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LAICIDAD Y EDUCACIÓN

En materia de laicidad, el caso uruguayo puede considerarse único en Latinoaméri


ca y quizás de los pocos en el mundo, en el que constituye uno de los elementos
básicos de la identidad nacional desde el siglo XIX.
El proceso que se inicia con la secularización de los cementerios; el Decreto –
Ley de Educación de 1877, la creación del Registro del Estado Civil; la determin
ación del Matrimonio Civil obligatorio y previo al religioso, en caso de que qui
siera realizarse éste último, en 1885; la Ley de Educación Secundaria y Superior
; la remoción de los crucifijos en los hospitales, en 1906; la Ley de Divorcio e
n 1907; la supresión de la referencia a Dios y a los Evangelios en la fórmula de
juramento parlamentario en 1907; la laicización general del Código Militar en 1
911; finalmente, la separación oficial de la Iglesia del Estado, con rango const
itucional a partir de la reforma de 1919, define una nación moderna, que separa
definitivamente el mundo de lo público y de lo privado, y deja en éste último el
aspecto religioso de la vida del ciudadano. Mientras que el mundo de lo público
, el Estado, le da sentido de unidad social a la nación oriental de y desde ento
nces.
Por tanto, cada vez que se realiza un debate sobre laicidad en Uruguay, como ocu
rriera en el último año del siglo pasado, lo que en esencia se está debatiendo,
es la base constitutiva de la nación oriental.
José Pedro Varela, quien definiera las bases del sistema educativo uruguayo con
la laicidad como una de sus características esenciales, definía: “la escuela lai
ca responde fielmente al principio de la separación de la Iglesia y del Estado”,
…“desde que vamos a sostener la justicia y la conveniencia de no enseñar en la
escuela los dogmas de una religión positiva cualquiera, empecemos por rechazar e
l cargo injusto que nos dirigen los adversarios de esta doctrina, diciendo que l
os que así piensan quieren el establecimiento de la escuela antirreligiosa”,… “l
a educación que da y exige el Estado no tiene por fin afiliar en esta o aquella
comunión religiosa, sino prepararlo convenientemente para la vida del ciudadano”
,… “para esto necesita conocer, sin duda, los principios morales que sirven de f
undamento a la sociedad, pero no los dogmas de una religión determinada, puesto
que respetando la libertad de conciencia, como una de las más importantes manife
staciones de la libertad individual, se reconoce en el ciudadano el derecho a pr
ofesar las creencias que juzgue verdaderas”.
El debate sobre el tema laicidad, sin embargo, ha sido recurrente, y reaparece c
ada tanto, aunque lo consideremos saldado desde hace por lo menos 140 años. La a
mplia mayoría de la población también lo cree saldado, si nos atenemos a la últi
ma encuesta disponible sobre el tema (efectuada a raíz de la polémica), publicad
a en el diario EL PAIS: para el departamento de Montevideo (mitad de la població
n del país), establece que el 64 % están conformes con la forma que se aborda el
principio de laicidad actualmente y no consideran que sea necesario hacer ningu
na revisión sobre el mismo. Por otra parte, un 33 % de esa población aseguró que
es necesario rever la aplicación del principio de laicidad en la enseñanza, mie
ntras que un 3 % prefirió no responder.
El iniciador del debate, presidente de la República en ese momento, Dr. Jorge Ba
tlle, dijo, por ejemplo, refiriéndose a la educación en valores: “¿Quién nos dij
o que el bien era bien y el mal era mal? ¿Quién nos lo enseñó? En nuestra casa,
nuestra mamá. ¿Y en la escuela quién nos lo enseñó? Eso que no nos enseñaban en
la escuela, muchas veces es más importante que saber leer y escribir”.
Lo lamenté en ese momento, y aún ahora, por el Dr. Batlle, pero a mí, y a la gra
n mayoría del resto de los uruguayos, en la escuela (como también en nuestros ho
gares, como en el vecindario), nos enseñaban lo que estaba bien y lo que estaba
mal. Y bien que lo aprendimos, y bien que se lo enseñamos a nuestros hijos, que
también lo aprenden en sus escuelas, en el caso de los míos, laica. Valores como
honestidad, lealtad, solidaridad, amor, tolerancia, responsabilidad, valores qu
e son compartidos por la inmensa mayoría de los uruguayos.
Dentro de la polémica desencadenada a partir del puntapié inicial dado por el en
tonces Presidente, algunos criticaron que en la educación pública se acepten y a
nalicen las distintas estructuras familiares, entre las que incluye un adulto re
sponsable de un niño; una pareja con hijos en común; una pareja con hijos de uni
ones anteriores. Se critica aquí la no referencia necesaria al matrimonio, y tam
poco a la familia “normal”. En nuestra opinión, es necesario reconocer la realid
ad, y aceptar el mundo como es y no como nos gustaría que fuera. La palabra “par
eja” indica, también en nuestra opinión, a quienes forman un matrimonio (civil o
civil y religioso) y quienes están en relación libre, que también existen. En u
n país donde el 40 % de los matrimonios terminan en divorcios, de acuerdo a estu
dios de la Universidad de la República, debemos tratar de fortificar los lazos f
amiliares, pero también aceptar que es difícil encontrar una familia donde no ha
ya algún divorciado, y por lo tanto, reconocer que los tipos de familias descrit
os son, en los albores del nuevo siglo, una familia normal. O ¿se preferiría eli
minar la ley de divorcios e incrementar las uniones libres y los hijos fuera del
matrimonio, para mediante normas formales desconocer la realidad?
En el fondo de todas estas críticas al principio de laicidad en la educación, in
cluso explícitamente, por ejemplo por parte del Dr. Ramón Díaz desde su columna
de EL OBSERVADOR de los sábados, encontramos la demonización de lo diverso, como
causante de la degradación de la familia y los problemas de la juventud, y por
consiguiente del aumento de la drogadicción, de la delincuencia, etc
La Iglesia Católica no podía estar ajena de la polémica. No acababan de apagarse
los ecos del inicio del nuevo debate sobre la laicidad, cuando adquirió protago
nismo, a partir de una misa campal celebrada dentro de los actos para recordar e
l sesquicentenario del fallecimiento del Gral. Artigas.
El arzobispo de Montevideo, Nicolás Cotugno, en su alocución durante la misa exp
resó “que la autenticidad histórica exige que los libros de texto de educación p
rimaria y secundaria expongan sobre la raíz católica y misionera del general Jos
é Artigas”, y “que esta faceta ha sido prácticamente olvidada en la copiosa prod
ucción bibliográfica liberal y, como no se difunde en las escuelas, corre el rie
sgo de quedar sepultada en una omisión prudente”, y continúa luego: “...hay que
contarle a los chiquilines esa circunstancia. Y no hacerlo resulta un recorte hi
riente y mutilador de la realidad”.
El Arzobispo tiene el derecho a expresar su opinión, y no pretendemos ahora hace
r un análisis de quienes fueron los maestros de Artigas en su niñez (que es obvi
o fueron los franciscanos) ni cuestionar el catolicismo de Artigas, que sí lo er
a, como la gran mayoría de los orientales de la época. Tampoco comentaremos las
palabras del Arzobispo en esta ocasión, pero lo que hizo inmortal al General Art
igas, y adelantado a su época, convirtiéndose en nuestro prócer máximo aunque no
tuvo grandes triunfos militares ni pudo culminar el proceso emancipador, fue, e
n nuestra opinión, su indeclinable lucha por la libertad y la democracia, su res
peto a la libertad de pensamiento, que lo llevó a plasmar en las Instrucciones d
el Año XIII un principio que demuestra su profundo respeto por la libertad de co
nciencia: “Promoverá la libertad civil y religiosa en toda su extensión imaginab
le”. Allí se inicia el carácter laico de la identidad nacional.
Y no es un tema menor, sobre todo para un católico, en épocas que en Europa, al
producirse la Revolución Francesa, no tan lejana de su tiempo, el Papa expresaba
: “que la doctrina cristiana (debió decir católica) es la más firme base de la s
alud de los imperios y que la prenda de felicidad pública está en el lazo de una
obediencia a sus reyes, plenamente y universalmente consentida como lo expresa
San Agustín, dado que los reyes son los ministros de Dios para el bien, que son
los hijos de la Iglesia y sus defensores, obligados a ese título, a amarla como
madre suya, a servir sus intereses y custodiar su causa y sus derechos...”
Más adelante, Pío IX establece en la Encíclica “Quanta Cura” su condena a “ciert
os hombres que no teniendo en cuenta los principios más ciertos de la sana razón
, se atreven a publicar que la voluntad del pueblo manifestada por lo que ellos
llaman la opinión o de tal otra manera, constituye la ley suprema independiente
de todo derecho divino y humano”. Y saluda en otra ocasión a los caudillos de la
Francia reaccionaria, diciéndoles: “Yo los bendigo con el objeto de verlos ocup
ados en la tarea difícil que consiste en hacer desaparecer, si es posible, o por
lo menos atenuar, una plaga horrible que aflige a la sociedad humana y que es l
lamada sufragio universal”. No parece ésta una doctrina aceptada por nuestro hé
roe máximo.
Dejando de lado la historia y volviendo al presente, las críticas al principio d
e laicidad en la educación vienen acompañadas por la solución: subsidiar a los p
adres (utilizando el bono escolar, por ejemplo) para que envíen a sus hijos a es
cuelas privadas confesionales, donde reciban una enseñanza adecuada a los valore
s de sus padres. Sin atribuir intenciones, esto podría pensarse que está vincula
do a que en los últimos cinco años, según fuentes de la Administración Nacional
de Educación Pública (ANEP), se registró un incremento del 18 % en la cantidad d
e niños que asisten a escuelas públicas, en tanto han disminuido las matrículas
en los colegios privados en un 12 %. Según ANEP, esto debe ser atribuido al impa
cto de la crisis económica y a una mejora en la calidad de la enseñanza estatal.
Según fuentes de la propia Iglesia, 20 colegios católicos han debido cerrar sus
puertas, fundamentalmente colegios de barrio, cuyos precios son moderados y tie
nen como competencia a la educación pública.
Entonces, podemos pensar (en realidad se ha explicitado con bastante claridad) q
ue detrás del ataque al principio de laicidad se oculta una verdad económica irr
efutable: se busca una transferencia del sector público de la enseñanza (que tie
ne más del 80 % del total de estudiantes) hacia el sector privado. Creemos que e
n la medida que se transparente el objetivo, se convierte en una base aceptable
de discusión. No obstante, no tenemos reparos en adelantar nuestra opinión contr
aria a dicho sistema, ya que un funcionamiento efectivo de un sistema como el pl
anteado, requiere una dispersión de ingreso pequeña de las familias dentro de u
na situación socio-cultural homogénea, y esto no es el caso actual de nuestro pa
ís.
Respecto a estos sistemas de subsidio, David Osborne y Ted Gaebler, quienes diri
gieron la reforma del estado en Estados Unidos, dicen, para una sociedad bastant
e más rica, como la estadounidense: “un sistema irrestricto de becas produciría
consecuencias no igualitarias, pues los ricos agregarían dinero a sus becas y co
mprarían la mejor educación de que pudieran disponer. Muchos otros no podrían ha
cerlo, y el mercado educativo terminaría segregándose por niveles de ingreso. Cr
eemos que esto sería un error. Nuestras escuelas públicas existen para proveer e
ducación, pero también existen para reunir a niños de todos los grupos sociales.
Esta mezcla de clases sociales y de razas es de extrema importancia en una demo
cracia; sin ello, perdemos nuestra capacidad para comprender a quienes son difer
entes de nosotros y empatizar con ellos. Si esto ocurre, nuestra sociedad no tar
dará en perder su capacidad para ocuparse de quienes necesitan ayuda. Dejamos de
ser una comunidad para convertirnos en un mero conjunto de individuos”.
Busquemos ahora una definición adecuada de educación: “La educación no significa
sólo el saber leer y escribir, ni aún la adquisición de un grado, por considera
ble que sea, de mera cultura intelectual. Es, en su más lato sentido, un procedi
miento que se extiende desde el principio hasta el fin de la existencia. Un niño
viene al mundo, y, desde entonces, empieza su educación.
… En sentido menos vasto es forzoso considerar la educación, cuando se observa e
n sus relaciones con la escuela, y ésta dejará siempre un vacío en la educación
general del hombre, por mucho que se perfeccionen sus procederes y por muy grand
es que sean los beneficios que de ella se reporten. La familia, primero, debe pr
eparar y vigorizar la enseñanza de la escuela: la sociedad, después, debe desarr
ollarla y completarla.
Asimismo, encarada en sus relaciones con la escuela, en el sentido concreto de l
a palabra educación, todos los pensadores inteligentes rechazan la idea de que l
a lectura y la escritura, con algún conocimiento de las cuentas, constituya la e
ducación. La menor exigencia que cualquier hombre inteligente tiene hoy en su fa
vor, es que su dominio alcance a la triple naturaleza del hombre: sobre su cuerp
o, desarrollándolo, con la observación inteligente y sistematizada de aquellas b
enignas leyes que conservan la salud, dan vigor y prolongan la vida; sobre su in
teligencia, vigorizando la mente, enriqueciéndola con conocimiento, y cultivando
los gustos, que se alían con la virtud, y también sobre sus facultades morales
y religiosas, robusteciendo la conciencia del bien y del deber.
Mucho más arriba que todas las calificaciones especiales para objetos determinad
os, está la importancia de formar para el bien, para el deber y para el honor la
capacidad que es común a toda la humanidad.
Si esos son los fines de la educación, si ella se propone desarrollar y dirigir
bien nuestra entera naturaleza; si su oficio es darnos mayor poder en todo senti
do; poder de pensar, de sentir, de querer, de practicar acciones externas; poder
de observar, de razonar, de juzgar, poder de adoptar firmemente buenos fines, y
de perseguir eficazmente su realización: poder de gobernarnos a nosotros mismos
y de influenciar a los demás: poder de adquirir y conservar la felicidad; – si
la inteligencia ha sido creada, no para recibir pasivamente algunas palabras, f
echas, hechos, sino para ser activa en la adquisición de la verdad, la educación
debe inspirarse en un profundo amor de lo verdadero y observar los procederes p
ara investigarlo; pero, el hombre, así como en todas las circunstancias es el ar
tífice de su fortuna, lo es también de su propia mente. La inteligencia humana e
stá constituida de tal modo, que sólo puede desarrollarse por su propia acción,
y que en realidad cada hombre debe educarse a sí mismo. Sus libros y sus maestro
s no son sino sus ayudantes; el trabajo es suyo. Un hombre no está educado hasta
que no posee la habilidad de poner, en cualquier emergencia, sus poderes mental
es en vigoroso ejercicio, para realizar el objeto que se propone: o, en otras pa
labras, mientras que no se halla en aptitud de obrar conscientemente en todas la
s emergencias de su vida. Como regla general, y en cuanto sea posible, debe hace
rse que los niños sean sus propios maestros – los descubridores de la verdad – l
os intérpretes de la Naturaleza – los obreros de la ciencia: ayudarlos, para que
se ayuden a sí mismos”.
Elegimos esta definición de educación y sus fines por su precisión y actualidad.
La extrajimos de “La Educación del Pueblo”, de José Pedro Varela, escrito en 18
74.
Piaget decía, por su parte, que los dos grandes objetivos de la educación deberí
an ser desarrollar la conciencia moral y la capacidad de la razón.
Una educación adecuada debe cumplir tres principios básicos: el primero es la ac
cesibilidad universal. El segundo es que los programas de estudio sean adecuados
a la sociedad actual, y hoy, por lo tanto, pongan énfasis en la tecnología y lo
s idiomas más requeridos en un mundo globalizado. El tercero es que el sistema e
ducativo se implemente libre de visiones ideológicas o politizadas.
No realizaremos, por razones de espacio, un análisis de nuestra situación en mat
eria de educación y su proyección de futuro, pero simplemente digamos que es dif
ícil que el hijo de una familia pobre llegue a la Universidad, aún a la pública.
Decía el semanario Búsqueda del 14 de setiembre de 2000: “Promedios de repetici
ón escolar en la década confirman brecha entre barrios: casi 38 % en Carrasco No
rte (zona pobre) y 4 % en Punta Gorda (zona de clase media alta)”.
La educación pública nacional, fundamentalmente, que debería ser garantía para
que todos accedan a una educación de calidad, debería dejar de ser cada vez más
una educación para los pobres y una educación pobre, en recursos y en gestión, e
n tanto que la educación de propiedad privada (a la que las familias recurren cu
ando pueden, aún a costa de grandes sacrificios) tiene más recursos, mejor gesti
ón y mayor capacidad de innovación. Esto es profundamente desigualitario, cuando
por otro lado, en general utilizan los mismos profesores. La educación no sólo
no resuelve el problema de la inequidad, sino que lo profundiza. Desoyendo a Jos
é Pedro Varela, que decía que educación del pueblo no significa educación para p
obres, hoy la educación pública es una educación pobre para pobres, que reproduc
en, a través de la misma, su pobreza.
Sostenemos que la educación es el gran igualador. Así ha sido en la historia del
mundo, lo es hoy y lo ha sido históricamente en Uruguay, pero es imprescindible
reconocer que actualmente, el sistema educativo uruguayo no está funcionando co
mo mecanismo de equidad social, sino que está atentando contra la igualdad de op
ortunidades, existiendo una brecha creciente en la enseñanza que reciben ricos y
pobres.
Padres y docentes deberíamos compartir la responsabilidad de tener claros los va
lores colectivos, en esta era posmoderna que ha radicalizado el individualismo,
para ayudar a los jóvenes a encontrar los caminos de humanización, por los cuale
s uno se convierte en una buena persona. Esa es una tarea de liderazgo a la que
esta generación parece haber renunciado.
Se resquebraja entonces el cimiento de nuestra estructura democrática, y en luga
r de trabajar conjuntamente, estos ataques a la laicidad llevan a reverdecer dis
cusiones pasadas de moda, que nos distraen de los temas fundamentales.
Sólo la educación, el gran igualador, trasmisor de conocimientos y de valores re
publicanos, así como la integración familiar, generarán individuos que desde la
niñez recibirán tanto desde la familia como desde la escuela los elementos funda
mentales para convertirse en ciudadanos preparados no sólo para ejercer responsa
blemente sus derechos, sino para enfrentar los desafíos de la era del conocimien
to. Luego, se deben generar políticas que aseguren la creación de empleos en el
mercado formal, y una reforma en los servicios públicos que priorice la calidad
de los servicios de salud, vivienda, seguridad y educación, que colabore con la
integración de los jóvenes de los sectores de ingresos más bajos al mercado labo
ral.
En la sociedad actual, la inversión en publicidad es muy superior a la inversión
en educación, lo que genera compulsión al consumo, la búsqueda de la libertad a
través de ese consumo desenfrenado, y la frustración que trae consigo el no pod
er acceder a todo lo que se quiere. Como consecuencia, los valores compartidos d
e integración en la sociedad y solidaridad con el desvalido y el diferente, pued
en y de hecho se transforman en los de una sociedad segmentada y egoísta, donde
carecemos de espacios comunes.
El riesgo mayor que nuestra sociedad corre en el siglo XXI no es la actual coyun
tura económica, sino que crezca la separación entre la capa superior y media de
la sociedad y una clase de excluidos. El incremento de la desocupación estructur
al, se traducirá en grupos de población marginados de un sistema económico-cultu
ral que asegurará cada vez mayor capacidad de consumo para los que tengan empleo
. El sentido común nos dice que no podemos permitir que se formen en el futuro g
eneraciones de jóvenes que se consideren diferentes por su origen y que consider
en enemigos a quienes no pertenezcan al mismo grupo social, religioso, étnico o
político.
Un tema de esta complejidad, en nuestra opinión, no se soluciona enseñando catec
ismo en las escuelas públicas y financiando la enseñanza de religión en las escu
elas privadas con fondos estatales. En realidad, es más efectivo profundizar la
diversidad, las opciones, la búsqueda de caminos, o sea, insistir con más laicid
ad. Sin negar las diferencias entre los individuos, que permanecen en el ámbito
privado, buscar un denominador común colectivo.
Por ello, si bien consideramos que la sociedad tiene derecho a discutir sus base
s todas las veces que quiera, por lo que es válido que retomemos la discusión de
l siglo pasado sobre si el país debe ser laico o no y si corresponde que la educ
ación sea o no laica, seguimos creyendo, con José Pedro Varela en su libro “La e
ducación del Pueblo”: “Gratuita para todos, abierta a todos, recibiendo en sus b
ancos niños de todas las clases y de todos los cultos, hace olvidar las disensio
nes sociales, amortigua las animosidades religiosas, destruye las preocupaciones
y las antipatías, inspira a cada uno el amor de la patria común y el respeto po
r las instituciones libres... Los que una vez se han encontrado juntos en los ba
ncos de una escuela, en la que eran iguales, a la que concurrían usando de un mi
smo derecho, se acostumbran fácilmente a considerarse iguales, a no reconocer má
s diferencias que las que resultan de las aptitudes y las virtudes de cada uno,
y así la escuela pública es el más poderoso instrumento para la igualdad democrá
tica”.
Retornemos ahora a lo que el presidente Batlle estableció, que en la escuela púb
lica laica no se enseñan valores, no se educa en diferenciar el bien el mal, y q
ue la causa es que se hace como si la religión no existiera. Podría decirse que
es algo similar a lo que establecía el obispo de Montevideo Jacinto Vera, en el
siglo XIX, cuando afirmaba: “Sin religión no hay moral posible”. Opinamos que de
cir que no hay moral sin religión es ignorar que son dos cosas distintas. La mor
al rige la conducta en el sentido humano. La religión es el aspecto místico, que
cada uno puede añadir al practicar su conducta moral, para diferenciarse o para
su uso íntimo.
Es entonces deber de los poderes públicos atendernos en nuestra condición de ciu
dadanos, mientras que cómo entendemos nuestra relación con la religión, los gust
os e inquietudes sociales y/o culturales, pertenecen a nuestro ámbito privado. P
or tanto, la neutralidad del Estado en cuanto a las religiones positivas no sign
ifica estar contra las mismas, sino estar separado de ellas, dando autonomía al
individuo para optar con libertad. Ello no significa que el Estado (ni la escuel
a en su caso) carezca de valores, sino que se asienta sobre una amplia base de v
alores universalmente admitidos. La laicidad significa respeto a la diversidad,
neutralidad en materia religiosa e ideológica, pero no en materia moral.
Decía el Presidente francés Jacques Chirac, en un discurso sobre la prohibición
del uso de símbolos religiosos en escuelas y liceos:
“… La laicidad afirma la libertad de conciencia; protege la libertad de creer o
no creer; garantiza a cada uno la posibilidad de expresar y practicar su fe en f
orma tranquila, libre; sin la amenaza de una imposición que ejerzan otras convic
ciones u otros credos.
Es necesario reafirmar la laicidad en las escuelas porque la escuela debe estar
absolutamente preservada.
La escuela pública es el primer lugar de adquisición y transmisión de valores qu
e compartimos. Es el instrumento por excelencia donde se enraiza la idea republi
cana; el espacio donde se forma a los ciudadanos del día de mañana a convivir co
n la crítica, el diálogo y la libertad; donde se dan las claves para realizarse
y ser dueños del propio destino; es donde cada uno amplía su horizonte”.
Al decir del insigne luchador por la laicidad, Prof. Píriz, la escuela laica no
impone argumentos, ni mensaje, ni verdades, sino que propone instrumentos que pe
rmiten, a través de la razón, realizar nuestras propias conclusiones, promoviend
o asimismo la tolerancia frente a las ideas y opiniones ajenas. Se respeta al se
r humano en condición de tal, y por lo tanto, la eficacia de la educación se com
prueba en la aceptación de que las relaciones interpersonales se basan en princi
pios de libertad, igualdad y fraternidad, y que dichos principios deben hacerse
realidad en la vida personal y colectiva.
Cuando se imparte, por parte de las instituciones educativas, fundamentalmente l
as públicas, una instrucción general, ninguna ideología y/o religión debe recibi
r una atención privilegiada, de modo que el sujeto de educación pueda evoluciona
r de forma autónoma, de forma que moldee su personalidad según opciones elegidas
libremente de acuerdo a su conciencia.
La libertad de cátedra es un derecho, mientras que la laicidad de la enseñanza e
s una obligación funcional. El docente no debe ser cuestionado por expresar sus
convicciones en cualquier ámbito, salvo en las clases que imparte. En ellas deb
e impartir enseñanza laica, libre de toda catequesis religiosa, filosófica o pol
ítica. Los jóvenes van a la escuela y liceo para ser capacitados y formados como
ciudadanos libres, de forma de realizar sus propias elecciones cuando sean adul
tos. Al ejercer la docencia, el derecho de los estudiantes limita la libertad de
l maestro o profesor. Por tanto, las autoridades de la enseñanza tienen la oblig
ación, y el derecho, de controlar textos, actos, y herramientas utilizadas en la
formación.
El hombre está dotado de razón y libre albedrío, por lo que mediante su concienc
ia tiene la facultad innata de valorar sus acciones y calificarlas como buenas o
malas. La escuela laica enseña a practicar la conducta moral, que es imprescind
ible para la vida en relación; y deja a cada individuo en libertad de agregar a
su vida otros aspectos.

Diego Vega Alonso


Setiembre 19 de 2007
Montevideo - Uruguay

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