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El viejo y el puente (Néstor Rompani)

Rafael Acuña deambulaba por los andenes de la vieja estación de Pedro Luro en el
interior de la Provincia de Buenos Aires. Hacía un par de años que el tren había dejado de
pasar y el abandono y el deterioro dibujaban claramente esa ausencia.
Rafael, quien había obtenido su jubilación como empleado ferroviario cinco años antes
de la decisión estatal de eliminar el servicio por esa región, se dirigió hacia el puente que
alguna vez fuera negro y que hoy muestra enormes manchas amarillentas en su estructura
producto del óxido y la contaminación. Instintivamente, tal cual lo hacía diariamente, se
detuvo en el centro de la estructura de unos treinta metros de largo, apoyó sus brazos sobre la
baranda y clavó su vista en lo rieles que serpenteaban unos veinte metros por debajo. Cerró
los ojos y dejó que su mente navegara libremente por el mar de los recuerdos. Sintió entonces
el pitar de la locomotora que se acercaba a la estación arrastrando una decena de vagones en
los que se entremezclaban pasajeros que allí descenderían y otros que se trasladaban a
aquellos pueblos por los que cruzara el ramal. Se vio tocando alegremente la campana que
anunciaba la llegada y la partida de la formación y observó cómo un grupo de estudiantes se
aprestaba a ascender al tren para dirigirse a escuelas de pueblos vecinos. El movimiento en la
estación era incesante. Lugareños y forasteros disfrutaban de las virtudes de aquel medio de
transporte. Rafael recordaba que así como el paso del tren por la estación le había deparado
tantas alegrías en su momento, había sido también el artífice de un dolor que a veinte años del
hecho no había podido superar. Una tarde, María Marta, su mujer, se había marchado con otro
hombre y jamás había regresado.
Aquel triste día, Rafael también se encontraba sobre el puente observando el frenético
movimiento de la estación. De pronto, y pese a la distancia que lo separaba del andén, alcanzó
a percibir la silueta de su esposa, que maleta en mano y corriendo presurosa escalaba la
escarilla de un vagón y se introducía dentro del mismo. Sintió que el corazón se le paralizaba
y que una angustia profunda e indescriptible le atravesaba el pecho. Intentó correr y no pudo.
El tren ya se ponía en marcha y todo esfuerzo por alcanzarlo hubiera resultado inútil. Abrió
los ojos miró hacia abajo y distraídamente, aún absorto en el paisaje de los recuerdos,
observó la desolación, el abandono y la tristeza que rodeaba el horizonte de su mirada.
Soledad, únicamente soledad. Inclinó su cuerpo sobre la barandilla del puente y se dejó caer.

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