Las recetas no eran novedosas: eran las mismas aplicadas en los Estados
Unidos por el presidente Ronald Reagan y en Inglaterra por su compañera
de baile, la primera ministra Margaret Thatcher, y copiadas después en toda
Europa. En la propia Colombia, ya quince años antes, el presidente López
Michelsen había soñado con algo así: con “la sabiduría económica de las
dictaduras del Cono Sur”, como la denominó en los días de los Chicago boys
del general Augusto Pinochet en Chile. Y con la guía de esa sabiduría se fue
gobernando a Colombia, a tropezones, con frecuentes crisis financieras y
recesiones económicas, apagones de la luz y catástrofes naturales
anunciadas y previsibles —inundaciones de los inviernos, sequías de los
veranos— pero no tenidas en cuenta: como había sucedido años antes,
cuando al anuncio de los vulcanólogos sobre la inminente erupción del
volcán Nevado del Ruiz las autoridades del Tolima habían respondido
declarando a esos científicos personas no gratas por lesionar la imagen del
departamento. La imagen: obsesión de las autoridades de Colombia.
La Constitución del 91
En este tema del servilismo ante los Estados Unidos de la política exterior
colombiana, así como en los restantes (narcotráfico, guerrillas, etc.), casi no
ha habido rupturas en la sucesión de los distintos gobiernos. Por eso los
narro aquí en un sólo continuum espaciotemporal. Insurgencia, narcotráfico,
corrupción, neoliberalismo, paramilitarismo, clientelismo, alimentándose
mutuamente en un carrusel perverso bajo gobiernos igualmente
impotentes, y muchas veces cómplices; y, como decía el gran humorista de
la televisión Jaime Garzón (asesinado por los paramilitares), “con el gringo
ahí”: todo bajo la égida de los Estados Unidos, desde George Bush padre
hasta Donald Trump, desde la Guerra Fría de las superpotencias hasta la
guerra global contra el terrorismo (todos los terrorismos: religiosos, étnicos,
políticos) pasando por la guerra frontal contra las drogas (pero no todas
ellas: sólo las producidas por los países subdesarrollados; así, por ejemplo,
la marihuana dejó de ser perseguida cuando se convirtió en la primera
cosecha agrícola de los Estados Unidos, en torno al año 2.000).
Plata o plomo
En los años 80 y principios de los 90, cuando el auge de los carteles, los
ingresos de la droga llegaron a representar más del 6 % del PIB
colombiano.
Sobre todo este paisaje de terror cotidiano, en 1994 se publicó una gran
novela breve: La Virgen de los sicarios de Fernando Vallejo.
En el año 1994 los narcotraficantes del cartel de Cali, acaudillados por los
hermanos Rodríguez Orejuela, “coronaron”, para decirlo en su propio
lenguaje: un “corone” es la llegada exitosa de un cargamento de droga a su
destino en los Estados Unidos o en Europa. Coronaron con la compra al
contado de la presidencia de la República en cabeza del candidato liberal
Ernesto Samper, al contribuir con dos millones de dólares a la victoria de su
campaña entre las dos vueltas electorales. La denuncia del hecho la hizo su
rival estrechamente derrotado, Andrés Pastrana, informado por la agencia
antidrogas de los Estados Unidos, la DEA; y el escándalo sacudió la política
colombiana durante varios lustros.
Pero eso fue sólo la culminación de un proceso que venía de atrás: los
narcotraficantes Carlos Lehder, Pablo Escobar, Gonzalo Rodríguez Gacha,
llevaban ya muchos años financiando campañas electorales de políticos a
todos los niveles, desde las de concejales municipales hasta las de
presidentes de la República. Y el resultado de la corrupción de la política:
las elecciones se compran con dinero cuando desaparecen los partidos
políticos como vehículos de ideologías o de intereses sectoriales o de clase y
se convierten en meras empresas electorales, en maquinarias de generar
votos.
Ernesto Samper fue el chivo expiatorio de una culpa generalizada. Por eso a
raíz de las denuncias se desarrolló entonces el llamado Proceso 8.000,
sobre colaboración de políticos con el narcotráfico, en el que cayeron
docenas de parlamentarios, varios contralores y fiscales, alcaldes,
gobernadores, concejales, etc. Pero el propio presidente Samper, que
contra toda evidencia y todo testimonio insistía en que la entrada de los
dineros del Cartel de Cali en su campaña se había hecho “a sus espaldas”, y
ganándose con ello un comentario sarcástico del arzobispo de Bogotá sobre
la imposibilidad de que alguien no vea que un elefante ha entrado a la sala
de su casa, salió limpio. O al menos limpiado. Al cabo de una investigación
iniciada por la Comisión llamada “de Absoluciones” de la Cámara, resultó
“precluido”: ni culpable ni inocente. Y para lograrlo pasó los cuatro años de
su gobierno sobornando políticamente con puestos y contratos y gabelas a
los miembros del Congreso, su juez natural.
Si Samper había vencido por la intrusión de los narcos entre las dos vueltas
de la elección presidencial, Pastrana lo hizo cuatro años más tarde gracias a
la intervención entre vuelta y vuelta de la guerrilla de las Farc, cuyo jefe
“Tirofijo” se reunió en la selva con el candidato y anunció que negociaría
con él un acuerdo de paz. Y, en efecto, apenas elegido Pastrana abrió
conversaciones con la guerrilla a cambio de la desmilitarización o despeje
de tres municipios de extenso territorio en las selvas del sur del país, en
torno a San Vicente del Caguán: 42.000 kilómetros cuadrados: un área del
tamaño de un país como Suiza. Y a continuación dedicó casi completos los
cuatro años de su gobierno a apaciguar a las guerrillas, que en el gobierno
anterior se habían desbordado.
Fueron tres años de negociaciones: no sólo con el gobierno, sino con miles
de visitantes de toda índole. Periodistas, dirigentes locales, políticos de
todos los partidos, líderes comunales. Hasta el presidente de la Bolsa de
Nueva York fue al Caguán a conversar con “Tirofijo”. Pero cuando volvió al
Caguán el propio presidente Pastrana a instalar formalmente la mesa oficial
de conversaciones, se presentó el famoso y cómico episodio de “la silla
vacía”. El comandante guerrillero lo dejó plantado y esperando como a una
novia frustrada ante el altar. Y en su lugar envió a uno de sus
lugartenientes a leer una carta en la que explicaba los motivos de su lucha
y sus orígenes: el robo a mano armada por el Ejército Nacional de sus
marranos y sus gallinas. Sin querer entender la significativa seriedad de la
denuncia, la prensa nacional estalló en burlas, por desprecio de clase.
Al finalizar su período de gobierno, y ante los cada vez más insolentes actos
de guerra de las Farc, Pastrana ordenó el cierre de la zona de despeje. Y en
2002 fue elegido a la presidencia el político de carrera liberal, pero de
convicciones ultraconservadoras, Álvaro Uribe Vélez, exgobernador de
Antioquia, que se presentaba como “independiente” y “antipolítico” (como
era ya la moda desde hacía algunos años para tranquilizar a los votantes).
Su victoria fue arrolladora con la promesa de hacer lo contrario de lo que
había intentado su predecesor Pastrana: derrotar a la guerrilla en 18 meses.
El 7 de agosto su ceremonia de posesión fue recibida por las Farc con el
lanzamiento contra el Capitolio Nacional de varios cohetes artesanales que
erraron el blanco, y fueron a caer en el miserable barrio bogotano de El
Cartucho, matando a 21 indigentes.
El Uribato
Por la existencia del conflicto armado —que negaban el propio Uribe y sus
principales consejeros, para quienes lo que había en el país desde hacía
cuarenta años era simplemente “ narcoterrorismo” dentro de un paisaje que
no era de desplazamiento forzoso y masivo de personas, sino de robusta y
saludable “migración interna”—, Colombia se convirtió en una excepción en
la América Latina del momento, donde proliferaban los gobiernos de
izquierda: Venezuela, Ecuador, Bolivia, Chile, la Argentina, el Brasil,
Uruguay. La población colombiana siempre ha sido predominantemente
reaccionaria, “un país conservador que vota liberal”, lo definía con acierto el
líder conservador Álvaro Gómez, sin precisar el motivo de ese voto
contradictorio: el miedo a los gobiernos conservadores; en respuesta al
accionar de las guerrillas, que se calificaban de izquierda, la derechización
se pronunció todavía más.
Y siguió la guerra contra la guerrilla. Las Farc sufrieron duros golpes: por
primera vez murieron (en bombardeos “inteligentes”) varios de sus
principales jefes, miembros del Secretariado. Hubo muchas deserciones.
Murió, de muerte natural, su fundador y jefe, Manuel Marulanda, Tirofijo, y
su sucesor, Alfonso Cano, cayó en combate. Y por otro lado fueron
descubiertos y denunciados los “falsos positivos”: miles de asesinatos fuera
de combate de falsos guerrilleros, producidos por la política de “recuento de
cadáveres” copiada de aquella del body count con la que los militares
norteamericanos creyeron “ganar” (en los titulares de prensa) la guerra de
Vietnam inflando artificialmente el número de bajas causadas al enemigo.
Hubo serios roces con los países vecinos, que mostraban tolerancia e
incluso complicidad con las guerrillas colombianas: con Hugo Chávez y su
socialismo del siglo XXI en Venezuela, con Rafael Correa por el bombardeo
a un campamento de las Farc.
La paz de Santos
El acuerdo, por fin, fue firmado varias veces por el presidente Santos y el
comandante de las Farc, Rodrigo Londoño, “Timochenko”: en La Habana, en
Cartagena, en el Teatro Colón de Bogotá. Pero el gobierno lo llevó a ser
aprobado por el electorado en un plebiscito, el 2 de octubre de 2016, y el
NO ganó por una mínima diferencia. Se le hicieron modificaciones al texto
pactado, que fueron aprobadas por el Congreso. Las Farc se desmovilizaron
y dejaron las armas, en una proporción de casi dos armas por cada
combatiente. Santos recibió en Oslo, donde había empezado todo, el Premio
Nobel de la Paz. Pero la oposición visceral de la extrema derecha, de la
derecha de la derecha, de la derecha guerrerista del expresidente Uribe a la
derecha moderada y civilizada representada por Santos, siguió enredando
las cosas. Álvaro Uribe, copiando las tácticas de Laureano Gómez de
ochenta años antes contra la República Liberal, y usando los mismos
métodos —salvo el de la violencia física—, ha conseguido, como aquel,
“hacer invivible la república”.