—¿Se se te ofrece algo? —se interesó su anfitrión—. ¿Tienes alguna
necesidad?
Guido sentía la necesidad apremiante de preguntar qué sentido tenía lo que
acababa de ver. ¿Quién era aquel doncel que tanto se le parecía?, ¿Quién era la
doncella que reproducía el rostro de su amada distante?, ¿Quién la dama que
había visto otras veces en circunstancias siempre misteriosas?, pero era tímido y
estaba tan perplejo por el misterio que no se atrevió a formular pregunta alguna.
El Rico Pescador, después de aguardar unos instantes a que su joven invitado
se decidiera, ordenó al maestresala que levantara los manteles y acompañó a su
invitado a sus aposentos. Cojeaba más que nunca a causa de la llaga abierta.
—Mañana partiré —dijo Guido.
—Marcharás con mis bendiciones —le respondió el señor del castillo—.
Buenas noches.
Después de tantas emociones, Guido durmió profundamente. Cuando
despertó se encontró nuevamente en la cabaña de troncos y barro, con techo de
paja. El castillo había desaparecido, así como el Rico Pescador, o el pobre
pescador, que parecían ser la misma persona. Aturdido, tomó su caballo y
reanudó su camino a través de la Floresta Tenebrosa, desandando la marcha que
había hecho dos días antes. Cuando alcanzó el lago interior, lo bordeó con la
esperanza de encontrarse nuevamente al misterioso tullido. Esta vez estaba
decidido a preguntarle quién era y qué significaba la visión que por tres veces
tuvo en el castillo o en la cabaña encantada, pero no había rastro del pescador.
Guido continuó su camino por la parte opuesta del lago y se internó nuevamente
en la espesura. Anduvo horas por el bosque y cuando sintió hambre descabalgó,
trabó el caballo para que roy era los musgos de los troncos y él se sentó sobre un
peñasco y abrió la talega. Iba a comenzar su almuerzo cuando crujieron las
ramas secas en la floresta contigua como si alguien se abriera paso a través de
ella. Miró con la esperanza de que fuera el Rico Pescador. Demasiado tarde
descubrió que era el jabalí Krastig, no podía ser otro, grande como un toro, con
aquel único colmillo babeante, los ojillos en los que brillaba la crueldad antigua
de las bestias con que la Abominación infectó la tierra. Ante aquella cuchilla con
la que el monstruo se disponía a embestir, Guido estaba inerme. La cota de malla
de doble tejido capaz de detener sablazos y flechas estaba en el arzón del caballo.
Ni siquiera podía defenderse. La espada pendía del arzón del animal, que se
había alejado unas docenas de pasos en busca de la hierba de un claro. Guido
estaba desarmado, a merced del jabalí que se había detenido a observarlo en el
lindero de los árboles. Todavía tenía el sortilegio. Un par de veces pronunció la
palabra que le confió el hombre de la picota, sin observar mengua de fiereza en
el monstruo. La gritó incluso, por si el jabalí era duro de oído, sin producir
cambio alguno. Entonces desenvainó lentamente la daga que llevaba al cinto y
sin perder de vista a la bestia se dirigió sin movimientos bruscos hacia su caballo.
Krastig escarbó un poco con el hocico y se echó una paletada de tierra y
hojas secas por el lomo acribillado de cicatrices de viejas heridas. Miró al
humano que, después de pronunciar las palabras de la mansedumbre que un día
detuvieron a su padre, se acercaba a su caballo a requerir la espada o la ballesta.
Krastig olfateó el peligro y arremetió contra el humano antes de que pudiera
armarse. Guido apenas pudo ponerse en guardia. Su cuchillada alcanzó al jabalí
detrás de la oreja. La hoja penetró profundamente y se trabó entre las vértebras
y la primera costilla. El muchacho sintió un golpe violento, como si un caballo al
galope lo hubiera arrollado, y cay ó de espaldas mientras el jabalí cerdoso, sucio
y maloliente le pasaba por encima. Le pareció que había escapado indemne del
primer ataque, pero cuando intentó levantarse sintió una viva quemadura en las
entrañas. Se miró el vientre. El jabalí lo había abierto en canal. La sangre le
brotaba a borbotones de una herida que le cruzaba todo el abdomen.
Guido sabía que las heridas en aquella parte son mortales de necesidad,
aunque a veces el herido tarda varias horas en morir, entre atroces dolores y
aquejado de una sed abrasadora. De hecho, en Tierra Santa muchos camaradas
degollaban al herido de muerte, después de trazar en al aire la señal de la cruz
con el puñal, para evitarle sufrimientos. Guido no tenía quien le evitara
sufrimientos. Cerró los ojos, en los que escocía el sudor mezclado con las
lágrimas, y se dispuso a morir.
El jabalí, mientras tanto, se frotaba contra un tronco para arrancarse el puñal.
Gruñía de dolor, pero no cejaba en su intento. Al final el arma cay ó al suelo y el
animal herido volvió sobre el rastro de la sangre de su enemigo humano,
dispuesto a ensañarse con él.
—Santa María de los Misterios: voy a morir —murmuró Guido.
El jabalí volvía al trote, la cabeza monstruosa ligeramente baja, la cuchilla
carnicera sobresaliendo del extremo de su hocico.
En ese momento se percibió el chasquido de un disparo de ballesta. El
proy ectil, grueso, corto, emplumado con dos aletas de cuero, con punta de acero,
se clavó en el ojo derecho de la bestia, atravesó su cerebro y se atoró en la
potente musculatura del pescuezo. El jabalí volteó en el aire y cay ó al lado de
Guido, las patas hacia arriba, espasmódicamente temblonas. Guido alcanzó a ver
su ojillo cruel en el que se apagaba la luz de la vida. En el morro abierto, dentro
de la cavidad monstruosa de la boca, asomó una lengua gorda y roja bañada en
sangre. Entre dos dientes Guido distinguió el grumo informe de la Peregrina, la
piedra oculta en la Floresta Tenebrosa. A su memoria acudieron las palabras de
Cantacuzanos:
—Y tú solo encontrarás lo que buscas.
La había encontrado, sí, pero al precio de su propia vida. Tomó la piedra
cuando la vista se le empezaba a nublar, como si un velo oscuro descendiera
sobre sus ojos. Instintivamente retrajo el brazo para plegarlo sobre el pecho, pero
el esfuerzo sólo lo llevó a medio camino, lo posó sobre el vientre abierto con los
intestinos al aire donde los insectos acudían a la sangre y perdió el conocimiento
en la antesala de la muerte.
Sven le Berg salió de la espesura y se acercó al jabalí precavidamente, con el
cuchillo en la mano. Como todo experto cazador, conocía la astucia de estas
bestias que, cuando están malheridas, fingen la muerte hasta que el cazador se
pone a su alcance y entonces, reuniendo sus últimas fuerzas, lo atacan
fieramente. Krastig no fingía. Estaba bien muerto.
Sven miró el rostro pálido como la cera y los labios sin color de Guido de St.
Bertevin. El muchacho tenía el abdomen abierto y se sostenía el paquete
intestinal con las dos manos. Si no lo remataba una mano piadosa le esperaba una
larga y dolorosa agonía. Sven enfundó su cuchillo después de limpiarlo en el
lomo hirsuto del jabalí y se sonrió.
—Ah, Guido de St. Bertevin, y a no me darás la revancha de aquel torneo de
la Provenza —se lamentó—. Amigo, ¿de qué te han servido los hechizos con que
me derrotaste? Mírate ahora a punto de morir y sumirte en la nada después de
tan breve vida.
Se preguntó cuánto le quedaba a él. En Tierra Santa había despreciado la vida
muchas veces. Ahora comenzaba a verla como una fuente de placer. Viajaba
solo, por espacios abiertos, bosques y mares, tomaba lo que quería y satisfacía
sus deseos. No temía a nadie, ni siquiera a Asmodeo de Sinán ni a la
Abominación a la que servía. Había descubierto que la felicidad radica en la
libertad y él era libre.
Tomó una piedra, rompió el colmillo de Krastig y se lo guardó. Después
registró la boca del animal para buscar la piedra Peregrina. Con la punta del
cuchillo exploró el hueco debajo de la lengua, levantando los tegumentos. No
encontró nada. Después hurgó en el resto de la boca. Nada. Al final, furioso,
cortó el morro hasta que la mandíbula inferior se desprendió. Sin resultado. Quizá
el jabalí se había tragado la piedra antes de morir. Lo abrió en canal y rebuscó en
el estómago de la fiera sin hallar nada.
—Parece que el jabalí no tenía la piedra —se dijo, al fin, abandonando la
búsqueda.
Se lavó en el arroy o los brazos ensangrentados, recuperó su caballo y se
marchó.
CAPÍTULO LXVIII
Pasaron dos horas y muchos pájaros por el cielo. La brisa movía levemente las
copas de los árboles que formaban una corona en torno al claro donde y acía
Guido. El muchacho comprendió que estaba viendo todo aquello: el cielo azul, los
árboles oscuros, los pájaros, una nube viajera en forma de alcuza, otra nube que
parecía una oveja. ¡Tenía los ojos abiertos y veía! ¡Estaba vivo!
De pronto recordó: el jabalí le había abierto el saco de las entrañas. Juntó
valor para levantar la cabeza y examinar su estómago. La camisa ensangrentada
y desgarrada dejaba ver un estómago sano, piel blanca, sin un rasguño sobre una
musculatura desarrollada. El jabalí y acía a su lado, muerto y destripado, con un
virote de ballesta profundamente clavado en el ojo. Algún misterioso benefactor
le había salvado la vida. Se miró otra vez al estómago ileso y esta vez vio la
piedra. La Peregrina estaba sobre su ombligo. La virtud de la piedra había
cerrado la espantosa herida y lo había salvado.
—¿Estoy vivo?
—Lo estás —dijo una voz armoniosa de mujer.
Guido, sobresaltado, abrió los ojos de nuevo. Esta vez no había una corona de
árboles, sino el rostro de una muchacha rubia, agraciada, de finos cabellos que
caían en cascada sobre su rostro, una muchacha que le sostenía la cabeza sobre
un regazo frío.
—¿Quién eres? —preguntó Guido—. ¿Acaso un ángel del cielo? Nuevamente
pensaba que estaba muerto y que sus anteriores impresiones eran un sueño en el
traspaso entre la vida y la muerte, cuando el ánima remolonea junto al cadáver
caliente antes de partir a unirse con el Creador. Los cruzados creían estas cosas.
Por eso a veces encomendaban sus asuntos terrenales al amigo recién muerto
con la esperanza de que se ocupara de sus asuntos en el Paraíso.
—No estás muerto —dijo la voz cantarina de la muchacha—. Vives gracias a
la piedra.
—¿Quién eres?
—Soy la Melusina de este arroy o.
—¿Cómo te llamas?
—Si conocieras mi nombre podrías cautivarme. Si quieres, llámame Olvido.
La melusina era una muchacha menuda, la piel transparente como el nácar y
una túnica sencilla de un tejido brillante como el limo que se le pegaba al cuerpo
como si estuviera mojado, resaltando sus muslos torneados, su vientre núbil, sus
pechitos redondos y sus pezones oscuros. Guido conocía historias de melusinas
que enamoran al caminante y lo retienen por espacio de un día para que sirvan
sus placeres. Cuando lo dejan, aunque el caminante crea que sólo ha pasado una
siesta con la celestial criatura, en realidad han pasado cien años y cuando regresa
a su pueblo lo encuentra habitado por gentes enteramente desconocidas,
descendientes de los que él dejó, y a viejos, y solo una vaga memoria de lo que él
fue en el mundo antes de desaparecer misteriosamente.
—Creía que el jabalí me había matado —dijo Guido.
—Y te había matado, pero depositaste la piedra Peregrina en la herida y su
virtud te sanó.
Guido hizo un esfuerzo y se puso en pie. Se sentía aturdido pero, por lo demás,
volvía a ser un joven vigoroso y lleno de energía.
La melusina le quitó la camisa y le acarició la extensión de la herida con sus
dedos suaves y fríos. Bajó con la caricia a la pelusilla púbica y le sopesó los
genitales en la palma de la mano con una sonrisa pícara.
—Parece que estás muy bien y que lo que los muchachos más apreciáis no
ha sufrido merma —bromeó.
Guido se sonrojó y las orejas se le pusieron como dos carbones encendidos,
aunque comprendía que la muchacha no era descarada. Entre las melusinas no
existen los pudores absurdos de los mortales. Las melusinas viven todavía en la
inocencia virginal de un mundo libre e incontaminado.
Mientras la melusina le lavaba la camisa en el arroy o (al inclinarse mostraba
un trasero redondo, firme, poderoso, que invitaba a la palmada galante, pero el
muchacho se abstuvo, por respeto), Guido le formuló algunas preguntas.
—¿Has estado en el Sitio Peligroso (así se llamaba el castillo del Rico
Pescador) y has visto la procesión del Grial? —dijo ella—. Eres un hombre
afortunado porque el Grial sólo se aparece a los puros y limpios de corazón.
¡Ojalá no pierdas esa pureza! La lanza que llevabas en la procesión es la
representación del Rey Sagrado que desvirga a la Diosa Madre. En los tiempos
antiguos, que los cristianos llamáis la Abominación, lo que se paseaba era un
pene erecto hecho de ramas verdes, hojas y flores. La sangre que destila es la de
la Diosa Madre. Gracias a esa ceremonia, con la Diosa Madre encarnada en una
sacerdotisa que copula con el Rey Sagrado sobre un surco sembrado, él debajo,
ella encima, se renueva la vegetación, germina el grano de trigo enterrado por
los sembradores, brota la espiga verde y potente, con el sol y la lluvia, y la vida
se prolonga de cosecha en cosecha. Para que el ciclo se renueve es necesario
que cuando la Diosa Madre se sienta embarazada, el Rey Sagrado muera y sea
sustituido por el hijo que ella engendra. A los dieciocho años preñará sobre el
surco a la nueva Diosa Madre y otra vez se repite el ciclo. Esa es la verdad
antigua, pero los cristianos la habéis sustituido por la lanza de Longinos, el romano
que atravesó el costado de Cristo, y decís que la sangre que destila es la de la
estirpe terrenal de Cristo, la Sang Real, oculta en Francia. Esa lanza hirió en el
muslo al Rico Pescador y sólo ella puede sanarlo para que devuelva la
prosperidad al reino y los pájaros que ahora pasan de largo vuelvan a anidar en
la Floresta Tenebrosa.
—¿Y la muchacha que portaba el Grial?
—Esa te interesa mucho, ¿eh? —bromeó la melusina—. Esa doncella que
viste en la forma y el semblante de tu enamorada Isbela representa a la Diosa
Madre cuando todavía es virgen. Lo que lleva en la mano es la sangre y el
cordón umblical del Rey Sagrado que nacerá en su seno, la promesa de la
renovación de la naturaleza. Tras ella viene la Diosa Madre cuando es matrona y
va envejeciendo en la espera de que crezca su hijo, que será el próximo Rey
Sagrado a los dieciocho años. La bandeja que lleva en la mano representa la
tierra que sostiene la vida. Cuando empezó este ritual los hombres creían que la
Tierra era plana. Ahora dicen que es redonda como una manzana o como las
piedras que en la edad arcaica representaban a la Diosa Madre.
—Esa mujer, la señora de la bandeja, la he visto en otros lugares, en
Constantinopla y en Venecia.
—Lo que has visto es su figura encarnada en otras mujeres. Se llama
Morgana o la Dama Blanca, la esposa de Arturo Pendragón, que antes fue reina
de Saba y enamoró a Salomón. En esa bandeja ofreció al rey de Israel las doce
piedras dragontías que ahora buscáis y gracias a ellas Salomón y sus sucesores
restablecieron el equilibrio del mundo.
—Mi maestro, el caballero Lucas de Tarento, piensa mucho en ella.
—El viejo caballero sufrirá por amor porque Morgana sólo puede ofrecer sus
cenizas frías, aunque se apiada de las criaturas porque en ella vive la memoria
antigua de cuando la humanidad era perfecta en el amor.
La melusina había lavado la camisa hasta dejarla inmaculadamente blanca.
La sacó del arroy o completamente seca y cosió el desgarrón con una aguja de
plata que de vez en cuando mojaba en la corriente para renovar el hilo. Cuando
terminó, contempló satisfecha su obra. La camisa había quedado como nueva,
sin señal alguna del remiendo. Se la devolvió a Guido.
La piedra Peregrina lo había sanado, pero se sentía muy débil. Permaneció
junto a la melusina unas horas, echado sobre la hierba, junto a la fuente, con la
cabeza en el regazo de ella. La muchacha le acariciaba las mejillas, en las que
y a comenzaba a brotar la barba rubia como una pelusilla de melocotón. La
melusina le explicó los enigmas de la Floresta Tenebrosa. En tiempos de los
druidas, hace muchas generaciones, Inglaterra y sus islas adoraban a la diosa de
la Tierra, la sembradora, la germinadora, la crecedora, a la que ahora llaman
Abominación. Eran sencillos y felices. Inglaterra estaba cubierta de bosques. Los
pueblos eran pocos y distantes, la gente vivía de manera sencilla: un poco de
caza, un poco de la recolección y en las fiestas acudían a las fuentes, adornaban
los árboles sagrados con cintas y copulaban a calzón quitado con alegría y
entusiasmo. Entonces la vida era más simple. Se gastaba más hierro en azadas
que en espadas.
La melusina se apartó un largo mechón de cabello rubio que la brisa de la
tarde deshilaba sobre su rostro. Se quedó un momento recordando con expresión
dolorida.
—Pero un día llegó una nave con trece hombres morenos, trece misioneros
del sol que trajeron el cristianismo. Uno de ellos era ese José de Arimatea que
buscas. José de Arimatea huía de él mismo.
—¿Porqué?
—Tenía sus motivos, que no hacen al caso. La Virgen lo envió en busca de
tres piedras dragontías, la Melada, la Peregrina y la Honda.
—¿Cómo habían llegado aquí?
—Un fugitivo de la guerra de Troy a, Antideo, las trajo en una nave fenicia.
Entonces estas islas se llamaban Casitérides y no figuraban en ningún mapa
porque los fenicios, muy celosos de sus mercados, no querían que se divulgara el
origen del estaño que vendían a altos precios a los soberanos de oriente. En
Oriente no había minas de estaño y y a sabes que el estaño es imprescindible para
fabricar bronce. En los tiempos de la Abominación, como vosotros los llamáis, o
en la Edad de Plata, como la llamamos nosotros, las armas eran de cobre o de
bronce. El mundo era relativamente apacible, aunque y a las comunidades élficas
se estaban retirando a sus ciudades secretas y les dejaban el mundo a los
humanos. Todavía no se conocían las armas de hierro.
—¿Y qué ocurrió?
—Antideo robó esas tres piedras del santuario troy ano de Neptuno el día que
los griegos irrumpieron en la ciudad y la incendiaron. Puso a salvo las tres
piedras con la esperanza de generar tres dragones que destruy eran a la dinastía
de Menelao, su enemigo, pero no conocía el secreto de la incubación de la piedra
y murió antes de conseguir su propósito.
—¿La incubación de la piedra?
—Las piedras dracontías, bajo ciertas condiciones, generan al dragón.
Cuando el dragón muere e incluso sus huesos se consumen, sólo queda la piedra
con esa capacidad de engendrar otro dragón, así hasta la eternidad.
—Esta Peregrina que me ha salvado ¿encierra también un dragón?
—Sí. Y además tiene la virtud de sanar las heridas del dragón. Ese jabalí
Krastig nació de un eructo del dragón Kragerstomir al que mató un ray o antes de
la llegada del troy ano.
—¿Y las otras dos piedras? ¿Dónde están ahora?
—La Melada está en la boca de Arturo Pendragón, en un sepulcro de Avalon.
La Honda está en la región fría, a cien días de distancia, cruzando estepas heladas
y mares de hielo.
—Tendré que ir a Avalon —dijo el muchacho poniéndose de pie. Su caballo
seguía pastando junto a los árboles donde lo dejó por la mañana.
—Querrás decir volver —corrigió la melusina—. Avalon es la abadía de
Glastonbury donde José de Arimatea, el anfitrión de la Santa Cena, fundó una
comunidad, alejada del mundo. A su muerte dejó el ministerio en manos de su
cuñado Bron, el Rico Pescador al que ay er socorriste cuando se te presentó bajo
la forma de un anciano tullido.
—¿Por qué se desterraron la Magdalena y José de Arimatea?
—Porque los discípulos de Cristo habían fundado una iglesia falsa, la que
ahora sostiene al Papa.
Guido se alarmó.
—Yo soy cristiano y obedezco al Papa —se apresuró a decir.
—Lo sé —respondió la melusina—. Si quieres, no te diré más, no sea que
peligre tu fe.
Guido permaneció un rato callado, sintiendo su propia respiración. Lo que le
dijera la melusina no iba a alterar su fe. Quizá valiera la pena oírlo.
—Dímelo.
—Hay una Iglesia falsa, la de Roma, y una Iglesia verdadera que es la de
Juan, el apóstol amado al que Cristo confió su secreto. Esa es la que encarnó José
de Arimatea. Por eso acompañó a la esposa de Cristo al exilio y fundó una
abadía en los confines del mundo, al otro lado de la Floresta Tenebrosa.
—¿Y eso no lo saben los doctores de la Iglesia?
—Algunos lo saben, pero no se atreven a proclamarlo; otros, lo ignoran. Esa
fue la causa de que Cantacuzanos anduviese errante por el mundo y la causa,
también, de que Lucas de Tarento abandonara la orden templaria. La verdad
turba, el que atisba la luz no puede vivir y a en la oscuridad y eso es, a veces, un
peso insoportable.
En estas pláticas cay ó la tarde hasta que oscureció por completo. Aquella
noche Guido durmió en el regazo maternal de la melusina y al día siguiente, en
cuanto amaneció, se despidió del hada y se puso en camino para atravesar la
Floresta Tenebrosa. Hubiera tomado por un sueño su encuentro con el hada si no
hubiera sido porque le dejó un mechón dorado en la nuca que brillaba en la
oscuridad como un ascua de oro. Guido tomó la costumbre de cubrirse la cabeza
con una gorra en cuanto entraba la noche para evitar las preguntas de los
curiosos.
Guido llegó a la abadía, al pie de la montaña negra, al caer la tarde. Junto al
camino había un ermitaño que labraba la tierra. Le ofreció agua y le preguntó el
motivo de su visita. Cuando lo supo, él mismo lo acompañó al lugar donde dos
años antes se habían encontrado los restos de Arturo y de Ginebra, su mujer. Allí
seguían, resguardados por un brocal alto y una cancela de hierro que el ermitaño
abrió.
—El esqueleto de Ginebra, el más pequeño, tenía sobre la tercera vértebra
del cuello un broche de plata en forma de serpiente con tres meandros —explicó
el ermitaño.
Guido pensó que era el mismo que sujetaba la cinta en torno al cuello de
Morgana en la procesión del Grial.
—La calavera de Arturo era más grande de lo normal —siguió diciendo el
ermitaño. Un ratoncito salió de una de sus cuencas vacías. Guido asintió.
—En esto quedamos, en habitáculo de roedores —comentó el ermitaño
melancólicamente. Entre el polvo, debajo de la quijada de Arturo, había dos o
tres muelas que se habían desprendido de sus alveolos y una piedrecita de
aspecto terroso del tamaño de un huevo de paloma.
—Esa es la Melada —dijo Guido:
—No quisimos tocarla hasta que vinierael doncel del mechón de oro que
anuncia el libro de Bron —concluy ó el ermitaño.
—¿El libro de Bron?
—Es un códice antiguo que se conserva en la abadía desde el tiempo de José
de Arimatea. Solo puede leerlo el abad. En él se especifica que la piedra Melada
aguardaría en la boca de Arturo hasta que tú aparecieras. Ahora los hermanos
están rezando por tu alma y me han designado a mí, que soy el más joven, para
que te acompañe. Esa piedra marcará el resto de tu vida, y si eres puro y la
mereces, conocerás el gozo eterno.
Guido tomó la piedra entre sus dedos. Estaba caliente. Le sopló el polvo de la
tumba y la guardó en la bolsa junto a la piedra Peregrina. Hacía más de mil años
que las piedras no estaban juntas. Se saludaron y comenzaron a charlar
animadamente.
—Creo que debo irme —dijo Guido.
—Ve con Dios, amigo —lo despidió el monje.
Lo acompañó fuera de la verja y lo despidió con un abrazo. Guido descendió
hasta el pueblo y se sentó en el poy o de piedra de la herrería.
—Es hora de regresar a Francia —se dijo.
Abrió la bolsa de los vientos y Bóreas no tardó en comparecer con su cortejo
de hojas secas y semillas voladoras y lo levantó hasta la altura de los tejados.
—¿Tienes y a las dos piedras? —sonó el susurro ronco del bóreas.
—Las tengo —respondió Guido—, pero me falta la tercera, la Honda.
—Me temo que esa se te ha escapado. Has estado con la melusina más de
tres meses y mientras tanto otro caballero ha viajado a la región de los hielos y
ha conseguido la Honda.
CAPÍTULO LXIX
Sven le Berg abandonó la Floresta Tenebrosa por el norte, siguiendo la antigua vía
romana que cruza Bath, donde pernoctó y se dio un baño reparador en la famosa
piscina termal. Allí conoció a un armador de Bristol que acudía a los baños para
aliviar el reuma, como tantos de su oficio que pasan media vida en el mar. El
armador le habló de un carguero varego que salía en una o dos semanas con un
cargamento de carne seca y cerámica rumbo a Bergen, en la costa atlántica de
Noruega. Sven lo tomó y en Bergen encontró otro barco que lo llevó a Narvik,
más al norte, en un mar helado donde la noche duraba seis meses, siempre con
una leve claridad en el horizonte como si probara a amanecer, aunque nunca
amanecía. Desde Narvik, ciudad de media docena de almacenes y un puñado de
pescadores, se embarcó en una nao ballenera que se dirigía al cazadero de
Svalbard, en una isla helada y desierta del ártico. Cuando llegaron a su objetivo
se dirigió al capitán y le dijo:
—¿Cuánto piensas ganar en este viaje?
El capitán se mostró bastante sorprendido de que el marinero franco le
preguntara por sus ingresos, pero no tuvo inconveniente en confesarlos.
—Después de pagar los gastos, saldremos por las trescientas piezas de oro.
—Yo te ofrezco cien más.
—¿Quién pagará esa suma? —preguntó el capitán escéptico. El falso
marinero le arrojó una bolsa sobre la mesa:
—Cuéntalos. Ahí hay cien más. El capitán los contó.
—¿Quien eres? —inquirió—. Desde luego no eres un simple marinero.
—Puedes asegurarlo —respondió Sven—. Quién soy no te importa. Ahí tienes
tus ganancias. Ahora el barco y su tripulación serán míos hasta el regreso.
El patrón miraba las monedas de oro sobre la mesa. Recelaba que aquella
ganancia le podía acarrear daño.
—¿Qué pretendes?
—Desembarcaremos en la isla del Hielo Ardiente. Vosotros aguardaréis una
semana en la play a. Si al cabo de siete días no he vuelto, regresad.
—La isla del Hielo Ardiente —meditó el capitán—. Llevó treinta años
navegando y nunca he puesto un pié en ella, aunque la he visto a lo lejos un par
de veces, con su penacho de humo… Tendré que comunicárselo a la tripulación.
El capitán reunió a sus siete hombres en cubierta.
Nuestro huésped nos ofrece cien monedas de oro si lo llevamos a la isla del
Hielo Ardiente. Y si al regreso cazamos alguna ballena será otra ganancia
suplementaria. ¿Qué decís?
Un marinero corpulento llamado Isak se levantó de la caja donde se había
sentado.
—En la isla del Hielo Ardiente hay un dragón enorme que echa humo y
llamas por la boca. De noche se ve a más de diez leguas de distancia. Me opongo
a ese viaje.
El capitán se volvió hacia Sven.
—Ya lo ves. Según las normas de la hermandad de pescadores sólo se puede
variar el rumbo si todos estamos de acuerdo.
—Solamente ha hablado Isak —dijo Sven—. ¿He de suponer que es el único
que desprecia mis cien monedas de oro?
Los compañeros de Isak agacharon la cabeza. La codicia era más fuerte que
el miedo.
—¿Por ese hijo de cien padres perderéis una ganancia segura? —preguntó
Sven arrastrando intencionadamente las palabras para agravar el insulto.
Isak era un hombre colorado y colérico. Cuando escuchó al forastero elogiar
la disposición amatoria de su madre sufrió un arrebato de cólera y se lanzó sobre
él, cuchillo en mano, para vengar la ofensa. Sven le sostuvo en alto el brazo
armado al tiempo que descargaba un fuerte rodillazo en sus partes más sensibles.
El gigante emitió un rugido de dolor seguido de un confuso gorgoteo cuando la
daga del guerrero, que había aparecido como por ensalmo, le segó la garganta.
Después de aquello nadie se opuso al viaje. Rezaron un responso, lanzaron el
cadáver al mar y tomaron rumbo norte en dirección a la isla.
Fueron cinco días de navegación peligrosa por un mar de aguas turbias en el
que flotaban enormes bloques de hielo a la deriva que debían esquivar. Al quinto
día, antes de que amaneciera, distinguieron una llama en el horizonte y una boca
roja, con venas negras, que vomitaba hacia el cielo el escupitajo candente.
—Allí está el dragón —señaló uno de los hombres.
Se agolparon en la borda en silencio y contemplaron en el horizonte la silueta
baja de la isla del Hielo Ardiente, una mancha blanca que se iba agrandando a
medida que se aproximaban a ella. De buena gana hubieran renunciado a la
ganancia con tal de no desembarcar en la isla del dragón, pero se acordaban de
la muerte del pobre Isak y el misterioso viajero que llevaban a bordo les parecía
más peligroso que cualquier fiera.
Desembarcaron, y Sven los dejó atados a una roca al pie de la play a.
—De este modo estaremos seguros de que no zarpáis sin mí —advirtió.
—¿Y si nos descubre el dragón? —gimió el capitán—. Rezad a san Brandán
para que no os descubra.
La isla era un enorme bloque de hielo con sus planicies, sus picachos, sus
ventisqueros y sus colinas, todo de hielo duro como la roca y blanco como el
armiño. Sven, arrebujado en su capa de piel, que había adquirido en Narvik antes
de zarpar, se encaminó al centro de la isla, de donde salía el fuego y la boca
candente del dragón subterráneo. A1 cabo de dos horas de camino, en una
llanura, se topó con el dragón que llevaba muerto y helado varios siglos. Era
solamente una piel descolorida y aplanada por las tormentas en la que
sobresalían, por diversos lugares, como de un saco roto, extremos de huesos y
fuertes costillas del tamaño de las cuadernas de un navío. Había sido un dragón
enorme. El guerrero caminó cien pasos del extremo de la cola a la cabeza, que
recordaba vagamente la del caballito de mar. La piedra Honda debía de estar
debajo de la lengua. Sven cavó en el duro hielo con ay uda de su espada. Le llevó
toda la mañana hacer un agujero mediano que llenó de piel y fragmentos de
hueso del dragón. Le prendió fuego y dejó que la hoguera ablandara la roca. Así
estuvo hasta la caída de la tarde, dando viajes por la anatomía de la bestia y
arrancando huesos y tiras de piel apergaminada para alimentar la hoguera.
Empezaba a descender la luz espectral de la noche cuando se escuchó un crujido
en el fondo de las brasas. Sven apartó los huesos humeantes y contempló la
piedra Honda, no may or que una bellota, oscura y rugosa. La tomó con
precaución. Estaba caliente. La guardó en su zurrón y volvió sobre sus pasos en
dirección al amarradero de la nave. La boca del dragón, en el centro de la isla,
continuaba lanzando escupitajos candentes contra el cielo.
Los marinos del ballenero recibieron con alborozo a Sven, pues y a se estaban
temiendo que, si el dragón lo devoraba, no tardarían en perecer de una muerte
incluso más horrible: De hecho, todos sufrían síntomas de congelación y uno de
ellos había muerto a media tarde. Le abrieron el vientre aún caliente e
introdujeron por turnos, en las entrañas humeantes, las manos y los pies ateridos
de los demás, hasta que la sangre volvió a circular por los miembros. Luego se
hicieron a la mar, izaron la vela y se alejaron de la isla.
—¿Has encontrado lo que buscabas? —preguntó el capitán al forastero.
—El dragón hace tiempo que está muerto —dijo Sven—. La que escupe
fuego en el interior de la isla debe de ser la dragona, pero no he llegado tan lejos.
CAPÍTULO LXX
Sven y la piedra Honda navegaron durante dos meses en distintos navíos, siempre
proa al sur. El comienzo de la primavera con las gaviotas nuevas ejercitando sus
vuelos, los tomó en Setúbal. En el mesón portuario El Cerdo Risueño el guerrero
supo de la existencia de un viejo espadero ciego que vivía en la cuesta del castillo
y adivinaba el futuro por el filo de las espadas y por las cicatrices de la mano.
Fue a verlo a su casilla, poco más que un agujero abierto en el flanco de la
montaña, con una fragua apagada que le servía de alacena. El viejo estaba
sentado en una piedra a la puerta de su vivienda con las cuencas vacías de sus
ojos vueltas al primer solecito de la mañana. La sombra silenciosa de Sven cay ó
sobre él.
—Te estaba esperando —dijo el viejo en tortuoso latín.
—¿Sabes quién soy ?
—Un guerrero.
—Hay muchos guerreros —dijo Sven—. El mundo vive de las guerras.
—Un guerrero rubio, alto, fuerte, con un perpunte milanés de cuero y
remaches y una espada alemana de pomo recto.
Todo eso se lo podía haber dicho cualquiera de los contertulios de la taberna
que se le hubiera adelantado. El viejo adivinó las reservas del guerrero y añadió:
—Un hombre rubio que guarda en su macuto la piedra Honda.
—¿Cómo sabes eso? —inquirió Sven, sorprendido.
—Sé muchas cosas. Yo antes era el mejor espadero del reino. Venían
caballeros de muy lejos a ponerse en cola para conseguir una espada mía. Las
más las conocerás por la señal del triángulo cerca de la empuñadura. No son
inferiores a las espadas de la India, forjadas con sangre humana.
No me has contestado —se impacientó Sven—. ¿Cómo sabes que tengo la
piedra?
—Porque sirvo a Diana. Por eso me sacaron los ojos los pesquisidores del
obispo Pereira.
—¿Diana?
—Otros la llaman la Abominación. La diosa bella que nos invita al amor y a
la templanza. En mi familia éramos una casta de herreros que venía del principio
de los tiempos y siempre habíamos servido a Diana en el bosque de Parem, a las
orillas del Sado, en su santuario de piedra. Me sacaron los ojos por servirla y
entonces ella me otorgó la clarividencia. Dame tus manos.
Sven le tendió las manos. El viejo las cogió y las estuvo palpando
cuidadosamente por el dorso y por la palma. Se demoró en una amplia cicatriz
que cruzaba el pulpejo de la mano derecha.
—Asmodeo de Sinán ¿lo conoces? Te espera en la ermita del fin del mundo.
—¿Dónde está eso?
—A nueve jornadas de aquí, en el cabo de san Vicente. En cuanto te pongas
en camino los cuervos te guiarán al santuario. Que Diana te acompañe. Ahora, te
ruego que no me quites el sol.
CAPÍTULO LXXII
No era media mañana todavía y el sol probaba y a a derretir las piedras. Los
viajeros avanzaban silenciosos por el camino polvoriento, sin un árbol a la vista,
sin una sombra piadosa que los cobijara en los descansos. Hacía rato que
percibían un sonido parecido al de un trueno lejano, que a veces se perdía y a
veces sonaba más vivo, según los caprichos del viento.
—Parece que vamos a tener tormenta —dijo Cantacuzanos.
—No creo que sea tormenta —opinó Pedro el Raposo.
El ruido crecía a medida que caminaban. Los caballos estaban inquietos, con
las orejas aguzadas.
—¿Tambores? —dijo Grontal—. Como en Tierra Santa. En efecto. Eran
tambores.
Llegaron a un otero desde el que se dominaba un valle angosto lleno de
piedras y arbustos escuálidos. En el centro, en un pequeño claro, había un espacio
cuadriculado con piedras como la cabeza de un hombre, entre las que brillaba,
como un espejo, una delgada lámina de agua. Junto a las piedras había
montoncitos de tierra blanca que destellaban al sol.
—Una salina —señaló Pedro el Raposo—. He vivido en Castilla y tengo vistas
muchas. La gente de esta tierra no saca la sal de las minas, sino de los arroy os.
Los tambores sonaron más próximos. A un lado y a otro del valle, entre las
rocas graníticas, aparecieron dos mesnadas de hasta quince hombres cada una,
algunos a caballo y otros a pie, todos armados para la guerra. Detrás de cada
grupo venía media docena de auxiliares provistos de grandes tambores que
parcheaban sin cesar.
—He ahí el origen del ruido —dijo Lucas de Tarento.
A la derecha, en un berrocal herboso, un pastor joven con diez cabras se
disponía a asistir al enfrentamiento con visible satisfacción.
—¡Eh! Tú —lo llamó Pedro el Raposo—. ¿Quiénes son esos y por qué se
pelean?
El pastorcillo sufrió un sobresalto. Con el ruido de la tamborrada no los había
visto llegar.
—Señor, ¿sois bandidos?
—No temas —dijo el Raposo—. Somos gente de paz. Contesta a lo que se te
pregunta.
—Ese caballero que manda a los que salen por la izquierda es don Nuño
Puñonrostro del Berrueco y el que sale por la derecha es don Ordoño Matamoros
de la Peña Tajada. Son primos, pero hace tiempo que contienden a causa de esta
salina que el abuelo de entrambos, al testar; no aclaró a quién se la dejaba porque
en la agonía le vino un golpe de tos y no se le entendió si decía Nuño u Ordoño, e
incluso hay quien opina que lo que dijo fue « coño» .
—¿Y por esta mierda de salina se matan? —preguntó el Raposo.
—No es por la sal, señor, que sólo da un par de sacos al año, terrosa y mala,
sino porque, como llevan tanto tiempo contendiendo por ella, se han llamado
cosas muy gruesas y y a está el honor de por medio.
Los contendientes habían llegado cada uno a un extremo de la salina y se
habían detenido. Lucas de Tarento observó cómo formaban sus haces en cuña, la
infantería detrás, como si cada uno dispusiera de un gran ejército. Los arqueros
se habían quedado un poco más retrasados, al resguardo de unas peñas y
montaban sus arcos o clavaban las saetas en la tierra, delante de cada posición,
para tenerlas más a mano.
—¿Y suelen tardar mucho en dilucidar las diferencias? —preguntó Lucas de
Tarento.
El pastor se encogió de hombros.
—Algunas veces todo el día, señor, con un descanso en medio para comer y
sestear. Cuando hay unos cuantos muertos por cada lado y otros tantos heridos,
recogen el campo y se van sin decidir quién ganó, hasta otro año si viene bueno.
Si flojea la cosecha, ese año no pelean, por falta de fuerzas, no porque depongan
las enemistades.
Lucas comprendió. Después de reflexionar un momento le ordenó a Pedro el
Raposo.
—A ver, Pedro, que suene ese cuerno.
Pedro se llevó el olifante a la boca y soltó un trompetazo ronco que se
escuchó en todo el valle. Don Nuño Puñonrostro y don Ordoño Matamoros
miraron en su dirección y vieron gentes de armas.
Don Ordoño Matamoros gritó a su primo y enemigo:
—¡Tregua, primo, veo quiénes son y enseguida reanudamos el negocio por
donde lo dejamos!
El otro asintió. Matamoros abandonó su formación y cabalgó hacia el otero
donde se habían parado los visitantes. Después de dudarlo un momento, su primo
lo imitó, por no parecer menos. Se acercaron a Lucas de Tarento. Los dos eran
más bien chaparros, pero fornidos, cejijuntos y carirredondos, lo que les daba un
aire de familia.
—¿Quiénes sois y en contra de quién venís? —preguntó Matamoros.
—Somos cristianos de Tierra Santa que peregrinamos a las Españas por
encargo de su santidad el Papa y de los ilustres rey es de Francia y de Inglaterra
—informó Cantacuzanos.
—Nuestros primos —se ufanó Puñonrostro.
—Sí —afirmó Matamoros—. Somos parientes de los rey es de la Cristiandad,
por la bisabuela Jacoba que en gloria esté.
Los primos se santiguaron en memoria de la anciana.
Cantacuzanos los imitó.
—Sabemos que tenéis diferencias sobre esta salina y que el asunto ha hecho
correr mucha sangre —dijo Cantacuzanos—. Por eso, y en virtud de las
prerrogativas y poderes que mi cargo papal me confiere, estoy en disposición de
promulgar una tregua de Dios y una solemne y pontificia concordia perpetua
entre vosotros.
Los primos se miraron.
—¿Tú qué dices Nuño? —preguntó Ordoño.
—Hombre, viniendo del Papa de Roma… —opinó Puñonrostro.
—La concordia sólo tiene un artículo —prosiguió Cantacuzanos—. A partir de
hoy os turnaréis pacíficamente en la posesión y explotación de la salina, un año
Nuño y otro año Ordoño y lo mismo harán vuestros sucesores que la heredarán
conjuntamente hasta el final de los días, cuando suenen las trompetas del Juicio
Final y todos comparezcamos en el valle de Josafat.
—¿Y quién empieza primero? —preguntó Ordoño suspicaz.
—Este año le tocará explotarla —intervino Pedro el Raposo—, al que pague
el banquete de la concordia que se ha de dar en este mismo lugar y hora, que y a
va siendo la de almorzar.
Los dos primos se apearon y estuvieron un rato discutiendo, pues, en
caballería, cada uno le quería ceder el honor de pagar el banquete y empezar
con la salina al otro hasta que, al final, arbitraron echarlo a suertes y que
sufragara la comida el afortunado que sacara la pajita más corta. Le tocó a
Puñonrostro. Mientras su may ordomo discutía con el pastorcillo el precio de las
dos peores cabras del hato, las dos mesnadas se regocijaban de la concordia y se
juntaban en medio de la salina, pisoteando la sal, para abrazarse. El moro que
cuidaba de la industria se quitó el turbante, lo arrojó al suelo y lo pisoteó con
desesperación.
—Luego querréis la sal, paisa —se quejaba—. Todos los años lo mismo para
bueno o para malo… Me hacéis polvo las piletas y luego querréis la sal…
Los celebrantes instalaron el campamento a la sombra de unos higuerones,
tres o cuatro tiendas astrosas. Mientras unos mesnaderos cortaban leña, los
cocineros sacrificaron las cabras, las despellejaron, las evisceraron, las frotaron
con sal y hierbas aromáticas y las dispusieron sobre asadores improvisados. Dos
corredores con sendos asnos fueron a la aldea más próxima a comprar vino
sobre fiado.
Los dos primos, Puñonrostro y Matamoros competían por servir a Isbela y
hacían gala de gentilezas de las que nadie los hubiera creído capaces viéndolos un
rato antes, cuando proferían los insultos de ritual que preceden a la pelea,
mentándose a sus madres respectivas, de costumbres, al parecer livianas, y
manifestando dudas sobre la paternidad de los respectivos progenitores, así como
otras lindezas que salpicaban a la común difunta parentela.
—¡Pelillos a la mar! —proponía Puñonrostro llevándose un pellejo de vino a
la boca.
—¡Por el ánima de Jacoba, que nos bendice desde la derecha de Dios Padre!
—brindaba el otro primo.
En eso estaban, entre regocijos, cantos y confraternización, cuando el
escudero de Puñonrostro, un gordo que se había quejado de que dos cabras era
poca carne para tanta gente, miró al camino y dijo:
—Llega más personal. Me parece que deberíamos matar otra cabra… El que
llegaba era Guido, emborrizado con el polvo del camino, pues había cabalgado
toda la noche para abreviar la última etapa, deseoso de reencontrarse con Isbela.
Isbela profirió un grito de sorpresa cuando reconoció al recién llegado. Corrió
hacia él con los brazos abiertos y se fundieron en un apretado abrazo.
—Bien, bien, tórtolos, pero dejad algo para la boda —les gritó Pedro el
Raposo.
Cantacuzanos adoptó la expresión severa de quien desaprueba toda efusión
sentimental. El sabio clérigo, aunque versado en tantos saberes, no estaba al tanto
de la nueva moda amorosa, de la que Guido era novicio, después de las charlas
con el trovador Chretien de Troy es.
—Sé que has rescatado las dos piedras dragontías, la Melada y la Peregrina
—le dijo al muchacho después de los saludos.
Guido se las entregó.
No he podido conseguir la Honda, maestro Jorge. Está en el país de los hielos,
según me dijo una melusina.
Cantacuzanos asintió sombrío.
—La Honda es de naturaleza sociable. La más sociable de todas las
dragontías, por eso ocupa la esquina inferior izquierda en el pectoral sagrado. Se
las arreglará para reunirse con sus once hermanas cuando sepa que, después de
tanto tiempo, se vuelven a juntar.
Los viajeros del Papa permanecieron durante dos días en compañía de los
dos primos festejando la concordia y celebrando la nueva alianza. Al tercer día
se despidieron y prosiguieron su viaje.
Después de caminar durante varias horas llegaron al río Lobos y atravesaron
el cañón donde las encinas y las carrascas crecen entre los riscos en equilibrios
inverosímiles. Aquella noche acamparon en un recodo del río lento y claro, al
otro lado de la Cueva Negra, la vagina de la tierra.
—Os prohíbo que crucéis el río —advirtió Cantacuzanos—, porque en esa
cueva maldita se rendía culto a la Abominación.
De las rocas de la cueva partió un buitre leonado con su lento batir de alas y
fue a posarse en una cornisa del lado opuesto. Graznaban los buitrecitos en un
nido invisible, reclamando la cena.
Pedro el Raposo había ballesteado un ciervo. Un anciano y hambriento
ermitaño, que habitaba en una cueva alta, acudió al olor de la carne. Lo invitaron
a cenar.
—¿Cómo vives en este lugar de Abominación? —le preguntó Cantacuzanos.
—Este lugar es sagrado —dijo el ermitaño mientras clavaba el diente en su
tajada de carne—. Los templarios de Ucero están cortando la piedra para hacer
una ermita delante de la Cueva Negra, una ermita a san Bartolomé, el santo que
cambia de piel.
—Cambia de piel porque sus torturadores lo despellejaron —explicó
Cantacuzanos.
El ermitaño sacudió la cabeza.
—El santo cambia de piel, como la antigua serpiente que habitaba en la raja,
y él y Dios saben por qué lo hacen —dijo en un susurro apagado.
Cantacuzanos no replicó. Reconoció la sabiduría antigua en labios del anciano
y prefirió guardar silencio porque ciertas revelaciones no eran para los oídos de
sus compañeros. Aquella noche tomó a Lucas de Tarento aparte y estuvo
hablando con él sobre las piedras y sobre el destino del joven Guido de Saint
Bertevin.
—Es una señal de Dios que después de haber caminado por tantos senderos
peligrosos, sin amparo alguno, pernoctando en prostíbulos que creía posadas,
conserve inalterada su virginidad y su inocencia. Creo que ha llegado el
momento de nombrarlo caballero, antes de que se desgracie su inocencia, lo que
me temo que debe de estar al caer.
Lucas de Tarento convino en que, en lo que tocaba a las armas, el muchacho
estaba completamente preparado. La claridad de juicio y a se la daría la vida con
sus desengaños.
Terminaron de cenar, avivaron la candela para ahuy entar a los lobos y se
echaron a dormir. El ermitaño no dormía. Acompañó a Pedro el Raposo en la
guardia.
—Yo sé que tú tampoco duermes —le dijo—, aunque a veces lo finjas para
parecer más humano.
Pedro el Raposo lo miró en silencio y luego escrutó las estrellas. Fue una
noche larga y calurosa de primavera. Olía el campo y la felicidad de las
criaturas brillaba sobre los arroy os y en los nidos pletóricos.
Dos días después atravesaron unas chozas, en Berlanga, y a través de un
bosque de venerables encinas y viejos robles llegaron a una iglesia solitaria, una
escueta nave de piedra que se alzaba en un cerrete, a media ladera, de cara al
cierzo. Estaba rodeada de tumbas excavadas en la misma roca sobre la que se
asentaba el edificio. Un manantial brotaba a unos pasos de distancia.
—Este es el lugar —dijo Cantacuzanos. Lucas de Tarento asintió.
—Acamparemos aquí —dijo.
Salió a recibirlos el ermitaño que guardaba la iglesia, un antiguo sargento de
mesnada robusto, con la barba negra apenas moteada por algunas canas, con una
cicatriz que le partía la ceja y le recorría la mejilla izquierda.
—¿Sois los enviados del Papa? —preguntó—. Os esperaba. Hace tiempo que
está todo dispuesto.
Los viajeros entraron en la ermita por una puertecilla rematada con arco de
herradura.
Gorgo se había sentado en una peña, conocedor de que en los lugares
sagrados no se le permitía la entrada a los orcos, pero Pedro el Raposo reparó en
él y le puso una mano en el hombro.
—Anda, pasa conmigo, pero no toques nada ni te separes de mi lado.
El semiorco asintió emocionado y siguió al escudero.
—Petah Tikvah —murmuró Pedro el Raposo posando su mano en la piedra
del dintel.
Entraron. La ermita era oscura. Una docena de lamparillas distribuidas por
nichos y repisas, sumadas a una rendija de luz que se filtraba desde una saetera
orientada al Oriente, iluminaban apenas el interior. En el centro se elevaba una
gruesa columna de cuy o remate partían graciosamente, como ramas de
palmera, los nervios que sostenían la techumbre. A los pies de la iglesia, apoy ado
en la columna central, el coro alto se sostenía sobre dieciocho columnitas en tres
filas de seis y una de cuatro. A la escasa luz de las lamparillas de sebo que el
ermitaño les entregó, los visitantes admiraron los frescos de vivos colores que
decoraban los muros: el elefante, el dromedario, el oso pardo, los perros
rampantes, los animales extraños y desconocidos.
El ermitaño lo mostró todo elevando la linterna que sostenía en su mano
fuerte y morena.
—Este es el viandante —señaló una de las figuras—. ¿A quién se parece?
El personaje iba vestido con un ropaje ocre con amplia capucha alzada y
calzado de borceguíes azulados.
—¡Guido! —exclamó Isbela—. ¡Eres tú!
—Una simple coincidencia, aunque notable —reconoció Cantacuzanos. Otra
pintura retrataba a un guerrero de noble porte embrazando un escudo redondo,
antiguo, con borlas, y sosteniendo en la otra mano una delgada azagay a.
—Y este es mi señor Lucas —intervino Pedro el Raposo.
El ermitaño sonrió y acercó la luz al rostro de la pintura. El parecido era
asombroso, aunque aquel diseño de escudo hacía mucho que había dejado de
usarse. Lucas de Tarento sólo había conocido los escudos en cometa.
—Y este eres tú —dijo Isbela, entusiasmada, señalando el mural encima de
la puerta que representaba a un cazador que arco en mano perseguía a un ciervo
herido.
—Yo —convino el escudero—, sólo que ahora los ciervos se cazan con
ballesta.
Quedaba una figura en un friso extenso. Un cazador a caballo, con un largo
tridente en la mano, galopaba detrás de un podenco y dos galgos que perseguían
a dos liebres.
Lucas de Tarento reconoció los rasgos de su antiguo discípulo Sven le Berg, en
el tiempo de su mocedad, cuando aspiraba a ser un guerrero de Cristo, antes de
vender su espada y deshonrar su nombre.
—La última figura —dijo el ermitaño señalando a un joven a caballo que
sostenía jovialmente en su mano un halcón peregrino: el rey del Mundo, el que
traerá la concordia y superará los odios que emponzoñan la tierra.
—El Resh Galutha —murmuró Cantacuzanos.
El ermitaño se volvió hacia él y escrutó su rostro, como si las palabras
pronunciadas siguieran en su boca y pudiera leerlas. Guardó silencio y se dirigió
a un ángulo oculto por las columnitas que sostenían el coro.
—Aquí tenéis la cueva santa —señaló la entrada de una caverna en un ángulo
del muro.
Aquella noche, ante el fuego del campamento, el ermitaño contó la historia
de san Baudelio, el patrón del lugar. « Cuando estaba en el desierto venció a la
serpiente Groy a y la expulsó de esta cueva y sobre ella levantó esta iglesia. La
ermita permaneció mucho tiempo sin techo, sólo los muros, hasta que María
Magdalena se le apareció en un sueño y lo enseñó a levantar una palmera de
piedra en el centro, que sostuviera el mundo. Luego san Baudelio predicó contra
los druidas y derribó los ídolos de la antigua religión» .
El ermitaño excluy ó del relato la última parte, quizá porque la ignoraba,
cuando Baudelio interroga a un anciano druida, el último de Nimes, que le revela,
antes de morir, cocimientos arcanos que modificaron para siempre su vida y lo
movieron a retirarse a la soledad de los desiertos y hacerse ermitaño.
A día siguiente descansaron. Al atardecer, el caballero Lucas tomó aparte a
Guido y le dijo:
—Guido, hace años que tu madre te confió a mi cuidado para que velara por
ti en tu triste orfandad. Tu padre, que murió combatiendo a mi lado como un
buen caballero, me enseñó cosas que y o ignoraba y me dio la medida del
mundo. No puedo decir que el conocimiento me hiciera más feliz, pues en la
ignorancia en que vivía tenía menos cuidados, pero el conocimiento me ha hecho
más hombre al acercarme a la Verdad. Hay cosas que no puedo decirte porque
y o mismo no las comprendo cabalmente, pero esta noche te vas a hacer
caballero sobre la cueva santa, en la palmera de piedra que alberga a los
elegidos. Creerás soñar y en ese sueño vas a atisbar la verdad. Esta noche
mueres para que nazca otro que vive en ti y pugna por nacer. Ha llegado la hora.
En lo sucesivo servirás a tu corazón y tu corazón no te engañará. Llevas mi
bendición.
Se acercó Cantacuzanos. Guido se arrodilló y el clérigo le rodeó la cabeza
con sus manos mientras murmuraba unos conjuros.
—Ahora ve al ermitaño y que él te enseñe el camino.
El ermitaño lo esperaba a la puerta de la iglesia. Entraron y cerró la puerta
tras de sí. Llevaba una débil lamparilla de sebo que apenas alcanzaba a iluminar
un rodal de losas mal encajadas.
—Sígueme —le dijo.
Del otro lado de la columna central, en la parte más despejada del templo,
partía una escalera angosta que conducía al nivel superior del coro a la altura de
las ramas de palmera que sostenían la techumbre. Entre el arranque de dos
ramas había un agujero estrecho por el que apenas cabía una persona que no
fuera demasiado corpulenta. El ermitaño acercó la lamparilla.
—Ahí tienes la capilla donde debes velar toda la noche —dijo—, el ojo de
Dios, la tumba de Guido.
—¿Debo entrar?
El ermitaño asintió.
Guido se despojó de los zapatos y de la túnica parda y se quedó en camisa
blanca. De esa guisa entró en el habitáculo. No era más ancho que un ataúd, y
tan angosto que no permitía echarse como no fuera apoy ándose en la pared. El
ermitaño tomó una vasija del suelo y se la tendió al muchacho.
—Bebe.
Guido bebió un líquido denso y amargo.
—Es el agua de la vida que te ay udará en el tránsito —le dijo—. Mañana
serás un caballero profeso y un hombre nuevo. El mancebo que eres ahora se
queda aquí.
No habló más. Se fue llevándose la lamparilla y dejó a Guido en la más
absoluta oscuridad, a solas con sus confusos sentimientos. Aquella noche larga de
primavera floreció la violeta y rezumaron de verdor los prados, despertaron las
semillas de la adormidera, de la espuela del caballero, del basilisco y del
dondiego. Fuera de la ermita de san Baudelio la atmósfera estaba despejada,
aunque hacía un tiempo nublado, húmedo y borrascoso. Llegaban de África las
abubillas, nacían los primeros topos, despertaban en sus agujeros subterráneos las
culebras bastardas, la hembra del búho real incubaba sus huevos. Todo lo percibía
desde su nicho ciego Guido, el caballero, y sentía girar sobre sí los infinitos astros
del firmamento, el sabio búho sobre el tejado con los ojos vueltos a Egipto,
vigilantes de la noche. Salía de su nido la procesionaria del pino, los árboles
exudaban resina, cuajaban las habas en los huertos, la hembra del jabalí paría
entre las breñas, suspirando, mientras en el alto ciprés se conmovía el nido del
cárabo al romper el polluelo la cáscara del huevo. Venía la golondrina y el tordo
se marchaba. Guido lo percibía todo en la confusión de su alma, nubes y vientos,
la minuciosa geografía de un cuerpo de mujer que nunca había recorrido,
abrazado al corazón candente de la Abominación, comprendiendo, como
iluminado por un súbito relámpago, la mentira de las grandes verdades por las
que había jurado morir, por las que juraba ahora profesar las exigentes ley es de
la caballería.
Un ray o de sol entró por una alta piquera, se deslizó por las pinturas del muro
y fue a posarse en veloz carrera sobre la cabeza del muchacho que velaba sus
armas en el nicho de la palmera. Resonó la tranca de la puerta de la ermita al
descorrerse. El ermitaño subía la escalera del coro, con su paso poderoso, una
alcarraza de agua fría en las manos. El nuevo caballero apagó en ella su sed
prodigiosa.
—Ya es de día —dijo el ermitaño—. La ceremonia ha concluido. ¿Has
pasado una buena noche, señor?
La primera vez que lo llamaban señor. Guido estaba tan confundido que no
acertaba a articular palabra.
No te preocupes —dijo el ermitaño tendiéndole de nuevo la alcarraza de agua
fría—. Lo que tenías que saber y a lo sabes, en tu corazón más que en tu
memoria. Serás un buen caballero.
Afuera, delante de la hoguera que había alejado a los lobos, Cantacuzanos y
Lucas de Tarento velaron también toda la noche mientras los demás dormían.
Hablaron de muchas cosas, entre ellas algunas relativas a la Mesa de Salomón.
—Hace cuatrocientos años —explicó Cantacuzanos—, existía en la ciudad de
Susa, en Mesopotamia, una academia judía cuy a fundación se remontaba al
tiempo en que los romanos destruy eron Jerusalén. Durante muchas generaciones
aquella academia talmúdica veló celosamente por la transmisión de los secretos
de la Mesa de Salomón. No todos los discípulos de la academia perseveraban en
el estudio. A muchos, después de lustros de arduas lucubraciones, les ganaba la
desesperanza y abandonaban la empresa, persuadidos de que nunca existió tal
Mesa de Salomón, y decidían que se trataba tan solo de una ley enda talmúdica o
de una broma pesada ideada por algún rabino loco. Pero otros estaban
fervientemente convencidos de la existencia del misterioso objeto del que sólo
sabían que estaba en occidente.
Llegó un momento en que sólo quedaron en la academia cuatro ancianos
talmudistas, todos ellos notables por su sabiduría y piedad, pero los cuatro
ancianos y a no tenían ningún discípulo que los sucediera. Los cuatro ancianos
decidieron, de común acuerdo, partir para Occidente y buscar ellos mismos el
secreto de Salomón: Vendieron los escasos bienes que la academia poseía y con
el caudal que obtuvieron, sumado a las limosnas de gente caritativa, se
procuraron sendos pasajes en una caravana especiera que iba al mar.
Llegados a Haifa se embarcaron para Italia en un cóncavo bajel pues sabían
que los romanos habían llevado la Mesa a Roma junto con los otros tesoros del
Templo. Cuando y a avistaban las costas, la nave naufragó y tres de los sabios
perecieron ahogados. Al cuarto lo rescataron unos piratas y lo vendieron dentro
de un lote de esclavos, a Rumahis, el famoso almirante del califa de Córdoba. Así
fue como Moshé ben Hanok fue a parar a Córdoba donde la aljama, conocedora
de su sabiduría, lo adquirió y le encomendó la escuela talmúdica de la ciudad. El
sabio vivió todavía doce años, durante los cuales formó en la sabiduría a un
discípulo, Hasday ben Chaprut, que luego sería ministro del califa y gran visir.
Ese discípulo transmitió a otros la enseñanza secreta y así ha llegado hasta
nosotros.
Con las claras del día, el ermitaño rescató a Guido de su nicho en la alta
columna y lo devolvió al mundo y a transformado en caballero.
Afuera, en la pequeña explanada al pie de la iglesia, le habían preparado un
modesto banquete de celebración. Guido asistió al agasajo con amabilidad
ausente. Ni siquiera miró mucho a Isbela que había escogido para la ocasión su
capa bizantina, azul, con reflejos dorados, y se había alcoholado los ojos. El
nuevo caballero tenía la mirada perdida y estaba abstraído, lo que la muchacha
disculpó, un poco decepcionada, atribuy éndolo a la falta de sueño.
CAPÍTULO LXXIII
Sven caminó durante veinte días de sol a sol, siempre seguido por un cuervo que
unas veces se adelantaba y otras se retrasaba, y sólo desaparecía cuando se
acercaban a algún castillo o aldea. Algunas veces otros cuervos se unían al
primero e intercambiaban graznidos. Los cuervos de san Vicente lo trataban
como a un peregrino más de los que acudían al santuario.
Al cabo de muchos días llegó a un paraje desolado, tierras pedregosas
surcadas por arroy os secos en las que crecían algunos arbustos tumbados por los
vientos oceánicos. Olía a y odo y a mar, aunque no se veía el agua porque estaba
bajo los acantilados. Sven distinguió a lo lejos una bandada de cuervos que volaba
en círculos. Se dirigió hacia aquel lugar y llegó a una humilde cerca de piedra no
más alta que las rodillas de un hombre, derrumbada a trechos, a trechos sustituida
por matas de espino. Un hombre con chilaba y bordón esperaba sentado en una
de las dos grandes piedras que delimitaban la entrada. Al llegar Sven se levantó y
se echó hacia atrás la capucha que le cubría el rostro revelando los familiares
rasgos de Asmodeo, el mago.
—Llevaba tiempo sin verte —dijo Sven sin mucho entusiasmo—. Creía que te
habías olvidado de mí.
—No me he olvidado de ti ni de nuestro trato —respondió Asmodeo con voz
fatigada—. Sé que tienes la Honda.
Sven le entregó la piedra.
—Quédatela. A mí sólo me interesa la recompensa. Asmodeo la guardó.
—¿Qué debo hacer ahora? —preguntó el guerrero.
Los emisarios del Papa buscan las dos piedras que les faltan, la Granito y la
Dolida. Están en tierras de moros. Debes adelantarte y arrebatárselas.
—¿Dónde están? Asmodeo señaló al cielo.
—Los cuervos te guiarán.
Sven hizo ademán de retirarse, pero Asmodeo lo detuvo por el brazo. La
mano del mago quemaba como un cuchillo al sol.
—¿No quieres visitar el santuario?
Sven se encogió de hombros y se dejó conducir.
El santuario era un humilde morabito cubierto por una cúpula de media
naranja, todo blanqueado, que se asomaba al borde del acantilado batido por el
océano.
—Este es el Cabo Sagrado de Estrabón, un sabio antiguo que escribió de estas
tierras —dijo Asmodeo—. El santuario al que peregrinó el pagano Artemidoro
cien años antes de Cristo.
Salieron un grupo de peregrinos musulmanes y dos cristianos ataviados a la
italiana.
—¿Qué hacen esos cristianos en una mezquita? Asmodeo sonrió:
—¿Y quién te dice que es una mezquita? Es un lugar sagrado de la Diosa, más
antiguo que todas las mezquitas y que todas las iglesias. Los peregrinos que
acuden aquí dejan sus afanes y sus mezquindades religiosas donde tú has dejado
la espada.
Una puerta angosta, de madera tan reseca que parecía acribillada de
cuchilladas, conducía a un recinto cuadrado en cuy o centro había tres piedras
esféricas de una braza de diámetro. Los devotos vertían sobre ellas sus
cantimploras, mojaban las manos en el líquido que resbalaba por la piedra y se
untaban con él la cabeza, las llagas y los miembros enfermos. Un regato
conducía el agua sobrante al exterior, para irrigar el huertecillo del ermitaño.
—Esta ermita la destruy eron los almorávides —dijo Asmodeo—, pero sus
devotos la reconstruy eron.
Los cuervos se posaban sobre la blanca cúpula, graznaban y aleteaban.
—Míralos: parecen negros, pero si te fijas contienen los tres colores de la
Diosa, los colores de la luna: negro, rojo y blanco.
Sven no dijo nada. Todo aquello le parecía una pérdida de tiempo para
consuelo de gentes débiles y supersticiosas incapaces de regir sus vidas. Él sólo
fiaba de su espada. La recuperó a la salida del recinto, se despidió de Asmodeo y
se marchó sin volver la cabeza, tras el vuelo de un cuervo que lo llevaba hacia el
sur.
CAPÍTULO LXXIV
Al día siguiente, antes del amanecer, Lucas de Tarento despertó al joven Guido.
—Hoy serás mi escudero —le dijo.
—¿Y Pedro el Raposo? —preguntó el joven.
—Ha ido a encontrar su destino, como nosotros debemos prepararnos para el
nuestro. Ármate porque vamos a rescatar la piedra Dolorida.
Los dos guerreros se armaron con sus respectivas cotas de malla, cada uno
calzó y vistió al otro, como hacían los caballeros de antaño antes de la batalla, y
se ciñeron las brillantes espadas.
La guarida del Lagarto estaba en la misma gruta de la que brotaba el
manantial, frente a la mezquita vieja. Hacía mucho que la bestia dormía, pero,
de todos modos, los habitantes de los contornos realizaban cada año diversos ritos
y conjuros para evitar que despertara. Algunos creían que había muerto; otros,
que sólo estaba dormida, con ese extraño sopor que a veces mantiene la vida
latente de los grandes y misteriosos reptiles.
Lucas y Guido se adentraron en las entrañas de la montaña, después de beber
del fresco manantial. Al principio tuvieron que arrastrarse por un estrecho
pasadizo, después el espacio se ensanchó y, y a de pie, prosiguieron el camino,
alumbrándose con hachones de resina por una serie de cavernas que se
comunicaban. Encontraron osamentas de ovejas y de personas devorados por el
monstruo, ninguno reciente.
El monstruo dormitaba su profundo letargo en una honda grieta del cerro
interior. Parecía un lagarto, aunque de enorme tamaño, con una boca capaz de
engullir a un hombre a caballo. El cuerpo era verde claro, escamoso; los ojos,
saltones bajo los espesos párpados; el hocico, remachado y negro. Cuando
descubrió a los intrusos abrió la boca un par de veces, grande como la puerta de
una iglesia, mostrando las tres filas sucesivas de dientes que guarnecían sus
mandíbulas.
De las oscuras fauces exhalaba un pestífero aliento a carne podrida. Cuando
observó a los dos caballeros vestidos de hierro y armados de espadas, lo asaltó el
confuso recuerdo de viejos lances y supo que venían a matarlo. No era la
primera vez que se enfrentaba a hombres de armas. Los restos de cotas
mordisqueadas y de armas oxidadas y rotas alfombraban la cueva.
El Lagarto reptó ágilmente hasta situarse en una plataforma rocosa desde la
que dominaba a los dos hombres. Allí se agazapó y esperó. Por encima de la
roca sólo asomaba la dura ceja y la inmóvil pupila redonda y brillante. El saurio
calculó el salto. Cuando los guerreros cruzaran el arroy uelo que discurría por el
centro de la gruta, caería sobre ellos y los devoraría.
El Lagarto nunca había visto una ballesta. Contempló con su ojo brillante las
actuaciones del caballero, primero tensarla con el armatoste, un conjunto de
cuerdas, carruchas y manubrios que Lucas de Tarento accionó hasta que el arco
de acero estuvo listo y los nervios encordados sujetos por el trinquete o nuez. El
Lagarto asomó algo más la cabeza y vio que el caballero Lucas introducía en la
ranura del arma un virote con la punta de acero y las aletas de cuero. Luego lo
vio apuntar cuidadosamente en su dirección, la mejilla sobre el astil de palo, el
ojo izquierdo cerrado. Por encima de la roca el caballero sólo veía la ceja de
pedernal y el ojo del Lagarto. Contuvo la respiración y oprimió el disparador.
Zumbó la cuerda de nervio al liberarse de la nuez y el proy ectil silbó por el aire
y se clavó en el ojo de la bestia con tal fuerza que le atravesó el cerebro y asomó
más de un palmo por la cresta pétrea que le recorría la parte superior del cráneo.
El Lagarto rugió herido, se alzó sobre sus patas y saltó contra sus enemigos.
Los guerreros lo aguardaban empuñando las espadas.
El primer envite del Lagarto, chapoteando sobre el arroy o, quedó corto y sólo
consiguió quebrar una estalactita de un potente coletazo.
Rugiendo de dolor, pues se había lastimado la cola, el Lagarto fijó el ojo sano
sobre los intrusos y se lanzó contra el primero de ellos, el caballero Lucas. Este
esquivó la dentellada, que se cerró con un chasquido a pocos centímetros de su
cabeza, y atacó a su vez con la espada montante, larga y pesada, que sólo había
usado en contados duelos a pie. El primer mandoble rebotó sobre las escamas del
reptil y apenas le causó un corte superficial en el pescuezo. La cola enorme se
abatió sobre el caballero y de no ser por la interposición de una roca, que detuvo
el golpe, quizá lo hubiese aplastado. Lucas de Tarento comprendió que las duras
escamas guardaban al monstruo de las heridas filosas. Si quería acabar con él,
debía herirlo de punta. Se incorporó, miró a Guido que, parapetado tras otra roca,
esperaba órdenes, y emitió el grito de guerra.
—¡Sus!
Los dos caballeros atacaron simultáneamente. Guido consiguió clavar su
espada hasta la empuñadura en el ojo sano del lagarto al tiempo que su maestro
alcanzaba el corazón de la bestia entrándole en la piel blanda de la coy untura de
una de las patas delanteras.
Herido de muerte, el animal se desplomó y coleó lánguidamente mientras el
zócalo de roca se cubría de pequeños regatos de sangre. Lucas de Tarento
desenvainó el cuchillo de montero y lo hundió en la garganta de la bestia. Hurgó
un rato entre los tegumentos blanquecinos, bajo la lengua, hasta que topó con algo
duro. Metió la mano y la sacó ensangrentada con la piedra Dolorida.
—Creo que podemos regresar —le dijo a su compañero.
—Sire —dijo Guido al llegar a la boca de la cueva—, ¿no os ha parecido que
el Lagarto se ha defendido poco?
—Quizá —respondió Lucas—. Es posible que estuviera cansado de vivir. El
mundo es muy antiguo y algunas criaturas pudieran estar hartas.
CAPÍTULO LXXVIII
Baruj Chaprut era médico, de una antigua estirpe de médicos judíos entre los
cuales hubo también un ministro famoso en tiempos del califato. Ahora estaba
viejo y casi ciego y sólo ejercía su profesión con los pobres. Cuando Pedro el
Raposo se presentó ante él, lo contempló con sus ojos velados y lo reconoció.
—El muchacho de Praga. Ahora has crecido y eres un hombre.
—Sí, rabí.
—Desnúdate, hijo mío.
Pedro el Raposo se desnudó. Solo se dejó el pañuelo que le cubría la cabeza.
—Hijo mío, trae tus manos, que las acaricie —dijo Chaprut.
El escudero puso sus manos entre las del anciano y las encontró frías y
apergaminadas, pero muy suaves. Aquellas manos acariciaron delicadamente
las toscas manos del guerrero.
—Déjame que examine tu cabeza —dijo el anciano.
Pedro el Raposo se arrodilló e inclinó la cabeza. El médico le desanudó el
pañuelo, palpó la frente y recorrió los relieves impresos en ella con las sensibles
y emas de los dedos.
A1 término de su examen suspiró con amargura, como si se sintiera
abrumado por el peso del mundo.
—Es hora de morir, hijo —murmuró.
Pedro el Raposo escrutó el rostro del anciano. Un cuervo se posó sobre un
palo del tejado y miró al escudero. Pedro el Raposo lo reconoció. Era el cuervo
que le habló en Delfos. Comprendió que la vida llegaba a su fin.
—Rabí, ¿es necesario que muera tan pronto? —preguntó—. Soy joven y
vigoroso.
El viejo asintió en silencio.
—¡Ay, hijo mío! La vida es sólo un préstamo, somos menos perennes que el
verdor de las eras y cuando nuestra misión se cumple tenemos que marchar.
Consuélate. No conocerás las angustias de la decrepitud y la vejez. Te irás como
viniste, en el momento de tu esplendor y de tu fuerza. Has recorrido los caminos
del mundo, has amado, has peleado, has gozado, has vivido, pero tu misión,
ay udar a que las Piedras del Destino se congreguen de nuevo, ha concluido.
Ahora debes marchar.
—¿Cómo voy a morir? —preguntó el Raposo—. Mi padre nunca me lo dijo.
Esperaba perecer en la batalla, bajo el sol luciente, entre relinchos y trompetas;
que, al menos, quedara memoria de mi esfuerzo.
—Tu esfuerzo es de otra clase más callada —le dijo el anciano—. Tú eres el
golem. Llevas en la frente, grabada por el dedo del cabalista de Praga, la palabra
hebrea « vida» . Yo, en este acto, le borro un trazo a la primera letra y la
transformo en la palabra « muerte» .
El anciano había borrado el trazo.
Pedro el Raposo se desplomó a sus pies y se deshizo al instante. Sólo quedó un
montón de arcilla seca sin apariencia humana.
El cuervo miró el cadáver y enfoscó las plumas. Después levantó el vuelo y
regresó a sus moradas.
CAPÍTULO LXXIX
Aquella tarde, Lucas de Tarento tomó un puñado de la tierra que había sido Pedro
el Raposo y llevándoselo a los labios lo besó. Gorgo se apresuró a imitarlo. El
semiorco la olisqueó sin percibir nada particular, la besó y la devolvió al montón.
—¿Tú lo sabías? —preguntó Cantacuzanos. El antiguo templario asintió.
—La magia judía ha viajado entre nosotros emponzoñándolo todo —observó,
severo, el clérigo. Se sentía humillado porque, después de tantos meses
conviviendo con el hombre de barro, no había sido capaz de descubrirlo, lo que
demostraba que la magia judía era superior a la suy a.
—Pedro ha sido un buen escudero y un compañero abnegado —opinó Lucas
de Tarento—. Mientras estuvo entre nosotros se portó como bueno y sirvió a la
causa del Papa.
—Ya veremos a la causa que sirvió —replicó Cantacuzanos amenazador—.
Cuando regrese a Roma tendré que informar al Santo Oficio de todo esto.
Estaban fuera de la ciudad, en la floresta que llaman del Poy o y de la Ribera,
donde se abren los caminos de las huertas, entre norias fragorosas, sobre una
antigua ciudad sin nombre que y acía dos brazas bajo sus pies, con sus muros, sus
sembradíos y fosos concéntricos, un lugar misterioso y antiguo.
Al fondo del pradillo había una acacia tan vieja que parte de sus ramas se
habían descolgado hasta el suelo en busca de reposo. De sus agudas espinas,
ablandadas por el humus de la tierra, habían brotado nuevas raíces, la vida.
Debajo de la acacia, a su sombra, descansaba un caballero de elevada
estatura, vestido de cota tupida, el escudo breve y lobulado a la usanza alemana,
pintado de un negro desvaído, sin más adornos.
—Lucas de Tarento —gritó—. Ha llegado nuestra hora.
El antiguo templario reconoció la voz grave y juvenil de Sven le Berg.
Caminaron hasta el centro del terreno. Sven desenvainó la espada a diez pasos de
su adversario. Lucas de Tarento lo imitó.
—Nos vemos de nuevo, maestro —dijo el rubio con una media sonrisa. Lucas
de Tarento le había enseñado a luchar con la espada cuando Sven era un novicio
que aspiraba a ingresar en el Temple. Lo recordaba como un alumno aventajado
que pasó la fase de la lanza y el estafermo mucho antes que sus compañeros de
hornada. Por eso el maestro de armas de Chalons encomendó personalmente a
Lucas de Tarento que lo enseñara a combatir con la espada. El muchacho era
ágil y despierto. Lucas se empleó con él a fondo y en sólo tres meses consiguió
que fuera tan bueno como él. Ahora, después de los años y los combates, podía
ser incluso mejor. Lo comprobaría enseguida.
Lucas embrazó el escudo con una sensación de amargo fatalismo. No podía
apartar de su imaginación la imagen de Pedro el Raposo, el fiel escudero que se
había marchado sin despedirse para encontrar su destino. Estaba embargado en
estos pensamientos cuando Sven lo arrancó de ellos golpeando el pomo sobre su
escudo, al estilo bárbaro.
—¿Listo, maestro?
—Listo.
Se aproximaron hasta el centro del claro, levemente inclinados, bien
cubiertos, las piernas ligeramente abiertas, las espadas apuntando hacia fuera, los
brazos flexionados. De repente, a media distancia, Sven se arrancó, como un
relámpago, y descargó un tajo terrible que Lucas, alerta, detuvo con su escudo,
aunque sintió crujir la tabla central y el golpe le conmocionó el brazo.
Sven se retiró unos pasos para romper la línea de ataque de su adversario. Su
expresión a medio camino entre la sonrisa y la mueca expresaba una ferocidad
animal que helaba la sangre. Isbela, que contemplaba el duelo desde el amparo
del bosque, desvió la mirada y ocultó el rostro en el pecho de Guido. El
muchacho la acogió con un cálido abrazo.
—Tranquila —murmuró—, el caballero Lucas sabe lo que se hace. Los
luchadores se trabaron de nuevo. Cruzaron las espadas un par de veces con
terribles golpes que resonaban sobre los escudos como hachazos. Lucas
aprovechó que Sven se afirmaba para descargar el tajo vertical buscando
hendirle el escudo y le asestó un puntazo. La espada le entró lateral, alcanzando
de sesgo la cota, un golpe sin la fuerza necesaria para quebrantar el tupido tejido
de acero, pero capaz de dañarle el costado. Sven reculó tomando aire y se palpó
la zona afectada con el brazo que sostenía la espada. Fue un momento. Enseguida
reinició la pelea más agresivo que antes. Cruzaron las espadas media docena de
veces, en rápida sucesión de golpes y contragolpes, para quebrar la guardia del
adversario. Lucas era consciente de que si la pelea se prolongaba, él se agotaría
primero. Intentó romper la guardia de su antiguo discípulo con las fintas que
conocía, pero aquellos mismos trucos los había aprendido Sven de él. Era inútil.
En un par de ocasiones chocaron con los escudos, cuerpo a cuerpo, las
espadas trabadas a la altura de los ojos, empujando. Lucas encontró la mirada
fría y despiadada de los bellos ojos glaucos de su adversario.
—Vas a morir, maestro —le susurró entre dientes en una de aquellas
aproximaciones.
—Dios dispone nuestro destino.
Sven empujó para destrabarse con tal fuerza que Lucas trastabilló, perdió el
equilibrio y se desplomó de espaldas. El guerrero rubio no desaprovechó la
ocasión. Le lanzó un furioso hachazo vertical, que Lucas detuvo con su escudo
hendido y maltrecho. Sven repitió con un nuevo tajo que el viejo guerrero paró
con la espada. Enfurecido levantó el brazo y descargó un tercer tajo, más
violento que los anteriores. Esta vez Lucas giró sobre su cuerpo y hurtó el blanco.
La espada del guerrero rubio dio contra una piedra y se rompió en dos.
Hirviendo de ira, Sven arrojó lejos de sí el arma rota.
—¡Vas a morir, Lucas de Tarento!
El caballero se había puesto de pie y contemplaba el estropicio con el
semblante sereno: Jadeaba.
—Ve a por otra espada —le dijo a su antiguo alumno como si todavía
estuvieran en uno de los entrenamientos de Chalons—. Te espero. Sven llevaba en
su equipaje una espada francesa, algo más corta que la rota e igualmente buena,
pero prefirió armarse con un mangual, el látigo de guerra, una bola de hierro del
tamaño de un puño, erizada con una docena de punzones de acero y pendiente
del mango por medio de una cadena, un arma de difícil manejo, pero temible.
Aunque el escudo del adversario detenga el golpe, la cadena rodea el
obstáculo y la bola erizada descarga dentro del escudo, hiriendo el brazo que lo
sostiene o en la espalda del oponente. En los dos casos el golpe es mortífero y no
existe cota de malla capaz de contenerlo. La única defensa efectiva contra un
látigo de guerra es la rapidez. El mangual es un arma lenta y no siempre golpea
donde se quiere. El adversario avezado se puede adelantar con la espada.
Lucas de Tarento adelantó el escudo y la espada para mantener alejado a su
enemigo: A cierta distancia, el látigo de hierro perdía efectividad. Lucas descargó
un par de tajos, que el guerrero rubio detuvo sin dificultad. Sus fuerzas
menguaban. Se estaba cansando. El sudor le encharcaba la espalda, le bajaba de
la cofia de lino bajo el almófar y le escocía en los ojos. Parpadeó un momento.
A pesar de todo, apreciaba a Sven. Lo había educado como a un hijo, había
hecho de él un formidable guerrero. Quizá si conseguía desarmarlo, se rendiría y
abandonaría la Abominación.
En aquel momento Sven, como un ray o, aprovechó que el caballero había
distendido la guardia, distraído con estos pensamientos, para caer sobre él y
descargarle un golpe furioso que resonó en la espalda como un sordo tambor. El
tremendo impacto desgarró la cota de malla y hendió la carne. Las costillas y las
vértebras tronchadas resonaron con un chasquido de madera vencida. Lucas de
Tarento cay ó de rodillas, la mirada perdida, el velo negro sobre los ojos, a punto
de desvanecerse. Las fuerzas lo abandonaron y dejó caer el escudo, vencido.
Sven no se contentó con la victoria. Se revolvió furioso y descargó un segundo
trallazo sobre su enemigo, esta vez en el pecho, en el que abrió una segunda
herida detrás de la malla. El tercer golpe hendió el casco metálico que
resguardaba la cabeza y fracturó el cráneo, echándole los sesos fuera en medio
de un manantial de sangre. Lucas de Tarento cerró los ojos, pálido como la cera,
cay ó hacia delante y quedó tendido boca abajo. Muerto.
Morgana, la Dama Azul, contempló la escena desde la arboleda, la espina de
la rosa azul en su pecho y su aroma perfumando el aire. El goce y el deseo, un
fuego alimentado por un sentimiento sin lugar en el mundo, la sangre limpia
sellando su alianza. Una lágrima se deslizó por la mejilla de la dama hasta
humedecer sus labios.
—Como una mañana de pájaros, así es la vida del hombre —murmuró antes
de continuar su camino hacia el higueral de Sara la Goda.
Sven levantó la espada del adversario vencido, que le pertenecía como botín
de guerra, y profirió un grito de victoria que sonó tan inhumano como el rugido
de una fiera. Con la espada en alto se volvió hacia los enviados del Papa con una
sonrisa cruel y la mirada heladora de la fiera aún no saciada.
Era el turno de Guido. El joven caballero, que todavía no se había estrenado
en la lucha desde que veló sus armas, se desasió bruscamente del abrazo de
Isbela y desenvainó su espada. Parecía tranquilo, pero en su corazón lo consumía
la cólera y lo abrasaba la sed que sólo se calma con la sangre del enemigo.
—¿Estas dispuesto? —le gritó Sven, que ahora empuñaba su espada francesa.
El joven caballero embrazó el escudo y se adelantó, en guardia. Ya había
vencido a Sven una vez, en el torneo provenzal, aunque nunca supo si el mérito
era de Pedro el Raposo, que le había aconsejado aquellas mañas impropias de un
caballero. Ahora Pedro no estaba para auxiliarlo, pero quizá la suerte volviera a
sonreírle.
Los contendientes se alejaron del cadáver de Lucas de Tarento para que no
les estorbara el combate. El primer movimiento lo hizo Guido, que lanzó un
furioso tajo sobre el guerrero rubio. Sven, más tranquilo y más hábil, se desvió de
su tray ectoria e interpuso su espada en la diagonal para terminar de desviarlo. No
contraatacó. Simplemente sonrió mostrando sus dientes crueles y balanceó la
espada en espera del segundo ataque. Jugaba con Guido como con un niño.
El segundo tajo de Guido fue más directo y entró por la izquierda al tiempo
que empujaba con la punta de su escudo. Sven reculó, detuvo el ataque con el
escudo y aprovechando el impulso de su enemigo, que no le permitiría modificar
la tray ectoria, le lanzó un planazo por la derecha que acertó plenamente en el
costado de Guido. El joven caballero trastabilló y tuvo que apoy ar una rodilla en
tierra. Sven giró hacia el lado opuesto y propinó una patada lateral en la pierna de
su adversario que se mantenía erguida. La articulación de la rodilla chascó como
una rama seca pisada por un buey. Esta vez Guido se desplomó de espaldas con
una mueca de dolor. Sven le pisó la espada inmovilizándola y apoy ó la punta de
su arma bajo la barbilla del caído.
—Vas a morir, muchacho —dijo con voz tranquila. Guido le lanzó una mirada
furibunda.
—¡Vas a morir! —repitió al tiempo que lo presionaba ligeramente sobre la
tráquea.
Morgana se había alejado por el camino de la floresta, pero volvió la cabeza
y comprendió que Guido estaba a punto de morir como había muerto Lucas, su
señor. La Dama Azul se apiadó de Isbela, o quizá se apiadó del amor mismo, del
recuerdo del amor que abrasaba sus venas en otro tiempo.
Sven levantó la mirada hacia el cadáver de su antiguo maestro, con el que
había combatido en Hattin, al que había protegido y por el que se había sentido
protegido tantas veces en Tierra Santa. Ahora era un mercenario a punto de
cumplir su encargo: acabar con los enviados del Papa y arrebatarles las piedras
dragontías. Ese era el galardón del desafío por el que recibiría una cantidad de
oro que le permitiera vivir en la abundancia el resto de sus días. Había pensado
en regresar a Alemania y adquirir una finca junto a un lago, ver encañar el
centeno, ver dorarse las manzanas, ver a los gansos sacar a sus crías, a los
esclavos reproducirse mientras él se dedicaba a la caza, a extender su semilla en
las muchachas de la comarca y a entrenar halcones.
Todo eso dependía de que en aquel momento hiciera lo que se le había
encomendado. Ese era el pacto con Asmodeo de Sinán.
Lo que hizo fue levantar el acero y envainarlo. Se inclinó y ofreció su mano
al caído. Guido, incrédulo, se dejó ay udar.
—Apoy a tu mano en mi hombro —le dijo—. Esa pierna tendrá que
arreglarla un concertador de huesos. No es grave.
Grontal y Gorgo se acercaron para ay udar a su amigo. Acudió Isbela y
abrazó al muchacho con los ojos arrasados de lágrimas. La muchacha se volvió
hacia Sven.
—Gracias —le dijo—: Que santa María te lo premie.
El guerrero rubio se encogió de hombros. Clavó la espada de Lucas de
Tarento en tierra, les volvió la espalda y marchó. Sólo había caminado unos pasos
cuando recordó algo y se volvió hacia Cantacuzanos. Introdujo dos dedos en la
limosnera que pendía de su cintura y extrajo algo.
—Monseñor —dijo—, necesitarás esto para tu magia, ¿no?
Lanzó un pequeño objeto al aire. Cantacuzanos lo atrapó al vuelo. Era la
piedra Honda.
El clérigo tenía las doce piedras en su poder. Ahora podía componer el
Pectoral Sagrado. Estaba en condiciones de cumplir las funciones del Resh
Galutha, comparecer ante la Mesa de Salomón y evocar el Shem Shemaforash.
Imprimiría un quiebro en la historia, gracias a él la Cristiandad prevalecería
sobre el Islam. Ahora tenía en su poder la magia de Dios. La emoción le ahogó la
voz en la garganta. Iba a preguntarle al guerrero del mal por qué había
renunciado a la victoria, pero y a se había alejado a caballo en dirección al norte.
CAPÍTULO LXXX
FIN
DRAMATIS PERSONAE
Abominación, la. Nombre que dan los seguidores de Dios a la Diosa y a cualquier
práctica relacionada con esta.
Al-Andalus. Nombre que los sarracenos dan a la península ibérica. Albión.
Nombre poético de Inglaterra.
Almorávide. Imperio africano formado por una confederación de tribus del
desierto que llegó a dominar las tierras de Al-Andalus.
Anacoreta. El practicante de una de las variantes del monacato cristiano.
Mortifica sus carnes y lucha contra las tentaciones demoníacas.
Anchoiade. Pasta de anchoas y aceite.
Apatheia. El objetivo de los anacoretas: la paz interior, consecuencia del dominio
de la pasión.
Arca de la Alianza. Objeto mágico que guarda el secreto de la alianza entre Dios
y la Humanidad.
Arcadia. Lugar mítico y paradisíaco, antiguo santuario de los elfos en la Edad de
Oro.
Asesinos. Orden secreta de seguidores fanáticos del Viejo de la Montaña (véase
maestros, compañeros y muhaidines).
Atlántida, la. Tierra mítica, y a desaparecida.
Avalon. Nombre dado a Glastonbury antes de la llegada de José de Arimatea.
Dicho nombre se lo siguen dando los iniciados en la Iglesia verdadera.
Baal Shem. Término hebreo para designar al Maestro del Nombre, el sumo
sacerdote del templo de Salomón.
Basileo. Emperador del Imperio Bizantino. Besante. Moneda bizantina.
Buenos hombres, los. Cátaros o albigenses. Grupo religioso opuesto al Papa de
Roma. Predican el amor, la tolerancia y la libertad y rechazan la autoridad
papal y la encarnación de Cristo. La Iglesia los consideró herejes y los
exterminó en una Cruzada.
Cábala, la. Conocimiento místico del mundo a través del lenguaje de Dios o Su
escritura.
Carolingios. Dinastía de rey es impuesta por el Papa de Roma en detrimento de
los merovingios.
Casitérides, las. Nombre dado por los fenicios a las islas Británicas. Castellano.
El natural de Castilla. También, el señor o responsable de un castillo.
Cátaros, los. Nombre despectivo que dan los papistas a los buenos hombres
(véase estos).
Comadre. La que hace de mediadora en relaciones amorosas, normalmente
prohibidas o mal vistas.
Compañeros. Miembros de la secta islámica de los asesinos. Siervos de los
maestros e informadores del Viejo de la Montaña.
Concertador. El que arregla huesos fracturados o desencajados. También, el que
tiene el poder de hablar con los espíritus o hacerlos aparecer.
Coquinaria. El arte de la cocina.
Corriente telúrica. Canal por el que fluy e la magia de la tierra. Cuadrirreme.
Galera con cuatro hileras de remos por costado.
Desertor Christi miles (soldado desertor de Cristo). El monje que cuelga los
hábitos por tentación del demonio.
Djinn. Genio maléfico propio de Oriente Medio. Dolorida. Una de las doce
piedras dragontías que componen el pectoral sagrado. Dominante, la.
Nombre que los venecianos dan a su ciudad.
Dykfie. Nombre que dan los iniciados a las pulsiones telúricas, origen de la
magia.
Edad de Oro. Época mítica en que las cuatro razas vivían en armonía bajo los
auspicios de la Diosa.
Edad de Plata. La edad de la Abominación.
Elfo. Miembro de una de las cuatro razas primigenias. De ojos almendrados y
orejas picudas, suelen refugiarse en zonas inaccesibles y guardan fuertes
vínculos con la Naturaleza y la magia que emana de esta.
Enano. Miembro de una de las cuatro razas primigenias, también llamados
« humanos de las cuevas» . Son bajos, corpulentos y peludos, gustan de vivir
en las profundidades y mantienen fuertes lazos familiares, en especial un
vínculo empático con los miembros de su propia camada.
E. profundo (o « de las profundidades» ). El que habita en las entrañas de la
tierra.
E. superficial (o « de la superficie» ). El que habita en la superficie de la tierra.
Espatario. Cargo bizantino, heredado del Imperio Romano. Portador ceremonial
de una espada.
Espejo de Salomón o Mesa de Salomón. Objeto mágico de gran poder en el que
el rey de Israel Salomón inscribió la fóruma del Shem Shemaforash o
Nombre del Poder que otorga al poseedor acceso directo al poder de Dios.
Pasó sucesivamente a romanos, visigodos y árabes y estuvo depositado en
Roma, Tolouse y Toledo. Los árabes lo enviaron al califa de Damasco pero se
perdió al pasar Sierra Morena en tierras de Jaén.
Fogosa. Una de las doce piedras dragontías que componen el pectoral sagrado.
Gatti. Naves de guerra venecianas, similares a castillos flotantes y provistas
de máquinas de asedio.
Gematría, la. Libro de la cábala. Ghemara, la. Libro de la cábala.
Gnomo. Miembro de una de las cuatro razas primigenias.
Golem. Ser mágico creado de arcilla, a imagen y semejanza del hombre. Es
producto de la magia de la cábala y lleva inscrita en la frente la palabra
hebrea « vida» .
Granito. Una de las doce piedras dragontías que componen el pectoral sagrado.
Honda. Una de las doce piedras dragontías que componen el pectoral
sagrado. Humano. Miembro de una de las cuatro razas primigenias, son como
los hombres de nuestro mundo.
Ibis. Ave zancuda egipcia, símbolo de Thot.
Iglesia falsa. La de los seguidores de Pedro y su representante en la Tierra, el
Papa.
Iglesia verdadera. La de los seguidores de san Juan apóstol.
Impertubatio. Otro nombre para la apatheia (véase esta).
Inrationabilia confusio mentis. Confusión irracional de la mente que a veces
consigue introducir el demonio en los ermitaños.
Intrincada. Una de las doce piedras que componen el pectoral sagrado.
Ismaelita. Otro nombre dado al chüta.
Justa. Lucha entre dos caballeros. También, competición poética. Ka, el.
Nombre que los egipcios dan al poder telúrico.
Kalamata. Una variedad de ovejas y de aceitunas.
Katochoi. Orden de reclusos de Serapis, en el antiguo Egipto, que combatían al
demonio. Fueron los precursores de la actual disciplina monástica católica.
Látigo de guerra. Véase mangual.
Libro de Bron. Códice antiguo, de carácter profético, que se conserva en Avalon.
Libro, el. La Biblia para los cristianos y el Corán para los musulmanes.
Licor de Mantua. Narcótico hecho de beleño y mirra.
Luciente. Una de las tres piedras dragontías de san Todaro y de las doce que
componen el pectoral sagrado.
Maestros. Miembros de los asesinos que se encargan de predicar las enseñanzas
del Viejo de la Montaña.
Magia. El dominio de las fuerzas ocultas de la Naturaleza, ejercido mediante
conjuros.
Magia blanca. La destinada a la curación del cuerpo o alma o a la protección de
estos.
Magia eólica. La destinada a controlar los vientos con diversos fines.
Magia libre. La practicada sin someterse al arbitrio de los dioses ni las ley es
humanas.
Magia negra. Nombre despectivo que dan algunos a la magia libre.
Mago. Practicante de la magia que no se somete a ninguna orden religiosa.
Manchada. Una de las tres piedras dragontías de san Todaro y de las doce que
componen el pectoral sagrado.
Mangual (o el « látigo de guerra» ). Arma consistente en una bola de hierro del
tamaño de un puño, erizada con una docena de punzones de acero y
pendiente del mango por medio de una cadena.
Mazdeísmo. Religión de la antigua Persia que adora a la divinidad suprema
Ahura Mazda.
Melada. Una de las dos piedras dragontías anglias y de las doce que componen el
pectoral sagrado.
Melusina. Hada de las aguas. Muchas de ellas tutelan a conocidas familias
nobiliarias.
Merovingios. La estirpe de Cristo, la Sangre Real, con derecho al trono.
Desbancados por los carolingios.
Mesa de Salomón. Otro nombre para el Espejo de Salomón (véase). Misdrashin,
el. Libro de la cábala.
Mishna, la. Libro de la cábala.
Mistral. Viento frío del norte.
Monje. Miembro de una orden religiosa. En sentido estricto, el que se recluy e
para evitar las tentaciones terrenales. Es una de las variantes del monacato
cristiano.
Montante. Espada grande que suele usarse con amabas manos. Muhaidines. Los
asesinos en sentido estricto. Guerreros fanáticos que, sabedores de que irán a
descansar en el Paraíso, dan su vida por el Viejo de la Montaña.
Notaricón, el. Libro de la cábala.
Nuececita. Una de las tres piedras dragontías de san Todaro y de las doce que
componen el pectoral sagrado.
Oreo. Miembro de una raza humanoide. Son belicosos, gregarios, fieros y
bastante primitivos.
O. padre. El jefe de una manada de orcos.
O. suave. El criado en cautividad y destinado a trabajos serviles.
Peludo (poilu). Apodo que dan los europeos a los cristianos nacidos en Tierra
Santa.
Peregrina. Una de las dos piedras dragontías anglias y de las doce que
componen el pectoral sagrado.
Piedra dragontía (o « dragonites» ). Cálculo terroso de gran poder mágico que
crece en la cabeza de los dragones. Doce de ellas componen el juego de
piedras del pectoral sagrado necesario para usar el Espejo de Salomón.
Pirámide. Edificio egipcio construido en un punto telúrico y desencadenante de la
magia de este.
Pócima. Bebedizo de poder curativo, mágico o similar.
Reluciente. Una de las doce piedras dragontías que componen el pectoral
sagrado. Rey de armas. Caballero veterano que arbitra un torneo.
Reyes de los cabellos largos. Otro nombre de los rey es ociosos.
Reyes ociosos. Sobrenombre de la Sangre Real, llamados así por su carencia de
trono.
Salomera, la. Caserón donde se hospedan Lucas de Tarento y su séquito durante
su estancia en Bizancio. Llamado así por su anterior propietaria.
Sangre Real. La estirpe de Cristo y María Magdalena.
Schiavoni. Los mercenarios albanos a sueldo de Venecia. Semielfo. Producto de
la unión entre un hombre y una ella, o un elfo y una mujer. En general,
cualquier humano con sangre de elfo.
Serenísima. Sobrenombre de la República de Venecia.
Shem Shemaforash. Término hebreo que designa al Nombre Secreto de Dios,
conjuro creador de máximo poder.
Silla de la Tarasca. Piedra de Tarascón marcada por la mítica dragona. Sirena.
Criatura fantástica, mitad mujer y mitad pez.
Spiraco. Masajista profesional, típico de Bizancio. Taka-i-Taq-dis. El Trono de los
Arcos.
Talmúdico o talmudista. Perteneciente o relativo al Talmud.
Tarida. Barco antiguo, propio del Mediterráneo. Usado normalmente para el
transporte de caballos y pertrechos.
Templada. Una de las doce piedras dragontías que componen el pectoral sagrado.
Templarios.
Temple, el. Orden de los caballeros templarios. En sentido estricto, orden secreta
dentro de la anterior que lucha por restaurar la Sangre Real. Temurah, la.
Libro de la cábala.
Terraferma. Nombre que los venecianos dan a cualquier lugar que no sea
Venecia, especialmente el continente.
Tiempos de los Caudillos. Época en que los diferentes pueblos riñeron entre sí.
Abarca la Edad de Piedra, la de Bronce y la de Hierro.
Trirreme. Galera con tres hileras de remos por costado.
Trudentes. Pueblo salvaje y caníbal, originario del Danubio, llegados a Tierra
Santa con la Primera Cruzada.
JUAN ESLAVA GALÁN nació en Arjona (Jaén) en 1948; se licenció en Filología
Inglesa por la Universidad de Granada y se doctoró en Letras con una tesis sobre
historia medieval. Amplió estudios en el Reino Unido, donde residió en Bristol y
Lichfield, y fue alumno y profesor asistente de la Universidad de Ashton
(Birmingham). A su regreso a España ganó las oposiciones a Cátedra de Inglés de
Educación Secundaria y fue profesor de bachillerato durante treinta años, una
labor que simultaneó con la escritura de novelas y ensay os de tema histórico. Ha
ganado los premios Planeta (1987), Ateneo de Sevilla (1991), Fernando Lara
(1998) y Premio de la Crítica Andaluza (1998). Sus obras se han traducido a
varios idiomas europeos. Es Medalla de Plata de Andalucía y Consejero del
Instituto de Estudios Giennenses.