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La primera posición sería la que marca una distancia irreductible entre la justicia y el
derecho, entre lo que es del orden de lo incalculable (la justicia) y lo que es calculable
(el derecho, comandado por lo incalculable de la justicia). Y desde ese punto de vista, la
operación de deconstrucción se volvería posible en el intervalo que separa la
indeconstructibilidad de la justicia y la deconstructibilidad del derecho. Derrida, como
bien lo señaló Charles Ramond (7), empieza por decir que la deconstrucción es la
justicia. Esto podría parecer oscuro a primera vista, pero se comprende por cuanto
habría homogeneidad de estructura entre la justicia en sentido propio y la
deconstrucción. ¿Y en qué habría homogeneidad de estructura? En que una decisión de
justicia supone a la vez la aplicación de la regla y la suspensión de la regla, puesto que,
si bien solo puede haber justicia con respecto de una regla común, sin embargo, una
aplicación mecánica e indiferenciada de la regla sería una encarnación de una injusticia,
ya que no tomaría en cuenta ni la singularidad del justiciable ni la libertad del juez
encargado de evaluar y de modular la aplicación de la regla. «Para que una decisión sea
justa y responsable, es necesario que en su momento propio sea a la vez regla y sin
regla, conservadora de la ley y suficientemente destructiva o suspensiva de la ley como
para que haya que inventarla y justificarla nuevamente en cada caso, al menos
nuevamente inventarla en la reafirmación y en la confirmación nueva y libre de su
principio (8)». La justicia tiene pues exactamente la estructura de una destrucción-
construcción, es decir, de una deconstrucción de la ley. Y Ramond agrega que mediante
la identificación con la justicia, la deconstrucción se revela una práctica vigilante de los
códigos de la polis. Un derecho es siempre construido, constructible y deconstructible.
Esto significa que nunca está fundado. La justicia está radicalmente del lado de lo
indeconstructible y, primeramente, de lo sin construcción, puesto que la justicia es el
momento de la decisión, de la atención prestada a la singularidad, al acontecimiento, a
la singularidad absoluta. En ese sentido, « la deconstrucción tiene lugar en el intervalo
que separa la indeconstructibilidad de la justicia de la deconstructibilidad del derecho ».
De la misma manera que opera para los textos filosóficos, literarios o jurídicos, la
deconstrucción, en lo que hace a los textos jurídicos, designa el proceso de la vida de las
estructuras, su renovación en, a través y a pesar de su permanencia. En contra de
cualquier diagnóstico de violencia inflingida a las cosas, a imagen de un acto gratuito, la
deconstrucción, por el contrario, escribe y describe el movimiento de las estructuras
paradójicas de la realidad.
Otra posteridad fecunda del gesto filosófico de Derrida podría ser captada en el terreno
de la bioética y del bio derecho. Tampoco aquí puedo extenderme, pero habría que
prestar atención a los trabajos de aquellos que vuelven (también) a Kant, pero al Kant
de la autonomía de la persona humana -como por ejemplo Peter Kemp en
L’irremplaçable (12) y en Le discours bioéthique (13), para fundar esa bioética y ese bio
derecho sobre los cuatro principios de la autonomía (principio de autodeterminación,
principio de dignidad, principio de integridad y principio de vulnerabilidad) contra
aquellos que, como Tristam Engelhardt y su teoría de los extranjeros morales,
sustituyen el principio de autonomía por el principio de permiso, gramática mínima de
ética en la que el suicidio y la venta de órganos están permitidos.
También en eso, la posición de Derrida permitiría salir de la alternativa entre la
protección «kantiana» de los débiles y la posición de un Tristam Engelhardt: una salida
por lo indecidible. Sabemos que la decisión es abordada por Derrida bajo el ángulo de la
paradoja, a partir de su teoría de la indecibilidad: las condiciones de imposibilidad de la
decisión son lo que finalmente la autorizan, puesto que sin hesitación, sin
incertidumbre, no habría decisión sino un simple resultado, e inversamente, permanecer
en lo indecidible sería un obstáculo para la decisión. Solo hay decisión conveniente bajo
condición de lo indecidible y de la salida de lo indecidible.
Como se sabe, una de las vías seguidas por Derrida es la de las relaciones entre los
hombres y los animales en el marco jurídico existente. Hay crueldad entre los seres
vivos, entre los hombres. Limitarla a través del derecho es poner en obra una respuesta
económica: hasta cierto punto, siempre vale más tomar cierta medida que otras. Ni
prohibir todo, ni no prohibir nada. «No puedo erradicar, extirpar las raíces de la
violencia hacia los animales, pero bajo pretexto de que no quiero erradicarlas, no puedo
dejarlas desarrollar sin solución. Por lo tanto, según la situación histórica, hay que
inventar la solución menos mala. La dificultad de la responsabilidad ética es que la
respuesta nunca se formula con un sí o con un no, sería demasiado simple.
Hay que dar una respuesta singular, en un contexto dado, y correr el riesgo de una
decisión en la tenacidad de lo indecidible. En cada caso, hay dos imperativos
contradictorios» (14). Puede haber una discontinuidad entre los animales (los primates)
y el hombre; sin embargo, en la situación actual y conservando la axiomática general
del derecho humano, es posible realizar progresos que acomoden las relaciones
hombres/animales en el sentido de un respeto máximo. La posición de Derrida no es que
nunca se deba tocar la vida animal, sino que no se debe alegar la violencia de los
animales en la selva para entregarse a las peores violencias, es decir, al tratamiento
puramente instrumental, industrial, químico-genético, de los vivos. «Ya sea el
tratamiento dispensado para la alimentación, ya sea el dispensado en el marco de una
experimentación, hay que propiciar reglas para que no se pueda hacer cualquier cosa
con los seres vivos no humanos.
Sobre las instituciones filosóficas y sobre el derecho a la filosofía
Para concluir, quisiera evocar a grandes rasgos de qué manera esta posición acarrea la
reivindicación de un derecho a la filosofía. También quisiera rememorar, a pedido de
Daniel Álvaro, algunos recuerdos personales.
La deconstrucción derridiana también tiene su especificidad en el interés que otorga a
los «márgenes» de la filosofía, o si se quiere a sus «marcos». De ahí la atención que
Derrida presta a las instituciones que condicionan la posibilidad de la escritura de los
textos: escuelas, programas, estructuras escolares y universitarias. Derrida nunca dejó
de mantener en tensión esa doble exigencia: defender incondicionalmente la filosofía y
su enseñanza contra todos aquellos que amenazan su existencia, e interrogarse sin cesar
sobre su origen, su destino y sus límites. En 1974, funda con profesores y alumnos de
los liceos el GREPH (Groupe de recherche sur l’enseignement philosophique), que
milita por extender la enseñanza de la filosofía y por repensar sus formas, entre ellas, la
particularmente criticada disertación. Mis amigos y yo mismo nos comprometimos en
aquella época con la herencia de mayo de 1968, en un movimiento más radical de
enjuiciamiento del saber y de resistencia a cualquiera de sus formas de
institucionalización (posición de poder, reconocimiento académico, control de la
jerarquía, certidumbre de la verdad), con la revista «Le Doctrinal de Sapience» y con la
colección de libros «Les almanachs du philosophe boiteux» -que publica sucesivamente
«La philosophie dans le mouroir», «Défense de l´Úniversité et de la philosophie» de
Victor Cousin, «Les crimes de la philosophie», con Georges Navet, Stéphane Douailler
por un lado, y con otra revista, «Les Révoltes Logiques», cuadernos del Centre de
recherche sur les idéologies de la révolte, con Jean Borreil, Geneviève Fraisse, Jacques
Rancière, Patrick Vauday, por otro lado. Recuerdo cierto encuentro con Derrida en el
escritorio de Althusser en la ENS en la calle d´Ulm, y sobre todo de una manifestación
callejera contra la reducción de la enseñanza de filosofía en la formación de los
maestros, que desfilaba tras una banderola un poco ridícula que llevaba como consigna
«Conócete a ti mismo». Ya en esa época, Derrida participa en todos los combates de los
filósofos de mi generación, por no decir que los precede.
Recuerdo la emoción que sentí diez años después en la facultad de Derecho de Buenos
Aires, al oír hablar a Derrida de una manera intempestiva en presente del testimonio y
del testigo, mientras que toda la prensa hablaba del testimonio del capitán Scilingo.
Recuerdo también que él me había hecho el regalo de ser miembro del jurado de mi
tesis de doctorado, con Miguel Abensour, Jacques Rancière, Jacques Lagroye y Hélène
Védrine. Mi trabajo hablaba de Victor Cousin, de la institucionalización de la filosofía
en Francia y del juego de la filosofía y del Estado, y Derrida había hablado durante una
hora y cuarto, y todavía le quedaban veinte carillas a máquina para leer cuando el
presidente le pidió que parara porque el tiempo corría; Derrida había precedido esa
defensa de tesis con un comentario público realizado con motivo del décimo aniversario
del Collège international de philosophie, que la revista Rue Descartes había publicado,
y que era una legitimación incalculable y calculada de mi trabajo filosófico.
Lo recuerdo como el hombre que me regalaba sus libros con esta dedicatoria que leo
sobre mi ejemplar de Force de loi: «a Patrice, su amigo». ¿Debo agregar que hasta hoy
sigo preguntándome sobre mi capacidad para hacerme y permanecer digno de esa fiel
amistad? Una manera sería permanecer yo mismo fiel a la idea de una institución
filosófica que, para permanecer como tal, solo pueda asegurar su tradición viva
renovando sin cesar su auto fundación, como gesto crítico con cualquier instancia
académica de la filosofía. Incluso aunque fuera desplazándola y repitiéndola de una
orilla a otra del Atlántico, como por ejemplo en los Lunes filosóficos del Centro Franco-
Argentino de Altos Estudios de la Universidad de Buenos Aires.