Está en la página 1de 4

Regalo de cumpleaños (Valeria Rovira)

Lloviznaba. Era muy temprano. Escuchó toser a su mamá. Quería seguir durmiendo.
Se levantó. Trato de no hacer ruido. Se puso la campera de corderoy que ya le quedaba chica
y su mochila. Abrió la puerta.
-Juancito, ¿adónde vas? –le dijo su madre– dame un beso, acostate acá al lado mío.
Él se acercó a la habitación en donde dormía su madre, en el piso, sobre un colchón.
Se agachó a su lado y la abrazó.
-¿No tenés hambre? ¿Ya te vas a ir?
-No me jodas, mamá, tengo que trabajar, necesitás los remedios.
-Juancito, qué Dios te bendiga… hoy va a ser un buen día, vas a ver- le dijo y le besó la besó
la frente.
Aquellas últimas palabras de su madre quedaron resonando en su mente. Camino más
de veinte cuadras entre el gris del día. Golpeó una puerta y esperó un rato. Salió un hombre
de aproximadamente 50 años, robusto, de cabello entrecano y bigote, que llevaba a su lado
un perro de pelo brilloso y peinado.
-Ah, sos vos... tomá, espero que hoy vendas más que ayer –dijo– y le entregó tres paquetes
de tarjetitas y estampitas.
Juancito se fue. Estaba a punto de llorar. Sentía indignación. Para aquel monstruo
valía más aquel animal, al que llamaba Falucho, que él. Cómo odiaba a ese perro. Lo odiaba
por las bondades que le otorgaban, por los privilegios que tenía. Hasta seguro comía mejor
que él.
Caminó un poco más, tomó un subte y luego otro. Llegó a Constitución alrededor de
las 8. Como casi todos los días tomó el tren a La Plata. Empezó a vender sus estampitas y
tarjetitas. Pocos le compraron. Al llegar a La Plata se bajó, deambuló un buen rato por la
estación. Fue entonces que la vio. Era joven, leía un libro y llevaba un maletín, algo que le
llamaba la atención. Por un momento, sus ojos claros se fijaron en él y le sonrió. Tal vez ella
nunca iba saber el valor que ese gesto tuvo para el alma atormentada de Juancito.
Un rato después ella tomó el tren y él la siguió. Ella le dio cinco pesos. El se extraño,
no era frecuente que le dieran tanto.
-Dame las que quieras, yo las colecciono.
Juancito le dio una pilita. Ni las contó. Estaba obnubilado. Nunca había tenido esa
sensación. En ese viaje tuvo suerte, vendió bastante.
Regresó al vagón donde la había visto. El tren estaba lleno. Ella dormitaba. Se quedó
cerca observándola. En Constitución se bajó. Aunque llovía Juancito estaba feliz. Se compró
un pancho y caminó entre la multitud. De repente lo empujaron y cayó al piso. Su mochila y
su comida fueron a parar a las vías del tren. Se golpeó las rodillas y las manos. Alguien lo
levantó y lo llevó a un lugar seguro. Era ella.
-¿Estás bien? ¿Te lastimaron?
-…
Juancito recuerda ese día como uno de los más bellos de su vida. La acompañó a
hacer sus trámites y le llevó el maletín. Se rió cuando le mostró su llavero. Era una especie de
ratón.
-Se llama Elephatin –dijo ella.
-¿Y vos qué hacés? -se atrevió a preguntarle Juancito cuando venció la timidez.
- Soy abogada.
- ¿Qué es eso?
- Trato de solucionar los problemas de las personas.
-Ah, eso es algo bueno.
- A veces, pero sos muy chico para entenderlo ahora.
Juancito le tomó la mano para cruzar la Nueve de Julio. Eran cerca de las 2 de la
tarde. Ya estaba enamorado. Fueron a comer a Mc Donalds.
- ¿Quién es la persona a la que más querés? –preguntó ella.
Él se sonrojó, a esa altura no sabía qué responder.
-Mi mamá.
Entonces por primera vez en su vida habló de la enfermedad de su mamá, de los
remedios, del monstruo que le daba trabajo, del perro que odiaba…
Ella sacó un libro y se lo dio. Él no sabía leer pero no se lo dijo por vergüenza.
Tiempo después averiguó el título: “El manual del guerrero de la luz”.
-Es mi libro favorito, mi guía… quedatelo… algún día vas a entender por qué te lo regalo.
Después caminaron por Florida y por Lavalle y entraron en una juguetería.
-Elegí el juguete que quieras que yo te lo regalo.
-Me gustaría quedarme con Elephantin.
Ella se emocionó.
- Juancito, podés pedirme lo que te guste… Elephantin está viejo.
-Pero yo lo quiero a él.
Se lo dio y también le compró un autito a control remoto.
Se iba la luz del día y tristes y tomados de la mano, volvieron a Constitución. Él
seguía llevándole el maletín. Se sentía útil, querido.
Antes de subir al tren, ella vació su billetera, le entregó todo el dinero que tenía y le
dio su tarjeta. A los pocos días Juancito la perdió. Con la noche la vio marcharse. Pensó que
tal vez pronto la vería. Dios lo había bendecido. Ese día Juancito cumplía 7 años. Ese dia iba
a llevarle comida y remedios a su madre.
Él también emprendió el regreso. Debía pasar primero por lo del monstruo a justificar
sus ventas. Como siempre tenía miedo a que lo golpeara. Ya lo había hecho otras veces. Por
fin llegó a la puerta de la pensión. En la puerta había un nene llorando.
-Tomá, no llores, tomá este autito… tiene un control remoto.
La puerta estaba abierta. Subió las escaleras, entró en la habitación. El monstruo no
estaba. El perro, brilloso como siempre, reposaba sobre una alfombra. Juancito vio un
cuchillo arriba de la mesada. En un impulso lo agarró y apuñaló al perro. Varias puñaladas.
En eso escuchó pasos y salió corriendo. Esquivó al monstruo y huyó. El hombre no sabía su
dirección, no tenía manera de encontrarlo. Juancito se sintió libre.
A partir de ese día las cosas mejoraron. Su padre volvió y les ayudaba
económicamente. Empezó la escuela y en poco tiempo pudo leer “El manual del guerrero de
la luz”. Su madre vivió unos años más y alcanzó a verlo convertido en un prestigioso
abogado.
Treinta años después de aquel día la televisión transmitía en vivo y en directo la salida
de Juan de los Tribunales porteños. Acababa de ganar un importante juicio que había tenido
al país en vilo.
-Doctor, doctor, ¿qué fue lo que lo hizo dedicarse al derecho, y preocuparse por los temas de
la minoridad?
Juan miró a los ojos a la periodista que le había hecho la pregunta y respiró profundo.
-Todo es gracias a una mujer. No sé su nombre, no me lo acuerdo. Cuando cumplí siete años,
ella me dio el día más feliz de mi vida… y me dio ésto que me acompaña siempre.
Sacó del bolsillo de su sacó de hilo a Elephantin y lo mostró a la cámara sin
vergüenza. Ella sonrió a cuatrocientos kilómetros. Ella miraba el noticiero por última vez. Ya
había tomado la decisión. Su marido se había ido, su hijo estaba en Europa construyendo su
destino. Una botella de alcohol y cuarenta pastillas la llevarían al otro lado. De pronto, el
milagro. Ella estaba sola y él la salvó. Ella sintió lo que siempre había deseado: sintió que era
capaz de trasmitir algo, de llegar a alguien. Tiró las pastillas y el alcohol. Era su cumpleaños.
Su vida empezaba a partir de aquel momento.

También podría gustarte