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ENSAMBLE

Cuento corto (1993)

Despertó sonrioso. No podía saber qué sucedía. De hecho,


no sabía qué había sucedido. El despertar violento convir-
tióse en placidez modorra; pereza indescriptible; una noche
antes, caraxo, todo pasó: buscó su cuerpo entre las sábanas
y la cabeza. ¡La cabeza! La había olvidado. Con razón no
podía ver algo; seguramente por eso escuchaba un nada.
Siguió tentando “no puede ser” y no la encontraba; hacía
frío, la onda gélida entraba por el hueco que había dejado
sobre sus hombros. Piernas y brazos lleváronlo al suelo de
alfombra; gateó hacia donde recordaba estaba la salida de la
recámara; arrastroso, chocó con una pared. Dio vuelta ras-
pando sus rodillas, hasta topar con la puerta de madera.
Jaló la manija. “Ni en estos momentos hay que perder el
estilo” y comenzó a gatear por el pasillo, chocando con
aquella maldita bicicleta fija que tantas veces jodiérale la
vida, hasta sentir el vacío de treinta centímetros: rodó por
las escaleras, a un lado del suelo y por debajo del cielo: no
escuchó cómo golpeó el suelo ni vio el techo. Tendido allá
abajo, sonrío. Recordó “desperté sonriendo”. ¿Cómo sonreír
si se ha perdido la cabeza? Decidió pues, sonreír con el es-
fínter anal. Perfecto. Algo chocó contra su tórax. Tocólo y
frotólo y reconoció los enjutos pelos y las febriles mejillas
enamoradizas: su cabeza y “no entiendo”, procedió a colo-
carla de vuelta en su lugar; todo volvió a ser luz e intentó
oír: no escuchó nada: golpeteóse ambos oídos: no pudo es-
cuchar algo: se puso de pie: saltó sobre el piso de duela: es-
cuchó el crujir de la madera. Tosió y gritó “ahh” y eso tam-
bién pudo oírlo. Lo que no se escuchaba era el murmullo de
la mañana. Pensó que no había nadie en casa. Subió y vistió
la vieja camisa de lana y las canijas botas; revisó toda la casa
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“dejen de esconderse” y nadie respondió. Decidió largarse
de ahí, en dirección opuesta y a ningún lado. Sonriendo de
oreja a oreja, dióse cuenta de que su dentadura era coqueta:
abrió la reja, salió a la calle. No se escuchó algo. Ni un signo
de vida, “qué raro” y es que la calle solía estar repleta de
bribones y que, oh, el silencio era sepulcral. Gritó “ahhh” y
brincoteó sobre el cemento y las pesadas botas rebotaron
calle abajo con él, que iría a buscar a su amigo el que ejecu-
taba mil y un suertes de camaradería; que llegó a su casa, la
de grandes cipreses y coches y hojas en el suelo y que el frío
fue intenso; tocó el timbre ding dong y nada. Una vez más.
Qué de cosas habían pasado una noche antes. Otra vez. Esa
mujercita guapita. Otra vez. Cómo la quería. Decidió lar-
garse de aquel lugar. Miró la casa de su amigo; en voluble
giro, saltó la reja y llegó al otro lado y “¿estaré enamorado?”,
caminó marcialmente por el césped y atravesó la puerta y
pegó su rostro al vidrio: no había nadie pero no era posible;
siempre dejaban la llave debajo de un tapete, ahora no
había nada. No le hizo falta, pues la puerta estaba abierta. Y
rechinó el hule de sus suelas con el piso recién encerado y
“¿hay alguien?” miró alrededor y todo parecía estar en per-
fecto orden. Que saltó con todas sus fuerzas y el golpe
resonó por toda la casa mientras gritoneaba “ahhh”. Sonrió
y “no hay nadie, eso es definitivo” y caminó por la casona: y
bajó las escaleras: y los clósets: y debajo de los ceniceros: y
checó en la alacena y el living y las recámaras y junto a
aquella maldita bicicleta fija que no guardaba secreto al-
guno y el garage y la azotea y el jardín y la casa del perro y
dictaminó “deveras no hay nadie” y “voy a embromarlos” y
riendo tomó la llave del Chevrolet que tantas veces le en-
vidió al viejo padre de su amigo y “¿Nno hay problema si me
llevo el coche de tu papá?” se largó con el gadget de girar la
llave y pisar el acelerador: corrió veloz por la avenida y los
árboles permanecieron plácidos y no había perros calle-
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jeros ni niños en patinetas para aplastarles el cráneo y
luego robarles sus dulces; y las tiendas de la colonia cerra-
das; los autos estacionados; ningún coche circulando; y na-
die por las calles. Siguió canalla y salió a la avenida larga y
oh, ahí tampoco había movimiento. Ni canes. Ni li-
mosneros. Ni niños. Ni adultos. Ni un ruido. Solamente el
poderoso motor Chevrolet bramando por el lugar. “No hay
tráfico. Cuántas veces quise que estuviéramos en un día
soleado y sin tráfico” y siguió su rumbo a ningún lado, son-
riente: una noche antes: ellos dos, a un lado de aquella casa
de bebidas y vicios y porquerías y hedores y manos arru-
gadas y ojos llorosos y “¿te quiero?” y no saber si decirle sí o
sólo no. Sus pelos pegados y la nariz fuera de su lugar y la
boca chueca. Una noche antes, cuando todo había sucedido,
juró joder de una vez por todas a esa podrida familia con la
que nació; decidió encarar el viento junto con su amigo; es-
cuchó de aquella mujer que “el amor es bello siempre y
cuando no te jactes de haberlo experimentado”, oh sí, sintió
el viejo frío mordiendo sus nervios de sus uñas de sus pies:
tocó el timbre. Miró la puerta con losanges de casa de ella.
“Abran” cuando una vez más saltóse al otro lado, mostrando
la mazorca en signo sonrioso de plenitud de facultades. Y
buscó “mi amor” y sin encontrarla, dióse cuenta de que no
había nadie. Caminó por la casa y por los pasillos y por las
recámaras y por la cocina y por la sala y por el estudio y no
había nadie. Ni el perro. Ni el perico. Y las peceras estaban
vacías. Que gritó “ahhh” y brincoteó e hizo un gran escán-
dalo y tiró aquellas mierdas campanas de vidrio y se encon-
tró con una foto encima de aquel mueble que tantas veces
los mirara con pestañas enraizadas: era ella. Y sus cabellos.
Y sus ojos. La guapita, “deveras que sí te quería” y devoró la
salida de esa casa y dióse cuenta, ahora sí, que no había na-
die. Que en el carro, desesperado, manejó hasta el lugar al
que los parroquianos solían ir a exprimir sus carnes y ras-
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gar sus vestiduras. Y estaba cerrado. Y en el techado donde
solían estar todos los caballos de metal, solamente había
nada y hojas de árboles secos. Que rompió el vidrio y aden-
tro había silencio. Y un maniquí. Y ropa. Y comida. Y
calzado. Y esas cosas que se pueden vender pero nunca
comprar. “Si el hombre ha muerto todo está permitido” y
corrió por el centro comercial y encontró el lugar de la en-
ergía y las máquinas revivieron y la luz se hizo y hubo rui-
dos por segundos. Que miró las máquinas que hacen histo-
rias de peleas y batallas y héroes y que suelen accionarse
con monedas y jugó y tuvo gozo. Pero que el silencio re-
gresó. Enfurecido, mató a las máquinas. Fue a donde esta-
ban los animales encerrados. Y fue a donde los parroqui-
anos solían sentarse a escuchar historias. Y no encontró
nada. “¿A dónde fueron todos?” y gritó “ahhh” y corrió y
golpeó su cabeza contra el suelo y vino la noche y el día y
era redundante saber que estaba solo. Y recobró aquella fo-
tografía. Y la miraba. Y pensaba “quisiera haber escogido
las palabras correctas” y reía. Reía porque el bufón era él. Y
entró en todas las casas de aquel pueblo y se masturbó con
los calzones sucios de los cristianos que solían habitarlos y
conoció todos los lugares y viajó por más de trescientos
pueblos y revisó todas sus casas y todos sus calzones y sus
templos y no encontró nada más preciso que el silencio. Y
fue noche y día. Y semanas y  meses. Y cansado, regresó al
lugar de partida. Y a través de los años, sentado enmedio de
la penumbra y el eco, quiso que en algún lugar algún te-
léfono sonara. Y recordó el día en que perdiera la cabeza.
Sonrió con el esfínter anal:
salir de aquí
salir de aquí
salir de aquí
salir de aquí
salir de aquí
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salir de aquí
salir de aquí
salir de aquí
salir de aquí
salir de aquí
salir de aquí
salir de aquí
salir de aquí
salir de aquí/

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