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Dilemas de una violentología argentina: tiempos generacionales e ideologías en el

debate sobre la historia reciente

Omar Acha 1

Introducción

La noción de “violencia” en política, la “violencia política”, ha circulado desde 1983


como un significante decisivo en la memoria social y en la investigación universitaria de
lo que genéricamente se denomina “los setenta”. Aunque ya desde los años sesenta
existió una crítica de la violencia, fue con el retorno al sistema democrático que adquirió
la categoría de ideología masiva o sentido común. Salvo en algunos sectores delimitados,
la violencia fue vista desde entonces como un elemento indeseable y un obstáculo para la
vida democrática. En los debates intelectuales prosperó la dicotomía entre violencia y
política. Así las cosas, se constituyó como núcleo en el que se concentró la amplia serie
de fracasos y errores de las izquierdas, antesala de la dictadura militar. En la
“Introducción” de Silvia Sigal y Eliseo Verón (2004 [1985]) a su libro Perón o muerte
proponían un método no subjetivista para captar la generación de violencia política; otras
monografías ensayaban la misma problemática desde un examen inicial de los discursos y
las prácticas de subversión (Hilb y Lutzky, 1984; Ollier, 1986). Más ampliamente, estas
producciones integraban una mutación generacional de corte ideológico que deseaban
contribuir a lo que Roberto Pittaluga y Alejandra Oberti (2006) denominaron una
“estrategia democrática”. De acuerdo al encuadre general de esta perspectiva, las
izquierdas carecerían de una concepción adecuada de la política, de la democracia y de
las instituciones. El énfasis crítico también concernía a las ideas que sostuvieron la
política radicalizada. Así fue que Oscar Terán (1984) ubicó la discusión en clave teórica
al polemizar con José Sazbón ajustando una de las derivaciones del “monismo” marxista
como “un aspecto terrorista de la política”.

1
UBA/CONICET. Ponencia presentada en las V Jornadas de Trabajo sobre Historia Reciente,
Universidad Nacional de General Sarmiento, 22 al 25 de junio de 2010.

1
Los últimos lustros han otorgado a la crítica de la violencia una sede académica y un
segmento más o menos sofisticado en la discusión intelectual. Lo que comenzó como una
polémica en el seno de las izquierdas persistió anclada en ese espacio fracturado de las
representaciones políticas, pero desarrolló estudios universitarios con importantes
mediaciones respecto de las consecuencias estratégico-ideológicas de la cuestión
examinada. Se instituyó como un “tema de tesis”.
Este trabajo parte del supuesto de que la noción de violencia política puede ser repensada
como una producción intelectual y política. La violencia no es un término empírico, es
decir, no corresponde con un hecho o serie de hechos de la realidad externa al
pensamiento. Como todo concepto, es inseparable de una construcción teórica. Al fluir en
la imagen de una “época de violencia”, en una “caldera del diablo” alimentada por los
ideales de la redención glorificados en la violencia revolucionaria, la noción deviene en
un universal concreto que califica todo un período histórico. Por eso genera una
propensión a fundar una “violentología”, esto es, una discursividad que encuentra en la
violencia política la razón fundamental de una época desquiciada.
Avanzaremos la hipótesis de que la prevalencia otorgada a la violencia tiene una vigorosa
impronta generacional y permanece inscripta en las divisorias planteadas por la
refundación democrática de 1983. Al sostener un cambio de época fechable hacia el año
2000 en buena parte de América Latina, postularemos un conjunto de temas relativos a
una memoriografía que asuma la historicidad de su enunciación, superadora de la
“memoria literal” (Todorov, 2000) que acosa a las tesis violentológicas.
El objetivo de este trabajo consiste en situar las coordenadas teóricas e ideológicas de
ciertas perspectivas interpretativas que definen a la violencia como el horizonte de
experiencia característico de una época precisa de la historia nacional. Es decir, aspira a
ubicar la historicidad de las concepciones de la memoria social e historiográfica respecto
de los años de conflictividad política asociada a “los setenta”. 2 La cuestión en modo
alguno es nueva, aunque ha adquirido reciente turgencia política en la era kirchnerista;
por otra parte, ha alcanzado una circulación entre diversos planos discursivos al punto de

2
La década del “setenta” es una “década larga” en el sentido de Eric Hobsbawm: representa una época que
no se ajusta a una cronología decenal. El inicio de esa década es un problema central para las
representaciones en competencia sobre la violencia política.

2
inducir productos de la industria cultural que encuentran en la violencia marcas “a fuego”
en la prosapia nacional (Larraquy, 2009).
Para situar las inclinaciones ideológicas de las sensibilidades analíticas contemporáneas
las pensaremos a partir del concepto de generación. Indicaremos las razones que explican
los anclajes generacionales de una preocupación insistente por la violencia, a la que
estipularemos como significante históricamente condicionado y no como referente
empírico y objetivo.
Las distintas posiciones sobre la representación de una fase histórica atravesada por la
violencia pueden ordenarse en cuatro tipos ideales. Como tales, son simplificadores, tal
como puede observarse apenas se comprueba los matices que los cuartean, pero
posiblemente sean útiles para detectar las líneas organizadoras de las diferentes actitudes
hermenéuticas hoy vigentes. 3
La primera explica la concepción de la política antisistémica de las décadas de 1960 y
1970 como respuesta desde abajo (o en nombre de los de abajo) ante la larga historia de
opresión y violencia sobre el pueblo o la clase trabajadora; para esta posición la represión
de la última dictadura militar sería una continuidad exacerbada de la coacción aplicada
contra la soberanía popular. 4 La lucha armada constituiría una de las reacciones contra
una violencia sistemática precedente. Junto a ellas se pueden hallar otras expresiones del
antagonismo social y político. No obstante, en esta interpretación existe una divergencia
respecto de la significación política de la lucha armada y la guerrilla revolucionaria, sobre
la que se plantean dos actitudes: 1) la comprensión de su accionar en el contexto de
exclusión y represión, 2) la crítica de su exterioridad respecto del movimiento social. Por
eso esta variante no es necesariamente apologética de las guerrillas, a las que puede
reprochar sus derivas “militaristas”. En síntesis, el enfoque fundamental de la violencia
política desde esta perspectiva la define como respuesta a una violencia previa, sean el
bombardeo sobre la población civil congregada en la Plaza de Mayo y del golpe militar
de 1955, las ejecuciones en Trelew de 1972 o la explotación económica cotidiana en un

3
Dejaremos de lado los textos que se dedican a una evocación épica de las organizaciones armadas y las
críticas destinadas a su denuesto (Vg. Jauretche, 1997; Giussani, 1984).
4
Podríamos decir que la defensa derechista de la violencia de la represión estatal y paraestatal durante la
dictadura, como una “guerra” inducida por el ataque previo del “terrorismo” izquierdista, es la contraparte
de esta postura; lo que debilita esta defensa es la secuencia de anteriores golpes militares con manifiesto
carácter antipopular.

3
contexto de represión política, y no es necesariamente apologética de las izquierdas
armadas (Mattini, 1990; Anguita y Caparrós, 1997-1998; Rozitchner, 1985).
La segunda deriva de un programa de investigación en historia oral orientado por Pablo
Pozzi. Una serie de trabajos propios y en colaboración (Pozzi, 2001, 2006; Pozzi y
Schneider, 2001) introducen la problemática de la violencia en la política como una
dimensión de la experiencia de la clase trabajadora, en abierta discusión con las
interpretaciones que observan allí una escisión y aún un vanguardismo absolutamente
externo. La violencia emerge como parte integrante de la cultura política y social de una
historia atravesada por injusticias y represiones. Desde este punto de vista, la crítica del
“aparatismo” o el “militarismo” expresan una visión desde la derrota, adaptada a la lógica
“alfonsinista”.
La tercera, proveniente de las ciencias sociales, con una amplia pero no exclusiva
influencia marxista, destaca a la confrontación y la guerra civil como aspectos de la lucha
de clases. El esquema fue propuesto desde mediados de la década de 1970 por el Centro
de Investigaciones en Ciencias Sociales (CICSO), que a pesar de sus peripecias
posteriores continuó desarrollando sus argumentaciones sin alterar sus convicciones
principales. Explica los hechos de la violencia social y política a partir de una teoría de
las clases en conexión interna con la acción bélica. Del enfrentamiento exacerbado
durante los setenta deriva el “genocidio” de 1976-1983. Los “hechos armados” son una
variante de las prácticas de antagonismo; constituyen una dinámica propia, pero
subsumible en el abanico más general de la lucha de clases. Para esta lectura, el periodo
iniciado en 1955 y mal cerrado en 1983 expresa un ajuste de las prácticas de dominación,
en el que las clases dominantes decidieron terminar con una movilización social
profundizada con el Cordobazo de 1969 (Balvé y otros, 2005; Bonavena y otros, 1998;
Izaguirre y colaboradores, 2009; Marín, 1981, 2003). Respecto a representaciones
nostálgicas y celebratorias de la violencia política de izquierda (vg. De Santis, 1998), esta
perspectiva puede ser crítica de las organizaciones armadas autonomizadas de la lucha de
clases, pero esa línea suele ser mellada por la concepción de esas organizaciones como un
aspecto particular de la guerra social. Este programa de investigación cicsista descansa en
la presunción de que las ideas de las personas son epidérmicas respecto de la efectividad
de la lucha de clases, descarta la problemática de las representaciones pasadas y

4
presentes; así debe anular la emergencia de una noción de “memoria”, incluso en una
dimensión colectiva o social.
La cuarta, próxima a cierta fracción intelectual y sólo más tarde a los estudios
universitarios, explica la violencia como la emergencia de una mentalidad condicionada
por diversos procesos (pues en esta línea interpretativa no hay una unidad compacta): la
confluencia histórica de proscripción del peronismo, la radicalización de las doctrinas del
cambio social, sobre todo con la Revolución Cubana, y la represión militar del
Onganiato, desencadenantes de un ciclo de violencia “desmesurada” que la dictadura de
1976-1983 extremó pero no inauguró (Terán, 2006). Algunas propuestas en la orientación
insisten en el corte impuesto por el guevarismo (Vezzetti, 2009). De modo general, para
esta lectura las organizaciones guerrilleras representaron la expresión más delirante y
extraviada de la violencia instituida como idioma de la política. Colonizaron la cultura
política de la izquierda (y de la derecha, aunque esto no ha sido tematizado con
profundidad) que sólo minoritariamente supo eludir el contribuir al espiral de violencia
de la época (Ollier, 1986, 1998; Romero, 2003; Vezzetti, 2002, 2009). Es decir, no es
explicable como la respuesta a una agresión previa, sino que se instituyó como sistema de
pensamiento y acción.
El argumento de las perspectivas socialdemocráticas, las más insistentes sobre el tema de
la violencia, prosperó durante la fase de viraje ideológico de la izquierda intelectual de la
Argentina alfonsinista, con importantes antecedentes en las discusiones de las izquierdas
en el exilio; la posterior expansión de dicha mirada en sede académica, a manos de
nuevas hornadas de investigadores e investigadoras, conservó los ejes principales de la
mentalidad progresista, crecientemente antiliberal y antirrevolucionaria, mas carente de la
implicación política de los founding fathers del punto de vista.
Las cuatro variantes de las imágenes de las décadas de 1960 y 1970 tienen una marca
generacional muy acusada. Los orígenes de sus enunciaciones no son recientes. En el
caso de las revisiones globales de una época de injusticia y represión que condujo a las
reacciones armadas, según los casos más o menos equivocadas, provienen de sus
sobrevivientes.
La ubicación generacional no es sólo intelectual. Quienes establecen las textualidades
principales de las cuatro perspectivas identificadas hoy rondan los sesenta años de edad.

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Es decir, fueron protagonistas o testigos de la época sobre la que escriben. Salvo en la
prosa no exenta de trazos positivistas de la segunda posición (que sin embargo no intenta
ocultar los compromisos políticos de su discurso cientificista), en las otras tres la
implicación generacional es perfectamente legible.
La distinción entre memoria e historiografía no cubre adecuadamente las fluencias de los
discursos sobre los años sesenta y setenta. En efecto, las tramitaciones ensayísticas,
historiográficas o conceptuales parecen inexorablemente condenadas a expresar tomas de
partido ideológicas, no importa que sus retóricas sean científicas, autobiográficas o
ensayísticas. Tampoco pretenden neutralizar la perspectiva de lo subjetivo, entendido
como lo arbitrario, en la distinción entre memoria e historiografía, o entre testimonio y
crítica de fuentes. El concepto de memoriografía, con su transacción entre la memoria y
escritura, entre recuerdo y narración, permitiría captar mejor el tipo de práctica
perceptible en las producciones discursivas actuales. Y sobre todo, construir alguna
opción convincente que la dicotomía entre (1) las “historias militantes” y los testimonios
de parte, por un lado, y (2) la “investigación rigurosa”, por otro lado, sea con frecuencia
inseparable de la compulsa de razones interpretativas radicalmente antagónicas.
La respuesta más sencilla es que, para usar una expresión de Tununa Mercado (1990),
“en estado de memoria”, las prácticas memoriográficas suponen el ingreso en un campo
de fuerzas ideológicas. Ese campo se estructura de otro modo que el del viejo dualismo
sujeto-objeto, esquema de la “teoría del conocimiento” formalizada por Kant. En cambio,
corresponde más bien con las fracturas de las comunidades interpretativas ideologizadas.
Veremos que esas comunidades disponen de un ordenamiento horizontal de las
divergencias (que podríamos llamar propiamente políticas) y de una estratificación
vertical, es decir, intergeneracional.
A pesar de sus notables diferencias, dos de las cuatro líneas interpretativas mencionadas
comparten un rasgo, a saber, la sobrevaloración del significante “violencia” como un
término descriptivo de la época referida. Nuestra conjetura es que este énfasis, propio de
una experiencia que la memoriografía tramita, puede derivar en la simplificación de la
historia nacional en una posible violentología que ocluya la comprensión del periodo.
La violentología es una corriente de investigación originada en la comprensión de la
historia colombiana. Allí, después del asesinato en 1948 del candidato liberal de

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izquierda Jorge Eliécer Gaitán, la rebelión popular que la siguió y la feroz represión que a
su turno la aplastó, se abrió una era de enfrentamientos casi constantes, con un enorme
costo de vidas e inestabilidad institucional, deslegitimación del sistema político y crisis
endémica de gobernabilidad, que se conoce como La Violencia, escrita con mayúsculas
en el sustantivo y en el artículo, el fenómeno adquirió un nombre propio. El objeto de
análisis de la violentología es La Violencia como lógica generalizada que impide la
construcción de un cierto orden consensuado, que no debe necesariamente prescindir de
toda conflictividad, pero sí desestimar la eliminación del adversario como dinámica
cotidianizada de la divergencia política. Los fenómenos permanentes de la corrupción
estatal, las zonas ocupadas por las guerrillas izquierdistas, las bandas paramilitares de
ultraderecha y el narcotráfico, son los emergentes de esta historia de mediana duración
atormentada por los enfrentamientos sin mediaciones que constituyen La Violencia
(Bergquist y otros, eds., 1992; Braun, 1985; Green, 2003; Palacios, 1995; Pécaut, 1987;
Schmidt, 1974).
La posibilidad de una violentología argentina es una tentación que recorre las
representaciones intelectuales y políticas sobre las décadas de 1960 y 1970, no como
potencialidad sino como trama velada pero eficaz. Es cierto que el caso argentino carece
del culturalismo que parece haberse adueñado de historia colombiana. El retorno a la
democracia liberal en 1983 y la fundación de un estado de derecho establecieron una
ruptura con la dinámica precedente, anulando toda posibilidad de una continuidad de la
lógica de la violencia.
Si es posible, la violentología argentina estaría cronológicamente delimitada, y uno de los
tópicos de sus discusiones debería establecer cuándo comenzó el ciclo de la violencia,
pues es aceptado que culminó en su versión más radical en 1983. Incluso aquellas
lecturas que subrayan la continuidad entre la política económica de la dictadura y los
“ajustes” neoliberales reiterados después del ’83, reconocen las diferencias sustantivas
con la represión ilegal precedente; las concepciones sobre una persistencia de la
represión, por ejemplo, reemplazada por el “gatillo fácil” policial o las muertes en los
conflictos sociales, no logran justificar bien su tesis.
La mutación que 1983 significa introduce diversos temas en la agenda de estudios sobre
la conflictividad social y política. En principio aquí interesa seguir la relevancia otorgada

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a la memoria social de la política de izquierda, o más exactamente, a sus memorias
colectivas, pues es evidente que nos encontramos ante un campo de recuerdos grupales en
competencia. 5
El análisis de la violencia tiene dos variantes que han alcanzado una formulación
conceptual reciente. El primer caso disuelve la violencia en la categoría de
“enfrentamiento”. Su expresión más clara en estos días es el estudio coordinado por Inés
Izaguirre y colaboradores (2009) sobre la lucha de clases, la guerra civil y el genocidio,
en la línea del centro de investigaciones CICSO. El segundo caso es el análisis de la
violencia revolucionaria propuesto por Hugo Vezzetti (2009). Trataremos de mostrar que
en los dos casos la definición misma de la violencia como una problemática epocal
acarrea un conjunto de decisiones teóricas e ideológicas. Por otra parte, justamente por
sus asimetrías, ambas formulaciones constituyen ejemplos significativos de una
preocupación generacional, básicamente ligados a paradigmas de los años setenta para el
caso de Izaguirre, y de los años ochenta para el caso de Vezzetti.

Hechos armados y guerra civil

De acuerdo al planteo de la escuela de ciencias sociales que Inés Izaguirre aquí representa
pero no agota, la historia de la violencia se entiende en el encuadre de una guerra civil
cuyo ciclo comienza en 1955, por el uso de la fuerza militar y social contra el peronismo,
pero más concretamente contra la clase obrera que lo apoya. Se fundan entonces las
condiciones de la guerra civil entendida como “un proceso de lucha de clases que se va
desarrollando hasta alcanzar su estadio político-militar” culminante en el “genocidio”
perpetrado durante la última dictadura militar (Izaguirre y colaboradores, 2009, 15-16).
Para esta interpretación, el cruento desenlace no es sorprendente. Por el contrario,
Izaguirre denomina “ingenua” a la sorpresa que se pregunta “¿cómo es posible que haya
5
Es crucial considerar el carácter colectivo de las diferentes posiciones ante la violencia política. Dichas
posiciones no se siguen de meros juicios subjetivos e individuales, basados en “pruebas” o en
“testimonios”, aunque sea cierto que portan las marcas de las enunciaciones individuales. Ciertamente se
atienen a protocolos arraigados en formulaciones específicas, pero revelan convencimientos grupales,
invocan pertenencias y fidelidades de corte social. En tal sentido son míticas. No es difícil construir las
redes de sociabilidad, admiración recíproca, legitimación, cita bibliográfica y publicación que enhebran las
comunidades interpretativas en que coagulan las ofertas discursivas.

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ocurrido?”, asombro que atina a negar toda lógica social al enfrentamiento de las fuerzas
en pugna. La idea de que se trató de una “violencia irracional”, fuera que proviniera de
las izquierdas, del movimiento social o de las Fuerzas Armadas, sería una representación
ideológica de las confrontaciones, cuya fórmula más clara es la “teoría de los dos
demonios”. De allí que la autora mencionada coincida con el prólogo agregado por la
Secretaría de Derechos Humanos de la Nación a la reedición del Nunca más en 2006,
donde se plantea una oposición a dicha “teoría”, que la edición original intentaría
fundamentar.
Es preciso destacar que el enfoque de Izaguirre no introduce el tema específico de la
violencia como una problemática válida. La justificación es fundada en una lectura de
Clausewitz: guerra y política tienen una relación de implicación, por lo que no podría
haber una invasión o colonización de una por la otra (ver Marín, 1984). En esta
elaboración conceptual, la violencia existe como capacidad de imposición de un colectivo
sobre otro con el objetivo de aniquilar su capacidad de respuesta. La perspectiva subsume
el antagonismo que apela al uso de las armas en un rubro más amplio, una lucha de clases
que durante el periodo 1973-1976 estuvo compuesta por dos subconjuntos antagónicos:
los “conflictos obreros” y los “hechos armados”. Los datos cuantitativos de las acciones
correspondientes a ambos tipos de enfrentamientos son incluidos en columnas diferentes
dentro de un mismo cuadro demostrativo, pues se parte del supuesto que la clase obrera
constituía la base de una “fuerza revolucionaria”, y se entiende a las organizaciones
armadas como una fracción distintiva pero incomprensible fuera del contexto de
conflictividad social.
Así las cosas, las guerrillas peronistas y marxistas no podrían ser concebidas como
cuerpos extraños a la “fuerza revolucionaria”. Con el aniquilamiento de las fracciones
más combativas de la clase trabajadora y de las organizaciones armadas, con el
“genocidio”, habría triunfado el mandato objetivo de las clases dominantes, que es el
imponer su voluntad sobre el enemigo; lo esencial no es el uso de la coerción directa,
legal o clandestina, sino la victoria de un contendiente sobre el otro. Luego de su derrota
se procedió a despojar a la fuerza social vencida de una perspectiva de cambio. El
“mensaje implícito” de esa derrota quedaría como precepto para el periodo posterior:
“Nunca más la barbarie del poder, pero también: Nunca más la ‘locura’ de la lucha

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revolucionaria, nunca más la ‘violencia’ en política, sobre todo en el campo del pueblo.
‘Nunca más la violencia’” (Izaguirre y colaboradores, 2009, 281).
Son numerosos los temas que esta posición suscita. No sólo los más obvios del
borramiento de toda autonomía de la política, la ausencia de mediaciones respecto de lo
social, la particularidad de las organizaciones armadas (es decir, su existencia como
entidades con dinámicas relativamente determinadas), la importancia de las ideas para la
génesis de la acción, la eficacia del estado de derecho en la constitución de la dominación
social y simbólica, la diferencia entre gobiernos militares y gobiernos democráticos, y
muchos otros. Tampoco da cuenta de la coincidencia parcial con el argumento pro
dictatorial que afirma la ocurrencia de una guerra propiciadora de los “excesos”
cometidos, ¡como en toda guerra!, por el accionar represivo. Desde la explicación ciclista
se podría responder que hubo una guerra, pero no fue en lo principal un enfrentamiento
de aparatos, tal como lo revelaría el análisis de clase de los sectores reprimidos, entre los
que prima la militancia obrera sobre la fracción juvenil de la clase media atraída por las
organizaciones armadas.
Nos interesó presentar la perspectiva porque revela que la enunciación de la violencia
política como un rasgo crucial de los “setenta” supone una producción conceptual y no es
una mera constatación.
Mentar la violencia no va de suyo; por el contrario, implica un esfuerzo de invención, de
justificación y elaboración. Si se erige como tema central de numerosas preocupaciones
contemporáneas, esa centralidad merece ser pensada en su emergencia y no en su mera
expresión. Lo mismo sucede con el puente entre violencia y memoria social.

Violencia política y derrumbe civilizatorio

Los escritos de Hugo Vezzetti lo sitúan como el enunciador de una línea de producción
discursiva que aspira a una reconstrucción “no complaciente” (esta es una calificación
preferida por sus integrantes, que observan en las otras posiciones prácticas
“complacientes” o “autocomplacientes”), o crítica, del pasado reciente y, sobre todo, de
las políticas de la memoria asociadas a ese pasado. Antes que un investigador “de campo”

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o “de archivo”, aunque no se prive de la compulsa de algunas fuentes, Vezzetti es un
brillante organizador conceptual de las implicancias ideológicas de otras investigaciones,
las cuales no siempre explicitan sus supuestos ni les interesa hacerlo. No es raro acertar
con casos cuyas derivaciones políticas y éticas de estudios con base empírica sean
desarrolladas por la lectura de Vezzetti y no por la autocomprensión de quienes los
realizan de acuerdo a sus matrices epistémicas. Este rasgo es una consecuencia de las
pertenencias generacionales que hacen de Vezzetti un partícipe situado en un debate
político-cultural y no un integrante más dentro de un campo académico que exige la
neutralización de orientaciones ideológicas manifiestas. Por formación política y por
interés intelectual, Vezzetti clarifica los correlatos políticos e ideológicos de los saberes
que otras aproximaciones académicas portan como implícitos. Se trata de una escritura
militante.
Ya con Pasado y presente, Vezzetti (2002) había dado forma polémica a un conjunto de
consideraciones socialdemocráticas que, despojadas de sus floraciones políticas, se
constituyeron en parámetros hermenéuticos para diversas tesis doctorales. Naturalmente,
hay que evitar una comprensión paranoica de sus efectos, disímiles y desiguales. Esa
consecuencia es fundamental para disolver como discurso universitario lo que son
explícitas posiciones políticas. No hay en las argumentaciones de Vezzetti ningún
subterfugio sobre el carácter político de sus tomas de partido; lo sorprendente es que a
pesar de ello sea abundantemente citado como fundamento de las lecturas “críticas” y “no
complacientes”, que suelen coincidir en su distancia con las políticas radicalizadas. Por
esto se hace inverosímil que exista hoy una “nueva generación” en la escritura académica
sobre el tema de la violencia en la historia reciente. Una nueva generación supone una
fractura conceptual con la precedente o con otras ofertas contemporáneas. Las camadas
medianamente jóvenes que reproducen el discurso socialdemocráticos con el agregado de
alguna remarque aquí o allá, y sobre todo con su nada desdeñable aporte de trabajo de
documentación, no cumple con ese requisito. Antes bien, al cubrir zonas vacantes en la
investigación y brindar argumentos “empíricos”, contribuye a la reproducción ampliada
del paradigma al que adscriben.
En aquel trabajo, partiendo del Nunca más como un clivaje simbólico fundacional del
estado de derecho y de la democracia (2002, 28), Vezzetti procedió a destacar las

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dimensiones imaginarias de la memoria de la izquierda, sobre todo en su vertiente
peronista-montonera. Retomando una noción corriente en ciertas reconstrucciones de las
historias de las izquierdas armadas, planteó que la glorificación de la violencia revelaba
la ausencia de política (por ejemplo, con el asesinato de José Rucci antes de la asunción
presidencial de Juan Perón en 1973, o el paso a la clandestinidad de Montoneros un año
más tarde). Y como tal diagnóstico tiene una connotación negativa, la explicación de su
génesis está compuesta por caracterizaciones de las “esperanzas escatológicas” (2002, 14)
del “pathos montonero”, el “terrorismo” de la guerrilla, la “irracionalidad” de las
decisiones políticas, la “desmesura” de los discursos revolucionarios. Por cierto, y en el
mismo sentido constructor de una “época” signada por el retroceso de la contención
civilizada de la violencia, la represión dictatorial es calificada como “insensata” (2002,
12) y “bárbara” (2002, 13). Aunque lo emplee como “inspiración” antes que como
modelo de explicación, el enfoque de Norbert Elias (1987) sobre el “proceso
civilizatorio” y su derrumbe en fenómenos como el nazismo, sostiene la concepción de
Vezzetti. Constituye el maderamen de un progresismo historiográfico y ético que
subsume a los largos “setenta” en una caída regresiva, incompatible con las mediaciones
del estado de derecho y el respeto de los derechos humanos. Aporta además la impronta
“psicogenética” sobre la que insistiremos más adelante.
He allí el origen de la responsabilidad de las izquierdas, que no desarrollaron políticas
democráticas y pluralistas, en la génesis de la vorágine destructiva que las consumió. 6
Ciertamente, Vezzetti no atenúa el cargo hacia la represión paramilitar y militar, aún más
intolerable por provenir del estado que debería garantizar el ejercicio regulado de la
fuerza.
Lo que el libro no lograba resolver era la pertinencia del “y” que su título portaba, pues el
pasado aparecía como radicalmente diferente de un presente emplazado sobre la
discursividad del estado democrático-liberal y la consagración de los derechos humanos.
Las políticas revolucionarias podían entonces ser censuradas; sin embargo, la crítica

6
Esta argumentación puede ser objeto de un reparo, como el enunciado por Marina Franco (2005) quien,
para un razonamiento parecido, señala la dificultad de aplicar al pasado representaciones forjadas en épocas
posteriores. No obstante, el tema puede ser abordado de otro modo, tal como Alejandro Kaufman (2007) lo
propone al subrayar las continuidades traumáticas de la represión, en sus víctimas directas y en la
comunidad toda así inscripta en un régimen de pensamiento condicionado. Todavía se espera una teoría de
los anacronismos en la historia argentina reciente.

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permanecía externa a su objeto y, por lo tanto, era sencillamente arbitraria o partisana.
Derivaba, sin quererlo, en un relativismo historicista en el que, para decirlo con Ranke,
cada época está igualmente cercana de dios. Pero ese relativismo socava la consistencia
de la moralidad socialdemocrática.
La recopilación de trabajos posteriores, La violencia revolucionaria (2009), permite a
Vezzetti profundizar su examen crítico de las estrategias de las izquierdas setentistas, en
especial de la organización Montoneros, ante la cual el ensayista muestra una antipatía
transparente. Según el autor, los orígenes de la violencia revolucionaria en las izquierdas
no pueden ser explicadas satisfactoriamente como una réplica mimética de la violencia
ejercida por las Fuerzas Armadas, por ejemplo en las ejecuciones de la Revolución
Libertadora o con la política del Onganiato. Si la ruptura del orden institucional y la
represión tienen relevancia, es preciso destacar las razones (o sinrazones) propias de la
devoción por la violencia como experiencia sublime y redentora, y sobre todo en la idea
guevarista de la política insurreccional (2009, 61 y ss.). En los tramos más difíciles de
compartir de su argumentación, se establece una afinidad entre la imaginarización de la
política por las izquierdas armadas y el fascismo. El vínculo no intenta establecer una
comunión ideológica entre ambos fenómenos, sino más bien subrayar el carácter
compulsivo y sublime del fervor por la muerte y el sacrificio. Vezzetti niega una
racionalidad a la “violencia revolucionaria” y a sus agentes. Les atribuye la “captura” por
“la creencia y la pasión” (una asociación que fue título de un libro de Ollier, 1998) e
inhibe comprender sus ideas, concediéndoles a lo sumo la condición de “pensamiento
tosco” (Vezzetti, 2009, 169). Lo que en otro orden sería impugnado como una
concepción historiográfica vetusta, digamos, como sucedería con aquella que redujera la
Mazorca rosista a una turba sanguinaria e irracional al servicio de un déspota, aquí se lee
como saber comprometido o, como dicen las lecturas afines, “valiente”.
A pesar de la prevención contra una oposición demasiado arbitraria entre política y
violencia, Vezzetti la afirma inmediatamente: “No digo que donde hay violencia no hay
política. Pero no hay nada más alejado de la política que la terrible consigna que rezaba
‘el poder nace del fusil’, que podría servir igualmente a una milicia revolucionaria o a
una banda de gánsteres” (2009, 64). Lo más que puede conceder el autor, en acuerdo con
una calificación “bien fundada” de Pilar Calveiro, es que Montoneros sostenía una visión

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“políticamente rudimentaria” (2009, 65). 7 En esta vertiente interpretativa, cuando las
ideas son tematizadas (por ejemplo, Terán, 2006) es para destacar su contribución a la
“caldera del diablo” de la violencia. Mas Vezzetti sabe que la anulación de toda violencia
en las relaciones sociales implicaría un flanco demasiado débil para una crítica, digamos,
de factura leninista o schmittiana. En cuanto a la violencia revolucionaria, sin embargo, le
confiere una estructuración mítica (2009, 171); una vez caído el “sistema de creencias”
que articulaba el “imaginario de la guerra revolucionaria”, esto es, cuando el combate a
muerte ha dejado de ser el molde de todo conflicto político, la legitimidad del “terrorismo
de los medios” pierde su relevancia y se reconvierte en un “imaginario moral de la
rebeldía individual” (idem).
El objeto de la discusión no es sólo la violencia política, sino específicamente la violencia
revolucionaria, y en última instancia la revolución como paradigma del cambio histórico.
Vezzetti se abstiene arendtianamente de atribuir a la noción de revolución un contenido
únicamente imaginario, como si en su formulación se implicara una necesaria
consecuencia trágica. En Arendt (1998), el antirrevolucionarismo se define en oposición
al modelo jacobino que prevaleció en las izquierdas del siglo XX, y no contra toda
revolución. Es en aquel modelo y en sus diversas reconversiones en la izquierda donde la
violencia y el terror adquieren una prevalencia contrastante con la experiencia de la
Revolución Norteamericana. Pero en la historia argentina reciente representada en Sobre
la violencia revolucionaria, el proyecto revolucionario sí adquiere una impostación
asesina y alucinatoria.
En el fondo, lo que se destaca de las ofuscaciones sacrificiales de la política armada en la
izquierda es la ausencia de urdimbre estratégica. La proclamada voluntad revolucionaria
asumida con tácticas violentas carecía de una comprensión de las condiciones de
realización de los fines presuntos. Los símbolos colonizaron el espacio de la política. 8 De
allí la frivolidad con que se transferían a la Argentina modelos revolucionarios originados

7
Se analizará en otro trabajo la producción de Pilar Calveiro sobre la violencia política. Cercana
generacional (aunque no políticamente) al planteo de Vezzetti, el caso de Calveiro revela la pulsación
común de la problemática de la violencia.
8
Esta corriente interpretativa cita con algún deleite las reconvenciones de Tulio Halperin Donghi (1994),
quien en un ensayo pleno de hipótesis “sugerentes” amonesta a la organización Montoneros por no saber
que una revolución es una “cosa seria”, por ende incomunicable con los desvaríos burdos de Rodolfo
Galimberti o Mario Firmenich. Al respecto, Halperin cambia su narrativa trágica de la historia por otra en
la que prevalece la farsa.

14
en situaciones cubanas, argelinas o vietnamitas. La negación de racionalidad a las
acciones humanas estructuradas por una estrategia revolucionaria en los setenta, a favor
de representaciones o imaginarios que las atraparon, delata el carácter inicial de las
indagaciones histórico-sociales y políticas de los largos años setenta. El
sobredimensionamiento de la faceta psicológica constituye una primera reacción habitual
de las explicaciones tentativas de un campo de conocimiento en construcción, que por
necesidad se encuentra ante un fenómeno que le es extraño (Franco y Levin, 2007,
reconocen que el de la historia reciente es un campo en formación). Sucedió con las
comprensiones primeras sobre el nazismo, que lo reducían a una barbarización o
derrumbe cultural con una llamativa carga psicologista. Es en el fondo el tema de Norbert
Elías (2007) en Los alemanes. Posteriormente se desarrollaron programas de
investigación con indagaciones de mayor complejidad, que articularon el análisis
económico y político con el social y el cultural, superando la aproximación psicológica
de las primeras lecturas.
La violencia revolucionaria es así desplazada al terreno de las concepciones del mundo,
que florecieron alguna vez por razones bien complejas y contribuyeron desgraciadamente
a su propio exterminio, pues la destrucción era el núcleo gozoso de su indigencia
intelectual.

Violencia y política: derivas epocales

Un balance ecuánime y objetivo sobre la cuestión de la violencia en la historia argentina


reciente parece una meta impracticable. Esto no significa que sea imposible establecer
algunos consensos sobre qué interpretaciones merecen ser calificadas como mejores que
otras (por ejemplo, a partir de su complejidad, fundamentación o sofisticación), o qué
formulaciones plantean interrogaciones más productivas que otras. Sin embargo, ninguna
de ellas, ni “las mejores”, ni “las peores”, puede evadir una inscripción política e
ideológica, o lo que es lo mismo, una toma de posición que se ubique en algún cuadrante
de la realidad contemporánea. Se trata se establecer abiertamente qué regímenes de
historicidad se aplican a una memoriografía del pasado reciente. La divisoria entre

15
memoria subjetiva (aunque sea una memoria social) y una historiografía objetiva ajustada
por el uso crítico de fuentes es, si no inútil, de dudosa nitidez (Traverso, 2007). Lo es
para la lectura más articulada, que hemos llamado socialdemocrática, y lo sigue siendo en
las políticamente más despojadas continuaciones académicas en una camada reciente.
Justamente, en este punto es que nos parece que las lecturas del lugar de la violencia (y
en su seno de la violencia revolucionaria) en la historia reciente adolecen de una ausencia
de interrogación desde nuestra actualidad. Las líneas principales de interpretación
continúan matrizadas por situaciones político-intelectuales que tienen alrededor de tres
décadas de vigencia, y es posible que su interés haya disminuido, incluso si se retoman
sus aspiraciones críticas más valiosas.
Para examinar esto podemos recurrir a la conocida distinción de Reinhart Koselleck
(1996) entre el horizonte de experiencia (aquello que nos lega “nuestro” pasado) y el
horizonte de expectativa (lo que se nos abre como porvenir) en tanto planos
fundamentales de la ideología de la modernidad. En algún momento se postuló que ese
horizonte de expectativa, en tanto transformación radical se había cerrado. Eso fue
denominado posthistoria (Niethammer, 1989; Fukuyama, 1992). Algunas perspectivas
vieron en esa clausura la posibilidad inexhausta de una política de cambio, no mesiánica,
pero todavía activadora de una acción propiamente estratégica (Brown, 2001). Sin
embargo, lo revolucionario emergía como un paradigma superado, demasiado “siglo
XX”, o peor “decimonónico”, para pensar y actuar políticamente.
En nuestros días, América Latina revela la reaparición de la noción de revolución,
aludiendo con ello a una sociedad más justa, con una política y una economía
transicionales al servicio de las mayorías, o del pueblo, con participación democrática y
activación de los movimientos sociales. Como programa de transformación
“revolucionaria”, sin duda parecerá indefinido en contraste con las (presuntamente) más
claras metas del socialismo prevaleciente en el siglo XX. Incluso análisis benévolos de
los más sugestivos procesos de cambio político y social afirman los caracteres
exploratorios y vacilantes de las realidades latinoamericanas (Borón, 2008; Katz, 2008;
Sader, 2009). No obstante, en nuestras circunstancias, las “revoluciones” que circulan en
los lenguajes políticos de Venezuela, Ecuador y Bolivia se atreven a elaborar sus
incertidumbres y el amplio espacio de invención que deben multiplicar en el contexto de

16
situaciones profundamente hostiles. En nuestra opinión, la Argentina presenta un
panorama peculiar.
El ciclo kirchnerista se fundó en una lógica de construcción de poder por parte de un
grupo político que, tras la crisis de 2001-2002, inició en 2003 una gestión atenida a un
discurso antineoliberal y reivindicativo de “los setenta”. Comenzó a edificar lo que, para
utilizar un término propuesto por Emilio Crenzel (2008) se puede llamar un “régimen de
memoria” que quiso desligarse explícitamente del orden anémico de los Setenta fundado
por la recepción democratista del Nunca Más. En el proceso de polarización acentuado
durante el mandato de Cristina Fernández, el grupo propugnó algunas medidas
progresivas que no habían sido consideradas durante el gobierno de Néstor Kirchner.
Estas medidas fueron el producto de los enfrentamientos con sectores concentrados del
poder económico y mediático, no obstante, sin una clara estrategia de conflicto con las
clases dominantes. La mediación estatal de la lógica del capital es notoriamente más
moderada que en los tres países antes mencionados. El kirchnerismo no plantea una
confrontación que favorezca a las clases populares en tanto que clases. Más precisamente,
se trata de una gestión estatal orientada a una ciudadanización más igualitaria.
La conflictividad desplegada a partir de la política impositiva al agro condujo a subrayar
la deriva ya presente durante el mandato de Kirchner: una identificación “setentista” con
una cierta consistencia histórico-narrativa de los derechos humanos y del sentido del
juzgamiento de los militares que llevaron adelante la represión durante la dictadura. De
allí que la política oficialista de la memoria en la Argentina sea objeto de diversos
debates, incidiendo en alineamientos ideológicos que no se corresponden con un
renacimiento de la política transformadora. Pero la situación argentina puede ser pensada
en el marco de las novedades latinoamericanas. En el plano subcontinental, la
iluminación provista por algunas experiencias populares, no obstante importantes límites
y contradicciones, alteran el lugar simbólico de las nociones de revolución, de cambio
social y de política radical. Antes que imponer definiciones precisas, la contingencia de la
política instituye la posibilidad de construirlas, fracturando su anterior reducción al
campo de la memoria o de la historiografía. Pero la imaginación de un futuro distinto
tiene efectos sobre las memoriografías. Si las discusiones sobre la violencia política
aludidas más arriba pertenecían a los dilemas de un orden liberal-democrático aún

17
condicionado por los “setenta”, el vector de la interrogación puede emanciparse de esa
direccionalidad. Si hasta hace poco era viable argumentar que la preocupación por la
memoria se explicaba por el cierre del porvenir (Vezzetti, 2005; Lesgart, 2006), hoy esa
contención es menos obvia.
Al renacer la política como mucho más que la gestión de lo existente, al abrirse a nuevos
futuros posibles, se transforman las relaciones previas entre política e izquierda, entre
revolución y democracia, entre cambio social y violencia. En el plano intelectual se ha
planteado la noción de un “cambio de época” (Svampa, 2008).
Los rasgos de la memoriografía argentina no permanecen indemnes ante la fractura del
orden ideológico liberal acontecido en los alrededores de la crisis de 2001. Insistimos que
no sucede que se hayan edificado conceptos radicalmente nuevos, claros y distintos. Sí
parece haber cambiado el horizonte de experiencia para el que cada uno de estos pares
configuraba oposiciones sin posibilidad de mediación: la democracia aparecía como una
alternativa a la política revolucionaria, o el cambio social profundo amenazaba con
generar lógicas de violencia incontenible. Es esta puesta en suspenso de las asociaciones
heredadas de la larga noche de las dictaduras latinoamericanas, de las deficiencias de la
política de izquierda y de la condena que el periodo de las “transiciones a la democracia”
implicó para la praxis radical, lo que habilita la reelaboración de las viejas categorías del
pensamiento crítico. La memoria del pasado ha cedido en su osificación como “memoria
literal”, no modificable ni alterable, que ahogó en advertencias contra la violencia las
contingencias de la historia. Es una tarea a la altura de una mutación generacional real.
De tal manera se podrán integrar selectivamente los avances producidos en diversos
cuadrantes intelectuales y universitarios, dejando atrás discusiones excesivamente
ancladas en las experiencias de los setenta o de los ochenta, en los programas político-
ideológicos de una sociedad fenecida o de una transición democrática concluida.

Temas para un examen no violentológico de la violencia política

Los análisis utilizados en este trabajo sugieren una serie de tareas que podrían intervenir
en una obra generacional de estudio de la violencia política. Algunas de esas tareas
podrían contar con los siguientes elementos:

18
-Una fenomenología de la violencia. Los tratamientos de la violencia política suelen
producir desplazamientos entre una multiplicidad de ejercicios de la fuerza, fluctuando
inevitablemente entre lo social y lo político, entre lo simbólico y lo material, con sus
innumerables contactos y escisiones. La violencia no es una sustancia única y homogénea
que invade uniformemente una sociedad. La violencia expresa relaciones antagónicas que
determinan quién la ejerce y quién no lo hace; supone una definición ideológica, un
sistema de visibilidades y opacidades. Existen diversas configuraciones de discursos y
acciones violentas, cuyo reconocimiento de límites no está condenado a cosificaciones
que cristalicen situaciones híbridas y transicionales, sino que pueden alertar contra
pasajes acríticos entre distintas configuraciones del uso de la fuerza. Las prácticas de la
violencia se inscriben en marcos de conflictividad y antagonismo, cuyas fronteras son
inestables. La violencia política es una forma específica del uso de la fuerza que suele
entrecruzarse con otras lógicas de confrontación.
-Una historización de las formas y legitimidades de la violencia. Cada época contiene
distintas maneras de comprender, utilizar y evaluar la violencia, y especialmente el
vínculo entre la violencia social y la violencia política. Esto es particularmente evidente
en situaciones de crisis o estados de excepción. Suele acontecer que hay concepciones en
competencia sobre la legitimidad de la violencia o su condena. Otro elemento de la
historización es una indagación de más largo plazo que la usual para el caso argentino,
iniciada a veces en 1955, quizá, con alguna referencia aislada al uso de la tortura en la
década de 1930. Sin caer en una concepción culturalista y sin perder de vista las
peculiaridades epocales, una historia más extensa permitiría observar las herencias de
prácticas y sensibilidades de larga duración, y al mismo tiempo percibir mejor las
rupturas. Antes que una violentología es necesaria una historia completa de la sociedad
que engendra las violencias, por lo demás, sin patologizarlas a priori.
-La explicitación de las perspectivas utilizadas y las normatividades activadas en el
estudio de la violencia. Si el examen de los saberes sobre la violencia política delata los
posicionamientos hermenéuticos que los condicionan, una ética de la discusión se
beneficia de la puesta en evidencia de los puntos de vista.
-El diseño de una historia compleja de la producción de las prácticas violentas. Al
menos en la Argentina, en claro contraste con la violentología colombiana, el estado

19
actual de las investigaciones se caracteriza por una preferencia hacia la historia de los
discursos, representaciones e ideas. Cuando se tematizan las prácticas, estas suelen ser
subsumidas en las concepciones mentales que parecen engendrarlas. Tal énfasis propio de
las etapas iniciales de los programas de investigación historiográfica, debido a la
accesibilidad de fuentes publicadas y la factibilidad de una historia discursiva. Pero las
comunicaciones de la violencia política con la violencia social y cultural implican
múltiples prácticas, contextos y determinaciones irreductibles a las representaciones.
-El cuestionamiento de la excepcionalidad argentina. El encierro nacional del análisis de
la violencia conduce a extremar su singularidad y a predicar su irracionalidad. Un
comparatismo latinoamericano (aunque se podría exceder el subcontinente) ayudaría a
comprender las variaciones de la violencia política y sus “normalidades” en la historia,
que no implica afirmarla historicistamente ni asentirla como un hecho obvio de la vida
coexistencia social. La naturalización de la violencia como inmanente a las relaciones
sociales es una afirmación tan general y poco esclarecedora como la separación
primordial entre política y violencia. Una comprensión que vaya más allá del
comparatismo abstracto, es decir, la yuxtaposición de casos o ejemplos externos,
permitiría superar las alusiones simplificadoras a los delirios o desmesuras asignadas a la
experiencia argentina. Esto es válido para las violencias revolucionarias como para las
contrarrevolucionarias.
-La producción de conceptos adecuados a la historia investigada. La apelación a
conceptos teóricos, modelos explicativos o reconstrucciones historiográficas elaboradas
en ocasión de otras realidades deben ser evaluadas en su relevancia local. Es innecesario
acudir a un telurismo que predique situaciones nacionales intransferibles para poner en
suspenso la validez de las citas de autoridades sobre la violencia. Provengan de Benjamin
o Schmitt, de Sorel o Foucault, de Arendt o Agamben, sus reflexiones pueden nutrir la
reformulación de conceptos de acuerdo a las exigencias de interpretaciones específicas.
Todos estos quehaceres intelectuales, y ciertamente no se trata de un listado exhaustivo,
constituyen el esbozo de otra actitud en la investigación de la violencia política, para el
que numerosos y excelentes estudios han aportado pilares esenciales. Hay un debate
pendiente sobre un pensar más allá de los programas diseñados al calor de adhesiones
estratégicas y teóricas desacompasadas con los actuales horizontes de expectativa.

20
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