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C ésares
Juan Eslava Galán
Este libro nos propone una fascinante excursión a la Roma de los Césares
cuando su Imperio abarcaba casi todo el mundo conocido. Combinando
deliciosamente el rigor histórico, la agilidad narrativa y el humor, Juan
Eslava reconstruye las costumbres de Roma en el ambiente vivo, y a veces
irrespirable, de aquella ciudad refinada y brutal que era compendio de
todas las razas y culturas del orbe. De su mano nos internamos en los
diversos ambientes de la urbe para captar, con regocijada sorpresa y a
veces con un punto de aprensión, los pintorescos detalles de su vida
cotidiana.
Los abigarrados foros, las escandalosas casas de vecinos, la amable y
promiscua sociedad de los baños y letrinas públicas, el institucionalizado
intercambio de esposas entre las clases pudientes, las curiosas
costumbres sexuales, los impresionantes ritos de la muerte, el comercio
de esclavos, los terribles suplicios, las ceremonias religiosas, la magia, la
superstición, la trepidante vida nocturna, los refinamientos
gastronómicos, la etiqueta de los banquetes, el turismo, los juegos de
azar, las carreras de circo y los sangrientos espectáculos del anfiteatro; el
mundo sórdido, pero también heroico, de los gladiadores y de los que se
ganaban la vida luchando contra las fieras...
Sobre este fondo colorista contemplamos, en vigoroso y descarnado
mosaico, una galería de célebres personajes, como Julio César, Augusto,
la seductora Cleopatra, la depravada Mesalina y la dinastía imperial que
se hizo famosa por sus vicios y crueldades: Tiberio, Calígula y Nerón.
La muerte anunciada
La famosa reina de Egipto era de sangre griega, como todos los Tolomeos,
y descendiente de uno de los generales de Alejandro Magno. En ella se
aunaban la cultura griega y el refinamiento oriental. En sus escasos
retratos fiables aparece como una mujer delgada y no muy agraciada:
gran nariz ganchuda y despejada frente. No obstante, como suele
acontecer con las mujeres dotadas de nariz poderosa, sus encantos
debieron ser irresistibles: inspiró una ardiente pasión en César y en
Marco Antonio, y aun, quizá, la hubiese inspirado en el esquivo Octavio
de haber sido ella más joven y él menos avisado. Los escritores de su
tiempo se sintieron igualmente fascinados: "Su voz –dice Plutarco– era
como un instrumento de muchas cuerdas". "Existen –escribe otro– cien
formas de adular, pero ella sabía mil".
Cuando murió César, Cleopatra estaba en Roma, instalada en la lujosa
villa que su enamorado poseía junto al Tíber. Además, César había
colocado una estatua dorada que representaba a Cleopatra en el templo
familiar de Venus Genetrix. Muerto su valedor, la bella egipcia hubo de
hacer el equipaje apresuradamente y regresó a sus posesiones del otro
lado del mar.
No es seguro que se suicidase por medio de una serpiente áspid que se
había hecho llevar oculta en una cesta de rosas, pero es poéticamente
plausible. En cualquier caso, el áspid simbolizaba la divinidad del reino.
Dicen que esta ilustre y bella suicida escribió una carta a Octavio
suplicándole que la sepultaran al lado de Marco Antonio. El magnánimo
vencedor accedió. Cleopatra murió a los 39 años. Dión Casio le dedica
este epitafio: "Conquistó a los dos romanos más ilustres de su tiempo,
pero el tercero fue causa de su ruina".
4. El imperio de los césares
Tiberio era feo, grandón y sin gracia. Tenía la nariz algo ganchuda y, en
su vejez, la cara se le llenó de granos. Nunca gozó de grandes simpatías,
ni en vida ni después de muerto.
Incluso cuando sus biógrafos tienen que alabar alguna cualidad suya se
les arreglan para que nos resulte desagradable. Por ejemplo, su fuerza:
era capaz de traspasar una manzana con el dedo o de hacer sangrar la
cabeza de un niño de un papirotazo. Durante toda su vida gozó de
envidiable salud.
Es comprensible que su carácter huraño y reflexivo no le granjeara
muchos afectos. Tampoco él los buscó.
Las desdichadas circunstancias de su vida hicieron de él una persona
amargada. Para Gregorio Marañón, que analizó lúcidamente al personaje
en su ensayo "Tiberio, historia de un resentimiento", la compleja
personalidad del emperador fue producto de los infortunios que
experimentó: todavía niño, su madre abandona a su padre y a él para
casarse con Augusto; en su mocedad, ya en el palacio imperial, todas las
carantoñas van para su encantador hermano Druso. Se casa enamorado,
y a poco su madre y Augusto lo arrebatan de los brazos de su querida
esposa para casarlo con la casquivana Julia. Finalmente, las aventuras
extraconyugales de la nueva esposa son la comidilla de los mentideros de
Roma, pero el marido traicionado no puede hablar porque se trata de la
hija favorita de Augusto.
El emperador sentía hacia él una profunda antipatía que nunca se
molestó en disimular. En cuanto lo veía aparecer, interrumpía toda
conversación relajada y alegre. "Desgraciado pueblo de Roma –comentó en
una ocasiónque va a ser triturado entre tan lentas mandíbulas" (quizá
aludía a la forma de hablar de Tiberio, exasperantemente pausada).
Sus disposiciones de gobierno, antes de que abandonase los asuntos de
Estado en manos de Sejano, fueron ilustradas y positivas. Era muy
enemigo de la adulación. Impidió que el Senado le adjudicase títulos
pomposos, así como la erección de estatuas suyas en lugares públicos.
Tampoco aceptó que designasen al mes de septiembre con su nombre.
Tomó disposiciones contra el lujo excesivo y procuró dar ejemplo: en la
mesa imperial se servían las sobras de la comida anterior. A un consejero
que le recomendaba aumentar los impuestos en las provincias le replicó:
"El buen pastor esquila a sus ovejas, pero no las desuella".
Algunos excesos imputados a Tiberio parecen calumnias de historiadores
que sentían nostalgia por el régimen republicano. Por ejemplo, no es
admisible que fuera borracho y, sin embargo, el pueblo, descontento con
él porque había suprimido los espectáculos circenses, lo calumniaba con
diversos apodos virolentos: "Biberius", "Caldius" y "Mero" (jugando con
sus nombres legales: Tiberius, Claudius, Nero). Recordemos que también
en España se apodó ""Pepe Botella"" al benemérito pero odiado José
Bonaparte, que era abstemio.
La leyenda ha ganado la partida a la historia en el manido relato de las
perversiones sexuales y crueldades que practicaba Tiberio en su
residencia de Capri. Todo el mundo sabe que en aquel palacio campestre,
asomado a los acantilados marinos, el emperador disponía de una sala
"destinada a sus desórdenes más secretos, guarnecida toda de lechos
alrededor" y decorada con pinturas y bajorrelieves de tema pornográfico.
Allí organizaba sus orgías con un grupo de muchachas y muchachos
expertos en todas las posibles fantasías y variaciones del sexo.
Era, además de "voyeur", un repugnante pederasta si damos crédito a
Suetonio cuando escribe: "Había adiestrado a niños de corta edad, a los
que llamaba sus pececillos, para que jugasen entre sus piernas cuando
estaba en el baño, excitándolo con la lengua y los dientes y para que
mamasen sus pechos". Calumnias sobre un hombre desdichado que
nunca despertó amor ni compasión.
Su muerte fue tan escasamente gloriosa como había sido su vida.
Postrado por un infarto, ya lo daban por muerto cuando recobró el
conocimiento, se sentó en la cama y pidió de comer entre el contrariado
estupor de sus cortesanos, que imprudentemente acababan de aclamar a
su sucesor. Entonces, el emperador y resuelto jefe de la guardia
pretoriana, Macro, le echó unas mantas sobre la cabeza y lo asfixió con
ellas. Tiberio tenía al morir setenta y ocho años.
Nocturna Roma
Un romano ha nacido
Escuelas y universidades
Divorcio
Catacumbas
Crucifixión
Magia y superstición
Como todos los pueblos antiguos, los romanos son muy supersticiosos.
Cuando estalla una tormenta sudan y se angustian, permanecen
inmóviles en sus casas, acurrucados y con la cabeza cubierta por un trozo
de tela. A cada relámpago que perciben silban para conjurar los
desatados espíritus. Si se produce un eclipse, la ya de por sí ruidosa
Roma se conmueve con el fragor de las cacerolas. Todo el que posee
objetos de cobre los hace entrechocar para alejar de su casa la mala
suerte. Los pobres se sienten más pobres que nunca puesto que sus
cacharros de barro no consienten tan ruidosas instrumentaciones.
Miles de supersticiosas limitaciones presiden la vida diaria del romano.
Nadie se corta las uñas si es día de mercado o cuando viaja por mar. Si
están comiendo y una tajada cae al suelo, la recogen y la comen sin
limpiarla.
El romano siente auténtico pavor por el mal de ojo. Para conjurarlo no se
cansa de hacer la higa ("digitus infamis") o recurre al falo, que es símbolo
de saludable vida. Por todas partes encontramos representaciones del
pene en erección: en medallas que se llevan al cuello, en colgantes,
adornos, muebles, lámparas, cuadros.
Incluso la flecha que señala una dirección en la encrucijada de caminos
puede adoptar la forma de un pene.
Las inscripciones conjuradoras se leen por doquier: "rumpere inviedax"
"revienta envidia" o "arseverse", en la puerta de la casa, para preservarla
del fuego. Igualmente abundantes son las maldiciones. Por ejemplo, esta
tan curiosa que encontramos en los vestuarios de los baños públicos:
Cristianismo
Abogados
Médicos
Esta tarde, nuestro amigo Marco Cornelio nos invita a las termas o baños
públicos. Antiguamente las termas eran lugar de aseo y de ejercicio, pero
hoy día se han convertido, además, en los casinos de Roma, en los
lugares donde la vida mundana se desarrolla. Cuando un romano tiene
sus otras necesidades cubiertas, procura pasar las tardes en las termas,
en amable tertulia con sus amigos. También, por supuesto, venir a las
termas los obliga a hacer un poco de ejercicio, a sudar y a someterse al
saludable masaje, lo que contribuye a eliminar las grasas y toxinas que
los frecuentes banquetes acumulan en torno a la cintura.
Las termas ("thermae") figuran entre los edificios de uso público más
cuidados por el Estado. Los emperadores rivalizan en construir termas
palaciegas, catedralicias construcciones que pregonan su magnificencia y
poder. Además, contribuyen a subvencionarlas para que su disfrute
resulte asequible a cualquier mediana economía. Lo acostumbrado es que
un empresario privado ("balneaticum") explote su servicio por contrata.
Atravesamos los jardines y llegamos a las termas. Marco Cornelio se
acerca a la puerta hurgando en su monedero, pues hay que pagar la
entrada a un portero, pero resulta que hoy la entrada es libre. Estamos de
suerte: un adinerado senador ofrece a sus conciudadanos el baño gratuito
porque está celebrando el nombramiento de su hijo en una importante
sinecura de la administración provincial.
Penetramos. El edificio está caldeado. Hace dos horas que los esclavos
encendieron los hornos de leña ("hypocausis") que han de calentar el agua
y caldear el ambiente de las salas. Las puertas interiores permanecen
cerradas pero ya hay una muchedumbre esperando delante de ellas, cada
cual con su toalla al hombro. A la hora acostumbrada suena el gong
("discus") de la entrada y se abren las puertas. El personal que esperaba
penetra atropelladamente.
La entrada principal comunica con un amplio patio interior con piso de
tierra donde se pueden realizar ejercicios ("palaestra"). Pero nosotros, poco
inclinados a los fatigosos deportes, pasamos de largo lo más rápidamente
posible, no sea que recibamos un balonazo, y penetramos en el edificio
por una puerta lateral. Un breve y oscuro vestíbulo, decorado con frescos
que representan los trabajos de Hércules, nos conduce a un amplio
vestuario ("apodyterium"). Los muros están cubiertos, hasta media altura,
por casilleros de mampostería que sirven para dejar la ropa. Hay varios
esclavos de guardia que velarán por nuestras pertenencias a cambio de
una pequeña propina. Es una precaución muy necesaria pues,
lamentablemente, en estos lugares abundan los rateros.
Nos desvestimos, plegamos cuidadosamente nuestras togas y túnicas y
dejamos el hatillo en uno de los casilleros altos. Observo que algunos
bañistas esconden sus vergüenzas tras un sucinto taparrabo, pero lo
normal es que cada cual se exhiba en sus cueros.
Pasamos a una especie de vestíbulo cuyo suelo, anegado de agua hasta la
altura de los tobillos, es una artesa azul decorada con peces. "Es –me
explica Marco– para que la gente se lave los pies antes de entrar en la
piscina". La piscina o baño frío ("frigidarium") está en la estancia
contigua. Me da la impresión de que tendrá las medidas olímpicas y es lo
suficientemente profunda como para que se pueda nadar y bucear sin
molestar ni estorbar al vecino. Nos zambullimos, le damos un par d
largos, nos echamos una carrera, exhibimos nuestras habilidades en los
distintos estilos, hacemos el muerto, y cuando nos sentimos algo
fatigados salimos del agua y nos retiramos a descansar a la sala caldeada.
El ("tepidarium") es una amplia estancia lujosamente decorada con
mosaicos de doradas teselas uno de los cuales representa a la diosa Tetis
rodeada de peces. A lo largo de los muros hay bancos de mármol. La
temperatura es ideal. El aire caliente, procedente del horno de las
calderas, circula por una serie de conductos que discurren bajo el suelo y
por amplias tuberías empotradas en los muros. De este modo la sala se
mantiene a muy agradable temperatura incluso en lo más crudo del
invierno.
De hecho, según me explica Marco Cornelio, éste es el lugar de tertulia
favorito de muchos ancianos en cuanto llegan los fríos, pues en las calles
no hay quien pare y las casas, a menudo mal acondicionadas, son difíciles
de caldear.
Después de charlar durante un buen rato, pasamos al baño caliente
("caldarium"). Esta sala tiene el techo más bajo que las precedentes.
Numerosas lumbreras de gruesos vidrios, abiertas en el techo, permiten
su perfecta iluminación sin que el vapor escape. A lo largo de la pared hay
una especie de bañera corrida que se completa con una serie de pilas
dispuestas en el centro. Nos sumergimos en una de ellas que tendrá
capacidad para cinco o seis personas. El agua está bastante caliente
puesto que un circuito cerrado que comunica con la sala de calderas la
mantiene a la temperatura conveniente.
Después del relajante baño hemos pasado a la sauna ("laconicum") donde
anudamos nuevamente nuestra distendida charla entre nubes de caliente
vapor, en espera de que el sudor perle nuestros cuerpos y nos abra los
poros.
Finalmente pasamos a la sala contigua, también muy cálida, el
"unctorium", donde una docena de masajistas trabajan otros tantos
cuerpos sobre poyos y mesas de mármol. Huele a aceite perfumado y a
diversas esencias. Muchos bañistas traen a un esclavo de su casa para
que les aplique el masaje; algunos incluso traen un copero para que les
sirva la bebida, lo que les proporciona un pretexto para exhibir alguna
rica pieza de su vajilla. Pero nuestro amigo Marco no se cuida de tanta
vana ostentación.
Él, me dice, tiene por costumbre alquilar los servicios de un masajista
profesional de los muchos que trabajan en el baño. Así pues, nos
ponemos en manos de un fornido tracio que aplica a nuestra espalda un
helado churretazo de aceite, lo extiende y se pone a masajearla
vigorosamente con sus manazas grandes como palas. Algunos gustan de
darse un baño frío después del masaje, pero nosotros nos damos hoy por
bien remojados. Como ya estamos algo fondones, tampoco visitaremos el
paredaño gimnasio donde los jóvenes corren, saltan y juegan a la pelota.
Por lo que tengo observado, la juventud romana es muy aficionada al
balón ("follis"). Practican una especie de fútbol ("sphaeromachia") en
estadios de cumplidas proporciones ("sphaeristeria") y una especie de
rugby ("harpastum"). Como todavía no se han inventado la camiseta y el
short, los jugadores exhiben alegremente sus cuerpos desnudos y
brillantes de aceite. Existen equipos que entrenan regularmente, y
aficionados tan apasionados como los hinchas de nuestro tiempo, quizá
un punto menos.
Tienen también una especie de frontón, donde pelotean dos o tres
jugadores ("pila trigonalis"). Nuestro amigo nos indica que todos estos
juegos se practicaban antiguamente en el Campo de Marte; pero desde
que aquel ensanche de Roma se llenó de edificios, ha habido que habilitar
estadios y campos de deportes en las nuevas termas o en sus alrededores.
Ya que hablamos de juegos diremos algo acerca de los de azar, a los que
los romanos son muy aficionados, particularmente a las tabas y dados
("tali"). Aunque la ley prohíbe jugar dinero, excepto en las saturnales o
carnavales, y algunos concilios cristianos recurrirán al severo expediente
de excomulgar a los jugadores, la verdad es que todo el mundo juega,
desde Augusto (que perdió más de veinte mil sestercios en una memorable
noche) hasta el último esclavo. Como las deudas de juego no se
reconocen, es raro que alguien juegue de fiado.
Otros juegos son el cara o cruz ("navia capita") y una variedad de los
chinos ("micare digitis" o "micatio") que se juega sacando los dedos
simultáneamente.
Finalmente están los que se juegan en un tablero ("tabulae lusoriae"), que
son de índole más reposada e intelectual. Entre ellos destaca el "ludus
latrunculorum", híbrido de damas y ajedrez, que otorga dieciséis piezas a
cada jugador. Los aficionados juegan a veces en plazas, paseos y lugares
públicos, sobre tableros esculpidos en las losas del suelo.
Basta de baño por hoy. Recuperamos nuestras toallas, nos secamos, nos
vestimos y nos dirigimos a la cantina restaurante ("popinae") del local
para dar cuenta, con despabilado apetito, de una suculenta empanada de
buey y cebolla. Mientras nuestras mandíbulas trabajan como ruedecillas
implacables, contemplamos, al otro lado del patio, los ágiles cuerpos
femeninos que graciosamente bullen en torno a la piscina ("piscinae
natatoriae"). Esta piscina es mixta, pero en el resto del baño hay
separación de sexos. En otros establecimientos menos dotados se han
establecido dos turnos, mujeres por la mañana y hombres por la tarde.
Por lo general, las termas imperiales son edificios lujosos en los que
resplandecen el mármol, los labrados estucos, los mosaicos y los frescos.
Alrededor hay frondosos jardines donde los ancianos pasean, corretean
los jovenzuelos, se arrullan los enamorados y merodean las busconas en
busca de clientes. Pero también existen otras termas menos elegantes, de
barrio, instaladas a veces en los bajos de las casas de vecinos. Como la
construcción de esta clase de edificios deja bastante que desear, los
ruidos que producen los usuarios molestan a los inquilinos que habitan
los pisos superiores. Cedamos la palabra a nuestro malhumorado
compatriota Marcial: —Sí, vivo precisamente encima de uno de esos
baños. Imaginaos toda clase de voces, hasta el punto de que a veces
desearía ser sordo. Si los más fornidos se ejercitan con las pesas oigo sus
mugidos cada vez que expulsan el aire, cuando emiten silbidos y jadean
afanosamente. Si alguno disfruta dándose masaje, percibo el palmoteo del
masajista sobre su espalda y puedo distinguir, por el sonido, si le está
dando con la mano plana o ahuecada. Si llega el que quiere jugar a la
pelota y empieza a contar los tantos en voz alta, es el acabóse.
Añádase el camorrista que arma trifulca, el ladrón al que cogen con las
manos en la masa, el que disfruta escuchando el sonido de su propia voz
en el baño y los que se zambullen estruendosamente en la piscina.
Lleva razón; no hay derecho.
17. Comer para vivir...
La cocina
Del examen de los textos de Apicio (sus "Diez libros de cocina"), y de otros
recetarios y noticias que nos han llegado, se deduce que la cocina romana
era robusta, viril, de potentes sabores, poco apta, presumimos, para
estómagos delicados. Por la abundancia de grasas y las explosivas
combinaciones de especias, hoy seguramente nos recordaría a la de
ciertos países del exótico Oriente más que a la europea actual. Muchos
platos abusaban de ciertas salsas preparadas por lo general a base de
pescado: "garum, oxygarum, muria" y "liquamen". Quizá convenga añadir
algunas palabras sobre el "garum", el comodín de las salsas, que los
romanos acaudalados añadían liberalmente a sus platos de carne, de
pescado o de verdura, e incluso al vino o al agua. Se elaboraba a base de
hocicos, paladares, intestinos y gargantas de una serie de peces grandes:
atún, murena, escombro y esturión, curados en salmuera y madurados al
sol. Había muchas calidades de "garum". La mejor, comparable al caviar
iraní, era la llamada "sociorum", que llegó a costar 180 piezas de plata el
litro.
El "garum", como el amargo "silfión" griego, acabó cediendo terreno ante el
empuje de la pimienta, que todavía sigue siendo la reina de nuestra
cocina. No obstante, sobrevivió a la caída del imperio romano aunque no a
la invasión islámica de Occidente, lo que no deja de ser una contrariedad.
No obstante, podemos imaginar que para el flaco gusto moderno aquella
salsa resultaría nauseabunda. El aliento de los que lo comían apestaba, lo
que ya es un indicio. Escribe Marcial: "Si recibes una tufarada de su
aliento pestilente "ecce, garum est"!".
Además de las fermentadas salsas de pescado, los romanos usaron otras
más semejantes a las nuestras, elaboradas a base de vinagre, mostaza,
aceite, dátiles, miel, menta y pasas. A veces las guarniciones propuestas
no dejan de parecernos curiosas pero no por ello menos estimulantes: por
ejemplo, pescado servido con puré de membrillos o setas hervidas en miel.
La gran cocina romana corresponde sin duda a la época de los césares.
Es una cocina esnob y pedante, de nuevos ricos: artificiosa y refinada
hasta lo extravagante; descabellada en ocasiones, pero sin duda
suculenta y generosa. Los cocineros eran, muy a menudo, esclavos. Por
un buen cocinero jefe ("archimagirus") se llegan a pagar enormes
fortunas. Con el tiempo la profesión se convierte en una de las más
importantes de la Roma imperial. Adriano los agrupa en un "collegium
cocorum". Es curioso que, sin embargo, tuvieran mala fama, como suele
acontecer con tantos artistas que son admirados y odiados a un tiempo.
Estos hombres se lanzaron a experimentar en toda clase de caprichos
gastronómicos con las exóticas viandas que llegaban a sus fogones: pavos
de Samos, dátiles egipcios, ciruelas damascenas, almendras de Cilicia,
tordos de Frigia, murena tartesia, torcaces de Chíos, nueces de Tasia,
esturión de Rodas, ostras de Tarento, jengibre, canela, pimienta de la
India... Se sobrevaloraron partes mínimas de grandes piezas, cuyo mayor
mérito reside en su pequeñez o rareza: ubres de cerda, sesada de faisán,
lenguas de flamenco, hígados de caballa, testículos de cabrito. Cuando no
se pueden consumir solas, se hacen intervenir en sofisticadas recetas
como el denominado escudo de Minerva: escaro servido en una salsa de
sesos de pavo y faisán, lenguas de flamenco y la llamada leche de
murena.
Los romanos comían cuatro veces al día. Al levantarse desayunaban
fuerte ("ientaculum"), a veces un combinado rural hoy todavía en uso en
algunos países que tuvieron la suerte de pertenecer al imperio romano:
corruscante tostada de buen pan untada de ajo y rociada de aceite y sal.
Otros preferían el bizcocho con vino ("passum").
Incluso los había amantes de la vida sana que seguían el consejo de los
médicos: un vaso de agua en ayunas.
A media mañana era corriente tomar un tentempié ligero, algo de fruta,
embutidos o, simplemente, las sobras de la cena del día anterior. Éste era
para muchos el almuerzo o "prandium".
A media tarde se repetía el refrigerio ("merenda").
La comida principal era la "cena", que se tomaba bastante temprano, a las
dos o las tres de la tarde, en cuanto se regresaba del trabajo. La cena
constaba de varios platos en su debido orden: un aperitivo ("gustus"), el
segundo plato o cena propiamente dicha y el postre. Imaginemos una
cena en un día normal, en una casa de clase media alta. En el aperitivo se
bebe vino con miel ("mulso") y se comen huevos, verdura fría con salsa
picante y quizá ensalada de mariscos o sesos en leche; o tal vez hongos
con salsa.
El segundo plato es de carne o de pescado, o mixto; pongamos por caso
corzo asado con salsa de cebolla, o tórtola hervida en sus plumas, o
jamón hervido con higos y laurel, o cerdo con piñones, o guisado de
flamenco. A la grasienta carne de cerdo le suele ir bien la miel, que es uno
de los ingredientes más socorridos de las especiadas salsas romanas.
El postre no es menos nutritivo: jalea de rosas, dátiles rellenos de nuez y
fritos con miel, pastelitos y fruta del tiempo.
Cuando la familia está en la intimidad, es normal que se consuman las
sobras del día anterior, pero si hay invitados lo correcto es echar la casa
por la ventana y dejarse de censurables economías, no nos vaya a
acontecer lo que a aquel anfitrión que hizo servir un gran pescado del que
ya se había consumido una parte la víspera.
Le hizo dar la vuelta para que apareciera por su costado intacto sobre la
adornada bandeja, pero un sagaz y socarrón invitado observó: "Más vale
que nos demos prisa porque debajo de la bandeja hay gente comiendo con
nosotros".
La casa de familia acomodada suele disponer de un comedor. Es una
habitación espaciosa cuyos únicos muebles son los divanes del
"triclinium", que en la época de los césares van siendo sustituidos por un
diván semicircular, y una mesa central. Otras mesas auxiliares pueden
hacer de reposteros.
Estos muebles suelen ser tan lujosos como lo consienta la economía del
dueño. Uno de los muchos excesos de Heliogábalo consistió en tenerlos de
plata maciza finamente trabajada.
Frecuentemente eran obra de afamados artistas y entre los materiales de
su composición destacaban las maderas preciosas, el oro, la plata y el
marfil. Las paredes de la habitación suelen estar decoradas con frescos
que representan animales, peces, verduras o frutas. El mismo escaparate
de productos naturales puede repetirse en los mosaicos del suelo.
Los divanes del "triclinium" solían ser tres, con capacidad para nueve
comensales, pero si el número de invitados es mayor se pueden arrimar,
por el lado libre de la mesa, banquillos y sillas. En cualquier caso, las
mujeres, los niños y las personas que guardan luto suelen usar sillas.
Desde la época de Augusto en adelante se divulga el diván semicircular
("sigma") en torno a una mesa redonda. En este curioso mueble caben
hasta ocho comensales. Estamos hablando, como casi siempre, de las
clases acomodadas. Los pobres prescinden del mobiliario especializado: se
conforman con poder comer, sentados en torno a una mesa, en cualquier
habitación de la vivienda o, simplemente, en "la" habitación de la
vivienda, pues muchas familias no pueden aspirar más que a un aposento
en las superpobladas ínsulas.
La vajilla es otro exponente fiel de la posición social del dueño de la casa.
Los ricos la adquieren de materiales preciosos y caros: plata, oro, ónice,
electro, incluso "murra", una piedra que se suponía mejoraba la calidad
del vino por simple contacto.
La vajilla de los pobres es mucho más sucinta y de barro ("vasa
saguntina").
Lógicamente, las personas educadas y las que aspiran a serlo procuran
observar ciertas normas cuando se sientan a la mesa. La primera y
principal nos obliga a estar de buen humor. Un comensal taciturno o
pensativo es considerado grosero. El plato se sostiene con la mano
izquierda y los alimentos se toman con la derecha.
Si es sopa se utiliza cuchara ("ligula"); si es paté o puré, cucharilla
("cochlear"); si es sólido, los dedos.
Aún no se ha inventado el tenedor, que nacerá en Constantinopla en el
siglo Xi. Comer con los dedos no es excusa para pringarse las manos o el
rostro. Así lo recomienda Ovidio: "carpe cibum, digitis, est quiddam
gestus edendi; ora nec inmunda tota perunge manu". Esas
cinematográficas escenas de banquetes romanos en las que vemos a los
comensales tirar dentelladas a un trozo de carne que agarran entre las
manos, constituyen un infundio: en realidad existía un esclavo dedicado a
trinchar la carne ("scissor, carptor, structor") hasta reducirla a pequeñas
porciones que pudieran introducirse cómodamente en la boca.
Entre plato y plato, los servidores acercan a cada comensal una escudilla
de agua para que pueda lavarse los dedos. Además, cada uno tiene a su
alcance una servilleta de cumplidas proporciones que no sólo sirve para
limpiarse los labios y las manos, sino también el sudor (sudan bastante
porque las lámparas dan mucho calor) y hasta para sonarse las narices.
Por cierto: es perfectamente legal traer la servilleta de casa para que, al
término del banquete, nos sirva para envolver las sobras si queremos
llevárnoslas. Andando el tiempo parecerá poco elegante concurrir con la
servilleta, como un saqueador, y los más refinados prescindirán de ella.
Marcial, bromista, señala que un tal Hermógenes es de los que no llevan
servilleta... pero luego roba el mantel.
18. ... y vivir para comer
Gladiadores
Por la salud del emperador Vespasiano César Augusto y de sus hijos y por
la consagración del altar, la compañía de gladiadores de Nigidus Mayo
combatirá en Pompeya, sin posible aplazamiento, el cuatro de julio. Habrá
lucha de fieras. Se tenderá el toldo.
Otro cartel:
Teatro
Clases de gladiadores
¡Oh, Roma! ¿Por qué culpa han merecido grandes principios estos fines
feos?
Intentaremos dar cumplida respuesta a esta retórica indagación de
Quevedo, otro español que amó mucho a Roma y a lo romano.
Montesquieu y otros románticos pusieron en circulación una teoría: Roma
se engrandeció gracias al carácter austero, valeroso y emprendedor de sus
primeros ciudadanos, pero sus descendientes, enriquecidos por las
conquistas de feraces territorios y desentendidos del procomún durante la
dictadura imperial, fueron degenerando y se tornaron viciosos, perezosos
y cobardes, lo que acarreó, fatalmente, la decadencia y ruina del imperio.
Montesquieu evitó mencionar el fin del paganismo y la expansión del
cristianismo como otra posible causa de la decadencia. Gibbon lo insinúa
en su magna obra "Historia de la decadencia y ruina del imperio romano",
ese espléndido retrato de la disolución de Roma cuando la ciudad se ve
atacada por el cáncer de la barbarie y del fanatismo religioso. Voltaire
formula la misma idea con brutal claridad: "El cristianismo abrió el cielo,
pero arruinó el imperio". Luego han venido otros (Frobenius, Spengler)
que consideran la decadencia de los imperios como un hecho biológico
inexorable.
Los propios romanos tuvieron clara conciencia de su propia decadencia.
Algunos cristianos, influidos por los textos de Daniel y el "Apocalipsis",
incluso la saludaron alborozadamente confundiéndola con el profetizado
fin de los tiempos que daría paso al reino de Dios sobre la tierra. En otros
autores antiguos se descubre, sin embargo, una resignada melancolía: "El
mundo –escribe Cipriano– ha entrado ya en su senectud, pues la
decadencia de las cosas prueba que se aproxima a su ocaso".
Es posible que las causas económicas pesaran más que las otras: la
agricultura decae y se empobrece, escasea la mano de obra, se deterioran
las carreteras, faltas de reparos, la congénita inflación dispara los precios
y devalúa constantemente la moneda, lo que causa la ruina de la clase
media sobre la que se apoyaba el sistema tributario. Y las arcas públicas
están más necesitadas que nunca de ese dinero que no les llega. Durante
los siglos Iv y V Roma vivió en casi constante estado de guerra contra los
bárbaros que presionaban sus fronteras del Danubio y del Rin y con los
partos de Oriente. Mantener un ejército que contuviese a estos pueblos
suponía un gran esfuerzo económico. En la época dorada del imperio la
maquinaria estatal funcionaba gracias al botín de las nuevas conquistas.
Pero, desde que Roma deja de conquistar nuevos territorios y sus
fronteras se estabilizan, el erario público sólo puede contar con el dinero
de los impuestos arrancados a la cada vez más oprimida clase media. Los
ingresos disminuyen, los gastos aumentan. Para colmo de males, la
administración imperial resulta demasiado compleja para los limitados
medios de la época: se va haciendo evidente que Roma no puede
administrarlo todo. A partir del siglo Iii, la autoridad central se disgrega
en anarquía militar. En el espacio de medio siglo asistimos a una
sucesión de treinta y nueve emperadores, muchos de los cuales son
asesinados en golpes de Estado. Roma queda a merced de los militares,
de los pretorianos establecidos en la capital o de los jefes de los ejércitos
que guardan las fronteras. Muchos de ellos ni siquiera son romanos, sino
bárbaros contratados por Roma. Primero se reparten el poder en
tetrarquías (desde Diocleciano), después lo descentralizan dividiéndolo en
capitales administrativas provinciales, lo que, andando el tiempo, permite
que se vayan desgajando provincias enteras sobre las que reinarán, con
casi completa autonomía, caudillos vándalos, visigodos, francos u
ostrogodos, sólo nominalmente sometidos a Roma.
Desde 364 el imperio se divide en dos grandes bloques: Oriente y
Occidente. Todavía sobrevive la idea imperial asociada a Roma, como un
símbolo, hasta que, en 476, Odoacro desprecia el título de emperador y
envía las insignias imperiales a Zenón, el soberano de Oriente. El título y
la sombra del imperio se mantendrán en Constantinopla (la Nueva Roma)
por espacio de otro milenio, hasta su conquista por los turcos.
Esto en cuanto al imperio, pero ¿qué fue de Roma como ciudad? Las
ilustraciones de los textos de nuestro bachillerato, inspiradas en la
aparatosa e imaginativa pintura histórica del siglo pasado, nos han
familiarizado con la idea del repentino pillaje, incendio y destrucción de
Roma por los bárbaros invasores. En realidad, el acabamiento material de
la ciudad de los césares fue fruto de un proceso mucho más lento y
doloroso. Por una parte, el cristianismo triunfante despreciaba la
arquitectura civil (termas, circos, teatros, foros, etc.) y centraba sus
esfuerzos en la religiosa, es decir, en la construcción de iglesias; por otra
parte, la general decadencia económica no permitía ya emprender grandes
obras pero sí saquear los materiales de las antiguas que iban
arruinándose por falta de reparos. La ciudad comienza a alimentarse,
monstruosamente, de su propio cuerpo. Los grandes edificios públicos
que elevó el paganismo quedan obsoletos y se deterioran rápidamente.
Después los van despojando de estatuas, bronces, mármoles, tejas,
techumbres, vigas y todo tipo de recubrimientos en materiales
aprovechables que se revenden en diversos mercados o se transportan a
Constantinopla, la Nueva Roma.
La ciudad se va despoblando y sus cada vez más escasos habitantes
abandonan las gloriosas siete colinas y se concentran en el llano,
particularmente en el Campo de Marte y al otro lado del río, en el
Transtíber, donde, en época medieval, se levantará la ciudad del Vaticano.
Muy pronto el sagrado Capitolio será "campo de soledad", "mustio collado"
y quedará relegado a pasto para cabras (Monte Caprino), y el antaño
bullicioso y concurrido Foro, verdadero corazón del imperio, se llenará de
yerbajos y será pasto de vacas (Campo Vaccino).
Los saqueados monumentos y palacios de la ciudad se arruinan
rápidamente.
Todo el venerable mármol que enorgullecía a Augusto, columnas, frisos,
estatuas y solerías, va a alimentar los hornos de cal que surten a las
sórdidas construcciones de la ciudad medieval. De toda esa disipada
belleza apenas se salva una docena de edificios a los que la ignorancia de
los nuevos amos indulta porque pueden reconvertirse en iglesias
cristianas, en fortalezas o en pedestales para imágenes de santos. Nos
referimos al Panteón, que se consagra a Nuestra Señora; a la biblioteca
del templo de Augusto, que pasa a ser Santa María la Antigua; al
Templum Sacrae Orbis, que es la iglesia de los Santos Cosme y Damián; a
la Curia Iulia, hoy iglesia de San Adriano; al teatro de Pompeyo y termas
de Constantino, que después de albergar tanta amable vida se ven
brutalmente alistados y convertidos en hoscas fortalezas. La misma triste
suerte corre el mausoleo de Adriano, actual castillo de Sant.Angelo. Y la
columna Trajana, que un día sostuvo el águila de Roma y hoy sirve de
pedestal a una imagen de San Pedro.
Después de la oscura Edad Media, el Renacimiento, a pesar de su
veneración por lo clásico, resultará aún más pernicioso para el legado de
la antigua Roma. Un proverbio dice: "Lo que los bárbaros dejaron, los
Berberini lo deshicieron".
25. Retorno a Roma
Han transcurrido dos mil años desde nuestra última visita. Hoy, con un
punto de melancolía en el alma, nos atrevemos a regresar a Roma.
Hubiésemos querido repetir el rito de aquellos peregrinos del Persiles
cervantino que "en llegando a la vista de la ciudad, desde un alto
montecillo la descubrieron, e hincados de rodillas, como a cosa sacra, la
adoraron", pero el veloz y ultramoderno autobús que nos trae desde el
aeropuerto no nos parece marco adecuado para estas expansiones del
espíritu.
Muchas ciudades han crecido sobre aquella roma imperial que veníamos
buscando: la Roma medieval, la renacentista, la Roma barroca de la
contrarreforma, la Roma del "Risorgimento" y la trepidante Roma actual,
panelada de cemento, acero y cristal ahumado. Cada una de ellas resulta
interesante por sí misma, pero nosotros, en una especie de postrera
fidelidad a las dispersas sombras de Marco Cornelio y de los otros
antiguos amigos que aquí dejamos, nos hemos impuesto la rigurosa
disciplina de limitar nuestras indagaciones a los pobres y descarnados
vestigios de aquella Roma que visitamos en su añorada y grata compañía
tantos siglos hace.
Como queríamos empezar por el principio, nos dirigimos a la sombra del
Palatino para cumplir con el rito de saludar a la fascinante loba
capitolina, hoy albergada en el Palazzo dei Conservatori, en Campidoglio.
Después nos encaminamos al inmediato Foro Antiguo, que es hoy un
montón de desordenadas ruinas surcadas de turísticas veredas. A
distintos niveles se acumulan restos de edificios cuya construcción abarcó
más de un milenio de gloriosa historia. Este torturado corazón de Roma
comenzó a excavarse a principios del siglo Xix, aunque el mayor impulso
lo recibió en 1933, cuando Mussolini ordenó la demolición de todo un
apretado barrio romano para trazar, sobre los soterrados vestigios de la
grandeza imperial, una grandilocuente avenida (Via dei Fori Imperiali) que
enmarcase dignamente los fastos del nuevo imperio.
Así salió de nuevo a la luz lo que quedaba de los foros de César, Augusto,
Trajano y Nerva.
Arrastrados por un espeso caudal de imperturbables turistas japoneses,
pisamos otra vez las losas de la Vía Sacra, donde tantas jornadas de
gloria vivieron los generales que regresaban victoriosos de las fronteras.
Penetramos en la Curia, austera sede del Senado de la antigua Roma. El
edificio es reconstrucción de los tiempos de Diocleciano. Hoy aloja una
meritoria colección de bajorrelieves que ilustran episodios de la vida de
Trajano. Delante de la curia está el Rostrum, ya despojado de sus
reliquias navales, aquella tribuna a la que el pueblo acudía para
deleitarse con la elocuencia de famosos oradores; y el arco de Septimio
Severo (año 203), enmarcado por los exiguos restos del templo de Saturno
(siglo Iv) y los carcomidos cimientos de la basílica Iulia, del tiempo de
Augusto, donde en otro tiempo asistimos a las deliberaciones de los
tribunales.
Junto a estos herbosos muros, rubios bárbaros del norte se hacen fotos, e
ignoran que están posando ante las tres columnas más bellas de Roma,
las únicas que han quedado del templo de Cástor y Pólux. Aquí está,
también, la rotonda del templo de Vesta. Ya se apagó el recuerdo de la
llama sagrada.
Enfrente, al otro lado de la Vía Sacra, el templo de Antonino y Faustina se
ha convertido en iglesia de San Lorenzo. Un poco más adelante alza sus
volúmenes espectrales la basílica de Majencio, de tiempos de Constantino.
Cerca de ella está el Arco de Tito (año 81), donde morosamente
admiramos los relieves que representan a los legionarios romanos que
arramblan con el saqueado tesoro del Templo de Jerusalén. Desde este
punto iniciamos la ascensión al monte Palatino, dejando a nuestra
derecha los espléndidos jardines Farnesio, cuyas raíces exploran las
ruinas del palacio de Tiberio. Sobre el Palatino visitamos la Domus Flavia,
que fue salón del trono y palacio oficial de los emperadores, y la paredaña
Domus Augustana, correspondiente al palacio privado, y, un poco más
allá, la humilde casa de Livia, donde habitó el gran Augusto.
Si nos asomamos a los miradores que dan a la Vía dei Cerchi, podremos,
entrecerrando los ojos, transmutar el ruido del tránsito que por ella
discurre en las aclamaciones de la plebe que abarrota el circo Máximo.
Nada queda del magno edificio que albergaba a más de doscientos
cincuenta mil espectadores: sólo un ajardinado solar que un perro
solitario cruza a todo correr huyendo acaso de su propia sombra.
Poco más hay que ver aquí, porque el estadio se quedó en sus cimientos y
solares, así que tomamos de nuevo el Clivus Palatinus y regresamos a los
foros. A la altura del Arco de Tito nos desviamos hacia la derecha, camino
del anfiteatro Flavio, hoy más conocido por Coliseo. El Coliseo es el
monumento más impresionante de la ciudad, devastadas ruinas cuya
contemplación aún nos sugiere la intemporal grandeza del legado romano.
Los vociferantes graderíos han desaparecido, así como la sangrienta elipse
de arena del redondel, pero tales menguas nos permiten apreciar, como si
se tratara de una gigantesca maqueta desmontable, curiosos detalles de
la construcción del edificio, así como el complicado sistema de galerías,
celdas y conductos subterráneos que alojaban a los gladiadores y a las
fieras.
No lejos se halla el Arco de Constantino, conmemoración de su victoria
sobre Majencio en el año 315. Lo adornan relieves de mérito, algunos de
los cuales fueron expoliados de monumentos más antiguos. Ya Roma
comenzaba a devorarse a sí misma y en su declive se adornaba con los
insuperables despojos de su añorada juventud.
Como estamos un poquito hartos de la bulla internacional que hoy se
abate sobre estos lugares, abandonamos el turístico rebaño en busca de
un espacio propicio para la soledad y la meditación. Dando un paseo
atravesamos el soleado parque Celio para dirigirnos, por la puerta
Capena, a las termas de Caracalla (año 212). Son sólo unas
impresionantes ruinas que ocupan más de once hectáreas, entre prados y
floridos parterres. Asistir en este marco incomparable a la representación
de "Aida" puede ser una experiencia inolvidable. Sólo en verano.
Recuperadas las fuerzas, nos anudamos de nuevo al trajín de los turistas
que hormiguean por los foros imperiales, aquel ensanche del Foro Antiguo
que ocupó el resto del valle hasta las faldas del Quirinal y del Viminal.
Los foros de Nerva y Vespasiano han desaparecido y del de César quedan
apenas unas pocas columnas del templo de Venus Genitrix que
conmemoró la victoria de Farsalia.
En el foro de Augusto, casi enteramente ocupado por la medieval Casa de
los Caballeros de Rodas, los restos del templo de Marte Vengador evocan
todavía el sagrado recinto donde se adoraba, como una reliquia, la ilustre
espada de César. ¿En qué aire pretérito se prenderán ahora sus
broncíneas puertas que permanecían abiertas cuando Roma estaba en
guerra con sus enemigos, que es tanto como decir siempre?
El foro de Trajano, que por falta de espacio hubieron de excavar entre el
Quirinal y el Capitolio, fue la más monumental de las ágoras romanas y,
como puso más, perdió más: casi todo ha desaparecido pero aún nos
impresionan las estructuras de los llamados mercados, el conjunto de
escalonados edificios que ayudaba a resolver estéticamente el desnivel de
las excavaciones. Lo que más llama nuestra atención es la columna
Trajana, que ha llegado a nosotros, milagrosamente, casi intacta. Se trata
de una monumental columna dórica de 42 metros de altura, cuyo fuste,
de 2,50 metros de diámetro, representa una banda en espiral adornada
con bajorrelieves. En ellos asistimos a la narración casi cinematográfica
de los 124 episodios de la campaña de Trajano contra los dacios. Este
magno monumento fue construido por Apolodoro entre 106 y 113. El
macizo pedestal inferior albergaba las cenizas de Trajano y sobre el capitel
del remate se elevaba a los cielos de Roma un águila de bronce. A la
muerte del emperador sustituyeron el totémico animal por una estatua
del mismo Trajano, pero ésta fue desbancada, en 1588, por la imagen de
San Pedro que hoy vemos.
El resto de la Roma imperial se encuentra más dispersa por la ciudad
moderna. Enderezamos nuestros pasos hacia el norte para visitar el
Panteón. Éste es, sin duda, el monumento imperial mejor conservado.
Data de la época de Adriano. Cuando lo edificaron estaba consagrado
democráticamente a todos los dioses, pero desde 609 su titularidad ha
cambiado y se ha restringido notablemente. Tiene una impresionante
rotonda artesonada y dotada de una apertura central más atrevida y
vistosa incluso que la cúpula de San Pedro en el Vaticano.
No lejos del Panteón visitamos el altar monumental conocido como Ara
Pacis, construido, en conmemoración de la paz y el imperio, en el año 9 a.
de C. Sus prodigiosos relieves retratan la apretada procesión de Augusto,
su familia y los colegios sacerdotales.
Desde aquí, cruzando el Tíber por el venerable puente Aelio, accedemos al
panteón familiar de Adriano. Una formidable construcción circular que
perdió su sentido funerario para convertirse en edificio de usos múltiples.
En el siglo Vi el papa Gregorio el Grande consagró una iglesia en su cima
y a principios del Xvi el papa Alejandro Vi, de origen español como
Adriano, transformó el conjunto en fortaleza del Santo Ángel. Hoy es una
apretada síntesis de las Romas imperial y pontificia. Conviene que
ascendamos a su privilegiada terraza para que nuestra vista se pierda
sobre tejados y arboledas. No es vano buscar aquella Roma que
conocimos en la trepidante Roma que hoy contemplamos.
Y ya que nos encontramos tan cerca del Vaticano –¿qué fue de aquellas
arboledas y quintas de recreo que cubrían estos solitarios parajes en
nuestra anterior visita?–, bueno será que visitemos sus museos, que,
junto con los Capitolinos, se reparten lo mejor que Roma tiene de Roma.
Lo que no está en los museos se encuentra disimulado en sorprendentes
"collages" y palimsestos. El teatro de Marcelo es casa de vecinos, el
estadio de Domiciano es la plaza Navona, la exedra de las gigantescas
termas de Diocleciano es la actual plaza de la República, el obelisco
egipcio que adornaba el templo de Isis cumple ahora su función en la
plaza de Minerva; su compañero, el implantado en la "spina" del circo de
Calígula y Nerón, es el que hoy se yergue en el centro de la plaza de San
Pedro, en el Vaticano. Si subimos al Quirinal, para ver la fuente de
Montecavallo, antigua Acqua Felice, veremos un mosaico de bellezas de la
más variada procedencia. En un principio, el lugar estaba adornado con
dos Dioscuros que contemplaban el trajín de las termas de Constantino,
pero en el siglo Xvi el papa Sixto V los hizo girar para exorno de la fuente.
Sus sucesores, los Píos Vi y Vii, la recargaron con otros despojos, entre
ellos el obelisco egipcio que anteriormente había adornado el mausoleo de
Augusto... Sí, en esta ciudad hasta las piedras son peregrinas.
26. El legado de Roma
Fin