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JUAN VALERA
De la dedicatoria de "Morsamor" (1899)
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Como niños dormían, niños y ancianos. Y una paz sin precio descendía
sobre la humana desazón. Salieron a la calle los siete, precedidos por la
lentitud de la gran dama. La afonía y la inercia ganaban tal intensidad, que no
había quién ni qué los resistiese. Por eso provocó un petardeo disonante y
animó ecos destemplados, el irreprimible saxofón flatulento de Belfegor,
despreciativo de la dignidad del silencio, y que acaso aspiraba a producir
clarinadas victoriosas. No pudieron reprochárselo sus colegas, en la hora de
los laureles. Confusiones de mayor importancia los afligían, pues creyeron
advertir que el Mundo, el propio Mundo, reducía la ágil diligencia de sus
rotaciones. Era cierto: el Mundo se estacionaba; el Mundo se detenía; el
Mundo parecía dar sus últimas vueltas, como un caduco y extenuado bailarín.
Iba a dormirse y quizás a morir, el Mundo. Se comprende la alarma de los
príncipes. Si en Pompeya se les había ido la mano ¿cómo tasar lo que
acaeciera en Bêt-Bêt? ¡Ay! ¿serían ellos capaces de aguantar e impeler a la
Tierra, de obtener que reanudase su marcha habitual y evitar una destrucción
que iba contra los intereses del feudo del Diablo, puesto que, sin ella, quién se
encargaría de su humano abastecimiento?
Pero no fue preciso que emprendiesen una operación, sin duda superior
a su energía. Otro, otros, asumían ya ese compromiso considerable. El cielo
impávido se incendiaba de fulgores, de centellas, de armas flamígeras, de
metales blandidos, como los techos del palacio veneciano que evocaban tan
bien. Dos masas supersónicas daban la impresión de converger en las alturas,
cual dos radiantes ejércitos de la aerosfera. Los tentadores dieron impulso a
sus alas; aletearon sus bestias serviles; y hacia allá subió su columna, en
vuelo de inspección.
Presto verificaron que de dos ejércitos se trataba. Ángeles y demonios
acudían, conjuntamente, para salvar a la Tierra, su almacén de almas
discutibles. Venían por un lado escuadrones celestes, comandados por San
Miguel; y por el opuesto, milicias infernales, bajo la jefatura del propio Diablo.
De una parte, las huestes blancas; de la contraria, los piquetes rojos. El casco
del Arcángel era de esmeralda, como el de San Jorge, el de San Sebastián y el
de San Gabriel; de oro filosofal, eran los yelmos del Diablo, de Azazel, su
portaestandarte, y de Moloch, su espía, quien seguramente le dio aviso de lo
que perturbaba a la esfera indócil. Abríase la cola de pavo real de Adramalech,
Gran Canciller del Báratro, como una bandera más. Se agitaban en el espesor
de las nubes siberianas las alas multicolores, las espadas, los escudos, como
cuando riñeran las potencias enemigas, en ocasión célebre. Pero no lidiaron
esta vez. Idénticos intereses los excitaban. Cada grupo ignoró que el
antagonista venía con igual motivo: por eso, brevemente, San Miguel y el
Diablo clavaron los ojos en sus caras respectivas. El Arcángel irradiaba bélica
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