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volumen a cargo de

HELÍ MORALES y DANIEL GERBER


por
ELSA HERNANZ • DANIEL GERBER
MARGARITA GASQUE • NÉSTOR A. BRAUNSTEIN
EDWIN SÁNCHEZ AUSUCUA • ADALBERTO LEVI HAMBRA
MARCELA MARTINELLI HERRERA • HELÍ MORALES ASCENCIO
MARÍA TERESA ORVAÑANOS • VÍCTOR NOVOA
FRIDA SAAL • OLGA GARCÍA TABARES

m
sigk
veii itiuii-r
editores
MEXICO
ESPAÑA
siglo veintiuno editores, s.a. de c.v.
CERRO DEL AGUA 248, DELEGACIÓN COYOACÁN. 04310 MÉXICO, D.F

siglo veintiuno de españa editores, s.a.


C A LLE P LAZA 5. 2 80 43 M ADRID, ESPAÑA

portada de m aría luisa martínez passargue


ilustración de friedenreich hundertwasser, la nostalgia
' de las ventanas, 1964
edición al cuidado de Josefina anaya
prim era edidón, 1998
© siglo xxi editores, s.a. de c.v.
isbn 968-23-2119-0
derechos reservados contorm e a la ley
im préso y hecho en m éxico/printed and m ade in mexico
ÍNDICE

INTRODUCCIÓN, p or HELÍ MORALES y DANIEL GERBEP 9


EL ARTIFICIO DE LAS SUPLENCIAS Y LA LÓGICA DEL INCONS­
CIENTE, por ELSA HERNANZ 15
SUPLENCIA SIN TITULARIDAD, p o r DANIEL GERBER 24
DE SUPLENCIAS Y AUSENCIAS O LA PREGUNTA SIN RESPUESTA,
p o r MARGARITA GASQUE 48
EL EGO LACANIANO, por NÉSTOR A. BRAUNSTEIN 53
AUSENCIA DEL NOMBRE DEL PADRE Y PASAJE AL ACTO EN LAS
PSICOSIS, p or EDWIN SÁNCHEZ 75
CONTAR HASTA CUATRO, por ADALBERTO LEVI HAMBRA 85
CALEIDOSCOPIO DE LA EBRIEDAD. FREUD, LA COCAÍNA Y EL
NACIMIENTO DEL PSICOANÁLISIS, p o r MARCELA MARTI-
NELLI HERRERA y HELÍ MORALES ASCENCIO 95
EL AUTORRETRATO EN EGON SCHIELE. UN SINTHOME - UNA
CREACIÓN, por MARÍA TERESA ORVAÑANOS 126
A PRECISAR, p or VÍCTOR NOVOA 154
HAMLET NO ES EDIPO, por SUSANA BERCOVICH 166
EL NOMBRE DEL PADRE COMO SUPLENCIA, p or FRIDA SAAL 188
MARGUERITE: UNA METÁFORA, por OLGA GARCÍA TABARES 210
A Frida,
de nosotros
INTRODUCCIÓN

El padre, la cuestión del padre, recorre la obra de Freud y los


seminarios de Lacan.
El padre en los textos freudianos aparece a simple vista como
un personaje central en el teatro de lo psíquico, pero se trata de
algo más estructural: una función en la constitución del sujeto. El
actor, que en cada uno de los casos paradigmáticos ocupa un papel
en el libreto clínico, se evidencia como engranaje fundamental en
el devenir de las historias. En Juanito, su lugar de portavoz debi­
litado del maestro muestra la necesidad de una función convocada
por el síntoma del caballo. En Dora, la propuesta de intercambio
señala la falla por donde la pregunta por el deseo apura la miopía
paterna. El padre feroz, en Schreber, aparece ante el hijo bajo la
máscara de un Dios que propicia su mutación en mujer. En el
hombre de las ratas, nunca es más evidente que el padre no es
sólo un personaje de carne y hueso sino una presencia simbólica
con sus mensajes y sus enigmas; en fin, en el hombre de los lobos
la aparición paterna no se reduce a un lugar en la cama de la
madre sino a un fantasma en las danzas de la historia.
Pero el padre no es nada más esa pieza fundamental para pensar
la constitúción psíquica del sujeto, sea como función edípica en la
interdicción o como voz que irrumpe cuando adopta el tono del
mandamiento y la severidad del castigo superyoico; también es el
punto nodal de la mitología freudiana del origen: el Padre de la
horda primitiva y después Moisés y su asesinato muestran, para
Freud, la verdad histórica del padre como fundador de lo social y
sus constelaciones. Padre como personaje, función, voz, origen;
como fundamento.
En Lacan, no es menos rica y variada la elaboración sobre el
padre; desde su ausencia en sus primeros casos de psicosis feme­
ninas hasta su construcción como función simbólica en la propuesta
de un tratamiento posible de las mismas. En 1953, la función del
padre se escribe todavía con minúsculas pero su intervención, en
tanto que nombre, sostiene operativamente, desde entonces, el
campo de lo simbólico. A finales de los cincuenta, el Nombre-del-
Padre adopta, en el discurso de Lacan, la función de gestar la
metáfora y, por ende, los movimientos de la cinética significante.
Después, a partir de 1973, los nudos permiten pensar dicha función
del lado de la escritura topológica y abren las puertas a diversas
posibilidades de suplencia. Sea como Padre Ideal que promueve
un lugar de dignidad especial con su máscara de perfección, sea
como función simbólica que acciona los mecanismos de la metáfora
e intenta instaurar la prohibición del incesto o como Padre Real
que encarna el enigma del goce del hombre cuando convoca al
goce de la mujer y señala la cicatriz de la imposibilidad de saber
la verdad de la misma, el padre y sus registros constituyen una
dimensión fundamental en el devenir del pensamiento ^sicoana-
lítico.
Pero su importancia atañe también a la historia: el Dios pastor,
el Padre Primordial, el Moisés egipcio y el último rey de Francia
evidencian que el padre puede perder la cabeza. Hoy, el lugar que
él sostenía en las sociedades griegas y romanas, aquel de fundador
de la patria (Pater patria) o de eminencia jurídica (Patricio) e incluso
quien proponía a la mujer devenir madre por el matrimonium, ha
sido reducido a un actor en el núcleo privado de la familia. Pero
aun ahí sus funciones se ven trastocadas por el poder de la iglesia
y el estado, por los derechos civiles de los hijos, por el lugar de la
madre y su amor irremplazable y, en fin, por la maquinaria cien­
tífica que propone la posibilidad de sustituirlo por un espermato­
zoide en sus experimentos de inseminación artificial.
Ante todas estas dimensiones, ¿cuál es el lugar del padre? ¿Puede
sustituirse su función? Frente a la ciencia y sus propuestas, ¿puede
reducirse la paternidad a una sustancia, o tendremos que seguir
defendiendo otra materialidad del Nombre-del-Padre? Las suplen­
cias ¿qué sentido y qué consecuencias tienen?
HELÍ MORALES A.

II

Real, simbólico e imaginario son tres registros heterogéneos. Sin


embargo, el ser hablante es sostenido por el anudamiento de los
tres, a la vez que algo que puede llamarse goce se encuentra cer­
cado, acuñado, por ese anudamiento.
Para dar cuenta de esto, Lacan se sirve del nudo borromeo cuya
puesta en juego tiene la finalidad de elaborar, situar la medida
común necesaria para anudar esos tres registros heterogéneos.
Precisamente con el fin de formular lo que puede definirse como
esa medida común Lacan introduce un cuarto término en el nudo
borromeo.
Ninguno de los redondeles que sostienen R, S e I está enlazado
con alguno de los otros; están libres tomados de dos en dos, pero
en el nudo se sostienen de manera conjunta. Quiere decir que lo
que permite una medida común de los tres es justam ente ser anu-
dables en forma borromea, de tal modo que éste anudamiento -el
nudo borrom eo- es una cuarta entidad, la medida común mínima,
la solución “perfecta” y por esto mismo ideal e incluso mítica.
¿Tuvo en algún momento Freud la idea de esta medida común?
Según Lacan, simbólico, imaginario y real -aun sin que sean ex­
plícitamente mencionados- son registros cuya existencia fue sos­
pechada por el fundador del psicoanálisis; pero fueron dejados
por él independientes, a la deriva. Por esto, para que su construc­
ción teórica se sostuviera, le hizo falta algo que llamó “realidad
psíquica”, que no es sino el complejo de Edipo, el cuarto término
que anuda a los otros tres libres: R, S e I.
Así, el complejo de Edipo cumple, en esta figuración del nudo
a cuatro, lo que el anudamiento borromeo realiza implícitamente
en el nudo a tres. Pero como en el complejo de Edipo está en
juego la función del padre, el cuarto redondel es allí un Nombre-
del-Padre y el anudamiento borromeo en tanto que tal, como cuar­
to, es un Nombre-del-Padre.
Esto significa que ya en Freud puede leerse la noción de suplen­
cia. Como dice Lacan: “En Freud hay elisión de mi reducción a lo
imaginario, a lo simbólico y a lo real como anudados los tres, y es
lo que Freud instaura con su Nombre-del-Padre idéntico a la reali­
dad psíquica, que nó es otra cosa que la realidad religiosa, es por
esta función de sueño por la que Freud instaura el lazo de lo
simbólico, lo imaginario y lo real”,1 para agregar, en referencia al
seminario “Los nombres del padre”, que finalmente nunca llevó a
cabo: “Si he titulado ese seminario ‘Los nombres del padre’ -y no
1J. Lacan, R.S.I., sem inario inédito, clase del 11 de febrero de 1975.

\
el Nombre-del-Padre- es porque ya tenía algunas ideas de la su­
plencia del Nombre-del-Padre. Pero no porque sea indispensable
tendrá lugar esta suplencia.”2 Se puede decir entonces que hay
Nombres-del-Padre que pueden venir a suplir el funcionamiento
ideal del Nombre-del-Padre que sería el de anudamiento borromeo
a tres.
Se puede afirmar entonces que un significante desechado de la
estructura del discurso que es la del inconsciente y que por ello
se va a ubicar en lo real como síntoma podrá sostener juntos a R,
S e I, es decir, hacer oficio de medida común. Pero en la medida
en que el Otro está siempre descompletado de un significante -lo
que lo hace inconsistente- y en que el síntoma -que se sostiene
en la letra, es decir, el trazo, el uno del significante- viene a darle
esa consistencia que le falta, hay una solidaridad total entre éste
y el Nombre-del-Padre.
Todo síntoma, por lo tanto, es susceptible de funcionar como
suplencia del Nombre-del-Padre porque el Nombre-del-Padre mis­
mo es el que viene a suplir la incompletitud del Otro, el hecho de
que el Otro en tanto que tal no existe. En este sentido, el síntoma
no hace sino generalizar esta función del padre.
DANIEL GERBER
EL ARTIFICIO DE LAS SUPLENCIAS Y LA LÓGICA
DEL INCONSCIENTE
ELSA HERNANZ

En el seminario Joyce le sinthome Lacan hace referencia a las suplen­


cias del Nombre-del-Padre con la finalidad de articular algunos de
los planteamientos relacionados con los registros de lo Simbólico,
lo Imaginario y lo Real, apuntando hacia la homología que puede
encontrarse entre aquello que se produce en la obra de arte y lo
que surge en la experiencia analítica; así, incursiona en el campo
de la escritura, contorneando ese lugar vacío desde donde el sujeto
es interrogado en su relación con el significante. Sin embargo, no
dejó de enfatizar que él apenas había rozado lo que se ilustra en
la obra joyciana, advirtiendo su reserva “...en lo que respecta al
arte, en el que Freud se sumergía no sin tropiezos”.1
En varios momentos de su enseñanza Lacan utiliza los artificios
que le brindan el arte, el mito, la religión o la topología, para
intentar responder a las preguntas que surgen desde la teoría y la
clínica. El planteamiento sobre las suplencias constituye un recurso
lógico del que se sirve para replantear la problemática sobre la
función del Nombre-del-Padre como lugar fundante para el sujeto,
en su función de anudamiento. Tema que trabaja desde diferentes
abordajes y es retomado en el seminario anterior al del Sinthome,
conjugado con la interrogación de si hay o no saber en lo Real.
Desde esa perspectiva trabaja sobre la dificultad de situar el saber
inconsciente, en tanto que es un saber definido por la conexión
de significantes, observando que en virtud de que el inconsciente
no descubre nada, porque en lo Real no hay nada que descubrir,
ya que hay allí un agujero, al saber, entonces, se le inventa. Esta
temática es enlazada con el problema de la lógica de Aristóteles,
al señalar que en ese bordear sobre lo Real hay un lugar donde
éste patina en el Peri Hermeneias, por lo que Aristóteles se ve forzado

1Jacques Lacan, Intervenciones y textos 2, Buenos Aires, Manantial, 1988, p. 62.


a recurrir al principio de contradicción, como artificio de suplencia,
para tratar de articular lo relativo a la lógica proposicional y a la
lógica modal, que según Lacan tendría que ver con lo imposible
y con la presencia de lo Real.2
Así también, las consideraciones que Lacan desarrolla en el texto
de Joyce respecto a un cierto orden de saber que se le imputa al
artesano, que como artífice introduce un vacío a partir de su crea­
ción, se vinculan con un tema al que ya había apuntado en sus
trabajos sobre la ética pero que, ahora, después de un viraje lógico,
tienen que ver con la cuestión de la escritura y la función del nudo
en relación con los tres registros y lo que consütuye la cadena
borromea. De allí se desprende la pregunta sobre la posibilidad
de sostener un Real que, aun suponiendo la existencia de un cierto
error relacionado con el anudamiento del sujeto y la metáfora
paterna, pudiera operar de alguna forma para posibilitar la función
de agujero. Esto cierne la problemática sobre la estructura y deja
como sedimento el cuestionamiento acerca de la posibilidad de
que, retroactivamente, pueda producirse una marca sobre el lugar
de la falta. Lo anterior nos remite directamente a la pregunta que
Lacan se plantea en su seminario R.S.I.: “¿Lo real puede pues
sostenerse por una escritura? Claro que sí, y diré más aún -de lo
Real no hay otra idea sensible que la que da la escritura, el rasgo
escrito”.®
Es obvio que en el título del seminario sobre Joyce Lacan alude
directamente al síntoma, pero habría que preguntarnos cuál sería
entonces la intención de escribirlo de esa manera, por lo que se
tendría que recordar, en primer lugar, el señalamiento de que es
precisamente como síntoma como puede identificarse aquello que
se produce en el campo de lo Real. En el intento de saber cómo
es que el sinthome puede llegar a ser algo que responde a la realidad
del inconsciente, resulta importante tener en cuenta que:
En la medida en que ese nudo, aunque tan sólo reflejado en lo imaginario,
es efectivamente real, y se encuentra con un cierto número de inscripcio­
nes mediante las cuales unas superficies responden, puedo adelantar que

2Jacques Lacan, Le séminaire. Livre XXI. Les non dupes errent. Inédito. Clase del
19 de febrero de 1974.
3Jacques Lacan, “El seminario R.S.I.”, en Omicar?, núm . S, Barcelona, Petrel,
1981, p. 26.
el inconsciente es lo que responde al síntoma. A partir de ahí, como
veremos, puede ser responsable de su reducción.4
Por otro lado, también hay que recordar que la forma de operar
en el síntoma es a través del equívoco, de la reducción del sentido,
como efecto fundamental de lo Simbólico sobre lo Real. Por lo
que puede decirse que una de las puntas del juego lógico que
Lacan introduce en lo que resuena del significante en el título de
su seminario puede ser leído como creación, como producción del
inconsciente. No sin dejar de reconocer que es una forma de darle
un sentido a un trabajo que aparece como ilegible, pero que al ser
retomado pudiera permitir una aproximación, aunque sea tangen­
cial, al problema de la nominación y las suplencias en el psicoaná­
lisis.
En el seminario sobre Joyce, Lacan se refiere constantemente a
Santo Tomás de Aquino, quien, a su vez, remite al discurso de
Aristóteles sobre el problema de la creación; pareciera insistir, a
fin de cuentas, sobre el aforismo de que un significante es lo que
representa al sujeto para otro significante, y que, como una forma
de encadenamiento a lo simbólico, adquiere su valor al ser consi­
derado como un saber referido al Otro. En este mismo sentido,
como parangón, conduce a marcar ese momento mítico de inscrip­
ción, afirmado por Lacan desde el planteamiento del retorno a
Freud, para señalar el acto mismo de introducir el concepto de
inconsciente. Momento fundante en el que está presente ya para
el psicoanálisis el problema de la nominación, que habrá de ser
ligado con el lugar de la metáfora paterna, constituyendo uno de
los puntos neurálgicos que se articulan con la función del signifi­
cante y su relación con lo reprimido y, a partir de allí, con lo que
ocurre en la dimensión del síntoma, del sueño, del chiste o del
acto fallido. Pues en la época en que Lacan hablaba de lo que
acontece en el chiste y la función metafórica creadora de sentido,
plantea ya la problemática del sitio desde donde el sujeto se ha de
instaurar frente al Otro. Señala lo que sucede en el olvido del
nombre propio, fenómeno subrayado como lo propiamente meta­
fórico, para relacionarlo con aquello que Freud llamaba la evoca­
ción de las cosas últimas, realidad imposible de afrontar. De donde
se desprende que la estructura metafórica misma habla de la im­
posibilidad de acceder a un lugar marcado por la falta. Al respecto,
Lacan señalaba:
Pero limitémonos por ahora a lo esencial: no es un olvido absoluto, un
vacío; en lugar de Signorelli se presentan otros nombres, nombres de
sustitución, Botticelli, Boltrafio. Remitámonos al notable análisis de
Freud, que pone de manifiesto únicamente una combinación de signifi­
cantes; Bosnia Herzegovina, Trafoi, son las ruinas metonímicas del objeto
presente detrás de los elementos particulares enjuego: la muerte, el Herr
absoluto que es aquí rechazado (unterdrückt, que se podría traducir por
caído en el fondo). La aproximación metonímica -com o lo que se deno­
mina asociación libre- permite rastrear el fenómeno inconsciente.5
Buscar los restos metonímicos, alrededor de un cierto “fuera
de sentido” en la producción misma de la formación inconsciente
apunta hacia el lugar donde parece engancharse el deslizamiento
del significante, en su relación con la nominación, con el lugar de
la metáfora fundamental que posibilita la sustitución tomada como
un punto de detención que tiene que ver con el modo de anuda­
miento entre lo Simbólico, lo Imaginario y lo Real. Así, Lacan
aborda el texto de Joyce a la manera de esas producciones del
sujeto que remiten al lugar freudiano de la represión originaria,
y que tienen que ver directamente con el tema de la identificación
y, por lo tanto, con la inscripción de ese significante mítico pri­
mordial que inicia toda sustitución posible, por medio de la que
el sujeto es introducido al orden Simbólico y que señala el orden
lógico de la función de la falta, desde donde el inconsciente pro­
duce sus efectos. .
En Le sinthome Lacan despliega, por el lado de la ficción literaria,
la problemática del sujeto y la dimensión estructurante de la fun­
ción paterna, en cuanto que marca la relación con el orden parti­
cular y paradójico de la articulación entre el deseo y el orden de
la ley, ilustrando los tropiezos que dan cuenta de esa hiancia central
que se resiste al saber y la necesidad del sujeto de bordear lo Real.
Lacan va todavía más allá al proponer que el sujeto, con su arte,
produce algo que hace las veces de agujero, a través del desplaza­
miento del juego retórico, como un artificio de suplencia en el que
aparece el movimiento a partir del significante; en éste se da una
r>Jacques Lacan, Las formaciones del inconsciente, Buenos Aires, Nueva Visión,
1979, p. 74.
suerte de sustitución en la que la función de los nombres del padre,
de una particular manera, hacen las veces de falso agujero y suplen
un error en el anudamiento con la función paterna.
Las conceptualizaciones anteriores se ven reflejadas en la escri­
tura topológica, con la que Lacan ilustra también la suplencia del
anudamiento borromeico introduciendo una problemática que no
deja de tener repercusiones teóricas y clínicas fundamentales. Sur­
ge, así, un trastocamiento conceptual respecto a las condiciones
indispensables para que pueda darse una clase de retroactividad
que permita, en un momento dado, establecer un cierto orden; en
este sentido, creando las condiciones estructurales para que las
suplencias puedan operar.
En el texto joyciano Lacan retoma la pregunta por el problema
de la forclusión del Nombre-del-Padre, noción que, como él mismo
ha señalado, toma de la terminología jurídica y que en castellano
se traduce como preclusión, del latín praecludo, praeclusi, praeclu-
sum, cerrar, obstruir, impedir, caducar, extinguirse.0 Esto remite
al principio del orden procesal que impone la existencia de mo­
mentos apropiados para que se efectúen los actos del procedimien­
to judicial ligados con la seguridad y la irreversibilidad del desa­
rrollo del proceso. En relación con los planteamientos psicoana-
líticos, incide sobre la dimensión desde lo que pueda ser planteado
como estructura dentro del campo de la neurosis o de la psicosis.
Al producirse un error o accidente en el establecimiento de la
metáfora paterna se produce la forclusión del Nombre-del-Padre,
en el lugar mismo desde donde aparece el lugar del Otro como
representante de una falta que puede permitir la apertura de toda
sustitución posible. Al proponer las suplencias, se abre la pregunta
por el sujeto y la lógica del inconsciente y se sitúa en un primer
plano la cuestión de la escritura. A partir de ahí habría que pre­
guntarse si para que algo del orden de la sustitución sea posible,
tiene que aparecer, cuando menos, algún rasgo de inscripción en
el lugar de la falta; o si, por el contrario, en ese lugar no hay ningún
rastro y lo que ahí se produce es algo de la dimensión exclusiva
de la creación. Cuestión irresoluble que lleva nuevamente hacia el
artificio de la producción joyciana y hacia el artificio topológico
del anudamiento, que parece conducir a un lu^ar de corte que
posibilite la creación, escritura de un falso agujero en el lugar
Diccionario jurídico mexicano, M éxico, Porrúa/üNAM, 1989, p. 2479.
donde se produjo el error que impidió la juntura entre lo Simbólico
y lo Imaginario para situar lo Real, que no invalida la problemática
de la inscripción del rasgo unario, rastro mítico que opera retro­
activamente al ser puesto en juego a partir de la vertiente que
ofrece el arte.
Continuando con el modelo que Lacan plantea sobre aquello
que ilustra el artificio de la escritura joyciana, habría que hacer
referencia nuevamente a aquello que concierne al proceso judicial,
donde, para que una suplencia se dé, es necesario el ejercicio de
la acción, esto es, la puesta de la cuestión en manos de la autoridad,
para que sea ella quien la resuelva. Se podría decir aquí, acto de
escritura, como cuando Lacan señala aquella acción de ese extraño
personaje, Mr. Dedalus, que ocupa el lugar de un padre y que pone
la educación de Stephen en manos de la compañía jesuítica, recinto
donde se abreva de las enseñanzas de santo Tomás de Aquino que,
como ya ha sido dicho, es un nombre al que Lacan hace referencia
constante. Recordemos que su pensamiento remite a los princi­
pios aristotélicos, entre otras cosas, para fundamentar la existencia
de Dios y para señalar que solamente la razón posibilita acceder
hasta un cierto límite del conocimiento, de donde queda estable­
cido que hay un creador del mundo como paso de la nada al ser,
en tanto que creación ex-nihiloP Podría apuntarse aquí que, en
muchos momentos de la escritura, la obra misma de Joyce aparece
como una suerte de impugnación al orden de la estructura de
aquella Summa tomista que tan profunda huella parece haberle
causado al artista y que parece abrir el cuestionamiento por su
lugar en el mundo. Joyce propone su obra escrita como algo de
lo que deberán ocuparse los universitarios durante los próximos
trescientos años, colocándose como objeto causa del deseo, situa­
ción que remite a lo que dice Samuel Beckett respecto a Finnegans
Wake: “Aquí, forma es contenido; contenido es forma. Se lamentan
ustedes que el libro en cuestión no esté escrito en inglés. Es que
no está escrito. No es para ser leído; o si se quiere, no sólo para
ser leído. Es para ser mirado o escuchado. No trata de cosa alguna;
es la cosa misma.”s
Si hay algo en la obra joyciana que conduzca a la cuestión de
7 Ángel González Álvarez, Manual de historia de la filosofía, Madrid, Credos,
1971, p. 270.
8Jam es Joyce, Finnegans Wake, Barcelona, Lumen, 1993, p. 279.
la suplencia y la nominación, es lo que aparece en el Ulises cuando
Joyce en su laberíntico relato se refiere, con marcada irreverencia,
a los primeros apologistas o padres apostólicos como la “venerable
comitiva”, relato en el que intercala los nombres de algunos santos
como san Luis Gonzaga y santo Tomás de Aquino, con nombres
tales como san Anónimo, san Epónimo, san Seudónimo, san Ho­
mónimo, san Parónimo, san Sinónimo y san Senano, entre otros.9
A este respecto habría que agregar, tal vez forzando un poco la
lectura, que es precisamente en la introducción de las Categorías
donde en la obra aristotélica se hace referencia a los términos
homónimos, sinónimos y parónimos.10 De manera similar, es ne­
cesario señalar que en su juego retórico Lacan habla del sinthome,
como uno de los nombres del padre donde hace alusión a la na­
turaleza del síntoma, ante el cual sólo se puede operar por el lado
del equívoco, ya que no está llamado a la interpretación dada su
vinculación con el goce. Así, en el juego homofónico, entre múl­
tiples posibilidades que Lacan introduce aparece la referencia eti­
mológica de thome como corte y la significación de Sinn como
sentido, como falta, en relación con la Bedeutung freudiana. En lo
que aparece como el sintoma-daquín, Lacan con su escritura enlaza
al síntoma con el nombre de Saint Thomas d’Aquin, como el “Saint-
Hom e”, que nuevamente parece reenviar al “todohombrismo” que
Lacan maneja en otras partes de su enseñanza, juego fonemático
en el que se perciben ecos aristotélicos con los que se liga el orden
de la lógica del significante y el lugar del sujeto. En otro seminario
Lacan había señalado que: “Es lo propio de una manera de escritura
que proviene del primer trazado lógico, cuyo responsable es Aris­
tóteles, lo que le ha dado ese prestigio que viene del hecho de que
es formidablemente gozoso, la lógica, justamente por eso apunta
a ese campo de la castración.”11
En la obra de Joyce puede percibirse, hasta el exceso, el peso
de las palabras que en cada texto marcan el lugar de un nombre;
así, en primer plano aparece la nominación de los personajes como
un deslizamiento que intentara atrapar algo del orden metonímico
que siempre se escapa. De manera paradójica, surge también, en

!l Jam es Joyce, Ulises, Barcelona, L um en/Tusquets. 1994, p. 414.


10 Aristóteles, Tratados de lógica, México, Porrúa, 1987, p 23.
11 Jacques Lacan, Le séminaire... ou pire, Livre XIX. Inédito. Clase del 15 de
diciem bre de 1971.
otros momentos, una cierta forma de ausencia del nombre propio
para identificar a otros personajes, como una imposibilidad de
marcar lo que vendría en el lugar del nombre propio. Como cuando
utiliza el apelativo de “ciudadano”, o bien, cuando juega con la
transposición de nombres que se entrecruzan para representar a
otro. Al bordear insistentemente sobre ese lugar se abre la pregunta
sobre el nombre que, en la repetición del movimiento, construye
un espacio, un agujero. Eso que se sustrae a la significación se
hace patente en la frase: “¡Nombres! ¿Qué hay en un nombre?”
Rastros de una búsqueda desesperada por hallar algo oculto en el
nombre propio; igual que, en otro momento, refiriéndose a Sha­
kespeare, Joyce dice: “...ha escondido en su propio nombre, un
hermoso nombre, William, en los dramas, aquí un comparsa, allí
un bufón, como un pintor de la antigua Italia escondiendo su cara
en un rincón oscuro de su lienzo. Lo ha revelado en los sonetos
donde hay Will de sobra”.12
Joyce por doquier refleja la posibilidad mediatizadora del arti­
ficio de la escritura como una forma de tomar distancia de la cosa,
en el intento de inscribirse en la cartografía imposible del campo
del Otro que deja en suspenso la respuesta y lo anuda en una
lógica del significante, lógica de la falta. Stephen Dedalus, se pre­
gunta ante el Otro que no responde: “¿Qué había después del
universo? Nada. Pero ¿es que había algo alrededor del universo
para señalar dónde se terminaba antes de que la nada comenzase?
Era algo inmenso pensar en todas esas cosas y todos los sitios,
sólo Dios podía hacer eso. [...] Dios era el nombre de Dios, lo
mismo que su nombre era Stephen.”13 Lacan apunta a que es Joyce
el que se oculta tras un nombre intentando descifrar su propio
enigma. El velo poético no se sustenta más que a partir de la
eficacia del lenguaje en función de lo que bordea la carencia cen­
tral, puesto que en lo Real no falta nada: “Lo real, diré, es el
misterio del cuerpo que habla, es el misterio del inconsciente.”14
Al volver sobre la pregunta inicial relativa a el lugar del plan­
teamiento de las suplencias del Nombre-del-Padre en la teoría psi­
coanalítica, puede decirse que éste aparece como un momento
lógico en el que se ordenan las anteriores conceptualizaciones
12 Jam es Joyce, Ulises, op. cit., p. 283.
ls Jam es Joyce, El retrato del artista adolescente, México, Preiniá, 1989, pp. 15-16.
14Jacques Lacan, El seminario XX. Aún, Buenos Aires, Paidós, 1981, p. 157.
Iacanianas, como momento de corte que tiene estrechas implica­
ciones con lo que desarrolla respecto a la experiencia analítica
misma y que permite una vuelta más para relanzar la pregunta
respecto al saber sobre lo Real, en tanto que al saber se le inventa,
puesto que no hay respuesta posible. Como un intento de lectura
de Lacan sobre la producción del artista, desde una perspectiva
que abre múltiples niveles, por el lado del equívoco, del lapsus,
del síntoma o el chiste, que se mueven mediante la lógica del
inconsciente y que finalmente, por la ambigüedad del significante,
sólo puede pertenecer, también, al orden de la creación, al orden
de lo que se produce en el lugar de la falta y que, como bien lo
sabe decir el poeta, viene a sustituir “un error en la grafía”, puesto
que “los artificios y el candor del hombre no tienen fin”.15

15 Jorge Luis Borges, Antología poética, 1923-1977, Madrid, Alianza, 1983. p. 59.
DANIEL GERBER

“Y habló Dios todas estas palabras, diciendo:


Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra
de Egipto, de casa de siervos.
No tendrás dioses ajenos delante de mí.
No te harás imagen, ni ninguna semejanza de
cosa que esté arriba en el cielo, ni ^bajo en la
tierra, ni en las aguas debajo de la tierra.
[...]
No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en
vano; porque no dará por inocente Jehová al que
tomare su nombre en vano.”
Éxodo 20:1-7

I. LO REAL Y LA FORCLUSIÓN DEL SENTIDO

En 1973 Lacan define lo real como un abierto (ouvert) que se inscribe


entre semblante y realidad, entre simbólico e imaginario. Así lo
afirma: “lo real: un abierto entre el semblante, resultante de lo
simbólico, y la realidad tal como se sostiene en lo concreto de la
vida humana”.1
Lo simbólico es el semblante, lo que hace que haya orden, fina­
lidad, sentido; lo imaginario es la “realidad”, lo vivido. Anudándo­
los para que no queden sobre el vacío, lo real es ese abierto que se
caracteriza por ser orientable.
En este contexto, orientación no significa sentido; es más bien
condición de posibilidad para este último, que no puede existir
sino a partir de una forclusión: en la sesión del 16 de marzo de
1976 del seminario Joyce le sinthome, Lacan formula una nueva
reflexión sobre lo real, al señalar que éste es “algo orientable”.
Luego agrega: “Pero esta orientación no es un sentido pues excluye
1J. Lacan, Le séminaire. Livre XX. Encoré, París, Seuil, 1975, p. 87.
el solo hecho de la copulación del lenguaje con nuestro propio
cuerpo. La orientación de lo real forcluye el sentido. Forclusión más
radical que la del Nombre-del-Padre.”2
Surge de este modo otra dimensión del concepto de forclusión,
opuesta a la más conocida, la del Nombre-del-Padre; es la forclusión
del sentido, correlativa de la institución de ese significante. Se trata
de otra vertiente del concepto que para Lacan explica la estructura
psicótica, por medio de la cual se viene a indicar que la forclusión
del Nombre-del-Padre es la causa de una no forclusión del sentido
por lo real. Esta no forclusión traerá como consecuencia una pro­
liferación absoluta del sentido, desprovisto de anclaje en alguna
referencia.
Es necesario, a manera de aclaración, recordar que la significa­
ción no depende solamente del juego significante. Hace falta ade­
más cierta “convicción” subjetiva: la de que más allá del encade­
namiento significante existe la referencia. El significado no sola­
mente es efecto del significante: tiene relación también con un
objeto real, un objeto que no está presente en el significante más
que por su misma ausencia. De no ser así, la significación que
resulta del movimiento significante no podría fijarse verdadera­
mente y así interesar al sujeto, implicarlo en el ser y no limitarse
solamente a consistir en un puro despliegue en el plano retórico.
Sólo en la medida en que la significación puede anclarse en ese
real de la referencia será posible que quede ligada con la corpo­
reidad del sujeto de tal manera que éste ultimo sea realmente abar­
cado por ella.
El señalamiento de esta nueva dimensión inherente a la forclu­
sión es una conclusión importante de la extensa elaboración laca­
niana en torno a la función del padre, aunque puede afirmarse
-como se señalará más adelante- que está de algún modo presente
ya desde las primeras formulaciones de este concepto.
Es en 1957, en el escrito titulado “De una cuestión preliminar
a todo tratamiento posible de la psicosis”, cuando Lacan expone
su definición canónica del Nombre-del-Padre: “significante que en el
Otro, en tanto que lugar del significante, es el significante del Otro
en tanto que lugar de la ley”.3 No se trata de que existan dos Otros
2J. Lacan, Joyce le sinthome. Seminario inédito. Clase del 16 de marzo de 1976.
3 J. Lacan, “D’une question prélim inaire á tout traitem ent possible de la psycho-
se”, en Écrits, París, Seuil, 1966, p. 583 [ed. Siglo XXI, p. 564].
diferentes, el del significante y el de la ley; es preciso más bien
distinguir en el Otro -entendido como tesoro del significante- el
lugar del significante y el lugar de la ley. Distinción esencial porque
de ella -que marca una división, una hendidura en el O tro- de­
penderá la presencia de ese significante singular que es el Nom-
bre-del-Padre.
Lacan plantea que el significante del padre debe agregarse al
de la madre, considerada ésta como el lugar de la simbolización
primordial, del fort-da, de la presencia-ausencia o del +/-, es decir,
del significante en cuanto tal, no idéntico a sí mismo. De este
modo, el Nombre-del-Padre se inscribe como el significante tercero
con relación a la simbolización primordial que permite establecer
en esa pura oposición significante la ley que la rige. La introduc­
ción del Nombre-del-Padre producirá entonces el desdoblamiento,
la división del Otro; división que posteriormente Lacan escribirá
S(^), materna que indica que el Otro es el lugar de la carencia, de
la incompletitud.
Significante que viene a suplir esa carencia para así sancionarla,
el Nombre-del-Padre es también el nombre que la designa; es de
por sí una suplencia. De modo que el concepto de suplencias del
Nombre-del-Padre no se refiere exclusivamente a lo que puede
suplirlo sino que evoca, ante todo, aquello de lo que es suplencia.
De hecho, desde un primer momento, la reflexión lacaniana
acerca de la paternidad asocia a ésta con la carencia, al punto qüe
el gran esfuerzo de Lacan (invertido en muchos años de enseñanza)
es el de ligar de manera cada vez más férrea la carencia propia de
la estructura con la función paterna.
Ya en su texto de 1938, elaborado para la Enciclopedia francesa
y titulado “La familia”,4 se puede encontrar el señalamiento de
una falta inherente a la paternidad que es designada allí como falla
de la imago paterna. Es el primer intento de vincular la dimensión
de la carencia con la paternidad, intento que se inscribe en la
perspectiva de lo que años después se designará imaginario.
Esta perspectiva de la paternidad sufre un cambio radical en
1953. El viraje puede ubicarse en una conferencia: “El mito indi­
vidual del neurótico ”.■'Es en esta conferencia cuando, por primera
4 Cf. J. Lacan, La familia, Barcelona, Argonauta, 1984.
5 Cf. J. Lacan, “Le m ythe individuel du névrosé”, en Omicar?, núm. 17/18,
París, 1979 [ed. esp., “El mito individual del neurótico”, en J. Lacan, Intervenciones
y textos, Buenos Aires, M anantial, 1985, p. 87].
vez, Lacan rebasa la dimensión imaginaria de la paternidad y pos­
tula que ante todo el padre debe ser colocado en lo simbólico
como Nombre-del-Padre.
Lacan apunta en ese momento que el Nombre-del-Padre existe
como significante que sostiene el orden simbólico, pero que esto
no basta para la constitución de la subjetividad. Hace falta un padre
que encarne esa función y la haga existir como real, real entendido
todavía como sinónimo de realidad. Entonces, simbólico y real del
padre deben confundirse: “La asunción de la función del padre
supone una relación simbólica simple donde lo simbólico recubri­
ría plenamente lo real.”1’ Sin embargo, este recubrimiento resulta
imposible y es así como la imposibilidad queda asociada con la
función paterna: “Sería preciso que el padre no sea solamente el
Nombre-del-Padre sino que represente en toda su plenitud el valor
simbólico cristalizado en su función. Ahora bien, es cierto que este
recubrimiento de lo simbólico y lo real es absolutamente imposi­
ble.”7 Precisamente este imposible será la definición que años des­
pués se adjudicará al término real.
El concepto de lo real surge de esta constatación de lo que
ocurre con la paternidad:
“El padre es siempre, por algún lado, un padre discordante con
respecto a su función, un padre carente [..,] hay siempre una dis­
cordancia extremadamente neta entre lo que es percibido por el
sujeto sobre el plano de lo real y la función simbólica.”8 El padre
“real” no puede estar a la altura de su función simbólica; de allí
que la única identidad posible entre real y simbólico sea mítica,
identidad expuesta por el mito de la horda primordial que Freud
inventó, mito de un padre real que se confunde totalmente con el
padre simbólico.
Hay que agregar que esa distancia que hace inconciliables sim­
bólico y real es causa del surgimiento de una tercera dimensión
de la paternidad, el padre imaginario que aparece como ese que
llena la grieta que se abre entre simbólico.y real. De una manera
siempre singular, cada sujeto resuelve esa distancia inevitable con
la producción del padre imaginario o padre ideal, padre esencial
para la constitución de la imago paterna que es soporte del ideal
a Ibid., p. 305 [p. 56j.
7 Idem.
s Idem.
del yo. El padre imaginario es así un apoyo básico para el narci­
sismo, en tanto que sostiene el amor idealizante y la rivalidad
agresiva.
A comienzos de los años cincuenta, en un seminario dedicado
al Hombre de los lobos, Lacan afirma: “Nunca hay padre que
encarne el Padre”,9 refiriéndose con este segundo padre al padre
simbólico. Esto explica que, en ese punto donde el padre simbólico
falla, la imago del padre lo suple; una imago que puede llegar a
tomar las características del padre terrible, omnipotente, con su
efecto paralizante.
Esto último lo ilustra precisamente el caso del Hombre de los
lobos, paciente sobre el que Freud advertía que su vida estaba
dominada por la angustia ante el padre que tomaba la forma de
fobia al lobo. Ahora bien, en el seminario citado, Lacán dirá que
esa angustia ante el padre no depende de la relación de este sujeto
con el padre simbólico -de hecho no deja de buscarlo- sino con
el padre imaginario: “Toda la historia del sujeto está escandida
por la búsqueda de un padre simbólico y castigador, pero sin éxito.
El padre real es muy atento y además disminuido. Lo más claro
que Freud ha visto en la transferencia es el temor de ser devorado."10
Ser devorado por el padre, ser objeto del goce de un Otro no
limitado -dividido- por ese significante que es precisamente el de
la paternidad, el significante que debe mantener el sitio vacío de
la hendidura que separa al padre simbólico del padre real: tal £s
el peligro que acecha al sujeto. Se prefigura en la reflexión de
Lacan la dimensión del goce del Otro expuesto aquí como aquello
que rebasa la prohibición paterna y retorna bajo la forma totémica
del padre imaginario, devorador, forma que para Freud encarna
el tabú.

II. EL TABÚ

Claro exponente de la estrecha relación que existe entre la figura


del padre imaginario y ese goce del Otro que excede la prohibición,
el tabú es una figura mayor del goce. Su presencia indica el punto

!l J. Lacan, “Notes sur 1’H oinm e aux loups", en Pétits écrits et conférences (1945-
1981), p. 383.
10 Ibid., p. 382.
de articulación del incesto con la muerte, del padre simbólico
-desde siempre m uerto- con la imaginarización del incesto como
goce del padre. El tabú encarna una amenaza terrorífica que jamás
desaparece pues el padre muerto -simbólico- retorna baje la fa­
chada -im aginaria- del goce incestuoso.
La anterioridad lógica de este padre muerto a toda ley es la
razón por la que Tótem y tabú otorga prioridad al tabú de la muerte
-tabú de los m uertos- con relación al del incesto. El padre muerto
es encarnación de un imposible que no se localiza fuera de la
estructura simbólica; es el lugar de lo segregado, de lo sagrado
como núcleo real del orden simbólico, la condición de posibilidad
de esta estructura.
Para Freud el tabú posee una doble significación; lo santo, lo
bendito, se conjuga en él con lo impuro, lo abyecto:
El significado del tabú se nos explicita siguiendo dos direcciones contra­
puestas. Por una parte nos dice “sagrado”, “santificado”, y, por otra,
“ominoso”, “peligroso”, “prohibido”, “impuro”. Lo opuesto al tabú se
llama en lengua polinesia “noa”f lo acostumbrado, lo asequible a todos.
Así, adhiere al tabú algo así como el concepto de una reserva; el tabú se
expresa también esencialmente en prohibiciones y limitaciones. Nuestra
expresión compuesta “horror sagrado” equivaldría en muchos casos al
sentido del tabú."
El tabú no es una simple prohibición, está más acá de cualquier
interdicción:
Las restricciones de tabú son algo diverso de las prohibiciones religiosas
o morales. No se las reconduce al mandato de un dios, sino que en verdad
prohíben desde ellas mismas. Y de las prohibiciones morales las separa su
no inserción en un sistema que declarase necesarias en términos univer­
sales unas abstenciones, y además proporcionara los fundamentos de esa
necesidad. Las prohibiciones de tabú carecen de toda fundamentación;
son de origen desconocido; incomprensibles para nosotros, parecen cosa
natural a todos aquellos que están bajo su imperio.12
“Horror sagrado”: horror ante un goce extraño e íntimamente
adherido al sujeto que lo desconoce como tal; expresión muy pró­
11 S. Freud, Tótem y tabú, en Obras completas, t. xm, Buenos Aires, A inorrortu,
1980, p. 27.
12 Idem.
xima en su sentido a la que el mismo Freud emplea para caracterizar
la actitud del Hombre dé las ratas ante un goce que experimenta
sin saberlo: “En todos los momentos más importantes del relato
se nota en él una expresión del rostro de muy rara composición,
y que sólo puedo resolver como horror ante su placer, ignorado por
él mismo".13 El tabú es “lo que se prohíbe desde él mismo”, un tipo
de prohibición que no se establece como mandato de un dios ni
se articula en un conjunto de enunciados que justifican su necesi­
dad, se impone por el horror sagrado de un goce desconocido; es
ley que carece de fundamento: ley pura de lo sagrado, ella es el
fundamento.
Al tabú, añade Freud, se agrega algo: “el concepto de una re­
serva”, algo no dicho, un silencio en el que se sostieñe todo aquello
que se puede decir. Tal es la fuente de toda prohibición, la raíz
desconocida de todo mandato establecido. El tabú no es ley que
enuncie sanciones específicas para castigar la transgresión pues su
existencia implica una sanción que es el efecto automático de la
transgresión, su otra cara. Quien viola un tabú se convierte él
mismo en tabú:
Sin duda, originariamente el castigo por la violación de un tabú se dejaba
librado a un dispositivo interno, de efecto automático. El tabú violado se
vengaba a sí mismo [...] “Quien ha violado un tabú, por ese mismo hecho
se vuelve tabú” Ciertos peligros que nacen de la violación de un tabú
pueden ser conjurados mediante acciones expiatorias y ceremonias de
purificación.14
Actos de penitencia y ceremonias de purificación indican la
dimensión gozosa del tabú. Goce que prohíbe por sí mismo y
convoca a la vez a la transgresión cuyos efectos de contagio - “quien
viola un tabú se convierte él mismo en tabú”- exigen la expiación:
“El carácter contagioso de un tabú es sin duda el que ha dado
ocasión a que se procurase eliminarlo mediante ceremonias expia­
torias.”15
El tabú no habla; polo opuesto de la ley simbólica -que precede
a la transgresión y que por ello la induce-, sólo se manifiesta en
13 S. Freud, “A propósito ae un caso de neurosis obsesiva”, en Obras completas,
t. x, Buenos Aires, A m orrortu, 1980, p. 133.
14 S. Freud, Tótem y tabú, op. cit., pp. 28-29.
15 Ibid., p. 29.
la venganza silenciosa que sucede a la transgresión. Se sabe que
hubo violación del tabú cuando éste se ha vengado, es decir, siem­
pre a posteriori, a partir de esta venganza que es por lo general la
muerte. El tabú es una presencia que no remite a ninguna otra
cosa, sólo a ella misma: no es presencia que evoque, re-presente,
no es representación psíquica, no forma parte del pensamiento
inconsciente. Presencia que -en oposición al discurso articulado
del inconsciente- no ex-siste, el tabú es. No se transmite entonces
por medio de la palabra sino de lo que excede a ésta.
Excesivo, el tabú es inaccesible al olvido. Éste es un efecto propio
de lo simbólico por medio del cual lo que ya no existe se puede
transformar en un significante que ex-siste; pero el tabú no forma
parte de lo simbólico pues está en el lugar de ese defecto funda­
mental del inconsciente que hace de toda simbolización una sim­
bolización incompleta.

III. EL TABÚ Y LA FALTA DEL PADRE

Existe el tabú porque toda simbolización es incompleta, lo que


significa que hay real, falta; falta original, pecado original, pecado
del padre. La función paterna va ligada a un fracaso inevitable
cuyas razones y consecuencias Lacan intenta precisar. Si lo que
define a esta función es decir no al goce que amenaza la sobrevi­
vencia del sujeto en el orden simbólico y la del lazo social, su
fracaso resulta del desdoblamiento del padre entre su faz signifi­
cante y la dimensión gozosa que lo habita y no se deja reducir por
el orden simbólico.
El Nombre-del-Padre fracasa porque no asegura el pleno domi­
nio de la simbolización. Este fracaso es otro nombre de lo real. Es
por ello el nombre de una falta cuya existencia remite a un goce
nunca evacuado del mundo.
Una falta, una falla de origen, causa de la transmisión lallida de
la ley. Tal el pecado original, pecado del padre, como lo dirá Lacan
en 1964: “El padre, el Nombre-del-Padre, sostiene la estructura del
deseo con la de la ley. Pero la herencia del padre es lo que nos
designa Kierkegaard, es su pecado.”10

1,1J. Lacan, Le séminaire. Livre XI. Les quatre concepts fondamentanx de la psycha-
nalyse, París, Seuil, 1973, p. 35.
Parte del padre no accede a la simbolización, por lo que éste
queda en estado de “muerto viviente”, presencia de lo que no
puede morir que se figura imaginariamente en lo monstruoso y lo
desmesurado. Esta falta del padre, falta de elaboración significante
del goce que lo habita, es causa de una culpabilidad inevitable,
corrosiva.
A la pregunta acerca de lo que somos culpables puede respon­
derse que -en primer térm ino- lo somos de la existencia de lo
real: “El psicoanálisis corrobora [...] lo que suelen decir las personas
piadosas: tomos somos pecadores.”17 Hay culpa, en primer lugar,
porque el goce falta; pero esta falta de goce implica también su
carácter inapropiado: el goce que es posible no es el apropiado
para que exista relación sexual. Doble defecto -falta por un lado,
carácter inapropiado por el otro- que fundamenta el imperativo
del superyó que ordena de manera feroz lo imposible: gozar. Doble
mandamiento imposible de satisfacer porque puede entenderse
como exigencia de gozar un goce total o de gozar plenamente del
Otro sexo cuando el goce llamado fálico es causa de que nunca se
goce de este Otro. Pero esta falta de goce tiene un tercer motivo:
también falta goce, paradójicamente, por su exceso; exceso que va
a alojarse en el síntoma para dejar también así al sujeto en falta.
¿Quién tiene la culpa de esta falta? Al abordar esta pregunta
Lacan va a enumerar en serie tres posibles culpables, para indicar
finalmente que sólo se puede señalar a uno de ellos:
Ese goce cuya falta hace inconsistente al Otro, ¿es pues el mío? La expe­
riencia prueba que ordinariamente me está prohibido, y esto no única­
mente, como lo creerían los imbéciles, por un mal arreglo de la sociedad,
sino, diría yo, por la culpa del Otro si existiese: como el Otro no existe,
no me queda más remedio que tomar la culpa sobre Yo \Je], es decir creer
en aquello a lo que la experiencia nos arrastra a todos, y a Freud el
primero: al pecado original.18
La culpa no está pues ni en la “mala organización” de la sociedad
ni tampoco en el Otro, que, én la medida en que no existe, no
puede responder por el “mal” que introduce en el mundo gober­
nado por el símbolo. No queda de este modo otra alternativa para
17 S. Freud, Tótem y tabú, op. cit., p. 76.
18J. Lacan, “Subversión du sujet et dialectique du désir dans l’inconscient
freudien”, en Écrits, op. cit., p. 819 [ed. Siglo XXI, p. 800].
la culpa que recaer sobre “yo” [je], es decir, sobre el sujeto en su
existencia tanto de ser viviente com o de ser sexuado: sólo “yo”
pu ed e llevar la carga -tanto en el sentido de peso com o de respon­
sabilidad- del goce que a la vez que falta está en exceso.
Es por esto por lo que la conciencia es, en prim er lugar, mala
conciencia; efecto de la percepción inconsciente de la “m ala” sim ­
bolización del padre que, reconstruido en la dim ensión im aginaria,
es el testigo de esa falla, el espectro condenado a errar ind efini­
dam ente por no poder acceder a la m uerte sim bólica que pueda
otorgarle la paz eterna. Para nada saber de la carga de este m uerto
viviente, el sujeto tom a sobre sí la culpabilidad y goza de su afán
por depurar el orden sim bólico de la m ancha de lo real im posible
de borrar allí.
La neurosis obsesiva es para Freud el paradigm a del m odo en
que el tabú -p ortad or del g o c e - produce la conciencia culpable y
la m oral. En su explicación del m odo en que esta conciencia se
constituye, va a indicar la existencia de un tiem po originario, tiem ­
po de una prim era inscripción del goce:
Al comienzo, en la primerísima infancia, se exteriorizó un intenso placer
de contacto cuya meta estaba mucho más especializada de lo que uno se
inclinaría a esperar. Pronto una prohibición contrarió desde afuera ese
placer; la prohibición, justamente, de realizar ese contacto. Ella fue acep­
tada [...] Pero a consecuencia de la constitución psíquica primitiva del
niño, la prohibición no consiguió cancelar a la pulsión. El resultado fue
sólo reprimir a la pulsión -al placer en el contacto- y desterrarla a lo
inconsciente [...] Era una situación no tramitada, se había creado una
fijación psíquica, y del continuado conflicto entre prohibición y pulsión
derivaba todo lo demás”.19
El goce -p lacer en el co n tacto - es cortado en acto, cortado com o
acto por el enunciado de prohibición. Ésta deviene consciente,
pero el sujeto nada sabe del goce que, en térm inos de Freud,
perm anece en el inconsciente: “La prohibición es expresa y cons­
ciente; en cam bio, el placer de contacto, que perdura, es incon s­
ciente: la persona no sabe nada de é l.”20 Hay dos corrientes que
no se encuentran, ninguna de ellas cae totalm ente bajo el peso de
la otra; dos corrientes que no confluyen sino que delim itan un

19 S. Freud, Tótem y tabú. op. cit., p. 37 (las cursivas son mías).


20 Idem.
espacio ante cuya proximidad se suscita la abominación o el horror
sagrado; el sujeto “quiere realizar una y otra vez esa acción -el
contacto- [ve en ella el máximo goce, mas no tiene permitido reali­
zarla], pero al mismo tiempo aborrece de ella”.21
Se cumple así la primera fijación o primera inscripción del goce
que lo sitúa como lo éxtimo del orden significante. Goce descono­
cido que suscita el horror sagrado. Como lo formula Freud, es
necesario que la prohibición exterior sea proferida en un primer
momento para que se efectúe la fijación de la pulsión, es decir, la
primera inscripción del goce, consecuencia de la constitución del
sujeto en el lenguaje. Esta fijación es correlativa de la represión
-el rechazo al inconsciente y la amnesia acerca de este rechazo-
que deja a la pulsión en reserva. Así perdura el goce que, desde
esta posición, da su fuerza a la prohibición: “La prohibición debe
su intensidad -su carácter obsesivo- justamente al nexo con su
contraparte inconsciente, el placer no ahogado que persiste en lo
escondido.”22
A la voz alta de la represión responde el silencio ensordecedor
del goce no integrado a la red de representaciones inconscientes.
La prohibición no sofoca el goce, lo deja en reserva y, fijándolo,
extrae su fuerza de él mismo. Cabe destacar que Freud no dice
que sea el deseo el que perdura en el inconsciente sino el goce:
ese placer que “persiste en lo escondido”, cuyo acto está suspendido
y su cumplimiento prohibido, no puede ser sino goce de la fijación
misma; goce del tabú, en los dos sentidos del genitivo: goce del
sujeto provocado por un objeto puesto a distancia, prohibido, in­
tocable, sagrado, peligroso, y goce localizado en el tabú mismo en
tanto que objeto al cual el sujeto permanece “fijado”.
Precisamente por este valor de goce “inconsciente” el objeto
tabú toma su sacralidad, su doble dimensión de santidad y abyec­
ción. Es un goce “secreto” del cual el inconsciente nada dice, un
goce silencioso que redobla en lo real el mandato simbólico de
toda prohibición, goce que se liga a un objeto convertido en tabú,
mancha que lo simbólico no puede borrar. La prohibición, final­
mente, no se opone al goce; es subtendida por éste y su insistencia
es goce en acto: “Es una ley de la contracción de neurosis el que
estas acciones obsesivas entren cada vez más al servicio de la pulsión
21 Idem (las cursivas son mías).
Ibid., p. 38.
y se aproximen de continuo a la acción originariamente prohibi­
da.”23
Existe entonces una relación estrecha entre fijación del goce,
prohibición y consumación desplazada del acto prohibido. Es la
configuración que conforma el trasfondo de la angustia, efecto de
la mezcla entre lo real de la pulsión y lo simbólico de la defensa.
La angustia no es sin objeto, su objeto es goce no elaborado en lo
simbólico del cual ella es señal, indicación de que algo se ha de­
sencadenado: un excedente que adopta en lo imaginario la fachada
del monstruo. En última instancia, se trata del desencadenamiento
de las tres dimensiones que, encadenadas, aseguran la discontinui­
dad sujeto-Otro y el cercamiento del goce.
La angustia surge de la confusión entre el mundo de la forma
humana y lo que hay de inmundo por la invasión de lo informe. El
horror causado por la mixtura monstruosa está ligado al hecho de
que el caos es puesta en continuidad de lo que debe permanecer
discontinuo por la acción de lo simbólico, de la palabra en su
intermitencia que opera como el interruptor que enciende y apaga
el flujo continuo de goce. El monstruo de la ficción es fuera-de-la-
palabra, silencio absoluto de donde sólo puede llegar el aullido.
La angustia es también angustia de contaminación. El Otro que
goza es una amenaza; amenaza de borrar la necesaria discontinui­
dad, la distancia entre el sujeto y el mundo. Es aquí donde el
pensamiento racista aparece como el intento de disolver, “solucio­
nar” esta angustia; de ahí que su manifestación extrema reciba el
ominoso nombre de “solución final”, que no es sino la tentativa
de forcluir, de hacer desaparecer lo que es señalado como “agente
contaminante”. Paradójicamente, el goce cuya presencia en el lazo
social se trata de eliminar reaparece como goce de la aniquilación
del Otro; es así como las comunidades humanas gozan con un goce
que la prohibición perpetúa, sea que quede fijado en acciones
sustitutivas, sea que encarne en acciones aniquiladoras: “el placer
originario de hacer aquello prohibido sobrevive en los pueblos
donde el tabú impera”.24
Las llamadas ceremonias expiatorias, destinadas a depurar el
mundo simbólico del goce que retorna para “contaminarlo”, for­
man parte de ese goce que pretenden eliminar. De este modo, el
23 Idem (las cursivas son mías).
24 Ibid., p. 39.
grupo social se funda sobre un saber, el saber del goce prohibido,
excluido por efecto de una pérdida constitutiva. El sacrificio tiene
una doble función: en lo simbólico, anular su pérdida; en lo real,
reactualizar su presencia. Repetición del goce originario y expia­
ción de la culpa son dimensiones indisociables del acto sacrificial.

IV. TABÚ, SUPERYÓ'E IMPERATIVO CATEGÓRICO

El tabú no tiene un fundamento que le sea exterior, se prohíbe


por sí mismo sin otra razón que por el peligro que constituye; no
remite a ninguna causa externa: organiza el mundo de modo que
sin su presencia éste devendría el caos absoluto. Es un mensaje
proferido por nadie, una amenaza proveniente de ninguna parte,
un “centro” que está en todos lados para organizar el universo en
torno de su mandato. Por el tabú, todo sujeto será portador de
un miedo sin causa que no es solamente miedo de lo prohibido
sino, fundamentalmente, miedo de encontrar la ocasión de realizar
la transgresión.
Hará falta entonces una localización sobre un objeto, sujeto o
grupo social, de esa prohibición tabú para que hacia ese lugar se
dirija el miedo y la repulsa. De otra manera, sin el tabú y su
memoria, la muerte -el goce- circula errante y puede atraer en
cualquier parte y en cualquier instante. Los espacios sagrados son
una necesidad que la estructura del sujeto engendra; la existencia
de ellos, como la de los tabúes, los sacrificios, las ceremonias ex­
piatorias, son el testimonio de esta necesidad de templos donde
el goce y el temor se localizan, donde la magia se cierne.
Las instituciones sagradas son instituciones sin causa, ellas mis­
mas están en el lugar de la causa indecible para mostrar también
que toda institución -y ante todo la sociedad humana misma- se
constituye a partir de la ausencia de un término que responda por
la causa del sujeto. Por su carácter fundante, el goce “inconsciente”
tiene como consecuencia la imposibilidad de que exista institución
sin tabú; tampoco sin elaboración -o tentativa de elaboración- del
tabú en ley.
Por esta razón, la conciencia es en primer lugar conciencia mo­
ral, conciencia culpable, que se funda en el tabú. La concepción
freudiana de la historia -influida por la idea tan cara al siglo XIX
del progreso lineal hacia estados cada vez más “civilizados”- pre­
senta una distinción entre las supersticiones primitivas y las for­
mas superiores de adoración de lo sagrado o de la moralidad en
general. De ella proviene la identificación del “primitivo” con el
neurótico; pero en realidad esta identificación cuestiona tal con­
cepción porque viene a mostrar una presencia del tabú “primitivo”
en el hombre “civilizado” que impide pensar en la existencia de
algún tipo de “progreso” entre uno y otro. Y esta presencia del
tabú es el sustento del imperativo categórico kantiano, fuente de
toda moral.
Lo que finalmente se encuentra en Freud, a partir de una equi­
paración que no se limita a una simple curiosidad arqueológica,
es el hallazgo de que la conciencia moral sólo puede explicarse
desde el tabú:
¿Por qué habría de interesarnos el enigma del tabú? Todo problema psi­
cológico merece un intento de solución. Opino, sin embargo, que no es
ésa la única razón. En efecto, vislumbrarnos que el tabú de los salvajes de
Polinesia podría no ser algo tan remoto para nosotros como supondríamos
a primera vista, que las prohibiciones a que nosotros mismos obedecemos,
estatuidas por la moral y las costumbres, posiblemente tengan un paren­
tesco esencial con este tabú primitivo, y que si esclareciéramos el tabú
acaso arrojaríamos luz sobre el oscuro origen de nuestro propio “impe­
rativo categórico”.25
Es im portante señalar que aquí aparece por primera vez en un
texto de Freud la referencia al imperativo categórico kantiano,
referencia que será esencial tiempo después para la definición del
superyó como un mandamiento “insensato” que carece -como el
tabú- de justificación fuera de él, mandamiento que se impone
por sí mismo y no en nombre de algo que lo trascienda. Se puede
sostener entonces, de manera categórica, que el tabú no es un
simple resabio de “primitivismo” sino el fundamento inobjetable
de toda conciencia (moral).
De hecho, a partir de Tótem y tabú Freud no cejará en su plan­
teamiento de que la conciencia de sí -la vieja conciencia de la que
la psicología clásica hizo su objeto de estudio- y la conciencia moral
son una y la misma cosa: “¿Qué es la conciencia moral? Según el
propio lenguaje lo atestigua, pertenece a aquello que se sabe con
la máxima certeza: en muchas lenguas, su designación apenas se
diferencia de la ‘conciencia’ (Bewusstsein).”2ü Conciencia y concien­
cia moral no se distinguen, indistinción de la que también la lengua
española da fe: un mismo significante alude tanto a la conciencia
como ese “conocimiento inmediato de nosotros mismos y de lo
que nos rodea” como a la conciencia moral, certeza del goce que
nos habita, de ese “núcleo oscuro de nuestro ser”, único real al
que estamos anclados.
La conciencia es saber del gozar inconsciente: fundada en la
percepción “interna “ del fantasma de goce que induce -al igual que
la alucinación- una imposibilidad de olvido, de inconsciencia, ella
es conciencia de lo no simbolizado, certeza de lo real.
Esta percepción “interna” es para Freud percepción de algo que
no es simplemente objeto de un rechazo o de una represión sino
de una Verwerfung. Etcheverry, su traductor, vierte este término
como desestimación, aunque -desde Lacan- no puede dudarse en
designarlo forclusión. En este caso es una forclusión que podría
considerarse análoga a la del sentido, anteriormente mencionada:
ella no afecta a un significante en particular sino, en términos de
Freud, a la existencia de ciertas mociones pulsionales.
Si la represión puede entenderse siempre como sustitución sig­
nificante, esto es, como metáfora que inscribe, la forclusión tiene
más bien que ver con esa absoluta imposibilidad indicada por
Freud de que la pulsión pueda inscribirse como tal en el sistema
inconsciente de representaciones. Se contrapone entonces a la
metáfora en la medida en que no se funda más que sobre sí misma,
o, dicho de otra manera, no se autoriza más que sobre sí misma,
por su propia certeza: “Conciencia moral es la percepción interior
de que desestimamos (‘forcluimos’) determinadas mociones de de­
seo existentes en nosotros; ahora bien, el acento recae sobre el
hecho de que esa desestimación (Verwerfung) no necesita invocar
ninguna otra cosa, pues está cierta de sí misma.”27

V. HACIA UNA GENEALOGÍA DE LA MORAL

No hay otro fundamento de la conciencia moral que esta desesti­


26 Ibid., p. 73.
27 Idem.
mación, es decir, que el tabú que designa lo que se prohíbe por
sí mismo. Dicho de otro modo, la conciencia (moral) no es sino la
elaboración del tabú, la transformación en imperativo moral de la
angustia ligada a él:
...tiene que llamarnos la atención que la conciencia de culpa posea en
buena parte la naturaleza de la angustia; sin reparos podemos describirla
como “angustia de la conciencia moral”. Ahora bien, la angustia apunta
a fuentes inconscientes; y la psicología de las neurosis nos ha enseñado
que, si unas mociones de deseo caen bajo la represión, su libido es mudada
en angustia. Además, recordemos que también en la conciencia de culpa
hay algo desconocido e inconsciente, a saber, la motivación de la deses­
timación ( Verwerfung ). A esto desconocido, no consabido, corresponde el carácter
angustioso de la conciencia de culpa,28
Eso desconocido no es sino un anhelo (Begehren) de muerte, motivo
inconsciente de la culpa:
Si el tabú se exterioriza sobre todo en prohibiciones, la reflexión nos dice
que entonces es por entero natural, y no requiere una prolija prueba
tomada de la analogía con la neurosis, que en su base hay una corriente
positiva anhelante. En efecto, no es preciso prohibir lo que nadie anhela
hacer, y es evidente que aquello que se prohíbe de la manera más expresa
tiene que ser objeto de un anhelo.29
Anhelo de muerte que da consistencia al sistema tabú y a la ley
moral, ya que anhelar el asesinato es lo siempre presente en el
fundamento del inconsciente: ‘“Tras cada prohibición, por fuerza
hay un anhelo.’ Supondremos que ese anhelo de matar está pre­
sente de hecho en lo inconsciente, y que ni el tabú ni la prohibición
moral son superfluos psicológicamente, sino que se explican y están
justificados por la actitud ambivalente hacia el impulso asesino.”so
La representación de ese impulso, que es una certeza real, sufre
algo más que represión; es afectado por la desestimación ( Verwer­
fung'), la forclusión. Nada se quiere saber, en un sentido más radical
que el de la represión, de un asesinato que en realidad ya fue
cometido al comienzo. Sin embargo, nadie escapa a la culpa pqr
su consumación. Todo sujeto tiene la certeza forcluida de haber
28 Ibid., p. 74 (las cursivas son mías).
29 Idem.
so Ibid., p. 75.
cometido el crimen original, el crimen de Edipo del cual Freud
hace el fundamento de la moral y la cultura. Pero este asesinato
no se inscribe -como suele pensarse- en el contexto de la rivalidad
sexual con el padre porque es, según el señalamiento de Lacan, el
crimen del significante mismo. La raíz del complejo de Edipo se
sitúa más acá de la rivalidad sexual. En este aspecto Lacan da un
paso adelante con relación a Freud y es así como, apoyándose en
el planteamiento de Tótem y tabú, donde el asesinato primordial
es caracterizado como un acontecimiento de la pre-historia, va a
sostener que el Padre solamente es en tanto nombre, es decir, se
reduce a la dimensión significante, reducción que le da el carácter
de padre muerto. Es precisamente porque el significante se ha
encargado de asesinarlo desde siempre - “antes” de toda historia-
por lo que nadie tiene que “matar al padre”, consigna de cierto
freudismo psicologizante en la medida en que sustenta la posibi­
lidad de un sujeto “autónomo”, “liberado” de toda deuda simbólica
con el padre.
El asesinato del padre tiene un solo responsable, el significante;
pero el sujeto -hom bre o m ujer- toma sobre sí la culpa. La toma
para reparar la insuficiencia del padre real con relación al padre
simbólico y al tomarla contrae una deuda que trasciende el plano
simbólico, una deuda real que no es suya sino de la estructura
misma, deuda real porque se materializa como exigencia de dar
cuerpo y vida -de dar la vida- al padre ideal que puede suplir esa
falla, la obligación de reparar un defecto estructural del orden
simbólico.
La exigencia de llevar a cabo semejante mandato es indisociable
de la angustia. Angustia de ser absorbido, anulado, devorado por
ese padre ideal que ocupa el lugar de la ausencia del padre sim­
bólico y que el sujeto mismo ha edificado. Se ha visto ya como el
Hombre de los lobos expresa claramente esa angustia. Es la angus­
tia ante la posibilidad del retorno del padre muerto/asesinado:
Rudolf Kleinpaul, en su atrayente libro (1898), ha recurrido a los restos
de la antigua creencia en las almas entre los pueblos civilizados para
figurar el vínculo entre los vivos y los muertos. También ajuicio de este
autor, ella culmina en el convencimiento de que los muertos atraen hacia
sí a los vivos con un placer asesino. Los muertos matan: el esqueleto que
hoy usamos cpmo figura de la muerte demuestra que la muerte misma es
alguien que mata. El vivo no se sentía seguro frente al asedio del muerto
hasta que no interponían entre ambos unas aguas separadoras. Por eso
se tendía a enterrar a los muertos en islas, se los llevaba a la otra orilla
del río; de ahí las expresiones “más acá” y “más allá”. Un posterior atem
peramiento ha limitado la malignidad de los muertos a aquellas categorías
a las que no podía menos que atribuirse un particular derecho al rencor
-como los asesinados que persiguen a su asesino en forma de espíritus
malignos- y los que fallecieron en estado de no saciada añoranza, como
las novias. Pero originariamente, opina Kleinpaul, todos los muertos eran
vampiros, todos tenían rencor a los vivos y procuraban hacerles daño,
arrebatarles la vida. Fue el cadáver el que por primera vez proporcionó
el concepto de espíritu maligno.31
U n padre m uerto que se resiste a m orir y puede tom ar la form a
de un vam piro que retorna para vengarse, tal es el fundam ento
del incon scien te. El vam piro surge com o otro nom bre posible para
el goce que am enaza desde lo real. Existe una rica m itología en
torno al tem a del vam piro cuyo análisis arrojaría luz sobre la rela­
ción padre:goce. Según lo recuerda G entili,32 en 1771 aparece la
prim era definición de este ser fantástico en el Diccionario de Trévoux
d on d e se afirm a que
los vampiros son una clase de revenante, esto es,’gente que ha muerto y
que después de muchos años o al menos de muchos meses reaparecen,
se hacen ver, caminan, chupan la sangre de los vivos de tal modo que
éstos se extenúan a ojos vistas, mientras que los cadáveres, como las
sanguijuelas, se llenan de sangre tan abundantemente que se la ve salir
por los colmillos y por los poros; para liberarse de ellos se los exhuma
emparedándolos o quemándolos”.33
El retorno de los m uertos es el peligro por excelencia, peligro
del que los hom bres han tratado de protegerse desde siem pre; es
el paradigm a de esa posibilidad horrorosa de convertirse en objeto
del goce de un O tro que en tanto que m uerto no está som etido a
ninguna ley
El vam piro es el m uerto que se resiste a m orir, ignorante de la
m ortalidad. Es un trozo de real que el orden sim bólico no puede
apresar; la figuración del retorno de lo real por la falla inherente
a lo sim bólico, el despojo del padre que no puede desaparecer

31 Ibid., pp. 64-65.


32 M. Gentili, “El horla, antesala del suicidio”, en Conjetural, núm. 8, Buenos
Aires, Sitio, 1985, p. 78.
33 Ibid.
bajo el dominio del orden simbólico y retorna alucinatoriamente
desde lo real como poder de devoración, poder de la pulsión que
no se inscribe enteramente en lo simbólico. Retorna para atacar
y devorar el cuerpo, es decir, lo nunca absorbido completamente
por el orden significante. El vampiro es el padre que no cesa de
no morir, la vida eterna de la pulsión que tienta y amenaza con
un goce que exige la entrega del cuerpo: “el holocausto de la pro­
pia existencia indica que lo que se redime es una deuda de san­
gre”.34
La sociedad y sus instituciones están construidas alrededor de
ese goce inconsciente desestimado (forcluido), alrededor de una
exclusión. No hay funcionamiento social que no tenga en su base
el goce y su exclusión El lazo social supone la existencia de un real
forcluido; la ley que hace lazo se constituye a p a rtirle una exclu­
sión, un real imposible de reconocer, de modo que el motivo último
de la ley moral es este real desestimado que retorna siempre bajo
la forma del mandato de goce, el imperativo categórico sUperyoico.
El imposible reconocimiento de este real es causa de la necesidad
de efectuarlo como sacrificio, inmolación, holocausto: intentos to­
dos de darle cuerpo y a la vez conjurar ese real.
El sacrificio es el retorno en lo real, de manera más o menos
desplazada y bajo formas institucionales, del acto forcluido. Su
constante reiteración a lo largo de la historia es el testimonio del
fracaso de los grupos sociales y de su explosión recurrente. "El
retorno de lo insoportable lleva finalmente al estallido del grupo
social; por esto, cuando el acto originariamente desestimado ame­
naza efectuarse, el horror generado por esta posibilidad sólo puede
conjurarse por medio del sacrificio de aquel, aquella o aquellos
que el grupo coloca en el lugar de lo indecible o lo inmundo.
La conciencia (moral) que sostiene las instituciones está fundada
en la desestimación del saber inconsciente del que ellas mismas
son portadoras. Por esto, es también la causa de sus inevitables
conflictos y rupturas. La desestimación del goce hace a los sujetos
culpables y simultáneamente anhelantes de eliminar violentamente
la causa de esa culpa por medio del acto sacrificial. En este sentido,
si la empresa freudiana puede calificarse de esencialmente ética
es porque pretende hacer accesible a la conciencia sus fundamentos
inconscientes, permitiéndole el contacto con sus raíces de goce:
34 Ibid., p. 70.
hacer accesible a la conciencia (moral) el saber sobre el motivo de
la desestimación que la funda.
Se trata de un pasaje, pasaje del tabú a la conciencia (moral)
que, a diferencia del sacrificio, saca a la luz'el motivo del “nada
querer saber”; pasaje por el cual el sujeto puede hacerse respon­
sable del goce inconsciente que funda su conciencia (moral). Pa­
rafraseado a Nietzsche, lo que Freud propone puede llamarse tam­
bién genealogía de la moral.

VI. LAS DIMENSIONES DE LA FORCLUSIÓN

Tótem y tabú alerta sobre la existencia de una falla estructural del


padre, un fracaso: falta de elaboración significante del goce que
será lo real, un radical sin-sentido del Otro. Este real va a consti­
tuirse como el exterior que marca los límites del campo simbólico.
Otros dos momentos posteriores de la elaboración freudiana
-plasmados en Pulsiones y destinos de pulsión (1915) y La denegación
(1925)- reafirman la existencia de una forclusión que no afecta al
significante sino a ciertas mociones pulsionales, en la medida en
que hay la imposibilidad de que la pulsión se represente en el
sistema inconsciente. Esto da origen, a diferencia de la represión
que requiere la articulación significante, a una operación que sólo
se funda en sí misma, a partir de su propia certeza.
No es sin embargo de forclusión del goce de lo que habla Freud
sino de una “desestimación de la m uerte”, concebida como lo no
representable por excelencia. Así lo escribe al final de El yo y el
ello : “La muerte es un concepto abstracto de contenido negativo
para el cual no se descubre ningún correlato inconsciente.”35
Nada del orden del concepto responde en el inconsciente por
la muerte. Nada puede representarla pues es el sin-sentido abso­
luto. De todos modos, aun cuando no hay representación posible,
ella se inscribe: no en el plano de lo representado sino como real.
Pulsión de muerte será el nombre freudiano de esta inscripción
que no crea sentido alguno pero cuya existencia es esencial porque
permite el encuentro de lo simbólico con lo imaginario y la con­
secuente generación de sentidos.
*5 S. Freud, El yo y el ello, en Obras completas, t. xix, Buenos Aires, A inorrortu,
1980, p. 58.
El sujeto freudiano no puede constituirse entonces sin que una
exclusión le sea correlativa: exclusión, forclusión de lo real, del
goce, ese Otro radical que el padre mítico encarna en primer lugar.
Se trata de un planteamiento que ya se encuentra presente en
el Proyecto de 1895 pero que alcanza su precisión conceptual en
Pulsiones y destinos de pulsión donde se pretende dar cuenta de la
génesis del yo en su relación con la realidad. En este último texto
Freud va a formular la ficción de un tiempo originario en el que
aparece un yo para quien la realidad no está aun constituida ni
tampoco es posible distinguir entre el adentro y el afuera. Un
prim er exterior va a constituirse en tales condiciones por la expul­
sión de lo que en el yo es fuente de displacer: el yo se separa de
lo que experimenta como “malo” para convertirse en yo-placer
purificado mientras que el mundo exterior -identificado con lo
rechazado- se confunde con lo odiable. Así, el núcleo de la realidad
-que se funda como exterioridad, como alteridad absoluta- no es
otra cosa que lo íntimo del yo que se vive como malo y es expulsado.
Este planteamiento es retomado en el texto de 1925 cuando
Freud reflexiona sobre el origen de la función del juicio: los juicios
de existencia y atribución surgen del juego primitivo de las pulsio­
nes y la exterioridad es consecuencia de una primera expulsión
(.Ausstossung), primer rechazo a partir del cual se constituye la rea­
lidad. Ahora bien, la consolidación de esta última exige un segundo
momento determinado por la concreción de una operación con­
traria de la expulsión, la Bejahung (afirmación) o aceptación por
el sujeto de lo primariamente rechazado, su integración simbólica,
aun cuando esta integración sea no toda.
Lo simbólico se funda en lo que excluye a partir de una Verwer­
fung primordial, forclusión del sentido que es el correlato de la
existencia de lo real. No-todo tiene sentido: hay un sinsentido
básico porque la referencia que sostiene los sentidos es inapresable.
Esta forclusión hace contrapunto a la represión primordial que
es consecuencia de la operación del lenguaje, operación que puede
considerarse también forclusiva en la medida en que no es posible
hablar más que en función de ese agujero central que es lá ausencia
de metalenguaje: “No hay metalenguaje”: es lo que Lacan escribe
S(^), forclusión constitutiva del sujeto, esencia del hablar.
Se puede decir que esta dimensión de la forclusión es introdu­
cida por Lacan al mismo tiempo que aborda la del Nombre-del-
Padre. Es precisamente en su texto De una cuestión preliminar a
todo tratamiento posible de la psicosis donde tal idea aparece ligada
a una redefmición del sujeto que allí introduce: “La condición del
sujeto (neurosis o psicosis) depende de lo que se desarrolla en el
Otro (A). Lo que se desarrolla aquí es un discurso (el inconsciente
es el discurso del Otro).”36 Como se advierte, el sujeto es despojado
de todo atributo o sustancia para ser reducido a “su inefable y
estúpida existencia”.37 Para Lacan, ésta es la posición original del
sujeto, todavía fuera del significante que pueda hacerlo significar,
del “sujeto en su realidad, como tal forcluido”.38 En su estatuto
primordial el sujeto se define, pues, fuera de lo simbólico, equi­
parable al Otro radical, Otro del goce evocado por los dos adjetivos
que Lacan define la existencia: inefable, que alude a lo fuera del
lenguaje, y estúpida, que evoca el estupor que se puede asociar
con la falta de significante.
Este sujeto originalmente excluido de lo simbólico podrá devenir
“el sujeto verdadero a medida que el juego de los significantes va
a hacerlo significar”.39 Quiere decir que el Nombre-del-Padre, ope­
rador de la represión primordial, produce la significación fálica
en el lugar de lo real primordialmente forcluido. Esta significación
fálica es esa “pregunta articulada”,40 pregunta que interroga ¿qué
soy ahí?, en el lugar del sin-sentido radical de la existencia.
La constitución del sujeto no supone solamente la represión
primordial; requiere también esa forclusión radical que es la del
sentido. Así se instaura algo más que el inconsciente: lo real del
goce, inasimilable a una elaboración de saber. A diferencia de lo
inconsciente este real no es dialectizable, no puede por lo tanto
ser elaborado como saber. No dialectizable del síntoma en tanto
real que es la dimensión de lo sintomático que “no responde” al
significante, escollo que Freud encuentra en la reacción terapéutica
negativa.
Algo rebasa al inconsciente. Éste puede definirse como lo que
responde por el síntoma del lado del sentido, es decir, en el campo
del discurso. Pero no solamente la represión puede sostener el
discurso que también requiere la ex-sistencia de un fuera-de-sentido
3<’J. Lacan, “D’une question prélim inaire á tout traitem ente possible de la
psychose”, en Écrits, op. cit., p. 549 [ed. Siglo XXI, p. 530].
™ Idem [p. 531].
del cual el síntoma no es sino el correlato significante. Se com­
prende así la caracterización lacaniana del síntoma como suplencia
del Nombre-del-Padre; suplencia de suplencia en la medida en que
este último es ya una metáfora, el significante que suple lo indecible
del Otro.
El síntoma es el soporte del Otro que no existe, inexistencia
que puede llamarse forclusión del sentido. Efecto de esta forclusión
es la pregunta por el sentido, pregunta del sujeto, demanda dirigida
al Otro que hace lazo social, discurso. El sentido falta: tal es la
condición para que llegue a producirse. La forclusión del Nom-
bre-del-Padre, por el contrario, hace proliferar el sentido, a con­
secuencia de lo cual el discurso no se sostiene. En este caso falta
lo real, lo fuera-de-sentido que ancle el significante en la referencia.
Cuando no hay forclusión de lo real, lo forcluido es el'inconsciente.
Se comprueba de este modo la conocida afirmación freudiana:
el psicótico trata a las palabras como cosas. El psicótico no está
fuera del lenguaje, pero en su mundo simbólico el significante ha
perdido toda capacidad dialéctica para reducirse a su pura mate­
rialidad de letra en la que todo el goce se deposita; habita un
mundo sin fuera-de-sentido, razón por la cual este último es pleno,
absoluto. Así, el síntoma psicótico no convoca el sentido, lo es.
La psicosis testimonia que la función del padre es una función
de excepción, función de instituir la excepción que sostiene la
regla, lo fuera de sentido, lo imposible. Por esto señala Lacan que
el agente de la castración es el padre real, es decir, lo real del
padre, eso que en él encarna como imposibilidad de saber. El
significante paterno no puede responder por todo el goce; es por
lo tanto imposible saber la verdad sobre el goce del padre, un goce
que queda entonces como el exterior del discurso que permite
fundarlo. El goce debe quedar como enigma para el sujeto; por
ello es preciso el no saber del padre, no saber que funda el sentido
forcluido que será causa del encadenamiento significante, de la
serie de suplencias.,
No hay otra verdad que este no saber del padre sobre la verdad
del goce. Es la verdad que cada generación transmite a la siguiente.
Pero si el padre se coloca como el que pu^de decir esa verdad, la
consecuencia será la imposibilidad de inscripción de lo real, del
indispensable fuera-de-sentido entre simbólico e imaginario. Un
padre que pretende saber la verdad sobre lo real del goce es un
padre que hace existir su función en el plano de un real ya no
forcluido; lo forcluido en este caso será su función en lo simbólico.
Para decirlo con Lacan: “nada peor que un padre que profiera la
ley sobre todo”.41

41J. Lacan, R.S.I., sem inario inédito, clase del 21 de enero de 1975.
DE SUPLENCIAS Y AUSENCIAS
O LA PREGUNTA SIN RESPUESTA
MARGARITA GASQUE

...no hay estructura sin casilla vacía que hace que


todo funcione.
La cita que aquí propongo como exergo es de Gilíes Deleuze en
Lógica del sentido (Logique du sens, 1969) recordando su trágica
muerte tras arrojarse al vacío, que muestra tal vez la proximidad
entre la verdad, el abismo y la muerte.
En la nota periodística que anunciaba su deceso como “elección
por el suicidio”, el 6 de noviembre de 1995, se presentaba una
fotografía de Deleuze tomada entre dos espejos, produciendo así
lo que se llama imagen en abismo: la foto, de la foto, de la foto,
de la foto... Repetición hasta el infinito.
El abismo. La profundidad insondable, lo incomprensible del
ser, la pregunta por la existencia, la cuestión del sujeto.
“¿Quién sois vos?”, era la pregunta que Carlomagno formulaba
a cada uno de sus paladines, en la novela alegórica que Italo Calvino
escribe en 1959 y qile lleva por título El caballero inexistente.
Los jinetes contestaban levantando la celada del yelmo para así
descubrir su rostro y responder con su nombre. Hasta que llegó
donde estaba un caballero de enigmático escudo, pues había dibu­
jado en él un blasón entre dos extremos de un manto y dentro del
blasón se abrían de nuevo otros dos extremos de un manto con
un blasón más pequeño en medio, que contenía a su vez otro
blasón, y así se representaba con esa sucesión de mantos y blasones
una imagen de abismo, en cuya profundidad debía de haber quién
sabe qué, pero no se alcanzaba a ver. Quizás el emblema del blasón
figuraba la verdad del vacío...
A la pregunta de Carlomagno “¿quién sois vos?”, el caballero
respondió con su nombre pero sin mostrar la cara. El rey preguntó
por qué, a lo que el caballero respondió: “Porque yo no existo”, y
levantando la celada mostró que dentro de la armadura no había
nadie. El yelmo estaba vacío. El caballero era sólo su nombre y de
este modo prestaba servicio.
¿Y cuál es el servicio que presta el nombre?
¿El servicio? Su función. Función que básicamente significa ac­
ción, pero también denota acto o representación.
Función del nombre.
Función del nombre propio.
Función del padre.
Función del Nombre-del-Padre.
Función de metáfora.
Función de suplencia... y de ausencia; porque para que algo
funcione hace falta que algo falte (dicho de otra manera, para que
algo sea representado hace falta que no esté).

El caballero inexistente ¿no existía?


Su armadura le permitía el movimiento; y por ello había podido
vivir historias de amor y de guerra. Llevaba adornos de plumas en
la cimera, y en el escudo de armas el emblema de su linaje.
La sucesión de blasones hasta el infinito, en una imagen sin
fondo, sugiere la insistencia de una pregunta en torno a algo im­
posible de alcanzar. La pregunta por el origen.
¿Pregunta sin respuesta?
The unanswered question (la pregunta sin contestar) es una com­
posición del músico norteamericano Charles Ivés (1906). Se trata
de una meditación filosófica sobre la eterna pregunta por la exis­
tencia.
Comienza con una introducción en la que la música de cuerdas
representa los silencios de los Druidas, que saben, ven y oyen nada.
La trom peta se impone ante los silencios entonando la pregunta.
Las flautas, el oboe y el clarinete intentan la respuesta.
Pero la trompeta insiste, pregunta otra vez, y otra, y otra, y en
cada ocasión el intento de contestar falla. Las flautas, el oboe y el
clarinete prueban cada vez una respuesta de manera más activa,
más rápida, con mayor intensidad; hasta que, sin haber logrado
responder, abandonan su empeño
La trompeta formula su pregunta por última vez y lo que se
escucha son de nuevo los silencios, que conducen hacia una im­
perturbable soledad...
“Debo entrar en un cierto silencio a partir de hoy”, decía Lacan,
refiriéndose a la interrupción del seminario “Los Nombres del
Padre”, que consiste en una única clase pronunciada el 20 de
noviembre de 1963, y que Lacan comienza diciendo que será la
última que dé. Este seminario también es conocido como “el se­
minario inexistente”.
Pero inexistencia no significa la no existencia, sino “existencia
en...”, esto es, existencia de una cosa en otra cosa. Quizás esto nos
pueda dar una idea de la función de las suplencias.
Suplir, dice el diccionario, es remediar la carencia de algo, po­
nerse en el lugar de alguien para hacer sus veces. Viene del latín
supplere, que significa remplazar, agregar, llenar.
¿Llenar qué si no el vacío?
Ante la imposibilidad de colmar el vacío, quizá la vida sea un
intento de nombrarlo; y de ese modo el nombre sea ya una su­
plencia; y los nombres del padre sean también suplencias suplencia
de suplencia de suplencia... otra vez el abismo... y de nuevo la
pregunta por el fundamento.

En Los fundamentos del psicoanálisis, seminario publicado con el


título de “Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”,
Lacan dice:
Lo que tenía que decir sobre los Nombres-del-Padre, en efecto, no inten­
taba otra cosa que el cuestionamiento del origen.
...es decir [continúa], averiguar mediante qué privilegio pudo encontrar
el deseo de Freud, en el campo de la experiencia que designa como el
inconsciente, la puerta de entrada [p. 20].
Habría que recordar aquí las coordenadas históricas en las que
se ubica el seminario de “Los Nombres del Padre”; porque algo
en relación con los orígenes, vinculado a la cuestión del padre y
en conexión con el nombre, está en juego en el momento de la
excomunión y de la interrupción del seminario, que entraría en
un cierto silencio a partir de ese día.
Lacan venía trabajando el tema de la angustia y había anunciado
que el año siguiente proseguiría su seminario acerca “...no sólo
del nombre, sino de los nombres del padre”, ya en plural, cuando su
nombre fue tachado de la nómina de los analistas didactas de la
Asociación Psicoajnalítica Internacional. ¿Por haber ido más allá
del padre?, ¿del padre Freud?, se preguntan algunos.
Lacan se va de Sainte-Anne y suspende el seminario que apenas
comienza. Luego es invitado por Althusser a la Sexta Sección de
la Escuela Normal Superior (L’École Pratique des Hautes Études),
donde continuará con su enseñanza; pero para hablar ya no de los
nombres, sino de los Fundamentos. Los cuatro conceptos funda­
mentales en el lugar de los Nombres.
Podríamos aventurar aquí la hipótesis de que la voz que provenía
de la Institución del Padre, al borrar el nombre de Lacan, le for­
mulaba la pregunta “¿quién sois vos?”. No nos sorprende que una
de las primeras frases con las que Lacan comienza el seminario de
los fundamentos sea: “tengo que presentarme ante ustedes” (“...il
m efaut d ’a bord me présenter devant vous...”). Y que con su enseñanza
a partir de ese momento haya intentado la respuesta... una vez
más...
Vacío perfecto, es el título de un libro de Stanislaw Lem, antología
de críticas a libros inexistentes. Pero el autor incluye en el conjunto
de libros inexistentes la crítica del libro Vacío perfecto, haciendo
con ello la crítica del libro de la crítica de libros inexistentes... otro
abismo; pero además hace de Vacío perfecto un libro inexistente.
La escritora mexicana Josefina Vicens, en El libro vacío, escribe
la imposibilidad de escribir; donde, a diferencia de no tener nada
que escribir, escribe acerca de nada, que es ya escribir acerca de
algo; y no es cualquier cosa lo que allí escribe. El libro termina
con la conclusión de que el verdadero problema está en el punto
de partida; y en el imperativo de tener que encontrar la primera
frase.
Añadimos: la frase originaria, frase fundamental, que pudiera
engendrar la frase siguiente y todas las demás... ¿No es esto de
nuevo la pregunta por el padre?; ¿la pregunta por el origen?

Es posible que para una pregunta sin respuesta haya una respuesta
inexistente; lo que no quiere decir que la respuesta no existe, sino
que exista... en otro lugar; o mejor aún... en otro tiempo...
Respuesta que, puesta en gerundio, se transforma en respondien­
do y que, si bien no sirve para llenar lo incolmable, uno puede
servirse de ella y continuar preguntando, fallando, nombrando,
sustituyendo, metaforizando, supliendo... creando...
BIBLIOGRAFÍA
Calvino, Italo, El caballero inexistente, Madrid, Siruela, 1990.
Deleuze, Gilíes, Lógica del sentido, Barcelona, Paidós, 1989.
Lacan, Jacques, seminario “Los nombres del padre”, versión mimeogra-
fiada.
Lacan, Jacques, Le seminaire. Livre XI. Les quatre concepts fon dam entaux de
la psychanalyse, París, Seuil, 1973.
Lem, Stanislaw, Vacío perfecto, Barcelona, Bruguera, 1981.
Vicens, Josefina, E l libro vacío, México, Lecturas Mexicanas, 1986.
EL EGO LACANIANO*

Y habrá que decirlo. Habrá que discutir y que remover la hojarasca


creada en torno al seminario de Lacan sobre Joyce1 para hacer un
balance, para balancear las opiniones casi nunca divergentes, casi
siempre convergentes de los lacanianos hablando a coro de lo que
el maestro dijo sobre Joyce, sobre el Joyce de Lacan, hecho a
imagen y semejanza de él mismo, según consta, según constatan
todos los que se inclinan sin prejuicios y sin obsecuencia sobre ese
seminario de 1975-1976.
Pero no he de hablar aquí sobre el seminario entero y sobre el
Joyce producido por Lacan mediante “la carta forzada de la clíni­
ca”,2 sino sobre un momento, el decisivo, culminante, definitivo,
del año dedicado al difícil irlandés. He de hablar de la sesión del
11 de mayo de 1976 (pp. 153-167), la última, en la que Lacan
sorprendió a su público tanto como quizás se sorprendió a sí mismo
al enunciar una tesis que topológica y clínicamente transformaba
de raíz lo que había sido su consideración del caso de Joyce en los
meses previos. Se percibe a las claras que la interpretación con la
* El texto que sigue -eso es un hecho- y que va a leerse -lo que es una posi­
bilidad- puede considerarse como independiente y separado de su precedente,
pero su argum entación retom a y continúa la iniciada en el texto del coloquio
anterior, El laberinto de las estructuras, México, Siglo XXI, 1997, artículo “La clínica
en el nom bre pro p io ”, pp. 70-96.
1Jacques Lacan, Le séminaire. Livre XXIII. Le sinthome. Años 1975-1976. Publi­
cación fuera de comercio. Docum ento interno de la Association Freudienne In­
ternationale, París, 1991. Esta versión puede considerarse como la m ejor de las
varias existentes. Las traducciones son mías. En las referencias a este sem inario
se indicará entre paréntesis en el texto el núm ero de página de esta edición.
2 Jacques Lacan, “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente
freudiano”, Escritos 2, México, Siglo XXI, 1984, p. 780 [Écrits, París, Seuil, 1966,
p. 800]. La expresión referida de Lacan fue am pliam ente discutida en el artículo
que lleva precisam ente por nom bre “La carta forzada de la clínica”, de Frida Saal,
en Helí M orales Asencio (comp.), El laberinto de las estructuras, México, Siglo XXI,
1997, pp. 47-69, y aplicada a la lectura lacaniana del “caso Joyce” en mi artículo
“La clínica en el nom bre propio”.
que concluyó el seminario tuvo el efecto de un torpedo siderante:
que valga como prueba de mi afirmación tajante -la reconozco co­
mo tal- la lectura de la cuantiosa, siempre aprobatoria, fatigante
y reiterativa literatura que siguió al seminario.
Habrá que decirlo, habrá que admitir que el ojo crítico no es
lo que abunda cuando los lacanianos comentamos a Lacan. Rara
vez acudimos a corroborar las referencias que en él se hacen. Lee­
mos el seminario en forma acumulativa y no atendemos a las señales
de las contradicciones que lo atraviesan y que obligan a elegir.
Nuestra mirada es poco propensa a la discriminación. Veamos.
Ese año del seminario fue excepcional desde muchos puntos de
vista. El más sorprendente es que Lacan se dedicó a un caso, así
decía él, “el caso de Joyce” (p. 95), que tenía la particularidad de
que nunca estuvo en análisis, un caso considerado paradigmático
de alguien que no estaba bajo transferencia. Por cierto que el
antecedente ilustre no faltaba y era nada menos que el tratamiento
dado por Freud al caso de Schreber, otro paciente analizado e
interpretado a partir de su escritura. Con la diferencia de que
Schreber nunca consideró ni tuvo la posiblidad de un análisis mien­
tras que Joyce, conocedor e interesado como pocos en las conse­
cuencias del inconsciente, prefirió abstenerse de la experiencia
psicoanalítica por razones que el propio Lacan comprendía si no
es que aprobaba.3
Para colmo de males, este escritor, a diferencia del autor de las
Memorias de un' neurópata, no escribió nunca una autobiografía en
forma, en forma de tal. Había que basarse entonces en los datos
de las biografías (había y sigue habiendo una excepcional),4 en las
tres o cuatro novelas que James Joyce escribió y en las que se
representaba a sí mismo como un héroe de nombre emblemático,
Stephen Dedalus o Daedalus, y en las cartas que se recopilaron
después de su muerte. Lacan no parece haber recurrido a la auto­
3 Jacques Lacan, “Joyce le syinptóine II” (enviado en 1979 corno correspondiente
a la conferencia -totalm ente distinta- pronunciada en 1975 y conocida como
“Joyce le sym ptóine I”), en Joyce avec Lacan, París, Navarin, 1987, p. 36, en la que
Lacan concluye diciendo: “Lo extraordinario es que Joyce haya llegado [a lograr
liga el goce al síntoma] no sin Freud [aunque no baste el que lo haya leído] sino
sin recurrrir a la experiencia del análisis [que quizás lo hubiese engañado con
algún final rom o].”
4 Richard Ellm ann,/am «í Joyce, Barcelona, Anagrama, 1991, traducción al espa­
ñol de Enrique Castro y Beatriz Blanco. Jacques Lacan conoció y valoró este libro
cuando dictó su seminario, refiriéndose a su autor con el adjetivo de impagable.
biografía de su hermano centrada en la relación con el artista, My
brother’s keeper \El guardián de mi hermano]/’
Hasta ese día de la despedida del curso, bien avanzada ya la
primavera de 1976, la comprensión del famoso caso había girado
en derredor del nombre propio de Joyce (trabajado por Lacan de
modo que no podemos considerar menos que negligente, según
creo haber demostrado en “La clínica en el nombre propio”, ya
referido), en derredor de una presunta forclusión de hecho (?) del
padre (p. 97), nótese, no del significante del Nombre del Padre,
sino del padre real como consecuencia de las carencias efectivas
de la persona y de los humanos defectos del señor John Stanislaus
Joyce, papá del escritor, y en derredor de la voluntad de Jim (James
Augusta Murray Joyce) de hacerse un nombre para sí a través de
su arte, a través de una escritura memorable e incomparable, que
Lacan definió como el sinthome de'Joyce.
Hasta ese día Lacan había sostenido ante su público la idea de
un defecto o de un trastorno fundamental en el registro simbólico
del escritor que lo hacía “un desabonado del inconsciente”.0 Nunca
dijo Lacan que Joyce fuese un psicótico o un prepsicótico o un
psicótico latente, aunque sí se preguntó, sin responder de modo
categórico, hasta qué punto Joyce estaba loco (p. 95).7 Pero la idea
circulaba y así queda plasmada en la escritura de muchos de los
comentaristas y exégetas de Lacan: Joyce habría sido un psicótico
estructural, dadas las carencias, dada la dimisión, dada la Verwerfung
de hecho (?, otra vez) del padre, que, gracias a su escritura como
sinthome, consiguió hacer una reparación que lo sostuvo a lo largo
de su vida entera sin caer en la psicosis clínica o, por lo menos,
salvándose él de esa caída pero no pudiendo evitar que la esqui­
zofrenia cobrase una víctima en su hija, Lucía. No sobra decir aquí
que ese diagnóstico de psicótico latente fue el que hizojung cuando
vio juntos al padre y a la hija. Joyce buceaba en el lenguaje donde
su hija se ahogaba, así opinó el herético discípulo, el fallido here­
dero de Freud.
5 Stanislaus Joyce, My brother’s keeper, Nueva York, The Viking Press, 1958.
'’Jacques Lacan, “Joyce le syinptóm e”, en Lacan avec Joyce, op. cit., p. 24.
7 “Y lo que yo planteo como pregunta, porque de eso es de lo que se trata, es
saber si sí o no era loco Joyce, ¿por qué después de todo no lo habría sido? Y esto
tanto m ás cuanto que no es un privilegio, si es verdad que en la mayoría lo
Simbólico, lo Im aginario y lo Real están enredados al punto de continuarse el uno
en el otro[...] en la cadena borrom ea.”
El defecto de Joyce, hasta mayo de 1976, para Lacan, radicaba
en lo simbólico. La expresión más clara puede leerse en la clase
del 17 de febrero de 1976:
Si lo simbólico se libera, como ya lo he señalado claramente antes, nosotros
tenemos un medio de reparar y es hacer eso que por primera vez he
definido yo como el sinthome. A saber, ese algo que permite a lo simbólico,
a lo imaginario y a lo real continuar sosteniéndose en conjunto [...] He
pensado que ésa era la clave de lo que le pasó a Joyce. Que Joyce tiene
un síntoma [symptdme] que parte del hecho de que su padre era carente,
radicalmente carente, y que él no habla de otra cosa. Yo centré la cosa
alrededor del nombre, del nombre propio. Y he pensado que -hagan
ustedes lo que quieran con este pensamiento- que, al querer [hacerjse
un nombre, Joyce ha hecho la compensación de la carencia paterna [...]
Es claro que el arte de Joyce es algo tan particular que el nombre de
sinthome es ciertamente el que le conviene [p. 103].
Y era así, en torno a esa concepción que subrayaba el desgarrón
fundamental en lo simbólico, heredera de la anterior idea de Lacan
sobre las psicosis, como se llegaba al final del seminario. La con­
cepción lacaniana clásica ligaba esa estructura clínica a la forclusión
del significante del nombre del padre y a la falla de la metáfora
paterna. Tal postulación había nacido en la época del seminario
III y se había condensado en el texto, hoy canónico, de 1957 acerca
de todo tratamiento posible de la psicosis.8 El sinthome de Joyce,
su escritura, podía verse como el remiendo que prevenía los re­
acomodos del registro imaginario característicos de la psicosis clí­
nica, a la vez que le daba la posibilidad, también supletoria del
defecto paterno, de adquirir un nombre por su cuenta, hecho por
él y no recibido del viejo John, de ese otro genealógico depreciado
y despreciable según la opinión de Stanislaus Joyce y de Lacan,
juicio al que se oponía totalmente el propio James Joyce, el “[so-
bre]cargado de padre" (según opinión, otra vez, de Lacan, p. 15).
En el momento de iniciar esa clase del 11 de mayo (p. 153;
Lacan confesó que en la exposición anterior, la de fecha 13 de
abril (p. 141), había estado enredado entre sus nudos y Joyce, pero
que para ese día de clausura, ahora sí, “había creído encontrar
unas cosas [írtra], trucos, transmisibles” (p. 153), inventos con los
que se rompía la cabeza cuando las cosas no le salían. Por fin,
8 Jacques Lacan, “De una cuestión prelim inar a todo tratam iento posible de la
psicosis”, en Escritos 2, pp. 513-564 [Écrits, pp. 55U-584].
recurriendo a recuerdos de infancia de Joyce y con los cordeles
de sus nudos podía atreverse a “comprender de qué modo Joyce
había funcionado como escritor...” “II m ’est venu, comme (a, dans la
boule, que Joyce c’est quelque chose qui lui est a r r i v é d o n t moi, je crois
pouvoir rendre compte" (“Y me cayó, así como así, de golpe y porrazo,
que a Joyce le pasó algo de lo que yo creo poder dar cuenta”) (p.
157). Y dar cuenta del caso, de los enigmas, del arte, de la escritura
joyceana. Ni más ni menos.
Y fue entonces cuando el seminario tomó un giro sorprendente:
lo decisivo no era ya el desprendimiento de lo simbólico, la libe­
ración del registro de la palabra que no podía anudarse a lo ima­
ginario y a lo real. El descubrimiento que sobrevino comme qa, dans
la boule, fue que el caso estaba centrado en una falla en lo imagi­
nario. El anillo que se desprendía de la cadena borromea no es el
S “liberado” según el anuncio del 17 de febrero (p. 103), sino el
I. Y por eso en Joyce el ego, “lo que corrientemente se conoce como
ego” (p. 157), lo que la psicología y lo que los ingleses llaman así
(p. 132), la idea de sí mismo como cuerpo (p. 161), ha jugado una
función totalmente diferente del papel que nos imaginamos sen­
cillo que cumple en los demás (p. 162), en el común de los normales.
Joyce tiene, tenía, un ego anómalo, un ego compensador (p. 165)
de una falla ubicada en otro lugar y Lacan quiere dar cuenta de
ello por medio de su escritura, la de Lacan (p. 157). Pues en Joyce
la escritura, la de Joyce, es completamente esencial para su ego, el
de Joyce (idem ).
Aparece pues el yo. Reaparece. Y con su vestidura latina, aquella
a la que la traducción de Strachey dio carta de ciudadanía inglesa
y freudiana, como ego. Esa instancia, ese truc, que es, de todos
modos y en alemán, el Ich, según dijo Lacan en la clase del seminario
del 16 de marzo de 1976 (p. 132). (Pero..., ¡qué curioso es ver a
Lacan asimilando el Ich de Freud al ego de la psicología! El Ich,
sustantivo y no pronombre personal de la primera persona, es la
palabra de Freud para nombrar la instancia del yo y siempre los
lacanianos hemos considerado abominable la traducción de Ich
como ego.) ¿Cómo podríamos ahora evitar las confusiones y las
constantes aclaraciones?
Una comentarista autorizada y avezada como Diana Rabinovich,9
9 Diana Rabinovich, La angustia y el deseo del Otro, Buenos Aires, M anantial,
1993, pp. 145-189.
sumándose a un nutrido grupo de exégetas que incluye a lacanianos
tan respetados y tan distintos como Eric Laurent,10 Philippe Ju-
lien,11 Serge André,12 Mayette Viltard13y Erik Porge,14 por nombrar
sólo algunos, se sorprende de la inesperada reaparición del vitu­
perado ego (nadie podría olvidar las referencias desdeñosas a la
eg° psychology) y, descuidando quizá que Lacan dice que es lo que
corrientemente se llama el ego, pasa a distinguir entre el ego propuesto
ese día por Lacan y el moi especular, distinción que se agregaría
a la ya clásica entre el moi y el je que tantos insomnios costara a
los traductores de Lacan. En su libro sostiene que “el ego de Joyce
no es un moi sino aquello que viene a suplir la ausencia del moi...
y que Joyce suple mediante ese ego particular que escapa como tal
a la dimensión imaginaria” (D. Rabinovich, op. cit., p. 159). Que­
darían así establecidas dos entidades casi opuestas o, por lo menos,
excluyentes:
a] el moi, espejismo narcisístico, asiento de la alienación imagi­
naria, i (a ) que sostiene al cuerpo como imagen, del que Lacan
criticó siempre que se le confundiera, ora con el sujeto, ora con
el je, tanto de la enunciación como del enunciado, y
b] el ego, cuyo paradigma sería el de James Joyce, donde la idea
de sí mismo como cuerpo es algo que no está vinculado sino que
más bien se desprende, cae, de la imagen del cuerpo en el espejo,
y actúa compensando el defecto en el moi.
Decimos dos entidades para simplificar, por no agregar:
c] el je, el shifter, el deíctico, con sus dos caras, según sea el del
enunciado y el de la enunciación, que es la forma en que aparece
concretamente en el discurso hablado y que no ha de confundirse
con el moi ni con el ego (ni con el self, pero ésa es otra historia, ¿o
no? ¿o el ego que aparece en el seminario de 1975 será un nombre
lacaniano para el self?).
En Joyce, y quién sabe en cuántos más, el ego tendría una función
particular. En ellos sería un artefacto, un agregado, que viene en
auxilio del sujeto para suplir la falla de un moi que se fue de paseo,
10 Erik Laurent, “Jouissance le syinptóm e”, L ’Á ne, núm. 6, París, 1982, p. 8.
11 Philippe Julien, “Lacan et la psychose”, Littoral, núm . 21, París, 1986, pp.
5-26; en particular, p. 20.
12 Serge André, “Joyce le symptóine, Hugo le fantasine”, La part de l’oeil, núin.
4, Bruselas, 1988, pp. 103-126.
13 Mayette Viltard, “Sur la ‘liquidation’ du transferí - De Hans im Glück á la
‘raclée’ de Joyce”, Littoral, núm. 15-16, París, 1985, pp. 83-99.
14 Erik Porge, “Endorser son corps”, Littoral, núm. 21, París, 1986, pp. 65-88.
de un imaginario, el de la idea de sí mismo como cuerpo, que
abandonó al sujeto dejándolo sin sus galas narcisísticas, un a sin i
que indicaría el desbaratamiento de i (a). Imaginemos así la falta
de lo imaginario: el cuerpo como cosa desvinculado de toda repre­
sentación. De esa experiencia en el límite de lo insoportable, de
esa vivencia unheimliche de desvanecimiento el sujeto podría recu­
perarse a sí mismo enganchando al imaginario en fuga por medio
de otra cosa, el ego, “corrector de esta relación faltante... en el caso
de Joyce” (pp. 162-163) Una reparación en el abrochamiento del
nudo borromeo para enganchar un aro que pretende deslizarse
por su cuenta; eso sería ego.
Interpolación : El nombre de ego revela ser, dentro de las intenciones ex
positivas que aquí gobiernan el discurso de Lacan, particularmente infor­
tunado. Si la idea es la de que existe un trastorno fundamental que hace
que lo imaginario no pueda quedar anudado a lo real y a lo simbólico
mientras que estos otros dos sí están soldados, enganchados incorrecta­
mente uno al otro; si la idea es que un nuevo parche tiene que agregarse
entre lo real y lo simbólico, para que el imaginario que, de todos modos,
está desligado de los otros dos registros, no se vaya, quién sabe dónde,
¿por qué usar el nombre de ego para esta suplencia dibujada en el nudo?
La inconveniencia es múltiple: primero, interlingüística: este ego es el Ich
de los alemanes (por lo tanto, el de Freud), lo que significa meterlo en
una serie con el Überich y con el Es, proponerlo como sirviendo a tres
severos amos, hacerlo fuente de la señal de angustia, destinarlo a llegar
a estar allí donde Es war, etc. Significa instaurar un equívoco infinito con
el cuerpo doctrinal de la ego psychology y con la troika que la promovió.
Implica tener que deslindarse permanentemente de la filosofía de la mente
y del lenguaje desarrollada por los ingleses. Etcétera. Lacan está propo­
niendo algo totalmente distinto de lo que se ha conocido como ego, Ich,
moi, je. Su idea es la de un lazo para reatrapar lo imaginario y corregir
así el mal anudamiento de lo real y el inconsciente. Esta idea, cuya po­
tencialidad heurística aún no evaluada existe y merece desarrollos clínicos
con los que hay que comprometerse, nace con la desventaja de un nombre
inadecuado, cargada de las resonancias semánticas de una paleonimia que
estorba. Habría que pensar en un neologismo o en alguna expresión
gráfica. “Parche ” (¿ligado etimológicamente a pergam ino ?, en inglés patch
o patchw ork). “Fijador ” (resonancias semánticas: Fixierung de Freud, to fíx ,
reparar, arreglar, en inglés, asentador en español). “R eanudante ”, dada su
función. “Remachador" si se llega a la conclusión de que hay algo de la
prestancia fálica, macho, que se escapa cuando lo imaginario se desprende
y que se podría apuntalar con el sentido de la invocación final del Portrait
de Joyce: “Oíd father, oíd artificer, stand me now a n d fo r ever in good stead.”
El concepto que manejó ese día Lacan es de enorme interés
clínico más allá de su argumentación con el caso de Joyce y más
allá de que sea aplicable al inmenso escritor. Seguramente Lacan
tenía más fundamentos para su propuesta que la de una línea
tomada de modo más o menos arbitrario del texto de una novela.
La propuesta lacaniana es la de un divorcio entre el sujeto y su
propia imagen especular que determinaría en él una vulnerabili­
dad, una potencial y permanente hendidura disociativa de la que,
quizás, podría escaparse mediante algún artificio artístico (en Joyce,
la escritura) o, por ejemplo, mediante algún otro tipo de sinthome,
que resolviese la falla en lo imaginario del moi, en la relación del
sujeto consigo mismo como cuerpo. Esto sin olvidar que el sinthome
es proteiforme, polifacético, pudiendo revestir mil y un rostros,
por ejemplo, “para todo hombre, una mujer es un Sinthome”. El
concepto lacaniano es defendible más allá también de que se pue­
dan considerar inapropiadas las denominaciones propuestas de ego
y de sinthome para estos “dispositivos de protección” que sostienen
a sujetos con defectos estructurales fuera de los cuadros clínicos
de las psicosis manifiestas, dentro de los marcos de una cierta y
precaria “normalidad”. La riqueza heurística de los descubrimien­
tos lacanianos anunciados ese día de mayo de 1976 va más allá y
debe ser discutida en contextos más amplios que los de la funda-
mentación que él aportó entonces.
Pues el relato de la experiencia subjetiva de Stephen Dedalus,
protagonista de la novela autobiográfica que es el Portrait of the
artist as ayoung man, no basta para sustentar una tesis de tan grande
envergadura y de tantas repercusiones sobre la clínica psicoanalí-
tica. Tampoco permitiría afirmación tan temeraria como la de que
en ese pasaje dQnde Joyce cuenta cómo, después de recibir una
golpiza propinada por tres compañeros, el personaje “sintió que
había una fuerza oculta que le iba quitando la capa de odio acu­
mulado en un momento con la misma facilidad con la que se
desprende la suave piel de un fruto maduro”,15 estaría la clave para
entender la escritura joyceana que es, quizás, la manifestación cul­
minante de la literatura de todos los tiempos, de una escritura
15 Jam es Joyce, Portrait of the artist as a young man. La paginación de la edición
original respeta la mayoría de las hechas posteriorm ente, como The Viking Press,
Nueva York, 1966. Aquí se citará siguiendo esa edición y la traducción de Dámaso
Alonso, Barcelona, Lumen, 1977. El episodio de la paliza aparece en la página 87
de la edición en inglés y en la 91 de la traducción al español.
que, no menos temerariamente, Lacan califica de “ilegible” e in­
capaz de' “evocar en nosotros ninguna simpatía” (p. 162).
Esta comunicación forma parte de un trabajo de mayor exten­
sión en el que se analizarán críticamente las fuentes de la tesis
lacaniana respecto del caso Joyce. La tesis que aquí se desarrolla
tiene un doble aspecto: por un lado se argumenta que en Lacan
hay una manifiesta endeblez de las afirmaciones sobre Joyce y, por
otro lado, se rescata el valor de su propuesta en el plano de la
clínica psicoanalítica. En síntesis, lo que se critica es el ejemplo
aportado (tanto el de Joyce como paradigma de un defecto del
anudamiento borromeo como el uso del episodio novelesco de la
paliza para derivar de él la propuesta de alguna especie nueva de
ego, concepto justamente enterrado desde tiempo atrás), pero rio
se rechazan a partir de esta lectura crítica ni la noción de psicosis
estructural ni la propuesta de comprender el desorden de las iden­
tificaciones imaginarias en pacientes potencial o clínicamente psi-
cóticos. Tampoco se pone en duda la existencia posible de meca­
nismos estabilizadores que funcionen como dispositivos de pro­
tección ante el riesgo del desbaratamiento psicótico de una estruc­
tura subjetiva (sinthomes). Considero también del mayor interés
que se aproximen esos artificios de los que el sujeto se prende
como relacionados y hasta como equivalentes en su función a los
síntomas tal como ellos surgen de la conceptualidad freudiana. Ésa
es, creo, una de las razones que llevó a Lacan a bautizar con el
homofónico “sinthome” a su invento de 1976.
El problema con el que nos enfrentamos es el de encontrar una
tesis extraordinariamente fecunda sustentada en una base docu­
mental precaria. Lacan no recurre más que a una línea del texto
de una novela de Joyce y da de esa línea una interpretación que
consideramos excesiva e infundada por el texto mismo que se
aduce como prueba. De la descripción subjetiva de ese episodio
de la golpiza que le propinan sus compañeros al artista adolescente
Lacan derivó su nueva y definitiva comprensión del caso de Joyce;
nunca más volvería ya sobre el tema. Es importante y revelador
destacar el alud de comentaristas lacanianos que se han volcado
sobre este análisis de Lacan y lo han defendido de toda crítica
posible. La aportación del maestro ha sido evaluada por sus discí­
pulos como “genial” y como muestra de la extraordinaria sutileza
clínica demostrada por él al desprender el episodio en cuestión
del resto del libro y hacer con él un paradigma apto para entender
tanto el caso como esa escritura tan particular que hace de Joyce
un inventor único en la historia de la literatura.
Para argumentar esta posición es necesario leer con detenimien­
to el relato de Joyce y la interpretación de Lacan, sin olvidar las
otras dos aportaciones confiables hechas alrededor del episodio,
la de Stanislaus Joyce y la de Richard Ellmann, ya citadas. Habrá
que decir, muy sucintamente, aunque el resultado sea extenso, lo
siguiente:
a] podemos aceptar que el acontecimiento es “rigurosamente
autobiográfico”: el chico de 12 años, alumno de los jesuítas, fue
duramente golpeado por compañeros crueles e injustos debido a
que sostuvo sin abdicar su convicción de que Byron era el mejor
de los poetas. Son importantes las diferencias en el relato de los
tres que hablan de él: iJJames Joyce, quien lo atribuyé al personaje
Stephen Dedalus, protagonista idealizado de su novela, ii] Star -
laus Joyce, quien escribe muchas cosas acerca de su ilustre hermano
pero que insiste siempre que puede en que lo relatado en el Portrait
of the artist as a young man es una historia imaginada, idealizada,
en la que James Joyce debe ser claramente diferenciado de Stephen
Dedalus, y iii] Richard Ellmann, que toma el partido de la objeti­
vidad biográfica y que hace el relato de la paliza en términos que
difieren en aspectos importantes de la interpretación que después
habría Je hacer Lacan.
b] Lacan no toma la literalidad del relato sino que se permite
una interpretación psicoanalítica que en general fue recibida con
admiración por sus discípulos, quienes la calificaron de genial,
delicada, original, etc. Allí donde Joyce cuenta la vivencia subjetiva
de Dedalus (punto de la máxima incertidumbre pues aquí ni Sta­
nislaus ni Ellmann ni nadie podría aportar una palabra, y la palabra
de Joyce es la de un novelista que relata a un público lector una
historia con la que pretende transmitir emociones estéticas y una
imagen del protagonista marcada por la idealización. Cabe pues
preguntarse: ¿será eso lo que sintió el chico de 12 años o es eso
lo que el escritor adulto y ya exiliado para seguir su carrera literaria
hubiera sentido o habría querido que el chico sintiese cuando
escribe la novela tantos años después?)...; volviendo, allí donde
Joyce cuenta las sensaciones de Stephen y dice, según ya citamos,
que “sintió que había una fuerza oculta que le iba quitando la capa
de odio acumulado en un momento con la misma facilidad con
que se desprende la suave piel de un fruto maduro”, Lacan inter­
preta que el afecto, el sentimiento de odio, “metaforiza algo que no
es nada menos que su relación con su cuerpo” (p. 159). Y, con esta
concepción, armado del saber psiquiátrico y psicoanalítico sobre
los sentimientos de despersonalización, haciendo notar que para
un psicoanalista es muy sospechosa la situación de alguien que deja
caer el cuerpo como algo extraño (p. 161) (¿pero, es eso lo que dijo
Joyce?; no es abusivo pasar de la descripción de cómo se le iba
quitando la capa de odio a la idea de que deja caer el cuerpo como
si fuese extraño?) concluye que el ego de Joyce no cumple con su
función narcisista de sostener al cuerpo, que hay un defecto en el
anudamiento borromeo y que para suplir a ese defecto es para lo
que Joyce produce, décadas después, una literatura sin parangón
en las letras universales.
c] Lacan agrega al relato que hace Joyce de sus sentimientos una
descripción de vivencias que infructuosamente he buscado en el
libro. Dice Lacan que en ese momento él tal vez no sólo no tuvo
afectos ante la violencia sufrida corporalmente (Ellmann dice que
“llegó a la casa sollozando y la madre tuvo que consolarlo y coserle
los pantalones para que pudiera regresar a clase el día siguiente”
-op. cit., p. 58- pero, en fin...), sino que “tal vez le dio placer”, pues
el masoquismo no está del todo excluido entre las posibilidades
de estimulación de Joyce (¿la fuente?, ciertas características del
personaje de Bloom en Ulises, en fin...); pero, con el episodio de
la paliza “esta vez él no ha gozado. Él se ha, él tuvo, es algo que
psicológicamente vale, él tuvo una reacción de asco. Y este asco
concierne, en resumidas cuentas, a su propio cuerpo” (p. 160).
Esto sí que es excesivo. Del asco o de algo parecido no hay la
menor indicación en el capítulo entero en que se habla de la paliza.
Pero los comentaristas, los ya citados, se lanzan alegremente a
elaborar comentarios acerca de la función del asco en Joyce como
prueba de las características tan peculiares de su ego. Casi todos
hablan del asco de Joyce después de los golpes. Por supuesto que
ni Lacan ni ellos citan el texto dejoyce en el que se basan... porque
no existe.
d] Con la excepción de Philippe Julien (1986, ya citado), que lo
hace de modo parcial, nadie tiene en cuenta que en el Portrait
(Retrato del artista adolescente) dejoyce no se relata una paliza sino
dos, y que en esa otra paliza, aplicada cruelmente por un prefecto
de nombre Dolan, Joyce relata en términos extremadamente vivi­
dos sus sensaciones corporales (mejor dicho, las de S. Dedalus) y
los afectos de odio que las acompañaban; en esa otra paliza, lejos
de desprenderse de la capa de odio, la conservó y la exaltó a tal
punto que, contrariando la opinión prudente de sus compañeros,
decidió incluso enfrentar la posibilidad de la venganza del prefecto
Dolan, denunció la injusticia de que fue objeto y consiguió del
rector del colegio la promesa de que apercibiría a su verdugo. Tras
esta muestra de valentía fue recibido como un héroe por sus ca­
maradas.10 En ese relato, no considerado por Lacan, Joyce dice (y
es lo que Julien evoca):
Stephen se arrodilló prestamente, oprimiéndose las manos laceradas con­
tra los costados. Y de pensar en aquellas manos, en un instante golpeadas
y entumecidas de dolor, le dio pena de ellas mismas, como si no fueran
las suyas propias [jo sorry for thern as if they were not of his own] sino las de
otra persona, de alguien por quien él sintiera lástima.
Estas líneas finales del relato del castigo podrían avalar (como
lo póstula Julien) la interpretación lacaniana respecto de alguien
que se desprende de su imaginario especular (las manos aparecen
enajenadas) y de sus afectos (la lástima no es autocompasión sino
piedad por el otro). Pero si así lo entendiésemos estaríamos desa­
tendiendo a lo esencial del relato indicado por ese as if, el como si,
la dimensión fantasmática, imaginaria, que opera como protección.
El lector puede palpar, puede captar en carne propia (¿escritura
“ilegible”?) la hiperestesia del chico que no soporta ya tanto dolor
y tanto odio frente a la barbarie y la injusticia y que, precisamente
para no enloquecer, hace semblante de desaparecer de la escena,
fantasea con el otro, el semejante, que padecería su dolor y puede
pasar a un sentimiento distinto, el de lástima. Pues hay que escuchar
las palabras del autor cuando relata lo que pasó después de los
golpes en su mano derecha y ante la demanda de extender la otra:
Stephen retiró el herido y tembloroso brazo derecho y extendió la mano
izquierda. La manga de la sotana silbó otra vez y un estallido punzante,
ardiente, bárbaro, enloquecedor [madden-ing] obligó a la mano a contraer­
se, palma y dedos confundidos en una masa cárdena y palpitante. Las
escaldantes lágrimas le brotaron de los ojos y abrasado de vergüenza, de
angustia y de terror, retiró el brazo y prorrumpió en un quejido. Su cuerpo
se estremecía paralizado de espanto y, en medio de su confusión y de su

IBIbid., Viking, pp. 50-61, Lumen, pp. 55-65.


rabia, sintió que el grito abrasador se le escapaba de, la garganta y que
las lágrimas ardientes se le caían de los ojos y resbalaban por las arrebo­
ladas mejillas.
Y es en el párrafo siguiente, que he citado primero, donde se
dice que Dedalus imaginó que se apiadaba de las manos como si
no fueran las de él mismo sino las de otro.
Razón le asiste a Lacan para sostener que un psicoanalista es
alguien que sospecha fuertemente cuando oye de alguien que no
siente el dolor, que no reacciona al mismo y que no le importan
los tormentos de la carne. Pero si las vivencias de Dedalus, el
personaje, ante el prefecto Dolan correspondiesen a las de Joyce,
el escritor, frente a un sádico torturador difícilmente se podría
considerar que el suyo fuese un caso de tal anestesia o insensibi­
lidad. Más bien se trata de lo contrario. No es la sensibilidad ni lo
imaginario lo que falta o se escapa del artista adolescente; no es
lo imaginario desabrochado del inconsciente; es, por el contrario,
una fantasmatización desbordante que invade con procesos poéti­
cos la experiencia del mundo sensible. La metáfora está claramente
marcada en las dos palizas del Retrato: “as easily as a fruit is divested
of its soft ripe peel” y “so sorry for them as if they were not of his own”.
e] Vale la pena comparar los dos relatos joycéanos de las palizas
con lo que sucede en otro momento célebre de la literatura, en
un escrito que procede de alguien de quien no puede dudarse que
fuese un psicótico tanto por su estructura como por su clínica.
Jean-Jacques Rousseau17 relata cómo fue atropellado un día de
noviembre de 1776 por un perro gran danés que lo derribó y le
hizo perder el conocimiento, pues su cabeza golpeó duramente
contra el pavimento escabroso y una carroza le pasó por encima
del cuerpo. Acompañémoslo brevemente en su descripción:
El estado en que me encontraba en aquel instante es demasiado singular
para no hacer aquí la descripción. La noche avanzaba. Vi el cielo, algunas
estrellas y un poco de verdor. Aquella primera sensación fue un momento
delicioso. No me sentía a mí mismo más que por ella. Nacía en ese instante
a la vida, y me parecía que con mi ligera existencia llenaba todos los
objetos que percibía. Entero en el momento presente, no me acordaba
de nada; no tenía clara noción alguna de mi individualidad, ni la menor
idea de lo que acababa de ocurrirme; no sabía ni quién era ni dónde
17 Jean-Jacques Rousseau, Las ensoñaciones del paseante solitario, traducción de
Mauro Arm iño, Madrid, Alianza, 1979, pp. 39-41.
estaba; no sentía ni mal, ni temor, ni inquietud. Veía correr mi sangre
como habría visto correr un riachuelo, sin pensar siquiera que aquella
sangre me pertenecía. Sentía en todo mi ser una calma arrebatadora a la
que nada comparable encuentro en toda la actividad de los placeres co­
nocidos.
Era su sangre y no lo era; estaba desprendido de ella. No hay
nada de como si aunque esté la comparación con el riachuelo, Lo
que vive el filósofo tumbado es indiferencia y gozo por no ser ya
él, con su temor y con su angustia. El mundo y el yo habían desa­
parecido o, mejor, el yo tomaba posesión del mundo, lo llenaba
por completo. El ejemplo de Rousseau es la contrapartida del de
Joyce y permite establecer la diferencia entre un soltarse de lo
imaginario para habitar tan sólo en lo real en el primero y una
conciencia exacerbada del cuerpo como propio en el otro que, en
lo imaginario, en su fantasma, le lleva a la proyección de esa parte
del cuerpo que es la sede de un sufrimiento no gozoso sino into­
lerable.
He de insistir: Lacan indica un camino precioso a recorrer en
la clínica de las desestabilizaciones de lo imaginario pero ha esco­
gido mal el ejemplo.
j] Es de lamentar que Lacan utilizase a Joyce alrededor de una
necesidad de teorizar el defecto en lo simbólico primero (seminario
del 10 de febrero) y de lo imaginario después (seminario del 11
de mayo) sin tomar en cuenta algo que está bien documentado en
la vida del genial irlandés aunque no sepamos a ciencia cierta cómo
ello se relacionaría con su escritura. Me refiero a los procesos
psicosomáticos que Joyce padeció durante su vida entera, padeci­
mientos que se manifestaban principalmente en el campo de la
visión (glaucoma, complicado por numerosas operaciones) que,
entre remedios y enfermedad, lo llevaron al borde de la ceguera.
Muchas de estas crisis, las más graves, seguían a la edición de sus
libros. Y, finalmente, el hecho, un hecho que nunca fue objeto de
comentarios psicoanalíticos, de que Joyce acabó muriendo antes
de cumplir 60 años por las complicaciones de una úlcera péptica.
Es seguro que si Lacan hubiese tomado en consideración esos
aspectos de la historia médica los numerosos y oficiosos comenta­
ristas lo habrían acompañado también en ese camino. No es raro
ver que gente que conoce de memoria el seminario Le sinthome no
recuerda o nunca supo de qué murió James Joyce. Podemos ima­
ginar las hipótesis que se podían haber manejado dentro del apa-
labramiento lacaniano: como Joyce había roto la relación fantas-
mática con su cuerpo, éste, carente de puntos imaginarios de refe­
rencia, se hacía asiento de fenómenos psicosomáticos no suscepti­
bles de análisis e interpretación en lo simbólico, y
g\ queda el misterio de la escritura de Joyce. Una buena y pru­
dente actitud del psicoanalista ante el enigma (el mismo que a
veces desvelaba a Freud frente a las verdades alcanzadas por los
poetas) es la de confesar su incompetencia (como lo hacía Freud).
Plantear también que los razonamientos clínicos no pueden dar
cuenta de la creación poética y que relacionar, sea el defecto en
lo simbólico (como sostuvo Lacan hasta febrero de 1975), sea el
defecto en lo imaginario (en mayo de 1975), sea la sucesión de
fenómenos psicosomáticos, con la escritura de Joyce, es condenarse
a no encontrar nunca una buena respuesta dado que la pregunta
es mala. De todos modos hay que decir de modo incondicional
que una literatura como la joyceana no ha de analizarse al margen
de la historia de la literatura y de lo que sucedió con las distintas
artes en las primeras décadas del siglo XX. El proyecto joyceano
es el de hacer funcionar deliberadamente una máquina textual que
se contraponga a la literatura sobrecargada de imaginario propia
de la novelística tradicional, por no decir decimonónica. Joyce se
propuso, y lo consiguió dentro de lo posible, una desimaginariza-
ción de la literatura. No fue el único, pero sí quizás el más riguroso.
Kafka, Musil, Broch, en la misma época, Brecht y Beckett poco
después y ya marcados por su empresa, participaban, cada uno a
su modo, en ese esfuerzo que signa la literatura vigésima. La pintura
y la música de la época dan cuenta de la pregnancia de la misma
“intención”,; si es que vale usar tan sospechosa palabra. Creo que
cualquier intento de hacer funcionar una interpretación clínica
y /o psicoanalítica de ese fenómeno, por singular que fuese, por
“nudista” (borromea) que sea la explicación, bordea y hasta se
hunde en los pantanos del psicoanálisis aplicado. O, para mostrar
mejor la relación posible entre la escritura joyceana y el psicoaná­
lisis: frente a una literatura del yo y para el yo, psicologista, que
alcanza su apogeo en las grandes novelas del siglo XIX y que no
desaparece en el siglo XX aunque manifieste en él su fatiga, la
escritura joyceana muestra una continua y progresiva ruptura con
el imaginario de los precarios y deformantes reconocimientos es­
peculares. No es del inconsciente de lo que Joyce se desabona sino
de una expresión literaria que lo desconoce. Para decirlo en tér­
minos aún más radicales: la nueva escritura que se abre paso en
Ulysses y Finnegans Wake escenifica un más allá y no un más acá del
fantasma, y es ahí donde reside su ligazón con el discurso del
psicoanálisis, ese donde el agente no es un yo o un sujeto sino un
semblante del objeto a. Joyce no era un “desabonado del incons­
ciente”. Cualquiera puede leer en la biografía de Ellmann la pro­
fundidad freudiana con que trabajaba sus propios sueños y los de
Nora, su mujer (Ellmann, op. cit., pp. 484-487). Y era capaz de
producir en sus lectores las más profundas emociones. Decir que
la escritura joyceana no conlleva “simpatía” es como afirmar lo
mismo de las Composiciones de Kandinsky o del Concierto para violín
de Alban Berg. Coincidiremos con Vargas Llosa18 en su comentario
en torno a la “objetividad” joyceana que aflora en Dublineses'.
Son episodios que, en cualquier relato romántico, estimularían la efusión
retórica, la sobrecarga emocional y plañidera. Aquí, la prosa los ha en­
friado, infundiéndoles una categoría plástica y privándolos de cualquier
indicio de chantaje emocional al lector. Lo que entrañan esas escenas de
confusión y desvarío ha desaparecido y, por obra de la prosa, se ha vuelto
claro, limpio y exacto. Y es precisamente esa frigidez lo que excita la sensibilidad
del lector. Éste, desafiado por la indiferencia divina del narrador, reacciona,
entra emotivamente en la anécdota, y se conmueve [cursivas mías].
Que se contraponga este comentario crítico al de Lacan: “Hay
que tratar de imaginarse por qué Joyce es tan ilegible. Si es ilegi­
ble es porque no evoca en nosotros ninguna simpatía”, frases que
Lacan enunció ese día sorprendente del final de su seminario (p.
162). Conviene dar el ejemplo más convincente: Joyce estaba des­
consolado después de la muerte de su padre, seguramente para él
también el acontecimiento más doloroso en la vida de un hombre.
De su insondable tristeza se recuperó cuando, un mes y medio
después, nació su nieto Stephen James. Ese día, el 15 de febrero
de 1932, es decir, cuando el Finnegans Wake, la obra más innova­
dora en toda la historia de la literatura, estaba ya muy avanzada y
cuando las elaboraciones “ilegibles” estaban en su plenitud, escri­
bió Joyce lo que Ellmann (p. 720 de su biografía) llama “el poema
más emotivo”, Eccepuer, que vale la pena reproducir para constatar
si es una escritura que no despierta “en nosotros” (¿quiénes?) nin­
guna simpatía.
18 Mario Vargas Llosa, La verdad de las mentiras, México, Seix Banal, 1990, p. 40.
ECCE PUER
O f the dark past
A boy is bom
With joy and grief
My heart is tom
Calm in his eradle
The living lies
May love and merey
Uncióse his eyes!
Young life is breathed
Upon the glass,
The world that was not
Comes to pass.
A child is sleeping
An oíd man gone.
O, father forsaken,
Forgive your son!
Que puede traducirse así, prescindiendo de Enrique Castro y
Beatriz Blanco: “Del oscuro pasado/nace un niño./C on júbilo y
dolor/se desgarra mi corazón//Q uieto en su cuna/descansa el
vivo./ÍQue sus ojos abran/la gracia y el amor!/Sobre el cristal
respira/la vida joven/llega y pasa/el mundo que no fu e.//U n niño
duerm e/un viejo se fue./iO h, padre abandonado,/perdona a tu
hijo!”
¿Será ésta una escritura ilegible incapaz de provocar la menor
simpatía en el lector? ¿O será, más bien, la escritura de los nudos,
esa con la que Lacan pretende dar cuenta del caso Joyce, la que
es ilegible y apática?
/i] También es verdad que Joyce, escribiendo a los 30 años, en
el Retrato, lo que fueron sus experiencias infantiles para publicar
con ese material una novela, no es un testigo imparcial. La “inten­
ción” no es confesional, es estética. Los géneros tienen sus propias
leyes, falibles y mal delimitadas, por supuesto,1,1 y las de la novela
son distintas de las de la autobiografía. Joyce nos cuenta sus viven-
''ja e q u e s Derrida, “La loi du genre", en Parages, París, Galilée, 1986, pp.
249-287.
cias transfiguradas por las necesidades del arte. Y si leemos con
atención sus textos nos encontramos con que el proyecto de Ulysses
es el de escribir “la épica del cuerpo humano [donde] un órgano
domina cada capítulo” (Ellmann, op. cit., p. 484). No se puede leer
el episodio de la paliza pasando por encima del género al que
pertenece el relato de la misma. Mucho es lo que cabe escribir
sobre la relación entre Joyce, la persona, Joyce, el autor, Dedalus
y Bloom, los personajes, y el cuerpo vivido por “ellos”. Habría que
hablar de los influjos de la formación católica, del modelo de
renuncia corporal instaurado por las Confesiones de san Agustín,
de la infructuosa lucha del artista adolescente por mortificar su
sexualidad, de su repugnancia frente a los apetitos fálicos, de los
rasgos perversos manifestados en su relación con Nora y literaria­
mente en las cartas que le escribió en 1909, hay que revisar todo
ese inmenso material para llegar a la conclusión de que Joyce no
es quien quiere desprenderse de sus vivencias corporales sino, muy
por el contrario, quien corre tras las experiencias físicas que le
puedan aportar la mayor intensidad emocional. No abrumaré al
lector con citas de textos que leerá con placer (o espanto). Pero,
que nadie dude, ese “dejar caer el cuerpo” de la multicitada línea
del Retrato -que nunca es tal sino un “desprenderse de la capa de
odio”- no quedará formando parte de la imagen que como lectores
podemos hacernos de la relación de James Joyce con su cuerpo.
¿] Dedalus (¿Joyce?) es eljoven sensible que duda entre dedicarse
al sacerdocio, mortificando el cuerpo, los sentidos y repudiando
el falo, o dedicarse al arte y para ello vivir, seguir la estrategia de
la astucia, el silencio y el exilio, exacerbar y explorar los extremos
del goce. Ser golpeado entonces, por defender a Byron contra
Tennyson o por cualquier razón semejante, es hacerse un santo
mártir de la literatura y de sus opciones estéticas. Claro, el maso­
quismo no está excluido de las posibilidades eróticas de Joyce y
quizá no haya que sorprenderse de que no sintiese odio hacia
quienes le pegaron. F.L. Restuccia,20 en un exhaustivo estudio de
todas las referencias en el texto joyceano a palizas y azotainas,
escribe un capítulo que titula sugestivamente “From whip to reed”,
esto es, del látigo a la caña, pero caña (reed) significa también la
poesía pastoral, el instrumento musical que antecede a la flauta y
20 Francés L. Restuccia, Joyce and the Law of the Father, capítulo 1, “From whip
to reed ”, New Haven, Yale University Press, 1989, pp. 1-19.
la lengüeta, la parte vibratoria de los instrumentos de madera.
Joyce es, pues, el que pasa del látigo a la poesía, del garrote a la
pluma. Joyce escoge la literatura para escapar a los azotes de la
Ley inclemente. Se hace cómplice de su padre, un pecador impe­
nitente, y lucha contra el enemigo que es la sociedad patriarcal de
Dublín, representada de modo característico por los “Padres” de
la Iglesia. Podemos decir que en el episodio subrayado por Lacan
el joven Dedalus se hace pegar en nombre del arte, provoca a
quienes por medio del poder violento pretenden imponer sus po­
siciones estéticas. Los golpes que recibe vienen a sancionar su
opción. ¿No podríamos sostener que el castigo infligido en ese y
otros momentos es la puesta en escena del fantasma freudiano de
flagelación (“Pegan a un niño”), y que la vida entera dejoyce con
la casi ceguera (en parte autoinfligida), la esquizofrenia de lji hija,
la muerte prem atura por una úlcera perforada al no atenderse a
tiempo como hubiera sido posible, el deslomarse por décadas es­
cribiendo un libro maravilloso pero “ilegible” (?), son todas mani­
festaciones del fantasma joyceano y que el “tener un cuerpo” es
lo que da soporte a ese fantasma?
j] Unas últimas palabras sobre las epifanías joyceanas. En el des­
lizamiento expresamente escogido por el escritor de la sensualidad
del cuerpo a la sensualidad de las palabras se arriba a una trans­
mutación de la experiencia que equivale a la revelación. Estas vi­
vencias de lo real hecho literatura, de la literatura que dice lo real,
son bautizadas porjoyce con el nombre de epifanías. Las “epifanías”
aparecen explicadas y definidas una única vez en el conjunto de
la obra joyceana mencionadas como tales, y eso en una obra que
él no dio a la imprenta sino en un manuscrito inconcluso (de
1904-1905) que se publicó postumamente.21 Tras oír un fragmento
de una conversación trivial, Stephen Daedalus piensa “en coleccio­
nar diversos momentos así en un libro de epifanías. Por epifanías
entendía una súbita manifestación espiritual, bien sea en la vulga­
ridad del lenguaje y gesto o en una fase memorable de la propia
mente. Creía que le tocaba al hombre de letras registrar esas epi­
fanías con extremo cuidado, visto que ellas mismas son los mo­
mentos más delicados y evanescentes”. Hay que decir que cuando
Lacan escucha la palabra “epifanía” dicha por el especialista en el
21 Jam es Joyce, Stephen el héroe, traducción al español de José Ma. Valverde,
Barcelona, Lumen, 1978, pp. 216-217.
tema, Jacques Aubert, en el seno de su seminario, el 20 de enero
de 1976, se muestra muy extrañado y pregunta si la palabra es de
Joyce (p. 71). Llama la atención por cuanto suponemos a Lacan
muy informado en cuanto a Joyce pero esa palabra lo sorprende.
No obstante, en el seminario final del 11 de mayo, acaba diciendo
unas palabras sobre “la epifanía, esa famosa epifanía de Joyce” (p.
166) de la que dice que es un efecto de un error del anudamiento
“gracias al cual lo inconsciente y lo real se anudan” (idem ), pór lo
cual lo imaginario se libera y es reatrapado gracias a la función
compensatoria del ego, del ego lacaniano, que subsana el error
del nudo. “El inconsciente está ligado a lo real. Cosa fantástica,
Joyce mismo no habla de eso de otra manera” (idem). ¿Quién podría
decir, a partir de la definición de Joyce mencionada, la única que
dio, intrínsecamente contradictoria puesto que liga los dos extre­
mos de “la vulgaridad hablada o gestual” con las “fases memorables
de la m ente”, que una epifanía resulta de un anudamiento del
inconsciente y lo real? Las epifanías tienen límites imprecisos y es
posible afirmar que las dos palizas que se relatan en el Retrato del
artista son epifanías. O no. Pero el error, el gran error que podría
cometerse con respecto a las epifanías sería el de creer que ellas
constituyen un método literario o un objetivo para el escritor que
fue James Joyce.
Las epifanías, como se ha dicho, sólo aparecen mencionadas en
ese borrador que dejó inédito. ¿Por qué no quiso darlo a la im­
prenta? Porque lo remplazó por otra obra que, ésa sí, le satisfizo
y en la que conservó lo que le pareció pertinente, no lo de las
epifanías. Esa obra es, precisamente, el Retrato del artista adolescente.
Pero nos equivocamos al afirmar que Joyce nunca dio a publicar
la palabra o la idea de epifanía como ya hemos dicho dos veces.
Pues Joyce sí imprimió un texto, Ulises, donde habla de las epifanías
Sólo que lo hace para burlarse de las fantasías megalomaniacas del
joven Daedalus, protagonista de Stephen el héroe, que ahora se llama
Dedalus, protagonista de Ulises. Citaremos el pasaje en inglés y
arriesgaremos una traducción. En un monólogo interior Stephen
se dice:
Remember your epiphanies written in green oval leaves, deeply deep, copies to be
sent if you died to all the great libraries of the world, including Alexandria?
Someone was to read them after afew thousand years, a mahamanvantara. Pico.j
de la Mirandola like. Ay, very like a whale. When one reads these strange pages
of one long gone one feels that one is at one xuith one who once..... [¿Recuerdas
tus epifanías escritas en verdes hojas ovaladas, profundamente profundas,
cuyas copias se enviarían si tú morías a todas las grandes bibliotecas del
mundo, incluyendo la de Alejandría? Allí alguien las leería álgunos mile­
nios después, un mahamanvantara. Pico de la Mirandola, alguien así. ¡Ay!,
muy parecido a una ballena. Cuando uno lee esas páginas extrañas de
uno que hubo hace mucho, uno siente que uno es uno con uno que una
vez.....]22
Y deja el párrafo inconcluso, suspendido de esos cinco puntos.
Joyce, el escritor adulto, se ha desidentificado de esas fantasías de
adolescente, de uno que hubo alguna vez. Si se acuerda de las
epifanías es tan sólo para burlarse de sí mismo en una burla que
sólo él podía comprender puesto que no había publicado ni pen­
saba que alguna vez se publicaría Stephen Hero, en donde había
expuesto su teoría y su definición de las epifanías.
Es casi un lugar común decir que Joyce vivió para forjar un
nombre que le daría la eternidad por medio de una escritura pla­
gada de enigmas, de chistes privados e incomprensibles, de pro­
ducción metódica y calculada de la sorpresa. ¿Acaso no dijo él
mismo que con el Ulises tendría ocupados a los profesores por
trescientos años? Es un hecho también que su sueño parece haberse
hecho realidad y que la bibliografíajoyceana crece con aspiraciones
de infinito. Los joyceruditos pululan; los ensayos y exégesis tam­
bién. No faltan tampoco los que se sienten sus continuadores, los
que se identifican con él, lo imitan, lo emulan. Quizás Lacan deba
contarse entre ellos y podemos decir que es humano, demasiado
humano, su interés cuando fue convocado por Jacques Aubert pa­
ra inaugurar un simposio dedicado a James Joyce. Nueve años
después de Lacan, en 1984, Jacques Derrida fue invitado para
ocupar el mismo lugar en un simposio a desarrollarse en Francfort.
Se escucha a Derrida muy consciente del antecedente de Lacan
cuando toma la palabra ante lo que él llama, más que la institución
o la fundación joyceana, la familia joyceana, de la que él tendría
que esperar, sin pertenecer a ella, desde el exterior, un reconoci­
miento que lo habilite con un diploma en estudios joyceanos mien­
tras que él, intimidado como está por la asamblea de los eruditos,
les reconoce una autoridad de padres y abuelos. La ironía de su
alocución, la “sardironía”, como dice por ahí, es muy evidente. Y
22 Tames loyce, Ulysses. The corrected text, cap. 8, líneas 136-146 (p. 34), Vintage,
Nueva York, 1986.
una ironía que tiene por blanco no sólo a la familia joyceana (“en
realidad, ustedes no existen”, les espeta) sino a Joyce mismo, en
tanto que ése, el de la inmortalidad a través del juego de los
eruditos, es un proyecto del que el propiojoyce tenía que burlarse
con una carcajada triunfal que no deja de traicionar una especie
de duelo, pues no es otra cosa que la risa de la lucidez resignada.
Pues, y Derrida se complace al señalarlo, la omnipotencia es y será
fantasmática, cosa que Joyce no podía no saber. (¡Já!, manda tus
epifanías a la biblioteca de Alejandría, milenios después; ¡já!) Él
no podía ignorar que un libro, todo libro, el libro de los libros,
Ulysses o Finnegan’s wake, por ejemplo, no es más que un mero
opúsculo entre los millones y millones de obras en la Biblioteca
del Congreso (por no decir Internet) perdido, irremisiblemente
perdido. Y que
ese astuto librito sería considerado por algunos como demasiado ingenio­
so, industrioso, manipulatorio, sobrecargado con un saber impaciente por
revelarse a sí mismo a través de la ocultación, agregándose él mismo a
cualquier cosa: en resumen, literatura pobre, vulgar por cuanto nunca libra
su suerte a la incalculable sencillez de un poema, gesticulando desde una
tecnología sofisticada e hiperescolástica, una literatura de doctores, con
una sombra en otras palabras de sutileza excesiva, la literatura de un
Doctor Pangloss con sus ojos recién abiertos (¿acaso no era ésa la opinión
de Nora?) que habría tenido la suerte calculada de ser censurada y así
promovida por las autoridades postales norteamericanas.23
Ése es Joyce, el que apuesta a la inmortalidad... para mejor
burlarse de ella. El que se hace golpear en nombre de un deseo
que no habría jamás de ceder. El que con astucia, silencio y exilio
enfrenta al poder del Padre para reivindicar a su padre humano.
El que lleva sin cansancio y hasta agotar las posibilidades de la
lengua inglesa, la lengua del invasor, para devolvérsela, exhausta,
a quienes la usurpan y la usan como instrumento colonizador,
cortio órgano del poder. Son sus continuadores y comentaristas,
psicoanalistas incluso, los que se fascinan con la idea de un autor
que entra al libro de las marcas universales como el más leído o
el más citado o el más incomprendido o el más más.
Joyce, descansa en paz.
23 Jacques Derrida, “Ulysses gram ophone: H ear say yes in Joyce”, en Acts of
literature. Nueva York, Routledge, 1992, p. 293 (fragm ento traducido por mí).
AUSENCIA DEL NOMBRE-DEL-PADRE Y PASAJE AL ACTO
EN LAS PSICOSIS
EDWIN SÁNCHEZ AUSUCUA

El Nombre-del-Padre es donde tenemos que reco­


nocer el sostén de la función simbólica que, desde
los albores de los tiempos históricos, identifica su
persona con la figura de la ley. Esta concepción
nos permite distinguir claramente, en el análisis
de un caso, los efectos inconscientes de esa fun­
ción respecto de las relaciones narcisistas, incluso
respecto de las reales que el sujeto sostiene con
la imagen y la acción de la persona que la encarna...
JACQUES LACAN (1955-1956)

Vine a Cómala porque me dijeron que acá vivía


mi padre, un tal Pedro Páramo.
JUAN RULFO

¿Yo de quién soy hijo?


SÓFOCLES, Edipo rey
I. PEDRO PÁRAMO SIN DON

Iniciaré este artículo valiéndome de lo que se podría denominar,


de una manera aproximativa, una literatura “nacional” que en
apariencia nada tiene que ver con el título, sino que define el
interés fundamental sobre un recorrido y una problemática en la
cual abordaremos la cuestión del padre y, por su vertiente psicoa-
nalítica, el Nombre-del-Padre. Por lo demás, no me refiero a la
literatura “nacional” en tanto que institución cultural, sino en tanto
que discurso de una creación que da sentido y significado a lo que
las ciencias sociales, atoradas en la simulación del método, fracasan
en plantear siquiera.
Me valdré entonces del personaje creado por Rulfo: Pedro Pá­
ramo. Es un texto sin duda de gran potencialidad interpretativa.
El protagonista que da su nombre al relato es un personaje que
tiene la virtud de hacer coincidir la figura de un Amo decadente
con la del cacique y la del padre. Es una figura a la que pueden
atribuírsele semejanzas con otra gran ficción: la del orangután de
la proverbial horda primitiva de Tótem y tabú. No puede sino evocar
el escenario de un goce, trenzado además en el escenario de la
ficción sobre el tema del poder. La ficción de Rulfo, es claro,
contiene elementos de la verdad familiar de “lo nacional”, si acep­
tamos que la verdad se estructura como una ficción. Pero lo familiar
es también consustancial a lo unheimlich. Lo íntimo resulta ser lo
más ominoso, y lo familiar lo más siniestro, lo extraño, lo extran­
jero, lo ajeno, lo exterior que nos habita. Si pensamos en lo que
diversos autores han llamado “la identidad nacional” (núcleo de
lo familiar y de lo unheimlich), es fácil dar pie a una creencia: la
de que existe un conjunto que conforma un universo más o menos
homologable con respecto a la característica compartida del ideal.
Pronto vemos que esa gran familia es tan heteróclita como impo­
sible de homogeneizar, y que la característica compartida se refiere
a un Amo ideal que hace posible esta cohesión de lo imaginario.
En todo caso se podría plantear una hipótesis tomando como
sustento la ficción literaria, hipótesis como despliegue subjetivo
de una verdad en falta. Esta hipótesis de ser posible consistiría en
hacer a Cómala extensiva para el conjunto de “lo nacional”, aunqüe
este conjunto sea también una ficción que se presenta, a diferencia
de la autenticidad de la ficción literaria, como no ficticia. “Entre
ficciones te veas”, podría titularse el relato del padre de la patria.
Pero hacer a Cómala extensiva al conjunto de “lo nacional” ¿con
respecto a qué? Con respecto al cercenamiento del Nombre-del-
Padre. Este cercenamiento social de la función del padre como
soporte del referente que da sustento a la ley constituye una pro­
blemática especialmente im portante en nuestra era del indus­
trialismo mundial, pero por motivos de espacio y de tiempo no
me explayaré en esa dirección. La obra de Pierre Legendre1
proporciona referencias analíticas de este tema en su relación con
el derecho y su función en nuestras sociedades ultramodernas.
Analíticas en la medida en que el psicoanálisis permite el establer
1 Los dos libros hasta ahora publicados por Siglo XXI, El crimen del cabo Lortie
(1995) y El sublime objeto de la transmisión (1996), son ampliam ente recomendables.
cimiento de una articulación inédita, y no porque se trate de
una extensión de los mecanismos de la singularidad subjetiva
exportados ajo social, que poseen como veremos sus propias coor­
denadas.
A diferencia del Amo hegeliano, aquí Rulfo hace coincidir en
Don Pedro no sólo al cacique sino la incertidumbre y el enigma
de la paternidad. Los dispositivos del poder implicados determi
nan, en el plano social, una singular voluntad de dominio. De esta
manera la existencia de un presunto padre inclinado a la degrada­
ción del goce no puede sino generar cuesdonamientos a los hijos
en orfandad suspendida, pues un tal Pedro no es en realidad padre
para nadie. No obstante, Rulfo nos remite a la escena del crimen
de Pedro Páramo, que adquiere sin ningún forzamiento estatuto
de parricidio. En esa perspectiva de la ficción cuyos contenidos
competen a la verdad excluida del discurso del Amo encuentro
similitudes entre Abundio Martínez y el sirviente Smerdiakov (Ka-
ramazov), que recrea Dostoievski. Si de Rulfo nos remitimos a
Sófocles, encontramos que la ética contenida en la tragedia de
Edipo es paradigmática, pues no conduce al hijo de Layo (¡y de
Pólibo!) a la confrontación política, si es que se puede leer en esa
tragedia, como lo hace con rigor Pierre Legendre, algo del orden
político. En este momento deseo señalar la confrontación con la
propia verdad y la responsabilidad ante el destino, ante la descen­
dencia, ante el propio acto, que Edipo vive hasta el fin. Las leyes
de la polis forman parte de la trama, y desde ese plano de la ley
la verdad subjetiva y la posición del sujeto ante el Otro surge ante
nosotros.
Por esa vía ética de Edipo rey, inscrita en las eternas letras de
Sófocles, el psicoanálisis nos permite abordar el tema del poder
tomando en cuenta al sujeto desde la dialéctica en la que participa
con respecto a ese Amo que existe en nuestra civilización. No es
el Amo-padre, pater familias y monarca familiar de la antigüedad
romana, sino un Amo en tanto que discurso. Se trata entre otras
cosas de evidenciar que la infausta disposición al enfrentamiento
contra el Amo (precipitación al acto que remite al origen hegeliano
de la confrontación a muerte iniciática) no hace sino confirmarlo
en su función de dominio, pues ¿cómo arremeter contra un dis­
curso? No es otra cosa la que propone Lacan en el seminario El
anverso del psicoanálisis (La psychanalyse á l ’envers), ni sometimiento
ni confrontación. El planteamiento es claro, después del 68 francés
el discurso del Amo se reanuda sin cambio alguno en su operati-
vidad como un Amo modernizado. En México la situación fue más
brutal, y en esencia las cosas no sólo no cambiaron sino que ahora
el Amo en tanto que discurso se moderniza. Otra de las diferencias
de lo ocurrido en el 68 fue que en Francia el psicoanálisis entró
a la universidad, y pasó con Lacan y los lacanianos a formar parte
de los proyectos académicos en los planes de estudio y la investi­
gación, abriendo vías inéditas de reflexión teórica.

II
Dejaremos ahora el escenario de las formas de dominio y someti­
miento que reviste la enajenación social para acercarnos a la ena­
jenación como predisposición psíquica. En este abordaje de la
clínica la interpretación de Lacan se vale del componente hegelia-
no, por lo que conviene situar algunos elementos afines al plan­
teamiento clínico del psicoanálisis, leídos de una manera no filo­
sófica, restringidos a un momento de la fase del siervo y el Amo
trabajados a su vez por Kojéve.2
Esa confrontación hegeliana ante el semejante imaginarizado al
que se atribuye la enajenación posee la virtud de remitirnos al
primer momento de la interpretación del pasaje al acto psicótico.
La dialéctica hegeliana del reconocimiento plantea una confron­
tación que debe culminar con la aniquilación. Esta lucha se genera
debido a que la “totalidad de lo particular” es vista en la “totalidad
en sí” del otro. Es decir, se percibe en el otro una “totalidad en
sí”, a partir de la cual existe la propia “totalidad”. Si el par de
hombres hegelianos en lucha se evitan o ponen de por medio el
lenguaje, la promesa, el compromiso, el reconocimiento, la con­
frontación no podría tener lugar, de manera que, al menos en este
primer momento, es no sólo inevitable sino una condición nece­
saria, en la que cada participante tiene como finalidad la muerte
del otro. Vale la pena destacar esta parte de la “dialéctica”, ya que
ese espejo hegeliano pone en juego una totalidad que exige la
completitud donde nada falta, donde el otro, al mismo tiempo que
2 Alexandre Kojéve, La idea de la muerte en Hegel, Buenos Aires, Leviatán, 1990.
Se recom ienda además, del mismo autor, La dialéctica del amo y del esclavo en Hegel\
Buenos Aires, Pléyade, 1987.
proporciona la “totalidad” del semejante, la amenaza con su pre­
sencia. Esta “totalidad de la exclusión” ilustra plenamente la lucha
narcisista de la rivalidad y la agresión, presentes en el proceso de
la formación del yo, en la fase del espejo, y en el acto criminal que
se precipita sin la mediación de lo simbólico.
El planteamiento del Hegel (sin apartarnos de Kojéve) consiste
en que esa lucha a muerte que se da entre estos dos hombres que
buscan el reconocimiento que los humaniza, y los aleja de su so­
porte animal, es la que engendra, si se evita, la relación de dominio,
universal e histórica, entre el Amo y el siervo: “El reconocimiento
verdadero no puede efectuarse sino en y por la muerte que destruye
al que reconoce, por tanto, al reconocimiento mismo, y por con­
siguiente al reconocido en tanto que reconocido, vale decir en
tanto que ser verdaderamente humano.”3
Esta dinámica de espejos ¿nos hace pensar en la enajenación de
la imagen sobre la que el sujeto se precipita sin la mediación
simbólica?

III

Lacan construye su interpretación clínica desde el contexto inte­


lectual que es el de su época, en el que se encuentra Kojéve. Re­
curriendo al notable hegeliano Lacan introduce una versión clínica
del sentimiento de sí, que surge precisamente a partir de la imagen
del otro, más allá de toda determinación biológica, lo que permite
alcanzar al infans, la más elemental de las experiencias humanizan­
tes. Tal imagen previa y determinante de todo acceso a la “realidad”
prim era (totalidad en sí) es introducida por el Otro que hace po­
sible que el sujeto adquiera también el dominio anticipado de su
imagen corporal. Se introduce además por la vía de una demanda
de amor a través de la cual el niño intenta encarnar la totalidad
imaginada.
El caso Aimée permitió a Lacan demostrar en su tesis doctoral4
la dinámica de la enajenación psicótica. Según la construcción
fundante de Lacan, el intento homicida que realiza Aimeé le per-
Ibid., p. 116.
4 Jacques Lacan, De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad,
México, Siglo XXI, 1985.
mitió atravesar, no sin pagar las consecuencias, el umbral de la
consistencia imaginaria que constituía el pegosteo ante la hermana
y su correspondiente delirio de persecución, proyectado en el ex­
terior. De esta manera nos revela los elementos constitutivos del
sujeto en su enajenación y los mecanismos a través de los cuales
respondió ante los determinantes de su biografía.
El delirio que cesa con el pasaje al acto es el resultado de esa
ausencia del significante que impide al sujeto separarse de la rea­
lidad interior que lo atormenta, identificada en la presencia ame­
nazante del otro especular. El pasaje al acto logra liberarla de la
amenaza que su delirio ha construido como respuesta a los signi­
ficantes del Otro. ¿Tendríamos entonces el valor restitutivo de un
pasaje al acto? En ese caso, ¿qué sustituye o restituye el acto para
determinar el cese del delirio?, ¿el simbólico faltante? ¿Estaríamos
ante el problema de pensar el pasaje al acto con un valor de su­
plencia? ¿El delirio persecutorio de Aimée sustituye una barrera
fantasmática que el Otro no permite estructurar?
Uno de los elementos que contribuyen al esclarecimiento de
este problema podría sustentarse en la existencia del elemento
fantasmático que en la neurosis aparece como respuesta a la falta
del Otro. Por ahora sólo puedo hacerme estas preguntas.

Marguerite
Con el libro de Allouch titulado Marguerite Lacan la llamaba Aimée5
asistimos a la lectura crítica de otra construcción del caso. Otro
tiempo y otra lectura. No se trata ya de Aimée sino de Marguerite
Anzieu. Con este trabajo Allouch devuelve al caso su polémica
actualidad. Allouch.profundiza en el terreno delicado de la filia­
ción, la herencia, los orígenes de Lacan y sus errores fecundos.
Entre los participantes de la polémica se halla Didier Anzieu, el
renombrado psicoanalista francés miembro de la antilacaniana Aso­
ciación Psicoanalítica de Francia, hijo vivo de Marguerite Anzieu,
la paciente que atiende el joven Lacan y a partir de cuyo caso
elabora su tesis doctoral. El primero forma parte de la construc­
ción del caso que realiza Allouch. No solamente porque contribuyó;
’Jean Allouch, Marguerite Lacan la llamaba Aimée, México, Editorial Psicoana­
lítica de la Letra, 1995.
con la investigación historiográfica y presente un posfacio en el
libro, sino porque fue analizante de quien antes fue el psiquiatra
de su madre. El trabajo de Allouch revela líneas de importancia
decisiva que relacionan la enseñanza y la autoridad del analista
con la resolución subjetiva y la posición intelectual adoptada ante
la intervención del analista. Marguerite es, pues, presentada por
Allouch a la vez que presenta los equívocos de Lacan con respecto
a ella y a su analizante Anzieu. Al mismo tiempo Allouch reafirma
su pasión crítica ante Lacan y ante los herederos institucionales
de Lacan. Los equívocos en cuanto a la manera de interpretar la
paranoia de Aimée son reconocidos por el mismo Lacan cuando
se publica su tesis doctoral. Es probable que Lacan no imaginara
que alguien dedicaría tal empeño en buscar los hilos sueltos de
aquel caso. Lo no simbolizado de entonces retorna a través de la
escritura de Allouch.
Se puede iniciar una presentación esquemática y por tanto in-,
completa mencionando un hecho inicial, reconstruido a partir de
la negativa de Lacan de devolver a su apreciada Aimée los textos
que ella había escrito y se proponía publicar. Este hecho se presenta
en un lugar singular: la casa de Alfred Lacan, el padre de Jacques
Lacan. Para una información más precisa del pormenorizado tra­
bajo de Allouch remito al prudente lector al texto original. Por mi
parte me valdré solamente de algunos puntos señalados en él a
partir de los cuales es posible presentar la actualización del caso.
En su estudio monográfico Allouch considera que Didier Anzieu
formaba parte del caso Marguerite y realiza una interpretación con
implicaciones de estructura sobre dos afirmaciones básicas:
1] Padre e hijo no tenían nada que decirse.
2] Una transferencia paterna positiva e intensa.
La primera afirmación es de Marguerite, la segunda una reve­
lación autobiográfica de Didier Anzieu. Marguerite comunica la
primera oración a su hijo en momentos en que él se analiza con
Lacan, sobre el fondo transferencial que la segunda oración indica
padre e hijo no tienen nada que decirse, refiriéndose a Alfred
Lacan y su hijo Jacques, que hace “payasadas para amueblar el
Alendo”. A partir de esta secuencia lógica Alkmch reconstruye la
interrupción del análisis de Didier Anzieu con Lacan. Veremos de
qué manera. La afirmación que Marguerite comunica a Didier
Anzieu (llega hasta Lacan que la colocó en algún momento como
sujeto supuesto saber) equivale según Allouch a: “algo como: no
tienes nada que ver con Lacan cuestionado como padre”.1’ Coincide
en este vértice de la reconstrucción el hecho de que Anzieu había
comunicado a Lacan que escribiría las reflexiones sobre su análisis
y se las entregaría para que éste las publicara. Pero Didier Anzieu
se entera de la no devolución que hace Lacan de los papeles de
su madre que el segundo retuvo, o se negó a devolver haciendo
caso omiso de lo que le pedía Marguerite en la casa de su padre
Alfred Lacan, para quien trabajó durante diez años. Entonces An­
zieu decide no entregarle nada. Se ríe de Lacan, dice Allouch, pues
sabe que no le entregará esas reflexiones aun cuando las ha pro­
metido. Es “la risa de la falsa promesa” que hace el analizante a
su analista con el que asiste durante cuatro años.
Este pasaje se halla precedido por una pregunta crucial que hace
Didier Anzieu a Lacan en el transcurso de su análisis: “¿Cómo
pudo no reconocerme como el hijo de la que estuvo internada en
Sainte Anne?”7
La reconstrucción de Allouch se sustenta en este punto sobre
la información que proporcionan Roudinesco y el mismo Anzieu.
Existen dos respuestas restituidas a la historiografía del suceso y
a esa pregunta crucial de la identidad:
1] Lacan confiesa a Anzieu que él mismo reconstruyó la respues­
ta durante la cura.
2] Ignoraba (dijo Lacan según el testimonio de Anzieu) el ape­
llido de casada de Aimée, la cual había sido registrada en el hospital
de Sainte Anne con su apellido de soltera.
En esta urdimbre apta para novelistas, descifradores y psicoa:
nalistas, Allouch sostiene que Anzieu no solamente es la continui­
dad del caso de Aimée sino “la mayor objeción a la versión de)
caso”.
Después de la separación, propiciada en gran medida por el
tipo de respuesta que da Lacan a la pregunta crucial de Didier
Anzieu, éste se hace psicoanalista e intenta seguir al principio la
enseñanza de Lacan sobre el RSI en el trabajo con grupos. Después
lo deja porque considera que no era de suficiente utilidad y termina
n,' siendo lacaniano, aunque sí un reconocido psicoanalista por la
APF. Es importante señalar que en el posfacio del libro Anzieu dej^
a Allouch la responsabilidad de su interpretación. Hace también
{l Ibid., p. 657.
7 Ibid,., p. 664.
un reconocimiento. Le dice a Allouch, con quien ha mantenido
sólo un contacto epistolar, que gracias a su texto “pude superar
mi aversión original a que se debatiera en público la psicopatología
de un ser que para mí jamás fue un caso sino una persona”.8
La publicación de aspectos que pertenecen a la esfera de la
privacidad y lo íntimo tienen una implicación sobre la cura y un
efecto en el proceso dialéctico de la subjetivación.
Es importante además no desconocer el marco de la polémica
en torno a la cual se consideran estas reflexiones.9

IV

La formación de la “realidad” es hondamente cuestionada por


Lacan para situarla como un objeto de estudio que carece de toda
naturalidad. Sin embargo, muchas de las prácticas clínicas se ma­
nifiestan solidarias con esa noción de sentido común al que se
denomina “realidad”, o más específicamente el “juicio de realidad”
que las distintas tergiversaciones del psicoanálisis ubican como una
potencialidad ausente en el yo del hombre enfermo, o presente
en el hombre “sano” o normal.
El complemento psicologista de estos desarrollos es conocido;
el fortalecimiento de los mecanismos de defensa por la vía de la
adaptación del sujeto a su medio social y la identificación sana del
Yo forman parte de los criterios de la orientación que permite
dirigir la “cura” y establecer la “normalidad” adaptativa de un
sujeto funcional. ¿Cuál es la realidad sobre la que se trabaja en
psicoanálisis?
A diferencia de esta escuela solidaria con la “yocracia” (neonar-
cisismo apolítico del sujeto mercantil), la función especular de la
identidad y la formación del yo presentado en el estadio del espejo
nos peYmite no sólo entender el proceso de constitución del sujeto,
sino también la formación de ese “nudo” del narcisismo y la iden­
tidad siempre especular del yo, que expresa claramente su tenden­
cia enajenante en el sufrimiento neurótico.
8 Ibid., p. 776.
!l U no de los lectores de Allouch es N éstor Braunstein, Freudiano y lacaniano,
Buenos Aires, M anantial, 1994. En dicho texto el lector encontrará una crítica
docum entada de Allouch sobre los planteam ientos de la noción de “paradigma"
aplicada al psicoanálisis por un Lacan político sobre un Freud “desplazado”.
Al final del análisis, al menos desde la perspectiva lacaniana,
lejos de promover la identificación proponemos un cuestionamien-
to tajante con respecto a la identidad. Ésta no habrá de buscarse
en el analista, sino más allá, que el analista promueve con relación
al objeto del que hace semblante, motor primero de las enajena­
ciones de la identidad.

V
Para concluir señalemos que es desde la clínica de las psicosis
desde donde Lacan realiza una nueva pregunta sobre el sujeto,
para abrir de nueva cuenta la lectura del discurso freudiano, e
incidir en el campo de la práctica analítica de las neurosis, insti­
tucionalizada bajo prescripciones que aseguraban la subsistencia
de la Asociación Psicoanalítica Internacional. Reabrir la interpre­
tación de la escritura que bajo el nombre de Freud se instauró
como fundamento del psicoanálisis puso a prueba el análisis mismo
de Lacan (su pase) y su posición ante un discurso que constituye
la autor/idad fundante de la práctica psicoanalítica, depurando la
contaminación de la noi matividad que se ocultaba bajo la autoridad
del padre “totemizado”.
CONTAR HASTA CUATRO
ADALBERTO LEVI HAMBRA

INTRODUCCIÓN

Las suplencias del Nombre-del-Padre se han abordado desde dis­


tintos puntos de vista. Yo trataré algunos aspectos topológicos de
esta cuestión. Si se trata del Nombre-del-Padre, se tratará entonces
del cuarto lazo. En otras palabras, contar hasta cuatro ahí donde
primero se había contado hasta tres.
Es necesario, pues, ocuparse del nudo borromeo, y en particular
del cuarto lazo (cuarto nudo, suele decirse también, y en cierto
modo es un nombre más apropiado; en realidad más que de un
nudo borromeo se trata de una cadena borromea, puesto que un
nudo consta de un solo hilo; en contrapartida, los lazos, tanto los
tres primeros como el último, no ajustan nada y por eso no son
nudos; si dije que en cierto modo es apropiado es porque los tres
desanudados son, en realidad, anudados por el cuarto). Este cuarto
lazo recibe varios nombres: Nombre-del-Padre, sinthome, realidad
psíquica. De todas maneras, las tres consistencias originales remi­
ten también a tres nombres del padre: Padre Real, Padre Simbólico,
Padre Imaginario. En un cierto momento de su desarrollo teórico,
a Lacan no le bastan tres consistencias, y requiere de una cuarta
ina cuarta que, por otra parte, también le era necesaria a Freud).
El nombre principal de este cuarto lazo es el de sinthome (forma
arcaica de escritura, en francés, de una palabra que se constituyó
en centro de la práctica psicoanalítica -norte de ella, para Freud).
Para abordar la cadena de cuatro lazos es necesario partir de la
cadena de tres.
Cuando decimos nudo estamos haciendo referencia a un objeto
conformado, como dije hace un momento, a partir de un solo hilo.
Si hablamos de cadena nos referimos a, como mínimo, dos hilos
enlazados entre sí. Estas cadenas pueden tener la condición borro-
mea o no. Tal condición se refiere a una particularidad de ciertas
cadenas: si se suelta un eslabón, todos quedan sueltos. Lacan dice
que el mínimo de eslabones para constituir una cadena borromea
es tres. Esto no es exactamente así. Puede haber cadenas borromeas
de dos eslabones. Lo que sucede es que la cadena de dos eslabones
es lo que se llama “trivial”. Esto es, una cadena de dos eslabones
es trivialmente borromea, porque siempre se cumplirá la condición
de que si uno se suelta todos (en este caso el otro) se sueltan.
Podemos dibujar así una cadena trivialmente borromea de dos
eslabones:

La condición borromea no puede dejar de cumplirse. Esto no


es cierto para una cadena de tres lazos. Tres lazos pueden enca­
denarse de manera no borromea:
Pero también se los puede encadenar de manera borromea. El
punto de partida, en este caso, es el conjunto de dos lazos super­
puestos:

Para que queden encadenados y, simultáneamente, cumplan la


condición borromea es necesario agregar un tercer eslabón que,
al igual que los anteriores, no penetre en ninguno de ellos. Este
lazo tendrá que pasar por arriba del que está arriba y por debajo
del que está debajo. De esta manera:

Esto nos da una configuración especial. Los eslabones no están


encadenados de dos pero sí de tres. Esto es, cada uno reúne a los
otros dos. Pero, por otra parte, no se interpenetran de ninguna
manera. Y, desde luego, si uno se suelta todos quedan sueltos.
Par convertir esta construcción topológica en escritura es nece­
sario recurrir a ciertos artificios, que dan cuenta de lo que se llama
en topología “resistencia al aplanamiento”.

TOPOLOGÍA Y LOCURA (PERVERSIÓN Y PSICOSIS)

Pero, ¿tendrá todo esto alguna relación con la clínica?


Hoy, a propósito de las suplencias del Nombre-del-Padre, esta­
mos interrogándonos acerca de la locura. ¿Habrá alguna relación
entre topología y locura?
Interrogarse acerca de la locura implica interrogárse acerca del
goce. Aquí cabe distinguir entre lo Verdadero (recordemos la afir­
mación de Lacan: “yo digo siempre la verdad”) y lo Real. Lo pri­
mero conduce al placer, lo segundo al goce.
Citemos, al respecto, algunas palabras de Lacan: “me ocupo de
personas a las que dirijo a que les produzca placer decir lo verda­
dero. [...] si lo consigo es porque me aman; y me aman gracias a
[...] que me suponen saber” (10 de febrero de 1976).
Después del decir se ocupa del escribir. Pasa así de la escucha
a la lectura: “él no nos lo ha dicho, él lo ha escrito [...] ahí [...] está
toda la diferencia: [...] cuando se escribe uno bien puede tocar lo
real, pero no lo verdadero” (10 de febrero de 1976). (Esto lo dice en
el curso de un diálogo con Jacques Aubert, a propósito de Joyce.)
Hay, entonces, dos dimensiones en juego, la dimensión de lo
verdadero, ligada al decir, y la dimensión de lo real, ligada a la
escritura. Lacan parece ubicarse en la dimensión del decir y, en
consecuencia, del escuchar. Dirige a otros a que digan y, justam en­
te, a que digan la verdad. Y esto sobre la base de una suposición
de saber. Pero en otro seminario, el que lleva el número 25 y que
se desarrolló en los años 1977-1978, “El momento de concluir”,
liga el supuesto saber con la lectura. A partir de allí cabe situar el
trabajo del analista en el terreno de la lectura. Más precisamente,
“leer de otra manera”.
Si hablamos del goce es inevitable abordar el tema de la perver­
sión. Y, en particular, la perversión masoquista, quintaesencia del
goce.
Lacan, jugando con los términos, convierte la perversión en una
versión hacia el padre. Freud hace partir el masoquismo primario
del fantasma de la flagelación, también vinculado al padre.
Al respecto Lacan afirma en el seminario 23 {Le sinthome)-. “Sa-
domasoquismo, único punto en el cual hay una relación supuesta
entre el sadismo y el masoquismo: el sadismo es para el padre, e)
masoquismo es para el hijo.”
Pero si la perversión es una versión nacia el padre (según pro­
puesta de Lacan a partir de la nomenclatura francesa: pére versión)
resulta apropiado un pasaje por el campo de la perversión, si de
lo que se trata es de la psicosis. De hecho, ya desde Freud psicosis
y perversión aparecían vinculadas, en términos de un cierto paren­
tesco entre la Verleugnung, mecanismo básico de la perversión, y
la Verwerfung, mecanismo básico de la psicosis. Psicosis y perversión
se constituyen, asimismo, en límites del psicoanálisis.
La función paterna se encuentra en la base de la posible cons­
titución de una psicosis. Pero, desde luego, también opera en la
constitución de una perversión o una neurosis. De hecho, a la
función paterna es a la que se vincula el planteo de las tres gene­
raciones necesarias para la constitución de una psicosis, ligada,
efectivamente, a lo que Freud denominó Edipo ampliado.

TOPOLOGÍA Y LOCURA. DEL TRES AL CUATRO

Lacan recurre a la topología para mostrar mecanismos que él en­


cuentra en la base de la psicosis. El objeto topológico que utiliza
es el llamado nudo borromeo, cadena de tres eslabones que reúne,
según la condición borromea, los tres registros que se reconocen
en la estructuración del sujeto: Real, Simbólico, Imaginario.
Estos tres registros, escritos en el nudo borromeo mediante tres
consistencias, tres lazos o círculos, se encuentran sueltos en la
locura, y se requiere de algún procedimiento para que mantengan
una apariencia de cadena cuando ya rio están encadenados. Ese
procedimiento implica la inclusión de un cuarto elemento.
Hay una lectura del nudo borromeo que no logra trascender la
cadena de tres eslabones: es la lectura de Alain Juranville. Pero la
permanencia en el tres tiene su precio, y el precio se paga mediante
la duplicación de las consistencias. Aquello que Lacan resuelve con
un desanudamiento y una corrección del lapsus centrado en un
cuarto lazo requiere, para Juranville, de una doble duplicación
(valga la expresión) de dos consistencias: lo simbólico (lo cual dará
cuenta del delirio) y lo real (lo cual dará cuenta de la alucinación).

Lacan presenta un .conjunto no encadenado de tres lazos, tres


lazos superpuestos:
Y les agrega aquello que hará su condición borromea: un cuarto
lazo, que pasará por encima y por debajo de lo que está debajo.

Este cuarto lazo recibe varios nombres, de los cuales nos interesa
conservar dos: sinthome y Nombre-del-Padre.
Del nudo borromeo se puede extraer el nudo en trébol. Este
nudo, en realidad, se constituye a partir de las intersecciones del
borromeo.
Esto vale para la representación en el plano, es decir, para el
pasaje de la mostración topológica a la escritura topológica. Sólo
en el campo de la escritura se manifiestan las intersecciones.

NUDO EN TRÉBOL-NUDO DE LACAN

Lacan dice, a propósito del nudo en trébol, que se desprende de


algo que no es nudo: la cadena borromea. Se forma a partir de las
intersecciones del nudo borromeo.
Si se produce un error en su construcción, se desanuda.
Lacan propone otro nudo, el nudo de cinco que él llama nudo
de Lacan. El nudo de Lacan tiene cinco puntos d‘e entrecruzamien-
to. De ellos hay dos en los cuales si se produce un error el nudo
se deshace y se convierte en círculo. Pero hay otros tres en los
cuales si se produce un error el nudo de cinco se transforma en
nudo de tres (nudo en trébol).

Esto significa que cuando pasa de tres zonas el nudo se deshará


o no según cuál sea el sitio del lapsus. No en cualquier caso -se
deshace el nudo: no en cualquier caso hace eclosión la locura.

Lapsus
Este lapsus hace que el nudo de Lacan se convierta en nudo en
trébol.

En el nudo en trébol basta un lapsus para que el nudo quede


abolido. Basta que en un lugar aquello que debía pasar por debajo
pase por arriba para que el nudo pierda su condición de tal.
Y, precisamente, el nudo desanudado remite a la locura.
¿Cómo compensar, cómo suplir la falta de anudamiento?
Antes de introducir el cuarto lazo como solución, Lacan pro­
pondrá un pequeño remiendo, un bucle que evita el desflecamiento
del nudo fallido.
En principio, la diferencia con el cuarto lazo consiste en que
no compromete sino a dos consistencias.
Lacan llama sinthome a aquello que permite que si mediante dos
errores la cadena borromea se suelta (es decir, ya no hace cadena)
lo Real, lo Simbólico y lo Imaginario se mantengan de todas ma­
neras unidos y con apariencia de una cadena de tres.
Esto es lo que sucede a Joyce con su obra, que puede denomi­
narse sintomática. Esto es lo que sucede, en general, en la estabi­
lización.
En palabras de Lacan, el sinthome “está en el lugar mismo en el
que el nudo falla, donde hay una especie de lapsus del nudo mismo”
(17 de febrero de 1976).

PROBLEMAS DEL CUARTO LAZO

Allouch considera que el nudo de cuatro implica un fracaso del


nudo de tres. Un fracaso que, según él, no logra resolverse satis­
factoriamente. De hecho cita a Lacan afirmando que no es nudo,
e inmediatamente hace aparecer en su auxilio a Soury y Thomé,
quienes demuestran que sí lo es. Lo cierto es que la cadena de tres
se presenta como solución para Lacan en un momento en el cual
él ya estaba construyendo la tétrada (esto es, la cadena de cuatro
dimensiones). Sin embargo, el nudo de tres consistencias, no je­
rarquizadas, esto es, homogéneas, se le presenta a Lacan como la
solución para múltiples problemas.
Pero, apenas borromeizadas, las tres dimensiones que constitu­
yen la triada se revelan insostenibles. Lo que constituía solución
ahora constituye problema. Y Lacan se ve conducido a preguntarse
si el número mínimo para la construcción de una cadena borromea
no será de cuatro en lugar de tres.
De todas maneras, y según Allouch, Lacan usa el nudo a falta
de otros recursos.
Así como en R.S.I. aconseja acercarse tontamente al nudo, esto
es, a pesar de que parecía haberse constituido en nuevo paradigma,
Lacá’n lo desmitifica y, literalmente, desautoriza cualquier uso fe­
tichista que pudiera hacerse de él; terminará afirmando en Le
sinthome que el nudo no sirve (sert) pero estrecha (serre).
CALEIDOSCOPIO DE LA EBRIEDAD. FREUD. LA COCAÍNA
Y EL NACIMIENTO DEL PSICOANÁLISIS
MARCELA MARTINELLI HERRERA
HELÍ MORALES ASCENCIO

Hay parajes que sólo podemos contemplar por las


ventanas de la nariz.
CARLOS ISLA, 1979
Según la leyenda, Manco Capac, el hijo del sol,
descendió en tiempos remotos de las cumbres del
lago Titicaca para llevar la luz de su padre a los
desgraciados habitantes del país; consigo llevaba
también muchas enseñanzas y así explicó a los hom­
bres la vida de los dioses, les enseñó la práctica
de artes útiles, y les dio además la hoja de la coca
que sacia al hambriento, hace fuerte al débil y
permite al desgraciado olvidar su tristeza.
SIGMUND FREUD, 1884

I. INTRODUCCIÓN

El texto que aquí presentamos es un intento de gestar una genea­


logía de la práxis psicoanalítica construyendo un mapa donde se
inscriban las rutas que recorrió Freud en los albores del psicoaná­
lisis.
Mucho se ha escrito sobre el nacimiento del psicoanálisis, aquí
sólo intentaremos aportar algunas vías para volver a pensar su
surgimiento, a partir de problematizar un campo poco trabajado
en la epistemología freudiana: los textos y los pasajes sobre la
cocaína en la obra y la práctica de Freud.
Se trata, a decir verdad, más un trabajo de cartografía que de
epistemología, sin embargo, lo primero desemboca en lo segundo.
Para situar la relación entre la clínica de Freud y su relación
con la cocaína es menester primero ubicar algunas dimensiones
históricas.

II. PSICONAUTAS ALUCINADOS


A lo largo de la historia humana el uso de las drogas ha servido
para distintos fines. Muchas culturas las emplearon en la comuni­
cación exaltada con los dioses, como encuentro radical con el
cosmos, como trampolín alucinado para tocar los cielos ocultos;
como imán para la comunión con la naturaleza. También las lla­
madas drogas encarnaban dioses vegetales o fuerzas cósmicas, o
fungían como camino luminoso en el mar del conocimiento. Los
chinos, los griegos, los tarahumaras y muchos otros pueblos no
temían el encuentro con las sustancias alucinógenas; al contrario,
las incluían y las convocaban en sus ceremonias, sus fiestas y sus
fuentes de sabiduría.
La cultura occidental, con sus crisis en los campos de la religión,
la ciencia y la sociedad, ha vivido una curiosa relación con las
drogas: se han utilizado como gasolina cara, como aceite para el
gastado engranaje de la cultura dolorosa del trabajo impuesto y
mal remunerado, y también como papalote intergaláctico en la
huida de la miseria.
Pero las drogas no sólo han servido como sustancias impulsoras
en medio de la decadencia, también fueron experimentadas en
viajes que llevaban más allá de las fronteras de la conciencia des­
pierta y la razón instrumental: más allá de la visión casera o el
pensamiento filosófico provinciano.
Octavio Paz escribe ubicando históricamente al poeta moderno:
No deja de ser turbador que la desaparición de las potencias divinas
coincida con la aparición de las drogas como donadoras de la visión
poética. El demonio familiar, la musa o el espíritu divino, ceden el sitio
al láudano, al opio, al hachís y, más recientemente, al peyote y a los hongos
alucinógenos. La droga provoca la visión de la correspondencia, pone en
movimiento a los objetos, hace del mundo un basto poema hecho de
ritmos y rimas.1

1 Octavio Paz, “Conocim iento, drogas, inspiración”, en Obras completas, t. 2:


Excursiones/Incursiones, México, fge, 1996, p. 240.
A las drogas se les ha condenado y a quienes las usan perségüidOj
pero éstas no han sido utilizadas sólo por los adictos hechos mu­
ñecos, sino por poetas, científicos y pensadores radicales.
En los siglos XIX y XX surge un movimiento -sólo a partir de
ahora podría nombrarse así, ya que se da de manera totalmente
desarticulada- que se aboca a desentrañar los brillos y las heridas
de los límites de la conciencia cuando ésta se llena con los flujos
y los reflujos de las drogas y los l¡cores mágicos. A quienes intentan
desentrañar esta dimensión les llamamos aquí filósofos de la con­
ciencia ebria. Son pensadores, filósofos y escritores que navegan
por los cauces de la ebriedad para plantearse el problema del
objeto de la filosofía, el campo de la literatura, las fronteras de la
razón, los parajes insomnes de lo lúdico y el sentido de la vida.
Algunos de los pensadores que navegando por los ríos de la
conciencia ebria han convertido sus viajes en textos son: Aldous
Huxley, el famoso escritor de Un mundo feliz, Ernest Jünger el
polémico filósofo alemán, Gottfried Ben, el esteta dionisiaco* Wal-
ter Benjamín, más cercano al psicoanálisis, y Carlos Castañeda,
chamán de la letra, autor de Las enseñanzas de Don fuan.
Otros navegantes, otros psiconautas de la embriaguez de todos
los tiempos fueron: Nerval, De Quincey, Balzac, Delacroix, entre
muchos nombrables.
Los filósofos escritores de los siglos XIX y XX que podríamos
invitar a esta escritura de la conciencia ebria tienen dos grandes
precursores, en este intento de arrojar luz más allá del humo de
la racionalidad occidental y las bardas de la mirada hogareña.
Evdentem ente los dos precursores son un poeta, que es además
filósofo, y un filósofo que escribe como poeta. Nos referimos a
Charles Baudelaire y Friedrich Nietzsche.
Adelantemos lo encontrado: para los pensadores antes mencio­
nados, tanto para el filósofo que escribe en alemán como para el
poeta que lo hace en francés, la experiencia de la conciencia ebria
implica dos dimensiones. La primera tendría que ver con los pa­
raísos artificiales, con la caricia a lo infinito, con el derroche en el
carnaval, con la música de Dios, con parir flores.
Pero la otra dimensión no toca lo celestial, por el contÉario
desemboca en lo infernal. Esta otra vertiente de la ebriedad apunta
al desconsuelo, a los ciclones donde no se vuelve sin cicatrices, a
los naufragios nocturnos, en una palabra a los infiernos terrestres
e internos.
III. DE LAS FLORES DEL M AL A LOS PARAÍSOS ARTIFICIALES

Baudelaire se interesó por la experiencia poética de la ebriedad,


no sólo en distintos versos y cantos como son El vino del asesino o
El vino del solitario, sino en una traducción de Thomas de Quincey
llamada Un mangeur d ’opium y en un ensayo sobre una joya vegetal
venida de Oriente que llamó: El poema del hachís. Todos estos textos
los reunió en un solo volumen que intituló: Les paradis artificiéis.
Allí Baudelaire explora las dos vertientes antes señaladas. Para
él la ebriedad abre a la experiencia de lo infinito y a la pasión por
la belleza exaltada. La práctica de la embriaguez se convierte en
una peligrosa y deliciosa gimnasia de la sensibilidad humana; una
exaltación que nos convierte en ángeles terrestres llamados a la
excitación de los sentidos divinos.
En su poema al hachís dice: “... los vicios del hombre, tan plenos
de horror que se les suponga, contienen la prueba de su gusto de
lo infinito...”, agregando además:
Ustedes saben que el hachís invoca siempre las magnificiencias de la luZ,
los resplandores gloriosos, las cascadas de oro líquido; toda luz le es
buena. El olor, la vista, el oído, el tacto participan de este progreso. Los
ojos vislumbran lo infinito. El oído percibe los sonidos casi imperceptible^
en medio de un vasto tumulto.2
La experiencia de la ebriedad empuja al hombre común al es­
pacio de Dios y allí lo envuelve con los humores de lo absoluto,
pero este instante celestial, ese viaje cósmico no dura demasiadqjí
a la noche de excesos divinos le espera el despertar desolador y el
desasosiego inflamado.
Así como el poeta reconoce la luz de la ebriedad, también señal^f
su oscuridad sin fondo. A la exaltación gloriosa le sigue el vacío,
el horror. Mientras el hombre ebrio de placer vive un goce mór
bido, también muere en una alegría abominable; está poseído de
una alegría lacerante. El exceso es paraíso e infierno, vuelo y caídaj,
derroche y diseminación en el desasosiego. El ser humano que
trastoca su caminar terrestre vende su alma... “El hombre que há
querido ser Dios, muy pronto, en virtud de una ley moral incojf

2 Charles Baudelaire, Les paradis artificiéis, París, Flamarion, 1966, pp. 28-29,
46-47.
trolable, cae más bajo que su naturaleza real. Es un alma que se
vende en fragmentos.”3
Usar las sustancias voladoras para rebasar los límites de lo na­
vegable hace caer, según Baudelaire, al hombre en lo más sombrío
de la existencia. Lo convierten en Dios por un instante y en ángel
caído por una eternidad. Ambas puertas tocan a lo insondable de
lo humano. Como diría Enrique Ocaña: “El ansia desaforada de
infinitud no sólo es causa de vicio, sino fuente de tragedia e ilu­
siones metafísicas, de dolor, de engaño y decepción.”4
Baudelaire también señala lo ilusorio de la ebriedad. El uso de
la droga convoca al hombre a la sombra de una soledad especial:
aquella que cobija la esperanza de que con unas cuantas monedas
se puede evitar el dolor de vivir y el riesgo de la libertad. Es la
soledad de quien quiere vivirse como amo de las virtudes sucum­
biendo a la opresión de la sustancia. Esta soledad lleva al lago de
los espejos, pues quien toca el cielo, el infinito y la luz de sus
pasiones inflamadas no puede compartir con los humanos que
trabajan sus jornadas cotidianas. Su imagen se agranda bajo el
lente pulido de la droga y no solamente pernocta en el paraíso
sino que se experimenta como el dios que lo habita. Quien así
mira no puede trabajar ni convivir con los otros, se llena de vanidad
divina, pero se empobrece de voluntad humana. Es la soledad de
lo inmortal y la hoguera de lo divino; allí se paga con aislamiento,
el fuego fatuo de la virtud embriagada.

IV. LA FIESTA DIONISIACA Y LA NÁUSEA HUMANA

En £1 mundo como voluntad y representación, Schopenhauer imagina


una escena metafórica: un marino en su embarcación se enfrenta
a la fuerza de un poderoso y embravecido océano. La frágil em­
barcación está a punto de romperse y el tripulante ante el naufragio
experimenta el abismo. El marino es el ser frente a los límites del
entendimiento. Nietzsche retoma el pasaje señalando que el abismo
es la experiencia que se impone cuando el ser se ve confrontado
Unte los límites que la razón le da para organizar el mundo bajo
hbid., p. 69.
¿nrique Ocaña, El Dionisio moderno y la farmacia utópica, Barcelona, Anagrama,
109:;, p. 16.
categorías sistematizadas y estables. Frente a la frustración del
entendimento el ser se vive a la merced de un furibundo mar que
amenaza con destruir su frágil navio. Ante el fracaso de la razón
surge el espanto. Este espanto hace vislumbrar al hombre tanto el
desasosiego radical como la esencia trágica que lo constituye. La
experiencia trágica es para Nietzsche una de las vías fundámentales
de saber humano y allí se reconoce mucho de lo que lo constituye.
Pero ¿cómo se puede transitar por esa dimensión? Precisamente
por los senderos de la ebriedad.
La filosofía ha querido pensar la realidad a partir de sistemas
fundados en la conciencia y la razón, pero la experiencia le ha
mostrado que existe un espacio fundamental donde éstas fraca­
san. Nietzsche señala que ni el conocimiento ni la razón permiten
revelar lo humano, en cambio la dimensión trágica de lo dionisia-
co lleva más lejos en el camino de la sabiduría. Quienes explora­
ron lo dionisiaco de manera radical fueron los griegos. Para los
griegos la experiencia de lo trágico llevaba a los mares de la sabi­
duría y ésta se enlazaba con la ebriedad. La ebriedad es el espació
donde lo trágico es un modo de sabiduría; un modo divino de
saber. En la ebriedad los límites de la realidad se ensanchan y el
despliege de las líneas se abre a la actividad onírica; la imaginado®
se exacerba, se transfigura lo gris de la existencia en belleza y se
trastoca con el estallido de una carcajada lo absurdo de la legalidad'
sobria.
En la cultura griega el conocimiento pasa también por lo trágico1;,
en tanto fiesta y exceso. La ebriedad no es sólo un mal, tam bié^
es un viaje iniciático. El uso de enervantes entre los griegos tenia
el rostro de ceremonias sagradas y de viajes al conocimiento más
profundo. Para dar cuenta de ellos se tomará, como ejemplo pa­
radigmático, el famoso misterio de Eleusis.
En una vecina ciudad, muy cerca de Atenas, tenía lugar, muchos,
años antes de la era cristiana, una experiencia que solía consider-
rarse como culminante de la vida. Esto ocurría en una regió®
sagrada relacionada con en el reino de los muertos, llamada EleusisJ
En ella se llevaba a cabo una ceremonia donde gentes de todos los
oficios y clases participaban de un secreto y una iniciación. Cami­
nando por la Vía Sacra y cruzando un puente se llegaba al lugar
donde, según la religión, la diosa Demeter, la Madre Tierra, había
perdido a Perséfone, su única hija, que fue robada por Hades o
señor de la muerte, cuando ella recogía flores. Los peregrine^
invocaban su regreso mientras caminaban y, una vez llegados a
Eleusis, ya cuando caía la noche, bailaban en honor de las dos
diosas, mientras las estrellas, la luna y las hijas del océano partici­
paban emocionadas en la evocación. Después los viajeros atrave­
saban las puertas de la muralla donde se celebraban los misterios.
Hasta allí se permitía conocer.
El secreto de lo que sucedía dentro de la fortaleza era infran­
queable, pues había pena de muerte para quien osase revelar el
secreto del santuario. Sin embargo, algo pudo saberse. Se decía
que en el templo después de ciertos rituales se escenificaban apa­
riciones donde Perséfone regresaba del mundo de los muertos con
un hijo recién nacido. Todos lo que participaban en la ceremonia
se transformaban y lo experimentado no les permitía volver a ser
los mismos. Una cascada de emociones los colocaba en otro lugar
frente al mundo y lo allí conocido les cambiaba la mirada. No sólo
debían guardar silencio ante lo mirado, sino que la mirada misma
jamás volvería a ser igual. Hasta aquí lo que se sabía. Pero no hace
muchos años un grupo de investigadores comandados por Cari
A.P. Ruck5 intentaron dar cuenta de lo que allí sucedía.
Lo que se escenificaba tras la muralla no era una representación
teatral sino una phasmata, es decir apariciones fantasmales. Es evi­
dente que algo permitía que tantas personas pudieran experimen­
tarlas; había un cierto brevaje que tomaban los peregrinos en un
momento de la fiesta. Según estos investigadores éste es el núcleo
enigmático y sagrado de la ceremonia. Un sacerdote preparaba un
brevaje con levadura de cornezuelo. Mientras lo hacía, entonaba
cantos antiguos; una vez terminada la preparación entregaba el
líquido a unas sacerdotisas. Éstas bailaban y servían una porción
en copas especiales que era bebida por los invitados, quienes, como
m uestra de agradecimiento ante el licor mágico, se entregaban a
danzas para después aguardar los misterios en la noche. La música
sonaba, los perfumes llenaban el ambiente y los espíritus hacían
entonces su asombrosa aparición. La ceremonia se fundamentaba
precisamente en la injerencia de este brevaje mágico surgido de
la sabiduria.de los dioses para la sabiduría de los hombres y las
mujeres.
Muchos elementos pueden extraerse de esta extraña y maravi­
5 G ordon Wasson, Albert Hofm ann, Cari A.P. Ruck, El camino a Eleusis, México,
FCE, 1985.
llosa fiesta griega. A diferencia de Occidente, la sabiduría no temía,
al contrario, convocaba el uso de sustancias embriagantes para
tocar los puntos culminantes de la historia de los dioses. Y aquí
vale la pena hacer una anotación. Para poder deducir los misterios
de Eleusis es menester ligarlos precisamente a la mitología que
prevalecía en ese momento histórico. La ceremonia entera tenía
que ver con la ebriedad. La diosa Perséfone fue raptada mientras
cortaba un narkisso, que llevaba ese nombre debido a sus cualidades
narcóticas. Además Perséfone era la gran Madre y el mundo era
su hijo. Cada tanto, ésta tomaba como consorte a un espíritu de
la vegetación. Este consorte, que además aparece como Hades o
señor de la muerte, es el mismísimo Zeus, Dios padre que eñ esta
unión aparece asimilado a Dionisio, dios de los embriagantes. Él
era el consorte vegetativo y sus emblemas iban desde un toro que
fecundaba la tierra hasta un phallos en forma de hongo. Dionisio
es considerado el dios de la fiesta pero fundamentalmente de la
ebriedad y, según los estudios aquí consultados, el rapto de la diosa
es una metáfora de su trance por medio de drogas. Eso es preci-
sámente lo que se celebraba y conmemoraba en Eleusis: la expe­
riencia dionisiaca de la fecundidad, la fiesta y la exuberancia de
los enervantes sagrados. Por la experiencia no sólo se presenciabá
el momento de la muerte y la fecundidad divina, sino que se vivía
en carne propia estas experiencias. De ahí que estas sustancias em­
briagantes recibieran el nombre de entógenos que significa “Dios
dentro de nosotros”.
Nietzsche retoma muchas de estas dimensiones en su famoso
texto El nacimiento de la tragedia, donde reflexiona sobre el fenó­
meno de la ebriedad ligado a la experiencia dionisiaca y a la di­
mensión trágica.
Para Nietzsche la ebriedad participa de una pluralidad de fuerzas
que se conjugan en un proceso cósmico y cuya base es el regocijó
lúdico. La ebriedad lleva a las costas del arte, pues allí se pone en
acto la creación y la experiencia del juego erótico. Textualmente
dice: “La ebriedad es el juego de la naturaleza con el hombre.”6
Precisamente, la ebriedad participa de la coloración y sustenta­
ción del juego. El juego es la puesta en escena de una operacióli
cósmica que se combina con lo lúdico. La ebriedad es el territorio
de esta dimensión. Pero hay algo importante, la ebriedad rompe
(l Friedrich Nietzsche, El nacimiemo de la tragedia, M adrid, Alianza, 1997, p. 233.
con los límites de la sobriedad y las fronteras de la razón, por lo
tanto el juego que inaugura no está exento de riesgos. Implica una
apuesta en un juego lúdico y eósmico, esta apuesta incluye no sólo
el baile hedonista sino la posibilidad del abismo y el dolor. Como
en Baudelaire, la ebriedad incluye lo celeste, pero también lo te­
rrible; implica el placer pero también el espanto y el dolor. Escri­
be Nietzsche: “La ebriedad del sufrimiento [...] con la om nipoten­
cia de su ser, penetra en los pensamientos más íntimos de la na­
turaleza, conoce el terrible impulso hacia la existencia y a la vez
la incesante muerte de todo lo que comienza a existir.”7
El espacio donde el juego lúdico puede tomar e incluir la expe­
riencia dolorosa y transformadora es precisamente la fiesta. Si la
fiesta celebra o busca rememorar algo, toma el carácter de lo
sagrado. Es aquí donde Nietzsche retoma la experiencia de Dioni­
sio, el dios de la embriaguez. La ebriedad remite a la experiencia
dionisiaca donde el exceso de la fiesta alberga el goce extremo
pero también la desgarradura. La celebración invita al caos y sacude
lo cotidiano con 1^ risa y el desorden, pero no está exenta, por la
liberación de las fuerzas, de la violencia y el furor. La fiesta es
color y dolor. El exceso toca los cables por los extremos y a la
alegría desbordada la acompaña la explosión de la violencia con­
tenida. La fiesta es explosión de vida pero también eclosión de
muerte. Los griegos lo conocían muy bien, los mexicanos lo sabe­
mos también. Otra vez, la ebriedad es cielo e infierno... pero tam­
bién conocimiento.
La fiesta dionisiaca se llena de música y cantos pero al mismo
tiempo de sabiduría. Ahora, este conocimiento, como en la fiesta
de Eleusis, implica el desgarramiento. ¿Por qué la ebriedad conlleva
en sus entrañas un conocimiento que podemos llamar trágico?
Porque una vez experimentados sus matices vitales y mortales, una
vez encarnados en la saliva de los sentidos los efectos de los parajes
divinos, se hace evidente que los valores que nos constituían, que
la fortaleza de la vida cotidiana, que la solidez de los espacios de
la sobriedad, se pueden derrum bar en un santiamén y su validez
aparece profundamente cuestionada. Ésta es la experiencia trágica
de la existencia.
No sólo se vislumbra en la espesura de lo cotidiano su fatua
consistencia, sino que aparece, con toda su fuerza, que no existe
7 Ibid., p. 239.
refugio posible para los matices del dolor humano. Una vez tocada
la luz incandescente de la ebriedad y los fuegos de luces del exceso
en tanto experiencia dionisiaca, aparece la evidencia terrible de
su enseñanza: estamos desamparados. La morada ya no es un res­
guardo al dolor, la conciencia no es una garantía de nada y la nada
aparece como espectro explosivo a la vuelta de la esquina.
Nietzsche va a subrayar esta experiencia dolorosa en la náusea
que acontece una vez terminada la ebriedad. Una vez experimen­
tada la aventura de los sentidos, una vez acontecido el viaje a los
parajes de lo infinito, una vez emprendido el vuelo a las cumbres
del mundo, viene la caída, el regreso al mundo; el retorno a lo mis­
mo pero trastocado. Como dice Ocaña comentando este regrese?;
El ser vívente experimenta entonces la soledad del retornoi a la individua­
ción, porque el prójimo se muestra distante y encerrado en su mismidad.
Regresa de su aventura con el conocimiento de una terrible verdad: el
fondo trágico de la existencia, rebosante de eternas contradicciones, que
no conoce ninguna razón, ningún por qué.8
La travesía dionisiaca incluye el retorno. Una vez que el éxtasis
ha tenido lugar, volver a las costas de lo mundano no se hace sin
el pago de un precio escalofriante: la náusea existencial. Lo terrible
es retornar al mundo donde su mismidad es lacerante, lo cotidiano
se muestra bajo un rostro lleno de cicatrices y máscaras ridiculas.
Las legalidades aparecen desenmascaradas en sus falsas morales;
la soledad del regreso se enfrenta a la comedia de la ciudad y sus
conglomerados. Aparece el vacío y junto a él la violencia de lo
absurdo de la vida. Nietzsche otra vez:
El éxtasis del estado dionisiaco, con su aniquilación de las barreras y
límites habituales de la existencia, contiene, mientras dura, un elemento
letárgico en el cual se sumergen todas las vivencias del pasado. Quedan
de este modo separados entre sí, por este abismo del olvido, el mundo
de la realidad cotidiana y el mundo de la realidad dionisiaca. Pero tan
pronto la primera vuelve a penetrar en la conciencia, es sentida en cuanto
tal con náusea. En la conciencia del despertar de la ebriedad ve por todas
partes lo espantoso o absurdo del ser hombre: esto le produce náusea.9
Esta náusea es la antesala de una aparición singular. El regreso
8 Enrique Ocaña, op. cit., p. 40.
!i Friedrich Nietzsche, op. cit., p. 244.
al mundo de lo regulado por los valores y los simulacros sociales,
así como la evidencia de haber vivido un viaje donde las pasiones
hicieron gemir y cantar a los ángeles y a los demonios, exige el
reconocimiento de la existencia librada al desamparo y aparece,
de golpe, un mundo sin seguridades. La verdad de lo que el ser
es no deja de golpear la existencia del viajero; lo familiar resulta
extraño y lo extraño un nuevo elemento de lo cotidiano. Lo que
aparece es la experiencia de lo siniestro, de lo unheimlich. Por un
lado, en el sentido freudiano, lo que debiese aparecer como familiar
adquiere el rostro de lo desconcertante y nos sorprende en una
ola de angustia y, por el otro, como lo pensaría Shelling, lo omi­
noso es el reconocimiento de que algo que debiese haber quedado
oculto se ha manifestado. Así, el retorno del éxtasis, del exceso,
tensa el mundo familiar y lo empuja a un territorio donde la ex
trañeza ocupa una posición singular: de arlequín peligroso.
La frase de Nietzsche señala además otro punto fundamental:
el olvido de ló acontecido en la fiesta dionisiaca. Con su exube­
rancia y sus cascadas de signos y colores, lo sucedido se instaura
en un lugar que la memoria sobria no puede recuperar. El despertar
es siniestro porque lo que provocamos, dijimos, realizamos, pinta­
mos de colores pasionales, no aparece en el registro de lo apro-
piable. Es como si alguien más, y no nosostros, lo hubiera realizado.
El yo se acongoja ante la intromisión de una realidad que desco­
nocía y que, sin embargo, no puede negar como verdadera. La
verdad aparece como un fantasma y ante lo acontecido no hay
embrujo que lo conjure. Surge un espejo que muestra rostros des­
conocidos y sorprendentes, la droga y los brevajes no trajeron los
monstruos de otros países ni las hadas de >tros cuentos. Esos
personajes pertenecen a ese que despierta atónito; son él. El olvido
no es sólo una anécdota de esa noche, es la muestra de que el yo
pierde su poder de control y regulación. Se trata de una evidencia
con consecuencias. Sin la memoria de los haceres, el ser queda
desamparado. La memoria es la prueba de la ciudadanía y la per­
tenencia; es el acta de individuación, de identidad. El yo que se
creía el rey de todo el mundo se enfrenta a un derrocamiento. Ya
no puede pensarse como el centro de la acción, pues se demostró
que algo, la verdad de lo que es, actuó sin su consentimiento y,
peor aún, sin que quede memoria de ello, sólo del ello. Esta situa­
ción pone en duda todo el sistema de referencias del yo y lo arroja
a un cuestionamiento de su misma legalidad. El yo se vacía en la
experiencia de la ebriedad y, ahí, desconcertado, tiembla.
No sólo los filósofos han dado cuenta de este vaciamiento, tam­
bién los poetas, los artistas. Antonin Artaud viajó con los tarahu­
maras y el peyote, Bataille probó de todo buscando la experiencia
erótica, Edgar Alian Poe experimentó con el opio y, quizás el que
más ha escrito sobre ello, Henri Michaux publicó tres libros sobre
sus experiencias con la mezcalina. Octavio Paz, el poeta, le dedica
en 1967, dos ensayos. Allí relata precisamente esto que nos interesa
señalar, la disolución del yo. Paz dice en su primer texto sobre lo
que escribió Michaux: “el yo desaparece pero en el hueco que ha
dejado no se instala otro Yo. [...] Ningún rostro sino el ser sin
rostro”,10 y continúa en su segundo ensayo: “el yo que nos presenta
la droga -como la poesía y el erotismo- es un desconocido y su
aparición es semejante al de la resurrección. El enteriado está vivo
y su regreso nos aterra. La droga nos introduce en un afuera que
es un adentro”.”
Precisamente a esto queríamos llegar. Después de este largo
recorrido por las veredas de la ebriedad es posible vislumbrar lo
que ésta produce: un trastocamiento de lo que aparecería como
la realidad. Produce signos y develamientos en el interior mismo
de la vigilia sin negar sus implicaciones oníricas. Produce un juego
donde el riesgo y la desmesura peligrosa no están ausentes. Este
juego sorprende y convoca: la apuesta es radical, no queda sin
efectos. La ebriedad implica gozo y ruptura, paraíso y horror. Pero
además pone en cuestión la soberanía del yo y sus facultades. El
olvido como evidencia y su vaciamiento como verdad revelan la
existencia de algo que parece exterior y ajeno. Ésta otra territor
rialdad no pertenece al terreno de la conciencia. Los filósofos y
pensadores de lo que llamamos conciencia ebria vislumbran est^
otra dimensión, pero mientras se refieran a ella como otro estado
de la conciencia, aünque ésta sea alterada, no se podrá franquea^
el paso. Los pensadores de la conciencia ebria descubrieron que
hay otro país, otro territorio,, pero lo subsumieron al reino de la
conciencia; a la territorialidad de su legislación. El problema es
que lo desde ahí vislumbrado no pertenece a ese reino. No será
un filósofo ni siquiera un poeta quien penetrará epistemológica^
mente ese otro territorio. Pensar que existe otra escena y que se
10 Paz Octavio, op. cit., p. 246.
11 Ibid., p. 248.
trata de otra legalidad, y no sólo de otro estado afectivo, sólo lo
podría hacer un psicoanalista, específicamente Freud. Pero, ¿qué
tendría que ver el psicoanálisis y, particularmente su fundador,
con la experiencia del exceso, las drogas y la disolución del yo
consciente? Por curioso que parezca, en el origen del descubri­
miento freudiano la cocaína tiene un lugar fundamental. Es hora
de entrar en esta dimensión.

V. FREUD Y LA COCAÍNA

Freud no puede pertenecer al movimiento que llamamos de los


filósofos de la conciencia ebria, porque ni es filósofo ni se interesó
en la experiencia de la ebriedad en tanto tal. Él se introduce en
el mundo de lo que hoy llamamos droga cuando la cocaína no era
sentenciada como tal (en 1906 es cuando se prohíbe en Estados
Unidos) y, además, lo hace desde un punto de vista totalmente
distinto: como científico y como clínico. Sin embargo, conforme
avance nuestra exposición se verá la relación con lo que desarro­
llamos en estos cuatro primeros puntos.
Freud a sus 28 años tenía varios anhelos en su vida, pero sobre
todo tener logros en sus investigaciones científicas que lo colocasen
en un lugar destacado en el ambiente médico con el cual estaba
vinculado; esto le permitiría darse a conocer y por otro lado tener
una solvencia económica que le posibilitaría llevar a cabo su deseo
de casarse. Sí, el joven investigador estaba interesado en varios
temas de estudio, todos ellos tenían en común conocer el funcio­
namiento del cerebro y las repercusiones en la vida de los indivi­
duos. Algunas de sus investigaciones eran: elaborar un método
para el tratamiento químico del cerebro y estudiar los trastornos
nerviosos. Es en este momento cuando surge el interés por estudiar
la cocaína, la cual aparecía como una sustancia que por sus efectos
fisiológicos podría servir terapéuticamente en enfermedades car­
diacas, en agotamiento nervioso y en estados de debilidad y de­
presión del sistema nervioso, así como en la supresión de la adic­
ción a la morfina.
Freud participó desde el primer momento en el estudio de la
coca como sujeto e investigador. Es decir, él se suministraba dosis
de cocaína para ver qué sucedía; leía toda la bibliografía existente
acerca del alcaloide y suministraba y recomendaba el consumo de
cocaína a colegas y amigos. Es difícil saber qué fue lo que lo inició
en el estudio de la coca, o más bien qué fue más fuerte, si una
atracción personal por lo que había leído de ella o un interés
científico y terapéutico.
La bibliografía que se tiene con referencia a lo que Freud escribió
de la cocaína tiene estas dos vertientes, lo científico y lo personal.
En el prim er tipo se encuentran varios artículos escritos entre julio
de 1884 y julio de 1887. El más importante es “Über Coca”, los
otros artículos son agregados de éste o correcciones y complemen­
tos como: “Contribución al conocimiento de los efectos de la co­
caína” y “Addenda a Über Coca”, entre otros. Freud en estos ar­
tículos da cuenta de lo que se había estudiado hasta ese momento
con respecto a la cocaína.
El otro tipo de bibiliografía que hay con referencia a la coca
son las cartas que Freud escribe a su novia Martha Bernays y con
posterioridad a su amigo Fliess. Toda carta es un escrito personal
para otra persona, es decir, hay algo íntimo que se expone en la
correspondencia, y más aún si como en este caso es de un enamo­
rado a su amada.
Como ya se mencionó, el texto fundamental de Freud sobre la
cocaína es “Über Coca”, publicado en julio de 1884 en la revista
Centralblatt fü r Therapie, de Viena. Su título original es “Coca”,
como el artículo traducido al inglés en diciembre de ese mismo
año. En febrero de 1885 es cuando lo titula “Über Coca” (Sobre
la cocaína) y le anexa los Addenda, cuando se realiza una reimpre­
sión del artículo de 1884 en forma de folleto.
El ensayo consta de seis partes; las tres primeras se refieren a
los orígenes de la utilización de la coca en América y la llegada de
las hojas de coca a Europa, es decir, es la parte en donde Freud
realiza una exhaustiva investigación de lo que se había escrito hasta
ese momento. Las otras tres partes se refieren al estudio y la ex­
posición de los efectos encontrados al suministrar cocaína en ani­
males y en cuerpos humanos sanos y por último la utilización
terapéutica de la coca.
En el primer apartado, “La planta de la coca”, es interesante
leer ia descripción minuciosa que hace Freud de la planta: color,
textura, tamaño, etc., como si no quisiera omitir ningún detalle
en su análisis.
Cuando aborda “La historia y aplicación de la coca en su país
de origen”, se basa en la lectura de diversos autores, la gran mayoría
estudiosos de los indios del Perú y Bolivia, como Mantegazza, Mar-
tius y Demarle, escritores extranjeros que en la mayoría de los
casos vivieron temporadas en América y estudiaron la vida cotidia­
na de los indios. Freud cuenta algunas anécdotas de cómo la hoja
de coca aumentaba la potencia física de los mineros o, por ejemplo,
el relato de Unanué que dice que en 1781, en una región de Bolivia
en donde no se podía encontrar alimentos, sólo sobrevivieron los
que mascaban coca.
Luego habla acerca de los efectos de la coca, de los que afirma
que no son imaginarios, como algunos lo quieren ver, puesto que
su utilización posibilita en los indios grandes “hazañas”.12
Cuando Freud escribe este artículo hacía más de cien años que
la coca se utilizaba en Europa, pero menos de treinta que se había
aislado el alcaloide o cocaína de las hojas de la planta (fue un
investigador llamado Niemann quien lo hizo en 1859). En este
apartado, al igual que en el primero, Freud describe con detalle
qué es la cocaína, por ejemplo: “...cristaliza en prismas grandes
incoloros de cuatro a seis lados, de tipo monoclínico. Tiene un
sabor amargo y produce un efecto anestésico en las menbranas
mucosas...”.13 También menciona que ese mismo año Paolo Man­
tegazza habló de los efectos fisiológicos y terapéuticos del uso de
las hojas de coca. A partir del descubrimiento de la cocaína varios
autores de diferentes países (Inglaterra, Francia, Rusia) se intere­
saron en los efectos del alcaloide en animales, hombres sanos y
enfermos; que son justamente los temas de los últimos apartados
de “Über Coca”.
Hasta aquí vemos cómo Freud estaba interesado en presentar
en este artículo una investigación científica minuciosa de la planta
de la coca, de sus usos y beneficios. Si bien plantea algunas críticas
hechas por diversos autores al uso de la coca, sobre todo de Poep-
ping, después las refuta y muestra cómo la coca sí tiene el efecto
eficaz planteado en un principio.
En el quinto apartado es cuando Freud empieza a hablar en
primera persona, es decir, se presenta el Freud investigador y
sujeto que experimenta en su propio cuerpo su objeto de investi­
gación
Habla del efecto psíquico que provoca ingerir de 0.05 a 0.10 g
12 Sigiiiund Freud, Escritos sobre la cocaína, Barcelona, Anagrama, 1980, p. 95.
n Ibid., p. 97.
de cloruro de cocaína, esto es, optimismo y euforia como los de
cualquier persona sana; no produce la excitación que se siente con
el alcohol. De ello deduce que los efectos de la coca “no se deben
tanto al estímulo directo como a la desaparición de los elementos
que causan depresión”.14 Freud llama a esto el maravilloso poder esti­
mulante de la coca; es decir, permite superar el cansancio del cuerpo y
la cabeza, suprime el hambre, el sueño y la fatiga y es capaz de dar una
fortaleza similar a la que da comer, beber o dormir.
Intercala en este apartado opiniones de otros autores, quienes
confirman sus observaciones y que lo llevan a plantear, entre otras
cosas, que el efecto de la cocaína en los europeos es el mismo que
el de las hojas de coca en los sudamericanos; que la euforia a la
que induce la coca no va seguida de estados depresivos ni produce
adicción. Dice: “no produce un deseo incontenible de volver a
uülizar el estimulante; por el contrario, lo que se siente es cierta
aversión inmotivada contra la sustancia”.15 Freud aquí se presenta
como un entusiasta prom otor de la cocaína, sustancia sin falta que
no intoxica y que le produce al sujeto un estado de excitación
productiva y positiva.
La última parte, titulada “Utilización terapéutica de la coca”, es
lo medular del artículo y Freud quiere demostrar lo benéfico que
resulta recetar cocaína en el tratamiento de varios padecimientos.
Hace la aclaración de que terapéuticamente se puede hablar de
enfermedades que han llegado a ser curadas por la coca y de
padecimientos que reportan efectos psicológicos producidos por
el alcaloide.
La coca como estimulante se plantea como la principal utiliza­
ción del alcaloide; Freud recomienda dosis pequeñas pero eficaces
0.05 a 0.10 g, repitiendo la dosis cada vez que sea necesario. Con
ello se obtendrá aumento en la capacidad física en periodos cortos.
Aquí aclara que parece que no es posible almacenar la coca en el
cuerpo y asegura, como lo había hecho con anterioridad, que cuan­
do terminan los efectos no se presentan síntomas de tipo depresivo.
Menciona que los psiquiatras la utilizan para aumentar el funcio­
namiento menguado de algunos nervios, por eso se recomienda
en enfermedades de debilidad psíquica: histeria, hipocondría, in­
hibición melancólica y estupor.
14 Ibid., p. 106.
n Ibid„ p. 108 .
La segunda utilización importante es en la caquexia, en enfer­
medades de degeneración de los tejidos, en donde la coca limita
esta degeneración y aumenta la fuerza. Aquí Freud se opone a
pensar en la coca como una fuente de ahorro y la propone como
generadora de estimulación en un cuerpo desgastado. Aunque no
profundiza en este aspecto, es enérgico al decir que para él la cocá
no es una fuente de ahorro, y esto lo sostiene a lo largo de todo
el artículo.
Cuando aborda el tema de la coca en el tratamiento de la mor-
fmomanía y el alcoholismo -como veremos más adelante, tiene la
experiencia de su amigo Fleischl, a quien induce a tomar cocaína
ya que era adicto a la morfina, a causa de los terribles dolores
ocasionados por una enfermedad-, Freud estaba convencido de
que la cocaína no causaba dependencia. Todos sabemos lo equi­
vocado que estaba, pues pocos años después se demostraría que
la cocaína producía adicción. Pero en ese momento Freud propone
y comenta experiencias en donde, de manera paulatina, se bajan
las dosis de morfina y se aplican dosis de cocaína, hasta que llega
el momento en que se eliminan las dosis de morfina y se aumentan
las de coca: “... no supone simplemente cambiar un tipo de adicción
por otra: el adicto a la morfina no se convierte en coquero. El uso
de la coca se interrumpe al cabo de un tiempo”,10 Con respecto al
alcoholismo dice que los efectos de supresión no han sido exitosos
como en el caso de la morfina.
Otros usos de la cocaína son en los trastornos digestivos del
estómago, en el asma, como afrodisiaco y por último en aplicacio­
nes locales; Freud fue el precursor de la cocaína como anestésico
local, aunque Koller (oftalmólogo) es quien se hizo famoso con la
propuesta de usarla como anestésico local.
Este es el artículo más im portante de Freud relativo a la cocaína,
de un total de seis, que analizaremos brevemente.
En diciembre de 1884 aparece “Coca”, que es un resumen de
“Über Coca”, traducido al inglés. En este trabajo cabe destacar la
afirmación, no escrita en el artículo original, de los efectos nocivos
del uso inmoderado de la cocaína, que son: caquexia, indigestión,
adelgazamiento y pérdida de fuerzas, depravación mental de tipo
antiético y apatía por todo. En esos seis meses (entre la aparición
del primero y el segundo) algo cambió en la percepción de Freud
con referencia a los consecuencias nocivas de la coca, las cuales
en un principio no tenían un lugar importante. Su propuesta de
usar la coca en cantidades moderadas como estimulante sigue en
pie como al inicio.
Durante los primeros meses de 1885 publicó tres artículos sobre
la cocaína. En el primero, “Contribución al conocimiento de los
efectos de la cocaína” (enero de 1885), aborda el tema de la cocaína
de una manera objetiva y medible; su objetivo es cuantificar los
efectos que tiene la coca en la energía muscular y si afecta en el
tiempo de reacción. Utilizó el dinamómetro para calcular la presión
de una y otra mano, y el neuroamebímetro para los experimentos
del tiempo de reacción, y confirmó que la fuerza del brazo aumen­
taba al administrar una dosis moderada de cocaína.
Los experimentos que expone en este artículo son imuy detalla­
dos, presenta la hora en que realiza los estudios, la presión que se
ejerce antes de ingerir coca y después. Fueron realizados durante
varias semanas. Los sujetos experimentales fueron él y otros cole­
gas que le ayudaron. Sus conclusiones son que la cocaína genera
un efecto general de bienestar, y eso es lo que hace variar la efica­
cia motora, es decir que la coca no interfiere directamente en el
músculo. Apoya esta conclusión con dos hechos; primero, la ener­
gía muscular aumenta notablemente cuando aparece la euforia
característica provocada por la coca; segundo, cuando el estado
general del sujeto es malo e ingiere cocaína, su eficacia aumenta
más allá de la que normalmente posee. Es decir, este artículo re­
fuerza lo escrito en “Über coca” con respecto a los efectos subjeti­
vos de los sujetos, en los que la coca sirve como estímulo en caso de
debilidad nerviosa y provoca euforia y un bienestar general, como
el de los mejores días de cualquier sujeto sano. En cuanto al tiempo
de reacción, sólo dice que los resultados obtenidos aún son vagos.
En febrero de 1885 se reimprimió el artículo “Über Coca” en
forma de folleto, con un tiraje de 500 ejemplares. En él realiza
correcciones (fe de erratas), e incluye “Addenda a Über Coca”,
tres cuartillas en las que reitera que la reacción ante la cocaína
varía según los individuos. Lo único novedoso es que cuenta el
experimento del artículo “Contribuciones al conocimiento de los
efectos de la cocaína”, con lo cual afirma que la cocaína aumenta
la capacidad de trabajo en los individuos. En este tiempo Freud
todavía apostaba y demostraba que la coca servía en los casos de
desintoxicación de morfina. Por último incluye la confirmación de
que el alcaloide puede ser utilizado como anestésico local, dándole
el crédito de descubridor a Koller en lo referente a usar la coca
como anestésico local en operaciones de la córnea. También men­
ciona los trabajos.de otros investigadores (Kónigstein, Jelinck y
otros) al respecto.
En marzo de 1885 lee un artículo ante la Sociedad Psiquiátrica
de Viena, donde resume todo lo que había escrito acerca de la
coca y donde trata del efecto general de la cocaína (ése és el nombre
del artículo); sólo al final de la conferencia hace hincapié en el uso
de la cocaína en enfermedades de debilidad y depresión del sistema
nervioso sin presencia de lesiones orgánicas, ya que estimula y
activa al sistema nervioso. Asimismo, menciona la utilidad de dosis
de cocaína para la desensibilización sistemática a la adicción a la
morfina. Lo único nuevo es que reconoce que en algunos casos
de morfinómanos el tratamiento con coca no funciona, pero no
menciona por qué.
El último artículo que encontramos con referencia a este tema
es el titulado “Anhelo y temor de la cocaína”, de julio de 1887. En
él refuta lo planteado por otros investigadores, sobre todo por
Erlenmeyer, quien dice que la cocaína se había convertido en el
tercer azote de la humanidad, ya que creaba hábito y adicción,
producía efectos tóxicos en la garganta y vista cuando se la usaba
como anestésico, y envenenamientos agudos. Freud afirmaba que.
la coca no era adictiva y tóxica por sí misma, sino que dependía
de las personas que la consumían; nos dice: si un morfinómano la
considera como droga sustituía allí sí puede crear adicción. Y que
cuando produce envenenamiento es porque tiene efectos en las
inervaciones musculares, por lo cual sus daños tóxicos van a de­
pender de la sensibilidad de los individuos hacia ella: “Sospecho
que el motivo de la irregularidad del efecto de la cocaína es la
serie de variaciones individuales existentes de la excitabilidad y en
la variación del estado de los nervios vasomotores sobre los que
actúa la cocaína.”17 Propone que no se utilice en inyecciones sub­
cutáneas para el tratamiento de afecciones internas y nerviosas ya
que no se ha estudiado mucho la predisposición individual. Para
concluir el artículo y, de alguna manera contrarrestar las críticas,
presenta los resultados de diversas investigaciones exitosas en el
uso de la cocaína.
Hasta aquí este recorrido por los textos de Freud. Se puede
notar que en esos años no varió mucho su pensamiento con re­
ferencia al valor terapéutico de la coca y a su utilidad en la vida
diaria. Pero se hace necesario indagar más de cerca la importancia
que éste paso por los parajes de la cocaína implican para su vida,
tanto en su trayectoria científica como en su espacio íntimo.

VI. PASIÓN CIENTÍFICA Y TIEMPO DE AMORES

Freud estudia arduamente la cocaína en su aspecto científico, pero


también la incluye en su vida personal. Algo que se debe destacar
es que no sólo revisa los textos que tratan sobre la sustancia sino
que también la ensaya en su propio cuerpo. Se abre así la vía
experimental incluyendo su propia experiencia. Freud se coloca
de este modo en un espacio de investigación que hace confluir dos
vertientes del trabajo científico, por un lado el estudio exhaustivo
y por el otro la experimentación personal. Este camino llevará al
médico vienés a encontrar dimensiones teóricas pero también le
abrirá ventanas de su patio interior.
Puntuemos algunas dimensiones de orden personal.
El 21 de abril de 1884, escribe a su amada Martha:
Acaricio en este momento un proyecto y una esperanza de la cual te voy a
hacer partícipe [...] Se trata de un ensayo terapéutico. Estoy leyendo sobre
la cocaína, del elemento activo de las hojas de coca que utilizan ciertas
tribus indígenas para su resistencia a las privaciones y a la fatiga [...] Voy
a procurarme este producto y, por razones fáciles de concebir, lo voy a
ensayar en afecciones cardiacas v también en la depresión nerviosa.18
No había pasado mucho tiempo (30 de abril) cuando Freud
prueba la cocaína y vuelve a escribirle a su novia en diversas oca­
siones, contándole de su encuentro con la sustancia. Lo que llama
la atención es la insistencia en el valor que la coca tiene en sus
padeceres personales; así el 25 de mayo del mismo año escribe:
“la cogaína hace nacer en mí otras esperanzas y otros proyectos.
La tomo regularmente en pequeñas cantidades, para combatir la
depresión y la mala digestión”.111 Pero sobre todo, Freud relata la
18 Pierre Eyguesier, Comment Freud devint drogman, París, Navarin, 1983, p. 23.
19 Ibid., p. 24.
importancia de la sustancia en su estado de ánimo, en su vivir en
el mundo. El 19 de junio comenta la fuerza que parece proporcio­
narte: “estoy tan fuerte como un león”; dos meses después, el 3
de agosto, narra su importancia para el trabajo: “No paro de tra­
bajar. Yo mismo estoy sorprendido de mi capacidad. Pero yo sé a
qué se debe: el corazón late bien de nuevo...”20
Este entusiasmo por los efectos de la cocaína sobre su ánimo
no se reducen al momento romántico de su encuentro, ya que en
1886, es decir, dos años después de la primera vez que la ingirió,
todavía celebra sus consecuencias, esta vez más del lado de la
diversión y la vida social. Así, en la carta del 18 de enero de 1886
relata cómo la palabra necesitó de polvo para fluir como agua:
“tomé un poco de cocaína para desatarme la lengua”, en la del 20
narra su efecto en la lucidez de la tranquilidad, “yo mantenía la
calma gracias a una pequeña dosis de cocaína”; y en su misiva del
2 de febrero comparte juguetón: “era tan aburrido, que estuve a
punto de estallar; sólo pude evitarlo gracias a la cocaína”.21
No es exagerado afirmar que para Freud se trataba de una
sustancia mágica y maravillosa la que estaba investigando, de hecho,
su afán científico de reunir la mayor cantidad de información sobre
el tema obedecía a un entusiasmo poético: “Actualmente me ocupo
en reunir todo lo que se ha escrito sobre esta sustancia... a fin de
escribir un poema a su gloria.”22
Sus estudios y textos sobre la cocaína también implicaban otras
dimensiones personales. Freud tenía la esperanza de que con sus
investigaciones cambiaría su situación, tanto la económica como
la profesional. En enero de 1885 le comparte a Martha: “Hoy, con
el trabajo que tengo acumulado y con la preocupación constante
de conseguir dinero, posición y reputación, apenas me dejan tiem­
po para escribirte unas líneas cariñosas.”23 Unos días después le
escribe, lleno de energía: “¡Oh, qué maravilloso va a ser todo!: ir
allá con dinero. Estaremos juntos durante mucho tiempo. Después
seguiré mi viaje a París y seré un gran erudito, y más tarde, al
regresar a Viena, lo haré con un enorme halo y enseguida nos
casaremos. Curaré todos los casos nerviosos incurables y tu serás

20 Siginund Freud, Cartas de amor, México, Coyoacán, 1995, p. 95.


21 Siginund Freud, Escritos sobre la cocaína..., op. cit., pp. 205, 207, 211.
22 Pierre Eyguesier, op. cit., p. 24.
23 Siginund Freud, Cartas..., op. cit., p. 107.
VIL EL NACIMIENTO DE LA CLÍNICA

El llamado “episodio de la cocaína” no es un desvío ni un pasa­


tiempo, es un momento fundamental. La intención de este apar­
tado es mostrar cómo este periodo será de suma importancia para
la configuración del psicoanálisis, así como para la vida de Freud.
Antes de 1884, el joven médico vienés dedicaba todo su esfuerzo
a la investigación dentro del campo de la neurología experimental.
Sus trabajos se enmarcaban dentro de una metodología fisicalista
comandada por lo jerarcas en este campo, a saber, Brücke y Mey-
nert, para quienes, además, trabajaba en su laboratorio. Freud
comienza sus trabajos sobre la cocaína imbuido en este campo.
Para nada se podría decir que se trata de un desvío, ya que tanto
la metodología como la lectura teórica se ajustan a su trayectoria
de trabajo. El investigador concienzudo que era sigue los pasos de
la observación y el análisis de una sustancia a partir de lo que
Assoun llama una racionalidad específica del procedimiento. La
tecnología de investigación y la observación experimental lo llevan
a incursionar en el estudio de la coca a partir de su preparación
en laboratorio con cloruro de oro. No es un atajo, ni un mero
hobby lo que emprende aquí, es un estudio serio y científico. Sin
embargo, algo acontece. Sus estudios sobre la cocaína se configuran
a partir de una apuesta personal, ya que no solamente no es pa­
trocinado por ninguna institución, sino que se realizan con absoluta
independencia de sus jefes y tutores. Estos trabajos presentan a
un joven investigador que, a partir del método de la observación,
avanza de manera independiente en un estudio monográfico sobre
una sustancia que aparecía llena de promesas para la ciencia en
general y para la medicina en particular. Y aquí aparece otra di­
mensión fundamental, ya en el aspecto más personal de Freud. Su
estudio sobre la coca incluye por primera vez la dimensión clínica
de una manera radical. Incluso Freud asegura que a partir de él
se siente por primera vez médico. En su carta a Martha del 21 de
abril de 1884, después de narrar la importancia de la cocaína para
curar sus males estomacales y sus depresiones lastimosas, le con­
fiesa:28 “Espero llegar a suprimir los vómitos más tenaces aunque
sean debidos a algún grave padecimiento; solamente ahora es cuan­
do siento que soy médico, ya que he podido ayudar a un enfermo
28 Pieire Eyguesier, op. cit., p. 23.
y espero poder curar a otros.” Este enfermo al que cura es él
mismo, y a partir de ese momento es cuando puede colocarse en
posición de médico. Esto no carece de importancia para la clínica,
ya que es a partir de experimentar en él mismo los beneficios
terapéuticos de la coca cuando Freud apuesta por la acción tera­
péutica médica. Ésta será la primera aproximación que nos permi­
tirá señalar que la cocaína está en el origen del nacimiento clínico
del psicoanálisis. Primera pero no definitiva. Desarrollemos otros
aspectos más precisos.
Freud se enfrenta a un momento especial del desarrollo médico
en lo que concierne a las llamadas enfermedades nerviosas. Hasta
antes de 1785 en el campo de la clínica médica no existía una
claridad ni una definición formal acerca del término neurosis.
Hasta ese año no surge la acepción: neurosis es toda lesión que
no presenta inflamación localizada. Grasset, en 1889, ahonda en
la comprensión de las neurosis al definir la histeria: neurosis cuya
lesión característica se desconoce.29 Como es evidente, ambas de­
finiciones señalan un campo ambiguo para la medicina. Acostum­
brados a la localización exacta de la inflamación y la lesión en el
cuerpo, la histeria aparece como un enigma que hay que resolver.
Aquí es donde Freud hace su entrada. Si se trata de curar una
lesión no determinada, el uso de una sustancia que equilibre los
sistemas y anule el mal sería la solución ideal. Como señalamos
antes, el uso de la coca es recomendado por Freud para los casos
de asma, angustia, neurosis vagas, ansiedades y debilidades nervio­
sas. Pero no sólo eso, la cocaína parece ser un medicamento que
también funciona para personas sin afecciones nerviosas, permi­
tiéndoles un entusiasmo placentero y una gran disposición para el
trabajo. De este modo la entrada de Freud en el campo médico
acontece con la proposición de una sustancia capaz de curar el
mal del ser. De algún modo, la propuesta implica que, ya que no
existe ni lesión ni inflamación localizada, el mal acontece dentro
del espacio del ser. La cocaína sería la sustancia científicamente
experimentada y estudiada que curaría el mal del entusiasmo. La
apuesta freudiana es, entonces, una sustancia como remedio para
la lesión no localizada ni en el cuerpo ni en el cerebro. Freud
propone con la cocaína un medicamento capaz de curar lo invisible
para la medicina. En este sentido se puede decir que la primera
29 Véase Jean Allouch, Lettre pour lettre, París, Eres, 1985.
propuesta clínica de Freud es elevar una sustancia a la categoría)
de medicina absoluta. Conocemos el resultado: la cocaína no es la
sustancia mágica que Freud creyó descubrir. De aquí surge la pro-1
puesta de este trabajo.
Mucho se ha dicho del nacimiento del psicoanálisis en el mo­
mento del viraje de la teoría del traum a a la llamada del fantasma,?
pero nos preguntamos aquí si el origen no se ubicará en el mo^
mentó en que Freud, a partir de un riguroso método científico y
experimental, abandona la clínica fundada en un sustancia mágica;
y maravillosa, es decir, acaso el nacimiento de la clínica analítica
no resultaría del momento en que Freud desestima cualquier sus­
tancia como capaz de curar el dolor del sujeto. En este acto se
abandona la clínica de la magia médica y se inaugura aquella fun­
damentada en la evidencia de que ningún objeto podíá suturar la
fisura dolorosa que la histeria muestra en el sujeto.
La primera vez que Freud se siente médico es porque experi­
menta el alivio de su neurosis y porque científicamente encuentra
razones para proponer un medicamento que actuaría como objeto
colmador de la falta. Se trataba de una clínica de lo absoluto por­
que, al proponer una sustancia como capaz de curar el dolor ner­
vioso, el sujeto, a partir de ingerirla, aparecía como un Otro sin
tachadura. Precisamente el psicoanálisis se fundamenta en la po­
sición clínica y epistémica de que ninguna sustancia, ningún objeto
llegará a suturar la falta. Freud, entonces, inauguraría la clínica
que devendrá psicoanálisis al abandonar una intervención basada
en la causa eficiente de la sustancia
Esta reflexión nos lleva a preguntarnos precisamente por el
estatuto de la droga y su uso en la vida cotidiana y en la práctica
médica. La droga, específicamente la cocaína, apunta al sueño
útopico de creer que una sustancia puede curar el dolor de existir.
Su uso se debe a una posición mágica frente a la vida y una deses­
peración mayor frente a la existencia. Los adictos apuestan con
una fe digna de la mejor religión que ese polvo de ángeles les hará
alcanzar las estrellas. La cocaína aparece como el objeto colmador,
ese que llamamos objeto a. Esta sustancia elevada a la categoría
de objeto causa del deseo empuja a los sujetos a una carrera en el
tobogán del goce. Las primeras dosis permiten un bienestar nunca
experimentado, se quita el hambre, el sueño y las ganas de morir,
pero este idílico estado pasa rápido, y se necesita otra dosis, y otra
dosis, eso sí, cada vez más fuerte. El goce se instala en el espejismo
doloroso de intentar alcanzar un estado perfecto donde el dolor
y la falta no tuvieran lugar. Lo terrible es que eso no sólo no se
alcanza, sino que se ubica cada vez más lejos; mientras más se busca
esta completitud a partir del uso de la sustancia, más se aleja ese
horizonte absoluto. De allí el recorrido que hiciéramos de los fi­
lósofos de la conciencia ebria, con el que intentamos mostrar cómo
todos habían experimentado el cielo pero también el infierno. Aquí
nos preguntamos si Freud, como todos, no tocó también las costas
de la desesperación y los picos de la angustia que se experimenta
con el uso de la cocaína. Es menester señalar que esto no es sólo
una inferencia teórica. Si se afila la mirada histórica, se verá que
precisamente el llamado autoanálisis de Freud (1887-1904) comien­
za en él periodo en que deja de escribir acerca de la coca pero no
deja de ingerirla. Además, vale la pena señalar que dos de los
sueños que más trabaja en su famoso libro, La interpretación de los
sueños, versan sobre la cocaína e implican una gran dosis de an­
gustia, zozobra y desasosiego, nos referimos al sueño de la “Mo­
nografía botánica” y aquel que ha sido llamado “El sueño de la
garganta de Irma”. La pregunta es, concretamente, si Freud no
empieza un intento de cura con el polvo blanco yacaba descu­
briendo el lado negro de la coca. Es evidente que el uso que hizo
de la cocaína tiene un aspecto personal, que incluso nos permite
adelantar que este episodio de su vida es el umbral del mal llamado
autoanálisis, es decir, la antesala de depositar en un Otro la posi­
bilidad transferencial de la palabra y el supuesto saber, pero tam­
bién habría que señalar que su uso implicó, en algún lugar, una
posición ética. Freud intenta llevar la experiencia al concepto y la
individualidad a la generalidad terapéutica. Hay en ello una di­
mensión de viajero en carne propia que lo lleva también a la ne­
cesidad de una relación transferencial con su amigo Fliess en lo
que él llamo su autoanálisis. Hasta aquí nuestras hipótesis del lugar
de la cocaína como soporte del nacimiento del psicoanálisis. Res­
pecto al uso que la medicina hace de las sustancias en la vida
moderna, es menester dedicarle un breve apartado.

VIII. LA BOTICA UTÓPICA

Llegamos al punto de señalar cómo Freud abandona la utopía de


una sustancia capaz de curar la fisura del ser, como el psicoanálisis
quizá comienza cuando su fundador abandona una clínica susten­
tada sobre un Otro absoluto materializado en una droga.
Sin embargo, parece que el mundo actual retorna aquellas uto­
pías del inicio del freudismo. Hoy en día, sobre todo en las grandes
urbes de Occidente, ante el vacío de proyectos que apuesten a un
futuro mejor, ante la dificultad lacerante de sobrellevar para mu­
chas personas un presente ya no digno, sino más o menos sopor­
table, ante el derrumbe de las ideologías de progreso o fraternidad
fructífera, han resurgido propuestas religiosas de redención y con­
suelo. Lo singular es que los dioses a los que se apuesta en estas
nuevas religiones se han transformado de guías místicos y supra-
humanos en sustancias químicas de una farmacia industrial. Los
viejos dioses con sus oraciones y sus templos no pueden ofrecer
lo que la religión de la droga propone. Demasiado lejós para es­
cuchar o demasiado cerca para castigar, los dioses de antaño, con
sus milagros y sus promesas, han perdido terreno; este terreno.
En la actualidad aparece mucho más eficaz la religión de los
estupefacientes que la de los rabinos y los cardenales. Ante la
desaparición de la esperanza surge una nueva fe, esta vez puesta
en las sustancias y no en los rezos. Los jóvenes de todas las urbes
recurren cada vez más a las drogas para intentar tocar, aunque no
sea más que por unas horas, el brijlo incandescente de la felicidad.
No importa que sea ficticia y pasajera, al menos es. Las drogas
convocan a quienes ante el silencio de la risa cósmica o el ruido
de la ciudad ingrata acuden a la necesidad de creer que sí hay algo
que los salve, que los eleve, que los cure. ¿Que los cure de qué?
Del desempleo, del maltrato, de la sumisión ante el estado o la
empresa, la familia o la globalización económica. No es tanto una
claridad terapéutica como una sed de fe. La droga aparece como
algo tangible, visible, incluso obtenible, no sin problemas, no sin
dolor, pero recompensable al final del esfuerzo. Un nuevo Dios
surgido de las farmacias clandestinas se enfrenta al viejo Dios sur­
gido de los templos bíblicos. Se perfila una necesidad de creer en
un Dios, absoluto y generoso. Como ya dijimos, el adicto en el
fondo es un hombre de fe; sea por desesperación o por necesidad,
el sujeto se ve entregado a la pasión de la creencia en un Otro que
lo salve, lo divierta y lo eleve. Ya lo decía hace algunos años el
poeta chileno Pablo Neruda en un texto llamado Oda a la farmacia:
Farmacia, iglesia
de los desesperados,
con un pequeño
dios
en cada píldora.
Pero no se necesita acudir a la zona “marginal” de los desespe­
rados para ver el lugar que la droga tiene en nuestras sociedades.
En la nueva actitud empresarial de competencia y excelencia la
cocaína se ha convertido en una mercancia más, junto a las corbatas
de seda y los zapatos a la medida. Las clases poderosas han utilizado
las drogas como estimulante para el fin de semana y como aceite
para la maquinaria económica. Nueva fuerza de propulsión para
los cuerpos cansados, nuevo motivador de largas jornadas en la
bolsa o la empresa. La droga como gasolina para la yelocidad de
la fábrica y la efectividad de la acción. Quizá se trate de una dro­
ga-di-acción. Aquí se juntan los dos dioses de la sociedad industrial:
el Dios dinero y el Dios químico, la fe en el dinero como redentor
con sus cultos, su curia ideológica y sus grandes templos en Wall
Street, la avenida de la Reforma o Pont de Neuilly, se une a la
próspera industria de las drogas y su distribución clandestina pero
segura. Frente a ambos dioses la fe en sus poderes estremece a los
yuppies tanto como a los hambrientos de amor, vino, cemento y
monedas; sí, pero no los toca en las mismas zonas de la ciudad.
Lo convocado, de nuevo, es un Otro proveedor.
De muchos modos el nihilismo y el desasosiego empujan a la
experiencia de la droga. No todas las sustancias son efervescentes,
hay algunas que, por el contrario, proporcionan paz ante el ajetreo
intenso de la vida o los problemas estresantes del trabajo y las
relaciones sociales. Ante la dificultad de la vida y la m uerte muchas
veces se recurre a las drogas blandas de la farmacia médica. Los
tranquilizantes, los somníferos, los antidepresivos fungen como
drogas light, pero con los mismos efectos de evasión. A diferencia
del teatro en la antigua Grecia, donde los asistentes iban a buscarse,
en la feria de las vanidades nocturnas de la ciudad, los consumi­
dores de espectáculos buscan más bien olvidarse; olvidarse de los
problemas y de ellos mismos. Se busca mucho más una “distracción
hipnótica” que una experiencia excitante o conmovedora. La quí­
mica de la tranquilidad funge como una terapéutica eficaz y so­
cialmente aceptada. Otra vez un retorno a la primera utopía freu-
diana, encontrar en una sustancia el sosiego a los dolores del ser,
suti.rar ficticiamente con una pastilla la herida del desamor o la
soledad histórica. Sí, taponar la historia con un fármaco.
En las sociedades contemporáneas, las drogas no son más una
experiencia de transformación o mutación frente a la tragedia de
la vida, no son ya un modo iniciático de la sabiduría de los dioses
y las verdades humanas; no participan más de la fiesta dionisiaca
de derroche y fulgor; no hay asombro divino y festiva apuesta, sino
nihilismo gris. Se han convertido en líquido de combustión, lubri­
cación de los engranajes sociales o en narcóticos ante el deseo y
los ruidos de la vida.
Y aquí el psicoanálisis no puede quedarse en silencio. El psicoa­
nálisis nace con la experiencia del abandono de esa vía “fácil” y
engañosa. Sobre todo inútil. Surge del descrédito de la sustancia
como terapéutica absoluta de la fisura del sujeto. Pero hoy en día,
la nueva botica urbana y la misma psiquiatría científica proponen
ese camino ante el dolor humano. Cuantas personas no prefieren
recurrir a una pastilla eficaz, rápida y barata que entregarse a un
viaje hacia ellos mismos. Evidentemente se entiende, dolorosamen­
te no se acepta. En una sociedad de consumo donde la eficacia y
la acción performance guían la legalidad de la vida, el psicoanálisis
puede llegar a un impasse: volverse anacrónico.
Pero no sólo la ideología de la facilidad y la rapidez inunda los
mercados y las venas con pastillas para sanarse “artificialmente”,
sino que la misma ciencia médica ha optado por esa vía. La psi­
quiatría apuesta cada vez más por una técnica de la narcosis, por
una instrumentalización de la medicación: allí esta el Taffil, el
Roipnol, el Prozac. En el fondo el pionero de la psicofarmacología
es Freud, pero debían también retomarlo en su continuación clí­
nica. Pero no, ya que eso terminaría con un actuar clínico perfec­
tamente acorde con nuestros tiempos y las necesidades sociales.
No es en el psicoanálisis donde habría que proponer hoy un retorno
a Freud, sino en la psiquiatría. La ciencia apuesta cada vez más
por una clínica del silencio del sujeto, allí donde lo importante sea
el adormecimiento del ser, vía la narcotización del cuerpo; se pre­
tende abolir las historias y amordazar a la palabra. Nos pregunta­
mos ante esta situación social y clínica si los psicoanalistas debemos
quedarnos callados. Este texto con todo el trabajo y el placer que
nos dio realizarlo es un modo de decir no.
Quizás valdría la pena acotar algunas preguntas que surgen de
lo planteado aquí: frente a una terapéutica de la felicidad ficticia
y automática del psicoanálisis podrá resistir la embestida de la
clínica de la botica psiquiátrica? Ante la propuesta de la somnífera
del deseo ¿el psicoanálisis tiene algo que proponer frente a la
narcosis moderna? ¿Cuál sería desde el dispositivo analítico la es­
trategia frente a la adicción y sus laberintos? Ante la dificultad de
la intervención en el campo de la psicosis, cuando el sujeto galopa
en el vértigo del delirio o la autodestrucción, ¿cuál será la posición
del psicoanalista frente al medicamento? En el horizonte narcoti­
zado ¿la clínica analítica tiene algún modo de responder a las
nuevas modalidades del dolor humano? ¿Puede el psicoanálisis
juzgar a la ebriedad cuando ésta es un estado propicio a la creación?
¿Es la creación la que eleva a la ebriedad del éxtasis, o es el éxtasis
lo único que en la ebriedad permitiría crear?
Ante esto, para terminar, Baudelaire escribe en su poema lla­
mado:
¡Embriáguese usted!
Hay que estar siempre ebrio. Todo está allí: es la única cuestión. Para no
sentir el horrible peso del Tiempo que rompe las espaldas y las arroja
hacia la tierra, hay que embrigarse sin tregua.
Pero ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, a vuestro gusto. Pero
embriáguese usted.
Y si alguna vez, sobre los escalones de un palacio, sobre la hierba verde
de un jardín, en la soledad de su cuarto, usted se despierta, la ebriedad
ya disminuida o casi desaparecida, pida al viento, a la ola, a la estrella, al
ruiseñor, al reloj, a todo aquello que se fuga, a todo aquello que gime, a
todo aquello que rueda, a todo aquello que canta, a todo aquello que
habla, pregúntele qué hora es; y el viento, la ola, la estrella, el ruiseñor,
el reloj os responderá; ¡Es hora de embriagarse! Para no ser el esclavo
martirizado del Tiempo, embriáguese usted sin cesar'. De vino, de poesía
o de virtud, a vuestro gusto.30

3(1 Charles Baudelaire, “Enivrez-vous”, en Fígaro, 7 de febrero de 1864.


EL AUTORRETRATO EN EGON SCHIELE.
UN SINTHOME - UNA CREACIÓN
MARÍA TERESA ORVAÑANOS

A Jorge

Sólo en un ámbito, el del arte, se ha conservado


la “omnipotencia de los pensamientos” también
en nuestra cultura. Únicamente en él sucede toda­
vía que un hombre devorado por sus deseos pro­
ceda a crear algo semejante a la satisfacción de
esos deseos, y que ese jugar provoque -merced a
la ilusión artística- unos afectos como si fuera algo
real y objetivo. Con derecho se habla del ensalmo
del arte y se compara al artista con un ensalmador.1
Todo es una muerte viviente.2

INTRODUCCIÓN

En este escrito nos proponemos hacer una reflexión sobre las


dificultades y los cuestionamientos que los conceptos “suplencias
del Nombre-del-Padre” y “sinthome” presentan en la clínica psicoa-
nalítica, para lo cual realizaremos en la primera parte un breve
recorrido teórico de estos conceptos en la obra de Lacan y en la
segunda abordaremos algunas nociones generales en torno al au­
torretrato; concluiremos a modo de ejemplo refiriéndonos a Egon
Schiele.

1 Sigm und Freud, Tótem y tabú (1913), en Obras completas, t. 13, Buenos Aires,
A m orrortu, 1976, pp. 93-94.
2 Máxima de Egon Schiele.
I. LAS SUPLENCIAS DEL NOMBRE-DEL-PADRE

Algunos años después de que Lacan postulara, en “De una cuestión


preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis”,3 el Nombre-
del-Padre como significante de la ley de prohibición del iñcesto y
encargado de metaforizar el Deseo de la Madre, propuso, a par ’r
de la teorización del nudo borromeo, que el Nombre-dél-Padre
fungiera como cuarto elemento responsable de producir el anuda­
miento de la cadena borromea entre lo real, lo simbólico y lo
imaginario. La función del cuarto elemento posibilitaría la consis­
tencia entre lo real del cuerpo, el cuerpo imaginario y el cuerpo
del lenguaje.
Más adelante afirmó que podía haber una suplencia de la función
significante del Nombre-del-Padre y por ello pasó del Nombre-del-
Padre a los nombres del padre, o a las suplencias del Nombre-del-
Padre, y al mismo tiempo señaló los tres elementos que posibilita­
rían esta suplencia: el sinthome, el hacerse un nombre y el ego. Para
demostrar con mayor claridad lo anterior, Lacan tomó como pa­
radigma la escritura de James Joyce, la cual -aseguraba- ocupa el
lugar de un sinthome para el autor de Ulises; es decir, la escritura
es para él un artificio que se encarga de corregir el error de anu­
damiento entre lo real y lo simbólico, debido a una falla en la
función paterna, por lo que también, a su vez, el tercer redondel,
el imaginario, en caso de fallar esta función, queda suelto. Por
medio de la escritura y de hacerse un nombre es como Joyce
remienda el error en el nudo. De ahí que Lacan hablará de una
pére-version, es decir, de otra versión del padre.
Para Lacan, desde 1957, la psicosis se desencadena cuando se
hace un llamado al Nombre-del-Padre y no hay un significante que
responda, ya que “si este nombre tiene alguna eficacia es justa­
mente porque alguien se levanta para contestar”.4
El Nombre-del-Padre, en tanto significante fundamental, es so­
porte de la función simbólica, y en el seminario de Las psicosis
Lacan comenta que según todas las apariencias el presidente Schre­
ber carece de este significante fundamental que se llama ser padre?

3Jacques Lacan, “De una cuestión prelim inar a todo tratam iento posible de la
psicosis”,.Escritos 2, México, Siglo XXI, 1984, p. 513.
4 Citado por N éstor Braunstein, Goce, México, Siglo XXI, 1990, p. 93.
’J. Lacan, El seminario. Las psicosis, Barcelona, Paidós, 1984, p. 418.
Las suplencias del Nombre-del-Padre no pertenecen al registro
de lo simbólico sino que funcionan como SI; son el fundamento
de lo nombrable y hacen posible el anudamiento entre los registros
y el acceso a la realidad. Por ello, estas suplencias no son metafó­
ricas ni metonímicas. Tampoco producen una significación.
Son varias las preguntas que surgen a partir de este sucinto
recorrido sobre la función del Nombre-del-Padre: ¿pueden estas
suplencias, valga la redundancia, suplir al Nombre-del-Padre, este
último en tanto que fundamento y estructura? ¿Cuáles son las
diferencias entre una psicosis y una neurosis? ¿Acaso falta el Nom-
bre-del-Padre en la psicosis, mientras que falla el Nombre-del-Padre
en la neurosis? Según Lacan, estas suplencias, que notamos en la
escritura de Joyce, son precisamente las que lo salvan de ser clíni­
camente un psicótico.
Otra serie de interrogantes que se abren con este planteamiento
serían: si el sinthome, si el hacerse un nombre y si el ego son su­
plencias del Nombre-del-Padre, o, como dice Diana Rabinovich,'1
se trata de compensaciones de la falla del nudo, del nudo malo­
grado, propio de la psicosis. Y, ¿puede un psicótico en cualquier
momento realizar esta suplencia y por lo tanto corregir la falla o
la falta de la función significante del Nombre-del-Padre? Si así
fuera, ¿dejaría de ser estructuralmente psicótico, o sólo dejaría de
serlo clínicamente? A partir de esta propuesta lacaniana en relación
con las suplencias del Nombre-del-Padre es necesario interrogar
qué sucede con las estructuras clínicas.
Cualquiera que sea la respuesta, nos lleva a preguntar: ¿cuáles
son las consecuencias teóricas de esta interrogación y cómo debería
orientarse la dirección de la cura en un psicótico? ¿Podríamos
pensar que en cualquier sujeto, estructuralmente neurótico, ante
alguna situación traumática insoportable, por ejemplo frente a un
duelo o una enfermedad incurable, el cuarto nudo fallaría y por
lo tanto habría de producir un sinthome para no enloquecer?
¿Es el sinthome una prótesis o una muleta para no enloquecer?
Ésta es la tesis que voy a desarrollar valiéndome de un ejemplo
destacado, tomado de la historia del arte: el autorretrato en Egon
Schiele.

(>Diana Rabinovich, La angustia y el deseo del Otro, Buenos Aires, M anantial,


1993, p. 163.
II. EL AUTORRETRATO
...es muy lamentable que no tengáis espejos que
reflejen vuestro oculto valer ante vuestras miradas,
a fin de que pudierais contemplar vuestra imagen.7
¿Qué es un autorretrato?8
Tanto en el género de la autobiografía como en el del autorre­
trato asistimos a una creación que toma como punto de partida
los hechos históricos, la memoria y la imagen frente al espejo; es
decir, en cierto sentido el autor intenta transformar al sí mismo
en un texto novelado o en una pintura, mismos que terminarán
siendo ficciones o semblantes de la imagen de sí con la que el
sujeto se identifica. Ahora bien, muchos críticos afirman que no
hay pintura o novela que no contenga al menos un fragmento
autobiográfico, sin im portar cuán deformado o ficticio resulte,
puesto que en la obra de arte se presentan con frecuencia los
mismos procesos y transformaciones que se dan en el trabajo del
sueño. Toda obra puede ser vista como un autorretrato implícito
y a su vez el autorretrato hace explícita la relación de la obra con
su hacedor.9
Por medio de la obra de arte, el artista le pide al otro que lo
vea y que lo lea, esto es, demanda una respuesta del espectador o
del lector y por lo tanto establece un lazo social con ellos. Entre
ambos géneros artísticos existen diferencias; la más importante de
ellas es el lugar capital que ocupa el espejo en el autorretrato.
Anteriormente señalamos que en cierto sentido todo cuadro es
un autorretrato, pero ¿existe éste? ¿O más bien el autorretrato es
una tarea irrealizable, un deseo imposible, resultado de la transi­
ción entre el objeto (que es el sujeto mismo) que se mira en el
espejo y el sujeto (el pintor) que se vuelve para pintar al objeto
reflejado (es decir, al propio sujeto).
“‘Sujeto’, ‘objeto’, ‘predicado’: estas separaciones se hacen, y

7 Williain Shakespeare, Julio César, en Obras completas, Madrid, Aguilar, 1978,


t. p. 174.
II,
8 Es preciso reflexionar sobre las redes significantes del autorretrato y ponerlo
en relación con sem blante, ficción, imagen, etc. Remitimos al lector al anexo,
donde se desarrollan estas consideraciones semánticas y filológicas que hemos
agrupado y que resultan esenciales para la com prensión de este escrito.
9 Apuntes del sem inario de N éstor Braunstein, u n a m , 1995-1996.
pasan luego a ser esquemas sobre todos los hechos aparentes. La
falsa observación fundamental es que yo creo que soy el que hace
algo, el que sufre algo, el que tiene algo, el que tiene una cuali­
dad.”10
El autorretrato es un proceso creador, puesto que hay que pasar
de lo que se ve a lo que se recuerda haber visto. Entre la imagen
que se cree ver y lo que aparece representado hay una diferencia,
un vacío abismal. Por una parte existe no sólo la ilusión óptica y
el engaño del ojo, sino que técnicamente el arte del autorretrato
es imposible, puesto que el pintor debe re-presentar en ausencia
su propia imagen, y para ello deberá desfigurar la imagen (su
propia imagen) y entonces figurar de memoria a un otro. Baude­
laire decía que en el origen del dibujo tenemos la memoria y no
la percepción. El piontor, en este recorrido, al mirarse ante el
espejo y al volverse para trazar lo que ha visto, pasando del pare­
cerse) al ideal del querer ser, recibe desde ambos reflejos las
preguntas ¿quién soy?, ¿cómo soy?, ¿cómo me veo?, ¿cómo me
verán?, ¿soy quien creo ser? En una palabra, qué me quiere el
Otro? (che vuoi?) Se trata, pues, del movimiento que va del deseo
al reflejo y del reflejo al deseo.11
El pintor por medio del autorretrato se convierte en autor de
su propia imagen: pinta, traza, dibuja, representa en un lienzo
vacío su imagen ante el espejo tal como él recuerda haberse visto,
o tal como deséa que lo miren, por eso es preciso que nos pregun­
temos: ¿es él quien se mira o es el otro quien lo mira? ¿Es el ojo
del Otro quien maneja la mano del pintor, y entonces, quién pinta?
¿Busca que pintor, a través del autorretrato, atrapar la mirada del
Otro y ser visto conforme a su deseo? ¿Cómo desea el pintor
representarse ante el Otro? ¿A quién pertenece el espacio que hay
del otro lado del espejo, al pintor, al Otro o al fantasma? ¿Quién
escribe el trazo en el lienzo? ¿A quién se re-trata, ante qué se
retracta o ante qué se refracta? ¿Responde el autorretrato al che
vuoi -¿qué quieres?- o al ¿quién soy yo? Por último, ¿de quién es?,
o ¿a quién pertenece el autorretrato?
Para la realización del autorretrato, el artista es semejante a un
malabarista que juega entre ser el sujeto (el que mira, el que pinta)
10 Friedrich Nietzsche, La voluntad de poder, aforismo 542, Madrid, , 1981,
e d af

p. 304.
11 Sabine M elchior-Bonnet, Historia del espejo, Barcelona, H erder, 1996, p. 172.
y ser al mismo tiempo el objeto (mirado, su propio modelo); va
de la imagen a la representación y en esta acrobacia salta de un
lugar a otro, del sujeto al objeto, y por lo tanto presentifica su
propia escisión subjetiva.
El pintor, al dibujar su propia imagen especular, debe ex-sistir
para exponerse a sí mismo a la mirada del Otro: “ahí donde (me)
pinto no soy”. La esencia de un retrato es el punto ciego y el ojo
del otro es el punto ciego de nuestra mirada,, por lo que nuestra
mirada se delimita, en el sentido de que por regla general, según
Derrida, somos tanto más ciegos a la mirada del otro cuanto más
tenemos que ocultar.12 Encontramos un ejemplo de este punto
ciego en la novela de Luigi Pirandello Uno, ninguno y cien mil:
Mientras tengo los ojos cerrados, somos dos: yo aquí, y él en el espejo.
Debo impedir que, al abrir los ojos, él se convierta en mí y yo en él. Yo
debo verlo y no ser visto. ¿Es imposible? En seguida que lo vea, él me
verá y nos reconoceremos. Yo no quiero reconocerme; yo quiero cono­
cerle a él fuera de mí. ¿Es posible? Mi esfuerzo supremo debe consistir
en esto: no verme en mí, sino ser visto por mí, con mis ojos, pero como
si fuera otro, ese otro que todos ven y yo no...
Me mantuve firme con la mirada, intenté impedir que aquellos ojos
que estaban enfrente de mí me sostuvieran, es decir, que aquellos ojos
entraran en los míos. No lo conseguí. Yo me sentía aquellos ojos. Los
veía enfrente de mí; pero también los sentía aquí, en mí; los sentía míos;
no ya fijos en mí, sino en sí mismos. Y si conseguía no sentirlos, ya no
los veía. ¡Ay de mí!, era realmente así: yo podía vérmelos, no verlos.13
¿Qué es, pues, lo que se pinta ante el espejo? La mirada engaña,
se pinta a ciegas, y el trazó del artista no pertenece a la objetividad
especular, puesto “que los ojos no pueden verse a sí mismos sino
por refracción, o sea, mediante otros objetos”.14
La mirada tiene un punto de vista y al sustituir éste por otro
diferente, es decir, al cambiar un ángulo de visión por otro distinto,
los objetos sufren deformaciones. Estamos entonces ante el juego
de la anamorfosis,15 que Baltrusaitis califica de jeroglífico, mons­
12Jacquep D errida, Memoirs of the blind, Chicago, The Chicago University Press,
1991, p. 106.
13 Luigi Pirandello, Uno, ninguno y cien mil, en Obras escogidas, M adrid, Aguilar,
1956, p. 522.
14 W. Shakespeare, op. cit., p. 174.
15 Cf. J. Lacan, “El am or cortés en anam orfosis”, en El seminario VII. La ética
del psicoanálisis, cap. XI, Buenos Aires, Paidós, 1988.
truo y prodigio, fenómeno en el que hay una subversión y una
distorsión de las imágenes. Dichas imágenes sirven para descifrar,
y este juego equivale al juego del significante.
El pintor ante el espejo ve la imagen de un ojo que mira y esta
imagen se transforma en objeto causa de su deseo: la pinta, la
enmascara, la viste, la encuadra, la encierra, la inmortaliza, pero
también la modifica y la deforma, la vacía. Ojos ciegos, ojos que
no miran. El carácter invisible de la mirada se hace visible y lo
visible se convierte en fantasma, y de esa manera las sombras y los
espectros se proyectan en un lienzo vacío.
El espejo es pura superficie que separa al pintor de su propia
imagen especular y, al tiempo que intenta re-tratarla, la transforma
en otra imagen, en una cosa diferente. Entre el momento en que
el sujeto se reconoce delante del espejo y el momento en que el
pintor se vuelve para escribir el trazo en el cuadro, entre el instante
que corre desde la especulación hasta el acto de dibujarse, irreme­
diablemente hay una pérdida, hay una diferencia, un resto no
especularizable, y esto es precisamente lo que constituye el verda­
dero objeto del cuadro. No es lo que se pinta, sino lo que falta. El
punto de partida de la reflexión lacaniana es la relación imaginaria
que se da entre el yo y su objeto de deseo, que es precisamente lo
que no se encuentra. El deseo siempre aparece en el campo del Otro.
El objeto pintado es el objeto de la pérdida ya que en el auto­
rretrato hay una imposibilidad de pintarse a sí mismo: no se trata
de fabricar un doble. El autorretrato está marcado por la escisión,
la esquizia entre el objeto que se mira en el espejo, el sujeto que
lo pinta y el objeto representado.
En esta operación de autorretratarse no sólo se juega el deseo
del pintor, sino que la superficie del espejo separa al pintor de su
propia imagen especular y por lo tanto también lo separa de la
locura, ya que la imagen ante el espejo realiza las veces de una
escisión subjetiva. En este punto no hay posibilidad de aprehender
el objeto ante el espejo, puesto que el vidrio separa al sujeto de
su imagen especular. El espejo opera al mismo tiempo los prpcesos
de enajenación y de separación.
En iel autorretrato, el pintor sabe que nunca podrá conciliar lo
que pinta con aquello que está del otro lado del espejo, puesto
que entre el sujeto (el pintor) y su objeto (el modelo, la imagen
de a) existe una división ineludible: lo que se dibuja es lo que falta
y el lienzo vacío se convierte entonces en un espacio lleno de
ficciones y de representaciones marcadas por el objeto del fantas­
ma, por imágenes de a [i(a)].
El autorretrato está hecho de trazos, de rasgos, de líneas y de
colores; todos ellos atraviesan la imagen del pintor, marcan su
cuerpo, lo penetran, lo mutilan y lo desfiguran; lo embellecen, lo
envejecen e infantilizan, lo deforman. Para autorretratarse hay que
des-trazarse, y en cada trazo de un autorretrato el pintor debe
destrozar la imagen que tiene de sí mismo ante el espejo. El auto­
rretrato es, pues, un trabajo de desconstrucción de la imagen es­
pecular
Para autorretratarse hay que des-figurarse y violentar la imagen
de sí mismo; sólo entonces será posible construir a través de la
interpretación la causa de esta imagen.
Para autorretratarse hay que despedazarse. Por exacta y perfec­
tamente que pueda ser reproducida, esta imagen se cadaveriza, se
a-rruina, ya que termina despojando al pintor de sí mismo y en su
lugar aparece otra cosa, una obra de arte; es decir, un objeto que
puede ser exhibido, vendido, coleccionado, subastado, robado y
aun quemado. En una palabra, en nuestras sociedades la obra de
arte termina siendo una mercancía (un plus de goce, un minus de
goce). De esta manera en cada cuadro se juega la castración del
pintor mismo. Es decir, el pintor ya no es más uno con su cuadro.
Hay una separación entre la obra (como objeto a) y el artista -(SOa).
Derrida dice que el autorretrato es el retrato de la ruina
Hay un autorretrato de James Ensor firmado y fechado en 1888
que se titula M i retrato en 1960 (lámina 1). Él representa la figura
de un esqueleto recostado, que es la manera en que Ensor se
representa setenta y ocho años después de que pintara “su retrato”.
Hizo otro autorretrato el mismo pintor que tituló Autorretrato ca-
daverizado. Resultan de especial interés los dos, puesto que en ellos,
especialmente en el primero, Ensor se dibuja en un punto de no
retorno en el que reflexiona anticipadamente sobre su muerte y
se apropia de ella; de esta forma se eterniza en vida, borrando en
él los límites del tiempo y del espacio; marca al mismo tiempo lo
inalcanzable de la cámara fotográfica y de la imagen especular.
Maurice Blanchot escribe que “a primera vista la imagen no se
asemeja a un cadáver, sin embargo, la extrañeza del cadáver es la
extrañeza de la imagen”.10
10 M aurice Blanchot, “Two versions of the imaginary”, publicado en L ’Espace
Al momento de firmar su autorretrato, el pintor se inscribe en
el Otro, se escribe y al mismo tiempo se «-firma como un otro, se
separa del Otro.
El autorretrato se apodera de la imagen y el pintor lo afirma, y
esta firma, único rasgo que lo identifica, autentifica el autorretrato
y al mismo tiempo lo eterniza. Cientos de años más tarde podremos
leer, por ejemplo en el más famoso de los autorretratos de Durero,
que se encuentra en la Antigua Pinacoteca de Múnich, además de
su monograma y la fecha, “1500”, impreso en letras romanas en
latín: “Albertis Durerus Noricus/ipsum me propijs sic effin/gebam colo-
ribus aetatis/anno XXVIII.”17 Con esta inscripción, no sólo asistimos
al anudamiento entre lo real, lo simbólico y lo imaginario, sino
que en ella se encuentran también presentes el sujeto y el objeto,
el Yo (el Je) y el mí (el moi). Tal parece que la inscripción, que nos
ocupa es casi un epitafio. Durero quería asegurarse de que su
autorretrato nunca se borraría y con ello se eternizara. Siguiendo
la cita de Freud que hemos utilizado como epígrafe, el artista no
solamente es un ensalmador,18sino que en el autorretrato el pintor,
en este caso Durero, es también un embalsamador que llena de
sustancias balsámicas (de colores indelebles) las cavidades de los
cadáveres (su espectro, su imagen especular) para preservarlos de
la corrupción o de la putrefacción.
Sin que este trabajo aspire a convertirse en una crítica de arte,
resulta importante detenernos en algunos de los más famosos au­
torretratos de Durero, no sólo por la importancia que tienen dentro
de la historia de la pintura, sino también porque se dice que a
partir de él se inicia formalmente este género como tal.
Erwin Panofsky llama al autorretrato de Durero en el Padro
(1498) “el primer autorretrato independiente”,19 que no solamente
firmo y fechó, sino que agregó una inscripción que reza: “Este
autorretrato lo pinté siguiendo mi propia imagen. Tenía 26 años.”20
Littéraire (1955), citado por Joseph Leo Koerner, The noment of self-portraiture in
Germán Renaissance art, Chicago, The University of Chicago Press, 1993, p. 309.
17 “De este m odo yo, Alberto D urero de Nurem burgo, ine pinté con {olores
indelebles a la edad de veintiocho años” (citado en J.L. K oerner, op. cit., p. 37).
18 “‘Ensalmador (de ensalmar): Persona que tenía por oficio com poner los huesos
dislocados o rotos; persona de quien se creía que curaba con ensalmos. ‘Ensalmo’
(de ensalmar): Modo supersticioso de curar con oraciones y aplicación em pírica
de varias m edicinas” (Diccionario de la lengua española).
I9J.L. Koerner, op. cit., p. 37.
20 Ibid.
Anteriormente, Jos pintores se representaban a sí mismos entre
alguno de los personajes de sus cuadros, o aparecía al pie de la
pintura un pequeño autorretrato, en ocasiones en el lugar de la
firma (ejemplo de ello es el inolvidable medallón de Lorenzo Ghi-
berti que aparece en las Puertas del Paraíso del Bautisterio de
Florencia), pero jamás como figura central.
Pero volvamos a Durero. A través del autorretrato, el pintor
propone un nuevo modelo de la imagen: su valor, su función y su
relación con el espectador.
El pasaje que hay entre sus tres autorretratos más conocidos
resulta muy interesante. En el que se encuentra en el Museo del
Louvre (1493), el pintor se representa a sí mismo como un burgués,
mientras que en el del Museo del Prado aparece como un personaje
perteneciente a una clase social más alta que la propia, en donde
refleja el orgullo que el artista siente de sí mismo, cómo se ve,
quién es y lo mucho que vale, mientras que en el autorretrato de
Munich (1500), Durero se pinta ataviado de la imagen de Cristo y
salvador del mundo, se representa a manera de una imagen divina.
Aquí dramatiza su fuerza y acentúa el pasaje del artesano al artista
que se produce durante el Renacimiento,21 idealizando y elevando
a este último al rango de filósofo e intelectual. El artista ya no es
más un trabajador manual, sino que por el contrario (se) consagra
al pintor, lo inmortaliza y lo deifica. El culto del autorretrato es
un culto al yo.
Uno de los más famosos autorretratos contemporáneos de los
de Durero es el Autorretrato en espejo convexo del Parmigianino (lá­
mina 2) que se encuentra en el Museo de Historia del Arte de
Viena. Vasari comenta que lo pintó justo antes de su salida para
Roma en 1524, a la edad de veintiún años, para mostrar su destreza
“en las sutilezas del arte”.
Francesco decidió un día hacer su propio retrato, mirándose a sí mismo
con ese propósito en un espejo convexo, como los que utilizaban los
barberos [...] Para ello mandó hacer a un tornero una esfera de madera
y la división en dos, dándole el tamaño de un espejo, se puso a pintar
con gran arte también lo que vio en el espejo.22

21 Ibia , p . 37.
22 Citado en Frederick H artt, History of Italian Renaissance art, Nueva York,
H arry N. Abram s, 1994, p. 563.
Sobre esta superficie el Parmigianino se pintó con un aire de
absoluta indiferencia, “tan bello -dice Vasari- que parecía más
bien un ángel que un hombre”. Su cara está lo suficientemente
retirada de la superficie para no sufrir distorsiones, pero su mano
y la manga del saco están acentuadamente agrandadas y el tragaluz
del estudio y la pared de enfrente aparaecen redondeados.23
El Parmigianino pinta su imagen en una superficie curva que
da al espectador el efecto de un movimiento oscilante, como si la
cara y la mano avanzaran y retrocedieran alternativamente, con lo
que logra un efecto óptico aparentemente imposible: introduce en
el autorretrato un cierto movimiento temporal, pero a su vez con­
gela el instante en el cuadro.
Por medio de esta paradoja óptica del espejo convexo, el Par­
migianino sustituye lo que era una exacerbada fidelidad a la re­
presentación de la realidad por lo inaudito y fantástico que resul­
ta de este experimento. El pintor, comenta Vasari, deseaba sor­
prender al espectador a través del arte con la novedad y el
asombro; juega con el espejo para crear una sensación de defor­
midad y extrañeza por medio de la cual la imagen se forma y se
deforma.
Leonardo, por su parte, consideraba el espejo como el maestro
de los pintores y comparaba el espejo curvo con los reflejos de las
imágenes distorsionadas que se ven cuando el agua está en movi­
miento en el curso de un riachuelo.
El autorretrato termina por despojar al artista de sí mismo. En
su calidad de espejo sustituye su reflejo por el de un otro y por
tanto es una representación de lo que ya no es.
El autorretrato es un objeto de especulación, speculare, speculum,
ver, mirar; se especula sobre la imagen y la imagen nos refleja una
ilusión que desde la mirada de otro puede resultar extraña. Reco­
miendo al lector que lea la novela de Luigi Pirandello, Uno, ninguno
y cien mil,24 a la que ya hicimos referencia unas líneas antes, en la

23 Ibid., p. 563.
24 “La idea de que los demás veían en m í a uno que no era yo tal como yo me
conocía; a uno que solam ente ellos podían conocer m irándom e desde fuera con
ojos que no eran los míos y que me proporcionaban un aspecto destinado a ser
siem pre extraño a iní, aun estando en mí, aun siendo el mío para ellos (un mío,
pues, que no era para mí); una vida en la que, aun siendo la mía para ellos, yo no
podía penetrar, esta idea no ine dejó en paz. ¿Cómo soportar en mí a este extraño?
¿Este extraño que era yo mismo para mí? ¿Cómo verlo? ¿Cómo no conocerlo?
cual desarrolla éste de una manera humorística y excepcionalmente
precisa la esencia de lo que años más tarde serán los conceptos
desarrollados por Lacan en el “Estadio del espejo”.

III. EGON SCHIELE

El único medio de comunicación que poseemos,


el lenguaje, es inservible, no logra pintar el alma,
y lo que nos entrega son sólo fragmentos desga­
rrados.25
Por último, para dar cuenta del género pictórico del autorretrato
como sinthome hemos elegido como ejemplo una serie de autorre­
tratos de Egon Schiele, contemporáneo de Sigmund Freud. Debido
al material, tanto pictórico como escrito, que poseemos de Schiele,
vemos que por medio de sus autorretratos se presentifica de ma­
nera clara la función suplementaria del Nombre-del-Padre, re- pre­
sentando a través de su propio cuerpo, dibujado en movimiento,
lo indecible de la sexualidad y la muerte, temas centrales en su
arte, cuestiones que fueron también para Freud capitales a partir
del descubrimiento del inconsciente.
La otra razón por la que hemos elegido a Egon Schiele es porque
se trata del pintor (hasta donde sabemos) que mayores distorsiones
ejecuta en el autorretrato de su imagen frente al espejo); no es así
el caso de Francis Bacon (lámina 3), por recordar a otro, cuyos
autorretratos surgen a partir de la creación, de la imaginación, de
la memoria y de otras técnicas.
Antes de seguir adelante es necesario aclarar que de ninguna
manera estamos afirmando que el género pictórico del autorretrato
cumpla siempre con la función de sinthome, tal como afirmamos
que sucede con Egon Schiele. Sabemos, desde el psicoanálisis, que
no solamente no podemos hacer generalizaciones, sino que habrá
veces, en el caso de otros pintores, en el que el autorretrato cumpla
otra función: la de una sustitución metafórica, la de un síntoma o
la de una sublimación.
¿Cómo quedar para siem pre condenado a llevarlo conmigo, en mí, a la vista de
los demás y, en cambio, fuexa de la mía?” (Luigi Pirandello, op. cit., p. 521).
2j Fragm ento de una carta de H einrich von Kleist a su herm ana Ulrike, citado
en Sobre el teatro de las marionetas, M adrid, H iperión, 1988, p. 10.
La pintura de Schiele se halla en ocasiones más cercana a la
actuación que a las palabras.21’ Los autorretratos de Egon recuerdan
las fotografías de las histéricas en la Salpetriére en sus contorsiones
corporales y el interés que éste siempre tuvo por el lenguaje del
cuerpo de los enfermos mentales, además de su fascinación por
los dibujos que su amigo Erwin Osen realizaba de los enfermos
internados en el hospital de Steinhof (láminas 4, 5, 6 y 7). Muchos
de los desnudos de Osen son similares a sus autorretratos, en
donde “ambos comparten una estremecedora e inquietante exage­
ración en la representación del cuerpo”.27
Si eligiéramos el camino fácil y engañoso de analizar la biografía
de Schiele, construiríamos sin dificultad alguna un caso clínico
fascinante, pero pasaríamos al terreno de la especulación en el que
nos veríamos obligados a discutir si el significante del N,ombre-del-
Padre falló, y por lo tanto hubo un error de anudamiento entre
lo real y lo simbólico, debido a la muerte prematura del padre de
Schiele cuando éste apenas contaba catorce años y de la que, según
se sabe, el pintor nunca se repuso.
¿Se emparentan las leyendas de las novelas familiares, de las
vidas y muertes de padres o hermanos y de la búsqueda de suplen­
cias de nombres del padre de Egon Schiele, de James Joyce y de
otros genios contemporáneos como pueden ser las de Wittgenstein
o Nietzsche?
La respuesta puede ser el tema para un trabajo posterior, por
ahora remito al lector al trabajo de Néstor Braunstein, “La clínica
en el nombre propio”, en el volumen de los Coloquios de la Fun­
dación: El laberinto de las estructuras.
A pesar del riesgo de deslizamos en el terreno del psicoanálisis
aplicado y ante la falta de material clínico que nos permitiera
ilustrar este trabajo, hemos seleccionado algunos datos biográficos
de la vida de Schiele para dar cuenta de la problemática clínica
que plantea el sinthome y las suplencias del Nombre-del-Padre.
El padre de Schiele, Adolf, murió paralítico a causa de la sífilis,
en la locura, y sufrió durante sus últimos años constantes delirios.
Egon no sólo tuvo que ser testigo de esta locura, sino que Wübo
2,1 Michael H unter, “Body as m etaphor”, en Egon Schiele, art, sexuality, and Vien-
nese modemism, Palo Alto, The Society foi the Prom otion of Science and Scholars-
hip, 1994, p. 119.
27 Patrick W erkner, "The child-woman and hysteria”, en J.L. K oerner, op. cit.,
p. 51.
de esconderla ante la sociedad y padecerla al lado de su padre.
Durante estos años, Adolf era ya un fantasma agonizante, deshecho
y consumido por la enfermedad. Entonces Egon presenció el fallido
intendo de suicidio la noche de Navidad y permaneció la noche
de Año Nuevo inmóvil velando el cadáver de su padre. A partir
de entonces, convirtió las visitas a la tumbra de su padre en su
lugar preferido para dibujar y pensar.
“Busco únicamente los lugares en donde mi padre estaba, para
deliberadamente experimentar mi dolor en horas de melancolía.
Me preguntó por qué pintaba tumbas y otros cuadros similares,
poique la memoria de mi padre continúa viviendo intensamente
en mí.”28
Si bien la muerte es nuestra sombra desde que nacemos, y Freud
afirma que no hay representación de ella en el inconsciente, a
Schiele la muerte lo amenazaba por todos lados; todo a su alrededor
la representaba. Su madre, también contagiada y mutilada por la
sífilis, paría hijos muertos cada año; únicamente le sobrevivieron
dos hermanas.
Al nacer Schiele, leemos en el diario de su madre: “El 12 de
junio de 1890, nuestro querido Dios finalmente me dio un hijo,
Egon, ése es su nombre, es un niño sano y fuerte. Que Dios nos
lo conserve eternamente. Que pueda crecer y prosperar.”29
La historia del pintor nos remite a dos citas; la primera es de
Freud: “Como estructuras agrietadas y rotos en pedazos son los
enfermos del espíritu”,30 y la segunda de Lacan: “El ser del hombre
no sólo puede comprenderse sin la locura, sino que no sería el ser
del hombre si no llevara en sí la locura como el límite de su li­
bertad.”31
Según algunos críticos, después de Rembrandt, Egon Schiele es
el pintor que más autorretratos ha realizado. Esto sin tomar en
cuenta que Schiele murió a los veintiocho años y sin incluir los
cuadros en que él es su propio modelo, aun cuando no los llama
autorretratos. Escribió varios poemas a los que también titula “Au­

28 Alessandra Coraini, Egon Schiele’s portraits, Berkeley, University of California,


1974, citado en Jane Kallir, Egon Schiele. The complete Works, Nueva York, H arry N.
Adams, 1990, p. 37.
29 A. Comini, op. cit.
30 S. Freud, Obras completas, op. cit., t. 22, pp. 54-55.
31J. Lacan, “De una cuestión prelim inar...”, op. cit., p. 556.
torretratos” o “Niño eterno”, en un intento por verbalizar lo que
sus pinturas retrataban: “Yo eterno niño,/m e he sacrificado por
otros.../que me miraron y no me vieron.”32
”No muy lejos, algunos reconocieron en el autorretrato el len­
guaje silencioso de quien mira hacia adentro y ya no pregunta
más.”S3
“La pintura que forma las imágenes es el retrato del discurso.”34
Schiele compulsiva y repetidamente se pintó temeroso, atormen­
tado, desagarrado, enojado y victimizado (lámina 8). Sus cuadros
retratan el permanente tormento en el que vivía. Ante la pregunta
de por qué había dibujado tan desagradables representaciones de
sí mismo, respondió: “Ciertamente he realizado pinturas que son
‘horribles’; no lo niego. Se piensa que me gusta hacerlas para
‘horrorizar a la burguesía’. ¡No! Jamás fue el caso. Sin embargo,
el añorar y el desear también tienen sus fantasmas. De ningún
modo he pintado tales fantasmas por placer. Era mi obligación.”35
¿Cuál podría haber sido esta obligación de Schiele?
¿El autorretrato como Ersatz, un sustituto de qué? ¿Del padre?
En el autorretrato se realiza un anudamiento entre el pintor, su
imagen ante el espejo, el espejo, lo que pinta y su firma; anuda­
miento entré lo real, lo simbólico y lo imaginario, quedando como
objeto causa (a) aquello que no vemos en el cuadro, es decir, el
objeto, del fantasma, el cual no es un objeto especular, pero puede
estar en función de las imágenes del objeto [i(a)]; a menudo, ‘el
pintor intenta trazar en el autorretrato un estrechamiento del es­
pacio entre el sujeto y el objeto (perdido) causa del deseo.
En sus autorretratos Schiele remplaza por una ficción el saber
sobre lo real de la sexualidad y lo real de la muerte. A través de
sus pinturas mediatiza el vacío de la imagen que no puéde soportar,
ya que el espacio imaginario constituido por el Otro no le devuelve
más que tumbas y enfermedades. En lo real, la sexualidad mata y
enloquece, es necesario que ésta sea limitada y conformada por el
yo narcisista especular y por el fantasma. Entre lo que no puede
32 F. W hitford, Egon Schiele, Nueva York, O xford University Press, 1981, citado
en Danielle Knafo, Egon Schiele. A self in creation, Nueva York, Associated University
Presses, 1993, p. 101.
33 Egon Schiele, “Eternal child”, en Paintings and poems, Nueva York, Grove
Press, 1985, p. 6.
34J. Derrida, La diseminación, Madrid, Esperial Ensayos, 1975, p. 248.
35 A. Coinini, Egon Schiele’s portraits, op. cit., p. 92.
ver en su imagen y entre las imágenes que lo atormentan y lo que
pinta, Schiele crea su propia imagen, distorsionada y muülada,
fragmentada, entumecida y engarrorada. El mejor ejemplo de ello
lo encontramos en el autorretrato Hombre hincado y desnudo de
1910. Es decir, que ante la disimetría que le produce su propia
imagen especular y lo que proyecta en el lienzo vacío, el autorre­
trato opera en él como un elemento estructural que le da consis­
tencia a lo imaginario, ahí donde hay riesgo de abolición subjetiva
-riesgo de la locura. La carne toma cuerpo en el autorretrato -y
la imagen se encarna en el cuadro, para aparecer contaminada por
la enfermedad y la muerte, tal como la representa a través de las
deformaciones en el Autorretrato con el hombro desnudo (1912) (lá­
mina 9).
Entre los autorretratos favoritos de Schiele se encuentran: La
madre muerta I (1910) y La madre muerta II o El nacimiento del genio
(1910).
Para Schiele, y por lo que sabemos de su familia, el nacimiento
estaba relacionado Con la muerte, la enfermedad, el castigo y even­
tualmente la locura, temática presente en su arte.
La madre muerta I (lámina 10) representa a una mujer embara­
zada, a su propia madre, cuyo cuerpo transparente alberga a su
todavía no nacido feto. Aunque el título implica muerte, la madre
y el niño parecen estar compartiendo un estado simbiótico. En el
segundo, la madre semeja estar muerta, sus manos están tiesas y
el niño, por la mirada y las manos abiertas, simula haber despertado
a la vida, aunque permanece prisionero en esta madre muerta.
Schiele no solamente sobrevivió a través de sus autorretratos
sino que se creó a sí mismo: “De la nada hice todo, nadie me
ayudó. Debo agradecerme mi existencia.”30
Lo que caracteriza al sinthome es la sustitución de una realidad
perdida, es decir que a través del sinthome se produce otra realidad
como alternativa; Schiele intenta por medio del autorretrato crear­
se a sí mismo como un otro. Su pintura produce un artificio que
le da otra identidad, le da un nombre y por lo tanto se crea a sí
mismo.
Su biógrafa, Alessandra Comini, señala que Schiele siempre tuyo
en su estudio un espejo de tamaño natural que perteneció a su
madre, ante el cual pintaba sus autorretratos (lámina 11), y además
s<> Carta de Egon Schiele a su m adre citada en J, Kallir, op. cit.
invariablemente se detenía a mirarse ante cualquier espejo o vidrio
que encontrara a su paso. ¿Qué buscaba? ¿Qué no encontraba? ¿El
vacío de la estructura? ¿El lugar en donde la vida y la muerte se
conjugan? ¿La Cosa?
Mi mente me obligaba a ver todas las cosas de que se hablaba en una
especie de inquietante cercanía: así como bajo la lente de aumento vi en
una ocasión un pedazo de piel de mi meñique que parecía una tierra en
barbecho, llena de surcos y cavidades, así veía a los hombres y sus actos.
Ya no lograba abarcarlos con la mirada simplificadora de la costümbre.
Todo se me disgregaba en fragmentos, que a su vez se disgregaban en
otros más pequeños, y nada se dejaba encasillar con un criterio definido.
Palabras sueltas flotaban a mi alrededor, se volvían ojos que me miraban,
obligándome a mirarlos: remolinos que me atraían hasta causar mareo,
que giraban sin cesar y más allá de los cuales no había más que el vacío.37
f

Los autorretratos dobles con la madre muerta se cuentan entre


los cuadros más importantes y frecuentes en la obra de Schiele;
obsesionado con el tema de la maternidad y su relación con el
nacimiento y la vida, con la enfermedad y la muerte, el pintor
pidió permiso en una clínica para dibujar a pacientes embarazadas
y en mesas" ginecológicas o en posiciones de parto (lámina 12).
Asimismo realizó dibujos de niños recién nacidos y de niños muer­
tos (lámina* 13).
Mientras al padre muerto había que darle vida, a la madre viva
había que darle muerte.
Krumau, una ciudad medieval al sur de Praga, donde nació su
madre y murió su padre, se convirtió en su lugar favorito para
vacacionar. La pintó innumerables veces, y sus cuadros llevan por
título La ciudad muerta (1915-1916). La obsesión por la muerte en
el ] ntor se hace patente en el conjunto de su obra plástica.
Además de los ya mencionados: La madre muerta y El naci­
miento del genio, Schiele realizó en Krumau dos de sus más im­
portantes autorretratos: Melancolía y Delirium; según Rudolf Leo-
pold, el pintor dibujó escenas de esta ciudad encima del autorre­
trato (lámina 14).
En Melancolía vemos a un Schiele consumido en medio de las
construcciones de Krumau al tiempo que hace lo que será su gesto
37 Hugo von H ofm annstahl, “Carta de Lord Chandos” (fragm ento), en Cuader­
nos del Fondo de Cultura Económica, México, 1990, p. 15.
característico, casi como una firma o una identificación, la V98 que
dibuja con ambas manos, que generalmente aparecen sin pulgares.
Esta seña en que los dedos aparecen separados puede haber t?hido
múltiples significados en él.
Melancolía y Delirium insinúan respectivamente su relación con
una madre permanentemente depresiva y la locura del padre. Los
dos aparecen reunidos por La ciudad muerta.
Schiele siempre estuvo muy influido tanto por Nietzsche como
por Rimbaud, y se dice que Delirium fue titulado en honor al pasaje
del poema “Una noche en el infierno”, de Rimbaud: “Delirios I -
La virgen loca - El esposo infernal”, temas todos que aluden a su
tormentosa existencia.
Schiele oscilaba entre la melancolía y el delirio, entre “llevar las
semillas de la descomposición dentro de él”59 o invertir sus senti­
mientos con exagerado egotismo:
Sin duda alguna seré el más grande, el más maravilloso, el más valorado,
el más puro, y el fruto más precioso.
Los efectos más bellos, los más nobles están unidos en mí. Seré el fruto
que aun después de su descomposición dejará vida eterna; por lo tanto,
¡qué tan grande será tu gozo en haberme parido!40
Los únicos autorretratos que el pintor realizó sin la ayuda del
espejo fueron los que pintó durante el breve periodo en que per­
maneció en la cárcel (1912), sobre el cual haré algunas otras con­
sideraciones más adelante. En ellos ló vemos ataviado con una
suerte de camisa de fuerza o túnica y distorsionado, prueba de la
desesperación de sentirse preso y atrapado (lámina 15). Los vein­
ticuatro días que pasó en la cárcel tuvieron efectos devastadores
en él y representan un punto nodal en su vida, entre otras razones
porque era la segunda vez que su arte éra censurado y quemado.
La primera sucedió cuando niño: su madre rompió y quemó sus
dibujos. Años más tarde serían condenados y confiscados por su-

SH Alessandra Comini dice que esta seña puede haber tenido múltiples signifi­
cados para Schiele, y especula sobre la posible representación de una vulva. Danielle
Knáfo com enta que esta seña, V, se realizaba entre los sacerdotes judíos durante
el medievo (llamados cohenim) para bendecir; y tam bién que era una representación
del “ojo de Dios” (op. cit., p. 174, n. 22).
S!l Nebehay, Egon Schiele, p. 134, citado en D. Knafo, op. cit., p. 88.
40 A. Comini, citado en D. Knafo, op. cit., p. 101.
cios y perversos, principalmente los dibujos de niños y niñas des­
nudos.
Eit s u diario de la prisión repetidamente leemos el miedo que
tenía a la castración (lámina 16): “Ciertamente que no me van a
castrar y tampoco lo harán con mi arte [...] Castración [...] ¡Hipo­
cresía! [...] Aquel que niega el sexo es un puerco que embarra de
la manera más baja a sus padres que lo han engendrado.”41
Escribió también sobre el tormento que experimentaba en el
vacío de su celda y la angustia ante el color blanco de las paredes
en donde nada se reflejaba. “Alrededor de mí todos los colores se
han extinguido. Es espantoso. Un infierno enrojecido sería mara­
villoso [...] un infierno encendido no sería castigo [...] únicamente
el gris, gris, gris que forma parte de la monotonía sin fin es el
verdadero y terrible castigo satánico.”42
Y llegó a<afirmar durante su encarcelamiento: “No me siento
castigado, sino que estoy purgando mis pecados.” Podemos pre­
guntarnos: ¿cuál sería su pecado? ¿No aceptar la demanda del otro?
¿Impugnar otra ley? Schiele fue acusado de corrupción, violación
y secuestro de menores, a lo que respondió en su diario: “¿Qué
significa que un niño haya sido corrompido? Los adultos nos hemos
olvidado de cuando éramos niños y lo terrorífico de la sexualidad
que tanto nos torturaba pero que a la vez nos apasionaba. Todavía
no he olvidado los sufrimientos de aquellos tiempos.”
El juicio terminó cuando el juez quemó uno de los dibujos de
Schiele por considerarlo “pornográfico”.
Es necesario que haya una imagen, un reflejo, para poder trazar
el autorretrato: la falta de imágenes lo angustian, aunque sea de
memoria habrá de trazarse para verse representado y no desapa­
recer. El autorretrato es una ficción de la imagen ante el espejo,
“donde nuestra ignorancia empieza, donde ya no llegamos con la
vista, ponemos una palabra: por ejemplo, la palabra ‘yo’, la palabra
‘acción’, la palabra ‘pasión’”.43
Los autorretratos de la cárcel llevan una inscripción que mues­
tran su terrible desesperación: “Por el arte y por mis seres queridos,
con agrado soportaré hasta el final.”
El autorretrato en Schiele es el artificio que sostiene al padre
41 Ibid., p. 110.
42 Ibid., p. 111.
43 F. Nietzsche, aforismo 477, op. cit., p. 276.
1. JAMES ENSOR, M i
autorretrato en 1960,
18B8.
A guafuerte,
64 x 144 mm.

Autorretrato en espejo
2 . PARMIC.1AN1NO, 3. FRANC.'S BACON, A utorretrato, 1969.
convexo, 1524. Óleo, 35.5 x 30.5 qm.
Viena, M useo de Historia del Arte. Colección privada.

ufi ¡! ir í ovcrn.s
4. La “fase de inmovilidad tónica o tenanismo ”
(placa grabada conform e a la fotografía precedente).
Estudios clínicos sobre la histeria de P. Richer, 1881.
Citado en Invention de l’hystérie (Charcot et l’iconographie
photograpliique de la Salpetriére), de Georges D idi-H uberm an,
Francia, Éditions M acula, 1982, p. 121.

5. EGON SCHIELE, Autorretrato


haciendo muecas de dolor o asco
desnudo, 1910.
G ouache, 55.8 x 35.5 cm.
Colección gráfica de la
A lbertina, Viena.
6. A ctitudes pasionales.
Fotografía de Augustine
por P. Régnard.
En Invention..., op. cit.
p. 139.

7. EGON SCHIELE,
A utorretrato con m ano
en la m ejilla, 1910.
G ouache, acuarela y
carbón, 44.3 x. 30.5 cm.
C olección gráfica de la
Albertina, Viena.
8 . EGON SCHIELE,
Autorretrato desnudo, 1910.
G ouache, acuarela y crayón
negro, 43.2 x 30.5 cm.
C olección R udolf Leopold.

9. EGON SCHIELE, Autorretrato


con hombro desnudo.
M adera, 42 x 34 cm.
Colección R udolf Leopold.
1 0. EGON SCHIELE,
M adre m uerta 1, 1910.
Oleo y lápiz en m adera,
32.4 x 25.8 era.
C olección R udolf Leopold.

11. Egon Schiele frente


al espejo, 1916.
Fotografía tom ada por
Johannes Fischer.
C ortesía de
A lessandra Comini.
■'u !

_ V.:. 3K

12. EGON SCHIELE, M ujer


em barazada.
A cuarela y carbón, 45.1 x 31.1 cm.
Colección privada.

13. EGON SCHIELE, Niño recién


nacido.
G ouache, acuarela y crayón,
42.2 x 38.3 cm.
Colección privada.
14. EGON SCHIELE, M elancolía,
autorretrato.
150 x 100 cm.
Colección R udolf Leopold.
15. EG O N SCH IELE, Por el arte
y por aquellos a quienes amo,
perduraré hasta: el fin a l.
Acuarela y lápiz, 48.2 x 31.8 cm.
Colección gráfica de la
Albertina, Viena.
16. EG O N SCH IELE, Autorretrato
con brazos en alto.
Gouache y lápiz, 48.4 x 32.1 cm.
Colección Viktor Fogarassy.
17. E G O N SCH IELE, Seers (profetas).
Gouache, acuarela y lápiz,
47.9 x 31.7 cm.
Galería Wurthle, Viena.
18. EGON SCHIELE, Los ermitaños,
firm ado y fechado tres veces.
181 x 181 cm.
Colección R udolf Leopold.

1 9. EGON SCHIELE, Autorretrato


con paleta, anterior a 1905.
G ouache. lápiz y crayón
sobre cartulina.
Colección R udolf Leopold.

20. EGON SCHIELE, Autorretrato


con ropa de calle, gesticulando, 1910.
A cuarela y lápiz sobre papel.
40.6 x 25.4 cm. *
G alería St. Etienne, N ueva York.
muerto, le da una palabra y al mismo tiempo lo separa de la
impotencia y castración de éste; realiza su fantasma de creación y
se apodera, en el plano fantasmático, de su sexualidad; el goce se
falidza, se metaforiza, se hace ficción, y así vemos los diversos
cuadros en donde se representa a sí mismo con la mirada perdida
en el vacío, masturbándose, mutilado y castrado; son autorretratos
de cuerpos destrozados mediante los cuales desenmascara lo ima­
ginario de la completitud y nos muestra el terror de su mundo
interno; las imágenes son desbordadas y dañadas. Plasma sobre el
lienzo la huella de una sexualidad mortífera, cede la palabra a los
objetos muertos.
Al nom brar el cuadro, al titularlo, al registrarlo ante el otro
como un autorretrato y firmarlo, Egon Schiele no sólo se identifica
con su nombre propio, sino que formaliza, en aquello que era un
lienzo vacío, un retrato, que dice ahora ser él, y ello le confiere
un carácter de inmortalidad, “...que Dios nos lo conserve eterna­
mente” -im ploró la madre al nacer Schiele.
Y al mismo tiempo, al momento de la firma del autorretrato,
Schiele se auto-retira, firma su propia muerte. Firma su ex-sistencia.
Schiele conoció a Gustav Klimt, con el que estableció una trans­
ferencia inmediata y tan intensa que nos hace pensar en una cierta
similitud con la transferencia que el presidente Schreber estableció
con el doctor Flechsig.
Toda la obra de Schiele está marcada por su relación con Klimt,
a quien considera su padre artístico y “espiritual” y de quien ne­
cesitaba la constante autorización, aprobación y sobre todo la bendi­
ción como artista.
Klimt no sólo lo invitó en repetidas ocasiones a participar junto
con él en varios trabajos, por los que Schiele se sentía reconocido
por el maestro, sino que también se encargó de recomendarlo para
trabaos y con mecenas.
Egon no tardo en coleccionar los mismos objetos que Klimt y
copiarlo en todo lo que podía. Parafraseó varios de los cuadros
del maestro, tales como: El beso, Las serpientes de agua y Dánae. Se
identificó a tal punto con él que algunos de sus primeros autorre­
tratos son no sólo “malas imitaciones” de éste, en los que adopta
su estilo y utiliza túnicas semejantes a las que Klimt solía usar, sino
que llega al extremo de modificar su firma y adoptar los mismos
trazos del maestro; está además el autorretrato que lleva por título:
Autorretrato como Klimt (lámina 17) y el hecho de que se apodó El
Klimt de plata. La firma no le basta a Schiele para a-firmarse, sino
que en la búsqueda de una identidad ha debido adoptar los rasgos
de su maestro como una suplencia del Nombre-del-Padre. La firma
será para Schiele otra manera de inscribirse en el cuadro, puesto
que no solamente hay cuadros que firmó dos o tres veces Sino que
a lo largo de su obra cambió de estilo en múltiples ocasiones. Por
ejemplo en el autorretrato doble Los ermitaños (lámina 18), firmados
tres veces, no solamente se dibuja fusionado con una figura pater­
na, sino que esta última es un hombre con barba similar a la que
solían llevar Adolf Schiele y Gustav Klimt. A través de este tema
de carácter religioso, que por otra parte se vuelve muy común en
Schiele, se congrega en una sola figura lo que simbolizaría a Dios
padre, el padre de Schiele y Klimt, es decir, su padre artístico.
Schiele enfatiza la importancia de su padre en esta pintura: “Ésta
es una pintura que no podría haber hecho en una noche. Refleja
las experiencias de muchos años, empezando por la muerte de mi
padre; he pintado una visión.”44
Más adelante agrega con relación a este mismo autorretrato:
Éste no es un cielo gris, sino un mundo en duelo en el que las dos figuras
están en mu cimiento. Han nacido por sí solas. Este mundo, junto con las
dos figuras, Se supone que representa la transitoriedad de todo lo esencial
[...] Veo a las dos figuras como si fueran una nube de polvo, que como
el mundo que se eleva existen únicamente para desplomarse en el agota­
miento, en la impotencia.4-15
En Schiele hay un fantasma de redención del padre: por medio
de sus autorretratos no sólo se crea a sí mismo, se hace padre,
s no que va más allá del padre, pero a la vez es también una manera
de completarlo y de sostenerlo.
El pintor trabajó su primer autorretrato (lámina 19) pocas se­
manas después de la muerte de su padre; desde ese día hasta el
final el autorretrato fue ininterrumpidamente su tema central, co­
mo si su vida dependiera de ello.
Sol
¡Padre, tú que estás ahí a pesar de todo, mírame,
arrópame
dame!
4 A. Comini, citado en D. Knafo, op. cit., p. 107.
4SJ. Kallir. op. cit., p. 122.
Cerca el mundo corre hacia arriba y hacia abajo, enloquecido.
Extiéndeme, ahora, tus huesos nobles
dame una escucha dulce,
bellos ojos azules pálidos.
¡Eso, padre, estaba ahí -
delante tuyo (ante ti), Yo soy!4*’
Ahora bien, en este punto del escrito nos encontramos ante una
disyuntiva: por una parte si estamos considerando el autorretrato
en Schiele como una suplencia del Nombre-del-Padre, mal haría­
mos en describirlo o interpretarlo, puesto qué éste perdería su
función como tal y pasaríamos al campo del sentido y de la crítica
de arte; la tesis misma se desmoronaría. Por otro lado, ¿de qué
manera sostenerla sin hablar de los propios autorretratos y, al
mismo tiempo, sin hacer ciertas reflexiones y ordenamientos que
por “muy agudas o exactas” que pudieran resultar no dejarían de
ser sino meras especulaciones, en dirección opuesta a la conside­
ración formulada?
Tratando de seguir cierta analogía con los desarrollos realizados
por Lacan principalmente a partir del caso Joyce, pensemos el
sinthome como un acto creador en sí mismo y no como el efecto
sino como la causa; es decir, el autorretrato (en Schiele) no es la
copia de su imagen especular, sino la causa para poder hacer me­
táfora, para poder pintar (“era mi obligación”)] Los autorrretratos
en Schiele son producciones inimaginables e impredecibleíi des­
montajes críticos jugados por la lógica del inconsciente.
Si observamos el primer autorretrato en Schiele realizado en
1906, hasta el último que conocemos, podremos entonces distin­
guir diferentes periodos.
Los primeros (1906-1909) son aquellos que realizó durante sus
años de estudiante en la Academia. Si bien éstos realzan el orgullo
y la elegancia dandinesca que mostraban los estudiantes de arte
en Viena, también son testigos del estado de duelo melancólico
por el que el pintor atravesaba y del que quizá nunca pudo escapar.
En 1911 escribía: “quiero despedazarme para poder crear de nuevo
otra cosa, que a pesar de mí he percibido”. Derrida plantea que
el pintor en el autorretrato se despedaza tratando de reconocer
entre los restos y las ruinas la imagen que se le escapa.

4<> En Die Aktion, 4, núm . 15, 11 de abril de 1914, p. 24.


Los autorretratos de los años 1910-1911 son en su mayoría los
que dibujó masturbándose o en estado de deterioro, con la mirada
vacía y perdida en la nada, bocas huecas, penes gigantes y erectos
o penes escondidos e inadvertidos; su cuerpo mutilado y fragmen­
tado, a menudo castrado y en posiciones dislocadas, con expresio­
nes de angustia y terror, manos grotescas, torsos descarnados y
extremidades amputadas. Contorsiones corporales, muecas y cuer­
pos quebradizos: estamos frente a un Schiele despedazado.
Mediante sus diarios y por sus biógrafos sabemos que durante
estos años Schiele experimentó las mayores crisis. Su mundo estaba
roto y destruido. Los autorretratos de esta etapa son como los
intermediarios entre su imagen y los demonios internos que en
todo momento lo acosaban: la soledad, la muerte y la angustia se
reflejaban en su cuerpo.
Sin embargo, a pesar de las alteraciones corporales que plasma
en sus autorretratos, son precisamente éstos la prueba de su ex-
sistencia, por lo que lo salvan de la locura, lo pacifican. Los auto­
rretratos lo mantienen a distancia de su imagen de a [i(a)], al
mismo tiempo que le dan consistencia.
En el Autorretrato vestido de calle (lámina 20) Schiele parece adop­
tar una postura claramente femenina en la que orgullosamente
exhibe sus .pechos imaginarios. “El pintor, como es sabido, no
produce el ser verdadero, sino la apariencia, el fantasma.”47
De este periodo quizá los cuadros más interesantes resulten ser
los autorretratos dobles, en los que Schiele no se conformaba con
una representación sino que debía repetirse, estar con un doble .4°
En Espectador de sí mismo /, por ejemplo, la figura del frente está
castrada, mientras que su doble aparece arrodillado detrás de él.
En el segundo autorretrato doble, El profeta o Doble Autorretrato,
las figuras aparecen esfumadas, como fantasmas, una al lado de la
otra, y en el tercero, Espectador de sí mismo - Muerte y hombre, hay.
una multiplicación de las imágenes fantasmales y la figura cadavé­
rica del fondo parece poseer o envolver a la imagen principal.
47 J. Derrida, op. cit., p. 210. Paráfrisis de Platón en La república, M adrid, Gredos,
1992, p. '462; y añade Platón: “En tal caso el arte mimético está sin duda lejos de
la verdad, según parece; y por eso produce todas las cosas pero toca apenas un
poco de cada una, y este poco es una im agen.”
48 J. Derrida, op. cit. p. 256: “Aparece, en su esencia, como la posibilidad de su
propia duplicación. Es decir, en térm inos platónicos, de su no-verdad más propia,
de su seudo verdad reflejada en el icono, el fantasm a o el simulacro.”
Según Roessler, su amigo y marchand, cada vez que Schiele ha­
blaba de visiones o fantasmas las identificaba con su padre, figura
a la que jamás dejó de alabar e idealizar. En una ocasión, tal como
le sucediera a Hamlet, aseguró haber visto el fantasma de su padre
en Krumau, y escribió a su hermana Gerti: “Hoy experimenté un
caso maravilloso de esplritualismo. Estaba ya despierto pero toda­
vía bajo el encantamiento de un espíritu que se me había anunciado
durante mi sueño. Mientras me hablaba, quedé rígido y sin habla.
Egon.”49
El último de esta serie de autorretratos dobles es Encuentros -
Autorretrato con santo del que solamente se conserva una fotografía,
ya que el original fue quemado por los nazis en 1930, año en que
Schiele fue declarado “culturalmente degenerado”. En el cuadro
Egon “se encuentra” con su padre, que aparece a modo de un
santo; en la fotografía se repite el encuentro; es decir, es el en­
cuentro del encuentro. La figura que está detrás aparece con un
halo. Schiele se coloca frente a él, mientras que ambos personajes
se fusionan a tal pünto que no se distingue a quién pertenecen las
piernas.
Se trata de lo que Freud en “Lo ominoso” describe como la
presencia de dobles y su relación con “la identificación con otra
persona hasta el punto de equivocarse sobre el propio yo o situar
al yo ajeno en el lugar del propio -o sea, duplicación, división,
permutación del yo-, y por último, el permanente retorno de lo
igual...”.50
En los autorretratos dobles encontramos una proyección de
Egon mismo en el Otro (el padre-Klimt-la muerte) y del otro en
él mismo. Se trata de la imagen de sí que a la vez se torna en el
doble como familiar y diferente.
Por medio de los Espectadores de sí mismo y de los demás auto­
rretratos dobles o triples que realiza Schiele durante este periodo,
y que repetirá meses antes de su muerte, logra representar la
inquietante extrañeza (das Unheimlich) de la sexualidad y la muerte
que su propia imagen ante el espejo y ante el autorretrato mismo
le produce. Se ve a sí mismo como visto por otro.
Al final de su obra, Schiele experimentó con otras técnicas ar-

D. Knafo, op. cit., p. 88.


50 S. Freud, Obras completas, op. cit., t. 17, p. 234.
tísticas. En colaboración con su amigo el fotógrafo Antón Josef
Trcha, realizó una serie de fotografías de él mismo que pueden
ser consideradas también como autorretratos, ya que posaba ha­
ciendo las mismas gesticulaciones que en sus pinturas. De igual
manera, utilizaba estas fotografías como modelos para pintar en­
cima de ellos y firmaba los negativos para no dejar duda alguna
de la identidad del autor.

CONCLUSIÓN

Ante tantas incógnitas acerca de Schiele es difícil concluir, pero


más difícil aún es responder a las preguntas que nos hicimos en
la primera parte del trabajo. Tal como advertíamos al principio,
no se trata de un caso en análisis, sino únicamente de pensar una
problemática teórica y clínica sobre las suplencias del Nombre-del-
Padre y sobre el sinthome, que Lacan sugiere casi al final de su
obra, probablemente forzado por las dificultades y contradicciones
con las que se iba confrontando al tratar a sus pacientes, mismas
con las que nos encontramos como psicoanalistas.
Este trabajo indica que los autorretratos en Schiele muestran
claramente lafunción de anudamiento en lo real, a través del cual
Schiele incorpora el cadáver del padre, al tiempo que enmarca al
fantasma de ese padre muerto. En lo imaginario se identifica con
su propia imagen, al mismo tiempo que se convierte en el semblante
del otro especular; se trata de la relación con un otro que ya no
es. Es lo simbólico se afirma y se autofirma ante el Otro.
El autorretrato es en Schiele, pues, como un montaje, un collage
donde se anudan la cosa, la imagen y la palabra: su padre, su
imagen y su creador.
El autorretrato en Schiele es un ego (Egon) de suplencia, un
ego de artificio que soporta la imagen de sí, limita, encuadra y
anuda lo real y a la vez lo nombra. Como dice Belinsky, “nunca
tuvo lo real más consistencia que la que lo simbólico le otorga al
realizarlo, precisamente como campo de la realidad cuyo recubri­
miento efectuará el fantasma”.51
A pesar de que nuestra conclusión apunta a todo momento a

J. Belinsky, El retomo del padre, Barcelona, Lumen, 1991, p. 165.


sostener que el autorretrato en Schiele cumple la función de un
sinthome, y en ese sentido seguimos arriesgando la tesis del inicio
en que la pintura fue para él un artificio que hizo las veces de una
prótesis o de una muleta para no enloquecer y por lo tanto Egon
no es un psicóticb, hay relatos y episodios importantes en la vida
del pintor dignos de ser mencionados con la finalidad de destacar
las variables clínicas con las que a menudo nos confrontamos, por
ejemplo cuando afirma haber visto el fantasma de su padre en
Krumau; tampoco sabemos en qué consistían las visiones reiteradas
que menciona, así también como el asumirse su propio creador
desconociendo el lugar de la madre. Además, sabiendo el interés
que guardaba Schiele por los temas del embarazo y del nacimiento
y de las numerosas veces que pintó mujeres embarazadas, nos llama
la atención que no se conozca ningún dibujo de Edith Schiele, su
esposa, embarazada, como tampoco conocemos nada acerca de la
reacción de Egon respecto a ese embarazo. Únicamente existe una
carta a su madre, un día antes de que Edith muriera, en donde
por prim era vez le habla del embarazo: “Hace ocho días que Edith
padece neumonía y también cumple seis meses de embarazo. Me
preparo para lo peor. Egon.”
¿Podría haber accedido Schiele al lugar del padre? Pero, como
decía Freud en una oportunidad, ya nos es bastante difícil entender
clínicamente por qué algo sucedió como sucedió para preguntarnos
además como hubiera sido si...
Otro dato im portante es que durante los meses previos a su
encarcelamiento, y a partir del rechazo que padeció de los habi­
tantes de Krumau, sus biógrafos coinciden en afirmar que lo en­
contraban no sólo deprimido sino aislado y agresivo. Escribe Schie­
le: “Todos conspiran en mi' contra. Hasta mis colegas me miran
con ojos malévolos. Si supieran de qué manera veo ahora el mundo
y como me han tratado mis amigos. ¡Cuántas traiciones! Debo
retirarm e a mi mundo y pintar esos cuadros que únicamente tienen
valor para mí.”
¿Apunta su arte a realizar un intercambio con el otro, o por el
contrario se trata de una realización para él mismo?
Por último, los autorretratos en Schiele, particularmente aque­
llos en que aparece masturbándose, ¿son una forma de exhibición
de su sexualidad porque la castración le parece intolerable? ¿Se
trata de una desmentida de la castración?, o ¿se trata de una manera
de afirmar su sexualidad frente al otro, ostentando su dominio?
¿Son sus autorretratos una demanda de participación-partición del
espectador?52
Podríamos también preguntam os si son los autorretratos en
Schiele la construcción especular de un yo que se presenta a sí
mismo como sujeto supuesto sabergozar,53 puesto que se le acusó
de perversión y corrupción de menores: ¿cuál fue su posición ante
estos cargos? Sabemos que tuvo relaciones con otros adolescentes
y que tuvo una relación cercana con su hermana Gerti, con la que
viajaba frecuentemente y a la que varias veces pintó desnuda.
Por otra parte, Schiele no sólo escandalizaba, sino que también
impugnó con su arte los modos convencionales de la Viena de
1900. Mostró con su arte la vigencia de otra ley y a través de este
arte provocó en el espectador una división subjetiva, que muestre
su goce: “no lo hago para escandalizar, era mi obligación”.
¿Encontramos en Schiele un deseo, o por el contrario hay en él
una angustia ante lo insondable del Otro?
Estas reflexiones muestran las dificultades ante las que nos en­
contramos frente a la clínica y la problemática que el tema de las
estructuras clínicas nos plantea.
Para terminar, se trata de un caso paradigmático. Siguiendo la
manera en que Lacan ilustra el caso dejoyce, podemos afirmar
que el autorretrato es un sinthome que cumple la función del Nom-
bre-del-Padre.
Dice Nietzsche en Así habló Zaratustra : “Lo más recóndito del
secreto de un hombre se manifiesta en el hijo.”

ANEXO
Autorretrato - el acto de retratarse (dibujarse) la imagen de sí mismo (ante
el espejo)
auto - raíz del griego autos, mismo (tautología), que significa a sí mismo
o por sí mismo
autobiografía
autor - (del lat. auctor, autor, creador, derivado de augere, aumentar, hacer
más numeroso)
autoridad
autorización
autoritario
52 N. Braunstein, op. cit., p. 43.
M Idem.
Retrato - (del it. ritratto, de ritrarre, del latín trahere - retrahere - volver a
traer, reproducir con una imagen o una cosa o un retrato)
retracto - retractas
representación - pintura o efigie o figura que representa alguna persona
o cosa. Representación de la imagen
re-trato
re-tratar - trato-acción y efecto de tratar o tratarse. Trazar. Fraude o
simulación con que obra uno para tratar a otro
re-trahere - volver a traer: reproducir una cosa en imagen o en retrato;
apartar o disuadir de un intento; echar en cara - reprochar; ejercitar
el derecho de retracto; acogerse, refugiarse, guarecerse; retirarse -
retroceder, retraído
Trazar - (del lat. tracturs) hacer trazos. Describir, delinear, dibujar, diseñar,
designio
atraer
abstraer
contraer
retraer
retrete
Espejo - (del lat. speculum) de mirar - (miroir, admirar, modelo) (voir - ver
- vestir - desvestir - investir) - (del lat. arcaico specere, mirar); spectrum -
imagen, fantasma, por lo común horrible, que se presenta a los ojos
de la fantasía, aparición, visión, aparecido difunto que se aparece a los
vivos; espectro - simulacro - témino creado para traducir del grigo eidolon
(ídolo), eidos - forma, aparición
espéculo
especulación
especulador
especular
espejismo
espectáculo (spectaculum) de spectare - contemplar, reflexionar, ofrecer,
representar
espectador
espécimen - especioso - aparente - engañoso - semblante falso
Figura - (del lat. figura) (La misma raíz que fingere: amasar, dar forma,
modelar; fictor, efigie: figurar, fingido, fingimiento; ficción : ficticio -
aparentar - inventar
Semblante - (del lat. similans, -antis) Parecido, semejante, semblar, repre­
sentación, cara o rostro. Semejar, semejante, similar, asimilar, disimu­
lar, parecer
A PRECISAR

El sujeto, como singularidad, desentona en ei cua­


dro de la clínica. Por ciertos lados, es siempre
imposible ponerle nombre. El sujeto nunca está
sino representado por lo que nos dice, y que puede
ser, situado en la estructura. Pero en cuanto al
sujeto mismo, él conserva su libre albedrío. Es in-
clusp libre como el aire, con la salvedad de que
lleva una cruz a cuestas, su ser: (a). Esta cruz, evi­
dentemente, atenúa su libertad, hasta el punto que
puede ir a ver a un psicoanalista para pedirle que
lo alivie de ella.
MICHEL SILVESTRE

Hace un siglo, Freud estaba sorprendido de los resultados obteni­


dos con el método catártico en pacientes histéricos. Y no obstante
su éxito terapéutico, reconocía los huecos en su clínica. Uno de
los que más llamó su atención fue el contraste entre lo efectivo
del método, por un lado, y la pobreza de las explicaciones sobre
las distintas formas de manifestación sintomática, por el otro. To­
davía en esa época el profesor de Viena era un detective del sín­
toma, se limitaba a reconocerlo, describirlo e investigarlo; mientras
los factores que lo producían permanecían en la oscuridad. Él
m ¡mo manifiesta su inconformidad en Estudios sobre la histeria,
cuando al final del capítulo tercero afirma que está muy lejos la
posibilidad de un entendimiento cabal de esta enfermedad.1
Le faltaba develar los procesos que intervienen en la formación
de síntomas, tarea que logró con su teoría de los sueños, en la que
formula la operación de los cuatro mecanismos que intervienen
en su formación. Estos mecanismos introducen un nuevo horizonte

1 Sigmund Freud, Estudios sobre la histeria, en Obras completas, Buenos Aires,


A m orrortu, 1978, t. n, p. 260.
etiológico determinado por lo que hay de irreductible tanto en el
síntoma como en el sueño. Y así, trauma y ombligo del sueño serán
los conceptos fundamentales por lo que toca a las fuentes y los
alcances del nuevo método lenguajero que afecta lo inasimilable
sin diluirlo.
El psicoanálisis nació, entonces, al quedar establecidas las bases
de una teoría del inconsciente que explica, con un soporte estruc­
tural las distintas maneras en que los síntomas se generan.
De estos mecanismos, condensación y desplazamiento destacan co­
mo sus maestros artesanos; desde el comienzo muestran en su
función la prevalencia del significante sobre la significación. Im­
presionante adelanto en el campo de la lingüística el de Freud,
para quien interpretar un sueño es rastrear la forma en que operan
esos mecanismos, y no la búsqueda de un sentido en tanto que
absoluto. El proceso de deformación onírica revela la particular
manera en que operan, lo que directamente nos lleva a plantear
la cuestión del sueño y su sentido, en la dimensión de una estruc­
tura que previamente determina el fenómeno.
Como consecuencia del descubrimiento del inconsciente, los
síntomas deben ser ubicados según su relación con las deforma­
ciones producidas por estos mecanismos en el aparato psíquico.
Irán surgiendo nuevas precisiones sobre las diversas entidades clí­
nicas, que se pondrán a prueba en cada experiencia; la delimitación
estructural de la clasificación psicopatológica realizada por Freu4
sufrirá ajustes, en la medida en que el saber freudiano se nutre
no tanto del encuentro con, sino de la búsqueda de la verdad.
En todo caso, por la forma en que intervienen los mecanismos
para producir cada síntoma se establece su condición de estructura.
Esto significa que fenoménicamente podemos observar síntomas
muy similares, sin que ello implique que surjan del mismo suelo.
Desde los inicios Freud habló de neurosis mixtas, de las múltiples
formas en que podían combinarse los síntomas en una entidad
clínica. Hay en sus páginas menciones de la psicosis histérica, o la
histeria y la paranoia, la histeria y la melancolía, o de las formas
delirantes en la neurosis obsesiva, del mismo modo que a síntomas
neuróticos en las psicosis. Es cierto que se pueden establecer al­
gunos criterios de diferenciación como son la historia, la evolución
de la enfermedad, la transferencia, la demanda; es decir, con base
en el modo en que el sujeto responde a aquello que lo interroga.
Sin embargo, principalmente a partir de las formaciones del
inconsciente, y los efectos que éstas producen en el terreno de la
subjetividad, es desde donde quedará clínicamente determinada
la estructura.
Los síntomas son ya efecto de un encuentro con lo real, y en el
momento en que se comunican a un analista éste, desde su estra­
tégica posición, debe transmitir eso real que es fuente de malestar
para el sujeto. El mero hecho de relacionar el síntoma con la
historia por sus puntos oscuros es ya suficiente para producir nue­
vos intentos de simbolización que revelan aspectos originarios.
Hablar de estructura y darle su lugar en la clínica es ofrecer un
espacio para que los encuentros con eso indecible adquieran una
dinámica y una dirección calculadas.
Si, por el contrario, se dejan fuera estos elementos determinan*
tes de las manifestaciones que aparecen en la clínica, será muy
difícil distinguir y delimitar los fenómenos que inundan el campo
imaginario, fenómenos que siempre encuentran respuestas tan lle­
nas de sentido. En Freud mismo hallamos ejemplos de lo que
ocurre si ignoramos los factores esenciales que intervienen en la
producción de los fenómenos propios de la práctica psicoanalítica;
pensemos en los historiales clínicos que aparecen en sus Estudios
sobre la histeria.
Cuando- los revisan hay autores que resuelven algunos de estos
historiales como esquizofrénicos.
Los casos presentados en Estudios sobre la histeria nos ofrecen
varios ejemplos de alucinación y delirio. Anna O. tenía alucinacio­
nes de verdadero terror en las que aparecían serpientes negras,
cabezas de muertos y esqueletos, además de padecer disgregación
verbal. Emmy von N. veía animales y cadáveres acompañados de
una rica producción delirante, así descrita por el mismo Freud:
Si hasta ahora uno acostumbra diagnosticar “histeria” en el sentido es­
tricto, siguiendo la semejanza con los notorios casos típicos, en el de la
señora Emmy von N. difícilmente se puede poner en entredicho esa de­
signación. La prontitud para los delirios y alucinaciones, pese a una acti­
vidad espiritual en lo demás intacta, la alteración de la personalidad y de
la memoria en el sonambulismo artificial, la anestesia en la extermidad
dolórosa, ciertos datos de anamnesis, su neuralgia ovárica, etc., no dejan
duda alguna sobre la naturaleza histérica de la enfermedad contraída, o
al menos de la enferma.2
2 Ibid., pp. 104-105.
Miss Lucy R. sufría de alucinaciones olfativas, a Katherina le
atemorizaba una espantosa cabeza. Es decir, que de los casos pre­
sentados por Freud, únicamente uno, el de Elisabeth (quien sufría
de astasia), corresponde estrictamente a lo que entenderíamos hoy
por histeria.3
Es claro que desde un principio Freud aceptó la presencia de
fenómenos delirantes y alucinatorios en las neurois. De ahí que,
en sus primeros trabajos, sea frecuente hallar el término de psicosis
histérica como una forma de histeria, en la que la alucinación es
producto de una falla en la defensa. Y, al igual que en La interpre­
tación de los sueños, nos encontramos con la expresión “alucinacio­
nes histéricas”.
En 1907 Freud escribía a Jung que toda histeria puede conver­
tirse en psicosis aguda alucinatoria; no en demencia precoz, sino
en “mencia” (confusión mental). Es decir que Freud claramente
reconocía la existencia de manifestaciones delirantes y alucinato-
rias agudas de naturaleza histérica. Mientras que si el delirio se
volvía crónico, entonces ya se trataba de una estructura distinta,
de tal suerte que el diagnóstico de demencia precoz era el apropiado.4
En este sentido, es necesario considerar el fenómeno como efec­
to de un proceso psíquico que lo antecede, y de una estructura
que lo determina.
Delirio histérico y delirio psicótico responden a procesos muy
distintos; su posibilidad de análisis es mayor si se contemplan dos
dimensiones del síntoma: en relación con la estructura y como
metáfora. En cuanto a la primera, el síntoma aparece ligado a ese
momento mítico que Freud llamó “represión originaria”, donde
la imposibilidad de relación sexual es marca inaugural para el
sujeto, en cuanto que queda instituida una falta fundante desde
el universo simbólico.
En términos de Lacan, podemos referirnos a este nivel como
s(/í): la falta en la estructura estaría precisamente en el anudamien­
to primordial entre el registro de lo real y el registro de lo simbó­
lico. Lacan describe esta forma estructural del síntoma como sin-
thome.
Y en cuanto a la segunda -la metáfora-, desde el origen la
3J.C. Maleval, “El escamoteo de la locura histérica”, en Locuras histéricas y psicosis
disociativas, Buenos Aires, Paidós, 1987, pp. 232-233.
1 Ibid., pág. 233.
experiencia psicoanalítica muestra al síntoma íntimamente ligado
a la palabra, a esa palabra no dicha en la que, en el juego del decir,
se hace presente lo no dicho como insistencia que cubre de impo­
sibilidad al síntoma mismo de llegar a significarlo todo. El trauma
descubierto por Freud permanece, aunque afectado por los entre-
cruzamientos que se producen con el lenguaje.
La existencia de lo real en lalengua se muestra por la anticipación
del significante sobre la significación, lo que se aprecia en virtud
de las rupturas de sentido. Se trata de un tipo de insistencia que
se efectúa, del lado de lo imaginario, en los equívocos y juegos de
palabras. Se observa también que la gramática se encuentra ligada
a la estructura en “Pegan a un niño”, donde los cambios gramati­
cales son en sí mismos soporte de la pulsión y sus transformaciones.
Lo real insiste por el lado simbólico.
La ex-sistencia de lo real se genera por la instauración de la falta
original y de un no-todo. El analista se enfrenta a lo indestructible
del deseo por un lado, y a lo invariable de lo real, por otro. Desde
su lugar, exterior e inasimilable, y apuntando a la pulsión, la fun­
ción analítica promueve modificaciones con respecto al estatuto
que tiene el sujeto frente a lo real.
Es común en psicoanálisis hablar de las tres grandes estructuras
clínicas, asociándolas con los mecanismos que intervienen de ma­
nera específica en la determinación de cada una de ellas. Así,
neurosis, psicosis y perversión constituyen entidades clínicas que
son resultado de la lectura que Lacan hace de la obra freudiana.
Y sin embargo la clínica, siempre más vasta de lo que de ella
podemos decir, nos rebasa; y nos enfrenta con fenómenos que
cuestionan, plantean serios interrogantes a una clasificación psico-
patológica que se pretenda perfectamente clara y delimitada.
De hecho, si rastreamos el uso que Freud diera a los mecanismos
-represión, desestimación y desmentida-, advertimos que en nin­
guno de ellos hay un desarrollo lineal y sí, en cambio, muchos
saltos de un espacio clínico a otro. Y también los aplica a fenómenos
muy diversos, lo que da por resultado un horizonte bastante confuso.
Me propongo demostrar cómo Freud utiliza desestimación y
desmentida para explicar el fenómeno psicótico. El mecanismo de
desestimación le sirve cuando se refiere tanto a exigencias pulsio-
nales como a retoños del inconsciente o a construcciones del ana­
lista. Mientras que el mecanismo de desmentida lo aplica a recuer­
dos, la castración, la realidad, lo reprimido, la muerte.
Uno de los usos más frecuentes del mecanismo de la desestima­
ción lo planteó Freud, hace más de un siglo, en su trabajo “Las
neuropsicosis de defensa”. Ahí afirma que existe una modalidad
defensiva mucho más enérgica y exitosa, consistente en que el yo
desestima la representación insoportable junto con su afecto, y se
comporta como si la representación jamás hubiese comparecido.
Sólo que, en el momento en que lo consigue, la persona se en­
cuentra en una psicosis que no admite otra clasificación que con­
fusión alucinatoria. El yo se ha defendido de la representación
insoportable mediante el refugio en la psicosis.
Posteriormente, cuando presenta el caso del “Hombre de los
lobos”, Freud utiliza el término desestimación al explicar cómo,
frente a la diferencia de los sexos, el sujeto desestima lo nuevo
que ve. Punto privilegiado del texto freudiano, que habrá de sei
virle a Lacan como apoyo fundamental cuando desarrolla este
concepto.
Después del Hombre de los lobos, sin embargo, la mayoría de
las veces Freud no va a utilizar la desestimación sino la desmentida
como el mecanismo que da origen a las alucinaciones. Lo más
sorprendente es que también le sirve para explicar los fenómenos
alucinatorios que ocurren en neuróticos; al menos es así como
aparece en Construcciones en el análisis, uno de sus últimos trabajos,.
Freud aquí destaca la oposición entre Verleugnung/desmentida (se­
gún el diccionario: negación, mentís, desconocimiento) y Verdrán-
gung/represión (según el diccionario: supresión, eliminación, expul­
sión, desalojo), pero no habla de Verwerfung/desestimación (según
el diccionario: rechazo, repudio, condenación, reprobación. Y para
Lacan: forclusión).
Al respecto, en su trabajo sobre el ateísmo de Freud, Octave
Mannoni reúne desestimación y desmentida en un solo concepto:
forclusión. Al final de su desarrollo puede concluirse que el tér­
mino “repudio”, tal y como él lo traduce, nos ofrece dos caras en
el concepto freudiano de Verleugnung: desmentida y desestimación.
Claude Raban piensa que el mecanismo de la Verleugnung fue,
a su vez, no tanto forcluido del corpus lacaniano sino propiamente
renegado en beneficio de la forclusión y la referencia a la Verwer­
fung.5 En este sentido, el texto lacaniano conserva la huella del
5 Cf. C. Raban, “Desestimación y forclusión, teína conceptual”, en Inventar lo
real. Buenos Aires, Nueva Visión; 199S, p. 228.
momento en que Lacan eligió el concepto que utilizaría para abor­
dar la cuestión de las psicosis. Gesto de rechazo o renegación,
según Raban, de la Verleugnung.
En el Seminario sobre Las psicosis, el 15 de febrero de 1956,
Lacan menciona la objeción que le hacen por emplear el concepto
de Verwerfung, ¿por qué no Verleugnung? -lo interrogan sus discí­
pulos. Lacan responde:
Si hay cosas de las que el paciente nada quiere saber [refiriéndose al
“hombre de los lobos”], incluso en el sentido de la represión, esto supone
otro mecanismo, y como la palabra Verwerfung aparece en conexión directa
con esta frase [...] echo mano de ella. El término no me importa especial­
mente, me importa lo que quiere decir, y creo que Freud quiso decir eso.
Los que más objeciones me hacen proponen ir a buscar en tal o cual otro
texto de Freud algo que no sería Verwerfung, sino por ejemplo la Verleug­
nung [,..]. Ténganme un poco de confianza en lo tocante a este trabajo
de los sentidos, si elijo Verwerfung para hacer comprender, es el fruto de
una maduración. Mi trabajo me condujo a ello. Reciban al menos por un
tiempo mi miel tal y como se las ofrezco, e intentemos hacer algo con
ella.1’
Es una imposición lógica de Lacan delimitar el campo, a partir
de proponer como operación fundante de la psicosis el rechazo
de un significante primordial: la forclusión del Nombre-del-Padre.
Desde esta propuesta, la lectura freudiana se ordena por los
ejes trazados en el seminario de Las psicosis, y se opta por frag­
mentos que definitivamente dirigen el llamado “retorno a Freud”.
La desestimación será “una modalidad defensiva más enérgica
y exitosa” que la represión, según la definió Freud en 1894. Este
mecanismo supone cierto trámite de energía que erosiona aquello
sobre lo cual recae, a diferencia de la represión, en la que lo
“desalojado” conserva toda su virulencia.
En 1964, en su respuesta al comentario de Jean Hyppolite, Lacan
menciona que para designar ese “no querer saber nada” en el
sentido de la represión Freud emplea el término Verwerfung. En­
tonces no se trata de una represión, pues la represión no puede
distinguirse del retorno de lo reprimido, aquello de lo que no
puede hablar el sujeto pero que grita por todos los poros de su
ser. Cito a Lacan: “Su efecto es una abolición simbólica, cercena
*'J. Lacan, “Del rechazo de un significante prim ordial”, en el seminario sobre
La psicosis, Barcelona, Paidós, 1985, pp. 216-217.
a la castración, y con ello no puede decirse que fuese propiamente
formulado juicio alguno sobre su existencia, pero fue exactamente
como si nunca hubiese existido . ” 7
La diferencia va a ubicarse en el nodulo del concepto de Ver-
neinung, negación. Se trata, dice Lacan, de un proceso ubicado en
uno de los tiempos de la dialéctica de la negación bajo el nombre
de Verwerfung, y se opone a la Bejahung (afirmación) primaria.
Constituye lo que es expulsado, es decir que la Verwerfung se en­
cuentra en lo que ha quedado fuera del campo simbólico, de la
Bejahung primordial en la que tiene su raíz el juicio de atribución,
y en donde se encuentran las condiciones para esos primeros en­
cuentros con la introyección simbólica, cuando la afirmación inau­
gural queda ligada al discurso del inconsciente. El sujeto no podrá
encontrar en su historia, aquello que ha cercenado, ni tampoco
podrá historizarlo: “Lo que no ha llegado a la luz de lo simbólico
aparece en lo real.”
El otro tiempo, la Ausstossung, expulsión fuera del sujeto, cons­
tituye lo real en cuanto que se trata del dominio de aquello que
subsiste fuera de la simbolización; de ahí que la castración cerce­
nada quede sustraída de toda posibilidad de la palabra.
Es decir que en un primer momento se produce la expulsión
primaria, cuyo efecto es la delimitación de lo real como exterior
al sujeto. La representación se constituye después, por la repro­
ducción de aquella prim era percepción; además de que recibe
derecho de existencia, el objeto puede reencontrarse.
El sentimiento de extrañeza se produce, para el “hombre de los
lobos”, cuando se encuentra con el símbolo que cercenó en el
origen de su Bejahung. De esta experiencia no queda relación al­
guna con lo imaginario, se presenta por eso como congelada en
un tiempo indefinido, del que Lacan dice que es un “estado” no
sólo de inmovilidad, en la que se hunde, “sino [...] una especie de
embudo temporal, de donde regresa sin haber podido contar las
vueltas de su descenso y de su ascenso, y sin que su retorno a la
superficie del tiempo común hubiese respondido de su esfuerzo ” .8
Según Lacan, la forclusión del Nombre-del-Padre era el meca­
nismo determinante en la alucinación del “hombre de los lobos”.
7J. Lacan, Respuesta al comentario de Jean Hyppolite, en Escritos 2, México, Siglo
XXI, 1975, p. 147.
%Ibid„ p. 151.
Pero, no obstante el voto de confianza que les pidió, al menos dos
de sus discípulos manifestaron sus reservas.
Safouan señaló que la forclusión que se advierte en este caso
no es del mismo orden que la del presidente Schreber. Distingue
la forclusión como mecanismo de defensa, tal y como se presenta
en el “hombre de los lobos”, de la forclusión en cuanto defecto
primordial de lo simbólico.
Mannoni, por su parte, estima que la forclusión del Nombre-
del-Padre sería un caso particular, el más grave, pero reconoce que
habría también otras formas de forclusión.
En la presentación de las obras completas de Freud para la
Editorial Amorrortu, al trabajar el concepto de desmentida, Etche-
verry anota que werfen significa arrojar, de ahí que venuerfen en su
primera acepción quiere decir “desechar”. Desestimar entonces,
de acuerdo con el uso que da Freud a este concepto, equivale a
un “no, no c» así, eso no tiene la importancia que pretende”.
Y sobre el caso del Hombre de los lobos en particular, Etcheverry
aclara que desestimación es una de las categorías nucleares de este
análisis.
Cuando el paciente, en su infancia, tuvo la evidencia visual de la diferencia
entre los sexos, se comportó como lo hacen todos los niños frente a un
esclarecimiento indeseado. Movido por la angustia de castración (tenía 4
años), er verwarf das Neue, desestimó (o mejor aún: rechazó, según la
traducción literal) eso nuevo que veía y se atuvo a su vieja creencia. Er
entschied sich, se decidió en favor de la teoría de la cloaca y en contra de
la existencia de la vagina.^
Es im portante ver la relación que existe entre desestimar en un
primer momento y decidirse en un segundo momento. Lo nuevo,
la diferencia sexual, es rechazadoa por el niño, es decir, se produce
un “no ha lugar”; y aunque conserva la vieja teoría de la cloaca,
lo nuevo desestimado produce efectos sobre las formaciones del
inconsciente. El esfuerzo de desalojo que ejerce sobre el sueño de
los lobos es constante. Cumplida esta función, la desestimación ya
no influye en la decisión del problema sexual del paciente, y es
aquí donde Freud aclara que la represión es algo distinto. El sig­
nificado más inmediato de desestimación es que no quiso saber
9 Sigmund Freud, Obras completas, Buenos Aires, A m orrortu, 1978, volumen
sobre la versión castellana, p. 69.
nada de eso, siguiendo el camino de la represión .10
No obstante, la relación entre desmentida y represión es muy
estrecha, tanto, que parecieran confundirse -el mecanismo de la
desmentida se ejerce sobre elementos de lo reprimido, excluyendo
cualquier forma de retorno que tienda a la simbolización.
En este sentido, el “no ha lugar” de la desestimación no parece
ser tan definitivo como lo trabaja Lacan. En la Interpretación de los
sueños encontramos diferentes usos y dimensiones del concepto.
Un deseo pudo haberse excitado durante el día, sin que se realizara
a causa de las condiciones objetivas, y entonces, admitido pero no
tramitado, se queda pendiente para la noche, en este caso el deseo
se halla en el preconsciente. Otro caso es el de un deseo que
emerge de día y se topa con una desestimación, tampoco se tramita
pero queda sofocado, es decir, fue forzado hacia atrás del precons­
ciente hasta el inconsciente. Y un tercer caso lo constituyen aque­
llos deseos que no tienen relación alguna con la vida diurna, y que
sólo se ponen en movimiento durante la noche desde lo ya sofo­
cado. Estos deseos no pueden salir del inconsciente. Lo desestima­
do puede entonces quedar en el preconsciente y ser susceptible
de volverse consciente, o bien quedar sofocado en el inconsciente;
ese “no ha lugar” derivado de un juicio parece tocar más a lo
reprimido por el lado de lo simbólico. Con el ejemplo que nos
ofrece en el caso del “hombre de los lobos”, Lacan aclara el con­
cepto de forclusión del Nombre-del-Padre. Y a su vez va más allá
de lo elaborado por la teoría freudiana sobre la desestimación,
delimitando retroactivamente el terreno de la clínica. La pregunta
es: ¿no hay muchos fenómenos clínicos que, forzosamente, queda­
rían incluidos o excluidos si se respeta rígidamente esta postura?
Hay un deslizamiento, del primer al último Freud, entre deses­
timación y desmentida. La desmentida tiene que ver con el examen
o prueba de realidad; algo objetivo se desmiente, y entonces se
abre una brecha por la cual la alucinación irrumpe. En “La pérdida
de la realidad en la neurosis y la psicosis” (1924), Freud afirma
que la neurosis intenta tramitar el conflicto, o bien se reprime; la
exigencia pulsional en cuestión desavaloriza la alteración objetiva
y se desvaloriza así la alteración objetiva, o bien se tramita la re­
acción psicótica desmintiendo la realidad objetiva .11
1(1 Ibid., pp. 69-71.
11 Sigmund Freud, “La pérdida de la realidad en la neurosis y en la psicosis”,
en Obras completas, Buenos Aires, A m orrortu, 197H, l. X IX , p. 195.
Un año después, en “Algunas consecuencias psíquicas de la di­
ferencia anatómica entre los sexos”, Freud señala que la desmen­
tida, que no es ni rara ni peligrosa en la infancia, en el adulto
podría llevar a una psicosis.
Y en “El fetichismo” (1927) afirma que el mecanismo de la
desmentida puede dar origen a una neurosis obsesiva, o bien a
una psicosis; la diferencia sería que en esta última “el yo se deja
arratrar por el elló a desprenderse de una parte de la realidad”.
Y establece la diferencia entre represión y desmentida. La primera,
dice, se aplica como defensa contra las demandas pulsionales in­
ternas, mientras que la desmentida es defensa contra los reclamos
de la realidad.
Aun cuando la desmentida se refiere a algún fragmento de la
realidad que tiene que ver con la diferencia anatómica entre los
sexos, es decir que remite directamente a la castración, es cierto
que puede ampliar sus efectos sobre otros elementos de la realidad.
Y es aquí donde es preciso delimitar el campo de la desestimación.
Porque en este mismo texto afirma Freud que el yo del fetichista
desmiente un fragmento sustancial de la realidad: el desagradable
hecho de la castración en la mujer. Y esto quiere decir que coexisten
en él las dos corrientes: la acorde con el deseo y la corriente acorde
con la realidad. Esta última, la acorde con la realidad, faltaría en
el caso de la psicosis.
Encontramos pues que el mecanismo de la desmentida intervie­
ne de manera determinante en la perversión, en la neurosis y en
la psicosis.
También hay algunos pasajes en la obra de Lacan, en los que
de modo rotundo vincula el mecanismo de la desmentida con lo
real. En noviembre de 1975, en las conclusiones de las jornadas
de la escuela freudiana dice, por ejemplo, que la relación de la
desmentida con lo real es indudable, pero que no obstante también
mantiene su relación con lo imaginario, como algo persistente bajó
la forma de espejismo en el caso de la perversión para el neurótico.
Y Maleval distigue así al delirio psicótico del neurótico. El pri­
mero, dice, aparecería como un retorno de lo real que se muestra
disociando y explotado del lenguaje, en la imposibilidad del sujeto
de hacer uso de la palabra, de metáfora. Mientras que en el caso
de la neurosis la formación delirante se encontraría ubicada en un
desarrollo eminentemente imaginario, cargado de significación y
con posibilidad de hacer metáfora.
También en el seminario de la Lógica del fantasma -el 15 de
febrero de 1967-, cuando habla sobre la repetición y el acto, Lacan
trata de manera más directa la relación entre la desmentida y lo
real. Y se refiere a este mecanismo en tanto interviene en aquello
que de la estructura, es decir, que del sujeto frente a lo real, se
modifica en la incidencia del acto. Cito a Lacan:
Es preciso considerar que la Verleugnung, término al cual, apoyándose en
Freud, querían referirse los efectos que he reservado a la Verwerfung, se
distingue de esto: lo que es del orden de la Verleugnung es siempre lo que
tiene que ver con la ambigüedad que resulta de los efectos del acto como
tal.
Se trata de un encuentro directo y de una transformación sub­
jetiva, en donde Lacan enfatiza la función que la desmentida de­
sempeña, para designar el reconocimiento de los efectos del acto
sobre el sujeto. Hacia el final de este mismo seminario afirma que
es imposible decidir si un acto puede ser imitado
en tanto que no se sabe, en cada uno de los niveles en que se le podía
distinguir, cuál es el efecto del acto. Ahora bien, es este laberinto -propio
al reconocimiento para un sujeto de efectos que no puede reconocer,
puesto que, como sujeto, está totalmente transformado por su acto- que
designa, en cualquier parte donde el término es justamente empleado, la
rúbrica de la Verleugnung,
El vínculo con lo real y la afectación de lo real por surcos tan
cercanos no conduce sino a confundirnos; o al menos a pregun­
tarnos, como lo hace Raban, si el concepto de Verleugnung hace
borde con la forclusión, o si llega a interactuar con ella. Incluso
podría pensarse que la Verleugnung es un elemento regulador, que
interviene en los procesos originales mediante los cuales el sujeto
construye su realidad.
HAMLET NO ES EDIPO
SUSANA BERCOVICH HARTMAN

Pretendéis sondearme, haciendo que emita desde


la nota más grave hasta la más aguda de mi diapa­
són; y habiendo tanta abundancia de música y tan
excelente voz en este pequeño órgano, vos, sin
embargo, no podéis hacerle hablar. ¡Vive Dios!
¿Pensáis que soy más fácil de pulsar que un cara­
millo? Tomadme por el instrumento que mejor os
plazca, y por mucho que me trasteéis, os aseguro
que no conseguiréis sacar de mí sonido alguno.
Hamlet, a c to t e r c e r o , e s c e n a III

1. HAMLET-EDIPO Y LACAN-FREUD

El 15 de octubre de 1897 Freud escribe a Fliess:


Un solo pensamiento de validez universal me ha sido dado. También en
mí he hallado el enamoramiento de la madre y los celos hacia el padre,
y ahora lo considero un suceso universal de la niñez temprana [...] Cada
lino de los oyentes fue una vez en germen y en la fantasía un Edipo así
[...] Fugazmente se me ha pasado por la cabeza que lo mismo podría estar
también en el fundamento de Hamlet.1
Convocado por Freud en terreno edípico, el drama de Hamlet
será para Lacan el operador de una estructura tal que sin abando­
nar las categorías edípicas, introducirá otras.
En una especie de consenso del que Lacan hace advertencia,
Hamlet queda fijado para el posfreudismo como una versión de
Edipo hasta 1959.2
1 S. Freud, “Carta 71 a fliess” (1897), Obras completas, t. I, Buenos Aires, Amo-
rrortu, 1976, p. 307.
2J. Lacan, “Le désir et son interprétation”, inédito, versión de LAssociation
Freudienne Internationale, clase del 4 de marzo de 1959.
[166]
En 1959, en el seminario “El deseo y su interpretación” Lacan
cuestiona la interpretación freudiana por tantos años admitida al
señalar que si Hamlet fuera Edipo no habría motivo para no matar
a Claudio. Por el contrario, matar a quien mató a su padre impli­
caría una resolución impecable: sustituir al rival, ocupar su lugar
junto a la madre y cumplir la consigna del padre, quedando, ade­
más, libre de culpa .3 Hamlet no es Edipo.
Lacan establece una diferencia entre Hamlet y Edipo en la que
se inscribe a su vez una diferencia entre Lacan y Freud .4 Así, Lacan
se distingue de Freud desde el inicio de su lectura: “Hamlet no es
Edipo, es algo con relación al Edipo.”ñ
Un modo de indagar la relación de Freud-Lacan es seguir la
correlación que opera este último entre Hamlet y Edipo. Los pun­
tos de divergencia hacen de Hamlet algo diferente de Edipo. Aque­
llo que de Hamlet no es Edipo separa a Lacan de Freud. Aquello
que de Hamlet no es Edipo no es freudiano.
En su análisis del drama Lacan demuestra que Hamlet comparte
el estatuto de Edipo en tanto que ambos constituyen un particular
que hace universal. Atravesado por categorías tales que hacen es­
tructura, Hamlet nos es presentado como otra estructura. Otra de
la edípica.

II. ESPECIFICIDAD DE HAMLET

Como Edipo, Hamlet nos convoca en un movimiento inverso al


del teatro. El espectador se ve mirado desde la escena que soporta
la función de pequeño “a”. Todos nos reconocemos en el drama.
Hamlet nos devuelve en espejo el punto de fractura que es con­
dición del sujeto. Hamlet adquiere estatuto de objeto “a”, mirada
que escinde.
O curre, advierte Lacan, que el mensaje que el “ghost” del
padre muerto libra a Hamlet en verdad nos lo viene a decir a
3 Hoy más que nunca es vigente la advertencia de Lacan acerca del peligro del
consenso. No podem os dejar de constatar que se repite hoy, con la enseñanza de
Lacan, el mismo peligro que lleva a velar lo sustancial de una obra. Consensar es
ceder con otro para sellar eso mismo que lleva al consenso.
4 Un sesgo privilegiado para indagar en la pregunta siem pre abierta por la
relación Freud-Lacan.
’J. Lacan, “Le désir...”, ibid.., clase del 11 de marzo de 1959.
todos, por ello desde el inicio, nos vemos capturados en la trama.
El padre de Hamlet nos hace saber que ha sido víctima de un
asesinato perpetrado por su esposa y su hermano. Pero, además,
que “fui segado en la flor de mis pecados”/’ He aquí el punto inicial
de desenlace por el cual Hamlet se ve enlazado a la trama, y no­
sotros con él, capturados a partir de aquí en la fantástica escena.
Aquello que el anuncio del “ghost” trae como un saber fatídico
nos concierne a todos sin saberlo. El sujeto transportado a la es­
cena, arrebatado como tal.
Al respecto, Lacan reconoce a Jones como el primero en per­
catarse de un punto estructural. El posfreudismo creía hallar la
clave del enigma-Hamlet en una suerte de psicoanálisis aplicado,
ya sea sobre el personaje (Hamlet es un obsesivo indeciso o un
histérico insatisfecho), ya sea sobre el autor (Shakespeare tiene
problemas de identidad sexual). Será Jones quien ponga orden al
recordar que aquello que hace de Hamlet un enigma es inscons-
ciente .7
Hamlet no constituye un mensaje de Shakespeare. El autor no
sabe lo que escribió. Su obra lo trasciende incluyéndolo. Shake­
speare es también él, efecto-Hamlet.8 Tampoco se trata de una
psicología del personaje puesto que Hamlet es agente y efecto de
su propio drama. No hay sujeto del drama, el recorrido del drama
es el sujeto Hamlet.
Aquello que llamaríamos “efecto-Hamlet” constituye un efecto de
estructura. En su introducción Lacan pone énfasis en el hecho de
que el drama constituye una trama cuyo hilado es de una fineza tal
que puede reconocerse la gama de relaciones posibles entre el su­
jeto y lo que resulta de él a partir del encuentro con el significante .11
Hamlet no es un caso clínico, Hamlet es todos los casos. 10 Todos
*’ W. Shakespeare, Hamlet, acto prim ero, escena v.
7J. Lacan, “Le désir...”, op.cit., clase del 18 de marzo de 1959.
8 En su últim a obra Escribir, M. Duras relata su encuentro con Lacan: “Nunca
olvidaré sus palabras: ‘Usted no sabe lo que escribió cuando escribió El arrebato
de Lol V: Stein, de saberlo, no lo soportaría, sería la catástrofe.’” Shakespeare, como
Duras, no sabe lo que escribió.
9 J. Lacan, “Le désir...”, op. cit., clase del 11 de marzo de 1959. ¿Radica allí el
arte de escribir?
10 Llama la atención la recopilación y traducción al español de las clases del
sem inario “El deseo y su interpretación” sobre H amlet. Recopiladas con el título
de “Hamlet: un caso clínico”, p o r Xavier Bóveda en Lacan oral, Buenos Aires,
1983. ¡Pero si Lacan no hace más que dem ostrar que Ham let no es un caso clínico!
somos Hamlet, puesto que su particular produce las coordenadas
del sujeto.
El carácter universal de Hamlet hace de él un clásico. Un par­
ticular que despeja categorías relativas a la condición subjetiva.
No se trata de que Hamlet refleje lo que el sujeto es (allí esta­
ríamos en el terrno del psicoanálisis aplicado). Más bien, por el
contrario, Hamlet nos es aplicado a todos. Hamlet no refleja sino
que engendra un orden subjetivo. De allí proviene la fuente ina­
gotable de su vigencia.
Todo se puede afirmar de Hamlet y todo le cabe porque Hamlet
no es un personaje sino una estructura que pone en escena las
consecuencias del encuentro del sujeto con el significante y, más
específicamente, con la falta de uno: S(/í).
Todo le cabe a Hamlet porque Hamlet es inacabable. Todo se
puede escribir de él y nada que no haya escrito Shakespeare. En
última instancia, aquello que nos toca del drama, p o r'articular el
inconsciente, no cesa de sustraerse incluso al drama.
En “El deseo y su interpretación” encontré en la expresión de
Lacan la expresión misma de mi “experiencia-Hamlet”:
Es un texto como para caerse de espaldas, revolcarse por el piso, es
inimaginable. No hay verso, no hay una réplica que no sea de una potencia
de percusión, de una violencia tal que nos deja, en todo momento, estu­
pefactos. Nos parece que fue escrito ayer y que no se podía escribir así
hace trescientos años.11

III. HAMLET Y EL GRAFO DEL DESEO

Convocado por Freud en terreno edípico, el drama de Shakespeare


convoca a Lacan como estructura privilegiada de la que se sirve
para formular, por escrito -el grafo es ante todo escritura”, la
pregunta por el sujeto. Más específicamente, por el lugar del deseoi
Lacan construye su “aparato” para leer a Hamlet. El grafo del
deseo se enmarca en las coordenadas freudianas de Edipo y cas­
tración, pero introduce otras que nos conducen más allá de la
lectura de Freud.
En una clase que constituye una presentación de método, Lacan

11J. Lacan, “Le désir...”, op. cit., clase del 11 de marzo de 1959.
distingue a Hamlet de Edipo. Contra todo sentido común que supo­
ne el consenso como garantía de no errar, Lacan no asemeja sino
qué pone en contraste ambas trayectorias. De la diferencia que allí
surge cobra forma y consistencia la construcción de su grafo.
La diferencia no se hace esperar:
Edipo es la tragedia que resulta de la realización del deseo.
“Pero el hombre no está simplemente poseído por el deseo sino
que tiene que encontrarlo, encontrarlo a costa suya y con el mayor
esfuerzo.” Antes de realizarlo, es necesario que ese deseo sea con­
quistado. “Hamlet es el lugar del deseo .” 12
Edipo muestra la realización del deseo, Hamlet muestra la con­
quista de un lugar para el deseo. “Hamlet es la tragedia de la
conquista del deseo .” 13 Tanto el grafo como el drama constituyen
la escritura de tal conquista. El grafo inscribe el sitio del deseo, el
drama de Hamlet, también.
Nada desdeñable se nos presenta el ejercicio de pensar la rela­
ción entre el grafo del deseo y el drama de Hamlet. No es una
obviedad la idea de que Lacan construye el grafo para hacer pasar
a Hamlet por esa red. El grafo no constituye una metáfora del
drama ni un concepto.
Justamente, en el mismo seminario de 1959 Lacan anuncia: “El
gran secreto del psicoanálisis es que no hay Otro del Otro. No hay
metalenguaje .” 14 El grafo del deseo tampoco constituye una her­
menéutica de Hamlet ni un lenguaje trascendental. El grafo es én
principio escritura lógica, en sentido estricto, topológica. En su
desarrollo de Hamlet (¿análisis o composición?) Lacan insiste con
palabras tales como “trama”, “tejido”, “cañamazo”, “nudo”, esbo­
zando una lógica topológica que escribe en sentido estricto la SI­
TUACIÓN del deseo tanto en el grafo como en el drama.
La pregunta que cabe es: ¿cuál es la relación entre la escritura
del grafo y la del drama de Hamlet? ¿Acaso se trata de una relación
de transliteración como el pasaje de una escritura a otra escritura?1!i
La transmisibilidad del psicoanálisis y su método constituye una
pregunta abierta. La experiencia muestra que cabe situar como
agente de la respuesta la aseveración de Lacan que indica la inexis­
tencia' del metalenguaje. Lo transmisible del psicoanálisis requiere
12 Ibid., clase del 18 de marzo de 1959.
ls Ibid., clase del 15 de abril de 1959.
14 Ibid., clase del 8 de abril de 1959.
15J. Allouch, Lettre pour lettre, transcrire, traduire, translittérer, París, Eres, 1984.
dejar abierto un imposible (el objeto del psicoanálisis) y al mismo
tiempo reducir la proliferación metafórica de significaciones ima­
ginarias cuya función consiste en un desconocimiento de tal im­
posible. Todo le cabe a la escritura en prosa. La letra, el algoritmo,
la escritura lógica y topológica en su imposibilidad aseguran en
cambio lo intransmisible del psicoanálisis. Desde esta perspectiva
la formalización del psicoanálisis operada por Lacan constituye
una respuesta al riesgo del psicoanálisis en prosa. La escritura
lógica de la que se sirve Lacan detiene el deslizamiento de signifi­
cación en significación que opera en la hermenéutica, proponien­
do, de lo imposible, su transmisión.
En “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el incons­
ciente freudiano”, a propósito de la sigla del $ 0 a, Lacan nos pro­
porciona indicaciones factibles de extenderse a toda la escritura
lógica en psicoanálisis:
Es lo que simboliza la sigla ($ 0 a) que hemos introducido, a título de
algoritmo, la cual no, por azar rompe con el elemento fonético que cons­
tituye la unidad significante hasta su átomo literal. Puesto que está hecho
para permitir veinte y cien lecturas diferentes, multiplicidad admisible
tan lejos como lo hablado que queda tomado de su álgebra.
Este algoritmo y sus análogos utilizados en el grafo no desmienten en
efecto de ninguna manera lo que hemos dicho de la imposibilidad de un
metalenguaje, Éstos no son significantes trascendentes; son los indicios
de una significación absoluta.10
Respecto de la relación entre el grafo del deseo y Hamlet, Jean
Allouch propone una relación que invita a pensar en las escrituras
de las que Lacan se sirve para leer:
Hamlet es una realización del grama [...] Mucnas otras veces antes, Lacan
había hecho intervenir lo escrito de esta misma manera que no sería
metafórica. Más bien sería “matephorique”, la escritura matemática hacién­
dose, en su franqueamiento mismo, como portadora de un agujero [...]
La composición del grama tiene el mismo logos que la tragedia de Hamlet,
dicho de otro modo, que el levantamiento de la procrastinación.17
El autor plantea una articulación homologa entre el drama y el
grafo del deseo.
10J. Lacan, Écrits, París, Seuil, 1966, p. 816 [ed. Siglo XXI, p. 796],
17J. Allouch, L ’érotique du deuil, op. cit., pp. 202, 205.
Ya en ei drama están presentes las categorías del grafo, pero
sólo leyendo el drama con la escritura del grafo, en una lectura
con lo escrito, tiene lugar (puesto que se trata de topos) la com­
posición de las categorías del drama .18
En sus diferencias, Hamlet, como Edipo, constituye un universal.
Las categorías que allí se juegan atañen a la estructura del sujeto.

IV. CORRELACIONES

En “El deseo y su interpretación”1” Lacan nos da la clave para


distinguir tres estructuras fundantes:
1] Mito freudiano del asesinato del Padre
2] Edipo
3] Hamlet
Lacan afirma que el primero muestra la estructura de la instau­
ración de la ley. El segundo concierne a la estructura de lo que
resulta de la realización del deseo, es decir, la transgresión a la ley
cuyo resultado será su reinstauración. El tercero muestra la estruc­
tura de la conquista del deseo, que no se producirá sin situar antes
un pequeño “a”, el objeto. En correlación con la conquista del
deseo, Hamlet inscribe el objeto EN el deseo. Como el deseo, tam­
bién en lo que atañe al objeto se trata en Hamlet de su lugar. El
objeto EN el deseo contrasta con el objeto DEL deseo concerniente
a la estructura edípica.
El mito del asesinato del Padre, la tragedia de Edipo y el drama
de Hamlet constituyen tres órdenes de relaciones para las cuales
proponemos tres escrituras formuladas por Lacan en diferentes
momentos de su enseñanza.
Para el mito del asesinato del padre proponemos la escritura
de las fórmulas de la sexuación:
3x$x
Vx Ox
“La* línea inferior, V x f x , indica que es por la función fálica
18 Ibid. “Esta m anera de ‘leer con lo escrito’ era en él [Lacan] sistem ática”, p
201.
1!*J. Lacan, “Le désir...”, op. cit., clase del 15 de abril de 1959.
por la que el hombre como todo toma su inscripción, es allí (á ceci
prés) donde esta función encuentra su límite, en la existencia de
un x para el cual la función O x es negada, 3 x O x . Allí está eso
que se llama la función del padre ” .20
La excepción funda la inscripción del falo. La condición de
posibilidad del universal es dada por la negatividad que lo funda.
El padre totémico viene al lugar de la particular excepción que
funda la ley (entrada a la lógica fálica). Notemos que en la misma
dirección vislumbra Freud la entrada del sujeto a la dialéctica edí-
pica por la vía de una versión perversa del padre (“Pegan a un
niño ” ).21
La fórmula de la metáfora paterna constituye la escritura de
Edipo .22
Nombre-del-Padi e . . Deseo de la M adre N om bre.del.Padre
Deseo de la M adre Significado al sujeto

Constituye la metáfora llamada primordial porque la sustitución


del Deseo de la Madre por el Nombre-del-Padre funda la metáfora
como función en el sujeto.
El complejo de Edipo se formula como un giro de la madre
hacia el padre. Allí se lee la operación metafórica por la cual un
significante viene a desplazar a otro significante, produciendo un
plus y un resto. La significación del falo constituye la producción
metafórica como resultado de tal sustitución.
La escritura del drama de Hamlet se efectúa en el grafo del
deseo. Donde se tratará, para Hamlet, de situar su deseo (d) en el
mensaje que viene del Otro S(^H).

20J. Lacan, Livre XX, Encoré, París, Seuil, 1975, p. 74.


21 S. Freud, “Pegan a un niño“ (1919), en Obras completas, op. cit., t. xvn, Buenos
Aires, A m orrortu; S. Glasman, “Superyó, nom bre perverso del pad re”, Conjetural,
núm. 2, Buenos Aires, noviem bre de 1983. La autora articula la entrada a la lógica
fálica por la vía del padre perverso de “Pegan a un N iño”.
22 J. Lacan, “D’une question prélim inaire á tout traitem ent possible ae la psy-
chose”, en Écrits, París, Seuil, p. 557 [ed. Siglo XXI, p. 539].
S(/i.): el mensaje del Otro: la falta de un significante en lo simbólico, o
el deseo del Otro, o la castración del Otro, en Hamlet será el lugar del
mensaje del “ghost”.
$ 0 a: el fantasma
d: deseo
$ 0 D: sujeto de la demanda
m: yo
i(a): imagen del otro
$: sujeto
A: Otro (tesoro de significantes)
s(A): significado del Otro.
Remitimos al lector al libro de Jean Allouch Erotique du deuil au
temps de la mort séche,2* donde el autor articula el trayecto de Hamlet
con el del grafo del deseo para demostrar que tal trayecto consti­
tuye la versión lacaniana del duelo
Las fórmulas de la sexuación, la metáfora paterna y el grafo del
deseo constituyen tres escrituras que inscriben órdenes de relacio­
nes diferentes.
Aparatos tales que iluminan las categorías ya presentes en el
m ito/tragedia/drama, engendradas ahí, pero ausentes en tanto que
23J. Allouch, “Étude b: Le deuil selon Lacan interprete d ’H am let”, en Uérotique
du deuil...i op. cit,
producidas por la escritura con que se leen. (Sólo por ed registro
de lo simbólico es abordable aquello que hace a su incompletitud.)
En la clase del 18 de marzo de 195924 Lacan enseña método al
correlacionar las tres estructuras contrastando diferencias.
En principio, indica el referente de un crimen presente en las
tres estructuras pero que instaura otro orden cada ve 2 . La muerte
del padre, SI, trazo unario en tanto instauración de un nuevo
orden; y también S(fl) en tanto el padre es muerto.
En las trescomposiciones, el padre se presenta como S(fi). Sin
embargo la lectura de S(fi) no será, igual para las tres. Lacan hace
consistir la diferencia (nos referimos a Edipo y a Hamlet), en prin­
cipio, al no-saber/saber, del Padre. El padre de Edipo no sabía. El
padre de Hamlet era uno que sabía que estaba muerto.

V. LA TRAGEDIA NO ES DRAMA

' ¡Dichosos aquellos cuyo tamperamento y juicio se


hallan tan bien equilibrados, que no son entre los
dedos de la iortuna como un caramillo que suena
por el hueco que a ella se le antoja! ¡Dadme un
hombre que no sea esclavo de sus pasiones, y yo
le colocaré en el centro de mi corazón; sí* en el
corazón de mi corazón, como te guardo a ti! Pero
no hablemos más de esto.
Hamlet, acto tercero, escena n

El género dramático' va de la mano con la comedia, y en ambos el


absurdo tiene un lugar central.
Hamlet produce una suerte de efecto cómico que contrasta con el
impacto dramático cuando sorprende una risa que parece no concor
dar con el carácter de la obra. En su seminario Lacan toma nota de
ciertos rasgos grotescos que habitan en el príncipe Hamlet: “Uno que
se hacía el loco, capaz de hacer una masacre como si nada pero
incapaz de matar al que debe matar por derecho y por deber . ” 25
En cuanto a los géneros, es notorio el hecho de que Lacan no
hace diferencia entre tragedia y drama.
24J. Lacan, “Le désir...”, op, cit., clase del 18 de rnarjB de 1959.
2S Ibid., clase del 8 de abril de 1959.
En principio la distinción que opera Lacan entre Edipo y Hamlet
toma como referente el saber-no saber. Referente que resulta ope­
rable también para diferenciar tragedia de drama.
A diferencia del drama, en la tragedia se realiza un destino sin
saber. El destino antecede en el oráculo, hay un saber oracular
conocido por el público pero no sabido por el héroe. Edipo no
sabe, su padre tampoco. Juguete de los dioses que se divierten en
fabricar destinos humanos, el sujeto trágico se presenta en posición
de no saber. El final del héroe trágico consiste en la correlación
que se produce entre el saber y el castigo. Guando sabe su tragedia,
la ley castiga, acto por el cual se reinstaura.
El drama de Hamlet consiste justamente en que no hay dioses
juguetones que fabrican el destino humano. El destino está sólo,
a la merced del azar y la fortuna. Saberlo constituye lo fatídico de
todo drama.
En el drama rige el orden de la fatalidad. No hay en el drama
un destino trágico. La tragedia de Hamlet consiste en la fatalidad
de saber que justamente no hay destino que precede.
Edipo no tenía elección posible, cumplía con su destino trágico
sin saber. La no elección de Hamlet es radicalmente diferente: lo
suyo, como una fatalidad inevitable, es un saber sin remedio, el
saber que la verdad carece de verdad. Lacan sitúa el mensaje del
ghost arriba a la izquierda del grafo, S(^), mensaje que porta un
saber fatal, comparable al mensaje de su propia sentencia de muer­
te que lleva el esclavo ignorante grabado en su frente.
El padre de Hamlet sabe que está muerto y que, llamado a
garantizar el orden, ha sido atravesado por el desorden. El saber
está al inicio y desencadena el drama porque el padre de Hamlet
regresa de la muerte para hacer saber a este saber. Hamlet sabe
lo que debe hacer con ese saber, pero “no es que no pueda hacerlo,
tampoco es que no quiera, es que no puede querer”.21’ No hay sitio
para el deseo de llevar al padre una respuesta. El hacer ese sitio
será el nodulo del drama. También del grafo.
Al presentarse marcado por una sin-respuesta última el padre
lega a Hamlet este saber fatal.
Por estar advertido, Hamlet no podrá rehuir del acto de vengar
la muerte del padre. Su drama consiste en postergar el acto que
sabe que no puede cometer sin quedar atravesado por él. Es con
Lo cual m uestra que no estamos en el terreno de una psicopatología.
la espada que lo hiere de muerte con la que Hamlet pone fin a la
procrastinación. La condición del to-be se constituye sobre un fondo
de noí-to-be que deja fuera el suicidio como opción.
El sin-destino constituye el destino trágico del drama. Los dioses
confinaron a los héroes a las tierras azarosas de lo dramático o a
los equívocos propios de la comedia. Olvidado en el oleaje de las
circunstancias, el sujeto del drama es uno sin dioses y sin destinos.

VI. DE UNO QUE NO SABÍA QUE ESTABA MUERTO

A propósito del referente saber/no saber Lacan traerá a colación


el caso del padre que, a diferencia del de Hamlet, no sabía que
estaba muerto. Se trata de un caso de Freud que enmarca (es
inmediatamente anterior) la introducción de Hamlet en La inter­
pretación de los sueños.
Por la articulación entre el drama y lo absurdo, no resulta in­
trascendente el hecho de que Freud introduce a Hamlet a propósito
del tema del absurdo en los sueños. Freud analiza un sueño para
dar cuenta de tal absurdo. El sueño que propone Freud como
paradigma del absurdo constituye otra versión del nodulo del drama
de Hamlet: el encuentro del sujeto en duelo con el padre muerto.
Se trata del sueño cuyo sujeto, como Hamlet, se halla en estado
de duelo por la muerte del padre. El texto del sueño es: “Él [el
padre] no sabía que estaba m uerto . ” 27
Freud aborda el tema del absurdo (nótese que Freud asocia el
absurdo con la muerte del padre) con genial sencillez al indicar
que lo absurdo de la idea del muerto que no sabe que lo está viene
a encubrir algo horroroso: que esa muerte fue deseada por el
sujeto, y de tal deseo edípico el soñante nada sabía. Es así como
articula Freud en este caso la rivalidad edípica con el padre.
El trabajo del sueño hace del deseo edípico de muerte algo
risible. Lo absurdo vela lo horroroso de un padre que no sabe que
está muerto, más el horror suplementario que implica el hecho de
que esa m uerte constituye un deseo.
Lacan lee a Freud leyendo el sueño. Funda su lectura en escri­
tura -nótese que Lacan comienza el grafo a propósito de este
27 S. Freud, La interpretación de los sueños (1900), en Obras completas, t. v, Buenos
Aires, A inorrortu, pp. 426, 430.
sueño- franqueando los límites edípicos en el mismo sentido (vec­
torial) en que dichos límites son franqueados en su interpreación
de Hamlet.
Una diferencia entre Freud y Lacan se vislumbra en el análisis
del sueño, diferencia que reencontramos en todo su esplendor en
el abordaje lacaniano de Hamlet.
Siguiendo la asociación de Freud, Lacan aborda el sueño del
padre muerto para, al igual que Freud, también desde allí intro­
ducir su Hamlet .28 Lacan es freudiano. Su diferencia con Freud lo
demuestra, puesto que ésta no consiste en una diferencia de mé­
todo sino en la composición de categorías que producen un desfase
al fundar lo que llamaríamos (a falta de una expresión más rigurosa)
un más allá de lo edípico freudiano o un franqueamiento de los
límites de Freud.
Se desprende de su lectura: “Su este sujeto está en análisis puede
saber que ese deseo de muerte alguna vez fue suyo. (Hasta aquí,
Freud.) Lo que el sujeto no puede saber es que su existencia como
sujeto se sostiene de ese padre, otro rival.”2'-’
Y luego: “El deseo de castrar al padre con su retorno en el su­
jeto no es un deseo justificable, es una necesidad estructurante .”m>
Lacan comienza la construcción del grafo con lo que él llama
la “célula elemental ” :31

28 J. Lacan, “Le desir...”, op. cit., clase del 10 de diciembre de 1958.


•9 Ibid., clase del 7 de enero de 1959.
30 Ibid.
!1 J. Lacan, “Subversión du sujet et dialéctique du désir”, en Écrits, París, Seuil,
805 [ed. Siglo XXI, p. 784],
La línea de la intención que va de $ a I(A) cruza por un lado
con el Otro (tesoro de significantes), y retroactivamente recibe su
mensaje del Otro s(A). Lacan especifica en este punto las coorde­
nadas espaciotemporales: el primero (A) tiene que ver con el es­
pacio concebido como lugar. (Nótese que el sitio del deseo (d)
tendrá lugar también del lado derecho del grafo.) El segundo tér­
mino (s(A)) refiere a la temporalidad, entendida ésta como el ins­
tante de la escansión cuando por retroacción el sujeto recibe el
mensaje del Otro.
En este primer circuito, el sujeto se constituye como puro efecto
del significante. Hablado por Otro, no asume aún el acto de la palabra.
Para que ocurra será necesario completar el trayecto del grafo
A propósito del sueño del padre que no sabía que estaba muerto
opera Lacan la continuación del trayecto en el grafo. Su trazado
conduce lo que él llama “línea de intención” desde A (lugar del
Otro donde el sujeto es hablado) hacia “el piso de arriba ”, donde
tendrá lugar el deseo, no sin antes haber efectuado el trayecto .32
En el trayecto de sus vicisitudes por el encuentro con el signi­
ficante hay un punto en que el sujeto se ve interpelado por el
deseo del Otro que no puede presentarse sino bajo el referente
subjetivo que Lacan formula como Che vuoi?” El sujeto realiza su
primer encuentro con el deseo como deseo del Otro de algo que
sería el sujeto mismo. “Es en el interior del deseo del Otro donde
el sujeto debe hallar el sitio de su propio deseo . ” 33
En una homografía cuya escritura configura el significado de
eso mismo que escribe, Lacan eleva el grafo hacia el segundo nivel
y, con él, al sujeto de la intención al estatuto de una interrogación
(el “?” del “Che vuoi? ¿qué quieres ? ” )34 (véase siguiente página).
El grafo se erige como signo de pregunta que sitúa al sujeto
como efecto de la interrogación autorreferencial de lo que el Otro
querría de él. El sujeto como aquello de lo cual el Otro quiere algo
viene al lugar de la letra “a” del fantasma. Pasando por este sitio
32 En su estudio sobre Ham let (op. cit.) Allouch m uestra el/los trayectos de la
postergación del acto como homólogos al trayecto del grafo.
33J. Lacan, “Subversión...”, op. cit., pp. 813, 814 [ed. Siglo XXI, pp. 794-795].
34J. Lacan: “Es este piso sobreiinpuesto de la estructura el que hará crecer
nuestro grafo hacia su form a completa, por introducir allí en principio como el
dibujo de un punto de interrogación que parte del círculo del gran A del Otro,
simbolizando en una hom ografía sorprendente la pregunta que él significa” (ibid.,
p. 815).
es como el sujeto se produce en la pregunta por el deseo del Otro.
El deseo emerge del campo del Otro y se introduce en principio
bajo la forma de la pregunta “¿qué me quiere?”.
La respuesta, el lugar donde desemboca la interrogación, está
constituida por el fantasma ($ 0 a). El deseo tiene lugar por la vía
del fantasma. Reencontramos la fórmula de Lacan por la cual “el
fantasma es el cursor del deseo”.sr>
Lacan está en un momento de su pensamiento en el cual el
deseo proviene del Otro, pero no sin que la línea de intención
atraviese antes por el pequeño “a” del fantasma.S(i
Lacan sitúa el fantasma a propósito del punto en que “El padre
no sabía que estaba muerto”, es decir, a propósito de la inscripción
de S(^).
S5J. Lacan, “El fantasm a es el cursor del deseo” (“Le désir...”, op. cit., clase del
8 de abril de 1959). Form ulación am pliam ente desarrollada e n j. Allouch, L ’érotique
de deuil..'.. op. cit.
En el sem inario “El análisis como una erotología” (San Miguel de Allende,
julio de 1997) Allouch plantea que en 1963, en el sem inario “La angustia”, Lacan
inventa/produce el objeto pequeño “a ” como causa del deseo. Por lo cual la
form ulación del deseo como deseo del O tro se desliza hacia “a”. La causa del
deseo está en “a” y ya no en A (Otro).
Lo que hasta ahora parece articularse es:
A la pregunta “¿Qué me quiere?” el sujeto recibe como respuesta
S(A)- El mensaje que recibe del Otro es la castración.
El sujeto no accede al mensaje del Otro S(A) sin obviar un cierto
recorrido en la cadena inconsciente (piso de arriba).
El mensaje S($.) no es fácilmente digerible. En términos freu-
dianos, se trata de la castración del Otro correlativa a la castración
del sujeto. En términos lacanianos, la falta de un significante en
el Otro, el deseo del Otro, “que no hay Otro del Otro [...] Trazo
de Sin-Fe de la verdad ” .37 Por ser un algoritmo, le caben muchas
lecturas; pero, y por lo mismo, no cualquiera. (A diferencia de la
prosa, a la que le cabe cualquier lectura.)
Sólo por la vía del fantasma el sujeto podrá inscribirse en el
mensaje que le llega del Otro, esto es, en Afirmado en “a”
es como el mensaje es suceptible de tener lugar. Es com o “a” (otro)
como el sujeto torna abordable la tachadura del Otro. Y también
es como “a” objeto que la causa donde el sujeto se sitúa para
abordarla .38
En el casos del sueño, el padre se presenta en las dos posiciones,
en S($.) y en “a” (otro rival).
Lacan hace notar que el fantasma se sitúa en posición homologa
al moi del piso de abajo. El abordaje de la castración por la vía de
ser otro lleva la marca del desconocimiento del yo. El correlativo
inconsciente (piso de arriba en el grafo) de la función de desco­
nocimiento que constituye al yo (piso de abajo) funge como uno
de los soportes de la formulación del fantasma en 1959. El pequeño
“a” de la fórmula SO a, como otro -(a)utre- realza la dimensión
imaginaria del fantasma. Siguiendo la formulación de Lacan por la
cual “el sujeto se defiende del Otro con su moi”,S!) desde esta pers­
pectiva podemos afirmar que el sujeto se defiende de la castración
del Otro por la misma vía por la que accede, con su fantasma.
En el grafo del deseo el fantasma constituye el articulador entre
el piso de arriba y el de abajo .40
37J. Lacan, “Subversión...”, op. cit., p. 818 [ed. Siglo XXI, p. 798].
38 A propósito de la invención, según J. Állouch, del objeto “a” como causa en
1963, constatam os que en 1959 se sitúa claram ente la no resolución de la ambi­
güedad del “a ” en el S 0 a, y que el vaivén del otro al objeto se resuelve en el
sem inario “La angustia”.
3!)J. Lacan, “Subversión...”, op. cit.
4,1 Véase J. Lacan, El deseo y su interpretación, seminario inédito.
Ahora bien, no hay otro modo de acceder a S($), puesto que
como respuesta al “¿qué me quiere?”, el mensaje de la falta en el
Otro S(^) tacha al sujeto, que en fading no tiene más soporte que

VII. SITUACIÓN DEL $0 a EN 1959

En 1959 Lacan opera con una concepción del fantasma que luego
varía. La variación recae sobre el estatuto del pequeño “a”. En “El
deseo y su interpretación” el “a” es ambiguo. Bien puede ser leído
como el otro imaginario de donde toma consistencia el sujeto del
inconsciente, o bien como objeto-causa del deseo.
En otro orden, Lacan es muy preciso al nombrar la relación
entre el fantasma y el deseo. “El fantasma nos da el cursor del
deseo ” ,41 no constituye sino la lectura de lo que el grafo inscribe
en el piso de arriba: ($ 0 a) —*— d, escritura indicativa de que efec­
tivamente el fantasma posiciona el deseo.
Respecto del padre que no sabía que estaba muerto, Lacan
sostiene que aquello que el sueño cifra no responde sólo al orden
de la rivalidad, sino que además de la rivalidad edípica el sujeto,
en fading, se sostiene en “a”.
“El fantasma es la tela del sujeto .” 42 Tachado mediante el que
introduce la castración del Otro, el sujeto se afirma en “a”.
¿Constituye la formulación de $ 0 a un franqueamiento de lo
edípico freudiano?
La fórmula del fantasma ($ 0 a), por tratarse de una forma lógica,
admite múltiples lecturas, pero no cualquiera. Debe tratarse igual­
mente de una lectura lógica. En este caso así lo leeremos: es como
otro como el sujeto recibe el mensaje del Otro.
En un ardid propio del sueño, el sujeto mantiene vivo al padre
al hacerle ignorar su muerte. Pero además, y éste es el orden de
lo fatídico que retorna en Hamlet, el sujeto necesita del padre en
tanto que es de esa rivalidad que se requiere viviente de donde el
sujeto toma tela. En el fantasma, el sujeto toma consistencia de

41J. Lacan, op. cit., clase del 8 de abril de 1959.


42 “...El fantasm a es propiam ente la ‘tela’ de ese Je que se encuentra primor-
dialm ente reprim ido, por no ser indicable inás que en el fading de la enunciación”
(“Subversión...”, op. cit., p. 816 [ed. Siglo XXI, p. 796]).
“a” como otro. En el sueño el “a” del .fantasma es el padre rival.
Ya tocado por el esülo Hamlet (Hamlet hace estilo), Lacan indica
lo siguiente: “Asumiendo el dolor por la muerte del padre sin
saberlo, el sujeto sostiene ante él, en el objeto esta ignorancia que
le es absolutamente necesaria de saber que para afirmarse de allí
‘habría sido mejor no haber nacido’ (palabras estas últimas de
Hamlet). “El dolor culpable por la muerte del padre encubre el
dolor de la existencia. El crimen es el de haber existido en ese
deseo de m uerte .” 43
Hay una gama de escrituras que caben en este padre que no
sabía que estaba muerto.
Por un lado, el padre se presenta como “a”, otro rival, soporte
imaginario del sujeto tachado por el significante. Tachado preci­
samente por esta otra escritura del padre en el sueño: ^(A).
El padre también viene al lugar de A, Otro cuya existencia, aun
en la ignorancia, garantiza la existencia del sujeto. En la ignorancia
de su propia muerte el Otro cobra vida en el sujeto. El padre como
S(^Q, en tanto la muerte redoblada por la ignorancia lo marca
como castrado. Constatamos la ambigüedad del término “a” de la
fórmula ($ 0 a) en la interpretación lacaniana del sueño.
Una ambigüedad del mismo orden se presenta en el estatuto
de la letra “a” en la “interpretación lacaniana de Hamlet ” .44
Recordemos que Hamlet presenta la estructura de la conquista
del deseo, operación cuya condición es situar el objeto. “El objeto
en el deseo es el fantasma . ” 45 Cabe problematizar el estatuto de la
letra “a” de la fórmula $ 0 a en el análisis de Hamlet. La letra “a”
toma consistencia tanto de lo imaginario (otro rival/otro del amor)
como de lo real (en tanto objeto imposible causa del deseo). En
ambas lecturas de “a” se sostiene la formulación por la cual “el
fantasma es el cursor del deseo”. Siendo el soporte del sujeto ya
sea el otro, ya sea el objeto “a”.
Lacan da lugar a la ambigüedad en la lectura de Hamlet y el
término “a” del fantasma será soportado o bien por un otro del
4:1J. Lacan, “Le désir...”, op. cit., dase del 10 de diciembre de 1958. Oscar
Massota solía forinular en térm inos regionales un H am let estilo porteño cuando
aseveraba: “No te hagas el vivo... que estamos todos m uertos.”
44J. Allouch en L ’érotique du deuil..., op. cit., abre la am bigüedad objeto “a”
como causa del deseo y “a” como otro imaginario, al form ular “a” como “el objeto
pequeño otro", p. 234.
45 J. Lacan, “Le désir...’’, op. cit., clases del 8 y del 15 de abril de 1959.
lado de la rivalidad o bien por un otro del lado del amo, o bien
por el objeto “a”.
En más de una ocasión en el drama, Hamlet se ve mirado por
los otros. Se ve mirado, es decir que es el otro el que soporta la
mirada sobre Hamlet en el punto de su fisura subjetiva, esto es,
haciendo titilar el lugar del deseo cuyo cursor es el sujeto en su
articulación precisamente con el “a” del fantasma. Ya aquí se pre­
senta la ambigüedad del otro en el lugar de objeto (que luego será
la mirada como objeto). Hamlet se ve mirado por otro que cons­
tituye entonces la mirada como objeto que divide.
Situamos entre posibles otros a los soldados, a los actores, a
Laertes, y a Ofelia en un primer momento .40
Hamlet se ve interpelado por los soldados:
¿Qué papel estoy, pues, haciendo yo, que tengo un padre asesinado y una
madre mancillada, fuertes acicates para mi razón y mi sangre, y dejo que
todo duerma en paz? Mientras que, para vergüenza mía, estoy viendo la
muerte inminente de estos veinte mil hombres, que por un capricho y
una ilusión de gloria corren a sus tumbas como si fueran lechos, y pelean
por un trozo de tierra tan reducido, que no ofrece espacio a los comba­
tientes para sostener la lucha, ni siquiera es un osario bastante capaz para
enterrar a los muertos. ¡Oh! ¡A partir de este instante, sean de sangre mis
pensamientos, o no merezcan sino baldón!”47
También los actores en la interpretación de su dolor en escena
interpelan/interpretan a Hamlet. Viniendo al lugar de “a”, hacen
titilar el sitio del deseo (y con él la postergación del Acto ) .48
¡Oh, qué miserable soy! ¿Qué parecido a un siervo de la gleba! No es
tremendo que ese acto, no más que en ficción pura, en sueño de pasión,
pueda subyugar así su alma a su propio antojo, hasta el punto de que por
la acción de ella palidezca su rostro, salten lágrimas de sus ojos [...] ¡Y
todo por nada! ¡Por Hécuba! ¿ Y qué es Hécuba para él o él para Hécuba,
que así tenga que llorar sus infortunios? ¿Qué haría él si tuviera los motivos
o impulsos que yo tengo? Inundaría de lágrimas el teatro, desgarrando
4(1 Remito al libro de J. Allouch, L ’érotique du deuil..., op. cit., donde el autor
form ula el trayecto de Ham let respecto de Ofelia (“Étude b: Lacan interprete
d ’H am let”).
47 W. Shakespeare, Hamlet, acto cuarto, escena iv.
48 J. Allouch, L ’érotique du deuil..., op. cit. En el estudio b el autor amplía pers­
pectivas respecto de la composición-descomposición del fantasma.
los oídos del público con horribles imprecaciones; volvería loco al culpable
y aterraría al inocente [...] Y sin embargo, yo, torpe y vacilante picaro,
me quedo hecho un Juan de los Sueños, indiferente a mi propia causa...4!)
Allouch señala con Lacan que, al final de “la escena dentro de
la escena”, más que Claudio es Hamlet quien se muestra desequi­
librado. Los actores (i(a)) hacen oscilar el sitio del deseo.
En el caso de Laertes se trata de un rival-ideal. En una identifi­
cación con Laertes, soporte de “a” en el fantasma de Hamlet, como
éste podrá cometer el acto de matar a Claudio poniendo fin a la
postergación, a su vida y al drama.
En el marco especular de una lucha de rivales por el prestigio,
en la confusión de ser otro, Hamlet hace lo que debió hacer desde
un inicio. Pero lo que hace saltar a Hamlet a escena es el ver llorar
a Laertes la muerte de Ofelia .50
Hamlet como “la conquista del deseo” atañe al lugar del objeto
en el deseo, esto es, el “a” del fantasma soporte del objeto imposible
que causa.
Hamlet pone fin a la postergación bajo dos condiciones: la pri­
mera es la presencia de Laertes llorando la pérdida de Ofelia; la
segunda es la muerte de Ofelia, objeto ahora imposible, también
“a”.
El pasaje de a (autre) a “a” (objeto) en la fórmula del fantasma
estará dado, en la interpretación que hace Lacan de Hamlet, por
el lugar de Ofelia, que desde un inicio Lacan articula como phallus
( Ophélie-phallus)
Ofelia como falo ocupa posiciones diferenciables en el drama .51
Ofelia constituye en principio el otro amado. Ahora bien, el
otro del amor no es cualquier otro. El “a” del otro amoroso (amado)
se superpone al “a” como objeto. Se ama al otro porque el otro
es supuesto portador de un objeto, a.
El objeto es supuesto en el otro, por lo mismo, amado. El amor
4i) W. Shakespeare, Hamlet, acto dos, escena II.
50J. Allouch: “Leemos con los dos pisos del grama: del mismo modo que se
inscribe una relación narcisista entre el moi y la imagen del otro, una relación
constituyente del moi, esto en el piso inferior (imaginario) del grama, del mismo
modo podem os inscribir, en el piso superior (simbólico), un duelo asumido, esto
es constituido tom ando apoyo sobre otro duelo” (L ’érotique du deuil..., op. cit., p.
236.
j l J. Allouch, ibid. Remitimos al estudio “b ” donde el autor puntúa el trayecto
de Ofelia.
funciona como velo del deseo en tanto que, al suponer que otro
tiene lo que al sujeto le falta, propicia mantener en el desconoci­
miento el hecho de que el objeto, justamente, es uno que falta.
Por el sesgo de la estrctura amorosa es como Lacan opera el
pasaje de a (autre ) al objeto “a”. El amor propicia la operación
puesto que aquello que anuda su estructura es justamente que se
ama a otro por lo que el otro tiene/no tiene Esto es, por lo que
el otro conlleva de objeto, causa del deseo.
En el análisis de Hamlet, Ofelia como otro y objeto constituye
el agente de dicho pasaje.5®'

VIII. CONCLUSIÓN

Edipo no es igual a su declinación. Ya para Freud la declinación


del Edipo implica la renuncia al falo. Hamlet en un contexto edípico
presenta el drama por el cual tal renuncia constituye un duelo y
un sacrificio.
Lacan lleva la renuncia hacia el duelo al tiempo que el falo oscila
de su estatuto simbólico para indicar el objeto. El duelo por ei falo
entraña un sacrificio suplementario: la pérdida del objeto, esto es,
su instauración como objeto imposible que desde el fantasma hace
lugar al deseo. Hamlet constituye la lógica por la cual el sujeto
sacrifica el objeto para que en el deseo el objeto tenga lugar (vacío).
Hay, según Lacan, un duelo parapsicótico, constituyendo como tal la
relación de objeto. No hay sujeto deseante fuera de la vía de esta parap-
sicosis. La razón esencial es que el objeto del deseo es un objeto funda­
mentalmente perdido, un objeto imposible, que en ello consiste su real.
Ahora bien, esta imposibilidad no es algo dado. Acceder allí equivale a
constituir el objeto en el deseo. Freud había nombrado castración a la vía
de acceso al objeto del deseo; prolongando a Freud, gracias a esta dimen­
sión imaginaria que ha sabido distinguir, Lacan agrega que el objeto del
deseo no se constituye, en el fantasma, más que sobre la base de un
sacrificio, de un duelo, de una privación del falo. Estos tres términos

52J. Allouch: “Hay dos sacrificios del falo distintos puesto que, con el prim ero,
Ofelia es sacrificada en tanto que siendo el falo, mientras que el segundo tiene
por objeto sacrificial al falo en el acto mismo de posicionar a Ofelia en su lugar,
dicho de otro m odo, en tanto que ella no lo es (o no lo es más)” (L ’érotique du
deuil..., op. cit., p. 275).
designan aquí una sola y misma operación, aquella que hace gracioso el
objeto del deseo, aquella que permite que funcione la estructura imagi­
naria del fantasma.
Lacan radicaliza la función del duelo: no hay relación de objeto sin
duelo no sólo del objeto sino también de ese suplemento, de esta libra
de carne fálica que el sujeto no puede sino sacrificar para tener acceso
al objeto.53
Hamlet indica el punto de la declinación edípica freudiana.
Renunciar a ser para, desde la ilusión de tener, perder.
El objeto en el deseo requiere de un lugar. La operación de
sacrificio es condición para ese sitio. El sacrificio del falo da lugar
al objeto causa fundando el sitio de su imposibilidad. Eldeseo
como deseo del Otro pasa a ser causado por “a ” .54
En la lógica fálica del Edipo, Lacan introduce el fantasma como
articulador de la causa perdida. La diferencia entre Hamlet y Edipo
es la introducción del objeto “a” en el deseo.
A modo de conclusión abriremos ciertas problemáticas en torno
a la experiencia de análisis que, como experiencia trágica, sitúa el
destino en una anterioridad; y como experiencia dramática el des­
tino se produce como efecto de estructura.
La experiencia analítica es pensable también como la realización
del trayecto del grafo. El analista como agente del recorrido cons­
tituye el soporte de sus elementos. En un análisis también se trata
de hacer sitio al deseo, para lo cual es necesario completar el
trayecto con una renuncia y un sacrificio.
Es pensable la experiencia analítica como la realización de un
duelo? En un análisis se transmite el objéto imposible, causa del
deseo. Su final, estará articulado con la caída del objeto “a” cuyo
soporte es la presencia del analista. La transmisión en un análisis
del objeto imposible anuda y reinaugura la relación del objeto con
^(A) y la causación del deseo.
¡Vaya experiencia la de un análisis! En ella, y por lo que allí se
juega, el que pierde gana.

53 Ibid., p. 257. Culmina su formulación: “La pérdida de 1 no se realizará sin


aquella del pequeño a" (ibid., p. 258).
54 En su sem inario “El análisis como una erotología”, Allouch cuestiona la
vigencia de la form ulación del deseo como deseo del O tro, puesto que a partir
del sem inario “La angustia’’ y con la precisión que allí opera Lacan del “a ” como
objeto causa, el deseo 110 proviene del O tro sino del objeto “a” como imposible.
EL NOMBRE-DEL-PADRE COMO SUPLENCIA
FRIDA SAAL

El título de este trabajo parafrasea el título del presente coloquio:


“Las suplencias del Nombre-del-Padre”, que surgió a su vez de la
discusión teórica que cerró el coloquio anterior.
El tema, así formulado en plural, “Las suplencias”, se relaciona
con algunas propuestas de Lacan, explicitadas en los seminarios
XXII y XXIII R.S.I. y Le sinthome, respectivamente. Se trata de un
punto coyuntural donde se dan cita diversos aspectos de la teoría
lacaniana, un nudo de problemáticas que hace que tanto la suplen­
cia, como su plural se transfórmen en puntos de interrogación
inquietante acerca de los conceptos aquí relacionados: ¿cómo son
afectados por esta propuesta la teoría del significante, la concep-
tualización de la psicosis, la dirección de la cura, sólo por mencio­
nar algunos de los problemas?
Parece conveniente, pues, aprovechar la oportunidad del colo­
quio para realizar un recorrido por la obra de Lacan, ubicando el
tema del Nombre-del-Padre y correlacionándolo con las diversas
problemáticas en juego. El proyecto en sí es de largo alcance. Lo
que aquí presento es el enunciado de un recorrido y la puntuali-
zación de ciertos problemas que encuentro inquietantes.
En primer lugar, constatamos que el tema de “Las suplencias del
Nombre-del-Padre” remite a la conceptualización del Nombre-del-
Padre como metáfora, que es como aparece en la obra de Lacan.
Al hablar de metáfora estamos inmediatamente inmersos en las
relaciones entre la lingüística, la lengua y el psicoanálisis. Sabemos
que éstas no han sido simples y conocen en la obra de Lacan
diferentes momentos, algunos de los cuales recordaremos aquí.
Lacan comienza reuniendo ambos campos, encantado con lo
que la lingüística le enseña, pues ha encontrado una disciplina más
próxima al psicoanálisis que la biología. Vislumbra así un camino
donde, tomados de la mano, podrían abordar problemas cruciales
de la cultura y del psicoanálisis. El encuentro con de Saussure es
el feliz momento que permite soñar con una nueva orientación
p y a el psicoanálisis. Pero las diferencias no dejan de hacerse pre­
sentes a poco de andar y, luego de subvertir el concepto del signo
saussuriano, vendrá la significancia a modificar el estatuto del sig­
nificado. La significancia es efecto del significante y no paralelismo
entre los elementos constituyentes del signo, tal como lo pensaba
de Saussure. Más tarde llega a la concepción de lalangue que coloca
a ambas disciplinas, psicoanálisis y lingüística, en regiones diferen­
tes. Mientras que el psicoanálisis se ocupa del sujeto de la ciencia,
es precisamente a ese sujeto al que la lingüística, como ciencia,
pretende forcluir .1
Esto abre numerosos interrogantes porque, a lo largo de todas
esas reelaboraciones de su relación con la lingüística, Lacan sigue
refiriéndose a la metáfora del Nombre-del-Padre como si esos cam­
bios no se hubieran producido, como si no afectaran a la concep-
tualización aquí enjuego.
En segundo lugar, no debemos olvidar que este tema ocupa un
lugar central en la clínica lacariiana; la instauración o no de la
metáfora del Nombre-del-Padre pone en juego dos destinos cuya
diferencia no es trivial: de un lado se organizan todas las modali­
dades de la neurosis, del otro, en el caso de la forclusión de ésta,
nos encontramos con la condición específica de la psicosis. En el
seminario de 1963-1964, aquel que Lacan suspendiera después de
su sesión inaugural, Lacan introduce una modificación y el Nora-
bre-del-Padre se transforma en los nombres del padre. Veremos el
efecto de esta pluralización en sus consecuencias clínicas y teóricas
para el abordaje psicoanalítico de las psicosis.
En tercer lugar, al mencionado plural se agrega la posibilidad de
las suplencias. Esa propuesta que, como señalamos, aparece en los
seminarios XXII y XXIII, abre infinitos interrogantes más: a partir
de entonces, si bien es posible suplir un error de anudamiento de
los tres registros de lo Real, lo Simbólico y lo Imaginario, ¿sigue
siendo posible afirmar que existe una diferencia estructural entre
la neurosis y la psicosis, o nos encontramos en una situación im­
posible de definir, para efectos prácticos, y donde la forclusión es
tan sólo un supuesto identificable a posteriori, en el caso de que la
psicosis llegara a desencadenarse?
' Para un recorrido más com pleto de esta relación entre lingüística y psicoaná­
lisis rem itim os al lector al trabajo de N éstor A. Braunstein, “Lingüistería”, en El
lenguaje y el inconsciente freudiano, México, Siglo XXI, 1982, p. 161.
Éste nos parece el punto de mayor gravedad en los avatares .¿e
este concepto. La propuesta de Lacan de la forclusión de la metá­
fora paterna abre una clínica diferencial entre las neurosis y las
psicosis. La propuesta del sinthome como la posibilidad de corregir
un error de anudamiento, ¿borra lo que antes él había abierto?
Comencemos, pues, nuestro camino, en donde estas problema
ticas se entretejen, y justamente porque se entretejen nos vemos
obligados a abordar puntos aquí enunciados, sin un orden exclu­
yeme, interrelacionándolos las veces que su desarrollo lo exija.
¿Cuándo, dónde y cómo plantea Lacan el tema de la metáfora
del Nombre-dél-Padre? La respuesta no es difícil para un lacaniano
por poco informado que estuviese: hacia el final del seminario III,
consagrado a las estructuras freudianas de las psicosis que Lacar
dictó en los años 1955-1956.2
Sin embargo, el tema de las psicosis ya tenía recorrido en la
historia intelectual de Lacan, que por esta vía entró y pasó de la
psiquiatría al psicoanálisis. Su tesis de doctorado (1932) fue, como
bien sabemos, La psicosis paranoica y su relación con la personalidad,
caso que ha entrado en la historia, en nuestra historia, como el
caso Aimée. Paralelamente, y en estrecho contacto con los surrea­
listas, publicó en la revista Minotauro (1933) “Motivos del crimen
paranoico: el crimen de las hermanas Papin”.
Hay así un “antes”de la metáfora del Nombre-del-Padre en el
abordaje de la psicosis y en ese antes conviene interrogar por los
medios de explicación de los que, en ese primer tiempo, se valió
Lacan.
Al comenzar su formación, Lacan 3 está influido aún por el pen­
samiento de Jaspers y se centra en el problema de la comprensi­
bilidad del delirio. Aborda la psiquiatría valiéndose de recursos
psicológicos y psicoanalíticos para impugnar el organicismo y as­
pira a ubicar el sentido del delirio en relación con la historia
2 En el proceso de elaboración de este trabajo apareció el libro de Erik Porge
Les noms dupére chezJacques Lacan, París, Erés, 1997. En este texto, al que remitimos
al lector, su autor hace rem ontar a 1951 la prim era aparición del térm ino Nom du
Pére e,\ Lacan. N uestra pregunta es diferente y rem ite a la aparición de la m etáfora
paterna. El interesante recorrido de Porge tiene otro enfoque y trata de resolver
la articulación, no la identificación, entre el Nombre-del-Padre y los registros, Real
Imaginario y Simbólico, así como la articulación entre el Nombre-del-Padre y el
concepto muy posterior de Sujeto Supuesto Saber.
3 Fraiifois Leguil, “Lacan avec et contre Jaspers”, en Ornicar, núm. 48, Navarin,
1989, p. 5.
particular de los sujetos. En este momento la diferencia entre Freud
y Lacan es clara: Helí Morales escribe:
La diferencia es clara: en estos momentos en Lacan no hay espacio para
el complejo de Edipo, porque no hay lugar para el padre. La exclusión
del padre y del Edipo exigen a Lacan permanecer en las tierras de la
dimensión imaginaria, en las tierras de la imagen como fundamento. Y
es precisamente sobre esas tierras sobre las que florece su tesis de doc­
torado. La inclusión del padre y del Edipo en la obra de Lacan, así como
el lugar del Otro, tendrán que esperar algunos años, tendrán que esperar
que otro registro se haga patente.4
Lacan elige el complejo fraterno como nudo dramático en el caso
Aimée y ubica a la hermana (esta cuya intrusión en la vida de la
paciente no despierta en ella la indignación o la ira que Lacan
esperaba) en el lugar de ideal del yo que, desplazándose a través
de la serie de figuras sustitutivas: amigas, escritores, etc., termina
personificando en una actriz (la que será víctima del atentado) el
objeto persecutorio al que ataca. Al atacar a esta parte de sí misma
en el perseguidor construido el delirio se disuelve; habiendo pa­
gado su pena, Aimée concede al superyó, ávido de castigo, la cuota
necesaria de sufrimiento que le permite estabilizar su existencia.
Pero al privilegiar el complejo fraterno, al no poner al complejo
de Edipo en el centro de la resolución, al no incluir al padre,
decimos, algo a la ligera tal vez, que Lacan se queda en las tierras
de la dimensión imaginaria. Tal vez sería más apropiado afirmar
que, para explorar estas tierras y dar inteligibilidad al drama, Lacan
se vio obligado a descubrir y describir el registro de lo imaginario,
punto de partida de la distinción ulterior de los tres registros.
Acompañado por Aimée y por las hermanas Papin es como puede
plantear las preguntas que lo impulsan a proponer el estadio del
espejo, en su simplicidad explicativa, en su complejidad constitutiva,
en su función trascendental.
Sabemos bien que el trabajo pionero de “El estadio del espejo.
Teoría de un momento estructurante y genético de la constitución
de la realidad, concebida en relación con la experiencia de la
doctrina psicoanalítica”. “The looking glass-phase”r’ es una teoriza­
4 H elí M orales Ascencio, Sujeto del inconsciente, UNAM/ENEP-Aragón, 1993, p . 49.
5 Tal e s e l n o m b r e c o m p le to c o n q u e f u e p r e s e n t a d o e s te tr a b a jo e n el c o n g r e s o
d e la ip a .
ción que se desprende de la clínica y que reconoce en las célebres
paranoicas a sus predecesoras y en cierto modo coautoras.
En el año 1949 Lacan publica la versión escrita, la que todos
conocemos, que lleva por título “El estadio del espejo como for-
mador de la función del yo tal como se nos revela en la experiencia
psicoanalítica’V' Contemporáneo de éste es el trabajo que se titula
“La agresividad en psicoanálisis”. Poner estos dos textos en relación
no responde a ninguna manía cronológica sino que señala que
ambos forman una unidad complementaria: si el estadio del espejo
nos coloca frente al papel constitutivo de la imagen en la función
del yo, esta enajenación primera es consustancial con la agresividad
que despierta el otro que es yo mismo, en la dialéctica excluyente
del Yo o el Tú. Es buscando el destino de la agresividad que Aimée
no pone en juego contra su hermana con lo que Lacan pergeña
su idea de la agresividad com o la tendencia correlativa de un modo
de identificación que llamamos narcisista .7
Si el “Estadio del espejo” indica cuál es el espejo que se rompe
en el acto agresivo de Aimée o de las hermanas Papin, con él Lacan
sienta las bases de lo que bautizó y teorizó como el registro de lo
imaginario; para nosotros esta elaboración primera no da cuenta
del imaginario en toda su complejidad tal como fue planteada por
Lacan más adelante.
Nuestro ingreso a la realidad y a la representación de nosotros
mismos requiere de la acción enajenante de la imagen especular.
En este momento del pensamiento lacaniano tal identificación es­
pecular es anterior a la simbólica. Escuchemos:
El hecho de que su imagen especular sea asumida jubilosamente por el
ser sumido todavía en la impotencia motriz y la dependencia de la lactancia
que es el hombrecito en ese estadio infans, nos parecerá por lo tanto que
manifiesta en una situación ejemplar la matriz simbólica en la que el yo
se precipita en una forma primordial, antes de que el lenguaje le restituya
en lo universal su función de sujeto.8
El párrafo que acabamos de citar no deja de sorprendernos a
pesar de_ ser tan conocido. Siempre Jo hemos leído a partir de lo
que ya conocíamos del Lacan posterior, presuponiendo un ya allí,
(,J. Lacan, Escritos, México, Siglo XXI, 1984, p. 86.
7 IbidL, p. 102.
8 Ibid., p. 87 (las cursivas son mías).
y eso nos impedía ver todos los aspectos de búsqueda presentes
en aquel primer trayecto. Aquí “la matriz simbólica” es la del espejo,
es símbolo en tanto representación, pero no tiene las características
del registro de lo simbólico que Lacan hará después coincidir con
el lenguaje, con el tesoro del significante, que es, en un momento
posterior pero todavía no definitivo de su obra, precondición de
toda imaginarización. Esta forma primordial de la imagen es an­
terior en este texto a la restitución universal, por el lenguaje, de
la función del sujeto. Así, la primera apertura del registro de lo
imaginario es todavía pura especularidad, todavía le faltará anu­
darse con lo simbólico para poder generar el campo del sentido.
Éste es, pues, el modo en que Lacan aborda las psicosis antes
de la metáfora del Nombre-del-Padre: el complejo fraterno es cen­
tral y está ligado a la agresividad correlativa del narcisismo. Sirve
esta etapa a Lacan para desarrollar los alcances y consecuencias
del modo de identificación imaginario. Falta aún, en el análisis del
registro simbólico, producir la inversión del signo saussuriano para
poder pensar el lugar de la metáfora.
Podemos decir que hacia 1953 la mayoría de ios personajes del
teatro lacaniano han sido ya presentados, sin embargo no es lo
mismo presentar un personaje que desarrollar su carácter. Muchas
cosas van a cambiar y otras más adquirirán un peso o una densidad
diferentes. Tenemos así los registros de lo real, lo simbólico y lo
imaginario; Lacan nos enseñó a reconocer el carácter irredimible­
mente imaginario del yo, y establecía por aquel entonces la prima­
cía de lo simbólico. Por esos años la teoría del signo de De Saussure
con su doble vertiente del significante y del significado era reto­
mada por Lacan sin reservas ni modificaciones y aplicada al campo
del psicoanálisis. Las expectativas cargadas de esperanza lo llevaban
a hablar de palabra plena y a formular la existencia del punto de
capitóh, punto ideal de unificación entre el significado y el signi­
ficante. Ideas de un Lacan primero que han sido objeto de innu­
merables críticas por parte de Derrida, como si éste desconociera
todas las modificaciones que Lacan formulara respecto de este
periodo de su enseñanza en sus elaboraciones posteriores.
Nos hemos detenido sobre estos aspectos porque plantean pun­
tos de interés en la relación del psicoanálisis con la lingüística,
puntos de comienzo de una investigación que justamente serán
subvertidos cuando Lacan se acerque, con estos instrumentos saus-
sureanos, a pensar el problema de la psicosis.
La perspectiva de este trabajo me condujo a acercarme nueva­
mente a ciertos textos de Lacan. Releer es redescubrir, reelaborar.
Eso me pasó con el seminario III Les psychoses.!>Tal vez este texto
es una primera “Subversión del sujeto”. Comencemos por un en­
cuadre textual temporal. El seminario se desarrolló en el curso de
los años 1955-1956, y ya hemos dicho que fue hacia el final de este
seminario cuando Lacan formuló la idea del lugar decisivo que
tiene la metáfora del Nombre-del-Padre en la instauración del sujeto
del inconsciente.
Además del seminario, hubo en ese tiempo dos vastagos muy
importantes, que eran consecuencia y continuación de tal elabo­
ración y que tienen un lugar preponderante en los Escritos. Se trata
de “La instancia de la letra en el inconsciente o la razón desde
Freud ” ,10 texto del año 1957, y “De una cuestión preliminar a todo
tratamiento posible de la psicosis” , 11 fechado en diciembre de 1957,
enero de 1958.
Siguiendo el ejemplo de Freud, Lacan se acerca al texto auto­
biográfico de Schreber como fuente inagotable para pensar el pro­
blema de la psicosis. Freud encuentra en la gramática el modo de
dar cuenta de los distintos tipos de delirio, a partir de las trans­
formaciones en el sujeto, verbo y predicado de la frase “yo lo amo”,
que organizarían los temas del delirio de persecución, del delirio
celotípico y del delirio erotomaniaco, con una cuarta modalidad
negativa, que sería la negación de todo otro objeto en la frase “yo
no amo a nadie, sólo me amo a mí” (delirio megalomaniaco). Lacan
presta especial atención a la estructura de la lengua fundamental
de Schreber y, si antes dijimos que eran las paranoicas las coautoras
de la idea de especularidad, es ahora Schreber quien le muestra
la estructura oculta del lenguaje. Y así como con las paranoicas
Lacan elabora su concepción original del estadio del espejo, es con
Schreber con quien pone al descubierto la particular estructura
del lenguaje iniciando una distanciamiento respecto de la lingüís­
tica de Ferdinand de Saussure:
El inconsciente está, en su fundamento, estructurado, tramado, encade­
nado, tejido de lenguaje. Y no solamente el significante juega allí un papel
tan importante como el del significado, él juega el papel fundamental [...]
9J. Lacan, Le séminaire. Livre 111. Les psychoses, París, Seuil, 1981.
10J. Lacan, Escritos, op. cit., p. 473.
11 Ibid., p. 513.
la relación del significante y el significado está lejos de ser, bi-unívoca,
como se dice en la teoría de conjuntos [...] M. de Saussure, en su célebre
curso de lingüística, representa un esquema con un flujo que es la signi­
ficación, y otro que es el discurso, lo que escuchamos
Este esquema es discutible. En efecto, se ve bien que, en el sentido
diacrónico, con el tiempo se producen deslizamientos, y que en todo
momento el sistema en evolución de las significaciones humanas se des­
plaza y modifica el contenido de los significantes que toman empleos
diferentes.12
En esta cita encontramos el comienzo de una crítica que llevará
a la subversión de la idea lingüística del signo.
El fenómeno delirante, al magnificar la distorsión de la relación
con la realidad, enseña a Lacan que es la relación misma del sujeto
con el orden simbólico la que está en juego en esa su lengua
fundamental: “Es a través de los fenómenos de lenguaje que vamos
a esclarecer una dimensión nueva en la fenomenología de las psi­
cosis”, dice Lacan . 13
Analizando puntualmente estos fenómenos Lacan encuentra, en
las frases inconclusas que el presidente Schreber se consagra a
completar, con absoluta convicción del sentido de su significación,
un modelo presente en el lenguaje en general, el de que el signifi­
cante anticipa su significación. El sentido va siempre hacia otra sig­
nificación. De ninguna manera podemos considerar que sea la cosa
de la que se habla el punto de su detención fundamental. El refe­
rente, externo y ajeno al sistema que lo simboliza, está desde siem­
pre y para siempre fuera del orden significante.
El fenómeno psicótico se caracteriza por un estallido de la sig­
nificación, y pone en evidencia que la idea espontánea de que la
significación estaba como adherida al significante no puede ya
sostenerse. La metáfora freudiana del vaso, que al romperse pone
en evidencia las líneas de fractura que se mantenían ocultas, vale
para la develación que hace Lacan del funcionamiento de la lengua.
Aquí encontramos los fundamentos de la inversión que Lacan
promovió sobre el signo saussuriano en la producción de lo que
él llamó el algoritmo:

12J. Lacan, Le séminaire. Livre III, op. cit., p. 1S5 (las cursivas son mías).
13 Ibid., p. 116.
S (Significante)
s (significado)
Se ha instaurado la primacía del significante y se ha eliminado
la elipsis. El signo saussureano pierde su unidad y se abre a todas
las posibilidades de los deslizamientos y juegos de malentendido,
que es el uso general del lenguaje. Vemos así que la lingüística es el
instrumento privilegiado que Lacan utiliza para abordar las psicosis
y, al mismo tiempo, este estudio de las psicosis le abre el camino
para separarse de la lingüística, generando un espacio psicoanalí-
tico que permite pensar de otro modo la relación del sujeto con
el lenguaje.
Al subvertir el signo saussureano, Lacan libera posibilidades
para su propia elaboración teórica. De hecho, las definiciones de
la metáfora como la sustitución de un significante por otro signifi­
cante y de la metonimia como el efecto de un deslizamiento signi­
ficante, requerían de ésta subversión previa. Es también el requisito
en que se funda su definición de que “el significante representa
al sujeto ante otro significante”.
Este movimiento da a la dimensión de lo imaginario una den­
sidad que no tenía hasta ahora. Ha quedado atrás la identificación
de lo imaginario con lo especular. Todo el campo del sentido queda
ahora incluido en la dimensión imaginaria. Ésta puede ser explo­
rada por el delirio pero no da cuenta del delirio. Las distorsiones
imaginarias desplegadas en él no nos dicen nada de aquello que
lo causa:
La enajenación es el imaginario en tanto tal. No hay nada que esperar
del modo de abordaje de la psicosis sobre el plano imaginario, porque el
mecanismo imaginario es lo que da su forma a la enajenación psicótica,
pero no su dinámica... [Y poco más adelante:] Tenemos la idea que, más
allá del pequeño otro del imaginario, debemos admitir la existencia de
otro Otro. No nos satiface solamente porque le damos una mayúscula, sino
porque lo situamos como el correlato necesario de la palabra.14
La tesis que Lacan formula es que “la realidad está marcada de
entrada por la aniquilación simbólica ” .15
Permítasenos, pues, plantear esta expresión en su reverso: de
14 Ibid., pp. 166-167.
15 Ibid., p. 168.
la relación del sujeto con el sistema simbólico dependen los modos
diferentes en que esa realidad llega a constituirse y, con ello, la
que se hace problemática es la realidad misma. Si la realidad de­
pende del modo de inscripción y de articulación de los registros,
deja de ser rectora soberana e inmutable y se muestra en su insos­
layable carácter de semblante.
Los modos de constitución de la realidad son diferentes para
el neurótico y para el psicótico. Para definir esa diferencia en lo
simbólico, que produce efectos devastadores en lo imaginario, es
para lo que Lacan formula su propuesta de la Verwerfung (forclu-
sión) de un significante primordial como mecanismo de la psicosis.
¿De qué se trata cuando hablo de Verwerfung? Se trata del rechazo de un
significante primordial en las tinieblas exteriores, significante que desde
entonces faltará a ese nivel. He aquí el mecanismo fundamental que su­
pongo en la base de la paranoia. Se trata de un proceso primordial de
exclusión de un adentro primitivo, que no es el adentro del cuerpo, sino
el de un primer cuerpo del significante.10
Lacan señala que nos adentramos en la dimensión del mito
cuando planteamos la cuestión de un significante primordial.
En el caso de Schreber se nos aparece una perturbación, una
fisura en la relación con el otro, que él llama el asesinato del alma,
su modo de sufrir en su conjunto los fenómenos del discurso
revelan una falla constitutiva que está en relación con la imago
paterna.
Llegamos a la explicación lacaniana del mecanismo desencade­
nante de la psicosis; es la falta de un significante primordial, que
implica la no instauración o la pérdida del Otro, la que producé
como efecto todas las deformaciones en lo imaginario de las que
nos habla el delirio . 17 A este significante primordial que puede
faltar Lacan lo llama significante del Nombre-del-Padre.
Huelga aclarar que no se trata del padre que siempre es insufi­
ciente en cuanto a esta función. Se trata de un lugar, como dijimos
antes, de una metáfora, en donde el Nombre-del-Padre deberá
1<>Ibid., p. 171 (las cursivas son mías)
17 En un trabajo anterior (“La carta forzada de la clínica”, en El laberinto de las
estructuras, México, Siglo XXI, 1997, p. 47) hemos trabajado la diferencia entre las
explicaciones de Lacan y las de Freud en cuanto al mecanismo productor de la
psicosis. El concepto de Venuerfung, utilizado ya por Freud, es desplazado y reela-
borado por Lacan.
sustituir al Deseo de la Madre para darle una significación al sujeto.
Su fórmula es :18
Nombre-del-Padre _ Deseo de la Madre Nombre-del-Padre
Deseo de la M adre Significado del sujeto

La psicosis estallaría entonces cuando el Nombre-del-Padre for-


cluido abre un agujero en el significado. Por ese agujero se produce
un deslizamiento, comparable a un derrumbe, por donde toda la
realidad se trastoca en un desastre creciente en lo imaginario, hasta
que consiga estabilizarse de un cierto modo en la metáfora delirante.
Al final del trabajo “De una cuestión preliminar a todo trata­
miento posible de la psicosis” Lacan da su mejor definición de la
metáfora paterna: “[es] el significante que en el Otro, en cuanto
lugar del significante, es el significante del Otro en cuanto lugar
de la Ley”."''
El Otro es el lugar de la Ley. Vemos así el aspecto paradójico
de la misma, ya que la Ley (con mayúsculas) es el supuesto necesario
para que existan los sujetos hablantes. La Ley está ya allí, desde
siempre, increada.
Para adentrarnos en esta relación entre el Nombre-del-Padre y
la psicosis tal como la trabaja Lacan, debemos volvernos hacia la
preocupación freudiana por el lugar del'padre en la introducción
del sujeto a la vida psíquica.
Hay una constante que atraviesa la obra de Freud, desde el final
de La interpretación de los sueños hasta el Moisés y la religión mono­
teísta'. en la primera encontramos a Freud debatiéndose, para dar
un estatuto a la realidad psíquica (¿qué tipo de realidad es esta que
sin ser material es tan real en la producción de sueños y síntomas?),
en el segundo la pregunta a la que Freud trata de dar respuesta,
y que es correlativa de la anterior, es: ¿cómo se introduce la espi­
ritualidad en la vida del hombre? La realidad psíquica y la espiri­
tualidad son entonces una y la misma cosa. Lacan reformula esta
idea diciendo que es“el modo en que la verdad entra en la vida del
hombre '’ .20

1RJ. Lacan, Escritos, op. cit., p. 539.


111 Ibid., p. 564.
20 J. Lacan, Le séminaire. Livre III, op. cit., p. 243.
Ambos planteos remiten a una misma pregunta, la pregunta por
el origen de la vida psíquica y la existencia de la Ley como su
condición necesaria. La respuesta freudiana nos remite a la signi­
ficación de la idea de padre, por ser el padre una realidad sagrada,
más espiritual que ninguna otra. El padre y la Ley son los requisitos
para la instauración de la vida psíquica, en requisitos de subjetiva-
ción.
Para dar cuenta del ya allí de la Ley, Freud propone el mito
sanguinario de la horda primitiva que es Tótem y tabú. Lacan esta­
blecía, con la metáfora del Nombre-del-Padre, una conceptualidad
menos novelada o imaginarizada, también menos teatral que el
complejo de Edipo.
¿Cómo dar cuenta de la constitución de la realidad psíquica, de
esta represión originaria que es la puesta en escena de la otra escena,
donde el deseo, el sueño y la vida toman sus lugares?
Ése es el puesto del Nombre-del-Padre en la teoría lacaniana, y
es paradójico porque es la marca de un origen que, como todos
sabemos después de Derrida, no es originario. Todos estamos,
como en el cuento de Kafka, “Ante la ley”, porque la ley está desde
antes. Lacan dirá: “Antes que haya Nombre-del-Padre, no había
padre, había toda clase de cosas. Si Freud escribió Tótem y tabú es
que pensaba entrever lo que allí había, pero seguramente antes
que el término padre se hubiera instituido en un cierto registro,
históricamente no había padre .” 21
Vemos que es la institución del término en un cierto registro
-el registro Simbólico- lo que hace padre al padre, y no a la inversa:
ningún padre, en su insuficiente realidad, podría dar origen a ese
lugar, y sin embargo, desde allí y en nombre de esa metáfora, es
desde donde todo padre podrá autorizarse.
El Nombre-del-Padre es así el responsable de instaurar la sigui-
ficación fálica, siendo el falo el significante responsable de todos
los efectos de significación , 22 incluido el de dar significado fálico
al sujeto tal como lo vimos en la propuesta de la metáfora ya
presentada.
Estos conceptos que se anudan sin recubrirse totalmente, ni
sustituirse, forman un nudo importantísimo en la teoría: el Nom­
bre-del-Padre, el Falo y la represión originaria son todas formas
21 Ibid., p. 344.
22 J. Lacan, “La significación dei falo”, en Escritos, p. 665.
de bordar alrededor de esta difícil conceptualización .23
Así, dependiendo del hecho que se instaure o se forcluya el
Nombre-del-Padre, metaforizando el Deseo de la Madre, tendremos
modos de acceso diferenciados a la realidad. Los esquemas R (aba­
jo) e I (página siguiente), que aparecen en el artículo de Lacan,
“De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psi­
cosis” , 24 son intentos para dar cuenta de la constitución diferen­
ciada de la realidad en el caso de las neurosis y de las psicosis:

Aunque Lacan ya habla de Real, Simbólico e Imaginario, no es


difícil percibir en este esquema que a esta altura de su elaboración
el registro de lo Real se confunde con la Realidad y que tanto lo
real como la realidad dependen de lo que acontezca en el registro
de lo simbólico. En el esquema R, donde se expresa la constitución
de la realidad para el neurótico, el funcionamiento de P como la
posición en A del Nombre-del-Padre, hace de sostén de la realidad
delimitada por el cuadrángulo Mtml. El sujeto encuentra allí el
soporte para moverse en una realidad compartida.
23 Para un desarrollo de esta articulación rem itim os al libro de N. Braunstein,
Goce, México, Siglo XXI, 1990.
24 J. Lacan, Escritos, op. cit., pp. 534 y 553, respectivamente.
Paabra
se nr¿in1j<;n$ ^readc ; I

En el esquema I, en el caso de la psicosis, la falta de este anclaje


en lo simbólico produce un agujero que tiene su contrapartida en
la distorsión que se produce en lo Imaginario.
Es allí donde alcanzamos a ver delinearse un más allá que lo
simbólico no llega a cernir y que será lo Real lacaniano. El psicótico
que forcluye la castración la reencuentra en una realidad agujerea­
da, a la que él debe sostener con toda clase de remiendos.
El paso para una constitución lacaniana de la realidad aún no
ha sido franqueado y el Nombre-del-Padre funciona todavía como
un punto de capitón, punto ideal de unión entre el significante y el
significado; nos encontramos aún en la tierra de la palabra plena,
aunque no sea más que como posibilidad.
Si bien el Nombre-del-Padre es un punto de capitonado, no es
el único, en el seminario III ya decía: “Yo no llevo la cuenta, pe­
ro no es imposible que se llegue a determinar el número mínimo
de puntos de ligadura fundamentales entre el significante y el
significado necesarios para que un ser humano sea llamado normal,
y que, cuando éstos no se establecen, o se aflojan, hacen al psicó­
tico .” 25
Comentar este párrafo es señalar que, así como una mesa ne­
cesita cierto número de patas para conservarse en pie, así también
el ser humano necesita cierto número de puntos de amarre para
que su realidad no zozobre. Esos puntos son, en este momento
25 J. Lacan, Le séminaire. Livre III, op. cit., p. 304.
del pensamiento de Lacan, plurales. Si lo señalamos es porque
encontramos aquí un antecedente de lo que después Lacan llamará
los nombres del padre, en ese plural que nos lleva a preguntar hoy
por sus consecuencias teóricas y clínicas.
La concepción de la forclusión del Nombre-del-Padre como me­
canismo causal de las psicosis se apoya en Freud para ir más allá
de él: es posible sobrepasar al padre, a condición de servirse de
él. En Freud encuentra Lacan los puntos de apoyo para dar este
lugar a la Verwerfung. Sin embargo, en la lectura del caso Schreber,
Freud plantea a la represión como mecanismo causal, y a la pulsión
homosexual como factor desencadenante ,26 Lacan hará de la for­
clusión el mecanismo causal diferencial, y desplazará la problemá­
tica de la pulsión homosexual reprimida a la falla en la función
paterna para instaurar la metáfora.
Desde su formulación, el concepto de forclusión ha sido un rasgo
diferencial de la clínica psicoanalítica lacaniana; las estructuras que
generan la neurosis, la psicosis o la perversión no están en conti­
nuidad. Frente al problema de la castración, hay tres respuestas
posibles: 1 ] la represión, que implica inscripción inconsciente del
significante del Nombre-del-Padre, posibilitando el retorno de lo
reprimido en forma de síntoma que es ya una elaboración simbó­
lica, 2] la forclusión, donde falta la inscripción del Nombre-del-Pa­
dre, eso que falta en lo simbólico, aparece en lo real bajo la forma
de alucinación y, finalmente, 3] la renegación o desmentida con su
escenografía de ficción en la célebre frase con que la condensara
O. Manonni: “ya lo sé, pero aun así”.
Resumiendo: en este momento nos encontramos con que el
estudio de la psicosis modifica la relación del psicoanálisis con la
lingüística. Además promueve Lacan al lugar decisivo un mecanis­
mo específico en la causación de la psicosis, rompiendo así con la
idea de una continuidad entre las estructuras clínicas.
Daremos ahora un salto de algunos años, para llegar con Lacan
al año 1963.
El 20 de noviembre de 1963 dio la lección inaugural y única del
seminario que había anunciado: Los nombres del padre. Este semi­
nario ha estimulado diversos comentarios: su suspensión prema­
tura en función de la situación institucional de su excomunión de
2(1 Hemos abordado esta cuestión en un trabajo anterior ya citado: “La carta
forzada de la clínica”.
la API lo ubica emblemáticamente en el lugar central de la falta.
Punto crucial de encuentro de lo simbólico de la teoría, de lo real
del trauma y de los efectos imaginarios que genera, Lacan empieza
esta única clase con la siguiente frase: “Hoy no tengo la intención
de entregarme a ningún juego que se asemeje a un golpe de efecto,
no esperaré la finalización de este seminario para decirles que éste
es el último que haré .” 27
La denegación con la que comienza desplaza el golpe de efecto
del final al comienzo. Crónica de una suspensión anunciada, el
seminario mismo se constituye en objeto de promesa y castigo:
¿qué es lo que Lacan no habría dicho? ¿Qué es lo que no hubiera
podido decir ?28 Lo que queda abierto así es el espectro de posibi­
lidades infinitas. Como promesa incumplida, cuando Lacan en los
seminarios posteriores hace mención a este seminario suspendido
dice: “lo que hubiera podido decirles”, o en términos de amenaza:
“lo que no les diré, porque no se lo merecen”.
J.A. Miller, en su comentario del seminario inexistente ,29 lo con­
sidera una referencia vacía. Recurriendo a la diferencia lógica entre
intensión y extensión de un concepto, considera que carece de ex­
tensión ya que bajo el título que lo alberga no hay ningún referente.
Permítasenos discrepar ya que, aun tomándolo en la lectura que
efectúa, hay por lo menos uno (hommoinzun, como diría Lacan), que
es justam ente la sesión del 20 de noviembre de 1963, que es la
que estamos comentando.
Lo que más nos inquieta del comentario de J.A. Miller es algo
que se relaciona con nuestra exposición. Dice él:so
El Nombre-del-Padre como metaforizador del Deseo de la Madre lo escri­
bimos así:
NP
DM
Pero lo que se debe recordar es que ese Nombre-del-Padre es ya antes la
metáfora de la presencia del padre.
27 J. Lacan, sem inario Los nombres del padre, inédito.
28 Parafraseamos aquí a D errida en el comienzo de su trabajo “Pour l’am our
de Lacan”, en Lacan avec les philosohes, París, Albin Michel, 1991, p. 397 [Lacan y
los filósofos, México, Siglo XXI, 1997].
2(1J.A. Miller, Comentario del seminario inexistente, Buenos Aires, M anantial, 1992,
p. 11.
m Ibid., pp. 21-22.
NP NP
DM PP
La lectura logicista del concepto vacío para abordar el seminario
inexistente es una lectura posible (Miller alude a Italo Calvino en
su comentario, sin embargo podríamos recordar afortunadamente
que El caballero inexistente goza de buena salud, en el campo exis­
tente de la literatura), pero este fragmento que hemos sustraído
y subrayado nos parece un deslizamiento conceptual. Antes del
Nombre-del-Padre no había padre, dice Lacan en el seminario Las
psicosis. No es la presencia del padre la que da consistencia a la
metáfora sino a la inversa, es por la vigencia de la metáfora por
la que un padre cualquiera, siempre insuficiente, puede asumir,
en tanto representante, su voz.
Nos detenemos en este punto, porque constituye la base de
nuestra exposición y de nuestra posición. Si sostenemos que el
Nombre-del-Padre es desde siempre una suplencia, lo es como
suplencia sin titular .31 Suple, sí, al deseo de la madre, suple, sí, a
otro significante, pero no a una presencia del padre. La presencia
del padre sólo puede ser tal en tanto que inscrito en el deseo de
la madre.
Sólo nos detendremos en algunos aspectos de este seminario
que se entrelázan con nuestro tema.
En primer lugar, es intención explícita de Lacan ir más allá de
Freud, poner en práctica el aforismo de que es posible ir más allá
del padre, a condición de servirse de él -lo que puede entenderse,
tal vez sin forzar demasiado, en una línea institucional, en el mo­
mento en que se lo excomulga él mismo se asume, junto e incluso
más allá de Freud, sirviéndose de él como padre del psicoanálisis.
En segundo lugar, el plural del título apunta a no hacer del
Nombre-del-Padre un significante trascendental, lo que equivale a
sacar la problemática del ámbito religioso. El Nombre-del-Padre, co­
mo único y absoluto, pronunciable o no, es un tema de la religión.
En esta única clase del seminario de Los nombres del padre, Lacan
hace referencia a dos episodios bíblicos; ellos nos pueden dar la
pauta del sendero que recorremos.
El episodio de la zarza ardiente y la presentación de Dios a
Moisés bajo la forma de la voz. El Dios sin nombre se presenta
31 Véase, Daniel Gerber, “Suplencias sin titularidad”, supra.
como el que 5031, poniendo en evidencia la función nominativa de
la paternidad. El Padre no sólo es el del Nombre, sino también el
que nombra siendo él mismo innombrable. El que nombra otorga
el ser, por lo que Dios es el ser y nadie podría aportárselo.
“Cuando vayas hacia ellos, les dirás que yo me llamo Yo soy. Ehye, Yo
soy el que soy.”
La propiedad de estos términos: designar las letras que componen el
nombre, siempre ciertas letras elegidas entre las consonantes. Yo soy, yo
soy el cortejo, no puede darse ningún otro sentido a este Yo Soy'que el
ser el nombre: Yo soy.32
El otro episodio bíblico al que recurre Lacan es el del sacrificio
del hijo de Abraham. Luego de la orden más absurda que la fe
puede aceptar, la orden de sacrificar a su hijo preferido ,33 caminan
en silencio hasta llegar al lugar elegido donde la intervención del
ángel detiene la mano obediente y le señala el cordero para sacri­
ficarlo en lugar de Isaac. Se trata de una sustitución y lo que se
sacrifica es el antepasado, el dios de su raza. Del mito al rito, que
representa alegóricamente el asesinato primitivo.
Si el padre primordial, anterior a la prohibición del incesto no
puede ser más que un animal, acorde con el mito del animal su
satisfacción no tiene límite. Para ir más allá del mito están el
sacrificio y el resto.
Éstos son los elementos con los que Lacan parece indicar la
dirección que se ha de seguir a pesar de la necesaria interrupción
del seminario: “El mito [...] nos hace procesar sobre estos tres
términos: el goce, el deseo y el objeto.” 34
El asesinato del padre es el mito necesario para hacer aparecer
la ley que hará posible el deseo. Tal la primera formulación laca­
niana. Sólo que esta perspectiva dejaba abierta la puerta para una
posible armonía entre la ley y el deseo. La imposibilidad de tal
armonía justifica el énfasis que Lacan pone en el papel del objeto,
como causa del deseo, refuerza el carácter imposible, incolmable
de ese reencuentro.
32 J. Lacan, sem inario Los nombres del padre, inédito.
33 No el único, porque Abraham ya era padre de Ismael, aunque él y su m adre
Agar hayan sido expulsados al desierto una vez que Sara accede a la m aternidad.
Tam bién es la intervención de un ángel la aue salva a Agar e Ismael de m orir en
el desierto.
34 Lacan, sem inario Los nombres del padre, inédito (las cursivas son mías).
Los nombres del padre aparecerían así, como los mitos sobre la
pérdida del goce. Tal es la función paterna: designar y diseñar la
ausencia de la madre. Dicho de otra manera, circunscribir el vacío
instaurado por la pérdida del goce y que actúa como causa del
deseo.
Siguiendo en la línea que nos .habíamos propuesto al principio,
y sin proponernos hacer una lectura exhaustiva de él, llegamos al
seminario XXII, R.S.I.
Es sabido que este seminario corresponde a la época de lo que
Elisabeth Roudinesco35 llama el planeta borromeo. En el campo ins­
titucional este seminario constituye un verdadero parteaguas que
ubica a los partidarios del materna de un lado y a los defensores
del nudo borromeo del otro. No es nuestra intención aquí navegar
por esta temática, ella queda abierta a la relectura esencial de Lacan
versus Lacan. Tal lectura deberá dar cuenta de esta progresión con
rupturas que es su enseñanza y responder a la pregunta de si hay
oposición o si hay continuidad entre maternas y nudos.
En la sesión del 11 de febrero 1975, Lacan plantea la pregunta
que es central desde nuestra perspectiva y que por eso voy a trans­
cribir de modo integral:
Yo plantearé este año la pregunta de si, cuando falla el anudamiento de
lo Imaginario, de lo Simbólico y de lo Real, operaría esta función suple­
mentaria de un toro de más cuya consistencia habría que referir a la
función llamada del padre. Es porque estas cosas me interesaban desde
hace tiempo -aunque yo no había encontrado aún en esa época el modo
de figurarlo- que he comenzado Los nombres del padre. Hay en efecto varias
maneras de ilustrar la manera en que Freud, como es patente en su texto,
sólo hace sostener la conjunción de lo Simbólico, de lo Imaginario y de
lo Real por los nombres del padre. [Y pocas líneas más adelante:] No es
porque sí que yo lo he llamado Los nombres del padre y no el Nombre-del-Padre
-yo tenía ya ciertas ideas en el dominio del discurso analítico sobre la
suplencia a partir de la propuesta de Freud de los nombres del padre.
No porque esta suplencia no sea indispensable no tiene lugar. Nuestro
Imaginario, nuestro Simbólico y nuestro Real están tal vez, para cada uno
de nosotros, en un estado de suficiente disociación para que sólo el Nom­
bre-del-Padre haga nudo borromeo, y haga sostener todo esto junto, haga
nudo de lo Simbólico, de lo Imaginario y de lo Real.31’

35 E. Roudinesco, Histoire de la psychanalyse en France, 2, París, Seuil, 1986.


3,1J. Lacan, seminario R.S.I., 1974-1975, inédito.
Hemos elegido este largo y complejo párrafo como tesis del
seminario R.S.I. Para glosarlo conviene resaltar algunos aspectos:
Lacan insiste y subraya el plural de Los nombres del padre atribu­
yéndoles una función de suplencia, son ellos los que dan consis­
tencia a los registros, cuando algo en su anudamiento falla, y per­
miten así que haya nudo. La importancia de hacer nudo es nada
más y nada menos que la de conservar una estructura que permita
eludir la psicosis.
Ésa es la función del nudo, que depende del posible elemento
de suplencia. Aquí nos encontramos con esa forma tan peculiar
de Lacan de matizar sus enunciados, permitiéndoles quedar abier­
tos a múltiples interpretaciones: la suplencia no es indispensable,
y sin embargo tiene lugar; además tal vez para cada uno de nosotros
los registros están en un estado de suficiente disociación como
para que sólo el Nombre-del-Padre haga nudo borromeo.
Aquí es donde cabe preguntar por todos los deslizamientos que
se han producido: en el seminario III, la forclusión del Nombre-
del-Padre era una falla en lo simbólico responsable del estallido
psicótico. Aquí los nombres del padre ocupan un lugar adicional de
suplencia que permite sostener y dar consistencia a los registros
cuando el anudamiento falla, llegando incluso a plantear que tal
vez falla siempre. De ser así, ¿debemos suponer que la potenciali­
dad psicótica está siempre presente?, ¿debemos renunciar a las
diferencias estructurales entre las diversas estructuras clínicas?
No nos apresuremos a contestar sin antes revisar lo que nos
depara el seminario siguiente, Le sinthome, pero tampoco dejemos
pasar el final del seminario R.S.I : “El fiño próximo me interrogaré
sobre lo que conviene dar como sustancia al Nombre-del-Padre”
(las cursivas son mías).
Los nombres del padre como suplencias que permiten hacer
nudo y dar consistencia a los registros y la función de nominación
son los materiales que pavimentan la entrada al seminario siguien­
te. Los seminarios de Lacan no se pueden simplificar, por eso todo
abordaje de alguno de ellos es necesariamente incompleto, insufi­
ciente. No nos queda pues, más que aplicar la función de corte,
que es también recorte y por lo tanto parcialización.
Comenzaremos por enunciar lo que no habremos de abordar,
es decir, la orfebrería topológica en ese diálogo que Lacan sostiene
con Soury y Thomé. Tampoco nos explayaremos sobre la lectura
de lo que Lacan expone acerca de Joyce, que es a nuestro modo
de ver un maravilloso ejemplo de la carta forzada de la clínica.91
Lo que sí abordaremos es el concepto mismo que da nombre
al seminario Le sinthome, y sus consecuencias para la conceptuali-
zación y la clínica de las psicosis.
En primer lugar vemos a Lacan oficiar la fun< ón paterna si se
admite que el padre es el que nombra. Él es quien le da nombre
y lo designa: Joyce, le sinthome.
La elaboración de este seminario discurre sobre el destino de
los registros. Después de haber planteado que los tres registros
son equivalentes, surge el problema de que los mismos en conti­
nuidad forman cadena pero no nudo, lo que justifica la pregunta
de la lección del 16 de diciembre de 1975: ¿no parecería que para
que la cadena borromea haga nudo el mínimo es siempre de cuatro?
El sinthome es este cuarto elemento que permite hacer nudo
cuando los registros no están bien amarrados. La pregunta que
incluye un siempre hace pensar que el^sinthome o cuarto nudo no
es contingente sino necesario. Ahora bjen, si el sujeto, por medio
de cierto sinthome, puede, eludir el desencadenamiento de una psi­
cosis cuando existe una falla estructural, debemos interrogarnos:
¿es ésta, la de la psicosis, una posibilidad siempre virtual, siempre
abierta?
Aplicado al caso Joyce, surge repetidamente la pregunta sin
respuesta:
Y lo que yo planteo como pregunta, pues es de eso de lo que se trata, es
de saber si Joyce era o no loco, después de todo, ¿por qué no lo habría
sido? Y esto tanto más cuanto que no es un privilegio, si es verdad que
en la mayoría lo Simbólico, lo Imaginario y lo Real están embrollados, al
punto de continuarse uno en otro, si no hay operación que los distinga
en la cadena, para hablar con propiedad, la cadena del nudo borromeo,
del pretendido nudo borromeo porque el nudo borromeo no es un nudo,
es una cadena. Por qué no captar que cada uno de estos bucles se continúa
en el otro de un modo estrictamente indiferenciado, y que, al mismo
tiempo, ser loco no es un privilegio.
Lo que yo propongo, aquí, es considerar el caso Joyce respondiendo
a algo que sería un modo de suplir, de suplir ese desanudamiento, ese
desanudamiento que como ustedes ven yo supongo.38

Remitimos para ello al lector al trabajo de N. Braunstein, “La clínica en el


nom bre propio”, en El laberinto de las estructuras, op. cit., p. 70.
S8 Lacan, sem inario Le sinthome, inédito, clase del 20 de enero de 1976.
Poco más adelante en esta misma lección Lacan habla d e forclu­
sión de hecho del Nombre-del-Padre para el caso Joyce: elegante modo
de eludir la respuesta o, en todo caso, una respuesta que como la
verdad en Lacan sólo puede ser dicha a medias. De este modo es
el sinthome de Joyce, la escritura, lo que le habría permitido eludir
la psicosis a pesar de existir para él una forclusión de hecho.
Podríamos intentar un resumen uniendo las puntas que hemos
dejado sueltas en nuestra exposición. Después de formular en el
seminario III, Les psychoses, la forclusión de la metáfora paterna
como mecanismo específico de las psicosis, en el seminario Los
nombres del padre (1963) Lacan vuelve a trabajar el tema de la psi­
cosis pero quita de su centro el carácter trascendental del Nom-
bre-del-Padre al pluralizarlo, secularizándolo si podemos hablar
así. Años después (1974), ocupado aún en el problema no resuelto
de la psicosis, se pregunta por la posibilidad de la suplencia. Es
decir, que en el caso de un desanudamiento de los registros de lo
Real, lo Simbólico y lo imaginario es posible eludir el estallido
psicótico por medio del sinthome. Los, registros mal anudados,
hacen cadena y no nudo, se ubican en continuidad de manera
indiferenciada, el sinthome funcionando como cuarto nudo vuelve
a diferenciar a los registros. Ahora bien, si esto es válido y siempre
posible para la mayoría, nos encontramos con que la psicosis no
es un destino estructural.
Nuestra hipótesis elaborada a partir de esta lectura es la siguien­
te: siempre que nos enfrentamos con un estallido psicótico vamos
a encontrarnos con ese punto de falla que es la forclusión del Nom­
bre-de l-Padre, pero no siempre que exista tal forclusión la psicosis
hará su aparición. Queda para el sujeto la posibilidad de elaborar
su sinthome, su suplencia, que le permita hacer nudo y mantener
la consistencia con la cual circular por la vida. Sabemos de los
problemas lógicos que plantea esta conclusión, y sin embargo así
es como la plantea Lacan y como, por otro lado, aparece en la
clínica.
Lejos estamos de haber despejado el enigma que plantean las
psicosis, en su desencadenamiento, en su posible evitación, en su
evolución. A pesar de todo lo avanzado en los intentos analíticos
de exploración y acción en este campo, es necesario reconocer que
no se ha resuelto su desafío y todavía nos encontramos en las
cuestiones preliminares a todo tratamiento posible de las psicosis.
OLGA GARCÍA TABARES

Marguerite Yourcenar solía contar cómo se relacionaba con sus


personajes, cómo los “inventaba” y los amaba. A beneficio de inven­
tario seguí sus consejos, durante algún tiempo fui Extranjera y pe­
regrina en su vida, le tendí mi mano en las noches cuando me
acostaba, como ella se le tendía a Zenón, su personaje de Opus
Nigrum
Marguerite hizo de su vida un objeto literario, reconstruyó con
cuidado de arqueólogo los fósiles de su pasado y lo abrazó como
a un antiguo amante. Hizo de su oficio -la Escritura- una pasión
sensual; llevaba dentro de sí cierto número de seres muertos; se
perdía, según ella misma anotaba recordando a su tío Octave: “Me
extraviaba como una traducción, la lengua que habla de mi ser
íntimo está por encontrarse.”
Buscándose en El laberinto del mundo -así se llama la trilogía de
su última novela autobiográfica-, no cesa de escribirla hasta que
la pluma se le cae de las manos la noche que es sorprendida por
la muerte.
¿Cuál era vuestro rostro antes ae que vuestro padre y vuestra
madre se hubieran encontrado? Es el epígrafe de Recordatorios,
donde hace un retrato familiar y recoge papeles, registros, pedazos
de su rostro por doquier y empieza a dibujarse en el agujero del
tiempo.
Fernande, su madre, ha muerto tres días después del parto. La
recién nacida es una niña robusta, con la cabeza llena de pelusilla
negra, la leche que le calma el llanto y fluye en su interior es su
primera experiencia de placer procurada por un pezón de goma.
Fernande murmura un deseo antes de morir: “Si la niña quiere
hacerse religiosa algún día que nadie se lo impida.” La pequeña
creció estableciendo un lazo con la muerte entre lo perenne y lo
finito. “Padeció” tratando de desconocer la causa ae su dolor “ja­
más eché en falta a mi madre” -decía.
Hablaba de Fernande con voz distante. Pasaron treinta y cinco
años para que madame Yourcenar encontrara una foto de su madre
y cincuenta y tres hasta que fuera a visitar su tumba. La sensación
que experimentó ante la tumba fue de desconocimiento, no coñ-
siguió establecer una relación entre los seres allí tendidos y ella
Tampoco supo qué hacer: “en tiempos galorromanos habría de­
rramado leche y miel junto a sus cenizas, en los siglos del cristia­
nismo habría rezado para que participasen de la beatitud celes­
tial pero en ese momento sólo podía desearles buena suerte en
el camino inextricable de la vida”... También es otra forma de
rezar
Ingenuamente creyó haberse librado de la sombras de las mu­
jeres del padre, de los lutos de Michel -su padre-, para quien había
palidecido ya la vida de dos hermanas, dos esposas y tiempo des­
pués la de Noemí -su m adre-, a quien Marguerite retratá con una
anécdota lamentable. Noemí, su abuela, murió del corazón; a lo
que replicó un vecino: “¿Del corazón? Pero si lo utilizaba muy
poco.” Ninguna de las mujeres de Michel es tratada amablemente
por Marguerite, excepto una, Jeanne.
Madame Yourcenar registraba con cuidado las leyendas que
Michel le contaba y también sus silencios. Entre los dos eligieron
el nombre: Yourcenar, anagrama de Crayencour, apellido de Michel,
gracias al cual se sentía unida a un pasado como un débil tallo a
sus ramas. En las noches, resistía al sueño y trataba de dormirse
lo más tarde posible para esperar el regreso del padre. Todas las
esperas infantiles son esperas amorosas, como la que se revuelve
en la memoria de Proust, cuando evoca en Por el camino de Swann,
las noches en que aguardaba escuchar en la escalera los pasos de
su madre, el rumor del vestido de muselina azul del que colgaban
unos cordoncitos de paja trenzada.
Michel deseaba que su hija fuera escritora, él por su parte ya lo
había intentado. Tradujo por sugerencia de su amiga Jeanne un
libro de Comenio (escritor Mora vio) titulado El laberinto del mundo.
Había escrito el primer capítulo de una flaca novela, que entregó
a su hija para que la transformara en un relato corto y la firmara
con su nombre. Se publicó después como La primera noche y con
un nombre bajo el nombre aparecía como autora Marguerite Your­
cenar. A Michel y a Marguerite los unía un lazo de intimidad que
iba de corazón a corazón. La escritura de Michel era débil pero
su hija hizo de las grietas que habían dejado sus antepasados una
obra limpia, sabia y llena de nostalgias. Ella supo medir y sopesar
cada palabra, desmaquillarla, sabía que explorar su sentido era
otra manera de hacer el amor. Siempre escribía con un pie en la
erudición y otro en la magia, como señala su biógrafa.
Marguerite evoca con especial devoción a Octave Pirmez, su tío
abuelo materno, muerto un día de mayo de 1883 en Bruselas.
Escritor ensayista de reconocimiento pobre, a lo que Madame Your-
cenar anotaba: “Consiga yo o no conjurar al tío Octave fuera de
los volúmenes, de las hojas amarillentas, espero al menos sacarlo
de la indiferencia que rodea y hasta cierto punto protege, en los
cementerios de las bibliotecas, a los escritores distinguidos que
nunca fueron leídos.”
Desempolvando notas le conmueve cómo su tío descubre ciertos
lazos poéticos entre las relaciones de un amo y un criado, cómo
ve llorar la luna en medio del bosque sagrado y cómo se duele de
la hierba delgada y frágil que se dobla bajo sus pasos. “No es tanto
el espectro dé Octave el que evoco -decía-, sino a un tío poeta que
una mañana de octubre de 1875 va y viene acompañado de una
sobrinita que no nacerá hasta veinte años después de su muerte.”
Tras una larga lista de ascendientes de los que generalmente no
se va más allá de la fecha de nacimiento y de la entrada en la
muerte, Marguerite se detiene con cierto orgullo y regocijo a re­
crearse con los recuerdos del suave poeta y lo reivindica como se
lo ha prometido, ella sabe que toda promesa de amor hay que
cumplirla porque en la espera siempre se es niño.
La vida es Una vuelta por mi cárcel, pero ya es algo poder cambiar
de calabozo. En su priméra novela publicada cuando tenía veinti­
cinco años, Alexis o el tratado del inútil combate, nos habla de la
misma historia de amor que está escribiendo en ¿Qué? La eternidad,
sólo que esta última queda inacabada porque su mano es entume­
cida por la muerte. ¿Destino o azar? Ella decía que los seres hu­
manos tenemos miedo a saber cuánto de azar hay en la vida.
En ambas novelas cuenta la historia de amor entre Jeanne -la
mejor amiga de Fernande que envejeció en el recuerdo de Mar­
guerite vestida con el traje y el sombrero rosa con que llegó al
matrimonio de sus padres- y Egon, músico ruso que en realidad
se llamaba Conrad de Vietinhoff. Jeanne fue amante de Michel y
también se murmuraba del especial afecto que había existido entre
Fernande y su amiga cuando las dos asistían al mismo convento.
Marguerite le prodigaba gratitud. Alguna vez dijo: “Si Jeanne no
hubiera contribuido desde lejos a mi formación, sin duda ahora
sería muy distinta de lo que soy.” Toda coincidencia tiene algo de
milagro y al final de la vida de la Yourcenar hubo una historia de
amor que recordaba la de Jeanne y Egon.
Desdoblar las páginas donde está escrita la historia de Margue-
rite Yourcenar, cuidando lo peligroso de explicar la vida de un ser
a partir de algunos episodios, es una de las intenciones de este
trabajó; pero también lo es señalar el hilo de Ariadna que va desde
El laberinto del mundo de Comenio hasta El laberinto del mundo de
Yourcenar, laberinto que termina en ¿Qué? La eternidad. Margue-
rite, como buena tejedora, encontró el hilo de Ariadna pero se lo
enredó en el corazón, en el corazón hablante del sujeto que llama­
mos inconsciente, diría Lacan, y tal vez terminaría la frase diciendo:
a Yourcenar el lenguaje le corre por las carnes y se salva por él
Marguerite Yourcenar no hizo de la escritura un Sinthome; con
la escritura suplió, hizo metá-fora, llevó más allá el Nombre-del-Pa-
dre, remendó los agujeros y las rasgaduras viejas del pasado.
Alguna vez encontró una composición literaria de Fernande,
que consideró lamentable porque atestiguaba la necesidad de no­
velar su vida. No creo necesario abrir más la intimidad de la Your­
cenar para seguir las pistas del laberinto, sobre todo recordando
su enojo cuando se intentaba explicar una obra por la vida del
escritor. Siempre sintió la tentación de apartarse para dejar pasar
las sombras, trató de estorbar lo menos posible a sus personajes.
Cuando escribió las Memorias de Adriano recuerda cómo tuvieron
que pasar cuarenta años para tomar distancia de él; sin embargo
su pregunta por la historia -por personajes tan lejanos como el
em perador- sugiere su inquietud por el tiempo que la remite al
pasado que no cesa de escribir, que no sabe cuándo empezó.
Desentierra a Safo, a María Magdalena, venciendo el silencio de
la tumba de Fernande. Alguna vez dijo que el escritor era el secre­
tario de sí mismo, y ¿cuál es la función del secretario si no tomar
nota, en su caso, de lo que refleja su interior?
En su último viaje Marguerite se entrevistó con Borges; conoció
su apartamento, en donde los espejos se levantaban irreverentes
en medio de la decoración, dijo, parecía sacado de un libro, y le
preguntó: “¿Cuándo saldrá del laberinto?” A lo que Borges respon­
dió: “Cuando haya salido de él todo el mundo.” El laberinto del
mundo ¿a quién dirigía la pregunta?
Hubo otra que no se atrevió a formular, le obsesionaba de él la
frase: “Un escritor cree hablar de muchas cosas, pero lo que deja
de sí, si tiene suerte, es una imagen suya.” ¿Por qué calló? Si al
final, parafraseando a Borges, un escritor cree hablar de muchas
cosas, pero lo que deja de sí, si tiene suerte son Recordatorios de
Fuegos, de amores perdidos desde siempre, amores perdidos desde
¿Qué? La eternidad.
y f o r m a c ió n : J o s e f in a anaya
tip o g r a f ía
impreso en mar-co
prol. atrio de san francisco 67
cp. 04320 - méxico, d.f.
dos mil ejemplares y sobrantes
31 de mayo de 1998

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