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Cervera 17.08.2017
Título original: The Gods of Bal-Sagoth
Robert E. Howard, 1931
Traducción: Javier Jiménez Barco
Ilustraciones interiores: Vladimir Manyukhin, Glen Orbik, John Watkiss,
Joe Wardart, Peter Andrew Jones, Caio Montero, James Ives, Al Serov
—¿
Y solo tú sobreviviste? —preguntó sin aliento
Somalkeld.
—Yo solo —respondió sombríamente Turlogh—. El
porqué lo desconozco. En medio del tumulto, me cubrió la
oscuridad y desperté en la cabaña de una gente extraña. El
capricho de las olas me llevó a la orilla cuando todos los
demás morían. Pero no solo yo fui arrastrado a la orilla.
Muchos otros fueron escupidos por el mar, pero yo era el
único que conservaba una chispa de vida. El resto habían
muerto por sus heridas, por el agua o por el frío. Muchos se
congelaron. Yo también, según me contaron las gentes que me
recogieron, estaba casi congelado. Y mis manos aferraban con
tanta fuerza mi escudo y mi hacha que no fueron capaces de
soltarlos, y aún los agarraba cuando recuperé la conciencia.
»Pues bien, estas gentes eran fineses: un pueblo amable
que me trató bien. Con ellos permanecí un tiempo, pero sus
tierras eran estériles por el hielo y la nieve, y cuando llegó el
momento en que yo sabía que en las tierras del sur comenzaba
la primavera, me marché. Me cedieron un caballo y me dirigí
al sur a través de los grandes bosques repletos de lobos y osos,
y bestias salvajes de las que solo vi sus sombras y sus huellas.
»Me encontré con feroces tribus paganas en estos bosques.
De unas hui, y de otras formé parte. Algunas se enfrentaban a
los nietos de Rurik, y me resultó grato volver a cruzar la
espada con los nórdicos. Y así vagué meses y meses, primero
sobre el caballo que me dieron los fineses, después sobre
corceles que o bien compré o bien robé y, finalmente, sobre
este gran semental que me entregó un jefe pagano. Cuando
abandoné las cabañas de los fineses era el final del invierno.
Ahora el invierno se acerca de nuevo y sigo encontrándome
muy lejos de las tierras del sur que mi corazón añora.
—Ven conmigo y hospédate en las tiendas de mi gente, oh,
hermano mío —le urgió Somakeld—. Somos gente valiente y
amamos las hazañas guerreras. Serás jefe de una tribu. Las
muchachas de los turgaslavos son hermosas. Quédate con mi
gente.
Turlogh se encogió de hombros.
—Cabalgaré contigo, Somakeld, porque mi caballo está
cansado y yo me encuentro hambriento. Permaneceré un
tiempo con vosotros, porque huele a guerra en estas tierras; sí,
los cuervos se reúnen y yo no permanecería al margen cuando
las espadas acuden a encontrarse.
Había caído la noche cuando llegaron al campamento de
los turgaslavos. Turlogh había visto campamentos tártaros, y
este campamento eslavo no se diferenciaba sustancialmente de
aquellos. Las mismas carretas altas y bamboleantes, las
mismas sillas de montar picudas amontonadas con cuidado, los
mismos círculos alrededor del fuego, donde las mujeres
cocinaban carne y distribuían cuernos repletos de leche e
hidromiel. Los nómadas arios y los turanios habían progresado
y evolucionado en líneas similares. Turlogh se dio cuenta de
que estaba observando una fase de la vida aria que desaparecía
con rapidez. El nómada ario estaba abandonando gradualmente
la vida pastoril en favor de una vida de agricultor, o era
absorbido por los nómadas tártaros.
Turlogh vio abundantes señales de que la unión entre estos
ancestrales señores arios de la estepa y los mongoles ya se
estaba produciendo. Muchos de los turgaslavos presentaban
caras amplias y cabelleras negras que indicaban antepasados
tártaros, y existía abundancia de tártaros purasangres, aunque
la mayor parte de los hombres de la tribu eran altos y de
huesos anchos, de ojos claros y el pelo dorado característicos
de los arios primitivos. Había comenzado ya a producirse la
mezcla que siglos más tarde darían lugar a los cosacos.
Los caballos de estos nómadas arios eran altos y más
pesados que aquellos que montaban los turcos y los tártaros,
gentes más pequeñas. Sus espadas eran largas, rectas y
pesadas, con filo y punta. También se armaban con pesadas
hachas, largas lanzas y dagas, y arcos, que eran más ligeros y
menos eficaces que aquellos que manejaban sus enemigos
turanios.
Su armadura era rudimentaria y escasa. Consistía
básicamente en yelmos de hierro; coseletes gruesos, hechos de
placas de hierro unidas a pesadas chaquetas de cuero; y
escudos redondos hechos de madera, cubiertos con cuero y
reforzados con hierro. Sus ropajes estaban fabricados con piel
de oveja. Los hombres eran altos, de porte honesto y
semblante franco y abierto, mientras que las mujeres
presentaban un aspecto agradable.
Unos centinelas a caballo que recorrían la estepa se
enfrentaron a los dos compañeros, pero les dejaron pasar
después de escuchar las palabras de Somakeld. La luna se
elevaba mientras Turlogh y el joven subían trotando la cuesta
hasta la cima en la que se había instalado el campamento
eslavo, y, barriendo las planicies con su aguda mirada, Turlogh
observó sombras oscuras y bultos bamboleantes cruzar los
horizontes distantes, acercándose al campamento en
construcción.
—Mi gente responde a la llamada de la guerra —explicó
Somakeld, mientras el gaélico asentía, sus ojos brillando en la
semioscuridad al tiempo que difusos recuerdos ancestrales se
agitaban levemente en las dormidas profundidades de su alma.
Sí, los clanes se reunían para alimentar a los cuervos como los
clanes arios se habían reunido en tiempos perdidos; igual que
los ancestros del gaélico se habían reunido en estas mismas
estepas, moviéndose en carromatos torpes, o montando
caballos medio salvajes.
Mientras cabalgaban hacia los fuegos, un grito de
bienvenida les recibió. Turlogh captó al instante quién era el
jefe; su nombre, como le había dicho Somakeld, era Hroghar
Skel. Era un anciano, pero su larga barba todavía lucía dorada,
y cuando se levantó a saludar al extraño con sencilla
majestuosidad, el gaélico pudo observar que poseía una gran
altura y que la edad no había oscurecido su vista de águila ni
debilitado sus músculos de hierro.
—Tu cara es nueva para mí —dijo el cacique con voz
tranquila y profunda—. No eres ni eslavo, ni turco, ni tártaro.
Pero seas quien seas, desmonta y deja descansar a tu corcel.
Come y bebe junto a nuestros fuegos esta noche.
—Es un notorio guerrero, oh, atamán —exclamó
Somakeld—. Un bogatyr, ¡un héroe! ¡Ha venido a ayudarnos a
luchar contra los turcos! ¡Por el honor de mi clan, que hoy
envió a tres turcos a aullar a las puertas del infierno!
El anciano inclinó su cabeza de león:
—Nuestras vidas te pertenecen, bogatyr.
Mientras Turlogh desmontaba, se percató de la presencia
de otro hombre acuclillado cerca del fuego, parecía un hombre
de mediana edad, con la constitución ancha y compacta de los
tártaros. Este hombre tenía la presencia de un jefe, y bajo sus
pieles de oveja se apreciaba el brillo de la seda y el resplandor
de la malla plateada. Su amplia cara oscura se mantenía
inexpresiva, pero sus pequeños ojos como cuentas centellearon
al posarse sobre el espléndido semental ruano. Detrás del jefe
se encontraba agachado un joven esbelto y hermoso, que
evidentemente era su hijo. Los ojos del tártaro descansaron
largo rato sobre el semental ruano.
Turlogh atendió al caballo antes que sus propias
necesidades, y, tras asegurarse de que el ruano estaba bien
cuidado, se sentó junto al fuego del jefe. Somakeld, orgulloso
de su nueva amistad y de su propia admisión en el fuego de los
líderes, relató su encuentro con el gaélico, y repitió la historia
de las aventuras de Turlogh. Todos escucharon con interés, y
los recién llegados, que aparecían de forma constante, se
empujaban para observar con curiosidad al celta y escuchar las
versiones de sus hazañas susurradas por aquellos que se
encontraban más alejados del fuego.
—Tienes el aspecto de un águila, bogatyr —dijo Hroghar
Skel—. No es necesario que me cuenten que eras jefe en tu
propia tierra; bien sé que eres un soberano de hombres. Bien,
los turgaslavos estamos necesitados de espadas afiladas y
voluntades fuertes. Khogar Khan marcha contra nosotros y
¿quién sabe a dónde se dirigirá la guerra? Los turcos son
guerreros formidables y aun así se han dispersado como
pájaros en el viento al paso de los guerreros de Chaga Khan.
—Señaló al tártaro que se encontraba sentado y bebiendo
leche de yegua.
—Así es. —La voz del tártaro era como el raspar de la
espada al salir de la vaina—. Se comportaron como lobos entre
ovejas. ¡Por Erlik, son unos lunáticos!
—Poseen una locura tal que pelean igual que el fuego de la
estepa arrasa con la hierba —afirmó Hroghar Skel—. Poseen
una magia que los sostiene frente a los dientes de las lanzas.
Khogar Khan afirma ser descendiente de aquel azote de manos
ensangrentadas de los tiempos pasados, Atila el Huno. Y más
aún: lleva en su cinturón la misma espada que el huno bañó en
sangre de reyes.
Turlogh emitió una exclamación de sorpresa.
Los ojos negros de Chaga Khan se giraron hacia él.
—Yo lo vi —gruñó el tártaro, balanceando su cuerno de
beber—. Era una llamarada roja en su mano, y con ella
alimentaba a los milanos. Por Erlik, que la vieja muerte corría
por delante de su corcel y un viento negro aullaba en su
retaguardia. Cuando golpeaba era como si una horda entera
golpeara, y ningún hombre podía mantenerse en pie delante de
él. A sus espaldas, mis guerreros se amontonaban en una fila
carmesí, señalando su rumbo.
El silencio reinó unos momentos. El viento nocturno
suspiraba a través de la alta hierba, y se oía el rumor de
carretas avanzando en la distancia, y los gritos de los vigías
permitiendo el paso. Hroghar Skel sacudió la cabeza, y su
mano de hierro se enroscó en su barba.
—Acuden con rapidez; al amanecer, todos los clanes de los
turgaslavos estarán acampados y clamando ser dirigidos hacia
el enemigo. Pero una heladora duda yace en mi cabeza.
Luchamos contra algo más que hombres mortales…
Todos los ojos se giraron hacia Turlogh. Las gentes
primitivas abrazan rápidamente los portentos y las
conclusiones sobrenaturales. Les parecía que la llegada de
Turlogh no había sido asunto del azar, sino que las fuerzas
extrañas que trabajaban detrás del velo le habían enviado para
ayudarles. Pero el gaélico dijo simplemente:
—Ahora dormiré.
Mientras se estiraba sobre las pieles de oveja en la tienda
de Hroghar, una vez más los profundos sentimientos
ancestrales se revolvieron en su interior, mientras escuchaba
los ruidos nocturnos del campamento nómada. Todo aquello le
resultaba amigable y familiar: el chisporrotear de los fuegos, el
olor de las cazuelas, el cuero sudoroso y la carne de caballo, el
tintinear de las bridas y el crujir de las sillas de montar, el
canto de los hombres tribales y sus risas. Estos eslavos eran los
verdaderos cimientos de la raza aria: la raíz y el tronco. Se
aferraban a aquella existencia inmaculada que los ancestros de
Turlogh habían abandonado hacía tantos siglos. La gente de
Somakeld eran la materia original, fuertes y puros con sus
principios y su forma de vida primitivos. Vivían próximos a
las costuras de la existencia, a las crudas y rojas realidades de
la vida.
Mientras se adentraba en el sueño, los últimos
pensamientos vagos de Turlogh fueron que, aunque medio
mundo separaba a estos eslavos de su propia gente, su sangre
era la suya propia, y que después de cientos de años vagando
por tierras extrañas, por fin se encontraba en casa. Después
cayó en un profundo sueño, plagado de imágenes en las que él,
con ojos claros, salvaje, cubierto de pieles, atravesaba
distancias interminables de bosques y planicies sobre
carromatos tambaleantes tirados por bueyes, o sobre las
espaldas de caballos medio salvajes. Y que en compañía de los
suyos, también salvajes, de ojos claros y cubiertos por pieles,
rugía y mataba en batallas sin nombre, en tierras oscuras y
perdidas; peleaban contra hombres y bestias y torrentes
espumosos, y pisoteaban tambaleantes civilizaciones que eran
antiguas cuando el mundo era joven. De esta forma deambuló
en sus sueños y luchó una y otra vez en turbias épocas
perdidas en el tiempo.
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