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Soledad, pertenencia y transferencia

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Colección PERSPECTIVAS

Directores

Ramón Rodríguez
Vicente Sanfélix

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Soledad, pertenencia y transferencia
Francisco Pereña

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ISBN: 84-9756-394-8

Impreso en España

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Ordené traer mi caballo del establo. El criado no me entendió. Fui yo mismo
al establo, ensillé el caballo y me monté en él. Oí una trompeta a lo lejos, pregunté al
criado por su significado. No sabía nada ni había oído nada. Me detuvo en el portón
y me preguntó: “¿Adonde cabalgas, señor?”. “No lo sé”, dije, “fuera de aquí, fuera de
aquí. Siempre fuera de aquí, sólo así podré llegar a mi meta”. “¿Así que conoces tu
meta?”, preguntó. “Sí”, respondí, “acabo de decirlo, “fuera-de-aquí”, ésa es mi meta
(weg von hier, das ist man Ziel) (La partida).

Franz Kafka

Bien, tú has querido, con tu propia obstinación, que hayamos acabado por
llegar a una situación que bien podría y debería haberse evitado y que es para ambos
igualmente indeseable. Bien lo sabías o lo adivinabas la primera vez; mejor lo supiste
y hasta corroboraste la segunda vez; ¡y a despecho de todo te has empeñado en
volver una tercera! ¡Sea, pues! ¡Tú lo has querido! Ahora te irás como las otras
veces, pero esta vez no volverás jamás. Ya no es por asesino. Tampoco es por
ladrón. Ahora es por lobo (El reincidente).

Rafael Sánchez Ferlosio

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Indice

Introducción: ¿Qué sabe usted, señor juez, del alma de este hombre?

1. Soledad

1. Mirar de cara a la soledad


2. La soledad del cuerpo
3. La soledad del cuerpo no la remedia el alma
4. El fracaso hilemórfico y la causa final
5. La causa final y la soledad
6. El universalismo cristiano y la redención
7. Crisis del concepto de causalidad y predominio de la creencia
8. ¿Cómo existir en el otro?
9. El superviviente reducido a la pasividad del cuerpo
10. El amor y la soledad del sexo
11. Sexo y compasión
12. Schreber reclama el sueño y el descanso en la causa final
13. Soledad, Versagung y neurosis
14. Algunos rasgos particulares de la soledad en el hombre y en la mujer
15. El ordo amoris o el sueño de un amor sin soledad y sin sexo
16. De los padres y de la pareja
17. El “malentendido fundamental”
18. La soledad en la pareja
19. El amor sin causa final: aceptación de la soledad
20. El amor y la aceptación de la diferencia sexual
21. Aceptación y separación

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22. La soledad es la posibilidad del amor y no la guerra

2. Pertenencia

1. El problema socrático: saber, poder y pertenencia


2. En memoria de Walter Benjamin: una pertenencia imposible
3. El saber como cuestión moral
4. El cristianismo y la consagración de la pertenencia salvífica
5. El fracaso del iusnaturalismo y la necesidad de pertenencia
6. Hobbes y el pacto social: el temor a ser excluido y la necesidad de
enemigo
7. Un ejemplo de Sánchez Ferlosio
8. El límite del poder y el aseguramiento de la pertenencia
9. Poder y paranoia: el enemigo, la inocencia y la identidad
10. Pertenencia, redención y servidumbre
11. Kafka y el cuerpo de la humillación
12. La identificación sexual y su dificultad en la psicosis
13. La diferencia sexual y las estrategias de la pertenencia y del sentido en el
hombre y en la mujer
14. Las estrategias del poder y de la humillación
15. Narcisismo, fantasma e identidad yoica
16. El yo: una mentira libidinal
17. Amor y narcisismo: malentendidos freudianos con la mujer
18. Poder, narcisismo y organización libidinal de la pertenencia
19. El narcisismo y la cuestión de los ideales
20. Amor, pertenencia y soledad
21. Kafka y el malentendido de toda pertenencia

3. Transterencía

1. Kandel y la vuelta de la psiquiatría a la medicina


2. El problema etiológico y la confusión psicotrópica
3. Causa y determinación
4. La confusión freudiana entre causa y razón, entre causa eficiente y
sentido
5. El sinsentido y la pulsión
6. El fracaso de la psiquiatría genética y la imposibilidad de una teoría
enològica
7. El problema ético de la sugestión: clínica y creencia
8. Transferencia, sugestión y repetición

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9. La posición de Freud: la transferencia es repetición y no sugestión
10. Qué conduce a la demanda de análisis y qué se repite
11. El amor de transferencia
12. Sobre la ética del trabajo
13. Dos momentos clave en un análisis: elaboración inconsciente y caída de la
transferencia
14. Curarse de la demanda de curación
15. El descubrimiento de la pulsión de muerte y el valor terapéutico de la
repetición
16. El debate sobre la “contratransferencia”
17. El psicoanalista como parresiastés
18. ¿Final o interrupción? Sobre el límite interno de la pulsión
19. Valor terapéutico de la repetición o cómo tratar lo psíquico desde lo
psíquico
20. Las dificultades de la pulsión de muerte en la transferencia y la necesidad
de castigo
21. La íntima soledad de la repetición
22. En memoria de Platónov
23. La transferencia en la psicosis

Epílogo

Bibliografía

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Introducción

¿Qué sabe usted, señor juez,


del alma de este hombre?

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El joven Victor Hugo, atenazado por la frecuencia con la que la Revolución Ilustrada
acude al rito sangriento de la guillotina, escribe una especie de relato novelado del Último
día de la vida de un condenado a muerte. Es un relato de tesis, apologético, un poco
aburrido y artificioso, al que añadió cinco años después un prefacio (conocido ya de
modo independiente como Prefacio de 1832), que es un alegato contra la pena de muerte
en toda regla. Victor Hugo, apasionado abolicionista, acumula argumentos de todo tipo
para convencer, denigrar y mostrar su escándalo ante el hecho de que después de la
Revolución se mantuviera ese esperpento antiguo y de tinte religioso e inquisitorial que es
la pena de muerte. Como digo, a pesar de ser un texto corto, está lleno de caminos
argumentales con los que ataca el fortín de la pena de muerte. De entre ellos saco sólo
dos que no dejan de tener un cierto carácter contradictorio. En un momento
determinado, en medio de una larga parrafada, de pronto se para y pregunta: ¿qué sabéis
del alma de este hombre al que condenáis a la guillotina?, ¿cómo osáis despacharlo con
tanta ligereza?, ¿sabéis en qué estado se encuentra ahora? (p. 154). Ya no queda,
continúa Victor Hugo, la coartada de la salvación eterna, la de un supuesto juicio divino
que pudiera corregir el error o la barbarie del juicio de los hombres. Sin esa coartada, el
juicio del hombre carece del saber requerido para concluir con la vida de un hombre.
Alguien en un momento determinado fue criminal, ¿por qué no podría dejar de serlo en
otro momento?, ¿quién, si no es Dios, posee el saber de una u otra cosa? Victor Hugo
parece así retomar aquel célebre epígrafe de la Etica nicomaquea en el que Aristóteles
afirma que de nadie se puede decir que fue dichoso o afortunado, virtuoso o criminal
hasta el final de sus días. Nadie tiene ni el saber ni el poder de un juicio definitivo, ni
siquiera, contra lo que opina Aristóteles, después de la muerte.
Decía antes que ese argumento, implacable en su sencillo rigor, se continuaba,
después de un inciso en el que, entre otras cosas, se nos dice que no estamos en la
bárbara España o en la cruel Rusia, con otro argumento final que él considera “el crimen
como una enfermedad, y esta enfermedad tendrá sus propios medicamentos que
reemplazarán a vuestros jueces, y sus propios hospitales que reemplazarán a vuestras
prisiones. La libertad y la salud se parecerán…” (p. 158). Victor Hugo no explica por qué
la salud y la libertad se habrían de parecer. En esto sigue el camino inverso al de Kant,
para quien el mal guardaba una relación fundamental con la libertad. Pero si yo decía que
había, a mi parecer, una contradicción entre un argumento y otro, es justamente por eso,
porque si de verdad poco o nada sabemos del alma del hombre, criminal o no, por ello
mismo estaría vedado a quien juzga un juicio definitivo, ya sea sobre su maldad o sobre
su inocencia, ya sea, sobre si el acto criminal es el acto de un enfermo o de un malvado.
Por otro lado, la atribución de enfermedad al acto criminal con el propósito de
exculparlo, conlleva la crueldad de condenar de antemano a todo enfermo. El recurso a la
enfermedad vuelve hoy a dominar con especial virulencia, y de la mano de la ideología
genetista, el juicio sobre las conductas humanas.
Viene a cuento este alegato de Victor Hugo para una clínica como es la clínica
“psi”, que se entromete en la vida íntima de un sujeto, terreno éste que hasta ahora
parecía reservado al sacerdote. Si el sacerdote tenía el argumento de la salvación eterna,

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¿cuál es el argumento “psi”, sea lo que sea que se añada a dicho prefijo: psicólogo,
psiquiatra, psicoterapeuta, psicoanalista…? El placebo epistemológico de la ciencia suele
ser el argumento en el que se escudan las prácticas “psi”.
La pregunta que Victor Hugo dirige a los jueces aficionados a la guillotina podría
aplicarse también al “psi”, que con tanta ligereza dice aquello de “sé lo que te pasa” o “sé
lo que quieres decir”, que son las maneras como la sordera psicologizante dice tener la
última palabra. No sólo ya se sabe antes de haber escuchado, sino que el escuchar puede
ser un obstáculo para ese supuesto saber. El psicofonte revela lo que aún no se le ha
confiado y sigue así el proceso contrario de crear intenciones ocultas que el intrigante
intérprete descubre a su portador.
La pregunta de Victor Hugo es certera: ¿qué sabe usted, señor juez, o señor “psi”,
del alma de este hombre?, ¿acaso usted puede decidir que quien se hizo criminal en algún
momento lo será para siempre? Estas preguntas abren el camino a esta otra de no menor
envergadura: ¿alguien cambia realmente?, ¿alguien puede saberlo? Ese alguien es una
persona, un sujeto particular, ante cuya particularidad uno se detiene sin adelantarse a
incluirlo o encasillarlo en un saber general que atropella con su adelanto el destino o la
vida de ese alguien. Detenerse antes del juicio definitivo deja sitio a la posibilidad del
cambio, al deseo de cambiar de un sujeto que no ha sido previamente condenado. No
sabemos si quien acude a nosotros puede o no cambiar; él tampoco lo sabe, pero sólo a
él le incumbe. Aun admitiendo que la vida más particular de alguien sea una repetición
sintomática, saberse y experimentarse como sujeto de la repetición modifica la relación
con lo que le determina.
La clínica del sujeto se ha encontrado permanentemente con esa paradoja: por un
lado, quiere saber de las primeras causas que determinan de manera cierta los fenómenos
patológicos y, por otro, se refiere al sujeto como una particularidad indisoluble en lo
genérico e inconmensurable con su determinación, y, por ello, imprevisible y, en cuanto
tal, susceptible de cambio. Cambio que no se reduce a las transformaciones que pueden
suceder en el terreno de las instituciones ni a los modos como los sujetos se incorporan a
determinadas fórmulas discursivas y a la disciplina corporal que conlleva esa relación con
el poder, sino que, por el contrario, se produce y toma su particularidad de los diversos
acontecimientos en los que el sujeto se muestra no coincidente con la institución. Sea
cual sea el paradigma institucional, lo importante de la vida subjetiva, del síntoma del
sujeto, es esa no coincidencia.
La paradoja de la determinación sería el afirmar, por un lado, lo que determina,
pero, por otro, lo que se muestra como indeterminado en la condición subjetiva y que es
lo que damos en llamar el albedrío. Pues bien, esa paradoja está presente en cualquiera
que sea el discurso con el que se justifique determinada práctica “psi”, sea biologicista o
psicologicista. Por mucho que se tienda, a causa del placebo epistemológico de lo
científico ya señalado, a imaginar determinaciones (ya sea multiplicando los genes o los
síndromes psíquicos), a la hora de encontrarse en la práctica clínica con alguien se
impone lo particular y entonces el empeño “psi” de tener la última palabra toma el
carácter ridículo de una ridicula y ventajista relación de poder.

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¿Cómo meterse en la mollera que el detenerse antes de concluir el juicio definitivo
es lo que descarga de razón y de la ardua y aburrida tarea de tener o decir la última
palabra, y es la condición mínima e insustituible de una clínica del sujeto que no
preconiza el cambio, sino que lo respeta como prerrogativa exclusiva de ese alguien que
es el sujeto, el cual no equivale por entero a la determinación que le suponemos y que
nunca conseguimos “demostrar”?
Esa mezcla de causalismo y arbitrariedad es lo que da a la práctica “psi” su
particular carácter charlatán, ya que tiene que hablar una y otra vez de lo que no sabe. Y
a este respecto no es el menor ni el mejor de los charlatanes el genetista “psi”. De la
paradoja del determinismo se desprende un curioso efecto, igualmente paradójico, como
es el de recalcar la determinación “estructural” del sujeto a la vez que se le hace
exclusivamente responsable de su comportamiento, quedando entonces la vida social y
colectiva a resguardo de toda responsabilidad.
Esto se ve muy bien en lo que llamamos abuso etiológico. El abuso etiológico es el
afán de etiquetar causalmente todo comportamiento de un sujeto. Si bien parece
ineludible en nuestra práctica un cierto ordenamiento diagnóstico, en todo caso
susceptible de verse cuestionado o modificado y que no siempre puede ser establecido,
ese ordenamiento diagnóstico no implica de por sí una explicación causal. A la mecánica
implicación causal del diagnóstico es a lo que llamo abuso etiológico.
Pues bien, ese abuso etiológico no sólo se manifiesta en la proliferación de
“patologías” (desde el síndrome de Peter Pan al más reciente de Diógenes o síndrome
del Arca de Noé, sin olvidar al ludópata o el llamado síndrome de adicción al consumo),
sino que dicha proliferación no es enteramente gratuita o del todo ocasional, pues
responde a un proceso de “psicologización” del individuo mediante el cual toda la
responsabilidad cae sobre el sujeto individual. Se ha pasado así de querer explicarlo todo
por la determinación social del sistema, a hacerlo por la proliferación de patologías
individuales. En la clínica, el sujeto se ve interpelado sobre qué hace con su vida, con los
anhelos de muerte, con sus demandas y con la soledad de su deseo de vivir, sobre qué
tipo de responsabilidad le incumbe en sus relaciones de afecto y de poder con las
personas con las que eligió vivir o que le fueron dadas como ineludibles compañeras de
viaje, pero esa interpelación no convierte en inocente a un sistema social concreto. Sin
embargo, el abuso etiológico sí lo consigue, porque propone una explicación causal para
cada una de sus interminables patologías.
Pero a la vez que se carga al sujeto con toda la responsabilidad, se le aligera de ella
por el carácter patológico de su comportamiento. Si el sujeto es un enfermo, de tristeza,
de consumo, de viajar, de lo que sea, no sólo queda exonerada de responsabilidad la vida
colectiva, sino el propio sujeto enfermo. Esa exoneración encuentra su más lograda
conclusión con el abuso etiológico de la moderna biología (o psicobiología) molecular.
Hoy mismo un reconocido biólogo molecular habla de esta guisa: “Las cosas son como
son, nos guste o no, y resulta que, desgraciadamente, hay personas que les vienen (sic)
unas características genéticas que no sólo les hacen más guapos o más inteligentes, sino,
incluso, mejores personas” (El País, domingo 28 de agosto de 2005: Entrevista a Ginés

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Morata). Lo de “desgraciadamente” parece referirse a que se nos priva del sueño de la
libertad (que, por lo demás, es lo que todo el mundo está deseando), al modo como se
verá que hacía Max Planck hace ya unos cuantos años. La libertad o la responsabilidad
es una ilusión, una ilusión que para el genetista Ginés Morata, como para Herbert Stern,
debe ser conservada para el mejor funcionamiento social. Sigamos leyendo: hay veces en
que uno es consciente de que debe hacer algo y, sin embargo, no tiene fuerza interior
para ponerse a hacerlo. ¡Pero esa fuerza también está condicionada por los genes! Mi
genotipo no me da suficiente presencia de ánimo, de solidaridad o de sacrificio para
hacerlo. O sea, que no soy responsable. Claro, este punto de vista es inaceptable para la
sociedad… Una sociedad donde nadie es moralmente responsable no sobreviviría. O sea,
lo que él llamó (se refiere a Herbert Stem) fraude piadoso: a pesar de que no es justo que
a alguien se le castigue por sus actos, la supervivencia de la sociedad obliga a ello”.
El genotipo figura como gran fetiche epistemológico, tal como ya pasara en los
comienzos de la Genética a finales del siglo XIX, que gobierna con mano de hierro cada
uno de los actos o de las inhibiciones del individuo. Sólo queda por hacer su cartografía,
pues el territorio se da por conocido de antemano. En la impía teoría del “fraude
piadoso”, una nueva versión de la eugenesia, el individuo mismo pasa a ser, en esa
ampliación del mapa genético, el gen pernicioso o pecaminoso. La llamada sociedad (esa
abstracción inocente), nueva diosa de la moral, puede destruir o castigar a los peor
dotados genéticamente o genéticamente pecaminosos, aun a sabiendas de que es injusto,
pero sería parecido a una operación quirúrgica que tiene como objetivo librar el cuerpo
de tejidos u órganos deteriorados o dañados. El cuerpo será en este caso el cuerpo social,
y el órgano maligno el individuo genéticamente determinado como amoral. Tamaña
hipocresía social no es ya la mera connivencia de unos contra otros, sino que se
convierte en virtud, por devenir el sostén del buen funcionamiento moral de una sociedad
que de por sí es un monstruo moral que castiga a conciencia a un inocente sin la menor
turbación moral. Este estilo de desfachatez amoral rige esta llamada sociedad libre de
toda culpa, aunque sólo sea por el simple hecho de carecer, como tal sociedad, de mapa
genético. ¿Cuál es el genotipo que produce menihnos da rúa?
Esa búsqueda de inocencia moral bajo el estandarte de la ciencia ya se dio, como
acabo de decir, en el movimiento eugenésico de finales del siglo XIX y comienzos del
XX (que todos sabemos cómo luego continúa). Cuando los socialistas fabianos se
unieron al movimiento eugenésico pensaban que la eugenesia era una vía para la mejora
genética y moral de los ciudadanos. Pero en la ideología eugenésica no cabe mejoría sin
la extirpación y exclusión de los genes ya degradados. Y para eso la salida más piadosa es
la esterilización. Tanto la política eugenésica de Davenport en el Cold Spring Harbor
como la que introdujera Ernst Rüdin en el Instituto de Psiquiatría Kaiser Wilhem de
Múnich, por poner sólo estos ejemplos que se pueden extender a Suiza, Inglaterra,
Suecia, etc., tienen ya establecida de antemano la conclusión: la esterilización obligatoria
de prostitutas, enfermos mentales, mas turbadores compulsivos, delincuentes de diverso
tipo y lo que cada época tenga a bien añadir He aquí la Genética puesta al servicio de la
ideología redentorista, de la que se habla largo y tendido en este libro, de la salvación de

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unos y, por tanto, de la condena de otros.
La razón o motivo de esta modalidad redentorista no creo que resida en su
aberración moral. Por ejemplo, cuando el psiquiatra Alfred Hoche llegó a proponer
incluso el exterminio de determinados delincuentes, de algunos enfermos físicos y de los
enfermos mentales crónicos, considera su propuesta enteramente moral y basada no
tanto en la represión y prevención social, sino en la dignidad de la persona. Él, junto al
jurista Karl Binding, acuñó la expresión lebensunwertes Leben (vida indigna de ser
vivida) para subrayar el carácter moral de su propuesta. A Hoche, como en su tiempo a
Bernard Shaw, le mueven las mejores intenciones. Por eso digo que toda esta exaltación
moral de la ciencia no proviene de la perversa aberración de algunos individuos, sino que
encuentra su razón y motivo en un uso interesado de la biología genética para dar o
inyectar inocencia, es decir, impunidad moral, a un sistema de producción y de poder que
pretende figurar como aquel que se corresponde con la Naturaleza humana y en el que
propiedad privada, libertad, trabajo, salud, consumo y creación de riquezas son
sinónimos y prerrogativas naturales del Hombre Universal Ilustrado. La Escasez y la
Necesidad, en vez de categorías de la economía política, se conciben como ontologia
natural. No me extenderé en algo que Sánchez Ferlosio ha explicado magistralmente en
su libro Non olet.
Este uso, que podemos llamar naturalista, del individuo, lugar vacío de una
relación contractual (como sería la hipócrita definición capitalista y liberal del laicismo),
ha condicionado una psicopatologia que se ha dedicado a convertir en enfermedad todo
extravío o todo aquello que desentona con la Verdad Contractual. Y así se ha visto
obligada a ampliar constantemente su cartografía, a la vez que al convertir al inadaptado
sujeto en un enfermo le quitaba cualquier responsabilidad real, con lo que la idea misma
de culpa pasó a ser un residuo neurótico de tiempos pasados. Sin olvidar que de esa
manera el susodicho enfermo se ha convertido en un importantísimo campo de creación
de riqueza, como los beneficios económicos de los laboratorios farmacéuticos nos
demuestran cada año. Estos han tenido el saber hacer de la racionalidad económica para
dar al psicofàrmaco y a toda una gama genérica, como es el ácido acetilsalicilico, el
paracetamol, los antiinflamatorios y otros analgésicos y complejos vitamínicos, el
carácter de pequeñas adicciones con las que el consumidor se siente en forma para iniciar
cada día el fatigoso recorrido de fabricación de necesidades, productor y producto de esa
sagrada ley del Mercado.
En el ámbito de lo “psi”, la cuestión no es en qué adscripción etiológica militas (si
en la psicogénesis o en la biogénesis), sino en qué punto tu práctica se detiene ante la
morada del otro, ante su enigma de sujeto sobre el que no cabe concluir de manera
definitiva. La cuestión sigue siendo la pregunta de Victor Hugo: ¿qué sabe usted del alma
de este hombre? No es el saber hipócrita del “fraude piadoso” (a ver si así este pobre
desgraciado se hace un poco más dócil), sino un real no saber, tanto etiológico como
“prognósico”, tanto de su causa eficiente como de su causa final, tanto de su principio
como de su fin. Esto constituye el único campo posible para una clínica del sujeto.
Pocas veces la clínica “psi” se detiene antes de convertir a su paciente en simple

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producto de su actividad, ignorando su condición de sujeto. Se intenta, como ya se hizo
por ejemplo en los comienzos de la psiquiatría, pero enseguida se asusta ante su extravío
y su insegura pertenencia, y vuelve la adscripción disciplinaria a la Medicina o a la
Psicología, con sus teorías y protocolos de actuación, para desconsideración del sujeto
como tal. En estos momentos asistimos a un ciclo de descaro en el saber “psi”: cada
corriente, cada grupo o escuela, afirma poseer la clave y aunque se muestran
odiosamente irreconciliables entre sí, eso lejos de cuestionar a cada uno lo suyo y
ponerlo bajo sospecha crítica, lejos de eso, únicamente sirve para afianzarse en la propia
convicción de manera terca e inhumana. Hoy la Psiquiatría, después de su atrevida e
innovadora militancia en la “antipsiquiatría”, ha vuelto a la Medicina, y la Psicología
toma carta de naturaleza, después de tanta indefinición, corno consejera de la actividad
productiva, corno su complemento espiritual y su exorcista. En lo que todo el campo
“psi” coincide ahora es en servir de coartada a la creciente “psicologización”, al servicio
de la inocencia de la sociedad. Por un lado se atribuye culpa para celebrar la realidad, su
sentido, pero, por otro, se exonera la culpa a causa de la supuesta enfermedad.
La clínica psicoanalítica nació con el coraje de detenerse en la pregunta ¿qué sabe
usted del alma de este hombre? Eso la sustenta aún. ¿Qué sabe usted del alma de esta
mujer?, parecía preguntarle Freud a Charcot ante el enigma del síntoma histérico. Pero la
necesidad de hacerse respetable condujo rápidamente al Psicoanálisis a producir unas
teorías que querían basarse en la eficacia terapéutica de su clínica, pero que las alejaba
de ella, y con las que se fue atrincherando en la disciplina de Grupo para sostener una
convicción que no podía sostenerse en la verificación crítica sin cuestionar el placebo
epistemológico de la Ciencia. El saber que cabe deducir de la clínica empezó pronto a
dejar de ser formulaciones provisionales con objeto de hacer inteligibles algunos
fenómenos clínicos, una manera de decir, para proponerse como construcción dogmática
con sus causas primeras, sus normas, sus juicios de atribución y sus múltiples y variados
tribunales corporativos. No creo que eso haya ayudado mucho a la clínica psicoanalítica,
puesto que ha ido convirtiendo a los grupos psicoanalíticos en un atropello del saber y en
una desconsideración de los sujetos, es decir, lo contrario de lo que se proponía. Cada
uno tiene la última palabra y el paciente se ve reducido a ser objeto de la interpretación,
cualquiera que sea, aunque sea contradictoria. Nada tiene éste que decir como para ser
escuchado, sino sólo interpretado.
El pobre psicoanalista se ha echado sobre sí la ardua tarea de tener la última
palabra. En algunos casos será por un afán de reparación, efecto de su particular
culpabilidad, o, en otros casos, porque toma al paciente como quien no está a la altura
del exquisito y delicado saber psicoanalítico. Tal sumisión al Ideal psicoanalítico del
Saber de los iniciados tiene un coste en angustia o en mero cinismo a la horade abordar el
tratamiento de las personas, que suele provocar el que se busque con ahínco la
complicidad colectiva. ¡Cállese, habría que decir, no quiera saber de antemano, aprenda
de sus pacientes, no avasalle su intimidad, no busque su docilidad, escuche y no pierda la
sensibilidad para la distancia y, sobre todo, para la despedida!
Pero, como se comprenderá, no es cuestión de dar consejos. El quehacer del

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psicoanalista en su práctica, tenga la particularidad que sea, está condicionado por su
concepción del psicoanálisis y por su militancia. La clínica del sujeto parece más que
conveniente en un panorama en el que predominan los más diversos y contrapuestos
doctrinarismos sin que esa diversidad sirva para recapacitar a ninguno de ellos. El
psicoanálisis ha hipotecado por entero su clínica a la elucubración sin tomar ninguna
cautela crítica, como si así pudiera compensar su cuestionamiento por el orden científico
con el rigorismo doctrinal. Podría y debería abandonar ese complejo. La ciencia es, en
este campo de la subjetividad, un mero placebo epistemológico con el que justificar una
disciplina y encubrir una logomaquia, y que no presta atención a su contradictoria
propuesta determinista y a la vez de cambio.
Eso afectó también a la teoría psicoanalítica, que eligió su campo determinista de
explicación: la psicogénesis. Pero al verse obligada a sostener una posibilidad terapéutica
desde la subjetividad, cae en la contradicción de mantener un determinismo exterior al
sujeto y a la vez un sujeto que lo sea del cambio. Esto da lugar a un tipo de
determinismo al que podemos llamar con Sánchez Ferlosio “determinismo agorero”.
No es que no exista la determinación, pues se verifica constantemente. ¿Cómo
entenderla? En nuestra práctica asistimos al hecho de la determinación, aunque no
sepamos explicarla. Tendrá que ver con la dotación genética y con la producción social,
pero ninguna de las dos la agota desde el punto de vista etiològico. Lo específico de la
determinación del sujeto parece que tiene que ver con el hecho de que sus primeras
experiencias con el desamparo, la satisfacción y el rechazo le constituyen como sujeto
que responde así, en la repetición, a cada manifestación de desamparo, de satisfacción o
de rechazo, con un estilo característico e irrenunciable, pues se trata de su propia
subjetividad. Que un sujeto base su vida en el hecho de existir para alguien no es una
determinación genética exterior, pero eso le determina como sujeto concreto. Tal
determinación subjetiva por la angustia y el desamparo lo convierten en
extraordinariamente manipulable por la aglomeración social, por las relaciones de poder
que se basan en el amor a la servidumbre y a la sugestión, es decir, por el temor a la
soledad. Desamparo y sugestión terminan siendo equivalentes.
La determinación que nombra al sujeto es insustituible y, por eso, le incumbe de
manera frontal y le hace responsable de su condición, lo que no quita ni un ápice de
responsabilidad a la barbarie insensible de una organización social que impone un orden
del sentido y del valor a cambio de una pertenencia al campo de los elegidos. Por poner
un ejemplo: esta llamada “sociedad de consumo”, que nos rige como agrupación
humana, ha barrido del mapa cualquier indicio del deseo de un sujeto, convertido éste en
mero agente consumidor. El sujeto particular será responsable ante sí mismo de sumarse
al carro oligofrénico de los hoplitas consumidores, pero eso no justifica lo más mínimo la
especial crueldad en la que vive este tipo de sociedad insensible al dolor que provoca y a
la miseria masiva de continentes enteros, obligado contraste de la ley suprema que
ordena la creación de riqueza. Que el psicoanálisis haya venido a engrosar la lista de sus
exorcistas, no es su mejor destino.
La determinación subjetiva, aquella que atañe a la condición particular del sujeto,

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mantiene la posibilidad de un albedrío real frente al determinismo, sea psico o
biogenetista, que supone la definitiva claudicación del albedrío ante mecanismos,
síndromes y genes interminables que no dejan espacio alguno, por pequeño que fuere, al
sujeto, así convertido en carnaza edulcorada y colectiva de autosatisfacción o en carne
de cañón de profetas agoreros.
Y visto que la sugestión forma parte de toda clínica psicoterapèutica o de la
práctica médica o psicológica en general, y es, por tanto, parte inherente de la clínica
psicoanalítica, desconocerla para así presumir de científico no será más que hacerse
cómplice de esa misma sugestión, la cual nunca opera con más eficacia que con la
simulación de figurar en el campo de la ciencia, como cada día demuestran los ensayos
clínicos con placebos. La sugestión engloba tanto a los pacientes como a los psicólogos, a
los psiquiatras y a los psicoanalistas. Mientras más insista el psicoanálisis en presentarse
como ciencia positiva, más se verá enredado en la hipocresía de los rituales mágicos y
protocolarios que constituyen un campo magnético en el que la crítica y la duda quedan
excluidas porque, como en el experimento de Milgram, vendrían a destruir la eficacia de
una práctica que se reduce a la magia de su virtus curativa.
Este libro es un empeño, contra el determinismo agorero, de separar o de no hacer
coincidir la clínica psicoanalítica con las elucubraciones psicoanalíticas. La especulación
está al servicio de la pregnancia grupal, no de la clínica, a no ser que ésta sea entendida
como formando parte de dicha pregnancia, y entonces se le da el estatuto hipócrita de
una logomaquia religiosa.
He escogido tres grandes temas, sea al menos por su amplitud: soledad,
pertenencia y transferencia.
La soledad es la condición más genuina del sujeto. Negarla como si fuera una
maldición o un castigo, tal como hace la religión, cualquiera que sea, conduce a dar a la
pertenencia no una inscripción en un determinado cuerpo, en un determinado paisaje, en
una vida social y afectiva, sino el estatuto de un lugar redentor que se alimenta de la
condena del excluido, de la guerra y de la humillación. De esa manera el amor se ve
engullido en la codicia de la significación sadomasoquista.
La transferencia es el vínculo afectivo, íntimo, casi obsceno que se establece entre
analista y paciente, y que decide sobre el tipo de curación que propone el psicoanálisis.
¿Cura la transferencia o cura de la transferencia? ¿Propone al sujeto la dignidad de la
soledad o la belicosidad de una pertenencia redentora?
La clínica del sujeto no se olvida de esa soledad y por eso es insustituible por el
fanatismo interpretativo y la adicción farmacológica, y el universo “psi” no puede
asfixiarla sin degradarse a sí mismo definitivamente. Pero no estoy seguro de que los
sectarismos ideológicos dominantes sean una buena ayuda. A lo mejor es que la neurosis,
como afirmó Freud (y también Kafka, como se verá), sólo es producto de la quiebra de
la religión. Pero puede que esa quiebra haya abierto la posibilidad de un albedrío real que
no hay que apresurarse a reparar o a encubrir con el manto de cualquier tipo de “fraude
piadoso”.

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Capítulo 1

Soledad

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1. Mirar de cara a la soledad

Al fin llega, arrastra su cuerpo grande y lento hasta la silla y con una sonrisa apenas
esbozada dice: “no puedo más”. Su esbozo de sonrisa parece desolación. No sabría decir
adonde se dirige su mirada dilatada. ¿Está vacía o está en otra escena en la que yo no
existo? Se tiende a esquivar la mirada del sujeto psicótico. No resulta fácil soportar lo que
nosotros interpretamos como indiferencia y que puede que no sea otra cosa que soledad,
una tan extrema soledad que sólo se deja acompañar por las voces y el delirio. Una joven
mujer dice que ella se ve en medio de una reunión familiar siendo su cuerpo inerte lo que
mantiene con su entrega absoluta la vida de esos miembros de su familia, de modo que
sin esa entrega corporal la familia estaría fragmentada y muerta. Pero tras este si se
quiere delirio de esta joven mujer, alienta la soledad más radical. Esta soledad se muestra
un día del que dice que sintió un crujido en el cerebro y era porque su alma había
abandonado su cuerpo y ella entonces se arrojó sobre aquel frío suelo del pasillo para
que su cuerpo no se disolviera.
Nosotros nos despertamos cada día y recuperamos los mismos rituales del día
anterior, como si nada hubiera pasado durante la noche, como si el desmontaje del
sentido que vino en el sueño no hubiera sucedido. Nosotros fingimos, tenemos nuestros
rituales de cortesía con los que simulamos conocemos y hacemos compañía, aunque de
verdad no nos entendemos y ése es el motivo por el que nos quedamos, para mantener el
disimulo y el malentendido de una compañía.
Para este joven psicótico sentado ante mí, yo no soy un conocido aunque tampoco
él lo es para mí, pero como yo tiendo a engañarme lo tomo como tal. Pero él no se deja
desdibujar en los dichos corteses de la interlocución, por conocida ya inexistente. Este
joven psicótico es un interlocutor concreto, no es ni siquiera una categoría clínica, existe
de manera ineludible por su intempestiva soledad, como una soledad impertinente más
que intempestiva por su desconsideración, ni siquiera simula nuestra compañía. Su
mirada desconsolada me traspasa, no está protegida por atisbo alguno de complicidad o
entendimiento. Me despierta de modo contundente de la rutina de las quejas sobre la
familia y la pareja.
Esa soledad no se diluye en las palabras o en las quejas comunes. Lo que viene a
continuación no llenará el vacío de la palabra. Mirar cara a cara al sujeto psicótico, al
sujeto de esa desprotección corporal, requerirá poder soportar nuestra soledad. La
soledad es la nuestra, al menos es también la nuestra. Ahí, precisamente en ese punto,
este joven psicótico deja de ser un rótulo psiquiátrico para ser en su aflicción y en su
inalcanzable soledad exactamente igual que nosotros. Se suele eludir mirar a la cara del
sujeto psicótico porque su rostro testimonia el vacío y la lejanía de la palabra en esa
infinitud psicotica que no se deja limitar por ninguna esperanza ni, por tanto, por la
calumnia y los cuchicheos de la comunidad de sentido. Por eso miramos al sujeto
psicótico de soslayo, para desentendemos de ese abismo inconsolable de nuestra común
soledad.
Ese abismo es como un agujero entrópico que no consigue positivizar la energía.

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Siguiendo un atisbo de Freud, me suelo referir a la psicosis como disolución pulsional,
disolución de la intrincación entre la vida y la muerte que es la fuente de la libido y el
límite que orienta el cuerpo hacia el encuentro con la satisfacción o el dolor. No sabemos
por qué se produce esa disolución del límite. Pero vemos cómo el amor, el deseo de
presencia, el malentendido y la esperanza han desaparecido y esos ojos han perdido la
entereza de la mirada y se han abismado en un infinito en el que la muerte carece de
finitud mortal. En esos ojos sólo se ve el espanto. ¿Queda algún camino de retomo al
mundo? El delirio lo busca y el cuerpo es siempre un obstáculo con su incansable
pesadez. Este joven psicótico aquí sentado habla de sus dificultades con el
desplazamiento y la orientación de su cuerpo. ¿Adonde ir? ¿Dónde ponerse? ¿Qué
automatismo le liberaría de esas preguntas? Relata sus dificultades con el ajetreo de la
calle. Miraba desde arriba la encrucijada de las calles Fernando VI y Hortaleza
abarrotada de gente y de coches. Cómo podría atravesarla. No quedaba espacio alguno.
Temía que la gente que subía, mientras él intentaba respirar apoyado en el quicio de una
esquina, invadiera su cuerpo. Todos y cadauno parecían orientarse con precisión como
autómatas, mientras que él, varado en esa esquina, no conseguía preservar su cuerpo de
las avalanchas de desplazamientos que percibía, ya no sólo a su alrededor, sino dentro de
sí mismo. El ruido ya no es de los coches y las máquinas, los coches y las máquinas
están en su cabeza, residen en ella, el límite se ha diluido. Su soledad corporal es tan
radical que carece de espacio propio. El aturdimiento físico que la invasión de otros
cuerpos y de otros ruidos le provocan hasta la disolución del propio espacio corporal
muestra que esa soledad carece de atributo místico. Se trata de una soledad del cuerpo y
del sentido. Cuando esa joven mujer se refería al crujido que sintió en su cerebro, como
efecto de verse abandonada por el alma, refleja bien esa soledad radical del cuerpo que le
lleva a arrojarse sobre el frío suelo de baldosas para no disolverse. El sinsentido se
expresa en esa angustia de disolución que carece de todo valor redentorista que es el
modo como el Grupo da sentido al dolor.
Estos sujetos psicóticos expresan con claridad, sin amaños, la estrecha relación de
la soledad con el cuerpo y el sinsentido. Esa eclosión de la soledad del cuerpo y del
sinsentido los hace proclives a la disolución pulsional, al borramiento del límite del
cuerpo. Pero no se dude que si esa disolución es posible, lo es porque la soledad y el
sinsentido no son efectos añadidos, sino en realidad primarios y connaturales a la
precariedad del ser humano.

2. La soledad del cuerpo

¿Qué límite es el del cuerpo? ¿Cuáles son las reglas de pertenencia del espacio corporal?
Estas preguntas no deben ser respondidas deprisa y corriendo. Suelen estar enmarañadas
con ese exceso de sentido sin el cual la soledad sólo es angustia. Si la pertenencia atañe a
la inscripción psíquica de la diferencia sexual, también es requerida por el vínculo
colectivo para ignorar la soledad irreductible del cuerpo.

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Veamos cómo se puede pensar esta estrecha relación entre la soledad y el cuerpo.
Partimos de la soledad porque la particularidad del humano, su condición traumática,
reside justamente en la expropiación del cuerpo, tesis ya explicada en otras ocasiones y
que yo establecía a partir de esa expresión esclarecedora de Freud, fremde Hilfe,
expresión que luego abandonaría por parecerle imprecisa o poco conceptual y que, sin
embargo, a mí me sigue pareciendo de una enorme claridad y sencillez. Freud establece
una correspondencia entre fremde Hilfe y Hilfosigkeit, entre asistencia ajena y
desamparo. Pero no es como el desvalimiento animal del que el desarrollo
neurofisiológico nos libraría. La particularidad y la fecundidad de la idea freudiana es que
esa asistencia ajena que Freud liga a la moral y al lenguaje como su fuente es
característica propia del cuerpo humano desde su nacimiento, expuesto al otro e
intervenido por él. Deja así de ser cuerpo de las necesidades para pasar a ser cuerpo de
las demandas. Esa dependencia del otro, ese tejido de demandas, da al conflicto pulsional
un carácter moral y deja el cuerpo marcado por la soledad, necesitado de apego y, con
frecuencia, de humillación, la humillación al menos de la reiteración de una demanda sin
respuesta.
Freud asocia esta condición del cuerpo a la “vivencia de satisfacción”, ya que en
efecto se trata de la satisfacción o satisfacciones que como viviente le corresponderían a
ese cuerpo. Como esas satisfacciones están subordinadas a una demanda y, por
consiguiente, a la intervención de otro cuerpo suministrador de esas satisfacciones,
termina por producirse una inevitable confusión entre quien alimenta y el alimento
mismo. Así vemos cómo el niño enfadado rechaza la comida como si así dañara a quien
le alimenta, invirtiendo la primera demanda de alimento que proviene del hambre por la
demanda proveniente de la madre de que el hijo coma. Los signos del amor y los signos
del poder están desde muy pronto enredados. Ya no se trata de satisfacer el cuerpo
viviente, sino de protestar o someterse a esos otros que gobiernan y deciden,
supuestamente, los deseos y las demandas. Pero quienes atienden nuestras necesidades,
o ya habría que decir demandas, son los seres que supuestamente nos quieren y someten
nuestra voluntad desde niños a la dependencia. El no inevitable de la educación y de la
protección es un no de mando que viene cubierto por la declaración de amor.
Baste por el momento este pequeño esbozo para ver cómo cada vez que se abre
esta cuestión del desamparo, se precipita lo que luego en la vida del humano se va a
consolidar como interpretación sadomasoquista del vínculo con el otro. Pero no conviene
olvidar el punto de origen: la soledad corporal.
Sin embargo, casi todo lo que se ha escrito acerca de la soledad en nuestra cultura
proviene de la idea religiosa que nos dice que la soledad es un lugar de retiro donde el
sujeto vendría a encontrar la compañía de Dios o de la verdad. “No busques a Jesús en
medio de la turba”, dice San Agustín (EJ), refúgiate en Dios, en la interioridad sublime y
dulce de tu corazón (ib). La idea religiosa de soledad tiene como objetivo hacer
desaparecer el cuerpo para encontrar en lo más íntimo la compañía de Dios. De ese
modo se invierte el proceso y el sentido es originario, por lo cual la soledad pasa a ser
simplemente un castigo para quienes se apartan de la comunión con Dios. Escapando del

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cuerpo se alcanza la eterna compañía.
“Sobre el cuerpo inerme de Tristán, la agonizante Isolda alcanza el bendito
cumplimiento del ardiente anhelo, la unión eterna en el espacio infinito, sin barreras, sin
trabas, inseparables”, dice Wagner comentando “La muerte de amor”, el preludio de
Tristán e Isolda. El cumplimiento del encuentro se realiza una vez desaparecida la
servidumbre y la soledad del cuerpo. Escapar de la soledad del cuerpo, no hay otro
mayor afán. La soledad del cuerpo no es refugio, sino espanto y aparece en su mayor
desvalimiento en la multitud, cuando esa multitud se ve desposeída de la sinergia con la
que se acompasa el orden de los cuerpos. Al estar el cuerpo del hombre expropiado y
desposeído, únicamente puede encontrar en una sinergia colectiva el orden en el que
reconocerse o desconocerse.
Si el cuerpo viviente tuviera, digamos, un orden natural de las satisfacciones que le
orientara en su condición animal, como sucede con el resto de la especie animal, no
cabría la soledad. Cada animal cuenta con la consistente compañía de su cuerpo. Aunque
la satisfacción pase por otro cuerpo, ese cuerpo no es una alteridad que le estropee su
conservación viviente. Tanto el acercamiento como el rechazo están regulados por el
programa de la supervivencia corporal, y ninguna otra hay en escena. Sea que se busque
el amamantamiento o se esconda del hombre, el pequeño animal está acompañado de su
cuerpo, por lo que distingue a la perfección entre lo que le protege y lo que le daña.
Tendrá que venir la perversión del hombre para confundirle con su domesticación. Pero
aun así su cuerpo, aunque sea en su desvalimiento de animal domesticado, siempre le
acompaña. No cabe entonces hablar de soledad del cuerpo en el mundo animal. La
animalidad en el hombre será, por el contrario, la expresión de su soledad, pues busca la
compañía en un entendimiento que el cuerpo cuestiona constantemente en su
aislacionista apetencia.
El cuerpo del hombre es el espacio de la soledad porque su desamparo le orienta al
otro de manera tal que sin él no puede vivir. El organismo corporal queda así
radicalmente alterado y abocado a la súplica para sobrevivir. El cuerpo expresa su
soledad en el grito, primera expresión del desamparo y de la súplica. El sujeto está solo
en su cuerpo, sin el otro y ante el otro. Es la soledad radical e inconsolable. El otro es
imprescindible pero a la vez inalcanzable. Es imprescindible, pues sin él el sujeto está
desorientado y extraviado en su propio cuerpo animal. A la vez es inalcanzable porque el
cuerpo nos separa. Este lamento es viejo, el lamento por el cuerpo que nos separa, es el
viejo asunto del cuerpo como cárcel del alma.
Y, sin embargo, es la presencia del otro cuerpo lo que se ansia. En ello nos va la
vida. No basta el “pienso en ti”, el anhelo es de presencia física. Sin esa presencia la vida
se apaga. Cuenta Porfirio que “cuando Plotino estaba a punto de morir, Eustaquio, que
entonces vivía en Putéolos, llegó con mucho retraso… Plotino le dijo entonces: ‘Todavía
te esperaba’. Le dijo también: ‘Me esfuerzo por hacer ascender lo que hay de divino en
mí a lo que hay de divino en el universo’. En ese momento una serpiente se deslizó bajo
la cama en la que estaba acostado y se escurrió por un agujero de la muralla, y Plotino
entregó el alma…” (2, 23). Plotino, que tanto lamentaba su dependencia del cuerpo,

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suspira a la hora de su muerte por la presencia corporal de Eustaquio como aliento de
vida. El niño se consuela con la presencia corporal de la madre. La presencia marca la
soledad como temor a la pérdida. Sea que la madre le abandone a las puertas de la
escuela infantil o que acuda con ansia a su encuentro, el niño queda desconcertado por el
vaivén libidinal de la presencia/ausencia.
No puede orientarse por el orden de las necesidades porque lo característico de ese
cuerpo hablante y moral (como lo viene a definir Freud en el Proyecto) es que el orden
de las necesidades está subvertido de raíz por la confusión de las demandas. Su pregunta
(y si hay pregunta eso es ya inevitable) no es por el nivel de potasio en el organismo, ni
siquiera eso, sino primera y fundamentalmente qué quiere el otro de mí y por qué, con
las consabidas respuestas de rechazo, sumisión y perplejidad. El cuerpo queda, en su
soledad, como simple señuelo de un reconocimiento siempre tardío y, sobre todo,
amenazado por el dolor, la fealdad, la vejez y la enfermedad.

3. La soledad del cuerpo no la remedia el alma

De ahí todas las viejas metáforas acerca del cuerpo como cárcel del alma. El cuerpo, la
materia corporal, pasa a ser el impedimento de la compañía. El cuerpo como
“deformidad”, “de-forme” o “a-morfo”, reclamando la formalidad pura del otro. Este es
el reclamo tanto de la religión como de la filosofía y es también la angustia que muestra
cada vez esa soledad del cuerpo, ese verse reducido al cuerpo anhelando la presencia del
sentido. Sea que una mujer o un hombre busquen una mirada para que el cuerpo viviente
encuentre su forma y sentido, o que el paciente hurgue en el rostro del médico una
afirmación de vida, o que el niño busque su lugar de existente en la mirada de la madre,
se trata siempre de una angustia que busca la legitimidad de la existencia por medio del
cuerpo del otro, por medio de su presencia y de su mirada.
“Lo que me convierte en una extraña, en una marginada es que no consigo
respuestas de los demás”, así se expresa una mujer que dice no tener otra compañía que
la angustia. ¿Qué sucedió? “Sin respuestas de los otros es como si estuviese muerta”,
añade, y es verdad, pues es como si viviera a la intemperie del trauma y de la angustia de
un cuerpo desposeído y necesitado de los otros para existir, y por eso dice que si el otro
no responde, es como si estuviera muerta. “En realidad estoy muerta”, repite. Al dirigir
su demanda a un muerto está en realidad muerta. ¿Por qué lo repite?
No se acude a un psicoanalista o a un psiquiatra o a un psicólogo, como antes se
acudía al confesionario, si no es para que el cuerpo consiga un lugar en el otro, aunque
sólo sea en la inclinación de una mirada, como diría Plotino, más o menos fugaz. El
cuerpo ante la acechanza de la angustia no encontrará su forma más que por entregas,
siempre estará hipotecado. Si la religión se convirtió en una necesidad del hombre, es
porque promete una vida en la que el cuerpo encuentra la forma y el sentido de su
inmortalidad. Esta ilusión convertida en necesidad no es más que un nuevo modo de
temor a la condena de ser reducido a la cárcel del cuerpo.

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Ante la angustia, la cuestión no es la mentira sino la muerte. La mentira es la
búsqueda del sentido y en el niño es también el modo de proteger su propio espacio
frente al control de los padres. Siempre que el niño parece incapaz de mentir es que está
invadido por el poder mortífero de la madre. Con la mentira se fragua la alianza entre el
sentido y la libido de la que se alimenta la teleología social, pero también la movilidad y el
desplazamiento que constituye la vida subjetiva. La mentira es un modo de abordar la
obtusa realidad. El problema no es la mentira, sino la muerte. La muerte aparece cuando
la soledad del cuerpo opera de forma que la libido desaparece de ese cuerpo inerte. Se ve
en el niño incapacitado para mentir y en muchos sujeto psicóticos que dañan su cuerpo
buscando en la herida de la realidad una veta libidinal. No se les permitió mentir, es decir,
no se les permitieron las estrategias de la vida.
La muerte también aparece en el lazo social ante el inhóspito encuentro con los
demás, como si con el rencor sintiera correr la sangre por las venas y ya no pudiera
detenerse, pues si se detiene caería como un títere sobre la tierra baldía. La abstracción
del Mercado requiere una disponibilidad enteramente vacía para que ahí florezca la
mercancía, tanto como fuerza de trabajo o como producto de esa fuerza de trabajo. La
mercancía es la abstracción que anula el deseo propio, el cual se ve reducido a una
confusa, cruel o pasiva insensibilidad. El ruido y el aturdimiento, cuando no la guerra, se
hacen del todo necesarios para enaltecer un vínculo social inerte. El superyó pasa a
convertirse en instancia del deseo de muerte, cuando toma la vida del otro como ofensa
propia. El deseo ya no estaría sometido a prohibiciones, que ligan deseo y ley, sino a la
descalificación de la existencia o a la absorción mortífera en el consumo de objetos
intercambiables. La venganza es un pugilato competitivo por la apropiación, interminable
y hueca, de presencias físicas que legitimen un deseo ya muerto que sueña con resucitar
por esa miserable apropiación de bienes.
Clov, el personaje de Beckett, es menos despreciable. Sabe que ya no cabe entre
los hombres otro orden real que no sea la inercia. “Un mundo en el que todo estuviera en
silencio e inerte y cada cosa tuviera su sitio definitivo bajo el polvo definitivo”, dice como
conclusión de Final de partida. Cada cosa en su sitio, en una especie de orden sin causa
final y, por tanto, sin sentido. Tanto Clov como Hamm se miran todo el tiempo el uno al
otro, repiten la escena humana una y otra vez, es decir, que uno es el esclavo y otro el
dueño, pero ya no se sabe bien de quién o de qué. Qué protección sena posible una vez
que la despensa se ha cerrado, pero aun así no se puede dejar de obedecer aunque no
haya mandato positivo, como títeres, hasta que se agote la inercia del movimiento. Esta
obediencia inerte es simulacro de una protección, pero es un desorden y un
contrasentido, ya que toma como prueba el poder de la muerte. También en la religión,
como en cualquier tecnología de salvación, se requiere que alguien, un cuerpo, sea
sacrificado. Por eso el orden que Clov reclama es el silencio inerte, sabedor de antemano
de que la indiferencia no es posible entre los hombres y por eso se continúa. “El final
está en el principio y, sin embargo, uno continúa.”
Se puede conseguir la insensibilidad pero no la indiferencia. La indiferencia es
imposible entre los hombres porque lo más propio del hombre es su pavoroso temor a la

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soledad. Si el cuerpo fuera propio, tendría su modo de gastarse y eso sería un modo de
indiferencia. La soledad radical exige la respuesta del otro y su silencio es la imagen de la
muerte propia. Si tenemos problemas con la muerte es porque tenemos dificultades con
la identidad. Somos en verdad personajes en busca de autor. Nadie puede en el fondo de
su ser responder a la pregunta quién soy. Hacemos esa pregunta que señala la soledad de
donde parte: la soledad del cuerpo. En esa soledad lo que está en juego es la identidad y,
por tanto, la condición de existente. Lo que tiene de insoportable el mirar cara a cara al
sujeto psicótico es el sentimiento de no existir propiamente para él, es la indiferencia que
interpretamos que nos muestra y que a fin de cuentas concuerda con la indiferencia de la
mercancía, con esa insensibilidad que muestra en las relaciones humanas el rostro de lo
inerte.
La soledad del cuerpo es su falta de identidad, la expropiación, el que su condición
de viviente esté siempre necesitada del otro, por lo cual es como si de entrada ya
estuviera muerto. La dependencia mortal del otro es, sin embargo, la ración de vida
libidinal del cuerpo. De ahí la imperiosa y constitutiva correlación del yo con el grupo.
Tanto el entusiasmo corporal como el sentido requieren el orden colectivo, y este orden,
para que sea tal orden, implica una teleología, una causa final que ordene y configure la
frágil identidad con la fortaleza de la pertenencia y la inclusión en dicha causa final. La
soledad y el sinsentido han de ser velados con el manto de la causa final. El que la causa
final haya terminado viéndose cuestionada como orden común con la causa eficiente ha
tenido efectos específicos en la concepción del Poder y del Derecho. El debate sobre el
Derecho natural y su relación con el Derecho positivo es subsidiario, como se verá, de
esta cuestión de la causa final.
El sujeto anhela el sentido. ¿Cómo orientará su búsqueda de sentido? ¿Cómo
podría dar a su cuerpo sexuado una compañía definitiva? Si el mundo estuviera en
silencio, inerte, como quería Clov, no estaría menos desesperado, porque la materia
empuja a la vida y la vida es desconocida e incomprensible para el hombre, está solo en
ella y, sin embargo, depende del otro para existir.

4. El fracaso hilemórfico y la causa final

No hay materia sin forma, decía Aristóteles, pero el cuerpo del hombre no tiene forma si
no la recibe del otro. Schreber, el maestro de la psicosis, pasará toda su vida tejiendo los
nervios que ordenan el universo para conseguir un orden que le dé un lugar, sin que
finalmente pueda conseguirlo. Ese orden está roto, sobre todo está roto desde que la
causa final, que da orden y sentido al universo, perdió su anclaje con la causa eficiente y
luego terminaría perdiéndolo también con el sentido, lo que obligó a los peores y más
destructivos delirios teleológicos durante el pasado siglo.
¿Es pensable la materia sin forma? La materia ni se crea ni se destruye,
simplemente se transforma, dice un conocido principio de la termodinámica. El hombre
suele pensar que su cuerpo es la cárcel del alma, porque así considera que el alma,

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inmortal, una vez desaparecido el cuerpo, encontrará la definitiva compañía y el
definitivo descanso. De ahí que para Aristóteles el hombre sea en sí mismo un problema
(un problema de identidad), a causa de un cierto fracaso hilemórfico, de la difícil reunión
entre materia y forma. La materia busca la forma y esa búsqueda es el movimiento del
hombre. Ahora bien, ese movimiento está orientado por un orden superior que es la
Razón y el Sentido del movimiento de todas las cosas. De ahí que se haya consagrado el
uso del término causa para referirse al sentido que se quiere para la vida, para su
justificación, y no a la explicación de las leyes de la naturaleza. La causa eficiente puede
ser considerada como conjunción constante, por decirlo como Leibniz, una “relación
constante y regulada” en la que una cosa es expresión de la otra y no habría más
estrecha copertenencia que esa expresión. La causa final constituye, sin embargo, la
verdadera razón y sentido de las cosas. Explicar la causa en términos de expresión, como
hace Leibniz, quiere decir que la causa contiene el efecto, contiene y expresa el efecto,
ya que la esencia de la razón es “incluir y expresar” (enfermer = exprimer), y a su vez el
efecto es expresión de la causa. Este es un modo de hablar de la causa eficiente en
términos de causa final y de sentido, para poder situar al sujeto en una cierta coincidencia
colectiva. Por eso, explica Leibniz a Amauld, sólo Dios es la causa que está en la base de
todos los efectos y esos efectos forman un conjunto porque Dios es su cause commune.
Como causa común ordena y rige la combinatoria de todos los efectos porque es la causa
final o causa última.
Sin causa final el hombre no puede encontrar consuelo para su soledad. Por eso,
Leibniz no hace más que proseguir la tesis aristotélica sobre la articulación entre causa
eficiente y causa final. La diferencia está en que en la época de Leibniz esa articulación
ya no era tan fácil de hacer a partir del orden de la creación, digamos del orden de la
naturaleza, por lo cual se ve obligado a acudir a Dios como cause commune, como único
lugar posible de esa coincidencia. En el libro I de la Metafísica, hablaba Aristóteles del
Primer Motor en términos de “deseable” y “objeto de amor”. Dice, por ejemplo, a
propósito de cómo pensar el movimiento del universo: “Puede sospechar alguien que fue
Hesíodo el primero en buscar tal cosa, y, con él, otros que consideraron el Amor y el
Deseo como principio de los entes, como también Parménides. Este, en efecto, tratando
de explicar la generación del universo, dice: “concibió en su mente al Amor / mucho
antes que a los demás dioses”… Debe haber en los entes una causa que mueva y
congregue las cosas” (985.a, 20).
En Sobre el movimiento de los animales vuelve Aristóteles sobre este asunto de la
causa final y afirma que todo impulso requiere un punto de apoyo, ya que no podríamos
mover el mástil del barco desde su interior. De igual modo el mundo no se movería si el
motor fuera interior al mundo. ¿Cómo es que un motor exterior al mundo pueda actuar
como motor del mundo? Pensar en Dios como causa final parece ser la solución, pues la
causa final es la que ordena un movimiento sin necesidad de actuar físicamente en el
interior de lo movido. Esta noción de la trascendencia se adecua bien a la condición del
sujeto en la que el movimiento ha de ser explicado por el amor y por el deseo. Dios no
mueve al mundo por contacto como la causa eficiente, sino como objeto de amor, como

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causa final. La causa final conduce al hombre hacia una plenitud inalcanzable, pero por
ello mismo activa y viva. El amor y el deseo se explican porque el hombrees el sujeto de
la carencia por antonomasia, ya que es sujeto por estar separado de la causa final, la
cual, sin embargo, le mueve a través del deseo, de su búsqueda y de su alcance. Eso
hace del hombre un ser carente, pero no solitario. Aristóteles no habla de la soledad, ya
que en su consideración la soledad provendría más bien de que el hombre coincidiera
consigo mismo, de que no hubiera fracaso hilemórfico. No habría entonces ni potencia ni
movimiento. Sería la realización del principio de nirvana o grado cero del movimiento,
como diría el aristotélico Freud.
Paradójica y sutil manera de pensar al hombre en una inclusión colectiva y
cósmica presidida por el deseo y el amor como causa final. Dicha causa final regirá el
biós politicós, el orden y el sentido de la polis como aspiración desde la barbarie. La
polis es la aspiración como causa final que alienta las relaciones entre los hombres.
Aristóteles no puede concebir que la barbarie sea componente ineludible del poder bajo el
modo de la crueldad. De ahí que la causa final aristotélica se realice precisamente en el
proceso de la vida social como comunidad de los hombres, en la que la soledad no es
efecto de la carencia, sino que, por el contrario, es de lo que la carencia nos libra por ser
la carencia la razón o fundamento de la causa final. Así pues, el llamado realismo
aristotélico concibe el Amor como anhelo que mueve la dýnamis o potencia (nombre
aristotélico de la pulsión) con el ritmo de la causa final que gobierna el aparente desorden
hilemórfico. No en vano Aristóteles, maestro de Alejandro, es, a su vez, la autoridad a la
que van a acudir todos aquellos que han considerado la guerra de conquista como guerra
o triunfo de la civilización.
La causa final es la justificación de una moral colectiva que se rige por el
inconmovible principio político de que los fines justifican los medios, que sólo el fin tiene
calificación moral y que sólo el Poder sabe de ellos. Aristóteles inicia así esa némesis en
la que se asientan las diversas formas de la tiranía, basadas todas ellas en el orden global
que lleva a compensar el sufrimiento y el dolor en los acordes de una contrapartida, ya
sea de conquista, de progreso o de amor. El amor como contrapartida, no ya meramente
de la carencia (como la monomanía aristotélica nos propone), sino ya clara y
descaradamente del sufrimiento, de manera que el sufrimiento termina siendo no sólo su
prueba, sino su naturaleza misma. Será la promesa de un ars combinatoria universal que
combina los opuestos, y esa combinatoria es la imagen de la felicidad, paupérrima
felicidad que desconoce que su fundamento no es la carencia, como potencia, como vis
potentiae, sino la soledad, y que dicha soledad no es el retiro de un encuentro con el dios
de la causa final, sino la angustia de un cuerpo que no puede sostenerse en la vida por sí
mismo sin el aliento de los otros.
Ése es el marco de la barbarie, de la explotación de la imperiosa necesidad de
sentido que Sánchez Ferlosio, en su libro titulado Si los dioses no cambian nada habrá
cambiado, en el que reflexiona sin contemplaciones acerca de las consecuencias de esa
maldita necesidad de dar sentido al dolor, resume en la figura del orgullo patriótico del
negro americano: “[…] haciéndole pensar cómo ese inmenso martirio de sus

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antepasados, arrebatados al Africa natal y arreados a latigazos, bajo la condición de
esclavos, en el cultivo de las plantaciones, contribuyó de modo decisivo a la creación de
la gran patria de la libertad, de la que él mismo usufructúa ahora el alto precio de ser
ciudadano” (pp. 135-136).
El mismo Sánchez Ferlosio propone una distinción entre causa eficiente y causa
final que resulta esclarecedora por plantearla en un terreno tan sencillo como es el debate
habido en el siglo XVI acerca del consumo de coca por parte de los indios que trabajaban
las minas del Potosí. ¿Bajan los indios a la mina para conseguir dinero para comprar coca
o mastican coca para poder soportar el terrible y extenuador trabajo de las minas? En
esta pregunta se encierra, para Sánchez Ferlosio, la distinción entre causa eficiente y
causa final. Si el objetivo es bajar a la mina para poder comprar coca, estaríamos ante
una causa final: trabajo para conseguir algo que es exterior al trabajo pero que daría
sentido al trabajo. Si, por el contrario, la ingesta de coca es indispensable para poder
realizar dicho trabajo, nos encontraríamos en el terreno de la causa eficiente, que de por
sí carece de sentido y, sobre todo, quita todo sentido al susodicho trabajo y muestra, al
desnudo, su barbarie. El empeño de los españoles en la primera opción de la causa final
lo explica Sánchez Ferlosio de esta manera:

[…] todos o una gran parte de los españoles, aun logrando probablemente muchos de ellos acallarlo y
ocultarlo ante su propia conciencia, no debían de poder evitar un mayor o menor convencimiento del
alto grado de improbabilidad de que no hubiese ni siquiera un algo o incluso un mucho de certeza en la
versión de los indios sobre los efectos de la coca… Necesitaban, sin embargo, […] tratar de
mantenerse aviva fuerza en el convencimiento […] de la incuestionable veracidad de su dictamen,
porque admitir lo contrario habría sido tanto como reconocer que la “causa” de aquellas “crecidas
sumas de oro y plata que con suavidad y gusto de los Indios les sacaban todos los años los
Españoles” no era tanto una causa final, sino más bien y sobre todo una causa eficiente, o sea,
confesarse sabedores de que la coca era en verdad un vigorizante que les hacía a los indios soportar
mejor el esfuerzo de las minas… (Non olet, pp. 191-192).

Se ve así cómo el debate sobre causa eficiente y causa final no es ninguna


bagatela. En ese ejemplo se ve que la causa final es la que presta el sentido y, por tanto,
la tranquilidad de conciencia y la necesidad de inocencia que tiene el poder. Podemos
seguir unas líneas más a Sánchez Ferlosio:

Tenían que apuntalar su voluntariosa convicción de lo totalmente ilusorio de los supuestos


efectos físicos de la coca para sofocar en sus almas la conciencia de estarse aprovechando de un
conocimiento inconfesable: el de que los indios pagaban con el salario que ganaban bajando a los
infiernos de la plata aquello mismo que les proporcionaba las fuerzas necesarias para poder sacarla…
(Ib, p. 192).

Una vez establecido el sentido por medio de la causa final, el poder adquiere
impunidad en su ejercicio y de esa manera y por esa razón Aristóteles podrá encomiar al
bárbaro Alejandro Magno que incendia ciudades y degüella mujeres y niños para

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escarmiento y ahorro de tiempo y soldados en la batalla, por su labor civilizadora, como
si la causa final de esa conjunctio combinatoria que es el mundo, pudiera dar a la
crueldad de la pasión de dominio de Alejandro Magno el estatuto del orden superior que
guía el movimiento del universo para el bien de todos.

5. La causa final y la soledad

Y todo esto por no querer mirar de cara esa terrible soledad que carece de causa final y
es mero desamparo. Y así sucede que la carencia misma está supeditada al orden del
universo. Si la mujer, por ejemplo, es un “macho impotente” (Sobre la generación de los
animales, IV, 1, 766a), por incapaz de alcanzar de por sí plenamente su morphé, su
forma (¡como si el macho lo consiguiera!), bendito fracaso hilemórfico dirá, sin embargo,
Aristóteles, pues permite que los humanos se procreen y se perpetúen.
La causa eficiente opera por contacto físico y es local y parcial, la causa material
se refiere al tipo de materia que soporta ese trasiego causal, y la formal es la
representación como producto de la actividad causal, pero sólo por medio de la causa
final entran las otras causas, parciales y unilaterales, a formar parte de un orden universal
y de sentido. La carencia, y más concretamente el sufrimiento y el daño, no sólo no
cuestionan dicha causa, sino que la justifican o son justificados por ella.
Si es verdad aquello que decía creo que Salustio acerca del sufrimiento de los
romanos en las guerras de las Galias, el cual sólo se puede explicar por la contrapartida
de una causa, ¿cuál era la causa de esas mujeres violadas y degolladas por los soldados
macedonios en las inhóspitas tierras del medio oriente? La causa la establecen quienes se
alinean bajo el estandarte del poder. Pero no hay poder sin víctimas, como no hay
salvación sin condenados, y así, a ese paso, marcha la historia. De una u otra forma de lo
que se trata es de huir de la soledad, de no mirarla a la cara. Escribe a este propósito
Sánchez Ferlosio en el libro anteriormente citado en primer lugar:

Todas las trampas, todas las rebeliones, todos los cinismos, todas la hipocresías, todas las
neurosis, todos los disimulos, todas las superticiones, todos los dogmatismos, todos los rencores, se
originan en esta universal mala conciencia y en el denodado empeño por rehuir el trance de mirar cara
a cara el espantoso rostro del dolor (p. 90).

Pues bien, la causa final no siempre pudo mantener tan acordada compañía con la
causa eficiente. En la modernidad, el pragmatismo científico ahondó la distancia entre
causa eficiente y causa final, y el actual sistema de producción fue reduciendo la causa
final a intereses circulares conforme a los cuales se producen mercancías para comprar
mercancías y así se reitera la rueda del Productor-Consumidor. Esto favorece el que el
poder busque su razón de ser en el acto de voluntad y no tanto en el orden natural.
Cuando, por ejemplo, Guillermo de Ockam afirma que Dios es bueno no por su
naturaleza, sino por su libre voluntad, ya que en caso contrario se pondría en cuestión la

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omnipotencia y libertad divinas, introdujo de esa manera la arbitrariedad de un poder
desgajado de toda ley natural y sólo proveniente del libre albedrío. Ese Dios arbitrario
inicia el calvario del temor y de la humillación y por esa vía retoma al agustinismo que
enarbola la amenaza de la verdad como alistamiento eclesiástico. La Reforma protestante
terminaría siendo el triunfo de un Dios cuya verdad es una exigencia de sumisión que
proclama, como San Agustín, que la fe es asentimiento y ciega obediencia a un Dios que
ya no es tanto el creador, sino quien decide la salvación o la condena del hombre.

6. El universalismo cristiano y la redención

El voluntarismo político, el anclaje del poder salvífico en la voluntad de Dios siempre


formó parte de la tradición cristiana desde su origen. Cuando bajo el Imperio romano, el
judaismo se plantea, movido entre otras cosas por el interés de los no judíos en el
monoteísmo y por el desigual pero novedoso integracionismo de la pax romana, la
alternativa internacionalista frente a la conciencia racial de pueblo elegido, ese
internacionalismo encuentra dos alternativas. La primera correponde a la posición de
Filón de Alejandría. Para Filón, la elección del pueblo de Israel se limita a ser el pueblo a
través del cual se transmite la Ley, pero la revelación propiamente dicha no viene de
Moisés, sino del Logos de Dios y no a un pueblo determinado, sino a cada hombre.
“Mucho más digno que la creencia y más venerable que el creer es la verdad”, afirma en
De Abrahamo (121-123). La Ley misma es la expresión positiva de la Ley natural
universal. No hay proselitismo en Filón.
Pablo de Tarso es la otra alternativa del universalismo judío. Lo que hace San
Pablo es universalizar la categoría de pueblo elegido. Si Filón subraya el Logos del Dios
creador, Pablo de Tarso pone en primer plano al Mesías, es decir, la nueva alianza de la
Redención, que Cristo encama, con el nuevo pueblo elegido no por la raza, sino por la fe.
Para San Pablo la “justificación” (nombre paulino de la elección) es por la fe, no por la
Ley. “Dado que Abraham se fió de Dios y eso le valió la justificación, sabed de una vez
que hijos de Abraham son únicamente los hombres de fe”, escribe a los Gàlatas (3 ,6).
José Montserrat Torrents ha escrito sobre este asunto en un excelente libro que acaba de
reeditar la editorial Trotta y que se titula La sinagoga cristiana.
Ni que decir tiene que el éxito de Filón fue escaso o nulo, mientras que San Pablo
fundó el cristianismo. El cristianismo se basa en la universalización del pueblo elegido, de
forma que cada sujeto es susceptible de ser elegido si cree. No son las obras, no es la
verdad de la que hablaba Filón, no es la “virtud” socrática ni la apatheia estoica lo que
salva. La salvación viene de la fe, y la salvación consiste en formar parte de los elegidos
y no hay elegido si no hay no elegidos o condenados. La categoría cristiana de elección
va a la par de lo que San Pablo llama “nueva alianza”, aquella que vincula por la fe a la
comunidad de creyentes. De este modo, el sentido no proviene de un orden combinatorio
cósmico, sino que adquiere su fuerza libidinal de la exclusión del otro. El cristianismo
explota magistralmente esos dos componentes esenciales del sentido que son la salvación

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y la persecución. “Bendecid a quienes nos persiguen”, escribe San Pablo a los Romanos,
idea sobre la que San Agustín vuelve al proclamar su haeretici prosunt Ecclesiae. La
comunidad de los creyentes se consolida no sólo por la elección, sino por lo que esa
elección conlleva de persecución. La pertenencia a la comunidad de los creyentes es la
pertenencia a la comunidad del sentido, y el sentido toma su consistencia de la
significación persecutoria.
Lo que el cristianismo tiene de novedad respecto al pensamiento o la ética griega
no es el ascetismo, ni es el rechazo a la soledad del cuerpo, ni tampoco la renuncia. Es
sencillamente, por un lado, la universalización del pueblo elegido y, por otro, la expresión
de esa nueva categoría de elección por formar parte de la comunidad de los creyentes.
Desde esta perspectiva, el cristianismo es la expresión más acendrada del fantasma
sadomasoquista, de la salvación por la sumisión fiducial y el sentimiento de culpa
superyoica.
La causa final adquiere en el cristianismo un carácter mesiánico que da su
particular orientación a la teología política al supeditarla de una u otra forma, sea
directamente al modo teocrático o sea bajo el modo de la Iglesia no sometida al poder
político, a la misión redentora y a la categoría del elegido o justificado por la fe. Más
adelante se verá cómo se ha desarrollado este asunto de la teología política en relación al
debate sobre el Derecho Natural. Pero ya Agustín de Hipona advertía contra quienes,
como Pelagio, confunden el espacio natural con el espacio de la salvación, por lo que “no
se debe destacar al creador de tal forma que parezca obligado y convincente admitir
como superfluo al redentor” (De natura et gratia, 34, 39). De ahí que tanto Orígenes,
que proponía una salvación original y general incluido el maligno, como Marción, que
concluyó que el mundo fue creado por el demonio y no por Dios, ya que no podía ser el
mismo quien tanto daño hizo y su reparador (figura comúnmente conocida como la del
bombero pirómano), ambos fueron condenados como herejes, en un caso por eliminar la
categoría esencial del elegido y en el otro por traer a escena la idea de un mal absoluto
sin compensación ni subterfugio.
La ira de San Agustín se dirige, con especial encono, a los pelagianos que, como
Filón y otros helenistas, consideraban que el hombre era responsable de su salvación por
cuanto que era responsable de sus actos, y que la revelación de Dios es la conquista del
Logos en cada uno, por lo que no es arbitraria. La ira agustiniana tiene como razón de
ser el que la propuesta del obispo Pelagio va en menoscabo de la Iglesia como
“comunidad de creyentes” y como pertenencia a la obra de la redención: extra ecclesiam
nulla salus. Esa pertenencia acentúa la soledad, no la vela, pero la acentúa como
maldición de la que sólo la pertenencia a la comunidad de los elegidos nos puede librar.
Esta polémica entre creacionismo, que privilegia al Dios creador, y redentorismo,
que privilegia al Cristo redentor, no debe ser confundida con la polémica, siempre a la
orden del día en los medios educativos norteamericanos, sobre creacionismo y
evolucionismo. La primera es un debate o una toma de posición argumental interna a la
Teología de la Iglesia, y que opone la idea de una igualdad natural de todos los hombres
por el hecho de la Creación a una jerarquía de la pertenencia a la comunidad salvifica. La

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segunda, mucho más moderna y ajena a la cuestión del Derecho Natural, opone religión
y laicismo, fe y ateísmo. Para estos ultramontanos educadores norteamericanos,
evolucionismo equivale a ateísmo y es incompatible con la idea del diseño inteligente que
requiere un agente creador, exterior al mundo, única garantía, según ellos, del sentido de
la causa final. El diseño inteligente es su versión de la causa final.

7. Crisis del concepto de causalidad y predominio de la creencia

El universalismo cristiano, su versión redentorista y mesiánica de la causa final, se avino


bien con la idea de progreso y le proporcionó consistencia cuando el orden de la
naturaleza dejó de estar sostenido por la conjunción de la causa eficiente con la causa
final, impidiendo así que causa y sentido se opusieran. Pero el progresivo dominio de los
recursos de la naturaleza fue obligando a la causa eficiente a desentenderse del sentido de
la causa final. El producto de la manipulación científica y técnica es lo importante, no el
orden del universo. Eso produjo una distancia, un desgarro entre causa eficiente y causa
final, que, por un lado, favorecía la conquista de la naturaleza, pero, por otro, dejaba al
sujeto, aparte de su coyuntural engreimiento por el poder recién adquirido, desamparado
y, como la existencia de Dios, sin prueba.
Esa falta de prueba marca de manera más honda y definitiva el predominio de la
fe. Dios termina siendo, por un lado, experiencia subjetiva del creyente y, por otro, figura
de la arbitrariedad del poder y de la elección. Tal figura del sujeto de la experiencia
terminará teniendo fundamental importancia en la clínica psicoanalítica donde la
transferencia, como se verá, es el resbaladizo terreno en el que se juntan el sujeto de la
experiencia y el de la sumisión o, incluso, de la humillación fantasmática. La
transferencia tiene el riesgo de instituir, por medio de la idealización de la experiencia, el
retomo de una “tecnología de la salvación” en la que la pertenencia transferencial y sus
ampliaciones institucionales dan al traste con los objetivos terapéuticos de una clínica que
basa su práctica en la suspensión de condena, pero que de esa otra manera vendría a
testimoniar que no hay otra forma de curación para la soledad radical del sujeto que no
sea la fe y la comunidad de creyentes.
Freud, obstinado siempre en salvar al psicoanálisis de la religión (pero si algo ha de
ser salvado de algo, eso quiere decir que quizá se está en sus ganas), no encontró una
mejor metáfora para hablar del inconsciente que la del libro. El libro del inconsciente,
como la piedra Roseta, es un libro en clave cuyos signos tendría que descifrar el analista.
Esta idea engarza con la de Dios “Autor del universo” que aparece al comienzo de
la edad moderna. Hasta el mismo Galileo habla del “gran libro del universo escrito en el
lenguaje de las matemáticas” y que requiere entonces el saber matemático para ser
entendido. Pero es Paracelso, no en vano conocido en su época por “el Lutero de los
médicos”, quien orienta el saber médico hacia el libro de la sabiduría, el cual no es el
mero comentario a lo ya establecido por los antepasados, sino la naturaleza cuyos signos
serían los astros. El sentido encuentra su lugar de pervivencia en la interpretación. Lo

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que la Biblia fue para Lutero, será el libro del firmamento para el médico. Médico es
quien interpreta las señales y al leer los signos sabe cómo curar las enfermedades: “así
como las terminaciones de los cuernos nos indican la edad de un ciervo, así también la
hepática y el ombligo de Venus descubrieron hojas con las formas de las partes que
pueden curar”. Las hojas del cardo, por ejemplo, se descubrirán, por el signo de sus
pencas, como “la mejor hierba contra la picazón interna” (XIII) según el consabido
principio que rigió más tarde el decubrimiento de la vacuna: Similia similibus curantur.
Esta insistencia en una sinergia curativa, que propone una armonía entre salud y
naturaleza, dio pie a lo que en la actualidad se conoce como homeopatía o modos
curativos basados en la bondad natural y sin artificios del producto. Eso está en la base
de todo ritual mágico que fundamenta su poder curativo en la confianza redentora de un
orden armónico
La acepción de Dios como “Autor del universo” convierte todo fenómeno en signo
y, como tal, requerido de interpretación. Pero la interpretación no es más que una
inferencia con ampliación de significado que sólo puede sostenerse, para no convertirse
en un simple “delirio de interpretación”, en la idea de un designio inteligente que gobierna
el proceso evolutivo de las especies naturales o el movimiento de los astros o la media
estadística, siguiendo el criterio newtoniano de que la ley de la gravedad está causada por
un agente inteligente que gobierna el orden del universo. La teoría del diseño inteligente
que ha llegado hasta nuestros días es un último intento por acompañarse de una
protección ante el silencio kantiano del cielo estrellado. Es pura y simplemente una
apuesta.
Esta fue la astucia de Pascal. Si Dios no se deja probar, se deja por lo menos
apostar. Es una apuesta, dice Pascal, que aunque no fuera más que por el hecho de
existir, ya no se puede evitar. La apuesta pascaliana revela lo que la teoría del diseño
inteligente quería eludir con su asepsia, ya que se trata de una apuesta por la salvación,
se trata por tanto (no podía ser de otra manera) de cómo vivir. La salvación siempre es
mejor que la posible condena. En esto recuerda a la “apuesta” agustiniana en De utilitate
credendi. Pero en Pascal la apuesta es más pura, pues se trata de una decisión estricta
que no hace intervenir a la gracia. Como dirá luego William James, es una “decisión de
fe”. Pascal lo que hace es ahondar en la estrecha relación que hay entre fe y salvación, lo
que se lleva bien con el nuevo orden social capitalista, necesitado de una culpa individual
como inocencia de un vínculo social que toma al sujeto como mercancía. La mercancía
no sería únicamente una cuestión de fe, como luego diría Marx, sino que requiere que el
sujeto sea un lugar vacío como entera disponibilidad contractual. El Mercado es cuestión
de fe, pues se dirá que funciona por su cuenta de manera certera e inocente, y el sujeto
es en su caso el único culpable de su marginación, de su pobreza y de su desgracia. La
comunidad de los creyentes es cada vez más “espiritual” o más mística, más puramente
fiducial, a medida que la organización colectiva es más pedestre, más interesada,
miserable y cínica. La hipocresía es el signo de la fe y el sello de la pertenencia.
Leibniz, que tenía una posición más platónica y, por ello, también más aristotélica,
se muestra molesto con Pascal. Por un lado, le parece una apuesta cínica y, por otro,

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falsa. Lo cierto es que en sí misma y según el cálculo de probabilidades al que Pascal
contribuyó sobremanera, esa apuesta no agota todas las posibilidades, pues está sostenida
en una esperanza matemática forzada para desequilibrar las posibilidades de cara o cruz.
Si ese desequilibrio viene de la mano de la salvación o la condena, queda de manifiesto
entonces que tampoco ese Dios es de fiar, pues pareciera que sólo quiere desequilibrar la
balanza a su favor, pero ¿quién nos garantiza la salvación por el hecho de creer en ella?
Es un hallazgo de Pascal el haber visto que la salvación está en la fe misma.
Cuando Michel Maudit replica que la apuesta de Pascal no es argumento para la
creencia en la existencia de Dios, sino que sólo es un presupuesto de cómo actuar, a
saber, el actuar como si Dios existiera, no tiene en cuenta que lo que Pascal pone en
escena es precisamente una teoría de la creencia, no tanto la causa de la creencia, sino su
razón o motivo. Desgajada la causa final de la causa eficiente, el sentido no viene
garantizado más que por decisión y esa decisión, que Pascal quiere basar en la esperanza
matemática, versa sobre lo que importa y asusta al sujeto: verse reducido a una soledad
sin sentido. Por eso la apuesta de Pascal se orienta por la salvación y el sentido, o cómo
encontrar en el otro la protección frente a la angustia de muerte que es la soledad radical
de un cuerpo necesitado de creer para poder vivir.
La apuesta pascaliana tiene el rigor de contar con la necesidad de la creencia. En
eso se puede decir que esa apuesta es más rigurosa que el postulado kantiano que
pretende proponer la existencia de Dios y la inmortalidad del alma como correlatos de la
razón práctica, no sólo no contradictorios con esa razón, sino ajustados a razón aunque
no demostrables. La apuesta, a diferencia del postulado, es una decisión, una decisión
interesada, una “decisión de fe”, por utilizar la expresión de William James. La “decisión
de fe” es de por sí salutífera, pues modifica la vida del creyente contagiándolo del
entusiasmo colectivo. No hay fe solitaria. Ni siquiera para Kierkegaard.
Lo que hace Kierkegaard es una vuelta de tuerca más en la hondura de la fe y en
el desinterés por el mundo (es decir, un modo de inocencia a costa de tanta culpa del
sujeto). Kierkegaard parece pretender un estado puro de fe quitándole su fundamento, lo
que transforma la apuesta pascaliana en el juego de la ruleta rusa: mientras más incierta y
menos objetiva sea la salvación, más hondura pasional alcanza lo que Kierkegaard llama
la verdad subjetiva. Pero en última instancia se trata de lo mismo, de cómo alimentar la
pasión de la fe.
En eso coinciden Pascal y Kierkegaard, y, en última instancia, todo creyente, como
si sabedores de la urgencia subjetiva de la fe en el otro acortasen el tiempo lento y estéril
de la razón pura para dar al trauma de la soledad la pasión de la entrega, con lo que el
otro queda comprometido en esa pasión. Por eso, tanto Pascal como Kierkegaard
coinciden en que la fe es de interés vital inaplazable y no tanto medio sino fin, verdadera
causa final (pues de eso se trata), motor del amor y del deseo. Ese tipo de causa no por
íntima es solitaria, sino que concita a la comunidad de los creyentes. La pasión de la fe se
alimenta del contagio mutuo de la comunidad de los creyentes. Se sostiene en ese medio
brutal, y esa entusiasta compañía es de por sí salvifica o, como la describe sucintamente
William James, utilitaria, pues parece una evidencia que le va mejor al que cree que al

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que no cree. La fe es así un garantizado alimento libidinal.
Acentuar la verdad subjetiva a costa de cualquier consideración de verdad objetiva,
como lo característico de la experiencia de la fe o de la pasión de la fe, es una franqueza
de Kierkegaard que saca la experiencia religiosa de toda pretensión crítica, para lo cual,
para que fuese realmente subjetiva, habría que sacarla también de su base comunitaria.
Pero la verdad inmune a la crítica no tiene otro sostén que el entusiasmo comunitario y si
es en efecto una experiencia íntima de la necesidad del otro y de su evocación, esa
experiencia está protegida de la soledad, que es su matriz más originaria, por el contagio
de la fe. Por mucho que Kierkegaard insista en el absurdo de la fe, tal absurdo
únicamente se sostiene en el entusiasmo y, por tanto, en el contagio de la fe, única y
verdadera compañía tras la desaparición de la convergencia entre causa eficiente y causa
final, entre realidad y pensamiento, que deja al sujeto como pérdida de realidad en busca
de realidad, según la tan acertada expresión de Paul Celan. Este sujeto cortado de la
realidad, desgarrado en su constitución, necesitado del otro como prueba de existencia,
no ya de Dios, sino de él mismo, encuentra esa prueba, en primer lugar, en la adhesión,
en lo que he llamado juicio de atribución, mediante el cual el otro es atribuido de prueba
y consistencia por la comunidad, nunca por la soledad, ya que la soledad es la carencia
de toda prueba y de toda garantía de promesa. La soledad, sin embargo, se oye cada vez
más y la angustia la muestra de modo descarnado. El asilo no parece encierro suficiente
de una angustia que salta los muros y se instala tanto en los despachos como en los
manicomios. La clínica del sujeto nace de ella.

8. ¿Cómo existir en el otro?

La soledad está muy emparentada con la Versagung freudiana, traducida por López
Ballesteros unas veces como frustración y otras como privación, pero que más bien
señala el fallar, lo que no va, la amartía griega (fallar el tiro) o el fracaso hilemórfico, o
cómo el sujeto venido al mundo sin orden ni concierto es materia falta de forma, materia
decepcionada, la de un cuerpo expropiado y por ende transido pulsionalmente por el
anhelo y la mirada del otro que ha de buscar en su extravío el sentido y que no encuentra
otra significación más originaria que la significación persecutoria o cómo esa soledad es
consecuencia de una condena y de una exclusión. El afán de incluirse, para así escapar
de esa soledad mortal e infernal, será la pasión del sujeto. El precio es lo de menos. La
historia no es más que la repetición del coste criminal de esa huida de la soledad hacia el
contagio del sentido que cabalga sobre la significación persecutoria.
“Si no me suicido es porque sé que en dos días ya no existiría para nadie… Si yo
no estoy aquí, ya no existiré para nadie…” Así se explica una mujer que desde niña se
toma el trabajo obstinado de no desaparecer ante esos otros cercanos, proclives a mirar
hacia otro lado si ella los importuna con su generosa presencia. No quiere, o no puede
saber, que el empeño de no estar sola bajo esa forma del hostigamiento contribuye a su
exclusión. Pero sí que sabe que la soledad puede que sea o no un destino pero, sobre

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todo, es un estado íntimo de angustia que no consigue la prueba de su solución.
Las marcas de la experiencia del desamparo del cuerpo ante el otro se reescriben a
lo largo de la vida como repetición del fracaso de la identidad del cuerpo y, por eso, de su
servidumbre al otro cuerpo. En esa reescritura, la soledad del cuerpo es como un
espectro que empuja al sujeto a una huida interminable cuya característica más propia es
la de intentar hacerse permanentemente presente en el otro una y otra vez hasta el
agotamiento. Cualquier gesto de separación le sume en la angustia de una soledad que
linda con la muerte. Ansiedad, angustia, perplejidad, agresión y confusión son formas de
una demanda cuyo límite se convierte a su vez en demanda o súplica al otro, y así se
hace circular y, por tanto, más confusa al tiempo que más maníaca e imparable.
El límite lo establece la intrincación pulsional, lo cual supone una satisfacción no
ajena al deseo, no bulímica. Esto requiere la separación del otro para que la angustia y la
soledad no se inmovilicen en la queja, la dependencia y el resentimiento. Cuando no es
así, cuando no hay espacio subjetivo, deseo propio, cuando el pulso del deseo no
constituye su ritmo interno, esa demanda ciega que es la pulsión está poseída por el
exceso, ya no sabe qué pide ni a quién, es sólo demanda de abuso, carece de medida y
de proporción. En ocasiones esto suele crear problemas en el tratamiento, ya que en esa
situación tal tipo de demanda, que repite su ciego exceso, no admite elaboración, es
deslizamiento continuo, maníaco y automatizado de un fracaso que no tiene límite
subjetivo. A veces eso puede constituir un tope al tratamiento, pues si no se puede
rectificar la demanda que nos transita y que forma parte de nuestro ser, entonces ese
deslizamiento circular es sólo estéril; no diré mortificante o solitario, sino estéril. La
clínica psicoanalítica trata precisamente de verificar en la transferencia cómo se han
construido las demandas y las respuestas que somos, y sólo por medio de esa
verificación subjetiva (lo que solemos llamar elaboración inconsciente) existe una posible
rectificación. Pero, en ocasiones, la demanda no encuentra otro límite que la contención
externa, el daño y el temor. Cómo existir para el otro es el objetivo de tanta exposición,
de tanto extravío respecto al deseo y de tanto desamparo.

9. El superviviente reducido a la pasividad del cuerpo

La soledad, hija de nuestra torpeza, pero sobre todo marca de nuestra condición, cuando
se ve reducida a su estricta dimensión traumática como resultado del deseo de muerte, es
maldición y espanto, desesperación y angustia de muerte. Los estudios realizados a
propósito de “situaciones extremas” (tales como los campos de concentración) en las que
el sujeto se ve confinado al tormento físico, al desprecio y a la desconsideración de no
formar parte de la condición humana, han confirmado que en esa situación, ante una
angustia tan extrema, el sujeto puede responder con una insensibilidad corporal casi
amorfa, como si hubiese conseguido el anonimato más inaudito del humano, el verse
reducido a un cuerpo no ya inacabado, sino concluido y, por ello, anónimo y amorfo.
En los campos de concentración nazis, a quienes caían en tal estado de postración

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se les daba un nombre: musulmanes. La mayoría de ellos parece que murieron
entregados a una inercia indiferente y casi “inorgánica” (tal como Freud pensaba el
“nirvana” de la pulsión de muerte). Uno de los supervivientes, Bonislav Goscinski, lo
describe de manera contundente:

He vivido en mi propio cuerpo la forma más atroz del Lager; el horror de la condición de
musulmán. Fui uno de los primeros musulmanes, erraba por el campo como un perro vagabundo,
todo me era indiferente con tal de vivir un día más… (citado por G. Agamben, p. 176).

No hay acto de rebeldía, no hay intento alguno de suicidio. Ese cuerpo reducido a
la indiferencia de una pasividad inerte ya no puede discriminar por los sentidos:

En este período es cuando comenzó la “musulmanidad” (das Muselmanentum)… El musulmán


era despreciado por todos, hasta por sus compañeros… Sus sentidos se embotan, y todo lo que le
rodea se le hace completamente indiferente. No puede hablar de nada, ni siquiera rezar, ya no cree en
el cielo ni en el infierno… (Ib. p. 177).

La palabra se ha diluido, no queda espacio alguno para la subjetividad ni tampoco


para la fe que con su contagioso entusiasmo siempre consigue una mínima ración
libidinal, como les sucedió a los judíos más creyentes. El trabajo desaparece del
horizonte, no sólo el trabajo del inconsciente, sino cualquier actividad laboral:

El musulmán trabaja por inercia o, mejor, hacía que trabajaba. Un ejemplo: durante el trabajo
en el aserradero buscábamos las sierras menos afiladas, que se podían usar sin dificultad, sin que
importase que cortaran o no. A menudo fingíamos que trabajábamos un día entero, sin llegar a cortar
ni siquiera una cepa… (p. 177).

Lo que podía parecer una forma de exilio interior, un modo de preservar un


rechazo íntimo, una distancia respecto a la humillación extrema, resultó ser una derrota
del deseo de vivir canjeada por una mera supervivencia animal. Todo se reducía a la
comida, como si la demanda o la súplica se hubiera desvanecido de su mirada:

Los demás internados evitaban a los musulmanes: no había ninguna conversación común con
ellos, porque los musulmanes desvariaban y no hablaban más que de comida… (p. 178).

Tan llamativa reducción a la indiferencia terminará intrigando a los médicos de las


SS. Parece que ni carceleros ni compañeros de cautiverio podían soportar tamaña imagen
del espanto, la de ver un cuerpo reducido al estado de anulación, sin palabra, desposeído
del anhelo y de la súplica. El propio torturador se espanta de su fechoría si no le aplica el
criterio de que no forman parte de la misma especie. Pero sabedor en el fondo de que

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ésa es una argucia fantasmática, se espanta cuando se confronta a un cuerpo, a un
viviente que pareciera que de verdad ha traspasado la línea de lo humano. Se espanta
porque ese más allá de lo humano, esa trágica animalidad, esa expresión última de la
soledad del hombre, le delata a él mismo, asesino en vano si está solo.
¿Qué decir de esos rostros hundidos, cadavéricos, inermes e inertes de las
hambrunas africanas? Esto no inmuta lo más mínimo a un sistema insensible y
satisfecho, que valla con espinos o muros de hormigón sus fronteras para protegerlas de
los hambrientos que se lanzan a la desesperada sobre ellas. Formamos parte de los
elegidos y esos desgraciados son desafortunados de la Historia. Pero siempre que se
pretende hermanar vida y sentido alguien ha de pagar la operación, y al final viene, sea
por asesinato o por hambre, el exterminio físico del condenado. Está prohibido no
socorrer al náufrago, pero eso no impide arrojar al mar o al desierto a estos desdichados,
convertidos en amenaza de nuestro bienestar patrio, por razones de Estado. Por poner un
ejemplo lejano, todavía resulta inquietante ver al químico Friz Haber (posteriormente
represaliado por Hitler por ser de raza judía, a pesar de su conversión al cristianismo)
orgulloso de su mezcla letal de fosgeno y cloro que en 1915 arrasó las trincheras aliadas
en la antigua Galitzia. Así creía contribuir a la salvación de la patria. Cuando la ciencia se
pone al servicio del sentido carece de compasión y sólo cabe esperar lo peor.

10. El amor y la soledad del sexo

El fracaso del lenguaje revela la inmediatez de la soledad del cuerpo. “Yo me relaciono
muy bien a lo lejos”, dice una mujer que desde hace poco ama a un hombre que la
corresponde, pero esa correspondencia sólo es, por el momento, motivo de angustia.
“Siento que soy una estafa.” Aún sigue reclamando a la madre el cuerpo de mujer.
¿Cómo podría conseguir que la palabra, en cuyo manejo irónico parece una experta, le
evitara la vergüenza muda de ese cuerpo, según ella desvalido y solitario, de cuya
soledad no puede escapar?
Otra mujer se pregunta si ella puede analizarse y siendo que toda su infancia
transcurrió sin palabra, muda, sólo se recuerda en su cuerpo “siempre gordita”, bajo la
mirada glauca de los padres dirigida al cuerpo, no sabe si de manera aprobatoria o no,
pues esa mirada era a su vez muda, no se veía acompañada de palabras. Me sucede,
dice, con las palabras que no puedo decir nunca la palabra acertada, siempre me
equivoco o no me sale. Es una inhibición o quizá una equivocación sintomática, en la que
el sujeto busca un espacio en el que mostrarse por fuera de esa mirada glauca que no
sabe ni qué mira ni quién mira. Por un lado, eso mostraría que no tiene palabra propia,
pero, por otro, es su reclamación. En todo caso, puede verse como una demanda de
palabra, como expresión y contraseña de la soledad del cuerpo. La ansiada compañía de
la palabra de amor, no oculta, sin embargo, la soledad habitualmente perruna de nuestros
corazones.
¿Cómo es que si en el amor se busca salir de la soledad, sucede, sin embargo, que

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en el amor es donde se da la mayor experiencia de la soledad? Esta pregunta exaspera a
la exaltación narcisista, pero revela no sólo que el malentendido del amor no es algo
provisional o anecdótico, sino que forma parte de un vínculo que querría borrar la
soledad del cuerpo, la cual, a su vez, queda subrayada en los límites del amor. El amor
no se dirige al ejercicio de la fuerza, cuenta con ese malentendido, pero no lo indaga en
cada gesto del otro buscando siempre segundas intenciones. ¿Podría el sexo dejar de ser
una exigencia para ser simplemente huella en el cuerpo de la soledad y de la búsqueda de
satisfacción en el otro cuerpo? El amor y la sexualidad no acaban nunca de entenderse.
El amor reclama una promesa y un derecho y, entonces, creyendo que el amor verdadero
ha de cumplir la promesa eterna que destierra la soledad, encuentra la eventualidad
animal del sexo y, por falta de respeto a dicha eventualidad, se trastorna y reclama, como
reaseguro, el dominio y la pertenencia del otro cuerpo.
La presencia de la sexualidad en el amor muestra que se trata del cuerpo. El
cuerpo que anhela al otro cuerpo se turba ante él, temeroso de no pertenecer a sí mismo,
temeroso entonces de su soledad más íntima, redoblada en la soledad del otro. Ese
espacio de la posibilidad del amor, por ser lugar de lo no definitivo y, por tanto, lugar
para el otro, no se deja reparar o completar sino que es indomeñable y reiterado. El
amor, si no cede en el empeño de borrar la soledad, la subraya aún más con la angustia
del abandono o con el atosigamiento de la demanda insaciable de compañía. La soledad
se enrosca en el reproche y en la agresividad; en suma, en el deseo de muerte, como si la
muerte del otro reparara esa angustiosa soledad, cuando en realidad sólo produce la
propia mortandad cubierta y sostenida por el perfil pétreo y uniforme de la hostilidad.
El sexo tiene de por sí una mudez corporal que no es fácil de soportar. El sexo
inscribe en el cuerpo el deseo, la vergüenza y el malentendido; el deseo en su más
originaria condición corporal, la vergüenza de verse fijado de manera contundente y
humillante al cuerpo, y el malentendido de las torpes palabras con las que la sexualidad
recibe su ración de compañía. Un hombre cuenta sus denodados intentos verbales por
acallar la boca de una mujer, una vez cubierto su cupo fálico. El cuerpo no deseado es
cuerpo muerto, indiferente al otro, no es que se angustie por la satisfacción perdida, sino
porque no pinta nada para nadie y su sexo es marca de lo inerte, no de lo no acabado
sino de lo concluido, de la muerte, y entonces el sujeto se asfixia y suspira buscando el
aire. Una mujer que guarda aún el rostro de una belleza ahora mustia, abandonada por su
marido hace quince meses, no puede separarse de esa dependencia del abandono. Su
cuerpo ya no deseado por nadie se ha convertido, según dice, en un mapa de bultos, de
venas marcadas y de grasas degradadas. La angustia tiene un nombre claro: la soledad, el
ya no pintar nada para nadie, el verse reducida a un cuerpo desechado, al cuerpo del
desamparo, al cuerpo, en última instancia, del trauma. Sin embargo, sin la soledad íntima
e indecible no hay disponibilidad para la extranjería del sexo y del amor.
Un hombre, cuya mujer acaba de irse de casa, vocifera que está loca, que camina
hacia el desastre y que está preocupado por su destino. Él, que siempre eludió escuchar a
su mujer, la solicita cada día para esa conversación que, repite, dice que tienen
pendiente. La conversación pendiente consiste en transformar el desamparo en

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reproches, que es como la impotencia manosea a veces la miseria de la venganza, para
así preservarse de la soledad del cuerpo. El cuerpo no se posee, pero nadie puede
abandonarlo. Por eso es soledad. El cuerpo no tiene portavoz. El portavoz es siempre el
grupo.
“Mi cuerpo se me cae encima cuando aparece otra chica en escena.” Se refiere a la
relación con su chico. Ante él, la aparición de otra chica la deja sola con su cuerpo. “Es
como si sólo pudiera tener cuerpo por medio de otro cuerpo y el cuerpo que aparece no
me gusta, parece que es sólo carnaza… cuerpo desechable, no es un cuerpo humano.”
¿Qué es, amiga, un cuerpo humano? Sabemos ya que se trata del cuerpo de la “asistencia
ajena”: un cuerpo alterado por el desamparo y la dependencia del otro cuerpo en el
corazón de su condición viviente. Ese cuerpo pretende ser suplido, por ejemplo, en la
vida comunitaria o en cualquier otro tipo de realización espiritual o de orden superior.
Pero es irrenunciable. Tiene necesidad del otro y está, sin embargo, aislado del otro. Ésa
es la herida del sexo. El cuerpo del desamparo está marcado por esa herida a través de la
que suspira y con la que se aturde. El cuerpo está marcado por la experiencia de la
satisfacción y del dolor en relación al cuerpo de la madre, y en esa experiencia se inscribe
la diferencia sexual.
El cuerpo adquiere su particularidad concreta en cuanto cuerpo sexuado. De ahí
proviene el embrollo que las teorías se hacen entre la pulsión y la sexualidad. La pulsión
es un concepto abstracto que sirve únicamente para señalar la perturbación de la
condición viviente del cuerpo del humano. Sólo adquiere concrección por su impulso a la
satisfacción, y dado que esa satisfacción requiere el cuerpo del otro, ya sea para el
alimento o incluso para la higiene o el dormir, entonces la satisfacción corporal va
diseñando un mapa erógeno que dará carácter de satisfacción sexual a zonas del cuerpo
diversas e imprevistas por la naturaleza del instinto. Eso da a las necesidades llamadas
más elementales, como es el comer y el defecar, el carácter de satisfacción sexual o
satisfacción del otro cuerpo.
Esa dependencia del otro cuerpo para la satisfacción permite entender el estrecho
vínculo entre sexo y soledad. La soledad del sexo, como diría San Agustín, reside en que
te aísla de la relación con Dios, de la comunión de voluntades, del amor verdadero, te
recuerda la presencia del cuerpo. Según la expresión de San Agustín, la erección es el
signo de la soledad del cuerpo a causa de la desobediencia al Espíritu. Un hombre joven,
obsesivo severo, afirma que “la pareja degrada al hombre”. Al preguntarle por qué,
contesta que “le impide dedicarse a otras cosas, digamos más elevadas”, tales como el
pensamiento y la charla con los amigos. Una vez más aquí está el varón quejándose de
su servidumbre a la mujer, imponiendo, como en el mito de la Caída, la representación
de la mujer como cuerpo que lleva a la soledad del pecado. Aun así, el deseo busca la
“solución final”, la forma acabada de la satisfacción. Al encontrarse con la soledad,
sentirá que la sexualidad es una satisfacción humillante.
Kafka resalta la dimensión “animal” y solitaria del sexo, que no es otra que su
exaltada y extraviada mudez, la de un movimiento corporal in-forme o de-forme, es
decir, sin forma ajustada al cuerpo. Cuando Frieda, en El castillo, empuja a K. tras el

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mostrador, se inicia un descenso hacia la soledad del sexo desde el ansia del deseo:

Luego se sobresaltó, porque K. seguía perdido en sus pensamientos, y comenzó a tirar de él


como un niño: “Ven, aquí abajo se asfixia una”. Se abrazaron y su pequeño cuerpo ardía entre las
manos de K.; con un desmayo del que K. quería librarse continua pero inútilmente, rodaron unos
pasos, tropezaron torpemente contra la puerta de Klamm y se quedaron luego inmóviles en medio de
los charquitos de cerveza y el resto de la basura que cubría el suelo. Allí pasaron horas, horas de
respiración simultánea, de simultáneos latidos de corazón, horas en las que K. tenía la sensación de
extraviarse o estar tan lejos en tierra extraña como nadie había estado antes que él…, en la que tenía
que asfixiarse por ser extraño y en cuyos insensatos atractivos no se podía hacer más que seguir
adelante, seguir extraviándose… (p. 732).

Estado agustiniano de extrañeza, tierra extraña en la que “no se podía hacer otra
cosa que seguir adelante, seguir extraviándose”. El descenso desde el “palpitar” del
viviente falto de forma a la soledad de la carne se repite. Al día siguiente, en la Posada
del Puente, Frieda y K. repiten el mismo extravío:

Ella buscaba algo y él buscaba algo, furiosamente, haciendo muecas, hundiendo cada uno el
rostro en el pecho del otro, y sus abrazos y sus cuerpos que se alzaban no les hacían olvidar sino que
les recordaban ese deber de buscar; como escarban los perros desesperados en el suelo, así
escarbaban ellos en sus cuerpos y, desvalidos y decepcionados, buscando una última felicidad,
recorrieron varias veces con la lengua el rostro del otro. Sólo el cansancio les dejó tranquilos y
mutuamente agradecidos. Las muchachas subieron entonces. “Mira cómo están ahí rendidos”, dijo
una de ellas y, por compasión, echó sobre ellos una sábana (p. 736).

¿Qué buscan estos cuerpos, “desvalidos y decepcionados”, que escarban en el otro


cuerpo? ¿Qué “última felicidad” ansian una vez más conseguir? Decimos que no hay
forma, cuando algo nos resulta inalcanzable o incorregible. No hay forma y la
materialidad del sexo nos humilla de nuevo con su soledad. Para Plotino, el sabio es
quien tenía la forma de escapar de la soledad de la materia sensitiva:

¿De dónde venía pues el brillo de la Belleza de esta tan disputada Helena o de todas las mujeres
que por su Belleza se parecen a Afrodita? ¿No viene siempre de la forma? (V 8-9).

Y prosigue Plotino planteando si tiene importancia que esa forma aparezca en


materia grande o pequeña, para responder de inmediato que la Belleza es independiente
de la masa material, y por esa razón sólo por la contemplación podemos acceder a ella.
¿Por qué entonces hablar de la Belleza (aunque la escriba en mayúscula) de Helena o
Afrodita? Platón al menos eludía referirse a las mujeres. A Plotino le pierde colocar a la
mujer en esa relación con la Belleza, aunque sólo puede conservar su forma a condición
de no adentrarse en su materia corporal. La forma, la Belleza, se alcanza únicamente por
la vía contemplativa. De ahí que Plotino venga a representar, mucho mejor que Kafka, lo

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que Freud llamó la “degradación de la vida amorosa” o sobre lo mal que se llevan el
amor y el sexo, o de cómo el deseo sexual se extravía respecto al ideal del amor, y de
cómo entonces el neurótico querría escapar de ese extravío separando a la mujer del
amor de la mujer de la sexualidad, a la madre de la prostituta o a la Forma de la Materia.

11. Sexo y compasión

Para Kafka el empuje al sexo no cesa con la experiencia de la soledad. Frieda no es


Helena, Frieda es carne palpitante del sexo. Las muchachas de la Posada del Puente,
cuando los encuentran allí tumbados, cubren sus cuerpos con una sábana “por
compasión”. La compasión es el sentimiento común de los desamparados. En este caso,
la compasión aparece después de la derrota de la carne. Cuando el cansancio de la
materia descansa de su forma o de la satisfacción, se toma el descanso de su derrota.
Cuando Kafka habla del cuerpo le acuden estas palabras solidarias del fracaso y del
respeto. Plotino, por el contrario, desconoce el respeto al cuerpo.
En El desaparecido, Karl Rossmann busca la fotografía de sus padres en el cuerpo
de Robinson y “al poner la mano en el pelo caliente y grasiento del pecho de Robinson,
se dio cuenta de que tal vez estaba cometiendo una injusticia…” (p. 302). ¿En qué
consiste la injusticia? No se trata únicamente de la interpretación del otro, del juicio de
intenciones. El hecho mismo de hurgar en su cuerpo conlleva tales sentimientos de
compasión o de injusticia. El tormento de la escritura de Kafka proviene de su estricta
fidelidad a la soledad del cuerpo. Donde Hofmannsthal dice descubrir el lenguaje de las
“cosas mudas” y se da la vuelta hacia el funesto patriotismo, Kafka, por el contrario,
toma la pluma y no se atiborra de interpretaciones. La interpretación es el modo ruin y
cómplice de escapar de la soledad. Kafka elige la compasión en vez de la interpretación.
Así, este puritano acérrimo deja decir a la soledad del cuerpo. Incluso solidaridad sería
un término pretencioso, una presunción de compañía. Mejor la compasión, un
padecimiento común e incomunicable a la vez, el padecimiento de lo que se expresa en la
palabra, pero no por medio de la palabra (Tractatus 4, 121), la precariedad de una
felicidad en la que los cuerpos vuelven una y otra vez a enfrascarse.
La compasión nombra la soledad que acompaña el amargo sabor del cuerpo en los
encuentros de Kafka con Milena o con Felice Bauer, o de K. con Frieda. El abismo entre
la carne y el espíritu es inconsolable y no hay espíritu o forma por fuera de la carne. El
14 de agosto de 1913 escribirá en su Diario que el coito es “el castigo de la dicha de
vivir juntos”. Sólo el ascetismo más cruel, continúa diciendo, podría librarnos de ese
castigo, pero entonces no habría ni dicha ni vida en común. Esa paradoja insalvable le
lleva a pedir a Milena “mutua compasión”, mutua y muda compasión. Cualquier huida de
la soledad conduce al patriotismo, conduce inexorablemente al patriotismo, y así la
“disputada Helena” se convierte en triunfo de la Nación, como Forma de la consolación
final. El amor que desconoce la soledad del sexo es un amor que desemboca en la guerra.
Pero la soledad del cuerpo retoma cada vez a la hora del empuje pulsional a la

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satisfacción. La diferencia sexual reinscribe lo inacabado de la forma en el cuerpo. Esto
mismo lo convierte en una “fuerza loca” que empuja a una “marcha sin avance” (ein
stehendes Marschieren).

12. Schreber reclama el sueño y el descanso en la causa final

Estar sometido y no pertenecer es el estado de mayor desesperación y extrañeza para


Kafka. Nadie como el psicótico conoce ese estado o lo lleva a sus últimas consecuencias.
El psicótico contempla extrañado un mundo cuyo código común desconoce, alucina el
sinsentido y busca en el delirio la última certidumbre. Eso le aisla más y le lleva a
deambular como un noctámbulo, visionario o melancólico, por la pesadilla del sexo. Es el
mayor experto en el otro como extrañeza de su propia existencia, busca segundas
intenciones y así el delirio es el desesperado intento de identificar su cuerpo. No puede
cejar, no puede dormir, no puede dejar de vigilar, pues no tiene patria, ni casa, ni
identidad en la que descansar. El delirio lleva en su seno el fracaso de no poder tomar el
sinsentido como límite al todo sentido.
El más platónico de entre ellos, Schreber, gran maestro en psicosis, expresó el
instante supremo de soledad, aquel en el que se siente vivir entre hombres títeres
(Menschenspielerei), entre hombres hechos a la ligera (flüchtig hingemachen Mdnnern)
incluida su mujer, hombres irreales, de ficción, mientras él está solo ante la “incapacidad
de Dios” para poner orden en el cosmos. Ni un instante en mi vida, dice, he podido dejar
de oír voces. ¿Cómo descansar? Los rayos, dice, esas fuerzas que recorren en su
premura y confusión intencional el universo son incapaces de comprender la “idea de
finalidad” (p. 238). Para poder descansar o para poder “evacuar el vientre”, se necesita
la “unión de todos los rayos”. La más íntima necesidad fisiológica está intervenida por la
necesidad de un orden finalista.
Lúcido y extremo reclamo de la causa final de un sujeto psicótico que sabe que ése
es el único baluarte del sentido y que ninguna otra cosa puede repararlo. Pero ¿cómo
conseguirla, se pregunta, si los rayos carecen de la idea de finalidad? Sin la finalidad, la
causa eficiente carece de orden y de sentido. Su delirio conducirá a Schreber a
complicadas maniobras para conseguir la atracción y la unificación de los rayos, a fin de
poder descansar en una unidad finalista. Platónico en lo que a la Forma universal se
refiere, se hace aristotélico a la hora de pelear con su cuerpo, viviente, in-forme o
deforme, falto de la Forma que le permita pertenecer y descansar.
Sus problemas con el sueño son angustiosos. No es humanamente posible pensar
todo el tiempo, dice. Esa pérdida de todo límite, ese empuje a pensar todo el tiempo se
transforma en esos aullidos que le ensordecen y paralizan. ¿Cómo podría
“garantizárseme una duración del sueño”? (p. 242), se pregunta. Schreber busca la
“solución final” mediante la feminización del cuerpo o la eviración de sus órganos
masculinos, como si borrando las huellas de la diferencia sexual pudiera encontrar una
cierta unificación de los rayos, es decir, una forma acabada de la materia. Schreber

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testimonia así la estrecha relación que establecimos entre sexo y soledad. El sexo expresa
lo inacabado de la materia viviente. Los “fenómenos ópticos” a los que alude Schreber,
esos “puntos luminosos en mi cabeza”, no son más que “filamentos de rayos impuros
cargados con veneno de cadáveres” que amenazan la integridad del cuerpo viviente. El
cuerpo inacabado es, como el de aquella joven mujer de la que hablábamos al principio,
un cuerpo barrido por el abismo, eternamente muerto. Ha de buscar un orden en el que
reconocerse. Teólogo impenitente, Schreber no puede apoyarse en ninguna creencia
colectiva. No puede entonces descansar. Al final de su vida está exhausto, agotado y
escuálido, y muere por inanición.
Kafka decía que el dormir es el remedio universal, mientras que el insomnio
insensato es hijo de la desesperación y de la vigilancia del cuerpo. Dormir es descansar
de la soledad del cuerpo. Nadie está solo cuando duerme, porque dormir es descansar del
cuerpo, de su inacabamiento, de su fractura hilemórfica. Platón, que creía que la
consecución de la Forma estaba al alcance del hombre, aconsejaba dormir sólo lo
indispensable para no perder tiempo en la tarea ascendente del hombre (cf. Leyes VII).
Schreber o Kafka saben mejor que esa “solución final” de la Forma no está al alcance del
hombre. Por eso su deseo de dormir es acuciante. Si el hombre es un soñador
impenitente, lo es por ser un inadaptado. Todo sujeto es un inadaptado y cada noche
desmonta la agotadora tienda de la significación. Esa es la razón por la cual el dormir y el
soñar van juntos como descanso de la soledad del cuerpo. “Sólo el cansancio los dejó
tranquilos y mutuamente agradecidos”, escribía Kafka en El castillo refiriéndose al
episodio aludido del encuentro sexual entre K. y Frieda. Del sueño se dice que es
reparador y también agradecido. Dormir es el modo que tiene el cuerpo de ausentarse de
sí mismo y soñar es la realización del deseo de conseguir la satisfacción sin cuerpo, como
si el cuerpo no estuviera escindido y la carne quedara transida por el deseo, un deseo
cuyo objeto se desvanece en el soñar de su consecución. Una inocua satisfacción sin las
consecuencias del mutuo escarbar en la demanda del otro.
Quizá por eso Freud pudo decir que no había tiempo en el inconsciente. Parece
que el cuerpo se olvida en el sueño de su escisión y de su muerte. Despertarse es volver
a la inmovilidad, a la pesadez material del cuerpo. El sueño es signo de la vida porque es
olvido de lo inacabado de la materia. No hay sueño sin olvido, es decir, sin represión, sin
que el inconsciente haga su trabajo de sujeto deseante, pero a la vez olvidado de la
dependencia real del cuerpo de la madre. Sólo el sueño consigue hacer hablar al deseo,
hacer hablar su mudez discursiva.
Cuando el sueño no consigue olvidarse del cuerpo, se angustia y se despierta. Son
frecuentes los recuerdos de sueños en los que el soñante no se puede mover y se
angustia o en los que su cuerpo está desnudo y se avergüenza. Ahí comienza el
despertar, cuando el cuerpo en su pesadez y en su vergüenza se hace presente en el
sueño de manera irreversible. Los primeros sueños del niño son pesadillas, que
interrumpen el dormir. En la pesadilla lo dispar toma cuerpo y viene, entonces, el
despertar, retoman las marcas desnudas del naufragio de la demanda de alcanzar la paz y
la armonía con los otros, la imposible conciliación con la alteridad del sexo. En el relato

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de Kawabata, la mujer durmiente es el sueño de un acoplamiento de la diferencia sexual
que requiere el sueño inerte de la mujer en su extrema pasividad. La mujer consigue la
Forma transparente sin malentendido en su bello estado inerte, al borde mismo de la
muerte. Conseguir ese borde sin sobrepasarlo es el arte de la “casa de las bellas
durmientes”.
El sueño se camufla en el jeroglífico de imágenes y palabras que abandonan y
olvidan la servidumbre del discurso a la pesadez del cuerpo. El discurso es pesado y
torpe lo mismo que el cuerpo, sólo que como conlleva el asentimiento grupal cree
entonces escapar de la soledad del cuerpo y con ello sólo consigue un añadido de muerte
al común sobrentendido. El deseo del sujeto transita entre el cuerpo y el sueño buscando
una consecución inocente sin el sabor amargo de la soledad que sólo el sueño reparador
parece prometer. El sueño es signo de vida porque el deseo lo dirige y es como si en el
sueño el deseo fuera la refutación del poder. El sujeto inadaptado del sueño se sacude la
asfixiante demanda del otro y, por ello, puede escapar de la servidumbre necesaria al
poder. Al despertar únicamente queda el trastorno como espacio de la subjetividad,
espacio que se ansia anular de inmediato con algunos rituales de pertenencia, pero
siempre queda la inquietud de habitar en ninguna parte, la permanente desazón que
acompaña nuestro despertar. Algo pasó entre una y otra vigilia, y eso es inquietante y
debe ser olvidado para volver al quehacer cotidiano, al ajetreo comunitario.
La conciencia va ligada a la vigilia y es corporal, al menos en el sentido en el que
Freud define el Yo como “proyección de una superficie corporal”. En efecto, el Yo,
como unidad (inexistente) del cuerpo, es una unidad que ha de venir de fuera, desde la
mirada del otro. Esa es, por ejemplo, la función alegórica de la superficie en el análisis de
Benjamin: salvar la ruina como proyección hacia el futuro. Para que el Yo cumpla su
función de “tendencia a la síntesis”, según esta formulación de Freud, está necesitado de
represión y olvido. Cuando no se olvida y por otro lado no tiene figura con la que
cubrirse, el cuerpo toma una presencia irrepresentable; se fragmenta para limitarse, pero
se hace así intempestivamente presente hasta el agotamiento. Pero a diferencia del sueño,
el Yo, por muy sostenido que esté en la represión, no se puede olvidar del cuerpo, sólo lo
quiere tapar para figurárselo. De ahí proviene no sólo el síntoma de conversión (mediante
el cual el retomo de lo reprimido se realiza en el cuerpo), sino una desazón por no
adaptarse adecuadamente al cuerpo, puesto que el Yo, aunque es su proyección, ni lo
posee ni lo domina. Aparece entonces la escisión cada vez que quiere algo o incluso si
quiere adherirse a algo, aunque habitualmente esta escisión se muestre como
ambivalencia. Por eso se acobarda y quiere anularse, para rehuir la soledad que le
amenaza. No suele conseguirlo más que en situaciones extremas de aniquilamiento,
asesinato o maltrato, extrema debilidad mental y moral, extremo debilitamiento del deseo
y camino del exterminio propio y ajeno.
¿Puede el amor reconocer su contingencia y su soledad? ¿Cabe un amor que no
sea incondicional o que no esté gobernado por la exigencia de incondicionalidad? ¿Se
puede vivir en lo no definitivo y en la no pertenencia? ¿No será el sueño de la libertad el
recurso a una relación incorpórea, sin la maldición del sexo, con el otro? ¿Cómo se puede

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vivir sin fines, siendo que los fines constituyen el anclaje de la pertenencia?

13. Soledad, Versagung y neurosis

Los malentendidos del amor y la angustia de la soledad conducen a los pacientes a


nuestras consultas. La congoja de no tener lugar en el otro o de estar aprisionado en él, el
malentendido de la demanda, el extravío de la decisión, la culpa por el deseo propio, por
la confusión de atribuirse una identidad de pertenencia y a la vez de traicionarla para
seguir en la vida. Nadie viene a saber, sino a ser perdonado y asegurarse de tener un
lugar en el mundo, de formar parte de un designio. La gran cuestión de la transferencia
versará precisamente sobre si con darle ese lugar especial, no se le dota de una especie
de estúpido engreimiento y de una supuesta reconciliación infantil.
Pero estamos ahora en la llegada. Las modalidades de la soledad no son muchas:
una supuesta dependencia que demanda el deseo y la posibilidad, no poder “retener” (al
hombre o a la mujer), sentir la exclusión del deseo del otro, que su demanda no
encuentre ni siquiera la ocasión de formularse o que su angustiada exigencia la ahogue. El
terreno del lamento es reiterado: los padres y el otro sexo. Casi nadie viene a quejarse de
los amigos. Lo que se pone en escena es el desamor de pareja y siempre tras ello ese
duro y confuso modo en que cada sujeto se constituyó como respuesta demandante a la
demanda de los padres y cómo se inscribió en la diferencia sexual. Quejas y versiones de
los padres que repiten, bajo el manto fantasmático de la significación persecutoria (la
interpretación del otro como causante del daño), el retomo de lo traumático.
El año 1912 corresponde a un período de especial interés en la obra de Freud. En
esa época Freud estaba abordando problemas relacionados con la clínica en sentido
estricto. Los llamados “Escritos técnicos” son un conjunto de textos, que van de 1910 a
1918, en los que aborda las condiciones terapéuticas del tratamiento y el espinoso tema
de la transferencia. Entre ellos hay que incluir el cambio en la idea de interpretación a
favor de privilegiar la elaboración (Durchar-beitung), que se plasma en el escrito
Recuerdo, repetición y elaboración de 1914. La relación que eso guarda con el
problema de la pulsión (los destinos de la pulsión, la intrincación pulsional, la rectificación
pulsional como ardua tarea de un análisis) va a presidir la reflexión freudiana a partir de
esos años. En este último contexto hay que situar el trabajo sobre el fantasma que se
inicia en un marco mitológico con Tótem y Tabú (1912-1913) y que concluirá con un
texto clínico especialmente relevante: Ein Kind wird geschlagen (Se pega a un niño), de
1919. Ta degradación de la vida amorosa, donde estudia la complicada relación entre el
amor, el deseo y la pulsión, es de 1912.
Pues bien, en este año de 1912, Freud escribió también un pequeño texto titulado
Über neurotische Erkrankungstypen. López Ballesteros lo tradujo libremente por Sobre
los tipos de adquisición de la neurosis. El objetivo de Freud es tratar las situaciones que
desencadenan la neurosis: no se trata, dice, de las “formas” de la neurosis, no se trata ni
de las estructuras clínicas, ni siquiera de las tipologías clínicas de la neurosis propiamente

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dicha (histeria, obsesión, perversión). Freud quiere abordar el desencadenamiento, las
situaciones típicas que desencadenan la crisis neurótica.
Los cuatro tipos de situaciones que propone tienen todas en común que el conflicto
se sitúa entre la libido y su satisfacción, son situaciones que obstaculizan o pervierten
dicha satisfacción. Freud comienza hablando del amor. Ningún sentido tendría hablar del
amor si no fuera porque, en efecto, la satisfacción proviene en el sujeto del otro, de
forma que el otro no es simple instrumento, sino objeto mismo de la satisfacción. El
amor consiste en tener un lugar en el otro. La crisis neurótica viene de la pérdida de ese
lugar, sea por la desaparición de la persona en cuestión o por su abandono.
El término que Freud elige para expresar esa situación es Versagung. Su traducción
ha sido siempre confusa y a veces contradictoria. López-Ballesteros lo traduce aquí por
frustración. En otras ocasiones lo traduce, sin embargo, como privación. En 1917, en
Introducción al psicoanálisis, capítulo 4, punto 7, Freud vuelve sobre este término y lo
trata de modo parecido. La Versagung es la condición de la neurosis y la entiende como
resultado de la no satisfacción libidinal, de quedar desposeído de la satisfacción deseada
o no ser correspondido en esa satisfacción libidinal. Freud dice que la Versagung no
constituye el “esclarecimiento del misterio de la etiología de la neurosis, sino solamente la
expresión de una de sus condiciones esenciales” (eine wichtige und unelässliche
Bedingung hervorhob, p. 338), es decir, que no hay neurosis sin ella. Freud mantiene la
misma significación del concepto Versagung en ambos textos. Para hablar de neurosis en
sentido clínico, dice Freud que habrá que recurrir a la “idiosincrasia del sujeto”, es decir,
a lo que haga cada sujeto con su Versagung. Puede haber desplazamiento libidinal y
apertura a la diversidad del investimiento libidinal, o puede haber sublimación, ese modo
de satisfacción en la creación, propia o ajena, o vendrá la angustia o la inhibición
neuróticas. Por eso, en ese texto está más acertado López-Ballesteros al traducir
Versagung por privación y no ya por frustración, que no es un concepto propiamente
freudiano. Sin embargo, tampoco el término privación es una correcta traducción de
Versagung. Versagung en sí mismo no significa propiamente privación. Versagung atañe
a que las cosas no van como debieran o como se esperaba, a que fallan. Por eso es un
término de interés para referirse a la respuesta subjetiva ante la soledad traumática. Cada
sujeto tiene una relación crucial con la Versagung, forma parte de su experiencia, y cómo
responda va a determinar su peculiaridad subjetiva.
Volviendo al texto de 1912, Freud distingue entre Versagung y Unglück. La
desdicha, viene a decir, no es la Versagung. La desdicha se puede entender en este texto
más propiamente como privación, en cuanto que la privación es un hecho o, si se
prefiere, un hecho traumático, es la pérdida de satisfacción que va a constituir al sujeto
como pérdida y soledad, pérdida de la satisfacción que como viviente le correspondería y
soledad ante la dependencia vital del otro respecto al que carece de aseguramiento. No
hay más que una promesa soñada y suplicada desde que se nace. Puede que la madre
esté allí, solícita, en el mejor de los casos, sin consagrarse a destruir con contundencia
cada manifestación del deseo de independencia del hijo, sin hacerse representante del
deseo de muerte, del infanticidio del deseo, pero aun así, aunque no sea sólo madre de

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los cuidados sino de la hospitalidad, aun así sucede que ella se va, desaparece, dice que
no, lo deja al cuidado de otros, le regaña severamente frustrando esa satisfacción oral de
llevarse todo a la boca, etc. El niño llora, confuso, angustiado y odioso, como si ella
hubiese roto el sacrosanto valor del cuerpo adorado del hijo. Esa es la Versagung, la
ruptura de esa promesa.
En 1933, en Nueu Folge… (Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis), en
la lección sobre la feminidad, Freud vuelve sobre el término Versagung al hablar de los
reproches que hace la niña a la madre: Versagung del pecho materno (destete),
prohibición de la satisfacción sexual, desinvestimiento del órgano sexual femenino.
La Versagung es, por tanto, una decepción que nace del seno mismo de la
promesa de amor, así como el displacer está en la textura interior de la satisfacción. Nada
puede tapar ni reparar la brecha del desamparo de donde surge el amor, la imperiosa
necesidad de amor y de acogida como alimento libidinal. Ese desamparo puede estar
ocupado por la madre, cegando así la fuente de la movilidad de la vida libidinal. La
respuesta que dé el sujeto a las diversas situaciones de angustia y decepción determinará
su vida psíquica, su modo de tratar la angustia de esa soledad. La madre más solícita no
puede suplir la respuesta del hijo ni puede evitar la decepción. La madre porta en sí
misma la decepción desde el momento en que no puede suplir al hijo, pues no es su
redentora. Los kleinianos insistieron siempre en la tolerancia a la frustración. Winnicott
prefería hablar de la capacidad de estar solo. Tolerancia a la frustración o capacidad de
soledad es condición de lo que Freud llama en este texto desplazamiento de la libido, es
decir, que la tensión psíquica pueda orientarse hacia los caminos del mundo, hacia la
posibilidad del silencio y del respeto al existir ajeno.
Frete a esto, Freud contrapone la actividad de la fantasía (parece pues que Freud
se está refiriendo todo el tiempo a la neurosis, no a la psicosis), que nosotros llamamos
atribución fantasmática, como el momento ineludible de dar significación al desamparo
mediante la consistencia del otro. La fantasía es un modo de poder-tratar con la realidad,
y para eso siempre anda buscando historias de salvación y condena con ese otro del que
dependemos libidinalmente. La fantasía es el modo común en la neurosis de denegar el
hecho traumático de la soledad irremediable del sujeto, su falta de inocencia. El que el
tratamiento analítico quiera desargumentar al sujeto de su ropaje fantasmático y
patriótico, no quiere decir que el sujeto pueda prescindir de esa vestimenta en momentos
cruciales de su vida en los que interpretar al otro es el consuelo frente al dolor sin sentido
del trauma. Ese padre palestino que camina con su hijo destrozado por un obús israelí se
consuela proclamando que su hijo es un mártir de la causa palestina. De ese modo se da
sentido al terror por la muertre del hijo y, a la vez, se protege una cierta inocencia en la
terrible y desgarradora culpa de la paternidad por dicha muerte. De nuevo la causa final
como orden y sentido, y por ello, consuelo. La ruptura de la promesa de amor que
comienza a la vez que su proclama requiere la interpretación para poder ser soportada.
Pero éste es un camino que hay que volver a recorrer hacia atrás para no perecer moral y
psíquicamente en su afán fabulador.
De ahí que en la segunda situación típica de la que habla Freud se subraye el

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desplazamiento libidinal hacia nuevos objetos. Pero dos obstáculos encuentra Freud: la
fijación a los otros de la infancia y el ideal. El desplazamiento al que aquí se refiere Freud
alude a lo que he llamado elaboración edipica o el modo de desplazamiento libidinal que
rompe las ataduras fantasmáticas no ya sólo con determinadas personas o figuras de la
infancia, sino fundamentalmente las ataduras con un modo de exigencia (o demanda) de
satisfacción, construida como interpretación del otro al que pedimos y condenamos,
exigimos y rechazamos a la vez, en una asfixiante circularidad denegativa que termina
por ahogamos en la angustia superyoica. En cuanto al ideal, es el modo habitual de
conservar lo que se ha perdido, el ideal deniega la pérdida. Sea que se aparten del ideal o
que quieran alcanzarlo, los hombres, dice Freud, enferman con igual frecuencia en
ambos casos (p. 222). Lo cual demuestra que no hay relación con la realidad si no es
crítica, si no hay separación de la asfixiante y devastadora exigencia de reparación, si no
hay elaboración de la diferencia sexual y de la soledad. Cada palmo de terreno que se
gana a la alienación se conquista para la soledad. Con los ideales se pospone la
responsabilidad. Kafka le dice a Janouch que a los hombres les sucede que “no imaginan
las consecuencias de sus actos”, porque eso no lo pueden soportar, y cuando se topan
con ellas gritan y se desesperan pidiendo o empeñándose en su reparación. A eso
contribuyen los ideales, y el sujeto queda anegado en la culpa superyoica y en el lamento
lacrimógeno. Con los ideales se vela la Versagung como retomo de lo traumático: hay un
lugar asignado a quien sabe comportarse, al buen soldado y al buen militante de la causa
colectiva del sentido.
En la tercera situación típica, Freud subraya la impotencia. La característica de
esta tercera tipología es la “inhibición de desarrollo”, no se abandonan las fijaciones
infantiles y ante las “exigencias de la realidad” (Realforderungen) se rehuye el conflicto y
el sujeto se refugia en la Unzulänglichkeit, en la insuficiencia. “El conflicto cede su
puesto a la insuficiencia.” Esta verdadera fobia al conflicto se salda con lo que Freud
llama un “infantilismo estacionario”, una tal obstinación en la queja y en la inhibición,
que nunca se muestra como síntoma porque el sujeto no se divide, sino que simplemente
se inhibe hasta reducirse a la mínima expresión, ignorante del deseo del otro hasta el
extremo de la propia insensibilidad.
La cuarta situación típica responde a los avatares de la desmesura pulsional que
vuelven a reproducir la situación traumática de desamparo ante las necesidades de la
vida. Tal desproporción entre la palabra y lo viviente convierte al sujeto en
extraordinariamente frágil. Parecía que el niño (pensemos en el niño de nuestras
confortables ciudades) estaba ya definitivamente instalado en una rutinaria realidad, con
sus ritos y lugares bien establecidos, cuando la ruptura de la paz pulsional en la
adolescencia le desquicia, y levanta la voz y se angustia en silencio, o se mete en el
cuerpo lo que puede para acallar un empuje y un abismo cuya medida ha perdido,
desconociendo ya el ritmo de la palabra y del movimiento. No para, no sabe nada de un
cuerpo que de pronto se transforma haciéndose en exceso presente, y huye espantado de
su soledad. Nada en verdad se mejora por mucho tiempo. El “factor cuantitativo”, al que
con tanta insistencia se refiere Freud, apunta siempre a lo mismo: nada mejora por

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mucho tiempo porque el empuje pulsional desbarata al final los arreglos de la buena
compañía y del buen ciudadano, y no hay modo de que el hombre bien adaptado no sea
mucho más peligroso por la necesidad que adquirió de fines compartidos, por su
incapacidad para mirar de frente el silencio de su soledad y de respetar, por tanto, su
angustia y el alegre o desgraciado vivir del otro.
Una manifestación conocida de esta desmesura pulsional se encuentra en la
llamada “hiperactividad”, en la que un conjunto de fenómenos clínicos constantes
permiten pensar en una cierta cronicidad caracterial: falta de concentración, nerviosismo,
actividad permanente, dificultad para diversificar las tareas, inconsistencia del interés y de
la sensibilidad, distracción y labilidad emocional… En adultos aparece esa labilidad
emocional ligada a una actividad verborréica que impide escuchar y ver a los demás, y
que se puede calificar de estado maníaco crónico.

14. Algunos rasgos particulares de la soledad en el hombre y en la mujer

De nuevo encontramos a la mujer, herida abierta en la materia, representación de la


forma corporal e inacabada de la palabra, dimensión interior de un corte, ella, la
“disputada” Helena o la trágica Hécuba o la maltratada por los dioses Yocasta, ella de
nuevo es el cuerpo de la soledad y del amor. Cercana como nadie al acontecer
traumático, no suele habitar la Isla de los Bienaventurados que evoca Platón al final del
Gorgias y que estaba en los confines de la tierra, sino que sus confines tienen su hondura
en esta tierra misma, en la dificultad radical que tiene el humano para ser materia, para
sentir la textura material de los sentidos corporales.
La mujer parece más cercana al trauma, al dolor desnudo y sin sentido. A veces
sorprende la fuerza del deseo de ser madre en una mujer. No debería sorprender si se
mira que su súplica no suele tener con frecuencia más que la efímera respuesta de la
disputa o si se la escucha el tono aterrador de las aves parlantes de Schreber. La
diferencia está en que ella, por el momento, aún siente la vida, no es como Schreber, que
percibe el “silencio mortal” a su alrededor. “Entonces -escribe Schreber- se apodera de
mí la sensación de que me muevo entre simples cadáveres ambulantes, hasta tal punto
parecen haber perdido los demás hombres la capacidad de pronunciar una simple
palabra” (Schreber, p. 164). Pero así como “apenas Dios advertía en mi cuerpo la
voluptuosidad del alma, no podía resistir la tentación de salir corriendo” (ib., nota), así a
veces se ve la mujer ante el hombre que advierte la súplica que vive su cuerpo, que es su
cuerpo, un poco más allá del señuelo de una forma (o formalidad) de la satisfacción, y
este hombre, como el dios schreberiano, no puede resisitir la tentación de salir corriendo.
Por eso decía que cuando ella alcanza a cobijar en su seno el comienzo de la vida, su
pasión se asienta, a la espera, sin embargo, de una pérdida ya escrita.
De los tipos de soledad (pues así podemos calificar la aparición de la Versagung)
descritos más arriba, el hombre suele aparecer acompañado de la inhibición, cerrando sus
oídos a cualquier demanda del otro sexo que le sería estricta e insoportablemente

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alterante, o de la pertenencia narcisista, adornada con los ideales de la compañía para así
rehusar la pérdida que el cuerpo de la mujer le muestra y desoír su deseo, al que puede
llegar a tomar como deseo de muerte. Ese dios schreberiano que es el hombre suele caer
en la tentación de la inhibición libidinal y de la sordera narcisista, y encaminarse con paso
marcial por las avenidas del poder, no diferenciando el amor de la espada.
La mujer vitorea el desfile queriendo conseguir las migajas del acorde fálico. Su
soledad está más al desnudo. Por un lado, la promesa de fidelidad que estableció con la
madre la desorienta, pues ya no sabe qué es una mujer ni si la deuda con la madre en
todo caso se lo permitiría. Por otro lado, el verse reducida al cuerpo ante la ceguera de la
pasión masculina, la asoma al abismo de la soledad sin que el amor le asegure existir para
él. Su desamparo es mayor y sólo el amor la reconcilia con la existencia. Hará cualquier
cosa por amor, incluso alucinarlo. Ella está más cercana al primero de los tipos descritos
de Versagung. No hay otra decepción más específica para una mujer, no hay mayor
figura de la soledad que la pérdida del amor. Su sabiduría es ésa y por eso la sacrifica al
precio de cualquier baratija o engaño del hombre asustado o pretencioso, así como los
aztecas cambiaban con los españoles el oro por trozos de espejo donde mirarse.
Donde el hombre necesita e impone la causa final de la conquista, la mujer suele
preferir la causa final en cuanto “objeto de amor” (erómenon; Metafísica I, 7, 1072). De
esa manera, como dice Aristóteles del Primer Motor Inmóvil, el hombre puede mover a
la mujer sin que él se mueva de su parálisis. La mujer, de igual modo que hacía Schreber
con Dios, del que decía que no podía vivir sin la voluptuosidad atrayente que emanaba
de su cuerpo, del cuerpo de Schreber, la mujer de igual modo alimenta el sentimiento de
que el hombre vive por ella, que ella le suministra la vida y así no es un “hombre títere”,
un “hombre hecho a la ligera”, que son las expresiones schreberianas, un hombre inerte,
sino que ella vive de conseguirle la satisfacción viviente. La mujer posee una mayor
desprotección ante el amor porque es más sabia respecto al hecho de que no hay otra
razón de la demanda humana que el amor. Pero, por esa misma razón, su angustia le
puede llevar a multiplicar los signos del amor o a asegurarlos en el sometimiento al
maltrato, cayendo en la trampa de tomar la exigencia de incondicionalidad que le hace el
hombre por prueba del amor.

15. El ordo amorís o el sueño de un amor sin soledad y sin sexo

Con el amor, la decepción siempre acude por algún camino. Nunca amamos lo suficiente,
aunque eso se muestre bajo el modo de no ser amado lo suficiente. Quizá sea que la
incondicionalidad es connatural a la demanda de amor, la cual no podría vivir sin la
compañía del sentido y de la pertenencia. El amor cae así en el sueño de la causa final, la
que rige y mueve al menos a los hombres, por no hablar del cosmos empedocleo. Pero
para que el ordo amoris, como lo llama San Agustín, se pueda establecer, es condición
indispensable que cada una de las piezas encaje, que el malentendido desaparezca y que
tanto la decepción como la soledad se atribuyan a las acechanzas del pecado. La culpa

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superyoica se convierte así en elemento indispensable de un ordo amoris que cubre el
rostro del temor y de la necesidad de castigo con el beatífico brillo de la hostilidad
redentora. El amor divino sería aquel que no decepciona, pues coincide con el orden del
mundo más allá de la torpe y libidinosa (término que le gusta utilizar al de Hipona)
mirada del hombre, que observa cada día que las piezas no encajan y que el amor no
sólo carece de certeza, sino que ha sido arruinado por la desobediencia del sexo. Sin el
ordo amoris, el mundo, según estos adoradores de la causa final, es un caos y una pelea
a muerte por incluirse en él, por no ser expulsado. La exigencia de incondicionalidad es la
urgencia de seguridad correlativa al amor divino, porque característica del amor divino no
es sólo la potencia del agente, sino su paradójica presencia. Este aspecto fue
especialmente puesto de manifiesto por Plotino:

Pero él no ha venido como lo esperábamos, sino que ha venido sin venir… ¡Ésta es sin duda
una gran maravilla! ¿Cómo es posible que no viniendo esté presente? ¿Cómo es posible que no estando
en ninguna parte, no haya ningún lugar en el que no esté?… (V 5, 735).

No viniendo está presente, no está sometido a los vaivenes de la contingencia y de


la duda, pues es un estado de presencia respecto del que no cabe hablar de soledad. Por
esa razón hasta el mismo Aristóteles tuvo que pensar la causa final como un orden
universal regido por el amor. En el amor como causa final, en el ordo amoris, como lo
llama San Agustín, todo se mueve acompasado por un orden en el que converge cada
movimiento y, por eso, por ser movimiento ordenado, es un ordo amoris o dilectio
ordinata: “Desde el ángel al último gusano”, el orden del mundo se rige por la adhesión a
la voluntad de Dios. Esa adhesión coloca en el eje del amor la obediencia y la culpa.
Todo desvío, la soledad misma, es el castigo del que se alimentan las excelencias de la
caritas frente a la culposa cupiditas. El ordo amoris no es, pues, otra cosa que la espada
flamígera que castiga la desobediencia del hombre.
En el Libro XIV de De civitate Dei, donde trata del “pecado y las pasiones”,
explica San Agustín la Caída o el modo como se introduce el mal en el mundo. La
cupiditas es efecto de la desobediencia del hombre a la voluntad de Dios. Queriendo el
hombre con su desobediencia afirmar su libertad, lo que sucede es que la pierde, pues
sólo consigue ser esclavo de la amarga soledad del sexo. El sexo, dominado por la
“vergonzosa libido”, se excitará por su cuenta sin el consentimiento del hombre, y así el
hombre y la mujer, creados por Dios para complementarse proporcionalmente en la
procreación, en la contribución al orden de la creación, acaban en la desproporción de un
tiránico placer que en vez de unirlos para ser “una sola cosa”, sólo es división y desorden
la cupiditas es dilectio desordenada). El varón ya no ama a la mujer, sino que sólo la
desea, la carne ya no obedece al espíritu y el deseo irracional gobierna el alma racional
(et irrationali cupiditate quae regitur). Entre el varón y la hembra ya no hay unión,
sino división, esclavitud y, por consiguiente, soledad, la soledad del sexo. La arrogancia
del sexo en erección es para Agustín de Hipona la imagen misma del hombre rebelado
contra Dios y así excluido del ordo amoris. Excluido, esclavo y solo, así es descrito por

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San Agustín el sujeto sexuado. La sexualidad del hombre le esclaviza y le lleva a la
soledad. Antes de la Caída, la relación entre varón y hembra estaba regulada por el orden
natural y divino de la creación. El sexo, como todos los demás miembros del cuerpo,
estaba al servicio de la voluntad, “y así el órgano creado para esto sembraría el campo de
la generación, como la mano del hombre siembra la tierra” (XIV 23). El sexo sería en ese
ordenamiento del poder como la mano del hombre a la hora de la sementera y no el
patético baluarte de su soledad que ya no le une al orden de la creación, sino que le
separa y excluye.
Esta sucinta descripción de la Caída que hace San Agustín apunta a dar cuenta de
la soledad del sexo, pero atribuyéndola al pecado de desobediencia, con lo cual San
Agustín, lejos de mirar esa soledad de cara, la estigmatiza y condena al hombre por su
desobediencia. Si sitúa el amor en el terreno de la causa final, no queda otro remedio que
acudir al ordo amorís, es decir, no queda más remedio que entender la soledad como
castigo y no como punto de partida, ya que si se la toma como punto de partida, el
sinsentido, y no el orden, rige entonces el movimiento del deseo y el poder tendrá el
riesgo de naufragar en su propia fabulación. Por eso el cruel San Agustín se detiene en
subrayar la culpa y el castigo, hasta el punto de defender el que la Iglesia persiga a los
herejes por amor, a fin de impedir que los impíos provoquen el furor del desorden. Es la
concepción que tiene Agustín de Hipona de la idea del “fraude piadoso” del que algunos
genetistas hablan hoy día. Sucede así que el persecuitur diligendo agustiniano, el
“perseguir por amor”, se convierte en lema de funcionamiento del poder en el amplio
abanico de las relaciones que va del “ángel al último gusano” (Confesiones, VIII).
El verdadero rostro del ordo amorís de la causa final puesta al servicio del
aseguramiento contra la soledad es el feroz ejercicio de la crueldad y del odio. Y donde
esa soledad se muestra de manera flagrante es en relación al sexo y a la filiación, los dos
terrenos donde el cuerpo del hombre sufre la mayor tensión entre la exigencia del amor y
del odio, y la angustia de la soledad y de la culpa.

16. De los padres y de la pareja

¿A qué acuden los pacientes al análisis?, preguntaba más arriba. Solemos decir que el
síntoma conduce a la demanda de análisis. El síntoma supone el fracaso de la represión
y, por tanto, del olvido. Se quiere olvidar esa exigencia y esa culpa que, sin embargo, se
presentan de nuevo de forma inesperada y molesta por medio del síntoma. Se repite el
mismo desacierto, el torpe anhelo de encontrarse con alguien, una angustiada, temerosa y
culpable demanda de satisfacción, transformada, a la vez, en exigencia y en prohibición.
Para Freud, el síntoma siempre tuvo el carácter de un conflicto moral, de exigencia
o empuje a la satisfacción, y de culpa o deuda contraída por la satisfacción o por la
insatisfacción, pero siempre en relación con la satisfacción y como afán expiatorio de
reparación. De ahí toma la súplica de amor su dimensión punitiva y temerosa, agobiante
y desesperada. Por mucha rutina que se ponga a esa desesperación, puede sorprender de

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forma imprevista como estallido de odio o como traición. El carácter moral del conflicto
hace del síntoma un desgarro confuso y angustioso que lo convierte en una acusada
demanda de perdón y de descanso. El psicólogo nacionalsocialista de Leipzig, Felix
Krueger, despotricaba contra el individualismo freudiano al que tildaba de amoral. Por
encima del conflicto psíquico y de la pobreza del amor particular, está el “amor holístico”
(así lo llamaba) al pueblo, a la raza, a la patria, como si esa dimensión holística del amor
pudiera resolver la “perversión” del drama subjetivo de una relación con la satisfacción y
con el amor martirizada por la culpa. Esa aspiración del amor como causa final en la que
descansar es, paradójicamente, una tarea interminable y necesitada de la sangre del
enemigo para alimentar la barbarie colectiva. El amor no es otra cosa, en ese caso, que la
cara asustada del vínculo del odio que requiere su ración diaria para no sucumbir a la
angustia.
La demanda de análisis conoce la angustia y la culpa, y padece la desproporción
entre amor y sexo. Conoce entonces la soledad y quiere escapar a eso, quiere existir para
el otro por encima de todo, sin ninguna consideración por la imposible coincidencia de
amor y sexo. No es que de por sí se contrapongan, pero no coinciden, y esa no
coincidencia se muestra en la rivalidad, la seca envidia y los celos, que en ocasiones
empujan a la violencia y a la cruel apropiación. Sin embargo, no hay otro consuelo para
la soledad del sexo que la compañía del amor, pero a la vez no parece que el amor pueda
suplir esa soledad del sexo, y resulta muy difícil llamar amor al empeño destructivo e
inicuo de apropiación. De ahí que el drama de la soledad se escenifique en el marco de la
relación con el otro sexo (en este asunto de la alteridad sexual, es en principio secundario
que se trate de heterosexualidad o de homosexualidad).
El conflicto moral del síntoma, las dificultades con la satisfacción libidinal y la
angustia por la falta de amor, por no existir para nadie, orientan la demanda de análisis.
Esa demanda nace del corazón del sujeto, de su más íntima y constitutiva experiencia.
Por eso en el análisis con neuróticos (dejemos de lado, de momento, la psicosis) de lo
que se trata y de lo que se habla es de la pareja y de los padres ¿Qué hay de común
entre ellos? Encontramos un primer rasgo común. Si la soledad traumática del cuerpo
implica que la satisfacción proviene no ya del otro sino del cuerpo del otro, que encama
el anhelo de completarse con el otro cuerpo para así salvarse del desamparo originario de
un cuerpo in-forme que carece de identidad, la pareja vendría a figurar siempre como
deseo de completamiento o de forma (formar una pareja, se dice de modo tan
aristotélico, pues formar una pareja sería el modo como la materia del cuerpo alcanzaría
su forma en el otro). Esto sería entonces el primer rasgo en común: la dependencia de la
satisfacción corporal como alimento, como Wunschsbelebung o pàlpito del cuerpo
viviente.
Este rasgo común se encuentra primeramente en el vínculo con la madre como
figura primordial de esa satisfacción corporal. El hecho de que se trate de una
satisfacción enteramente confundida con el cuerpo del otro, hasta el punto de que el niño
no puede discriminar entre su boca y el pecho materno, es lo que le da el carácter sexual
a esa satisfacción. El sexo se va a erigir en órgano de la satisfacción del otro cuerpo. Por

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esa razón, el sexo aspira a la unidad corporal con el otro cuerpo (en algunos
esquizofrénicos, como por ejemplo en Schreber, esa unidad corporal adquiere carácter
delirante y alucinatorio en la relación material al todo como universo), pero a la vez
rechaza esa fusión por lo que tiene de anulación subjetiva. De ahí el malentendido del
sexo, tanto fuente de satisfacción como excavación en los túneles de la soledad, tal como
la escena de K. y Frieda ilustra. El sexo empuja al otro y separa de él. Satisfacción e
insatisfacción, compañía y soledad son componentes de la vida sexual. De esa estrecha
relación entre la pareja y la madre, de ese común malentendido, se trata en los análisis
con neuróticos, ya sea la histeria o la neurosis obsesiva u otras formas de neurosis menos
“ortodoxas”, entre las que cabe destacar la variedad de los llamados “estados
fronterizos”, caracterizados por la confusión de las defensas o su fracaso; desplazan un
cuerpo estéril de capciosa insensibilidad, con frecuentes comportamientos maníacos, para
así contarse entre los vivos.
El malentendido, del que hablamos, es un conjunto de demandas contradictorias de
reproches y culpas, de dependencia y soledad, de angustia y de alivio, de compañía y de
asfixia, de amor y de odio, de perdón y de castigo. Sin pareja, el sujeto se siente
huérfano y no puede suplir esa orfandad con los amigos o el trabajo, ni siquiera con la
guerra.
El cuerpo sexuado es el cuerpo viviente marcado por el deseo del otro, aunque se
trate de un deseo de muerte. El cuerpo sexuado es el cuerpo que busca encontrarse con
el otro sexo en su intimidad corpórea y camal. Lo que se busca en la mal llamada pareja
(puesto que pareja quiere decir semejanza y proporción) es poder captar el cuerpo, más
allá de la imagen, en la intimidad del viviente. Por eso, esa intimidad del cuerpo,
proveniente, sin embargo, del deseo ajeno o alterante, no debe reducirse a un nuevo
engalanamiento narcisista, sino que es el modo de tener un cuerpo vivo, lo que en el
humano conlleva el tener un lugar en el deseo del otro, y sin ese lugar la soledad no es
una beatitud autocomplaciente, sino angustia de muerte, puesto que si no existes en el
otro, si no tienes lugar en el otro, no es que eso produzca un revés narcisista, sino que
ese cuerpo de cuya satisfacción está desposeído, será vivido como un cuerpo ya muerto,
como un cuerpo condenado a muerte.
Y, sin embargo, sin esa experiencia de la soledad se pierde lo que algunos griegos
llamaron la métrica del amor, la consideración del semejante, sin la cual el galaneo
narcisista puede conducir a tomar sobre sí toda la consideración y ninguna para el vecino,
visto como inferior. Ignoran así el límite que guardan celosamente las Erinnias y
confunden la coraza de la guerra con la piel de su cuerpo desdichado. Sin esa experiencia
subjetiva de la soledad, esa misma soledad será vivida, desde la jerarquía de las
pertenencias al mundo, como una muerte congelada que se estira a lo largo de días
ciegos, sin ninguna posibilidad.
Se buscará, entonces, con ansia el prostíbulo o la iglesia. Esa es también la razón
que ha llevado a los más excelsos místicos a buscar un tipo de fusión extática en la que el
Unum corpus borre la soledad del trauma, inscrita en la diferencia sexual. Sólo cabe una
satisfacción verdadera, afirma San Agustín, aquella en la que el ordo ad totum et ad

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invicem sea la expresión de la fruición de Dios. El amor fruí es el recorrido comunitario,
en el que el conjunto de los creyentes constituye una ordenatissima et concordissima
societasfruendi Deo et invicem in Deo (De civitate Dei, XIX, 13). En esa comunidad
eclesial, el hombre queda librado de la soledad del sexo por la gracia que es fuente de
vida, como espacio sacramental y libidinal. El llamado amor de transferencia tiene la
tentación, como se verá, de buscar ese espacio y perpetuarse así en el grupo ante el
terror a la desdicha.

17. El “malentendido fundamental”

Schreber supo mucho de esa muerte congelada que se estira a lo largo de los días. La ve
en el rostro de los demás. ¿Dónde y cómo vivir? Para Schreber, los hombres títere son
los habitantes de una tierra baldía y el “abominable juego con hombres títeres”, con su
“yerma monotonía de sonidos” (así se refiere Schreber a las voces; cfr. p. 135), proviene
de un “malentendido fundamental […] que consiste en que de acuerdo con el orden
cósmico, Dios no conocía en realidad al hombre como ser vivo […] sólo se relacionaba
con cadáveres” (p. 63). Ese malentendido fundamental, esa desdichada alianza entre
Dios y el cadáver es un manotazo a la sinergia del ordo amoris agustiniano o plotiniano
(para este caso es igual uno que otro), que corta los lazos con la “posibilidad de un
retomo a la sociedad humana” (p. 81), y aparece la amenaza de disolución del mundo, a
causa de la mortal “disminución del calor solar” y del consiguiente enfriamiento (p. 87).
Aquella joven mujer de la que hablaba anteriormente decía que toda su familia estaba
muerta y que ella tenía el deber de insuflarles la vida. Esa vida provenía en ella de la
adrenalina que le procuraba, por ejemplo, la excitación sexual. Debía aprovechar esa
adrenalina para dar vida a esos hombres títere, como los llamaba Schreber. Dice ella que
a veces siente muerta la mitad de su cerebro y que busca entonces desesperadamente el
encuentro con X (el hombre que le procura adrenalina) para que con ese encuentro se
cargue de nuevo su energía de vida.
Schreber busca esa energía de vida en la agrupación de los rayos, “cuando así
ocurre, me vienen sueños sin tardanza” (p. 86), pues sólo en esa concordia cabe
descansar. La otra parte del remedio consiste en borrar de su cuerpo los órganos de la
virilidad, “de tal modo que los órganos sexuales masculinos (externos, el escroto y el
pene) se retrotrayeran al interior del cuerpo” (p. 42), como primera medida de su
transformación en mujer, con el fin de recuperar un contacto con el orden cósmico, una
restitución de la vida por medio de su atrayente voluptuosidad. Por esta vía de la
voluptuosidad femenina se recuperaría un “acorde cósmico”, meta de la “totalidad de la
evolución” (p. 145).
Se podría decir que Schreber busca también su ordo amoris por la vía de la
desaparición de la diferencia sexual y la restitución de un cuerpo cósmico y universal,
como una manera desesperada de clamar por el amor extático, más allá del cuerpo
concreto. Sólo que Schreber ya ha sentido que su retomo a los hombres está estropeado

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y que su intento delirante, persecutorio y restitutivo a la vez, es la última posibilidad de
permanecer en la vida de la satisfacción corporal y mundana. Pero cuando declara que
“se ha impuesto un malentendido fundamental”, es decir, que Dios no conoce al hombre
como ser vivo, el fracaso está anunciado. Injusticia lo llama Schreber, la injusticia de “la
maldita hechura de los sentimientos” (p. 182), es decir, la falsificación ya irreversible de
los sentimientos. El sentimiento mal hecho ya no es sólo el sentimiento contradictorio,
sino muerto, y por eso el hombre se convierte en hombre títere, reducido al daño
corporal, delirante y persecutorio, desde “la putrefacción del abdomen a la expulsión de
la médula espinal por la boca y a la muerte e inmovilidad de los músculos” (véase el
capítulo XI).
El “malentendido fundamental” es estar vivo y, sin embargo, necesitar al otro para
vivir. Schreber busca un orden universal y cósmico para librarse de ese malentendido y
encuentra en Dios la expresión misma de ese malentendido. Dios mismo es el
malentendido, sólo entiende de cadáveres, no responde a los vivos, no sabe, como le
sucedía a los dioses griegos, del deseo de los vivos, pero a diferencia de los dioses
griegos, que envidian el deseo de los hombres, el Dios de Schreber es la muerte misma
del hombre, la “mala hechura” de sus sentimientos, el daño y el odio a la vida.
Quizá solicitar la vida a alguien sea una forma de declararse muerto sin que nada
proceda de uno mismo, ningún deseo. Quizá, por eso, nadie se atreve a dejar de rezar.
Schreber sustituye la oración por el delirio, otros la sustituyen por el griterío de la guerra
y el desprecio a los desdichados (pensemos, por ejemplo, en Africa como paradigma
público de ese desprecio). Nadie consigue resolver el malentendido de Schreber, pues
nadie nos suple en la vida: ni en su deseo, ni en su empeño, ni en su humillación.
Solicitarla a otro es una abstracción sádica que falsifica los sentimientos y se enreda entre
deudas y malévolas intenciones. Esta mezcla de “daño a la integridad del cuerpo” y de
falsificación de los sentimientos (y aquí Schreber se está refiriendo al sentimiento mismo
de vivir) es, por último, la desolación a la que sucumbe finalmente el obstinado y
admirable Daniel Paul Schreber, que sobrevive al “asesinato del alma” en el manicomio
de Dösen como títere de un juego ya concluido. Murió siendo ya un cuerpo exangüe, sin
vida, el 14 de abril de 1911.
Una cosa en común tiene Schreber con los teólogos. Si la vida no es sólo que
venga del otro, sino que la tarea misma de vivir pertenece a ese otro, entonces la soledad
se convierte en peligro de muerte, en amenaza de desolación y de aniquilación. Pero
mientras dichos teólogos y filósofos recurren, para escapar a esa desolación, al ordo
amoris en el que el entusiasmo de la fe o de la Forma viviente sostiene la comunidad de
pertenencia como fuente de vida eterna, Schreber ha hecho su propia experiencia de la
muerte, de una soledad que no encuentra el consuelo del lenguaje del amor, arrinconado
en un lugar de malentendidos y de sentimientos falsificados, una vez que la significación
persecutoria ha dejado de suministrarle sentido y sentimiento.
¿Qué es, por ejemplo, ese amor divino del que habla San Agustín, en el que la
cantas ha sustituido a la cupiditas y el amor se ha convertido en sacramento de la
comunidad? No es más que el lenguaje sectario con el que enarbola el estandarte del

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exterminio de donatistas, maniqueos, pelagianos y otra interminable caterva de herejes.
¿Qué tiene que ver eso con el amor? Lo que se practica en grupo poco tiene que ver con
el amor, son meros discursos títere de hombres títere, necesitados de bellas y
edulcoradas palabras para adornar su necesidad caníbal. El asesinato sustituye así a la
muerte por inanición. El discurso del amor, como tal discurso, coincide de pe a pa con el
discurso de la guerra.
El deseo parece tener la referencia concreta del sexo, pero el amor es más
inestable, ya que el sexo se desliza más allá o más acá del lenguaje del amor, al encuentro
de ese cuerpo que tanto anhela. El amor queda inevitablemente desasegurado, incluso
desacertado, pero sus más torpes palabras, incluso las más hueras, pueden tener el sabor
de un alimento ansiado. La llamada pareja querría ser ese espacio en el que el amor y el
deseo encuentran la perpetuación de una armonía. Eso contribuye a que la decepción se
traduzca en desconsideración, en los más diversos reproches de la insatisfacción. La
torpeza de los tópicos no impide el entusiasmo que las pobres palabras del amor suscitan
en un sujeto más que cualquier bello discurso o satisfacción solitaria. Nada puede
consolarlo tanto como esas palabras tan necesarias que bastaría con su simple
fingimiento.
Así se ve cómo la mal llamada pareja se repite, se repite una y otra vez, y sin ella
el desamparo es extremo y la soledad es angustia. Podemos entonces concluir que este
campo que hemos llamado de la decepción y del deseo es la repetición del desamparo
traumático en el que se está necesitado del otro para vivir y a la vez desasistido o
abandonado o, en suma, separado, desasegurado de aquello que debiera constituir el
verdadero seguro de vida, el tener un lugar cierto en el orden del mundo. Y como la
certeza es contraria al deseo y es, en primera instancia, contraria ala soledad, sin la que el
sujeto no ansiaría nada del otro, sucede que la decepción se inscribe a la par que la
satisfacción, pues ni siquiera cabría la certeza, criticada por los escépticos, de que el sol
sale cada día sin fallar, puesto que lo traumático es esa cercanía, pongamos de la madre,
pero, a la vez, la amenaza de su pérdida.

18. La soledad en la pareja

En la pareja se repite esa situación traumática una y otra vez, como si la experiencia se
agotase en su repetición. Una y otra vez el deseo conduce a la decepción y esa misma
decepción relanza el deseo al borde de su pérdida. Y precisamente la derrota, la llamada
depresión, viene cuando esa decepción ha desvitalizado el cuerpo del otro y sólo queda
ese cuerpo dañado o inerte. La pérdida del amor, la pérdida de un lugar en el otro, atañe
a la pareja porque en ella es donde la experiencia del cuerpo viviente y de su satisfacción,
incluso de su decepción, se lleva a cabo. Por eso ahí la demanda de amor es tan fuerte,
como lo es la pesadez de la demanda de amor y de presencia de la madre o del hijo, ad
invicem. Y así se fragua una dependencia en la que se odia y se ama a la vez ese
vínculo, y en ocasiones el maltrato o la venganza en otras pasa a ser el funesto objetivo.

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Ese lazo de angustia, culpa y castigo puede ser asfixiante. Es una razón para acudir
al psicoanálisis, para preguntar cómo se puede vivir, para saber cómo seguir, para
quejarse de su soledad, para pedir amor, para ser consolado de la angustia por su falta de
lugar en el mundo, es decir, en su pareja, en la que tiene y no le satisface o en la que no
tiene y siente su privación como muerte del cuerpo convertido en inútil o estéril. El sujeto
neurótico acude al psicoanálisis impulsado por su soledad y su desamparo moral y
libidinal, y repite la misma turbadora, desesperada o, a veces, perversa exigencia y la
misma decepción. Se repite, una y otra vez, en cada sesión, esa situación traumática y
alienante de dependencia y habrá que ver si el psicoanálisis permite darle salida o la
obstaculiza, en todo caso cómo la obstaculiza y si podría no obstaculizarla. Habrá que
ver.
Porque este asunto de la separación surge igualmente pronto como condición
misma del vivir y del desear, del desplazamiento libidinal, el cual se orienta por una
rectificación de esa obstinada insistencia en el mismo cuerpo de una satisfacción perdida,
atisbada y perdida, como si ya no hubiera otra que la perdida y en cuanto perdida. Esa
fijación viene habitualmente de la mano de la satisfacción que encuentra la madre en
retener su propio producto. Otras veces, el padre aparece no tanto como posibilidad del
deseo, sino como comodín de excelsa promesa, que busca asentarse en algunas certezas,
y así se renueva una dependencia que no puede prescindir de atribuir consistencia al otro,
es decir, atribuirle poder, como si sólo por esa atribución la vida misma tuviera alguna
consistencia y la soledad pudiera ser derrotada. Así pues, sale el niño a la sociedad ya
pertrechado de esa ansia de sumisión y de pertenencia. Pero el sexo insiste y nada le
desvía de manera convincente y definitiva de hurgar y hurgar en el otro cuerpo, en su
escasez o en su desmesura, aun cuando ese cuerpo sea temido hasta la inhibición, y la
insatisfacción ahonde, entonces, su soledad.
En la pareja se repite el conflicto pulsional y moral que conlleva el vínculo sexual.
¿Cómo admitir esa no coincidencia del sexo y del amor, condición, sin embargo, del
deseo, cuando ese encuentro nació bajo la promesa de que el amor y el deseo sexual
finalmente vinieran a coincidir en el objeto adecuado de ambos? Pero la decepción le es
inherente, como lo fue ya la primera “vivencia de satisfacción”, al descubrir no sólo su
límite, sino que su retomo no le pertenece ya. Ahora la decepción, la Versagung, también
aparece. No se trata de esa decepción como si no hubiéramos acertado con la buena
elección. Es una decepción más básica, es la Versagung freudiana que no es exterior ni al
deseo ni al amor.
Cuando las llamadas “terapias de pareja” pierden el respeto al malentendido y se
levanta el telón de las escenas de reproches y venganzas que así se alientan en vez de
acallarse, caen en el peor de los allanamientos de morada, como es el allanamiento de la
intimidad de pareja, que debiera permanecer como tal intimidad. La tal llamada “terapia
de pareja ” sólo tendría sentido como mediación para una separación menos ciega y
dañina, nunca para la restauración de la mal llamada pareja. El pudor y el respeto son
condiciones del amor y de la contingencia del deseo, también el límite a la barbarie “psi”.
Aceptar la soledad del sexo, consentir a la diferencia sexual y a la satisfacción del

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otro sexo sin tener que dañarlo o, lo que es aún más difícil, aceptar la posibilidad de no
ser amado, de que nunca se es suficientemente amado o amada y que a veces
simplemente no se es amado ni amada, y que no hay tribunal de justicia, ni humano ni
divino, ante el que reclamar, aceptar esas cosas puede parecer un tópico, pero ése sería
también el espacio de la esperanza, por decirlo en palabras de Ernst Bloch, y donde el
otro sexo no es una semejanza, sino una insondable y viva disparidad.
Dicen que la “disputada Helena”, como la llama Plotino, provocó la guerra de
Troya. ¿Por qué? Ese es siempre el pretexto para levantar un ejército en vez de callarse
al borde de la penuria de sentido. Cuando la humillación es sólo pretexto para asociarse y
conseguir algo, se ha abandonado la íntima experiencia de la humillación que exige la
soledad. La humillación se prolonga por los siglos, cada día y en todas partes. Es la red
tisular de la dominación que no parece acabar nunca. Cuando Frieda se va con K. a la
Posada del Puente, repite el gesto femenino que busca en el cuerpo del hombre lo que
Klamm, el atribuido y anónimo funcionario del poder, no podía darle, la esperanza de
tocar algo vivo en el solitario palpitar de los cuerpos del deseo.

19. El amor sin causa final: aceptación de la soledad

Plutarco decía que el amor, Eros, es el “consentir de la hembra al macho”. Consentir o


aceptar, cada traductor elige uno u otro término. Consentir es un término más cercano a
la fantasía del macho (como aquí hace Plutarco al referir el consentimiento sólo a la
mujer) que inicia su acercamiento a la mujer pensando en ese consentimiento, cuando no
exigiéndolo. Aceptar es un vocablo parece que más llevadero por lo que deja entrever de
distancia, incluso de respeto.
A la mujer se le da ese lugar del consentimiento o de la aceptación, como si no
tuviera ella misma otra razón de ser, otra creencia que la del amor Pero no todo vale por
amor, ni para la mujer ni para el hombre. Y esto no se ha de tomar como una consigna
beata, puesto que el límite interno al amor es la frontera que lo separa del uso de la
fuerza, y esa es la condición de su posibilidad erótica, no simplemente destructiva. “No
es posible amar y ser justo”, decía S. Weil, “más que si se conoce el imperio de la fuerza
y se sabe no respetarlo”. Esa justicia ya no puede ser la diké platónica del orden
universal, sino la justicia en el sentido en que hacer justicia es ver al otro. “No nací para
compartir el odio, sino el amor”, responde Antígona a Creonte, el amo solitario y estéril
de la fuerza. La aceptación siempre viene precedida de un no, un no a la soberbia de la
jerarquía, un no a la fuerza. No se ha de entender la aceptación como anulación y
reducción al cuerpo, como pudiera ser la intención de Plutarco.
Cuando se habla de aceptación y de consentir a la diferencia sexual, tal aceptación
es exactamente eso, el poder mostrar la debilidad sin provocar por ello la fuerza (ajustada
definición que da Adorno del amor). Quizá no se deba confundir esa aceptación con la
resignación del todo vale por amor, como si la humillación no tuviera consecuencias.
Desde ahí cabe entender que la aceptación está antes que la elección. He escrito en

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otra ocasión que un hijo antes de ser deseado se acepta, que esa promoción que se hacía
del deseo positivo o normativo como condición de la aceptación es un beato modo de
idealización bastante incompatible con el hijo real. Se privilegia, en ese caso, el ideal
autocomplaciente de los padres sobre la realidad concreta del hijo. Aceptar al hijo que
está ahí en su concreta existencia es la posibilidad de amarlo sin necesidad de
descalificarlo en su deseo o calumniarlo conforme al criterio de la causa final. La
aceptación así entendida es incompatible con la causa final, pues afirma que está ante un
sujeto que es, como tal, insustituible. En este otro campo, el del amor de pareja, es
similar, pues también se trata del amor. Aceptar es antes que elegir, porque entiendo ese
aceptar como admisión. Introducir el otro sexo como tal en la intimidad de mi vida es
mostrar mi debilidad, y no con el propósito de explotarla con el llamado chantaje
afectivo, pues esa aceptación sabe que el amor brota de la brecha traumática del
desamparo corporal y que no la completa ni la repara, que la soledad llama al amor pero
no desaparece con él, y que la Versagung (decepción), en cuanto que pertenece a la
propia demanda de amor que repite el grito de la soledad del cuerpo infantil, no puede ser
contabilizada como reproche, sino como huella que no debiera ser denigrada ni sometida
a ningún fingimiento.
Aceptar entonces que toda demanda de amor repite la situación traumática del
desamparo infantil y que esa demanda requiere no ser exigida ni reclama
incondicionalidad es una aceptación anterior a la elección. Si ponemos la elección
primero, surge la paradoja de elegir lo que no se ha aceptado. Cada día oímos la pregunta
sobre si “me pasaría lo mismo con otra mujer o con otro hombre”, etc. Esta rutinaria
expresión muestra cómo hay algo previo a la elección. ¿Cómo elegir a una mujer si no se
ha aceptado previamente y en lo más íntimo la opción de amar a una mujer? Alguien se
pregunta si esta mujer es o no preferible a aquella otra. Esa misma pregunta señala la
dificultad de aceptar a la mujer No es una aceptación formal, es una aceptación íntima y
concreta. Es aceptar ser amante, y no sólo amado, antes de ser amado. A partir de esa
aceptación, el que ama está en condiciones de elegir el amar en su determinación
concreta. No se debe confundir este tipo de elección con la libertad. No hay libertad en la
elección amorosa, simplemente acontece y aceptarla es la condición de elegirla.
La aceptación permite separar la disponibilidad (el respeto y la posibilidad, incluso
el dar la vida por alguien), de la incondicionalidad Qa exigencia, el atosigamiento, donde
el vínculo está hecho de temor y de culpa). No es una separación limpia, nunca se
consigue, pero la disponibilidad es distinta si el objetivo es uno u otro.
Eso va a permitir al hombre tener, como amante, una relación más franca y puede
que más alegre con la amada. En cuanto a la mujer, su trágica soledad, su angustia en
ocasiones de no existir para nadie, puede que le ilustre acerca de que no todo vale por
amor y que su entrega incondicional para ser amada puede justamente impedir la
posibilidad del amor de un hombre, pues esa incondicionalidad está referida a la madre. A
veces se valora de la mujer su capacidad de entrega como capacidad de amar. Con
frecuencia hay un particular malentendido en esto, porque en esas ocasiones la mujer
más que amar lo que querría es ser amada por encima de todo y a cualquier precio por la

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madre. De esa manera, desesperada por su privación, corroída por la pena, como dice
Electra de sí misma, busca, sin embargo, librarse de ella sometiéndose, como Crisótemis,
al complot asesino de Egisto. Ahí sólo queda la vergüenza del cuerpo reducido a la
soledad última de su condición corporal o a la desvergüenza del anonimato del cuerpo
muerto.

20. El amor y la aceptación de la diferencia sexual

El sexo es un patético monumento a la vida, donde tanto el ansia del amor como la
experiencia del otro cuerpo indefenso y solícito atemorizan a quien por encima de todo
reclama una satisfacción inocente, sin resto del otro cuerpo. Pero el otro cuerpo está ahí
en su mudez real e inalcanzable.
Basta ver a esos infantes inquietos, cargados de demandas de satisfacción (las
llamadas zonas erógenas), que tejen su frágil cuerpo infantil con la obstinación animal de
satisfacer lo que, por depender del otro cuerpo, está sometido a la violencia del
desencuentro. La madre será el primordial agente de esa Versagung y, no obstante, del
genuino cuerpo de la satisfacción soñada y temida. Temida porque cualquier demanda de
la madre va a poner en peligro el precario equilibrio de la economía libidinal del cuerpo.
La demanda de la madre se hace por ello y de por sí dolorosa, pues quedará establecido
que, sólo por querer, quiere ya de por sí la renuncia (la renuncia es también otro
significado preciso de Versagung). Esa mezcla de satisfacción y renuncia gobierna para el
niño el universo materno y se repite como un resorte en la intimidad de la relación de
pareja y nos lanza a la manía de la interpretación. Cada vez que el poder no admite
ninguna salida, ninguna posibilidad de esquivarlo, la referencia es ese poder primario de
la madre.
Se comprende así que no haya que confundir en este terreno aceptación y
elección, y que la aceptación es lo primero y que lo que de verdad está en juego es la
posibilidad de amar a una mujer (o a un hombre) en la concreción traumática del amor
que no traduce la expresión de la debilidad en fuerza, es decir, en agresividad, odio y
maltrato. La disponibilidad afecta a la soledad, la incondicionalidad la detesta y la
deniega.
La aceptación de la que aquí hablamos tiene una condición posible: aceptar los
hechos antes incluso de entenderlos, sin precipitarse a entenderlos, a cargar sobre ellos
secretas intenciones. Sin esa aceptación únicamente queda el pasadizo uniformado de la
interpretación y del fanatismo. El fanatismo no es más que la imperiosa necesidad de que
nuestra interpretación sea cierta. Al fanático no le interesa lo más mínimo las terribles
consecuencias de eso.
Decía Guillermo de Ockam que Dios no sólo puede hacer que lo malo sea bueno,
sino que puede incluso hacer que aquello que sucedió no haya sucedido. Este es el Dios
más cruel que nadie había conseguido formular de manera tan sencilla. La mayor
crueldad del régimen dictatorial argentino fueron los desaparecidos (20.000 según

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parece), la crueldad no es el número, sino el hecho mismo del desaparecido. Alguien es
arrestado y ya nadie sabe más de él de por vida. No hay expresión más desnuda del
fanatismo: ya no se deniega su palabra, ni siquiera se le borra de la existencia, sino que se
borra el hecho mismo de que haya existido. La víctima no sólo es víctima, sino que
desaparece. Guillermo de Ockam está en lo cierto: el poder mayor es hacer que lo que
existe y ha sucedido, ni exista ni haya sucedido. Decir que la víctima es el verdugo es una
maniobra común; el más cruel de los hombres dirá ser víctima de sus víctimas. Lo más
refinado del fanatismo es hacer que el otro ni exista ni haya existido.
Esa maniobra comienza con el sometimiento del hecho al sentido, de la soledad a
la interpretación. Y el psicoanálisis tiene en esto todos los riesgos que se puedan imaginar
por pretender con frecuencia presentarse como la experiencia de todo, como ridículo
experto de la experiencia, lo cual es un modo cruel y estúpido de desprecio a la realidad
del otro, a su particular experiencia. Por eso, la aceptación de la que aquí hablamos
comienza por aceptar que el hecho existe, que no conocemos su sentido y que la culpa
que sentimos no nos devuelve a la inocencia.

21. Aceptación y separación

El sujeto nunca es eindeutig, es confuso y ambivalente, como lo es su relación con el


sufrimiento y, sobre todo, con la satisfacción. Cada movimiento de su vida está orientado
por el otro y hacia el otro, pero el sujeto es singular a pesar de ser enteramente
dependiente. Esa ambivalencia marca su vida, necesita a los otros y a la vez no puede
librarse de su singularidad sintomática y contingente, incierta, y esa marca singular le
hace culpable por lo que tiene de límite y de separación. De ahí que la culpa, como
espacio íntimo de la moralidad, no se pueda reducir nunca únicamente al superyó. La
dependencia es tan intensa en el cuerpo y en el alma que cualquier gesto de indiferencia
por parte del otro será fuente de angustia. Quien viene a encamar en primer lugar la
dependencia y la satisfacción, la culpa y el reproche, es la madre.
La cuestión entonces se va a jugar en tomo a la separación. Cómo la pertenencia
subjetiva puede constituir un límite que no se propone como retención, odio y maltrato,
cómo hacer que ese espacio de identificación sexual y lingüística, de filiación en suma, no
conlleve una identidad que siempre viene forzada contra la singularidad del sujeto, contra
la soledad que supone, es la tarea. Esa identidad obliga a incluirse entre los “nuestros”
contra los “otros”. No hay otra identidad posible, dado el carácter singular y escindido
del sujeto. La filiación no es una identidad grupal, es una inscripción y una identificación
psíquicas de la diferencia sexual y generacional. Una mujer, ante el anuncio de una
urgente intervención quirúrgica al padre, viaja para estar presente. Encuentra a su padre
entubado y bajo los efectos de la anestesia. Al día siguiente le vuelve a visitar y el padre
le comenta: “ayer estuvo aquí tu madre y alguna de vosotras”. Ella entiende este dicho
del padre como revelación de algo tan sencillo como el darse cuenta de que ellos, los
padres, forman una pareja y que ella es una de las hijas. Me di cuenta, dice, de que mi

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pareja y mis hijos estaban en Madrid y que era allí donde quería estar. Unos cuantos
años de disputas y reproches con su marido se le aparecían ahora en relación con los
reproches a su madre. Ahora su pareja podía ser aceptada y por tanto ahora, y sólo
ahora, podía ser elegida. La aceptación de la posibilidad de un hombre en su vida
requería esa aceptación. Aceptación implica separación.
El valor de la filiación reside en la distancia. El término se puede tomar como valor
funcional y también como coraje, porque se podría llamar coraje a ese amor que requiere
la separación para proseguir la consideración de la singularidad del otro, tanto del hijo
como de los padres, para crear un espacio que esté basado en ese silencio privado e
insustituible de la particularidad, a la vez que dicho espacio sea un lugar de relación con
el otro, ineludible para inscribir una identificación sexual y lingüística. Ese espacio se
forja en el viejo y manoseado espacio familiar, silencioso y mudo, infernal y devastador,
donde el amor y la destrucción se dan la mano en la puja entre la pulsión de vida y la
pulsión de muerte, esa constante escisión entre el deseo de transmitir y el ansia de la
muerte de los demás como bilioso alimento de vida.
La filiación supone aceptar la muerte, el límite de la vida, la contingencia en suma:
hay otros tiempos, otros lugares, otros modos de vivir. Resulta por lo menos paradójico
ver a esos energúmenos talares defendiendo ese viejo espacio familiar, negando toda otra
forma de familia que no sea la entera sumisión a la certeza de la mera sumisión y de la
renuncia al amor de la separación, aquel que necesita no pronunciarse. Pero no menos
confuso y obsceno es ese empeño de los padres por hacerse presentes, como
asociaciones (¡los padres asociados como si se tratara de una corporación más!), en
colegios, sobre todo en colegios, también en otros menesteres, como el hacerse presente
en los medios de comunicación para la defensa de la familia, pero sobre todo en los
colegios, invadiendo ese otro espacio de la enseñanza pública, el espacio de lo público,
sin el cual el sujeto no puede vivir sin el riesgo de la crueldad más desesperada y
habitual. Cuando se crearon las ya usuales APA fue un síntoma más de ese modo de
invadir el espacio público a partir de lo privado, de lo que siempre debió quedar limitado
por el silencio y el pudor de lo privado, espacio donde descansa la particularidad del
sujeto. Esa confusión de espacios, esa ruina de lo público ha convertido también a los
colegios en lugares de impunidad y de franca y desnuda crueldad de unos contra otros, y
cosas como las APA no son ajenas a eso, pues han contribuido a que se hayan de buscar
espacios fuera de esa invasión de los padres, recurriendo a ritos hostiles y crueles de
iniciación, llevados a cabo en pandillas o similar, a falta de la condición de todo reglaje
social como es la diferencia insalvable entre lo público y lo privado.
Esa diferencia entre lo privado y lo público, entre lo singular del sujeto y su
inscripción en el otro, se sostiene en la diferencia sexual y generacional, en la condición
sexuada y mortal del sujeto. Comienza otro tiempo cuando aparece un hijo, comienza
otra vida, otra particularidad de la que no somos dueños. Por eso he repetido que un hijo
acontece sobre todo en su aceptación, no tanto en el deseo, sino en la aceptación, porque
el deseo de los padres no puede contar con el deseo del hijo, pero una vez que éste viene
al mundo hay ya otro deseo que hay que aceptar. Esta es la más nítida figura de lo que

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en la clínica psicoanalítica se llama castración: hay otro deseo… En todo caso, se tengan
o no, hay otros deseos. Sin esa aceptación, la vida familiar no es que sea infernal, es sólo
infierno, un infierno de exigencias, de amores ciertos y ciegos, y dependencias selladas.
La relación con el deseo ha de ser, entonces, subrepticia y la relación con la satisfacción
se verá ligada al daño y a la culpa.
Alguien puede quejarse durante años (¡Dios mío, durante años y años!) de que su
mujer es el horror de su vida, de que detesta su cuerpo y su cara de reproche, pero
concluirá que es incapaz de hacer nada por la separación e incluso puede aterrorizarse
cuando ella reclama esa posibilidad. Querrá la peor compañía para así tener de qué y a
quién quejarse de por vida, como si fuera inocente.
Un día, un joven recluta haciendo guardia en la garita junto al mar, contempla el
frío y ventoso amanecer que ha despejado la bruma, dando a la luz esa seca y radiante
tonalidad sin fisura. El día anterior leyó por vez primera Genealogía de la moral, y fue
un hallazgo. La educación religiosa se disipaba como esa bruma matutina y ahora vio, de
esa manera seca y radiante, que ya nunca más podría ser creyente o religioso o
cualquiera de las cosas que significara ser creyente. Fue una liberación, pareciera. Los
temores de los que vive la adhesión religiosa se habían, en efecto, disipado. No obstante,
se sentía abandonado, solo y abandonado. Este es un buen ejemplo para entender cómo
siempre que el sujeto abandona (o simplemente se separa) de aquello que tanto parece
querer abandonar, no deja de sentirse, sin embargo, abandonado. La soledad se muestra.
¡Cuántos ejemplos cotidianos cabría poner! Casi es la letanía de la clínica diaria:
que si dejo a mi mujer o a mi marido adonde voy, que si no me pasará lo mismo con otra
o con otro, que más vale malo conocido, etc., formulaciones de la originaria ambivalencia
infantil en la que la mezcla de dependencia y renuncia va engrosando el vínculo, dándole
así el tono de la agresividad tan habitual en la relación de pareja, formulaciones, en suma,
del rechazo a la soledad del sexo. Un hombre joven acude a una prostituta para conseguir
una satisfacción sexual que no se atreve a solicitar a su pareja. Allí solo, en el escondrijo
del prostíbulo, entra en pánico una vez conseguida su escuálida satisfacción y comienza
un terror al VIH (sida), que prosigue en una retahila hipocondríaca que dura ya dos años.
Con su mujer, su estrategia obsesiva consiste en eludir su cuerpo, desconocer su
satisfacción, usar fantasías que no se realizan y de ese modo salvaguardar un vínculo
basado en la renuncia hipocondríaca a la satisfacción y al deseo.
El joven recluta que tiene la experiencia del abandono a la hora de separarse de sus
creencias religiosas, nos revela con claridad que el abandono es el sentimiento subjetivo
con el que se salda la separación, es decir, la soledad. Por esa razón es tan propio el
atribuir ese abandono a los demás. De esa manera, queda enmarañado en un orden
exterior asimilable a una causa final. Cuántas veces alguien que rumia abandonar a su
pareja se siente herido y angustiado cuando su pareja se le adelantó en el propósito de
dejarle. De sentirse abandonador a ser abandonado por el otro es el paso sutil y preñado
de consecuencias que invierte el proceso y coloca la soledad, a partir de la culpa, como
pecado y castigo.
San Agustín acusa al pelagiano, que aún mantiene la idea griega de virtud y de

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verdad como conquista y trabajo de cada uno, lo acusa de llevar al hombre a la estéril
soledad y al abandono de Dios. Si Pelagio acepta la soledad, Agustín de Hipona ve ahí el
mayor riesgo para la Iglesia o comunidad de creyentes. La soledad pasa así a ser no el
punto de partida del amor, sino el castigo de quien deserta del campo de batalla.

22. La soledad es la posibilidad del amor y no la guerra

La soledad da una cierta posibilidad al amor, por no ser un castigo, ni el amor una queja
o una mera reivindicación. Condenado todo el tiempo a la decepción, a la Versagung,
que presidió la relación de la niña y también del niño con la madre, tomar la soledad
como punto de partida será para el hombre no pasarse la vida presumiendo de
autosuficiencia y temiendo todo el tiempo ser abandonado, y será para la mujer no
reducirse a la repetición de la decepción. Tomar la soledad como castigo es el gran teatro
del mundo, en cuyo escenario se despliega la guerra más cruel, la que convierte el
absurdo de la significación persecutoria en causa final y, por ende, en teleología del
sentido. Un tal Randolp Boume dijo aquello de que “la guerra es la salud del Estado”
(citado por Chris Hedges en La Guerra es la fuerza que nos da sentido, p. 59). Y así es,
en efecto, pues sin ella, sin ese ejercicio de la destrucción, el poder se vería debilitado,
pues se asienta en la queja y en el absurdo. El pobre emigrante que cuida a nuestros
padres enfermos, que limpia nuestras casas a cambio de un escaso salario o que suda en
los invernaderos almerienses o del Mares-me, a veces sólo a cambio de una comida y
unas promesas directamente engañosas, será visto, sin embargo, como aquel que vive de
nosotros y que, encima, pone en peligro nuestra seguridad. Ya en 1740 escribía ese
obstinado y cabalfilosofo David Hume a proposito de la guerra y del horrendo
patriotismo:

Cuando nuestra propia nación está en guerra con otra, detestamos a esta última acusándola de
cruel, pérfida, injusta o violenta, y, sin embargo, siempre estimamos que nosotros somos equitativos,
moderados y clementes… A sus engaños les llamamos sagacidad; su crueldad no es sino un mal
inseparable de la guerra… Y es evidente que en la vida cotidiana seguimos este mismo modo de
pensar.

Tanto en la guerra como “en la vida cotidiana” la matriz del sentido es la misma: la
significación persecutoria, sólo que la guerra se ha hecho cada vez menos legendaria y
más devastadora y busca más el exterminio que la victoria sobre el enemigo. ¿Qué diría
Hume de esta guerra actual en la que ni siquiera hay un ejército enemigo y que ha
devenido un genocidio lento y por oleadas, para subrayar tanto en Gaza como en Iraq,
que se trata de operaciones de castigo? La operación de castigo tiene la particularidad de
ser ejemplar, por lo cual los muertos son indiferentes y sustituibles unos por otros con tal
de que pertenezcan al mismo pueblo. A esas operaciones de castigo se las nombra de
manera sorprendente: “Operación Justicia Infinita”, “Operación Impacto y Pavor”, “La

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Madre de Todas las Batallas”… Un universo alegórico reversible que de pronto y sin
transición, de manera brusca, pone en escena los túneles y pasadizos kafkianos, pero sin
pudor, sin vergüenza, a la luz del día, como si fueran los nombres de las calles y de las
avenidas del terror.
“El silencio es la realidad de las cosas”, dice un hombre inteligente, abatido por la
enfermedad, en su intento de explicar el comienzo de sus desencadenamientos delirantes.
Lo primero, dice, es como si se fuera apagando la palabra y sólo aparecieran los cuerpos
en su pura presencia física. “El silencio es la realidad de los cuerpos”, dirá igualmente.
Las palabras y los ruidos toman un carácter artificial y lejano, como un ruido de fondo.
Sólo queda ese cuerpo mudo, pura presencia física e inaccesible, que remite cada vez al
impaciente y ciego cuerpo del padre y que es en su absoluto silencio (un silencio que no
encierra promesa alguna de palabra o de sentido) la experiencia de la mayor soledad, la
experiencia del vacío de la palabra y de la soledad del cuerpo. En esa situación acude
nuestro schreberiano sujeto, con precipitación, al encuentro de un amigo o de alguna
persona que pudiera romper lo que parece un hechizo de los cuerpos. Pero este amigo, o
similar, no puede estar a la altura de las circunstancias, pues no consigue decir la palabra
viva, la palabra que impulse la movilidad libidinal de estos cuerpos inertes, y se calla.
Espantado nuestro hombre de la radical y amenazante soledad que le ha caído encima, se
desliza hacia el delirio, un delirio que tiene en principio un carácter metonimico, ya que
es una insensata actividad mental que no debe tener la fisura del silencio, hasta que
finalmente vaya tejiendo un delirio repetido en el que la filiación y la sexualidad se
encuentran y se reúnen en un saber extraordinario, sólo reservado a algunos
privilegiados, y que se transmite (como en San Agustín el pecado original) por vía genital,
por el “comercio sexual”, según sus agustinianas palabras.
Se trata, digamos, de una conocida tarea que el sujeto psicótico emprende con el
objetivo de incluirse en la diferencia sexual y generacional como primera pertenencia al
orden humano. Sin embargo, la vida en común, el roce de las ofertas y de las demandas
o súplicas, exige denegar esa diferencia para dedicarse a encontrar la seguridad de lo
común. Ahí comienza el delirio colectivo de la común pertenencia, de la declaración de
identidad. En ese delirio común el sujeto psicótico no consigue incluirse y por eso su
delirio es tan solitario como desesperado, al borde siempre de la exclusión de los vivos,
de lo que Epicteto llamaba ser “ciudadano del mundo”. En la neurosis, ese delirio de
pertenencia se asienta y se asegura con la pertenencia a la nación, a la patria, a la tribu,
frente al enemigo. Lo “común” ha dejado de ser la diferencia y la particularidad, lo
extraño, para construirse como oposición positiva: nosotros/ellos, buenos/malos,
salvados/condenados, etc. Esta última es una pertenencia que vive de la calumnia, de la
impunidad y de la guerra. Sólo el todo sentido es el único sentido, ya que el absurdo del
dolor no se vela con un fragmento de sentido o sentido parcial que lo dejaría un poco a la
intemperie, sino con el todo sentido dela causa final. No sufrimos en vano ni vivimos en
vano, sino vinculados a ese orden universal cuyo sentido quizá no alcanzamos pero nos
protege. Hemos, así, dado la espalda a la soledad y giramos hacia la obediencia y el
acatamiento, que trueca la soledad del deseo por el entusiasmo maníaco de lo colectivo.

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La soledad será considerada castigo del pecado y la obediencia, camino de salvación.

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Capítulo 2

Pertenencia

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1. El problema socrático: saber, poder y pertenencia

La pertenencia y no la soledad será entonces el objetivo, pero no esa pertenencia de la


identificación de un sujeto sexuado y mortal que se inscribe como tal en su relación con
el otro cuerpo, sino aquella otra que es definición y clasificación, declaración, en suma,
de identidad. “Si no hay la Unidad, hay la nada”, dice el Parménides de Platón. El terror
a la nada, a no existir en el otro como expresión de esa nada, guiará la vida del sujeto
para quien la pertenencia es el objetivo al que se subordina el amor y el deseo, el secreto
de lo indecible, incluso el pensamiento y la acción.
La separación establecida por Sócrates entre verdad y poder, entre saber y
pertenencia, fue condenada por asebeia. Asebeia significa “impiedad”, entendida como
desprecio a los dioses. ¿Cuál es el fundamento de la acusación? La corrupción de
menores y la manipulación del logos. La manipulación del logos consiste en que se ataca
el criterio comunitario y formativo del logos. La estrecha relación entre paideia y
politeia, entre educación y poder político, lleva a los acusadores de Sócrates a vincular la
manipulación del logos con la corrupción de menores. En la Apología de Sócrates, estos
acusadores le tildan de in-sensato (a-phronos) por poner en tela de juicio la patrios
politeia, la vida política de la comunidad, la patria. La manipulación del logos se
concreta finalmente en que el hombre singular pasa a ocupar el lugar de los dioses, el
lugar de la patria.
Por eso, Hegel da la razón a Meleto y a Anito, porque Sócrates proclama una
verdad interna al hombre, a la indecible soledad de su condición, y simplemente no
recibida por los dioses en la polis y acatada. Eso supone, dirá Hegel, erigir un nuevo dios
que no es “el dios tradicional de los atenienses; por donde se llega a la conclusión de que
la imputación que se hacía a Sócrates es, desde este punto de vista, fundada” (Lecciones
sobre Platón, p. 27). El dios tradicional de los atenienses no es otro que la patrios
politeia, el dios que gobierna la polis, la psyché de la polis, según la expresión de
Isócrates (Aeropagítico III), la vida de la comunidad donde reside la verdad del hombre.
Por eso la denuncia de Meleto dice literalmente: “no creer en los dioses dela polis”. El
verbo nomizo, tal corno ha señalado Burnet, està relacionado con nomos y más que por
“creer” debería entonces traducirse por “reconocer”, en el sentido de acatar el nomos
colectivo, lo que regula la polis. Nomizo establece la claridad cognoscitiva, la jerarquía
de lo decible, de los nombres, basada en el acuerdo de la polis que los hace reconocibles,
frente, por ejemplo, al estilo paratáxico de Kafka, escritura mayor de la ausencia de
causa final. “No creer en los dioses de la polis” se ha de entender en el sentido que le da
Hegel: el de proponer una concepción de la verdad que no proviene del nomos ni de la
pertenencia al orden colectivo, sino que separa al sujeto de la normatividad. Esto era, es
y será siempre intolerable, pues ataca al corazón de la fidelidad y de la lealtad erigidas
por el poder político como criterios de la verdad, y cuya raíz no es la soledad de la
contingencia del deseo, sino la pertenencia como declaración de identidad.
Si esa pertenencia no es el objetivo, el poder político carece de fundamento para
someter la voluntad de los súbditos. La acusación de asebeia mira a la paidiea, a la

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educación, porque la relación con la verdad que propone Sócrates no es sólo una
elucubración mental, sino una forma de vida basada en la epimeleia, en el cuidado de sí
como responsabilidad de la propia vida y como disponibilidad para el otro, pero en
ningún caso como esclavitud. Para un griego es impensable entender el cuidado de sí al
modo del “individualismo” moderno. La epimeleia santón es un cuidado de sí en cuanto
responsabilidad de la propia vida. Esa responsabilidad define la subjetividad como una
relación con la verdad que es una forma de vida.
Que esa vida no pueda ser ajena a la polis subraya que la relación del sujeto con la
verdad no ignora su dependencia del otro, no desconoce sus orígenes. Por eso puede no
engañarse con esa dependencia, no la concibe como cuestión de vida o muerte, pues
sabe que esa dependencia no le da lo que exige, que el otro no puede dar lo que se le
pide ni decir la verdad, y que la vida finalmente sólo se sostiene en el deseo de vivirla, en
esa soledad. El sujeto no existe por fuera de la polis, pero sólo a condición de que esa
relación con la polis no haga enmudecer una relación con la verdad, que condena a un
exilio interior ineludible si no se quiere convertir la vida en un agravio y en una patriótica
reivindicación. Sujeto y vida colectiva se hacen a la larga incompatibles y de esa
incompatibilidad viene el síntoma, se muestre como se muestre, con sumisión o con ira,
con inhibición o con soltura, con queja o sin ella.
Por eso fue condenado Sócrates, por abrir esa brecha de la subjetividad en la
relación con la verdad. No es el solipsismo ni moral ni epistemológico. No hay saber sin
pasar por el otro, sin dia~logos, pues el logos no se mueve a sí mismo y el conocimiento
de sí mismo sólo es posible a partir del encuentro (o desencuentro) con el otro, tanto por
la propia condición material del hombre, como por el propio carácter del saber que es el
discurrir de una contemplación y de una reflexión que necesita la mirada del otro.
“Siendo cada uno el principal y más grande adulador de sí mismo”, escribirá más tarde
Plutarco, nadie tanto como uno mismo parece más dispuesto a “contradecir la máxima
conócete a ti mismo, creando cada uno el engaño hacia sí mismo y la propia
ignorancia…”. Esto escribe Plutarco en un hermoso texto así titulado: Cómo distinguir a
un adulador de un amigo (Moralia I). Nadie puede librarse por sí mismo de la adulación
y de la ignorancia que practica, sin ese amigo que, explica Plutarco, no es un satírico ni
un cómico, sino un trágico (50e). El trágico es aquel que dice la verdad porque actúa y se
comporta en relación a ella, mientras que el cómico o el satírico están demasiado
ocupados en la burla o en la victoria efímera del discurso. Sólo quieren salir victoriosos y
eso les esclaviza por querer esclavizar al otro con su cambiante seducción. Esta idea de
lo trágico que aquí apunta Plutarco conlleva una idea de verdad referida a la experiencia
subjetiva, pero accesible a su designación. Por eso rechaza con demasiada soltura lo
cómico, efecto ineludible, sin embargo, de la imposibilidad de designar y clasificar.
De hecho, el destino trágico de Sócrates acontece por su inquebrantable rechazo a
hacer coincidir la búsqueda (zétesis) de la verdad con el ejercicio canónico del poder, y
eso le conduce a la ironía. Se ha dado en llamar a esa no coincidencia la ironía socrática.
Esa ironía es tanto cómica como trágica, pues la búsqueda de la verdad es el camino de
la ironía, no es el discurso normativo o impositivo. No podemos vemos si esa mirada es

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coincidente con uno mismo. Uno sólo puede verse en lo que es diferente de uno mismo.
La ironía es el estilo de esa no coincidencia. Ni coincidencia consigo mismo (que según
Plutarco sería el engaño adulador), ni adhesión a la palabra del otro (que sería la
esclavitud). La ironía socrática se opone a la hipocresía del sofista manipulador de las
palabras, se opone al triunfo de la vanidad.
La otra cara de la ironía es la vergüenza (aiskhyné). La vergüenza socrática es un
nombre del pudor si la entendemos como la imposibilidad de garantizar (sea por
seducción o por algún método o tekhné seguro) una verdad o una rectificación que no
haga el propio sujeto y que ni siquiera le identifica. La Apología deja claro que la zétesis
es una búsqueda y una interrogación que se despliega sin engaño en el diá~logos, pero
no es el acendrado objetivo de ninguna tekhné. La vergüenza socrática aparece ante la
necesidad de engañarse con las palabras del pacto social, y es el sentimiento de ridículo
ante la convicción, ante lo que esta convicción tiene de humillación. Ahora Sócrates sabe
que está ante la muerte, pero así como Aquiles hubiera muerto de vergüenza si no venga
a Patroclo, así él mismo, Sócrates, no podría mirarse a la cara si calla en el momento en
el que correspondería decir la verdad, no predicar la verdad, sino expresarse en relación
con la verdad. El momento de decir la verdad es el kairós, la verdad no es la desfachatez
o la imposición de las propias convicciones, respeta el momento propicio del no a la
fuerza, a la continuidad de la humillación, es una oportunidad efímera, casi instatánea,
que no se sabe cómo sucede y que si se pierde ya es sólo irreparable vergüenza.
La vergüenza se convierte en vergüenza ajena cuando quien dice no se interroga ni
se limita a lo que sabe, sino que sólo ansia esclavizar a su auditor. La relación con la
verdad requiere el pudor y la vergüenza porque implica la carencia (el no saber y el qué
hacer); en consecuencia, no es una queja, sino una zétesis, un despertar a la vida del
sujeto que interroga y puesto que interroga no es esclavo. La esclavitud es una vergüenza
ajena, pues la esclavitud subordina la verdad a la pertenencia. Esclavo es aquel que no
dice lo que piensa y ha de asentir a la necedad de los poderosos. Así se expresa Eurípides
en el diálogo entre Yocasta y su hijo Polinice en Fenicias, donde Polinice explica que el
destierro es un mal terrible porque sólo tiene un rasgo esencial: “el desterrado no tiene
libertad de palabra” (parresía). “Eso que dices -le responde Yocasta- es propio de un
esclavo: no decir lo que piensa.”
¿Sólo quien tiene poder puede decir lo que piensa? Paradojas del destierro: eres
desterrado por hablar libremente y resultará que el destierro te obliga a la esclavitud de
no decir lo que piensas. Por eso, la precisión de Yocasta nos lleva más lejos: si sólo quien
tiene poder puede decir lo que piensa, entonces el decir ha perdido toda relación posible
con la verdad. En la tragedia griega la distinción entre deber absoluto y ley humana, entre
las leyes no escritas y los edictos de la ley de Creonte, entre ley y justicia, en suma, es el
hilo que tensa la vida de los hombres hasta romperla. El sujeto trágico, o tragicómico, no
consigue una pertenencia estable y garantizada. El destierro no es sólo un castigo, sino
una condición. Por eso, como ya he señalado en otro lugar (véase De la violencia a la
crueldad), la hospitalidad formará parte de la tragedia griega como deber absoluto para el
exilio del hombre. La verdad del hombre es ese exilio que le obliga a hacerse responsable

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de su vida precisamente porque carece del orden fijo de la causa final. El poder político,
el nomos del hombre, no posee la verdad del sujeto, y éste, por lo demás, no tiene otro
espacio positivo de pertenencia más que la polis. De ahí ese doble exilio interno, ese
doble destierro: de la verdad y de la inocencia. Se empeñará en una pertenencia que hace
necesaria su esclavitud.

2. En memoria de Walter Benjamin: una pertenencia imposible

Si Kafka puede ser considerado como el héroe trágico, o tragicómico, que no cede su
humillación ni a la queja ni a la alianza de los humillados (alianza que puede convertirse
en una forma terrible de la esclavitud, como el pasado siglo nos ha descubierto), si Kafka
en efecto ha sacado sus últimas consecuencias a ese exilio trágico de la ley, si la ley es
para Kafka una indecible y culpable trasgresión en sí misma, si no hay posible relación de
confianza entre el sujeto y la ley, si esa ley para Kafka es una repetida parábola pero sin
sentido, si Kafka ha tomado la palabra allí donde toda pertenencia está perdida, si nadie
en efecto como Kafka ha llevado el olvido de la ley hasta su más extrema crueldad, hasta
convertir al hombre en un asustado y frágil animal, aun así, querría, en este momento,
recordar a Walter Benjamin, probablemente el más agudo comentarista de Kafka, como
paradigma del trágico moderno que busca con la mayor desesperación una pertenencia.
Su necesidad de encontrar un pensamiento, una comunidad, una religión, algún tipo de
teocracia, como diría Adomo, que le diera cobijo, va a la par de un exilio interior. Ese
exilio crecía a medida que descartaba una pertenencia a la vez que volvía a anhelar una
nueva. Nunca la consiguió. Nunca se lo permitió.
Su muerte en Port Bou fue un punto final a esa radical falta de cobijo. Buscaba
con desesperación una pertenencia que a la vez le horrorizaba porque nadie como él supo
que todo poder político busca su particular teocracia y lo que quiere es imponerla y eso
nunca para. Quiso hacerse el tonto con el Movimiento de ¡a juventud, se entregó a un
marxismo que le dio la espalda porque los marxistas supieron que ese sujeto socrático y
peculiar no era de lo suyos. Se dejó acariciar por la teología judía, pero no pudo alistarse
en el movimiento sionista. Como él mismo dejó dicho, “era como si en ningún caso
quisiera formar un frente, ni siquiera con mi propia madre” (cfr. Infancia en Berlín).
Amamos a Benjamin porque en él reconocemos una fidelidad al exilio del sujeto que sólo
proviene de su parresía, de su debilidad y de su obstinada y socrática insistencia en la
palabra, tan alejada de la voz de mando que sólo limita con el silencio y, a falta de ironía,
con la desesperación. Creyó que el marxismo inauguraría un modo de poder no
necesitado de la esclavitud teocrática, pero, como Meleto dice contra Sócrates, las leyes
mejoran a los ciudadanos y la verdad no se debe buscar por fuera de las leyes.
Benjamin es testimonio de primera línea de que la pertenencia es enemiga de la
verdad y de que nadie, sin embargo, puede vivir sin ella. De ese radical y trágico
desacuerdo, Benjamin es riguroso testimonio y estricta víctima. No se resignó, como
tampoco Sócrates, a conservar la vida en el silencio del aislamiento. Sócrates dice en la

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Apología que ese no resignarse se paga con la vida (32a). En efecto, a Sócrates, a
Benjamin y a muchísimos más les sucedió. Les sucedió a muchísimos más que ni
siquiera puede que tuvieran la posibilidad de saberlo, de saber que la pertenencia es tan
exigente, que librarse de la angustia de la soledad es tan costoso.

3. El saber como cuestión moral

Platón, que consideraba a Sócrates su maestro, se movió en la contradicción de pensar


un tipo de poder que fuera ejercido por quienes no lo ansiaban. Así lo dice en República
VII, como si de ese modo pudiera resolver la antinomia moral que apunta en el capítulo
VI y que consiste en que, por un lado, no hay verdad sin la libertad íntima de su
búsqueda y, por otro, no la hay sin la censura de la colectividad. ¿Cómo resolver esa
antinomia moral? Platón concluye: “No hay, no ha habido ni habrá jamás otra enseñanza
conveniente a la moralidad que la de la multitud” (VI, 493, a, en la traducción de S.
Weil). Esa multitud es figura de la Unidad. “Si no hay Unidad, hay la nada”, terminaría
proclamando en el Parménides. Si no hay Unidad, hay la nada, luego cada uno es en la
medida en que es partícipe y está llamado a esa Unidad. Si no hay Unidad, hay la nada
es el enunciado filosófico de lo que luego uno de sus discípulos formularía como “fuera
de la Iglesia no hay salvación”. Por eso quien habla en nombre propio y se dirige desde sí
a los ciudadanos será calificado de parresiastés, pero no como quien dice con libertad,
sino como el charlatán enemigo de la polis.
Este uso peyorativo de parresía pasará luego, como ha señalado Foucault, a la
literatura cristiana en ese sentido preciso de que quien habla en nombre propio y no de la
Iglesia es hereje o soberbio, en todo caso el desgraciado que está fuera de la comunidad
salvifica de los creyentes. No hay otra verdad que la verdad revelada y de ella se
participa en comunidad. La apertura socrática de considerar la verdad y la
responsabilidad como tarea constitutiva y fundacional del sujeto, expresión última y
digamos atea del exilio trágico del hombre, dividido entre las leyes divinas (del deber
absoluto) y las leyes humanas (arbitrarias e impositivas), se convierte en un dilema
permanente que recorre el pensamiento occidental en su relación con la moral, con el
saber y con la política. Se podría decir que la pertenencia ya no es algo dado, sino una
manera franca de humillación y de dominio. Desaparecidas las leyes de la creación, sólo
quedan las leyes del poder redentor como referencia salvifica. Ahora ya se está advertido
respecto al hecho de que al no ser la pertenencia algo dado o natural, es una lucha a
muerte en la que los condenados son los expulsados a la vez que los maltratados.
En el mundo griego esa lucha estaba al descubierto, acontecía tanto en la escena
política como en la escena íntima de cada sujeto. Puesto que el saber como zétesis,
búsqueda de saber y de verdad, encuentra el obstáculo de ese adulador e ignorante que
es uno mismo, se ha de encontrar en el otro el camino del saber sobre sí mismo, con una
condición: que ese otro no sea un “depravado adulador”, como lo llamaría Isócrates, y
que ese mismo no busque a su vez la mera y esclava adhesión a la palabra del otro. De

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ahí que en el pensamiento griego sean los moralistas (desde Epicuro a Epicteto o
Diógenes o el mismo Hipócrates) quienes cultiven la epimeleia sautón, el saber de sí
como una forma de vida, como una mathesis y una ascesis conjuntamente. El
pensamiento orgánico buscará el saber cada vez más en los espacios en los que el sujeto
está más desaparecido: la política y la naturaleza, la ciencia y la política. En Aristóteles,
por ejemplo, la parresía o la epimeleia sautón no constituyen asuntos de su reflexión y
todo su trabajo se orientará a encontrar la fórmula del término medio, según la cual la
política puede salvaguardar la dignidad y la singularidad existente y concreta del
ciudadano. Para ello, como ya vimos, tendrá que encontrar el ordenamiento de la causa
final. Tomás de Aquino toma en el Occidente cristiano la misma tarea, la de encontrar el
vínculo entre causa final y causa eficiente, bajo el modo de cómo pensar la relación entre
Creación y Redención, que una vez más se revelaría tan frágil a favor del decisionismo y
de la arbitrariedad del poder.
El Cuarto Discurso en el que Dión de Prusa, conocido como Dión Crisóstomo,
relata el encuentro entre Diógenes y Alejandro, ya no podría volver a ser escrito, pues ni
Alejandro tendría tiempo de escuchar a un filósofo marginal y antiorgánico, ni Diógenes
tendría acceso al rey Una tela de araña ha convertido todo saber en pensamiento
orgánico, por disperso y diseminado que se muestre. Puede que Diógenes exista, pero ya
nadie lo conoce, como puede que Epicteto siga irritándose cuando alguien le pregunta por
su lugar de pertenencia y proclama que es ciudadano del mundo. El nacionalismo ha
vuelto a ser sagrado. Si, como dice el atrevido Diógenes a Alejandro, “llevar armas sólo
es propio de un hombre que tiene miedo”, hoy sólo conocemos hombres miedosos, para
quienes sólo queda el miedo como baluarte de la pertenencia. Diógenes interpela a
Alejandro: “¿Serás lo bastante valiente para escuchar de mis labios la verdad o eres tan
cobarde que debes matarme?”.

4. El cristianismo y la consagración de la pertenencia salvifica

Se ha escrito y debatido mucho acerca de lo que separa y diferencia al cristianismo de la


ética griega. Ya me referí anteriormente a esto. No es, en efecto, la ascesis, no es la
renuncia a los placeres, no es la congoja de la carne. En eso coinciden. La diferencia está
en el terreno de una religión que basa su relación con la verdad y con la salvación en la
pertenencia a una comunidad de creyentes. La universalización del pueblo elegido,
llevada a cabo por Pablo de Tarso, se fundamenta en el componente fiducial, y no racial,
del pueblo elegido. La salvación es cuestión de fe, ni de moral personal ni de conquista
del sujeto. La salvación es un alineamiento militante. La salvación del hombre deja de
ser, por tanto, tarea del hombre. Esto no le devuelve la inocencia, y si se hace el inocente
es por medio de una culpabilidad tal que al no encontrar la posibilidad de resolución en el
propio sujeto de la culpa, le impele al sometimiento y a la complicidad con el poderoso.
Lo que al hombre atañe, su salvación, es un asentimiento, una fides qua ereditar, una
adhesión a Alguien que es el Redentor. Eso crea un tipo de culpabilidad persecutoria

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superyoica, que favorece que el conflicto moral del síntoma busque aliviarse y disolverse
en la fantasmagoría sadomasoquista de la comunidad de los elegidos. Esta es la idea de
sacramento. La obediencia cristiana es sacramental porque, como dice San Agustín, es el
modo de formar parte de la Iglesia que es “el cuerpo de Cristo” y “a nadie vivifica el
Espíritu Santo fuera de ese cuerpo” (Epíst. 185).
El sacramento es una participación sustantiva y corpórea en la vida de la Iglesia,
que es la vida que triunfa sobre la muerte. Quien queda fuera de la Iglesia ya no sólo
arriesga esa salvación, sino que su vida queda empobrecida, mortificada y reducida a la
estéril soledad. De ahí tomará, por ejemplo, Juan Casiano la concepción de la acedía o
melancolía más como pecado que como enfermedad. La tristitia animae proviene del
abandono de la adhesión al amor de Dios que se expresa en la comunidad conventual.
“De Dios procede toda salvación”, dice San Agustín en De vera religione, y todo saber
es inane si no procede de Dios y fructifica en la Iglesia. El fruto es la extensión de su
poder y el aumento de los fieles y adeptos. Sin esa adhesión, el hombre vergit ad
nihilum. Nequitia será el término que utiliza San Agustín para referirse al hombre que
tiene en menos a Dios. Nequitia viene de ne quidquam, lo que entre nosotros se llama
ninguneo. La expresión máxima de la soledad es ésa: no existir para el otro por no formar
parte de esa unidad. “Si no hay Unidad, hay la nada.” Cuando el hombre se aparta de la
vera religio, inclinatur ad nihilum et ista est nequitia (De vera religione 11, 21).
En eso reside la diferencia con el pensamiento moral de los griegos, con lo que a
través de los diversos textos de los filósofos griegos ha llegado hasta nosotros y que
consideramos como propio de su concepción moral. En el cristianismo, la obediencia
sustituye a la pregunta por la verdad del sujeto, y la pertenencia es un don gratuito y no
el deber absoluto de la hospitalidad. Lo que Agustín de Hipona llama convenio ad se
ipsum (que contrapone a la conversio ad Deum) lieva a la miseria y a la inanitas, a la
desvitalización, al desfallecimiento depresivo podría haber dicho hoy La soledad es, ante
todo, castigo y condena por el pecado de rebelión y de desobediencia. El exilio trágico del
griego, que es el peligro de toda búsqueda de la verdad, pasa a ser una mera condena de
quien no aceptó formar parte de la ciudad de Dios. No es del saber sobre la creación de
donde viene la salvación del hombre, sino de la fe en nuestro Redentor. Por eso, como
ya se vio anteriormente, advierte San Agustín, como si amenazara a los que son tibios
con la Iglesia: “No se debe destacar al creador de tal forma que parezca superfluo el
redentor” (De natura et gratia, 34, 29). Está escribiendo contra los pelagianos, es decir,
contra los que menoscaban el poder salvífico de la pertenencia.
(Las óperas de Wagner han llevado hasta el ridículo más increíble esa exaltación
del redentorismo mesiánico. Cuando este año Christoph Schlingensief propuso en
Bayreuth una puesta en escena para ese bodrio temático del Parsifal, en la que este
joven Christoph Schlingensief propone, con una genial habilidad y al hilo de la letra, lo
que esa ideología redentorista supone de horror y exterminio, lo que ha supuesto de
horror y exterminio en la propia Alemania y lo que sigue suponiendo de horror y
exterminio en otros espacios geográficos, el trajeado público de Bayreuth, la mayoría, no
todos, pero sí la mayoría del público que asistía a esa representación de Parsifal mostró

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su airada indignación contra el admirable Christoph Schlingensief que con Pierre Boulez
quiso librar la buena música de Parsifal del horroroso libreto de mal gusto que vuelve
sobre el esperpento del Santo Grial. Ese mismo público estallaba de entusiasmo al día
siguiente con una puesta en escena cursi y solemne de esa increíble estulticia llamada
Tannhäuser.)
Volviendo sobre la cuestión que nos ocupa, el tipo de verdad de toda una corriente
del pensamiento moralista que culmina en la llamada segunda sofística, ese tipo de
verdad, a la que podemos llamar “socrática”, pues interroga al sujeto sobre sus actos y
no tanto sobre principios abstractos, contrasta con la verdad que introduce el
cristianismo, la cual adquiere el carácter de verdad objetiva desde el momento en que al
sujeto sólo le cabe acatar una verdad exterior que proclama la autoridad de la Iglesia. El
Concilio la proclama por mayoría y al convertirla en dogma, la inmoviliza y es corno el
autómata de Querétaro del que habla Sánchez Ferlosio. Esta concepción tanto objetiva
como colectiva de la verdad garantiza el argumento de la causa final. Quienes más
paulinos o agustinos se muestren favorecerán una idea de esa causa final arbitraria y
sostenida en la idea de elección y redención. Otros querrán mantener algún vínculo con
la causa eficiente y van a poner en primer plano la Creación. Son quienes más apuestan
por el iusnaturalismo. Este debate recorre la vida política de Occidente y ha dado lugar a
una forma de subjetividad individualista y temerosa que combina la idolatría de la Razón
con el ejercicio de la barbarie y de la impunidad moral como garantía del poder.

5. El fracaso del iusnaturalismo y la necesidad de pertenencia

Ya hablamos anteriormente de Guillermo de Ockam como figura premonitoria del


decisionismo. Si Ockam introduce de modo contundente la separación entre Iglesia y
Estado, eso no contradice su “arbitrismo” nominalista, sino que, por el contrario, lo
reafirma por la vía de considerar que la libre y arbitraria voluntad del Soberano no tiene
límite interno, sino sólo exterior, en especial tratándose del poder terrenal.
Añadiré al respecto una pequeña reflexión sobre el “iusnaturalismo” que creo de
interés para el lector. Sin entrar en consideraciones más técnicas, el derecho natural
cumple la función no sólo de legitimar el poder, sino también de limitarlo. Para un
tomista, por ejemplo, a diferencia de un occamista, Dios no tiene la potestad de hacer
que lo bueno sea malo, porque eso iría contra su naturaleza. La naturaleza es un límite a
la arbitrariedad del poder. De hecho, todos aquellos que, como Bartolomé de las Casas o
Francisco de Vitoria, se oponían a la barbarie de la Conquista de las Indias, provienen de
una tradición tomista e iusnaturalista. Quien se olvida de la creación sólo atiende a la
gratuidad de la pertenencia y, entonces, si alguien no pertenece a la Iglesia, a la nación o
incluso a la raza, no es de los nuestros, y si no es de los nuestros, es nuestro enemigo y,
en todo caso, está condenado. La igualdad de todos como criaturas de Dios ha
desaparecido. La pertenencia no está referida a la naturaleza común a todos, sino que se
erige como bandera de los salvados y elegidos.

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La idea cristiana de una verdad objetiva resulta favorable a la ciencia. En la
ciencia, sin embargo, esa verdad objetiva estará, de entrada, sometida a verificación más
que a pertenencia. Por eso Paracelso, como se vio anteriormente, podía decir que Dios
es el Autor del libro de la naturaleza, libro que el médico debe indagar y descifrar. La
ciencia se vestirá así con una nueva librea de objetividad, para entregarse a la mejor o
más rentable causa final, que es la que gobierna el ejercicio del poder, y así termina
entrando en el orden de la competición y, en consecuencia, de la elección. El agustiniano
Bush, por ejemplo, el mayor proveedor de las llamadas armas de destrucción masiva,
propone una guerra contra la simple posibilidad de que el “otro” pudiera poseer tales
armas de destrucción masiva, poniendo al poder en su verdadero lugar: el de la mayor
capacidad de destrucción. Si resulta que es una falsa acusación, se tratará en todo caso
de un “fraude piadoso” al servicio de la causa final más excelsa. El fraude piadoso, como
se dijo en la Introducción, se debe a la fidelidad, a la verdad objetiva que está por encima
de toda relación del sujeto con la verdad. De ahí que Clinton sea acusado y vilipendiado
por mentiroso en un asunto referido a sus placeres sexuales, mientras que a Bush le está
permitido mentir por una causa superior y colectiva. Curiosa paradoja es admitir una
mentira que se reduce al ámbito de la vida privada del sujeto y no otra que, por el
contrario, atañe al conjunto de los seres humanos. Pero, como diría Agustín de Hipona,
esta segunda está subordinada a un bien superior, mientras que la primera se debe a la
perfidia del sujeto. “Al fiel y al mentiroso hay que juzgarles no por la verdad o la
falsedad de las cosas, sino por la intención de su mente”, dejó escrito en su De
mendatio. Queda así el sujeto a merced de la interpretación del Juez.
La ciencia no puede escapar al poder de la causa final, pero su vestimenta es la
neutra objetividad de la causa eficiente. El gran malestar de la medicina hoy día reside en
que el médico está cada vez más alejado de esa objetividad de la ciencia y de la
investigación, que pasó a las manos de biólogos, químicos o físicos, de manera que la
llamada biomedicina es ese conjunto de prácticas que ordenan la intervención del médico
desde fuera de la clínica misma. El poder médico queda reducido y sometido a su
condición de “recetario” del laboratorio farmacéutico. Eso lo explicaba muy bien Sackett
al proponer la llamada MBE, la medicina basada en la evidencia, que puja por recuperar
el protagonismo médico en el “ensayo clínico”. Quiere el poder de curación, pero
revestido de una objetividad supuestamente ajena al poder de la causa final. Pero ahora
la curación es una demanda masiva del conjunto de la población y el propio concepto de
enfermedad se deforma en el horizonte de una demanda que viene de la soledad
convertida en queja con la que se expresa el desamparo como exigencia de salvación.
La vida como causa final, convertida en biopoder, exalta el hecho de vivir por
encima de cualquier otra consideración. Esa anulación de la relación del sujeto con la
vida es el modo actual de la esclavitud en los llamados, por mor del progreso, países
desarrollados. Cualquier movimiento del sujeto, cualquier forma de subjetividad,
cualquier síntoma en suma, será tomado por enfermedad y sometido al bombardeo
farmacológico u hospitalario para su desaparición. Hoy, por ejemplo, la depresión, ese
vago y generalizado diagnóstico, ha pasado a ser una enfermedad admitida como tal en

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su carácter más general. Cualquier manifestación de la tristeza, del desconsuelo o del
cansancio de una vida desprendida de su deseo será acotada como enfermedad y
sometida a una demanda institucionalizada. El diagnóstico de depresión es un efecto final
y también letal de una forma de normatividad que ha sometido el saber a la producción
masiva de objetos efímeros y, sin embargo, destinados a declarar la existencia del objeto
adecuado para cada deseo. El deseo ha perdido su viejo anclaje en la prohibición y ésta
ha sido sustituida por una rivalidad mediocre que se nutre del deseo de muerte, de
dispersos pozos de odio para escapar de la depresión. La manipulación genética y el
extraordinario crecimiento de las expectativas biológicas de vida no hacen más que
extender la depresión, esa plaga en la que se expresa la parálisis generalizada del deseo y
la esclavitud a la rutina del mandato, las más de las veces anónimo, y carente, por ello,
de entusiasmo.
Tendrán que venir las guerras, proponía Hegel, para que el espíritu de los pueblos
se revitalice, es decir, para devolver al poder su verdadera condición de distribución de
elegidos y excluidos, de salvados y condenados. La ley de la pertenencia necesita el
entusiasmo de la causa final o causa colectiva para su alimento libidinal. Esa fuente
libidinal, cuando se trata de una sociedad deprimida y reducida a la vida homogénea del
chisme y del consumo, sólo puede brotar del exterminio físico, donde el campo de batalla
pasa rápidamente a convertirse en una escombrera. La guerra se hace ahora con
bombardeos anónimos, que destruyen masiva y anónimamente, y con máquinas
excavadoras que amontonan escombros y escombros en los que el cuerpo devastado es
indistinguible de los restos de las casas destruidas. Son guerras en las que pareciera que
no hay muertos, sólo escombros. De vez en cuando algún muerto escapa al escombro y
se muestra y eso produce como una cierta conmoción que dura unos minutos o unos
segundos mientras se cambian los titulares del periódico o del telediario. La depresión es
tan producto de la condición enteramente arbitraria del poder como lo son las
escombreras de la guerra actual.
El fracaso del iusnaturalismo y la consiguiente falta de fundamento del pacto social
han dificultado las formas de limitación del poder. Tomás de Aquino, más creacionista
que redentorista, consideraba que el fin que el hombre persigue como ser moral estaba ya
asignado por la naturaleza, razón por la cual la ley moral limita con la naturaleza como su
fundamento, por lo que cabe hablar de ley natural y por eso los seres no racionales se
comportan, sin embargo, conforme a razón (Summa. Th. l-II qu. 90-108). En Tomás de
Aquino causa eficiente y causa final se ordenan y confluyen en la ley natural. Si se llama
ley, más que razón natural, es porque como ley gobierna el orden del mundo y es
expresión de la propia naturaleza divina. En Dios, voluntad y ley coinciden, ya que Dios
es la bondad por su propia naturaleza. Por todos lados aparece la ley ajustada a un orden
o díké universal. Eso le permitirá al holandés Hugo Grocio decir que aún en el absurdo
supuesto de que no hubiera Dios, aun así regiría la ley de la naturaleza o ius natural,
aunque es cierto que Hugo Grocio usó, más que Tomás de Aquino, el ius naturale para
fundamentar en la naturaleza el poder del Estado.

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6. Hobbes y el pacto social: el temor a ser excluido y la necesidad de enemigo

Esta tesis sobre el carácter natural de la sociedad y del Estado fue criticada por Hobbes.
Lo único que de verdad y de modo natural iguala a los hombres es para Hobbes su
capacidad de matarse unos a otros. Pero a todos iguala también la conservación, el afán
de conservarse en la vida, razón por la cual el temor pasa a convertirse en la más
poderosa de las pasiones. Esa pasión consagra la enemistad natural entre los hombres,
que busca hacerse con el poder del maltrato, lo que no cesa más que con la muerte
(Leviatán, cap. XI). Pero eso es a la vez el fundamento del Estado. El temor a perder la
propia vida es la razón que podría ordenar una vida social pacífica. De ahí que Hobbes
venga a colocar como ley fundamental de la naturaleza la conservación de la vida. De esa
ley fundamental se derivan otras, tales como las de establecer las “condiciones de la
paz”, es decir, las condiciones de la libertad y de la coerción. Pero, finalmente, Hobbes
se ve obligado a admitir que esa cesión de libertad y de enemistad al Estado requiere que
este Estado se invista de poder y de violencia. El Estado de la paz es el Estado del
monopolio de la violencia, por lo cual el propio Estado ha de repetir la misma operación
de temor y monopolio de la violencia con otros Estados hasta conseguir una supuesta paz
mundial.
Hobbes ve, para ello, un obstáculo fundamental en la religión, porque al predicar la
religión que el hombre es bueno por naturaleza y llamado a la santidad, que hay una
salvación eterna por fuera del Estado, introduce un poder paralelo, “sedicioso” lo llama él
(cap. XXIX), que, por motivos de conciencia, no se puede someter al poder del Estado.
Se pierde así el monopolio de la violencia y, en suma, retoma el peligro de barbarie.
Como consecuencia de esa doblez se abre la batalla de las pertenencias que alimenta la
descomposición de la República y el retomo al estado natural de la enemistad y del
asesinato. Sólo hay una condición ineludible para que el Temor y la Paz se articulen: que
el soberano tenga poder de vida y de muerte sobre sus súbditos. Si los hombres creen
que hay otro poder superior capaz de dar mayores recompensas o castigos, entonces
vuelve la enemistad y el odio. En la “epístola dedicatoria” del Leviatán, dirá que mientras
los hombres crean que hay otros hombres que son ministros o dispensadores del poder
invisible de la vida eterna o del tormento eterno, la teología ocupará el lugar de la
filosofía política y la Iglesia el lugar del Soberano. En definitiva, Hobbes declara la
impotencia del poder civil ante las promesas de salvación eterna y de los temores a una
condena igualmente eterna. Quien ofrezca la mejor pertenencia y asegure el formar parte
de los elegidos, encontrará el mayor número de adeptos. El poder tendrá su mayor
atractivo no en la paz, sino en lo que constituye su prueba: el exterminio del enemigo. El
temor como pasión fundamental de los hombres es lo que conduce a esa alianza de los
temerosos que necesitará para su sustento un Amo absoluto. El poder absoluto que
propone Hobbes es, sin embargo, y mirado desde esa perspectiva, más utópico que
aterrador, ya que el poder absoluto sería para Hobbes la manera de que el monopolio de
la violencia de un solo Soberano pacifique la vida colectiva. Para ello, ha de reducir la
religión a la vida privada. Dios en la Tierra, dirá, es nuestro salvador, no nuestro rey

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(caps. XL-XLIII).
Por un lado, parte del hecho irreductible de la condición hostil y agresiva del
hombre. Por otro, considera que si el soberano poder del Estado tiene el monopolio de la
violencia (ejerce, en suma, el poder absoluto), entonces la paz podrá asegurarse. Al final
tendrá que admitir, al menos, que el tormento de la envidia no cesa y corroe la vida
colectiva de los hombres aún en el ámbito privado. A Hobbes le faltó pensar el poder
desde la necesidad de pertenencia, para así articular esos dos primeros atisbos pulsionales
de la conservación y de la destrucción El desamparo del sujeto y el sinsentido de su
sufrimiento le orientan hacia la significación persecutoria, matriz del sentido que adquiere
así el carácter de atribución de poder sobre la vida y la muerte, y nadie entonces más
poderoso que quien decida sobre la salvación y la condena eternas.
En consecuencia, dicha atribución de poder sólo puede encontrar su salvifica
condición si se ejerce contra alguien. Ese carácter beligerante del poder es precisamente
lo que los filósofos de la política han rehuido entender. Para Kant, por poner otro
ejemplo, la guerra es tan absurda, tan contraria a los intereses de los pueblos y tan
peligrosamente destructiva, que la humanidad se verá obligada a prescindir de ella (La
paz perpetua, sección 2). ¿Por qué, sin embargo, se mantiene durante siglos y siglos
como si fuera algo indispensable para la vida colectiva? Los marxistas querrán explicarla
exclusivamente por intereses de dominación económica. La guerra carece de sentido y
es, sin embargo, como diría Hedges, “la fuerza que da sentido”, el entusiasmo que hace
adictos. Su raíz no es la enemistad natural de los hombres, como pretendía Hobbes, sino
que está en la significación persecutoria, en la imperiosa necesidad de atribuir las propias
tribulaciones al castigo y a la expiación, a la maldad del otro, y es, en todo caso,
condición de la referencia a la salvación propia y a la condena ajena. La pertenencia, el
tener un lugar en el mundo, esa huida de la soledad, alcanza su verificación en la
expulsión del maligno, del enemigo. Toda “tecnología de salvación” es belicosa. Hobbes
podría pensar que la globalización que ahora preside las relaciones mundiales sería la
manera de encontrar finalmente un poder soberano mundial como garantía de la paz. Sin
embargo, una vez más vemos que tal poder requiere como condición necesaria la
necesidad de enemigo. Para el ejercicio del poder es de capital importancia la guerra de
Iraq, pero en absoluto lo es eliminar el hambre en Africa y en otras partes del mundo.
El iusnaturalismo querría que la eficacia de una ley natural no sólo limitara el poder
político, sino, como decía Epicteto y los estoicos en general, estableciera la única
pertenencia racional: la pertenencia a la naturaleza. Bartolomé de las Casas o Francisco
de Vitoria defienden el derecho de los indios a la vida, basándose en el argumento de que
son criaturas de la creación divina, condición de la que no les priva el hecho de ser
infieles. Ahora bien, el que tal derecho se vea con tanta facilidad conculcado por el poder
político demuestra forzosamente su debilidad. ¿Cómo podría derecho tan natural, ley tan
arraigada en la naturaleza, fundamento y base de todo derecho y de todo poder legítimo,
ser tan fácilmente ignorado si no fuera porque más bien es simple anhelo del hombre
atrapado en el tormento de la esclavitud y del odio?
En realidad es al revés, la necesidad de la pertenencia proviene precisamente de

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que se parte del exilio de la naturaleza, que esa pérdida de naturaleza y ese destierro
impulsa, como la “conquista del Oeste”, a la ocupación y apropiación de una tierra que
escritura su propiedad con el sufrimiento que costó y con los tiros que hubo que pegar
para defenderla. Y así nos vemos como nos vemos, peleándonos sin parar,
hostigándonos sin parar, dañándonos sin parar, no tanto para defender lo propio, sino
justamente, y esto debe ser subrayado, para que lo propio exista como tal propiedad, es
decir, para que la pertenencia no sólo sea una propiedad exterior, sino la manera como un
sujeto encuentra su fundamento en el complot de unos contra otros.
Si la dificultad que tiene el hombre para ser una criatura, digamos, natural, le lleva
a buscar el espíritu por donde sea, el único ámbito en el que ese espíritu toma cuerpo es
en el grupo de pertenencia. Recordemos que para los teólogos el Espíritu Santo es el
cuerpo místico de la Iglesia, la encarnación misma de la comunidad de pertenencia. No
en vano se habla del “espíritu de cuerpo” para definir algunos comportamientos
corporativos, y se dice de alguien que tiene “espíritu de cuerpo” para señalar su
pertenencia y su fidelidad a esa pertenencia, y por eso no hay finalmente grupo más
corpóreo que los “cuerpos de seguridad del Estado”, esos cuerpos que practican tanto la
anulación subjetiva que quedan reducidos a un cuerpo que por ser corporativo y grupal
es un cuerpo ordenado y por eso impresiona el ver a tantos miembros de los “cuerpos de
seguridad del Estado” afectados por la llamada depresión, tristes y perplejos,
desvitalizados y desorientados, tocada de raíz una pertenencia que parecía llamada a ser
definitiva e incluso impositiva, con lo que se demuestra que al cuerpo excluido de la
naturaleza le urge encontrar una pertenencia que le permita palparse el cuerpo y saber
quién es. El miembro del cuerpo de seguridad del Estado está llamado a ser miembro, a
basar su pertenencia en asegurar el cuerpo físico del otro. Pero sólo por ver, por ejemplo,
al terrorista de ETA cómo sella su pertenencia con el áspero sabor de la sangre de otros
cuerpos, contempla, ad invicem, su frágil y desvitalizada pertenencia al cuerpo de
funcionarios y entra en la depresión, perplejo y puede que avergonzado de verse
reducido al propio cuerpo inerte, sin sangre y sin el entusiasmo del martirio.

7. Un ejemplo de Sánchez Ferlosio

La pertenencia es una necesidad urgente del sujeto del trauma, justo porque no hay ley u
orden natural que le asegure. Lo que sucede es que esa pertenencia necesita por ello
verificarse cada vez y es siempre una amenaza, la amenaza de ser excluido y de no ser
tenido en cuenta. Y a este propósito cuenta Sánchez Ferlosio el caso de un niño que
hurgando entre diversas baratijas se topa con un bolígrafo de esos que había antes con
puntas para seis colores y hay un adulto que observa el esfuerzo del niño en “aprender a
cambiar las palancas del bolígrafo polícromo” y le pregunta si le gusta y, ante la respuesta
afirmativa del niño, le dice: “si tanto te gusta, te lo regalo”. Pero llega más tarde otro
familiar que espeta: “Pero, hombre, cómo le has dado al niño el bolígrafo de colores si es
el que necesita Sempronio para hacer las cuentas de la tienda. Trae, hijo, no te lo puedes

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quedar, lo siento, pero hace falta aquí”. Cuenta Sánchez Ferlosio cómo este niño, que no
tiene más de cinco años, entra en rabia y desesperación por ese incumplimiento de la
palabra dada y por el intento “de desposeerlo de una cosa que acaba de entrar en su
‘propiedad’, ‘dominio’ o como quiera que acertemos a llamarlo después de siglos de la
más contenciosa y enrevesada cultura de la posesión”.
Así dice Sánchez Ferlosio, y sitúa este episodio, del que fue testigo, como ejemplo
ilustrativo del poder performativo de la palabra. Este poder performativo de la palabra
proviene, aventura Sánchez Ferlosio, de que “nuestros sistemas lingüísticos han
desarrollado en tomo a la palabra yo’ -en principio, la persona que habla- un juego de
posibles referencias o relaciones con los objetos, en principio estrictamente coordinadas
con la palabra ‘tú’ -la persona que nos habla o a la que hablamos- que constituye en
tomo a cada ‘yo’ (o ‘tú’) como una especie de campo magnético sobre el que la palabra
tiene poder para ejercer su extraordinario poder performativo…”, de tal modo que
cuando al niño se le dice “esto es tuyo”, el niño ha convertido esas palabras en un acto
de dar, en una escritura de propiedad y no en mero flatus vocis.
Esta acotación que liga “yo” y “esa especie de campo magnético” de la apropiación
y de la propiedad, no sería, a mi parecer, inteligible si no viéramos que lo que ese “yo” se
juega en el asunto es su propia existencia. En este esclarecedor episodio se ve bien que
hay tres elementos en escena: el niño, el objeto anhelado y el adulto. El objeto anhelado
se convierte en irrenunciable porque esa figura del adulto se desdobla en dos: el que da y
el que retira la promesa o el mismo don, el que dice y el que se desdice de lo dicho. Lo
que impide que ese objeto pueda sustituirse por otro es que el paso “performativo” a la
propiedad del objeto es una pertenencia del objeto que al ser des-dicha es un ataque a la
pertenencia del sujeto. Si tan arbitraria es la palabra del adulto, ese niño queda en tierra
de nadie, exiliado de la pertenencia a la naturaleza y cuestionada su pertenencia al mundo
en el que la ley de la palabra (así preferiría definir yo lo “performativo”) restituye un
lugar a quien falto en principio de lugar, de una pertenencia natural, sólo la encuentra en
el lugar que puede tener en el otro, por lo cual no es tanto la propiedad del objeto lo que
está en juego, sino la propia pertenencia del sujeto como consistencia y presencia en el
otro, en este caso el niño en el adulto que atendió su deseo. Este niño porta en su ira y en
su angustia el anhelo de una ley natural que impida su arbitrariedad y que le asegure, por
ello, su pertenencia al mundo.
Si fuera cierto, como pretenden, de una u otra forma, todos los “iusnaturalistas”
que en el mundo han sido, si fuera cierto que el hombre como creado o, en todo caso,
incluido y perteneciente a la naturaleza, tomara de por sí un lugar propio de pertenencia,
entonces ese niño no se angustiaría tanto ante lo que no sería más que una pequeña
bagatela, en ningún caso causa de esa angustia que nace al ver peligrar su propio lugar en
el mundo. El niño ha percibido aquí, de inmediato, quién tiene el poder y se asusta ante
la cuestión de cuál es el límite del poder si la palabra careciera de ley o, como preferiría
decir Sánchez Ferlosio, de “fuero”, de acuerdo público y notorio, que comprometiera a
todos por igual, adultos y niños, súbditos y poderosos, etc. Porque ese poder
“performativo” de la palabra es un afán irrenunciable del sujeto que habla, pues remite a

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una experiencia anterior, que es la experiencia del poder absoluto de la madre (como su
figura, por el momento, más representativa), el poder que da o quita la vida, poder que
se asienta en el destierro y expropiación que caracteriza al sujeto recién venido al mundo,
destierro de la naturaleza y, en consecuencia, expropiación del propio cuerpo (si es que
pudiera ser llamado “propio”).
El niño no reclama la propiedad del objeto, sino su pertenencia al mundo, la cual
depende y es correlativa del existir en el otro. El objeto aparece como la escritura de una
promesa y la promesa, como se suele decir, es deuda. Y si hay deuda algo se le debe, y si
algo se le debe forma parte del mundo. Ése es el origen del billete de banco, del dinero,
que es, como antes se decía, un “pagaré”, una declaración de deuda, que indica muy
bien que lo primordial es el cómo existir en el otro por medio de esa deuda. La necesidad
de pertenencia está en la base del afán de apropiación. El objeto es signo de pertenencia
y ése es el sentido de su posesión. Ese afanarse en la apropiación está regido por ese
anterior afán de tener un cuerpo viviente, lo cual, por razón del destierro de la naturaleza,
sólo será posible por medio de la apropiación. Ésta es la razón por la cual se consideró
que la propiedad privada era un derecho natural, lo cual no deja de ser contradictorio,
pues si hubiera tal derecho natural, sería común a todos y no sólo a los “propietarios
privados” y la pertenencia no habría que ganársela con tanta destrucción. Tanto el sujeto
está necesitado del otro como detesta esa dependencia. Necesita al otro y a la vez lo
maltrata y viceversa. El deseo de muerte se instala en el vínculo con los demás. Esa
mezcla de necesidad y rechazo, esa angustia parece consolarse de momento con una
pertenencia que asegure el único límite que ordena el propio campo de la pertenencia y
que no es otro que la necesidad imperiosa del enemigo a abatir, condenar y excluir. Sólo
la presencia de ese enemigo vela el destierro natural y angustioso del sujeto.

8. El límite del poder y el aseguramiento de la pertenencia

Los “creacionistas”, quienes privilegiaron la teología de la creación, querían encontrar un


modo de pertenencia natural, porque esa pertenencia que venía asegurada por sí misma
era garantía del límite del poder, y por esa razón, tanto Bartolomé de las Casas como
Francisco de Vitoria podían afirmar que los “infieles”, como los creyentes, eran criaturas
de Dios y por eso de igual dignidad y respeto. Sin embargo, el propio ejercicio del poder,
no ya sólo civil, sino eclesiástico, y el propio comportamiento de los hombres y sus
demandas de esclavitud, terminarían imponiendo la evidencia de que el afán de ser
salvado conlleva de por sí la pérdida de una pertenencia previa, ya dada o natural. De
manera que la figura del Redentor terminará imponiéndose definitivamente como
representante de la causa final, como figura del poder, tanto religioso como político. El
Redentor o el Salvador, que elige a unos y condena a otros, promueve tanto el
entusiasmo como el odio, y la terrible y destructiva envidia de la que habla Hobbes es, en
suma, lo que moviliza las pasiones de los hombres y su alistamiento. Lo que demuestra
que no hay tarea más digna, más silenciosa y severa que la de afrontar la pérdida de

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pertenencia, el destierro, sin pretender consolarse con la causa final del sentido de tanta
desazón y de tanto afán vengativo.
A Francisco de Vitoria, creacionista que se rige por un Derecho Natural igualitario,
no le resulta nada fácil justificar la guerra, sobre todo una guerra que tenía un carácter
colonial que no admitía una clara distinción entre guerra de conquista y guerra defensiva.
De ahí que por un lado declarara que al súbdito que tuviera conciencia de la injusticia de
la guerra, se equivoque o no en sus apreciaciones, no le es lícito ir a ella, pero, sin
embargo, también dice que le cabe al súbdito confiar en su gobernante para creer en la
justicia de la guerra, con lo cual inclina la balanza de forma poco equitativa sobre el
interesado gobernante.
No obstante, Hugo Grocio, tan afanoso defensor del iusnaturalismo, se apercibió
de inmediato de los peligros de ligar la cuestión del derecho de guerra al juicio moral del
súbdito, por lo cual el taimado Grocio dirá que lo que él llama, basándose según dice, y
no le falta razón, en Aristóteles, lo que él llama “guerra de civilización” es lo que procura
la civilización contra los bárbaros, de modo y manera que esa civilización sería un modo
de salvación tal como, en efecto, Aristóteles defendiera la barbarie de Alejandro Magno
por motivos de la causa final de la civilización. Y de ninguna manera podría tener el
súbdito cabal juicio moral sobre la totalidad de la causa final. La “guerra de civilización”
es la verdadera expresión última de la causa final no tanto como orden natural, sino como
pertenencia al sentido y al grupo. La “guerra de civilización” es la que el poderoso ejerce
cargado con la razón de la Historia, cuya clave última sólo él, el poderoso, posee. La
“guerra de civilización” reúne sentido y pertenencia, apropiación y conquista, en la
medida en que haya quienes por no pertenecer al propio grupo, carecen de sentido y
deben, por ello, ser salvados o aniquilados, lo que suele ir de consuno.
Walter Benjamin, todo el tiempo aterido, a la intemperie, por no encontrar cobijo
alguno en ninguno de los refugios del sentido y de la pertenencia a los que acudía, es el
buen contrapunto de ese niño del que habla Sánchez Ferlosio, angustiado y desesperado
porque el otro lo toma o lo deja al albur de una pertenencia constantemente amenazada y
que reclama, por ello, algún tipo de aseguramiento prescrito en la palabra. Pero no hay
otro orden prescrito para el poder que la existencia del proscrito. San Agustín dejó dicho
aquello de haeretici prosunt Ecclesiae, los herejes aprovechan a la Iglesia, prosunt,
como cuando se dice prosit para desear buen provecho a quien ha comido o va a comer
con satisfacción y apetito. Comerse a un hereje es de provecho para la Iglesia. Sin
herejes, sin enemigos, sin excluidos, sin condenados, el poder carece de sentido y la
pertenencia se diluye y desvitaliza.
Lo que limita al poder es lo que lo constituye: el instituirse en representante del
grupo de los que pertenecen contra aquellos otros que sólo por existir, y como
componente esencial del alimento de los que pertenecen, son excluidos y convertidos en
amenaza de la propia pertenencia. Un ejemplo de la vida cotidiana: un señor que tiene en
su casa a dos ecuatorianas a su servicio, que el profesor de sus hijos es un negro y que
su jardinero es un marroquí dice tranquilamente que los inmigrantes a quienes damos de
comer, han venido ahora a crear inseguridad en nuestras calles. Parece un caso extremo

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pero no lo es, se oye todos los días y, en todo caso, no es más que una asombrosa
expresión de lo que constituye la rutina y el alimento de la vida de los grupos humanos
aterrorizados ante la soledad de la pérdida de pertenencia. Cada día hay que llevar a la
mesa del grupo la calumnia, el odio, la burla y el linchamiento de un proscrito. Así creen
salvarse de la soledad del sexo y de la angustia de no existir para nadie.
¿Por qué toda crítica que cuestiona una pertenencia es tomada y calificada de
secesión? El paso del singular (tú) al plural (vosotros) es inmediato. Incluso cuando se
quiere descalificar a quien dice algo, no se responderá a lo que dice, sino que se
interpretará al que dice bajo el modo habitual de “a ése lo que le pasa…”. Y lo que al tal
susodicho le pasa es que es moro o que tiene un pasado comunista o que su padre era
falangista o que es extremeño o vasco, etc. En suma, se necesita una pertenencia que le
sitúe en la masa anónima de los enemigos. Quien cuestiona una pertenencia es porque
forma parte de otra pertenencia en ese caso hostil. No hay significación persecutoria sin
una teoría de la conspiración.

9. Poder y paranoia: el enemigo, la inocencia y la identidad

Elias Canetti consideraba la paranoia componente esencial del poder. Si el paranoico


exige su inocencia ante el mundo y asume su destino de víctima como denuncia del
poder, éste, el poder, se ignora en su función persecutoria y afirma defenderse de
enemigos anónimos que conspiran para destruirlo. Si el paranoico grita su soledad
inocente frente al poder, el poder se procura, sin embargo, esa inocencia por otros
medios: preserva la salud del Estado mediante la guerra, como decía Boume; la inocencia
de todo ejercicio social o grupal del poder se basa en la persecución de quienes conspiran
contra el orden orgánico.
Se puede calificar al poder de paranoico porque se basa en su declaración de
inocencia frente a la conspiración de sus enemigos que quieren su subversión. Pero ahí
acaba su similitud, porque mientras el sujeto paranoico reitera hasta el hartazgo su
condición de víctima y su soledad ante el terrible poder destructivo del orden social y sus
agentes, el poder ha borrado de un plumazo toda consideración de la soledad. El poder es
el ejercicio de una pertenencia colectiva frente a la otra pertenencia de los que quieren su
destrucción. No entiende más que de “esto o de aquello”, no entiende de “ni esto ni
aquello”, por utilizar la expresión de Bauman.
El poder se basa pues en un malentendido radical: quien ejerce el poder es de por
sí inocente y mata para defender una pertenencia inocente. Para ello se requiere que el
expulsado, maldito o asesinado no sea un sujeto particular, sino un componente anónimo
o, a lo más, la cabeza visible de un conjunto anónimo regido por aviesas intenciones y
por una pertenencia hostil. Ni el paranoico ni el soberano soportan la incertidumbre, por
eso ambos están necesitados de recibir la certeza de un enemigo bien definido por el
perfil del odio y bien delimitado, pero mientras el paranoico paga esa certidumbre con la
soledad del apestado, el soberano (cualquiera que sea) recibe a cambio de su íntima

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soledad la compañía del vasallaje.
Se puede argumentar que para el paranoico “el poder preside su condición más
natural, la de un entramado de relaciones en el que distintas estrategias de acción y puja
nos fuerzan a su uso, para convertirse en un único dispositivo estrangulador que somete
y humilla en una sola dirección” (Colina, p. 27). No creo que esta acertada observación
de Colina pueda ser discutida si colocamos la perspectiva en esa posición inocente e
inconfundible del sujeto paranoico que, afectado por el extremo dolor de su exclusión,
exorciza esa temible soledad con la entronización del Gran Perseguidor. Ahora bien, si no
detenemos nuestra atención en el extravagante protagonismo del que se dota el
aterrorizado paranoico y nos fijamos más en las tendencias y ajustes del poder mismo,
veremos que todo discurre por ese raíl de dos bandas en el que la pertenencia no viene
dada por ninguna prescripción natural previa, sino que se construye en grupo y con el
bastión del enemigo. El poder requiere de por sí la conciencia ideal del elegido y la
conspiración del enemigo, y tanto uno como otro, tanto el elegido como el malvado
conspirador enemigo, son los elementos indispensables para construir y sostener una
pertenencia. Queda, así, de manifiesto que la trama del poder es de por sí paranoica y
que del sujeto paranoico se podría decir que es la expresión más patética y digna de
compasión de quien carga sobre sí con los rasgos más descamados del poder, como
monumento a la significación persecutoria que rige las relaciones de los humanos, pero a
cambio está desposeído de una pertenencia que le dé acogida en el mundo.
Puesto que este asunto de la pertenencia, de tan vital importancia para la anhelada
identidad del sujeto del trauma, no viene resuelto por una pertenencia natural, es decir,
por una pertenencia que le acompañe de por sí por el hecho de nacer y de formar parte
de la especie de los vivientes, ha de sobrevenir, como tarea colectiva, por la pertenencia a
una determinada colectividad, la cual se construye como alianza de común pertenencia y
esa común pertenencia ha de basarse en la confrontación con una exterioridad enemiga,
de modo que así se traslada esa escisión interior del sujeto entre hablante y viviente al
escenario exterior de una diferencia “objetiva”, que lejos de cuestionar la identidad es su
única garantía. Así pues, la pertenencia toma el carácter positivo de identidad en el
entramado sadomasoquista que vela la escisión pulsional y la soledad radical del sujeto.
El poder se hace así necesario para mantener esa ficción, la ficción de una
pertenencia no asegurada por naturaleza alguna, y por esa razón, por su carácter de
ficción, ha de verificarse constantemente y esa verificación requiere cada vez su
enemigo. Ya anteriormente recordaba esa expresión de Agustín de Hipona haeretici
prosunt Ecclesiae, que proclama cuán provechosos y necesarios son los herejes para la
Iglesia, ya que sin ellos la Iglesia moriría de inanición. Pero esa frase, y casi al pie de la
letra, fue dicha ya antes, aunque desde el lúcido análisis del componente persecutorio que
el poder necesita y no desde el fanatismo, por un autor, en efecto, tan poco fanático
como Plutarco, el cual, en un texto que tituló Cómo sacar provecho de ¡os enemigos
(Moralia, I), cuenta cómo un político de Demo, que se hallaba en una revuelta de Quíos
del lado de la parte vencedora, aconsejaba a sus compañeros que no expulsaran a todos
los adversarios, sino que dejaran a algunos “para que no empecemos -decía- a tener

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diferencias con los amigos, al estar privados completamente de enemigos…” (10, F).
Pues si ha de haber diferencia y enemistad, por esa misma razón ha de haber un
enemigo para que no sólo represente, sino que incluso encarne esa diferencia y la
convierta en oposición. ¿Y en qué ha de basarse esa diferencia para ser creíble y así
otorgar solidez a la pertenencia anhelada? No sería suficiente el que esa diferencia fuera
meramente descriptiva o simplemente imaginaria, ya sea el color de la piel, el lugar del
nacimiento, etc., porque esa diferencia, de por sí, no puede erigir la figura de un enemigo
si no va acompañada de una diatriba moral, conforme a la cual el susodicho enemigo ha
de poseer algún rasgo de maldad, ya sea que no respete los rituales del propio grupo o
que quiera robarnos nuestros bienes, que de una u otra manera pretenda supuestamente
nuestro mal, que pretenda el daño del grupo que lo declara extranjero y malvado, y si no
es así, si esa diferencia no queda definida y clasificada como oposición positiva, no
podría suministrar la tan anhelada identidad. Y cuenta al respecto el mismo Plutarco
cómo nadie puede prescindir de un enemigo, que bien puede uno olvidarse de la
enfermedad de un amigo, pero no así del enemigo que ocupa nuestra atención no sólo en
la vigilia sino incluso en el sueño. Y esto no puede ser por ninguna otra razón que por
aquella que luego con más virulencia señalara Agustín de Hipona, y es que el enemigo es
alimento primordial y también libidinal de nuestra identidad, que viene dada por esa
beligerante y colectiva pertenencia.
El enemigo enarbola nuestra pertenencia y cabe decir que a él se la debemos, pues
contra él la instituimos. La pertenencia es así deudora del juicio de atribución, del que ya
he hablado en otras ocasiones, y que consiste en no ver al otro, sino sólo tabularlo para
así poder ser adaptado a la figura del enemigo o perseguidor. El sujeto paranoico es
solitario, esclavo del juicio de atribución, pues basa su identidad en la certeza de ese
juicio, pero a cambio no obtiene un grupo de pertenencia. Sin embargo, y precisamente
por eso, nadie como él revela más al desnudo esa condición paranoica del poder que
requiere certeza en la identidad propia y atribución conspirativa a la ajena, para así
cobrar el rédito de la venganza.
Esos dos rasgos del poder están siempre presentes en la más reducida expresión
del vínculo con los otros, están de hecho presentes en la primera interpretación del otro
del que esperamos protección a la vez que tememos el abandono. Algunos sujetos
paranoicos han encontrado en el ejercicio del poder tal mimetismo que nada más perderlo
caen en el delirio de autorreferencia y el mundo se les convierte de inmediato en el Gran
Perseguidor. Pero también es fácil observar cómo muchos sujetos que han ejercido el
poder público y se han mimetizado con esa posición escénica, caen en un deterioro
depresivo e incluso a veces melancólico cuando los teléfonos han dejado de sonar y su
nombre se diluyó en el anonimato de lo privado.
Cuando Elias Canetti define el poder como una enfermedad, se refiere a su
carácter inevitablemente paranoico. No es raro observar la congoja que provoca en
algunos el inhóspito espectáculo de la escena política, donde, a falta de otros contenidos,
algunos se encandilan con el temible personaje que representan hasta basar toda la
contundencia del discurso en el odio diáfano que exhiben, y es como si ese sujeto que

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observa atónito la escena se sintiera atribulado y desprotegido y, por ello, angustiado. El
escenario del poder es paranoico, no puede mantenerse sino sobre esos dos pilares de la
certeza y la atribución. El trasfondo moral y atributivo de ese escenario es clave, y ésta
es la razón de su reiterado carácter religioso.

10. Pertenencia, redención y servidumbre

Si la pertenencia no viene dada, entonces su garantía no es la creación, sino la redención,


como ya se vio anteriormente. De hecho, cuando los teólogos hablan del juicio definitivo
después de la muerte, se detienen más en la condena que en la bienaventuranza, pues
sólo el contraste de la condena, como sucede en la Tierra con los que están en el buen
camino y son los elegidos frente a los desviados y excluidos, sólo ese contraste da
entusiasmo y vigor a la vida del bienaventurado que sin él moriría de aburrimiento. Pues
bien, dos son los tormentos de esa condena: la poena damni y la poena sensus. La poena
sensus se refiere a los tormentos físicos, al tormento de los sentidos que el condenado ha
de sufrir por toda la eternidad sin que pueda verse aliviado, no obstante, por el hábito y
la costumbre. Esta condena tan cruel, tan impropia de un supuesto Dios misericordioso,
comporta, sin embargo, menor daño que la llamada poena damni, daño o castigo
consistente en ser apartado de la visión de Dios, en ser apartado de los elegidos y
expulsado a las tinieblas exteriores.
¿Por qué esa llamada “pena de daño” es el daño mayor que cabe infligir a un
sujeto? Ni más ni menos que por la derogación de pertenencia en que consiste. No es
tanto la pena imaginada en la otra vida, sino que esa pena, esgrimida como terrible
amenaza por teólogos y moralistas, es una pena terrenal bien conocida y presente desde
los primeros esbozos de vida colectiva que aparece en el niño. De hecho, no hay sujeto
alguno para el que la amenaza de ruina o exclusión no figure entre sus temores
fundamentales, como si estuviera grabado en su cuerpo. Ser expulsado, no existir para el
otro, no hay otra mayor condena, como no hay otra mayor satisfacción que el hecho de
que la condena del otro sea el aseguramiento de mi salvación. Tertuliano, uno de los
pocos que con su descaro habitual se atreve a dar un poco de contenido picante y
concreto a lo que pudiera significar la bienaventuranza, dirá que ésta consiste no sólo en
el hecho de figurar entre los elegido que acceden a la visión de Dios, sino que esa
contemplación de Dios ha de verse acompañada de la contemplación del tormento de los
condenados (en su caso de los emperadores romanos perseguidores de los cristianos) en
el fuego del infierno. Así pues, la beatífica visión de Dios, que nunca se llega a saber bien
en qué consiste, parece alimentarse de esa fina y fundamental venganza de la visión
física y concreta de los condenados, de los enemigos sometidos al tormento de la
exclusión y derrota que el tormento físico confirma. La bienaventuranza no es, en suma,
más que el ideal de la definitiva y cumplida venganza. De hecho, a partir de Tertuliano,
esta dimensión de la bienaventuranza pasó rápidamente a ser doctrina oficial de la Iglesia,
de modo que el mismo Tomás de Aquino, prudente “creacionista”, la incluye en su

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Summa Theologica, suplemento, q. 94, a. 1: Et ideo, ut beatitudo sanctorum eis magis
complaceat, et de ea uberiores gratia agant, datar eis ut poenam impiorum perfecte
intueantur (por tanto, para que la bienaventuranza de los santos les sea más satisfactoria,
y por ello den más rendidas gracias a Dios, se les concede el que vean perfectamenta la
pena de los impíos). No cabe pues verdadera bienaventuranza sin el regocijo por la
condena de los otros, de los no elegidos. De eso está hecha.
La promesa de salvación eterna es el sentido último y definitivo de nuestro
sufrimiento, un sufrimiento que cuenta con la complicidad de Némesis, la diosa de la
Venganza. El sufrimiento es como la garantía o las arras de la promesa de salvación que
incumbe a los elegidos. Es una promesa, digamos, performativa, a saber, es una promesa
en acto que se instituye en acto de pertenencia. Y así, el sufrimiento tiene ya de por sí la
vengativa satisfacción de la pertenencia positiva. Es más, el daño y el maltrato padecidos
pasan a ser no sólo modos de pertenencia, sino el modo de su aseguramiento, pues así
queda verificado e identificado, por la sumisión y la obediencia, el campo de esa
pertenencia. Y así resulta que la mayor crueldad es como si quedara borrada o
difuminada y se convirtiera en rutina y apenas suscitara la menor sensibilidad en cuerpos
sólo afectados por la inmediata pertenencia y la promesa inquisitorial de inmortalidad.
Ese “monstruoso vicio”, como llama La Boétie a la “servidumbre voluntaria”,
toma su obstinada insistencia de la causa final y de la pertenencia, de la misma manera
que el clérigo vocea el digno y exultante destino del sufrimiento. Y esto es lo que el
sujeto paranoico, con su extravagante e insoportable autorreferencia, pone de manifiesto.
Tan falto de identidad y tan excluido de la comunidad, ha de construir un disparatado
edificio delirante para poder darse una pertenencia como perseguido del Gran
Perseguidor. El sujeto paranoico pone al descubierto cómo la significación persecutoria es
la base y el fundamento del sentido de toda causa final, y cómo tanto uno como otra han
de provenir de una distribución entre víctimas y verdugos, entre perseguido y
perseguidor. La significación persecutoria es el corazón del juicio de atribución que
distribuye las pertenencias. Quién es o no de los nuestros. Lo terrible es que ese juicio, si
se quiere seguir manteniendo, no acaba nunca de verificarse, puesto que nace de un
rechazo de la soledad y de la falta de identidad propia, con lo cual no para de
reproducirse una y otra vez en cada pequeña aglomeración humana.

11. Kafka y el cuerpo de la humillación

El cuerpo se relaja y se satisface cuando se humilla en cada agrupamiento, por miserable


y ruin que sea. Kafka decía que el cuerpo se satisface mandando a los demás u
obedeciendo en esa compañía. Kafka era un experto en la cuestión del poder. Por eso
rastreó sin titubeos la estrecha relación que hay entre poder y humillación. De eso trata
su obra, La condena, La metamorfosis, El proceso, El desaparecido, El castillo, etc. En
La colonia penitenciaria, el “viejo comandante” ha inventado ese “peculiar aparato”
que escribe en el cuerpo del condenado, a la vez que se ejecuta, la sentencia

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condenatoria, pues no hay otra. “La culpa siempre es indudable” y la pena se graba en el
cuerpo con esa rastra que lo desgarra. La “única verdad auténtica, imposible de
contradecir, no perturbada por nada de fuera… es el dolor físico”, escribe en 1922. Pero
nada tiene eso que ver con la justicia. Cuando el viejo comandante toma el lugar del
condenado y quiere grabar en su cuerpo “sé justo”, la máquina empieza a
descomponerse “a ojos vista” y “la rastra no escribía, sólo pinchaba, y la cama no hacía
girar el cuerpo, sino que se limitaba a elevarlo, vibrando, para incrustarlo en las agujas”.
Ese artefacto tan particular ha perdido ese sentido total que pretendía el viejo
comandante. “No podía descubrirse signo alguno de la prometida redención”, así
concluye tan fantasioso invento. Ni el dolor ni la culpa se saldan con el sentido de la
redención, pero los partidarios del viejo comandante permanecen juntos esperando su
resurrección al grito de “¡Creed y esperad!”. Creed y esperad, y vuestra venganza será
cumplida. La justicia es sólo un nombre de la venganza y la venganza, como en
Tertuliano y en Tomás de Aquino, requiere ambas cosas: la poena damni y la poena
sensus, la exclusión y el tormento corporal.
En un momento del relato se describe así al reo al que se quiere someter a tan
macabro invento: “De todos modos el condenado tenía un aire tan caninamente sumiso
que, al parecer, hubiera podido permitírsele correr en libertad por los riscos circundantes
y llamarle con un simple silbido cuando llegara el momento de la ejecución”. La
humillación ordena una pertenencia que quiere bastarse a sí misma como “signo de la
redención”. ¿Por qué llamar humillación entonces a una sumisión que, si no se quiere
calificar de satisfactoria, carece, en todo caso, de duda o de vacilación?
Kafka ha puesto de manifiesto cómo la humillación es el medio natural e
imprescindible de sus personajes hasta el punto de la despiadada fascinación. La
humillación no para nunca. Es un dato incontrovertible. Josef K. no quiere convencer a
nadie, las cartas ya están echadas y lo que sigue es la inercia de un movimiento absurdo
y no por previsible menos inescrutable. El proceso ni siquiera tiene un tribunal conocido.
La torre de Babel refiere la manera en que los humanos no pueden dejar de afanarse en
lo que no tiene sentido, porque ese afanarse entre todos es el único sentido que les une.
En ese mismo cuaderno de 1920 en el que se refiere a La torre de Babel, un poco más
adelante ese afán babélico muestra un rostro más sombrío:

Estaba indefenso ante ese personaje que permanecía sentado a la mesa, tranquilo, mirando el
tablero. Yo trazaba un círculo a su alrededor y me sentía estrangulado por él. A mi alrededor iba un
tercero que se sentía estrangulado por mí. Alrededor del tercero iba un cuarto que se sentía, a su vez,
estrangulado por el tercero. Y así sucesivamente hasta las revoluciones de las estrellas y aún más allá.
Todo siente ese mismo estrangulamiento en el cuello (OC III, p. 754).

“Todo siente ese mismo estrangulamiento en el cuello”, sólo queda la


insignificancia, la metamorfosis, la transformación en lo más insignificante, en lo más
pequeño.

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12. La identificación sexual y su dificultad en la psicosis

B. tiene ya cuarenta años y su cara amable y sonriente no consigue borrar los restos de
una permanente perplejidad que le ha llevado a los más disparatados delirios y a los más
estrambóticos viajes, pues cada vez que la presión persecutoria llegaba a convertirse en
riesgo final de muerte, debía correr al aeropuerto internacional y tomar un vuelo hacia
Londres, Nueva York o Toronto. El rudimentario inglés que conocía era la única
protección que le acompañaba en estos viajes que terminaban en rocambolescos ingresos
o, en alguna ocasión, acogido por una extraña y solitaria mujer, cuya demanda no podía
entender y de la que se vería enseguida obligado a huir. Ahora ya no puede trabajar e,
impedido de entrar en su pequeño apartamento lleno de periódicos que ni puede tirar ni
leer, se ha refugiado en casa de su madre, una madre áspera y seca que puede ser que en
estos momentos convenga para su contención.
Habla del origen de tanto desorden, como él lo llama. Entonces trabajaba y tenía
una compañera de trabajo a la que apreciaba sobremanera, como si fuera su único y
exclusivo vínculo con el mundo. Pero poco a poco, no fue de pronto, comienza a
observar que ella se ríe de manera especial, que cuando habla con otro compañero de
trabajo o simplemente se miran, él comprende finalmente que no entiende nada, que está
excluido y falto de un código que es la clave de lo que son los hombres y las mujeres, y
que él, no sabe muy bien por qué, no posee. Sale al calor o al frío de la calle cuando el
ambiente le resulta ya del todo irrespirable, pero la sensación de ridículo y soledad le
estremece el cuerpo. No consigue entender, está excluido y solo, y no acaba de
encontrar, no ya el acceso, pues ya está del todo desalentado de poder conseguirlo, sino
ni siquiera su suplencia con cualquier otra cosa, por ejemplo, que alguien se lo enseñara o
le guiara en cada momento de esa lacerante perplejidad. No daba pie con bola. Miraba a
su amiga siempre tan cariñosa y sonriente, y ya sólo veía en su rostro la burla o, a lo
más, la compasión. Los compañeros varones pasaron a ser directamente hostiles
competidores que podían dañarlo en cualquier momento si les parecía oportuno.
Su desconcierto y desprotección llegaron a tal extremo que tuvo que abandonar el
trabajo y perdió la amistad de su querida amiga. Luego vinieron toda clase de delirios,
buscó protección en un amable extraterrestre, pero la presión de la guardia civil y de la
policía era cada vez mayor y el cerco se estrechaba, y es cuando acudía a esos
disparatados viajes ya aludidos. En ningún momento, se acompañara o no de esos
terribles delirios persecutorios, ha podido descansar de esa percepción de estar excluido
de ese lenguaje que rige las relaciones entre hombres y mujeres. A mí me atribuye, por
supuesto, el estar naturalmente, es decir, de modo natural y espontáneo, al tanto de ese
lenguaje y admite que no puedo hacer nada para incluirlo. Hace bromas al respecto,
mientras tanto se siente bien por el momento pudiendo hablar de ello. Hace esfuerzos
casi físicos para no incluirme en la trama persecutoria. Eso no impide que como un
pequeño animal asustado de pronto fije en mí una mirada llena de desconfianza y su
rostro quede quieto, paralizado, ante la sospecha de haber percibido un gesto de burla o
de manipulación, como si yo no estuviera con él en ese momento, sino con un colega, o

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que, incluso, estuviera conchabado con alguno de sus amigos o con su madre para
recluirlo y encerrarlo. Qué más da la cárcel, como quiere para él la guardia civil que se ha
empeñado en cargarle unos cuantos asesinatos que no cometió, o el manicomio, como
quiero yo o su familia.
Esos momentos claramente perceptibles en los que de pronto congela su sonrisa y
su mirada desconfiada en mi cara, sin perder el menor detalle, observo que son
momentos que le son del todo necesarios para no desaparecer del mundo. Sin ellos,
podría disolverse, como esta niebla matutina, de un momento a otro. La significación
persecutoria es la única que le queda, una vez que dicha significación no le vincula al
complot colectivo. B. acierta al entender el grupo humano como un complot, pero ese
complot es mortal para él, por estar excluido de él, de manera que sólo existe en ese
complot por su componente autorreferencial. Sin este componente autorreferencial, B. ya
no existiría. La significación persecutoria es en la neurosis el modo de compartir una
comunidad grupal. En la psicosis es exclusivamente autorreferencial, por estar excluido el
sujeto del vínculo social o grupal.
B. ha mostrado la raíz de esa exclusión. No duda de que es un hombre, aunque
teme ser tomado por homosexual por parte de los otros hombres, pero está, sin embargo,
excluido del código que rige la relación entre hombres y mujeres, por estar excluido, en
suma, de la clase de los hombres. Paradoja de Russell si se quiere (¿a qué conjunto
pertenece aquel que no forma parte de ningún conjunto?), pero, como respondería
Wittgenstein, la cuestión es que no es una paradoja lógica, sino una perplejidad fáctica,
pues ¿cómo se puede ser hombre estando excluido de la pertenencia al mundo, de la
relación entre hombres y mujeres?
B. nos ayuda a apercibimos de un problema que parece fundamental, a saber, que
una primera y fundamental pertenencia como es la identificación sexuada requiere la
inscripción inconsciente de la diferencia sexual. Es como si a B. le faltara o le fallara esa
inscripción. ¿En qué consistiría esa inscripción? No parece que pudiera ser una
construcción discursiva consciente, como pretendiera B., sino una inscripción no
consciente que si llamamos inconsciente es porque tampoco se puede decir que venga
dada, como si fuera natural. No se entendería, si fuera dada o natural, que B., que no es
precisamente un tarado, debiera estar excluido de ella.
La huella perceptiva de la diferencia sexual queda grabada y reprimida como
inconsciente. Para este sujeto su identificación sexual está en precario; él lo expresa
diciendo que le falta el código de entendimiento entre hombres y mujeres, le falla el
malentendido que viene de esa inscripción, le falla, digamos, la construcción. La
inscripción inconsciente expresa lo que sería una escritura no genética, sino subjetiva,
que determina al sujeto como tal sujeto sexuado, y se ve cómo una diferencia anatómica
no es suficiente para que se inscriba como tal diferencia sexual en el sujeto. Lo
misterioso es el porqué B. se percibe como un hombre excluido de la clase de los
hombres, pero hombre al fin y al cabo. Sabemos que en algunos psicóticos esta cuestión
de cómo formar parte de la clase de los hombres está sometida a construcciones
delirantes, en vez de a elaboración edipica. En ellos está siempre presente el permanente

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temor de ser cuestionado en su condición de sujeto sexuado. Algunas mujeres psicóticas,
como en el conocido caso que relata Sabina Spielrein, suelen tender a mostrarse en su
delirio como objeto de la más pura y utilitaria satisfacción del otro, ya sea hombre o
mujer, y así verán en cada gesto de amabilidad esa disimulada intención destructiva de
buscar la mera satisfacción sexual a través de su cuerpo.
En todo caso es la condición de sujeto-sexuado lasque se ve en entredicho. La
sexualidad aparece en su más desnuda manifestación de satisfacción animal. Pero para el
sujeto la sexualidad está marcada por el deseo y el deseo requiere una inscripción
subjetiva de la diferencia sexual, por mucho que la propia satisfacción sexual quiera
desconocerla. Sin el límite interno del deseo, la satisfacción sexual puede extenderse por
los arrabales de la pulsión de muerte, hurgando en la destrucción del cuerpo. En la
psicosis, el que sexualidad y sujeto se excluyan de modo tan tajante deja al sujeto como
objeto instrumental de la satisfacción sexual del otro, anulado y, por tanto, sin
pertenencia a una clase sexuada.
Sin embargo, la relación del sujeto con la sexualidad es siempre problemática,
porque su consustancial condición sexuada no es un añadido identificatorio, sino la
concreción de su desconcierto pulsional y de su extravío. Más que el camino del
descanso en la comunidad, es el obstáculo que interfiere la beatífica comunidad de
creyentes, y lo interfiere porque el sujeto sexuado no se agota en ninguna universalidad.
De ahí que la diferencia sexual, su inscripción psíquica, requiera ser velada por esas otras
identificaciones que ordenan la pertenencia colectiva de los hombres y de las mujeres. B.
no consigue esas identificaciones, no consigue velar la diferencia sexual porque no la
reprimió y al no reprimirla no se grabó como huella que, en un segundo momento, se
construye con las diversas modalidades del argumento sadomasoquista. Por eso dice
nuestro amigo B. que está fuera del código de entendimiento que manejan los hombres y
las mujeres. Le falta esa primera identificación con una clase sexuada, pues no consigue
la más mínima universalidad que le permita formar parte de un conjunto (ni siquiera,
como sabemos, del conjunto de los enfermos mentales).

13. La diferencia sexual y las estrategias de la pertenencia y del sentido en el


hombre y en la mujer

Lo que es común a unos y a otros, a neuróticos y a psicóticos de cualquier tipo, es la


necesidad que tiene el vínculo social de interpretar y dar sentido a la diferencia sexual,
sea o no delirante. El varón parece el más necesitado siempre de argumentación, puede
que debido a su vecindad peneana con el poder. El varón estaría más necesitado de la
protección del narcisismo fálico (es decir, del poder atributivo y del consiguiente
desconocimiento del deseo femenino) para afrontar la diferencia sexual, reducida a la
respuesta de satisfacción, al margen de esa misma diferencia que la mujer representa y
encama. La pertenencia sexual toma así un carácter en el que el cuerpo de la mujer es
una sutil distribución de placer y de demanda de satisfacción. La rivalidad entonces entre

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machos reducirá a la mujer al silencio y al anonimato de su deseo, para así escapar el
macho varón a la angustia que sobrevendría de la aparición del deseo de la mujer, más
allá de la satisfacción sexual fálica. La pertenencia a la clase sexuada de los hombres
vendría asegurada por la rivalidad entre machos, por la agresividad a la que se añade el
silencio complice de la mujer. Proclamarán, como una bandera, su pertenencia a la clase
de los hombres y rehusarán declararse sometidos o pertenecientes a una mujer. Así se ve
toda su vida este hombre convertido en un culpable simulador, cuestionado en su raíz por
tomar la diferencia sexual (y a la mujer) como apropiación y no como una carencia.
La mujer lo sabe y también disimula, aunque sin conseguir engañar su angustia.
Está de por sí más cercana al trauma. Conoce la soledad del sexo. En la mujer, el vértigo
de la soledad es una constante amenaza y no se suele engañar con eso, sólo se angustia.
Por eso busca en el hombre un sentido de la orientación al que subordina cualquier otra
cosa, como pudiera ser la mera satisfacción sexual, o se humilla a cambio de no perder
esa referencia. Toma la humillación como figura de la pertenencia sin querer saber que la
humillación se paga siempre con creces. ¿Qué liga a una mujer al maltrato y a la
humillación si no es la pertenencia, siendo que para ella la pertenencia suele orientarse
por un hombre? No hay para ella otra figura de la salvación, a no ser que la vertiente
religiosa de la renuncia y la entrega al cuidado de los demás dé a su pertenencia una
seguridad imbatible. Entre ellas encontramos las formas de generosidad menos
retributivas (pensemos, por ejemplo, en los hospitales, en sus trabajos con pobres y
enfermos, etc.). Esa pertenencia es tan satisfactoria como irrenunciable. Tiene la
dignidad, sin embargo, que desaparece en la sumisión sexual de algunas mujeres al
maltrato de su pareja, aunque en ambos casos esté en juego la entrega a una apasionada
pertenencia. La primera toma el camino de la salvación del cuerpo del otro y la segunda
se humilla en el fango de una complicidad sexual contra su cuerpo, tomando esa
servidumbre que el hombre le exige como prueba de su amor. Su cuerpo deseante le
angustia por la angustia que produce en el hombre, por eso le cede todo el terreno.
Una joven mujer que sufrió en dos ocasiones lo que entendemos por abusos
sexuales en su infancia por parte de un familiar se pregunta por qué se calló y cómo no
pudo decírselo a su madre. Su cuerpo perdía la conciencia y su rostro palidecía, el llanto
le hundía los ojos. Ya nunca fue la misma. Un funesto “psi” le dijo aquello de “tú
encontrabas satisfacción en esos ataques sexuales y por esa razón no puedes olvidar”.
Afortunadamente para ella, salió espantada y aterrorizada de ese encuentro. Ahora lo
dice de manera tan sencilla como ésta: “Callé para seguir perteneciendo a la familia”. El
silencio se convirtió así en una pertenencia. O eso o el abismo.
Hay una particularidad que suele aparecer en la mujer, y es la de recibir su
pertenencia directamente de la pertenencia del otro. No le es tan necesario y suficiente,
como en el caso del hombre, el que esta pertenencia venga del grupo, del entramado del
poder y sus humillaciones jerárquicas. En ese entramado nadie se pregunta por qué el
poder necesita la jerarquía de la humillación. La humillación se convierte en una
complicidad entre todos que ignoran incluso que se trate de una humillación. La sumisión
se confunde con el poder y la humillación pasa a ser moneda de cambio de una

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pertenencia. Sin ella, la pertenencia carece de consistencia. Esta mujer, sin embargo, no
puede olvidar; aún busca en su pareja la protección y le asalta a la vez el mismo temor de
ser maltratada o abandonada, o maltratada y a la vez abandonada. No sabe qué hacer.
Apenas comienza a comprender que su pareja la necesita pero no la ve, que el hombre
suele necesitar esa dependencia pero no confesarla, que ha de ser ella la que cargue con
ser la portadora de la dependencia, que es ella la que aparece como quien quiere y
necesita, no él, que él tiene imperiosa necesidad de no reconocer la propia dependencia.
Dos modos diversos y trucados del argumento de la pertenencia: el hombre queda
asegurado por el tic del poder, ella le pertenece porque le es del todo necesaria. Eso le
basta. En ocasiones, el maltrato toma el significado de la prueba de pertenencia. Como
diría un teólogo, si la poena sensus te libra de la poena damni, si el dolor y la humillación
te aseguran una pertenencia a un lugar (al lugar de los elegidos), benditos sean el
sufrimiento y la humillación.
Habitualmente se ha querido entender la particularidad de la pertenencia de la
mujer como si se tratara de una pertenencia a la naturaleza. La prueba mayor vendría de
la maternidad: ella, con esa facultad natural de ser madre, se aseguraría así una
pertenencia de modo natural. Esto explicaría la pasividad de la mujer y su desinterés por
la vida pública. El propio Freud, como tuvimos ocasión de ver (cf. De la violencia a la
crueldad), participaba de estas tesis. Lo que él llama “fin biológico de la reproducción”
liga en la mujer naturaleza y causa final. Sólo el hombre sería entonces el extraviado por
su quiebra con la naturaleza, y eso sería lo que le impulsa a la ciudad, a la organización
del poder. Esta acérrima ignorancia del particular desaliento y destieno de la mujer forma
parte de ese mismo destierro. Hasta ese punto estaría la mujer desterrada también de la
ciudad y reducida a una supuesta función natural, como el diverso mundo animal
recluido en granjas construidas para favorecer la reproducción que rodean el espacio del
poder ciudadano.
¿Por qué la mujer, si es sujeto y a la vez natural, y por natural, sexuado (es decir,
sería una sexualidad que le vendría en su caso ya ordenada por naturaleza), por qué la
mujer, si posee tanto el lenguaje y la subjetividad como la naturaleza, no usa al hombre
para esa función natural de ser madre y luego lo destrona? ¿Por qué la mujer, en esas
condiciones de tanto aseguramiento natural, de tanto poderío, habría de amar a un
hombre, o cualquier cosa que entendamos por amor pero que al menos nos indique una
soledad de partida y un modo de acompañarse, que es a la vez fuente libidinal, fuente de
vida y de deseo? ¿Por qué habría de orientarse por el hombre hasta el extremo del
maltrato y la humillación corporal si ya tiene su propia pertenencia natural?
Si el hombre viene asegurado en su pertenencia (o al menos lo intenta de esa
manera) por el fantasma que atribuye el desamparo a la lógica del poder, la mujer está
presa de un desconsuelo especial del que ningún discurso ni ninguna intriga consigue
librarla por mucho que lo intente. Quiere un hombre en su vida, quiere el amor, quiere
alguien del que ocuparse, incluso al que redimir, y, en todo caso, al que atribuir el sentido
de su vida. La causa final es para ella un cuerpo concreto, no quiere ninguna abstracción.
Su cercanía al trauma conoce el vacío radical e inútil de la soledad. “Si me suicido, en

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dos días ya habré dejado de existir en el recuerdo de los demás”, decía aquella mujer
citada más arriba. Su temor a no existir en el otro es la angustia misma de la muerte.
¿Por qué, nos preguntamos en ocasiones, la fobia en la mujer tiene un carácter
menos sintomático y se muestra más habitualmente como agorafobia, como pánico a
mostrarse ante los otros de afuera o, para ser más precisos, ante el hombre? Le da
vértigo, a veces se marea y pierde el sentido de la orientación. Su angustia es extrema.
¿Cómo ser mujer? La mujer es otra, dice con frecuencia una mujer que vigila atenta a
cualquier mujer que se muestre ante el hombre. La fobia en la mujer es
fundamentalmente vértigo, literalmente vértigo, anulación subjetiva y caída en la umbría
de la inexistencia. La clínica clásica se refería a eso al hablar de los “fenómenos de
despersonalización”.
Hemos aprendido que en el varón la fobia puede conducir a una inhibición tan
extraordinaria que le reduzca a un estéril automatismo inerte, tanto del cuerpo como de la
mente. Pero lo que podemos llamar propiamente síntoma fóbico (el desplazamiento de la
angustia hacia un objeto que toma el significado del temor a la figura del padre, o
simplemente del poder, un poder que el propio síntoma fóbico tiene como función
consolidar), es para el hombre el modo de asegurarse el poder del otro y, por tanto,
ignorar el destierro del trauma y, a la vez, es el modo de que algo te recuerde que vives
en los objetos. Ese caballo que piafa, el mirlo que mordisquea con su ansioso pico la
tierra de las macetas, el toro que levanta la testuz en el ruedo como si te estuviera
buscando…, terminan siendo seres familiares que forman parte del entramado del
mundo. El abismo queda bien tupido y el sentido le ha ganado la batalla, por el momento,
a la angustia, aunque sea bajo el modo del temor. El objeto fóbico es un recuerdo, un
ritual de lo vivo, que habita entre la vida y la muerte como un paisaje sensitivo que
perdura en el cuerpo sensorial de la memoria.
En la mujer la fobia es el vértigo de su propio cuerpo, el vértigo de ser absorbida
por el vacío de la indiferencia del otro. Está, como es de todos sabido, el temor más
acentuado en la mujer a los animales sombríos, como la serpiente, la rata, la cucaracha,
el escarabajo, esos animales kafkianos del mundo subterráneo, del mundo de las
sombras, los cuales marcan la indefensión de ese cuerpo destinado al temor de ser
usurpado y desechado, tanto una cosa como otra, tomado como el más apasionado
objeto e igualmente como lo más temido, o simplemente ignorado y desechado, cuerpo
entonces inútil que no consigue la escritura de una pertenencia. El varón encontrará con
mayor facilidad el sentido de un temor o la interpretación de un desdén en el caso de que
no se haya hecho suficientemente el desentendido. Su objeto fóbico es una amenaza
localizada en la rivalidad sexual y en lo que Freud llamaba “amenaza de castración”, ese
modo particular que tiene el pequeño varón de tapar la diferencia sexual en el momento
mismo de la confrontación con la existencia de la mujer. Es como si el hombre no
entendiera de otro tipo de cuerpo, obstinado ignorante de la vida orgánica.
A sabiendas como estamos de lo que tiene de inferencia con ampliación de
significado el uso tan indiscriminado que hacemos de la generalización, lo que nos lleva a
ello es, sin embargo, el que se deposita en nuestra larga y, a veces, enigmática o confusa

100
escucha, algo que se va definiendo como rasgo más propio del alma y de la sensibilidad,
de la pena y de la demanda de uno u otro sexo, aún a sabiendas del uso abusivo del
enunciado general. Sirva esto al menos como advertencia de que estos enunciados que
provienen de la particularidad subjetiva expresan, no obstante, algún tipo de característica
propia de uno u otro sexo. Y de esa característica diferenciada de cómo es la soledad y la
pertenencia en el sexo femenino, referimos esa indefensión y esa soledad del cuerpo que
la sitúa a ella en una pertenencia tan precaria que ha de confirmarse cada vez, una y otra
vez, en el seguimiento de ese tosco varón cuya torpeza anímica y amorosa parece que es
condición de su poder de dominio, ese poder que únicamente florece en los pantanos de
la humillación.

14. Las estrategias del poder y de la humillación

El hombre se humilla una y otra vez ante el poderoso, que a su vez se humilla una y otra
vez ante otro poderoso. Todos ellos, como en el fragmento de Kafka reseñado más
arriba, esclavos de la demanda de cualquier otro sin la que la cadena de mando es como
si se deshilachara. Este común encadenamiento, este engreimiento ostentoso de los
galones y esa pertenencia asegurada por su distribución atributiva de poder (a lo que los
clérigos y otros antropólogos e incluso psicoanalistas tienen el atrevimiento de llamar
reglaje simbólico) establecen dicha pertenencia como dada ya de por sí, como verdadera,
y así se habla de reglaje simbólico como terreno o huerto de la verdad en el que dicha
verdad es, sin embargo, un mero nombre de la lealtad, ya que es la lealtad lo que
conviene a ese tipo de pertenencia.
La verdad entendida como lealtad escapa a su inclusión en la lógica de enunciados
y pasa a convertirse en banderín de enganche. La verdad entendida como lealtad a una
pertenencia no tiene otro argumento que su prescripción, de modo que no admite
modificación o cambio, sino sólo conversión y acatamiento. Así entendida, la verdad
como lealtad es sólo una pertenencia y no hay pertenencia reconocible si no es gregaria,
es decir, si no lo es a un grupo o colectividad, no como ya vimos al género humano, sino
a un grupo humano concreto que se percibe como verdadero frente a otro que es el
enemigo o contrario, por tanto falso o condenable, o grupo de los equivocados o de los
extraviados.
Estos días se comenta por unas horas (mañana volverá al olvido) el informe anual
de la FAO donde se establece en cinco millones los niños que mueren al año por hambre,
cosa en verdad escandalosa donde las haya y que sería tan fácil de remediar destinando
dinero y recursos técnicos mucho menores que los que se destinan a la guerra de
agresión y exterminio, pero claro está que esto sería ignorar que para ese tipo de verdad
prescrita, de verdad como lealtad y pertenencia, un enemigo le es más esencial y vital
que tantos niños muertos de hambre, que dan mucha pena y todos los gobernantes y sus
aparatos harán su lamentación de tumo, para pasar inmediatamente a hablar de
terrorismo e insultar al adversario, asunto de mucha más vital importancia para mantener

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esta enorme falsedad del poder como espacio salvífico de la verdad y del sentido. Si al
menos estos cinco millones de niños muertos de hambre hubiesen muerto en la guerra
como daño colateral, podrían ser recuperados para el sentido, podrían ser utilizados
como réditos de una reivindicación o de una venganza pendientes. Como no es así, su
destino será la más simple y radical indiferencia.
Mediante el sueño de una venganza salvifica, el trauma alcanza un sentido, la
angustia por la soledad y el extravío pulsional del cuerpo se ven aliviados, y el hombre
encuentra cobijo en lo que la cantata 149 de Bach llama la “cabaña de los justos” (die
Hütte der Gerechten). Mientras haya pecado hay sentido y la víctima es culpable, y si
hay sentido y culpa anudada a ese sentido (culpa superyoica la he llamado en otra
ocasión, cf. La pulsión y la culpa), el acatamiento es el privilegio del elegido.
Pertenencia y sentido es lo que instituye la verdad como lealtad a una pertenencia, e
ignorancia de la soledad del cuerpo y de la soledad del sexo. Tanto una como otra
ignorancia están al servicio de una apropiación que transforma la violencia de la soledad
en la crueldad de la pertenencia.
Venimos viendo que esa pertenencia tan desligada del amor y de la carencia, tan
asegurada del sentido y de la ignorancia, tiene en la mujer una precariedad que la deja
muy cercana a la soledad y al desconsuelo. El propio mecanismo, ya sea de entrega
apasionada al fantasma masculino de apropiación o de sustracción, a la hora del
encuentro con el hombre, lo que revela es que no encuentra otro remedio a su soledad
que ese orientarse por el amor o el odio, por la sumisión o el rechazo al hombre. Podría
ponerlo en ridículo en cada gesto de su exhibición de poder, pero eso mismo no
desvelaría más que su propia y exhausta precariedad. Asustada, corre a protegerse en la
brusca seguridad del hombre al que propondrá un pacto de complicidad eterna, le pedirá
cuentas todo el tiempo por la promesa no cumplida o se vengará de él explotando su
culpa obsesiva para a fin de cuentas llorar el hastío de su cuerpo. Cada vez que una
mujer pretende que el hombre ocupe su intimidad, no sabe que pisa un terreno peligroso
y que entonces el hombre puede quedarse sin pertenencia al mundo y ella misma no
tendría entonces otro recorrido que el de vestir un cuerpo sobre el vacío de la pérdida
originaria de satisfacción. Una mujer no debiera quizá querer entenderse del todo con la
pareja, ya que eso no remediaría su angustia, sólo podría estropear su refugio. Uno de
los recursos del mal es la conversación, escribía Kafka al final de su vida. Aquí se podría
aplicar también. Cuando una mujer te pide traer a su pareja para hablar de su problema,
uno debería saber que aceptar eso es aceptar el obsceno espectáculo de la ofensa y del
tormento reivindicativo.
Si el hombre asegura su pertenencia por el montaje fantasmático, una mujer busca
asegurar su pertenencia por la estela del hombre. No quiere decir esto que se anule en
ella, pero de ese modo ambos se acoplan en el refugio fantasmático. La desesperación de
la mujer viene de pedir al hombre que le ceda su propio aseguramiento sexual y amoroso.
No lo conseguirá. Advertida de la precariedad traumática (esa puede ser su sabiduría)
habrá de encontrar una cierta vecindad con ese extranjero que es el hombre. El hombre
tomará a su mujer como una propiedad familiar, no querrá saber mucho de su

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extranjería, a no ser que ponga en peligro su satisfactoria hombría social. En cualquier
caso, fuese por odio o recalcitrante misoginia o fuese por infantil dependencia, el hombre
suele tener dificultades para percibir a su mujer en su particular y extranjero existir.
Digamos que la mujer se asegura de su pertenencia por la vía del fantasma del hombre,
esté o no advertida de ello. Si está advertida, puede quizá darse más cuenta de que
pretender de ese hombre una certificación de amor y de pertenencia únicamente lo
podría conseguir creando un vínculo exclusivo de culpa, y esa mezcolanza de culpa y
reivindicación es un infierno. Tal vínculo es una atadura cruel que consolida una
dependencia agresiva y asustadiza.
Una dependencia en la que no gobierne el amor (cualquier cosa que se entienda
por ello, pero que al menos incluya una satisfacción y un agradecimiento por la compañía
del otro cuerpo en la común soledad de cada uno) está condenada a ser exclusivo
escenario fantasmático del poder y de la sumisión sadomasoquista. Si es posible que la
pertenencia a una clase sexuada pueda no suponer necesariamente una organización del
poder atributivo de las relaciones de humillación y copertenencia militante y destructiva,
es una cuestión que la clínica psicoanalítica ha de comprobar para no verse reducida al
afianzamiento humillante del poder de una secta de extraviados que han levantado el
campamento de la pertenencia con un rigorismo inusitado. Está por ver y demostrar que
un psicoanalista no es un clérigo que vende su particular y excelsa pertenencia, que oferta
así el entusiasmo maníaco a estas decaídas y mustias almas por el hecho de fijarles una
nueva meta (o causa final, como sería ahora la causa analítica).
La soledad es un extravío porque no hay un lugar natural y definido para el sujeto.
Por eso se anhela una pertenencia. Esa pertenencia es problemática porque por su propia
condición es mentirosa, pues pretende dar por sentado aquello que, sin embargo, está en
su origen como mero anhelo. Si la pertenencia es un anhelo, un angustioso anhelo, es
precisamente porque no viene dada, con lo cual está siempre en cuestión y se han de
conseguir las cartas de crédito para poder reclamarla. El crédito es un botín de conquista
sobre alguien. De ahí que sólo quepa la pertenencia en el ejercicio del poder. Si el poder
no se ejerce, no existe y la pertenencia se desploma y todos los signos de identidad (ser
español, chino, paquistaní, vasco o catalán, etc.) quedan en ridículo.
El poder ha de ejercerse una y otra vez para que la pertenencia engorde y todos
sus miembros estén satisfechos, ya que la buena pertenencia es una mediocre comunidad
de satisfechos que vituperan a esas “moscas cojoneras” de los descontentos y críticos,
comúnmente llamados desde Hegel “almas bellas” (cuyo prototipo hegeliano sería
Sócrates), los cuales abandonan la vigilia de la causa final y miran sin piedad la crueldad
del presente y no erigen sobre ella el altar de la Causa (pues así se debería escribir la
causa final, con mayúscula y sin adjetivo calificativo alguno). Y a ese respecto, bueno
sería recordar al austríaco Otto Bauer, el cual tuvo la irónica idea de fundar lo que llamó
la “segunda internacional y media” contra el chovinismo socialista y contra el mesianismo
leninista, razón por la que ha sido ignorado y despreciado por todos los Machpolitiker,
hacedores de Historia y Menschen-Verächter, despreciadores de hombres, como los
llama Nietzsche. Pues bien, tuvo este Otto Bauer la feliz y sorprendente idea, de

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raigambre kantiana, de definir a la izquierda política por la particularidad de no sacrificar
nunca los medios a los fines, por lo que a nadie le puede extrañar el que haya venido a
ocupar ese lugar que Trotski llamó, refiriéndose a los mencheviques, el “basurero de la
historia” y que, según su explicación, es el que corresponde a esos “fracasados
miserables” que quieren aprovecharse del poder histórico de los bolcheviques
conquistado con decisión vengativa y sin remilgos.
Y esto es un quid pro quo que no tiene salida por el empeño obstinado de los
hombres en encontrar un sentido en lo común, y no hay, en efecto, otro sentido que el
común o comunitario o colectivo. Ese sentido proclama la crueldad razonable y reglada
(como gustan de decir) frente a la violencia y crueldad abiertamente arbitraria y gratuita.
Eso lo sabemos bien en este campo de la salud mental, donde el criterio jurídico de
eximente por enfermedad mental es precisamente el de la gratuidad de la violencia. Según
ese criterio, cabe la eximente si el sujeto del acto no se ve beneficiado, en ninguna de las
concepciones del término “beneficio” (económico, moral, vengativo, etc.), por su acto. Y
ese sentido común o ejercicio reglado de la crueldad viene exigido como remedio a la
angustia de una insoportable soledad, y así se va fraguando el llamado tejido social,
cómplice y complaciente, con el odio, la ignorancia, el masoquismo y el maltrato, todo
eso que constituye el colchón del confort de la pertenencia y de la insensibilidad.

15. Narcisismo, fantasma e identidad yoica

Con lo cual, cuando con tanta frecuencia sale el tema del narcisismo, término de uso
corriente no sólo en la clínica sino en el argot periodístico y social, no se puede dejar de
tener en cuenta que el narcisismo constituyente del Yo no tiene otro soporte que el
reconocimiento del otro, la exhibición ante los otros, el engreimiento, la satisfacción que
da esa borrachera de pertenencia grupal, independientemente del tamaño del grupo.
Sánchez Ferlosio llamó a ese ejercicio yoico “enyosamiento”, verdadero hallazgo
expresivo que ilustra muy bien y con una sola palabra lo que aquí decimos.
De ahí que no se haya de confundir el narcisismo con la soledad, pues es más bien
lo contrario de la soledad, ya que es creerse en el seno e incluso como referente de una
pertenencia que sin los otros se convertiría inmediatamente en angustia. Por eso la
oposición habitual entre narcisismo y relación de objeto debe ser tomada con todo
cuidado, ya que no se debe entender como oposición yo/otro, porque si, en efecto, no
podemos hablar de narcisismo sin una oposición, sea envidiosa o despectiva, al otro, tal
oposición no sería posible sin que el yo esté sostenido e instituido en el grupo de donde
recibe su alimento libidinal. Hay pues una estrecha relación entre narcisismo, yo y
pertenencia grupal. El yo es una fabulación constante cuyo rearme se hace en el grupo y
por el grupo, y sin ello el yo se deshace en un mar de lágrimas.
¿Podríamos hablar entonces de un narcisismo primario? Freud comienza su
Introducción al narcisismo refiriéndose al sentido que tenía en la clínica de entonces el
narcisismo. Según la consideración de la época, el narcisismo era un tipo de perversión

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conforme al cual el sujeto sólo ama y desea su propio cuerpo. Para Sadger era el rasgo
específico de la homosexualidad, en cuanto que la homosexualidad sería una elección de
objeto conforme al propio cuerpo, en relación especular con el propio cuerpo. Para
Freud, sin embargo, el narcisismo forma parte de lo que él llama la “evolución sexual”
del individuo, sea o no homosexual. El narcisismo es un “complemento libidinal”
(libidinöse Ergänzung, p. 41) del egoísmo del “instinto de conservación”.
En consecuencia, el narcisismo es componente del empuje de lo viviente y, en
cuanto “complemento libidinal”, sería el componente necesario de la constitución del yo,
sin el cual la propia intrincación pulsional se vería debilitada y esta vulnerabilidad abriría
el camino a los fenómenos de desvitalización, es decir, a la melancolía. El narcisismo es,
por tanto, de estricta necesidad para que el viviente encuentre un tipo de satisfacción que
le conserve la vida. El sujeto viviente encuentra ese soporte, dada la expropiación
traumática del propio cuerpo de la que ya hemos hablado, en el reconocimiento del otro,
es decir, en la pertenencia grupal, alimento libidinal inevitable de la consistencia yoica.
Por esta razón establecemos la correspondencia entre narcisismo y fantasma,
entendiendo por fantasma esa manera atributiva de interpretar a los otros de manera
autorreferencial y de convertir esa autorreferencia en condición de la satisfacción
personal. El narcisismo sería un modo ineludible del “complemento libidinal” o de la
intrincación pulsional, que asegura la pertenencia del sujeto al grupo, ya que ninguna
pertenencia natural le está dada.
Freud habla al respecto de un “narcisismo primario y normal” que contrapone a la
esquizofrenia y a la psicosis en general. Ese “narcisismo primario y normal” encuentra en
la fantasía una “relación erótica con las personas y las cosas”. Sin esa organización
fantasmática, el sujeto queda excluido de la realidad, del código, como nos decía B., que
rige la comunidad de hombres y mujeres. A ese momento de construcción fantasmática
lo hemos llamado segundo momento en el proceso de la subjetividad neurótica. Decimos
neurótica porque, en efecto, en la psicosis no se da esa construcción, por lo cual el sujeto
psicótico, errabundo del sentido y de la organización libidinal del grupo, ha de recurrir a
un delirio megalomaníaco para poder argumentar una pertenencia sexual y filial, un modo
de incluirse en la diferencia sexual y generacional.
Siempre se ha subrayado, y Freud también lo hace en este texto que comentamos,
el carácter megalomaníaco de la posición psicótica. Es cierto que el sujeto psicótico es
exasperante por su permanente autorreferencia. Pero lo megalomaníaco es un modo de
“complemento libidinal”, por utilizar la expresión freudiana, de recuperación libidinal
frente a la “hemorragia libidinal” a la que el sujeto psicótico se puede ver conducido a
partir de su perpleja errancia. A pesar de esta importante función de la megalomanía, ésta
es subsidiaria del extravío y del desconcierto en el que, a falta de la organización
fantasmática sadomasoquista que rige el vínculo social, vive el sujeto psicótico. Freud se
ve obligado a reconocerlo cuando se pregunta con tino “¿cuál es en la esquizofrenia el
destino de la libido retraída a los objetos?”, para pasar a continuación a hablar de la
megalomanía psicótica. Así como la significación persecutoria delirante pretende
construir una pertenencia sexual y de filiación, así también se puede entender la

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megalomanía psicotica como el modo de complemento libidinal de la conservación de la
vida, del empuje a la vida.
El narcisismo es, por tanto, componente necesario de la organización de la
pertenencia, de su componente libidinal y de su significación persecutoria. El yo no es
autista y no tiene otra complacencia ni otro sostén que el vínculo grupal. Aunque el
narcisismo se ha relacionado con la muerte, esa muerte no es la de la melancolía, no es la
llamada “hemorragia libidinal”, pues la hemorragia libidinal proviene justamente de que el
“complemento libidinal” del narcisismo no lo contiene el yo grupal, “proyección de una
superficie corporal”, como lo define Freud. El narcisismo requiere esa proyección en
espejo conforme a la cual uno se ve así de guapo, pero uno se mira desde el otro como si
fuera otro. Así queda el yo con ese rasgo de estupidez de por vida, mirándose como otro
y creyendo así ser uno mismo. Ese es el “enyosamiento” del que hablaba Sánchez
Ferlosio. La muerte que porta el narcisismo no es la “hemorragia libidinal”, sino la
destrucción maníaca; es más, requiere la destrucción del otro para alimentarse. El
narcisismo es un canibalismo libidinal, pues necesita al otro para calumniarle y asesinarle,
si fuera necesario, a fin de mantener el propio “enyosamiento” y la propia pertenencia.
Por esa razón, o motivo, la muerte que anida en el narcisismo está intrincada con
el empuje a vivir. Ahora bien, la forma como ese anhelo de vida se combina con la
obligada identidad y pertenencia al mundo es una intrincación pulsional que gobierna, de
entrada, la pulsión de muerte, debido a que la envidia, ese insidioso malestar ya sea por
el solo hecho de que el otro puede que disfrute de la vida, ya sea por la apropiación del
objeto anhelado por estar en campo ajeno, es una manera de asegurarse una identidad
que a la vez que yoica es grupal, y ése es su sinvivir. Canibalismo libidinal del que vive el
yo, subrogado del grupo, pues si ese yo estuviese en su verdadera soledad, no sería más
que un esperpento, como los espantapájaros que instalan los campesinos en sus huertos,
verdadero rostro del narcisismo cuando el yo ha sido vaciado de ceguera y de
complicidad. El nacionalismo, esa constante plaga de la política, es el fiel reflejo de lo
que es el yo, una retroalimentación colectiva cuya materia libidinal es la reivindicación de
lo propio y el odio necesario a quien supuestamente lo amenaza, pues sin él, sin ese odio,
nada propio habría.
Eso no puede parar, porque sin ese alimento el yo se desploma y ha de estar por
ello constantemente a la gresca, por lo cual, si no se tiene un enemigo bien situado, se le
ha de buscar en las propias filas. El narcisismo, como alimento libidinal del fantasma
yoico, es, por tanto, expresión de una intrincación pulsional regida por la pulsión de
muerte, por el rencor, la ignorancia y la conquista. El fantasma es de por sí una respuesta
que vela la condición traumática y radicalmente solitaria del sujeto para dotarlo de la
prestancia de una pertenencia al grupo de los elegidos o de los resentidos o a ambas
cosas a la vez, que es lo habitual.
La cuestión de la clínica psicoanalítica será ver si es posible una rectificación
pulsional, si es posible que haya una intrincación pulsional que no estuviera gobernada
por la pulsión de muerte. Esta pregunta encuentra su sentido en que si esa rectificación
pulsional fuera posible podría verse en precario el fundamento mismo del Estado, del

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orden y del ardor guerrero de los súbditos cuando de defender el Peñón de la pertenencia
se trata. Que sea o no sea posible en el terreno de la clínica (pues parece claro que no lo
sería en la vida colectiva) es la apuesta y razón de ser del psicoanálisis, cuya existencia
grupal es, sin embargo, ejemplo de todo lo contrario por mor de no haber resuelto ese
asunto de la transferencia del que se hablará más adelante.

16. El yo: una mentira libidinal

El yo es, en su origen, una falsa unidad, es decir, una abstracción, pues es una unidad
quimérica o especular que se da los aires de ser alguien, es decir, un absoluto y ciego
ignorante de su condición traumática, precaria y sin identidad propia, es decir, un esclavo
de la pertenencia al otro tomada como pertenencia propia. Probablemente ésa es la razón
por la cual Freud insiste en contraponer el narcisismo al autoerotismo, pues lo que llama
autoerotismo, esa dimensión del cuerpo viviente en permanente actividad que busca y
anhela su satisfacción corporal, carece de unidad, es extravío y ansiedad del cuerpo que
desconcertado busca en sí mismo las fuentes de su satisfacción para constantemente
verse decepcionado y, así, más desconcertado. El narcisismo es la envoltura que da
unidad o falsa unidad a ese cuerpo extraviado y desconcertado del “autoerotismo”. Esa
abstracción que es el yo toma consistencia por el investimiento libidinal, de modo que ese
cuerpo imagina-rizado desde el otro, es decir, desde su pertenencia correlativa al otro, es
un figurante imaginario, un espectro, un fantasma. Esa fantasmagoría libidinal es el
verdadero fantasma que recorre no ya sólo Europa, sino el mundo, y cada vez que unos
adictos a la humillación se confabulan, ese fantasma descubre su verdadero rostro: el del
espectro o mensajero de la destrucción. En realidad, no es más que el modo de reactivar
el cadáver que es el yo y el grupo cuando les falta la orgía libidinal de la calumnia y la
destrucción. ¿Cómo podrían estos padres y estos gobernantes sonreír de satisfacción en
estas cabalgatas navideñas si no fuera porque esta estupidez, tamaña bobería, se alimenta
del fuego del rencor y de la guerra?
Freud se ve en dificultades a la hora de diferenciar las pulsiones del yo de las
pulsiones sexuales, pues el narcisismo permite ver que el yo es objeto libidinal,
conservador de libido a la vez que condensador, pues, en efecto, condensa en su falsa
unidad la libido que así se conserva y se acumula con una glotonería insaciable, ya que se
trata de un saco sin fondo, y si parara, vendría entonces la hemorragia libidinal de la
melancolía. El entusiasmo libidinal se mantiene en el orden colectivo. El grito de guerra
cura de la melancolía, como ya señalara el maestro Robert Burton en su Anatomía de la
melancolía.
Para salir del apuro, Freud recurre a los “fundamentos biológicos” de su propuesta:
la pulsión sexual representaría el empuje a la vida más allá del individuo, de manera que
el placer sexual no sería más que el modo como la naturaleza consigue su reproducción
biológica en la especie humana o simplemente en el reino animal. Este es un conocido
recurso de Freud, es la respuesta que encuentra a la pregunta de qué mantiene en pie el

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despropósito que es el hombre, y no quiere basar lo fundamental, su permanencia, sólo
en el ansia de posesión y de conquista. Puesto que no es creyente, busca en la propia
inmanencia biológica algún sentido o alguna ley que gobierne la reproducción humana y
que dé así al deseo sexual un soporte más noble que el núcleo sadomasoquista del
fantasma.
Loable intento sin duda, pero a su vez discutible, ya que esta argucia freudiana
supondría que el hombre a pesar de todo tendría siempre el argumento de una
pertenencia a la naturaleza. Ése ha sido siempre, como vimos, el recurso de todos
aquellos que han pretendido alguna especie de derecho natural o de ley natural que
gobernara finalmente la barbarie humana. Pero el argumento es fraudulento, pues ¿por
qué habría de existir tal barbarie humana o simplemente tal extravío del sujeto, tan
devastadora angustia ante la exclusión o el desamor, si no fuera justamente porque no
hay pertenencia natural previa o dada? Y ésta es la cuestión sin duda dramática de lo
humano, cualquiera que sea su condición, que al final no encuentra otra pertenencia que
aquella que le procura el poder y la lucha tribal, y que ese modo de pertenencia es a su
vez necesariamente destructivo y entonces no sabe cómo librarse de la angustia y ha de
asegurar de nuevo la pertenencia, y eso, en efecto, es un círculo infernal en el que las
parejas, las naciones, las sectas, los partidos, los colegas profesionales, los sindicatos, se
entusiasman y se exterminan entre sí.
El sujeto psicótico recurre a veces a la enfermedad orgánica para sentir el cuerpo,
para abrazar su estómago, como decía un paciente de los llamados esquizofrénicos, y es
como recogerlo, acogerlo, y darse esa posible unidad que no le puede suministrar la
pertenencia fantasmática que no tiene. El neurótico suele recurrir a la hipocondría para
conservar la libido en momentos de penuria, en esos momentos en los que el vínculo con
el otro se hace precario o perdió esa exaltación narcisista. Se entroniza el órgano y se le
rinde el culto de la queja a falta de elaboración o trabajo del inconsciente para tratar
tamaña pérdida. El hipocondríaco retoma a esos momentos en los que el yo se inicia
haciéndose pareja del otro nutricio. Con la hipocondría se resiste a toda separación
subjetiva, a la existencia misma del sujeto. Se adhiere el sujeto al órgano y se anula como
tal y reclama sin pudor una atención que no admite subjetivación posible.
De ahí la dificultad del tratamiento del hipocondríaco. No soporta la menor
separación, no admite preguntas, se desespera y llora como un niño ante la impotencia
del otro. El sujeto hipocondríaco se ve reducido al cuerpo y por eso se espanta y se
angustia, porque no hay otra cosa que más tema que la soledad, pero a la vez pretende
convertir sus temores y sus quejas en vía de acceso al otro, y de ahí su impertinente y
tenaz insistencia en mostrar la pena y el dolor del órgano, como si todo el saber debiese
provenir del otro exterior y no tuviera inconsciente. Freud dice de él que no consigue
traspasar las fronteras del narcisismo y concluye que si bien el narcisismo forma parte de
la estrategia psíquica de protección de la vida, una forma de protegerse de la enfermedad
en suma, sin embargo “hemos de comenzar a amar para no enfermar y enfermamos en
cuanto una Versagung nos impide amar” (p. 52).
De nuevo encontramos este curioso término de Versagung, pero aquí López-

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Ballesteros, de modo sorprendente por inesperado, no lo traduce como frustración ni
tampoco como privación, sino de esta otra manera: “una prohibición exterior o interior
que nos impide amar”. López-Ballesteros se encuentra con la dificultad de traducir este
difícil y a la vez preciso término y hace tamaña perífrasis que no sé si nos aclara su
contenido semántico o nos aleja de él. Anteriormente hemos traducido Versagung por
decepción, con todos los matices ya señalados al respecto, una decepción que se puede
llamar fundacional porque ningún otro puede sustituir al sujeto en el hecho de vivir y en
su satisfacción de viviente sexuado y, por otro lado, no cabe tal satisfacción sin el otro.
Por lo cual queda siempre a una distancia que puede angustiar si en ella no se inscribe en
el cuerpo pulsional la diferencia, tanto sexual como generacional, la cual si nos aleja del
otro es, sin embargo, la condición de posibilidad del amor
Por esa razón, el término prohibición no es el más adecuado para traducir
Versagung, ya que la prohibición remite a un contexto más elaborado, más edipico
solemos decir, que va ordenando y creando una relación del deseo con la ley y la culpa,
mientras que la Versagung es primaria experiencia de lo imposible y de la subjetividad.
Es una promesa rota o una esperanza imposible. Esa Versagung se repite con especial
precisión en las relaciones eróticas, en aquellas en las que se cifra la vinculación
retrospectiva de la libido con la satisfacción: relaciones con los padres, con la pareja, con
el analista en la transferencia y poco más.
Pues bien, cuando esa Versagung, nos dice Freud, se convierte en impedimento
del amor y no en su posibilidad, enfermamos. Alguna otra vez dirá del amor, sin
embargo, que es una enfermedad. Con todo, la idea freudiana de que el amor es la
curación preside, para él, la razón de ser de una posible cura psicoanalítica.

17. Amor y narcisismo: malentendidos freudianos con la mujer

Pero ¿cómo puede esa Versagung, que forma parte de la demanda de amor, convertirse
en impedimento del amor? Cabe decir que en ese caso no hay aceptación de la
castración. Dos palabrejas que como los latinajos cervantinos parecen servir sólo para
escabullirse del tema con buenos propósitos. Sin embargo, por de pronto, estas
palabrejas tienen su enjundia. El término castración, que sin duda no deja de ser
horrísono a pesar de su uso tan habitual, se suele utilizar en la literatura psicoanalítica
para referirse al pene, lo cual no deja de tener sus consecuencias en todos esos prejuicios
de que el inconsciente es únicamente fálico y no conocería la diferencia sexual. Si, por
nuestra parte, insistimos en la Versagung es también para quebrar esos prejuicios y
situarla en relación con la experiencia fundacional de la subjetividad, que toma la
distancia del otro cuerpo como comienzo de la angustia y del deseo. Por eso la angustia
aparecerá siempre tan ligada a la aparición del deseo femenino, como indomesticable por
la homologación fálica del poder. La Versagung se convierte en impedimento del amor
cuando tal decepción se orienta hacia la reivindicación o la retención y, entonces, se
desespera y es como si la propia demanda de amor se viera intervenida y por eso se

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muestra con lo único que le queda para no desarbolarse: el órgano corporal como reserva
libidinal. La razón de ello es, en este terreno, de extraordinaria complejidad, porque sólo
se muestra en sus efectos y no en su proceso anterior al síntoma.
¿Se pueden contraponer narcisismo y amor? Ya se ha dicho que el narcisismo es
componente necesario de la organización yoica de la pertenencia. ¿No es el amor, a su
vez, un reclamo, una oferta y una demanda de pertenencia? ¿Por qué entonces
contraponer el narcisismo al amor? Freud, así, se corrige y lo que hace es distinguir dos
clases de amor según el modo de elección de objeto: el narcisista y aquel tipo de elección
de objeto al que da el nombre de Anlehnungtypus, que se podría traducir como elección
de objeto basada en el apoyo o “aposición” (es el término que prefiere López-
Ballesteros) del objeto infantil de la satisfacción. Pero como sabemos que la indefensión
radical del cuerpo parlante termina por no distinguir entre el objeto de la satisfacción y
quien se la procura, resultará entonces que ese tipo de amor se busca en el objeto
materno. Más propio será del hombre que de la mujer, concluye Freud, pues mientras
que el varón busca a una madre, la mujer buscaría no tanto amar, sino ser amada. Para
Freud no parecen posible más que dos amores: el yo y la madre, contraposición nada
clara, por lo demás. Estas páginas constituyen el primero de los textos en los que Freud
muestra su extraordinaria ceguera fantasmática sobre la mujer y su condición amatoria.
Podemos pensar que el amor se muestra al menos en dos de sus vertientes: la que
demanda la posesión y la pertenencia con la urgencia de la Versagung y la que más bien
podría tomar el amor con la mayor tranquilidad, ya que la Versagung es ineludible y, por
tanto, el respeto y la soledad son también componentes del amor, como la hospitalidad y
el silencio. Freud no habla de esto, sino que concluye con la mayor precipitación que la
mujer “no necesita amar, sino ser amada”, interesada simplificación o simple estupidez
propia del varón asustado ante la posibilidad del deseo de la mujer. Sólo él desea y ama
(Freud aquí confunde ambas cosas) y si lo hiciera la mujer, si la mujer no fuera un bello
objeto inerte, el tenor le paralizaría como en el relato que hacía el Pseudo-Luciano de
aquel joven que se había enamorado perdidamente de la estatua que hiciera Praxiteles de
Afrodita. ¿Cabe mayor egoísmo, si quiere llamarse así como hace Freud? Sin insistir en
la hipocresía que tan dogmática y clerical conclusión contiene, como es la de que habría
un amor puro o amor divino que no pide conespondencia y ese otro amor terrenal y
perverso del que sólo quiere ser amado. ¿No es la necesidad de amar la misma que la de
ser amado? Incluso si nos atenemos al consabido amor divino, ¿por qué Dios, si es así de
gratuito su amor, habría de exigir al hombre la correspondencia sin la cual éste quedará
condenado a la atroz pena del tormento de los sentidos y a la aún peor de la exclusión de
la bienaventuranza celestial?
No hay indiferencia entre los hombres, hemos repetido, dado el desamparo del
cuerpo humano y su necesidad de existir en el otro. Esa indiferencia, que Freud dice
observar en el narcisismo infantil y que hace extensiva al narcisismo femenino, forma
parte de la estupidez freudiana que desatiende ese empuje de la mujer a agarrarse al
varón para existir y tener una pertenencia, y ese drama femenino es motivo de tanta
desolación que con frecuencia sólo la sumisión, el cansancio y la adhesión al papel dado,

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esa rutina, parece servir de descanso. Lo que llamo estupidez freudiana es el modo como
Freud piensa y concibe a la mujer, a pesar de dejarse acompañar por ellas, ignorante de
que ellas le entregan su libertad a cambio de encontrar cobijo en la pertenencia al
psicoanálisis y, por ello, no son ellas menos responsables que el propio Freud en esta
masiva y permanente tontería de la “inferioridad biológica” de la mujer o de la pasividad
de la mujer para así conseguir el “fin biológico de la reproducción”, de la “envidia de
pene” y ahora, en esta ocasión que comentamos, del narcisismo de la mujer.
Hasta tal punto es tenaz esta estupidez freudiana que incluso tilda de masculinas a
aquellas mujeres que sin haber tenido hijos no se rigen por la elección narcisista del
objeto amoroso (el propio cuerpo). Nadie en esta perspectiva más torpemente narcisista
que el varón, el cual, identificado al objeto de la demanda de la mujer, alimenta la
fantasía de que cualquier mujer, si supiera de él y le conociera, quedaría prendada y
rendida a sus pies. Y así sucede lo que sucede cuando ella le planta y le dice finalmente
“hasta aquí hemos llegado”, y el varón puede entrar, entonces, en tal grado de
desesperación y pánico que corre a matarla o a injuriarla, etc., y es como si fuera un
orden natural el que se hubiera visto trastocado, un orden natural que se basa en la
“inferioridad biológica” de la mujer (y Freud lo afirmó entre tantos otros), en la sumisión
de la mujer y, sobre todo, en la complicidad de esa mujer sometida al permanente
desgaste de su cuerpo y de su deseo, tan disimulado ante ella misma, y que de no ser así
sólo le traería dificultades y, sobre todo, la angustia de ver que su función es si no
abandonar el deseo, sí al menos disimularlo, incluso ante ella misma, que es finalmente lo
mismo que anularlo.
Mulier in Ecclesia taceat es el dicho de San Pablo que luego pasaría a ser
doctrina de la Iglesia, de manera que la mujer, que llena las iglesias y es el baluarte de la
religión, no podrá administrar los sacramentos ni subir al pùlpito. La sabiduría clerical
sabía que esta mujer, de la que vive, debía permanecer en precario, sometida al vidrioso
placer de la dirección espiritual en ese sombrío-espacio del cuchicheo del confesionario,
en la frontera entre la sacristía y el pùlpito donde ella se mueve con tan ardorosa entrega.
Mulier in Ecclesiae taceat se convirtió en principio indiscutible de la orden del miembro
de la unicidad. Sin ella, ese orden desfallece y se transforma de inmediato en una
fruslería. Si ella no calla, ese orden se verá puesto en evidencia y ella misma, la mujer, se
quedará perdida en ese extravío de no poder pertenecer a otro espacio.
Esa combinación tan particular entre poder omnímodo y secretismo del vigor de la
pertenencia, tan propio de la religión, le viene como anillo al dedo. Por eso calla tan a
gusto. Si una mujer levanta la voz, ya saben los doctores de la iglesia lo que la levanta: la
envidia de pene. Se burle del hombre o simplemente que no le dote del poder indiscutible
de su pene o de su palabra, esta mujer loca ha puesto en peligro el orden natural de las
cosas. Ese orden natural de las cosas establece que el valor de verdad de una proposición
proviene del pùlpito, es decir, del lugar de su enunciación, de su valor sacramental. Quien
así no lo aprecie, es que ya se ha apartado de la común pertenencia, ya está condenado.
Nadie como la mujer conoce esa condena, por eso nadie como ella sabe que la lógica de
enunciados es banal y estúpida si no sirve a una buena pertenencia, a un encumbrado

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pùlpito. Todos los sucios manejos y las obscenas palabras de la sacristía, lejos de
desautorizar la palabra del pùlpito, contribuyen, por el contrario, a engrandecerla, pues se
argumentará que ese pobre diablo del alzacuello es portador de la verdad y su estulticia
sólo hace que esa verdad resalte aún más.
Freud, que quería por encima de todo una verdad más vinculada a la ciencia que a
la religión, a la hora de referirse a la mujer no consigue, sin embargo, situarla en otro
lugar que, dicho en lenguaje científico, es decir, biológico, no sea el de la “inferioridad”
subjetiva y la sumisión, no ya al amo del poder, sino a la sabia naturaleza en su tarea de
reproducción biológica. Como se sabe, es un recurso que Freud utiliza algunas veces y,
en todo caso, siempre que se trata de la mujer: los últimos fundamentos de la
determinación biológica o filogenètica para explicar un fenómeno clínico al que se le
quiere dar carta de naturaleza, es decir, cuya resistencia al cambio toma así una base
biológica, para que a fin de cuentas el objetivo del tratamiento ordene las cosas contra la
obstinada envidia de pene de la paciente. No se obstine usted, señora histérica, parece
decirle, puesto que su lugar natural está en la reproducción y en la entrega maternal a su
marido, sólo por medio del amor maternal una mujer saldrá del modo narcisista y estéril
del amor, para convertirse al amor que mira hacia el otro. Es un argumento que violenta
su propia tesis, pues si de verdad el amor femenino es tan narcisista de por sí, ¿qué otro
fundamento podría tener el deseo de maternidad que el instinto natural? La mujer
quedaría así desprovista de todo deseo, incluido el deseo de maternidad, lo que parece
ser el objetivo del fantasma masculino.
Tan convencido está Freud de ese orden natural que el llamado “complejo de
castración” no tendrá para él otro contenido que el “miedo a la pérdida de pene en el
niño y envidia de pene (Penisneid) en la niña” (p. 59). El niño teme perder, la niña
protesta por no tener. Ahora bien, de lo que se trata es de la sexualidad y del deseo, de la
íntima relación entre la satisfacción y el deseo, pero si el niño cree tener y sólo teme
perder, entonces no cabe duda de que se ha alejado demasiado de su condición
traumática, de su carencia real y originaria, y es tan estúpido que cree que sólo puede
perder. La niña no tiene y desea, conoce mejor su condición traumática y sabe entonces
que el tener del varón es el señuelo de la pertenencia que ella necesita para vivir. Ella
sabe del amor más que el varón, precisamente porque su narcisismo es frágil y su
cercanía a la condición traumática (expropiación del cuerpo y del sentido) le asusta
mucho. No es la envidia de pene lo que la guía, como piensa el varón “enyosado” en la
peana fálica, sino el afán de pertenecer y tener un lugar en el otro sexual para así
pertenecer como mujer a la vida y al mundo. El varón creerá que su pertenencia viene ya
dada por su identificación narcisista al pene, ya piense que lo debe o que está o no a la
altura de la satisfacción de la mujer. Por eso no puede soportar el deseo de una mujer. Si
le da su ración de pene y su estar ahí ya es más que suficiente, y atacar eso es cuestionar
su condición de varón. La pertenencia sexual no sería en el hombre una tarea y una
opción, sino algo dado, por lo que la mujer no debe venir a cuestionarlo con su deseo
propio.
La “amenaza de castración”, tanto el miedo a perder el pene como la tan

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cacareada “envidia de pene”, pueden ser fórmulas o modos de expresión de esa
organización yoica de la pertenencia, que en el varón parece tan indiscutible y que en la
mujer no lo es tanto y sólo parece asegurarse sosteniendo y acatando esa dotación
masculina de pertenencia. Se puede encomiar la intuición freudiana acerca de la distinta
manera de referirse a la pertenencia sexual por parte del varón y de la mujer, pero yerra
si considera que esa organización yoica está basada en algún orden natural y deja de
verla como modo de atribuir una pertenencia sexual y grupal que no se posee de entrada.
Si podemos hablar del carácter traumático de la sexualidad humana es porque
precisamente su falta de base en el orden natural de las cosas obliga a tratarla en la esfera
del poder para aliviarse de la angustia de quedar cortado del otro y de la culpa que
conlleva el verse excluido o amenazado de exclusión.

18. Poder, narcisismo y organización libidinal de la pertenencia

Quién tiene el poder, aunque ese poder se quiera atribuir a la sabia naturaleza, es la
pregunta que va a regir la relación con el otro sexo y el consiguiente temor a verse
cuestionado, pues cuestionar ese poder es entrar en el universo de la incertidumbre que
introduce la pregunta por el deseo del otro y, por consiguiente, es cuestionar la
pertenencia que el varón requiere para ser tal, desde la rivalidad sobre el tamaño o la
potencia, a la posesión encarnizada de bienes y demandas. Ninguna pretensión mayor
tiene la organización masculina de la pertenencia que la anulación del deseo de la mujer.
Esa angustia que produce en el varón la demanda de la mujer, suele ir a la par, del lado
de la mujer, de una demanda, fijada en la madre, de amor y de legitimidad. La madre la
toma a veces como rehén de una incondicionalidad y el hombre se hace inalcanzable. Por
mucho que la queja de insatisfacción se dirija al hombre, éste, en esos casos, es sólo un
mero representante de la madre. De ese modo se consolida un constante malentendido.
Pero en esa queja anida también una demanda de salida, de encontrar el camino del
mundo. Por eso el hombre es tanto la vía de salida como el obstáculo para su propio
desear y vivir. El obstáculo se acentúa por la dificultad de la mujer con la pertenencia.
Esa dificultad la inclina a la complicidad, al sometimiento y a la propagación del poder
masculino, sabedora de que no hay otro seguro de pertenencia, pero está por ver qué
sucedería si la feminidad (valga este término para referirse a las mujeres o a algunas
mujeres) tomara su propio camino y se acabara la complicidad, y el hombre tuviera que
escrutar la existencia de la mujer como sujeto deseante.
No se debe olvidar que la elección de mujer (y de hombre) comienza no hace más
de siglo y medio, o menos. El poder, desde siempre, había cuidado de que la elección de
mujer y de hijo no entorpeciera la buena jerarquía social. Ni se elegía la mujer ni se
elegía el número de hijos o el momento del hijo. Las instituciones religiosas aún lo
mantienen. La religión se funda en ese nudo de víboras en el que el amor, el maltrato, la
sumisión y la dependencia se adornan con la causa final de la salvación de los elegidos.
¿Podría sostenerse ese nudo de víboras del fantasma sadomasoquista sin la fórmula

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religiosa del goce íntimo o “goce Otro”, como lo llama Lacan? Cuando Freud propone el
amor, la posibilidad del amor, de un amor desprendido del narcisismo como objetivo de
la cura, pensamos que mira en esa dirección, hacia la posibilidad de que el amor sexual
sea posible y no se vea reducido a la agresividad. Por eso está Freud mucho más
acertado cuando ya al final de su vida, en 1937, habla del repudio y rechazo a la
feminidad (cf. Análisis terminable e interminable), pues en efecto de eso se trata, del
repudio a ese deseo tan cercano a la experiencia traumática de la soledad y tan poco
asegurado en la organización fantasmática de la pertenencia.
Pero es un hecho que Freud se mueve en esa ambigüedad que tiene su expresión,
en el campo epistemológico, en la vacilación entre la “causa” constitucional y la “causa”
psíquica y, en el campo clínico, entre la determinación biológica y la repetición
sintomática, ambigüedad esta última que adquiere especial virulencia cuando trata de la
sexualidad femenina. Y así vemos que después de tratar, en el libro al que nos estamos
refiriendo (Introducción al narcisismo), de manera tan torpe y prejuiciosa este asunto
del narcisismo femenino, pasa luego, una vez que ya no está pensando en la cuestión del
hombre y de la mujer, a establecer una cierta relación entre el pene y el ideal, a partir de
la estrecha relación entre pene y narcisismo, lo cual no deja de entrar en contradicción
con lo que acababa de decir acerca del narcisismo femenino. El órgano de la excitación
sexual masculina se erige en espejo de la dotación natural, marca de la tenencia, señorío
de la gleba, majada de la carne, objeto, en suma, del anhelo y del dominio, de la riña,
prueba de la pertenencia, por lo cual su desasistimiento es naufragio del cuerpo,
desvitalización y decaimiento. Ella está ahí para consolarlo y restaurar la peana. Por
ridículo que pudiera parecer, este trasunto de lo fálico adquiere un valor por encima de
todo bien real como imagen del orden de la distribución primaria de pertenencias. Todo
poder parece referirse a ese órgano de la unicidad y ella lo adora como tal. El se observa
en el espejo de su potencia y ella lo mira embelesada por formar parte de la secta de
Príapo. ¿Pero qué sucederá luego? El se ha visto en ridículo y ella se asusta como si
fuera culpable y víctima de ese fracaso repetido. Todo es tan familiar y a la vez tan
extraño que es urgente disimular e inventarse una excusa para no sucumbir al hastío.
Un hombre cuenta que estando en unos grandes almacenes haciendo las compras
de Navidad sintió de pronto un decaimiento atroz, una terrible sensación de absurdo y
engaño. Mira a su mujer y a sus hijos, y siente una gran extrañeza, él que siempre hacía
bromas y no se hacía preguntas raras como qué hago yo en la vida, etc. ¿Por qué de
pronto me ha sucedido esto?, pregunta. Naturalmente, su deseo sexual se ha venido
abajo, porque en otras ocasiones al menor atisbo de inquietud el pene era su solución.
¿Por qué de pronto esto? Nada parece que haya variado o trastocado sus costumbres y
sus ocupaciones. Es un enigma, pero no consigue recuperarse. Alguien podrá culpar a la
serotonina, pero ese daño subjetivo no se repara con la serotonina. Ella está angustiada y
se pregunta qué será de sus hijos, mira asustada y suspendida, y parece como si se
sintiera culpable de que este hombre haya perdido el gusto por la vida. No está airada, no
está enfada, sólo está asustada, como si ella misma no fuera suficiente mujer para ese
caprichoso pene que ha perdido el brillo exultante de la imagen idolatrada.

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Esa imagen es la unidad narcisista y libidinal del cuerpo; pero si esa unidad
narcisista pierde el entusiasmo libidinal, cae como por ensalmo y adquiere la decrepitud
de la muerte. Algunos adolescentes sucumben a ese decaimiento y rasgan su pesadez
corporal con la violencia más desordenada, unas veces directamente contra sí mismos,
como sucede en los suicidios de adolescentes, y otras veces buscan el ruido informe de la
compañía grupal para restaurar esa imagen. La imagen narcisista se nutre de los otros,
del amaestramiento. De ahí que sea solidaria del ideal. El ideal es el punto focal,
alucinado o hipnótico donde se proyecta la imagen del yo-grupal. Se trata de una
proyección libidinal, pues esa mirada del otro es reversible como mirada de la mirada del
otro. ¿Cómo captar y cautivar la mirada en la cárcel narcisista del yo ideal? Es
incongruente insistir tanto, como hace Freud, en la diferencia entre “libido del yo” y
“libido de objeto”, pues el narcisismo libidinal se nutre del “objeto”, es decir, del otro, y
sin él queda desvitalizado.
Eso explica por qué la represión está al servicio del yo, pues es condición de la
unidad yoica que el conflicto sea disimulado o reprimido, llevado a la escena
inconsciente. Sin la represión y sin el velo de la organización libidinal del poder, la unidad
yoica no se puede sostener, como se ve en la psicosis. La represión es requisito para que
se pueda mantener esa organización yoica del entusiasmo grupal.
Por esa razón, la distinción freudiana entre represión y sublimación, que en este
texto de Introducción al narcisismo se establece como distinción entre sublimación e
idealización, es enteramente pertinente, pues toca un asunto de especial envergadura, a
saber, si existe la posibilidad de que la vida libidinal del sujeto, el deseo y la pulsión,
puedan encontrar otra vía expresiva y otro motor que no sea sólo el agrupamiento y la
idealización como formas de circulación libidinal a través del entusiasmo de la
pertenencia. La sublimación es un modo de tratar la pulsión corporal por medio de la
creación sin tener que disimular y esquivar la soledad. La idealización, por el contrario,
ignora la pulsión, ese extravío del cuerpo, y se centra exclusivamente en la pertenencia
yoica, ignorando su contribución a la desintegración moral de la vida colectiva.

19. El narcisismo y la cuestión de los ideales

Es verdad que Freud establece algún tipo de vinculación e, incluso, de coincidencia entre
sublimación y Yo ideal, pero simplemente lo da por sobrentendido. Nos parece una
contradicción gratuita que nada aporta. En efecto, se podría hablar de sublimación en el
modo en que la escisión pulsional se transforma en escisión subjetiva. Piénsese, por
ejemplo, en la dificultad del niño para conseguir la enunciación del yo. Pero ese shifter,
como lo llamaba R. Jakobson, se puede entender como diferencia entre yo y sujeto. No
es el yo del narcisismo, sino el lugar de la enunciación del sujeto que adquiere la distancia
insalvable con el otro, espacio del sujeto del inconsciente insustituible y solitario que se
va a intentar borrar con toda clase de pertenencias “identitarias” e idealizaciones del
agrupamiento. De ahí, en consecuencia, que se pueda deber a ese hecho de no precisar la

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brecha existente entre yo y sujeto el que Freud vacile o se confunda a la hora de querer
vincular sublimación y yo ideal o ideal del yo. De todos modos, Freud, a diferencia de
algunos de sus seguidores, suele distinguir entre identificación e idealización. Si la
identificación supone la separación del otro, su pérdida, la idealización es el modo de
borrar la realidad de la pérdida.
Por otro lado, la distinción conceptual entre Yo-ideal (Ideal-ich) e Ideal del yo
(Ichideal) no es tan clara en Freud como se ha pretendido, si bien es cierto que Freud
introduce un cambio al formular esta palabra compuesta: Ichidealbildung, formación del
Ideal del yo, y luego ya mantiene la expresión Ichideal en todo lo que queda del texto,
mientras que anteriormente sólo ha hablado de Idealich o Yo-ideal. A renglón seguido
introduce el concepto de superyo. Decimos concepto porque aún no utiliza el término
superyó y por el momento habla de instancia de la conciencia moral. Esta instancia es un
trasunto del Yo-Grupo, porque por medio de ella el yo queda bajo el peso del ideal
colectivo, respecto al cual se siente en falta. Así pues, sería la instancia mayor de la culpa
neurótica (culpa superyoica la he llamado en contraposición a la culpa subjetiva) y de la
obediencia. En ella se juega el temor que rige la pertenencia: el temor a ser excluido.
Desde el punto de vista de la intrincación pulsional, el narcisismo se rige por la
agresividad, agresividad que la conciencia moral reconduce contra la propia persona. Así
se instala el componente sadomasoquista sin el cual no hay vínculo social, siendo el Ideal
la condición de la consistencia del Otro-ideal o del Ideal como foco de pregnancia del
grupo. Esa pregnancia toma su sentido de la significación persecutoria. Tal ideal funciona
corno aspiración y consolidación del enemigo y de los temores de exclusión y de
abandono. Esa trama significativa toma tal pregnancia que los sujetos quedan adheridos y
alienados en ideales convertidos en logomaquia y voces de mando. Cuando el pequeño
comerciante del que hablamos más arriba se siente desprendido de esa pregnancia, cae en
la angustia del sinsentido y en la desvitalización libidinal. Cada pequeño detalle de su
rutina se agiganta como una ardua tarea para la que carece de fuerzas. Se atiene a la
culpa superyoica para congraciarse un poco con tal modo de abrumarse. Es el último
recurso del acatamiento, pues lo propio del Ideal es que impide toda relación crítica con
su campo de pregnancia. El odio y el masoquismo son su caldo de cultivo, pero jamás la
crítica, la posición crítica contra la común pertenencia. Nadie más desagradecido que
quien ensucia su propio nido, afirma ese inquisitorial dicho popular que recrimina toda
posición crítica del compatriota o supuesto conmilitón, pues, en efecto, de la guerra se
trata. No habría guerra posible sin el narcisismo de los ideales de pertenencia.
Dice Freud que la libido que alimenta el Ideal es libido homosexual. Es una manera
prejuiciosa de decirlo y no la mejor, pues no se trata tanto de una elección sexual, ni la
homosexualidad supone la anulación de la diferencia sexual. Probablemente lo que Freud
quiere señalar con esa expresión es el objetivo que alienta al Ideal de borrar toda
diferencia interna y trasladarla, por medio de la significación persecutoria, hacia fuera. El
narcisismo se puede entender como velo de la escisión pulsional y de la diferencia sexual,
pero su objetivo es el reconocimiento del otro, la pregnancia grupal. Necesita la
significación persecutoria para mantenerse intacto como yo, cerrado a su división interna.

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Es un error de Freud introducir aquí, en este momento, la paranoia. Es un salto de
registro clínico que sólo sirve para confundir. A pesar de que comenzó diciendo que en la
psicosis se puede hablar de un fracaso del narcisismo “primario y normal”, vuelve ahora
a contradecirse, vuelve a la carga de tildar a la psicosis de patología narcisista. La
megalomanía psicotica, y con más relieve la paranoica, no es más que el desesperado
intento del sujeto psicótico de figurar en el mundo, falto hasta el espanto de toda
pertenencia. No cabe confundir la significación persecutoria, que es trama de la
asociación grupal, con el delirio de persecución, que sólo pretende dar significación a una
exclusión radical del sujeto psicótico, al que únicamente le queda el espacio subjetivo de
la angustia de esa exclusión. En la psicosis, la significación persecutoria no sirve para
sostener el complot colectivo. Como dice uno de los aforismos de Kafka: “no es posible
complacerse en el mundo a menos que uno se refugie en él” (aforismo 25, en OC III, p.
666). El sujeto psicótico, como todo sujeto, no es intercambiable con otro sujeto
psicótico y cada uno tiene su estricta y verificada particularidad, pero todos ellos
aparecen afectados por la falta de refugio en el mundo.

20. Amor, pertenencia y soledad

Afirma Freud, casi al final del texto, que “el desarrollo del yo consiste en un alejamiento
del narcisismo primario a la vez que en una intensa tendencia a recuperarlo” (p. 66). Así
explica ese trasiego entre Yo e Ideal que rige la vida grupal, pero que la tensa de manera
criminal por la imperiosa necesidad de hacerse presente en una rivalidad que gobierna
todo el proceso. Sólo queda la salida de colocar toda esa intensa hostilidad en el obligado
chivo expiatorio del grupo, cualquiera que sea el infiel. De algún modo, la autorreferencia
ha de figurar para alimento libidinal del yo, pues, como nos recordaba Rousseau, sólo es
un buen obediente quien está dispuesto a mandar. Es la cadena que Kafka nos recordaba
de mutuos y progresivos ahogamientos o vejaciones. Kafka ilustra el fenómeno desnudo
de la vejación porque lo despoja del componente autorreferencial o paranoico, que es lo
único que puede envolverle de ridículo entusiasmo.
Si el enamoramiento (die Verliebtheit), del que habla Freud a continuación, puede
constituir un problema es porque quita atención al grupo y retoma a la satisfacción
infantil y a su Versagung. A veces los grupos más sectarios han querido resolver el
problema mediante modos eróticos colectivos en los que la mujer pasa a ser un bien
mostrenco que está ahí en su mudez para uso y culto de un goce mistérico y colectivo
que la secuestra y aísla de los modos de la maternidad y de la pareja. Pero al final entra
de nuevo en escena esa animalidad del cuerpo sexuado que aparece como certeza
irrenunciable de la vida más primaria y desnuda, menos colectiva, la vida que no busca
razones ni motivos, que se afirma en la ciega certeza de la satisfacción de los cuerpos y
en su apresamiento.
Esa certeza de la satisfacción del cuerpo es, sin embargo, insatisfactoria. El niño
anhela la satisfacción, pero se topa con el límite de la soledad del cuerpo, y llora y grita

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urgido de pronto por la ausencia de la madre, como si de pronto se arrepintiera, incluso
como si se asustara de ese obstinarse en la satisfacción del cuerpo. Eso se repite todo el
tiempo, toda la vida, ese anhelo y ese arrepentimiento. El trastorno escande la relación
amorosa de pasión, rivalidad, queja, posesión y finalmente lamento, arrepentimiento
inútil ante esa repetición que ninguna pertenencia remedia. Quizá por eso la pertenencia
se manifiesta en este terreno como posesión y como apropiación. En este terreno, el de la
pareja sexual, se pide una verificación y un aseguramiento que la propia demanda
angustiada pone en entredicho. Esta exigencia de satisfacción y su consiguiente decepción
(Versagung) pueden convertir la relación de pareja en un infierno de agresividad y
lamento, de daño y victimismo que desencadena la circularidad sadomasoquista en la que
verdugo y víctima son intercambiables.
La pregunta clínica habrá de hacerse sobre la posibilidad de que el amor no
descarte la soledad, ni la satisfacción la insatisfacción, y que la certeza del instante de la
satisfacción no se confunda con el reiterado agente que da y quita. Ese agente, que en la
literatura psicoanalítica se conoce como agente de la castración, es una alucinación
constante que, aparte de provocar todos los malentendidos del mundo con la culpa, es
vigía de la pertenencia de los cuerpos. En realidad, lo que se suele llamar castración, ese
desajuste con la satisfacción del otro, tanto motivo de reivindicación como de culpa,
carece de agente y, por tanto, de sentido y de reproche, y es un modo de avistar al otro,
de amar y desear sin que la pertenencia nos ciegue con la pasión del victimismo y de la
queja despiadada, y nos ensombrezca con los redobles de tambor que llaman a la guerra.
Esa es su posible interrogación. Kafka escribió un día en sus cuadernos de 1920 que la
queja carece de sentido y es una pesadez, que el entusiasmo es ridículo y que si cupiera
hablar de felicidad, eso tendría que ver únicamente con el silencio (OC III, p. 755). Si
pudiéramos tomar este escueto texto kafkiano por lo que Freud llamó castración,
podríamos decir que aquella primera inscripción de la diferencia sexual en el
inconsciente, luego ocultada y vituperada bajo los modos de la interpretación
fantasmática (o significación persecutoria), y a su vez disimulada en la identificación
edipica, retorna después de un silencioso proceso de elaboración como silencio y soledad
del cuerpo sexuado.
El joven esquizofrénico al que nos referíamos al comienzo, digamos que con
dificultades con la distribución sexual entre hombres y mujeres, dice estar en un período
de obsesión con la mujer. La obsesión, dice, es un pliegue del cerebro que busca recoger
un cuerpo, y hace con las manos el gesto del acogimiento; lo que pasa, continúa, es que
ese pliegue se aferra tanto sobre sí mismo, se concentra tanto, que duele. Por ejemplo,
relata, me encuentro con una mujer y me obsesiono con ella, y la llamo y le envío
mensajes, insisto tanto como si la quisiera devorar, pero me doy cuenta de que ese
comportamiento es una manera de echarla. Es un lío porque la obsesión la siento en el
cuerpo, siento cómo se concentra y duele, y así me cierro y la mujer huye. Pero eso me
obsesiona aún más, pues si no la abrazo es como si no me sirviera de nada la obsesión.
Necesito el contacto físico y es como si la obsesión lo impidiera y entonces me pongo
muy nervioso y la obsesión ya no es un pliegue, sino un cuchillo y ahí me pongo fatal, no

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sé qué hacer con el cuerpo. Esa ausencia cuando ella huye me deja tan confuso que sólo
me bastaría una respuesta, pero no la consigo, no sé hacerlo.
Este sujeto expresa muy bien esa doblez del cuerpo que está necesitado del otro
cuerpo para sentirlo como propio y que, sin embargo, es obstáculo para el encuentro. Esa
es la soledad del cuerpo de la que hablamos anteriormente y la obsesión por poseer a esa
mujer es lo que anula su posibilidad. Por el contrario, la asusta con su insistencia y eso
provoca su huida y, de ese modo, su pérdida. Si consiguiera que la ausencia no fuera la
descomposición, ni siquiera el abandono, podría quizá conseguir que esa respuesta que
reclama sea el signo de una presencia o de una promesa sin garantía. El sujeto psicótico
tiene sus dificultades con la distancia y con la ausencia, pero no menos el neurótico
empeñado a su modo en meter al otro y a sí mismo en la lógica infernal de la apropiación
o de cómo suplir la precariedad del amor con el hierro de la pertenencia positiva.

21. Kafka y el malentendido de toda pertenencia

Lo que nos asombra de los personajes que protagonizan los relatos de Kafka no es su
rebeldía, pues carecen de ella, lo inquietante es su acatamiento. No son reacios, tienen
los mejores propósitos, son estrictos y meticulosos en sus observancias. Sin embargo,
siempre son acusados y retenidos, pero es un vínculo que, aunque feroz e insistente o
irremediable, no les dota de pertenencia alguna. Les falta complicidad, ya que aunque
son inevitablemente obedientes no pretenden ejercer poder alguno. Su obediencia es
estrictamente racional, no disimulan. Quizá por eso irritan, su estricta racionalidad es la
expresión radical de la irracionalidad del poder. Para Kafka, la razón no es efecto de la
libertad, ni siquiera de la desobediencia, es exigencia de verdad. No se engañan por la
soberbia de la libertad ni se empecinan contra el poder. “Es muy difícil reducir a
obediencia a quien no quiere mandar”, decía Rousseau. Puede entonces que lo más
inquietante de los personajes de Kafka sea que obedecen y, sin embargo, no quieren
mandar. Eso interpela al poder de manera insoportable y le obliga a mostrar su
irracionalidad, su pura e hipócrita exigencia de sometimiento. Rossmann no consigue
escapar de los progresivos círculos de la retención y del ahogo. Josef K. pide
explicaciones a la ley como tal, no que se justifique, sólo que se muestre. Queda sentado
ante ella sin abandonar el puesto de por vida. ¿Quién es o qué es?
Cuenta Sánchez Ferlosio que después del llamado Holocausto hubo una reunión de
rabinos en Lituania en la que se debatía si la existencia de Dios era compatible con los
campos de exterminio. Todos ellos parece ser que coincidieron en afirmar la
incompatibilidad de la existencia de Dios con la existencia de los campos de exterminio.
Sin embargo, al final de la reunión, el rabino jefe pidió para concluir que todos se unieran
en la plegaria. He aquí un episodio que con todo rigor se puede calificar de kafkiano. La
verdad y la razón nada tienen que ver con la pertenencia, se contradicen todo el tiempo,
como el seguir viviendo se contradice con el libre albedrío.
La ciudadanía, dirá Kafka en uno de los fragmentos de 1920, exige la denegación.

119
Por eso, a nadie le importa el entenderse, lo que cuenta es el refugio, es decir, la
pertenencia. El psicótico yerra por pretender, por encima de todo, entenderse y conocer
la verdad, y entonces se vuelve loco. “Lo más lógico -escribe Kafka- sería pensar en una
confusión, pero no es el caso, batí el récord, viajé a mi tierra, me llamo como ustedes me
llaman, hasta este punto todo es cierto, pero a partir de aquí ya nada es cierto, ni estoy
en mi tierra, ni les conozco a ustedes, ni les entiendo… no me molesta demasiado no
entenderles, como a ustedes tampoco parece molestarles demasiado no entenderme” (OC
III, p. 706). La pertenencia es lo más sagrado, por eso es un malentendido, un disimulo y
pura belicosidad, ya que sin orden natural, la belicosidad es su último y definitivo
argumento.
La ley, que tanta importancia parece tener para Kafka, es un supuesto. Kafka no
es iusnaturalista. En un fragmento de 1920, titulado precisamente Sobre la cuestión de
las leyes, lo dice: “estas supuestas leyes sólo pueden ser eso: supuestas” (p. 715). De ese
supuesto vivimos. “Debido a mi naturaleza, sólo puedo asumir un mandato que nadie me
ha dado. En esta contradicción, y sólo en esta contradicción, puedo vivir” (p. 747). En
esa cotradicción reside el corazón de la obediencia. La vida responde a la obediencia y no
al libre albedrío. La desobediencia sería, en este caso, figura de la muerte e inútil para la
vida.
En esos escritos postumos encontramos esta reflexión que ahonda en el
malentendido de toda pertenencia:

“Todo es inútil -dijo-, ni siquiera me reconoces, y eso que estoy ante ti, pecho contra pecho.
Cómo quieres avanzar, si hallándome como me hallo ante ti, ni siquiera me reconoces.” “Tienes razón
-respondí-, lo mismo me digo yo, pero como no recibo respuesta, me quedo.” “Otro tanto me ocurre
a mí”, dijo él. “Y a mí no menos que a ti -dije- y, por eso, el que todo sea inútil también se refiere a ti”
(OC III, p. 724).

Si Alejandro Magno hubiera hecho caso a esa inutilidad, no hubiera cruzado el


Helesponto, pero entonces, a falta de belicosidad, la pertenencia hubiera sido puesta en
entredicho y sus tropas se habrían exterminado entre sí. La pertenencia, a pesar de su
idolatría por el látigo, se alimenta de la soberbia y de su avidez por el tributo de simple y
fatua admiración. La humildad es su enemigo. Se podría entender la humildad como el
modo kafkiano de referirse al juicio de existencia: la posibilidad de ver al otro en su
existencia real, aún no o ya no vilipendiada por los profetas de la pertenencia.
Quizá por eso Kafka pudo escribir en uno de sus aforismos, el 106, que “la
humildad (die Demut) proporciona a cada uno, incluso al que desespera en soledad, la
más estrecha relación con el prójimo (zum Mitmenschen)”. Sólo en esa contradicción (y
en ese silencio) se puede vivir sin necesidad de cruzar el Helesponto. Pero ninguna
pertenencia podrá resistir la tentación de cruzarlo. La Torre de Babel es un empeño
absurdo e inútil que ya nadie puede abandonar, y que ha terminado por convertirse en
estandarte y escudo de la ciudad. El mundo se hace cada día más diestro y por eso
mismo más belicoso (cf. OC III, p. 746). Admiramos la destreza del artesano y del

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científico, pero de pronto nos damos cuenta de que ese artesano es un artista de la
espada y ese científico es el artífice sublime de la bomba de neutrones y ambos han
construido unos soberbios y eficaces bombarderos que destruyen ciudades, mientras que
su conductor o piloto oye canciones de Elvis Presley, como podría oír, si fuese de su
gusto, las Cantatas de Bach.

121
Capítulo 3

Transferencia

122
1. Kandel y la vuelta de la psiquiatría a la medicina

En 1998 Erik R. Kandel, que dos años más tarde recibiría el Premio Nobel de Medicina
por sus investigaciones en neurobiología sobre la memoria, publicó en el American
Journal of Psyquiatry un artículo en el que reflexionaba acerca de la formación de los
psiquiatras y la situación de la psiquiatría actual. Erik R. Kandel parece abrumado por
esa situación, la cual resume de esta sencilla manera: el psiquiatra actual ha quedado
fuera de la investigación en biología molecular y, por otro lado, las prácticas
psicoterapéuticas han quedado en manos del psicoanálisis y de la psicología cognitiva o
de inspiración cognitivista.
¿Cómo se ha llegado a esta situación? Kandel tiene una versión de la que al menos
se puede decir que no parece desatinada y que constituye un buen punto de partida o una
buena hipótesis de trabajo. Dice Kandel al respecto que después de la Segunda Guerra
Mundial, mientras que la medicina se transformaba en una disciplina científica basada en
la biología molecular, la psiquiatría seguía el camino inverso, el pensamiento psiquiátrico
abandona sus fundamentos biológicos para orientarse hacia el psicoanálisis o lo que él
llama “las ciencias sociales”. Esto tuvo, sin duda, beneficiosos efectos entre los que
Kandel destaca el que la enfermedad mental perdiera su carácter de estigma ante los ojos
de la sociedad, y también señala otro efecto no menos beneficioso como es el que la
psiquiatría psicoanalítica abriera vías de “interacción con los enfermos mentales” (p. 13).
Pero, añade Kandel, la aversión del psicoanálisis a la “ciencia neuronal”, junto a su
carácter sectario y autorreferencial reclamando inmunidad a la crítica, según el criterio de
que quien no acepta o admite la doctrina psicoanalítica es que tiene resistencia y es hostil
al psicoanálisis, fue en claro detrimento de todo tipo de investigación experimental. El
declive intelectual del psicoanálisis tuvo así sus efectos en la psiquiatría de la época y
cabe suponer que en la formación de los propios psicoanalistas, la cual se vio dejada al
mero criterio de adhesión a cada grupo o escuela, sin ningún criterio de enseñanza
exterior al pequeño grupo. Kandel recuerda cómo durante sus prácticas en el Centro de
Salud Mental de Massachusetts nunca hubo ningún debate y nadie acudió a explicar las
bases genéticas, discutibles o no, de la enfermedad mental. Sin embargo, la aparición de
los psicotropos terminaría modificando de manera tajante la “escena terapéutica”. Como
la legitimidad de recetar incumbía al médico psiquiatra, éste se vio de golpe confrontado
con las neurociencias, al menos con la necesidad de saber algo de cómo actúan las
sustancias psicotrópicas o de simularlo, como si fuera un saber de identificación
profesional. En todo caso volvía a ser un recordatorio de que la psiquiatría pertenecía a
la Medicina, y la manera como el psiquiatra volvía a ser médico era haciéndose
predicador del neuroléptico.
Lo que sucedió es que la psiquiatría se encontró bajo el dominio de la biología
molecular. Los biólogos y los químicos dirigían la investigación y el psiquiatra parecía
mero agente del laboratorio farmacéutico. Kandel, como también había sucedido con
Sackett unos años antes, propone un marco de trabajo común para la psiquiatría y las
neurociencias. El objetivo es orientar la psiquiatría hacia el campo científico y salvar, así,

123
la cara del oficio de psiquiatra.
Dos años antes de la propuesta de Kandel, Sackett (junto a Rosemberg, Gray,
Haynes y Richardson) había publicado en el British Medical Journal una especie de
manifiesto en el que se proponía una Evidence based Medicine, la luego ya famosa
“medicina basada en la evidencia”. Ambas propuestas pretendían resituar el
protagonismo del psiquiatra (en el caso de Kandel) o del médico en general (en el caso de
Sackett) en un campo en el que las ciencias biológicas estaban ganando terreno a la
patología clínica. El ensayo clínico aleatorio es ahora el criterio frente a la experiencia
clínica ya tenida por antigualla, y los utensilios del laboratorio son la bioestadística y la
informática. La clínica no se basa ya en la exploración y en la escucha, sino en el ensayo
bioestadístico.
En su propuesta Kandel quiere, sin embargo, incorporar la clínica más
directamente a la investigación. Eso permite, en primer lugar, que al menos el propio
campo de la investigación quede más definido. Además, cabría, a partir de ahí, la
posibilidad de que el tratamiento de los trastornos mentales entrara a formar parte del
núcleo mismo de la investigación, conforme al criterio etiológico de que “lesiones
específicas del cerebro producen alteraciones específicas del comportamiento y
alteraciones específicas del comportamiento se reflejan en cambios funcionales
característicos en el cerebro”. Puesto que la relación entre el cerebro y los procesos
mentales no parece precisamente muy clara, habrá que definir los términos del problema
para hacer mejor la pregunta y para que la investigación no se convierta en una ficción
colectiva que se complazca en dar respuestas que ocultan e ignoran las preguntas.
A este respecto no hemos avanzado mucho, puesto que en este terreno de la
llamada “salud mental” estamos repitiendo una y otra vez, y de forma no demasiado
distinta, el dilema de lo heredado frente a lo adquirido y, en suma, qué tipo de
tratamiento sería el pertinente respecto a qué tipo de determinismo. El hecho de la
aparición de los psicotropos y de la entrada de la investigación bioquímica en el campo
de los trastornos mentales, favoreció el que la psiquiatría se viera cada vez más orientada
por la profesión médica y ésta, a su vez, por la biología molecular. Kandel considera que
lo que llama las “psicosis mayores” provienen de una alteración de la función patrón
(template function) del gen con la consiguiente producción de proteínas anormales. Estos
trastornos mentales, tales como el afamado “estrés postraumático”, tendrían su
particularidad en la expresión genética.
Kandel es en esto un clásico, aunque la modificación de los reguladores de
transcripción genética puede producir alteraciones específicas y estables en los circuitos
neuronales del cerebro, razón por la cual habrá la posibilidad de que un tratamiento
psicoterapèutico tenga efectos en la modificación de la expresión genética y en
consecuencia en los circuitos neuronales del cerebro. El determinismo que propone
Kandel es, por tanto, un determinismo que admite modificación y cambio al admitir la
posibilidad de intervenir sobre las causas. Pero es una flagrante contradicción remitir las
causas a un supuesto gen específico y luego pretender un tipo de intervención que no se
dirige al gen específico, como sería el posible tratamiento con células madre, sino que

124
pretendería modificar la causa, el gen maligno en ese caso, por medio de la modificación
de los efectos. Por otro lado, no deja de llamar la atención el que Kandel jamás ponga en
discusión qué entender por “psicosis mayores”, dando por sentado las clasificaciones al
uso, política o corporativamente convenidas.
Esto va en consonancia con la progresiva confusión etiológica y terapéutica a la
espera mesiánica del gen desconocido y de la sustancia química específica. No se
pregunta qué es la enfermedad mental ni cuestiona las clasificaciones consensuadas. La
clasificación consensuada no se sostiene en criterios clínicos estrictos, ya que se guía por
un tipo de lenguaje ajustado a un código mundial que permita un acuerdo en el modo de
hablar a partir de síndromes cuyos componentes son exclusivamente estadísticos, es
decir, que sólo se atienen al número de frecuencias y a la articulación de esas
frecuencias. Esto nos indica el precario estado en que se encuentra la investigación
clínica, que queda así supeditada a responder a preguntas no formuladas, es decir, a
clasificaciones establecidas que actúan como autoridad reconocida. Por ejemplo, el
propio marco etiológico propuesto por Kandel conlleva una presunción de alteraciones
neuronales que tanto atañen al código como a su expresión y viceversa, lo cual abre la
vía a cualquier tratamiento, ya sea farmacológico o psicoterapèutico, y a cualquier
modalidad de los mismos. Los casos en los que la convención diagnóstica se refiere a
clasificaciones poco definidas, como es el caso de los llamados “trastornos de la
personalidad” o “trastornos límite”, la indefinición etiológica suele ir acompañada de un
caos terapéutico, especialmente acentuado, que se manifiesta en la progresiva tendencia a
la confusión psicotrópica: se mezclan antidepresivos, neurolépticos y ansiolíticos para un
mismo caso de ese frecuente aislamiento o desconexión que aparece en los llamados
“trastornos de la personalidad”.

2. El problema etiológico y la confusión psicotrópica

Ahí se ve, con mayor contundencia si cabe, cómo el contubernio clasificatorio está al
servicio de la corporación y no tiene otra finalidad que la corporativa, y cómo el
tratamiento termina orientándose por lo más contrario a la propaganda de lo específico, y
pasa así a convertirse, como sucede con todas y cada una de las ofertas de consumo en
nuestro sistema social, en respuestas a no se sabe qué preguntas o a qué necesidad o a
qué deseo o a qué particularidad, en propuestas para cualquier malestar subjetivo, desde
el mero asomo de tristeza a la fobia o a la timidez, etc. Cualquier manifestación del
sujeto se ve reducida así a la expresión genética, cuando no simplemente anulada en la
órbita del gen desconocido. Sucede así que a la espera del gen desconocido, la ciencia se
orienta por esos dos escuálidos pilares de la bioestadística y de la convención
clasificatoria, y cualquier otra exploración se sigue saldando con el fracaso, como aquel
intento de aislar el BPD (trastorno bipolar) en el cromosoma 11 en un estudio que se hizo
entre los amish. El paso del gen desconocido al “gen candidato”, a partir del intento de
aislar sólo en las llamadas “psicosis mayores” (BPD y esquizofrenia) la desregulación de

125
ciertos neurotransmisores químicos tales como la serotonina y la dopamina, no hace más
que dar vueltas sobre una posible correlación entre gen y trastorno basada
exclusivamente en una clasificación convencional, meramente descriptiva en la que todo
malestar subjetivo tiene su entrada.
Los psicofármacos, que habían comenzado siendo una extraordinaria ayuda
terapéutica para la contención del sujeto psicótico en sus estados agudos, han pasado a
ser almacén impresionante de productos que se proponen como remedio a la existencia
de cualquier síntoma o expresión del sujeto, como si del mismo pecado se tratara. El
mito de la salud ha pasado a proponerse como el nuevo mito redentorista o salvífico de
esta desastrada sociedad que quiere remediarlo todo, y para ello el hecho mismo del
sujeto viviente cae bajo sus garras al proponer su particular axioma químico de inocencia
e inmortalidad.
¿Cómo hemos llegado a esto? No hay que mesarse los cabellos, es una vieja
historia que acompaña el nacimiento mismo de la clínica moderna de los “trastornos
mentales”. El problema ha tenido diversos modos de expresión a lo largo de la historia, el
más habitual ha sido, como ya hemos señalado, la diferencia entre lo hereditario y lo
adquirido. Sin limitarse a este ámbito darwiniano, hubo también otros planteamientos,
como la diferencia entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu. Pero si
adoptamos una perspectiva más propiamente clínica, se podría plantear el dilema entre el
determinismo y el cambio o, dicho de otro modo, entre etiología y tratamiento
terapéutico. Si, como ya sucedió con la corea de Huntington o con la distrofia muscular
de Duchesne, se puede aislar el gen causante, entonces el tratamiento es claro:
eliminando tal gen de la cadena se elimina la enfermedad misma. No hay más. No es el
caso de la llamada enfermedad mental, de los trastornos psíquicos o como quiera que se
llamen o se pudieran llamar.
No es el caso, en primer lugar porque todas las pruebas realizadas al respecto han
sido fallidas y, como muchos no quieren reconocerlo, el que hayan sido fallidas no les
impide pregonar sus convicciones biologicistas y atiborran a sus pacientes de todo tipo de
sustancias químicas indiscriminadas, y no estaría mal recordar en este momento la
extraordinaria escritura de Robert Walser que hoy, atiborrado de fármacos hasta el
extremo de la anulación, hubiera sido imposible, porque, independientemente de la
calificación diagnóstica, el hecho de que Walser formara parte de los pacientes de
Hersau, ya sería motivo más que suficiente para el consumo farmacológico masivo y el
ingreso en los diversos programas de rehabilitación. Es lo que ahora sucede con todo tipo
de pacientes, borderlines o no, en todo ese tipo de trastornos psíquicos o como quiera
que se quieran llamar, respecto a los cuales lo primero que habría que tener en cuenta es
que se trata primera y fundamentalmente de sujetos que tienen sus particulares
dificultades con su vivir, que no son observadores pasivos del malestar o del dolor en sus
cuerpos, sino agentes implicados en su sufrimiento, agentes extraviados
irremediablemente del sentido y de la pertenencia sexual, sujetos desesperados por su
soledad y su desamparo, y ese desamparo no es algo que acompaña a su dolor, sino que
es su más propio y singular sufrimiento, que ninguna sustancia química ni ninguna

126
modificación de determinados neurotransmisores químicos puede remediar. Ese
sufrimiento no es algo añadido al trastorno o malestar, sino que forma parte del trastorno
o es el trastorno mismo.
Y no es que ahora nos cambiemos de bando y recurramos a la psicogénesis. La
psicogénesis es una réplica especular de los mismos planteamientos de la biogénesis, por
mucho que sus efectos en ese caso operen más en el campo del sentido y de la
interpretación, y en el otro, en el de las causas universales y en la experimentación.
Ambas parten del supuesto del determinismo y ambas tienen su particular determinismo,
que no se arredra ante la constante verificación clínica de la inconmensurabilidad entre lo
que se pretende explicar y los medios que se tienen para ello. No se ha de entender esta
precariedad de medios como algo meramente provisional, ya que dicha
inconmensurabilidad es la misma subjetividad que impide el paso a una suficiente
generalización, por lo cual no hay teoría de la particularidad del sujeto que no se rija por
la ampliación de significado, por una inferencia que amplíe abusivamente su significado
para poder proponerla como general y así contradice su propósito de explicar lo singular.
Por esa razón, la clínica psicoanalítica, y no tanto las elucubracionaes
psicoanalíticas, debería ser de por sí el cuestionamiento de toda teoría definitiva o
dogmática, de forma que el saber que quepa deducir de la práctica clínica y de la
transmisión, está en permanente revisión crítica y reformulación, y no hay en este campo
clínica posible que no conlleve esa reformulación cada vez que se habla o se escribe de la
clínica del sujeto. No hay psicoanálisis aplicado porque el sujeto no es un objeto
experimentable, no es un objeto de contraste, sino sujeto del cambio. Aquí está el fondo
del asunto: ¿qué cambio admite o hace posible la clínica psicoanalítica?

3. Causa y determinación

El psicoanálisis no es una psicogénesis aunque rápidamente viró hacia la psicogénesis, y


siempre que se inmiscuye en el debate etiológico se adentra en la psicogénesis y
comienza el diálogo de sordos sobre las causas últimas o la última causa, porque si
hablamos de causa eficiente ha de haber un comienzo físico preciso que inicia por
contacto determinante los efectos que serían del mismo orden físico. La biología
molecular dirá, si es rigurosa, que aún no ha encontrado ese gen desconocido de la causa.
La psicología psicoanalítica dirá que ha descubierto ya aquello que la biología espera
inútilmente descubrir algún día y es la causa psíquica precisa y específica de tal o cual
enfermedad llamada en el campo psicoanalítico “estructura clínica”. El horror que alguna
teoría psicoanalítica dice tener por lo indeterminado es del mismo orden que el mandato
evangélico que dice que porque no eres ni frío ni caliente, por eso te arrojaré de mi boca.
Es ésa una manera de suplir la vacilación con el entusiasmo del acatamiento. Pero no
deja de ser paradójico, porque lo inconmensurable (ineludible si se trata de la
subjetividad) obliga a una cierta indeterminación o vacilación, sin la cual no sería lógico
que se pudiera tener en cuenta esa angustia o sufrimiento que viene del vértigo de la

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“disolución”, del temor a volver a lo inanimado.
Si llevara razón Hegel cuando afirma que lo indeterminado es la coincidencia
consigo mismo, eso sería un modo de hablar de la muerte. La angustia nacería de esa
indeterminación o de esa perplejidad a la que nunca puede escapar el sujeto viviente. Se
podría hablar de una determinación negativa que proclama cada vez que no es eso, que
el sujeto no descansa y que si lo indeterminado de la materia busca la forma de vida, el
sujeto en su determinación negativa busca en el otro el don y el aseguramiento de su
vida, pero que como tal (vida propia o particular del sujeto) es insustituible y por eso no
hay fármaco que remedie esa angustia, si no es a cambio de la anulación neurofisiológica
y mental del cuerpo. El sujeto así angustiado quiere descansar en el otro, pues el sujeto
como tal sujeto se busca en el otro y la materia no es sólo una pérdida, sino que pasa a
convertirse en territorio de la muerte. Si la determinación negativa se refiere al sujeto es
porque no puede coincidir con su cuerpo. Excluido de la materia, pero siendo, en cuanto
animal viviente, materia, esa escisión originaria impide hablar de causa en sentido propio,
de causa eficiente y positiva.
Freud, que establece los dos descubrimientos a partir de los cuales se define el
psicoanálisis, a saber, el inconsciente y la pulsión, dos modos específicos de referirse a
esa condicion particular, extraviada y escindida del sujeto, se empeña, sin embargo, con
excesivo ahínco, en la paradójica psicogénesis. El determinismo psíquico que Freud
propone es de tal envergadura que le lleva a decir en Psicopatologia de la vida
cotidiana:

No creo que un suceso en el que no toma parte mi vida psíquica me pueda revelar la futura
conformación de la realidad, pero sí que una manifestación no intencional de mi propia actividad
psíquica me descubre algo oculto que, a su vez, no pertenece sino a mi vida psíquica exclusivamente.
Creo en el azar exterior (real), pero no creo en el azar interior (psíquico)… (cap. 12).

Así pues, Freud cree encontrar en el determinismo psíquico un tipo de


determinismo más eficaz y definitivo que ningún otro del mundo exterior. No es una
mera profesión de fe o, mejor dicho, no es ninguna incoherencia, ya que no hay mayor y
más absoluto determinismo, a la vez que más arbitrario, que aquel que pretende basarse
en la causa final, en la teleología. En primer lugar, porque la causa eficiente admite una
gran cantidad de limitaciones y requiere confirmación y experimentación, mientras que la
causa final supone, ya de entrada, simplemente un orden universal y total que hace de
por sí inteligible lo aparentemente más contradictorio. El sentido es lo más primordial en
la explicación teleologica. Mientras que la causa eficiente mecánica puede ser ciega, la
causa final es luz inteligible, etc.

4. La confusión freudiana entre causa y razón, entre causa eficiente y


sentido

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De las críticas que hace Wittgenstein a Freud hay una de capital importancia, que los
psicoanalistas han ignorado una y otra vez y que ahora que la formación del psicoanalista
se limita al recitado de los textos de escuela es muy probable que sea del todo
desconocida. La tesis de Wittgenstein es sencilla y esclarecedora: Freud confunde
razones con causas. Por razones, Wittgenstein entiende los motivos, el sentido que se da
a algunos actos o comportamientos, una de cuyas características sería el que el sujeto
reconozca y acate tal sentido. Las causas, por el contrario, no requieren reconocimiento
alguno de parte del interesado, no es una experiencia inmediata sino una inferencia
determinada, es decir, que no admite ampliación de significado, pues es en sí misma
generalizable si es causa, puesto que hace del todo previsible el efecto
La razón, dice Wittgenstein en el Cuaderno azul, “no necesita ningún tipo de
experiencias concordantes y el enunciado de la razón no es una hipótesis” (pp. 42-43).
Para reconocer la razón por la que se hizo algo no se requiere, en efecto, que haya
confirmación concordante o verificación de hipótesis, basta el reconocimiento del
interesado. Freud confunde la razón con la causa, entre otras cosas porque toma la
aceptación del sujeto como prueba o verificación de una hipótesis, lo cual es un
contrasentido, pues ¿cómo podría ser la aceptación de una causa, determinante y
necesaria, su verificación? El hecho de que una razón sea ignorada por el sujeto no la
convierte en causa, puesto que la represión inconsciente lo que señala es precisamente un
tipo de ignorancia interesada que implica al propio sujeto y cuya aceptación sería, a lo
más, un reconocimiento de lo que se quería ignorar y no un descubrimiento de la causa.
El inconsciente no es del orden de la causa, sino de la razón, repite Wittgenstein, pues
nos vendría a adentrar en el universo del sentido o incluso en el de la intencionalidad
oculta de los actos.
La pregunta surge de inmediato acerca de la determinación y de la incertidumbre y,
a la postre, de si una razón no podría ser una clase particular de causa. Freud, en efecto,
no estaba dispuesto a titubear a la hora de asignar un determinismo causal (del tipo de
causa eficiente) a la vida psíquica, a los actos y representaciones. La idea que tiene Freud
de ciencia es tan determinista y unilateral como la de Max Planck o Bolzmann (véase al
respecto el libro de Jacques Bouveresse sobre Wittgenstein y Freud) o cualquier otro
científico de la época insuflado por la idea de la ciencia única que propagaba el Círculo
de Viena.
Max Planck dijo en una conferencia en 1936, titulada Wom Wesen der
Willensfráhát, que no podía hablarse de causalidad universal si dicha universalidad se
quiebra aunque sea sólo una vez, con lo cual, y según la ley de la causalidad, todo efecto
es absolutamente previsible, de forma que basta sólo una excepción para que dicha ley
quede en entredicho. El malentendido que nos lleva a hablar de Willensfreiheit proviene
de la imposibilidad lógica en la que se encuentra el agente de colocarse respecto a sus
propios actos como observador exterior y objetivo de los mismos, y esa dificultad es lo
que provoca la engañosa impresión de que tales actos han sido realizados libremente.
Ciencia y libertad se oponen, la libertad es sólo una impresión que tiene el sujeto que por
su posición ignora lo que le determina. Max Planck busca la determinación causal de

129
todo lo que sucede y que “es el fundamento y el punto de partida de toda investigación
científica, también en el caso de la ciencia histórica y en la misma psicología” (p. 154).
Lo que proclama el físico Max Planck es una concepción de la ciencia y de lo que
debería ser la ciencia psicológica y no lo es porque a falta de experimentación o de ese
observador externo que diese cuenta del proceso completo, termina siendo mera
especulación en vez de ciencia. Esto había sido ya puesto de relieve por Leibniz. Para
escándalo de Amauld, Leibniz afirma que “la noción individual de cada persona encierra
de una vez por todas lo que le va a suceder” (véase Escritos sobre la libertad). A pesar
de todos los artilugios por los que Leibniz pretende preservar la libertad del hombre, esa
afirmación suya es una confesión de determinismo que ha encontrado en Dios a ese
observador exterior que posee, por ello, la plena previsión del proceso completo. A
Leibniz no le queda otra salida que concebir la libertad como ignorancia de la criatura
humana, como ilusión. Max Planck y Freud comparten esta concepción de la libertad
como ilusión.
Las Vorlesungen zur Einfürung in die Psychoanalyse (Lecciones introductorias
al psicoanálisis) comienzan con los actos fallidos y ya en la tercera clase Freud levanta
la voz ante el público y exclama:

¡Es curioso el escaso respeto que manifestáis ante los hechos psíquicos! Imaginad que alguno
de vosotros, habiendo emprendido el análisis químico de una sustancia, llegara al resultado de que en
la composición de la misma entraba un cierto número de miligramos de uno de sus elementos
constitutivos y dedujera de ello determinadas conclusiones, ¿creéis que habrá algún químico al que se
le ocurra rechazar estas conclusiones bajo el pretexto de que la sustancia aislada hubiera podido tener
otro peso distinto?… ¡En cambio, cuando nos hallamos en presencia del hecho psíquico […] ya no
aplicamos esta regla y decimos que dicha persona simplemente hubiera podido tener otra idea distinta!
Poseéis la ilusión de una libertad psíquica y no queréis renunciar a ella… (I, p. 70).

Freud habla aquí, como luego lo haría Max Planck, de la ilusión de la libertad
psíquica, pero en vez de atribuir dicha ilusión a la imposibilidad lógica de que el agente
del acto sea el observador exterior y objetivo del mismo, Freud la atribuye a la resistencia
(Widerstand), es decir, al interés del sujeto en no aceptar el determinismo psíquico de sus
actos, lo que le obligaría a tener que explicar igualmente la causa que determina tan
mecánicamente dicha resistencia y así ad infinitum, hasta que de forma clara y definitiva
se pudiera concluir la entera determinación del sujeto y así su definitiva inocencia. Pero
frente a la inocencia del determinismo, Freud desgrana aquí, sin embargo, la culpa de la
resistencia, de modo parecido a como el hombre sin fe es culpable de estar excluido del
orden universal y divino de la salvación.
Naturalmente, esto contradice su propia concepción de la ciencia, ya que si
hablamos de una causa física la resistencia no tendría una intencionalidad subjetiva. Son
incompatibles entre sí por inconmensurables y esa inconmensurabilidad es el territorio de
la subjetividad. Aquello que requiere aceptación o rechazo, implicando de esa manera al
interesado, es una razón o motivo, no una causa. De hecho en las tres clases que Freud
dedica a los actos fallidos (die Fehlleistungen), pero igualmente podríamos referirnos a

130
las de los sueños o a aquellas en las que habla expresamente del “sentido de los
síntomas”, lo que se propone demostrar es el sentido de los actos fallidos. No es la
menor de las paradojas freudianas el que establezca a la par de un determinismo psíquico
total, un método terapéutico que parecería consistir y basarse al menos en la aceptación
por parte del sujeto de su determinación. Pero aunque así fuera, no deja de resultar
paradójico el que se hable de un estricto determinismo, cuando lo terapéutico requiere un
terreno de libertad (o al menos de subjetividad), aunque sólo sea para aceptar o no ese
determinismo. Es más, dicha aceptación tendría efectos terapéuticos que ya no vendrían
como tales efectos de la propia causa determinante, sino que serían exteriores a ella.
Esta paradoja es subsidiaria de esta otra: hablar de la causa en términos de sentido,
y de verificación en términos de aceptación. El sentido no forma parte de la implacable y
ciega certeza de la causa física, sino del orden universal que se rige por la causa final. En
los opúsculos recogidos por Couturat, Leibniz decía que “todo puede explicarse por las
causas eficientes y por las finales; pero en lo que concierne a las sustancias racionales se
explica más naturalmente por la consideración de los fines, así como en lo que se refiere
a las demás sustancias se explica mejor por las eficientes” (citado por J. Bouveresse, p.
174). ¿Por qué las sustancias racionales han de regirse por la consideración de los fines?
Porque el sujeto, enigma del sinsentido, busca algún sentido; no le quita el sueño la causa
eficiente sino el sentido, el cual se encuentra en el otro, en la pertenencia. Su huida de la
soledad y del desamparo es el motor de su afán por el sentido. Ya no es tanto la
Creación, el mito de la Creación, lo que realmente le mueve, sino el de la Redención por
el sentido. La Redención da sentido al dolor y al sufrimiento, y el sujeto anhela formar
parte de los elegidos, de los que tienen pertenencia y sentido. Desde la causa final, las
causas suficientes entran a formar parte de un orden universal que da a las leyes el
estatuto de la Creación y al conjunto de la humanidad la promesa de salvación o la
amenaza de condena.
Freud repite en varias ocasiones, a lo largo de su reflexión, que cualquier
adversario “resistente” al psicoanálisis puede fácilmente decir que cuando alguien admite
alguno de sus asertos se toma como testimonio irrefutable de la verdad del mismo,
mientras que si no lo admite se quitará todo valor a sus palabras. Por mucho que lo
intente, Freud no puede negar que se trata de una razonable crítica. En la lección
introductoria a los actos fallidos, a la que nos referíamos más arriba, se ve obligado a
reconocer que su posición es parecida a la del juez que “cuando el acusado confiesa su
delito acepta su confesión, no dándole, en cambio, fe ninguna a sus negativas…” (p. 71).
Y añade Freud: “sistema que, a pesar de posibles errores, hemos de aceptar
obligadamente si no queremos hacer imposible toda administración de justicia”. Más que
discutible concepción del sistema jurídico, que no admitiría mayor prueba que la
confesión. De las resonancias inquisitoriales que ello conlleva y de su falta de garantía
jurídica no haremos leña, pero bueno es tener en cuenta el tipo de verificación por el que
Freud se inclina. Aunque dirá que el psicoanalista no es un juez y el paciente tampoco es
un reo, no obstante, argumenta Freud, “tenéis que concederme que el sentido de un acto
fallido no admite la menor duda cuando es el analizado quien lo admite”, aunque no se

131
puede considerar su negativa como prueba definitiva de lo contrario.
Freud se pone prudente y no quiere entrar en la contradicción lógica y en la
incoherencia moral de que tanto si el paciente admite como si niega está testimoniando de
la veracidad del sentido atribuido a su acto por el psicoanalista. Freud parece que quiere
ser prudente, pero esta prudencia no deja de ser incoherente con su concepción de la
resistencia, pues si una resistencia es interesada, entonces bastaría el rechazo como
prueba de lo contrario y entonces, en efecto, acepte o rechace, el analista está siempre en
lo cierto. Claro está que si el rechazo es interesado habrá que preguntarse por qué la
aceptación no lo es, cuestión ésta que abordaremos un poco más adelante y que es de
capital importancia en el asunto de la transferencia, y veremos que es mucho más
problemática para la clínica psicoanalítica la sugestión que la resistencia.
Por de pronto, esto tiene que ver con el problema que estamos abordando acerca
del sentido y de la causa. Si hablamos de aceptación o no aceptación estamos en la razón
o motivo, no en la causa, y si se trata del sentido estamos en todo caso en el ámbito de la
causa final o del orden teleológico, no en el de la causa eficiente, que cabe decir que rige
la explicación científica, razón por la cual la técnica psicoanalítica, si parte de la causa
final y del axioma que establece que todo tiene sentido, se regiría obligatoriamente por la
interpretación. Freud irá quitando importancia terapéutica a la interpretación,
precisamente a medida que la elaboración y la intrincación pulsional tomen el relevo al
todo sentido.
Si el todo sentido exige la interpretación del psicoanalista y la aceptación del
analizado, la transferencia, el vínculo afectivo y de dominio con el psicoanalista, pasa a
convertirse en la vía misma de la curación. Ahora bien, si la transferencia, el argumento
de autoridad y de poder, adquiere tanto valor es porque estamos en el terreno de la causa
final, es decir, del sentido y de la pertenencia. La aceptación de lo que el otro dice es el
supremo argumento de la pertenencia, y si es verdad que es ineludible la aceptación,
comenzando por la pertenencia a una clase sexuada, también lo es, y por la misma razón,
que la pertenencia es un camino inclinado sobre el que se precipita la obediencia, el
mandato y la humillación en el intento de hacer incompatible pertenencia y soledad. En
ese empeño del sentido cobra toda su prestancia social y fantasmática la significación
persecutoria, conforme a la cual la pulsión de muerte encuentra un orden exterior en el
que expresarse, creyendo así el interesado que está libre de sus impulsos destructivos
contra sí mismo. El encuentro con el aseguramiento del sentido, según el criterio de lo
colectivo, es exultante, porque la pregnancia de la significación persecutoria tiene como
función borrar todo atisbo de sinsentido real y sin contrapartida, y velar así la soledad
que constituye el enigma intraducible e ininterpretable del sujeto, cuya esencia es de por
sí la inconmensurabilidad con todo tipo de identificación a la que, por otro lado, se aferra
para formar parte del mundo. Eso convierte al sujeto en impredecible a pesar de todas
sus determinaciones, no por contingentes y singulares menos estrictas, aunque no
admitan, por ello, generalización causal.

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5. El sinsentido y la pulsión

La cuestión, por tanto, es el sinsentido. El sinsentido aparece en el pensamiento a raíz de


la ciencia. La brecha abierta entre causa eficiente y causa final, que es en lo que reside la
epistemología científica, introduce un amplio campo de no saber y de sinsentido. En
primer lugar, el sinsentido viene de la mano de la limitación de la ciencia, del saber
científico. La ciencia es escueta y escasa, y sus descubrimientos son escasos y limitados.
En segundo lugar, la ciencia no quiere conocer el sentido, por ejemplo, del movimiento
de los astros, sino sus leyes y sus mecanismos físicos, no su supuesta intencionalidad.
Por ambas razones, la ciencia introduce el sinsentido, pero el límite específico que
introduce la ciencia es un límite exterior, es un límite al saber, es propiamente un no
saber aún, por mucho que ese no saber perdure o incluso se amplíe.
Por eso el sinsentido atañe más propiamente a un límite interno que no admite
ampliación o conquista, como lo admite la causa eficiente. Sin la causa final, el sinsentido
se convierte en la condición misma del sujeto, de su angustia, de su sufrimiento, o
también de su satisfacción. El sentido se quiere sobre todo para el sufrimiento, pero en
verdad, ni el sufrimiento ni la satisfacción lo tienen.
La pulsión es el término que emplea Freud y el psicoanálisis para referirse a esa
condición escindida del viviente humano y que vendría a expresar lo que anteriormente
he llamado fracaso hilemórfico. El viviente humano está separado o escindido de la
naturaleza a la que, sin embargo, pertenece y es como un exilio interior que le desorienta
y le priva de los recursos que una pertenencia natural o continua con la realidad física (en
cualquier de sus manifestaciones vitales) le proporcionaría, tanto en lo que a la
conservación como a la reproducción se refiere. Esa brecha es la subjetividad, condenada
entonces a querer incluirse en un orden superior o trascendental del sentido. La pulsión
es un modo de decir que el sujeto no tiene existencia propia por fuera del cuerpo, pero
que está a su vez expropiado de ese cuerpo y que su búsqueda se orienta entonces hacia
el otro por la demanda y no por la necesidad. Ese origen traumático del sujeto es singular
e inconmensurable, no admite generalización, aunque suceda a cada sujeto, a su
particular manera constituyente.
Freud define la pulsión como un concepto límite entre lo somático y lo psíquico,
concepto límite o fronterizo que no es entre dos entidades, sino esa tierra de nadie que lo
convierte en herida del cuerpo, del hambre y del amor, manera traumática o pulsional
que irá marcando o reinscribiendo la presencia del otro en el cuerpo y fraguando de esa
manera un espacio sin fundamento al que llamamos inconsciente y que es el espacio
mismo de la subjetividad, de lo traumático y de sus construcciones mentales de sentido y
pertenencia que pretenden dar al inconsciente el estatuto no de un límite o de un trabajo,
sino de una simple pertenencia. Si en efecto no hay construcción fantasmática sin
inconsciente, puesto que la represión ligada a la dependencia y a la decepción infantil es
la que permite esa organización interpretativa y defensiva, también parece cierto que el
fantasma, el contagio fantasmático y su escena de poder, es un aseguramiento de la
pertenencia que cierra el inconsciente e ignora la memoria pulsional (que no el recuerdo,

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no los recuerdos, siempre encubridores), lo inconmensurable y, por consiguiente, sin
sentido.
El inconsciente limita internamente con la pulsión, no es un todo sentido por
descubrir, su límite interno es el sinsentido, la huella traumática y sin sentido. La pulsión
sería en sí misma incompatible con la causa final, con un orden global e ilimitado de
pertenencia teleologica al que la pulsión, el cuerpo viviente, pertenecería como eslabón
de un orden y no como empuje ciego y desesperado. No hay un orden de sentido
exterior al sujeto al que éste pertenecería como destino o designio. Pero tampoco la
pulsión podría entenderse como causa eficiente, ya que no es un mecanismo que haga
enteramente explicables y predecibles sus efectos. Es un acontecimiento, un empuje
ciego y sin sentido, sin que admita ninguna promesa futura de sentido. La pulsión es
crítica e insensata, desconsuelo sin duda y también dis-conformidad. Sin objeto adecuado
y sin representación adecuada, empuja a la satisfacción porque es de por sí
insatisfacción, y cuando no es loco y destructivo activismo se orienta por un deseo
singular que se desvela en la elaboración inconsciente. No es traducible a ningún sentido
y es un revés a cualquier cierre etiológico. Ni psicogénesis ni biogénesis, es por tanto
límite interno y crítico, no la crítica atributiva sino la crítica constitutiva, la dis-
conformidad del cuerpo.
Ese “concepto límite” de pulsión es lo que separa a Freud de la escuela berlinesa
de biofísica que constituye, por otro lado, su referencia científica (Hemholtz, Ludwig,
Brücke y el fisiólogo Bois-Reymond), y cuando mucho más tarde en las Neue Folge…,
Freud diga que la “teoría de las pulsiones es, por así decir, nuestra mitología” y “las
pulsiones son seres míticos, magnos en su indeterminación” (grossartig in ihrer
Unbestimmthát) (p. 529), es como si finalmente Freud hubiera desistido de la simulación
científica, por un lado, y del determinismo de la causa final o del todo sentido, por otro.
La pulsión pasaría a ser así un modo de hablar o de referir un problema y una condición
del existir del hombre que no se puede bastar con ninguna identidad.
El debate etiológico, en sentido estricto, se ve entonces cuestionado de raíz, la
clínica psicoanalítica podrá intentar decir, por ejemplo, la manera como trata a un sujeto
psicótico y qué saber deduce de ese encuentro y de qué manera se puede transmitir ese
saber como vía de acceso a una cierta inteligibilidad, pero ese saber no podrá establecer
explicación causal alguna de la psicosis, pues hacerlo significaría que se situó en un
terreno explicativo exterior al sujeto mismo. Una cosa es el ordenamiento clínico de
determinados estilos o tipologías de respuesta a la escisión pulsional y a la modalidad de
su intrincación, y otra la explicación causal por un agente exterior. Tal agente exterior, o
causa eficiente, es una suposición etiológica abusiva, pues lo que pretende es el sentido
del fenómeno “patológico”, renovando así la confusión entre causa eficiente y causa
final.
La hipocresía de toda “tecnología de la salvación” consiste en ofertar la salvación y
necesitar, sin embargo, ejercer todo el tiempo la condena que en la clínica se da bajo el
modo del “determinismo agorero”, que simula su logomaquia, su sadismo bajo el manto
de la neutralidad “científica”.

134
Ni el gen desconocido, ni el gen candidato, acaban de mostrarse como causa de la
esquizofrenia o del BPD. Una clínica psicoanalítica mínimamente rigurosa tendrá que
considerar que ese asunto de la etiología es enigmático y no tanto porque el gen en
cuestión aún no se mostró, sino porque las respuestas que constituyen al sujeto en su
dificultad como viviente, no tienen una causa exterior o transitiva, y ninguna explicación
que propongamos será suficiente para reducir o eliminar el enigma singular del sujeto, su
sinsentido. El sujeto sexuado no es un elemento o eslabón sustituible en la reproducción,
ni la muerte es mera condición de la reproducción sexual. El sujeto es insustituible, tanto
en su deseo como en su muerte. (En este año en el que se cumple el 60 aniversario del
bombardeo de Hiroshima, sería oportuno recordar la triste historia de Claude Eatherly,
uno de los pilotos que sobrevoló Hiroshima el 6 de agosto de 1945 y arrojó la funesta
bomba. Eatherly no pudo soportar los sentimientos de culpa y fue severamente recluido
en el hospital militar de Waco. Entre otras lindezas del informe del doctor McElroy figura
la “pérdida de los sentimientos”, refiriéndose a alguien que no pudo soportar el
sentimiento de culpa y del que McElroy dijo: Hiroshima in itself is not enough to
explain your behaviour. ¿A quién atribuir la “pérdida de los sentimientos”?)

6. El fracaso de la psiquiatría genética y la imposibilidad de una teoría


etiológica

La tenacidad de Nancy Wexler, hija de madre con enfermedad de Huntington, en sus


estudios genéticos en la isla venezolana de Maracaibo, donde la enfermedad de
Huntington era endémica, junto a los estudios de Botstein y Davis, que cuentan ya con
una cartografía genética posible después del descubrimiento del ADN (por lo cual no era
ya necesaria la distribución visual de los marcadores genéticos, como le había sucedido a
Morgan con la mosca de la fruta), abrió el campo de la psiquiatría genética. En 1967 se
llevó a cabo un estudio entre los amish para, a través del mapa genético de la BPD,
hallar el gen responsable. Se creyó localizarlo en el cromosoma 11. Ese supuesto
descubrimiento no resistió la prueba de su verificación experimental. En 1993, Dean
Hamer lo intentó con la homosexualidad masculina, pues parecía más fácil ya que el
terreno acotado era una región concreta del cromosoma X. Pero tampoco resistió la
prueba. En 1996, Botstein escribe, esta vez con Neil Risch, un artículo en el número 12
de la revista Nature Genetics en el que declara el fracaso de la psiquiatría genética a la
hora de construir el mapa genético de la esquizofrenia y del trastorno bipolar (BPD).
Así pues, la llamada “psiquiatría genética” no tiene otro fundamento que el marco
genérico de la “bioestadística”, y el gen interesado sigue siendo desconocido o
“candidato”. No parece discutible el que la presencia de determinadas alteraciones de los
neurotransmisores químicos (como la serotonina o la dopamina) en los trastornos
mentales ha permitido el desarrollo químico y farmacológico de medicamentos que
pueden aliviar los estados agudos de la “enfermedad mental”. Pero ni se ha podido
probar que esas alteraciones fueran específicas, ni la acumulación indiscriminada de

135
fármacos, que hoy día está llegando a límites extremos, permite hablar de resultados
científicamente verificables.
Estas investigaciones van a proseguir aunque de todas formas los Estados, si no
estuvieran tan infectados del virus hayeckiano, deberían estar más atentos para evitar el
que se conviertan en propaganda y negocio de los laboratorios farmacéuticos. La
pregunta que se puede hacer, que se debe hacer, es acerca de si la subjetividad no sería
más bien un límite interno y no simplemente externo pendiente siempre de una posterior
investigación. Si se trata de un límite interno sería imposible de sobrepasar y, bajo ese
supuesto, tan incongruente sería hablar de biogénesis (una explicación exterior, de otro
orden, al sujeto), como de psicogénesis, que tendría la pretensión de haber encontrado a
ese observador exterior de la vida psíquica que proponía Max Planck. La psicogénesis no
es más que una teoría que simula una causa eficiente, cuando en realidad se sostiene y se
crece con el designio fiducial de la causa final.
La soledad de la pulsión se puede entender también como límite a la teoría, como
crítica de hecho, presente en el corazón de lo vivo y de su soledad, a toda teoría, se
pretenda científica o salvifica. La teoría es mera vestimenta de la desnudez de la pulsión
y así pasa a convertirse en prejuicio. Por ese motivo, la clínica obliga a reformular cada
vez la manera de hacer inteligible una situación, una escucha, algo que vio y que es como
un esclarecimiento. Al faltar el paso a la generalización, la transmisión obliga a nuevas
maneras de decir o a renovar cada vez cómo decirlo. No es una teoría que se aplica, sino
un saber que se transmite, porque cada vez redefine su manera de intentar hacer
inteligible un fenómeno clínico, por lo que no cabe que sea ni autorreferencial ni auto-
suficiente. La elucubración teórica, a falta de su propia fundamentación y de su propia
verificación interna, necesita al grupo, no sólo como criterio de suficiencia y de
verificación, sino como vínculo maníaco.

7. El problema ético de la sugestión: clínica y creencia

Si la clínica psicoanalítica fuese consecuente tendría, entonces, que plantearse como


problema ético sin posible paradigma grupal, ya que plantea más problemas de los que
puede resolver y, por otro lado, acoge a sujetos que buscan el consuelo de una
pertenencia salutífera y de una buena historia que contarse. El problema ético del
psicoanálisis, como viera ya Freud muy pronto, se refiere fundamentalmente a la
transferencia. El problema ético no se limita a pedir cautela epistemológica para no
incurrir en rápidas ampliaciones de significado, sino que atañe al corazón del poder, ya
que en la transferencia se reproduce la escena nuclear del poder bajo el modo de una
simulación de protección amorosa y de sumisión exultante. Si la clínica psicoanalítica
propone una posible relación con la verdad, no como problema moral en sentido propio,
sino en relación a la soledad estricta del sujeto a la hora de vivir y preguntarse por su
querer, pregunta que ninguna adhesión puede responder sino sólo dañar y estropear,
entonces el modo de recibir y escuchar al paciente contiene la paradoja de aceptar el

136
anhelo hipnótico de ser engañado y, a la vez, de guardar la distancia que quita la careta
del hipnotizador y que deja la puerta del mundo y del afee-to abierta de par en par, para
no repetir el solicitado juego de la retención.
Por eso Freud queda abrumado ante el encuentro con la transferencia, con la
sugestión, que es consustancial a la escena transferencial. La sugestión era incompatible
con su proyecto científico, pero, a la vez, ya se vio que defendía la aceptación del
paciente como verificación de la interpretación del psicoanalista. Un verdadero
contrasentido, pues si, por un lado, el psicoanálisis se guía por la supuesta verdad de su
explicación y a la vez esa verdad requiere que sea aceptada por el paciente, se trata al
menos de persuasión y no se sabe qué añadiría dicha aceptación al carácter
objetivamente verdadero o no de la interpretación del psicoanalista. Los prejuicios
científicos de Freud no le impiden caer en la contradicción de querer basar la verdad de
lo que dice el psicoanalista en la aceptación del paciente.
El psicoanalista satisfait, como lo llamaría Nietzsche, dirá que a diferencia de otros
vulgares psicoterapeutas, él no se rige por la sugestión. Este tipo de argumento, llamado
ad hominem, que se basa, en última instancia, en calumniar al contrario, no es el tipo de
argumento que interesa al problema ético. Es un efecto de un problema ético, pero lo
elude. Un problema ético se somete de por sí a la reflexión crítica y no busca inmunidad
lógica ni impunidad moral. No es simplemente que sea un problema del orden de la moral
de la intencionalidad, personal o colectiva, no es eso, se trata de la práctica misma, una
práctica que al no ser científica no quiere dejar de orientarse por lo que constituye su
dificultad para alcanzar el estatuto científico. No se trata en nuestro caso de maldecir la
sugestión, sino de mirarla a la cara como un hecho incontrovertible de la práctica
psicoanalítica, y desconocerla no es resolver su problema. La sugestión proviene de una
demanda de acogimiento que tiene la particularidad de repetir los modos de solicitud y
rechazo, de insatisfacción y de incondicionalidad, que marcaron la infancia y, por
consiguiente, la vida psíquica del sujeto.
En el Congreso de Nüremberg de 1910 Freud dice a sus colegas que “el
extraordinario aumento de las neurosis, dado que las religiones han perdido su fuerza,
puede darnos la medida de la inestabilidad interior de los hombres y de su desamparo”
(El porvenir de la terapia psicoanalítica, p. 128). A la hora de hablar de la cura
analítica, Freud ya no se enfrenta a la ciencia, sino a la religión. Debido a que “la
inmensa mayoría de los hombres no pueden vivir sin una autoridad en la que apoyarse” y
puesto que la religión había cumplido ese papel de autoridad protectora, papel que el
declive de la religión ya pone en entredicho, el resultado es “el extraordinario aumento de
las neurosis (die ausserordentliche der Neurosen)”. La búsqueda de ese poder protector
está, pues, en el corazón de la transferencia. Sin embargo, y a renglón seguido, afirma
que esa autoridad (que se instala en la transferencia) “y la enorme sugestión de ella
emanada nos han sido adversas hasta ahora”, y añade con indudable optimismo (estamos
aún en 1910, cuando se consideraba que la religión llegaba a su fin y comenzaba una
nueva época entre los hombres, basada en el conocimiento racional): “todos nuestros
éxitos terapéuticos los hemos logrado en contra de tal sugestión” (p. 128).

137
Si la neurosis tiene que ver con la falta de apoyo, de pertenencia y de sentido que
la religión hasta entonces suministraba, la sugestión sería de por sí un modo de curación,
porque recuperar la autoridad, el acogimiento y la pertenencia, cuya carencia justamente
habría conducido a la neurosis, tendría ya de por sí entonces un cierto efecto terapéutico
y a eso se referirá luego Freud (en 1926) cuando dice así a su interlocutor, Hans Kelsen,
que ya el hecho de la movilidad libidinal que conlleva el establecimiento de la
transferencia es un logro inicial del tratamiento psicoanalítico. Un sujeto zaherido por su
impotencia y su desconcierto, incapaz de hacerse cargo de su vida, de amar y de trabajar,
asustado ante el empuje de la pulsión de muerte contra sí mismo, deposita en su
psicoterapeuta (cualquiera que sea) la demanda y la esperanza de vivir y de ser acogido y
pacificado en su sufrimiento, y eso supone de por sí un alivio terapéutico enteramente
atribuible a la sugestión como creencia en un salvador.
Ese alivio terapéutico es indudable y se verifica cada día, porque no sólo crea una
expectativa de acogimiento, de pertenencia y, por tanto, de amor, sino también porque
eso conlleva en cierto modo un tipo de rectificación de la pulsión de muerte consistente
en que, por medio del acogimiento y de la nueva pertenencia encontrada, esa pulsión de
muerte se dirige ahora, a través del vínculo transferencial, hacia el exterior. El
psicoanálisis mismo pasa a convertirse en un ideal amoroso. Pero esto lo que revela es
que por medio de la sugestión, como facilitadora del vínculo con el otro (no hay
sugestión sin el asentimiento quimérico de ese vínculo), se reproduce la creencia religiosa
en una autoridad que exige la adhesión del elegido. La sugestión crea una expectativa de
salvación de sí mismo y de condena del otro que está en la esencia misma del mito
redentorista y es elemento indudable del vínculo social que orienta la pulsión de muerte
hacia los otros a cambio de una cierta exaltación charlatana del propio yo-grupal.
Ésa es la fuerza de la sugestión y es el impulso que anima y establece la
transferencia. Sin la sugestión no hay transferencia posible. La cuestión la situará Freud
en que ese alivio terapéutico únicamente entregado a la sugestión no es duradero. Esto
puede ser más que discutible, ya que su duración dependerá de la oferta que se pueda
hacer desde el propio psicoanálisis a la sugestión, sin olvidar que la religión sostenida en
ese vínculo hipnótico y sugestivo no parece precisamente que dure poco. De hecho, los
análisis duran demasiado, y una de las razones, aunque no sea la única, es la sugestión
mantenida durante años o desplazada a la escuela psicoanalítica de tumo. Por otro lado,
el psicoanálisis se ha convertido en lo que los lacanianos llaman discurso psicoanalítico.
No dicen discurso lacaniano, lo cual sería del todo lícito y conveniente, pues se trataría
de encontrar el modo de decir, una jerga si se quiere, el modo de describir un fenómeno
clínico con palabras aún cercanas a su experiencia, de modo que las jergas no terminen
en dogmática o en simple y ritual logomaquia. Pero no dicen discurso lacaniano, sino
discurso psicoanalítico, dando al discurso psicoanalítico ese horripilante lugar del discurso
intérprete de todos los discursos, lugar de poder y, por tanto, un tipo de vínculo colectivo
que se alimenta más allá de la escena analítica, más allá del diván, de incontables
actividades encaminadas a hacer perdurar un vínculo transferencial que responde al
estatuto de grupo más que de institución, pues desconoce la exterioridad de la ley y se

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gobierna sólo por el nudo sadomasoquista que liga el desamparo a la humillación. No se
olvide que la sugestión como demanda de autoridad es anhelo psíquico y sostén, en
suma, del poder y de la pertenencia, y ese sostén no tiene otro objetivo que el aliviamos
o el hacemos olvidar la experiencia traumática del desamparo y de la “angustia
fundamental”.
La pregunta, por tanto, no se ha de dirigir a ver cuán durable es o no ese alivio
terapéutico de la sugestión, sino que habrá que preguntarse si existe otra posibilidad
terapéutica, desde la clínica psicoanalítica o cualquier otra, por fuera de la sugestión. Ese
es el corazón del asunto.
El problema ético con la sugestión no se resuelve con maldecirla o atribuirla a los
demás, sino que hay que preguntarse qué tiene la clínica psicoanalítica de especial por
fuera de la sugestión. La sugestión le incumbe de manera fundamental y no cabe
escabullirse del tema con proclamas científicas o, peor aún, de charlatanería moral, la
más mísera bandera de la sugestión. El psicoanálisis, como todo lo “psi”, es, desde el
punto de vista terapéutico, sugestión, y habrá que ver si es posible que sea otra cosa, si
es posible que la sugestión se convierta en otra cosa, si la clínica psicoanalítica pone en
escena otra cosa además de la sugestión. El problema ético es, por tanto, la sugestión; no
atañe a la resistencia o al rechazo, sino precisamente a la aceptación. Aceptar la
especulación psicoanalítica no es en principio algo distinto que aceptar una creencia que
por motivos naturalmente interesados se considera mejor que otras y entonces uno se ha
de comportar conforme a los ideales de dicha creencia o, lo que es lo mismo, uno ha de
ser un hipócrita o simulador de determinada manera. ¿Qué separaría a la creencia
psicoanalítica de ese modo natural que tienen los hombres de engañarse unos a otros,
para así entre todos creer en algo?

8. Transferencia, sugestión y repetición

Conocemos la respuesta de Freud: nada tiene que ver el psicoanálisis con la sugestión.
Afirmación, insisto, evidentemente falsa, ya que él mismo se ve obligado a reconocer
cómo la transferencia es un obstáculo habitual y permanente a todo progreso en la cura
psicoanalítica, precisamente por su adhesión persuasoria. Convengamos entonces en que
la sugestión está ahí y lo que buscamos es o su destino a lo largo de la cura psicoanalítica
o la presencia de otros componentes en la misma transferencia.
Sabemos que el sujeto no es un objeto de observación experimental, no es un
objeto de contraste o prueba, sino que considerado como objeto de observación la
mirada del sujeto observador no es inocente, sino que está implicada en su observación.
Esto dio lugar, como más adelante se verá, al concepto freudiano de Gegenübertragung,
traducido por López Ballesteros como “transferencia recíproca” y que habitualmente se
suele traducir por “contratransferencia”. La traducción de López Ballesteros no es
desatinada, aunque sólo sea porque protege de los prejuicios y de la propia indefinición
del concepto de “contratransferencia”. Para Freud la Gegenübertragung,

139
contratransferencia o transferencia recíproca, es un efecto ineludible de la escena
transferencial, refiere, en principio, algo tan obvio como decir que el encuentro
psicoanalítico produce efectos tanto en el paciente como en el analista. Habrá que ver
cuáles son esos efectos y cómo intervienen en la cura. Por el momento Freud lo único
que dice es que el analista los ha de tener en cuenta para que sus “proyecciones” no
impidan la escucha y, sobre todo, para que no se crea el analista el genuino y originario
destinatario de la demanda de amor del paciente.
Volviendo sobre la demanda del sujeto, ésta consiste en un anhelo de protección
amorosa que se dirige al psicoanalista y constituye de por sí una adhesión y una
dependencia, con lo cual, como ya viera el propio Freud, se añade una “enfermedad” a
otra, a la neurosis que lleva al sujeto a acudir al analista se añade ahora esta otra
“neurosis de la transferencia” (Übertragungsneurose). Pero quizá no sea otra
enfermedad, sino la misma. Una misma enfermedad es la del desvalimiento y la angustia,
que ha devenido insoportable para un sujeto gobernado por la “necesidad de castigo”, y
la de esa demanda de adhesión y pertenencia a una creencia que por ser colectiva es
como si le devolviera al sujeto un sentido que consideraba perdido. La neurosis y la
transferencia es la misma enfermedad. A partir de ahí, quizá quepa añadir a la
transferencia un elemento no del todo coincidente con la sugestión. Ese nuevo elemento
Freud cree descubrirlo en la repetición. Se dirá que qué tiene de novedad, si justamente
se trata de repetición. No obstante, el hecho de que la transferencia sea una repetición,
admite la posibilidad de que el sujeto se vea en su repetición, en la repetición de su
demanda de alienación, y no ya simple demanda que se ignora a sí misma. Es pues una
posibilidad que hay que explorar.
Lo único que se puede considerar inédito en la transferencia es que esa demanda
repetida se dirija a un desconocido al que se le atribuye el ideal del saber qué hacer para
vivir y no morirse de angustia y que por ello va a hacerle partícipe del secreto. Pero a lo
mejor, este desconocido no resulta tan distinto de aquel otro desconocido de la infancia
que apareció como único baluarte del que depende la vida. En este caso habría que
hablar principalmente de desconocida, pues se trata en primer lugar de la madre, y por
eso nunca se dejará de ver en ella y en sus subrogados la figura del silencio, del secreto
de lo vivo y del terror de la muerte, más allá de las representaciones y los discursos. Y
este tipo de demanda es la que se repite en la transferencia, y el silencio del analista le
sirve para corroborar el secreto callado de la vida y la promesa en su participación. Como
en la apuesta de Pascal, se ha optado por la creencia como forma de vida y de salvación,
pues no se trata de la esperanza matemática, sino de la angustia. El recurso a la
esperanza matemática no es más que el señuelo de la derrota de la teología. La angustia
empuja a adherirse a una versión de la vida que se promete rica en promesas. Como
vimos, esa adhesión es un entusiasmo terapéutico, pero para lo que ahora estamos
tratando no es eso lo importante. Lo que ahora es más digno de tener en cuenta es lo que
esa demanda tiene de repetición y el valor terapéutico que podría obtenerse de esa
repetición.
¿Qué es lo que se repite? Lo que se repite es algo inquietante, aparentemente tan

140
común (la precariedad amorosa del sujeto) como singular, porque es demanda y solicitud
insustituible en cada sujeto o para cada sujeto, pues es constitutivo de cada sujeto y de
su dificultad para vivir. Lo que se repite es la respuesta que es el sujeto mismo en su
temprano origen, la respuesta al acontecer traumático, que es a su vez demanda de amor
y de pertenencia, la súplica de verse libre de una dependencia intratable, en suma esa
confusión de culpa, envidia y deseo de muerte que rige la vida de los sujetos. Los tics, ya
condenados a repetirse, de la desesperación del estar adherido a los deseos de los demás,
a sus comparecencias y ausencias, deseadas o temidas, y viceversa, sin encontrar el
camino de un deseo propio, no necesitado de la inquina ni del permanente disimulo, todo
eso se repite, y también la Versagung se repite.
La Versagung o la decepción que todo ese trajín conlleva, y las fijaciones
particulares inscritas en la carne de esa decepción y de ese miedo a la soledad que lleva
hacia el otro para satisfacerse y culpabilizarse, y a la vez decepcionarse, y siempre
repitiendo la misma escena tan necesitada de la trama del poder y de su fundamento
sadomasoquista para su prestancia. Lo que se repite en ese escenario sadomasoquista es,
en suma, un modo de súplica y su fracaso, un modo de incluirse sin conseguirlo o sin
saber si se rechaza. En todo caso se repite una demanda inútil pero pertinaz, que es puro
miedo a la soledad del deseo sin que se encuentre el valor de quedarse de cara al propio
desear, pero a veces no es que resulte ya indescifrable, sino que quedó marchito en ese
trajín con los demás, y entonces ya sólo se puede vivir disimulando deseos que
meramente tienen el sostén de la rabia o de la perruna y odiosa sumisión a la permanente
compañía de los demás, y entonces se repite la dependencia y el odio a esa misma
dependencia, dependencia contradictoria y desconcertante que ha cegado la fuente de lo
que Nietzsche llamó Distanz-Gefühl, sentimiento de distancia, sin el que el sujeto cae en
la sensiblería de creerse sostén del otro o sólo su víctima o, incluso, su verdugo.
Pues bien, la repetición se impone, se abre paso a pesar de todas las mojigaterías
que nos queramos contar. Y, como en las historias de Kafka, algo va a ocurrir, y siempre
es lo mismo, uno intenta contarse otras historias, camuflarse en la vida de los otros,
desfilar ante los ideales, pero todo eso termina por desplomarse ante la seca y muda
repetición. La Versagung entra a formar parte del hueso de la repetición, pues la
repetición la convoca como su más simple realidad. Pero la repetición insiste, como
Liman, el personaje de Kafka, que busca el hotel Kingston en Estambul sin saber que
está en ruinas, sin saberlo y sin que nadie se lo diga, pues la repetición como Versagung
carece precisamente de oráculo.
El paciente quiere acabar con esto, quiere mejorar en el mejor de los casos, y
busca el hotel Kingston llamando a la consulta del psicoanalista. Dice que ya no quiere
engañarse tomando pastillas y teniendo conversaciones aburridas sobre la penosa historia
de los psicofármacos y sus efectos, y que si ahora salió uno de nueva generación, como
los ordenadores, y que si éste es de absorción rápida y no aquél, etc. Rehúye ese
recorrido de tahúres que negocian con pastillas y llama a la puerta del psicoanalista.
Quiere, al menos, cambiar de tahúr. Ahora renueva su súplica en un terreno que parece
muy prometedor, es la entrada en la transferencia, es como si hubiera encontrado el

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terreno propicio. Aquí, podría decir, se me ha dado finalmente la buena nueva de un
amor y de un saber tan ligados entre sí que es como si se entrara en la tierra prometida.
Para esto, ni el sexo, ni su radical soledad serán obstáculos.
Sin embargo, esa repetición de la súplica y de la culpa, aún desconocida como tal
repetición, puede tener un valor terapéutico, no reducido del todo a la sugestión, porque
esa repetición que va a mostrarse como lo más propio e irreversible, puede que imposible
de soportar, esa maldita Versagung (se manifieste como se manifieste en relación a los
más diversos ideales: amor, saber, poder, o el ya conocido “esto ya no me volverá a
ocurrir”, y vuelve a ocurrir una y otra vez), esa repetición ahora aquí en la transferencia,
ante ese otro que encama en sí mismo la nueva promesa, pero también la que puede ser
definitiva Versagung o decepción, es la posibilidad de que el sujeto se encamine a una
cierta elaboración de lo que le constituye de la repetición y que a partir de ese trabajo
pueda situarse ante lo que pudiera desear por sí mismo y que le encamine a esa soledad
del deseo donde, como diría Kandinsky del punto, es “la última y única unión del silencio
y de la palabra” sin la funesta necesidad de que la decepción le empuje a destruir al otro,
al maltrato propio y ajeno. En suma, es como si a pesar de la entrega masiva a la
sugestión, se pudiera curar de la misma, pudiera finalmente verse como repetición y no
perder más tiempo buscando nuevos escenarios de lo que terminará siendo finalmente la
misma repetición.
Para ello, para que esta posibilidad sea tal, al psicoanalista le incumbe una
responsabilidad. De entrada, y en términos meramente negativos, tendrá que proveerse
de paciencia (frente a la urgencia interpretativa) y de humildad (frente a la atribución de
poder) para no creerse “objeto-causa” de un “amor inédito”. Se dice, por ejemplo, que el
psicoanalista no responde, Freud también lo dice, dice que el psicoanalista no responde a
la demanda de amor del paciente. Es verdad que no responde como un oráculo que
conoce el destino y se oferta entonces como “objeto-causa” de ese amor. Los oráculos
son, por lo demás, arbitrarios y esotéricos y se alimentan del temor de quien los consulta.
No es un objeto-causa, o causa final, tal como la define, por ejemplo, Aristóteles, es
decir, como ligazón y ordenamiento amoroso, como ordo amoris, según la conocida
expresión de San Agustín. No responde el psicoanalista desde ahí como objeto causa o
como amo y conocedor de la causa final. Pero sí que responde, dice lo que puede, lo que
consigue poder decir, propone ver las cosas de otra manera, habla un lenguaje de la
tierra, de los hombres, mantiene una fidelidad a la contingencia, pero no a la
arbitrariedad. No tiene la última palabra.
Una mujer que ha sufrido lo indecible por su hijo “drogadicto”, se ha sacrificado
por él y ha mostrado su dolor a propios y extraños, a amigos y a asociaciones, finalmente
pareciera que su encierro se despeja, puesto que su hijo se marchó de casa y de todas
formas no ha sido tan terrible esa separación (al menos para el hijo) como parecía y ese
hijo ha encontrado un cierto modo de vivir en otra casa. Pero esta mujer no parece
aliviada y ante la observación que le interroga sobre qué hará ahora sin el lamento por
ese hijo que hacía inhabitable esa casa, qué hará sin la excusa del drama de ese hijo que
impedía toda pregunta posible sobre ella, sobre su vida, ante esta sencilla observación,

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esa mujer se turba levantando la mirada con gran asombro y es como si pidiera de pronto
ayuda de verdad por ella misma y no por procuración de nadie. Esa observación del
analista (o de cualquier otro psicoterapeuta) es condición necesaria para que esta mujer
pueda verse y saber algo sobre su manera de responder a lo que la ha sacudido en la
vida, es necesario que el analista hable, le diga lo que escucha de ella, no que la
adoctrine, sino que ella pueda quizá encontrar en las palabras del psicoanalista algo suyo,
sus propias palabras y no la arbitrariedad esotérica ni el sermón de lo que debería hacer,
pero sí que pueda despegar la palabra de su mortandad, de la torpe significación que le
aplasta. Es un trabajo en común, no es una complicidad ni una reciprocidad, pero es un
trabajo en común, no hay que asustarse por ello, es un trabajo en común.
Ninguna posibilidad hay si el analista no ofrece a esa repetición un saber sobre ella.
Quien tuvo la insensatez de dedicarse a escuchar el sufrimiento ajeno debe recobrar la
dignidad de prestar atención y decir lo que escucha sin disimulos ni jolgorios, siguiendo el
modo del parresiastés griego, cuyo propósito es estar ahí para que quien acude a él se
engañe lo menos posible con sus historias.

9. La posición de Freud: la transferencia es repetición y no sugestión

En 1904, Freud interviene en el Colegio de Médicos de Viena para explicar en qué


consiste su método terapéutico. Comienza refiriéndose a la psicoterapia como un medio
de curación presente desde los orígenes de la medicina. Freud describe la demanda del
enfermo al médico como un “estado de espera crédula” (Zustand der gldubigen
Erwartung), estado fiducial que nos recuerda lo que William James llamara “anticipo de
confianza”. El “anticipo de confianza” no es exclusivo del mero campo de la creencia
religiosa, como era en el caso de William James, pues no es lo mismo el “anticipo de
confianza” que la “decisión de fe”, que es ya de orden conclusivo. El “anticipo de
confianza” es una apertura del sujeto ante ese otro del que espera curación, saber o
amor. Por eso, está Freud en lo cierto cuando considera que la relación con el médico
está requerida de esa “espera crédula” o “anticipo de confianza” de quien se pone en
manos de alguien, al que se le concede autoridad para lo que de él se espera. Esta
autoridad está más ensalzada e interesadamente sobrevalorada en este asunto de la
curación, tan cercano y coincidente con la salvación, con el amor y el afán de ser elegido.
Por consiguiente, no es nada desdeñable tal anticipo, a no ser que se resuelva con la
simple “decisión de fe”, quedando así como oráculo de lo que luego vendrá y no se sabe.
Ahí es donde Freud pretende establecer la particularidad del método psicoanalítico
cuyo rasgo más propio respecto a otras formas de psicoterapia sería que no se rige por la
sugestión. Si bien es cierto que la sugestión está incluida en el “anticipo de confianza”, el
objetivo del “método psicoanalítico” no sería el obtener determinados efectos por medio
de la sugestión, sino de otra manera, por medio del análisis y de la indagación. El
psicoanálisis propondrá la vía de la elaboración inconsciente como forma de conseguir
efectos terapéuticos. Para aclarar mejor su propuesta y para que no se entienda como

143
una mera manifestación de buenas intenciones, Freud utiliza la diferencia que estableció
Leonardo da Vinci entre la técnica de la pintura y la técnica de la escultura. Decía
Leonardo da Vinci que la pintura opera per via di porre, esto es, va poniendo colores
donde antes no los había, sobre el blanco lienzo. En cambio, la escultura procede per via
di levare, “quitando de la piedra la masa que encubre la superficie de la estatua en ella
contenida” (Zur Dynamik der Übertragung, p. 112).
De igual modo, continúa Freud, se puede decir que la sugestión opera per via di
porre, porque en vez de convocar las fuerzas del conflicto psíquico que están allí
actuando, lo que la sugestión pretende es imponer una fuerza exterior (el poder de la
autoridad del médico), que impide la manifestación de la “idea patógena”. Por el
contrario, la “técnica psicoanalítica” se guiaría per via di levare, “no quiere agregar ni
introducir nada nuevo”, sino abordar el conflicto psíquico y hacer desaparecer las “ideas
patógenas”. Esto de las ideas patógenas no es precisamente una expresión que podamos
considerar lograda, porque está excesivamente subordinada a una supuesta normalidad,
lo cual no deja de horripilamos cuando sabemos cuánto debe la normalidad a la
ignorancia y a la hipocresía redentorcilla y teleologica del poder Se puede tomar, no
obstante, como una manera todavía incipiente de apuntar hasta qué punto la “técnica
psicoanalítica” se orienta hacia la resolución de determinadas inhibiciones o modos
angustiosos y estériles de representación, y cómo entonces está más cercana de la
pedagogía que de la ciencia. En este mismo texto Freud llama al psicoanálisis
Nacherziehung, una especie de segunda educación o de segunda oportunidad.
No es el momento de entrar a discutir este asunto de la pedagogía, que tan mala
prensa tiene en los medios psicoanalíticos, pero se ha de tener en cuenta que Freud está
pensando en esos momentos en la paideia griega, en la transmisión de una relación
moral con la verdad como forma de vida. Lo que parece claro es que a Freud sus
pretensiones científicas siempre se le escapan de las manos cada vez que se acerca a la
clínica y se aleja de la teoría.
Ahora bien, lo que importa subrayar es que la diferencia leonardiana reseñada
permite a Freud diferenciar su propuesta de otras formas de psicoterapia. Y la diferencia
se basa, sin duda, en una declaración de buenas intenciones, pero también afirma algo
tan legítimo como decir que si hay alguna posibilidad de curación propia, ésta no consiste
en añadir algo a lo ya existente (un nuevo amor, una nueva creencia, etc.), sino trabajar
per via di levare el material que está allí trabado en la vida de cada sujeto y que no sólo
le afecta sino que le constituye en su dificultad. No es nada nuevo, se repite esa manera
de ser respuesta al extravío del cuerpo y al desvarío de la relación con el otro. Porque se
trata de eso, no de un absceso o de una infección, sino de lo que es lo más íntimo y
personal del sujeto, por eso es insustituible, por eso se repite y esa repetición tiene una
constancia contingente de manera que determina al sujeto en lo más propio, a la vez que
puede permitir contemplar la mentira alegre o cruel pero siempre humillante del lazo
colectivo. Triste es ver a tan atareados y maníacos ciudadanos rehuyendo el silencio de
su escueta repetición.
Si la transferencia tiene algún valor terapéutico es sólo porque el sujeto está

144
constituido por la repetición. Por eso Freud dirá que en la transferencia se pone en
marcha esa reiterada manera de respuesta que es el sujeto en su más íntima condición, es
decir, que en la transferencia se repite y esa repetición es condición del valor terapéutico
de la “técnica psicoanalítica”. Pareciera una contradicción, pues si lo que se repite es un
tipo de respuesta a la condición traumática que constituye al sujeto, ¿cómo, cabría
preguntarse, sería posible un cambio curativo, una modificación tan radical como sería
aquella que afecta a la vida pulsional y a la capacidad y modo de amar?
Para responder a eso le sirve a Freud la explicación que da Leonardo de la técnica
escultórica, porque en ella se trata de “quitar” (levare) y no de añadir o “poner” (porre).
Quitar o desprenderse de un exceso de respuesta que es en realidad una ocultación de lo
traumático y no una respuesta propiamente dicha, es lo que en otra ocasión he llamado
“desargumentarse” (cf. El hombre sin argumento), es decir, desprenderse de esa
pregnancia de la significación persecutoria con la que el sujeto busca encontrar con el
chisme una trama de sentido colectivo o, lo que es lo mismo, de poder desprenderse de
argumentos y teorías, de la mentira fundamental del sentido y de la historia o “recuerdos
encubridores”, ese matorral en que cada uno se esconde y se disimula.
Pero ¿es esto posible? ¿Cómo pensar la posible relación entre repetición y cambio?
La pregunta no es sobre el límite del cambio, sino sobre su posibilidad, sobre el hecho
mismo del cambio y, por tanto, de la curación psíquica, es decir, cómo es posible
cambiar si lo que hacemos es repetir y si no será todo cambio un disimulo o una
confesión mentirosa. Habría que hablar, entonces y a propósito del resultado, no tanto de
un nuevo amor, sino de un nuevo engaño.
Por un lado, la repetición en la transferencia es lo que le da su valor terapéutico,
pero, por otro, esa misma repetición pasa a convertirse en resistencia. Por esa razón,
Freud, atinadamente, establece como condición de la cura psicoanalítica la disolución de
la transferencia, de modo parecido a la disolución, ocaso o desprendimiento (Untergang)
del complejo de Edipo. Pero volvamos antes sobre la pregunta: ¿qué es lo que tiene la
repetición de valor terapéutico y qué es lo que tendría de resistencia?

10. Qué conduce a la demanda de análisis y qué se repite

Hay que retroceder a la pregunta previa: ¿qué se repite? Esta es la pregunta a la que
conviene responder con la mayor precisión posible, pues lo que se repite es lo más propio
de cada uno y es el camino para encontrar un terreno propio, el carácter, tal como ya
señalara Freud al referirlo como inconsciente an sich, las marcas intraducibles que
particularizan el cuerpo y el ritmo de la angustia. La repetición es la manera como se
inscriben o instituyen los modos de pedir o de ser exigido, y cómo se moldea una manera
de satisfacción corporal en el seno de esa demanda. Pero para conseguir una mayor
concreción es una buena guía preguntarse de qué padecen quienes acuden al
psicoanalista.
Recordemos brevemente lo que Freud en 1912 consideró como situaciones

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desencadenantes de la neurosis. Me referí anteriormente a ello a propósito de la
Versagung, que traducía por decepción. Lo que tienen en común esas situaciones es el
conflicto entre libido y satisfacción. El conflicto entre libido y satisfacción reside en el
hecho de que la satisfacción del humano está supeditada a la madre, de tal modo que no
queda ya confrontada la satisfacción a una necesidad, sino a una demanda de amor. Esto
da al conflicto psíquico un carácter moral, pues la demanda se convierte en trama de la
relación con los demás, y la falta, constitutiva del deseo, se ve tomada por la culpa ya sea
por no dar o por no recibir o por ambas cosas. De ahí, que ese conflicto se mantenga a lo
largo de la vida del sujeto como desajuste entre la demanda y la satisfacción. La
demanda, si hay a quien pedir, es fuente libidinal tanto de amor como de odio. Cómo
cada cual enfrenta ese conflicto, si encuentra o no modos de articulación, será decisivo
para la vida sentimental y social. La misoginia, por ejemplo, puede verse desde esa
perspectiva como el resultado de una odiosa dependencia de la madre, odiosa por su
vinculación con el deseo de muerte.
Todas las dificultades que afectan o impiden el “desplazamiento libidinal” parecen
tener que ver con la dependencia al cuerpo de la infancia, lo cual produce una fijación a
un tipo de demanda que no admite separación o desprendimiento y que es la que se
repite en la transferencia. Los ideales, como señalaba Freud en ese pequeño artículo ya
anteriormente reseñado, cumplen el ineludible papel de borrar la pérdida y situar al sujeto
en relación a una expectativa que se nutre de atribuir poder y dar así consistencia al otro.
Este componente se repite igualmente en la transferencia, provocando lo que Freud
llamaba un “infantilismo estacionario” que cree haber encontrado en la escena analítica el
ideal del amor, del saber y del acogimiento y, por consiguiente, la revitalización libidinal
del cuerpo. Esta revitalización libidinal no proviene, en este caso, del desplazamiento de
objeto, sino del fortalecimiento de su dependencia al otro, convertido en ideal, y al que
dotará de la garantía del amor y del poder. Si esa repetición no diera lugar a un trabajo de
elaboración inconsciente, no produciría más que ignorancia e impunidad moral y de ese
modo se cumpliría el irónico axioma de Kafka según el cual “la vida es una distracción
permanente que ni siquiera permite tomar conciencia de aquello de lo cual distrae” (OC
III, p. 760). La alienación transferencia!, como en el ejemplo freudiano del perro y la
salchicha, se convertiría en un modo estable de distracción, de no querer enterarse, de
congraciarse con el ritual de una pertenencia asegurada.
¿Qué puede conducir a solicitar un psicoanálisis o cualquier otra forma de
psicoterapia? No será sólo la renovación de esa demanda de amor y de protección, herida
abierta de la infancia, sino su fracaso, su Versagung, tanto libidinal como moral, el que
esa demanda no se haya podido desplazar y, sobre todo, que el sujeto no se haya podido
desprender de ella, juntándose así dependencia, resentimiento y necesidad de castigo.
Por ejemplo, un hombre que manifiesta un abierto malestar hacia su madre por sus
permanentes quejas, su estrategia de retención y de mortificación respecto a marido e
hijos, que finalmente, cercano ya a los cuarenta, ha alquilado un pequeño apartamento,
no puede, sin embargo, abandonar el hogar materno, embargado por la angustia. ¿Por
qué permanece en eso que considera un encierro mórbido y asfixiante? Apunta una

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sorprendente razón: si me voy, viene a decir, es como si fuera una declaración de
fracaso; no sabría decir si por no haber podido quebrar o modificar el poder materno o
por abandonar el campo de batalla como derrotado. Es como si no hubiera otro empeño
en su vida que el estar ahí en esa disputa, junto a la madre, repitiendo una decepción
para no declararla como tal. Si así fuera declarada, tal Versagung le llevaría a buscar
otros caminos, aunque fuera para la repetición, le llevaría a la separación, y ahí es
precisamente donde la angustia le asalta, no conoce otro territorio y el mundo le resulta
del todo incomprensible y hostil, hasta el delirio. ¿A qué acude? Esa angustia ante la
imposible separación de una madre supuestamente odiosa no deja de inquietarle, pero,
por el momento, sólo consigue repetir una decepción, una Versagung, ante la
imposibilidad de separarse de ese odioso (así lo llama) cuerpo de la madre.
¿Por qué esta otra mujer repite una y otra vez el mismo desencuentro con el padre
si no es para no admitir su Versagung el fracaso de una respuesta que la librara de la
demanda materna? Eso le puede obstaculizar el amor de un hombre al que vuelve a
tomar una y otra vez como promesa fallida, pero la angustia infantil impide el
desplazamiento libidinal. Ambos traen a la transferencia esa angustia a la hora de la
separación obstaculizada y ambos repiten, cada uno a su manera, el mismo fiasco,
repiten un resentimiento y un desamparo que no encuentra su consuelo, pero repiten esa
demanda de consuelo y de reparación a la que consideran única posibilidad libidinal de
sus vidas. El conflicto entre la libido y la satisfacción, entre la satisfacción y la demanda
al otro que le guía, eso se repite, se repite el conflicto mismo y eso es lo que conduce a
solicitar tratamiento.
Sucede entonces que se inicia un nuevo vínculo basado en la repetición de esa
demanda y de esa dependencia infantil, y así se encuentra el paciente con el señuelo de
una satisfacción y de una relación asegurada entre libido y satisfacción, y entonces se
instala la transferencia amorosa con su analista, a riesgo de que eso se convierta en el
objetivo. El ejemplo de Freud es gráfico: están los perros de carrera haciendo su trabajo
y se encuentran con una salchicha, y entonces se olvidan de la carrera, del mismo modo
que el paciente se olvida de a qué fue allí. Y jamás el analista puede hacerse cómplice de
ese olvido.
El núcleo de esa súplica es el cuerpo inerme y desnutrido de libido que busca su
satisfacción en conseguir alcanzar al otro. Ese otro, del que depende el alimento libidinal,
es siempre cercano y corporal, in praesentia, no in effigie, como dice Freud para hablar
de la transferencia, pues la transferencia remite a esa demanda de presencia del cuerpo
de la madre. Por esa razón, la demanda de amor se repite, se hayan conocido o no las
formas de un supuesto amor satisfactorio, porque es una demanda que brota de esa
necesidad de presencia del otro para no abismarse en la angustia. ¿Por qué se mantienen
situaciones de parejas, tan insatisfactorias, tan hostiles y desgraciadas? Prefiero estar
pendiente de él, de una improbable pero posible llamada suya, que darlo por concluido y
afrontar este vacío, esta angustia ante la nada, dice una mujer. Hay una insistencia
recalcitrante, una obstinación infantil en no concluir, ante el temor de la desnutrición
libidinal, y pasan los años sosteniendo un cadáver por el temor al abandono y a la

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disolución del mundo.
La angustia a la que se refería esa mujer la conoce pronto el niño. El niño percibe
en seguida que el cuerpo materno se ausenta y queda entonces su cuerpo a merced del
desconcierto, y la cuestión será la de ver cómo esa soledad se incorpora a la vida y cómo
es precisamente esa soledad la condición o requisito de vivir por fuera de la imposición y
de las exigencias de esos cuerpos de la infancia. Si es o no posible, es una pregunta que
atañe de lleno a la clínica psicoanalítica. Lo que Freud llamó en alguna ocasión
Trennungsangst, angustia de separación, es una angustia en la que se juntan el abandono
y la culpa, por lo cual esa angustia va a tomar el sentido de la significación persecutoria.
Como efecto de ese vínculo de culpa y persecución se impone la necesidad de castigo,
que sólo se verá aliviada por la pertenencia grupal, ese nido de exigencias, de reproches,
de odios y temores a ser excluido. Asombra ver lo difícil que resulta abandonar,
separarse, de una situación dañina, y se pasa el tiempo pidiendo o dando explicaciones,
justificándose, cuando pareciera tan sencillo el coger simplemente la puerta y marcharse.
Pero esa Trennungsangst es tan fuerte porque es como si detrás de esa puerta sólo
estuviera el vacío absoluto y la disolución del mundo. El terror a la separación es el terror
a la soledad, y por eso se suele preferir la crueldad a cualquier atisbo de soledad. La
relación con los demás se convierte así en un entramado de exigencias.
Freud veía tan difícil la separación de ese universo libidinal e infernal de la infancia
que, como ya se vio, no concebía más que dos tipos de amor erótico: a la madre y al
propio yo (amor narcisista). Son afirmaciones teóricas que contradicen su propia
propuesta terapéutica. La madre, sin duda, es la primera presencia corporal de la
satisfacción y de su demanda. Luego, se repetirá con la pareja esa misma demanda y
también su inquietante decepción. Pero la terapia psicoanalítica tendría la función de
permitir la separación de los cuerpos de la infancia. Lo que sucede es que en la
transferencia analítica se vuelve a repetir ese tipo de dependencia y ese mismo temor. La
idealización, además, trastorna e hipnotiza, por creer haber encontrado un definitivo
espacio de protección.
El psicoanalista aparece en la transferencia como objeto que reanuda la repetición
de esa demanda tan temprana y su satisfacción. Freud dirá que “las imágenes infantiles
cobran vida (wiederbelebt)” en la transferencia (Zur Dynamik der Übertragung, p. 162).
Las “imágenes infantiles” son los padres, las figuras que representan la salvación y
también el infierno del hombre. Se entiende entonces que el analista pueda venir a ocupar
ese lugar de un amor soñado, de un refugio anhelado y de una disposición incondicional.
No hace falta hablar de regresión, como hace Freud, puesto que esa reiterada demanda
proviene de un desamparo que ha permanecido intacto y de una obstinada insistencia en
la apropiación del cuerpo del otro. Pero, en verdad, nunca amamos lo suficiente ni somos
amados lo suficiente, y ése es el lugar íntimo de soledad que conlleva el amor cuando el
amor no es una mera exigencia o una pesadilla de reproches sino un respetuoso
malentendido.
Ahora bien, esa trabazón de amor y Versagung fue pujando hacia la búsqueda de
una fórmula de aseguramiento que sólo puede alimentarse, como tal aseguramiento, del

148
chisme y del chantaje afectivo. No se trata de urgir a cada instante una respuesta
amorosa. La familiaridad y la confianza se basan, fundamentalmente, en la generosidad
de una charis que no pide la póliza de seguros antes de la compra. Esa póliza de seguros
es el agrupamiento del sentido y del poder que permite que el yo se acostumbre a sí
mismo y busque las alianzas con las que asegurarse esa costumbre. Las cosas empiezan a
ir mal para el neurótico cuando esa organización yoica se ve en precario, y se ve en
precario cuando todos esos temores, que son dovelas y argamasa del fantasma, andan
por ahí sueltos como imagen de la ruina y la exclusión.
A pesar de las críticas lacanianas, Freud está más acertado cuando habla al
respecto de la debilidad del yo, pues en efecto, cuando todo ese material
sadomasoquista no está articulado en un yo que responda a una intrincación pulsional
que tenga su propio límite interno, consiguiendo así algún tipo de distancia y de
pacificación de su pertenencia, sale como una angustia de muerte ante el temor
fundamental de no existir para nadie, de no pertenecer a ninguna patria y de disolución
del yo. El temor y el odio buscarán sus peores alianzas bajo la bandera del victimismo o
se encaminarán hacia el mundo “psi” para reiniciar de nuevo o simplemente repetir esa
súplica infantil como si se dijera: esta vez sí, éste es el verdadero amor, el amor inocente
que no está al albur de los vaivenes de la came y de la culpa.

11. El amor de transferencia

El amor de transferencia es, según Freud, auténtico (echten Liebe) porque no es una
elucubración, sino una repetición, en acto y en presencia, de la dependencia infantil
(Abhängigkeit von der infantilen Vorlage). Así dice en sus Bemerkungen über die
Übertragungsliebe (pp. 227-228). Freud subraya que la fuerza del amor de transferencia
viene de la repetición de esa obstinación infantil o primaria de pertenencia al otro. El
psicoanalista esta allí cada vez, y ese encuentro se convertirá en irrenunciable, como
señuelo de un amor especial, no sometido a Versagung. De ahí resulta que el vínculo
terapéutico pase a convertirse en obstáculo al tratamiento. Esa secreta intimidad, ese
amor a quien posee tu secreto, tiene la misma fuerza que el amor a la madre. Se puede
odiar su dependencia, pero parece indestructible. He aquí, entonces, que la angustia, que
ha conducido al análisis, ha creado lo que parece un vínculo indestructible con el analista.
La razón de ese vínculo es la repetición de una demanda de amor, pero lo que hace tan
fuerte ese vínculo es que el paciente queda asegurado en la consecución de ser amado. El
paciente toma al analista como propiedad privada y no quiere renunciar a esa ficción real
de ser amado. Es ficción porque bien sabe que el analista no le pertenece, pero es real
porque rige su pasión analítica, impertérrito. El desamparo infantil, sobre todo si se sigue
perpetuando en la vida como desafecto, no va a renunciar fácilmente al vínculo
transferencial del que espera la promesa de amor y en el que, de todas formas, encuentra
un estricto ritual del amor.
¿No habremos caído en algo mucho peor que aquello de lo que nos queríamos

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curar? Freud está en lo cierto cuando dice que no es la resistencia lo que crea ese tipo de
amor, sino que “lo encuentra allí, se sirve de él y acentúa sus manifestaciones” (p. 227),
pero no lo encuentra allí por azar, está allí como elemento primordial de una
transferencia que repite la dependencia infantil como el señuelo añadido de una presencia
eterna. Aquí la pertenencia y la sugestión coinciden de pleno. Si no se separan, si se
cronifican, lo que viene a continuación es que ese amor de transferencia se convierte en
exigencia de incondicionalidad, como si esa fuera la prueba del amor y, por tanto, en
reproches y en resentimiento. El amor de transferencia, en vez de movilizar la capacidad
de amar, se reduce a un amor perverso, regido por el núcleo sadomasoquista del vínculo
originario con el amo.
Por ese motivo, Freud vuelve a situar aquí una vez más el carácter ético del
psicoanálisis. Si hay una ética del psicoanálisis, es aquella que acepta ayudar a la
posibilidad de que alguien pueda encontrar una manera de desprenderse de reproches y
ofensas, sin ofrecerle a cambio ninguna promesa mesiánica, sin usar la precariedad de
nadie para conseguir la impunidad que supone el retener a las personas y a la vez
desentenderse de ellas. Se dice, por ejemplo, como si fuera un estribillo, que el analista
no debe responder a la demanda. Esto no deja de ser un contrasentido inmerso en una
cierta confusión. Desde que coge el teléfono o escucha a su paciente, el psicoanalista
responde a la demanda. El psicoanalista simplemente es responsable de su respuesta, de
lo que responde y de cómo responde. No está allí para mantener el engaño de un amor
celestial. Pero menos debería estar para ser el oráculo de una palabra revelada que, como
en el alegato de Josef K., se nutre de los desvanes de la corrupción sentimental y de su
verdadera condición persecutoria. La revelación es el nombre oracular de la persecución,
que ni escucha ni tiene palabra propia.
La cuestión del carácter ético de la clínica psicoanalítica es a la vez la de su
posibilidad terapéutica. En el amor de transferencia se repite la ansiedad de ser
perdonado y admitido en el reino de los justos, asustado ante cada palabra, como Block
en El proceso, sin saber si esa palabra es una revelación o una condena. Tomar la
transferencia como el lugar privilegiado e inédito de la experiencia, en vez de como una
repetición, la convertirá en un insensato recorrido por los sombríos pasadizos del
significado todo el tiempo ampliado pero nunca formulado, por lo que se hace así
impenetrable. De hecho, quienes han criticado la concepción freudiana de la transferencia
como repetición han sido los que se han mostrado más acérrimos defensores del discurso
y de la logomaquia psicoanalítica.
Llama la atención que en este asunto de la transferencia sea donde Freud se
muestra menos especulador. Quizá se deba a sus afanes científicos. Para Freud, la
transferencia fue pronto un verdadero problema, pues afectaba a los fundamentos
mismos de su “método terapéutico” y cuestionaba sus pretensiones científicas. Por eso,
cada vez que se dirige al público general, médico o no (por ejemplo, en la ya refenda
conferencia en el Colegio de Médicos de Viena en 1904 o en sus Lecciones
introductorias al psicoanálisis de 1916-1917 o también en el escrito póstumo de 1938
en el que quiere explicar al gran público la “técnica psicoanalítica”), su empeño mayor es

150
separar el psicoanálisis de toda técnica basada en la sugestión. Ese empeño delata que esa
distinción no es clara ni obvia, y Freud afortunadamente no lo disimula.
La transferencia es un problema porque pone en primer plano el amor y la
creencia, y se instala por la sugestión. Freud encuentra una vía de salida al proponer que
la transferencia responde a la repetición de la demanda de la infancia y lo que eso
conlleva: el tipo de demanda, los modos de satisfacción, la decepción amorosa, su
tenacidad, el conflicto en suma entre la libido y la satisfacción que puede manifestarse
como inhibición, como culpa, como angustia y como agresividad. Como ya escribiera en
1912, lo que se repite son las “condiciones particulares de la vida erótica”. Tales
condiciones son los modos de pertenencia que incluyen tanto las huellas de la experiencia
corporal de satisfacción y de dolor como las maneras particulares de asegurarse del otro,
que son las que constituyen las relaciones de poder en el seno del fantasma
sadomasoquista. En la dependencia amorosa el niño encuentra en el poder del otro el
aseguramiento de su amor. En la histeria, por ejemplo, el enredo del poder que ejerce el
amo, su exigencia de incondicionalidad, es el signo de su amor, mientras que en la
obsesión el amo suele ser el dueño de la satisfacción sexual. El amo no es un
desconocido. El desconocido es la persona a la que atribuimos y exigimos esa función, y
también el propio sujeto, que tanto puede demandar esa función como identificarse con
su ejercicio. Por ejemplo, al psicoanalista se le pide amor e imperturbabilidad, que no se
muestre para que así se le pueda atribuir con más facilidad el amor, como sucede con la
prostituta en algunas fantasías neuróticas.
La pregunta que surge a continuación es ésta: ¿de qué modo esta repetición de la
demanda amorosa, esta solicitud de amor y dominio puede pasar a ser un trabajo en
relación con el saber y, por tanto, con la separación? Este es el corazón del asunto para
Freud. ¿Cómo, se pregunta en la lección 27 de sus Vorlesungen…, se puede rectificar
una “transferencia de sentimientos” (Übertragung von Gefühlen), para convertirla en un
trabajo que tenga que ver con el saber? Sólo hay un camino: el que la transferencia sea
una repetición y no una simple sugestión permite que pueda verse como repetición y así
convertirse en “curación”.
Cuando Freud contrapone repetición y sugestión es porque no ve la sugestión
como repetición, sino como nuevo engaño, amor “inédito” o encuentro con lo que no
decepciona. La sugestión consolida y asegura la dependencia infantil, la escena
sadomasoquista. La repetición, por el contrario, no agrega nada, es per via di levare. De
ahí que Freud concluya, de manera contundente, en 1917, que la curación de esta nueva
neurosis que es la transferencia conlleva la curación de la antigua neurosis. Lo dice así:
Die Bewdltigung dieser neuen künstlichen Neurose fällt aber zusammen mit der
Erledigung der in die Kur mitgebrachten Krankheit, mit der Lösung unserer
therapeutischen Aufgabe (pp. 427-428), que López Ballesteros traduce de esta manera:
“La curación de esta nueva neurosis artificial coincide con la de la neurosis primitiva,
verdadero objeto del tratamiento, quedando así conseguidos nuestros propósitos
terapéuticos” (p. 2400).

151
12. Sobre la ética del trabajo

El término “trabajo” es de uso frecuente en psicoanálisis. Freud lo utiliza con frecuencia


en su armazón intelectual: trabajo del síntoma, trabajo del sueño, trabajo del
inconsciente, etc. El término “trabajo” figura también como guía del quehacer terapéutico
del psicoanálisis. Yo mismo he insistido sobremanera en esa ética del trabajo al referirme
y contraponer trabajo del inconsciente y trabajo de la psicosis, contraposición que, como
se verá, considero errónea porque es como si el sujeto psicótico careciera de inconsciente
y por tanto de capacidad de elaboración, lo cual es manifiestamente falso. De todos
modos, la razón por la que hablo del trabajo del inconsciente o de elaboración
inconsciente (que lo creo preferible) es porque el inconsciente no es una entidad
sustantiva ni un mero estrato psíquico, sino tarea constitutiva del sujeto que experimenta,
reprime, elabora y reescribe sus respuestas a la particularidad traumática de cada uno. Lo
que llamamos trabajo del inconsciente es la elaboración ante el acontecer pulsional de los
desencuentros y la angustia que eso provoca. Sin esa elaboración, el empuje pulsional, a
causa del montante de angustia, tendrá siempre ese carácter destructivo ya sea para él
mismo o para quien conviva o se tope con él.
Ahora bien, nadie puede medir ni cronometrar, ni siquiera definir propiamente ese
trabajo de elaboración. Tampoco, en consecuencia, es algo tan perfectamente delimitado
y diferenciado del empuje al acto; a veces se mezclan porque en ocasiones no hay otro
modo de tomar el aire, de respirar, saliendo a la calle, que actuando contra viento y
marea para comprobar que aún se vive. En todo caso, de esa posible elaboración sólo
cabe saber algo por sus efectos, porque haga posible el silencio de la distancia. Conviene
saberlo para no intentar reducir el trabajo de elaboración a la transferencia.
Hecha esta importante salvedad, no deja de producirme, sin embargo, cierta
desazón el uso tan reiterado del término “trabajo” en el mundo “psi”, ya que termina
adquiriendo en la jerarquía moral tal lugar de privilegio que ya quisiera para sí el más
adusto y severo predicador del sermón de la “creación de riqueza”. El nuevo Catecismo
de la Iglesia Católica, por ejemplo, afirma que el trabajo no sólo es tarea propia del
hombre, sino que se refiere a él como “trabajo redentor” y “medio de santificación”.
El trabajo, la ética del trabajo, ha sido, antes incluso de la aparición del capitalismo
y al menos en la religión que abonó su venida, el cristianismo, un instrumento clave en la
organización jerárquica y burocrática del poder colectivo. El trabajador, antes de figurar
como fuerza de trabajo, como capital humano, es soporte fundamental del orden social
que se fragua en la conquista de la naturaleza y en la guerra de apropiación. El Arbeit
mach frei, que figuraba como consigna en las puertas de entrada a los Lager o campos
de concentración, expresaba con férrea claridad que un orden colectivo funciona con
eficacia y agilidad si todos se someten con “honesta” decisión a la sinergia jerárquica del
trabajo. El trabajo es el articulador sinèrgico del yo colectivo. La paradoja del Arbeit
machfrei es que esa supuesta libertad es figura, como el spot publicitario y la consigna,
no ya sólo de la mayor servidumbre, sino incluso del exterminio físico de los cuerpos.
Conforme a esta ética del trabajo, éste representa la alegre sumisión a la

152
pertenencia colectiva. Sin él, el desocupado está en paro, carece de lugar en el entramado
social, queda marginado por quedar fuera de toda relación contractual, la única que
ordena la pertenencia colectiva.
Cuando hace ya muchos años yo inicié mi primer análisis, recuerdo la impresión
que me produjo el que el psicoanalista me dijera que haríamos un contrato. El contrato
en cuestión era meramente verbal y bastante leonino, pues si yo, por ejemplo, no podía
acudir a la sesión programada, aunque fuera porque estuviera trabajando para pagar mi
costosísimo psicoanálisis, yo debía pagar mi sesión sin rechistar. El día y hora de mis tres
sesiones semanales estaba fijado de antemano y cualquier fallo de mi parte, fuese por el
motivo que fuere, incluso si se trataba de una enfermedad, estaba penalizado. El trabajo
formaba parte de una relación contractual en la que el sujeto era una hoja en blanco,
vacía, donde se escribía la normativa contractual.
Aquella sorpresa y desazón que me produjo aquel contrato verbal, el más liberal
imaginable, el sueño de todo liberal hayeckiano, un contrato sin mediación alguna del
Estado, aquella sorpresa y desazón aún perduran, porque muestra hasta qué punto esa
ética liberal-hayeckiana del trabajo gobierna la burocracia psicoanalítica: no hay ninguna
forma orgánica de existencia (padres, hijos, amigos, etc.) que pueda obstaculizar o
simplemente menoscabar el trabajo, no sólo de la sesión psicoanalítica sino de la
pertenencia grupal. Eso puede conducir al psicoanalista a valorar en exceso la sumisión
burocrática del paciente al orden de las sesiones, al que se le atribuye de por sí el mayor
valor terapéutico.
Sin embargo, lo que cabe llamar trabajo del inconsciente es un trabajo de
elaboración enteramente singular y asinérgico, que no se adecua a la burocracia hoplita
del yo colectivo. En la elaboración se abre lugar no sólo a la culpa y al resentimiento,
sino también al amor, a la compasión, a la charis y a todas esas cosas que la pasión
contractual ha desprestigiado o borrado del mapa. La elaboración de la que aquí se habla
no teme a la soledad, la acepta como su más genuina condición. No existe, en suma, otra
heteronomía del sujeto que la soledad de su singular determinación.

13. Dos momentos clave en un análisis: elaboración inconsciente y caída de la


transferencia

Aclarado lo anterior y volviendo sobre el asunto de la transferencia y del valor


terapéutico del psicoanálisis, diré que hay dos momentos clave en un análisis, dos
momentos de separación. El primer momento corresponde a aquel en el cual la
transferencia no es sólo obstáculo sino apertura al trabajo del inconsciente, es decir, a la
elaboración. Para ello el psicoanalista es pieza fundamental, pues lejos de alimentar con
su desdén el amor del paciente lo orienta hacia lo que tiene de repetición, de demanda y
de satisfacción. Esa orientación va a permitir al paciente poder verse como sujeto de esa
repetición. El valor terapéutico de la repetición consiste precisamente en eso, en que
existe esa posibilidad que nace del hecho de que la repetición sobre la “persona del

153
analista” implica un desplazamiento y una movilización libidinal. Basta que el analista no
se convierta en obstáculo, que no se ciegue con sus interpretaciones, que no se engría
con la demanda del paciente, que no sea un doctrinario, que no estorbe y que escuche,
que no ejerza la transferencia, que no la engorde. Eso no es más que la tan referida
“neutralidad” del analista. No debería ser tan complicado. Sólo requiere soportar la
soledad y no aturdirse con el jaleo institucional y doctrinario. Si en verdad hay un deseo
del analista, éste es, por decirlo con palabras de Kafka, un “deseo de soledad superior a
cualquier otro”.
La repetición aparece y el paciente va a empezar a hablar en seguida de sus padres
y de su pareja, de esa repetición, de eso va a hablar y no tanto del analista. Habla,
entonces, de lo que constituye el nudo de su dependencia infantil, el apenado escenario
de su culpa y de su humillación. Freud observó que cuando un paciente en vez de hablar
de las dificultades con su vida, se dedicaba a hablar del analista, es que se trata de una
resistencia (Widerstand) , de un cierre del inconsciente. Toda resistencia proviene, en un
análisis, del componente de sugestión, ya se muestre como intensificación de la
humillación o como estéril rebelión contra el analista. Pero que esa resistencia no se
consolide requiere que el analista no se confunda por creerse receptor definitivo de esa
repetición y considerarse irreemplazable en la vida de ese sujeto. Para ello, debe haber
hecho la experiencia del segundo momento de la separación en su propio análisis.
Ese otro momento es el Untergang de la transferencia. Es inevitable que la entrada
en un análisis se haga por la sugestión, pero no habrá análisis si esa sugestión impide ver
la repetición como lo más propio, aún en el caso de que se tratara de una humillación
intensificada, pero al menos desnuda, casi animal, no disimulada bajo el traje talar. Ese
proceso puede conducir al desprendimiento de la escena transferencial. Recordemos que
el final o término, cualquier cosa que se entienda por ello, no reside en que se agote o
termine el trabajo del inconsciente, la elaboración inconsciente, sino que esa elaboración
se desprenda del escenario transferencial. Curarse de la neurosis coincide con curarse de
la transferencia, es decir, uno se cura de la demanda de curación. Ahí empieza otra cosa,
lo que Freud llamaría devolver el capital libidinal, producido en la transferencia, al
mundo. La tesis de Freud es muy sencilla: la transferencia es una movilización libidinal.
Esa movilización libidinal si se limitara al amor de transferencia desconecta del mundo, y
entonces el propósito ético del psicoanálisis desaparece. Dicho propósito ético es hacer a
alguien capaz de amar, lo que implica poder soportar la contingencia y el sinsentido del
amor, su gratuidad. Ahora bien, si el amor queda reducido al escenario transferencial,
entonces sólo vale por su aseguramiento y no por su contingencia. Todo lo que viene del
lado de la contingencia, el malentendido, la lejanía, la gratuidad, la disidencia, la piedad,
la precariedad, etc., será maltratado, y se privilegiará todo aquello que crece en el cubil
de la pertenencias: el fanatismo, el resentimiento, el odio, la condena, la tirria, la
rivalidad, la exigencia, la servidumbre… Un análisis en esas condiciones sacará lo peor de
una persona y el amor de transferencia será una perversión del amor.
Esto afecta de modo particular a los propios psicoanalistas, que suelen buscar su
legitimidad en el tráfico institucional de transferencias, lo cual obstaculiza el Untergang o

154
caída de la transferencia. Y así puede suceder que se consolide la dependencia
sentimental al psicoanálisis, y la transferencia pase a ser colectiva, que la repetición se
recluya en el escenario fantasmático y la pulsión de destrucción gobierne la intrincación
pulsional. De un psicoanalista se pregunta, como si de un hijo se tratara, de quién es, a
qué familia transferencial pertenece. No se pregunta sobre su práctica clínica, ni sobre su
pensamiento, no interesa lo que dice, sino quién lo dice y a qué escuela pertenece. De
esa forma se ha llegado al actual estado de penuria teórica y clínica en que se encuentra
el psicoanálisis. Y, sin embargo, es una clínica irreemplazable, pues se verifica cada vez
más que la psiquiatría genética no consigue más que algún consuelo químico y, en
cualquier caso, el sujeto, más allá de todo debate etiológico, sufre y se angustia, y se
defiende, y se dirige al otro, y solicita una ayuda, y la sugestión o la religión no son
necesariamente las únicas posibilidades de contención de la neurosis, sino que, quizá,
cabe curarse de la demanda de curación.

14. Curarse de la demanda de curación

¿Cabe curarse de la demanda de curación? Si tuviéramos que responder desde la


experiencia histórica, parece muy claro que la respuesta sería negativa. La historia, la
llamada historia, se limita a la escueta repetición bajo modos no demasiado diversos de
anhelantes demandas de pertenencia, de ser elegido y salvado y del temor aterrador a ser
expulsado y condenado. Freud y sus contemporáneos, se confiara en la ciencia como
Freud o se tuviera horror a lo que supone la ciencia de ignorancia como Nietzsche, tienen
en común el considerar que la religión tocaba a su fin. Nietzsche fue el más clarividente
por saber que la Umwerthung der Werthe que se avecinaba era del todo imprevisible y,
probablemente, catastrófica en términos colectivos, y la ciencia no era más que la
expresión mayor del nihilismo y del desprecio a la vida. La ciencia estaba destinada a
engrosar la bolsa de los negociantes y a servir de coartada a los destrozos de la Tierra y
de los hombres conforme a la reiterada e indispensable proclama religiosa de que los
fines, la causa final, justifica y da razón de las miserias y de los sufrimientos de los
medios.
Freud, confiado en extremo en la razón ilustrada y en la dimensión salutífera de la
ciencia, lo que quiere proponer es una ampliación del campo científico, de manera que
incluya la subjetividad y tenga capacidad de intervención terapéutica. Estos presupuestos
le llevaron, como estamos viendo, a continuas contradicciones, y puede que el asunto de
la transferencia sea el más peliagudo de resolver, pues, como dice en 1917, constituyó
una “humillante rectificación de nuestras pretensiones científicas”, ya que el vínculo con
el psicoanalista no es un vínculo de saber, sino de sentimientos (Lección 27). No se trata
del saber, sino del amor y del temor, pero aun así Freud no se arredra y su empeño sigue
siendo el de no virar hacia la religión.
Encuentra para ello los dos elementos clave ya reseñados, que le permitirían salir
del embrollo transferencial y que forman parte, sin embargo, de ese embrollo. Estos dos

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elementos son la repetición y la separación. Lo que la transferencia pone en escena es la
repetición de la demanda de amor zwangsläufig , como lo llama en 1926 (Die Frage der
Laienanalyse, p. 316), incondicional, es decir, se repiten, como ya se vio más arriba, “las
condiciones de la vida erótica” (Zur Dynamik der Übertragung, p. 159). Esa repetición
puede dar paso a la elaboración inconsciente y éste sería el primer tiempo de la
separación, ya que el hecho de que el sujeto reconozca y se vea en su repetición
“histórica” es condición de que finalmente la transferencia caiga y se consuma la
separación del analista bajo el modo particular de curarse de la demanda de curación.
Repetición y caída de la transferencia, repetición y separación serán pues los dos
rasgos específicos de la “técnica psicoanalítica”. La repetición es el hecho mismo del
vínculo transferencial, pero, a partir de la elaboración, la repetición se desnuda y se
desliga del analista, y en esa separación consiste curarse de la neurosis, lo que cabe
formular como curarse de la demanda de curación. El término utilizado por Freud para
referirse a la “curación” de la transferencia es Bewdltigung. Bewdltigung significa
conclusión o dominio, superación. La conclusión de la neurosis artificial, o de
transferencia, va a la par de la resolución (Erledigung) de la neurosis o enfermedad
(Krankheit) que llevó al tratamiento, y así se encuentra la solución (Lösung) a nuestra
tarea (Aufgabe).
Entre la repetición y la Bewdltigung de la transferencia está el proceloso y arduo
trabajo analítico de la elaboración. La transferencia es condición de la cura analítica, dirá
Freud en esta misma Lección 27, porque constituye por de pronto un desplazamiento
libidinal, no es una prédica, y la movilidad libidinal es el motor de la elaboración
inconsciente, y a partir de ahí puede contemplar la repetición que le caracteriza como lo
más propio y singular, y por eso se puede hablar de elaboración de la repetición. La
transferencia permite la elaboración inconsciente porque permite que la angustia tenga la
posibilidad de su silencio, y que no esté obligada a la desesperada mostración del paso al
acto, del grito actuado como agónica y torpe demanda de vida.
Maniobras repetidas del castigo y de la culpa, exigencias que paralizan el deseo,
amores odiados reducidos a su esclavitud, dependencias airadas e irrenunciables,
abandonos melancólicos que ahogan en lágrimas la súplica amorosa, cuerpos que
arrastran aterrorizados su pesadez por pasillos interminables a la búsqueda del tribunal de
acusación, historias idiotas, chismes repetidos que ocupan todo el tiempo y retienen a
hombres y mujeres en tomo al “influjo del Castillo”, como lo llamaría Kafka, un castillo
que no es otra cosa que el espacio único, sin que pudiera haber otro, de la humillación, el
sexo en su oscura cercanía animal como servicio que perdió el horizonte de la vida y del
deseo, madres avaras de la sangre de sus hijos y padres desorientados por la culpa
tomando decisiones aterradas que deciden la vida de alguien y que alimentan las alianzas
del odio por terror a la soledad. He aquí una manera de describir el escenario que erigen
las estrategias de la pertenencia y de la retención en las que el sujeto pelea por iniciarse,
ante el vértigo de lo desconocido.

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15. El descubrimiento de la pulsión de muerte y el valor terapéutico de la
repetición

En 1920 escribe Freud refiriéndose a la vida infantil y a la transferencia:

La pérdida del amor y el fracaso [das Misslingen] dejaron tras sí un daño duradero en el
sentimiento de sí mismo, como si de una cicatriz narcisista se tratara […] La tierna adhesión a uno de
los progenitores, casi siempre del sexo contrario, sucumbió al desengaño, a la inútil espera de
satisfacción […] las exigencias de la educación, las palabras severas, le descubrieron por último el
desprecio [Verschmähung] del que era víctima […] Todas estas dolorosas situaciones afectivas y
todos estos sucesos indeseables son resucitados con gran tino y repetidos por los neuróticos en la
transferencia (Jenseits des Lustprinzips, III, pp. 230-231).

Pues bien, esa repetición en acto de tan anhelada, irrenunciable y dolorosa


pertenencia, que se da en el vínculo transferencial, es la posibilidad terapéutica, ya que si
se consigue ver esa repetición, se toma distancia, se inicia el camino de la separación, y si
bien la repetición no desaparece, al menos se desnudará de sus vestimentas (ideales,
reproches y exigencias) para devenir en lo que en términos nietzscheanos podemos
llamar “lo que se es”, y ese devenir “lo que se es” es el camino del olvidarse y
malentenderse (así lo escribe Nietzsche) de un yo desfigurado y exaltado por lo que él
llama los “grandes imperativos”:

El llegar a ser lo que se es presupone el no barruntar ni de lejos lo que se es. Desde este punto
de vista tienen su sentido y valor propios incluso los desaciertos de la vida… En todo esto puede
expresarse una gran cordura, incluso la cordura más alta: cuando el nosce te ipsum sería la receta para
el declive o la caída [Recepì zurrí Untergang], entonces el olvidar-se [Sich-Vergessen], el
malentender-se [Sich-Missverstehen], el empequeñecerse… se transforman en la razón misma.
Expresado de manera moral: amar al prójimo, vivir para los otros y para lo otro puede ser regla
defensiva para conservar la más estricta mismidad […] Es preciso mantener la superficie de la
conciencia -la conciencia es una superficie- limpia de cualquiera de los grandes imperativos. ¡Cuidado
incluso con toda palabra grande, con toda gran actitud! Puros peligros de que el instinto se entiende
demasiado pronto […] Jerarquía de las posibilidades; distancia; el arte de separar, sin enemistar; no
mezclar nada, ni reconciliar nada [Nichts versöhnen]; una multiplicidad enorme [eine ungeheure
Vielheit], que es, sin embargo, lo contrario del caos, -ésta fue la condición previa, el largo secreto de
mi arte y de mi trabajo (Ecce Homo, 9: Por qué soy tan inteligente).

¿Cómo llegar a ser lo que se es? ¿Cómo encontrar la peculiaridad, insustituible y


múltiple, de lo que me determina? La repetición bajo transferencia es, en la clínica
psicoanalítica, el comienzo de ese largo y secreto camino de la peculiaridad
“irreconciliable”, secreta y múltiple, que recorre el abandon o de la “superficie de la
conciencia” (según la expresión de Nietzsche y que Freud formularía luego al hablar del
yo como “proyección de una superficie corporal”), para adentrarse en un campo menos
representativo y más solitario que es el de la repetición sin sentido de la escena de
humillación y del enigma mnémico que la grabó en el cuerpo. Es un trabajo silencioso

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que se da tras las palabras y la palabrería del encuentro reiterado, trabajo que el
psicoanalista no debiera obstaculizar.
Añade Freud, después de la cita anterior, que el neurótico “sabe crearse de nuevo
la impresión de desprecio, obligando al médico a dirigirle duras palabras y a tratarle con
frialdad; halla los objetos adecuados para sus celos”. Sigue Freud describiendo ese
penoso escenario de la transferencia que reitera el afán libidinal de la ofensa y de la
súplica. El abandono, la traición, la humillación y el castigo volverán a repetirse, pero
llegará el momento en el que el sujeto esté solo ante ello y no reclame la salvación, es
decir, no redoble la escena de humillación, y esa distancia entre el sujeto y su ser más
propio, la repetición, hará que no sean del todo coincidentes e idénticos, aunque esa
odiosa repetición esté allí de nuevo como un mandato diabólico grabado en el cuerpo.
El montaje fantasmático sadomasoquista alimenta la vida social y colectiva, esa
escena de humillación está por todas partes, basta encender la televisión, observar la vida
social, oír las conversaciones del entorno. La escena de humillación está por todas partes,
y la vida social y colectiva consiste en mirar hacia otro lado, en denegar esa escena que la
rige, transformando la íntima humillación en ostentosa ofensa. Pero siempre hay una
escena de humillación repetida que es particular de cada uno. Un hombre, por ejemplo,
repite la escena de humillación de su infancia: la sumisión al odiado representante del
poder de tumo, comportándose como uno de ellos sin serlo, sin poder nunca formar
parte de ellos, pero cumple sus normas y sus ritos, y todo por un mandato materno
ineludible que se repite una y otra vez, y es como si ese intrusismo, ese estar tan
descolocado y tan asustado respecto a un deseo propio que se repite una y otra vez,
fuera una trágica maldición.

16. El debate sobre la “contratransferencia”

Para que el sujeto pueda conseguir ver esa escena particular, su desnuda repetición, es
condición, a veces indispensable, que el psicoanalista no forme parte cómplice de la
misma. Aquí, en este momento, habrá que abordar el debate habido a lo largo de la
historia del psicoanálisis con la llamada contratransferencia. Dado que el vínculo
transferencia! conlleva la repetición por parte del paciente de demandas y decepciones
que jalonan la vida pulsional de la infancia, habrá que suponer que ese vínculo tan poco
aséptico y tan sentimental e incluso sensiblero, tenga efectos en el propio analista. A esos
efectos se les puede aplicar el término genérico de contratransferencia. Algo así de obvio
no tendría mayor interés si no fuera porque pronto se consideró que esos efectos podían
repercutir de modo poco deseable en el tratamiento. El analista debería estar a salvo de
tales efectos perniciosos.
La contratransferencia no ocupa un lugar preponderante en la reflexión freudiana.
Forma parte del campo de la transferencia y de sus avatares como repetición o
seducción. El término freudiano es Gegenübertragung, que López-Ballesteros, como ya
se señaló anteriormente, traduce por “transferencia recíproca”, que tampoco es tan mala

158
traducción, pues aunque, en efecto, la preposición gegen se traduce por “lo contrario”,
“lo que está enfrente”, esta preposición tiene entre nosotros, sobre todo si se usa como
prefijo, la connotación de oposición y rechazo, mientras que el uso que tiene el término
en Freud es más bien como repercusión o como respuesta especular y no consciente, o
como correspondencia. Por eso, la traducción de López-Ballesteros no es tan
desacertada, ya que “transferencia recíproca” tampoco significa en sí ningún tipo de
proporcionalidad. Es cierto que la relación transferencial no es proporcional, puesto que
de por sí repite la escena infantil de la desproporción madre/hijo, pero es recíproca, ya
que los efectos de uno repercuten en el otro, y viceversa.
Freud introduce este término en 1910 en el Congreso Psicoanalítico de Nüremberg
para nombrar los efectos que tiene en el analista la situación transferencial y como algo
que el analista debe tener en cuenta para reconocer y dominar (erkennen und
bewaltigen). Posteriormente, en 1915, en sus Observaciones sobre el amor de
transferencia, va a explicar de una manera sencilla por qué se ha de domeñar la
Gegenübertragung, para evitar que el psicoanalista se crea objeto-causa del amor del
paciente y se confunda y no entienda que en la transferencia se trata de la repetición en
acto de dependencias infantiles, y que la oportunidad de la cura psicoanalítica es la
posibilidad de interpelar esa repetición.
La cuestión de la Gegenübertragung entra a formar parte de la especial
preocupación freudiana por contraponer sugestión y repetición, de tal forma que si el
psicoanalista se confunde y cae en la “transferencia recíproca” va a alimentar la relación
transferencial y la sugestión como escenografía del vínculo sadomasoquista. Tal como
describía Freud en 1920, el neurótico sabe conseguir el maltrato del analista a la vez que
su disponibilidad, y el analista sucumbe a esa estrategia de la humillación si acepta tratar
a su paciente conforme a la dependencia infantil, según el popular criterio del palo y la
zanahoria. Esa escenografía es el terreno propicio de la hipnosis o de la fascinación del
poder y de la violencia. La elación narcisista que ese escenario produce conlleva lo que
algunos han llamado “disolución de los límites yoicos” en la propia relación terapéutica,
que inhibe cualquier posible separación y propicia el desvanecimiento del sujeto al
servicio de una sensiblería narcisista grupalizada. De hecho, los que han respondido
airadamente (caso Lacan) a cualquier consideración de la Gegenübertragung, al simple
hecho de tenerla en cuenta, han sido quienes de modo más virulento han creado un
espacio transferencial colectivo (llamado Escuela), donde toda dimensión crítica o
cualquier gesto de separación ha sido despectivamente rechazado.
El término “contratransferencia” se consagró entre los posfreudianos, y su campo
semántico se amplió en trabajos que analizaban las respuestas de diverso tipo que podía
dar el analista a determinadas “proyecciones” transferenciales del paciente. La
contratransferencia ya no era de por sí “mala”, sino que formaba parte del trabajo
analítico y lo que se pedía al analista era estar al tanto de lo que se estaba produciendo y
ordenar su práctica también en función de esas respuestas inconscientes para evitar así
determinadas identificaciones “complementarias” (Helen Deutsch) o “concordantes”
(Racket).

159
El riesgo de esta posición analítica es dar excesivo protagonismo al psicoanalista y
que éste se ocupe en exceso de analizar lo que sucede en el vínculo transferencial, y que
entonces el análisis se pueda convertir en “análisis de la transferencia”. Eso puede
conducir a un círculo vicioso que consiste en querer analizar la transferencia para
pretender así disolverla, cuando en realidad se la consolida por reducir el mundo del
paciente al exclusivo universo transferencial.
Probablemente, el error de la escuela kleiniana fue pretender concebir la repetición
como proyección. Algunos, como por ejemplo Nunberg, pensaban que la proyección
daba mejor cuenta del carácter alucinatorio de la transferencia, pero olvidan así lo más
propio de la repetición, esa peculiaridad de un sujeto que constituye su carácter más
íntimo e indecible y que no se proyecta en el otro, sino que simplemente se repite. La
importancia de este asunto se ve por sus efectos. Veamos.
Si se concibe la transferencia como proyección, entonces se interpreta todo el
tiempo, pues toma la mayor relevancia lo que está sucediendo entre paciente y analista, y
así se va tejiendo una trama laberíntica que ahonda en la dependencia infantil, pasando la
contratransferencia a ocupar un papel fundamental en el tratamiento. Ya no será
considerada como un obstáculo, sino que, por el contrario, lo que el paciente provoca en
el analista, los propios sentimientos del analista, van a ser vistos como la manifestación
más genuina del inconsciente del paciente (así lo dice Paula Heimann en 1948) y no
como algo que el psicoanalista simplemente ha de tener en cuenta para “conocer y
domeñar”. Paula Heimann dice algo de sentido común: los afectos que suscita un
paciente en el psicoanalista forman parte de la respuesta del psicoanalista y de su modo
de escuchar. Pero una vez más esa tendencia a la ampliación de significado la condujo a
hacer una afirmación tan generalizada, que termina tan alejada de la propuesta
terapéutica de separación y disolución de la transferencia. Podemos preguntar a P
Heimann que si tanta es la neutralidad del analista, puesto que él simplemente proyecta el
inconsciente del paciente, entonces el mismo paciente ha de producir los mismos efectos
en cualquier analista, pues en caso contrario su tesis no podría sostenerse. Lacan, que
dice detestar el concepto de contratransferencia, preferirá hablar de resistencia del
analista, en contraposición al “deseo del analista”. Quien en este caso queda anulado es el
paciente mismo.
En ambos casos la transferencia dejaría de ser condición del tratamiento para pasar
a ser el objetivo. Habría dos modos de esa confusión: uno sería la permanente
interpretación de los contenidos transferenciales, y el otro establecería que la
transferencia no se interpreta pero tampoco se disuelve, y que el “deseo del analista” es
el “objeto-causa” y no simple pantalla proyectiva, con lo cual termina convirtiéndose en
el ejercicio, silencioso y en acto, del fantasma sadomasoquista.
Si se mantiene en el horizonte la perspectiva de una salida de la transferencia es
porque el psicoanalista ni es una pantalla proyectiva, ni el “objeto-causa”, sino objeto de
la repetición, hipnóticamente velado de entrada. La transferencia es la condición del
análisis y no el objetivo, no se interpreta, ni el analista se debe confundir y complacer
con la escena transferencial. Es verdad que la repetición de la escena infantil de

160
humillación forma parte del estigma alucinatorio de cada sujeto, ese núcleo hipnótico,
que señalara Freud, y que se activa cada vez que alguien viene a encamar la unidad entre
amor y poder o maltrato. Hermann Nunberg supo ver cómo el analista puede encarnar en
la transferencia el objeto alucinatorio de la “identidad de percepción”, que trastorna al
sujeto hasta la disolución de los límites de la realidad (por ejemplo, casos de erotomanía
o de angustia superyoica convertida en terror) y le impide el trabajo de elaboración
inconsciente, pues su capacidad analítica y crítica se ha visto reducida al mínimo. Por esa
razón el paciente queda en situación de hipnotizado, reducida su conciencia y su
posibilidad de separación.
La pregunta que subyace en todo este asunto de la contratransferencia es sobre el
hacer del psicoanalista, pues se le pediría que no sea cómplice de una escena que, por
otro lado, no sería posible sin él, al menos en su solícita particularidad de agente de la
salvación. ¿Se le pide al psicoanalista que sea un santo? Es una propuesta de Lacan. Pero
si es así lo colocamos en el sitial del santurrón depredador, por utilizar ese término con el
que Nietzsche se refería al oficio de profesor que vive de violentar y masticar a sus
alumnos para robarles la vida, chuparles la sangre y sentirse joven. Pero la escena
profesoral tiene al menos la franqueza de la seducción por medio de un saber, que, a fin
de cuentas, no deja de ser un saber referencial. Sin embargo, la escena transferencial es
más obstinada y sombría, se trata, como con la estatua de Praxiteles, de simular la
“identidad de percepción”, el encuentro con el objeto perdido y hallado en el Templo, su
alucinación.
¿No es eso una impostura? Empeñarse en el oficio de psicoanalista es un
atrevimiento que roza el límite de lo permisible, y si algo puede separarlo del resto del
mundo “psi” es únicamente el sentido del ridículo y lo que Nietzsche llamaría un
“realismo temerario”, que ni se deja engatusar con los respectivos rituales de logomaquia,
ni se satisface con el asentimiento y la confesión del pecador. No es que sea un santo,
simplemente sería alguien que no encuentra ninguna satisfacción en el hipnotismo, y sí
un poco más en ver cómo alguien recompone la angustia de la soledad y sus avatares
antes de salir a la calle, donde está su sitio. No sabe hacer otra cosa, ni tiene necesidad
de sentirse superior al resto o de simularlo, ni de ser un Menseben-Verächter, un
despreciador de hombres (cf. Crepúsculo de los ídolos, 21).
El “realista temerario” no es despectivo, aunque sólo fuera porque conoce que se
trata de los detalles, que la elucubración lo primero que sacrifica son los detalles, que la
verdad está en los detalles, es decir, en la repetición y no en los discursos. El sujeto se
guarece en los detalles y con ellos, paradójicamente, construye su personal y convincente
ignorancia yoica; no se da cuenta de los detalles; en ese olvido le va la vida. El
psicoanalista que no sea un santurrón atiende a los detalles y por esa misma razón limita
con la necesidad de ignorancia del paciente. No sustituye esa ignorancia por otra más
engolada y por eso más despectiva. Sólo puede ser testigo hasta allí donde el paciente,
confuso por su implacable y repetida determinación, le ha dado entrada, y nada más. Si
no requiere el pecado para la prepotencia de su perdón, mucho menos requiere la
confesión como entrada a una nueva y fascinante pertenencia. Hay dos psicoanálisis, uno

161
laico y otro clerical. Esa es la verdadera cuestión del Laienanalyse y no sólo como se
planteó en un principio sobre si el ejercicio del psicoanálisis podía llevarse a cabo por los
no médicos (asunto éste que vuelve con inusitada virulencia, toda vez que el psiquiatra
ha vuelto a ser médico y el psicólogo busca un puesto de trabajo).
La mejor intervención sobre la transferencia es no darle el lugar primordial en la
relación analítica, sino tomarla con respeto por ser la condición de la elaboración
inconsciente, pero no convertirla en objetivo del análisis, ya que sería entonces tomarla
como obstáculo a la elaboración y ponerla al servicio del engreimiento, angustiado o no,
del psicoanalista. Ya en 1954, Benedek advertía de los problemas contratransferenciales
que provienen del ámbito institucional y que provocan en el analista una parálisis y una
falta de libertad en su escucha y en su atención que dificulta sobremanera su bien hacer
con el paciente. Esta preocupación de Benedek se iría revelando progresivamente como
un problema capital que ha empobrecido la creatividad y la crítica en el pensamiento
psicoanalítico. Esa parvedad crítica se suele encubrir con el rigorismo superyoico.

17. El psicoanalista como parresiastés

La prudente posición de Freud ante este asunto sigue siendo preferible porque, por un
lado, ve cómo la transferencia, que es condición de tratamiento, tiene el riesgo de
convertirse en gran obstáculo, si no se la ve como repetición en acto de la dependencia
infantil, de la angustia infantil ante el deseo del otro y su particular modalidad subjetiva.
El analista, por tanto, debe permanecer al biés de la transferencia en un lugar más
recogido pero más franco, a fin de que la movilización libidinal del “amor de
transferencia” no vuelva a verse estancada, esta vez en el recinto de un amor sin
decepción y, por tanto, muerto o criminal, sino que esa movilización le permita por fin
devolverle “la libre disposición de su capacidad de amar, coartada hasta ahora por
fijaciones infantiles, pero devolvérsela no para que la emplee en la cura, sino para que
haga uso de ella, más tarde, en la vida real (fürs reale Leben), una vez terminado el
tratamiento” (Bemerkungen die Übertragungsliebe, pp. 228-229).
La “vida real” supone un cierto despertar del sueño hipnótico de la transferencia,
de ese manoseo de promesas renovadas hasta el infinito, y el trabajo del “analítico”,
como lo llamara Freud, se ha de encaminar hacia la salida de esta enfermedad de la
transferencia, pues curándose el paciente de esta nueva enfermedad que es la alienación
transferencial, podrá curarse de la neurosis infantil, podrá curarse en suma de su
demanda de curación y, de ese modo, la repetición se podrá desprender de sus uniformes
y de su ignorancia para revelarse, por un momento al menos, en su desnudez silenciosa y
solitaria. Y entonces el analista ya no está allí.
De hecho, Freud siempre se movió en ese dilema entre el ejercicio de la autoridad
que va ligado a la interpretación más o menos esotérica y la franqueza de la
“construcción”, de hablar al paciente con palabras llanas que pudiera reconocer como
propias. ¿Por qué no decir de forma sencilla a una paciente que está repitiendo un

162
abandono que le devuelve al lugar de muerta que dice haber regido su infancia o a aquel
otro que no cuenta lo que dice sucederle, sino que sólo se interpreta y se justifica, o a un
tercero que su manera de referirse a sus dificultades es demasiado concluyente sin
hacerse ninguna pregunta, o a una madre enferma que su manera de solicitar el cuidado
de su hija parece invadida de odio, o en otro caso que la culpa como único vínculo con la
llamada pareja puede ser una figura de la crueldad? Con esto quiero decir que el
psicoanalista es paciente, conoce la paciencia, pero la paciencia es distancia, no es
complicidad ni imposición. El deseo del analista, si se pudiera de algún modo generalizar,
guardaría una vocación de soledad en esa extraña y delicada “compañía” del paciente y
una relación privada y pertinaz con la verdad que no quiere engañarse más que lo
absolutamente indispensable para vivir y si fuera posible ni siquiera eso.
Puede que esto resulte paradójico con una práctica que tiene el atrevimiento e,
incluso, el descaro de recibir a alguien en dificultades, anhelante de ser acogido y, por
tanto, de ser engañado, y resulta, entonces, que el abandono de la necesidad de engañar
y de ser engañado pudiera tener una cierta posibilidad, por limitada que fuera, si un
psicoanalista laico, un cierto “realista temerario”, admitiera esa opción, sin convertir el
psicoanálisis mismo en un barullo especulador de disimulos o de intrigas en las que el
deseo perece a manos de su propia estrategia de poder, y termina en reiterado
espectáculo sadomasoquista, fascinante e hipnótico. Si la sugestión es una manera de
suscitar la demanda de alguien, la hipnosis es el medio diabólico de poseer su voluntad y
para ello, para su buen y acabado cumplimiento, no hay distinción entre hipnotizador e
hipnotizado, como la gramática sadomasoquista nos enseña.
Cuando el psicoanálisis sucumbe a esa común estrategia de la hipnosis, carece de
particular interés y sólo le queda una escuálida aureola esotérica. No es como creía Freud
porque la curación por hipnosis no perdure, pues en eso Freud erró, ya que la hipnosis y
la sugestión es lo que más perdura y es lo que alimenta y da consistencia al vínculo
colectivo, y ésa es la razón por la cual el psicoanálisis tiene la tentación de instalarse en la
respuesta hipnótica cuya demanda tiene tanta solidez en la transferencia. No es, por
tanto, que la “curación” por hipnosis no dure, sino que la clínica psicoanalítica nace con
otros propósitos como son el que el sujeto mantenga una relación con la verdad de sus
comportamientos e inhibiciones y no se contente con la simple y habitual especulación, y,
por otro, que la movilidad libidinal que la transferencia puede proporcionar se oxigene en
contacto con la diversidad de la “vida real”, con esa multiplicidad donde el sujeto viviente
puede respirar por la separación.
Se podría decir que el psicoanalista es el parresiastés del paciente, puede servirle
para no engañarse tanto, aunque eso conlleve avergonzarse un poco más, pues, como ya
vimos que decía Plutarco, “siendo cada uno para sí mismo el principal y más grande
adulador”, tiene el peligro de “crear en cada uno el engaño hacia sí mismo y la propia
ignorancia y la de todos los bienes y males que le atañen en relación a sí mismo” (Cómo
distinguir a un adulador de un amigo, 49a). No es, en efecto, un saber o un engaño
cualquiera, pues se trata de la propia vida, y el “analítico”, si tal es, quiere ayudar de un
modo que favorezca el desplazamiento libidinal y contribuir a poder formular y hacer

163
más inteligibles (no más comprensibles, sino más inteligibles) las dificultades que se
tienen con la vida más elemental, con el cuerpo que busca la satisfacción en otro cuerpo
y con el amor o modo de encontrar una razón para vivir o, al menos, para no necesitar
destruirse.
Si Plutarco pide que el parresiastés, aquel que se toma como condición de la
verdad del sujeto, sea un amigo para que así, como buen amigo, no consienta en el
engaño, Galeno, sin embargo, va un poco más allá, pues, según él, el amigo pronto caerá
en la tentación si no de la adulación, sí en el mejor de los casos de la complicidad. Por
eso Galeno, médico del siglo II, propone que el sujeto para librarse de sus engañosas
pasiones necesita un parresiastés, no puede sólo por su cuenta, pero ese parresiastés ya
no puede ser un amigo al que el afecto le puede perder, sino un hombre (y aquí, en
efecto, Galeno, como antes Plutarco o Séneca, está excluyendo a la mujer), cuyo rasgo
no sea la profesión (médico o no médico), sino la entereza moral:

Cuando un hombre no saluda por su nombre al poderoso ni al rico, cuando no los visita,
cuando no cena con ellos, cuando vive una vida disciplinada, cabe esperar que ese hombre diga la
verdad […] si encuentras hombre semejante, llámale y habla un día con él; pídele que te muestre
inmediatamente cuanto de las pasiones que hemos mencionado vea en ti… (citado por Foucault, pp.
180-181).

El rasgo común del parresiastés es mantener distinta y separada la verdad de


cualquier otra forma de poder, sea político o económico o moral. Freud, por su parte,
reiterará la necesidad de la entereza moral del “analítico” para resistir a la tentación de
contentarse con la sugestión y el poder atribuido a una supuesta verdad exterior,
confundida con la bondad. Hoy somos en eso bastante menos exigentes, pero a nadie se
le escapa que resistir a la tentación de engreírse con la sugestión o de fabricarse teorías
con libérrima ampliación de significado, a partir de esa inmunidad a la crítica que da la
sugestión hipnótica, ha de suponer una cierta actitud moral, sea al menos para no
confundir la verdad con la confesión, ni la elaboración inconsciente con la interpretación,
ni la curación con la pertenencia. Un cierto respeto a la soledad requiere vivir a la
intemperie sin el cobijo de ninguna iglesia, pues un análisis no consiste en contarse
buenas historias entre sí. Ahí no hay buenas historias, sino que el saber al que se enfrenta
el sujeto es sobre los fragmentos que forman los restos de su particular y humilde
desolación, de su particular barbarie, de su vergüenza y de su airada exigencia.
Se mire como se mire, la práctica psicoanalítica es una cuestión moral. El
“analítico” ha elegido ayudar a alguien a separarse de sus temores y de sus
interpretaciones sin proponer a cambio una alternativa amorosa ni aceptar el poder que se
le atribuye. No puede hacer que alguien que vive la angustia de no ser amado se consuele
con la esperanza o la creencia en un “amor inédito”. Quien de verdad no es amado no
tiene consuelo, y poder escuchar ese desconsuelo sin hacerse cómplice de ningún
“victimismo” ni de ninguna impunidad lacrimógena tiene que ver con esa “entereza
moral” de la que habla Freud. ¿Cómo oír el pàlpito angustioso de una demanda de amor

164
sin defenderse con el gesto despectivo y acobardado ante el sufrimiento ajeno?

18. ¿Final o interrupción? Sobre el límite interno de la pulsión

Mucho se ha comentado acerca del porqué Kafka no conseguía acabar sus novelas. Pero
cualquier lector de Kafka sabe que esas novelas inconclusas son consecuencia de su
escritura. La escritura de Kafka no es la de un ofendido, sino la de un excluido de toda
redención. Felix de Azúa lo explicó muy bien al decir que las novelas se interrumpen
cuando aparece la posibilidad de un final “redentor” (cf. Lecturas compulsivas, p. 101).
Esa posibilidad cae en el aturdimiento de su propia espera, por eso es un contrasentido,
una reincidencia, como muestra el ejemplar relato de Sánchez Ferlosio titulado
precisamente así, El reincidente, probablemente uno de los relatos más estrictos y
rigurosos que se han podido escribir después de Ante la ley de Kafka. El lobo
despeluchado de Sánchez Ferlosio, que al final entiende que el veredicto último atañe al
lobo como tal y no a cualquier disimulo, expresa esa redención interrumpida en la que
debería consistir un análisis si éste finalmente se desprendiera, per via di levare, de tanta
chatarra inútil, de tanta demanda inútil, de tanta inútil espera ante un tribunal de justicia
que no acude a la cita, y cada tropiezo es como si fuese un aplazamiento y así se renueva
la demanda de redención una vez más fracasada, y eso es indigno, como lo diría
Nietzsche, porque indigno es tomar todo el tiempo el sufrimiento como ofensa para así
buscarle un sentido, y en esa atribución son intercambiables la redención y la venganza,
una y otra son lo mismo, porque no se hace más que buscar juicios y jueces corruptos o
inútiles que ya han administrado el “dulce consuelo de la venganza”, como escribía
Nietzsche, de antemano, para que así todo ciudadano esté satisfecho mientras rumia la
venganza final, y así se pasa la vida rumiando venganzas, calumniando la vida ajena,
taimado y con cara bondadosa, pero dispuesto a lo peor para contarse entre los
redimidos.
Si la clínica psicoanalítica no quiere figurar entre los predicadores de una nueva
redención, no cabe hablar entonces de final de análisis, de “solución final” o de “juicio
final”. El psicoanálisis no querría ser la “psicología de chamarilero” (cf. Nieztsche,
Crepúsculo de los dioses, p. 90) que concluye con lo insobornable de la vida como es su
soledad, no su renuncia. La soledad es así el camino y la decisión que no tiene necesidad
de justificarse, y la verdad no se enmascara en la común sensiblería. No hay final de
análisis, sino interrupción. El desprendimiento acontece y, lo que quizá para algunos
resultará curioso, a partir de ahí el trabajo de elaboración, el pensamiento mismo, se hace
más libre, más solitario y más verdadero. Hay elaboraciones que vienen después de la
interrupción, no antes, sobre todo una vez que desaparece o disminuye la posición del
ofendido. Algo más íntimamente verdadero se hace posible a partir de esa interrupción y
de esa desaparición de la ofensa, a partir de esa soledad, a partir de la curación de la
demanda de curación. Para ello, la transferencia no se ha colectivizado, sino que se ha
desprendido después de un recorrido en el que ese reducto del paraíso del amor no le dio

165
la espalda a su definitiva Versagung. La transferencia no es un nuevo amor, sino el
escenario de la íntima humillación cuya envoltura se ha de desprender para tocar el hueso
de su repetición.
Nace el niño, como sabemos, desprovisto de recursos y ansioso de repetir la
satisfacción de la cercanía sensitiva del cuerpo de la madre. Inicia así un recorrido que su
falta de aprovisionamiento va a marcar de continuos sobresaltos, cada vez que se
desvanezca la promesa de la madre o su llanto no consiga alcanzar esa súplica. Y va,
entonces, mostrándose un cuerpo vivo que tiene ese rasgo caníbal de alimentarse del
cuerpo del otro. Se hace así exigente e intolerante, urgido por una satisfacción cada vez
más imperiosa a la vez que más confusa. Por eso es un exigente exigido, siendo entonces
la pulsión (su desordenado empuje a la satisfacción) una exigencia que no pareciera
encontrar otro límite que el que pone ese cuerpo exterior y, por ello, decepcionante.
¿Cómo podría la pulsión encontrar un límite interno a ella misma? No parece fácil.
La necesidad de la presencia del otro cuerpo, esa dependencia, puede haber ido tomando
una significación contundente, como si el imperioso empuje a la satisfacción se
confundiera con la privación de la misma, con lo cual la voracidad primera, ciega y
corporal, se ve mutada en voracidad moral, en mandato superyoico que encadena al
sujeto a una humillación de por vida y le conduce al odio, a lo que en otro momento he
llamado “culpa sádica” (cf. La pulsión y la culpa). La súplica se olvida, entonces, en el
reproche, y es como si el reproche y el odio fueran ya de por sí fuente de satisfacción.
Con ese material se construye el fantasma: la atribución de poder al otro, sea para
ensalzarle o para denigrarle, cambiando todo el tiempo de bandera, pero necesitado de
ellas como el comer, más que el comer, pues la bandería es el mayor afán, como la poma
damni que supondría su pérdida es el mayor temor. Aquella primera indefensión infantil
se ha ido ahora complicando con esa trama de la pertenencia, la cual carece de toda
opción sin el correspondiente temor a perderla. El daño, como la ofensa, pasa a ser un
modo de vida: el que hacemos, el que padecemos, el que necesitamos y el que
aborrecemos. De este modo, la satisfacción pulsional se ha complicado sobremanera
porque no se conoce ni la fuente ni la meta. Está embrollada con la exigencia a los otros
y de los otros, sea bajo el modo del ideal (la más sutil y abstracta negación de la pérdida)
o directamente de la inquina, siempre disimulada con las mejores intenciones. La vida
sexual se convierte no sólo en insatisfactoria, sino que es como una hormigonera donde
se amasa la culpa y la agresividad. Nunca se entenderá bien en qué consiste el conflicto
pulsional si no se ve su verdadera vertiente subjetiva de conflicto moral, dado ya de
entrada por el hecho de la dependencia del cuerpo del otro.
El anhelo de destruir al otro es el más primario, decía Hobbes, pero igual de
primario es el de conservar la propia vida, por lo cual vienen a equilibrarse en el Gran
Temor que encama Leviatán. Es una manera de concluir lo que parece una constante del
vínculo social, ese amasijo entre culpa y agresividad que provoca el Gran Temor y que
consigue la humillación de cada uno.
¿Cabría otra posibilidad para el sujeto? Esta pregunta se podría también formular
así: ¿podría la satisfacción pulsional, el empuje a la satisfacción pulsional, encontrar un

166
límite interno? Si esto fuera posible, quizá entonces lo que el otro tiene o desea no fuera
una declaración de guerra o una rapiña, quizá entonces el deseo fuese de la incumbencia
y responsabilidad del sujeto y no exigencia de nadie a cambio de la cual se solicita no se
sabe bien qué débito, qué compensación o qué peaje.
Cuando en la pareja se repite la misma exigencia y la misma angustia que iniciaron
los primeros encuentros y dependencias con el cuerpo materno, el malentendido se hace
inevitable. Cuando una mujer, por ejemplo, repite la elección de desafecto o se siente
aterrorizada buscando los signos del abandono en su pareja, convirtiéndole en amo de su
vida y de su muerte, suele tratarse de una demanda dirigida a la madre cuando no es
simplemente una identificación con el deseo de muerte de la madre.
“Si pudiera alejar de mi senda la magia y olvidarme de todos los hechizos, estaría
ante ti, ¡oh, naturaleza!, solo, y entonces merecería la pena ser hombre” (Fausto, parte
11, acto V). Así dice Fausto ante la Inquietud que se coló por el ojo de la cerradura. De
nuevo la soledad, el silencio de la separación. Esta vía, la soledad, abrirá la posibilidad de
que la pulsión tenga su límite interno en el deseo del sujeto, liberado de la humillación de
estar en otro lugar y bajo el mando de un desear ajeno. La más estrecha relación con el
prójimo que Kafka sitúa en la humildad acontece en la soledad de la lejanía, no diré del
desentendimiento, pero sí de la separación.
Lo que Freud llama atinadamente disolución o caída (Untergang) del “complejo de
Edipo” era una manera de nombrar esa separación. El niño creció y repitió su particular
demanda y su particular estilo de satisfacción, pero puede que su vida libidinal pudiera
guiarse por un deseo propio, precario quizá y no exento de inquietud, pero que no
requiere, no necesita, su permanente autorización o su angustiado encubrimiento para
escapar al deseo de muerte de su íntima escena de humillación y de castigo.
Dice Freud que la disolución, la caída, der Untergang, del complejo de Edipo no
es lo mismo que la represión. En efecto, es a mi entender un desprendimiento que
interrumpe el pánico y la ira flamígera de toda demanda de redención. La transferencia
psicoanalítica repite esa demanda de redención que porta el cuerpo de la indefensión y de
la dependencia infantil. El psicoanálisis aparecerá así en el horizonte de una historia de
redención, pero su propio recorrido la interrumpe, su objetivo es esa interrupción, como
en los relatos de Kafka.

19. Valor terapéutico de la repetición o cómo tratar lo psíquico desde lo


psíquico

Hagamos un alto para ver de nuevo este asunto. Sabemos que la mayor preocupación de
Freud con la transferencia era desmarcarla de la sugestión. Su argumento se basa en que
la transferencia es repetición, repetición de las condiciones afectivas y eróticas de la
infancia. Si la transferencia es repetición, la pregunta que surgía a continuación era ésta:
¿cómo es que el valor terapéutico de la “técnica psicoanalítica” se basa precisamente en
la repetición, no en lo que cambia, sino en lo que se repite? Freud dirá, sin embargo, que

167
de esa manera, por la repetición, se convoca el averno de la neurosis infantil en un marco
cuya novedad consiste en que esa repetición puede ser vista, observada y analizada, de
modo que, como dirá en 1917, curarse de esta “nueva” neurosis a la que llama
“artificial” será curarse de la neurosis infantil.
De ahí se dedujo la formulación de que la cura analítica se puede definir como
curación de la demanda de curación, ya que si el sujeto se puede desprender de la
transferencia, separarse de ese vínculo a través de un trabajo de elaboración sobre sus
dependencias eróticas e infantiles, se habrá librado de una demanda que solicita al otro su
propia posibilidad de vivir y de desear. En ese punto vendrían a coincidir el Untergang
des Ödipus Komplexes, la disolución o el ocaso del complejo de Edipo, con el Untergang
de la transferencia, la caída u ocaso del vínculo transferencial. Para que esta operación
terapéutica pueda llevarse a cabo, Freud pide al analista que no se confunda ni confunda
al paciente, que no crea que el hecho de ser objeto de una dependencia incondicional
(zwangsläufig) se debe a sus encantos personales y no a la “situación analítica”. Para
que la transferencia no se limite a ser mera Übertragungswiderstand (resistencia de
transferencia), “el arma más fuerte de la resistencia” (p. 135), el psicoanalista ha de
sostener su fidelidad de parresiastés, es decir, ha de tomar la transferencia como
repetición en acto de una dependencia que está presente en el inconsciente y que se
manifiesta y se muestra in praesentia, como dice Freud, en el encuentro analítico. En
ese texto de 1912, Freud, como se vio anteriormente, señala dos separaciones: la que
orienta la transferencia hacia el saber inconsciente y la que disuelve el vínculo
transferencial. Así lo expresa en 1912 en un artículo publicado en Zentbl Psychoanal,
Bd. 2, titulado Zur Dynamik der Übertragung (Dinámica de la transferencia).
En 1915 aborda el tema de la transferencia ya directamente en su vertiente
amorosa, en un texto publicado en Int. arztl Psychoanal, Bd. 3, que titula Bemerkungen
überdie Übertragungsliebe (Observaciones sobre el amor de transferencia). Verdadera
situación tragicómica es la de aquel que queriendo saber de sus desatinos amorosos
cambia ese posible e incierto saber por el amor cierto y actual a su analista. Por esa
razón, Freud, que escribe en esta ocasión para psicoanalistas, señala con particular
énfasis la responsabilidad del analista cuya tarea tiene el soporte ético del aprecio por la
verdad y del sentido del ridículo, por encima de toda conveniencia y, sobre todo, de
cualquier ideal encubridor, pues no es otra la posible dignidad de su tarea que la de no ser
parásito de su paciente o viceversa. Sólo así, sólo por preferir el hombre real, confuso y
engreído, angustiado y culpable, a cualquier ideal de la dependencia, podrá ser devuelto
el paciente a la vida amorosa y erótica que está fuera del cubil psicoanalítico. Hasta tal
punto subraya Freud la responsabilidad ética del analista que es como si de él dependiera
el destino del paciente. Aparte de otras consideraciones, lo principal a subrayar en
relación con esta observación freudiana es que si el analista se empeña en parasitar al
paciente explotando su dependencia infantil, habrá creado un irresponsable espacio de
hipocresía, que si bien es difícil de mantener con pacientes no aspirantes a analista, sí
resulta de extraordinaria facilidad mantener con los aspirantes a analista, que es como si
quedaran endeudados de por vida con quien fue tomado como introductor o legitimador

168
de su deseo, y así resultará que ese deseo quedará supeditado al ideal del psicoanálisis y
a sus “patrones” o mandamases y, de ese modo, quedan conectados el ideal y la
humillación. Esta es la más destilada depuración sadomasoquista que envenena con tanta
frecuencia la vida colectiva de los psicoanalistas. Si curarse de la demanda de curación se
puede considerar objetivo de un análisis, cuánto más lo será curarse del ideal del
psicoanálisis para aquel que desea ser analista y debiera entonces afrontar la soledad de
su deseo.
En 1917, en la Lección 27 de sus Vorlesungen…, Freud, que ahora se dirige al
público en general, querrá dejar claro que el psicoanálisis trata del conflicto psíquico y
que una de las manifestaciones de dicho conflicto en la transferencia es la que
contrapone el amor y el sentimiento del paciente a la demanda de saber. Freud vuelve a
explicar que la transferencia tiene valor terapéutico porque es repetición y porque el
cambio de escenario de esa repetición permite que ese escenario pueda caer y se desnude
la repetición de los ropajes de la reivindicación, de la inocencia y de la necesidad de
castigo, de cualquier variante de la significación persecutoria. Freud, que se confesaba
tan determinista en las primeras lecciones, muestra de manera curiosa un optimismo que
puede parecer ingenuo respecto a la cura. Freud quiere tranquilizar sobre el carácter
tragicómico de la transferencia, como lo había calificado en 1915, y subraya su final y lo
que ese final tiene de valor terapéutico. No cabe duda acerca de que curarse de la
transferencia, curarse de la demanda de curación, y verse solo y desafinado en ese
montaje fantasmático y ridículo de la adhesión y la hostilidad, sería un cambio, sin duda,
contundente. Lo que Freud no explica, sin embargo, es a cambio de qué se daría ese
cambio y cómo la soledad puede entrar a formar parte del deseo.
Un año más tarde, en 1918, esta vez dirigiéndose a sus colegas en el Congreso
psicoanalítico de Budapest, Freud se asombra de lo enigmático y contundente que resulta
ser lo psíquico y cómo es inabordable desde todo campo exterior. En efecto, la
transferencia es la manifestación más sorprendente de lo psíquico, pues la dificultad del
hombre con su satisfacción encuentra en la transferencia un modo de resolverse que
consiste en situar en el vínculo transferencial el amor y la protección tan ansiados por el
sujeto y que constituyen el más propio y profundo consuelo psíquico. Si en la neurosis,
la conciencia de la culpabilidad y la necesidad de castigo (Strafbedürfnis) resultan ser un
extraño modo de satisfacción, ¿cómo alguien podría, entonces, curarse de la
transferencia donde pareciera encontrar todos y cada uno de los ingredientes de esa
supuesta satisfacción: autoridad, amor incondicional, sumisión y maltrato, idealización y
promesa, culpa y protección? Freud pide firmeza a sus colegas para conducir a sus
pacientes a la separación y no a la adhesión. El psicoanalista no puede dejar de
decepcionar (versagen) al paciente que viene a reparar una Versagung infantil. De esa
manera, modificando la relación del sujeto con la Versagung, no buscará su reparación;
pero Freud, de nuevo, no dice a cambio de qué o en qué consiste esa modificación de la
relación del sujeto con la Versagung, sino que al final habla de las grandes limitaciones
del tratamiento psicoanalítico a la par que propone para el futuro una especie de
“psicoterapia para el pueblo” (Psychotherapie fürs Volk). En rigor, no se trata de ninguna

169
contradicción, ya que si lo psíquico es inabordable desde fuera de lo psíquico, la
particularidad del psicoanálisis es precisamente tratar psíquicamente lo psíquico, y no se
deja engañar en eso con ningún señuelo pseudocientífico. Por tanto, se ha de abordar lo
psíquico allí donde se muestra como enfermedad o trastorno de un sujeto en el campo de
la salud. El psicoanálisis no es una secta, sino ante todo una clínica, luego no se puede
restringir al mero acatamiento previo de sus principios. Por esa razón, las dificultades
terapéuticas del psicoanálisis no son óbice para mantener su propuesta sin encubrirse en
meras especulaciones ni intentar responder a sus dificultades desde otro campo ajeno a lo
psíquico, como sería, por ejemplo, la biología mo~ lecular o los dispositivos asistendales,
aunque tanto la farmacología como la asistencia social sean vertientes ineludibles en la
ayuda a los pacientes psíquicos. Lo que esto implica es la conveniencia del trabajo en
equipo, de modo similar al que proponía Kandel y que tanto desagrada al psicoanálisis
clerical.

20. Las dificultades de la pulsión de muerte en la transferencia y la necesidad


de castigo

Acerca de las dificultades terapéuticas del psicoanálisis, Freud se va a ver más agobiado
con el descubrimiento de la pulsión de muerte y su habitual manifestación psíquica como
pulsión de destrucción. La culpa, la necesidad de castigo, la obligación, la agresividad y el
maltrato, la hostilidad y el daño, ya no van a ser tan pasajeros como se podría pensar,
sino que aparecen formando parte del largo suicidio de la vida colectiva y alentando la
mentira de cada uno. Nadie quiere saber, sino sólo ser incluido. Vale más la patria que la
razón, había establecido una vez más la cruel Guerra del 14, y la religión no estaba tan
muerta como Freud había considerado. Las nuevas religiones totalitarias iban a hacer
añorar a la viejas religiones de la trascendencia, pero para cuando éstas han vuelto a
recuperar el mando, la teocracia estaba ya predeterminada. Es lo que ahora llamamos
fundamentalismo. (Surge en estos días, por ejemplo, la propuesta clerical de que los
funcionarios del Estado puedan negarse a tramitar matrimonios entre homosexuales por
motivos de conciencia, invocando, como en sus peores tiempos, la superioridad de la ley
divina sobre la ley humana; lo que esto pone en marcha no es el destino trágico de
Antígona, sino la teocracia de la arbitrariedad y de la impunidad del grupo religioso
privado contra el pacto social.) El psicoanálisis sigue siendo una opción para alguien si
consigue escapar de la órbita clerical, si finalmente se propone como psicoanálisis laico.
Alguien puede que quiera aún saber sobre sí mismo y alguien puede aún desde la soledad
contemplar el desnudo acontecer de su repetición.
A partir de 1920 Freud dedica menor atención a este asunto de la transferencia que
tanto le había ocupado en la dècada anterior. El descubrimiento de la pulsión de muerte
había situado la repetición, en lo que tanto había cifrado el valor terapéutico del
psicoanálisis, en el terreno de una posible rectificación pulsional. ¿Sería posible que el
tratamiento psicoanalítico pudiera modificar la intrincación pulsional, de manera que la

170
pulsión de muerte, es decir, la calumnia, la guerra, la humillación y la necesidad de
castigo, el deseo de muerte, no gobernara, no ya el lazo social colectivo, cosa dada por
imposible, sino la vida particular de un sujeto y su relación con la pertenencia?
En 1938 Freud está ya muy cercano a su muerte y quiere escribir, como si fuese
su testamento intelectual, una especie de compendio de psicoanálisis: Abriss der
Psychoanalyse. Esta obra quedó incompleta. Lino de los capítulos redactados trataba de
la “técnica psicoanalítica”, Die psychoanalytische Technik, y fue publicado por primera
vez en 1940, en Int. Z. Psychoanal. Imago, Bd. 25. En él Freud mantiene sus habituales
tesis sobre la transferencia como repetición y no sugestión. En este caso utiliza una
curiosa explicación: “si los resultados de un análisis se basaran en la sugestión, bastaría la
menor contrariedad para que esos éxitos fueran barridos como polvo por el viento” (p.
415). Sorprende que Freud vuelva a utilizar este argumento al final de su vida, cuando ya
había comprobado en propia carne que la religión y otras formas de sugestión (como el
éxito del nazismo demostraba en esos momentos), no eran tan fútiles. Pero ese
argumento le permitía abordar la posibilidad del cambio subjetivo que podía acontecer en
un análisis y, lo que es lo más importante, lo que podía salvar la “técnica psicoanalítica”
de toda sospecha de sugestión, ya que ese cambio sería independiente de la transferencia.
Veamos sus pasos.
En primer lugar, la ambivalencia presente en la transferencia introduce al menos la
repetición de la Versagung (p. 415) y eso hace posible la salida, es decir, la caída de la
transferencia. La condición que pone Freud es doble. Para el paciente será no actuar por
fuera de la transferencia y guiado por el entusiasmo transferencial, a fin de no entorpecer
la elaboración inconsciente. La condición para el analista es que no se confunda con los
personajes de la infancia del paciente y así “no repetirá el error de los padres”, su
coercion, no se trata de sustituir “una antigua dependencia (Abhängigkeit) por otra
nueva” (p. 414). Si se dan esas condiciones, el sujeto puede alcanzar un cierto “saber de
sí mismo” (Selbsterkenntnis) y el analista podrá cautelosamente ir exponiendo sus
“construcciones” (recordemos que Freud ya tiende claramente a proponer la
“construcción” como tarea del analista y no tanto la interpretación) para el análisis de las
resistencias, es decir, de la modalidad de sus fijaciones pulsionales. El resultado será, y
ésta es la curiosa propuesta freudiana en este año último de su vida, la modificación del
yo: Er lohnt sich aber auch, denn er bringt cine vorteilhafte Ichveränderung zustande,
die sich unabhanging vom Erfolg der Übertragung erhalten und im Eeben bewahren
wird… (p. 418) (“Nuestro trabajo prospera por cuanto conlleva una ventajosa y
permanente modificación del yo, la cual tendrá sus consecuencias en la vida
independientemente del resultado de la transferencia”). Esa “modificación del yo” tiene el
carácter de ser una modificación real por ser ya ajena a los éxitos de la transferencia, por
lo cual se mantiene y perdura a lo largo de la vida.
¿Cómo entender esa Ichveränderung? Lo primero a tener en cuenta es que frente
a las posteriores controversias sobre la “psicología del yo”, para el Freud de la segunda
tópica, el yo se define por la separación y la relación de objeto, es decir, el yo no es
entonces equivalente al narcisismo, sino que se configura en la distancia del otro y en el

171
investimiento libidinal del objeto, es decir, en la separación y en el desplazamiento
libidinal. Por eso, en muchas ocasiones, Freud suele llamar a esa modificación del yo,
simplemente fortalecimiento del yo. En este texto, la modificación del yo, Ich~
veränderung, tiene dos interesantes precisiones. La primera tendría que ver con lo que
en otros momentos he llamado rectificación de la intrincación pulsional, la cual ya no
estaría regida por la pulsión de destrucción y que aquí Freud explica sencillamente
diciendo que la vida del sujeto ya no estaría regida por el superyó, lo que es lo mismo
que decir que no estaría gobernada por la necesidad de castigo ni por la enfermedad
como modo de aseguramiento del otro. Dicho a nuestro modo, el sufrimiento no sería la
vil moneda de cambio del amor: si sufro, soy inocente y, por tanto, digno de amor. Sin la
necesidad de castigo, sin la Strafbedürfnis, no hay inocencia y la soledad es
responsabilidad de lo que puedes desear para vivir, ya no es cuestión de venganzas y no
hay que ocultar el origen. Lo que sucedió no encontrará ya destino mesiánico alguno.
Puede que la escena de humillación se repita, pero habrá perdido todo carácter redentor
y carecerá de sentido. Esta soledad pueden alcanzarla algunos sujetos, jamás las
sociedades. Esto obliga a un exilio interior en el que no hay otra guía que el deseo propio
y un exquisito respeto por los hechos, eso que Nietzsche llamaba un “realismo
temerario”: “un dejar-que-se-nos-acerquen las cosas, cualesquiera que sean, un realismo
temerario (einen verwegnen Realismus), un respeto por todos los hechos” (Crepúsculo
de los dioses, p. 127), empezando por aquellos de la propia determinación contingente y
la pérdida de libertad real que eso conlleva. La sociedad, por el contrario, vive del
embaucamiento, no soporta que-se-le-acerquen las cosas, milita en la acción. El estricto
respeto por todos los hechos es la condición primera y mínima de toda posible moral, y
la silenciosa conquista de una soledad irrenunciable y no reivindicativa.
Planteada desde el campo pulsional, la pregunta que Freud ya se había hecho en
Análisis terminable e interminable es ésta: ¿cuál es el límite de la pulsión, una vez que
no lo es la Strafbedürfnis, la necesidad de castigo, que alimenta el fantasma
sadomasoquista, es decir, las primeras y fundacionales relaciones con los otros? Ha de
ser un límite interno que oriente el empuje pulsional a la satisfacción por lo único que
puede hacer de límite interno y que es el deseo singular, lo que se querría hacer con la
vida propia, es decir, la determinada, no la ideal, sino la determinada y concreta. Por lo
cual, la pregunta sería qué hacer con la determinación que se es y que sobreviene. La
repetición es la presencia descarada de esa determinación, no ya encubierta con la
necesidad de castigo y de venganza. El castigo y la venganza, si perduran, no poseerán
ya más la credibilidad moral o la beata inocencia del lazo social que encubre lo
traumático con ese argumento de la moral redentora. La moral de la pertenencia cruel ha
ensuciado nuestro origen traumático con el mito del pecado original y ha conducido a los
sujetos a vivir atemorizados, encubriendo su origen, interpretando los hechos, en vez de
respetarlos como tales hechos, y maltratando el amor y el sexo con la urgencia
aterrorizada de la pertenencia.

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21. La íntima soledad de la repetición

Pero ¿dónde cabe vivir más allá de esa necesidad de castigo y de venganza? ¿Qué
es el deseo propio? ¿No viene asegurado por la prohibición? ¿No comprobamos cada día
que el superyó alcanza su mayor crueldad no con las prohibiciones, sino con el deseo de
muerte? Al otro ya no se le prohíbe, simplemente se le descalifica o se le destruye, se le
niega la existencia, se le borra del mapa, se le extermina incluso. Se puede, entonces,
pensar que no quedaría otra opción que sostener un deseo propio, un “realismo
temerario” contra la disolución de la existencia que el individualismo temeroso (lo
contrario del realismo temerario) nos devuelve.
“Cada persona -escribía Kafka al final- es singular y está llamada a actuar
conforme a esa singularidad”, pero eso le conduce a la soledad y al silencio. En primer
lugar, porque tanto la familia como la educación trabajan para que esa peculiaridad
desaparezca: “Por lo que he visto, tanto en la escuela como en casa todo va encaminado
a disipar dicha singularidad” (OC III p. 591). En segundo lugar, porque para entenderse
entre sí se ha de mentir. “Lo que uno es no puede expresarse, precisamente por ser lo
que uno es; sólo se puede comunicar lo que uno no es, es decir, la mentira”, anota Kafka
en 1920 (ib., p. 765).
Kafka explica en ese largo párrafo de su cuaderno inédito cómo su singularidad
sólo le creó dificultades para encontrarse con los hombres y cómo esa singularidad,
inevitable por mucha sumisión con la que se quiera compensar, se confunde finalmente
con la culpa. Una mujer cuenta que de jovencita tuvo unos escarceos amorosos con una
amiguita, pero que nunca lo pudo decir en confesión a pesar de su extrema religiosidad, y
así quedó eso grabado en ella como una culpa literalmente inconfesable. Ahora ya puede
considerar que esa intimidad femenina con aquella amiguita le era de vital importancia
para su propio deseo de mujer, para su inclusión en la clase de las mujeres. Lo más
íntimo e inconfesable es la vida deseante y el deseo se liga así con la culpa, ya por el
hecho de ser un deseo propio.
El 20 de octubre de 1921 cuenta Kafka un sueño que tuvo ese día: “Mi hermano
ha cometido un crimen, un asesinato, creo; en ese crimen hemos participado yo y otros,
desde lejos van acercándose, el castigo, la resolución, la redención… Mi dicha consistía
en que el castigo llegaba y yo le daba la bienvenida con tanto alivio, convicción y dicha
que el espectáculo tenía que conmocionar a los dioses; también esa emoción de los
dioses la sentía casi hasta las lágrimas”. Kafka no añade ningún comentario, pero queda
con toda contundencia expresado lo que constituye un pilar básico de la vida religiosa: el
descansar de la culpa por medio del castigo y sólo basta añadirle el sabor de la redención
para que la emoción haga brotar las lágrimas en esa comunión de sentimiento con los
dioses.
Lo insoportable de la soledad de la repetición es la angustia de no existir para
nadie; eso alimenta el resentimiento y el afán ruidoso de venganza. Si la culpa, por otro
lado, está vinculada con la singularidad del deseo propio, del íntimo extravío y de la
inconsistencia de las palabras, la venganza, sin embargo, busca la impunidad de la

173
comunión frente a la soledad de la repetición silenciosa de una experiencia de humillación
con la que nos incorporamos a la vida de los hombres. La modificación del yo, de la que
habla Freud, la entendemos como rectificación de la intrincación pulsional, de forma que
la pulsión de muerte no fuera la rectora del empuje pulsional. Pero esto parece una
declaración de buenas intenciones, una especulación, bastante contradictoria por lo
demás: si la repetición se da es por lo que supone de determinación sintomática (no
esencialista), pero el valor terapéutico de la transferencia proviene de que el sujeto pone
esa repetición en la escena analítica. ¿Se puede deducir de ahí que el sujeto abandona la
repetición? No es posible, porque eso supondría un sujeto del cambio tal que careciera de
determinación concreta, lo cual sería contradictorio con el hecho mismo de la repetición.
Luego la repetición es interna al sujeto concreto de la determinación.
Lo que se repite lo hemos reducido finalmente a la escena íntima de humillación:
aquella en la que el sujeto singular, el sujeto en su peculiaridad inalienable, se ve anulado
en su propia singularidad, y esa escena de anulación termina siendo, sin embargo, lo más
propio y singular. El verse en la escena de humillación se convierte así en la experiencia
más propia, y no es otro, a mi entender, el propósito freudiano formulado como
levantamiento de la represión, de esa escena repetida pero a la vez reprimida. El sujeto se
ve en la soledad de la repetición, pero ya no simplemente repitiendo la verborreica queja
de la pertenencia inocente, sino el silencio de la soledad de la repetición. Por esa razón
hemos elegido la formulación de la cura analítica como curación de la demanda de
curación. La humillación se repite, la culpa y el castigo se repiten (sin ese límite no hay
posibilidad moral), pero al menos sin la necesidad ni el terror de la venganza, sin
demanda de inocencia. En la soledad de la repetición, para el deseo no es que baste el
silencio, sino que ésa es su única posibilidad.
La caída de la transferencia tiene que ver con que se haya alcanzado ese lugar de
la repetición en la más absoluta soledad. La escena de humillación se repite en silencio.
Retomando lo que escribe Kafka el 19 de octubre de 1921, se necesitaría una mano para
protegerse de no saber qué hacer con la vida, “pero con la otra puede tomar nota de lo
que se ve por debajo de las ruinas”.
La escena de humillación repetida y vista en su repetición es lo más propio y
singular, aunque en ella se trate de la aniquilación de esa desamparada singularidad. J. M.
Coetzee cuenta en su libro Infancia una de las caras de lo que constituía para él una
íntima escena de humillación. La cita merece la pena:

Todos los profesores de su colegio, tanto hombres como mujeres, tienen una vara y libertad
para usarla. Cada una de las varas tiene una personalidad, una reputación que los chicos conocen y de
la que hablan constantemente. Con afán de conocimiento, los muchachos sopesan la reputación de las
diferentes varas y el tipo de dolor que causan… Nadie menciona la vergüenza que supone que te
llamen, te hagan agacharte y te sacudan en las nalgas. Como no ha experimentado nunca ese castigo,
él no puede intervenir en estas conversaciones. Sin embargo, sabe que el dolor no es lo más
importante. Si los demás pueden soportarlo, él, que tiene mucha más fuerza de voluntad, también
podría. Lo que no aguantaría es la vergüenza. Teme que sería tan grande, tan amedrentadora, que se
agarraría fuerte a su pupitre y se negaría a acudir cuando le llamasen. Y eso supondría una vergüenza
aún mayor: lo apartaría de todos los demás, pondría a todo el mundo en su contra. Si alguna vez lo

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llamaran para azotarlo, se produciría una escena tan humillante que nunca más podría regresar al
colegio; no le quedaría más remedio que suicidarse (pp. 12-13).

Esta escena hace más inteligible esa obra mayor de Coetzee traducida como
Desgracia. Ni puede hablar. Si hablara sería tal la vergüenza que debería recurrir al
suicidio. Sólo puede existir si calla, si no se defiende, si sabiéndolo no puede escapar a las
consecuencias de su acto y, sin embargo, sólo así puede vivir. La cuestión no es el dolor,
sino la vergüenza. Este breve texto de Coetzee expresa de manera concisa y fulgurante
cómo una escena de humillación rige nuestros actos, y únicamente si estamos solos en
ella, sólo entonces esa soledad puede libramos de la hipnosis del maltrato.
El objetivo de la cura analítica debería tener que ver con ese silencio. No habría ya
que hablar por hablar ni guiarse por los objetos de consumo para desear, ni llevar la
Versagang, su decepción, al tribunal del sentido, al tribunal de la causa final. No hay fin
de análisis porque no hay causa final, por eso sólo cabe la interrupción. Por esa misma
razón, la transferencia no se interpreta ni se analiza, simplemente se disuelve. El
psicoanalista es figura y testigo a la vez de lo indecible, de la peculiar y singular aflicción
infantil. El dolor no tiene sentido; a partir de ahí se interrumpe cualquier historiografía
redentorista que gira precisamente sobre ese gozne: el dolor y el sufrimiento tienen el
sentido de su recompensa, de contribuir a la redención. El paciente bajo transferencia lo
intenta y quiere ser un buen paciente y sueña para su analista y busca las palabras que
agraden a su analista. No sabe que corre el peligro de que su analista se complazca en
ello, y entonces todo quede a merced de la sugestión cada vez más mísera y cada vez
más urgida de ser alimentada. No es ya sólo la interminable duración de los análisis, sino
la obligada pertenencia cada día más exigente. El dolor no tiene sentido, sólo se sostiene
sobre el deseo de vivir, en ninguna otra cosa, no se camufla con el resentimiento. El
dolor es real y realista. Por eso no es lo mismo que el miedo, pues el miedo busca un
argumento para la plegaria.

22. En memoria de Platónov

Platonov, el admirable ruso que escribió en las más inhóspitas condiciones imaginables,
dice del padre de Dvánov que padecía la “sed de saber” y que murió “a consecuencia de
su curiosidad mental”. ¿Es que no se puede vivir con la sed de saber? Platónov nos habla
de los hombres recónditos que oyen el palpitar del corazón del hombre, su angustia y su
repetición (uno de sus personajes, Zajar Pávlovich, dice al verse reflejado en los cristales
de la locomotora: “es asombroso, no voy a tardar en morir y sigo como siempre”). El
hombre recóndito vive la soledad y, a diferencia de la “gente cansada y con nombre”, la
“gente de confianza del Estado”, descubre y oye en cada gesto el alma que recorre las
estepas y los pueblos, el cuerpo propio y el ajeno como vasos comunicantes de la común
aflicción.
Platónov fue un hombre recóndito. “Ser hombre es para mí algo extraordinario, es

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una fiesta y no una costumbre”, escribió en 1922. A continuación viene la censura de sus
libros poco después de que comenzara a publicar en 1927 la muerte de su hijo
tuberculoso a la vuelta del Gulag, la tuberculosis que ese hijo le contagia, su trabajo de
barrendero por las frías calles moscovitas hasta su muerte en 1951, antes de la
desaparición de Stalin. Había recorrido los diversos tramos de la promesa redentorista de
la revolución rusa y había sido una víctima más de un siglo de patriotas y salvadores de
los pobres y de los humillados. Ninguna promesa podía ya servirle de consuelo. Pero
tampoco le parecía que la vida necesitara de consuelo. Para él, la compasión era un
deber y ninguna causa final tenía el derecho de tomar la vida de un hombre. La crueldad
no viene del desconsuelo, la crueldad viene de la imperiosa necesidad de consolarse con
el sentido, es decir, con la sangre del prójimo.
Me imagino a Platónov en esas grandes y frías avenidas moscovitas, silenciosas,
aparentemente tranquilas, ningún grito, la KGB vigila desde sus grandes sótanos en la
avenida Lubianka. Platónov retira la nieve sucia de las aceras y mira la tristeza de los
viandantes (“olor a tristeza de las hierbas caducas”, había escrito), mientras sigue oyendo
el martilleo de esa materia oscura y palpitante que es el alma de cada uno. El terror
estalinista tenía la desfachatez de levantarse sobre los escombros de promesas altamente
redentoristas. A mayor sufrimiento, mayor redención, era de nuevo el grito de guerra. El
hombre recóndito no acude a los grandes alistamientos. Está simplemente dispuesto a
compartir una torta de pan en la perdida jarta esteparia. El hombre recóndito escucha,
tras el fraude de las promesas, el alma inquieta y afligida, insustituible, de cada uno. El
escaso encuentro entre Chapataev y Aidymir, que se asombran de haber nacido y estar
ahí dirigiéndose la palabra, vislumbra un instante de dicha.

23. La transferencia en la psicosis

El psicótico parece en nuestro modo de hablar como si fuera una entidad rotunda. Sin
embargo, no lo es. Si bien parece que hay un paso infranqueable que separa la psicosis
de la neurosis y que ese paso tiene que ver con la gran dificultad que tiene el sujeto
psicótico de aceptar la ficción y la pérdida de realidad que supone la palabra, si bien esto
parece cierto en algunos casos de psicosis abiertas, desencadenadas y productivas, un
sujeto psicótico igual que uno neurótico es insustituible y no existe el universal Sujeto
psicótico, sino que cada uno es cada uno y eso se ve muy bien en el caso del tratamiento
o de qué posibilidad tendría la “técnica psicoanalítica” en el tratamiento del sujeto
psicótico. En la clínica del sujeto se trata del sujeto y no tanto del diagnóstico clínico, por
mucho que el diagnóstico y las tipologías clínicas puedan ayudar a circunscribir un marco
de actuación. Pero de la misma forma que hay sujetos neuróticos que no son susceptibles
de tratamiento psicoanalítico por diversas razones (ya sea por rechazo a la sugestión o,
por el contrario, por su acérrima demanda), sin duda sucede lo mismo con los psicóticos
más proclives al paso al acto o que confían todo su trabajo al delirio de tipo alucinatorio.
La pregunta debe ser formulada en otros términos: ¿existe la posibilidad de que un sujeto

176
psicótico pudiera ser tratado desde la clínica psicoanalítica?
Hemos descartado el debate de la biogénesis o de la psicogénesis porque nos
estamos refiriendo al sujeto. ¿Acaso no hay sujeto en la psicosis? ¿Se puede pensar, por
ejemplo, que un delirio con su sistema de significación es un mero trastorno mecánico o
químico de determinados neurotransmisores? Ante sus palabras, sus temores, su
sufrimiento, ningún clínico, por atrincherado que esté en su farmacopea, puede ignorar
que está ante un sujeto en el más estricto sentido clínico de la palabra.
Puesto que sobre esto hay una cierta confusión, y yo mismo he escrito en alguna
ocasión que la psicosis se define por el rechazo del sujeto del inconsciente, querría ahora
precisar este asunto que me parece de especial importancia clínica y que contradice
anteriores afirmaciones mías. Tanto la neurosis como la psicosis son respuestas
específicas y diversas a dos cuestiones comunes: el sentido y el sexo, el sinsentido y la
sexualidad.
En lo que al sentido se refiere, la significación persecutoria es la matriz de la
atribución de sentido. En la neurosis, la significación persecutoria forma parte del vínculo
social, mientras que en el caso de la psicosis, le aísla. El sinsentido está tan presente en el
psicótico que no admite ninguna complicidad respecto a un sentido sobrentendido, pues
esa complicidad requiere pasar por alto el sinsentido. Necesita, por ello, el todo sentido,
un sentido tan total que contamina toda la realidad de una autorreferencia indiscriminada
y mortífera, porque la certeza mata el deseo. Todo lo exterior le es necesario para el
sentido. No descansa.
Respecto a la sexualidad, para el neurótico la elaboración edípica es la manera de
“resolver” la diferencia sexual y generacional. En la psicosis, por el contrario, esa tarea
está a cargo del delirio, una tarea interminable, siempre repetida, de cómo incluirse en
una clase sexuada y, a la par, en una determinada filiación. Esa es la razón por la cual
todo delirio tiene en la psicosis el componente de cómo ordenar la sexualidad, el goce
sexual, y cómo darse una determinada filiación que le coloque en el vórtice del sentido.
Son dos respuestas distintas, pero los problemas son los mismos, y las tareas, por
tanto, también. En ambos casos se trata de elaboración, por específica que sea en cada
uno, y en ambos casos hay, por tanto, sujeto e inconsciente. El tratamiento se orienta,
tanto para uno como para otro, por el desplazamiento y la elaboración, es decir, cómo
abordar el sinsentido del trauma y la inscripción psíquica de la condición sexuada del
cuerpo del sujeto parlante, a sabiendas finalmente de la soledad del deseo que tanto
maldice el neurótico y tanto enloquece al psicótico.
Esta es la razón por la cual la clínica psicoanalítica, que trata lo psíquico desde lo
psíquico, no puede eludir el posible tratamiento de un sujeto psicótico. Es más, la
farmacopea, que hoy se ha convertido en pilar fundamental del orden social, ha entrado a
formar parte del consuelo no de organismos animales, sino de inquietos y angustiados
sujetos humanos. Piénsese por un momento qué sucedería si se retirara del mercado tal
incontable cantidad de ansiolíticos, antidepresivos, neurolépticos diversos, cómo se
alzaría un clamor terrible de tantos y tantos sujetos que acompañan su soledad con ese
alivio químico. No es el organismo el necesitado de la dosis química, sino el sujeto. La

177
clínica psicoanalítica pretende intervenir sobre la posibilidad del sujeto y del espacio de
su irreductible inconmensurabilidad.
La transferencia sería un tipo de vínculo por el cual la repetición que conlleva
pudiera encontrar la salida de un saber y de una separación, si el analista no reclama la
propiedad de la demanda de amor que allí se renueva. Un sujeto psicótico no suele ser
susceptible, por lo que conocemos, de este tipo de dependencia transferencial. Su delirio
y sus alucinaciones tienen una importancia mayor y una mayor presencia que la persona
misma del analista. ¿Por qué, sin embargo, algunos acuden con tesón y disciplina y otros
es como si buscaran un refugio en el momento en que ya no pasan desapercibidos para
los dioses? Permítaseme esta expresión de Kafka para referirme a esos momentos en los
que la frontera se diluye y las voces toman la delantera. Es verdad que muchos otros no
encuentran o no consiguen que el espacio terapéutico les ayude a parar la disolución del
mundo y la desintegración yoica. Pero para quienes acuden a nuestras consultas con más
o menos regularidad, lo hacen buscando ese espacio de refugio a su desgarramiento
interior, y no sólo buscándolo, sino incluso protegiéndolo. Parece claro que no es como el
neurótico que repite una dependencia infantil que, de entrada, le procura tanto
entusiasmo narcisista. Si vienen es porque hay un refugio, un “al menos puedo venir aquí
[…] y así me pasa el día más rápido”, como dice uno de los que suelen acudir
únicamente en los momentos peores, y lo dice con una sonrisa que por la tristeza de sus
ojos más bien es una mueca. Son quienes no sólo buscan un refugio, sino también un
trabajo que les ayude a sostenerse ante el vértigo del abismamiento, una distancia y una
separación subjetivas con su tormento, como un quehacer que les procure una cierta
inteligibilidad de lo que más que una “enfermedad” parece una posesión diabólica, y ante
la cual la perplejidad parece la única forma de su intimidad.
No es lo más frecuente, pues sostener esa perplejidad sin sucumbir por entero al
laberinto del delirio requiere tal entereza que si cualquier psicoterapeuta pudiera
modestamente ayudar, daría una digna eficacia a su quehacer, y no hay otra posibilidad
de ayudar que proteger por nuestra parte ese espacio, no caer en el ridículo de
considerarse un experto en psicosis ni llenar de exigencias ese encuentro. El debate sobre
la biogénesis o la psicogénesis no es para esto más que un estorbo. Para ello, el
psicoanalista o psicoterapeuta necesita experiencia clínica, pues en el campo de la
psicosis no hay mejores maestros que los sujetos psicóticos, y sensibilidad para soportar
esa extrañeza de una mirada que carece de familiaridad fantasmática.
De hecho, cuando el psicoanálisis no respeta esta extrañeza el estropicio es
enorme. Al psicoanálisis le incumbe la psicosis y no cabe mantener una división del
trabajo entre psiquiatría y psicoanálisis basada en la distinción diagnóstica entre psicosis y
neurosis, puesto que tanto el neurótico como el psicótico se enfrentan a los mismos
problemas psíquicos del sentido y de la sexualidad. Pero proclamar como estribillo que el
psicoanalista no debe retroceder ante la psicosis, así sin más, es como si ya la psicosis no
encerrara misterio alguno ni etiológico ni diagnóstico ni terapéutico para el poderío de su
saber. El psicótico habría perdido todo enigma, toda extrañeza. Este desparpajo se
manifiesta también en el uso banal del diagnóstico de psicosis. Se distribuye a placer y es

178
como un juego. En vez de entrar, por ejemplo, en debate con Wittgenstein sobre su
atinadísima crítica a la confusión freudiana entre causa y razón o motivo, se le tomará
amablemente como un psicótico, víctima entonces de ese “rigor psicótico” que es como
el rigor mortis. El psicoanálisis desconoció siempre las críticas de Wittgenstein, y
algunos sólo se ocuparon de él para tildarlo de psicótico. Igualmente Kafka fue
diagnosticado de melancólico, y así también sus textos pasarían a ser mera curiosidad
psicopatológica y su escritura sobre el proceso judicial no sería más que el efecto de la
culpa melancólica. Se dirá que llamar psicótico a alguien no es un insulto, aunque no se
debería olvidar que no hubo, por ejemplo en el campo lacaniano, disidente alguno que no
fuera tildado, por ese simple hecho, de psicótico. Pero ciertamente es un contrasentido
que en la clínica del sujeto se utilice la psicosis como un insulto. En todo caso puede ser
incluso algo peor: la culminación de la insidia interpretativa que en vez de escuchar lo que
alguien dice se le viene a responder con el habitual “a ése lo que le pasa…”.
Diagnosticados Wittgenstein o Rousseau o Nietzsche de psicóticos, se les trata con
conmiseración a la vez que su obra deja de ser un material crítico para convertirse a lo
más en una catequética y ridicula ilustración psicopatológica.
No podemos decir mucho sobre la transferencia en el tratamiento de la psicosis.
Todo lo dicho hasta ahora sobre la transferencia estaba referido única y exclusivamente a
la clínica de la neurosis. Un sujeto neurótico acude afligido, pero bien pertrechado de
demandas incuestionables, de exigencias propias y ajenas, de vacilaciones angustiosas, de
culpa y necesidad de castigo paralizantes, de anhelo amoroso de ser perdonado, de dejar
su vida, en suma, en manos de alguien. Un sujeto psicótico, rostro de la aflicción y de la
perplejidad, no conoce, por el contrario, las reglas de la demanda, y el poder es simple
mueca macabra del daño y de la humillación. El amor y el sexo no son sólo un
malentendido, constituyen un código perdido, una explicación que les excluye, un pavor
del cuerpo. Acude al encuentro con el “analítico” o con cualquier otro “psi” en un estado
de aflicción donde el sufrimiento muestra su más desesperado sinsentido. Un padre
palestino puede decir que su hijo murió por la “causa palestina” o un iraquí por la
salvación de la patria, pero el sufrimiento psicótico carece de explicación, la familia se
desespera y repite por qué, por qué, podía ser feliz, pero sólo es desgraciado… Incluso
para el neurótico, el sufrimiento suele tener el sentido redentorista del castigo y de la
culpa, pero ante el sufrimiento psicótico sólo cabe la impotencia, no tanto de lo
irremediable (como si se tratara de una catástrofe material), sino del sinsentido, aquello
que estaría llamado al sentido y a una clara causalidad es una burla tanto del sentido
como de la causalidad, se trate de la causa eficiente o de la causa final. El sufrimiento
psicòtico es el rostro del sinsentido. Esto es lo que tiene de insoportable la psicosis.
¿Qué hacer? Freud considera que el sujeto psicótico, cualquiera de ellos, por estar
fuera de su alcance el investimiento libidinal del psicoanalista, en lo que consiste la
transferencia, no es susceptible de tratamiento psicoanalítico. Este argumento tiene una
lógica aparentemente sencilla: si la transferencia es la condición del tratamiento
psicoanalítico, y por consiguiente de la apertura del inconsciente, el hecho de que el
sujeto psicótico no cumpla dicha condición le impide el acceso al tratamiento. Sin

179
embargo, esta lógica no es tan sencilla como parece. La misma transferencia no lo es, ya
que tanto es condición como obstáculo, y se requiere un arduo y paciente trabajo para
que no opere como mera resistencia al tratamiento. El sujeto psicótico se libraría, por
deducción, de ese obstáculo. Mientras que el sujeto neurótico tiende a buscar en la
transferencia un modo de adhesión a una pertenencia asegurada, el empeño del sujeto
psicótico es sostener un espacio y una presencia de la subjetividad en el encuentro
terapéutico que le proteja del abismo alucinatorio. Lo que el tratamiento, a veces posible,
de sujetos psicóticos enseña es que cabe un trabajo que proviene de la herida de la
subjetividad (“con una hermosa herida he venido al mundo; eso es todo cuanto tenía”,
dice un personaje de Kafka en Un médico rural), del fracaso hilemórfico que no tiene la
coartada de la interpretación para hacer coincidir cuerpo y sujeto, y respeta
escrupulosamente los hechos, sin ritos ni disimulos.
Resumiendo nuestra posición, podemos decir que hay un trabajo posible con
algunos sujetos psicóticos, pues ese trabajo lo realiza sobre todo el propio sujeto
psicótico para sostenerse en la brecha de la subjetividad, que el psicoterapeuta (sobre
todo si dice ser psicoanalista) es respetuoso con los hechos, que cuida de no disimular o
engañar, que, como “realista temerario” (por volver a la expresión nietzscheana),
renuncia a la interpretación y que ese respeto es lo único que podemos ofrecer a algunos
sujetos psicóticos.
¿No hay transferencia en la psicosis? Si la entendemos como repetición de la
demanda y de la decepción infantil, no es fácil responder, pero el psicoterapeuta termina
siendo para el sujeto psicótico en tratamiento un personaje puede que estimado y si se
consigue que no le incluya en la maraña delirante, será también respetado. No sé si a eso
se le puede llamar transferencia, pero el descanso es también un nombre del amor. El
sujeto psicótico acude a nosostros también para encontrar un espacio de descanso, tanto
de la persecución como de la exclusión. La palabra puede ahí dejar de ser un insulto o
una amenaza. No se trata de curar al sujeto psicótico, sino de que, si pudiera y mientras
pueda, se mantenga como viviente de la herida de su subjetividad. Nada más. No hay
pronóstico.

180
Epílogo

Dices no entenderlo. Trata de entenderlo llamándolo enfermedad. Es uno de los numerosos


síntomas patológicos que cree haber descubierto el psicoanálisis. Yo no lo llamo enfermedad y veo en
el aspecto terapéutico del psicoanálisis un error debido al desamparo. Todas esas supuestas
enfermedades, por muy tristes que parezcan, son hechos de fe, anclajes del hombre necesitado en
algún suelo materno; por eso lo que el psicoanálisis considera causa primigenia de las religiones no es
otra cosa que las “enfermedades” del individuo, aunque hoy en día falte la comunidad religiosa, las
sectas sean innumerables y sólo cuentes, en general, con individuos aislados… En mi caso podemos
imaginar tres círculos, uno llamado A, el más interior, luego B, luego C. El núcleo A explica a B por
qué este hombre debe torturarse y desconfiar de sí mismo, por qué ha de renunciar, por qué no puede
vivir. (¿No era Diógenes, por ejemplo, una persona gravemente enferma en este sentido? ¿Quién de
nosotros no hubiera sido feliz bajo la mirada radiante de Alejandro? Diógenes, sin embargo, le rogó
desesperadamente que dejara pasar el sol. Ese tonel estaba lleno de fantasmas.) C, el hombre activo,
ya no recibe ninguna explicación, a él sólo le imparte órdenes, terriblemente, B; C actúa, pues, bajo
una presión rigurosísima, pero con más miedo que entendimiento, confía, cree que A se lo ha
explicado todo a B y que B lo ha comprendido todo correctamente (Franz Kafka, OC III, pp. 760-
761).

Siempre es lo mismo. Tres círculos o tres registros o tres dispositivos. El primero es el


saber supuesto, el segundo es el redentor, el tercero el redimido o condenado. En
realidad, todos condenados a esa rueda y, a la vez, inocentes. El tercero es el susto
necesitado de protección y confianza en los otros dos. Sólo le queda la confianza y ésta
estaría arruinada si se supiera. La ignorancia, el miedo y la confianza son sus
prerrogativas. La enfermedad es un problema de creencia, es un problema religioso. La
llamada depresión es hoy su nombre común y la manía melancólica su respuesta. La
creencia es el único suelo materno y protector. Sin ella, el miedo no se hace más sabio,
sino sólo más peligroso, puesto que no puede saber sino sólo confiar.

181
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183
184
Índice
Portada 2
Créditos 6
Índice 8
Introducción: ¿Qué sabe usted, señor juez, del alma de este
11
hombre?
1. Soledad 21
1. Mirar de cara a la soledad 22
2. La soledad del cuerpo 23
3. La soledad del cuerpo no la remedia el alma 26
4. El fracaso hilemórfico y la causa final 28
5. La causa final y la soledad 32
6. El universalismo cristiano y la redención 33
7. Crisis del concepto de causalidad y predominio de la creencia 35
8. ¿Cómo existir en el otro? 38
9. El superviviente reducido a la pasividad del cuerpo 39
10. El amor y la soledad del sexo 41
11. Sexo y compasión 45
12. Schreber reclama el sueño y el descanso en la causa final 46
13. Soledad, Versagung y neurosis 49
14. Algunos rasgos particulares de la soledad en el hombre y en la mujer 53
15. El ordo amoris o el sueño de un amor sin soledad y sin sexo 54
16. De los padres y de la pareja 56
17. El “malentendido fundamental” 59
18. La soledad en la pareja 61
19. El amor sin causa final: aceptación de la soledad 63
20. El amor y la aceptación de la diferencia sexual 65
21. Aceptación y separación 66
22. La soledad es la posibilidad del amor y no la guerra 69
2. Pertenencia 72
1. El problema socrático: saber, poder y pertenencia 73
2. En memoria de Walter Benjamin: una pertenencia imposible 76
3. El saber como cuestión moral 77

185
4. El cristianismo y la consagración de la pertenencia salvífica 78
5. El fracaso del iusnaturalismo y la necesidad de pertenencia 80
6. Hobbes y el pacto social: el temor a ser excluido y la necesidad de
83
enemigo
7. Un ejemplo de Sánchez Ferlosio 85
8. El límite del poder y el aseguramiento de la pertenencia 87
9. Poder y paranoia: el enemigo, la inocencia y la identidad 89
10. Pertenencia, redención y servidumbre 92
11. Kafka y el cuerpo de la humillación 93
12. La identificación sexual y su dificultad en la psicosis 95
13. La diferencia sexual y las estrategias de la pertenencia y del sentido en
97
el hombre y en la mujer
14. Las estrategias del poder y de la humillación 101
15. Narcisismo, fantasma e identidad yoica 104
16. El yo: una mentira libidinal 107
17. Amor y narcisismo: malentendidos freudianos con la mujer 109
18. Poder, narcisismo y organización libidinal de la pertenencia 113
19. El narcisismo y la cuestión de los ideales 115
20. Amor, pertenencia y soledad 117
21. Kafka y el malentendido de toda pertenencia 119
3. Transterencía 122
1. Kandel y la vuelta de la psiquiatría a la medicina 123
2. El problema etiológico y la confusión psicotrópica 125
3. Causa y determinación 127
4. La confusión freudiana entre causa y razón, entre causa eficiente y
128
sentido
5. El sinsentido y la pulsión 133
6. El fracaso de la psiquiatría genética y la imposibilidad de una teoría
135
enològica
7. El problema ético de la sugestión: clínica y creencia 136
8. Transferencia, sugestión y repetición 139
9. La posición de Freud: la transferencia es repetición y no sugestión 143
10. Qué conduce a la demanda de análisis y qué se repite 145
11. El amor de transferencia 149
12. Sobre la ética del trabajo 152
13. Dos momentos clave en un análisis: elaboración inconsciente y caída de

186
la transferencia
14. Curarse de la demanda de curación 155
15. El descubrimiento de la pulsión de muerte y el valor terapéutico de la
157
repetición
16. El debate sobre la “contratransferencia” 158
17. El psicoanalista como parresiastés 162
18. ¿Final o interrupción? Sobre el límite interno de la pulsión 165
19. Valor terapéutico de la repetición o cómo tratar lo psíquico desde lo
167
psíquico
20. Las dificultades de la pulsión de muerte en la transferencia y la
170
necesidad de castigo
21. La íntima soledad de la repetición 173
22. En memoria de Platónov 175
23. La transferencia en la psicosis 176
Epílogo 181
Bibliografía 182

187

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