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3) ¿Qué es la deconstrucción?

No es un sistema y, menos aun, un método, ya que escapa


a cualquier propósito de aplicación de reglas. Es una subversión sistemática de la
filosofía europea, una voluntad de disociar el pensamiento crítico de la tradición
filosófica institucionalizada, con la finalidad de poner en tela de juicio el dominio del
concepto y de la conceptualización. La deconstrucción se aleja de cualquier
irracionalismo tanto como de cualquier positivismo y, en una coyuntura en que dominan
el estructuralismo y la teoría de los actos de lenguaje (speech acts theory), constituye un
enjuiciamiento de la autoridad del lenguaje y del logocentrismo.

En el arranque, Derrida interroga la fenomenología trascendental de Husserl para


revelar en ella el privilegio otorgado a la voz y a la escritura fonética, privilegio que
atraviesa toda la historia de la metafísica occidental: «¿Qué es el querer decir? ¿Cuáles
son sus relaciones con lo que se cree identificar con el nombre de voz y como valor de
la presencia, presencia del sentido del objeto, presencia del sentido en la conciencia,
presencia a uno mismo en la voz llamada viva y en la conciencia de sí?» Luego, en De
la grammatologie (1967), y a partir de una lectura de Rousseau, Derrida muestra que
hay que substituir el modelo del logos por el modelo de la escritura, porque la forma
escrita permite disociar un texto de su contexto de origen, volviéndolo disponible para
una descifrabilidad y una legibilidad infinitas.

La deconstrucción no es una destrucción, por el contrario, es el gesto que abre


posibilidades hasta el infinito de leer un texto diferentemente de cómo lo leyó la
tradición. Deconstruir la filosofía es introducir la dimensión del juego -reanudando así
con Heráclito y los presocráticos, como bien lo vio Sarah Kofman-: toda construcción
llama a una construcción nueva, toda escritura a un suplemento, toda construcción a una
deconstrucción, toda escritura a un proceso de borramiento y de anulación.

A partir de 1967, Derrida hará variar en extensión y en comprensión su concepto de


deconstrucción, puesto a prueba en una multitud de textos filosóficos (Platón, Hegel,
Heidegger, Aristóteles, Nietzsche, Kant, Montaigne, Marx, Kierkegaard),
psicoanalíticos (Freud y Lacan) y literarios (Kafka, Blanchot, Leiris, Joyce, Ponge,
Bataille, Genet, Cixous, Celan Jabès, Artaud, Mallarmé). También trabajará maneras
inéditas de escribir. Glas (1974) recorta la página en dos columnas, con dos textos
distintos, uno (a la izquierda) sobre Hegel, el otro (a la derecha) sobre Jean Genet.
Algunas «mirillas» (cuadrados o rectángulos textuales) y algunos blancos puntúan esas
columnas, en un dispositivo tipográfico que también da su lugar a fragmentos
autobiográficos. Los conceptos derridianos (injerto, diseminación, diferensia, traza,
suplemento) son sometidos así a la propia lengua de Genet -y no aplicados a ella- de
manera que se despliega el campo infinito de sus significaciones posibles. Esta
experiencia de escritura polimorfa, que implica volver a pensar las distinciones
admitidas entre lo literario y lo filosófico, se repite en La tarjeta postal de Sócrates a
Freud y más allá (1980): «Esta sátira de la literatura epistolar debía estar rellena: de
direcciones, de misivas crípticas, de cartas anónimas, de códigos postales, y todo esto
debía estar confiado a variados modos, géneros y tonos», escribe Derrida. «Abuso yo
ahí de fechas, firmas, títulos o referencias, la lengua misma». Usar y abusar (de) la
lengua (4) es también la tarea de la filosofía.
Posiciones: la justicia como experiencia de lo imposible
¿Cómo entonces planteará Derrida el problema de la justicia? No positivamente, como
se plantea en metafísica, sino como experiencia de lo imposible, experiencia de lo que
no podemos experimentar, y que Derrida nombra experiencia de la aporía. La justicia
mantiene una relación de contigüidad con el derecho, pero esa contigüidad juega
justamente en la distinción entre lo imperativo y el acto de justicia. El acto de justicia
está en situación, incumbe a una singularidad, a individuos, a grupos, a existencias
irremplazables, al otro o a mí como otro, mientras que la regla, la norma, el valor o el
imperativo de justicia es una forma general, a condición de que esta forma general
prescriba en cada caso una aplicación singular. El problema es entonces éste: ¿cómo
conciliar ese acto de justicia singular con el imperativo de justicia marcado por la
generalidad de su forma? No hay derecho que no pretenda ejercerse en nombre de la
justicia pero, al mismo tiempo, no hay justicia sin un derecho que sea coercitivo, puesto
en obra, constituido y aplicado por la fuerza (5).
Interrogar la manera en que se plantea la cuestión del derecho en Derrida podría
consistir en aproximar esa teoría a la de otro pensador del derecho, en indicar las
vecindades y homologías de estructura, y en marcar sus diferencias. Podría consistir,
por ejemplo, en acercar Derrida a Kelsen y al positivismo jurídico, como intentó
acercarlos Adolfo Barbera de Rosal (6), apoyándose en que Kelsen invalida por no
pertinente la pregunta: ¿qué es el derecho?, dado que el derecho no es nada en sí mismo,
y solo lo es a condición de ser planteado como derecho por una autoridad. Y así, ciertas
posiciones de Derrida a propósito del derecho, de la ley y de la justicia podrían evocar
los filosofemas de Kelsen. Está claro que, para mí, esa aproximación es totalmente
improbable, pero es cómoda para esbozar las posiciones de Derrida.

La primera posición sería la que marca una distancia irreductible entre la justicia y el
derecho, entre lo que es del orden de lo incalculable (la justicia) y lo que es calculable
(el derecho, comandado por lo incalculable de la justicia). Y desde ese punto de vista, la
operación de deconstrucción se volvería posible en el intervalo que separa la
indeconstructibilidad de la justicia y la deconstructibilidad del derecho. Derrida, como
bien lo señaló Charles Ramond (7), empieza por decir que la deconstrucción es la
justicia. Esto podría parecer oscuro a primera vista, pero se comprende por cuanto
habría homogeneidad de estructura entre la justicia en sentido propio y la
deconstrucción. ¿Y en qué habría homogeneidad de estructura? En que una decisión de
justicia supone a la vez la aplicación de la regla y la suspensión de la regla, puesto que,
si bien solo puede haber justicia con respecto de una regla común, sin embargo, una
aplicación mecánica e indiferenciada de la regla sería una encarnación de una injusticia,
ya que no tomaría en cuenta ni la singularidad del justiciable ni la libertad del juez
encargado de evaluar y de modular la aplicación de la regla. «Para que una decisión sea
justa y responsable, es necesario que en su momento propio sea a la vez regla y sin
regla, conservadora de la ley y suficientemente destructiva o suspensiva de la ley como
para que haya que inventarla y justificarla nuevamente en cada caso, al menos
nuevamente inventarla en la reafirmación y en la confirmación nueva y libre de su
principio (8)». La justicia tiene pues exactamente la estructura de una destrucción-
construcción, es decir, de una deconstrucción de la ley. Y Ramond agrega que mediante
la identificación con la justicia, la deconstrucción se revela una práctica vigilante de los
códigos de la polis. Un derecho es siempre construido, constructible y deconstructible.
Esto significa que nunca está fundado. La justicia está radicalmente del lado de lo
indeconstructible y, primeramente, de lo sin construcción, puesto que la justicia es el
momento de la decisión, de la atención prestada a la singularidad, al acontecimiento, a
la singularidad absoluta. En ese sentido, « la deconstrucción tiene lugar en el intervalo
que separa la indeconstructibilidad de la justicia de la deconstructibilidad del derecho ».
De la misma manera que opera para los textos filosóficos, literarios o jurídicos, la
deconstrucción, en lo que hace a los textos jurídicos, designa el proceso de la vida de las
estructuras, su renovación en, a través y a pesar de su permanencia. En contra de
cualquier diagnóstico de violencia inflingida a las cosas, a imagen de un acto gratuito, la
deconstrucción, por el contrario, escribe y describe el movimiento de las estructuras
paradójicas de la realidad.

La segunda posición de Derrida liga la fuerza al derecho, y define el derecho como


fuerza autorizada. Una posición que Derrida enuncia apoyándose en la Introducción a la
doctrina del derecho de Kant: existen leyes no aplicadas, pero no existe ley sin
aplicabilidad, no aplicabilidad de la ley sin fuerza, sea ésta directa o no, física o
simbólica, exterior o interior, brutal o sutilmente discursiva, incluso hermenéutica,
coercitiva o reguladora, etc… Una fuerza de la ley que es, como fuerza legítima, distinta
de la violencia que es una fuerza juzgada siempre injusta (lo que según Alfredo Barbera
del Rosal debería ser acercado a la idea de Kelsen según la cual el derecho es un modo
de organización de la fuerza, aunque nuevamente la comparación queda en eso sin
poder ir más lejos).

Finalmente, la tercera posición de Derrida referiría al fundamento místico de la


autoridad. En efecto, el fundamento del derecho y su violencia fundadora serían
indescifrables e ininterpretables. Porque el momento institutor, fundador y justificador
del derecho implica una fuerza performativa, es decir, interpretativa, y un llamado a la
creencia. El derecho, para Derrida, no está al servicio de la fuerza, no es su instrumento
dócil y servil, no es el instrumento distinto y exterior del poder dominante, sino que el
derecho mantendría con lo que se llama la fuerza, el poder o la violencia una relación
más interna y compleja. La operación que consiste en fundar, en inaugurar, en justificar
el derecho, en hacer la ley, viene a ser un coup de force, una violencia performativa y,
por lo tanto, interpretativa. Una violencia que, en sí misma, no es ni justa ni injusta, y
que ninguna justicia, ningún derecho previo y anteriormente fundador, ninguna
fundación preexistente, por definición, no podría ni garantizar, ni contradecir, ni
invalidar. «La trascendencia inaccesible de la ley ante la cual está el hombre solo parece
trascendente en la medida en que únicamente depende del acto performativo por el cual
éste la instituye. La ley es trascendente y teológica, por lo tanto siempre por venir,
porque es inmanente, finita y por lo tanto ya pasada». (Alfredo Barbera del Rosal saca
la conclusión de que así como la trascendencia, la fundamentalidad de la ley depende
exclusivamente del éxito (de la capacidad de producir efectos) de la posición que
plantea el derecho en Kelsen, al igual la trascendencia de la ley, su carácter de
fundamento, depende exclusivamente del acto performativo, por definición finito, que
lo instituye en Derrida –pero, nuevamente, lo que me interesa no es la comparación de
los dos filosofemas, sin duda ilegítima, sino lo que puede ser elucidado de los efectos de
las posiciones de Derrida).

Más allá de lo político, la democracia por venir


La pregunta pasa a ser la siguiente: ¿cómo se concibe la propia democracia en la
frontera inestable e inencontrable del derecho y de la justicia? Dicho de otra manera:
¿cómo, en tanto que afirmación de la libertad de las diferencias, la democracia se
encuentra más allá de lo político? O si se quiere: ¿por qué es «democracia por venir»?
Muy tempranamente, Derrida plantea esta pregunta, por ejemplo, en una entrevista que
nos concedió en 1993 y que se publicó el año siguiente en El ojo mocho, en Buenos
Aires (9): «Lo indeconstructible, si lo hay, sería la justicia. El derecho, por su parte, es
deconstructible, es indefinidamente perfectible, afortunadamente perfectible. En
« justicia », oiría yo hoy el mejor nombre para lo que no se deja deconstruir, es decir, lo
que da su nombre a la deconstrucción, lo que la justifica. Es la experiencia afirmativa de
la llegada del otro como otro: vale más que acontezca eso antes que lo contrario
(experiencia del acontecimiento que no se deja simplemente traducir en una ontología:
que algo sea, que el existente sea antes que nada). Vale más la apertura del porvenir, he
ahí el axioma de la deconstrucción, eso a partir de lo cual la deconstrucción siempre se
ha puesto en movimiento, y que la liga, como el porvenir mismo, a la alteridad, a la
dignidad sin precio de la alteridad, es decir, a la justicia. También se trata de la
democracia como democracia por venir.» Este concepto de «democracia por venir»,
Derrida lo trabajará luego en extensión y en comprensión, ahí volverá sin cesar, y
producirá su genealogía sintética diez años más tarde, singularmente en Voyous (10). 1)
La expresión «democracia por venir» convoca una crítica militante y sin fin: es un arma
contra todos los enemigos de la democracia, pero también contra sus engañifas, contra
todo lo que se daría como democracia terminada, presente o existente. El « por venir »,
en la expresión «democracia por venir», no es solamente el indicador de la promesa, es
también indicador del carácter aporético de la estructura de la democracia: fuerza sin
fuerza, singularidad incalculable e igualdad calculable, conmensurabilidad e
inconmensurabilidad, heteronimia y autonomía, soberanía indivisible y divisible, o
compartible, nombre vacío, mesianicidad desesperada o desesperante, etc.). Más allá de
lo cual, la democracia es el paradigma que autoriza toda crítica pública, incluida la
crítica de la democracia misma, por lo tanto, es el único paradigma universalizable, lo
que constituye su chance y su fragilidad. 2) por esto se esboza la posibilidad de otro
concepto del acontecimiento, que se marca en el «por venir» y que más allá del futuro
(por ser la exigencia democrática sin espera) nombra la llegada de lo que arriba y de
quien arriba, del arribante al que una hospitalidad condicional no podría rechazar en las
fronteras de un Estado-nación civilizado. 3) Más allá, más allá en este caso, de toda
soberanía etático-nacional y de toda ciudadanía, la democracia por venir supone la
creación de un espacio jurídico nacional que inventa nuevos repartos y nuevas
divisibilidades de la soberanía. 4) Ligada indisociablemente a la justicia, la democracia
por venir se despliega también en la cuestión del nombre, puesto que la empresa de la
deconstrucción puede llegar hasta cambiar el nombre, siempre en nombre del nombre, y
por lo tanto traicionando su herencia en nombre de la herencia. 5) Finalmente, que la
democracia sea por venir no anuncia nada y eso es lo que da derecho a la ironía en el
espacio público, a lo no público en lo público y, por ende, a una experiencia inédita de
la libertad.
Esta filosofía de la democracia por venir comanda también una actitud constante y
valerosa en la política. Durante toda su vida, Jacques Derrida tomó posición, en la
lógica de su relación con el presente: «Como cualquiera que intenta ser filósofo, querría
no renunciar ni al presente, ni a pensar la presencia del presente –ni a la experiencia de
lo que nos los sustrae dándonoslos». Denunciar la represión de las dictaduras militares
contra los psicoanalistas latinoamericanos pero también, al mismo tiempo, interrogar los
fundamentos del psicoanálisis; apoyar a los disidentes de los países del Este dando
seminarios clandestinos en Praga y, de pronto, encontrarse en la cárcel víctima de una
maquinación policial, aunque sin renunciar a la crítica deconstructriz de los «derechos
humanos». Textos como Admiration de Nelson Mandela (1986) o Pour Mumia Abu-
Jamal (1996), o su participación activa en el Parlamento internacional de escritores,
testimonian que Derrida nunca cesó de luchar por la democracia por venir. Porque la
exigencia incondicional de justicia (lo incalculable) no es separable de una reflexión
sobre las condiciones del derecho (el elemento del cálculo), de la misma manera que la
hospitalidad condicional ofrecida al extranjero depende de la hospitalidad incondicional
y absoluta, ofrecida a priori a cualquier otro, a cualquiera que llega, sea quien sea. Sin
embargo, Derrida no es un idealista: piensa la política en sus efectos, y singularmente la
violencia. Su «democracia por venir» va más allá del cosmopolitismo, es decir, de una
ciudadanía del mundo, es una herencia europea que hay que cuidar y transformar, que
nunca existió y que queda por venir.

Derrida y el derecho en efecto


Que el gesto filosófico de Derrida informa los trabajos contemporáneos sobre el
derecho es lo que podría detectarse a la obra por ejemplo en los trabajos de Mireille
Delmas Marty (11). Estos buscan definir las condiciones de posibilidad de un derecho
por venir que sería un derecho común, vuelto accesible para todos, por lo tanto
compartido: 1) como verdad común (y no como verdad revelada a los especialistas) 2)
como regla que norma todos los sectores del derecho 3) como vector de armonización
de todos los derechos de cada Estado-nación, sin perjuicio de su identidad cultural y
jurídica. Un derecho común que Europa experimentaría en el pluralismo jurídico y sin
intentar imponerlo a los otros países del mundo. Un derecho que sería a la vez un
derecho a los derechos y un derecho de los derechos, y que se fundaría como ideal a
alcanzar -en la efectividad, en la indivisibilidad y en un ideal común-, y que se fundaría
sobre los derechos humanos, o mejor sobre una transacción al justo precio. Sabemos
que Derrida escribió un texto titulado: «Sobre lo sin precio o el justo precio de la
transacción». En ese texto, Derrida retoma la distinción kantiana de la dignidad y del
precio, dos nociones tan próximas como heterogéneas:
1) la dignidad es un valor incondicional, su respeto absoluto obedece a una ley
imperativa que es su causa misma, el origen del sentimiento moral; sea una ley no
negociable, por encima del mercado. La dignidad, como la justicia, es del orden de lo
incalculable.
2) por el contrario, el precio es hipotético, negociable, calculable. Y para Derrida, hay
que negociar lo no negociable, puesto que es la posibilidad del dinero, del precio, del
principio de equivalencia que permite neutralizar las diferencias quebrantando la
singularidad pura, la dignidad del derecho universal.
Mireille Delmas Marty saca la conclusión de que habría una manera de hacer cohabitar
en el código civil el espíritu de los derechos humanos con el espíritu de mercado. Pero
de un mercado en que precisamente la comercialización sería limitada, en nombre del
respeto de los derechos humanos. Y más lejos aún, el respeto implica la predominancia
de los derechos humanos sobre la ley del mercado. Un derecho común como ideal
común que en consecuencia respetaría también el pluralismo de las diferencias, sin
perjuicio del respeto por los jalones infranqueables de los derechos intangibles y de los
crímenes imprescriptibles, necesarios para proteger lo irreductible humano.

Otra posteridad fecunda del gesto filosófico de Derrida podría ser captada en el terreno
de la bioética y del bio derecho. Tampoco aquí puedo extenderme, pero habría que
prestar atención a los trabajos de aquellos que vuelven (también) a Kant, pero al Kant
de la autonomía de la persona humana -como por ejemplo Peter Kemp en
L’irremplaçable (12) y en Le discours bioéthique (13), para fundar esa bioética y ese bio
derecho sobre los cuatro principios de la autonomía (principio de autodeterminación,
principio de dignidad, principio de integridad y principio de vulnerabilidad) contra
aquellos que, como Tristam Engelhardt y su teoría de los extranjeros morales,
sustituyen el principio de autonomía por el principio de permiso, gramática mínima de
ética en la que el suicidio y la venta de órganos están permitidos.
También en eso, la posición de Derrida permitiría salir de la alternativa entre la
protección «kantiana» de los débiles y la posición de un Tristam Engelhardt: una salida
por lo indecidible. Sabemos que la decisión es abordada por Derrida bajo el ángulo de la
paradoja, a partir de su teoría de la indecibilidad: las condiciones de imposibilidad de la
decisión son lo que finalmente la autorizan, puesto que sin hesitación, sin
incertidumbre, no habría decisión sino un simple resultado, e inversamente, permanecer
en lo indecidible sería un obstáculo para la decisión. Solo hay decisión conveniente bajo
condición de lo indecidible y de la salida de lo indecidible.
Como se sabe, una de las vías seguidas por Derrida es la de las relaciones entre los
hombres y los animales en el marco jurídico existente. Hay crueldad entre los seres
vivos, entre los hombres. Limitarla a través del derecho es poner en obra una respuesta
económica: hasta cierto punto, siempre vale más tomar cierta medida que otras. Ni
prohibir todo, ni no prohibir nada. «No puedo erradicar, extirpar las raíces de la
violencia hacia los animales, pero bajo pretexto de que no quiero erradicarlas, no puedo
dejarlas desarrollar sin solución. Por lo tanto, según la situación histórica, hay que
inventar la solución menos mala. La dificultad de la responsabilidad ética es que la
respuesta nunca se formula con un sí o con un no, sería demasiado simple.
Hay que dar una respuesta singular, en un contexto dado, y correr el riesgo de una
decisión en la tenacidad de lo indecidible. En cada caso, hay dos imperativos
contradictorios» (14). Puede haber una discontinuidad entre los animales (los primates)
y el hombre; sin embargo, en la situación actual y conservando la axiomática general
del derecho humano, es posible realizar progresos que acomoden las relaciones
hombres/animales en el sentido de un respeto máximo. La posición de Derrida no es que
nunca se deba tocar la vida animal, sino que no se debe alegar la violencia de los
animales en la selva para entregarse a las peores violencias, es decir, al tratamiento
puramente instrumental, industrial, químico-genético, de los vivos. «Ya sea el
tratamiento dispensado para la alimentación, ya sea el dispensado en el marco de una
experimentación, hay que propiciar reglas para que no se pueda hacer cualquier cosa
con los seres vivos no humanos.
Sobre las instituciones filosóficas y sobre el derecho a la filosofía
Para concluir, quisiera evocar a grandes rasgos de qué manera esta posición acarrea la
reivindicación de un derecho a la filosofía. También quisiera rememorar, a pedido de
Daniel Álvaro, algunos recuerdos personales.
La deconstrucción derridiana también tiene su especificidad en el interés que otorga a
los «márgenes» de la filosofía, o si se quiere a sus «marcos». De ahí la atención que
Derrida presta a las instituciones que condicionan la posibilidad de la escritura de los
textos: escuelas, programas, estructuras escolares y universitarias. Derrida nunca dejó
de mantener en tensión esa doble exigencia: defender incondicionalmente la filosofía y
su enseñanza contra todos aquellos que amenazan su existencia, e interrogarse sin cesar
sobre su origen, su destino y sus límites. En 1974, funda con profesores y alumnos de
los liceos el GREPH (Groupe de recherche sur l’enseignement philosophique), que
milita por extender la enseñanza de la filosofía y por repensar sus formas, entre ellas, la
particularmente criticada disertación. Mis amigos y yo mismo nos comprometimos en
aquella época con la herencia de mayo de 1968, en un movimiento más radical de
enjuiciamiento del saber y de resistencia a cualquiera de sus formas de
institucionalización (posición de poder, reconocimiento académico, control de la
jerarquía, certidumbre de la verdad), con la revista «Le Doctrinal de Sapience» y con la
colección de libros «Les almanachs du philosophe boiteux» -que publica sucesivamente
«La philosophie dans le mouroir», «Défense de l´Úniversité et de la philosophie» de
Victor Cousin, «Les crimes de la philosophie», con Georges Navet, Stéphane Douailler
por un lado, y con otra revista, «Les Révoltes Logiques», cuadernos del Centre de
recherche sur les idéologies de la révolte, con Jean Borreil, Geneviève Fraisse, Jacques
Rancière, Patrick Vauday, por otro lado. Recuerdo cierto encuentro con Derrida en el
escritorio de Althusser en la ENS en la calle d´Ulm, y sobre todo de una manifestación
callejera contra la reducción de la enseñanza de filosofía en la formación de los
maestros, que desfilaba tras una banderola un poco ridícula que llevaba como consigna
«Conócete a ti mismo». Ya en esa época, Derrida participa en todos los combates de los
filósofos de mi generación, por no decir que los precede.

En 1978, Derrida está en primera fila de la tribuna de los États Généraux de la


Philosophie, que en la Sorbona reúnen a toda la comunidad filosófica en una inédita
interrogación de esta misma a sí misma. Ocho años más tarde, Derrida nos da una carta
prefacio para « La grève des philosophes », titulada « Les antinomies de la discipline
philosophique », en la cual traza el vínculo entre filosofar, la filosofía y su disciplina, y
la relación entre la necesidad de una escritura deconstructiva y la reafirmación de la
filosofía.
Una reafirmación que él pone en práctica: recuerdo también el arresto de Derrida, algún
tiempo después, en la frontera checoslovaca, envuelto en esa maquinación policial
inverosímil que pretendió hacerlo pasar por poseedor, incluso traficante, de haschich,
siendo que iba a realizar seminarios clandestinos de filosofía con disidentes de Praga;
recuerdo también los tres relatos que nos hizo a la vuelta, sin disimular el miedo que lo
había embargado cuando comprendió que nadie sabía en dónde estaba secuestrado, ni el
tiempo que eso duraría, ni la acusación absurda por la que era detenido. Siempre leí y
releí las líneas que Derrida había dedicado al juicio de Sócrates, en su curso sobre la
hospitalidad, como un eco de esa experiencia existencial.

En 1983 es sobre una idea reguladora propiamente derridiana: el derecho a la filosofía,


que se funda el Collège international de philosophie, con la condición de igualdad y no
permanencia en los cargos, con la reivindicación de un idioma abierto de entrada a la
lengua del otro, y con la condición de dejarse ir hasta los confines de lo filosófico.
Durante más de un año, el Collège provisorio (constituido por Christine Buci-
Glucksmann, Françoise Carasso, François Châtelet, Elisabeth de Fontenay, Pierre-Jean
Labarrière, Dominique Lecourt, Marie-Louise Mallet, Francine Markovits, Jean-Claude
Milner, Jean-Luc Nancy, Patrice Vermeren) había elaborado sus estatutos, contra otros
paradigmas, y Derrida había sido elegido primer presidente de su Asamblea Colegial,
antes de pasar la posta a Miguel Abensour. Recuerdo esas largas reuniones del
miércoles, en la calle Descartes o en casa de François Châtelet, recuerdo su rigor para
inventar como colegiatura esa comunidad filosófica por venir, semejante a ninguna otra.

Entre muchos otros recuerdos: pienso en cuando redistribuíamos los seminarios


diferentemente de los repartos académicos (habíamos así inventado la columna «pensar
lo femenino», Derrida había dicho que lamentaba no poder ubicar su seminario en esa
rúbrica. «¿Por qué?» le había preguntado una de las filósofas presentes en la reunión;
«porque soy una mujer», había respondido; y pienso en cuando se trataba de publicar,
por bravuconería o no, el seminario de Toni Negri en el programa del Collège, mientras
Interpol y la extrema derecha italiana intentaban localizarlo para matarlo, y decidimos
que Negri daría clandestinamente su curso en el apartamento de François Châtelet en la
calle Clauzel). Recuerdo numerosas expediciones filosóficas a provincia, a Sofia
Antipolis, o a la ciudad del Creusot, bastión obrero de las fábricas Michelin en huelga,
para un coloquio sobre «Los salvajes en la ciudad. Saberes populares y emancipación
del pueblo». Recuerdo también las primeras decisiones que tomamos con Derrida para
establecer relaciones con los filósofos chilenos excluidos de la Universidad por la
dictadura militar y, singularmente, con Rodrigo Alvayay, a la vuelta de un viaje
filosófico de Pierre-Jean Labarrière, lo que determinó, por decirlo de algún modo, mi
propio destino latinoamericano.

Recuerdo la emoción que sentí diez años después en la facultad de Derecho de Buenos
Aires, al oír hablar a Derrida de una manera intempestiva en presente del testimonio y
del testigo, mientras que toda la prensa hablaba del testimonio del capitán Scilingo.
Recuerdo también que él me había hecho el regalo de ser miembro del jurado de mi
tesis de doctorado, con Miguel Abensour, Jacques Rancière, Jacques Lagroye y Hélène
Védrine. Mi trabajo hablaba de Victor Cousin, de la institucionalización de la filosofía
en Francia y del juego de la filosofía y del Estado, y Derrida había hablado durante una
hora y cuarto, y todavía le quedaban veinte carillas a máquina para leer cuando el
presidente le pidió que parara porque el tiempo corría; Derrida había precedido esa
defensa de tesis con un comentario público realizado con motivo del décimo aniversario
del Collège international de philosophie, que la revista Rue Descartes había publicado,
y que era una legitimación incalculable y calculada de mi trabajo filosófico.

Lo recuerdo como el hombre que me regalaba sus libros con esta dedicatoria que leo
sobre mi ejemplar de Force de loi: «a Patrice, su amigo». ¿Debo agregar que hasta hoy
sigo preguntándome sobre mi capacidad para hacerme y permanecer digno de esa fiel
amistad? Una manera sería permanecer yo mismo fiel a la idea de una institución
filosófica que, para permanecer como tal, solo pueda asegurar su tradición viva
renovando sin cesar su auto fundación, como gesto crítico con cualquier instancia
académica de la filosofía. Incluso aunque fuera desplazándola y repitiéndola de una
orilla a otra del Atlántico, como por ejemplo en los Lunes filosóficos del Centro Franco-
Argentino de Altos Estudios de la Universidad de Buenos Aires.

En un reportaje concedido al Figaro Magazine del 16 de octubre de 1999, Derrida


constataba que en filosofía, o en los lindes de la filosofía y otros muchos « dominios »,
algo singular e inédito había sucedido en Francia, solo en Francia, durante los últimos
cuarenta años. ¿Por qué solo en Francia? Una de las respuestas a esta pregunta quizás
podría ser buscada en la evaluación del momento derridiano de la filosofía france
-na

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