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Acaso muchos de ustedes recuerden una novela memorable: La educación sentimental,

de Gustavo Flaubert. Se cuentan en ellas muchas cosas y muchas historias y todas


tienen su propio peso a la hora de entender, mientras leemos, que es lo que la novela nos
está contando, es decir, qué es lo que la novela quiere de nosotros. Una de esas historias
ocupa un lugar especial en mi memoria: la historia , trazada casi de modo tangencial
dentro del relato principal, de la amistad entre el héroe escéptico, y rentista, Frederic
Maureau y el joven idealista y revolucionario llamado Senecal. Todavía recuerdo
aquella escena cuando, en medio de las barricadas que se producen en País en los días
de la Revolución de 1848, se encuentran ambos personajes. Puedo ver al feliz y exaltado
Senecal proclamando la llegada de la libertad y el fin de toda opresión. Como ustedes
también recordarán apenas unas semanas más tarde, cuando los intereses del pueblo y la
burguesía entran en conflicto y vuelven las revueltas a las calles, una vez más Frederic
ve a Senecal: ahora éste comanda un destacamento de dragones al servicio de la
reacción y él mismo descarga su sable contra un revolucionario que se manifiesta. En
esos momentos, mientras leemos, podemos imaginarnos perfectamente la tribulación del
protagonista al constatar cómo el otrora revolucionario y amigo ha devenido un sicario
del poder. En ese momento quien lee comparte el dolor que provoca contemplar la
traición, el oportunismo de quién pensábamos compañero de ideales. Ese dolor,
curiosamente, nos provoca bienestar: la traición es cosa de los otros. Pero lo que me
inquieta de esa escena no es tal dolor, ya digo, balsámico, sino el pensamiento acerca de
qué sentía, qué ocupaba la cabeza y el ánimo del traidor mientras descargaba el sable
sobre su aliado de antesdeayer.
Sobre esa cabeza, ese ánimo y ese sentimiento que no sabemos, no sabíamos, trata esta
novela, La moral del verdugo, de Ricardo Rodríguez. Y llegar a concerlo, porque
cuando se cierra el libro, lo conocemos, no aleja la inquietud. Muy al contrario, la afila
y amplia. Hoy, cuando la mayoría de las novelas parecen encaminadas directa o
indirectamente a sosegarnos la existencia o a entretenerla con historias sentimentales,
misterios estúpidos y fábulas trepidantes, es un mérito que habla claro de la ambición y
altura literaria de una novela como La moral del verdugo , el que la nos deje esa
inquietud necesaria para poder entender qué estamos y qué están haciendo con nuestras
vidas.
La moral del verdugo es una novela epistolar. De sus 48 capítulos, 45 nos ofrecen el
contenido de la larga misiva que el narrador, de profesión verdugo, dirige a la hija de
quien fuera su más especial amigo en la infancia y primera adolescencia, Ali, en el
presente condenado a muerte y cuya ejecución ha de llevar a cabo su amigo de entonces
y ahora verdugo. En los tres capítulos restantes, dos, están ocupados por reflexiones del
narrador verdugo y el otro por una carta de la hija al responsable jefe de esa prisión en
donde el verdugo ejerce su oficio. Resumida así parece una novela de estructura y
lectura fácil. Afortunadamente es una facilidad que exige esfuerzo porque ese molde
narrativo construye una materia altamente compleja: las entretelas, luces, sombras,
disfraces y delaciones de una conciencia humana, o, si me lo permiten, de una
conciencia inhumana.
El despliegue de esa conciencia constituye un texto de lectura apasionante que
compensa con creces el esfuerzo de atención y concentración el lector debe mantener si
quiere no extraviarse y disfrutar de cada uno de los pequeños movimientos con que la
astucia y la cobardía del narrador quiere envolver y confundir tanto a su destinataria en
la novela, la hija del condenado, como a sus destinatarios reales: nosotros, los lectores.
Como asistir al juego del gato y el ratón, con la sorpresa añadida, que no desvelaré, de
que el ratón oculta bajo su piel una rata depredadora.
Cabe señalar además el acierto con que el autor ha conjugado el plano de lo real con la
fábula moral y política. Cuando la epístola se inicia se nos indica que hemos de
situarnos en lugar del Estado norteamericano de Texas, un 21 de marzo de 20... Por un
lado lo concreto Texas, 21 de marzo; por otro lo inconcreto: en algún lugar, un año no
explícito del siglo XXI. Pero sí sabemos en qué contexto histórico y político tiene lugar
la acción: en una Norteamérica que frente a la agresión que significó lo que se llama en
la novela la Gran Infamia, el atentado contra las Torres Gemelas, ha reaccionado
estableciendo todo un juego de opresiones y políticas preventivas, legales e ilegales,
públicas o secretas, de corte fascista. En una Institución secreta, la Institución, trabaja
precisamente nuestro verdugo a las ordenes del cínico profesor Killer, personaje de
claro perfil totalitario y fascista . Prisión secreta, escondida, más opaca aún que la
mazmorra de ese Guantánamo donde el Imperio de los Estados Unidos tritura y tortura a
quienes ha declarado reos sin derecho alguno. Ésa es precisamente la condición de Ali,
el condenado a muerte y considerado peligroso para la seguridad del Estado y su
sistema social y económico. Un eslabón más del supuesto eje del mal que el Imperio
construye a su antojo. La parábola es manifiesta. Cuando uno termina de leer tiene la
tentación de completar la fecha: hoy, 15 de Junio de 2005. En cualquier lugar bajo el
imperio de los Estados Unidos.
Pero que nadie entienda que esta novela habla de que el mal son ellos. Que nadie se crea
que la novela dice que el enemigo no habita dentro de nosotros. Que nadie piense que le
va a ser fácil salir de esta novela creyéndose que es Alí, el condenado, el estandarte de
la dignidad, el que protesta y no se calla cómodamente cuando ve una injusticia. Las
cosas no son tan sencillas y por eso esta novela es compleja, inusual, literariamente
arriesgada.
Acaso también muchos de ustedes recuerden la fábula que Pasolini escribió y llevó al
cine con el título de Teorema. Era, simplificando, la historia de un ángel que aterriza en
medio de una familia burguesa; contaba que frente al deseo de poseer la belleza del
ángel, el deseo de poseer el bien, ese mismo deseo de posesión que define y caracteriza
el ser de la burguesía origina una trama cruel, caníbal, destructora y criminal. Alí, el
condenado a muerte, me ha hecho acordarme de ese ángel que con su condición de
refugiado aterriza en el pueblo natal del verdugo, en la tierra del Imperio. Alí es el bien.
Y es el bien porque hay dos rasgos que lo caracterizan: su desprecio hacia la ignorancia
y su defensa de la dignidad. Desprecio hacia la ignorancia que se vuelve agresiva y
defensa de un sentido de la dignidad que no admite trampas, muy especialmente la
trampa de la impotencia: no podía, no puedo hacer otra cosa, hay que acomodarse a la
realidad: “Ali es un hombre peligroso”, se nos dice en la novela. “Tiene la propiedad de
despertar en los demás la inquietud, de hacer que se formulen preguntas indebidas”
Pero por qué escribe ese verdugo, culto, amante de la música clásica y lector
empedernido de libros. Qué mala o buena conciencia le lleva dirigirse a la hija del
condenado. Afirma no sentir remordimientos, dice que él sólo cumple con el papel que
la maquinaria estatal en la que confía y cuyos objetivos comparte le ha otorgado. No se
considera o no quiere considerarse un esclavo, un criado, un miserable empleado. Se
presenta como una pieza fundamental de la supervivencia del modo de vida occidental
que el Imperio representa frente a los enemigos de siempre, anarquistas, comunistas y
los enemigos recientes, árabes, musulmanes, terroristas. Como tantos prefiere la
injusticia al desorden.
Escribe porque intuye que la confesión puede ser un refugio y porque en el acto de
escribir plasma su deseo de ser, de tener existencia propia, pues para él ser es no ser
como los otros, existir por encima de ellos. Escribe porque quiere sentirse superior pero
al tiempo, y este es uno de los grandes aciertos de la novela, al escribir se delata,
muestra su miedo, su miedo a que por mucho que se piense libre es esclavo, por mucho
que se sienta superior no deja de ser un cobarde, por mucho que esconda su cobardía no
puede dejar de ver que vive en la indignidad. Escribe para poner orden en ese tormento
que le persigue desde su encuentro infantil con la dignidad que Ali representa, pues lo
que le desasosiega de verdad es saber que se puede ser libre si uno esta dispuesto a
aceptar las consecuencias. Hoy, cuando vivimos con las conciencias adormecidas,
cuando sobrellevamos la explotación como un fatalismo si no como un privilegio.
Cuando nos refugiamos en nuestras estrechas vidas más o menos confortables para no
ver el desorden moral, político y social que nos aplasta y acobarda, cuando hemos
renunciado a la dura tarea de ser libres, esta novela debería inquietarnos profundamente
aunque vivamos tiempos en que el verdugo y sus cómplices miran -¿miramos?- para
otro lado cada vez que encuentran, en la calle o en los espejos, el rostro acusador de sus
víctimas.
Acaso dentro de unos años todos recordaremos que una vez leímos una novela
que se llamaba La moral del verdugo. Ojalá que entonces no nos lamentemos
diciéndonos que sólo nos acordamos de Santa Barbara cuando truena. Sería una mala
señal. Señal de que no oímos con suficiente atención el aviso que esta novela encierra,
señal de que, como el verdugo, sólo leeríamos libros “para enmascarar con ellos la
realidad” Muchas gracias..

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