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La visita (por Héctor Ricci)

Caminaba apurada, eran casi las 9 de la mañana y como todos los domingos a esa hora, la
villa estaba tranquila y silenciosa. Paula se las arreglaba bien para esquivar los charcos de las
callejuelas que serpenteaban entre las casuchas de chapa. Eran charcos chirles de barro y agua
jabonosa, en cuya superficie se dibujaban manchas aceitosas que parecían mapas de archipiélagos.
Con la agilidad de sus 27 años, su figura armoniosa pegaba fáciles saltitos de borde a borde
buscando lo seco para no ensuciar ni su calzado ni la botamanga de los vaqueros. Miró para el cielo y
entre los caños torcidos de las antenas y la maraña de los cables, descubrió un celeste prometedor del
fin de la tormenta. Consultó su relojito trucho y calculó que llegaría a la cárcel de Olmos cerca del
mediodía. Era la primera vez que iba y le habían dicho que tardaría más de dos horas en llegar.
La muchacha cruzó el hueco del paredón que bordeaba la villa y vio que la avenida presentaba
un aspecto desolado. Por la calzada, todavía húmeda, circulaban pocos autos y no andaba casi nadie
caminando. Hasta los quioscos estaban cerrados y sólo un par de canillitas ofrecían sus diarios
apostados cerca de la parada del micro donde ella se detuvo. Luego de un rato, subió al ómnibus que
la llevó a la estación Constitución.
Sentada en un banco del andén, a Paula se le perdió la mirada entre el brillo de las vías, los
durmientes sucios y los papeles que bailaban al compás de los remolinos de viento. Ni siquiera
advertía a las palomas, que caminando ente las colillas y envases aplastados, picoteaban el piso muy
cerca de sus pies. Pensaba en el pobre Rubén, en cómo habría pasado esas semanas de encierro, sin
ver a nadie conocido y vaya a saber con qué tipos alrededor. Y además, en qué injusticia, porque
estaba segura de que era inocente. Para qué habrá ido ese día a la casa de Peralta, justo cuando cayó
la cana. Yo le había dicho “ese gordo no me gusta nada, anda en cosas raras”. Pero bueno ahora ya
está, en el allanamiento encontraron y se llevaron de todo, entre eso, también a Rubén. Andá a
explicar que no tenía nada que ver. Para cuando terminás de probarlo, si podés, ya te comiste unos
cuantos meses adentro. Menos mal que por lo menos ahora se lo puede visitar. Seguro que me está
esperando ansioso. Tengo un poco de miedo, nunca entré a una cárcel y en la villa se escucha cada
historia...
El chirrido del tren que reculaba perezoso sacó a Paula de sus cavilaciones. Subió y se sentó
del lado de la ventanilla, la que no pudo cerrar porque estaba atascada. El asiento metálico era duro y
frío, pero tampoco le importó. Lo único que le importaba era llegar a ver a su querido Rubén.
Después de una hora y media de viaje en tren y un rato en el micro Oeste, finalmente llegó a la cárcel
de Olmos.
Al bajar del colectivo la sorprendió el intenso movimiento en la parada, que estaba ubicada
justo frente a la entrada del establecimiento. Gente de toda edad iba y venía febrilmente. En su
mayoría eran mujeres y chicos, que si bien por su vestimenta denunciaban una condición humilde, no
parecían sucios ni rotosos. Todos, como ella, tenían algún bolso o paquete en sus manos.
Paula no sabía para dónde ir, cruzó el portal de acceso, vio una cola y se dirigió hacia allí.
Preguntó y le confirmaron que era para la requisa previa al ingreso. La fila adelantaba lentamente, ya
estaba cansada de estar tanto tiempo parada cuando, por fin, le tocó el turno a ella. Traspuso el
desgastado umbral y antes de dirigirse al escritorio, desde donde un guardia de bigotes le hizo una
seña para que avanzara, alcanzó a mirar las paredes que la rodeaban. Estaban pintadas y repintadas de
un amarillo que se notaba distinto en cada mano y que en algunas partes se aglobaba formando unos
forúnculos de revoque, varios de ellos reventados. Unos cuadros con el papel oxidado contenían
advertencias y recomendaciones que nadie leía. Caminó sobre el piso de mosaicos siguiendo los
desdibujos que marcaban las huellas de incontables pasos anteriores.
Parada frente al escritorio, Paula aguantó cabizbaja mientras la mirada lasciva del guardia la
recorría desde la frente a las rodillas. Después de devolverle el documento, con un movimiento de
cabeza el hombre le señaló una puerta marrón al tiempo que le ordenaba:
-Pasá a la piecita para la requisa.
Al entrar, una bocanada de olor desconocido la recibió de golpe, era una mezcla de aire usado
y hospital. El atisbo de una náusea le marcó el asco. En la habitación sólo había una vieja camilla
despintada, una banqueta y una pequeña mesa metálica. Estaba apenas iluminada por un ventiluz
cerrado, y un ventilador de techo, que había sido blanco, giraba lentamente silbando un monótono
shic shic.
Desde la banqueta donde estaba sentada, una mujer uniformada le preguntó sin mirarla:
-¿Primera vez, no? –y agregó sin esperar respuesta–. Dejá el bolso ahí y sacate la ropa.
Paula dudó un momento, fueron unos pocos segundos que su vergüenza le pidió demorando
su accionar.
-¿Qué esperás? – la apremió la guardiana –. Hay mucha gente esperando.
Resignada, la muchacha empezó a desvestirse por la parte de arriba. Cuando quedó con el
torso desnudo, la mujer le indicó con el mentón el broche de la cintura del vaquero. Ella lo
desprendió y se bajó lentamente los pantalones.
-Todo –le dijo la guardiana.
Paula volvió a demorarse, pensó en Rubén, en su rostro desesperado que la estaría buscando
nerviosamente entre los visitantes, en las penurias que habría pasado en esos días allí adentro, en la
comida y los cigarrillos que le traía en el bolso. En medio de ese torbellino de imágenes que inundaba
y confundía su mente, enganchó los pulgares en el borde elástico de su bombacha y de un tirón se la
bajó. Cerró los ojos, rogando que pasase pronto ese momento, pero el ruido del picaporte la obligó a
abrirlos nuevamente. El guardia del escritorio entró rápidamente y dirigiéndose a su subalterna le
ordenó:
-Dame un guante.
Indefensa, Paula temblaba mientras sentía cómo se debatía en su interior la lucha entre su
dignidad y su amor a Rubén. Un sofocón ardiente le recorrió el cuerpo incitándola a la resistencia y a
dar batalla, atinó un gesto, pero fue en ese instante cuando decidió darse por vencida.

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