Hoy es domingo. Es oficialmente Navidad y estoy oficialmente solo. Pero es un buen día. No me puse muy pedo anoche. Cenamos, juntos, Johnny Walker y yo. No me duele la cabeza ni me da vueltas el cuarto. Sólo me quedé dormido con la tele prendida. A veces temo que esas barras cromáticas que ponen en la madrugada me hagan daño. Un tumor o algo. Los vecinos del edificio se han ido por las fiestas, y eso me agrada. Menos ruido. No hay bebés llorando ni mocosos tocando los timbres de los vecinos. El año pasado alguien dejó la serie de un árbol de Navidad encendida... la gran mierda se prendió fuego. Vinieron los bomberos. No pasó a mayores. Ja, “no pasó a mayores”. Espero que eso no pase este año, no. La atmósfera es agradable. Para tranquilizarse. Relajarse. Para pensar. Dicen que estas son fechas para meditar sobre nuestra conducta, expiar las culpas… veamos… este año he sido un buen muchacho... con excepción de dos o tres travesuras que hice en Vegas, en mayo... y casi no he extrañado a (…), lo cual es bueno. Amo la idea de ir a trabajar mañana. 26 de diciembre, la oficina vacía, los polis de la recepción crudos y malcogidos —se cogen entre ellos, yo lo sé. Supongo que nadie vendrá a arreglar el aire acondicionado... si no lo hicieron en todo el año... bueh, me arreglaré ad hoc para la situación. Para el momento. Corbata, zapatos bostonianos, goma en el pelo. Toda esa ropa que me pondré encima aunque se trate de una semana muerta. Ni el Sr. M va a trabajar. Es la segunda Navidad que se toma vacaciones. El muy huevón. El muy family man. Volví a soñar con sangre. La sangre lo llenaba todo. Ennegrecía mi vista. Como cuando no puedes parar de sudar y corre por tu frente y tu rostro, y los ojos te arden como si fueran a salirse de las cuencas. La sangre caía del cielo y de las llaves de los lavabos y de los tanques de los escusados y de los hielos de mi whiskey y de las piscinas de las casas y de las cunas de los recién nacidos y de los cartuchos vacíos de mi pistola. Mi sangre es espesa. Pero no hay sangre más espesa que la tinta, dicen. Anoche hicimos nuestro último trabajo del año. Un abogado de San Ángel, casado, dos hijos casi pubertos, niño y niña. Lo hicimos en su casa, antes de la cena. D no vino. No quiso venir. “No mames”, me dijo, “no me puedes hacer trabajar en plena Nochebuena”. Me sentí mal. Soy culpígeno. El hombre tiene familia. Obligaciones. Lo disculpé. Y es verdad que yo no tengo que ir tampoco a estas cosas, pero me gusta que piensen que soy un jefe que se ensucia las manos. Llamémosle una “estrategia gerencial”. El trabajo consistía en eliminar a toda la familia. Borrarla. No extracción. No tortura. No calentadita. Borrarlos. Así es que llamé a los socios chilenos. Los minos se dieron un banquete. Se lo merecían, supongo. Un banquete. Ellos le llaman “danza rusa”, pero nunca he sabido por qué. Con los escoltas fuera de circulación y todo bajo control, jugué un poco al jefe. Ya saben, poner cara de interesante, prender un cancro, ver hacia todos lados como si examinara el lugar o estuviera sumido en pensamientos trascendentes. Los socios se encerraron en las recámaras con los pobres diablos. En algún momento —habrá sido el aire, quiero creer—, se abrió levemente una de las puertas. Y ahí estaba: uno de los socios devorando a la hija del abogado. 12 años. Antes de que todo pasara había visto la foto de graduación de sexto de primaria en algún taburete de la sala. Uniformada. Linda. Sonrosada. Confieso que nunca había visto comer a uno de los socios. Más de año y medio trabajando juntos. Pero nunca los había visto comer. Son voraces. Sin una pizca de elegancia. Muerden, desgarran piel, músculo y tendón. Chupan con toda la dentadura, con toda la boca... pero decía que me asomé a la recámara. La niña estaba de rodillas, un brazo en el piso, arrancado. El socio le estaba devorando el rostro como si chupara una naranja y arrancara los gajos. Volteó súbitamente y lo que quedaba de la niña cayó boca arriba, las piernas dobladas, la espalda arqueada. El socio me miró con un dejo de sorpresa, bañado en sangre, con un pedazo de cara adolescente entre dientes. Se trató de una mirada pudorosa. Como si hubiera sorprendido a alguien sentado en el escusado. Así es que cerré inmediatamente la puerta. Ups, perdón. “Danza rusa”. Curioso. ¿Alguna vez he buscado adentro de mí lo que Emerson llamaba los “mejores ángeles de nuestra naturaleza”? La respuesta es: no.